El diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas (1901-1918) de Manuel Antonio Román. Contribución al estudio de la lexicografía chilena y española

Table of contents :
Portada
Resumen
Abstract
Índice
Preámbulo
Introducción
Primera parte
1. De la explicación al diccionario de –ismos
2. De americanismos, de chilenismos léxicos: definir un concepto
2.1. Noción privativa
2.2. Origen geográfico de la voz
2.3. Difusión social de la voz
2.4. Voces sin sinonimia
2.5. Origen homogeográfico de la voz
3. El papel de la lexicografía: de la lexicología a la pragmática
4. El papel político del diccionario
5. Ideas e ideologías lingüísticas
6. El elemento indígena, lo indígena
7. El caso de Chile
7.1. Estado, Nación y República de Chile
7.2. Hitos y actores estandarizadores más relevantes en Chile
7.3. Sobre las codificaciones en Chile
7.4. Ideas lingüísticas en diccionarios contemporáneos a Román
Segunda parte
1. Manuel Antonio Román, aspectos biográficos
2. El Diccionario de Manuel Antonio Román
2.1. Tipología del Diccionario de Román
2.2. Los destinatarios del Diccionario de Román
2.3. Función del Diccionario de Román
2.4. Macroestructura del Diccionario de Román
2.4.1. Paratextos: prólogos, dedicatorias, epígrafes
2.4.2. Abreviaturas
2.4.3. La ordenación alfabética; otras ordenaciones
2.4.4. El lemario
2.4.5. Familias de palabras
2.5. Microestructura del Diccionario de Román
2.5.1. Los lemas en el Diccionario de Román
2.5.2. La definición en el Diccionario de Román
2.5.2.1. Definiciones enciclopédicas
2.5.2.2. Definiciones lingüísticas conceptuales o definiciones en metalengua de contenido
2.5.2.3. Definiciones lingüísticas funcionales o definiciones en metalengua de signo
2.5.2.4. Definiciones híbridas
2.5.2.5. Definiciones sinonímicas o no analíticas
2.5.2.6. Definiciones perifrásticas o analíticas sustanciales
2.5.2.7. Definiciones perifrásticas o analíticas relacionales
2.5.2.8. El contorno en la definición
2.5.2.9. La vehemencia en algunas definiciones
2.5.3. La estructuración de los artículos lexicográficos: la homonimia y la polisemia
2.5.4. El ordenamiento de las acepciones en un artículo polisémico
2.5.5. Cambio semántico y retórica en el Diccionario de Román
2.5.6. La estilística subjetiva de Román: el cruce de lexicografía y subjetividad
2.5.7. Acerca del tratamiento de las unidades pluriverbales en el Diccionario de Román
2.5.7.1. Las locuciones en el Diccionario de Román
2.5.7.1.1. Las locuciones nominales en el Diccionario de Román
2.5.7.1.2. Las locuciones adjetivas en el Diccionario de Román
2.5.7.1.3. Las locuciones verbales en el Diccionario de Román
2.5.7.1.4. Las locuciones participiales en el Diccionario de Román
2.5.7.1.5. Las locuciones adverbiales en el Diccionario de Román
2.5.7.1.6. Las locuciones pronominales en el Diccionario de Román
2.5.7.2. Las colocaciones en el Diccionario de Román
2.5.7.3. Los modismos en el Diccionario de Román
2.5.7.4. Las construcciones fijas sin valor de unidades léxicas en el Diccionario de Román
2.5.7.5. Las frases hechas en el Diccionario de Román
2.5.7.6. Las frases proverbiales en el Diccionario de Román
2.5.7.7. Refranes en el Diccionario de Román
2.6. Fuentes, autoridades, citas y ejemplos en el Diccionario de Román
2.6.1. Fuentes
2.6.1.1. Textos originales o Fuentes lingüísticas
2.6.1.2. Fuentes metalingüísticas o secundarias
2.6.1.3. Fuentes orales
2.6.2. Elección de las fuentes
2.6.3. Memorias discursivas en el Diccionario de Román
2.6.3.1. Un solecismo
2.6.3.2. Un uso tomado de la lógica
2.6.3.3. Un galicismo
2.6.3.4. Gana el uso
2.6.3.5. Galimatías que se impone
2.6.4. Acerca de las citas, los ejemplos de algunas autoridades del siglo XVII
2.6.4.1. Un galicismo
2.6.4.2. Algo de cuyo
3. Recepción del diccionario
3.1. Cómo hacemos historiografía y lexicología a partir de los datos que nos entrega Román
3.2. Cuando la tradición lexicográfica lee mal a Román
3.3. Voces que pasaron a formar parte de la norma, del uso
3.4. Noticias del Diccionario de Román
Tercera parte
1. Cómo leer el Diccionario de Román
2. Qué hace de este diccionario un diccionario diferencial
2.1. El español de Chile en el Diccionario de Román
2.1.1. Norma general
2.1.1.1. Seseo
2.1.1.2. Aspiración o pérdida de /s/ implosiva
2.1.1.3. Yeísmo
2.1.1.4. Pérdida de /d/ en posición intervocálica e implosiva, en alternancia con su pronunciación relajada
2.1.1.5. Articulación mediopalatal de /K, X, G/ delante de /e, i/, tanto que los extranjeros oyen /i/ entre estas consonantes y /e/
2.1.2. Norma culta
2.1.2.1. Asimilación en secuencias consonánticas en alternancia con las formas canónicas
2.1.2.2. Metátesis, a veces, en algunos términos
2.1.2.3. Tendencia a simplificar los grupos consonánticos
2.1.3. Norma inculta
2.1.3.1. Tropofonías consonánticas
2.1.3.2. Aféresis
2.1.3.3. Prótesis
2.1.3.4. Metátesis
2.1.3.5. Simplificaciones de grupos consonánticos
2.1.3.6. Tendencia antihiática
2.1.3.7. Asimilación vocálica regresiva
2.1.3.8. Tendencia a monoptongar los grupos vocálicos
2.1.3.9. Mayor tendencia a la lenición que en la norma culta informal
2.1.3.10. Disimilación
2.1.3.11. Dislocación regresiva del acento
2.1.3.12. Uso frecuente de arcaísmos fonéticos
2.1.3.13. Apertura o cierre de /o/ y /u/átonas
2.1.4. Norma inculta formal
2.1.5. Algunos aspectos léxicos
2.2. El americanismo en el Diccionario de Román
2.2.1. Voces españolas desusadas, usadas en Hispanoamérica con transición semántica o desusadas en el español en general
2.2.1.1. Convivencia de hispanismos y arcaísmos
2.2.1.2. ¿Andalucismos?
2.2.1.3. Un referente con muchas denominaciones
2.2.1.4. Cruce entre voces desusadas y voces compartidas, en parte, con Canarias
2.2.1.5. Supuestos galicismos
2.2.2. Voces que se comparten con zonas de la Península e Hispanoamérica
2.2.2.1. Un supuesto americanismo
2.2.2.2. Un supuesto occidentalismo peninsular
2.2.2.3. Un étimo opaco
2.2.2.4. Un andalucismo
2.2.2.5. Un supuesto americanismo
2.2.3. ¿Poligénesis?
2.2.3.1. Anfibologías en tecnolectos
2.2.3.2. ¿Un andalucismo?
2.2.3.3. Derivación analógica
2.2.3.4. ¿Chilenismo?
2.2.3.5. Extensión metafórica
2.2.4. Americanismos stricto sensu
2.2.5. Americanismos que se generalizaron
2.2.6. Voces históricas en Chile o en algunas zonas de América
2.2.7. Voces compartidas
2.3. Indigenismos en el Diccionario de Román
2.3.1. Étimos opacos y problemáticos
2.3.2. Un indigenismo vigente en Chile
2.3.3. Influjo indígena en el nivel morfológico
3. Qué hace de este diccionario un receptáculo de notas, comentarios, observaciones acerca de la lengua española
3.1. Ortoepía
3.2. Ortografía
3.3. Fonética
3.3.1. B y V
3.3.2. Sobre la inestabilidad de las líquidas
3.4. Morfología
3.5. Sintaxis
3.5.1. La fugacidad de las concesivas
3.5.2. Un tema para toda Hispanoamérica: el voseo
3.6. Adjetivos
3.7. Verbos y formas verbales
3.7.1. Reflexiones en torno a los verbos con clíticos con se
3.7.2. Verbos defectivos
3.8. Pragmática
3.8.1. Marcadores discursivos
3.8.2. Fórmulas de saludo
3.9. Preposiciones
3.9.1. La preposición a
3.9.2. La preposición ante
3.9.3. La preposición bajo
3.9.4. La preposición cabe
3.9.5. La preposición contra
3.9.6. La preposición de
3.9.7. Preposiciones inseparables
3.10. Prefijos
3.11. Interjecciones
3.12. Nomenclatura lingüística y gramatical
3.13. Gentilicios
3.13.1. Gentilicios étnicos
3.13.2. Gentilicios postoponímicos
3.13.3. Casos donde Román es el primero o el único
3.13.4. Casos relacionados con problemas morfológicos y normatividad
3.13.5. Remoquetes
3.14. Hápax, voces de poca frecuencia
4. Los extranjerismos en el Diccionario de Román
4.1. Purismo moderado
4.2. Supuestos extranjerismos
4.3. Cómo se instala un galicismo como uso no marcado
4.4. Casos complicados
4.5. Casos donde se ha asentado la voz parcialmente
4.6. Propuestas de hispanización de un extranjerismo
5. El tratamiento etimológico en Román
5.1. Etimologías populares, contaminaciones, cruces
5.2. Interferencia
5.3. Propuestas etimológicas de voces del español
5.4. Román, etimologista: enmienda a étimos
5.5. Casos aún no definidos
5.6. Cuando Román yerra: problemáticas en étimos. Étimos incorrectos
6. Historia de la lengua española en el Diccionario de Román
6.1. Fenómenos vocálicos
6.1.1. Vocales tónicas y átonas latinas
6.1.2. Aféresis
6.1.3. Síncopas vocálicas
6.2. Fenómenos consonánticos
6.2.1. Leniciones
6.2.2. Grupos consonánticos: vocalizaciones, asimilaciones
6.2.3. Metátesis
6.3. Morfología
6.3.1. Flexión del sustantivo
6.3.2. Neutro plural
7. La relevancia del latín en el Diccionario de Román
8. Un cura redactando un diccionario
9. Metalectura del diccionario de Román
9.1. Perspectiva sociocultural en el Diccionario de Román
9.1.1. Ideología en Román
9.1.2. Europa, América. ¿Eurocentrismo? ¿Americanismo?
9.1.3. La enciclopedia en Román
9.1.4. Modernidad en Román
9.2. Ideas lingüísticas en el Diccionario de Román
9.2.1. Modelo racionalista: en pos de una lengua general
9.2.2. Reflexiones respecto al uso como norma
9.2.3. Pudibundez en Román
9.2.4. La mujer, lo femenino en el Diccionario de Román
9.3. Ideas metalexicográficas en el Diccionario de Román
9.3.1. Román lee, analiza y critica el diccionario académico
9.3.1.1. Qué incorporar en el diccionario usual
9.3.1.1.1. Sufijos
9.3.1.1.2. Tecnolectos
9.3.1.1.3. Nombres propios
9.3.1.1.4. Qué campos léxicos y semánticos incorporar en el diccionario usual
9.3.1.1.5. Por qué el diccionario usual incorpora voces tardíamente
9.3.1.2. Por el tipo de definiciones en el diccionario usual
9.3.2. Román lee, analiza y critica a otros autores
Conclusiones
I. ¿Por qué estudiar el Diccionario de Román?
II. Sobre la tipología del Diccionario de Román
III. El Diccionario de Román como un producto lingüístico otro
IV. ¿Cómo se leyó el Diccionario de Román?
V. El Diccionario de Román y la lengua ejemplar
VI. En pos de la unidad idiomática
VII. ¿Qué queda por hacer?
Referencias bibliográficas
Índice de voces
Agradecimientos

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Facultad de Filosofía y Letras Departamento de Filología Española

El diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas (1901-1918) de Manuel Antonio Román. Contribución al estudio de la lexicografía chilena y española

Soledad Chávez Fajardo Tesis doctoral Director Pedro Álvarez de Miranda de la Gándara

2021

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE MADRID FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS DEPARTAMENTO DE FILOLOGÍA ESPAÑOLA

EL DICCIONARIO DE CHILENISMOS Y DE OTRAS VOCES Y LOCUCIONES VICIOSAS (1901-1918) DE MANUEL ANTONIO ROMÁN. CONTRIBUCIÓN AL ESTUDIO DE LA LEXICOGRAFÍA CHILENA Y ESPAÑOLA

Soledad Chávez Fajardo Tesis doctoral Director: Dr. Pedro Álvarez de Miranda de la Gándara

2021

La presente tesis doctoral ha sido realizada gracias a la financiación de los siguientes organismos:

Una vez más, al Pequeño Larousse que había en casa. Con él comenzó esta filia. Lo mismo la sección de “Etimologías” de la Cucalón, por ello, al grande Themo Lobos. A la Tomás Navarro Tomás, metonimia de hogar por tantos años. Y, con ella, a todas las bibliotecas, depositarias de diccionarios. Benditas ellas.

Resumen El Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas (1901-1918) de Manuel Antonio Román. Contribución al estudio de la lexicografía chilena y española Autora: Soledad Chávez Fajardo Director: Pedro Álvarez de Miranda de la Gándara La tesis El Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas (1901-1918) de Manuel Antonio Román. Contribución al estudio de la lexicografía chilena y española es un estudio monográfico del Diccionario de Román, estudio que se ha abordado desde tres niveles. Un primer nivel historiográfico y teórico crítico, que toca aspectos de la glotopolítica, el análisis crítico del discurso y la teoría de la estandarización. Un segundo nivel estrictamente metalexicográfico, que describe el Diccionario de Román. Y un tercer nivel lexicológico histórico, que da cuenta de algunos de los aspectos más característicos de este Diccionario. En el primer capítulo se presenta un estudio que aborda el Diccionario desde un punto de vista teórico y contextual, el que da cuenta del panorama lexicográfico latinoamericano fundacional y el chileno en particular. En especial, se presentan las condiciones de producción de la lexicografía fundacional chilena, sobre todo en lo relacionado con el proceso de estandarización en Chile, así como una breve visión glotopolítica y la relevancia de las memorias discursivas en la forma de leer y estudiar los diccionarios, por lo que el análisis crítico e histórico del dicurso tendrá una gran relevancia. En el segundo capítulo se presenta un estudio analítico-descriptivo del diccionario mismo, desde la metodología lexicográfica más clásica, como la referencia a la macroestructura y microestructura (sobre todo las definiciones, el ordenamiento de acepciones y la información que hay en él de voces pluriverbales); el análisis de sus fuentes, sus autoridades, citas y ejemplos; y las noticias y recepción que se ha encontrado del Diccionario. La finalidad es mostrar un estudio lo más detallado posible del Diccionario de Román.

En el tercer capítulo se presenta un estudio lexicológico y semántico de algunos aspectos del lemario que ayudan a demostrar que el Diccionario de Román es un diccionario mixto. Por lo tanto, se ejemplificará con el análisis de algunos contados casos lo diferencial del Diccionario de Román. A su vez, se ejemplificará que es un diccionario de dudas y de corrección del lenguaje. Además, para diversos fines, es un diccionario que echa mano de recursos diacrónicos, que tienen que ver con el ejercicio etimológico y con la historia de la lengua. Asimismo, se lo leerá desde una perspectiva sociocultural, ideológica y metalexicográfica. La finalidad, fuera de demostrar que es este un diccionario mixto es, además, aplicar un análisis y contrastividad con otros instrumentos lingüísticos para determinar hasta qué punto el corpus léxico de este diccionario ha resultado ser un aporte dentro de la lexicografía; o bien, solo se ha limitado a parafrasear a la tradición filológica preexistente. En síntesis, la tesis quiere demostrar que el Diccionario de Román es producto de un proceso estandarizador racionalista. Es decir, un modelo estandarizador que sigue una lengua ejemplar, la que coincide con la regulada por la RAE. De esta forma, por las razones normativas que sean, Román da cuenta de una serie de aspectos de corrección (sean diferenciales o no) que no deberían ser difundidos. A su vez, en este modelo estandarizador racionalista, Román acogió la diferencialidad para extenderla a la norma ejemplar. Es decir, el Diccionario de Román da cuenta de lo característico del español de Chile o hispanoamericano para que la tradición académica haga caso de estas propuestas y las incorpore en el diccionario usual, de modo que sean estas difundidas y conocidas en el mundo hispánico todo.

Palabras clave: lexicografía, metalexicografía, historiografía lingüística, lexicología histórica, semántica histórica

Abstract El Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas (1901-1918) by Manuel Antonio Román. Contribution to the Study of Chilean and Spanish Lexicography Author: Soledad Chávez Fajardo Advisor: Pedro Álvarez de Miranda de la Gándara The thesis El Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas (19011918) by Manuel Antonio Román. Contribution to the Study of Chilean and Spanish Lexicography is a monographic study of Roman’s Diccionario, a study that has been approached from three levels. A first critical historiographic and theoretical level, which touches on aspects of glotopolitics, critical discourse analysis and the theory of standardization. A second strictly metalexicographic level, which describes the Román Diccionario. And a third historical lexicological level, which accounts for some of the most characteristic aspects of this Diccionario. In the first chapter a study is presented that addresses the Diccionario from a theoretical and contextual point of view, which accounts for the foundational Latin American lexicographic panorama and that of Chile in particular. In particular, the production conditions of the founding Chilean lexicography are presented, especially in relation to the standardization process in Chile, as well as a brief glotopolitical vision and the relevance of discursive memories in the way of reading and studying dictionaries, so the critical and historical analysis of the discourse will have great relevance. In the second chapter, an analytical-descriptive study of the dictionary itself is presented, from the most classical lexicographic methodology, such as the reference to the macrostructure and microstructure (especially the definitions, the ordering of meanings and the information that exists in it of pluriverbal words); the analysis of its sources, its authorities, citations and examples; and the news and reception which were encountered by the Diccionario. The purpose is to show the most detailed study possible of Roman’s Diccionario. The third chapter presents a lexicological and semantic study of some aspects of the index of entries that help to demonstrate that the Román Diccionario is a mixed dic-

tionary. Therefore, what distinguishes Román’s Diccionario will be exemplified with the analysis of some cases. In turn, it will be exemplified that it is a dictionary of doubts and correction of the language. In addition, for various purposes, it is a dictionary that makes use of diachronic resources, which have to do with the etymological exercise and with the history of the language. Likewise, it will be read from a sociocultural, ideological and metalexicographic perspective. The purpose, apart from showing that this is a mixed dictionary, is also to apply an analysis and contrast with other linguistic instruments to determine to what extent the lexical corpus of this dictionary has turned out to be a contribution within the lexicography; or it has been limited only to paraphrasing the pre-existing philological tradition. In short, the thesis wants to show that Roman’s Diccionario is the product of a rationalist standardizing process. That is, a standardizing model that follows an exemplary language, which coincides with that regulated by the RAE. In this way, for whatever normative reasons, Román reports on a series of correction aspects (whether differential or not) that should not be disclosed. In turn, in this rationalist standardizing model, Román welcomed differentiating to extend it to the exemplary norm. In other words, Roman’s Dictionary gives an account of what is characteristic of Chilean or Hispanic American Spanish so that the academic tradition will pay attention to these proposals and incorporate them into the Usual Dictionary, so that they are disseminated and known throughout the Hispanic world.

Key words: lexicography, metalexicography, linguistic historiography, historical lexicology, historical semantics

Índice Preámbulo

i

Introducción

1

Primera parte 1. De la explicación al diccionario de –ismos 2. De americanismos, de chilenismos léxicos: definir un concepto 2.1. Noción privativa 2.2. Origen geográfico de la voz 2.3. Difusión social de la voz 2.4. Voces sin sinonimia 2.5. Origen homogeográfico de la voz 3. El papel de la lexicografía: de la lexicología a la pragmática 4. El papel político del diccionario 5. Ideas e ideologías lingüísticas 6. El elemento indígena, lo indígena 7. El caso de Chile 7.1. Estado, Nación y República de Chile 7.2. Hitos y actores estandarizadores más relevantes en Chile 7.3. Sobre las codificaciones en Chile 7.4. Ideas lingüísticas en diccionarios contemporáneos a Román

11 13 33 42 46 47 50 51 61 73 100 121 139 139 145 153 170

Segunda parte 1. Manuel Antonio Román, aspectos biográficos 2. El Diccionario de Manuel Antonio Román 2.1. Tipología del Diccionario de Román 2.2. Los destinatarios del Diccionario de Román 2.3. Función del Diccionario de Román 2.4. Macroestructura del Diccionario de Román 2.4.1. Paratextos: prólogos, dedicatorias, epígrafes 2.4.2. Abreviaturas 2.4.3. La ordenación alfabética; otras ordenaciones

181 183 205 210 214 216 223 224 226 227

2.4.4. El lemario 2.4.5. Familias de palabras 2.5. Microestructura del Diccionario de Román 2.5.1. Los lemas en el Diccionario de Román 2.5.2. La definición en el Diccionario de Román 2.5.2.1. Definiciones enciclopédicas 2.5.2.2. Definiciones lingüísticas conceptuales o definiciones en metalengua de contenido 2.5.2.3. Definiciones lingüísticas funcionales o definiciones en metalengua de signo 2.5.2.4. Definiciones híbridas 2.5.2.5. Definiciones sinonímicas o no analíticas 2.5.2.6. Definiciones perifrásticas o analíticas sustanciales 2.5.2.7. Definiciones perifrásticas o analíticas relacionales 2.5.2.8. El contorno en la definición 2.5.2.9. La vehemencia en algunas definiciones 2.5.3. La estructuración de los artículos lexicográficos: la homonimia y la polisemia 2.5.4. El ordenamiento de las acepciones en un artículo polisémico 2.5.5. Cambio semántico y retórica en el Diccionario de Román 2.5.6. La estilística subjetiva de Román: el cruce de lexicografía y subjetividad 2.5.7. Acerca del tratamiento de las unidades pluriverbales en el Diccionario de Román 2.5.7.1. Las locuciones en el Diccionario de Román 2.5.7.1.1. Las locuciones nominales en el Diccionario de Román  2.5.7.1.2. Las locuciones adjetivas en el Diccionario de Román 2.5.7.1.3. Las locuciones verbales en el Diccionario de Román 2.5.7.1.4. Las locuciones participiales en el Diccionario de Román 2.5.7.1.5. Las locuciones adverbiales en el Diccionario de Román 2.5.7.1.6. Las locuciones pronominales en el Diccionario de Román 2.5.7.2. Las colocaciones en el Diccionario de Román 2.5.7.3. Los modismos en el Diccionario de Román 2.5.7.4. Las construcciones fijas sin valor de unidades léxicas en el Diccionario de Román 2.5.7.5. Las frases hechas en el Diccionario de Román

229 240 244 253 258 260 268 270 274 276 297 301 302 304 310 321 334 348 357 360 364 367 367 369 370 370 371 373 374 375

2.5.7.6. Las frases proverbiales en el Diccionario de Román 2.5.7.7. Refranes en el Diccionario de Román 2.6. Fuentes, autoridades, citas y ejemplos en el Diccionario de Román 2.6.1. Fuentes 2.6.1.1. Textos originales o Fuentes lingüísticas 2.6.1.2. Fuentes metalingüísticas o secundarias 2.6.1.3. Fuentes orales 2.6.2. Elección de las fuentes 2.6.3. Memorias discursivas en el Diccionario de Román 2.6.3.1. Un solecismo 2.6.3.2. Un uso tomado de la lógica 2.6.3.3. Un galicismo 2.6.3.4. Gana el uso 2.6.3.5. Galimatías que se impone 2.6.4. Acerca de las citas, los ejemplos de algunas autoridades del siglo XVII 2.6.4.1. Un galicismo 2.6.4.2. Algo de cuyo 3. Recepción del diccionario 3.1. Cómo hacemos historiografía y lexicología a partir de los datos que nos entrega Román 3.2. Cuando la tradición lexicográfica lee mal a Román 3.3. Voces que pasaron a formar parte de la norma, del uso 3.4. Noticias del Diccionario de Román

375 376 377 378 379 382 383 384 390 392 394 395 397 398

Tercera parte 1. Cómo leer el Diccionario de Román 2. Qué hace de este diccionario un diccionario diferencial 2.1. El español de Chile en el Diccionario de Román 2.1.1. Norma general 2.1.1.1. Seseo 2.1.1.2. Aspiración o pérdida de /s/ implosiva 2.1.1.3. Yeísmo 2.1.1.4. Pérdida de /d/ en posición intervocálica e implosiva, en alternancia con su pronunciación relajada 2.1.1.5. Articulación mediopalatal de /K, X, G/ delante de /e, i/, tanto que los extranjeros oyen /i/ entre estas consonantes y /e/

425 427 430 431 433 433 440 442

401 405 406 409 409 410 416 419

448 451

2.1.2. Norma culta 2.1.2.1. Asimilación en secuencias consonánticas en alternancia con las formas canónicas 2.1.2.2. Metátesis, a veces, en algunos términos 2.1.2.3. Tendencia a simplificar los grupos consonánticos 2.1.3. Norma inculta 2.1.3.1. Tropofonías consonánticas 2.1.3.2. Aféresis 2.1.3.3. Prótesis 2.1.3.4. Metátesis 2.1.3.5. Simplificaciones de grupos consonánticos 2.1.3.6. Tendencia antihiática 2.1.3.7. Asimilación vocálica regresiva 2.1.3.8. Tendencia a monoptongar los grupos vocálicos 2.1.3.9. Mayor tendencia a la lenición que en la norma culta informal 2.1.3.10. Disimilación 2.1.3.11. Dislocación regresiva del acento 2.1.3.12. Uso frecuente de arcaísmos fonéticos 2.1.3.13. Apertura o cierre de /o/ y /u/átonas 2.1.4. Norma inculta formal 2.1.5. Algunos aspectos léxicos 2.2. El americanismo en el Diccionario de Román 2.2.1. Voces españolas desusadas, usadas en Hispanoamérica con transición semántica o desusadas en el español en general 2.2.1.1. Convivencia de hispanismos y arcaísmos 2.2.1.2. ¿Andalucismos? 2.2.1.3. Un referente con muchas denominaciones 2.2.1.4. Cruce entre voces desusadas y voces compartidas, en parte, con Canarias 2.2.1.5. Supuestos galicismos 2.2.2. Voces que se comparten con zonas de la Península e Hispanoamérica 2.2.2.1. Un supuesto americanismo 2.2.2.2. Un supuesto occidentalismo peninsular 2.2.2.3. Un étimo opaco 2.2.2.4. Un andalucismo

451 452 452 453 455 455 458 459 460 461 464 465 465 466 466 466 467 467 467 470 482 483 484 487 490 493 497 499 499 502 504 506

2.2.2.5. Un supuesto americanismo 2.2.3. ¿Poligénesis? 2.2.3.1. Anfibologías en tecnolectos 2.2.3.2. ¿Un andalucismo? 2.2.3.3. Derivación analógica 2.2.3.4. ¿Chilenismo? 2.2.3.5. Extensión metafórica 2.2.4. Americanismos stricto sensu 2.2.5. Americanismos que se generalizaron 2.2.6. Voces históricas en Chile o en algunas zonas de América 2.2.7. Voces compartidas 2.3. Indigenismos en el Diccionario de Román 2.3.1. Étimos opacos y problemáticos 2.3.2. Un indigenismo vigente en Chile 2.3.3. Influjo indígena en el nivel morfológico 3. Qué hace de este diccionario un receptáculo de notas, comentarios, observaciones acerca de la lengua española 3.1. Ortoepía 3.2. Ortografía 3.3. Fonética 3.3.1. B y V 3.3.2. Sobre la inestabilidad de las líquidas 3.4. Morfología 3.5. Sintaxis 3.5.1. La fugacidad de las concesivas 3.5.2. Un tema para toda Hispanoamérica: el voseo 3.6. Adjetivos 3.7. Verbos y formas verbales 3.7.1. Reflexiones en torno a los verbos con clíticos con se 3.7.2. Verbos defectivos 3.8. Pragmática 3.8.1. Marcadores discursivos 3.8.2. Fórmulas de saludo 3.9. Preposiciones 3.9.1. La preposición a 3.9.2. La preposición ante

507 511 511 512 513 516 517 518 520 521 523 526 526 537 538 542 545 545 549 550 553 555 558 558 560 565 568 568 572 573 573 575 577 578 585

3.9.3. La preposición bajo 3.9.4. La preposición cabe 3.9.5. La preposición contra 3.9.6. La preposición de 3.9.7. Preposiciones inseparables 3.10. Prefijos 3.11. Interjecciones 3.12. Nomenclatura lingüística y gramatical 3.13. Gentilicios 3.13.1. Gentilicios étnicos 3.13.2. Gentilicios postoponímicos 3.13.3. Casos donde Román es el primero o el único 3.13.4. Casos relacionados con problemas morfológicos y normatividad 3.13.5. Remoquetes 3.14. Hápax, voces de poca frecuencia 4. Los extranjerismos en el Diccionario de Román 4.1. Purismo moderado 4.2. Supuestos extranjerismos 4.3. Cómo se instala un galicismo como uso no marcado 4.4. Casos complicados 4.5. Casos donde se ha asentado la voz parcialmente 4.6. Propuestas de hispanización de un extranjerismo 5. El tratamiento etimológico en Román 5.1. Etimologías populares, contaminaciones, cruces 5.2. Interferencia 5.3. Propuestas etimológicas de voces del español 5.4. Román, etimologista: enmienda a étimos 5.5. Casos aún no definidos 5.6. Cuando Román yerra: problemáticas en étimos. Étimos incorrectos 6. Historia de la lengua española en el Diccionario de Román 6.1. Fenómenos vocálicos 6.1.1. Vocales tónicas y átonas latinas 6.1.2. Aféresis 6.1.3. Síncopas vocálicas 6.2. Fenómenos consonánticos 6.2.1. Leniciones

588 594 595 600 607 608 613 616 617 619 621 625 626 627 629 630 635 636 638 643 644 645 647 649 653 658 660 661 662 665 665 665 666 667 667 667

6.2.2. Grupos consonánticos: vocalizaciones, asimilaciones 6.2.3. Metátesis 6.3. Morfología 6.3.1. Flexión del sustantivo 6.3.2. Neutro plural 7. La relevancia del latín en el Diccionario de Román 8. Un cura redactando un diccionario 9. Metalectura del diccionario de Román 9.1. Perspectiva sociocultural en el Diccionario de Román 9.1.1. Ideología en Román 9.1.2. Europa, América. ¿Eurocentrismo? ¿Americanismo? 9.1.3. La enciclopedia en Román 9.1.4. Modernidad en Román 9.2. Ideas lingüísticas en el Diccionario de Román 9.2.1. Modelo racionalista: en pos de una lengua general 9.2.2. Reflexiones respecto al uso como norma 9.2.3. Pudibundez en Román 9.2.4. La mujer, lo femenino en el Diccionario de Román 9.3. Ideas metalexicográficas en el Diccionario de Román 9.3.1. Román lee, analiza y critica el diccionario académico 9.3.1.1. Qué incorporar en el diccionario usual 9.3.1.1.1. Sufijos 9.3.1.1.2. Tecnolectos 9.3.1.1.3. Nombres propios 9.3.1.1.4. Qué campos léxicos y semánticos incorporar en el diccionario usual 9.3.1.1.5. Por qué el diccionario usual incorpora voces tardíamente 9.3.1.2. Por el tipo de definiciones en el diccionario usual 9.3.2. Román lee, analiza y critica a otros autores

668 670 671 671 672 674 676 679 679 681 691 697 699 702 702 704 708 714 726 726 732 732 733 733

Conclusiones I. ¿Por qué estudiar el Diccionario de Román? II. Sobre la tipología del Diccionario de Román III. El Diccionario de Román como un producto lingüístico otro IV. ¿Cómo se leyó el Diccionario de Román? V. El Diccionario de Román y la lengua ejemplar VI. En pos de la unidad idiomática

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VII. ¿Qué queda por hacer?

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Referencias bibliográficas

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Índice de voces

815

Agradecimientos

829

Preámbulo

El origen de esta investigación es un cúmulo de instancias y serendipias, todas concatenadas y todas necesarias. De pasar a leer un ensayo emblemático de la metalexicografía chilena hace más de veinte años, el clásico “Períodos en la lexicografía diferencial chilena” (Alfredo Matus, 1994), devino mi tesis de máster, en la que tardé –por mi lentitud, por mi tendencia a divagar más de la cuenta, por eso de estudiar y trabajar al mismo tiempo y por lo complejo que era hacerse de una bibliografía actualizada en su momento– unos cuatro años. Sin embargo, el hecho de intentar elaborar un panorama lexicográfico chileno me llevó por otro derrotero, absolutamente necesario e intuitivo: el de la historiografía lingüística, disciplina de la que yo no tenía mayor noticia más que la información que me iban dando, de primera mano, los diccionarios mismos. Pensé que allí quedaría lo de los diccionarios chilenos y su historia, al terminar yo mi tesis de máster. Justamente, pensé que lo suyo, ya con la urgencia de iniciar mi investigación doctoral, era trabajar en otro aspecto que me entretuviera. En efecto, cuando pude organizar todo para ir a doctorarme, pensé que lo ideal sería investigar lexicología histórica, el área que más me fascinaba y con la que quería seguir tratando. Decidí, por haber coincidido con él y oírlo en una conferencia en el Congreso Internacional de Historia de la Lengua Española, el año 2009, trabajar con Pedro Álvarez de Miranda. Pedro aceptó y me propuso trabajar con algo que me tomó por sorpresa y, en un principio, hasta me desalentó: el Diccionario de Román. Es verdad que no había una monografía del diccionario en cuestión, que entre sus cinco volúmenes y miles de entradas había bastante información, información que había dejado perplejo a Pedro (había estado dirigiendo, antes de seguir conmigo, una tesis sobre el léxico de Tirso y grande había sido la sorpresa del doctorando y de él al encontrar muchísima información en Román). Es verdad que soy chilena y que alguien tenía que darse el tiempo de leer dicho diccionario, pero adentrarme por años en la obra que redactó un cura, enemigo en vida de uno de mis héroes lingüistas (Rodolfo Lenz) era un ejercicio de desapego budista que tenía un grado de desafío que me fastidiaba y, sin muchas ganas, acepté. Nunca pensé que esa conversación en marzo de 2011 en la biblioteca de Pedro sería decisiva (andaba

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yo por Madrid, asistiendo a un curso de posgrado de judeoespañol y aproveché de visitarlo y hablar, justamente, de lo que podría investigar en mi tesis). Ya luego, en diciembre de ese año, instalada en Madrid, redacté el proyecto de tesis y lo que viene después son años de total entretenimiento, porque, bien se sabe, tardé bastante en esta tesis, por mi lentitud una vez más y, sobre todo, porque me la pasaba demasiado bien en estos deberes escriturales. De toda esta cadena surgió esta tesis, producto de bastantes reflexiones que se han ido modificando, engrosando o mutando. Aún recuerdo cuando comencé a leer el Diccionario en abril de 2012 y me quedé por meses en la preposición a. Ese fue el aviso de lo que se venía y que esta iba a ser una historia de todo menos fastidiosa. Así, entre congresos, cursos, estancias, encierros en bibliotecas y actos de escritura se fue gestando la tesis. Así, en leerme detalladamente el diccionario un par de veces; releerlo rápidamente otro par de veces más y leer, a su vez, otras codificaciones, es que se fue cuajando una tesis de tres partes y mucho que decir y mucho por decir. Nunca, nunca menosprecies al enemigo de tu héroe, me digo ahora, hacia el final de este camino. Tampoco es que quiera exaltar al cura, pero no hay nada más fascinante que leer un diccionario, más si la finalidad es presentarlo en sociedad. He aquí, pues, la presentación en sociedad del Diccionario de Román. Ojalá que no se aburran.

Preámbulo

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Introducción

La lexicografía en Chile. Una aproximación

La historia del quehacer lexicográfico en Chile tiene una evolución similar a la de los demás países hispanoamericanos: desde glosarios elaborados por los conquistadores, misioneros y escritores para comprender las nuevas realidades americanas; pasando por la lexicografía decimonónica, esa del intelectual (o de una intelligentsia) que constató la variedad –el chilenismo, el americanismo, el indigenismo frente al uso del español de España– y, además, deseaba aportar –sea en notas, sea en explicaciones–, equivalencias o definiciones, así como información respecto al estado de lengua en general y a la norma sobre todo; hasta llegar a los diccionarios elaborados por lingüistas y filólogos, finalizando el siglo XX, haciendo uso de una metodología lexicográfica y más bien descriptiva. El primer trabajo lexicográfico en Chile lo encontramos en el Arauco Domado de Pedro de Oña (considerado el primer poeta nacido en suelo chileno), publicado en 1596. Allí se presentaba, como anexo, una “Tabla por donde se entienden algunos términos propios de los indios”, que viene a ser el primer glosario redactado en Chile. Por otro lado, la labor misionera jesuita fue fundamental: el granadino Luis de Valdivia, en su Arte y gramática general de la lengua que corre en todo el Reyno de Chile, con un vocabulario y confesionario (1606), dio testimonio del primer estudio del mapudungun –de hecho, su texto es conocido por ser el primer estudio gramatical y lexicográfico mapuche publicado–. Posteriormente, el catalán Andrés Febrés publicó, en 1765, el Arte de la lengua general del Reyno de Chile, obra que contiene un anexo titulado: “Breve diccionario sobre algunas palabras más usuales”. Dos años después apareció en la Westfalia el Chilidúg’ú sive Res Chilensis del colonés Bernardo Havestadt, escrito en latín. En las partes cuarta y quinta hay vocabularios de araucano-español y español-araucano. Justamente, como ya se ha constatado en la historiografía lexicográfica hispanoamericana general (Haensch 1984 y 1997), los primeros trabajos fueron de corte bilingüe. Por su parte, la lexicografía monolingüe aparecerá tiempo después en Chile y será ésta nuestro objeto de reflexión: la que suele dar cuenta, sobre todo, de las voces particulares, se supone, del español de Chile y de América. Esta lexicografía monolingüe y diferencial tenía, por lo demás, un tenor bastante normativo y, las más veces, purista. Se podría hacer

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uso, para ordenar mejor este panorama, por razones metodológicas, sobre todo, de periodizaciones respecto a esta producción lexicográfica, que no es menor. Para ello tenemos una única propuesta que existe hasta la fecha: la que hizo Matus (1994) para la historia de la lexicografía de estas características en Chile, donde distinguió tres etapas: una etapa precientífica, otra de transición y una última científica o propiamente lingüística1. La etapa precientífica es, en sus propias palabras, una lexicografía de aficionado; es decir, no es un trabajo que está en manos de lingüistas y que se desarrolla con una metodología de corte lexicográfico. Una de sus características es la de su autoría: siempre es producto de una sola persona, por lo que se la llama, además, lexicografía de autor, cosa que, como veremos, no es usual en los dos periodos siguientes. Es, además, marcadamente impresionista y prescriptiva. Como no existía claridad respecto al concepto coseriano de ejemplaridad, el purismo es la actitud lingüística predominante. Dentro de este periodo y extendiéndonos a lo que sucede en Hispanoamérica toda, nos llama la atención la actitud crítica que encontramos en la metalexicografía e historiografía lexicográfica en relación con estos autores; en efecto, Haensch, López Morales y Matus describen vehementemente el trabajo lexicográfico de estos autores: fruto de una evolución espontánea, pragmática, rutinaria, en un ambiente precientífico, y sin una teoría lingüística coherente que pudiera servirle de base aprovechamiento de algunas fuentes poco fiables, inexactitud de algunas marcas diatópicas y presentación de peninsularismos como americanismos (Haensch en Matus 1994: 6-7) o a los mismos autores como: lexicógrafos improvisados, trabajadores entusiastas sin formación profesional, alejados completamente del quehacer lingüístico. Su trabajo se reduce a coleccionar indiscriminadamente todo aquello de la expresión que les circunda que les ha parecido típico, interesante, original […]; su folklorismo lexicográfico desconoce las limitaciones de parámetros diatópicos, diastráticos, diafásicos y diacrónicos, el contraste entre lexemas y lexías, las diferencias entre los ámbitos de lengua y habla, las divergencias entre definiciones nominales y descriptivas, y otros muchos rasgos que forman parte de las exigencias mínimas de un trabajo serio (López Morales 1991: 309)

Introducción

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Conocemos otra propuesta de periodización para la lexicografía en Hispanoamérica y es la de Aurora Camacho para Cuba (2008: 53 y 2013: 53-54). Propone Camacho tres etapas: una fundacional, otra transicional y una moderna. Si bien no se explaya Camacho en cada una de estas y las referencias son breves, nos parece pertinente por ahora. Tal como concluiremos más adelante: no se puede hacer periodizaciones mientras no se tenga bien estudiado el universo lexicográfico.

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Todo esto, en efecto, lo hemos detectado en algunas obras o, incluso, en cómo se han tratado algunas voces de algunas obras, pero no es algo que se pueda generalizar en cada una de las obras de la etapa precientífica. Por ejemplo, hemos percibido algo de estas descripciones en uno que otro diccionario de equivalencias, pero hay diccionarios en donde lo que menos puede declararse es que se está ante un trabajo con estas características. No podemos describir así, sin más, por ejemplo, los estudios de un Rivodó, de un Uribe, de un Echeverría y Reyes, de un García Icazbalceta y menos de un Garzón o del mismo Román. Es verdad que podemos apreciar que aún no está determinado el concepto de variación diatópica (es decir, qué se entiende por voces propias del español de América o de determinada zona); sin embargo, este mismo problema lo podemos encontrar en muchas obras diccionarísticas actuales (¿Acaso existe, ya, una unanimidad acerca de lo que se entiende por español de América o de determinada zona o país?). Tampoco podemos exigir conocimientos lexicográficos en un momento histórico en donde la disciplina entendida como ciencia no estaba en la mente de estos autores. Tampoco nuestra idea es ensalzar, idealizando, la labor de muchos de estos autores, pues solo queremos insistir en que este tipo de vara con que se han medido estos repertorios es demasiado rígida y generalizadora. Esto es el producto, claro está, de una óptica lingüística actual, donde las críticas constructivas de algunos (pensamos en los lingüistas de la Escuela de Augsburgo o en Lara, sobre todo), en donde se propone el qué no hacer en la actualidad, han cargado, sin lugar a dudas, de un peso y sombra crítica a estos diccionarios. Asimismo, pensamos que cada una de estas producciones poseen, por lo demás, una función estandarizadora interesantísima, que va más allá del quehacer lexicográfico solo, como veremos más adelante. Lo mismo decimos de la función glotopolítica que cada uno de ellos, en mayor o en menor medida, poseen, así como la relevancia de la información que entregan en sus lemarios, la cual, en un cotejo y estudio comparado y exhaustivo, será fundamental para la posterior lexicología histórica que ayudarán a construir. Como sea, si bien se está ante un trabajo diccionarístico que no está en manos de lingüistas, es la obra de intelectuales de renombre dentro de la historia cultural de un determinado país: aquí encontramos, sobre todo, polímatas, abogados, educadores, sacerdotes, políticos y políglotas, entre otros. Asimismo, son, estos lexicógrafos, protagonistas, a su vez, de la historia de cada una de las nacientes repúblicas. Muchos de estos autores tuvieron un rol político activo: tenemos un presidente de la República, un connotado político sindicalista, numerosos ministros, directores de periódicos y revistas de renombre dentro del medio cultural

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Introducción

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o sacerdotes con un rol activo dentro del ejercicio cultural de sus países, entre tanto otro quehacer. En la etapa de transición Matus ya no percibe una lexicografía de “autor”, solo, sino una colectiva y de carácter mixto: tanto lingüistas, filólogos como aficionados participaban en la elaboración de diccionarios, por lo que pueden encontrarse diccionarios publicados por Academias, redactados por equipos de académicos o profesores de lenguaje. La metodología se ha especializado de manera parcial: se deja de lado el impresionismo, el purismo y la extrema prescripción, aunque esto no quita que se haya desterrado por completo. Es así como todavía puede detectarse cierta pudibundez en el tratamiento de algunos artículos lexicográficos que se conjugan con una naciente labor descriptiva. Además, se empieza a observar la aplicación de contrastividad, la cual es, en la mayor parte de los casos, intuitiva o con escasos métodos lingüísticos para verificarla. Sin duda alguna, una de las grandes falencias en esta fase sigue siendo la ausencia, aún, de una delimitación del concepto de americanismo léxico y, por extensión, del español mismo tratado desde un punto de vista diatópico. Esto se debe a la falta de trabajos contrastivos del español de América para determinar cuándo se está hablando de un americanismo en el sentido amplio o en el sentido estricto; o bien, de voces desusadas en ciertas zonas, pero vigentes en otras. Esta fase se extiende, en Chile, hasta la década del ochenta y su único ejemplo es el Diccionario del habla chilena (1978), publicado por la Academia Chilena de la Lengua. En rigor, vemos que lo que diferencia esta lexicografía de la anterior es que tenemos, en la etapa de transición, una corporación, un equipo redactando un diccionario y no un autor la mayor parte de las veces. Sin embargo, no vemos mayor diferencia. Es más, podemos constatar un trabajo de mayor objetividad y rigurosidad filológica en un Cuervo en Colombia, en un García Icazbalceta en México o un Garzón en Argentina, que en un diccionario como este. Por lo mismo, creemos, el gran filtro para pasar de una etapa a otra es que ese autor es, en la etapa de transición, un equipo o una corporación, las más veces, así como una temporalidad: estamos en un avanzado siglo XX. Sería pertinente, para un trabajo a posteriori dentro de la historiografía lingüística, indagar en lo que se hacía en lexicografía entre los años sesenta y setenta en cada uno de los países hispanoamericanos. Por ejemplo, comparar un espectro lexicográfico que vaya desde el Diccionario de bolivianismos (1964) de Fernández Naranjo y Gómez de Fernández para Bolivia y el Diccionario del habla chilena, dirigido por Oroz de finales de los setenta, para comprobar qué tipo de evolución se ha venido llevando a cabo.

En la etapa científica o propiamente lingüística, afirma Matus, el trabajo ha estado a cargo de especialistas que poseen una formación lexicográfica. Por lo mismo, ya no se habla de lexicografía de autor, sino que se trata de un trabajo en equipo y dirigido por lingüistas y filólogos. Esta etapa se ha caracterizado, en gran parte de la lexicografía hispanoamericana, por el uso de dos métodos lingüísticos: el método integral y el método contrastivo. En el método integral, por un lado, se intentan registrar todas las unidades léxicas en un área o país, sin tener en cuenta si se usan también en España o en otras áreas hispanoamericanas. Es el caso del proyecto que Luis Fernando Lara viene desarrollando en México desde los años setenta, con diversas publicaciones desde los ochenta y una final el 2010, el Diccionario del Español de México (DEM), o el de la editorial Tinta Fresca, financiado por el grupo Clarín en Argentina, publicado el 2008 y dirigido por Federico Plager: el Diccionario Integral del Español de la Argentina (DIEA). En el método contrastivo, por otro lado, se recogen unidades léxicas de uso exclusivo en Hispanoamérica o de un área hispanoamericana, o bien unidades léxicas que se dan también en España, pero que tienen en el español americano otras condiciones de uso (como otra denotación, connotación, frecuencia, distinto uso contextual, distinto género o número, distinto régimen o construcción, entre otros). Fue la Escuela de Augsburgo, bajo la dirección de Günter Haensch, desde la década del ochenta del siglo pasado, la que empezó a aplicar este método y generalizarlo con la idea posterior de que este debería ser el método para el trabajo lexicográfico en Hispanoamérica, por ello es el que más producción, presencia y relevancia ha tenido, a pesar de la necesidad, cada vez más imperiosa, de utilizar el método integral, el más idóneo para conocer un estado de lengua de una zona determinada. Quizás la gran diferencia entre la etapa lingüística y las dos anteriores es que ya se ha estado reflexionando acerca de la lexicografía y metalexicografía como disciplinas lingüísticas. El efecto patente de ensayos críticos publicados a finales de los sesenta, como “La définition lexicographique; bases d’une typologie formelle”, de Josette Rey-Debove (1967) o, a principios de los setenta, como “Typologie génétique des dictionnaires”, de Allan Rey (1970), así como los textos que salen a la luz en 1971 (por lo que se le llama a este año “el año de la lexicografía”), como Étude linguistique et sémiotique des dictionnaires français contemporains, de Josette Rey-Debove; Introduction à la lexicographie: le dictionnaire, de Jean Dubois y Claude Dubois y el Manual of lexicography, de Ladislav Zgusta, considerado, este último texto, la primera obra de lexicografía científica en el mundo y a Zgusta, como el padre de la lexicografía como disciplina lingüística son los estudios que, de alguna forma, vinieron a renovar el trabajo lexicográfico.

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Introducción

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Desde un punto de vista historiográfico, en Chile, la lexicografía monolingüe se inició en 1860, con Correcciones lexigráficas de Valentín Gormaz, obra que, más que un diccionario propiamente tal, es un listado de equivalencias. Le sigue el Diccionario de chilenismos de Zorobabel Rodríguez (1875), considerado, por lo general, como la primera obra lexicográfica chilena y, posteriormente, un número no menor de obras: el Diccionario manual de locuciones viciosas y de correcciones de lenguaje con indicación del valor de algunas palabras y ciertas nociones gramaticales, de Camilo Ortúzar Montt (1893); Voces usadas en Chile, de Aníbal Echeverría y Reyes (1900); Nuevos chilenismos, de Abraham Fernández (1900); el Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas, de Manuel Antonio Román (1901-1918); Chilenismos, apuntes lexicográficos, de José Toribio Medina (1928); Chilenismos, de José Miguel Yrarrázabal (1945); el Diccionario del habla chilena, obra de la Academia Chilena (1978); el Diccionario ejemplificado de chilenismos y otros usos diferenciales del español de Chile, proyecto dirigido por el profesor de lingüística de la Universidad de Valparaíso Félix Morales Pettorino y sus discípulos (1984-1987; 1998, 2006 y 2010) y el Diccionario de uso del español de Chile (DUECh), trabajo también de la Academia Chilena de la Lengua (2010), entre los considerados generales de Chile, puesto que hay una producción lexicográfica abundantísima centrada, sobre todo, en zonas de Chile o en tecnicismos. Todos estos repertorios lexicográficos tienen una característica en común: contienen, en mayor o menor medida, voces características de la lengua española en Chile y de América, es decir, voces diatópicamente diferenciales. Asimismo, son una fuente interesantísima de estudio para dar cuenta del tratamiento del purismo, la normatividad y la corrección idiomática, ya no solo del español de Chile en particular, sino del español en general. Justamente, ya dentro de un estudio contrastivo, con las herramientas que tenemos hoy a la mano, se puede verificar que hay mucho de voces generales en estos diccionarios, sea en niveles específicos (voces agramaticales, rurales, arcaicas para determinadas zonas, actuales para otras), o bien son voces que no se reducen solo a la zona de Chile, sino a zonas en conjunto, sea en comunión con otras zonas, por lo general con países limítrofes, o con otras áreas. En síntesis, el intento de organizar una suerte de periodización o tipologización, creemos firmemente, solo se podrá llevar a cabo cuando tengamos estudios monográficos de todos y cada uno de estos repertorios, cosa que aún no se ha llevado a cabo en su totalidad, aunque en los últimos diez años haya aumentado considerablemente el interés y el estudio de estos repertorios. Por ahora solo nos contenta, en rigor, utilizar estas obras en conjunto y tomarlas como la unidad que son: diccionarios monolingües que utilizan una noción (subentendida o entendida) de lo que es la variación diató-

pica y, muchas veces, de manera directa, con la corrección idiomática y, en algunos casos, con la lengua general. Para la presente investigación, queremos hacer una suerte de “presentación oficial” dentro de la comunidad no solo lexicográfica, sino lingüística del Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas, que el sacerdote diocesano Manuel Antonio Román publicó entre 1901 y 1918, diccionario que, justamente, aún no se ha estudiado monográficamente. Sin embargo, y esta es la segunda propuesta para esta investigación, creemos que es insuficiente dar cuenta de las fortalezas y debilidades, aportes y falencias, caracterizaciones y verdaderos alcances de un diccionario como este si no se lo lee a partir de un diálogo constante con otros diccionarios que forman parte de su contexto (diccionarios publicados en Chile y en Hispanoamérica) y de su tradición (diccionarios generales, enciclopédicos, provinciales, históricos y etimológicos de la lengua española). Justamente, queremos acogernos a ese llamado que hizo Lara años atrás, cuando propuso: Tratándose de diccionarios de regionalismos (que han tenido un papel singular en la historia de los diccionarios hispánicos), las motivaciones declaradas por sus autores y el contexto documental, normativo y hasta patriótico en que se escriben; la manera de reunir sus voces y de establecer el contraste con los diccionarios metropolitanos; su concepción de la glosa (pues generalmente los diccionarios de regionalismos no definen, sin que glosan en un supuesto “castellano general”); sus valores morales y hasta sus sesgos religiosos. Una historia de los diccionarios hispánicos, objetivada en los diccionarios mismos, como fenómenos verbales, de cultura y simbólicos, es una de las disciplinas del diccionario que se necesita, primero, valorar, y después, continuar (Lara 2003: 45) Por ello, junto con querer presentar un estudio monográfico del Diccionario de Román, queremos, además, situarlo como una suerte de diccionario-base, para cotejarlo, constantemente, con ese corpus conformado por otras producciones lexicográficas y lexicológicas. Solo de esta forma se podrá ver, en conjunto, cómo opera cada una de las partes (estas obras) y la relevancia de estas y, sobre todo, de la relevancia de una de ellas, justamente, la del Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas.

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Primera parte

1. De la explicación al diccionario de –ismos

La traducción surge del momento en que el hombre toma conciencia de que su lengua sirve como instrumento de comunicación y que ésta debe ser comprendida por hablantes de otras lenguas –por ello esta rama de la lingüística aplicada, la traductología, posee una larga data–. La misma motivación es la que da origen a la lexicografía más primigenia; esa de pasar en un documento las equivalencias de una lengua a otra. Es en este momento, entonces, cuando se inicia la labor lexicográfica, un quehacer que se preocupa por registrar las palabras de uso frecuente junto con su significado y su equivalente. Pueden ser glosas, es decir, explicaciones de palabras o escolios, es decir, explicaciones más extensas de asuntos gramaticales, de cosas o de largos comentarios, las que se añadían entre las líneas de los textos o en sus márgenes. Las glosas, caras a diferentes culturas codificadas, fueron, por lo tanto, el primer producto lexicográfico propiamente tal. Su importancia histórica en la tradición hispánica puede verificarse, por ejemplo, con las Glosas Emilianenses, datadas entre finales del siglo X y comienzos del XI y las Glosas Silenses, datadas a finales del siglo XI, algunos de los primeros testimonios en la historia de la lengua española que muestran, sobre todo, la necesidad de hacer inteligible un latín cada vez menos familiar. Con el tiempo, el proceso empezó a ser más complejo, las glosas se escinden de su texto de origen y se reagrupan en listas independientes: los glosarios. Conocidos fueron los glosarios de Toledo, del Escorial y de Palacio, del siglo XIV los dos primeros y del XV el tercero2. Son estas obras las que anteceden el trabajo bilingüe que harán, un siglo después, Palencia y Nebrija. Ya, dentro de los trabajos monográficos monolingües, podemos destacar ese listado anónimo del siglo XV, el cual contiene 152 voces, la mayoría del campo de la milicia, y cuya finalidad era totalmente normativa: Así es que muchos vocablos de la lengua castellana pareçen a los estrangeros impropios y tales que no tienen algún fundamento razonable, lo cual

Ver, a propósito de esto, la obra reeditada de Américo Castro 1991 y revisar, además, Nieto 2000.

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vienen por culpa o defecto de los que mal y torpe mente los pronunçian corrompiendo y dañando la propiedad de los vocablos, y corrupta la propiedad piérdese la significación de ellos y biene esto por la mayor parte por la groseza y rustiçidad de los aldeanos cuya torpedad y rudeza es enemiga y madrastra de la fermosa eloquençia y poliçia de el hablar (edición de González Rolán y Saquero Suárez-Somonte 1995: 80)

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Destacamos este último listado, justamente, porque esta motivación normativa suele ir de la mano con un trabajo lexicográfico: cómo usar una voz y qué voz usar, cómo escribirla, cómo articularla. Mutatis mutandis, al igual que la lexicografía española, la labor lexicográfica en Hispanoamérica también surgió con la aparición de glosarios cuya función era, entre otras, dar cuenta de las nuevas realidades. Es lo que Alvar (1970) calificó como un proceso de adaptación, es decir, el uso de voces del patrimonio hispánico para dar cuenta de las nuevas realidades para, poco a poco, pasar al proceso de adopción, es decir, el uso de voces indígenas. Es decir, el recurso de la lexicografía como una función explicativa. Bien sabemos que, previamente a estos glosarios, fue el mismo Cristóbal Colón, tanto en la Carta dirigida a Luis de Santángel en 1493, como en su Diario, quien hizo referencia a las primeras voces arahuacas. Mas lo que nos interesa, que es el trabajo lexicográfico en sí, vendrá poco tiempo después de Colón. Estos glosarios se incluían como apéndices en obras de diversa índole –cartas de relación, diarios, epopeyas, investigaciones de corte geográfico o crónicas de los primeros descubridores y conquistadores–, como es el caso de Decadas de orbe novo (1516) de Pedro Mártir de Anglería, quien incluyó unos Vocabula barbara, un glosario con equivalencias en latín de palabras amerindias (cacique, manatí, canoa, hamaca, areyto, caníbales, caçabi, noçay, nitaíno, maíz, ager, batata, caribe, axi, copey, guanin, iguana, mamey, guazabara, bohío, maguey, guanábana, yuca, hobos, cfr. Bohórquez 1984: 23). En el Sumario de la natural historia de las Indias (1525) y en la primera parte de su Historia general y natural de las Indias, islas y tierra firme del mar océano (1535), Gonzalo Fernández de Oviedo incluyó el primer glosario en español: “en donde hay casi medio millar de americanismos” (Bohórquez 1984: 24). En esta Historia podemos encontrar una de las primeras reflexiones relacionadas con la conciencia lingüística del americanismo como fenómeno léxico propio del español americano: Si algunos vocablos extraños e bárbaros aquí se hallaren la causa es la novedad de que se tractan; y no se pongan a la cuenta de mi romançe, que en Madrid naçí y en la Casa Real me crie y con gente noble he conversado e algo he leído para que se sospeche que havré entendido mi lengua castillana, la qual de las vulgares, se tiene por la mejor de todas; y lo que oviere en este volumen que con ella no consuene serán nombres o palabras por mi volun-

tad puestas para dar a entender las cosas que por ellas quieren los indios significar (1851[1535]: 5) Bohórquez, al analizar los argumentos de Fernández de Oviedo respecto a la necesidad de explicar estas voces, afirmaba que más que lo de incluir “vocablos extraños é bárbaros” lo relevante es eso de “dar a entender lo que los indios quieren significar” (1984: 35), pues es esta la verdadera razón para aceptar el fenómeno lingüístico: Oviedo, como persona culta y conocedor de la lengua española, al estar en contacto con la realidad física y cultural americana, se dio cuenta que desde el punto de vista léxico había que aceptar en el español el indigenismo americano, y a esto quiso hacer referencia explícita, exponiendo sus razones (1984: 35) Asimismo, encontramos voces en el glosario anexado en la epopeya Alteraciones del Darién “Índice de algunos nombres yndios de la América para la inteligencia desta obra” (1697) del jesuita español Juan Francisco de Páramo y Cepeda. Podemos encontrar, además, voces indígenas en otro tipo de textos, como en las Elegías de varones ilustres de Indias, de Juan de Castellanos (1589), por ejemplo, en donde en el texto poético mismo pueden apreciarse un sinnúmero de voces amerindias. O en los mismos cronistas de Indias, claro está, como Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España (1551-1575) o Francisco López de Gómara, entre tantos otros. Tal como vemos, con anexos y glosarios, sobre todo, la lexicografía hispanoamericana surgió como subsidiaria de otras producciones textuales, sin una plena autonomía. Serían, si seguimos la propuesta de Pérez (2007), esos microdominios lexicográficos, es decir: pequeños dominios que comprenden especies tipológicas muy diversas, en muchas ocasiones no formalizadas diccionariológicamente, caracterizadas por su dependencia a [sic.] géneros textuales no lexicográficos y cuya razón de ser es puramente explicar de estos últimos el léxico o la terminología que a un lector desprevenido o a un usuario lego le son desconocidos (Pérez 2007: 141) En estos primeros siglos de descubrimiento y conquista el interés se centraba en las lenguas amerindias, por un lado y, por otro lado, en aquellas voces que designaban cosas propiamente americanas, es decir, aquellos referentes que formaban parte del ámbito de la flora, fauna, geografía, objetos de la cultura material, creencias y supersticiones, alimentos, bebidas o juegos, entre otras. La labor de estudiar las lenguas amerindias, bien sabemos, estuvo en manos de los misioneros españoles,

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quienes las aprendieron y estudiaron, para redactar, después, las primeras gramáticas y diccionarios sobre ellas, entre otras obras. Desde Europa, en otro espacio, el interés por registrar algunas voces de procedencia americana es de temprana data dentro de la labor lexicográfica; por ejemplo, la voz taína canoa apareció por primera vez en el Vocabulario español-latino de Nebrija (¿1495?), así como en su Vocabulario de romance en latín (1516) y en el Vocabulario de las dos lenguas toscana y castellana, de Cristóbal de las Casas (1570). En el Tesoro de las dos lenguas francesas y española de César Oudin (1607) aparecen, además, bohío, cacique, coca, cacao, guanaco, floripondio, mahiz, palo santo, piragua, taruga y vicuña, entre otras. Lo mismo en el Vocabolario italiano e spagnolo de Lorenzo Franciosini (1620) o en el Lexicon Tetraglotton, an English-French-Italian-Spanish Dictionary de James Howell (1660), entre otros. Dentro de la tradición monolingüe, en el Tesoro de la lengua castellana de Sebastián de Covarrubias (1611) aparecen, además, fuera de canoa, atincar, caimán, mechoacán, tuna, coco, pita, uña olorosa e inga y, ya en el siglo xviii, el Diccionario de Autoridades (1726-1739) incorporó 168 voces de procedencia hispanoamericana (a propósito, revisar el examen exhaustivo que hizo Bohórquez de estas en 1984: 43-66). Sin embargo, se puede hablar de trabajos propiamente lexicográficos con tres casos emblemáticos, destinados a las voces usadas y provenientes de América. Hablamos de emblemáticos, puesto que allí es donde se constata el germen de lo que se requiere al redactar un diccionario de voces americanas: dar cuenta de un nuevo referente, así como de lo nuevo que pueda tener una voz española. En primer lugar, tenemos el “Diccionario” que aparece en la Descripción de la Provincia de los Quixos, de Pedro Fernández de Castro, Conde de Lemos (1608). El mismo autor nos explica la inclusión de lo que fue el primer diccionario de americanismos: “Para mayor inteligencia me ha parecido poner aquí un Diccionario con declaración de los vocablos particulares de las Indias y poco familiares en España” (Ponce Leiva 1992:100). Relativizamos esto de que sea un diccionario, puesto que es un pequeño glosario monolingüe que posee, apenas, dieciocho voces: arcabuco, bahareque, camayo, (la) cordillera, dotrinero, dotrina, encomendero, encomienda, escupil, guandos, (los) macas, reservado, preservado o tributero, repartimiento, tributo, parcialidad, inga, Lima. Nombramos estas dieciocho voces en su totalidad por una razón clara: podemos constatar, desde el primer ejercicio lexicográfico monolingüe en el nuevo continente, que estos autores, junto con querer explicarnos una nueva realidad, de mano de voces indígenas, presentan, además, aquellas transiciones semánticas de una voz hispánica, algo que desde un primer momento ha querido ser explicado, referido, definido.

En segundo lugar, tenemos el anexo “Tabla para la inteligencia de algunos vocablos desta Historia”, que forma parte de las Noticias historiales de las conquistas de Tierra Firme en las Indias occidentales, del franciscano Fray Pedro Simón (1626), para lo cual el franciscano explicó, a modo de introducción: Pareciome al principio destos libros poner una declaración por modo de Abecedario de algunos vocablos, que solo se usan en estas partes de las Indias Occidentales que se han tomado de algunas naciones de los Indios, que se han ydo pacificando; y para mejor poder entenderse los Españoles con ellos en sus tratos, los han usado tan de ordinario que ya los han hecho tan Españolizados, que no nos podemos entender aca sin ellos […] Pero ase advertir, que no todos son comunes en su origen a todas las tierras de donde escrivo, por averse tomado de diversas partes dellas, y llevándose de unas a otras, en especial de la isla de Santo Domingo, que como fue la primera tierra que se descubrió, tomaron allí muchos los Castellanos y los llevaron, y introduxeron en otras, que se fueron descubriendo: pero ya (como he dicho) se han hecho comunes a Indios, y Españoles (Simón 1626: 695). Relevantes son las aclaraciones del franciscano, puesto que es la primera vez que se da cuenta de la variedad de voces dentro de un territorio, no de una suerte de parte de este territorio. En esta tabla, de 156 voces, fuera de una larga lista de voces indígenas generalizadas y de uso común, también encontramos voces hispánicas con algún tipo de transición semántica: borrachera, cimarrón, cuarterón, demora, encomendero, estancias, estero, ladino, peso, piña, plátano o pulpería, entre otras. En tercer lugar, tenemos una obra mucho más extensa, por lo que se habla, muchas veces, de lo que sería “el primer diccionario de americanismos” propiamente tal; es este el “Vocabulario de voces provinciales de la América”, el cual aparece en el Diccionario geográfico-histórico de las Indias Occidentales o América y de los nombres propios de plantas y animales (1786-1789), de Antonio de Alcedo, publicado en España, donde residió gran parte de su vida este coronel nacido en las cercanías de Quito3. Uno de los aspectos relevantes de este Vocabulario es que ya se puede dar cuenta de la distinción de usos regionales en el español de América y es el que usamos, en efecto, como la obra de americanismos primera para nuestro cotejo: Ofrecimos en el plan de suscripción, que se publicó para este Diccionario [Geográfico-Histórico de las Indias Occidentales], dar al fin de la obra de este Vocabulario, como parte precisa para la inteligencia de muchas voces usadas en aquellos países [de América]. […] unas que, aunque originarias de España, y especialmente de Andalucía, han degenerado allí por la corrupción que ha introducido la mezcla de los idiomas de los indios; y otras to-

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Para un estudio detallado de estas voces, ver el análisis que hizo Bohórquez (1984: 68-72).

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madas de estos, y mal pronunciadas por los españoles. (Alcedo 1967 [17861789]: 1)

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Para las obras lexicográficas monolingües publicadas en Latinoamérica habrá que esperar hasta el siglo XIX. Justamente, en este período surgen los primeros diccionarios de provincialismos, cuya función, al igual que los publicados en España, era la de recopilar el léxico propio de un área determinada de un país, de una región o de un área supranacional, junto con establecerse como una suerte de complemento del diccionario académico. En efecto, estas obras estaban destinadas a mostrar lo distintivo de una zona particular americana respecto de las zonas prestigiosas del español hablado en España. Es por ello que los diccionarios de provincialismos, lejos de cuestionar la posición dominante de este español (por lo general, el normado por la RAE), más bien adoptan una actitud servil frente a la variante prestigiosa. Justamente, parte de la historia lexicográfica hispanoamericana, hasta entrado el siglo XX, se ha caracterizado por su carácter purista, prescriptivo y por una normatividad que se centra en el ideal de lengua hablado en el centro-norte de España. Desde este enfoque, el tratamiento de la variación diatópica en Hispanoamérica consistía en depurar un estado de lengua contaminado por una serie de incorrecciones que atentaban contra la unidad idiomática. Justamente, nada ha cambiado si pensamos, por ejemplo, en el latín, complejo constructo pluricéntrico (respecto a estas reflexiones, ver Coseriu 1954). En efecto, tal como afirmaba Coseriu en relación con el latín vulgar, una lengua pluricéntrica es, indiscutiblemente, un hecho de cultura. Coseriu sostenía que mientras una lengua pluricéntrica viva mantendrá un carácter relativamente unitario, sin dejar de lado variantes sociales y regionales. Según Coseriu, los matices regionales y sociales no afectan la unidad de la lengua común –que se entiende como el ideal de lengua–, sino que son la constatación de su riqueza, complejidad y de su vitalidad misma: “mientras una lengua común es expresión de una cultura viva, ella tiene el poder de asimilar regionalismos, dialectalismos, vulgarismos, innovaciones y darles dignidad nacional” (Coseriu 1954: 180). Para Coseriu el ser natural de las lenguas es heterogéneo y en ellas operan diversos procesos de variación: el plano diatópico, diastrático, diafásico y diacrónico. Conjuntamente, estos planos se corresponden con sus respectivas homogeneidades o sistematicidades, dándose, así, unidades sintópicas –los dialectos–; sinstráticas –niveles de lengua–; sinfásicas –estilos de lengua– y sincrónicas, es decir, estados de lengua. En otras palabras, para Coseriu (1992: 27-33) una lengua histórica es un hecho de arquitectura compuesto de variaciones y sistematicidades, y un estado de lengua –una sincronía– puede diferenciarse en dialectos, niveles y es-

tilos y, por lo tanto, no será nunca un estado unitario. Esto puede explicarse gracias a la acción de dos universales lingüísticos: la creatividad y la alteridad. Creatividad, ya que la lengua es una actividad libre –creadora– y por lo tanto, se manifiesta en un estado de lengua como variación y, desde una perspectiva diacrónica, como renovación. Alteridad, ya que la lengua está dispuesta para hablar con otros y, por lo tanto, se manifiesta en un estado de lengua como una homogeneidad o uniformidad lingüística y, desde una perspectiva diacrónica, como firmeza en las tradiciones idiomáticas. Es más, gracias a la alteridad es que existen comunidades lingüísticas, tradiciones idiomáticas o, en rigor, lenguas y no un grupo innumerable de lenguas individuales. El cambio lingüístico, en otras palabras, es el producto de la reciprocidad entre creatividad y alteridad: se presenta una creación individual y, gracias a la alteridad, esta creación se difunde, es decir, es adoptada por otros hablantes, transformándose en una tradición idiomática de carácter común. Frente a esta noción de heterogeneidad, la unidad idiomática, leitmotiv de las primeras codificaciones de carácter monolingüe en Latinoamérica, también requiere de una revisión crítica. Coseriu, una vez más, la trató con una interesante dicotomía: la distinción entre la corrección y la ejemplaridad. Justamente, la confusión entre ambos conceptos ha derivado, en muchas ocasiones, en reducir lo correcto a lo ejemplar o viceversa, por lo que discernir entre ambos conceptos será fundamental para dar cuenta, por lo demás, de las funciones que tendrán estos primeros diccionarios monolingües publicados en Latinoamérica. La corrección, por un lado, es la conformidad de un hecho de habla con un cierto modelo de lengua, mientras que, por otro lado, la ejemplaridad es un sistema lingüístico históricamente dado. De este modo, determinado uso es correcto respecto de alguna ejemplaridad pero, a su vez, no toda ejemplaridad puede servir de parámetro para cualquier hecho de habla, sino solo de aquel que se inscriba en su misma tradición idiomática. Justamente, es la inadvertencia en la que caían los puristas y normativistas de la lengua, es decir, gran parte de los autores de los diccionarios estudiados en la presente investigación. En efecto, los puristas y los que buscan una inflexible unidad idiomática tienden a reducir lo correcto a la ejemplaridad de un sistema: el español centro-norteño, específicamente, el que divulga la Real Academia Española. Por consiguiente, estos puristas censuran y piden eliminar todo uso que no corresponda a este tipo de ejemplaridad, es decir, los usos de las variedades no dominantes. En estos espacios, por tanto, la unidad idiomática se alcanzaría mediante la eliminación de ciertos usos considerados ‘incorrectos’ y su sustitución por otros usos que serían los únicos ‘correctos’. En otras palabras, dentro de esta unidad idiomática no se acepta lo nuevo

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o inédito, es decir, lo que no aparece lematizado en el diccionario académico o en algún otro diccionario de un autor español que dé cuenta de este uso prestigioso, por lo demás (o si aparece lematizado, posee la voz una marca diatópica o algún tipo de comentario negativo respecto a su uso). De allí la idea de que, al no aparecer una voz en un diccionario, esta “no existe”, usual sentencia que se escucha hasta el día de hoy. Frente a esta postura, que es la que revisaremos a lo largo de este estudio, existe una segunda posición, propia de lingüistas de orientación positivista, que consiste en reducir lo ejemplar a lo correcto, es decir, a lo que se dice y, por lo tanto, en propugnar que todo uso es aceptable porque, justamente, se dice, y, por extensión, se entiende. No veremos esta postura hasta el siglo XXI y, aun exponiéndose en un diccionario (idealmente) todo lo que se dice dentro de una variedad lingüística (pensamos, por ejemplo, en el DUECh 2010, por ejemplo), esta estará siempre sujeta a una nivelación tanto diastrática como diafásica, es decir, “esto se dice esto en un nivel familiar” o “esto se dice en un nivel coloquial” y “esto otro, que es considerado un vulgarismo o una voz tabú, se podría decir de manera despectiva en un espacio coloquial”, por dar un ejemplo. En síntesis, lo correcto y lo ejemplar no son lo mismo; es más, pertenecen a planos y a ámbitos conceptuales distintos. Lo correcto, afirma Coseriu: es un modo de ser del hablar […] una propiedad de los hechos de habla (o de ‘discurso’): su conformidad con el sistema lingüístico que se realiza o se pretende realizar en un discurso determinado” y lo ejemplar: “es una lengua: una técnica histórica del hablar […] es un sistema lingüístico: una ‘lengua’ particular constituida como tal (o que se pretende constituir) dentro de una ‘lengua histórica’ (Coseriu, 1990: 49).

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Por lo tanto, lo correcto se entiende como la conformidad con un determinado saber idiomático y, en consecuencia, no puede hablarse de incorrección teniendo como parámetro otra tradición idiomática, aunque se esté hablando de una misma lengua histórica. Es por esto, señala Coseriu, que se aceptan múltiples ejemplaridades dentro de una lengua histórica. Fuera de esto, y como ya lo habíamos comentado parcialmente, en toda comunidad lingüística se puede apreciar un nivel de solidaridad idiomática que está por encima de las variaciones y se denomina lengua común, cuyo objetivo es la comunicación inter- y supra- regional para actividades de tipo social, político y educacional. Esta lengua Coseriu la describe como un “modo de hablar supradialectal” (1990: 56-57). La lengua común, además, en tanto lengua, puede diferenciarse hasta llegar a desarrollar variedades, por lo que es necesario constituir la lengua ejemplar para promover, así, la unidad y cohesión de tipo cultural y político-social en todo ámbito que

sea necesario. Esta lengua ejemplar es de carácter unitario, desde un punto de vista diatópico y diastrático y, en consecuencia, está por encima de la lengua común. Se convierte, así, en norma ideal de la lengua común. Es, la describe Coseriu, estándar o pauta de referencia para las variedades y, al mismo tiempo, representa a la lengua histórica en el plano interidiomático e internacional: “de aquí que comúnmente se le entienda como la lengua por excelencia”. (Coseriu, 1990: 57-58). La lengua ejemplar, por su carácter de lengua de uso de toda una comunidad lingüística, muchas veces alcanza un grado de cuidado y elaboración mayor. Es decir, una superioridad con respecto a otros modos de hablar que no reside, insiste Coseriu (1990: 59), en su supuesta corrección. Justamente, hablamos de su ejemplaridad: modelo o ideal de lengua común. La superioridad de la lengua ejemplar, en efecto, está dada por la función a que se la destina: es expresión de la unidad, de la cohesión político-social y de la cultura mayor de la comunidad histórica. Por extensión, quien maneja esta lengua ejemplar es quien maneja esta norma culta, como se la llama sociolingüísticamente. La mayor parte del corpus lexicográfico hispanoamericano que utilizamos en la presente investigación presentaba y solo conocía una sola lengua ejemplar, no numerosas variedades de lenguas ejemplares y esta ejemplaridad coincide, tal como hemos mencionado anteriormente, con el español peninsular considerado prestigioso. De ahí que todo tipo de diccionario se ciña a una ejemplaridad y la función de estas obras sea, justamente, dar cuenta de las “incorrecciones” en las que caen las variedades no dominantes, volviendo a la inadvertencia de marras. No podemos dejar de lado, en estas reflexiones, el concepto de norma, puesto que con ella se difunde e impone un modelo ejemplar de lengua. Para ello, queremos mencionar las dos concepciones más usuales de norma lingüística que se han venido considerando. Por un lado, esa norma diseñada y ejecutada por agentes específicos con el fin de instaurarla. Es decir, en otras palabras, la norma como producto de una planificación lingüística. Por otro lado, tenemos la norma en el sentido coseriano del término. Fue Coseriu quien introdujo una interpretación no prescriptiva de la noción de norma, hoy la más extendida. Esta está entendida como las estructuras fijadas social o tradicionalmente y que son de uso general dentro de una comunidad lingüística; es decir, en palabras de Lauria (en prensa): “la decantación resultante de los usos”. La norma es, por lo tanto “el conjunto formalizado de las realizaciones tradicionales del sistema” (Coseriu 1967 [1962]: 95-96) y abarca todo lo ya existente y lo ya realizado. Es, por lo tanto, un concepto descriptivo y que refleja las opciones lingüísticas ejercidas por los usuarios del sistema. Como sea, Lara a su vez, concluye

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que la norma lingüística se vincula con la corrección, el deber ser, y se opone al uso, lo que es: Por otro lado, en el contexto lingüístico hispánico sigue siendo necesario comenzar con una precisión: el uso de una lengua por sus hablantes es un hecho que corresponde a la esfera del “ser”, a la comprobación de que la lengua se habla de una manera o de varias. La norma en una lengua, por el contrario, corresponde a la esfera del “deber ser”, a la manera en que se juzga si el uso es “correcto” o “incorrecto”, “recto” o “desviado”, “ejemplar (uso culto y literario) o “popular, vulgar”; “propio” o “impropio”, “castizo”, “puro”, o “bárbaro” o “solecista”. De ahí que el significado equívoco de la palabra “norma” en la lingüística hispánica, según el cual toda manera habitual o común de hablar es una “norma” –a partir de las concepciones de Coseriu– deba quedar excluido (…). El habla común o habitual de una comunidad lingüística es un uso. (Lara 2004: 47)

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En síntesis, esta lengua ejemplar, que posee una alternancia impresionante de nombres (ver, a propósito de esto, Méndez García de Paredes 2008, donde la autora habla de lengua oficial, lengua correcta, lengua culta, lengua ejemplar, lengua estándar, entre otras) se construye como un intento de fijar las formas consideradas convenientes de una variedad dada. Esta variedad es la que emplea cierto grupo social, reconocido, por lo general, como el grupo culto o dirigente. Esas formas consideradas “convenientes” suelen fijarse en el tiempo y se difunden por medio de diccionarios, gramáticas y ortografías, sobre todo. A su vez, se usan en distintos ámbitos de una sociedad, como la educación, la ciencia, la literatura, la justicia y la legislación, la administración, los medios de comunicación y la política, entre otros. Estas formas, ya como normas, indican qué variantes deben usarse y cuáles deben omitirse por bárbaras, subestándar, vulgares o extrañas, porque no forman parte del ámbito de lo correcto. Su determinación siempre es parte de una selección arbitraria y se construyen con diversos argumentos, como el etimológico, la filiación con otros sistemas lingüísticos, como el latín, por ejemplo, o porque ciertos escritores emplean determinadas formas, entre otros aspectos. Para Lauria, la imposición de una norma lingüística tiene una doble finalidad: por un lado, facilitar la extensión de la variedad ejemplar o estándar dentro de una comunidad lingüística y, por otro lado, “jerarquizar, discriminar y marginalizar las distintas clases sociales y los lugares de procedencia geográfica según la variedad de la lengua empleada” (Lauria, en prensa). Una buena síntesis de lo que entendemos por variedad ejemplar son reflexiones de Ferreccio (1978), para quien el español ejemplar es el modelo superior de lengua general de cultura que contiene los repertorios de formas y las reglas de operación que definen al español como un instrumen-

to de comunicación completo y autosuficiente. Los componentes léxicos del español ejemplar no es todo lo que emplean los hablantes del heterogéneo ámbito hispano en su cotidiana “lucha por la expresión”, manejando chapuceramente un instrumento que conocen a medias: en su lengua coloquial se entreveran –siempre en el campo léxico– mil elementos caídos allí desde las más diversas procedencias: extranjerismos, indigenismos, barbarismos, arcaísmos, dialectalismos divergentes, ocurrencias del momento; en esta dimensión, las hablas coloquiales, en particular y en conjunto, contienen más que la lengua ejemplar; pero, por otro lado, el modelo de lengua comprende un ingente caudal de formas que no va a ser ni siquiera vislumbrado por la mayor parte de los hablantes (Ferreccio 1978: 18-19) Ferreccio, por lo tanto, ve en esta ejemplaridad una aparente “irrealidad”, pues los hablantes conocen el español ejemplar parcialmente, algo característico de los sistemas normativos, comenta él. Ferreccio insiste en que los hablantes comparten “una adhesión voluntariosa” a este modelo ejemplar de lengua, por “sobre el polidialectalismo coloquial espontáneo” (1978: 19): la lengua ejemplar contiene repertorios y reglas que la hacen un instrumento de gran riqueza potencial y de fina precisión para expresar las más complejas articulaciones del espíritu y generar discursos de sostenida consistencia sustentados en su propio campo simbólico. Ella no se encuentra realizada en ningún texto particular que pueda servir como dechado, y menos en alguna variedad geolingüística de habla que pueda estimarse su representante factual o, incluso, la fuente de donde emana el modelo ejemplar (Ferreccio 1978: 19) Ferreccio concluye que el campo de los hechos lingüísticos, por lo tanto, se reparte en dos planos diferenciados: las constancias de uso, es decir, los estudios dialectales por definición y las vigencias ejemplares, los “estudios modelares por excelencia” (1978: 19). En otras palabras, tenemos la constatación de esos dos conceptos de norma que están en oposición: por un lado, la norma como modelo, guía o ejemplo, es decir, la corrección, y, por otro lado, el concepto de norma que insiste en lo que hay de común o usual en el idioma en cuestión, esa práctica acostumbrada que habla Méndez García de Paredes (2008). Es, en rigor, la norma tal y como la entendió Coseriu (1967 [1962]); como esa suerte de norma consuetudinaria, que permite una descripción objetiva de una lengua: Aclaramos, además, que no se trata de una norma en el sentido corriente, establecida o impuesta según criterios de corrección y de valoración subjetiva de lo expresado, sino de la norma que seguimos necesariamente por ser miembros de una comunidad lingüística, y no aquella según la cual se reconoce que “hablamos bien” o de manera ejemplar, en la misma comunidad. Al comprobar la norma a la que nos referimos, se comprueba cómo se dice, y

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no se indica cómo se debe decir: los conceptos que, con respecto a ella, se oponen son normal y anormal, y no correcto e incorrecto (Coseriu 1967 [1962]: 90)

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Ambos tratamientos de norma se suelen yuxtaponer o concatenar (ver, a propósito, los estudios de Méndez García de Paredes 1999 y 2008 al respecto), a lo que concluye Coseriu: “El hecho de que las dos normas puedan coincidir no nos interesa aquí; cabe, sin embargo, señalar que muchas veces no coinciden, dado que la “norma normal” se adelanta a la “norma correcta”, es siempre anterior a su propia codificación” (Coseriu 1967 [1962]: 90). De allí que lo más idóneo, si estamos hablando de estudiar codificaciones, será no dejar de lado esa concepción de lengua histórica, ese hecho de arquitectura entendido como un sistema de tradiciones y normas lingüísticas, de variedades diatópicas, diastráticas y diafásicas, las cuales, siguiendo a Coseriu, en sincronía, establecen relaciones que siguen una dirección fija y determinada, configurando ese espacio variacional (cfr. Coseriu 1981). Insistimos en eso de no dejar esta concepción de lado, sobre todo porque lo que constatamos en la revisión de los diccionarios es el de un proceso que perpetúa una estabilidad y evita, a toda costa, lo variacional, condenándolo y censurándolo: “Al ser consciente e intencionado, lo codificado se siente como una realidad lingüística impuesta por unos agentes externos a la lengua. Se aprecia como un artificio al margen del ser histórico de una lengua tal y como manifiestan las definiciones de lengua estándar” (Méndez García de Paredes 2008: s.p.). Esto es lo que constatamos, de hecho, con una serie de diccionarios. En efecto, desde esta óptica, obras como el Diccionario provincial de voces cubanas, del cubano Esteban Pichardo (1836, cambia el título a Diccionario provincial casi-razonado de voces cubanas en 1849; cambia de ortografía a Diccionario provincial casi-razonado de vozes cubanas en 1862; cambia el título a Diccionario provincial casi-razonado de vozes y frases cubanas en 1875); el Vocabulario rioplatense, del argentino Francisco Javier Muñiz (1845); el Diccionario de chilenismos, del chileno Zorobabel Rodríguez (1875); el Diccionario de peruanismos, del peruano Juan de Arona (1882); el Vocabulario rioplatense razonado, del español Daniel Granada (1889); Hondureñismos, vocabulario de los provincialismos de Honduras, del hondureño Alberto Membreño (1895); la parte dedicada a los venezonalismos en El castellano en Venezuela. Un estudio crítico (1897), del venezolano Julio Calcaño; el Tesoro de catamarqueñismos, del uruguayo Samuel A. Lafone Quevedo (1898); las Apuntaciones lexicográficas (1907, 1908 y 1909, respectivamente), del chileno Miguel Luis Amunátegui; el Vocabulario criollo-español sud-americano (1911) del madrileño Ciro Bayo; el extenso Diccionario de argentinismos, neologismos y barbarismos con un apéndice sobre voces extranjeras interesantes (1911), del argentino Lisandro Sego-

via; el Diccionario de provincialismos de Puerto Rico (1917), del puertorriqueño Augusto Malaret; el Vocabulario cubano (1921) del español Constantino Suárez; Un catauro de cubanismos. Apuntes lexicográficos (1923), del cubano Fernando Ortiz o el Diccionario de bolivianismos (1964) de los bolivianos Nicolás Fernández Naranjo y Dora Gómez de Fernández, entre los que hemos podido acopiar, son, en mayor o menor medida, con creces o con algunas discrepancias, un claro ejemplo de este tipo de función: dar cuenta, a partir de la variedad no dominante, de cuál es la ejemplaridad a la que se aspira, sobre todo, para lograr una unidad idiomática. Existe otro tipo de obras en que, bajo la estructura de un diccionario o lemario, se entregan, en rigor, listas de equivalencias, en donde se presenta el uso del país correspondiente, considerado el vicio, la incorrección o el barbarismo y el uso considerado ejemplar, que es el español académico. Los usos de cada zona hispanoamericana pueden ser voces sub-estándar, voces diferenciales propiamente tales (nuevos signos, transiciones semánticas) o incorrecciones, entre otros. Entre los acopiados tenemos: Correcciones lexigráficas (1860), del chileno Valentín Gormaz; Neologismos y americanismos (1896), del peruano Ricardo Palma; Voces y frases viciosas (1901) del argentino Enrique Teófilo Sánchez; Provincialismos y barbarismos centro-americanos y ejercicios de ortología clásica (1910), del salvadoreño Salomón Salazar García o el Vocabulario argentino (1911) del argentino Diego Díaz Salazar. Asimismo, estas obras podían tener como finalidad el entregar, fuera de estos usos diferenciales, indicaciones normativas: usos rectos en conjugaciones, regímenes preposicionales o pronunciaciones y equivalencias para algunos extranjerismos que se están asentando, por dar algunos ejemplos, en este caso, de un tipo de corrección de una lengua ejemplar, claro está. Son, en rigor, lo que conocemos hoy como diccionarios de dudas. Martínez de Sousa define el diccionario de dudas como un tipo de “diccionario que registra voces que encierran o suponen vacilaciones individuales relacionadas con aspectos de grafía, pronunciación, construcción y régimen, género, etc., en relación con las palabras y construcciones de una lengua” (1995: 134). De esta manera, estos diccionarios suelen acopiar barbarismos, solecismos e incorrecciones, realizaciones que, según las reglas vigentes en un momento dado, no han sido admitidas por la norma o no forman parte de la variedad estándar. Son diccionarios que poseen, por lo tanto, un perfil más normativo que descriptivo. Suelen, a su vez, las más veces, titularse como diccionarios de barbarismos, vicios del lenguaje, idiotismos o diccionarios de incorrecciones de la lengua, entre tantas otras nominaciones del tipo. Inaugura, en parte, esta tradición en Hispanoamérica, el Diccionario de galicismos (1855), de Rafael María Baralt. También destacamos el Breve catálogo de

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errores (1862) del ecuatoriano Estanislao Cevallos; Estalagmitas del lenguaje (1879), del cubano Rafael María Merchán; el Diccionario manual de locuciones viciosas y de correcciones del lenguaje (1893), del chileno Camilo Ortúzar o las Apuntaciones idiomáticas y correcciones del lenguaje del colombiano Roberto Restrepo (1955 [1943]), entre otros. Otros repertorios estaban elaborados para dialogar con el diccionario académico solo, sea para presentarle listados de voces que deben ser incluidas en sus páginas, sea para enmendar las que aparecen con una marca diatópica, sea para suprimir cierta información que aparezca en el diccionario académico con alguna marca diatópica de Hispanoamérica en particular o, sin más, para dar cuenta de las voces características hispanoamericanas que posee el diccionario académico. Dentro del corpus acopiado tenemos Nuevos chilenismos (1900), del chileno Abraham Fernández; Papeletas lexicográficas (1903), del peruano Ricardo Palma; las Consultas al diccionario de la lengua (1908), del ecuatoriano Carlos R. Tobar; Voces chilenas de los reinos animal y vegetal que pudieran incluirse en el Diccionario de la lengua castellana (1917), del chileno José Toribio Medina; Chilenismos, apuntes lexicográficos (1928), también de Medina; Observaciones y enmiendas a un Diccionario, aplicables también a otros (1924 y 1925, respectivamente), del chileno Miguel Luis Amunátegui Reyes o Chilenismos (1945) del chileno José Miguel Yrarrázabal. Además, en muchos casos, se funde el diccionario que presenta voces usuales de ciertas zonas de Hispanoamérica con el diccionario normativo, agregándose, además, voces enciclopédicas o información gramatical. Son los casos del Diccionario abreviado de galicismos, provincialismos y correcciones del lenguaje, del colombiano Rafael Uribe, 1887; las Voces nuevas en la lengua castellana. Glosario de voces, frases y acepciones usuales y que no constan en el Diccionario de la Academia, edición undécima. Admisión de extranjeras. Rehabilitación de anticuadas. Rectificaciones. Acentuación prosódica. Venezolanismos (1889), del venezolano Baldomero Rivodó; Diccionario de barbarismos y provincialismos de Costa Rica (1892), del costarricense Carlos Gagini; Vicios del lenguaje y provincialismos de Guatemala (1892), del guatemalteco Antonio Batres Jáuregui; Diccionario de mejicanismos. Colección de locuciones i frases viciosas (1896), del mexicano Feliz Ramos y Duarte; el Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas (1901-1918), del chileno Manuel Antonio Román o el Diccionario de provincialismos y barbarismos del Valle de Cauca y Quechuismos usados en Colombia (1935), del colombiano Leonardo Tascón, entre otros. Aunque no es propiamente un diccionario, no podemos dejar de mencionar aquí cada una de las apuntaciones que Cuervo fue redactando para describir el lenguaje bogotano. Como bien se sabe, las Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano,

en conjunto, se consideran un depósito relevante para dar cuenta de las voces características de esta zona, pero, a su vez, es un importante corpus de voces del español de América y del español en general. Asimismo, por la complejidad de cada una de las ediciones, donde se puede detectar ese tránsito de un Cuervo purista hasta llegar, en las últimas ediciones, a un Cuervo más bien descriptivo, hemos decidido manejar un número considerable de ediciones para ir corroborando este interesante tránsito (1867-1872, 1876, 1885, 1907, 1914), sobre todo, porque fue Cuervo el referente constante en la mayor parte de estos autores. Por lo mismo, también hemos manejado obras que, más que diccionarios, son notas, apuntaciones o tratados como el interesante apartado de notas que aparece al final del Diccionario abreviado de galicismos, provincialismos y correcciones del lenguaje, del colombiano Rafael Uribe, 1887; muchas de las secciones del Glosario de voces, frases y acepciones usuales y que no constan en el Diccionario de la Academia, edición undécima. Admisión de extranjeras. Rehabilitación de anticuadas. Rectificaciones. Acentuación prosódica. Venezolanismos (1889), del venezolano Baldomero Rivodó; la primera parte de El castellano en Venezuela. Un estudio crítico (1897), del venezolano Julio Calcaño; la primera parte de Voces usadas en Chile (1900) del chileno Aníbal Echeverría y Reyes; Notas al castellano de la Argentina (1903), del catalán Ricardo Monner Sans; numerosos artículos del Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas (1901-1918), del chileno Manuel Antonio Román o las secciones relacionadas con las palabras en El español en el Ecuador (1953), del ecuatoriano Humberto Toscano Mateus. No podemos dejar de lado, además, aquellos diccionarios que fueron un paso más allá y, de una forma u otra, dentro de lo que se podía hacer en este contexto, en donde imperaba un errado concepto de ejemplaridad, intentaron dar cuenta en sus páginas de la lengua ejemplar de la zona que describen. Tal es el caso del Vocabulario de mexicanismos comprobado con ejemplos y comparado con los de otros países hispano-americanos (1899) inconcluso, del mexicano Joaquín García Icazbalceta; Voces usadas en Chile (1900) del chileno Aníbal Echeverría y Reyes y, sobre todo, el Diccionario argentino (1910), del argentino Tobías Garzón, creemos, el diccionario hispanoamericano más de avanzada hasta entrado el siglo XX (ver el estudio de Lauria 2010a). Tampoco en esta enumeración podemos dejar de lado una suerte de anomalía en Hispanoamérica: el Idioticón de hispano-mexicanismos, autoría del mexicano Melchor Ocampo quien, de manera anónima, convocó en 1843, en el periódico Siglo XIX (uno de los más importantes en México en la época), la colaboración colectiva para la redacción en conjunto de una obra lexicográfica propiamente mexicana. Justamente, pedía voces propias de México, voces propias de México que no apare-

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cieran en el DRAE y voces hispánicas que tuvieran, además, una acepción distinta en México. Esta obra, inédita en vida del autor, fue publicada en sus Obras completas, póstumas, en 1900. Fuera de este proyecto colectivo, que lo distingue de las publicaciones de autor propias de esta época, Ocampo proponía, para ello, una ortografía adecuada para el hablante del español de México, sobre todo en lo concerniente a las sibilantes y las palatales, así como la particular articulación del grupo consonántico tl. En efecto, Ocampo no pretendía, con su trabajo, venir a complementar y someterse a los dictados de la Academia, sino dar cuenta de otra lengua, la cual, por estas razones fonológicas y fonéticas, así como por su particular entonación era, en rigor, otra variedad. En síntesis, Ocampo sostenía que estas razones son consideraciones bastantes para sostener que en México se habla una cosa distinta de la lengua castellana...Y que esta cosa sea un dialecto y que merezca respetarse, acatarse y atenderse, proviene de que no es el producto de la ignorancia, o el extravío de uno u otro original, sino el uso general de ocho millones de habitantes (Ocampo 1901 [1843]: 100-101).

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Sin embargo, la obra de Ocampo es bastante insuficiente y no llega a ser satisfactoria, pero destacamos las intenciones y la manera en que el autor llevó a cabo su proyecto diccionarístico, único en su tipo dentro de la lexicografía hispanoamericana. No logra esta obra ser un antecedente de lo que se viene implementando hoy por hoy dentro de la lexicografía hispanoamericana; es decir, un diccionario integral que dé cuenta de una zona específica; tampoco constatamos un diccionario que no sea subsidiario del diccionario académico. En otras palabras, no podemos decir que es este el primer intento de dar cuenta de una variedad ejemplar otra, que no sea la centro-norteña española, como lo que podríamos decir, por ejemplo, de lo que hizo Garzón para la Argentina, más las intenciones de Ocampo y la propuesta misma en la redacción de su diccionario son loables. Asimismo, para todo lo que tiene que ver con la lexicografía relacionada con voces de procedencia indígena que han entrado en la lengua española, fuera de la tradición de la lingüística misionera, fundamental para constatar algunas etimologías y la vigencia de estas voces, hemos utilizado algunos repertorios emblemáticos, como el Vocabulario etimológico de nombres chilenos (1903), del chileno Julio Figueroa; el Diccionario etimológico de las voces chilenas derivadas de las lenguas indígenas americanas (1914-1910), del chileno-alemán Rodolfo Lenz; el Glosario etimológico de nombres de personas, animales, plantas, ríos y lugares aborígenes de Chile y de algunas otras partes de América (1918), del chileno fray Pedro Armengol Valenzuela y el Glosario de voces indígenas de Venezuela (1921), del venezolano Lisandro Alvarado.

Además, no hemos querido dejar de lado repertorios lexicográficos específicos, más que nada los publicados en Chile, sobre todo para complementar y confrontar la información de nuestro diciconario-base, el Diccionario de chilenismos de Román. Estos son: Coa, jerga de los delincuentes chilenos (1910), de Julio Vicuña Cifuentes; Apuntes para un vocabulario de provincialismos de Chiloé (1910), de Francisco J. Cavada; Chiloé y los chilotes (1914), de Francisco Cavada; Diccionario manual isleño. Provincialismos de Chiloé (1921), de Francisco J. Cavada; El uso metafórico de nombres de animales en el lenguaje familiar y vulgar chileno (1932), de Rodolfo Oroz y Vocablos salitreros (1934), de Aníbal Echeverría y Reyes. Son estas obras, en mayor o menor medida, lo que Huisa llama “el discurso de los provincialógrafos”, siguiendo la nominación que el mismo Arona dio a sus pares en su momento (2014d: 181). Por otro lado, es relevante seguir dando una continuidad a las voces que se marcan como de América o con algún país hispanoamericano dentro de la tradición lexicográfica europea, por lo que hemos incluido, además, en nuestro corpus, la revisión constante y sistemática de cada una de las obras generales que se iban publicando al otro lado del océano. Sabemos que el diccionario usual de la Academia empezó a incluir sistemáticamente este tipo de voces en su edición de 1884, sea por la política lingüística que la corporación llevó a cabo desde 1870, con la creación de academias correspondientes en Hispanoamérica, sea por el influjo del Nuevo Diccionario de la Lengua Castellana de Vicente Salvá, primer diccionario que incluyó programáticamente un número considerable de americanismos, tal como declara en su prólogo: es una notoria injusticia que el chileno, filipino, granadino, guatemalteco, habanero, mexicano, peruano, venezolano, etc. no encuentren en él sus provincialismos, los nombres de los frutos del campo que forman su principal sustento, de las plantas y árboles que les son más conocidos, las palabras que emplean en su agricultura y artefactos, y sobre todo en beneficio de las minas de oro y plata, en que puede decirse que ha sido única hasta poco hace la América, y seguirá probablemente siendo siempre la más rica” (1846: XIV). Puede haber sido la repercusión de este diccionario, así como los reclamos unilaterales de muchos de los diccionarios que se iban publicando en Hispanoamérica desde la década del treinta (como el de Pichardo mismo), lo que inició un interés por las voces usadas en Hispanoamérica. La cosa es que se comprueba, tanto en prólogos, preliminares y advertencias, como en un gran número de los artículos lexicográficos de estos diccionarios, la necesidad de que la Academia tome en cuenta la incorporación de voces usadas en Hispanoamérica. Aunque la incorporación de voces por parte del diccionario usual de la Academia era lenta y bastante irregular,

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no será hasta la edición de 1925 cuando se incorporen un número razonable de palabras procedentes de Hispanoamérica. Se comenta en la “Advertencia”: Ha concedido también atención muy especial a los regionalismos de España y de América que se usan entre la gente culta de cada país, voces que estaban muy escasamente representadas en las ediciones anteriores […] Esperamos que esta atención consagrada a los americanismos sea una de las principales ventajas que se aprecien en este Diccionario respecto a los anteriores (Academia 1925: vii).

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Por otro lado, sobre todo en lo relacionado con las ideas lingüísticas, nos hemos hecho cargo de algún que otro opúsculo relacionado con la necesidad de redactar diccionarios. Por ejemplo, el discurso que pronunció Ramón Sotomayor en 1866, al ingresar a la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, “Formación del Diccionario hispano-americano”, texto fundamental para entender qué se buscaba y qué se aspiraba al momento de redactar un diccionario en alguna de las nacientes repúblicas. Asimismo, posteriores en el tiempo al grueso de los diccionarios publicados en Hispanoamérica por nosotros estudiados, no podemos dejar de lado esas clásicas compilaciones de voces hispanoamericanas en léxicos titulados americanismos, puesto que muchas veces nos han ayudado a constatar la vigencia de ciertas voces o la relevancia de ciertos diccionarios de –ismos por sobre otros, en tanto fuentes documentales de estos diccionarios de americanismos. Los consideramos, además, por la riqueza informativa que pueden tener cada uno de ellos, como algunas imprecisiones que nos ayudarán, posteriormente, para el trabajo lexicológico estricto. Para esta sección utilizamos el clásico “Vocabulario de voces provinciales de la América”, el cual aparece en el Diccionario geográfico-histórico de las Indias Occidentales o América y de los nombres propios de plantas y animales (1786-1789), de Antonio de Alcedo. También utilizamos el precursor trabajo monográfico Americanismos (1912), de Miguel de Toro y Gisbert. Consultamos, además dos ediciones del Diccionario de americanismos de Augusto Malaret: una publicada en 1931 en Puerto Rico y otra publicada en 1946 en Buenos Aires, ya que cada una, se sabe, da cuenta del proceso de investigación, enmienda, adición y supresión de información que llevó a cabo el destacado lexicógrafo puertorriqueño. También consultamos el Diccionario general de americanismos (1942) de Francisco J. Santamaría y el Diccionario de americanismos (1966), de Marcos Augusto Morínigo. Cada una de estas obras, por su cronología, sobre todo, nos ayudó a dar con un panorama lexicográfico de la situación de ciertas voces. Por último, sobre todo por su actualidad, hemos cerrado el corpus de diccionarios de america-

nismos con el Diccionario de americanismos (2010), obra colegiada de Asociación de academias de la lengua española y dirigida por Humberto López Morales4. Son estos textos, en su mayoría, la base de nuestra investigación. Justamente, junto con presentar a la comunidad lingüística este Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas, del sacerdote diocesano Manuel Antonio Román, lo que haremos, a su vez, es ir leyendo y analizando su lemario en consonancia con cada una de estas obras para ver hasta qué punto hay, en Román, un aporte o hay, en rigor, un característico trabajo de su tiempo. En síntesis, para nuestra investigación, hemos seguido, para la conformación de este corpus, el método serial propuesto por Schlieben-Lange (1993), quien postula la conformación de series de textos que presenten una considerable homogeneidad genérica y representatividad para poder investigar en historiografía lingüística. Hemos armado, por lo tanto, una suerte de serie sincrónica, por un lado, puesto que es fundamental, para entender a Román, dar cuenta de las obras en circulación para observar cuáles son los alcances y límites que posee tanto la obra de nuestro diocesano como las obras de su universo. Asimismo, hemos optado por utilizar un paradigma más o menos fijo, distintivo de ciertas tradiciones lexicográficas; por ejemplo, los diccionarios de lengua española general más representativos, diccionarios etimológicos, diccionarios normativos o diccionarios enciclopédicos, entre otros. Sin embargo, por razones que tienen que ver solo con el tiempo suficiente para indagar, hemos dejado de lado, lamentablemente, esos microdominios lexicográficos, como los llama Pérez 2007, sobre todo esos glosarios anexados a las grandes obras literarias fundacionales de la literatura hispanoamericana. En efecto, estos microdominios constituyen un importantísimo acervo de material lexicográfico, hasta ahora poco estudiado (cfr. Pérez 2007: 141, Coll 2018). De hecho, al mismo tiempo que se estaban redactando los primeros diccionarios en Hispanoamérica, los escritores de estas zonas, especialmente los autores de novelas nacionales de corte criollista anexarán, al final de sus obras, listas de palabras donde se explicarán las voces usadas en sus textos: “muchas voces que señalan el ritmo sociocultural de las nacientes repúblicas americanas” (Pérez 2007: 147). Justamente, en estas listas se ve reflejado el monolingüismo imperante, en tensión con el “nuevo léxico coloquial, referencial o simbólico para nombrar los procesos que la nueva realidad social y cultural exigía” (Pérez 2007: 147). Un primer caso lo encontramos en un listado presente en el

Para una lectura crítica de los diccionarios de americanismos y, sobre todo, un análisis crítico del Diccionario de americanismos (2010), ver Zimmermann (2013) y Lauria (2017).

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Viaje de Perico Ligero al país de los moros, del mexicano Antonio López Matoso (1816), seguido de una relación de 28 palabras aparecida en el Cuadro estadístico de la siempre fiel isla de Cuba, de 1827 (vid. Camacho 2013). Otros ejemplos emblemáticos que nos entrega Pérez (2007: 147-148) son el “Vocabulario de provincialismos” que Jorge Isaacs anexó a su popular novela María (1867); el glosario que Manuel Vicente Romero García anexa a Peonía (1890); el que José Eustasio Rivera anexó a La vorágine (1926), entre otros, así como el interesante rastreo que ha hecho Coll (2017 y 2018) en la obra de Alejandro Magariños Cervantes. Es, sin duda, una tarea pendiente, al menos, la que correspondería a la publicación chilena, el acopio y estudio sistemático de estos glosarios en la literatura chilena. En efecto, la necesidad de estudiar estos microdominios permitiría, por un lado, calibrar el sentido de los macrodominios (es decir, los repertorios lexicográficos que forman parte de nuestro corpus), así como adquirir una visión mucho más objetiva de la situación lexicográfica de cada zona, con valoraciones críticas de mayor alcance.

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2. De americanismos, de chilenismos léxicos: definir un concepto

Hace casi cuarenta años, Haensch hizo unas críticas apreciaciones respecto al estado de la cuestión del quehacer lexicográfico relacionado con el español de América. Determinó, por ejemplo, que el trabajo lexicográfico con una base estrictamente lingüística prácticamente no existía en Hispanoamérica; algo normal, si pensamos que el despertar lexicográfico-lingüístico empezó, en rigor, a principios de los setenta. Como sea, Haensch, con un proyecto ambicioso entre manos, empezó a alertar sobre esta situación crítica en una serie de comunicaciones, sobre todo en congresos (el Primer Congreso de Hispanistas Alemanes, en Augsburgo, en 1977) y en revistas lingüísticas europeas (cfr. sus ensayos de 1984 y 1986, sobre todo) y esto se puede apreciar, en compendio, en su texto emblemático de 1997, así como la edición de 2004, en coautoría con Ormeñaca. Sus críticas son iluminadoras y, sin lugar a dudas, se puede afirmar que fue él uno de los más relevantes impulsores de la labor lexicográfica estrictamente lingüística en Hispanoamérica. Los problemas que veía Haensch iban más allá de lo lexicográfico, pues daban cuenta de una serie de falencias que se tenían respecto al estudio dialectológico, lexicológico y etimológico de ese complejo llamado español de América. El objetivo inicial de Haensch era redactar un gran diccionario de americanismos; sin embargo, debido a las insuficiencias que tenían los publicados hasta la fecha, descubrió que lo ideal para llegar a ese todo era, en rigor, elaborar un buen conjunto de partes, es decir, de diccionarios diferenciales. Si bien el ambicioso proyecto no llegó a puerto, tenemos, como testimonio, los diccionarios diferenciales de la Escuela de Augsburgo con una metodología rigurosa y un sistema de marcación característico (para lingüistas, solemos describirlos). Como sea, lo que nos interesa de esas críticas observaciones de Haensch al estado de la cuestión de la lexicografía hispanoamericana es que muchas de ellas siguen siendo problemas de absoluta vigencia no solo en la lexicografía actual, sino en el estudio del español de América en general y el español en sí, como complejo arquitectural, como lengua histórica, si atraemos las concepciones de Coseriu. Por ejemplo, un aspecto problemático que observó Haensch en su momento fue que, más que la necesidad de dar cuenta de las voces diferenciales que se usan en

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una zona determinada, lo que había, las más veces en los diccionarios diferenciales publicados en Hispanoamérica, era un afán exotista al momento de diccionarizar, es decir, dar cuenta de una peculiaridad léxica donde no hay, en rigor, un examen del criterio de uso. Este punto, controversial hasta el día de hoy, nos lleva a una serie de reflexiones que tienen que ver con el examen crítico de lo que se incorporará en un diccionario diferencial: ¿Lo que está absolutamente generalizado en una zona? ¿Lo que resulta interesante, gracioso, incluso? ¿Lo que está empezando a usarse entre los hablantes más jóvenes? Sin lugar a dudas, este tipo de aspectos deben formar parte del proceso de planificación previa a la redacción de un diccionario y deben darse a conocer, por ejemplo, en los estudios preliminares de este o en su prólogo. Asimismo, –se lamentaba Haensch– era alarmante la falta de actualización en artículos de flora y fauna en algunos diccionarios. Incluso, observó el lexicógrafo alemán, existía una deficiencia en la metodología usada para la elaboración de este tipo de inventario, en tanto que la pauta parcial o enciclopédica que se necesita para el tratamiento de este tipo de voces se mezclaba indistintamente con su denominación popular o, en muchos casos, con la presencia de voces ya anticuadas, sin apreciarse, por lo tanto, un trabajo sistemático al respecto. Otro problema observado por Haensch que no es propiamente diferencial, ni tampoco exclusivo del quehacer lexicográfico hispanoamericano es el del “préstamo” de unidades léxicas entre diccionarios, muchas veces sin un examen minucioso de estas, por lo que una imprecisión puede mantenerse en variadas generaciones de diccionarios hasta que algún lexicógrafo o usuario minucioso, crítico o modernizador detecte el artículo en cuestión. Este préstamo, se entiende, solo produce la proliferación de palabras arcaicas y obsoletas o, más grave aún, la proliferación de imprecisiones5 en diccionarios sincrónicos y, en consecuencia, la confusión en el usuario o la insistencia en que determinado valor de una voz es legítima solo “porque aparece en tal o cual diccionario”. Sin embargo, los problemas con este tipo de diccionarios iban más allá de su exotismo o los vicios lexicográficos heredados por una tradición que aún no terminaba de modernizarse. En efecto, unos años antes de las observaciones críticas de Haensch, y a propósito del primer diccionario español que incorporó americanismos

A propósito de esto, véase Chávez Fajardo 2015a: “Fallos en la marcación diatópica. El caso de abadesa”. 5

–el de Salvá (1846)6–, Ferreccio (1978) hiló más fino y enumeró una suma de vicios metodológicos en el quehacer lexicográfico, como la logística en el acopio de voces, en este caso, voces características de Hispanoamérica. Las más veces, este acopio era de segunda mano y de origen dudoso (alguna carta o informe de algún hispanoamericano interesado en ayudar, por ejemplo, dando cuenta de un listado de voces sin ningún tipo de criterio). Asimismo, observaba Ferreccio respecto del Diccionario de Salvá, había un impresionante desnivel cronológico al momento de registrar las voces, por lo que se solían mezclar voces de Alcedo, por dar un ejemplo, con alguna nueva voz proveniente de algún informante contemporáneo, por lo que se acopiaban voces absolutamente desusadas para una zona con otras de nuevo cuño. Además, observó Ferreccio respecto al diccionario de Salvá, se presentaba una asimetría respecto a las áreas informadas, por lo que determinadas zonas estaban ampliamente informadas y de otras no se tenía noticia alguna. Pero estas observaciones críticas no solo se reducían al loable trabajo del lexicógrafo valenciano. En efecto, Ferreccio también se refería a la edición usual de 1925, conocida, ya lo hemos mencionado, por su abundante incorporación de voces procedentes de Hispanoamérica. Sin embargo, en esta edición encontramos artículos lexicográficos de voces marcadas solo para Argentina, Colombia, Chile, Ecuador, Honduras, México, Perú y Venezuela. Del resto de países hispanoamericanos no hay noticia alguna. Esto se puede explicar, sobre todo, por el material bibliográfico que se encontraba disponible al momento de redactar un diccionario: se incorporaban voces provenientes del material que se conocía, que se manejaba y del que se disponía, por lo que las áreas que no habían tenido un estudio recabado de su habla, sea en forma de diccionario, sea en estudios monográficos o afines, no tenían lugar en un diccionario como este. Sin embargo, el mayor problema en el quehacer lexicográfico hispanoamericano fue la falta de delimitación de las funciones en un diccionario diferencial hispanoamericano. En otras palabras, no había claridad respecto a qué se quería incorporar en un diccionario de estas características: ¿Voces usuales solo de toda una zona? ¿De más de una zona? ¿Con vigencia en una zona? ¿Voces actuales? ¿Voces históricas, en desuso, obsolescentes? ¿Voces originarias de América que se han generalizado a más zonas? En efecto, los diccionarios diferenciales hispanoamericanos contenían unidades léxicas, indigenismos, sobre todo, que se originaron o

No debemos olvidar que Salvá, en la Introducción de su Nuevo diccionario de la lengua castellana (1846), alertaba: “Es casi total la omisión de voces que designan los productos de las Indias orientales y occidentales y más absoluta la de los provincialismos de sus habitantes” (1846: XIV), algo de lo que ya habíamos hecho referencia anteriormente. 6

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empezaron a usarse primero en Hispanoamérica. Éstas, en algunos casos, pasaron a ser voces universales, como canoa, huracán, maíz, tabaco o tomate, por lo que una voz pasó de ser un americanismo de uso a ser un americanismo etimológico. Asimismo, algunas voces quedaron limitadas a un área hispanoamericana, como palta en la América meridional frente a aguacate, que se ha extendido a una extensa zona hispanohablante. Lo mismo sucedía con los entendidos como arcaísmos, “arcaísmos”, bien se sabe, para España, mas no para algunas zonas hispanoamericanas; o voces técnicas o específicas del español peninsular que se usan hoy en áreas del español de América con absoluta vigencia, como las usualmente citadas flete, arrumbar o balde; así como esos, se entienden, americanismos que se usan en algunas zonas de la Península y no por ello dejan de ser americanismos, como pibe ‘chico’, guagua ‘autobús’ o papa ‘tubérculo’ en algunas zonas de España. Asimismo, no hay que olvidar las dificultades para registrar de una manera sistemática (¡hasta el día de hoy!) las transiciones semánticas de las voces en algunas zonas, por ejemplo, en sus extensiones o restricciones semánticas o, en algunos casos, con el concurso de un contexto más extendido, como regímenes preposicionales o colocaciones y contornos, por dar algunos ejemplos. ¿Por qué ha sido tan usual este tipo de problemas? Por una razón práctica: no se ha hecho uso de un método contrastivo riguroso, el cual puede ir desde un trabajo con encuestas dialectales, el uso de atlas lingüísticos, hasta el cotejo con una serie de diccionarios (idealmente, la universalidad de estos), tanto diferenciales como generales, así como el cotejo con obras monográficas afines o, por último, en el curso de las últimas décadas, el uso de bancos de palabras, herramienta utilísima, que ha facilitado enormemente este tipo de cotejos. Asimismo, las reflexiones que al respecto han hecho algunos lingüistas derivan, por lo general, de ese clásico y manido criterio de diferencialidad que opone España frente a Hispanoamérica. Aunque esta distinción está sujeta a críticas, es interesante dar cuenta del argumento que entregó Werner (2001) al respecto, al afirmar que, en rigor, podría hacerse un contraste con cualquier otro país hispanohablante: “Sin embargo, habrá mayor demanda práctica con respecto al español de países de mayor irradiación cultural y lingüística” (2001: 7). Tal es el caso de España, afirma Werner, pues es uno de los países que lidera, entre los países hispanohablantes, el número de grandes editoriales; asimismo es un país dueño de una importantísima tradición lexicográfica, por lo que ocupa un lugar privilegiado como fuente de trabajo dialectológico, de allí que la contrastividad, en consecuencia, será más expedita. Por estas razones, que tienen que ver con polos de irradiación lingüística, se suele

manejar este criterio de diferencialidad, mas nosotros, en nuestra investigación, haremos uso de un marco más amplio, que se extienda, dentro de nuestras posibilidades (es decir, el corpus acopiado), a trabajos lexicológicos y lexicográficos de la Hispanoamérica toda, además de España mismo. En rigor, si tenemos como base el Diccionario de Román, por ejemplo, deberemos hacer un trabajo de contrastividad con el mayor número de obras en lengua española que se pueda, tal como hemos hecho referencia en el apartado anterior. Solo de esta forma, creemos, tendremos un conocimiento acabado de una voz dentro de un hecho arquitectural. Es algo, sabemos, que no es novedoso, puesto que un trabajo pionero al respecto, y paralelo al que hizo la Escuela de Augsburgo, fue el que hizo el lingüista Félix Morales Pettorino con su equipo, en Valparaíso, Chile, desde 1983 hasta 2010. Morales Pettorino también investigó con esta óptica en su quehacer lexicográfico y no con el clásico binarismo con España. Justamente, en sucesivas ediciones de su Diccionario Ejemplificado de Chilenismos (DECh), ya reconocía la multiplicidad y extensión de la lengua española como para irse con cuidado: “Además, la extensión del español es hoy lo suficientemente grande y compleja como para que se requiera la información dialectal pertinente a fin de evitar bochornos” (Morales Pettorino 1987: xiii). En efecto, el primer proyecto diccionarístico elaborado por lingüistas en Chile, el DECh, insiste en que la selección léxica de un diccionario diferencial carece, todavía, de la rigurosidad dialectológica, algo que requiere un trabajo de corte diferencial, es decir “el conocimiento, tan detallado como fuese posible, de las peculiaridades de nuestro acervo léxico dialectal compartido o no con otras áreas territoriales en que se habla el español” (Morales Pettorino 1987: viii). Es más, por la susceptibilidad de cambio de una palabra, así como de enmienda: “se prefirió que el DECh dejara siempre abierta a la investigación posterior la circunstancia de si se trata de un chilenismo exclusivo o dialectalmente compartido, o acaso posteriormente general” (Morales Pettorino 1987: viii). En rigor, lo que hemos constatado es la enorme complejidad que encierra el concepto de voz diferencial (sea esta un americanismo léxico o afín) y, a partir de esta ambigüedad, se ha generado una notable imprecisión que afecta a cualquier tipo de trabajo lexicológico, lexicográfico o dialectológico, entre otros. Zimmermann, por ejemplo, grafica bien la situación crítica de un trabajo lexicográfico diferencial, el cual es deficiente desde un punto de vista dialectológico: No partieron de una concepción bien razonada y fundada de americanismo por un lado o colombianismo, chilenismo, etc. por el otro, ni han sido cumplidas las pretensiones de indicar la restricción del uso de muchas palabras dentro de un cierto territorio. No estaban basadas en investigaciones sis-

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temáticas y en comparaciones múltiples con otros países, sino solo en el conocimiento individual, restringido y no controlado de cada lexicógrafo (Zimmermann 2003:72).

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Como sea, el problema de la determinación del concepto de americanismo tiene larga data. Ya Ambrosio Rabanales (1953) alertaba de la necesidad de delimitar bien ciertos conceptos (entiéndase, americanismos y afines) antes de embarcarse en la labor de redactar un diccionario, sobre todo un diccionario diferencial: “¿cómo coleccionar con exactitud una terminología si el punto de referencia en función del cual se la colecciona no ha sido previamente bien determinado?” (Rabanales 1953: 1). Luego, en un rastreo historiográfico, Rabanales se percató de que la mayoría de los autores de los diccionarios diferenciales publicados en Latinoamérica han subentendido que el usuario sabe, ya, apriorísticamente, qué es un americanismo o la voz diferencial que sea. Es más, el lingüista chileno nos llamaba la atención: “no debemos olvidar que ya está bastante generalizada la verdad de que el subentendido es uno de los grandes enemigos de la investigación y exposición científicas” (Rabanales 1953: 4). No es el primer caso de que un lingüista latinoamericano, durante la primera mitad del siglo XX, se lamente de esta ausencia de delimitación del concepto americanismo. Arturo Costa Álvarez, diplomático, traductor y lingüista argentino, en 1928, manifestaba igual preocupación: “Podría pensarse que todo lexicógrafo que usa el término ‘americanismo’ fija el valor preciso de este vocablo; no he encontrado todavía uno que se haya animado a tanto” (Costa Álvarez 1928: 133). En rigor, fuera de las dificultades estrictamente lexicográficas, uno de los grandes problemas patentes a lo largo de la historia de la lexicografía diferencial en Hispanoamérica fue el desconocimiento de algunos planteamientos elementales de dialectología; en un primer momento, por razones de historia lingüística obvias. Por ejemplo, determinar qué se entiende por diferencialidad y, además, delimitar qué se entiende por americanismo. Creemos, empero, que habría que relativizar estos conceptos hoy por hoy: ¿Vale, realmente, la pena hablar de americanismo lato o stricto sensu? ¿Hasta qué punto este concepto es pertinente para enmarcar una diferencialidad? Justamente, si se está ante un conglomerado lingüístico –el español de América–, equiparado, las más veces, a un mosaico, donde la condición necesaria es compartir veinte naciones una lengua en un extenso territorio: ¿deberían, estos veinte países, realmente, poseer un rasgo léxico diferencial que los unifique? ¿No nos bastaría, solo, esa comunión lingüística oficial, sin más, como es la lengua española con todas sus variantes? Pensamos, de hecho, en esa enorme extensión territorial que es Hispanoamérica, la que ha llevado a algunos intelectuales, primero y a unos dialectólogos, después, desde el

siglo XIX, a proponer algunas zonificaciones lingüísticas variadas en metodologías y extensiones. Pensamos, por ejemplo, en Lope Blanch quien desestimó la existencia del americanismo: “Dentro de esa básica unidad del español americano, existe una diversidad lo suficientemente acusada como para impedir que cualquier fenómeno lingüístico pueda presentarse como característico del español hablado en todos los países” (1983: 26). Y pensamos, sobre todo, en las conclusiones a las que llegó el dialectólogo que hizo la primera propuesta de zonas lingüísticas en Hispanoamérica a partir de isoglosas. Justamente, José Pedro Rona (1969) señaló que el español de América es una realidad compleja en donde los distintos fenómenos lingüísticos corresponden, no siempre, a áreas dialectales coherentes con isoglosas convergentes y concluyó que “no es científicamente demostrable la existencia del español americano” (1969: 148), más que nada por esta diversidad lingüística. Antes de entrar en lo que el lingüista eslovaco propuso, debemos hacer la salvedad de que para él había una gran diferencia entre el regionalismo y el americanismo. Para Rona, ambos conceptos eran distintos. En efecto, Rona, antes de entrar en materia, afirmó que el concepto de regionalismo pertenece a un hecho de lenguaje y que, por lo mismo, desde el punto de vista del estudioso, es subjetivo, no objetivo. Asimismo, afirmó que el concepto regionalismo se refiere a “todo hecho de lenguaje cuya ocurrencia difiere entre una región y otra” (1969: 137). En estos casos niega Rona la posibilidad de que este tipo de voces peculiares de una región se llamen americanismos, porque, pongamos un caso, una voz determinada, que entendemos como particular de una zona sería extraña y ajena para un hablante que no la usa, sea en España, sea en los países americanos donde no se use esa voz (él lo ejemplifica con la palabra tecolote, ‘búho’, voz usual en Mesoamérica y América central). Es por esta razón por la que no se puede caracterizar el español de América: Pero estos son americanismos solo en cierto sentido, en cuanto se usan en América. No lo son en cuanto no son característicos del español americano. Tecolote, que se usa en cierta parte de América, es tan ajeno al español del Uruguay como chanelar, que solo ocurre en ciertos idiolectos de España. Es decir, tecolote no sirve para caracterizar el español americano. Por consiguiente, no es un americanismo stricto sensu. Ergo, no es un americanismo (1969: 145-146) Rona entiende el americanismo, entonces, lato sensu, es decir, como la palabra o expresión que se use en toda Hispanoamérica, sin exceptuar ninguna región: “A nuestro entender, se ha abusado muchísimo del término americanismo incluso en obras muy serias, y aun en el Diccionario de la Real Academia Española […] En efecto, se suele confundir el concepto de americanismo con el de regionalismo de cierta

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parte de América” (1969: 145). Por lo tanto, según Rona, las voces que se usan en un país o en una región solo son americanismos cuando se utilicen en toda América. En rigor, constatamos, Rona no es amigo de la sinécdoque para este tipo de referencias. Es interesante que, históricamente, bien sabemos, no se usó americanismo hasta el siglo XIX, pues antes se prefería, de hecho, provincialismo, concepto ya desactualizado dentro de la lexicografía hispanoamericana, por razones históricas obvias. Por ejemplo, el Vocabulario de voces provinciales de la América, de Antonio de Alcedo, hace uso, en efecto, de voces provinciales. O el mismo Pichardo tituló su diccionario como Diccionario provincial de voces cubanas (1836). Concepto que desecha Arona quien, en una de sus entregas periodísticas en El Correo del Perú, afirmaba que ya es hora de “emanciparnos del ya impropio calificativo de provincialismos con que se seguían designando los modismos o idiotismos de pueblos que habían dejado de ser provincias o colonias de España” (citado por Pottier-Navarro 1992: 302). Desde una perspectiva estructuralista, Rona afirmaba que el diasistema hispánico, utilizando la feliz conceptualización de Weinreich 1954, está constituido por una serie de diatopías. Con la ayuda de las categorías diferenciadoras resultantes (los pares de los que ya habíamos hablado diacronía-sincronía; diatopía-sintopía; diastratía-sinstratía) se pueden distinguir aspectos posibles de diferenciación; es decir, según las combinaciones que se hagan con estas categorías lingüísticas diferenciadoras, resultarán diferentes posibilidades de estudio del concepto regionalismo. Afirmaba Rona, a su vez, que no se puede decir que estas diatopías constituyan una unidad intermedia, llamada “español americano” que, sumado al “español no americano” den como resultado el diasistema hispánico. De ello concluye, con su clásica sentencia, que no es científicamente demostrable el español americano. Para ello se basó en los planteamientos que Coseriu presentó en su Geografía Lingüística, quien afirmaba que los dialectos no existen antes de que los hayan determinado los lingüistas: “si no hemos podido encontrar las características determinantes de un español americano, será tal vez mejor que reflexionemos y no hablemos más de americanismos” (Rona 1969: 148). Insistía en que el único hecho al que se puede llegar es que en América se habla español, pero, en rigor, es este un hecho externo. Por esta razón no es esta una caracterización lingüística: una caracterización [lingüística] propiamente dicha debería fundarse en la determinación de un grupo de idiolectos virtualmente iguales. Así obtendríamos una unidad, el “español americano”, oponible a otra unidad, el “español no americano”. E intuitivamente todos sabemos que esta unidad no existe (1969: 147)

Para ello, Rona propuso hacer una relación diatópica entre el español americano y el español peninsular, con una serie de posibilidades: 1) Se da en toda América y no se da en ninguna parte de España; 2) Se da en toda América y se da en parte de España; 3) Se da en parte de América y se da en parte de España; 4) Se da en parte de América y se da en toda España. En donde la posibilidad 1) es la que no existe para Rona. Bohórquez (1984), respecto a estas posibilidades, enunció una quinta que Rona no concibió: 5) Se da en parte de América y no se da en ninguna parte de España. En síntesis, si bien Rona, con su visión dialectológica, hizo un enorme aporte a los estudios del español de América, de alguna forma, inhibió el trabajo lexicográfico con sus conclusiones, porque, en rigor, al no existir el español de América ¿para qué puede servir diccionarizar diferencialmente? Como sea, no queremos cerrar un problema interesantísimo y vigente hasta el día de hoy, sobre todo por la necesidad de tener claridad respecto a la diatopía de una lengua y cómo tratar esta desde un punto de vista lexicológico y lexicográfico. Justamente, la necesidad de precisar esta delimitación es un aspecto fundamental dentro del trabajo lexicográfico diferencial actual, por lo que la lexicografía, hasta avanzada la segunda mitad del siglo XX, se sentía en deuda: “no ha llegado todavía el momento de poder decidir con alguna certeza lo que es realmente ‘propio y exclusivo’ de Chile”, nos decía el prólogo del primer diccionario de chilenismos de la Academia Chilena de la Lengua, el Diccionario del habla chilena, (1979: 17). En efecto, restringir un uso de una voz o el significado determinado de una voz a un país o una región supone, obviamente, una reflexión previa que la mayoría de los primeros lexicógrafos o el lexicógrafo que sigue el trabajo de diccionarización del español hablado en Hispanoamérica “no ha profundizado, y que debería apuntar, por un lado, al estatus de la variedad que estudian y al del español como lengua suprarregional, y, por otro, al tipo de relación que entre tales elementos se establece para emprender la elaboración de un diccionario regional” (Huisa 2011: 160). En efecto, si no se tiene claridad respecto a este tipo de distinciones, la lexicografía llevada a cabo será intuitiva, asistemática, insuficiente, precaria incluso. Al respecto, Huisa afirma: Lo intuitivo radica en el hecho de que asumen [estos lexicógrafos] una diferencialidad respecto de otra variedad distinta que no se preocupan por determinar; lo asistemático, mientras tanto, se muestra en el hecho de no indicar explícitamente en el cuerpo de su obra en qué radica tal diferencialidad, en el indicarlo sólo en ciertas situaciones o en el de indicarlo de manera en absoluto uniforme” (Huisa 2011: 160) Y, agregamos nosotros, insuficiente, porque mientras no tengamos claridad respecto a estos conceptos y no hagamos un ejercicio lexicográfico riguroso, no ten-

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dremos los diccionarios necesarios; de ahí, entonces, esa precariedad lexicográfica. Rabanales, hace más de sesenta años, presentó diversas formas de pensar, plantear e investigar el concepto americanismo en la lexicografía en español. Es, en efecto, una postura revisionista que ayudó sobremanera a poder, justamente, delimitar el concepto. Rabanales afirmaba que el concepto se ha estudiado, sobre todo, desde una noción privativa, es decir, como una voz propia, peculiar o privativa de. También se ha estudiado el concepto desde una perspectiva espacial, es decir, desde el origen geográfico de la voz. Otra perspectiva, relacionada con las dos nociones anteriores, y bastante cuestionada, tiene que ver con la difusión social de la voz. Otra noción tiene que ver con la consideración de las voces sin sinonimia, solo. La última propuesta, y por la que Rabanales aboga, tiene que ver con el origen homogeográfico de la voz. Repasaremos cada una de estas posturas y, además, las replantearemos, en vistas de lo que se ha venido diciendo sesenta años después.

2.1. Noción privativa

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La primera postura, la más usual, es tratar al americanismo como privativo, tal como lo ha hecho el diccionario académico, en tanto “voces, acepciones, locuciones, giros o modos de hablar” propias, peculiares, privativas de determinados hablantes de determinada área. Noción que encontramos, por primera vez, dentro de la tradición anglosajona, en un artículo publicado en el Pennsylvania Journal and Weekly Advertiser, en Philadelphia, por el ministro y presbítero John Witherspoon, quien afirmó: “The Word Americanism, which I have coined for the purpose i.e., terms, and phrases…of American and not of English growth, is exactly similar in its formation and significance to the Word Scotticism” (en Ferreccio 1978: 21). Dentro de la tradición lexicográfica española, el primer caso lo encontramos en el Diccionario Enciclopédico de la Lengua Española (1853) de la editorial Gaspar y Roig, dirigida por Eduardo Chao: “propiedad, uso, costumbre, lenguaje peculiar de los americanos” (s.v. americanismo). Lo mismo Zerolo (1895): “vocablo o giro propio o privativo de los americanos que hablan la lengua española” (s.v. americanismo). Asimismo, podemos encontrar este modelo de definición en la mayoría de los diccionarios diferenciales hispanoamericanos publicados durante el siglo XIX y principios del siglo XX. Un ejemplo de ello es Julio Calcaño, quien en su El castellano en Venezuela (1897) fue el primero –determinamos en nuestro rastreo– que delimitó el concepto: He agrupado en un capítulo, con el título de Barbarismos, y con el de Venezonalismos en otro, los vocablos no autorizados que son de uso corriente en el

país. Los que son de poco uso, y los que adolecen de extraña procedencia, se verán en los demás. Llamo venezonalismos los que pueden tolerarse, o por su formación o por significativos de cosas o acepciones nuevas; y barbarismos los que considero inaceptables (Calcaño 1897: xi). Lo interesante es que, junto con definir qué es una voz diferencial, Calcaño integró la idea (un purismo característico en la época) de “tolerar una voz”, así como aceptar solo aquellas que no posean un equivalente castizo. El primer lexicógrafo chileno que se detuvo en un intento de definición de las voces que formarán parte de su diccionario fue Aníbal Echeverría y Reyes, en Voces usadas en Chile (1900), quien también hizo este tipo de definición privativa: “las voces que se usan pura y exclusivamente en este país” (Echeverría y Reyes 1900: xvi). Otro autor que hizo uso de una definición privativa fue Tobías Garzón, en su Diccionario argentino (1910) quien –en su propuesta de elaborar un diccionario del español de la Argentina no subsidiario del diccionario académico ni acogiéndose a un purismo– enunció su definición: “Palabras, frases, modismos usados en la República Argentina y que no están incluidos en el Diccionario de la Lengua, o que, si lo están, no tienen el significado que nosotros les damos” (Garzón 1910: vi). Un autor que relativiza esta definición privativa es José Toribio Medina, quien en sus Chilenismos (1928) afirmó: no porque una voz se use en otros países, deberá proscribirse como chilenismo. Siguiendo esta norma de exclusión llegaría el caso de que pasara a ser res nullius. Cuando más, por consiguiente, le afectaría la nota de argentinismo y chilenismo, a la vez, ponemos por caso, o si es aún de empleo más general, asumiría la de americanismo. (Medina 1928: xiv). Rabanales observó críticamente que en esta noción privativa de una voz diferencial no hay una referencia a la (usamos sus propias palabras) migración de las voces entre los países hispanohablantes (Rabanales 1953: 10, lo que, años después, Ramírez Luengo 2012, 2014, 2015, calificó de extensión léxica). En otras palabras, que voces que se originan en un país pueden usarse en otros países, España inclusive, entregando, como posibilidad, incluso, la poligénesis (ubicuogénesis para Rabanales) y no por esto, la voz dejará de ser un –ismo. Asimismo, Rabanales afirmó que el considerar el uso exclusivo de una voz circunscrita a un país implicaría que el número de voces será muy restringido. Además, con esta idea privativa, se darían por hecho otro tipo de inexactitudes, como considerar voces nacidas en Chile, por dar un ejemplo, como voces propias de otras zonas, solo por haber caído en desuso en Chile o voces que nacieron en otra zona, pero que cayeron en desuso en otra zona, se considerarían chilenismos.

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Otro problema que encontramos en esta noción privativa tiene que ver con la no consideración de la transición semántica para considerar una voz con ese significado diferencial. Podemos ejemplificar esto con las definiciones y disposición misma del Diccionario de argentinismos, neologismos y barbarismos (1911) de Lisandro Segovia. Segovia, consciente de la falta de precisión conceptual, dividió su diccionario en varios grupos, entre ellos “castellanismos y neologismos”, “americanismos” y “argentinismos”. Los primeros los definió como: aquellas palabras que son conocidas y usadas así en América como en España, puesto que figuran en algunos diccionarios de la lengua, aunque mis definiciones difieran muchas veces de las en ellos consignadas, o esos vocablos tengan, además, otras acepciones en Argentina (Segovia 1911:7).

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Entendemos de esto que estos “castellanismos y neologismos” tienen que ver con voces generales, muchas de ellas no incorporadas aún en el diccionario académico, pero sí en otros diccionarios generales de la lengua; voces que, a su vez, poseen alguna transición semántica característica, o bien, son formaciones hispánicas originadas en Hispanoamérica, las que, entendemos, son las que el autor llamó neologismos. Por “americanismos” Segovia entendió “las voces que se usan en Hispano-América y no me consta que sean usadas en la Península, y también a muchas voces de origen americano” (Segovia 1911: 7), definición anfibológica, porque estas “voces de origen americano” podrían formar parte, fácilmente, del primer grupo, el de “castellanismos y neologismos”. Por último, los “argentinismos” son los “vocablos de uso corriente en el Plata y acaso también en Chile, o en la Argentina exclusivamente; pero que no me consta que sean empleadas en otras repúblicas hispanoamericanas” (Segovia 1911: 7). Definición, como vemos, también privativa. Dentro de nuestro rastreo historiográfico, será el chileno Carlos Seura el primero en criticar este tipo de tratamiento privativo. Centrándose en la definición de Echeverría y Reyes de chilenismo (“voces que se usan pura y exclusivamente en este país”), es decir, voces diferenciales en tanto signo solo, lo vio inviable, puesto que “no puede adoptarse un criterio tan restringido del significado de chilenismos” (1931: 286). En efecto, para Seura era insuficiente no tomar en cuenta la transición semántica, algo que pudimos apreciar claramente con los problemas en las distinciones que hizo Segovia para organizar su diccionario. Por lo mismo, extendió Seura el concepto enriqueciéndolo con observaciones como las de Amunátegui Reyes, para quien los chilenismos serían “las diversas significaciones que tienen entre nosotros palabras que figuran en el diccionario con sentido totalmente distinto” (Amunátegui Reyes

citado por Seura 1931: 286), es decir, voces diferenciales en cuanto a significado. Seura, por lo tanto, enfatizó en la distinción de chilenismo semántico: ¿son o no son chilenismos palabras que son comunes en sonidos, tanto para el diccionario académico como para el uso en Chile, pero que, sin embargo, difieren en el significado? […] A mi entender, las palabras que cambian aquí de significado son chilenismos, porque precisamente ellas llevan esa modalidad (1931: 288-289). Años después, Ferreccio (1978), si bien no abogó por esta noción privativa, dio cuenta de ella y, al definir el concepto, afirmaba que este debe estar determinado por constancias de uso: “por tanto es una categoría perteneciente al plano coloquial dialectológico: el americanismo es un uso lingüístico de América” (1978: 25). Por lo que Ferreccio propuso –en el momento de hacer el corte dialectal– dar cuenta del todo, para luego ir discriminando lo que es propio de una zona y lo que no lo es. Es decir, Ferreccio propuso hacer uso de un criterio absolutamente integral, como veremos más adelante, en donde se engloba todo para constatar qué se usa y qué no. Ferreccio, a su vez, insistía en que usualmente se ha hecho, en esta noción privativa, una práctica lexicográfica con un criterio netamente diferencial: “merece recogerse aquello que no pertenece a la norma ejemplar, o, también, a usos de otras áreas. Lo cual es perfectamente legítimo y se ha concretado en buenos repertorios que, de otro modo, con exigencias de totalidad, quizá no se hubieran hecho” (1978: 26), pero es concluyente al momento de calificarlos: “A ellos no hay que conferirles, por lo demás, otro sentido que el que en puridad tienen: colecciones de rarezas” (1978: 26). Asimismo, por la insuficiente información respecto a otras áreas hispánicas y acerca de la lengua española: “el material recogido por ellos ha venido corrientemente acompañado de pronunciamientos harto descaminados” (1978: 26). Años más tarde, Haensch propuso tratar el concepto de americanismo con un criterio de especificidad, es decir, delimitarlo bien desde un punto de vista lingüístico. Por lo mismo, ha de establecerse si, al hablar de americanismo, se entenderán las voces totalmente diferenciales –es decir, una voz en cuanto signo–; voces con un tipo de transición semántica específica –es decir, una voz en cuanto significado–; voces con variantes a nivel de significante; extranjerismos no usados en España; arcaísmos peninsulares y vigentes en América o americanismos comunes a más de una determinada zona lingüística, entre otras posibilidades. De esta forma, Haensch (1984) propuso un concepto de americanismo entendiéndolo como todas las voces y locuciones de significado unitario usadas en áreas lingüísticas pobladas de Hispanoamérica y que no pertenezcan al español general ni sean privativas de España. También

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entendió por americanismo las palabras y locuciones que se dan en Hispanoamérica con un contenido semántico distinto del aceptado por el diccionario académico como voz general. Podemos, entonces, conectar este criterio privativo de Haensch con el que utilizó Garzón décadas atrás. Asimismo, Haensch precisó que cuando el área lingüística se circunscriba a un solo país de Hispanoamérica, la voz o locución admitida se designará con los nombres de argentinismo o chilenismo, por ejemplo. Frente a esta nominación, clásicas y reveladoras fueron las reflexiones que hizo Luis Fernando Lara, al caracterizar la lexicografía hispanoamericana como un quehacer lexicográfico con un carácter complementario frente al diccionario general: “Diccionarios de lengua y diccionarios de –ismos: cubanismos, argentinismos, mexicanismos, etcétera. […] Peninsulares al igual que mexicanos o chilenos han contribuido a esa clasificación y extendido ese orden” (Lara 1990: 234). Fue Lara el primero en detectar que el uso de este sufijo implica una actitud que refleja un carácter complementario, dependiente y “siempre titubeante de los diccionarios de –ismos” (Lara 1990: 235). El paso del –ismo a la nominación español de, en consecuencia, es lo que se está generalizando dentro del quehacer lexicográfico actual, ya que vendría a equiparar todas las variedades de lenguas plurilingües y el que más se adecua a esta noción privativa para entender el concepto.

2.2. Origen geográfico de la voz

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La segunda noción usual para definir un americanismo es el origen geográfico de la voz, sea stricto sensu (voces que se usan en un país de Hispanoamérica), sea lato sensu (voces que se usan en toda Hispanoamérica). Siguiendo el rastreo historiográfico, ambas posturas se pueden apreciar en lo que expuso Ortúzar en su Diccionario manual de locuciones viciosas (1893): “En cuanto a las que se usan, ya sea en casi toda la América, ya sea en más de una república, las notamos como americanismos” (1893: xvi). La misma postura tiene Echeverría y Reyes (1900): “Americanismos, palabras que se emplean entre nosotros y por la mayor parte de los que habitan este Continente” (1900: XVI). O en Chilenismos de Medina (1928), en donde, siguiendo la planta del diccionario académico, se indican los países, como marcas diatópicas, en donde la voz se emplea; lo mismo en la primera edición española del Pequeño Larousse Ilustrado (1912), de Toro y Gisbert. Justamente, es esta postura la que suele destacar la marca América o cada uno de los países, sobre todo dentro de la

tradición lexicográfica de diccionarios de americanismos7. Rabanales (1953) critica esta postura, sobre todo por la imprecisión que se genera a la hora de marcar una voz como propia de una zona (¿De todo un país? ¿De parte de un país? ¿Se marca, usualmente, esto?). Incluso, porque muchos de los autores rastreados (Toro y Gisbert, Medina, entre otros) toman como patrón de selección léxica las voces usadas en determinadas zonas, como la capital de un país, tal como lo hace Medina en sus Chilenismos; porque, de tomar voces de provincia, argumenta: “No podemos, nos parece evidente, dar lugar en un estudio de nuestro lenguaje, considerado en general, a voces peculiares de tan opuestas regiones” (1928: vi). Es más, en la selección documental que usó Medina para el acopio de voces, específicamente el corpus periodístico, desestimó la prensa que no fuese de la capital, pues “en ocasiones no merece propiamente el que se le incluya entre los chilenismos” (1928: xi), cosa que es, bien sabemos, absolutamente poco ilustrativa y objetiva. Asimismo, en relación con esta forma de entender el americanismo, uno podría preguntarse cuántas unidades léxicas se pueden registrar stricto sensu. Creemos que son menos de las que se esperan para construir un concepto general8. Quizás la radicalización de este concepto, o bien, su replanteamiento es lo que expresó Morales Pettorino en una de las ediciones de su proyecto lexicográfico, en donde fue más allá del chilenismo y se quedó, en rigor, en la diferencialidad, siempre contrastada con el español hablado en España: Por esto mismo, es preciso tener presente que el DECh […] es un diccionario que no sólo contiene chilenismos, sino el repertorio diferencial, tanto el tradicional como el pionero, creado, importado y exportado hacia y desde Chile, y que le confiere su particular fisonomía (Morales Pettorino 2006: xi).

2.3. Difusión social de la voz La tercera noción es la difusión social como diferencia específica, bastante polémica, por su grado de elitismo y centralismo, pues tiene que ver con el grado de

De hecho, en el Prólogo de la adaptación del Pequeño Larousse ilustrado, afirma que figuran “más de doce mil americanismos en este Diccionario, es decir, más del triple de los que traen diciconarios mucho mayores” (citado por Pottier-Navarro 1992: 300-301).

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Haensch (1987) en su momento, detectó algunas unidades, las que pueden cambiado con los años (quizás el Diccionario de Americanismos que publicó la Asociación de Academias de la Lengua Española pueda darnos más pistas y ejemplos): plata en América frente a dinero en España; papa en América y Canarias frente a patata en España; carpa en América frente a tienda de campaña en España; reforestación en América frente a repoblación forestal en España y cortina de hierro en América frente a telón de acero en España. Como se ve, un número escaso.

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cultura de quien utiliza determinada palabra y el lugar geográfico de donde el hablante proceda. En rigor, para una corriente de la lexicografía, se tomará en cuenta el léxico que utilice la comunidad con mayor acceso a la educación, por lo que el lexicógrafo dará cuenta de determinado nivel socioeconómico y cultural, no del espectro todo. Podemos ejemplificar esta noción con Medina 1928, uno de los autores que afirma, en su selección léxica para la incorporación de voces en el diccionario, lo siguiente: Hemos, pues, de concretarnos a lo que se habla en la región central, que es, no necesitamos insistir en demostrarlo, no solo la más poblada, sino también donde se halla el núcleo considerable de la gente relativamente culta. De sus labios ha de proceder, pues, la cosecha de voces que vamos a presentar (1928: vi)

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Incluso, Medina optó por no incorporar voces consideradas incultas: “sin descender, por cierto, al lenguaje de las gentes de ínfima clase, del cual nada podemos aprender y hallar, sí abundante cosecha de barbarismos y otras voces impropias” (1928: vi). Decisión que no fue tal, pues hemos encontrado este tipo de voces en su diccionario. Lo más probable es que Medina haya seguido el fiel dictado de la Academia, la cual, años antes, en su emblemática edición de 1925, comentaba en su “Advertencia” que se “Ha concedido también atención muy especial a los regionalismos de España y de América que se usan entre la gente culta de cada país, voces que estaban muy escasamente representadas en las ediciones anteriores” (Academia 1925: vii). Como sea, este tipo de criterio será absolutamente innecesario al momento de delimitar el concepto de americanismo, aun cuando fue un aspecto tomado en cuenta por muchísimos estudiosos del español hablado en Hispanoamérica. Por ejemplo, Rodolfo Lenz, para caracterizar el habla de Santiago de Chile y sus alrededores, propuso una estratificación, podemos llamarla, proto-sociolingüística de las “capas de población” (Lenz 1940 [1891 y 1893]: 92). Para hacerse entender, creemos, utilizó una nomenclatura usual para la comunidad chilena, donde hizo una distinción entre campo y ciudad, instrucción, quehacer y de conciencia lingüística. Nótese que no tiene Lenz el conocimiento del estrato más bajo: 1. Los guasos, el estrato último de la población rural, cuya pronunciación y vocabulario son los que más rasgos indígenas ofrecen. […] (Yo he tenido pocas oportunidades de observar directamente este grupo social) 2. En la ciudad, la clase ínfima la forman los rotos, el proletariado. Ni los rotos ni los guasos saben, naturalmente, leer ni escribir, y no hay, por tanto, estorbos en la evolución fonética.

3. Individuos aislados de estos dos primeros grupos, que encuentran ocupación en la ciudad como criados y en otras funciones parecidas y tienen a menudo ocasión de oír hablar castellano; en estas mismas condiciones se hallan los oficiales de mando rurales; no es raro que sepan leer y escribir, pero tampoco es lo habitual. 4. La clase aquí llamada de medio pelo: los empleados modestos, dependientes de comercio y oficios análogos; poseen siempre alguna instrucción escolar, pero no pueden sustraerse del todo, por más buena voluntad que tengan, al dialecto vulgar. 5. La clase social que sigue en orden ascendente corresponde a las personas que han estudiado “gramática castellana”; en la conversación despreocupada, el lenguaje de estas gentes no se diferencia apenas del habla “mejor” de los de medio pelo; pero si se les interroga, por ejemplo, sobre la pronunciación de una palabra, contestarán seguramente en puro español. En el punto más alto de esta clase se encuentran aquellas personas que quieren hablar en castellano perfecto y miran desdeñosamente las palabras chilenas, en la medida –claro está– en que pueden distinguirlas de las españolas (Lenz 1940 [1891 y 1893]: 92-93). Sin embargo, en oposición, el interés por dar cuenta del espectro todo del español hablado en Chile es el que motivó, por su parte, a Echeverría y Reyes a afirmar, en la primera parte de Voces usadas en Chile: Procuramos en este trabajo recoger todas las expresiones vulgares, tanto las desterradas de la sociedad culta como las aceptadas por ella, no para criticarlas y condenarlas únicamente, sino, ante todo, con el objeto de dar una idea de las particularidades del lenguaje del pueblo i del castellano de Chile en general. (Echeverría y Reyes 1900: 23) Así como los chilenismos propios de la norma culta, de los que Echeverría y Reyes describió como: “aquellos que podríamos llamar chilenismos cultos, y que usa corrientemente en la escritura y en la conversación la gente educada” (Echeverría y Reyes 1900: 24); o los chilenismos propios de la norma inculta formal, en lo que actualmente se conoce como ultracorrección, de los que Echeverría y Reyes entendió como: las voces que emplean las personas medio instruidas, que forman una clase social que se conoce con el nombre de ‘gente de medio pelo’. Los individuos de esta clase, pretendiendo alejarse del lenguaje del bajo pueblo, imitan el de la clase culta; pero como no tienen instrucción suficiente, lo imitan mal (Echeverría y Reyes 1900: 24-25)

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Y, por último, los chilenismos propios de la norma inculta informal, los que el autor entendía como “vulgarismos, porque son propios del bajo pueblo” (Echeverría y Reyes 1900: 24). Con esta presentación, Echeverría y Reyes quería mostrar la variedad culta e inculta del español hablado en Chile, cosa que hicieron décadas después, y de una manera sistemática, Ambrosio Rabanales (1953 y 1992) y Rodolfo Oroz (1966). Posteriormente, la tendencia centralista es la que ha imperado a lo largo de la segunda mitad del siglo XX en los estudios sociolingüísticos hasta la actualidad, con algunas excepciones. En palabras de Oroz: “El modo de hablar imperante en la capital es –como suele ocurrir en todas partes–, en general, el modelo para los demás centros urbanos de menor importancia. La capital constituye el principal foco de irradiación lingüística del país” (Oroz 1966:49). Esto bien lo describió Luis Prieto, quien fundó sus estudios del léxico desde una óptica sociolingüista con esta misma noción: Fundada en 1541, Santiago ha sido el más antiguo e importante núcleo demográfico, político, financiero, industrial, comercial y cultural del país. Asimismo, el producto geográfico bruto de la Región Metropolitana de Santiago supera largamente el de cada una del resto de las regiones del país, con el 41,5% del total. […] La ciudad capital es también el eje de todos los sistemas de transporte y comunicaciones en el territorio nacional. […] La empresa Nacional de Telecomunicaciones conforma el principal número de comunicaciones telefónicas, radiales y televisivas hacia el interior y exterior del país. […] Por otra parte, Santiago ha ejercido en el país una hegemonía educacional y cultural que se remonta hasta los tiempos coloniales. Todavía hoy, la capital es el principal centro de educación en sus distintos niveles. (Prieto 1995-1996: 380-382) Como se ve, esta ha sido, con todos los reparos que podemos hacerle, una de las nociones más usadas dentro de los estudios dialectales y sociolingüísticos.

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2.4. Voces sin sinonimia La cuarta noción, la sinonimia como diferencia específica, muy usual dentro de gran parte de tradición lexicográfica de autor en Hispanoamérica, tiende a incluir, dentro de las voces propiamente americanas, aquellas que no se pueden, por el uso del método sinonímico, reemplazar por una voz general. Tal es el caso de, por ejemplo, voces que hacen referencia a la flora, fauna y voces culturales, sobre todo comidas, usos, costumbres y quehaceres, entre otros. Sin embargo, todas las voces usadas en Hispanoamérica que puedan ser reemplazadas por una voz general no serán consideradas americanismos, sino incorrecciones, vicios, barbarismos, etc; es de-

cir, voces innecesarias e inútiles, desde la óptica de la retórica clásica. Claro está que este tipo de metodología para determinar lo que se entiende conceptualmente por americanismo es absolutamente inadecuada, es una “actitud valorativa y no objetiva, como la que exige la lexicología en calidad de ciencia” señala Rabanales (1953: 27). Destacamos, en este punto, a Baldomero Rivodó (1889), quien, contemporáneamente al problema en sí de delimitar a partir de esta metodología, argumentó: no debe obstar para ello el que tengamos ya otra con igual valor, pues que por lo regular la nueva voz comporta algún nuevo matiz en su significado, o bien es más eufónica, o más propia en ciertos casos que la otra; y esto enriqueciendo el idioma, permite al escritor elegir entre ellas la que considere más conveniente y apropiada a su discurso; pues no solamente hay que atender a los varios significados y a las diversas acepciones, sino también a las diferentes aplicaciones especiales de cada voz (1889: 3-4). Un ejemplo de superación de esta noción la da Toro y Gisbert en 1912, quien, en su Americanismos, en el capítulo “Algunos sinónimos” (pp. 75-91), reunió “nombres diferentes en las diversas repúblicas y a veces en las varias provincias de un mismo país” (1912: 75). Este acopio es producto de sus lecturas de los diversos diccionarios hispanoamericanos que iba leyendo y concluía: “Pero, si no hay motivo para acanallar la lengua, tampoco lo hay para privarla de los elementos nuevos capaces de enriquecerla y hermosearla” (1912: 116).

2.5. Origen homogeográfico de la voz Una quinta y última noción es la del origen homogeográfico o diferencial, como la califican Buesa Oliver y Enguita Utrilla (1992: 22-23), noción que encontramos en Rabanales 1953, quien abogó por tratar por americanismo (u otra diferencia diatópica) a una voz, por más que esta se haya originado, además, en otra zona (poligénesis). Respecto a una posible crítica respecto a esta postura, por ejemplo, alguna observación que sostuviera el pecado positivista de atribuir a las palabras un lugar en el espacio, Rabanales recurrió a Vossler, quien sostenía que “las formas lingüísticas tienen morada en el pensamiento y en las ocasiones y ocurrencias ideales, en la intuición, en la memoria y en el gusto de los que hablan, no en sus casas, tierras y ciudades” (Vossler 1930: 13), a lo que Rabanales complementó: “como dichas formas adquieren esa fisonomía especial que las hace constituir idiomas, dialectos, jergas, etc., y los que los hablan pertenecen a un determinado país, no es ‘pecado’ decir que aquéllas existen en ese país” (1953: 30). En efecto, es una noción idealista, siguiendo una vez más a Vossler con su emblemática sentencia de que “el lenguaje es una

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creación espiritual” (1929: 44) por lo que el lenguaje tiene su origen y existencia en el hombre y, por extensión, en determinado lugar, justamente, donde se desarrolla la vida de quien lo usa. Rabanales, entonces, entendió el concepto de chilenismo y, por extensión, de americanismo como “toda expresión oral, escrita o somatolálica9 originada en Chile desde cualquier punto de vista gramatical, por los chilenos que hablan el español como lengua propia o por los extranjeros residentes que han asimilado el español de Chile” (1953: 31). En efecto, lo relevante es que la expresión se haya originado en una zona determinada: “Cuando en este lugar ha adquirido alguno –si no la totalidad– de los caracteres que forman parte del objeto de estudio de cualquiera de las especialidades de la gramática científica” (1953: 38); es decir el carácter morfológico, lexicogenésico, sintáctico, fonético, ortográfico, semasiológico y estilístico. Algo similar hizo Santamaría en su Diccionario general de Americanismos (1942), quien afirmó: Entiendo que debe tenerse por americanismo toda entidad elocutiva –voz, frase, giro, expresión– que con raigambre y oriundez en la estructura misma, en la génesis, en la índole de la lengua española, constituya por su fisonomía o por su contexto una modalidad o modificación, una variante semántica, lexicológica o ideológica, una nueva forma de ver la lengua misma; pero una variante o una forma peculiares de la América española, reservadas al uso de esta porción del Nuevo Mundo que ha tenido origen en este Continente o que, aun cuando sin haberlo tenido aquí, nos pertenecen por el derecho de uso común exclusivo, por lo menos casi exclusivo, y porque de tal suerte se han perdido para el solar natío, que solo se conservan en América. (1942: ix-x).

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Lo mismo afirmaba Santamaría, años después, en su Diccionario de mejicanismos: “solo podemos aceptarlo como mejicanismo, si tenemos datos más o menos fidedignos de ser oriundos de Méjico, o más peculiar de Méjico que de otro de los demás países” (1983 [1959]: xii). Esta postura –nos centramos en Rabanales sobre todo–, si bien es abarcadora, panorámica y, desde un punto de vista holístico, utilísima, posee un gran problema, del que se han percatado Bohórquez (1984) y Werner (1994), entre otros: si bien inicia su problema desde una perspectiva lexicográfica, su sistematización y la resolución del problema se queda en lo estrictamente teórico, dejando lo lexicográfico de lado. Asimismo, observó Rona, a quince años de Rabanales publicar su trabajo: “El criterio de origen es muy adecuado para la definición

La somatolalia, de cuño propio de Rabanales es todo conjunto, organizado en sistema, de signos somáticos de valor lingüístico, es decir, el lenguaje somático de valor lingüístico, con sus dos componentes saussureanos: la lengua y el habla. 9

del concepto de regionalismo, pero no lo es menos el de la difusión geográfica, que Rabanales rechaza” (1969: 136). De alguna forma, creemos, lo que hizo Rabanales fue un panorama de las posturas en que se ha tratado el concepto, tomando parte, él mismo, de una de estas, la cual, constatamos, no es la definitiva ni la más difundida. Werner (1994), hacia finales del siglo pasado, concluyó que todo lo que se ha reflexionado crítica y monográficamente respecto al problema del concepto gira en torno a lo expuesto por Rabanales (1953) o a lo tratado por Rona (1969), sobre todo. Respecto a la clásica monografía de Bohórquez, Werner creía, certeramente, que, más que presentarse como una tercera alternativa para definir el concepto, lo que hizo el lingüista colombiano fue presentar, solo, una historiografía del americanismo. Werner, a su vez, propuso un nuevo punto de vista para tratar el problema y para ello inició su ensayo con una suerte de máximas: a) El español americano existe. Es posible y tiene sentido dedicarle diccionarios especiales. b) La selección de la información que ha de presentarse en un diccionario del español americano o un diccionario de americanismos no depende de lo que “es” un americanismo, sino, en primer lugar, de los destinatarios y de la finalidad de la obra lexicográfica. c) Ciertos rasgos “eurocentristas” en diccionarios diferenciales del español americano se pueden justificar, precisamente, porque su función es ayudar a superar el eurocentrismo que caracteriza a los que pretenden ser diccionarios del español de todos los países hispanohablantes. d) Un buen diccionario diferencial no solo es diferencial en cuanto a los elementos léxicos acerca de los cuales ofrece información, sino también en cuanto a la selección y presentación de la información que ofrece acerca de estos elementos léxicos. (Werner 1994: 10) De alguna forma, estas máximas vienen a refutar las tesis de Rabanales y Rona, respectivamente. Asimismo, insiste Werner, –como uno de los miembros fundamentales de la Escuela de Augsburgo– en la necesidad de elaborar diccionarios diferenciales. Es más: su tratamiento del concepto es totalmente lexicográfico. En efecto, Werner, de alguna forma, divorcia el problema entre el concepto americanismo y el trabajo lexicográfico y se centra, en rigor, en seguir en la defensa del quehacer lexicográfico diferencial. Vamos por partes: respecto a la refutación de las anteriores tesis, Werner retoma la ya citada (y clásica) sentencia de Rona –“no es científicamente demostrable la existencia del español americano”– y afirma que esta no es más que la prueba de la falta de datos empíricos en época del lingüista eslovaco. Werner insiste en que, de seguir con la idea de “que no hay realidad lingüística a la que se pueda llamar español americano en un sentido justificado científicamente” (1994: 11), esta

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llevaría a pensar en la inutilidad de redactar, incluso, diccionarios diferenciales. Con este tipo de argumentos, constatamos, en efecto, hacia dónde va la línea argumental del lexicógrafo alemán: en defender y sustentar una línea lexicográfica, sobre todo. Trata, a su vez, Werner, de comprender el contexto que llevó a Rona a llegar a este tipo de conclusiones: Rona, que emite su juicio en pleno auge de la lingüística estructural, se refiere con “español americano” a lo que tendría que ser un sistema lingüístico, que integrara, junto con otros sistemas lingüísticos, un “diasistema hispánico”[…] Según él, no se pueden determinar suficientes características para delimitar este sistema sintópico, no existen haces de isoglosas suficientemente significativos que justifiquen el que se oponga un español americano como sistema sintópico al español peninsular, mal llamado así según Rona […] o a diversos dialectos del español, como el andaluz, el leonés, el aragonés, etc. (Werner 1994: 11) Con esta lógica, insiste Werner, habría que negar cada diatopía, incluso; y, por extensión, negar la posibilidad de redactar un diccionario porque, justamente, este no se condice con esta noción estructuralista. Pero constatamos que esto no es tal, puesto que Rona no tuvo problemas en hablar de regionalismos, mexicanismos, argentinismos, etc., que son conceptos que se basan en criterios extralingüísticos, de hecho. Lo que critica Rona, en rigor, es el concepto de americanismo en general, solo. En este punto, Huisa (2011) afirmaba: El problema fundamental en la teoría de Rona es que se concibe a partir de la preocupación por el método utilizado para estudiar el español de América, no por el español de América, lo que implica dejar de lado la realidad tal y como la conciben los propios hablantes. En buena cuenta, Rona peca de exceso teórico en la elaboración de su propuesta (Huisa 2011:180).

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En rigor, Werner no desarrolla mucho esta primera máxima, solo se queda en la posibilidad de diccionarizar. Será, justamente, su discípulo, Huisa (2011), quien desarrolle el problema e insista en la existencia del español americano, con el hincapié de la importancia de los factores externos para dar cuenta de su existencia, como la conciencia de los hablantes o los límites geográficos: “Los hechos reales demuestran que verdaderamente el español americano existe. Tales hechos no son sino la conciencia de cada hablante” (Huisa 2011: 181). Cita Huisa a Guitarte para fundamentar su tesis: “En verdad, lo que demuestran los hechos es lo contrario de lo que creyó Rona: el español de América debe existir, porque americanos y españoles tienen conciencia de que hablan distinto” (Guitarte citado por Huisa 2011: 181). A lo que apunta Huisa, en rigor, es que más que plantearse la existencia o no del

español de América, lo que queda es describirlo: “La conciencia de los hablantes y el devenir de los hechos históricos demuestran tal existencia” (2011: 181). Sin embargo, lo que afirma Huisa no es nuevo, pues ya venía una línea lingüística, sobre todo dialectológica, afirmando esa aparente unidad lingüística en el continente. Por ejemplo, Rosenblat hablaba de “una cierta tendencia a la unidad hispanoamericana” (1970 [1965]: 45). Desde esta perspectiva y con esta revisión crítica, Werner validó la posibilidad de diccionarizar con el español de América como objeto de tratamiento, desde la óptica que sea, como un concepto lingüístico o extralingüístico (esa “conciencia” de la que habla Huisa, por ejemplo): “La decisión de basar la selección de la información ofrecida por un diccionario en hechos extralingüísticos, en vez de recurrir a una clasificación metalingüística de hechos del lenguaje, se puede justificar invocando la finalidad de un diccionario concreto” (Werner 1994: 12). En rigor, como afirma Werner en sus máximas, un diccionario depende de los destinatarios y de la finalidad de la obra lexicográfica. En esto se basó para refutar, por ejemplo, las propuestas de Rabanales: “Al lexicógrafo, las preguntas no se le plantean en el orden en que las plantea Rabanales” (1994: 17), pues las preguntas, insiste, van dirigidas a qué tipo de destinatario y qué tipo de diccionario se elaborará. Es más, dependiendo del propósito del diccionario, su finalidad y sus destinatarios, llega Werner a afirmar, terminando por refutar a Rabanales, lo siguiente: Es estéril buscar, de manera nominalista, la “esencia” del americanismo e investigar la ontología de lo que debería corresponder a la expresión “propio de los […]”. Mejor es aceptar que los términos español americano, español chileno, etc. y los términos americanismo, chilenismo, etc. se empleen con definiciones divergentes, siempre que no sea simultáneamente y siempre que se explique unívocamente a qué se refieren (Werner 1994: 18). Werner llegó a las mismas conclusiones a las que años antes llegó Bohórquez, quien en su estudio monográfico concluyó que el problema en la forma de definir el americanismo léxico se resuelve, justamente, por sus varias posibilidades de definición: “según el punto de vista que se quiera destacar en las unidades léxicas del español americano” (1984: 141). Es más, Bohórquez presentará las formas más aceptables de definir el concepto, que son las definiciones según el criterio de origen, el de conceptos típicos de Hispanoamérica y el de uso. Los mismos criterios usará Werner: uno enciclopédico, uno de origen de los elementos léxicos y otro basado en el criterio de uso. Para el criterio enciclopédico, un diccionario, según Werner, se debería dedicar a elementos léxicos que se refieren a realidades hispanoamericanas:

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Estos diccionarios podrían ser diferenciales, no en cuanto al uso lingüístico, sino a la ubicación de las respectivas realidades, es decir, podrían concentrarse en el registro de elementos léxicos que se refieren a realidades y conceptos específicos de Hispanoamérica, de una zona geográfica, de un país determinado, etc. (Werner 1994: 19) Para el criterio de origen, un diccionario debería registrar los elementos léxicos nacidos en Hispanoamérica, en una región determinada, etc. Aquí cita, por ejemplo, la noción homogeográfica por la que abogó Rabanales o el criterio tratado por Malaret, por ejemplo, en su Diccionario de americanismos. O el trabajo de obras imprescindibles, como el Diccionario etimológico de Lenz, por solo dar un ejemplo. Sin embargo, Werner insiste en que este tipo de diccionarios elaborados con este criterio son de gran interés científico, pero: “no serían diccionarios apropiados para satisfacer las necesidades de consulta cotidianas, p. ej., del traductor extranjero o del profesor y del alumno de un colegio uruguayo” (1994: 20). Respecto al criterio de uso, se pueden elaborar diccionarios integrales, los cuales, prácticamente, no existen en Hispanoamérica, salvo los ya citados casos de México y Argentina. Lo interesante es que Werner, hacia 1994 y representante de la escuela más emblemática de la lexicografía diferencial en Hispanoamérica, afirmaba:

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Es notable que Werner, más que quedarse en las críticas acertadas y vehementes de Lara respecto a esta suerte de eurocentrismo, afirmó, lúcido, que es la misma lexicografía hispanoamericana, desde sus comienzos, la que tiene rasgos imperialistas, algo que, a la década del noventa del siglo pasado, hacía que el lexicógrafo alemán la calificara como “deplorable”:

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En la ausencia casi total de diccionarios de este tipo se hace patente la deficiencia de la lexicografía hispanoamericana. Todos los diccionarios existentes de americanismos, mejicanismos, chilenismos, cubanismos, etc. son de alguna manera diccionarios complementarios al Diccionario de la Real Academia Española (Werner 1994: 21)

Precisamente la abundancia de diccionarios de americanismos, chilenismos, cubanismos y otros tales –ismos es sintomática y debe llamar la atención sobre la falta de diccionarios del español americano, chileno, cubano, etc. en el sentido de un Webster hispanoamericano (1994: 21) Como sea, Werner se mantuvo firme en la necesidad de elaborar diccionarios diferenciales, sobre todo porque: “Pocas instituciones habrá en Hispanoamérica de hoy que puedan llevar a cabo un proyecto a nivel nacional del tipo del que el equipo del Colegio de México se ha propuesto como tarea con el Diccionario del Español de

México” (Werner 1994: 21). Justamente, el germen de lo que debería ser un diccionario coherente es muchísimo más extendido de lo que se cree. No solo Werner, sino Lapesa reflexionó en torno a esto: aun suponiendo que llegara un día en que dispusiéramos de un diccionario de americanismos ajenos a España tan perfecto que careciese de yerros y omisiones, ese diccionario impoluto y exhaustivo no sería el diccionario del español de América, sino una selección minoritaria amputada de él. El diccionario verdaderamente representativo de la realidad lingüística hispanoamericana tendrá que incluir todos los vocablos, acepciones y locuciones que los hispanohablantes de América emplean igual que los de España (Lapesa 1996: 299) La década pasada, en su discurso de incorporación a la Academia Mexicana de la Lengua, Concepción Company hizo una propuesta de mexicanismo (extensible a la de americanismo, tal como vimos con Rabanales) que, de alguna forma, vino a modificar (y simplificar, creemos) el problema de la voz diferencial. Para la lingüista, los mexicanismos serían: “el conjunto de voces, formas o construcciones que son caracterizadoras del habla urbana, popular o culta, o ambas, […] y cuyo uso muy frecuente y cotidiano distancia la variante americana respecto del español peninsular” (2007: 28-29). Creemos que es un aporte integrar, dentro de las nociones definidoras, el sema ‘caracterizador’, pues, de esta forma, anula el criterio privativo y de origen, sobre todo. Es relevante, además, que insista en el espectro sociolingüístico (cosa que hizo Rabanales en su estudio del español de Chile de 1992) y de frecuencia. Asimismo, al hacer referencia a las “voces, formas o construcciones”, expande Company la noción léxica clásica. Sin embargo, Company sigue oponiendo el español de América frente al español de España, sin tomar en cuenta el problema dialectal que afecta a este último país también. En efecto, no nos queda claro a qué se refiere, en rigor, cuando menciona el “español de España”; si es este el hecho arquitectural todo o si hace mención a una variedad específica. Podemos, empero, deducir que Company consideró el español hablado en la Península como un hecho arquitectural, sobre todo en cómo lo consideró en cada uno de los criterios que utilizó para determinar un americanismo. Estos criterios son las voces diferenciales puras (inexistentes en el español peninsular general), los americanismos de frecuencia, más usados en América que en el español peninsular y los americanismos semánticos, con valores semánticos propios en América. Por lo que creemos que, junto con el rasgo ‘caracterizador’, uno de los rasgos que priman en esta propuesta es el de frecuencia.

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Frente al problema que nos genera la macrodivisión “español hablado en España” y “español hablado en América”, nos interesa la propuesta de Ferreccio al respecto. En efecto, si retrocedemos en el tiempo y nos detenemos en los finales de los setenta, Ferreccio, consciente del problema de las conceptualizaciones y la mala representación del léxico diferencial en los diccionarios, solo se remitió a una macro-división: la del español ejemplar y lo que es español dialectal. A partir de ello, tal como constatamos en el primer apartado, el campo de los hechos lingüísticos se reparte en dos planos: el del estudio de las constancias de uso, es decir, de los estudios dialectológicos por definición y, por otro lado, las vigencias ejemplares (1978: 19). Respecto a la confusión de ambos planos, Ferreccio, con su pluma característica, señalaba: El entrevero de ambos planos, que ha sido el pecado original de la lingüística al uso, ha conducido incluso a esquizofrenias en el comportamiento lingüístico de los propios lingüistas, y a una indefinición crónica de los instrumentos modelares […] La indefinición de los instrumentos modelares conduce a convertirlos en entes amorfos, carentes de un criterio de orden del material que contienen (1978: 19-20). Puede que esta distinción sea extrema, de un binarismo que puede, incluso, incomodar, pero es el ejercicio necesario para constatar, incluso, que más que español de América o americanismos o regionalismos, lo que tenemos, en rigor, es eso: diatopías frente a ese constructo que es el español ejemplar. Ferreccio, tal como nosotros, no cree en la uniformidad del español de América ni en un americanismo léxico lato sensu:

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En realidad, la americanización es un momento eje en la historia de nuestra lengua, que determina un nuevo vuelco en su existir. No es que haya una variedad americana uniforme de español, sino un haz de hechos que son privativos de la condición americana. (1978: 26) En efecto, la historia del español de América es un momento fundamental dentro de la historia de la lengua española; es uno de los más grandes hitos, de hecho, del español como una lengua trasplantada, mas el filólogo chileno insiste en que los trabajos dialectales, antes de cualquier particularidad: “deben recoger las expresiones del área de prospección en su integridad y sin exclusión” (1978: 26). Pues, de otra manera, no se sabrá qué se usa o no en determinada zona. Postula, de ahí, su posición: “y aquello que se muestra ser de uso en Chile es un chilenismo y parejamente, en cada caso, bolivianismo, madrileñismo, bogotanismo, españolismo, etc.” (1978: 26). Bien sabe Ferreccio que un tipo de trabajo así no podrá caber dentro

de una noción privativa o geográfica, sino de constancias de uso de todas las áreas comprometidas en estos juicios, afirma. Mas esto no quita que los hispanohablantes sean usuarios de una serie de formas: desligadas del fondo tradicional hispánico y en conflicto con este por su fisonomía prosódica, que altera profundamente la distribución de los fonemas, esto es, su frecuencia de empleo y las combinaciones que entran, con que el hablar se tiñe de inflexiones insólitas. Además, tales formas proceden de lenguas, digamos, de sustrato, esto es, pertenecientes a pueblos incorporados a las nacionalidades hispánicas y cuyos hablares no se estiman propios de áreas de otras lenguas de cultura, es decir, “extranjeros”; por ello, esas formas son acogidas muy receptivamente e incluso se van incrustando en la norma ejemplar. Por otro lado, el hablar americano se desarrolló desvinculado de las experiencias del existir peninsular, que iban decantando en sus propias hablas, y cultivó, entonces, su propio bagaje de “arcaísmos” y gestó su propio cuadro de “innovaciones”. (1978: 26-27) No podemos dejar de destacar, en esta posición heteróclita, lo que enunció en su momento Miguel de Toro y Gisbert en su clásico, ya, Americanismos: No, el español que ahora se habla por América es casi el mismo que se habla hoy en la Península. Difiere de él en ciertos detalles: voces que al pasar de España a América cambiaron de significado, la necesidad de dar nombre a cosas nuevas ha originado miles de neologismos, pero estos neologismos, aunque sacados de lenguas absolutamente diferentes, han sabido adoptar tan perfectamente la forma de las voces españolas que en muchísimos casos se los tomaría por palabras genuinamente españolas si no tuviera ahí la filología para desengañarnos. Muchas palabras han sido olvidadas al pasar el Atlántico, y se han visto sustituidas por neologismos menos necesarios, otras, olvidadas ya en la península o arrinconadas en tal o cual provincia, viven llenas de lozanía en América. (Toro y Gisbert 1912: 33-34) Por esta misma complejidad es por lo que Bohórquez (1984) propuso, por lo demás, en el ejercicio lexicográfico, no mezclar los criterios de selección, en este caso, los que él menciona como los principales, que son los de origen, el enciclopédico y el de uso. Agrega, además, otros criterios adicionales, como la frecuencia de uso, la extensión geográfica y el número de hablantes que usan cierto vocablo, algo a lo que se acogió Company (2007) para su propuesta de definición del concepto. De esta forma, el español hablado en América es mucho más complejo que lo que pueda hacerse a partir de un cotejo binario con el DRAE o con un corpus lexicográfico hispanoamericano. Esto lo constataremos, justamente, en el apartado destinado a los americanismos (en § 2.2. de la tercera parte), pues un grupo no menor de voces consideradas “americanismos” pueden ser, además, voces usuales en ciertas zonas

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peninsulares donde no se habla un español ejemplar. En efecto: este es el otro punto en cuestionamiento, pues muchas veces se funde el español ejemplar con el español hablado en España, siendo que muchas zonas españolas también sufren una suerte de marginación o silenciamiento en el diccionario oficial de la lengua. O, como señala acertadamente Company, la distinción habría que hacerla entre la frecuencia de uso, entre una zona y otra, incluyendo, en este caso, a zonas peninsulares (cfr. Company 2007: 32). Es, pues, el español americano, continua Ferreccio: “un terreno henchido de materiales para indagaciones dialectológicas de los más variados órdenes y llenas de significado” (1978: 27). Y, además, tal como afirma Ramírez Luengo (2012: 398), no hay que olvidar que el americanismo es un concepto eminentemente dinámico y flexible “que se caracteriza por irse modificando con el paso del tiempo y, por tanto, por no englobar en todos los momentos históricos el mismo inventario de unidades léxicas” (2012: 398). Este es el escollo, nos dice Ramírez Luengo y, como hemos apreciado, la razón principal de las diversas propuestas y tratamientos que ha tenido el concepto. Por esta razón es por la que no es posible utilizar un solo corte sincrónico para dar cuenta de la función de la voz o del fenómeno lingüístico en cuestión. Su análisis diacrónico y el concurso de todas las fuentes que tengamos para su estudio y examen serán necesarios para delimitar las voces en rigor, tal como veremos más adelante. Asimismo, tal como percibió felizmente Ramírez Luengo (2014: 4), muchas veces, desde un punto de vista diacrónico, el hecho de que a una voz pueda adjudicársele la etiqueta de americanismo (o el –ismo correspondiente a alguna zona diferencial hispanoamericana), tendrá que ver, las más veces, con dinámicas de restricción y/o extensión de uso en variedades del español europeo o de americanización y desamericanización (cfr. Ramírez Luengo 2017). Es más, Ramírez Luengo (2015) propone una taxonomía, fuera de clasificar las voces con un exhaustivo cotejo, para poder llegar a un marco explicativo que no hace más que dar cuenta de cada una de las particularidades de los americanismos léxicos desde una perspectiva diacrónica. Similar propuesta a lo que haremos nosotros en la tercera parte de nuestro estudio, propuesta a la que llegamos a partir, justamente, de estudiar un grupo de voces desde una perspectiva de lexicología histórica. La finalidad, claro está, será tener una claridad respecto al léxico característico hablado en Hispanoamérica.

3. El papel de la lexicografía: de la lexicología a la pragmática

La información que se encuentra en un diccionario suele sobrepasar el espacio de consulta a este o, yendo más allá, las lecturas metalexicográficas que puedan hacerse. La función del diccionario mismo, las razones de su elaboración y la relevancia de su uso solo se pueden comprender de manera idónea desde un punto de vista pragmático, insistía Lara (1997), en su teoría del diccionario monolingüe y seguimos insistiendo nosotros, sea por las lecturas del mexicano, primero, sea por las aplicaciones que le hemos dado al diccionario después, como veremos más adelante. Podemos jugar, incluso, con una reducción al absurdo con una proposición que, ya de partida, la valoraremos como falsa, mas en el proceso de inferencias podremos dar cuenta, justamente, de lo que nos interesa: muchas veces, el valor de un diccionario va más allá que el de entregarnos información lingüística de una voz, al momento de consultarlo. En efecto, dentro de esta dinámica, la tesis de acción comunicativa de Habermas (2010 [1981]: 106) –donde se entiende la comunicación como aquel proceso que tiene por finalidad el entendimiento lingüístico motivado por un acuerdo racional entre los miembros de una comunidad– se puede aplicar al diccionario monolingüe. De hecho, la función de este tipo lexicográfico es la de una codificación socialmente aceptada para la intercomunicación entre los hablantes de una comunidad lingüística. Un diccionario ideal –desde el momento en que estamos aplicando la lógica habermasiana que opera, justamente, para un proceso comunicativo exitoso– sería un producto lingüístico, en términos de Bühler. Sin embargo ¿qué entiende Bühler como producto lingüístico? Un producto lingüístico, para el alemán: “requiere poder considerarse y ser considerado desligado de su puesto en la vida individual y en las vivencias de su productor. El producto como obra del hombre requiere siempre estar separado de su crecimiento e independizado” (Bühler 1967 [1934]: 102-103). Por lo tanto, cabe hacer la salvedad de que este producto lingüístico requiere una dinámica de desvinculación entre productor y producto. Sin embargo, esta idea de independencia entre el emisor y su producción –requisito fundamental para, en este caso, un diccionario ideal– es nula, muchas veces, en la lexicografía. La voz del sujeto de la enunciación se hace patente, de manera directa, por medio de la primera persona

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o por medio de la manipulación absoluta de la información vertida en el artículo lexicográfico. Para ejemplificar esto, tomemos dos casos de artículos lexicográficos de diccionarios relevantes: el Tesoro de Covarrubias, primer diccionario monolingüe de nuestra lengua y el Diccionario de chilenismos de Zorobabel Rodríguez, el cual es considerado el primer diccionario monolingüe propiamente tal publicado en Chile (puesto que el trabajo que hizo Gormaz no era más que un listado de equivalencias). En el Tesoro de Covarrubias, se hace patente, vemos, la vehemencia contrarreformista en voz de un sacerdote: “Mahoma. Que nunca hubiera nacido en el mundo […] Dios, cuando fuere servido y conviniera, le derrocará” (2006 [1611]: s.v. Mahoma). En el diccionario de Zorobabel Rodríguez (1875) se puede apreciar –estéticamente, sin duda alguna– el goce gastronómico del autor en un artículo lexicográfico del campo semántico de la gastronomía: “calduda o caldúa: Empanada ordinaria […] El conjunto, sin embargo, (y quien esto escribe puede dar fe porque más de una mañana de invierno ha caído en la tentación) es de chuparse los dedos propiamente, y no en sentido figurado” (1875: s.v. calduda o caldúa). Como se puede ver, la idea de un diccionario ideal, en palabras de Lara, es absolutamente inviable dentro de la lexicografía de autor: ya no se trata de un interlocutor, de un emisor particular de actos verbales, de un miembro de la sociedad conocido por ella y, sobre todo, identificado por su interlocutor, quien ofrece la respuesta; se trata de un producto lingüístico desligado de su autor, que se presenta como vocero de la sociedad misma, como la manifestación lingüística de la memoria social del léxico (Lara, 1997: 104).

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De alguna forma, un diccionario –aun con la marcada presencia del sujeto de la enunciación a través de su discurso– se presenta como un claro ejemplo de un acto comunicativo otro y la realización de un producto lingüístico otro, ya no dentro de la idealidad bühleriana y habermasiana. Es así como un diccionario responde a un contexto histórico particular, en donde el papel de ser el portavoz de una sociedad, en términos de Lara, se realiza por medio de otras dinámicas, de otros requerimientos. En este caso, sobre todo con el diccionario que queremos monografiar y los diccionarios que estudiamos, se precisa de alguien con nombre y apellido: un político, un abogado, un intelectual, un sacerdote, quien se toma por tarea presentar la memoria social de un léxico y, a su vez, regularla, normar e imponerla. Tal es el caso de los conocimientos médicos de una época determinada, así como sus preceptos, como en el artículo berenjena que presenta Covarrubias en su Tesoro:

Berenjena. […] Los latinos llamaron a las berenjenas mala insana, por ventura porque alteran al hombre, provocándole a la lujuria; y a esta causa las llamaron por otro nombre amoris poma, y no por su parecer y hermosura, como algunos pensaron, pues no la tienen. Y en cuanto al gusto son insípidas y de mala sustancia, porque engendran melancolía, entristecen el ánimo, dan dolor de cabeza, y al que usa mucho de comerlas, con los demás daños le sale al rostro su mala calidad, poniéndole su color lívida y verde escura” (2006 [1611]: s.v. berenjena). O Esteban Pichardo, el autor del primer diccionario de cubanismos, quien refleja la realidad de la esclavitud en Cuba (vigente hasta 1886) con los refrenos y distancias culturales ofensivas: Cabildo […] Reunión de Negros y Negras Bozales en casas destinadas al efecto los días festivos, en que tocan sus atabales o tambores y demás instrumentos nacionales, cantan y bailan en confusión y desorden con un ruido infernal y eterno, sin intermisión” (1985 [1875]: s.v. cabildo). El diccionario, por su condición de producto lingüístico –sea el ideal de diccionario, como lo entiende Lara (1997), sea este parte y resultado de las necesidades contextuales, como lo estamos entendiendo con la mayoría de los diccionarios de nuestro corpus– refleja el mundo de la vida, “reconocido y considerado como uno y el mismo mundo por una comunidad de sujetos capaces de lenguaje y acción” y viene delimitado por “la totalidad de las interpretaciones que son presupuestas por los participantes como un saber de fondo” (Habermas 2010 [1981]: 37). Este mundo de la vida puede, con el tiempo, modificarse, enmendarse o desaparecer. También da cuenta de ciertas ideas que pueda tener una comunidad lingüística (o el autor del mismo diccionario) del todo erradas. Tal es el caso de estos dos artículos lexicográficos relacionados con el campo semántico de la comida italiana. En el Tesoro de Covarrubias se reflejan imprecisamente los nuevos referentes que van llegando a la Península Ibérica, producto del contexto histórico: “Macarrones. Cierta manera de fideos, aunque más gruesos, que se hacen de queso, harina y huevos y otras mezclas, y se guisan con la grasa de la olla. Es comida, acerca de los extranjeros, de gusto y regalo. Pudo ser que la invención dellos se trajese de la dicha isla [Macaros, Creta]” (2006 [1611]: s.v. macarrones). O en el Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas de Román (1901-1918), donde se presenta un nuevo referente con una hipótesis de étimo absolutamente descabellada, algo que refleja la inexistente relación que se establece entre los referentes y la cultura de donde provienen, producto, claro está, de un mundo de la vida insuficiente para dar cuenta de estos aspectos: “Ñoqui, m. Comida compuesta de harina tostada y papa molida […] Puede venir del arauca-

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no gioñn, llenar apretando, que, con la partícula de actualidad que, daría *gioñquen, estar lleno, apretado, por alusión a los componentes de este manjar” (1913-1916: s.v. ñoqui). Un hablante recurre al diccionario para aclarar dudas, llenar lagunas, precisar sentidos y significaciones. Al momento de consultarse, lo que hace el usuario es preguntar algo que el diccionario responde. Esta tesis es la que desarrolla Lara (1997), la cual es el fundamento pragmático de la existencia del diccionario monolingüe: “el diccionario deja de ser un arbitrio histórico, creado por la práctica comercial para difundir información o por los intereses de un Estado para legitimarse, y por el contrario encuentra sus fundamentos en la necesidad de entendimiento de la sociedad” (Lara 1997: 103). Esto se sintetiza en el acto de preguntar por el significado o sentido de una palabra y su consiguiente respuesta, que es la que el usuario encuentra en los artículos lexicográficos. Esta dinámica se acerca al concepto de acción verbal de Bühler (1967 [1934]): Toda palabra […] puede considerarse sub especie de una acción humana. Pues todo hablar concreto está en asociación vital con el resto de la conducta con sentido de un hombre; está entre acciones y él mismo es una acción. En una situación dada vemos que un hombre, una vez ase con las manos y maneja lo tangible, las cosas corpóreas, actúa con ellas. Otra vez vemos que abre la boca y habla. En ambos casos el acontecimiento que podemos observar aparece dirigido hacia un fin que debe alcanzarse. […] Pero este es el lugar en que hay que considerar el hablar mismo como una acción (1967 [1934]: 100-101).

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Justamente, en el acto de preguntar por el significado de una palabra, se presenta una actividad con un fin específico, un propósito, “una respuesta cierta y comprensible”, señala Lara (1997: 97). Sin embargo, el tipo de acción que se genera dentro del acto de respuesta en un diccionario va mucho más allá de una simple acción verbal de contestación. En efecto, además de las acciones verbales, Bühler reconoce los actos verbales, los cuales son verdaderas instituciones sociales, en palabras de Searle. Estas instituciones sociales presuponen la existencia de ciertas realizaciones humanas que tienen, por propiedades, un carácter relativamente fijo, claramente reconocido y aceptado por los miembros de una sociedad. Por ejemplo, los enunciados de la ética, la estética, de un matrimonio, un juicio, una acción legislativa o el léxico de un partido de fútbol, entre otros. (cfr. Searle 1980 [1969]: 60). En efecto, el usuario cree en los actos verbales como cree en la información que el diccionario posee (la idea, por ejemplo, de que una palabra si no aparece en un diccionario “no existe”). El artículo lexicográfico como un acto de respuesta sería, por lo tanto, un acto ilocu-

cionario, en palabras de Austin, al “llevar a cabo un acto al decir algo” (1982 [1962]: 144). Es más, se puede comprobar la presencia, directa o indirecta, de ciertos verbos ilocutivos en las respuestas que se encuentran en un diccionario de autor. Verbos como ordenar o advertir, para Austin “tienen una cierta fuerza convencional” (1982 [1962]: 153). O verbos como comentar, criticar, censurar, aprobar y objetar, que son los que complementa Searle para el mismo caso (cfr. 1980 [1969]: 32). El acto ilocucionario, para que sea tal, debe lograr cierto efecto en el receptor: “En general el efecto equivale a provocar la comprensión del significado y de la fuerza de la locución” (Austin 1982 [1962]: 162), justamente, lo que se busca en el acto de respuesta en un diccionario. Esta premisa es usual dentro de la lexicografía que hemos estudiado, tanto la presencia constante de un léxico de censura y de objeción de una voz como, por el contrario, la ausencia de este tipo de léxico y la mera inclusión de la voz en un repertorio. En rigor, la existencia de diccionarios que prohíben ciertos usos (por lo general, de voces que dan cuenta de un tipo de ejemplaridad que no es la de la RAE) y diccionarios que se limitan a dar cuenta de estos usos, sin prohibirlos. Este vaivén entre diccionarios contemporáneos es lo que queremos presentar en esta investigación, centrándonos, sobre todo, en la postura de Román frente a ciertas voces: ¿Limita, prohíbe, proscribe y norma Román más o menos entre sus contemporáneos? ¿Tiene, realmente, relevancia su postura? Veamos algunos ejemplos donde se censuran usos, como en el caso del Diccionario de peruanismos de Juan de Arona, donde se critica, se censura, se advierte y se objeta: Pararse. […] corre con igual favor desde México hasta Chile, sin excluir las Antillas, con el absurdo sentido de “ponerse de pie”, “levantarse”, “alzar”, etc. ¿Podrá equivocarse un continente todo? ¿No habrá alguna razón filosófica que autorice a que por lo menos atenúe tan grosero provincialismo? […] Pero es tanta la aceptación de parado por en pie, que ¡oh vergüenza! Hasta en las obras literarias de prosa y verso se suele encontrar […] Sin duda el señor Cuervo recela como nosotros, que un provincialismo tan garrafal pueda tener o traer sus raíces de España (1882). O el Diccionario rioplatense razonado de Daniel Granada, donde se censuran y critican usos: “agarrar […] Asir o tomar, aunque sea con las yemas de los dedos un finísimo pañuelo […] Lo mismo en toda América, según tenemos entendido. Demás está decir que no abogamos por esta impropiedad” (1889). De esta forma, el acto ilocucionario implica la regulación idiomática de una determinada comunidad lingüística. La finalidad de un diccionario entendido como un acto verbal es contribuir al conocimiento de una sociedad, “a la ampliación del conocimiento individual de

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cada persona”, señala Lara (1997: 104). De ahí la importancia del acto verbal de respuesta y la necesidad de que este sea absolutamente pertinente entre la comunidad lingüística para la que está pensado el diccionario. De este modo, la finalidad de estudiar la lexicografía hispanoamericana es verificar hasta qué punto la información presente en una codificación –como lo es el diccionario– es coherente con las necesidades de una comunidad hablante de una época determinada. De esta forma, cabe preguntarse si es pertinente el artículo lexicográfico Mahoma de Covarrubias. O el artículo lexicográfico gitanos del Diccionario etimológico de Francisco del Rosal: “Gitanos. […] De todas las Repúblicas del mundo tenemos noticia que han experimentado esta gente vagabunda sin casa ni asiento cierto, ni vecindad, con lenguaje extraño a manera de girigonza” (1992 [1601]: s.v. gitanos). O la información que entrega Román atacando duramente a Lenz, en el artículo lexicográfico mapuche: Mapuche. […]Flaco servicio nos ha hecho el profesor alemán con esta corrección [la de empezar a usar mapuche en vez de araucano], que no solo no tiene nada de científico, sino que es más bien contra toda la ciencia. ¿Cuál es el fundamento científico de este nombre? El significar “gente de la tierra” y el ser la denominación que se dan a sí mismos los actuales araucanos. Reconocemos ambas cosas; pero, de ahí a la conclusión que se saca, va una enorme distancia. […] ¿Por qué pues viene ahora un extranjero, que solo desde ayer conoce a nuestros araucanos, a decirnos que todos andamos errados al llamarlos así, pues su nombre verdadero y el único conforme con las enseñanzas de las ciencias es el de mapuches? (Román 1913: s.v. mapuche)

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Sin embargo, el análisis pragmático no se queda ahí, sobre todo en el caso de un diccionario de autor, ya que muchas veces lo que se busca en ciertos actos de habla es producir algún resultado o efecto en las acciones del receptor, en sus realizaciones lingüísticas o en su idea de la lengua, entre otras. “Y es posible que al decir algo lo hagamos con el propósito, intención o designio de producir tales efectos”, señala Austin (1982 [1962]: 145) en relación con los actos de habla de este tipo. Estos son conocidos como los actos perlocucionarios, los cuales son usuales en la prescripción de la lexicografía precientífica. Son los propósitos, según Van Dijk, es decir, el “estado o suceso que queremos o deseamos causar con o a través de nuestra acción” (1978: 85). Al convencer, persuadir o disuadir sobre un uso lingüístico determinado y que esto se logre, lo que se realiza es un acto perlocutivo dentro de los espacios diccionarísticos. Tal es el caso de Covarrubias cuando informa que marras es un: “Vocablo de aldea” (2006 [1611]: s.v. marras), es decir, un uso rural desaconsejable para quien desee manejar una norma más bien metropolitana. O Román, cuando lematiza el chilenismo pana (hígado de animal) e informa: “en cuanto a las personas, solo el pueblo suele decir pana, y la gente educada, por gracia o donaire” (Román 1913-1916). De alguna

forma, da cuenta de un uso censurable (el mapuchismo pana) usado por cierto estrato social o dentro de los espacios festivos. Por otro lado, el acto perlocutivo se relaciona directamente con el principio de rectitud habermasiano, el cual opera en un contexto ideal donde las normas deberían ser aceptadas por todos. Si se aplica este principio, la información que se presenta en un artículo lexicográfico es creíble y lo que se imponga en un diccionario de autor es acatado por una comunidad lingüística. Dentro de esta tradición lexicográfica abundan ejemplos donde opera el principio de rectitud, sobre todo en diccionarios normativos publicados en Latinoamérica, más que nada por la presión estandarizadora en cada una de las nacientes repúblicas y por el temor injustificado de la fragmentación lingüística del español en el nuevo continente. De esta forma, se supone que el usuario cree en estos actos de respuesta y la finalidad misma de estos es modificar el comportamiento lingüístico de los hablantes de determinada comunidad, aunque estos puedan estar empañados por tintes racistas, como lo que sucede con el artículo lexicográfico cholo, en el primer diccionario de peruanismos: Cholo. Una de las muchas castas que infestan el Perú; es el resultado del cruzamiento entre el blanco y el indio. El cholo es tan peculiar a la costa, como el indio a la Sierra; y aunque uno y otro se suelen encontrar en una y otra, no están allí más que de paso, suspirando por alzar el vuelo; el indio por volverse a sus punas y a su llama, y el cholo por bajar a la costa, a ser diputado, magistrado o presidente de la República; porque sin duda por exageración democrática, los primeros puestos de nuestro escenario político han estado ocupados con frecuencia por cholazos de tomo y lomo. Es pues un grandísimo error creer que con decir cholo está designando el pueblo peruano, como lo están en Mexico y Chile cuando se dice lépero y el roto. El cholo aquí no es más que un individuo del pueblo, o de la sociedad, o de la política (Arona 1882) O, por más que se intente refrenar algún extranjerismo, con artículos lexicográficos normativos e ilustradores, la voz se mantenga hasta el día de hoy: Chalet, m. nadie es profeta en su patria… El chalet es en su patria la vivienda rústica que fabrican para su uso los pobres del campo, y entre nosotros es la elegante casa, de cierta forma especial, que para su recreo construyen los ricos fuera de la ciudad. La voz es suiza, del patués de los Grisones, y significa casa de vacas, quesería. (Román 1908-1911) De todas formas, dentro de los espacios de la recepción, en una investigación lexicográfica se tendría que comprobar hasta qué punto estos diccionarios fueron leídos, consultados y los actos de habla modificados. Este tipo de trabajo aún está por hacerse y sería absolutamente revelador para poder determinar si el propósito

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normativo tuvo éxito. Por ejemplo, dentro del corpus estudiado y tratado, tenemos el caso de Daniel Granada, autor del Vocabulario rioplatense razonado (1889), quien, frente al éxito de ventas de su diccionario en Montevideo y Buenos Aires: “preparó febrilmente en el término de unos meses una segunda edición de su Vocabulario que vio la luz exactamente al año siguiente: el 28 de enero de 1890, según deja constancia el editor en el colofón correspondiente” (Coll 2012: 5). Sin embargo, no tenemos estudios respecto a qué tipo de repercusión podría haber tenido la recepción directa de este éxito de superventas. Tenemos, por ejemplo, el caso de lo que sucedió con las “Advertencias sobre el uso de la lengua castellana, dirigidas a los padres de familia, profesores de los colegios y maestros de escuelas” que Andrés Bello publicó en Chile entre los años 1833 y 1834. En estos opúsculos, el sabio venezolano trató de normar acerca de rasgos en el habla chilena que él consideró vulgares. Estas observaciones tuvieron resultados positivos dentro del proceso estandarizador en Chile (cfr. Aliaga et al., 2006: 54-56) y de alguna forma, sientan las bases de cómo una serie de codificaciones pueden influir en la norma lingüística de una determinada comunidad. Estos actos de habla perlocutivos, a su vez, deben analizarse críticamente, más que nada, para evaluar cuál es el reflejo del mundo que proyectan y si este es idóneo, suficiente y pertinente. Para ello será fundamental la propuesta que desarrolló Habermas en su análisis crítico de la teoría de la acción comunicativa. En esta propuesta juega un rol fundamental el concepto de racionalidad. Por racionalidad entiende Habermas una manifestación lingüística o una elocución vinculada a pretensiones de verdad o de éxito, la cual debe atenerse a las normas vigentes y, sobre todo, manifiesta verazmente un deseo, un sentimiento, un estado de ánimo y convence con su autenticidad (Habermas 2010 [1981]: 39). Según está lógica, además, la racionalidad en el acto verbal de respuesta, es decir, en el artículo lexicográfico (puesto que es una manifestación lingüística), debe ser susceptible de crítica o de fundamentación. Esta crítica o fundamentación se cumple “si y solo si encarna un saber falible guardando así una relación con el mundo objetivo, esto es, con los hechos, y resultando accesible a un enjuiciamiento objetivo” (Habermas, 2010 [1981]: 32). Por lo tanto, el examen de la racionalidad en un acto de respuesta será la clave para el análisis metalexicográfico que deseamos hacer. En este punto coincidimos con Lara, quien señala que este examen depende, también, de condiciones externas, como factores históricos y sociales: “el conjunto de razones con que el emisor sostiene la pertinencia y el valor de su acto ante el interlocutor y, en consecuencia, dependen de las condiciones sociales e históricas, o del contexto cultural en que se sitúen emisor y

receptor” (1997: 109). Esto es esperable en un producto estandarizador como es el diccionario, el cual se rige, justamente, por estas directrices. Por lo tanto, desde la perspectiva de la lexicografía actual o científica, en algunos de los diccionarios hispanoamericanos tratados y, en especial, en nuestro diccionario estudiado, el de Román, no se cumplirían, las más veces, algunas de las pretensiones de validez que propone Habermas, entendidas como las “afirmaciones fundadas y las acciones eficientes” (2010 [1981]: 39), pretensiones que debe considerar cualquier hablante antes de emitir palabra y que deben tener, en rigor, una carga de racionalidad (2010 [1981]: 48). Es así como hay una serie de imprecisiones, subjetividades e imposiciones en la información encontrada en los artículos lexicográficos de nuestro corpus. Estas son el reflejo de la ideología del autor y de una serie de actos de habla que no son más que prescripciones, muchas de ellas sin fundamento desde la lógica lingüística descriptiva con que operamos hoy. Ejemplos –como ya hemos mostrado– hay muchísimos, pero podemos seguir dando cuenta de algunos de ellos para fijar la idea de que más que lexicografía deficiente, se está ante los productos de una época, ante las respuestas de un tiempo determinado, como la contrarreforma con Covarrubias: “Cíngaro […] Esta gente perdida y perniciosa se extendió por las partes de Europa desde el año de mil y cuatrocientos y diecisiete” (2006 [1611]). O su absoluto rechazo de doctrinas filosóficas que no condigan con la escolástica: Cínico […] Eran sucios, porque de ninguna cosa se recataban, teniendo por lícito todo lo que era natural y que se podía ejecutar públicamente, como era el proveerse y el ayuntarse con las mujeres y cosas de ese tono, ultra de que todos decían mal, echando sus faltas a la calle. ¡Plega Dios que no haya agora otros Menipos y Diógenes caninos! (2006 [1611]). O el racismo declarado de Arona: “Grajo. Hedor chotuno más o menos fuerte e insoportable que despiden los negros y que no es más que la sobaquina de los españoles. Grajiento: el que padece de este achaque, aún sin ser negro” (Arona 1882). Arona, muchas veces, se torna agresivo, como en el artículo rabona, quizás uno de los más implacables dentro de la historia de la lexicografía de autor latinoamericana: Rabona. Especie de cantinera peruana, suministrada exclusivamente por la raza indígena de la Sierra, y que podría compararse a la Hija del regimiento, como un ogro a una gacela. La rabona es una india de raza pura, pequeña, maciza, cuadrangular, hideuse, que va siguiendo abnegadamente al soldado peruano por los desfiladeros de la Sierra, por los arenales de la costa, por entre los fuegos de la batalla, y llevando a cuestas a sus espaldas en un enorme rebozo de bayeta […] anudado sobre el pecho, los útiles de cocina, el fruto de sus entrañas, la fajina para prender el fuego, ¡un hogar entero! Abrumada

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por tan enorme peso, marcha más encorvada que Atlas, jadeante, aumentando con la fatiga lo idiota de su fisonomía, pero llena de resignación y valor. La rabona, lo mismo que el soldado de la Sierra, es bilingüe; y alternativamente habla castellano y quichua; y como cada soldado suele llevar la suya, detrás de cada cuerpo de ejército marcha otro de rabonas. Las razas de la costa o litoral no han producido nunca este tipo, que sería sublime y digno de la idealización, si su fealdad y asquerosidad esquimales, no lo pusieran enteramente fuera de toda especulación estética (Arona 1882)

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En síntesis, las pretensiones de validez habermasianas no suelen cumplirse en estos diccionarios. Por lo tanto, no estamos ante un acto comunicativo idealmente racional; sin embargo, estos textos son un testimonio valiosísimo para justificar cómo operan las ideologías y cómo se fragua la historia misma a partir de un producto particular del proceso de estandarización. A partir de un acto perlocucionario, se da cuenta de una visión del mundo –crítica, deficiente, injustificada, claro está– pero que es la visión del mundo de determinada comunidad lingüística en un momento histórico particular, una visión que, para un acto de habla exitoso, no logra pasar el examen de racionalidad. Sin embargo, no estaríamos dando un balance objetivo si solo nos quedamos con las pretensiones de validez, ya que, como hemos demostrado, un diccionario es producto de su tiempo y de las inquietudes, en el caso de la lexicografía precientífica, de sus autores. Por lo tanto, no está de más aplicar las tres condiciones de validez que propone Habermas en su evaluación crítica del éxito de un proceso de comunicación lingüística. Estas condiciones se aplican directamente al examen de un artículo lexicográfico; en el éxito de la persuasión entre quien pregunta y quien responde y, en síntesis, en el fundamento del diccionario como un objeto pragmático. En primer lugar, se deben cumplir las condiciones esenciales, que corresponden a las intenciones de veracidad del hablante, con las cuales el usuario cree que lo que está consultando en el diccionario es el significado de un uso que está socialmente establecido. A partir de esta condición –afirma Lara– el diccionario se convierte “en el verdadero depósito del léxico de la lengua” (1997: 107). Aunque se puede constatar –en la lectura y cotejo de la mayor parte de los diccionarios que forman nuestro corpus– que la veracidad en los actos de respuesta se rompe muchas veces, no era tal la intención del sujeto que enuncia estas respuestas: Covarrubias, Del Rosal, Pichardo, Rodríguez, Arona, Granada y Román creen y defienden lo que creen, hasta tal punto que pretenden extender sus puntos de vista. Por esta razón, volvemos a insistir en el peso del contexto y las implicancias históricas e ideológicas que determinan la elaboración, uso y vigencia de un diccionario.

En segundo lugar, Habermas habla del cumplimiento de las presuposiciones de existencia, es decir, que la palabra esté socialmente establecida, en otras palabras, que no sea un hápax, un idiolecto o una forma no extendida. Además, su significación debe corresponderse con el conocimiento que de esta tenga la sociedad. Respecto a lo que sucede con los diccionarios que tenemos como corpus, es válido precisar que esta palabra debe referir a un estado u objeto “y que sea un objeto o una entidad verificada de acuerdo con el estado actual del conocimiento social de ese mundo” (Lara 1997: 108), algo que se puede comprobar fácilmente dentro del examen de vigencia y mortandad léxica de un diccionario y si la voz lematizada en cuestión es el reflejo del uso de una comunidad lingüística o es el capricho del autor. En tercer y último lugar de este examen habermasiano, se deben cumplir las condiciones normativas, las cuales se establecen a partir del contexto prescriptivo que rige determinada fase de codificación (por ejemplo, la norma alfonsí, la norma académica, la norma chilena, etc.). En esta instancia es cuando se aplican los términos de correcto e incorrecto. Calificaciones como vicio, barbarismo, solecismo, hasta cireneo: “Mediante á. ¿Qué Cireneo es ese? Suprímase la preposición si se quiere hablar en español” (Ortúzar 1893), serán usuales dentro del periodo que estamos analizando. Por lo tanto, la normatividad es la que opera aquí y, en definitiva, es la condición fundamental en la que se basa la elaboración de un diccionario hasta entrado el siglo XX. Sin lugar a dudas, los diccionarios de nuestros corpus se instalan, dentro de la dinámica de la teoría de la acción comunicativa –teoría absolutamente idealista, valga reiterar–, como un producto lingüístico otro, el cual responde a un contexto histórico particular, y de ahí su valor. Huisa (2014c) hace una interesante diferenciación al respecto: la de producto frente a manifestación, distinción que se basa en que la naturaleza significativa de estos diccionarios no reside ni en la metodología utilizada en su elaboración ni en la manera en que nosotros lo interpretamos un siglo después, sino en su papel social dentro de una determinada coyuntura, por lo que, como sucede con la literatura y con la prensa, pueden y deben ser estudiados como documentos de una época. (Huisa 2014c: 106) En efecto, el diccionario se instala como un reflejo del mundo de la vida de determinada comunidad lingüística y la información vertida en él es la prueba de ello. Imprecisiones, subjetividades, intolerancias o definiciones parciales son abundantes en la mayoría de los diccionarios tratados. El problema puede darse cuando la finalidad de un diccionario es la de hacer creer al lector que la información contenida en él es verdad. Es más, la complejidad se da cuando la información entregada en un artículo lexicográfico se instala como un acto perlocucionario, es decir, como un

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acto que busca generar una modificación en el comportamiento del hablante. ¿Hasta qué punto la pertinencia que se busca con este tipo de acto es efectiva en nuestro corpus? ¿Es, realmente, un tratamiento pertinente, coherente? En resumidas cuentas, el principio de rectitud que propone Habermas en su teoría fracasa al aplicarlo en gran parte de nuestro corpus. Sin embargo, tampoco cabe hablar de la inutilidad de este tipo de producciones lexicográficas, ya que la invalidez habermasiana solo refleja un producto lingüístico otro que está vinculado directamente con las condiciones externas de su producción. Es así como las codificaciones responden a una mecánica estandarizadora, la cual responde a un momento histórico que es el que hay que ligar, forzosamente, al análisis de un diccionario de estas características. De esta forma, se puede comprobar que las condiciones de validez mínimas sí pueden aplicarse al examen de nuestros diccionarios y que estas vienen a fundamentar la riqueza de las obras de este tipo. Las intenciones de validez, las presuposiciones de existencia y las condiciones normativas características de estos diccionarios y cómo estas se instalan, se imponen y promueven normas y actitudes lingüísticas. Estos serían, entonces, los aportes de este tipo de codificaciones y la fuente de una nueva forma de leer la lexicografía de los diccionarios que investigaremos.

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4. El papel político del diccionario

En el desarrollo, consolidación y perpetuación del Estado moderno, la lengua y la plasmación de las ideas y conceptos por medio de la escritura tienen una función fundamental, basal, creemos. Pensamos, sobre todo, en la relevancia que tienen la lengua y la escritura en el funcionamiento de las instituciones, sobre todo en el nivel burocrático. Para estas aseveraciones, quizá generalizadoras, pensamos en el concepto Estado desde una perspectiva weberiana, es decir, como la organización social que se genera después de la fragmentación del Imperio Romano. En este contexto se consolidaron los feudos más poderosos, los cuales derivarán, posteriormente, en monarquías, monarquías que, a su vez, se conformarán en verdaderos Estados con la ayuda, a posteriori, sobre todo, de la burguesía (Weber 2007: 185). También entendemos Estado como lo definió Benedict Anderson (1993 [1983]: 23), es decir, desde una perspectiva antropológica, como una comunidad políticamente imaginada, inherentemente limitada y soberana, por lo que ella misma –la comunidad–, por medio de sus líderes, se piensa, se inventa, se instala. La comunidad imaginada está compuesta, además, por un conjunto de individuos que, sin haberse visto jamás, se imaginan iguales gracias a una lengua en común y a un tipo de Estado en particular10. La conformación del Estado moderno, pensando, sobre todo desde el siglo XIX en Hispanoamérica, requiere de una condición ciudadana: “patriotas capaces de admitir y aceptar la identidad social que transmiten los grupos dirigentes a través de su acción nacionalista” (Pinto 2003: 90). De esta forma el Estado crea una nación política “que permita a los grupos dirigentes transformar a la población en un cuerpo social sobre el cual ejercer dominación” (Pinto 2003: 90). Anthony Giddens planteaba que un Estado necesita organizar su información para lograr su estabilización y esta organización se concreta en el decreto de una lengua oficial,

Critican Del Valle y Gabriel-Stheeman esta concepción, por ser “una visión radicalmente constructivista de la nación e ingenuamente instrumental de la lengua” (del Valle y Gabriel-Stheeman 2004: 16) pero, aún con este tipo de deficiencias, ha sido un concepto efectivo y utilísimo, sobre todo como una suerte de patrón de base, para luego poder ir afinando y estableciendo más sutilezas, creemos. 10

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es decir, con la existencia de un lenguaje uniformado (Giddens 1987: 191-194). Es esa “lengua legítima” como la llamó Bordieu: “La lengua oficial se ha constituido vinculada al Estado. Y esto tanto en su génesis como en sus usos sociales. Es en el proceso de constitución del Estado cuando se crean las condiciones de la creación de un mercado lingüístico unificado y dominado por la lengua oficial” (1999: 19). La relevancia del papel de la lengua, constatamos, es fundamental, tal como reflexiona panorámicamente Arnoux: En el largo proceso de construcción de los Estados nacionales, la lengua común se fue afirmando como uno de los aspectos que sostenía la existencia de la nación a medida que se implementaban los modos de extenderla en un territorio que clausuraba las fronteras. En ello colaboraron, entre otros, el aparato burocrático, la escuela y los medios gráficos. A la vez que la lengua común (y la cultura escrita) constituía una necesidad de las sociedades industriales y de las nuevas formas de participación política, se la presentaba como la manifestación más clara de la identidad cultural del pueblo de la nación que se vinculaba y expresaba sus opiniones a través de ella. (Arnoux 2010: 18)

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Un problema central en los estados nacientes europeos era decidir, por tanto, cuál era su lengua oficial, sobre todo cuando el latín era la lingua franca en tratados, investigaciones o comunicaciones y las nacientes lenguas románicas o germánicas tenían un prestigio menor. No por nada los primeros diccionarios dentro de la historia de la lexicografía española, por poner un ejemplo, fueron pensados para el manejo del latín. En efecto, tanto el diccionario de Alonso de Palencia, el Universal vocabulario en latín y en romance (1490) como el Lexicon hoc est Dictionarium ex sermone latino in hispaniensem, más conocido como Diccionario latino-español, (1492), de Elio Antonio de Nebrija, fueron obras pensadas con una finalidad pedagógica: el correcto uso del latín. Justamente, la función del Lexicon hoc est Dictionarium ex sermone latino in hispaniensem era mejorar el uso del latín clásico entre las personas cultas –quienes tendían a confundirse con el uso del bajo latín– y, de esta manera, devolverle al latín su antiguo esplendor para poder dominar la lengua oficial de los estudios humanísticos, los studia humanitatis. Lara, en su teoría del diccionario monolingüe, es quien afirmaba que la reflexión sobre la lengua es posterior, puesto que ocurre en el siglo XVI y es, claramente, una reflexión orientada y aprovechada por la política, ligada a las necesidades de los Estados nacionales (cfr. Lara 1997: 26). En este punto, los procesos estandarizadores son la respuesta de esta dinámica política y social, algo que sostiene Auroux, por lo demás: “el aparato del Estado y la administración, la expansión de una religión, la emergencia de una conciencia nacional […], la dispersión de un pueblo, etc.” (Auroux 1992a: 29). Justamente, será en la dinámica del

proceso estandarizador cuando aparezcan los primeros diccionarios monolingües en lenguas románicas. Se genera, tal como observa Auroux (2009) para la estandarización francesa, una absolutización de la lengua, de la mano de una monarquía, justamente, absoluta, en donde la lengua deja de ser un medio de comunicación, para ser una muestra de legitimidad de un poder: “La “lengua del reino” depende de una autoridad; es una institución”, afirma Auroux al respecto (2009: 142). Este proceso estandarizador, tal como indica Metzeltin (2004, 2007 y 2011), leyendo claramente a Hobsbawm, se entiende como la invención de una elite (cfr. 2004: 29-30) en donde, en primer lugar, se crea una conciencia propia, por lo que una comunidad regida por un poder determinado posee, a su vez, una nominación; es decir, el nombre oficial de un territorio y, a su vez, poseen sus habitantes un gentilicio o gentilicios, por lo que se les reconoce como habitantes de una organización determinada frente a otros grupos. Posteriormente se fijan los límites de un territorio, la territorialización, por lo que se establece una soberanía física. Después, se construye una historia propia, la historización, a partir de una serie de hechos seleccionados para este fin, en donde se exponen orígenes, independencias y la demostración, ante todo, de que se está ante un Estado organizado y autónomo. Esta invención va de la mano de la creación, entre otros elementos, de una literatura nacional, venga esta de antes o se produzca después. Además, como punto fundamental para nuestra investigación, se da la fase de codificación dentro del proceso de estandarización. Desde la óptica de la historia de las ideas lingüísticas (Auroux 1992 a y b) esta se entiende como un proceso de gramatización, donde una lengua se describe y se instrumentaliza y surgen, así, ortografías, gramáticas, diccionarios y poéticas, entre otras codificaciones, que sistematizan la lengua; es decir, se elaboran instrumentos lingüísticos. Sigue, en este proceso estandarizador, la fase de normativización, es decir, cuando se erigen instituciones como las academias. No está de más atraer las reflexiones de Auroux (2009) respecto al proceso estandarizador europeo, puesto que se genera una unidad indisoluble entre una monarquía y su lengua, por lo que el proceso gramatizador y la normativización suelen darse en los espacios del poder central (la sede monárquica, por ejemplo, coincide con la sede de las reales academias), lo mismo el movimiento literario que va de la mano con estos procesos, las más veces, con la necesidad de hacer uso de una variante escritural “prestigiosa” o una lengua “de la corte”, entre otras. Asimismo, desde la óptica del diccionario en sí como instrumento lingüístico, dentro de un proceso de codificación o gramatización, podemos hablar, obviamente, de diccionarización, tal como la definió Nunes (2002: 99): “la descripción e instrumentalización de la lengua sobre

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la base del diccionario”, la cual también suele desarrollarse, sobre todo, en estos espacios centrales y de poder o bajo la supervisión y encargo de entidades de poder. Posteriormente, la lengua concienciada, textualizada, codificada y normativizada, bajo una legislación apropiada, se oficializa o se institucionaliza para que se utilice en la comunicación de los poderes públicos y la comunidad hablante. Es la lengua de las instituciones fundamentales del Estado, como el parlamento o la jefatura de Estado; es la lengua con la que se proclama la independencia de un Estado y la lengua con la que se redacta su constitución. Asimismo, se crean insignias o íconos emblemáticos, como nombres oficiales, banderas, escudos, himnos, monedas, entre otros. Y, claro está, es la lengua vehicular de establecimientos educacionales, de las comunicaciones y de las entidades encargadas de la seguridad. La estandarización se concreta por medio de la fase de la medialización, en donde los órganos estatales imponen la lengua en todas las esferas de dominio público, en particular en las escuelas públicas, los libros de texto y los medios de comunicación de masas. Asimismo, en la organización de fiestas nacionales, monumentos conmemorativos o edificios representativos y, además, en la organización y formación de equipos nacionales. Es lo que Metzeltin llama “horizonte común de interpretación” (2011: 250). Termina por concretarse esta estandarización con la fase de internacionalización o globalización, donde los órganos estatales se integran a la comunidad internacional, para legitimar la lengua dentro de su propia comunidad y en los mercados internacionales. Esto se hace mediante la participación en tratados, conferencias o proyectos internacionales, con la fundación de universidades y otras instituciones científicas. Metzeltin (2011) agrega que en esta fase se generan, por ejemplo, redacciones de grandes enciclopedias nacionales, que recogen el saber del país e integran este saber en el general. Asimismo, se dan a conocer en el extranjero los grandes logros intelectuales y artísticos del país a través de exposiciones o traducciones, entre otras. En síntesis, la estandarización, desde un punto de vista estrictamente lingüístico siempre se desarrolla en tres frentes […] en primer lugar, la selección de la variedad lingüística que será la base de la lengua estándar; en segundo término, la capacitación de esa variedad seleccionada, esto es, su utilización en todos los ámbitos funcionales posibles y que sean de interés social en la comunidad lingüística dada; en tercer lugar, la codificación o fijación de los empleos lingüísticos de esa variedad. (Fernández-Ordóñez 2005: 381) Estas lenguas estandarizadas desempeñan, entonces, funciones de tipo instrumental; por ejemplo, se usan en la actividad administrativa de una comunidad. Desempeñan, además, una función comunicativa, pues se utilizan, obviamente, en

la interacción dentro de la comunidad y, asimismo, poseen una función simbólica, como iremos viendo a lo largo de esta primera parte. En palabras de del Valle y Gabriel-Stheeman (2004: 25) y Arnoux y del Valle (2010: 3), este valor simbólico implica que se naturaliza la superioridad de la lengua estandarizada y se establece su condición hegemónica, pues encarna el espíritu de la nación y representa, arbitrariamente, señalan los autores, la unidad nacional. Las primeras producciones diccionarísticas monolingües serían, entonces, uno de los ejemplos de una lengua estandarizada, después de consolidada la codificación o gramatización. Un ejemplo es el Tesoro de la lengua castellana o española de Sebastián de Covarrubias y Orozco, publicado en 1611: De este [Tesoro] no solo gozará la [nación] española, pero también todas las demás, que con tanta codicia procuran deprender nuestra lengua, pudiéndola agora saber de raýz, desengañados de que no se deue contar entre las bárbaras, sino ygualarla con la latina y la griega y confesar ser muy parecida a la hebrea en sus frasis y modelos de hablar. (Covarrubias 2006 [1611]: 12-13). Seco, a propósito de su relevancia, afirmaba que el Tesoro es “un diccionario del español en español”, en un momento en que: “[…] el diccionario solo se había concebido y se concebía como un puente entre dos lenguas” (Seco 2003 [1987]: 199). Es este el primer diccionario monolingüe extenso publicado en Europa, puesto que en 1601 se publicó el Memoriale della lingua volgare de Giacomo Pergamini da Fossombrone en Italia y, en 1604, A Table Alphabeticall containing the true Writing and Understanding of hard usual English Words de Robert Cawdrey en Inglaterra, ambos de menor extensión que el Tesoro. En síntesis, insistimos, la reflexión sobre las nuevas lenguas de las nacientes naciones es el detonante no solo de la lexicografía monolingüe, sino de toda producción de corte lingüístico de carácter estandarizador (como ortografías, gramáticas y diccionarios), es decir, la codificación o gramatización, así como, posteriormente, la fundación de instituciones que avalen el buen uso de una lengua, como la Accademia della Crusca en 1583, la Académie Française en 1635, la Real Academia Española en 1713, la Academia Real de las Ciencias en Lisboa en 1779 o la Academia Rumana en 1886; es decir, la institucionalización de la lengua dentro de los procesos estandarizadores. De esta forma, concluimos, la lengua vernácula se transformará en el instrumento avalado por las naciones para la creación literaria y para la “celebración de la gloria de las nuevas naciones” (Lara 1997: 31-32). No queremos dejar de lado otros tratamientos que ha tenido la estandarización, sobre todo porque estos vienen a complementar y profundizar la comprensión de este proceso. Por ejemplo, desde otra óptica, este proceso estandarizador se puede

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explicar según la teoría de interlocking nationalisms (“nacionalismos entrelazados”), desarrollada por The Study Platform on Interlocking Nationalisms (SPIN), en donde se utiliza una matriz compuesta de actividades que representan marcadores de nacionalismo cultural. Para ello, se distinguen cuatro campos culturales: lengua, discurso y literatura, artefactos culturales y prácticas culturales. Se pueden considerar estos campos culturales, además, como etapas en donde entran en concurso estos campos. Existe una primera etapa, de recuperación/inventario, en donde se pone énfasis en el descubrimiento o redescubrimiento y clasificación del material cultural (sea este literario, histórico, lingüístico, legal, etc.). La segunda etapa es el cultivo y la perpetuación de este mismo material. La tercera etapa es de propagación del material cultural en la esfera pública, mediante la planificación, la educación y la conmemoración de contribuciones culturales. En el campo “lengua”, que es el que nos convoca en estas reflexiones, se da la creación de diccionarios, gramáticas y ortografías, es decir, la recuperación/inventario, así como debates acerca de la norma, es decir, el cultivo y la perpetuación; además, en esa propagación del material en la esfera pública se encuentra la planificación y la educación lingüística. Es decir, al diccionarizar, se activa el dispositivo de los nacionalismos entrelazados en su completud, algo en lo que queremos detenernos, puesto que la relación entre diccionario y nación, por lo tanto, es más estrecha de lo que se podría pensar. Desde otra perspectiva, Haugen (1972), en su clásico estudio, afirmaba que la estandarización consta de cuatro subprocesos: selección, codificación, elaboración y aceptación. Se selecciona una lengua vernácula que sirva de base para un estándar. Se la codifica a partir de la fijación de una norma compuesta por su fonología, gramática, léxico y ortografía. Se la elabora al expandir el estándar, para que este cumpla un máximo de funciones y se use en variados contextos. Se la acepta, por último, cuando la masa de hablantes acate, aprenda y respete el estándar. Como es normal en este tipo de procesos, estos pueden darse simultáneamente o solaparse, además. En síntesis, este proceso estandarizador, en su conjunto, nos recuerda muchísimo a la hegemonía cultural desarrollada por Gramsci (cfr. Broccoli 1979 e Ives 2004). En la hegemonía cultural, útil para analizar las clases sociales (o, por ejemplo, el concepto marxista de superestructura) se propone que las normas culturales vigentes de una sociedad son impuestas por la clase dominante, conocida como la hegemonía cultural burguesa. Por lo tanto, estas normas culturales no deberían percibirse como naturales o inevitables, sino vistas como una construcción social artificial y como instrumentos de dominación de clase. Desde un punto de vista lingüístico, el trabajo que se haga en pos de una lengua ejemplar, estándar, una lengua de Estado, se

convertirá “en la norma teórica con que se miden objetivamente todas las prácticas lingüísticas”, en palabras de Bordieu (1999: 19). Es lo que reflexiona, justamente, Auroux (2009) respecto al papel de aquel o aquello que impone las normas, ese “buen uso” que lo dicta alguien o una entidad, sea la corte, sea un grupo intelectual o colegiado, como los religiosos de alguna comunidad (pensemos, por ejemplo, en Port Royal). Estos movimientos estandarizadores se cuajaron, podríamos decir, sobre todo, a partir del siglo XIX en Europa, en el contexto de construcción de la nación y la nacionalidad; lo mismo en América, en mayor medida, por los movimientos independentistas y la posterior conformación de los nuevos Estados nacionales. A propósito de estos movimientos y la relevancia del objeto diccionario, Anderson calificó este proceso como una “revolución lexicográfica” (1993 [1983]) y señaló que existe, por lo tanto, una relación íntima entre el diccionario, la identidad nacional, la historia y la política. Mutatis mutandis, en Hispanoamérica, el panorama tuvo un contexto más o menos similar. Sin embargo, no se percibe, en el germen de los particulares procesos independentistas en Hispanoamérica, un ímpetu nacionalista como factor detonante de estos. Lo que vemos, en rigor, son una serie de factores ajenos a la necesidad directa de hacer nación. En primer lugar, está la relevancia de la invasión francesa en España y la consiguiente suerte de vacío de poder que emanaba desde la metrópoli hacia las colonias. Sin embargo, esta situación, la cual, desde una perspectiva de historiografía clásica se la achaca como “la” causa independentista, no suele ser tal en toda Hispanoamérica (véase el caso inverso, por ejemplo, en Perú, en Huisa 2011: 40). En segundo lugar, tenemos el malestar de los criollos por su nula participación, casi, en la administración colonial. En tercer lugar, tenemos aspectos económicos, propios de zonas coloniales, que tienen su particular devenir en cada zona. Asimismo, bien sabemos, este proceso de construcción e invención de los Estados hispanoamericanos vacilaba entre el rompimiento con la antigua metrópoli y la continuidad con esta. En efecto, los lazos con España seguían formando parte de ese fundamento imprescindible para la construcción de estas nuevas naciones: la lengua española, con unas variaciones lingüísticas poco y nada referidas durante la Colonia; un fuerte catolicismo, cuyo poderío solía formar las bases de variadas bancadas políticas y un elemento criollo que, en la mayoría de las zonas hispanoamericanas, era la base de esa elite. Y, sobre todo, un sistema económico que seguía teniendo las dinámicas coloniales. Asimismo, se consolidó, además, una nueva conexión con la Península que, de alguna manera, determinó la ideología-base de la organización estatal: el

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peso del liberalismo de Cádiz, tanto para los procesos independentistas como para la redacción de las constituciones que se estaban promulgando. En rigor, poco y nada había cambiado y las nuevas naciones se fundaban en un contexto absolutamente colonial (cfr. las reflexiones de Huisa 2011: 32-40 y 2014a: 393 para Perú). Es este el contexto para la organización política de esa elite criolla, la mayoría formada en Europa y Estados Unidos y parte fundamental del control económico de las zonas que gobernarían: tempranamente en nuestros países, tan pronto concluyó la Independencia. En la mayoría de estos, los grupos dirigentes comprendieron que la creación del Estado era vital para darle forma a sus proyectos políticos y económicos. Vale decir, tuvieron que fijar territorios, población, establecer cuerpos legales, formar el aparato burocrático-militar y transformar a los antiguos súbditos de la corona en individuos leales, obedientes y comprometidos con el proyecto que se les estaba imponiendo. (Pinto 2003: 94).

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El espíritu nacionalista vendrá, sin duda alguna, ya concluidos los procesos independentistas, con la configuración de algunos rasgos diferenciales que singularizarían a la comunidad; rasgos, las más veces, producto de la invención de ciertos grupos, rasgos, además, impuestos y, en territorios con extensas y variadas latitudes, muchas veces imprecisos e insuficientes. Por ejemplo, en algunas zonas, con diferencias sociales extremas, incluso, serán inexistentes. Véase, al respecto, el caso de Perú con Huisa (2011) o el caso interesantísimo de ese incremento en la publicación de diccionarios, como lo que sucedió en la Argentina entre 1870 y 1890, sobre todo por el aumento de la población inmigrante, la cual se veía como un peligro, como bien lo describe Lauria: “la otredad amenazante del proyecto civilizatorio oficial llevado adelante por la clase liberal dirigente (conocida como la Generación del Ochenta) tanto en la dimensión económica como en la cultural y en la política” (Lauria 2010b: 58). En rigor, rasgos que podían dar cuenta, o no, de una absoluta heterogeneidad. Justamente, esa invención de una historia, de una literatura, de símbolos nacionales y de una estandarización lingüística, entre otros, es lo que consolidó una identidad colectiva. En este punto cabe atraer los estudios de Carlos Rama (1982), para quien la independencia no fue un fenómeno exclusivamente político, pues vino acompañada de un proceso emancipador de las ideas y de la vida intelectual, ensanchándose los puentes del contacto letrado hacia el mundo anglosajón y francés, sobre todo. Junto con ello, estas naciones se formaron con unos cimientos republicanos, en donde la instrucción jugó un rol fundamental. Esta dinámica, que transita entre los albores de una nación cultural y republicana, que ve en la instrucción de su comunidad una prioridad, fue la propicia para un proceso codificador. Ahí radica, en efecto, la

relevancia de estos diccionarios publicados en estas nuevas naciones, puesto que dan cuenta, de manera directa o indirecta, en su discurso y fuera de él, por sus condiciones de producción, por sus autores, por su forma y función, de toda esta realidad. Justamente, la mayoría de los autores de los diccionarios estudiados formaron parte de esa elite, sea como miembros activos (Membreño llegó a ser presidente de la República en Honduras, por ejemplo), como políticos radicales y emblemáticos (Uribe llegó a ser el primer sindicalista colombiano y quizás la primera víctima de ello), como senadores, diputados, fundadores de periódicos, ministros de instrucción, académicos, religiosos con una función destacada, liberales o conservadores, opositores o miembros de gobiernos, entre otras funciones. Tomemos un par de casos, para dar cuenta de quiénes eran estos lexicógrafos del XIX y comienzos del XX. Por ejemplo, el guatemalteco Antonio Batres Jáuregui, proveniente de una familia acomodada, tuvo una exclusiva educación que le permitió, desde niño, estudiar y manejar bien el latín y el griego y formarse en la Pontificia Universidad de San Carlos Borromeo en Filosofía y Leyes. Como todo joven de su posición, pasó una larga temporada en Europa, para perfeccionar su inglés y francés, para luego instalarse con su bufete en Guatemala. De claras ideas y afiliación conservadora, fue Batres, sin embargo, un actor fundamental respecto a asuntos de consultoría de relaciones exteriores, en más de tres gobiernos liberales. Además, con un claro proyecto político, fue el secretario de la Sociedad Económica de Guatemala, máxima entidad de su partido, ministro de relaciones exteriores, presidente de la corte suprema, académico de universidad y experto en derecho, entre otros quehaceres en su nación. Nos detenemos en Batres Jáuregui, justamente porque él, al igual que muchos de los autores que analizaremos, fue un representante característico de esa elite que organizó el naciente Estado del cual formó parte; fuera de ser, además, un actor relevantísimo dentro del proceso estandarizador, por ser el primer autor de un diccionario de voces de Guatemala. Otro caso digno de ejemplificar es el del peruano Ricardo Palma. Palma, de orígenes humildes, sin estudios universitarios (o con estudios cuestionables según algunos de sus biógrafos), empezó con una activa vida política, en su veta más revolucionaria, como parte del ejército y con un nutrido paso por la cárcel, por su constante apoyo a sublevaciones y revueltas. En pocas palabras, Palma es uno de los protagonistas de esa fase anárquica y bélica que implicó, en muchas zonas hispanoamericanas, la formación de los nuevos Estados. Al mismo tiempo, iba forjando una personalidad literaria, que se fue internacionalizando en sus viajes, a veces como refugiado, otras veces como actor político, moviéndose por Chile, Europa y Estados Unidos. Terminará siendo uno de los directores más emblemáticos de la Biblioteca

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Nacional de Perú, con una gestión impecable e inolvidable, sobre todo después de los expolios que esta sufrió por el ejército chileno, tras la Guerra del Pacífico. Y, fuera de Arona, Palma fue el lexicógrafo más relevante y progresista del Perú. Quizás esta segunda figura, la de Palma, sea la que más nos interesa, puesto que, por lo general, la estandarización en su veta tanto política como intelectual estaba en manos de las clases altas. Por eso nos cautivan casos como este, los cuales, si bien no similares, se conectan, respecto a los humildes orígenes, con nuestro diocesano Román, como veremos más adelante. Son figuras interesantes porque sellan en su personalidad, su ideología y su obra un carácter absolutamente contradictorio, propio de gran parte de estas figuras, algo que más que complicar las cosas, las aclara. Nadie mejor para explicar esto que los biógrafos de Palma, quienes, en esta descripción, pueden caracterizar, con matices y diferencias, el estilo y modo de muchos de nuestros autores: Ricardo Palma era un mestizo representativo del siglo diecinueve, vale decir, un americano nuevo, inestable, en vía de formación: un espíritu sin orientación clara, precisa, definida, que se hallaba atraído por valores y realidades opuestas de fuerza para él irresistible: un espíritu en busca de su propio equilibrio. Esto lo vemos en su carácter, en su vida, en sus escritos. Quería una síntesis que no comprendía bien, y que en él actuaba de continuo. Era americano y procedía del pueblo, pero se doblegaba ante el prestigio de la aristocracia española, peninsular o americana. Se intitulaba ‘liberal’ y hacía campañas anticlericales, pero lisonjeaba a las clases conservadoras, y simpatizaba aún con los carlistas de España; se condolía de los pobres y de los humildes, pero pelechaba con los poderosos y se enorgullecía de los honores que le conferían a cambio de sus zalemas literarias; amaba el orden, la limpieza y el primor, pero se ‘perecía’ por lo abigarrado y por lo sucio si le parecían pintorescos y divertidos; cultivaba el idioma con esmeros de académico, pero lo ‘matizaba’ de vulgarismos, si ello le daba sabor a sus travesuras y picardías (Umphrey y García Prada 1943: xxvi)

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En síntesis, lo que tenemos ante nosotros, en plena formación, es similar a esa intelligentsia en tanto categoría social, como bien la trató la filosofía rusa de finales del siglo XIX (cfr. Berlin 1978). Atraemos este concepto para nuestras reflexiones, puesto que la intelligentsia tenía un verdadero papel político y era entendida, incluso, como una clase social, compuesta por intelectuales involucrados en actividades mentales y creativas, orientadas a la cultura e ideología, la cual puede variar, dependiendo del grupo al que pertenezcan, al tener un influjo progresivo o regresivo en el desarrollo de la sociedad en sí (cfr. Williams 1976 [1983]: 170). Este grupo, consciente de su rol político y social, no puede ser comparado con el de los intelectuales, puesto que la intelligentsia suele tener un plan a seguir, un rol activo social y político. Para algunos, incluso, puede constituir una suerte de elite: “being a dedicated order,

almost a secular priesthood, devoted to the spreading of a specific attitude to life” (Berlin 1978: 117). Para otros autores, como Weber, pensando, justamente, en el caso ruso, no hay elite ni uniformidad: lo que hay es un grupo de intelectuales con una formación específica, siempre ligada a las artes y la cultura, con una suerte de fe en ciertos aspectos (Weber 1993 [1922]: 410). Justamente, salvando contextos y situaciones específicas, el papel que tuvieron nuestros autores recuerda muchísimo a una parte de esta intelligentsia rusa y, en nuestro caso, se los relaciona con el proyecto republicano, en pos de la instrucción y del manejo general de una lengua ejemplar. Pensemos, por ejemplo, en el caso de Zorobabel Rodríguez, abogado, periodista, político conservador, economista, quien redactó el primer diccionario de chilenismos pensando, justamente, en ese afán instructor. En otras palabras, lo que constatamos con nuestros lexicógrafos es una suerte de comunidad discursiva (cfr. Watts 2008), donde hay una confluencia de intereses, metas y creencias compartidas acerca del lenguaje y el rol relevante del lenguaje, justamente, en la sociedad. Con todo, no debemos olvidar que, aunque cada zona hispanoamericana tenga su historia particular y con un tenor propio, suelen destacar, dentro de la historiografía lingüística de la lexicografía, sobre todo por la abundante producción y polémicas en torno a la cuestión de la lengua, algunas zonas por sobre otras, como Argentina, Colombia, Venezuela o Chile, por ejemplo. Por la misma razón, es arriesgado generalizar los procesos estandarizadores en Hispanoamérica, así como equiparar las ideas lingüísticas presentes en cada una de las codificaciones estudiadas. No obstante, en la siguiente lectura, más que nada por querer dar cuenta de nuestro corpus en su totalidad, basándonos en las similitudes presentes en estos diccionarios, presentaremos la cuestión de la lengua en Hispanoamérica como un estadio total. Si bien no queremos obviar con esto la particularidad de cada zona y la urgencia, por lo tanto, de estudiarla acabadamente, en relación con su propio contexto. En efecto, Huisa Téllez (2014a) denuncia esta tendencia generalizante (en su caso, lo ejemplifica con la historiografía lexicográfica argentina), en tanto “se tenga una imagen uniforme de toda la Hispanoamérica independiente en cuanto al ideario cultural de sus sociedades y, por otro, que se postergue el estudio de otras formas de enfrentamiento cultural e ideológico entre los países recién fundados y España” (2014a: 392). Sin embargo, no vemos una postergación en los estudios actuales, sino una invitación a estudiar este corpus, tarea que queda por hacer prácticamente en su totalidad en varias zonas hispanoamericanas. Por la misma razón, si bien nuestro estudio se centra en una obra lexicográfica específica, el Diccionario de Román, queremos proponer, más que una lectura monográfica o centrada en una zona, una lectura, digamos,

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general, puesto que un diccionario no se lo lee fuera de su contexto y tampoco se lo lee solo. De esta forma, creemos fundamental dar cuenta de las obras que dialogan o que forman parte de su contexto, tanto como fuente, ellas, del Diccionario de Román, así como el mismo Diccionario de Román fuente de otras obras venideras. Será, por lo tanto, dentro de lo pertinente, el tenor de este diálogo la exposición de ideas lingüísticas de nuestro corpus en su totalidad. En efecto, hemos constatado, a lo largo de nuestras revisiones y lecturas de este corpus, tal como ejemplificaremos en el siguiente apartado, con los paratextos (sobre todo prólogos) de estos diccionarios, que hay una clara línea homogénea entre estos, una suerte de isotopías propias de estos discursos, con ideas lingüísticas afines. Algo que Huisa (2012: 131) trata como rasgos tradicionales y que nosotros, siguiendo el análisis histórico y crítico del discurso, llamaremos ideologemas, como veremos en el apartado siguiente. Son discursos claramente delimitables, se insiste en ciertos aspectos por sobre otros; se es vehemente en ciertas ideas y otras, prácticamente, se marginan o se obvian11. En primer lugar, una de las praxis que se requieren para la conformación de los nacientes Estados en Hispanoamérica, aspecto fundamental creemos, era el delimitar cuáles serán su o sus lenguas nacionales y lenguas oficiales. Sean lenguas nacionales o lenguas oficiales, la finalidad era aplicarles reglas explícitas con el fin de homogeneizarlas. Entra aquí a operar, por lo tanto, lo que Zimmermann (2003 y 2010) denomina construcción del objeto lengua española, donde la disciplina de estudio -el español- se organizó a partir de una dinámica lingüística de inclusión y exclusión y “valiéndose de una combinación de criterios estructurales, políticos e históricos” (Zimmermann 2003: 511), se impuso el monolingüismo después de los procesos independentistas. Junto con ello y como parte del proceso estandarizador, se desarrollará una literatura oficial, propia; es decir, la textualización, muchas veces ligada al trabajo lexicográfico (cfr. Coll 2012). Por ejemplo, Daniel Granada había escrito antes de la publicación de su Vocabulario rioplatense razonado (1889) un ensayo titulado “Antecedentes y carácter de la literatura en el Río de la Plata” (1884), en donde expresa que a Alejandro Magariños Cervantes y José Mármol, fundadores de la literatura nacional rioplatense, “se les ha discernido el lauro de la primacía como

Sin embargo, por las mismas razones que tienen que ver con los procesos estandarizadores de los nuevos Estados hispanoamericanos, excluiremos, en este apartado, las reflexiones que Pichardo hizo, sobre todo porque Cuba aún no se independizaba de España y, por lo tanto, no sería un caso válido para las lecturas y análisis presentes en este apartado. Sin embargo, no prescindiremos de este diccionario y algunas de sus ediciones porque, bien sabemos, es esta la obra fundacional y precursora de una tradición lexicográfica y la presencia de la obra de Pichardo en gran parte de estos diccionarios se hace patente, como veremos más adelante. 11

representantes legítimos del espíritu, sentimientos, aspiraciones y tendencias de la América emancipada” (Granada en Coll 2012: 4). La idea de la emancipación no dejaba de ser un tema relevante, pero, sobre todo, y en ámbitos de la actividad literaria, el fundar una nueva literatura, con un tinte nacional, era lo necesario: “[Magariños Cervantes] Iniciador de la poesía nacional en su país, y representante legítimo, en el Río de la Plata, de los sentimientos y aspiraciones de la América emancipada, nadie con mejores títulos que él debe ocupar un puesto preferente en un estudio de literatura americana” (Granada en Coll 2012: 4). Lo interesante es que la relación es recíproca y será el mismo Magariños Cervantes quien prologue, años después, el Diccionario de Granada. Para Orlandi (2002: 23), la etapa de codificación o gramatización en países con tradiciones históricas y lingüísticas de carácter colonial debe tratarse de un modo particular. En efecto, estas gramáticas, diccionarios, ortografías o monografías afines deben entenderse como instrumentos lingüísticos, es decir, como objetos que sirven de referencia para los usuarios en relación con el uso correcto de una lengua nacional (cfr. Auroux 1992a: 28), tal como lo encontramos en el diccionario del salesiano Camilo Ortúzar, uno de los más normativos de su época: por esto hemos creído conveniente componer un pequeño vocabulario, donde en forma cómoda y sin pérdida de tiempo puedan consultarse las más importantes correcciones de lenguaje. (Ortúzar 1893: xi) Siguiendo a Auroux (1997: 120), se daría en este tipo de producciones la manipulación del monolingüismo de un Estado-Nación, en donde se busca instalar una variedad prestigiosa que sea conocida por la comunidad hablante. Se impuso, para este objetivo, el manejo de una variedad lingüística ejemplar. En el caso de Hispanoamérica, dueña de una tradición histórica y lingüística de carácter colonial, esta variedad ejemplar se refirió al español hablado en España, específicamente el normado por la Real Academia Española en cada una de sus publicaciones. Por lo tanto, muchos de los diccionarios monolingües fundacionales publicados en Hispanoamérica, debido a su función, se instalaban como complementarios de una herramienta lingüística “mayor”, como lo es el diccionario usual de la Real Academia Española, sea para complementarlo, sea para enmendarlo: Cuando [Zorobabel Rodríguez] habla de España, no es menester advertirlo expresamente, puesto que del idioma se trata, que se refiere a Castilla, y mui particularmente a Madrid, centro al cual tenemos que atenernos en cuanto se relaciona con la lengua que hablamos. (Paulsen 1876: 8)

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Advierta primeramente que sólo se trata de inventariar las voces y frases de que no hace mención el Diccionario de la lengua castellana por la Real Academia Española, o de los cuales da una idea imperfecta, por la vaguedad, deficiencia o inexactitud de las noticias que le han sido suministradas. (Granada 1890: 58). Y la entidad de esta lengua ejemplar será, como ya hemos señalado, y bien se sabe, la Real Academia Española: Fuera de las razones intrínsecas que hay a favor de la ortografía de la Real Academia y que todo el mundo conoce, hay esta otra de orden general: la necesidad de una autoridad. Si en la familia, y en el Estado y en toda institución se necesita de una autoridad que mande y dirija, también es menester de ella en el uso de una lengua que es hablada en más de dos continentes y como por 60 millones de hombres […]. (Román 1914: 3) Y el diccionario de la Academia se instalará como una obra de referencia obligada: No es fuera de caso advertir que nuestra recopilación reconoce como base el Diccionario de la Lengua Castellana por la Real Academia Española (Echeverría y Reyes 1900: XV) La autoridad a que nos hemos atenido para determinar la corrección o incorrección de las voces, es la Real Academia Española. (Echeverría y Reyes 1900: 23-24) Entretanto, mientras llega el momento de que se redacte ese diccionario que se denominaría Diccionario del idioma castellano hablado en la Argentina, nuestro esfuerzo debe dirigirse naturalmente a completar el de la Academia, por manera que el estudioso halle catalogados en ambos léxicos todos los vocablos, acepciones y frases usadas en la Argentina (Segovia 1911: 5).

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También serán motivo de referencia otras obras lexicográficas publicadas por intelectuales españoles y de gran resonancia, como el Nuevo diccionario de la lengua castellana, que comprende la última edición íntegra, muy rectificada y mejorada, del publicado por la Academia Española, de Vicente Salvá (1846): “único léxico que, después del de la Academia Española, representa fielmente el uso respetable general y actual que

ha de reconocerse como legislador del idioma” (Ortúzar 1893: XXI)12. Encontramos, además, referencias al Diccionario nacional o Gran Diccionario Clásico de la Lengua Española de Ramón Joaquín Domínguez (1846-1847) o al Diccionario Enciclopédico de la Lengua Castellana de Elías Zerolo (1895), uno de los primeros repertorios lexicográficos que incorporaron de manera detallada voces usuales en Hispanoamérica. Asimismo, los polémicos Opúsculos gramático-satíricos del Dr. Antonio Puigblanch contra el Dr. Joaquín Villanueva escritos en defensa propia en los que también se tratan materias de interés común (1828), una de las reflexiones más puristas del XIX, entre tanta otra obra. En las segunda y tercera parte de nuestro estudio podremos ver, con detalle, qué otras obras de relevancia se consultaban, sobre todo lo que consultó Román, que no fue menor. No obstante, con los años, esta actitud empezará a matizarse, incluso, entre los académicos correspondientes de cada una de las Academias hispanoamericanas. Tempranamente, Ramón Sotomayor, en Chile, daba cuenta de la necesidad de elaborar un repertorio lexicográfico hispanoamericano, por la insuficiencia de los existentes: El diccionario oficial de España apenas ha tomado en cuenta que el idioma de Castilla lo es también de la mitad del mundo americano. Aquellos que, como el señor Salvá, han enriquecido el vocabulario español con cierto caudal de voces hispano-americanas, no han podido menos de hacer un trabajo defectuoso, ya por la dificultad de fijar el sentido genuino de muchos vocablos, y de comprobar su uso autorizado, ya por la de colectar todas las voces verdaderamente usuales y dignas de figurar en el diccionario de una nación. (Sotomayor 1866: 677) A tal punto de criticar vehementemente todo trabajo que no se ha hecho en Hispanoamérica y por hispanoamericanos: “En esta especie de trabajos emprendidos por extranjeros que ni siquiera se han rozado con nuestras sociedades, es muy de temer la ligereza en la recopilación de los elementos de la lengua y que el genio del mercader prevalezca sobre la concienzuda investigación del filólogo” (Sotomayor 1866: 677), para proponer, finalmente, la propia invención de un proyecto como este:

Respecto al diccionario de Salvá, no hay que olvidar que Bello aportó con un número considerable de voces procedentes de Hispanoamérica, a petición expresa del mismo Salvá: “Si V. Puede tomarse la molestia de formar una lista de las voces americanas, señalando con las abreviaturas Col., Chil., Guat., Mej., Per., y las que pertenecen peculiarmente a algunas de las nuevas repúblicas, y con la Amer. Las que son comunes a todas o a una gran parte de ellas; servirá, para rectificar las que me han prometido de Méjico y otras que por acá he adquirido. Basta una referencia en las que sean sinónimas de otras castellanas, y en las que no lo sean, habrá que añadir su definición” (Salvá a Bello en Pérez 2014: 118).

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Cumple pues a nuestra conveniencia y aun a nuestro honor el ensayar la formación del Diccionario latino-americano para presentar en un cuerpo ordenado y fácil de consultar ese enjambre de voces que, como abejas sin colmena, vagan a la aventura y a merced del capricho de las circunstancias (Sotomayor 1866: 677) Y de constatar que la realidad en otras naciones era distinta: Los anglo-americanos tienen su diccionario propio, no por la temeraria pretensión de formar un idioma distinto del de la Inglaterra, sino por las necesidades originadas del desenvolvimiento de este mismo idioma en un pueblo a quien sus instituciones, su territorio, sus elementos sociales y su genio han dado ya una inmensa pannsión [sic.] (Sotomayor 1866: 677) En la Argentina, años después, publica Enrique Teófilo Sánchez sus Voces y frases viciosas (1901), un listado de equivalencias, altamente normativo. El autor reclama en su prólogo: Y esta es ocasión de censurar los lamentos de los jeremías americanos pasados y presentes que imploran y lloran a lágrima viva para que la Real Academia Española les acepte por favor algunos vocablos nada más, sin osarse a proponer frases y refranes; y vituperan a voz en cuello, de que en el Diccionario de la Lengua Castellana, figuren un sinnúmero de voces anticuadas que deberían estar en el osario hace algunos años y muchas otras que son usadas en las provincias de Galicia, Santander, Murcia o que pertenecen a la Germanía (jerga de los ladrones y la gente soez de España). Como si los señores que así dicen y hacen, tuvieran derecho a mandar en casa ajena; a nuestro juicio, y válganos la oportunidad de hacer pública la iniciativa, lo más práctico e imprescindible es: fundar una academia americana, uniformar el idioma, dar cabida a todas las voces útiles o precisas, publicar periódicamente un diccionario y dar a la lengua el calificativo de hispanoamericana (Sánchez 1901: 6).

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O tenemos el caso emblemático de Ricardo Palma, primer director de la Academia Peruana de la Lengua, quien, en uno de sus trabajos lexicográficos pensados expresamente para que el Diccionario usual acogiera alguna de sus propuestas, sus Papeletas lexicográficas (1903), propuso: Con estas papeletas abro a la Real Academia campo para que destruya la que yo llamé mi axiomática frase de que el Diccionario es un cordón sanitario entre España y América. Y la destruirá si, como me dan a entender mis esclarecidos compañeros y amigos don Eduardo Benot, don Juan Valera, don Benito Pérez Galdós y don Daniel de Cortázar, domina ahora en la docta corporación espíritu de liberal confraternidad para con los pueblos hispano-americanos. Créalo la Academia. Su acción, más que la de los gobiernos, puede vigorizar vínculos. (Palma 1903: x)

Estas reflexiones no son más que los coletazos de lo que se conoce, dentro de la historiografía lexicográfica hispanoamericana, como el “affaire Palma” (cfr. Lauria 2017: 285): en 1892, en el marco del Congreso Literario Hispanoamericano, en Madrid, Palma asistió a las sesiones de la RAE de los jueves; allí presentó una serie de voces para que fueran incorporadas en el diccionario usual, pero muchas de ellas fueron rechazadas por ser neologismos innecesarios. Como reacción a ello, Palma publicó, en 1896, el primero de los dos textos de su autoría que utilizamos en nuestro corpus: Neologismos y americanismos. Allí detectamos una postura crítica ante la desatención que tuvo la Real Academia Española hacia los fenómenos lingüísticos hispanoamericanos: El lazo más fuerte, el único quizás que hoy por hoy, nos une con España, es el del idioma. Y, sin embargo, es España la que se empeña en romperlo, hasta hiriendo susceptibilidades de nacionalismo. Si los mexicanos (y no mejicanos como impone la Academia) escriben México y no Méjico, ellos, los dueños de la palabra ¿qué explicación benévola admite la negativa oficial o académica para consignar en el Léxico voz sancionada por los nueve o diez millones de habitantes que esa república tiene? La Academia admite provincialismos de Badajoz, Zamora, Teruel, etc., etc., voces usadas solo por trescientos o cuatrocientos mil peninsulares, y es intransigente con neologismos y americanismos aceptados por más de cincuenta millones de seres que, en el mundo nuevo, nos expresamos en castellano (Palma 1896: 5-6) Algo que continúa, desde la Argentina, Tobías Garzón, quien, en su crítica, va más allá, pues el desconocimiento de las voces generaría lagunas de entendimiento para los mismos españoles, además: Si es condición esencial de una lengua completa el no carecer de nombres para designar las cosas, fuerza es convenir en que en un diccionario destinado también para los americanos no deben faltar las voces que en América dan a conocer las cosas que en ella existen. El no haberlas en España no es motivo para que sus nombres no figuren en el diccionario oficial, pues esta es una de las causas de que ciertas obras hispanoamericanas, por no decir todas, son entendidas a medias en España, porque su léxico no da ninguna luz para conocer el significado de dichos nombres (Garzón 1910: VIII) Ambas posturas, la de Palma y Garzón fueron absolutamente anómalas en su tiempo, puesto que Palma, por un lado, se adelantó a los preceptos de una colaboración horizontal con la Academia, de igual a igual y Garzón se adelantó respecto a la necesidad de establecer vocabularios lo más completos posibles para un mejor entendimiento entre los hispanohablantes (para un trabajo monográfico completo respecto a las ideas de Garzón, ver Lauria 2007). Años después, sin la misma vehemencia, Medina, en Chile, pensará similar cosa. Medina fue miembro fundador de la

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Academia Chilena de la Lengua y asistió a muchas de las sesiones de los días jueves en Madrid en sus estancias en España. Allí colaboró directamente con el ingreso de voces con marca Chile en el DRAE y en la primera edición del Diccionario Manual e Ilustrado. Medina, años después, se propondrá realizar enmiendas de cada una de las voces con marca Chile o América usadas en Chile en la última edición del DRAE y del Diccionario Manual e ilustrado. El resultado de este trabajo fue Chilenismos, apuntes lexicográficos (1928). Esta publicación es el vivo ejemplo de la colaboración, de parte de los académicos correspondientes, en cada una de las obras publicadas por la corporación. Como sea, Medina solía referirse a su no filiación ciega ante los dictados de la Academia: “No me cuento entre los que rinden tan ciego culto a los dictados del Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, hasta el extremo de opinar que no merecen observaciones de cualquiera índole” (1927a: 1). Con esta actitud la Real Academia Española deja de instalarse como la autoridad que dicta la última palabra; ahora se presenta como una entidad con la que hay que colaborar con enmiendas, propuestas de voces, adiciones y supresiones. El mismo prólogo de la décimoquinta edición del DRAE, publicado en 1925, es el primero de los prólogos de este diccionario en hacer este llamado. Sin embargo, la praxis seguirá siendo la misma: la diccionarización estará siempre en diálogo biunívoco con esta entidad, en donde una variedad no dominante aspire a formar parte de una ejemplaridad, en vez de ser ella misma una ejemplaridad en sí. Esto no significa que tanto Palma como Medina hayan sido unos rupturistas con el mundo académico. Muy por el contrario: ambos fueron académicos correspondientes, ambos viajaron a España y colaboraron estrechamente con el trabajo lexicográfico académico; ambos se dedicaron, en su quehacer lexicográfico, a dialogar única y exclusivamente con la Academia. Es más, será constante el reclamo de Palma, por ejemplo, por la poca presencia de las voces americanas en el repertorio académico, así como el poco caso que la Institución hace a sus propuestas: Los americanos hicimos todo lo posible, en la esfera de la cordialidad, porque España, si no se unificaba con nosotros en el lenguaje, por lo menos nos considerara como a los habitantes de Badajoz o de Teruel, cuyos neologismos hallaron cabida en el Léxico. Ya que otros vínculos no nos unen, robustezcamos los del lenguaje. A eso y nada más aspirábamos los hispanófilos del nuevo mundo; pero el rechazo sistemático de las palabras que, doctos e indoctos, usamos en América, palabras que, en su mayor parte, se encuentran en nuestro cuerpo de leyes, implicaba desairoso reproche. (Palma 1896: 8-9)

Más allá fue Tobías Garzón, quien en su diccionario cuestiona, incluso, el concepto de barbarismo para referirse a las voces privativas argentinas, con razonamientos que se acercan a los que, décadas después, Lara argumentara en sus encendidas críticas hacia la RAE: Me parecía el colmo de la insensatez bautizar con tal nombre los vocablos neumonía, cactus, tifus, torreja, paralelogramo, omóplato, azucarera, presupuestar, influenciar y tantísimos otros, por no estar aceptados en esta forma por la Real Academia Española, pues equivalía a admitir, como me decía en una carta notable el eminente lingüista peruano D. Ricardo Palma, que diez y ocho millones de españoles nos impongan la ley a cincuenta y tantos millones de americanos (Garzón 1910: V) Como sea, se seguirán subordinando las voces hispanoamericanas a las voces consideradas “correctas”, es decir, a esa ejemplaridad castiza. Esta dinámica seguirá, incluso, en las prácticas lexicográficas más modernas, cercanas al modelo descriptivo. En efecto, ya entrado el siglo XX, este descriptivismo sigue presentando una variedad no dominante como lo otro. Por ejemplo, Zimmermann (2013) ejemplifica esta dinámica, ya en los años cincuenta, con Ángel María Garibay, miembro correspondiente de la Academia mexicana: “la principal misión de la Academia mexicana es revisar los mexicanismos de la lengua castellana, tal como se usan en México” (Garibay en Zimmermann 2013: 104). Otro caso es el primer diccionario de chilenismos publicado por la Academia Chilena de la Lengua, donde se fundamenta la visión descriptivista del léxico no para “evitar hablar de una determinada manera [o] demostrar lo mal que se habla en Chile”, sino que se “pretende reflejar en su grafía las peculiaridades de la lengua popular chilena” (Academia Chilena 1978: 20). Este proceder, salvando las diferencias, continuará hasta en las producciones lexicográficas actuales. Justamente, si revisamos los trabajos lexicográficos más nuevos, lo que solemos encontrar (y seguiremos encontrando) es este tipo de diccionario que se limita a dar cuenta de lo diferencial, lo particular, con la salvedad de que cada vez serán más descriptivos que normativos. En este sentido, pensamos en Orlandi y su concepto de heterogeneidad lingüística para explicar la dualidad lingüística que se genera en la tradición lexicográfica latinoamericana: “Consideramos, pues, la heterogeneidad lingüística en el sentido de que se juega en nuestra lengua un fondo falso, en que lo mismo abriga sin embargo un otro, un diferente histórico que lo constituye, aunque en apariencia de lo mismo” (Orlandi 2002: 23, traducción de Lauria 2008). Esta dinámica refleja el tipo de estandarización que se ha llevado a cabo en Hispanoamérica, la cual se establece a partir de una lengua ejemplar que sería el español centro-norteño o del instrumento lingüístico prototípico por excelencia como lo

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es el DRAE. En efecto, siguiendo a González Stephan (1995) y a Velleman (2004 y 2014), lo que encontramos en estas codificaciones son escrituras disciplinarias, textos de misión civilizadora, como gramáticas constituciones y manuales de urbanidad, por ejemplo. Sin embargo, en otros países con una tradición colonial puede verse, desde los inicios de su estandarización, un trabajo lexicográfico diverso, que no da cuenta de lo particular de una zona, lo diferencial, sino integral, el cual es el más idóneo para los casos de lenguas con variedades lingüísticas, como el Webster en Estados Unidos o, en contextos más tardíos, el Diccionario Aurélio en Brasil. Justamente, un trabajo lexicográfico de estas características daría mejor cuenta de lo que es una variedad de lengua pluricéntrica (cfr. Zimmermann 2012), puesto que es el diccionario integral el verdadero reflejo de una comunidad lingüística y no el de un diccionario diferencial. Sin embargo, no queremos quedarnos en una crítica huera respecto a todo ese acervo lexicográfico, puesto que, desde otra óptica, mucha de la información presente en estos diccionarios, sobre todo los de esa lexicografía fundacional hispanoamericana, donde está nuestro Diccionario de Román y gran parte del corpus utilizado, es fundamental para construir la historiografía de estas variedades, entre tantos otros aspectos. En efecto, entenderemos los diccionarios como actos glotopolíticos (Lauria 2010 b y 2012 a, quien sigue a Arnoux 2008: 11-15). Nos interesa detenernos en este concepto, acuñado por Guespin y Marcellesi (1986), quienes argumentan por qué es más factible usar la voz glotopolítica frente a otras variantes como política lingüística, por ejemplo:

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[porque] tiene la ventaja de neutralizar sin expresarse en relación a ella, la oposición entre lengua y habla, glotopolítica designa los diferentes enfoques de una sociedad acerca de la acción sobre el lenguaje, sea consciente o no. Puede referirse a la lengua, cuando la sociedad legisla, por ejemplo, respecto del estatuto de distintas lenguas en contacto; al habla, cuando reprime uno u otro empleo; al discurso, cuando la escuela privilegia en los exámenes la producción de un determinado tipo de texto. Glotopolítica es un término necesario para englobar todos los hechos del lenguaje en los que la acción de la sociedad reviste la forma de lo político (Guespin y Marchellesi 1986: 5) La glotopolítica puede ser usada con dos fines: tanto para las prácticas lingüísticas como para el análisis que se hace de estas prácticas, por lo que es una práctica social y una disciplina lingüística. Elvira Narvaja de Arnoux, en su estudio emblemático relacionado con lo que sucede con los procesos estandarizadores en Chile (2008), definió la glotopolítica como el estudio que aborda las posiciones e intervenciones sobre el lenguaje en relación con las transformaciones socio-históricas más generales. Por lo mismo la glotopolítica estudia y analiza tanto la inci-

dencia de los procesos históricos, culturales, políticos, económicos en el ámbito del lenguaje, como los tipos de acción que se generan en estos procesos, así como el papel de las lenguas en la construcción de identidades. Además, la glotopolítica se centra en el estudio de las prácticas, actitudes y reflexiones sobre el lenguaje, sea en espacios institucionales oficiales y no oficiales. Las temporalidades pueden variar: puede estudiarse en épocas, en acontecimientos concretos o en las conformaciones de Estados Nacionales, entre otras. Asimismo, se utilizan materiales de archivo histórico: documentos variados, como debates, polémicas, memorias, literatura o textos normativos, siempre y cuando intervengan en el espacio de las lenguas, así como herramientas lingüísticas, altamente reguladoras, como gramáticas, diccionarios, ortografías, retóricas y textos didácticos, entre otros. Es en este punto donde aparece la relevancia del corpus seleccionado para estudiar y, sobre todo, el Diccionario de chilenismos de Román, puesto que los diccionarios, desde esta óptica, se consideran como materiales de archivo histórico. Queremos detenernos en esto de entender los diccionarios como materiales de archivo, pues si seguimos las reflexiones de Lauria (en prensa), nos acercamos a la idea foucaultiana de archivo: El archivo es en primer lugar la ley de lo que puede ser dicho, el sistema que rige la aparición de los enunciados como acontecimientos singulares. Pero el archivo es también lo que hace que todas esas cosas dichas no se amontonen indefinidamente en una multitud amorfa […] sino que se agrupen en figuras distintas, se compongan las unas con las otras según relaciones múltiples, se mantengan o se esfumen según regularidades específicas (Foucault 2005 [1969]: 220). Por lo tanto, para Foucault se llevará a cabo un trabajo documentado en donde los materiales de archivo se organizan, se distribuyen en niveles, se establecen series de ellos, se distingue lo que es pertinente de lo que no lo es, se fijan elementos, se definen unidades y se describen relaciones. En síntesis, en nuestro corpus, entonces, se generarán reflexiones relacionadas con un ideal de lengua ejemplar o de temáticas recurrentes dentro de los procesos codificadores, como una actitud determinada ante una posible fragmentación lingüística, ante préstamos lingüísticos, neologismos o ante una entidad como lo es la RAE, entre tantos aspectos. Justamente, estos textos requieren de una metodología para ser interpretados, la cual es el análisis histórico del discurso (cfr. Orlandi 2002, Arnoux 2008, Lauria 2010b), sobre todo por entender los diccionarios y otras obras propias del proceso de codificación como discursos, tal como lo plantea Courtine (1981), es decir, como objetos integralmente lingüísticos e históricos, por lo que pueden leerse en relación con una serie de aspectos que van más allá del propósito original por el que se elaboraron. En relación con este pun-

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to, Del Valle (2007), para construir su noción de discurso, utilizó lo propuesto por Jaworski y Coupland en su The Discourse Reader, de 1999: “El discurso es el uso del lenguaje en relación con formaciones culturales, políticas y sociales: es el lenguaje que refleja un orden social pero también lenguaje que da forma al orden social y a la interacción entre el individuo y la sociedad” (Jaworski y Coupland en Del Valle 2007: 23). Algo que nos acerca a lo planteado por Nunes, dentro de la tradición lexicográfica portuguesa, en donde es indispensable “explicitar los procesos históricos que llevan a la formación del diccionario, así como mostrar la aparición y las transformaciones de las prácticas que permiten su construcción” (2006: 45, traducción nuestra). Una aproximación clásica, ya, respecto a cómo se entiende el discurso y que viene a complementar la noción que queremos aquí tratar es la que ha utilizado Van Dijk (2000). Van Dijk entiende el discurso como un uso del lenguaje en donde se exponen un sistema de creencias en un marco de interacción. Estos tres elementos, a saber, uso, creencias e interacción, son los fundamentales cuando se desea estudiar un discurso determinado, articulándolos -propone Van Dijk- con las siguientes preguntas: “¿cómo influye el uso del lenguaje en las creencias y en la interacción, o viceversa?, ¿cómo influyen algunos aspectos de la interacción en la manera de hablar? O ¿cómo controlan las creencias el uso del lenguaje y la interacción?” (2000: 23). Es decir, dentro de un estadio de análisis del discurso, se debe pensar en este como una “comunicación de creencias o como forma de interacción social, así como para las relaciones entre el uso del lenguaje, la comunicación y la interacción con el contexto social” (Van Dijk 2000: 27). Por lo tanto, el discurso emitido por un hablante está emparentado con ideologías extendidas, con opiniones propias; en rigor, con el contexto del discurso, puesto que la situación social presenta una serie de elementos fundamentales para entender la producción y recepción de ese discurso, claro está:

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En efecto, si pretendiéramos explicar qué es el discurso, no nos bastaría analizar su estructura interna, las acciones que se desarrollan o las operaciones cognitivas involucradas en el uso del lenguaje. Para hacerlo, debemos dar cuenta del discurso como acción social, dentro de un marco de comprensión, comunicación e interacción que a su vez forma parte de estructuras y procesos socioculturales más amplios (Van Dijk 2000: 48). Esta fusión, del discurso en sí y sus condiciones externas, contextuales, son las que hacen del análisis del discurso un análisis crítico, en donde el analista debe dar cuenta, entre otras cosas, de una serie de mecanismos de control, dominación y manipulación, sobre todo. Este tipo de discursos suelen difundir y reproducir los razonamientos de las elites dominantes, algo que se puede aplicar, por lo demás, en discursos del pasado, por lo que hablamos de análisis crítico e histórico del discurso.

En este caso en particular podemos construir, incluso, los mecanismos y estrategias de estas elites para construir, implementar y perpetuar ciertas ideologías. Asimismo, y como un diccionario no suele leerse solo, sino en relación con otros diccionarios y obras afines, entenderemos la relación del contenido de estos como interdiscursos (Pêcheux 2005 [1975], traducción nuestra), en tanto un complejo de formaciones discursivas, donde se establecen relaciones de alianza o de contradicción entre ellos. En el caso de entender los diccionarios como discursos, seguimos a Orlandi (2002): “La lexicografía discursiva ve, en los diccionarios, discursos. De ese modo, […] podemos leer los diccionarios como textos producidos en ciertas condiciones. Así, su proceso de producción se vincula con una determinada red de memoria” (2002: 103, traducción nuestra). Justamente, el factor memoria será fundamental, tal como afirma Nunes, para quien el diccionario es producto de prácticas ejercidas en determinadas coyunturas. De ahí que, para su análisis, es preciso conocer sus condiciones de producción. Como todo discurso, el diccionario tiene una historia, construye y actualiza una memoria, reproduce y desplaza sentidos, inscribiéndose en el horizonte de los decires históricamente constituidos. (2006: 18, traducción de Lauria 2008) Por lo tanto, el estudio de las memorias discursivas será fundamental para hacer análisis histórico del discurso lexicográfico en Hispanoamérica. Sin ir más lejos, al momento de analizar algún artículo lexicográfico presente en el Diccionario de Román, podríamos pensar que este discurso es una repetición o una reformulación de otro artículo lexicográfico. Asimismo, podríamos pensar que este discurso es una transformación de otro artículo lexicográfico, con adendas, adiciones y un incremento de información; o bien, podríamos pensar que este discurso es una manifestación del olvido o desconocimiento, de parte de Román, de otros discursos lexicográficos, emitidos anteriormente, entre otros aspectos. Justamente, con esta lógica recordamos lo que trató Courtine (1981) acerca del discurso, para quien toda producción discursiva, efectuada en un momento histórico determinado, hace circular formulaciones anteriores ya enunciadas. Por lo mismo y tal como hemos venido insistiendo, si bien en nuestra investigación nos hemos centrado en el estudio, lectura y análisis de una obra –el Diccionario de Román– a lo largo de esta hemos debido leer, analizar y, valga la pena la metáfora en este caso, dialogar con un gran número de obras lexicográficas y afines. En efecto, desde el momento en que entendemos que la redacción de un diccionario supondrá siempre un trabajo sobre lo ya dicho, haremos uso del espacio de la memoria discursiva. En otras palabras, tal como veremos en la tercera parte de nuestro estudio, al estudiar y analizar determinado artículo lexicográfico, confron-

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tamos su contenido desde su propia actualidad (por ello es relevante tener a mano y analizar los diccionarios publicados en el mismo tiempo), así como lo que puede encontrarse en otro momento, sea anterior o posterior (por ello es necesario tener a mano y analizar los diccionarios publicados anteriormente y posteriormente a nuestro objeto de estudio). De esta forma, creemos, podemos describir e interpretar las regularidades y los desplazamientos en relación con la memoria lexicográfica y con la memoria discursiva. En palabras de Orlandi (2000), en todo discurso se puede apreciar una tensión entre lo mismo y lo diferente, es decir, se produce una dinámica entre la paráfrasis (la memoria) y la polisemia (lo diferente). Con esta dinámica, las memorias discursivas pueden ser abordadas mediante el análisis de la reformulación parafrástica. Es relevante, sobre todo si estamos hablando de diccionarios, la noción de paráfrasis. Seguimos en ello a Serrani (1997) y a Lauria (2008), quien, a su vez, toma la noción de Fuchs, quien afirma: La noción de equivalencia permite, en efecto, describir el parentesco semántico entre las paráfrasis considerando la existencia de diferencias semánticas entre ellas. La adopción de este modelo de “equivalencia” vuelve a plantear que la relación de paráfrasis se caracteriza no por una identidad completa de sentido, sino por la existencia de un invariante (núcleo semántico común a una familia parafrástica), más allá de las inevitables diferencias semánticas ligadas a las diferencias de formas (1994: 52, traducción de Lauria 2008).

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Si nos atenemos a esta lógica, la paráfrasis se activa en el discurso, a través de diferentes realizaciones lingüísticas. Pensemos, por ejemplo, en las formas de definir, cómo definir, qué semas utilizar. Pueden aparecer, de hecho, unidades léxicas semánticamente equivalentes, tipos de descripciones, tipos de nominalizaciones o tipos de construcciones sintácticas que, en conjunto, generan un enunciado (la definición, un artículo lexicográfico todo, de hecho) que remite a una construcción discursiva anterior. Todo esto, pensamos, activa una memoria. Asimismo, los discursos diccionarísticos incluyen el contexto socio-histórico y el ideológico en el que fueron elaborados (cfr. Orlandi 2000: 30), lo que conduce directamente a conjugar este discurso con sus condiciones de producción. Orlandi distingue, en este caso, dos instancias muy claras; por un lado, considerar las condiciones de producción en sentido estricto, esto es, estudiar las circunstancias de enunciación, es decir, investigar el contexto inmediato (pensemos, por ejemplo, en los prólogos, en la nomenclatura de los diccionarios, entre otros aspectos). Por otro lado, si consideramos estas condiciones en sentido amplio, estas incluyen el contexto socio-histórico, ideológico, en donde el diccionario fue elaborado. Estos discursos, por lo tanto, conjugando estos aspectos, son históricos e ideológicos, retomando la definición de Courtine. Son, por lo tanto,

objetos históricos, porque el diccionario no debe ser estudiado independientemente de sus condiciones de producción socio-históricas. Es más, en ellos podemos encontrar, obviamente, referencias a sus tiempos. Son, además, discursos ideológicos, porque el diccionario proyecta una representación específica de una lengua, con todo lo que esto conlleva. Justamente, estos discursos, siguiendo la lectura de Van Dijk, son las principales prácticas de la reproducción de la ideología, es decir, esas “creencias generales (conocimiento, opiniones, valores, criterios de verdad, etc.), de sociedades enteras o de culturas” (Van Dijk 1999: 92). y, en el caso que nos interesa -la cuestión de la lengua en este periodo-, de ideología lingüística. Si bien, como comenta Del Valle (2007: 19), utilizar este concepto en un campo como el de nuestra investigación es “un terreno pantanoso”, el mismo autor se encarga de citar, traducido, a Blommaert, quien es uno de los grandes reivindicadores del concepto: A pocos términos se les ha hecho tan poca justicia en el mundo académico como al de ideología. En cuanto uno se adentra en el terreno del estudio de la ideología, se encuentra con un pantano de definiciones contradictorias, aproximaciones considerablemente diferentes y enormes polémicas en torno a los términos, los fenómenos y los modos de análisis (Blommaert en Del Valle 2007: 19) Justamente, hay, creemos, una emergencia en utilizar el concepto de ideología, sobre todo en el campo lingüístico. En efecto, en estos espacios se presentan reflexiones relacionadas con las ideas lingüísticas, en torno a la unidad, la diversidad, la prescripción o a la descripción de la lengua española, entre tanto otro aspecto. Por lo tanto, se pone en práctica la noción de ideología lingüística, tomada tal y como la expone Del Valle, es decir, como esas “ideas que articulan nociones del lenguaje, las lenguas, el habla y/o la comunicación con formaciones culturales, políticas y/o sociales específicas” (2007: 20). Insistimos en que en esto sigue del Valle a Blommaert (2005), para quien el concepto de ideología se clasifica en dos grandes categorías: una categoría que se localiza explícitamente en las representaciones simbólicas que constituyen la ideología, así como en sus funciones y sus agentes culturales, políticos o sociales que las adoptan y promueven. Otra categoría es la que se entiende como el sentido común, es decir, como las percepciones normales que se tienen del mundo como sistema, las actividades naturalizadas que basan las relaciones sociales, así como estructuras y patrones que refuerzan ese sentido común. Del Valle (2007) unifica las dos categorías para elaborar su noción de ideología lingüística, definición que está basada en el concepto clásico de ideología de Althusser como aquel “sistema (que posee su lógica y rigor propios) de representaciones (imágenes, mitos, ideas o conceptos, según los casos) dotadas de una existencia y de un papel históricos en el

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seno de una sociedad dada” (1968: 191-192). De esta forma entendida y definida, la ideología lingüística la podemos caracterizar por su ubicuidad, continúa Del Valle: “por su aparente deslocalización, por un anonimato que elide su conexión con un orden de cosas a través del cual se ejerce el poder y se establece la autoridad” (2007: 21). Del Valle (2007: 22), a su vez, sigue a Kroskrity, para quien las ideologías lingüísticas deben entenderse como múltiples debido a la multiplicidad de divisiones sociales que hay dentro de los grupos socioculturales, por lo que se generan perspectivas divergentes. En este punto, del Valle insiste en las prácticas lingüísticas altamente institucionalizadas, algo que nos interesa sobremanera, porque el trabajo lexicográfico que nos convoca en esta investigación forma parte, justamente, de este lineamiento. En efecto, en cada uno de estos diccionarios se pone en práctica una ideología lingüística, la cual es necesario desentrañar, sobre todo, para dar cuenta del sentido, del valor y de la relevancia de un discurso como un diccionario. Los diccionarios están, como dice Orlandi (2002: 203) abiertos a las “batallas ideológicas”, por su condición de instrumentos lingüísticos y objetos discursivos. A su vez, no podemos dejar de lado el concepto de actitud lingüística, es decir, la tendencia de un hablante a evaluar de manera positiva o negativa un determinado rasgo lingüístico, una variedad lingüística, a cierto tipo de hablantes, entre otros aspectos (cfr. Garrett 2010). En este punto no hay que olvidar que algunas creencias que sustentan ciertas ideologías lingüísticas son las fuentes de ciertas actitudes (cfr. Maio y Haddock 2004), por lo que la relación entre ideología y actitud es la de una influencia mutua, por lo demás. En esta investigación, por lo tanto, será necesario utilizar ambos conceptos, a saber, ideologías y actitudes lingüísticas, en conjunto. En efecto, las actitudes se ven motivadas por el sistema de creencias que conforman las ideologías (para ver esto en detalle, ver Maio et al. 2006) y, por lo mismo, una llevará a la otra. En síntesis, los diccionarios, en tanto discursos, forman parte de la construcción de un imaginario social (cfr. Lara 1997), fundamental dentro del proceso estandarizador en Hispanoamérica. Tal como propone Lauria (2010b, 2011, 2012b), estos diccionarios, al ser instrumentos discursivos, ideológicos e históricos operan, además, al servicio de un imaginario nacional dentro de ese proceso de formación del Estado moderno hispanoamericano. Por lo mismo será fundamental, en el estudio de las ideas sobre la lengua y el lenguaje en este contexto, poder indagar las ideas de nación que subyacen en estos discursos: qué elementos ayudan a definir el concepto determinado de nación, en cuáles se insiste, qué otros se dejan de lado. En este punto, nos detenemos en las palabras de Lauria: “el discurso lexicográfico, en tanto discurso sobre/de la lengua, deja entrever, en nuestra opinión, un determinado proyecto de

nación. Para nosotros la elaboración de un diccionario es un acto glotopolítico” (Lauria 2010b: 50). Con todo esto, para estudiar y analizar los diccionarios –en nuestro caso, el Diccionario de Román–, estudiaremos, por un lado, los elementos paratextuales, como los títulos, prólogos, preliminares, dedicatorias, notas, apéndices, entre otros, ya que en estos espacios podemos detectar aspectos programáticos relevantes. Por otro lado, estudiaremos la selección y el tratamiento de la macroestructura, es decir, qué tipo de voces se incluyeron en el diccionario. Asimismo, analizaremos la microestructura de los artículos lexicográficos: el tipo de lematización; cómo se formularon los enunciados definidores; cómo se llevó a cabo la categorización gramatical y morfosintáctica; si hay presencia o no de marcas (sean estas gramaticales, diacrónicas, diatópicas, diastráticas, diafásicas, tecnolectales, de frecuencia de uso, de transición semántica, entre otras); si hay inclusión de citas y ejemplos, así como de autoridades o fuentes lexicográficas; si hay incorporación o no de la etimología, de observaciones de tipo enciclopédico, así como de ampliación sintagmática o paradigmática, entre otros aspectos. Asimismo, utilizaremos un número de artículos lexicográficos en su completud para dar cuenta de una serie de aspectos que hacen de este diccionario un diccionario diferencial, de lengua, histórico o etimológico, entre otros aspectos.

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5. Ideas e ideologías lingüísticas

Como una primera instancia, podemos ver en acción a estos actos glotopolíticos en el análisis de algunos de los paratextos de los diccionarios estudiados, sean estos advertencias, prólogos o estudios preliminares, entre otros13. Justamente, en relación con la relevancia de los prólogos y por qué nos detendremos en ellos en esta primera parte de nuestro estudio, no debemos olvidar lo que afirmó Nunes en su momento: Los prefacios constituyen material fundamental para el análisis de las condiciones de producción del discurso y de la posición del lexicógrafo. Ahí, los autores plantean, construyendo las imágenes de los lectores y las del diccionario, el plan de la obra; la concepción de lengua, el recorte de la nomenclatura, los procedimientos lexicográficos, el contexto en que el diccionario se inserta (diccionarios de lengua nacional, diccionario de regionalismo, etc.). (Nunes 2006: 33, traducción de Lauria 2008)

El ideologema es la representación, en la ideología de un sujeto, de una práctica, una experiencia, un sentimiento social. El ideologema articula los contenidos de la conciencia social, posibilitando su circulación, su comunicación y su manifestación discursiva en, por ejemplo, las obras literarias. (Kerbrat-Orecchioni 1980: 35)

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En rigor, lo que queremos mostrar es una de las técnicas de análisis que se ha llevado a cabo cuando de análisis histórico del discurso desde una óptica glotopolítica estamos hablando, y una de ellas es la aplicación del concepto ideologema, unidad de análisis dentro de la ideología, praxis usual en Arnoux y del Valle (2010). El ideologema, tomado de Angenot (1982), es el término usado para referirse a lugares comunes, postulados o máximas que, pudiendo realizarse o no en superficie, funcionan como presupuestos del discurso (cfr. Arnoux y del Valle 2010: 12):

A su vez, la imposición de un nuevo ideologema se logra cuando se naturaliza lo que se enuncia generalizando su aceptación hasta el punto de bloquear la posibili-

Para más detalle, cfr. Chávez Fajardo y Dorado Puntch 2016a, Chávez Fajardo 2014, Chávez Fajardo 2013 a y b, Chávez Fajardo 2011b y Chávez Fajardo 2010. 13

dad de su lectura crítica o problematización (cfr. Arnoux y del Valle 2010: 13). Es interesante que, desde otra óptica, Huisa (2012: 132) llega a las mismas apreciaciones, descartando ideologías e insistiendo en un análisis del discurso más funcional y proponiendo, para el análisis, herramientas como tema, función y proveniencia, tanto en el discurso del paratexto como en el de la microestructura de un artículo lexicográfico. Siguiendo con nuestra propuesta, presentaremos algunos ejemplos idóneos para nuestra lectura. Por ejemplo, un ideologema usual dentro de un Estado hispanoamericano en formación sería el de una nación se define por la posesión de una lengua determinada. Esa lengua, por ejemplo, hay que conocerla, tanto sus elementos generales como sus elementos característicos: ¿qué mayor atraso, qué odio más ciego, qué imbecilidad más vergonzosa que romper con la tradición literaria del idioma que es parte de nuestra existencia y monumento de nuestra vida intelectual, y lleva en sí los caracteres y dotes de antigüedad, doctrina, riqueza, propiedad, finura, etc., que le dan la forma y fisonomía de un gran idioma y le tiene predispuesto para el más alto grado de cultura? (Sotomayor 1866: 667) porque dar a conocer en detalle las diversas voces proferidas constantemente en una determinada región, exige fidelidad completa de exposición, esto es, no omitir ninguna y precisar su significado. (Echeverría y Reyes 1900: xxi) ¿Será posible, me decía, que este idioma nuestro, nacional –castellano por su índole analógica y sintáctica y casi en su totalidad por sus elementos prosódicos y ortográficos, pero cada día más distinto del que se habla en la península por su vocabulario ó expresión de las ideas madres– carezca de un diccionario propio, que registre las palabras, frases y modismos usados en la República Argentina y que no están incluidos en el Diccionario de la Academia, o que, si lo están, no tienen el significado que nosotros les damos? (Garzón 1910: vi) En efecto, no hay mejor museo para conocer el ingenio y habilidad de un pueblo, su índole y sus costumbres, sus tendencias y hasta sus vicios, que la lengua misma que habla, como que en ella quedan cristalizadas sus ocurrencias y genialidades, sus pesares y alegrías, sus equívocos, todo lo que brota de su magín malicioso y pronuncian sus limpios o empecatados labios. (Román 1916-1918: v-vi) El diccionario se instala, por lo tanto, como un espacio de memoria. En el caso de Daniel Granada, el hecho de “depositar” un léxico diferencial en el lemario de un diccionario es la única forma para rescatarlo del olvido y resguardarlo de esa ignominia de devaluar una voz, por el solo hecho de no estar incorporada en un repertorio lexicográfico: pero en realidad de verdad nadie se ha ocupado formalmente en hacer un inventario completo de ellas [de las voces características rioplatenses], ni antes

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ni después de la emancipación de las antiguas colonias. De ahí que se hayan ido olvidando y desestimando como vulgares muchas voces americanas que en otro tiempo corrieron válidas, y que sea tan corto a proporción el número de las que registra la Real Academia Española (Granada 1889: 35) En la misma Argentina, casi veinte años después, Tobías Garzón también redactó un diccionario también pensándolo en tanto reducto de identidad y de memoria: Las columnas de un diccionario nacional son los paños de una bandera protectora, y la nación que carece de él no ha construido todavía el arca que ha de guardar las riquezas de su lengua, que son sus tradiciones, su historia, sus conquistas y su civilización. (Garzón 1910: xi) Sin embargo, este ideologema también puede instalarse como la justificación para el uso oficial de una sola lengua. En este caso, el monolingüismo será el que impere en la mayor parte de los países latinoamericanos y donde, a excepción de algunos casos, como Paraguay, será la lengua española la que se elija como la lengua oficial de los nacientes estados latinoamericanos. De esta forma, lo que se entiende en estos momentos por provincialismo, se concientiza con un intento inicial de definición, tal como apreciamos con Juan de Arona en el prólogo de su diccionario. Él es uno de los primeros autores que se interesa por definir la diferencialidad: Entiendo por término peruano o peruanismo no solo aquellas voces que realmente lo son, por ser derivadas del quichua, o corrompidas del español, o inventadas por los criollos con el auxilio de la lengua castellana; sino también aquellas que, aunque muy castizas, aluden a objetos o costumbres tan generales entre nosotros y tan poco comunes en España, que nos las podemos apropiar y llamarlas peruanismos, como si no estuvieran en el Diccionario de la Academia Española. (Arona 1882: x)

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O en Baldomero Rivodó en su monografía: Los llamados provincialismos que se usan en Venezuela pueden dividirse en cuatro clases: 1.Voces castizas que han sufrido alteraciones en sus formas; 2.Voces castizas o derivaciones de ellas a las cuales se han agregado acepciones o significaciones especiales, que no constan en el Diccionario; 3.Voces cuyo origen es desconocido; pero que en su mayor parte presentan forma y corte de castizas; 4.Voces provenientes de los idiomas que hablaban los aborígenes del país, antes de la conquista española (Rivodó 1889: 137) A este intento le sigue la delimitación del concepto, al prestarse este a confusiones. En este caso nos interesan, nuevamente, las reflexiones de Baldomero Rivodó,

quien es, dentro del corpus de paratextos analizados, el que más cuida este tipo de apreciaciones lexicológicas: Importa mucho no confundir los provincialismos, propiamente dichos, con ciertos vicios que son inherentes al idioma, y que están, puede decirse, en su índole: estos se cometen, más o menos, en todos los países donde se habla castellano [...] También se incurre en el error de llamar provincialismos, voces o derivaciones que solo adolecen de ser poco conocidas; pero que son tan castellanas como cualquiera otra que lo sea. Con frecuencia no se ha seguido más criterio para calificar una voz de provincialismo que el hecho de no constar en el diccionario de la Academia española (Rivodó 1889: 233-234) Y será, además, una práctica usual darle un valor negativo a lo particular de una zona, como sucede con Daniel Granada en el prólogo de su diccionario: “Es verdad que casi todas las voces a que aludimos se hallan en la modesta condición de provinciales, y que sería descabellada pretensión la pretensión de quien se empeñase en incorporarlas indistintamente al inventario general de la lengua” (Granada 1890: 39). O los casos extremos de los chilenos Ricardo Paulsen, estrecho colaborador en el Diccionario de Chilenismos de Zorobabel Rodríguez (1875) y el salesiano Camilo Ortúzar, con un purismo lejano al moderado: Resumiendo, diremos que nosotros no aceptamos chilenismo alguno que tenga su correspondencia castellana, y aún preferiremos el provincialismo andaluz o aragonés a las voces del cholo de Bolivia o del pehuenche de Chile. El que no quiera seguir los sanos y bien intencionados consejos del Diccionario de Chilenismos, que lo deje [...] (Paulsen 1876: 14). Han de tacharse además como viciosos los provincialismos, esto es, los vocablos o giros propios y privativos de una provincia o territorio, siempre que tengan sus equivalentes castellanos. Si dos vocablos significasen idénticamente la misma cosa, lo que en rigor no ocurre ni aun con los sinónimos, tendríamos dos signos diferentes para una misma idea, lujo absurdo que ninguna lengua se ha permitido jamás. (Ortúzar 1893: xvi) Asimismo, el reconocimiento de una variedad no dominante: “Es curioso y útil el estudio de este lenguaje pintoresco a las veces, que va mezclándose con el español, ataviado a usanza nacional, en cada una de estas repúblicas de Hispano-América” (Batres Jáuregui 1892: 32). Hasta llegar a niveles descalificatorios al valorar a la variante no dominante como corrupción, postura usual en los discursos paratextuales de este periodo: La incorrección con que en Chile se habla y escribe la lengua española es un mal tan generalmente reconocido como justamente deplorado (Rodríguez 1875: vii).

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En América puede decirse que ha caducado el idioma entero, o que siempre se le habló a medias; no habiéndose tomado de los conquistadores más que las voces necesarias para el cambio diario(...) El desuso en Hispano América de una gran parte del vocabulario español es debido, a como dije antes, a la ignorancia más veces, al temor de no ser ampliamente comprendido otras, y las más, a la indolencia propia de las sibaríticas regiones de la hamaca (Arona 1882: xliii y xlv) En segundo lugar, tenga presente que debe hacer caso omiso de la muchedumbre de voces y frases exóticas que, así en América como en España, desfiguran y estropean el habla en que Ercilla cantó la pujanza de los araucanos (Granada 1890: 58). Mientras que no faltan pocas circunscritas a pueblos o villas de una misma nacionalidad, vergonzantes las más, que en ciertos lugares son de uso corriente, para significar animales o frutas, y en otros designan objetos torpes o inmundos (Batres Jáuregui 1892: 32) Se nos tilda a los hispano-americanos de hablar cierta jerigonza y de ser como contrabandistas del idioma español: tantas son las locuciones viciosas que tienden entre nosotros a convertirlo en un revuelto fárrago, ya que no en miserables dialectos. (Ortúzar 1893: v) Esto no quita que se valore positivamente la variación diatópica en algunos casos, tal como constatamos en Batres Jáuregui para Guatemala, algo absolutamente poco usual en estos discursos, sobre todo en este mismo autor, cuya actitud se presenta como un verdadero oxímoron, al ser él mismo, además, uno de los autores que condenan el provincialismo: Voces regionales, que están en la condición modesta de provincialismos nuestros; pero que para nosotros tienen la importancia que en la familia se atribuye a las reliquias abolengas, que el tiempo ha respetado, por más que carezcan de intrínseco valor [...]

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[Estas voces regionales] lejos de amenguar el habla castellana, dánle [a la lengua española] más valor, riqueza y gallardía [...] [Son estos vocablos] dignos de figurar en el diccionario de la lengua (Batres Jáuregui 1892: 31-34) O bien, se la vea como una realidad, que se usa y que no debe de esperarse que ninguna institución norme por ella, como sucede con Palma y con Garzón: Debe tenernos sin cuidado el que la docta corporación nos declare monederos falsos en materia de voces, seguros de que esa moneda circulará como de buena ley en nuestro mercado americano. Nuestro vocabulario no será para la exportación, pero sí para el consumo de cincuenta millones de seres, en la América latina. Creemos los vocablos que necesitemos crear, sin pedir a nadie permiso y sin escrúpulos de impropiedad en el término, como tenemos

pabellón propio y moneda propia, seamos también propietarios de nuestro criollo lenguaje (Palma 1896: 12-13) Volviendo, ahora, a la pregunta que hice al empezar este prólogo, puede ya fácilmente descubrir, con lo dicho, el lector, que en esta obra me he propuesto demostrar el estado actual de la lengua en la República Argentina y que en ella no se habla ya el idioma que hablan en España, si el Diccionario de la Real Academia traduce con fidelidad el uso corriente en la península. (Garzón 1910: vii) Algo que se empezará a generalizar ya entrado el siglo XX. Por ejemplo, Carlos Seura, en 1931, será enfático en declarar la imposibilidad de mantener una suerte de casticismo en el español de América: “Pretender la pureza del lenguaje […] sacrificando aún nuestro propio dialecto, es un imposible” (1931: 290). Y su defensa en torno a la variación diatópica se sostiene en argumentaciones como esta: La variedad de los provincialismos, los distintos usos y costumbres de cada nación, la escasez de comunicaciones en tiempos de la colonia, la abundancia de iletrados, la carestía de los libros y otros factores que explican la formación de nuestros chilenismos no pueden desaparecer “así no más” (Seura 1931: 290). Lo mismo Enrique Teófilo Sánchez y Tobías Garzón en la Argentina: No desechamos las palabras generalizadas e indispensables para indicar con claridad una idea, acción o cosa que no tendríamos cómo expresarlas, si nos fuéramos a atener únicamente al permiso de la Real Academia Española; esto sucede con agalludo, que concuerda con la acepción figurada de agalla, aprobada oficialmente (Sánchez 1903: 5). Pero nuevo mundo exige nueva lengua, no hay más remedio, y así parece creerlo la Academia; y cuando decimos nueva, no queremos significar con esto una transformación radical o fundamental de su sintaxis, una nueva formación del plural de los nombres y del género de los adjetivos, ni tampoco una revolución en la conjugación de los verbos […] no, en fin, una degeneración del sistema particular en que está basada la lengua española y que la distingue de las demás, sino simplemente mudanza, renovación […] enriquecimiento de su vocabulario (Garzón 1910: viii) En síntesis, la hegemonía de la variedad dominante se establece como premisa en la mayoría de estos paratextos: Jamás diccionario alguno, por estimable que sea, podrá llevar ventaja al de un cuerpo colectivo, como es la Academia, que de continuo se rejuvenece con nuevos individuos y que con notable método y concierto trabaja incesantemente en perfeccionar su obra, ya en España, cuya capital ha sentado sus reales, ya en casi todas las repúblicas americanas donde otras corporaciones correspondientes del mismo género le sirven de auxiliares podero-

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sos a la manera que en un río múltiples arroyos aumentan el caudal de sus aguas. Por esto, remitiéndonos a él, lo hemos tomado por norma y base de estas correcciones (Ortúzar 1893: ix) La revolución del idioma está casi vencida, y lo que falta para que desaparezca por completo es obra del tiempo. De México a la Patagonia impera la lengua de Castilla, si no en toda su majestad, al menos purgada de muchos de los vicios que en años anteriores se encaminaban a desnaturalizarla (Membreño 1897 [1895]: xii) En la parte primera bien podemos quedar contentos con el número de las admisiones, puesto que nos entramos en el terreno propio de los ilustres Académicos de Madrid; y habérsenos dado lugar en él, poco o mucho, debe ser justo motivo de congratulación para nosotros (García Icazbalceta 1899: v) Sin embargo, es interesante cuando el lexicógrafo va más allá y critica la misma lengua española: El español, que está lejos de ser la más culta de las lenguas modernas, ha sido más irrespetuoso que el inglés y el francés, y hecho un verdadero republicano, ha roto con el pasado ahuyentando de su ortografía la th, la ph y la y griega vocal, en las voces de origen griego, y hasta la x y el trans, que hoy son casi siempre s y tras (Arona 1882: xliii)

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Donde se sientan las bases ideológicas, por lo demás, de Arona mismo, su antirrepublicanismo (estudiado, ya, por Huisa 2013 y 2014b), esa “poca sutileza” (en palabras de Huisa 2014b: 152) y un purismo cercano al más puro clasicismo. Asimismo, se establece ese purismo moderado, usual en lingüistas, gramáticos, filólogos y aficionados de orientación positivista. Creen estos en la posibilidad sistemática de generación de nuevas voces y suponen, sostiene Lauria (en prensa), “que las normas se emplazan espontáneamente como producto del progreso indefinido”. A propósito de esta postura, Luis complementa: “el lema del progreso, que en materia de lengua es una sana y razonada apertura hacia la novedad, y la consideración cautelosa de la cita de autoridad” (2003: 141). Sus principales exponentes fueron el colombiano Rufino José Cuervo y el español Juan Valera. Cuervo -en la carta que escribe a Camilo Ortúzar y que este adjunta en el “Prólogo” de su Diccionario Manual de Locuciones Viciosas y Vicios del Lenguaje (1893)- exponía una serie de puntos relevantes para comprender su posición frente al purismo. Si bien acepta que el Diccionario Académico es el referente para el uso o no de voces –partiendo de la premisa de la presencia o no de voces en su cuerpo-, sorprende la lucidez con que presenta la posibilidad sistémica de generación de nuevas voces, sin la necesidad de que ellas estén presentes en el diccionario:

Fuera de estos recursos, cuenta la lengua con la libertad de formar otras voces valiéndose de las leyes de la analogía; cada día aparecen en la conversación, en lo escrito, y nadie las repara: tan naturales son. Sin embargo, con frecuencia no entran en el Diccionario, mientras no están como fijas en obras literarias; pero esto no quita que sean tan legítimas como las que más. (Cuervo en Ortúzar, Prólogo: xxiv-xxv) Por lo mismo, para Cuervo no puede existir un diccionario completo: “cosa que nada tiene de extraño cuando ni aun tratándose de las muertas, cuyas fuentes están cegadas, se encuentra uno a que nada falte” (Cuervo en Ortúzar, Prólogo: xxv). Tendrá, además, una posición adelantada respecto a los extranjerismos –en particular los galicismos–, al preferir el peso del uso frente a su calidad de barbarismos infundados: Respecto a neologismos y galicismos, sospecho que la Academia corregiría algunos que son inútiles; pero el hallarse empleados en su obra misma demuestra lo muy usados que son, y es argumento de que acaso no dista el día en que a nadie se le ocurra pensar si son viejos ó nuevos. Eso sucede con vocablos que hace años se llamaban hasta bárbaros, y hoy nadie sabe su bastardo origen. (Cuervo en Ortúzar, Prólogo: xxvi) Para el español Juan Valera la situación es la misma. Él mismo señalaba que estaba lejos de ser un purista radical. Es más, reconocía el uso de galicismos en su propio discurso: Tampoco soy yo de los que, por su amor al lenguaje y a su pureza, se desvelan y afanan en imitar a un clásico de los siglos XVI y XVII. Prefiero una dicción menos pura, prefiero incurrir en galicismos que censuro, a hacerme premioso en el estilo, o duro y afectado. (Valera 1864: 282) Exponía, además, una serie de argumentaciones referentes al uso de voces de otras lenguas. Primero, aceptar el uso de extranjerismos cuando no se encuentre una palabra en español que exprese con exactitud una idea o cosa. Segundo, aceptar americanismos que reflejen nuevas realidades: Apruebo asimismo que nuestro castellano adopte y haga suyos cuantos vocablos nos vengan de la América que fue española, con tal que valgan para expresar usos y costumbres, objetos naturales de la fauna y de la flora americana, trajes, muebles, instrumentos y otros utensilios, que por allá se gastan o se emplean y que en nuestra península carecen de nombre que los exprese. (Valera, citado por Román 1916-1918: viii) Como sea, el lexicógrafo deberá, en este caso, verificar hasta qué punto es necesaria la presencia de una voz diferencial, ya que la aceptación sin más de una serie de

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voces regionales podría desencadenar la temida fragmentación del español: “puede romperse la unidad del lenguaje, y, al degenerarse éste, producir dialectos especiales, que serán caricaturas de la hermosa lengua castellana” (Echeverría y Reyes 1900: xvi). La labor de Echeverría y Reyes, por lo tanto, también se enmarcó dentro de los espacios más flexibles del purismo moderado. Otro ejemplo en Chile de este purismo moderado fue nuestro Manuel Antonio Román, quien propuso, en los prólogos de cada uno de los cinco tomos de su Diccionario (1901-1918), la incorporación de la diversidad como una realidad dentro de la homogeneidad idiomática. De esta forma, el hablante, al acceder a estos diccionarios, conocerá cada una de las variantes diatópicas y no verá en estas desviaciones más que nuevas realidades. Por lo mismo, Román celebró la apertura, en 1885, de la Academia Chilena de la Lengua. Para el sacerdote diocesano la presencia de una academia correspondiente, junto con “ser ejemplo y estímulo para el cultivo de las buenas letras en Chile”, serviría como difusora de los chilenismos que posteriormente serán publicados en el diccionario académico: “Toca pues a los letrados chilenos, y en especial a los que forman su senado literario, la Academia Chilena, aquilatar estas voces y decidir cuáles merecen recomendarse a la Real Corporación de España, que es la fiel guardadora del tesoro de la lengua” (Román 1916-1918: vi). Para Román esta será la posibilidad de que los chilenismos sean conocidos fuera de nuestras fronteras: “¿Cómo no entusiasmarse con la idea de que nuestras voces, cual legítima aportación que hacemos al acervo común, vuelen por todo el mundo de habla española y seamos así entendidos de todos los demás?” (Román 1913-1916: vii). Por esta razón, el diocesano insistía en la importancia de la publicación de diccionarios en cada una de las zonas hispanoamericanas, ya que tendrán como objetivo difundir todos aquellos chilenismos sin equivalentes castizos y, de esta forma, ayudar a conformar la unidad idiomática: “Con esto conseguiríamos, entre otras ventajas, las dos bien grandes de popularizar las voces castellanas correspondientes a las chilenas y de conocer y unificar nuestro lenguaje” (Román 1908-1911: xi). El objetivo de Román, además, es que el hablante domine correctamente su lengua: “Y lo decimos sin jactancia; lo decimos con sinceridad y con verdadero patriotismo, porque deseamos que Chile sobresalga en el amor a la hermosa lengua castellana, en su cultivo y buen uso” (Román 1913: iv). Más allá fue el peruano Ricardo Palma, conocido detractor de las ideas más puristas: Lo que abunda no siempre daña, y no es malo tener sobra de palabras para escoger como entre peras, amén de que no todas las voces usadas en España han pasado el charco y aclimatándose en América. (Palma 1903: v-vi)

A tal punto que se adelanta a los preceptos más actuales del uso y su relevancia: En materia de lenguaje, nada encuentro de ridículo más pretensioso que eso de exhibirse como afiliado entre los mantenedores de una pureza fantástica, y que excomulgan a los que, con criterio liberal, no rechazamos locuciones que ya el uso ha generalizado. El lenguaje dista mucho de ser exclusivista. Surge una nueva acepción, y para excluirla o condenarla no hay institución bastante poderosa ni suficientemente autorizada. (Palma 1903: vi) Hasta llegar a su emblemático decreto: “El purismo pasó de moda” (Palma 1903: vii). Así como la necesidad de ser más permisivos con los neologismos y la sinonimia: “El siglo XX impone un vocabulario más rico que el tan admirado del siglo de oro o de esplendor para las letras castellanas” (Palma 1903: vii). De esta forma, el objeto diccionario nos mostrará cómo estos nuevos Estados que se van organizando a lo largo del siglo XIX moldean el imaginario nacional a partir de la imposición de un modelo lingüístico determinado: el de una variedad entendida como la dominante. Veamos otro ejemplo de ideologema: en el caso de Hispanoamérica y sus nacientes naciones, el proceso estandarizador se inicia con la toma de conciencia de la posesión de una lengua vehicular, como lo es el español, es decir, de la concienciación (cfr. Metzeltin 2007 y 2011). Sin embargo, el ideologema que se genera, la lengua como patria común, da cuenta de la intención panhispánica que va más allá de los límites estatales: “Es preciso -afirma Sotomayor en su discurso de 1866-, si queremos evitar la degeneración de nuestra lengua que así es nuestra como de los castellanos, tomar un vivo interés por el estudio de la literatura clásica de España, y fijar bien con este estudio la fisonomía y carácter propios del idioma” (Sotomayor 1866: 669). Es interesante revisar, en este caso, aunque anómalo dentro del conjunto hispanoamericano, la presencia del nacionalismo lingüístico, es decir, de la búsqueda de la independencia absoluta frente a la norma peninsular. Es decir, en términos de Geeraerts (2003: 10), un tipo de modelo romántico de estandarización, en donde los modelos estándar de lengua son un ejemplo de opresión y exclusión. En efecto, este tipo de modelo, de alguna manera, desarma la dialéctica del proceso estandarizador en pos de una lengua ejemplar. Por ejemplo, se supone que una lengua estándar debería ser geográficamente neutral, cosa que en la práctica no es tal. Asimismo, frente al estándar, la variedad dialectal o no dominante no tendrá más espacio que el familiar e íntimo, es decir, el lenguaje de las emociones, de la espontaneidad, en contraste con el lenguaje oficial. Asimismo, aunque la lengua estándar se considere neutral, en la práctica será la lengua de una elite; es más, existe una relación, explica Geeraerts entre lo económico, lo cultural o lo político de una elite determinada con el lenguaje estándar. Es más: “The outsiders may then perceive the

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greater linguistic proficiency of the elite as a factor contributing to social exclusión” (2003: 10). Es en Chile donde un joven y exiliado Domingo Faustino Sarmiento, el exponente más destacado de este modelo romántico de estandarización, publicó algunas reflexiones: Desprendidos en política de España, su abuela común, por su emancipación, no lo están aún en artes, en literatura, en costumbres ni en ideas. Nuestra lengua, nuestra literatura y nuestra ortografía, se apegan rutinariamente a tradiciones rutinarias y preceptos que hoy nos son casi enteramente extraños y que nunca podrán interesarnos. Los idiomas, en las emigraciones como en la marcha de los siglos, se tiñen con los colores del suelo que habitan, del gobierno que rigen y las instituciones que las modifican. El idioma de América deberá, pues, ser suyo propio, con su modo de ser característico y sus formas e imágenes tomadas de las virginales, sublimes y gigantescas manifestaciones que su naturaleza, sus revoluciones y su historia indígena le presentan. Una vez dejaremos consultar a los gramáticos españoles, para formular la gramática hispanoamericana, y este paso de la emancipación del espíritu y el idioma requiere la concurrencia, asimilación y contacto de todos los interesados en él (Sarmiento 1952: 184). Algunas de estas reflexiones, vehementes, críticas y despectivas respecto a una institución como lo es la Real Academia Española: estarnos esperando que una academia impotente, sin autoridad en España mismo, sin prestigio y aletargada por la conciencia de su propia nulidad, nos dé reglas, que no nos vendrán bien después de todo, esa abyección indigna de naciones que han asumido el rango de tales (Sarmiento 1843: 25).

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Sarmiento, en efecto, lo que deseaba era la masificación de la educación, no por nada fue el primer director de la Escuela de Preceptores de Chile, en 1842, primera en Latinoamérica. Para Sarmiento, por ejemplo, la lengua era un patrimonio popular y veía en la imperfección del sistema ortográfico vigente, la pérdida de este patrimonio. No debemos olvidar que este lector de Vico y Herder y, para algunos, el primer intelectual latinoamericano que usó la voz “cultura” en el sentido herderiano del término (cfr. Torrejón 1989: 549), pensaba que era el pueblo el que crea y perfecciona la norma y las variedades de una lengua eran válidas, por ser producto del devenir histórico de un uso del pueblo, de un patrimonio popular: Convendría […] saber si hemos de repudiar en nuestro lenguaje, hablado y escrito, aquellos giros o modismos que nos ha entregado formados el pueblo de que somos parte, y que tan expresivos son, al mismo tiempo que recibimos como buena moneda los que usan los escritores españoles y que han recibido del pueblo en medio del cual viven (Sarmiento en Pinilla 1945: 2-3)

A propósito de estas disputas, Glozman y Lauria (2012), en un acopio de los debates que se generaron en la Argentina desde principio del XX, dan cuenta de que las bases de este nacionalismo lingüístico aparecen un poco antes en la Argentina, con la generación de 1837. Generación de una marcada posición antihispanista e independentista, tiene a uno de los más grandes intelectuales, políticos y estadistas como uno de sus líderes, Juan Bautista Alberdi, quien sienta las bases de esta independencia cultural en su Fragmento preliminar al estudio del derecho: que la industria, la filosofía, el arte, la política, la lengua, las costumbres, todos los elementos de civilización, conocidos una vez en su naturaleza absoluta, comiencen a tomar francamente la forma más propia que las condiciones del suelo y la época les brindan (Alberdi 1984 [1837]: 124). Las ideas lingüísticas, por lo tanto, son parte de un constructo mucho mayor, en donde, empero, la independencia lingüística sería el claro reflejo de la independencia toda, puesto que reflejará el progreso de la nación y la soberanía del pueblo. En este contexto ni la lengua hablada en España ni el derrotero político en la península son motivo de sujeción ni de imitación: Nuestra lengua aspira a una emancipación, porque ella no es más que una faz de la emancipación nacional, que no se completa por la sola emancipación política. Una emancipación completa consiste en la erección independiente de una soberanía nacional. pero la soberanía del pueblo no es simple, no mira a lo político únicamente. Cuenta con tantas fases, como elementos tiene la vida social. El pueblo es legislador no solo de lo justo, sino también de lo bello, de lo verdadero, de lo conveniente. Una academia es un cuerpo representativo, que ejerce la soberanía de la nación en cuanto a la lengua. El pueblo fija la lengua, como fija la ley; y en este punto, ser independiente, ser soberano, es no recibir su lengua sino de sí propio, como en política, es no recibir leyes sino de sí propio (Alberdi 1984 [1837]: 82) El caso de Sarmiento y el de Alberdi es, justamente, el de este modelo romántico. A propósito, Geeraerts afirmaba que un verdadero modelo romántico de lengua implica un punto de vista donde la expresión es más importante que la comunicación (Geeraerts 2003: 13). Justamente, esa visión de mundo que, de alguna manera, intenta defender Sarmiento con sus argumentos: “If some language varieties are delegated to second rate status through the existence of a standar variety, then the speakers of those language varieties are denied a fundamental right: the right to express themselves in their own language” (Geeraerts 2003: 13). La propuesta de desarrollar una lengua autóctona que acoja neologismos y préstamos en cada una de las nacientes repúblicas tuvo, entre sus detractores, al mismo Andrés Bello, un buen ejemplo del modelo opuesto, según Geeraerts: el modelo racionalista, es decir, ese modelo que

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busca, a toda costa, una lengua estándar general. Entre ambos se genera una histórica polémica; por medio de artículos publicados en periódicos, esta disputa entre un romántico y un racionalista fue conocida como la controversia filológica. En esta controversia Sarmiento, motivado por la publicación de Ejercicios populares de Pedro Fernández Garfias (1842) –un glosario de incorrecciones lingüísticas aparecido en El Mercurio–, afirmaba en una carta al mismo periódico: Convendría, por ejemplo, saber si hemos de repudiar, en nuestro lenguaje hablado, o escrito, aquellos giros o modismos que nos ha entregado formados el pueblo de que somos parte, y que tan expresivos son, al mismo tiempo que recibimos como buena moneda los que usan los escritores españoles y que han recibido también del pueblo en medio del cual viven. La soberanía del pueblo tiene todo su valor y su predominio en el idioma; los gramáticos son como el senado conservador, creado para resistir a los embates populares, para conservar la rutina y las tradiciones. Son, a nuestro juicio, si nos perdonan la mala palabra, el partido retrógrado, estacionario, de la sociedad habladora; pero, como los de su clase en política, su derecho está reducido a gritar y desternillarse contra la corrupción, contra los abusos, contra las innovaciones. El torrente los empuja, y hoy admiten una palabra nueva, mañana un extranjerismo vivito, al otro día una vulgaridad chocante; pero ¿qué se ha de hacer?, todos han dado en usarla, todos la escriben y la hablan, fuerza es agregarla al diccionario, y, quieran que no, enojados y mohínos, la agregan, ¡y que no hay remedio! (Sarmiento 1948: 215-216). La afirmación con la que termina esta carta bien vale una investigación que solo concierna al discurso de Sarmiento en lo que se refiere a la estandarización, solo por los matices y contradicciones que en él pueden detectarse: “[...] y el pueblo triunfa y lo corrompe y lo adultera todo!” (Sarmiento 1948: 216), aspecto que, si bien no entra en esta investigación, bien reclamaría su estudio en otra. Rápidamente Andrés Bello, bajo el seudónimo “Un quidam”, respondía:

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En las lenguas como en la política, es indispensable que haya un cuerpo de sabios que así dicte las leyes convenientes a sus necesidades, como las del habla en que ha de expresarlas; y no sería menos ridículo confiar al pueblo la decisión de sus leyes, que autorizarle en la formación del idioma (Bello 1951: 148). La repercusión de las ideas de Sarmiento no se hizo esperar. Por ejemplo, es más que conocido el caso del escritor Juan María Gutiérrez, quien rechazó ser miembro correspondiente de la Real Academia Española, cuando esta funda academias correspondientes, sobre todo, por esa idea de “fijar” una lengua: Según el artículo primero de sus estatutos, el instituto de la Academia es cultivar y fijar la pureza y la elegancia de la lengua castellana. Este propósito

pasa a ser un deber para cada una de las personas que, aceptando el diploma de la Academia, gozan de las prerrogativas de miembros de ella y participan de sus tareas en cualesquiera de las categorías en que se subdividen según su reglamento […]. Aquí, en esta parte de América, poblada primitivamente por españoles, todos sus habitantes, nacionales, cultivamos la lengua heredada, pues en ella nos expresamos, y de ella nos valemos para comunicarnos nuestras ideas y sentimientos; pero no podemos aspirar a fijar su pureza y elegancia, por razones que nacen del estado social que nos ha deparado la emancipación política de la antigua metrópoli (Gutiérrez 2003 [1876]: 67-68). O, por otro lado, el fundador de la lexicografía rioplatense, Daniel Granada, desde Montevideo (1889) afirmaba en su “Idioma nacional”, suerte de prólogo al Diccionario geográfico del Uruguay, de Orestes Araujo: Abrazar el dictamen de los que intentan y predican la formación de una lengua o modo de hablar especial a la Argentina, idea y propósito incomprensible e irrealizable, como no sea la composición de un vocabulario de barbarismos, solecismos y neologismos exóticos, innecesarios y malsonantes, de que podría hacerse, sin duda, una abundantísima cosecha. (Granada, “Idioma nacional”, en Coll 2012: 8) O ya, en sus apuntaciones lexicográficas posteriores, que: en uno de los más prósperos países americanos, en el seno mismo del ayuntamiento y de la universidad de la capital, [se ha intentado] que se declarase idioma nacional y se enseñase en las escuelas públicas un supuesto idioma criollo, en consecuencia, quedaba relegado a la condición de exótico el idioma en que están redactadas la constitución y las leyes por que se rige la nación y que individualizan su personalidad en el concierto de las sociedades políticamente constituidas. El trueque de una lengua formada por un engendro dialectal divorciado del núcleo evolutivo importa un retroceso en su desenvolvimiento orgánico (Granada 1948 en Coll 2012: 9) ¿Por qué esta independencia lingüística no prosperó en la Argentina? Hay una serie de razones que pueden ayudar a entender el giro glotopolítico, como el cambio de actitud hacia una España, sobre todo después de la guerra con Cuba o, además, por una llegada de población inmigrante enorme que, de alguna forma, hizo repensar qué lengua enseñar y cómo enseñarla, entre otras razones, escuetamente expuestas aquí, pero detalladas y reflexionadas en profundidad en una serie de estudios (ver, al respecto, Glozman y Lauria 2012, Lauria 2012a o Lauria 2011, entre otros). Podemos resumir la actitud con parte del prólogo que el catalán Ricardo Monner Sans escribió en sus Notas al castellano de la Argentina:

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Hasta hace poco, y solo obedeciendo a un exceso de amor patrio, el nativo idioma recibía el nombre de idioma nacional, y hubo quien, con disolvente voluntad, pretendió la formación de un idioma argentino, sin duda para aislar a esta República del resto de Hispano-América o ir preparando un cambio problemático y lejano que, comenzando por la sintaxis y siguiendo luego por el vocablo, reemplace el sin rival romance por la sintética lengua de Corneille (Monner y Sans 1903: 46) Entre las producciones lexicográficas en Chile, no hubo repercusiones en relación con el nacionalismo lingüístico. Sí reparos, como el que enuncia Román en uno de sus prólogos en relación con los defensores de esta divergencia: “extraviados por un pseudo-patriotismo, sueñan con un idioma nacional para cada república, no saben lo que dicen ni los males que causan con tan absurda propaganda” (Román 1916-1918: viii). En efecto, más que la búsqueda de una divergencia lingüística en pos de una norma nacional, de una ejemplaridad, como la que podemos apreciar en la Argentina, lo que se refleja en los discursos lexicográficos chilenos es la secuencia de argumentos favorables en torno a la unidad idiomática subordinada a las normas y preceptos de la Real Academia. Quizás más que un nacionalismo propiamente tal, lo que hemos encontrado es un discurso que se basa en la premisa de que un Estado que se crea independiente y progresista debe hacerse cargo de la cuestión lingüística, normarla y no depender de una institución extranjera. Es el caso del proyecto de Sotomayor quien, cuando ingresa en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, casi veinte años antes de que se fundara la Academia Chilena de la Lengua, afirmaba:

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Por mi parte me complazco en ver en esta misma Facultad de Filosofía y Humanidades la base y núcleo de la Academia destinada a impulsar el estudio y conocimiento de nuestra lengua, a salvar su índole y a facilitar por este medio el trato fraternal de esa multitud de pueblos que hoy más que nunca sienten la necesidad de estrecharse y de convertir en común patrimonio sus vicisitudes y sus destinos. (Sotomayor 1866: 681) Para acceder, conocer y manejar ese uso ejemplar, por lo tanto, el proceso formativo será fundamental y piedra inicial lo será la instrucción, la formación como base de la civilidad, aspecto imprescindible en un Estado hipanoamericano en formación. Otro ideologema, pues, tal como lo observa, críticamente, Zorobabel Rodríguez para Chile: El mal trae su origen de otra parte: nace de un gran vacío que hay en la enseñanza de la gramática castellana. Si esta no es más que el arte de hablar y escribir correctamente el español, y si notamos tantos y tan groseros errores en los escritos, no solo de los que han dado examen de aquel ramo, sino tam-

bién de los profesores que lo enseñan, hay motivo para presumir que existe un vacío de importancia, o en los métodos o en los textos por que se enseña (Rodríguez 1875: vii-viii) O Batres Jáuregui para Guatemala: Sino que se enriquezca y desarrolle [la lengua española], de modo regular y ordenado, habiendo un centro que sirva de regulador, en cuanto al uso correcto y aceptable, ya que ni todo lo que se dice por el vulgo puede hacer ley, sin sujetarse a examen, ni menos son las sabias corporaciones las que forman los idiomas […] Los hombres instruidos eran pocos, y escasos los que sabían leer y escribir, al punto que no venían libros, y apenas se imprimían vidas de santos y reglamentos para cobros de diezmos (Batres Jáuregui 1892: 34-35) Sin embargo, queremos insistir en que esta situación no era homogénea en toda Hispanoamérica ni tampoco era la motivación inicial y general de estos autores. Al respecto, es interesante el rastreo comparativo que hizo Huisa (2013 y 2014b) respecto al caso chileno, con Rodríguez y al caso peruano, con Arona. En síntesis, para Huisa, Arona, más que pensar en redactar un material de instrucción, donde se insistiera en la corrección lingüística, lo que hizo fue, más que nada, un acopio de voces peruanas, insistiendo, incluso, en la raíz castiza de gran parte de estas voces. Es decir, un trabajo absolutamente filológico. Otro ideologema que Arnoux y del Valle (2010: 13) han determinado es la lengua como lugar de encuentro, donde se intenta, por lo tanto, concretar la política panhispánica: Es seguro que no faltará quien, arrimándose a la necesidad que todos los pueblos de la tierra tienen de servirse de ciertas voces y frases peculiares de cada nación, provincia o lugar, defienda sus vicios de lenguaje con calor y hasta aferramiento. Pero no se trata de privar a nadie de tal costumbre, sino de hacer conocer las correspondientes al uso general de la lengua, para que así puedan dejarse entender de cuantos no pertenecen a la misma nación, provincia o lugar, y para que así no introduzcan la jerga de los provincialismos cuando conversan con gente culta, cuando se dirigen por escrito a los tribunales y magistrados, y principalmente cuando escriben para el público (Cevallos 1862: 96) Solo buscamos la unidad del idioma español, y para este objeto enteramente humano y que encierra altas miras de confraternidad, nos contentamos con que cualquiera provincia o cualquier español de España, escritor, nos acompañe o haya acompañado tal cual vez en el uso de nuestros provincialismos (Arona 1882: xx) ¿Cómo formar el inventario completo de la lengua castellana, sin el concurso simultáneo de todos los pueblos de habla española, representados en cor-

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poraciones donde se concentren los más brillantes rayos de su vida literaria? (Granada 1890: 41) Un ideologema característico y absolutamente actual es el de la unidad idiomática, punto por el que han velado las entidades normativas más emblemáticas, como la Real Academia Española, el Instituto Cervantes o la Fundéu, por ejemplo. A propósito de esto, Ramón Menéndez Pidal hacía referencia a la unidad lingüística del español en ambos lados del Atlántico como: “una de las más grandiosas construcciones humanas que ha visto la historia” (Menéndez Pidal 1944: 175). Este es un ejemplo de la valoración que ha tenido este ideologema entre los hispanistas, como nuestro mismo Román, para quien la unidad idiomática es algo que “a todo trance debemos defender, para bien y provecho mutuo, todos los que hablamos el castellano” (Román 1901-1908: viii). O en el caso del guatemalteco Antonio Batres Jáuregui, el catalán Monner Sans o Garzón y Segovia, para la Argentina: Esos mismos gérmenes de anarquía, productos de causas tan poderosas como las apuntadas, nos obligan a empeñarnos más cada vez en que, sin rechazar los americanismos que pueden ser parte a enriquecer el idioma, no reine la confusión, ni prevalezca el desorden, si no que la unidad del habla sea un motivo más que fortifique ese sentimiento de amor entre la raza latina del continente (Batres Jáuregui 1892: 43) Vaya esta obrecilla al mercado intelectual, y Dios le depare buena suerte. Mucho hay ajeno, pero algo hay propio; y sépase que sólo un deseo ha presidido la larga e incesante labor, y una sola aspiración sostuvo nuestro a veces vacilante empeño: el deseo de ser útiles, aun reconociendo nuestras menguadas aptitudes, a la República Argentina, y la aspiración de contribuir, aunque sea con debilísimo esfuerzo, a que suene siempre por estas tierras, puro, límpido y armonioso, el lenguaje más bello de los hablados por la Humanidad (Monner Sans 1903: 55).

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pues no es un diccionario completo, ni hay una lengua argentina sino castellana (Garzón 1910: vi). Mi libro importa, además, una mano amiga extendida hacia la madre España y hacia las repúblicas hermanas invitándolas a que unidos todos, trabajemos para la depuración y acrecentamiento del patrimonio común, sin olvidar que el porvenir del castellano está en América (…). Después de todo la unidad del idioma es un bien de inestimable valor, cuya conservación interesa grandemente a todos cuantos le hablan (Segovia 1911: 12). Sin embargo, se generó una doble vía respecto a la cuestión de la unidad idiomática: por un lado, su justificación y, por otro lado, la emergencia de lenguas nacionales, con sus particularidades, como en el caso emblemático, por las repercusiones

que tuvo, Juan María Gutiérrez –célebre polímata argentino que rechazó ser miembro de la Real Academia Española– para la Argentina: Nula, pues, la ciencia y la literatura española, debemos nosotros divorciarnos completamente con ellas, emanciparnos a este respecto de las tradiciones peninsulares, como supimos hacerlo en política, cuando nos proclamamos libres. Quedamos aún ligados por el vínculo fuerte y estrecho del idioma; pero éste debe aflojarse de día en día, a medida que vayamos entrando en el movimiento intelectual de los pueblos adelantados de la Europa (Gutiérrez 1977 [1837]: 154). Frente a esta postura, un temor generalizado entre los hispanistas americanos durante el siglo XIX era la posible fragmentación de la lengua española después de los movimientos independentistas. En efecto, las distancias, por un lado, el problema de las comunicaciones, por otro, y los movimientos independentistas derivarán en reflexiones de este tipo. Una constante era justamente la idea de que en el español de América se repetiría la suerte del latín vulgar. A propósito de esto, el cubano José Ignacio de Armas y Céspedes, por ejemplo, en su Oríjenes del Lenguaje Criollo hacía mención de esta fragmentación en lo que es uno de los primeros estudios dialectológicos del español hablado en América: Las leyes del transformismo no pueden alterarse en la ciencia filológica, como en ninguna de las otras ramas en que se extiende el estudio de las ciencias naturales; el castellano, llamado a la alta dignidad de la lengua madre, habrá dejado en América, aun sin suspender el curso de su gloriosa carrera, cuatro idiomas por lo menos con un carácter de semejanza general análogo al que hoy conservan los idiomas derivados del latín (Armas y Céspedes 1977 [1882]: 134). Conocida es la opinión a este respecto de Cuervo, quien defendió la unidad idiomática en Hispanoamérica: No menos servirá este libro para probar a los extranjeros que no hay un dialecto bogotano como en cambio hay un dialecto veneciano o napolitano o asturiano o gallego, mostrando igualmente que es infundado el temor de que en la parte culta de América se llegue a verificar algo igual a lo que ocurrió con el latín en las varias provincias romanas, pues la copiosa difusión de obras y empresas referentes todas más o menos a un mismo tipo, el constante comercio de ideas con la antigua metrópoli y el estudio uniforme de su literatura aseguran a la lengua castellana en América un dominio imperecedero (Cuervo 1885: XXIV).

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Sin embargo, bien sabemos que luego de su correspondencia con el mismo Juan María Gutiérrez, Cuervo afirmó, alertando a la comunidad intelectual sobre el futuro de la lengua española, lo siguiente: Hoy, sin dificultad y con deleite, leemos las obras de los escritores americanos sobre historia, literatura, filosofía [...]. Pero en llegando a lo familiar o local, necesitamos glosarios. Estamos, pues, en vísperas, que en la vida de los pueblos pueden ser bien largas, de quedar separados como lo quedaron las hijas del Imperio Romano; hora solemne y de honda melancolía en que se deshace una de las mayores glorias que ha visto el mundo (Cuervo 2004 [1899]: 35). Por consiguiente, la necesidad de implementar codificaciones como la Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos de Andrés Bello o la elaboración de los primeros diccionarios en Hispanoamérica formarán parte del plan estandarizador hispanoamericano. Por ejemplo, la ya clásica cita de Andrés Bello, en el prólogo de su Gramática, hacía referencia a la necesidad de mantener la unidad idiomática: Juzgo importante la conservación de la lengua de nuestros padres en su posible pureza como un medio providencial de fraternidad entre las varias naciones de origen español derramadas sobre los dos continentes. […] Pero el mayor mal de todos y el que si no se ataja va a privarnos de las inapreciables ventajas de un lenguaje común, es la venida de neologismos de construcción que inunda y enturbia mucha parte de lo que se escribe en América y, alterando la estructura del idioma, tiende a convertirlo en una multitud de dialectos irregulares, licenciosos y bárbaros: embriones de idiomas futuros que, durante una larga elaboración, reproducirían lo que fue la Europa en el tenebroso período de la corrupción del latín” (Bello 1988 [1847]: 159-160).

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O el discurso de Manuel Antonio Román cuando –en un artículo donde apoya la ortografía académica– su intención persuasiva va desde la importancia de la unidad idiomática hasta el uso de una ortografía general: Paguemos tributo a la unidad de la lengua, que es uno de los mayores bienes temporales, adoptando la misma manera de escribir de la nación que nos enseñó el habla más rica y hermosa del mundo. Sí, vistámosle a la lengua que hablamos su regio áureo manto, que es el único que conviene a su amplitud, riqueza y hermosura; escribamos el español con ortografía española. (Román 1914: 5) La Real Academia tampoco se quedó atrás. Mariano Roca de Togores, marqués de Molins –director de la Real Academia Española entre los años 1866 hasta 1875– aprobó en 1870 la propuesta de establecer academias correspondientes en las

naciones de América: “hoy independientes, pero siempre hermanas nuestras por el idioma” (Lázaro Carreter 1992: 17). La conciencia del marqués estaba por sobre las divergencias políticas, derivadas de los movimientos independentistas americanos. Es decir, para él había una unidad “por patria común una misma lengua, y por universal patrimonio nuestra hermosa y rica literatura” (Lázaro Carreter 1992: 17). El marqués de Molins vio en la instalación de las academias correspondientes una forma de mantener la unidad en el idioma: “Va la Academia a reanudar los violentamente rotos vínculos de la fraternidad entre americanos y españoles” (Lázaro Carreter 1992: 18). La estandarización del español en América bajo este afán por la unidad, por lo tanto, actuará desde diversos focos: el trabajo particular de una serie de intelectuales dentro de los espacios de la codificación y el trabajo coordinado realizado por las academias correspondientes en pos de una unidad idiomática dentro de los espacios de la normativización. Por esta razón no nos puede sorprender que la idea de la fragmentación siguiera reiterándose en muchos de los diccionarios y estudios afines publicados en Hispanoamérica, puesto que es una preocupación constante y creciente en determinada fase. Así, encontramos a Enrique Teófilo Sánchez: “Los países hispanoamericanos que hablan la lengua castellana, se encuentran de tal manera amenazados que, si con el tiempo no se pone remedio al mal, terminarán por no llegarse a comprender” (Sánchez 1901: 3). O, de manera vehemente, a Román: “Lo único que se ha visto y se ve, es mancharse un idioma con giros y voces exóticas, perdiendo así su nativa hermosura […] un todo abigarrado y heterogéneo, que lleva en sí mismo el germen de disolución y las causas de fealdad” (Román 1901-1908: ix). Y la figura de Gutiérrez, más bien, como la de un referente más bien antagonista, tal como reflexiona Fernando Paulsen: Si en cada república hispano-americana hubiera hombres como don Juan María Gutierrez, honra y prez de la Argentina, llegaría el día en que las divergencias fuesen tan marcadas, que lo que es hoy una sola habla serían entonces tantos dialectos cuantos son los Estados; pues que combatida la lengua de Castilla por el elemento indígena, [...] i por la inmigración europea no española, i no pudiendo, por lo heterogéneo de los agentes, modificarse por una misma pauta, la consecuencia es desgraciadamente muy clara y precisa (Paulsen 1876: 14). Es fundamental, por lo tanto, entender estos diccionarios, más que objetos lingüísticos, como discursos ideológicos, históricos y políticos, que forman parte activa de la constitución del imaginario nacional desde la reflexión sobre el lenguaje, y que esto forma parte de la formación discursiva (Foucault 2005 [1969]), es decir, aquello que en una formación ideológica dada determina lo que puede y debe ser dicho.

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En otras palabras, estos documentos registran directa o indirectamente una serie de procesos históricos del siglo XIX hispanoamericano: desde las guerras de independencia, pasando por la instauración de los diferentes y nuevos Estados y las diversas praxis que la elite criolla llevó a cabo para su consolidación. Forman parte de esos macroprocesos estatales que van de la demarcación de los límites territoriales, pasando por la invención de una historia, de una literatura o la creación de los símbolos patrios, entre otros. En este contexto, la elaboración de diccionarios, con criterios diferenciadores, descriptivos y normativos, forma parte activa de estos sucesos.

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6. El elemento indígena, lo indígena

Si seguimos con la teoría de la estandarización, no podemos privarnos de sacar algunas conclusiones acerca de la relación entre esta y el mundo indígena, sea con el estatus del indio, sus lenguas o las voces de procedencia indígena que entraron en la lengua española, a partir de la lectura de algunos de los paratextos seleccionados. En efecto, es imposible pasar por alto las reflexiones de la intelectualidad latinoamericana, influenciada por el positivismo, quien ve, en consecuencia, en el proceso de europeización, la manera más eficaz de llegar al progreso. Por lo tanto, el mundo indígena, en detrimento, se presentaba como un obstáculo que había que erradicar, sea en su exterminio, en su civilización o en su marginación. Por ello no se puede dejar de lado, en la dinámica de construcción de Estado moderno, ese binomio liberal civilización-barbarie, en donde, de la manera que sea, o se exterminaba al indio o se lo integraba bajo ciertas reglas del juego. Abundaban, por lo tanto, reflexiones de la talla de: “se trata del triunfo de la civilización sobre la barbarie, de la humanidad sobre la bestialidad” (Correspondencia de El Mercurio, julio de 1859, tomada de Pinto 2003: 154) o de: Los hombres no nacieron para vivir inútilmente y como animales selváticos, sin provecho del género humano y como una asociación de bárbaros, tan bárbaros como los pampas o como los araucanos, no es más que una horda de fieras que es urgente encadenar o destruir en el interés de la humanidad y en bien de la civilización (Del reportaje de El Mercurio “La civilización y la barbarie”, junio de 1859. Tomada de Pinto 2003: 154-155) Justamente, este tipo de reflexiones eran usuales entre la intelectualidad latinoamericana, esa misma intelectualidad que estaba fundando los Estados nacionales; esa intelectualidad que se fundía con la casta dirigente. Por ejemplo, en Chile, uno de los mayores defensores del exterminio mapuche durante la segunda mitad del siglo XIX fue Benjamín Vicuña Mackenna. Vicuña Mackenna, político liberal e historiador autodidacta, fue uno de los más emblemáticos adeptos a la europeización de Chile, algo que se puede comprobar en su destacada labor como alcalde de Santiago. Para él, el mapuche: “no era sino un bruto indomable, enemigo de la civilización, porque solo adora los vicios en que vive sumergido, la ociosidad,

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la embriaguez, la mentira, la traición y todo ese conjunto de abominaciones que constituyen la vida salvaje” (Benjamín Vicuña Mackenna, “Primer discurso sobre la pacificación de Arauco” 1868. Tomado de Pinto 2003: 168). Recordadas han sido sus vehementes palabras no solo en relación con los mapuches, sino que con todo el mundo indígena en general: “aunque seamos solo dos millones de almas, representamos una población casi tan grande como la de México, que tiene seis millones de indios, enteramente inútiles para la civilización, y por consiguiente, más inclinados a combatirla que a aceptarla” (Benjamín Vicuña Mackenna, “Conferencia ante el ‘Club de los viajeros’ de Nueva York sobre la condición presente y porvenir de Chile”, 1866. Tomado de Pinto 2003: 172). Para esta intelectualidad, por lo tanto, la integración implicaba asimilar al indio al europeo modo, por lo que se lo despojaba de sus lenguas y de su cultura y se lo occidentalizaba por diversos medios. Antes de esta dinámica el indio no formaba parte del Estado, nos comentaba el autor del primer diccionario de voces de Guatemala y actor fundamental dentro de la construcción del Estado guatemalteco, tal como comentábamos anteriormente, Antonio Batres Jáuregui: “ese millón de parias que hoy no forman parte de la República, serán las generaciones próximas de otros tanto ciudadanos” (Batres Jáuregui citado en Casaus Arzú 1999: 789). Y no formaba el indio parte del Estado, porque no poseía los valores considerados “occidentales”, en consonancia con lo que comentaba Juan Valera en una carta que Granada adjuntó a la segunda edición de su Vocabulario rioplatense razonado: “Lo que no cabe es cierto refinamiento en las ideas morales y religiosas, que harto generosamente se atribuye a los indios” (en “Nuevo juicio crítico” que escribió para el Vocabulario rioplatense razonado de Daniel Granada 1890: 32). Asimismo, se solía tomar el estereotipo colonial de un indio vago, semiprimitivo, ignorante y salvaje al cual solo hispanizándolo progresaría y se civilizaría: “Los sabios misioneros, únicos que lograron, sin otras armas que el Evangelio, reducir a los indios a la vida civilizada”, caracterizaba el jurista, político y escritor uruguayo Alejandro Magariños Cervantes (en su “Juicio crítico” que escribió para el Vocabulario rioplatense razonado de Daniel Granada 1890: 6). Este segmento paria, claro está, carece de cultura. Incluso en contextos donde se alababa, por ejemplo, su lengua, como en el caso del guaraní, se insistía en esa ausencia de cultura: “Estas combinaciones no son arbitrarias, sino el producto de un espíritu de análisis y observación, que es extraño hallar tan maduro en un pueblo inculto” (Magariños Cervantes en su “Juicio crítico” en Granada 1890: 7). Por la misma razón es que su lengua suele ser suplida y relegada, tal como describe y anhela nuestro diocesano Manuel Antonio Román en el prólogo de su primer

volumen del Diccionario de chilenismos: “En esto la lengua ha seguido el mismo curso que lleva la civilización cuando penetra en un pueblo inculto: la ciencia, las buenas costumbres, los adelantos y comodidades de la vida van poco a poco arrinconando o relegando al olvido la ignorancia, la grosería y demás atrasos de la otra raza” (Román 1901-1908: viii). No es de extrañar la opinión de Román, puesto que la iglesia católica chilena jugó un papel fundamental en esto de la civilización por sobre la barbarie. En efecto, la Revista Católica, principal publicación de cara a la ciudadanía que tenía la iglesia, fue uno de los órganos que difundía la importancia de civilizar a los indígenas. No hay que olvidar que Román, años después, fue director de esta revista y en sus páginas publicó, además, por fascículos, su Diccionario de Chilenismos. En esta Revista Católica, se argumentaba: en que se pide a nuestro gobierno el exterminio de los araucanos, sin más razón que la barbarie de sus habitantes y la conveniencia de apoderarnos de su rico territorio, nuestro corazón latía indignado al presentarse a nuestra imaginación un lago de sangre de los héroes araucanos, y que anhela revolcarse en ella en nombre de la civilización, es un amargo sarcasmo en el siglo en que vivimos, es un insulto a las glorias de Chile; es el paganismo exhumado de su oscura tumba que levanta su voz fatídica negando el derecho de respirar al pobre y desgraciado salvaje que no ha inclinado todavía su altiva cerviz para recibir el yugo de la civilización (Revista Católica, 1859: 90. Tomada de Pinto 2003: 164). Sin embargo, si bien la crítica va directamente hacia el empleo de la fuerza: El hombre civilizado se presenta al salvaje con espada en mano y le dice: yo te debo hacer partícipe de los favores de la civilización; debo ilustrar tu ignorancia, y aunque no comprendas cuáles son las ventajas que te vengo a proporcionar, ten entendido que una de ellas es perder la independencia de tu patria; pero, con todo, elije entre esta disyuntiva: o te civilizo, o te mato. Tal es en buenos términos la civilización a mano armada” (Revista Católica n° 588. Tomada de Pinto 2003: 165) La finalidad de la Iglesia, entonces, era cristianizar al mapuche, es decir, aplicar “otro” tipo de acto civilizatorio donde, veían ellos, se podía salvar el alma de muchísimos individuos. Como sea, la tesis del exterminio del indígena se extendió, se buscó y se ejecutó por casi toda Hispanoamérica. Podemos dar cuenta de dos ejemplos emblemáticos para poder comprender las políticas “civilizatorias” hacia el indígena que los diccionarios de nuestro corpus, en parte, presentan. Una política “civilizatoria” fue la llamada “Conquista del desierto” llevada a cabo en la Argentina entre 1878 y 1885 (para una mayor información respecto a la “Conquista del desierto”, ver Delrio, Lenton, Musante, y Nagy 2010), campaña que implicó la

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apropiación de extensas tierras, expropiadas a diversas etnias indígenas, tras una serie de estrategias bélicas. Algunos de los indígenas sobrevivientes fueron tomados como mano de obra barata para el desarrollo capitalista agroexportador de estas mismas tierras; otros fueron regalados como sirvientes en las casas acomodadas de la provincia de Buenos Aires, sobre todo; otros murieron en prisiones acomodadas para este fin y otros fueron expuestos y tratados como objetos de estudio, en museos. Otra política “civilizatoria” fue la “Ocupación de la Araucanía” llevada a cabo en Chile entre 1861 y 1883 (para una mayor información respecto a la “Ocupación de la Araucanía”, ver Pinto 2003), lo que implicó de manera forzosa el supuesto “fin de la Guerra de Arauco”, guerra que había tomado toda la Colonia y parte de la naciente República chilena. La ocupación consistió en la invasión militar de las tierras donde vivían los indígenas para destinarlas a colonizaciones europeas, relegando a los indígenas a pequeñas reducciones en territorios secos, infértiles o selvas australes inhóspitas. Hemos encontrado una actitud crítica hacia estas dinámicas republicanas en los paratextos. Por ejemplo, en Daniel Granada, jurista y profesor de leyes nacido en Vigo y que llegó a Montevideo a temprana edad, constatamos su pesar por el genocidio: “tan radical exterminio; pues lo hemos visto ya realizado en conjunto, y aún hoy todavía estamos presenciando su acerbidad ejecutiva en lo poco que de él resta por cumplirse” (Granada 1890: 37). Dentro de la tradición lexicográfica chilena, solo el Diccionario etimológico de Lenz (1979 [1904-1910]) dio cuenta de la ocupación de la Araucanía. Lenz, por ejemplo, formó parte del grupo que optó por la occidentalización del pueblo mapuche A su vez, el sabio alemán formó parte de ese grupo intelectual que en Chile ha estado, de una u otra forma, por la labor del estudio de las lenguas indígenas:

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Ojalá que mis estudios contribuyan a hacer simpática la figura del indio, para que se comprenda que esos millares -más de cincuenta, quizás ochenta- no deben ser aniquilados cuanto antes, sino civilizados y asimilados a la nación chilena (Lenz 1979 [1904-1910] Prólogo, p. 42). No hace un siglo todavía que los chilenos se gloriaban de ser descendientes de la más valerosa raza americana por la mitad de su sangre. En mi libro verán sin falsa vergüenza hasta qué grado le deben también a su lengua, su pensamiento. (Lenz 1979 [1904-1910] Prólogo, p. 41). También se encuentran, en su discurso, referencias en torno al “éxito” lingüístico de la ocupación de la Araucanía y la imposición de un hispanismo, por ejemplo, en afirmaciones como que el monolingüismo de castellano en la zona ocupada es prácticamente absoluto: “Esta región fue solo pacificada después de duras luchas,

pero está completamente castellanizada. No quedará en ella hoy en día ningún individuo que hable el mapuche, pero las palabras araucanas que se usan solo en esta región, sin pasar por el Maule al norte, son numerosas” (Lenz 1979 [1904-1910], Introducción, p. 51). Justamente, lo usual, era constatar la celebración del triunfo de este tipo de accionares, sea por el exterminio, sea por el monolingüismo. Tal es el caso de Estanislao Zeballos, uno de los intelectuales más importantes de la generación del 80 en la Argentina y uno de los que apoyó activamente la “Conquista del desierto”. Zeballos veía en los indigenismos en el español de la Argentina, retazos de la barbarie y de la incivilización, por lo que había que extirparlos, tal como lo expone en el prólogo de Notas el español de la Argentina del catalán Ricardo Monner Sans: Aventemos de estos vocabularios los barbarismos, cual se saca la mancha de la ropa, que ella nunca debe contarse como parte del traje; eliminemos en seguida las voces indígenas entremezcladas por el vulgo, como se sacude el polvo recogido durante la jornada; y resultará un breve residuo de voces dignas de comparecer ante el tribunal sabio, con la demanda de admisión de americanismos (Zeballos en Monner Sans 1924 [1903]: 18). También confirmamos la celebración de este triunfo en sacerdotes, como nuestro diocesano Manuel Antonio Román, quien ve en los barbarismos o en el uso y abuso de extranjerismos un fantoche similar a un indio occidentalizado: “Tal idioma me hace el efecto de nuestros caciques araucanos cuando se presentan en la capital de Chile vestidos de levita o sombrero de pelo en horrorosa mezcolanza con las demás prendas de su tierra” (Román 1901-1908: ix). O bien, del mundo indígena como una cuestión otra, excluida o por un recuerdo que irremediablemente no volverá. A propósito de esto, José Victorino Lastarria, uno de los agentes de la estandarización chilena en su fase de textualización (líder de la Sociedad Literaria de 1842, quien dio el punto de partida a una literatura chilena, tal como veremos más adelante), así como de normativización (fue el primer director de la Academia Chilena de la Lengua) señalaba, por ejemplo, que las: “reducciones de chilenos naturales, que sin mezclarse con la población española, mantenían como en depósito sagrado los recuerdos y parte de las costumbres de sus antecesores” (Pinto 2003: 87) y Ramón Valentín García, de la Facultad de Teología y Ciencias Sagradas de la Universidad de Chile afirmaba que: “los araucanos deberían ser siempre recordados por nosotros por su valentía y por los esfuerzos heroicos que hicieron por no subordinarse al poder de los conquistadores” (Pinto 2003: 87). Destacamos, por lo demás, el papel marginal del elemento indígena en zonas donde su presencia y relevancia fue fundamental. Por ejemplo, comprobamos esto en el caso de Arona, el primer autor de un diccionario de peruanismos. Como hemos cotejado, no hay referencia alguna al elemento indí-

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gena en sus paratextos. En este caso, Huisa (en prensa) toma como ejemplo, el artículo lexicográfico aymará: “Una de las dos grandes lenguas (la otra era el quíchua o quéchua) que hablaban los indígenas peruanos a la llegada de los conquistadores españoles. Los únicos indios que hoy siguen hablando el aymará son los de Bolivia, o los limítrofes del Perú” (Arona 1882: s.v. aymará). Allí, por ejemplo, destaca el uso del pretérito en contraste con un presente donde de seguro la etnia en cuestión tenía una vigencia y un número considerable de hablantes, si es que se piensa que al día de hoy son dos millones los hablantes de aimara. Justamente allí está el quid en varios de los diccionarios consultados y estudiados: la cuestión del indio no es relevante como para ser referida en los paratextos, sean estos prólogos o estudios preliminares y, de querer uno dar cuenta de cómo se trataba esta realidad, hay que hacer una revisión exhaustiva de los artículos lexicográficos, cosa que haremos posteriormente. En el caso de Arona, por lo tanto, hay, justamente, una marginación que implica tratar al indio como otro que no forma este parte del proyecto nación. Véase, al respecto, el artículo lexicográfico incas de nuestro lexicógrafo: Los peruanos de hoy, que más o menos directamente recibimos educación europea, y que por la sangre, el idioma y los nombres de familia nos sentimos atraídos al viejo mundo y nos amamantamos en el amor de Grecia y Roma, mirando con indiferencia, con frialdad y hasta con desdén la civilización incaica, que en realidad no es más que una tradición (Arona 1882: s.v. incas).

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Donde Huisa (2014a), establece una serie de dicotomías respecto al trabajo de Arona: un “nosotros” y un “ellos”; así como un aquí (Lima, su ciudad) y un allí (Arequipa, ciudad donde se presentaba con mayor fuerza el contacto lingüístico). Es decir, la de ciudad (Lima) versus la sierra (Arequipa), donde Arona toma partido de esa ciudad y, por lo tanto de un hispanismo por sobre un indigenismo. En efecto, la tesis civilización y barbarie, que tuvo adeptos que buscaban la aniquilación de los indígenas, surge después de desgastadas las consignas independentistas que veían en las grandes figuras indígenas, bastiones de identidad, algo que reflexionaba, contemporáneo a los hechos, el historiador Miguel Luis Amunátegui, en la segunda mitad del siglo XIX: que los autores de americanos de himnos y de proclamas invocaban durante la reyerta las sombras de Montezuma, de Guatimozin, de Atahualpa, de Caupolicán y de Lautaro, se ostentaban como sus vengadores, y maldecían a sus verdugos; pero aquella era pura ilusión retórica que les hacía desconocer extrañamente la verdad de las cosas” (Amunátegui citado por Pinto 2003: 173).

Frente a esta actitud, se pueden encontrar posturas pacifistas pero no menos occidentalizantes, como la de la iglesia católica o la postura más bien progresista, en casos como el mismo Lenz o en las ideas y discursos del presidente Balmaceda: Hoy invadimos el suelo de aquellos bravos, no para incendiar la montaña, ni para hacer cautivos, ni para derramar la sangre de nuestros hermanos, ni para sembrar la desolación y el terror, con el ferrocarril llevamos a la región del sur la población y el capital, y con la iniciativa del gobierno, el templo donde se aprende la moral y se recibe la idea de Dios, la escuela en la cual se enseña la noción de la ciudadanía y el trabajo, y las instituciones regulares a cuya sombra crece la industria” (José Manuel Balmaceda, discurso en la inauguración del viaducto del Malleco publicado en El Colono de Angol, en diciembre de 1890. Tomado de Pinto 2003: 202). La imposición, pues, en la mayor parte de los Estados, de un monolingüismo, o bien, de un bilingüismo simbólico (excluimos aquí el caso de Paraguay) implicará la marginación, dentro de las políticas educativas, de la enseñanza de las lenguas indígenas. En efecto, la hispanización impuesta queda patente bajo dos de los ámbitos que señala Zimmermann (2010: 44) en relación con la expansión de la lengua española: la del desplazamiento local de las lenguas indígenas a “regiones de refugio”, con mucha suerte, y el desplazamiento-sustitución de las lenguas indígenas por la lengua española, algo que ya venía dándose desde la Colonia, sobre todo con la vigencia de Real Cédula de 1770: “De nuestro modo de hablar (decía a fines del siglo XVI el P. Mendieta) toman los mismos indios y olvidan lo que usaron sus padres y antepasados” (García Icazbalceta 1899: xi). En ambos casos lo que se refleja es, sin duda alguna, un monolingüismo impuesto por la nación política, en donde podemos encontrar pocas excepciones en los paratextos seleccionados, como lo que confiesa el mismo García Icazbalceta, autor del primer Vocabulario de mexicanismos: “en Yucatán es muy común entre las personas educadas el conocimiento de la lengua maya y el empleo de sus voces, porque aquellos naturales la retienen obstinadamente, y casi la han impuesto a sus dominadores” (García Icazbalceta 1899: xvi) Como sea, la tesis del silenciamiento de las lenguas autóctonas (cfr. Lauria 2010c) explicaría, por lo tanto, la proliferación de estudios relacionados con algún aspecto de las lenguas indígenas durante esta época. Lauria habla del atesoramiento de ciertos elementos culturales de los pueblos originarios, como parte del patrimonio histórico y etnográfico nacional; asimismo, el interés por el estudio de las lenguas indígenas pasa a constituirse como una suerte de arqueología (Lauria 2010c: 184): se reúnen, acumulan y exponen a estas lenguas, por ser, se supone, lenguas destinadas a desaparecer o ya desaparecidas (las cursivas son nuestras):

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Nuestro Diccionario, pues, servirá para corregir también la ortografía y prosodia de las voces indígenas, con la excepción indicada; mas no es dable ofrecerlas todas, ni meternos a escudriñar la construcción o arte de un idioma fatalmente perdido para siempre” (Pichardo 1862: xvi) Si nos figuramos en nuestra mente el aspecto del idioma castellano en la América española, nos parecerá ver el vasto lecho de un océano exhausto. Allí hay de todas los naufragios; riquezas completas, riquezas truncas; series de despojos hermosos y por acaso bien ordenados; montones de restos informes, heterogéneos, revueltos; lo arcaico dándose de coces con lo flamante; resultado todo de dos grandes naufragios, el de la civilización indígena que desapareció hace tres siglos con la conquista, y el de la española que se perdió al comenzar el presente con la emancipación; y de los pequeños naufragios poco menos que diarios, de estas nuevas Repúblicas, fiscales, sociales, políticos, morales, etnográficos, con lo que ha acabado de perderse lo poco lavado, y se ha aumentado la confusión (Arona 1882: xxiv-xxv) La lengua guaraní es aún la que más se habla en el terriorio rioplatense, y sobre todo en el Paraguay y en Corrientes, y, aunque destinada a morir, la que dejará más elementos léxicos al castellano (Valera para Granada 1890: 27) ya muy transfiguradas, necesaria y precipitadamente se van extinguiendo en torpes labios. Leves restos estropeados del quichua quedan aún en las provincias argentinas arribeñas del norte, del araucano en la Pampa, y del guaraní, más cercanos a su pureza originaria, en el Paraguay, muy corruptos y entreverados con el castellano, en Corrientes y Misiones. Hállanse estos residuos de las lenguas aborígenes en la precaria condición de dialectos destinados a desaparecer por completo en no larga serie de años. (Granada 1890: 35-36) Después de la conquista española, dejó la catástrofe indiana restos esparcidos de sus dialectos en el habla común (Batres y Jáuregui 1892: 43)

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Paulatinamente los idiomas de las razas autóctonas que poblaban el nuevo Continente fueron desapareciendo hasta quedar casi extintos; sin que obstara, para llegar a este resultado, el que en algunos lugares se establecieran cátedras de lenguas indígenas, porque esto solo servía, por el momento, para hacer más fácil y menos destructora la conquista y no para abrir nuevos horizontes a la civilización, ensanchando la esfera de los conocimientos humanos (Membreño 1897 [1895]: ix). Este enorme número de palabras araucanas y quechuas incorporadas en la lengua castellana son como las cicatrices de la lucha gigantesca en que el español de Chile venció al indio de Chile. (Lenz 1979 [1904-1910], Prólogo, p. 41) Las tribus indígenas, de quienes somos herederos forzosos y por la fuerza, tribus que van desapareciendo poco a poco, merecen bien un recuerdo (Segovia 1911: 8)

Nótese, en la referencia de Membreño, quien fue, además, presidente de la República de Honduras, que el interés en mantener la enseñanza de las lenguas indígenas en un nivel académico no tiene que ver con un interés “civilizatorio”. La finalidad, por lo tanto, dentro de esta suerte de atesoramiento, era dar cuenta de la particularidad de una variedad lingüística, ora para fijarla en un diccionario, ora para explicarla, si algún receptor no lograse entender la voz en cuestión, como explica el salesiano chileno Camilo Ortúzar: “El uso de voces indígenas o peculiares de ciertas comarcas exige aclaraciones que rompen el hilo del discurso, como quiera que sin ellas quedarían ininteligibles fuera del lugar en que se escribieron muchas obras dignas de aprecio” (Ortúzar 1893: xvi). Pero, a final de cuentas, la hispanización y el retroceso en el uso de lenguas indígenas no es más que el triunfo de la civilización por sobre la barbarie, como afirma Román en el prólogo del segundo volumen de su Diccionario de chilenismos (las cursivas son nuestras): Los indígenas que quedan en el Sur, son tan pocos, que no merecen tomarse en cuenta, y cada día disminuyen más, porque van entrando rápidamente por las vías de la civilización, y lo primero que hacen, para sacudir el pelo de la dehesa, a fin de que no se les conozcan lo que han sido, es aprender el castellano y negarse a usar la propia lengua” (Román 1908-1911: xi-xii). Mutatis mutandis, respecto a ese monolingüismo como una realidad en progreso, frente a otras lenguas marginadas, Lenz era tajante: “Sobre mil indios que hablan el castellano de una manera comprensible, no habrá ni un chileno siquiera que sepa expresarse medianamente en lengua mapuche y esto hablando de la región al sur del Biobío, pues al norte de este río no existe ningún resto inmediato de la lengua araucana”. (Lenz 1979 [1904-1910], Prólogo, p. 42). En efecto, en Chile la hispanización impuesta queda patente bajo dos de los ámbitos que señala Zimmermann en relación con la expansión de la lengua castellana: la del desplazamiento local del mapudungun a “regiones de refugio” (en este caso, la región de la Araucanía) y el desplazamiento-sustitución del mapudungun por la lengua castellana. En ambos casos lo que se refleja es, sin duda alguna, un monolingüismo impuesto por la nación política. Prácticas desarrolladas a lo largo de la historia de Chile, como el exterminio del pueblo mapuche o, desde un punto de vista lingüístico, la indiferencia por los estudios de su lengua, vienen a encontrar en Lenz una excepción: la del académico que fomentó y difundió el estudio del mapudungun y su incidencia en el español de Chile. Es decir, en lo que pudo percibir o verificar Lenz, lo que se daría en la Araucanía sería el desplazamiento-sustitución más que el desplazamiento local del mapudungun a “regiones de refugio”, en oposición a lo podemos afirmar hoy en

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día. Es más, le sorprende a Lenz que el chileno no sepa hablar la lengua marginada: “En cuanto al estado lingüístico de la antigua Araucanía es notable que en general el chileno no sepa casi nada de la lengua de los indios” (Lenz 1979 [1904-1910], Introducción, p. 52), algo que sucede hasta nuestros días. De esta forma, el proceso de la imposición del español en Chile operó con un éxito que las observaciones del sabio alemán pueden comprobar. Por lo tanto, el trabajo de Lenz con su Diccionario etimológico tiene importantes repercusiones en relación con el monolingüismo impuesto: un monolingüismo y una occidentalización que se comprueban a lo largo de su discurso: “El alcance de lo que acabo de decir quizás no sepan apreciarlo los mismos chilenos que no saben cómo está la cuestión de razas y lenguas en la mayor parte de las demás naciones sudamericanas. Tal vez en ningunas de ellas el indio de un modo tan completo ha dejado de ser un factor de importancia como en Chile, donde solo en las provincias de la antigua frontera quedan indígenas cuya asimilación al chileno adelanta cada año y cada día” (Lenz 1979 [1904-1910], Prólogo, p. 42). El discurso de Lenz, en efecto, dialoga con las reflexiones liberales que se hicieron en las primeras décadas republicanas, donde la nación mapuche era todavía considerada y no marginada: Este enorme número de palabras araucanas y quechuas incorporadas en la lengua castellana son como las cicatrices de la lucha gigantesca en que el español de Chile venció al indio de Chile, y lo obligó a aprender un idioma europeo y a formar con él una nacionalidad nueva y firme, la más sólida y homogénea que se engendró en suelo americano pisado por español (Lenz 1979 [1904-1910], Prólogo, p. 41).

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Desde otra perspectiva y tal como hemos visto hasta ahora, entendemos a estos diccionarios como discursos, así como la relación del contenido de estos como interdiscursos, en tanto el conjunto de prólogos se presentan como un complejo de formaciones discursivas, donde se establecen relaciones de alianza o de contradicción. Se instalan estos discursos, entonces, como una de las tantas formas en que se manifiesta el trabajo estandarizador en pos de la variedad dominante, es decir, la manipulación del monolingüismo de un estado-nación, absolutamente centralista y europeizante, en donde se busca que el ciudadano hable una lengua lo más cercana a la variante prestigiosa, por lo que todo resabio de diferencialidad será tomado de manera negativa: Y lo mismo pasa por acá de nuestra lengua española, que la tenemos medio corrupta con vocablos que a los nuestros se les pegaron en las islas cuando se conquistaron, y otros que acá se han tomado de la lengua mexicana. Así nos explicamos que en todas partes se encuentren vocablos de las lenguas

indígenas de otras, aunque a veces estropeados, o con cambio en la significación (García Icazbalceta 1899: xi) Resabio que integra, claro está, a las voces indígenas: “Lo justo, respecto de tales voces, es anatematizarlas y condenarlas al olvido, mostrando al mismo tiempo las equivalentes castellanas, que solo por ser ignoradas de la generalidad, han podido ser supeditadas por los provincialismos” (Román 1901-1908: vii-viii). Estas prácticas, en palabras de Zimmermann (2010: 47) impiden o dificultan la percepción de la realidad lingüística en espacios multilingües o multivariacionales. Se genera, por lo tanto, un desconocimiento adquirido y heredado, en una comunidad, de la riqueza lingüística que puede tener una zona determinada. Esto está intrínsecamente relacionado con las políticas de occidentalizar al indio e hispanizarlo, en desmedro de las lenguas indígenas, algo que se acerca a los planteamientos de Ernest Renan, para quien, en El origen del lenguaje (1848), el espíritu de cada pueblo y su lengua están en la más estrecha conexión: “el espíritu hace la lengua, y la lengua a su vez sirve de fórmula y de límite al espíritu” (1905 [1848]:153), por lo que se daría, en su tesis, una jerarquización de lenguas y culturas, algo en lo que se basaron muchos intelectuales de la época para argumentar sobre la supuesta inferioridad de una lengua y el predominio de otra, en este caso, de la lengua española (cfr. Lauria 2010c: 184). Sin embargo, esta idea no supone, algunas veces, quedarse en un discurso negativo o despectivo en la descripción de la lengua en cuestión; las más veces, siguiendo estas premisas, es la pretendida constatación de características propias de lenguas “primitivas”. Por ejemplo, Magariños Cervantes, autor de uno de los prólogos del diccionario de Granada, hacía referencia a un tema recurrente dentro de las lenguas ágrafas (“idiomas primitivos y prehistóricos” se referirá), como lo es la riqueza de estas en onomatopeyas y simbolismos sonoros: “En el guaraní, como en la mayor parte de los idiomas primitivos o prehistóricos, y especialmente en los americanos, la onomatopeya, directa o indirecta, resalta en muchas palabras simples y compuestas” (en Granada 1890: 7). A propósito de las reflexiones de Vico en su Scienza nuova, en relación a la onomatopeya, Magariños Cervantes señalaba: Pero ¿cuánto más peso hubiera adquirido esta conjetura, si en vez de alegar ejemplos sacados de idiomas derivativos [Vico], los hubiese buscado en el lenguaje de pueblos autóctonos, aislados, y por consiguiente originales. El guaraní le hubiera ofrecido el espectáculo único de una lengua toda de monosílabos, de cuya aglomeración resultan otras voces para expresar nuevas ideas” (en Granada 1890: 7).

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Además, algo común en el trabajo lexicográfico diferencial, era esa empatía con el material inventariado. Por ejemplo, respecto a una voz tupí-guaraní como ayacuá, de la que presentamos el artículo lexicográfico de Granada: Diablillo diminuto e imperceptible, que algunas generaciones de indios se imaginaban armado de arco y flechas y otros elementos de destrucción, y a cuyas heridas atribuían la causa de sus dolencias. Creían que los curanderos mágicos tenían comunicación oculta con estos malignos liliputienses, y que, merced a esta circunstancia, se daban maña para extraer, sajando y chupando la parte afectada, las flechillas, uñitas, dientecillos y astillitas que el doliente tenía en el cuerpo. Del guar. añá quá, diablo pequeño (Granada 1899: s.v. ayacuá) Juan Valera afirmaba: Al leer […] lo que nos dice usted de los ayacuaes, no puede uno menos de pensar en los microbios, ahora en moda. Esos indios habían adivinado los microbios, antes de que el señor Pasteur los descubriera y estudiara tanto. Cada ayacuá es un microbio, pero antropomórfico, y armado de arco y de flechas, con las cuales, o, si no, con los dientes y con las uñas, produce enfermedades y dolores humanos” (Valera para Granada 1890: 28). Una empatía característica en los estudios de gran parte del siglo XIX y gran parte del siglo XX, donde hay más impresionismo que otro tipo de apropiación hacia el objeto de estudio (las cursivas son nuestras): Además, había idiomas aquí, como el quichua, que por lo dulce, armonioso y flexible era digno de que se le hubiera cultivado sin mengua de la sonora lengua castellana” (Membreño 1895: vii-viii)

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Únicamente podemos deducir [del taíno] que era muy rico, natural, original, dulce y de tan sencillo artificio en sus raíces y derivados, que asombran las diferentes palabras formadas” (Pichardo 1862: xvi) En los araucanos, en cambio, lo que más se celebra es la oratoria. Como la lengua que hablan (de la que compuso excelente gramática el padre jesuita Andrés Febrés), es, según afirman, bellísima lengua, y como ellos son muy parlamentarios, y se reúnen o se reunían en juntas o asambleas para deliberar sobre la política, tenían ocasión de pronunciar magníficos discursos, llamados “coyuptucán”, donde dicen que hay gran riqueza de imágenes, apólogos y otros primores, todo sujeto a las más severas leyes de la buena retórica. Aún se conservan los nombres de algunos antiguos tribunos o famosos oradores, como Lautaro y Machimalongo, y fragmentos de discursos o discursos enteros de los que pronunciaron (Valera para Granada 1890: 32).

O la defensa de ciertas voces indígenas, en clara contradicción con lo expuesto en otras partes del discurso (algo, por lo demás, usual en estos diccionarios), como en nuestro diocesano Román, cuando apela: Chilenismos que merecen defenderse con algunos que, aunque tuvieron al principio un equivalente castizo, con el uso se han ido restringiendo a una acepción especial. […] Así, por ejemplo, el quichua huincha significa cinta; pero todo chileno distingue entre ambos vocablos: huincha es la cinta ordinaria de lana o algodón, y cinta es la fina, de lino, seda, etc. Ésta, a lo sumo será huinchita, así, con cariño de diminutivo, pero nunca huincha a secas. China en quichua significa criada: es como decirle que es la criada más ordinaria, descendiente de los quichuas. Chinita sí que es admitido en sentido figurado como término de cariño. ¡Aro! es en aimará la interjección castellana ¡alto! pero sigue usándose por el pueblo en sus fiestas, porque tiene un sabor y circunstancias tales, que no se ven en la voz española. El araucano ruca jamás se confundirá con la casa castellana, porque aquella en todo caso no pasa de una simple choza o tugurio. La pirca quichua, admitida ya en el Diccionario como chilenismo, es la pared castellana; pero no una pared cualquiera, sino la especial de piedra seca, que en castellano se llama albarrada, horma o pared horma, y que parece era la única que sabían construir los quichuas. Desde entonces ha conservado su nombre y ha dado origen al verbo pircar y al sustantivo pircador. Nombres como estos necesariamente tienen que conservarse, porque significan algo distinto del correspondiente castellano; en lo cual no hacemos más que seguir el desenvolvimiento natural de las lenguas” (Román 1901-1908: viii). O bien, por el contrario, una que otra crítica por esta empatía precientífica: Lo que yo censuro, pues, aunque blandamente, es que usted se deje llevar del afecto al idioma que hablan ahí los indígenas, hasta el extremo de querer desentrañar del seno de los vocablos filosofías y sutilezas que, antes de la llegada de los europeos, no podían estar en mente de los salvajes (Valera en Granada 1890: 30). La inclusión de voces de procedencia indígena en estos diccionarios fundacionales de la lexicografía española en Hispanoamérica será fundamental para ver cómo se trata a una lengua marginada a partir del análisis de la obra lexicográfica en cuestión. Puesto que no hay una suerte de legitimidad dentro de los procesos estandarizadores con las lenguas indígenas, algunas de estas permanecen ágrafas, otras son transcritas, muchas veces, de manera arbitraria y luego, dentro de esta dinámica de occidentalización, requieren de un tipo de literaturización o codificación. Justamente, al pasar como reliquias que ayudan a apuntalar una identidad, como sustrato y préstamo, en la lengua homogénea. Esta misma reflexión puede constatarse en alguno de los paratextos:

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La mayor parte de las voces de que se trata, carecen de valimiento literario, no obstante los antecedentes y circunstancias que tan notoriamente las abonan y legitiman, ora en clase de provinciales o particulares del Río de la Plata, ora en su condición de comunes a otros o a todos los demás países de la América española; antes andan sin tutela, peregrinando dispersas, “de tapera en galpón”, tal vez maltratadas en boca del vulgo, con detrimento de su genuina significación, valor etimológico y estructura silábica” (Granada 1890: 39) Desgraciadamente, la ignorancia del idioma guaraní ha adulterado muchos nombres de animales y aun de plantas. Así las sílabas Ça, Ço y Çu, han sido trocadas en ca, co y cu, desnaturalizando completamente las voces guaraníes: la y ha sido convertida en j, haciendo una transcripción material de la ortografía portuguesa; la h aspirada ha sido trocada en j y la mb en b (Segovia 1911: 9). Incluso se hace un reclamo por la ausencia de codificaciones de lenguas indígenas: El plan anterior hubo de frustrarse en lo referente a los nombres geográficos de Honduras porque hasta la fecha nos ha sido imposible encontrar vocabularios de los diferentes idiomas que, además del mejicano, nahual o azteca, se hablaban en el país antes de la conquista de los españoles; y como este obstáculo puede existir por un tiempo más o menos largo, nos ha parecido conveniente publicar lo escrito acerca de los otros puntos que abarca el plan” (Membreño 1897 [1895]: v). O se hace patente la conciencia, además, de diccionarizar los indigenismos como una parte fundamental dentro del panhispanismo:

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El señor Juan Valera, miembro distinguido de la R. Academia Española, en carta de 26 de marzo de 1888, dirigida a nuestro celebrado poeta don Rafael Obligado, le decía: “Tan nuestras, tan españolas considero yo las poesías de Vd., que me avergüenzo de no entender por completo aquellos vocablos que significan objetos de por ahí, como aberemoa, guayacán, pacará, quinchar, burucuyá, seíbo, ombú, payador, chajá, ñandubay, molle, chañar, achiras, totoral, camalote, quena y otros; y si no están en nuestro Diccionario, como sospecho, quisiera definirlos bien e incluirlos en él” (Garzón 1910: viii). Así como se reclama un proceso de codificación que haya sido temprano, así como eficiente. Por ejemplo, Alberto Membreño, partícipe de esta dicotomía civilización-barbarie, reclama: ¿Qué tendrían que aprender, supongo, dijeron los conquistadores que acababan de vencer el último baluarte de la media-luna en Granada, de estos salvajes de aquende el Océano, a quienes, para poder considerarlos como hombres, fue preciso que un Papa así los declarara? –El tiempo se

ha encargado de demostrarnos lo mal que procedieron aquellos ilustres aventureros destruyendo o relegando al olvido obras tales, que los sabios echan de menos para la resolución de los tantos problemas sobre América que hoy agitan al mundo científico. (Membreño 1895: vii-viii). Lo mismo vemos con Pichardo: No sucedía lo mismo con el idioma sencillo, vocalizado y dulce de estas islas: las alteraciones fueron pocas; más la escritura de esos tiempos trajo algunas diferencias que han puesto en duda la genuina pronunciación de ciertas voces y por desgracia no existen los aborígenes que pudieran desengañarnos, ni hubo curioso entonces que escribiese un diccionario en embrión siquiera con toda la propiedad de su prosodia, una apuntación sencilla tan fácil de conseguirse en aquella época, sin dejarnos atenidos a una tradición escasa, perdido para siempre el idioma (Pichardo 1862: xiii) Así como con Gagini: Desgraciadamente, la carencia de vocabularios completos de la lengua náhuatl no me ha permitido hacer investigaciones serias sobre estas palabras, y he tenido que contentarme con las voces contenidas en las obras de Brasseur de Bourbourg, Olmos, Quirós, Rincón y Peñafiel (Gagini 1892: ii) O Segovia: Doy, además, una breve noticia de sus lenguas, especialmente del guaraní, quichua y pampa, que son los idiomas indígenas que más han enriquecido nuestro lenguaje. Todas esas lenguas serán mañana de un estimable valor para el estudio de la época precolombina de los pueblos americanos (Segovia 1911: 8). A propósito de esto, volvemos a lo que señala Anthony Giddens (1987) respecto a la conformación del Estado Moderno. Para el sociólogo, un aspecto fundamental de la estructuración de un Estado es la organización de su información, es decir, de los discursos, a partir de un lenguaje uniformado. Si integramos, dentro de esa dinámica de organización de la información a los diccionarios, vemos que lo ideal es que este proceso, para la mayoría de los autores estudiados, se diera dentro de una institucionalización, que vele, además, por la idoneidad de las voces de origen indígena, al momento de pasar a formar parte de un diccionario y, posteriormente, pasar a formar parte del diccionario académico: “Toca pues a los letrados chilenos, y en especial a los que forman su senado literario, la Academia Chilena, aquilatar estas voces y decidir cuáles merecen recomendarse a la Real Corporación de España, que es la fiel guardadora del tesoro de la lengua” (Román 1916-1918: vi).

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En Hispanoamérica, los procesos de codificación ayudaron a construir imaginarios identitarios nacionales, necesarios después de los procesos emancipadores. Una meta, cual utopía, pensamos, sería imaginar la lengua española como una disciplina transcultural, gracias al desarrollo de culturas particulares de contacto y a la diversa interacción con las que existían anteriormente en cada una de las zonas americanas donde se habla español (cfr. Zimmermann 2003: 512). Se esté dando o no, no es objeto de nuestro estudio por ahora, pero sí constatar un aspecto fundamental para este proceso transcultural: dar cuenta del abundante número de voces indígenas presentes en las variedades latinoamericanas (las cursivas son nuestras): Crecido es el número de vocablos procedentes de las lenguas aborígenes de que venimos hablando, parte castellanizados, y el resto en su primitiva forma admitidos sin dificultad por el vulgo, como que para ser buenamente adaptados a la nuestra no han necesitado más que una ligera alteración en el modo de emitir y articular las vocales y consonantes de que constan” (Granada 1890:38) La mayor parte de las voces con que designamos las plantas, frutos y animales indígenas, no son de procedencia española ni nos han sido legadas por las tribus que pueblan aún los territorios de Talamanca, Térraba, Guatuso, etc.: son sin disputa palabras mejicanas transmitidas hasta nosotros por la colonia mangue establecida antiguamente en el Sur de Nicaragua y la península de Nicoya y que después se extendió hacia el mediodía de Costa Rica (Gagini 1892: i) A la lengua pampa, que es hermana del araucano y no dialecto suyo, debemos unas pocas voces comunes y muchas geográficas (Segovia 1911: 9)

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El idioma indígena que dio más voces al castellano, es el quichua, porque en el Alto y Bajo Perú dominó España casi cerca de tres siglos y porque las voces quichuas, graves casi todas, se prestaban a ser castellanizadas. Así, pocos sospecharán que son voces de origen quichua carpa (tienda de campaña), camote, capullo, coca, coto, coya, chingolo, chirimoya, llama, macana, mate, paco, pique, mote, papa, pita, poro, quina, ratania y sora. Son también quichuas los nombres de muchos animales y plantas; pero en la nomenclatura de la fauna y de la flora el guaraní predomina casi en absoluto, porque las tribus guaraníes, que eran más de 250, poblaban la parte más boscosa de la América meridional, que es al propio tiempo la más rica en los reinos animal y vegetal (Segovia 1911: 9) Así como la masa del pueblo lleva mezclada en una sola la sangre española y la araucana, así también se han formado buena parte de su léxico, con raíces radicales o fonemas araucanos y formas y terminaciones del habla de Castilla (Román 1916-1918: VI).

Después del proceso de compendiar, leer y organizar temáticamente parte de los contenidos de estos prólogos podríamos preguntarnos qué función tienen las voces indígenas que entraron en la lengua española y podríamos respondernos, de una manera bastante simplista, que las más veces son la muestra de la particularidad nacional y, entre las variedades del español hablado en América, particularidades zonales, cuales isoglosas léxicas. En efecto, una voz indígena, mas que circunscribirse a un país, forma parte de áreas, que van más allá de fronteras impuestas, marcando, a su vez, zonificaciones otras, relacionadas con las lenguas en contacto: Aunque en rigor debería titularse Provincialismos argentinos y bolivianos, ostenta el que figura en la portada porque muchos de los vocablos se aplican a la mayoría de las Repúblicas australes. Baste saber que las palabras de origen guaraní convienen a las provincias del delta del Paraná (Argentina), al Paraguay y al Oriente boliviano; las aucas, a Buenos Aires y Chile; las aimaraes, a Bolivia. Las voces quichuas, sobre todo, se extienden desde Colombia a Chile, y ellas dan el mayor contingente al habla de los países intermedios; de suerte que decir bolivianismo equivale a peruanismo; como decir voz río-platense vale tanto como de Buenos Aires y Montevideo. (Bayo 1906: 6-7). Por otro lado una voz indígena presente en una variedad hispánica ayudaría a definir, por medio de los contactos y sustratos, qué hace que determinada variedad sea tal: Hablando en general, puede decirse que los argentinos hemos conservado mucho del lenguaje castellano de la época de la conquista, […] Nos apropiamos también algunos provincialismos de Cuba y muchos peruanismos, por la gran influencia político-social que tuvo en otro tiempo la ciudad de Lima. El guaraní, quichua, pampa, caribe, mejicano, haitiano y los idiomas extranjeros han suministrado un considerable contingente (Segovia 1911: 9) Hojeando este Vocabulario se verá que tan americanismos son los terminachos injertados de araucano, querandí, quichua o aimará como los barbarismos citados, amén de otros galicismos: cabina, caserna, usina” (Bayo 1906: 6). Hay, por lo tanto, un vaivén contradictorio: se busca preservar un léxico indígena, cual memoria, cual determinación de una variedad, pero, a la vez, se silencia al indígena mismo, panorama del que no vemos mayor cambio a final de cuentas. Pues en rigor, la finalidad de los procesos estandarizadores, en síntesis, no sería más que la implantación de un monolingüismo que se sustenta en la imposición de una variante estándar: Aquí el chileno y cualquiera que hable el castellano se pueden pasear desde la Tierra del Fuego hasta Tacna, y, salvo contadas voces locales, entenderán todo lo que se les hable […]Con esta circunstancia, que es otra ventaja para

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la unidad del castellano en Chile, a la vez que una prueba del talento y orgullo de la raza araucana, queda este dominando sin contrapeso en toda la República ¿Qué comodidad más grande para los gobernantes y los súbditos, para la religión, para la política, el comercio y para todas las relaciones de la vida, que usar una sola lengua, hablada y entendida por todos? (Román 1908-1911: xi-xii) O, en otras palabras, lo que constatamos es la instauración de una suerte de servilismo lingüístico, consciente o no, de la intelectualidad de las nacientes repúblicas latinoamericanas ante una entidad como la Real Academia Española. Además, volvemos a tocar el problema de la diferencialidad como una variante no dominante de una lengua pluricéntrica (las cursivas son nuestras): Es verdad que casi todas las voces a que aludimos, se hallan en la modesta condición de provinciales, y que sería descabellada pretensión de quien se empeñase en incorporarlas indistintamente al inventario general de la lengua […] De todos modos, ya se considere la dilatación que estos elementos lexicográficos pueden adquirir con el tiempo, ya se tenga solo en cuenta su importancia relativa, por lo que hace a la vida íntima, literatura, geografía e historia del Río de la Plata y en general de la América española, no se puede negar que es lamentable permanezcan arrinconados (Granada 1890: 39-40). Por más que encontremos una que otra anomalía, como el caso de Ricardo Palma, quien, ante la adaptación de ciertas voces indígenas, en el diccionario académico, de un modo que él no comulga, es tajante:

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Tratándose de quichuismos valdría más que en el Diccionario no se consignasen, si ha de persistir la Academia en aceptarlos con cargo de reforma ortográfica, como ha hecho con nuestras voces quichua, cachua, cacharpari, jora, haravico etc. Desde que ninguno de los señores académicos ha vivido en los pueblos sudamericanos donde predomina el quechua, y por consiguiente aprovechando la oportunidad para estudiarlo, mal podemos acatar imposiciones antojadizas. No se puede legislar sobre lo que se desconoce. Si así se teje, es mejor que se deje. (Palma 1903: ix) Algo usual en países con tradiciones históricas y lingüísticas de carácter colonial, tal como sucede en Latinoamérica (Orlandi 2002: 23) y que sigue presente de un modo u otro, por más que nos pese.

7. El caso de Chile

7.1. Estado, Nación y República de Chile El contexto histórico que nos interesa, en el caso de Chile, como en la mayoría de países hispanoamericanos, se inicia con el proceso de construcción de un Estado-nación independiente, después de casi tres siglos de dominio colonial español. Este proceso empieza a gestarse en 1810, con la formación de la primera junta de gobierno y culmina con la organización de la Junta Nacional, en enero de 1823. Sin embargo, desde este hito, con la publicación de la Constitución de 1823 (de pluma del conservador Juan Egaña), viene un periodo de sucesivos ejercicios democráticos y, por ende, de diversos y breves gobiernos y constituciones conservadoras y liberales. Esta etapa, catalogada por algunos historiadores como anárquica, culmina con la Guerra Civil de 1829 y 1830 y con la implantación de un gobierno de carácter conservador. Justamente, en esta etapa podemos hablar de un proceso de organización que va de la mano con esta tesis de estandarización que hemos venido estudiando. En efecto, la estandarización en Chile, la manera como se ha manejado la instalación de una lengua nacional y sus posteriores codificaciones son el resultado de una serie de transformaciones que empezaron a generarse en la tercera década del siglo XIX y que tienen como principal precedente la promulgación de la Constitución de 1833, conocida como la constitución conservadora, cuyas bases tuvieron una vigencia de casi sesenta años, con una serie de reformas que vinieron a consolidar un Estado autocrático y oligárquico. Redactada por Mariano Egaña (el mismo político que gestionó la contratación e instalación de Andrés Bello en Chile), la Constitución de 1833 no sería más que la continuidad de las dos constituciones conservadoras antecesoras, las de 1813 y 1823, ambas obras de su padre, el también constitucionalista Juan Egaña, constituciones las cuales “eran una mezcla de lo mejor que tuvo el régimen colonial, y de lo mejor del régimen moderno de la primera época constitucional”, describió lúcidamente Alberdi (en Zúñiga Urbina 2010: 389), en su paso por Chile, exiliado por la dictadura de Rosas. No olvidemos, dicho sea de paso, que Alberdi fue conocido como el intelectual liberal por excelencia de la organización nacional argentina y, como tal, tuvo mucho que decir de sendos procesos constitu-

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cionales. Volviendo a las constituciones de los Egaña, a su sello -las de cuño del padre y la de cuño del hijo-, estas no son más que el reflejo de su ideología: oligárquicas y católicas. De gran conservadurismo, los Egaña rechazaron cualquier culto que no fuera el católico y, con esto, propiciaron el cierre de una serie de posibilidades de contacto, sea en la inmigración, comercio o política con países que tuvieran otro culto. Este dato es relevante porque de alguna forma, sienta las bases del culto-base y eje, no solo de la iglesia en sí, sino del peso que tendrá el catolicismo en variados aspectos y de las políticas exteriores chilenas, por lo demás. La Constitución de 1833 se instaló como un hito dentro de la historia de Chile: su redacción surgió después de la Guerra Civil de 1829-1830 y marca el triunfo del orden político conservador. Es, además, una constitución centralizadora y autoritaria, aspectos que ya se percibían en la Constitución anterior, la liberal de 1828. No queremos dejar de lado estas referencias, puesto que, como decía Juan Bautista Alberdi: “una Constitución no es un cuerpo de doctrinas o teoría reflejo de la ilustración de un legislador, sino la expresión auténtica de la historia de un pueblo, de sus costumbres, de su modo predominante de ser y de sentir” (en Zúñiga Urbina 2010: 379). A pesar de ser una constitución que fundamenta un Estado autocrático y oligárquico, posee una serie de características que hacen de ella un referente digno de atención. No hay que olvidar que muchos de estos ejercicios constitucionales no son el producto de ideas modernistas, son los resabios, mejor dicho, de una Ilustración tardía, donde más que la necesidad de implementar las reglas del juego para un Estado en formación, con las necesidades particulares que estos posean, así como una reorganización previa de sus medios de producción, lo que se tiene es la repetición de un patrón anterior. Es lo que comenta el historiador Ricardo Donoso en relación con la Constitución de 1833: “los historiadores chilenos reconocen que la Constitución de 1833 da forma jurídica a la realidad social y que Chile constituiría desde entonces una república, basada en la influencia de la aristocracia terrateniente y de la tradición colonial, y en el ejercicio efectivo de su poder político” (Donoso 1946: 114). O lo que para Perú hace referencia Huisa (2013: 283-284), quien utiliza el concepto de modernización tradicionalista, siguiendo al constitucionalista De Trazegnies: La modernización tradicionalista es una verdadera modernización; lo que significa que introduce elementos nuevos dentro de la sociedad tradicional y la transforma. Pero, al mismo tiempo, esta sociedad no se desprende de ciertos elementos antiguos o ‘tradicionales’ que permanecen como aspectos nucleares, en torno a los cuales se organiza la modernización. En todo proceso de modernización es evidente que subsisten muchos elementos del pasado. Pero en la modernización tradicionalista los elementos que subsisten no son relegados a la periferia del proceso como rezagos de un pasado que

desaparece gradualmente, sino que se constituyen en los elementos centrales del proceso (De Trazegnis 1987 citado por Huisa 2013: 284) En efecto, la Constitución de 1833 es el reducto de los intereses de las clases dominantes, herederas del orden indiano colonial, frente a un “raquítico liberalismo”, describe el constitucionalista Francisco Zúñiga Urbina (2010: 381). Alberdi mismo es crítico con esta Constitución y afirma que esta es una “Constitución monárquica en el fondo y republicana en la forma” (en Zúñiga 2010: 381), justamente las mismas reflexiones de De Trazegnis para la situación hispanoamericana en general. El conservadurismo político chileno, conocido como “peluconismo”, no es más que el grupo social formado por la oligarquía mercantil (la posterior burguesía), esa que se fue fraguando en el Chile colonial entre 1570 y 1812; un Chile que, en rigor, carecía de una cultura republicana, poco sabía de democracia y tenía un sello más bien monárquico. La construcción del Estado chileno, entonces, se estableció con estas directrices y, entre sus principales hacedores, está el mismísimo Andrés Bello, por ejemplo. En síntesis, esta Constitución impuso un orden político autocrático con formas republicanas, en donde las clases tradicionales son las dominantes, así como el peso de una iglesia católica en toda la población, puesto que no había libertad de culto. Se implementó, por primera vez, además, un sistema parlamentario potente, aun cuando el papel del presidente fuera el fundamental. Este papel presidencial, sin embargo, empezó a ceder en pos del control de un parlamentarismo oligárquico hacia finales del siglo XIX, algo que se estará viviendo en el momento en que Román empieza la redacción de su diccionario y se vivirá plenamente a lo largo de la publicación de su Diccionario de Chilenismos, a principios del siglo XX. Interesante, para describir a un conservador en este periodo, es el retrato que hace Brahm, a propósito del papel del intelectual chileno a mediados del siglo XIX: Priman las realidades tangiblemente materiales sobre cualquier abstracción o visión idealista. Importan solo los resultados y mientras sean cuantificables, medibles. Parecen no haber objetivos superiores al aumento del bienestar material de los chilenos –“progreso”- perseguido y alcanzado en forma lenta y segura, evitando riesgos y aspiraciones exageradas. La receta es solo trabajar duro y en forma ordenada controlando el vuelo de la imaginación (Brahm 1992: 8) Algo que se relaciona directamente con la serie de eventos que vendrán de la mano con esta dinámica conservadora utilitarista, altamente materialista. Un ejemplo de ello son los discursos de los periódicos oficialistas, en donde se describe al presidente de la república como “el jefe de una falange de obreros del bienestar

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nacional” (periódico El Mensajero en Brahm 1992: 8). El tono de este materialismo se extrema en uno de los números del periódico de 1853: “los hombres parecen desprenderse más del carácter metafísico y espiritualista de otros tiempos, poniendo su pensamiento en los bienes materiales cual en la única satisfacción positiva y cierta de la vida, […] la importancia social y las más altas aspiraciones del hombre rinden feudo a la riqueza” (periódico El Mensajero en Brahm 1992: 8). En este contexto podemos reconocer antecedentes y resultados; por ejemplo, desde el ejercicio de la Constitución de 1833 se pone en ejecución un libre mercado exterior, en tanto Chile como país exportador de materias primas, algo usual dentro de las dinámicas económicas de los países de la periferia. En efecto, factores económicos, como el descubrimiento de yacimientos de plata y cobre entre 1832 y 1848, así como el marcado incremento de las exportaciones de trigo y harina a California en 1848 (por la fiebre del oro) gatillaron, entre otras cosas, la instalación del ferrocarril (1851), del telégrafo (1851) y del sistema de correos (1852). Además, uno de los resultados de la Guerra contra la Confederación Perú-boliviana (1837-1839) fue el hecho de que Valparaíso se instalara como el puerto más importante del Pacífico Sur, desplazando al Callao en Perú. Algo que bien describe Sotomayor en 1866, respecto a esta suerte de bienestar: Justamente orgullosos como podemos estarlo de nuestras vías férreas, de nuestra excelente viabilidad en general, del crecimiento del comercio y de la agricultura, lo estamos, aún más, del desarrollo y estabilidad, que va adquiriendo cada día nuestro régimen constitucional democrático. Cerca de cuarenta años de una sucesión no interrumpida de gobiernos legales, y de una administración determinada y en continuo mejoramiento, eran ya una demostración muy elocuente en nuestro favor, y bastaba de por sí para darnos una alta posición entre los pueblos regularmente constituidos (Sotomayor en Brahm 1992: 23)

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Sin embargo, en este contexto es interesante constatar las críticas de algunos intelectuales respecto a la Constitución que dio pie a esta serie de progresos, como es el caso del ya citado Alberdi, para quien la Constitución de 1833, a pesar de ser “superior en redacción a todas las de Sud América, sensatísima y profunda en cuanto a la composición del poder ejecutivo, es incompleta y atrasada en cuanto a los medios económicos de progreso y a las grandes necesidades materiales de la América española” (Alberdi en Zúñiga Urbina 2010: 389). En efecto, el liberalismo extremo de Alberdi, ese que promueve el poblamiento de la pampa argentina con europeos (en lo posible, anglosajones), ve en el tono católico imperante de la constitución chilena una de las grandes barreras y aislamiento de lo que sería la nación chilena: “Chile

ha escapado del desorden, pero no del atraso y la soledad” (en Zúñiga Urbina 2010: 387). Sin embargo, si seguimos la tesis de Hobsbawm (1992), durante el siglo XIX se desarrollaría la primera fase del nacionalismo, con dos ejes fundamentales con los que se asienta y legitima: la burguesía liberal, impulsora y beneficiaria del nacionalismo, por un lado, y el desarrollo del capitalismo en estrecha relación con la burguesía. Es en este periodo cuando los grandes estados nacionales terminan de completar su construcción o, en otras palabras, se consolidan. Hobsbawm afirma que solo los territorios en donde fuera posible un crecimiento económico basado en el libre mercado podían ser considerados naciones, algo que Del Valle y Gabriel-Stheelman (2004) llaman principio de viabilidad. Hobsbawm, a su vez, afirmaba que debe haber tres criterios adicionales para la determinación de la entidad nacional de un territorio: una asociación histórica a un Estado, una elite cultural bien establecida y en posesión de una lengua vernácula nacional de uso administrativo y literario y una demostrada capacidad de conquista (cfr. 1992: 37-38). Si trasladamos esta propuesta a Chile, lo que constatamos es, justamente, una clase oligárquica en vías de convertirse en burguesía que se instala como la elite fundadora de este Estado. Este Estado, a su vez, se expandió a expensas, diremos, de Perú y Bolivia hacia el norte (después de la Guerra del Pacífico) y hacia el sur, a expensas de los pueblos originarios y su territorio. Esta consolidación, confirmamos, se da hacia la primera década del siglo XX, justamente en los años en que Román está publicando los dos primeros de los cinco tomos de su diccionario. Después de esta primera fase del nacionalismo, sigue Hobsbawm, se sucede otra, que data hacia finales del siglo XIX en Europa. En esta etapa empiezan a proliferar los movimientos nacionalistas; movimientos los cuales, más que validar un principio de viabilidad, toman en cuenta otros criterios, sobre todo étnicos y lingüísticos. Del Valle y Gabriel-Stheelman afirman que las causas de este nuevo nacionalismo son numerosas, pero, si se quiere utilizar esta óptica desde una perspectiva filológica y lingüística, se pueden señalar dos causas: primero, la democratización de la política: “La burguesía capitalista, para anclar su poder en el pueblo soberano, debía crear mecanismos que permitieran la intervención (o la apariencia de intervención) del pueblo en las cuestiones de Estado” (Del Valle y Gabriel-Stheelman 2004: 21). Y, segundo, como consecuencia de la primera causa, los defensores del Estado nacional debían crear mecanismos de control más bien sutiles que garantizaran la lealtad del ciudadano al sistema dominante. Mecanismos como la escuela, el ejército o el censo, entre otros, serán estos sistemas de dominación. En Chile esto se reflejará, hacia 1900, en un proceso de proletarización de la ciudada-

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nía; es decir, convertir en ciudadanos y trabajadores funcionales al peonaje de origen rural y reforzar la identidad nacional en los nuevos territorios conquistados hacia el sur y hacia el norte. El nacionalismo, por lo tanto, así como sus mecanismos de expansión cultural fueron disciplinarios y educacionales. El ejercicio de un control social enfrentó, entonces, esa doble dimensión: por un lado, el ejercicio de la soberanía del Estado en territorios nuevos y, por otro lado, el proceso de convertir a los peones en proletarios, es decir, en individuos respetuosos de la jerarquía y la autoridad. Estos mecanismos, a su vez, ayudaron a la propagación de ideas tanto del poder estatal mismo como contrarias a este, por lo que, hacia finales del siglo XIX, se podían encontrar nuevos nacionalismos populares frente a los viejos estados nacionales14. De este estado de la cuestión, concluyen Del Valle y Gabriel-Stheelman, se centró el poder simbólico de la lengua, sobre todo en la elaboración de discursos nacionalistas. En palabras de Hobsbawm: “La identificación del Estado con una nación […] implicaba una homogenización y estandarización de sus habitantes, esencialmente, por medio de una lengua nacional codificada” (1992: 93). En este contexto se puede apreciar la relevancia de las instituciones, como sucede en el español. Son ellas las que tienen la tarea de seleccionar, codificar y elaborar “el habla legítima”, como la llaman Del Valle y Gabriel-Stheelman. Asimismo, estas instituciones son las que desarrollaron mecanismos “que permitan influir en las prácticas y en las actitudes lingüísticas de los miembros de la comunidad en cuestión” (2004: 23). En esta dinámica podemos comprender mejor el papel de un sacerdote diocesano como Román, miembro de la Academia Chilena de la Lengua, director de la revista cultural más emblemática del catolicismo y el conservadurismo de su época y un defensor férreo de la ortografía española y de la enseñanza del latín en los colegios. Fuera de ello, con los datos que nos aporta su biografía, así como la información ideológica presente en su diccionario, aspectos que veremos más adelante, podemos reconstruir el papel del diocesano dentro de esta dinámica. En síntesis, para una zona moderadamente marginal dentro de la historia del español de América, como es Chile (cfr. Los movimientos contestatarios respecto a los derroteros liberales, conservadores y oligárquicos han estado en la construcción del Estado desde sus albores. En una primera etapa, con los efectos de la Constitución de 1833 tenemos la Sociedad Literaria (1842), el Club de la Reforma (1849), la Sociedad de la Igualdad (1850) y un movimiento emblemático y breve, como lo fue la Asamblea Constituyente de Copiapó (1858). Estos movimientos desembocaron en la fundación del Partido Radical (1863), de cuya fracción emerge un partido como el Partido Demócrata (1887). Sin embargo, las inquietudes más bien sociales, con tintes marxistas y anarquistas, pueden verse en el Centro Social Obrero (1896), la Unión Socialista (1897) y el Partido Obrero Francisco Bilbao (1898). Estos tres últimos convergerán con la fundación del Partido Obrero Socialista (1912) y, como clímax, después de la III Internacional, con la fundación del Partido Comunista (1922). 14

de Granda 1994: 75-77) estos acontecimientos son los impulsores de un desarrollo cultural que devendrá en un proceso estandarizador donde se fijará al español como lengua nacional. En otras palabras, tenemos en Chile un orden estatal conservador; un orden que está bajo unos ribetes, empero, liberales. Este orden, a su vez, proyecta un modelo estandarizador altamente conservador y racionalista en Chile.

7.2. Hitos y actores estandarizadores más relevantes en Chile El Estado moderno chileno no impuso un plurilingüismo, sino un monolingüismo, con el español como única lengua nacional, tal como sucedió casi en toda Latinoamérica. Tal como vimos anteriormente, se le dio un valor simbólico a la lengua española (Arnoux y del Valle 2010: 3), en tanto que se naturalizó su superioridad y se estableció su condición hegemónica. Entre los aspectos que se pueden destacar está el interés del Gobierno por implementar políticas de educación pública, y el Congreso, dentro de esta instancia, se haría cargo de un plan general de educación nacional. Es más, en estos momentos, más que nunca, la idea ilustrada de la educación como progreso tenía un peso enorme dentro de las políticas gubernamentales: Con la Independencia, la educación no es “una” política, sino que “es” política porque se la concibe desde y en función de la nueva soberanía. […] La soberanía popular requería de ciudadanos virtuosos, de la virtud cívica de la república clásica y, porque era popular, requería de un pueblo formado en esa virtud (Serrano 2010: 30) El avance de esta implementación es lento y empieza a concretarse durante el gobierno del conservador Manuel Bulnes (1841-1851), quien desarrollará una intensa actividad educativa. La situación hacia 1842 era crítica: solo el 1% de la población asistía a las escuelas primarias. Por esta razón se funda, ese mismo año, la Escuela Normal de Preceptores, la instancia formativa de maestros de escuela y la primera en América. Le sigue Manuel Montt (1851-1861), quien instaura la gratuidad en la educación primaria y la sección femenina de la escuela de Preceptores. Asimismo, hacia final de su período, las escuelas públicas, de cerca de 180 en total, aumentaron a 600 en todo el país. Dentro de la historia de Chile, este proceso culminará durante la primera mitad del siglo XX, con el gobierno de Pedro Aguirre Cerda (19381941), que llevó a cabo un plan educativo que consideró la educación de adultos, la extensión en la gratuidad de la educación, la inclusión de la educación primaria, secundaria y técnica como deberes del Estado y la incorporación de las masas obreras al sistema educacional. Aunque no concierne a nuestro periodo estudiado, es

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relevante comentar que el declive de este proceso se dará a principios de la dictadura de Pinochet, cuando las escuelas normales fueron reestructuradas y, posteriormente, cerradas definitivamente, por lo que la enseñanza básica pasó a formar parte de la malla universitaria. Del mismo modo, la educación se privatizó, algo que se mantiene vigente hasta el día de hoy. Destacamos este impulso educador, puesto que otro tipo de praxis, como la de los procesos codificadores o gramatizadores, así como la fundación, décadas después, de instituciones como la Academia Chilena, son para Auroux (2009) insuficientes. En efecto, Auroux se detiene críticamente en la posibilidad de que solo los instrumentos lingüísticos sean el medio para lograr un proceso estandarizador en donde se imponga y estabilice un modelo lingüístico. En efecto, estos procedimientos son insuficientes, puesto que: “construyen lengua, pero no puede asegurarse que sea la de los ciudadanos” (2009: 146), algo que sí pueden hacer las políticas educativas masivas u otro tipo de dinámicas (Auroux lo ejemplifica con el servicio militar obligatorio en Francia, por ejemplo). Por esta misma razón, no son extraños los debates relacionados con la educación (ver, al respecto, Bustos, Valladares y Rojas 2015) y la implementación, cuando se tiene plena conciencia de la relevancia que tiene la educación para una población, de esas escrituras disciplinarias. Es en este contexto, y con los medios económicos para solventar un plan educacional, cuando llegó Andrés Bello a Chile. Es más: el proceso de codificación se relacionó directamente con el influjo de su magisterio, por lo que se suele situar a Bello como una figura destacada, no solo dentro del proceso estandarizador lingüístico, sino cultural en general. Bello llegó a Santiago de Chile en 1829, como miembro del Ministerio de Hacienda, con una experiencia previa como representante de Chile para el Ministerio de Relaciones Exteriores en Londres. Su trabajo en Chile lo llevó a cabo ininterrumpidamente hasta 1865, año de su muerte, con un sinnúmero de actividades y quehaceres. Como bien se sabe, esta, la fase chilena de Bello, es la continuación de una prolífica y variada actividad intelectual, que ya venía realizando en Londres. En rigor, Bello, acorde a las palabras de Jaksic, Lolas y Matus (2013: 7-8), era un intelectual que consideraba necesaria la alfabetización para que los ciudadanos pudieran ejercer su derecho a sufragio, por ejemplo, así como para poder comprender y observar la ley. De alguna forma, creemos, esta caracterización refleja el papel fundamental como agente estandarizador que tuvo Bello en Chile. Bello colaboró, por ejemplo, en la redacción del periódico bisemanal El Araucano, encargándose de las secciones de política exterior y literatura. Es en este periódico donde publicó, entre marzo de 1833 y diciembre de 1834, sus Advertencias sobre el uso

de la lengua castellana, dirigidas a los padres de familia, profesores de los colegios y maestros de escuelas. Si hiciéramos un rastreo historiográfico, encontraríamos, de hecho, una primera sistematización de los rasgos del habla del español de Chile en estas Advertencias. La finalidad de éstas era estrictamente normativa y con ellas logró Bello dar con una descripción del panorama lingüístico del español de Santiago de Chile durante la primera mitad del siglo XIX, panorama que –para él– no era más que la suma de una serie de hábitos considerados vulgares, viciosos y defectuosos. Estas Advertencias tuvieron una importancia fundamental en el proceso estandarizador del español de Chile, tanto en la enseñanza de la lengua castellana como en el retroceso de algunos rasgos lingüísticos de origen popular, tal como afirmó Cartagena (2002). La obra de Bello, en este ámbito, se entiende como un proceso de planificación lingüística, en donde él optó por difundir el habla prestigiosa –la usada por los hablantes instruidos– para evitar, así, el deterioro que estaba, según él, sufriendo el español en Chile15. La fundación de la Universidad de Chile en 1842 es otro hito dentro del proceso estandarizador. Nuevamente Andrés Bello jugó un papel fundamental, por ser este un proyecto educacional que él mismo fraguó y del que, además, fue su primer rector. Cuando pronunció su discurso inaugural, sentó las bases, creemos, de los derroteros culturales de una nación de casi 25 años de trayectoria: La Universidad estudiará también las especialidades de la sociedad chilena bajo el punto de vista económico, que no presenta problemas menos vastos, ni de menos arriesgada resolución. La Universidad examinará los resultados de la estadística chilena, contribuirá a formarla, y leerá en sus guarismos la expresión de nuestros intereses materiales. Porque en este, como en los otros ramos, el programa de la Universidad es enteramente chileno: si toma prestadas a la Europa las deducciones de la ciencia, es para aplicarlas a Chile. Todas las sendas en que se propone dirigir las investigaciones de sus miembros, el estudio de sus alumnos, convergen a un centro: la patria. (Bello 1843 s.p.)

Andrés Bello, en sus Advertencias, dio cuenta de fenómenos que –para la época– ya estaban estabilizados, como el seseo y el yeísmo, de los que recomendaba “hacer una pronunciación más esmerada”. No existe, sabemos, dentro del mundo hispánico, la distinción entre /b/ y /v/; sin embargo, Bello recomendaba a los padres y profesores hacer la distinción para que la adoptasen los niños y estudiantes. Respecto al debilitamiento y pérdida de /-d-/, Bello señalaba que es una pronunciación “viciosa” que hay que evitar. De los estratos donde había menor instrucción, el autor presentaba fenómenos, como la tendencia antihiática, entregando valiosos testimonios al respecto. También dio cuenta de la inestabilidad de líquidas, considerada un vulgarismo para Bello, al igual que el refuerzo velar de /ue/ y la velarización de /bue/. Un fenómeno como la palatalización de consonantes velares ante vocal palatal, si bien no está entre los fenómenos mencionados en las Advertencias, puede deducirse en algunos casos que Bello describe (cf. Aliaga et al 2006: 64-65). Por último, dio cuenta de la simplificación y ultracorrección en los grupos cultos dentro de los estratos más bajos. 15

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La importancia de la Universidad de Chile en relación con nuestro objeto de estudio se relaciona directamente con las condiciones de producción de los diccionarios, ya que una de las funciones de la Universidad era la supervisión de la enseñanza en sus distintos niveles, lo que implicaba la selección, revisión y aprobación no solo de los libros de texto, sino de toda obra que tuviera una función pedagógica. Es así como gran parte de los diccionarios publicados en Chile que forman parte de nuestro corpus pasaron por el plácet de la Universidad de Chile. O, por ejemplo, uno de los diccionarios más interesantes por su valor descriptivo, el Diccionario etimológico de las voces chilenas derivadas de lenguas indígenas americanas (1910), fue redactado por uno de los profesores de esta universidad, el alemán Rodolfo Lenz. Otro hecho clave dentro de la estandarización en Chile fue la fundación de la Sociedad Literaria de 1842, grupo fundamental dentro del proceso de formación del Estado chileno, puesto que fue el referente cultural que sentó las bases de una cultura nacional (cf. Metzeltin 2007), cultura fundada intrínsecamente en la identidad chilena. El Movimiento surgió después de una serie de polémicas relacionadas con las posibles correcciones e incorrecciones lingüísticas en Chile, sobre todo en el ámbito de la creación literaria, polémicas conocidas, en su conjunto, ya hemos visto páginas atrás, como la Controversia filológica. Esta se generó a partir de una serie de cartas entre Andrés Bello y Domingo Faustino Sarmiento, entre otros, publicadas con seudónimos en el diario El Mercurio de Valparaíso. El resultado de esta controversia es la formación de un grupo de intelectuales, conocido como la Sociedad Literaria de 1842, quienes redactaron un texto fundacional, publicado en mayo de ese año, cuya autoría fue de José Victorino Lastarria, quien será posteriormente, además, el primer director de la Academia Chilena de la Lengua, fundada más de treinta años después. En el texto se señalaba que “la ilustración, costumbres y leyes” (Lastarria 1842: 3) aún son áreas que no se han desarrollado en Chile, a pesar de la consolidación de la democracia y la prosperidad económica. Asimismo, el autor insistía en la crítica situación de la educación en Chile: “todavía entre nosotros no hay un sistema de educación, los métodos adolecen de errores y defectos que la época moderna tilda con un signo de reprobación y de desprecio casi infamante” (Lastarria 1842: 9) y señalaba que la mejor forma de poder lograr un proyecto educativo sería con la difusión de la lengua española: “y poseemos una habla que anuncia los progresos de la razón, rica y sonora en sus terminaciones, sencilla y filosófica en su mecanismo, abundante, variada y expresiva en sus frases y modismos, descriptiva y propia como ninguna” (Lastarria 1842: 11). En efecto, el discurso de Lastarria hacía un llamado a que la intelectualidad chilena se hiciera cargo de la lengua española: “Estudiad esa

lengua, Señores, defendedla de los extranjerismos; y os aseguro que de ella sacaréis siempre un provecho señalado, si no sois licenciosos para usarla” (Lastarria 1842: 11). Un impulso que, sin duda alguna, se establecería como una de las primeras instancias discursivas en donde se perciba un proyecto estandarizador normativo. Otro punto crucial dentro de este proceso estandarizador, en donde Bello fue uno de los protagonistas, fue la aprobación de lo que se conoce como ortografía chilena, en 1844. El proyecto buscaba fijar normas para una correcta pronunciación (ortoepía), desterrar las “letras superfluas” (Bello 1823: 56) y fijar reglas para que no hubiera letras unísonas -letras poligráficas-: “si un sonido es representado por dos o más letras, elegir entre estas la que represente aquel sonido solo, y sustituirla en él a las otras” (Bello 1823: 56). El hecho de que se propiciara una reforma ortográfica no fue azaroso ni inmotivado: fue una de las tantas reacciones de un variado y prolongado movimiento que tuvo su punto cumbre en el siglo XVIII en España (para el panorama del proceso en su conjunto vid. Rosenblat 1951). Para conocer el germen de la reforma ortográfica chilena hay que remontarse a la fase de Bello en Londres, sobre todo cuando publica el primer número de la Biblioteca Americana, en 1823. En este número Bello, en colaboración con el colombiano Juan García del Río, daba cuenta de la necesidad de simplificar la ortografía, en el opúsculo “Indicaciones sobre la conveniencia de simplificar y uniformar la ortografía en América”. Esta necesidad de reformar la ortografía iba por la senda de simplificarla, algo que ya venía haciendo, también, la Real Academia Española. Sin embargo, Bello era crítico con el paulatino trabajo de la Academia respecto a este punto, puesto que, para él, lo ideal era hacer un trabajo rápido y expedito. Para el caso, y acogiendo el llamado de la misma Academia para recibir propuestas de simplificación, Bello se alejaba del criterio etimologista, producto de “la pedantería de las escuelas, peor que la ignorancia” (Bello en Rosenblat 1951: xciii). Tampoco estaba de acuerdo con el uso, el cual “cuando se opone a la razón y la conveniencia de los que leen y escriben le llamamos abuso” (Bello en Rosenblat 1951: xciii). Bello, en cambio, proponía la innovación, principio que puede ofender a la vista en un primer momento: “¿Y qué importa que sea nuevo lo que es útil y conveniente? ¿Por qué hemos de condenar a que permanezca en su ser actual lo que admite mejoras? (Bello en Rosenblat 1951: xciii). Su criterio, siguiendo a Quintiliano y Nebrija sería un sonido para cada sig-

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no16. Fuera de las críticas que suponía una empresa de estas características, alejada de lo acordado por la Academia, Bello replicaba: no esperamos que la uniformidad en materia de escritura, que no pudo lograrse durante el reinado de la Real Academia, sea posible de obtener después de la desmembración de la América castellana en tantos estados independientes entre sí y de España. Tampoco creemos que a ningún cuerpo, por sabio que sea, corresponda arrogarse en materia de lenguaje autoridad alguna. Un instituto filológico debe ceñirse a exponer sencillamente cuál es el uso establecido en la lengua y a sugerir las mejoras de que le juzgue susceptible, quedando el público, es decir, cada individuo, en plena libertad para discutir las opiniones del instituto, y para acomodar su práctica a las reglas que más acertadas le parecieren (Bello en Rosenblat 1951: xcix)

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Este proyecto fue puesto en marcha por Domingo Faustino Sarmiento, en ese entonces el director de la Escuela Normal de Preceptores, y por Andrés Bello, en ese entonces rector de la Universidad de Chile. Lo podemos entender, asimismo, como uno de los logros de la representación ideológica de la nación, al exponer la lengua común y legítima, tal como señala Arnoux (2008: 165). En relación con este punto, el hecho de codificar en un diccionario implicará, por lo tanto, una elección ortográfica. De esta forma, el optar por la ortografía chilena o la general fue motivo de disputas o de adherencias. Por ejemplo, dentro de las obras estudiadas, solo en Rodríguez, Echeverría y Reyes y Amunátegui Reyes encontramos el uso de la ortografía chilena. Por el contrario, Román fue un conocido defensor de la ortografía general, tal como puede verse en numerosos opúsculos publicados por la misma razón, como su “Escribamos español con ortografía española” (1914) para apoyar, así, el proyecto de ley presentado al Senado para que se adoptase como ortografía oficial del Estado de Chile la ortografía académica. Allí el sacerdote enfatizaba: “deseo con toda mi alma que cuanto antes sea ley de la República, para volver con el buen nombre de Chile y para que cese la anárquica

El proyecto se llevaría a cabo con las siguientes reformas: 1. Representar el fonema / x / siempre por < j >: como en jente, jitano. 2. Representar el fonema / i / siempre por < i >: como en soi, mar i tierra. 3. Representar el fonema / r / siempre por < rr >: como en rrazón, enrrolar. 4. Representar el fonema / q / siempre por < z >: como en azul, zebo, zinco. 5. Representar el fonema / k / siempre por < q >: como en qasa, quna. 6. Suprimir la < h > muda: como en ombre, ora, onor. 7. Suprimir la < u > muda en “que, qui”: como en qema, qinto. 8. Suprimir la < u > muda en “gue, gui”: como en gerra, giso. De estas ocho propuestas de reforma ortográfica, 1 y 2 tuvieron vigencia hasta 1927 en Chile, además de la propuesta de Francisco Puente, que era el uso de en vez de < x > ante consonante. Esta era la llamada “ortografía chilena”. Fuera de eso, gracias a la presión de Sarmiento, 3, 6 y 7 tuvieron vigencia entre 1844 y 1847.

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confusión que, con escándalo de todas las naciones del habla castellana, reina entre nosotros. (Román 1914: 3). Volviendo al proceso estandarizador en Chile y el papel de Bello en esto, no debemos olvidar que en Chile, asimismo, Bello publicó su Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos en 1847. El hecho de que fuera destinada a los americanos se remonta a sus vivencias con intelectuales españoles en sus tiempos en Londres, puesto que allí interactuó y debatió con eruditos de la talla de Puigblanch, Salvá, Gallardo o Villanueva. Bello fue testigo, en esos días, de las disputas lingüísticas entre los mismos intelectuales españoles, por ejemplo, entre los autores de las gramáticas, como Salvá, Noboa y Martínez López. Disputas de las que él no quería formar parte, por lo que decidió no escribir para los españoles, sino para los americanos. Si bien su interés, ante todo, era la unidad idiomática y la finalidad que buscaba -en el germen de esta gramática, en el Londres que acogía a intelectuales exiliados- era evitar a toda costa la fragmentación del español. Tampoco queremos en estas líneas dejar de lado la labor lexicográfica de Bello, la cual, aunque de menor difusión, es relevante no solo para el español de América, sino para el español en general. Dentro del espacio de los microdominios lexicográficos (Pérez 2007), un primer caso emblemático por ser el inaugural de este tipo de ejercicio lexicográfico en el siglo XIX, tal como constata Pérez 2014, es ese pequeño glosario de 9 voces que anexó Bello, como pie de página, a su Silva a la agricultura de la zona tórrida (1826): “sobre algunas de las voces que ha rescatado del patrimonio lingüístico continental e incorporado a los versos fundacionales de su silva” (Pérez 2014: 119). A su vez, tenemos el “Glosario” que Bello anexó a su edición del Poema del Cid, trabajo que empezó en su fase final de Londres, hacia 1829, justo antes de instalarse definitivamente en Chile, donde lo redactó hasta 1862 y se publicó póstumamente en 1881, en la edición chilena de sus Obras completas. El objetivo del glosario era “suplir algunas faltas y corregir también algunas inadvertencias del primer editor” (Bello en Pérez 2007: 146). Este texto extenso y ejemplificado con autoridades clásicas, requiere, sin lugar a dudas, de un estudio pormenorizado (para un repaso panorámico pero detenido, ver Pérez 2014). En este glosario agrega Bello, por ejemplo, anotaciones fonéticas preliminares a cada grafema, en un claro ejercicio de historia de la lengua17. Asimismo, no queremos dejar de lado la parcela metalexicográfica de Bello, por ejemplo, cuando lo encontramos como lector crítico del

Asimismo, hasta logra, con una llana sinceridad, afirmar cuándo desconoce el significado de una voz. Por ejemplo, en escarín, afirma: “palabra cuyo significado desconozco”. 17

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diccionario usual académico. Ante esta labor, nos preguntamos ¿Se puede apreciar un servilismo hacia el trabajo académico en el venezolano o, por el contrario, más bien un juicio crítico? Veamos el caso cuando, en una nota en el periódico El Araucano, en 1845, hace referencia a la última edición del diccionario usual: En esta edición nos parece haber hecho la Academia algunas mejoras; y conservado también algunas cosas que a nuestro juicio hubieran debido corregirse años ha. Nosotros nos contamos en el número de los que más aprecian los trabajos de la Academia Española; pero no somos de aquellos que miran con una especie de veneración supersticiosa sus decisiones, como si no fuese tan capaz de dormitar algunas veces como Homero, o como si tuviese alguna especie de soberanía sobre el idioma, para mandarlo hablar y escribir de otro modo que como lo pida el buen uso o lo aconseje la recta razón (Bello en Pérez 2014: 111) Sin querer alejarnos de nuestro objeto, que es reflexionar en torno a los procesos estandarizadores más relevantes en Chile, otro hito fue la fundación de la Academia Chilena de la Lengua, el 5 junio de 1885. Anteriormente, uno de sus futuros miembros, Ramón Sotomayor, ya reclamaba una organización de estas características: Quisiera ver en Chile una academia del idioma que hablamos, un instituto especialmente consagrado a conservar la sana tradición del lenguaje y a encaminar sabiamente el desenvolvimiento filológico, rechazando todo lo que no fuese espurio, antojadizo o incongruente, y recogiendo y amoldando todas aquellas creaciones con que el instinto y la espontaneidad de los pueblos, semejan la ilustración y el genio (Sotomayor 1866: 678)

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Algo que, de alguna forma, viene a recalcar la conciencia de la relevancia de un tipo de institución de estas características. Esta fundación fue relevante, además, dentro de nuestro objeto de estudio, porque un número considerable de los autores que estudiamos en nuestro corpus formaron parte de esta. Autores como Zorobabel Rodríguez, Ramón Sotomayor Valdés, Miguel Luis Amunátegui Reyes, Manuel Antonio Román, José Toribio Medina, José Miguel Yrarrázabal, Julio Vicuña Cifuentes y Rodolfo Oroz, entre otros. Hitos estandarizadores fueron, además, la fundación del Instituto Pedagógico en 1889, destinado a la formación de profesores de secundaria, con la presencia de intelectuales de la talla de Federico Hansen y nuestro citado Rodolfo Lenz.

7.3. Sobre las codificaciones en Chile Con este contexto, en donde no podíamos dejar de lado la labor de Bello, quien enlaza lo político y lo estandarizador, queremos insistir en la relevancia del republicanismo como contexto idóneo para la generación de estos procesos codificadores. Justamente, las elites criollas, inspiradas en el liberalismo europeo, liberalismo que les proyectaba, a su vez, ese paradigma republicano, lo emularon con distinta suerte (cfr. Huisa 2013: 287). Lo relevante es que en este intento de trabajar en pos de una república, tanto conservadores como liberales buscaron el mismo fin, uniéndose, las más veces, por la misma razón. No olvidemos que la dedicatoria que Zorobabel Rodríguez redactó en su Diccionario de chilenismos es, ni más ni menos, para el presidente de la República: “El autor de este libro tiene a honra dedicarlo respetuosamente al Presidente de la República, para quien está reservada la gloria de promulgar la ley que establezca en Chile la libertad de enseñanza y de profesiones” (1875: vi, algo en lo que se detuvo Rojas 2015). Es relevante destacar que Federico Errázuriz Zañartu, presidente de la república en ese momento, liberal, fue el segundo y último presidente de una fusión política liberal-conservadora que intentó limar las desavenencias de ambas bancadas políticas después de las revueltas de 1851. Queremos detenernos en este punto, sobre todo, por la complejidad política vivida en Chile, en donde un político e intelectual conservador ultramontano como lo fue Zorobabel Rodríguez dedicara un diccionario a un presidente liberal. Este presidente, Federico Errázuriz Zañartu, gobernó gracias a una coalición liberal-conservadora, en un momento complejísimo, en donde se estaba discutiendo la desvinculación, o no, de la educación pública con la religiosa, desvinculación que contaba con el apoyo del mismo Zorobabel Rodríguez. Huisa (2013: 290-291 y 2014b: 149-150), por ejemplo, se dedicó a rastrear la impronta republicana y conservadora en el primer Diccionario de chilenismos en una serie de voces seleccionadas para tal efecto. Nosotros, a su vez, insistimos en la complejidad y ejemplaridad de lo que fue una figura como la de Zorobabel Rodríguez. El intelectual quillotano fue catalogado como el más liberal de los conservadores de su época, sobre todo en lo económico (cfr. Correa 1997: 390). En efecto, tenemos una etapa liberal-conservadora, presidida por un presidente liberal. A su vez, tenemos un periodista, escritor y político conservador ultramontano, líder de opinión en el periódico conservador más emblemático de su época, quien fue, a su vez, promulgador de ideas económicas liberales en este mismo medio o en cátedras universitarias o en publicaciones académicas (en El Independiente, llegó a ser Rodríguez su periodista más relevante, lo mismo, años después, en La Unión) y, asimismo, publicó el primer diccionario de chilenismos.

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Es este el contexto idóneo, por lo tanto, para una interesante y abundante producción relacionada con el buen uso de la lengua española, en donde el influjo de Andrés Bello y sus estudios prescriptivos son, sin duda alguna, el punto de partida para toda una reflexión que abarca temas ortográficos, gramaticales y lexicológicos. No hay que olvidar, a propósito de esto, por ejemplo, la hipótesis de Rojas (2017) respecto al influjo de Bello en los trabajos normativos posteriores, sobre todo en ese purismo que se centra en su aversión a la polisemia: “Hay otro vicio peor, que es el prestar acepciones nuevas a las palabras y frases conocidas, multiplicando las anfibologías de que por la variedad de significados de cada palabra adolecen más o menos las lenguas todas” (Bello 1853: xi). Bello, en efecto, buscaba una situación comunicativa ideal, donde cada palabra debiera tener un significado que se registre en el diccionario académico, o bien, un significado que se acercara al sentido etimológico o que se sustentara en las autoridades reputadas. Frente a esto, por lo general, las variedades de español que no fuera el promulgado por la Real Academia Española no serían acogidas ni toleradas. Destacan, entre otros, el Catálogo anónimo de 1843 (ver Ferreccio 1979a), las Correcciones lexigráficas de Gormaz (1860) y el Diccionario de Chilenismos de Zorobabel Rodríguez (1875). Le siguen obras como las Acentuaciones viciosas (1887), de Miguel Luis Amunátegui Aldunate o las obras que realizó en conjunto con su sobrino Miguel Luis Amunátegui Reyes, como las Apuntaciones lexicográficas (1907-1909). Amunátegui Reyes fue, además, ampliamente reconocido por una vasta obra que cubre el primer cuarto del siglo XX, en la que cabe mencionar Borrones Gramaticales (1894), El neologismo y el diccionario (1915), Observaciones y enmiendas a un Diccionario, aplicables también a otros (tres tomos, publicados entre 1924 y 1927) y Ortografía razonada (1926). Asimismo, podemos encontrar casos más extremos, como aquellos en donde se “supera” a Bello, incluso, oponiéndose a su influjo, por no ser este lo extremadamente “hispanizante”. Es lo que sucedió, por ejemplo, con el presbítero José Ramón Saavedra, quien redactó una gramática didáctica (su Gramática elemental de la lengua española, 1859), por no encontrar lo suficientemente didáctica la elaborada por Bello (a propósito, ver el estudio de Bustos, Valladares y Rojas 2015) y no ver el presbítero en Bello a alguien que acatara ciegamente los dictámenes de la Real Academia Española. Otro caso es el de Adolfo Valderrama, polímata chileno quien, si bien no fue un autor, propiamente tal, de obras de carácter filológico (gramatizaciones), sí lo fue de opúsculos donde daba cuenta de su preocupación por el descuido del estudio y enseñanza de la lengua española en su correcta vía (a propósito, ver, también, Bustos, Valladares y Rojas 2015). Por ejemplo, en su “Necesidad de estudiar la lengua

castellana” (1878) reclamaba el abandono que se ha tenido a los dictámenes de la Real Academia Española, después de los procesos independentistas. Aunque Valderrama validó la labor de Bello en Chile, es crítico, por ejemplo, con su ortografía, la cual alejaba a Chile de la norma académica. La función de estas obras era, sobre todo, mostrar los elementos léxicos diferenciales, tal como hemos mencionado antes, como variedades no dominantes y siempre supeditadas a una variedad considerada como ejemplar, que es la manejada por la RAE. Es decir, se daría la imposición de una norma suprarregional, como diría Arnoux (2008). Esto llevó, muchas veces, a tratar estas voces como desvíos, aberraciones, incorrecciones, barbarismos, entre otros conceptos, sobre todo al radicalizarse la postura que defiende esta variedad ejemplar. En Bello se centra, ya hemos visto, el ideal estandarizador racionalista (Geeraerts 2003), ese modelo que busca una lengua ejemplar, general. En pos de ese trabajo, creemos, el lexicógrafo, junto con dar cuenta de los provincialismos (lo otro, la variedad, lo regional, lo dialectal), también está por la labor de complementar, perfeccionar, pulir, incluso, lo estándar. Quizás sea esta la razón de una interesante proliferación de ejercicios lexicográficos de este tipo, como lo logrado por Ortúzar, por Echeverría y Reyes y por Román mismo; es decir, trabajos donde se va más allá de lo estrictamente diferencial. Serían, en rigor, los resultados de este modelo estandarizador racionalista. Asimismo, tal como se había señalado anteriormente, lo que hay en la obra de Bello y en esta suerte de influjo, es una tradición de escrituras disciplinarias (González Stephan 1995), tesis que desarrolla Velleman (2004 y 2014), justamente. Otro hito, temprano, ya citado a lo largo de estas reflexiones, es el discurso que leyó Ramón Sotomayor Valdés cuando se incorporó a la Facultad de Filosofía y Humanidades en 1866, estudiado detalladamente por Rojas 2014, quien lo presenta como el texto que mejor da cuenta del clima de opinión que da origen a la lexicografía chilena del XIX (2014: 111). Nos detenemos especialmente en Sotomayor, puesto que viene a ser otro ejemplo de quiénes eran estos agentes estandarizadores. Sotomayor, uno de los más importantes representantes de la intelectualidad conservadora del XIX chileno (Brahm 1992: 11), representa la figura contradictoria de un intelectual en Chile: dueño de un conservadurismo mezclado con un extremo positivismo, cercano al mismo Comte; aplaude un gobierno en manos de los que saben (“los sabios”, los “científicos”), denostando, en cambio, la soberanía “del populacho” como él mismo la calificaba (cfr. Brahm 1992: 26). Un católico racionalista, podría decirse, el cual, si bien no investigó directamente en cosas de lengua, tuvo un influjo respecto a la cuestión de la lengua en Chile con una praxis similar a la de

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su misma filosofía política: “Levantar un principio de autoridad en medio de esta anarquía filológica es una necesidad y una conveniencia que no pueden menos que comprender los que se interesan en salvar la unidad de nuestro idioma y en fortalecer los vínculos que ligan a las naciones de la América latina” (Sotomayor 1866: 677). Su interesante propuesta se centraba en la fundación de una academia de la lengua, así como en la redacción de un diccionario hispano-americano; propuestas necesariamente llevadas a cabo por una elite intelectual: Apenas tengo la necesidad de decir que la Academia de la lengua hispano-americana debe tener en su seno, ya en calidad de miembros inmediatos, ya en la de miembros corresponsales, las cabezas literarias más notables de los pueblos que hablan castellano en la América (Sotomayor 1866: 681)

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Hacia finales del siglo XIX, Rodolfo Lenz cambió radicalmente el tratamiento que se tenía del español de Chile. El lingüista alemán había llegado a Chile en 1890, con solo 27 años, contratado por el gobierno de José Manuel Balmaceda, para ejercer como profesor en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, el cual se estaba fundando18. Se había doctorado recientemente en Filosofía con mención en filología románica en la Universidad de Bonn, con una tesis sobre fisiología e historia de las palatales (Zur Physiologie und Geschichte der Palatalen), publicada en la prestigiosa Zeitschrift für vergleichende Sprachforschung, en 1887. Sus funciones en Chile consistirían en ser el profesor de francés, inglés e italiano del Instituto Pedagógico, pero prontamente se interesó en la enseñanza “sistemática” (hoy se entendería como “sincrónica”) y la metodología de la lengua española, algo que lo llevó, al poco tiempo, a dedicarse exclusivamente a ella y, posteriormente, a la enseñanza de gramática histórica de la misma lengua19. Se destacó, asimismo, por otro tipo de investigaciones innovadoras, como un estudio pormenorizado del papiamento, algo ya iniciado por Schuchardt, con quien el mismo Lenz se entrevistó, para actualizar sus pesquisas; así como un marcado interés por la metodología de la enseñanza de segundas lenguas. Todo ello muestra un espíritu de un lingüista venido de una formación germánica que se contraponía, sin lugar a dudas, con la tradición normativa que imperaba en el mundo hispánico. Lenz es hijo, en efecto, de su formación ger-

Fue Lenz el último de siete profesores en ser contratado para esta misión académica Los profesores contratados habían sido idealmente seis: Juan Enrique Schneider (para pedagogía y filosofía), Federico Johow (ciencias naturales), Juan Steffen (historia y geografía), Augusto Tafelmacher (matemáticas), Alfredo Beutell (física y química) y Federico Hanssen (gramática histórica).

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Para mayor información acerca de Lenz, su labor y su contexto, ver Escudero 1963, Ferreccio 1979b, Rabanales 2002 y Ennis 2016. 19

mánica: para él, las lenguas son fenómenos vivos, cambiantes, sociales, por ello no fue extraño que, apenas llegado a Santiago de Chile, se sintiera intrigado por el curioso lenguaje vulgar empleado por los huasos y la gente baja de las ciudades chilenas. Como noté luego que la gente culta, sobre todo los profesores de castellano, no tenían ningún interés por el estudio de la “jerigonza corrompida de la plebe”, que simplemente despreciaban porque no comprendían que el estudio de los dialectos vulgares da los materiales más interesantes para comprender la evolución histórica del lenguaje humano (Lenz 1940 [1891 y 1893]: 16-17). Sin lugar a dudas, sus planteamientos se acercaban más a los de sus contemporáneos europeos que a la tradición que lo rodeaba. Por ejemplo, al presentar su trabajo acerca del papiamento, sostenía: “Si me atrevo a presentar mi trabajo al mundo científico, la razón principal que me mueve es que creo interesante mostrar a los lingüistas cómo una lengua puede expresar claramente las ideas más elevadas sin necesitar ninguna variación morfológica de las palabras” (Lenz en Escudero 1963: 467). Es así como ya instalado, Lenz inauguró los estudios lingüísticos de contacto del español de Chile con lenguas indígenas. Para ello, llevó a cabo un trabajo de campo, in situ, con el mapudungun, investigación que inició hacia 1890, con la lectura de la Gramática del padre Febrés. Sin embargo, para Lenz era insuficiente este método, así que optó por la inmersión lingüística: “Además tenía que oír el idioma de los indios mismos para juzgar de la pronunciación” (Lenz 1979 [1904-1910], Prólogo, p. 23) y eso mismo hizo en verano de 1891: fue a Collipulli para oír hablar mapudungun. Además, Lenz inició el estudio de la lengua española en Chile desde un punto de vista absolutamente lingüístico, algo nuevo dentro de un ambiente donde la normatividad en pos de una lengua estándar era, como se ha visto, la visión preponderante. Vamos por partes: para Lenz era fundamental el conocimiento del español, es decir, perfilar esa lengua nacional de la que hablaba Giddens; el construir el objeto lengua española de Zimmermann. Era patente, entonces, esa necesidad de establecer cuál es la ejemplaridad coseriana para poder definir la corrección, puesto que, hasta ese momento, solo se había establecido ese estándar desde un enfoque purista y no desde una óptica descriptiva: “[estos autores] quieren hacer distinción entre barbarismos, provincialismos y castellano castizo sin advertir que primero habría que saber qué lenguaje merece el título de castellano” (Lenz 1979 [1904-1910]: x). En efecto, lo fundamental para él era determinar, antes de cualquier tipo de actitud lingüística, qué se entiende por castellano: “con lo que deberían haber comenzado los estudios sobre provincialismos es con establecer de una manera clara qué se entiende por “castellano” (Lenz 1979 [1904-1910], Prólogo, p. 10). Para Lenz, solo con el

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conocimiento de las realidades lingüísticas se podrá iniciar una posterior normatividad: “Sólo cuando conozcamos bien el lenguaje natural y vivo de todos los países castellanos, podremos escribir la gramática preceptiva del estilo literario sin miedo a incurrir en recomendaciones prácticamente utópicas” (Lenz 1979 [1904-1910]: xv). ¿Cuál sería el castellano para Lenz? En este caso, sienta las bases de la norma culta: “Contestaría que el castellano es la lengua general y común de la gente culta del país, incluyendo las palabras técnicas de los artesanos y los hombres de historia natural, que poco se usan entre gente culta” (Lenz 1979 [1904-1910], Prólogo, p. 14). Es, constatamos, un balance entre lo general y lo específico, entre lo culto y lo popular. En ese balance, por lo demás, Lenz advierte que la misión del lingüista no estaba en la prescripción, sino en la descripción: “No se trata para mí de indicar que tal palabra sea recomendable, tal otra censurable” (Lenz 1979 [1904-1910], Prólogo, 40). Justamente, los anhelos de Lenz nos recuerdan a lo que décadas después reclamó Haensch para poder llevar a cabo su proyecto lexicográfico. En rigor, lo que se está requiriendo es el conocimiento de un estado de lengua de la manera más objetiva posible. Es la labor de Lenz, por lo tanto, la que inaugura un nuevo tratamiento de la diferencialidad lingüística. Esto no implica que no exista una prescriptividad en su obra –cosa que siempre se dará desde el momento en que uno aborda un fenómeno lingüístico– (cf. Seco 1999: xiii), pero ella será relevante en la medida en que se conozca el fenómeno lingüístico, se lo estudie y caracterice. Por lo tanto, el descriptivismo lo utilizaremos en oposición al prescriptivismo, como una forma de dar cuenta del estudio lingüístico de un objeto. Para ello tomamos la concepción descriptivista de Zimmermann (2003: 508), en tanto la praxis lingüística que define al objeto, lo enfoca desde un compromiso sociopolítico e interviene en él. Fuera de eso, a lo largo de los discursos de Lenz, se detectan ideas y actitudes que están en relación directa con el momento cultural e histórico en el cual vivió, como veremos más adelante, y que hace de sus enunciados un testimonio fundamental de una nueva forma de abordar el español de Chile (cf. Zimmermann 2003: 506 y Zimmermann 2010: 45). Esto no significa que la codificación en sí haya sufrido un giro, sino que empiezan a coexistir dos formas de estudio: una en donde se presenta la lengua nacional supeditada a un monocentrismo y otra que ve en el estudio lingüístico del plurivariacionismo un deber, siendo Lenz uno de sus precursores en Chile. Creemos que es fundamental, por lo demás, detenernos en el diccionario de Lenz y hacer una breve y panorámica referencia a él, como una forma de relacionarlo con la producción lexicográfica existente y referida anteriormente. Si bien en forma y función el Diccionario etimológico de las voces chilenas derivadas de lenguas indígenas

americanas (desde ahora, el Diccionario etimológico) difiere del corpus estudiado y analizado, no se puede pasar por alto, sobre todo por las reflexiones críticas relacionadas con la producción lexicográfica chilena, centradas, sobre todo, en la normatividad (para una mayor profundización del estudio del diccionario de Lenz, ver nuestro Chávez Fajardo 2011a). Justamente, el Diccionario etimológico es diacrónico, pero es, a su vez, un diccionario diferencial, ya que incluye voces propias de Chile y de América. Iba a formar parte de un estudio mayor: Los elementos indios del castellano de Chile, sin embargo, las investigaciones de Lenz se quedaron en esta obra, solo. La novedad del Diccionario etimológico radica en que es el primer trabajo lexicográfico que da cuenta del contacto de una forma estrictamente lingüística en Chile: “Dejando a un lado todos los elementos de lenguaje que trajeron los conquistadores a Chile, quiero estudiar cómo se refleja en el idioma actual del país el efecto del continuo roce con gentes de otros idiomas, con los indígenas americanos.” (Lenz 1979 [1904-1910], Prólogo, p. 22). Esto no significa que antes no se encontrara una codificación relacionada con el mapudungun, sin embargo, la existente remite al trabajo realizado por misioneros, obra fundamental dentro de los procesos estandarizadores coloniales, pero insuficiente desde una perspectiva lingüística las más veces. A su vez, Lenz no buscó como destinatario al profesor que ve en el español hablado en Chile una variedad viciosa, llena de barbarismos que extirpar: “Tampoco escribo para los profesores de castellano que creen encontrar la salvación de la lengua castellana en América en la corrección de lo que llaman vicios de lenguaje” (Lenz 1979 [1904-1910], Prólogo, p. 40), sino que su Diccionario etimológico estaba destinado a la difusión y el conocimiento del contacto lingüístico y su incidencia en el español de Chile: “Escribo para aquellas personas eruditas que desean saber cómo habla el pueblo chileno, y en particular, cuántas cosas tuvieron que aprender los orgullosos castellanos de los pobres indios a quienes tanto despreciaban” (Lenz 1979 [1904-1910], Prólogo, pp. 40-41). Desde un punto estrictamente lexicográfico, su importancia radica en que es la primera publicación, dentro de la historia de la codificación en Chile, de un diccionario científico completo del español de Chile, es decir, una obra “sin exclusión, por lo tanto, del vocabulario familiar, vulgar, bajo y jergal” (Rabanales 2002: 170). Algo, sabemos, que no apareció en un diccionario en Chile hasta el DUECh (2010). Para hacer una comparación al respecto, tomemos el caso del primer diccionario que publicó la Academia Chilena de la Lengua, el Diccionario del habla chilena (1978), donde se insiste en el prólogo en que: “Tampoco hallará el usuario de nuestro léxico variantes fonéticas de los vocablos ni alteraciones morfológicas que suelen emplear con cierta frecuencia los iletrados de las clases popula-

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res” (Academia Chilena 1978: 21). A su vez, el diccionario de Lenz no se remite a un diccionario etimológico exclusivamente; en él se encuentran datos riquísimos de antropología, usos y costumbres, dialectología, etnología, folklore, historia y literatura, los cuales reflejan, justamente, la función del diccionario como el reflejo de una comunidad lingüística (cf. Lara 1997). Con esto solo queremos insistir en el trabajo de Lenz como único en su tiempo y en su siglo. Por ejemplo, una de las premisas fundamentales dentro del trabajo diccionarístico actual -el trabajar en equipo- la resalta nuestro autor como una manera de invitar a lectores e interesados a que le sigan enviando listas con voces y observaciones para complementar el diccionario, así como observaciones y críticas a su obra, para así enmendarla: Un diccionario de la índole del presente solo puede ser obra colectiva, es inevitable que entre los centenares de voces y acepciones que aquí se publican por primera vez en letras de molde, haya errores y equivocaciones posibles (Suplemento III, 901); Ruego a todos los lectores chilenos e hispano americanos en general, se sirvan mandarme directamente todas las observaciones acerca del uso de los indianismos castellanos que puedan contribuir a completar y rectificar mi trabajo. Asimismo, quedaría muy agradecido a los críticos y editores de revistas que se publiquen observaciones acerca de mi libro si quisieran hacerme llegar un ejemplar de sus artículos, para poder tomarlos en cuenta para la continuación del trabajo. (Advertencia, vi).

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Sin embargo, uno de los aspectos más interesantes del Diccionario etimológico es el contexto y motivación de su elaboración, redacción y función dentro de la comunidad hablante. Justamente, con el Diccionario etimológico sería la primera vez que una obra presenta un estudio de contacto lingüístico y reivindica el estudio de una lengua marginada fuera de un entorno misionero (espacio donde usualmente se estudiaban las lenguas indígenas). Este tipo de dinámica es fundamental para la construcción del objeto español de Chile y es, a su vez, producto de lo que se entiende como nación cultural. Por nación cultural se entiende una realidad histórica que otorga a sus miembros un sentido de pertenencia por el territorio que habitan, el pasado común que comparten y ciertas prácticas sociales legitimadas por la misma comunidad. Las naciones culturales surgen casi espontáneamente, existiendo más allá de la voluntad de algunos individuos de crearla, otorgando a sus miembros un sentido de identidad que se reconoce o se vive, sin que medie acción alguna que tienda a establecerla. Por eso mismo, la nación cultural pertenece, esencialmente, a la comunidad. (Pinto 2003: 90).

Es decir, es una forma de estandarización donde no prima, ya, la voluntad de una nación política, sino la de aquellas codificaciones que van emanando de los mismos ciudadanos, los cuales van perfilando, delineando, creando una identidad. Es, sin lugar a dudas, una nueva forma de entender la estandarización. Pensemos, por ejemplo, que la estandarización oficial, donde impera un monolingüismo que se basa en una ejemplaridad, en una variedad no dominante, es un tipo de práctica que impide o dificulta la percepción de la realidad lingüística en espacios multilingües o multivariacionales, en palabras de Zimmermann (2010: 47). Se genera, por lo tanto, un desconocimiento adquirido y heredado, en una comunidad, de la riqueza lingüística que puede tener una zona determinada. Una carencia que se magnifica, claro está, con las prácticas de políticas lingüísticas que imponen un monolingüismo con una variedad estándar. Para Lenz, por lo tanto, la función de los instrumentos lingüísticos como los diccionarios estaría dada por otros parámetros. Lenz era crítico al momento de referirse al trabajo diccionarístico que se ha venido haciendo: “Todos estos autores sustituyen el Diccionario de la Real Academia Española a la lengua, aceptando como dogma que lo que está en ese Diccionario es castellano, lo que no está, no lo es. La prueba de la verdad de tal aserción no la da nadie, y ¡difícil sería darla!” (Lenz 1979 [1904-1910], Prólogo: 10). Lo mismo respecto a la lexicografía chilena publicada hasta ese momento: La mayor parte de los tratados sobre provincialismos de América no explican sino critican. Sus autores parten de la base de corregir el lenguaje de sus connacionales en conformidad con lo que creen ‘el castellano castizo’. En la mayor parte de ellos prevalece la charla literaria y algunos de esos tratados son verdaderas caricaturas filológicas. (Lenz 1979 [1904-1910], Prólogo: 8). En Problemas del Diccionario Castellano en América (1926), Lenz reflexionaba aún más acerca de la estrecha (y enfermiza) relación del hablante de español con el diccionario académico: Es un hecho curioso que en Alemania nunca había visto que un hombre culto, a no ser que fuera un filólogo germanista, consultara un diccionario de la lengua alemana. Existen varios, aun muy grandes, pero no son obras populares. Me chocó, por consiguiente, cuando al llegar a Chile veía que en la oficina del Instituto pedagógico había un Diccionario de la lengua castellana, naturalmente de la Real Academia, que era consultado con frecuencia por los empleados y los profesores chilenos. ¿Qué buscaban ahí? A veces no era más que la correcta ortografía; pero otras veces se trataba de discusiones sobre la cuestión de si tal palabra era buena, castiza, o si era un “vicio de lenguaje”, porque no aparecía en el Diccionario oficial. La única razón plausible para consultar un diccionario de la lengua patria, según mi opinión, sería que en la lectura de algún libro, sea novela u obra científica

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de cualquier especie, se encontrase una palabra cuyo significado no se comprenda bien. (Lenz 1926: 9) Lenz afirmaba que, en rigor, no debería rechazarse regionalismo alguno por el hecho de no aparecer en el diccionario académico: “No se cambia el carácter social o estético de una palabra por el hecho de aparecer en el Diccionario de la Academia desde cierta fecha. No se transforma así lo “vicioso” en “castizo”, como creen muchos literatos” (Lenz 1926: 23). De hecho, su actitud hacia el trabajo académico estaba sujeta a la misma mirada crítica: “Mientras esa corporación no comience su diccionario con un prólogo que exponga con claridad según qué principios admite y excluye voces, no sabría realmente qué provecho podría sacar de mi diccionario” (Lenz 1979 [1904-1910], Prólogo, p. 40). Crítica que se extiende a los niveles del lemario mismo del DRAE, al hacer notar la ausencia, en las voces o acepciones diferenciales, de aspectos diastráticos y diafásicos: Faltan por prurito de decencia en el Diccionario voces muy frecuentes y antiguas como v. gr. aquel reniego tan usado por los españoles que en Chile ha llegado a ser apodo despreciativo para los peninsulares (véase Echeverría, Voces usadas en Chile pág. 150 después de la palabra coñac) (Lenz 1979 [19041910], Prólogo, p. 40) Frente a la presencia de otro tipo de voces: en cambio se registran innumerables términos de germanía solo conocidos entre gente de la peor especie, otros tantos provincialismos españoles y americanos de uso limitadísimo y desconocidos fuera de estrechas regiones, y arcaísmos tan raros que no se encuentran en ningún documento, aun de castellano antiguo, de mediana importancia” (Lenz 1979 [1904-1910], Prólogo, p. 40).

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De esta forma, al momento de referirse al criterio de selección de voces hispanoamericanas en el diccionario académico, Lenz la critica sin reparos: “Sabido es que los Académicos intencionalmente han excluido muchas voces propuestas por miembros correspondientes y que de hecho se emplean continuamente en todos los diarios castellanos del mundo”. (Lenz 1979 [1904-1910], Prólogo, p. 40). Es así como llega a una evaluación de lo que es el DRAE: un diccionario sin criterios científicos claros: “Así como es, el Diccionario de la Academia no es ni un diccionario literario (que debería excluir todo lo que no se puede usar por escrito) ni un diccionario completo de toda la lengua; es un libro sin principios científicos claros” (Lenz 1979 [1904-1910], Prólogo, p. 40). Además de no querer someterse a la hegemonía de la Real Academia Española: “No aspiro a que la Real Academia Española tome nota

del fruto de mis desvelos para decidirse a aceptar en el Léxico oficial alguna voz que hasta hoy no figura en él” (Lenz 1979 [1904-1910], Prólogo, p. 40). Su actitud se opone, incluso, al proceder lexicográfico usual, donde se toma, justamente, el objeto DRAE como el filtro respecto a que una palabra “exista”, “esté aceptada”, “no exista”, entre otras usuales creencias, presentes hasta el día de hoy: “Si una palabra figura o no en el Diccionario de la Academia, no significa nada en absoluto ni con respecto a su uso literario o vulgar, general o limitado, ni aun para saber si es conocida en España” (Lenz 1979 [1904-1910], Prólogo, p. 40). En rigor, con esta postura Lenz viene a instalar una nueva forma de codificación dentro del proceso estandarizador: la del trabajo lingüístico, paralelo al prescriptivo, que emana de las labores científicas de investigación. Por lo tanto, se integra un nuevo tipo de normativización dentro de esta misma lógica: la de la universidad como espacio de estudio, análisis e investigación de la realidad lingüística. En otras palabras, aparece el lingüista en su papel de profesor universitario como un sujeto que norma y cuyas herramientas lingüísticas aportan una nueva visión respecto a la cuestión de la lengua. Sin duda alguna, las ideas de Lenz vienen a perfilar una nueva forma de construir el concepto español de Chile. El proceso de estandarización en Chile, tal como se ha visto, fluctúa entonces entre la defensa de una norma de carácter monocéntrico y el estudio científico, tanto del español de Chile como de sus contactos y la necesidad de establecer un trabajo que instale un plurivariacionismo dentro de la lengua española. En síntesis, los trabajos codificadores de Lenz presentan una nueva forma de construir el concepto español de Chile. Nuestro autor, por ejemplo, retoma reflexiones y les entrega una nueva mirada, además de inaugurar disciplinas de estudio dentro del panorama nacional. Este tipo de actitud ante un objeto de estudio -el español de Chile- refleja, sin duda alguna, un quehacer disciplinario que va más allá de meras metodologías. El trabajo de Lenz da cuenta de un tipo de acto glotopolítico. Desde esta perspectiva, una herramienta lingüística como el Diccionario etimológico refleja construcciones de identidades nacionales en relación con las prácticas codificadoras. Asimismo, pensando, ya, en su recepción, las ideas lingüísticas de una herramienta discursiva como este diccionario poseen una función totalmente estandarizadora no tanto en su momento de producción, sino que en su vigencia. Es decir, al actualizar las ideas lingüísticas de Lenz se replantearía la concepción que de español de Chile se tiene hasta el día de hoy y cómo se piensa el peso del contacto español-mapudungun, entre otros aspectos. La vigencia del trabajo de Lenz va por este camino: hasta qué punto se modifica el objeto español de Chile gracias a sus ideas lingüísticas. Uno de los aportes más relevantes de nuestro autor va, justamente, por esta línea. En efec-

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to, la lengua española debe entenderse como una disciplina transcultural, gracias al desarrollo de culturas particulares de contacto y a la diversa interacción con las culturas existentes anteriormente en cada una de las zonas americanas donde se habla español (cfr. Zimmermann 2003: 512). Bajo esta óptica, en consecuencia, veremos en Lenz a uno de los primeros lingüistas que logró dar cuenta de esta transculturalidad en Chile a partir de sus estudios y, sobre todo, con su Diccionario etimológico. Por otro lado, su vigencia se comprueba al presentar un trabajo que dio justa cuenta de la importancia de las lenguas de contacto y cómo estas incidieron en la conformación del español de Chile. Es decir, mostrar cómo el español se perfila y se configura de identidad propia a partir del contacto lingüístico: “Verán cuántos útiles conocimientos del pueblo chileno actual son debidos al indio que puso nombre a tantas plantas y a tantos animales” (Lenz 1979 [1904-1910], Prólogo, pp. 40-41), entre otros factores. Con esto Lenz viene a inaugurar una disciplina en Chile: la de los estudios de contacto lingüístico. Además, nos deja una obra que aun no ha sido superada: su Diccionario etimológico. En esta obra, además, se tratará un nuevo enfoque en relación con aspectos sociolingüísticos conflictivos hasta el día de hoy dentro del quehacer lexicográfico. Tal es el caso del concepto ‘vulgarismo’. Reflexiones como: “no es nunca el pueblo el que corrompe la lengua, aunque introduzca vocablos vulgares para enriquecer el vocabulario académico” (Lenz citado en Rabanales 2002: 178) son revolucionarias dentro de un medio académico que veía en estas voces vicios que había que expurgar, o bien, realidades que no debían aparecer en un diccionario. Es más, afirmaciones como: “Cambios que entran desde abajo, son siempre conformes al genio de la lengua. Verdadera corrupción puede solo venir cuando los que se creen con el derecho de gobernar la lengua quieren imponerle sus caprichos como ‘reglas de la gramática’” (Lenz citado por Rabanales 2002:179) son discursos que hasta el día de hoy no son del todo aceptados por la comunidad hablante. En esto, justamente, radica la vigencia de las ideas lingüísticas de Lenz: en estudiar el español de Chile bajo una óptica exenta de los prejuicios ideológicos de quienes imponen una lengua estándar considerada prestigiosa. Su estudio se acerca más al que tiene un lingüista con su disciplina, disciplina que entendemos como una construcción social, es decir “un trabajo metadisciplinar continuo de delimitación, división, ampliación, renovación, justificación, exclusión, inclusión” (Zimmermann 2003: 504), la cual va reconstruyéndose y remodelándose con la percepción de campos antes no tomados en cuenta. La innovación de Lenz en relación con la glotopolítica hispánica va, además, por otra de sus propuestas: la de presentar la idea de un diccionario integral y re-

gional en cada zona lingüística, algo logrado en Latinoamérica solo en los últimos años, por ejemplo, con el trabajo de Luis Fernando Lara en México (como la última edición del DEM, el 2010) o el Diccionario integral del español de la Argentina (2008), coordinado por Federico Plager. Según Lenz, solo con un trabajo lexicográfico zonal se podrá saber con certeza qué es, exactamente, lo que se entiende por castellano: “Más tarde cuando en todas las repúblicas americanas exista un diccionario nacional y cuando exista lo mismo en España, entonces se podrá decidir cuáles voces son “castellanas” es decir pertenecen al tesoro común de todas las naciones que creen hablar el idioma de Cervantes” (Lenz 1979 [1904-1910], Prólogo, p. 20). Asimismo, se podrá dar cuenta de lo general y lo pluricéntrico dentro de la lengua española. Una reflexión de este tipo no solo es relevante para la lexicografía hispanoamericana, sino que es relevante para la construcción de la identidad lingüística hispana en general. ¿Qué es lo que nos une? ¿Qué es lo que nos diferencia? ¿Qué nos hermana con determinada zona lingüística? Son reflexiones que han tomado peso en los últimos lustros en Hispanoamérica y en Lenz comprobamos a uno de sus precursores. Hay que hacer la salvedad, empero, de que la codificación española va muy por detrás de otras tradiciones, como la inglesa, por ejemplo: Noah Webster publicó su A Compendious Dictionary of the English Language en 1806, donde sienta las bases de cómo se habla el inglés americano y de toda una línea lexicográfica zonal revolucionaria, algo que, contemporáneamente, era impensable en América del sur. En síntesis, este instrumento lingüístico, de carácter histórico y contrastivo, es uno de los elementos identitarios fundamentales dentro de una comunidad lingüística pluricéntrica. Frente a un proceso de estandarización, donde la imposición monolingüista se reducía a una variante prestigiosa, el Diccionario etimológico no viene a ser complementario de una herramienta lingüística “mayor”, como lo es el DRAE, tal como sucede con otro tipo de repertorios de su época. En efecto, las voces diferenciales en la obra de Lenz no se subordinan en tanto barbarismos o exotismos de una “variante prestigiosa”, sino que se integran como parte de la realidad léxica. Además, el hecho de inaugurar disciplina con los estudios de contacto lingüístico viene, de una u otra forma, a mostrar la importancia del estudio, monográfico o paralelo, de las lenguas marginadas dentro del proceso de estandarización e hispanización. Lenz se establece, por lo tanto, como el punto de partida de una tradición lingüística que cada día tiene más relevancia dentro de los estudios de la disciplina. Esto es el reflejo, sin duda alguna, de un nuevo tipo de estandarización, distinta a la que se ha llevado a cabo entre las codificaciones hispanoamericanas y, por lo tanto, de nuevas políticas lingüísticas.

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Dentro de este contexto, en una posible escuela de Lenz, tenemos a uno de nuestros lexicógrafos, Aníbal Echeverría y Reyes. Al respecto, no hay que olvidar que fue Lenz uno de los que revisó el manuscrito de Voces usadas en Chile (1900) y dio el plácet para que el diccionario se publicara bajo el alero de la Universidad de Chile, como queda consignado en el informe al Consejo de instrucción Pública que Echeverría y Reyes adjuntó como uno de los preliminares en la versión definitiva de sus Voces usadas en Chile: A mediados del año 1895 el señor don Aníbal Echeverría y Reyes presentó ante el Consejo de Instrucción Pública una solicitud, pidiendo se imprimiera en los Anales de la Universidad un “Glosario de voces usadas en Chile”, de que era autor […]. Esta obra se pasó en informe a los infrascritos. Pero antes de que pudiéramos dar término a nuestra tarea, el autor nos pidió la devolución del manuscrito para ponerlo en limpio. En este trabajo, que resultó ser una verdadera edición refundida y aumentada de la obra, invirtió el autor unos tres años; y como, al hacernos entrega de su Vocabulario en la nueva forma que había creído conveniente darle, solicitara el autor nuestra opinión, accedimos gustosos a su ruego, dándole en Noviembre del año próximo pasado una especie de informe privado en que le indicábamos los puntos en que su libro era aún susceptible de mejoras y le aconsejábamos una serie de modificaciones en el plan, efectuadas las cuales podía el “Glosario” transformarse en un verdadero tratado sobre el lenguaje corriente de Chile. El señor Echeverría con la mayor buena voluntad se resolvió rehacer su trabajo por tercera vez […] (Echeverría y Reyes 1900: viii-ix)

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A propósito del trabajo de Echeverría y Reyes, Lenz dijo: “es un notable progreso por el arreglo más científico y la separación limpia entre la crítica gramatical y la lexicológica” (Lenz 1979 [1904-1910]: 62). Sin embargo, no hay pruebas directas de que Lenz haya, de alguna forma, influido directamente en la redacción del diccionario (cfr. Rojas 2011: 351, quien ha sido el único en detectar que el influjo de Lenz en el diccionario de Echeverría no es tal), mas queda clara la influencia de la escuela de Lenz en el trabajo de Echeverría y Reyes (cfr. Rojas 2011: 359). Dentro de la tradición lexicográfica diferencial chilena, será Echeverría y Reyes el autor que delimitará por primera vez su objeto de estudio, puesto que dividió el cuerpo de su diccionario en dos partes: en una de ellas, estableció una tipologización del barbarismo, tal como él lo nominó, muy en consonancia con sus tiempos, desde un punto

de vista fonético, ortográfico, morfológico, sintáctico y lexicológico20 y, en la otra, el diccionario propiamente tal. Por otro lado, Echeverría y Reyes estableció que la diferencialidad americana es una realidad, así como lo es la peninsular. Para Echeverría y Reyes, la idea no es rechazar de plano la norma, “ya que el vulgo jamás podrá dar con el tono de un idioma” (Echeverría y Reyes 1900: xv). Sin embargo, tampoco es correcto guiarse por reglas lingüísticas fijas, que excluyan toda nueva posibilidad de lexicogénesis, así como el uso de voces desusadas en otras zonas o rechazar de lleno cualquier préstamo. Echeverría y Reyes dará cuenta de su preocupación por el purismo radical que podría limitar el devenir de una lengua viva como lo es el español: “El idioma, como es sabido, es un verdadero organismo sujeto a las leyes de la vida, y, como tal, tiene que amoldarse en su desarrollo al movimiento perfectivo social y no permanecer en dañosa estagnación, pues así corre peligro de morir” (Echeverría y Reyes 1900: xv). Asimismo, Echeverría y Reyes destacaba que la diferencialidad americana es una realidad, así como lo es la peninsular: No es posible que una enorme cantidad de individuos que en el Nuevo Mundo hablan en castellano, no tenga derecho a que se admitan oportunamente como propios, sus peculiares vocablos, en atención al medio en que viven, pues esa franquicia la tienen los provincialismos de Aragón, Andalucía, etc. (Echeverría y Reyes 1900: xv). Para Echeverría y Reyes, además, el tabú será un elemento que debe estar presente en un diccionario, algo impensado dentro de la tradición lexicográfica chilena anterior. Para el autor de Voces usadas en Chile, el tabú se entiende como una serie de “vocablos o locuciones que algunos pudieran tachar de indecorosos u obscenos” (Echeverría y Reyes 1900: xxi). A propósito de la composición de este enunciado, cabe advertir cómo el uso del subjuntivo “pudieran” refleja la objetividad lingüística del autor. Al respecto, Echeverría y Reyes dio cuenta de la importancia de “enseñar la verdad”, y esto implica ingresar voces que, en algunos casos, pueden causar cierta molestia en círculos más conservadores. Con estas afirmaciones, Echeverría y Reyes se acercaba a las concepciones actuales del tratamiento lexicográfico: primero,

En esta sección, por ejemplo, el autor da cuenta tanto de fenómenos vocálicos -la tendencia antihiática, la indeterminación en el timbre de las vocales átonas, los grupos vocálicos- como de fenómenos consonánticos, tales como el seseo, el yeísmo, la aspiración o pérdida de s en posición implosiva, la debilitación o pérdida de d en posición intervocálica o final; la confusión de líquidas, la aspiración o pérdida de /f-/ latina, la indistinción de b y v en la pronunciación, la vacilación en el uso de grupos consonánticos, la realización asibilada del grupo /tr/, el refuerzo velar en /ue/ y la velarización de /bue/, la neutralización de /f/ y /x/, la relajación de /-b-/ y /-g-/.

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a lo expuesto por Lara (1997), en tanto ve en la labor del lexicógrafo una misión de carácter ético, ética dentro de la cual está “enseñar la verdad”, aunque implique ingresar voces que, en algunos casos, pueden causar cierta molestia en círculos más conservadores. Y, segundo, en relación con la objetividad y la falta de pudibundez que debe tener un lexicógrafo en la selección léxica que hará de una variedad lingüística (cf. Haensch 1984 y 1997). El argumento final muestra su posición de avanzada: Fijar el valor propio de dicciones que incluyen desdorosos conceptos, no se encamina a sugerir ideas contrarias a la nobleza de expresión, ni mucho menos recomendar el empleo de aquellas: labor semejante es sólo el reconocimiento de un hecho. (Echeverría y Reyes 1900: xxii) Este reconocimiento da cuenta de la objetividad que debe prevalecer en un trabajo de corte científico. Es interesante que hacia los mismos años, Ricardo Palma, en Perú, abogando por que la Real Academia Española incorporase nuevas voces al Diccionario usual, con una vehemencia más marcada y espontánea, validase lo mismo: Mucha gracia me hace aquello de que, en un Diccionario, solo deben estamparse las palabras de uso literario y culto, desdeñando las vulgares del pueblo. Bastante que podar habría en el Léxico, y no bajarían de trescientos los vocablos obscenos o asquerosos. No tengo devoción por los escrúpulos de monja boba, ni acepto que un Diccionario se parangone con el manualito de Moral y Urbanidad. (Palma 1903: vii)

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Volviendo a Echeverría y Reyes, esta actitud de avanzada, empero, le valió la crítica de sus contemporáneos chilenos. A propósito, Fidelis del Solar, conocido crítico lexicográfico contemporáneo a Zorobabel Rodríguez y al mismo Echeverría y Reyes, reclamaba por uno de los aspectos más polémicos y controversiales de Voces usadas en Chile: Son expresiones tan soeces, por más chilenas que sean las más, que no me atrevería a nombrarlas por decencia. Francamente, no pensé jamás que ningún vocabulario formase caudal de ellas. Pertenecen al lenguaje de la hez del pueblo y figuran algunas archi-españolas que, si bien son muy frecuentes en España y sus colonias, ningún lexicógrafo las ha incluido en su diccionario (Del Solar 1900: 32) En efecto, voces como carajo (interjección equivalente a ‘¡caramba!’), condom (‘preservativo’) y voces que el mismo Echeverría y Reyes marcó como vulgares, como: culear, chincol, chucha, chulloca, huevada, huevón, huevos, joder, ña mica, pájaro, pico, picha y pichula, son motivo de alarma para Del Solar:

No es bastante la explicación que da el autor en su prólogo para dar cabida a tan repugnantes expresiones, que, como he dicho antes, nadie hasta ahora ha tenido cara para presentarlas en obras serias; que, si bien se toleran muchas en obras de esta naturaleza que pertenecen al género pornográfico, ninguna de las que condeno se halla en este caso (Del Solar 1900: 32) Miguel Luis Amunátegui Reyes, uno de los intelectuales chilenos más relevantes contemporáneo a Echeverría y Reyes y autor de una serie de estudios paralexicográficos fundamentales, también es crítico con Voces usadas en Chile, desde una posición de purismo moderado: En un Prólogo destinado a manifestar el plan de la obra, el autor se apresura a dar una explicación por haber intercalado en el glosario un buen número de voces torpes y groseras. Estoy muy distante de pensar que un diccionario deba ser pudibundo hasta el extremo de omitir todos aquellos vocablos que denoten ideas poco decentes. Este pudor exagerado nos impediría conocer el verdadero sentido de ciertas dicciones de esta especie, tomadas ordinariamente del lenguaje técnico y vulgarizadas por necesidad. Pero de ahí a recoger todos aquellos términos que nacen y viven principalmente en el lupanar y en la taberna y que solo asoman en labios soeces, hay una distancia enorme. Jamás tales palabras han merecido el honor de ser estampadas en letras de molde, y por lo tanto no debemos empeñarnos en que salgan de esta atmósfera oscura y viciada que las ha engendrado. Por otra parte, las más de estas perniciosas lucubraciones no son otra cosa que grotescas metáforas que no habría razón para considerar como voces especiales. (Amunátegui Reyes 1902: 118-119) Estas críticas y otras son las que Rojas y Avilés (2012) acopiaron en el estudio de la recepción que tuvo el diccionario de Echeverría y Reyes en su época, relevantes para dar cuenta de cómo se acogieron este tipo de voces en una sociedad como la chilena. Como sea, la obra de Echeverría no está exenta de normatividad. Hay, de hecho, una postura moderada de Echeverría y Reyes: para él, un vocablo tendrá cabida en el diccionario académico previo examen respecto a su pertinencia o utilidad. Si no es así, el vocablo no la tendrá, sobre todo por la importancia que le da el autor a la unidad de la lengua española por sobre la diferencialidad. En síntesis, el proceso de estandarización en Chile, tal como se ha visto, fluctúa entre la defensa de una norma de carácter monocéntrico; el estudio científico del español de Chile y la necesidad de establecer un trabajo descriptivo y coordinado con la Real Academia Española.

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7.4. Ideas lingüísticas en diccionarios contemporáneos a Román Veamos detalladamente cómo se van construyendo algunas ideas lingüísticas, como la noción de lengua española, lengua nacional o español de Chile, entre otras, en cada una de estas codificaciones. Por ejemplo, el Diccionario de chilenismos de Zorobabel Rodríguez (1875) presenta una de las ambivalencias más claras dentro del corpus estudiado. Por un lado, tenemos la información que nos aporta el prólogo, de carácter normativo y con una actitud despectiva respecto a la realidad y devenir lingüístico chileno: “¿Y qué otra cosa que pecar por ignorancia o perversión del gusto hacen las más veces los que afean sus escritos con bárbaros, groseros, o cuando menos innecesarios provincialismos?” (Rodríguez 1875: xi). Sin embargo, por otro lado, tenemos la información que entrega en la microestructura de algunos artículos lexicográficos, los cuales se pueden identificar con un acto de habla representativo en términos de Searle (2001), hasta llegar, incluso, a los niveles de defender la diferencialidad lingüística: Cata, choroi El señor Salvá se equivoca al creer que Cata es en América nombre con que familiar y cariñosamente se llama a las mujeres que recibieron el de María en el bautismo. El diminutivo afectuoso de María es Marica; así como Cata y Catita lo son de Catalina. Cata es también el nombre con que designamos en Chile a los loritos o cotorras: viene del araucano cata, agujero y alude a la circunstancia de hacer estas avecillas sus nidos en agujeros que abren en los barrancos de la cordillera o despeñaderos de la costa.

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Oportuno es observar, no obstante, que el nombre indígena de las cotorras de estas tierras ha ido cediendo su lugar al indígena también y onomatópico de choroi, que es el que casi exclusivamente aplicamos a los loros brutos, (en Chile tenemos la gracia de clasificar de bruto a todo lo que no es extranjero) reservando el de catitas y caturritas para los que nos vienen de Mendoza o de Guayaquil. (Rodríguez 1875) No hay, en este caso, ningún tipo de censura respecto al equivalente mapuche del castizo cotorra o del caribe loro; es más, se presentan dos equivalencias mapuches. Encontramos la misma defensa de voces indígenas con referentes que ya tienen una voz en español: Guagua, ita, guaguatear, tero, guagual Del quichua huahua, el niño hasta la edad de tres años. No es difícil explicarse la extraordinaria fortuna que ha tenido guagua en casi toda América

Meridional. Hacía falta en castellano una palabra que fuese a los labios maternales dulce como un beso y suave como un arrullo. Niño era demasiado genérico, infante demasiado sabio, mamón demasiado grosero. Guagua no tenía ninguno de esos inconvenientes. Suave, familiar, de humilde extracción, no podía menos de penetrar en todos los hogares. Pocos años después de la conquista del nuevo mundo, desde Quito hasta Concepción, todas las mujeres europeas y americanas sabían la dulce palabra y la repetían, de chicas al jugar con sus muñecas de trapo y de cartón, de solteras entre sonrojadas y envidiosas, y de casadas con el acento de la más santa de las alegrías y de la más completa de las felicidades. Guagüita, es afectuoso diminutivo de guagua. Guaguatear, llevar a un niño en los brazos, mecerlo, arrullarlo. Guaguatero, a, a la que guaguatea. Guagualon, tómase en mala parte, pues se aplica al niño demasiado crecido para su edad, bobo, simplote. (Rodríguez 1875: s.v. Guagua, ita, guaguatear, tero, guagual) Un artículo lexicográfico con este tipo de información se instala como un acto de defensa de una voz diferencial. En este caso, podemos hablar de una forma de perfilar la identidad americana (al ser una voz usual en todo el cono sur), aceptándola y salvaguardándola. Esto lleva a relativizar la idea generalizada respecto de la lengua ejemplar equivalente a una sola variedad diatópica (el español peninsular centro-norteño). Tal como señala Coseriu (1990: 72) una lengua ejemplar debe acoger diferencialidades, siempre y cuando estas sean, como en este caso, aceptadas por la norma común del país en cuestión. El Diccionario manual de locuciones viciosas y de correcciones de lenguaje, del sacerdote salesiano Camilo Ortúzar Montt (1893), es un claro ejemplo de lo que se entiende por un diccionario normativo. Ortúzar no se proponía dar cuenta de la diferencialidad propiamente dicha, sino de la normatividad, de entregar actos de habla directivos (cf. Searle 2001 y Rojas Gallardo 2010, quien propuso el concepto para este ámbito). En efecto, la tradición lexicográfica diferencial se ha establecido a partir de actos de habla directivos, cuyo propósito es intentar que el oyente: “actúe de tal modo que su conducta concuerde con el contenido proposicional del acto de habla directivo” (Searle 2001: 134). En efecto, siguiendo a Rojas, “el tipo de acto de habla predominante en los diccionarios de provincialismos tiene carácter directivo y no afirmativo, es decir, su finalidad primaria es modificar conductas y no simplemente informar sobre el contenido de unidades léxicas” (2010: 212).

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Estos actos de habla no son más que una de las tantas formas en que se manifiesta el trabajo estandarizador en pos de un ideal de lengua. Estos actos de habla Ortúzar los extiende, incluso, para el español hablado en España: “Gramáticos y literatos doctísimos han llamado la atención hacia esta corruptela que aflige también a nuestros hermanos peninsulares” (Ortúzar 1893: v). Por lo mismo, el autor se propone entregar un diccionario absolutamente prescriptivo, destinado no solo a usuarios chilenos. En efecto, la primera aparición del diccionario fue en facsímiles publicados en el Boletín Salesiano, folletín que tenía difusión en todo país sudamericano donde hubiera sede de esta congregación. Por lo mismo, el trabajo de Ortúzar es único dentro del corpus chileno estudiado. Es un producto no de la codificación nacional, sino general: Desapercibido. Ignorado, inadvertido, es galicismo el más desatinado, que arguye supina ignorancia y puede considerarse como delito grave contra la lengua, en concepto de Baralt. (Ortúzar 1893) La finalidad del Diccionario manual de locuciones viciosas y de correcciones de lenguaje será, entonces, la corrección lingüística. Esta corrección, para el autor, se veía reflejada en el refreno de extranjerismos, neologismos y arcaísmos y en la entrega de equivalencias de usos incorrectos para el autor. Por lo mismo, muchas veces encontraremos equivalencias como un segundo enunciado: Corretiar. Corretear. (Ortúzar 1893) Refriar, refriado, refrío. Resfriar, resfriado, resfrío. (Ortúzar 1893)

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A diferencia de Rodríguez, Ortúzar seguía un mismo argumento tanto en el prólogo como en la estructura de los artículos lexicográficos. Es más, los actos de habla directivos de la microestructura se caracterizan por un discurso marcadamente preceptivo: Demasiado poco. Garrafal disparate: demasiado es exceso, y lo que se quiere significar es muy poco. (Ortúzar 1893) Inyectarse (los ojos), por encenderse, es la flor y nata de los disparates, pues que inyectar es introducir un líquido en un cuerpo con un instrumento. (Ortúzar 1893) Mediante á. ¿Qué Cireneo es ese? Suprímase la preposición si se quiere hablar en español (Ortúzar 1893) Distinta es la finalidad, tal como hemos señalado anteriormente, del tercer diccionario estudiado: Voces usadas en Chile, de Aníbal Echeverría y Reyes (1900).

En palabras del mismo autor, el objetivo era elaborar un “vocabulario chileno”. Este vocabulario daría cuenta del español de Chile, sobre todo para los filólogos que se dedican al estudio del español de América. Nunca se había dado una intención de este tipo en la historia de la lexicografía chilena, puesto que, en este caso, la codificación se enmarcaba dentro de los espacios de especialistas y académicos, adelantándose décadas a otro proyecto de similares características. La actitud normativa está presente con un estudio preliminar, sus “Observaciones Generales”, las cuales se establecen como el estudio más completo del español hablado en el Chile decimonónico después de las Advertencias de Bello. Centrado en cuestiones fonofonéticas, morfológicas y sintácticas del español de Chile, el autor, además, entregó algunos “vicios del lenguaje” que formarán parte de su diccionario, como barbarismos y neologismos. Distinguirá los vicios propios del español de Chile, entregando la equivalencia en cada incorrección: Denantes. –a. –adv.-antes, ahora. (Echeverría y Reyes 1900) Dende. –a. i prep. –de allí, desde. (Echeverría y Reyes 1900) Considerando que una de las características de Voces usadas en Chile es ser un diccionario prescriptivo, es de esperar que el autor se valga de un modelo de lengua ejemplar. Este modelo de corrección es el diccionario académico usual, especialmente la duodécima edición de 1884. Por lo mismo, Echeverría y Reyes se proponía, desde una visión marcadamente moderada, descartar algunas voces con equivalente castizo, o bien incorporar voces que no aparecían en el diccionario académico. Para el autor, estas voces características de Chile o de América poseían las mismas franquicias que provincialismos españoles, y así lo expone. Voces usadas en Chile, por lo tanto, se presenta como una obra lexicográfica que describe y prescribe al mismo tiempo, siguiendo los parámetros de la lexicografía actual, siempre dentro de la normatividad característica del siglo XIX. Destaca, en el tratamiento del segundo enunciado, la distancia que toma del impresionismo, el anecdotario y el enciclopedismo característico de sus contemporáneos. Un aspecto destacable dentro de su afán descriptivista y que generó gran crítica en su tiempo fue la de incluir voces tabuizadas: Les hemos dado cabida por dos razones: desde luego, por juzgar que todo trabajo literario, cualquiera sea su objeto, no envuelve intrínsecamente idea alguna nociva o vituperable [...]; y en segundo término, porque dar a conocer en detalle las diversas voces proferidas constantemente en una determinada región exige fidelidad completa de exposición, esto es, no omitir ninguna y precisar su significado; a no ser ello exacto, todos los Léxicos merecerían, en lo que a decencia de lenguaje respecta, la fea nota de inmoralidad o de

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ocasionados a pervertir costumbres [...]: labor semejante es sólo el reconocimiento de un hecho. Ningún saber humano es inmoral: llega a serlo cuando su aplicación es ilegítima. (Echeverría y Reyes 1900: xxi- xxii) Nunca antes la descripción léxica había llegado a este nivel: Acabar.-ch. vul.-v. –eyacular en el coito. (Echeverría y Reyes 1900) Chucha. –ch. vul. –f. -vulva. (Echeverría y Reyes 1900) Chuño. –ch. vul. –m. –semen. (Echeverría y Reyes 1900) Sin embargo, pese a todas estas características que la alejan del corpus chileno, sigue siendo una obra de su época, algo que se encarga de describir magistralmente el mismo Lenz: Por lo demás la clasificación en chilenismos, americanismos, neologismos, extranjerismos, galicismos y barbarismos podría aceptarse si el autor los hubiera distinguido de una manera más precisa. […] Los llamados extranjerismos son en gran parte palabras puramente extranjeras, especialmente inglesas y francesas, que apenas tienen derecho a figurar en el libro. […] En general, hay que decir que la clasificación de los vocablos, así como la da Echeverría, tiene poco valor. Las explicaciones a menudo son demasiado lacónicas. El criterio literario es demasiado riguroso, como en casi todas las obras de la índole […]. De tal manera en los detalles habría bastante que criticar (Lenz 1979 [1904-1910]: 62-63)

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Al igual que la mayoría de sus pares lexicógrafos, para el sacerdote Manuel Antonio Román, autor de Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas (1901-1918), objeto de nuestro estudio, el uso de la lengua española que tienen los chilenos es altamente reprobable. Lo interesante es que el autor no se centra en las clases medias y bajas de la sociedad chilena, sino que se refiere a los estratos socioeconómicos más altos, a los que critica duramente: Tienen dinero bastante y magnífica posición social; visten a la última moda […] son excelentes jinetes y conocen algunos de los modernos deportes; […] son la flor y nata de la sociedad: pero en cuanto a lenguaje, ¡Dios nos libre! porque unas veces por la pronunciación, otras por las voces que emplean, y otras por la sintaxis que conculcan, no dejan nada que envidiar a los que jamás han saludado la gramática. (Román 1901-1908: xii) Para Román, el escaso dominio idiomático de parte de este estrato de la sociedad chilena constituye un problema que hay que aplacar publicando estudios de índole gramatical. Lo interesante en este discurso es, sin lugar a dudas, la justificación de un diccionario como mecanismo codificador transversal desde un punto de vista

socioeconómico. Es decir, el intento normativizador se expande a todos los niveles de la sociedad chilena. Por lo tanto, el autor va perfilando, en el contenido de su prólogo, una política lingüística cuya finalidad es mantener la unidad idiomática. Esta unidad, reflexiona el sacerdote, no puede establecerse a partir del purismo y del liberalismo más extremo y explica, para ello, sus razones. Primero, no serviría el purismo más extremo, donde se desecha, injustificadamente, toda voz que no aparezca en el diccionario académico o que no se use en España. A propósito de esto, véase la defensa que hace de la voz denante o denantes: Denante o denantes, adv. de t. Anticuados los declara el Dicc. y los reemplaza por antes. Lo mismo hace con endenantes, enante y enantes. De este último dice que se usa aún entre la gente del pueblo. Lástima es que los españoles olviden estas riquezas de su lengua y que el Dicc. coopere a este olvido. (Román 1908-1911) Tampoco, argumenta Román, sirve la postura más liberal, según la cual: “Lo natural es hablar y escribir como escriben y hablan todos, si es que nos hemos de entender unos con otros; estamos en Chile, y a la chilena hemos de hablar, no a la española o castellana” (Román 1901-1908: vi). Esta inclinación, a ojos del autor, solo la promulgan los “prevaricadores del buen lenguaje” y, por lo tanto, rechaza de lleno la idea de: “aceptar todo lo que se usa en nuestra República, ora proceda de las lenguas extranjeras, ora de las nativas que en ella se han hablado o se hablan” (Román 1901-1908: vii). El religioso siente que estas dos posturas llevadas al extremo son marcadamente “viciosas”, por lo que él propone un “término medio”, donde se acepten solamente voces diferenciales que no posean equivalente en el español: “Las voces castizas y propias tienen de suyo tal virtud, que, apoyándose en ellas, por sí solo se remonta y vuela el espíritu” (Román 1908-1911: x). Por lo tanto, entra dentro de la macroestructura voces diferenciales aceptadas: Paco, m. Chilenismo de los más usados. Es el apodo o sobrenombre que se da al guardia civil; por eso corresponde al despectivo español polizonte. (Román 1913-1916) Además de voces diferenciales donde se proponen las equivalencias: Taimarse, r. Véanse los dos anteriores y corríjase por amorrarse, obstinarse, encapricharse, emperrarse. (Román 1916-1918) Solo conociendo las voces diferenciales y agrupándolas en un diccionario se podrá llegar a un conocimiento general de las voces características del español de Chile es la propuesta de Román que ya hemos referido:

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Guata, f. Del araucano huatha, la panza. Es uno de los chilenismos más populares. (Román 1913) Chunchules, m.pl. Del quichua chunchulli, tripas menudas, […]. Significa entre nosotros las tripas, especialmente de corderos, que se guisan y se comen. (Román 1908-1911)

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Por este argumento, la obra de Román se acerca a un discurso más bien abierto respecto a la diferencialidad lingüística. En otras palabras, la labor diccionarística diferencial de Román buscaba complementarse con la norma ejemplar. El Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas es el más amplio registro de artículos lexicográficos de la lexicografía hispanoamericana hasta la aparición de otro repertorio de chilenismos: el Diccionario Ejemplificado de Chilenismos (DECh), proyecto dirigido por el lingüista Félix Morales Pettorino (1984-1998). Es la primera obra lexicográfica, además, que posee una abundante información respecto a la flora, fauna y cultura chilena, trabajo que no se había considerado ampliamente en los diccionarios publicados anteriormente. Asimismo, y siguiendo la línea del diccionario de Ortúzar, constatamos, más que una obra solo diferencial, una suerte de mixtura con numerosos aspectos relacionados con la lengua general, así como una visión tanto sincrónica como diacrónica de su estado de lengua. Nos detendremos en todo esto, sobre todo, en la segunda y tercera parte de este estudio. José Toribio Medina escribió Chilenismos, apuntes lexicográficos para aportar con observaciones críticas de dos obras académicas: por un lado, la decimoquinta edición del diccionario usual de la Academia, que apareció en 1925 y, por otro, la primera edición del Diccionario Manual e Ilustrado que apareció en 1927. Una de las particularidades de la decimoquinta edición del DRAE fue la inclusión de más de dos mil voces procedentes de América, un número inédito en comparación con ediciones anteriores. Muchas de estas voces habían sido tomadas de los diccionarios publicados en el último tiempo en todo el continente americano. Por ejemplo, se eligieron muchísimas voces del diccionario de Román, para el caso de Chile. En el prólogo de esta edición se informaba de que en la incorporación de estas voces no existió, por lo tanto, “información propia” (DRAE 1925: viii). En consecuencia, existía una gran probabilidad de encontrar errores. De esta forma, la Real Academia hacía un llamado: “que las Academias Correspondientes que allá están constituidas puedan ayudarle a enmendarlos en las ediciones futuras” (DRAE 1925: viii). Dicha intención de colaborar es el motivo que, según indicó Medina, le ha llevado a redactar su diccionario. Otro tanto sucede con el Diccionario Manual e Ilustrado (1927), obra que incluyó un gran número de americanismos. Es por esta razón que Medina

celebró su aparición: “debe ser motivo de agradecimiento ese ensayo [el Diccionario Manual] que anticipa la Real Academia” (Medina 1928: xvii) y enfatizaba en la necesidad de realizar una minuciosa revisión de americanismos y voces referentes a Chile que aparecían en él. Una actitud que merece especial atención, sobre todo porque Medina, al formar parte de la Academia Chilena de la Lengua, estuvo en más de una sesión en Madrid como académico correspondiente, instancia inédita entre los autores chilenos de la producción lexicográfica estudiada. Incluso Medina hacía referencia a las propuestas léxicas que realizó en las reuniones académicas a las que tuvo ocasión de asistir (cf. Medina 1927b). Por lo tanto, su labor se enmarcaba dentro de una planificación lingüística de corte general que tenía como objetivo colaborar, desde una perspectiva metalexicográfica, en las obras publicadas por la Real Academia Española. En esta labor no buscaba más que precisar un estado de lengua, el español de Chile, ante el español normado por la Real Academia Española. Medina, en su prólogo, no hacía referencia alguna al estado del español de Chile, tampoco se observa una actitud negativa de parte de él ante los extranjerismos, por ejemplo. Junto con Voces usadas en Chile, de Echeverría y Reyes, Chilenismos, apuntes lexicográficos es la obra más descriptiva dentro del corpus chileno estudiado y esto se refleja en la escasa presencia de algún tipo de prescripción hacia el español de Chile. Solo se observa una actitud normativa cuando el autor se refiere al ingreso de una gran cantidad de chilenismos procedentes de la norma inculta en el diccionario académico. Estas voces procedían del Diccionario de Chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas de Manuel Antonio Román, que, en palabras de Medina, son la “degeneración de pronunciación del bajo pueblo” (1927a: xii). Muchas de ellas Medina las presenta en su macroestructura:  lavaplatos. m. Mal usado por fregadero. (Medina 1928)  mamadera. f. Mal usado por biberón. (Medina 1928) ampoa. f. Barbarismo por ampolla. (Medina 1928) Son voces que, para el autor, debieran suprimirse. Esta actitud, sin embargo, no va más allá de las voces procedentes de la norma inculta (una norma inculta que terminó por generalizarse, porque dos de las tres voces son absolutamente generales dentro de la norma chilena actualmente). Es más, Medina se oponía a la idea de que los chilenismos en su totalidad se tratasen como una corrupción del lenguaje, tal como ha sido la constante dentro de la mayor parte de los estudios lexicográficos:

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¿Por qué condenar así, de buenas a primeras, voces y giros del lenguaje, que, en ocasiones, y no pocas, son perfectamente aceptables, como de hecho se comprueba si se advierte que el léxico académico les dio lugar en él?” (Medina 1928: xii). Medina, por lo tanto, se acercaba mucho más a una lexicografía más descriptiva que prescriptiva: coco.

m. fig. Testículo. (Medina 1928)

Más tolerante en lo que respecta a la incorporación de voces como los extranjerismos, sobre todo si estas se encuentran estabilizadas dentro del sistema lingüístico: Cité. (Del franc.) f. Arq. Construcción compuesta de casas pequeñas, con un patio y puerta comunes, destinadas a ser arrendadas. (Medina 1928)

Primera parte

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En síntesis, podemos constatar que la dinámica se da entre actos de habla directivos y actos de habla representativos, tal como hemos visto anteriormente, algo que tiene absoluta pertinencia en los diccionarios que hemos revisado. Se investiga, se estudia, se divulga en pos de una lengua ejemplar, estándar, homogénea, bajo los preceptos de una entidad, como lo es la RAE, sea para dar cuenta de la variedad, sea para pulir la lengua ejemplar con observaciones normativas o con metalexicografía en pos del mismo diccionario académico. Estos diccionarios forman parte, entonces, de un proceso estandarizador que normativiza y describe, que prescribe y acepta al mismo tiempo. Son los autores de estos diccionarios, pues, con sus conocimientos respecto a la tradición normativa, los que señalan qué es correcto o incorrecto, a partir de equivalencias, notas, comentarios, explicaciones. Lo interesante es que la conformación, por medio de los diccionarios, de un imaginario nacional, se caracteriza por la dualidad entre la defensa de la diferencialidad y su penalización. Este contrapunto establece dos vertientes: obras en donde se genera la tensión entre la prescripción percibida en el prólogo, frente a una actitud descriptiva, incluso benevolente ante la diferencialidad en algunos artículos lexicográficos, como en Rodríguez y Román. En otros diccionarios la finalidad prescriptiva es la fundante de la obra, como en Ortúzar. Hay casos en donde lo fundamental es la descripción, con una clara idea de la noción de variante no dominante como no ejemplar, las más veces, como en Echeverría y Reyes o, bien, la voluntad de establecer un diccionario como un complemento del DRAE, sin más, como en el diccionario de Medina. Estas obras son la respuesta de la intelectualidad chilena frente a la necesidad de establecer una lengua estándar, en la que la idea del español de Chile como variante no dominante se ha mantenido por un largo tiempo. Por ejemplo, hacia finales

de los años setenta del siglo pasado, la Academia Chilena de la Lengua publicó el primero de sus diccionarios de chilenismos. En el Prólogo de este primer diccionario, da cuenta de uno de los objetivos del Diccionario del habla chilena, que era el incorporar, entre otras voces, aquellas “que hasta el momento no han sido admitidas por la docta corporación española y quizás, en muchos casos, no tendrán nunca la oportunidad de ser tomadas en consideración” (Academia Chilena 1978: 19), por lo que el trabajo lexicográfico seguirá manteniendo ese diálogo con la corporación académica, cada vez más en vías de resaltar lo que no es estándar, por lo demás, de una variante no dominante. Por lo mismo este diccionario se destacará por la “inclusión de voces y expresiones vulgares que ‘no cabrían en el diccionario académico’” (Academia Chilena 1978: 21). Seguirá siendo, por lo tanto, la obra de contraste el diccionario académico, tal como se manifiesta, además, en el diccionario más extenso y relevante publicado en la segunda mitad del siglo XX, el DECh: “el punto de referencia para determinar estos contrastes es el Diccionario Oficial vigente de la RAE” (Morales Pettorino 1987: X), así como la obra de referencia para la incorporación, o no, de nuevas voces: “prosperen los extranjerismos del más diverso origen, la mayor parte de los cuales no han logrado todavía un reconocimiento oficial por las autoridades del idioma” (Morales Pettorino 1988: XIII). El descriptivismo sin más, a un siglo de lo que reclamara Lenz en el prólogo de su Diccionario etimológico solo se concretó con el segundo proyecto de la Academia Chilena de la Lengua, el Diccionario de uso del español de Chile (2010): “El DUECh no tiene carácter normativo, es decir, no emite juicios de valor ni prescripciones acerca del léxico (del tipo “esta palabra está mal usada”). Este repertorio lexicográfico constituye un diccionario descriptivo, que se propone reflejar el uso corriente, socialmente estabilizado, de las unidades léxicas del español de nuestro país” (Academia Chilena de la Lengua 2010: 7). A tal punto se ha instalado la descripción por sobre la prescripción, que encontramos en el DUECh un replanteamiento de lo que es norma. Interesante porque es una entidad, como la Academia Chilena de la Lengua, la que fija esta reconceptualización: “La normatividad, propia de las obras académicas, es cuestión compleja que actualmente se encuentra redefinida y que tiene su fundamento en el viejo adagio horaciano: “el uso es más poderoso que los césares” (Academia Chilena de la Lengua 2010: 9). Al punto de aseverar ante este hecho: “En los diccionarios de uso se refleja el realismo platónico de “decir las cosas como son”. Estos textos solo describen, no autorizan” (Academia Chilena de la Lengua 2010: 9). En síntesis, fijar la cultura nacional es la meta de la fase de medialización dentro de la estandarización. En este punto, el diccionario como reflejo de una co-

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munidad hablante es fundamental: “presentar una visión lexicográfica ejemplificada con la voz opinante y reflejante de la mente y el alma de nuestra gente a lo largo de estos dos últimos siglos de vida independiente y republicana” (Academia Chilena de la Lengua 2010: xxv). Sin embargo, la lexicografía chilena se queda coja: es imposible dar cuenta de ese reflejo de la sociedad que plantea Lara (1997) y que sea satisfactorio en un diccionario diferencial. Al contrario: este es el resultado, actualmente, de una visión parcial de una comunidad lingüística. Una verdadera obra, que cumpla cabalmente los requerimientos de una estandarización, se consolidaría en un diccionario integral, creemos. La idea no ha faltado dentro de los discursos de la lexicografía diferencial científica: “La resolución pugnaba entre dos extremos: uno, acaso hacedero, pero no realizable dentro del tiempo y las condiciones disponibles: la descripción del tesoro léxico integral del español hablado en Chile” (Morales Pettorino 1987: VIII). Realidad que todavía no se concreta en Chile, por lo que todo trabajo lexicográfico diferencial, por relevante que sea, sigue reflejando una deuda dentro del tratamiento que se hace de esta variedad de español. Como sea, no hay que olvidar lo ya mencionado anteriormente: que cada uno de estos diccionarios, con autores de diversa procedencia (sacerdotes, políticos, periodistas, abogados, chilenos o no, conservadores o liberales, entre otros) no son más que la representación de una clara hegemonía cultural en donde se intenta imponer, dentro de un proceso estandarizador racionalista, una lengua estándar. A su vez, por esta misma tendencia, sea con las prácticas lexicográficas que sean, se percibe una unidad entre estos autores, tal como hemos comentado anteriormente.

Primera parte

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1. Manuel Antonio Román, aspectos biográficos

Manuel Antonio Román nació en Doñihue el 13 de diciembre de 1858. Decir que nuestro diocesano nació en Doñihue es revelador, sobre todo en un país altamente centralizado y elitista como lo es Chile. El valle central de Chile y, en especial la sexta región, donde se encuentra localizado Doñihue, a la fecha del nacimiento del diocesano, era solo una parroquia que fue oficialmente reconocida como villa en 1873, a petición de sus mismos habitantes, aprovechando la visita del presidente de entonces, Federico Errázuriz Echaurren. Tiene Doñihue una relativa cercanía con dos grandes ciudades, como son Rancagua (21 kilómetros) o el mismo Santiago (98 kilómetros). Desde tiempos remotos, la economía se ha basado, sobre todo, en la agricultura. Sin embargo, hay un sello identitario en Doñihue, por esa mezcla de ruralidad y agricultura, pues suele ser considerada una zona típicamente “chilena” por excelencia. Por ejemplo, en Doñihue se encuentra una de las manofacturas más importantes de una de las prendas emblemáticas del huaso, el chamanto (poncho, o manta característica del agricultor, sea este un peón o sea este un latifundista; de hecho en los últimos cien años el chamanto doñihuano es la prenda característica de este último, dado el elevado costo que tiene su manufactura), a tal punto que se le ha dado nominación de origen al chamanto y a sus hacedoras, las chamanteras de Doñihue. El sello de un chamanto doñihuano implica calidad desde antaño, ya que este trabajo es heredero directo del telar mapuche, en fusión con la manufactura a telar española. Además, Doñihue es famoso por su característico aguardiente, de tal fama, que no pocos bebedores y cultores del destilado recorrían grandes distancias para ir a beberlo in situ (en un país de bebedores, esto no sería una cifra menor). Queremos detallar esto para, de alguna forma, caracterizar la tierra en la que nació y dio sus primeros pasos hasta la preadolescencia ese niño Román. Constatamos, entonces, que ser doñihuano no responde a alguien que nació en una gran ciudad o en una zona costera o minera, tampoco en una zona extrema, como el Desierto de Atacama o la Patagonia. No tenemos ante nosotros uno de esos miembros de la elite chilena, nacido y educado en la gran capital o en un importante puerto; no tenemos, tampoco, a un miembro de alguna familia de tradición política o intelectual.

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Segunda parte

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Queremos insistir en esto porque suele darse, en esto del quehacer intelectual, una dinámica más bien estable en Chile: el miembro de esa intelligentsia, de la que ya hemos hablado, suele formar parte de la elite de un país como Chile, mas este no es el caso de Román. Es más, creemos que sería nuestro diocesano uno de los primeros lexicógrafos chilenos que tiene unos orígenes humildes, algo que deseamos destacar, sobre todo porque, en una sociedad tan cerrada y endogámica como la chilena, el no formar parte de las altas esferas, sean estas curiales, políticas o intelectuales, implicará, a su vez, ser dueño de un mérito no menor. El valle central, por lo tanto, con sus marcadas estaciones y una zona agreste con un sello idiosincrásico característico, fue el suelo en donde creció nuestro diocesano. No tenemos mayor noticia, empero, de aspectos familiares más específicos, solo que Román, como doñihuano que era, fue hijo de padres agricultores: Juan Román y Gregoria Madariaga, si bien eran de “una buena familia de la región”, eran “sencillos y modestos”, aunque “personas muy dignas”, señalaba el sacerdote Fidel Araneda Bravo (1971: 6) en la biografía más extensa que se ha redactado de nuestro diocesano. Respecto de sus primeros años, por ejemplo, el tener conocimiento de dónde se instruyó en sus primeras letras, solo sabemos que se formó en la escuela rural de su parroquia (cfr. Núñez Barboza 1958). Tenemos la certeza de que a la edad de doce años, en 1870, Manuel Antonio Román se desplazó a Santiago para continuar sus estudios en el Seminario San Pedro Damiano, seminario que había sido recientemente creado para formar a niños hijos de campesinos cuyos padres no podían costear una carrera eclesiástica. Queremos detenernos en esto pues, en aquella época, quien tenía los recursos suficientes y vocación religiosa, ingresaba al Seminario de los Santos Ángeles Custodios, entidad fundada en 1535 y cuna de la elite religiosa chilena. Sin embargo esta realidad no estaba al alcance de la familia de Román. Por solo dar un ejemplo, el salesiano Camilo Ortúzar Montt, autor de uno de los diccionarios que hemos estudiado, sí que fue miembro de una de las familias más influyentes en lo que respecta a la política y a la intelectualidad santiaguina y sí se formó en el Seminario de los Santos Ángeles Custodios. Respecto al Seminario San Pedro Damiano, este se fundó el 28 de junio de 1869, a instancias del arzobispo Rafael Valentín Valdivieso, y estaba destinado a estudiantes con inquietudes religiosas oriundos de provincias, de escasos recursos o provenientes de familias humildes. En el decreto de fundación del Seminario se señalaba: “Venimos en establecer una sección para que estudien humanidades los hijos de padres agricultores que residan en el campo, y carezcan de recursos suficientes con que costear su educación, para que puedan consagrarse al estado eclesiástico, aisgnándole para el sostén de los

alumnos de dicha sección, los fondos que se adquieran para este fin” (en Araneda Bravo 1971: 6). Es interesante cómo Araneda Bravo se refiere a este Seminario como “el Seminario de los pobres campesinos” (1971: 6); es decir, como una forma, sobre todo, de constatar la división socioeconómica de ambos seminarios. Es interesante que en Chile existiera, además, una división similar para quienes quisieran formarse en la línea militar, puesto que existe, hasta el día de hoy, la Escuela de Oficiales, destinada a la elite chilena, frente a la Escuela de Suboficiales, destinada a quienes no pueden costearse los estudios de la primera. Esto, de alguna manera, viene a decir mucho de cómo es la sociedad chilena, absolutamente dividida entre un mundo y otro; el de la elite y el del ciudadano de clase baja, obrera o rural. Román, por lo tanto, formó parte de este segundo grupo y fue ascendiendo en la escala curial por sus propios méritos. En esto nos recuerda, si pensamos en el corpus de diccionarios y sus autores, al anteriormente mencionado Ricardo Palma, el destacado lexicógrafo y bibliófilo peruano. Justamente, en un mundo donde la elite suele ser la portadora de esta intelligentsia latinoamericana, llama la atención un intelectual de orígenes humildes. En esta línea, no solo Román fue uno de los sacerdotes destacados que pasaron por “el Seminario de los pobres campesinos”, puesto que otros dos destacados sacerdotes, de los que hemos podido rastrear, han pasado por este seminario: José María Caro Rodríguez, el primer prelado chileno en ser ordenado cardenal y con un proceso de beatificación interrumpido y Miguel Miller Santibáñez, uno de los mayores difusores de la filosofía cristiana en Chile. Volviendo a nuestro Román, a los 17 años, en 1875, adquirió la tonsura clerical para incorporarse al clero de la arquidiócesis de Santiago y se ordenó sacerdote en 1881, con 23 años, por la misma orden donde se educó, empezando, así, una carrera ascendente por la jerarquía religiosa. Una vez con las órdenes mayores, de inmediato pasó a ser capellán de Hospicio (1881-1882) y capellán de la Casa de Huérfanos, posteriormente conocida como Casa Matriz (fue capellán allí desde 1882 hasta 1917, tres años antes de su muerte). En algunas referencias (Araneda Bravo 1971 y Núñez Barboza 1958) se destaca su quehacer en la Casa de Huérfanos: Refiere que cuando entró de capellán en 1882 a la Casa de Huérfanos, entonces les dijo a las Hermanas: “sé que Uds. desean mucha puntualidad; mas sepan Uds. que no me ganarán en puntualidad”. Y fue capellán de dichas religiosas, primero allí y más tarde en la Casa Central de la Providencia durante treinta y seis años. Y a las 5 a.m. estuvo siempre en pie y listo para cumplir con sus obligaciones en forma exacta e invariable. (Núñez Barboza 1958: 527)

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Segunda parte

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También hemos encontrado algunas referencias a las misas oficiadas por Román, como lo que rememoraba la reverenda canadiense Bernarda Morín, superiora de la Casa: “la celebración de la misa dicha con sumo fervor, no siendo ni acelerado ni demoroso” (Núñez Barboza 1958: 527). O su especial atención con los niños de la casa: “Amó especialmente a los expósitos y les escribió poesías muy hermosas a fin de que las recitaran y se ganaran el corazón de las personas de alta sociedad” (Núñez Barboza 1958: 528), así como la redacción de “dos libros de instrucción para los araucanos, en mapuche” (Núñez Barboza 1958: 528), libros de los que, lamentablemente, no tenemos noticia, así como parte de su obra: “Gran parte de su producción está inédita o dispersa en revistas de América, España y Europa”, nos comenta, quizás exagerando, Núñez Barboza (1958: 530). Asimismo, fue el prosecretario (vicesecretario) del arzobispado de Mariano Casanova y Casanova. En estas funciones encontramos la firma de Román en, ni más ni menos, los decretos de fundación de la Universidad Católica de Chile, así como en la fundación de parroquias y diferentes obras sociales. Asimismo, fue el editor de muchísima de la producción escrita del mismo arzobispo Mariano Casanova y Casanova. Queremos detenernos en este punto específico, sobre todo para dar cuenta del papel que tuvo Mariano Casanova y Casanova dentro de la historia de la Iglesia en Chile y de la estrecha relación que tenía el arzobispo con Román. Mariano Casanova y Casanova (1833-1908) fue el cuarto arzobispo que tuvo Santiago de Chile. Fuera de ser sacerdote, también se recibió de abogado y antes de cumplir los treinta años fundó, en 1860, la Academia Literaria San Agustín, entidad destinada a los sacerdotes con inclinaciones literarias y, quizás, uno de los bastiones de la intelectualidad religiosa más importante en el Chile del XIX, con vigencia hasta 1954. Absolutamente influyente en las decisiones y visiones de algunos políticos, fue el mismo José Manuel Balmaceda, presidente liberal (1886-1891), quien propuso a Casanova como arzobispo, en un vacío de cargo que ya estaba prolongándose de manera problemática por siete años, producto de no pocas disputas que venían desarrollándose, de larga data, entre el clero y el gobierno. Esto, de alguna forma, viene a describir indirectamente la figura de Casanova como un religioso moderado pero, a su vez, con una presencia y relevancia fundamentales para el devenir político. Defensor y divulgador de la Rerum Novarum, fue el fundador, como decíamos anteriormente, de la Universidad Católica de Chile. En este contexto, dentro de la historia de la iglesia en Chile, la figura de Román, siempre en segundo plano, es relevante, sobre todo por la cercanía dentro de una serie de procesos interesantísimos dentro de la historia de la iglesia católica en Chile de fines del XIX.

Siguiendo con la biografía de nuestro sacerdote, en 1888, con 30 años, Román pasó a ser designado rector del Seminario San Pedro Damiano hasta su cierre, en 1893. Se desconocen las causas exactas de por qué el arzobispo Mariano Casanova y Casanova cerró el seminario; sin embargo, se puede subentender que el arzobispo quiso fusionar ambos seminarios, como una forma de unir todas las clases sociales, algo que Román desestimó. Este aspecto, poco tratado por la historia de la iglesia en Chile, lo reflexiona agudamente Fidel Araneda: Probablemente nuestra época considera un traspiés, lo que hace un siglo fue una medida acertada [fundar otro seminario, para niños pobres], según Román, para acrecentar las vocaciones sacerdotales; mas esto no quita que la disposición de Mons. Valdivieso [el obispo que fundó el seminario en cuestión, el antecesor de Casanova], sin soñarlo él, contribuyó a excitar en Chile el odio de clases, la rebeldía del pobre contra el rico; pero el joven presbítero Román carecía de malicia y de odio de clases, y aun en 1893 estimaba indispensable el Seminario de San Pedro Damiano. Mons. Casanova, uno de los arzobispos más agudos, captó, en hora oportuna, el fenómeno y, a pesar de la opinión de su amado secretario de Cámara y rector del colegio, enérgicamente, como auténtico estadista, lo suprimió. (Araneda Bravo 1971: 17) Asimismo, Román en 1899 pasa, además, a ser vicario general hasta su muerte, por lo que cumplió sus funciones en tres arzobispados: el de Mariano Casanova y Casanova, el de Juan Ignacio González Eyzaguirre y el de Crescente Errázuriz Valdivieso. Por lo mismo pasó, con el tiempo, a ser conocido, en el mundo religioso, como “el señor Vicario”, es decir, el vicario por antonomasia (cfr. Araneda Bravo 1971: 23). Es esta, por lo demás, la vigencia más extensa de un vicario dentro de la historia de la iglesia en Chile. Asimismo, en 1900 pasa a ser canónigo penitenciario del Cabildo de la Iglesia Catedral de Santiago. Su misión (si se sigue el canon 391) era “tributar a Dios un culto más solemne en la Iglesia”y ayudar “al obispo como su senado y consejo, y mientras vaca la sede le supla en el gobierno de la diócesis” (cfr. Araneda Bravo 1971: 25). Posteriormente, en 1907, ascendió a tesorero, última dignidad del Cabildo. Además, en 1911 obtuvo la dignidad de chantre, tercera del Cabildo. En 1914 fue elegido vicario de deán y en 1916 fue nombrado arcediano o vicepresidente del Capítulo de la Cátedra. Todas estas fueron sus funciones clericales, si pensamos, desempeñadas en pleno proceso, además, de redacción de su Diccionario. Asimismo, podemos ir comprobando su ascenso en la curia en la misma portadilla de cada uno de los volúmenes, puesto que los va mencionando y van modificándose al nominarse como autor de la obra lexicográfica. Desde un punto de vista ideológico, podemos dar cuenta de qué pie cojeaba Román a partir de algunos hechos específicos que ocurrieron cuando este era vicario general y que nos

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revelan su conservadurismo. Esto puede comprobarse con los problemas que tuvo el internuncio italiano Enrique Sibilia, en su paso por Chile hacia 1910. Sibila abogaba por la jesuitización del mundo eclesiástico chileno, así como por liquidar los bienes raíces de las comunidades religiosas y, por lo demás, de poner fin a la intervención de la administración de los bienes eclesiásticos por parte de la clase conservadora chilena, aspectos que generaron un movimiento, entre religiosos y conservadores en contra del internuncio. A propósito, Araneda Bravo describió el accionar del vicario general: “Román era, como todo el clero de esa época, ferviente admirador de los conservadores y partidario acérrimo de que la Iglesia jerárquica los favoreciera y sus militantes ocuparan dentro de ella los puestos claves de la administración de los bienes eclesiásticos” (Araneda Bravo 1971: 20), algo que Sibila pudo comprender tras un par de estancias en Chile. En rigor, la estrecha relación entre conservadores y la iglesia, así como una marcada reticencia por el mundo jesuítico, aún habiendose establecido la Compañía hacia finales de la década del cuarenta del siglo XIX se pueden apreciar en la postura ideológica de nuestro diocesano. Si dejamos de lado sus deberes eclesiásticos y nos internamos en el Román humanista, lexicógrafo y literato, comprobaremos que tempranamente se destacó entre sus pares por el estudio de los clásicos latinos y los autores de los Siglos de Oro, tal como constatamos a lo largo de su Diccionario con el manejo y conocimiento de estos, a quienes cita profusamente. Fidel Araneda Bravo destacaba, por ejemplo, la “magnífica biblioteca” personal que Román instaló en la Casa Matriz, en donde abundaban “los clásicos latinos y españoles, y las mejores obras filológicas, lingüísticas, gramaticales e históricas” (1971: 9-10). Es en esta biblioteca donde Román redactó su diccionario, por lo demás, y de donde bebió de las autoridades que iba plasmando a lo largo de esos cinco volúmenes, como veremos más adelante21. Tradujo del francés La mujer fuerte (1883), del obispo francés Jean-François Landriot, libro moralizante acerca del correcto comportamiento de la mujer casada y cristiana y que tuvo una importante acogida en Chile (“obra que era la más leída por las señoras de la generación de nuestra madre”, comentaba Araneda Bravo 1971: 40). Además, recién ordenado sacerdote escribió una hagiografía, la Vida del gran doctor de la iglesia San Pedro Damiano (1882), patrono de su seminario y de donde sería rector. Araneda Bravo discute acerca de la calidad literaria de la obra: Se trata de un panegírico ampuloso y laudatorio con carácter biográfico saturado de adjetivos altisonantes. La obra por su estilo hinchado, propio de la

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En la actualidad, la biblioteca de Román se encuentra en el Archivo Arzobispal de Santiago.

literatura de la época, influenciada por los últimos vestigios de la retórica española decadente […] El libro dedicado a San Pedro Damiano no constituye aporte alguno para la literatura chilena, ni tampoco tiene el más mínimo valor en la bibliografía general europea del hombre de Dios. (1971: 41-42) Posteriormente, publicó la Vida del señor Presbítero Blas Cañas, fundador de la Casa de María y del Patrocionio de San José (1887), entonces recientemente fallecido, obispo a quien Román conocía y admiraba profundamente. A propósito de la prosa de nuestro diocesano, Araneda Bravo así describía la calidad escritural de un Román a punto de cumplir 30 años: “Desaparece gran parte de la primitiva adjetivación, y la frase, aunque todavía un tanto insegura, tórnase más simple, espontánea y gráfica” (1971: 42). Posteriormente, a petición de la Comisión de la Biblioteca de Escritores de Chile, Román publicó en 1913 una antología de los oradores sagrados chilenos con un prólogo de su autoría, bajo el título de Oradores sagrados chilenos. Esta obra, sin embargo, está llena de reparos (al respecto, ver la crítica interesantísima que hace Araneda Bravo 1971: §8). Cabe hacer mención, además, por su relevancia en materia humanística, de La lengua del Quijote y la de Chile (1916), donde Román detectó voces del corpus léxico cervantino que no habían sido incorporadas por el diccionario académico. Esta obra había sido encargada por la misma Academia Chilena de la Lengua, cuando se le pidió que redactara un estadio sobre palabras y giros que, hacia 1915 se tuvieran por anticuadas en España y que fueran de uso corriente en Chile e Hispanoamérica. Además, formó parte de la ya mencionada Academia Literaria de San Agustín desde muy joven y de ella fue, además, presidente hasta 1900. En los archivos de esta Academia se encuentran los primeros ensayos literarios que Román redactó. Si bien fue un poeta menor, aspecto que describe muy bien Araneda Bravo (1971: §6), sí puede verse un dominio escritural, sobre todo en el manejo de la métrica, en la poesía que escribió en latín (para ello, ver tomos xxiii, xxx, xxxix de la Revista Católica), aspectos absolutamente desconocidos en la actualidad, puesto que Román no figura en ninguno de los panoramas literarios redactados por sus contemporáneos. Sin embargo, el aspecto por el que fue conocido nuestro sacerdote en su época, fuera de su diccionario, fue el relativo a su docencia, investigación y defensa del latín. Muy joven se hizo cargo de la cátedra de latín entre los seminaristas (tanto de Los Ángeles Custodios como de San Pedro Damiano) hasta 1888, año en que es nombrado rector del Seminario. Como profesor de latín, formó y ejercitó a los discípulos en el latín hablado, destacándose, entre ellos, José María Caro, Eduardo Gimpert y Egidio Poblete (este último, su discípulo más destacado en esta línea). Para

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Araneda Bravo (1971), Román es considerado “el primer latinista de su patria” y fundó, por cierto, escuela, por ejemplo, con la creación de la Academia Latina León XIII, con seminaristas aventajados en latín, a quienes convocaba en su biblioteca en la Casa Matriz. Trabajaba, además, en su tiempo libre, en traducciones, como Los tristes de Ovidio, la que inicia recién ordenado sacerdote, publicándola, en parte, en la revista Artes y Letras22 (1884) y luego, en 1895, íntegra por la Imprenta Cervantes. Destacamos de esta traducción el mantener el verso antes que la prosa, como explica Román en el mismo prólogo a su traducción: En cuanto a la forma adoptada para esta versión tenemos la firme convicción de que los poetas deben traducirse en el lenguaje de la poesía, porque solo él puede reproducir lo que en verso concibió y expresó su inspirado autor. Traducirlos en prosa sería como presentar vestida de sencilla aldeana a una princesa que solo fue conocida en su patria en rico traje de corte; sería como quitarle a un hermoso teatro las ricas decoraciones con que el arte lo hermoseara; sería, según la feliz expresión de Enrique Heine, “dar envuelto en paja un purísimo rayo de luz”. ¡Libre el cielo a los traductores de semejante desacato! (en Araneda Bravo 1971: 65). Sin embargo, el verso traducido es el suelto: así por corresponder mejor a los nobles dísticos latinos, como por prestarse más para reproducir los variados matices y giros del original, sin olvidar que por lo demás es el menos cansado y fatigoso, el menos expuesto a los ripios y superfluas amplificaciones, y el más a propósito para el tono casi familiar y el estilo sencillo y abandonado a que muchas veces se entrega Ovidio” (en Araneda Bravo 1971: 65).

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Destacamos, además, el constante apoyo de Román a los trabajos de traducción de sus discípulos; tal es el caso de su labor como corrector en la traducción rítmica de La Eneida, en pluma de su alumno Egidio Poblete, traducción que pudo leer, ya, en su lecho de muerte, en el Hospital de Playa Ancha, enfermo de gravedad, a finales de 1919 y 1920, año de su muerte. Rememora el mismo Egidio Poblete, en sus visitas dominicales al hospital: Y allí él, personalmente, iba doblando las hojas y buscando las tachas que había puesto, me explicaba la razón de cada una y en algunos casos me sugería la manera de corregir el error. […] “Son errores leves –me decía--; pero

Revista originada en el seno del partido conservador, empieza a publicarse en 1884 y su vigencia fue de seis años, con una gran demanda. Publicaron allí figuras como Rubén Darío, José Victorino Lastarria, Daniel Barros Grez, Zorobabel Rodríguez, Benjamín Vicuña Mackenna y Luis Orrego Luco, entre otros. Allí, en el tomo IV de la revista, Román publica la elegía tercera del Libro I de Los tristes. 22

es esta una obra clásica y debe salir absolutamente limpia de toda mancha”. “¡Y qué intenso placer resplandecía en su rostro durante estas inolvidables sesiones!” (cfr. Araneda Bravo 1971: 36). En efecto, en el mundo curial de Román el latín era asunto, incluso, de lengua viva, cosa que él mismo promocionaba. Abundaban, por ejemplo, entre sus discursos públicos y sus escritos de todo tipo, los redactados en latín, así como su enseñanza constante, incluso, en aspectos más nimios y domésticos. Por ejemplo, encontramos sabrosos detalles de este método en la biografía que Araneda Bravo hizo de Román: Cuenta el único seminarista sobreviviente del siglo pasado, Mons. Pío Alberto Fariña, que “eran tradicionales los paseos campestres con que cada año nos festejaba el fundador de la Academia Latina. En esas ocasiones se charlaba “sermone latino”, y hasta la minuta de los manjares que se nos servían estaba redactada en aquel idioma; así, por ejemplo, figuraba este anuncio: “Potio gelu concreta, vulgo helados”… “Dulciola varia et sic de coeteris”…(dulces varios y así de lo demás…). Gran curiosidad despertó entre los comensales el anuncio de una vianda en la siguiente forma: “Unicuique caput suum”…, (que puede significar a cada cual su cabeza). Pero la general expectación se tornó hilaridad cuando vimos que, efectivamente, y debido al ingenio de presidente, la traducción era fiel y la ocurrencia feliz, por cuanto en esos momentos se nos servía a todos y a cada uno unos sendos trozos de cabeza de cerdo: “Unicique caput suum” (en Araneda Bravo 1971: 12). Sin embargo, este espacio destinado a la enseñanza y a lo lúdico solo se concentraba en la curia, puesto que el contexto chileno estaba viviendo lo que sería el ocaso de la enseñanza del latín como lengua obligatoria en los estudios humanísticos. Fidel Araneda Bravo (1971: 71) señalaba que Román, junto con Andrés Bello y el canónigo Joaquín Larraín Gandarillas (primer rector de la Universidad Católica de Chile y una de las figuras religiosas y políticas más destacadas del conservadurismo de la época) serían la trilogía de los defensores del latín durante el siglo XIX hasta la década del veinte del siglo XX. Vale la pena detenerse en este aspecto, aunque nos alejemos de la biografía de nuestro diocesano, tanto por los dolores de cabeza que este tema le generó a Román como por lo que significó tomar una decisión como esta a casi medio siglo de la organización del Estado chileno. Eduardo Solar Correa, en su emblemático texto La muerte del humanismo en Chile (1934), una aguda crítica y reflexión respecto al tema en cuestión, a casi cincuenta años de la desaparición de la enseñanza del latín en Chile, establece una suerte de historiografía, bastante dramática, dicho sea de paso, pero útil para entender este proceso. Ya en nuestro siglo, será Nicolás Cruz con El surgimiento de la educación secundaria pública en Chile. 1843-1876, de 2003, quien nos aporte más datos respecto a la desaparición del latín dentro de las

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mallas curriculares. Quizás uno de los primeros detractores de la enseñanza del latín en los colegios se remonte, ni más ni menos, que a José Miguel Infante, uno de los ideólogos del movimiento independentista chileno (la historia suele insistir en que financió las formaciones de los ejércitos rebeldes, por ejemplo. Ver Correa 1934: 78). Infante fue promulgador, sin éxito, del federalismo en Chile, así como el iniciador de la formación del congreso, siendo él uno de los primeros congresistas por lo demás. Asimismo fue promotor directo de la fundación de la Biblioteca Nacional de Chile y del Instituto Nacional, ambas instituciones fundamentales dentro de los procesos estandarizadores. Además, fue Infante un gran crítico de la iglesia, por lo que luchó por eliminar el diezmo y creía firmemente en la dotación de los párrocos, puesto que tenían que ser los ciudadanos quienes los eligieran. Fue Infante, además, enemigo de la esclavitud, por lo que promovió la libertad de vientre. Asimismo, fue enemigo de las formas más vejatorias de las prácticas presidiarias, por lo que pasó a formar parte de inmediato del bando opositor cuando empezaron a regir las constituciones más bien conservadoras y represivas de las que hemos hecho mención anteriormente. Cuando los proyectos de una nación federal fracasaron estrepitosamente, Infante se replegó y fundó en 1827 su propio periódico: El Valdiviano Federal. Es allí donde tuvo tribuna abierta y libre para dar cuenta de todos sus principios, ideas y críticas. En las páginas de su periódico, por ejemplo, en 1834, alertó de los peligros de la enseñanza del latín entre el alumnado: “Se trata nada menos –decía—que de dirigir la juventud por el sendero de las luces o por el de la ignorancia, por el de la libertad o el de la servidumbre” (en Solar Correa 1934: 12). Frente a esta postura, Andrés Bello, desde la tribuna de El Araucano, periódico donde fue publicando sus Advertencias de las que ya hemos hecho mención, defendía la enseñanza del latín:

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Apenas hay ciencia que no saque mucho partido del conocimiento de las lenguas antiguas, como que su nomenclatura es casi toda latina o griega […] Si se averigua quiénes son aquellos que mejor entienden el idioma francés o el inglés, y son más capaces de verterlos con propiedad en el nuestro, se echará de ver que apenas hay uno entre ciento que no haya tenido la preparación de que hablamos (Bello, en Solar Correa 1934: 12-13). Frente al ostracismo del federal y la preeminencia del venezolano dentro de las prácticas pedagógicas, esta crítica a la enseñanza del latín, se supone, seguirá marginada hasta que, en 1857, el historiador y filólogo Gregorio Amunátegui Aldunate, uno de los principales agentes propulsores de la intelectualidad chilena durante el XIX, pronunció en la Facultad de Filosofía y Humanidades un discurso cuestionando la importancia que se le daba al estudio del latín. Proponía, para ello, una serie de modificaciones en el plan de estudios:

Lo que yo propongo consiste en quitar al latín su carácter de estudio obligatorio y general. Este idioma, como el griego, debería ser cursado en clases especiales sólo por aquellos que voluntariamente quisieran hacerlo para perfeccionar sus conocimientos literarios. Esos serían precisamente los pocos que ahora aprovechan entre tantos que pierden su tiempo de una manera miserable. En reemplazo del latín se exigirán como obligatorios el francés, el inglés, el alemán y el italiano (Amunátegui Aldunate 1857: 128). En la misma universidad, en 1863, el sacerdote Joaquín Larraín Gandarillas, en ese momento rector del Seminario de los Santos Ángeles Custodios y futuro primer rector de la Pontificia Universidad Católica de Chile, dio cuenta de los aspectos positivos de la enseñanza del latín: La importancia literaria de ese estudio se desprende de su doble necesidad para la alta educación intelectual y para la cumplida instrucción de la juventud en muchas ramas del saber. Entiendo por alta educación la que tiene por objeto elevar las facultades del alma humana a toda la plenitud de su desarrollo y de su fuerza (Larraín Gandarillas 1863: 618) Pero el problema no tendrá ribetes críticos hasta que otro actor fundamental en los procesos modernizadores arremetiera con fuerza contra el latín: Benjamín Vicuña Mackenna, al que ya nos habíamos referido anteriormente por su su apoyo al exterminio indígena. Siendo Vicuña Mackenna diputado, le propuso a la Facultad de Filosofía y Humanidades suprimir la enseñanza de aquel “estudio vetusto y aborrecido” (Vicuña Mackenna 1874: 107). En efecto, una serie de argumentos entregaba en su opúsculo El estudio del latín en Chile. Su abolición, en donde argumentaba que “el latín es el más serio obstáculo a todo progreso intelectual de la República” (Vicuña Mackenna 1874: 120). Se amparaba en las palabras que décadas atrás profiriera Infante, a quien cita profusamente, y continúa: “El latín es una momia que en vano se pretende ataviar con los ropajes de una eterna juventud” (Vicuña Mackenna 1874: 124). Sobre todo por la relación directa que tiene su enseñanza con la iglesia y con los estudios escolásticos, así como el monopolio que tiene como segunda lengua de estudio: “El latín es la carcoma sorda que, introducida por la sutileza escolástica en la mente de los alumnos, devora en ella todos los gérmenes de los demás estudios liberales” (Vicuña Mackenna 1874: 126). La situación era complicada, por lo que el decano de la Facultad (y futuro presidente de la República), Domingo Santa María, llamó a que se constituyera una comisión integrada por el ya citado religioso Joaquín Larraín Gandarillas; Diego Barros Arana, historiador liberal, anticlerical y uno de los constructores intelectuales del Estado nación chileno en el XIX, así como Vicuña Mackenna mismo. Larraín Gandarillas, en su persuasión, se ganó a Barros

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Arana y redactó un informe en donde insistía en la necesidad de los estudios clásicos en un pueblo joven, como el chileno, sobre todo porque descubre, en el estudiante, el hábito por el estudio y, sobre todo, porque los cursos de latín obligatorios “no tienen la pretensión de formar latinistas consumados” (Larraín Gandarillas en Solar Correa 1934: 24), sino que tienen la finalidad de entregar las herramientas para poder conocer una lengua como esta. Gana, entonces, en esta primera ofensiva, el ala latinista; por ejemplo, tenemos las reflexiones de Barros Arana al respecto: mediante ella [la enseñanza del latín] nuestra inteligencia se desarrolla, se ejercita en el arte de desenvolver los pensamientos, de combinarlos y engalanarlos; porque nos explica la razón de las reglas gramaticales, y porque de esta manera nos va poniendo poco a poco en situación de aprender más fácilmente otros idiomas. Su estudio, pues, tiene títulos sobradamente legítimos en que fundar el predominio que universalmente ejerce como base de un buen sistema de enseñanza, y en materia de ciencias y letras, merece por tanto continuar siendo obligatorio para obtener el Bachillerato en la Facultad de Humanidades (Barros Arana en Cruz 2003: 142-143)

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En este punto es relevante detenerse, a su vez, en lo que sucedió con un grupo importante de intelectuales liberales, llamados, por el historiador Cristián Gazmuri (1998), la Generación liberal. Este grupo, perteneciente en su totalidad a la oligarquía chilena, se empapó de los sucesos del 48 francés y se radicalizó en un liberalismo intelectual y en una crítica extrema hacia la iglesia católica. Por estas razones, fueron opositores al gobierno de Manuel Montt y, la mayoría, exiliados o presos políticos. En este grupo tenemos, entre otros, a los hermanos Amunátegui, a Vicuña Mackenna, a Domingo Santa María, a José Victorino Lastarria, a Salvador Sanfuentes o a Diego Barros Arana. Queremos detenernos en este grupo, sobre todo porque con la llegada de los gobiernos liberales, donde muchos de ellos llegaron a ser presidentes, ministros, senadores o rectores, fueron los que decretaron el cese de la enseñanza del latín como curso obligatorio y, posteriormente, su desaparición de la malla curricular. La mayoría de ellos fueron alumnos aventajados de latín y, en rigor, no deseaban la supresión total del latín, sino su enseñanza junto con otras lenguas modernas, para sostener una enseñanza humanista, laica, liberal. Esto no quita que, dentro de este grupo de intelectuales liberales hubiera un ala más extrema que sí abogaba por el cese total de la enseñanza de las lenguas clásicas, como el mismo Vicuña Mackenna. Con este grupo de intelectuales en el poder, por lo tanto, es cuando se propicia esta reforma tan lamentada por nuestro Román. En efecto, once años después, Miguel Luis Amunátegui Aldunate, hermano de Gregorio, a la fecha, ministro de Instrucción, ordenó en 1876, en un decreto,

hacer del latín un curso optativo y equiparar su enseñanza, como segunda lengua, con el italiano, inglés y alemán. Queremos insistir en la importante labor de este historiador y ministro de instrucción pública durante varios periodos presidenciales, puesto que su postura, más que menoscabar la enseñanza del latín era la de formar de la manera más completa al estudiantado y, además, entregar una formación humanista, en donde debía caber, por lo demás, la enseñanza de lenguas modernas. Es más, fue Amunátegui Aldunate un alumno tan aventajado en latín en el Instituto Nacional que el mismo Andrés Bello, emocionado por la traducción de unos versos de Horacio en un examen oral que el joven Amunátegui hizo, lo tuvo como un discípulo en dicha materia. Amunátegui Aldunate creó en 1856, en conjunto con Vicuña Mackenna y Domingo Santa María, entre otros, la Sociedad de Instrucción Primaria, orientada a disminuir la alta tasa de analfabetismo que tenía, en su momento, Chile, que era de un 86% (algo había disminuido desde 1842, como mencionamos anteriormente, pero la situación seguía siendo crítica). El interés de esta intelectualidad liberal se basaba, sobre todo, en una educación general que destinara el latín solo como asignatura para quienes se quisieran especializar en humanidades. En esto recordamos, nuevamente, las reflexiones que expuso Gregorio Amunátegui ante la Facultad de Filosofía y Humanidades: En la actualidad, el latín conduce a la erudición, pero no a la ciencia. Es indispensable para los anticuarios, pero no para los ciudadanos ilustrados e industriosos de una república moderna. El hombre que en el día de hoy sólo leyera libros escritos en latín se habría quedado muy atrás del punto a que ha llegado la humanidad; sus nociones sobre la naturaleza, la sociedad y Dios serían sumamente imperfectas. (G. Amunátegui Aldunate 1857: 124) Las críticas de la Iglesia no tardan en aparecer y uno de los medios periodísticos a la fecha (y del que nos detendremos líneas más adelante), El estandarte católico, en uno de sus editoriales ese 1876, afirmaba: Ese decreto ha merecido nuestra desaprobación porque vemos en él un presagio de la próxima sepultación del latín […] a ella vemos vinculada males de trascendencia para la sólida instrucción de la juventud […] Con la desaparición del latín desaparecerá también el elemento más poderoso para obtener el gradual desenvolvimiento de las facultades intelectuales y se dará mayor pábulo a la superficialidad que es el mal endémico de la ilustración de nuestro siglo (en Solar Correa 1934: 46) Una ley en 1879 vuelve a restituir el latín dentro de la enseñanza obligatoria, pero por solo tres años, frente a los seis que tenía anteriormente, más el estudio obligatorio de una segunda lengua moderna, algo que tuvo detractores como el mismo

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Miguel Luis Amunátegui Aldunate. En 1880, en cambio, el Consejo de Instrucción Pública vuelve a dejar al latín como materia optativa, hasta que en 1901, el 28 de mayo, se suprimen las tesis latinas en el Bachillerato en Humanidades y se privilegian, en las tesis de segundas lenguas, las de inglés, francés o alemán (cfr. Solar Correa 1934: 84). En este contexto, como comentábamos anteriormente, Román se mantuvo como un férreo defensor de su enseñanza. Sus reflexiones aparecían en una de las publicaciones más importantes que ha tenido la iglesia católica en Chile, la Revista Católica: Al hablar acerca del estudio de la lengua latina ante vosotros, me es grato tener en cuenta los establecimientos y varones eruditos cualesquiera que sean. Por lo que corresponde a la lengua latina, ¿qué es lo que vemos? Ignorancia y desprecio, y lo que es peor y más injusto, odio no bien disimulado. A uno que otro que se dedican a este estudio, los demás o los desprecian, de tal manera que acerca de los peritos de la lengua latina se puede decir con el poeta (Virgilio): “Unos pocos aparecen nadando en el inmenso océano” (Román en la Revista Católica, en Araneda Bravo 1971: 71).

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Nos queremos detener ahora, por lo demás, justamente en esta publicación, en la Revista Católica, de la que Román fue su director entre los años 1901 y 1920. Nos interesa esta revista, puesto que el Diccionario de Román comenzó a aparecer en esta publicación en la época en que nuestro diocesano fue su director (es decir, entre 1901 y 1918) y porque fue la Revista Católica uno de los principales bastiones culturales del ala conservadora durante el siglo XIX. La historia de esta revista no está libre de altos y bajos, así como de drásticos cambios editoriales. Había sido fundada en 1843 por el arzobispo Manuel Vicuña Larraín, bajo la dirección de intelectuales del clero de renombre, como Rafael Valentín Valdivieso e José Hipólito Salas y secundados por el ya mentado Joaquín Larraín Gandarillas. La finalidad de la revista era, exclusivamente, orientar al clero y a los católicos en el movimiento social y literario, bajo una propaganda religiosa y política, con un matiz, sobre todo, político y polémico. No es azaroso que haya sido el año de 1843 el de la aparición de su primer número, puesto que un año antes, tal como hemos visto anteriormente, se fundó la Sociedad literaria de 1842 y con ella vino una serie de rápidas y efectivas repercuciones sociales, entre ellas la proliferación de periódicos y revistas de tendencia liberal, las cuales bebieron de las fuentes positivistas que estaban cuajándose en Europa. Son ejemplo de estos nuevos aires periodísticos publicaciones como El Semanario de Santiago (1842), El Progreso (1842) o El Crepúsculo (1843), entre otros, en donde había, cómo no, una constante crítica hacia la Iglesia católica. Como reacción a este estado de la cuestión, la curia chilena se organizó sin pausa, puesto que no había publicación alguna

que representara al clero ni al mundo católico, y se fundó la Revista Católica. De esta forma, la revista pasó a representar el ultramontanismo en Chile, en un momento en que se discutía álgidamente la representatividad y poderío de la Iglesia católica en un Estado que estaba asentándose: “la revista reconocía que debió llenar el vacío existente en la prensa chilena, pues no se contaba con ninguna otra publicación periódica católica; terminaba afirmando que con esto le prestaba un señalado servicio a la patria” (Rehbein 1993: 13). Quizás por este matiz, aunque sin relacionarse directamente con estas materias, la revista pasó a subtitularse: “Periódico filosófico, histórico y literario” y los artículos se centraban en controversias religiosas, la apología católica y cuestiones de actualidad, como respuesta a las constantes polémicas con la prensa de la época, sobre todo El Mercurio de Valparaíso, El Comercio, El Ferrocarril y El Araucano (cfr. Rehbein 1993: 13; Bernedo 2006: 103). Por ejemplo, acusaba la Revista Católica al Mercurio de Valparaíso de tratar de “descatolizar la nación” por la vía de “mofarse” de la eucaristía, de “burlarse” de las verdades eternas, de “negar” la autoridad de la Sagrada Escritura, de llamar “secta” al catolicismo, de “calumniar” al clero y al arzobispo (cfr. Bernedo 2006: 103). Con El Ferrocarril, las críticas iban por otro lado, pues las opiniones que vertía el periódico no “eran serias ni razonadas” (cfr. Bernedo 2006: 103). Con todo este estado de la cuestión, la Revista Católica veía que la prensa liberal pretendía “operar un cambio de ideas” del pueblo católico (Revista Católica en Bernedo 2006: 103). En efecto, el centro de preocupación de la editorial de la revista era ese mismo pueblo secularizándose: “El artesano, el hombre del pueblo que lea todos los días las fascinadoras publicaciones de la prensa ilustrada, perderá bien pronto el respeto al sacerdocio y no escuchará su voz sino para llamarlo blasfemo, estafador, farsante” (Revista Católica en Bernedo 2006: 103-104). Posteriormente, en la década del sesenta de ese siglo, Crescente Errázuriz Valdivieso, en ese entonces director de la revista, encendió aún más el carácter controvertido de la publicación. Por ejemplo, en uno de los reportajes “Los periódicos irreligiosos ante la conciencia católica”, publicado en 1868, se afirmaba que los escritos liberales difundidos por la prensa estaban causando un daño irreparable, pues la prensa, a diferencia de otros medios de comunicación, posee un poder de penetración en la conciencia de los lectores insospechado. En efecto, con la difusión de la prensa, se “comunican rápidamente las ideas” (Revista Católica en Bernedo 2006: 104) y las labores de los periodistas le “dan a los escritos un alcance que nadie se habría antes imaginado” (Revista Católica en Bernedo 2006: 104). Sin embargo, la preocupación no se quedaba en el pueblo mismo, también se pensaba en el ser formado, el letrado, el intelectual: “Piensan que [el periodista] ha tratado todas las materias y todas

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con profundidad; en él van a buscar la solución de cualquier duda y lo creen bajo palabra; no ven ninguno de sus defectos; se hacen amigos de sus amigos y enemigos de sus adversarios; se asimilan, en fin, sus opiniones y su modo de pensar” (Revista Católica en Bernedo 2006: 104). Hay otro punto que nos interesa sobremanera respecto a la Revista Católica misma y tiene que ver con uno de los intentos por explicar la razón de por qué Román, siendo, posteriormente, director de la revista, podría haber decidido publicar su Diccionario en la revista misma y no con formato de libro desde un primer momento. Creemos que esto fue el resultado de una larga crisis en relación al objeto libro, algo que podemos apreciar en el mismo texto “Los periódicos irreligiosos ante la conciencia católica”, en donde, hacia 1868, ya se hablaba de la crisis del libro frente al éxito del periódico y de la prensa en general: “como hoy el tiempo es dinero, un libro que demanda tiempo es un libro que cuesta caro y no conviene”; o “los libros están relegados al olvido y los han reemplazado por los periódicos” (“Los periódicos irreligiosos ante la conciencia católica”, en Bernedo 2006: 104). El libro, entonces, cede el lugar a la prensa y su cómodo formato. Asimismo, la Iglesia Católica quería adecuarse a los tiempos, por lo que se acoje a la prensa, pues era la más idónea para difundir las ideas: Mejor es el periódico y presenta muchas más comodidades; nos impone en un momento de las ocurrencias del día, del movimiento comercial de la plaza, de los asuntos importantes que se ventilan; lo recibimos en nuestra casa en la hora más a propósito; nos acompaña al paseo, al viaje, a todas partes. […] Y una vez leído el periódico, cada cual se cree al corriente de los más arduos asuntos, cada cual no se vuelve a preocupar de su estudio ni admite discusión: también la discusión quita tiempo (“Los periódicos irreligiosos ante la conciencia católica” en Bernedo 2006: 104).

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Por razones económicas, por lo demás: Por pobre que sea un individuo, casi nunca deja de suscribirse a un periódico. No hay tiendecita, por pequeña que sea, donde no se encuentre alguno, y los que no están suscritos no dejan de ir diariamente a leerlo donde el vecino o el amigo. Y como si esto no bastara, se halla el periódico expuesto al público en la puerta de la imprenta y nunca falta ahí un grupo de lectores. (“Los periódicos irreligiosos ante la conciencia católica” en Bernedo 2006: 105). Quizás haya sido por su carácter polémico y proselitista por lo que la revista haya dejado de publicarse en 1874; sin embargo, en la década del sesenta apareció otro periódico católico, El Independiente, que empezó a ganar más en popularidad. El Independiente, fundado por el arzobispado, tenía una veta política y el propósito de

su fundación era exclusivamente ese: la discursividad católica en una etapa política donde había preeminencia liberal. Sin embargo, con el tiempo, el periódico pasó a ser dirigido por laicos conservadores, como Abdón Cifuentes, Manuel José Irarrázabal y nuestro Zorobabel Rodríguez (autor del primer diccionario de chilenismos) y, por lo tanto, de ser la voz política católica, pasó a ser el estandarte del partido conservador. Frente a la necesidad de que se hiciera notar la voz del clero ante el cierre de la Revista Católica, hubo un cambio en la estrategia discursiva de la iglesia chilena. En efecto, en el mismo opúsculo “Los periódicos irreligiosos ante la conciencia católica”, se reflexionaba lo siguiente: “por la naturaleza de la publicación [de la Revista Católica], es muy apta para el ataque y demasiado ligera para la defensa” (en Bernedo 2006: 105); es decir, se necesitaba una publicación más periódica, necesaria para esta estrategia argumentativa que la Revista Católica carecía. De este modo, el arzobispado empezó a publicar, en 1874, El Estandarte Católico, publicación diaria, de carácter polémico y abundante en ataques contra el liberalismo. Bernedo la califica de “enérgica, apasionada y belicosa” (2006: 106), algo que se adapta a la idea de lo que debía ser un diario: “Un diario es esencialmente un arma de guerra y la más poderosa de las armas de los tiempos que atravesamos”, se afirmaba en una nota editorial titulada “Nuestra Obra I”, presente en uno de los primeros números del periódico (en Bernedo 2006: 106). Sin embargo, este tipo de estrategia respondía a los tiempos mismos, puesto que el mismísimo Papa León XIII envió una bendición apostólica al periódico en 1879. Sin embargo, esto no eximía a la revista de correr peligro con la censura vigente, puesto que, tras atacar tres gobiernos liberales consecutivamente, durante la presidencia liberal de José Manuel Balmaceda, se terminó por clausurar el periódico en 1891, por sus constantes ataques contra el gobierno. Sin embargo, hubo una continuidad de El Estandarte, puesto que se funda, al clausurarse este, El Porvenir, con el mismo director (el presbítero Luis Campino Larraín), el cual también tuvo un devenir similar al Independiente, puesto que también pasó a ser manejado por laicos católicos. Asimismo, el arzobispado empezó a publicar en 1883 otro periódico católico: El Chileno, el periódico de mayor difusión en su época (cfr. Rehbein 1993: 17). Quizás por ese auge de la prensa católica vuelve a restablecerse la Revista Católica en 1892, retomando la numeración y la compaginación, así como el año de la revista. Asimismo, se reafirma en la editorial de este número la relevancia de la Revista Católica como la primera y mayor representante, en la prensa, del clero y la mayor representante, a su vez, de “los intereses de la religión católica” (cfr. Rehbein

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1993: 17). Esta vez la revista estuvo bajo la dirección del presbítero Rodolfo Vergara Antúnez, con un tono mucho más literario que político, sin evitar alguna nota editorial contra las políticas liberales anticlericales de Diego Barros Arana o contra las ideas socialistas que poco a poco iban tomando fuerza en el mundo político chileno, tiñéndose, una vez más, de un halo político, hasta su inesperado segundo cierre el año 1895. Reflexiona Rehbein, en su “Historia de la Revista Católica”, acerca del papel que tuvo esta revista durante el siglo XIX, la cual puso en la actualidad y en el debate periodístico a la iglesia misma y a sus religiosos como articulistas y portavoces de la Iglesia en el mundo laico: “a partir de una postura ultramontana, apologética y polemista” (1993: 18). Después de seis años, en 1901, el arzobispo Mariano Casanova y Casanova promovió el tercer y último periodo de la revista. Esta, a diferencia de la anterior reapertura, empieza en foja cero, como una forma de distanciarse de las ediciones anteriores. Empezó, además, a ser quincenal. Como una forma de perpetuarse, esta vez la revista adquirió imprenta y sede propia, aspectos que no son azarosos. En efecto, tres años antes, en 1898, Casanova y Casanova organizó una comisión integrada por los presbíteros Rodolfo Vergara Antúnez, Miguel Rafael Urzúa y nuestro Manuel Antonio Román, cuya misión era, justamente, reestablecer la revista. La comisión debía, en efecto, lograr el financiamiento de esta por medio de accionistas y suscriptores. Asimismo, la comisión adquirió, no sin esfuerzo, una imprenta propia. Queremos destacar estos aspectos, puesto que, ya lo hemos repetido, es en esta etapa en la que empieza a aparecer el Diccionario de Chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas. Justamente, Casanova y Casanova nombró director de la revista a Román y es en este periodo cuando la revista alcanzó “prestigio y notoriedad” (Rehbein 1993: 19). En esto, la revista seguía al pie de la letra la resolución que tomaron los obispos latinoamericanos en el primer concilio plenario de América Latina, convocado por el Papa León XIII, cuya sede fue en Roma en 1899. Allí, entre otros aspectos, se confirmó la necesidad de que existiera una prensa católica férrea, por lo que era necesario que abundaran periodistas católicos. Se le daba la bienvenida oficial, entonces, a la fundación de diarios y revistas, así como su apoyo por parte de la institución misma. Por otro lado, se insistía en la necesidad de que el mundo laico católico, con vocación escritural, se hiciese presente en este mundo editorial. De esta forma, la Revista Católica poseía un apoyo que no tuvo en el siglo anterior. Frente a este escenario, no podemos dejar de lado las repercusiones que tuvo la encíclica Rerum novarum en 1891, durante el arzobispado de Casanova, quien, impulsado por la encíclica, promovió una serie de obras sociales. Es más, su arzobispado tuvo esta suerte de impronta social, al ser él un activo divulgador de la

Rerum novarum. De esta forma, la Revista Católica también se abría, en esta nueva tirada, a los problemas sociales que afectaban a Chile, por lo que se deja de lado los problemas partidistas que caracterizaron sus publicaciones durante el siglo XIX. Asimismo, en 1909, después de la Tercera Conferencia del Episcopado, la Revista Católica adquirió el carácter de publicación oficial de la provincia eclesiástica chilena algo que, de alguna forma, vino a dar cuenta de los nuevos tiempos en la iglesia chilena, con una iglesia más mancomunada y, lo que nos convoca, poder apreciar la relevancia y difusión que empieza a tener una revista como esta. No por nada el lema, desde 1909 (pensamos, en plena publicación por fascículos de nuestro Diccionario) era “Mayor amplitud de acción” (cfr. Rehbein 1993: 20). La revista, esta vez, insiste en que está destinada al clero y a los católicos. En ella el clero encontraría las disposiciones emanadas por el Papa y por los obispos, así como noticias sobre la iglesia. A su vez, los católicos encontrarían artículos sobre formación cristiana y cuestiones de actualidad religiosa, así como abundante literatura “sana y amena”, describe Rehbein (1993: 19). También encontramos obras religiosas de peso histórico como, por ejemplo, la milenarista La venida del Mesías en gloria y majestad (publicada con un seudónimo y póstuma, primero en España, en 1812 y por primera vez publicada en Chile) que el jesuita chileno Manuel Lacunza redactó en el exilio, o creaciones de los mismos religiosos contemporáneos a Román, como el presbítero José Luis Fermandois, quien publicó su Diablofuerte en 1905 o el poema épico La Colombia del presbítero Esteban Muñoz Donoso. Asimismo, un aspecto nuevo de esta nueva etapa de la revista era incorporar las publicaciones de escritores seglares quienes, en conjunto con miembros de la iglesia, fueran enriqueciendo la Revista Católica con aspectos literarios. Es el mismo Román quien se encargaba directamente de la crítica literaria, la que inaugura en la revista. Además, se encargaba de la sección lingüística, llamada por él “Filología”. En este periodo, la revista abre, incluso, un concurso literario de cierto renombre, en donde fue ganador, por ejemplo, Baldomero Lillo, uno de los grandes escritores chilenos y padre del realismo social en Chile. También, como una forma de abrirse al mundo no religioso, publicaron autores como el historiador Guillermo Feliú Cruz o el folklorista y poeta Julio Vicuña Cifuentes. También publicaron destacados autores, como el poeta y cronista Ángel Cruchaga Santa María o la misma Gabriela Mistral, así como el historiador y crítico literario Ricardo Latcham, quien inició sus primeros escritos en la revista con crítica literaria, siendo un adolescente. De Román mismo bebió Latcham para la crítica literaria. Es más, se aventura Araneda Bravo en declarar que sería Román quien “creó este género” (1971: 82), pues antes se publicaban comentarios de libros

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en la prensa y afines de forma esporádica. En el Panorama literario de Chile (1961), de Raúl Silva Castro, por ejemplo, el autor se lamentaba de que nuestro diocesano: “dejó la crítica de libros por la de las voces chilenas, a las cuales dedicó los cinco volúmenes de su prolijo Diccionario de chilenismos” (1961: 494), algo que no era tal, puesto que, como hemos reiterado varias veces, en las páginas donde iba publicando su diccionario a manera de folletín, ejercía, a su vez, de crítico literario en la sección de la revista titulada Bibliografía que inició el mismo año de su Diccionario, en 1901. A propósito de esto, comenta Araneda Bravo: “en la Bibliografía se ocupó durante 17 años de casi todas las producciones literarias aparecidas en Chile y América hasta 1917” (1971: 83). Caracteriza Araneda Bravo a Román como un crítico vehemente, con una pluma dura e implacable: “El sacerdote que en su trato con los demás era todo dulzura y amabilidad, en la crítica literaria se tornaba áspero y riguroso” (1971: 84). A tal punto que no dejó títere con cabeza al momento de criticar Mis pasatiempos, de Miguel Luis Amunátegui Reyes, a quien ya hemos citado anteriormente pues su obra forma parte del corpus que trataremos. Amunátegui Reyes era, además, hijo de Miguel Luis Amunátegui, del que ya habíamos hecho mención respecto al latín: Desde luego se conoce que le falta al Sr. Amunátegui para sus estudios la base indispensable del latín, sin la cual no podrá ser ni un mediano gramático, por más voluntad y aplicación que tenga. Un idioma como el castellano, que en todas partes está como calcado sobre el latín, jamás podrá poseerse a fondo sin conocer bien la lengua matriz (Román en la Revista Católica, tomo VIII en Araneda Bravo 1971: 85).

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Más adelante nos centraremos en las duras palabras con las que evaluó la aparición del Diccionario etimológico de Rodolfo Lenz, obra lexicográfica aún no superada; asimismo, lo duro e implacable que fue con la figura misma del lingüista alemán, denostándolo y poniendo en duda su formación lingüística. Quizás sea, en la posteridad, este episodio “Román-Lenz” lo que más recordaremos del diocesano, puesto que Lenz se instaló, con los años, como uno de los lingüistas inaugurales en Chile, y Román quedó como “ese cura que tantas penurias hizo pasar a Lenz”, como el mismo sabio alemán nos lo confesaba en los estudios preliminares de sus estudios. Dejamos este episodio para más adelante y continuamos con la relevancia que tuvieron, en vida, las preocupaciones lingüísticas de Román, sobre todo las relacionadas con la corrección, preocupaciones que lo acompañaron siempre. Comenta, al respecto, Araneda Bravo: No era locuaz, hablaba poco, lo preciso y su “conversación era amena e instructiva en la intimidad; frecuentemente versaba sobre los defectos que debían evitarse en el uso del lenguaje, hablado o escrito; sobre la propiedad

de los vocablos y sobre la estructura del verso de acuerdo con la Retórica poética, que él dominaba en forma verdaderamente maravillosa” (Monseñor Pío Alberto Fariña, citado por Araneda Bravo 1971: 14) Justamente, esta preocupación por la corrección fue el origen de lo que fue su obra maestra. Sin lugar a dudas, la obra que fue publicando anónimamente en la Revista Católica desde octubre de 1901 hasta febrero de 1919, su Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas y que publicó, ya con su nombre, en 5 volúmenes, en 1918, fue su gran obra. La Real Academia Española, en enero de 1909, le envió una misiva informándole que había sido elegido correspondiente extranjero. Sin lugar a dudas, ese interés por el correcto uso del idioma dio sus frutos. Lo propusieron el Conde de la Viñaza, el exjesuita y secretario perpetuo de la Real Academia Española Miguel Mir (quizás uno de los más puristas autores de estudios respecto a la corrección lingüística, a quien Román admiraba y citaba profusamente) y el cervantista Francisco Rodríguez Marín. En la escueta nota se le informaba que la designación se hizo: “para apreciar justamente los conocimientos de V.S. en lingüística y letras humanas” (en Araneda Bravo 1971: 107). Al poco tiempo el mismo Mir le escribió informándole de los pormenores de su designación: Salió U., pues, por unanimidad, cosa rara en nuestra Academia. Le doy a U. por ello la más cordial enhorabuena y me la doy a mí mismo, pues algo me toca del buen resultado de la votación. Pueda U. gozar de este honor muchos años, y sea el estímulo para trabajar con más ahínco en el Diccionario de Chilenismos y llevarlo a cabo con la perfección y rapidez que todos deseamos. Y crescas in mille millia (carta privada aparecida en la Revista Católica y citada por Araneda Bravo 1971: 107-108) Para ese entonces, la Academia Chilena de la Lengua vivía un receso. Fundada en 1875, se había reunido tres años sucesivos, pero la muerte de tres de sus fundadores: José Victorino Lastarria (ya mencionamos que fue su primer director y fundador de la Sociedad Literaria de 1842) en 1888, el ya mencionado Miguel Luis Amunátegui Aldunate, también fallecido en 1888 y Jorge Huneeus Zegers (destacado político conservador chileno, fue ministro y rector de la Universidad de Chile), fallecido en 1889, hizo que cesaran sus actividades. Por lo mismo, buscaba la Real Academia Española restablecer las actividades de esta y en 1914 envió, ni más ni menos, que a Don Ramón Menéndez Pidal como emisario para restaurar las actividades de la corporación correspondiente. Se retoma, de esta manera, el funcionamiento de la Academia Chilena de la Lengua con Román como miembro activo y solo ausentándose si sus actividades curiales lo impidiesen. En 1910 también tuvo una curiosa nominación: como miembro de la Academia de los Arcades. Creemos que también

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influyó este interés por la corrección lingüística sumada a su manejo con las letras clásicas, algo que se iba reflejando en las publicaciones fascimilares de su Diccionario. Lamentablemente, como jamás salió de Chile, nunca Román pudo visitar a sus colegas, quienes lo nombraron (a la usanza de los arcades) Rosmeno Meneleo. Manuel Antonio Román enfermó gravemente finalizando el año 1919. Deja de oír y es trasladado al Hospital de Playa Ancha y allí falleció el 30 de septiembre de 1920. Hasta el último momento estuvo ocupado con las revisiones de la traducción de La Eneida, a cargo de su discípulo Egidio Poblete: Duró la revisión en esa forma hasta el domingo 12 de septiembre. Pero el domingo 26 (Egidio Poblete le visitaba los domingos), tres días antes de morir, postrado ya por la dolencia –que persistía en resistir de pie– jadeante la respiración, me hablaba todavía de mi obra con relampagueos de júbilo en la mirada. Me despedí de él a las 5.40 p.m., temeroso yo de que se acercara el final de sus padecimientos y de su larga vida de virtuoso y nobilísimo e incansable trabajo, pero sin imaginar que no había de volver a verle vivo. El jueves 30 de septiembre en la tarde supe la dolorosa noticia: había fallecido a las 2.10 p.m. Acudí sin demora al Lazareto, y alcancé a ver su rostro que parecía acariciado por la serenidad de su sueño apacible. (Egidio Poblete en Araneda Bravo 1971: 36) La editorial de su tan querida Revista Católica dio cuenta de un luto justificado: La Revista Católica está hoy de duelo y por eso enluta sus páginas; y ¿cómo no estarlo cuando ha perdido a su director, a su padre, a su sostenedor, a su factotum? ¡Ay! y cuánto amaba a esta revista, cómo se desvivía por ella, cómo trabajaba por su mantenimiento y difusión, cómo preparaba su material y corregía hasta las pruebas mismas de los escritos, después de haberlos limado y castigado, para que así se presentara al público correcta y ataviada, bien peinada y limpia. (Revista Católica en Araneda Bravo 1971: 36)

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Asimismo, la Academia Chilena de la Lengua: La Academia Chilena ha sido hondamente afectada por el desaparecimiento del Sr. Román, pues era el Académico más dedicado y competente. En la actualidad está la Academia Chilena empeñada en el estudio de los chilenismos que deben recomendarse a la Española para que figuren en la 15ª edición del Diccionario que tiene en preparación, y en esta materia era el hombre irreemplazable. (Salas Lavaqui en Araneda Bravo 1970). Con estas palabras, a modo de obituario, se puede comprender la relevancia que tuvo, sobre todo, el Román lexicógrafo.

2. El Diccionario de Manuel Antonio Román

En un ensayo de nuestra autoría, el primero que publicamos acerca de Román y su obra (Chávez Fajardo 2012), nos asombraba que, pese al marcado interés de la historiografía lingüística por la lexicografía hispanoamericana, poco o nada se supiera de una obra como el Diccionario de Román. A esa fecha, 2012, fuera de un par de estudios muy generales (cfr. Matus 1994 y Chávez Fajardo 2009, nuestra tesina de máster), así como un estudio del 2012 mismo (Prieto García-Seco 2012), las referencias eran escasas. Nos sorprendía, sobre todo, porque esta es una de las obras de mayor extensión dentro de la lexicografía hispanoamericana hasta entrado el siglo XX (cinco volúmenes, más de quince mil entradas). Sin embargo, bien sabemos, lo cuantitativo no es un aspecto lingüístico de peso para validar una obra lexicográfica solo, aunque sea este aspecto uno de los primeros criterios que se han tenido en cuenta para la clasificación externa (Haensch et al. 1982: 127). Como sea, fuera de su extensión, nos encontramos, a su vez, con la interesante tipología del Diccionario mismo (la que iremos describiendo en detalle a lo largo de esta segunda parte, así como en la tercera parte de nuestro estudio). Justamente, la obra del diocesano es mixta, tipología poco estudiada dentro de la lexicografía hispanoamericana. Por ambos aspectos, a saber, por ser un diccionario de una extensión considerable, así como por poseer una tipología compleja, estamos convencidos de que una obra como esta necesita ser objeto de un estudio monográfico por parte de la historiografía lingüística y de la lexicología histórica. La génesis del Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas nos la cuenta el mismo Román en el prólogo del primer volumen de su Diccionario (19011908: v): “cayó en mis manos uno de los primeros ejemplares que llegaron a Chile del Diccionario manual de locuciones viciosas, del Presbítero chileno Camilo Ortúzar”. No hay que olvidar que el salesiano Camilo Ortúzar publicó su obra en Italia en 1893 en la Imprenta Salesiana y, al mismo tiempo, por facsímiles, en la edición española del Boletín Salesiano, de la que fue él mismo su primer director y redactor desde Italia al mundo hispánico. El mismo Román reconoce en este prólogo que su afición a las letras, por un lado, así como ese interés en enmendar algunas de las observaciones

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que hacía Ortúzar en su diccionario23, por otro lado, fueron las razones que lo motivaron a empezar a redactar “anotaciones en el mismo ejemplar, a formar listas y más listas de las palabras omitidas y a leer, lápiz o pluma en mano, algunas obras sobre la misma materia, dándome al propio tiempo a redactar los artículos correspondientes a las voces que no había registrado Ortúzar” (1901-1908: vi). El sacerdote confiesa que esto lo iba haciendo a manera de recreo “y en las breves horas que me dejaban libres ocupaciones más serias y sagradas” (1901-1908: vi); como una forma de excusarse de tamaño trabajo frente a sus deberes curiales, creemos. El trabajo de glosa, empero, se le escapaba de las manos y lo grafica de la siguiente forma: “¿Qué sucedió entonces? Que la humilde hiedra había crecido tanto, que ya no era posible arrimarla al olmo en que se había pensado: era forsozo plantarla en el prado sola y dejarla campar por su respeto” (1901-1908: vi). De esa idea inicial de “escribir algo, aunque muy sencillo y modesto, algo así como un Suplemento a Apéndice de la obra de Ortúzar” (1901-1908: v), el trabajo cobró, como bien ejemplifica el diocesano, vida propia. El plan consistió en ir publicando sus resultados a manera de facsimilares anónimos en la Revista Católica, resultados con la estructura, ya, de artículos lexicográficos ordenados alfabéticamente. Este tipo de publicación tenía dos funciones: “hacer más amena y variada su lectura y, a la vez, disponer yo de más tiempo para dar redacción al nuevo material que venía acumulando” (1901-1908: vi). Esta dinámica empezó en octubre de 1901 y terminó en febrero de 1918. A medida que estos resultados se iban publicando de manera facsimilar y anónima, el sacerdote iba “haciendo al mismo tiempo tirada aparte de los pliegos para formar obra separada” (1901-1908: vi), obra que publicó en 1908, 1911, 1913 y 1918, en cinco volúmenes, pero con la inclusión de los años en los que fue publicando las voces en la Revista Católica, años los cuales, como se ha constatado, hemos respetado nosotros en las citas de prólogos y voces, a saber: el primer volumen lleva la fecha de 1901-1908, que comprende las letras A hasta la C; el segundo, la fecha de 1908-1911, que comprende del dígrafo Ch hasta la letra F; el tercer tomo, la fecha de 1913, que comprende las letras G hasta la M; el cuarto tomo, la fecha de 1913-1916, que comprende las letras N hasta la Q y el quinto tomo, la fecha de 1916-1918, que comprende la letras R hasta la Z. Insistimos en que el trabajo le fue grato y entretenido a Román; hasta se le pasó rápido el tiempo, nos confiesa, en esos casi dieciocho años. Incluso podemos dar cuenta del apego que iba teniendo, sobre todo por la labor más dialectológica:

Reconoce que el salesiano nunca había tenido algún tipo de inclinación por estas materias, aspecto que le intrigó por lo que leyó el diccionario “en pocos días”.

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No puedo ocultar que la amenidad y variedad del trabajo han sido causa de que no haya sentido el tiempo ni conocido el cansancio; porque al estudiar uno las voces, locuciones, frases y refranes del pueblo, tiene que conocer sus costumbres, oír sus dichos y conversaciones, presenciar, por lo menos en espíritu, sus juegos, asistir a sus fiestas, en una palabra, convivir con él (19131916: v) El resultado es, tanto en las publicaciones de la Revista como en cada uno de los cinco volúmenes, una cantidad de 15.523 entradas, distribuidas alfabéticamente con esta cantidad de entradas por letra: Letra A B C Ch D E F G H I J K L Ll M

Número de entradas 1.224 582 1.858 380 772 1.020 367 399 323 447 125 14 455 72

Porcentaje 7,89 % 3,75 % 11,97 % 2,45 % 4,97 % 6,57 % 2,36 % 2,57 % 2,08 % 2,88 % 0,81 % 0,09 % 2,93 % 0,46 %

948

6,11 %

Letra N Ñ O P Q R S T U V W X Y Z

Número de entradas 200 78 249 1.965 202 999 937 1.107 123 452 21 3 65 136

Porcentaje 1,29 % 0,50 % 1,60 % 12,66 % 1,30 % 6,44 % 6,04 % 7,13 % 0,79 % 2,91 % 0,14 % 0,02 % 0,42 % 0,88 %

15.523

100%

Porcentaje que se ve representado de la siguiente forma: 207 |

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Sin embargo, y en esto coincidimos con Prieto García-Seco (2012: 704), hay muchísismas voces que se encuentran dentro de un artículo lexicográfico pero no tienen un lugar propio en el lemario, como voces independientes. En efecto, afirma Prieto García-Seco: “de poco sirve saber el número de artículos que contiene la obra si como se ha dicho, muchas de las voces tratadas se encuentran dentro de las propias entradas” (2012: 704). No buscamos en este estudio ese análisis promenorizado que propone Prieto García-Seco: “como el que confeccionó Martín de Riquer para su edición de 1943 del Tesoro de Covarrubias, donde se recogieran, además de las voces registradas en la macroestructura, las voces internas a las que nos hemos referido con indicación del artículo en el que se encuentran” (2012: 704). Análisis que será necesario, empero, al momento de hacer una edición crítica del Diccionario de Román o de vaciar las voces de su diccionario en un futuro tesoro digital, por ejemplo. Más bien queremos dar cuenta de los lineamientos generales del Diccionario de Román, como el número de lemas y qué tipo de voces se incorporaron y hacen que sea esta una obra mixta, compleja. Antes de presentar las características del Diccionario de Román, es pertinente recordar las lúcidas reflexiones de Huisa (2011) en relación con la rápida tendencia que tiene hoy en día el historiógrafo y el metalexicógrafo en caracterizar una obra como esta. Es decir, el tipologizar una obra publicada en Hispanoamérica hasta mediados del siglo XX como diferencial sin más, utilizando un concepto (diferencial) que es “producto más bien de una reflexión moderna” (Huisa 2011: 159). En efecto, esta reflexión moderna es el resultado de todo ese proceso, dentro de la historia de la lexicografía, cuando el trabajo lexicográfico empezó a ser objeto de reflexión, crítica y, sobre todo, de redacción por parte de lingüistas. Cabe lo mismo cuando, en contados casos, se tipologizan estos diccionarios como obras normativas, empañadas, las más veces, de un purismo extremo. Justamente, tipologizar estas obras fundacionales de la lexicografía hispanoamericana, así como las publicadas hasta mediados del siglo XX, con los parámetros de la lexicografía actual no viene al caso: o se excede en el tipo lexicográfico o se lo desdibuja, creemos. Necesitamos, entonces, de una lectura atenta del diccionario en cuestión y, posteriormente, la organización de la información entregada para poder dar con una tipología acorde, pues no todas las veces este tipo de obras tuvieron una tipología fija o claramente delimitada. Asimismo, estas obras estudiadas en profundidad y en diálogo con un corpus más extenso nos facilitarán los datos necesarios para hacer una lexicología histórica. Pensamos, entonces, en la metodología de las ciencias sociales más clásica, en donde, más que patrones y tipologías y clasificaciones apriorísticas, lo que hay que hacer es conocer

bien el objeto de estudio y que los datos que vayan generándose de este proceso sean los que, en su conjunto, propongan una tipología. Sí, hablamos del idealtypus del que hablaba Weber (cfr. 1982 [1922], sobre todo). En efecto, es en la actualidad cuando obras como la de Román nos ayudan sobremanera para poder construir un corpus léxico que nos permita tratar diacrónicamente con las voces diferenciales. Mutatis mutandis, el mismo dilema tenemos con los títulos y la información presente en los prólogos y paratextos de estas obras, información que, las más veces, desvía y desfigura la información que contiene el diccionario entre las páginas de su lemario (algo que no se circunscribe solamente a la tradición lexicográfica hispanoamericana de estos tiempos; si no, revísense los casos que presenta Haensch et al. 1982: 127). En efecto, si nos atuviéramos a lo que nos informa el sacerdote en cada uno de los prólogos respecto al tipo de voces que incluyó en su lemario, así como al mismo título de su Diccionario, quedaría su tipología insuficientemente descrita, asimismo, quedaría insuficientemente descrita la relación de otro tipo de características fundamentales del Diccionario, como determinar su destinatario o la función del diccionario en cuestión. Es, insistimos, en la lectura atenta del Diccionario de Román donde podemos encontrar una información valiosísima que nos permita reconstruir la tipología de este. En otras palabras, como describe Huisa respecto al diccionario de Arona, la información está “escondida dentro del texto del diccionario y solo es accesible íntegramente cuando se lleva a cabo una lectura completa de él” (2011: 253). Tal como describe Prieto García Seco: “si atendemos al cuerpo de la obra, y no a su título (donde se nos anuncia un trabajo aparentemente dedicado a los chilenismos), observamos que los contenidos de aquel superan los límites marcados por este” (2012: 702). Justamente, como solía suceder con la producción filológica y lexicográfica publicada hasta entrado el siglo XX, suele producirse un choque semántico entre el título de algunos de estos estudios y sus contenidos. Si no, cómo olvidar el caso emblemático de las Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano de Rufino José Cuervo o su mismo Diccionario de Construcción y Régimen, ambas consideradas, claro está, entre las obras filológicas más importantes elaboradas por un latinoamericano y cuyo contenido supera, en efecto, lo que se pueda hablar acerca del lenguaje bogotano o la combinación léxico-sintáctica. Lo mismo sucede, como afirma Prieto García Seco, con el título del Diccionario de Román, puesto que se tienen mucho más que chilenismos y voces y locuciones viciosas en el cuerpo del diccionario. Por la misma razón, hay una suerte de peligro epistemológico en el hecho de determinar apriorísticamente la tipología del diccionario mismo. En síntesis, solo se puede llegar a determinar la tipología de un diccionario después de haber leído el

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texto en su totalidad. Asimismo, solo se podrá determinar los aportes de un diccionario leyéndolo como parte de un corpus, sea este corpus el de las obras publicadas en Hispanoamérica en fechas similares, sea este corpus el de obras afines temáticamente. Solo de esta manera se podrá clasificar cada una de las voces que contiene el diccionario estudiado, algo que, en parte, intentaremos hacer en este estudio, sobre todo en la tercera parte. Por otro lado, un aspecto obligado es caracterizar el Diccionario de Román desde una óptica lexicográfica. En un estudio de Matus (2007), se propone un patrón de planificación lexicográfica llamado TDF, el que consiste en determinar apriorísticamente la tipología, destinatario y función del diccionario que redactará un grupo de lexicógrafos. Si bien esta propuesta viene desde esa planificación, resulta práctico aplicarla al estudiar monográficamente un diccionario y hacerse el estudioso una serie de preguntas, como ¿cuál es la función del diccionario?; ¿se explicita el tipo de destinatario o público en alguno de sus preliminares o paratextos o, en su defecto, en alguno de sus artículos lexicográficos?; ¿se subentiende este desde su lemario o en alguno de sus artículos lexicográficos?; ¿cuál es su función o las funciones de este diccionario?; ¿hay correspondencia entre lo que se expone en el prólogo o estudio preliminar y lo que se presenta en el lemario y en cada artículo lexicográfico? Asimismo, existen otros aspectos que nos presenta Porto Dapena -en esa, ya, clásica monografía que redactó para el Diccionario de Construcción y Régimen (DCR) de Cuervo-, como imprescindibles al estudiar un diccionario y que se pueden complementar con esa TDF. Estos imprescindibles son, por un lado, tener en cuenta el volumen de entradas “o esfera léxica” en él contemplada y, por otro lado, el modo de estudiar estas entradas, así como el orden en que se distribuyen los artículos (1980: 1). El intentar responder todas estas preguntas y estos aspectos, así como el intentar complementar estos presupuestos es lo que desarrollaremos en esta segunda parte de nuestro estudio. Lo que en rigor queremos sostener, con una batería de argumentos, es que es este es un diccionario mixto con una propuesta, de base, altamente pedagógica: la búsqueda de la unidad idiomática a partir de un acabado conocimiento de la lengua, ya sea en su uso general como en sus variaciones diatópicas, válidas o no para el sacerdote.

2.1. Tipología del Diccionario de Román El Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas es un diccionario monolingüe, semasiológico y, en un gran número de artículos lexicográficos,

ejemplificado. Asimismo, encontramos en él un especial tratamiento y un manejo abundante de citas. La tipología mixta, de la que hemos hecho referencia anteriormente y que queremos desentrañar en el Diccionario de Román tiene, empero, un claro propósito que, pensamos, atraviesa el diccionario casi en su totalidad: es este, principalmente, un diccionario normativo, de estilo, de dudas, gramatical, inclusive (cfr. Haensch et al. 1982: 184-185), como un número no menor de obras lexicográficas hispanoamericanas publicadas hasta entrado el siglo XX. Sin embargo, esta base normativa tiene sus lineamientos y divergencias, creemos. En algunos diccionarios, hay un especial énfasis en las voces diferenciales; en otros diccionarios, el énfasis va por aspectos generales de lengua; en otros, encontramos una suerte de obra lexicográfica centrada en comentarios, notas y dudas variopintas. En el caso del Diccionario de Román, hay, como ya hemos venido diciendo, una variedad de aspectos que convergen en un punto en común: la búsqueda de la unidad idiomática. En efecto, esta tendencia normativa buscará, por sobre todas las cosas, un español uniforme, homogéneo, con voces que sean conocidas y manejadas de manera similar por todos los usuarios de esta. Por lo mismo, cada voz, observación y comentario que Román va integrando tiene que ver con la búsqueda de una corrección o una descripción en pos de esta unidad. En resumidas cuentas, dentro de esa mixtura hay mucho de un diccionario diferencial y de diccionario de dudas. En un lemario, del que profundizaremos más adelante, buscaba el sacerdote presentar un número considerable de voces diferenciales, sea para presentarlas ante la comunidad lingüística y darlas a conocer; sea para condenarlas, puesto que existen equivalentes patrimoniales, o sea para dar cuenta de una realidad que, en algunos casos, no había estado reflejada en repertorio lexicográfico anterior. Asimismo, Román presenta una serie de datos e instrucciones que van desde la correcta pronunciación de una voz en cuestión, la indicación de una escritura uniformada para casos de voces con variantes, presentar la flexión de una voz, dar cuenta de la sintaxis y de las normas respecto a ciertos solecismos que deben evitarse, la entrega de algunas reglas de derivación o la presentación de regímenes preposicionales, entre otras tantas particularidades. Estos aspectos, repartidos a lo largo del Diccionario, pueden reflejar la inexistencia aparente de una unidad pero, en su conjunto, no son más que aspectos que recalcan lo pedagógico que hay en la actitud de Román y su diccionario en sí. Por lo demás, será esta una obra que dialoga constantemente con el diccionario académico, por lo que le va proponiendo voces y acepciones que no están incorporadas aún. Le propone, además, alguna que otra reformulación y enmienda en los artículos lexicográficos, sea en su primer o segundo enunciado, así como en su lema, en alguna información e indicación relacionada

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con la etimología, el régimen preposicional o los contornos, entre otros aspectos. Los nuevos referentes, vengan estos del mundo material o del mundo de las ideas, también serán mencionados, dando noticia, cual almanaque, de estos. En este caso, dependiendo de las ideas lingüísticas de Román, respetará neologismos o propondrá alguna voz patrimonial. Además, por ser Román un sacerdote con una activa vida curial, sus preocupaciones respecto a su propio quehacer se verán reflejadas en un número considerable de voces relacionadas con el sacerdocio, con la liturgia y con el mundo religioso en general. ¿Se puede hablar de un diccionario de uso, actual, sincrónico? No lo puede ser, del momento que posee este una función normativa y pedagógica como base. Por lo tanto, muchas veces, sobre todo en el argumento de tal o cual uso de una voz, Román echa mano de etimologías, de argumentos de historia de la lengua hispánica y románica. Asimismo, da cuenta, frecuentemente, de lo que sucedía con el latín para explicar, a partir del cambio lingüístico, lo que sucedía con el estado de lengua contemporáneo a él. Estos, entre otros aspectos, de alguna manera, dan cuenta de lo mixto que puede ser un diccionario de estas características, en donde se funde lo diacrónico y lo sincrónico. Por otro lado, por ese afán normativo, es normal que dé cuenta Román de voces efímeras, de uso restringido o anticuadas. Justamente, para hacer referencia a este tipo de aspectos y delimitarlos, darlos a conocer, normarlos o censurarlos. Sin embargo, no todo es purismo ni normatividad en el Diccionario del diocesano. En efecto, Román describe y describe mucho; se adelanta, en algunos casos, a la tradición no solo académica, sino lingüística en general; en otros casos, propone cambios, reformas, adiciones y modificaciones, siempre dialogando con la tradición académica: es ese su eje. Junto con achacarle a Román un purismo radical o moderado, del que no se salva las más veces, también encontramos a un Román más a caballo entre el peso del uso y de los cambios. Esto hace que pueda entrar a criticar esa ala más extrema, más rígida, esa de un Baralt o de un Mir, entre otros, y entrar, como en el caso de dado, da, a relativizar la importancia de las autoridades o de la RAE para normar en ciertos usos; incluso llega Román a defender cierta realización porque, más que un galicismo, la ve el sacerdote como un hecho románico, heredero del latín: Pero los clásicos, se agrega, no han usado en este sentido el part. dado. Pase que así sea, aunque no podemos asegurarlo, porque no hemos leído a todos los clásicos; pero ¿de cuándo acá se ha exigido que, para usar una inflexión verbal en la legítima acep. del v., sea necesario que la hayan usado también nominalmente los clásicos? Con que, si en ninguno de ellos se halla, por ej., la inflexión daríais en la acep. de citar, ¿no la puedo usar yo tampoco? […]

En todos los órdenes de ideas hay cosas bien sencillas que a nadie le han ocurrido, como sucedió a Colón con el huevo; pero al fin ocurren y hay que aceptarlas, porque tienen verdadero fundamento in re. Así ha sucedido con el part. dado: no pensaron los españoles en usarlo en esta acep. del v.; pero llegó un día en que lo oyeron los franceses, y vieron que era muy cómodo y aceptable y principiaron a usarlo. Sigan pues en ello mientras no se pruebe más claramente lo irracional de este uso, que a nosotros, más que a francés, nos suena a latín, y a latín clásico, en activa y en pasiva. Ojalá alguien lo estudie data opera y más a fondo. (1908-1911: s.v. dado, da) Por lo mismo, muchas veces podemos constatar en este Diccionario esa normatividad basada en la descripción, en lo que se está usando y que el diocesano va aceptando. En esto, nuestro autor no está solo. Pensamos que, dados los tiempos, hay un grupo de filólogos y estudiosos “bisagra” que conjugan ideas y métodos nuevos y, a su vez, cargan, cómo no, el normativismo propio de la tradición lingüística y filológica hispánica. Cuervo, Garzón, García Icazbalceta, hasta un Uribe, creemos, están en este tránsito interesantísimo porque, en algunos casos, bastan años para poder constatar cambios respecto a la cuestión de la norma en los diccionarios, gramáticas y ortografías generales, adelantándose ellos sin reparos, las más veces, o bien, con reparos, pero dan cuenta de ello y, en ese proceso, se testimonia el fenómeno en cuestión. En otros casos, por lo demás, en un mismo artículo o reflexión respecto a una voz y su uso podemos constatar esta suerte de tensión, entre norma y descripción entre validar y censurar. En síntesis, el Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas es una obra de consulta frente a dudas lingüísticas, así como una fuente de información, de respuestas y normas respecto a un número no menor de posibles dificultades de uso y de frecuentes errores en los que puede caer el hablante. Asimismo, es este un diccionario que intenta presentar, a manera de divulgación, una diatopía que el sacerdote acepta o no, que es la del español de Chile y el hispanoamericano. ¿Es, si atraemos las palabras de Huisa, la obra de Román una “recolección desordenada de todo tipo de elementos” (2011: 168)? ¿Es, en efecto, una obra sin una estructura definida? Para Huisa, un número considerable de los diccionarios publicados en Hispanoamérica recaen en este tipo de prácticas. Esto se traduce en diccionarios con una información irregular y presentada de manera poco sistemática. Huisa arguye que esto es producto de la falta de un criterio específico de selección de unidades y, sobre todo, de la falta de un objetivo concreto y claramente determinado de elaboración del diccionario en cuestión (cfr. 2011: 168). ¿Se da esta situación en el Diccionario de Román? Pensamos que es esta una obra de consulta frente a dudas idiomáticas, objetivo que no busca más que una unidad idiomática basada en el

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dominio, por parte de los hablantes, de una corrección lingüística y, por otro lado, esta obra busca la representación de la diferencialidad ante el mundo hispánico, sea para difundirla o condenarla, dependiendo del caso. Tomamos, como ejemplo, las palabras que hacia 1970 escribió Fidel Araneda Bravo, el único biográfo de nuestro diocesano, quien, en una nota periodística, describió el diccionario de Román de la siguiente manera: Se trata más más que de un diccionario de una verdadera enciclopedia del idioma popular o inventario de esta habla. Corrige el léxico de la Real Academia, repara las locuciones viciosas de nuestro pueblo y las incorrecciones gramaticales chilenas y españolas, censura acremente los galicismos, anglicismos y barbarismos y enmienda yerros del habla provincial de la península ibérica. Generalmente se muestra riguroso y arcaico; mas, en muchos casos es tolerante para aceptar los nuevos vocablos. […] mas, como dijo Nercaseaux y Morán, hizo un “inventario del idioma” (Araneda Bravo 1970) En rigor, el Diccionario de Román es eso: una suerte de inventario normativo, redactado con pretensiones didácticas. Por lo mismo, creemos, fue publicado en facsímiles primero, no con la idea de un diccionario que consultan unos pocos que tuvieron acceso a este, sino como una información la cual leer y conocer muchos que tuvieron entre sus manos una revista. Esta hipótesis solo la lanzamos a vuelapluma y no podremos comprobarla hasta saber a ciencia cierta los niveles de recepción y de repercusión que tuvo la Revista Católica en la época en que Román fue publicando sus fascículos.

2.2. Los destinatarios del Diccionario de Román

Segunda parte

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Román ve en su obra, más que un Diccionario de su autoría, “un bien nacional” (1901-1908: xiii) y busca acogerse “a la indulgencia de los lectores chilenos”, sobre todo por ese carácter constructivo que tiene el diccionario, por lo que insiste: “un Diccionario completo de Chilenismos no puede ser obra de una sola persona sino de muchas” (1901-1908: xiii). De alguna forma estas, las últimas palabras del prólogo de su primer volumen describen bien a quién está destinado este diccionario. Román, por lo tanto, espera que el lector sea un receptor activo de su obra. De esta manera, con los conocimientos que vaya el usuario adquiriendo, gracias a la lectura de diccionarios y gramáticas, podrá hacer uso de un español sin incorrecciones. Por lo mismo, el sacerdote persuade: “no tengo más, querido lector, de que informarte. Ayuda tú también, como mejor puedas a levantar el nivel lingüístico y literario de

esta amada patria chilena” (Román 1913-1916: evitar que

vi).

La finalidad, en este caso, es

los bárbaros de la lengua, en libros, revistas y diarios, en discursos y conferencias, en prosa y en verso, retuerzan y despedacen la más hermosa de las lenguas, ni que la adornen con garambainas y falsas preseas, salidas, no de las tiendas del buen gusto, sino de las casas de empeños, donde se trajea la gente necesitada y vergonzante.” (Román 1913-1916:vi). Román buscaba en el lector de su diccionario a un hablante que mantenga la unidad de su lengua evitando incorrecciones. Hay, en ello, por lo demás, una suerte de destinatarios indirectos, a quienes menciona cada vez que puede: los periodistas y todo aquel reportero quien, con el abuso de galicismos, empaña la corrección idiomática cosa que –no lo oculta–, lo saca de sus casillas: Casi todos los escritores de la prensa diaria, que no solo no estudian el castellano, sino que parece que tuvieran a gala obscurecerlo y emporcarlo con todo género de galicismos, barbarismos y absurdos. ¡Cómo se me subleva todo mi espíritu latino-castellano cuando uno de estos tales deja escapar un falso debelar en el sentido de “manifestar, descubrir, correr el velo”; una francesa decepción por lo contrario de lo que significa en latín y en castellano; un Monseñor por un señor Obispo” (1901-1908: x) Más adelante, en el cuarto volumen de su Diccionario (1913-1916), aplaude la reapertura de la Academia Chilena de la Lengua, porque, de este modo, se podrán presentar todos aquellos chilenismos pertinentes (es decir, sin equivalentes castizos, la mayor parte de las veces) para que estos sean conocidos a lo largo del mundo hispánico. Otro de los destinatarios, entonces, de su obra, sería la misma Real Academia Española: Pues bien, la Academia Chilena, a más de ser ejemplo y estímulo para el cultivo de las buenas letras en Chile, tiene, como una de sus principales ocupaciones, la de enviar a la Real de España las voces chilenas que a su juicio deban entrar en el Diccionario oficial de la lengua; y ¿cómo no ver en esto un nuevo horizonte para los que se ocupan en estudiar los chilenismos? ¿Cómo no entusiasmarse con la idea de que nuestras voces, cual legítima aportación que hacemos al acervo común, vuelen por todo el mundo de habla española y seamos así entendidos de todos los demás? (Román 1913-1916: vii) Es más, ese narratario (si seguimos a Genette 1989 [1973]) es el diccionario académico y sus redactores, a quienes en todo momento Román va interpelando, aconsejando, informando, requiriendo.

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2.3. Función del Diccionario de Román Para Román el lenguaje es “uno de los mayores dones que Dios ha hecho al hombre” (1908-1911: x) y la lengua castellana, a su vez, es “la más rica y armoniosa, la más hermosa y variada de cuantas se conocen” (1908-1911: x). El diocesano no se cansa de dar cuenta de las glorias de su lengua: “¡Qué gran catálogo se formaría si se sacaran a relucir todas las preseas de inestimable valor, inimitables e intraducibles, que tiene el castellano para todos los gustos y circunstancias de la vida!” (1901-1908: xii). Sin embargo, sin una unidad lingüística, para Román, estas virtudes no llegarán a buen puerto. Por ello, la función primera del Diccionario del diocesano es lograr la unidad idiomática, de la que habíamos hecho mención, como ideologema, en la primera parte de nuestro estudio. Esta unidad el hablante la logra con el lenguaje al “cultivarlo, pulirlo y conservarlo, como lo hace con los demás dones naturales” (1908-1911: x), es decir, dotándolo de reglas fijas: No puede dejársele correr libremente como el viento o como el agua, ni puede consentirse que se mezcle con elementos que no le son propios. Por eso los gramáticos, estudiando la índole y el carácter de cada lengua, le han trazado a cada una sus reglas fijas para que corra por cauce propio y conserve su ser castizo (1908-1911: x). Por lo tanto, la función de su Diccionario es altamente didáctica: en él podrá el usuario aprender más de las reglas de un correcto uso de la lengua española. De hecho, su estudio es una de las preocupaciones del diocesano:

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Otro medio de corregir nuestro lenguaje es que en las clases de castellano se dé más importancia práctica a este punto, señalando a los estudiantes las palabras y frases que se usan mal en Chile y señalándoles el modo correcto y castizo. Esta doble utilidad, para maestros y discípulos, me atrevo a esperar de esta modesta obrilla, la que proseguiré como Dios y el tiempo y las personas de buena voluntad de ayuden (1901-1908: xii) Y ¿qué remedio habría para que se enmendaran, o a lo menos no contagiaran a los demás? A decir verdad, no hay más que uno, que es el estudio. Sí, estudiar la lengua castellana en los tratadistas especiales, en los buenos diccionarios y en la lectura de los clásicos y de los autores correctos y esmerados (1908-1911: xiii) No forma parte, Román, de aquellos estudiosos temerosos por una suerte de fraccionamiento del español, tal como sucedió con el latín: Y, si nos quieren argüir con la evolución, diciéndonos que cada idioma con sola la evolución natural de sí mismo, la variedad que le dan los provincialismos y los distintos usos y costumbres de cada nación, llegará con el tiempo

a formar varios otros, como aconteció con el latín, del cual se formaron las hoy llamadas lenguas romances, contestaremos por nuestra parte con el conocido aforismo jurídico: Distingue tempora, et concordabis jura: A distintos tiempos, distintos derechos. (1901-1908: ix) Por el contrario, Román está seguro de que la tradición escritural y las reglas que se han ido asentando con el tiempo son los mayores alicientes para una estabilidad lingüística: En la Edad-Media, con la dificultad y escasez de comunicaciones, con la abundancia de los iletrados (los modernos analfabetos), con la carestía y reducido número de los libros manuscritos, pues los impresos no existían entonces, y no conociéndose tampoco los periódicos y diarios de ahora, era natural que cada nación se formara su propio idioma (1901-1908: ix) Es el mismo proceso estandarizador el que el diocesano reconoce; sobre todo los procesos codificadores que normalizan los sistemas lingüísticos: Ahora que cada idioma es objeto de estudio especial para muchos y respetables sabios, cuidado y cultivado con cariño como cosa propia; ahora que tanto ha aumentado el comercio intelectual entre naciones de la misma lengua, es imposible que en las civilizadas se formen nuevos idiomas (19011908: ix) Es inevitable no recordar a Humboldt24 con las reflexiones de Román: Todo idioma es un organismo vivo, que, lo mismo que las especies del reino animal, necesita asimilarse los elementos propios de su conservación; de otra manera, en vez de la vida, le acarrean la muerte.Por eso no se puede atentar así no más contra la integridad y pureza de un idioma, sobre todo en materia de sintaxis, porque es como dañar las arterias, el sistema nervioso o cualquiera de los principios vitales de un organismo (1901-1908: ix) El temor de Román, entonces, era que la incorrección tomara las riendas de la lengua: Si esto no se hace, la lengua bastardea, se corrompe y muere; si, al contrario, se la estudia, se la pule, se la limpia, como se hace hasta con las obras materiales, como los sembrados, parques y jardines, la lengua se embellece, da

Sobre todo las reflexiones relacionadas con la energéia y con esa suerte de órganon en que se dispone la lengua: “¿Pues qué otra cosa es la lengua sino la flor a la que aspira unitariamente todo aquello que hay en la naturaleza corporal y espiritual del ser humano, la flor en la que por vez primera adquieren figura todas las cosas que, de lo contrario, permanecen indeterminadas y fluctuantes, y que es más fina y más etérea que la acción, la cual va siempre mezclada de un modo más profundo con lo terrenal?” (Humboldt 1991: 63).

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hermosas y variadas flores y cosecha, en obras literarias y poéticas, los más sazonados frutos (1908-1911: x). Una de las grandes funciones, entonces, es que se pueda conocer, acceder y manejar una lengua sin incorrecciones, una lengua bien manejada, con toda su propiedad y pureza, con la elegancia y armonía que saben darle los que han llegado a ser artistas de la palabra, es la obra estética de más fuerza y valer para la mente humana, la que más seduce y aquieta, la que le hace gustar los goces más puros y completos que en esta vida pueden recibirse (1908-1911: x). Por lo mismo aplaude la reapertura de la Academia Chilena de la Lengua luego de su receso: otro acontecimiento ha venido a acrecentar, si cabe, mi entusiasmo, y es el restablecimiento de la Academia Chilena como correspondiente de la Real Española. Toda la nación vio en este fausto suceso el cumplimiento de un deseo largamente sentido y el principio de un nuevo periodo literario para todos los chilenos; porque, cual más, cual menos, todos amamos la lengua que aprendimos en la infancia y con la cual modelamos y damos a conocer nuestras ideas; por lo cual no queremos que se envilezca ni encanalle, ni tampoco que se emperejile con afectación y mal gusto, como los lechuguinos esclavos de la moda. (Román 1913-1916: vi-vii)

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Justamente, porque dentro de esta empresa pedagógica y normativa, el lugar de las voces diferenciales es fundamental: se exponen para censurarlas o para que sean conocidas y difundidas en el mundo hispánico. En ello, el Diccionario de Román tiene una función particular, fuera del purismo característico de este tipo lexicográfico, que proscribe las voces diferenciales y entrega su equivalente castizo, hay una logística interesantisima, inversa, además. En efecto, encontramos la interesante práctica de dar cuenta de lo característico del español de Chile o hispanoamericano, sea en neologismos, sea en transiciones semánticas, sea en voces indígenas, para que la tradición académica haga caso de estas propuestas y las incorpore en el diccionario usual para que sean estas difundidas y conocidas en el mundo hispánico todo. En síntesis, normatividad y difusión de la diferencialidad son los dos rasgos tipológicos de este diccionario. Quizás porque el Diccionario contiene una variedad de voces, podemos perder el norte, algunas veces, respecto al tipo y función de un diccionario como este. Sin embargo, al clasificar y analizar los alcances de estas voces –seguimos insistiendo– hemos determinado que es este un diccionario mixto, por lo que no lo incluiríamos dentro del grupo que Haensch describe negativamente:

No pocos de estos diccionarios quieren cumplir muchas o demasiadas funciones a la vez, por lo cual no pueden cumplir bien ninguna. Así encontramos en muchos de ellos etimologías, unidades pluriverbales como nombres compuestos, colocaciones frecuentes, comparaciones estereotipadas, fraseología, modismos y refranes así como también indicaciones sobre construcción y régimen, citas literarias, alusiones mitológicas, datos históricos, ejemplos, etc., pero no de modo consecuente en todas las entradas donde sería necesario, sino solo en una selección arbitraria de ellas. El diccionario como obra de consulta tiene que presentar una rigurosa uniformidad. Para ello es mejor que cumpla pocas funciones, pero bien, y que renuncie a la multifuncionalidad (Haensh 2004: 53) Aunque al leer dicha descripción constatemos que lo que va describiendo cabe, justamente, en el patrón del Diccionario de Román, insistimos en que, las más veces, este corpus variopinto de voces no es más que una forma de responder a una serie de aspectos normativos, por sobre todo. Una suerte de diccionario de dudas que se le suma la necesidad de presentar y difundir las voces diferenciales, así como su condena, llegado el caso. La misma convención tipográfica del Diccionario ayudó a configurar esta dicotomía entre norma y diferencialidad. En efecto, a comienzo de cada uno de los tomos se indica que “las palabras con letra versalita y con cursiva son correctas; las escritas con negrita son viciosas” (Román 1901-1908: i). Suelen ir en versalita los lemas relacionados con voces que tratan temas normativos, propuestas de adiciones de lemas o acepciones del español general, así como reflexiones en torno a etimología (para que el diccionario académico adicione o modifique) o historia de la lengua, grosso modo. Estas mismas voces, al ser mentadas dentro del artículo lexicográfico mismo irán en cursiva. Solo las voces diferenciales, sean estas chilenismos, americanismos y extranjerismos, incluyendo indigenismos, serán lematizadas en negrita y toda referencia que se haga de estas dentro del artículo lexicográfico irá, a su vez, en negrita. Irán también en negrita las incorrecciones, sean estas fonofonéticas, morfológicas o sintácticas. Sin embargo, la relación entre voz diferencial y fuente en negrita no será universal, por ningún motivo. En efecto, podemos encontrar casos de voces diferenciales que el sacerdote desea explícitamente que el diccionario usual agregue como chilenismo o americanismo, voces que encuentra “legítimas” y que, por lo tanto, no ve en ellas una incorrección: Chalupero, m. Conductor o patrón de una chalupa. “Al desembarcar vimos el muelle concurrido de muchas señoritas, en cuyo examen no nos permitían detenernos el chalupero que nos cobraba su flete, el otro que nos ofrecía un buen coche para ir a la ciudad, y muchos a la vez… (Jotabeche, Extractos de mi diario). Es voz que debe admitirse sin discusión y cuanto antes. (1908-1911)

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Ponchada, f. Lo que cabe en un poncho o poncha, tomados o recogidos por las cuatro esquinas. Es voz bien formada y digna de admitirse. […] “Uds. echaron votos en las urnas a puñados, nosotros a ponchadas.” (Una revista chilena). Ú.t. en la Argentina y en la provincia brasileña de Río-Grande. (Granada). El Dicc. admite solamente la ponchada derivada de ponche: “cantidad de ponche dispuesta para beberla junta varias personas.” Bretón de los Herreros tiene una comedia con el título de “La Ponchada.” (1913-1916) Además, podemos encontrar casos de autoridades respetadas, canónicas, de prestigio, que cayeron en una que otra incorrección. En estos casos, el sacerdote es riguroso: Parisién, adj. Tiene olor a francés, y, por más que lo hayan usado la Condesa de Pardo Bazán y otros autores tan estimables como el Conde de la Viñaza, no debe usurpar su puesto al castizo parisiense. El B. Ávila llama a Guillermo de París, Guillermo Parisién; pero, como el nombre coincide con el punto final, bien puede ser una simple abreviatura de Parisiense. —Valera y otros usan parisino, na, que tampoco es aceptable. (1913-1916) Respecto a la información diacrónica presente en el Diccionario de Román –aspecto relevante, porque alimenta la tesis de diccionario mixto que sostenemos–, está al servicio de la función normativa del Diccionario, tal como veremos más adelante en el apartado que destinamos a este punto. Por ello, podemos encontrar artículos lexicográficos donde, como explicación, se utilice el recurso de entregar datos de historia de la lengua española: mente (adverbios en),

[…] —Al principio del período clásico no fueron comunes estos adverbios; por eso es raro hallarlos en los autores de ese tiempo, y más raros son aún en los anteriores. El Poema del Cid, por ej., usa muy pocos y los termina en mientre, por influjo de mientra: biltadamientre, ondradamientre, firmemientre, veramientre; otras veces se convierte esta terminación en los sustantivos guisa y cosa; a fea guisa, fiera cosa. En el siglo xv y principios del xvi es frecuente hallar raro (rara vez), especial (hoy ant., por especialmente), contino y continuo (ant. por continuamente), y muchos otros. Hasta el P. Sigüenza usó común y atropellado, en vez de los respectivos advs. En el poema El Pelayo del Pinciano, que es de 1605, hallamos repente (hoy ant.), improviso, interior, honesto, perpetuo; y así en muchos otros. Por este uso promiscuo entre el adj. y el adv. se explica que muchos adjs. hayan quedado en la lengua con el significado de advs.; por ejemplo: breve, cierto, claro, fuerte, infinito, justo, presto, pronto; y otros se usan indistintamente en ambas calidades, como barato, caro. (1913)

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Incluso de judeoespañol, no haciendo referencia directa a ello, dicho sea de paso:

izar (verbos en), […]

—A título de curiosidad y de semejanza, digamos algo de los verbos en guar, que fue la terminación antigua y propiamente castellana, que expresó lo que hoy significamos con izar. La terminación completa es iguar e igar, según la eufonía particular de la voz, y está tomada del v. latino ágere, hacer, así como la terminación ficar está tomada de fácere, que también significa hacer. Ahora bien, en iguar e igar o gar tenemos varios verbos, como apaciguar, averiguar, menguar, fustigar, litigar, mitigar, navegar (en latín navigare); pero los más han pasado a la hoyanca de los anticuados. Véanse los siguientes con sus respectivas formas, citados de la Biblia Ferrariense o de manuscritos antiguos por el Illmo. Scío en las notas de su versión de la Biblia: abiviguarán (te reservabunt, te reservarán o te dejarán viva, Génesis, XII, 12), abiviguar (ad vivendum, ibíd.., XLV, 7), abivigue (seguramente abivigüe, vivificet, Ps. XL, 3), abivíguame (vivifica me, Ps. CXVIII, 37), abiviguar (vivificare, Ezech., XIII, 19), aboniguares (bene egeris, Gen., IV, 7), aboniguaré (benefaciam, ibíd.., XXXII, 9), aboniguad (bonas facite, Jerem., VII, 3), afermosiguáronse (pulchre sunt, Cant., I, 9), amenorgado (minoratus, Hbr., II, 9), menorgó (minoravit, Ps. CVI, 38), fornegar (propter fornicationem, I Cor., VII, 2), fruchiguaron y muchiguaron (auctusque est et multiplicatus nimis, Gen., XLVII, 27), fruchiguar (multiplicabo, Gen., XVII, 2, y en el mismo sentido el adj. fruchigoso, accrescens, ibíd.., XLIX, 22), justiguará (justificabitur, Ps CXLII, 2), mayorgáronse (praevaluerunt, Gen., VII, 19), se mayorgaron (praevaluerunt, II Reg., XI, 23), se mayorgaron (confrontati sunt, Jerem., IX, 3), mayorgaré (confortabo, Zach., X, 6), mortigar (praevenire, Esth., VIII, 10), mortiguados sodes (mortificatis estis, Rom., VII, 4), muchiguará (multus est, Isa., LV, 7), retingar (tinnire, I Reg., III, 11), santiguado sea (sanctificetur, Lu., XI, 2), santíguate (sanctifica te, Act., XXI, 24). (1913)

O bien encontramos artículos que se centran en este aspecto para explicar un uso, sobre todo alguna voz (las más veces, que represente un paradigma de uso) que Román quiera normar: Mecer, a. y r. No faltan quienes dicen todavía mezco, mezca, y así algunos, aun en España, “desde el Fuero Juzgo hasta Lope y Hermosilla”, como dice Menéndez Pidal. Lo correcto es mezo, meza, lo mismo que remezo, remeza, del compuesto remecer, únicos que se conjugan como regulares de todos los terminados en ecer. Así la Academia y todos los gramáticos, menos el anticuado Juan de Luna, que en su Arte breve y compendiosa para aprender a leer, escrevir, pronunciar y hablar la lengua española (Londres, 1623), da como irregular este v. (1913) Dentro de esta línea histórica, y como hemos visto con los ejemplos anteriormente expuestos, un punto fundamental en el que se basan muchas de las explicaciones pedagógicas de Román es el latín como recurso y argumento para explicar una serie de aspectos normativos. Por lo mismo, encontramos un número considerable de artículos normativos que se basan en, justamente, la función y semántica del étimo latino correspondiente:

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G, […] —2.º La suprime también en medio de dicción, unas veces por abreviar, como en Austín, aujero, auzar, auzado, juar, y con cambio de acento en auja, launa; otras veces, porque es más suave no pronunciarla, como en ilesia, muriento, Madalena, Maalena y Malena, ufanda, vejía. Así lo hizo también el castellano en innumerables voces: reina, vaina, saeta, León, correa, sainar, humear, remar, rumiar, sellar, sello, maestro, pereza, entero, pimiento, aumentar, dedo, real, ruido, leer, freír, frío, cuaresma, veinte, treinta, etc., quinientos, de las respectivas latinas: Regina, vagina, sagitta, Legionem, corrigia, saginare, fumigare, remigare, rumigare, sigillare, sigillum, magister, pigritia, integer, pigmentum, augmentare, digitus, regalis, rugitus, legere, frigere, frigus, quadragésima, viginti, triginta, quingenti; flema y sus derivados, del griego flegma; etc., (1908-1911) Obsesión, f. “Asistencia de los espíritus malignos alrededor de una persona”, es lo único que dice de esta voz el Dic., porque también es la única acep. que le dieron los clásicos. Ahora se usa mucho en el sentido de idea, especie o cosa inmaterial que persigue o molesta a uno como asediándolo continuamente. Reconocemos que es acep. tomada modernamente del francés; mas, como este la tomó del latín obsesio, onis, que significa literalmente lo mismo (acción o efecto de sitiar), también la podemos tomar nosotros, porque el latín es herencia común de todas sus hijas las lenguas romances, tanto más, cuanto que no hay razón alguna para restringir el significado a la acción de los espíritus malignos, que en buenos términos debería llamarse obsesión diabólica y no obsesión a secas. Dejemos pues para este vocablo una acep. fig. que encierre el concepto que hemos explicado y el cual no se podría expresar adecuadamente con otra voz castellana. (1913-1916) Asimismo, dentro de esta línea histórica, tampoco podemos dejar de lado la información etimológica, la cual aparece en un número considerable de indigenismos, así como en algunas voces del español usual. Este interés, fuera de ser un aspecto muy ad hoc con los tiempos de Román (cosa que veremos en el apartado destinado a este punto) es algo que, creemos, fundamenta el afán pedagógico de Román.

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Bisco, ca, adj. y ú.t.c.s. Con z (bizco) lo escribe el Dicc., pero sin razón a nuestro juicio (Véase biscocho); y tanto menos, cuanto que bisco es una simple contracción de bisojo (bis oculus en latín), que vemos escrito con s. Sinónimos de bisco y bisojo son ojizaino, turnio, ojos de bitoque y ojos turnios; el defecto mismo se llama estrabismo; por lo cual en el castellano antiguo estrabón significa bisco. Y créese que por tener este defecto se llamó también Estrabón (en griego straboz y en latín strabo) al célebre geógrafo griego que inmortalizó este nombre. (1901-1908) Matico, m. El Dicc. acentúa mático, no sabemos por qué. En Chile, todos, letrados e iletrados, decimos matico, que indudablemente viene del quichua matticllo, oreja de abad, hierba. (Torres Rubio). Es cierto que la oreja de abad u ombligo de Venus no es exactamente igual al matico, pero se parece, y en esta materia no se podía exigir mucho a los misioneros que compusieron los primeros diccionarios. Si algunos no aceptaran esta etimología, que pa-

rece evidente, aceptarán esta otra: el grecolatín methysticum, que es como se llama otra planta de la misma familia del matico: Papaver methysticum Forst, según Philippi. (1913) Es decir, estos aspectos -el histórico y el etimológico- no son fines en sí mismos las más veces, sino medios para poder normar, explicar y exponer una serie de factores relacionados con el conocimiento y el buen uso de la lengua. Esto no quita que muchísimos artículos se funden, solamente, en dar la información etimológica. Insistimos en que esto es un reflejo del pensamiento historicista, en donde una lengua, en un momento determinado, no es más que una consecuencia de otros estados anteriores. Por lo mismo, y en esto estamos en concordancia con Porto Dapena (1980: 30), el aspecto diacrónico no es más que un método de descripción lingüística. En rigor, lo que busca Román, con una variada información a lo largo del lemario, es ayudar a construir esa norma culta, variante que, dados los tiempos, debía coincidir con el uso de Castilla, las más veces, o con usos históricos, en boca de las grandes autoridades, sobre todo; o bien usos asentados, ya, aplicando las reglas pertinentes de formación, en el español de Chile o en el español hispanoamericano. En términos generales, el modelo lingüístico que propone Román se basa en el uso culto, en la autoridad de una serie interesantísima de tradiciones discursivas y de lo que dicte, sobre todo, el diccionario académico. Es más, el diálogo constante que tiene Román será, sin duda alguna, con ese diccionario y los académicos que lo van redactando.

2.4. Macroestructura del Diccionario de Román Seguimos el concepto de macroestructura que se propuso en Haensch (en Haensch et al. 1982: 452-461), para quien el elemento más importante de esta sería el lemario. No por nada años atrás, Rey-Debove, quien acuñó el concepto, solo lo limitó a este, al lemario, para hablar de macroestructura: “On appellera macrostructure l’ensemble des entrées ordonées, toujours soumise à una lecture verticale partielle lors du repérage de l’objet du message” (1971: 21, le sigue, dentro de la tradición hisánica, Porto Dapena, también 2002: 135). Sin embargo para Haensch et al. no es este el único aspecto: “Habrá que considerar también el problema de la parte introductoria de los diccionarios, los posibles anexos y suplementos” (1982: 452). La estructura básica del Diccionario de Román está constituida por un prólogo en cada uno de los cinco volúmenes, seguido de una lista de abreviaturas y continúa con el lemario mismo o cuerpo del diccionario. Al terminar el lemario, le sigue un

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Suplemento que complementa con voces a las correspondientes en cada letra. Este Suplemento, solo presente en los volúmenes, da cuenta de las voces que el sacerdote fue acopiando a posteriori de la publicación del lemario en la Revista. A su vez, cada tomo lleva su correspondiente Fe de erratas al terminar cada volumen. Desde el tercer volumen, después de la Fe de erratas, le sigue un anexo intitulado Juicio sobre la obra, donde el autor incluye notas, críticas, referencias y cartas personales dando cuenta de la recepción del Diccionario. Solo en el segundo tomo del Diccionario (1908-1911) hay un aspecto distinto: la dedicatoria que le hace el diocesano a la Real Academia Española, por haber sido designado como miembro correspondiente en 1909. Fuera de ello, la macroestructura es la misma.

2.4.1. Paratextos: prólogos, dedicatorias, epígrafes

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Respecto a los paratextos, nos hemos detenido en ellos a lo largo de esta investigación varias veces; es más, desde que empezamos a estudiar y leer a Román, de hecho, los hemos venido analizando (para ello ver Chávez Fajardo 2010, 2012, 2013b y 2014), por lo que no es necesario insistir en esta temática. Sin embargo, hay algunos aspectos paratextuales a los que no hemos hecho referencia y que deben tomarse en cuenta para tener un conocimiento acabado del Diccionario mismo, de los propósitos de este y de algunas ideas que tenía Román. En primer lugar, cada uno de los cinco prólogos son antecedidos por epígrafes. Tres de los cinco epígrafes son tomados del Quijote. Son siempre enunciados proferidos por Sancho y tienen directa relación con las incorrecciones lingüísticas: “¿Otro reprochador de voquibles tenemos? dijo Sancho” (Quijote, p. ii, c. iii), para el primer tomo; “Una o dos veces, respondió Sancho, si mal no me acuerdo, he suplicado a vuesa merced que no me enmiende los vocablos, si es que entiende lo que quiero decir en ellos” (Quijote, p. ii, c. vii), para el segundo tomo. “Y, si es, señor, que me habéis de andar zaheriando a cada paso los vocablos, no acabaremos en un año” (Quijote, p. i, c. xii), para el tercer tomo. Destacamos, de estos epígrafes, la tesis que sostenemos respecto a la tipología del Diccionario de Román, es decir, la de que esta es una obra, por sobre todas las cosas, normativa y el tenor de estos tres epígrafes da cuenta de ello. Román, en efecto, tiende a extender la figura de Sancho a la del hablante común, ese que no conoce de normas ni de correcciones lingüísticas. A estos hablantes Román los llama los Sanchos, los Panzas, “discípulos de Sancho” o, citando al Quijote mismo, cuando se exasperaba con el habla de su escudero, “los prevaricadores del buen lenguaje”. Tal como habíamos afirmado anteriormente, la presencia de Sancho, tanto en los

paratextos como en la obra misma, cual vocativo (suele tratar al usuario, al hablante como “Tú, Sancho”), define ese usuario ideado por Román, quien debe conocer y manejar la norma prestigiosa, a la que puede acceder consultando la obra del diocesano. El epígrafe del cuarto volumen está tomado de la Historia de la literatura antigua y moderna de Friedrich Schlegel: “Una nación cuya lengua se torna ruda y bárbara, está amenazada de barbarizarse ella misma enteramente”, la que, como constatamos, sigue la dinámica normativa con el consabido temor a esa barbarización de la lengua. Tal como comentábamos anteriormente, una de las más grandes amenazas durante el siglo xix era la de contaminar la lengua española con extranjerismos, en especial con galicismos. No repara Román, entonces, en referencias y citas respecto a este punto. Por ejemplo, los epígrafes del quinto y último volumen de su Diccionario exponen este problema. Primero, en relación con la excelencia de la lengua española, que se ve contaminada con galicismos, con un poema de Bretón de los Herreros: Habla de mis abuelos, rica, noble,/ limpia, sonora, ¡oh, cómo te pervierte/ la atrevida ignorancia a paso doble!/ La jerga modernista ¡oh dura suerte!/ Y de París la frase o de Grenoble/ conspiran de consuno a darte muerte,/ Y pocos salen ¡ay! a tu defensa/ ni en la tribuna libre ni en la prensa. (Bretón de los Herreros, La Desvergüenza) Y segundo, con la irrelevancia de aceptar, sin censura alguna, extranjerismos de toda procedencia: No se altere vuestra merced, que ya hay quien diga que están bien en nuestra lengua cuantas peregrinidades tiene el universo, de suerte que, aunque venga huyendo una oración bárbara griega, latina, francesa o garamanta, se puede acoger a nuestro idioma, que se ha hecho casa de embajador; valiéndose de que no se ha de hablar común, porque es vulgar bajeza. (Lope de Vega, Guzmán el Bravo) Sin duda alguna (y llegamos a esta conclusión después de leernos el Diccionario mismo un par de veces y repasarlo otras tantas) y, como hemos ido repitiendo y repetiremos a lo largo de este estudio, el aspecto más relevante de los prólogos de Román -fuera de exponer Román sus ideas lingüísticas y su propia ideología-, es la gran dicotomía que se genera entre ellos y el lemario. En efecto, mucho de lo expuesto en estos paratextos se desdice, se opone y se desdibuja en lo que, posteriormente, encontraremos en los artículos lexicográficos. Esto, más que desalentarnos o desaprobarlo hace que más nos interese este lexicógrafo y su obra. Se deduce, luego de las lecturas de los prólogos de Román, que estamos lejos de tener en estos textos una suerte de estudio introductorio en donde se ofrezcan al

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usuario una serie de explicaciones e instrucciones sobre el uso del diccionario. Tampoco encontraremos información respecto a la estructura de las entradas, a la referencia respecto al tratamiento de las palabras homónimas y polisémicas, así como las formas de lematizar las unidades léxicas pluriverbales, entre otros puntos. Sin embargo, tal y como dimos cuenta en detalle, sobre todo en la primera parte, hay una fuente de información interesantísima en estos paratextos respecto a las ideas y las actitudes lingüísticas de Román, puntos, creemos, fundamentales para poder comprender bien la función de su Diccionario.

2.4.2. Abreviaturas

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Respecto a la lista de abreviaturas que sigue a los prólogos, Román suele tomar el patrón del Diccionario académico usual. En algunos casos, no hay uso de ellas, al estructurarse los artículos lexicográficos en pequeñas monografías, notas y comentarios, por lo que ese marcaje lexicográfico, salvo contadas veces, no aparece. El recurso de la abreviatura, empero, aparece constantemente en un gran número de los artículos lexicográficos de su Diccionario. Queremos presentar esas abreviaturas que suele el diocesano usar y, además, después de un cotejo, queremos dar cuenta de cuáles son de cuño propio de Román, es decir, las que no tomó de las ediciones académicas de 1899 y de 1914, que fueron las que él consultó. Las más recurrentes y que se presentan como parte de un patrón común son las marcas sistémicas o gramaticales: a. (referido al ‘verbo activo’, el que la Academia usó hasta la edición de 1914, cambiándolo después por ‘verbo transitivo’); adj. (adjetivo); adv. (‘adverbio’, ‘adverbial’, este último, de cuño de Román); amb. (‘ambiguo’); art. (‘artículo’); aum. (‘aumentativo’, abreviatura que no menciona en la lista misma, pero la detectamos en la lectura del Diccionario); com. (‘[sustantivo] común [de dos]’, abreviatura que no menciona en la lista misma, pero la detectamos en la lectura del Diccionario), conj. (‘conjunción’); dim. (‘diminutivo’, abreviatura que no menciona en la lista misma, pero la detectamos en la lectura del Diccionario); exp. (‘expresión’); f. (‘femenino’, frente a la Academia, que se refiere a la abreviatura como ‘substantivo femenino’); fr. (‘frase’, frente a la Academia, que agrega, además, la abreviatura en plural frs. para ‘frases’); interj. (‘interjección’); loc. (‘locución’); m. (‘masculino’, frente a la Academia, que se refiere a la abreviatura como ‘substantivo masculino’); n. (referido al ‘verbo neutro’, el que la Academia usó hasta la edición de 1914, cambiándolo después por verbo intransitivo); n.p. (‘nombre propio’); part. (‘participio’, frente a la Academia, que usa la abreviatura p.); pl. (‘plural’); prep. (‘preposición’); r. (‘reflexivo’, frente a la Acade-

mia, que se refiere a la abreviatura como ‘verbo reflexivo’); s. (‘sustantivo’, frente a la Academia, que usa la grafía ‘substantivo’); sing. (‘singular’); U. o u. (‘úsase’); ú. m. c. s. (‘úsase más como sustantivo’); ú. t. c. adj. (‘úsase también como adjetivo’); ú. t. c. n. (‘úsase también como neutro’); ú. t .c. r. (‘úsase también como reflexivo’); u. t. c. s. (‘úsase también como sustantivo’); v. (‘verbo’). También incluyó marcas diasistémicas, como diacrónicas: ant. (‘anticuado’, frente a la Academia, que se refiere a la abreviatura como ‘anticuada’). Dos marcas de procedencia: lat. (‘latino, a’, frente a la Academia, que se refiere a la abreviatura como ‘latín’); dicc. (‘diccionario de la Academia’, este último, de cuño de Román, marca constante a lo largo del Diccionario del diocesano). Dos marcas diafásicas: desp. (‘despectivo’, abreviatura que no menciona en la lista misma, pero la detectamos en la lectura del Diccionario) y fam. (‘familiar’). Una marca de transición semántica fig. (‘figurado’), así como otro tipo de marcas: apell. (‘apellido’, de cuño de Román) y ext. (‘extensión’, de cuño de Román). También encontramos la marca lexicográfica acep., referida a ‘acepción’. Son, en total, treinta y ocho abreviaturas que corresponden, entonces, a marcas sistémicas y diasistémicas. Se aprecia un número significativamente mayor de marcas sistémicas que de otras marcas. Dentro del marcaje diasistémico no se presentan ni la variación diatópica ni marcas tecnolectales, las cuales suelen aparecer expresadas de manera analítica dentro de la definición.

2.4.3. La ordenación alfabética; otras ordenaciones Como la mayoría de los diccionarios, el de Román es un diccionario alfabético, es decir, sigue el procedimiento tradicional (o usual, si seguimos a Martínez de Sousa 1995: s.v. alfabetización) de organizar sus entradas conforme a la distribución fija de las letras del abecedario o alfabeto que seguía hasta hace poco la RAE. En efecto, Román respeta el alfabeto español que empezó a utilizar la RAE desde 1803, cuando la entidad empezó a considerar como letras independientes los dígrafos Ch y Ll, por lo que se ordena su diccionario en 29 apartados, desde la letra A hasta la Z (frente a la alfabetización universal, que no considera los dígrafos, bien sabemos). El orden de las voces en el Diccionario de Román, por lo tanto, sigue el orden alfabético básico, el cual se respeta estrictamente y del que poco puede comentarse, más que las facilidades que ha traído y sigue trayendo para el usuario, a tal punto, que se ha establecido como el ordenamiento per se de un diccionario, pese a las críticas respecto a su artificialidad, pues no tiene nada que ver con la verdadera organización de las palabras en el sistema léxico de la lengua (cfr. Porto Dapena 1980: 175; 2002:

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178). También encontramos el orden alfabético tradicional en las subentradas de las unidades pluriverbales, partiendo por las que se inician con el definido del lema principal. En todos estos casos se lematiza la unidad pluriverbal en su completud: tiempo,

m. Tiempo de pasión: en Liturgia, el que principia en las vísperas de la Domínica de Pasión y acaba con la nona del Sábado Santo. -Tiempo pascual: el que principia en las vísperas del Sábado Santo y acaba con la nona antes del domingo de la SSma. Trinidad. Ambas locuciones hacen falta en el Dicc. -Como el tiempo, Como el tiempo malo, que llueve o no llueve. Locuciones que empleamos para indicar que nuestra salud no está del todo buena, sino más bien intercadente. -Con el tiempo y la garúa, loc. chilena con que se designa una cosa que forzosamente ha de suceder: “Con el tiempo y la garúa todos hemos de llegar a viejos.” -Empatar el tiempo. Véase empatar, al fin. En tiempo (o en tiempos) de Ñauca. Véase Ñauca. -En tiempo del rey, o del rey Perico. Véase Perico y Rey. -Lo que al tiempo se deja, al tiempo se queda, fr. proverbial con que reprobamos el descuido o negligencia y recomendamos la virtud contraria, que es la diligencia. No la hallamos en el Dicc. y es tan digna de ser recibida en él. -Más vale llegar a tiempo que ser convivado (o rondar un año), fr. con que se pondera la ventaja de llegar a una parte a hora conveniente. En las dos formas debe entrar en el Dicc. -Matar uno el tiempo. Es fr. castiza, igual a Engañar el tiempo y Entretener el tiempo: “ocuparse en algo, para que el tiempo se le haga más corto.” -¡Qué tiempo! Véase que, 14.º. (1916-1918). Rascar, a. Rascar uno la guitarra, fr. fam.: rasguear. –Rascarse, r. Embriagarse, emborracharse. Véase Rasca. Como este s., es también el v. de uso general en Chile. –Al que le pica (o pique), que se rasque. Ú.t. en Colombia y véasela en el art. Picar. –Cada uno se rasca con sus uñas, fr. fig. y fam., usada generalmente por los egoístas y mezquinos; significa: válgase cada uno a sí mismo, sin recurrir al favor o interposición de otro. (1916-1918)

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Lo que hemos constatado en los casos de tiempo y rascar, es un ordenamiento estrictamente alfabético de la unidad pluriverbal en sí, no atendiendo a su función, en el caso de ser locuciones, o no partiendo por la palabra fuerte, como suele hacerse en la lexicografía moderna o con el concurso de símbolos para resumir las lematizaciones, como sucede en los artículos altamente condensados (Wiegand 1989). Bien sabemos que lo pertinente, en un contexto de lexicografía moderna, sería que se explicara oportunamente en los estudios preliminares, introductorios o los prólogos cuál será el criterio de ordenamiento de estas unidades pluriverbales, cosa, sabemos, que era difícil que se diese en nuestros antiguos lexicógrafos. Por último, hemos encontrado un orden no alfabético dentro del artículo, en donde se pueden encontrar voces relacionadas con el lema principal, sea en familia semántica, sea en familia léxica o derivacional:

Plesiosauro, m. “Género de reptiles gigantescos, del cual solo quedan algunos restos fósiles.” (Zerolo). Falta esta voz en el Dicc. Es compuesta de las griegas –plhsioz, vecino, cercano, próximo, y sauroz, lagarto. –También falta ictiosauro, compuesta de este último y de icquz, pez. (1913-1916) poroto,

m. “Alubia americana” […] No nombramos los hallados o halladitos, porque merecen más explicación. Son pintados de blanco y negro, o de blanco y violáceo, y los hay grandes y pequeños. (1913-1916)

En este tipo de artículos las voces pueden tener su propia entrada independiente, como en el caso de hallados o halladitos. Sin embargo, las más veces, estas voces no tienen entrada independiente, como en el caso de ictiosauro, aspecto, como hemos mencionado anteriormente, que debe tenerse en cuenta cuando se quiera preparar una edición crítica del Diccionario de Román o se lo utilice como fuente de datos para, pensamos, un futuro tesoro lexicográfico. En efecto, solo manejamos la información y enumeración oficial de las entradas del Diccionario de Román, no de estas voces referidas dentro del artículo.

2.4.4. El lemario Respecto a las voces presentes en el lemario, estas no son más que el reflejo de la función del Diccionario, el cual, a su vez, da cuenta del pensamiento lingüístico de Román, ese ideologema que quería concretar en este trabajo -la unidad idiomática- y que se traduce en qué unidades léxicas quería tratar, lematizar y compartir con el usuario del diccionario. El Diccionario de Román es una obra que da cuenta de un amplio espectro de voces diferenciales, las cuales van desde americanismos generales y zonales, pasando por chilenismos generales y zonales. Lo mismo sucede con los indigenismos, especialmente los que se usan en Chile en general o en alguna zona en particular, así como voces indígenas usadas en el mundo americano, sobre todo si estas se usan en Chile o han sido referidas por algún cronista chileno o alguna crónica referida a Chile. Por esta misma razón, hay un número importante de voces procedentes del mapuche, quechua y aimara, sobre todo. Por su carácter normativo, podemos clasificar las voces desde una variada tipología: encontramos voces relacionadas con la ortoepía, la ortografía, la fonética, la morfología; nos encontramos con una que otra indicación en torno a la función lingüística de determinada voz, así como con aspectos de la pragmática. Ya dentro de algunas funciones determinadas, encontramos artículos destinados, justamente, a reflexionar y normar respecto a la función del adjetivo, por ejemplo, o tipos de

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verbos, preposiciones, regímenes preposicionales, preposiciones inseparables, afijos y sus funciones o interjecciones, entre otros. Asimismo, artículos destinados a explicar bien algunos conceptos lingüísticos y gramaticales o proponer, sobre todo, gentilicios que no aparecen en el diccionario académico, o bien, normar acerca de su formación. Volveremos a todos estos aspectos en la tercera parte de nuestro estudio. También encontramos un número no menor de extranjerismos, sobre todo galicismos, pero no son estos los únicos extranjerismos que se encuentran en el Diccionario de Román, como veremos más adelante. Otro aspecto interesante en el lemario, fuera de las voces diferenciales y normativas, tiene que ver con el hecho de que el diccionario fuera redactado por un sacerdote, un sacerdote activo en la curia, quien veía, no sin cierta desazón, lo poco cubierto que estaba su quehacer en la tradición lexicográfica. Por esta razón, encontramos en el lemario un número considerable de voces y acepciones relacionadas con el mundo religioso, algo que también desarrollaremos más adelante en la tercera parte. Asimismo, aunque en un número menor en relación con otras voces, podemos encontrar un grupo de voces relacionadas con el tabú lingüístico. Destacamos este punto porque Román insitió en sus prólogos en que este tipo de voces no se presentarían en el lemario, pero por allí pululan, discretas. En efecto, no se libra el Diccionario de ellas, de las que hablaremos en la tercera parte. Por otro lado, por ser este un Diccionario que constantemente dialoga con el trabajo académico, encontramos un número importante de voces o acepciones que cumplen esta función: la de ser voces o acepciones del español, digamos, general, que aún no han sido incorporadas en el diccionario académico usual. Asimismo, tenemos artículos lexicográficos que se establecen como referencias a las voces o acepciones que han sido incorporadas en la decimotercera o decimocuarta ediciones del diccionario académico usual. Esto suele ser una suerte de “noticia” respecto a una serie de voces que el sacerdote tenía preparadas a priori para presentárselas al Diccionario académico como propuestas de adiciones. Muchas veces, por ejemplo, Román aporta autoridades para estas propuestas de artículo lexicográfico, por lo demás. Muchas de estas voces, como veremos más adelante, serán incorporadas por la tradición académica, sobre todo en sus ediciones de 1925 o 1970. Muchísimas de estas voces fueron, a su vez, incorporadas por Alemany (1917), siempre con la marca diatópica América o Chile, por lo que sostenemos (cual hipótesis) que Alemany leyó a Román y lo tuvo como una de sus fuentes metalingüísticas o secundarias. Lamentablemente, no podemos comprobar esta hipótesis en este estudio, porque se escapa de nuestros alcances, pero lo dejamos expuesto para futuras investigaciones. Respecto

a las voces que aparecen en algunos artículos lexicográficos definidas y, muchas veces, con autoridades y que no tienen entrada independiente, como mencionábamos anteriormente, no las hemos contabilizado para el presente estudio, mas es algo que urge hacer, sobre todo para una edición crítica del Diccionario en cuestión y, cómo no, al momento que se quiera redactar un tesoro lexicográfico del español de Chile. ¿Cuál es el criterio que operó en Román respecto a la inclusión, o no, de ciertas voces? No nos podemos quedar con lo que nos ha expresado el sacerdote en los prólogos, respecto a qué incorporó y qué no, porque, a lo largo de las lecturas que del Diccionario hemos hecho y como hemos hecho referencia anteriormente, no hay una correspondencia entre el lemario y la actitud purista, restrictiva y pudibunda de los prólogos. Al respecto, hemos querido traer a colación los criterios que usó el equipo de redacción del Diccionario del Español de México, puesto que nos ayuda sobremanera un parámetro lingüístico para ver cómo pudo haber obrado Román al respecto. Insistimos: vemos inconducente el evaluar un diccionario de antaño con filtros lingüísticos y científicos, pero, de alguna forma, son pertinentes para entregarnos pautas y pistas respecto a cómo trabajaron nuestros viejos lexicógrafos. Para el caso, los criterios del Manual del DEM (referidos por Haensch et al 1982: 398), nos serán de mucha ayuda. Por ejemplo, los redactores del DEM usaron el juicio de uso, es decir, que una determinada voz formará parte del lemario a pesar de que no haya aparecido bien documentada en el corpus. Suele suceder, por ejemplo, con neologismos o con voces de especialidad en zonas rurales, por dar un caso. En estas situaciones, por ejemplo, no hay que sobrevalorar la relevancia del corpus textual (o de las estadísticas en el ejercicio lexicográfico actual) solamente, y debe tenerse en cuenta el empirismo: “los hablantes de la lengua (o de un subsistema de ella), aunque tengan en muchos casos una idea equivocada de los fenómenos lingüísticos, saben bastante bien qué vocablos se usan con cierta frecuencia” (Manual del DEM en Haensch et al. 1982: 404). A lo largo del Diccionario, Román suele hacer referencia, por ejemplo, a lo usual de una voz chilena, por ejemplo, y, para fundamentar esto, agrega uno o más ejemplos con citas de autoridades o referencias a estas: Bandurria, f. ¿De dónde habrá provenido el llamar en Chile con este nombre a cierta ave parecida al ibis (ibis melanopis)? No hallamos otra razón que cierta semejanza entre el canto y el cuerpo de esta ave con el sonido y figura de la única y verdadera bandurria, conocido instrumento músico. Sin embargo, haría bien el Dicc. en abrir otro artículo para la bandurria chilena, ya que es ave originaria de aquí y bautizada con este nombre por el pueblo y por los naturalistas. “…las bandurrias, en fin, que cada noche vienen de su pesca reunidas en grupo, cantando también…Por esto creemos que a esas

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aves (o a algunas de sus aliadas) se les llama jornaleros en el Perú” (Vicuña Mackenna, Chile considerado con relación a su agricultura, V). (1901-1908) Inconstitucionalidad, f. Calidad de inconstitucional, es necesario y conviene admitirlo. En Chile es de uso corriente, por lo menos desde el tiempo de Jotabeche, que lo empleó seis veces en sus obras. (1913) En otros casos, a falta de citas textuales, puede hacer Román referencia a una realización oral (“chilenas que cantan”, “cantoras de tonadas”, “una señora manifestándose por algo”, entre otros): molde,

m. Es corriente en Chile llamar molde el papel (generalmente de diarios, o muy ordinario, pero resistente) recortado en tal o cual forma y que sirve de modelo para cortar piezas de vestir. Es lo que en castellano se llama patrón: […]. Cuando el diario católico de Santiago, El Porvenir, disminuyó su forma y se llamó La Unión, una señora santiaguina manifestaba su descontento diciendo que ya no le serviría para moldes. Puede ser que ahora enmiende el lenguaje y diga patrones. (1913) O bien, puede Román confesar que la voz es poco usada, que alguno le ha hecho referencia de tal o cual voz o sentido del que nuestro sacerdote no tenía conocimiento, pero que la incorporará: Pilhue, m. Cucaracho de color pardo oscuro, que come los tallos de las papas. Únicos datos que hemos recibido. Parece que es el coleóptero llamado pilme (véase esta voz), que tal vez en algunas partes se nombra pilhue. (1913-1916)

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O bien, Román sabe que en tal o cual parte de Chile se usa determinada voz, pero no tiene apoyo autorial para demostrarlo:

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Rehúse, m. “Los rehúses o desperdicios de la ciudad,” se lee en el folleto Desagües de Concepción, 1899. No sabemos de otro que haya usado esta voz. (1916-1918)

Pimío, ía, adj. Mezquino, miserable. Muy poco usado. —¿Será vulgarismo de exprimido o de oprimido? (1913-1916) O bien, no tiene el apoyo autorial “ideal”: Reemprender, a. Volver a emprender. No lo hemos visto usado por buenos autores. (1916-1918) Los redactores del DEM usaron, además, el juicio de necesidad, es decir, cuando algunas unidades léxicas, a pesar de su bajo índice de frecuencia o por pertenecer a un vocabulario específico o tecnolectal, se deben incluir en un diccionario porque

“considerando el conjunto del vocabulario recogido, no pueden faltar en este” (Manual del DEM en Haensch et al. 1982: 405). Pensamos, por ejemplo, en ese afán de Román por difundir los nuevos referentes o conceptos que van apareciendo, o bien, que se van asentando, poco a poco, por más que al día de hoy sean comunes y usuales: Bacilo, m. Género de bacterias, llamado así porque se presenta en forma de bastoncito (del latín bacillus) filiforme, más o menos articulado, móvil o inmóvil. Ya que tan común se ha hecho este nombre con la propagación del cólera, conviene incluirlo en los diccionarios corrientes, para que los seudosabios no lo sigan dando en forma latina (bacillus, bacillus coma). (1901-1908) Bacteria, f. Vegetal sencillísimo y microscópico, sin clarofila [sic.], de forma globular, bacilar, filiforme o en hélice. Las bacterias son micro-organismos que no pueden vivir sino en medio de substancias orgánicas ya constituidas, las cuales absorben o descomponen o o hacen entrar en putrefacción o experimentar fermentaciones especiales. Es voz que merece figurar en los diccionarios comunes. (1901-1908) Por último, el Manual del DEM presenta el juicio de prestigio, en donde, pese a que el vocablo es poco usado, poco conocido o nuevo, tiene altas probabilidades de generalizarse “debido a su necesario uso en ciertos temas” (Manual del DEM en Haensch et al. 1982: 405). A pesar de lo subjetivo que es este juicio, como comenta Haensch al respecto “no hay otro correctivo de los índices de frecuencia que la experiencia humana” (1982: 405), por lo que que hay que echar mano de él. En rigor, el problema en este punto es si hay que incluir en el lemario neologismos, puesto que no se sabe si estos se generalizarán, o bien serán sustituidos por otras voces. Hemos encontrado, además, un número importante de voces relacionadas con el español general que hacen referencia a nuevas realidades, a ciertos aspectos culturales y sociales que Román reconoce y constata que no están registrados en la tradición lexicográfica académica. En estos artículos lexicográficos el sacerdote propone que las voces sean incluidas en el diccionario académico usual. Propone, por lo demás, definiciones o, en el caso de que estas voces estén, ya, incorporadas en el diccionario usual o en algún otro diccionario (suelen adelantarse Domínguez y Zerolo, sobre todo), propone modificaciones en las definiciones. Esa realidad -moderna la hemos llamado-, es constante a lo largo de los cinco volúmenes del Diccionario de Román. Maquinarias, movimientos, ideologías, grupos, creencias, tendencias, van apareciendo a lo largo del Diccionario de Román. Muchas de ellas con escasa presencia en la tradición lexicográfica general; otras, nos sorprende, han sido referidas por primera vez por el mismo Román:

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Cablegrama, m. Con seguridad esperábamos que la Academia hubiera admitido esta voz en su último Dicc., ya que es tan necesaria y de uso general en España y América. Pero, ya que no lo ha hecho y antes que, por los descubrimientos de Marconi y de Edison, desaparezca el cable eléctrico o submarino, nosotros la aceptamos gustosos con los demás diccionarios en el significado que todos le dan, de despacho enviado por cable eléctrico o submarino, sin que sea obstáculo para ello su origen híbrido de español y griego (cable y gramma), que tales vocablos abundan en el léxico castellano. (1901-1908) darwinismo,

m. Hace falta en el Dicc., que ni siquiera ha incluido el transformismo, en el cual, como especie en su género, pudiera incluirse el darwinismo. (1908-1911)

Esperanto, m. Nombre del idioma internacional que inventó el filólogo y médico Luis Zamenhof, de Varsovia, y que sigue propagándose por todo el mundo. El nombre proviene del seudónimo que usó al principio el autor (Doktoro Esperanto, Doctor que espera) y creemos que debe ya figurar en el Dicc., lo mismo que su derivado esperantista. (1908-1911) Feniano, na, adj. Perteneciente al partido político irlandés que se propone la independencia de Irlanda. Ú.t.c.s. —Relativo al mismo partido. Hace falta en el Dicc. (1908-1911)

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Haensch, en la sección destinada a los aspectos prácticos de la elaboración de diccionarios (ver §9 en Haensch et al. 1982: 415-423), enumera una serie de unidades que deberían estar presentes en un diccionario de la lengua española desde un punto de vista ideal. Diccionario, insiste Haensch, que “resultaría a todas luces irrealizable en la actualidad” (1982: 415). Hemos decidido constatar si cada uno de estos 23 tipos se presentan en el Diccionario de Román. Hemos comprobado que se presentan todos y cada uno de estos tipos, algunos con mayor presencia que otros, claro está. Este punto es interesante porque viene a comprobar, desde otra vía, la complejidad de un diccionario como este: 1. Palabras simples, como: badulaque, embancarse, maitén, picarón, raid, sánscrito; 2. Palabras compuestas y combinaciones lexicalizadas de palabras, como agua colonia, ama seca, reloj-pulsera, tío abuelo, sacaclavos; 3. Colocaciones usuales, como brasero para los pies, elección canónica, casa central, latín de cocina, almidón cortado, cemento armado; 4. Unidades fraseológicas, como echar al agua; picado de la araña; con camas y petacas; cola de mono; un cuanto hay;

5. Modismos (o fórmulas oracionales, si seguimos a Seco et al. 1999), como llevarle a uno el amén; echando a perder se aprende; pasar a uno por el aro; no entrarle a uno balas; raspar a uno el cacho; dejar caer una cosa; 6. Fórmulas de vida social, como así no más; bien haya; ni a cañón; ¡ojo al charqui!; ¡hijuna!; 7. Nombres comunes que se usan en vez de nombres propios y denominaciones perifrásticas, como enemigo malo; santos lugares; ministro de guerra; el viejo mundo; valle central; 8. Palabras-marca, como krupp, pullman, rémington, ternó; 9. Nombres propios como Canaam, Heródoto, Licurgo, Proserpina,Tío Sam; 10. Gentilicios como cingalés, sa; egipciaco, ca; guayaliqueño, ña; hamburgués, sa; polinesiano, na; 11. Nombres propios que tienen, además de su acepción originaria, otra figurada o que aparecen en locuciones, modismos, refranes, etc.; El capitán Araya, que embarca a la gente y se queda en la playa; Alabate, Molina; carne de Castilla; penas de San Clemente; ir uno a Montevideo; 12. Nombres formados con afijos modificadores, sobre todo si estas palabras formadas con sufijos adquieren una nueva acepción, como rabón, rajazón, sabanilla, salitrón, tabacazo; o bien, referencia a los: 13. Elementos formadores de palabras, como a-, anti-, co-, in-, re-; 14. Adverbios en –mente, sobre todo por razones de tipo normativa como campechanamente, hipotecariamente, litigosamente, obrepticiamente, talmente; 15. Acrónimos o blends (cfr. Álvarez de Miranda 2006) como ABC, AM, IHS, rasimir, telenque; 16. Otras abreviaturas como ídem, Iltmo., ma., uvé, Xbre, Xpo; 17. Palabras truncadas, como Cata, fono, estruja, mitimiti, Teo; 18. Combinaciones de palabras con una letra o cifra como doble v, fiesta de la O, rayos X; 19. Formas elípticas como rosa (monja); venado (papel); vidoquín (papa); virginio (tabaco); yungas (café de); 20. Formas muy usuales, pero consideradas como contrarias a la norma como lengüista, reetir o reitir, tallerín, ulerear, Zambito (Baile o mal de); 21. Refranes, como mientras menos bocas más nos toca; tantas veces va el cántaro al agua que al final se quiebra; el que quiera celeste, que le cueste; bueno es el cilantro, pero no tanto; más vale ponerse una vez colorado que ciento amarillo;

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22. Citas y frases célebres, como ¿quoúsque tandem?; timeo danaos et dona ferentes; ver y creer, dijo santo Tomás; ¿tu quoque, Brute?; veni, vidi, vici; 23. Ejemplos y citas, de los que nos ocuperamos más adelante, puesto que es uno de los aspectos más interesantes, creemos, de este Diccionario.

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No nos debe sorprender que se tienda a concretar el lemario del Diccionario de Román en este catálogo, puesto que el mismo Haensch afirmaba que “un diccionario general de cierta extensión debería tenerlos en cuenta” (Haensch et al. 1982: 422), algo que no es descabellado en una obra extensa, como la de nuestro diocesano, aún no siendo un diccionario, digamos, general. Es interesante, por lo demás, que por más que juguemos a aplicar criterios lingüísticos para evaluar el Diccionario de Román y, además, por más que recalquemos que no nos place aplicar estos criterios en los diccionarios de nuestros lexicógrafos de antaño para demostrar cuán mal estaban, seguimos pensando que cabe perfectamente el Diccionario de nuestro sacerdote en muchos de estos patrones modernos. No queremos, tampoco, idealizar el trabajo de nuestro diocesano porque, bien sabemos y hemos insistido (e insistiremos), en los aspectos que hacen que sea este diccionario un hijo de su tiempo. En efecto, no hemos descuidado en ningún momento todas las reflexiones teóricas que hemos desarrollado en la primera parte de nuestro estudio. Asimismo, insistimos en traer a colación, tantas veces se pueda, en esta descripción del Diccionario de Román, ese ideologema que atraviesa la obra del sacerdote en pleno, ideologema que tiene que ver con el Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas en pos de la unidad idiomática. En ello, tenemos una obra con un sesgo purista, purista moderado las más veces; además, con una actitud descriptivista algunas veces, muy acorde a su tiempo, muy en la línea de esos lexicógrafos “bisagra”, como los hemos llamado. Como sea y como una forma de seguir jugando en esto de intentar clasificar el Diccionario de nuestro sacerdote, tomamos las palabras que aparecen en el prólogo del Grand Larousse de la langue française, en donde se expone claramente cómo se puede concebir una selección adecuada de unidades léxicas “para un diccionario moderno (descriptivo monolingüe)” (Haensch et al. 1982: 1982: 423). Hemos seleccionado esta parte del prólogo, porque mutatis mutandis, podemos describir mejor la obra del diocesano, creemos: El léxico registrado comprende todas las palabras que se pueden encontrar en la prensa contemporánea no particularmente especializada, donde están dosificados los vocabularios técnicos y el vocabulario general, en obras de los escritores del siglo XIX y del siglo XX, hasta en las obras más recientes, con menos frecuencia en los textos poéticos. Este léxico comprende una gama muy amplia de términos técnicos y científicos, teniendo en cuenta así

la realidad lingüística de nuestra época, caracterizada sociológicamente por la penetración de los vocabularios técnicos en el léxico de la lengua general, la que se va renovando así a un ritmo acelerado. Esta lengua viva de hoy comprende también muchos términos que se tomaron de las lenguas extranjeras, del angloamericano, por intermedio de las ciencias y técnicas, por la interferencia de las civilizaciones y por la multiplicación de las relaciones internacionales; estas voces son registradas sin barrera alguna inspirada por la xenofobia. Lo mismo ocurre con los términos llamados “vulgares”, las palabras del lenguaje jergal, siempre que estén relativamente generalizadas. Este deseo de registrar el léxico de la lengua viva lleva consigo una ruptura total con la concepción de una lengua moderna dependiente estrechamente de la lengua del pasado y, por consiguiente, se reduce el vocabulario de la lengua del pasado. (Grand Larousse, prólogo, traducido por Haensch en Haensch et al. 1982: 424) Por otro lado, y como veremos más adelante, fuera de todas las características a que ya hemos hecho referencia del Diccionario de Román, es esta una obra en que se ha tratado un amplio concepto de fuente. Tomemos como ejemplo el caso de esa “prensa contemporánea no particularmente especializada” a la que hace referencia el Larousse, y pensemos en toda fuente que no tenga que ver con esa literatura canónica (por ejemplo, las autoridades). Encontramos en Román fuentes orales (canciones, personas a quien el sacerdote “ha oído”, como señoras, por ejemplo); así como fuentes escritas que salen de ese patrón autorial “prestigioso” y que pueden ser especializadas o no: catálogos, epistolaria, folletos, inventarios, leyes, decretos, ordenanzas, testamentos y, sobre todo, prensa, sea esta chilena (de Santiago, Valparaíso, Valdivia, Ancud, Concepción, Coquimbo, Limache, Quillota), sea mexicana, argentina, madrileña, hasta francesa. Asimismo, revistas, sean estas “jocosas”, religiosas o del mundo académico; pueden ser estas chilenas, argentinas o españolas. Esta descripción sucinta es, más que nada, para dar cuenta de que, en rigor, Román tomó como fuentes obras que dieran cuenta de ese “vocabulario técnico y general” a que hace referencia el Larousse. Sin embargo, es interesante que, si bien nuestro sacerdote trata con autoridades de su tiempo o de periodos previos (el XIX completo, hasta el XX contemporáneo a él), hay un número no menor de autoridades que provienen de los orígenes del idioma, así como autoridades latinas. ¿Qué significa esto? Tal como hemos hecho mención anteriormente, Román utilizó el criterio diacrónico, sea en historia de la lengua, sea en etimología, sobre todo para dar cuenta de una serie de criterios de corrección idiomática. Asimismo, incorpora un número no menor de voces que, en rigor, no darían cuenta de esa “realidad lingüística de nuestra época”; de esa “lengua viva de hoy”, de ese “deseo de registrar el léxico de la lengua viva moderna”, como dice el

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Larousse. En efecto, en Román no se “reduce esa lengua del pasado”, en absoluto. Sin embargo, esta necesidad de cubrir parcelas históricas entra en consonancia con otro de los propósitos del Diccionario del diocesano: el proponer voces de autoridades clásicas que no aparecen en el diccionario académico. O bien proponer voces de autoridades clásicas (así como de autores que no forman parte de ese canon, pongamos como ejemplo, de los siglos de oro) que no están en vigencia en España, pero sí tienen un uso en Hispanoamérica. Es decir, si seguimos a Haensch, se parte de la lengua actual (en este caso, un uso registrado en Chile, en una parte de Chile o en Hispanoamérica) y se tiene en cuenta la lengua del pasado “tan solo en la medida en que las formas y los diferentes usos aún tienen vigor y están integrados en la lengua actual” (Haensch et al. 1982: 424). Por estas mismas razones se puede ver, a diferencia de lo que pide el Larousse, un número no menor de fuentes poéticas, por lo demás, sea esta poesía docta, hasta poesía popular, poesía de cordel o de romancero. Por otro lado, si bien Román es reticente a los extranjerismos, sobre todo los galicismos, en ese mismo prurito purista, se presenta un número no menor de voces de este tipo. Es decir, es el rechazo, la mayor parte de las veces, el que hace que en su Diccionario se presente “esta lengua viva de hoy”, la que “comprende también muchos términos que se tomaron de lenguas extranjeras” como afirma el Larousse. Insiste Haensch, al respecto, en que lo que más se extraña en la lexicografía moderna son las manifestaciones léxicas de la lengua subestándar, manifestaciones que, una vez más, por esta línea normativa, aparecen innumerables veces en el Diccionario de Román. Es más: está tan bien manifestada esta parcela en el Diccionario que decidimos utilizarla para el acápite destinado al español de Chile, tal como veremos en la tercera parte. Respecto a los “términos llamados “vulgares”, las palabras del lenguaje jergal” que afirma el Larousse, por más que veamos una actitud pudibunda en nuestro sacerdote en el prólogo, insistiendo en que este tipo de voces no estarán presentes en su diccionario, hemos registrado un número, si bien menor en comparación con otras voces, bastante representativo de estas, algo que desarrollaremos en la tercera parte de nuestro estudio. Por otro lado, ese léxico que “comprende una gama muy amplia de términos técnicos y científicos, teniendo en cuenta así la realidad lingüística de nuestra época, caracterizada sociológicamente por la penetración de los vocabularios técnicos en el léxico de la lengua general, la que se va renovando así a un ritmo acelerado” del que habla el Larousse, también se puede apreciar en el Diccionario de Román. Una vez más, confrontamos lo expuesto en los prólogos frente a lo que fue incorporando en el Diccionario. En efecto, Román era muy reacio a los neologismos en actitud, algo que nos recuerda a las reflexiones que Menéndez Pidal hizo en

relación con ese diccionario ideal: “la aversión, o mejor dicho, la inatención hacia el neologismo es tan grande en la lexicografía que frecuentemente no alcanzamos la razón de por qué omite algunos vocablos el diccionario selectivo” (1961: 107). Sin embargo, esto no lo exime de incorporar voces las cuales, justamente, dan cuenta de nuevas realidades. Asimismo, incluye tecnicismos, sobre todo los relacionados con oficios y artes menores en zonas de Chile, los que, si bien el sacerdote expresaba que no se incorporarían en sus prólogos, aparecen en detalle a lo largo del lemario. En esto, insistimos, se concentra la mayor contradicción del Diccionario de Román: la oposición entre las ideas lingüísticas del sacerdote, expresadas en cada uno de los cinco prólogos, y la obra misma, expresada a lo largo del lemario. Sin embargo, esta contradicción hace interesante la obra de Román, pues da cuenta de la tensión entre la ideología del sacerdote y su vaivén entre el normar y el describir; muestra el contrapunto entre purismo y la apertura lingüística, esa más bien descriptiva. Vemos al Román de sus prólogos, por ejemplo, en lo que expresaba lúcidamente Menéndez Pidal: Los diccionarios selectivos son parcos en acoger los términos exclusivos de una profesión, ajenos a la lengua común, única a la que el léxico quiere servir de norma; incluyen aquellos vocablos técnicos que una persona culta no debe ignorar porque tienen algún curso fuera de la profesión especial a que sirven. Pero tal criterio es siempre muy dudoso, y dada la creciente propagación de los conocimientos científicos, el profano se ve cada día más en contacto con la lengua especial de las diversas profesiones, y no tendrá que abrir el diccionario cuando oiga decir silla o tristeza, pero sí cuando le hablen de avitaminosis, oscilógrafo, psicoanálisis, e innumerables términos que no figuran en el léxico selectivo y que aumentan y cambian continuamente según nuevas corrientes de estudio o nuevas modas científicas. Esta es la parte más descuidada de nuestros diccionarios, […] (Menédez Pidal 1961: 110) Sin embargo, esta “parquedad” no se da en el Román del lemario y lo que constatamos, de hecho, entre tenores puristas o puristas moderados o marcadamente descriptivos y, podríamos decir, “modernos”, es ese “atrevimiento” del que habla Haensch, un atrevimiento que hace que se lematicen “siempre en proporción al conjunto, formas contrarias a la norma […] neologismos, voces populares, vulgares y tabuizadas, regionalismos y tecnicismos, y, sobre todo, macrounidades como locuciones, modismos, frases hechas, etc.” (Haensch et al. 1982: 1982: 426). Insistimos: muchos, muchísimos de estos aspectos están bajo el sesgo purista, el filtro del purismo moderado, la vehemencia característica de nuestros viejos lexicógrafos y la religiosidad, además, de nuestro sacerdote. Todos estos aspectos están presentes en el Diccionario con Román como sujeto de la enunciación y del enunciado. Al mismo

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tiempo, empero, está el filólogo que quiere, por lo demás, dar cuenta de la realidad que vive y, por lo tanto, tenemos el Diccionario como “un reflejo de la realidad lingüística de su época” (Haensch et al. 1982: 1982: 426).

2.4.5. Familias de palabras

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La organización y distribución de los artículos lexicográficos considerando las familias de palabras (lo podemos apreciar ejemplarmente en Corominas o Moliner), es un recurso útil y pedagógico del que Román echó mano muchísimas veces. No encontramos, empero, lo que hará una Moliner en Román, pero podemos percibir la conciencia de derivación en el diocesano sea como información presente en el segundo enunciado, sea en enumeración, o bien, por el contrario, sea en la incorporación de la familia en lemas independientes ordenados alfabéticamente. Este último procediciemto será el más usado por nuestro sacerdote. Deseamos ahondar más en el concepto de familia de palabras, sobre todo porque es este aspecto uno de los mejor desarrollados en el Diccionario de Román, así como una de las razones -las cosas como son- del elevado número de voces del lemario. Bien sabemos que suele dividirse la morfología en dos grandes ramas: la morfología flexiva y la morfología léxica o derivativa. El conjunto de las variantes de una palabra es lo que la Nueva Gramática denominó paradigma flexivo (2009: §1.5b). Estas variantes flexionadas, por lo general, no aparecen en el diccionario; sin embargo, algunas alternancias, como las de género o número, sí aparecen en sustantivos y adjetivos. A su vez, tenemos el paradigma derivativo (Nueva gramática 2009: §1.5j), compuesto por las voces derivadas de una palabra, concepto que clásicamente conocemos como familia de palabras. En efecto, en el léxico de una lengua, bien sabemos, hay palabras que se relacionan formal y semánticamente. Es lo que Pena llama “la razón de ser de la morfología derivativa” (2003: 505), algo que anteriormente había reflexionado el romanista portugués de Carvalho: “El fenómeno de la derivación, precisamente por constituir un proceso de manifestar relaciones, se vuelve por ello uno de los factores –el factor primordial– de la estructura de la lengua” (de Carvalho, en Pena y Campos Souto 2009: 27). Dentro de este proceso derivacional, un claro caso -el que nos convoca en este apartado- es el paradigma derivativo o familia léxica en el Diccionario de Román. Por ejemplo, en el Diccionario de Román podemos encontrar casos en donde lo de emparentar palabras es absolutamente literal, como cuando en bochinche informa nuestro diocesano de una palabra “hija”: “admitiendo

a nuestro bochinche, como americanismo, y a su hijo el adj. bochinchero” (1901-1908: s.v. bochinche). El concepto, como muchos otros, no ha estado exento de problemas y variables en dos de las disciplinas donde más se lo ha aplicado y estudiado; a saber, la morfología y la lexicografía. En el dominio de la lexicografía, en los diccionarios de términos lingüísticos y filológicos, incluso, surgen discrepancias. Por ejemplo, Lázaro Carreter define familia de palabras como el “conjunto de palabras que poseen una raíz común” (1984: s.v. familia de palabras) y para Cardona es “un conjunto de palabras que comparten, sincrónica o diacrónicamente, la misma raíz” (1991: s.v. familia de palabras). Constatamos un punto en común: hay un conjunto de palabras que comparten una raíz. A propósito de esto, tomemos un caso presente en el Diccionario de Román como bobo, ba, en donde Román, en un afán pedagógico, agrega: “Tiene por aumentativo a bobalicón, na, bobarrón, na, y bobote, ta” y complementa: “por derivado a bobalías, com. fam. (persona muy boba) y a bobatel, m. fam. (hombre muy bobo)” (1901-1908: bobo, ba). Lo que hace que estas palabras integren un mismo grupo es, justamente, lo que tienen en común, que es la raíz “bob-”. Pena y Campos Souto (2009) son quienes hicieron una historiografía respecto a lo que se entiende por familia léxica. En su estudio presentan, por ejemplo, las reflexiones de Carvalho, quien hizo una distinción fundamental en la semejanza formal, y de ahí significativa, entre varias entidades léxicas “que consiste en la identidad de su monema nuclear y, por tanto, de su significado básico” (H. de Carvalho, en Pena y Campos Souto 2009: 27). Los llama, Carvalho, paradigmas etimológicos o familias etimológicas, y las define como “todas las series de palabras que tienen entre sí de común un mismo núcleo” (ídem.). Dubois, a su vez, optó por campo lexical: “El campo lexical, entendido en el sentido estricto de la palabra […] está formado por todos los términos que comportan un mismo radical, reconocido e identificado por los hablantes. Engloba todas las clases de palabras (categorías) […] atraviesa, pues, todas las categorías” (Dubois, en Pena y Campos Souto 2009: 28). Sin embargo, lo que comparten dos o más palabras no tiene por qué ser la raíz en todos los casos, sino que puede ser un segmento más amplio o un afijo, como trata Pena (1999), en su capítulo destinado a las unidades del análisis morfológico: Se trata del segmento básico y constante en el significante de cualquier palabra que, como resultado de eliminar en tales significantes todos los afijos derivativos y/o flexivos, es irreductible o no susceptible de ulterior análisis o, desde otra perspectiva, la unidad que constituye el punto de partida de cualquier construcción morfológica. (Pena 1999: §66.2.2.)

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f. Acción o dicho propios de peruanos. Tómase en mala parte. Es voz admisible. (1913-1916)

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Pueden algunos afijos, incluso, formar parte del segmento básico de las palabras, por lo que constituirían con ella el tema. Tenemos, en el Diccionario de Román, muchos de esos casos que, por lo general, son palabras que Román propone adicionar en el diccionario de la Real Academia. Un caso es la familia léxica modernización, modernizador y modernizar25, donde el segmento básico es moderniz-, es decir, la raíz modern- en conjunto con el afijo –iz-. En consecuencia, el tema de una palabra flexiva es aquel segmento que permanece estable en todas las formas flexivas. Es, por lo tanto, la forma que sirve de base para la flexión de la palabra. A su vez, el tema puede presentar distintos grados y tipos de complejidad en su estructura interna: puede ser una raíz, como en bob- o puede ser una raíz y afijo, como en moderniz-. Pueden ser temas simples o temas complejos, como en el caso de mesocracia, compuesto de meso- y –cracia, en donde Román pide adicionar la segunda acepción “clase media, burguesía”26 y pide adicionar, a su vez, su familia: mesócrata, mesocráticamente y mesocrático. Por otro lado, una de las tareas centrales de la morfología derivativa es describir la relación entre las formas y los significados de las palabras, es decir, la relación derivativa. Teóricamente hablando, esta cuestión es fundamental, puesto que si se tiene claridad respecto al modo de concebir esta relación entre formas y significados implicará, a su vez, el modelo de morfología que se utilice. Algo que, en rigor, excede la temática lexicográfica que nos convoca, pero, a su vez, incide en ella, sobre todo al constatar qué aspectos se seleccionan para establecer familias de palabras en un diccionario. Otro aspecto que destacamos son los casos de relación formal y semántica de palabras (Pena 2003: 506) y cómo se tratan estas relaciones en el Diccionario de Román. Pongamos, por ejemplo, otra de las propuestas de adición que hizo Román, donde constatamos que existe una relación formal entre un tema peruan- y una serie de sufijos de diverso valor:

peruanismo,

peruanada,

(1913-1916)

m. Vocablo o giro usado en el Perú. Hace falta en el Dicc.

Respecto a las voces modernización y modernizador Román es el primero, dentro del corpus revisado, que hace esta propuesta para la Academia. Modernización se incorpora en el diccionario usual en la edición de 1970 y modernizador se incorpora en la edición de 1984. Modernizar, ya presente en Salvá y Zerolo, se incorpora en la tradición académica usual de 1925.

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Román es el primero en hacer esta observación dentro de la tradición lexicográfica, acepción que aparece en la edición del usual de 1925. 26

peruanizar, a. y ú.t.c.r. Tomar el modo peruano o las costumbres peruanas’. Merece admitirse. Véase izar (verbos en). (1913-1916)

Tomamos este caso para ejemplificar un problema en la relación formal y semántica que se da en el interior de la palabra derivada o compleja. En efecto, el significado de una palabra derivada viene a ser el resultado de sumar el significado de la base (o bases), en este caso, peruan- y el significado que aporta una regla de formación de palabras, como –ada, –ismo e –izar, respectivamente. La suma de ambos significados se expresa en una paráfrasis composicional: peruanada, peruanismo y peruanizar, respectivamente. Es, lo que se llama usualmente, principio de la composicionalidad, Es decir, que a la palabra derivada se le pueda asociar una paráfrasis regular donde figura la base de la palabra. Por ejemplo, en peruanada, peruanismo y peruanizar está la de peruano, na. O, en el caso de mancarrón en Chile deriva en mancarronada: mancarrón, m., aum. de manco. Véase esta voz. Caballo flaco, malo y despreciable. Es voz traída a Chile por los conquistadores y usada aquí desde ese tiempo, como consta de innumerables crónicas y documentos. […] Las terminaciones aumentativas arrón, ron, son harto usadas en castellano, como lo vemos en coscorrón, chaparrón, nubarrón, bobarrón, socarrón, santurrón, vozarrón, ventarrón, zancarrón; tontorrón […] (1913).

Mancarronada, f. Conjunto de mancarrones. Tiene algún uso y está bien formado. Lógicamente, debe admitirse. (1913). Donde, por lo demás, reflexiona Román incluso respecto a el valor del sufijo que compone el segmento básico de la voz en cuestión. Fuera de estos aspectos, relacionados con la teoría y definición del concepto de familia léxica, podemos ir más allá y hacer referencia a otras particularidades en el Diccionario de Román relacionadas con esta temática. De hecho, fuera de entregar familias léxicas al momento de proponer voces del español ejemplar para que se adicionen en el Diccionario usual, encontramos otros casos interesantes. Por ejemplo, por más que Román no apruebe una familia de palabras por ser galicismos, para él “innecesarios”, no se hace problema en dar cuenta de toda la familia léxica, como en mistificación, mistificador y mistificar: Mistificación, f. Acción o efecto de mistificar. (Véasele). En lugar de este feo galicismo tenemos en castellano: engaño, burla, chasco, […] (1913) Mistificador, ra, adj. y ú.t.c.s. Alucinador, ra. Véase el siguiente, […](1913) Mistificar, a. y ú.t.c.r. Es v. que han formado los galiparlistas del francés mystifier, el cual es derivación moderna aun para los hijos de las galias. (1913)

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También encontramos voces propias del español mapuchizado, relevantes para un estudio de esta variedad, las cuales aparecen en su totalidad: meucada, f. Acción o efecto de meucar; sueño breve y ligero. (1913) meucar, n. Cabecear, dormitar.[…] (1913) meucón, m. Cabezada. (1913) meuqueo, m. Cabeceo, cabeceamiento. (1913) O un caso de un chilenismo morfológico: moña, f. Así llaman en algunas partes de Chile el peinado de mujer sujeto o prendido con horquillas. Es recuerdo de la acep. castiza de moña: “lazo con que se suelen adornarse la cabeza las mujeres, singularmente en Andalucía”. (1913)

Moñada, f. Tirón del moño, repelón. Tiene algún uso entre el pueblo. (1913) Moño, m. En castellano se llama así el de las mujeres, el de las aves y el “lazo de cintas”; pero el chileno lo aplica también al pelo que el hombre tiene en la parte superior de la cabeza, al copete del caballo (mechón de crin que le cae sobre la frente) y, en general y figuradamente, a la cima o cumbre de algunas cosas: Pan con o de moño. (1913) En otros casos, por ejemplo, en usos subestándar, también se encarga Román de mostrarlos en su totalidad: Tajeado, da, adj., part. de tajear. Dígase tajado, da. Véase Tajear. -m. Dícese como sobrenombre o apodo al individuo que tiene en la cara chirlos o cicatrices de heridas más o menos prolongadas. (1916-1918) Tajeadura, f. Tajadura o tajamiento. Véase Tajear. (1916-1918)

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Tajear, a. No existe y dígase tajar: “dividir una cosa en dos o más partes con instrumento cortante. […](1916-1918)

2.5. Microestructura del Diccionario de Román Al detenernos en la tipología, destinatario y función del Diccionario de Román buscábamos, sobre todo, respondernos, primero, qué tipo de obra es el Diccionario de Román; buscábamos, además, poder comprender esa mixtura que se resuelve en una obra mayormente didáctica y con información normativa, por un lado, y diferencial, por otro, que no busca más que una unidad idiomática, unidad que solo se construye

a partir del conocimiento y buen manejo que tenga un hablante de su propia lengua. Queríamos, a su vez, tratar de demostrar que la información presente en el lemario del Diccionario de Román sería, creemos, de una asistematicidad aparente, porque en ese aspecto de obra variopinta, en ese cúmulo de notas y monografías no hay más que un acopio bastante evidente de artículos que son didácticos, informativos y normativos. Todo va, pensamos, en pos de ese afán pedagógico. Es ese, sostenemos, el objetivo de una obra como la de Román. No queremos, se entiende, forzar una tipologización ni una caracterización de este Diccionario; tampoco queremos extender un tipo lexicográfico reciente (entiéndase: un diccionario normativo, grosso modo), con las herramientas que tenemos, hoy por hoy, gracias a la teorización actual del método lexicográfico. Nada de eso. Solo hemos llegado a este punto luego de analizar cada uno de los artículos lexicográficos, organizarlos y establecer, con ellos, una suerte de lineamientos, patrones y, con ello, una estructura. Como sea, no queremos perder el norte respecto a que estamos ante una obra lexicográfica redactada por un sacerdote en –él mismo nos confiesa– su tiempo libre, como una suerte de solaz frente a sus deberes curiales. Es Román, ya sabemos, un hombre leído, con un manejo de la norma y con una sensibilidad lingüística, propia de estos viejos lexicógrafos. El ser conocedor, además, de otras lenguas, como el francés o el italiano y, sobre todo, del latín (como lengua viva, inclusive), lo hace un actor idóneo para cuestiones que tengan que ver con la instrucción lingüística, sobre todo desde un punto de vista arquitectural de la lengua. Sin embargo, su Diccionario es un claro producto de su tiempo y hay mucho de esa asistematicidad presente en la mayoría de las obras lexicográficas publicadas antes de que la disciplina diccionarística haya formado parte de la lingüística propiamente tal. El artículo lexicográfico, componente fundamental de un diccionario, “base y fundamento del diccionario” ( Porto Dapena 2002: 182), posee una organización, conocida como microestructura. Esta, la microestructura del artículo lexicográfico, término acuñado por Rey-Debove (“on appellera microestructure l’ensemble des informations ordonées de chaque article, réalisant un programme d’information constant pour tous les articles, et qui se lisent horizontalement à la suite de l’entrée”, 1971: 21) tiende a seguir un patrón o unos patrones más bien fijos dentro de la tradición lingüística actual. Bien sabemos que dos son las partes esenciales en que se estructura todo artículo lexicográfico: la enunciativa, que es la palabra que sirve de lema, también conocida como cabecera, definido, encabezamiento, entrada, enunciado, palabra-clave, rúbrica o voz guía (cfr. Haensch et al. 1982: 462; Seco 2003 [1987]: 15; Martínez de Sousa 1995: s.v. entrada; Porto Dapena 2002: 183) y la informativa, que es el cuerpo o

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desarrollo del artículo, es decir, la definición o la parte definidora, definitoria o el conjunto de informaciones acerca del vocablo estudiado (Porto Dapena 2002: 183). También sabemos que esta estructura esencial del artículo se constituye, si seguimos a Dubois y Dubois (1971: 41-42), de una oración copulativa, cuyo sujeto o tema es el lema, y el predicado la parte informativa o el conjunto de informaciones respecto a este lema. A propósito de este último aspecto, ya reflexionamos lo que pensamos de esta oración copulativa en relación con nuestro diccionario estudiado y el corpus contemporáneo a este, en la primera parte de nuestro estudio. El cuerpo mismo del artículo lexicográfico debe ofrecer una ordenación rigurosa y uniforme. Dependiendo del tipo de diccionario, se debe presentar, además, una variada información sobre el lema: su etimología, su pronunciación cuando sea necesario, su grafía cuando se presenten variantes o se desee fijar un uso determinado, las indicaciones gramaticales de la voz en cuestión, sus sinónimos si es pertinente, así como “toda clase de evaluaciones y caracterizaciones” (Haensch et al. 1982: 462). Encontramos, ya lo hemos mencionado, diferentes tipos de artículos lexicográficos en el Diccionario de Román, sobre los que no podemos entrar en detalle aquí, pero sí podemos presentar los más representativos, más que nada para dar cuenta de cómo se estructura el artículo lexicográfico en ellos. Por un lado, tenemos los artículos lexicográficos en donde Román propone que una voz sea parte de la lengua general, algo que para nuestro sacerdote implica que sea esta incorporada en el diccionario académico usual. La estructuración normal de estos artículos es, luego de la marca genérica, una definición. Posteriormente, Román presenta una argumentación que se refiere a la necesidad de que sea esta voz “aceptada” e incorporada en el diccionario académico. Suele extenderse en la argumentación, por ejemplo, presentando las voces que se usan para dar cuenta del referente y que serían innecesarias, para luego terminar con autoridades que refuerzan la relevancia de la voz en cuestión y, en algunos casos, incluso, Román presenta algunas autoridades que hacen uso de otro neologismo que él no acepta. Veamos un ejemplo: Prologar, a. Escribir el prólogo para una obra, generalmente cuando es de otro autor. Es neologismo usado por buenos autores; y, como está bien formado y es necesario, conviene admitirlo. Así se evitan los circunloquios presentar al público, apadrinar a un autor, escribir o hacer el prólogo, hacer la prefación, etc. Si existen catalogar, dialogar, epilogar, no vemos por qué privarnos de prologar. “Libro…prologado por el ilustre profesor uruguayo,” escribió Unamuno (A propósito de un libro peruano, I), y así también los demás contemporáneos. “Al prologar la obra Los salones de Madrid…, dije que no había que creer que todas las damas son tan elegantes y sublimes.” (Condesa de Pardo Bazán, La vida contemporánea). Don Juan Valera dijo prologizado,

pero también usó prologista, que tampoco ha sido aceptado: “Ni la misión de un prologista es entrar en polémica con su prologizado.” (Nuevas cartas americanas, 1890, pág. 195). (1913-1916) Repecto a las voces diferenciales, tenemos dos tipos: un primer tipo son las voces que Román presenta pero que no considera que sean voces apropiadas para formar parte del caudal general de la lengua (con la marca Chile), por lo que la RAE debería hacer caso omiso de ellas para una posible adición en el diccionario usual. Un segundo tipo de voces diferenciales son aquellas de uso común en Chile, de las que Román no tiene conocimiento de un equivalente o referente afín en España y que la RAE debería considerar adicionarlas en su diccionario. Para el primer tipo, tenemos el caso de talaje, por ejemplo. Este tipo de artículos suele seguir una estructura similar: la lematización en negrita, seguida de la marca funcional en abreviatura y una definición. Luego suele venir (también puede aparecer antecedida) que la voz es usada en Chile, en parte de Chile o en Hispanoamérica. Si Román tiene alguna autoridad de la que echar mano para darnos un ejemplo, suele citarla; si no, él mismo inventa ejemplos para dar cuenta del contexto de su uso. Puede dar cuenta, además, de algún tipo de información relacionada con la historia de la voz, su uso o alguna indicación enciclopédica. En el caso de talaje, se refiere a lo nueva que es la voz, refiriéndolo por medio de una autoridad. Como no es una voz que el sacerdote admita, suele entregar las voces que sean equivalentes (o no) del español estándar, de España o el español que aparece en el DRAE. Por último, suele aparecer la etimología: Talaje, m. Acción de pacer o comer los ganados la hierba en campo o potrero. -Precio que por esto se paga. -Ambas aceps. son corrientes en Chile, y tanto, que no se conoce otra voz para ellas. “Potrero de talaje, Poner animales a talaje, Ser muy barato o caro el talaje,” es el lenguaje usual de todos los chilenos en esta materia. No era así antaño, según testimonio de Vicuña Mackenna, que dice: “En cuanto al talaje de las bestias, es esa, en nuestra historia económica, una expresión completamente moderna, extraída de la raíz de los alfalfares que brotaron en torno a Santiago de las turbias aguas del Mapocho. Antes había por todas partes talas, pero en parte alguna hubo talajes.” (El libro del cobre, c. vi, §iii). En castellano tenemos pasturaje (derechos con que se contribuye para poder pastar los ganados) y herbaje (derecho que cobran los pueblos por el pasto de los ganados forasteros en sus términos concejiles y por el arrendamiento de los pastos y dehesas). Véanse pastaje y Pastal, pues también suele dársele el singificado de talaje a este último. -Talaje viene del v. talar, quizás por medio del francés taillage, tributo, impuesto. (1916-1918)

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Respecto al segundo tipo de voces, a diferencia de las que Román censura, van lematizadas en versalita y referidas a lo largo del artículo en cursiva. Luego de la marca sistémica, se entrega la definición. Puede darse algún tipo más de información complementaria, de tipo enciclopédico sobre todo, como sucede en el juego chileno del matasapo, en donde Román hace la comparación con un juego aragonés similar, y donde establece semejanzas y diferencias. Posteriormente solemos encontrar el discurso persuasivo respecto a la voz en cuestión: sea que la voz está bien formada, sea que la voz no aparece en el DRAE (en estos casos suele hacerse Román la pregunta retórica respecto a por qué se ha omitido la voz en el DRAE) y que debería o podría incorporarse en el diccionario académico: Matasapo, m. Juego de muchachos usado en Chile y parecido al de la apatusca, usado en Aragón y definido así por Borao: “juego que consiste en tomar número de orden, arrojando cada cual una moneda hacia un guijarro o canto, y, apiladas aquellas, golpearlas cada uno a su turno con una piedra (cualquiera que sea la posición en que hayan quedado a cada tiro o suerte), y hacer suyas las que al golpe presentan el anverso….En la Faetoncíada, breve poema de principios del siglo XVII, se lee: ¿Piensas que es gobernar el carro hermoso/Jugar a la patusca o a la chueca? El matasapo chileno solo se diferencia de la apatusca aragonesa en lo siguiente: en el matasapo se tira primero a una raya, como en la rayuela, y no a un canto o piedra; y el que golpea las monedas no lo hace una sola vez sino hasta que deja de echar caras; en ese caso golpea el segundo en las mismas condiciones; y así los siguientes hasta que se acaban las monedas. Bien puede admitirse este chilenismo. (1913) colegialada,

f. Travesura o diablura de colegial o propia de un colegial. Es voz tan bien formada y de tanto uso en Chile (y lo mismo creemos que será en otros países), que no nos explicamos por qué la ha omitido el Dicc. (1901-1908)

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Respecto a la estructura de los indigenismos, estos suelen tener un patrón común, por lo demás: según la actitud de Román con la voz misma, irán lematizados en negrita o en versalita. Luego de la marca sistémica, se entrega una definición lingüística que puede estar seguida, comúnmente, de información enciclopédica, como en llanca. Será una constante el que Román entregue la etimología del indigenismo en una acepción aparte. Puede ser una etimología que él mismo propone (menos frecuente), como en llame o pillulo, o puede presentar diferentes hipótesis, de las que él suele quedarse con alguna de las propuestas o con la que él mismo propone, como en llanca. Es esta información, la etimológica, dentro de este tipo de artículos, la que lo cierra y uno de los aspectos más relevantes de este tipo de artículo lexicográfico: Llame, m. En Chiloé, lazo, trampa para cazar pájaros (Cavada); lo que por acá llamamos guachi. (Véase esta voz). Parece que viene del araucano llami,

estera, porque al principio se harían estos lazos imitando el tejido de las esteras; y todavía en muchas partes el círculo que rodea todo el armadijo se hace con palitos rectos y unidos entre sí, en forma de zarzo o de estera. (1913) Llanca, f. “Mineral de cobre de color verde azulejo” [azulado]. (Lenz). – Pedrezuelas de este mismo mineral o parecidas a él, que usaban y usan todavía los araucanos para collares y sartas y para adorno de sus trajes. “En sus fiestas, bailes y regocijos…échanse al cuello unas como cadenas de las que llaman llancas, que sacan de ciertos peces del mar y son entre ellos de grande estima”. (Ovalle, Histór.rel., l. iii, c. iv). Don Tomás Guevara, describiendo el traje actual de las araucanas, enumera en primer lugar: “La faja frontal, guarnecida con las piedras llamadas llanca, chaquiras o conchas marinas”. (Últimas familias y costumbres araucanas, p. ii, c. iii). –Febrés trae como araucana esta voz y la define: “Unas piedras verdes, que estiman mucho, con que pagan las muertes, y se toma por otras cualesquiera padas de muertes”. De aquí llancatu: “Las gargantillas de las indias, hechas de dichas piedras, y también de chaquiras o cuentas de vidrio, y las mismas cuentas”. (Id.) Como se ve, llanca no es el collar, gargantilla o sarta, como han creído algunos, sino una de las clases de piedra con que estos se hacen o se adornan. En los diccionarios quichuas aparece también una llankca, greda, y otro llanca, color, y, según Mossi, llancca, colorado fino. En metalurgia llamamos vulgarmente llanca, al silicato de cobre, y científicamente crisocola (del griego crusoz, oro, y colla, cola), nombre que daban los antiguos al bórax, porque lo empleaban, como ahora, para soldar el oro. Parece pues, por todo esto, que ha habido fusión de una palabra quichua con su homófona araucana. (1913-1916) Pillulo, m. Serie no interrumpida de cartas desde el as hasta el rey, en el juego de la pandorga; con lo cual se gana el juego. –Del v. araucano pillun, tener uno en el juego del quechu. Por semejanza, en la pandorga o pichanga, pillulu es el que hace un juego completo, por consiguiente, el que gana. (1913-1916) En el caso de los artículos lexicográficos relacionados con voces gramaticales, tenemos otra estructuración que varía según el tipo de información que quiera el sacerdote presentarnos. Sin embargo, por ser estos artículos lexicográficos normativos, siempre tendrán una información más bien uniforme: o hacen referencia a un tipo de incorrección como en ese, sa, so; o bien, hacen referencia a alguna realización o función que aún no ha sido tomada en cuenta por la RAE, como en caro, ra. Suele ir el lema en versalita, mas si se hace referencia a un uso incorrecto (solecismos, por ejemplo), estos se destacan en negrita dentro del artículo. Luego de la marca sistémica, lo que redacta Román es una suerte de pequeña monografía relacionada con algún aspecto de la voz en cuestión. Esta monografía se centra un un aspecto relacionado con la corrección idiomática y Román se preocupa, siempre, de entregarnos ejemplos, pocas veces inventados, como en ese, sa, so; o, las más veces, hace uso de

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autoridades, como la de Cuervo o de la misma Academia, entre otras, como en caro, ra. Asimismo, en los artículos polisémicos de este tipo, puede haber referencia a otros aspectos normativos o a propuestas de adición de acepciones: Ese, sa, so, pron. dem. Es muy común en el lenguaje epistolar sustantivar el demostrativo esa para significar la ciudad en que está la persona a quien se escribe, y esta para designar la ciudad donde se escribe. “Cuéntame cómo se pasa en esa; lo que es en esta, se lleva la vida más aburrida que puede darse”. Como este uso es general a todos los que hablan castellano, debe ya el Dicc. acogerlo como acep. especial del pronombre. –Muy afrancesado es el empleo de ese, este y aquel en ciertos casos de aposición. “Las pirámides de Egipto, esos monumentos que han resistido a la acción destructiva de los siglos”. “¿Quién no conoce a Balmes, este gran filósofo, honra de su nación y de su época?” “Cicerón aquel grande orador romano…” La lengua castellana, o prescinde de tales demostrativos, que, en vez de añadirle, le quitan vigor y elegancia, o los reemplaza por adjetivos o epítetos más propios y expresivos. ¡Qué compasión inspiran y cuánta pobreza manifiestan los escritores y oradores que han llegado a familiarizarse con esta esterilidad del francés! Estos tales no son capaces de admirar la rotundidad del período cervantino, ni de gustar la majestad y dulzura de Granada y demás místicos y ascéticos españoles, y mucho menos de correr y entusiasmarse con la concisión de un Saavedra Fajardo. –Véase con eso. –Faltan también en el Dicc. las locuciones Y eso que, Y esto que, que se emplean en sentido general para reforzar lo dicho anteriormente. –Véase aquel. (1908-1911)

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Caro, ra, adj. Es también adv. de modo y significa: “a un precio alto o subido”. Lo difícil es saber en qué casos debe usarse como adj. y en cuáles como adv. Por desgracia no hemos hallado tratado expresamente este punto en los gramáticos; y en cuanto al uso, es tan poco uniforme, que no puede deducirse de él una regla general. Así lo reconoce Cuervo, que dice: “Con verbos como comprar, costar, es vario el uso, pues puede usarse el adj. como predicado o el adv.”; y confirma su aserto con numerosas citas de buenos autores, así antiguos como modernos. Por nuestra parte podemos decir que en algunos casos nos disuena bastante el uso de caro como adj. con los verbos comprar, costar, salir, pagar, vender, alquilar, arrendar, etc., como, por ejemplo, en esta cita de Calderón: ¡Qué fuera/tan avara mi fortuna!/Pero mi fortuna quiere/Que con su sangre la compren,/Porque más cara les cueste; Y en esta otra de Larra: “Compras la victoria demasiado cara para gozar de ella”. Por nuestra parte habríamos preferido en ambos casos el adv. caro, porque mejor se expresa el sentido con este, que equivale al complemento “a un precio alto o subido”, que con el predicado. Sin embargo, en otros casos, es decir, cuando se da a caro un significado más explícito y más en relación con el sustantivo a que debe referirse, se puede preferir el predicado; v.gr.: “Compré las papas caras y las vendí baratas”. De propósito hemos escrito este último adj. para que se aplique a él cuanto se ha dicho de caro. Lo único que acerca de esto encontramos en la Gramática de la Academia es lo siguiente: “Muchos adjetivos pasan a ser adverbios, pero siempre en terminación masculina; lo cual se conoce claramente por el contexto de la oración. Si la palabra de que se

trata tiene racional concordancia, explícita o implícita, será adjetivo; si no la tiene ni puede tenerla, será adverbio”. Lo cual es discurrir a posteriori o examinar las cosas por sus efectos, cuando lo que convendría sería estudiarlas en sus causas u orígenes. (1901-1908) En el caso de los artículos lexicográficos destinados a voces extranjeras, encontramos dos tipos de estructuras: la de las voces que Román condena y la de las voces que Román acepta. El extranjerismo “condenable” estará siempre lematizado en negrita, seguido de la marca sistémica, así como la opinión de Román respecto a lo innecesario de la voz, seguido, siempre, de una enumeración de voces en español que son equivalentes (o no tanto) del extranjerismo condenado (es interesante que en el caso de sandwich Román propone, incluso, un uso del español andino el cual, a su vez, es una transición semántica del catalanismo butifarra, por sobre el anglicismo sandwich). Asimismo, suele Román entregar alguna que otra normativa respecto a su correcta pronunciación de la voz. Respecto a los extranjerismos que Román acepta, que son los menos, pero los más interesantes por la oposición entre el purismo del sacerdote y sus ideas lingüísticas más de avanzada, suelen estar lematizados en versalita, seguidos de la marca sistémica. Posteriormente, Román suele citar alguna autoridad que censura la voz o la acepción en cuestión, como en el caso de lejos, donde encontramos la autoridad de Mir (usual en estos casos, así como la de Baralt), frente al contraargumento de Román. Destacamos en este punto la posición de nuestro sacerdote, puesto que solemos encontrar en estos discursos, justamente, una fuente interesante de datos de análisis relacionados con actitudes e ideologías lingüísticas. Suele, por lo general, cerrarse el artículo con este tipo de discursos: Sandwich, m. Voz inglesa, tan usada entre nosotros como innecesaria, pues tenemos en castellano emparedado, m. (lonja pequeña de jamón u otra vianda fiambre, entre dos pedacitos de pan). Butifarra, como provincialismo del Perú, significa: “pan dentro del cual se pone un trozo de jamón y un poco de ensalada.” Companaje y compango es la “comida fiambre que se toma con pan, y a veces se reduce a queso o cebolla” –Por extensión y familiarmente llamamos también sandwich, todo manjar, aunque no sea fiambre, que se prepara a semejanza del emparedado; por ej., palta entre dos rebanadas de pan. –La pronunciación de este vocablo es sándwich, ensordeciendo la a; pero casi todos dicen en Chile sángüich, y el vulgo, sangüíche, como dice también Condéll, Lourdes. La misma mala pronunciación Sangüích suelen dar en las escuelas y colegios a las islas de Sandwich. (1916-1918) Lejos, adv. “Por galicismo juzgamos, dice el P. Mir, el uso de la palabra lejos de, al estilo de la francesa loin de, a manera de conjunción […]”. Mucho se apegó a la letra el Padre al querer ver esta oposición en los simples verbos caer y hallar. Por lo demás, lo único que sacamos en limpio de todo su largo

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alegato, es, que los clásicos nunca usaron el lejos de solo, sino acompañado de tan, cuanto, muy. Demos que así sea: ¿qué inconveniente hay para quitarle esa muleta y dejarlo que ande solo con sus dos piernas, que bien buenas y expeditas las tiene? Pero que es tomado del francés, y no debemos manchar con galicismo la pureza de nuestra lengua. Demos también que así sea: ¿por qué no hemos de aprovechar del vecino lo que, al par de ser más cómodo, más conciso y enérgico, no es contrario a la índole del castellano ni al significado de sus voces? Este es, precisamente, el desenvolvimiento legítimo que hemos de dar a la lengua, porque ningún criterio humano puede aceptar que se estancara desde la subida de los Borbones al trono de España. (1913)

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Queríamos presentar los patrones de organización de algunos de los tipos de artículos lexicográficos en el Diccionario de Román, sobre todo para evaluar el grado de estandarización o principio de normalización de estos (Ahumada Lara 1989: 20), en términos de la lexicografía moderna. En otras palabras, queremos deducir si el trabajo que debería haber seguido Román, al momento de redactar un artículo lexicográfico, se dio bajo una serie de pautas determinadas. Estas pautas, desde la óptica de la lexicografía moderna, derivan en una uniformización de los segmentos textuales que forman parte del artículo lexicográfico (o “explicación lexicográfica”, cfr. Wiegand 1988: 35; Ahumada Lara 1989: 20). Los elementos que se estandarizan son, por ejemplo, las convenciones tipográficas con carácter funcional, así como las abreviaturas y signos que reemplazan una palabra dentro del artículo lexicográfico. Esto, de alguna forma, es lo que se le pide a un diccionario actual, frente a esa libertad -maravillosa y anárquica, pensamos- que se puede encontrar en la lexicografía antes de convertirse en una ciencia. De esta forma, se pueden dividir los artículos lexicográficos de los diccionarios en estandarizados y no estandarizados. Si bien los artículos lexicográficos redactados por nuestros viejos lexicógrafos forman parte de este segundo grupo, el de los no estandarizados, como hemos comprobado con una secuencia de ejemplos, hay mucho de estandarización en la formulación de los artículos lexicográficos de Román. En efecto, si los comparamos con los artículos de Rodríguez, Ortúzar, Monner Sans o Tobar, al pensar en el universo lexicográfico hispanoamericano contemporáneo a nuestro sacerdote, podemos afirmar que en Román, en García Icazbalceta o, en mayor grado, un Garzón, sobre todo, sí que se logra un grado de estandarización. Otro aspecto que nos puede servir para analizar los artículos lexicográficos y que nos viene de la metodología lexicográfica actual y de lo que, en parte, nos habíamos referido en la primera parte del estudio, tiene que ver con el diccionario y, en especial, con cada artículo lexicográfico como un acto de habla de respuesta (de lo que han hecho referencia, por lo demás, Rojas 2010, Huisa 2015 y nosotros mismos,

en Chávez Fajardo 2015c) y, sobre todo, como un acto de habla explicativo. Esta función básica, de explicar algo a un usuario potencial, es lo que determina el estilo de un diccionario (cfr. Wiegand 1989), puesto que el hecho de explicar depende, inevitablemente, de una tradición diccionarística determinada. Este aspecto tiene que ver con la manera recurrente en que se ejecutan los actos explicativos del diccionario; es decir, cómo se explica el significado de una voz o cómo se informa sobre una serie de aspectos a los usuarios potenciales de ese diccionario.

2.5.1. Los lemas en el Diccionario de Román Las unidades léxicas que se eligen para ser estudiadas, sea en definición, sea en explicación, podrán ser objeto de un artículo independiente y, por lo tanto, se constituirán como las entradas o lemas, es decir, esa “parte enunciativa de un artículo” (Haensch et al. 1982: 462); frente a otras unidades que serán objeto de estudio, sea en definición, sea en explicación, al interior de los artículos dedicados a otras unidades, llamadas subentradas (Porto Dapena 2002: 174). Por la misma razón, se puede hablar de dos tipos de lemas: los propiamente dichos, cuya función de cabecera da lugar a artículos lexicográficos independientes y las subentradas o “palabras internas” dentro del artículo, las cuales pueden ser unidades pluriverbales las más veces pero, también, voces que no tendrán su artículo propio en el Diccionario de Román, como hemos mencionado. Tal como habíamos hecho referencia anteriormente, la lematización varía según el tipo de voz y se explicita esto con el concurso de algunos recursos tipográficos. Este tipo de recurso no es novedoso dentro de la lexicografía chilena, puesto que ya lo había tratado así Ortúzar. En ambos casos se han lematizado, por un lado, en versalita las voces generales o diferenciales que aún no han sido incorporadas por la tradición académica. Asimismo, su referencia, dentro del artículo lexicográfico, se hace en cursiva. Por otro lado, ciertas voces diferenciales o voces subestándar o realizaciones que Román no acepta, se lematizan en negrita, así como su referencia dentro del artículo lexicográfico. Anteriormente, habíamos hecho referencia a que el lema, por su condición enunciativa, funciona como sujeto o tema, frente al cuerpo del artículo, que posee una función informativa, predicativa. Sin embargo, no hay que olvidar que el lema posee, a su vez, un carácter informativo, porque sirve para dar cuenta de la forma canónica de la voz en cuestión o todo lo contrario (cfr. Porto Dapena 1980: 248). Esto lo podemos ejemplificar con algunos de los artículos lexicográficos normativos

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en Román. Encontramos dos tipos de lemas: uno que da cuenta de la forma canónica, siempre lematizado en versalita, y otro que da cuenta de la forma subestándar, siempre lematizado en negrita. En un caso, como en el lema perennal, perennalmente; perenne, perennemente y perennidad, la lematización en su completud da cuenta de las formas consideradas canónicas, correctas, frente a las menciones, dentro del artículo, de las realizaciones incorrectas, en negrita. Por otro lado, rei, reices, la lematización da cuenta de las formas consideradas subestándar: Perennal, perennalmente; perenne, perennemente y perennidad. Aun algunas personas educadas ignoran la recta pronunciación de estas voces, pues dicen perecnal y perecne, peregnal y peregne, peremnal y peremne. Mejor es que digan perenal y perene, que admite el Dicc., aunque en realidad debieran tener la nota de anticuados. (1913-1916) rei, reices. Pronunciación plebeya de raíz, raíces, como mei, meices (maíz, maíces). (1916-1918) Los lemas, a su vez, pueden ser monomórficos, es decir, cuando están constituidos por una sola forma gráfica, o polimórficos, es decir, cuando están representados por varias formas gráficas. Porto Dapena (1980: §2.4.2.; 2002: 175 y 183) presenta dos tipos de polimorfismo: un polimorfismo gramatical y un polimorfismo léxico, este último conocido como polimorfismo propiamente dicho, es decir, cuando la entrada ofrece variantes relacionadas con su constitución fónica u ortográfica. Como vemos, Román suele lematizar ambas variantes como lema:

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Pelícano o pelicano, m. Con las dos acentuaciones lo trae el Dicc. La esdrújula es la corriente en prosa y en verso, aunque la grave o llana es la verdadera, porque esa es la que lleva en latín y en griego. ¿Se habrá preferido la esdrújula para diferenciarlo del adj. pelicano, na, que tiene cano el pelo? Muy probable. Así jugó con estas dos voces el autor de un soneto que se atribuye a Góngora y a Quevedo, y que en su segundo cuarteto dice así: Mas ¿quién se maravilla de este hecho,/Sabiendo que halla ya paso más llano,/ La bolsa abierta, rico pelícano,/Que el pelícano pobre, abierto el pecho? Se compara un amante rico y de pelo cano con un amante fino y tierno como el pelícano que se abre el pecho para dar su sangre, según la antigua fábula. Don Miguel Luis Amunátegui, que citó las dos versiones del soneto (Acentuaciones viciosas), y que no supo que la verdadera acentuación de pelícano es pelicano, al acabar el artículo, se admiró, con la admiración del portugués, que un predicador, hablando en Chile de Cristo Sacramentado, dijera: “Este es el verdadero pelicano”. Por el latín litúrgico ese predicador estaba habituado a la verdadera acentuación. En efecto, en el Salmo cl se lee: “Similis factus sum pellicáno solitudinis”; y en uno de los himnos de Santo Tomás de Aquino: Pie pellicáne, Jesu Domine, Me immundum munda tuo sanguine. (1913-1916)

Sobreesdrújulo (1916-1918)

o sobresdrújulo,

la, adj. Ambas formas admite el Dicc.

Tarraja o terraja, f. “Tabla guarnecida con una chapa de metal recortada con arreglo al perfil de una moldura, y que sirve para hacer las de yeso, estuco o mortero, corriéndola cuando la pasta está blanda. | Barra de acero con una caja rectangular en el medio, donde se ajustan las piezas que sirven para labrar ñas roscas de los tornillos.” Ambas formas acepta el Dic. (1916-1918) Respecto al polimorfismo gramatical, este es el objeto de algunos artículos gramaticales por sí mismo, muchas veces, en Román. Bien se sabe que un diccionario no puede ni debería ofrecer todas las formas flexivas de una palabra, salvo en algunos casos especiales (como el que acabamos de ver con perennal, perennalmente; perenne, perennemente y perennidad, por ejemplo), sobre todo por razones normativas. Idealmente, el diccionario debería limitarse a presentar la voz que funciona como forma básica, canónica o clave (cfr. Porto Dapena 2002: 175) de una de esas formas flexivas, algo que usualmente viene dado por la tradición lexicográfica, aspecto que ya mencionaba Zgusta en su clásico manual (1971: 120). El Diccionario de Román, tratándose de los sustantivos, toma como enunciado la forma masculina singular, seguida de la terminación femenina, también en singular, siempre que el sustantivo ofrezca alternancia genérica. En este punto, Román es muy cuidadoso respecto a la flexión genérica del femenino, siempre en diálogo con la tradición académica, sobre todo cuando el Diccionario usual no ha flexionado aún la voz en cuestión. En el caso de que no exista flexión genérica, se usa el singular masculino o femenino, según el género del sustantivo; y si estamos ante un pluralia tantum, el sustantivo se enuncia en plural. Respecto a los adjetivos de dos terminaciones, estos también se encabezan en singular, mediante la forma masculina seguida de la terminación femenina y siempre en grado positivo. También Román es cuidadoso con la flexión en estos, por lo que tenemos interesantes ejemplos respecto a esta suerte de “defensa del género” en su Diccionario, algo que trataremos más adelante en la tercera parte. Al respecto y como una forma de mostrar el cuidado que tuvo el sacerdote chileno en este punto, nos hemos tomado la libertad de entregar un abundante número de los casos en donde Román propone cambiar la lematización, entregando una serie de argumentos en el cuerpo del artículo para dar cuenta de tal fin: Bastonera […] Mujer que hace oficio de bastonero. (Véase el siguiente). Bien podía el Dicc. haber llevado su generosidad hasta admitir esta forma femenina del bastonero. (1901-1908) Comensala, f. Para la claridad y la lógica del idioma convendría que se admitiera, porque es malsonante decir la comensal, como habría que hacerlo,

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ya que el Dicc. no admite sino a comensal con género común. Si ya tenemos colegiala, coronela, generala, mariscala, oficiala, Marciala, Pascuala, y con el feminismo pronto habrá también fiscala, corresponsala, etc., ¿por qué no hemos de tener también comensala? La rival sería excepción a esta regla. (1901-1908) Confidenta, f. No lo admite el Dicc. con esta terminación sino únicamente con e (confidente), pero de género común: “persona a quien otra fía sus secretos o le encarga la ejecución de cosas reservadas”. Iriarte, Jovellanos, Meléndez, Clemencín y Valera, entre otros, lo usan como f. en a, refiriéndose a mujer, lo que nos parece muy propio y más claro. (1901-1908) Deudo, da, m. y f. Así, como m. y f., se ha usado y se usa en castellano, como puede comprobarse con todos los clásicos y los escritores modernos. En Chile se figuran todos que este nombre es común, como mártir y testigo, y nadie se atreve a decir, tratándose de mujeres, deuda, deudas. ¿Será por el horror que se tiene a las deudas de dinero, cuyo nombre no quiere oírse, y menos entre parientes? Pues, pelillos a la mar, y hablemos el castellano tal como es. (1908-1911) ermitaño, eremita o solitario.

Los tres son sinónimos y para el Dicc. masculinos; creemos que el primero debe admitirse t.c.f. (1908-1911) Feligrés, sa, m. y f. Les disuena a algunos chilenos el f. feligresa y lo reemplazan por feligrés, como si fuera adj. de una sola terminación, igual a cortés. Sepan pues que en castellano se ha llamado y se llama feligresa a la mujer que pertenece a cierta y determinada parroquia, respecto a esta misma. (1908-1911) pariente, ta,

adj. No tengas miedo, lector o lectora, a la terminación f. parienta, porque esta es la única que debe usarse tratándose de seres femeninos. “En casa de la amiga o de la parienta”. (Quijote, p. I, c. XXXIII). “Si cortesías engendran cortesías, la nuestra es hija o parienta muy cercana de la del gran Roque”. (Ibíd., c. LXI). (1913-1916)

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Portador, ra, adj. y ú.t.c.s. “Que lleva o trae una cosa de una parte a otra” Como se ve, la definición es muy general; por eso, tratándose de una persona que lleva la carta de un sujeto a otro, debe emplearse dador, ra, que significa esto precisamente. La terminación f. se la damos nosotros, porque el Dicc. se la negó, haciéndolo m. solamente. (1913-1916) postulanta,

[…] El Dicc. admite solamente postulante, part. a. de postular. Ú.t.c.s. Ni siquiera le da género com. Para la claridad y siguiendo la lógica del idioma, es necesario aceptar las dos terminaciones, como lo hace el Dicc. con mendigante, ta, pretendiente, ta, presidente, ta, sirviente, ta, etc. […] (1913-1916)

practicanta, f. Debe admitirse por lo menos en estas dos aceps. que tiene practicante: “el que posee título para el ejercicio de la cirugía menor: el que

en los hospitales hace las curaciones o propina a los enfermos las medicinas ordenadas por el facultativo de visita.” Véase postulanta. (1913-1916) Preceptora, f. Si preceptor significa “maestro, el que enseña.” ¿qué inconveniente hay para decir también preceptora por la mujer que enseña? Es cierto que maestra significa: “mujer que enseña a las niñas en una escuela o colegio; mujer del maestro;” pero, si el hombre tiene dos vocablos, ¿por qué su compañera que se dedica tanto como él a la enseñanza, ha de tener uno solo? Si ya hay doctor y ra, profesor y ra, rector y ra, etc., etc., a pari nos quedaremos también con preceptora, mal que le pese al Dicc. (1913-1916) Prologuista, m. Escritor de prólogos. Así el Dicc. Refórmese el género, dándole el com., porque también hay mujeres que escriben prólogos, como el de Doña Emilia Pardo Bazán a las poesías de Gabriel y Galán. (1913-1916) Protomártir. Como m. solamente lo da el Dicc.; nosotros creemos que debe ser com., como el simple mártir; y en prueba de ello véase este texto del Maestro Valdivielso, que lo usó como f., aplicado a la SSma. Virgen María: Por ti el lúcido ejército que goza Tras muerte momentánea eterna vida. De ver felicemente se alboroza De amor la protomártir defendida (Sagrario de Toledo, l. XIII). “Santa Tecla, la protomártir de su sexo, para quien tuvieron entusiastas loas los Padres de la Iglesia.” (Calazáns Rabaza, Posiciones de la mujer). (1913-1916) pupilo,

m. La 2.ª acep. que le da el Dicc. es: “el que está ajustado por un tanto diario en una casa particular, para que le cuiden y le den de comer.” Al f. pupila no se la da. En Chile suele llamarse pupilo y pupila al colegial y colegiala que viven y comen en el colegio, aunque lo más común es llamarlos internos, a diferencia de los externos, que pasan el día en el colegio para estudiar y asistir a las clases. […] El último Dicc. admitió esta denominación, pero solamente para el m.; el f. tendrá que aguardar hasta la 15.ª edición. (1913-1916) Por su parte, los verbos se lematizarán en infinitivo, siguiendo la tradición lexicográfica: Preveer, a. No hay tal, como prever, compuesto de pre y de ver […] (1913-1916) Los pronominales, por su parte, cuando se trata de dar cuenta de una acepción pronominal o el verbo mismo lo es, se lematizarán, justamente, en forma pronominal. Cuando el verbo ofrece ambas conjugaciones, se opta por lematizar en infinitivo: prevalecerse, r. No faltan, aun entre los que se tienen por ilustrados, quienes empleen este v. como en la fr. que reprobó Baralt: “Se prevaleció de la inexperiencia de la pobre niña para seducirla y perderla” […] (1913-1916).

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Rajar, a. Por la mala pronunciación del grupo sg, que para nuestro pueblo es j, se confunden entre nosotros, aun en mucha parte de la gente culta, los verbos rajar y rasgar; por eso es necesario distinguirlos bien […]-Fig. y fam., desacreditar o censurar acremente. Es acep. más fuerte que las sinónimas de pelar y descuerar y es usada también en España […] - También fig. y fam. y a., reprobar a uno en un examen: “Rajaron a Enrique en Aritmética.” - r. Abrirse o partirse la piel a causa del frío. “Se me rajan las manos.” Nos parece bien usado el v., porque no sale de su significado general; sin embargo, el que no lo apruebe piede decir agrietarse, […]-También r., fig. y fam., costear, por amistad, alegría o buen humor, alguna cosa de comer o beber, para tomarla en compañía de otro u otros; feriar. “Se rajó con un almuerzo” […] (1916-1918)

2.5.2. La definición en el Diccionario de Román

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Respecto al significado, bien sabemos que en el ejercicio lexicográfico la dinámica entre el lema y su definición, explicación o paráfrasis es, sin duda, la práctica fundamental que le toca al lexicógrafo, es “la médula del artículo lexicográfico, la tarea más ardua que le toca al lexicógrafo” (Seco 2003 [1987]: 30-31) o “el principio y fin del diccionario” (Ahumada Lara 1989: 55). Esta ecuación semántica conlleva, sabemos, la propiedad sustitutiva, por lo que se ha hablado de definición propia e impropia, así como de estrategias para determinar lo esencial de lo contextual, con el uso de contornos, por ejemplo. De hecho, uno de los aspectos más estudiados dentro de la lexicografía y, además, uno de los más criticados al momento de hacer metalexicografía, es el de la definición. Como sea, muy en la línea de su contexto, lo que hemos constatado en el segundo enunciado del Diccionario de Román es la presencia, sobre todo, de un tipo de discurso relacionado con los comentarios, las notas y las observaciones. Es decir, un discurso las más veces subjetivo y con una interesante y marcada carga ideológica, algo que no nos tiene que sorprender porque es uno de los aspectos que más se estudian al momento de analizar diccionarios con estas características. En rigor, lo que constatamos va más allá de lo estrictamente lexicográfico, puesto que, ya hemos visto, hay todo un programa ideológico de base, así como una serie de discursos fundantes que no deben dejarse de lado al momento de leer estos diccionarios, tal como planteamos en la primera parte. Pensamos en este aspecto justamente, porque solemos medir con la vara actual las definiciones de antaño, para demostrar fácilmente (las cosas como son) lo poco científicas que eran estas definiciones. Pensamos, sobre todo, en esa vara, que no es más que el resultado de una serie de reflexiones –fundamentales para la lexicografía, no podemos dejar

de decirlo– en la que nuestros teóricos más relevantes han venido investigando en las últimas cuatro décadas. Pensamos, por ejemplo, en los postulados lexicográficos más estrictos, como esa maravillosa ley de la sinonimia que desarrolló Seco desde finales de los años setenta (aquí ver 2003 [1987]), sobre todo. Sin embargo, en los últimos años, han empezado a abrirse los límites de la definición, porque esta ha quedado muy estrecha para una idea mucho más amplia, que es la predicación, la segunda enunciación en palabras más generales. Pensamos, por ejemplo, en lo que expone Porto Dapena en su Manual, quien proponía utilizar un amplio concepto de definición: “llamando así a todo tipo de equivalencia establecida entre la entrada y cualquier expresión explicativa de la misma en un diccionario monolingüe” (2002: 269). O, por otro lado, pensamos en la crítica de Huisa Téllez respecto a los severos moldes de definición lexicográfica dentro de nuestra tradición, puesto que “en tradiciones no hispánicas el término [la definición] se ha visto superado por el de explicación o el de comentario” (2015: 176). En efecto, nosotros seguimos en la lexicografía hispánica, las más veces, batallando entre la ley de sinonimia y el contorno, o bien, intentando precisar de la manera más idónea la información complementaria del segundo enunciado, algo que en absoluto desestimamos, pero que encontramos, francamente, inviable aplicarlo al estudio historiográfico de un diccionario que, por razones cronológicas obvias, no aplicó tales principios. Por lo mismo, lo que queremos es seguir la línea de Werner, en el clásico, ya, estudio colegiado La lexicografía, quien críticamente comentaba, respecto de la lexicografía hispánica: Pocas veces los autores han profundizado el problema de si el diccionario tenía que representar necesariamente un análisis del contenido de unidades léxicas y si la definición lexicográfica no podría consistir en una simple instrucción (en sentido general), que debería permitir al usuario utilizar adecuadamente una unidad léxica como emisor o entenderla adecuadamente como receptor de un mensaje lingüístico (Werner en Haensch et al. 1982: 262-263) En resumidas cuentas, la definición misma, esa labor que funde al lexicógrafo con el semantista (Rey-Debove 1971, Ahumada Lara 1989), por tratar ambos con el contenido, viene, sobre todo, a dar cuenta, tanto por su teoría como por su práctica, de la naturaleza del significado con las herramientas que se tengan a mano y, por sobre todo, con una intuición lingüística que hace que alguien como un lexicógrafo logre eso: redactar definiciones. Insistimos en que no estamos por la labor de dar cuenta de la impropiedad de la definición desde un punto de vista de ley de la sinonimia, o que una definición enciclopédica desbarate la definición en un diccionario

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de lengua como este; o que falte un contorno; o que tal o cual colocación sea insuficiente porque, creemos, sería una perogrullada. En efecto, en un Diccionario como el de Román encontramos, dentro de los niveles del segundo enunciado, las más veces, equivalencias, sinonimias, explicaciones e impresiones, opiniones, imposiciones y, muchas veces, clamores ardorosos, por lo demás. Y, por sobre todo, encontramos instrucciones para el uso correcto de una voz en cuestión, algo que, de alguna manera, nos hace mentar de nuevo a Werner: Podemos afirmar que el objeto de la definición lexicográfica del diccionario semasiológico monolingüe de tipo tradicional o del diccionario bilingüe es dar al usuario una instrucción que le permita usar o interpretar correctamente signos léxicos según su papel de emisor lingüístico, receptor lingüístico o traductor (Werner en Haensch et al. 1982: 271). Lo que proponemos es dar cuenta de los tipos de definiciones que se presentan en el Diccionario de nuestro diocesano. Por ser este un diccionario mixto tendrá tantas definiciones de diccionario de lengua como equivalencias, explicaciones, comentarios y definiciones enciclopédicas, entre otras. Justamente, si bien hoy por hoy la definición lexicográfica per se es la definición conceptual perifrástica (Porto Dapena 2002: 277), esto no implica que sea el único tipo de definición: Toda palabra es un signo y, como tal, puede considerarse en su significado, en su significante o en su funcionamiento sintáctico o pragmático; pero, a su vez, por ser precisamente un signo, representa una realidad en sí misma, la cual puede ser asimismo objeto de definición. (2002: 277)

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Por esta misma razón encontraremos definiciones enciclopédicas, definiciones conceptuales, definiciones funcionales, definiciones híbridas, definiciones sinonímicas, definiciones perifrásticas sustanciales con su tipología y definiciones perifrásticas relacionales. Trataremos todos estos tipos de definiciones a continuación. Insistimos: no estamos por la labor de analizar detalladamente y de manera monográfica la definición propiamente tal, pero es este, creemos, uno de los puntos más importantes en un examen metalexicográfico de un diccionario, así como en el estudio de este y de lo que queremos hacer, en rigor, en este estudio, que es presentar “ante sociedad”, digamos familiarmente, un diccionario como el de Román.

2.5.2.1. Definiciones enciclopédicas Es muy usual encontrar definiciones enciclopédicas en el Diccionario de Román, sobre todo en los artículos lexicográficos relacionados con realidades americanas,

en donde la información relacionada con flora, fauna o cultura, entre otras, excede la que requiere, estrictamente, el lema, si hablamos desde una óptica de definición estrictamente lingüística. Entendemos, en este caso, por definición enciclopédica lo que define Martínez de Sousa en su artículo correspondiente: “Definición que informa acerca de cosas, describe procesos, explica ideas o conceptos, aclara situaciones, enumera partes, tamaños, formas, etc., en cantidad necesaria para distinguir lo definido de cualquier otro término que se le pueda parecer” (1995: s.v. definición enciclopédica). En este punto tocamos un tema relevante dentro de los estudios lexicográficos y tiene que ver con la pertinencia, o no, de una definición de estas características en un diccionario de lengua. En efecto, según se trate de definir una palabra o la realidad referida por esta, se distinguen, como punto de partida, dos tipos básicos de definición: la definición lingüística y la definición enciclopédica, distinción que se remonta a lo expuesto por Aristóteles (cfr. Casares 1992 [1950]: 159; Porto Dapena 2002: 277). Frente a la manida pregunta de hasta qué punto las definiciones de los diccionarios debieran describir el significado de las palabras o, más bien, debieran describir las realidades a las que estas apuntan, lo que nos interesa, en rigor, es demostrar cuán necesarias son estas definiciones en determinados tipos de diccionarios. En efecto, imaginemos el contexto en donde el acceso a una información más detallada e ilustradora podía darse en un número reducido de textos; asimismo, un número reducido de usuarios podía tener acceso a esta información. Es en este espacio en el que un diccionario podía establecerse como una fuente de información valiosa, que fuera más allá de la información de lengua. Insistimos, en este aspecto, en el rol pedagógico que poseía una obra como la de Román, sobre todo en el intento de “reflejar el conocimiento científico y objetivo que se tiene de la realidad descrita” (Anaya Revuelta 1999: 103). Un ejemplo interesante es el de guaca, un quechuismo que da cuenta de un referente cultural. Román cita, en primer lugar, la definición que el DRAE da a guaca. A su vez, nuestro sacerdote propone otra acepción, figurada, que requiere de una explicación. El argumento para que se tome en consideración esta acepción, a su vez, es el uso frecuente de voces pluriverbales que contienen la voz con la acepción en cuestión. Para enriquecer su argumento, recurre a autoridades que cita y con las que, como veremos, construye una definición enciclopédica. Es este el modus operandi de nuestro sacerdote al momento de redactar una definición enciclopédica: tratar con autoridades y citarlas. Estas, en su conjunto, son las que conforman el segundo enunciado y este tipo de discurso enciclopédico: Guaca, f. “Sepulcro de los antiguos indios del Perú y de otros pueblos de América”. Así lo define el Dicc. – En Chile es muy usada esta acep., pero

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también la fig. de tesoro enterrado. (Véase entierro). Como los indios solían enterrarse con sus riquezas y con sus mejores objetos, el hallazgo de una guaca es muchas veces el de un tesoro, y por eso se han formado las frases Hacer uno su guaca (hacer su agosto), Hallar una guaca (un tesoro o mina), Tener guaca (tener tanta riqueza que no pueda agotarse). Recuérdese lo que dijo el P. Ovalle: “lo que dejamos dicho de la riqueza de las minas de Chile y de los tesoros del Inga…y de los que llaman guacas, donde el día de hoy tienen escondidas tantas riquezas”. (Histór. relac., l. iv, c. iii). Así mismo el Illmo. Fr. Reginaldo de Lizárraga, Obispo de la Imperial, que escribió en 1605: “Hállanse en estos reinos [del Perú], y particularmente en los llanos, unos enterramientos, comunmente llamados guacas, que son unos como cerros de tierra amontonada a manos, debajo de la cual los señores destos llanos se enterraban, y con ellos, según es fama, y aun experiencia, ponían gran suma de tesoros de oro o plata, y la mayor cantidad de plata, tinajas grandes, y otras vasijas y tazas para beber, que llamamos cocos”. (Descripción breve de toda la tierra del Perú, Tucumán, Río de la Plata y Chile, l. I, c. xviii). En el c. lix dijo también: “Los indios, particularmente los señores, eran riquísimos de oro, y los que agora son señores creo que lo son: tiénenlo enterrado, y hay en este valle muchas guacas, en algunas de las cuales españoles han cavado, mas han sacado dellas tierra y plata de la bolsa”. Mejor aún las describe Paz Soldán en su Geografía del Perú: “Los indios del Perú tenían la costumbre de formar sobre el suelo unos montecillos de figura cónica, cubiertos con una capa de barro endurecido; pero con tal arte que parecen unos promontorios casuales del terreno. En la parte cóncava se halla una tumba, construída, por lo regular, de cañas y palos, en cuyo seno se colocaban los cadáveres, con los trajes, metales de oro, plata, cobre y muchos utensilios curiosos de barro, más o menos abundantes o exquisitos según la mayor o menor pobreza del muerto. Estos montecillos o pequeños cerros se llaman huacas. Las hay también naturales, que se aprovechaban de ellas los indios cuando las encontraban”. Como también se daba el nombre de guaca, entre los antiguos peruanos, al templo u oratorio del ídolo y a las distintas ofrendas que se hacían a este y que consistían generalmente en objetos de oro o plata, es claro que una guaca de esta clase era también, en sentido fig., una mina o un tesoro. (1913)

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Como se puede constatar, las tres autoridades –Ovalle, de Lizárraga y Paz Soldán– van complementándose una con otra, para dejar, en último lugar, la que ofrece mayor detalle en explicaciones. Lo mismo hará Román para la sección de etimología, temática que no queremos dejar de lado, porque es uno de los puntos fuertes, así digamos, para dar cuenta de algún tipo de información enciclopédica, sobre todo para aspectos que puedan apoyar una hipótesis respecto al origen de una voz. Es el caso de la fórmula oracional quemar uno sus (o las) naves; la definición enciclopédica se establece como una explicación acerca del origen de la fórmula en sí: Nave, f. Quemar uno sus (o las) naves, fr. fig. que se usa en todas partes y que falta en el Dicc. Es alusión a lo que hizo Hernán Cortés al empezar la conquista de México: para que sus soldados peleasen con más denuedo, viendo

que no tenían otra salvación que triunfar con su valor, y para aprovechar toda la gente de la marinería, hizo quemar todos los navíos que componían su flota conquistadora. O digámoslo con las palabras de Fray Diego Murillo: “Haciendo en esto como el otro capitán que, entrando a conquistar una isla, hizo abrasar los navíos en que había pasado a ella, porque, perdida la esperanza de volverse a embarcar, perseverasen los soldados en la conquista, como realmente lo hicieron, y la ganaron”. (1913-1916) Otras veces, más que la definición enciclopédica en sí, lo que tenemos es el signo mismo, cuya presencia en el lemario da cuenta de una suerte de enciclopedia, como en el caso del artículo-propuesta Fabio, para Román un nombre propio ya lexicalizado: Fabio, n.p.m. Por el mucho uso que tiene en la poesía castellana, desde que lo inmortalizaron el autor de la Epístola moral y Rodrigo Caro en La ruinas de Itálica, parece que ya puede reclamar artículo especial en el Dicc., como tantos otros nombres propios que ya lo tienen. Fabio podría definirse, como término de Literatura: nombre supuesto de un amigo serio y juicioso con quien se conversa en público por medio de escritos en prosa o en verso. (1908-1911) O una referencia histórica de una acepción, como en el caso del Directorio de 1795, en la fase moderada de la Revolución francesa, después de la ejecución de Robespierre: Directorio, […] ¿No convendría también, ya que es tan conocido en la Historia, definir el Directorio que gobernó a Francia por algunos años en la época de la gran revolución? (1908-1911) En el caso de librepensador, ra, un artículo-propuesta para el diccionario académico, tenemos, por ejemplo, el caso de un nuevo concepto. Es un buen ejemplo para mostrar cómo puede Román redactar una definición enciclopédica insuficiente: librepensador, ra, adj. Usado ya por Cánovas, Selgas, Valera, Menéndez y Pelayo y, en general, por todos los modernos, en España y América, merece admitirse, con la consabida postdata: Ú.t.c.s. En pl., librepensadores, ras. Mas ¿cómo definirlo? Ya que la factura es francesa, hable un diario de aquella nación. “Se llama librepensador, dice Le Peuple Français, al hombre que, después de haber afirmado el derecho de todos a pensar libremente, se dedica en seguida a reducir ese derecho a que los demás piensen solamente como él. Todo librepensador es así una pequeña divinidad que promulga sus dogmas. Pero lo que hay de más curioso en él, es que, ocurriendo con frecuencia el caso de que él no piense de ningún modo, lleva la libertad de pensar a su grado máximo de intensidad”. La genealogía podría ser esta: Padre del librepensador, el filósofo del siglo XVIII; padre de éste, el espíritu fuerte, que

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llamó La-Bruyère; padre del espíritu fuerte, el incrédulo o escéptico, que ha existido en todos los siglos. (1913) Fuera de las características de un artículo-propuesta, el cual se basa en el uso de la voz en cuestión por autoridades, nos centraremos en cómo se construye una definición ideológicamente sesgada en el Diccionario de Román. En efecto, en esta definición los aspectos que se utilizan para construir una definición (la cita del periódico en sí) son absolutamente insuficientes, porque se apoyan en una opinión más que en una descripción propiamente tal. Es esta definición, sobre todo, una suerte de adoctrinamiento, creemos. Sin embargo, no siempre el sacerdote es poco acertado para “formar” a sus lectores con artículos que no aparecen en la tradición lexicográfica general. Además, no todas las veces se basa en una cita para redactar su definición enciclopédica. Veamos el caso de la locución verbal pelar mote: Mote, […] –Pelar mote: preparar este alimento; lo cual se hace de esta manera: se pone a hervir lejía y se echa en ella la cantidad de grano que se quiere; se saca este después de un instante y se refriega con las manos para que se pele o suelte el hollejo; en seguida se lava tres o más veces, hasta que pierde todo el mal sabor de la lejía; y, finalmente se medio muele, menos el de maíz y el de morocho, que generalmente se dejan enteros. Este es el mote pelado, y así se vende o se utiliza para los distintos guisos o maneras de comerlo. La fr. es de uso corriente, y hasta se ha jugado en verso con ella: “Miércoles cayó ceniza [alusión al miércoles de ceniza],/El jueves la recogieron,/El viernes pelaron mote/Y el sábado lo comieron”. (El 1er . verso puede decirse en esta forma: ¡Miércoles!....cayó ceniza, cuando se da a la voz miércoles el significado de interj. chilena; entonces, para atenuar este sentido y distraer al oyente, se agrega lo demás). (1913)

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En este caso, como vemos, no hay cita, sino una completa descripción del proceso mismo de pelar el trigo cocinado, quehacer usual en Chile. No contento con la detallada descripción, Román agrega, para dar cuenta de lo común de esta actividad, un verso popular. Lo interesante es que, a manera de escolio, Román explica el contexto de una interjección, para poder comprender bien el sentido del verso. Un aspecto característico en el moderno tratamiento de la definición enciclopédica es un estricto ejercicio de la definición por parte de los lexicógrafos modernos (pensamos, sobre todo, en Seco 2003 [1987]). Hablamos de la discriminación entre la definición lingüística y la enciclopédica y, por defecto, evitar utilizar con la definición enciclopédica en un diccionario de lengua. En relación con esta práctica, recordamos las palabras de Salvador quien, respecto a este punto, sentenciaba: “confundir lo real con lo lingüístico es un peligro que constantemente nos acecha, pero tampoco debemos llevar las precauciones hasta el extremo que dejemos lo lingüís-

tico reducido a unas cuantas generalidades que prácticamente no explican nada” (Salvador 1985: 47). En efecto, el uso y recurso de la definición enciclopédica ayuda a explicar el definido de una manera clara y detallada, aunque en esto se desbarate el ejercicio de la definición lingüística, por lo que un artículo lexicográfico, tal y como lo entendemos, se transformará en una nota acerca de un referente, en donde se expondrán otras nominaciones, variantes; incluso, topónimos, para dar cuenta de lo fructífera que es la voz en cuestión: Tique, m. Árbol chileno de la familia de las euforbiáceas (aectoxicon, o mejor aegotoxicon punctatum), tique o palo muerto en Valdivia y Chiloé, aceitunillo y olivillo en las provincias de más al Norte; alcanza hasta Valparaíso. (Philippi). No debe confundirse con el otro olivillo que dimos en su lugar. Gay y Lenz que lo siguió, escribieron teque, pero la pronunciación corriente es tique, del araucano tùque, palo muerto, árbol (Febrés-Astraldi), y en algunas partes trique. Así se ve en los toponímicos Tiqueco (agua del tique), fundo del departamento de La Unión, y Triquilemu (bosque de triques o tiques), fundo del departamento de Constitución. Tüque (el árbol tique o palo muerto) escribió el p. Augusta. El nombre de palo muerto parece que viene del aspecto que presentan las hojas, lampiñas, de un verde poco oscuro por encima y muy pálidas por debajo, cubiertas de escamitas redondas que les dan lustre metálico, y por el botón, que pasa muchos meses sin abrirse. Las de aceitunillo y olivillo provienen del fruto, que “es una drupa dura, negruzca, lisa, de figura de una aceituna, pero más chica.” (Gay, Botánica, t. V, pág. 348). (1916-1918) Este artículo es un buen ejemplo para mostrar cómo trata Román las definiciones enciclopédicas con voces que refieren a flora y fauna. En estos casos suele utilizar más de una autoridad las más veces. Los autores de referencia suelen ser los polímatas y naturalistas (y padres de la botánica y la zoología en Chile como disciplinas, respectivamente, por lo demás) Claudio Gay y Rodolfo Armando Philippi. En caso de que la voz en cuestión sea un indigenismo, como en tique, que es una voz mapuche, suele darse información acerca de su escritura, sus variantes, así como los significados en la lengua fuente. Por lo mismo, hace uso de la principal autoridad para Román al respecto (es decir, la que más cita para tales efectos): el jesuita catalán Andrés Febrés (en este caso, con las correcciones y adiciones del franciscano Antonio Hernández Calzada, bajo la supervisión del también franciscano Miguel Ángel Astraldi en 1846, que es como lo cita Román), así como Lenz (las más veces, para criticarlo) y, en este caso en particular, con su contemporáneo Augusta y sus Lecturas araucanas (1910), no citadas directamente. En otros casos, cuando no tiene más información que el referente en sí, pero este no aparece citado en sus fuentes, no le quedará más remedio que sincerarse con el lector:

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Picardía, f. Enredadera que crece poco, de hoja menuda y de flor también menuda y blanca, con la base de un morado claro. No conocemos su nombre científico. (1913-1916)

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Hasta qué punto es pertinente una definición enciclopédica hace que recordemos los análisis de Coseriu (1977: 95-99) al respecto, en relación con las terminologías científicas y técnicas, así como la nomenclatura popular que se usa para hacer referencia a estas terminologías. En esta relación caben perfectamente las clasificaciones botánicas y zoológicas, puesto que no reflejan una estructura lingüística. Es cierto, afirma Coseriu, que estas terminologías populares al servicio del saber científico pueden ser diferentes de las científicas: “sin embargo, son una forma de la ciencia: no son, por ejemplo, estructuraciones de la lengua española, sino clasificaciones de la botánica y de la zoología populares españolas” (1977: 99). Es decir, es una parcela del léxico que no se halla lingüísticamente estructurada y, por el contrario, refleja la organización de las realidades representadas. El mismo Coseriu reconoce los problemas que se generan a partir de las definiciones de este tipo de voces: “Es sabido que los diccionarios unilingües tienen grandes dificultades en definir lingüísticamente los términos en cuestión y deben recurrir para ello a la terminología científica o bien a descripciones y a imágenes de los objetos designados” (Coseriu 1977: 99) o, en palabras de Werner, se debe presentar información respecto a “los conocimientos sociales de la realidad extralingüística” (en Haensch et al. 1982: 282). En este caso, separar lo terminológico de lo lingüístico es complejo, por lo que, concluye Coseriu, lo importante es que se reconozca “que en lo que se llama “léxico” de una lengua hay amplias secciones puramente “designativas”, donde la única “estructuración” posible es la enumeración” (Coseriu 1977: 99). Y no puede ser de otra forma porque en el caso de las unidades léxicas que denominan cosas concretas como animales, plantas o frutos, entre otros “la definición enciclopédica es superior a la lingüística incluso cuando se trata de dar instrucciones para la interpretación o el uso de los significantes léxicos” (Werner en Haensch et al. 1982: 284). Descripciones, características, cualidades o propiedades son los aspectos que fundamentan estas definiciones enciclopédicas, en rigor. Como sea, se suele caer, en la lexicografía en general, observa Werner (en Haensch et al. 1982: 283), en la no distinción, dentro de una definición de este tipo, entre lo semasiológico y lo enciclopédico o, en otras palabras, cuesta que el usuario distinga si está ante una definición enciclopédica o lingüística. ¿Qué sucede con Román en este caso? Como suele hacer uso de citas de obras científicas para este tipo de artículos lexicográficos, sobre todo los trabajos de Gay y Philippi, para el caso de Chile, y como el mismo sacerdote va agregando más

información variopinta, tampoco se da una distinción entre lo enciclopédico y lo lingüístico: repo, […] –Los naturalistas chilenos llaman también repo un arbusto de la familia de las verbenáceas, citharexylon cyanocarpum Hook et Arn., llamado también arrayán macho, arrayán de espino, espino, guayún (del araucano huayun, espino y espinas): “arbusto que en Valdivia puede alcanzar a seis metros de alto, con las hojas opuestas o ternadas, aovadas, parecidas a las de un arrayán, que llevan una espina larga y delgada en su axila; flores axiladas solitarias, o geminadas moradas, y drupas azules. Es muy común en las provincias del Sur, alcanzando hasta la cuesta del Melón.” (Philippi). El nombre de repo se le da porque de su madera, que es muy dura, se hace el repo macho. (1916-1918) Por otro lado, afirma Werner que un autor de un diccionario de lengua debería solo dar aquellas indicaciones enciclopédicas cuya “finalidad es la identificación de la experiencia de la realidad a la cual se puede hacer referencia indirectamente a través del significante léxico objeto de un artículo de diccionario” (en Haensch et al. 1982: 284). Si aplicamos esta premisa a las definiciones enciclopédicas que Román redactó, solemos encontrar casos en donde la “experiencia de la realidad” da cabida a gustos e impresiones en boca de los mismos naturalistas que Román utiliza como fuentes para sus citas, como el el caso del naturalista inglés nacionalizado chileno Edwyn Reed, tercer autor, en orden de frecuencia, que cita Román para redactar sus artículos relacionados con flora y fauna: Sietecolores, m. “Este pajarillo (cyanotes Azarae) es, indudablemente, el más hermoso de los representantes de la avifauna chilena. Tiene menos tamaño que el chercán común y en su plumaje hay por lo menos tantos colores como los que indica su nombre. Vive en las orillas de las lagunas y en los pajonales de todo Chile. Nunca remonta su vuelo, sino que da saltos y pequeños volidos entre las totoras y entre los tromes. Es notable no solo por la hermosura de su plumaje, sino que también por su grito característico y por la prolijidad con que fabrica su nido. El grito de sietecolores es muy fuerte y admira que pueda ser producido por semejante pajarito…Los sietecolores son avecitas de carácter muy alegre y están constantemente en movimiento” (Reed). No necesitamos decir que este nombre debe pasar al Dicc. (1916-1918). En síntesis, nos quedamos con lo que postula Porto Dapena, para quien la definición enciclopédica es “la que más propiamente debería llamarse lingüística, puesto que en ella el definiens juega un papel estrictamente lingüístico, al tratar de explicar o identificar por medio de la lengua la realidad o referente representado por la entrada” (2002: 280). Respecto a Román, concluimos que serán estos espacios, los de la redacción de una definición enciclopédica, en donde mejor veamos la relevan-

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cia que tenían las fuentes, como autoridades para el trabajo de redacción y la entrega de información.

2.5.2.2. Definiciones lingüísticas conceptuales o definiciones en metalengua de contenido Las definiciones lingüísticas conceptuales se suelen entender como las definiciones propiamente lexicográficas (Porto Dapena 1980: 309-310; 2002: 281-282). En palabras de Rey-Debove (1967: 142-145) y Seco (2003 [1987]: 33), son definiciones que se formulan en “metalengua de contenido”, en oposición a las definiciones lingüísticas funcionales, las cuales describen y explican un signo, como lo veremos a continuación. En el caso del Diccionario de Román, se distinguen claramente este tipo de definiciones del resto de la información presente en el segundo enunciado, porque luego de emitidas, se cierran con un punto y seguido. Posteriormente, suele aparecer otro tipo de información, como algún comentario acerca de la frecuencia de la voz, razones por las que la voz debe ser incorporada en el diccionario académico, datos acerca de la vigencia de esta, su diatopía, así como ejemplos a partir de citas e información etimológica o acerca de la morfología de la voz misma: Tironear, a. Dar tirones o tironcillos. Es v. corriente en Chile, y desde antiguo, pues lo trae Febrés en la parte castellana de su Calepino araucano. “Sus pobres moños [de ciertos indios], sus ponchos y sombreros son tironeados en todas direcciones.” (Jotabeche, art. Elecciones del Huasco). Es v. formado de tirón (acción o efecto de tirar con violencia) por el estilo de regalonear y de todos los castizos formados de sustantivos o adjs. en on. (1916-1918)

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Salado, da, fig. Caro, costoso, de grandes consecuencias. “Salada le salió la fiesta; Se lamentaba de lo salado del baile.” Se usa también en la Argentina; pero el Dicc. no le da esta acep. Es metáfora bien aplicada y merece pasar. (1916-1918) En rigor, la definición lingüística conceptual suele ser un elemento más dentro del segundo enunciado en Román, mas no el único elemento o el más relevante. Román hace uso de una serie de recursos que, de alguna forma, engrosan esta definición, tal como vimos con tironear y salado, da. Tomemos el caso de sacho, una voz característica de una zona de Chile, Chiloé: Sacho, m. En Chiloé, ancla de madera, de las embarcaciones menores. Es una armazón de varas de luma cruzadas, entre las cuales se coloca una piedra que les sirve de lastre. Corre entre los isleños esta adivinanza, que describe pintorescamente el sacho: Corazón de piedra/Con cuatro cachos;/Sujeta a tu

madre/Serás buen muchacho. Así Cavada, que discurre bien al decir que “esta palabra es muy probablemente la misma castellana de sacho (sarculus), esto es, pequeño instrumento de hierro (en Chiloé lo sería de luma) para escardar la tierra y el cual usarían como ancla para sus embarcaciones, a falta de otra mejor. Después, modificada o reemplazada esta ancla, seguiría usándose el nombre primitivo.” (1916-1918) Nótese que luego de la definición lingüística conceptual, la cual viene con la distinción diatópica expresa, le sigue una explicación que ayuda a la comprensión del referente en sí. Es decir, un elemento enciclopédico. Para dar cuenta de la vigencia y el uso de la voz, Román agrega una adivinanza que contiene la voz en cuestión. Por último, para cerrar con la comprensión global de la voz, Román cita a Francisco Cavada, a quien menciona siempre que incorpora una voz chilota. Nótese que la cita se centra única y exclusivamente en dar cuenta de la etimología de la voz. Siguiendo con las caracterísitcas de una definición lingüística conceptual, esta debe ser siempre “objetiva y desprovista de toda afectividad: una definición bajo la función representativa del lenguaje” (Casares 1992 [1950]: 142), algo que no suele cumplirse las más veces en las definiciones de Román. Es el caso de ocultismo (según nuestro cotejo, Román fue el primero en proponer la voz en cuestión, seguido por Alemany 1917): Ocultismo, m. Arte de prestidigitadores y otros embaucadores con que se precian de conocer las cosas ocultas. […] Es voz digna de aceptarse. (1913-1916) En donde podemos apreciar, en plena definición lingüística conceptual, la presencia de elementos que tienen más relación con la opinión y el impresionismo que con semas propiamente tales. En otros casos, más que definir la voz en sí, lo que hace, alejándose de lo que se requiere en un diccionario, es su sola opinión, respecto a la forma o al origen de la voz en cuestión. Por ejemplo, en el caso de estorboso, sa en vez de definirlo simplemente como “que estorba”, Román nos presenta un paradigma de voces usadas con el mismo tipo de construcción, nos entrega su apreciación estética (es una voz fea) y hace una suerte de censura de una voz que, a la larga, fue aceptada por la tradición académica, quien la incorporró en la edición de 1925: Estorboso, sa, […] Es vocablo hermano de molestoso, grasoso, pasoso, amarilloso y otros tan feos como estos, que quieren introducir los prevaricadores del buen lenguaje. (1908-1911)

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Lo mismo encontramos con mayestático,ca, voz que no se molesta en definir directamente, sino entregar su sinonimia y descalificar a quienes hacen uso de ella. Fue esta otra voz que la tradición académica incorporará en la edición usual de 1925: Mayestático, ca, adj. Invención de los decadentes, a quienes no basta el adj. llano y corriente majestuoso. (1913) En otros casos, si bien hace uso de una definición lingüística conceptual, nos regala su opinión respecto a algún aspecto estético de la voz (era usual que atacara las voces “kilométricas”): Maravillosidad, f. Calidad de maravilloso. […] Es de los vocablos kilométricos que rechaza el castellano y que no le hacen gran falta. (1913) Trataremos más a fondo este tipo de definiciones, las lingüísticas, en los apartados 2.5.2.5, 2.5.2.6 y 2.5.2.7, porque estas, a su vez, se subdividen.

2.5.2.3. Definiciones lingüísticas funcionales o definiciones en metalengua de signo

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En las definiciones lingüísticas funcionales se informa acerca de valores o funciones de las palabras gramaticales, sobre todo (Porto Dapena 1980: 309-310). En palabras de Rey-Debove (1967: 142-145) y Seco (2003 [1987]: 33), este tipo de definición se formula en “metalengua de signo”, por lo que más que una definición, tenemos una explicación o la caracterización del definido desde el punto de vista de su funcionamiento gramatical, contextual y pragmático (cfr. Porto Dapena 2002: 282). Por la misma razón, no se responde qué significa el definido, sino qué es el definido desde un punto de vista gramatical; por esta razón Seco las llama definiciones impropias (2003 [1987]: 22-23), puesto que no se cumple la ley de sinonimia. Sin embargo, y en esto estamos con Martínez de Sousa, este tipo de definiciones no son más que “la otra forma de definir en lexicografía; es decir, que el hecho de que llamemos impropia a la definición solo quiere decir que se distingue de la propia porque no se ajusta a la ley de sinonimia” (1995: s.v. definición impropia). Por el tipo de diccionario que es el de Román, así como su función y el tipo de lemario que posee (variopinto, pero fijo en sus tipos), tenemos muchos casos de definiciones lingüísticas funcionales. En rigor, se aplica la distinción hecha por Porto Dapena 2002, respecto a que se presentan tres tipos de definiciones funcionales: las morfosintácticas, las contextuales y las pragmáticas. Veamos ejemplos de cada una:

morfosintáctica: mucho, cha,

adj., y mucho, adv. “Con los tiempos del v. ser o en cláusulas interrogativas [también admirativas y exclamativas], precedido y seguido [no es necesario que vaya seguido] de la partícula que, denota idea de dificultad o extrañeza. Mucho será que no llueva esta tarde. ¿Qué mucho que haya preferido la pobreza a la deshonra?” Así el Dicc. He aquí algunas autoridades para confirmar los paréntesis: “Rindióse Camila, Camila se rindió; pero ¿qué mucho, si la amistad de Lotario no quedó en pie?” (Quijote, p. i, c. xxxiv). “Pero ¿qué mucho, si tejieron la trama de su lamentable historia las fuerzas invencibles y rigurosas de los celos?” (Idíd., p. ii, c. lx). Y aun puede suprimirse el primer que: “¡Mucho que ibas a levantarte a las cinco de la mañana, y te vienes apareciendo a las ocho!” (1913) contextual: Ramaleado, da, adj. Dícese de lo que tiene rayas transversales de otro color, como si le hubieran dado un ramalazo. Tratándose de animales, se usa azotado, da. (1916-1918) pragmática: No, […] –Algunos lo usan como muletilla y con interrogación al fin de la frase, para exigir la respuesta categórica del otro con quien se habla. “Ud. me dijo que aliéramos, ¿no? Pero Ud. no quiere salor, ¿no?” Equivale a ¿no es cierto? ¿no es verdad? ¿verdad? Y algunas veces a la interj. ¿eh? Ojalá se evite, porque es muletilla harto enfadosa no solo gramatical, sino también urbana y filosóficamente. (1913-1916) Sigamos analizando la definición lingüística funcional morfosintáctica en Román: por lo que vemos, suele establecerse, más que una definición funcional total (haremos esta distinción, pensando en las definiciones de este tipo en un diccionario de lengua), una definición funcional parcial. Es decir, son definiciones que explicitan algún o algunos aspectos de la palabra gramatical, no todos, sobre todo cuando se comete algun tipo de incorrección (solecismos, por ejemplo); o cuando se quiere dar cuenta de un cambio en marcha (por lo general, censurado por Román) o de un uso diatópicamente marcado (las más veces, censurado); o bien cuando se quiere dar cuenta de un valor o función que no aparece en el diccionario académico o en gramática alguna y es necesario, para Román, que se incluya. Sobre esto nos detendremos con más detalle en la tercera parte de este estudio, con algunos casos. Por ahora, nos vale mostrar algunos ejemplos para que se vea cómo Román trata este tipo de explicaciones. Tomemos los artículos ergo y pero. En el caso de ergo, latinismo, se entrega una equivalencia, así como una muestra de lo fructífera que ha sido la voz en cuestión en lengua española, al ser la base de nuevas palabras. Luego de estas

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referencias, lo que hace Román es, por un lado, amonestar por un uso que considera impropio, a pesar de estar en boca de autoridades de prestigio. Al mismo tiempo, Román pide que la voz se adicione en el diccionario académico, algo que se hizo en la edición de 1925 con los dos valores: ergo como silogismo y con este uso familiar que Román tanto desdeñó: Ergo, conj. ilativa. Es el ergo latino, tan usado en los silogismos, que significa “luego” y que en castellano ha dado origen a las voces ergotismo, ergotista, ergotizar. Estamos cansados de verlo en todos los autores modernos, como Valera, Pereda, Sbarbi, cuando escriben en tono algo familiar. Prescindiendo de varias citas de todos ellos, que tenemos anotadas, pondremos solamente dos de otros más antiguos. “Horacio compuso buenas odas; ergo hubiera compuesto excelentes tragedias”. (Iriarte, Epist. crítico-parenética). “Ergo escribía el autor en la corte”. (Gallardo, Biblioteca, art. Ruiz de Montoya P. Antonio). Por su origen y por el uso que tiene, debe esta voz entrar en el Dicc. cuanto antes y sin discusión alguna. (1908-1911) Respecto a pero, es un ejemplo más claro de cómo es una definición lingüística funcional morfosintáctica en Román: se suele tratar un aspecto de la voz gramatical en cuestión, aspecto en el que Román desea explayarse más, por una serie de razones. Por ejemplo, en pero, Román presenta una realización específica que se da en el español de Chile y que nuestro sacerdote detecta, además, en el andaluz:

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Pero, conj. Dice el Dicc. que se emplea también a principio de cláusula sin referirse a otra anterior, solo para dar énfasis o fuerza de expresión a lo que se dice. “Pero, ¿quién te ha dicho eso? Pero, ¿dónde vas a meter tantos libros? Pero, ¡qué hermosa noche! Pero, ¡qué obstinado, qué imprudente silencio!” Nosotros, en el lenguaje fam., la ponemos en medio de la cláusula: “Declamó una poesía, pero linda; Le dio una bofetada, pero tan bien dada, que mereció aplausos”. Así lo hizo también Cervantes en este pasaje: “Jamás me ha pasado por el pensamiento casarme con aquel gigante, pero ni con otro alguno, por grande y desaforado que fuese”. (Quijote, p. i, c. xxx). Sobre este pero escribió Rodríguez Marín la siguiente preciosa nota: “Clemencín, que no conocía el habla andaluza (y esta es la de la fingida Micomicona), advierte que la conj. pero desconcierta el sentido, porque indica que lo siguiente se opone a lo que precede, y aquí no hay tal oposición. En Andalucía lo guisamos de otra manera, y ese pero no tiene pero, vamos al decir…Si estos comentadores hubiesen ido a Andalucía, a Sevilla especialmente, habrían oído decir: Vete, pero ya (no cuando quieras, sino ahora mismo); Fulano es, pero muy valiente (no valiente ahí como muchos, sino valientísimo)”. He aquí, entre mil, una de las muchas semejanzas del habla chilena con la andaluza. La explicación de este pero es muy sencilla: es la conj. adversativa equivalente a sino, omitida por elipsis la primera parte de la proposición. Así, el último ejemplo equivale a: Fulano es no solo valiente, pero ( o sino) muy valiente. Y así se explica también el pero que el Dicc. admite a principio de cláusula. Embargado el uso de la voz por el arrebato o pasión que domina al sujeto, calla

este al principio y de repente prorrumpe en un exabrupto encabezado con pero: “Pero, ¿quién te ha dicho eso?” porque ya mentalmente ha pronunciado la primera proposición ligada a esta última por la conj. adversativa. Por eso algunas veces se emplea, en vez de la adversativa, la copulativa y, como en la conocida oda de Fray Luis de León: Y ¿dejas, Pastor Santo…? (1913-1916) En rigor, el objetivo de este artículo lexicográfico es fundamentar un uso sintáctico que conecta el español de Chile y el andaluz (¿será un ejemplo sintáctico de español atlántico? Dejamos la interrogante para futuros estudios al respecto). Respecto a las definiciones funcionales contextuales, se entienden como explicaciones de algunos referentes porque, de cierta forma, no se puede sino hacer eso: explicar, al momento de definirlos. En el caso de rabioso, sa, por ejemplo, es necesario explicar que el hecho de “rabear” se da en la caballería, solo cuando esta siente la espuela y el signo de esta rabieta es menear la cola el animal. Algo similar sucede con ribado, da, en donde se debe explicar que el hecho de quedar “más arriba” en el solado se dice solo de un ladrillo o un objeto similar de construcción. Lo mismo en trámil, donde solo es débil de piernas una persona anciana o enferma, mas no, ya, su transición semántica, que generalizó el sentido: Rabioso, sa, adj. Dícese de la caballería que, al sentir la espuela, rabea, es decir, menea el rabo hacia una parte y otra. No le conocemos equivalente castizo; bien formado sería rabeoso o rabeador. (1913-1916) Ribado, da, adj. Dícese del ladrillo u objeto semejante que queda más arriba que los demás en la obra del solado. Es voz plebeya formada del adv. arriba. (1913-1916) Trámil, adj. Dícese del individuo débil de piernas por enfermedad, ancianidad u otra causa. -Por extensión, torpe de miembros, especialmente de manos, inepto. (1916-1918) Respecto a las definiciones funcionales pragmáticas, tal como vimos en no, lo que se da aquí es una explicación de un aspecto extraoracional. Suele hacerlo Román en casos en que describe un uso o muletilla en el habla, por lo que suele censurarla. Es lo que sucede con el caso del marcador conversacional mire, de clara modalidad deóntica, cuya función es enfocar la alteridad, pues apunta al oyente, mas para nuestro sacerdote es una incorrección: Mirar, a. Aunque trae el Dicc. la interj. ¡mira! que se usa para avisar o amenazar a uno, y aunque es corriente entre los españoles el mire usted, y más rápidamente miusté, sin embargo, no puede menos de ser un defecto el prodigar este v. a guisa de muletilla, como lo hacen muchos en Chile. “Haga parar, mire”, dicen casi todas las señoras cuando quieren bajarse del tranvía;

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“No le vaya a suceder algo a ese niño, mire”. Mejor sería completarlo a la española: mire usted. (1913) En la tercera parte de nuestro estudio nos detendremos más en algunos de estos tipos de definiciones, sobre todo por la relevancia que tienen al momento de dar cuenta de cierto cambio en marcha o de alguna particularidad del español de Chile, más que nada.

2.5.2.4. Definiciones híbridas Es usual, por lo demás, encontrar en los diccionarios definiciones híbridas, es decir, definiciones que mezclan información conceptual y funcional. Es decir, en este tipo de definiciones, en palabras de Porto Dapena “se habla de la aplicabilidad de la palabra-entrada a un determinado tipo de realidad, en lugar de establecer una equivalencia directa entre esta y aquella” (2002: 283). Veamos algunos casos en el Diccionario de Román: Doble, adj. Doble ele, llaman malamente algunos a la letra elle (ll). La letra sí es doble, porque consta de dos signos, y cada uno de estos es una ele; pero, como en castellano tiene un sonido muy distinto de esta letra, no puede dársele aquel nombre. En latín y en italiano sí, porque en estas lenguas se pronuncia como doble ele: villa, stella, procella. –Doble ve o doble u. Así llaman muchos la letra w. La Academia en su Dicc. la llama v doble, agregando que no es comprendida en el abecedario castellano por no ser necesaria en él. (1908-1911)

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En este caso, si se saca el equivalente de la letra (letra elle, por un lado, letra w, por otro lado), lo que se tiene son explicaciones, opiniones, así como información anexa. Lo mismo sucede con la clásica fórmula introductoria de muchísimas definiciones, las que dan paso, por lo general, a una definición de tipo conceptual: Protocanónico, ca, adj. (Del griego prwtoz, primero, y canonicoz, canónico). Dícese de los libros de la Sagrada Escritura cuya autenticidad no ha sido nunca objetada. Es voz que no puede faltar en el Dicc. (1913-1916) Giro, ra, adj. Aplícase al gallo o gallina que tiene plumas oscuras y blancas en la parte superior, de modo que las blancas forman como listas cortas de adorno. (1913) En estos casos, por lo tanto, tenemos definiciones funcionales introducidas por fórmulas como nombre que se da, dícese o aplícase, entre otras, las que sirven de marco para otras definiciones, en este caso, conceptuales. Por lo tanto, si hacemos el (ya

clásico) ejercicio de eliminar estas fórmulas, lo que tenemos son definiciones lingüísticas conceptuales las más veces: Doble ele: letra elle; Doble ve o doble u: letra w. Protocanónico, ca: libros de la Sagrada Escritura cuya autenticidad no ha sido nunca objetada. Giro, ra: gallo o gallina que tiene plumas oscuras y blancas en la parte superior, de modo que las blancas forman como listas cortas de adorno. Rey-Debove ha llamado a este tipo de fórmulas introductorias, justamente por lo innecesarias, “expresiones parásitas” (en Porto Dapena 2002: 283). Sin embargo, en algunos casos, esta fórmula introductoria entrega algún tipo de información que, dentro del ejercicio lexicográfico moderno, tendría que estar dentro de los niveles del primer enunciado. Por ejemplo, la información diatópica o tecnolectal: Picado, m. En Minería, labor o excavación, especialmente la que se hace para la exploración de una mina. (1913-1916) Raco, m. Nombre que se da en el departamento de la Victoria y parte del de Santiago al viento oriente o solano; en las demás partes se llama puelche. (1916-1918) Sietevenas, m. Nombre que se da en algunas partes del Sur al llantén, por la formación de sus hojas, que tienen tres, cinco y hasta siete nervaduras. Estas son para el vulgo como otras tantas venas. (1916-1918) Por lo tanto, en el ejercicio de prescindir de estas fórmulas introductorias y quedarnos con la definición conceptual habría, empero, una información relevante omitida: Picado: labor o excavación. Raco: viento oriente o solano, puelche. Sietevenas: llantén. Si seguimos en esta línea, encontramos casos, incluso, en donde es necesario expresar uno que otro contorno o ciertas solidaridades sintágmáticas, por lo que no podemos hablar de fórmulas parásitas ni innecesarias. Por ejemplo, quedaría insuficiente una definición conceptual de repollonco, ca si no se hiciera mención a la referencia de persona: Repollonco, ca, adj. Dícese de la persona gruesa y chica; en castellano repolludo, da, porque tiene figura de repollo. (1916-1918)

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En efecto, el problema nos hace recordar el clásico ejemplo de Seco respecto a alazán, referido a color de caballos, como sucede con rosado, da en Román: Rosado, da, adj. Dícese de la caballería de color rojo mezclado de blanco, como la flor de durazno, que es otro nombre que tiene este pelo o capa. (1916-1918) Por lo demás, cabe la posibilidad, como se hace en la lexicografía moderna, de separar la parte conceptual de la funcional muchas veces. Esta última puede ir antecediendo o precediendo la definición propiamente tal, con algún tipo de distinción gráfica o de puntuación. Esto lo encontramos, por lo demás, en Román: Remilgue, m. Dígase remilgo: “acción o ademán de remilgarse.” Remilgarse es “repulirse y hacer ademanes y gestos con el rostro. Dícese comunmente de las mujeres.” (1916-1918) Uña, […] -A uña de mula, loc. con que se significa que un camino o terreno es tan malo de andar que solo se puede recorrer en mula y no en caballo. Dícese especialmente de cuestas, cerros y cordilleras. Hace falta en el Dicc. (1916-1918) Así como otro tipo de recursos, como paréntesis: molde,

m. Es corriente en Chile llamar molde el papel (generalmente de diarios, o muy ordinario, pero resistente) recortado en tal o cual forma y que sirve de modelo para cortar piezas de vestir. (1913)

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En efecto, una definición lexicográfica no siempre requiere de un análisis semántico, solo, sino que puede mostrar condiciones sintagmáticas o contextuales, como lo que sucede con los tres ejemplos mencionados: referido a “mujeres”; “especialmente cuestas, cerros y cordilleras” o un “papel de diario, ordinario, pero resistente”. Esto nos lleva a un punto relevante dentro de la lexicografía: el contorno, del que hablaremos más adelante.

2.5.2.5. Definiciones sinonímicas o no analíticas 2.5.2.5.1. No podemos dar cuenta de las definiciones sinonímicas si no reflexionamos brevemente en torno a la sinonimia en sí y los problemas que se han dado respecto a su estatus, no solo en la lexicografía o la semántica, sino en la lingüística en general. Bien sabemos que la lexicografía hace uso de la sinonimia como uno de los tantos recursos lingüísticos a los que debe recurrir para tratar adecuadamente el contenido de las unidades incorporadas en el lemario, sea como recurso para la

definición, como vimos anteriormente, sea como información paradigmática, sea como recurso pedagógico, entre otros. El ejercicio de la sinonimia, desde el eje paradigmático, es fundamental en el proceso de redacción de un diccionario y, desde el ámbito que nos convoca, el metalexicográfico, es uno de los aspectos obligados para analizar y evaluar, sobre todo cuando tenemos que describir un diccionario determinado. Las reflexiones y problemas respecto a la sinonimia, insistimos, exceden los propósitos de nuestra investigación, pero podemos, a partir de algunos casos, ir dando cuenta de las diversas posturas que se han tenido respecto a la sinonimia, sobre todo cómo se trata esta en un diccionario como el de Román. Justamente, Trujillo (1994) afirmaba que, por la finalidad práctica que tiene un diccionario, debían dejarse de lado las cuestiones asociadas a la semántica, pues el lexicógrafo debe limitarse a constatar manifestaciones lingüísticas habituales. Sin embargo, más que dejarlas de lado, luego de conocer sus inconvenientes, hay que situarlas, cuestionarlas y, en el caso de nuestro estudio, analizar cómo estas se pusieron en práctica al momento de redactar un diccionario. Justamente, problemas de la semántica como la homonimia, la polisemia y la sinonimia encuentran en el quehacer lexicográfico un campo de acción y de práctica interesantísimos. Por ejemplo, uno de los dilemas que se puede uno encontrar al unir semántica y lexicografía es la noción, revisitada y reformulada, de signo lingüístico y cómo se ha tratado el significado en este caso. Ramón Trujillo mismo, en su clásico, ya, estudio de semántica, había comentado que el significante “no puede servir más que como recurso práctico para confeccionar diccionarios, es decir, para mostrar los significados normales que suelen recubrir y, en el mejor de los casos, las circunstancias en que pueden ser empleados, pero, en todo caso no conduce a una visión exhaustiva de las formas de contenido que funcionan en una lengua.” (1976: 240), puesto que la realidad del signo lingüístico, caro a los estudios estructuralistas post-sausserianos, sabemos, se complejizaron. En efecto, el problema de la sinonimia ha sido tratado, además, acorde a las dinámicas propuestas por los semánticos y semióticos, desde ese clásico triángulo de Ogden y Richards, pasando por las reformulaciones de Bühler, Ullmann, Baldinger o Heger, entre otros. Trujillo, siguiendo esta línea semiótica, propuso la distinción entre expresión y significante: la expresión será entendida como una secuencia fónica, frente al significante, que distinguiría los componentes semánticos y distribucionales del contenido, algo que Gutiérrez Ordóñez (1996) profundizará para fundamentar la existencia de la sinonimia, sobre todo los problemas que genera esta en la polisemia. Justamente, este es el punto crítico respecto a la sinonimia: mientras se siga

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invalidando su posibilidad, poco se puede hacer con ella para una serie de ejercicios lexicológicos y lexicográficos fundamentales (cfr. Regueiro Rodríguez 2002). Sin embargo, la cuestión de negar los sinónimos absolutos no viene de los estudios estructuralistas y semióticos del siglo XX, sino que viene de mucho antes. Puede afirmarse que desde el primer gran tratado de sinónimos, el del abad Gabriel Girard en 1718, se los empieza a negar, sobre todo por el afán de precisión idiomática. Otro aspecto problemático en relación con la sinonimia, sobre todo en lo concerniente a su existencia o no, se da en algunos de los planteamientos tratados a mediados del siglo pasado por Coseriu y su clásica distinción entre lengua histórica y lengua funcional, en donde, en rigor, no cabrían los sinónimos, sobre todo, por presentarse estos en diferentes lenguas funcionales. En esto se basó, posteriormente, Salvador para proponer que sí hay sinónimos: “si hay ejemplos de vocablos absolutamente intercambiables en cualquier contexto, sin modificar el contenido denotativo, entonces es que sí hay sinónimos y el axioma contrario quedará anulado por la propia evidencia de los hechos” (Salvador 1985: 56). También hay sinónimos intercambiables en diferentes lenguas funcionales (Salvador los llama idiolectos, algo cuestionado, a posteriori en Cerdá 2004). La existencia de sinónimos la justifica, también, Gutiérrez Ordóñez desde esta óptica de las lenguas funcionales: “Puede ser una cursilería que un gañán diga corcel o una falta de educación que alguien emita palabras gruesas ante una reunión de señoras, en una sesión del parlamento o de la Real Academia. Incumplirá las reglas de la educación, pero no las de la gramática” (Gutiérrez Ordóñez 1996: 80). Otro aspecto que no se puede dejar de lado es el de las relaciones entre hiperonimia e hiponimia, puesto que, en el uso, se pueden igualar hiperónimos e hipónimos, aunque en el sistema estas relaciones no puedan intercambiarse porque, justamente, una pertenece a la otra. García Platero (2008) ejemplifica esto con “este animal tiene hambre” al referirse, en el discurso, a un perro, siendo este un hipónimo, mas esta realización con el hiperónimo, bien sabemos, es absolutamente factible en muchos casos. 2.5.2.5.2. Con estos supuestos y problemas cabe, entonces, plantearse cómo se trata la sinonimia en los diccionarios, en donde se presenta, en rigor “un inventario de usos desconectados” (García Platero 2008: 353), por lo que se parte de una noción estática del significado: “sólo si se pueden reunir en una definición o descripción los caracteres lingüísticos comunes a todos los usos de un signo, por divergentes que sean considerados como acontecimientos reales, se podrá afirmar que la expresión del significado es posible lexicográficamente” (Trujillo 1994: 76). Asimismo, es fun-

damental, dentro de la definición hiperonímica, evaluar si el exceso de información en la diferencia específica puede llevar a una “hiperespecialización en las definiciones”, afirma García Platero (2008: 354), y, por el contrario, la “hipoespecialización, al no establecerse adecuadamente las diferencias de contenido entre la unidad léxica definida y las restantes pertenecientes al mismo ámbito significativo” (2008: 354), o sea, considerar erróneamente que dos unidades léxicas dentro de un paradigma son sinónimas. Si retomamos el hilo de la definición conceptual, es práctico hacer la diferenciación entre las definiciones sinonímicas y las definiciones perifrásticas para empezar a organizar el problema de la definición en un diccionario de lengua. En el primer caso, tal como su nombre afirma, las definiciones están compuestas por un sinónimo del definido y en el segundo caso por una frase o sintagma. En rigor, toda definición conceptual posee un carácter sinonímico “puesto que en cualquier caso consiste siempre en una equivalencia semántica entre definiendum y definiens” (Porto Dapena 2002: 285). Por lo mismo, Porto Dapena proponía hacer la distinción entre definiciones analíticas (las perifrásticas), cuando la definición es el resultado de un análisis semántico y las definiciones no analíticas, que son las sinonímicas. Porto Dapena expresaba en su Manual que, por lo general, dentro de la lexicografía moderna no se consideran “verdaderas definiciones” las definiciones sinonímicas, por la mentada inexistencia de sinónimos y porque en una definición sinonímica no se cumpliría el principio de análisis sémico, el más valorado en una definición lingüística propiamente tal: “esto es, aquellas en que el definiens no es más que un sinónimo del definiendum […] donde más que una definición lo que se ofrece es una mera equivalencia léxica” (2002: 276), algo que las más veces daría espacio a inexactitudes e imprecisiones: “Así, por ejemplo, si definiéramos ‘Estadía. Estancia’. no sabríamos en qué sentido se toma aquí estancia” (2002: 287). Respecto a la tesis de la inexistencia de los sinónimos desde la lexicografía, es necesario destacar las dificultades que tiene un lexicógrafo, justamente, al momento de definir. Por ejemplo, las dificultades que tiene para encontrar dos unidades léxicas a las que correspondan, en las mismas condiciones de comunicación, idénticos contenidos referenciales e ilocucionarios. Esto no quita que, a veces, a dos unidades léxicas les corresponda el mismo contenido referencial, “de modo que, por lo menos, este se puede describir correctamente mediante la indicación de sinónimos, lo cual no equivale, empero, a una instrucción adecuada a todas las situaciones de comunicación para el uso o la recepción de la unidad léxica en cuestión” (Werner en Haensch et al. 1982: 277). Por razones que tienen que ver, sobre todo, con sus ideas lingüísticas, es muy común encontrar este tipo de definiciones en Román. En efecto,

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Román suele hacer uso de este tipo de definiciones para las voces diferenciales que pueden reemplazarse por una voz estándar o codificada. Por lo tanto, el recurso de la definición sinonímica es insisitir en la idea de que la voz definida es innecesaria por tener, ya, un equivalente en la variedad que el sacerdote considera prestigiosa: Enterrar, a. fig. Mucho lo usamos los chilenos en la acep. de clavar, hundir, meter, tratándose de cosas punzantes o delgadas que se introducen a viva fuerza […]. Además de los verbos citados, pueden emplearse: hincar (introducir o clavar una cosa en otra), espetar (atravesar, clavar, meter por un cuerpo un instrumento puntiagudo), envasar (introducir en el cuerpo de una la espada u otra arma punzante), encajar (meter una cosa dentro de otra ajustadamente), entrar (penetrar o introducirse). (1908-1911) Gualato, m. Azadón de madera, muy usado en las provincias del sur. […] Fuera de azadón y azada, tenemos en castellano: zapapico (herramienta con manga de madera y dos bocas opuestas, terminada la una en punta y la otra en corte angosto, que se usa para excavar en tierra y para demoler obras de fábrica), espiocha (especie de zapapico), piqueta (zapapico), azadón de peto o de pico (íd.) y pico (instrumento formado por una barra de hierro o acero de unos 60 centímetros de largo, 5 de grueso, algo encorvada, aguda por un extremo y con un ojo en el otro para enastarla en un mango de madera. Es muy usado para cavar en tierras duras, remover piedras, etc.), distinto del que usa el picapedrero. (1913)

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Guara, […] 1.ª Adorno en los vestidos, y más generalmente el de poca gracia; 2.ª Adorno, dibujo o labor en tejidos, bordados, pinturas, letras, etc.; 3.ª fig. Movimiento gracioso del cuerpo, de las piernas, de las manos o del pañuelo fuera de los prescrito y acostumbrado, en bailes, juegos y demás acciones domésticas; 4.ª fig. pl. Superfluidades o demasía de palabras en el trato ordinario. […] Véanse algunos equivalentes castizos: perifollos, pl. fig. fam. (adorno de mujeres en sus trajes y peinado, y especialmente los que son excesivos o de mal gusto), perendengue (por extensión, cualquier adorno mujeril de poco valor), arrequives, pl. fam. y ú.m. en pl. (rasgo de pluma exagerado e inútil; cualquier adorno superfluo y extravagante), garambaina (adorno de mal gusto y superfluo en los vestidos u otras cosas; pl. fam., visajes o ademanes afectados o ridículos; rasgos o letras mal formados y que no se pueden leer), pelitrique (por lo común, adorno inútil del vestido, tocado, etc.). (1913) En estos ejemplos constatamos, en primer lugar, que la voz diferencial sí que está definida –bien por una definición conceptual, bien por una sinonímica–, para luego echar mano de una cadena sinonímica con la cual se puede reemplazar la voz diferencial en cuestión. Lo interesante de este tipo de definiciones, fuera de las ideas lingüísticas y del purismo que se refleja en ellas, es que cada uno de los sinónimos utilizados tiene algún elemento del semema en común con la voz diferencial defini-

da. Es así como el usuario posee un grupo no menor de elementos, útiles para, en rigor, poder comprender en su completud el contenido de la voz definida, así como el paradigma del cual la voz definida forma parte. De esta forma, teniendo conocimiento y haciendo uso de estos sinónimos en conjunto, se le entrega al usuario del Diccionario una instrucción útil para el uso y comprensión de una voz: “siempre que quede asegurado […] que los sinónimos indicados sirvan solo como punto de partida para la delimitación del sontenido de una unidad léxica y que no se pretenda que los sememas o contenidos de una unidad léxica se identifiquen exclusivamente mediante la indicación de sinónimos” (Werner en Haensch et al. 1982: 279). Respecto a los problemas de definir con un sinónimo, desde la lógica de Salvador y de Gutiérrez Ordóñez, no quedaría más, en el ejercicio lexicográfico moderno, que destacar, sea con información en el primer enunciado o con explicaciones, los diferentes niveles de lengua en donde la voz determinada puede ser sinónimo. En efecto, marcas diatópicas, diacrónicas, diafásicas y diastráticas, contornos, colocaciones y perífrasis serán necesarias para un trabajo idóneo con la sinonimia. A propósito de esto, Gutiérrez Cuadrado insiste: Todo sinónimo debe ser examinado a la luz de su colocación y a la luz de su régimen. No solo se diferencian principiar, iniciar, comenzar por marcas diacrónicas o sociales. Probablemente están presentes restricciones simplemente contextuales o de colocación. Nos resultan familiares las frases “se ha iniciado el año judicial”, “el año académico”, incluso “se ha iniciado el partido de fútbol”, con ciertas circunstancias (“a las cuatro, con retraso, con solemnidad”). Lo que no nos resulta tan familiar es “se ha iniciado la limpieza de boca con retraso”. En todos estos casos, comenzar sería aceptable con otra construcción (“se ha iniciado el partido de fútbol a las cuatro”/“ha comenzado el partido de fútbol a las cuatro”). (1999: 94) 2.5.2.5.3. Fuera de la definición sinonímica, y nos excusamos por alejarnos de la estricta noción de “definición sinonímica” de este apartado, es necesario insistir en un aspecto que se establece como una de las particularidades que más nos llamó la atención del Diccionario de Román: el especial tratamiento que le da el sacerdote a la sinonimia no solo en tanto definición, sino en tanto trabajo, digamos, paradigmático. Justamente, hemos encontrado un número no menor de artículos en donde se constata una ampliación semántica y paradigmática, la cual, si bien no es general, es constante. En este tipo de artículos lexicográficos evocamos lo que decía Corrales (1997) respecto a unos hipotéticos diccionarios lexemáticos o a una lexicografía de contenido. En efecto, Corrales explicita que “es posible advertir [en un diccionario lexemático o de contenido] un cierto grado de análisis del contenido en las explicaciones de las razones semánticas que diferencian determinados términos

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sinónimos” (1997: 167). Justamente, guardando las distancias y la especificidad, en los artículos en donde Román hace uso de la sinonimia o de los campos semánticos se percibe algo de esto: “el artículo de un diccionario lexemático está formado por la entrada, que representa un significado y por el conjunto de palabras agrupadas a continuación, también consideradas en cuanto significados, de tal modo que en cada caso se indicarán las concomitancias y diferencias existentes” (1997: 167). De hecho, los artículos lexicográficos de Román, de los que hemos seleccionado algunos, vendrían, guardando las distancias, a ejemplificar lo que buscaba Menéndez Pidal en un diccionario ideal: el lexicógrafo debe sacar al hablante del laberíntico desconcierto en que a menudo se halla entre los sinónimos; debe, cuando el caso se lo pida, enumerar tras la definición, no solo las voces sinónimas, sino también las afines, haciendo sobre las más próximas en significado observaciones diferenciadoras que guíen hacia la mayor propiedad del uso y muestren que nunca hay sinónimos del todo equivalentes. (1961: 123)

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Justamente, Corrales complementa que un diccionario cumpliría una plena función informativa si ofrece más que una definición, “sino también el conjunto de aquellas otras voces que están en proximidad semántica con él” (1997: 169). No estamos, con el Diccionario de Román, queremos insistir, ante una investigación sinonímica de las dimensiones de un Moliner o un Gili Gaya (reconocido como el mejor diccionario de sinónimos en lengua española), pero constatamos un ejercicio relevante de este trabajo en Román y lo apreciamos. Por ejemplo, en algunos casos, encontramos el ejercicio sinonímico en artículos lexicográficos destinados a alguna voz del español estándar; muchas de ellas son propuestas de adición que hace Román al diccionario académico (ver, por ejemplo, en el cuadro que presentaremos a continuación, desequilibrado, da, voz adicionada en la edición usual de 1914). En estos casos, suele Román añadir propuestas sinonímicas, por “si [la voz en cuestión] no se admite”, como suele expresar. En rigor, esta conducta refleja la actitud normativa de Román: la de proponer una voz, pero, al no estar esta incorporada en el diccionario académico, ofrece el sacerdote, a su vez, una sinonimia que sí lo esté. En otros casos, el hecho de dar cuenta de voces generales obedece a un afán pedagógico. Puede darse el caso de que se use una voz cual hiperónimo, mas Román presenta la sinonimia para que el hablante no caiga, por generalización, en el uso de una voz muchas veces errónea o imprecisa, como en el caso de ensartar, que veremos en el cuadro (la tradición académica terminó por incorporar la polisemia que el diocesano tanto criticó). En otros casos no es más que una de las estrategias que el diocesano usó para dar cuenta de ese purismo moderado que a veces lo caracteriza,

al definir una voz, para él, no ejemplar (por ejemplo, una diferencial, o extranjerismos, así como voces diacrónicas para España, entre otras) que posee equivalentes castizos y él se encarga de enumerarlos: “Hay pues voces castizas para todos los gustos y necesidades y no tenemos para qué acudir a neologismos impropios e inútiles” arremete, por ejemplo, para explicar por qué enterratorio es innecesario. En efecto, Román celebra la cantidad de voces que existen en español, por lo que no es necesario hacer uso de extranjerismos o de validar ciertas voces diferenciales, por lo que así cierra su artículo macuco, ca: “¡Oh riqueza ilimitada del castellano!”. Suele, en estos casos, presentar enunciados del tipo: “Para expresar esta idea tiene el castellano una cantidad de voces tales como …”; “En castellano hay varios términos que expresan esta misma idea”; “Si damos una ligera mirada a las innumerables voces que tiene el castellano para designar …”; “hay innumerables modos de expresar en castellano [esta voz]”; “Mucho empobrecemos el idioma empleando, como lo hacemos aquí, esta sola voz en lugar de otras sinónimas”; “Basta con [usar esta voz]”; “dígase”; “[esta voz] tiene tantos equivalentes castizos”. Como sea, es en este tipo de artículos lexicográficos en donde podemos constatar, indirectamente, la geosinonimia, es decir, los sinónimos del diasistema que comparten el mismo significado, independientemente del área geográfica de uso que les corresponda. Es interesante que, en el caso de los extranjerismos, por más que Román los censure, estos terminen por incorporarse en la lengua estándar (emocional se adiciona en el usual de 1936; mistificar y mistificación se adicionan en el usual de 1970; todos los presentamos en el cuadro que presentaremos a continuación). En otros casos, Román reflexiona en torno a la proliferación de sinonimia en relación con algunas ideas, como en bochinche: Pocas ideas podrán expresarse en castellano con nombres más variados y numerosos que las ideas de alboroto, asonada, pendencia, batahola, etc. Parece que los españoles fueran muy dados a todo esto, cuando tanto han enriquecido su idioma en este punto; y, no contentos con todas las palabras que tienen, han querido también darla de generosos admitiendo a nuestro bochinche, como americanismo. (1901-1908: s.v. bochinche). Respecto a la disposición y presentación de la sinonimia, Román no suele tratar con matices semánticos o acepcionales (diferencias específicas), por lo que entrega una serie de sinónimos, los cuales, las más veces, poseen matices (cfr. en los cuadros que entregaremos a continuación barrial, bobo, bochinche, botador, ra, cachencho, candelejón, cascarria, chicharriento, ta, dandy, emocional, empalicador, ra, mistificación, mistificar, yapa, zafacoca, zumba), algo característico de la lexicografía de su época (cfr. el juicio que hace García Platero 2004 respecto a este punto). Sin embargo, esto no

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quita que Román sí presente diferencias específicas (cfr. en los cuadros que entregaremos a continuación bofetada, cerrillo, cuero, desbrotar, desenmalezar, desequilibrado,da, guacarnaco, ca, macuco, ca). En otros casos, Román se encarga de organizarlos acepcionalmente, dando cuenta de bloques, justamente, acepcionales (cfr. en los cuadros que entregaremos a continuación bagual, bolsero, clavo, chambón, guacarnaco, ca), sobre todo si la misma voz posee acepciones o matices. En otros casos, Román hará uso de recursos similares a los contornos (cfr. en los cuadros que entregaremos a continuación bonomía, bonhomía), así como de fraseología (cfr. en los cuadros que entregaremos a continuación despotricar). Veamos, a continuación, una pequeña muestra de cómo trata el sacerdote la sinonimia. A efectos prácticos, nos hemos quedado solo con el lema y la sinonimia en cuestión para ejemplificarla en los cuadros, más una que otra referencia a alguna definición perifrástica, comentario o contornos, sobre todo para destacar, justamente, la práctica sinonímica más que otra cosa:

1. Voces del español general con sinonimia:

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bobo, ba

bodoque, alcornoque, bambarria, bato, bausán, bucéfalo, cafre, calabaza, camueso, cernícalo, ciruelo, gofo, fa, leño, madero, mamacallos, mameluco, mastuerzo, meliloto, memo, mentecato, motolito, panarra, pelele, zamacuco, zolocho, zopenco.

bochinche

fullona, gazapera, gazapina, marimorena, pelazga o pelaza, peleona, pelotera, quimera, redopelo o redrapelo, repelo, rifa, rifirrafe, rija, riña, sanfrancia, sarracina, tasquera, tiberio, trapisonda, zacapela o zacapella, zaragata, zipizape, zurribanda, bronca, bronquina.

bofetada: “Como en Chile confunden algunos esta palabra con las demás que expresan ideas poco más o menos parecidas, las pondremos aquí todas con sus correspondientes definiciones”

bofetada: “golpe que se da en el carrillo con la mano abierta”; bofetón: “bofetada grande” “bofetada”; cachete: “golpe que se da a una persona con la mano abierta”; guantada o guantazo: “golpe que se da con la mano abierta”; mojicón: “golpe que se da en la cara con el puño”; palmada: “golpe dado con la palma de la mano”; puñada, puñetazo y puñete: “golpe que se da con el puño”; sopapo: “golpe que se da con la mano debajo de la papada”, “bofetada”; tabalada y tabanazo: “golpe que se da con la mano”, “bofetada”; tamborilada: “golpe dado con la mano en la cabeza o en las espaldas”; torniscón: “golpe que de mano de otro recibe uno en la cara o en la cabeza, y especialmente cuando se da de revés”; trompada y trompis: “puñetazo”; moquete: “golpe que se da a uno en la cara, especialmente tocándole las narices”; soplamocos: “golpe que se da a uno en la cara, especialmente tocándole las narices”.

chambón: “Persona que en cualquier asunto o negocio obra desacertadamente, o sin habilidad ni experiencia”.

chapucero, ra: “dícese de la persona que trabaja tosca y groseramente”; chafallón, na, ídem; zarramplín: “hombre chapucero y de poca habilidad en una profesión u oficio”.

desequilibrado, da

desjuiciado, da, (falto de juicio); destornillado, da, (inconsiderado, precipitado, sin seso); alocado, da, (que tiene cosas de loco, o parece loco); desjuiciado, da, (falto de juicio); y antiguamente desmeollado, da, (sin juicio, sin seso); tarambana, com. fam. y ú.t.c. adj. (persona alocada, de poco asiento y juicio); cabeza de chorlito (persona de poco juicio).

ensartar: “De donde se deduce que no es propio ni correcto ensartar la carne en el asador, ensartarle a uno la espada o la lanza, ensartar la bola en la punta del boliche (Dicc.), ensartar la aguja”

“Este falso ensartar ha quitado su lugar a clavar, espetar, traspasar, hundir, meter, envasar (introducir en el cuerpo de uno la espada u otra arma punzante), enhebrar o enhilar.”

zafacoca: “Riña o contienda con ruido y bulla, que mueven muchos”

Zacapela o zacapella. Chamusquina, escarapela, pelotera, bronca, pelaza o pelazga, bronquina, sanfrancia, trapisonda.

2. Casos de voces diferenciales, no ejemplares o diacrónicas, con equivalentes en español general: bagual

Para hombrote, sobre todo si es de escasa inteligencia: estantigua, gambalúa, (galavardo, ant.), gansarón, granadero, pendón, perantón, perigallo, tagarote, varal. Para hombre necio o bobo: bambarria, com., bausán, babalías, com., bucéfalo, calabaza, camueso, ciruelo, cuartazos, leño, madero, memo, panarra, m., pelele, zopenco, zurriburri.

barrial: “Sitio o terreno lleno de barro o lodo. Anticuado ya en España”

En España por: barrizal o barrero. O sus sinónimos: ciénaga, cenagal y lodazal (o lodachar y lodazar)

botador, ra

derrochador, malgastador, malbaratador, manirroto, pródigo, derramado, desperdiciado y desperdiciador, despilfarrador, dilapidador, disipador, perdigón, perdido.

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cachencho

Bambarria, bobalías, cascabelero, ciruelo, leño, mamacallos, mameluco, mandria, mastuerzo, memo, mentecato, motolito, parapoco, peal, pelele, zolocho, zonzo, zonzorrión, zopenco

cachencho

Bambarria, bobalías, cascabelero, ciruelo, leño, mamacallos, mameluco, mandria, mastuerzo, memo, mentecato, motolito, parapoco, peal, pelele, zolocho, zonzo, zonzorrión, zopenco

candelejón

alcornoque, avechucho, bambarria, bausán, bragazas, cafre, calabaza, camuezo, ciruelo, estafermo, leño, madero, maniquí, paleto, petate, plomo, sinapismo, topo, veleta, etc.

cascarria

calandrajo, cascaciruelas, com., cermeño, chuchumeco, churriburri o zurriburri, mandria, peal, pelagatos, pendejo.

cerrillo

montículo (monte pequeño, por lo común aislado, y obra, ya de la naturaleza, ya de la mano del hombre); mota (eminencia de poca altura que se levanta sola en un llamo); otero (cerro aislado que domina un llano); ribazo (porción de tierra con alguna elevación y declive); colina (elevación natural de terreno, menor que una montaña); collado (tierra que se levanta como un cerro, menos elevada que el monte); mogote (montículo aislado, de forma cónica y rematado en punta roma).

chicharriento, ta

charlador, ra, charlatán, na, locuaz, hablador, ra, parlador, ra, parlanchín, na, parlero, ra, (simple adj.), picotero, ra, bachiller, ra, etc.; y las frases Hablar uno como una chicharra, por los codos, a tontas y a locas, etc.

clavo

Si se trata de estafa: gatazo, sablazo, petardo, pegar una bigotera o un petardo. Si se trata de exonerarse de un trabajo o achacárselo a otro: descargarse, imponer cargas o gravámenes, sacar el ascua con la mano del gato o con mano ajena.

cuero

piel: “parte exterior que cubre la pulpa de ciertas frutas; como ciruelas, peras, etc.” hollejo y película: “pellejo o piel delgada que cubre algunas frutas y legumbres” corteza: “parte exterior y dura de algunas frutas y y otras cosas; como la de la cidra, el limón, el pan, el queso, etc.” Cáscara: “corteza o cubierta de los huevos, de varias frutas y de otras cosas”.

desbrotar

despimpollar: “quitar a la vid los brotes viciosos o excesivos, dejando a la planta la carga que buenamente pueda llevar”; desbarbillar: “cortar las raíces que arrojan los troncos de las vides nuevas, para darles más vigor”; escamondar: “quitar las ramas inútiles y las hojas secas”; despampanar: “quitar los pámpanos a las vides, para atajar el mucho vicio”; espamplonar: “esparcir o apartar los vástagos de la vid o de otra planta cuando están muy juntos”; ddesfollonar: “quitar en verano algunas hojas a la vid, para que los racimos reciban fácilmente la luz y acción del sol”; deslechugar o deslechuguillar: “quitar los pámpanos y ramas que nacen de nuevo en la vid, fuera de los sarmientos y vástagos principales”, “chapodar las puntas de los sarmientos que llevan fruto, cuando se acerca su madurez”.

desenmalezar Arrancar la maleza de un terreno.

escardar o escardillar (entresacar y arrancar los cardos y otras hierbas de los sembrados cuando están las mieses tiernas y en hierba); desyerbar y mejor desherbar (quitar o arrancar las hierbas); desbrozar o desembrozar (quitar la broza, desembarazar, limpiar); descuajar (arrancar de raíz o de cuajo las plantas, matorrales o malezas, para poder cultivar la tierra); desmatar (descuajar las matas) desarraigar, desmontar, limpiar y mondar.

despotricar No se olvide que su único y verdadero significado es: “hablar sin consideración ni reparo todo lo que a uno le ocurre”.

hablar uno por los codos, Soltar la tarabilla, Ligero o suelto de lengua, Tener mucha lengua, Dar libertad a la lengua, Írsele a uno la boca o la lengua, Hablar a destajo, Tomar la taba.

empalicador, ra

adulador, engaitador, engatusador, enlabiador, lagotero, gitano, socaliñero, zalamero, candongo (todos con sus respectivas terminaciones femeninas), lavacaras y engañabobos, com.

guacarnaco, ca “Se dice burlescamente de las personas muy altas, de largos zancajos, especialmente si son flacas y bobaliconas”

hastial, m. fig.: “hombrón rústico y grosero. Suele aspirarse la h”; tagarote, m. Fam.: “hombre alto y desgarbado”; gansarón, m. fig.: “hombre alto, flaco y desvaído”; zanguayo, m. fam.: “hombre alto, desvaído, ocioso, y que se hace el simple”; galavardo, ant.: “hombre alto, desgarvado y dejado para el trabajo”; zanquivano, na, adj. y ú.t.c.s.: “que tiene las zancas o pernas largas”; zanquilargo, ga, adj. y ú.t.c.s.: “que tiene las piernas largas y casi sin pantorrillas;” langaruto, ta, o larguirucho, cha, adj. fam.: “aplícase a las personas y cosas desproporcionadamente largas respecto de su ancho o de su grueso”; varal, m. y fam.: “persona muy alta”.

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Si solo se atiende a la falta de educación, tenemos: ganso, m. Fig.: “persona rústica, mal criada, torpe, incapaz”; zamacuco, m.: “hombre tonto, torpe y abrutado”; zamarro, m. fam.: “hombre tosco, lerdo, rústico, pesado y sin aseo”; zambombo, m. fig. y fam.: “hombre tosco, grosero y rudo de ingenio”; zampabodigos, zampabollos, zampapalos, zampatortas, com. fam.: “persona que en su traza, palabras y acciones da muestra de incapacidad, torpeza y falta de crianza”.

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macuco, ca “Taimado y astuto, que, ante todo, mira por su medro y comodidad”.

madrigado, da, fig. y fam. (dícese de la persona práctica y experimentada; o mejor como dijo Covarrubias: “llamamos madrigados a los que son experimentados y recatados en negocios”); martagón, na, m. y f. fam. (persona astuta, reservada y difícil de engañar); sátrapa, m. fam. y ú.t.c. adj. (hombre ladino y que sabe gobernarse con astucia e inteligencia en el comercio humano); cuco (ya definido); Los genéricos astuto, taimado, listo, ladino, hábil, y estos otros más particulares: agibílibus, m. fam. (persona que tiene habilidad para procurar la propia conveniencia); cachicán, m. fam. y ú.t.c. adj. (hombre astuto, diestro); conchudo, da, fam. (astuto, cauteloso, sagaz); coscón, na, adj. fam. y ú.t.c.s. (socarrón, hábil para lograr lo que le acomoda o evitar lo que le disgusta); culebrón, fam. (hombre muy astuto y solapado); guitarrón, fam. (hombre sagaz y picarón); lagarto, ta, tam. y ú.t.c. adj. (persona pícara, taimada); mañuelas, com. pl., fig. y sam. (persona astuta y cauta que sabe manejar diestramente los negocios); peje (hombre astuto, sagaz e industrioso); pillastre, fam. (sagaz, astuto); pollastre o pollastro, m. fam. (hombre muy astuto y sagaz); redomado, da, adj. (muy cauteloso y astuto); rodaballo, m. fam. (hombre taimado y astuto); zorrastrón, na, adj. fam. y ú.t.c.s. (pícaro, astuto, disimulado y demasiadamente cauteloso).

yapa

Adehala Guantes (agasajo o gratificación), refacción, chorrada, momio, alboroque, hoque, botijuela, pasera.

zumba

Zurra, azotaina o azotina, soba, vuelta, felpa; manta y somanta (zurra de golpes que se da a uno), solfa, tocata, tollina, tunda, Menear, sacudir o zurrar a uno el bálago, o el zarzo, o la badana, Tocar o zurrar la pámpana, Medirle a uno las espaldas, Mullírselas a uno.

3. El recurso de la sinonimia en extranjerismos: Voz bonomía, bonhomía

Equivalente en español llaneza, ingenuidad, bondad.

candor,

[tomado en mala parte]: simpleza, simplicidad excesiva, credulidad, bobería.

Argumento para censurar la voz Es puro galicismo y del todo inútil en castellano, pues tenemos para él una cantidad de equivalentes.

dandy

petimetre, currutaco, lechuguino, paquete, caballerete, pisaverde

Mucho más expresivos son estos vocablos castellanos que el deslavado anglicismo condenado nominalmente por la Gramática de la Academia y por todos los hablistas.

debido a

mediante, merced a, gracias a, por causa o por obra de, en virtud de, a fuerza de, por cuanto, porque.

Sépase pues que este modismo es puramente francés.

de visu

a la vista, a vista de ojos, vistazo, dar un vistazo, al ojo, abrir uno el ojo, a ojos vistas, abrir uno los ojos, avivar uno los ojos, ¡mucho ojo!

Expr. Latina que significa de vista: testigo de vista. No hay necesidad de ella en castellano.

emocional

vehemente, apasionado, conmovido, agitado, inquieto, turbado, alterado, perturbado, trastornado, sobresaltado, angustiado, congojoso, etc.

¿Cómo pues acudir al francés para un adj. que tiene mil equivalentes en castellano, mucho más expresivos y sonoros?

mistificación mistificar

Mistificación: engaño, burla, chasco, añagaza, broma, emboque, zumba, maraña, gatuperio, vaya, enjuague, embrollo, chanza, mofa, befa, escarnio, treta, embaucamiento, embeleco, embudo, gazapo, cancamusa, embuste, gazapa, enredo, magaña, fraude, fraudulencia, gatada, gatazo, falsía, trama, trampa, trampantojo, engañifa, papilla, mico, patraña, fingimiento, ilusión, traspié, lazo, invención, matrería, artificio, doblez, etc. (Mir, 1908).

En lugar de este feo galicismo tenemos en castellano engaño, burla, chasco, añagaza, broma, emboque, zumba, maraña, gatuperio, vaya, enjuague, embrollo, chanza, mofa, befa, escarnio, treta, embaucamiento, embeleco, embudo, gazapo, cancamusa, embuste, gazapa, enredo, magaña, fraude, fraudulencia, gatada, gatazo, falsía, trama, trampa, trampantojo, engañifa, papilla, mico, patraña, fingimiento, ilusión, traspié, lazo, invención, matrería, artificio, doblez, etc.

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Mistificar: engañar, mofar, deslumbrar, embaucar, embelecar, embobar, burlar, suplantar, ofuscar, fascinar, trampear, tramar, urdir, engatar, clavar, fingir, afectar, disfrazar, culebrear, enredar, enlazar, simular, hazañar, mentir, fabular, colorear, alucinar.

Es v. que han formado los galiparlistas del francés mystifier, el cual es una invención moderna aun para los hijos de las Galias.

Es interesante que en el caso de mistificar, Román, consciente de la imposibilidad de sinonimia, insiste en entregar una abundante familia, amparado, además, en lo que había expuesto un lustro atrás Mir (1908): “Es claro que todas estas voces no son iguales en significado, pero cada una tiene alguna sinonimia con mistificación; sin embargo, la más parecida que hallamos nosotros es alucinación o alucinamiento” (1913: s.v. mistificar). Hay casos, además, en donde Román, consciente de la imposibilidad sinonímica, presenta alternativas, como en majamama: Enredo, embuste o engaño que se prepara oculta o solapadamente, sobre todo en cuentas y negocios. Es voz corriente en Chile y equivale a las castizas artimaña, zangamanga, trampa, artería, macaña, enredo, trapisonda, enjuague, andrómina, pastel, que, por cierto, no son sinónimas, pero todo lo que ellas significan lo comprende de una manera general este chilenismo (Román 1913: s.v. majamama).

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O como en paletó, donde, fuera de celebrar que el diccionario académico haya incorporado la voz “de lo cual nos alegramos”, afirma que “venía usándose desde más de un siglo”. De hecho paletó estaba en la tradición para-académica decimonónica desde Domínguez, pasando por el diccionario de la editorial Gaspar y Roig y Salvá. Confiesa Román, eso sí, que ya tenía una batería de voces para presentar como alternativa, aunque en campo semántico más que en sinónimos: Teníamos capote (capa hecha de barragán, paño u otra tela doble, que sirve para abrigo y para resistir el agua, por lo que suele también forrarse: diferenciase en la hechura de la capa común en que tiene mangas y no tanto vuelo), gabán (capote con mangas y a veces con capilla, que regularmente se hace de paño fuerte), sobrerropa y sobretodo (ropa ancha y larga, con mangas y abierta por delante, que sirve para abrigo y defensa de las aguas), abrigo (prenda del traje, que se pone sobre las demás y sirve para abrigar). (19161918: s.v. paletó) 2.5.2.5.4. De la mano con este paletó, otro aspecto que destacamos en algunos de los artículos lexicográficos en el Diccionario de Román (y que vuelve a escapar del

aspecto de definición sinonímica estricto que nos convoca el apartado) es el especial tratamiento que el diocesano les dio a los campos semánticos. Concepto complejo, tanto por su nominación (se lo puede encontrar como campo semántico, campo léxico, campo asociativo, campo nocional, campo lexicológico o campo conceptual), como por sus definiciones y tratamientos (Martínez 2003, de hecho, dedica en un ensayo, única y exclusivamente a entregarnos las diferentes definiciones que se han hecho al respecto). Nos remitiremos aquí, sucintamente –puesto que no corresponde adentrarse en el tema más que a lo que pueda requerir la referencia a la sinonimia y afines–, a este punto para ver, luego, cómo trató el diocesano intuitivamente, en algunos de sus artículos lexicográficos, el campo semántico. Bien se sabe que fue Trier, en los años veinte, el precursor en utilizar el concepto; para él las palabras emparentadas conceptualmente forman, entre sí, un todo articulado, una estructura (Trier en Martínez 2003: 105). Le sigue, respecto a la especificidad en la tipologización, Duchácek, en los sesenta, para quien un campo conceptual es el conjunto de palabras que expresan un concepto dado, es decir, palabras en el contenido de las cuales figura éste bien como dominante semántica, bien como uno de los elementos nocionales complementarios, formando una estructura léxica elemental (Duchácek en Martínez 2003: 110). Es relevante hacer referencia a este aspecto, sobre todo como continuación de la sinonimia, puesto que a estos campos pertenecen todos los sinónimos de la palabra, así como otras palabras emparentadas desde un punto de vista de sentido (cfr. Duchácek en Martínez 2003: 110). Sin embargo, será la lexemática coseriana la teoría que más coherencia les dará a los campos semánticos. Coseriu investigó lexemática desde los años sesenta hasta finales de los noventa del siglo pasado, poco antes de su muerte, con una serie de reformulaciones, de las que nos quedaremos con la última que hizo: “El campo es el paradigma básico del léxico: es la estructura constituida por unidades léxicas (“lexemas”) que se reparten entre sí una zona de significación común hallándose en oposición inmediata las unas con las otras” (Coseriu 1998: 459). Quizás algunas de las reflexiones del mismo Coseriu nos puedan ayudar a ver el aporte que hizo, intuitivamente, Román, en algunos de sus artículos lexicográficos donde presentó campos semánticos. En efecto, Coseriu pedía, para el trabajo con los campos, que estos se investigaran paulatina y sucesivamente a partir de oposiciones inmediatas que se establecen entre sus miembros, “ya que en esa operación de tanteo inicial se ha de introducir sin duda el carácter posible o imposible de tal o cual rasgo que, según nuestro propio conocimiento de hablante, valoraremos en su justa medida” (Corrales 1991: 84). Si esto lo trasladamos a la lexicografía, será en el diccionario el espacio, afirmamos con Corrales, en donde podemos recabar un enorme

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número de datos (Corrales 1991: 84). De hecho, insiste Corrales, más que marginar los diccionarios de la investigación de campos, lo que hay que hacer es todo lo contrario: “manejarlos al máximo, aprovechándonos de su rico caudal informativo, y conociendo de antemano, como conocemos, sus defectos y virtudes, colocarlos en el justo lugar que les corresponde” (1991: 85). En el Diccionario de Román, por lo general, este tipo de información obedece a un afán pedagógico, tal como vimos, además, en lo concerniente a la sinonimia. En efecto, Román puede dar cuenta de un campo semántico, encargándose de definir cada elemento, sobre todo para que el hablante no caiga, por simplificación, en la generalización y haga uso solo de uno de los elementos de este campo, siendo que hay más alternativas para un uso más idóneo (cfr. en los cuadros que entregaremos a continuación corral, pedazo, peladero). Por otro lado, amparándose en alguna voz diferencial que no avala (cfr. en los cuadros que entregaremos a continuación bolsero, ra, enterratorio, molde, patilla, patuleco), Román se encarga de dar cuenta del campo semántico en cuestión, por más que no haya, las más veces, una estricta equivalencia. Lo mismo hará Román en un anglicismo que no avala como en el caso de lunch que veremos en el cuadro. O, como en el caso de mancarrón, en donde Román presenta y defiende una voz desusada en España, pero vigente en el Chile de principios del siglo XX y, a su vez, entrega su campo semántico. Destacamos, además, el caso de galpón, americanismo que Román aboga, por ser un hiperónimo: “Más amplio es aún el concepto de galpón, porque en él se comprende el significado de todas estas voces castizas”, cosa que vendría a contradecir el purismo moderado de Román. En otros casos, como en cigarro, Román se limita, por la riqueza de la familia, a dar cuenta de esta, misma cosa en cuatrillón, donde se encarga, además, de criticar el procedimiento académico, que “se queda corto”, al solo limitarse a incorporar alguna de las voces del campo semántico:

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Bolsero

gorrero, gorrista, gorrón o mogrollo: “son los que tienen por hábito comer, vivir, regalarse o divertirse a costa ajena”; pedigón o pedigüeño: “que pide con frecuencia e importunidad”; socaliñero: “el que saca a otro con ardid o artificio lo que no está obligado a dar”; parásito: “el que se arrima a otro para comer a costa ajena”; pegote: “persona impertinente que no se aparta de otra, particularmente en las horas y ocasiones en que hay que comer”; rozavillón, voz de germanía “el que come de mogollón”.

cigarro “Como muestra de la abundancia de voces que nos ha dado el cigarro”

pajilla (cigarro de hoja); cigarrillo (íd. de papel); pitillo (cigarrillo de papel); puro (cigarro de hojas de tabaco enrolladas); coracero (puro de tabaco fuerte y malo); entreacto (puro cilíndrico y pequeño); panetela, f. (puro largo y delgado); tagarnina, f. (puro muy malo); chicote, m. fam. (cigarrillo puro).

corral Corral significa: “sitio cerrado y descubierto, en las casas o en el campo”.

Hay, además: aprisco (paraje donde los pastores recogen el ganado para resguardarle de la intemperie); establo (lugar cubierto en que se encierra el ganado para su descanso y alimento); majada (lugar o paraje donde se recoge de noche el ganado y se albergan los pastores); redil (aprisco circuido con un vallado de estacas y redes); trascorral (sitio cercado y descubierto que suele haber en algunas casas después del corral).

cuatrillón “Es voz usada por los textos y profesores de aritmética, por el P. Torres, excelente filólogo, y por otros autores, pero no admitida en el Dicc., el cual se quedó bastante corto”

Admitiendo solamente a millón, billón y trillón, cuando en realidad podría haber admitido sin escrúpulo alguno a cuatrillón, quintillón, sextillón, septillón, octillón y novillón.

enterratorio “Hay que matarlo y enterrarlo, antes que cunda más. Es feo y mal sonante y tiene tanto equivalentes castizos”

cementerio (sitio descubierto, fuera del templo, destinado a enterrar cadáveres); campo santo (cementerio de los católicos, bendecido según el rito romano); entierro (sepulcro o sitio en que se ponen los difuntos); sepulcro o tumba (obra, por lo común de piedra, que se construye levantada del suelo, para dar en ella sepultura al cadáver de una persona y honrar y hacer más duradera su memoria); sarcófago (significa lo mismo); túmulo (sepulcro levantado de la tierra); sepultura o huesa (hoyo que se hace tierra para enterrar el cadáver de una persona, u hoyo en que está enterrado un cadáver); bóveda (lugar subterráneo en las iglesias [agréguese: y cementerios] para depósito de los difuntos); mausoleo (sepulcro magnífico y suntuoso); panteón (monumento funerario destinado a enterramiento de varias personas);

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carnero (sepulcro de familia que suele haber en algunas iglesias, elevado como una cara del suelo). También tiene este el significado de osario, que es el lugar en que se reúnen los huesos que se sacan de las sepulturas, a fin de volver a enterrar en ellas. Nicho es el sepulcro para un solo cadáver.

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galpón “cobertizo extenso, formado generalmente de tablas de pino, tejado o paja, sobre pilares de madera fuerte, para preservar de la intemperie los objetos a que es destinado. Algunos son cerrados con pared o tabla por uno de los lados” Más amplio es aún el concepto de galpón, porque en él se comprende el significado de todas estas voces castizas.

barraca (caseta o albergue construido toscamente y con materiales ligeros); cobertizo (sitio cubierto ligera o rústicamente para guardar de la intemperie hombres, animales o efectos); corrido (tinado o cobertizo hecho a lo largo de las paredes de los corrales); porche (soportal, cobertizo); sotechado (lugar cubierto con techo); tinado o tinada (cobertizo para tener recogidos los ganados, y particularmente el destinado a los bueyes); tinglado (igual a cobertizo).

lunch No hay necesidad de ella, porque el castellano tiene innumerables términos para expresar con más variedad esta misma idea

merienda (comida ligera que se hace por la tarde antes de la cena); Hacer o tomar uno las once (tomar un corto refrigerio entre once y doce de la mañana, o entre el almuerzo y la comida); refacción o refección (alimento moderado que se toma para reparar las fuerzas); refrigerio (ídem); colación (refacción de dulces, pastas y a veces fiambres con que se obsequia a un huésped o se festeja algún suceso); ambigú (comida, por lo regular nocturna, compuesta de manjares calientes y fríos con que se cubre de una vez la mesa). Voces familiares y humorísticas: piscolabis (ligera refacción que se toma, no tanto por necesidad, como por ocasión o regalo); tentempié (lo mismo que refacción); cuchipanda (comida que toman juntas y regocijadamente varias personas); bocadillo (alimento que los trabajadores del campo suelen tomar entre almuerzo y comida, como a las diez de la mañana). Refresco significa también: “alimento moderado o reparto que se toma para fortalecerse y continuar en el trabajo; agasajo de bebidas, dulces, etc., que se da en las visitas u otras concurrencias”.

mancarrón “Caballo flaco, malo y despreciable”

rocín (caballo de mala traza, basto y de poca alzada); rocinante (rocín matalón); matalón, na o matalote, adj. y ú.t.c.s. (dícese de la caballería flaca, endeble y que rara vez se halla libre de mataduras); jamelgo (caballo muy malo o de muy mala estampa); arre, m. (caballería ruin); gurrufero, m. fam. (rocín feo y de malas mañas).

molde “Es corriente en Chile llamar molde el papel (generalmente de diarios, o muy ordinario, pero resistente) recortado en tal o cual forma y que sirve de modelo para cortar piezas de vestir.”

Es lo que en castellano se llama patrón. […] Molde de hacer ladrillos, es en castellano, gradilla. Molde de hacer tejas, galápago. Molde de hacer quesos, encella, f., o formaje, m.: “molde o forma que sirve para hacer queso y requesones. Ordinariamente es de mimbres o estera”. La pleita de esparto o hierba parecida que forma el contorno de este mismo molde, se llama cincho.

patilla “Así llamamos la parte que se toma de una planta para obtener otra semejante”.

acodo (vástago o tallo que, sin separarlo del tronco, se mete debajo de la tierra, dejando fuera la extremidad o cogollo, para que eche raíces la parte enterrada y forme nueva planta); barbado (árbol que se planta con raíces, o sarmiento con ellas que sirve para plantar viñas; hijuelo de árbol, que nace en tierra alrededor de él); esqueje (tallo o cogollo que se introduce en tierra para multiplicar la planta); estaca (rama o palo verde sin raíces que se planta para que se haga árbol); latiguillo (rama de ciertas plantas, rastrera, delgada y larga que, clavándose en la tierra, forma un nuevo pie; como sucede en la fresa); mugrón (sarmiento largo de una vid, que, sin dividirlo de ella, se entierra para formar otra planta; vástago de otras plantas); pimpollo (vástago o tallo nuevo que echan los árboles y las plantas); plantón (pimpollo o arbolito nuevo, que ha de ser trasplantado); pie (tronco de los árboles y plantas; el árbol entero, con especialidad cuando es pequeño); púa (vástago de un árbol que se introduce en otro para ingerirlo); rampollo (rama que se corta del árbol para plantarla); sierpe (vástago que brota de las raíces leñosas).

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patuleco, ca “Aplícase en general a toda persona que tiene algún vicio de formación en los pies o en las piernas”

patojo, ja, (que tiene las piernas o los pies torcidos o desproporcionados, e imita al pato en andar, meneando el cuerpo de un lado a otro); pateta, m. fam. (persona que tiene un vicio en la conformación de los pies o de las piernas); patiabierto, ta, adj. fam. (que tiene las piernas torcidas o irregulares, y separadas una de otra); patizambo, ba, adj. (que tiene las piernas torcidas hacia fuera. Ú.t.c.s.); estevado, da, y patiestevado, da, adj. (que tiene las piernas torcidas en arco, a semejanza de la esteva. Úsanse t.c.s.); escaro, ra, adj. (dícese de la persona que tiene los pies y tobillos torcidos y pisa mal. ú.t.c.s.); esparrancado, da, part. de esparrancarse (que anda o está muy abierto de piernas); zopo, pa, (lisiado de pies y manos); zambo, ba, adj. y ú.t.c.s. (dícese de la persona que por mala configuración tiene juntas las rodillas y separadas las piernas hacia fuera).

pedazo “Conviene no empobrecer tanto la lengua usando pedazo para todo, cuando, según los casos, hay tantas otras voces más propias y exactas”

Así, el pedazo pequeño de alguna cosa, y más especialmente el de algunas frutas, se llama cacho; el extremo de algunas cosas duras que se pueden partir con facilidad, cantero (un cantero de pan); el cantero más pequeño de pan, cuscurro; el pedazo de pan, grueso e irregular, zoquete; el pedazo o porción de pan que queda de sobra en la mesa después de haber comido, regojo; el pedazo o porción pequeña de terreno, de ordinario sobrante de otra mayor que se ha comprado, expropiado o adjudicado, parcela; el pedazo de teja, tejoleta; cualquier pedazo de barro cocido, también tejoleta; pedazo de vasija tosca en que se puede echar alguna cosa, cacharro; y, además, los nombres genéricos trozo, parte, partícula.

peladero “Es corriente en Chile en el significado de sitio o paraje árido, falto de vegetación, donde solo hay piedras o arena; y por extensión, terreno o campo poco productivo, ya sea por la mala calidad de la tierra, ya sea por falta de agua”.

erial o eriazo, za, (adjs. y úsanse t.c.sust. masculinos: aplícase a tierra o campo sin cultivar ni labrar); baldío, ía, yermo, ma, (inhabitado, desierto, o sin cultivo ni disposición para dar frutos); páramo (campo desierto, raso, elevado y descubierto a todos vientos, que no se cultiva ni tiene habitación alguna); cantizal (terreno en que hay muchos cantos y guijarros); pedregal o pedriza (sitio o terreno cubierto casi todo él de piedra menuda).

En síntesis, el tratamiento que Román hizo de los campos semánticos dentro de los niveles del segundo enunciado lo podemos llamar, en términos laxos, macrodefinición o definición en cadena, definición compuesta de signos afines con sus respectivas definiciones. Es, a su vez, un recurso pedagógico, porque Román enseña, distingue y presenta al usuario toda una batería léxica. Es, por lo demás, un recurso purista, porque en el afán de buscar la unidad idiomática, Román restringe el léxico a lo que ya está estandarizado. Como sea, es esta una forma de tratar mejor la comprensión del definido, creemos. Justamente, al insertar el definido dentro de su campo semántico, se genera una comprensión, más que inclusiva, extensiva, en donde, fuera de dar cuenta de la definición en sí del definido (por lo general, conceptual), se define el campo semántico en su totalidad.

2.5.2.6. Definiciones perifrásticas o analíticas sustanciales Las definiciones perifrásticas siguen siendo, desde la óptica de la lexicografía moderna, las preferibles, sobre todo por su carácter analítico y porque se da en estas el principio de análisis sémico tan cotizado (digamos) dentro del ejercicio semántico de la definición lexicográfica. Si seguimos a Rey-Debove en su, ya, clásica tipologización de las definiciones perifrásticas (1967: 145-150), estas pueden ser sustanciales o relacionales. Trataremos en este apartado las definiciones sustanciales, las cuales responden a la pregunta ¿qué es el definido?, en rigor. Así, por ejemplo, Sabanilla, f. dim. de sábana. En Chiloé, tejido de lana de oveja muy fino y que se emplea como cobertor. Se le usa como sábana entre gente menesterosa, y entre la más acomodada, se extiende inmediatamente sobre la sábana que cubre el cuerpo. Es un trabajo notable, que muchas veces compite con las frazadas importadas del extranjero. (Cavada). (1916-1918) Lo que hemos subrayado sería la definición perifrástica sustancial, la cual está unida a una información de tipo diatópico y seguida de una serie de comentarios más bien enciclopédicos, los que Román tomó de Francisco Cavada, su principal fuente para informarse del español de Chiloé. En legumbrera tenemos el caso de una voz diferencial, voz que Román censura, por lo que presenta la voz estándar como sinónimo y la define, justamente, de manera perifrástica sustancial: Legumbrera, f. Basta con ensaladera: fuente honda en que se sirve la ensalada en la mesa. (1913)

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2.5.2.6.1. Como sabemos, una definición perifrástica sustancial consiste en un sintagma endocéntrico, es decir, un núcleo, el que pertenece a la misma categoría del definido. A esto se le suma una serie de complementaciones o adyacentes. Así, por ejemplo, Merquén, m. Ají con sal que se lleva preparado durante los viajes para condimentar los manjares. Es ají seco, que primero se tuesta y después se muele y se mezcla con sal. […] (1913) En este caso tendríamos la definición perifrástica sustancial en el primer enunciado, el subrayado por nosotros, con un núcleo “ají con sal”, a lo que le sigue la complementación “que se lleva preparado durante los viajes para condimentar los manjares”. El segundo enunciado viene a enriquecer la información y es de carácter enciclopédico. O, en el caso de ojeada: Ojeada, f. Mirada pronta y ligera. No se confunda con hojeada, que no existe. Dígase mejor vistazo: mirada superficial o ligera. (1913-1916). En donde el núcleo sería “mirada”, en este caso, y las complementaciones “pronta y ligera”. 2.5.2.6.2. La definición perifrástica sustancial, desde su estructura lógica, puede ser incluyente (positiva y negativa), excluyente, participativa, aproximativa y aditiva, si seguimos las tipologizaciones de Rey-Debove 1967 y Porto Dapena 1980 y 2002. Todos estos tipos los hemos detectado en el Diccionario de Román, como veremos a continuación.

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2.5.2.6.3. Una definición perifrástica sustancial incluyente positiva, también llamada definición hiperonímica, definición aristotélica, definición por género próximo y diferencia específica o definición inclusiva (la cantidad de nominaciones que posee demuestra su notoriedad), está constituida por un género próximo (es decir el hiperónimo o archilexema) y una diferencia específica, “sintácticamente, consiste en un sintagma endocéntrico de tipo subordinativo, cuyo núcleo está representado por el archilexema, y el elemento o elementos adyacentes por la diferencia específica” (Porto Dapena 2002: 292). Así, por ejemplo, en esperpento, tenemos dos acepciones, compuestas por dos definiciones hiperonímicas: esperpento,

m. Usado en España, En México, en Chile y quizás en toda la América Latina por -obra intelectual o literaria mal pergeñada o extravagante; persona o cosa que de fea causa espanto. […] (1908-1911)

En donde “obra intelectual o literaria” y “persona o cosa” serían el género próximo (o archilexemas o géneros próximos) de la primera y segundas acepciones, respectivamente. Asimismo, “mal pergeñada o extravagante” y “que de fea causa espanto” serían las diferencias específicas de ambas. Otro caso sería el de pastillera, donde el género próximo sería “vasija o caja” y la diferencia específica “en que se ponen pastillas”: Pastillera, f. Vasija o caja en que se ponen las pastillas. […] (1913-1916) Bien sabemos que un tipo de definición de estas características no puede aplicarse a todas las voces de un idioma (un ideal absolutamente irrealizable, como bien describe Bosque 1982), ya que no todas las palabras poseen un hiperónimo (cfr. al respecto, Bosque 1982: 106-107). 2.5.2.6.4. La definición sustancial incluyente negativa se diferencia de la anterior en que el género próximo posee sentido negativo. Por ejemplo, Insincero, ra, adj. Falto de sinceridad; simulado, doble. (1913) En este caso, falto actúa como el núcleo del sintagma definicional e indica inexistencia o privación. Algo similar se da con el siguiente caso: Inameno, na, adj. No ameno, falto de amenidad. […] (1913) En donde lo subrayado da cuenta de una incluyente negativa, mas la primera parte implica otro tipo de definición, también negativa: la excluyente. 2.5.2.6.5. En la definición sustancial excluyente, también llamada antonímica, la negación viene dada por la presencia de una partícula negativa, “de modo que la definición consiste en negar el antónimo del definido. Se trata, por tanto, de una exclusión, al definir una palabra por lo que no es, y no por lo que es” (Porto Dapena 1980: 316; 2002: 293). Justamente, en ese “No ameno” de inameno, lo que se da es, en rigor, un antónimo. Asimismo, podría redactarse una definición perifrástica y definir el propio antónimo y decir que inameno es lo “no grato, placentero, deleitable”, por ejemplo. Veamos otro ejemplo en Román, como en inartístico, donde también conviven ambas definiciones, la incluyente negativa y la excluyente, dinámica usual en el modus operandi de nuestro sacerdote: Inartísitico, ca, adj. No artístico, falto de arte. (1913)

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2.5.2.6.6. Hay casos en que el definido no es semánticamente clasificable, es decir, no se presenta ningún género próximo o archilexema en donde poder incluirlo. En este tipo de situaciones se redacta una definición sustancial participativa (o metonímica) y aproximativa (o analógica), en donde el nucleo del sintagma no está constituido por un género próximo sino por “una palabra de sentido general como parte, órgano, pieza o con significado distributivo, y, en la segunda, por un vocablo que indique aproximación o semejanza” (Porto Dapena 2002: 294). Son, por ejemplo, definiciones sustanciales participativas, bocallave, lengua y portal: Bocallave, f. Parte de la cerradura (en chileno chapa) por la cual se mete o introduce la llave. (1901-1908) Lengua, f. Así se llama en Chile, por la semejanza de forma, cada uno de los cinco ovarios del erizo de mar o marino. (1913) Portal, m. Cada uno de los adornos que exteriormente tienen los vasos de vidrio en figura de portal y hasta la mitad, poco más o menos, de su altura. (1913-1916) En donde los núcleos de las definiciones son parte y cada uno de. En el caso de las definiciones aproximativas ñisñil, pelerina y pilgua el núcleo de la definición sería especie de: Ñisñil, m. Especie de totora (enea), que crece en los pantanos y manantiales. (1913-1916) Pelerina, f. Especie de esclavina, más o menos adornada, que estuvo en uso entre las mujeres hace pocos años. (1913-1916)

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Pilgua, f. Especie de bolsa o saco, hecho de cortezas de ciertas plantas, tejidas como red de mallas, y que se usa para transportar frutas, legumbres y otras provisiones o cosas parecidas que se compran en los mercados. (1913-1916) En estos casos, tanto en los ejemplos de las definiciones participativas y las aproximativas, “los correspondientes definidos designan una parte o elemento constitutivo de esos otros objetos, o poseen cierta similitud con ellos” (Porto Dapena 2002: 295). Para muchos lexicógrafos no son estas un “ideal” de definición, pero son necesarias cuando la voz definida no se puede clasificar léxicamente. 2.5.2.6.7. Por último, encontramos definiciones sustanciales aditivas, en donde, producto de un análisis del significado mediante adición o asociación, se genera una copulación de varios lexemas. En otras palabras, la definición viene a ser: “semánticamente, la suma de dos o más palabras, las cuales pueden, a su vez, ir acompañadas

de determinaciones” (Porto Dapena 1980: 318; Porto Dapena 2002: 295). Por lo tanto, es esta una definición compleja, que también hemos encontrado en el Diccionario de Román: Relampijo, m. fig. Muchacho ordinario y despreciable, pero listo y despierto; también muchacha de iguales condiciones. (1916-1918) Sedentarismo, m. Sistema, régimen o modo de vivir propio del invididuo sedentario. (1916-1918) Torcerse, r., fig. y fam. Sentirse o agraviarse, y andar por eso rostrituerto (que en el semblante manifiesta enojo, enfado o pesadumbre). (1916-1918)

2.5.2.7. Definiciones perifrásticas o analíticas relacionales Las definiciones perifrásticas relacionales se llaman de esta manera “por fundarse en la relación capaz de establecer el definido con otra palabra de lengua” (Porto Dapena 2002: 290). Así, por ejemplo, Malagradecido, da, adj. Que no agradece. Por no haberlo hallado en el Dicc. escrito en una sola palabra, lo tachó Ortúzar de incorrecto. Véase Mal, 2.º art. (1913) Mechudo, da, adj. Mechoso, sa: que tiene mechas en abundancia; greñudo, da: que tiene greñas, esto es, la cabellera revuelta y mal compuesta. (1913) Objetable, adj. Que puede objetarse o ser objetado. Falta esta voz en el Dicc. (1913-1916) Raciocinador, (1916-1918)

ra,

adj. y ú.t.c.s. Que raciocina. Omitido en el Dicc.

Lo que hemos subrayado es, justamente, una definición relacional. En ambos casos, si seguimos la distinción de Porto Dapena tendríamos, además una definición morfosemántica “caracterizada por una correspondencia total o parcial entre los componentes del definiens y los del definido, cuando esta es una palabra compuesta o derivada” (2002: 292), en donde la definición consiste en representar con palabras los elementos morfemáticos de los que se compone el definido, produciéndose la repetición, las más veces, de parte de este en la definición. Una definición perifrástica relacional se expresa con un sintagma exocéntrico; por lo tanto, no tenemos un núcleo como sucede con la perifrástica sustancial. En efecto, tenemos un transpositor, representado por un relativo o una preposición (en el caso de los ejemplos es el

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que, el más usual en estos casos), cuya misión, justamente, es la de “convertir en la categoría del definido una oración o sintagma nominal” (Porto Dapena 2002: 292). Después de repasar las tipologizaciones más usuales de la definición en un diccionario de lengua, hemos constatado que muchas de ellas se encuentran en el Diccionario de Román. Insistimos: por el contexto y los tiempos el sacerdote no era consciente de estar redactando bajo esta tipología, claro está. Somos nosotros quienes, al momento de leer y analizar el segundo enunciado de su discurso lexicográfico, podemos organizar y caracterizar las definiciones que él fue redactando. En otras palabras, no queremos que este análisis refleje un aspecto único y loable de parte de nuestro sacerdote dentro de su contexto. Por el contrario, este análisis refleja, por un lado, la suerte de universalidad que suele darse en la definición y sus tipos; asimismo, el ejercicio de definir, de parte de Román no es más que una muestra, entre tantas, de la estrecha conexión que se da entre el intelectual, el filólogo y los viejos lexicógrafos con el quehacer lexicográfico en sí, lo que excede, creemos, las instancias y los patrones actuales de trabajo lexicográfico.

2.5.2.8. El contorno en la definición Ya habíamos comentado anteriormente (en el apartado relacionado con las definiciones híbridas) que una definición lexicográfica de tipo perifrástico y expresada en metalengua de contenido no siempre es el resultado de un exclusivo análisis semántico de la voz definida. En efecto, una definición puede dar cuenta, además, de las condiciones sintagmáticas o contextuales en las que la voz definida se emplea. Veamos el caso de estos dos verbos intransitivos: topear,

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n. Empujar uno o más jinetes a otro u otros para desalojarlos de su puesto, que es frente a una gran vara colocada a la altura del pecho de los caballos. […] (1916-1918) Sapear n. […] -Disimular y hacerse uno el desentendido para enterarse de lo que se habla, atisbar. (1916-1918) Si nos detenemos en el enunciado que hemos subrayado (el resto de la definición no subrayada forma parte de una explicación de tipo enciclopédica en el caso de topear y una definición sinonímica en el caso de sapear), no podríamos sostener equivalencia si mantenemos “uno o más jinetes a otro u otros” en topear o “uno” en sapear. Es decir, en el enunciado definitorio, junto al contenido de la definición tenemos, además, un elemento contextual, el que tiene que ver con el aspecto sintagmático o combinatorio del mismo. Es decir, tenemos un contorno definicional (cfr.

Seco 2003 [1987]: 47-58; Porto Dapena 2002: 307-328). El contorno en la definición, como vemos con estos ejemplos, se identifica con el régimen lexemático (cfr. Porto Dapena 2002: 310), puesto que la palabra abarca rasgos que determinan su combinabilidad. Por lo tanto, si insistimos en la idea de que en toda definición sustancial el definiente debe ser semánticamente equivalente al definido, solo constituirá un enunciado parafrástico la parte que sustituya al definido. Todo lo demás será, por lo tanto, el contorno. Por ejemplo, en la definición del verbo transitivo retobar, si seguimos la dinámica de la lexicografía actual, se debe expresar el complemento directo justamente por el carácter transitivo del verbo: Retobar, a. Forrar o cubrir con cuero un fardo o mercadería, especialmente si se han de transportar lejos. […] (1916-1918) En este caso, el enunciado parafrástico es solo “forrar o cubrir con cuero”, siendo lo demás un contorno definicional: El equipo de aduana retobó toda la carga esta mañana = El equipo forró/cubrió con cuero toda la carga esta mañana. Por otro lado, podemos distinguir dos tipos de contornos: el integrado y el no integrado. Todos los ejemplos que hemos mostrado hasta ahora tienen en común el contorno integrado. Un contorno no integrado, por el contrario, es el que aparece fuera de la definición, como los casos que presentamos en el apartado de la definición híbrida. Por lo tanto, estos contornos aparecen expresados a modo de explicación después de la definición propiamente tal, como en remilgue y a uña de mula o bien entre paréntesis, como en molde: Remilgue, m. Dígase remilgo: “acción o ademán de remilgarse.” Remilgarse es “repulirse y hacer ademanes y gestos con el rostro. Dícese comunmente de las mujeres.” (1916-1918) Uña, […] -A uña de mula, loc. con que se significa que un camino o terreno es tan malo de andar que solo se puede recorrer en mula y no en caballo. Dícese especialmente de cuestas, cerros y cordilleras. Hace falta en el Dicc. (1916-1918) molde, m. Es corriente en Chile llamar molde el papel (generalmente de diarios, o muy ordinario, pero resistente) recortado en tal o cual forma y que sirve de modelo para cortar piezas de vestir. (1913)

No habrá, como vemos, una uniformidad en la exposición del contorno, mas, bien sabemos, esto se da por razones contextuales obvias. No era consciente nuestro sacerdote de estos aspectos, mas sí que lo era, en algunos casos, de lo que implicaba la definición propiamente tal y lo que podía ser información, explicación o des-

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cripción, entre otros aspectos. Asimismo, era consciente, algunas veces, de cómo ir exponiendo estas discriminaciones en su discurso. Acabamos de presentar algunos de los aspectos más relevantes que hay que tener en cuenta cuando se estudia la definición en un diccionario de lengua, pero este no es el único aspecto que se considera al estudiar el segundo enunciado del Diccionario de Román. En efecto, dentro de este segundo enunciado no todo es definir o explicar. También hay mucho de comentario, de reclamo, de protesta y de muchísima vehemencia. Es Román, ya lo hemos dicho, un hijo de su tiempo y su Diccionario es el claro ejemplo de ese sacerdote que, por sobre todas las cosas, quería formar, quería educar, quería que el hablante manejara la norma culta y, en el acto de formar había mucho de ese maestro de antaño, como veremos a continuación.

2.5.2.9. La vehemencia en algunas definiciones Bajo López, respecto al problema de la objetividad en un diccionario, afirmaba: Un diccionario que pretenda ser objetivo-descriptivo debe luchar por reducir al mínimo la presión de realidades extralingüísticas, como corrientes ideológicas, orientaciones científicas, censuras políticas o religiosas, cánones socio-culturales, influencias de gustos y modas […]. Dicho de otro modo: el puritanismo, la pudibundez, el proselitismo, los prejuicios […] están absolutamente fuera de lugar en la concepción macroestructural de cualquier diccionario actual que se precie de ser un buen diccionario. (Bajo López 2000: 19).

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Si nos atenemos a este tipo de afirmación, podríamos instalar el Diccionario de Román en las antípodas de un diccionario que pretenda ser objetivo-descriptivo, pues esa “realidad extralingüística” suele estar presente en los artículos redactados por nuestro sacerdote y, sobre todo, la opinión arrebatada, furibunda, iracunda, incluso, de Román, ante ciertos aspectos de la lengua o de la realidad. Veamos, por ejemplo, el caso del artículo obstaculizar: Obstaculizar, a. Ser obstáculo para algo una persona o cosa. Verbo por demás ridículo y que no se avergüenzan de usar ciertos escritores que gustan de novedades y de vocablos kilométricos. Los demás mortales renunciamos a este neologismo y nos contentamos con obstar, impedir, imposibilitar, embarazar, dificultar, o con las frases formadas con los respectivos sustantivos. (1913-1916) Hemos de hacer la salvedad de que, por más que Román le haya parecido obstaculizar un verbo ridículo, achacándoselo a escritores que gustan de palabras largas,

este verbo terminó asentándose en la tradición lexicográfica oficial, aunque fue voz de lento ingreso, dicho sea de paso. Si bien el verbo ya lo había incorporado Domínguez (1846-47) y, después de Román, Pagés (1925), la tradición académica tuvo las mismas aprensiones que Román. En efecto, la tradición académica manual tomó el verbo por barbarismo en las ediciones de 1927 y 1950 y su adición en la tradición usual, sin marca diastrática alguna, será en la edición de 1970. Así como en este caso, muchísimas de las voces que Román censuró de la manera más dura y vehemente, terminaron por asentarse en la lengua estándar, avaladas por su incorporación en el diccionario académico usual y no marcadas con sesgo diastrático o diafásico alguno. Interesante sería, para una investigación posterior, estudiar, justamente, la actitud lingüística en relación con este tipo de casos, porque sería un aporte enorme respecto a la historia de la norma y su tensión con el uso, entre otros aspectos. Si seguimos la metodología de análisis que propone Camacho (2013) para analizar las ideologías presentes en las definiciones, esta actitud vehemente es un factor a tener en cuenta. Asimismo, analizadas en conjunto, estas “vehemencias” son uno de los aspectos que deben considerarse para determinar las ideologías existentes en el discurso lexicográfico, como veremos en la tercera parte de este estudio. Por otro lado, Camacho insiste -en este ejercicio de análisis discursivo- en destacar el uso del pronombre personal (sea en primera del singular o plural) o las desinencias verbales de persona en el segundo enunciado, de presentarse estas. En efecto, estas marcas se relacionan directamente con el sujeto de la enunciación y su presencia se entenderá como “el elemento que revela por excelencia los componentes ideológicos” y, por lo tanto, dentro del discurso lexicográfico su función es ser el “portador de la legitimación del emisor” (Camacho 2013: 73). Benveniste, a propósito de los pronombres personales, en su “La subjetividad del lenguaje”, afirmaba: “Los pronombres personales son el primer punto de apoyo para este salir a la luz de la subjetividad en el lenguaje”. (1997 [1966]: 183). En la misma línea Camacho concluye: “la deixis personal es la más significativa en la medida en que “revela” al autor y las restantes no funcionan como marcas en la muestra” (2013: 77). Por esta razón, los planteamientos de la lexicografía moderna buscan que un diccionario sea lo más neutral posible, por lo que se aconseja que el lexicógrafo no haga uso de pronombres de primera y segunda persona singular y plural: Si –siguiendo a Benveniste– no existen más que dos personas enunciativas, el ‘yo’ y el ‘tú’ (puesto que ‘él’ es la determinación de la ‘no persona’), los textos lexicográficos, por su propia definición, representan  el imperio del ‘ello’, de la referencia. Por esta razón, en el diccionario no cabe esperar la presencia de marcas enunciativas  personales (yo, tú, nosotros, vosotros, nos,

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os, etc.) ni de situaciones contextuales (ahora, antes, después, etc.), pero su aparición, por medio de los posesivos ‘nuestro, a, os, as’ y las terminaciones verbales de primera persona del plural en  -mos (‘hacemos’, ‘sabemos’, ‘decimos’, etc.), evidencia  la emergencia de estos actantes directos de la enunciación en el propio mensaje. (Forgas y Herrera 2002: 4) Veamos un ejemplo, en el discurso lexicográfico de Román, que puede servir para dar cuenta de esa “emergencia del actante directo”, que es el sacerdote mismo, colectivizándose, con el uso de la primera persona del plural: perfectamente,

[…] Perfectamente falso, perfectamente nulo, perfectamente inútil, son locuciones tan disparatadas, que solo la costumbre de oírlas puede hacer que no torzamos el rostro cada vez que se pronuncien; porque, analizadas, ¿qué perfección cabe en lo falso, nulo e inútil? Será ello enteramente falso, totalmente nulo, de todo en todo o del todo inútil, por todo extremo, absolutamente, en todo sentido, etc., pero nunca perfectamente, porque el concepto que tenemos de la perfección, en cualquier línea que sea, es muy distinto y muy superior a estas vulgaridades. (1913-1918)

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Otro aspecto que no hay que perder de vista cuando se estudia lo subjetivo en el discurso diccionarístico es el de la presencia de algunas estructuras retóricas, como enunciados interrogativos y exclamativos. Estos recursos, las más veces, enfatizan el carácter irónico o burlesco que prevalece en algunos artículos lexicográficos, pero también pueden reflejar la duda misma del autor frente a determinadas temáticas. A propósito de este punto, Camacho (2013: 92-93) determinó dos modelos de estructuras interrogativas: los que trasmiten dudas etimológicas, en donde “el autor refleja su incertidumbre, y deja brotar su yo, su individualidad puesta al descubierto” (Camacho 2013: 92) y los que, por asuntos ideológicos, motivan procedimientos retóricos. Para Camacho, son los mismos temas los que propician estos estados emocionales, los cuales “transparentan estados del alma, emociones y reacciones ante diferentes acontecimientos y circunstancias” (2013: 94), y esto lo vamos constatando en el discurso mismo, cargado de exclamaciones, imprecaciones, burlas, preguntas retóricas y direccionamientos. Este punto, tal como lo habíamos tratado en la primera parte (ver §3 en la primera parte), no es más que la conexión que busca el lexicógrafo con su lector: “Estas estructuras generan la activación del vínculo emisor-receptor; porque buscan alguna reacción, algún efecto en quien recibe el mensaje” (2013: 94). Veamos algunos ejemplos: Café, m. Por más que algunos digan y escriban el plural cafees, o peor aún cafeses, no hay que imitarlos. […] ¿No habrá alguna persona caritativa que dé a conocer esta regla a los comerciantes ingleses, para que no sigan cubriendo todos los diarios y almacenes con los disparatados anuncios de

sus tees, en vizcaína concordancia con un bébase o exíjase; lo mismo a las corseteras, y en general a todas las mujeres, para que no hablen de corsees sino de corsés? (1901-1908) Dispensa, f. Privilegio, excepción graciosa de lo ordenado por las leyes generales; instrumento o escrito que contiene la dispensa. -¡Cuántos ignorantes pronuncian también dispensa la despensa! Sabido es que esta es el “lugar o sitio de la casa, en el cual se guardan las cosas comestibles”. Solo en autores rezagados del siglo XVI para atrás suele hallarse esta confusión. (1908-1911) Irradiar. […] Sólo los poetas que se ven en grandes apuros con la rima son capaces de decir y dicen irradío, radío. ¡Fuerza del consonante, á tanto obligas! / Á decir que son blancas las hormigas! (1913) Motor, m. Todos los días leemos con horror en los diarios chilenos: motor a gas, a parafina, a electricidad, a vapor; y aun ha habido español que, contagiado con el abuso, ha dicho también molinos a viento, cuando la expr. molinos de viento, en sentido propio y fig., es de las más usadas y conocidas. ¿No convendría, por el buen nombre de los diarios y por amor a la lengua, que los correctores de pruebas enmendaran estas y otras horripilantes tropelías que se publican diariamente en los anuncios? (1913) Taravilla, f. ¡Pobre vocablo! Así como su significado es de movimiento continuo, así en continuo movimiento ha pasado la v o b con que debe escribirse. (1916-1918) Zarpe, m. “El Gobierno ordena que no se permita el zarpe de este buque [el vapor Lebu].” (El Diario Ilustrado, 12 Enero 1916). Conformes: no se permite el zarpe, ni siquiera se le nombre; pero se permitirá ¡por favor, Sr, Gobierno! La zarpa del buque, que es lo único que admite el Dicc. (1916-1918) Una de las características en el discurso del segundo enunciado de Román, sobre todo cuando norma acerca de una voz, es referirse agresivamente a quien ejerce la incorrección de la que hace referencia. En efecto, nos encontramos, en diferentes tonos y tenores, con los comentarios característicos de esta lexicografía subjetiva, impresionista, vehemente y emocional. En estos casos, el segundo enunciado con su definición se complementa con este tipo de comentarios, los cuales reflejan, sobre todo, ideas y actitudes lingüísticas, las más veces relacionadas con cuestiones de norma. De esta manera, cuando Román lleva a cabo una reflexión, redacta una nota o un comentario lingüístico, recurre, además, a una exclamación o queja acerca del mismo definido, conjugando ambas cosas. Hemos seleccionado unos cuantos ejemplos que nos ayudarán a ilustrar cuándo, fuera de la explicación normativa, aflora un profesor vehemente:

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Ancestral, adj. Relativo o perteneciente a los abuelos o antepasados. […] no conviene dejarlo prosperar por su mal origen (1901-1908) Intercambio, m. […].-Intercambio de ideas. Desatino de pedantes, que así cambian las ideas como el dinero y las mercaderías. (1913) Musculación es también invención de los profanadores de la lengua castellana. ¿Cómo pueden formar un s. verbal, o postoverbal, como más exactamente se dice ahora, sin que exista el v. correspondiente? (1913) Suele darse, en muchísimos casos, como un comentario al final, cual adenda, en estos artículos lexicográficos de corte normativo: Blondo, da, adj. Significa rubio y no crespo, como han creído algunos literatos de aguachirle. (1901-1908) Bruscamente, adv. m. De manera brusca; y brusco solo significa: “áspero, desapacible”. No debe pues confundirse con el francés brusquement, que significa “precipitada, atropelladamente, con celeridad, de sopetón, de golpe, de rondón, sin reparo, promta, impensadamente, de improviso, de repente”. ¡Cuán rico es el castellano y cuán ignorantes de él se manifiestan los que, sin estudiarlo, acuden a la lengua francesa, la pobrecita mendiga que llamaba Voltaire!” (1901-1908) Díploma, m. Pronunciación contemporánea de telégrama, méndigo, síncero y bándido, que por suerte ya va desapareciendo y solo se oye en algunos Matusalenes antediluvianos. (1908-1911)

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Lazo, apellido. En castellano se escribía antiguamente Lasso. […] El chileno Lazo no puede provenir sino del error de confundir el apellido con el nombre común lazo, o de la equivocación de algunos que igualan la z castellana, que es interdental, con la z italiana, que equivale a ts o ss. No hallamos otra explicación para esta aberración ortográfica. (1913)

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Ir, n. —Es redundancia censurable emplear este v. como auxiliar de sí mismo: Voy a ir pronto; ¿Cómo te va yendo? No habrá persona de juicio sano que admita tales construcciones. (1913)

En otros casos se presentan comentarios a lo largo de toda la explicación, transformando el artículo lexicográfico de corte normativo en un gran acto de vehemencia: Inyectar. […] Por tanto, hablar de ojos inyectados en sangre o de que a Perico de los Palotes se le inyectaron los ojos en sangre, es un disparate de lenguaje tan grande, que no cabe ni en …Medicina. Lo dicho significaría que se puso una inyección de sangre á Perico en los ojos; cosa que no hacen ni los médicos. (1913)

En otros casos se genera una suerte de encabalgamiento, entre explicación de corte normativo y los exabruptos propios del maestro enfadado, para seguir con la explicación: escalera, […] En Germanía se llama también escala a la escalera. No imitemos pues el lenguaje de estos bellacos, y, trocando los frenos, llamemos, para hablar correctamente, escalera a la que está construida en los edificios, y escala, a la hechiza y portátil. (1908-1911) En otros casos, el artículo todo es una explicación plagada de vehemencias: Florido, da, adj. Y nada más que adj.; no es participio, como lo usan algunos relamidos de las provincias del Norte, diciendo, por ej., No han florido todavía los árboles; como un ebrio que, sintiendo una vez muy nublada la vista y más nublada la inteligencia, decía que el día estaba muy oscurido. ¡Lúcido dejan el castellano si se le cuelgan verbos como florir y oscurir! (1908-1911) Amateur, m. Galicismo innecesario con que atormentan la vista y el oído castellanos los que chapurrean cuatro palabras del francés. Dígase aficionado o apasionado y santas pascuas. (1901-1908) Brutalizar, a. y ú.t.c.r. En libros impresos en Barcelona hemos visto este dislate por embrutecer. (1901-1908) Es este, creemos, uno de los aspectos fundamentales de los que hay que hacer referencia, si de la microestructura del Diccionario de Román estamos hablando. Quizás sea una de los temas más tratados cuando se estudia la lexicografía hispanoamericana hasta entrado el siglo xx, sobre todo cuando se la quiere caracterizar por lo poco científica y lo impresionista que es. Asimismo, es la base de datos más usada dentro de los estudios y las reflexiones de las nuevas tendencias que se están dando para estudiar la lexicografía hoy por hoy, sobre todo por la glotopolítica histórica y el análisis crítico e histórico del discurso. Si bien trataremos uno que otro aspecto de esta vehemencia en el segundo enunciado de Román en la tercera parte, encontrábamos insuficiente quedarnos solo con los aspectos más clásicos del segundo enunciado como son la definición, sus tipos y el contorno, puesto que no se podría tener una idea global de lo que es la microestructura en Román sin su característica vehemencia. Como sea, una referencia tan sucinta como esta será siempre insuficiente para todo lo que se puede reflexionar en torno a este punto dentro del segundo enunciado de Román. Sería ideal, por ejemplo, para futuras investigaciones, poder establecer -fuera de un acopio de artículos con estas características- una tipologización de todo acto de habla vehemente que profiera no solo nuestro sacerdote, sino la tradición lexicográfica hispanoamericana toda.

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2.5.3. La estructuración de los artículos lexicográficos: la homonimia y la polisemia

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Bien sabemos que las ideas de un lexicógrafo acerca de la homonimia y la polisemia no solo influyen en la microestructura de los artículos lexicográficos, sino también en la decisión acerca de si los contenidos de una voz se pueden dar en un solo artículo o se han de repartir en varios artículos lexicográficos. Esto nos lleva a cuestionarnos acerca de cómo estructuró este criterio Román al ir redactando sus entradas. O bien, mutatis mutandis, si tenemos nosotros, lectores de Román, claridad respecto a qué entiende nuestro sacerdote por homonimia y polisemia y cómo se pueden traducir sus ideas al respecto en la estructuración del Diccionario mismo. ¿Qué sucede, entonces, en un diccionario semasiológico y monolingüe como el de Román respecto a la presentación de la homonimia y la polisemia? ¿Se establece una dinámica opaca o arbitraria o bien podemos establecer una lógica consecuente y claramente delimitada? Pues sostenemos que a lo largo de esos veinte años en los que Román fue redactando sus entradas y las fue publicando, ora en la Revista Católica, ora en volúmenes como un diccionario, no hubo uniformidad respecto al tratamiento de la homonimia y la polisemia. Bien sabemos que existen problemas y divergencias respecto a qué se ha entendido por homonimia y polisemia tanto en lexicología como en lexicografía y que, de alguna forma, el único aspecto que no está puesto en duda en ambas disciplinas es la diferencia en cuanto al contenido con igualdad en cuanto a la expresión de una voz (cfr. Werner en Haensch et al. 1982: 299). Sin embargo, bien lo dice Porto Dapena, la distinción entre homonimia y polisemia se reduce a una cuestión estrictamente lexicográfica, “no propiamente semántica o, por mejor decir, lexicológica, puesto que afecta exclusivamente a la forma de registrar los significados dentro del diccionario” (2002: 186). De ahí que el gran dilema del lexicógrafo ha sido establecer claramente cuándo se han de atribuir, en el caso de que se tenga un mismo significante, varios significados o, por el contrario, varios significantes; es decir, cuándo se han de atribuir uno o varios artículos lexicográficos. Respecto a los criterios utilizados para hacer dicha distinción, suelen determinarse cuatro criterios fundamentales: (i) el criterio etimológico o diacrónico; (ii) el criterio sincrónico basado en la conciencia lingüística del hablante; (iii) el criterio sincrónico componencial semántico y (iiii) el no criterio, anulándose la distinción entre homonimia y polisemia. Respecto al primer criterio, el etimológico o diacrónico, ha sido este, dentro de la tradición lexicográfica, el más utilizado para el tratamiento de los homónimos y al que recurre Román las más veces. Sin embargo, este tratamiento no ha estado excento de críticas: “El tratamiento diferente de unidades léxicas, según el criterio

etimológico, puede incluso estorbar y desconcertar al usuario”, comenta Werner (en Haensch et al. 1982: 302), sobre todo cuando hay diferencias semánticas enormes entre una acepción y otra. En este punto, el ejemplo que da Porto Dapena es el más emblemático al respecto: el de gato como ‘animal doméstico’ y gato como ‘aparato para levantar pesos’ (2002: 187), donde el segundo caso no es homónimo como podría pensarlo alguien, puesto que es una de las tantas transiciones semánticas que tiene el sentido base de la voz gato, con un étimo discutido (cfr. Corominas y Pascual 1980: s.v. gato). Por esto mismo, es inviable el criterio etimológico cuando no hay certeza respecto a la etimología, lo que hace que no sea el criterio universal. El segundo criterio, relacionado con el trabajo de la homonimia y polisemia a partir de la conciencia lingüística del hablante tiene que ver con la percepción, por parte del lexicógrafo, de una relación entre los diferentes significados de un significante, en casos de polisemia; frente a las veces en donde esa relación prácticamente se ha perdido, en casos del tratamiento de la homonimia (cfr. Werner en Haensch et al. 1982: 300). Este caso también es criticado porque no puede ser objetivado: “el autor se ha dejado guiar simplemente por sus propias ideas espontáneas sobre las relaciones entre contenidos, los cuales pueden corresponder en cada caso a significantes idénticos”, comenta Werner (en Haensch et al. 1982: 304). Y porque no es, en rigor, un procedimiento riguroso: “no parece un procedimiento serio […] dependería en múltiples casos de la mera apreciación subjetiva del lexicógrafo, lo cual, evidentemente, no deja de ser un criterio inseguro y poco riguroso” (Porto Dapena 2002: 189). En el tercer criterio, y siguiendo las tendencias estructuralistas, puede tratarse la homonimia a partir de la composición de los contenidos de las palabras, es decir, establecer los elementos comunes de los sememas de un signo como criterio para establecer la polisemia y, por el contrario, la no relación de los elementos comunes de los sememas de un signo para poder establecer la homonimia. En palabras de Werner: “habría polisemia cuando una sola forma en el plano de la expresión correspondieran varios sememas que, por lo menos, tienen un sema en común. Habría homonimia, en cambio, cuando estos sememas no contienen ni un solo sema común” (Werner en Haensch et al. 1982: 304-305). A propósito de este criterio, ve Porto Dapena también ciertos problemas, sobre todo por la complejidad que se da al establecer sememas y la no vinculación que se puede dar en ciertas acepciones que estarían, en rigor, vinculadas por este aspecto, como sucede, por ejemplo, con el tránsito de banco ‘asiento para varias personas, generalmente de madera’ hasta llegar

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al banco ‘establecimiento para cambio de moneda, crédito, ahorro y otras operaciones financieras’ (2002: 188-189). El cuarto y último criterio se da en casos en donde se anula totalmente la distinción entre homonimia y polisemia. Esta indistinción se da, sobre todo, en el ejercicio lexicográfico descriptivo y sincrónico, en donde expresar la etimología no es relevante. O, por ejemplo, cuando se constata que el criterio etimológico no puede entregar todas las luces necesarias para tener claridad respecto a los homónimos. O también cuando el criterio de la conciencia lingüística no es satisfactorio. En estos casos, por lo tanto, la solución más práctica es no hacer ninguna diferencia entre los casos de homonimia y de polisemia, salvo en contados casos. Román, hijo de su tiempo, trató con el criterio más usual dentro de su contexto, que fue el etimológico. Es esperable, sobre todo si pensamos en él como en un intelectual con conocimientos y manejo de referencias en lingüística histórica, latín y etimología, entre otros. En algunos casos, como en los ejemplos de baya, no se molesta Román en entregarnos la etimología, por lo que el trabajo decodificador queda en manos del entendimiento del usuario respecto a que una voz es producto de un latinismo celta (chicha baya como color) y que la otra proviene de la voz francesa baie (el fruto): Baya, f. y fam. Por el color que tiene se llama así en Chile a la chicha de uva, y decimos de uva, porque el Dicc. no conoce sino la de maíz. (1901-1908: s.v. baya) Baya, f. Fruto de ciertas plantas, carnoso y jugoso, que contiene semillas redondas de pulpa. -Vaya: inflexión del v. ir. -Vaya, f.: burla o mofa que se hace de uno, o chasco que se le da. -Valla, f.: vallado o estacada; y fig., obstáculo, impedimento. (1901-1908: s.v. baya)

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Es interesante, por lo demás, que sea en estos primeros volúmenes de su Diccionario en donde veamos al sacerdote preocupado por los homófonos y los homógrafos, incluyéndolos dentro de uno de los artículos. Esto viene a complementar la tesis de que esta es una obra lexicográfica pedagógica, desde un punto de vista general. Más adelante este tipo de casos (homófonos y homógrafos) irán lematizados de manera independiente, con su respectiva remisión, solo. Insistimos en esta suerte de diccionario de dudas que es, en parte, la obra de Román, puesto que muchas veces estos artículos lexicográficos, los homónimos, no presentan información respecto a la etimología. En estos casos, se configuran como artículos de dudas, dificultades y comentarios de uso, más que en un artículo de diccionario de lengua propiamente tal. Por esta razón, el cuestionamiento respecto a la etimología, algunas veces, no es

necesario, salvo las veces en que la información etimológica sea relevante para dar alguna luz respecto a un aspecto normativo. Veamos el caso de cerca como adverbio, el que viene del latin circa, en donde Román presenta solo un uso con régimen preposicional de baja frecuencia y relacionado a un ámbito específico de uso, frente al nombre, derivado del verbo cercar, en donde el sacerdote redacta el artículo para dar cuenta de la imprecisión semántica (una extensión semántica, creemos nosotros) en que cae el hablante chileno respecto a la voz en cuestión : Cerca, adv. de lugar y de tiempo. “Con la prep. de sirve en lenguaje diplomático para designar la residencia de un ministro en determinada corte extranjera. Embajador cerca de la Santa Sede, cerca de Su Majestad Católica”. (Dicc.) mucha burla hicieron de esta acep. Larra y Baralt; pero sin razón, dice Cuervo, porque no es sino mera aplicación del uso antiguo español; y aun, agrega este mismo autor, “señala la persona en quien se ejerce alguna influencia o con quien se tiene valimiento”, significado que tampoc acepta Baralt, y sobre el cual guarda silencio el Dicc. Sin embargo, lo usan los clásicos. (1901-1908) Cerca, f. Muy errada es la noción que de esta voz tenemos en algunas partes de Chile y basta abrir el Dicc. para probarlo. Cerca: “vallado, tapia o muro que se pone alrededor de cualquiera sitio, heredad o casa para su resguardo o división”. Por donde se ve que cerca no solo es un término más o menos genérico, sino que, aún más, tiene muy poco o nada de la cerca chilena […] Nuestra cerca es sencillamente el seto español: “cercado de palos o varas entretejidas”; advirtiendo que esas varas del Dicc. son nuestras varillas; o también el sebe: “cerado de estacas altas entretejidas con ramas largas”. Eso y nada más es la cerca chilena: un cercado compuesto de palos plantados en la tierra a distancia de un metro, poco más o menos […](1901-1908) En otros casos, Román solo nos entrega pistas del origen de la voz en uno de los artículos, solo, por lo que en el artículo lexicográfico que no lleva información de origen o etimológica, debe el usuario deducirlo, como en el mineral celestina, llamado así por su color, justamente por su tono azul celeste: Celestina, f. Con muy buen acuerdo lo admitió el Dicc. en su 13.ª edición con el significado de alcahueta, con el cual ya muchos lo venían usando […] Por alusión a la famosa vieja de este nombre que figura en la tragicomedia de Calixto y Melibea, el vocablo tenía necesariamente que inmortalizarse y hacerse nombre genérico […].(1901-1908) Celestina, f. Mineral formado por sulfato de estronciana, de color azulado generalmente y de fractura concoidea: es insoluble en los ácidos y comunica a la llama vivo color carmesí. Admitido en el último Dicc. (1901-1908)

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En otros casos, Román sí se preocupa de agregar la etimología, lo que facilita en el usuario determinar por qué dos voces son homónimas. En el caso de cata, además, tenemos dos funciones distintas, una preposición inseparable, en la terminología de Román y un nombre: Cata (del griego cata). Prep. insep. que significa hacia abajo. Admitido en la 13.ª edición del Dicc. (1901-1908)

cataplasma.

Cata, f. Parece corrupción del anticuado catalnica (cotorra). Empléase también el m. cato y el diminutivo catita. -También se usa Cata como diminutivo fam. de Catalina, pero un tanto despectivo, porque el diminutivo de cariño es Catita. Capmany emplea Catana, que en realidad vale menos que los nuestros. (1901-1908) En chupón, en cambio, tenemos dos nombres con dos etimologías explicitadas. Asimismo, véase cómo se trata la polisemia en el segundo homónimo, en donde la transición semántica se basa en una metáfora: Chupón, m. Del quichua chhupu, divieso, apostema, y aimará cchupu, lamparón, o divieso, o encordio. Furúnculo es el nombre que tiene en Medicina, y divieso el popular. Absceso y tumor tienen un significado más genérico. En algunas provincias del Norte, en el Perú y en el Ecuador dicen chupo, más conforme con la etimología. (1908-1911) Chupón, m. Del castellano chupar. Ú. aquí en vez de chupador o chupadero: “pieza redondeada de marfil, pasta, caucho, etc., que se da a los niños en la época de la primera dentición, para que chupen y refresquen la boca”. […] -También se llama chupón (y esto sí que debe admitirse) una planta chilena (bromelia sphacelata) […]-Baya o fruto de esta planta, que se come chupándolo; de donde le ha venido el nombre. (1908-1911)

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En otros casos, el homónimo en cuestión sigue siendo un trabajo pendiente hasta el día de hoy, por lo que la hipótesis que presenta para una de las voces (el cambio de trunco a choco) es una interesante muestra para ver, además, a ese Román etimólogo, que nos presenta propuestas etimológicas, a veces acertadas y otras veces peregrinas: Choco, m. “Especie de perros, chicos de cuerpo, de lana crespa y abundante, muy nadadores y aficionados al agua, de la cual afición les viene sin duda el nombre de perros de agua, con que en España se conocen”. (Z. Rodríguez). -Piel o pellejo adobado que se pone encima de la silla de montar para blandura y duración de esta. Seguramente estas pieles al principio fueron de los perros llamados chocos. -Choco, ca, adj. fig. Aplícase a la persona de cabello crespo o ensortijado, “sobre todo, si por ser roma y arremangada de narices y de facciones recogidas, se asemeja algún tanto a los perros de agua”

(Id.). -Etimología: el v. araucano chocon, entumirse de frío y agua. Véase el vocabulario que trae el p. Augusta en su Gram. Arauc. (1908-1911) Choco, m. Además de la anterior, hay en Chile otro choco, que cuenta con varias aceps. A juicio nuestro, este se ha formado de chongo, y chongo del castellano tronco como s. y como adj. que antiguamente fue sinónimo de trunco. Ninguna dificultad hay para esto, porque en araucano es cosa corriente convertirse el grupo tr o trr, en ch, y viceversa. En cuanto a la supresión de la n, ¿no tenemos en castellano coyuntura, cofrade, Vicente, Javier, […] y varias más voces más, que han perdido la n que tenían en su origen? […] Esto presupuesto, adelantemos el orden alfabético y estudiemos a chongo, o más común chonguito, que es el trozo o punta de cualquier objeto largo que, cortado este, queda adherido al cuerpo a que lo estaba todo el objeto y con igual lógica formó también el chileno el adj. chongo, ga, y mucho más usado sunco, ca (evidentemente el trunco castellano), que se aplica a la persona a quien le falta un brazo, o una mano, o algún dedo. También puede pensarse, para la etimología de choco, en el adj. castellano zoco, ca, zurdo. […] Resumen: tronco y zoco, separados primero y juntándose o contaminándose después, han producido el chilenismo choco de este art.(1908-1911) En otros casos, por lo demás, uno de los homónimos, como el elemento compositivo pan-, es una propuesta de adición al diccionario académico. Según nuestro cotejo, sería la primera vez que encontramos la propuesta del prefijo en cuestión, artículo que fue incorporado en la tradición académica usual en la edición de 1992: Pan, prefijo procedente del griego. En aquella lengua es la terminación neutra del adj. paz pasa, pan, todo, y ha dado origen en todas las lenguas cultas a innumerables vocablos. En castellano tenemos panacea, panóptico, panorama, panteísmo, panteón, y muchos otros; pero, como todavía pueden formarse algunos más, como panamericano, pangermanismo, panislamismo, es indispensable que el Dicc. registre este prefijo o partícula y le dé toda la libertad necesaria. (1913-1916) Pan, m. En Chiloé, una clase de papa. (Cavada). -Pan de azúcar o pilón […] Es castizo cuando significa: “pan de azúcar refinado, de figura cónica”. En Chile y otras naciones americanas se llama también con este nombre, usado ya como propio, el cerro o quebrada en que domina alguna peña blanca que tenga esta misma figura. -Pan de grasa: el que se hace de masa aliñada con grasa. -Pan de huevo: llamamos aquí el que se hace de masa fina con huevo y azúcar. -Pan de la gente: uno que se hacía de harina muy fina y quedaba de muy buen sabor. La panadería que lo fabricaba se hizo famosa en Santiago y duró muchos años; parece que ninguna otra ha heredado el secreto. -Pan de la proporción: pan de proporción: “el que se ofrecía todos los Sábados en la ley antigua, y se ponía en el tabernáculo”. -Pan de petaquero: en algunos lugares, el llamado pan francés; porque lo vendía un hombre de a caballo y lo llevaba en dos petacas, cuyas tapas iba haciendo sonar para anunciarlo. […]. (1913-1916)

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Además, podemos encontrar casos en que Román hizo caso omiso de la aplicación de la homonimia y desarrolló algunos artículos lexicográficos en donde incluyó, como acepciones, dos homónimos: Lampear, a. Formado abreviadamente de lampazo. Dígase escuadrar: “Labrar o disponer un objeto de modo que sus caras planas formen entre sí ángulos rectos”. Desbastar es más genérico: “quitar las partes mñas bastas a una cosa que se haya de labrar”. -Otro lampear, trabajar con la lampa (voz quichua, que significa pala y azada), somo asimismo lampero, trabajador que usa pala, no son chilenismos sino peruanismos, aunque tengan ahora algún uso en las provincias de Tarapacá y Tacna. (1913) Esto sin dejar de mencionar el criterio etimológico dentro del mismo artículo lexicográfico: Pencazo, m. “Golpe dado con la penca”: definición que tiene que ser correlativa con dos significados de penca. —Fig. y fam., por donaire, día de permanencia en el balneario de Penco, cuyo clima es excelente en verano. —Como se ve, esta acep., por tener otro origen, constituye vocablo aparte. (1913-1916)

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Puesto que este Penco es (definimos del artículo de Román): “Antigua ciudad de Chile, arruinada por los terremotos y trasladada a la que hoy se llama Concepción. Se conserva como pueblo pequeño y es notable como lugar de veraneo por su clima y su balneario” (1913-1916: s.v. Penco). Hay ocasiones en que el criterio del ordenamiento se puede tornar algo confuso en primera instancia. Por ejemplo, tomemos el caso de los homónimos de sapo, los que hemos redactado con detalle para, justamente, analizar la estructura de los dos artículos. En una primera revisión y lectura de cada una de las acepciones de los dos artículos, constatamos que no habría necesidad de homonimia en sentido amplio, puesto que la mayoría de las acepciones se derivarían del animal, sea por metáfora o metonimia y que la distinción que se hace al respecto es solo funcional: Sapo, m. Varias aceps. figuradas le damos en Chile: 1.ª Pieza de hierro del cambio de las vías férreas. “El accidente se produjo en la parte Sur de la estación, entre las agujas y el sapo de cambio que hay a su entrada.” (Julio Lyon, ingeniero jefe de la Inspección del material rodante del Ministerio de Obras Públicas, La Unión, de Santiago, 26 Sept. 1915). En el Dicc. académico no hallamos nombre de esta pieza, pero sí en el enciclopédico Hispano-Americano de Barcelona, que la llama corazón […] El nombre corazón está tomado del francés, en el cual se llama esta pieza pointe de coeur; y el chileno sapo, del inglés frog, sapo, que es como se llama en inglés esta misma pieza. –2.º En líneas telefónicas, aparato de metal que se coloca donde se juntan varios hilos para separarlos uno de otro. A la simple vista tiene figura de sapo

(o más bien rana), y de ahí el nombre. –3.º En motores, especie de grapa con remaches o puntas, que sirve para unir los dos extremos de la correa o cuerda. También tiene figura de sapo, más pequeño que el anterior. –4.º En las máquinas segadoras, soporte de la cuchilla cortadora. –5.º En cercas de alambre, pieza de lata que sirce para sujetar el alambre en la madera. En esta acep. y en la anterior se usa también la forma diminutiva sapito. –6.º En Herrería, especie de parche del mismo metal que se pone a una plancha o pieza que se rompen para ocultar la rotura. –7.º Juego que consiste en tirar monedas a la hora abierta de un sapo (o rana grande) de metal que se coloca a cierta distancia. Gana el que emboca más monedas. Jeu de grenouille (juego de la rana) lo llaman los franceses; en el Dicc. no le hemos hallado nombre. –8.º Algunos llaman sapo o sapito el matasapo. Véase en su lugar. –9.º En veterinaria llamamos sapo el “tumor óseo que en las caballerías se desarrolla sobre la corna de los cascos delanteros” y cuyo nombre español es sobremano, f. Otros llaman la enfermedad manquera de sapo, no tanto porque el hueso desencajado parezca sapo, sino principalmente por el modo de andar que toma el caballo enfermo, que anda con las manos y patas abiertas como el sapo. […] –10.º En diamantes y otras piedras preciosas, llamamos sapo la mancha pequeña que algunas veces queda en el interior por efecto de la cristalización. Es sapo, porque así se ven también los sapos, como un punto negro, en el agua cristalina. –11.º Aplicado a persona, hombrecillo pequeño y despreciable […] También se llama así al individuo muy feo. –12.º En la jerga de ladrones y rateros, el que tiene el encargo de atisbar; atisbador. –13.º En el billar, chiripa (en el juego de billar, suerte favorable que se gana por casualidad), bambarria o bambarrión (en el juego de trucos y en el de billar, acierto o logro casual, como acontece cuando se logra un golpe que no se pensaba). En esta acep., sapo es abreviación de zapallo, que es otro nombre que damos a la chiripa. […] –14.º En Chiloé, baile que se ejecuta entre dos personas, con tres vueltas, zapateado y escobillado. (Cavada). El nombre le viene del estribillo de la letra, que es así: Los sapitos dicen zunga, /Los grandes, zungararé, /Los más chiquitos, quezunga, /Los grandes, zungararán. (1916-1918) Sapo, pa, adj. fig. y fam. Astuto, hábil, disimulado. –Véase Sapería. Si no place la etimología que allá dimos, podría pensarse en el s. sapo; aunque este batracio no es de grande habilidad y para algunos es símbolo de la torpeza […] sin embargo, algunas cualidades hay en él que indican habilidad, como pasar oculto en el día, y salir en la noche a buscar su alimento; el arrojarse al agua, apenas se ve en peligro, y el ver debajo del agua. También es probable que hayamos tomado esta acep. del castellano gazapo, que fig. y fam. es “hombre disimulado y astuto”. (1916-1918) En apariencia, tenemos un tratamiento homonímico y polisémico bastante caótico, si no fuera, insistimos, por la distinción funcional. Distinción, a su vez, bastante particular, porque la lexicografía moderna, por ejemplo, no tomaría como criterio de la distinción de homónimos la del sustantivo con el adjetivo, bien sabemos. En efecto, el paradigma flexional diferente tomará en cuenta, aún con un mis-

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mo étimo, formas como la del verbo y sustantivo, por ejemplo. Pensamos, de buena fe, que se percibe una relación entre los diferentes significados de un significante, o sea, de polisemia, para el primer homónimo. Estas, en su mayoría, son relaciones de semejanza con el anfibio en el mundo de las cosas, es decir, son metáforas. Sin embargo, se nos escapan de esta relación las acepciones once y doce, que se aplican a actitudes en personas. Lo mismo sucede con la décimocuarta acepción, en donde tenemos una transición semántica metonímica, la que también desbarata el artículo lexicográfico en cuestión. En un primer momento pensamos que esas acepciones once y doce deberían aparecer en el segundo homónimo, en donde, más que una relación con el sentido base “perdida” (propio de la lógica del tratamiento homonímico a partir de la conciencia del hablante), lo que tenemos es otro grupo de sememas relacionados con el anfibio en cuestión. En efecto, por más que haya una clara distinción funcional, la relación tiene que ver con persona más que con cosa. Sin embargo, esta lógica se nos desbarata cuando Román propone la posibilidad de otro étimo para este sapo, relacionado con el comportamiento de una persona. Citamos, a propósito, lo que propuso en el artículo sapería y de lo que hizo mención en el segundo homónimo de sapo: Sapería, f. Astucia, cautela y modo de obrar caviloso del que busca la utilidad en lo que hace y va a lograr mañosamente su intento; en castellano, zorrería. –Parece que sapería se ha formado de zapa o trabajo de zapa, que figuradamente es “el que se hace oculta y solapadamente para conseguir algún fin”. Nótese que en francés, zapar es saper, y zapador, sapeur, ortografía que puede haber influido en este chilenismo, en la última acep. del v. sapear, en la 12.ª del s. sapo y en el adj. sapo, pa. Véase más adelante. (1916-1918)

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De ser certera esta hipótesis, deberíamos replantear el criterio homonímico al clásico: el etimológico. Nótese que este rastreo –el de lograr desentrañar la lógica del criterio homonímico y, además, intentar infructuosamente de analizar la propuesta etimológica con la que Román se basa para el criterio homonímico– no es más que una de las tantas formas de leer y analizar interactivamente un artículo lexicográfico de Román, cosa que desarrollaremos en la tercera parte. Se impone entonces, como vemos, el criterio etimológico. Como sea, un buen ejemplo para el criterio homonímico basado en la conciencia lingüística de Román lo encontramos en los homónimos de seco. Seco, m. Golpe dado a un trompo con la púa de otro. Véase Quiñazo. Así también en Costa Rica (Gagini). –Puñete limpio que no saca sangre; cosque o coscorrón (golpe en la cabeza, que no saca sangre y duele). (1916-1918).

Seco, ca, adj. Ama seca. Véase ama. –Pescado seco. Véase pescado. –Vaca seca: se llama así en Chile la que deja de dar leche. […] –Bailar a secas: bailar sin que nadie lleve el son ni con la voz ni con ningún instrumento. […] –Cantar a secas: cantar sin acompañarse de ningún instrumento. […] –Irse uno en seco, fr. fig. y fam.: quedarse sin comer ni beber el que esperaba ambas cosas, o una por lo menos; en general, no lograr lo que deseaba. (1916-1918). En el primer homónimo, lo que tenemos es, por un lado, una transición semántica y funcional, derivada del golpe rápido, fuerte y que no resuena. Por otro lado, el sema de ausencia de líquido como fundante en la voz en cuestión trae consigo lo del golpe sin sangre. Lo que aúna a las dos acepciones es el sema ‘golpe’ que se da en ambas. Para el segundo homónimo, lo que encontramos es la función gramatical de la voz, adjetiva, para complementar, luego, con una serie de voces pluriverbales que llevan el adjetivo en cuestión. Como se ve, si Román hubiera seguido un criterio etimológico, hubiera redactado un artículo lexicográfico polisémico con dos agrupaciones basadas en la función de la voz. Sin embargo, repetimos, será constante a lo largo del quinto y último tomo del diccionario de Román la distinción funcional, ligada a una mezcla de criterios de conciencia lingüística que hará que nuestro sacerdote redacte artículos como estos. Respecto a lo permeables que pueden ser los patrones distintivos entre homonimia y polisemia en el Diccionario de Román, es relevantísimo lo que el sacerdote expone en el artículo que: Que. Por imitar al Dicc. trataremos del que en un solo art., aunque en rigor deberían ser tantos, cuantas son las partes de la oración que de él se forman, porque “no hay palabra castellana que sufra tan variadas y a veces inexplicables transformaciones” (Bello). (1916-1918) Según nuestras pesquisas y lecturas, será esta mención de que la única vez en donde Román expuso algunas de sus ideas respecto al tratamiento homonímico y polisémico. Podemos apreciar, a su vez, en este artículo, la relevancia del aspecto funcional de la voz como base para poder establecer la homonimia, sobre todo en los últimos volúmenes de su Diccionario. Al respecto, veamos lo que sucede con ser, en donde se da esta distinción homonímica basada en la función de la voz, además de tener el tenor normativo característico de muchos de los artículos de Román. Incluso, como veremos en el segundo homónimo, con explicaciones que nos evocan a las enseñanzas de español como lengua extranjera:

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Ser, m. “Compadeceos de vuestra mujer como de ser más débil; esos seres desvalidos que se llaman expósitos; Los seres queridos de la familia; Una mujer incrédula es el ser más inverosímil; En las casas de orates, en las cárceles y en los hospicios están los seres más desgraciados.” ¿Es castizo este lenguaje? Atestados de este galicismo están los libros y escritos modernos. […] La acep. más pertinente que le da el Dicc. es la misma de ente: “lo que es, existe o puede existir” Póngase pues esta palabra en vez de ser en los ejemplos que hemos citado, y júzguese por eso si estará bien usada esta última. […] –El no ser. Véase No-ser. –En un ser. Así decimos en Chile y así dijo Santa Teresa: “Eran en un ser [los dolores] desde los pies hasta la cabeza” […] –Ser Supremo. Copiemos al P. Mir: “Cuando llamamos a Dios con el nombre de Ser Supremo, no ponemos en él toda la perfección que le es debida; porque Dios […] posee un ser aparte y por sí, flor de todas las naturalezas, manantial de todas las esencias, nata de todas las hermosuras […] agrega [Mir] que nunca los clásicos españoles usaron la expresión Ser Supremo y que mejor podemos corregirla por Ser Soberano. (1916-1918)

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Ser, v. Es uso chileno suprimirle a este v. el predicado cuando es significativo de vicio, falta o defecto. la supresión es como un acto de cortesía para no ofender al interlocutor. “Te castigo para que no seas…” (tonto, bruto, descuidado, perezoso). […]–Conviene repetir hasta el cansancio la diferencia de significado entre ser y estar, pues muchas lenguas confunden en uno solo ambos verbos y a esa misma confusuón quisieran arrastrar la castellana los que no la tienen como lengua nativa. Ser significa la esencia o existencia, y estar, la actualidad, situación o estado: Soy hombre, estoy enfermo. Pedro es triste, si lo es por carácter y habitualmente; Pedro está triste, no porque lo es de suyo, sino por circunstancias pasajeras. […] En el siglo de oro se dio también al v. ser, sin predicado o con él, el significado de “existir” o de “estar”, que se mira hoy como anticuado. “Nunca vuesa merced ha visto a la señora Dulcinea, y…esta tal señora no es en el mundo” (Quijote, p. II, c. XXXII). […] –Como ser. No hemos hallado autoridad clásica que justifique este modismo, y, al contrario, tenemos muchas en que aparece el v. usado en tiempos personales. “No guardamos unas cosas muy bajas de la regla, como es el silencio, que no nos ha de hacer mal” (Sta Teresa, Camino de perfección, c. X). […]–Con ser que. Es modismo castizo equivalente a aunque: “Con ser que tenía más antigüedad, le han postergado”[…] –Lo que es yo. Véase lo. Se es. Véase se. –Ser de menester. Véase menester. –Somos dos y mandan tres: proverbio chileno que se usa cuando muchas personas a la vez se arrogan la autoridad. –Yo soy el que. Véase que, […] (1916-1918) En síntesis, se impone en el Diccionario de Román, por sobre todo, el criterio etimológico para la distinción de la homonimia y la polisemia, aspecto, bien vimos, no universal, porque se encuentran casos en donde la distinción no se lleva a cabo, estableciéndose la polisemia; o casos, los menos, en donde prima la conciencia lingüística de Román. Por lo demás, la distinción funcional es relevantísima como criterio para establecer la homonimia en Román. Las más veces, empero, en casos

en donde un lexicógrafo moderno no optaría por la homonimia como en la redacción de artículos lexicográficos para los sustantivos uno y adjetivos el otro, respectivamente. Quedaría, como un trabajo a futuro, establecer comparaciones con otros diccionarios de la época y de la zona para evaluar qué criterio se utiliza para esta distinción y, desde un punto de vista diacrónico, ir comprobando cuáles criterios van primando e imponiéndose.

2.5.4. El ordenamiento de las acepciones en un artículo polisémico Bien sabemos que las voces que se definen en un diccionario pueden tener una o más acepciones. Según el número de estas, podemos hablar de palabras monosémicas (una acepción), bisémicas (dos acepciones) y polisémicas (más de dos acepciones), como las clasifica Martínez de Sousa (1995: s.v. acepción); todas presentes en el Diccionario de Román, por lo demás. Martínez de Sousa afirma que las voces de uso ordinario son las que tienden a ser polisémicas, frente a las voces diatópicas o tecnolectales que suelen ser mono o bisémicas, por lo general. También corroboramos esta observación en el Diccionario de Román, como veremos con los ejemplos seleccionados a continuación. Respecto al ordenamiento de acepciones en el Diccionario de Román, lo que encontramos, asimismo, es una práctica lexicográfica tradicional, si seguimos las reflexiones de Porto Dapena (1980: 266), en donde la investigación semántica que hizo nuestro sacerdote se redujo a registrar el mayor número posible de acepciones, es decir, de realizaciones concretas de acepciones o significados de cada palabra en el discurso. Esto siempre dentro de la doble vertiente que posee este diccionario, en términos amplios: por un lado, el mayor número de acepciones de voces diferenciales, muchas de ellas no registradas en el diccionario usual y, por otro lado, el mayor número de voces del español estándar que no aparecen en este, o bien, que debe reformularse algún aspecto de su definición; además de todas las observaciones y notas de tipo normativo que pueda dar de sí una voz. La separación de acepciones en Román, por lo demás, se hace mediante un procedimiento fijo: el uso de un guion largo27.

Es interesante, al respecto, que Martínez de Sousa, detallista respecto a cada uno de los aspectos del diccionario, no haya hecho mención de este tipo de procedimiento en lo que respecta a la separación de acepciones. Este punto nos despierta una curiosidad y las ganas de hacer un peritaje que no podemos llevar a cabo en este estudio y es estudiar el procedimiento de separación de acepciones que se ha llevado a cabo dentro de la lexicografía chilena e hispanoamericana y ver coincidencias, repeticiones y, cómo no, herencias de este tipo de dinámicas.

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A diferencia de un lexicólogo, que partiría con paradigmas o campos léxicos para la organización y disposición de las acepciones, un lexicógrafo clásico partía con un corpus de textos y discursos representativos, algo que encontraremos en el ejercicio lexicográfico de Román. El trabajo, entonces, de ir distinguiendo acepciones, consistirá en ir comparando textos y discursos y agrupándolos según los contenidos que vayan siendo detectados. Estos contenidos, nos dice Porto Dapena, vienen determinados por el contexto o entorno “en que el vocablo que se estudia aparece empleado” (1980: 266). Claramente Román, así como un número considerable de lexicógrafos, hizo esta operación de una manera intuitiva, lo que puede generar no pocos problemas e imprecisiones. Por ejemplo, a veces, no puede aparecer clara la distinción de las acepciones de un artículo lexicográfico y, otras veces, el autor de alguna obra tratada como autoridad por el sacerdote, a efectos estilísticos, pudo usar determinada voz (un idiolecto, incluso hápax) la que, posteriormente, Román, fiel al dictamen del texto, plasmará como acepción. Son muchísimos los problemas respecto a cómo seccionar un artículo lexicográfico y sus variables. Ya nos lo decía Casares, en su estudio: Hay que convenir en que la bifurcación en ramas, ramos y ramitos, llevada hasta el último extremo, perjudica notablemente la perspectiva de conjunto, aunque contribuya, por otra parte, a explicar la genealogía de cada una de las acepciones. La excesiva condensación, en cambio, tiene el inconveniente, sobre todo para un diccionario con citas, de que obliga a prescindir de muchas de ellas, a veces preciosas, so pena de juntarlas promiscuamente con mengua de su eficacia ilustrativa, a más de que no permite observar la fase en que se halla el proceso de especialización de las acepciones recientes (Casares 1992 [1950]: 59)

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2.5.4.1. Porto Dapena (1980: 267-270, 2002:201-202) presentó una interesante propuesta de análisis para determinar hasta qué punto el lexicógrafo puede determinar esos contextos o entornos, y para ello se basó en el clásico ensayo de Coseriu “Determinación y entorno” (1967 [1962]). Nos quedamos con esta propuesta para aplicarla a los artículos de Román y así determinar hasta qué punto el diocesano percibió este entorno. El entorno (concepto de Bühler, cfr. Coseriu 1967 [1962]: 291) en rigor se entiende como “las circunstancias del hablar” (Coseriu 1967 [1962]: 309); es decir, “las circunstancias que rodean a la utilización de un vocablo y determinan su sentido concreto” (Porto Dapena 1980: 267). Coseriu en su texto, luego de repasar algunos entornos, como los que propusieron Bally, Bühler y Urban (cfr. Coseriu 1967 [1962]: 309-310), propuso cuatro tipos de estos: situación, región, contexto y uni-

verso del discurso. La situación corresponde a las situaciones espacio-temporales en que se realiza el discurso y donde cobran sentido, sobre todo, los deícticos o los nombres propios. La región, Coseriu la divide en zona, ambiente y ámbito y corresponde al espacio dentro de cuyos límites funciona la voz, en donde la zona es la extensión geográfica de la voz, el ambiente su extensión bajo establecimientos sociales y culturales y el ámbito los lugares donde existe o se conoce la realidad designada por la voz. El contexto (“toda la realidad que rodea un signo, un acto verbal o un discurso, como presencia física, como saber de los interlocutores y como actividad”, Coseriu 1967 [1962]: 313), puede ser idiomático, verbal y extraverbal. El contexto idiomático es la lengua o sistema a la que pertenece la voz y donde ella adquiere su verdadero significado; un contexto verbal es el texto o cadena donde aparece empleada la voz y el contexto extraverbal está constituido por todas las circunstancias no lingüísticas que se perciben directamente o son conocidas por los hablantes. El universo del discurso, por último, concepto tomado de la lógica (Urban en Coseriu 1967 [1962]: 318), es el mundo o aspecto del mundo a que hace referencia un signo, el “sistema universal de significaciones al que pertenece un discurso (o un enunciado)” (Coseriu 1967 [1962]: 318). En otras palabras, el universo de discurso es una referencia a un determinado mundo real o posible. Por ejemplo, puede ser la ficción literaria, la ciencia, la teología o la mitología, entre otros. Este universo se da como supuesto o conocido entre los hablantes en una comunicación determinada. Porto Dapena, en su propuesta, solo deja de lado la situación y, por un orden necesario, propone que un lexicógrafo debe partir determinando el universo del discurso (“o aspecto de la realidad a que alude el texto” 1980: 269), seguido de la región geográfica, es decir, la zona, así como el ambiente a que dicho texto o discurso corresponde: “A otra cosa no corresponden, efectivamente, indicaciones como Fig. (lenguaje figurado), Mús. (música), Mil. (milicia), Amér. (América), Fam. (lenguaje familiar), etc., que, en cualquier diccionario, encontramos a cada paso encabezando ciertas acepciones” (Porto Dapena 1980: 269). Asimismo, Porto Dapena afirma que el entorno más importante en el trabajo lexicográfico será el contexto, sobre todo el verbal: Este contexto no solo está constituido por lo que se dice antes del vocablo, sino también por lo que se dice después –e incluso por lo que no se dice–, y puede ser inmediato, constituido por el trozo de discurso en que se inserta el vocablo, y mediato, representado por fragmentos más amplios, a veces por la totalidad de la obra o discurso (Porto Dapena 1980: 269-270).

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Ya con estas distinciones se puede organizar un ordenamiento de acepciones que requiere, en primer lugar, de una distinción del significado categorial (cfr. Coseriu 1987 [1978]: 208), es decir, se debe determinar si el vocablo puede pertenecer a una o varias clases de palabras. En segundo lugar, el lexicógrafo deberá delimitar los sentidos generales, comunes a los hablantes, frente a los particulares o especiales, relacionados con la región y el ambiente, siguiendo la conceptualización coseriana. Asimismo, otro criterio de ordenamiento acepcional es el basado en el carácter recto o figurado de los sentidos. Además, otro criterio que propone Porto Dapena es el basado en la semejanza o la disparidad semántica. Tomemos, para aplicar esta propuesta en el Diccionario de Román, un artículo lexicográfico de una voz usada en Chile, laucha, proveniente del mapudungun:

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Laucha, f. Nombre general y corriente en Chile del ratón, el mus musculus de los naturalistas, y que el Dicc. define: “mamífero roedor, de unos dos decímetros de largo desde el hocico a la extremidad de la cola, que tiene la mitad; de pelaje generalmente gris, muy fecundo y ágil, y que vive en las casas, donde causa daño por lo que roe y destruye. hay especie que vive en el campo”. Muchos, sin conocer esta definición y sin advertir que el nombre ratón no es aum. sino dim. de rato o rata, al modo de pilón, perdigón, alón, lebratón, pichón (cf. Puigblanch, Opúsculos, t. I, pág. 136), han creído que nuestro chilenismo debe traducirse por ratoncillo, que ni aparece en el Dicc. ni se le necesita, porque sería albarda sobre albarda. Otros lo traducen por rata, y también se equivocan, porque la rata es la especie grande, que entre nosotros se divide en pericote, cururo, guareno y degu o ratón de las tapias. Véase Guareno. –Fig. En el juego del tenderete, el tres de cualquier palo, sobre el cual tienen más valor el gato (el as) y el ratón (el dos). Por eso el juego es de dos maneras: con encaje o con gato, ratón y laucha. –Fig. también, pero m., muchacho o joven algo crecido y muy delgado: el laucha, el lauchita. En la Argentina y en el Uruguay se llama así al hombre listo; en Colombia, al baquiano o práctico, según afirma Ciro Bayo. –En algunas partes de Chile, donde se trabajan minas de hulla, especie de vagoneta pequeña y sencilla, que hace media tonelada y que se emplea cuando el espacio es estrecho y no cabe una vagoneta. –Lo que cabe en este mismo aparato. “Este trabajador ha sacado ya once lauchas”, es decir, cinco toneladas y media. –Entre plomeros y hojalateros, alambre de acero que penetra con facilidad donde se mete. –Aguaitar uno la laucha, fr. fig. y fam.: acechar, esperando una ocasión propicia; en el juego del monte, observar la carta que está a la puerta, para apostar sobre seguro. –El perro manda al gato, el gato manda al ratón, el ratón manda a la laucha, y la laucha manda a su ( o a la) cola: refrán chileno, que se dice cuando una persona, a quien se manda hacer algo, no lo hace por sí misma, sino que lo encarga a otra inferior, y esta a otra, algunas veces. Por eso no siempre se recorre toda esta escala de nombres. –Mamá laucha, n. pr. f. Tipo de mujer, flaca y vieja, de condición sirviente, algo como ama de llaves, que hace el tercero o cuarto papel en as funciones populares de títeres. –Fig. y por extensión, mujer muy flaca. –Ser uno una laucha, como una

laucha: se dice de la persona viva y ágil y flaca de cuerpo, que se mete en todas partes, curioseando y husmeándolo todo. […]. (1913) En primer lugar, no cabe duda de que el universo del discurso tiene que ver con un animal ordinario: el mus musculus, así como las posibles transiciones semánticas que pueden darse, tanto en cosas como en seres animados. Por ejemplo, es relevante insistir en que en una de las transiciones semánticas, la de la segunda acepción, el universo del discurso se restringe a un juego específico de cartas, en donde laucha tendrá un significado específico solo en ese juego. Respecto a la región en cuanto zona de la voz laucha, esta está marcada, en el artículo lexicográfico, de diferentes formas: por un lado la lematización en negrita nos remite a que la voz en cuestión es una voz diferencial (la cual, siguiendo la lógica de Román, es una voz que se puede reemplazar por otra estándar: ratón pequeño), asimismo, la zona se especifica aún más cuando se afirma que es el nombre que se le da al roedor mus musculus en Chile. La zona se extiende a todas sus acepciones, en su totalidad derivadas de esta primera acepción: algo o alguien que, por metáfora, sea como este mus musculus. Sin embargo, tenemos una especificación de esta zona en las acepciones cuarta y quinta, en donde se especifica que se usa “en algunas partes de Chile”, sin entrar en detalle acerca de qué partes, en rigor, son estas. En relación con el ambiente de la primera acepción, este lo enuncia Román mismo al iniciar su segundo enunciado: “Nombre general y corriente en Chile” que se le da al roedor. Veamos, por ejemplo, cómo se puede modificar el ambiente en una de las acepciones relacionadas con una voz pluriverbal: la locución verbal aguaitar uno la laucha, en donde se señala que es usada solo en el esfera diafásica familiar. Respecto al ámbito, las acepciones cuarta, quinta y sexta, claramente técnicas, nos remiten a dos espacios distintos: el ámbito de la minería del carbón, para la cuarta y quinta, y el ámbito del quehacer de los hojalateros y plomeros para la sexta. Acepciones que nos remiten a transiciones semánticas basadas, a su vez, en metáforas. Por otro lado, el significado categorial, fundamental para la organización de acepciones, en un artículo como este es bastante simple, porque tenemos, en rigor un nombre con género femenino que se extiende en sus transiciones semánticas. La complejidad se puede ver, empero, en las voces pluriverbales: tenemos, por un lado, una paremia en la acepción ocho, así como locuciones sustantivas y verbales. Asimismo, podemos determinar el sentido general o recto, referido al animal, en la primera acepción, para ir derivando en sentidos particulares o figurados, relacionados con las transiciones semánticas del animal mismo, aplicados por semejanza (metáfora) a personas y cosas.

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Tomemos otro caso para detenernos en el contexto, el cual, en el caso de laucha, no lo pudimos especificar, por ausencia de algunos textos expresos. En el caso de gavilán podemos determinarlo, justamente, gracias a la presencia de textos, así como podemos dar cuenta, desde esta propuesta de análisis, del ordenamiento de las acepciones de una voz como esta. Elegimos este artículo porque se establece, a diferencia del anterior, como un artículo propositivo, en donde Román, frente a la ausencia de ciertas acepciones en el diccionario usual, redacta artículos con propuestas de adición:

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Gavilán, m. “Encaje profundo de la uña en la carne del dedo, principalmente del grueso en los pies, por cualquiera de sus orillas laterales”. Así Pichardo para Cuba; en Chile también se conoce esta acep. No es general en España, pero sí en Andalucía. “Puede ser que lo hayan equivocado con el dedo de un pie, que, por pereza mía en curarlo, no acaba de sanar de un gavilán que me sacaron los cirujanos en Lucena a la perfección, y no sé si la uña u otro gavilán se ha introducido en la carne, por cuya causa sigue malo”. (B. Cádiz, Carta de 1.º Enero 1799). En nota agregó su comentador, el p. Valencina: “Gabilán o gavilán. Esta palabra no se encuentra en el Dicc. de la R. Academia ni otros que he compulsado. En Andalucía se entiende por gavilán, a más del ave de rapiña de que nos hablan todos los Diccs., las extremidades de las uñas, especialmente de los pies, cuando se introducen en la carne o quedan clavadas en ella por algún accidente. Es lo que llaman los médicos uña encarnada”. Uñero es la “herida que produce la uña cuando, al crecer viciosamente, se introduce en la carne”. Buenos datos tiene pues el Dicc. para admitir esta nueva acep. –De la 4.ª que en él se registra: “cada uno de los dos hierros que salen de la guarnición de la espada, forman la cruz y sirven para defender la mano y la cabeza de los golpes del contrario”, se ha derivado en Chile la de tope del mango de cuchillos, puñales, etc. –fig. Hombre enamorado que persigue a una mujer. Parece que la metáfora se ha tomado del ave de rapiña y al mismo tiempo se ha querido jugar del vocablo con gavilán y galán. Sea como fuere, la acep. no solo es chilena, es castiza, como que se halla en el Quijote de Avellaneda (p. VII, c. XXXI): “Por mi vida que no es mala la moza; rolliza la ha escogido, señal de buen gusto; pero guárdela de los gavilanes de esta corte”. (1913) En este caso, y en primer lugar, tenemos la acepción (una clara transición semántica, metafórica) de gavilán como uñero, la cual se usa en Hispanoamérica y en Andalucía y que el diccionario usual adiciona en la edición de 1925. Para legitimar que la voz “se usa en España”, específicamente en Andalucía (es decir, determinando la zona), Román agrega un texto con la autoridad del Beato de Cádiz. La lógica del ordenamiento de las acepciones es interesante, porque en vez de seguir, en esto de las proposiciones, con otra voz que se use en España (o parte de España) y Latinoamérica, como es la tercera, continúa, en la segunda acepción, con una transición

semántica que se dio de una de las acepciones estándar, en Chile; la de la nominación específica, en este caso en metonimia, de una parte de la espada a otro tipo de armas. Es decir, un tipo de contexto, por lo demás. La última acepción, también con un contexto expreso, como la primera, se da en otra proposición para el diccionario usual, relacionada con el hombre que pretende a una mujer, en donde Román, para insistir en la zona de la voz, entrega un texto con la autoridad del Quijote. 2.5.4.2. Habrá que constatar, a su vez, qué tipo de ordenamiento ha querido seguir Román. La bibliografía relacionada con esta tipología es abundante y, por lo demás, no queremos desarrollar a fondo este punto, sobre todo por el problema que se da al estudiar este aspecto en un diccionario mixto como el de Román, en donde tenemos una variedad de tipos de artículos lexicográficos, si bien limitada, pero variedad al fin y al cabo. La presentación que dio Casares, empero, es la que se ha mantenido a lo largo del tiempo, con una que otra variante: a saber, aplicar para el ordenamiento acepcional el criterio empírico, el genético, el lógico o el histórico (cfr. 1992 [1950]. 67). Werner, en su momento, reordenó y profundizó aún más esta tipologización. En su propuesta encontramos, en primer lugar, el ordenamiento histórico o cronológico, el cual, en palabras de Werner (en Haensch et a. 1982: 315), se usa en la lexicografía actual de forma poco coherente e inconsecuente, sobre todo por la complejidad que este posee, más que nada por el difícil acceso a fuentes fiables y a ediciones idóneas para el caso (pensemos, por ejemplo, en el caso de Cuervo al respecto, cuando redactaba su DCR, o las mismas dificultades que tuvo Corominas en la redacción de su DCECH). El mismo Seco, director del Diccionario histórico entre 1981 y 1993, describía de la siguiente manera este criterio aplicado, cómo no, a un diccionario histórico: La ordenación de las distintas acepciones de la voz se atiene a un criterio histórico, dando siempre el primer lugar al uso más antiguo registrado, y asignando los lugares siguientes a los restantes sentidos, según la fecha de aparición. El procedimiento es mucho menos simple de lo que parece, pues la polisemia se produce habitualmente, no siguiendo un proceso cronológico lineal, sino a partir de una fragmentación del significado más antiguo en racimos de nuevos significados, nacido cada racimo de uno de los elementos constitutivos de ese significado primitivo, y llevando luego cada uno de esos brotes una evolución semántica propia, paralela cronológicamente, en todo o parte, a la de otros. Por supuesto, cada rama es susceptible de fragmentarse a su vez en dos o más líneas semánticas divergentes. Se forma así, entre todos los vástagos, un verdadero árbol genealógico de acepciones. La labor de establecer esta red de filiaciones es sumamente sutil y una de las que más ponen a prueba la capacidad del lexicógrafo. (Seco 2003 [1987]: 138)

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El ordenamiento genético o etimológico suele cumplir un papel importante en los diccionarios sincrónicos (véanse los ejemplos que entrega Werner, en Haensch et a. 1982: 316) y, si bien suele confundirse con el primer criterio, bien sabemos que los derroteros del léxico y sus transiciones semánticas hacen que, muchas veces, un nuevo sentido pueda estar más apegado a su étimo que uno más remoto. Al igual que el primer tipo de ordenación, el criterio etimológico exige, cómo no, que la disciplina esté al día en este tipo de conocimientos, cosa que, las más veces, bien sabemos, no es tal. Por los tiempos y por el acceso a cierta información, no encontramos estos criterios en el ordenamiento de acepciones en el Diccionario de Román; sin embargo, tal como hemos mencionado anteriormente y seguiremos haciendo referencia, sí encontramos información de tipo diacrónico, con autoridades al respecto (tal como veremos en las fuentes, con casos desde los orígenes de nuestra lengua, incluso documentación de la tradición latina), o una interesante discusión etimológica a partir de la bibliografía que estaba vigente en los momentos en que Román redactó su diccionario. Sin embargo, insistimos, no es este el criterio en el que se basa su ordenación de acepciones. Sí que podemos constatar una suerte de ordenamiento lógico en su Diccionario, basado en relaciones de adición, inclusión y exclusión, extensión o sentido figurado o por analogía, entre otras. Muy relacionado con este ordenamiento es el basado en la conciencia lingüística del hablante, en donde se establece como significado base o básico los sememas que predominan en la conciencia lingüística de los hablantes. Esta predominancia se debe a diversos factores, como la etimología o razones psicológicas, incluso. El mismo universo lingüístico del hablante, así como el contexto verbal, si volvemos a atraer las nociones coserianas, juegan aquí un papel fundamental. Sin embargo, un trabajo lexicográfico moderno, bien sabemos, sin una base estadística, queda supeditado el juicio subjetivo del lexicógrafo, cosa que, mutatis mutandis, de encontrar artículos lexicográficos con este tipo de ordenamiento en el Diccionario de Román, estos se ordenarían, en efecto, bajo ese juicio subjetivo de nuestro sacerdote. Otro tipo de ordenamiento es el empírico o de frecuencia, en donde se ordena de la acepción más corriente a la de menor empleo, criterio que también podemos encontrar en algunos de los artículos lexicográficos del Diccionario de Román. Sin embargo, y en esto parafraseamos a Werner (en Haensch et al. 1982: 320), en muchos casos la determinación del orden no es tan sencilla (lo veremos más adelante en el caso del artículo dar), por lo que hay que echar mano de medios estadísticos, cosa que se escapa en los tiempos en que nuestro sacerdote diccionarizaba y que sigue, hoy por hoy, siendo un desafío para semantistas y lingüistas computacionales, sobre todo por la dificultad que hay para determinar los grados de frecuencia

de los sememas. Otro criterio es el que se basa en el ordenamiento por la posición dentro del sistema colectivo (cfr. Werner en Haensch et al. 1982: 321), en donde van, en primer lugar, los sememas considerados propios de la lengua general o común, seguidos de los característicos de determinados niveles lingüísticos. Ambos criterios, el de frecuencia y el de posición dentro del sistema colectivo, a la larga, más que ser el producto de trabajos estadísticos o afines, no es más que una dinámica en donde “el lexicógrafo más bien, tiene simplemente la idea de que una acepción es, por el motivo que sea, más importante que otra. Con frecuencia, la decisión del lexicógrafo sobre este punto quedará determinada en alto grado por su propio sistema lingüístico individual” (Werner en Haensch et. al 1982: 323), cosa que podemos aplicar a la mayoría de los ordenamientos que Román llevó a cabo al redactar sus artículos. Otro criterio usado con algunas restricciones es el de la distribución sintáctica, en casos donde es relevante conocer el contorno sintagmático de cada semema; por ejemplo, en verbos y su valencia, en verbos transitivos, intransitivos, pronominales y por un lado, así como su valor y funcionamiento con determinados regímenes preposicionales, por otro lado. Como se ve, sobre todo por las restricciones, no es este un criterio independiente de ordenamiento y suele funcionar, las más veces, en conjunto con otro tipo de ordenamientos, complementándose. En rigor, ninguno de los criterios son exclusivos y excluyentes con otros. Algunos son idóneos para un determinado grupo de acepciones, mientras que otros será eficaces para otro tipo de acepciones. Ya lo decía el Oxford English Dictionary: “Hay que tratar cada palabra de la manera que parezca más adecuada para presentar los hechos de su historia y de su uso” (en Martínez de Sousa 1995: s.v. acepción), cosa que veremos con algunos artículos lexicográficos polisémicos del Diccionario de Román en donde, como suele suceder en la lexicografía en general, nuestro sacerdote mezcló varios criterios. Para ser sinceros (y sensatos) un tipo de análisis de estas características en el Diccionario de Román podría valer un estudio monográfico independiente, sobre todo por la extensión de la obra, así como por la cantidad de años en que el sacerdote redactó su Diccionario. Por lo mismo, hemos seleccionado, a partir de nuestras lecturas del Diccionario, un par de artículos lexicográficos que pueden ser representativos de lo que es el tipo de ordenamiento de las acepciones en su diccionario: el de garipota y el de nudo: Garipota, f. Regalo, obsequio. -Leña que lleva el carretero sobre la carga y por cuenta propia, por lo cual la vende más barata. -Reprensión fuerte. Así nos han asegurado que se usa en algunas partes de Chile; pero no nos consta personalmente, ni hemos atinado con su etimología. […] (1913)

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Nudo, m. Falta en el Dicc. esta acep. litúrgica y corriente ya entre todos: parte abultada que tienen los cálices, copones y custodias entre la copa y el pie por el cual se toman con la mano. Ambrosio Morales en su Viaje da a esta parte dos veces el nombre de manzana (acep. que tampoco registra el Dicc.); pero lo más común es llamarla nudo, del latín nodus. Como los latinos la llamaron también pomellum, frutita, de ahí la manzana de Morales. –En Chile llaman nudo la unión, juntura o ensambladura del jabalcón con el madero horizontal o inclinado. –El último Dicc. agregó esta acep. de Marina: “cada uno de los puntos de división de la corredera”. Conveniente habría sido explicar la equivalencia en millas, de cada uno de estos nudos, porque en este sentido es en el que más se usa esta acep. “Este buque anda tantos o cuantos nudos por hora”. –Nudo de montaña: horcajo (horca de madera que se pone al pescuezo de las mulas para trabajar). –Nudo de rosa llamamos nosotros la lazada o lazo, en contraposición al nudo ciego. –Nudo pescuecero: el especial que se hace en el pescuezo de los animales con lazo, soga o o correa de manera tan segura y apretada, que es imposible que se desate o se corra. así se le llama en oposición al nudo corredizo. (1913-1916)

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En el caso de garipota, una voz diferencial, con zona en Chile, actualmente desusada, podríamos deducir que el ordenamiento responde a frecuencia: de mayor uso (el obsequio), pasando a un uso más restringido (la leña que lleva consigo el carretero) o una posible acepción, de la que Román no tiene conocimiento. Véase cómo se activa, en esta tercera acepción, el universo del discurso: un aspecto de la realidad puesta en duda, porque no se conoce. Asimismo, podemos pensar en un criterio lógico: de un sentido básico a uno figurado, con un matiz irónico, incluso, que es esta tercera acepción que Román desconoce. En el caso de nudo, es un artículo lexicográfico que propone acepciones nuevas al diccionario académico. En primer lugar, se presenta una acepción de tipo general que tiene que ver con un universo del discurso específico: el mundo litúrgico. Destacamos, en esta acepción, el especial recurso que hace Román del contexto, puesto que en vez de hacer uso de un texto directo para la voz en cuestión, hace mención (mas no cita) de un texto con otra voz para el mismo referente. Interesante aspecto para una investigación a posteriori, esa de determinar la forma en que Román va agregando citas, ejemplos y autoridades desde un punto de vista del contexto. La segunda acepción da cuenta de un uso con una zona específica: Chile, voz que también hace referencia, creemos, a un ámbito específico: el de la arquitectura o construcción. En el caso de la tercera acepción, retornamos a una voz general pero con un ámbito específico por lo demás: el de la marina. En este caso, Román informa acerca de una nueva adición en el diccionario usual mas con una proposición de enmienda a la acepción en cuestión. Las tres acepciones para las voces pluriverbales son locuciones chilenas en donde la organización se basa en el ordenamiento alfabético, mas no

basada en criterios de lógica de acepciones: la primera y la tercera locuciones tienen que ver con nudos que se aplican a mulares y la segunda con la tipología de los nudos en sí. Frente a este tipo de artículos lexicográficos ¿tenemos una suerte de patrón fijo de ordenamiento de acepciones? Podemos pensar que sí en un artículo como gavilán, mas en nudo, un artículo que propone acepciones a la tradición académica y, a la vez, presenta acepciones diferenciales, no podemos pensar lo mismo. Hemos dejado para el final un artículo extenso como el que Román redactó para el verbo dar. El artículo consta de doce acepciones: cuatro relacionadas con un uso general, las cuales son propuestas de adición de acepciones para el diccionario académico. Cada una de estas acepciones, a su vez, va con sus respectivas autoridades. La cuarta y última acepción, a su vez, más restrictiva que las tres acepciones anteriores, hace referencia a un tipo de régimen proposicional en el uso del verbo. La siguen dos acepciones relacionadas con unidades pluriverbales relacionadas con un uso general, para luego, presentar cinco unidades pluriverbales del español de Chile. En algunas de ellas se propone una enmienda, en otras, su función solo se reduce a su presentación. En último lugar, la acepción final tiene que ver con un comentario normativo relacionado con la conjugación del verbo. Dar. Ha omitido el Dicc. las siguientes aceps.: 1.ª n. Llegar, tocar. “Van las carretas, dándolas el agua a las mazas”. “Va ahijando la hierba con tal fuerza y pujanza…, que rompe un caballo con dificultad por ella, dándole en algunas partes a las cinchas”. “Hay media legua de la ciudad una laguna que da el agua a la cintura”. (Ovalle, Histór. Relación, L. I, caps. I, II y IV). Y una rama hermosa/ De jazmines nevada/ A dar sus hombros descendía. (Valbuena, Siglo de oro, égl. I). Como esta acep. es comunísima, no agregaremos citas de otros autores. La que más se acercan a ella, entre las del Dicc., es esta: “Estar situada una cosa, mirar, hacia esta o la otra parte. La puerta da a la calle; La ventana da al norte”. Como se ve, es algo distinta. -2.ª Caer, dar golpe, apuntar, encontrarse. “Llegó otra almendra, y dióle en la mano”. (Quijote, t. 1, c. XVIII). “No querrá el Señor subirle [aquel edificio] muy alto, porque no dé todo en el suelo”. (Sta Teresa, Moradas, 7). “Fuiste huyendo de un inconveniente y diste de cabeza en muchos”. (Alemán, Guzmán, II, 3). Y, haciendo al mundo de su fe testigo, Sin vida dio los pies del muerto amigo (Valbuena, Bernardo, c. VIII). El Dicc. olvidó esta acep. y solo la admitió como fig.: “Caer, incurrir. Dar en un error”. -3.ª a. Citar, señalar, mostrar. “Dame algún santo azotado en la manera que tú agora lo eres”. (Fr. Luis de León, Job, V). “Y solo de Hipona se dieron, cuando yo esto escribía, setenta milagros por escrito, y muchos no se escribieron”. (Granada, Símbolo de la fe, p. II, c. XXIX, §V). Acep. muy usada y de todo gusto en latín. Da mihi Maconidem, Da mihi Phoedram, Da mihi Pasiphaen, dice Ovidio; Da mihi amantem, dice San Agustín, en el mismísimo sentido del Maestro León. Por la siguiente cita se ve mejor cómo esta acep. se ha derivado de una funda-

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mental que tiene el verbo: “Denme ustedes un aire puro, y yo les daré una sangre rica; denme una sangre rica, y yo les daré humores bien equilibrados; denme los humores bien equilibrados, y yo les daré una salud de bronce; denme, finalmente, una salud de bronce, y yo les daré el espíritu honrado, los pensamientos nobles y las costumbres ejemplares”. (Pereda, El primer vuelo, t. I, n.º1). Esta misma acep. en la forma cuasirrefleja o pasiva, equivale a presentarse, hallarse, existir, y de ahí el significado de “posible”, que tiene el adj. dable. “Pueden también darse versos que tengan las cuatro y aun las cinco largas”. (Rengifo, Arte Poética, IX). “”No parece creíble que se diese concurso del demonio en los medios con que se conseguía la salud de los españoles”. (Solís, Conquista de Méj. V, 23). “Hijos y padres, padres e hijos, son cosas correlativas que no se dan la una sin la otra” (Cejador, Extravagancias del lenguaje). También es acep. usadísima en latín y hasta en el lenguaje fam. castellano: “¿Puede darse una cosa más sabida?” -4.ªLa acep. que el Dicc. define como neutra “junto con algunos nombres y verbos, regidos de la prep. en, empeñarse en ejecutar una cosa. Dio en esta tema, locura, manía”, debió explicarse más, diciendo que también puede variarse el régimen. Así Sta Teresa (carta 75) dice: “Hale dado que estoy lisiada por ella y por mi hermano, y no hay que sacárselo de la cabeza”. Otras veces es darle a uno por una cosa: Cuando le da por llorar, no acaba nunca; Le dio por la poesía, Le da por ahí. Giro es este que debe condenarse como galicismo, porque el complemento regido de por y que no depende del v. sino de un s. tácito (manía, afición, locura, tema), no es castellano en este sentido. Véase por. -5.ª r. Importar. Esta acep. está enteramente omitida y solo aparece como fr.: Dársele a uno algo, mucho, poco, etc., de una cosa. Esto habría convenido explicarlo un poco más, porque muchas veces el s. va en pl. y algunos vacilan en cuanto al número del v., que en este caso es evidentemente impersonal. Véanse, si no, algunos ejemplos: “No se me daba tres pitos que bajarse el turco”. (Estebanillo, V). “No se me da de vosotros dos caracoles”. “No se me da dos blancas” (Vélez de Guevara, El Diablo cojuelo, pról. y tr. VII). “No se le da a ella por cuantos caballeros andantes hay dos maravedís”. (Quijote, p. I, c. XXIII). Dos maravedís es adverbial libre, dice Cejador. Evidentemente, no tiene otra explicación este complemento o loc. adverbial, lo mismo que con los verbos costar, valer, importar, comprar, vender, etc. Por eso, hacerlo sujeto y concertar con él el verbo, como pretenden algunos, sería desconocer enteramente el sentido de la fr. -Otra cosa es, y entonces sí que es sujeto, cuando dar se usa como n. y significa venir o sobrevenir: me dan ganas de llorar; Me dieron deseos de reír; le dieron unas calenturas pestilentes (Cervantes). no se puede pues decirse: Me dan ganas, me da deseos como lo han dicho los agabachados que escribien también: Se vende caballos, Se afina pianos. -¡Buen dar! exclamación que usamos por algo que nos causa admiración, pena o desengaño. parece tomada de los juegos de naipes, en l,os cuales es tan importante el dar bien o mal las cartas. Dar y cavar, o dando y cavando, es fr. fig. que bien merece figurar en el Dicc.: pensando y repensando una misma cosa o asunto. Cavar por sí solo, como n. y fig., significa: “pensar con intención o profundamente en alguna cosa”; pero es mucho más expresivo precedido de dar, como quien da golpes y golpes y sigue cavando y ahondando en lo mismo. “Y habiendo dado y tomado sobre la materia”, dice el P. Ovalle (l. VII, c. IX). -Dar oídos

(no oído) es: dar crédito a lo que se dice, o a lo menos escucharlo con gusto y apremio. -Dárselas de o darlas de, es darla de o echarla de. Véase botar, 4.ª acep. -Dársela a uno, significa en castellano “Pegársela” o “chasquearle”, “burlar su buena fe o confianza”, y no lo que en Chile cuando decimos en tono irónico: A cualquiera se la doy, esto es: póngase cualquiera en mi lugar. -Darse uno a preso. Fr. muy usada en Chile e inaceptable en castellano, porque el v. dar repugna ese régimen de a con un adj. El buen español se da a Dios, a la virtud, a la contemplación, al estudio; da o no da el brazo a torcer; se da a leer historias, a combatir a los enemigos; en algunos casos se rinde o se da al vencedor, se da a partido, y aun se da a prisión, se da por prisionero, o se da preso, como dijo Tirso (El condenado por desconfiado, l I, 7.ª) Pues date preso, / Y yo te libraré. Pero, darse a preso…jamás, mientras haya instinto lingüístico. Con adjs.que hacen de predicado, pide de ordinario el v. dar la prep. por y no a: dar por concluida o por hecha una cosa; dar a uno por quito; darse uno por entendido, por sentido y agraviado, por satisfecho, por vencido. Solo en la fr. Darse uno a buenas (cesar en la oposición o resistencia que se hacía a una cosa) lo vemos con a; pero eso se explica porque buenas está sustantivado, en vez de buenas razones; lo que no podría aplicarse a preso. En los clásicos es comunísima la fr. darse a prisión, date por mi prisionero; y aun dicen: Sed presos, venid presos, estad presos; pero jamás (ni esperamos verlo) el barbarismo Date a preso. -El mismo inconveniente que esta fr. tiene esta otra, también chilena y muy usada: Darse uno a santo: darse por contento o satisfecho con algo solamente de todo lo que se deseaba, y no pretender más. “Me doy a santo con que me hayan exigido el capital y no los intereses”. “Date a santo por haber escapado de la fiebre”. Parece que el sentido completo fue al principio este: Me doy a ser santo, o me doy a la santidad por haber conseguido tal cosa. -En cuanto a la conjugación, son comunes en el pueblo, y hasta suelen deslizarse entre la gente educada, las formas delen, demen, desen, por denle, denme, dense; metátesis bien explicable por lo dura de pronunciar que es la n antes de los sufijos le, me, se; por eso la lengua, notando que la ha omitido, la pone al fin de la palabra. Así el estudiantón del cuento restituyó en fratres, diciendo frantres, la n que se había comido leyendo Corithios. Menéndez Pidal, en su Manual de Gram. Hist. Española, n.º94, dice que “en el habla vulgar de Castilla, Aragón y América se le añade [al reflexivo se] la n, signo de pl. del v.: al marcharsen ellos, siéntensen ustedes, váyasen”. (1908-1911) Podemos pensar, si aplicásemos, por ejemplo, el criterio empírico o de frecuencia en el ordenamiento de acepciones, en la complejidad respecto al criterio de ordenamiento, sobre todo en las cuatro primeras acepciones, que tienen que ver con propuestas de adición de acepciones en el diccionario usual: ¿Qué criterio de ordenamiento se utilizó, sobre todo, en estas cuatro primeras acepciones? De seguro que se nos desbarata una posible tipologización al respecto, sobre todo por la complejidad de ordenar acepcionalmente un verbo tan polisémico, mas si lo que tenemos frente a nosotros son cuatro acepciones que se establecen como propuestas de adición. Por otro lado, creemos, Román responde, sobre todo, a una suerte de ordenamiento

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basado en el criterio de posición dentro del sistema colectivo, partiendo por la propuesta de acepciones de tipo general, para, luego, dar cuenta de acepciones con una realización diatópica restringida (el español de Chile), para terminar con una observación que se escapa de un diccionario de lengua y que tiene que ver con un aspecto normativo, muy en la línea de este tipo de diccionario mixto que sostenemos. Como verbo polisémico, dar también tendrá algo del criterio de la distribución sintáctica, sobre todo desde la acepción cuarta en adelante, más que nada en relación con colocaciones y regímenes preposicionales. En síntesis, tenemos algunas constantes, digamos, universales, como el criterio de separación gráfica de las acepciones, que siempre será con el concurso de un guion. Sin embargo, tal como hacíamos referencia anteriormente, Román hizo uso de variados criterios para la ordenación de las acepciones, criterios de los que no tenemos noticia si los podía él delimitar de manera previa y sujetos a una planificación. Solo nos queda, por ahora, dar cuenta de estas ordenaciones e intentar entregar una somera descripción. En rigor, y como sucede con muchos de los aspectos de la planificación lexicográfica, este punto, el del criterio o los criterios de ordenación de acepciones, debería estar expuesto en un prólogo o estudio preliminar, cosa que, bien sabemos, incluso hasta el día de hoy es obviada en muchísimos diccionarios de lengua.

2.5.5. Cambio semántico y retórica en el Diccionario de Román

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Como sea, no podemos hablar del ordenamiento de las acepciones y de las transiciones semánticas sin hacer referencia, aunque sea en parte, a la retórica en el ejercicio de la lexicografía, sobre todo cuando podemos encontrarla directamente en muchos de los artículos lexicográficos que Román redactó. En relación con este punto, ya hablaba Aristóteles, en su Retórica, de la relevancia de esta como disciplina, sobre todo por su rol extensivo por sobre las ciencias: La retórica es correlativa de la dialéctica, pues ambas tratan de cosas que en cierto modo son de conocimiento común a todos y no corresponden a ninguna ciencia determinada. Por eso todos en cierto modo participan de una y de otra, ya que todos hasta cierto punto intentan inventar o resistir una razón y defenderse o acusar. (1999 [1971]: 1354a 1-4) Por esta misma extensión, la retórica es una herramienta fundamental en los estudios lingüísticos. Es más, el Grupo μ inicia su Retórica general definiéndola como “un conjunto de operaciones sobre el lenguaje” (1987 [1982]: 71). Por lo mismo

no debe extrañarnos encontrarla en los diccionarios de manera transversal, sea por reflexiones del cambio lingüístico, sea por el nivel persuasivo que adopta el lexicógrafo al normar con algo, o sea por la metarretórica en sí misma, es decir, cuando el lexicógrafo reflexiona y trata con ella, definiéndola, cuestionándola. A propósito de esto, Albaladejo Mayordomo comentaba que: La retórica proporciona a la lingüística una armazón teórica verdaderamente consistente para la explicación de los diferentes niveles de texto y del fenómeno de la comunicación lingüística; a su vez, la retórica se beneficia de las categorías elaboradas por la lingüística, que permiten completar y situar en un marco teórico globalizador las propias aportaciones retóricas (1991: 14) Podríamos, incluso, abordar un diccionario como el de Román, donde predomina un discurso normativo y con una estilística subjetiva (Casares 1992 [1950]), desde una óptica retórica, puesto que, por sus características, tenemos ante nosotros un gran discurso persuasivo. Sin embargo, en este apartado, más que la persuasión, nos remitiremos a algunos aspectos de la elocutio. La elocutio, también conocida como la expresión, es el acto de conferir una forma lingüística a las ideas (cfr. Mortara Garavelli 1991 [1988]: 124). Esta elocutio o expresión, a su vez, debe tener ciertas cualidades o “virtudes”, como, por ejemplo, que sea apta, es decir, que sea un discurso conveniente, adecuado, congruente y apropiado; también debe darse una corrección léxica y gramatical, es decir, debe generarse una “pureza de la lengua”; asimismo, debe haber claridad o perspicuidad en el discurso para que este sea comprensible y, por último, debe tener este discurso ornatus o belleza, la virtus más codiciada, por ser la más brillante y la más efectista (Lausberg 1976 [1967]: § 538). Sin embargo, en oposición a Lausberg, esta última virtud es, para Mortara Garavelli, “la menos necesaria” (1991 [1988]: 129), algo que no implica que la estudiosa la descarte de lleno: “Sin embargo, [el ornatus] puede impregnar […] las demás virtudes, ya que la belleza de una expresión es un factor no desdeñable de su corrección y pureza formales” (1991 [1988]: 129). Asimismo, y por ello nos es el ornatus relevante, haciéndose un buen uso de este, se puede hacer de un error, por ejemplo, una licencia, es decir, una “desviación permitida” (cfr. Mortara Garavelli 1991 [1988]: 129). En efecto, faltar a una virtud es una desviación: es un vicio por defecto o por exceso si la desviación es injustificada y es una licencia si la infracción está justificada por una exigencia mayor. Aquí entramos, de lleno, en el campo de la puritas, virtud gramatical central. No nos centraremos en este apartado en los errores (entiéndase barbarismos, arcaísmos, idiotismos, solecismos y ambigüedades, entre otros), los cuales

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abundan con tales etiquetas en el Diccionario de Román, sino que nos detendremos en esas licencias, sobre todo en tropos y figuras. A propósito de esto, fue el Grupo μ, a principios de los años setenta del siglo pasado, el que acuñó el concepto metábole para tratar “a toda clase de cambio de cualquier aspecto del lenguaje” (1987 [1982]: 53), sea este en palabras o frases. Si bien las metáboles son modificaciones de desviación que se encuentran articuladas en la función retórica del lenguaje, han sido fundamentales, como herramientas conceptuales, para poder caracterizar y categorizar el cambio semántico. En este punto es cuando hacemos el puente entre retórica y semántica; entre la metábole y la naturaleza del cambio semántico (Ullmann 1967 [1962]: 238), en donde la palabra clave es la asociación entre el significado viejo y el nuevo. Guiraud enumera varios medios de creación semántica y, entre ellos, está el de la migración o transferencia de sentido, que consiste en designar un concepto por un nombre que ya pertenece a otro (cfr. Guiraud 1991 [1955]: 45). Para eso, el hablante está motivado por la similitud o la contigüidad, es decir, por dos tipos de asociaciones. En efecto, los casos que tratará Román se centran, si seguimos con la lógica del Grupo μ, en el plano del contenido, en los metasememas. Es decir, estamos hablando de una operación relacional, basada en el mecanismo de permutación: “[los metasememas] consisten en la alteración del orden lineal de los elementos implicados por aquellas” (1987[1982]: 91-95). Serían estos, entonces, los tropos, los cuales se caracterizan por una relación in absentia “que procede de una organización de los elementos lingüísticos in verbis singulis” (Albaladejo Mayordomo 1991: 148). En La metáfora viva, Ricoeur afirmaba que, si bien los tropos se resuelven en la aparición de una sola palabra en el texto, proceden de esta asociación, es decir, de la relación “entre dos ideas por transposición de una a otra” (1980: 86). En su construcción significativa, lo que hacen es utilizar un significante y, en rigor, un signo, para expresar un contenido diferente. De hecho, la semiótica connotativa (cfr. Hjelmslev 1974: 160) no es ajena al funcionamiento de los tropos y de ahí lo fundamental de la retórica en el cruce con el signo lingüístico. En esta dinámica de selección, los elementos pueden sustituirse unos por otros en el proceso de construcción del mensaje lingüístico. En este caso, los elementos que conforman el mensaje pueden tener una relación de contigüidad y, a su vez, los signos con los cuales se ha hecho la selección y sustitución pueden tener una relación de semejanza. Jakobson (1981 [1963]) llamó a las dos directrices, según se desarrolla el discurso, directriz metonímica (contigüidad), para la primera dinámica y directriz metafórica (semejanza), para la segunda dinámica. Bien sabemos que estas reflexiones no son nuevas, pues ya habían investigado con el cambio de sentido en

esta línea los semánticos clásicos, como Stern, Guiraud y Ullmann, entre otros, en sus estudios semánticos o, anteriormente, Wilhelm Wundt, en sus estudios de psicología de los pueblos. Los tropos, entonces, aluden al cambio de dirección de una expresión que ‘se desvía’ de su contenido original para albergar otro contenido. La fortuna de los tropos en el campo del discurso contribuye a su “trivialización”, algo que es producto, muchas veces, de “la necesidad originada por la censura verbal”, como señala Mortara Garavelli (1991 [1988]: 166) o por esas “carencias” o “insuficiencias” del léxico de una lengua, como afirmaba Bally (cfr. Mortara Garavelli 1991 [1988]: 167). En estos casos, lo que constataremos será el recurso a los tropos como un factor importante en la constitución del léxico de una lengua. Es una de las la causas, en efecto, de la polisemia: “un remedio de la inopia léxica, responde a una exigencia de economía: utiliza lo que ya existe en vez de introducir nuevas formaciones”, describe Mortara Garavelli (1991 [1988]: 167), lo que Ullmann describe como una convivencia: “Una palabra puede recibir uno o más sentidos figurados sin perder su significado original: el viejo y el nuevo vivirán uno al lado del otro, mientras no haya ninguna posibilidad de confusión entre ellos” (Ullmann 1967 [1962]: 183). La misma Mortara Garavelli comentaba que son muchos los que han observado que la metonimia y la sinécdoque modifican el léxico de las lenguas: Para advertirlo bastaría recurrir a un diccionario, detenerse en las etimologías […] y verificar las variantes de significado (la polisemia) de las entradas individuales […]. La polisemia mostraría los mecanismos trópicos todavía en acción, puestos en evidencia, en los vocabularios, como usos ‘por extensión’ o como usos ‘figurados’ (Mortara Garavelli 1991 [1988]: 177). Es más, afirma Henry: “Todo acto lingüístico puede haberse originado por metonimia” (1971: 17). Jakobson, al respecto, en su clásico Ensayos de lingüística general, ayuda a conectar el proceso de generación de un tropo dentro del acto lingüístico: El acto lingüístico implica la selección de determinadas entidades lingüísticas y su combinación en unidades lingüísticas más complejas. Esto se aprecia con claridad en el nivel léxico: el hablante escoge las palabras y las combina en proposiciones según el sistema sintáctico de la lengua que utiliza; las proposiciones, a su vez, se combinan en los periodos […] la concurrencia de entidades simultáneas y la concatenación de entidades sucesivas son los dos modos mediante los cuales nosotros, los sujetos hablantes, combinamos los elementos constitutivos del lenguaje (Jakobson 1981 [1963]: 24) Justamente, Román suele acogerse a los tropos para poder explicar algunas transiciones semánticas, como veremos en este apartado. Recordamos en esto a Po-

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zuelo Yvancos, cuando afirmaba que “la literatura no se escribe con figuras. Las figuras son modos de clasificar u ordenar los procedimientos de que se sirve la lengua literaria en su función artística” (1988: 169) y, mutatis mutandis, podemos aplicar esto al cambio semántico: la retórica estará al servicio de la clasificación y ordenamiento de este. La descripción de los procedimientos que producen las variaciones de sentido, por lo tanto, es tarea de una teoría de la interpretación semántica de los enunciados; mas, como afirma Mortara Garavelli: “a causa de que aún no poseemos una lo “suficientemente rica y compleja”, sobreviven nociones pertenecientes a categorías del sentido común, precientíficas, como serían la metonimia y la sinécdoque” (Mortara Garavelli 1991 [1988]: 180). En los siguientes artículos podemos ver la defensa o crítica de Román ante la evolución del sentido. No olvidemos que los semantistas hablan de que la evolución es, prácticamente, universal en casi todos los casos, pues toda palabra es un complejo de asociaciones: “Basta que una de ellas [palabras] evolucione para que acometa al sentido y termine por alejarlo, por ahogarlo y finalmente hasta por reemplazarlo” (Guiraud 1991 [1955]: 46). Tenemos, por ejemplo, el caso de la metonimia como principio del cambio semántico. La clave de esta es la vecindad semántica, la contigüidad, la relación entre dos palabras. Henry, a propósito de la relevancia de la metonimia, explica: La figura de contigüidad no es simplemente una figura de estilo, un ornamento vano de la escritura. Puede convertirse en un procedimiento expresivo fecundo en ciertos escritores; desempeña un papel considerable en la vida del lenguaje y en la historia de las lenguas; se deriva, incluso, de un mecanismo fundamental del intelecto humano (Henry 1971: 58)

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De hecho, Ullmann, al respecto, y comparándola con la metáfora, cita a Esnault: “La metonimia no abre caminos como la intuición metafórica; sino que, quemando las etapas de caminos demasiado conocidos, acorta distancias para facilitar la rápida intuición de cosas ya sabidas” (Esnault en Ullman 1967 [1962]: 247). Es más, termina Ullmann: A diferencia de la metáfora, tiende a dar a las palabras abstractas un significado concreto: el nombre de una acción representará su resultado; el nombre de una cualidad, la persona o objeto que la exhibe, etc. Bréal ha descrito gráficamente estos cambios como “condensación o engrosamiento de significado” (Ullmann 1967 [1962]: 248) Justamente, este acto de condensación, de transformar lo abstracto en concreto es lo que explica Román en una suerte de defensa de la metonimia y, por lo tanto, de

la polisemia, en el artículo dieta, propuesta de adición para el diccionario usual que se ha incorporado, extendida (‘conjunto de sustancias que regularmente se ingieren como alimento’), en la última edición de 2014: Dieta, f. […] Lo que no nos parece mal, porque es solamente usar el signo por la cosa significada o el nombre concreto por el abstracto: metonimia se llama esta figura. Innumerables son las voces que en castellano han recibido otra acep. por el mismo procedimiento que dieta [esto es, llamar en Chile dieta a un caldo de gallina, sin condimentos, especial para un enfermo] Dieta en abstracto es el régimen que en la comida debe observar un enfermo, y en concreto es la comida o guiso en que se ha observado ese régimen. Así también medicina es el arte de curar, y una medicina es un medicamento o remedio en que se ha observado ese arte. Aplíquese este mismo raciocinio a poesía, retórica, música, escultura, pintura, fotografía, economía, disciplina, etc., y dígannos si tenemos razón o no. También los judíos, hablando de su pascua, decían: inmolar, asar y comer la pascua, como todavía puede verse en la Biblia, a pesar de que pascua significa originariamente tránsito o paso. Y decían bien, porque el tránsito o paso del ángel exterminador era recordado por el cordero pascual o víctima de la pascua. Volviendo a dieta, no se crea que la acep. recogida por Covarrubias fue tan nueva para su tiempo, pues el castellano la recibió del latín de la Edad-Media, como lo prueba el Glosario de Du-Cange, que la define: “pastus, refectio”, y como la 1.ª de la voz diaeta. En seguida lo comprueba con estas autoridades: “Et modo nobiscum qui posses cingere discum,/Ut decet athletam sumens cum rege diaetam”. “Unde quotidianam tua anima diaetam sumens”. “Pro cujus animae remedio quaedam sancto Martyri contulit praedia, unde hodieque Fratribus ministratur diaeta”. Con estos datos creemos que el futuro Dicc. restituirá al castellano esta buena acep. de dieta. (1908-1911) Nos basamos en las reflexiones del mismo Román, en su artículo metonimia, para reflexionar en torno al proceso de nominación, en donde juegan un rol fundamental las características del referente, así como la relación lógica de estas características en la mente del hablante. Es lo que vimos con dieta: del régimen de alimentos a lo que se ingiere en el régimen, así como los ejemplos que ofrece el sacerdote para explicar este tránsito de lo abstracto a lo concreto. Román hace uso de la metonimia, además, en casos normativos, más que nada para impedir una polisemia, para él, innecesaria, como sucede con la voz cariño como ‘regalo, presente’, vigente, también, en algunas zonas de Latinoamérica (cfr. DA de la ASALE: s.v. cariño, para Nicaragua, República Dominicana, Colombia, Perú, Bolivia, Argentina, y Kany 1962 [1960]: 196 para Guatemala y Colombia): Cariño, m. úsalo aquí el pueblo por regalo, presente u obsequio. Aunque en sentido fig. significa: expresión y señal de afecto, voluntad o amor, creemos que tales expresiones o señales se limitan solamente a las palabras y caricias,

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sin llegar a los objetos materiales. No sería propio ni razonable extender tanto la metonimia, que es el tropo que en este caso se emplearía al tomar el nombre abstracto por el concreto. (1901-1908) Lo interesante, en el caso de cariño como ‘regalo, obsequio’, en oposición a la crítica férrea de Román, por no ser viable la polisemia por metonimia, es que esta transición semántica terminó por imponerse. Una vez más, como veremos reiteradas veces a lo largo de nuestro estudio, la proscripción, sea de boca de Román o de la tradición normativa toda, con el tiempo, mutó. La acepción con la diatopía hispanoamericana estuvo en el diccionario usual desde el suplemento de 1970, con la marca de Chile y Nicaragua, agregándose Colombia y Costa Rica en la edición de 1984, marcas que tuvo hasta el usual de 1992; posteriormente, las marcas diatópicas se suprimieron en la edición usual de 2001 hasta la actualidad. Esta tendencia a evitar la polisemia recuerda muchísimo a la actitud de Aristóteles respecto a las “palabras ambiguas” y a usarlas lo menos posible (cfr. 1999 [1971]: 1407a 33-35 y, al respecto, lo que afirma Ullmann 1967 [1962]:170). En rigor, la metonimia es una de las figuras más citadas cuando se quiere argumentar sobre el cambio semántico y la polisemia. Es más, estará tan incorporado el tropo para el diocesano que no se molesta en hacer una suerte de metalexicografía en su artículo lexicográfico metonimia: metonimia,

f. Muchos nombres de medidas, vasos, recipientes, vehículos, etc., tienen en el Dicc. acepción aparte para su contenido o su medida, como celemín, fanega, cántaro, vaso; pero muchos otros no la tienen, como almud, fuente, balde, metro. O se pone esta acep. a todos los que la tienen o no se pone a ninguno. Nosotros hemos salido del paso inventando para muchos de estos nombres un derivado en ada. Véanse angarillada y Fuentada. (1913)

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También encontramos numerosas veces casos en donde el sacerdote hace uso de la sinécdoque. Catalogada por Fournier como el “tropo por conexión” (Mortara Garavelli 1991 [1988]: 173), es tal su relevancia, que Eco la describió de la siguiente manera: Las cosas se perciben visualmente, e incluso de las entidades no visibles se perciben principalmente las características morfológicas (un cuerpo es redondo o rojo, un sonido es grave o fuerte […] y así sucesivamente). Solo un examen ulterior permite establecer las causas, la materia con la que está hecha un objeto, sus fines o eventuales funciones. Por ello, la sinécdoque particularizante (que se fundamenta en una relación entre el ‘objeto’ y sus partes) ha adquirido un estatuto privilegiado: es el estatuto privilegiado de la percepción respecto de otros tipos de conocimiento (Eco en Mortara Garavelli 1991 [1988]: 182).

Un ejemplo de sinécdoque en Román lo tenemos en el artículo lona: lona,

f. En castellano es “tela fuerte de algodón o cáñamo, para velas de navío, toldos, tiendas de campaña y otros usos”; y aquí por sinécdoque se llama lona el saco hecho de lona. (1913)

Tomemos un ejemplo de sinécdoque en donde un objeto puede motivarse por algún tipo de acción que le atañe, así como con el espacio asociado con el objeto o una serie infinita de posibilidades, en definitiva. Por ejemplo, el té es una planta, pero la infusión que se hace de ella pasó a llamarse té y la instancia en donde se departe socialmente, con algún tipo de consumición, llegando, incluso, en algunas culturas, a ser una de las comidas importantes del día, pasó a llamarse hora del té. Lo mismo el café: de la semilla pasó a llamarse la infusión que se hace de esta semilla, para luego, pasar a llamarse así el lugar donde se lo sirve y vende públicamente. Incluso, en algunas culturas, más que marrón, el color pasó a llamarse café. Estos procesos son inmotivados y variables, por lo que los diccionarios no suelen dar cuenta exacta de todas estas formas de permutación, fundamentales dentro de la retórica tropológica. Justamente, en ese afán normativista del diccionario de Román, que excede lo meramente diferencial, podemos encontrar casos en donde el diocesano dio cuenta de ciertas permutaciones aún no incorporadas en el diccionario usual: Árnica, f. Es general entre nosotros llamar así simplemente la tintura de árnica; lo cual nos parece propio y correcto, por más que se arguya que el árnica es solamente una planta y no la tintura misma, que se prepara con las raíces o flores de la planta; y lo aprobamos, porque en ello no hay sino una simple sinécdoque, que consiste en designar una cosa con el nombre de la materia de que se ha formado. Así se dice también un bronce por una estatua de bronce, el acero por un puñal o espada de acero, y nadie se atreve a censurarlo. (1901-1908) En este caso tenemos la permutación de la materia por su producto (de la planta a la tintura), proceso usual de nominación, en donde usar el nombre de la materia basta para indicar el producto mismo (cfr. Kany 1962: 154), proceso que puede ser entendido como sinécdoque o metonimia. Esta última figura, empero, es la que preferimos en este caso, no la sinécdoque que arguye Román. Sin embargo, nuestro sacerdote no está equivocado, puesto que estas distinciones son usuales dentro de la retórica; es decir, el que un tropo pueda catalogarse como sinécdoque o metonimia. Como sea, la incorporación de esta acepción de árnica es un proceso lógico y esperable, del que la tradición lexicográfica, como vemos, dio cuenta tardíamente. Árnica como la voz referida a la planta no aparece hasta Terreros (a 1767) y, en la tradición académica usual, en la edición de 1869. No será hasta Toro y Gómez (1901) que se

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haga referencia a la tintura de árnica y en la edición académica usual de 1914 a la permutación, tal como reclama Román. Destacamos que, dentro de todo el universo de diccionarios hispanoamericanos cotejados, sea el de Echeverría y Reyes (1900) el único que haya lematizado el artículo (el) árnica para la tintura y que lo haya marcado como barbarismo. Nos asombra porque, bien sabemos, dentro del grupo de diccionarios publicados en Chile y redactados por chilenos, este diccionario se ha caracterizado por su extrema objetividad y por la apertura que se aprecia en su lemario con voces consideradas tabú para la época. Que en este caso el conservador sea Echeverría y Reyes es, por lo bajo, interesantísimo. Sospechamos, por lo demás, que la respuesta de Román sería este artículo lexicográfico, que defiende la corrección de la voz. El mismo ejemplo tenemos con cáñamo, en este caso con una acepción (la tercera) que ya aparecía en la edición académica usual de 1899, mas no con la referencia explícita al ‘cordel’. También, creemos, más una metonimia que una sinécdoque: cáñamo,

m. […]También se llama aquí cáñamo el cordel hecho de la corteza del cáñamo; pero este uso, fundado en las buenas reglas de los tropos, está también expresamente reconocido por el Dicc., que dice: “Por sinécdoque y en estilo poético (esto no más es lo malo, porque aquí lo usamos en estilo familiar), puede tomarse [la voz cáñamo] por alguna de varias cosas que se hacen de cáñamo, como la honda, la red, la jarcia, etc.” Y en esta etcétera cabe holgadamente el uso chileno, […] (1901-1908) Otro caso de metonimia, pensamos, es el de compasión, donde Román aprovecha, además, para hacer crítica lexicográfica del diccionario de Ortúzar, al constatar que el sentimiento se transfiere, inevitablemente, a quien lo vive: compasión,

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f. Censura Ortúzar, sin alegar razón alguna, las frases Ser una compasión y Estar hecho una compasión, tan usadas familiarmente entre nosotros. No hay motivo para tal censura, porque no hay en este caso sino una simple sinécdoque, pues se toma el nombre abstracto por el concreto, esto es, compasión por cosa, objeto o persona que dan o inspiran compasión. Así leemos en el Quijote: “En el monte, respondió el hallador, le vi esta mañana sin albarda y sin aparejo alguno, y tan flaco que era una compasión miserable…. con una al parecer chinela le comenzó a dar tanto azotes, que era una compasión”. En todo esto vamos en la buena compañía de Cuervo. (1901-1908)

Existen, además, otro tipo de metáboles que afectan al nivel oracional y supraoracional del plano del contenido y son las que se entienden como cambios lógico-semánticos (Grupo m 1987 [1982]: 201), como el caso de la ironía. Fue Arbusow (1963, citado por Mortara Garavelli 1991 [1988]) quien agregó, a la clásica enumeración de Quintiliano de trece tropos, tres más, entre ellos la ironía. Para Fournier,

era un tropo “impropio” pues sustituye a más de una palabra. Mizzau, por su parte, la entiende como antífrasis o inversión semántica, pues es decir lo contrario de lo que se cree y de lo que realmente es. Es, en rigor, un distanciamiento: “una invitación a no dar fe a la mención de un enunciado” (Mizzau 1984: 68). Mortara Garavelli, al respecto, entrega una descripción maravillosa: “la ironía es el ‘deshincharse’ del énfasis y de la seriedad; quiere inducirnos a redimensionar el mundo y a nosotros mismos, pero no es superficialidad ni futilidad, sino más bien pudor, mezcla de risa y llanto” (Mortara Garavelli 1991 [1988]:192). Es usual que Román la recuerde en chilenismos, sobre todo, donde hay ese distanciamiento ideológico característico de Román con la realidad mapuche, por lo demás: lama, f. Tejido de lana hecho en el país y con flecos en las orillas. […] Conocido el buen humor chileno, es muy posible que por burla o ironía se haya dado el nombre de la rica lama española al pobre tejido araucano. (1913) También encontramos la prosopopeya como herramienta de análisis de la polisemia. Respecto a esta, fue nuevamente Arbusow (1963, citado por Mortara Garavelli 1991 [1988]) quien agregó, en la enumeración de Quintiliano, además de la ironía, la personificación o prosopopeya. Entendida como una de las “figuras del pensamiento”, Mortara Garavelli describe estas figuras de la siguiente manera: “se fundamenta de forma imprecisa en conceptos vagos, mal (o nunca) definidos, que, intuitivamente, se aplican a procedimientos discursivos comunes a varias figuras” (1991[1988]: 268). Quizás el problema en su definición y su rol ambiguo entre las posibles licencias que tiene un discurso, hace que estas se hayan instalado problemáticamente dentro de la polisemia, como normas. Veamos, al respecto, el caso de celebridad, en donde, incluso, Román da una pequeña lección en relación con la prosopopeya: Celebridad, f. Muy usada es esta voz entre los modernos literatos en el significado de persona muy celebrada en alguna profesión o arte […] Dados estos antecedentes ¿es admisible la voz celebridad en el significado apuntado? En la buena compañía de Baralt, Padre Mir y otros, creemos que no, por la misma razón por que no se admite a capacidad e incapacidad, eminencia, especialidad, insignificancia, mediocridad, medianía, notabilidad, nulidad, personalidad y vulgaridad en aceps. semejantes. “Nulidad en el sentido francés, dice Baralt, subvierte los principios de analogía que reconoce nuestra lengua. Si nos fuese permitido, según ellos, decir: Fulano es una nulidad, ¿qué inconveniente podría haber para que dijésemos igualmente: Fulano es una barbaridad, una ineptitud, una temeridad, una sutilidad, etc.? Las mismas razones militan para proscribir el vocablo notabilidad, tomado también del francés, en acepción de hombre notable, de expectación, de cuenta, etc.” En seguida cita el Dicc. francés de Bescherelle, que, hablando de Notabilité,

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dice: “Neologismo. Se dice abusivamente de las personas notables. Este vocablo no ha empezado a tener uso en tal sentido sino desde la época de la Constitución del año VIII”. Y luego concluye: “¡Y nosotros autorizaríamos lo que en otra lengua está mal dicho! ¡Y nosotros haríamos caudal de lo que los franceses rechazan como impropio!” ¿Quién no le dará la razón al insigne hablista? Examinando intrínsecamente el moderno abuso de estos vocablos, vemos que no podría cohonestarse sino por algún tropo o figura retórica, y en este caso no divisamos otro que la metonimia, que, entre otras aplicaciones, tiene la de admitir el nombre abstracto por el concreto; v. gr.: Hacer una caridad, por una obra de caridad; La ignorancia es atrevida, por los hombres ignorantes: El mérito es modesto, por los hombres de mérito. Sin embargo, nadie diría las caridades del catolicismo, por los hombres caritativos; ni, Fulano es una ignorancia, para indicar que es un hombre ignorante; ni mucho menos, Los méritos de la patria, por los hombres de mérito. Parécenos que el único caso en que se puede aceptar este uso es cuando interviene la prosopopeya, porque entonces, personificado por medio de ella el nombre abstracto, se le pueden atribuir fácilmente acciones o cualidades propias del ser animado. Según esto, se puede legítimamente decir: Fulano es la nulidad misma, es la ineptitud en persona; pero no se podría decir: Las nulidades que hoy privan en las ciencias; Este es el siglo de las mediocridades; Las celebridades del mundo literario…, porque esto ya no es prosopopeya, pues no se personifica a la nulidad, a la mediocridad ni a la celebridad como a seres reales y aparte, sui juris, sino que únicamente es un modo de designar así a ciertas y determinadas personas. La prosopopeya verdadera consiste en dar vida y personalidad propia a seres u objetos materiales, o a simples seres abstractos o entes filosóficos, pero no a meras cualidades o accidentes, como son celebridad, mediocridad, medianía, notabilidad, etc. Muy bien hizo Virgilio en personificar a la fama, Ovidio a la envidia y al sueño, casi todos los poetas a la muerte, el autor de la Epístola moral a la codicia, a la ira y a la ambición; pero los nombres que acabamos de citar verdaderamente se resisten a la personificación. Y téngase presente que toda figura retórica debe fundarse en la sana razón y en el buen gusto, porque, de lo contrario, iría a parar en lo estrafalario o en lo ridículo. Sensible es que el Dicc. académico, condescendiendo con el abuso moderno, haya admitido a notabilidad y a nulidad en el sentido que reprobamos, cuando para expresar sus respectivos conceptos sobran en castellano los términos. No se confundan estos nombres abstractos que analizamos con otros de la misma clase que también significan persona; como son, por ejemplo: divinidad, autoridad, beldad, concurrencia, matrimonio, relaciones, servidumbre, visita, etc., y todos los expresivos de algún título o dignidad: Majestad, Paternidad, Santidad, Alteza, Reverencia, Señoría, etc. (1901-1908) Celebridad empieza a aparecer como acepción con el significado que Román proscribe desde la edición académica usual de 1936. De la lista que entrega, otros casos han pasado a la norma, como eminencia, en la edición académica usual de 1925 y antes, marcada como barbarismo por Alemany 1917. Medianía, ya en Zerolo

1895, Toro y Gómez 1901, Rodríguez-Navas 1918 y en la edición académica usual de 1925. Notabilidad, voz que critica duramente Baralt y citada por Román, ya había sido catalogada como galicismo por Salvá 1846, referida por el diccionario de la editorial Gaspar y Roig 1855, Zerolo 1895 e incorporada por la edición académica usual de 1899. En el caso de nulidad, en donde Román cita a un iracundo Baralt por permisiones tales como la de usar esta voz aplicada a persona, la encontramos en Domínguez 1846-47 y en la edición académica usual de 1869. Más tardía es la incorporación de personalidad en la tradición académica usual: la edición de 1984. Fuera de las voces que han pasado a la norma -por más que Baralt, Mir, Román y la más selecta tropa de puristas extremos que ha tenido la lengua española en los últimos doscientos años hayan impedido usos y voces por considerarlas incorrecciones-, nos interesan sobremanera los razonamientos retóricos que presenta Román para no permitir la polisemia. Justamente, desde el nivel de la elocutio, el sacerdote intenta buscar algún tipo de licencia para este desvío y lo intenta clasificar como una metonimia, pues “entre otras aplicaciones, tiene la de admitir el nombre abstracto por el concreto” o, en lo relativo a la aplicación de personas, podrían ser casos de prosopopeya “porque entonces, personificado por medio de ella el nombre abstracto, se le pueden atribuir fácilmente acciones o cualidades propias del ser animado”. Al respecto, entrega sus argumentos para no clasificar la desviación en este tropo: “porque esto ya no es prosopopeya, pues no se personifica a la nulidad, a la mediocridad ni a la celebridad como a seres reales y aparte, sui juris, sino que únicamente es un modo de designar así a ciertas y determinadas personas”. Mas, volvemos a recordar, en las censuras de Román, las palabras de Mortara Garavelli respecto a la imprecisión que posee de suyo este tropo, pues lo que para nosotros podría ser una prosopopeya o, incluso, una misma metonimia, no lo es para nuestro diocesano: “La prosopopeya verdadera consiste en dar vida y personalidad propia a seres u objetos materiales, o a simples seres abstractos o entes filosóficos, pero no a meras cualidades o accidentes, como son celebridad, mediocridad, medianía, notabilidad, etc.”. Hasta qué punto estos nombres abstractos no pueden operar como prosopopeya, mas sí otros como “divinidad, autoridad, beldad, concurrencia, matrimonio, relaciones, servidumbre, visita, etc., y todos los expresivos de algún título o dignidad: Majestad, Paternidad, Santidad, Alteza, Reverencia, Señoría, etc.” no nos cabe más que por la posibilidad de que estos están, ya, “trivializados” en palabras de Mortara Garavelli. Por esta razón, la desviación no implicará una licencia, sino un error, error que Román le achaca, de paso, al diccionario académico: “Sensible es que el Dicc. académico, condescendiendo con el abuso moderno, haya admitido a notabilidad y a nulidad en

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el sentido que reprobamos, cuando para expresar sus respectivos conceptos sobran en castellano los términos”. Una vez más, recordamos a Aristóteles respecto a las “palabras ambiguas” y, en lo posible, usarlas lo menos posible. ¿Metonimia? ¿Prosopopeya? ¿Metáfora? Lo relevante es que hay una transición semántica que Román proscribe, la cual hasta el día de hoy no está incorporada en el diccionario usual: misión,

f. Su acepción primera y fundamental es “acción de enviar” […] De esta deriva la 2ª.: “poder, facultad que se da a una persona de ir a desempeñar algún cometido o de hacer alguna cosa”. Nótese cómo está también incluida en esta acep. la “acción de enviar”; lo cual no debe perderse de vista para atajar el uso por demás inmoderado que hacen de esta acep. los escritores modernos. Sin ser misioneros, ni diplomáticos ni enviados de nadie, todos tienen hoy alguna misión que cumplir, o más en francés, llenar: el poeta con sus versos, el orador con su elocuencia, el escritor, la mujer, el obrero, los criados y cuanto bicho racional vive y se mueve en este mundo, todos han recibido alguna misión más o menos honrosa. Y a tanto ha llegado la cosa, que el estimable Don Antonio de Trueba concedió esta misión a ¡un toldo de estera vieja! “A la puerta de la tienda había un toldo de estera vieja, que se reía por todas partes de la ruindad de dos parras, que pugnaban por trepar a su altura y reemplazarle en su benéfica misión de dar sombra a las vecinas, que a la puerta de la tienda se sentaban a coser y murmurar” (Cuentos campesinos). Por grandes que sean las osadías de la prosopopeya y las audacias de la metáfora, no es razonable que se atrevan a tanto, como no se atrevieron los clásicos y buenos autores españoles. (1913)

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En efecto, esa acepción de ‘misión’, que nos recuerda, en parte, al DUE: “Obra o función trascendental que a una persona o una colectividad se siente obligada a realizar en bien de alguien o que le está asignada por la Providencia” (DUE 19661967: s.v. misión) y, sobre todo al DEA: “Función que realiza una persona o cosa” (DEA 1999: s.v. misión) o el CLAVE, en donde es la primera acepción, incluso: “Obligación moral o deber que tiene alguien que cumplir” (CLAVE 1996: s.v. misión), no es más que una metáfora la cual Román no aceptó. Quizás, creemos, esta no estaba totalmente asentada, o bien el purismo del diocesano se hizo sentir. Como sea, por más purismo que podamos encontrar en Román en este punto del desvío, siempre habrá un purista más extremo. Para el caso de alguien que supere a Román tenemos, bien sabemos, al jesuita Juan Mir, quizás uno de los filólogos contemporáneos a Román más puristas y menos estudiados que hay. En el caso de literalmente, junto con criticar el purismo de Mir, lo que hace Román es dar cuenta de una acepción que tampoco ha tenido presencia constante dentro de la tradición académica:

Literalmente, adv. de m. “Conforme a la letra o al sentido literal”, lo define el Dicc., y, conforme a esta definición, creemos que se puede decir: “La iglesia estaba literalmente repleta; venía literalmente destilando”. Lo mismo decimos del adv. materialmente: “la iglesia estaba materialmente cuajada de niños”. No le agrada al P. Mir este uso, que califica de moderno y propio de la cursiparla, porque “ambos a dos adverbios pierden su obvio y natural sentido”; mas, con perdón suyo, le diremos que reconsidere el asunto y desentrañe el significado de uno y otro adv.: literalmente, lo que dice el sentido literal o la letra misma de la palabra; materialmente, lo que dice la materialidad o el sonido material de la palabra, como suela la letra o la palabra. Según esto “La iglesia literalmente repleta”, es un encarecimiento o modo de decir que hace fijar la atención, por medio del adv., en el adj. repleto, sin que el adv. salga de su propio significado: a la letra, como suena la letra. Así mismo, en “La iglesia materialmente cuajada de niños”, el adv. atrae fuertemente la atención al part. cuajada, indicando que, aun tomado este en su sentido material, tal como suena la palabra, es verdadero. Por esto, o se destierran del lenguaje el pleonasmo, la hipérbole y demás figuras retóricas, o se dejan en paz, como propios y legítimos, estos modos de hablar. la corrección que propone el Padre, de “totalmente, cabalmente, del todo”, para el primer caso, y “verdaderamente, en realidad de verdad, totalmente”, para el segundo, nos parece tan inútil y fría, que más valdría no usar ningún adv. (1913) En efecto, la idea de: “Que sigue o respeta fielmente las palabras del original”, que solo hemos encontrado en la edición académica usual de 1970 o, un poco antes, en el DUE: “Se emplea enfáticamente para acentuar la propiedad con que se emplea el adjetivo o frase a que se aplica” (DUE 1966-1967: s.v. literalmente), es lo que defiende Román y critica en Mir. Sin embargo, uno de los aspectos que más destacamos de este artículo lexicográfico es esa suerte de defensa que hace Román respecto a todo tipo de desviación de la elocutio entendida como licencia: “Por esto, o se destierran del lenguaje el pleonasmo, la hipérbole y demás figuras retóricas, o se dejan en paz, como propios y legítimos, estos modos de hablar”. Además, fuera de la enorme importancia que se da al cambio semántico, no podemos dejar de lado los casos de las metáboles relacionadas con el nivel de la expresión, es decir, las figuras de dicción. Son las llamadas operaciones sustanciales, pues “modifican la sustancia del material lingüístico en el que se realizan” (Albaladejo Mayordomo 1991: 138) y operan con dos mecanismos: el de la supresión y el de la adición de elementos. Uno de estos recursos es la paronomasia, sobre todo en voces propias del español de Chile: Miñatura, f. […] Mi ñatura, suelen decir festivamente y por burla de su chatedad los ñatos (los chatos y romos), jugando ingeniosamente del vocablo. Es buen ejemplo fam. de paronomasia. (1913)

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Justamente, la paronomasia, usual dentro del nivel familiar y festivo, será otro de los recursos con los que Román hará uso para explicar ciertas expresiones: Montevideo (Ir uno a). Fr. fig. y fam., que significa entre nosotros jugar al monte. Es una de las muchas frases, locuciones y palabras que se forman por paronomasia, como de Valdivia (de balde), casaca (casamiento), jabón de Palencia (paliza). (1913) Muchos de los fenómenos que explica Román con la tropología se han asentado en la lengua; otros, efímeros, dieron cuenta de un estado de lengua determinado. Lo interesante, en este apartado, es apreciar cómo el sacerdote hace uso de esta herramienta para dar cuenta del cambio semántico. Del resto, bien sabemos, solo se encarga el uso. Tal como afirmaba Guiraud en su Semántica, “el desplazamiento es inconsciente y progresivo, hay ciertamente acuerdo colectivo, pero no es explícito; por un “derecho de hecho” el nuevo sentido termina por imponerse poco a poco hasta el punto de ser aceptado por el diccionario” (Guiraud 1991 [1955]: 48). Y en este punto nos es relevante la visión, purista las más veces, censora o más abierta, otras, de nuestro diocesano.

2.5.6. La estilística subjetiva de Román: el cruce de lexicografía y subjetividad

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Más allá de la redacción de las definiciones, de sus vehemencias características, de su necesidad de normar y de dar cuenta de una realidad otra, chilena, americana, llama la atención, muchas veces, el manejo escritural en Román, ese “comportamiento lexicográfico” que, por ejemplo, describe Huisa (2011: 100-101). Vemos en este comportamiento lexicográfico, muchas veces, los pequeños destellos de un escritor, de alguien familiarizado con la pluma, con una suerte de desenvolvimiento al momento de escribir. Algo que nos hace recordar, a su vez, a muchos de estos autores de diccionarios, que también fueron escritores. Poseía, Román, sabemos, una sólida formación clásica y, por lo que vemos a través de las páginas de su diccionario, era un voraz lector, aspecto que se mezcla con una aguda intuición lingüística. Estas características lo llevaron a redactar este diccionario y en sus páginas vemos dar rienda suelta a una interesante descripción del habla de su país, de observaciones lingüísticas, metalexicográficas y lexicográficas, entre otros aspectos. En el acto de leer el diccionario de Román destaca, las más veces, el estilo escritural del diocesano. A propósito de este punto, en el capítulo VIII del emblemático Introducción a la lexicografía moderna, Julio Casares concluye sus reflexiones en torno a la estilística y la lexicografía con algunos comentarios relacionados con la estilística subjetiva del lexi-

cógrafo, es decir, la relación entre la personalidad del lexicógrafo y el metalenguaje de la definición. Esta estilística se opone a la estilística objetiva, esa que exige que el discurso del diccionario posea la más rigurosa objetividad: “es decir, atendiendo exclusivamente a los valores contenidos en el material estudiado y pensando también en que el calificativo con que se definan esos valores ha de ser valedero durante cierto lapso de tiempo y para todo un grupo de hablantes” (1992 [1950]: §43). Sin embargo, respecto a esta estilística subjetiva, Casares reclama, también, preocuparse por “el habla del lexicógrafo, su sistema expresivo particular”. Casares insiste en que, al recorrer las líneas de un diccionario “este dice todo lo que hay que decir”, en relación a que está siempre, en la manera de expresarse, la personalidad del lexicógrafo: “su ideología y su temperamento van dejando una huella inconfundible en las páginas de la obra” (1992 [1950]: §43). Para Kerbrat-Orecchioni prácticamente ninguna palabra de la lengua se libra del “naufragio de la objetividad: cae por su peso” (1980: 70). Para ella toda unidad léxica es subjetiva, puesto que las palabras no serían más que símbolos, los cuales interpretan cosas: “(se puede) concluir provisoriamente la imposibilidad de la objetividad discursiva” (1980: 131). Es lo que estudió Camacho (2013) en su tesis doctoral, enfocando la realidad en la lexicografía cubana, o lo que concluye Forgas: Aunque el diccionario se supone dotado, a priori, de un lenguaje objetivo, con ausencia de fenómenos enunciativos y retóricos, con atemporalidad y con universalidad, en la práctica lexicográfica habitual afloran tanto los rasgos inherentes a una particular cosmovisión […] como ciertos anclajes enunciativos y situacionales no esperados […] además de un gran número de expresiones valorativas o evaluativas que confieren al lenguaje lexicográfico una importante carga de subjetivismo (Forgas citado por Camacho 2008: 47). En oposición, Casares intentaba proponer, respecto a la objetividad, que en un contexto “ideal” de comunicación (tal y como veíamos en la primera parte de nuestro estudio, con las reflexiones de Habermas, en §3), en este caso, en la redacción del segundo enunciado, “diremos que, si a las palabras les está permitido ser cariñosas, encomiásticas, despectivas o irónicas, al lexicógrafo no les es lícito imitarlas” (1992 [1950]: §61). Es más, hace una maravillosa descripción de lo que tendría que hacer un lexicógrafo: En su vida privada, en sus ratos de ocio, el redactor de un diccionario puede escribir páginas coloristas, inventar arriesgadas metáforas, componer versos gongorinos o sentar plaza de humorista; puede, en suma, dar curso libre y expresión cumplida a su particular idiosincrasia y crearse un estilo que lleve el sello inconfundible de la personalidad de su autor; pero todo esto deberá

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dejarlo en el guardarropa antes de entrar en la oficina lexicográfica. (1992 [1950]: §61).

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Por lo mismo, continua Casares, las definiciones “no responderán adecuadamente a su fin mientras no sean inertes e incoloras, mientras no estén concienzudamente esterilizadas de todo germen capaz de originar un efecto estilístico” (1992 [1950]: §61). Para Casares, entonces, en el ideal de un diccionario colegiado, moderno, con bases científicas, habrá que tomar una constante vigilancia en la escritura “para cerrar el paso a toda clase de exhibiciones individuales, desde las que se reflejan en la manera personal de expresarse, en el estilo, hasta las que denotan simpatías o antipatías, tendencias políticas, credos filosóficos, religiosos, etc.” (1992 [1950]: §62). Pide, entonces, Casares “una renuncia temporal a los prejuicios y gustos personales, para que no se interpongan entre los hechos expresivos estudiados y la interpretación ecuánime, pulcra y severa de tales hechos” (1992 [1950]: §62). Es más, concluye: “Esta actitud debe excluir, a nuestro juicio, no solo las tergiversaciones tendenciosas, sino también toda clase de aditamentos personales, aunque no tengan más malicia que el prurito de lucir el ingenio” (1992 [1950]: §62). A estos aspectos subjetivos los llama Casares “parásitos estilísticos” (1992 [1950]: §66). A propósito de esto, no podemos dejar de lado uno de los estudios pioneros acerca de la subjetividad en un autor, como el que Seco dedicó a Ramón Joaquín Domínguez. En este estudio Seco distinguió tres grupos de definiciones con características subjetivas: las humorísticas, las ideológicas y las filológicas. A este propósito comentaba: “Las opiniones filosóficas, religiosas, políticas, estéticas, morales del redactor, sus sentimientos, sus circunstancias personales deben desvanecerse por completo detrás del tejido verbal de sus enunciados definidores” (2003 [1987]: 177). Como vemos, Casares y Seco están en una misma línea. Nos basamos, justamente, en estas reflexiones pioneras de Casares y Seco, tanto en esta descripción de lo que es la estilística subjetiva, por un lado y lo que debería y no hacer un lexicógrafo, por otro lado, para dar cuenta de un aspecto en el Diccionario de Román: la subjetividad en su discurso, sobre todo en el segundo enunciado. Justamente, al ir leyendo el discurso lexicográfico del diocesano, fuera de todos los comentarios que podemos hacer respecto a una obra de época, es decir, una obra con un discurso en primera persona, con una opinión franca y directa a flor de piel, vehemente, tiquismiquis las más veces, hay algo que destacamos, sobremanera: hay un estilo escritural en Román, un estilo al que es imposible no hacer referencia al estudiar su Diccionario. Justamente, Casares, al recordar el Diccionario moderno de Panzini, con este tipo de estilística subjetiva, comenta que no deja de tener atractivo

este tipo de lexicografía “entendida como visión panorámica del léxico a través de un temperamento” y si bien se rompe ese principio de objetividad, señala Casares: “nos procura, en cambio, el conocimiento entrañable de la psicología del lexicógrafo” (1992 [1950]: §64). Pascual y Olaguíbel van más allá, puesto que para ellos los diccionarios no son obras neutrales, porque, en rigor, los lexicógrafos “no podemos ser neutrales en la interpretación del mundo”, porque “no existe un mundo real objetivo, sino el que corresponde al modelo social imperante o, si se prefiere, a distintos modelos sociales” (1991: 73-74). Por su parte, Rodríguez Barcia (2008) afirma que, si bien la objetividad es una utopía, la neutralidad no lo sería. Para la autora, la neutralidad sería la cualidad de mantenerse al margen de toda opción que pueda entrar en conflicto ideológico a través de la presencia de elementos que delaten el posicionamiento particular del redactor (Rodríguez Barcia 2008: 275). Nos ha sido difícil hacer una selección de los ejemplos más emblemáticos en el Diccionario de Román, puesto que entre sus páginas abundan los artículos lexicográficos con estas características. Recordamos, con esto, las reflexiones de Camacho (2013), para quien la curiosidad con la que todavía nos acercamos a las obras lexicográficas tras las huellas personales es innegable y el hallazgo se convierte, casi siempre, en “sabrosa” materia prima. Se diría que persiste cierta curiosidad por encontrar los rasgos de una época, de un lugar, de un individuo o de su clase, en las páginas de un diccionario. Por otra parte, no pocos acercamientos al fenómeno transitan por esos senderos hasta descubrir, si se lo proponen, sus ejes y mecanismos y en algunos casos develar sus estrategias formales. Nuestro acercamiento al fenómeno es un ejemplo de este tránsito. (Camacho 2013: 36) En efecto, solo esta temática podría abarcar gran parte de nuestra investigación, pero bien valgan algunos casos para poder ilustrar bien esta estilística subjetiva de la que hablaba Casares. Casos interesantes son aquellos donde el tenor del contenido del artículo lexicográfico (por lo general, un artículo de tipo normativo) se articula como una nota, sobre todo para poder explicitar al lector todas las aristas de un problema lingüístico. De esta forma, la lectura se hace amena y, cómo no, teñida de un humorismo cercano, en donde, nos imaginamos, se ríe tanto el sacerdote redactando como el usuario leyendo, sobre todo contando anécdotas de terceros, las más veces, unos terceros que caen en las incorrecciones que tanto enfadan al sacerdote: IHS. Conocidísima cifra que muchos no saben interpetar y, echándolas de sabios, traducen pompeándose: Jesus hóminum Salvátor (jesús, salvador de los hombres). Otros, acostumbrados a ver estas letras en las hostias o formas, dicen: No; esto significa simplemente: Jesús hostia santa. Mejor aún (no, peor

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todavía) se expresaba un inocente que, habiendo visto las tres letras en las casullas de la catedral de Concepción en tiempo del Illmo, Sr. Salas, dijo con toda sencillez: ¡Qué obispo este, que marca todos los ornamentos con su nombre! (José Hipólito Salas). ¡Qué ignorancia! diremos nosotros! (1913) Livianura, f. Con mueca de sorpresa saludamos esta voz al verla por primera vez en un artículo de El Diario Ilustrado de Santiago (10 de julio de 1913), intitulado El libro del día El crisol. El autor decía así: “La narración corre con mayor viveza y livianura…” No lo hacía peor el ganapán del cuento que, interrogado por qué pedía tan caro por la conducción de un fardo o cajón, contestó: “Los derechos de aduana vale tanto, el carretón, cuanto, y lo demás por la llevadura”. (1913) O los casos en que el artículo lexicográfico se transforma en un diálogo, bueno, un diálogo en donde solo podemos oír la voz vehemente de Román dirigiéndose a otro claramente identificado: Lucidez, f. “La fiesta se celebró con extraordinaria lucidez”…¿Qué es lo que has dicho, insipiente (y quizás también incipiente) gacetillero? ¡Lucido has quedado confundiendo lucidez (calidad de lúcido, y lúcido se refiere al razonamiento, a las expresiones, al estilo) con lucimiento (acción de lucir), sinónimo de brillo, esplendor! Antes de escribir, estudia y medita el significado de las palabras. Muchas, aunque procedan de la misma raíz, no siempre son iguales; así, en este caso, lucidamente significa “con lucimiento” […] (1913) Un caso interesante es el de invocar a las musas cuando exista algún punto álgido, el cual, por lo general, tiene que ver con algún problema relacionado con la normatividad:

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Bajo, prep. como los poetas épicos que, al llegar a un punto importante y difícil de su poema, invocan nuevamente el auxilio de su musa, así quisiéramos también nosotros, al tratar de esta discutida prep., invocar a los mejores gramáticos y ponernos bajo el amparo de los más castizos escritores. Sírvanos esto de invocación y entremos en materia. (1901-1908) O mentar al mismo Dios para que no se propague una voz que no es santo de la devoción de Román: Licituar, n. Ser lícito. Gracias a Dios que no se ha generalizado tan bárbaro vocablo. (1913) Meza, […] Los que escriben Meza son los que no quieren confundir el apellido con el nombre mesa ¡Dios los guarde! (1913) Así como padecer por las incorrecciones varias que pululan por doquier:

Luis, […] Luis el Debonario. Así han tenido valor de decir los traductores de tres al cuarto al nombrar a Luis I de Francia, le Debonnaire; y esos libros, así traducidos, han corrido por todos los colegios ¡Misericordia! Los españoles han dicho siempre Luis el Piadoso o Ludovico Pío, y a lo sumo, Luis el Beningno. (1913) Hay casos en que, pese a que el artículo sea la propuesta de adición de una voz, esta no satisface completamente a Román; mas, al no haber en lengua española voz similar, se conforma, al cerrar el artículo, haciendo uso, incluso, de un refrán: Melificador, m. Cajón de lata con tapa de vidrio, para extraer la miel de abeja separada de la cera. Probablemente no tiene esta voz equivalente en castellano y, aunque no nos satisface enteramente, porque su etimología (hacedor de miel) dice más de lo que hace este utensilio; sin embargo, habrá que aceptarla, porque, a falta de pan, buenas son las tortas. (1913)28 O iniciar un artículo lexicográfico normativo con un lugar común, como un intertexto bíblico: Etnología, f. Perdonémoslos, porque no saben lo que dicen….La enología (arte de elaborar los vinos), […] ¿Qué habrán dicho los que han visto en nuestros diarios anuncios relativos a la elaboración del vino, encabezados con la elegante voz etnología? Lo que dicen los rectores de colegios cuando se les presentan comisiones de estudiantes a solicitar una gracia y comienzan su discurso: “Aquí venemos, Señor..” (1908-1911) En otros casos el diocesano hace uso de sus propias vivencias, como en irrigación: Irrigación […] Así conocimos un estudiante que defendía el v. ensolicitar como más propio y elegante que solicitar; todo porque había visto en una petición o solicitud la consabida fórmula: “Vengo en solicitar” (1913). Otro aspecto que destacamos son las opiniones que tiene Román respecto a la moral social, como en el caso de Morfeo: Morfeo, n.pr.m. En la mitología griega y latina, dios del sueño. […] Es excusado citar más autoridades, porque no hay poeta español ni prosista que no haya nombrado alguna vez al mitológico dios del sueño; y hasta la pedante damisela del cuento, que, al ir a acostarse, decía que iba a echarse en brazos de Morfeo, escandalizando con eso a más de una vieja devota que decía:

En Román es cuando la voz aparece por primera vez en un diccionario, le sigue Alemany 1917, con marca Chile. La voz aparecerá con la marca Chile desde la edición usual de 1925. Al empezar el referente mismo a ser desusado y ser reemplazado por la centrifugadora, la voz estará vigente hasta la edición usual de 1992. No es, en rigor, un chilenismo. 28

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“¡Buen dar! Nunca han estado las niñas tan libertosas como ahora ¡Quién en mi tiempo iba a decir que se echaba en brazos de un hombre!”(1913) Asimismo, se presentan las ideas que tiene el diocesano respecto a la realidad que lo rodea, por ejemplo, al caracterizar al pueblo mapuche como un pueblo “serio, prosaico y guerrero”: Loica, f. Sturnella militaris o Leistes americanus, la llama Philippi. […] El carácter de cada pueblo se conoce hasta en los nombres que usa. Mientras muchos han llamado pechirrojo o pechicolorado al ave que tiene una mancha roja en el pecho, como lo prueban estos dos nombres españoles, el italiano pettirosso, el francés rouge-gorge, el inglés redbreast, el alemán rothkehlchen, el romano rubecula, los antiguos griegos, tan artistas y poetas, lo llamaron purroulaz, fueguecito, porque la mancha les hizo el efecto de fuego o llama ardiente. Mas, nuestros araucanos, pueblo serio, prosaico y guerrero, no vieron en esta ave sino una especie de llaga o matadura, y por esto la llamaron loica. (1913) O la simpatía que le puede generar el hablante que no maneja la norma, por ejemplo, al describir algún contexto donde enuncie la voz en cuestión: Loguero, ra, m. y f. Que recita loas, o logas, como ellos dicen. No es de uso general. ¿No hay un traguito de vino para este pobre loguero? Así dicen estos rapsodas campesinos cuando la sed les pide que remojen el seco pasapán. (1913) En otros casos actitudes de simpatía o rechazo tienen que ver con sus ideas lingüísticas; por ejemplo, respecto a la mortandad léxica, la cual la compara con una persona contrahecha, agregando, además, su propia opinión entre paréntesis:

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Izar (verbos en). Fecundísima es para los modernos esta desinencia, pues ha dado origen a una cantidad de verbos admitidos ya en el Dicc. y sigue formando muchos más. […] Por esta manera se han formado y se forman cada día nuevos verbos: unos caen en gracia y, adoptados por el uso general, son agregados a la masa del idioma; otros (¡ay, desgraciado del que nace feo!) viven lo que las criaturas que nacen raquíticas o mal conformadas. (1913) Ideas lingüísticas que nos pueden dejar perplejos, incluso: No, […] -Algunos lo usan como muletilla y con interrogación al fin de la frase, para exigir la respuesta categórica del otro con quien se habla. “Ud. me dijo que saliéramos, ¿no? Pero Ud. no quiere salir, ¿no?” Equivale a ¿no es cierto? ¿no es verdad? ¿verdad? Y algunas veces a la interj. ¿eh? Ojalá se evite, porque es muletilla harto enfadosa no solo gramatical, sino también urbana y filosóficamente. (1913-1916)

(¿Qué habrá querido decir Román con eso de “muletilla enfadosa urbana y filosóficamente”?). O los recursos diafásicos que utiliza para poder diferenciar el ordenamiento sintáctico en el uso de los posesivos en construcciones para vocativos: Mi, apócope de mío, mía. Dice Ortúzar, copiando a Baralt, que mi padre, mi amigo, etc., no son vocativos tan correctos como padre mío, amigo mío, etc. Sin embargo, los clásicos usaron indistintamente ambas maneras, y basta como ejemplo el célebre soneto a Santa Teresa: “No me mueve, mi Dios, para quererte…/ Tú me mueves, mi Dios, muéveme el verte”. La única diferencia que se nota es que el mi encierra más confianza y llaneza, y el mío es más literario y estirado, con cierto dejo de empalagoso cuando se repite mucho. (1913) En muchas de sus notas etimológicas lo que hace Román, a su vez, es divagar en torno a posibles propuestas. En muchas de estas ocasiones, lo que nos evoca es, sobre todo, a alguien pensando en voz alta: Moya, apellido. Es corriente en Chile en el significado de persona indeterminada, cuyo nombre se ignora o no se quiere declarar; como cuando se dice: nadie, Don Nadie, o a la latina, nemo, ignotus. “¿Quién tomó el libro que dejé en la mesa? Moya. ¿Quién paga el gasto del almuerzo? Moya”. No hemos hallado el origen de este significado del apellido Moya. ¿Sería algún Moya que cuando se le necesita para que se diese cuenta de algo que no le convenía, para que le pagara algún servicio, para que hiciera algún trabajo, etc., se hacía humo y no podía ser habido? ¿O sería algún Moyano, que, jugando del vocablo, diría en estos casos: Moya, no? ¿Sería algún autor popular que se ocultaría bajo el seudónimo de Moya? […] Y nada más sabemos que pueda dar luz en la materia; prosigan las investigaciones los folkloristas chilenos. (1913) En otros casos, el recurso se aplica en la manera como formula Román el segundo enunciado, es decir, de qué recursos echa mano para poder redactar una definición. Por ejemplo, en irreductible, voz que propone como adición29, puesto que la tradición lexicográfica académica solo tiene irreducible, compara el doblete irreducible-irreductible con una familia: Bien pueden caber ambos como hermanos: uno como hijo del primer matrimonio (irreducible, que se deriva del presente de indicativo reduco), y el otro como hijo del segundo matrimonio, cuando el castellano, volviendo a confrontar sus voces con el latín, tomó muchas de los supinos. (1913: s.v. irreductible)

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La voz en cuestión aparece en la tradición académica usual en la edición de 1925.

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En otros casos, las propuestas de adición van de la mano con metáforas como las de un diccionario como hogar de palabras: “-Y gana gana ¿no merecerá también el honor de vivir en el Dicc. con lugar propio? Así nos parece; y ojalá se le coloque como m. adv. y como s., y también con los dos géneros”. (1913: s.v. ganapierde); “Manoseador, ra, adj. Que manosea. Pide que lo dejen entrar en el Dicc., porque se cree con derecho a vivir en él” (1913). O en lejos, donde los componentes de una locución pasan a ser un aparato ortopédico, literalmente: Lejos, adv. “Por galicismo juzgamos, dice el P. Mir, el uso de la palabra lejos de, al estilo de la francesa loin de, a manera de conjunción. […] Mucho se apegó a la letra el Padre al querer ver esta oposición en los simples verbos caer y hallar. Por lo demás, lo único que sacamos en limpio de todo su largo alegato, es, que los clásicos nunca usaron el lejos de solo, sino acompañado de tan, cuanto, muy. Demos que así sea: ¿qué inconveniente hay para quitarle esa muleta y dejarlo que ande solo con sus dos piernas, que bien buenas y expeditas las tiene? (1913)

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Después de revisar algunos ejemplos, pensamos, sobre todo, en Francisco Javier Pérez, quien, en un ensayo relacionado con el trabajo de Andrés Bello, comentaba que, aunque en la actualidad sea un campo poco explorado y estudiado, o un punto de vista de estudio poco desarrollado, muchas de las lecturas de diccionarios, sea desde una vertiente metalexicográfica o glotopolítica, irán ofreciendo evidencias para reforzar la idea de que el diccionario es un género literario (2007: 143). Afirma Pérez, además que, desde esta óptica, dejaría de tener el diccionario el mero papel de decodificador del texto, es más, daría cuenta de otros aspectos de la realidad, “en donde no siempre el diccionario explica la verdad léxica acríticamente, sino, más bien, en donde se hace herramienta hermenéutica” (2007: 143). Quizás una de las tareas que queden por hacer sería, justamente, estudiar este aspecto sin un matiz negativo, sino como uno de los sellos de estos autores. Tomemos un último ejemplo para poder empezar a hilar esta propuesta. Un ejemplo idóneo para poder ilustrar un artículo con este tenor literario es elegir cualquiera de los artículos lexicográficos que el sacerdote redactó para las letras del alfabeto. Estos artículos son verdaderas notas en donde podemos encontrar los pesares, los anhelos, la ideología y las propuestas de nuestro sacerdote. Veamos el caso de Ll: Ll. Si D. Juan Pablo Forner lamentó en inmortal escrito las exequias de la lengua castellana, quisiéramos también nosotros deplorar con toda nuestra alma el torpe estropeo o fea confusión que de esta letra suele hacerse. ¿Para qué enumerar las ambigüedades o sentidos malsonantes que de no pronunciarla como es debido resultan en el lenguaje hablado y aun en el escrito? Querrá

alguien hablar de un pollo, y lo que en realidad nombra es un poyo; pedirá un rallo y le entienden rayo; necesita comprar una olla y llega preguntando por una hoya. ¡Válgame Dios, señor! O Ud. se calla, pero con elle, o busca a alguien que le enseñe a pronunciar las letras. ¡Dichosos, mil veces dichosos los lugares de Chile, que son casi todas las provincias centrales y australes, en que se nace y se aprende a hablar pronunciando la elle! Este bien, entre muchos otros, nos han dejado nuestros araucanos. Ellos la tienen, y bastante abundante, en su idioma, y le dan una pronunciación más marcada aún que la de los buenos castellanos. Ojalá los preceptores de escuela y profesores de colegio dieran más importancia a la recta pronunciación de nuestro idioma, enseñándola a sus discípulos y exigiéndosela como es debido. ¿Se excusarán con que ellos tampoco la saben? Pues entonces, a escardar cebollinos o a sembrar papas; que así como no se admitiría de profesor de francés o de otro idioma al que no supiera la buena pronunciación, ni de música ni de otro ramo al que no lo posee bien, ¿por qué hemos de tolerar como profesores de castellano a los que principian por pronunciarnos casteyano […]? (1913)

2.5.7. Acerca del tratamiento de las unidades pluriverbales en el Diccionario de Román Eugenio Coseriu (1966:195), al referirse a las unidades pluriverbales, las llamó discurso repetido o unidades de reproducción, en oposición a la técnica del discurso, generadora de expresiones libres. En efecto, al igual que con las palabras, el hablante retiene estas unidades en la memoria y las reproduce, casi siempre sin un mayor cambio o modificación, “so pena de introducir una variación de significado” nos dice Porto Dapena (2002: 149). De hecho, Castillo Carballo (1997-1998: 70), al hablar de una de las condiciones esenciales para determinar una unidad como esta, se refería a la fijación de estas expresiones en la lengua. La fijación se entiende como “la propiedad que tienen ciertas expresiones de ser reproducidas en el hablar como combinaciones previamente hechas —tal como las estructuras prefabricadas, en arquitectura” (Zuluaga 1975: 230). Justamente, es el discurso repetido al que hacía referencia Coseriu diez años atrás. ¿Cuál puede ser la caracterización de este tipo de unidades? Para Corpas Pastor sería la alta frecuencia de uso en conjunto con la coaparición de sus elementos integrantes; asimismo su institucionalización, “entendida en términos de fijación y especialización semántica; por su idiomaticidad y variación potenciales; así como por el grado en el cual se dan todos estos aspectos en los distintos tipos” (Corpas Pastor 1993: 20). Sin embargo, no queremos detenernos aquí a hablar de la teoría de la unidad pluriverbal y sus aspectos definitorios, solo queremos hacer referencia a su aparición en un diccionario como el de Román. Justamente, por su presencia en

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los diccionarios, Castillo Carballo da cuenta de otro aspecto fundamental en estas unidades: la reproducción, según la cual “las unidades fraseológicas se convierten en secuencias de uso general en una comunidad de hablantes” (1997-1998: 73). En este sentido, el hecho de que las unidades fraseológicas sean repetidas sin cambiar su forma para poder ser distinguibles hace que entre en juego el papel del diccionario, “en la medida en que registra estas unidades, sirve de testimonio de dicha reproducción” (1997-1998: 73). En efecto, las unidades pluriverbales, también conocidas como expresiones pluriverbales, expresiones fijas, fraseologismos, así como sus variedades (también con una variedad de denominaciones: frases hechas, dichos, locuciones, modismos, idiotismos, proverbios, refranes, entre otras), tienen un lugar relevante en el Diccionario de Román. Es más, es tan abundante el tratamiento que se hace de estas voces que su estudio en el diccionario de nuestro sacerdote da por sí mismo para una investigación monográfica independiente. En efecto, hubiéramos querido profundizar mucho más en este punto, mas los espacios de esta investigación no dan abasto, por lo que queda como un trabajo fundamental por hacer a posteriori. Como sea, en nuestro rastreo contabilizamos casi 3300 unidades pluriverbales repartidas en colocaciones, locuciones, así como los enunciados fraseológicos, también entendidos como unidades fraseológicas, modismos o fórmulas oracionales, unidades de discurso repetido, denominaciones perifrásticas, refranes y citas y frases célebres. Si quisiéramos hacer una suerte de tipologización laxa de esta variedad de unidades, seguiríamos a Corpas Pastor (1993), para quien las colocaciones estarían en el nivel de la norma, las locuciones serían unidades de sistema y la enorme variedad de enunciados fraseológicos estarían fijados en el habla y constituirían enunciados completos, a diferencia de las colocaciones y locuciones, que necesitan de otros elementos en un sintagma para poder funcionar. De esta suerte de “tipología” de la unidad pluriverbal en el Diccionario de Román ya habíamos hablado anteriormente (ver §2.4.4.) sobre todo para constatar qué había en el lemario de su diccionario. Nos autocitamos para constatar, esta vez, qué de pluriverbal hay en el lemario del Diccionario de nuestro sacerdote: 1. Palabras compuestas y combinaciones lexicalizadas de palabras, como agua colonia, ama seca, reloj-pulsera, tío abuelo, sacaclavos; 2. Colocaciones usuales, como brasero para los pies, elección canónica, casa central, latín de cocina, almidón cortado, cemento armado; 3. Unidades fraseológicas, como echar al agua; picado de la araña; con camas y petacas; cola de mono; un cuanto hay;

4. Modismos (o fórmulas oracionales, si seguimos a Seco et al. 1999), como llevarle a uno el amén; echando a perder se aprende; pasar a uno por el aro; no entrarle a uno balas; raspar a uno el cacho; dejar caer una cosa; 5. Fórmulas de vida social, como así no más; bien haya; ni a cañón; ¡ojo al charqui!; ¡hijuna!; 6. Nombres comunes que se usan en vez de nombres propios y denominaciones perifrásticas, como enemigo malo; santos lugares; ministro de guerra; el viejo mundo; valle central; 7. Nombres propios que tienen, además de su acepción originaria, otra figurada o que aparecen en locuciones, modismos, refranes, etc.; El capitán Araya, que embarca a la gente y se queda en la playa; Alabate, Molina; carne de Castilla; penas de San Clemente; ir uno a Montevideo; 8. Combinaciones de palabras con una letra o cifra como doble v, fiesta de la O, rayos X; 9. Refranes, como mientras menos bocas más nos toca; tantas veces va el cántaro al agua que al final se quiebra; el que quiera celeste, que le cueste; bueno es el cilantro, pero no tanto; más vale ponerse una vez colorado que ciento amarillo; 10. Citas y frases célebres, como ¿quoúsque tandem?; timeo danaos et dona ferentes; ver y creer, dijo santo Tomás; ¿tu quoque, Brute?; veni, vidi, vici. Esto, más que nada, para ofrecer un panorama de lo que pueden ser esas más de tres mil unidades que aparecen a lo largo del Diccionario de Román y que pueden ayudarnos a comprender cómo el sacerdote las trató. Sin embargo, no queremos quedarnos con este punteo para hacer referencia a las unidades pluriverbales y su tratamiento en el Diccionario de Román. En efecto, el hecho de que dejemos de lado un estudio monográfico de este asunto no quita que debamos hacer una somera referencia a las unidades pluriverbales presentes en el Diccionario, sobre todo por su número y relevancia. Justamente, queremos utilizar la propuesta de clasificación de Porto Dapena en su Manual de técnica lexicográfica, por ser sintética y estar pensada en relación con la unidad pluriverbal desde un punto de vista lexicográfico. En rigor, queremos leer a Román desde la óptica del metalexicógrafo que lee un diccionario de antaño con los ojos de hoy, haciendo uso de algunas de las nuevas tipologizaciones de unidades pluriverbales. Esto, sobre todo, porque nuestro sacerdote, hijo de su tiempo, calificó estas desde una óptica generalizante, por lo general, con el mote de frase las más veces, seguido por locución y modismo o adagio. A su vez, no podemos dejar de señalar que, desde un punto de vista formal, el trabajo con las unidades pluriverbales en el Diccionario de Román presenta una sis-

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tematicidad que no se había mostrado en la tradición lexicográfica chilena anterior, hay que decir. Su tratamiento se hará de la forma más usual dentro de la lexicografía. En efecto, la forma de lematizar estas unidades –en el caso de que el artículo esté destinado únicamente a la unidad pluriverbal, como sucede muchísimas veces–, es la corriente, es decir, la unidad va lematizada por esa forma usual, es decir, bajo la palabra clave o fuerte de la voz pluriverbal: Portugal, n.p. El que fue a Portugal, perdió su lugar, refrán que se usa en Chile cuando uno ocupa la silla o asiento que deja alguno que sale […] (1913-1916) Potencia, f. De potencia a potencia, loc. fig. y fam. que significa en Chile: de igual a igual. Ú. más hablando del trato entre inferiores y superiores. (1913-1916) prenda, f. Casa de prendas: no es mal dicho, pero lo propio y lo admitido por el Dicc. es casa de empeños, casa de préstamos, monte de piedad. Véase agencia. -La prenda llora por su dueño, fr. proverbial que no aparece en el Dicc. Es traducción de la latina Res clamat dominum. -Prenda, el que la tenga, que la escuenda, refrán antiguo, que también falta en el Dicc. (1913-1916)

2.5.7.1. Las locuciones en el Diccionario de Román

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Porto Dapena inició su clasificación con las locuciones o lexías complejas (como las llamó Pottier 1972: 55), “puesto que son las únicas susceptibles de categorización” (2002: 150). Nos basamos en la ya clásica definición de Casares para definir una locución: “una combinación estable de dos o más términos, que funciona como elemento oracional y cuyo sentido unitario, familiar a la comunidad lingüística, no se justifica, sin más, como una suma del significado normal de los componentes” (Casares 1992 [1950]: 170). A partir de esta definición, como bola guacha; a calzón quitado o cola de mono, presentes en el Diccionario de Román, serán locuciones: bola,

f. […] –Como bola guacha, es fr. fig. y fam. con que designamos en Chile a la persona que anda de una parte a otra y sin rumbo fijo, a semejanza de una bola suelta y sin dueño, que rueda a voluntad de cualquiera que la impulsa. (1901-1908)

calzón,

m. […] –A calzón quitado, fr. fig. y fam. que se va generalizando en Chile y que significa: con toda claridad o franqueza, sin escrúpulos ni tiquismiquis. Ú.m. con los verbos hablar y decir y no pasa de ser una simple metáfora legítimamente empleada. (1901-1908)

cola,

f. […] –Cola de mono llama aquí el pueblo, sin duda por el color que toma, una bebida compuesta de aguardiente, café y leche. (1901-1908)

Son estos ejemplos locuciones al ser, en primer lugar, construcciones fijas, en donde, a diferencia de otras unidades pluriverbales, ninguno de sus componentes será conmutable o sustituible por otro diferente, por lo que no podemos hablar de como bola sola, a braga quitada o rabo de mono, por ejemplo. Salvo en los casos en que encontremos variantes, como en tener bemoles, tener tres bemoles o tener muchos bemoles o como bola, redondo como bola o más redondo que una bola o ser canónica una elección, salir canónica una elección o resultar canónica una elección, entre otros casos tomados de Román, en donde, por más que haya variante, suele darse bajo un esquema fijo de alternancias, por lo demás: bemoles (tener),

o tener tres bemoles: fr. fig. y fam. con que se pondera lo que se tiene por muy grave y dificultuoso. Así, de estas dos maneras, trae el novísimo Dicc. esta fr., cuando el penúltimo solo la traía de la segunda. En Chile se usa más Tener muchos bemoles. (1901-1908)

Bola, f. […]–Como bola, o redondo como bola, o más redondo que una bola, decimos aquí, en lenguaje fig. y fam., del que es muy torpe o de escasa inteligencia: en castellano, boto, mentecato, topo, zamacuco; y mejor bolo (hombre ignorante y de cortas luces. Ú.c.adj.), del cual parece haberse formado la fr. (1901-1908) canónica,

f. […]–Ganar una elección canónica, Ser, salir o resultar canónica una elección, es en Chile, en lenguaje fam., ganarla por unanimidad; lo que no es tan canónico que digamos, porque, para ser canónica la elección, basta que sea ajustada a los sagrados cánones, esto es, que reuna las condiciones necesarias para ser válida. (1901-1908)

Asimismo, tampoco una locución admite la adición de nuevos elementos, algo que no puede confundirse, claro está, con elementos que no forman parte de la locución, pero que suelen agregarse en muchas de ellas, sobre todo como identificadores de uno que otro tipo de flexión, las que Román integra en el lema en algunos casos, como en cortarse “uno” la cabeza, rasparle el cacho “a uno” o quedarse “uno” con los crespos hechos: cabeza.

[…]–Cortarse uno la cabeza, es fr. fig. y fam. que usamos mucho en Chile en el significado de contradecirse, negando uno lo que antes ha afirmado, o viceversa. Ú.t., pero mucho menos, en sentido activo. “Cogíales las armas [San Jerónimo a los Judíos] para cortarles con ellas las cabezas”, es decir, aprendía los argumentos de los judíos para refutar a estos con los mismos (Sigüenza). Aunque esta es una simple metáfora, algo se acerca a nuestro uso. Tampoco aparece en el Dicc. esta fr., y bien podría figurar en él. (1901-1908)

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cacho,

m. […]–Rasparle el cacho a uno vale en Chile, en el lenguaje fam., reprenderle. (1901-1908)

Crespo, m. […] –Quedarse uno con los crespos hechos, aunque es fr. bien formada y expresiva, no aparece en el Dicc. y en lugar de ella hallamos: quedarse uno en blanco o in albis (no conseguir lo que pretendía o esperaba), que no significa exactamente lo mismo. Quedarse con los crespos hechos es figuradamente quedarse con los preparativos o arreglos que se habían formado y no conseguir el fin u objeto de ellos, v.gr., la llegada de una persona, un paseo, etc. La fr. ha provenido de la compostura que en tales casos hacen las mujeres en su persona, encrespándose el pelo, etc. Creemos que debe admitirse. (1901-1908) Además, una locución no admite la permutación o la alteración del orden de sus elementos, por lo que no es posible balas no le entran en vez de no le entran balas o por la misma tijera cortado en vez de cortado por la misma tijera, por ejemplo. Por otro lado, las locuciones se identifican con unidades léxicas; incluso estas unidades podrían tener sinónimos o equivalentes, constituidos por voces simples, de hecho. Por ejemplo, la locución sustantiva hueso chascón se reemplaza por ‘corvejón’ de ternera: Chascón, na, adj. […]–Hueso chascón: cierto hueso de la rodilla de los animales vacunos, rodeado de muchos nervios y carne, y por eso muy solicitado para la sopa y el puchero. (1908-1911) La locución adjetiva cara de guata se reemplaza por ‘lampiño’: Guata, f. […] –Cara de guata, el lampiño. (1911) La locución verbal matar al gusano se reemplaza por ‘desayunar’:

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Gusano, m. […]–No aparece en el Dicc. la fr. humorística Matar el gusano, que significa desayunarse, o en general, matar el hambre, “remediar la gazuza”, como dijo Estebanillo. La frase es usada en todas partes, y por consiguiente debe admitirse. (1911) O la locución adverbial a la hora undécima se reemplaza por ‘tarde’ (en el contexto de ‘llegar tarde’): Hora, […]–A la hora undécima. Fr. fig., tomada de la parábola del Evangelio “El amo y los trabajadores de la viña” y que se usa en todas partes, generalmente con el v. llegar, en el mismo sentido que las castizas Llegar a la hora del arriero (o del burro) y Llegar a los anises: “llegar tarde a algún convite o función. Alude a la costumbre de servir anises al fin de la comida”. Merece ser admitida en el Dicc. (1911)

A su vez, los significados de cada una de las locuciones no guardan relación con los de sus componentes, lo que es una consecuencia de una de las características fundamentales de las voces pluriverbales: su lexicalización, es decir, el proceso por el cual una forma lingüística se integra en el sistema léxico (cfr. Castillo Carballo 19971998: 71-72 y Porto Dapena 2002: 151). Asimismo, una locución, por su carácter de unidad léxica, puede formar parte de campos léxicos, por lo que en el caso de duraznos de cuero de chancho, duraznos tomates, y duraznos japoneses, por ejemplo, forman parte del campo, justamente, de la prunus persica: Durazno, m. […] De cuero de chancho llaman unos blancos grandes y de piel dura y áspera. Duraznos tomates son unos parecidos a esta última fruta; japoneses son unos de forma chata y semejantes a tortera; y así algunos otros. (1908-1911: s.v. durazno) Otro aspecto que vale la pena destacar es el de algunas palabras que solo aparecen en ciertas locuciones, entre otras unidades pluriverbales, como angas en por angas o por mangas (y su variante sea por angas, sea por mangas), en donde el mismo Román reconoce esta particularidad: Angas, f. pl. Es voz que solo hemos visto usada en la fr. sing. por angas o por mangas, o bien, sea por angas, sea por mangas, la cual no hemos encontrado en los diccionarios. usémosla nosotros en el significado de –de un modo o de otro, de todos modos, en todo caso. Parece no tener otro origen que la consonancia de las palabras. (1901-1908) O bajujo en por lo bajujo, en donde tenemos una derivación que bien explica Román: Bajujo (Por lo). Es forma, entre diminutiva y despectiva, que suele usarse familiarmente en Chile, del modo adv. fig. por lo bajo, que significa “recatada y disimuladamente”. (1901-1908) También en bartola en a la bartola en donde, por lo demás, entrega una indicación normativa y un dato de lexicología histórica respecto a la especificidad de la voz en cuestión: Bartola (A la). Este modismo significa solamente “sin ningún cuidado”, y no como quieren nuestros colegiales, que hacen al s. sinónimo de pereza. En buen castellano se usa esta fr. con los verbos echarse, tenderse y tumbarse. Solo en Bretón de los Herreros (Letrilla Ruede la bola) hemos encontrado a Bartola como s.: ¡Cuál gimes, pobre virtud! / ¡Vicio, cuál es tu insolencia! / —Mas ¿qué se ha de hacer? Paciencia. / Mientras yo tnega salud / Y lleve bien la bartola, / ruede la bola. (1901-1908)

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O braguetazo en dar un braguetazo en donde, la ausencia de información al respecto refleja, en cierta medida, que la voz solo se usa en la locución en cuestión: Braguetazo (Dar un). es en Chile casarse un hombre pobre con una mujer rica. (1901-1908) Respecto a su clasificación, sigue siendo la que hizo Casares (1992 [1950]) en su momento la más pertinente. Casares estableció dos grupos de locuciones: las significantes y las relacionantes o concesivas. Las primeras se caracterizan por tener un significado léxico y las segundas, cuyo comportamiento equivale al de una preposición o conjunción, se caracterizan por que no tendrían significado léxico. Nos centraremos en ambos grupos, para dar cuenta de la variedad de locuciones que podemos encontrar en Roman. Las locuciones significantes se clasifican en nominales, adjetivales, verbales, participiales, adverbiales y pronominales según equivalgan a dichas funciones. A su vez, las locuciones relacionantes o concesivas se clasifican en conjuntivas y prepositivas. Dentro de estas últimas, tenemos casos como en la de no o lo que: en, prep. […] —En la de no, corrupción que ha hecho el vulgo chileno de la expresión castiza donde no, más vehemente y graciosa que su equivalente si no, en caso de no ser así. “Mandó que, si los mochachos se apartasen de clemente, los dejasen libres; y donde no, que los matasen”, (Granada, Símbolo, p. II, c. XXII, § IV). (1908-1911)

Lo. […] —Lo que, por luego que, en cuanto, tan despreciado por nuestros gramáticos como un barbarismo de los más groseros, no tiene de tal sino la supresión de la prep. a, pues en España se ha dicho a lo que, […] En algunas partes de Chile, por ejemplo, en la provincia de Concepción, se conserva este modismo a lo que; en las demás, como también en el Ecuador y Argentina, dicen lo que. El neutro lo indica por sí solo que está haciendo las veces de un s., v. gr., tiempo, instante, momento: al tiempo o al instante que. […] (1913)

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364 | 2.5.7.1.1. Las locuciones nominales en el Diccionario de Román Las locuciones nominales para Porto Dapena (2002) pueden ser denominativas, singulares o infinitivas. Las locuciones nominales denominativas equivalen a un sustantivo apelativo, es decir, sirven para denotar una identidad como persona, animal o cosa. Desde un punto de vista gramatical, detalla Porto Dapena (2002: 156-157), tienen estas locuciones un funcionamiento idéntico al de cualquier nombre común (por ejemplo, pueden cambiar de número) y pueden ir precedidas de un artículo, de un demostrativo o de algún adjetivo:

oveja, f. […]–Oveja de diezmo, loc. fig. y fam.: mujer flaca y de poca figura. Otros decían borrega de diezmo. Son locucs. que, por la supresión del diezmo en Chile, ya poco o nada se oyen. La metáfora está bien aplicada, porque los malos cristianos, no imitando a Abel sino a Caín, no daban para el diezmo lo mejor sino lo peor de sus ganados. (1913-1916)

Té. […]–Té de burro o té de cordillera: “Eritrichium gnaphalioides Alph. D.C. Subarbusto de treinta metros de alto, cubierto de una pubescencia corta y blanquiza, con los ramos muy hojosos en su parte inferior y casi desnudos en la superior […] Se cría en las cordilleras de las provincias del Norte; los campesinos creen que es muy medicinal y que puede reemplazar el té de chile. Es astringente y digestivo.” […] (1916-1918) Tollo, […]–Durazno tollo: se llama así uno grande y blanco, de corteza gruesa y áspera como la cutis del tollo. Otros lo llaman, por esta misma razón, de cuero de chancho. (1916-1918) Zorra, f. […] –caldo de zorra, guiso que suele usarse entre el pueblo y se hace de esta manera: se tuesta trigo, se tritura, se le echa agua caliente y se forma una masa en tiras; se corta esta en pedazos pequeños, que se echan a cocer en agua, con agua, sal, huevos y otros ingredientes. (1916-1918) A su vez, estas locuciones pueden ser geminadas o complejas. Las locuciones sustantivas geminadas, como en el caso de durazno tollo, vienen a ser un eslabón intermedio entre la locución y la palabra compuesta (cfr. Porto Dapena 2002: 157). Están constituidas por dos sustantivos apuestos, de los cuales uno, por lo general el segundo, se adjetiva pasando a significar una cualidad propia del objeto representado por el sustantivo: Posesión, f. […] –Posesión efectiva: así se llama en el foro chileno la de la herencia una vez que ha sido concedida por el correspondiente decreto judicial. (Código Civil chileno, art. 688) (1913-1916) príncipe.

“Edición príncipe: la primera, cuando se han hehco varias de una misma obra”. Así el Dicc.[…] (1913-1916)

Las locuciones sustantivas complejas son aquellas que están constituidas por un sustantivo y un adjetivo o sintagma preposicional equivalente a un adjetivo, como oveja de diezmo, té de burro, té de cordillera o caldo de zorra: Porca (bolita). Así llaman aquí los niños una blanca de piedra y con rayas circulares, negras o coloradas. Parece que el adj. porca viene del francés porc o del inglés pork, puerco, sucio, o del antiguo castellano porco, puerco. En latín hay también el s. porca, que significa surco, y bien puede ser el origen de este chilenismo. (1913-1916)

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Poruña, f. Es el librador castellano: “cogedor, generalmente de hoja de lata, con que en las tiendas ponen en el peso las mercancías secas para librearlas” […]–Hombre de poruña: el ordinario o plebeyo; sin duda porque se ocupa en oficios en que se maneja la poruña. (1913-1916) Las locuciones nominales singulares equivalen, señala Porto Dapena, a nombres propios, “razón por la que no admiten cambio de número ni adjetivos calificativos u otros complementos determinantes” (Porto Dapena 2002: 157); sin embargo, requieren de artículos determinantes y suelen funcionar como predicados nominales. Muchas de estas locuciones hacen referencia a una situación o un personaje histórico o mítico: Clemente (Penas de San). Muchos padecen aquí las penas de San Clemente, comparables solamente con las del tacho. Las de este tiesto, que pasa casi toda su vida en el fuego, cualquiera las comprende; pero las de San Clemente, que son, poco más o menos, las de cada uno de los mártires, no se adivinan fácilmente. […] (1901-1908) Sam (Tío), expr. fig. El gobierno o un representante típico de los Estados-Unidos. Es la interpretación festiva de las uniciales U.S. (United States) con que se escribe el nombre de la gran República. El nombre Sam, abreviación de Samuel, no sabemos a qué personaje aluda. […] (1916-1918) Por último, las locuciones nominales infinitivas se caracterizan por tener su núcleo en infinitivo (cfr. Porto Dapena 2002: 157). En estos casos, solo se admite el verbo en su forma en infinitivo, por lo que las incluimos dentro de las locuciones nominales y no dentro de las verbales. Es, por ejemplo, el caso de llevar y traer, el sacar o al tirar: Llevar, a. y r. […] —Llevar y traer, fr. fig. que se usa en todas partes y falta en el Dicc.: andar en chismes y cuentos. La traen Caballer y Cejador, y este último la autoriza con el clásico de P. Pineda. (1913)

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Sacar, a. […] El sacar, nombre que se da también al juego de las cunas. Véase esta voz. (1916-1918) tirar,

a. […] —Al tirar, loc. fig. y fam., sin selección, sin escoger. Dícese de las cosas que se venden por parejo, sin hacer separación de buenas y malas, grandes o pequeñas, de una u otra calidad, color, etc. Dígase de montón, en montón (juntamente sin separación o distinción). Al tirar (que debería ser a tirar) viene de la costumbre de los cargadores y otros operarios que transportan, acarrean o tirarn las cosas sin distinción ninguna. (1916-1918)

2.5.7.1.2. Las locuciones adjetivas en el Diccionario de Román Las locuciones adjetivas, al comportarse como un adjetivo, sirven siempre, por lo tanto, como complementos de un nombre o actúan como predicados en verbos copulativos: Diario, m. […] –De diario, m. adv.: diariamente, cada día. (1908-1911) Extranja (de), loc. fam. Es igual a las que trae el Dicc. de extranjía y de extranjis: “extranjero; extraño o inesperado”. […] (1908-1911) Guerra, f. De guerra, loc. fig. y fam. con que se indica que uno viaja o asiste a una función pagada o de invitación personal, sin pagar o sin haber sido invitado. […] (1913) Sin embargo, si bien no se admiten aditamentos de cuantificación, hay excepciones, como en el caso de duro de oído, donde se puede decir, bastante o muy duro de oído: oído, m. […]–Las frases Duro de oído y Tener uno oído o buen oído, que el Dicc. acepta solamente para la Música, deben extenderse también para la Métrica; aunque mejor sería agregarle a oído una acep. especial para estas dos artes, pues no solo se usa en estas dos frases, sino también solo o acompañado de otras palabras. (1913-1916)

2.5.7.1.3. Las locuciones verbales en el Diccionario de Román Las locuciones verbales son sintagmas cuyo núcleo es un verbo conjugable, a diferencia de las locuciones nominales infinitivas, donde encontramos siempre la forma no personal del verbo en infinitivo. En efecto, en las locuciones verbales el verbo va en forma personal, por lo que la locución hace de predicado, como en perder el apelativo o escupir tachuelas: apelativo, m. […] —Perder el apelativo, fr. fig. y fam. Dícese entre nuestro pueblo de la persona que involuntariamente y delante de otras expele una ventosidad. (1901-1908)

tachuela, f. […] —Escupir tachuelas, fr. fig. y fam. Echar sangre por a boca. Más propiamente es arrojar los dientes o muelas, que han saltado por efecto de una bofetada o mojicón; esas son, figuradamente, las tachuelas. Lope de Vega, hablando de los caballos del sol, cuando se desbocaron por la impericia de Faetonte, dijo también: Cuyos caballos por el aire andaban/Entre

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rayos y truenos, / Sembrando riendas y escupiendo frenos (Laurel de Apolo, silva V). (1916-1918) Asimismo, estas locuciones pueden estar constituidas por verbos transitivos, intransitivos y copulativos, como en salir con bien, ser uno la pierna de Judas o tener el placer de o en: bien, adv.m. […] —Salir con bien es fr. fig. que se usa en Chile para significar que ha escapado bien la mujer del trance más doloroso a que la condenó Dios desde el paraíso. La fr. por sí sola no puede significar tal cosa, porque es generalísima, y tanto puede aplicarse a este como a cualquier otro trance, aprieto, peligro, enfermedad, etc. Lo que le da tal significado es el complemento del parto u otro semejante, que por recato o delicadeza se calla. Por consiguiente, la tal fr. en este sentido viene a ser, por doble razón, lo que los gramáticos latinos llaman constructio praegnans. En ningún clásico la hemos hallado con este significado, ni es posible hallarla. (1901-1908)

Judas, n. pr. m. […] —Ser uno la pierna de Judas es fr. corrupta de la castiza Ser uno la piel del diablo o de la piel del diablo: ser muy travieso, enredador y revoltoso, y no admitir sujeción. (1913) placer,

m. […] —También es francés Tener el placer de y Tener placer en; en castellano se dice: Darse el placer de, Darle a uno el placer de, Tener gusto de o Darle a uno el gusto de, Hallar gusto en, Gozarse en, Serle muy grato el, y otras mil maneras. (1913-1916)

A veces exigen un complemento, como en ponerle el hombro a una cosa o morder el perro a uno:

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[…] —Morder el perro a uno, fr. chilena, fig, y fam., usada principalmente entre niños: quedar el calzón o pantalón cogido entre las nalgas. (1913-1916)

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Hombro, m. […] —Ponerle el hombro a una cosa es en castellano arrimar el hombro: “trabajar con actividad; ayudar o contribuir al logro de un fin”. (1913) perro, rra.

En otros casos, pueden ser clausales, es decir, incluyen entre sus componentes el sujeto gramatical, como en echar a uno al agua o no estar uno para la cartera: agua, f. […] —Echar a uno al agua, fr. fig. de mucho uso entre nosotros para designar el perjuicio que se causa a alguna persona revelando contra ella algo que antes estaba oculto. (1901-1908) cartera,

f. […] —No estar uno para la cartera: es fr. fig. y fam. que significa entre nosotros —no ser uno tan tonto, que acepte una ocupación, partido o propuesta cualquiera que no le convienen. No sabemos si se usará en España; pero en todo caso es digno de admitirse. A primera vista y dadas las

dificultades que en casi todas las naciones tienen las carteras de Estado, parece que el origen de la fr. hubiera sido la repugnancia o resistencia que ponen muchos para admitir esta clase de carteras; pero, recordándolo bien, se ve que la fr. viene usándose mucho tiempo antes que se conocieran las tales dificultades, es decir, cuando a todos les gustaba ser ministros de Estado […]. (1901-1908) O sujetos gramaticales explícitos, como en dejarla a una el tren: Dejar, n. […] —Dejarla a una el tren: fr. fig. y fam. igual a las españolas Quedar una para vestir imágenes y Quedar o quedarse una para tía: se dice de las mujeres cuando llegan a cierta edad y no se han casado. La nuestra tiene también bastante gracia y es digna de admitirse. Está tomada del lenguaje de los que viajan en tren, quienes, cuando llegan tarde a la estación y el tren ya ha partido, dicen que este los dejó, o también cuando por la excesiva afluencia de pasajeros tienen que renunciar mal de su grado al viaje. (1908-1911)

2.5.7.1.4. Las locuciones participiales en el Diccionario de Román Para Porto Dapena (2002: 158) las locuciones participiales son aquellas que comienzan con el participio hecho (o hecha): Maldito, ta, adj. y ú.t.c.s. […] —Estar uno hecho un (o el) maldito, fr. fig. y fam., igual a la española Estar uno hecho un basilisco: estar muy airado; con la diferencia que en la chilena la ira se desahoga generalmente en palabras, y en ese caso equivale mejor a la otra Soltar uno la maldita: decir con sobrada libertad y poco respeto lo que siente. (1913) Tira, f. […] —Hecho tiras, loc. fig. y fam.: andrajoso, roto, lleno de harapos, haraposo harapiento, pañoso, astroso, trapiento. Es corriente en Chile y nada tiene de impropio. (1916-1918) Sin embargo, cuando el participio pueda cambiarse por una forma personal del verbo o sustituirse por como, deja de ser una locución participial, como en el caso de hecho una Magdalena: Magdalena, n. pr. f. […] —Hecho, cha, una Magdalena, Como una Magdalena, Más que una, etc. Son frases figuradas que significan: Hecho un mar de lágrimas, llorando a lágrima viva, y que faltan en el Dicc. (1913)

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2.5.7.1.5. Las locuciones adverbiales en el Diccionario de Román Son las locuciones que se comportan como un adverbio o como un complemento circunstancial (por lo que pueden clasificarse de temporales, modales, de cantidad, de lugar, etc.): Brazo, m. […] —A brazos cruzados decimos aquí que queda o dejan a la persona que no cuenta sino con lo encapillado, porque ha perdido todo su haber o fortuna. La fr. castiza es con los brazos cruzados o con las manos cruzadas o mano sobre mano, que el Dicc. traduce por “ociosamente, sin hacer nada”. Como se ve, no hay entera equivalencia entre la fr. chilena y las españolas, porque en la nuestra resalta la idea de despojo o pobreza, y por eso, imposibilitada la persona para el trabajo, se cruza de brazos y no hace nada; mientras que en las españolas domina solamente la simple idea de pereza. (1901-1908) (A la), loc. adv. Hace falta en el Dicc. He aquí algunas autoridades en su favor: “Obligarlos a que onstinados se defiendan y peleen a la desesperada” (Scío, II Reg., XXVII, nota). “Huyendo a la desesperada, anduvo durante una hora sin saber por dónde ni conocer a nadie” (Pereda, Sotileza, XIX. Y otras dos veces en La Puchera) […] (1908-1911)

desesperada

Quelgo, m. […] —Recién salido de los quelgos. loc. fig. y fam., usada también en Chiloé: todo objeto nuevo o que se usa por primera vez (Cavada). (1913-1916) trapo, m. […] —A todo trapo, m. adv. que en Marina significa a toda vela, y fig. y fam., con eficacia y actividad. Mal lo usamos pues nosotros al aplicarlo a la persona que, perdiendo todo pudor y vergüenza, se entrega a la mala vida o entra en cualquier negocio, arte o camino reprobado. Ú.m. con el v. botarse. En la Crónica ya publicada del Gran Capitán leemos: “cosario a toda ropa…que se amotinasen, que él sería su capitán y andarían a toda ropa…a toda ropa robando”. No registra el Dicc. esta expresión A toda ropa, que se parece más a la nuestra A todo trapo. (1916-1918)

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370 | 2.5.7.1.6. Las locuciones pronominales en el Diccionario de Román Para Porto Dapena (2002: 159) más que locuciones pronominales, habría que llamar a estas locuciones deícticas, porque equivalen funcionalmente a un pronombre; es decir, un sustituto de un nombre o persona gramatical: Amo (nuestro). Expresión muy usada en Chile para designar al SSmo. Sacramento. Como tiene la misma razón de ser que Señor, y la Academia dice a cada paso Nuestro Señor, desearíamos que admitiera también la expresión Nuestro Amo. Sería ello una prueba más del acendrado catolicismo que como oro en paño brilla en todo el Dicc. (1901-1908)

Pepa, f. […] —La sin pepa: la tajada del melón que no tiene pepitas; o, como dijo Gonzalo Correas, “la tajada más cumplida por adentro”[…]. (1913-1916)

2.5.7.2. Las colocaciones en el Diccionario de Román El concepto de colocación sigue siendo un tema peliagudo para el lexicólogo, el lexicógrafo o el gramático. En efecto, la colocación presenta variadas posturas de las que no nos haremos cargo en este estudio. Solo queremos dar cuenta de la distinción que nos hace más sentido para, más adelante, y ya dentro de una investigación monográfica del universo pluriverbal en Román, explayarnos más en este problema. Para nosotros las colocaciones representan la posibilidad de combinación de una palabra con otras, combinación que está habitualizada, sin ser lexicalizada. Es decir, una colocación es una unidad que está a medio camino entre las combinaciones libres y las unidades fraseologizadas. Al respecto, Serra (2010) propuso una tipología de las colocaciones, basada en el modo en que se relacionan la base y el colocativo. En su propuesta se presentan cinco casos: 1. Colocaciones con una relación completamente arbitraria, determinada por una cuestión de preferencia, como en juicio crítico (podría ser pensamiento crítico, por ejemplo), en donde Román aprueba la voz apoyándose en la palabra de Mir: Juicio, m. […]-Juicio crítico. Acerca de esta expresión damos traslado a los Hermosillas presentes y futuros de la siguiente nota del P. Mir: “El haber visto con qué denuedo arremeten ciertos escritores contra el juicio crítico usado por otros sin malicia, nos sugiere aquí la oportunidad de notar que los autores del siglo XVII no tenían reparo en decir censura crítica. ¿Tanta diferencia va entre censura crítica y juicio crítico?...Si pues los clásicos decían censura crítica,bien parece podemos nosotros decir juicio crítico, esto es, razonando, ajustado a las reglas de crítica, hecho por persona competente en la materia”. (Frases, art. Censurar). (Román 1911) 2. Colocaciones con una relacion motivada, como en mesa de centro: mesa,

f. […] Mesa de centro. Mesa más o menos elegante que se coloca como adorno en el centro de las salas. En ella suelen ponerse objetos también de adorno y de recreo, como floreros, libros con láminas, álbumes, etc.; sirve, además, para juegos de familia y otros usos. No sabemos si en castellano tendrá nombre especial, porque el único que conocemos, velador, es una “mesita redonda, por lo común, y de un solo pie”. (Lo que en Chile llamamos velador es la mesa de noche). (1911)

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3. Colocaciones en donde los colocativos solo existen en función de la base con la que se combinan: (papa), f. Una de las muchas especies de papa o patata (Lenz). -Puede venir del araucano vûdo, ombligo, por alusión a los grandes ojos o cavidades de esta papa. (1916-1918)

vidoquín

Incluso en casos donde Román no aboga por la voz, como en mesa trinche: Trinche, m., o mesa trinche, f. Dígase trinchero, m.: “mueble de comedor que sirve principamente para trinchar sobre él las viandas.” […] (Román 1916-1918) 4. Colocaciones en donde las bases seleccionan como colocativo una voz que ya figura en el lexicón, señala Serra, pero en el contexto de la colocación adquiere un significado especial: Mesa, […] Mesa del pellejo. Chilenismo de los gordos. Así llamamos en el lenguaje fam. y festivo, una mesa más pequeña que suele agregarse a la mesa de comedor o colocarse en otra parte, por no caber todos los comensales. (1913) plaza, […]-Plaza de armas: nombre que desde el tiempo colonial le ha quedado a la plaza principal de Santiago y de algunas otras ciudades. Han hecho bien los gobernantes en enmendar el nombre llamándola Plaza de la intendencia, porque en ella está la oficina del Intendente y porque plaza de armas o plaza fuerte significa en castellano cosa muy distinta, a saber: “población fortificada según arte; sitio o lugar en que se acampa y forma el ejército cuando está en campaña, o el que se forman y hacen el ejercicio en una plaza; ciudad o fortaleza que se elige en el paraje donde se hace la guerra, a fin de poner en ella las armas y demás pertrechos militares para el tiempo de la campaña.” (1913-1916)

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5. Colocaciones en donde las bases seleccionan como colocativo una voz que ya figura en el lexicón y que en la colocación se ve “despojada”, afirma Serra, de su contenido primitivo: tomar,

[…] -Tomar la palabra, fr. fig. que tiene en el Dicc. estas dos aceps.: “empezar a hablar; coger la palabra.” Esta última significa: “valerse de ella o reconvenir con ella, o hacer prenda de ella, para obligar al cumplimiento de la oferta promesa.” […] (1916-1918) tener,

[…]-También es francés Tener el placer de y Tener placer en; en castellano se dice: Darse el placer de, Darle a uno el placer de, Tener gusto de o Darle a uno el gusto de, Hallar gusto en, Gozarse en, Serle muy grato el, y de otras mil maneras. (Román 1916-1918)

Tomamos el último ejemplo para dar cuenta de una constante respecto al tratamiento de la colocación en el diccionario de Román, puesto que, por lo general, Román aborda las colocaciones con un afán normativo: qué colocaciones, se supone, son las idóneas y cuáles no. Cuáles, por ejemplo, son calcos del francés (como el caso que acabamos de ver) y cuáles son las que deberían usarse en su lugar: Referencia a (Hacer). Dígase Decir (o hacer) relación. Véase Relación. (1916-1918)

2.5.7.3. Los modismos en el Diccionario de Román Hay casos en que encontramos expresiones contrarias a las reglas gramaticales, en sentido formal, como en a pie juntillas (nos ejemplifica Porto Dapena 2002:164). Asimismo, tenemos casos en los que no se da la literalidad de la voz con su referente, sino que se impone la opacidad, como en el caso de sacarle a uno las castañas del fuego o estar como un cencerro. Estas expresiones son muy difíciles de traducir a otras lenguas sin que pierdan sus “respectivos sentidos especiales” (Porto Dapena 2002: 165) y suelen llamarse modismos o idiotismos. Los modismos son, en rigor, construcciones fijas cuyo sentido no puede derivarse de su estructura gramatical, como en sandilla yegua, a la sinvao o en zamba canuta, expresiones que funcionan, además, como locuciones: Sandilla, f. Sandía o zandía, y también pepón, m. […] Sandilla yegua: la que es de carna lacia y traposa, de mal sabor y cáscara gruesa. Por efecto de la buena tierra, se apresura la formación, no alcanza a dearrollarse y madurar, y se atrofia. (1916-1918) Sinvao (a la), m. adv. Al tuntún, a bulto; poco más o menos, sin hora fija. —Viene del s. vado, en su acep. fig., y significaría literalmente: a la manera que se pasa un río sin vado. (1916-1918) zamba canuta,

loc. fig. y fam. Ú.m.con los verbos decir, gritar, cantar, y significa entre nosotros: decirle a uno las injurias o insultos más grandes, no porque se le digan en su cara esas dos palabras, sino que es un modo de referir que se le ha insultado de la manera más grosera. […] (1916-1918) En efecto, a partir de estos ejemplos de Román, se podría pensar que los modismos y las locuciones son la misma cosa y, en efecto, los modismos incluyen a las locuciones, pero hay modismos que no son locuciones, como en te lo echo perdido: Echar, a. […]Te lo echo, dicen aquí, para indicar que un sujeto es capaz de luchar con otro; así mismo tratándose de animales: Le echo mi caballo

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al tuyo; es decir: apuesto a que lo gana o vence en la carrera, en el salto, a topear, o en el ejercicio o deporte de que se trate. Otras veces agregan el adj. perdido, da: Te lo echo perdido; quiere decir que el premio de la apuesta es el mismo animal, que queda perdido para mí si tú ganas la apuesta. […] (1908-1911) Como sea y en otro tipo de estudio monográfico, también habría que analizar críticamente la tipología de las voces pluriverbales y cómo un diccionario nos puede ayudar a ilustrarlas y comprenderlas.

2.5.7.4. Las construcciones fijas sin valor de unidades léxicas en el Diccionario de Román Tal como vimos con los modismos, muchas unidades pluriverbales no constituyen, las más veces, una unidad léxica, como en ¿Quién pone cascabel al gato? o No está el horno para bollos, entre otras. Abundan en el Diccionario de Román: Aprender, a. […]-Echando a perder se aprende, fr. fam. que entre nosotros significa que todo aprendiz causa deterioros o perjuicios para llegar a aprender. No figura en el Dicc. (1901-1908) Araya (Capitán). El capitán Araya, que embarca a la gente y se queda en la playa. Así hemos alterado nosotros en este refrán el apellido Arana o Araña, que es el que usan los españoles: así, a lo menos, lo traen algunos diccionarios españoles, y así lo usan también Sbarbi y Ruiz Aguilera. Con el cambio nuestro ha ganado la rima, aunque el origen histórico (caso que exista) haya perdido. El significado del refrán es obvio y no necesita explicarse […]. (1901-1908)

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Celeste, adj. […]-El que quiera celeste que le cueste. Es refrán muy expresivo que usamos en Chile para indicar que la persona que quiere alcanzar un bien, comodidad o ventaja, debe poner para ello su propio esfuerzo o trabajo. Es sin duda alguna, digno de admisión en el Dicc. (1901-1908) Algunas de estas construcciones poseen un significado especial o paremiológico, es decir, encierran una sentencia o doctrina (Porto Dapena 2002: 167). Usualmente no aparecen estas unidades en los diccionarios, pero las podemos encontrar en el Diccionario de Román: Hombre, m. […]-El hombre prepara y el diablo dispara. Forma en que suele variarse familiarmente el conocido refrán El hombre pone (o propone), y Dios dispone. (1913)

Vicente, n. pr. m. ¿A dónde vas, Vicente? Al ruido de la gente. Refrán con que censuramos al que no tiene juicio propio y sigue siempre el de la mayoría. […]. (1916-1918)

2.5.7.5. Las frases hechas en el Diccionario de Román Expresiones como ¡En paz descanse!, ¡Encantado de conocerlo!, entre otras tienen un carácter fijo pero, a su vez, tienen un significado absolutamente literal. Son “fórmulas prefabricadas”, afirma Porto Dapena (2002: 167), expresiones que el hablante guarda y reproduce en determinados contextos y situaciones. Muchas de ellas son fórmulas de cortesía (como los saludos que se hacen a lo largo del día, las despedidas, los agradecimientos, las fórmulas de presentación, las fórmulas de cierre, entre otras). Abundan en Román: cuenta,

f. […] —¿Qué cuentas tienes con eso? Es fr. que también se oye en Chile en el significado de: ¿Qué tienes que ver con eso, o qué te importa eso? Está tomada de la castellana No tener uno cuenta con una cosa: “no querer mezclarse en ella”. (1901-1908)

Dios, m. […] —A nadie le falta Dios, fr. con que uno en sus desconsuelos o privaciones manifiesta su confianza en la divina Providencia. Muy usada en Chile y digna de figurar en el Dicc. (1908-1911) ver,

a. […] —¡Quién te vio y quién te ve! Fr. con que expresamos la admiración que nos causa la gran mudanza, favorable o desfavorable, que vemos en una persona. Vale lo mismo que la virgiliana Quantum mutatus ab illo! cuando la mudanza es desfavorable. Puede variarse el pronombre te según la persona de quien se hable. Su admisión es tan evidente, que no debe discutirse. (1916-1918) Frases hechas son también ciertas jaculatorias, las que también encontramos en el Diccionario de Román como Dios se lo pague, Dios sabe lo que hace o Irse con Dios, entre otras.

2.5.7.6. Las frases proverbiales en el Diccionario de Román No hay una unanimidad respecto a lo que se entiende por frase proverbial y no podemos hacernos cargo de este problema en este apartado. Lo que sí tenemos claro es que dentro de las unidades pluriverbales sin valor léxico hay unidades que aluden a diversos aspectos. En rigor, una frase proverbial puede ser el dicho de un personaje histórico, una cita o un hecho, sea este real o ficticio. También pueden ser frases

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proverbiales, anécdotas de personajes ficticios o reales. En ello encontramos una enorme diferencia entre lo que entendemos por frases proverbiales y los refranes, propiamente tales, dentro de la paremiología. Encontramos casos en el Diccionario de Román: Antonio (San) bendito no come ni bebe y siempre está gordito. Adagio que por gracia o donaire se aplica en Chile a la persona de buena salud que la conserva sin esfuerzo. (1901-1908) Charqui, m. […] —Ya llegó el charqui a Coquimbo (a Penco, dicen los del Sur). Fr. que trae su origen del apellido inglés Sharp, pronunciado Charpe y luego confundido con charqui. En 1680 el pirata inglés Bartolomé Sharp tomó con toda facilidad el indefenso puerto de Coquimbo y penetró hasta la ciudad de La Serena. Fue tan grande el terror que se apoderó de todos los habitantes de los puertos y lugares del norte, que el nombre Charpe o charqui quedó como sinónimo de cuco para los niños. Con el tiempo se olvidó la idea de terror, y, con el buen humor chileno, se convirtió en la de simple inoportunidad. Así que ahora Llegar el charqui a Coquimbo es llegar o presentarse uno a destiempo o deshora, inoportunamente, cuando nadie lo había convidado y mucho menos lo esperaba, y con peligro de interrumpir o perturbar una alegría, una fiesta […]. (1908-1911) Diente, m. […] —Ratoncito, toma este dientecito y dame otro nuevecito: así dice el niño, arrojando el diente que se ha sacado o se le ha caído, convencido, por la superstición en que lo imbuyen, que, si no ofrece su diente al ratón, no le sale el nuevo […]. (1908-1911) También encontramos frases proverbiales en latín dentro del cuerpo del Diccionario de Román:

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¿Quoúsque tándem? Expr. latina con que principia la primera catilinaria de Cicerón y que significa: ¿Hasta cuándo finalmente…(abusarás oh Catilina, de nuestra paciencia?) Es muy usada en el mismo sentido y merece lugar en el Dicc. (1913-1916) Veni, vidi, vici, loc. latina. Es fr. histórica, conocida y usada por todos, que literalmente significa: “vine, vi, vencí”; hace falta en el Dicc. La escribió Julio César en carta al senado en su expedición al Egipto y al Asia. (1916-1918)

2.5.7.7. Refranes en el Diccionario de Román Suele entenderse el refrán como una expresión fija con significado paremiológico. A diferencia de la frase proverbial, que alude a una situación, a un personaje o a un hecho concreto, el refrán alude a una sentencia de orden general. Casares

define al refrán como “una frase completa e independiente, que en sentido directo o alegórico, y por lo general en forma sentenciosa y elíptica, expresa un pensamiento -hecho de experiencia, enseñanza, admonición, etc.–, a manera de juicio, en el que se relacionan por lo menos dos ideas” (1992 [1950]: 192). Tampoco nos queremos explayar demasiado en este punto, que da por sí mismo para una investigación monográfica independiente, pero no podemos dejar de lado su mención, puesto que hay un número considerable de refranes en el Diccionario de Román: Andrés (San), peras cocidas. Dicho usado en todo Chile para indicar que en el día de este santo (30 de noviembre) están las peras en estado de comerse cocidas. (1901-1908) Cilantro o culantro, m. —Bueno es el cilantro, pero no tanto, refrán que se oye aquí en el mismo sentido que la fr. De lo bueno, poco. (1901-1908) Insistimos en que una panorámica pertienente respecto a la fraseología en el Diccionario de Román se escapa de los propósitos de esta investigación, por ser la temática en sí misma un tema de trabajo monográfico. Nos quedamos, por lo tanto, con ganas de internarnos más en este punto, mas lo dejamos como uno de los cabos que habrá que retomar más adelante.

2.6. Fuentes, autoridades, citas y ejemplos en el Diccionario de Román Una de las tareas más relevantes (y, digámoslo, entretenidas) al estudiar monográficamente un diccionario ejemplificado es indagar en las fuentes que utilizó el lexicógrafo en el proceso de redacción de su diccionario. Lo mismo sucede con la tarea de rastrear estas fuentes y determinar su función en los comentarios, definiciones y explicaciones. Asimismo, pensando en las autoridades citadas, al estudiar monográficamente un diccionario debemos determinar de cuáles hizo uso el lexicografo para ejemplificar y citar. Además, debemos determinar si el lexicógrafo se basó en alguna obra específica o bien hizo un trabajo de investigación al redactar su diccionario, acopiando fuentes y autoridades. O, por último, al momento de estudiar monográficamente un diccionario, se debe constatar si el lexicógrafo se limitó a parafrasear o vaciar enteramente en su obra algún otro diccionario. Son estos aspectos claves para, posteriormente, caracterizar el diccionario que se está estudiando. En los paratextos del Diccionario de Román -sean los prólogos o algún anexo destinado a ello- no encontramos información acerca de las fuentes a las que el sacerdote accedió para elaborar su diccionario. En ellos solo encontramos, hacia el final del Prólogo del primer volumen, un párrafo de agradecimiento a ciertas personas

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que le facilitaron listados de voces, por ejemplo. Insistimos en que solo en la lectura íntegra del Diccionario de Román -revisando su microestructura y clasificando citas y ejemplos- podemos dar cuenta de las fuentes en general. A partir de esta lectura, de hecho, hemos rastreado más de dos mil referencias repartidas en citas de autoridades, ejemplos y referencias que nos dan cuenta de las fuentes de que hizo uso nuestro autor. Las fuentes suelen poseer una función normativa en Román, puesto que “autorizan” o “sancionan” determinada realización. Sin embargo, esta función va más allá las más veces, pues suele describir, por sobre todo. Justamente, volvemos a repetir: Román describe y describe muchísimo. Es más, el hecho de que Román use las citas constantemente nos recuerda a las reflexiones de Porto Dapena respecto a la existencia de las citas en el Diccionario de Cuervo: “el empleo de citas […] obedece a una razón más profunda: la actitud erudita y científica del maestro [Cuervo], quien no pretende sino estudiar la lengua en su más absoluta objetividad, sin dejarse llevar de prejuicios y apreciaciones puramente subjetivas y apriorísticas” (1980: 39). En efecto, y guardando las distancias, muchas veces lo que encontramos en Román es el manejo de fuentes para dar cuenta de la objetividad de la que hablaba Porto Dapena. A su vez, estas fuentes presentes en el Diccionario nos dan cuenta de la enorme erudición de nuestro diocesano y su trabajo con fuentes escritas y orales.

2.6.1. Fuentes

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Entendemos por fuente lexicográfica todo aquello “capaz de proporcionar los datos o materiales necesarios” (Porto Dapena 1980: 192) para redactar un diccionario. Para Martínez de Sousa las fuentes se dividen en dos grupos que se distinguen por la escritura y la oralidad: a) todas las escritas, sean obras clásicas o modernas (manuscritas o impresas), publicaciones (diarios y revistas, sean estas de actualidad, técnicas o científicas); b) todas las habladas, ya se trate de entrevistas personales en la calle o en los lugares de trabajo u otros, ya de la radio, el cine, la televisión (1995: s.v. fuente). Haensch (en Haensch et al. 1982: 435) agregó un tercer grupo, que son los materiales basados en los conocimientos lingüísticos de un colaborador, corresponsal o asesor, es decir, en la competencia lingüística del lexicógrafo. Bien sabemos que esta competencia es fundamental, pues es la que hace que el lexicógrafo aproveche

cualquier información sacada de las fuentes escritas y orales. Si bien no debe un lexicógrafo basarse solo en esta competencia, “aprovechada conscientemente, es y será indispensable para conseguir toda la información necesaria para la elaboración de diccionarios” (en Haensch et al. 1982: 444). Lo mismo sucede con quienes trabajen como corresponsales, sobre todo para casos de usos ideolectales, por ejemplo. No ahondaremos en el tercer grupo en Román, porque el mismo análisis en esta segunda parte de nuesto estudio, así como la tercera parte, darán buena cuenta de los conocimientos lingüísticos y la competencia de nuestro sacerdote. Volviendo a los dos primeros grupos, tanto para Porto Dapena (1980) como para Haensch (1982) las fuentes escritas se clasifican en fuentes lingüísticas, “representadas por toda realización concreta de la lengua, sea un texto oral o escrito” (1980: 192), las que Haensch llamó textos originales y las fuentes metalingüísticas, “constituidas por todas aquellas obras -por ejemplo, otros diccionarios- que se ocupan de alguna manera del léxico que va a ser estudiado por el diccionario” (Porto Dapena 1980: 192), las que Haensch llama secundarias, en donde “el lexicógrafo aprovechará, en primer lugar, todo el material léxico disponible en fuentes secundarias” (en Haensch et al. 1982: 436). Respecto a las fuentes escritas, Román hizo uso, en su afán pedagógico, de un número considerable de fuentes de una serie de tradiciones discursivas, en las que quisiéramos aquí entrar con detalle, puesto que este es un aspecto, creemos, fundamental dentro de un estudio monográfico de un diccionario. Sin embargo, centrarnos en este punto se escaparía de los propósitos de nuestra investigación, lamentablemente. Un estudio de estas características vale por sí mismo un acucioso trabajo monográfico, por lo que lo dejaremos para posteriores investigaciones. En efecto, por el extenso corpus de citas en el Diccionario de Román, hemos decidido hacer uso de una muestra representativa, solo. Insistimos en que utilizar toda la batería de autoridades citadas en la obra (más de dos mil) se escaparía de la caracterización que estamos haciendo en esta segunda parte de nuestra investigación; por lo mismo, hemos seleccionado toda autoridad que principie con la letra B, letra representativa y breve, creemos, del universo de autoridades en el Diccionario de nuestro sacerdote.

2.6.1.1. Textos originales o Fuentes lingüísticas Pensando, ya, en las fuentes lexicográficas, recordamos las reflexiones de Porto Dapena, quien insistía en la relevancia de la lengua escrita por sobre la lengua oral en la práctica lexicográfica: “Tradicionalmente, en efecto, los estudios lexicográficos vienen basándose casi exclusivamente en la lengua escrita, lo que obedece, principal-

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Segunda parte

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mente, al prestigio de que en nuestra cultura ha gozado siempre esa variedad lingüística” (1980: 193). En efecto, es en el trabajo y manejo de las fuentes lingüísticas en donde se puede reunir un material relevantísimo para poder redactar un diccionario. Es más, para Haensch “los verdaderos progresos de la lexicografía se deben al aprovechamiento de fuentes primarias, es decir, de textos en sentido más amplio, donde la unidad léxica que interesa aparece, por lo general, en un contexto” (Haensch en Haensch et al. 1982: 437). Asimismo, continúa Haensch, junto con el manejo de este tipo de fuentes se necesita, por lo demás, “cierto olfato” para localizar en los textos las unidades léxicas que al lexicógrafo le interesen. Un lexicógrafo, por lo tanto, continúa Haensch, “tiene que leer constantemente periódicos y ciertas revistas en la lengua cuyo léxico describe” (Haensch en Haensch et al. 1982: 437); asimismo, tendrá que distinguir las unidades léxicas que son creación efímera de un periodista o traductor de agencias de noticias de aquellas que poco a poco son consagradas por el uso. En la letra B del Diccionario de nuestro sacerdote encontramos 22 referencias a textos literarios, repartidos entre autoridades españolas, sobre todo, así como chilenas; un venezolano nacionalizado chileno como lo fue Andrés Bello y dos autores franceses, más un texto universal como lo es la Biblia. De estas 22 referencias, 17 son de escritores españoles, autoridades que citamos por estricto orden alfabético: Juan Alonso de Baena (siglo XV) y su Cancionero de Baena (c. 1445); Federico Balart Elgueta (1831-1906) y su ¡Viva España! (s.f.), Bernardo de Balbuena (1562-1628) y su Siglo de oro en las selvas de Erífile (1608) y El Bernardo (1624); Luis Barahona de Soto (1548-1595) y su Égloga de las hamadríades (1903); Federico Baraibar y Zumárraga (1851-1919) en su edición de la Odisea (1902); Pío Baroja (1872-1956) y su Camino de perfección (1901); Vicente Barrantes (1829-1898), sin referencia textual; Gaspar de Barrionuevo (1562-¿h. 1630?) y su entremés El triunfo de los coches (c. 1611); Ciro Bayo (1859-1939) y su Romancerillo del Plata (1913); Antonio Benavides Fernández Navarrete (1807-1884), sin referencia textual; Gonzalo de Berceo (c.1198- a1264) y su Vida de Santo Domingo de Silos (c. 1230 y 1237), sus Loores de nuestra señora (c. 1237 y 1245), El duelo que fizo la Virgen María (s.f.), Santa Oria (s.f.); Eusebio Blasco (1844-1903) y Los pasajeros del behera (1870), Reyes y presidentes (1903), Perfiles femeninos (1905), Las ausencias de Tristán (en Obras completas, 1906), Cuentos nuevos (en Obras completas, 1906), Ricos pobres y pobres ricos nuevos (en Obras completas, 1906), Españoles franceses nuevos (en Obras completas, 1906), La vida de un hombre nuevos (en Obras completas, 1906); Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) y su España romántica (s.f.); Adolfo Bonilla y San Martín (1875-1926) y su edición del Diablo cojuelo de Vélez de Guevara

(1902) y La Hostería de Cantillana (1902); Juan Boscán (1492-1542) y su traducción de El cortesano de Castiglione (1534); Manuel Bretón de los Herreros (1796-1873) y su poema “Ruede la bola” (1836), la comedia El amigo mártir (1836), la comedia Dios los cría y ellos se juntan (1840), la comedia Flaquezas ministeriales (1838), sus opúsculos en prosa “La castañera” (1843), “La nodriza” (1843) y “La lavandera” (1844), su poema “Carta erótica en estilo parlamentario” (1844), su comedia La escuela del matrimonio (1851), su poema “Lo que quieren todas” (1851), su libro de poesías La desvergüenza (1856), de la edición póstuma Poesías (1883), el poema fábula “El gato y los ratones”y “El mono y el buey”, también sus redondillas “A Moratín” y “En el album de una actriz”, sus romances “A Quevedo”, “Traducción de la segunda elegía de Tibulo”y “Al Guadalquivir”, la sátira “El carnaval”, las letrillas “La Manola”, “Reputaciones fáciles” y “A Laura tirando a blanco”. Sin referencia tenemos “Las sopas de ajo”; Javier de Burgos (1781-1848) y su Las poesías de Horacio traducidas en versos castellanos, con comentarios mitológicos, históricos y filológicos (1844). Tenemos, además, tres referencias a autores chilenos: Eduardo de la Barra (1839-1900) y su edición de la Crónica rimada de las cosas de España (1900); Daniel Barros Grez (18341904) y su novela El huérfano (1881) y Manuel Blanco Cuartín (1822-1890) y sus póstumos Bohemios del talento y Nuestros literatos (1913).También tenemos al Andrés Bello traductor y poeta (1781-1865), con su Silva a la agricultura de la zona tórrida (1826), el poema “Al dieciocho de septiembre” (1841), la traducción que hizo del poema de Vicgtor Hugo “Las fantasmas” (1842), el poema “La oración por todos” (1843), el poema “El proscrito” (1844), el poema “La moda” (s.f.) o la traducción que hizo de el Orlando enamorado (1862). Además en el conteo de la letra B tenemos, cómo no, la referencia a la traducción de la Biblia del sacerdote escolapio Felipe Scío (1790), sobre todo sus comentarios en notas al pie, en donde se hace una referencia constante a la Biblia de Ferrara, por ejemplo (tanto, que en un momento pensamos que la Biblia citada era la de Ferrara). También encontramos textos históricos, o afines, de dos españoles: Jaime Balmes y Urpiá (1810-1849) y su El protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea (1842) y Andrés Bernáldez (1450-1513) y la edición póstuma de su Historia de los reyes católicos (1870). También de autoridades chilenas: Guillermo Mentor Bañados Honorato (1870-1947) y su Del mar Pacífico al Báltico (1906); Diego Barros Arana (1830-1907) y su Historia general de Chile (1884-1902) y nuevamente de Manuel Blanco Cuartín (1822-1890) su “Los Borbones de España” (1913). Y nuevamente Bello con su Código civil (1856) y su Derecho internacional

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(1886), así como una autoridad francesa: Michel Bargilliat (Pont L’ Abbé, 18531926) y su Praelectiones Juris canonici (1895). Pero las fuentes no serán solo literarias, también debe haber “toda clase de libros prácticos, periódicos, revistas e incluso catálogos comerciales, guías de teléfono, horarios de trenes, carteles, listas de platos en restaurantes, instrucciones de empleo para toda clase de aparatos o máquinas, etc.” (Haensch en Haensch et al. 1982: 437). En la letra B hemos encontrado algunas autoridades cuyos textos (publicados en Chile) presentan estas características: el francés Julio Besnard (Francia, 1841-1924), padre de la medicina veterinaria en Chile, de quien Román cita “un folleto” (lo más probable de medicina veterinaria) y Narciso Briones, uno de los primeros profesores de química en Chile, hacia finales del siglo XIX, a quien se le cita “en la prensa diaria”.

2.6.1.2. Fuentes metalingüísticas o secundarias

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Porto Dapena (1980: 208) distingue dos tipos de fuentes: las lexicográficas propiamente tales, que comprenderían todos los diccionarios que han sido manejados por el sacerdote; y las fuentes no lexicográficas, constituidas por gramáticas, ortografías y trabajos filológicos y lingüísticos, como atlas, monografías sobre dialectos o sociolectos, entre otras. Las fuentes lexicográficas suelen entregar datos de tipo semántico, quizás el aporte más importante, puesto que se suele trabajar, al redactar un diccionario, consultando y cotejando definiciones de otras obras lexicográficas; y, de ser posible, el universo de estas, o bien, las que sean pertinentes o las que se tengan a mano. Suelen tener los diccionarios, muchísimas veces, problemas, sobre todo relacionados con el trasvase de voces, voces fantasma o imprecisiones respecto a su información, por lo que hay que ser muy cuidadosos al momento de hacer uso de ellos: “Por eso es conveniente usar varios, para que unos con otros actúen de correctivo”, señala Haensch (en Haensch et al. 1982: 436). También las fuentes lexicográficas entregan datos textuales, es decir, proporcionan citas o textos que, “como autoridades de segunda mano” (Porto Dapena 1980: 209) pueden ser usadas en la redacción de un diccionario. Además, las fuentes lexicográficas entregan datos históricos y etimológicos, necesarios para datar la voz o alguna de sus acepciones y para su estudio etimológico, sea para validar esta información, sea para cuestionarla y proponer otra. Si pensamos en las fuentes no literarias de que hizo uso Román, especialmente las lingüísticas, no solo los diccionarios que consultó y citaba, sino las fuentes

lingüísticas y filológicas, podemos ir comprobando, además, que fuera de dialogar directamente con alguna obra base -como el Diccionario académico en sus ediciones de 1899 y 1914, en el caso de nuestro diocesano- el diálogo que tenía Román con otros autores y sus obras es constante. Algunas veces, incluso, el diálogo se encauza de una manera que raya en la loa y, en otros casos, en la crítica más ácida y vehemente. Seguimos con el rastreo de autoridades en la letra B con autores españoles como Roque Barcia (1823–1885) y su Primer diccionario general etimológico de la lengua española (1880-1883); Ciro Bayo (1859-1939) y su Vocabulario criollo-español o sudamericano (1910), Lope Barrón (1853-1918) y sus Frases populares (1907), Eduardo Benot (1822-1907) en La arquitectura de las lenguas (1890), Diccionario de asonantes y consonantes (1893), Diccionario de ideas afines (1899) y su Prosodia castellana y versificación (1895); Luis Besses y Terrete (fs.XIX-p.s.XX) y su Diccionario de argot español (¿1905?); Jerónimo Borao y Clemente (1821–1878) y su Diccionario de voces aragonesas (1859). Además, tenemos al jesuita italiano Ludovico Bertonio (Arcevia, 1557-Lima, 1625) y su Vocabulario de la lengua aymara (1612). Para Latinoamérica tenemos a los guatemaltecos Santiago I. Barberena (1851-1916) y sus Quicheísmos (1894) y a Antonio Batres Jáuregui (1847-1929) y sus Vicios del lenguaje y provincialismos de Guatemala (1892). De Venezuela tenemos a Rafael María Baralt (1810 1860) y su Diccionario de galicismos (1855) y nuevamente a Andrés Bello y su Vocabulario del poema del Cid (1816), así como su Gramática (1847).

2.6.1.3. Fuentes orales Si bien el número de fuentes lingüísticas escritas es mayor en número que las fuentes orales en el Diccionario de Román, destacamos su presencia de todas formas. Gran parte de la historia de la lexicografía se ha basado, sobre todo, en la importancia excesiva en la lengua escrita como fuente, en perjuicio de la lengua hablada. Este aspecto es crítico sobre todo en la lexicografía descriptiva: por ejemplo, es insuficiente el aporte que nos puede dar la lengua escrita, más en los casos en donde se desea dar cuenta de las voces subestándar, entiéndase con esto las voces familiares, populares, vulgares, tabuizadas o jergales, puesto que muchas de estas voces, las más veces de gran uso, no aparecen lo suficientemente reflejadas en las fuentes lingüísticas o textos originales. En el caso del Diccionario de Román, comprobamos que nuestro sacerdote no se molesta en tener que buscar fuentes de todo tipo para poder ejemplificar o dar cuenta de algunas voces. Por ejemplo, como autoridad de un uso chileno que Román quiere permutar por el castizo (la voz molde), nuestro sacerdote mencio-

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na a “Una señora santiaguina manifestando su descontento porque un periódico ya no incluye patrones (moldes)”. Sin embargo, las más veces, cuando la palabra escrita no da cuenta de lo que se quiere ilustrar, Román cita la lira o el canto popular. Por ejemplo, hay casos en que hace referencia a las “cantoras de salón”, “chilenas que cantan”, “canciones populares”, “cantos populares españoles”, “antiguas canciones españolas” o “letrillas anónimas”. En algunos casos, incluso, puede darnos más datos, como en la expresión chilena enfermo del chape, en donde la autoridad es una “Canción para piano y canto de 1872”. En otros casos las voces chilenas se ejemplifican con la poesía popular, la cual, si bien se enmarcaría dentro de la tradición escrita, para la época de Román, esta solía ser recitada, cantada o formaba parte de lo que se conoce como “poesía de cordel”, tradición a medio camino entre lo oral y lo escrito, lo popular y lo canónico. En la expresión Sosiégate, José, su autoridad son unos “versos semipopulares”. En voces con un origen posible en la germanía, según nuestro sacerdote, como en cocorocó, ¡huiche!, tres marías o mote, la autoridad son unos “versos populares chilenos”. Voces americanas como contino o cotona también se ejemplifican con “versos populares chilenos” o con “versos familiares”. La lírica chilena popular aparece como autoridad de ciertas voces que Román trata como arcaísmos, como churrasco, frutillero, ¡hijuna!, piedra o pinganilla. No hay problema en usar como autoridad para una voz como disparejo una “estrofa popular” o que la autoridad para lematizar una frase como fi, fi, fi sea “el vulgo poeta”.

2.6.2. Elección de las fuentes

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La elección de las fuentes en el Diccionario de Román se relaciona con la postura normativa e historicista del sacerdote, porque la información que nos entrega acerca del uso de una voz tiene que ver, las más veces, con el resultado de una evolución histórica, de la que un uso se valida o no. Sin embargo, como hay mucho de descripción en Román, se encuentra un número no menor de fuentes contemporáneas a nuestro sacerdote. Por lo mismo, encontramos textos datados desde los orígenes hasta textos que se estaban publicando en vida del diocesano. Si volvemos a nuestra letra B, podemos dar cuenta de estas: I. Del período anteclásico, tenemos a: 1. Gonzalo de Berceo (c.1198-c.1264) a quien Román suele citarlo (en su Vida de Santo Domingo de Silos o El duelo que fizo la Virgen María) como autoridad arcaica (en voces como la calor, a firme, hereje, lesionar, matar, ñaña,

pestañeada, puente). O como autoridad sin más, en su Loores de nuestra señora (chueco, ca), Santa Oria (puyar) o en Sta María como autoridad para un étimo (montaña). 2. Juan Alfonso de Baena (siglos XIV y XV) y la compilación de poesía del XIV y principios del XV depositada en el Cancionero de Baena. Justamente, con la voz ingüento Román toma el Cancionero como una autoridad que hace uso del arcaísmo que nuestro sacerdote desaconseja. 3. Andrés Bernáldez (1450-1513) en su Historia de los reyes católicos citado como autoridad (en las voces mandar y matar). 4. Juan Boscán (1492-1542) como autoridad del uso correcto (Ifigenia); o como autoridad sin más, en su traducción de El cortesano de Castiglione (en voces como chueco, ca, maña, mechonear, nadie, ninguno, notomía, propósito). También, en su traducción, como autoridad de usos que Román reprueba (en voces como dejar caer y logia). II. De los siglos de oro, tenemos a: 1. Luis Barahona de Soto (1548-1595) quien en su Égloga de las hamadríades Román lo toma como autoridad de un uso castizo relacionado con un chilenismo (en la voz odioso). 2. Ludovico Bertonio (Arcevia, 1557-Lima, 1625) tomado como autoridad en su Vocabulario aimará (bramadero, guaca, guaina, guara, maltón, na, mantada, mezquinar, morocho, mote, multiplico, pallalla, porongo). 3. Bernardo de Balbuena (1562- 1628) y su El Bernardo, en donde Román lo toma como autoridad para adicionar una acepción (en voces como dar, fletar, hacerse a, hacer a todo, licurgo, picar o pródigo) o como autoridad que hace uso de una realización lingüística que Román no aprueba (en voces como flor de lis o záfiro). También tenemos el Siglo de oro en las selvas de Erífile, en donde Román lo toma como autoridad (en la voz enmostado, da). 4. Gaspar de Barrionuevo (1562-¿h. 1630?) y su Entremés del triunfo de los coches: Lázaro, en donde Román lo toma como autoridad que usa una voz (San Lázaro), realización que lógicamente nuestro sacerdote refuta.

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2. Javier de Burgos (1781–1848), como autoridad en sus traducciones de la poesía de Horacio (en voces como difícil o pellín).

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III. De la época moderna, tenemos a: 1. Andrés Bello (1781- 1865) como autoridad, por ejemplo, en su “Silva a la agricultura de la zona tórrida” (ananas, lieo); lo mismo en su traducción “Las fantasmas” (cuadrilla); “Oración por todos” (Lolo), “La moda” (zigzag); como autoridad de americanismos en su poesía en general (guarapón, hierros) o de un venezonalismo, como en su traducción de El Orlando enamorado (pillastrón, na) o de chilenismos, algunas veces no aceptados por Román, como en “El proscrito” (picana, zancudo, pinino, pitar). También lo encontramos como autoridad sin más en su Gramática (amanecer, aseverativo, cuasi, estar, la, lo, más, matar, mejor, mente, participio, proporción) o en su Vocabulario del poema del Cid (consuegrar). En su obra legal hay muchos casos en que se presenta como autoridad para que la voz sea lematizada o se agregue una acepción en el diccionario académico (coasignatario, codeudor, cofiador, ra, captatorio, beneficio de competencia, dativo, va, deferir, desaparecido, en especie, esponsión, indelegable, inejecución, insoluto, modal, modo, mutuario, indivisión, posesión) o en la obra de Bello sin referencia textual (inacentuado, da, monorrimo, mucho, pospretérito, pretérito, pro, proveer, que). También como autoridad de voces o usos que Román desaconseja, como en su traducción de El Orlando enamorado (desmondongar, a extramuros, patronizar) o en “Al dieciocho de septiembre” (presidir). Lo mismo en su obra legal, como en el Código civil en donde abundan casos que Román penaliza (cerca, confección, confusión, defecto, discernir, facción, hipotecariamente, implicancia, provisorio) o en su Derecho internacional (exterritorialidad, preención), también en muchos casos en donde Román no cita el texto mismo, solo el no estar de acuerdo (al, blandir, extasiar, ¡guah!, no ha lugar, amenudo, mucho, nos, primero, ra).

3. Bretón de los Herreros (1796-1873), profusamente citado, sobre todo como autoridad castiza o como autoridad para que el diccionario académico lematice una voz (en voces como afiliar, arlequinesco, fecha, izar, hacer buena una cosa, mayúsculo, Pancho, cha, ponchada, porteño, ña), como en su La escuela del matrimonio (Alicurco, ca); “A Moratín” (becerro de oro); “La desvergüenza” (cien, ciento, falansterio, gerundiar, llanto de cocodrilo, magdalena, Mavorte, modesto, Népote, orejas de Midas, pandillaje, Proteo); “La lavandera” (la sin hueso); “El amigo mártir” (clavar); “La castañera” (constitucionalidad, ¡O témpora, o mores!); “Lo que quieren todas” (cosa); “En el diario de una

actriz” (cuarto de hora); “Dios los cría y ellos se juntan” (denante o denantes); “Carta erótica en estilo parlamentario” (frase sacramental); “A Quevedo” (Mesalina); “Elegía de Tibulo” (Lieo); “Flaquezas ministeriales” (malhaya); “El carnaval” (Micifuz); “El gato y los ratones” (Micifuz); “Al Guadalquivir” (Morfeo); “Las sopas de ajo” (olear); “La nodriza” (parturienta); “La Manola” (pololo, la); “Letrilla reputaciones fáciles” (porvenir); “Letrilla a Laura tirando a blanco” (prender). También como autoridad en voces que Román desaconseja su uso (club, polizón), como en su “Ruede la bola” (a la bartola); “La desvergüenza” (pudding); “El Marqués de Molíns” (epigramatizar); “A Quevedo” (lecho de procustes); “El mono y el buey” (pluscafé). 4. Antonio Benavides Fernández Navarrete (1807-1884) quien en sus Memorias es tomado por Román como una autoridad (logomaquia) o como autoridad que hace uso de una voz que nuestro sacerdote proscribe (lecho de procustes). 5. Jaime Balmes y Urpiá (1810 -1849), por ejemplo, en El protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea lo cita como autoridad para que se enmiende la voz en el diccionario académico (en el uso intransitivo del verbo arrancar) o en la misma obra recomienda el autor “usar con discreción” la voz en cuestión (de no). 6. Rafael María Baralt (1810 1860) profusamente citado con su Diccionario de galicismos, sobre todo por su purismo excacerbado o por encontrar galicismos donde no los hay (á, acompañanta, acusar, administrar, afectar, afortunado, afrontar, al aire, amor, alcance, alternativa, alto, ta, hacer alusión, armar,bolsa, conducir, consignar, contracción, contrariedad, contrasentido, cualquiera, deberse, diferencia, difícil, hablar alto, hacer). También como autoridad (aludir, boga, cifra, círculo, contabilidad, culpable, deferencia, influenciar, izar, minarete, a partir de ese día, permitir, pretendido, da). 7. Jerónimo Borao y Clemente (1821–1878) sobre todo como autoridad (sea castiza, sea aragonesa) con su Diccionario de voces aragonesas (aparatero, ra, cascar, llamar comprofesorado, matasapo), también para que el diccionario académico lematice voces (echar el agua). 8. Manuel Blanco Cuartín (1822-1890) como autoridad en Los borbones de España (prometer) o como autoridad de voces que Román desaconseja, como en Bohemios del talento (vagabundaje) o en Nuestros literatos: (portafolio).

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9. Eduardo Benot (1822-1907) como autoridad para que el diccionario académico lematice una voz, como en su Diccionario de ideas afines (el más allá, espantapájaros, metalurgista, Proteo).O como autoridad sin más, como en La arquitectura de las lenguas (apenas, interoceánico, la). También como autoridad para cuestiones estrictamente lingüísticas, como en su Diccionario de asonantes y consonates (bisturí). O como autoridad que hace uso de la voz que Román censura (afiliar, crismera,lecho de Procustes) presente en su Prosodia castellana y versificación. 10. Roque Barcia (1823–1885) y sus etimologías como autoridad (mandolino, zafadura). 11. Vicente Barrantes (1829-1898), de quien Román no cita su obra, pero sí lo instala como autoridad para que el DRAE lematice la voz (agermanado). 12. Diego Barros Arana (1830-1907) como autoridad de una voz (pananas) en su Historia general de Chile. 13. Federico Balart Elgueta (1831-1906) a quien con su poema “¡Viva España!” Román lo toma como una autoridad que pluraliza dólar de la forma que Román desaconseja: dóllars. 14. Daniel Barros Grez (1834-1904) en su El huérfano como autoridad chilena (chamanto, pipiolo). 15. Eduardo de la Barra (1839-1900) como autoridad en su edición de la Crónica rimada de las cosas de España (ofertar).

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16. Julio Besnard (Francia, 1841-1924), padre de la medicina veterinaria en Chile a quien Román cita como autoridad de datos enciclopédicos de voces usadas en Chile (liguano, na, melliguaco) en “un folleto”. 17. Eusebio Blasco (1844-1903), profusamente citado, como autoridad sin más (en voces como ama seca, ¡cataplum!, guachacay, helado, jugueteo). Lo mismo en sus Las ausencias de Tristán (cortador); Los pasajeros del behera (cerrado); Reyes y presidentes (cosa pública); Cuentos nuevos (croché, escabeche, desesperada); Ricos pobres y pobres ricos (kermesse); La vida de un hombre (velay). O como autoridad de una voz que Román proscribe (en voces como chismear, entrecanoso, narguilé). Lo mismo en sus Españoles franceses (el galicismo a la minuta); Perfiles femeninos (mundo, en un uso que Román proscribe erróneamente por galicismo).

18. Antonio Batres Jáuregui (1847-1929) como autoridad en sus Vicios del lenguaje y provincialismos de Guatemala (guarapón). IV. De la época coetánea a nuestro sacerdote tenemos a: 1. Federico Baráibar y Zumarragán (1851-1919), a quien Román cita profusamente como autoridad de una voz que hay que lematizar, o bien, para asuntos lingüísticos (en las voces macadamizar, mucho) o como autoridad de voces y usos españoles (en las voces bolón, chindo, diez, Goyo, ya, Goyito, yita; maña) o como autoridad de un indigenismo (como en guagua y pichi). En todos estos casos Román no cita la obra de Baráibar y Zumarragán. Sin embargo, hay una referencia a su edición de la Odisea como autoridad para lematizar una voz (proco). 2. Santiago I. Barberena (1851-1916) como autoridad para étimos (jahuel) o como autoridad sin más (gangocho, guanaco, inoneco) en su Quicheísmos. 3. Michel Bargilliat (Pont L’ Abbé, 1853-1926), profesor de derecho canónico a quien Román usa como autoridad en lengua latina (éxeat) en su Praelectiones Juris canonici. 4. Lope Barrón (1853-1918) como autoridad en sus Frases populares (juventud dorada, ser uno un Luculo, tela de Penélope). 5. Ciro Bayo (1859-1939), a quien Román lo toma como autoridad de un étimo (pallador) en su Romancerillo del Plata y en su Vocabulario criollo-español o sudamericano es bastante citado, como autoridad lexicográfica (macanudo, da, maceta); como autoridad de un americanismo (hechura, huiro, macuco). O también como autoridad que propone lematizar una voz que Román proscribe (despostar, guarango, maraca, distingüendo, morocho) o como autoridad a quien Román critica dura e irónicamente (girador, da, (las) goteras, guámparo, guanear, hurgunero, lucllucha, majado, marlo, matambre, matucho, milico, mingaco, guaicar, guatea, obligar, picana, pichanga, pilcha, pillullo, pingo, piscoiro, pisiútico, ca, pitajaña, polla, pontezuela o puentezuela, potoco, ca). 6. Luis Besses y Terrete (s.XIX- p.s.XX) con su Diccionario de argot español (¿1905?) como autoridad castiza (chambón, dita, a la francesa, fresco, ca, fumarse a uno, fideo, intención, lapo, lata, mono, naranja, pavo, pepino, puerta) o como autoridad para un étimo (michicumán) o como autoridad para que el diccionario académico lematice voces (matar el gusano, caballero de industria).

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V. De la época posterior a nuestro sacerdote, es decir, autores de generaciones más recientes que Román, tenemos a: 1. Vicente Blasco Ibáñez (1867–1928), como autoridad para lematizar la voz en su España romántica (guitarreo, proteico, ca). 2. Guillermo Mentor Bañados Honorato (1870-1947) como autoridad del chilenismo (chica) en su Del mar Pacífico al Báltico. 3. Pío Baroja (1872-1956) y su Camino de perfección, sobre todo como autoridad contemporánea a nuestro sacerdote (en voces como cerca, izar, ministro, perro); como autoridad para una propuesta etimológica de Román (futre). 4. Adolfo Bonilla y San Martín (1875-1926), como autoridad de una frase no lematizada en el DRAE (hacer auto de fe de una cosa), en su La Hostería de Cantillana (1902) o en su edición del Diablo cojuelo de Vélez de Guevara como autoridad que le da un sentido errado a la acepción de la voz (falso, a).

2.6.3. Memorias discursivas en el Diccionario de Román

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Lauria (2012 a) investigó ejemplarmente una forma de leer los diccionarios en relación con las memorias discursivas. Gran parte de la metodología que exponemos aquí, de hecho, es una réplica de lo que ella hizo para los diccionarios en la Argentina. En ello, tal como hicimos referencia en la primera parte de nuestro estudio, entendemos y estudiamos los diccionarios en tanto discursos (cfr. Courtine 1981) y, al momento de tratar un corpus de diccionarios a manera de cotejo (método fundamental si en lexicografía histórica queremos dar cuenta de algo), entenderemos la confluencia de la información entregada en ellos, obviamente, como un continuum de interdiscursos (cfr. Pêcheux 1975), en donde se presenta diversa información, la cual se cita, se reitera, se margina, se copia o se trasvasa (esto último, el trasvase, como suele afirmarse en metalexicografía, cfr. Haensch y Ormeñaca 2004). Estos interdiscursos establecen, pues, las memorias discursivas (cfr. Pêcheux 1990 [1983]) con las que queremos tratar en la presente investigación. Pêcheux define la memoria discursiva como el “ensemble complexe, préexistant et extérieur à l´organisme, constitué par des séries de tissus d´indices lisibles, constituant un corps sociohistorique des traces” (1990 [1983]: 286), en donde la interpretación (ya que al hacer análisis histórico del discurso se interpreta, claro está) se fundamenta en un “corps socio-historique de traces discursives constituant l´espace de mémoire de la séquence. Le terme d´interdiscours caractérise ce corps de traces comme matérialité discursive,

extérieure et antérieure à l´existence d´une séquence donnée, dans la mesure où cette matérialité intervient pour la constituer” (1990 [1983]: 289). Desde esta óptica, dentro de un discurso diccionarístico se incorporan enunciados ya dados; estos se repiten, se reformulan, o bien, pueden invertirse (se niegan, diría Courtine 1981); es decir, se activan los dominios asociados, en nuestro caso, de los discursos presentes en el horizonte de los instrumentos lingüísticos. En esto parafraseamos a Foucault (2002 [1969]), para quien toda formulación dentro de un discurso, en nuestro caso, toda definición, todo ejemplo, toda marca gramatical: todo artículo lexicográfico, posee un dominio asociado en esta memoria discursiva: la serie de las demás formulaciones en el interior de las cuales el enunciado se inscribe y forma un elemento […]. Está constituido por el conjunto de formulaciones a las que el enunciado se refiere (implícitamente o no), ya sea para repetirlas, ya sea para modificarlas o adaptarlas, ya sea para oponerse a ellas, ya sea para hablar de ellas a su vez. No hay enunciado que, de una manera o de otra, deje de reactualizar otros […]. Esta constituido además por el conjunto de formulaciones cuyo enunciado prepara la posibilidad ulterior, y que pueden seguirlo como su consecuencia, o su continuación natural, o su réplica.” (Foucault 2002 [1969]:165-166). Por otro lado, siguiendo con la división temporal que utiliza la Escuela de los Annales (específicamente Braudel 1991 [1969]), se genera un vaivén en el quehacer lexicográfico (tanto de sus usuarios como de sus estudiosos): al consultar un diccionario solemos inscribirnos en un tiempo corto pero, al estudiarlo críticamente, requerimos de ese tiempo largo (donde se activan las nociones que hemos venido presentando: discurso, interdiscurso, memoria discursiva, dominios asociados, evidentemente). En efecto, al consultar un diccionario, hacemos uso del tiempo corto, a ese mundo “de los individuos, de la vida cotidiana, de nuestras ilusiones, de nuestras rápidas tomas de conciencia -el tiempo por excelencia, del cronista, del periodista” (Braudel 1991 [1969]: 46). Lo mismo sucede al estudiar un diccionario de manera monográfica, sin tomar en cuenta, claro está, estas memorias discursivas. Sin embargo, al activar la memoria discursiva se impulsa el uso del tiempo largo, pues “se anexa un tiempo muy superior al de su propia duración. Extensible hasta el infinito, este tiempo se une, libremente o no, con toda una cadena de acontecimientos, de realidades subyacentes e imposibles, según parece, de separar desde entonces las unas de las otras” (Braudel 1991 [1969]: 45). Por lo mismo, al hacer uso del concepto memoria discursiva desde esta óptica, queremos afirmar la existencia histórica de los enunciados. En efecto, Foucault en El orden del discurso (1992 [1971] y más adelante, para el análisis del discurso aplicado, en Courtine 1981) propone y describe esta idea de la

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existencia histórica del enunciado en textos religiosos, jurídicos, literarios o científicos, en donde caben, también, los instrumentos lingüísticos, en tanto “discursos que están en el origen de ciertos actos nuevos, de palabras que los retoman, los transforman o hablan de ellos, resumiendo, los discursos que indefinidamente, más allá de su formulación, se dicen, permanecen dichos y aún se van a decir” (Foucault 1992 [1971]: 21-22). Justamente, en los artículos lexicográficos de producciones precientíficas podemos ver repeticiones, reformulaciones, enfatizaciones, refutaciones, de otros discursos. De esta forma, pensando en las autoridades, las citas y los ejemplos en el Diccionario de Román, queremos utilizar como herramienta conceptual la noción de memoria discursiva. Para ello hemos seleccionado algunos artículos lexicográficos de tipo gramatical que aparecen en el Diccionario de Román, específicamente los artículos que el sacerdote redactó para las preposiciones a y bajo y de las que volveremos a hacer mención en la tercera parte, por lo demás. De alguna forma, el artículo lexicográfico de nuestro autor será una suerte de patrón en donde podremos determinar, en rigor, qué se cita, directamente o no, de otros discursos lingüísticos previos. Asimismo, queremos mostrar hasta qué punto los discursos contemporáneos al del sacerdote dan cuenta de la misma información. La finalidad, tal como hemos afirmado, será dar cuenta de las redes de memorias discursivas que hay en estos artículos lexicográficos. El discurso de Román en este tipo de artículo lexicográfico se caracteriza por una información altamente normativa. Justamente, la función en los artículos lexicográficos es la proscripción, como veremos en la información que se presenta. En efecto, en los casos que presentaremos a continuación, dos artículos lexicográficos de voces gramaticales (de las preposiciones a y bajo), la información que encontraremos está relacionada muchísimas veces con el régimen preposicional y los usos considerados incorrectos, como los calcos sintácticos del francés (supuestos o no), entre otros. Hemos seleccionado a propósito aquellos casos en donde no hay vigencia en la proscripción.

2.6.3.1. Un solecismo En una de las acepciones de la preposición a, con valor de determinación, Román señala lo siguiente: con los nombres propios geográficos, a no ser que lleven artículo: “Vio a Palermo y después a Mesina” (Cervantes, El licenciado Vidriera). “Atravesaron el Pirineo por Roncesvalles” (Lista). “Escritores de menor nota (escribe Cuervo) suelen hoy en España omitir la prep. antes de nombres de ciudad y dicen Dejé Valencia, lo cual es por cierto un galicismo, o acaso algo peor, (solecis-

mo, según la Acad.) de gusto intolerable”. Ojalá esta marca de hierro candente bastara para hacer cesar el abuso, que por desgracia es algo general, y suele deslizárseles hasta a los escritores de nota, no diremos menor (Román 1901-1908). Lo que Román proscribe no es nuevo dentro de los dominios asociados, pues ya aparecía en el diccionario que le sirvió de base, el Diccionario manual de locuciones viciosas y de correcciones del lenguaje que el sacerdote salesiano Camilo Ortúzar publicó en Italia: Si un nombre propio aun cuando sea de cosa, recibe la acción del verbo, lleva antes de sí la preposición a: Saquearon a Roma, He visto a Constantinopla, Deseo conocer a Sevilla. Pero no antecede esta preposición a los nombres propios, si van determinados por el artículo definido. He visitado la Polonia, conquistó el Ferrol, arruinó la Inglaterra (Ortúzar 1893). Tal como vemos con la cita a Cuervo (1867-1872) y la fuente de Ortúzar, este solecismo ya había sido anteriormente normado en la Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos, en donde Andrés Bello afirmaba: Pero basta la determinación sola para que sea necesaria la preposición a en todo nombre propio que carece de artículo: “Deseo conocer a Sevilla”; “He visto a Londres”. En los de cosas, que llevan artículo, este basta como signo de determinación: “Las tropas atravesaron el Danubio”; “Pizarro conquistó el Perú”” (Bello 1988 [1847]: 567). Dentro de la lexicografía hispánica normativa, esta observación aparece en Cizaña del lenguaje. Vocabulario de disparates, extranjerismos, barbarismos y demás corruptelas, pedanterías y desatinos introducidos en la lengua castellana, de Francisco Orellana: A (Supresión y uso indebidos de esta partícula).—“El enemigo tomó Barcelona”. Esto es: “a Barcelona” “Los franceses sitiaron Zaragoza”. Es decir: a Zaragoza (Orellana 1891 [1871]). Y en la lexicografía diferencial hispanoamericana contemporánea a Román, esta observación solo aparece en el Diccionario de mejicanismos. Colección de locuciones i frases viciosas de Feliz Ramos y Duarte: Se comete solecismo en la supresión de la a en los siguientes casos: “El enemigo tomó Zacatecas;” “Los franceses sitiaron Puebla” Tengo propósito de visitar París y ver Londres; solecismo usual con que se suprime la preposición a, que reclama imperiosamente el verbo (Ramos y Duarte 1896: s.v. a). Esta indicación es la única, dentro del artículo lexicográfico de la preposición a en Román, que no mantiene vigencia en la actualidad. El cambio lingüístico, pro-

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piciado por el galicismo se comprueba con lo indicado por el Diccionario Panhispánico de Dudas: “el uso con preposición, habitual en épocas pasadas, prácticamente ha desaparecido de la lengua actual” (2005: s.v. a). Y el hecho de que esta misma observación aparezca en dos obras lexicográficas, una normativa y otra mixta, contemporáneas a Román da cuenta del problema generado con este uso preposicional. Destacamos, además, dos aspectos interesantes en Román: por un lado, la presencia de citas, tanto de autoridades literarias como lingüísticas (Cervantes, Lista y Cuervo); las literarias como una forma de reforzar el uso considerado correcto y las lingüísticas como una forma de reforzar la prescripción. Por otro lado, respecto al tipo de discurso prescriptivo, se presenta una marcada vehemencia en Román (“Ojalá esta marca de hierro candente bastara para hacer cesar el abuso, que por desgracia es algo general, y suele deslizárseles hasta á los escritores de nota, no diremos menor”), la cual, fuera de lo citado de Cuervo, no se observa en el resto de los autores.

2.6.3.2. Un uso tomado de la lógica En otra de las acepciones de la preposición a, Román observa:

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En lenguaje técnico de las matemáticas, escribe Baralt, se dice: “A es a B como C es a X; pero en cualquiera otro caso me disuena semejante modo de hablar. Lo corriente y castizo es, v. gr.: La tierra es respecto del universo lo que un átomo respecto del sol”. Sin embargo, observaremos nosotros, semejante modo de hablar es harto conciso y elegante, y, por lo tanto, nada tiene de censurable. Úsanlo los académicos Don Cayetano Fernández en su discurso de incorporación: “El misterio y lo infinito es, de algún modo, a la belleza intelectual lo que el tipo ideal es a la belleza física” y don Leopoldo A. de Cueto en el elogio del Duque de Rivas, leído en la Academia misma: “La hipérbole, mal contenida en los estrechos límites del buen gusto, es al numen poético lo que la fanfarronada al valor, un alarde innecesario de fuerza, que suscita dudas sobre la fuerza verdadera”. Antes había dicho también en su discurso de incorporación el académico don F. de P. Canalejas: … “las nuevas lenguas, que son al sánscrito lo que el español, el francés o el italiano son al latín”. “La declinación es al nombre lo que la conjugación al verbo”. (M. F. Suárez, Estudios gramaticales). “El estilo es a una obra lo que la fisonomía al cuerpo de su autor” (J. M. Sbarbi)” (Román 1901-1908: s.v. a). Tal como se observa, Román y su mayor fuente en este artículo lexicográfico, la monografía Estudios gramaticales. Introducción a las obras filológicas de D. Andrés Bello, del colombiano Marco Fidel Suárez (1885), discrepan de la postura de Baralt, la “gran” autoridad en lo que a galicismos respecta durante el XIX quien, en su Diccio-

nario de galicismos (Voces, locuciones y frases) propone la conmutación de la preposición por la fórmula preposicional respecto de: A usada por respecto de. En lenguaje técnico de las matemáticas se dice: “A es a B como C es a X”; pero en cualquier otro caso me disuena semejante modo de hablar. Lo corriente y castizo es, v.gr.: La tierra es respecto del universo lo que un átomo respecto del sol” (1995 [1855]). Asimismo, apoyan la proscripción el Diccionario manual de locuciones viciosas y de correcciones del lenguaje, de Ortúzar, quien solo se limita a parafrasear a Baralt : “Por respecto de: La tierra es al (respecto del) universo lo que un átomo es al (respecto del) sol” (Ortúzar 1893: s.v. a). Además, dentro de la lexicografía hispanoamericana contemporánea a Suárez y Román, discrepa Rafael Uribe en su Diccionario abreviado de galicismos, provincialismos y correcciones de lenguaje: “6° A por respecto de: “La tierra es al [respecto del] universo lo que un átomo es al [respecto del] sol” (Uribe 1887: s.v. a). Con estas divergencias se aprecia, entonces, una oposición en el nivel normativo, que da cuenta de dos bandos: quien penaliza y quien apoya este uso preposicional, tomado del lenguaje de la lógica. Como una forma de argumentar el apoyo, destacamos los interdiscursos que proponen Suárez y Román: los académicos, como los del sacerdote Cayetano Fernández, Leopoldo de Cueto y Fracisco de Paula Canalejas, hasta figuras del mundo intelectual y lexicográfico español, como el sacerdote José María Sbarbi. Este tipo de argumento, el de la autoridad académica e intelectual, es, hasta el día de hoy, la mayor fuente de sustento para apoyar y consolidar un uso (véase, por ejemplo, lo que hace el DPD en la tradición hispánica o la Nueva Gramática). Posteriormente, este uso no aparece marcado en el Diccionario histórico (cfr. 1972: s.v. a, §71) y no hay referencias en la actualidad en el DPD, por lo que las observaciones de Suárez y Román son el reflejo del asentamiento de un uso en la norma y dan cuenta, además, de una serie de actitudes normativas, altamente puristas (entre los del bando prescripcionista), características del español codificado decimonónico.

2.6.3.3. Un galicismo En otra de las acepciones de la preposición a, Román irrumpe, con esa vehemencia característica del discurso normativo precientífico: Precio a pagar, problema a resolver, etc. ¡Dios nos libre para siempre de galicismos tan crudos y tan chocantes a los oídos castellanos! Precio por pagar, problema por resolver, es el único modo que en estos casos admite nuestro idioma, a no ser que se dé a la frase otro giro o pueda emplearse algún adj., como podría ser pagadero para el primer ejemplo” (1901-1908: s.v. a).

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Indicación que ya había hecho anteriormente Baralt en su Diccionario de galicismos (Voces, locuciones y frases): A no se usa con el infinitivo sino de dos maneras: una, al principio de la oración, a la cual comunica sentido condicional; y entonces corresponde a la conjugación si […]. La otra manera es cuando, delante del infinitivo, se le junta el artículo definido, y vale tanto como gerundio (…) (1995 [1855]: s.v. a). En la lexicografía diferencial hispanoamericana contemporánea a Román, esta observación solo aparece, ya en la primera década del siglo XX, en el Diccionario argentino de Tobías Garzón: A…prep. que, delante de los infinitivos, denota que está por hacerse lo que el verbo significa; construcción gálica muy en boga en la Rep. Arg. (1910). El galicismo sigue vigente en la actualidad, tal como presenta el Diccionario Panhispánico de Dudas, donde se justifica, además, la generalización del uso, por ser más breve que el equivalente en español: Estas estructuras sintácticas son calcos del francés y su empleo en español comenzó a propagarse en el segundo tercio del siglo XIX. […] Son frecuentes en el terreno administrativo y periodístico expresiones idénticas a las anteriores, como […] problemas a resolver. Estas construcciones resultan más breves que las tradicionales españolas (2005: s.v. a). Además, se presenta una distinción semántica que justificaría el uso de la preposición a en a pagar:

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Con respecto al uso de por en lugar de a, es necesario señalar que la construcción con por posee un matiz significativo adicional; así, no es exactamente lo mismo cantidad por pagar que cantidad a pagar: cantidad por pagar es “cantidad que queda todavía por pagar” e implica que se han satisfecho otros pagos anteriormente, mientras que cantidad a pagar es, simplemente, “cantidad que hay que pagar”” (2005: s.v. a). Así como el de problema a resolver: Son normales estas construcciones con sustantivos abstractos como (…) problema y otros similares, y con verbos del tipo de […]  resolver (2005: s.v. a). Este es otro caso de un artículo lexicográfico en donde se ha modificado la normatividad a partir del uso y Román, así como los autores cotejados que sí dan cuenta de este galicismo y cómo, en un estado determinado de lengua, aún se intentaba frenar su uso.

2.6.3.4. Gana el uso En una de las acepciones de la preposición bajo, Román solo se limita a citar directamente a Mir en su Frases de autores clásicos (1899), sin aportar nada nuevo: Bajo el aspecto: es fr. que, “sobre ser nueva en el lenguaje español y de corte francés, es impropia y descabellada, como Cuervo la llamó, porque el aspecto de una cuestión no tiene bajo ni alto por donde mirarse: el aspecto de la cuestión se puede mirar, o la cuestión en su aspecto; pero, bajo el aspecto, fuera absurdo en castellano. Poco importa que Capmany, Clemencín, Lista, Balmes, Gil y Zarate incurrieran en esa impropiedad; más tolerable habría sido considerar una cuestión por tal aspecto, como dijeron Moratín y Quintana, cuyos dichos aprueba el citado Cuervo. Antes que él había Baralt censurado la frase de Salvá, conservando, como era razón, la clásica considerar a todas luces y en todos sus aspectos. Y es mucho de notar que, habiendo Melo e Ibarra tenido con los franceses tanta comunicación como podían tener los sobredichos afrancesados, no tradujeron el sous francés servilmente por bajo, sino hidalgamente por en, como lo pedía el genio de nuestra lengua, si es verdad que dicha frase pegóseles del francés, pues que antes del 1650 se halla poco usada en nuestro idioma”. (Mir, Frases de los autores clásicos, art. Considerar) (Román 1901-1908, s.v. bajo). Mir, a su vez, utiliza la información de Cuervo (1953 [1886]: §23), quien es el primero en hacer la mención de este uso (1867-1872: §382 b: 407). Es una locución que ya aparece, dentro de la tradición lexicográfica chilena, en el Diccionario manual de locuciones viciosas y de correcciones del lenguaje del salesiano Ortúzar (1893): Bajo el plan, bajo el aspecto son del mismo pelo de los anteriores. A juicio de Cuervo, para que se pudiera decir mirar, ver algo bajo tal aspecto, sería menester que el aspecto fuese transparente, lo cual es descabellado. Y, como las impropiedades en el lenguaje metafórico jamás prescriben, no valen ejemplos como estos: “Es cierto que, regularmente hablando, todo lo que denota la calidad de una cosa o de un individuo, es adjetivo; y que, mirados bajo este aspecto, lo parecen muchos sustantivos”. (Salva, Gramáticas). “Deben principalmente usarse tales divisiones (llamadas párrafos) cuando se va a pasar a diverso asunto, o bien a considerar el mismo bajo otro aspecto.” (Gramáticas de la Academia). “Considerar una cuestión bajo, en todos sus aspectos, por todos sus lados.” (Id. Lista de palabras que se construyen con preposición). Ni es más feliz el Diccionario al emplear semejante locución en los artículos Etnología y Pesimista (Ortúzar 1893, s.v. bajo). Aquí destacamos el hecho de que Ortúzar no prescribe en usos metafóricos (¿Cuándo sería, en bajo el aspecto, usos no metafóricos, nos preguntamos nosotros?), en casos donde autoridades y entidades que hemos estudiado han incurrido en esta realización, como Salvá y la Real Academia Española, con su gramática y diccio-

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nario, así como las autoridades que cita Mir: Antonio Capmany, Diego Clemencín, Alberto Lista, Jaime Balmes o Antonio Gil de Zárate. Dentro de la tradición lexicográfica precientífica, la proscripción de la locución se encuentra bastante difundida, ya que aparece en el Diccionario de chilenismos de Rodríguez (1875), en el Diccionario abreviado de galicismos, provincialismos y correcciones del lenguaje de Uribe (1887), en Diccionario de barbarismos y provincialismos de Costa Rica de Gagini (1892), en Diccionario de mejicanismos. Colección de locuciones i frases viciosas de Ramos y Duarte (1896) y en Voces y frases viciosas de Sánchez (1901): todos, sin excepción, norman sobre su uso. Sin embargo, de este grupo excluimos a García Icazbalceta, quien en su Vocabulario de mexicanismos comprobado con ejemplos y comparado con los de otros países hispano-americanos (1899) es el primero que cuestiona su proscripción: Aunque tan censuradas, se mantienen firmes y cuentan con el apoyo de buenos escritores. Abundantes ejemplos de ello pueden verse en el incomparable Diccionario de Construcción y Régimen del Sr. Cuervo, y pudieran añadirse muchos más. El escrupuloso Baralt, que censuró estas locuciones, dijo bajo un mismo aspecto en su discurso de recepción en la Academia Española (García Icazbalceta 1899, s.v. bajo). Sin lugar a dudas, García Icazbalceta fue un adelantado respecto al uso, cosa que solo podemos apreciar en la observación (ya no proscripción) del Diccionario histórico, en donde se cita un ejemplo de Ortega (bajo otro aspecto) en 1932. Actualmente el Diccionario Panhispánico de Dudas no hace referencia a este uso como una incorrección. Como podemos comprobar, este es un claro ejemplo de cómo una locución preposicional inicialmente proscrita, se asienta en la norma y pasa a ser no marcada.

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2.6.3.5. Galimatías que se impone En otra de las acepciones de la preposición bajo, Román se refiere a Baralt con su Diccionario de galicismos (Voces, locuciones y frases) y nuevamente cita íntegramente a Mir en su Frases de autores clásicos (1899), sin aportar nada nuevo: Bajo el punto de vista: francés puro, en expresión de Baralt, y que en castellano debe ser desde el punto de vista, porque con desde y no con bajo es lógico y natural expresar la relación en que se encuentra el punto de vista con respecto al objeto observado. “Todos nuestros buenos escritores, concluye Baralt, desde principios de este siglo (el XIX), si no me engaño, han expresado siempre el mismo concepto diciendo, v. gr. Examinar las cosas a todas luces, a la luz de la razón y de la experiencia, en el punto de vista de su conveniencia, a todas luces y en todos sus aspectos”; o bien, “a este viso, en tal aspecto, en tal concepto,

por este lado, a esta luz. Los clásicos, desterrando la partícula bajo de todos los puntos, aspectos y respectos, dijeron también con mucha elegancia debajo de una razón, debajo de esta consideración. Si tuviéramos que dar parecer, desearíamos ver desterrado de nuestros libros el punto de vista, que tan incorrecto nos parece con bajo como con desde. ¿No nos basta considerar las cosas en tal aspecto, en tal viso, a la luz de, a la consideración de, en la razón de, como los clásicos dijeron? El punto de vista o de mira podrá servir a los aprendices de Geometría descriptiva, mas no hace falta a los escritores para dar realce a su correcta locución” (Mir) (Román 1901-1908, s.v. bajo). Fuera de Baralt y Mir, la referencia normativa de bajo el punto de vista ya estaba en Cuervo en sus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano (1867-1872: §382: 408) y en su Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana (1953 [1886]: §23). También aparece en el Diccionario manual de locuciones viciosas y de correcciones del lenguaje de Ortúzar, en donde destacamos las referencias críticas que el salesiano hacía de la Academia (utiliza la locución en un artículo lexicográfico), de Bello (la usa en una parte de su Gramática) y del académico Monlau (la usa en su Vocabulario gramatical): Bajo el punto de vista. Este es otro Galimatías que bien baila. Punto de vista es de donde ha de mirarse un objeto para verlo con toda perfección, y así se dice con propiedad “Ver un objeto desde su verdadero punto de vista.” ¿Quién creyera que censurado nominalmente en la Gramáticas de la Academia semejante barbarismo, se hallara como un figurón en la voz cerámica del Diccionario? Verdad es que donde menos se piensa salta la liebre, y para que nadie lo dude allá van tres: “Clasificaremos, pues, los verbos bajo otro punto de vista más conveniente para señalar los diferentes modos de usarlos.” (Bello, Gramáticas N. 335). “Bajo el punto de vista filosófico, los parónimos, son una de las causas más fecundas de los barbarismos, de los solecismos, de la alteración y empobrecimiento de las lenguas.” (Monlau, Vocabulario Gramatical) (Ortúzar 1893, s.v. bajo). Dentro de la tradición lexicográfica precientífica, la locución aparece, a manera de equivalencia, en el Diccionario de chilenismos de Rodríguez (1875); en el Diccionario abreviado de galicismos, provincialismos y correcciones del lenguaje de Uribe (1887); en el Diccionario de barbarismos y provincialismos de Costa Rica de Gagini (1892), quien también se percata del uso de la locución por parte de la Academia (en el artículo lexicográfico cerámica); en Vicios del lenguaje y provincialismos de Guatemala de Batres Jáuregui (1892) y en Diccionario de mejicanismos. Colección de locuciones i frases viciosas de Ramos y Duarte (1896), quien hace referencia de su uso, hasta en un artículo de Baralt.

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Destacamos, una vez más, del Vocabulario de mexicanismos comprobado con ejemplos y comparado con los de otros países hispano-americanos de García Icazbalceta (1899), quien cuestiona su proscripción: Aunque tan censuradas, se mantienen firmes y cuentan con el apoyo de buenos escritores. Abundantes ejemplos de ello pueden verse en el incomparable Diccionario de Construcción y Régimen del Sr. Cuervo, y pudieran añadirse muchos más. (…) [La Academia] usó la frase bajo el punto de vista en el artículo cerámica de la 11a edición de su Diccionario (1869). Después la condenó en su Gramática (1880), y a pesar de eso quedó en el artículo cerámica de la 12a edición del Diccionario (1884). Tan usadas son estas frases, que van perdiendo su extrañeza, y acabaran por arraigarse como tantas otras incorrectas, y aun barbarismos, incrustados ya en la lengua.” (García Icazbalceta 1899, s.v. bajo). Como vemos, ya es el segundo caso, dentro del corpus analizado, en que García Icazbalceta opta por el uso más que por el refreno normativo de las autoridades. La forma sigue siendo sancionada por Moliner en su Diccionario de uso del español (1966-1967) y treinta años después, en el Diccionario Panhispánico de Dudas (2005) se legitima su uso sin referencias a las proscripciones anteriores: Puede significar, además, (…): ‘desde un enfoque u opinión determinados’: Bajo este nuevo enfoque, mejoraran las estrategias de venta; Bajo mi punto de vista, no hay razones para preocuparse” (DPD 2005 s.v. bajo).

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Como puede verse, salvo el juicio más descriptivo que normativo de García Icazbalceta frente a esta locución, la mayor parte de la tradición ingüística decimonónica penaliza el uso, hasta entrado el siglo XX, aun haciendo uso gran parte de sus autores, de la locución penalizada, hasta establecerse por completo, como da cuenta el diccionario normativo por excelencia en lengua española, el DPD. Tal como hemos afirmado anteriormente, con una investigación de tiempo largo -en donde tomamos la lectura del Diccionario de Román relacionándola con otros instrumentos lingüísticos, sean otros diccionarios, gramáticas, monografías, ensayos e investigaciones lingüísticas- se puede conocer la función y relevacia de las fuentes utilizadas. En este ejercicio de análisis entendemos el conjunto completo de estudio (nuestro diccionario y las obras que gravitan con él) como una serie de discursos. Estos, a su vez, poseen una existencia histórica, porque este tipo de producciones textuales no se las puede leer aisladas, sino que deben integrarse unas a otras, cual discursos afines. Esta dinámica se establece como una red de interdiscursos, es decir, como huellas discursivas que las reconocemos por medio de citas, reiteraciones, reformulaciones y reconocimientos de información lingüística. Justamente, la noción

de memoria discursiva exige, por una razón metodológica, de una base, la que en nuestro caso son los artículos lexicográficos que redactó Manuel Antonio Román, para ser activados por ese conjunto complejo preexistente en su exterior, constituido por una serie de huellas sociohistóricas, tal como se entiende la memoria discursiva. Esas huellas son las que tratamos de determinar, esos dominios asociados, esas formulaciones a las que el enunciado analizado se refiere, repitiéndolas, modificándolas, oponiéndolas o adaptándolas. Esa premisa de “no hay enunciado que, de una manera o de otra, deje de reactualizar otros”, como afirma Foucault, se activa de manera ejemplar en el análisis que acabamos de hacer.

2.6.4. Acerca de las citas, los ejemplos de algunas autoridades del siglo XVII La cita viene a reflejar la preocupación histórica que tenía Román al hacer uso de estados de lengua de otras épocas para explicar una voz y su aceptación o no, así como dar cuenta de la transición semántica de una voz, entre otros factores. Es tan relevante este recurso en los niveles del segundo enunciado de nuestro diccionario, que uno de los aspectos destacables de este es, en efecto, la variada información que se entrega bajo el concepto de citas y autoridades. Nuestra propuesta en este apartado es dar cuenta de cómo las autoridades se instalan como enunciados funcionales en relación con una serie de requerimientos estandarizadores reflejando, de esta forma, la relevante función de estos intertextos dentro de cada artículo lexicográfico. Para ello daremos cuenta de citas y ejemplos en un artículo lexicográfico desde una óptica discursiva y con el marco de la historiografía lingüística, pues al entender al diccionario como un discurso lo que queremos hacer es determinar la función de estas citas y cómo las autoridades pueden cobrar un papel fundamental en la codificación, la normativización y, cómo no, en la construcción del objeto lengua española estándar. No hay que olvidar la importancia que se le ha dado a este aspecto desde diferentes escuelas y teorías. Por ejemplo, Auroux afirma que “la construcción de un corpus de ejemplos es un elemento decisivo para la gramatización” (1992b: 30). O Lehman, quien sentencia, reflexionando acerca del ejemplo: El ejemplo está en relación estrecha con el discurso metalingüístico. El lingüista, el gramático, el lexicógrafo se sirven de ejemplos como material o como prueba, como muestra del discurso o como artefacto representante de la lengua […]. Por lo tanto, al mismo nivel que la definición, el ejemplo es una pieza esencial del discurso metalingüístico del diccionario; “la problemática de esos dos dominios, escribió A. Rey (1987, 20), forma el núcleo de la metalexicografía. (Lehman 1995: 3, traducido por Lauria 2010b)

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El mismo Alan Rey, en el monográfico especial que Langue Française le dedicó al ejemplo y la cita, afirmaba que “tanto como la definición, el ejemplo manifiesta la carga ideológica del diccionario, su poder de acción sobre la percepción del lenguaje por la comunidad, su aptitud retórica para manipular los materiales semánticos” (1995: 120, traducido por Lauria 2010b). Rey postula, además, que los ejemplos cumplen tres funciones: informativa, pedagógica y moral. Los ejemplos, de hecho, están destinados a mostrar y autorizar. Asimismo, estos, según el tipo de diccionario y el contexto en el que fue publicado, pueden variar. En efecto, en los diccionarios monolingües los ejemplos nos informan acerca de cómo las palabras definidas se emplean en la lengua (el uso efectivo del que habla Lauria 2010b). Además, desde un nivel pedagógico, las citas actúan como autoridades del hablar correcto y, por lo demás, en esta función moral de la que hablaba Rey, el hecho de que un diccionario opte por autoridades para ilustrar este hablar correcto lo que genera, en última instancia es sancionar una norma lingüística legítima. Como ejemplo, queremos atraer a Lauria (2010b), quien ha estudiado minuciosamente el Diccionario argentino de Tobías Garzón (1910), conocido diccionario por su abundante presencia de fuentes, expresadas en citas y ejemplos, lo que nos recuerda al diccionario de nuestro sacerdote, puesto que se encuentran fuentes repartidas en “géneros literario, periodístico, académcio, administrativo/legislativo, coplas del cancionero popular y discursos políticos” (Lauria 2010b: 66). Entendemos con Lauria que los ejemplos, más que funcionar como modelos, portan un fuerte valor simbólico, puesto que legitiman determinados usos. Tal como hemos visto anteriormente y queremos insistir en ello, para este ejercicio entenderemos a los diccionarios en tanto discursos, así como la información que aparece en ellos como un continuum de interdiscursos, en donde se incorporan enunciados ya dados, como es el caso de las citas, las que entenderemos, siguiendo a Foucault (2005 [1969]), como dominios asociados. Esta vez, con estos supuestos, lo que queremos es determinar cuál es la función de las citas y los ejemplos; a qué tradición discursiva pertenecen o qué relevancia cumplieron en su sincronía, entre otros factores. En otras palabras, nos interesa sobremanera la existencia histórica de los enunciados. De alguna forma, y tal como hemos hecho en otros estudios (cfr. Chávez Fajardo 2015b y 2016c) el artículo lexicográfico de Román será una suerte de patrón en donde podremos determinar, en rigor, qué es lo que se cita y qué función tiene esta información tanto en el corte sincrónico de la publicación del diccionario como en la actualidad; asimismo, queremos mostrar, tal como en el apartado anterior, hasta qué punto discursos contemporáneos a los del sacerdote dan cuenta de la misma información, cosa usual en los artículos lexi-

cográficos que redactó Román, tal como vimos en las memorias discursivas, en donde, muchas veces, se percibe más una pequeña monografía de autores relevantes dentro de los procesos estandarizadores (autores de gramáticas, diccionarios, opúsculos, estudios) que un artículo lexicográfico poseedor de una referencia sintética de algún fenómeno lingüístico. Por otro lado, para clasificar las citas y determinar qué papel poseen estas nos hemos basado en la propuesta que Gómez Asencio (2016) hizo para ellas en las gramáticas, en donde el autor da cuenta de alguna de las funciones de microestructuras tales como citas, ejemplos o menciones y las organiza en cuatro casos, a saber: caso 1, uso general o constante, univeralmente válido desde los niveles diatópico, diastrático y diafásico; caso 2, usos variados, en donde el gramático podría venirle bien recurrir a un autor, por ejemplo, antes de tomar su decisión, por lo que la regla se formula después de las lecturas y del conocimiento literario de la lengua (es decir, a priori), o bien, primero toma su decisión y luego busca legitimidad (a posteriori), dejando otras variantes fuera de su discurso; caso 3, usos variados, en donde el gramático podría (o no) apelar a modelos de lengua dispares, a autoridades válidas para él y disidentes en esto; caso 4, usos variados, el gramático podría aducir como modelos de lengua a autores que emplean la forma o variedad lingüística por él favorecida y garantizan, así, la idoneidad de propuesta que él defiende, asimismo, hace referencia a usos que él condena. Posteriormente Gómez Asencio determina para qué le puede servir al gramático el utilizar a Cervantes en citas, ejemplos o menciones. Para ello Gómez Asencio delimitó roles: Papel primero, en donde la autoridad actúa como especimen de un buen uso, que el autor de la codificación presume general; Papel segundo, en donde la autoridad funciona, en el caso de un buen uso variado (es decir, con más de una opción posible), como muestra acreditada y valedera de la selección llevada a cabo o admitida por el autor de la codificación; Papel tercero, en donde la autoridad funciona para legitimar variedades especiales; es decir, la mera mano de una de estas autoridades convierte en “correcto” y generalizable cualquier uso; Papel cuarto, en donde la autoridad es comprendida y aceptada como buen hablista, sin embargo es exculpada, mas no recomendada; Papel quinto, en donde la autoridad es censurada o rechazada y sirve como ejemplar de usos no recomendados o directamente proscritos por el autor de la codificación; Papel sexto, en donde la autoridad se desempeña como autor literario de prestigio. Lo que haremos, entonces, será aplicar estos papeles a las citas, ejemplos y menciones de autores del siglo XVII en los artículos lexicográficos apercibirse y cuyo, para luego determinar qué función este papel tendría dentro del proceso estandarizador, en donde el diccionario se establece, tal como

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hemos dicho y citando a Auroux 1997 como una herramienta lingüística, pues ayuda a regular la variación lingüística, prolonga la norma y la competencia léxica. En efecto, creemos que existe una relación directa entre autoridades, uso prestigioso y difusión de este en las herramientas lingüísticas, tales como gramáticas, ortografías y diccionarios, entre otros. Si bien, y tal como hemos visto, Román incluye autoridades que van desde los orígenes del idioma hasta su propia contemporaneidad, hemos optado por el siglo XVII por ser el siglo de mayor producción de autores emblemáticos de los Siglos de oro español. Hemos tratado de dar cuenta, en la medida que se pueda y con los dos artículos lexicográficos seleccionados para este fin, de algunas tradiciones discursivas siempre dentro de lo que un corpus literario puede entregarnos, a saber: los clásicos, justamente, del diecisiete, como Miguel de Cervantes y su tradición novelesca con la primera parte de su Quijote (1605), las Novelas ejemplares (escritas entre 1590 y 1612 y publicadas en 1613) Otras obras emblemáticas como la acción novelesca dialogada La Dorotea (1632) de Lope de Vega; Tirso de Molina y comedias de capa y espada como El pretendiente al revés (1631) y En Madrid y en una casa (1671). Autores destacados por más de alguna obra o por formar parte de una escuela, como Agustín Moreto y Cavana, de la escuela calderoniana, con su comedia palatina El desdén, con el desdén y la comedia Antíoco y Seleuco (ambas de 1654). Consideramos historiadores, como Carlos Coloma y Saa y La guerra de los Estados Bajos (1625); asimismo, destacamos una tradición discursiva carísima para el estudio de la estandarización de la lengua española: el autor como traductor y cómo repercute, positiva o negativamente para las corrientes puristas decimonónicas, su quehacer como traductor, tal es el caso de Francisco de Quevedo y su traducción de Introducción a la vida devota de San Francisco de Sales (1634). A propósito de esto, Nunes (2006) señala que la producción lexicográfica está atravesada por redes de memorias discursivas, las cuales responden a formaciones discursivas: “Como todo discurso, el diccionario tiene una historia, construye y actualiza una memoria, reproduce y desplaza sentidos, inscribiéndose en el horizonte de los decires históricamente constituidos” (2006: 18). A partir del análisis de los artículos lexicográficos, puede verificarse la presencia de voces (vigencia léxica); su modificación (transición semántica o polisemia) o su desaparición (mortandad léxica). Hemos decidido, para poder guiar el foco del artículo lexicográfico, subrayar las referencias de las autoridades y, en casos en donde el contexto sea insuficiente para poder determinar mejor la función de la voz o locución lematizada, hemos decidido complementar, en nota a pie, el contexto del enunciado de las autoridades, lo mismo cuando se haga mención de estas mas no se entregue el texto en cuestión.

2.6.4.1. Un galicismo Apercibirse, r. Aunque el a. apercibir, nota Cuervo, llegó a usarse en los buenos tiempos como forma enfática de percibir, como lo comprueba con citas de Tirso30 y de Moreto31, no obstante, se comete hoy un galicismo grosero y propio solamente de traductores adocenados el que use a apercibir o apercibirse por observar, notar, advertir, caer o dar en la cuenta, reparar, divisar, columbrar, descubrir; y esto aun excusándose con ejemplos de Campmany, Clemencín, Ochoa, Martínez de la Rosa, y, lo que es más, del mismo Quevedo, a quien todos tachan de galiparlista en su traducción de la Vida devota32. Con este galicismo jamás ha transigido la Academia, ni tampoco los buenos escritores ni los estudiosos del idioma. (Román 1901-1908) Otro caso en que Román se vale de un autor de prestigio (Cuervo y su Diccionario) para sustentar su artículo lexicográfico. En primer lugar, Román menciona (mas Cuervo cita) a Tirso de Molina con las comedias de capa y espada El pretendiente al revés (1631) y En Madrid y en una casa (1671) y a Agustín Moreto y Cavana con las comedias palatinas El desdén con el desdén y Antíoco y Seleuco, ambas con un papel tercero, es decir, se legitima un uso. Asimismo, afirma Cuervo que la realización “llegó a usarse en los buenos tiempos”, en los Siglos de Oro; esos “buenos tiempos”, los que cumplirían, sin lugar a dudas, un papel sexto. Lo interesante de este caso es el purismo reinante en el XIX y parte importante del XX, en donde el galicismo seguía evitándose, he ahí el “galicismo grosero” (“inadmisible” afirma Cuervo), por lo que las autoridades, en la sincronía de nuestros dos censores, pasarían de tercer a cuarto papel, es decir, exculpados por ser autoridades y por formar parte de esos “buenos tiempos”, mas no un buen ejemplo para el uso tardodecimonónico. En ello, plenamente, está la función de la mención a Quevedo como traductor “galiparlista” en la traducción que hizo de La introducción a la vida devota de San Francisco de Sales (1634). Esta norma no sigue vigente; sin embargo, la disputa académica por

“Como habéis tan bajo hablado,/ Solamente he apercibido,/ Carlos, cual y cual razón.” (Tirso, El pretendiente al revés); “Ni sus misterios alcanzo,/ Ni sus quejas apercibo.” (Id. En Madrid y en una casa). 30

31 “El contento de miralla/ Le obliga al ansia de vella:/ Esto en rigor es amalla;/ Luego aquel gusto que halla/ Le obliga solo a querella./ Y esto mejor se apercibe/ Del que aborrecido está./ Pues aquel amando vive/ No por el gusto que da/ Sino por el que recibe”. (Moreto, El desdén con el desdén); “La reina ha visto el retrato,/ Y ningún medio apercibo/ Para enmendar este yerro.” (Id. Antíoco y Seleuco).

“Aunque por entonces no aperciba su buena dicha, él la conocerá poco después sin duda” Quev. Vida dev. 3. 21 (R. 48. 3032 ). “El mundo, que nos ha tanto engañado, será engañado en nosotros: porque no apercibiendo nuestra mudanza por ser poco a poco, pensará que somos siempre de los de Esaú, y seremos de los de Jacob.” Id. Ib. 4. 46 (R. 48. 3401 ). 32

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considerarlo un galicismo o no se verifica en lo contradictorio de la información a lo largo de las publicaciones del diccionario usual: empieza a lematizarse en la décima sexta edición (1936), aun cuando en la primera edición del Manual de 1927 se señalara que era un galicismo y en la vigésima edición de 1984 se indica: “Este uso galicista se considera vulgar y descuidado”. Observación que no volverá a aparecer. Sin embargo, tal como confirmamos con el Diccionario Panhispánico de Dudas (2005) está extendido con el régimen de intransitivo pronominal con régimen de.

2.6.4.2. Algo de cuyo

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Cuyo, ya, pron. relat. Derivado del genitivo latino cujus, tiene todos los significados de este, y en el pl. (cuyos, cuyas) los del pl. latino quorum, quarum, quorum. Por consiguiente, significa: del cual, de la cual, de lo cual; de los cuales, de las cuales; de quien, de quienes, de quién, de quiénes. Es pues una de las mejores riquezas que ha heredado la lengua castellana de su madre la latina. Además del carácter de relativo, tiene cuyo el de posesivo y concierta, no con el poseedor, sino con la persona o cosa poseída: “Mi hermano, cuya mujer está enferma; La patria, cuyos infortunios deploro”. Extractemos ahora lo mucho y bueno que ha escrito Cuervo sobre este pronombre, porque conviene tenerlo muy presente al leer lo que enseñan sobre el particular la Academia, Bello y otros gramáticos. “Entre cuyo y su antecedente, dice el gran filólogo, pueden mediar varias palabras; en lo cual nuestros clásicos, usando de la libertad que entonces había para el uso de los relativos, llegaron a un extremo que hoy no podría imitarse. En varios de los pasajes siguientes se preferiría en el lenguaje actual el empleo de un demostrativo o de un simple posesivo”. He aquí algunos de esos pasajes: “Fuera del campo que tenía sobre Bona, cuyo suceso [del campo] se dirá luego, formó otro”. (Carlos Coloma). “Ha dicho los males que cometen estos de que habla, y por cuya causa [de los males] Dios los castiga”. (Fr. Luis de León). “Ahora en nuestros detestables siglos no está segura ninguna [doncella], aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta; porque allí por los resquicios o por el aire con el celo de la maldita solicitud se les entra la amorosa pestilencia, y les hace dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad [de las doncellas], andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes”. (Cervantes). Como estos, sigue una multitud de pasajes de los mejores autores en que el uso del cuyo apenas se diferencia del otro tan reprobado que han querido introducir algunos ignorantes. Continua Cuervo: “Puede servir de antecedente [a cuyo] un concepto anterior, de modo que el relativo significa: de lo cual. “Se ve claro cuán principal medio sea este para hallar a Dios. Para cuya confirmación [confirmación de lo importante que es este medio] no dejaré de decidir lo que escribe San Buenaventura”. (Fr. Luis de Granada). “Muchas veces parece que Job y sus compañeros dicen lo mismo, siendo los intentos contrarios. Para cuyo entendimiento [entendimiento o inteligencia de lo cual, de lo que

dicen Job y sus compañeros] advertimos…” (Fr. Luis de León). “No para la envidia, que tan bien muerde un vestido como un entendimiento: a cuya desdicha [de ser mordido por la envidia] están infelizmente sujetos los hombres que tienen alguna gracia, si los acompaña buena persona”. (Lope de Vega, La Dorotea). […] Sigue Cuervo: “Se usa [también cuyo] acompañando a un nombre que va en oposición con un concepto anterior; diferénciase de el cual en que representa además un complemento determinativo formado por de”. He aquí algunas de las autoridades en que funda esta doctrina: “Averiguósele también tener sus puntas de hechicera, por cuyos delitos [de hechicera] el corregidor la sentenció a cuatrocientos azotes”. (Cervantes). “Pero casi luego comenzó a llorar una criatura, al parecer recién nacida, a cuyo lloro [de la criatura] quedó Don Juan confuso y suspenso”. (Id.). […] (Román 1901-1908) El artículo lo toma Román íntegramente del Diccionario de Cuervo. La primera cita que se hace de autores del XVII tiene que ver con el uso en hipérbaton de cuyo, heredado de la tradición clásica latina. He aquí, si de papeles de autoridades queremos dar cuenta, una tensión normativa: la cita de un historiador como Carlos Coloma y Saa, con su Guerra de los Estados Bajos (1634) y la primera parte del Quijote de Miguel de Cervantes (1605) claramente legitiman un uso, papel tercero, que es impensable en la sincronía de ambos censores, papel cuarto. Por otro lado, Cuervo hace mención de cuyo con la función de de lo cual, en donde el citar la acción novelesca dialogada La Dorotea de Lope de Vega (1634) tiene claramente un papel primero. Lo mismo para ejemplificar los usos de cuyo acompañados de un nombre, que representa, claro está, un complemento determinativo con de, con La señora Cornelia de Las novelas ejemplares de Cervantes (1613). Sin lugar a dudas, en los procesos estandarizadores y con ese afán de darle un valor simbólico a la lengua española está la relevancia del papel de las autoridades áureas, al igual que lo hizo la Real Academia Española en su primera fase: optar, junto con otras fuentes relevantísimas, por estos autores, además. No por nada, en esa construcción del objeto lengua española, altamente monolingüe, se elige, para legitimar, el papel de las voces de la fase literaria más prestigiosa, creemos, en la historia de la literatura española. No vemos, en el caso de los artículos seleccionados, un afán por enmendar usos diferenciales, es más, lo que se ve en estos es, por sobre todo, aspectos que buscan homogeneizar una lengua desde una óptica general. Román, por lo tanto, busca un estándar, cosa que se refleja, además, en otras praxis suyas por optar por la ortografía general y no la chilena. Sin lugar a dudas, la publicación de un diccionario mixto da cuenta de un proceso estandarizador acelerado, propio de un proceso con la complejidad y amplitud que tuvo en Chile, tal como mostramos en la primera parte de nuestro estudio, en donde se llama, por práctica lingüística

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que sea a una unificación lingüística. Por otro lado, insistimos en la dinámica de entender al objeto diccionario como un discurso y que todo elemento presente en un artículo lexicográfico, a manera de contextualización, viene a actualizar una memoria discursiva, ese tiempo largo de consulta o, en síntesis, reivindica esa existencia histórica del discurso, altamente funcional si pensamos en el papel normativo que tiene un diccionario, sobre todo al entenderlo, también, como una herramienta lingüística. Justamente en ello queremos centrarnos, pues una autoridad áurea cumplirá, por lo general, una función reguladora dentro de la argumentación acerca del uso de determinada voz. Por ello nos fue útil la clasificación que hace Gómez Asencio, pues nos ayudó a determinar cuál es, realmente, la trascendencia de estos autores y, desde la perspectiva estandarizadora, qué función poseen. Es así como vemos la preeminencia, entre otros papeles, del papel tercero, es decir, el autorizar voces o construcciones, por más ajenas o inusuales que parezcan. De alguna forma, el papel de los censores sería el de legitimar autoridades, aunque al usuario le extrañe determinado uso, o bien, el de legitimarlas para que estas puedan formar parte del diccionario oficial, el académico. También destacamos, en la selección que acabamos de hacer, el papel sexto, que se limita a dar cuenta del prestigio de un autor; sin embargo, y como una forma de insistir en la importancia de los autores áureos en este tipo de codificaciones, ya no vemos el papel sexto centrado en un autor, sino en el periodo todo. Por otro lado, es interesante el vaivén que se da desde una óptica diacrónica, cuando una autoridad pasa de papel tercero a papel cuarto, por no ser recomendado en el corte sincrónico de nuestras codificaciones. Por último, ya dentro de la ejemplaridad, también encontramos casos de usos idóneos, no marcados, con el papel primero. Destacamos, asimismo, el contenido de algunos de estos artículos lexicográficos y que nos vuelven a mostrar la mixtura de un diccionario como este, por ejemplo, con las contradicciones en las que recaen los espacios normativizadores hasta el día de hoy en relación, por ejemplo, con extranjerismos y su adecuación o no dentro de la lengua española. Y, por sobre todo, el papel educador, al dar cuenta precisa y detallada de usos correctos o no de elementos de alta complejidad de uso para el hablante común. Autoridades áureas, pues, con un rol altamente formativo para ayudar a construir ese objeto lengua española, formativas desde el momento en que se enunciaron, acaso sin saber que estaban de esta manera, imponiéndose como un canon in extenso.

3. Recepción del diccionario

Queda por hacer un trabajo de investigación relacionado con la recepción del Diccionario de Román. Por ejemplo, tener en cuenta la difusión que tuvo la Revista Católica, el primer espacio en donde Román fue publicando su diccionario en fascímiles. También urge hacer un rastreo para determinar cuántos diccionarios se vendieron y si hubo repercusión de la obra del sacerdote al momento de publicarse esta. Nada de esto sabemos. Como sea, queremos dar cuenta de lo que se puede hacer con una obra como la de Román hoy por hoy: por un lado, analizar la potencialidad de un artículo lexicográfico redactado por nuestro sacerdote, sobre todo al momento de querer hacer uno una investigación de lexicología histórica. Por otro lado, dar cuenta de cómo fue leyendo la tradición lexicográfica a Román o cómo su estricta normatividad (por ejemplo, con la vehemencia con que defendía o censuraba tal o cual uso) va superándose, relajándose y aceptándose con el tiempo. Esta es otra forma, pues, de estudiar su recepción. Por último, presentamos un breve acopio de referencias críticas contemporáneas a Román cuando publicó su Diccionario.

3.1. Cómo hacemos historiografía y lexicología a partir de los datos que nos entrega Román Hay casos relevantes en donde, a partir de un comentario -en este caso irónico- de una voz que incorporó el diccionario académico en una de las ediciones que consultó Román (el usual de 1899), podemos hacer un rastreo lexicológico histórico de una voz. Tal es el caso de broa, artículo lexicográfico con el que empezamos, en nuestro cotejo, a sacar algunas conclusiones: Broa, f. Especie de galleta o biscocho de que se hace mucho uso en Filipinas. ¡Pobres filipinos! Solo ahora que se han emancipado de España ha venido la Academia a admitirle este y otros vocablos. (1901-1908) Tenemos un caso de homonimia, puesto que hay una broa del mundo de la marina y de la náutica y que está relacionada con una ensenada y que viene, posiblemente, del céltico (cfr. DCECH). Esta voz aparece por primera vez en la tradición

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lexicográfica europea con Domínguez (1846-1847); le sigue Castro y Rossi (1852); la editorial de Gaspar y Roig (1853); el Suplemento de Salvá (1879) y Zerolo (1895). La primera referencia a la voz con valor de ‘galleta o bizcocho de que se hace mucho uso en Filipinas’ es, justamente, en la edición del diccionario usual que Román consultó, que es el de 1899. La referencia y la disposición en homónimos de ambas voces se hace, por primera vez, en Alemany (1917) y en la tradición académica, en el usual de 1939. Lo interesante -y por ello nos detuvimos en la voz- es que es en el usual de 1925 cuando la definición deja de hacer referencia a que esta galleta o bizcocho “se usa mucho en Filipinas”. De allí la intriga, sobre todo porque el artículo de Román nos mereció la pena destacarlo, justamente, por la irónica reflexión que hace al respecto de los filipinos y sus voces. Junto con suprimir la diferencia específica (“se usa mucho en Filipinas”), el diccionario usual entrega la etimología: derivado de brodio, variante de bodrio y relacionada la voz, del bajo latín, con el alemán brot (propuesta criticada en el DCECH). En la edición de 1970 se modifica el étimo en el usual y se propone que la voz viene del portugués o gallego broa, borona, ‘galleta o pan de mijo’ (voz a la que Corominas, en borona, entrega una etimología incierta). Asimismo, si bien la voz se sigue conservando en el diccionario académico, descubrimos que ya en Moliner (1966-67) la voz no es usual. Por lo mismo, en Seco et al. (1999) la voz ya no se lematiza, tampoco en el Clave. Sí encontramos en CORDE testimonios, justamente, para el español hablado en Filipinas: un documento de 1754 de Juan José Delgado (Historia general sacro-profana, política y natural de las islas del poniente, llamadas Filipinas) donde se hace una enumeración de alimentos que suelen comerse en las islas. Lo mismo el segundo documento que encontramos en CORDE para este homónimo, de 1893 de Joaquín Martínez de Zúñiga (Estadismo en Islas Filipinas). Y en CREA constatamos el uso general de la voz en portugués y gallego, puesto que se hace referencia al mundo culinario portugués. Fuera de ello, la voz, derivó en borona, más frecuente que broa, algo que comprobamos en Moliner (1966-67), Seco et al. (1999), el Clave y en muchísimas zonas de Hispanoamérica (cfr. DA).

3.2. Cuando la tradición lexicográfica lee mal a Román Es usual que las voces que haya diccionarizado algún autor hispanoamericano sean, posteriormente, incorporadas en el diccionario académico con marca Chile, sin hacer ningún tipo de precisión diasistémica respecto a la voz, lo que hace que se caiga, las más veces, en una serie de imprecisiones, lo que a la larga son verdaderos problemas para el uso idóneo de un diccionario. Son las que, llamamos, las malas

lecturas del diccionario. En esto ya nos habíamos detenido en un caso en particular, el de abadesa, del cual, incluso, redactamos una nota (ver Chávez Fajardo 2015a) y del que daremos cuenta de una parte. La voz en cuestión es producto de una transición semántica (una metáfora) con el sentido de “regenta de un prostíbulo”. Esta voz Román la detectó en un clásico dramático renacentista: la Tinelaria de Torres Naharro. Al no encontrarla en diccionario alguno, decidió lematizarla en el suyo. Desde este momento, el resto es una sucesión de errores, al pensar que la voz era un chilenismo por aparecer, justamente, en un diccionario de chilenismos. Algo que no sorprende si se piensa que el trasvase entre contenidos es usual en la práctica diccionarística. La finalidad será, entonces, mostrar cómo un mal manejo de un diccionario diferencial puede generar una cadena de malentendidos, respecto a su distinción diatópica. Nos encontramos en el Diccionario de chilenismos de Román con este artículo lexicográfico: Abadesa, f. La que hace el infame tráfico de mujeres públicas, dirigiendo una casa de éstas. En castellano es más que tercera y que alcahueta: es la rufiana, y sólo esperamos á que el Dicc. forme de rufián este f. Aparece abadesa en este sentido en la Comedia Tinelaria de Torres Naharro, jornada 1.a (1901-1908) La voz no aparece registrada en el diccionario académico hasta el día de hoy. Sin embargo, este sentido aparece en el Diccionario histórico en la tercera y última acepción de abadesa: “Denominación burlesca de la alcahueta” (1972: 29), donde se cita como primera fuente literaria a Torres Naharro con su Tinelaria, claro está: “—Búscam’ora, por allá/ una dessas putas viejas. / —¿Abadessa? —Y aunque sea prioressa” (Tinellaria, 1517). Como segunda fuente, aparece en la compilación de John M. Hill Poesías germanescas (1945): “En tu religión, María, /como auías professado, / a ser de las recolectas / abadeça te han llamado” (“Romances varios”, 1655). Y como tercera fuente, en una novela de Pío Baroja: “¿De manera que esto es un burdel? […] La Abadesa y una muchacha del bazar estaban encantadas” (Últimos románticos, 1917). Las fuentes lexicográficas que cita el Diccionario histórico son, en primer lugar, dos diccionarios diferenciales publicados en Chile: el Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas de Manuel Antonio Román (1901-1918) y Chilenismos. Apuntes lexicográficos, de José Toribio Medina (1928). En segundo lugar, el Diccionario de americanismos: suplemento de Malaret (1942)33 y el Diccionario general de americanismos de Santamaría (1942). Tanta referencia a la codificación hispanoamericana

Hemos confirmado que antes del suplemento Malaret ya había incorporado la voz en la segunda edición de su Diccionario de americanismos (1931).

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podría corresponder a la pervivencia de abadesa, como tantas otras voces, en el léxico del Nuevo Mundo. O, quizás, se esté ante un caso de mala lectura de un diccionario. Es decir, del trasvasado usual entre diccionarios, como dice Haensch (1997: 224-225), de voces sin examen, cotejo o contraste alguno. Al parecer, nuestra abadesa es más esto último que una voz americana, tal como veremos. El Diccionario de chilenismos de José Toribio Medina, se limitó a tomar la fuente de Román: “Mujer que es propietaria o administra una casa de prostitución” (1928), sin entregar marca diatópica o diacrónica alguna, ni precisión respecto a si es, en efecto, un chilenismo. Como se ve, Medina no tomó en cuenta los comentarios de Román respecto a que la voz posee una autoridad literaria: la de un dramaturgo renacentista español y que su uso no tiene que ver con Chile. Tampoco nos debe extrañar que Medina, en su obra lexicográfica diferencial, ante este gazapo, no haya, además, incluido un ejemplo, ya que su diccionario sigue la pauta microestructural del diccionario usual de la Academia, por lo que no entrega ni ejemplo ni fuente alguna. Es por esto que Chilenismos, apuntes lexicográficos (1928), con un título que puede dar a entender que todo lo que contiene es, justamente, voces que se usan en Chile, pudo haber sido la confirmación de una suposición del todo errada: que abadesa se usó o usa en Chile. Esto se puede ratificar con el título del diccionario donde tenemos el punto de partida de la codificación de la voz, es decir, nuestro Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas de Manuel Antonio Román. A su vez, hay que hacer la salvedad de que la voz abadesa está lematizada en negrita, es decir, según la microestructura de nuestro diccionario, es una voz viciosa. ¿Por qué Román la tomó como una voz viciosa? ¿Quizás por la referencia que hace a un mundo que a él le parece impresentable para un diccionario normativo, a pesar de lematizarla de todas formas? Pero el problema no se queda aquí, ya que los autores de los diccionarios más importantes de americanismos del siglo XX continuaron con el error. Malaret, en el Diccionario de americanismos (1931), la incluye: “f. Chile. Mujer que administra una casa de lenocinio” (1931). Sin embargo, en la tercera edición de su diccionario34, abadesa ya no aparece. Santamaría, en su Diccionario general de americanismos (1942), informa: “En Chile, la alcahueta, conseguidora de mujeres públicas que dirige la casa de lenocinio y que en Méjico se llama madrota” (1942). Morínigo, quien no está citado en el Diccionario histórico, también incluye abadesa en su Diccionario de americanismos: “f. Chile.

El académico de la Academia Argentina de Letras Luis Alfonso, en la Nota preliminar de esta tercera edición, afirma: “la gran suma de los nuevos elementos obtenidos, así como de los agregados y correcciones, imponían la necesidad de refundir el texto del Diccionario en una tercera y definitiva versión, cuidadosamente depurada” (1946: 11).

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Madrota de lenocinio” (1985 [1966]). La idea de una abadesa que se haya usado en Chile la vuelve a retomar Morales Pettorino, ya dentro de la lexicografía considerada científica, en su Diccionario ejemplificado de chilenismos y de otros usos diferenciales del español de Chile (1984): “fig. fest. fam. desus. Cabrona”, sin ejemplo alguno. Cita, como fuentes, justamente a Román, Medina y Morínigo. Como se ve, la poca atención al contenido de un artículo lexicográfico hizo que los mismos lexicógrafos marcaran la voz como un uso diferencial anticuado. Y esto no era tal. Respecto a la tradición lexicológica y lexicográfica que estudia germanías y voces marginales, poco es lo que se puede encontrar. Como se sabe, Torres Naharro aportó una gran cantidad de léxico para este campo semántico al ser la primera vez, dentro de la historia de la literatura, en que aparecen los rasgos del pícaro (cfr. McPheeters 1973: 25). Es más, ya su contemporáneo Juan de Valdés resaltaba el mérito de Torres Naharro al escribir: “sobre aquellas cosas baxas y plebeyas” (Segura Covarsí 1944: 13). No se hace referencia a esta voz en el clásico Romances de germanía de Juan Hidalgo (1779 [1609]); tampoco en el estudio de Hill Voces germanescas (1949). En el estudio de Hernández Alonso (1979) tampoco se hace referencia a abadesa alguna. En la tesis doctoral de García-Varela (1989) se la toma como un recurso discursivo de Barrabás, personaje quien emite la voz, para confirmar su anticlericalismo (cfr. 1989: 78). Es más, abundan en boca de los personajes fórmulas sucesivas de juramentos e interjecciones de carácter blasfematorias en italiano, castellano, francés, vascuence, catalán, alemán y portugués (una de las características del teatro de Torres Naharro): “¡Iur a Dio!” “¡Voto a Dios!”; “¡Io, bbi Got! y ¡Cul y cos! ¡Boa fe, naun, canada e mea!...” (cfr. García-Varela 1989: 76 y la edición crítica de Tinelaria de Suárez Granda 2005: 50). No aparece en el Diccionario de germanía de Hernández y Sanz (2002), tampoco en el Tesoro de Villanos de Chamorro (2002). En las ediciones críticas de Tinelaria, tampoco tenemos mayor suerte: no aparece la referencia en la edición de D.W. McPheeters (1973) ni en la de Suárez Granda (2005). De todas formas, el hecho de nominar abadesa a una regenta de prostíbulo no nos puede parecer novedoso. Ya en El libro del caballero Zifar (s. XIV) se habla de jóvenes que aprenden las artes amatorias en “los monesterios mal guardados” o se habla de los burdeles como “conventos” (cfr. Márquez 1993: 86). Una Ordenanza en tiempos de Juan II a mediados del siglo XV es clave para comprender la base de la comparación, que después derivó en la metáfora: “Otrosí; por cuanto fue denunciado he dicho que en esta cibdat de Sevilla avía casas que se llamavan monasterios de malas mujeres que usavan mal de sus cuerpos en pecados de luxuria e que tenían una mayorala a manera de abadesa” (En Navarro Fernández 1909: 48).

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Por otro lado, la propuesta de rufiana como voz equivalente a abadesa, que Román propone para ser ingresada en el diccionario académico (sin suerte), ya presentaba una trayectoria dentro de los repertorios lexicográficos modernos. Tal como se registra en el Nuevo tesoro lexicográfico del español (Nieto y Alvar Ezquerra 2007), ya aparece rufiana como sinónimo de alcahueta, en el Dictionarium ex hispaniense in latinum sermonem de Nebrija (1495). Posteriormente, se registra en el Vocabulista aráuigo en letra castellana de Fray Pedro de Alcalá (1505) como rofiana. En el Nomeclator omnivm rervm propia nomina variis lingvis explicata indicans de Hadrianus Junius (1567) -la obra lexicográfica plurilingüe más importante del siglo XVI- se define rofiana como “la huéspeda de las putas” (Nieto y Alvar Ezquerra 2007: s.v. rufian, a). En la Recopilación de algunos nombres arábigos, de Fray Diego de Guadix (1593) se hace una referencia a rufiana como una “corrupción en Italia para significar lo que en español alcagüeta” (íbid.). Al igual que la definición de Junius, en el Sylvae vocabulorum et phrasivm sive nomenclátor, de Heinrich Decimator (1596) también se define rofiana, haciendo remisión a huéspeda: “la huéspeda de las putas, rofiana” (Nieto y Alvar Ezquerra 2007: s.v. rufian, a). Dentro de las autoridades, María Inés Chamorro y César Hernández Alonso y Beatriz Sanz Alonso lo citan en La lozana andaluza (¿Delicado?). A pesar de todas estas referencias, la voz no fue incorporada en el diccionario académico, tal como quería Román. A la publicación de nuestro ensayo (Chávez Fajardo 2015a), nos llega azarosamente la siguiente información, presente en una nota a final de documento de Rossiaud (1986 [1984]):

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Sabemos que el término abbesse (abadesa) se encuentra ya empleado en esta acepción por G. de Malmesbury (Gesta regum anglorum, Patr. Lat. Col. 13841385) a propósito del lupanar fundado por G. De Poitiers. La comparación debió haber tenido éxito. Señalemos que el título de abbesse era sobre todo utilizado en regiones donde la fraternidad de los jóvenes se conocía como abbaye (abadía). La abadesa era, pues, una mujer común, o bien una antigua prostituta, que podía estar casada. A finales del siglo XV o principios del XVI, los gerentes suceden con frecuencia a las abadesas. Los oficiales de justicia (lugarteniente del veguer en Arles, Tarascon, castellano de Beaucaire, preboste en Dijon, rey de los pícaros en Lyon) admiten o rechazan a las mujeres. La abadesa, que es también un agente de las autoridades de información, debe respetar las reglas del “oficio”, hacérselas respetar a sus pupilas y cuidar de que el lupanar no se convirtiera en casa de juego o que se blasfeme en él. No puede albergar a los clientes más de una noche, con la finalidad de que el burdel no se convirtiera en refugio de truhanes. En Tarascon, en mayo de 1467, la abadesa había muerto y dos síndicos toman a su cargo la casa (A. M. Tarascon, BB 9, f. 276) hasta encontrar sustituta. En Dijon, en análogas circunstancias (A.M. Dijon, K 84, 1517), ocurre otro tanto. (Rossiaud 1986 [1984]): 18)

Dato que, de alguna forma, viene a dar cuenta de la extensión románica de la voz, algo que implicaría, por lo demás, indagar en otras vertientes románicas, para ver el grado de popularidad de la metáfora en la Edad Media. En síntesis, fuera de la necesidad imperiosa de llevar a cabo análisis detallados de las obras lexicográficas diferenciales precientíficas, otra observación crítica es la del trasvase indiscriminado de voces, tal como pudimos apreciar con el error de abadesa y su marcación diatópica injustificada. Más que el hecho de verificarlo en obras precientíficas, como la de Medina o en los grandes diccionarios de americanismos publicados a lo largo del siglo XX (que requerirían de otro estudio analítico acabado, sobre todo por este tipo de imprecisiones), urge determinar hasta qué punto obras consideradas como “científicas o propiamente lingüísticas” por ser elaboradas o coordinadas por lingüistas (como el caso del diccionario dirigido por Félix Morales Pettorino) tienen la rigurosidad contrastiva esperable para un diccionario de estas características. De todas formas, volvemos a insistir en la importancia de este tipo de repertorios lexicográficos para la lexicología histórica. Un caso poco lematizado como abadesa da cuenta de una realidad usual dentro del bajo mundo tardomedieval o en el caso de rufiana, como de una voz con vigencia dentro de las fuentes lexicográficas primeras, la cual con el tiempo fue diluyéndose, hasta llegar a su olvido lexicológico y lexicográfico. Tal como señalábamos anteriormente, esta es solo una pequeña muestra de cómo una voz puede, de alguna forma, replantear una obra lexicográfica y cómo debe irse un usuario, sea este lexicógrafo o no, con cuidado entre las páginas de un diccionario. Veamos otros casos similares: 1. Anedir, a. Es v. muy usado en nuestro pueblo en vez del correcto añadir (en el significado material de agregar una cosa a otra, como hilo, soga, cuerda, tela, paño, madera), y lo conjuga con las mismas irregularidades que pedir: anido, anides, etc. Es raro que el Dicc. no lo incluya siquiera como anticuado, pues se usó en España por lo menos hasta el siglo XVI, y es más conforme que el moderno añadir con su original latino annéctere. Valbuena lo emplea repetidas veces en su Siglo de oro, pero en la forma añadir; lo cual es todavía más conforme con annéctere, porque en castellano es cosa corriente el que las dos enes latinas se conviertan en ñ: annus (año), pannus (paño), stannum (staño), etc. Además, el que la ñ del siglo XVI se haya ahora convertido en n, tampoco es raro en castellano, como se ha hecho con los anticuados ñublado, ñudo, y muchos otros. (1901-1908) En el caso de anedir, por un lado, vemos una distinción diastrática: es el pueblo quien hace uso de la voz histórica. Por otro lado, tenemos una precisión semánti-

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ca: la voz en cuestión se usa con su sentido-base (“agregar una cosa a otra, como hilo, soga, cuerda, tela, paño, madera”). Por otro lado, destacamos la extrañeza de Román porque la voz, aunque anticuada, no aparezca en el diccionario académico. La voz en cuestión estuvo en la tradición académica usual desde 1780 hasta 1817, marcada como anticuada. Posteriormente, Alemany (1917) la marcó para Chile. Con esto, volvemos a insistir en la necesidad de un estudio a posteriori con Alemany “posiblemente leyendo a Román”, puesto que esta dinámica suele repetirse, la de Román incorporando voces y, luego, Alemany marcándolas en su diccionario con la diatopía Chile. La primera edición del Manual (1927), a su vez, la calificó como un “vulgarismo en Chile”. En este caso, como proponemos, son las (malas) lecturas generalizantes de los diccionarios publicados en Hispanoamérica, puesto que, de haber analizado bien el artículo de Román, se detecta que la voz posee una clara marca diastrática y una restricción semántica y no es un un uso que se extienda en toda la diatopía. 2. Bruñuelo, m. Estropeo que hace aquí el pueblo del legítimo buñuelo, creyendo, quizás, que se deriva de bruñir. Es cosa curiosa lo que sucede con algunos vocablos en la mala pronunciación del vulgo, que, en vez de inclinarse a lo más suave y sencillo, prefiere lo más duro y complicado. Así, por ejemplo, estropea a Gabriel y capricho en Grabiel y crapicho, entrar y escampar en dentrar y descampar; y de las conjugaciones ¿para qué hablar? (1901-1908) El caso de la referencia de un uso subestándar, una vez más, será incorporado, sin más, como una voz propia de Chile en la primera edición del Diccionario Manual (1927), como barbarismo. Posteriormente no se vuelve a hacer referencia a la voz en cuestión.

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3.3. Voces que pasaron a formar parte de la norma, del uso Un caso que queremos destacar en Román es cuando su idea de ejemplaridad y norma choca con el devenir de algunas voces que él condena. Suele ser muy vehemente en este caso y suelen darse cuatro variantes respecto a la voz en cuestión: 1. la voz ya estaba asentándose en el uso; 2. la voz ya estaba incorporada con algún tipo de marca diacrónica, diafásica o diastrática dentro de la tradición lexicográfica no académica; 3. la voz suele aparecer en alguna edición posterior de la tradición académica;

4. la voz no aparece por ser subestándar o por no ser necesaria dentro de los requerimientos macroestructurales de la mayoría de los diccionarios. Más allá de la posición de la voz dentro de la tradición lexicográfica, interesa muchísimo ver el posicionamiento de Román frente a estos casos. En esto atraemos las valiosas reflexiones de Rojas y Avilés (2012, 2015) respecto a entender el corpus lexicográfico que hemos tratado, incluyendo, claro está, a Román, como vehículos de negociación de normas. En efecto, el proceso de estandarización, muchas veces, no implica una imposición autoritaria de un uso en particular (si no, por ejemplo, no tendríamos esa norma chilena, que promueve la Academia Chilena de la Lengua desde hace más de 20 años). Justamente, una norma ejemplar no es el producto de un trabajo unidireccional, sino una suerte de negociación entre los miembros de una comunidad lingüística. De allí, por lo tanto, se determinará qué propuestas, recomendaciones o regulaciones la comunidad aceptará. Lo que se genera, entonces, es la actuación constante de los hablantes, quienes evalúan las propuestas según una serie de aspectos, sean estos la legitimidad social de una realización lingüística o su adecuación. Lo que vemos, en el caso de Román y de muchos autores es, justamente, una suerte de negociación explícita, siempre dando cuenta de la valoración del uso en cuestión y lo que constatamos nosotros, a posteriori, es el resultado de esta actividad dialógica: si el uso se asentó, dejó de ser marcado, tiene algún sesgo variacional o no. A propósito de esto, Rojas y Avilés presentan las reflexiones que Lunde y Paulsen (2009) hicieron respecto a la estandarización en Rusia: “La negociación puede entenderse como una manera de promover las hipótesis personales respecto del carácter de las normas en desmedro de otras hipótesis existentes en la comunidad lingüística” (2012: 170). Muchas de estas normas, a su vez, pueden ser objeto de debate público en columnas de periódico o en programas de radio, sobre todo. Por lo mismo son tan relevantes los diccionarios compuestos, sobre todo, por notas o, en palabras de Bustos Plaza y Wiegand (2005-2006), haya un menor grado de condensación lexicográfica, puesto que allí se exponen de manera directa, argumentaciones y disquisiciones en relación con determinado uso. Destacamos, por lo tanto, la dinámica que se genera entre las normas y cómo, además, entendemos las normas: como esa tensión entre la norma coseriana, digamos, y la norma prescriptiva, clásica y cómo ambas, a veces, se funden, se secundan, se impone una por sobre la otra o, por razones históricas, una realización que era subestándar pasa, por el uso, a serlo. Es lo que bien describe Méndez García de Paredes como: el cruce y la dependencia mutua [de ambas normas]: de un lado, las normas (preceptos) se pueden obtener por generalizaciones empíricas que se infie-

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ren de los que es norma (costumbre); de otro, la costumbre se hace precepto cuando se codifica y una vez hecha norma prescriptiva, se adopta como elemento de juicio y establece el modelo de lo que debe ser. y, además, no debe olvidarse que la existencia de pautas (prescripciones) que rigen un comportamiento se manifiesta en el ser las cosas, en la regularidad, en el hábito. (Méndez García de Paredes 2008 s.p.) Por la misma razón es que Lara (2004) cree que para ese concepto coseriano de norma, sobre todo para evitar malos entendidos y confusiones, se le llame uso y no norma. En este sentido, en este apartado nos detendremos en algunas voces que se han asentado en el uso, sobre todo en el académico; es decir, los puntos 1, 2 y 3 de los anteriormente mencionados.

Voz

Ancestral

Valores que le da Román

Tradición lexicográfica Tradición lexicográfica no académica que académica que incorpora la voz incorpora la voz

“no conviene dejarlo Alemany (1917) aparece Tradición manual: 1927, prosperar por su mal como no marcado. marcado como galicisorigen”. mo. 1950 no marcado. Tradición usual: 19702014 no marcado.

Benevolente

“Ignorantes inventaron Domínguez (1846-47), Tradición manual: 1927, este despropósito. La con marca ‘anticuado’. 1950: como ‘Neologismo inútil’. única forma es benévo- Remite a benévolo. lo”. Zerolo (1895). Remite a 1983: que tiene benevolencia, favorable. No benévolo. No marcado. marcado. Alemany (1917). Remite a benévolo. No marca- Tradición usual: de 1984do. 2014: que tiene benevolencia, favorable. No marcado.

Bisar

“Es novedad que pre- Alemany (1917). tenden introducir los marcado. pedantes de la sociedad, ayudados por los gacetilleros de la prensa. ¡Buenas plagas son ambos para la limpieza del idioma!”.

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No Tradición usual: 19702014. No marcado.

Bonitura

“Es voz que solo se oye Uribe (1887). No mar- Tradición manual: 1927: entre gente ignorante”. cado. como ‘vulgarismo’, con marca diatópica Chile. Alemany (1917), con marca ‘familiar’. 1950, 1983 y 1989: como ‘vulgarismo’. Ortiz (1974 [1923]), reclama la incorporación Tradición usual: 1970de la voz en el dicciona- 2014. No marcado. rio académico.

Bonomía, bonhomía

“Es puro galicismo y del Bonomía: todo inútil en castella- Baralt (1995 [1855]), no” Uribe (1887), Ortúzar (1893). No marcado. Bonhomía: Echeverría y Reyes (1900), Garzón (1910), Segovia (1911), Alemany (1917). No marcado.

Bonomía: Tradición manual: 1927: con marca diatópica ‘América’, como galicismo. Bonhomía: Tradición manual: 1927: con marca diatópica ‘América’, como galicismo. 1950-1989: como galicismo. Tradición usual: de 20012014. No marcado.

Bruscamente

“No debe pues confundirse con el francés […] ¡Cuán rico es el castellano y cuán ignorantes de él se manifiestan los que, sin estudiarlo, acuden a la lengua francesa, la pobrecita mendiga que llamaba Voltaire!”

Baralt (1995 [1855]), marcado; Domínguez 1846-47, no marcado; Uribe (1887), no marcado; Ortúzar (1893), marcado; Segovia (1911), no marcado;

Tradición manual: 1927- 1950: galicismo. 1983: no marcado. Tradición usual: acepción relacionada en brusco, ca: 1936. No marcado.

Brutalizar

“hemos visto este disla- Román (1901-1908) Tradición usual: 1925te” Seco et al. (1999). No 2014. Poco usado. marcado.

Zigzaguear

“Invención de moder- Alemany 1917, Bermú- Tradición manual: 1927 nos y modernistas” dez y Bermúdez 1880- Tradición usual: 1947. No marcado. 1936. No marcado.

3.4. Noticias del Diccionario de Román La recepción del Diccionario en época de Román no se hizo esperar y, mientras se iba publicando la obra en la Revista Católica será Lenz el primero en dar noticia del Diccionario del sacerdote en las páginas de su Diccionario etimológico en donde es bastante crítico: “El autor se ha aprovechado de la colaboración de varias personas que le han cedido apuntes y notas” (1979 [1904-1910]: 908). Es más, se sincera de-

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latando el silencio de Román hacia su mismo trabajo: “El señor Román me cita, si no me equivoco, por primera vez en la página 402 […] y desde esa voz en adelante coinciden sus etimologías a veces visiblemente con las mías, sin que él se refiera a mi libro siquiera en casos tan palmarios […]. Solo me cita en pág. 493, acholloncar, y, lo que es casi extraño, sin criticarme” (1979 [1904-1910]: 908-909). En efecto, un punto relevantísimo, y del que poco tocamos en este estudio es, justamente, la clara enemistad entre el sacerdote y el lingüista alemán. Como sea, las noticias que nos va entregando Lenz son ilustradoras del carácter del sacerdote y su quehacer lexicográfico: “Verdad es que no me puedo quejar de que el señor Román no me cite, pues en general, salvo una que otra excepción, no cita a nadie, ni siquiera a Ortúzar ni a Rodríguez, y cuando lo hace se guarda muy discretamente de expresar la página, de modo que nadie puede comprobar la exactitud de sus referencias” (1979 [1904-1910]: 909). Punto este que podríamos vincular perfectamente con el relacionado con las autoridades, las memorias discursivas y las citas en un estudio monográfico especialmente destinado a ello. Otros aspectos que tocaremos en esta investigación como, por ejemplo, las referencias respecto a la ortología, son duramente criticados por Lenz: “Discusiones sobre cuestiones tan necias como si es mejor llamar Cantórbery o Cantorbéry la ciudad que los ingleses escriben Canterbury y pronuncian exclusivamente con acento en la primera sílaba; disquisiciones acerca del acento austríaco o austriáco, amoníaco o amoniáco, llenan muchos reglones” (1979 [1904-1910]: 910). Critica Lenz, de hecho, lo lejos que está el trabajo de Román de ser un diccionario de chilenismos propiamente tal: “A veces aparecen completos tratados de teología, como en confesión, observaciones filológicas sobre la formación y bifurcación de palabras, como en biblia, catecismo y muchas otras noticias propias de cualquier otro libro, y no de un diccionario de chilenismos” (1979 [1904-1910]: 910). Esto nos lleva, una vez más, a insistir en lo delicado que es el titular una obra y cómo nos puede jugar malas pasadas, sobre todo por cuestiones de anfibología y, como en este caso, las críticas que pueden venir, inevitablemente, por lo insuficiente de la nominación. Sin embargo, no todo es crítica: “Con todo esto no quiero decir que el libro del señor Román carezca en absoluto de mérito. Se encuentra en él un número considerable de chilenismos castellanos que no se han registrado en otros libros. No escasean datos interesantes sobre juegos infantiles y otras costumbres nacionales. Se ve que el autor y sus colaboradores han reunido muchos materiales de primera mano y no se contentan con solo copiar otros libros” (1979 [1904-1910]: 910). Una clave,

para futuras investigaciones es la de “el autor y sus colaboradores”, puesto que, en efecto, no sería, según Lenz, esta obra producto, entonces, de Román, solo. Es más, Lenz propone que “El Sr. Román debería haber dividido su obra en tres libros distintos: 1) un diccionario de chilenismos (tanto los criticables desde el punto de vista de la casticidad académica como los recomendables); 2) una lista de voces del Dicc. Ac. que no son de uso corriente en chile, y 3) una lista de voces corrientes que no figuran todavía en el Dicc. Ac. y que habría talvez conveniencia en introducir en la lengua literaria. Así cada cual habría podido escoger lo que le interesa” (1979 [1904-1910]: 910). Sin embargo, el hecho de que el sacerdote haya hecho uso de un material valioso sin citar es lo que más recalca Lenz: Aprovecharse de materiales y estudios científicos ajenos sin citar las fuentes, es una costumbre que se tolera en artículos de la prensa diaria y en charlas literarias; pero los autores que quieren ser considerados como serios y científicos no proceden así en el mundo de las ciencias; la propiedad literaria y científica es protegida por las leyes hasta treinta años después de la muerte del autor y el robo literario es castigado en todos los estados de civilización adelantada, lo mismo que cualquier robo de especies o dineros. Desgraciadamente muchos autores españoles e hispanoamericanos pecan todavía constantemente contra las exigencias de la honradez literaria. Ellos deben elegir entre la ignorancia o la mala fe como causas para explicar, no para excusar su pecado; pues, pecado es y queda, y no hay absolución posible ante el foro de la ciencia internacional. (1979 [1904-1910]: 911). Queda, entonces, como una investigación a posteriori determinar, en efecto, cuánto de lo no citado está, ya, en obras publicadas. Nosotros algo encontramos, pero, sin lugar a dudas, estas observaciones críticas hay que tenerlas en cuenta al momento de estudiar la recepción y de hacer un repaso crítico de la obra de nuestro sacerdote. Casi un lustro después, fuera de estas observaciones, tenemos las de Miguel Luis Amunátegui Reyes, quien da cuenta del Diccionario de Román en el segundo tomo de su Observaciones y enmiendas a un Diccionario, aplicables también a otros (1925) desde una perspectiva marcadamente crítica. El intelectual sobrentiende que la publicación de un diccionario como el de Román implica la difusión de un estudio que versa sobre las incorrecciones de una determinada comunidad lingüística. Por lo tanto, no ve en la aparición de Diccionario de Chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas un punto a favor para el español de Chile: “al ver que entre nosotros se publica una obra de cinco gruesos volúmenes con el título de Diccionario de chilenismos, se piense en España que en Chile debe de hablarse una jerga bien diferente del castellano”

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(Amunátegui Reyes 1925: 16). Lo que apabulla al destacado intelectual chileno es, justamente, la representación del habla de Chile con una serie de voces de escasa frecuencia o de ese número no menor de realizaciones que nuestro sacerdote se encargó de marcarlas desde un punto de vista diastrático (el vulgo, nuestro pueblo, la plebe, etc.). El mismo año 1925, empezó a publicar el fraile franciscano Raimundo Morales su texto El Buen Decir, obra que exponía alfabéticamente palabras que pueden presentar dificultades en su uso, publicación que se extendió hasta 1937. El texto se destaca por su carácter descriptivista, claramente influido por los estudios de Lenz. En oposición a la crítica de Amunátegui, en el prólogo se puede apreciar la disconformidad de Morales frente al purismo con el que Román trató los chilenismos, algo que atenta contra el descriptivismo que él promulga. Lo mismo sucede con la pudibundez que caracterizó la obra del autor del Diccionario de Chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas y que se ve reflejada en la ausencia de una serie de voces diferenciales usuales en el español de Chile. José Toribio Medina (1925, 1927 a y 1928), por su lado, lamenta que se hayan incluido en la primera edición del Diccionario Manual e Ilustrado (1927) de la Real Academia algunos chilenismos tomados del Diccionario de Chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas. Muchas de estas voces acopiadas por Manuel Antonio Román no son más que la “degeneración de pronunciación del bajo pueblo” (1927a: xii), según Medina. Es más, muchas de estas voces tuvieron cabida en la decimoquinta edición del diccionario académico, algo que nos confirma el mismo Medina, al referirse a qué diccionarios la RAE consultó para incorporar voces procedentes de América en su edición usual de 1925:

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es fácil caer en la cuenta, desde el primer momento, que ellas [i.e., las fuentes] han sido, principalmente, las obras de don Zorobabel Rodríguez y don Manuel Antonio Román, y séame lícito decirlo, también mis voces chilenas, de las cuales se han aceptado 226 de las pocas más que propuse para su incorporación en el léxico castellano (Medina 1925: VI) Por otro lado, reprueba el purismo de Román al entregar equivalentes castizos que en España “nadie usa” (1927a: xii). Asimismo, Medina desaprobó el título de la obra, puesto que el uso de la conjunción copulativa y que Román utilizó en Diccionario de Chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas remite a la idea de chilenismo como equivalente de voz o locución viciosa, “relegando a esta condición nuestro lenguaje todo por esa conjunción malhadada, que quisiéramos no se hubiera estampado” (1928: xii). Para Medina no había razón alguna para incluir esta conjunción:

¿Por qué condenar así, de buenas a primeras, voces y giros del lenguaje, que, en ocasiones, y no pocas, son perfectamente aceptables, como de hecho se comprueba si se advierte que el léxico académico les dio lugar en él? Es cosa realmente curiosa que nuestros chilenistas, casi sin excepción, se hayan manifestado más papistas que el Papa. (1928: xii) En 1940, Guillermo Rojas Carrasco, en su emblemático estudio Filología Chilena. Guía bibliográfica y crítica, comenta que el diccionario de Román es una obra monumental, para la que: “la designación misma de “diccionario” le queda estrecha, porque acostumbrados estamos a emplear tal término solo para significar un registro ordenado de vocablos” (1940: 114). En opinión de este autor, el Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas es un verdadero compendio de datos gramaticales, folklóricos, botánicos y zoológicos, entre otros ámbitos del saber. Con esto refleja que “más que un simple diccionario, esta obra resulta algo así como una enciclopedia” (1940: 114). Es por ello que, según el crítico, es una obra de la cual “no puede prescindir el estudioso” por la cantidad de información que contiene, fuera de los posibles errores que puedan encontrarse al revisar sus páginas. Por lo mismo, es una lástima, en boca del crítico, que todavía el Gobierno no inicie las gestiones, por medio del Ministerio de Instrucción Pública, para que el quehacer lexicográfico sea colegiado y resulte de la obra de los profesores de cada una de las regiones del país, ya que solo de esta forma se llegaría a un trabajo más completo y objetivo, algo que serviría como un aporte a la gran extensión que Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas posee. Es decir, hace eco de las insinuaciones que el mismo Román hizo en su momento. Sin embargo, para Rojas Carrasco, el gran defecto de este diccionario es su gran extensión: “lo que contribuye a que uno no se sienta atraído a recorrer con alguna frecuencia sus páginas” (1940: 115). Rojas Carrasco, además, encuentra reprobable el hecho de que Román no haya incluido voces tabuizadas (veremos que las hay, en un número pequeño, pero las hay). Según el autor, esto atenta contra la cientificidad de una obra lexicográfica y, dejando de lado los prejuicios ideológicos del sacerdote Manuel Antonio Román: es de lamentar que así haya procedido, pues el lenguaje, como fenómeno, debe ser tratado científicamente completo, en cuanto ello sea posible: la ciencia lingüística, como las demás, debe limitarse a observar, sin cuidarse de la moralidad o inmoralidad, cosas que no caben en su campo. (1940: 112113) También critica el purismo moderado del que hace uso Román, el cual: “limita la defensa de los chilenismos a los nombres de animales, plantas, guisos, juegos y costumbres no conocidas en España” (1940: 113), lo que resulta insuficiente para un

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trabajo lexicográfico de corte descriptivo. Además, critica la lematización de voces donde solo se aprecian variaciones en la pronunciación: En más de una ocasión cae en el error tan común entre nuestros diccionaristas de apuntar formas que son simples corrupciones de pronunciación popular y que, por lo mismo, no debieran tener cabida en un vocabulario sino explicarse en algún estudio esencial y general sobre tal problema. (1940: 114) Otro aspecto que Rojas Carrasco critica de Román es su marcada subjetividad en el trabajo lexicográfico, algo que “desentona en una obra científica”. Se destaca en el texto: “un carácter gruñón para corregir los usos que le indignan, y, en más de una ocasión espíritu combativo y zahiriente para referirse a doctrinas de otra índole que las lexicográficas, o para aludir a obras similares de otros” (1940: 114-115). Otro crítico de la obra de Román fue su principal biógrafo: el también sacerdote Fidel Araneda Bravo quien, en 1970, insistía en los errores cometidos por el sacerdote al no ser filólogo: Si hubiera sido filólogo se habría concretado a realizar un verdadero diccionario en dos volúmenes; mas, como dijo Nercaseaux y Morán, hizo un “inventario del idioma”. Como obra humana ni escasean, en este monumento de sabiduría, los errores; quizás los principales son sus equivocaciones acerca del origen de algunas palabras, verbigracia: “roto”, “huaso”, “paco” y otras. (1970: 150) Sin embargo, concluye con una positiva evaluación del Diccionario de Román y su influjo en la lexicografía hispánica:

Segunda parte

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Con todos sus defectos, la Real Academia Española, en sus diecinueve ediciones del Diccionario oficial, ha aceptado más de mil setecientos vocablos propuestos por nuestro lingüista en su léxico chileno, y es tan valiosa y autorizada, entre lexicógrafos y gramáticos hispanos la opinión de Román, que, en los ocho fascículos ya editados del Diccionario Histórico de la lengua Española, nuestro autor figura ciento sesenta y seis veces. es el escritor chileno más mencionado como autoridad en esa obra. (1970: 151) ¿Existen más referencias al Diccionario de nuestro sacerdote a posteriori? Si bien no hemos hecho un rastreo detallado al respecto, todo apunta a que hubo un inmenso silencio entre estas referencias y lo que presentó, veinte años después, Alfredo Matus en su citado estudio (1994) o lo que, ya en este siglo, hicimos nosotros mención de manera panorámica (Chávez Fajardo 2009).

Tercera parte

1. Cómo leer el Diccionario de Román

En el estudio que presentamos en esta tercera parte queremos mostrar hasta qué punto el lemario del Diccionario de Román nos da sobrada cuenta de lo que se presenta en un estadio de lengua determinado, sea en sus significaciones, en las normativas que el sacerdote entrega, en sus alcances, sean estos diatópicos, diacrónicos, diastráticos o diafásicos. Pero no solo eso: también queremos probar si se sigue condiciendo lo que encontramos allí con otros estadios de la misma lengua desde un punto de vista arquitectural: si existe vigencia de la voz en cuestión, si es efectiva la normatividad entregada o si se condice la significación, entre otros tantos aspectos. En efecto, queremos dar cuenta de la historia del léxico registrado en el Diccionario de Román. Por un lado, por medio del cotejo, queremos constatar qué tipo de léxico es el que aparece en el Diccionario de Chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas. Como el diccionario de Román es un diccionario mixto, queremos presentar, cómo no, una muestra panorámica del lemario y justificar, así, este tipo lexicográfico mixto. Asimismo, como el diccionario acopia un gran número de artículos lexicográficos y acepciones con marca o referencia a Chile, y a Hispanoamérica, queremos verificar hasta qué punto estas voces son, efectivamente, chilenismos o americanismos en sentido estricto o laxo. Asimismo, queremos verificar hasta qué punto estamos ante voces que son generales, pero con una frecuencia de uso divergente, sea por su diatopía (por ejemplo, voces usadas en algunas zonas de España y que se usan, a su vez, en algunas zonas de Hispanoamérica; o voces usadas en algunas zonas de determinados países hispanoamericanos, pero que son voces generales en Chile, por dar algunos casos); por su diacronía (por ejemplo, voces que fueron usuales en determinadas zonas españolas o americanas, pero que en la actualidad poseen vigencia y uso en otras zonas diversas); por su diastratía (por ejemplo, voces que son no marcadas en determinadas zonas, pero que tienen cierto matiz diastrático, sea inculto, sea culto, en otras zonas) o por su diafasía (voces que pueden ser formales o de determinado ámbito de uso, frente a otras zonas donde pueden ser generales). O bien, desde un punto de vista semántico, voces que son generales, pero han tenido, en ciertas zonas, ampliaciones o restricciones semánticas, sumándose a esto,

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las características recién referidas. Como se ve, es un campo complejo y variado, por lo que es fundamental hacer un estudio exhaustivo del léxico registrado, sea con el cotejo de otros diccionarios, sea con el cotejo de estudios léxicos, atlas lingüísticos y bancos de palabras, entre otros recursos. En efecto, hemos comentado más de una vez que el estudio monográfico de un diccionario implica, además, el estudio de un corpus de estos, sobre todo en lo que se refiere al contenido de los diccionarios, es decir, sus lemarios. De esta forma, se nos agolpan incógnitas como qué tipo de léxico acopian estos diccionarios o si se condice el léxico presente en el lemario con el título y la función del diccionario, así como las reflexiones que se entregan en sus paratextos. Asimismo, nos preguntamos acerca de lo que sucede con el léxico presente en el diccionario en cuestión. En efecto, nos preguntamos si se da cuenta de las funciones que se le atribuyen, sea su significado, sus marcas diatópicas, diastráticas, diafásicas, entre otras preguntas. Parafraseando a Huisa (2012: 129), queremos dar cuenta de ese comportamiento lexicográfico, mas no solo de Román, sino de Román en diálogo constante con una serie de tradiciones lexicográficas: las contemporáneas a su zona, las contemporáneas a Hispanoamérica, las contemporáneas a España, así como un diálogo diacrónico con las tradiciones anteriores y posteriores a su Diccionario. No se puede, creemos, estudiar desde un punto de vista historiográfico un diccionario, así como hacer lexicología histórica sin este tipo de concurso. Este tipo de trabajo empezamos haciéndolo en Chávez Fajardo 2015b y Chávez Fajardo 2016c y, de manera específica, con preposiciones y prefijos, en Chávez Fajardo 2013a y 2016b35. En el estudio de nuestro diccionario, luego de leerlo un par de veces en su totalidad, desechamos utilizar solo una muestra aleatoria estratificada de entradas, lo que corresponde a aproximadamente 1578 entradas, es decir un 10% del total de las 15.523 entradas que lo componen, cifra considerada suficientemente representativa en los estudios metalexicográficos, de acuerdo con Bukowska 2010. Si bien en un primer momento sí aplicamos una muestra aleatoria luego, por las diferentes temáticas que se fueron perfilando, decidimos centrarnos en los casos más representativos para poder ilustrar bien cada uno de los apartados. De esta forma se fue perfilando la tercera parte de nuestro estudio, que tiene ocho apartados diferenciados. Una primera parte tiene que ver con lo que hace que

Por lo mismo nos llama la atención, en un estudio de Norambuena Vásquez (2016: 7, 27) que se hable de que nuestra investigación se limita al estudio de prólogos, solo. Asimismo, la autora insiste en que nuestra investigación no ha desarrollado “las facetas lingüístico ideológicas”, siendo que hemos venido trabajando con la noción de glotopolítica e ideología en nuestros ensayos desde 2010. Quizás, creemos, la autora no ha leído más que un par de estudios nuestros.

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este diccionario mixto sea un diccionario diferencial. Por la misma razón, se ha subdividido este primer apartado en una reflexión respecto a lo que tiene que ver con el español de Chile, con el concepto de americanismo y con lo que hay de voces de procedencia indígena presentes en la lengua española y cómo esta se perfila diferenciada por el uso de estas voces. La segunda parte tiene que ver con lo que hace de este diccionario un receptáculo de notas, comentarios y observaciones acerca de la lengua española desde diversos niveles, como artículos relacionados con ortoepía, ortografía, fonética, morfología, sintaxis, adjetivos, verbos y formas verbales, pragmática, preposiciones, afijos, interjecciones; artículos relacionados con nomenclatura lingüística y gramatical, gentilicios, artículos destinados a hápax o voces de escasa frecuencia. La tercera parte está destinada al tratamiento que el sacerdote hizo de los extranjerismos (dejamos de lado los indigenismos, porque preferimos incluirlos en la segunda parte). Una cuarta parte está destinada al tratamiento etimológico (dejamos de lado el tratamiento etimológico de las voces indígenas que entraron a la lengua española, porque preferimos incluir esta información en la segunda parte). Una quinta parte está destinada a la información relacionada con historia de la lengua española en algunos de los artículos lexicográficos del Diccionario de Román. Una sexta parte está destinada al tratamiento de la lengua latina. Una séptima parte está destinada a las voces eclesiásticas que aparecen en el Diccionario de Román. Por último, una octava parte está destinada a la metalectura del Diccionario, es decir, a partir de la lectura de algunos de los artículos lexicográficos pudimos determinar la perspectiva sociocultural a la que apunta nuestro sacerdote, así como sus ideas lingüísticas y metalexicográficas.

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2. Qué hace de este diccionario un diccionario diferencial

Jodelet definía la representación social, como: “una forma de conocimiento socialmente elaborada y compartida, que tiene un fin práctico y contribuye a la construcción de una realidad común a un conjunto social” (1989: 36). El objetivo práctico de estas representaciones es diverso, pues “intervienen en procesos tan variables como la difusión y la asimilación de los conocimientos, el desarrollo individual y colectivo, la definición de las identidades personales y sociales, la expresión de los grupos, y las transformaciones sociales” (1989: 37). A propósito de la relevancia de las representaciones sociales en la lexicografía, Lauria 2007 afirmaba: La construcción de representaciones tiene un aspecto dinámico y conflictivo. En otras palabras, se puede señalar que el ciclo de instauración de representaciones se cierra cuando se logra el consenso no solo alrededor de su contenido imaginario sino, sobre todo, cuando estas son incorporadas masivamente en tanto prácticas. (2007: 5)

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Es, justamente, lo que sucede con el proceso de lexicalización del español diferencial y su diccionarización. Lo que buscamos, en este apartado, es constatar cómo trata Román estas representaciones sociales para Chile, Hispanoamérica y para el campo léxico indígena presente en el español. ¿Son suficientes y necesarias estas representaciones? ¿Son el producto de una reflexión lexicográfica objetiva o están tratadas desde un grado de subjetividad? ¿Adolecen de información como ejercicio propio de la lexicografía de su época? El mismo sacerdote señalaba en el último prólogo de los cinco volúmenes de su diccionario: “He hecho el mejor retrato de mis paisanos, porque he recogido e interpretado su lenguaje, que es el que nos da como espejada toda su alma” (Román 1916-1918: v). Con esto, Román reconocía la relevancia de la lengua para dar cuenta de la cultura que quería reflejar en parte: En efecto, no hay mejor museo para conocer el ingenio y habilidad de un pueblo, su índole y sus costumbres, sus tendencias y hasta sus vicios, que la lengua misma que habla, como que en ella quedan cristalizadas sus ocurrencias y genialidades, sus pesares y alegrías, sus equívocos, todo lo que brota de su magín malicioso y pronuncian sus limpios o empecatados labios. (Román 1916-1918: v-vi)

En este apartado, en rigor, queremos dar cuenta de cómo se ve reflejado el léxico relacionado con el español de América. Para ello, y tal como reflexionamos en la primera parte de nuestra investigación, seleccionamos solo las voces que Román trató como chilenismos, americanismos e indigenismos. En ello, claro está, nos hemos extendido a todo tipo de formulación que haga referencia a estas voces: “En nuestro país”, “Nosotros”, “el pueblo”, “la plebe”, “aquí”, “en este continente”, “los americanos”, “los indios”, “aquí en el norte”, “aquí en el sur”, “nosotros decimos”, entre otras referencias. Siguiendo nuestra propuesta de lectura y análisis, estudiaremos estas voces e intentaremos dar con algunas pautas de organización, según sea el caso.

2.1. El español de Chile en el Diccionario de Román El caso de Chile, dentro de la diatopía del español, es particular. Históricamente ha sido señalado como zona única hasta en los intentos más actuales de zonificación lingüística. Compruébese con el recorrido histórico de los intentos de zonificación para el español de América: Pedro Henríquez Ureña (1921), distinguía cinco zonas por influjo de contacto, en donde la zona cuarta es Chile. José Pedro Rona (1964), distinguía veintitrés zonas con un criterio de isoglosas, en donde la zona 13 es Chile. Zamora y Guitart (1982), también con un criterio de isoglosas, distinguieron nueve zonas, en donde la zona 8 es Chile. La RAE, por su parte, para sus criterios de ordenamiento diatópico en sus corpus CREA, CORDE y CORPES XXI, también distingue una zona Chile. Las isoglosas generales que conforman lo que se conoce como el español de Chile han sido objeto de interesantes reflexiones, muchas de ellas presentes en textos como ortografías, diccionarios y estudios lingüísticos. Si hacemos un repaso historiográfico de estas reflexiones, constatamos que son, en rigor, actitudes lingüísticas, es decir, verdaderos actos glotopolíticos que, de alguna forma, rechazan o validan este tipo de variedad no dominante del español, desde el mismo Andrés Bello con sus Advertencias (1833-1834) o el mismo Román, censurando, describiendo o validando usos. Respecto a las voces con marca o con referencia a Chile en el Diccionario de Román, es complejo poder organizar las voces que el sacerdote trató como chilenismos. La complejidad se basa en la necesidad de estudiar estas voces desde un punto de vista diacrónico, por un lado, y diferencial no solo con España, sino con la Hispanoamérica toda. En efecto, tal como mencionamos en la primera parte de nuestro estudio, las voces diferenciales son entidades flexibles y dinámicas, por lo que su diatopía se va modificando. Por esta razón, en este apartado nos basaremos en lo que Román marcó

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como característico de Chile. Sin embargo, un examen exhaustivo posterior, por medio de cotejos con diccionarios, atlas lingüísticos, corpus y estudios afines, deberá dar cuenta de su uso y vigencia actual. Por una razón pedagógica, nos hemos basado en el patrón que propuso Rabanales (1953 y, sobre todo, 1992) para analizar el español de Chile desde una óptica panorámica y descriptiva. Para su exposición, Rabanales (1992) consideró los factores fonológicos, morfosintácticos y léxicos en cada una de las cuatro normas que él consideró: la norma culta formal (NCF), la norma culta informal (NCI), la norma inculta formal (NIF) y la norma inculta informal (NII). Respecto de este ordenamiento, Rabanales hizo la salvedad “en el bien entendido que esta taxonomía no representa más que una esquematización aproximada de una realidad muy compleja y por lo mismo mucho más matizada” (1992: 565). En efecto, Rabanales comparó la realidad con el arco iris, por lo que hay zonas de transición, fluctuantes entre una norma y otra, por lo que todas ellas se encuentran en una relación de intersección. Además, el uso de las normas se relaciona directamente con la competencia comunicativa (Hymes): “por lo que un mismo individuo se ciñe a una u otra según las circunstancias, en el grado, por cierto, en que posee dicha competencia” (1992: 565). Con este patrón tomado de Rabanales, hemos seleccionado el plano fonológico, sobre todo como una forma de dar cuenta de este nivel en el Diccionario de Román y constatar la riqueza que puede tener un diccionario si se lo lee desde esta óptica: como una fuente de datos para ejemplificar realizaciones fónicas. Nuestro plan es ir integrando algunas voces que Román ha marcado como chilenismos y determinar, después del examen al que sometimos el concepto, qué tipo de voces son. Por ejemplo, Rabanales presenta una norma general (NG), que son los fenómenos fonológicos que se observan por igual a lo largo del país. Queremos detenernos en cada uno detalladamente, siempre y cuando, claro está, Román haga referencia a ellos en alguno de sus artículos lexicográficos. La finalidad será, sobre todo, ver el desarrollo de estos rasgos desde un punto de vista de actitudes lingüísticas. Lo mismo haremos con la norma culta e inculta formal e informal, respectivamente. Este ejercicio daría por sí mismo como para una investigación más extensa y detallada, sobre todo al momento de poner a dialogar las observaciones de estos rasgos con otros instrumentos lingüísticos, pero se nos hubiera escapado de las manos y de las limitaciones de esta panorámica, puesto que este apartado mismo da para una interesante monografía. Veremos, entonces, que en las primeras observaciones sí que hemos llevado a cabo este diálogo, pero quedará para investigaciones posteriores el investigar todo el espectro que el lingüista chileno presentó.

2.1.1. Norma general Es interesante lo que observó Rabanales hace más de sesenta años respecto a las voces diferenciales: “los más repudiados, y por lo mismo, los menos reconocidos como tales por los puristas, han sido los que nosotros denominamos [los rasgos] fonéticos y son todos aquellos que constituyen una variante puramente acústica –originada en Chile (Perú…)– de voces españolas o de otro origen” (Rabanales 1953: 66). Justamente, son las voces que dan cuenta de las isoglosas características de las diatopías. Aunque la función de un diccionario no es, propiamente, dar cuenta de los fenómenos fonéticos, muchas veces, sea en conceptualizaciones, sea en las reflexiones que Román plasmó en algunos de sus artículos o en algunas correcciones que se entregan en la articulación de las voces, sí que podemos detectar algunos de los rasgos fonéticos característicos a lo largo del Diccionario de Román.

2.1.1.1. Seseo Rabanales (1992: 566) inicia su descripción de los aspectos fonológicos con el seseo, rasgo fundamental en Hispanoamérica y, creemos, la que viene, de alguna forma, a englobar el español de América todo, en su completud. Casi contemporáneo a Román, Lenz comentaba, en sus “Estudios chilenos” que “las transformaciones de la s en Chile constituyen sin duda el capítulo más interesante de la fonética chilena” (1940 [1891 y 1893]: 117). Destacamos en Lenz el interés que tiene por la complejidad del fenómeno, por lo que, fuera de dar cuenta de los problemas de las sibilantes en general, entrega una serie de detallados rasgos, sobre todo, sus puntos de articulación, haciendo referencia a informantes de todo tipo, como peruanos, “un amigo del norte de españa”, los madrileños “cuya pronunciación he estudiado con exactitud” (1940 [1891 y 1893]: 122), para llegar a la conclusión de que “en Chile hay múltiples transformaciones de la s (que corresponde indistintamente a s y c, z españolas) en la vida propia del habla chilena” (1940 [1891 y 1893]: 124). Presentamos esta visión, puesto que lo que podemos rastrear acerca del fenómeno en el Diccionario de Román difiere enormemente. Un ejemplo es el caso del artículo lexicográfico que nuestro sacerdote dedica a la letra C. No hay que olvidar que Román redacta monografías en cada una de las letras del abecedario, sobre todo para aspectos relacionados con asuntos fónicos, ortológicos y para dar cuenta del estado de lengua, sobre todo, del español de Chile, por lo que las letras que puedan dar cuenta de algún tipo de rasgo o de asunto problemático a nivel ortológico u ortográfico son de gran interés para determinar cuál es la actitud de nuestro autor ante este tipo de realizaciones. En el caso del artículo

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destinado a la letra C podemos encontrar información relacionada con esa isoglosa universal, por así decirlo, del español hablado en América: el seseo. Y cómo, en este caso, Román trata su postura respecto a esta realización. Tenemos aquí, más que un artículo lexicográfico, propiamente tal, una suerte de monografía:

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C. Lástima grande es que los americanos hayamos perdido en la pronunciación, confundiéndolo con el de la s, uno de los dos sonidos que tiene esta letra, que es el suave, antes de e y de i, e igual al de la z. Esto es sencillamente empobrecer la lengua y exponerla a mil anfibologías, que unas veces resultan tan perjudiciales y otras cómicas. Fue muy triste que Don Andrés Bello, el gran maestro de castellano en Sud-América, diera públicamente la nota de desaliento en esta materia diciendo que “es cosa ya desesperada restablecer en América los sonidos castellanos que corresponden respectivamente a la s y a la z, o a la c subseguida de una de las vocales e, i” (Ortología, Ip., III). Si hubiera recordado el gran maestro que la mayor parte de los pueblos de España tampoco distinguen en la pronunciación la c y la z, mas no por eso dejan de enseñar esa distinción y de practicarla en público, jamás habría escrito lo que escribió, que es para desanimar al más constante. Sin embargo, desentendiéndose de esas palabras, porque de hombres es errar, deberían, a nuestro juicio, los rectores de colegio, los preceptores y profesores, especialmente de castellano, de literatura, de canto y declamación, exigir de sus discípulos la recta pronunciación de estas letras, a lo menos en las lecturas, recitaciones, cantos y declamaciones, con el estímulo de los premios mejor que con los castigos. Así en poco tiempo se formaría una generación que tendría sobre la presente la ventaja de una buena y castiza pronunciación. Y no se disculpen con el carácter dejado e indolente, y hasta rebelde, que manifiestan para esto los niños; porque la verdad es que el estudiante, de bueno o de mal grado, cumple al fin lo que se le exige, y mucho más en estos tiempos en que es más común el estudio de los idiomas extranjeros, para los cuales hay que enseñar pronunciaciones y sonidos mucho más afectados y difíciles que los sencillos de za, ce (o ze), ci (o zi), zo, zu. “El seseo y ceceo, dice Martínez García en sus Curiosidades gramaticales, constituyen el primer vicio de pronunciación que los padres y profesores deben corregir con cuidado constante y exquisito”. (Román 1901-1908) Este artículo lexicográfico consta de 3 etapas argumentativas claras. En primer lugar, está la actitud de Román ante el seseo, una actitud claramente negativa, que nos recuerda el modelo racionalista de estandarización (cfr. Geeraerts 2003), en donde se busca una suerte de homogeneización de la lengua en pos de una variedad ejemplar o estándar, por lo que las variedades se tratarían como un obstáculo. En efecto, Román hace uso de una serie de voces que dan cuenta de esta postura: es una “lástima grande” la simplificación del esquema de sibilantes, un “vicio de pronunciación”, algo que implica “empobrecer la lengua”, “someterla a mil anfibologías”, “[anfibologías] perjudiciales”, “[anfibologías] cómicas”. Este tipo de actitudes ante el seseo no las

encontramos, solo, en este tipo de artículos lexicográficos, sino a lo largo de toda observación normativa en el diccionario: cazar,

a. Por ser demasiado conocido, no hay para qué advertir a los reos del seseo, que somos todos los americanos y otros más, que no debe confundirse este v. con casar. (Román 1901-1908) Lazo, […] El chileno Lazo no puede provenir sino del error de confundir el apellido con el nombre común lazo, o de la equivocación de algunos que igualan la z castellana, que es interdental, con la z italiana, que equivale a ts o ss. No hallamos otra explicación para esta aberración ortográfica. (Román 1913)

Por lo que se ve, un hablante que no distingue, similar a un estado carcelario, es un “reo del seseo” y, producto de esta indistinción, las repercusiones van más allá de la pronunciación, bien sabemos, por lo que el seseo se reflejará en la escritura. Aspecto, este último, para Román, catalogado como una “equivocación”, una “aberración ortográfica”. En segundo lugar, establece Román una propuesta para reestablecer esta distinción, cosa que solo se puede hacer desde los niveles educativos. Sin embargo, es interesante la vinculación que hace el diocesano entre un argumento y otro, a partir de una observación crítica a Bello, justamente, el exponente más destacado de este modelo de estandarización racionalista. Andrés Bello, bien sabemos, también elaboró una propuesta para establecer la distinción en sus célebres Advertencias de 1833 y 1834, algo que, con el tiempo, vio improcedente, sobre todo, por su imposibilidad. De esta observación de Bello, seguimos con los resabios de la primera argumentación, puesto que constatar que la no distinción entre sibilantes es “triste” y que solo viene a “desanimar” a quien desee promover su enmienda no serían más que los colofones del primer argumento. Como sea, a partir de este vínculo se basa Román para su segunda argumentación, puesto que sigue constatando que solo con la educación y la formación en ortoepía se puede reestablecer la distinción. Por lo mismo, hay que “enseñar esta distinción y practicarla en público”. Como sea, no advierte Román, en esta propuesta educativa, una verdadera repercusión; es más, lo que constata nuestro diocesano es que la autoridad está “desentendiéndose de esas palabras”. Por lo mismo “deberían” estas autoridades, a saber, “rectores de colegio, los preceptores y profesores, especialmente de castellano, de literatura, de canto y declamación”, “exigir la recta pronunciación de estas letras”. El tercer argumento se basa en los posibles resultados de la propuesta, resultados que vienen a comprobar este modelo de estandarización racionalista: “se formaría una generación”, vislumbra Román, que tendría una “ventaja”, que es la de una “buena y castiza pronunciación”. Es decir, la búsqueda de la ejemplaridad del español, basada en la educación ortoépica, sería la

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de hablar al modo ejemplar, que para Román sería el español centro-norteño. Como sea, podemos constatar que esa vehemencia del Román de 1901-1908, en la letra C, empieza a aplacarse con el tiempo. En efecto, en el último Román, el del quinto tomo, publicado entre 1916-1918, en el artículo destinado a la letra S la actitud es otra. Allí, por ejemplo, el seseo ya no es una incorrección, sino una realidad: “S. Muy digna de estudio es en el lenguaje chileno esta consonante. Además de confundirse su sonido con el de la z y c suave” (1916-1918: s.v. s), para pasar, luego, a dar cuenta, sobre todo, de las aspiraciones y pérdidas que la sibilante sufre. Posteriormente, en su artículo destinado a la Z solo se limita a afirmar que: “Es muy sensible que su pronunciación sea inusitada en Chile como en el resto de América”. Sin embargo, apelando a la organicidad del diccionario, remite a la información entregada en la letra C. Dentro de la tradición filológica hispanoamericana, una reflexión o juicio de valor ante la neutralización de sibilantes no suele encontrarse en un artículo lexicográfico, salvo cuando quiera darse cuenta de alguna observación ortológica u ortográfica, mas no las cavilaciones que advertimos en Román. Hemos rastreado escasos testimonios, anteriores a nuestro sacerdote con algún tipo de referencia al seseo. Tal es el caso de Batres Jáuregui 1892, para Guatemala, quien, en su artículo destinado a la letra c, fuera de dar unas sucintas referencias históricas, termina con un “los conquistadores pronunciaban la c como s, en las sílabas ce, ci. Por esto en la América latina pronunciamos así hasta en la época presente” (s.v.c). Ortúzar 1893, en su Diccionario manual de locuciones viciosas, en su artículo destinado a la letra c señala: “El sonido suave de esta letra, según la Academia, es idéntico al de la z, como cebo, cifra, al igual de zeugma, zizigia. No se obedece esta regla en América, donde de ordinario se da a la c suave el sonido de la s” (s.v. c). Ramos y Duarte 1896 para México, si bien redactó un artículo destinado a la c, solo se remite a referencias históricas de la sibilante. Es decir, que en el universo observado de artículos lexicográficos destinados a la letra c (o en otras letras), tanto Batres Jáuregui como Ortúzar se limitan a dar una información descriptiva del seseo, mientras que Ramos y Duarte solo entrega información histórica de la consonante en cuestión. Un caso especial es el de Pichardo 1862 [1836], quien el lugar del seseo y su ejemplificación lo sitúa en la sección del Suplemento de la letra s, como Voces corrompidas. Donde sí podemos rastrear un discurso más consistente es dentro de los niveles paratextuales; por ejemplo, en los prólogos o preliminares. Pichardo 1862, en su Prólogo, afirmaba, justamente, que el criterio de selección de Voces corrompidas, suplemento que suele anexar al final de cada voz, es solo para las voces que incurren los hablantes de nivel culto: “no pueden ponerse todos los disparates y defectos de locución parti-

culares, sino aquellos muy generalizados aún entre personas cultas” (Pichardo 1862: vi). Es decir, la neutralización de sibilantes por medio de la escritura o pronunciación generales en la isla serán disparates y defectos. Y continúa: “generales son ciertas falacias prosódicas, v.g. la confusión de la C con la S en las sílabas ce ci y la Z en todas” (Pichardo 1862: vi), reconociendo, por lo tanto, la universalidad del fenómeno en la isla: en la Isla de Cuba no hay una persona de su suelo que pronuncie ce ci y la Z como se debe […] la costumbre y el trato común desde la infancia forman una habitud invariable: las gentes de letras, que escriben correctamente, aun cuando se esmeren en perfeccionar su pronunciación en sus mayores años, al fin se cansan hablando con un trabajo y afectación que les hace volver a la locución aguachinangada36. (Pichardo 1862: vi). Para llegar a reconocer que, dentro del discurso formal del propio autor, por más que existan intenciones de mantener la distinción, no lo puede lograr: “Yo, por mí, debo confesar que en las conversaciones, no muy familiares, empiezo cuidadosamente distinguiendo la C y Z de la S, la Ll de la Y, la V de la B; más a poco, todo se me olvida, y adiós prosodia” (Pichardo 1862: vi). García Icazbalceta 1899 para México, también da cuenta del seseo como un problema: un defecto: Conocido el origen del lenguaje hispano-americano, ya comprendemos por qué no solamente nos son comunes voces y locuciones desusadas ya en España, sino hasta los defectos generales de pronunciación y la alteración de muchas palabras. A los andaluces, que vinieron en gran número, debemos sin duda el defecto de dar sonido igual a c, s y z; a ll e y. (García Icazbalceta 1899: xi) Un caso interesante, entre los paratextos revisados, es el de Echeverría y Reyes 1900 para Chile, quien solo da cuenta de un rasgo absolutamente general en su primer capítulo de su primera parte de Voces usadas en Chile: “[…] la s, c y z, que solo en la escritura se distinguen y que se pronuncian a un mismo sonido. Hoy día ya no se hace sino por uno que otro maestro de escuela un perdido esfuerzo por establecer el seceo [sic.] de Madrid” (Echeverría y Reyes 1900: 27). Por último, Cuervo, en sus Apuntaciones desde la edición de 1907 (interesante que no haya aparecido esta observación en las ediciones anteriores a la de 1907), a propósito del recurso métrico, comenta: “Los castellanos, que pronuncian debidamente la s y la z, perciben diferencia tan considera-

Aguachinangado, voz cubana por amanerado en costumbres, hechos o dichos: “a semejanza del guachinango, por sus ocurrencias, zalamerías o modo de hablar contractivo y silboso, marcando demasiado el sonido de la s” (Pichardo 1862: s.v. aguachinangado, da) y, el guachinango “Suelen llamarse así las personas oriundas de México y de todo el territorio que cpmprendía Nueva España” (Pichardo 1862: s.v. guachinango, ga). 36

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ble entre estas dos letras, que no consienten en mirar a pasa, cosa, como consonantes de traza, choza” (1907: §762, 1914: §780). Realización que engloba al andaluz, puesto que ejemplifica con algunos poetas (Juan de la Cueva, Luis Barahona del Soto) y lo da como “indicio para calcular desde cuándo ha prevalecido en América igual confusión”. Termina el autor, después de entregar ejemplos de rimas con recurso de ambas sibilantes dentro de la poesía patrimonial americana, con la misma idea de la necesidad formativa para lograr una posible distinción, cosa que Román reclama, pero para Cuervo, pensamos, ya no es posible en el habla: “de modo que en América no han faltado escritores que por estudio se han ajustado en la rima a la tradición castellana, parece probable que ya los hijos o nietos de los conquistadores pronunciaban como hoy pronunciamos todos los americanos”. Es decir, el seseo como una realidad, por más que la formación y los estudios hagan algo a nivel ortográfico. Respecto a la tradición lexicográfica europea, podemos determinar, en nuestro rastreo que esta solo se detiene en la realización castellana de c ante e o i y la mención a la realización seseante aparece tardíamente en los artículos lexicográficos destinados a la letra c. En esto, Román, con su actitud lingüística característica, tampoco se escapa de hacer referencia al seseo andaluz, como lo podemos ver en algunos casos:

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Basa o base, f. En Arquitectura y en sentido fig. son sinónimos, pero no deben confundirse con baza: “número de cartas que, en ciertos juegos de naipes, recoge el que gana la mano”. Pues, si nada más que esto significa baza, ¿cómo es que el Dicc. le cuelga a esta voz la loc. Sentada esta baza, o la baza, que interpreta “sentado este principio, o el principio; esto supuesto”? ¿No está aquí baza bramando de verse escrita con z, pues solo con s es como significa “principio y fundamento de cualquier cosa”? Sin duda los SS. Académicos oyeron la loc. de boca de algún andaluz, y como la oyeron así la escribieron, y así salió ella, cual digan dueñas. Más acertados andamos los chilenos, que hemos inventado y usamos familiarmente la fr. fig. hacer baza en el sentido de ganar o prosperar en cualquier asunto o negocio. Ú. m. con negación. (Román 1901-1908) En donde, a partir de una observación metalexicográfica, Román achaca una errata, producto de la no distinción de sibilantes, ya no de los americanos, sino de los andaluces: “Sin duda los SS. Académicos oyeron la loc. de boca de algún andaluz, y como la oyeron así la escribieron, y así salió ella, cual digan dueñas”. Respecto a la referencia del seseo en la tradición académica, será en la edición del usual de 1936 cuando aparezca una información alofónica, siempre relacionada con el uso centro-norteño peninsular: “Con frecuencia, en posición final de sílaba, ante consonante que no sea la t, el sonido velar oclusivo de esta letra se debilita y suaviza haciéndose sonoro y fricativo” (DRAE 1936: s.v. c). La primera referencia al

seseo en un artículo destinado a la letra c lo encontramos en el Diccionario de uso del español de María Moliner (1966-1967): En Andalucía e Hispanoamérica este sonido se convierte en sonido “s”; esta pronunciación no es considerada incorrecta entre los que la usan naturalmente; pero, en España, si son actores, la evitan en su actuación, y solo se emplea en el teatro para imitar el habla de un personaje al que le corresponde por su naturaleza. En cambio, el seseo de los naturales de otras regiones, que es transplantación de su pronunciación dialectal al español, se considera y suena francamente incorrecto (Moliner 1966, s.v. c). Donde, como se aprecia, Moliner entrega dos interesantes datos respecto a ciertas actitudes lingüísticas: por un lado, la actitud absolutamente neutral de quienes sesean (andaluces e hispanoamericanos), por lo que no consideran incorrecta su realización. Por otro lado, una somera referencia a esa diglosia andaluza, la cual evita la neutralización en ciertos espacios, algo usual hasta el día de hoy. No será hasta la edición de 1970 cuando la Academia mencione un oscuro: “Ante las vocales e, i (cena, cifra) se pronuncia como z, con las mismas variedades de articulación e igual extensión geográfica y social del seseo”. Mención que se reformulará en la edición de 2001 con una explicación fonética (solo antes detectada en Moliner): “representa, ante las vocales e, i, un fonema consonántico fricativo interdental, sordo, identificado con el alveolar o dental en zonas de seseo”, para precisar el carácter alofónico de la sibilante en zonas seseantes, en la edición de 2014: “representa […] el fonema consonántico fricativo interdental sordo en áreas no seseantes, y algún alófono de /s/ en áreas de seseo”. Es decir, tenemos un interesante tránsito que va desde de la no mención del seseo, pasando por una confusa explicación hasta una realidad con su respectiva especificación. Como sea, no podemos obviar la información que podamos rastrear y cotejar en los artículos seseo y, sobre todo, sesear, dentro de la tradición lexicográfica europea. Justamente, sesear ya aparece en Autoridades (1990 [1739]), con una referencia absolutamente descriptiva: “Pronunciar la cc como ss al hablar”, definición que se mantuvo, sin reformulación, enmienda o adición alguna hasta la edición de 1884, donde se le agrega un marcado juicio de valor: “Pronunciar la ce como ese por vicio o por defecto orgánico”. Fuera de ello, entre los siglos xviii y xix, destacamos a Terreros (a 1767), con una definición más acertada: “Pronunciar la s en lugar de c o de z”. También a Domínguez (1846-1847), quien se adelantó tanto a la descripción como a un juicio de valor: “Pronunciar las cc (ces) como ss (eses) al hablar, acentuando de especial manera, por natural resabio, defecto o costumbre adquirida”. Nos preguntamos: ¿dónde quedaría el seseo? ¿cómo un resabio o como una costumbre adquirida? Ya en el siglo xx

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destacamos la actitud descriptiva que tiene Toro y Gómez (1901): “Pronunciar la ce como ese”, así como las ediciones manuales de la Academia (1927, 1950): “Pronunciar la c como s”. El cambio se generará en la edición usual de la academia de 1970, cuando se especifica: “Pronunciar la z, o la c ante e, i, como s, ya sea con articulación predorsoalveolar o predorsodental, como en Andalucía, Canarias y América, ya con articulación apicoalveolar, como en la dicción popular de Cataluña y Valencia”. Definición que se reformula (no detallaremos la observación dialectal valenciana y catalana, por alejarse del objeto mismo de reflexión) en la edición usual de 1992: “Pronunciar la z, o la c ante e, i, como s. Es uso general en Andalucía, Canarias y otras regiones españolas, y en América” y en la edición usual de 2014: “Pronunciar con algún alófono de /s/ el fonema representado por las letras s, z o c seguida de e o i”.

2.1.1.2. Aspiración o pérdida de /s/ implosiva Lenz, en sus “Estudios chilenos” hizo un completo repaso de todas las vacilaciones, aspiraciones y pérdidas de la s en posición implosiva (cfr. 1940 [1891 y 1893]: 125-134). Lo interesante es que Lenz, por un lado, dio cuenta de la “pronunciación santiaguina” en general, pero afirmaba que: “se pierde en mayor o menor grado en la pronunciación vulgar”. Así también afirma que el uso de esta s final “como en tantos otros casos, es vacilante”: El chileno culto pronuncia en general una s más o menos completa después de la vocal acentuada, pero en las sílabas átonas desinenciales pronuncia una vocal aspirada y brusca como la que emplea el habla vulgar en sílaba acentuada, mientras que en los otros casos de sílaba átona pierde toda huella de s, o bien se limita a pronunciar la vocal final con alguna mayor claridad” (Lenz 1940 [1891 y 1893]: 127)

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Román, como era de esperar, condena esta realización en el artículo lexicográfico destinado a la letra H y vez que pueda: H, […] Uno de los defectos principales de nuestra pronunciación vulgar es convertir en h la s, al principio, al medio y al fin de las palabras. Hí, heñor, nohotroh, una rehma, loh libroh. Lo mismo sucede con el sonido de la z y con el suave de la c, que aquí se equiparan al de la s. (1913). Más, […] En Chile, no solo el uso de más o menos es el malo, sino también la pronunciación, pues muchas personas educadas dicen poco ma ó meno, comiéndose las eses. (1913). Portamoneda, f. Corriente en el pueblo y aun entre alguna gente educada. Dígase portamonedas, m. (1913-1916).

Puchusco, ca, m. y f. Lo mismo que pucho, últ. acep. El pueblo suprime la s y pronuncia puchuco, ca. (1913-1916) Este último, además, con una flexión genérica distinta, además. Por un lado, Román no da cuenta de este rasgo en la norma general del español de Chile, sino en “la pronunciación vulgar”. Empero, una de las realizaciones que sí perviven en la NII (norma inculta informal) sería la aspiración en contexto inicial, huelga decir. Por otro lado, por esto de estar sujeto a una sola norma ejemplar, Román ve en esta realización una incorrección, de allí el llamarla “defecto”. Sin embargo, el último Román, el de 1916-1918, sigue hablando de “defecto”, pero con un tono mucho más descriptivo, tal como vemos en el artículo s, en donde, además atrae, como autoridad, lo expuesto por Gonzalo Correas: S. […]El pronunciarla mal al fin de palabra es defecto general, especialmente en los pronombres y adjetivos que preceden al s.: mih libros, todoh tuh bienes. El español suele omitirla antes de rr; y por eso Gonzalo Correas escribió: “Sucede también, y en castellano se escurecen y pierden algunas consonantes antes de otras: la s antes de rr nunca suena, ni antes de otra s, porque así decimos: Lo Romanos, lo reyes, lo rábanos, lo robles, la ranas, aunque escribimos los Romanos, los reyes, los rábanos, los robles, las ranas” (Arte grande, pág. 257). Analicemos ya los distintos casos que presenta el uso de la s en Chile. […] —2.º Antes de la f la suprime: afalto, fóforo, Teléforo. Véase F. —3.º Antes de b o v la convierte, aunque no siempre, en f: refalar (resbalar), difariar (desvariar). Véase F. —4.º Antes de g la convierte en j: riejo (riesgo), neja (nesga); lo mismo hace con la z antes de g: hallajo (hallazgo). Véase G. —5.º La suprime antes de d y t: juridición, Fautino, cáutico, Etanislao, y más abreviado, Tanislao; taquilla, de estaquilla; estar, que pierde la primera sílaba en toda su conjugación; sin embargo, en algunas voces la conserva, como asta y hasta, costa, costilla, costura, costumbre. También la suprime después de r: perpicacia (perspicacia), supetición (superstición). (1916-1918) Lo interesante en este caso es que las realizaciones que menciona desde el punto 2 en adelante, las presenta como realizaciones “en Chile”, no en ciertos segmentos que él podría mencionar como “el pueblo”, “la plebe”, “el bajo pueblo”. La referencia a la aspiración de la s implosiva, así como alguna de las realizaciones de esta en contexto con consonante la encontramos, por ejemplo, en alguna de las equivalencias que Gormaz hizo en Chile (1860): arriejar (en vez de arriesgar); carie (en vez de caries); paragua (en vez de paraguas); rajar (en vez de rasgar). En el prólogo de la edición de 1875, Pichardo también hacía referencia, de manera despectiva, al español hablado por los descendientes de africanos: “es un Castellano desfigurado, chapurrado, sin concordancia, número, declinación ni conjugación […] sin S final” (1875: 11). Es interesante que Cuervo, en ninguna de las ediciones de sus Apuntacio-

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nes, valoró negativamente la realización, tal como han hecho los autores ya referidos, incluyendo nuestro Román: “Conexo con este cambio de la s en una aspirada está el oscurecimiento y a veces casi total desaparición de la primera en el habla de ciertas poblaciones costaneras” (1867-1872: § 576), “donde con el h hemos tratado de expresar cierta aspiración o prolongación de la vocal” (1876: § 666). Algo que viene a desarrollar más claramente en su tercera edición: La s se ha convertido muchas veces en aspiración […] Al fin de sílaba, posición en que su sonido es más espeso que en medio de dos vocales, se atenúa y oscurece hasta convertirse en una ligera aspiración que puede representarse por medio de la h. Este fenómeno es comunísimo, lo mismo que en Andalucía, en el habla de ciertas poblaciones costaneras de nuestro país (1885: §688). Y, sobre todo, en sus dos últimas ediciones, donde cada vez, con más datos, da cuenta de la tendencia general a la aspiración de las implosivas desde una perspectiva más lingüística que filológica: la atenuación de la s es fenómeno que se ha observado en épocas y en lenguas muy diversas, y cuyas causas son discutibles, pues mientras que semeja espontánea en unas partes, en otras se le atribuyen influencias étnicas. Por lo mismo no cabe afirmar que haya conexión entre hechos parecidos o idénticos que existan en partes distantes de un mismo dominio lingüístico, en Andalucía, digamos, y en Chile o Colombia. Limitándonos pues a lo que pasa en nuestra costa setentrional, diremos que este accidente afecta a toda s final de sílaba, resultando un sonido que no puede representarse exactamente con nuestros signos alfabéticos (1907: §758; 1914: §776) Más alejado estaba Echeverría y Reyes, quien, en su Voces usadas en Chile (1900), en la primera parte de su estudio, seguía la línea de Gormaz, Pichardo y Román, valorando negativamente la aspiración y relegándola a Chile, solo:

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Mas vulgar, y solo propia de Chile, es la supresión de la s antes de consonante a al fin de palabra, o su sustitución por una leve aspiración. […] Esta s, que el pueblo casi ha suprimido, se pronuncia con tanta mayor perfección cuanto más elevada es la posición social del individuo: sin embargo nunca se oye pronunciar con toda perfección como en el Perú. El guaso dice eñor o simplemente ñor, aunque no pronunciar la s entre vocales o al principio de palabra solo es propio de la gente más atrasada. (1900: 27- 28)

2.1.1.3. Yeísmo En su momento, Lenz hizo referencia a que “con esta y se ha igualado completamente en santiaguino la llamada l “mojada”, en la escritura española ll […] el sur

conserva la ll, que es también muy frecuente en araucano, y la conserva también el norte de chile, y el Perú” (1940 [1891 y 1893]: 138-139). Entregamos esta información porque, una vez más, hacia finales del XIX, lo que constata Lenz era una realidad en una zona específica de Chile, algo que se ha modificado considerablemente en las últimas décadas, por lo que el yeísmo es un fenómeno extendido (cfr. Rabanales 1992: 566, que lo integra como parte de la norma general). Frente a esta postura extendida, es interesante la información que Román le dedica al yeísmo, en su artículo lexicográfico Ll: Ll. Si D. Juan Pablo Forner lamentó en inmortal escrito las exequias de la lengua castellana, quisiéramos también nosotros deplorar con toda nuestra alma el torpe estropeo o fea confusión que de esta letra suele hacerse. ¿Para qué enumerar las ambigüedades o sentidos malsonantes que de no pronunciarla como es debido resultan en el lenguaje hablado y aun en el escrito? Querrá alguien hablar de un pollo, y lo que en realidad nombra es un poyo; pedirá un rallo y le entienden rayo; necesita comprar una olla y llega preguntando por una hoya. ¡Válgame Dios, señor! O Ud. se calla, pero con elle, o busca a alguien que le enseñe a pronunciar las letras. ¡Dichosos, mil veces dichosos los lugares de Chile, que son casi todas las provincias centrales y australes, en que se nace y se aprende a hablar pronunciando la elle! Este bien, entre muchos otros, nos han dejado nuestros araucanos. Ellos la tienen, y bastante abundante, en su idioma, y le dan una pronunciación más marcada aún que la de los buenos castellanos. Ojalá los preceptores de escuela y profesores de colegio dieran más importancia a la recta pronunciación de nuestro idioma, enseñándola a sus discípulos y exigiéndosela como es debido. ¿Se excusarán con que ellos tampoco la saben? Pues entonces, a escardar cebollinos o a sembrar papas; que así como no se admitiría de profesor de francés o de otro idioma al que no supiera la buena pronunciación, ni de música ni de otro ramo al que no lo posee bien, ¿por qué hemos de tolerar como profesores de castellano a los que principian por pronunciarnos casteyano, “dando a la elle, como dijo Galdós, el tono arrastrado que la gente baja da a la y consonante? En tal caso, mejor sería buscar al inglés del cuento, que, preguntando quién era el profesor de un examinando que lo estaba haciendo pésimamente, contestó muy satisfecho: mí. (1913) Así como con el seseo, en el yeísmo, una vez más, Román y sus palabras nos recuerdan el modelo racionalista de estandarización (cfr. Geeraerts 2003), más si pensamos que Bello fue el modelo de este tipo de estandarización y quien, en su nota 30 de sus Advertencias, respecto al yeísmo, enunciaba: “Los que se cuidan de evitar todo resabio de vulgarismo en su pronunciación procuran no equivocar […] la y con la ll, confundiendo haya, tiempo de haber, con halla, tiempo de hallar” (1940 [18331834]: 66). En efecto, Román siguió esta línea, por lo que la neutralización de ambos fonemas es, para el diocesano, un “torpe estropeo o fea confusión”, sobre todo porque:

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“de no pronunciarla como es debido”, se generan: “ambigüedades o sentidos malsonantes”, por lo que Román hace un reclamo a los educadores: “Ojalá los preceptores de escuela y profesores de colegio dieran más importancia a la recta pronunciación de nuestro idioma, enseñándola a sus discípulos y exigiéndosela como es debido” y, de paso, en el reclamo, cabe, además, una actitud vehemente hacia el gremio: “¿Se excusarán con que ellos tampoco la saben? Pues entonces, a escardar cebollinos o a sembrar papas […] ¿por qué hemos de tolerar como profesores de castellano a los que principian por pronunciarnos casteyano”. En el papel de la educación, por lo tanto, es donde Román centró sus anhelos para una indistinción, sabemos, que se asentó y generalizó. Respecto a la diatopía de la distinción, al igual que Lenz, Román se encargó de referirse a ella, con un tono elogioso: “¡Dichosos, mil veces dichosos los lugares de Chile, que son casi todas las provincias centrales y australes, en que se nace y se aprende a hablar pronunciando la elle!”. Justamente, esta distinción, cada vez más en sectores rurales o colindantes con comunidades mapuche hablantes, son más reducidos pero existentes. ¿Cómo se trataba el yeísmo entre los contemporáneos de Román o dentro de la tradición lexicográfica hispánica? Gormaz (1860) en sus equivalencias, algo daba cuenta al equiparar rayo con rallo. Cuervo, en las dos primeras ediciones de sus Apuntaciones, hace referencia a que: “en varios puntos de esta República, lo mismo que en Andalucía” se hace la indistinción. Asimismo, hace una interesante distinción sociolingüística: “en muchas de nuestras señoritas se observa la ridícula y necia afectación de imitar este vicio” (1867-1872: §584, 1876: §674). Trata el fenómeno negativamente, por lo tanto, como un vicio. Su actitud se extrema aún más en la tercera edición, la de 1885 condenando el yeísmo y reconociendo, como bogotano, que sí hace la distinción: “Ya que tenemos la suerte de no confundir a guisa de andaluces, antioqueños y costeños […]debemos oponernos a que las cocineras y fregatrices, nuevos Salmoneos, pretendan arrebatar a Júpiter tonante el manejo de sus rayos” (1885: §460), para seguir descalificando: “conténtese esa gente bahúna con rallar en un rallo pan, yuca o, a lo sumo, nuez moscada; que con razón dicen: buñolero a tus buñuelos; bien se está san Pedro en Roma” (1885: §460). En las últimas dos ediciones de sus Apuntaciones, su tratamiento cambia, pasa a ser, como hemos constatado en otras ocasiones, mucho más descriptivo: “Siendo la ll una l palatalizada, se distingue principalmente de la y en la vibración lateral de la lengua, diferencia no muy considerable que fácilmente desaparece ocasionando la confusión de las dos letras” (1907: §740, 1914: §758). Aunque sigue habiendo tintes de valoración por una distinción, a la fecha, cada vez más restringido: “La pronunciación correcta de la ll, como se oye en Castilla la Vieja,

es rara en Madrid, en Toledo, en Extremadura, en Andalucía y en la mayor parte de América, pues se acerca considerablemente al sonido de la y, o se iguala completamente con ella” (1907: §740, 1914: §758). Para luego dar cuenta de la situación en Colombia: “En Bogotá y buena parte de lo interior es la ll bien y oportunamente pronunciada, al paso que en Antioquia y lugares de la Costa es exclusiva la y” (1907: §740, 1914: §758). Destacamos la actitud de Rodríguez (1875), para Chile, quien, si bien inicia su artículo lexicográfico Y con las palabras de Bello en su Gramática: “Es un vicio confundir estos dos sonidos (el de la Ll y el de la Y) como lo suelen hacer los americanos y andaluces, pronunciando v.gr. Seviya; de que resulta que se empobrece la lengua y desaparece la diferencia de ciertos vocablos como vaya y valla, halla y haya, etc.” (Bello en Rodríguez 1875: s.v. Y), más que condenar, como hemos visto en la tradición hasta ahora, el yeísmo, se limita a darlo como una realidad, por lo que ha optado, para las voces indígenas, por lo siguiente: “En la fuerza de la observación anterior nos hemos decidido a escribir con y todas las palabras de origen quichua o araucano en que aparezca la ll, v.gr. yol, de llolle, yampo, de llamppu, etc”. (Rodríguez 1875: s.v. Y). Una de las reflexiones más interesantes, sin embargo, es la que encontramos en el artículo ll que redactó Arona para Perú (1882), donde se detiene en la distinción que se hace en los quechuahablantes, porque el fonema palatal lateral existe en su alfabeto: “Esta letra se pronuncia muy bien en quichua, por lo cual los indios y los serranos del Perú la mojan y liquidan que es un gusto” (1882: s.v. ll). Frente al quechua, el peruano hispanohablante no hace la distinción: “No así el hijo de Lima, que, como el andaluz, la confunde con la y griega; o si se mete a pronunciarla sin haberse acostumbrado a hacerlo desde niño, la deletrea y hace li, diciendo la liave, el cabalio, por la llave, el caballo” (1882: s.v. ll). Algo de lo que Arona se lamenta con una forma literaria interesantísima: “La ll en boca de cualquier cholo del interior brilla y reluce como la blanca dentadura entre los labios de un negro, para eterno desconsuelo de los blancos, que las más de las veces ni tenemos esos dientes ni sabemos pronunciar esa ll” (1882: s.v. ll). Por lo que insiste en adscribir esta ll al quichua: “Siendo pues la ll una letra tan quichua” “la ll, repetimos, es esencialmente quichua”. Por esta razón, Arona pide, a diferencia de Rodríguez, que a estas voces castellanizadas se les mantenga la ll, dando así cuenta de una realidad, la de la distinción en comunidades bilingües, donde se da el fonema en la lengua indígena: “porque hay mucha gente en la América Meridional que pronuncia muy bien la ll” (1882: s.v. ll). A tal punto, que aboga, por la “desgracia” de: “que no suenen la z y la c (por acá), ni la v en ninguna parte hispana, para que todavía voluntariamente matemos la ll” (1882: s.v. ll). Y propone, entonces, Arona:

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“los hijos del Sol, no solo pronunciaban y pronuncian admirablemente la ll castellana, sino que podrían enseñar a pronunciarla a la raza mejor hablada” (1882: s.v. ll). Para llegar a una interesantísima propuesta de contacto lingüístico: ¿por qué un peruano de la sierra, aun cuando sea hijo de padres andaluces, pronuncia admirablemente la ll, y por qué un peruano de la costa aun cuando sea hijo de castellanos la pronuncia como y, salvo excepciones? Porque en el primero obrarán directa o indirectamente influencias de la lengua autóctona. Y así es en realidad. En quichua no había l y la ll hacía dos oficios con un solo sonido. (1882: s.v. ll). No queremos desatender cada palabra de Arona, porque cada pista que nos entrega enriquece este panorama del yeísmo en Latinoamérica. Por ejemplo, recurre a su propia historia personal, nacido él en Lima frente a su padre: “que era arequipeño, pronunciaba como agua el siguiente silabeo con que nos ejercitaba en la pronunciación de la ll: lla, lle, lli, llo, llu; lloglla, lluchuy” (1882: s.v. ll). Para llegar a un cierre, decimos, monumental y elogioso del quechuahablante: que la ll, bien mojada, es la gloria, el alma y el espíritu del quichua, y que ella y el diptongo ay constituyen toda esta lengua, fonéticamente hablando. ¡Ay ñustallay! ¡Ay mamallay! (Ollanta) La ll en boca serrana deleita tanto como la z y la c en boca castellana” (1882: s.v. ll). En esta línea de reflexionar más sobre el contacto que sobre la realidad hispánica está Lafone Quevedo (1898) para la Argentina, quien reflexiona, en su artículo lexicográfico destinado a la ll: “La ll es letra muy usada en quichua y en catamarcano” (1898: s.v. Ll). Asimismo, entrega Lafone Quevedo interesantes datos para el tránsito en el uso de la palatal rehilada propia de la zona rioplatense, censurándola vehementemente:

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La ll se confunde con la y, y así lo que en Cuzco sería huallca, cuenta; pallca, horqueta; en esta tierra suena payca y huayca. La verdad es que el arribeño muchas veces confunde los sonidos ll y y; pero esto no faculta a decir que confundiría llampa, todos, con yapa o ñapa, añadir o aumentar. En Buenos Aires hay quien diga llo (yo) y calle Cullo, y esto explica cómo es que los diccionarios castellanos escriban llapa y lo expliquen como si fuese lo mismo que yapa (1898: s.v. Ll) No podemos, aunque queramos, extendernos en este punto, al no corresponder con nuestro objeto de estudio, pero no está de más exponerlo, el de algunas de las primeras reflexiones a los estados iniciales de esa palatal rehilada, isoglosa característica del español de la zona rioplatense: “En esta tierra jamás se oye esa horrible corruptela que de “calle Cuyo” hace “cage Cugio” (ge y gio italianos); más bien pecan por unifor-

mar todo con la y suavísima” (1927 [1898]: s.v. Ll), para llegar a su actitud frente al yeísmo: “Por suerte aquel vicio va dejándose a los muchachos, a los descuidados y a la gente de campo. Sonidos tan dulces como la ll y la y merecen que se conserven en toda su pureza” (1889: s.v. Ll). Por su parte, Uribe para Colombia (1887), en su sección de notas, sigue con la línea de Bello, Cuervo y Román, al comentar: “A ningún americano le aconsejaría que se pusiese en ridículo pronunciando a la española la c y la z [dato relevante para nuestra historia de actitudes lingüísticas con el seseo, dicho sea de paso]. Pero nada tendrá de repugnante y afectada la recta pronunciación de la v [también relevante para la actitud hacia esta indistinción] y la ll, especialmente esta última” (1887: nota 176). La actitud de Uribe se acerca a la del primer y segundo Cuervo, incluso: “Efectivamente es desagradable y vulgar articular como el de la y el sonido que le corresponde” (1887: nota 176). Para llegar a una pedagógica descripción del sonido: Al enseñar los maestros la pronunciación de la ll a los niños, bueno es que eviten el error en que incurren los que, esforzándose por producir el sonido que le corresponde, salen con cabalyero, botelya. El sonido de la ll es sumamente suave y agradable y en nada se parece a la dura combinación ly. Para producir la y basta tocar la parte superior del paladar con el plano de la lengua; hiriendo rápidamente la parte derecha de la bóveda palatina con el borde derecho de la lengua, resulta la l; acentuando más este movimiento y golpeando un poco con el plano de la lengua, en vez del borde, resulta la ll. (1887: nota 176). Similar actitud tendrá Ortúzar (1893) para Chile, quien, en su artículo lexicográfico ll, enuncia: Si, al articular la ll, la presión de la lengua contra el paladar es débil o incompleta, sale una y consonante, y se pronuncia vaya, haya, poyo, yama, en lugar de valla, halla, pollo, llama, etc. Conviene evitar ese vicio de pronunciación, que supone una educación ortoépica descuidada” (1893: s.v. Ll). Si seguimos con una línea histórica, desde Europa, la primera mención que se hace del yeísmo es en la edición usual de la Academia, la de 1899, en donde se habla de “Defecto que consiste en pronunciar la lle como ye” (cosa que se continúa hasta la edición usual de 1956), lo mismo hará Toro y Gómez (1901) y la tradición de diccionarios monolingües publicados durante la primera mitad del siglo XX: Alemany (1917), Rodríguez-Navas (1918) y Pagés (1931). Un tratamiento más descriptivo lo tenemos con Echeverría y Reyes para Chile (1900) quien, en su apartado dedicado a los cambios fonéticos, solo se limita a afirmar que: “un cambio muy generalizado en todas las clases sociales, es la pronunciación de la ll como y” (1900: 27). Coincidente con esto, en 1953, Toscano Mateus, en su

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estudio del español de Ecuador, inicia su acápite relacionado con las palatales con la constatación de que en castellano la palatal lateral está en franco proceso de desaparición (1953: §55), salvo en zonas serranas donde se hace la distinción. Lo mismo Oroz, en 1966, en su estudio del español de Chile: “La palatal lateral sonora se transforma en la mayor parte del territorio chileno en fricativa” (1966: 114). Frente a la diatopía de la distinción en esas zonas de las que hablaban Lenz y Román, Oroz es claro: “La realidad lingüística es, sin embargo, hoy día muy distinta. En el transcurso de los setenta años desde que Lenz publicara sus “Estudios chilenos”, las condiciones han cambiado notablemente al respecto” (1966: 117). Cita, además, Oroz, a nuestro Román, en la parte de su exclamación (“¡Líbrenos Dios de caer en manos […]!”), y explica: “trataba [Román], en su afán purista, de convencerse él mismo de algo en que, en el fondo, no creía” (1966: 117). Justamente, porque admitía nuestro diocesano la diatopía que Lenz entregó. En rigor, a 1966, Oroz confesaba que no se sabía a ciencia cierta qué zonas son distinguidoras (erróneamente las llamaba Oroz “lleístas”). En síntesis, la actitud neutral ante el yeísmo, así como tratar de dar cuenta de la manera más detallada posible de las zonas distinguidoras (investigación para estudios dialectales que se escapan del objeto de nuestro análisis) fue un proceso paulatino, con algunas lagunas “neutrales”, podemos decir (Lenz, Echeverría y Reyes), para dar cuenta de la realidad yeísta en esas primeras monografías de mediados del XX (Toscano Mateus, Oroz), aún con el mantenimiento de la idea de “defecto” en la definición de yeísmo que da Moliner (1966-67), para llegar a su tratamiento más objetivo dentro de la tradición diccionarística académica. En la edición usual de 1970, se define yeísmo como “Pronunciación de la elle como ye”, definición que se mantuvo hasta la edición de 2001 para modificarse, en la última, con un tono más lingüístico: “Desaparición de la diferencia fonológica entre la consonante lateral palatal y la fricativa palatal sonora, de manera que, en la pronunciación, no se distinguen palabras como callado y cayado” (2014: s.v. yeísmo), cosa que ya habíamos constatado en Seco et al. (1999).

2.1.1.4. Pérdida de /d/ en posición intervocálica e implosiva, en alternancia con su pronunciación relajada Bello, en sus Advertencias, reclamaba, en las secciones 2 a 4 “hacer sentir” la d en algunas voces, como verbos y sustantivos (1940 [1833-1834]). Lenz, a su vez, era el primero en alertar que “El comportamiento de la d en chileno es bastante complicado” (1940 [1891 y 1893]: 152). Para adelantarse a lo que constató Rabanales con la norma general:

La d intervocálica tiende a desaparecer en el habla culta […] En Santiago es corriente la desaparición de la d intervocálica –en el habla popular y a menudo también en la pronunciación “mejor” – después de vocal […] Lo mismo después de antepenúltima acentuada […] Igualmente entre las sílabas penúltima y última inacentuadas […] sin embargo, en esta posición la d es ya algo más estable: se pronuncia generalmente sábado con el movimiento del ápice en la d, aunque sin contacto con los alvéolos ni con los dientes superiores. A veces se presenta también este contacto dando r o rl: Brígira = Brígida” (1940 [1891 y 1893]: 153). Román, a su vez, en el artículo destinado a la letra d, condenaba, claro está, la tendencia a la pérdida de la d en posición implosiva o intervocálica: D. Grandes son los duelos y quebrantos de esta pobre consonante en la pronunciación chilena. Unos nos son comunes con todas las personas de habla castellana, y otros exclusivos o casi exclusivos nuestros. El omitirla al fin de dicción y en las terminaciones ado, edo, ido, odo, udo, y respectivas femeninas, es vicio no solo de Chile, sino también de Andalucía y de toda la América Española entre la gente poco culta; y asimismo su omisión en medio de palabra: tuavía, suelegao, piazo, pigüeño, ailante, creito, reito, meico, por todavía, subdelegado, pedazo, pedigüeño, adelante, crédito, rédito, médico. (1908-1911) —Por suprimir la d u otra consonante resulta también entre el pueblo la e convertida en otra vocal: piazo por pedazo, pigüeño por pedigüeño. (1908-1911: s.v. E) Nial, m. Corrupción de nidal. Corriente entre el vulgo chileno, que es tan reacio a la pronunciación de la d. Cejador dice que todavía se usa en Palencia y trae un texto de Fr. Pedro de Vega y otro de Fr. Antonio Álvarez en que ambos clásicos usaron esta misma forma. (T.N Ñ, pág. 393-4). Los mismos había citado también en su rebusco el Padre Mir. (1913-1916) Como se aprecia, Román hace constar que el uso solo como parte de la norma inculta, cosa que no era tal, puesto que años antes, Lenz afirmaba de esta supresión: “La d sigue viviendo en el sentimiento idiomático de las gentes, de modo que reaparece al hablar con claridad, lo que ocurre […] entre personas que saben leer y escribir” (1940 [1891 y 1893]: 154). En Hispanoamérica, Cuervo en sus Apuntaciones, hablaba del “oscurecimiento o la total supresión de ciertas letras” (1867-1872: §581; 1876: §671; 1885: §683), algo que es común desde los orígenes del idioma, afirmaba. En sus últimas ediciones, elabora más la tesis: Más común que la vocalización es el desvanecimiento de las consonantes sonoras: aflojado completamente el contacto, quedan los órganos en posición indiferente, y sin producirse otro sonido, la voz se funde con la vocal inmediata. El caso más común entre nosotros, como en todos los dominios del castellano, es el desvanecimiento de la d (1907: §752; 1914: §770).

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Respecto a lo general de la isoglosa, insiste que es en el habla común y familiar donde se constata la pérdida de la consonante: Todavía conservamos esta aversión a la d, y de ahí es que entre el vulgo y en la conversación familiar se omite en la terminación ado y al fin de los nombres con terminación en dad, tad y otros: amolao, soledá, amistá, mercé. Esto sucede casi donde quiera que se habla nuestra lengua, y no sabemos si, corriendo los siglos y prestando su apoyo las numerosas causas que favorecen la formación de los dialectos, sea esta omisión una de las facciones que caractericen la nueva prole. (1867-1872: §581; 1876: §671). A tal punto está generalizado el uso, que prosigue en su edición de 1885: “Hoy nadie escrupuliza decir usté por usted” (§683). Sin embargo, el último Cuervo seguirá insistiendo en la necesidad, en ciertos niveles de lenguaje, de articular esta oclusiva: Sin entrar en pormenores con respecto a otros países, solo hay que advertir que en la poesía, en la lectura y en la declamación jamás se permite desvanecer la d; la conversación familiar de la gente culta lo consiente en los participios en –ado y en los nombres agudos que la tiene final, particularmente en ustedes. En los demás casos es vulgar o solo admitido por la gente decente en limitadas comarcas (1907 §752; 1914 §770)

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Lo mismo observa Ortúzar (1893), el primer autor de nuestro corpus de diccionarios hispanoamericanos en dedicar un artículo lexicográfico exclusivo a la letra d, en donde se limita a parafrasear a Cuervo, solo. Más información encontramos en Echeverría y Reyes, en sus estudios dedicados a los cambios fonéticos en su diccionario. Allí destacamos la objetividad en describir el fenómeno como una realidad: “La d entre vocales y al fin de palabra desaparece por completo o solo se pronuncia con un susurro suave, tanto en boca del pueblo como de las personas instruidas, aunque no de una manera tan acentuada por las últimas” (1900: 28). Echeverría y Reyes presenta ejemplos de supresión entre vocales (abogao, deo, candao, calzao, colorao, mieo, méica, preicar, adré, por adrede, too o to, por todo, naa o na, por nada) y final (almú, amistá, caridá, ciudá, juventú, paré, voluntá), así como algunas observaciones relevantes respecto al contexto necesario de esta supresión: “Pero si preceden a la d dos vocales con acento en la primera, la d no se pierde. Así se dice: quéido por caído; léido por leído; óido por oído; náide por nadie; recáido por recaido” (1900: 29). Frente a una realidad innegable e irrefutable, nuestro diocesano, en cambio, sigue ese modelo racionalista de estandarización al que ya hemos hecho referencia; es decir, tenemos ante nosotros un claro ejemplo de esas escrituras disciplinarias (González Stephan 1995 y Velleman 2004 y 2014), en donde, más que dar cuenta de una realización general desde un punto de vista de arquitectura lingüística, Román la penaliza absolutamente.

2.1.1.5. Articulación mediopalatal de /K, X, G/ delante de /e, i/, tanto que los extranjeros oyen /i/ entre estas consonantes y /e/ Algo de lo que ya Lenz (1940 [1891 y 1893]) hacía referencia en sus “Estudios chilenos” de una manera aboslutamente objetiva: “Ante e, i, la x, como todas las dorso-palatales, se vuelve en chileno mediopalatal y hasta prepalatal: cénero, cenerál, cénte, mucér, que no pocas veces suenan como ciénte, muciér; círo, cinéte, etc.” (1940 [1891 y 1893]: 137), realización que explicaba debido a la historia misma de la palatal, con un reajuste tardío y vacilante (por lo que ejemplifica con Juan Pablo Bonet): “Por eso, no me sorprendería que en algún rincón de América se conservaran restos de pronunciaciones distintas para la x y para la g (j)” (1940 [1891 y 1893]: 136). Es la jota chilena, de la cual Román también hace una somera referencia, siempre censurando su realización en pos del uso ejemplar español: mujer,

[…]—en Chile casi todos pronuncian mujier, como también dijieron, dijiera, etc., tal como se pronuncia ujier, que lleva i. Dése a la j el sonido seco que tiene en ja, jo, ju, y dígase claramente mujer. (1913).

No hemos encontrado otra referencia en alguno de los diccionarios de nuestro corpus. La constatación de que el fenómeno era una realidad y estaba ampliamente difundido es de Oroz: “Es frecuente oír una fricativa mediopalatal o prepalatal inicial o medial, en la pronunciación rápida, no solo en las clases populares, sino también entre personas instruidas” (1966: 121).

2.1.2. Norma culta Fuera de lo general, Rabanales también dio cuenta de una serie de rasgos propios de la norma culta. Muchos de ellos, como veremos, también aparecen en la norma inculta, pero mucho más acentuados que en la norma culta. Una vez más, daremos cuenta de estos rasgos en la medida que Román haga referencia a ellos en su diccionario. Lo relevante será, por lo demás, ir evaluando cuál es la actitud del sacerdote hacia el fenómeno, así como algunos otros autores que hayan dado cuenta de estos a lo largo de los estudios del español de Chile (Lenz, Oroz, sobre todo) y el corpus de diccionarios tratados en extenso.

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2.1.2.1. Asimilación en secuencias consonánticas en alternancia con las formas canónicas Como en el caso del grupo consonántico rn, asimilado en nn: contonearse, r. No falta quienes lo confundan con contornear, a. El primero es derivado de tono y significa: “hacer movimientos afectados con los hombros y caderas”, como para darse tono: “El sereno de la esquina/tiene una mujer muy fea;/Mas, cuando sale a la calle/Muy bien que se contornea.” El segundo es compuesto de torno y significa “dar vueltas alrededor o en contorno de un paraje o sitio”, y en Pintura: “perfilar, hacer los contornos o perfiles de una figura”. La causa de esta confusión es la mala pronunciación de r antes de n. Los mismos que dicen canne, Connejo por carne y Cornejo, son también capaces de corregir a contonearse por contornearse. (1901-1908)

No queremos hacer hermenéutica forzada ante cómo se explaya Román respecto a esta asimilación, pero nos fijamos en que no hace referencia ni al “pueblo” ni a la “plebe” sino que hace referencia solo a la “confusión o mala pronunciación”, solo. Sin embargo, ese “los mismos que dicen” suele ser la referencia, algunas veces, de la norma inculta para nuestro sacerdote. Oroz (1966), por ejemplo seguía afirmando que esta asimilación era común “en la conversación ordinaria” (1966: 138), frente a Rabanales (1992: 574), quien dio cuenta de esta realización en la norma culta informal.

2.1.2.2. Metátesis, a veces, en algunos términos Un aspecto que para Rabanales, en los noventas del siglo XX, formaba parte de la norma culta era, además, observado por Román a principios del mismo siglo, mas proscrito y, además, ironizado:

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dar […] —En cuanto a la conjugación, son comunes en el pueblo, y hasta suelen deslizarse entre la gente educada, las formas delen, demen, desen, por denle, denme, dense; metátesis bien explicable por lo dura de pronunciar que es la n antes de los sufijos le, me, se; por eso la lengua, notando que la ha omitido, la pone al fin de la palabra. Así el estudiantón del cuento restituyó en fratres, diciendo fantres, la n que se había comido leyendo Corithios. (1908-1911: s.v. dar).

Como podemos apreciar en cada uno de los fenómenos descritos, aparecen estos en baja frecuencia dentro del corpus lexicográfico manejado. Por ejemplo, solo lo encontramos en Ramos y Duarte (1896), Salazar García (1910) como una incorrección. Lo mismo a mediados del siglo XX, cuando Oroz, en su estudio del español de Chile señala que la metátesis se da en las “clases populares” (1966: 158) e incluye este tipo

de metátesis en las metátesis analógicas, específicamente en las de influencia morfológica (1966: §44).

2.1.2.3. Tendencia a simplificar los grupos consonánticos Rabanales (1992: 574) presenta varias posibilidades respecto a la inestabilidad de los grupos consonánticos. En este caso, destacamos, el lingüista chileno solo se limitó a entregar la transcripción fonética, no la voz en sí. De estas diversas realizaciones de los grupos consonánticos, Rabanales, por ejemplo, dio cuenta de la “refundición” en: refalar, rajuño, jujao, de las cuales tenemos el caso de refalar en el Diccionario de Román, como veremos a continuación. También Rabanales presenta la eliminación de una de las consonantes, como en fóforo, refrío, ausiliar, asendente, intituto, costancia, tras (en vez del prefijo trans-), setiembre, obio, entre otros, de las cuales fóforo, refrío y costancia aparecen en el Diccionario de Román, como también veremos a continuación. Respecto a nuestro corpus, fuera de Román, ya Cuervo en las últimas ediciones de sus Apuntaciones, había hecho referencia a las diversas realizaciones de los grupos consonánticos en el habla bogotana y española en general, siempre desde una óptica de historia de la lengua (1907: §809-818; 1914: §828-837). Desde otro nivel, Echeverría y Reyes (1900) también hizo una sistematización de estos fenómenos en la primera parte de su Voces usadas en Chile, haciendo referencia al “pueblo” en algunas realizaciones o tanto “al pueblo como a la gente instruida”, como veremos más adelante. Román, por lo general, hacía referencia a estas realizaciones como algo propio del pueblo o como un rasgo vulgar, no como algo propio, por lo demás, de la norma culta: F. […] El sonido de la f apaga enteramente en el pueblo el de la s que la precede, convirtiéndose el grupo sf en f, en muchas voces: defilar y defile, por desfilar y desfile; difrutar y difrute, por disfrutar y disfrute; difamar, refrío, blafemar, fóforo, afalto, difraz, difrazar, por disfamar, resfrío, blasfemar, fósforo, asfalto, disfraz, disfrazar. Por la misma ley fonética los grupos sb y sv se convierten a veces en f: difariar y difarío, por desvariar y desvarío; refalar y refaloso, por resbalar y resbaloso; prefítero, por presbítero; pero subsiste en desvanecer, desvío, desbancar y otros compuestos. (1908-1911) mujar, a. Corrupción vulgar de amusgar: “echar hacia atrás las orejas del caballo, el toro, etc.,en ademán de querer morder, tirar coces o embestir. Ú.t.c.r.” (1913). Z. […] En el grupo zg suprime el pueblo la z y pronuncia solamente j: hallazgo, noviazgo, juzgar, son para él hallajo, noviajo, jujar; exactamente lo mismo que hace con el grupo sg: rasgar, arriesgar, musgo, son rajar, arriejar, mujo” (1916-1918).

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De estos ejemplos, a algunos ya había hecho referencia Gormaz (1860), como arriejar, refalar y refriarse. También Gagini (1892) con un rajo en vez de rasgón, de la misma familia que rajar. Lo mismo Uribe (1887) con difamar (aunque no lo condena, pues lo equipara a disfamar) y Ortúzar (1893), para arrejar, defilar, defile, difraz y difrutar. Al igual que Uribe, Ortúzar tampoco proscribió y también equiparó disfamar con difamar. A su vez, Echeverría y Reyes (1900: 32), como habíamos mencionado antes, entregó la lista más extensa de los fenómenos (compadrajo, jujar, sejar, neja, refalar, blafemia, fóforo, refrío, difrutar, defile) en donde, como Román, coincidió en que es una realización propia del pueblo. Lo mismo Sánchez (1901) con difrutar. Pero no en todos los casos Román caracterizó el fenómeno como vulgar; por ejemplo, en la simplificación de los grupos consonánticos sg y zg > /x/, el diocesano no adjetivó y solo se limitó a mencionar al “chileno”: G. […]—6.º Los grupos sg y zg se han convertido en j: riesgo, sesgo, nesga, fisga, rasgar, amusgar, musgo, compadrazgo, hallazgo, juzgar, son para el chileno riejo, sejo, neja, fija, rajar, amujar, mujo, compadrajo, hallajo, jujar. (1913). J. […] En el art. G vimos también cómo los grupos sg y zg se han convertido en j: sejo, neja, hallajo. (1913). En estos ejemplos en específico, por ejemplo, Gormaz (1860), sintético, solo se limita a enfatizar que las voces “no existen” como con hallajo y rajar. Por su parte, Ramos y Duarte (1896) incluye como equivalencia, compadrajo y Sánchez (1901) entrega neja también en equivalencia. Sin embargo no todo será normatividad, pues Román dará cuenta, una que otra vez, de la variedad culta, tal como lo hará, en 1992, Rabanales:

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Mujo, ja, adj. Así pronuncian en Chile, aun muchas personas educadas, el castellano musgo, ga: de color pardo obscuro. También son castizas las formas musco, ca, y amusco, ca. En una edición de las obras de Moratín, el hijo, hállase el adj. musgo escrito con z: “Espesa nube de frailes /sobre mi casa tronando/ Blancos, cenicientos, muzgos,/Negros, azules y pardos”. (Al príncipe de la Paz). (1913). N. En el grupo ns acostumbra nuestro pueblo, y aun mucha parte de la gente educada, suprimir una de estas dos consonantes: costancia, circustancia, istante, costitución, costipado, mostro, sin contar los compuestos de trans, en que aun el español suele suprimir la n. Otros suprimen la s y dicen, por ej., circuntancia, contitución. (1913-1916). Respecto al corpus estudiado, Rodríguez (1875), dio cuenta de mujo con un interesante dato: se decía del color del hábito carmelita, por lo que la realización dio cuenta de un color específico, algo de lo que también habla Ortúzar (1893). Uribe seguía

condenando alguna de estas voces (1887, costitución, istante, así como los equivalentes mogo, mogoso en vez de este mujo, ja y mostruo, mostruoso en vez de mostro); lo mismo Gagini (1892, costitución, constipado, costitución, mojo en vez de mujo, mostruo en vez de mostro); así como Batres Jáuregui (1892, circustancia, lo califica de “muy vulgar”, costancia, lo califica de “vicio muy vulgar”). En equivalencias, Ortúzar (1893, costipado, costiparse), Ramos y Duarte (1896, constancia, constipado, costitución) y Sánchez (1901, circustancia, costitución, costipado), cosa, bien sabemos, que implica una proscripción. Con la misma actitud de Román, es decir, constatando que forma parte de la norma culta, solo Echeverría y Reyes (1900: 36), con circunstancia, constancia y costitución.

2.1.3. Norma inculta Román llama usualmente pueblo al hablante que representa la norma inculta informal, también podemos encontrar las referencias vulgo, el palurdo, gente zafia, los rústicos, pronunciación plebeya, entre otros. Suele, Román, a lo largo de su Diccionario, dar cuenta de la norma inculta con una actitud, bien sabemos, negativa, con la finalidad de dar cuenta de estos usos para que sean enmendandos por los hablantes. En algunos casos, encontraremos ejemplos de la norma inculta formal, es decir, cuando “El deseo de hablar como personas cultas no conociendo cabalmente su norma formal, hace que las personas incultas, en situaciones formales, incurran a veces en las llamadas ultracorrecciones, modos seudocultos de expresión” (Rabanales 1992: 577) en estos casos, a los hablantes que incurren en estas formas, Román los llama los repulidos del pueblo o los semicultos.

2.1.3.1. Tropofonías consonánticas Siempre que sea pertinente, Román compara el fenómeno con la arquitectura del español, para así dar cuenta de que muchas realizaciones subestándar no lo serían desde una óptica de la lengua como hecho de arquitectura. Variados casos encontramos con las tropofonías de la d en grupo consonántico: Cuando la d está en medio de dicción y entre dos vocales y no se puede omitir sin que la palabra llegue a ser inteligible, el pueblo la convierte en r y viceversa: fastirio, fastirioso, trageria, tragerioso, arbolera, barajo, lepiria, párparo, Locaria, Cloromiro, Audora; lo que ha hecho el castellano con sud o sur y sus compuestos. […]; y en otras voces, por no omitirla del todo [la d], se la cambia por otra consonante: reclarar (por declarar). […]—En el grupo dv o db generalmente se convierte la d en l: alvertencia, alvertir, alverbio; el castella-

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no la omitió enteramente en algunas voces: abogado, amaos, subíos (advocatus, amadvos, subidvos). —En el grupo dm también se convierte en l o se desvanece: almiración, almirar, almitir, aministrar; como el castellano amonestar, amonestación. (1908-1911: s.v. D) Convertir la d en l, ya en grupo con otra consonante, ya al fin de dicción: alvertir, alverbio, almitir, Madril, ardil, y de este, ardiloso. También el castellano dice madrileño, de Madrid, y Gil, de Aegidius. (1913: s.v. L) O la tropofonía de n en vez de l: L, […] —6.º Convertir la n en l, y viceversa, en algunos vocablos: esquelencia, frionera, nobanillo, nunanco, nunar, rondana, por esquinencia, friolera, lobanillo, lunanco, lunar, roldana. Pero el ejemplo mejor y más característico es los por nos. El nos no ha pasado jamás por los labios de nuestros guasos y rotos, ni antes ni después del v., y siempre lo convierten en los, pronunciando la s como una ligera aspiración: los vamos, vámolos, por nos vamos, vámonos. Laranja suele decirse también por naranja, talvez por disimilación de la n cuando se dice: una naranja, o imitando al gallego, que dice laranja, pronunciando la j como la ch francesa o sh inglesa. (1913). N. […] También suele nuestro pueblo convertir la l en n: nobanillo por lobanillo, nunanco por lunanco, frionera por friolera, rondana por roldana, mondoré por moldoré, del francés mordoré; y viceversa, como esquelencia por esquinencia, alimar por animar, laranja por naranja. (1913-1916). nunanco, ca, adj. Lunanco, ca: aplícase a los caballos y otros cuadrúpedos que tienen un anca más alta que la otra. Véase N. (1913-1916). nunar, m. Pronunciación plebeya de lunar. Véase n. (1913-1916). píndora, f. Corrupción vulgar de píldora. (1913-1916).

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En donde desarrolla el característico uso pronominal los por nos, tan usual del subestándar chileno, al que vuelve otras veces: Los […]—Vicio inveterado y general en todo el pueblo iletrado de Chile es usar los por nos: los vamos, vámolos. (Véase L, 6.º) Y tan arraigado está esto, que aun el nombre propio Nos (estación de ferrocarril y fundo) lo pronuncia Lo e No (Lo de Nos). (1913). Nos, pron. Ya advertimos en el art. Los que nunca usa nuestro pueblo este pron., ni antes ni después del v., y siempre lo convierte en los. (1913-1916). Otro caso usual dentro del subestándar es la confusión de líquidas, donde Román no escatima en vehemencias, ironías y descalificaciones. Deberíase, a posteriori, deducir cuál es, en efecto, la tendencia generalizante en Chile:

Bruñuelo, m. Estropeo que hace aquí el pueblo del legítimo buñuelo, creyendo, quizás, que se deriva de bruñir. Es cosa curiosa lo que sucede con algunos vocablos en la mala pronunciación del vulgo, que, en vez de inclinarse a lo más suave y sencillo, prefiere lo más duro y complicado. Así, por ejemplo, estropea a Gabriel y capricho en Grabiel y crapicho, entrar y escampar en dentrar y descampar; y de las conjugaciones ¿para qué hablar? (1901-1908). cárculo, m. y carcular, a. Pronunciación propia de los que dicen sordado por soldado, cardo, por caldo, sarpullido por salpullido, etc. (1901-1908). cormillo, m. ¡Arto y carma, seor sordado! er que llama Ud. cormillo es sencillamente colmillo. (1901-1908). Galantía, f. Corrupción vulgar de garantía. […] El inquilino, antes de cerrar trato con el patrón, pregunta qué galantías va a tener; y así piden también galantías el mozo y la moza de servicio, los empleados inferiores, etc. (1913). L. Veamos los vicios de lenguaje que dominan en el vulgo chileno con relación a esta consonante. 1.º Cambiarla en r, en principio, en medio y en fin de dicción: arcachofa, sordado, arfil, humirde, y viceversa, la r en l: ploclama, Nolberto, galantía, rública, pajal, sandial. Vicio es este, propio de campesinos y palurdos en casi todas las naciones, porque ambas letras pertenecen al mismo grupo: dentales líquidas. (1913) Otro caso es el de la tropofonía de /f /por /x/, en donde Román es consciente, como vemos, de la continuidad del fenómeno, mas no de aceptarlo, pues lo trata como vicio: F. Lo mismo que el vulgo español, convierte el de Chile el sonido de f en j, pero j algo más suave que la fricativa y seca que pronuncia el español en mujer, ejemplo. Así, son corrientes en el pueblo de Chile ajuera, juerte, juerza, dijunto, justán, julano, rejunjuñar, juente, jutre, jumar, se jué, se jueron, loh juimos, etc., por las respectivas voces con f. Vicio es este que heredó toda la América española de la madre patria, donde ha sido bien estudiado su origen. Véase Cejador, Gramática de Cervantes, n.º 11, y Cotarelo, Fonología española. (1908-1911). J. En el art. F vimos cómo esta consonante se ha convertido en j para nuestro pueblo: juerza, juera, justán. (1913). También el de la tropofonía de /b/ por /g/, donde, una vez más, da espacio a la cadena variacional, que se extiende a los espacios literarios y diacrónicos, además.: —3.ª Convierte la b y v en g o gü: guarapalo, ¡guah!, güeno, güelta, güey, güitre, güitrear, Gustamante, agüelo, gabucha, gómito, gomitar: lo cual también es propio del lenguaje vulgar en España; así como en el literario tenemos todavía gorullo y borullo, gurullo y burujo, agur y abur, y en el anticuado gulpeja, del latín vulpécula. (1913: s.v. G).

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—El vulgo pronuncia en Chile pibricia y piuricia (diptongando el piu, pero cargando el acento en la i) (1913-1916: s.v. pigricia) Lo mismo sucede en el trueque de /m/ por /b/: M […] 3.º Permutarla con b y v, y viceversa: aspamiento, bramera, desboronar (véanse en sus lugares), Moni, dim. fam. vulgar de Bonifacio, Malpareiso entre los más rústicos, por Valparaíso. En castellano: almóndiga y almondiguilla, por albóndiga y albondiguilla, moronía y alboronía, trementina, por trebentina (del latín terebinthina), moniato o boniato, mojiganga, que parece ser lo mismo que bojiganga. Muermo se formó del latín morbus, como cáñamo, de cannabus, mimbre, de vimen. En Lope de Rueda hallamos, en boca del vulgo, motecarios por boticarios; en Salas Barbadillo (La hija de la Celestina), bojicones, dos veces, por mojicones; Melmejaj o Mermejaj llama el pueblo de Burguillos un sitio o lugar que en su origen fue bermejas (piedras). La permutación con otra consonante es muy rara y puede explicarse por contaminación con otro vocablo: camapé por canapé; mamajuana por damajuana, solo se dice por donaire. (1913). O el caso de la aspiración de la s en posición inicial: S. […] 1.º Se convierte en h aspirada al principio, en medio y al fin de la dicción: “Hí, heñor, voy a cohechar muchah papah.” Pero así hablan solamente los más palurdos. (1916-1918)

2.1.3.2. Aféresis Con secuencias silábicas, como en: “Neurisma o aneurisma, f. El vulgo dice aquí urisma”. (1913-1916). Con la b, por ejemplo:

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hufanda, f. Corrupción de bufanda. No es el único vocablo en que el pueblo ha suprimido la b inicial. Así algunos palurdos dicen también huscar, en vez de buscar, y Baltasar de Alcázar, en una epístola en tercetos, no temió decir hufando por bufando (1913). Donde apreciamos, como a lo largo de la mayoría de estos artículos lexicográficos, que se hace uso de la cadena variacional como una forma en insistir en que el fenómeno no es característico de la diatopía en sí. Usuales, por ejemplo, con la d, fenómeno mencionado, también, por Lenz (1940 [1891 y 1893]: 154): —Al principio de dicción suele el pueblo omitirla: onde, espensa, e (por de), ende (del ant. dende), esparramar; aunque en las que empiezan por des y es

tiene razón para confudirse, porque el mismo castellano las usa muchas veces con las dos formas: desperezarse y esperezarse, despumar y espumar, descotar y escotar, desguince y esguince, despediente ant. y expediente. (1908-1911: s.v. d) Ditar, n. (Los más ignorantes pronuncian itar). (1908-1911) Destacamos la conciencia, en Román, de que el fenómeno no está restringido solo a la norma inculta, solo, sino que es una tendencia que se da en la arquitectura del español, dándose, incluso, dobletes con aféresis o prótesis dentro de la norma general. De la mano con la aféresis, tenemos, además, la monoptongación de grupos vocálicos, como en el caso de la e: E. Muchos son los vocablos a los cuales nuestro pueblo les quita la e inicial, y a veces la sílaba es: Pifanio, Usebio, Ulogio, Ugenio, Duvigis, Tanislao, Miterio (Hemeterio), tate quieto, toperol, taquilla, rona, vangelio, monrroy (hemorroo), lástico, tanque o tranque, de estanque. (Otros más especiales aparecerán en su respectivo lugar). Pero consolémonos, porque este vicio es también del castellano: así admite él naguas y enaguas; norabuena, noramala, nora tal o en tal, y enhorabuena, enhoramala, letuario y electuario, ¡tate! por estate, calofrío y escalofrío, etc. (1908-1911) […] Suele también el vulgo suprimir la sílaba es inicial: táte sosegado, ¿quién tá aquí? Véase d. (1908-1911).

estar

En este caso tampoco Román no pierde consciencia de la arquitectura del español, respecto a la existencia de dobletes, por ejemplo. También con la g: “En Umisindo, da, (por Gumersindo, da), aparece enteramente suprimida” (1913: s.v. G). Para llegar a casos más extremos, donde se tiene aféresis y apócope: Ño. ¡A lo que ha quedado reducido el tratamiento de señor! (Véase Ña). Convertida primero en aspiración la s (heñor), luego desapareció juntamente con la e; y ahora tiende a desaparecer también la r final, que solo se conserva en algunas partes con nombres que empiezan con consonante: Ñor Domingo, Ñor Francisco. (1913-1916).

2.1.3.3. Prótesis Común en casos con a, los que Román toma como residuos de usos clásicos peninsulares: Prometer, a. […] –El vulgo chileno agrega a este v. una a prostética (aprometer), como lo hacían los antiguos españoles con este y muchos otros (alanzar, atapar, arremedar, arrempujar, asosegar, todos anticuados). (1913.1916)

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En esta visión arquitectural, Román da cuenta de la diacronía, con usos ya, en su tiempo, desaconsejados con prótesis, como en el caso de emprestar: prestado, da,

part. […]-El vulgo usa el ant. emprestar en vez del simple prestar. “Tengo por grosero el emprestar”, dijo Valdés en su Diál. de la lengua. (1913-1916)

Prestar, a. En su primera y principal acep. (dar en préstamos) solo lo usa la gente educada: el pueblo emplea el ant. emprestar. (1913-1916) Tambien, dentro de este punto, está el del refuerzo de la waw con su velarización, algo que Rabanales (1992) también lo observa, obviamente, para la norma culta: “—4.º Convierte los sonidos hua, hue, en gua, güe: guaca, güevo, güeso, güerto. Así el Dicc. admite todavía correhuela y corregüela.” (1913: s.v. G).

2.1.3.4. Metátesis Presente en la norma culta informal, este fenómeno es característico, a su vez, de la coa, la jerga de los delincuentes chilenos. En el caso de la coa, la metátesis obedece a la técnica de hablar al revés. Otros casos de metátesis los tenemos, por ejemplo, en voces con d: “Cuando la segunda sílaba de la dicción lleva rr, se hace una metátesis: reamar, reame (por derramar, derrame), reetir (por derretir).” (1908-1911: s.v. D). O en grupos consonánticos como rl, en el caso de Carlos, donde inicia el artículo lexicográfico Román con el siguiente comentario entre paréntesis: (No hay para qué decir que nuestro pueblo pronuncia Calro) (1901-1908: s.v. Carlos).

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Invertir o alterar el grupo rl: Calros, chilro, bulra. También es defecto de varias naciones; por eso Cejador lo satiriza con las siguientes palabras, que se dicen en España a los que así hablan: “Iban Don Calros y Doña Pelra por el camino de los Pelrechitanos; y, como los Pelrechitanos son tan bulrones, hicieron bulra de Don Calros y Doña Pelra”. (1913: s.v. L). —Fuera del defecto de convertir la ll en y y de suprimirla o agregarla en una que otra palabra (ampoa por ampolla, sandilla por sandía, véase también L), no conocemos en el vulgo de Chile otro vicio respecto de esta consonante. El grupo rl nunca se convierte aquí en ll, como lo hicieron los clásicos, y especialmente los poetas, sino que se trastueca (bulra, Calros). (1913: s.v. Ll) Donde, en el último caso, volvemos a encontrar la apertura respecto a lo aceptable en otros aspectos variacionales: una diatopía (España) y una diafasía (el lenguaje

literario, específicamente el poético), en este caso, una tradición discursiva: la poesía clásica española.

2.1.3.5. Simplificaciones de grupos consonánticos Como en el grupo ct, simplificado en t o vocalizado: Ditar, n. […] Forma estropeada de dictar. No se contentan los chilenos incultos y semicultos, que son los que tal dicen, con estropear este v., sino que también lo hacen n., cuando en castellano es a. en todas sus aceps. La última de estas es: “fig., inspirar, sugerir”; por eso está muy bien dicho: “Mi conciencia no me dicta tal acción; Mi honor me dicta proceder de otra manera”. Mas, decir, como se oye en Chile, “Esto no me dita; Me dita irme a la guerra”, es hacer n. e impersonal un v. a todas luces a. Mejor lo hizo Sancho Panza en el Quijote, porque, aunque estropeó también este v., no le adulteró su régimen, que es cosa más delicada: “Dice que su conciencia le lita que persuada a V. m. a salir vez tercera por ese mundo”. (P.II, c. VII. En este mismo capítulo hay varios de los voquibles que acostumbraba el famoso escudero: relucida por reducida, fócil por dócil, gata por rata, revolcar por revocar, desde el emprincipio). […] En cuanto a la supresión de la c en este v., recuérdese la pronunciación conduta, dotor, dotrina, Otubre. Véase C. (1908-1911). Es interesante que, de paso, dé Román cuenta de un uso verbal distinto en Chile y, claramente, lo censure. Asimismo, aprovecha para traer a colación una de las figuras literarias centrales en su discurso purista: Sancho Panza, a quien lo instala como modelo de esta norma inculta. Contemporáneamente a Román, Lenz señalaba que en “las palabras populares” estos grupos consonánticos no se han conservado y se han vocalizado o simplificado, cosa que el estándar ha restituido: “El habla vulgar de Chile ha conservado en parte formas antiguas en las que la Academia ha querido poner las letras latinas” (1940 [1891 y 1893]: 147). Incluso, Lenz lo observa en la articulación del grupo en general: “El modo de producirse el cambio se puede observar a diario. Para los chilenos educados, decir efecto, carácter, preceptor es incómodo y difícil; para el hombre del pueblo, casi imposible”. (1940 [1891 y 1893]: 148), algo que recuerda, sin lugar a dudas, a Juan de Valdés en su Diálogo de la lengua (1969 [1535]: 104). Un grupo consonántico destacable es el dr, del que ya había dado cuenta Lenz en sus “Estudios chilenos” (1940 [1891 y 1893]): “La articulación de la dental ð cerca del punto de articulación de la supraalveolar r, imposible para los chilenos, ha desaparecido totalmente” (1940 [1891 y 1893]: 106), a lo que sigue una interesante aseveración respecto a la norma inculta: “Quiero observar asimismo que la ð en el habla del

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bajo pueblo (y solo a él nos estamos refiriendo) es en general muy rara” (1940 [1891 y 1893]: 106). Román, por su lado, da cuenta solo, entre la información que podemos encontrar en su Diccionario, de la realización al interior de una palabra, sea en grupos consonánticos, sea el grupo dr, solo. Además, da cuenta de una distinción: la tendencia a la vocalización del grupo será característica de la norma inculta, no así la tropofonía, por asimilación, la cual será, para el sacerdote, propia de la norma semiculta: Cuando dr están después de n, suenan como rr: Anrés, Alejanro, tenré, tenría. Asimismo cuando están después de l: salré, salría, de salir; dolré, dolría, de doldré, doldría, que dicen los semicultos por doleré, dolería; valré, valría, de valdré, valdría, del v. valer, como el castellano Ulrico, de Uldrico, Ulderico.” (1908-1911: s.v. D). —En la conjugación, fuera de las faltas comunes o todos los verbos y al fonetismo chileno, llaman la atención en poder las formas porré, porría, en vez de podré, podría, y al modo de querré, querría, que usan los semicultos, a diferencia del vulgo, que dice poiré, poiría. (1913-1916: s.v. poder) El grupo dr es en algunas partes gr: pagre, magre. (1913: s.v. G). Odre, m. […] Como la sílaba dre es difícil de pronunciar, el pueblo dice oire y ogre. (1913-1916). Piedra […]El vulgo chileno convierte la voz piedra en pieira. (1913-1916: s.v. piedra).

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Queda clara la dificultad que tiene el hablante de la norma inculta para articular este grupo, algo que ya lo había constatado Lenz: “El grupo dr es, como queda dicho, de incómoda pronunciación para el vulgo” (1940 [1891 y 1893]: 106 y 109). Román, al referirse a las diversas realizaciones de la d, una de las que más destaca es esta vocalización, donde hace la distinción entre la norma culta informal (el vulgo) y la norma inculta formal (los semicultos), algo que ya había observado, por lo demás, Lenz (1940 [1891 y 1893]): —El fenómeno más notable en esta letra es su vocalización en i en el grupo dr en medio de dicción: paire, maire, lairón; de lo cual resultan voces tan estropeadas, que solo puede conocerlas el que tiene costumbre de hablar con el pueblo: airer (adrede), queiré, queiría, (de quedré, quedría, que dicen los semicultos por querré, querría). Otras veces se suaviza la pronunciación suprimiendo la r: hojalda, por hojaldre. […] Las formas podré, podría, del v. poder, son para los semicultos porré, porría, y para el vulgo poiré, poiría. (19081911: s.v. D). En grupos consonánticos con g:

Más de algo tenemos que decir sobre el uso de esta letra en Chile. 1.º La suprime el pueblo antes de n y m: Inacio, inorar, inorancia, persinar, pimeo, indino, repunar, como lo hacían también los antiguos castellanos y como lo hace todavía el vulgo en todos los pueblos de habla española. Ya en su tiempo decía el Marqués de Villena: “e aquellas letras que se ponen e no se pronuncian, según es común uso…aquí puede entrar magnífico, sancto, doctrina, signo”. Y más tarde Fray Francisco de Rojas agregaba: “Otras veces seguimos la ortografía griega y latina, como en philósopho, thálamo, signo, magnífico…y pronunciamos sino, manífico, sin g” (1913: s.v. G). muriento, ta, adj. Corrupción vulgar de mugriento. Véase G. (1913). Donde, una vez más, se vale del argumento diacrónico para dar cuenta de un fenómeno característico de la norma inculta. También hará referencia a la vocalización de los grupos consonánticos con g: “En uno que otro nombre aparece esta g vocalizada en u: Calro Mauno, díuno, Beniuno, hasta con cambio de acento, porque Beníuno sería muy duro.” (1913: s.v. G). En grupos consonánticos con l o r, encontramos, sobre todo, la asimilación: —2.º […] En los infinitivos, en vez de convertir este grupo en ll, como lo hicieron los españoles, principalmente los poetas (meneallo, alaballo), el vulgo chileno prefirió suprimir la r: pegale por pegarle, velo por verlo. Lo mismo suele hacer cuando a la r del infinitivo sigue otra consonante: comete, comeme, por comerte, comerme; y aun lo extiende a muchos otros vocablos sueltos, como liona, Getrudis, una, por liorna, Gertrudis, urna. Véase R. —3.º Suprimir la l en varias voces, por la ley del menor esfuerzo: abricias, cacografía, carbunco, antejuela, por albricias, calcografía, carbunclo, lantejuela o lentejuela. (1913: s.v. L). —El grupo rl […] en los infinitivos suele perderse la r (pegale por pegarle); pero esto lo hace la gente muy zafia. (1913: s.v. Ll) O la asimilación a favor de la consonante contigua, no de la líquida: Mutilla, f. Corrupción vulgar de murtilla en todas sus aceps. (1913). Donde constatamos, una vez más, esa conciencia por el espacio variacional, donde otro tipo de alteración de un grupo consonántico con esta formación no es censurado por ser literaria y peninsular. O bien, Román reconoce que muchas de estas realizaciones son herencias de la tradición hispánica: M. Los vicios que en Chile se cometen con esta consonante son los mismos que hemos heredado o recibido de España, y son: 1.º Suprimirla en grupos o combinaciones en que no es fácil de pronunciar: solene, solenidá, indenizar; como el castellano perengano, por permengano, atrapar, por atrampar (1913).

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monstruo,

[…]—El vulgo chileno dice todavía, como los antiguos españoles, mostro, y algunos, mostruo. (1913)

O que fueron, en un momento, grupos consonánticos simplificados, con la cita de una autoridad: X. […] El vulgo chileno no pronuncia la x en ningún caso: algunas veces la suprime (ecelente, ecesivo, como decía también Sta Teresa); cuando está entre dos vocales la convierte en s (ausilio, esigencia, esauto por exacto), y otras veces uc o us (Máusimo, Mausimiano, ausioma, refleución, refleucionar). Examen, y examinar son para él eusamen, eusaminar o insamen, insaminar, isamen, disaminar. Antes de consonante es también s: sesto, escusa, pretesto, esperiencia, estraño, Sisto, Calisto (Lope de Vega aconsonantó Calixto con visto; lo que prueba que esa x sonaba para él como s). (1916-1918) Así como realizaciones las cuales, por el seseo y la tendencia de la aspiración de la sibilante, es más frecuente que se simplifiquen, como en el caso del grupo sb: “Presbítero, m. […] El vulgo chileno pronuncia prefítero [...]” (1913-1916).

2.1.3.6. Tendencia antihiática Una tendencia característica en el español de América es evitar el hiato:

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E. […] —Por rapidez de pronunciación se convierte en i la e inacentuada de los verbos en ear: golpiar, peliaba, blanquiando; lo cual no es un vicio propiamente dicho, pues se tolera en el verso y es fenómeno natural del idioma, como se ve en las voces esdrújulas: instantáneo, foráneo, línea, en que la e suena casi como i. Lo mismo sucede con muchos otros nombres en que la e está seguida de a o de o: biata, rial, tiatro, piaña, por beata, real, teatro, peana o peaña; lion, pion, pior, Tiófilo, Tiodoro, Tiodosio, por león, peón, peor, Teófilo, Teodoro, Teodosio. Conviene corregir este vicio, sobre todo en vocablos cortos y en algunas formas verbales: pelié, golpié, por peleé, golpeé. (1908-1911) Faena, […] El pueblo en algunas partes pronuncia faína, porque siempre es enemigo de separar las vocales llenas ae: caer, traer, maestro, Rafael, son para él quer, trer, mestro, Rafel; la era, la economía, la escapada, la estera, son en sus labios l’era, l’economía, l’escapada, l’estera. En castellano se dice también fajina por faena. (1908-1911) Golpear, a. y ú. t. c. n. En el centro y norte de Chile se convierte la e en i (golpiar, golpié) como en los demás verbos en ear; en el Sur se suprime la e y se conjuga todo el v. como si fuera golpar. (1913) Maíz, […] el pueblo dice meis y mei, como dicen también reis o rei [en vez de raíz], por ehi [en vez de por ahí], etc. (1913).

Peón, […] El pueblo y casi toda la gente culta pronuncian en chile pion, en una sola sílaba. (1913-1916). Peor, […] El pueblo y mucha gente culta pronuncian en Chile pior como en gallego (Cuveiro Piñol). (1913-1916). Poeta, […] Nuestro pueblo pronuncia este vocablo pueta, y tiene sus puetas a lo divino y a lo humano, según sean los temas de sus cantos. (1913-1916). Llama la atención el tratamiento que le da a este fenómeno Román: por un lado lo caracteriza como un “fenómeno natural del idioma”, mas luego, lo tacha de “vicio”, sobre todo en bisílabos (pero no en esdrújulos).

2.1.3.7. Asimilación vocálica regresiva Lenz en sus “Estudios chilenos”, infiere acertadamente: “Cuando el habla popular chilena se aparta del castellano en la pronunciación de vocales simples acentuadas, se trata por cierto, sin excepción, de formas que también se encuentran en otras regiones y que, en general, también pueden registrarse en el español de los siglos XV y XVI” (1940 [1891 y 1893]: 171), algo que coincidía con Cuervo (1885: §669, 1907: §783, 1914: §802). Cosa que Rabanales (1992) lo incluye como parte de la norma culta informal y los cataloga como arcaísmos fonéticos. No se resta Román en ilustrar esta realización, extendiéndola al habla alejada de la norma en el español en general: dibilidad, dibilitarse. Vulgarismos de todas las naciones en que se habla el castellano; sin embargo, en ninguna corrompen el simple débil en díbil. Solo a un huaso chileno se le ocurrió excusar en confesión su fragilidad alegando que era muy frígil. (1908-1911) Preducir. Forma plebeya de producir, corriente también en España […] El chileno omite, además, la d, pronunciando prëucir. Lo mismo hace con el s. producto (preúto), del cual ha formado también el v. prëutar. (1913-1916)

2.1.3.8. Tendencia a monoptongar los grupos vocálicos Un rasgo que Rabanales (1992) incluye para la norma inculta informal, ya era observado por Román: —El pueblo chileno suprimió enteramente la e […] Así el castellano dice también entrambos por entre ambos, y el pueblo en muchas partes dice custión por cuestión, mío por miedo (1908-1911: s.v. E).

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Maestro […] —Mientras algunos pronuncian esta voz máestro o máistro, el pueblo dice mestro. El magister, tri, latino, ha venido evolucionando en mayestro, maístro, maestro, maeso, maese, y entre el vulgo chileno mestrro. (1913).

2.1.3.9. Mayor tendencia a la lenición que en la norma culta informal Casos, por ejemplo como lenis en g: G […] La suprime también en medio de dicción, unas veces por abreviar, como en Austín, aujero, auzar, auzado, juar, y con cambio de acento en auja, launa; otras veces, porque es más suave no pronunciarla, como en ilesia, muriento, Madalena, Maalena y Malena, ufanda, vejía. (1913) La forma de este vocablo, entre personas cultas, es piguchén, y así pedimos que lo acepte el Dicc. El pueblo dice piuchén (1913-1916: s.v. piduchén) Pigüeño, ña, adj. y ú.t.c.s. Corrupción vulgar de pedigüeño, después de pasar por la forma peigüeño, suprimida la d solamente. (1913-1916) Donde, como veremos en el acápite de historia de la lengua, es un rasgo subestándar pero que, en la cadena variacional, Román reconoce que ha estado presente en el tránsito del latín al español.

2.1.3.10. Disimilación Por ejemplo, de l en d en contexto con vibrante sin ser Román consciente del fenómeno, tal como vemos en esta observación:

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—5.º Convertir la d en l, ya en grupo con otra consonante, ya al fin de dicción: alvertir, alverbio, almitir, Madril, ardil, y de este, ardiloso. También el castellano dice madrileño, de Madrid, y Gil, de AEgidius. (1913: s.v. L).

2.1.3.11. Dislocación regresiva del acento Destacamos a Rabanales (1992), quien presenta esta isoglosa como propia de la norma inculta informal, mas para Román esta no tenía marca diastrática alguna o, en algunos casos, es parte de la norma culta, incluso: Maestro, […] —Mientras algunos pronuncian esta voz máestro o máistro, el pueblo dice mestro. (1913).

Maíz, […]—Las personas más educadas de los campos y los letrados que miran como afectación decir maíz, pronuncian todavía en Chile máiz, como páis, ráiz, por áhi. (1913).

2.1.3.12. Uso frecuente de arcaísmos fonéticos Rabanales (1992) llama así este rasgo usual, ya, en las cartas de Pedro de Valdivia: manejar,

[…]—Nuestro pueblo no dice nunca manejar sino manijar. (1913).

Manijar, a. Manejar. Véase en su lugar. —No es capaz el pueblo de conocer que manijar viene de mano, y por eso lo emplea indebidamente en algunos casos. “¡Qué buenas espuelas manija ese guaso!” En vez de usa, trae o lleva. “¿Quién manija a estos niños?” Los gobierna, manda o tiene a su cargo. (1913). O. […]En otras voces la o se ha transmutado en otra vocal: preúto y preucir (plebeyos) por producto y producir; escuro, rétulo, hespital (castellano antiguo) por oscuro, rótulo, hospital; rebusto y rebustez por robusto y robustez; escarbuto y catálago por escorbuto y catálogo. (1913-1916).

2.1.3.13. Apertura o cierre de /o/ y /u/átonas También de realizaciones generales, muchas arcaicas: morciégalo y morciélago, m. Así nuestro vulgo por murciégalo o murciélago. El Dicc. admite también morcigillo. No hay duda de que esta forma y la de murciégalo, aunque sean menos usadas, son más conformes con la etimología: mus, ris, ratón, y caecus, ciego. Murciélago es metátesis de murciégalo. (1913) O. […] En las sílabas del principio y de en medio tenemos también algunas oes que provienen de la transmutación con otras vocales: mogrón por mugrón; mormollo y sepoltura, como en castellano antiguo, por murmullo y sepultura; chamoscar por chamuscar, y al revés, amurrarse por amorrarse, escubilla y sus derivados por escobilla; Juaquín y Rumaldo por Joaquín y Romualdo; cubija y fundillos por cobija y fondillos; fachuría y fechuría por fechoría; chocolí por chacolí; chinchorrazo por chincharrazo; popelina por papelina. (1913-1916).

2.1.4. Norma inculta formal Rabanales describe suscintamente a este grupo desde una óptica diafásica: “El deseo de hablar como personas cultas no conociendo cabalmente su norma formal,

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hace que las personas incultas, en situaciones formales, incurran a veces en las llamadas ultracorrecciones, modos seudocultos de expresión” (1992: 577). Lo que nos lleva, en la mayor parte de los casos, justamente, a eso, a ultracorrecciones, que aparecen a lo largo del Diccionario de Román: ditar […] Otros chilenos, sintiendo cierto remordimiento por el uso de ditar, suelen corregirlo con instar, que hace otro sentido enteramente distinto, pues significa: “apretar o urgir la pronta ejecución de una cosa”. este sí que es n. en esta acep. (Véase Tincar). La idea que se quiere espresar con el falso ditar se expresaría mejor con inclinar, atraer, sentir inclinación, seducir, tirar, fig. Cométese también este abuso en Colombia, según Uribe. (1908-1911) En estas ultracorrecciones, un rasgo usual es el uso de epéntesis consonánticas: G […] Es muy interesante la g parásita para esforzar el vocablo, en garuga, Malloga, Requingua (Requínoa), Fieroga (Figueroa), en cirgüelo, cirgüela, perguano, pergüétano, como el castellano amargo, del latín amarus, y la gu inicial de gualeta por aleta. (1913) L […] —4.º Añadirla, para esforzar más la pronunciación del vocablo: aljedrez, rampla, replantigarse, por ajedrez, rampa (y contaminación con rambla), repantigarse (contaminación con plantar). (1913). Loa, f. Así como el castellano suprimió en esta voz la d intermedia que debería tener según su origen latino (laudare, que dio loar), así el vulgo chileno, como que echa de menos la consonante perdida entre las dos vocales llenas, la suple unas veces con b y otras con g; por eso suele oírse loba y loga. (1913). Aunque no deja, Román, de constatar que el recurso de la epéntesis, por razones fonofonéticas, es usual a lo largo de la historia de la lengua:

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M […] 2.º Agregarla, para hacer más lleno o sonoro el vocablo, o por atractivo de otra consonante con que se articula: trompezar, trompezón y sus derivados; así como el castellano tiene zabullir y zambullir, chapurrar y champurrar. (1913). Así como ese sentido del humor sarcástico cuando penaliza un uso: Loga, f. Corrupción plebeya de loa. Hermana de Lalloga y Fieroga, y pariente de Micadela y Marida. (1913). Otro tipo de adición es la paragógica, con el usual caso de la alteración en el pretérito de la segunda persona del plural, por analogía con la segunda del plural: Pretérito, ta, adj. […] y aunque la usen también los semicultos de Chile, como resto o recuerdo de la forma pl. que concordaba con el pronombre vos (1913-1916)

Otro rasgo usual son las alternaciones de los grupos consonánticos: M […] —Algunos semicultos dicen solecne y solecnidad, hicno o higno. (1913). P. […] No faltan semicultos que convierten la p en c en los grupos pc y pt: concección, precector, Sectiembre. (1913-1916). X. […] Los seudocultos dicen Exequiel, Exequías, exétera. (1916-1918). O, frente a la tendencia antihiática característica, su enmienda: Odiar, […] El pueblo conjuga este v. como si terminara en ear: odeo, odeas, odea, odee. (1913-1916). Así como algunos casos específicos de prótesis, como la d: […] Por eso antiguamente se dijo descomunión y descomulgar, y hoy dicen los repulidos del pueblo dentrar, desagerar, desanche (por ensanche), desigente, delegante, deceder (ceder), desplicar (explicar), Deleuterio, y los bien educados despacioso y con despacio. (1908-1911: s.v. D) Descarmenar, a. Quítese la d, que es de los repulidos, y dígase escarmenar o carmenar. (1908-1911) Descoger, a. […] En lo antiguo se usó también por escoger […] pero ahora está anticuado en esta acep. Los repulidos de nuestro pueblo lo usan todavía. (1908-1911) Román no distingue entre habla general, nivel coloquial y formal. Para él, como acabamos de ver, muchas de las realizaciones que forman parte del habla general son incorrecciones que deben evitarse. Critica, Román, en síntesis, el habla de sus compatriotas. No logra entender a cabalidad la tendencia que hay a un habla llana: Fenómeno verdaderamente raro en el chileno, no digo en el pueblo, más atento a lo grandioso y heroico que a lo elegante y bello, pero sí en la gente educada e instruida. Resta, en mucha parte, mientras ama la belleza y la cultura en todas sus manifestaciones, la descuida, y aun hace gala de despreciarla, en lo que atañe al lenguaje, gloriándose de hablar y pronunciar como el individuo del pueblo. Del mismísimo Andrés Bello, patriarca de nuestras letras, se cuenta que así lo hacía en el seno de la amistad y confianza; y, en general, casi todas las personas educadas, cuando quieren dar la mayor muestra de llaneza (1901-1908: xi) Como él mismo se encarga de destacar, el problema no se centra en las clases medias y bajas de la sociedad chilena, sino, tal como comentábamos anteriormente (cfr. 1, §7.4), esto se da en los estratos socioeconómicos más altos, a los que Román

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critica duramente. Una vez más comprobamos el afán pedagógico del sacerdote en su trabajo, un afán que no se centra solo en los espacios más humildes, en donde el acceso a la norma puede verse dificultado. Para nada: la empresa de Román se extiende a todos los niveles. Ideal en este punto sería, en una investigación posterior, estudiar detalladamente la recepción del Diccionario en su momento, sobre todo en la publicación en la Revista católica. Asimismo, será fundamental estudiar quiénes eran los que solían comprar la revista: si eran estos usuarios o instituciones, si hubo repercusión o no; en simples palabras: si se generó la recepción necesaria. Solo con estos datos podremos constatar hasta qué punto el objetivo de Román pudo concretarse o no.

2.1.5. Algunos aspectos léxicos

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Para Manuel Antonio Román, el chilenismo forma una parte intrínseca del hablante: “para el chileno son carne de su carne y hueso de sus huesos” (Román 19161918: vi). Por lo tanto, los presenta como una realidad que, en muchos casos, tal como mencionábamos anteriormente, hay que aceptar y difundir por medio del diccionario académico o por medio de la literatura chilena. Como habíamos comentado en la primera parte de nuestro estudio, Román no especificó lo que entiende por chilenismo e hizo una primera mención de éste al referirse a la propiedad del lenguaje de dar cuenta de las cosas que rodean al individuo. Estas realidades, como animales, plantas, alimentos, costumbres y juegos característicos de Chile no se conocen en España la mayor parte de las veces. En estos casos, por ejemplo, no puede operar el purismo más extremo, cuya aplicación devendría en una aproximación lexicográfica estéril. Es en este ámbito donde Román aceptaba la inclusión de voces diferenciales, sean estas chilenismos o americanismos: “los consideramos como de buena ley, necesarios y dignos de figurar en el Diccionario de la Academia” (Román 1901-1908: vii). Y estas voces diferenciales, por lo tanto, tendrán cabida dentro de la nomenclatura de un diccionario sin ser catalogadas como barbarismos o vicios del lenguaje. Sin embargo, el primer Román (el de los primeros años) rechazaba aquellos americanismos y chilenismos que sean producto de una transición semántica. El rechazo es producto de una de las finalidades que posee este diccionario: lograr una unidad idiomática en el español de Chile con el mundo hispánico. La razón, en este caso, es simple: evitar a toda costa las variantes semánticas. Con todo, mencionábamos al referirnos a las características generales del Diccionario de Román, que algunas voces diferenciales, si bien poseen un equivalente en el español castizo, presentan una variación semántica relevante en lo que se refiere a su diferencia específica y, en este caso,

son voces que “necesariamente tienen que conservarse, porque significan algo distinto del correspondiente castellano” (1901-1908: viii). Poder analizar en su totalidad las voces que Román marcó como propias de Chile o de alguna parte del país, bien daría, por sí mismas, para un trabajo independiente. No se crea que escasearon los deseos de estudiar esto en la presente investigación; de hecho, una de las grandes inquietudes que tenemos en la actualidad es poder utilizar este mismo corpus en vigencia léxica, mortandad léxica y transición semántica de las voces que Román marca para Chile, por un lado, y determinar, además, cuál es la extensión de la isoglosa léxica en la medida de lo posible. En efecto, fuera de las voces no vigentes o, por el contrario, que perviven, en ese corpus tenemos todas aquellas expresiones que han adquirido en Chile una significación diferente a la de su lugar de origen, sumándose a esa significación, como polisemia o sustituyéndola, como metasemia. Es este, bien sabemos, uno de los proyectos de investigación en el que nos volcaremos en cuanto terminemos esta investigación, pues es apremiante establecer una suerte de corpus histórico del léxico hispanoamericano. No pudimos detenernos monográficamente en este tipo de voces, insistimos, pues una investigación de estas características bien daría para una tesis en sí misma. Reiteramos que el corpus que hemos seleccionado será una base fundamental para los estudios de lexicología histórica que queremos realizar más adelante. Román insiste, tal como hemos señalado anteriormente, en que no hay un trabajo acabado con los chilenismos en su Diccionario, aspecto que él bien justifica con la necesidad de que sea este un quehacer colectivo. Respecto a su trabajo lexicográfico con estas voces, se sincera: “Tampoco me ufano de haber dicho la última palabra en las definiciones y varias acepciones de los chilenismos. Es tan distinto el uso de una provincia a otra, y a veces de uno a otro pueblo, que no es fácil acertar con el más general” (1901-1908: xi). Justamente, el sacerdote es claro al recalcar que un trabajo de estas características no puede quedar en manos de un solo lexicógrafo. Asimismo, explica que este acopio puede ser complicado, las más veces, por la oralidad en muchas de estas voces: “Como son voces o locuciones que generalmente no se escriben, sino que solamente ruedan de boca en boca, y de ordinario no en las más cultas, parece que cada persona puede tomarse, o de hecho se toma, la libertad de torcerles el significado a su talante”. (1901-1908: xi) Otro aspecto que destacamos en el Diccionario de Román son los nombres relacionados con flora y fauna, los que abundan casi siempre con la cita de autoridades como las del polímata francés nacionalizado chileno Claudio Gay y las del naturalista y médico alemán, radicado en Chile, Rodulfo Amando Philippi, entre otros. La flora

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y la fauna, bien sabemos, es un tema fundamental dentro del quehacer lexicográfico en Hispanoamérica, sea por el ejercicio enciclopédico que hay que hacer al llevar a cabo su procesamiento lexicográfico; sea porque se instala como el ejemplo patente de una serie de falencias al momento de diccionarizar (se confunden nominaciones populares y oficiales, por no hacer la distinción, se hace uso, las más veces del trasvase de estas unidades entre diccionarios, se presentan definiciones incompletas y deficientes, entre otros problemas); sea porque se presenta, en este tipo de unidades léxicas, de una manera patente, esa parte de representación social más característica. Justamente, la reflexión de este aspecto de la realidad es un tema en el que se suele explayar el filólogo: Lo que realmente trastornó el vocabulario de los conquistadores fue la naturaleza desconocida del Nuevo Mundo. No había más que cuatro posibilidades de denominar plantas y animales que nunca se habían visto. Todas las cuales entran en práctica. Se adopta algún nombre castellano que se refiere a un objeto semejante, sea que realmente se identifiquen los objetos americanos con los europeos o que se prescinda de la diferencia a causa de una notable semejanza. (Lenz 1979 [1904-1910]: §18). Otro aspecto relevante, respecto a lo que se puede considerar como léxico propio del español de Chile es esa frecuencia de uso de un corpus de voces, digamos, del patrimonio general, pero que tiene más frecuencia, en cierta diafasía, que otras voces, consideradas, ejemplares. Esto muy bien lo describió Rabanales y, pensamos, no es hasta los estudios más nuevos de frecuencia léxica que están empezando a ser objeto de estudio:

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En el lenguaje oral se emplean principalmente aquellas voces que tienen más concreta significación cordial, las de más elocuente evocación y sugerencia, aquellas que la vida cotidiana ha ido enriqueciendo con contenidos afectivos. Así es como “preferimos” pescado a pez; plata a dinero; pila a fuente; pelo a cabello; cáscara a corteza; cuesco a hueso; flojera a pereza; cachete a carrillo; palo a madera; corazonada a presentimiento; pelea a riña; piedra a guijarro; patada a coz; patear a cocear; pelear a reñir; tabla a anaquel; cajón a gaveta; fuego a lumbre; burro a asno; pellejo o cuero a piel (dicho de una persona); patas por pies son sustituciones vulgares. Por el contrario, estimamos que sudar y parir, por ej., es propio solo de animales: una mujer “traspira”, “da a luz”, “tiene familia” o “se mejora”. (1953: 91). Rabanales, respecto a los determinantes de algunos chilenismos lexicogenésicos por derivación menciona el eufemismo: La necesidad psicológica de todos los pueblos de recurrir al eufemismo como imperativo moral, ha sido sentida por el chileno. Por ello, las interjecciones e

insultos, que son expresiones groseras en la mayoría de los casos, suelen modificarse a medio camino de la pronunciación, conservándose muchas veces solo la primera sílaba, y aún el fonema inicial solamente; el resto es una terminación cualquiera, que puede ser más o menos conocida (cuando se establece asociación fonética con otra palabra) o enteramente arbitraria, como es lo más frecuente. De este modo se encubre la primitiva alusión (criptosemia). (Rabanales 1953: 50). Otro aspecto que queremos destacar, aunque sea con un par de ejemplos, es el caso de voces consideradas como chilenismos que en la actualidad ya no se usan. Tal es el caso de acumuchar (y su derivado acumuchamiento) y liona (y su derivado lionero): 1. Acumuchar. a. “Probablemente es un v. bárbaramente formado de mucho, convertido por un vicio de pronunciación en cumucho”. (Rodríguez). Es chilenismo poco usado, y eso solamente en el pueblo, y significa aglomerar, acumular. Ú.t.c.r. (1901-1908). Acumuchamiento, m. Acción o efecto de acumuchar. Es chilenismo poco usado y debe sustituirse por aglomeración, acumulación. (1901-1908). Justamente, bajo el lema: acumuchar, se, acumuchado, a, acumuchamiento, Rodríguez (1975) intenta dar con su etimología: “No se descubre su origen ni en el araucano, ni en el quichua, ni en el aimara” para concluir lo que Román cita. Ortúzar (1893) lematiza acumuchar, acumucharse, acumuchamiento y marca el lema plural como voces propias de Chile y entrega sus equivalencias: “Aglomerar, aglomerarse, aglomeración”. Echeverría y Reyes (1900) lematiza acumucharse con el significado de “Amontonarse”, sin ningún tipo de marca diacrónica o diastrática. Hacia principios del siglo, Lenz (1979 [1904-1910]), bajo cumucho, destaca que su realización se da en Santiago, y al verbo lo marca como vulgar y propone, como étimo, la confluencia del quechua k’umu “joroba, encorvado, agachado” y la voz española mucho. Medina (1928), influenciado por Lenz, da cuenta de la propuesta etimológica y lo trata como vulgarismo. Ya en DECh (1984) acumuchar aparece como poco usada. La relacionamos, además, con el cuchumil peruano, vinculado, también, con cantidad. Un adjetivo acumuchado, a, en la lengua literaria solo, lo encontramos lematizado en el DUECh ( 2010) con la novela de Hernán Rivera Letelier, Santa María de las flores negras (2002)37.

Intentamos comunicarnos con el escritor para consultarle acerca de la voz, porque no hemos podido encontrar información acerca de su vigencia en el norte de Chile. Lamentablemente no nos respondió nunca los guasaps que le enviamos variadas veces. 37

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2. Liona, f. Vocablo usadísimo en Chile y que ha dado origen al v. alionar y al adj. lionero, ra. Es simple corrupción de liorna (algazara, baraúnda, desorden, confusión), por la dificultad que tiene el pueblo para pronunciar la r antes de n; por eso diría primero *lionna (cf. canne, connejo) y después liona, más suave. Los pseudocultos modernos, que solo han conocido esta última forma, creyendo que hay en ella, no un gato, sino un león encerrado, suelen escribir leona. Es raro que el Dicc. no dé la etimología de liorna, que no es otra que el nombre propio Liorna (Livorno en italiano y Liburnus en latín), puerto de Italia en el Mediterráneo y ciudad capital de la provincia del mismo nombre. La ciudad es muy comercial y poblada; pero, con relación a los tiempos, parece que lo fue más en el siglo XVI, cuando los españoles tuvieron tanto que hacer en Italia, porque desde entonces data el uso de esta voz como nombre común. A las autoridades de Gil y Zárate y de Bretón de los Herreros que traen otros, queremos nosotros añadir esta de la señora Pardo Bazán: “Al punto de acomodarse en el tren se arma una liorna de todos los demonios, los mozos se evaporan sin decir oxte ni moxte, cargados con nuestros bártulos queridos, y la idea del extravío, de la confusión y de quedarse en tierra nos enloquece”. (La vida contemporánea). Después de esto se ve claro que no hay por qué ni para qué buscar voces equivalentes de nuestra liona; lo que hemos de hacer es escribirla y pronunciarla tal como es: liorna. (1913). Leona, f. Véase Liona. (1913). Lionero, ra, adj. Es derivado del anterior y se usa mucho en el sentido de alborotador, ra; tumultuario, ria; sedicioso, sa; amotinador, ra; azuzador, ra; agitador, ra; excitador, ra. Como se ve, no significan lo mismo todos estos adjs.; pero, según los casos, todos caben dentro del significado general de lionero. Véase Leonero, con el cual no debe confundirse, ni tampoco con Aleonado. (1913).

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Aleonar, a. y r. Es el v. correspondiente al s. leona (véase esta voz). En ambos ha convertido el uso la e en i; lo que es conforme con liorna, que parece ser el verdadero origen de ambos chilenismos. Muy usado es entre nosotros este v. en el mismo sentido del s., esto es, formar alboroto o desorden, zalagarda o bolina, ordinariamente por diversión o entusiasmo y sin serias consecuencias. El part. aleonado se usa también mucho, pero con sentido activo y no pasivo; es decir el hombre aleonado es el que causa o forma el alboroto después de sentirlo él en sus adentros. (1913). Para el momento en que Román redacta su diccionario la voz seguía siendo de gran frecuencia (“vocablo usadísimo en Chile”, nos comenta) y de una fecundidad que se puede apreciar con los artículos arriba transcritos, los cuales constituyen una familia: leona, liona, lionero, lionera, aleonar. La palabra en cuestión, liona, adaptación chilena de liorna, en clara etimología popular, ya es desusada. La voz originaria, liorna, también es desusada. Al parecer, tuvo una vigencia a lo largo del XIX, como podemos comprobar en CORDE, donde aparece un primer testimonio en 1831 (Ma-

riano José de Larra, No más mostrador) y se lematiza, por primera vez, en Domínguez (1846-47), quien hipotetiza su posible origen entre los españoles que participaron de las guerras con Italia. Se incorporó la voz, por primera vez en un diccionario académico, en el usual de 1884. Tal como echa en falta Román, el étimo no se incluyó hasta la edición usual de 1925. El desuso de la voz se confirma en Moliner (1966-67), en su nula presencia en CREA, en Seco et al. (1999) y en CLAVE y en la marca poco usada en la edición Manual de 1984 y desde la edición usual de 2001. Respecto a la voz chilena, Zorobabel Rodríguez (1875) dedica una detallada nota bajo el lema liona, lionero, lionera, tanto para liona como para liorna. Rodríguez explica que la ciudad genovesa de Liorna (actual Livorno), comprada por Florencia en 1421 para hacer de la zona una potencia marítima, adquirió una gran importancia en el XVI, por su comercio y movimiento: “cuyo puerto sobre el Mediterráneo es uno de los más concurridos del mundo, dice Sbarbi”, complementa el salesiano chileno Ortúzar (1893). Por esta razón empezó a decirse que un lugar de desorden, confusión y de mucho movimiento es una Liorna. Algo de lo que habla Cuervo y lo reclamaba para su incorporación en diccionarios en sus Apuntaciones (1876: §540). El hablante chileno, a su vez, desconociendo el topónimo, tenderá a asimilar el grupo consonántico y, por el cruce de un referente conocido como lo es leona, articulado como liona por el cierre vocálico propio del hiato38, derivará, a su vez, en ultracorrección, en leona, un leona usado, incluso, por el canon literario chileno, como es el historiador Vicuña Mackenna (cfr. Rodríguez 1975: s.v. leona), es decir, una clara etimología popular. En la misma línea está Kany 1962. A tal punto está la conciencia del chilenismo, que Rodríguez, incluso, se permite normar con este liona, incluyéndolo como un chilenismo, pensamos, ejemplar: “Que la recta pronunciación de la palabra es liona y no leona, no hay para qué advertirlo después de lo dicho”, algo que Román no hará, puesto que aboga por el uso de liorna. Lo más probable es que la variante generalizada fuese leona, por lo que Echeverría y Reyes (1900), uno de los lexicógrafos chilenos más descriptivos de su época, lematizó leona y no liona sin marca diafásica o diastrática alguna, solo como chilenismo, por lo que, pensamos, la voz debería haber estado bastante extendida, tanto que, desde la Argentina, en las equivalencias de Sánchez (1901), se marca leona como chilenismo y se entrega su respectiva equivalencia (alboroto, desorden, tumulto). La voz, hacia la década de los cuarentas debe haber seguido usándose, porque Yrarrázabal (1945) la

Un cierre que llega a normarse, justamente usando como ejemplo liona como el animal, en Salazar García y sus equivalencias para Salvador, en 1910. 38

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incluye en su lista de equivalencias. Lo mismo Morales Pettorino (1986), con ejemplos para liona desde Martín Rivas de Blest Gana, de 1862 y leona con Rancho, novela de costumbres chilenas de Julio Ramírez, de 1920; Las Brujas de Antonio Acevedo, de 1933 y Chilecito, de Sady Zañartu, de 1939. La voz desaparece de lemarios de nuevos diccionarios (DUECh 2010, DA 2010) y no se encuentran casos en bancos como el CREA. Ya hemos dicho que queda como trabajo por hacer, respecto a los chilenismos que Román marca, el analizarlos cada uno para dar cuenta de su vigencia léxica, su mortandad, su transición semántica o, en efecto, analizar aquellas voces que pueden compartirse con otras zonas. Román no estuvo conforme con la información relacionada con los chilenismos que acopió, la cual encuentra insuficiente, pero abundante en comparación con la obra lexicográfica precedente; sin embargo, insiste en la cantidad de trabajo que queda por hacer al respecto: “pero todavía hay campo no solo para espigar sino aun para segar en abundancia” (1901-1908: xi). En ello es lúcido al afirmar que una investigación suficiente en este ámbito no es labor de uno solo, sino de un equipo: “Para escribir un Diccionario completo de chilenismos, sería menester contar con buenos colaboradores, por lo menos de cada provincia, que la conocieran en toda su extensión y durante algunos años” (1901-1908: xi). La idea de un trabajo colaborativo nos recuerda, sin duda alguna, a lo que logró Sir James Murray, hacia finales de la década del setenta del siglo XIX, cuando convocó para el megaproyecto del Oxford English Dictionary a la comunidad misma que quisiera y pudiera colaborar, por medio de correspondencia postal. Guardando las diferencias, nuestro diocesano proponía una labor similar, solo que desde la óptica de un proyecto gubernamental:

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Solo el Supremo Gobierno, con la autoridad y el dinero de que dispone, podría, por ejemplo, organizar una academia para que llevara a término una obra semejante. Nadie mejor que él podría buscarle corresponsales en los profesores de castellano de todos los liceos y en los demás aficionados, que por algún premio o retribución quisieran coadyuvar al trabajo. (1901-1908: xi) Ahora lo que falta, ya que se trata de una obra eminentemente patriótica y superior a las fuerzas de una sola persona, es, que el Supremo Gobierno estimule a los suyos para que tomen parte en ella. (1908-1911: xi) Incluso Román intentó proponer al mismo Ministro de Instrucción Pública, en el prólogo del segundo volumen de su Diccionario, que “se diera un premio especial en dinero o en aumento de años de servicio para el efecto del sueldo y de la jubilación, a todos los profesores de castellano que publiquen una colección de las voces propias de una provincia o de un departamento” (1908-1911: xi). Nuestro sacerdote creía que

dentro de un contexto como las celebraciones del centenario de la nación una labor como esta sería idónea: Yo lanzo, como ahora se dice, la idea, y ojalá sea recogida, para que en las fiestas seculares de nuestra emancipación política, que ya se aproximan, pueda ofrecerse, como uno de los estudios más interesantes, el del castellano en Chile, es decir, la expansión buena y mala que ha tenido sobre el hablado en España. (1901-1908: xi) Justamente, como lo que se hizo y concretó en la Argentina, pero en Chile no hubo igual suerte. Estas voces Román las marca como chilenismos, aunque también puede hacer uso de otros recursos discursivos, tal como habíamos mencionado anteriormente, como “en Chile”, “aquí”, “nosotros”, “nosotros aquí”, “nuestro pueblo”, “el vulgo”, “la ínfima plebe”, “familiarmente nosotros”, entre otros, que nos reflejan, por lo demás, de cuál tipo de variación la voz forma parte. Grosso modo estas voces se pueden dividir en las que el sacerdote proscribe: plumilla,

f., dim. de pluma. La pluma muy delgada, semejante a la seda, que tienen las aves para cubrir el hueco que dejan las plumas no se llama plumilla, sino plumón. —Los copos de nieve que vienen cayendo por el aire, tampoco se llaman plumilla, como dicen en Chile, sino moscas blancas; y el temporal de agua y nieve muy menuda, impelida con la fuerza por el viento, cellisca. (1913-1916) plumón, m. No se confunda, como en Chile, con edredón. (1913-1916) En otras, admite la voz, por ejemplo, cuando tienen una base peninsular: Pluvial, m. No lo admite el Dicc., sino únicamente con el s. capa (capa pluvial). En Chile es corriente usar el adj.c.s.m.; y, para que se vea que vamos en buena compañía, sépase que las “Constituciones del Arçobispado de Sevilla, hechas y ordenadas por el Illmo. y Rmo. Sr. D. Fernando Niño de Guevara …1609” dicen lo siguiente: “Se vistió las calças sandalias, amicto, alba, estola, cruz, pluvial y mitra…Acabada la misa, se quití el Cardenal el palic, casulla, túnica y tunicela, y tomó pluvial y se hincó de rodillas” Así hablan también todos los liturgistas, que, si bien dicen capa pluvial, que es el nombre completo, también dicen pluvial solo, como más breve y más llano y conforme a la práctica general de sustantovar adjs. (1913-1916) O voces con formaciones que el sacerdote acepta y pide que el diccionario académico las incorpore: Poblada, f. “Cuando el pueblo tumultúa en contra de alguien , ora sea autoridad o no […] En Chile es corriente en la prensa diaria y entre toda la gente educada. Haría pues muy bien la Academia en aceptarlo. (1913-1916)

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Polcura, […] —El nombre polcura debe pasar al Dicc., como que designa una cosa propia de Chile y que es llamada así por los chilenos, que hasta la utilizan en la tintorería casera. (1913-1916) Politiquear, No le da el Dicc. la acep. tan usada entre nosotros: trabajar en cosas que se relacionan con la política […] Defendemos la acep. nuestra como propia y natural. (1913-1916) Polizón, […]Arbusto chileno de la familia de las tiliáceas. […] Esta acep. debe entrar también, sin duda alguna, en el Dicc. (1913-1916) Porotero, ra, adj. Aficionado a comer porotos, sea porque gustan, sea porque no hay otra cosa que comer […]. No vemos inconveniente para la admisión de este vocablo. (1913-1916) Tal como hemos, ya, dicho, otra de las funciones del Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas va de la mano con este afán de mantener una unidad idiomática, pues el diocesano busca que se conozcan y se difundan los chilenismos, algo de lo que ya habíamos hablado en la primera parte de nuestro estudio. Alaba, al respecto, los avances en los medios de comunicación, porque con estos se puede ir conociendo mejor el habla en cada uno de los puntos del país: Ahora con el ferrocarril y demás medios de locomoción se ha facilitado y continúa facilitándose la comunicación entre todas nuestras provincias, conviene que se conozcan las pocas voces que son propias de una o de algunas, para que así disfrutemos mejor el gran bien que produce en una nación y sus habitantes la unidad del lenguaje. (1908-1911: xi)

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Román no especifica lo que entiende por chilenismo, algo que no debe sorprendernos porque, tal como lo comentábamos en la primera parte de este estudio (ver §2 de la Primera parte), no era una tendencia usual esa de definir este tipo de conceptos. Es más, si bien incluye en su lemario un artículo lexicográfico chilenismo, este, fuera de una parafernalia que da cuenta de la relevancia de la voz en cuestión dentro de un diccionario como el de Román, no define nada al respecto: Chilenismo, m. Esta debió ser, en el orden ideológico, la primera voz estudiada en esta obra, ya que ella es su base y principal materia; pero el orden alfabético tiene también sus tiranías. Pues bien, el chilenismo, que solo aparece en el Dicc. con la sílaba Chil. (interpretada Chile), y allá a las perdidas, como ave solitaria en la inmensa llanura del océano, debe ya estamparse en su lugar y con todas sus letras, definiéndolo como a todos sus demás hermanos en ismo: arabismo, hebraísmo, helenismo, galicismo, latinismo, etc. Y, si autoridades necesita la real corporación, valga por todas la de D. Marcelino Menéndez y Pelayo: “Algunos nombres indígenas de plantas, algunos chilenismos o perua-

nismos de dicción no bastan [en Oña] para compensar esta falsedad” [de las descripciones]. (Poemas chilenos). (1908-1911) Como sea, el sacerdote presenta en uno de sus prólogos una clasificación de estos en la que deja traslucir su intuición lingüística: “en una palabra, los tenemos de todas las condiciones y para todos los gustos, más que trajes y prendas guardan en sus roperos la rica dama y el elegante galán. […] unos que son a lo divino y otros a lo humano” (Román 1916-1918: vi). Con sus palabras y acorde a los tiempos, lo que hace Román es dar cuenta del diasistema de las voces caracterizadoras del español de Chile, por lo que habla de chilenismos desde una perspectiva diastrática y se refiere a ellos como chilenismos nobles y plebeyos; también desde una perspectiva diafásica, llamándolos serios y familiares, y, en último término, desde un nivel connotacional, se refiere a ellos como chilenismos graciosos, tristes, honestos y deshonestos. Respecto a estos últimos, insiste: “nada queremos”, algo que no se condice con el lemario de su obra, como veremos más adelante, aunque en un número ínfimo, dicho sea de paso. Es interesante rastrear la evolución de Román respecto a la actitud que tuvo con los chilenismos. Por ejemplo, un primer Román solo buscaba difundir aquellos sin equivalentes castizos. Nos interesa esta postura porque, más que dar cuenta de un purismo extremo o innecesario, la función va por el lado de la extensión, la exposición, la presentación de lo propio. Aspecto, pensamos, que refleja una fase estandarizadora última, la de la internacionalización: Y, efectivamente, si el lenguaje está por su naturaleza destinado a expresar no solo los sentimientos del alma, sino también todas las ideas que guardan relación con el mundo externo en que vivimos, y en este mundo hay innumerables cosas que no se conocen en España (animales, plantas, guisos, juegos, costumbres, etc.), claro es, más que la luz meridiana, que no puede un chileno, ni ningún habitante de la América Latina, ser purista en el sentido odioso que ordinariamente se da a esta palabra. Todos los chilenismos comprendidos en esta clase, los consideramos como de buena ley, necesarios y dignos de figurar en el Diccionario de la Academia; tanto más, cuanto que algunos de ellos no son chilenismos solamente, sino americanismos, comoquiera que su uso está extendido a varias repúblicas de América. (1901-1908: vii) Sin embargo, este primer Román era tajante respecto a la posibilidad de extender una voz que posea un equivalente (castizo, claro está): “Lo justo, respecto de tales voces, es anatematizarlas y condenarlas al olvido, mostrando al mismo tiempo las equivalencias castellanas” (1901-1908: vii), tal como ya citábamos en la primera parte de nuestro estudio. El mismo diocesano nos presenta su postura frente a la función de su Diccionario, la cual lo acerca a esa aurea mediocritas:

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¿Habrá que desechar como barbarismo o extranjerismo todo lo que no se use en España o no aparezca en el Diccionario de la Academia española? O, al contrario, ¿habrá que aceptar todo lo que se usa en nuestra República, ora proceda de las lenguas extranjeras, ora de las nativas que en ella se han hablado o se hablan? Entre ambos extremos, a toda luz viciosos, preséntase como camino real, ancho y seguro, el término medio, que es el que hemos seguido (1901-1908: vii) Por lo mismo se explaya en un pie de página respecto a la necesidad de mantener y difundir voces que, si bien en un primer momento poseían un equivalente castizo, pasan estas a tener algún tipo de restricción o extensión semántica; una diferencia específica que las caracteriza de un hiperónimo que queda inhabilitado como equivalente: Chilenismos que merecen defenderse son algunos que, aunque tuvieron al principio un equivalente castizo, con el uso se han ido restringiendo a una acepción especial. […] Nombres como estos necesariamente tienen que conservarse, porque significan algo distinto del correspondiente castellano; en lo cual no hacemos más que seguir el desenvolvimiento natural de las lenguas, como lo hizo el castellano con todos los términos cultos y eruditos que a manera de benéfico aluvión le trajo el latín del Renacimiento. (nota al pie en 1901-1908: vii)

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Para Román lo más relevante era, más que ir en la vía de una lengua chilena, -proyecto que desestimaba: “idea tan utópica como descabellada, y que solo serviría para aislarnos de las demás naciones americanas y de España” (1908-1911: xii)-, que hubiera un entendimiento en todo el mundo hispánico. En ello, más que la proliferación de voces diferenciales, lo suyo era propiciar una suerte de reducción de voces, centradas, sobre todo en ese castellano patrimonial: “¿No es más útil y racional estudiar los provincialismos de cada una [de las naciones] y tratar de reducirlos a voces generales y corrientes en todo el mundo de habla española? (1908-1911: xii). ¿Cuáles son esas voces generales y corrientes? Si bien no queda claro de qué tipo de voces se trata, se va deduciendo, a lo largo de su Diccionario, que son aquellas voces que aparecen en el Diccionario académico y que remiten, las más veces, a las voces usadas en España, específicamente en Castilla. Un último Román se aparta de esta aurea mediocritas y se centra, de lleno, en la relevancia de las voces diferenciales: los chilenismos no son tan perjudiciales, porque, fuera de uno que otro giro o modismo en que se falta a las leyes de la gramática, los demás son puros vocablos que en gran parte tendrán que entrar en el Diccionario de la lengua[…] servirán a maravilla para salpimentar las obras chilenas, dándoles así el sabor

y color local, como tan graciosa y triunfalmente lo hizo Pereda en sus inmortales novelas. (Román 1916-1918: viii) Es interesante, en este caso, su actitud, porque más que ir por el camino de una norma chilena (algo que vemos, por ejemplo, en el Diccionario argentino de Garzón en 1910), lo que se constata es lo que criticarán, años después, Haensch y Lara entre otros: el de presentar lo diferencial apostando por un exotismo, una particularidad, las más veces, mas que por dar cuenta de una realidad sin más. Como sea, lo que constatamos a los largo de estos casi veinte años es un tránsito que va desde un purismo extremo, pasando por uno moderado, hasta llegar a la defensa de lo propio en tanto especial, con color local, exótico. Algo que no nos puede sorpender si pensamos que en el mismo momento que un último Román reflexionaba acerca de los chilenismos, se están fraguando las literaturas criollistas y mundonovistas con similares características. Pensamos, por ejemplo, que allende los Andes, un Ricardo Güiraldes empezaría a escribir Don Segundo Sombra, novela que elogia lo gaucho con una perspectiva similar a la que Román seleccionaba y trataba los chilenismos. De esta forma, Román termina por acoger los chilenismos e intenta difundirlos: “unos por necesidad, porque no hay palabra española con que reemplazarlos, y otros, porque son tan propios y característicos de nuestras cosas y tan impregnados del sabor chileno, que los preferimos a todo lo de fuera” (Román 1916-1918: vi). De esta forma, junto con un afán descriptivo o un rol lexicográfico que va por representar la realidad, encontramos, además, esa intención de difundir las voces chilenas como particularidades exóticas las más veces: Los chilenismos no son tan perjudiciales, porque, fuera de uno que otro giro o modismo en que se falta a las leyes de la gramática, los demás son puros vocablos que en gran parte tendrán que entrar en el Diccionario de la lengua[…] servirán a maravilla para salpimentar las obras chilenas, dándoles así el sabor y color local, como tan graciosa y triunfalmente lo hizo Pereda en sus inmortales novelas. (Román 1916-1918: viii) En síntesis, el diccionario de Román sigue un objetivo claramente delimitado por el autor a lo largo de los prólogos de cada uno de los cinco volúmenes; este tiene que ver con la necesidad de lograr una unidad idiomática, tal como habíamos hecho mención en la primera parte. Román, a propósito de esto, insiste en la necesidad de estudiar y conocer la lengua española y, en consecuencia, la publicación de un diccionario como el suyo vendría, de alguna forma, a complementar esta necesidad. Para el sacerdote, por ejemplo, una de las funciones de un diccionario como el suyo era la de difundir las voces usuales del español de Chile, específicamente aquellas que no

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poseen un equivalente castizo y cuyo conocimiento, por parte de la población hablante, ayudará a mantener la unidad idiomática: “¿No es más útil y racional estudiar los provincialismos de cada una y tratar de reducirlos a voces generales y corrientes en todo el mundo de habla española?” (Román 1908-1911: xii). El mismo autor, modestia mediante, afirma que su trabajo relacionado con los chilenismos no puede haber “llegado a la perfección” (1901-1908: xi). Se justifica con razón: “Pero no es fácil a un solo autor mover tantas voluntades, y mucho menos cuando se ve cargado con otras más serias e importantes tareas” (1901-1908: xi). Pero hay un aspecto interesante que destacar dentro de su trabajo diccionarístico: el cariño que va generándose entre el trabajo dialectal y lexicográfico y el objeto mismo: las voces diferenciales. Por lo mismo, en el prólogo del cuarto volumen de su Diccionario, se sinceraba: No puedo ocultar que la amenidad y variedad del trabajo han sido causa de que no haya sentido el tiempo ni conocido el cansancio; porque, al estudiar uno las voces, locuciones, frases y refranes del pueblo, tiene que conocer sus costumbres, oír sus dichos y conversaciones, presenciar, por lo menos en espíritu, sus juegos, asistir a sus fiestas, en una palabra, convivir con él. (19131916: v)

2.2. El americanismo en el Diccionario de Román

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De los americanismos, hemos hecho un interesante ejercicio relacionado con su estudio y análisis, el cual es solo una muestra para una investigación a posteriori. Podemos adelantar aquí que ese complejo universo que solemos llamar americanismo (de lo que ya hemos hecho mención en la primera parte) se puede dividir, en el Diccionario de Román, en americanismos sensu stricto; también en voces que se comparten entre dos o más países en el continente; así como en voces originarias de alguna zona hispanoamericana las que, posteriormente, que se generalizaron. Sin embargo, la cosa puede ser aún más intrincada y podemos encontrar casos de voces que etimológicamente son originarias de Chile, pero desusadas y, sin embargo, siguen vigentes en otras zonas. Asimismo, encontramos voces españolas desusadas y usadas en Hispanoamérica con algún tipo de transición semántica (ampliación o restricción); voces usadas en Hispanoamérica o en alguna zona de Hispanoamérica que se comparten con una zona específica de España o en algunos casos donde hemos encontrado posibles poligénesis.

2.2.1. Voces españolas desusadas, usadas en Hispanoamérica con transición semántica o desusadas en el español en general Se suele poner en cuestionamiento el concepto de arcaísmo, sobre todo por su opacidad y por lo poco coherente que es el concepto al día de hoy. Si bien seguimos encontrándonos con el arcaísmo en algunos estudios, cada vez es más criticado. Sin embargo, arcaísmo vino a superar, en su momento, al más problemático vulgarismo. En efecto, Martínez Vigil, en su ensayo de 1939, argumentaba: estas voces, consideradas tanto tiempo erróneamente como vulgarismos y vocablos formados en el ambiente campesino, son sencillamente arcaísmos conservados de las prístinas sedimentaciones del español de la conquista, voces engastadas en el habla hispano del siglo XVI y aún en la segunda mitad, porque el Renacimiento literario y lingüístico español, aunque iniciado después de 1650, no alcanza a destruir de golpe y zumbido las formas estables y arraigadas del idioma preclásico” (Martínez Vigil 1939: 45). Bien se sabe que hay un número de voces peninsulares que se han mantenido en América y suelen ser anteclásicas o áureas, sobre todo. Junto con su obsolescencia en España, muchas veces estas voces suelen ser tratadas como diferenciales, sean características de una zona determinada o sean americanismos. Lo que se genera en estos casos es, en rigor, y citando a Ramírez Luengo (2014: 4) una extensión léxica. Una extensión léxica es la distribución geográfica de una voz, distribución que puede ser de expansión (es decir, que la voz se generaliza) o de reducción (es decir, que la voz se dialectaliza). Lo que se da en estos casos es una extensión léxica con una reducción implicada. En efecto, el proceso implica la reducción de uso en el español de España, lo que genera la obsolescencia de la voz o la transición semántica de la voz en cuestión. Por esta misma razón, Ramírez Luengo afirma que en muchos de los americanismos que conocemos, lo que se da, en rigor, es este proceso de extensión y reducción léxica. Estos casos Ramírez Luengo los llama americanismos determinados diacrónicamente y contarán con un punto de modificación valorativa, “entendido como el momento en el que determinado elemento adquiere un estatus diferente al que poseía previamente, en este caso el de americanismo” (2015: 117). Este primer grupo se opone a los americanismos no determinados diacrónicamente y que son, sobre todo, las voces de procedencia indígena que entraron al español y que veremos más adelante en este estudio.

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2.2.1.1. Convivencia de hispanismos y arcaísmos Por lo tanto, tenemos usos clásicos que perviven en algunas zonas y estarían fuera del uso que conocemos hoy por hoy como el uso estándar. Román puede tratarlas como corrupciones (tal como comentaba Martínez Vigil) o puede tener conciencia de que son usos históricos, que perviven en el español de Chile. En otros casos se conjugan ambas posturas, como en el caso de anedir: Anedir, a. Es v. muy usado en nuestro pueblo en vez del correcto añadir (en el significado material de agregar una cosa a otra, como hilo, soga, cuerda, tela, paño, madera), y lo conjuga con las mismas irregularidades que pedir: anido, anides, etc. Es raro que el Dicc. no lo incluya siquiera como anticuado, pues se usó en España por lo menos hasta el siglo XVI, y es más conforme que el moderno añadir con su original latino annéctere. Valbuena lo emplea repetidas veces en su Siglo de oro, pero en la forma añadir; lo cual es todavía más conforme con annéctere, porque en castellano es cosa corriente el que las dos enes latinas se conviertan en ñ: annus (año), pannus (paño), stannum (staño), etc. Además, el que la ñ del siglo XVI se haya ahora convertido en n, tampoco es raro en castellano, como se ha hecho con los anticuados ñublado, ñudo, y muchos otros. (1901-1908)

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No repasaremos aquí todo lo que Román informa de la voz, solo nos remitiremos a lo referente al español de Chile. En el caso de anedir, por un lado, vemos una distinción diastrática: es el pueblo quien hace uso de la voz histórica. Por otro lado, tenemos una precisión semántica: la voz en cuestión se usa con su sentido-base (“agregar una cosa a otra, como hilo, soga, cuerda, tela, paño, madera”). Fuimos cuidadosos respecto hasta qué punto esta variante solo se usó en cierta diastratía y diacronía en español y hemos determinado, junto al DCECH, sv. añadir, que la forma, con estas características diasistémicas, es propia del español de Chile. Tal como comentábamos anteriormente, fue persistente esa idea de caracterizar el español hablado en América por su fuerte arcaísmo. Por ejemplo, en los años sesenta, Zamora Vicente comentaba: “El fondo patrimonial idiomático [de Hispanoamérica] aparece vivamente coloreado por el arcaísmo y por la tendencia a la acentuación de los rasgos populares” (1967: 378). Lo mismo aseveraba el dialectólogo madrileño, respecto a la uniformidad del español hablado en América: “Hay muchas menos diferencias entre dos regiones cualesquiera de la enorme América, por separadas que se encuentren que, entre dos valles vecinos de Asturias, por ejemplo” (1967: 378), uniformidad, pensamos con Lope Blanch (1972), un tanto exagerada. Justamente, la idea de un español de América arcaico y conservador tenía plena vigencia por dos planteamientos del todo errados durante el siglo pasado: primero, que la base del español hablado en América es un español anteclásico, tardo-medieval, algo que

Amado Alonso se encargó de esclarecer de una manera bastante irónica: “Como si la tripulación descubridora hubiera puesto en la Isabela o en la Española un huevo lingüístico, hubiera escondido un día en la tierra una invasora semilla lingüística que desde allí se hubiera ido extendiendo y multiplicando hasta cubrir las islas y los dos continentes” (Alonso 1953: 10-11). Y, segundo, estudiar solo palabras hispanoamericanas propias de espacios rurales y de niveles sociolingüísticos subestándar, cosa, pensamos, necesaria, pero que no debiera, por ninguna razón, entenderse como una realidad general (es decir, que estas voces rurales y subestándar son voces generales en el español hablado en América). Es más, estas voces deben entenderse y estudiarse (¡y marcarse!) solo dentro de un nivel específico: el de una diatopía subestándar. A propósito, Lope Blanch comentaba: Pero lo que no debe hacerse –aunque sea lo que habitualmente se hace– es comparar normas socioculturales distintas de regiones diferentes, por cuanto que los términos de comparación no son homogéneos, no son comparables. Se confronta la norma culta castellana con la norma rústica de América (o de cierta región americana), y el resultado, naturalmente, no puede ser otro: el “español de América” es vulgar, arcaizante, popularista (1972: 49). De ahí que la idea y reclamo de no encontrar acertado el concepto de arcaísmo dentro de la tradición hispanística (cfr. Lope Blanch 1972, Ferreccio 1978, Buesa Oliver 1990). En efecto, esta denominación, por más rutinaria que sea, por ese peso de la tradición que, las más veces, nos anestesia respecto a las precisiones de un término y lo usamos indistintamente, no se corresponde al vivo uso que se da la voz en cuestión en algunas zonas peninsulares e hispanoamericanas. Lope Blanch (1972) comentaba que el gran error en todo este tipo de imprecisiones era pretender juzgar todos los hechos de la lengua española a través del prisma único y exclusivo de la norma peninsular, de la norma castellana: ¿Que una forma cualquiera se ha dejado de usar en la norma española (o madrileña, sería mejor decir)? —Pues tal forma se convierte automáticamente en arcaísmo, por más que se siga empleando en el resto de las normas hispánicas, incluyendo algunas peninsulares (andaluza, leonesa, extremeña o aragonesa)” (1972: 43). Mario Ferreccio (1978) también reflexionó críticamente respecto a estas voces: esta determinación relativa de los arcaísmos, donde la referencia la da un hablar respecto de otro, se despliega en un plano puramente horizontal, de variedades lingüísticas paralelas […] pero lo usual es que tal determinación se produzca en el plano vertical de la jerarquía lingüística, donde la referencia la da la lengua ejemplar respecto de las hablas coloquiales: es arcaísmo el

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hecho tradicional que, en uso en alguna variedad coloquial, no está alojado en el modelo superior de lengua. Del propio modo, la notación de “expresión arcaica” viene dada por la historia lingüística del material que conforma la lengua ejemplar; pero en el terreno factual no siempre se contará con la documentación que permita determinar si una expresión que posea la condición incuestionablemente arcaica de pertenecer a un momento anterior de su historia en el marco de la lengua ejemplar, no está en realidad cristalizada en alguna variedad coloquial y es, por ese concepto, también un arcaísmo y no una forma arcaica. (1978: 71-72) Justamente, un número considerable de voces usuales en amplias zonas de Hispanoamérica existieron, en otras etapas, en el español general de la Península y su uso fue restringiéndose y quedan vivas, hasta el día de hoy, en algunas zonas de España, sea en espacios rurales, sea en algunas zonas específicas. Otras veces, el uso se restringió y solo queda vivo en zonas de Hispanoamérica. En este caso, compartimos con Sala (1982: 287) la idea de tratarlas como variantes diacrónicas del español peninsular. Como sea, ya lo decía Marius Sala y su equipo (1982) y lo seguimos pensando nosotros: “Hasta el presente, los problemas que plantea el estudio de procedencia peninsular regional no han sido suficientemente tratados” (286), aunque esto no quita que siempre haya estado presente en alguno de los estudios emblemáticos relacionados con el español de América (cfr. Cuervo con sus Apuntaciones o Corominas con su “Indianorrománica”, entre otros). Nuestro Román mismo, en uno de sus artículos lexicográficos reflexiona en torno a estas voces:

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Barrial, m. Sitio o terreno lleno de barro o lodo. Anticuado ya en España, donde ha sido reemplazado por barrizal o barrero, y aun por sus sinónimos ciénaga, cenagal y lodazal (o lodachar y lodazar), está en pleno vigor en todo Chile, en Colombia y otras repúblicas sudamericanas. Muchos son los vocablos castellanos que están en esta misma condición, esto es, anticuados en España y vigentes en América: como brazada, disparejo, forado, llamado, ramada, torcaza, y muchos otros que irán apareciendo en su lugar, para no hablar de las meras transmutaciones o correcciones que no son usadas por la gente educada, sino solo por el pueblo; como arremedar, indulugencia, Ingalaterra, mesmo, mostro, recebir, etc. La razón de esto, como muy bien discurre Cuervo, es la incomunicación en que vivieron nuestros abuelos y hemos seguido viviendo nosotros con los españoles transfretanos. Tales vocablos son reliquias del castellano que hablaban los españoles del siglo XVI y que trajeron a estos países; por eso es que, leyendo a los autores que en ese mismo tiempo escribieron en España, agregaremos nosotros, hemos podido hacer numerosos descubrimientos y rectificaciones; con lo cual se ve que muchos de los llamados americanismos no son tales sino voces de castizo abolengo. (1901-1908) En su reflexión, muy de su tiempo, aporta nuevos ejemplos que están en esta misma situación: la de ser voces diacrónicas en algunas zonas del español peninsular,

mas no en Hispanoamérica. Asimismo, Román ya detecta que muchas de las voces que pueden pasar como americanismos no son más que voces españolas desusadas en algunas zonas de España. A propósito de esto, véase la actitud purista del diocesano (de ahí el no destacar la voz en negrita, como lo haría con un americanismo), quien trata la voz de un castizo abolengo. Si nos detenemos en barrial, por ejemplo, y cómo esta se ha tratado a lo largo de la lexicología afín, constatamos que, aun con la consciencia de que la voz se sigue usando en algunas zonas de España, se sigue tratando como arcaísmo léxico. Por ejemplo, Lerner (1974) informa que la voz se da en el leonés y el andaluz solo. Buesa y Enguita (1992), por su parte, siguen refiriéndose a la voz como un arcaísmo de expresión, es decir, significantes que no se emplean o se emplean escasamente en el español medio peninsular (1992: § 150).

2.2.1.2. ¿Andalucismos? Por otro lado, existe el problema de la convivencia entre el léxico de algunas zonas españolas e hispanoamericanas. Corominas, en sus emblemáticos estudios “Indianorománica. Occidentalismos americanos” (1944) comentaba que la existencia de voces de origen dialectal leonés y gallego-portugués era de larga data dentro de la bibliografía existente. Ya Cuervo, en su obra, hacía referencia a esta realidad. Es más, Corominas postula una interesante hipótesis respecto al léxico español regional en Hispanoamérica. Para el catalán, el léxico andaluz, al poblarse América, apenas se diferenciaba del de Castilla, salvo algunos mozarabismos y algunos arabismos provinciales “en los demás, la personalidad de Andalucía, tan robusta en el vocabulario actual, se ha ido formando después con arcaísmos castellanos entonces generales y neologismos de creación posterior” (Corominas 1944: 140). Relativiza la tesis de la preeminencia de las voces andaluzas en el léxico hispanoamericano: “si ya en fonética el andalucismo de América es tan discutible, en materia de vocablos no tiene sentido histórico alguno, y toda coincidencia, prescindiendo de raras excepciones apuntadas, podrá mirarse como fruto de convergencias recientes” (Corominas 1944: 140). Y enuncia la suya: “No llegaré en mi tesis hasta asegurar que más fuerte que el andalucismo de América es su leonesismo” (Corominas 1944: 140). De hecho, sigue Corominas, la aportación demográfica leonesa fue nutrida desde un comienzo y llega a ser preponderante si se le agrega Galicia, Portugal y Extremadura. Es más, Corominas asegura que la mitad occidental de Extremadura pertenece lingüísticamente al leonés y el vocabulario extremeño de esta zona está influenciado por el leonés. Asimismo, Corominas afirma que debe conectarse con el influjo léxico galaico-portugués: “por-

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que es prácticamente imposible separarlo siempre de los casos de leonesismo, por lo que en gran parte tienen de coincidente las dos influencias” (Corominas 1944: 142). Por último, Corominas concluye que el retroceso del dialectalismo en España por la acción unificadora de la lengua literaria hace que se encuentren en portugués y gallego términos y formas leonesas. Como sea, sigue siendo una complicación dar cuenta de esta realidad léxica desde la Península desde una óptica histórica y los estudios al respecto, salvo la ayuda enorme que nos entrega el Tesoro Léxico de las hablas andaluzas y el Diccionario Histórico del Español de Canarias, son escasos. Veamos algunos casos en donde Román y su diccionario nos puede servir de ayuda, a manera de puerta de entrada para una voz problemática, como el caso de achucharrar, la cual, al estar lematizada en negrita, es considerada como una incorrección o una voz subestándar para el diocesano: Achucharrar, a. Achuchar, despachurrar, aplastar, en sentido pr. y fig. (1901-1908)

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Nos remitimos a la información que entrega Román, puesto que hay otra acepción, relacionada con “achicharrar, chicharrar, tostar, freír”, derivada, justamente, de achicharrar, en la cual, por no hacer referencia Román de ella, no nos detendremos nosotros, la cual la encontramos en Ocampo (1901 [1843]) para México, Uribe (1887) para Colombia, Ramos y Duarte (1896) para México, Garzón (1910) para Argentina, quien expresamente la da como variante de “achicharrar” lo mismo que Segovia (1911) para Argentina y Cuervo (1907 y 1914) para Colombia. Con el sentido que entrega Román, dentro de la tradición lexicográfica hispanoamericana, es Ortúzar (1893) quien hace la primera referencia, sin embargo, será el único, dentro de la tradición lexicográfica hispanoamericana decimonónica, que expuso que es una voz que aparece en Salvá (1846) y no en el DRAE, cosa que no mencionó Román. Román, por su parte, no hace referencia alguna a que la voz es americanismo, somos nosotros, quien en primer cotejo (el DLE, el DA, la tradición lexicográfica académica desde Autoridades) la incorporamos en este corpus, al aparecer con marcas diatópicas que hacen referencia a países hispanoamericanos, como Colombia, Honduras, México, entre otros. Fuera de Ortúzar y Román, dentro de la tradición lexicográfica hispanoamericana, achucharrar con este sentido aparece en Membreño (1897 [1895]) para Honduras y Echeverría y Reyes (1900) para Chile. Registramos, además, en los diccionarios publicados en Hispanoamérica, una nueva acepción, creemos una transición semántica, relacionada con la idea de ‘aplastar’: “Arrugarse, encogerse” y, de manera metafórica: “amilanarse”, la cual es incorporada por García Icazbalceta (1899) para México. Es Medina (1928) para Chile, quien agre-

ga las marcas Colombia, Chile y Honduras (las que tomó, quizás, la edición usual de 1925 del DRAE) con el significado que venimos estudiando. Dentro de la tradición lexicográfica de americanismos, es Malaret (1931), quien lo da para Colombia, Chile, Honduras y México. Allí Malaret hace referencia, por lo demás, a que la voz se usa en Galicia, citando a Juan M. Dihigo (Léxico cubano, 1928). En la edición de 1946 el mismo Malaret indica que la voz en cuestión es peninsular y modifica el artículo: omite el significado de “aplastar” y agrega las dos transiciones semánticas anteriormente mencionadas: “Achicharrar, tostar” solo para Colombia y “Acobardarse, aminalarse” para México. Santamaría (1942) no hace referencia al origen peninsular de la voz y solo se remite a entregar el sentido-base así como las acepciones que se han ido generando. Lo mismo Morínigo (1985 [1966]): “aplastar” para Colombia, Chile y Honduras, “achicharrarse” para Argentina y Colombia y “encogerse y achicarse” para México. En rigor, dentro de la tradición lexicográfica de americanismos, solo Malaret da cuenta de que la voz sería un peninsularismo en desuso en España y vigente en Hispanoamérica. Justamente, la voz es una de las tantas voces peninsulares que no fueron incorporadas por el DRAE hasta que la voz, ya desusada o usada regionalmente, tuvo una fuerte presencia en Hispanoamérica, algo que nos lo testimonian los mismos diccionarios decimonónicos, y se terminó por incorporar en la edición de 1925, ya con el tinte americano. Que la voz se usaba en España, tenemos las referencias de Terreros (a 1767, quien define: “lo mismo que achuchar”); Salvá (1846), quien la marca como familiar (“lo mismo que achuchar”); Domínguez suplemento (1869) (“achuchar”); de la editorial Gaspar y Roig (1853), donde se marca como familiar (“lo mismo que achuchar”); Alemany (1917), quien la marca como familiar (“achuchar”), así como Rodríguez-Navas (1918). El único que da cuenta de la diacronía de la voz es Zerolo (1895) quien la trata como anticuada. Tal como hemos afirmado, el DRAE empieza a lematizar la voz en el usual de 1925 con las marcas diatópicas Colombia, Chile y Honduras. Esto cambia en el usual del 2001, al modificar las marcas diatópicas en Colombia, Honduras y México y, en la edición actual, con la marca Honduras y México. Por otro lado, el DA, con este valor, solo lo marca para Honduras. Destacamos que el Diccionario Histórico de 1933 cita como autoridades justamente los autores que hemos rastreado: Román, Echeverría y Reyes, Membreño, Segovia, Garzón, Ramos y Duarte y Cuervo, pero no hace referencia a Ortúzar (1893), quien es el único que entrega el relevante dato de que la voz ya estaba presente en un diccionario español, como lo es el Salvá (1846). Tampoco hace referencia a la tradición lexicográfica española. Sí encontramos el panorama completo en el Diccionario Histórico de 1972.

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2.2.1.3. Un referente con muchas denominaciones Alverja, arveja, arvejana, algarroba, algarrobilla, veza, vicia y en Aragón y Navarra, bisalto. Todos estos nombres figuran en el Dicc. con el mismo significado, y ninguno de ellos es lo que en Chile llamamos arveja: nuestra arveja es (desengáñense los agricultores y las amas de casa) el guisante español, chícharo o pésol, el petit pois de los franceses. La arveja española es alimento de palomas, bueyes y caballerías, y no de hombres. Dice Terreros que en algunos lugares de Castilla se llamaba arbejos a los guisantes; y de ahí seguramente provino la confusión de ambos nombres, que también es común a otros países de América. (1901-1908)

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Esta arveja y todas sus variantes vienen de la ervilia latina, derivado de ervum (lo más probable es que sea Vicia ervilia), ya datada en el Fuero de Guadalajara (1219), nos documenta el DCECH, así como un arbeilla en algunos documentos navarros del siglo XIII también. Corominas (1944) afirma que este debe haber sido el significado original, el de arveja con el valor del actual guisante peninsular, sobre todo por la documentación de Juan Ruiz y los glosarios de El Escorial y Toledo, así como en algunas zonas, con las variantes arveilla en Sanabria, arbeyu en Asturias, herbella en Galicia, ervilha en gran parte de Portugal para el pisum sativum. Lerner (1974) hace referencia a que “todavía se oye en el noreste de Cádiz”, así como un arvejote en Álava, arvejo y arvejana en Burgos. El problema radica en llamar con la misma voz, al menos, a dos referentes distintos: la arveja es la nominación que en Chile se le da a Pisum sativum, planta cuyas semillas también se llaman guisantes, chícharos, entre otros, en amplias zonas de España y México, sobre todo. La contrariedad, tal como adelanta Román, es que ha sido arveja el nombre para muchos otros tipos de plantas del orden fabales, entre ellas, la algarroba europea (Ceratonia siliqua), la almorta (Lathyrus sativus), el yero (Vicia ervilia), la veza (Vicia sativa) y la algarroba (Vicia sativa), tal como podemos encontrar en la tradición lexicográfica europea. En efecto, dentro de la lexicografía europea, empezó a lematizarse como alverja, así en Autoridades (1990 [1726]), con la cita de Alonso de Ovalle para Chile. No es hasta Alemany (1917) cuando se anuncia que en Venezuela y Colombia se usa una arverja para el guisante, es decir, para Pisum sativum. En la edición del Diccionario usual de 1925 se agrega la acepción para Chile para el arvejo o guisante, algo que se modifica a América en la edición usual de 2001. Moliner (196667) sigue marcando el valor de arveja como guisante para Chile, entre otras acepciones. Y en Seco et al. (1999), el artículo parte con una explicación: “Se da este nombre a varias plantas herbáceas leguminosas del género Vicia, especialmente Vicia sativa. También su semilla” (1999: s. V. arveja). Nos quedamos con esta definición, la que nos

confirma la complejidad en la nominación del referente y la necesidad, entonces, de una mayor explicación. En primer lugar, no queremos entrar en el estudio del Pisum sativum en España mismo, puesto que no solo en la Península, sino en todo el mundo hispánico es este un referente con una variada nominación. Como sea, es fundamental repasar ciertos repertorios lexicográficos de zonas que, por lo general, comparten voces con Hispanoamérica, sobre todo si en el CLAVE encontramos la única referencia, dentro de toda la tradición lexicográfica europea, fuera de lo referido en el DCECH, de arveja con el valor de guisante para el español meridional. Sin embargo, en el Tesoro léxico de las hablas andaluzas, se hace referencia, en El habla de Villamartín, a una planta “parecida al guisante cuyas semillas sirven para alimentar a las palomas” (2000) y en el ALEA, a la almorta (Lathyrus sativus), es decir, no hay referencia alguna a una arveja para Pisum sativum. Sin embargo, en el Diccionario Histórico del Español de Canarias encontramos -información relevante y, lamentablemente inexistente en el resto de la tradición lexicográfica europea- que la voz se usa con el valor de guisante en Canarias, con documentación que data desde el siglo XV. Asimismo, Corrales y Corbella nos entregan una interesante observación: “Los diccionarios de la lengua (p.ej., y entre otros, el DGILE o el Dicc. Salamanca) restringen su empleo a América, y lo mismo ha hecho el DRAE [y lo sigue haciendo en la edición actual, dicho sea de paso], sin embargo, el DALE la presenta como de uso general” (DHECan 2013: s.v. arveja). En el caso del corpus hispanoamericano que manejamos, tenemos una primera referencia en Uribe (1887), para Colombia, quien entrega como equivalencia para arveja o alverja la veza o vicia, es decir, Vicia sativa, comúnmente conocida como algarroba. Es interesante que Rivodó (1889), para Venezuela, incluya alverja o arveja en su sección de “Significaciones falsas”, es decir, en la sección que incorpora “voces a las cuales se les da, o agrega ordinariamente en Venezuela una significación falsa, o sea que no está conforme con el diccionario de la Academia, y que creemos conveniente rectificar” (Rivodó 1889: 267), para luego aclarar que muchas no son, estrictamente, venezolanismos: “pues son errores que se cometen también en otros países hispanos, y aun en la Península mismo” (Rivodó 1889: 268). Es decir, es el primer caso que tenemos en donde se ve en esta nominación una incorrección. Como sea, es el único autor que detecta una semejanza entre la semilla de Pisum sativum, es decir, la semilla del guisante, con la de Vicia sativa, la algarroba, causa, creemos, de que se llame así al Pisum sativum. Gagini (1892) para Costa Rica, solo se limita a comentar que la alverja o arveja es lo que en España se llama guisante. Ortúzar (1893) será el segundo, dentro de nuestro cotejo, que verá en el uso de arveja o alverja una incorrección: “no debe

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confundirse con guisantes”. Será el catalán Monner Sans (1903) desde la Argentina, el primero que comente detalladamente, después de Román, qué sucede con la voz en Hispanoamérica. Bajo el lema de alverja, se guía nuestro autor por el diccionario académico y analiza el artículo lexicográfico arveja, que solo se remitía, hasta entonces (pensamos que el autor habría consultado la edición usual de 1899) a algarroba y es el primer autor que, directamente hace referencia a “la Vicia sativa de Linneo”, cuya semilla en la tradición académica es la arveja, alverja, algarroba o veza, que la comen “con gusto los ganados, y hasta seca no la desdeñan las ovejas” (1903: s.v. alverja) frente al “Pisum sativum de Linneo”, que es el guisante o chícharo, “a la que damos malamente el nombre de alverja”. A su vez Monner Sans nos norma e intenta, además, buscar una explicación para “tal confusión”, por lo que se pregunta: “¿Sería por ignorancia del primer introductor que se dejó engañar por la aparente semejanza que, secas, presentan ambas legumbres?” y propone, para enmendar el error “que los periódicos todos, y si no todos, los de mayor circulación, arrumben aquella voz y la sustituyan por la propia, y a los 50 años, si no antes, en la Argentina no se confundirán los guisantes con las alverjas o arvejas” (1903: s.v. alverja). Sigue con la idea del error, desde El Salvador, Salazar García (1910) quien, en sus equivalencias para alverja, arveja y arvejana remite a guizante [sic.]. También Díaz Salazar (1911) para la Argentina, en sus equivalencias. En sus Apuntaciones, Cuervo (1907: §504; 1914: §524) comentaba que, entre los nombres de plantas de una semejanza, cierta o no, que designan especies diferentes está la alverja para Pisum sativum. Además, afirmaba, en Colombia se le llama guisante a la variedad más tierna, Pisum macrocarpum, también llamada en España tirabeque o guisante mollar. Garzón (1910) será, una vez más, quien haga la descripción más objetiva de la voz, sin ningún freno normativo. En alverja comenta: “muy conocida entre nosotros con este nombre y el de arveja, y en España con el de guisante, voz cuasi inusitada en nuestro país”, así como una nota de uso: “Nosotros usamos indistintamente alverja y arveja, pero, familiarmente, más el primero”. Además, nuestro autor remite a su artículo algarrobilla, para confrontar las diversas acepciones que tiene la voz en Argentina, frente a las que le da el Diccionario académico, relacionadas con la semilla de la algarroba, a lo que replica: “En la Rep. Argentina no corre algarrobilla, ni arveja, ni algarroba en estas acepciones” como una forma de hacer una diferencia, mas que se imponer un uso ejemplar otro. Segovia (1911) para la Argentina, extrañamente, en vez de incluir la voz en su sección de americanismos, la incluye en el apartado de argentinismos, pero señalando que la voz se usa, también, en Colombia y Costa Rica (por lo tanto, no ha revisado a Ortúzar, Rivodó y Román). En la tradición lexicográfica de americanismos, Malaret (1946) solo marca la voz para Chile, Morínigo (1985

[1966]) solo lematiza alverja como variante de arveja, sin especificar qué tipo de especie es y Santamaría (1942), en alverja, entrega los equivalentes en nombre científico y termina, sensatamente “En España […] reina la misma confusión que en América en la designación de ambas legumbres”. Lo interesante, en este caso, es la escasa referencia que se hace de arveja, con el valor de guisante en zonas de España, dentro de la lexicografía general. Más bien se ha insistido en el uso en Hispanoamérica.

2.2.1.4. Cruce entre voces desusadas y voces compartidas, en parte, con Canarias 1. De retranca, arritranca, arritrancas, arretranco, arritranco, arristranco, alitranca, alitrancas. Alitranca, f. Dígase retranca, “correa ancha, a manera de ataharre, que llevan las bestias de tiro”. Usámoslo también como fig. en pl. por artificio, astucia, razones falsas que se alegan para conseguir un fin. ¿Será corrupción de alicantina: “treta, astucia o malicia con que se procura engañar o no ser engañado”? (1901-1908) Antes de que el Diccionario de Autoridades (1776) lematizara una arritranca, a la que se refiere como poco usada, frente al más frecuente retranca, esta voz, con igual significado, ya estaba presente en la tradición lexicográfica bilingüe (cfr. Minsheu 1617, Franciosini 1620 y Stevens 1706). Esta arritranca ya está testimoniada en el Glosario de Palacio (cfr. DCECH 1981 s.v. retranca) y Cuervo la toma de un inventario de 1471 (Apuntaciones 1914, §817). CORDE registra la Instrución nauthica (1587) de García de Palacio, en este caso, con la misma significación, pero para el campo de la náutica, es decir, como “una correa ancha, a manera de ataharre, que forma parte del atalaje y coopera a frenar el vehículo, y aún hacerlo retroceder” (DLE 2014). Se puede pensar que esta voz, arritranca, con sus derivaciones esperables (arritranca, arritrancas, arretranco, arritranco, arristranco, alitranca, alitrancas, con una destacable alternancia de líquidas, sobre todo) es la que se mantuvo en Hispanoamérica, frente al uso general que ya registraba Autoridades y es que el que se mantiene hasta hoy, que es el de retranca. Rodríguez (1875) para Chile, desconociendo, lo más probable, la información de Autoridades, informa que en Chile se “pronuncia vulgarmente”, con el valor de retranca, esta arritranca. Arona (1882), para Perú, registra alitrancas, para la primera acepción solo, extendiéndolo, además, fuera de la retranca, para el ataharre. Uribe (1887) para Colombia, registra la variante arritranco. Rivodó (1889) para Venezuela,

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registra otra variante: arristranco y es el único, dentro de la tradición lexicográfica hispanoamericana, en dar cuenta de la voz arritranca en Autoridades como fuente de las variedades hispanoamericanas. Gagini (1892), para Costa Rica, registra alitranco, también como el ataharre, e incluye, además, las variantes en Colombia (arritranco) y Venezuela (arristranco). Asimismo, propone que la voz vendría de la variante colombiana arritranco derivada en alitranco; además, con una transición semántica que vendría del ataharre a “la hebilla que en la parte trasera tienen los pantalones y chalecos, para ajustarlos y ceñirlos al cuerpo”, acepción que mantiene el diccionario académico hasta la actualidad para Costa Rica. Echeverría y Reyes (1900) para Chile, al igual que Arona, registra alitrancas, dando la equivalencia de retranca y ataharre. Medina (1928) para Chile, lematiza tanto alitranca como alitrancas. Rodríguez (1875) para Chile menciona un arritranco para Cuba (no sabemos su fuente) que equivale a “trasto viejo, mueble inútil, armatoste”. Le sigue Malaret (1917) para Puerto Rico, quien registra la variante arristranco, con el mismo significado, el mismo que el DA registra como arritranco para Puerto Rico y obsoleto para Venezuela. Es voz que trae el DHECa (2013), tanto para arritranco como arretranco: “Trasto [= cosa inútil, estropeada, vieja o que estorba mucho]”. Citan, los autores, para ello, Voces canarias recopiladas por Galdós (Hernández Cabrera y Samper Padilla 2003, tomando el fascimilar de 1860) y el Glosario de canarismos de Juan Maffiotte (edición de Corrales y Corbella, 1993, tomando el manuscrito datado hacia 1887), entre otras fuentes. Muy cercana a esta transición semántica es lo que da cuenta Rodríguez (1875) para Chile, como arritranca “denota todo lo superfluo e inútil en materia de adornos y dijes amontonados con poco gusto”. Le sigue Ortúzar (1893), que en su Diccionario de locuciones viciosas es el primero que la registra para Chile con la variante arritrancas como “Perifollos, perendengues, baratijas”. Así como Echeverría y Reyes (1900) para Chile como “perifollos, adornos excesivos o de mal gusto”. El mismo registrará Medina (1928) para Chile como “Adornos secundarios que están demás y que resultan de mal gusto”. La tradición lexicográfica de americanismos tiende a confundir las variantes, Malaret (1931 y 1946) lematiza, alitranca para Chile, fuera de la significación de retranca, como “adornos inútiles”, la cual, hemos revisado, solo aparece con arritranca y arritrancas. Santamaría (1942), en cambio, presenta parte de los parónimos. Sin embargo, incluye el peninsularismo arritranca como americanismo, desconociendo, creemos, que sería una voz peninsular. La segunda acepción que entrega Román para alitranco, la de “artificio, astucia, razones falsas que se alegan para conseguir un fin” solo se sigue en el Diccionario de Americanismos de Santamaría (1942). Hay un par de sentidos similares, en este caso, para arritranco: “Persona de

poca valía” sobre todo aplicado a una prostituta (cfr. DHECa), documentado en Canarias en 1918 en la Serie de barbarismos de Juan Reyes Martín. 2. Amadrinar, a. No le reconoce el Dicc. el significado, usado en Chile, en el Perú y en la Argentina, de: acostumbrar al ganado caballar a andar en tropilla siguiendo a la yegua caponera (madrina). Ú.t.c.r. (1901-1908) Estamos ante una voz patrimonial cuya frecuencia de uso debe haber bajado en la Península, pero nunca al nivel de quedar obsoleta o desusada y cuyo significado, si bien dentro de una misma familia semántica, ha tenido algunas divergencias, creemos, mínimas. Veamos: tenemos en Autoridades (1726) un amadrinar como “Amansar los caballos y mulas, y hacerlos manejables al tiempo de domarlos, lo que se ejecuta poniendo la mula que se doma atada con una cuerda al pescuezo de otra mula ya hecha, en que va montando el cochero, para que de este modo se vaya amansando y haciéndose al coche y en los caballos atándolos a la cola de otro manso, en que va montado el picador que le va guiando y enseñando a andar” (Autoridades 1726: s.v. amansar). Este tipo de definición explicativa no aparecerá más dentro de la tradición académica, puesto que en la segunda edición del Diccionario, la de 1770, se reduce a “Unir dos mulas o caballos con la correa madrina”, acepción que se ha mantenido hasta el día de hoy (vid. tercera acepción DLE 2014, amadrinar). Lo que destacamos aquí son los variados semas (animal equino, domador, domado, amansar, coche, cuerda) que implican, en síntesis, la acción de domar un equino. A partir de ello, tenemos que en Terreros (a 1767) hay un amadrinar por “Domar, amansar caballos y mulas”. Salvá (1846) toma la acepción académica simplificada a partir de 1770 y adiciona uno de los semas: “para domarlos e instruirlos”. Zerolo (1895), ya con el valor pronominal, lematiza con la marca América “aquerenciarse los animales” transición semántica que deriva del acto de domesticarlos, creemos. El diccionario académico en 1899 agrega para Venezuela un “Amansar el ganado por medio de la manada llamada madrina”, madrina, en este caso como “Manada pequeña de ganado manso que sirve para reunir o guiar al bravío”. Sigue, pues, la misma idea, pero con variaciones en las diferencias específicas y, además, similar a la significación que le da Román. Alemany (1917) presenta tres acepciones con la marca América, todas relacionadas: “Acostumbrar a un caballo a andar en tropilla, siguiendo a la yegua madrina”, tal y como la que entrega Román. Le sigue la que el diccionario académico entregó para Venezuela y una tercera, tal y como la entrega Zerolo, pero para Perú. Interesante es el caso de Rodríguez-Navas (1918) quien, sin marca diatópica alguna, presenta una acepción

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“Amansar el ganado con otro ya manso”; asimismo, siguiendo a Zerolo, también lematiza un pronominal amadrinarse, sin marca diatópica, como “Unirse, amansarse”. Absoluta anomalía que podría demostrar, en el caso de no haber sido una errata, que la voz patrimonial seguía usándose en la Península. No es hasta la edición usual de 1925 del diccionario académico que se modifica la acepción con la marca diatópica América meridional: “Acostumbrar al ganado caballar a que vaya en tropilla detrás de la madrina”, suponemos que la yegua, no la cuerda, tal como en Román. Fuera de todo esto, es interesante que desde 1992 la edición usual haya agregado, con valor pronominal, sin marca diatópica, un “Acostumbrarse un animal a andar con otro u otros de su misma especie o, a veces, de otra, apegarse a ellos”, acepción que se relaciona directamente con ese aquerenciarse y, cómo no, al proceso de domesticación. Dentro de la tradición lexicográfica diferencial, por primera vez aparece lematizada en Muñiz (1937 [1845]), para la Argentina, como amadrinarse “Seguirse mutuamente los caballos de una tropilla y todas a la yegua que les sirve de madrina”. Le sigue Granada (1889) para la Argentina también, como “Acostumbrar a un caballo a andar en tropilla, siguiendo la yegua madrina”. Echeverría y Reyes (1900) será el primero para Chile como “Acostumbrar a las bestias caballares a andar en tropilla, siguiendo a la yegua madrina”. Garzón (1910), para la Argentina nuevamente, afirma que la idea de amansar por medio de una cuerda es desconocida en la Argentina, por lo que deducimos que hay una transición semántica con una marcada diferencia específica: de la cuerda madrina al equino manso y domesticador mismo llamado madrina. Segovia (1911), una vez más para la Argentina deriva, en la sección “Americanismos”, directamente para la sección “Estancia y campaña” con el valor que hemos venido entregando para Hispanoamérica, lo mismo Díaz Salazar (1911), para la Argentina. Es interesante que Malaret (1931), dentro de la tradición lexicográfica de americanismos, haya lematizado la voz, para luego sacarla de su edición de 1946. Santamaría (1942), sin embargo, mantiene la voz. Lo mismo Morínigo (1985 [1966]). En el Tesoro léxico de las hablas andaluzas de Alvar (2000), empero, viene a confirmar nuestra propuesta, ya que para amadrinar define “Domar unciéndola o atándola con otra, llamada madrina en Andalucía y Honduras”, para ello cita el Vocabulario andaluz de Antonio Alcalá Venceslada (el Tesoro suele citarlo en su primera impresión, la de 1934). En CORDE, el testimonio más remoto es de 1870, para la Argentina (Mansilla: Una excursión a los indios ranqueles) y un segundo testimonio de 1889 (con una edición anterior, de 1858) de José Hidalgo Terrón, Obra completa de equitación, Madrid, que nos sirve para confirmar que la voz, de escasa frecuencia en la Península, se mantuvo, con los cambios semánticos esperables:

El potro en España generalmente se cría á su libertad, en el campo, donde no ve ni conoce otros objetos que el árbol, la mata o el pastor que lo guarda, hasta la edad de tres o cuatro años, que viene a ser encerrado en una caballeriza; el trayecto que recorre hasta llegar a ella lo pasa por regla general amadrinado a un caballo viejo, o cuando menos domado, o a otro animal que le sirve de guía (1889: 159).

2.2.1.5. Supuestos galicismos 1. Acordar, a. Galicismo repugnante a nuestra lengua es el uso de este v. en el significado de conceder (accorder), y más cuando se pretende hacer pasar este uso como elegante: Acuérdeme Ud. Esta gracia. –No, señor: acuérdese Ud. de estudiar el castellano, en seguida hágame presidente o rey o junta que tenga algún poder, y entonces puede ser que acuerde concederle a Ud. tal gracia. (1901-1908) El verbo ya aparece en Terreros (a 1767), marcado como voz forense: “Conceder esta o la otra gracia”. Este registro no vuelve a aparecer en repertorio lexicográfico europeo sin tacharlo como galicismo hasta el DHLE (1972). Cuervo, en su Diccionario (1953 [1886]) es el primero que explícitamente cataloga el verbo comovoz francesa: “Los diccionarios autorizados no registran, y con sobrada razón, el significado puramente francés de Otorgar, conceder” y cita al Duque de Rivas con dos de sus dramas. De seguro que Román consultó el Diccionario de Cuervo, porque ambos llegan a la misma idea: que el verbo usado con este significado es un galicismo, algo que destaca un contemporáneo de Román, Toro y Gómez, desde Europa, en su Diccionario (1901), a manera de proscripción: “No debe usarse acordar por conceder, otorgar”. Quizás porque Segovia lo proscribe en su diccionario para la Argentina (1911) será que Alemany (1917) lo marca para el Río de la Plata y Chile y como galicismo, también. La primera obra lexicográfica que da cuenta de la imprecisión será el DHLE (1972), donde se hace un rastreo similar al nuestro: “Considerado como galicismo, especialmente por vocabulistas y lexicólogos americanos” y entrega la propuesta que nosotros abogamos: “Parece tratarse de un uso peninsular extendido a América, donde ha conservado más vitalidad que en España, quizá ayudado por la significación análoga del fr. accorder”. Para ello incluye una serie de autoridades, partiendo con Torres Naharro (1524, Aquilana). Esta información continuará en la obra normativa académica, el Diccionario panhispánico de Dudas, en donde se marca el uso para América y agrega, como nota: “Este uso era normal en el español clásico, pero ha desaparecido del espa-

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ñol peninsular actual”, algo que se confirma con lo que presenta el DA, para República Dominicana, Paraguay, Argentina y Uruguay. Lo interesante de todo esto es que siguen algunos estudios lexicológicos y lexicográficos haciendo referencia al galicismo, por ejemplo, el Diccionario ejemplificado de chilenismos de Morales Pettorino (1984) lo deriva del francés accorder y lo marca como verbo culto y agrega, como ejemplo, parte del artículo lexicográfico de Román (¡!). Posteriormente, Buesa y Enguita (1992: §163) seguirán calificando el verbo como voz propia de Hispanoamérica y galicismo. 2. Afeccionarse, r. Galicismo insoportable a los oídos castellanos […]. (1901-1908)

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Otro caso en donde se toma erróneamente la voz por un galicismo. Los datos que nos entregan fuentes como el DHLE (1972), el DCECH, CORDE y el NTLLE son clarísimos: la voz, en lengua española, tiene larga data: el DHLE (1972) la registra en Palencia, 1459 y en Menosprecio de la corte y alabanza de la aldea, de Antonio de Guevara (1539). El DCECH también cita a Palencia. El banco diacrónico registra a Fray Luis de Granada, con su Manual de diversas oraciones (1559) y la variante afecionarse, ya en el Amadís de Garci Rodríguez de Montalvo (1482-1492). El Diccionario histórico de 1933 la registra en la Comedia florinea, de Juan Rodríguez Florián, 1554. Dentro de la tradición lexicográfica general, encontramos la variante aficionar, marcada como verbo recíproco, en el Suplemento del diccionario académico de 1780. Este lema permanecerá en el diccionario académico hasta la edición de 1817, donde se le tacha de antiguo. Con la variante afeccionar, lematizado como afeccionarse, la encontramos en Domínguez (1846-47), sin enunciado de proscripción alguna, lo mismo en Zerolo (1895). Ya en Toro y Gisbert (1912) la voz se cataloga de “galicismo que usan algunos”. Lo mismo en la tradición de los diccionarios manuales de la Academia. En todos se cataloga el uso verbal pronominal como galicismo, salvo en la edición de 1989 del Diccionario manual, donde no tiene marca alguna. Interesante es que paralelamente los usuales -bajo el lema afeccionar- incorporan el valor reflexivo desde la edición de 1936, sin marca normativa o de proscripción alguna. El hecho de que Baralt (1995 [1855]) haya tachado la voz como un “galicismo superfluo” tomado del francés affectioner “amar, querer, tener afecto, tener afición, inclinarse a personas y cosas” se debió al cruce entre dos voces: una que se estaba desusando (algo que comprobamos, por ejemplo, en que la voz ya no aparece en Moliner 1966-67, DEA 1999 y CLAVE y en CREA y búsquedas en Google) y la voz misma del francés. Dentro de la tradición lexicográfica hispanoamericana, Uribe (1887) incorpo-

ra un afeccionar, pero sin referencia alguna al uso reflexivo, tampoco sin una información normativa. Sí lo hace Echeverría y Reyes (1900), quien lematiza afeccionarse, con la marca g. de galicismo, creemos, influido por Baralt, a quien cita en sus referencias bibliográficas. Lo mismo, ya dentro de la tradición lexicográfica de americanismos, con Santamaría quien en 1942 seguía calificando la voz como un “galicismo reprobable”. La voz, por lo tanto, es una voz desusada.

2.2.2. Voces que se comparten con zonas de la Península e Hispanoamérica Hay casos en que una voz -la cual suele ser subestándar o familiar, así como formas derivadas de alguna voz estándar o de mayor difusión- suele marcarse como una voz propia de Hispanoamérica toda o de alguna zona específica. En la mayoría de los casos, la tradición lexicográfica oficial sigue tratándolas como americanismos las más veces. Sin embargo, esto no es más que el reflejo de la misma ejemplaridad, ya dentro de la Península, donde las variedades suelen obviarse o no aparecer dentro de la lexicografía oficial, por lo que, muchas veces, estas voces entendidas como americanismos no son más que usos en lengua española que no se dan en la variante “oficial” (la que da cuenta la Academia) o no son usos estándar dentro de la realidad peninsular.

2.2.2.1. Un supuesto americanismo Abombado, da, adj. En castellano es bombo, ba, adj.: “aturdido, atolondrado con alguna novedad extraordinaria o con un dolor agudo”. De este adj. y según el procedimiento propio de la lengua hemos formado a abombado, que entre nosotros equivale a desvanecido o debilitado de cabeza a consecuencia de algo, así, el borracho en el primer periodo de la embriaguez, el convaleciente de una fiebre, el que ha trabajado mucho con la inteligencia, el que ha tenido un fuerte dolor de cabeza, se sienten abombados o sienten abombada la cabeza, es decir, vacía como bomba. La voz se usa en casi toda Sud-América. Véase el siguiente, del cual vendría a ser part. (1901-1908) Con el valor que entrega Román, entendido como “una persona atontada o aturdida temporalmente por algo”, el DA (2010) lo registra para Honduras, El Salvador, Nicaragua, Chile y Argentina. En la tradición lexicográfica decimonónica, ya aparece en Rodríguez (1875) para Chile, como “perder en parte la lucidez de las facultades mentales”. En Granada (1889), para la zona rioplatense: “Entre aturdido e imbécil”. En Batres y Jáuregui (1892), para Guatemala, si bien bajo el verbo abombarse, no del

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adjetivo abombado, hace referencia a la fraseología me encuentro muy abombado por “estar aturdido, atarantado, turulato, alelado o atortolado”. Ortúzar (1893), bajo el lema plural abombar, abombarse, abombado, con la marca Chile, “Aturdir, aturdirse, alelarse”. En la tradición lexicográfica europea, Zerolo (1895) es el primero en agregar la marca América en su Diccionario enciclopédico de la lengua castellana, con la definición “Bombo, aturdido”. Lafone Quevedo (1898), en su Tesoro de Catamarqueñismos, la define como “cualquier confusión de cabeza”. En la lexicografía de los albores del XX, Echeverría y Reyes (1900), para Chile, la define como “aturdido”. Toro y Gómez (1901) es otro autor quien, desde Europa, da cuenta del americanismo y la define como “Aturdido”. Monner Sans (1903), para la Argentina, define abombado como “entontecido”. Garzón (1910), para la Argentina, se explaya más, incluso, con cierta filosofía un tanto positivista: “que siente cierta ofuscación en las ideas que no le deja a uno discurrir ni pensar con claridad, como suele acontecer a las personas nerviosas cuando está cargada de vapores la atmósfera, o cuando reina entre nosotros el viento norte” (s.v. abombado, da). Bayo (1910) la define como “Estúpido”. Salazar García (1910), para El Salvador: “Aturdido, alelado, atronado, atarantado”. Segovia (1911), para Argentina, “aturdido, atontado”, también se explaya más en abombar “Aturdir, marear, incomodar con un ruido continuado o conversación fastidiosa […] Dícese también de la caballería, cuando habiendo hecho un largo viaje en día caluroso, queda como aturdida o atontada y en ese estado de no poder continuar más; pero que después de tomar un respiro y refrescarse, puede seguir viaje” (Segovia s.v. abombar); Díaz Salazar (1911) para la Argentina, define la voz como “Entontecido, atolondrado”. Por último, en Cuervo (1914) como “aturdido, atolondrado”. Como vemos, a su vez, tenemos una transición semántica que ya podemos determinar de algunas de las definiciones citadas, que tiene que ver con la referencia a una persona “tonta”, que actualmente el DA marca para Honduras, Colombia, Bolivia, Argentina y Uruguay. Referidas en Bayo (1910) en su Vocabulario, Díaz Salazar (1911) para la Argentina y Morales Pettorino (1984) para Chile. En la tradición lexicográfica de americanismos, Malaret (1931), no se detiene en el adjetivo, sí en el verbo abombarse, con uso en Argentina, Colombia, Chile, Guatemala, Perú, Tabasco (México): “Aturdirse, turbársele a uno la cabeza; alelarse”. Malaret es quien primero hace referencia al origen peninsular de esta voz en Andalucía y Galicia como “aturdido, atolondrado”. Sin embargo, cita, para este uso, a Monner Sans (1903) quien, en rigor, no da cuenta explícita de esta diatopía (cfr. Monner Sans s.v. abombarse). Asimismo, en la edición de 1946, Malaret ya no agrega esta acepción. La tradición académica, por su lado, lematiza bastante tarde la voz; de hecho, aparecen estas dos acepciones

(la de ‘aturdido’ y la de ‘atontado’) por primera vez en el Manual de 1927, con uso en América, marca diatópica que se suprime en el Manual de 1950, la que se vuelve a integrar en el Manual de 1983. Se lematiza en el Diccionario usual con ambas acepciones, finalmente, en la edición de 1984 con marca América. Llama la atención que el Histórico de 1972, fuera de referir la mayoría de la bibliografía consultada, afirma: “Úsase más en América”, dando cuenta de que este uso podría darse en España, sin dar alguna pista bibliográfica. Sí encontramos información al respecto en el Léxico del español de América de Buesa y Enguita (1992: 197), quienes proponen la hipótesis de los resultados paralelos (la ubicuogénesis de Rabanales 1953) entre Hispanoamérica y Andalucía. Frago en su Historia del español de América (1999: 28) propone que abombado como “atontado y tonto” sería un aragonesismo implantado en América, sin entregar fuentes. En el Tesoro Léxico de las hablas andaluzas (Alvar 2000), abombado se define como “aturdido, despistado”, con citas actuales, si se compara la bibliografía hispanoamericana, como Algunas voces de Huelva, de Aurelio Vega Zamora (1961), Rasgos léxicos y fonéticos del habla de Huelva, de Dolores Prieto Peña (1987) y El habla de Málaga de Antonio del Pozo (1997). Asimismo, con el valor de “Tonto, imbécil”, en el Vocabulario de los Pedroches, Córdoba, de Juan Pizarro (1988). Aparece en el Diccionario Histórico del Español de Canarias, de Corrales y Corbella (2013) bajo el verbo abombarse con el valor de “aturdirse o desconcentrarse” y se cita la obra Sancocho. Cuentos canarios, de Hernández Martín (1960), texto bastante tardío si se compara, una vez más, con la bibliografía lexicográfica hispanoamericana39.

Con la precisión de que este aturdimiento es producto de la embriaguez, es decir, estar una persona borracha, actualmente en el DA solo para Nicaragua, en la tradición lexicográfica hispanoamericana, aparece en Rodríguez (1875) para Chile, como “Ebrio, y más exactamente achispado”. Es lo que cita Batres y Jáuregui (1892), para Guatemala, dando cuenta del uso chileno. Ortúzar (1893), bajo el lema abombar, abombarse, abombado, con la marca Chile, “Embriagarse, ebrio”. Lafone Quevedo (1898), en su Tesoro de Catamarqueñismos, “la borrachera”. Echeverría y Reyes (1900) para Chile, “achispado, casi embriagado”. Toro y Gómez (1901) en su Nuevo Diccionario Enciclopédico Ilustrado de la Lengua Castellana es el primer autor quien, desde Europa, da cuenta del americanismo con esta acepción. Monner Sans (1903) para Argentina da cuenta de esta acepción, así como presenta la transición semántica de aturdimiento producto de la ingesta de alcohol. Alemany (1917) es otro autor que desde Europa agrega esta acepción para Argentina y Chile. Medina (1928) para Chile: “Estar con la cabeza desvanecida, un tanto ebrio”. En la tradición lexicográfica de americanismos, Malaret (1946) entrega esta acepción solo para Argentina y Chile. Santamaría (1942) la restringe solo a Chile, como “ebrio a medias”, sin embargo, bajo el verbo abombarse, agrega a Argentina. Morínigo (1985 [1966]) también restringe el uso a Chile. Sería esta acepción, al parecer, una transición semántica propia de Hispanoamérica.

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2.2.2.2. Un supuesto occidentalismo peninsular Aguachento, ta, adj. Aplícase a lo que pierde su jugo y sales por estar muy impregnado de agua. Se dice particularmente de las frutas. Úsase en casi toda América y no tiene más equivalentes castizos que aguanoso o aguazoso, o el ant. aguaginoso, que dudamos mucho se apliquen a las frutas. En gallego hay el adj. agoacento, que parece haber dado origen al nuestro. (1901-1908)

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Ya en la tradición lexicográfica europea, Salvá (1846) había lematizado la voz con la marca Cuba. El patrón de su definición es el que tomará, años más tarde, Ortúzar y, posteriormente, Román: “Aplícase a lo que pierde su jugo y sales por estar muy impregnado de agua. Se dice particularmente de las frutas”. Castro y Rossi (1852) será el primero en marcar la voz como un americanismo y equipararla a aguanoso. En la editorial Gaspar y Roig (1853) se da para Cuba. Domínguez en su suplemento de 1869 lo marca como voz de América. Lo mismo, ya en el siglo XX, con Alemany (1917) y Rodríguez-Navas (1918). Cuervo, sin embargo, en sus Apuntaciones críticas (1885) hace referencia a su uso en Cuba y el dato del gallego agoacento, primera referencia de la filiación peninsular de la voz y de donde, claro está, bebe Román su información sin citar. Respecto a las pistas peninsulares de la voz, le sigue Zerolo (1895) quien es el primero que se refiere a Canarias como una zona donde se usa aguachento con la propiedad que le da ser, justamente, un canario. Destacamos, además, que Toro y Gómez (1901) no haya dado marca diatópica alguna a la voz al lematizarla. Dentro de la tradición lexicográfica hispanoamericana, una primera referencia al adjetivo es, justamente, en Pichardo (1875 [1836]) para Cuba, referido exclusivamente a un tipo de aguacate. Le sigue Rodríguez (1875) para Chile, consciente de la frecuencia de uso “no hacía falta nuestro aguachento, llegado a última hora, pero con suerte tan feliz, que ha hecho caer en el olvido a sus competidores en todas las bodegas, bodegones, tambos y chinganas de la América meridional” (s.v aguachento, a). Arona (1883) para Perú matiza el uso del adjetivo, tal como hará posteriormente Román: “El castizo aguanoso, lo guardamos nosotros para las personas, y el aguachento lo hemos ideado para la fruta” (s.v. aguachento). Uribe (1887) para Colombia entrega las equivalencias castizas, dando a entender, entonces, que la voz se usa en Colombia. Lo mismo Rivodó (1889) para Venezuela. Daniel Granada (1889) para la zona rioplatense da cuenta directa de la diferencia específica de la voz: “Dícese del fruto aguachado” (s.v. aguachento, ta). Ortúzar (1893), en su Diccionario manual de locuciones viciosas, lo marca, literalmente, como americanismo (no hay que olvidar que él entiende el concepto americanismo lato sensu, es decir, si la voz es usada por más de un país hispanoamericano, este pasa a ser americanismo) y determinamos que podría ser la definición que

toma Román literalmente: “Lo que pierde su jugo y sales por estar muy impregnado de agua. Se dice particularmente de las frutas”. Ramos y Duarte (1896) para México lo marca para Chiapas, solo como “aguanoso”. También lo encontramos en Lafone Quevedo (1898) para la Argentina. Echeverría y Reyes (1900) para Chile “lo que tiene más gusto a agua que otra cosa”. Sánchez (1901) para la Argentina entrega la equivalencia castiza aguanoso. Con Garzón (1910) para la Argentina, detectamos que en la línea de definición Ortúzar-Román, Ortúzar tomó la definición literal de Salvá (suele Ortúzar recurrir a Salvá dicho sea de paso), siendo Garzón el único que se refiere directamente a este trasvase y el primero, por lo demás, quien directamente explica por qué no se puede hacer la equivalencia con aguanoso por no corresponderse con “lleno de agua, o demasiado húmedo” (s.v. aguachento, ta). Bayo (1910), en su Vocabulario, se extiende algo más con el contexto de uso de la voz (y es el único que lematiza aguachenta, o, es decir, con el morfema de género femenino, primero): “Substancia sólida o líquida que perdió su natural sabor por estar aguada o muy diluida. Así la carne tierna, el zapallo antes de sazonar, el té poco cargado, etc.” (s.v. aguachenta, o). Segovia (1911), para la Argentina, en su sección de americanismos (Segovia es el segundo que marca, ya, la voz como americanismo) redactó dos acepciones: “impregnado de agua” y “Que rezuma y vierte agua”. Ejemplifica, a su vez, con “fruta aguachenta y campo aguachento”. Es quien entrega los primeros datos, después de Cuervo y Román, de la posibilidad de que la voz sea un occidentalismo peninsular, al dar las equivalencias en portugués (aguacento-ta o agoacento) y gallego (agoacento). Si bien Malaret (1917) para Puerto Rico no lematiza aguachento, ta, destacamos que haya usado la voz en cuestión para definir aguachoso, sa, “Aguachento, desabrido. Se dice especialmente de las frutas”, dando cuenta, entonces, del uso generalizado y no marcado de la voz. Para Medina (1928), en Chile, la voz también es un americanismo. Fernández Naranjo y Gómez de Fernández (1964) para Bolivia agregan, junto a la fruta, los tubérculos. Dentro de la tradición lexicográfica de americanismos, Malaret (1931) marca para Argentina, Bolivia, Colombia, Cuba, Chile y Venezuela, haciendo referencia, como vemos, al uso de la bibliografía por nosotros revisada. En su edición de 1946 ya la marca como americanismo. Santamaría (1942) también incluye la voz. Morínigo (1985 [1966]) solo marca para Argentina y Paraguay. Ferreccio (1978) lo incluye, dentro de su analítico índice como americanismo. Debería ser esta tradición lexicográfica diferencial la que se impuso en la selección de la voz aguachento, ta en el usual de 1925 con la marca diatópica América, algo que comprobamos con las citas que entrega el Histórico de 1933, pues en su totalidad cita gran parte de los diccionarios publicados en Hispanoamérica hasta la fecha, solo. La idea de que pueda ser una voz peninsular,

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sobre todo por la referencia al gallego y portugués (vimos en Cuervo y en Zerolo), se confirma con las revisiones del Diccionario Histórico del Español de Canarias (2013), donde se cita, en primer lugar, el Diccionario de Historia Natural de las Islas Canarias de José de Viera y Clavijo (publicado y editado por Manuel Alvar Ezquerra en 1982, a partir del manuscrito redactado entre 1799 y 1812). La cita se acerca mucho a la referencia que hace Pichardo del tipo de aguacate aguachento, es decir, caracterizando un fruto: “Tenemos una prodigiosa variedad de peras […] la pera aguachenta, la pera buencristiano, etc.” (DHECan, s.v. aguachento,ta). Le sigue otra cita de José Agustín Álvarez Rixo: Las papas. Memoria sobre su introducción, cultivo, importancia notable de su producto en las islas (1867), que se acerca a lo agregado por Fernández Naranjo y Gómez de Fernández (1964), para Bolivia respecto a los tubérculos: “[las papas] por dentro son aguachentas y sin gusto” (DHECan, s.v. aguachento,ta). Por la información que entrega el DHECa sabemos que el académico correspondiente por Canarias, José Pérez Vidal, envió a la Academia la propuesta de agregar Canarias a la voz, enmienda que la corporación aceptó y que podemos apreciar en el Manual de 1983 y en el Usual de 1984. Corrales y Corbella en su DHECa proponen que la voz partió de Canarias y en América se generalizó.

2.2.2.3. Un étimo opaco Amachinarse, r. Amancebarse. Lo admiten Salvá y Zerolo como americanismo. (1901-1908)

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La voz ya aparece en Salvá (1846), el diccionario de la editorial Gaspar y Roig (1853), el suplemento de Domínguez de (1869) y Zerolo (1895), marcada para América. Esto da cuenta de lo generalizada que estaba la voz respecto a la realidad hispanoamericana a lo largo del siglo XIX. Dentro de la tradición lexicográfica hispanoamericana, en Rodríguez (1875) para Chile, con una carga moral importante, propia de la ideología de nuestro lexicógrafo quillotano: “En el lenguaje vulgar, contraer amistad ilícita, amancebarse”. Informa, además que en Chile se usa más el participio amachinado “para los que habitualmente hacen mala vida”. Entrega, además, una variante amachambrarse. Uribe (1887), para Colombia, “amancebarse, abarraganarse, amigarse”. Gagini (1892), para Costa Rica, cita literalmente a Rodríguez (1875) y Batres Jáuregui (1892), para Guatemala, sin citarlo, parafrasea a Rodríguez (1875), también. Membreño (1897 [1895]), para Honduras, propone que la voz es una corrupción de machihembrarse. Lafone Quevedo (1898), para Catamarca, propone un derivado ami-

charse, “Tener acto carnal. Vivir en mancebía”. García Icazbalceta (1899), para México, informa que, si bien la voz es general en Hispanoamérica (cita, para ello, a Rodríguez y Cevallos) no se usa en México. Echeverría y Reyes (1900) para Chile; Sánchez (1901) para la Argentina y Salazar García (1910) para El Salvador, ambos con la tónica purista del “no debe decirse”. Segovia (1911) para la Argentina lo trae como “amancebarse” sin marca alguna. El siglo XX sigue marcando la voz para América desde Europa, por ejemplo Toro y Gómez (1901) y Rodríguez-Navas (1918) lo hacen. Llama la atención en Alemany (1917) que solo la marque para Chile. La tradición lexicográfica de americanismos entrega más datos: por ejemplo, Malaret (1931) es el primero que da cuenta de que la voz “pasó a Canarias”. Asimismo, vincula la voz con una de las tres propuestas etimológicas que manejamos, la del quechuismo china: “Vivir maritalmente con una china o moza del pueblo, y, por extensión, amancebarse” (s.v. amachinarse). Santamaría (1942) también da cuenta de la vinculación con Canarias y cita, al respecto, el Léxico de la Gran Canaria de Luis y Agustín Millares (1932), pero propone que la voz debería haber pasado de América a Canarias, sobre todo por la base quechua de china, cuya hipótesis propone para luego decantarse por la derivación de machihembrar, otra de las tres hipótesis etimológicas que manejamos. El DHECa (2013) entrega como primer testimonio de la voz las Tradiciones de Alfonso Bethencourt (1885 y editadas en 1985) y no hace mayor alusión respecto al posible tránsito de la voz; sin embargo, se insiste más en el étimo peninsular que en el quechua, otra de las tres hipótesis que manejamos. La tradición lexicográfica académica lematiza por primera vez la voz en el Diccionario usual de 1925, para América Central, Colombia y México solo, información que se mantendrá hasta la edición de 1970, algo que viene a contradecir la información lexicográfica que hemos rastreado. Con la estructura que lo caracteriza, es decir, como uno de los diccionarios diferenciales publicados en Hispanoamérica que más dialoga y, en rigor, más reconoce su rol subsidiario del diccionario académico, como lo es el de Medina (1928) para Chile, este se limita a entregar la información literal del diccionario académico de 1925 y agrega, como adición, la marca Chile. Esta adición, sin embargo, solo aparecerá en una obra académica manual, no usual: la de 1950. En los años ochenta los diccionarios académicos generalizan esta información y cambian la marca a América y agregan, además, la marca diatópica de Canarias. Posteriormente, en la última edición del diccionario académico, la de 2014, la marca diatópica vuelve a reformularse, en consonancia con la vigencia léxica de la voz: Canarias, Argentina, Honduras y Nicaragua. En efecto, en Chile baja la frecuencia de la voz: ya en Morales Pettorino (1984) se clasifica de poco usada y se remite a la más usual achinarse. El DHLE (1984) entrega,

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como primera documentación las Maravillas (1766-1775) del franciscano mallorquí Juan de Santa Gertrudis, autor quien, si bien escribió su obra en España, hace referencia a su experiencia y documentación como evangelizador en América. Lo mismo sucede con la segunda documentación datada: el poemario Lima por dentro y por fuera (1797), del andaluz Esteban Terralla y Landa, ya en América. Respecto al origen de la voz, manejamos tres hipótesis: una sería la composición a- más machín, ‘cupido’ y este del euskera Matxin, ‘mozo de herrería’, por alusión al nacimiento de Cupido en la fragua de Vulcano. Cuervo (1907), ya había tratado en sus Apuntaciones la relación de esta voz con machín, “cupido”. Esta voz, Corominas, en su DCECH (1980), la da como de origen incierto, pero vendría probablemente, afirma, del euskera Matxin, hipocorístico de Martín, nombre que se les da a los mozos que trabajan en herrería, por alusión al nacimiento de Cupido en la herrería de Vulcano. Cuervo concluye, frente a las posibles hipótesis del étimo, que “Todo es oscuro” (1907 §905). Es la hipótesis, además, que se maneja en la tardición académica, incluyendo el DHLE (1992). Por otro lado, está la hipótesis quechuista, en donde habría una composición con china ‘mujer’, sobre todo la mujer indígena y, por extensión, la mujer de nivel socioeconómico bajo (por lo que en el Cono Sur suelen llamarse chinas a las criadas de las casas, además). Asimismo, esta voz es base de una rica polisemia, fuera de la ya mencionada, puesto que se le puede llamar cariñosamente a una mujer china en la tradición popular, sobre todo en el cancionero y canto popular. A su vez, se le llama china a la amante, entre otras menciones. Esta hipótesis es la que propone Cevallos (1862) y Malaret (1931), quien cita a Eusebio Castex: “de ama china rse, pues china, en toda América, es voz cariñosa con que se moteja a la amante” (Malaret 1931, s.v. amachinarse). También Santamaría (1942) quien, frente al uso de la voz también en Canarias, señala: “es probable que haya ido de acá, por la intervención de china: ama-china-rse, que es la amante en América”. También Lerner (1974: s.v. amachinarse), quien argumenta que debe haber favorecido la permanencia y difusión de la voz con los cruces del quechua china ‘mujer, hembra’ y macho. Otra hipótesis es que la voz sería una variante de machihembrarse, similar a la variante amachambrarse que registra Rodríguez (1875) para Chile. Hipótesis que propone Membreño (1897 [1895]) y por la que se decanta Santamaría (1942) y la que se sigue en el DA.

2.2.2.4. Un andalucismo Acarreto (hilo de). De provincialismo de Andalucía lo califica el Dicc. y lo hace sinónimo de bramante: “hilo gordo o cordel muy delgado, hecho de

cáñamo”. Es artículo conocido en Chile desde el tiempo de la colonia; y así leemos en la Histórica relación del P. Ovalle (l. I, c. IV): “Sacan también el hilo que llaman de acarreto, y otros géneros de cordeles que sirven para varios efectos.”(1901-1908) Que la voz se usó en el resto de Hispanoamérica lo comprobamos, fuera de Román, con Rivodó (1889: 174), quien afirma que es “de uso corriente” en Venezuela. La voz es de larga data y extendida en Hispanoamérica: Boyd-Bowman (2003) ya la registra en 1512 para Puerto Rico, en 1544 para Puebla, en 1559 para Potosí, en 1683 para el Reino de Nueva Granada y el más nuevo, dentro del corpus, en 1780 para Río de la Plata. Dentro de la lexicografía general española, la mención más remota es la que nos entrega la misma Academia desde la edición de 1780 con la marca de Andalucía, algo que seguimos comprobando con Alcalá Venceslada (1980 [1951]) en su Vocabulario andaluz. Así nos lo cita, además, Alvar Ezquerra (2000) en su Tesoro de las hablas andaluzas, quien menciona, además, el Vocabulario de Alcalá Venceslada. También en Canarias, tal como lo ilustra el DHECan, quien lo data en 1519 y cita, además, para América, el léxico de Peter Boyd Bowman. La voz está registrada en CORDE desde 1575, con el zamorano Diego de Torres Bollo y su Relación del origen y suceso de los Xarifes, publicada en Sevilla. La voz solo tiene una segunda recurrencia en CORDE para España: en 1653, con el lopereño Bernabé Cobo y su Historia del Nuevo Mundo. Posteriormente, solo hace referencia a Perú (1685, Jacinto Hevia Bustos, Vejamen al doctor Antonio Correas) y a Filipinas (1754, Historia general de Filipinas). No hay referencias en CREA, por lo que pensamos que la voz, un andalucismo de origen, se extendió rápidamente a Canarias -en donde se mantiene- y a Hispanoamérica y Filipinas. Debe haber sido frecuente en Hispanoamérica, puesto que la Hemeroteca digital parte entregando numerosos casos de México desde 1729. Lo interesante, en este caso, es que la voz ha dejado de usarse en la Península (no aparece en Moliner, tampoco en el DEA 1999 ni en CLAVE) y se mantiene en Canarias. Asimismo, el Diccionario usual de la academia sigue marcándolo como voz de Andalucía.

2.2.2.5. Un supuesto americanismo Arrenquín, m. Es vocablo que ha recorrido casi toda la América Latina, desde Cuba hasta Chile. Casi todos los autores de diccionarios provinciales lo dan como corrupción de arlequín, etimología que parece aceptable, dada la dificultad que tiene el pueblo para pronunciar la combinación rl, por lo cual convierte a Carlos en Calros, perla en pelra, etc. Sin embargo, visto el significado que se da a arrenquín, no es posible derivarlo del arlequín que traen los

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diccionarios, procedente del italiano, donde era un personaje gracioso de comedia, y por extensión, “persona informal, ridícula y despreciable”, sino del arlequín que explica Monlau, derivado del vascuence arienequín (andar conmigo), sincopado en arnequín y luego convertido en arlequín; o mejor, confundido con él, agregaríamos nosotros, pues no sería el primer caso en un idioma el que dos etimologías distintas se fundan o amalgamen para formar un solo vocablo. Volviendo al significado de arrenquín y prescindiendo de los que le dan en otras partes de América, solo diremos que en Chile es: ayudante (generalmente muchacho) que llevan para su servicio los arrieros, carreteros y viajeros; y, por extensión, persona empleada en servicio de otra y a la cual sigue y obedece ciegamente; algo parecida al espolique o espolista español, que es “mozo que camina a pie delante de la caballería en que va su amo”, o al mozo de espuela o de espuelas, llamado también de mulas, que es “el que llevan los caminantes para que cuide de las caballerías, el cual regularmente va a pie delante de ellas”. Nuestro arrenquín no siempre anda a pie, ni precisamente delante de la caballería del amo, pero sí está siempre al servicio de este. -Afirma Rodríguez que se usa también aquí para denotar a aquellas personas que viven en charla y movimiento perpetuo y son verdaderas ardillas humanas; pero no nos consta que este uso esté bastante generalizado, y, caso de estarlo, sería una aplicación o extensión del arlequín español, que, siendo personaje cómico y el gracioso principal, naturalmente debe estar en continua charla y movimiento. Ú. Aquí c.s.m. únicamente. (1901-1908)

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A partir de la propuesta etimológica inicial de Román -desechada- pasamos, en el estudio de la voz, casi desusada en gran parte del continente (en la actualidad, nos informa el DA solo para Cuba y Venezuela con algunos de los sentidos que veremos a continuación), a detectar que este supuesto americanismo, con una serie de transiciones semánticas, se usa con baja frecuencia en, al menos, tres zonas peninsulares. La primera referencia que tenemos de un arrenquín es en Pichardo (1836) para Cuba, quien la define como “la bestia primera que dirige o guía a las demás de la arria y en la cual va montando el arriero” o “la persona ruin, que imita, acompaña, divierte o lisonjea continuamente a otra superior”. Le sigue Rodríguez (1875), para Chile, quien entrega dos acepciones: una que se refiere a esas personas que viven en charla y movimiento perpetuo, “y son verdaderas ardillas humanas”, justamente la que Román se cuestiona, y otra para el ayudante, generalmente muchacho, que suelen llevar los carreteros para que los desempeñen en ciertos menudos quehaceres. Le sigue Arona (1882) para Perú, quien en arrinquín define la voz como la persona que sigue a otra de una manera servil “hecho un títere, sin idea propia”. Es, además, el primero que propone el étimo de arlequín, sobre todo por el dato que entrega al final de su artículo: “En Arequipa el provincialismo no está todavía, por decirlo así, sino a medio camino de su descomposición, puesto que aún se dice arlequín, arlequina”. Batres Jáuregui (1892) para Guatemala define un arriquín como un “ayudante del puntero en los inge-

nios”, así como “el nombre que también dan a la persona que no se separa de otro”. Ortúzar (1893) para Chile define como “Ayudante”. Membreño (1897 [1895]) para Honduras, en arrinquín define como “persona que no se separa de otra”. Lafone Quevedo (1898), para Argentina, en arrinquin, arlinquin, comenta: “Cuando los mineros ingleses llegaron a las Capillitas exigían que se les diese un ayudante para que guiase la “barreta” mientras ellos daben el golpe con el “combo”: a este ayudante o guiador de la barreta dábase el nombre de Arlinquín”. Este es el segundo caso, junto con Arona, donde vemos la forma más cercana a la del étimo propuesto (y desestimado por Román) arlequín. Echeverría y Reyes (1900), para Chile, sigue con el sentido de arrenquín como “ayudante”. Es interesante que en Chiloé, Chile, haya un arrenquín con el significado de “muchacho loco, travieso, atropellado, es corrupción de arlequín”, en Cavada (1914), puesto que es una acepción que se acercaría a la que propuso Rodríguez (1875) y que Román criticó. Suárez (1921) para Cuba, mantenía la significación de “bestia de carga” de esta zona y propuso el étimo “¡arre!”. Ortíz (1974 [1923]), también para Cuba, junto con mantener la significación, complementa la propuesta etimológica de Suárez (1921) con el cruce de arranque. Medina (1928), para Chile, mantiene la acepción general chilena: “Auxiliar o ayudante para los quehaceres menudos”. Posteriormente, Yrarrázabal (1945), para Chile, reformuló la acepción a: “mozo de los arrieros”. Ya hacia finales del siglo pasado, Morales Pettorino (1984), también para Chile, en su suerte de “tesoro del léxico chileno”, aúna: “Ayudante, generalmente muchacho, para el servicio de ciertos trabajadores, particularmente arrieros, carreteros, camioneros, mineros, etc.”, junto con la transición semántica esperable y ya vista en algunas zonas: “individuo empleado al servicio de otro, al cual sigue y obedece ciegamente”. Asimismo, registra como segundo homónimo, no como acepción, el uso de Chiloé: “Persona traviesa, juguetona, movediza”. La voz sigue con frecuencia en Chile, creemos, ya que el DUECh (2010) presenta un: “Empleado de baja categoría que suele cumplir tareas variadas cuando se lo mandan”. Como vemos, la voz tiene una considerable extensión geográfica y una clara distinción semántica: por un lado un animal o persona que ayuda en la faena, sobre todo rural, la cual pasó, en transferencia semántica, a ser todo ayudante que no se separa de quien ayuda. Por otro lado, una persona inquieta, que charla mucho y divierte o lisonjea a otros. Asimismo, constatamos que desde siempre ha existido un interés por dar cuenta de la etimología de la voz y las propuestas han abundado, pero se ha insistido, sobre todo, en la posibilidad de un arlequín como étimo. La propuesta de Román respecto a que la voz provenga del vasco, citando a Monlau, ya había sido mencionada por Membreño, pero no logramos dar con la fuente exacta del polímata

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barcelonés. No aparece referencia alguna en el Diccionario etimológico, a no ser que los autores manejen otra fuente que no sea el diccionado referido de 1854. Sin embargo, Malaret (1931) también da cuenta de una etimología vasca tomada de Cejador: arren kin “el que hace recua o fila, es decir, que sigue”, que es la que propone, además, Román. No hemos podido dar ni con la fuente certera de esta cita de Cejador ni hemos determinado la gramaticalidad de esta voz, por lo que descartamos la propuesta etimológica de Román. Santamaría (1942), por su parte, afirma que la voz procede directamente de España. Para ello cita a Rato y Hevia (1891), quien en su suplemento agrega un rinquín que, fuera de ser un juego (no especificado) implica ser llevado alguien en la silla de la reina, o sea, llevar al rinquín. En nuestro propio peritaje, además, hemos detectado un uso de arrenquín como “el buey manso que se pone al lado de otro para que lo guíe”. Corominas (1944) se queda con la propuesta de arlequín y, más que de arlequín, de su versión más arcaica: arnequín, con el significado de maniquí, ya en Covarrubias: Y corruptamente arlequín, es una figura humana, hecha de palo y de goznes, de que se aprovechan los pintores y escultores para formar diversas posturas; ponen dentro de las coyunturas unas bolitas y cubren toda la figura de una piel y con esto se doblega todos sus miembros. A imitación destos, los volteadores traen uno que le arrojan y hace posturas extrañas, y por esta razón llamaron al tal volteador arnequín. (2006 [1611]: s.v. arnequín)

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Este arnequín pudo haberse derivado, fuera de arlequín por disimilación, en un *arnenquín, de donde pudo derivarse ese arrenquín. Corominas desecha, además, la tesis exclusiva del bable, puesto que nos informa del arrentín en Alcalá Venceslada (1980 [1951]), como el “recuero que busca en Sierra Morena leña, barda, etc., y alquila además sus caballerías”. Posteriormente, en el DCECH (1980), se insiste en derivar la voz de arlequín con el valor de ‘maniquí’ y de ‘chisgarabís’ y con los sentidos existentes en Hispanoamérica, así como en Asturias, Andalucía y Canarias. La nueva lexicografía viene a confirmar las voces en la Península: el Tesoro léxico de las hablas andaluzas (2000) engrosa la información, fuera del “recuero” de Alcalá Venceslada con el de “arriero”, con un Vocabulario cordobés de Mariano Aguayo. El Diccionario Histórico del español de Canarias (2013) incluye un arrenclín, con las variantes arranclín, arranquín, con primeras documentaciones en 1887, referido a una persona sin dinero y a una persona despreciable y se adhiere a la propuesta del DCECH. Con esto concluimos dos cosas: por un lado, que la etimología de la voz arrenquín sería arlequín, con su sentido etimológico. Por otro lado, que la voz, tomada como un americanismo sería una voz general, solo que de baja frecuencia y usada en determinadas zonas de la Península.

2.2.3. ¿Poligénesis? 2.2.3.1. Anfibologías en tecnolectos Alumbralado, m. Horrible gazapatón de albañiles y constructores legos en el idioma. No contentos con el simple umbral, que además del significado que tiene, contrapuesto al de dintel, es también “madero que se atraviesa en lo alto de un vano para sostener el muro que hay encima”, han inventado este terminacho, que es una amalgama del artículo el, convertido en al, con umbralado, que es otra forma más culta de este americanismo; y lo llamamos así, porque se usa también en Colombia y otros países americanos. Como de ordinario este umbral consta de más de un madero, seguramente por eso se le ha dado el nombre de umbralado, del v. umbralar y según la formación de los sustantivos verbales en ado (adoquinado, empedrado, enmaderado, etc). (1901-1908) Para umbralado, presente en Cuervo (1876: §621), pensamos que se refiere al alumbralado que señala Román, es decir, el “madero que se atraviesa en lo alto de un vano para sostener el muro que hay encima”. En Ortúzar (1893), quien se limita a citar a Cuervo, intuimos que es lo mismo. Sin embargo, no queda claro si es esta acepción o la referencia al umbral propiamente tal. Zerolo, desde Europa, en 1895, lo marca para América, pero no nos queda tampoco claro a cuál acepción de umbral se refiere. Dentro de la tradición lexicográfica de diccionarios de americanismos, Malaret (1931) y Morínigo (1985 [1966]) marcan umbralado para Chile y Colombia con esta misma incertidumbre. El ecuatoriano Carlos R. Tobar (1907) es otro que entrega derivados, en este caso, para umbral mismo: umbralada y umbraladura. La misma incertidumbre constatamos dentro de la tradición académica: ese umbralado, primero, solo con la función del participio pasado por umbralar, que registramos desde Autoridades. El paso del participio al sustantivo (esperable, bien sabemos), fuera de las autoridades lexicográficas mencionadas, lo tenemos, también, en Alemany (1917). Será la edición del Diccionario usual de 1925 la que presente umbralado con las dos acepciones que sostienen la anfibología: por un lado “Vano asegurado” (la que Román trata como alumbralado) con la marca técnica de arquitectura; por otro lado, con marca América, “umbral”. Pero ¿qué umbral? ¿cuál acepción? No lo sabremos, puesto que se repite esta remisión (sin referencia a número de acepción) hasta la edición usual de 2001. Solo en la última edición, la de 2014, umbralado se simplifica a una sola acepción, con la marca técnica de construcción y con la significación de “Vano asegurado por un umbral”. Es decir, la acepción, creemos, que se ha registrado en Hispanoamérica desde Cuervo como umbralado. En síntesis, sostenemos que este umbralado, participio pasado, pasó al sustantivo en toda la zona hispanohablante. Testimoniada primero

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por la tradición hispanoamericana (Cuervo, Ortúzar, Román, Boyd-Bowman 2003 en documentos para Lima en 1795 y 1799) se tomó como un americanismo. Luego, al no especificarse bien de qué acepción se estaba hablando (sea el umbral, sea el vano asegurado), empezó a registrarse como general para el ámbito de la arquitectura y la construcción y se mantuvo la anfibología para la voz americana. Respecto a ese alumbralado solo, después de Román, en Santamaría (1942): “En Sur América, umbral, como contrapuesto a dintel, y madero atravesado en lo alto de un vano, para sostener el mundo que hay encima”.

2.2.3.2. ¿Un andalucismo? Aniego, m. ¡Admiraos, señores gramáticos! Aun la Academia, la Real Academia española, transige con los errores. Si ya nos daba ella misma a anegamiento, anegación, inundación y otros, ¿para qué nos viene a ofrecer ahora por primera vez en la 13.ª edición del Dicc., este bicho de aniego? Decid si por vuestra parte lo aceptáis. (1901-1908)

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Dentro de la tradición lexicográfica europea, la voz había sido incorporada por vez primera en Zerolo (1895), donde se marca como americanismo; le sigue Toro y Gómez (1901) quien la marca para Perú y Chile. El hecho que, antes de la Academia, Pagés (1902) la lematice sin marca diatópica nos hace pensar que, más que una diatopía, hay aquí algo más para esta voz tan castigada por nuestro diocesano. Sobre todo si como autoridad, Pagés hace uso de una obra del catalán José Feliú y Codina. El Diccionario histórico de la Academia de 1933 ejemplifica con una Ordenanza de Santiago de Chile de 1856. ¿Es, exactamente, una voz general o es una voz usada en Hispanoamérica? En CORDE tenemos la única mención en las Escenas andaluzas del malagueño Serafín Estébanez Calderón (1847), también en DHLE, y en la Hemeroteca encontramos casos interesantes: si bien son periódicos madrileños, todos hacen referencia a un suceso relacionado con lluvias o inundaciones (de una salina, incluso) en Andalucía. Así El Católico (Madrid, 1848) nos relata una noticia de una lluvia copiosa en Málaga; El Globo (Madrid, 1875) las relaciones de una salina inundada en Cádiz y La Época (Madrid, 1849), da cuenta de los problemas con las aguas del Guadalquivir. Puede ser por estas razones que Moliner (1966-67) la lematice como voz poco frecuente y el DEA (1999) como una voz regional y con la autoridad del sevillano Manuel Halcón. Puede ser una digresión, pero es interesante que los casos de autoridades encontradas sean de andaluces que luego se trasladan (y fallecen) en Madrid y que la prensa registrada sea la relación de noticias (una de las tres veces con la firma en

el pie de la nota con la inicial del autor) desde Andalucía. Es más: el caso que podría contradecir nuestra hipótesis es la cita que Pagés hace de Feliú Codina, mas este usa la voz en una obra realista ambientada en Andalucía. Lo más probable es que la voz sea entendida como un andalucismo y mantenida, no reemplazada, por un sinónimo general. Al parecer, la voz deja de tener la frecuencia esperada, puesto que no aparece, ya, en el CLAVE ni tampoco en el Tesoro Léxico de las hablas andaluzas. Que algunos autores como Zerolo o Toro y Gómez marquen la voz como propia de América solo es la respuesta de que la voz sea regional en España y, en rigor, una voz subestándar, la cual había sido anteriormente incorporada en repertorios lexicográficos hispanoamericanos como voces difereciales. Dentro de la lexicografía diferencial, la primera vez que aparece la voz lematizada es en Rodríguez (1875), para Chile. Es interesante que Rodríguez no conocía el equivalente general: “Lo que sí ignorábamos nosotros hasta hace poco, era el nombre castizo de una cosa tan conocida, y que según la Academia no es aniego, sino anegamiento o anegación” lo que nos hace pensar en lo usual y generalizada que podría haber estado la voz en Chile, por lo que Rodríguez se lamenta: “¡Lástima que no pueda abrigarse la más leve esperanza de que aquel bastardo abandone el oficio que tiene usurpado a estos dos hijos legítimos de anegar!”. Arona (1883), para Perú, también la trata como incorrección: “Debe decirse anego, y acaso mejor anegación”. También la encontramos en Uribe (1887) para Colombia; en Chile, nuevamente, en Ortúzar (1893) y en Echeverría y Reyes (1900). La voz seguirá apareciendo en variados repertorios: las equivalencias de Sánchez (1901) para la Argentina, en Palma (1903) para Perú, Bayo (1910) para Bolivia y la Argentina. Así como en los repertorios de americanismos de Santamaría (1942) y Morínigo (1966), ambos con la marca Chile.

2.2.3.3. Derivación analógica Azucarera, f. Aunque hermana de padre y madre con cafetera, lechera, tetera, y usada así en muchos países de América, no ha querido el Dicc. que sea f. sino m.: azucarero: “vaso para poner azúcar en la mesa”. En la 11.ª edición se había escapado como f.: pero lo advirtió la Academia y en las dos siguientes lo ha venido vistiendo de hombre. ¿Gana con esto el castellano? Díganlo los académicos. (1901-1908) En efecto, la voz se ha tomado como un americanismo, pero ya detectamos, como primer testimonio en CORDE, el Eusebio (1786) del alicantino Pedro Montengón. También la voz aparece en La regenta, de Clarín (1884-1885). Asimismo, la

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tradición académica empieza a lematizar la voz desde el Diccionario usual de 1925 sin marca diatópica alguna, cosa que se opone a la tradición académica europea anterior, que suele marcarlo como voz usada en Hispanoamérica: el gaditano Castro y Rossi (1852) la da como voz usada en Cuba, así como el diccionario de la editorial Gaspar y Roig (1853). El canario Zerolo (1895) la marca para América y Alemany (1917) especifica que es una voz usada en la Argentina. Que la voz se usa en Cuba es dato que nos entrega Pichardo (1985 [1875]). Cuervo (1876: §180 y 1885: §182) al referirse a “alterar terminaciones”, ejemplifica con azucarera, usado en Colombia, frente al azucarero que aparece en el Diccionario académico. Asimismo, defiende la voz: “Nuestro azucarera es de formación tan legítima como lechera, tetera, cafetera, etc.”. Posteriormente, en sus ediciones de 1907 y 1914, se limitará a ejemplificar con azucarera en la sección de Voces nuevas, apartado para sufijos (vid. 1907: §853 y 1914: §870). Arona (1883) aprovecha de reflexionar acerca de la tendencia del hablante peruano al uso del género femenino por sobre el masculino en la formación de ciertas voces: “Al decir la azucarera por el azucarero (vaso para poner azúcar en la mesa) mostramos una vez más cierta tendencia al género femenino como se ve en la tinajera, por el tinajero (mueble y no persona), la sonaja (juguete de niño) por el sonajero”. Azucarera aparece, además, en Uribe (1887), para Ecuador y Granada (1889), para la zona rioplantense, afirma que azucarero jamás se emplea, frente al general azucarera. Rivodó (1889), para Venezuela se explaya y legitima ambas voces: “El Diccionario trae azucarero. Tan buena es la una forma como la otra; y aun aquélla tiene más semejantes, tales como cafetera, cartuchera, cigarrera, lechera, papelera, tabaquera, tetera; aunque también los hay en ero, como florero, tintero”. Lo mismo Gagini (1892), para Costa Rica, quien agrega: “No hay motivo, sin embargo, para proscribir a azucarera (como lo pretenden Isaza y otros gramáticos), una vez que en nuestro idioma hay muchos sustantivos de análoga formación, p. ej; lechera, tetera, cafetera, ponchera, etc”. Ortúzar (1893) para Chile, curiosamente, por el tono purista de su diccionario, también legitima la voz: “Voz corriente en América, y de tan buen origen como cafetera, lechera, tetera, papelera, etcétera.”. García Icazbalceta (1899), para México, afirma: “Siempre le damos el género femenino” y, con la ayuda de citas de gran parte de los autores consultados, concluye: “parece ser general en América”. Monner Sans (1903), para la Argentina también razona, argumenta y contraargumenta: “El adjetivo azucarero tiene los dos géneros, pero el substantivo refiriéndose al vaso, o recipiente con que se sirve el azúcar a la mesa, es masculino según la Academia, y así decimos el azucarero”, y se responde (siguiendo su estilo lexicográfico): “Pero…Si azúcar es ambiguo, y azucarero es un derivado de azúcar ¿por qué no podemos decir indistintamente el azucarero y la azucarera?”. Alega,

además, con recursos morfológicos: “La terminación ero, era, entraña en ocasiones la idea de lugar donde se junta alguna cosa; y así decimos granero, tintero, salero, cartera, cafetera, cartuchera, sombrerera, etc., derivados estos tres últimos de primitivos masculinos”. Termina, como Román, convocando a un tercero: “Resuelva quien pueda”. Garzón (1910), para la Argentina, al igual que Granada, reafirma que no se usa azucarero en la Argentina y cita a Lucio Mansilla (1870, Indios ranqueles), la primera cita hispanoamericana que incluye, por lo demás, el CORDE. Segovia (1911), para la Argentina, en su sección de Americanismos, argumenta: “La letra a es la terminación casi exclusiva de las vasijas” y entrega, para rematar, una larga lista, justamente, de objetos contenedores. Malaret (1917, Puerto Rico), se limita, solo, a definirla. Y ya en Medina (1928), para Chile, por el influjo del Diccionario usual de 1925 de la Academia (y el diálogo constante que hace este con el diccionario académico), hace que no lematice, ya, la voz. Esto no quita que sigan algunos autores con una actitud purista, como Batrés Jáuregui (1892), para Guatemala y Sánchez (1901), para la Argentina, quienes proscribieron la voz. Tanto Román como Ortúzar caen en el error de pensar que en la undécima edición del diccionario académico (cosa que no es tal, es la duodécima) se lematiza con el morfema femenino, mas la terminación femenina, tal como podemos apreciar en el artículo lexicográfico azucarero, ra del Diccionario usual de 1884 (duodécima edición), está relacionada con el valor adjetivo: “Perteneciente o relativo al azúcar”, puesto que el “Vaso para poner azúcar en la mesa” está con la marca de género masculino. En síntesis, proponemos que esta voz, producto de la derivación analógica alternando ero con era, podría ser producto de una poligénesis (ubicuogénesis, en la terminología de Rabanales 1953). Quizás, de mayor frecuencia en Hispanoamérica, creemos, sobre todo por su tardía incorporación en el diccionario académico y la recurrente referencia a América en los diccionarios europeos que empezaron a lematizarla desde el siglo XIX. Asimismo, Moliner (1966-67), afirma que la voz es poco usada en España, así como Seco (1999), quien la marca como raro, algo que para el autor forma parte del grupo de las palabras anticuadas. Clave, a su vez, lematiza como azucarero y entrega, como información complementaria, que la voz es azucarera en algunas zonas del español meridional.

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2.2.3.4. ¿Chilenismo? Amasandería, f. No existe y dígase tahona o atahona (casa en que se cuece pan y vende para el público), o también panadería (sitio, casa o lugar donde se hace o vende el pan). (1901-1908) Amasandero, ra, m. y f. Amasador, ra, adj. y ú.t.c.s. (1901-1908)

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La voz en Hispanoamérica, fuera de Chile, se usó, también, en Colombia, tal como podemos comprobar con la información que nos entrega Cuervo en sus Apuntaciones quien, en sus ediciones de 1867-1872, 1876 y 1885, la presenta dentro de la lista de voces que se derivan de raíces españolas “y no lo son ellas mismas” donde, para Bogotá, incluye amasandería como “panadería, tahona”. En las ediciones de 1907 y 1914, en el capítulo “Voces nuevas”, Cuervo señala que de los nombres en –ero relacionados con oficio, se forman nombres en –ía, los cuales significan el oficio en abstracto o el local donde este se ejerce o donde se venden los artículos de su fabricación. En el caso de amasandería, explica, no existe el primitivo en –ero, mas sí el nombre relacionado con el lugar, usando el sufijo –ería y ejemplifica, además, con otros casos. Información última que no se da en el caso de Chile, puesto que se tiene al amasandero, el cual lematiza Rodríguez (1875), quien define las amasanderías como las “panaderías pequeñas, generalmente dirigidas por mujeres”. Uribe (1887), para Colombia, también la incluye en su diccionario sin ningún tipo de normatividad. No así Ortúzar (1893), quien la marca como una incorrección y, a diferencia de la información que entregó Rodríguez para la voz, este solo se limita a definirla como ‘tahona’ o ‘atahona’. En la tradición lexicográfica europea es Zerolo (1895) quien primero incluye la voz para Hispanoamérica, dando dos acepciones, una para Colombia como “panadería, taberna” y otra para Chile como “La panadería pequeña o dirigida por mujeres”, citando, como fuente, a Rodríguez (1875). Desde Europa, Toro y Gómez (1901), Alemany (1917) y Rodríguez-Navas (1918) siguen con la información entregada por Rodríguez. La tradición manual desde 1927 hasta 1989 tiene la voz para Colombia y Chile y diastráticamente, como un vulgarismo. Lematizada por vez primera en el Diccionario usual de 2001, solo para Chile, remite a panadería, ‘sitio, casa o lugar donde se vende pan’. La única referencia respecto a que la voz se usó en Venezuela la encontramos en Lisandro Alvarado y su Glosario del bajo español en Venezuela (1929), como “Panadería, tahona” y con la precisión “Aplícase de ordinario a la casa, no propiamente establecimiento, donde elaboran, mujeres casi siempre, diversas clases de pan con harina de trigo” (cfr. DHLE 1966-1993). Por ello, creemos, Malaret

(1931) y Morínigo (1966) agregan la marca Venezuela, mas desde la edición de 1942 de Malaret solo deja las marcas para Colombia y Chile. Que la voz solo se sigue usando en Chile lo corrobora, además, la última edición del diccionario de chilenismos de la Academia Chilena de la Lengua (DUECh 2010) y el único caso que hay en CREA para la voz para Chile. Lo mismo el léxico de Boyd-Bowman 2003 para amasandero (1962). Contamos, sin embargo, con dos datos de relevancia: Orellana (1871), desde Barcelona, describe: “Se trata del departamento destinado a amasar y cocer el pan en un hospital militar. Pues a eso se le llama en todas partes panadería y no amasandería. ¡Qué cosas tienen esos madrileños!” (s.v. amasandería). Dejamos esta pista para una pesquisa, creemos, necesaria. A su vez, el DHLE (1960-1996) cita las Voces alavesas de López de Gereñu (1958) que define amasandería como “Cuarto donde se amasa el pan” y ejemplifica con un texto de 1856.

2.2.3.5. Extensión metafórica Bochinche, m. Pocas ideas podrán expresarse en castellano con nombres más variados y numerosos que las ideas de alboroto, asonada, pendencia, batahola, etc. Parece que los españoles fueran muy dados a todo esto, cuando tanto han enriquecido su idioma en este punto; y, no contentos con todas las palabras que tienen, han querido también darla de generosos admitiendo a nuestro bochinche, como Americanismo, y a su hijo el adj. bochinchero. Véase ahora la gran riqueza del castellano en esta materia. (1901-1908) Dentro de la tradición lexicográfica, la voz empieza a marcarse como americanismo: Salvá (1846), el diccionario de la editorial Gaspar y Roig (1853), Domínguez suplemento (1869) y en el diccionario usual desde la edición de 1884. Sin embargo, desde la edición de 1914, se suprime la marca diatópica de la voz, por lo que pasa a ser general. Corominas y Pascual proponen que bochinche vendría de bochincho ‘sorbo, buche’, testimoniada en el siglo XVI (Zúñiga y Sotomayor, en su Libro de cetrería), algo que también propuso Ortiz (1974 [1923]): “Acaso buchinche se derive de bochinche en el sentido que usan los extremeños, según el reciente y macho libro de Chamizo, El miajón de los castúos, es decir, como diminutivo despectivo de buche: sorbo de agua que cabe en la boca”. De allí pasa a “taberna pobre”, en Asturias y en Canarias: “por los muchos sorbos que allí se beben”, informan Corominas y Pascual. Así, además, en Cuba, con la variante buchinche: “Café o taberna de barrio, pobre de aspecto” (Suárez 1921), “Casucha, tenducho” (Ortiz 1974 [1923]). Posteriormente pasa, continúa el DCECH, al ‘baile’ y al ‘alboroto’. Ramos y Duarte (1896), refiriéndose al “Baile familiar o popular”, propone que quizás provenga del gallego bochincho, ‘sorbo’: “porque

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en los bailes populares se bebe mucho licor”. Amunátegui (1924) celebra que la voz se use a ambos lados del Atlántico con la significación de ‘alboroto’ tanto en José Joaquín de Mora o José María de Pereda. En el Tesoro léxico de las hablas andaluzas, la voz aparece definida como “bar de poca categoría e importancia” para Cádiz y como “persona que no deja de molestar y armar barullo” para una zona de la sierra en Jaén. El Diccionario histórico del español de Canarias, por orden cronológico, entrega, primero “jaleo, alboroto”, la cual ha ido perdiendo frecuencia de uso y “taberna o tienda de aspecto descuidado”, como la más usada. Corrales y Corbella proponen que la voz podría haber venido de América y se asentó en ciertas zonas de España. ¿Qué habrá sucedido en este caso? Es, en efecto, una voz peninsular, con valor de ‘sorbo’ y de ‘taberna’ probablemente y, en extensión metafórica, pasó a esta serie de acepciones americanas sea ‘alboroto’, ‘pendencia’, ‘fiesta’, ‘desorden’, ‘baile’, lo más probable, en poligénesis.

2.2.4. Americanismos stricto sensu 1.

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Amanecer, imp. y n. […] —Mayor inconveniente, caso de haberlo, habría que decir: Fulano se amaneció jugando, y yo me amanecí leyendo. ¿Es posible, se objetará, hacer reflejo al v. amanecer? Tal reflexividad, contestaremos con Bello (Gram. n.ª 334), no pasa de los elementos gramaticales, y no se presenta al espíritu sino de un modo fugaz y oscuro. El complementario reflejo, bien que denota en este caso cierto color de acción que el sujeto parece ejercer en sí mismo, no es el reflejo común sino una voz que expresa la mayor fuerza o intensidad que hay de parte del sujeto. Así como es muy distinto Los presos se salieron de Los presos salieron, El agua se sale de la vasija de El agua sale de la vasija, así también lo es Se amaneció jugando y Amaneció jugando. Es este un matiz muy fino y delicado de nuestro idioma, que todavía no ha sido estudiado en toda su extensión y como se merece. Ojalá algún gramático, siguiendo la luminosa huella dejada por Bello, aplicara estas observaciones a los demás verbos susceptibles de esta forma cuasi-refleja. (1901-1908) De los aspectos que Román trata en este artículo nos quedamos con el caso del panamericanismo amanecerse y cómo este ha entrado en la norma de la lengua española. Este amanecerse, con el significado de “pasar la noche en vela” no aparece, dentro de la tradición lexicográfica académica, hasta la edición usual de 1992, para una extensa parte de Hispanoamérica: Argentina, Bolivia, Colombia, Chile, Ecuador, México y Perú. Esto se reformula en las dos ediciones siguientes para América

Meridional, México y se agrega Honduras y Nicaragua. El DA agrega, fuera de las zonas ya citadas, República Dominicana y Panamá, lo que hace de este uso un americanismo stricto sensu. Después de Román es Toscano Mateus (1953: §157)) quien hace referencia a este verbo en su examen del español en Ecuador. Kany (1962: 22, 136, 178;1969: 227), da cuenta de este uso, pero destacado para Chile, Bolivia, Perú y Ecuador, citando a Román. En la tradición lexicográfica hispanoamericana, después de Román, aparece en el DECh (1984) sin cita alguna, los que nos lleva a pensar que el equipo de Morales Pettorino no se detuvo en las observaciones de Román, el cual es profusamente citado en este diccionario. 2. Zumba, f. Zurra, azotaina o azotina, soba, vuelta, felpa; y, en general, todo castigo fuerte que con puñadas, palos, etc., da un superior a un inferior. “Mi madre me dio una zumba,/ porque le pedí marido:/ mamita, déme otra zumba/ Y después lo que le pido” (Copla popular). También hay en castellano manta y somanta (zurra de golpes que se da a uno), solfa, tocata, tollina, tunda, y las frases Menear, sacudir o zurrar a uno el bálago, o el zarzo, o la badana, Tocar o zurrar la pámpana, Medirle a uno las espaldas, Mullírselas a uno. —La etimología es el eúskaro zumpa, golpe con ruido (Cejador, Silbantes, t. I, pág. 590), que lo es también del v. zumbar, aunque el Dicc. lo da por onomatopéyico. Nuestro s. puede haber salido directamente del v. porque todas las zumbas de alguna manera zumban al aplicarlas. (1916-1918) El panorama de la familia léxica es claro: mientras que zumbar, con el significado de ‘dar o atizar un golpe’, sea el uso que se dé y conozca en España, por otro lado, en Hispanoamérica, junto con este uso verbal, se ha dado, además, el nombre, zumba. Román, consciente de ello, entrega, como suele hacerlo en este tipo de casos, la sinonimia. La cita de la copla popular es la misma que usó Rodríguez (1875), quien la llama “tonada popular”. Cuervo, en sus Apuntaciones, afirma que: “Cuando se toma zumba (burla) por zurra, quizá no hay tránsito de lo inmaterial a lo material, sino que pensamos en los azotes que zumban” (1907: §630). En efecto, la voz, en clara onomatopeya, es base de una serie de significados y usos (Suárez 1921 llegó a comentar que zumbar es un verbo con acepciones caprichosas). Aparece el nombre, también, en Uribe (1887), Ortúzar (1893), Lafone Quevedo (1898), Echeverría y Reyes (1900), Salazar García (1910), Malaret (1917) y Santamaría (1983 [1959]). La tradición lexicográfica de americanismos también la incorpora (Malaret 1931, Morínigo 1985 [1966], DA 2010). En rigor, lo que tenemos en este caso, es la sustantivación del verbo, presente solo, constatamos, en Hispanoamérica.

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2.2.5. Americanismos que se generalizaron Altiplanicie, f. Tiene por equivalentes castizos a meseta, mesa y rellano; pero lo mucho que se usa en casi toda la América latina reclama ya su admisión en el Dicc. oficial de la lengua. Cuervo le hace algún reparo en cuanto a la formación, más no se atreve a rechazarlo redondamente. Rivodó no se contenta con los equivalentes castizos y pide la admisión de este americanismo. (1901-1908)

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Cuervo, en sus Apuntaciones (1876: §702; 1885: §720; 1914: §957), pasa por una trayectoria que va del purismo al descriptivismo: en 1876 y 1885 la clasifica como voz inútil, puesto “que se dice lo mismo que siempre se ha expresado por mesa, meseta o puna”, sin embargo, no la rechaza del todo aun dudando “sea conforme a las leyes de la etimología castellana” (1876: §702), pero “conocido el genio de nuestra lengua, causará extrañeza al que lo oiga por primera vez” (1885: §720). En 1914 reparó en la extrañeza que causa una voz completamente erudita encajada en una combinación popular, la cual, remata, es bastante usada (suponemos que en Colombia) y no siempre puede reemplazarse por mesa o meseta. Sigue argumentando la necesidad de una voz como esta y ejemplifica con España y ese altillano, con significación similar, en el Diccionario geográfico de Madoz (1846-1850). Dentro de la tradición lexicográfica hispanoamericana, en Uribe (1887) para Colombia: “mesa, meseta, rellano, alcarria”. Rivodó (1889) para Venezuela, incluye en su sección de voces que el uso ha introducido y aún no aparecen en el diccionario académico, puesto que difiere de mesa y meseta. Le sigue Gagini (1892) para Costa Rica, quien se limita a citar a Cuervo (1885), dando cuenta, creemos que la voz se usa en la zona. Ortúzar (1893) en su Diccionario de locuciones viciosas, razona de manera similar al Cuervo decimonónico, abogando por un posible tecnicismo: “Es voz de composición algo extraña, pero que puede pasar, sobre todo en el lenguaje técnico”. Ya en estos años, Zerolo (1895) incorpora (primera vez dentro de la tradición lexicográfica peninsular) la voz, citando a Rivodó. Sigue apareciendo dentro de la tradición lexicográfica hispanoamericana: Ramos y Duarte (1896), para México, quien entrega citas (García Cubas 1880, J.M. Macías 1881); Echeverría y Reyes (1900) para Chile (“meseta, rellano”). Lo interesante es que en este mismo tiempo Toro y Gómez (1901), desde París, es el segundo diccionario europeo que lematiza, esta vez, sin marca diatópica alguna o cita que dé cuenta de un filólogo y obra hispanoamericana. Esto no quita que dentro de la tradición lexicográfica hispanoamericana siga lematizándose la voz, como en Palma (1903) para Perú “Altiplanicies andinas, por ejemplo, decimos en América”; Garzón (1910) para la Argentina, con dos acepciones: “Llano más o menos extenso en la cumbre de una sierra

o montaña” y “Llanura elevada y más o menos extensa, aunque no esté en la cumbre de una montaña”. Salazar García (1910) en El Salvador, también incluyó la voz como un vicio, con el equivalente “mesa, meseta, puna”, por un lado, y “altozano, otero, alcor”, por otro. O Segovia (1911), para la Argentina, con la variante antiplanicie (con la precisión de que es lo mismo que altiplano para Bolivia y pampa en algunas zonas de la Argentina): “Planicie en que terminan ciertas montañas, más extensa que la meseta”. Significativo es que, en la edición de 1914, la primera vez que el Diccionario académico incorpora la voz, lo haga sin marca diatópica hasta la actualidad. Es más, en el Histórico de 1933 se incluye una cita peninsular: la Geología de Celso Arévalo (1925). Pero la información desde Europa se divide: Alemany (1917) marca la voz como de América y precisa que es usada en Colombia y Rodríguez-Navas (1918) la entrega sin marca diatópica. En 1928 Medina, para Chile, sigue fiel la información de los diccionarios académicos y no la lematiza, incluso. Tampoco la tradición lexicográfica de americanismos, salvo Morínigo (1966), quien la marca en sentido estricto (“americanismo”). Todo apuntaría a un americanismo que se generalizó y pasó a España. Para ello nos basamos en la documentación existente y en los datos, en última instancia, que nos entrega el CORDE, donde, después de una serie de testimonios hispanoamericanos, el primer documento de España, escrito por un español es de Manuel Altolaguirre; sin embargo, el poema documentado hace referencia a México, donde el escritor residía. Por la misma razón nos quedamos con “Los valles de Andorra” del Conde de Carlet, datada en 1924 y el Curandero de su honra de Ramón Pérez de Ayala, 1926, quien la usa al describir unos valles leoneses.

2.2.6. Voces históricas en Chile o en algunas zonas de América 1. Belduque, m. Cierto cuchillo de hoja puntiaguda y mango de madera y de una sola pieza, que estuvo aquí muy en uso treinta años atrás. Llamábase también cuchillo de belduque o cuchillo belduque, adjetivando esta última voz. Créela Cuervo venida de España y derivada de Balduque, que era como pronunciaban los españoles del siglo XVI el nombre de Bois-le-Duc, ciudad de Holanda, célebre en las guerras de los Países Bajos y en la cual hasta hoy florecen las fábricas de cuchillos. Tanto en Colombia como en Chile se ha dicho también balduque, lo que se acerca más a la casi cierta etimología. Entre otros usos, sirvió este cuchillo para matar y descuartizar reses: en este caso podría reemplazarse por el castizo jifero. (1901-1908)

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Con primeros testimonios, prácticamente en toda Hispanoamérica desde una etapa temprana: de 1549 para México (Protocolos de Puebla de los Ángeles, Boyd Bowman); 1559 para Bolivia (Historia de la villa imperial de Potosí, Arzáns de Orsúa y Vera, Boyd Bowman); 1581 para Guatemala (Archivo documental centroamericano, Boyd Bowman);1626 para Chile (Historia del tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en Chile, Medina, Boyd Bowman); 1638 para Colombia (Juan Rodríguez Freyle, CORDE), todas como cuchillo de belduque. La voz, tal como informa Román, fue usual hasta el Chile decimonónico. Esto nos lo corrobora Gormaz (1860), quien enmienda un berduque por balduque. Cuervo, desde la primera edición de sus Apuntaciones, propone el étimo de la voz (1867-1872: §732) hasta confirmarlo en las ediciones posteriores. Asimismo, da cuenta de la extensión de la voz en Hispanoamérica: “desde México a Chile” (1907: §656). Rodríguez (1875), Uribe (1887), Echeverría y Reyes (1900) son los únicos que rastreamos nosotros dentro de la tradición lexicográfica. García Icazbalceta (1899) hace referencia a que la voz está en desuso, dentro de la norma culta y que “Hoy solo el pueblo usa esta voz”. Solo atribuimos a que la voz fue incorporada en el diccionario usual de 1925 con las marcas diatópicas de Colombia, Chile y México, porque la voz apareció, justamente, en algunos de los repertorios lexicográficos de estos países. Sin embargo, en la mayoría de estos autores hemos constatado que la voz está en desuso o está restringida a determinados espacios. Por ejemplo, Yrarrázabal (1945) propone que belduque, en Chile, se elimine del diccionario usual por no tener uso en el país y Morales Pettorino (1984) lo marca como desusado. La mantención de las marcas diatópicas es irregular dentro de la tradición lexicográfica más actual. Por ejemplo, Malaret, en la tercera edición de su diccionario (1946), descarta Colombia y solo deja México y Chile. La tradición usual descarta en la edición de 1956 la marca Chile; en la de 1992 la de México, la que retoma en la edición de 2001 hasta la fecha. El DA da cuenta de la voz para México y Colombia, pero para ambos obsoleto. Fernández (1900) da cuenta, para Chile, de una transición semántica que, creemos, no prosperó mucho, con la significación de “débil, enclenque, apocado” y da, para ello, la autoridad del escritor Daniel Barros Grez. 2. Brocearse, r. Echarse a perder una mina, sea porque se corta o se pierde la veta metálica, sea porque el metal que produce es de baja o mala ley. En sentido fig., echarse a perder cualquier negocio. Es v. muy usado en Chile y en la región minera de Bolivia y de la República Argentina, y no es tan despreciable que digamos, tanto por su mucho uso, cuanto por su buena formación, basada, indudablemente, en el s. broza, que en su segunda acep. significa:

“desecho de cualquier cosa, como el ripio de las obras y otros desperdicios”. (1901-1908) Rodríguez (1875) y Ortúzar (1893) para Chile son los primeros, en nuestro corpus, quienes dan cuenta del verbo refiriéndose a las minas. Por la misma razón, creemos, Zerolo (1895) desde Europa, marca con Chile el verbo. Sigue Echeverría y Reyes, ampliándolo, ya, a la acepción que entrega Román: echarse a perder un negocio, acepción en la que insistirá, además, Yrarrázabal (1945). Amunátegui (1907) ejemplifica la acepción-base con el Boletín de leyes y decretos del gobierno (1857), así como con Andrés Bello. La primera referencia lexicográfica fuera de Chile en nuestro corpus es en Segovia (1911), en relación con las minas. Lo más probable es que con esta información Alemany (1917) marque como América meridional ambas acepciones o que Rodríguez-Navas (1918) marque como Americanismo la voz, sin más. Lo mismo la edición usual de 1925. Así como toda la tradición de americanismos: Malaret (1931) para Chile y Argentina, dejando solo a Chile en su edición de 1946. Por el contrario, Santamaría (1942) se restringe a la Argentina para las dos acepciones. Moliner (1966-67) la marca para Hispanoamérica. La voz empieza a ser poco usada en Chile, lo constatamos por su ausencia en el DUECh (2010). ¿Estamos, realmente, ante un americanismo? ¿O es una voz en desuso del mundo minero? CORDE solo trae referencias a Chile (Vicente Pérez Rosales). El Léxico hispanoamericano trae dos referencias interesantes: una es para Chile (1842, Jotabeche) y otra para Perú (1792, El Mercurio peruano), mas, al parecer, la voz está en obsolescencia.

2.2.7. Voces compartidas En el caso, por ejemplo, de una voz argentina de base y extendida a parte del Cono sur: Bagual, m. Según Salvá es americanismo que significa “bravo (mejor bravío), feroz, indómito”; pero en Chile se usa por hombrote, sobre todo, si es de escasa inteligencia. Hablando en castellano, digamos, para expresar la idea de hombrote, estantigua, gambalúa, (galavardo, ant.), gansarón, granadero, pendón, perantón, perigallo, tagarote, varal; y para la segunda, de hombre necio o bobo, bambarria, com., bausán, babalías, com., bucéfalo, calabaza, camueso, ciruelo, cuartazos, leño, madero, memo, panarra, m., pelele, zopenco, zurriburri. Tan rico es el castellano, que no necesita de provincialismos para estas voces familiares. (1901-1908) Del sentido base, referido al nombre de un cacique de los indios pampas argentinos, tal como informa el DHLE (1960-1996), hay registros desde el siglo XVI. El

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sentido referido a un animal silvestre o cimarrón, aparece hacia 1693, 1696 (DHLE 1960-1996); 1782 para la Argentina y 1822 para Uruguay (CORDE). Se registra por primera vez en un repertorio lexicográfico en Muñiz (1845), Granada (1890) y Lenz (1979 [1904-1910]. Bayo (1906, 1910) hará referencia a un tipo de caballo cimarrón de las pampas (“caballo alzado” lo llama). La única referencia no rioplatense o chilena en nuestro corpus será en Palma (1903) para esta acepción, creemos, producto de sus lecturas y del tipo de repertorio lexicográfico, cuyo objetivo era adicionar voces hispanoamericanas al Diccionario académico, más que centrarse en voces procedentes de Perú. En Chile, actualmente, se registra en Chiloé, sur de Chile y Patagonia, tal como lo comprobamos desde Álvarez (1949) y con encuestas de nuestra autoría, pero con la variante guagual. La marca p.us. del DUECh (2010) lo que refleja sería, creemos, el carácter centralista de la obra, cuyo referente suele ser, sobre todo, el español de Santiago de Chile. Las noticias de que la voz se usa también en Bolivia, fuera de nuestro corpus, empieza a darse en la tradición lexicográfica de americanismos. Por ejemplo, el DA, da cuenta de la voz el sureste de Bolivia, algo que no corresponde con la tradición usual (no hemos encontrado casos para Bolivia ni en los bancos de la Academia ni en Léxico hispanoamericano, por ejemplo), que solo restringe el significado de esta voz para Uruguay y Argentina. Sin embargo, el DHLE (1960-1996) nos refiere para Bolivia, Muñoz Reyes y Muñoz Reyes (1982, Diccionario de bolivianismos y semántica boliviana). Para las acepciones chilenas, ‘hombrote’, por un lado, y ‘hombrote escaso de inteligencia’, por otro, ambas obsoletas en Chile: la primera referencia en la tradición chilena a esta voz con esta acepción es en Rodríguez (1875) donde, tal como Román, no hacen referencia al animal (lo mismo Ortúzar 1893). Rodríguez (1875) afirma que bagual tiene las variantes guagual o bausan (no registrado posteriormente). Y que, fuera de ser un hombre sin muchas luces, el bagual es alto y delgado. Ortúzar (1893), como Román, solo se limita a definir “hombrote” y Echeverría y Reyes (1900) se limita a definir como “zopenco”. La acepción chilena, tanto como ‘hombrote’ o como ‘hombrote de escasa inteligencia, desusada, se registra como tal en Yrarrázabal (1945), en su sección “Otros chilenismos del Diccionario de escaso e incierto uso en el país, algunos de los cuales podrían llegar también a ser excluidos del léxico”. En la zona rioplatense para esta acepción tenemos a Bayo (1906, 1910), Garzón (1910). El DHLE (1960-1996) también cita a Félix F. Avellaneda (1911, Palabras y modismos usuales en Catamarca) y a Félix Coluccio (1950, Diccionario Folklórico argentino). Una acepción relacionada con esta transición semántica es la de ‘uncivil’, el DHLE (1960-1996) lo registra en Acevedo Díaz (1945, Voces y giros de la Pampa argen-

tina), voz que a la fecha solo se usa en Uruguay. Respecto a la continuidad en la transición semántica, un dato interesante es el que nos entrega Lafone Quevedo (1898) quien, después de definir como “animal no adiestrado”, continúa: “Animal criado en las llanuras, que no puede andar en los pedregales sino con la torpeza consiguiente. Aplicado a personas, equivale a torpe, desmañado, falto de destreza”, cosa que conecta con la acepción chilena, más que pensar en una posible homonimia. Lo mismo con Garzón (1910), quien, en su artículo polisémico, parte con las referencias adjetivas al animal y termina con las de persona: “hombre o mujer rudos o flacos de entendimiento”, “Persona torpe y ordinaria”. También nos sirve Díaz Salazar (1911), quien define las dos acepciones en su Vocabulario argentino. Respecto a la etimología, Granada (1889), para la zona rioplatense, es el primero que propone la etimología cahual, de un araucano-pampa, derivado de caballo cimarrón, justamente, adaptado a la fonética indígena y, luego, recuperado por los hispanohablantes, será un étimo que repetirá, además, Medina (1928). Este étimo, sin embargo, Lenz (1979 [1904-1910]) refuta por “imposible”, así como Corominas y Pascual (1980), porque la voz provendría del litoral argentino. Lenz, a su vez, propone que tal vez viene del guaraní baquâ, ‘corriente, velocidad, fuerza, porfiado’, que también Corominas y Pascual (1980) refutan, por su propia propuesta: bagual viene de Bagual, cacique de los indios querandíes, pampa, quien vivió en la zona de Buenos Aires entre 1582 y 1630, famoso por sus intentos de huir de la vida sedentaria. Esta propuesta es la más exitosa hasta la fecha, puesto que es la aceptada, por ejemplo, por la Academia y su asociación de academias (cfr. DHLE 1960-1996, DA 2010 y el diccionario usual de 2014). Para la transición semántica, Rodríguez (1875) propone que la voz podría ser un aumentativo de guagua (‘bebé’): “patente casi bajo la forma guagualón, que da tanto como niño crecido y simplonazo” (Rodríguez 1875: s.v. bagual o guagual, bausan) o bien, de bausán en su acepción de ‘persona boba, simple, necia’. Ambas, claro está, no son descabelladas, sobre todo, por la interferencia asociativa fonética. Estamos con Lenz respecto a que la voz no será, estrictamente, un americanismo, o bien, lo es en latu sensu, por lo que creemos que es una voz originaria de Argentina que se extendió a Chile, Uruguay, sur y centro de Brasil (esto último, cfr. cfr. DCECH 1980: s.v. bagual). No nos detendremos más en el problema del concepto de americanismo, porque ya habíamos reflexionado en torno a este punto en la primera parte de la investigación. En este apartado solo queríamos mostrar cómo puede dar de sí el ejercicio del cotejo lexicográfico, confrontando y comparando herramientas lingüísticas contem-

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poráneas a Román o no, para dar cuenta de la situación de algunas voces respecto a la etiqueta de americanismo en cada una de ellas.

2.3. Indigenismos en el Diccionario de Román Uno de los aspectos más relevantes en el Diccionario de Román y en el que nos hubiéramos querido detener con más detalle e investigación es el de los artículos lexicográficos de voces de origen indígena que han entrado a la lengua española. En estos artículos Román, no contento con definirlas, también entregó hipótesis respecto a su etimología, por ejemplo. Este solo aspecto bien vale una monografía, no solo para investigar la etimología de voces indígenas presentes en la lengua española, sino para estudiar el panorama etimológico contemporáneo a Román. Asimismo, podemos ver cuál era la producción, a la fecha, de estudios relacionados con esta disciplina y cómo se manejaba este conocimiento. A su vez, sería un aspecto relevante determinar cuál es el léxico vigente al día de hoy, si se ha dado transición semántica o si tenemos voces obsolescentes y desusadas. Por ahora, solo nos contentamos con presentar una muestra, por un lado, de los étimos opacos y problemáticos; por otro lado, queremos presentar una reflexión acerca de los indigenismos vigentes en Chile y, por último, una muestra acerca del influjo indígena en nuestra lengua.

2.3.1. Étimos opacos y problemáticos

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Hemos de reconocer que es en este apartado donde más “jugamos”, por así decirlo, con lo que puede dar de sí un artículo lexicográfico con una propuesta etimológica. En efecto, analizar un corte sincrónico nos obliga, las más veces, a ver si lo que allí está expuesto está superado, obsoleto o se mantiene. En efecto, la única manera de poder comprobar que lo que decía Román era certero era, justamente, cotejando con el universo lexicográfico al que él accedió y, cómo no, con lo que se ha venido haciendo hasta el día de hoy. En esta investigación fue que vivimos en carne propia el divorcio (por llamarlo de alguna forma) entre la hispanística y los estudios de lenguas indígenas. En rigor, no hay hispanista que se dedique rigurosamente al estudio de lenguas indígenas, por lo general y viceversa. En este punto, agradecemos al grupo de estudios de historia y genética de lenguas amerindias que dirigía Wilhem Adelaar en Leiden University, porque de otro modo hubiera sido muy complicado poder investigar las propuestas etimológicas con un acceso a la bibliografía más actual relacionada con esta temática. Como sea, insistimos en que este divorcio entre lenguas indígenas e

hispanística es lamentable, sobre todo por lo necesario que es al momento de estudiar las voces indígenas presentes en la lengua española. Por ahora, y como una muestra de un trabajo de investigación más extenso, les entregamos una cala de lo que puede estudiarse a partir de una propuesta etimológica de una voz indígena. 1. Callapo, m. Prescindiendo de los significados que le dan en otros puntos de América, solo diremos que en Chile «se llaman así los palos con que van enmaderándola mina para que no derrumbe, y seguir su trabajo». (Pedro Fernández Niño, Cartilla de Campo). «Poste con que sostienen las cajas de las vetas en las minas para que no se desplomen y puedan cargar los desmontes», lo define Lafone Quevedo en su Tesoro de Catamarqueñismos, en lo cual coincide con el antiguo maestro de nuestros agricultores. La etimología apuntada por Lafone es: callapi, palos atados al través para llevar algo. Así se explica el significado de «parihuela», que le da Juan de Arona. Según el P. Cobo, se llaman callapos los escalones de las escaleras de minas, y de él sin duda ha tomado esta acep. el Dicc. de Zerolo. (1901-1908) Román, sin referirse directamente al étimo, está con Lafone Quevedo (1898): Callapo. El callapo o poste con que sostienen las cajas de las vetas en las minas para que no se desplomen y puedan cargar los desmontes. Etim.: Callapi, palos atados al través para llevar algo. (Mossi in-voc.). En las minas los ensamblan con ciertos cortes, de suerte que forman una especie de puentes o arcos. Dice el P. Cobo que a las escaleras de minas llaman cimbas y a los escalones callapos (t. I, p. 306). (Lafone Quevedo 1898) En rigor, para Lafone Quevedo, callapo vendría del extinto y poco documentado kakán (cfr. Adelaaar y Muysken 2004: 407-410 y Nardi 1979: 2). Poco podemos confirmar esta hipótesis, más que la referencia que Nardi (1979: 16) hace del morfema calla como una de las pruebas morfológicas del kakán, sin ningún tipo de especificación. Más nos vale la información que existe en aymara y quechua: para el quechua González Holguín (1989 [1608]) lematiza la voz callapi y la define como “Las angarillas o palos atados al través para llevar algo” y para el aymara Bertonio (2005-2006 [1612]) lematiza la voz como callapu y la define como “Escalera para arrimar las paredes, con travesaños”. Las primeras referencias de la voz en documentos son del siglo XVII (García de Llanos en su Diccionario y maneras de hablar que se usan en las minas, 1609; el citado por Román Cobo, en su Historia del nuevo mundo, hacia 1613 y Alonso Barba en su Arte de los metales, de 1640). Posteriormente, tenemos que Rosat Pontacti (2004) lematiza: k’allapu, kallapu y la define como las “Vigas cortas empleadas para enmaderar

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o apuntalar galerías en las minas” y Jacobs (1996-2015) como “Tronco para abovedar socavones y evitar derrumbes”. 2. Cauque, m. Nombre que en muchas partes de Chile se da al pejerrey, sobre todo al grande de lomo plateado, aunque algunos naturalistas pretenden que es otro pez parecido a este. —Fig. Persona lista y viva como el pejerrey; y al contrario, persona torpe y desmazalada, que por poco tino o malicia cae en un fraude o engaño, a semejanza del cauque que se deja pescar. Como lo notará el menos lince, todo está en el punto de vista desde el cual se contempla al pejerrey. Si se le mira en su propio elemento tornasolando las aguas y deleitando la vista con sus rápidos y graciosos movimientos, es la imagen viva de una persona lista y ágil; pero, al revés, si se le ve ¡pobre de él! Cogido en la red o en el anzuelo, o ensartado de las agallas en el lerche, entonces es la imagen muerta o moribunda del hombre lerdo y torpe, que merece acabar de la misma manera. El nombre talvez está relacionado, dice Lenz, con el araucano caun, estar mojado, chorreando agua; cauquei significaría: estar siempre chorreando agua. (1901-1908) Respecto al odontesthes mauleanum, también conocido como cauque mauleanum (cauque del Maule hoy en día), nos interesa mostrar cómo se propone un étimo sin tener datos, aún, respecto al uso de la voz ya en mapudungun. En efecto, Augusta lo define como pejerrey, siendo el primer autor, dentro de los diccionarios revisados, que lematiza kauke (cfr. remi en Valdivia (1684 [1606]); mallche, remi y yuli en Febrés (1765) y remü en el mismo Augusta (1916), con marca diatópica), por lo que el uso recto ya estaba en mapudungun. Presentamos, a su vez, la propuesta de Lenz:

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Cauque. m, I. n. vulg, de un pez de agua dulce parecido al pejerrey, Atherina spec. según Gay, Zool. VIII 480 (id. II 250 y sig. no menciona el nombre vulgar). Rosales 442. Carvallo 19; 119; Córdoba 24. | Molina 429 dice el cauque = cyprinus caucus | lo que según Philippi Mz. 186 es falso. ǁ 2. Cayó un cauque = cayó un zorzal, se dice cuando un incauto o tonto ha caído en una trampa. Etimología: Es seguramente mapuche. Talvez relacionado con Febrés: caun- estar mojado, chorreando agua | ;kaukei significaría “está siempre chorreando agua”. Es seguramente ya en mapuche nombre del pez. (V. p. 850). [Suplemento] Cauque, se aplica al pejerrey nuevo. [Angeles.] ǁ 2. Léase cayó un cauque.” (Lenz 1979 [1904-1910]). Sobre todo, porque no nos quedamos con su propuesta, en relación a estar “chorreando agua”.

3. Cocaví o cocavín, m. Provisiones o comestibles que se llevan cuando se sale de viaje o de paseo. Es voz usada en todo Chile, con la diferencia de que la gente culta dice de la primera manera (cocaví) y el pueblo, de la segunda (cocavín). Además de los nombres indicados, hay en castellano: víveres (lo necesario para el alimento de cualquier persona); prevención (provisión de mantenimiento o de otra cosa, que sirve para un fin); avío (entre pastores y gente de campo, provisión que llevan al hato para alimentarse durante el tiempo que tardan en volver al pueblo o cortijo); y aún en lenguaje fam., aunque el Dicc. solamente lo dé como término de Milicia, municiones de boca. En cuanto a la etimología de cocaví, señala Tobar el quichua cucahui; pero más luz nos dará el siguiente trozo tomado de Lozano (Historia del Río de la Plata, t. V, pág. 125): «Cocavi –bastimento-es lo que el Curaca de Encamana prometió al Padre Eugenio de Sancho (1658) y a su compañero el Padre Juan de Leon cuando los expulsaron del valle de Yocavil. En mi casa están los descendientes de ese Cacique». Oca secada al sol sin remojar, en quichua llámase Cahui o Kaui (ver González Holguín). Parece pues que en la forma Cocavi tenemos la variante Cacana. No creo que en Santa María pudiesen tener Ocas, que es la Yuca o Mandioca, plantas de país cálido. El Cocavi debió ser rosetas de maíz hechas harinas para tomar en forma de tulpo, es decir, desleída en agua y endulzada con harina de algarroba. Está claro que el prefijo Co determina la clase de Caui, y con el tiempo podrá suministrarnos una raíz importante del idioma». Co en araucano, agregaremos nosotros, significa agua, y lo mismo en otras regiones vecinas a Chile; por consiguiente, el primitivo cocaví fue lo que sospecha Lozano, un simple ulpo, o tulpo, como él dice. Lafone Quevedo dice por su parte: «Ccoccau en lengua de Cuzco es fiambre de viaje; pero Cocaví es la voz Cacana». (Tesoro de Catamarqueñismos). Y para ilustración de los lectores, basta con lo dicho, en lo cual se habrá notado que el significado literal de cocaví abraza mucho menos que sus correspondientes castellanos. (1901-1908) Étimo discutible para Román, quien se encarga da entregar las diversas hipótesis y fuentes contemporáneas a él. Propone y defiende nuestro sacerdote la etimología kakana, algo difícil de probar por las escasas fuentes y estudios actuales de esta lengua extinta. Para avalarse de su tesis, Román toma íntegro el primer artículo lexicográfico que Lafone Quevedo (1898, XXXI) le dedica en su Tesoro (cita que no lleva fuente, tal como se aprecia, solo comillas). La base de esta hipótesis, creemos, la da el texto del jesuita pedro Lozano, Historia de la conquista del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán ([1745] 1873). Con más fuerza, está la posibilidad de la etimología quechua. El primer testimonio lexicográfico aparece en Santo Thomás 1560: “Cocaui, o mircapáya, provisión de comida, generalmente” (s.v. cocaui), citado por el mismo Lafone Quevedo en el segundo artículo que dedica a cocaví:

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Cocaví. Voz que da Lozano como Calchaquina, para significar provisión de viaje. Confróntese con Santo Thomás in voc. Ccoca, ui, y Lozano, t. V, pág. 125. Etim.: De notarse con: 1o el cu en micu, comer; 2o el co en coca, donde la partícula ca es demostrativa; 3o el valor dual o reiterativo de la partícula final. Ccoccau en lengua de Cuzco es fiambre de viaje; pero Cocavi es la voz Cacana. La voz es curiosa, escrita Ccocaui en S. Thomás, quien da su equivalente mircapaya. Kokoyani (G.H.) es, perder el verdor, marchitar. Algo tendrá que ver con Coca. La terminación en ui o vi puede ser nuestro prefijo re, 2a vez, como en ñaui, ojos (que son dos), o el bis en biscocho. Ver Oca.” (Lafone Quevedo 1898) Esta información da cuenta de una voz ya tempranamente registrada con la misma forma. Lo mismo con ese caui (“[okas] Passadas al sol sin remojar” de González Holguín (1989 [1608], s.v. caui) citado, también, por Lafone Quevedo.Todo esto da lugar, además, para demostrar que se trataría de una voz quechua de tipo II B (cfr. Torero 1964 y Adelaar y Muysken 2004: 186-187), es decir, el quechua que se expandió por el norte y costa (justamente la variedad que describe Santo Thomás es la variedad de la costa) y que se opone al quechua central, donde esta provisión de comida se llama mircapaya (hoy milcapa), como lo registra como variante el mismo Santo Thomás. Esto justifica que la voz se use en el norte (hoy Ecuador), por ello la constancia que Román hace de Tobar y su Consultas al diccionario de la lengua (1907): Cucayo. Llamamos a los fiambres u otros comestibles que se llevan de viaje; y debe ser de él (del vocablo corregido) o del quichua cucahui, de donde se dijo en Chile cocavi a la provisión que llevan en las alforjas los viajeros a caballo. […] Insinuamos el expresado origen, con motivo de las etimologías buscadas por don Zorobabel Rodríguez en su provechosa obra Diccionario de Chilenismos, para la palabra cocaví. […] (Tobar, 1907). La confirmación del quechuismo la vemos en el artículo que Lenz destina a la

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voz: Cocaví. *cocaví, m. lit. provisión de viaje, prevención; espec. La que se lleva en las alforjas. Rodríguez 108; Cañas 18. Zerolo. Ejemplos: ¿Te han echado el cocaví en las alforjas? Rodríguez, Eust. 40. | Es el cocaví que les hice ayer para el camino (consiste en humitas, huevos cocidos, harina tostada, tortillas i una copuchita de charqui machucado) Barroz Grez, Huerf. 80 | cp. tb. Blest Gana, Cal. 86 | El mantenimiento es harina de trigo, cebada o maíz tostado, mezclada con madi, semilla sabrosa, la cual es todo su matalotaje o cocaví como ellos le llaman, y el común sustento de los indios en la guerra. Nájera III. Variante: cocavín [Maule] Perú, Palma 25. Catamarca, Lafone 76: «Cocaví. Voz que da Lozano como Calchaquina, para significar provisión de viaje. Confróntese Santo Thomas in voc. ccocaui y Lozano, t. V, pag. 125». Etimología: Rodríguez 108; B. Vicuña Mackenna, Stgo II 435 y Cañas 18 derivan la voz de coca, diciendo que esta formó la base del cocaví, lo que no es efectivo.

Hay que derivarla del quechua, Middendorf 242: kokau provisiones para el viaje, fiambre| compárese aimará. Bertonio II 99 coco –matalotaje, comida de los caminantes o trabajadaroes. | Cp. Tb. coca. (Lenz 1979 [1904-1910]) Así como, en la lexicografía quechua actual, con Rosat Pontacti 2004: “qoqawiy, v. Comer algo a las 2 p.m.; servirse el fiambre en el campo, en el trabajo o en el viaje. T. qoqawikuy, etc” (s.v. qoqawiy). La similitud con el aymara coco (que también cita Lenz) que incluye Bertonio en su Vocabulario (“Matalotaje, comida de los caminantes o trabajadores”), así como el sufijo aymara –wi, con valor de lugar o instrumento, muestran la estrecha relación entre ambas lenguas, algo que podría, además mostrar una supuesta base aymara, cosa difícilmente comprobable hoy en día, por causa de la cercana vinculación de las dos lenguas. 4. Collonco, ca. adj. Rabón, sin cola. Ú. más desde la provincia de Talca para el Sur. No aparece en los Diccs. araucanos y quizás se derive del quichua ccollonchi, sin orejas, usado en Arequipa, según Arona. (1901-1908) Interesante es el caso de las gallinas colloncas, colocación de la que Román no da cuenta, pero que especificará Lenz respecto a la gallina tradicionalmente conocida como araucana o mapuche: Collonco, a vulg. Sin cola, mocho ‘choco’como la perdiz, refiriéndose a pollos [Talca y Linares]. Etimología: Será de origen indio, probablemente emparentado con el peruanismo de Arequipa ccolonchi –sin orejas (Arona 117) derivado de quechua, Middendorf 320: k ‘olluy –arremangar, k’ollucuy – arremangarse | que es una variante derivada de kolluy o kollucuy – cesar, acabar, terminar (ibid 244) del cual viene tb. kolluchiy – hacer, cesar, destruir (verbo mui usado) (ibid). (V. p. 853) [suplemento Lenz] Collonco; tb. Usado en Ñuble y La Frontera. En Llanquihue se dice coyonco. En Arauco coyunco. El pollo coyunco es una raza especial del pollo doméstico (Lenz 1979 [1904-1910]). Ambos autores están por una posible etimología quechua: Román se acerca a un ccollonchi (sin orejas) que propone Arona (también citado por Lenz), voz que no hemos encontrado en otras fuentes lexicográficas (cfr. ccororinri en González Holguín (1989 [1608]); wallusqa y pipilu en Rosat Pontacti (2004); Wallusqa en el quechua en Cochabamba y pipilu en el de Santiago del estero y Tucumán, cfr. Rosat Pontacti (2004) y Jacobs (1996-2015) ). Sí tenemos un q’ollorqoy con el significado de “acabarse

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totalmente” en quechua (cfr. Rosat Pontacti 2004)40, voz que podría, en su traspaso al mapudungun, derivar en un kollonco, como se está proponiendo en otros casos de contexto VrkV > VnkV en relación al contacto quechua/aymara y mapudungun (cfr. Pache 2014: 366-370). Cercano estaba Middendorf, citado por Lenz 1910, quien propuso la misma familia léxica pero con el valor de “arremangar” con k ‘olluy. Un aspecto relevante es que este posible quechuismo solo se ha registrado en Chile y para un referente que es exclusivamente mapuche. En efecto, la gallina collonca, araucana o mapuche sigue siendo objeto de estudio dentro de la comunidad científica. Se supone que la especie gallus gallus fue introducida por los conquistadores a partir del siglo XVI, exceptuando, al parecer, esta especie, según estudios que siguen revelando conexiones genéticas de una cadena indoeuropea y asiática (cfr. Góngora et al 2008). Por lo mismo podría pensarse, como segunda posibilidad, en algún étimo mapudungun, algo que no hemos podido detectar. Para ‘gallina’ se usa el quechuismo achawall y achawüill (cfr. Havestadt 1883 [1777], Augusta 1916 y COLDIMA) y para ‘rabón’ külen ŋenulu, ketro o kesho. Esta última forma es como se llama a otra variedad de gallina mapuche, la que lleva una suerte de “aretes” de plumas. Junto con la collonca, también es una especie de gallus gallus, rabona y que se caracteriza, también, por poner huevos con un pigmento azulado (cfr McCarthy 2006: 347). Ambas forman parte del hiperónimo gallina mapuche o araucana. Los casos collma (“Avicula nondum pennis ad volandum instructa”, “polluelo sin plumas que no sabe volar” en Havestadt 1883 [1777]) y kollman (“agarrar con la mano, atrapar pájaros que no pueden volar por ser nuevos o demasiado viejos” en Augusta 1916) si bien interesantes, no son pruebas suficientes para una posible vinculación y filiación de collonco con el mapudungun. Lo mismo con kuyümko (“agua arenosa”), que derivó en el topónimo Coyunco que se parece, en forma, a collonca. Sin embargo, la distinción fonológica entre las palatales en mapudungun, por un lado, y la falta de testimonios lexicográficos y en corpus de collonca, por otro lado, nos hace desistir de una posible vinculación entre ambas formas. 5. Colocolo, m. Monstruo fantástico que el vulgo chileno ha heredado de los araucanos. Se le da forma de lagarto o de pez, se le supone procedente del huevo pequeño o degenerado de la gallina (del gallo, según el mismo vulgo) y se cree que, extrayendo desde un lugar invisible la saliva del hombre, le causa la muerte. Puede admitirse en el Dicc. Para la etimología sépase que

En el caso del quechua, el valor de ese sufijo –rqu indica un evento ya realizado o el término de un evento (cfr. Adelaar y Muysken 2004: 250), es decir, un valor perfectivo (íbidem, p. 244). 40

en Catamarca se llama colcol un búho grande, que parece pronunciar esa voz, y Febrés llama collcoll un «gato montés». —Colocolo se llamó también un valiente cacique de Arauco en los tiempos homéricos en que se desarrolla la acción de La Araucana de Ercilla. [Suplemento] Colocolo, m. A lo dicho en su lugar, que versó principalmente sobre la creencia vulgar en el colocolo, tenemos que añadir que este nombre se ha dado y se da a dos animales muy distintos: a un ratoncillo cantor, que repite col, col, col, y de ahí su etimología, y al gato montés que nos dejó descrito nuestro abate Molina en estos términos: «El colocolo es un gato montés de hermoso pelo, que habita en los montes de Chile, que tiene formas análogas a las del gato casero, bien que son un poco mayores, y de cabeza y de cola más abultadas. El color del colocolo es un blanco manchado, variamente, de amarilloso y de negro, cuyo último color le va redondeando la cola hasta rematar en la punta. Se alimenta de aves». En el Museo Nacional existe el ejemplar, quizás único, de este mamífero, que se ha conseguido en Chile. La otra especie de colocolo es también muy escasa, pero no tanto. (1901-1908) Nos extraña la estructura de este artículo, sobre todo el orden de la información, en donde Román destaca, en primer lugar, el animal mitológico, el cual tiene diversas manifestaciones en el folklore chileno, y el nombre histórico del cacique mapuche (popularizado en el poema épico de Ercilla) para, después, en el suplemento, incluir las referencias a los dos animales que llevan este nombre: un felino y un marsupial. Confrontamos con la información que presenta Lenz para el mismo artículo, además: Colocolo. m. I. n. vulg. de un gato montés, Felis colocolo; Gay, Zool. VIII 481. Según Gay, Zool. I 71 “Molina fue el primero que habló de esta especie, a la que conservó el nombre que le daban los araucanos. Desde aquella época no ha sido encontrada por ningún naturalista en Chile”. Cp. Molina 468; Carvallo 14 Reed 3 Philippi, El 45 Cañas 20 ǁ 2. Es nombre de un famoso jefe araucano; cp. Ercilla, canto VIII. Variante: codcod según Gay, Zool. VIII 481. No mencionado en la descripción bajo colocolo. Rosales 322: cod-cod o coll coll. Etimología: mapuche, Febrés: codcod o colocolo – gato montés. Hernández: collcoll (V.p. 852). [Suplemento] ǁ 3. Animal fabuloso sobre el cual corren muchas supersticiones que varían en todas las provincias. [Melipilla] animalito del porte de un ratón que se come la saliva escupida en el suelo; el que la escupió muere antes de un año. [Maule, Ñuble] ave mítica que sale de noche y se come los escupos. [Ángeles] es de forma de un pollo, proviene de un huevo de cascarón muy grueso que ponen los gallos cuando cumplen un año de edad. (A veces el último huevo que pone una gallina en una temporada es muy chico y de cáscara dura; de aquí provendrá la fábula común en muchas partes del huevo del gallo). Variante: [Chiloé] cólo, m. animal como zorro, al cual se le atribuye la propiedad de quebrar la espina dorsal de los gatos. Según Philippi (no sé en qué publicación) sería colocolo denominación de una laucha enferma de la garganta que tiene dificultad para respirar y lanza unos gritos extraños y característicos. Colocolo, fundo en el dep. de Angol; seis

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fundos y lugarejos Colo desde el dep. de Melipilla hasta mariluan. Fuentes 67. Pero véase tv. ‘colo’, Supl. I, 1513. (Lenz 1979 [1904-1910])

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De la breve referencia que hace Román para iniciar una propuesta etimológica, solo nos basta para un solo aspecto: el onomatopéyico. Justamente, para colocolo como marsupial (dromiciops gliroides), también conocido como monito de monte, chumaihuén y perrito de virtud queremos, solo, dar cuenta de la relevancia de las onomatopeyas para la nominación de animales, las que generan, como se puede ver, la proliferación de nombres similares o idénticos para referirse a diferentes clases de estos. La vocalización en cantos de pájaros, sapos y ranas, mamíferos y ciertos insectos en algunas comunidades lingüísticas, da como resultado una vocalización fonológica onomatopéyica. De hecho, Berlin & O’Neill (1981) hacen referencia a comunidades lingüísticas con: “languages spoken by peoples of small-scale, technologically simple, non-literate societies” (1981: 259). Según la teoría de estos autores, este tipo de nominación aparece, entonces, como un esfuerzo cognoscitivo reducido en pueblos ágrafos: “who must learn, retain, and actively employ rather sizable ethnobiological vocabularies” (íbid.). Stricto sensu, “el eco de la palabra designa al ser que produce el sonido” (Jespersen 1921: 399), donde se supondría una suerte de recurso mnemotécnico en el proceso de vocalización (tal como sucede en la adquisición de lenguaje, cfr. Jespersen 1921: 150), fuera de una estrecha relación entre estos referentes y la comunidad hablante, por lo general. En esta misma línea, ese colcol (Strix chacoensis) que propone Lafone Quevedo como kakán: “Colcol. Buho grande, cuyo grito le ha dado su nombre. Etim.: Acaso de ccorconi, roncar. Lo más seguro es que tenemos una onomatopeya, porque así suena lo que canta.”(Lafone Quevedo 1898), si bien no está comprobado, por la carencia de estudios relacionados con la lengua kakana, no sería una propuesta tan lejana como se pensaría: Nardi (1979: 15) incluye, dentro de su listado de morfemas y alomorfos, posiblemente kakanes, colcol y colo. Por otro lado, si bien podríamos conectar colcol con el concón (Strix rufipes), voz mapudungun (también llamado colcon, para confundir más las cosas, en inventarios ornitológicos argentinos, cfr. Zotta 1937), sobre todo porque se pensó en que eran una misma especie (cfr. Cherrie, George K. & Reichenberger 1921, los primeros en dar cuenta de la Strix chacoensis, el colcol), una vez más apuntamos a la onomatopeya en la nominación de estos dos referentes, cada una de una lengua distinta (la kakana para colcol, la mapudungun para concón). Más aún, si aportamos, como más datos, que colcol se refiere, popularmente, a la nominación de otras aves strigiformes (cfr. Giacomelli 1923 y de la Peña 2011: la Strix rufipes, la Otus choliba, la Tyto alba, la Megascops

choliba y el Asio flammeus), en zonas catamarqueñas o limítrofes, incluyendo a la Strix rufipex, podemos dar cuenta de la riqueza y eficacia de la onomatopeya en la nominación de las aves, onomatopeyas que bien se pueden prestar a confusiones al momento de establecer y fijar filiaciones (por ejemplo, el colcol como kakán y el concón como mapudungun), no reflejan más que su eficacia. El Coccyzus melacoryphus, por ejemplo, también llamado colcol (cfr. Dabenne 1918: 164) en la zona cordobesa (cfr. Castellanos 1932) no es strigiforme, pero su nominación es marcadamente onomatopéyica, además, como leemos de una descripción ornitológica de la primera mitad del siglo XX: “He oído el canto triste – col…col..col.col.col.., - lento al principio para terminar precipitado, de este cuco” (Casares 1944: 398). Respecto al étimo del felino, el más usual dentro de la tradición lexicográfica (cfr Febrés 1765, quien lematiza kodkod y kolokolo; Havestadt 1883 [1777], codcod y Augusta (1916) kodkod) poco más se puede decir que lo que propone Pache (2016) respecto a lo productiva de la raíz col- para hacer referencia a felinos. 6. Coñete, adj. Voz muy usada en Chile y equivalente a mezquino, cicatero, cutre, agarrado, apretado, atacado, estirado, estreñido, guardoso, miserable, piojoso, roñoso, ruin, sórdido, tacaño, teniente, tiñoso. Tanta abundancia de palabras para designar al cicatero está indicando que esta clase de personas es también harto abundante. También hay el s. verrugo, m. fam. (hombre tacaño y avaro), y las frs. Indiano de hilo negro y Bolsa de hierro. ¿Vendrá este chilenismo del araucano coñi, niño pequeño? A lo menos no le hemos hallado otra etimología más aceptable. La terminación ete, que es por lo general despectiva en castellano (vejete, galancete; en chileno, acusete, hurguete, metete, aunque este bien puede considerarse como forma verbal), unida a coñi, daría pues la idea de niño despreciable, u hombre que por su mezquindad es despreciable como un niño, porque los niños, sobre todo los del pueblo, son mezquinos. (1901-1908) La existencia, ya, de una voz hispánica como coño, “vagina”, derivado del latín cŭnnus (íd.), registrada, aproximadamente entre 1379 a 1475 (Cancionero de Baena, cfr. CORDE y CDH), en conjunto con un sufijo hispánico nos hacen pensar, por un lado, en el origen plenamente español de esta voz, que podría haberse compuesto fácilmente en las zonas que comprenden Perú (voz cada vez menos vigente y usada, sobre todo, en las zonas de la costa norte peruana) y Chile. Un aspecto destacable es que Rosat Pontacti (2004) incluye un kuñu con el significado de ‘vagina’ para el quichua ecuatoriano, dato que no ha sido registrado en otra variedad, algo que nos podría hacer pensar en un hispanismo adaptado, aunque sin pruebas. El hecho de que, justamente, sea una voz que se comparta en Perú y Chile descarta, de antemano,

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que coñete sea mapudungun, creemos. Un punto importante de destacar, no ya para la historia léxica del mapudungun es este coñi: registrado en Valdivia [1606] 1684, Havestadt 1883 [1777] (como coni) y Febrés 1765. Ya en Augusta (1916), al parecer, por la información que entrega, el campo semántico se reduce: es solo la hija en relación con la madre y, por el sistema de referencia que da, al parecer es menos frecuente que püñeñ, dato que hemos corroborado con nuestros informantes mapuchólogos. 7. Cototo, m. Parece fusión del quichua ccoto y del araucano trrotrro, que, según Febrés, es la manzanilla de la garganta. (Sin duda quiso decir la nuez, que es «la prominencia que forma la laringe en la garganta», porque manzanilla es la «parte inferior y redonda de la barba»). Por eso en algunas partes de Chile pronuncia el pueblo cotrrotrro, y la gente educada, cotrotro. Su significado puede traducirse por varios vocablos castellanos: borujón o burujón: «hinchazón que se hace en la cabeza por un golpe que se recibe en ella»; bollo: «hinchazón que levanta en la cabeza un golpe que no saca sangre»; chichón y porcino: «bulto que se hace en la cabeza de resultas de un golpe». —Por contaminación con este vocablo forman así algunos en Chile el diminutivo familiar de Crisóstomo. (1901-1908)

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Tenemos, con certeza, un componente mapudungun que da cuenta de un referente semicircular, algo que rastreamos en los diccionarios: Valdivia (1684 [1606]): toto como ‘codo’; Febrés (1765): thotho como la ‘manzanilla de la garganta’, namun thotho como ‘tobillo’; Havestadt (1883 [1777]): toto como ‘manzana de Adán’ o ‘amígdala’ (Para Martínez et al 2014, sería ‘amígdala’, para nosotros sería ‘manzana de Adán’); Augusta (1916), ya, con compuestos: trotrokutran: “cierta enfermedad (La indicada en el caso que oímos el término, era tuberculosis del metatarso con varias fístulas)”, claramente una inflamación en el pie con forma de bola y trotrolli ‘culo’. No queremos dejar de citar a Lenz para cotejar la información que nos entrega: cototo, m. –fam. –chichón, hinchazón, esp. En la cabeza a consecuencia de un golpe. Rodríguez 127. Zerolo. Variantes: cotrotro, cototro, cotroto y según Cañas 21 tb. cotototo. Etimología: Cañas da como étimo una voz quechua cotototo que no puedo comprobar y mapuche thotho. Febrés da thotho – la manzanilla de la garganta; | namun thotho –tobillo; | Valdivia: toto (=t’oto) codo. | Evidentemente el significado primitivo de map. t’ot’o es ‘tumor, hinchazón o protuberancia’. La voz mapuche se ha compuesto y contaminado con coto del quechua. (Lenz 1979 [1904-1910]). Sobre todo, por las variantes que presenta: cotrotro, cototro, cotroto, usuales en préstamos mapuches en español con grupo tr confirmamos que parte de la voz sería mapudungun. La complejidad en la formación de una voz en español producto de

dos voces provenientes de lenguas distintas, ambas con un rasgo en común: la idea de semiesfera, atraen muchísimo la posibilidad de una interferencia paramórfica o parónima (etimología popular). Justamente, en el español hablado en Chile se usaba ese coto con el valor de ‘bocio’: coto, m. –fam.-papera, bocio, lamparón, hipertrofia de la glándula tiroídea. ǁ El significado aparece en el Dicc. Ac.13 bajo la palabra coto=dehesa, mojón, término. […] Etimología: quechua. Middendorf 323: k’oto e ibíd. 283: k’oto – bocio, papera, tumor en el pescuezo; buche de los pájaros | Cp. Tb. Ibid. 253: koto – montón de objetos menudos; | el significado primitivo del grupo habrá sido algo como ‘bulto’. Derivado: cotudo, a – fam. – el que tiene ‘coto’. [Suplemento] coto. cotudo. ǁ 2. El que tiene siempre ‘cototos’ en vez de cototudo, que no se usa [Ñuble]. (Lenz 1979 [1904-1910]). Pensamos que no sería descabellado pensar, con Román y Lenz, que ya en el español hablado en Chile pudo haberse dado una suerte de influencia léxica entre ambas voces. En efecto, en ciertos casos de confusión lingüística a nivel de unidades léxicas, que se observan en actos de comunicación verbal o en la evolución del léxico, se suele explicarlos con la existencia de segmentos formales semejantes percibidos como unidades significativas (cfr. Seco del Cacho 2008: 26). El resultado de la confusión suele ser innovación formal o una extensión semántica, lo que puede dar lugar a un cambio léxico, o también “a un cambio en la percepción de la unidad léxica, que no comporta consecuencias observables en su uso”. (Seco del Cacho 2008: 26). De esta forma, la interferencia paramórfica no accidental (es decir, inmotivada), suele mostrar una estabilidad que se constata, por ejemplo, en el vocabulario usado por una comunidad o en su estandarización, al ingresar en diccionarios de una lengua determinada (cfr. Seco del Cacho 2008: 69). En los primeros estudios acerca de la etimología popular, como en los de Förstemann, nos comenta Seco del Cacho, se señala que el germen de estos cambios suele estar en préstamos de otras lenguas, lenguas que el hablante no percibe como familiares o bien en palabras autóctonas “degeneradas”, es decir, que por su evolución ya no dejan ver a qué familia léxica pertenecen. Este es el fenómeno que algunos llaman “aislamiento”, y que se supone requisito indispensable para que haya etimología popular (cfr. Seco del Cacho 2008: 102).

2.3.2. Un indigenismo vigente en Chile Apa. Don Samuel A. Lafone Quevedo nos ha dado en su Tesoro de Catamarqueñismos el origen de esta voz, tan usada en Chile. Según él, procede de apa, que en lengua de Cuzco significa llevar, y es la expresión que los niños dicen

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a sus nodrizas: apa, llévame o cárgame. En Chile se usa en el significado de a cuestas, entre toda clase de personas, sola con un verbo o agregándole al: llévame apa o al apa. Mas, si solo significa llevar o cargar, ¿por qué la usamos como sinónimo de a cuestas? Derrota para la etimología y triunfo para el uso. Porque el modo como las cuzqueñas y las araucanas y casi todas las mujeres no civilizadas llevan o cargan a sus niños que aún no andan, es así, a cuestas. Por eso, aun exponiéndose a una repetición absurda, a semejanza de negro curiche, Niño Bambino, prescindió el uso del significado etimológico y dijo llevar apa, es decir, llevar, llevar. -Reflexionando más sobre este vocablo, creemos que también pudiera derivarse del castellano aupar (ayudar a subir o levantarse). Aunque el v. se conjuga aúpo, aúpas, y de ahí la interj. ¡upa! (que se emplea para esforzar a los niños a que se levanten); sin embargo, el pueblo no dirá nunca aúpa sino áupa, que en boca de párvulos y de nodrizas (pues estas se acomodan al modo de hablar de ellos) no podría ser sino apa. En fin, apuntamos esta reflexión como simple dato, para que otros más entendidos resuelvan la cuestión. Más improbable nos parece la etimología que propone Don Fidelis P. Del Solar, del s. lapa: 1.a porque la loc., según se ve por su uso, fue en su origen apa o al apa, ya que no habría sido eufónico a apa, como se dice a pie, a caballo; y 2.o porque lo que resalta en su significado no es el ir una persona pegada a otra, como la lapa se pega a las piedras de la costa, sino sencillamente el ir cargada o transportada a cuestas por otro. (1901-1908)

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Fuera de lo etimológico, lo que nos interesa de este artículo es la extensión de uso del quechuismo, puesto que sigue teniendo absoluta vigencia en Chile como locución adverbial. En la Argentina, fuera de lo que propone Lafone Quevedo, la voz no tiene registro alguno. La voz, una locución adverbial al apa, la lematiza por primera vez Rodríguez (1875), le sigue Ortúzar (1893), Echeverría y Reyes (1900) y Medina (1928). Lenz (1979 [1904-1910]) afirmará que la voz se usa frecuentemente en Santiago. En la tradición lexicográfica europea, la locución fue incorporada por primera vez en Alemany (1917) para Chile y le sigue el usual en 1970. El Diccionario Histórico de la Academia (1960-1996) agregó, junto a Chile, el uso en Ecuador, siguiendo a Malaret, quien lo dio para dicho país, además. Las referencias al apa que podemos encontrar en Boyd-Bowman (2003) y CREA son, con este valor, para Chile o haciendo referencia a Chile.

2.3.3. Influjo indígena en el nivel morfológico Un aspecto interesante de tratar, a partir de un artículo de Román es el de un posible influjo mapudungun en la morfología del español de Chile. Tal es el caso de la existencia de un morfema apreciativo en ciertas voces, producto de una alteración fonética en mapudungun:

Achí, adv. m. Es el así castellano revestido de forma diminutiva por nuestro pueblo, que ha tomado del araucano este modo formar los diminutivos, que consiste en cambiar en ch la consonante de la sílaba acentuada y las siguientes; como se ve en naichicha (nadita), toichicho (todito), poquichicho (poquitito), boñicho (bonito). El uso de achí va siempre acompañado de la acción de presentar juntos los dedos de las manos, para indicar la idea de atestar, henchir. “La calle estaba achí de gente”. (1901-1908) Román conjuga dos aspectos en este artículo: por un lado, la tendencia a la palatalización de las sibilantes, sobre todo en contexto intervocálico y, por otro lado, la posible influencia del mapudungun en el español con la variación fonética de este morfema apreciativo. Más que detenernos en el adverbio (creemos, una realización expresiva que no la hemos encontrado en otro diccionario de lengua española), queremos estudiar el morfema, sobre todo porque Román nos ejemplifica con varios casos: Boñicho, cha, adj. Diminutivo de bonito, que a su vez lo es de bueno. Oyese en Chile entre la gente más ignorante y entre los más vecinos a los araucanos. Véase Achí. (1901-1908) Chiquichicho, cha, adj. Es dim. vulgar de chico, formado de chiquitito según la pronunciación infantil o según el uso araucano, que para estos casos convierte en ch las consonantes tónicas y postónicas. (Cf. Achí, boñicho, naichicha, poquichicho, toichicho). La forma chiquitito, que usa la gente más educada, tampoco es castellana, por ser doblemente diminutiva, pues nace de chiquito, que es dim. legítimo y castizo. (1908-1911) Naitita, f., dim. fam. de nada. Se usa también en España. La fantesía t’ajoga,/ Te siega la baniá./ Y tu persona no tiene/ Naitita e particulá. (Rodríguez Marín, Cantos pop. esp., t. III. (pág. 332). La forma íntegra debería ser naditita. El vulgo chileno usa, además, el dim. naichicha, formado según el araucano. “Son notables, dice Bello, los diminutivos todito, nadita, que no alteran en manera alguna la significación de todo y nada, y solo sirven para acomodarlos al estilo fam.” (1913-1916) Poquichicho, cha, adj. dim. fam. y vulgar de poco, ca, en vez de poquitito, ta, rediminutivo de poquito, ta. Véase Achí. (1913-1916) “Son notables, dijo Bello, los diminutivos todito, nadita, que no alteran en manera alguna la significación de todo y nada, y solo sirven para acomodarlos al estilo fam.” El pueblo hace más fam. aún el dim. de todo, pues dice toitito y toichicho, como dice también naitita y naichicha. Véase Achí. (Román V 1916-1918: s.v. todo). Esta alternancia fonemática con tendencia a la palatal fricativa en mapudungun, con un valor afectivo y expresivo ha sido descrita por Smeets: “Alternation of phonemes in specific morphemes and morpheme sequences is a notable and frequent

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phenomenon, which chiefly affects the fricatives. Phoneme alternation seems to express an emotion on the part of the speaker. […]” (2008: 31). Sin embargo, Smeets aún ve en esta apreciación un tema aún no estudiado a fondo: “RR [el consultante de Smeets], with whom phoneme alternation is more frequent than with the other informants, suggested that phoneme alternation expresses a difference in emotional value, in degree of formality and in size of the person or object referred to. The use of phoneme alternation would also be related to the age and sex of the speaker. My data do not permit a definite statement on this matter” (2008: 31). Similar a lo que afirmó Lenz: “Los materiales míos publicados hasta aquí no son suficientes, porque no me he fijado lo suficiente en el asunto y quizás involuntariamente he uniformado en la transcripción lo que en boca del indígena fue intencionalmente algo distinto” (1895-1897: 131). Así como su nula referencia de esta realización por posibilidad de contacto en el español: “El cambio de p > ch y la repetición de ch al principio serán debidos diminutivo infantil” (Lenz 1979 [1904-1910]: §39). Y a lo que podemos deducir de la afirmación de Salas: “En algunos casos, no en todos, la sustitución está asociada a valores afectivos […] En mapuche es frecuente la pronunciación “palatal” de s, […] la palabra adquiere un matiz cariñoso, similar al diminutivo castellano (2006: 79). La idea de la afectividad ha estado siempre en las descripciones de esta alternancia. Véase, por ejemplo, lo que señala Febrés: “Suelen los Indios mudar algunas letras en otras, v.g. […] la t, y la th en ch, principalmente para hablar cariñoso, vochùm, por votùm, el hijo” (1765: 5-6) y Havestadt: “Sumit sibi Lingua Chilensis licentiam usurpandi unam literam pro alia; idque I. ut formet Diminutiva. V n. 273. 2dó ad significandum affectum amoris, blanditias 7c. 292. 3tió. Quia aucupantur verborum concinnitatem, orationis cultum, famamque eloquentiae: vel etiam ad cujusvis arbitrium ac libitum. […] (1883 [1777]: §8). Diminutiva fiunt commutando litteram vel literas in alias magis blandas, moles, teneras. […] vochum pro votm, filiolus.” (1883 [1777]: §273). Smeets, haciendo una trayectoria historiográfica del fenómeno, concluye que este requiere de mayor estudio: “Other authors, Augusta (1916: XVI), Erize (1960: 16-17), Key (1978b: 284), Moesbach (1962: 28) and Croese (1980: 26) also mention this type of phoneme alternation. So far, however, the semantic implications of phoneme alternation have not been described satisfactorily. More research needs to be done” (2008: 31), no así Salas y Zúñiga, quienes ven la fluctuación fonémica con una motivación afectiva como una realidad: “de donde podría inferirse que la palatalización es un recurso fonológico disponible, dentro de ciertos límites, para la expresión de la afectividad, y no fluctuación gratuita y aleatoria de fonemas, o simple variación de pronunciación”(Salas 2006: 80); “En algunos casos, sin embargo, dichas

fluctuaciones [entre las fricativas s, d y sh] sí tienen correlación con una diferencia de valor afectivo […] De esta alternación puede deducirse un principio algo más general, a saber: la palatalización de una consonante en el plano fonológico corresponde a un cambio en la valoración afectiva en el plano del significado. (Zúñiga, 2007: 62). Como sea, Román también lo observó en su momento: S. Muy digna de estudio es en el lenguaje chileno esta consonante. Además de confundirse su sonido con el de la z y c suave, casi nunca la pronuncia el pueblo como fricativa, sino como una mera aspiración, y, en algunos casos la suprime enteramente. La razón de esto es el no existir esta letra en la lengua indígena o araucana; por eso el araucano, en las palabras que le tomó al castellano, convirtió la s y z en ch; cheñora o chiñura (señora), manchana (manzana), chilla (silla), charahuilla (zaragüelles), chompiru (sombrero), cachilla (trigo de Castilla). El caso más notable de esta transformación es el de sancho en chancho, voz que al fin admitió el Dicc. El castellano convirtió también la s en ch en varias voces tomadas del latín: chiflar (sifilare), chillar (sibilare), chapodar (supputare); en otras subsiste todavía la doble forma: chamarra y zamarra, choclo y zoclo (del latín socculus), chapuzar y zapuzar, chisme y cisma (del latín schisma). (1916-1918) Y Echeverría y Reyes: Más vulgar y solo propia de Chile, es la supresión de la s antes de consonante o al fin de palabra, o su sustitución por una leve aspiración. Esto sucede, sin duda, por influencia del araucano que no tiene tal sonido. Esta s, que el pueblo casi ha suprimido, se pronuncia con tanta mayor perfección cuanto más elevada es la posición social del individuo; sin embargo, nunca se oye pronunciar con toda perfección como en el Perú. El guaso dice eñor o simplemente ñor, aunque no pronunciar la s entre vocales o al principio de palabra solo es propio de la gente más atrasada. (1900: 27-28) Con esta muestra solo queremos dar cuenta de una ínfima parte de todo lo que se puede tratar en relación con el elemento indígena en el Diccionario de Román. Asimismo, quisimos dar una muestra de cuánto puede dar de sí un artículo lexicográfico, en donde, como una base potencial, se puede hacer un interesante rastreo que va desde hipótesis etimológicas hasta refutaciones, propuestas e hipótesis.

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3. Qué hace de este diccionario un receptáculo de notas, comentarios, observaciones acerca de la lengua española

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A partir de la lectura del Diccionario de Román y con estudios en curso (véase Huisa Téllez en prensa, por ejemplo, respecto a Arona), comprobamos que la información presente en un diccionario diferencial publicado durante el siglo XIX y gran parte del siglo XX no daría lugar, las más veces, a un diccionario absolutamente diferencial. A su vez, hemos repetido a lo largo de este estudio, que el trabajo lexicográfico de Román se sustenta en un modelo estandarizador claro: el racionalista. Bajo esta praxis, se busca la hegemonía de una lengua ejemplar, suprarregional. En el caso de la lengua española, la ejemplaridad se entiende como una variedad no pluricéntrica, sino monocéntrica, cuyo centro está en la Real Academia Española y cada una de sus publicaciones. Román, por lo tanto, da cuenta de la variedad, censurándola las más veces o validándola para que forme parte de la ejemplaridad, en tanto variedad, justamente. Asimismo, insiste Román en mantener esta ejemplaridad y su respectiva corrección por medio de pequeñas monografías a lo largo de su Diccionario, sobre todo en los artículos destinados a las voces gramaticales. Por medio de su Diccionario, entonces, busca nuestro sacerdote perfeccionar, pulir, si se quiere, la lengua española ejemplar, por lo que los artículos lexicográficos presentes en el lemario van más allá de ser simples definiciones o equivalencias. En efecto, muchos de estos artículos son, sobre todo, notas, comentarios críticos, observaciones, adendas y reflexiones, relacionados con la defensa del modelo ejemplar y correcto que Román sostiene. Por la sola presencia de este tipo de artículo lexicográfico, debe estar presente este apartado que presentaremos a continuación. A lo largo de esta sección intentaremos justificar, de hecho, por qué este diccionario es, en parte, un receptáculo de notas que buscan mantener una lengua ejemplar. A veces, ciertamente, nos puede sorprender que, bajo el título de Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas, Román vaya más allá y proponga, en diálogo constante con el diccionario académico, voces, enmiendas, adiciones y supresiones de voces de la lengua en general. Veamos, por ejemplo, un artículo lexicográfico característico de este diccionario:

Vapular o vapulear, a. Azotar. Ambas formas son castizas. El s. es vapulación, vapulamiento o vapuleamiento, y vapuleo. Vápulo empleó Cervantes: “Dulcinea…será llevada a los elíseos campos, donde estará esperando se cumpla el número del vápulo” es decir, de los azotes que debía darse Sancho Panza para que ella quedara desencantada (Quijote, p. II, c. XXXV). Rodríguez Marín acentúa como esdrújula esta voz, pero no lo hicieron así Cejador ni otros editores. (1916-1918) En primer lugar, no tenemos una voz propia de Hispanoamérica o de Chile; tampoco se da cuenta de una incorrección, aspectos ambos que podrían condecir con lo que tendríamos que encontrar en un “Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas”. En este artículo vemos el tratamiento de un verbo con dos variantes: la primitiva vapular (desde Autoridades) frente a un más nuevo vapulear (entra como ‘familiar’ en el usual de 1884, remitiendo a vapular), que fue el que se impuso, con el tiempo y el uso, como el más frecuente (desde la edición usual de 1992 pasa a ser el remitido). Es interesante este caso, porque vapulear es, en rigor, una forma analógica del cruce con apalear. Román, con sus conocimientos de latín y con su ánimo purista, debería haber destacado esto y, con su vehemencia característica, proscribir esta situación, mas no lo hizo. Es más, el hecho de que la Academia haya lematizado la forma nueva desde la edición usual de 1884, hace que el sacerdote reconozca las dos voces como variantes y “castizas”. Es decir, da cuenta Román, con este artículo lexicográfico, de una información normativa: pueden usarse las dos formas verbales indistintamente, porque las dos formas son avaladas por la Real Academia Española, algo que no condice con la rígida actitud ante variantes diferenciales, donde sin duda opta por la forma avalada por la Academia. Respecto al paradigma de los nombres derivados del verbo, enunciados posteriormente, tampoco hace Román restricciones de ningún tipo, porque todos aparecen en el diccionario académico: vapulación (Autoridades), vapulamiento (Autoridades), vapuleamiento (usual de 1884), vapuleo (usual de 1884). Y la última voz, vápulo, no se proscribe por haber sido usada por una autoridad como la de Cervantes y, posteriormente, la voz terminó siendo incorporada en la edición usual de 1925. Esta es otra de las características usuales en el trabajo lexicográfico de Román: si la voz no aparece en el diccionario académico, el principal interlocutor del sacerdote en su investigación lexicográfica, pero sí cuenta con el aval de una autoridad de peso, esta voz no será proscrita. Asimismo, el artículo se cierra con algunas observaciones de tipo prosódico de parte de alguna de las autoridades que Román sigue y cita a lo largo de su diccionario: Julio Cejador y Frauca y Francisco Rodríguez Marín. En síntesis, este es un buen ejemplo de cómo se estructura uno de los artículos lexicográficos de Román y que hace que este sea un diccionario característico de ese

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tipo de estandarización racionalista. Justamente: encontramos allí observaciones en pos del buen uso de una lengua ejemplar, con la referencia constante al diccionario académico o, en su defecto, con referencias a autoridades literarias, filológicas o lingüísticas españolas, por lo general. Tomemos otro ejemplo, el artículo lexicográfico valencianismo, el que puede ser ejemplar para describir esta particularidad lexicográfica: Valencianismo, m. Giro o modo de hablar propio y privativo del dialecto valenciano. Empleo de tales giros o construcciones en otra lengua. “Se le han escapado [a Salvá] muchos valencianismos, o sean lemosinismos, en su Gramática” “Valencianismo es este, reparable” (Puigblanch, Opúsculos, t. I, pról. y así, con toda libertad, lo usa varias veces en el resto de la obra). Así mismo Menéndez y Pelayo y otros más. Debe pues admitir este vocablo el Dicc. (1916-1918) Nos debería llamar la atención que en un Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas contenga un artículo lexicográfico como este. En primer lugar, por ser un concepto de la lexicología, con un par de citas de autoridades de este campo lingüístico, justamente; así como de una autoridad como Menéndez y Pelayo, para una referencia que tiene que ver con España. Posteriormente se determina por qué este artículo está presente: la voz en cuestión no aparece en el diccionario académico. El artículo apareció lematizado, dentro de la tradición lexicográfica, en la edición usual de 1925, por lo que sería en la obra de Román la primera vez que encontramos valencianismo como artículo lexicográfico. Lo mismo sucede con un artículo como vocalismo:

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Vocalismo, m. Importancia o predominio que en una lengua tienen las letras vocales en comparación con las consonantes; conjunto de vocales. “Las lenguas indoeuropeas se distinguen por su extrema sensibilidad en el vocalismo” (F. de Paula Canalejas). “La relación de los sonidos fue diversa, según qué predominó en las lenguas el consonantismo o el vocalismo” (Menéndez y Pelayo, Trad. de los romances viejos, I). Otros académicos han usado también este vocablo; por eso, como lo hicimos con consonantismo, pedimos que sea admitido en el Dicc. (1916-1918) Un artículo del campo conceptual de la lingüística, con una estructura similar a la de valencianismo: dos autoridades del mundo académico y la propuesta para su incorporación en el diccionario académico, voz que también apareció en la edición usual de 1925. En este apartado, por lo tanto, haremos referencia a algunas de las observaciones que hizo Román relacionadas ya no con la diferencialidad las más veces, sino con aspectos que tienen que ver con la corrección de la lengua general, como comentarios

relacionados con la correcta pronunciación de una voz (ortoepía), con la ortografía, observaciones acerca del nivel fonético, morfológico, sintáctico; notas acerca del uso de adjetivos, verbos y formas verbales, afijos o interjecciones; monografías en torno a los usos preposicionales; reflexiones en torno a la pragmática, a la nomenclatura lingüística y gramatical en sí misma, a los gentilicios o a voces hápax, por ejemplo.

3.1. Ortoepía Como un ejemplo de obra normativa, en el Diccionario de Román pueden encontrarse observaciones respecto a la correcta pronunciación de una voz. Algo usual, sobre todo, en voces extranjeras, como en Waterloo: Waterlú pronuncian muchos, tomándolo por nombre inglés. Sépase que es belga, porque es aldea del Brabante; debe pues pronunciarse como se escribe. (1916-1918) Información, por ejemplo, que no la encontramos en ninguno de los diccionarios consultados de nuestro corpus.

3.2. Ortografía No pueden faltar las observaciones relacionadas con la ortografía, sobre todo en un país como Chile, en donde la tradición ortográfica tuvo unos derroteros particulares. Román, sin ir más lejos, fue uno de los mayores detractores en vida de la ortografía chilena y, vez que puede, da cuenta de ello desde los espacios de los prólogos, para principiar: Por esta misma razón somos enemigos también de la llamada ortografía chilena o de Bello, y más enemigos aún de que el Gobierno se meta a legislar en esta materia. Si así lo hiciera cada nación, resultaría que en poco tiempo tendríamos tantas ortografías como naciones hablan bien o mal el castellano, sin contar los novadores más o menos audaces, que también querrían singularizarse con la suya. Y en tal caso, ¿qué sería de la lengua, si cada cual le pone el traje que su fantasía o capricho inventa como mejor? En poco tiempo quedaría tan desfigurada, que no la conoceríamos los mismos que la hablamos. (1908-1911: xii) Para Román fue la ortografía chilena un error y no deja de pedirle al gobierno, en la figura del ministro de instrucción, que legisle al respecto y que “enmiende el yerro que cometió cuando decretó para Chile una ortografía especial” (1908-1911: xii). Asimismo, propone un homenaje: “Qué oportuno habría sido haber rendido este

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homenaje a la madre España en el Centenario de nuestra Independencia!” (19081911: xii). Homenaje que refleja, de alguna forma, la estrecha relación de Román con España (país, a todo esto, que jamás conoció), a tal punto que el homenaje que propone sea, asombrosamente, honrando al país con el que se han cortado los vínculos de pertenencia, a partir de la incorporación de la ortografía española: “Aboliendo ese ilegal y malhadado decreto, habríamos dado prueba de cordura y de amor a España y a la lengua que ella nos legó. Pero todavía es tiempo, si hay voluntad de hacerlo” (1908-1911: xii). Por esta razón, vez que puede, a lo largo de su diccionario, Román da cuenta de la inoperancia de la ortografía chilena, como en parte del artículo lexicográfico que dedicó a la y: Chilenismo ortográfico, pero del cual nos vamos ya enmendando, es el escribir con i las palabras que la Academia y todos los que hablan castellano escriben con y. No entrará el autor de esta obra, por creerlo ajeno a su propósito, a repetir lo mucho que se ha escrito en pro y en contra de esta letra como vocal; pero sí dirá que en esto se conforma enteramente con la práctica de la sabia corporación, guarda y defensa de nuestro idioma (1916-1918: s.v. Y). Otro interés, fuera de desterrar la ortografía chilena, es el pedagógico, pues Román busca que el hispanohablante conozca y domine bien la ortografía de su lengua. Veamos un caso en donde se puede ilustrar bien su interés normativo, absolutamente crítico, incluso, con la Academia: 1.

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Apesar, m. adv. según la Academia, debe escribirse separado (á pesar). Es de necesidad que la ilustre Corporación dé una norma fija para la escritura de expresiones como esta, que, aunque compuestas de dos o más palabras, se usan siempre invariables. El uso de los doctos no es en esto uniforme, y la misma Academia participa también de esa vacilación; así, al paso que escribe sobremanera y sobre manera, y en la 12.ª edición del Dicc. sobretodo y sobre todo, divide en dos palabras a sin embargo, no obstante. La cuestión merece estudiarse bien y en toda su extensión, y desde luego podemos indicar las clases de palabras a que debe concretarse, que serían tres: 1.ª las que forman verdaderos sustantivos, como hazmerreír, correveidile, siesnoes, nosequé (estos dos últimos los escribe aparte el Dicc.); 2.ª las expresiones adverbiales compuestas de preposición y nombre, inclusas las latinas, como, además, de las dichas, á sabiendas, á tontas y a locas, en efecto, a priori, ad libitum; y 3.ª las demás locuciones latinas compuestas de dos o más voces, como viceversa, vía crucis, verbi gratia, Tedéum, non plus ultra, sine qua non. Bueno sería para todo esto reglas claras y precisas. (1901-1908)

Por ese sesgo normativo de su Diccionario, Román insta a “estudiar bien y en toda su reflexión” aspectos de la morfología composicional y de fraseología. El reclamo normativo en cuestión se basa en cómo deben escribirse las voces compuestas; en rigor, los compuestos invariables, como la voz a través. Para ello la petición es clara: se debe entregar una norma fija, puesto que no la hay. Es más: no hay uniformidad al respecto y la misma institución vacila. En rigor, lo que le exige el sacerdote a la Academia es determinar cuándo una voz se escribe junta o separada; es decir, una norma en relación con la escritura de las unidades léxicas y cómo se pasa de una expresión compleja a una palabra gráficamente simple. ¿Y qué constituye una palabra gráficamente simple, en rigor? Para ello, no vamos tan lejos para responderle al diocesano; vamos a lo que él debería haberle exigido a la Ortografía académica que habría manejado en su época y que no lo dejó satisfecho. Por la misma razón, no le respondemos con monografías de morfología composicional ni con lo que nos pueda decir la última Gramática académica. No: le respondemos con la última edición de la Ortografía que manejamos nosotros (2010: cap. V) donde, por palabra simple, se entiende, desde un punto de vista gráfico, justamente, la representación gráfica flanqueada por espacios en blanco; desde un punto de vista prosódico, la posibilidad de constituir una unidad acentual autónoma, susceptible de recibir un acento léxico primario; desde un punto de vista semántico, que presente significados unitarios y estables y desde un punto de vista morfosintáctico, la inseparabilidad de sus elementos y su fijeza formal o que entre dos palabras se pueda intercalar un elemento, así como, claro está, que puedan desempeñar funciones sintácticas (cfr. Ortografía 2010: 520-521). El problema radica en que las expresiones complejas, en algunos casos, van adquiriendo de modo paulatino las propiedades que caracterizan a las palabras simples, propiedades como las prosódicas y morfológicas. Por ser un proceso lento es frecuente que este tipo de unidades léxicas generen dudas y dilemas a los hablantes al momento de escribirlas hasta el día de hoy. Más si algunas, dependiendo de si se escriben juntas o separadas, cambian de significado, como algunas que el sacerdote cita en su nota (sobre todo, sobretodo). Por ejemplo, el primer grupo que el sacerdote menciona, el de las palabras compuestas con función nominal fueron, en su origen, voces pluriverbales y muchas de ellas pueden aparecer escritas, justamente, de esa forma, es decir, con la confluencia de varias palabras gráficamente independientes, como sucede con las dos últimas que el sacerdote compone pero que, hasta la actualidad, siguen escribiéndose de forma separada: si es no es y no sé qué. El hecho de que adopten una grafía unitaria es que, por

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las razones prosódicas y morfológicas antes referidas, empiezan a funcionar como palabras simples, es decir, poseen un acento único y primario, que corresponde al último de sus componentes y porque la flexión morfemática (sea nominal o verbal) se da en el segmento final. Muchas veces, sin embargo, el uso puede seguir evitando la grafía unitaria (arco íris, medio ambiente), por más que la norma lo aconseje; o bien, siguen escribiéndose separadas, por lo que, tanto a nivel prosódico como morfológico, siguen manteniendo una autonomía. Respecto a los apartados dos y tres que pide Román que se dé una norma fija en cuanto a su grafía, pasamos a otro grupo sintáctico: el de las locuciones. El lema del artículo lexicográfico mismo, locución adverbial y lematizado por la tradición toda como a pesar (no es hasta la edición usual de 1984 donde se alterna con a pesar de y en la última edición, de 2014 solo como a pesar de, locución preposicional), es la locución preposicional a pesar de, que sigue escribiéndose por separado. Sin embargo, hay casos en que se generan procesos de cohesión, con los efectos prosódicos y morfológicos ya considerados, también paulatinos, por lo que se produce confusión y dilemas ortográficos por parte de los hablantes, tal como podemos apreciar, hace un siglo atrás, con el mismo Román. El verdadero problema se da cuando la grafía, junta o separada, va de la mano con cambios semánticos y funcionales, como es el caso citado de sobre todo usado como sobretodo y, desde un punto de vista de frecuencia el de sobremanera y sobre manera (cfr. Ortografía 2010: 549). Para el apartado tres, el uso sigue pidiendo que se escriban, justamente, como locuciones y, por su condición de expresiones en otras lenguas, se escriban con comillas o cursivas y sin acentos gráficos, salvo que con el tiempo de ellas se formen palabras, latinismos, en efecto, adaptados a la lengua española, tal como sucede con tedeum (con modificaciones a como lo escribe Román) o viceversa, por ejemplo. O viacrucis, tomada como locución y cohesionada tanto en la última edición de la Ortografía y del diccionario académico. La tradición lexicográfica, rastreamos, también da cuenta de este apesar, como en Uribe (1887) para Colombia, quien solo entrega la equivalencia; Ortúzar (1893) para Chile e Hispanoamérica, quien es más enfático: “No hay tal palabra” y Echeverría y Reyes (1900) para Chile. 2. Uvé, f. Nombre que daban las gramáticas y silabarios a la ve (v), porque antiguamente tenía valor de u y de v. “Y, porque usamos de dos maneras de u, decía Juan de Valdés en su famoso Diálogo, una de dos piernas y otra casi redonda, habéis de saber que destas yo no uso indiferentemente, antes tenga

advertencia que nunca pongo la u de dos piernas sino cuando la v es vocal.” Cotarelo, Secretario de la Academia Española, estudiando en su Fonología Española el uso y valor de la b y v, dice que es claro que habría que adoptar otro nombre para la v consonante, y “el más propio sería ubé, que indica la naturaleza y oficio de la letra, y es breve.” Uvé preferimos nosotros, porque la confusión de la u es más con la v que con la b. El Dicc. la llama u consonante, nombre que no satisface enteramente, porque la figura de la letra es distinta de la u; y, aunque en otro tiempo así se llamara, hoy debe calificarse de anticuada esta dominación. (1916-1918). En este caso, toca Román un problema de larga data respecto al campo ortográfico: la nominación de < v >. Bien se sabe que el grafema < u > en latín era una variante de < v >, que era la letra capital, frente a su par minúscula. Por la misma razón, se usaban ambas como variantes ya en la tradición hispánica. A lo largo de los siglos XVI y XVII estas variantes fueron especializando sus usos para que, finalmente, < u > representaría el fonema vocálico y < v > el consonántico, de allí es relevante el dato que nos da Juan de Valdés, puesto que él seguía no distinguiéndolas. Después de esta distinción y autonomía, se sitúa, dentro del orden alfabético, junto a la anterior letra a la que estuvo vinculada: < u >, < v >. La última edición de la Ortografía (2010) se condice con lo que afirma Román, puesto que uve no aparece en el Diccionario usual hasta el Suplemento de la edición de 1947 y en la Ortografía hasta la edición de 1969: “En un principio, la v se denominaba por escrito v consonante o u consonante por oposición a la u vocal con la que compartió oficios durante siglos” (2010: §5.4.3.). Sin embargo, Román queda desactualizado, pues desde la edición usual de 1869 que pasa a llamarse ve (ya en el diccionario de la editorial Gaspar y Roig 1855): “Durante mucho tiempo esta fue la única denominación reconocida para la v en las obras académicas, lo que explica su arraigo y actual vigencia en el español de América” (2010: §5.4.3.), siendo su propuesta, empero, la que se impone: “El nombre uve nace de la necesidad de distinguir oralmente los nombres de las letras b y v, ya que las palabras be y ve se pronuncian del mismo modo en español. Precisamente esta virtud distintiva del nombre uve es lo que justifica su elección como la denominación recomendada para la v en todo el ámbito hispánico” (2010: §5.4.3.).

3.3. Fonética Román es hijo de su tiempo y, lo más probable, las noticias respecto a los estudios relacionados con el cambio fonético le venían, algunas veces, de obras hoy más bien desautorizadas, como los trabajos de Monlau (sobre todo su Diccionario etimológico de 1856) o, por el contrario, como el mismo diocesano se encargaba de citar, sus argu-

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mentos, citas y noticias se fundamentaban en sus lecturas de un primer Menéndez Pidal (su Manual elemental de gramática histórica española de 1904), por ejemplo. Fuera de ello, podemos constatar que muchas de sus observaciones son más de aficionado que de un entendido, si comparamos estas, en el entorno chileno, con los Estudios chilenos de Rodolfo Lenz, por ejemplo (1892-1893), pero esto no quita que haya una constante intuición lingüística, que ayuda muchísimo en la descripción de una serie de fenómenos de diversa índole. Como sea, bien sabemos que uno de los grandes aportes de la lingüística histórica del siglo XIX fue, por un lado, demostrar que el cambio fonético era regular, las más veces, así como, por otro lado, establecer este cambio como objeto de estudio científico. Comentarios y notas acerca del español general, el español hablado en América o en Chile, por lo tanto, van apareciendo a lo largo de los cinco volúmenes del Diccionario de Román. Veamos algunos casos.

3.3.1. B y V B. Si aún los mismos españoles confunden en la pronunciación el sonido de la b con el de la v (lo que no sucede en los demás idiomas), no es raro que lo hagamos también nosotros. Y lo peor es que es un mal sin remedio, porque ya el idioma está formado así, como lo prueba la rima poética, que es un signo característico para el oído. Por eso el poeta castellano, que nunca aconsonantará gozo con gracioso, ni hallo con bayo, ni leyes con entregues, sin el menor escrúpulo hace rimar a estaba con esclava, sin que el oído se resienta de ello ni se lo censure el Aristarco más severo. Por esta dificultad de distinguir en la pronunciación ambas letras, suelen los colegiales diferenciarlas en los nombres, llamándolas respectivamente be larga y ve corta, o be de burro y ve de vaca. Sin embargo, a pesar de esta confusión, distingámoslas siempre en la escritura, y aun en la pronunciación cuando está precedidas de m o n, para que no se altere el sonido de estas letras. Así, no debe pronunciarse embocar lo mismo que invocar: para el primero se cierran los labios al pronunciar la combinación mb, y para el segundo debe juntarse la lengua al paladar para acabar de pronunciar la n, y después se pronuncia la v; casi lo mismo que si se escribiera ind-vocar o int-vocar, pero pronunciado muy suavemente esa d o t ficticias. Tan delicada ha sido la Academia en conservar en estos casos el verdadero sonido de la v, que ha preferido apartarse de la etimología latina escribiendo n en vez de m en voces como circunvalar, coranvobis41, triunviro; porque, si se hubieran escrito con m, habría sido imposible pronunciar la v, a no ser dividiendo en dos cada palabra. (1901-1908).

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Desde la edición del usual de 1992, como coramvobis.

V. Como otra prueba más de la igualdad de sonido de la b y de la v para los españoles, nótese estas palabras de Don juan de Iriarte: “Por tener en nuestra lengua la V consonante el mismo sonido de la B” (Disc. IX). Recuérdese también la mutua vaya que se dan los estudiantes españoles y alemanes por la pronunciación de b y v. “¡O beati germani, dicen aquellos, quorum Deus verus est Deus ferus! ¡O beati hispani, contestan estos, quibus bibere, vivere est! […]” (1916-1918). Toca, Román, una de las cuestiones fonológicas más interesantes en lengua española: la situación de b y v y su consiguiente (y universal, en lengua española) problema de la biunivocidad entre fonema y grafema (Contreras 1994)42. Podemos hacer un rastreo de actitudes entre un Román prescriptivo (1901-1908) y un Román más bien descriptivo (1916-1918), respectivamente, en sendos artículos. El primer Román habla de una “confusión” entre ambos fonemas, algo que “lo peor es que es un mal sin remedio, porque ya el idioma está formado así”. Es decir, se presenta una constatación de una realidad, aunque él no esté de acuerdo con ella. El segundo Román ya no hablará de “confusión” ni de “mal sin remedio”: solo se limitará a justificar la “igualdad del sonido” para ambos grafemas. Queremos analizar la actitud de Román contrastándola con la de sus pares contemporáneos y, además, con los estudios fonéticos y fonológicos de su contexto. En primer lugar, debemos pensar que Román, más cercano a Bello, debió de beber las reflexiones del venezolano, quien, en sus Principios de la ortología y métrica de la lengua castellana (1981 [1835]), comentaba que: “Aún no está decidido si los dos signos b y v representan hoy en castellano dos sonidos diferentes o uno solo” (1981 [1835]: 16-17). Sin embargo, Bello seguía pensando que: “la mayor parte pronuncian b y v, pero sin regla ni discernimiento, y sustituyendo antojadizamente un sonido a otro” (1981 [1835]: 17), algo que, a efectos prácticos, generaba un problema de tipo fonológico: “de lo que resulta el no poderse distinguir muchas veces por la sola pronunciación vocablos de diverso sentido, como bello y vello, basto y vasto […]” (1981 [1835]: 17), algo que, en esa voluntad pedagógica del venezolano, deriva en una suerte de caos: “Si no se distinguen los valores de estas letras, quedan reducidas las articulaciones castellanas a veinte” (1981 [1835]: 17). Por lo que constata lo que Román hará después: “el uso incierto y promiscuo que suele hacerse de estos signos y el considerarlos como equivalentes en la rima” (1981 [1835]: 17). A lo que se

No hay que olvidar que la indistinción no se restringe solo al español: “La pronunciación de la v latina como [b] a [β] (según la posición) es un fenómeno del castellano que se da también en la mayor parte del catalán y en buena parte del portugués europeo con todo el gallego; existe asimismo en el sur de Francia, del gascón a las hablas del Languedoc occidental; tampoco hay labio-

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dental en vasco” (D. Alonso 1972: 215).

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resuelve su propuesta: “Suponiendo que deba hacerse cierta diferencia entre b y v, que es a lo que yo me inclino” (1981 [1835]: 17). Cuervo, por su parte, en las primeras ediciones de sus Apuntaciones (1867-1872, 1876, 1885), no se detiene en reflexionar sobre el fenómeno y solo hace aseveraciones del tipo “El cambio de b en v [...] y viceversa, es ordinario al pasar los vocablos de una lengua a otra y aún dentro de una misma” (1867-1872: § 334, 1876: §371, 1885: §374). Hacia finales del siglo XIX, dentro, ya, de la lexicografía contemporánea a Román, Batres Jáuregui habla de confusión en la pronunciación: “No es extraño que, en Guatemala, como en las demás repúblicas latino-americanas, confundamos en la pronunciación la b con la v, dado que en la mayor parte de España sucede lo mismo, excepto en Valencia y en algunos otros puntos” (1892: s.v. b). Por su lado, Ortúzar (1893), al igual que el primer Román, también veía en esta indistinción “un mal sin remedio”: “Hoy, añade Monlau, no tiene ya remedio tal confusión; para remediarla, fuera menester dar a la b una fuerza que no tolerarían los oídos castellanos” (1893: s.v. b), mal del que: “han resultado dificultades sin cuento en la ortografía” (1893: s.v. b). Más cercano al segundo Román, dentro del mundo lexicográfico hispanoamericano, será Ramos y Duarte (1896), quien parte su artículo lexicográfico, de carácter histórico, de la siguiente manera: “La B ha tenido muchos cambios en la ortografía de las palabras: en V, en Ávila, Sevilla, maravilla […] que en su origen la tenía (Abula, Sebilla, mirabili […])” (1895: s.v. b). También será descriptivo el segundo Cuervo, quien en sus Apuntaciones de 1907 y 1914, afirma: “los dos signos b y v representan hoy un sonido único en castellano, bilabial, fricativo, que representamos aquí con la v” (1907: §726) y más: “que la v como se pronuncia en francés o en inglés, no se conoce hoy en nuestra lengua y que es reprensible afectación imitarla” (1907: §726, 1914: §12). Afectación, constatamos, se opone al plan de Bello, quien propone articular la diferenciación. Mas, en rigor, ¿era pertinente la articulación restitutiva de Bello? ¿O sería una afectación inútil, dada la universalidad de la indistinción, salvo en determinados contextos? Cano (2004 a: 830), por ejemplo, parece apoyar la tesis de D. Alonso (1972), quien señalaba que, desde fines del siglo XVI “en recuerdo y la defensa de la distinción” era solo cuestión de “dómines y de la pedantería” (1972: 280-283). Como sea, hay una voluntad en Román clara en lo ortográfico: “a pesar de esta confusión, distingámoslas siempre en la escritura” y con esto se acerca a la postura etimologista de la RAE. Postura la cual, en pos de la fonética, no es absoluta: “Tan delicada ha sido la Academia en conservar en estos casos el verdadero sonido de la v [en el caso de circunvalar, coranvobis, triunviro], que ha preferido apartarse de la etimología latina escribiendo n en vez de m”.

3.3.2. Sobre la inestabilidad de las líquidas Breñal o breñar, m. Sitio o paraje de breñas. La l, dice Monlau, es homófona de la r, y permútanse una en otra con suma facilidad, y esto en todas las lenguas y dialectos; hecho fónico que está muy en la naturaleza, puesto que ambas letras no son más que grados diferentes de una misma vibración lingual. Sin hablar por ahora de los que las trastruecan en medio de dicción, diciendo, por ejemplo, sordado, arbañal, arcachofa, nos contraeremos a las terminaciones al y ar de los sustantivos, que por la razón apuntada suelen confundirse; lo cual no es raro que suceda en el pueblo, cuando aún el mismo Dicc. no se ha atrevido a resolver la cuestión y ha dejado muchos de estos nombres con ambas terminaciones; como breñal y breñar, calcañal, calcañar y carcañal, cascajal y cascajar, castañal y castañar, encinal y encinar, juncal y juncar, manzanal y manzanar, alfalfal y alfalfar, arvejal y arvejar, platanal y platanar, etc. En Chile dicen malamente las personas de mediana instrucción delantar por delantal, pajal por pajar, sandial por sandiar, y otros que irán saliendo en su lugar. Para esto no hay regla fija que poder seguir, como se ve por el doble uso del Dicc.; sin embargo, de algo puede servir, porque tiene su fundamento en la fonética, la observación de Cuervo a este respecto, que “la terminación al de adjetivos y sustantivos se convierte en ar si el primitivo tiene l hacia su fin”. Así se dice particular, popular, militar, olivar, palmar, melonar. (1901-1908) En el caso de las variantes breñal o breñar, Román se basa en las observaciones que hace Monlau (1856) en su diccionario etimológico. Como es usual en la obra de Román, la demanda va directamente al diccionario académico respecto a las vacilaciones en el uso de líquidas. Román integra, para esta disyuntiva, lo propuesto por Cuervo en sus Apuntaciones (1885, §685). Constatamos, además, que para Román hay dos tipos de metátesis de líquidas: una tipo estándar, donde hay variantes y una tipo subestándar, donde, más que variantes, hay una opción que Román desaconseja. El primer tipo, del que forma parte el artículo lexicográfico breñal o breñar, nos remite a un problema interesantísimo: los casos en que hay vacilación respecto al uso de las variantes, quizás con preeminencia de alguna de las dos por diferentes razones. Veamos qué sucede con estas voces al día de hoy:

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Variantes

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Vigencia de ambas variantes en la edición usual de 2014

Tipo de tratamiento de alguna de las dos variantes

Claridad respecto al tratamiento de las variantes

breñal y breñar



breñar remita a breñal y aparece marcada como poco usada. Asimismo, al revisar el NTLLE se ve que breñal es la forma que primero se diccionariza (ya, en la tradición lexicográfica bilingüe)

breñar es poco usada

calcañal, calcañar y carcañal



calcañal y carcañal remiten a calcañar. No hay marca diasistémica en ninguna de las variantes

Las tres se usan, con la preeminencia de calcañar, que es la remitida. DPD informa que es preferible la forma calcañar a la de sus variantes calcañal y carcañal “de uso menos frecuente en el habla más culta”, con lo que es la primera referencia diastrática de las variantes.

cascajal y cascajar



Ambas voces poseen sendas definiciones referidas a lo mismo. Cascajal desde la edición de 1925 dejó de remitirse a cascajar. La diferencia es que cascajar, además, posee una segunda acepción relacionada con el lagar.

Las dos se usan con el sentido base, sin remisión, actualmente de una sobre la otra. Se privilegia el significado relacionado con el lagar en cascajar.

castañal y castañar



castañal remite a castañar. No hay marca diasistémica en ninguna de las variantes

castañar es la remitida.

encinal y encinar



encinal remite a encinar. No hay marca diasistémica en ninguna de las variantes

encinar es la remitida.

juncal y juncar



Ambas voces poseen sendas definiciones referidas a lo mismo.

Las dos se usan con el sentido base, sin remisión, actualmente de una sobre la otra. Hasta la edición de 1992, juncal con esta acepción remitía a juncar.

manzanal y manzanar



Ambas voces poseen sendas definiciones referidas a lo mismo.

Las dos se usan con el sentido base, sin remisión, actualmente de una sobre la otra. Hasta la edición de 1956, manzanal remitía a manzanar.

alfalfal y alfalfar



alfalfal remite a alfalfar. No hay marca diasistémica en ninguna de las variantes

alfalfar es la remitida.

arvejal y arvejar



arvejar remite a arvejar. No hay marca diasistémica en ninguna de las variantes

Arvejal es la remitida.

platanal y platanar



platanal remite a platanar. No hay marca diasistémica en ninguna de las variantes

Platanar es la remitida.

3.4. Morfología Bueicito, m. diminutivo de buey. La forma correcta es boyezuelo, indicada en el Dicc. y usada por los clásicos. Tampoco son contra la Gramática las formas bueyecillo, bueyezuelo, bueyecito, boyecico y boyecito, pero sí lo es el chilenismo bueicito, porque “los monosílabos terminados en consonante, inclusa la y, exigen las terminaciones ecito, ecillo, ecico, ezuelo, ichuelo, achuelo”. (Gram. de la Acad.) Muy violada, o mejor dicho, enteramente ignorada es en Chile esta regla del idioma; por lo cual no hay casi un monosílabo que escape bien con su diminutivo. Así malamente decimos florcita, piecito, malcito, salcita, solcito, pancito, reicito, diosito (¡por Diosito!), parcito, tecito, trencito, mielcita, pielcita, planito, librándose del estropeo estos pocos: crucecita, diececito, lucecita, nuececita, tosecita y vocecita. Las únicas excepciones que admite la Academia son ruincillo y los nombres propios de personas, como Blasillo, Gilito, Juanito. (1901-1908) El estudio de los morfemas apreciativos no ha estado exento de dilemas y problemas al momento de estudiarlos, clasificarlos y delimitarlos (cfr. la interesante historiografía que presenta Lázaro Mora 1999 al respecto). Como sea, la finalidad del recurso apreciativo es hacer más significativo el mensaje, para despertar en el oyente sentimientos emotivos (cfr. Lázaro Mora 1999: § 71.3) o, en otras palabras, tal como lo explicó Alonso (1951), en el caso del diminutivo, su inclusión posee una función absolutamente dialógica, donde la relevancia está en el oyente (por ejemplo, al mendigar o pedir algo).

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En el caso de bueicito tenemos una realización característica del siglo XIX y gran parte del XX en Hispanoamérica: el sufijo apreciativo –ito, -ita, del que el diccionario de Cuervo ya hacía referencia (cfr. 1907 §863) y, posteriormente, la Nueva Gramática (2009: §9.1j) constata como el más extendido en la lengua española en la actualidad. El sufijo apreciativo -ito, -ita, parte del grupo de los diminutivos, nos lleva a las clásicas reflexiones que se han enunciado respecto a estos sufijos. Alonso, por ejemplo, destacó el aspecto afectivo del diminutivo: “destaca su objeto en el plano primero de la conciencia. Y esto se consigue no con la mera referencia al objeto, a su valor, sino con la representación afectivo-imaginativa del objeto” (1951: 197). Pottier, en cambio, desde otra postura, relativiza y afirma: Es evidente la fragilidad de semejantes clasificaciones. Así como en el campo de la expresión es casi imposible enumerar los distintos ‘matices’ de las e abiertas en francés […], tampoco es posible apurar los ‘matices’ de un diminutivo, que dependen del contexto semántico, de la raíz a la que va unido, etc. Por el contrario, enseña la fonología que no existe más que una e abierta en francés, y de igual forma el estructuralismo que tratamos de precisar nos enseñará que no existe más que una representación para el diminutivo (1976 [1953]: 170).

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Lázaro Mora está cerca de la postura de Alonso, hasta el punto de pretender radicalizarla y proponer que los sufijos diminutivos aminoran el tamaño del objeto significado “pero con una simultánea capacidad para la expresión afectiva, apreciativa, que puede ser exclusiva cuando el objeto no puede sufrir variación de tamaño” (1999: § 71.2). Como sea, dentro del paradigma de diminutivos, a saber: –illo (con sus respectivos –cillo, -ecillo); -ico (con sus respectivos –cico, -ecico) e –ito (con sus respectivos –cito, -ecito), –illo era el de más vitalidad en la lengua medieval y con acusado desgaste a partir del siglo XV. Asimismo, frente a lo marcadamente afectivos de –ito e –ico, en –illo, por el contrario, lo es en su afán de disminuir alguna cosa, sin ninguna otra consideración, como afirma Juan de Miranda, citado por Lázaro Mora (1999: § 71.2). Queremos insistir en estas reflexiones, puesto que en el uso de los diminutivos en Hispanoamérica podemos comprobar el peso afectivo que poseen estos. Por ejemplo, se dan como uso normal diminutivos que en el español peninsular resultan infrecuentes o extraños (cfr. Lázaro Mora 1999). Sin embargo, en estas reflexiones, estamos más cercanos a lo que postula Horcajada (1987-1988) respecto a evitar repetir “el manoseado tópico del abuso del diminutivo entre los hispanoamericanos” (19871988: 61) y, más bien, reconocer las limitaciones que ha tenido, hasta hace poco tiempo, las reglas de derivación de los apreciativos. Para este fin nos sirven las reflexiones de Lázaro Mora, justamente, porque descarta de lleno la situación del diminutivo en

Hispanoamérica. Nos sirven, justamente, para dar cuenta de la continuidad o no de algunas de las rabietas de Román respecto al buen uso de los diminutivos. Por ejemplo, Lázaro Mora presentará algunos casos en el “español estándar” de algunas de las hipótesis más sobresalientes del proceso derivativo donde se hace uso del morfema apreciativo. Por ejemplo, para las soluciones fonológicas, presenta dos de las derivaciones que Román desacredita, en consonancia, entonces, con nuestro diocesano: pan > panecito, frente a pancito; pie> piececito, frente a piecito. En efecto, Lázaro Mora afirma que los monosílabos que admiten la derivación con –ito siempre lo hacen mediante la inserción de –ec-, cualquiera sea su terminación (1999: §71.7), como en el citado panecito; tren > trenecito, frente a trencito; plan > planecito, frente a planito; dios > diosecito, frente a diosito; rey > reyecito, frente a reicito. Asimismo, Lázaro Mora presenta como posible excepción “en la lengua con un marcado carácter afectivo” el uso diminutivo hispanoamericano diosito. Es decir, en 1999, en una gramática descriptiva, se seguía afirmando que “los vocablos de una sílaba, o no permiten la derivación, o lo hacen siempre con mediación del infijo –ec-” (1999: §71.7, nota 26). Este tipo de observaciones no eximen algunos estudios donde se dé cuenta de la diatopía. Horcajada, por ejemplo, haciendo crítica, justamente, de un anterior estudio de Lázaro Mora con la misma postura, afirma: “Sin embargo, este microsistema derivativo difiere profundamente en los distintos países del dominio hispánico y, por tanto, cualquier tentativa de reducirlo a un modelo único está condenada de antemano al fracaso” (1987-1988: 56). Justamente, Horcajada habla respecto al uso del diminutivo en Argentina, Chile, Ecuador, Costa Rica donde algunos de los casos que Román proscribe, como florcita, pancito, solcito, salcita, parcito, realidades descritas: “se aviene mal con la regla que exige –ecito para la totalidad de los monosílabos” (1987-1988: 57). Y sentencia: “Esta regla se torna inservible cuando vemos que en ciertas hablas el número de excepciones es superior al de voces que la cumplen. El error no es evidentemente de los hablantes que dicen salcita, parcito, pancito y otros diminutivos, sino de quienes pretenden reducir un problema complejo al tradicional esquema de regla + excepción” (1987-1988: 57). Es más, Horcajada postula que estas realizaciones que Román ve, justamente como desviaciones de un sistema único, deberían ser tratadas como formas regulares que obedecen a reglas distintas de las establecidas por la tradición gramatical. Y, en efecto, la regla académica describe solo el funcionamiento de uno de los sistemas de apreciativos que coexisten. La Nueva Gramática (2009), por el contrario, y siguiendo la línea de Horcajada, ya no critica, sino describe y hablará de variantes morfológicas sin más.

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3.5. Sintaxis 3.5.1. La fugacidad de las concesivas Reflexiones en torno a las concesivas o fenómenos como el voseo, entre otros aspectos sintácticos, son los que pueden ir apareciendo, desperdigados, en el Diccionario de Román. Veamos un caso de concesiva: Aun bien, loc. Que no aparece en el Dicc. De la Academia ni en el de Cuervo, pero que acepta Puigblanch como más castiza que a bien, que tampoco aparece en ninguno de los dos Diccs. Como es tan curioso, al par que poco conocido, lo que sobre ambas locuciones escribió el célebre gramático, no podemos resistir al deseo de copiar los dos pasajes, en que, puede decirse que agotó la materia. Helos aquí. “También me censura [Villanueva] el aun bien que uso, diciendo que solo podría tolerarse en un manolo de Madrid; pero que un español culto diría a bien. Bueno es V. Por cierto, Sr. Dr. Villanueva, para decidir lo que es culto y no culto en materia de lenguaje castellano; díganlo si no las muchas expresiones suyas vulgares que entre las demás faltas le he notado, así en el presente como en el pasado Opúsculo. Lo cierto es que, analizando etimológicamente el a bien, no presenta elementos de que se forme, mientras que el aun bien es el aunque y el bien que combinados. Más diré. El tan usado aunque es una abreviación de aun bien que; de modo que no cabe duda en cuanto a que la verdadera conjunción es aun bien, o mejor, aun bien que, ya que es una corrupción de ella el a bien”. En las Correcciones y adiciones de su obra agrega: “Abbene dicen los italianos, contraído de anco bene, sin ningún inconveniente, por cuanto la b duplicada, cual la escriben y pronuncian, recuerda aquel origen y significado, a imitación del cual adverbio parece haberse formado el castellano. Si en apoyo del aun bien se me pide un texto, dice en el Quijote (Part. II, c. LXIX) Sancho Panza, y no en lenguaje patán sino en culto, cual suele darle, y cual se le critica a Cervantes, “aun bien que ni ellas me abrasan, ni ellos me llevan”, hablando de las llamas y los diablos que veía pintados en su coroza y sambenito en el patio de la casa del Duque; y en la misma citada comedia del Diablo Predicador dice Fr. Antolín, el lenguaje del cual, aunque fraile glotón, en que nada huele a refectorio, “aun bien que no soy de misa”, respondiendo al Guardián que le decía haber incurrido en irregularidad, por haberle a un muchacho aplastado las narices de una pedrada. En fin, si el lenguaje de un canónigo que habla a su Deán y Cabildo puede en su opinión de V. No ser el de un manolo, usa el aun bien para con el de Valencia el Abad y Canónigo de aquella Iglesia D. Francisco de Sandoval, contemporáneo de Cervantes, diciendo “aun bien que espero desempeñar la brevedad que en este libro afecto”43. El moderno a bien en el sentido de aunque es el

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Hemos decidido extender el contexto para un mejor análisis: “fuera de las grandezas de esta noble ciudad, no alcanzadas hasta agora en parte, ni en parte sabidas, en ofensa suya, por lo falso de sus relaciones, aun bien que espero desempeñar la brevedad que en este libro afecto dilatándome donde se acaben de conocer, la antiguedad desta noble población”. 43

abbene estropeado, y por consiguiente, un italianismo”. En su comedia Pedro de Urdemales, dice también Cervantes: “Aun bien que aquí hay teniente, Corregidor y justicia”. En el Persiles lo usa asimismo varias veces44, e igualmente los demás clásicos. (1901-1908: s.v. aun) En este artículo, Román solo se limita a citar a Puigblanch quien, según nuestro diocesano, “agotó el tema” respecto a esta concesiva. Román, en rigor, se centra y cita los Opúsculos gramáticos-satíricos del Dr. D. Antoni Puigblanch contra el Dr. D. Joaquin Villanueva: escritos en defensa propia, en los que tambien se tratan materias de interes común (1828), así como de las Correcciones y adiciones de esta, presentes a manera de apéndice en la misma obra. Sin querer extendernos en el trabajo de Puigblanch, su obra e importancia, solo queremos señalar que la primera reflexión metalingüística de la concesiva en cuestión la encontramos en este texto. Román, fuera de citar los comentarios de Puigblanch, solo se limita a aportar con un par de autoridades del siglo XVII: una como cita y otra mención. Este proceder era marcadamente usual en el trabajo lexicográfico del diocesano; ese de tomar largos extractos de otros autores y adjuntar alguna que otra adición, sea como complementación, sea en contraargumentación. Respecto al artículo lexicográfico y la realización que está puesta en duda, pensamos que, más que el aun bien que legitiman Puigblanch y Román, tenemos un aun bien que, es decir, una concesiva propia, en donde ese bien (siguiendo a Cuervo 1885: §374) tiene modernamente un valor de permisión, es decir, “sin inconveniente”, de donde procede el valor para determinar algunos adverbios en sentido concesivo pleno (cfr. Si bien en Montolío 1999: §57.9.2.2) e históricamente ha funcionado con un carácter focal que debilita el contenido de la oración anterior y, justamente, con su posición inicial, anticipa la concesividad (Pérez Saldanya y Salvador 2015: §30.8.4). Este tipo de concesiva es usual en el mundo románico (respecto a los posibles influjos, entre lenguas románicas, ver Pérez Saldanya y Salvador 2015: §30.8.4.1), aunque de poca frecuencia en lengua española, por ello esa referencia al uso “curioso” para Román, es algo que seguimos comprobando con la Nueva Gramática, en donde se incluye la locución en el apartado (aun) bien que y se caracteriza como “muy rara en la lengua actual […] de escaso uso en el español contemporáneo” (2009: § 47.16m). Si bien la locución no aparece en Cuervo ni en obra académica alguna, alega nuestro sacerdote,

Agregamos algunas citas: “—Aun bien—dijo Rosamunda—que tengo aquí un cuchillo con que podré hacer una o dos puertas en mi pecho, por donde salga el alma, que ya tengo casi puesta en los dientes en sólo haber oído este tan desastrado y desatinado casamiento”. (p. 87); “—Aun bien —dijo Cloelia— que traigo conmigo las joyas de mi señora”. (p. 173); “—Aun bien —replicó Marulo— que esté mi hijo cogiendo guindas y no espulgándose, que es más propio de los estudiantes” (p. 364). Edición de Enrique Suárez Figaredo. 44

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sí que aparece, posterior a Puigblanch, en la Gramática de Bello: “Aun bien que. Frase relativa adverbial y elíptica “aun bien que yo casi no he hablado palabra” (Cervantes): afortunadamente sucede que” (Bello 1853: §1220). No nos extraña la escasa frecuencia de esta locución, tanto en el discurso contemporáneo a Román como en el actual, sobre todo por la naturaleza de las concesivas, las cuales, por su carácter complejo, después de su gramaticalización, suelen desgastarse y, por lo tanto, renovarse. A propósito de esta necesidad de renovarse, concluyen Pérez Saldanya y Salvador (2015): tal como se observa en otros procesos de gramaticalización, que desembocan a menudo en fases de desgaste en las que se generan nuevas formas alternativas cargadas de nueva expresividad […] La enorme productividad histórica en la formación de nexos concesivos y la renovación de las conjunciones más básicas que se observa históricamente puede deberse al carácter complejo de las relaciones que expresan las construcciones concesivas y al alto coste pragmático que implica el mecanismo de la concesión, que se vincula con la contraargumentación y por lo tanto a situaciones de discrepancia y de rectificación (2015: §30.1.4).

3.5.2. Un tema para toda Hispanoamérica: el voseo

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Vosear, a. Tratar de vos a uno. “En breve se convirtió en tigre la que al principio pareció cordera. Voséame sin ocasión a cada paso, hace que la sirva de rodillas” (Suárez de Figueroa, El Pasajero, alivio II). Con esta autoridad no podrá excusarse el Dicc. de admitir este v. Entre nosotros también se usa, aunque muchas veces se reemplaza por la fr. Echarse al hombro a uno. El Dicc. de Domínguez trae vosear y vosearse como anticuados. Por no conocer este v., inventó el P. Mir un avosar que a nadie le habría ocurrido: “Esto dice Bello en su Gramática, cap. XIII, baldonando con razón el avosar de los chilenos, que se han vuelto galicistas a medias, con agravio de las leyes gramaticales” (Prontuario, art. Vos). No, Padre: no entendió V.R. a Bello ni a los chilenos: lo que reprueba Bello no es el vos galicano, pues de él no se trata, sino el antiguo vos español, mal construido por el vulgo chileno, no por los chilenos en general, con el v. en singular. (1916-1918) —El pueblo chileno suprimió enteramente la e en las formas verbales agudas en eis: coméis, amaréis, habéis, son para él comís, amarís, habís. (Véase conjugación). (1908-1911: s.v. E) 16.º –En la conjugación de este v. cometen los seudocultos chilenos el error de decir tú sos, en vez de tú eres. Mientras el vulgo dice vos sois, anticuado, ellos, que no quieren usar el vos ni saben conjugar el v., lo hacen mucho peor. Pero consuélese, porque así también ha dicho el vulgo español […] Según Menéndez Pidal (Manual, n.º 116), dicen también tú sos en leonés occidental, los judíos, andaluces y argentinos. (1916-1918: s.v. ser)

Queremos, antes de valorar y desentrañar el artículo de Román, cotejar y comparar qué decía la tradición lexicográfica hispanoamericana respecto al voseo y determinar hasta qué punto el artículo lexicográfico que Román dedica al voseo es suficiente o adolece de la falta de ciertos datos o, por el contrario, es una nota suficiente. Es Andrés Bello uno de los primeros estudiosos que da cuenta del voseo hispanoamericano; en sus Advertencias advierte que: “Solo está permitido usar el pronombre vos en el estilo oratorio o poético” (1940 [1833-1834]: 54) y censura el uso hispanoamericano: “Pero no solo se peca contra el buen uso usando vos en lugar de tú, sino (lo que es todavía más repugnante y vulgar) concertándole con la segunda persona de singular de los verbos […]. Por consiguiente, es un barbarismo grosero decir, como dicen muchos, vos eres, en lugar de vos sois, o tú eres” (1940 [1833-1834]: 54). Como sea, ya constata que el uso es una realidad que va mucho más allá de quien no maneje el estándar: “Sin embargo, no solo a gentes de poca instrucción, sino a predicadores de alguna literatura, hemos oído quebrantar a menudo esta regla” (1940 [1833-1834]: 55). Posteriormente, en su Gramática (1853), comenta que ese vos, solo aceptable “cuando se habla a Dios o a los santos, o en composiciones dramáticas, o en ciertas piezas oficiales, donde lo pide la ley o la costumbre” (1853: §13) y anota: El vos de que se hace tanto uso en Chile en el diálogo familiar, es una vulgaridad que debe evitarse, y el construirlo con el singular de los verbos una corrupción insoportable. Las formas del verbo que se han de construir con vos son precisamente las mismas que se construyen con vosotros (1853: §13). Cuervo, posteriormente, se extenderá más con el voseo y dedicará apartados completos en cada una de sus ediciones de sus Apuntaciones, en donde apreciaremos, además, la evolución de su pensamiento, que pasa de un purismo clásico a un descriptivismo. Por un asunto cronológico, idóneo para ver la actitud hacia el voseo, veamos las primeras ediciones, en donde encontramos a un Cuervo más bien purista. En efecto, en la primera, segunda y tercera edición de sus Apuntaciones, califica Cuervo de “tan común como repugnante el empleo del pronombre vos en lugar de tú en la conversación familiar”, donde norma como Bello: “cosa de todos sabida debe ser que el uso de aquel está circunscrito a los casos en que se dirige la palabra a Dios, a los santos o a personas constituidas en dignidad, y al estilo elevado, en especial en obras dramáticas”. Asimismo, describe los usos de clíticos pronominales característicos en el voseo hispanoamericano: “Si el uso que hemos dicho se hace de vos fuese constante, sería soportable; pero nadie dice os donde, según lo manifiestan varios de los ejemplos precitados, debe emplearse, sino que en su lugar se usa te, de lo cual resulta un menjurje que encalabrina los sesos” (1867-1872: §271, 1876: §305, 1885: §306). En la línea de

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Bello y de este primer Cuervo tendremos a Uribe (1882), quien parte ejemplificando y entregando la correspondiente equivalencia con un: “Vos me decís que me querés, tú me dices que me quieres”, para seguir con la normativa ya sabida, a saber, que este uso se da con Dios, santos, personas constituidas en dignidad y obras dramáticas. Un par de años después, Cuervo, en la tercera edición de sus Apuntaciones, llega a reconocer que: “todos hemos oído, y Dios sabe si aún habremos dicho: “Vos decís eso, pero te aseguro que no es cierto” (1885: §306), para ser el primer filólogo que se refiere al verbo vosear: “El empleo familiar de voz ha dado origen al verbo vosear, que no se halla en el Diccionario oficial de la lengua, pero usado por Quevedo y Tirso de Molina” (1885: §306) y sigue sentenciando: “Si acabáramos con el vos, por su propio peso caería el vosear, y a fe que no llevaríamos luto” (1885: §306). Para seguir dando indicaciones y datos de este vos, a lo que ya se sabe, agrega: “Fuera del estilo elevado no se ha usado vos sino como tratamiento de superiores e inferiores” (1885: §306). Gagini seguirá la misma línea que condena el voseo hispanoamericano: todos los pueblos hispano-americanos lo usan en el trato familiar en lugar del tú. Lo peor de todo es que lo emplean estropeando las inflexiones verbales y asociándolo con formas pronominales correspondientes al singular tú; v. gr.: “Vos tenés tu libro, vos te ibas”, etc. Estas expresiones deben corregirse así: “vos tenéis vuestro libro, vos os ibais”, mas como solo podrían dirigirse a personas de alta dignidad, es menester decir, cuando hablemos con persona de confianza o inferiores: “tú tienes tu libro, tú te ibas” (Gagini 1892: s.v. vos).

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Batres Jáuregui (1892) también le dedica un artículo extenso y crítico al vos: “¡Al fin llegamos al vos, que es como si dijéramos la fuente de nuestra usual jerigonza; de ese modo de hablar tan incorrecto como bajo!” (1892: s.v. vos). Reflexiona, además, en torno a las normativas de Bello respecto al voseo en Chile, sobre todo sus Advertencias y sentencia: “que también convierte en Chile la lengua castellana en insoportable merjunge”. Asimismo, entrega una nota histórica: “Desde México hasta las pampas argentinas se habló familiarmente de vos en tiempo de los conquistadores, y de ellos quedó por estas tierras el vos sos, vos querés, levantate, sentate, acostate, etc., etc.” (1892: s.v. vos), para concluir: “Muchos de los que parecen vicios peculiares de estas regiones, no son más que arcaísmos en España, y por acá voces, giros o idiotismos que viven aún, como legado de los soldados, frailes, licenciados y demás gente hispana que vino al Nuevo Mundo, a raíz de su descubrimiento” (1892: s.v. vos). Membreño (1895), a su vez, también dedica una pequeña monografía al respecto: “Por tú lo usamos en el trato familiar”, condenándolo. Asimismo, destaca que: “Este solecismo no lo comete la gente inculta” y destaca: “Es curioso que el superior, que trata de vos al inferior, le diga usted cuando lo reprende”. Asimismo, dentro de la tradición lexico-

gráfica hispanoamericana, será el primero en lematizar voseo, por lo que, a diferencia de Domínguez y Salvá, lo explica en relación con la realidad hispanoamericana. El catalán Monner Sans (1903), para la Argentina, al día en muchas de estas observaciones, empieza: “Un infolio entero podría escribirse o componerse con solo copiar lo que contra tamaño disparate han escrito Bello, Cuervo, Rivodó, Membreño, americanos todos” y concluye: “¿Lograremos ir desterrando poco a poco este repugnante vos? Bien puede ser, si en ello, y predicando con el ejemplo, ponen especial empeño los profesores de idioma castellano” (1903: s.v. vos). En 1907 y 1914, penúltima y última de las ediciones de las Apuntaciones de Cuervo, constatamos un cambio sustancial en relación con las anteriores ediciones. Su párrafo dedicado al voseo ya no parte con un “tan común como repugnante el empleo del pronombre vos en lugar de tú en la conversación familiar”, sino con un “El uso de los pronombres de segunda persona ofrece en Colombia (y en mucha parte de América) singularidades sorprendentes” (1907: §306). De alguna manera, con esta sentencia vemos, de parte del colombiano, una suerte de legitimación de una realidad hispanoamericana: “1.º Las formas tú y vosotros han desaparecido de la lengua familiar y solo tienen cabida en lo literario” (1907: §306), para pasar a describirlo: “2.º tú se reemplaza con vos, y este se junta con las formas arcaicas amás, tenés, dijistes, tomastes, andá, comé, salí” (1907: §306) y sentenciar: “Inútil es decir que a quien esté acostumbrado al modo de expresarse culto y literario, todo esto le suena a barbarismo. Al que quiera evitarlo, le bastará ajustarse a dicho” (1907: §306), es decir, a lo que ha normado respecto al paradigma estándar. Podemos encontrar, en Cuervo, el alto grado de valor sociolingüístico de este voseo: Los pronombres de segunda persona están expuestos, más que los otros, a las oscilaciones que imponen las exigencias, razonables o ridículas, del trato social; y con frecuencia vemos que aquellos que con más precisión denotan la persona, por el hecho de ser signo de igualdad entre los interlocutores, se aplebeyan y aun se convierten en insulto (1907: §306). Con una serie de precisiones respecto al uso y valor pragmático para tener claridad respecto a los valores y distinciones: “Tú dirigido a persona con quien no se tiene intimidad, es tan ofensivo, que la frase venir a tú por tú significa llegar en una disputa a los términos más descorteses y descompuestos” (1907: §306). Hace Cuervo, además, un rastreo histórico del valor de este vos y tú desde la colonia: “Vos, de ser tratamiento entre iguales y amigos, fue decayendo de igual manera, desdeñando por los que se juzgaban superiores; ya al tiempo de la conquista se usaba tratando con inferiores” (1907: §306), para entrar a explicar la evolución de este vos: “Ahora, como los conquistadores eran en su mayor parte de baja condición, se tratarían entre sí de vos, y lo

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mismo harían, por mirarse como más nobles, con los indios y mestizos” (1907: §306), frente al tú: “Por su parte era también tú tratamiento de igualdad entre el vulgo y además de confianza entre amos y criados, con la singularidad en el último caso de que los primeros en señal de enojo mudaban el tú en vos” (1907: §306). Y para terminar insistiendo que, en lengua ejemplar, el vos queda reservado para “cuando se habla a Dios o a los santos, o en composiciones dramáticas, o en ciertas piezas oficiales, donde lo pide la ley o la costumbre”. En 1910, el español Ciro Bayo, para la Argentina y Bolivia, apuntó, también de manera descriptiva: “En América, como en Inglaterra, no se usa a secas el pronombre tú, sino que se reemplaza por vos, que es más afectivo” (1910: s.v. vos), así como insiste en el rasgo histórico del pronombre y su uso: “El patrón al criado, el padre al hijo, el maestro a su discípulo, les llaman de vos al estilo de los antiguos castellanos” (1910: s.v. vos). Sin embargo, Bayo, ya en la realización morfosintáctica del pronombre y su verbo, seguirá censurándola: “Este uso del vos criollo está afeado por la costumbre de construirlo con el singular de los verbos […] Lo cual es un solecismo” (1910: s.v. vos), mas concluye con una observación sociolingüística interesantísima: “si bien es verdad que gramaticalmente este vos es una disparatada, otra cosa es oído en la intimidad del hogar o con el acento que le da afecto o la pasión, resultando un tratamiento, si incorrecto, muy afectivo, son la aspereza del tú ni la rigidez del usted” (1910: s.v. vos). Los Bermúdez (1880-1847), afirman que vos es una forma malsonante e irrespetuosa en ciertos casos, como cuando se aplica a los padres, “que no son iguales sino superiores a sus hijos” (1880-1847: s.v. vos, vosear y voseo). Asimismo, dan cuenta de la situación del voseo en la zona rioplatense, citando a Lázaro Schallman (1946), por ejemplo, quien fue uno de los más críticos detractores del voseo rioplatense. Queremos terminar este cotejo con los Bermúdez, no porque no encontremos más información a posteriori, sino para poder delimitar bien el artículo de Román en su época, puesto que solo podemos, creemos, evaluar la información en él vertida teniendo a mano las lecturas acopiadas. En rigor, a diferencia de lo que sucede con otros artículos lexicográficos de nuestro diocesano, nos queda corta la información que presenta en voseo. En primer lugar, hace uso Román de una autoridad clásica para que el diccionario académico incluya vosear, pues, a la fecha, dentro de la tradición lexicográfica europea, solo había aparecido el verbo en Salvá y en Domínguez. Ambos, como repara Román con Domínguez, dan cuenta de lo anticuado del uso en España, mas no se detienen en la realidad hispanoamericana. El uso de la cita es, sin duda alguna, la situación del vos para el siglo XVI y XVII, es decir, como el tratamiento que se la da a alguien de inferior rango social o posición. En segundo lugar, destacamos que, a la fecha, el hecho de vosear se equiparara en Chile a la frase

echarse al hombro a uno, locución verbal, que en Chile tal como lo define Román en el artículo correspondiente en hombro, es: “apearle el tratamiento que merece; por ej., quitarle el Don, tratarle de tú, etc”. Es decir, el tratamiento característico del voseo en Hispanoamérica. Fuera de la crítica de Mir, que refleja el desconocimiento que se tenía en Europa del voseo hispanoamericano, destacamos la valoración que hace Román del voseo chileno: “sino el antiguo vos español, mal construido por el vulgo chileno, no por los chilenos en general, con el v. en singular”. Por un lado, la constatación de que este es un uso arcaico del pronombre de segunda persona singular pero, por otro, siguiendo la línea de Bello, la condena de su uso, más que la descripción de esta realidad. En tercer lugar, respecto a la morfología del voseo chileno, Román hace una somera referencia a la monoptongación de la tónica, en la conjugación con –er, la más característica del voseo chileno, solo dando cuenta de la diastratía. Nótese, por lo tanto, además, que no generaliza el uso, sino que lo relega a la variedad inculta, subestándar.

3.6. Adjetivos bueno, na, adj. Más de algo tenemos que decir sobre este vocablo, principiando por su significado. ¿Por qué no advierte la Academia lo que varía este, según que el adj. se anteponga o posponga al s.? No lo sabemos; pero lo cierto es que hay gran diferencia entre ambos usos, como se nota también en los adjs. cierto, grande, pobre, puro, simple y uno que otro más, pero en casos más limitados. Así, no es lo mismo decir buen día que día bueno, buen hombre y hombre bueno, buen mozo y mozo bueno, etc. En buen día el adj. solo sirve para manifestar el buen humor con que se habla, o realzar el significado del s., pero sin agregarle ninguna idea más. Buen hombre es un hombre sencillo y sin carácter, casi un tonto; y hombre bueno se toma en el sentido recto que tienen ambas voces. Buen mozo es hombre de aventajada estatura y gallarda presencia; y buena moza, mujer de iguales cualidades físicas; mientras que mozo bueno y moza buena conservan su significado recto. Buena pluma es un buen escritor o un buen escribiente, y pluma buena, la de ave o acero que es cómoda para escribir. Buena tijera es persona hábil en cortar o persona que come mucho, y también persona muy murmuradora; y tijera buena, y más usado en pl., tijeras buenas, se toma en su sentido recto. Buen Pastor es Cristo, nuestro Redentor, y pastor bueno, el que cumple con su deber. Tener buen diente, que significa ser muy comedor, no es lo mismo que tener dientes buenos. Buenos días (no buen día, como dicen los agabachados) es expresión que se emplea como salutación familiar durante el día; mientras que días buenos son los de cielo y aire serenos, y los que se pasan con felicidad. Lo mismo buenas noches y noches buenas; con el agregado de que noche buena o nochebuena tiene el significado antonomástico de “noche de la vigilia de navidad”. Buena pieza, buena vida,

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buen humor y buen tercio no significan lo mismo que pieza buena, vida buena, humor bueno y tercio bueno. (1901-1908)

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Con bueno, na se abre una interesante reflexión en torno a qué tipo de voces debiera incluir el diccionario académico y, de alguna forma, nos ayuda a entender a qué diccionario aspira Román para los hablantes de lengua española. Este es, creemos, un diccionario pedagógico que da cuenta de una serie de aspectos lingüísticos, como el caso de la posición del adjetivo que Román reclama en este artículo. En efecto, la información de los adjetivos antepuestos y pospuestos es un claro ejemplo de lo que aboga Román para un diccionario de lengua que él busca. Más que significaciones, a Román le interesan las explicaciones, las más veces, intrincadas e innecesarias para la figura de un diccionario. Justamente, el tema posee una complejidad absolutamente vigente (baste ver la variedad de estudios que existen al respecto, en donde se proponen diversas taxonomías y teorías) y da cuenta de un interesante tema lingüístico: la semanticidad y la función del adjetivo, por lo que entrar en el tema de la posición del adjetivo en el sintagma nominal, implica, ante todo, delimitar lo que se entiende por adjetivo y tener claro cómo funciona un adjetivo en su relación con el nombre. Justamente, tal como inicia su nota Román, hay mucho más que informar acerca de un adjetivo como este. A diferencia de otras lenguas, el adjetivo no ocupa una posición fija en el grupo nominal en lengua española; este es variable y está en función de diversos factores que, de alguna manera, vienen a demostrar la complejidad de lo que Román quiere incorporar en un diccionario. Lo interesante es que la preferencia del latín ciceroniano, el de estructuras con núcleo final, se manifestaba en la colocación antepuesta del adjetivo. Esto cambió en latín vulgar, y se generalizó en las lenguas románicas. De esta forma, los ejemplos de anteposición del adjetivo en los orígenes del idioma obedecían a propósitos estéticos, solo (cfr. El Cid en la Nueva Gramática 2009: §13.13b), algo que se mantuvo. Sin embargo, es relevante determinar, antes de cualquier reflexión, la semántica del sustantivo y del adjetivo y, además, la semántica del sintagma nominal. En efecto, las entidades designadas por el nombre común pertenecen a una especie o familia formada por un número indeterminado de seres; esto sería, su extensión o significado. Estas entidades, a su vez, comparten ciertas propiedades; esto sería su intensión o rasgos semánticos. Este último punto es el que corresponde al adjetivo. Demonte (1999), a propósito de esta relación, explica: “En esta situación, podemos concebir al adjetivo como una función seleccionada por la intensión de un nombre (relacionada con los rasgos de ella) que determina que este, unido al sustantivo, nombre a un grupo o individuos distinguibles, restringidos, escogidos del conjunto designado por el nombre referido en el universo del discurso” (1999: § 3.2.3.3). En la

Nueva Gramática (2009), se propone que, cuando el adjetivo desempeña la función de modificador nominal, la propiedad denotada por este puede restringir la extensión del sustantivo o puede destacar, ponderar o evaluar un rasgo de su intensión, lo que da lugar a los epítetos (cfr. Nueva Gramática 2009: §13.a). En este último caso, no restrictivo, el adjetivo se aplica a todas las entidades designadas por el sustantivo destacando o ponderando la propiedad y presentándola como rasgo inherente de la clase denotada por el grupo nominal. Queremos precisar estas nociones fundantes del adjetivo, puesto que la distinción entre adjetivos restrictivos y no restrictivos está estrechamente relacionada con la posición que ocupa el adjetivo en el grupo nominal: por lo general, el adjetivo restrictivo aparece en posición posnominal y el no restrictivo en la prenominal. Ya Bello (1988 [1847]:47) introdujo en la gramática española la distinción entre adjetivo especificativo (restrictivo) y explicativo (o no restrictivo, llamado por Bello epíteto o predicado). A propósito de esto, Bello señalaba: de dos maneras puede modificar el adjetivo al sustantivo; o agregando a la significación del sustantivo algo que necesaria o naturalmente no está comprendido en ella, o desenvolviendo, sacando de su significación algo de lo que en ella se comprende, según la idea que nos hemos formado del objeto […] lo más común es anteponer al sustantivo los epítetos cortos y posponerle los adjetivos especificantes como se ve en mansas ovejas y animales mansos (1988 [1847]: 48). Para Demonte (1999), de estas apreciaciones de Bello se deducen dos aspectos: en primer lugar, que existe una relación entre estos significados y el lugar que ocupa el adjetivo respecto del sustantivo y, en segundo lugar, que estas relaciones de modificación semántica afectan a la significación o intensión de los nombres, aspecto que se ha generalizado: […] esta distinción ha sido glosada, revisada y extendida en la mayoría de las gramáticas del español, que coinciden en proponer una función determinativa o restrictiva, la que corresponde al adjetivo pospuesto, y precisan en términos más ambiguos (cualidad subjetiva, actitud valorativa o afectiva, etc) la función globalmente denominada no restrictiva. (Demonte 1999: §3.2.3.3). Se suele, por lo demás, caracterizar como no marcada la posición posnominal del adjetivo calificativo (nos detenemos en el adjetivo calificativo, por ser bueno, na parte de esta clasificación). En efecto, la posición posnominal es la que admite mayor número de adjetivos pertenecientes a diferentes clases y es también más natural tanto en los registros no formales como en los elevados y literarios este posicionamiento. Además, en ciertos adjetivos, como en nuestro bueno, na, mantienen con mayor natu-

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ralidad sus significados rectos, tal como va describiendo Román en su nota (cfr. Nueva Gramática 2009: §13.3c). Centrándonos en el adjetivo calificativo bueno, na, podemos, a su vez, clasificar sus cualidades asignadas en sentido absoluto o relativo. Son absolutas cuando son una propiedad tanto de ese objeto que califica, como de las clases de entidades que él implica, o pueden ser relativas solo si son una propiedad del nombre modificado (cfr. Demonte 1999: §3.5.2.3). Por otro lado, las relaciones del nombre con el adjetivo dependen, en buena medida, del significado del adjetivo. Por ejemplo, en la mayoría de los adjetivos calificativos, su interpretación está contextualmente determinada y su significado depende de la norma establecida para que una propiedad pueda ser atribuida a una clase determinada de objetos. Son, para muchos, intersectivos, entonces. En lo que concierne a la relación entre las posiciones de los adjetivos y estos valores semánticos, los adjetivos antepuestos tienden a tener una interpretación no intersectiva, mientras que los pospuestos pueden ser tanto intersectivos como no-intersectivos. Ahora bien, existe en español un grupo reducido de adjetivos que emplean la anteposición/posposición para distinguir precisamente un significado suyo claramente no intersectivo del intersectivo. Uno de ellos es, justamente, bueno, na. (cfr. Demonte 1999: §3.5.2.3). Como bien sabemos y constatamos, hay mucho más de gramática en los argumentos que explican la posición del adjetivo en el grupo nominal, muchos de ellos producto de diversas escuelas y posiciones (presentamos aquí las reflexiones que nos parecieron más pertinentes para el caso de bueno, na) y, de alguna forma, quisimos hacerlo para demostrar la complejidad de un tipo de información como esta en la estructura diccionarística. ¿Debería ser nota? ¿Cómo sintetizarlo? ¿Habrá que formular una suerte de explicación como las que solemos encontrar en un diccionario normativo?

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3.7. Verbos y formas verbales 3.7.1. Reflexiones en torno a los verbos con clíticos con se Amanecer, imp. y n. Personas nacidas y educadas en España critican nuestro saludo matutino ¿Cómo ha amanecido Ud.? La razón en que se fundan es el ser este un v. impersonal que significa “empezar a aparecer la luz del día”. Tal es, contestamos, el significado fundamental de amanecer; pero poco a poco se ha venido extendiendo con el uso. Primero se dijo del día, del alba, del sol, que amanecían; y, una vez admitida la acep. de aparecer, manifestarse, dejarse ver, se aplicó naturalmente a las personas. Por eso desde el siglo XIII encontramos ejemplos de este uso, aplicado a personas y cosas. “El infante don

Sancho fue para allá, e entre día y noche anduvo cuanto pudo en guisa que amanesció ý y una mañana”. (Crónic. de Alf. X). “échase ome sano é amanesce frío”. (Rimado de Pal.) “Semeia que la traición amaneció despierta é la lealtad adormida”. (Calila é Dymna). En los autores modernos abunda también este mismo uso. “A la mañana siguiente amaneció Iciar ahorcado de una ventana en castigo de su desacato”. (Quintana, El Gran Capitán). “Amanecieron los contornos…cobijados de espesísima nieve”. (M. De la Rosa, Is. De Solís). Si por lo visto se puede decir y se dice de las personas, que amanecen, y esto de tal o cual manera, ¿qué inconveniente puede haber para que se pregunte ¿Cómo ha amanecido Ud.? ¿Y se conteste He amanecido bien o mal, algo enfermo, etc.? —Mayor inconveniente, caso de haberlo, habría que decir: Fulano se amaneció jugando, y yo me amanecí leyendo. ¿Es posible, se objetará, hacer reflejo al v. amanecer? Tal reflexividad, contestaremos con Bello (Gram. n.ª 334), no pasa de los elementos gramaticales, y no se presenta al espíritu sino de un modo fugaz y oscuro. El complementario reflejo, bien que denota en este caso cierto color de acción que el sujeto parece ejercer en sí mismo, no es el reflejo común sino una voz que expresa la mayor fuerza o intensidad que hay de parte del sujeto. Así como es muy distinto Los presos se salieron de Los presos salieron, El agua se sale de la vasija de El agua sale de la vasija, así también lo es Se amaneció jugando y Amaneció jugando. Es este un matiz muy fino y delicado de nuestro idioma, que todavía no ha sido estudiado en toda su extensión y como se merece. Ojalá algún gramático, siguiendo la luminosa huella dejada por Bello, aplicara estas observaciones a los demás verbos susceptibles de esta forma cuasi-refleja. (1901-1908) Hay tres aspectos interesantes en este artículo lexicográfico: por un lado, la cuestión diatópica del saludo. Lo segundo, el caso del panamericanismo amanecerse y cómo este ha entrado en la norma de la lengua española. Lo tercero, las cavilaciones en torno a la presencia del clítico se en algunos verbos y cómo se modifica el sentido de estos. Para este último aspecto, insta Román a que se estudie más en profundidad dentro de la tradición gramatical. Nos interesa insistir en este último punto, puesto que, en este tipo de artículos lexicográficos, lo que comprobamos es que el diccionario está al servicio de otros tipos discursivos, como notas y apuntaciones, aspectos, creemos, interesantes para dar cuenta de las reflexiones en torno a ciertas temáticas lingüísticas problemáticas. Vamos por partes, respecto a la fórmula de salutación matinal, Román hace referencia a la extrañeza que esta causa a los españoles, en este caso, con una transición semántica que ha estado presente desde los orígenes del idioma (cosa que mencionará, después, Toscano Mateus 1953). Para ello, el sacerdote se encarga de ejemplificar con casos tomados de Cuervo en su Diccionario, sin tomarse la molestia de citarlo, algo que suele hacer en su diccionario. Respecto a la fórmula de saludo en sí, no tenemos, aún, claridad respecto a si esta fórmula de saludo es general en español, en algunas

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zonas de la Península, solo en Hispanoamérica o no. Al hacer un rastreo en los bancos léxicos, solo vemos casos para Hispanoamérica, mas no para España, pero nuestras encuestas arrojan que la fórmula se usa en algunas zonas de España con algún tipo de restricción semántica; por ejemplo, en contextos donde el receptor ha estado enfermo o con algún tipo de problema. El segundo aspecto, la acepción relacionada con “pasar la noche en vela” no aparece, dentro de la tradición lexicográfica académica, hasta la edición usual de 1992, para una extensa parte de Hispanoamérica: Argentina, Bolivia, Colombia, Chile, Ecuador, México y Perú. Esto se reformula en las dos ediciones siguientes para América Meridional, México y se agrega Honduras y Nicaragua. El DA agrega, fuera de las zonas ya citadas, República Dominicana y Panamá, lo que hace de este uso un americanismo stricto sensu. Después de Román es Toscano Mateus (1953: §157) quien hace referencia a este verbo en su examen del español en Ecuador. Kany (1962: 22, 136, 178;1969: 227) da cuenta de este uso para Chile, Bolivia, Perú y Ecuador, citando expresamente a Román y a Toscano Mateus. En la tradición lexicográfica hispanoamericana, después de Román, aparece en el DECh (1984) sin cita alguna, los que nos lleva a pensar que el equipo de Morales Pettorino no se detuvo en las observaciones de Román, el cual es profusamente citado en este diccionario. Respecto al tercer aspecto, el de las reflexiones y demandas que hace Román respecto al estudio de este tipo de clíticos en ciertos verbos, nos hemos encontrado con un panorama similar al que nuestro sacerdote tuvo al momento de emitir sus cavilaciones. Por ejemplo, Kany (1969), al intentar dar cuenta de una suerte de tipologización, concluye: “Muestra en todo caso interés o voluntad por parte del sujeto, junto con cierto matiz de vigor o intensidad, de familiaridad o espontaneidad, peculiaridad no estudiada aún suficientemente por los gramáticos” (1969: 226). Es más, posteriormente, ya en este siglo, la misma Nueva Gramática, al momento de hablar del clítico se nos deja en el mismo lugar: “El gran número de valores gramaticales que encierra la forma se y la variedad de estructuras sintácticas en las que aparece las convierte en una de las piezas más complejas de la sintaxis española, como se ha puesto repetidamente de manifiesto en los estudios tradicionales y en los modernos” (Nueva Gramática 2009: §41.10a). Lo mismo los problemas que genera la reflexividad, la cual sigue siendo un tema controvertido no solo en lengua española, sino en las lenguas románicas en general (cfr. Mendikoetxea 1999), por lo que se habla de un “terreno movedizo” en la sintaxis en español (Nelson Cartagena 1970 en Mendikoetxea 1999). Bogard (2006), en la Sintaxis histórica, habla de la versatilidad funcional de estos clíticos y el reflejo de esto es ver cómo se tratan en las gramáticas sincrónicas y descriptivas: “En general,

esas gramáticas no identifican todos los valores funcionales que en su uso desempeñan los clíticos reflexivos; y ante la falta de un criterio definidor y generalizador, más bien suelen exhibir listas breves de ejemplos, sin explicar la posible conexión entre ellos” (2006: 755). En este aspecto, Bogard llega al mismo punto que Román: “En consecuencia, no siempre es posible identificar si el clítico ejemplificado involucra algún valor idiosincrásico o si se trata de un uso que puede ser descrito mediante regla gramatical” (2006: 755) y concluye que, fuera de algunos clíticos con se bastante tipologizados y estudiados, otros, como el que nos interesa: “parecen encontrarse en un terreno fangoso, pues no hay un criterio descriptivo unificado que las tipifique” (2006: 780). Román, en este punto, conjuga dos asuntos: por un lado, este particular uso del clítico en ciertos verbos intransitivos y lo que sucede con una transición semántica de un verbo como amanecer, donde el verbo pasa a tener la significación de “pasar la noche en vela”. El caso de un verbo impersonal que denota sucesos naturales como amanecer es interesante, puesto que, por un lado, es uno de los pocos verbos de este tipo que admite usos personales (amanecí, amaneciste, amanecieron). Asimismo, posee amanecer una transición semántica que se aleja del contenido originario del verbo (tanto, que merece especial apartado en la Nueva Gramática 2009: §41.5l y referencias especiales en la Gramática Descriptiva 1999: § 27.3), algo que ya había sido especialmente analizado y discutido por autores como Américo Castro (1983 [1948]: 209), quien defiende que esta acepción sería una seudomorfosis o injerto del árabe y Coseriu (1961: 4), quien afirma que es un caso único tanto en español como en portugués. Es esta misma posibilidad de transición semántica la que nos lleva, por último, a esta acepción panamericana. Justamente, este amanecerse, por su condición primaria de ser verbo meteorológico requiere la presencia de un dativo en un uso metafórico, como en nos anocheció en carretera (cfr. Fernández Soriano y Táboas Baylín 1999: § 27.3), algo que refuerza, en el caso de amanecer, sus usos impersonales y su uso pronominal. De esta forma, el punto que Román reclama por estudiar es lo que Bogard 2006 clasifica como “reflexivos como forma codificadora de un valor de afectación al referente del sujeto gramatical de su oración, independiente de la naturaleza semántica del respectivo argumento” (2006: 755-756). Donde, en rigor, la interpretación de la oración va más allá de la semántica de esta: lo hace a partir de su pragmática discursiva.

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3.7.2. Verbos defectivos

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En agredir, voz de uso frecuente en la tradición cronística y jurídica en latín, lo detectamos en textos en lengua española hacia 1788 (Hemeroteca digital). Román aboga por él: “Nosotros, conformes con el uso general de España y de América y con su etimología latina (aggredior), clamamos por su admisión” (1901-1908). El verbo en cuestión, dentro de la tradición lexicográfica europea, ya aparece lematizado en Zerolo (1895) y Toro y Gómez (1901) y, dentro de la tradición académica, en el usual de 1914. Es interesante que, entre sus contemporáneos, el verbo, antaño defectivo, tuvo entre sus detractores a Cuervo, quien en sus Apuntaciones lo califica de “inconjugable en muchas de sus inflexiones e inútil por existir acometer, atacar, embestir” (1876: §741; 1885: §759), hasta llegar a directas descalificaciones, por su condición de defectivo (¡!): “[…] usan algunos, subiéndose al latín, el verbo agredir […] pero estos verbos se resisten a ser conjugados en todas las inflexiones: no vale la pena traer a la lengua cojos y mancos” (1907: §888; 1914: §915). García Icazbalceta (1899), para México, también aporta más críticas al verbo, aunque “Muy usado, particularmente en el foro”, reflexiona y entra en la minucia léxica: “Sin duda se le ha inventado porque determina la significación de acometer. Nadie dirá que un ejército agredió a otro. Con este verbo se da a entender que la agresión es personal, e indica también el principio del ataque. Si el agredido repele la fuerza con la fuerza, ya no se dice que agredió, sino que acometió al agresor o arremetió contra él”. Para, luego, determinar: “No es razón para desechar este verbo la circunstancia de ser defectivo, porque muchos tenemos de esta clase en castellano”, aunque no aceptándolo totalmente: “De todas maneras, convendría conservar siquiera el participio, como adjetivo sustantivado, para hacer compañía al agresor”. La tradición de diccionarios normativos de equivalencias, también lo proscribe, como es el caso de Sánchez (1901) para la Argentina. Al verbo no le faltaron defensores dentro de la lexicografía hispanoamericana: antes de Román, Rafael Uribe, desde Ecuador, agregaba, en las notas que nutren su Diccionario abreviado de galicismos, provincialismos y correcciones del lenguaje (1887): “Aunque el verbo agredir sea inconjugable en muchas de sus inflexiones, como lo dice el Sr. Cuervo, no tendría más inconvenientes que abolir, aguerrir, arrecirse, aterirse […]” y ve en los verbos que se proponen en vez de agredir “o son flojos de significado, como ofender o tienen otras acepciones y caracteres que no denotan bien la acción, pues le añaden o le quitan algo”; por su parte Rivodó en sus Voces nuevas en la lengua castellana (1889), solo hacía referencia a lo defectivo del verbo. El peruano Ricardo Palma en sus Neologismos y americanismos (1896) y en sus Papeletas lexicográficas (1903), en su defensa, alegaba: “A pesar de que no contraría la índole de la lengua, como que la voz viene del agredire lati-

no, la Academia rechaza este verbo de uso constante en la jurisprudencia americana”. Aníbal Echeverría y Reyes, en su Voces usadas en Chile (1900) solo se limita a definirlo y marcarlo como neologismo. Tobías Garzón (1910) y Lisandro Segovia (1911), ambos para la Argentina, también se limitan a definirlo y dar cuenta de su defectividad.

3.8. Pragmática 3.8.1. Marcadores discursivos Como es de esperar, en el contexto de Román aún no se iniciaban los estudios de la gramática del discurso, la lingüística del texto y la misma pragmática. Por la misma razón, el reconocimiento de funciones como la de los marcadores del discurso es inexistente y se remite, como era normal, a otro tipo de categorías. En efecto, muchísimos marcadores discursivos han sido tratados, a lo largo de la historiografía gramatical y lexicográfica, como adverbios, locuciones adverbiales, conjunciones e interjecciones, fundamentalmente (por ejemplo, la Nueva gramática 2009, dedica apartados relacionados con los conectores discursivos en el capítulo destinado al adverbio). Sin embargo, a pesar de haber avanzado extraordinariamente su estudio, siguen siendo los marcadores del discurso difíciles de sistematizar, sobre todo porque no son una clase uniforme de palabras. Su misma historiografía puede dar cuenta de ello; por ejemplo, se ha reconocido que uno de los primeros testimonios en lengua española acerca de los marcadores del discurso se encuentra en el Diálogo de la lengua de Juan de Valdés, donde Marcio le consulta a Valdés por: “ciertas palabrillas, que algunas personas en su hablar usan ordinariamente, las quales ni se scriben, ni tampoco me acuerdo oíroslas dezir jamás a vos” (1984 [1535]: 186), como “aqueste, pues, assí, no sé qué”, a lo que Valdés explica: “digo que el no sé qué es muy diferente dessotras partezillas, porque el no sé qué tiene gracia, y muchas vezes se dize a tiempo que sinifica mucho; pero essotras partezillas son bordones de necios” (1984 [1535]: 187-188). Justamente, la primera nominación que tuvieron los marcadores fue la de bordones (muletillas): “A esas palabrillas y otras tales que algunos toman a que arrimarse quando, estando hablando, no les viene a la memoria el vocablo tan presto como sería menester” (1984 [1535]: 188). Más adelante se denominaron “partículas”, tradición empezada por Gregorio Garcés y seguida por Bello, sobre todo (cfr. Martín Zorraquino y Portolés 1999: §63.1.1). No será hasta la segunda mitad del siglo XX cuando empiecen a tratarse como elementos discursivos: Gili Gaya (1943) los llamó “enlaces extraoracionales” y Alcina y Blecua (1975) como “ordenadores del discurso”. No es hasta la década

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del ochenta que se inician en conjunto los trabajos que tipologizan los marcadores, como los de Catalina Fuentes, José Portolés y María Antonia Martín Zorraquino, sobre todo, así como diversas propuestas de definición. Todas estas propuestas insisten en lo mismo: la invariabilidad del marcador en cuestión, su función sintáctica va más allá de lo oracional y su labor discursiva. Es interesante, al respecto, las observaciones que se encuentran en la Nueva Gramática (2009) respecto a los marcadores discursivos, puesto que, a partir de los estudios publicados al respecto, la Nueva Gramática muestra un especial interés en la naturaleza lexicológica y lexicográfica de estos estudios, puesto que se intenta tipologizarlos y, por la abundancia de estos, definirlos: Al ser tan amplio el número de expresiones que pueden caracterizarse como conectores discursivos, su estudio afecta solo de forma tangencial a la gramática (en cuanto que no se considera objetivo de esta disciplina la descripción del léxico), pero es sumamente pertinente para analizar la estrecha relación que existe entre la gramática y el diccionario (2009: §30.12f) Por ejemplo, hay diferencias sociolingüísticas y, las que nos interesan para el artículo siguiente, geográficas, como en ya: ¡Ya! “Interj. fam. con que denotamos recordar algo o caer en ello, o no se hace caso de lo que se nos dice. Ú. Repetida, y de esta manera expresa también idea de encarecimiento en bien o en mal.” Así el Dicc. Nosotros la usamos principalmente para expresar la aceptación de un negocio o asunto, o para significar la conformidad en que estamos con el interlocutor, y generalmente es respuesta a la pregunta: ¿Estás? ¿Estáis? ¿Está usted? ¿Están ustedes? ¿Estamos? (1916-1918)

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Hay, entre los conectores discursivos, un subtipo, el de los marcadores conversacionales. En efecto, se presenta en la conversación, fuera de la función informativa, la función interactiva, centrada en el interlocutor (cfr. Martín Zorraquino y Portolés 1999: §63.6.1). En ellas el uso de ciertos conectores indica que el hablante ha recibido el mensaje emitido por el oyente o que ha comprendido el mensaje o que se desea mantener la comunicación o no. Son estos los marcadores metadiscursivos, como en el caso de ¡ya! Los marcadores metadiscursivos sirven para estructurar la conversación y pueden llegar a convertirse en “meros soportes o indicadores fácticos” (Martín Zorraquino y Portolés 1999: §63.6.1). Constituyen, además, enunciados autónomos. Por esta misma razón, creemos, en el DUECh (2010) este ya se clasifica como fórmula. Por otro lado, el objetivo principal de los marcadores metadiscursivos es regular el contacto entre los hablantes, por ello es acertada, creemos, la categorización que hizo Morales Pettorino (1987) en su momento en su diccionario, puesto que se categorizó como un adverbio afirmativo interpelativo. En el rastreo lexicográfico que hemos hecho,

para ver hasta qué punto este marcador conversacional es exclusivo de Chile, nos desorienta la información que trae el DA (2010), puesto que lematiza un ya adverbio, para Nicaragua, República Dominicana, Ecuador, Bolivia, Paraguay y Chile, definido como: “Sí, de acuerdo”, similar al que informa Román. Esto nos ha llevado a hacer un rastreo lexicográfico, en la tradición de diccionarios de americanismos, pero no encontramos información alguna; tampoco en la tradición lexicográfica hispanoamericana (hay un ya en Arona 1882 y otro en Garzón 1910, que se refieren a otras significaciones), por lo que nos es imposible determinar su verdadera extensión. Solo en la tradición lexicográfica chilena tenemos en el DECh (1987) ese ya que “Expresa asentimiento” y en el DUECh (2010) un ya que: “Se usa para mostrar actitud de aprobación o acuerdo”. Queremos insistir en el ya afirmativo, puesto que el ya que ha solido tratar la academia y los estudios más emblemáticos dedicados a conectores (cfr. Martín Zorraquino y Portolés 1999), dista mucho del uso chileno: “puede ser un indicio de que no se quiere decir que sí […] puede presentar matices de ironía o de incredulidad. Además, después de ya, el oyente puede tomar la palabra y proseguir la conversación o no” (cfr. Martín Zorraquino y Portolés 1999: §63.6.5.1.).

3.8.2. Fórmulas de saludo —Otro uso muy característico de bueno, pero castizo como el que más, es el que tiene en las expresiones ¿A dónde bueno? y ¿De dónde bueno? No sabemos por qué no incluye también el Dicc. ¿Dónde bueno? ¿Para dónde bueno? ¿En dónde bueno? ¿Por dónde bueno? ¿A qué bueno? ¿Qué bueno? Pues todas estas expresiones se han usado por los clásicos. Por eso lo mejor habría sido dar una definición general para bueno en todos estos casos; pero aquí está la dificultad, porque ¿qué significa bueno en todas estas expresiones? Para el Dicc., nada, porque se contenta con traducir las dos primeras: “A dónde va, o se va?”¿De dónde viene, o se viene?” prescindiendo enteramente del bueno. Para Cuervo “da a entender cortesanamente que se supone que el preguntado lleva un buen fin”. No nos parece mal esta interpretación, siempre que se le dé más importancia al cortesanamente que al buen fin, porque la verdad es que el bueno, más que un concepto particular, expresa en estos casos la cortesanía, el buen humor o la confianza con que se habla. Viniendo ahora al oficio gramatical que desempeña en la frase, diremos sencillamente con Garcés que es el de adverbio, modificativo de donde; menos en las dos últimas ¿A qué bueno? y ¿Qué bueno? en las cuales no puede ser otra cosa que adjetivo sustantivado, modificado por qué, equivalente a ¿qué cosa buena? “¿A qué bueno por acá el caballero de Illescas? ¿Es menester algo?”(Alemán, Guzmán de Alfar., p. I, l. II, c. V). “Y a qué bueno viene por acá?”(Los desposorios de Moisén). “¿Qué bueno buscan por acá los hombres de pro? (Auto de Naval y de Abigaíl). (1901-1908: s.v. bueno, na)

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Lo interesante de esta acepción es la información que Román entrega de este enunciado fraseológico, el cual no es más que una fórmula expresiva rutinaria de cortesía, un saludo, por lo que detectamos, de escasa frecuencia. Justamente, en escasos documentos la hemos encontrado, a saber, el derivado qué de bueno: “- Adelante, don Ricardo, ¿qué de bueno le trae por aquí?” (Cela, La colmena, CORDE), por ejemplo. Por lo mismo, decidimos delimitar el enunciado como (a) qué bueno. Pensamos en un (a) qué bueno por; sin embargo, hemos encontrado formulaciones en otros autores del XVII, a saber: “Señor Artacho, ¿a qué bueno en esta tierra?” (Quevedo, Entremés de Bárbara, CORDE). Sin lugar a dudas, con este tipo de artículo lexicográfico nos acercamos a los espacios pragmáticos, en este caso, con fórmulas de cortesía para saludar, de ahí certeras las suposiciones relacionadas con la función de bueno para Román: “porque la verdad es que el bueno, más que un concepto particular, expresa en estos casos la cortesanía, el buen humor o la confianza con que se habla”, pues lo que nuestro sacerdote intenta describir es un acto de habla expresivo (cfr. Searle 1976, Haverkate 1993, 1994, Corpas Pastor 1993) absolutamente idiosincrásico y, como suele suceder, petrificado, de ahí la complejidad en analizar la función de cada uno de sus componentes. Pensamos en Leech (1983: 209), para quien el saludar solo debe ser tratado como un verbo expresivo, a pesar de adolecer de la estructura sintáctica característica de esa categoría. De todas formas, si seguimos las caracterizaciones que Haverkate (1993: 153) hizo de este tipo de acto de habla, la fórmula seleccionada para saludar y sus componentes sirven para establecer o confirmar una determinada relación interoracional. Por esta razón, la semanticidad de los elementos que forman parte de la formulación del saludo son fundamentales para determinar que, en este caso en particular, estamos ante una saludo de bienvenida. Por lo tanto, ese bueno, de carácter deóntico, dentro de esta fórmula de saludo, marcará una cortesía positiva. Pensamos, sobre todo, en lo que desarrollan Martín Zorraquino y Portolés 1999 en el capítulo destinado a los marcadores del discurso de la Gramática Descriptiva. Si bien estamos fundiendo categorías, en un acto de habla de cortesía, parte del límite entre oración y discurso, sí que podemos dar cuenta de este tipo de características (cfr. Martín Zorraquino y Portolés 1999, §63.6.3.1). Justamente nos interesa sobremanera determinar qué valor podrían tener los componentes de esta unidad fraseológica, pues el foco de la acepción se centra en el intento de Román por determinar el valor de bueno en esta fórmula de saludo y concluye que es un “adjetivo sustantivado”. Si bien el significado global de una unidad fraseológica no es deducible del significado aislado de cada uno de los elementos constitutivos de la unidad fraseológica (algo central en escuelas fra-

seológicas como la anglo-americana, cfr. Corpas Pastor 1993: 26), la falta de opacidad en nuestra fórmula de saludo hace que pueda, en consonancia con Román, analizarse este bueno en la unidad fraseológica. Al respecto, seguimos a Martín Zorraquino y Portolés 1999 (vid. §63.6.3.1, en especial, la nota al pie número 115) para quienes este bueno es el resultado de un proceso de gramaticalización, posiblemente, de un adjetivo (de valoración o evaluativo, siguiendo a Demonte 1999 §3.4.2.2), o de un sintagma del tipo bueno está o bueno es, el cual, categorialmente, se ajusta a un adverbio, en rigor, a un adjetivo adverbializado, así como, por la frecuencia en este tipo de combinaciones, a una interjección. No llama la atención esta polifuncionalidad si nos atenemos a la función-base de este bueno: un adjetivo calificativo, por su naturaleza misma, sincategoremático: “su interpretación está contextualmente determinada y su significado depende de la norma establecida para que una propiedad pueda ser atribuida a una clase determinada de objetos” (Demonte 1999 §3.5.2.3).

3.9. Preposiciones Con las observaciones que Román plasma en sus artículos lexicográficos dedicados a algunas preposiciones -en donde entrega información relacionada con el régimen preposicional y los usos, considerados incorrectos por él, como los calcos sintácticos del francés, entre otros- se vislumbra la función normativa de un artículo lexicográfico de este tipo. Uno de los aspectos que más nos llama la atención, al revisar este tipo de artículos lexicográficos, es la constante presencia, en cita o en parafraseo, de la Gramática de Bello, del Diccionario de galicismos de Baralt, del Diccionario de construcción y régimen y las Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano de Cuervo, del Diccionario manual de locuciones viciosas de Ortúzar, de Frases de autores clásicos de Mir, entre otras fuentes. Esto nos lleva a pensar hasta qué punto lo que expone el sacerdote es de cuño propio o es solo la exposición de algunos aspectos que le interesaban de otros autores, sobre todo lo relacionado con la normatividad. Por lo mismo, hemos intentado hacer una lectura detallada, ayudada por las citas (sean explícitas o no), para determinar hasta qué punto las ideas expuestas en estos artículos lexicográficos son de terceros o son aportes del mismo Román. Justamente, es este último punto el que nos interesa sobremanera, ya que ahí podremos apreciar cambios en marcha de algún tipo de uso preposicional, sobre todo los relacionados con calcos del francés o con usos particulares chilenos o hispanoamericanos en general, así como su propia voz respecto a algunos aspectos.

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Por otro lado, en relación con la tradición lexicográfica hispanoamericana, lo expuesto por Román suele ser más detallado que lo referido por Uribe (1887), Batres Jáuregui (1892), Ramos y Duarte (1896), García Icazbalceta (1899) y Garzón (1910), entre los autores latinoamericanos que publicaron diccionarios contemporáneos a Román y que, a partir del cotejo que se ha venido haciendo, son los únicos diccionarios diferenciales que han incluido voces gramaticales. Asimismo, sobre todo en una que otra frase preposicional de base francesa, hemos encontrado información en Rodríguez (1875), Gagini (1892) y Sánchez (1901). Esto vendría, a comprobar dos aspectos que queremos demostrar en esta presentación de la obra del diocesano chileno: por un lado, que hay un interesante cuerpo dentro del Diccionario de chilenismos de Román donde, más que definiciones propiamente tales, encontramos un acervo de notas, observaciones, advertencias, polémicas y reparos los cuales se acomodan al cuerpo de un diccionario. Esto hace que la obra tenga una flexibilidad que no podría tener un diccionario stricto sensu. Por otro lado, y como resultado del aspecto anterior, presentamos al diccionario de Román como una obra lexicográfica compleja y mixta, que incluye un conjunto de aspectos lingüísticos, entre ellos, cómo no, problemas de tipo normativo, en donde lo gramatical juega un papel relevante. Esto no quita que, según nuestro cotejo, sea Román un exponente de una normatividad usual dentro de su época y, por el contrario, autores como García Icazbalceta, mucho más abiertos respecto al peso del uso, como veremos en algunos casos (por ejemplo, en bajo). Lamentable, creemos, es que este diccionario, por el fallecimiento de su autor, haya quedado inconcluso. Hubiéramos querido analizar las preposiciones en su totalidad, pero una vez más, se escapa una investigación como esta de los objetivos una monografía de este tipo; queda, claro está, para futuras investigaciones.

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3.9.1. La preposición a a,

prep. Formando complemento directo, debe usarse: 1° con los nombres propios de persona: Admiro a Cervantes; David mató a Goliat. Pero, si el nombre propio se halla usado como apelativo, se suprime la a: Tengo un Virgilio de Ochoa; Plutarco os dará mil Alejandros; 2° con los nombres apelativos de persona cuando la significan cierta y determinada o representan toda una clase como conocida, aunque sean simples adjetivos sustantivados: Todo padre ama a sus hijos; ayudar a los menesterosos y a los desvalidos. Si la persona es indeterminada, no tiene cabida la prep.: Honrar padre y madre. Por esta razón es muy distinto Aguardar un criado de Aguardar a un criado: en el primer caso se indica que se aguarda a un criado determinado. Los apelativos de persona que designan empleos, títulos, dignidades, grados, cuando van con

verbos a que se unían primariamente como predicados, se usan sin prep.: El rey ha nombrado los oficiales para el ejército; El papa creó los cardenales. Piden la prep. alguien, nadie, quien, y uno, otro, todo, ninguno, cualquiera, cuando denotan persona. Con sustantivos colectivos y con nombres de animales (a no ser que estén personificados) es vario el uso; pero, si están personificados, no sólo éstos, sino todos los sustantivos, y en especial los abstractos, deben llevar la prep.: «Hemos de matar en los gigantes a la soberbia, a la envidia en la generosidad y buen pecho, a la ira en el reposado continente y quietud del camino, a la gula y al sueño…» (Cervantes). Nótese que con los verbos activos que de ordinario piden complemento de cosa es más propio callar la prep., y el expresarla los puede hacer variar de significado; así, Perder un hijo no es lo mismo que Perder a un hijo; Los Romanos robaron las sabinas no es lo mismo que robaron a las sabinas; y 3° con los nombres propios geográficos, a no ser que lleven artículo: «Vio a Palermo y después a Mesina» (Cervantes, El licenciado Vidriera). «Atravesaron el Pirineo por Roncesvalles» (Lista). «Escritores de menor nota (escribe Cuervo) suelen hoy en España omitir la prep. antes de nombres de ciudad y dicen Dejé Valencia, lo cual es por cierto un galicismo, o acaso algo peor, (solecismo, según la Acad.) de gusto intolerable». Ojalá esta marca de hierro candente bastara para hacer cesar el abuso, que por desgracia es algo general, y suele deslizárseles hasta a los escritores de nota, no diremos menor. —¿Qué debe hacerse cuando, junto con el acusativo con a, ocurre otro complemento que también la lleva? La regla mejor es la de Bello; y es que se omita la prep. en el acusativo, a no ser que éste sea un nombre propio de persona sin artículo. Así, será permitido decir: Prefiero el Ariosto al Tasso; pero no: Presentaron Zenobia al vencedor; aunque sería tolerable: Presentaron La cautiva Zenobia al vencedor. Cuando es inevitable la repetición de la prep., suele preceder el acusativo: El traidor Judas vendió a Jesús a los sacerdotes y fariseos. Si ambos términos son nombres propios de persona sin artículo, hay que desistir de la construcción y buscarle otro giro. Así, tan reprobable es Recomendaron Pedro a Juan como Recomendaron a Pedro a Juan. —«¿Es indiferente poner o no la prep. en Le miran como padre, Los trata como a hijos? Me parece que Le miran como padre se dice de los que miran como un padre al que no es; y que, por el contrario, Los trata como a hijos sugeriría la idea de verdadera paternidad» (Bello). Mejor aún se percibe la diferencia en este ejemplo: Se acusa a la Iglesia como a enemiga de las ciencias o como enemiga de las ciencias. En el primer caso se da a entender que es enemiga, y en el segundo no. El fundamento de esta sutil distinción dice Suárez, tal vez puede ser el siguiente: «Le miran como a padre» es frase elíptica equivalente de: «Le miran como se mira al padre»; la otra frase, la que carece de prep., equivale quizás a «le miran como si fuese padre». —Admite Baralt las expresiones Hecho a pluma, a pincel; Labrado a cincel; Lámina abierta a buril; Forjado a martillo; pero no Hecho a la pluma; Labrado al cincel, etc., que serían barbarismos intolerables. (Al lápiz tiene la autoridad de Mesonero Romanos). Asimismo admite Pintar al óleo, al temple, a la aguada, al fresco; Retrato hecho o sacado al daguerrotipo; pero buque, máquina, caldero, motor a vapor, por de vapor, no tienen la sanción de los buenos autores. —«A muerte, m. adv.: hasta morir uno de los contendientes; duelo a muerte. Sin dar cuartel: guerra a muerte». (Dicc.) Según esto, no puede decirse en sentido fig. odio a muerte, sino odio mortal; ni tampoco odiar, aborrecer,

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detestar, perseguir a muerte, sino de muerte («m. adv. fig.: implacablemente, con ferocidad».) —«En lenguaje técnico de las matemáticas, escribe Baralt, se dice: A es a B como C es a X; pero en cualquiera otro caso me disuena semejante modo de hablar. Lo corriente y castizo es, v. gr.: La tierra es respecto del universo lo que un átomo respecto del sol». Sin embargo, observaremos nosotros, semejante modo de hablar es harto conciso y elegante, y, por lo tanto, nada tiene de censurable. Úsanlo los académicos Don Cayetano Fernández en su discurso de incorporación: «El misterio y lo infinito es, de algún modo, a la belleza intelectual lo que el tipo ideal es a la belleza física» y don Leopoldo A. de Cueto en el elogio del Duque de Rivas, leído en la Academia misma: «La hipérbole, mal contenida en los estrechos límites del buen gusto, es al numen poético lo que la fanfarronada al valor, un alarde innecesario de fuerza, que suscita dudas sobre la fuerza verdadera». Antes había dicho también en su discurso de incorporación el académico don F. de P. Canalejas: …«las nuevas lenguas, que son al sanscrito lo que el español, el francés o el italiano son al latín». «La declinación es al nombre lo que la conjugación al verbo». (M. F. Suarez, Estudios gramaticales). «El estilo es a una obra lo que la fisonomía al cuerpo de su autor». (J. M. Sbarbi). —Precio a pagar, problema a resolver, etc. ¡Dios nos libre para siempre de galicismos tan crudos y tan chocantes a los oídos castellanos! Precio por pagar, problema por resolver, es el único modo que en estos casos admite nuestro idioma, a no ser que se dé a la frase otro giro o pueda emplearse algún adj., como podría ser pagadero para el primer ejemplo. (1901-1908)

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La preposición a proviene de la preposición latina ad ‘a’, ‘hacia’, ‘para’, señalan Corominas y Pascual (1980), quienes entregan su primera documentación en los orígenes del idioma. El artículo lexicográfico a presenta una compleja composición: se inicia con tres acepciones normativas, organizadas con numeración arábiga, las cuales tienen relación con la formación del complemento directo; a esto se le agregan seis acepciones normativas más, las cuales versan sobre el régimen preposicional y la proscripción en los galicismos, donde a cada una de ellas le antecede un guion. Tanta información no debería sorprendernos, sobre todo por ese “carácter nuclear de la preposición a y de su gran flexibilidad para entrar en múltiples tipos de construcciones y funciones” (Company y Flores 2014: §11.1). Para el desglose detallado de cada una de las acepciones, véase Chávez Fajardo (2016b). Asimismo, insistiremos en algunos puntos que tocamos en §2.6.3. de la segunda parte, puesto que de lo que queremos dar cuenta es de dos aspectos que tratamos en dicha parte: por un lado, las fuentes que tomó el sacerdote para la redacción de su artículo y, por otro lado, qué hay de nuevo en sus observaciones y reparos. En rigor, qué nos aporta Román en este extenso artículo. Las cinco primeras acepciones son una verdadera regulación normativa, sobre todo, en las cuatro primeras, acerca de cuándo hay que usar la preposición en con-

textos con complemento directo. Constatamos que en estos actos de habla directivos sigue, Román, directamente a Ortúzar (1893), modificando, en algunos casos, los ejemplos (en la primera acepción, en la tercera acepción, en la quinta acepción) o, las más veces, tomando la información de Ortúzar sin citarlo. Se produce, por lo demás, una interesante cadena, porque Ortúzar, a su vez, se guía por lo normado por Bello en su Gramática (1988 [1847]: primera acepción: § 890a; segunda acepción: §893; segunda observación de la segunda acepción: §895 f; cuarta observación de la segunda acepción: §898; quinta observación de la segunda acepción: §899; tercera acepción: §891b: cuarta acepción: §900). Asimismo, Román se guía por lo expuesto por Cuervo en su Diccionario (primera acepción) o en sus Apuntaciones (tercera observación de la segunda acepción). Así como en algunos autores para complementar la información que le parece insuficiente, como Suárez (1885) para la quinta acepción. Algunas acepciones de este artículo merecen ciertas observaciones y mayor detenimiento. Por ejemplo, la sección de la segunda acepción del artículo referida al uso preposicional en los animales, es bastante poco precisa, ya que Román no entrega ejemplos ni una norma clara. Lo evidente es que toma Román estas indicaciones del Diccionario de Cuervo: Con nombres de cosa, generalmente abstractos, cuando están personificados, o aparecen como objeto de actos que ordinariamente no se ejercen sino sobre personas; en lo cual, como se comprende fácilmente, tiene gran libertad el que escribe (...) Con nombres de animales es vario el uso, como ya lo notó Salvá (1953 [1886]: 11-12). Donde mejor podemos apreciar un intento de especificación es en Ortúzar (1893), quien incluye, por lo menos, un par de ejemplos: “Con nombres de animales es vario el uso: He hallado mi oveja que se había perdido. (Scío). No podía arriar a su jumento (Cerv. Quij)” (1893: s. v. a). Y, tal como lo señala Cuervo, quien mejor se explaya en este punto, sin ser citado en profundidad, es Salvá, en su Gramática: “Cuando la persona paciente es un animal irracional, hay variedad en el uso, pues unos dicen Romero mató el toro, Y Clemencín […] pone Hiere al toro en el cerviguillo. En la mayor parte de los casos se omite, pues solo decimos Ha muerto la gallina; guisa el pavo; sigue la liebre; ahuyenta los gatos, etc, etc.” (1988 [1847]: 451). Quizás la marcación para seres animados (no humanos) haya sido gradual (cfr. Company y Flores 2014: §11.4.2), por lo que haya sido alternado el uso y la ausencia de la preposición en este caso, es decir, el marcado diferencial de objeto, tal como lo nominan Company y Flores (2014: §11.4.2). Respecto a la tercera acepción, dentro de la lexicografía hispánica normativa, esta observación aparece en la obra de Orellana Cizaña del lenguaje (1891 [1871]):

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A (Supresión y uso indebidos de esta partícula). —“El enemigo tomó Barcelona”. Esto es: “a Barcelona” “Los franceses sitiaron Zaragoza”. Es decir: a Zaragoza. (Orellana 1871, s.v. a). Y en la lexicografía diferencial hispanoamericana contemporánea a Román, esta observación solo aparece en Ramos y Duarte (1896): Se comete solecismo en la supresión de la a en los siguientes casos: “El enemigo tomó Zacatecas;” “Los franceses sitiaron Puebla” Tengo propósito de visitar París y ver Londres; solecismo usual con que se suprime la preposición a, que reclama imperiosamente el verbo (1896: s.v. a).

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Esta indicación es la única, dentro de este artículo lexicográfico, que no mantiene vigencia en la actualidad. El cambio lingüístico, en donde se instala el galicismo, se comprueba, por ejemplo, en lo que adelantó Kany: “Aunque estigmatizada de galicismo por los gramáticos conservadores, va ganando terreno, y algún día puede incluso llegar a prevalecer” (1969: 20) y su consolidación con lo indicado por el Diccionario Panhispánico de Dudas: “el uso con preposición, habitual en épocas pasadas, prácticamente ha desaparecido de la lengua actual” (2005: s.v. a). Y el hecho de que esta misma observación aparezca en dos obras lexicográficas normativas contemporáneas a Román da cuenta del problema generado con este uso preposicional. Respecto a la sexta acepción, el problema va más allá del contacto con el francés, tal como se expone dentro de la tradición lexicográfica. Ya en el latín hubo un sincretismo de la preposición ad de acusativo con las formas preposicionales a, ab y abs de ablativo, las cuales tenían como significado el de ‘agente’, ‘fuente’, ‘origen’, ‘motivo’, ‘causa’. Por lo mismo, son esperables expresiones como trabajar a cincel, dibujar a lápiz, ya documentadas en el español antiguo, algo que Company y Flores (2014: §11.4.1) llaman “contaminación de ablativo y acusativo”, sobre todo por el peso fonológico de ambas preposiciones, así como la debilitación y pérdida de las consonantes finales en el latín. Ya Kany (1969: 393) daba cuenta de este uso presente en clásicos y en escritores peninsulares. Como fuere, esta observación aparece en el primer diccionario de chilenismos, el de Zorobabel Rodríguez, quien lo toma como un galicismo general en América: “A la pluma, al cincel, no son provincialismos chilenos, sino galicismos tan corrientes en América como intolerables. Con decir a pluma, a cincel, se ahorrarían letras y disparates” (1875: s.v. a). Aparece de manera sintética en Ortúzar (1893): “Es sí censurable 1°. Por con: Trabajar a (con) la aguja; (…) Hecho a (con) la pluma (…) 3°. En vez de de: Buque, máquina, caldero, motor a (de) vapor. Por vulgar que sea este galicismo no se ve empleado jamás en el Diccionario, ni lo hallamos en buenos autores” (1893: s.v.

a), en donde ambos citan como fuente a Baralt (1995[1855]). Dentro de la tradición lexicográfica latinoamericana, Batres Jáuregui (1892) hizo la misma referencia, pero más sucinta: “A la pluma, al lápiz. Son galicismos muy notables y muy comunes, que pueden corregirse con sólo decir a pluma, a lápiz” (1892: s.v. a). Por otro lado, tanto Román como Ortúzar se refieren a un galicismo que no se encontró en las obras cotejadas: el de una máquina a vapor, donde Román se limita a parafrasear a Ortúzar: “pero buque, máquina, caldero, motor a vapor, por de vapor, no tienen la sanción de los buenos autores” (1901-1908: s.v. a) y Ortúzar: “En vez de: Buque, máquina, caldero, motor a (de) vapor. Por vulgar que sea este galicismo no se ve empleado jamás en el Diccionario, ni lo hallamos en buenos autores” (1893: s.v. a). Frente a máquina a vapor, solo tenemos máquina de vapor por primera vez en el Diccionario de la editorial Gaspar y Roig (1855). En la tradición académica, aparece máquina de vapor recién en el usual de 1884. Máquina a vapor se registra solo en la interesante observación que entrega el Diccionario histórico para este uso: “Es construcción reciente que los autores condenan” (cfr. 1972: s.v. a). Ya Kany (1969) se había referido al uso y concluía: “Como se asemeja a la práctica francesa (machine á vapeur), esta locución ha sido calificada de galicismo” (1969: 393) y lo daba, sobre todo, para Chile y la región de Río de la Plata. Recientemente el DPD sigue manteniendo la proscripción de este uso: La preposición que se emplea normalmente en español para introducir el complemento que expresa el modo o medio por el que funciona un determinado objeto es de: estufa de gas, cocina de leña, barco de vela, etc. El uso de a en estos casos es un galicismo que debe evitarse (aunque esté muy extendido, al menos en España, en los casos de olla a presión o avión a reacción). Se recomienda mantener el uso tradicional con de, vigente además en la mayoría de los países americanos” (2005: s.v. a). Lo interesante, en esta acepción, son dos cosas: primero, la presencia fundamental de Baralt, la autoridad respecto al uso de galicismos. Lo segundo es mostrar el ingreso de un galicismo en una voz relevante dentro de la historia cultural, maquina a vapor, y cómo su uso sigue generando controversias desde un punto de vista normativo hasta la actualidad. En la séptima acepción solo aparece Ortúzar, con un ejemplo: “Se odiaban a (de) muerte” (1893: s.v. a). Sin embargo, las soluciones son diversas en ambos autores. Román propone un cambio gramatical: odio mortal y Ortúzar sigue a Baralt (1995 [1855]: s.v. a): odio de muerte. Dentro de la lexicografía diferencial hispanoamericana contemporánea a Román, esta observación solo aparece en Ramos y Duarte: “Esta letra [a] se emplea mal en los casos siguientes: (…) En lugar de de, v. gr.: (…) “Hace mucho tiempo que se detestan a muerte” (1896: s.v. a). Lo interesante, en esta acepción, es

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la divergencia entre Román y su fuente lexicográfica más directa, el diccionario de Ortúzar. En la octava acepción, Román discrepa de la postura de Baralt (1995 [1855]): “A usada por respecto de. En lenguaje técnico de las matemáticas se dice: “A es a B como C es a X”; pero en cualquier otro caso me disuena semejante modo de hablar. Lo corriente y castizo es, v.gr.: La tierra es respecto del universo lo que un átomo respecto del sol” (1995 [1855]: s.v. a) y, por extensión, con la de Ortúzar (1893) -quien solo se limitaría a parafrasear a Baralt-: “Por respecto de: La tierra es al (respecto del) universo lo que un átomo es al (respecto del) sol” (1893: s.v. a). Además, dentro de la lexicografía hispanoamericana contemporánea a él, con Uribe (1887): “6° A por respecto de: “La tierra es al [respecto del] universo lo que un átomo es al [respecto del] sol” (1887: s.v. a). Con esta divergencia se contempla un cambio lingüístico dentro de los niveles normativos, en relación con el cual Román nos da señales claras respecto al tratamiento de esta preposición en cuestión. Lo interesante de este artículo lexicográfico es que Román argumenta su postura con autoridades. Este uso, por ejemplo, no aparece marcado en el Diccionario histórico (cfr. 1972: s.v. a, §71) y no hay referencias en la actualidad en el DPD, por lo que las observaciones de Román dan cuenta del cambio en marcha y su asentamiento dentro de la norma. En la novena acepción, el uso, considerado como galicismo hasta en ediciones académicas actuales (cfr. DPD 2005), ya se puede encontrar, por ejemplo, en Cabrera de Córdoba, en 1619: “Envió diez mil escudos de limosna a repartir entre sus pobres y monasterios” (Nueva Gramática 2009: §26.6l), sin embargo, por influjo del francés, se empezó a propagar en el siglo XIX y se lo tomó como un galicismo sin más. Baralt, por ejemplo, es uno de los primeros en normarlo: “A no se usa con el infinitivo sino de dos maneras: una, al principio de la oración, a la cual comunica sentido condicional; y entonces corresponde a la conjugación si […]. La otra manera es cuando, delante del infinitivo, se le junta el artículo definido, y vale tanto como gerundio (…)” (1995[1855]: s.v. a). Dentro de la lexicografía diferencial hispanoamericana contemporánea a Román, esta observación solo aparece en Garzón en su Diccionario argentino (1910): “A…prep. que, delante de los infinitivos, denota que está por hacerse lo que el verbo significa; construcción gálica muy en boga en la Rep. Arg.” (1910: s.v. a). Kany (1969: 399-400), junto con considerarla francesa, es el primero que observa que se da, también, en el italiano y concluye que es, más que nada, un uso arcaizante. El uso sigue vigente en la actualidad, tal como presenta el DPD, donde se justifica, además, su generalización, por ser más breve que el equivalente en español:

Estas estructuras sintácticas son calcos del francés y su empleo en español comenzó a propagarse en el segundo tercio del siglo XIX. […] Son frecuentes en el terreno administrativo y periodístico expresiones idénticas a las anteriores, como [(…] problemas a resolver. Estas construcciones resultan más breves que las tradicionales españolas. (2005: s.v. a). Además, se presenta una distinción semántica que justificaría la a en el uso de a pagar: Con respecto al uso de por en lugar de a, es necesario señalar que la construcción con por posee un matiz significativo adicional; así, no es exactamente lo mismo cantidad por pagar que cantidad a pagar: cantidad por pagar es “cantidad que queda todavía por pagar” e implica que se han satisfecho otros pagos anteriormente, mientras que cantidad a pagar es, simplemente, “cantidad que hay que pagar”. (2005: s.v. a). Así como el de problema a resolver: “Son normales estas construcciones con sustantivos abstractos como (…) problema y otros similares, y con verbos del tipo de […]  resolver” (2005: s.v. a). Este es otro caso de un artículo lexicográfico académico en donde se refleja el peso del uso más que la normatividad sesgada por los purismos. Román en este caso, así como los autores cotejados, sí dan cuenta de este galicismo y cómo, en un estado determinado de lengua, aún se intentaba frenar su uso. En síntesis, después de comparar cada una de las informaciones que Román expone en el artículo lexicográfico a, se puede afirmar que el Diccionario manual de locuciones viciosas de Ortúzar es el interlocutor directo y base del Diccionario del diocesano: de las trece acepciones que posee el artículo a, once aparecen en la obra del salesiano, es decir, el aporte de nuestro autor solo se da en dos acepciones. Fuera de ello, Román enriquece el artículo con datos de otros autores (Cuervo, Suárez). También hay dos casos en que Román discrepa de Ortúzar, primero, en la resolución normativa que propone (en el caso de odio a muerte) y, junto con Ortúzar, con todas las autoridades normativas contemporáneas a él, dando un paso de avanzada al respecto (en el caso de la extensión del uso de a en el lenguaje técnico de las matemáticas). Por último, de las trece observaciones de Román, solo uno de los casos -el de nombres propios geográficos- está en desuso, es decir, el galicismo fue aceptado dentro de la norma.

3.9.2. La preposición ante Ante. prep. “delante o en presencia de alguna persona”. Yerran pues los que dicen ante las palabras, ante las ideas, ante los pensamientos, razones, dictados, etc., porque todas estas son cosas y no personas. Ni aun la prosopopeya podría autorizar semejante lenguaje, a no ser tratándose de cosas materiales o capaces de personificarse. Así dice Cervantes de su famoso héroe “que estaba

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determinado de no parecer ante su fermosura [la de Dulcinea] hasta que hubiese fecho fazañas que lo ficiesen digno de su gracia”; y Jovellanos: “Impuro incienso quema ante sus aras”. (1901-1908) Preposición de larga trayectoria dentro de la tradición hispánica: Corominas y Pascual (1980) la datan en los orígenes del idioma (el Cid). Respecto a la información que entrega Román, esta ya está presente en Ortúzar: “Ante las palabras o pensamientos, es cosa de taparse los oídos. Ante significa delante o en presencia de alguna persona, no de alguna cosa. (Baralt)” (Ortúzar 1893, s.v. ante), quien, como vemos, cita a Baralt: “(…) pero no “Ante las palabras”, “Ante las ideas”, “Ante los pensamientos”; porque ante significa delante o en presencia de alguna persona, no de alguna cosa” (Baralt 1995 [1855] s.v. ante). Baralt, por lo que hemos rastreado, es el primero en restringir el uso de esta preposición. En rigor, el significado que le dan Baralt, Ortúzar y Román es el mismo que el diccionario académico mantuvo a partir de la segunda edición Autoridades (1770). Ya en la primera edición de Autoridades aparecía como: “Vale tanto como delante de alguna cosa, en presencia de persona, u de personas” (1726 s.v. ante). El problemático acortamiento de la definición en el volumen único del segundo diccionario de Autoridades continuaba en la edición que manejó Román, que es la de 1899 (para tener un panorama de lo que implicó la segunda edición de Autoridades, en un solo volumen, ver Álvarez de Miranda 2011, cap. 3). Es solo en la edición siguiente, la decimocuarta (1914), cuando la definición se modifica a “Frente a. En presencia de. En comparación, respecto de” (1914, s.v. ante). Una rigurosidad equiparable a un Baralt, un Ortúzar o un Román, la encontramos en Juan Mir, quien, al menos, sí considera el sema ‘cosa’ para la explicación de la preposición, mas prohíbe su uso con entidades abstractas:

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siempre refiriéndose a persona o a cosa material, no a inmaterial e insensible. […] El abuso de los modernos está en aplicarle a cosas insensibles y espirituales. Dicen: “ante las palabras dichas […]; ante las ideas del filósofo […]; ante la ciencia callen todos; ante los pensamientos de usted, me rindo […]”. Estos antes no solo son insípidos, sino indigestos y malos de tragar. […] Que el abuso de ante sea francesismo no hay para qué demostrarlo, devant y en face de lo dejan sin sombra de duda, manifiesto a los ojos del mas idiota. […] Pero el ante de los galicistas es metafórico, regidor de nombres abstractos, no de nombres concretos (Mir 1908: s.v. ante) En rigor, lo que encontramos en estas normas para un correcto uso de esta preposición son dos problemas: por un lado, la restricción excesiva del uso de la preposición, limitándose a ‘persona’, creemos, por ese acortamiento en la definición de la tradición académica desde el segundo diccionario de Autoridades hasta su decimose-

gunda edición. Por otro lado, la proscripción para el uso de entidades abstractas, por lo que nos preguntamos: ¿Se quedan estos autores dentro de un bloque absolutamente purista? ¿Se presenta esta normatividad en otros autores? Dentro de la tradición hispánica pre-académica no encontramos esta restricción. Covarrubias la equipara “algunas veces” a la preposición latina coram en casos donde se da “en presencia de persona o personas” (2006 [1611]: s.v. ante). Sin embargo, coram se define genéricamente, sin requerimiento de un determinado animado, como vemos en el Oxford Latin Dictionary: “In the presence of, before” (1968: s.v. coram). En rigor, la tradición lexicográfica hispánica no restringe el uso de ante. Tal es el caso de Terreros: “lo mismo que en presencia, o delante” (Terreros 1987 [a 1767]: s.v. ante); Núñez de Taboada: “Delante, en presencia” (1825: s.v. ante); de la editorial Gaspar y Roig: “delante, en presencia de” (1853: s.v. ante) y Domínguez: “Delante de, en presencia de, a vista de, etc.” (1846-1847: s.v. ante). Encontramos, además, una posición ambivalente, como la de Salvá quien, en su Gramática, no hace mención alguna a esta proscripción; es más, cita ejemplos que serían “incorrectos” desde la óptica de Baralt, como “Estaba ante la puerta” (Salva 1988 [1847]: 529), pero, sin embargo, mantiene la misma definición académica en su Diccionario: “Delante o en presencia de alguna persona” (Salvá 1846: s.v. ante). Castro y Rossi mantiene la distinción que aparecía en Autoridades: “Delante o en presencia de alguna persona o cosa” (1852: s.v. ante). En síntesis, la restricción a persona prácticamente no se da dentro de la tradición lexicográfica para-académica. ¿Qué sucede con la exclusión de referentes abstractos? En el Diccionario de Cuervo no se penaliza, se la describe: “Señala un punto en la línea que traza uno al moverse rectamente para llegar al frente de una persona o cosa […] con respecto a un objeto material, en frente de él; con respecto a un suceso, sin haber llegado o alcanzado a él, antes de él; y en el orden de las ideas, con procedencia a otras cosas en razón de mayor importancia” (Cuervo 1953 [1886]: s.v. ante). A mediados del siglo XX, Moliner, no hace referencia, tampoco, a esta proscripción: “En lenguaje figurado se prefiere a éstas: ‘Se crece ante las dificultades. Me rindo ante estas razones’” (Moliner 1966-1967, s.v. ante). Lo mismo en la tradición académica misma, cuando el Diccionario Histórico (1992) no da cuenta de referencia normativa alguna, ni en el rastreo de ejemplos. Es más, el uso repudiado por Baralt, Ortúzar, Román y Mir, en relación con lo no animado, sobre todo lo figurado (palabras, ideas, pensamientos, textos), forma parte de una de dicho diccionario: “Referido a elementos del lenguaje, alguna vez a textos” (Histórico 1992: s.v. ante), con primera datación en 1254 (“E yo digo que deven catar en este capítulo e en el otro ante este” Libro conplido estrellas). Algo que se constata en

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la Nueva Gramática (2009: §29.7d y §36.6ñ). Lo mismo en la Sintaxis histórica (2014: §17), donde se presentan ejemplos, ya, de la General Estoria. Lo interesante en esta proscripción es que si argumentamos con razonamientos etimológicos, en este caso, con los posibles usos de la preposición latina ante, sea en latín clásico, sea en latín vulgar hispánico, vemos que no hay razón alguna para avalar este tipo de restricción (cfr. de Miguel 2001 [1867], Lewis & Short 1879, Gaffiot 1934, Oxford Latin Dictionary 1968, Oxford Medieval Latin 1975-2013, entre otros) y, lo más probable, creemos, es que esta proscripción provenga, más que de un galicismo, como afirman Baralt y Román, del corte arbitrario que se hizo en la definición en el paso del primer diccionario de Autoridades al segundo y que generó este malentendido.

3.9.3. La preposición bajo

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Bajo, prep. como los poetas épicos que, al llegar a un punto importante y difícil de su poema, invocan nuevamente el auxilio de su musa, así quisiéramos también nosotros, al tratar de esta discutida prep., invocar a los mejores gramáticos y ponernos bajo el amparo de los más castizos escritores. Sírvanos esto de invocación y entremos en materia. Varios son los usos de bajo que están en discusión entre los gramáticos y tratadistas del idioma y procuraremos estudiarlos uno por uno. —Bajo el aspecto: es fr. que, “sobre ser nueva en el lenguaje español y de corte francés, es impropia y descabellada, como Cuervo la llamó, porque el aspecto de una cuestión no tiene bajo ni alto por donde mirarse: el aspecto de la cuestión se puede mirar, o la cuestión en su aspecto; pero, bajo el aspecto, fuera absurdo en castellano. Poco importa que Capmany, Clemencín, Lista, Balmes, Gil y Zarate incurrieran en esa impropiedad; más tolerable habría sido considerar una cuestión por tal aspecto, como dijeron Moratín y Quintana, cuyos dichos aprueba el citado Cuervo. Antes que él había Baralt censurado la frase de Salvá, conservando, como era razón, la clásica considerar a todas luces y en todos sus aspectos. Y es mucho de notar que, habiendo Melo e Ibarra tenido con los franceses tanta comunicación como podían tener los sobredichos afrancesados, no tradujeron el sous francés servilmente por bajo, sino hidalgamente por en, como lo pedía el genio de nuestra lengua, si es verdad que dicha frase pegóseles del francés, pues que antes del 1650 se halla poco usada en nuestro idioma”. (Mir, Frases de los autores clásicos, art. Considerar). —Bajo la base o el pie: fr. Que para siempre ha quedado condenada en castellano desde que con tanta razón la puso en la picota Alcalá-Galiano en 1846. “Olvido, dice, más que de la gramática, de la lógica, y aun de lo que dicta el claro juicio, es otra frase disparatada que se oye en boca de los oradores, y aun se lee en algunos impresos. Alúdese ahora a la mala maña de decir Bajo este pie o Bajo de este pie, o Bajo estas bases o Bajo de estas bases. Nada aclara más cuan poco consultan la razón o alguna regla la mayor parte de cuantos hoy escriben, que la falta que señalamos. En efecto, si conociesen qué cosa es el lenguaje figurado, o las frases a él correspondientes traídas al

ordinario, y meditasen un poco, verían que así como bajo el pie en el hombre, o la base en un edificio nada hay ni puede haber, estando al revés todo encima, lo absurdo de la metáfora queda patente”. La razón es terminante, y no hay más que hablar. —Bajo el punto de vista: francés puro, en expresión de Baralt, y que en castellano debe ser desde el punto de vista, porque con desde y no con bajo es lógico y natural expresar la relación en que se encuentra el punto de vista con respecto al objeto observado. “Todos nuestros buenos escritores, concluye Baralt, desde principios de este siglo (el XIX), si no me engaño, han expresado siempre el mismo concepto diciendo, v. gr. Examinar las cosas a todas luces, a la luz de la razón y de la experiencia, en el punto de vista de su conveniencia, a todas luces y en todos sus aspectos”; o bien, “a este viso, en tal aspecto, en tal concepto, por este lado, a esta luz. Los clásicos, desterrando la partícula bajo de todos los puntos, aspectos y respectos, dijeron también con mucha elegancia debajo de una razón, debajo de esta consideración. Si tuviéramos que dar parecer, desearíamos ver desterrado de nuestros libros el punto de vista, que tan incorrecto nos parece con bajo como con desde. ¿No nos basta considerar las cosas en tal aspecto, en tal viso, a la luz de, a la consideración de, en la razón de, como los clásicos dijeron? El punto de vista o de mira podrá servir a los aprendices de Geometría descriptiva, mas no hace falta a los escritores para dar realce a su correcta locución” (Mir). —Bajo el respecto: inaceptable, según Cuervo, porque respecto significa relación, y lo que está bajo la relación esta fuera de ella. Es locución que, traducida del francés sous ce rapport, se ha querido hacer pasar como igual a la castiza bajo este concepto. —Bajo Nerón: inaceptable, según Mir. “Desde que Jovellanos, escribe este castizo jesuita, empezó a decir bajo los Romanos, bajo Alfonso once, bajo Carlos cuarto, bajo de León Diez, bajo de Alfonso once, se está empleando la partícula bajo con nombres de príncipes o dominadores para expresar la época de su dominación o gobierno. Reconoce Cuervo el uso reciente, y no le juzga por vicioso. Tenemos, con todo eso, la costumbre de los clásicos, que, cuando habían de citar reyes o pontífices, en vez de usar bajo Nerón, decían en los días de Nerón, en tiempo de Nerón, en el reinado de Nerón, en vida de Nerón, o cosa tal, sin ladearse a traducir a la letra el sous Nerón de los franceses. Dirán ellos que no hacen sino seguir el estilo de los latinos, que escribían sub Nerone. A esto se responde, que a los clásicos españoles no les pareció bien el Bajo Nerón, porque no descubrieron en bajo virtud que diese gracia al enlace con Nerón; por eso en el Credo no dice el español, traduciendo del latín, sub Pontio Pilato, bajo Poncio Pilato, ni debajo de Poncio Pilato, sino bajo el poder de (o debajo del poder) de Poncio Pilato. Esta manera constante de hablar, usada por nuestros mayores, nos abre los ojos para mirar con prevención, y aun para tener por galicismo, la frase bajo los Romanos, etc., introducida hace un siglo en nuestra lengua”. —Esto es lo principal y lo mejor que hemos hallado en los tratadistas sobre el abuso tan frecuente de bajo; y de intento hemos citado sus propias palabras, para que no se creyera que era exageración nuestra. Inútil nos parece ahora refutar a uno que otro autor, que, como Rivodó, ha defendido la locución bajo el aspecto, porque sus razones, en contraposición de las que la condenan, son demasiado débiles. Por el mismo motivo no citamos, aunque bien acotados los tenemos, a los innumerables escritores que, cediendo al uso general, de suyo contagioso, han empleado la referida locución. De ello no hay más explicación que la

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razón contenida en el adagio popular, de que, cuando llueve, todos se mojan, aun los papeles de los más correctos escritores; y ¿quién podrá negar que en todo el mundo literario hay verdadera lluvia de galicismos, por la novedad que siempre despierta la literatura de Francia? Lo admirable y raro no es incurrir en galicismos, sino librarse verdaderamente de ellos. (1901-1908)

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Interesante artículo lexicográfico constituido, sobre todo, por observaciones relacionadas con usos considerados incorrectos -para una gran tradición normativa- de locuciones preposicionales donde está el concurso de la preposición bajo, algunas de ellas ya vistas en § 2.6.3. Respecto a la preposición en cuestión, bajo, una de las preposiciones tardías, Corominas entrega el primer testimonio con el renacentista Lupercio Argensola (citando a Cuervo 1867). Sin embargo, el Diccionario histórico (1996) ya la registra en el siglo XIV, momento, justamente, en que su equivalente medieval so, derivado del latín sub, deja de tener frecuencia de uso y, además, llega a equipararse, junto con esta so, con yuso, usado en otras zonas españolas, para imponerse entre las dos (para más datos respecto a este proceso, así como la refutación de la usual lectura del reemplazo de este so por la forma adverbial bassus ‘gordo y poco alto’, por ser este so una palabra herida, ver Octavio de Toledo 2014: §17). Como preposición tardía que es, su ingreso es relativamente nuevo en los diccionarios académicos: aparece como acepción, pero sin marca gramatical, en la quinta edición (1817) del diccionario académico; la ausencia de marca es explicable, creemos, por el proceso de gramaticalización de un adjetivo como bajo, el cual, en conjunción con otras preposiciones (bajo de, debajo de), empezó a tener, además, un valor adverbial (cfr. Octavio de Toledo 2014: §17). Con la marca gramatical ‘prep.’ aparece en la séptima edición (1832). Salvá, en la primera edición de su Gramática (1830) no la incluye como preposición; no lo hace hasta la edición de 1847. El artículo lexicográfico de Román consta de cinco locuciones preposicionales relacionadas, erróneamente o no, con galicismos. Tal como podemos corroborar con la cita de Cuervo, era usual durante el siglo XIX usar bajo en construcciones penalizadas por la norma purista: “El uso de esta partícula se ha extendido en lo moderno de tal manera (de ordinario, a influencia del francés), que no pocas veces se han pasado los límites de toda discreción” (Cuervo 1953 [1886], s.v. bajo). En el caso de la primera acepción, bajo el aspecto, la cita es íntegra de Mir (1899) sin aportar Román nada nuevo. Mir, a su vez, utiliza la información de Cuervo (1953 [1886], §23), quien es el primero en hacer mención de este uso (1867-1872: §382). La unidad pluriverbal ya aparece, dentro de la tradición lexicográfica chilena, en Ortúzar (1893) quien, de paso, critica su uso en dos artículos lexicográficos del DRAE mismo:

Bajo el plan, bajo el aspecto son del mismo pelo de los anteriores. A juicio de Cuervo, para que se pudiera decir mirar, ver algo bajo tal aspecto, sería menester que el aspecto fuese transparente, lo cual es descabellado. Y, como las impropiedades en el lenguaje metafórico jamás prescriben, no valen ejemplos como estos: “Es cierto que, regularmente hablando, todo lo que denota la calidad de una cosa o de un individuo, es adjetivo; y que, mirados bajo este aspecto, lo parecen muchos sustantivos”. (Salva, Gramáticas). “Deben principalmente usarse tales divisiones (llamadas párrafos) cuando se va a pasar a diverso asunto, o bien a considerar el mismo bajo otro aspecto.” (Gramáticas de la Academia). “Considerar una cuestión bajo, en todos sus aspectos, por todos sus lados.” (Id. Lista de palabras que se construyen con preposición). Ni es más feliz el Diccionario al emplear semejante locución en los artículos Etnología y Pesimista. (Ortúzar 1893: s.v. bajo) Dentro de la tradición lexicográfica hispanoamericana, la referencia a esta locución se encuentra bastante difundida, ya que aparece en Rodríguez (1875), en Uribe (1887), en Gagini (1892), en Ramos y Duarte (1896) y en Sánchez (1901). Todos, sin excepción, norman sobre su uso. Sin embargo, de este grupo se escapa García Icazbalceta (1899), quien es el primero que cuestiona su proscripción: Aunque tan censuradas, se mantienen firmes y cuentan con el apoyo de buenos escritores. Abundantes ejemplos de ello pueden verse en el incomparable Diccionario de Construcción y Régimen del Sr. Cuervo, y pudieran añadirse muchos más. El escrupuloso Baralt, que censuró estas locuciones, dijo bajo un mismo aspecto en su discurso de recepción en la Academia Española” (García Icazbalceta 1899: s.v. bajo). Sin lugar a dudas, García Icazbalceta fue un adelantado respecto al uso, cosa que solo podemos apreciar en la observación (ya no proscripción) del Diccionario histórico (1996), en donde se cita un ejemplo de Ortega (bajo otro aspecto) en 1932. Actualmente el Diccionario Panhispánico de Dudas no hace referencia a este uso como una incorrección. Como podemos comprobar, este es un claro ejemplo de cómo una secuencia ha sido tomada como locución preposicional, inicialmente proscrita, para luego pasar a ser no marcada. La secuencia bajo el aspecto, en rigor, no constituye una locución, sino un sintagma preposicional regular, nos confirma el Departamento de “Español al día” (RAE); es decir, su significado completo se obtiene al sumar el significado de cada uno de sus componentes. Con ejemplos como “Presentó a su marido bajo el aspecto de un sirviente” (= ocultando la verdadera identidad, por ejemplo) o “Se dieron varias explicaciones bajo el aspecto técnico” (= ajustándose al aspecto técnico, tomando como base el aspecto técnico) puede comprobarse el tipo de construcción que es bajo el aspecto.

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En el caso de bajo la base o bajo el pie, Román usa como recurso argumentativo la cita que Alcalá-Galiano hizo en un periódico en 1846, tomada, lo más seguro, de Baralt (1995 [1855]”, quien afirma que no es galicismo: “El defecto que nota nuestro autor no es galicismo, sino disparate, que debe corregirse” (1995 [1855]: s.v. bajo). Es locución que, además, ya aparece en Ortúzar (1893), quien toma la cita íntegra de Cuervo (1867-1872: §382; Cuervo 1953 [1886]: s.v. bajo), sin incluir la fuente. Dentro de la tradición lexicográfica normativa, la locución aparece en Orellana (1891 [1871]) y, dentro de la tradición lexicográfica hispanoamericana, en Rodríguez (1875), Uribe (1887), Gagini (1892), Batres Jáuregui (1892), Ramos y Duarte (1896) y en Sánchez (1901). García Icazbalceta (1899) es el único que cuestiona su proscripción: Bajo la base, bajo el pie (…) Aunque tan censuradas, se mantienen firmes y cuentan con el apoyo de buenos escritores. Abundantes ejemplos de ello pueden verse en el incomparable Diccionario de Construcción y Régimen del Sr. Cuervo, y pudieran añadirse muchos más (García Icazbalceta 1899, s.v. bajo). El Diccionario Panhispánico de Dudas (2005) sigue proscribiéndola: “Es error por sobre la base de” (DPD 2005: s.v. base), así como la Nueva Gramática, por su “clara incongruencia semántica” (2009: §29.7e). Como se puede apreciar, sigue siendo un uso recurrente que la norma sigue vetando. En el caso de bajo el punto de vista, está compuesta por dos citas, una tomada de Baralt (1995 [1855]) y otra de Mir (1899). La mención ya estaba en Cuervo (18671872: §382 y 1953 [1886]: s.v. bajo). Es locución que aparece en Ortúzar (1893), quien critica el uso que de esta hace la Academia, Bello y Monlau:

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Bajo el punto de vista. Este es otro Galimatías que bien baila. Punto de vista es de donde ha de mirarse un objeto para verlo con toda perfección, y así se dice con propiedad “Ver un objeto desde su verdadero punto de vista.” ¿Quién creyera que censurado nominalmente en la Gramáticas de la Academia semejante barbarismo, se hallara como un figurón en la voz cerámica del Diccionario? Verdad es que donde menos se piensa salta la liebre, y para que nadie lo dude allá van tres: “Clasificaremos, pues, los verbos bajo otro punto de vista más conveniente para señalar los diferentes modos de usarlos.” (Bello, Gramáticas N. 335). “Bajo el punto de vista filosófico, los parónimos, son una de las causas más fecundas de los barbarismos, de los solecismos, de la alteración y empobrecimiento de las lenguas.” (Monlau, Vocabulario Gramatical) (Ortúzar 1893, s.v. bajo) Dentro de la tradición lexicográfica hispanoamericana, la locución aparece, a manera de equivalencia, en Rodríguez (1875), Uribe (1887), Gagini (1892), quien también se percata del uso de la locución por parte de la Academia (en el artículo lexicográfico cerámica), en Batres Jáuregui (1892) y en Ramos y Duarte (1896), quien

detecta su uso, hasta en un artículo de Baralt. En García Icazbalceta (1899) se cuestiona su proscripción: Aunque tan censuradas, se mantienen firmes y cuentan con el apoyo de buenos escritores. Abundantes ejemplos de ello pueden verse en el incomparable Diccionario de Construcción y Régimen del Sr. Cuervo, y pudieran añadirse muchos más. (…) [La Academia] usó la frase bajo el punto de vista en el artículo cerámica de la 11a edición de su Diccionario (1869). Después la condenó en su Gramática (1880), y a pesar de eso quedó en el artículo cerámica de la 12a edición del Diccionario (1884). Tan usadas son estas frases, que van perdiendo su extrañeza, y acabaran por arraigarse como tantas otras incorrectas, y aun barbarismos, incrustados ya en la lengua. (García Icazbalceta 1899, s.v. bajo) Sigue siendo sancionada por Moliner (1966-67): “La legitimidad de esta expresión es discutida” y treinta años después, en el Diccionario Panhispánico de Dudas (2005) se legitima su uso: “Puede significar, además, (…): ‘desde un enfoque u opinión determinados’: Bajo este nuevo enfoque, mejoraran las estrategias de venta; Bajo mi punto de vista, no hay razones para preocuparse” (DPD 2005 s.v. bajo). Bajo el respecto, ya aparece en Ortúzar (1893), quien cita íntegramente a Cuervo (1867-1872: §382 y 1886: s.v. bajo). Dentro de la tradición lexicográfica precientífica, la locución aparece en Gagini (1892) y en Batres Jáuregui (1892). Posteriormente no hay referencia alguna al uso a pesar de encontrar no pocos casos en buscadores de internet. En el caso de bajo Nerón, Román toma la nota íntegra de Mir (1899: s.v. rabiar), en donde, fuera de proscribir el galicismo, destacamos que Cuervo no la censura (1953 [1886]: s.v. bajo). Morales Pettorino en su Diccionario ejemplificado de chilenismos y de otros usos diferenciales del español de Chile la lematiza y la marca como galicismo y como preposición culta (1984). El Diccionario Panhispánico de Dudas la incluye como una acepción más: Puede significar, además, ‘durante la vigencia o mandato de lo expresado a continuación’: España fue, bajo los Austrias, la primera potencia europea; Bajo la dictadura, muchos tomaron el camino del exilio; y ‘desde un enfoque u opinión determinados’: Bajo este nuevo enfoque, mejoraran las estrategias de venta; Bajo mi punto de vista, no hay razones para preocuparse. (DPD 2005 s.v. bajo). Como se ve, entonces, por más que se combatiera el uso, este terminó por asentarse en la norma. No hay, entonces, aporte alguno de Román en el artículo lexicográfico bajo. Solo se limita a citar autoridades, como Baralt, Cuervo y Mir e insistir en la censura de galicismos, en su mayoría. Lo que podemos destacar en esta revisión, más que las citas de Román, es la lucidez de otro lexicógrafo latinoamericano tardo

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decimonónico: el mexicano Joaquín García Icazbalceta, quien se adelanta al uso más que nadie (en tres de las cinco acepciones que acabamos de presentar), dos de ellas avaladas por la norma académica casi cien años después y otra que sigue siendo prescrita. Además, podemos destacar, justamente, cómo se siguen proscribiendo usos los cuales, posteriormente, se asientan en la norma.

3.9.4. La preposición cabe45 Cabe. Por ocasión o lance que impensadamente se ofrece para lograr lo que se desea, es cabe de pala. Usado como prep. no llevaba a antes del término. Cabe la real laguna (Castillejo). Cabe mí, cabe él (Sta. Teresa). Cabe el camino (Rivadeneyra). En casa del bueno, el ruin cabe el fuego (Dicc.). Muchas veces solía llevar de: “Bienaventurado quien de verdad le amare, y siempre le trajere cabe de sí”. (Sta. Teresa). Como prep. está ya anticuado y sólo se usa en poesía y en la prosa elevada. (1901-1908)

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Lo anticuado de la voz ya se señala en la edición usual de 1780, también en Bello (1988 [1847]): “cabe, enteramente anticuado” (§1182) y en Cuervo (1954 [1893]): “De muy frecuente uso entre los antiguos y en nuestros clásicos, en lo moderno apenas se usa una que otra vez en verso” (s.v. cabe). La décimo tercera edición, la que Román consultó, informaba: “Úsase aún en el lenguaje poético” (1899). Moliner (1966-1967) lo marca como literario o campesino, algo similar señala Corominas cuando lo marca como preposición anticuada o literaria. La poca frecuencia de uso se comprueba en su no aparición en el DPD (2005) y en la observación de la Nueva Gramática: “se siente ya desusada (…) Se usaba con cierta frecuencia en la lengua medieval (…). En ocasiones se documenta en textos más recientes, a menudo poéticos, pero casi ha desaparecido del español común de hoy” (2009: §29.2b). La información histórica que entrega Román (“Muchas veces solía llevar de”) se confirma con lo señalado por Corominas respecto al origen de cabe: “abreviación de la antigua locución a cabo de, a cab de” (1980, s.v. cabe). Es casi seguro, creemos, que Román tomó los ejemplos de su artículo lexicográfico de las anotaciones que hizo Cuervo a la Gramática de Bello (cfr. 1988 [1847], §1182), especialmente las citas de Santa Teresa. Detectamos, además, que el

“Cerca de”, señala Corominas y especifica: preposición anticuada o poética, abreviación de la antigua locución a cabo de, a cab de “a la orilla de”, “al canto de”. Las primeras documentaciones: como cap de, en 1056; como cabo en 1109; como cab en el Cid; como cabe en las Partidas de Alfonso X. 45

segundo ejemplo tomado de Santa Teresa, no es una preposición precisamente, sino un adverbio (cfr. Cuervo 1954 [1893]: s.v. cabe). Como sea, suponemos que el resto de ejemplos sean de su propia lectura y acopio. No se entiende por qué incluye la locución cabe de pala en este artículo lexicográfico. Por un lado, se está ante un homónimo, no ante la preposición. El cabe, en cabe de pala, tiene que ver con el derivado onomatopéyico cabe (“En el juego de la argolla, golpe de lleno que da una bola a otra, impelida por la pala, de forma que llegue al remate del juego, con que se gana raya”, DRAE: s.v. cabe1). Por otro lado, no hay una explicación a la inclusión de esta locución. Lo más probable es que en Chile se siguiera utilizando un anticuado cabe de paleta (cfr. Autoridades s.v. cabe de paleta), algo que podría confirmar la marca diatópica Chile en el Manual de 1927, justamente, con la equivalencia cabe de paleta. Sin embargo, la voz no aparece lematizada en ningún diccionario diferencial anterior al de Román.

3.9.5. La preposición contra46 Contra, prep. significa en castellano oposición y contrariedad y también enfrente, y antiguamente hacia. Por esta razón no son castizos los siguientes usos de contra: “Le clavó contra la pared” (en castellano decimos en); “¿Contra qué estudio si no aprendo? Contra nada porfías, porque tendrás que hacerlo:” chilenismos en que el contra equivale a para qué, con qué fin, con qué objeto, y sin interrogación, inútilmente. En el P. Nieremberg hallamos un pensamiento muy parecido a estos, pero expresado con la prep. sobre, que en esta acep. no aparece en el Dicc. “Si no es posible señalarla [la razón por que Dios no crio otro hombre en lugar tuyo] ¿sobre qué te cansas en discursos para darte a Dios enteramente?... ¿Sobre qué pues te engríes y desvaneces? (De la adoración en espíritu y verdad, 1. II, caps. XII y XVII). — “En lenguaje vulgar y provincial, dice Cuervo, se emplea en el sentido de cuanto para denotar correspondencia o paralelismo en el aumento o disminución de intensidad entre dos actos o cualidades: Contra más pobre, más generoso; Contra más frío hace, más se agrava”. Es uso, este, propio de Aragón y como tal lo trae Borao en su Vocabulario; pero también se oye entre nosotros. — ¡Cuidado con introducir otro abuso de contra tomado del latín arcaico y del francés y que en castellano es simplemente por! “Poma veneunt contra aurum,” decía el antiguo latín; “Changer du vin contre de l’huile,” dice todavía el francés; pero el castellano no conoce esos contras, por más que los usen, a más de los libros y periódicos afrancesados, los pedagogos alemanes que para vergüenza de Chile dirigen aquí la enseñanza pública del castellano. —En castellano antiguo, advierte Cuervo, era encontra preposición equivalente de contra: encontra mí, como sus

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Tomada del latín, Corominas la registra ya en los orígenes del idioma.

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semejantes en provenzal, francés e italiano (cf. en pos); empleose luego como adv. (cf. ante, acerca): encontra de mí; y, finalmente, separándose los dos componentes, vino a tomarse el segundo como s., y se cambiaron los complementos de mi, de ti en los posesivos mi, tu, mía, tuya,” y aun su, suya, nuestra, vuestra, según se comprueba con las numerosas autoridades que él mismo acumula en su Dicc. de construcción y régimen. Como s. f. óyese en Chile, no en el significado de “dificultad, inconveniente,” que le da el Dicc., sino en el deantídoto o contraveneno, alexifarmaco, propia y metafóricamente, lo mismo que en este pasaje de Alarcón, citado también por Cuervo: Pienso que no te está bien/Mostrar al marqués amor,/Porque es la contra mejor/De un desdén otro desdén.—Contra incendio, está bien dicho con el v. asegurar, y con seguro, s. y adj., pero no con casa, edificio, construcción y otros semejantes, porque en realidad no está el tal complemento regido de estas voces sino de aquellas. Los españoles dicen en este último caso incombustible, lo que es, sin duda, más lógico y correcto. —Seguro contra la vida no hay ni puede haber, sino sobre la vida, o si se quiere, contra la muerte. —Hacer la contra a uno, es fr. fam. que en castellano significa “dificultar el logro de lo que quiere o desea,” y no “contrariarle”, como se usa en Chile: esto se llama en español Llevar la contraria a uno. —Junta el Dicc. en un solo artículo la prep. y el prefijo contra, cuando debieran estudiarse aparte y más a fondo. Véase contracrítica. (1901-1908)

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Artículo lexicográfico que posee ocho acepciones que tienen que ver con proscripciones. La primera parte de esta acepción ya aparece en Ortúzar: “Es frase galicana: Le clavó contra la pared, por Le clavó en la pared” (Ortúzar 1893), quien toma el artículo (sin citarlo) de Baralt (1855). Cuervo (1954 [1893]) señala este contra como “apoyo o resistencia, señalando el objeto que detiene un peso, empuje o golpe” (s.v. contra: §1, e) y hace la referencia al galicismo, citando a Baralt. Sin embargo, no vemos en esta cita una afirmación o consonancia, de parte de Cuervo, respecto a la posición de Baralt: “Baralt mira como galicismo «le clavó contra la pared»” (ídem.), sino como una mera observación. Algo que Mir, en su Prontuario de hispanismo y barbarismo (1908), también observa: “Cuervo no halló en sí valor bastante para apoyar la censura del crítico: contentose con señalarla con el dedo, tapando la mano con la boca” (1908: 411), es más, Mir solo acepta, como régimen preposicional del verbo ‘clavar’, las preposiciones a, en, con y por, no contra y critica duramente a Cuervo por esta suerte de aceptación moderada. A mediados del siglo XX, Moliner describe sin marca alguna el uso de contra en la combinación contra la pared: “Expresa la posición de una cosa apoyada en otra vertical: Se apoyó contra la pared” (1975: s.v. contra). Y en nuestro siglo, en la Nueva Gramática encontramos el mismo ejemplo, contra la pared, para describir ‘lugar en donde’ de algunas preposiciones y correlaciones de preposiciones (cfr. Nueva Gramática 2009: § 29.5l). Por lo tanto, estamos ante un proceso de incorporación de un uso preposicional y donde Román da cuenta de ese estado de

transición en relación con la corrección, o no, del régimen. Para la segunda parte de esta acepción, en donde contra qué y contra nada tienen el valor de para, que Román enriquece con las equivalencias para qué, con qué fin, con qué objeto o inútilmente, solo encontramos contra qué en Ortúzar y su Diccionario manual de locuciones viciosas y vicios del lenguaje (1893); contra qué y contra nada en Echeverría y Reyes en su Voces usadas en Chile (1900) y en el Diccionario ejemplificado de chilenismos de Morales Pettorino (1984), quienes la marcan como popular. Como se ve, estamos ante un caso de chilenismo estricto y por lo mismo encontramos estos usos con la marca Chile en el Diccionario general de americanismos de Santamaría (1942) algo que, seguramente, haya tomado del mismo Román. Corominas (1980), a su vez, cita los Cuentos tradicionales de Chile, de Manuel Guzmán Maturana (1934) para contra nada. Sin embargo, es un uso que posiblemente esté desusado, algo que comprobamos al realizar búsquedas en CODICACH (Corpus dinámico del castellano de Chile, Sadowski 2006), donde no encontramos casos de contra qué y contra nada con estos significados. Sin lugar a dudas, citar a una autoridad como Nieremberg, con un uso preposicional similar vendría, si bien no a aceptar este uso, a equipararlo como una realización esperable. La segunda acepción Román toma la cita íntegra de Cuervo de su Diccionario (s.v. contra, §1, β). En sus Apuntaciones, Cuervo propone sustituirlo por la preposición entre: “En lugar de entre el vulgo español dice: «Contra más pobre, más generoso», «Contra más frío, más se agrava» (Borao1955 [1867]: 475), donde, además, Román toma el comentario de Borao. Dentro de la tradición lexicográfica peninsular, Salvá, en su Nuevo diccionario de la lengua castellana (1846) marca “contra más” como expresión familiar y anticuada. Interesante es que Mir, en su Prontuario de hispanismo y barbarismo (1908) lo marca como americanismo: “Pero a los americanos dado les ha que contra vale cuanto, sin empacharse del abuso, que no puede ser más patente” (1908: 411). A mediados del siglo XX, Moliner sigue penalizándola: “Es vulgarismo inadmisible el uso de ‘contra’ en substitución de ‘cuanto’ en las expresiones ‘cuanto más’, etc” (1966-1967 s.v. contra). Seco, en el Diccionario del español actual (1999) la marca como popular y es el único, dentro del cotejo que hemos hecho, que la marca ya no como una preposición sino como un adverbio. Como una forma de comprobar que la norma sigue censurando este uso, podemos ver que la Nueva gramática (2009: 2263), sigue penalizando este uso. En la tercera acepción Román es más radical que Baralt, quien ya había señalado algo similar, pero afirma que no es, en rigor, un galicismo “es tan española como francesa” (1995 [1855]: s.v. contra) pero aconseja usar, en estos casos, la preposición por, tal como opta, también, Román.

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En la cuarta acepción lo más probable es que Román decidiera entregar toda esta información reunida en una sola acepción para dar cuenta del valor sustantivo de contra. Es por esto por lo que, por un lado, presenta una explicación histórica tomada literalmente del Diccionario de Cuervo (1954 [1893]: s.v. contra § 5); después, asigna el valor, ya no preposicional, sino de sustantivo de contra, con género femenino usado desde larga data, tal como vemos con el ejemplo del barroco novohispano Juan Ruiz de Alarcón que Cuervo cita. Este contra como ‘antídoto’, ya aparece en Rodríguez en su Diccionario de chilenismos (1875) donde da cuenta, además, del uso no estricto en Chile: El vulgo y algunos que no pertenecen al vulgo dicen la contra, por antídoto. Parece que la misma mala costumbre hay en Colombia: “Contra-yerba de las que sirven de antídoto para la mordedura de víbora” (Isaacs, María. En el vocabulario). Garcilaso, en sus Comentarios reales, 2.a parte, libro 4.o, cap. XXVII, dice: contrayerba” (s.v. contra).

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También aparece en Voces usadas en Chile de Echeverría y Reyes (1900). Dentro de la lexicografía latinoamericana, aparece en el Diccionario abreviado de galicismos, provincialismos y correcciones del lenguaje, de Uribe (1887), también en el Diccionario de argentinismos, de Segovia (1911) donde se señala una extraña delimitación geográfica: “Antídoto. Lo mismo en Chile” (s.v. contra). Dentro de la lexicografía peninsular contemporánea a Román, aparece con este significado en Zerolo (1895) para América Central como “Hierba que sirve de antídoto contra las picaduras de víbora”. Tanto Rodríguez como Zerolo toman la cita del vocabulario de Jorge Isaacs en la novela María (1867). El DPD lo marca para “amplias zonas de América” (s.v. contra) y el Diccionario de americanismos (2010) lo marca en la actualidad solo para Nicaragua, Colombia, Venezuela y Chile. Para la séptima acepción Román toma la información de Ortúzar (1893). Para la lexicografía latinoamericana encontramos casos similares, pero no idénticos al que observa Román. Por ejemplo, aparece en el Diccionario de peruanismos de Arona (1883) llevar la contra. Lo mismo encontramos en el Diccionario de barbarismos y provincialismos de Costa Rica de Gagini (1892) y en el Diccionario de provincialismos de Puerto Rico de Malaret (1917). Salazar García, mucho más sucinto en su Diccionario de provincialismos y barbarismos centro-americanos (1910) solo se limita a lematizar la contra. Dentro de la tradición normativa, solo Mir, en su Prontuario de hispanismo y barbarismo (1908) señala que este contra es un galicismo por el calco de à léncontre. Seco en su Diccionario del español actual (1999) lematiza hacer y llevar la contra sin marca alguna, algo que no aparece en el DRAE aún.

La octava acepción tiene que ver con la crítica a la estructuración del artículo lexicográfico mismo que se presenta en el diccionario académico: “Junta el Dicc. en un solo artículo la prep. y el prefijo contra, cuando debieran estudiarse aparte y más a fondo”. Sin embargo, como bien sabemos, el DRAE organiza los artículos desde un punto de vista homonímico y es, justamente, la homonimia la que hace que la información se organice en artículos lexicográficos distintos. Dentro de la historia de la lexicografía española, el único caso donde encontramos artículos lexicográficos independientes por su función, es en el DEA (vid. contra preposición y adverbio y contra sustantivo). Lo interesante en esta acepción es que Román critica algo que él mismo en su artículo lexicográfico, donde vemos usos preposicionales, sustantivos y adverbiales de contra. Sin embargo, lematiza en artículos separados, voces compuestas con el prefijo contra, como lo adelanta con contracrítica, en esa remisión que hace al final del artículo lexicográfico de contra. Poco y nada pudimos encontrar respecto a dos acepciones de este artículo, la quinta y sexta, respectivamente. En el caso de contraincendio, la observación normativa que hace Román: “no con casa, edificio, construcción y otros semejantes, porque en realidad no está el tal complemento regido de estas voces sino de aquellas”, en donde este contra posee el valor de “a cambio de” (cfr. Nueva Gramática 2009: §29.7k). No hay ninguna observación similar dentro de la tradición lexicográfica y gramatical, por lo que pudo haberse encontrado, nuestro autor, con algunos usos efímeros dentro de la oralidad chilena. Lo mismo para la sexta acepción, de seguro contra la vida. En síntesis, seguimos comprobando la importancia fundamental de Cuervo, Baralt, Ortúzar y Mir en la información lexicográfica que entrega Román. No hay, una vez más, información novedosa en nuestro sacerdote, más que el constatar ciertos usos y, fuera de las dos acepciones donde Román presenta lo que podrían ser casos de oralidad chilena, la cual proscribe, todas las acepciones son enunciados tomados de las obras de los autores arriba citados. Es así como el contenido sustancial de un artículo lexicográfico como este es la normatividad, en donde la postura purista de Román, por ejemplo, evita a toda costa el uso de galicismos, los cuales terminan, algunas veces, por ingresar a la norma y en ello un testimonio como este diccionario da cuenta de ello. Por ejemplo, con la primera acepción, Román, así como Baralt, Ortúzar y Mir, se presenta del lado del bando purista, frente a un más descriptivo Cuervo. Lo mismo en la tercera acepción, donde Román califica de galicismo el uso de contra en vez de por, frente a Baralt, quien lo califica, más bien, de un romanismo que hay que evitar. También es interesante dar cuenta de los usos que siguen penalizados por la norma, como el uso de contra con el valor de cuanto. Asimismo, destacamos la contradicción

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en que cae nuestro autor al criticar en el diccionario académico el ordenamiento de un artículo lexicográfico integrando diversas funciones gramaticales, algo en el que él mismo incurre.

3.9.6. La preposición de47 De, prep. —1.° “En nuestros clásicos se halla con frecuencia la prep. de tras de verbos que no requieren ninguna, como cuando leemos: Ahorraréis del trabajo, Concertó de esconderse, Determinó de irse, Resolvió de buscarlo, Hacía de señas, Juró de arrancarla la lengua, Procura de ser bueno, Prometió de visitarle, Propuso de hablarle, etc., o bien después de verbos que al presente piden otras preposiciones, así, Comenzar de herir, por Comenzar a herir; Ofrecerse de proseguir, por Ofrecerse a proseguir; Quedó de hacerlo así, por Quedó en hacerlo así, etc.; pero ninguna de estas locuciones es digna de imitación”. (Salvá). Ésta es la doctrina corriente de todos los gramáticos modernos y el uso de todos los buenos escritores; por eso no nos explicamos cómo hay profesores de castellano que se empeñan en resucitar este de, muerto ya hace siglos. Es cierto que todavía perdura en el habla del pueblo (Le dije de que no, Le contesté de que sí); pero este no es autoridad en materia de lenguaje, y mucho menos en la sintaxis. Véase A pesar, donde se trata de otras omisiones de la prep. de. —2.° Los comerciantes, gente que atiende más a su negocio que al buen lenguaje, incurren en el defecto de suprimir la prep. de, escribiendo con toda frescura: pañuelos seda, sombreros paja, gruesas plumas, frascos tinta, resmas papel, par vinajeras, docena camisas. Mejor sería renunciar a todos los artículos, preposiciones, conjunciones, relativos, partículas, pronombres, y quedarnos con el lenguaje conciso del telégrafo. Puede tolerarse que así se escriba, por abreviar, en las facturas, listas y cartas que se envían ellos unos a otros, como lenguaje propio del gremio, pero no en sus relaciones con los demás mortales, que tenemos derecho a exigir el lenguaje corriente, íntegro y completo. Rivodó, que fue comerciante, se mostró demasiado complaciente con los suyos al disculparles este defecto. —3.° “Otra novedad, venida sin duda del francés, es la que consiste en omitir la prep. cuando se trata de objetos que se designan con el nombre de una persona cuyo recuerdo se quiere perpetuar. Si toda la vida hemos dicho Plaza de Bolívar, Calle de Cervantes, Hospital de S. Juan de Dios, Academia de S. Fernando, ¿con qué derecho nos salen ahora con Instituto Murillo, Teatro Romea? Para que semejantes yuxtaposiciones fuesen admisibles, se necesitaría que Murillo, Romea fueran ya por sí solos los nombres de los objetos, como cuando decimos el río Tajo, la reina Victoria”. (Cuervo). Alegan los sostenedores de este moderno defecto, que el instituto no es de Murillo ni el teatro es de Romea, para que se use la prep. de, sino que va subentendido el participio llamado u otro parecido; de suerte que Instituto Murillo equivale a Instituto

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De la preposición latina dē “desde arriba a bajo de”, “desde”, “(apartándose) de”, señala Corominas y entrega la primera documentación en las Glosas emilianenses.

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llamado MURILLO. Con el mismo argumento podemos contestar nosotros, diciendo que va subentendida la fr. que lleva el nombre de o el complemento del nombre de, porque de en este caso, como en muchísimos otros de la lengua, no significa posesión. Cuando se dice el mes de Enero, la ciudad de Madrid, la villa de, el pueblo de, la aldea de, la provincia de, el reino de, la república de, el estrecho de, el cabo de, la hora de sexta, el puerto de Valparaíso, etc., nadie entiende que el complemento con de signifique posesión, sino simplemente el título o nombre particular que distingue al primer nombre. Es cierto que con algunos nombres omite el castellano la prep., como sucede con río, monte, viento; pero estos son bien limitados: lo general es que en estos casos no se use la yuxtaposición sino el régimen con de. Véase café y año. Con la palabra nombre usó Pedro Simón Abril ambos modos: “Este nombre filosofía no es nombre de alguna ciencia particular… Este nombre filosofía es más moderno… Este nombre de sabiduría duró entre las gentes hasta el tiempo de Pitágoras..Lo cual significa este nombre filosofía”. (Filosofía racional, 1, I, c. IV). Así también Cicerón dijo: “Usurpas nomen virtus”, usurpas el nombre o la palabra virtud. —4.° Enseña la Gram. de la Academia que, “antepuesta la prep. de a los apellidos que son nombres de pueblos o localidades, solía denotar origen, procedencia, dominio, etc.; pero no arguye nobleza: Antonio de Lebrija; fray Diego de Alcalá; D. Alonso de Aguilar, etc. No cabe anteponerla a los patronímicos, y es grosero error escribir Fulano de Martínez, Mengano de Fernández, Zutano de Sánchez, etc”. Sin embargo, cuando se sabe ya el nombre de una persona y se pregunta por su apellido, es indispensable usar de, aunque aquel no lo tenga. Anarda. Tu nombre… Hernando. Hernando es mi nombre. Anarda. ¿De qué? Hernando. Hernando cerrilmente; Que no le sirve al sirviente Más que el nombre el sobrenombre (Ruiz de Alarcón, Los favores del mundo, I, 8.a) —5.° En el Vocabulario de Gonzalo Correas leemos esta preciosa doctrina no tratada por ningún gramático, que sepamos: “Hombres hay de hombres; maestros de maestros; reyes de reyes; libros de libros: frase es esta de las más peregrinas que tiene la lengua castellana, y así la repito y pongo ejemplos, porque se dice en todas las cosas y se pudiera poner de todas; y quiere decir cosa muy diferente de lo que suena con estas dos frases hay de, cogidas en medio de un mismo nombre repetido, y es, que una cosa es diferente de otra y más aventajada del mismo género: como hombres hay de hombres, quiere decir que unos hombres son más aventajados, y en esto diferentes de otros hombres, y así en las demás cosas. También significa multitud: había gente de gente”. —6.° Tampoco tratan los gramáticos del hebraísmo que se comete con la prep. de cuando se dice Cantar de los cantares, Cielo de los cielos, Santo de los santos, Rey de los reyes y Señor de los señores, etc. Así un predicador chileno llamó a Cristo Mártir divino de los mártires. Es modismo hebreo expresar el grado superlativo de un nombre repitiendo el mismo nombre en genitivo de plural. —7.° Es digno de estudio el uso de esta prep. con algunos verbos que

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no la piden por sí mismos sino que va ella acompañando a predicados que designan cargos, oficios o empleos: Ir de embajador; Vengo de explorador; Me hallé de alférez; Murió de cardenal. Véase Entrar, quedar y salir. Aquí decimos malamente Estar de ocioso: ese de está de más, está ocioso. Probablemente se introdujo por contaminación con el uso anterior, aunque el estar ocioso no es ningún cargo, oficio ni empleo, sino lo contrario de ellos. Pudo también influir en el abuso la fr. Estar de balde, que significa lo mismo. —8.° De ser cierto lo que dices, es segura la pérdida. He aquí un error que va introduciendo hasta en los buenos escritores, y el cual conviene distinguir muy bien, porque en algunos casos está perfectamente dicho. Cuando significa condición, como en el ejemplo propuesto, debe emplearse a con infinitivo: A ser cierto. Pero, cuando envuelve consecuencia, derivación o efecto, debe usarse de: De haber visto él la casa, le nacieron deseos de comprarla. «A veces la trabazón entre las dos partes de la cláusula no se advierte qué prep. pida (dice el P. Juan Mir): pero, cuando es caso de suposición negativa que debiera cumplirse, entonces ha de ir el infinitivo con de y no con a. V. gr.: De no hacerlo así, procederá contra él; De no quererte enmendar, mando seas privado de mi herencia; De no rendiros, yo os juro me la pagareis. En estos ejemplos se notará que la apódosis contiene amenaza, juramento, privación, que son como resultas de la prótasis; por eso, a título de consecuencias, derivaciones y efectos, requieren el infinitivo con de y no con a.» Y después agrega que, para distinguir el uso de ambas prep., «la señal más común es esta: cuando la primera oración se puede resolver por condicional con sí, el uso pide a con infinitivo; en caso contrario, pide de». —9.° En medio de, en torno de, dentro de, encima de, debajo de, delante de, suelen en poesía perder la prep. de; pero algunos poetas, por lo menos en los tres primeros, la convierten en a: en medio a, en torno a, dentro a; lo mismo que sucede con los sustantivos atención, obsequio y consideración, que en prosa se construyen con a y con de. —10.° De que. El Dicc. Lo escribe como una sola voz (deque) y lo califica de adv. fam. De tiempo: «después que, luego que». Mucho se usó entre los clásicos y todavía se usa en el lenguaje fam., por lo cual el Dicc. No lo ha declarado ant. De que un rato, un momento. Este sí que es dislate sin explicación ni defensa posible: es la amalgama o atropello de todas estas voces: de aquí a un rato, a un momento. —11.° No se confunda el adv. de que con des que, que también el Dicc. escribe en una sola voz (desque): «desde que, luego que, así que». Este es contracción de desde que y está hoy ant. en prosa. Ya en su tiempo escribía Juan de Valdés en su famoso Diálogo de la lengua: «Algunos escriben desque por cuando, diciendo: desque vais, por: cuando vais; pero es mal hablar». En castellano lo confundieron algunos con dende, at. Y escribieron dende que, vicio que todavía suele oírse en nuestro pueblo. Des que se usa hasta ahora en poesía, y así lo reconoce también el Dicc. (1908-1911) Desde el segundo tomo empieza Román a enumerar las acepciones, siempre antecedidas por guion. Las acepciones en este caso son 11 y tienen que ver con regímenes preposicionales. En la primera acepción la primera parte de la información -acerca del uso pleonástico y desusado- Román la toma de Salvá (cfr. Salvá 1988 [1847]: 539), y ha sido también citada, dentro del rastreo lexicográfico que hemos hecho, por

Baralt en su Diccionario de galicismos (1995 [1855]), Uribe en su Diccionario abreviado de galicismos (1887) y Ortúzar en su Diccionario manual de locuciones viciosas (1893) es decir, por una parte importante de toda la tradición lexicográfica normativa. Cuervo en su Diccionario de construcción y régimen la explica con mucho más detalle (1954 [1893]: s.v. de: §15α) y da cuenta, además, de su uso común entre los siglos XVI y XVII “y hoy se miraría como galicismo”, afirma, además de destacar que ya Valdés la censuraba en su Diálogo de la lengua. La segunda sección de esta acepción -relacionada con usos de de que reclaman, hoy, otras preposiciones- fuera de Salvá, aparece, con los mismos ejemplos, en el Diccionario de Cuervo (1954 [1893]: s.v. en: §16.a) y suele ser un tema recurrente dentro de la lexicografía y gramática normativas. La segunda parte de la acepción hace referencia al dequeísmo. El cotejo realizado con otras obras gramaticales y lexicográficas arroja un interesante resultado: desde un punto de vista historiográfico es relativamente nuevo el fenómeno dentro de los niveles metalingüísticos, es decir, el de singularizar el fenómeno y nominarlo (dequeísmo). Por ejemplo, la referencia más temprana que rastreamos es la de Cuervo, quien en su Diccionario, señala, al referirse al dequeísmo -dentro del apartado de, justamente, los usos pleonásticos vistos en la primera parte de la acepción de Román- de la siguiente manera: “αα) En el siguiente pasaje, si el texto no está viciado, el caso es diferente, y además rarísimo: “Sepa el mundo (si acaso llegare a saberlo) de que Camila no solo guardó la lealtad a su esposo, sino que le dio venganza del que se atrevió a ofendello” Cerv. Quij. 1.34 (1954 [1893]: s.v. de: 15 b αα). No hay que dejarse confundir con algunas referencias al Diálogo de la lengua de Juan de Valdés como el primer caso donde se menciona el dequeísmo, ya que en esta parte del dialogo se referiría solo al uso innecesario que hemos visto en la primera parte de esta acepción de Román, no al dequeísmo propiamente tal (“La mesma escritura, si la miráis con cuidado, os lo mostrará. Como también en un de que se pone demasiado y sin propósito ninguno, diciendo no os he scrito, esperando de embiar, donde staría mejor, sin aquel de, decir esperando embiar. Y creedme que estas superfluidades no proceden sino del mucho descuido que tenemos en el escribir en romance”, Diálogo de la lengua, 1969 [1535]: 155). Después solo encontramos la referencia en monografías que tratan del habla de una determinada zona latinoamericana, como en Alfredo Padrón y su ensayo “Giros sintácticos corrientes en el habla popular, culta y semicultas cubana” (1949), marcadamente impresionista y normativa: “En cuanto al de expletivo ante que, se oye entre las personas ignorantes: “Le dijo de que viniera”; opino de que no tiene razón” (1949: 479). Interesante es la observación de Berta Vidal de Battini en su libro El habla rural

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de San Luis (1949), donde se entrega un primer intento descriptivo e histórico del uso pleonástico de de: “El de expletivo es sumamente frecuente ante que y también en otros casos, pero no es constante: unas personas lo usan y otras no, y a veces el uso varía en una misma persona […] Este uso del de superfluo era seguramente común en el viejo español […] En la Argentina es tan general, aun en la conversación de personas cultas (dice de que no es así, etc.), que se ha hablado de dequeísmo” (1949: 402) y en donde, por vez primera, encontramos el dequeísmo nominalizado, aunque no de manera sistemática. Otro aporte al descriptivismo de este fenómeno es el de Kany en su American-Spanish syntax (1951), con una explicación mucho más detallada y lingüística, en la sección “Superfluous de”: “The same confusión which is responsable for the omission of de also explains a superflous de commonly used in Spanish America before a que clause contrary to correct standar usage” (1951: 353), fenómeno que en Latinoamérica “enjoys a more respectable standing there than in Spain” (ídem.). Posteriormente en Chile, en La lengua castellana en Chile de Rodolfo Oroz (1966), ya vemos que el carácter marcadamente popular que se le ha enrostrado al uso, no es tal: “Por otra parte, el uso de de expletivo, es muy frecuente, sobre todo en los grupos semiilustrados, incluso entre gente culta, ante que en giro como: dice, afirma, declara, opina, piensa, cree, etc., de que viene: “me permitió de que saliera” (Valdivia)” (1966: 401). Posteriormente, dentro, ya, de la tradición lexicográfica latinoamericana, fuera de Román solo encontramos la referencia en el Diccionario de bolivianismos de Nicolás Fernández Naranjo y Gómez de Fernández (1964): “Preposición indebidamente usada en oraciones subordinadas, después del pronombre relativo que. Loc. Pop. “Decía de que eres ciego”; “Declaro de que vi a ese ladrón”; “Murillo esperaba de que Alto Perú fuese libre”, etc.” (s.v. de) y en Morales Pettorino y su Diccionario ejemplificado de chilenismos (1985): “Conj. Expletiva. Precede a una subordinada sustantiva encabezada por que, sea que tal oración funcione como suj.: “Es importante de que leas esos libros” (Morales); “Conviene de que estudies”; sea como CD: “Creo de que no vendrá” (íd.); “Dijo de que no podía” (Rabanales)” (s.v. de). El estudio sistemático del fenómeno, justamente como dequeísmo, lo encontramos en el estudio de Ambrosio Rabanales “Queísmo y dequeísmo en el español de Chile”, de 1974. Antes, como hemos revisado, el fenómeno se conocía, sobre todo, como “de expletivo ante que”. Es interesante que Rabanales supone que acuña el término frente a lo atestiguado en Vidal de Battini en 1949, sin embargo, es en este estudio cuando por vez primera se trata y se nomina el fenómeno de una manera lingüística y marcadamente descriptiva.

Ya en los estudios gramaticales posteriores, Gómez Torrego, en la Gramática descriptiva de la lengua española (1999: 2130) duda, como dudamos nosotros, de que el fenómeno sea de reciente data (frente a autores como Bentivoglio 1976 y Bentivoglio y D’Introno 1977), tal como lo vimos con el ejemplo de Cervantes en Cuervo, los ejemplos que entrega Kany de Sánchez de Badajoz (1554) y Gómez Torrego mismo con el Lazarillo de Tormes. También lo confirmamos con las tesis de Vidal de Battini (1949) y de Kany (1951) respecto al origen del dequeísmo, como cambios en regímenes preposicionales en el español medieval o su uso superfluo. Respecto a su frecuencia y extensión, Gómez Torrego (1999) afirma que el fenómeno parece haberse extendido en el Cono Sur, sobre todo en Chile y Argentina, y que su uso es mayor en Hispanoamérica que en España y De Mello (1995) en su estudio propone que la frecuencia de uso del dequeísmo es mucho más alta en Hispanoamérica que en España. Tal como afirma Lázaro Carreter con un tono marcadamente normativo y peyorativo: “La plaga del de que la han bautizado con el nombre de dequeísmo los lingüistas americanos, que han sido los primeros en detectarlo” (1981:2). Esto explicaría, en síntesis, por qué el dequeísmo aparece en producciones lexicográficas y lingüísticas hispanoamericanas y que se estudia desde un punto de vista metalingüístico, de una manera descriptiva, por primera vez con Vidal de Battini (1949) y se sistematiza en Chile, con el estudio de Ambrosio Rabanales (1974). La academia incorpora dequeísmo en el DRAE en la edición de 1992. Por su parte, la remisión final, en a pesar está tomada literalmente de la Gramática de Bello. La segunda acepción Román la toma, sin citarla, de Ortúzar y ambos de las Apuntaciones de Cuervo (1867-1872). La única diferencia es que Ortúzar cita a Juan Valera, quien incurre en el uso y Román, en cambio, cita a Rivodó. Dentro de la tradición lexicográfica normativa, aparece también en Uribe (1887). No sabemos si esta supresión se deba al influjo del inglés, como vemos en otros casos de supresión de de en la Nueva gramática (“Por influencia del inglés se construyen en algunos países secuencias como la tienda bajo mi casa […] que se consideran incorrectas” 2009 §12.10h). En la tercera acepción, su primera parte hace referencia al galicismo, aparece en Ortúzar y ambos citan a Cuervo en sus Apuntaciones como fuente. También aparece en Uribe (1887). Interesante es la argumentación que sostiene Román, para quien este de no significa posesión sino el título o nombre particular que distingue al primer nombre, algo presente en las Gramáticas académicas que debe él haber usado para su investigación: la Gramática de Salvá (1847) y la décima edición del DRAE (1852). Salvá, en su Gramática, solo hace la salvedad del río, pero no del monte y del viento. Cuervo, en su Diccionario, hace la salvedad en río y ve variaciones en monte.

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La cuarta acepción ya aparece en Ortúzar (1893), quien se preocupa de citar no solo la gramática académica, sino a Salvá en su Gramática y a Cuervo en sus Apuntaciones. También aparece en las indicaciones de Bello, en su Gramática, donde de rige solo a “apellidos solariegos” (cfr. 1988 [1847]: cap. IV), en el Diccionario etimológico de la lengua castellana de Monlau (1856) y en el Diccionario de Cuervo (1954 [1893]). Dentro de la tradición lexicográfica latinoamericana, en Ramos y Duarte (1896). En este caso destacamos la excepción que hace Román, así como el ejemplo que trae a colación. En la quinta acepción lo más probable es que Román tome la referencia al Vocabulario de Correas del Prontuario de hispanismo y barbarismo de Mir (1908: 70). Sin referirse estrictamente al grupo hay de, se hace referencia a este uso superlativo en Monlau y su Diccionario etimológico de la lengua castellana: “las locuciones el hombre de los hombres, la perla de las perlas, el sabio de los sabios, el siervo de los siervos, y otras análogas, que se oyen con frecuencia, singularmente en el estilo familiar, por el mejor de los hombres, la más preciosa de las perlas, el más eminente de los sabios, el más humilde de los siervos, etc, son verdaderos hebraísmos” (1856: 244). También en el Diccionario de Cuervo (1954 [1893]) encontramos, como preámbulo del punto b de los usos de de: “Entre las frases partitivas son notables las superlativas, que presentan un individuo como el más eminente entre los que poseen cierta cualidad o como puesto en el último grado entre los de su escala; el compl. con de significa la clase o conjunto de que se toma el individuo” (s.v. en, §b). Uso que tampoco encontramos en la Nueva Gramática (cfr. §45.13). La última mención (para expresar valor de multitud), lo vemos en el Diccionario de Cuervo (1954 [1893]: cfr. de, § δ), quien precisa que se da en voces neutras que significan cantidad. En la sexta acepción se hace referencia a Monlau en su Diccionario etimológico de la lengua castellana (1856) y a Cuervo en su Diccionario. Sin embargo, no hace mención al hebreo, sí al árabe (1954 [1893]: s.v. de § δ). La séptima acepción aparece en la Gramática de Salvá (1988 [1847]), aunque más sucinta en esta, también en el Diccionario de Cuervo (1954 [1893]: s.v. de: §d). Para la octava acepción Román cita íntegra la información de Mir en su Prontuario de hispanismo y barbarismo (1908). Cuervo, en su Diccionario, por el contrario, incluye dentro de las funciones de de este uso (cfr. de, §f). Dentro de la tradición lexicográfica hispánica, Domínguez (1846-1847) incluye este valor condicional en sus acepciones. La décima acepción aparece en el Diccionario de Cuervo también (cfr. 1954 [1893]: s.v. de: §α y αα). Dentro de la tradición lexicográfica chilena, la observación ya estaba

en Rodríguez y su Diccionario de chilenismos (1875) con el equivalente de “tan luego como” pero lo desaconseja en el uso actual.

3.9.7. Preposiciones inseparables anti,

“prep. insep. Que denota oposición o contrariedad. Anticristo, antipútrido.” Es todo lo que dice el Dicc. sobre esta partícula, rica mina del idioma, y en seguida inserta una que otra de las muchísimas voces que con ella pueden formarse. A juicio nuestro, debió agregar: 1.º que puede esta partícula anteponerse a casi todos los adjetivos castellanos, y especialmente a los que denotan ideas que admiten oposición o contrariedad; como antirreligioso, anticatólico, anticristiano, antipatriótico, antisemítico, antifilósofo, antiliberal. (Con esta observación nos eximimos de colocar aquí los innumerables adjetivos compuestos de anti, usados por buenos autores y que no aparecen en el Dicc.); 2.º que puede también anteponerse a los adverbios procedentes de estos mismos adjetivos y a algunos sustantivos, como antisemitismo (Valera), antipatriotismo; y 3.º que en la formación de estas palabras se proceda conforme a la índole y buena composición del idioma; según lo cual las voces que resulten han de ser llenas y sonoras y limpias de vocales inútiles, como puede observarse en antártico (=antiártico), antonomasia y sus derivados (=antionomasia), antagonismo y sus derivados (=antiagonismo). (1901-1908)

En el caso de anti-, actualmente tratado como prefijo en el diccionario académico, tuvo su primera incorporación dentro de la tradición académica, en el usual de 1803 hasta la edición de 1956. Vuelve a aparecer en la edición de 2001, esta vez, como prefijo, categoría que ya Rodríguez-Navas (1918) había entregado dentro de la tradición lexicográfica europea. Dentro de la tradición lexicográfica hispanoamericana, aparece por primera vez en Ortúzar (1893) quien, al igual que Román, bebe del tratado de compuestos que Rivodó publicó en 1883: Anti es también una partícula griega que significa contrariedad, oposición, y con este valor se emplea frecuentemente en la composición de innumerables voces formadas ad hoc, anteponiéndola a sustantivos y adjetivos. Tales compuestos, aunque no se encuentren en el Diccionario, pueden considerarse como buenos y castizos; siempre que en ellos no se hayan infringido las reglas de la composición, que no pugnen con el buen sentido y que sean armoniosos. (Rivodó 1883: 80) Le siguen Amunátegui (1907) y, posteriormente, Morales Pettorino (1984) siempre con indicaciones léxicas o compositivas. Como sea, Román intenta, en su nota, sistematizar las reglas de formación de voces con el elemento compositivo.

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3.10. Prefijos48 1. a– e origen latino: A. Muy poco es lo que dice el Dicc. sobre esta letra, pues solo la considera como prostética (v. gr. Atal, amatar), o como denotando derivación (v. gr. Anaranjado, apalabrar). Debió agregar: 1.° que tiene también, en este último sentido, el significado de semejanza o participación de la voz simple a que se antepone; v. gr.: Atontar, aniñado, amujerado; 2.° que otras veces indica la acción, el uso o empleo de la misma voz simple: v. gr. Abotonar, acuchillar, apedrear; y 3.° que otras veces tiene el valor de la prep. a, correspondiente a la ad latina; v. gr.: acoger, avenir, asaltar, atraer, acomodar. Salta a la vista la riqueza que encierra el idioma en el uso de todos estos casos, porque son muchas las voces que pueden formarse en cada uno de ellos, y estas no pueden contenerlas ningún diccionario, y, sin embargo, deben considerarse tan castizas como las que más. Así, con la misma corrección con que Quevedo usó atarrado, Puigblanch y Capmany agabachado, Pereda achubascado, etc. que no están en el Dicc., nuestro pueblo dice también achercanado (de color del chercán), agringado (parecido al gringo), apirgüinado (enfermo del pirgüín), etc., etc. Nos parece que un Dicc. debería dar mucha importancia al estudio de las partículas y voces compositivas, como que tienen mucho más valor y uso que cualquier voz aislada. — Por primera vez da el nuevo Dicc. a esta letra la acep. tan usada en Dialéctica, de «signo de la proposición universal afirmativa». (1901-1908)

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La finalidad de este artículo lexicográfico es enunciar una propuesta cuyo destinatario es la Real Academia Española en relación a lo que hay en su diccionario y debe seguirse; con lo que debiera aparecer en él y no está; con lo que no debiera aparecer por ningún motivo o, como en este caso, con lo que debería complementarse en él. Tal como se aprecia, las propuestas son tres. Además, se presenta un discurso crítico que da cuenta de la necesidad de que un diccionario académico incluya voces gramaticales. Lo relevante en este punto es que más que un mero parafraseo del diccionario académico –práctica usual dentro de la historia lexicográfica española–, Román toma un elemento del español general –un afijo– y busca enriquecer la información que entrega la Academia. Más que acatar, aquí propone e innova. Es más, este es un acto perlocucionario, ya que busca la adición en un artículo lexicográfico en el diccionario académico, como suele suceder en muchos de estos artículos de voces gramaticales. Se espera, por lo tanto, una respuesta, una modificación de los contenidos presentes en el DRAE. Este es un punto interesantísimo dentro del estudio crítico del lemario del Diccionario de Román y que requeriría, para un estudio más completo y acabado,

Habíamos analizado estos dos primeros prefijos y presentamos sus resultados en Chávez Fajardo 2013a.

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del análisis de cada uno de los artículos lexicográficos donde operan estos tipos de actos de habla. En este artículo Román propone tres nuevas acepciones para que las incorpore el diccionario académico, las tres son de carácter semántico y vendrían a precisar la funcionalidad del afijo. En una de ellas, además, se especifica la indicación etimológica, información que englobaría, tal como veremos, al artículo completo. La decimotercera edición del diccionario académico (1899) es la que utiliza Román como referencia. En esta edición se incluye, por un lado, una acepción en el artículo lexicográfico a como preposición, acepción que Román no toma en cuenta (“Tiene uso como prefijo de vocablos compuestos. Acoger, avenir”). Y, por otro lado, incluye información en el artículo lexicográfico correspondiente a la letra a, de la que el sacerdote sí hace mención. En este artículo lexicográfico hay dos acepciones: una con la información del valor del afijo como derivación (con los ejemplos anaranjado y apalabrar que cita Román en su artículo) y otra con la información de su valor composicional como letra prostética (con los ejemplos de atal y amatar que cita Román en su artículo). Esta última información ya estaba presente desde Autoridades con un valor, sobre todo, arcaico: “En lo antiguo se usó para componer algunas voces y aumentarlas, que modernamente se han reducido a sus orígenes y significados, por no ser necesaria la letra A como abaxar, aderogar, apregonar, amatar, atapar, aprovechoso, atal, (…)” (1990 [1726]). Dentro de los contemporáneos a Román, quien mejor da cuenta de esta función y quien, además, engloba la mayoría de los valores de este afijo latino es Cuervo en sus Apuntaciones: La preposición latina ad denotaba en composición movimiento o dirección hacia un punto, en sentido material o inmaterial, adición, y también proximidad; en el habla popular vino a ser puramente intensiva, de donde muchos compuestos se hicieron sinónimos de los simples […]. El castellano guardó la tradición, y todavía tenemos verbos que se usan indistintamente con el prefijo o sin él (aplanchar y planchar, arredondear y redondear, arremolinarse y remolinarse) […] pero el vulgo lo conserva en los de esta clase y lo añade en otros que no lo llevan en el Diccionario (1907: § 903) La riqueza léxica que se genera con este afijo la ejemplifica Román con voces diferenciales -achercanado, agringado, apirgüinado- lo mismo que hace Cuervo en sus Apuntaciones: De las voces nuevas que formamos con este prefijo, mencionaremos: […] achajuanarse (encalmarse, sofocarse las bestias por trabajar mucho cuando hace demasiado calor o están muy gorda), acuchutarse (acobardarse); de chucuto, cierto mono feo, poco vivo y poco inteligente […] amachinarse (amigarse). (1907: § 905).

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Respecto a las propuestas de Román, en la edición manual de 1989 aparece la primera: “Se emplea también con otros valores como ‘semejante’ o ‘parecido a’. Agrisado, alocado” (1989: 20), sin embargo, esta no se toma en cuenta en las ediciones usuales posteriores. Por otro lado, habrá que esperar hasta la edición de 1992 para que este a- latino se lematice en un artículo lexicográfico independiente, ya que antes había formado parte de dos artículos lexicográficos, tal como mencionamos anteriormente: el a como letra y el a preposición. De esta forma, el afijo con sus diversos valores semánticos –que la Academia simplificará en “Carece de significación precisa” (2001) e “Interviene, sin formación precisa, en la formación de algunos derivados” (2014)– quedará reunido en un solo artículo lexicográfico, delimitado por su función gramatical y por su étimo (“del latín ad”). Tal como se puede apreciar, el acto perlocutivo no tiene éxito en este caso: la Academia no toma en cuenta las precisiones semánticas que desea agregar el sacerdote en el diccionario, precisiones, claro está, más cercanas a las requeridas por una gramática que a un diccionario de lengua. Por otro lado, no está de más hacer una revisión de la información contenida en el artículo lexicográfico a- de algunos de los diccionarios de lengua española más relevantes, contemporáneos al Diccionario de Román, así como en las obras monolingües más emblemáticas dentro de la lexicografía española en general. Las dos acepciones tal y como se presentaban en el diccionario académico las mantienen los diccionarios de Salvá (1846), Domínguez (1846-1847) y Pagés (1902). La primera propuesta de Román (“que tiene también, en este último sentido, el significado de semejanza o participación de la voz simple a que se antepone; v. gr.: Atontar, aniñado, amujerado”) ya había aparecido en el diccionario de Salvá: “Sirve para la composición de muchos verbos y otras partes de la oración que se forman con sustantivos o adjetivos, como de blando ablandar, de brazo abrazo y abrazar” (1846). Décadas después, de manera parcial, en el Diccionario de uso del español, de Moliner: “Forma también adjetivos con el significado de “semejante a”: ‘atigrado, aceitunado, afelpado’” (1966-1967), quien, además, incluye la segunda y tercera propuesta de Román fundidas en una sola acepción: Además, forma con nombres o adjetivos infinidad de *verbos, transformando en acción el significado de aquellos: ‘Amontonar, abreviar’. Otras veces, significa “*poner” lo que la palabra primitiva expresa: ‘abanderar, acristalar, anotar’. Otras, hacer o hacerse *semejante: ‘abizcochar, aterciopelar’ (…) (Moliner 1966-1967). El Diccionario histórico da cuenta de la tercera propuesta de Román: “En vocablos que en latín tenían ya la prep. ad, a menudo con la d asimilada a la consonante siguiente: acorrer, acrecer, afirmar, abatir, amenazar, etc.” (1972). Este cotejo con otras obras

lexicográficas no demuestra, claro está, que los autores hayan “leído” y “acatado” las propuestas del sacerdote, solo las hemos citado para mostrar cómo las observaciones semánticas respecto a un afijo determinado coinciden y convergen en codificaciones diversas. Por otro lado, si tomamos en cuenta las gramáticas, podemos verificar que en estas sí aparece la información completa. Por ejemplo, las tres propuestas de Román ya estaban presentes en la Gramática de Salvá: En muchas palabras [a—] arguye semejanza o participación de las calidades de la voz primitiva (…). Precede por lo común a los verbos que denotan acción, o el uso o empleo del nombre de que derivan (…). Ad equivale a nuestra preposición a (…). En muchos casos solo sirve para dar mayor fuerza al significado del simple. (Salvá 1988 [1847]: 191) Algo que no debe sorprendernos, ya que es usual la referencia directa a Bello y a Salvá en los artículos lexicográficos de tipo gramatical en la obra de Román. Habrá que esperar hasta la Gramática descriptiva (Martín García y Varela 1999), donde se clasificará el afijo como de dirección y de causatividad, englobando las tres propuestas del sacerdote. Por su parte, la Nueva Gramática (2009), dará cuenta de las tres (cfr. 10.5x y 10.7v). Como se puede verificar, las observaciones –explicaciones– de Román están más cerca de las caracterizaciones presentes en gramáticas que de la información encontrada en diccionarios monolingües contemporáneos al Diccionario de chilenismos. Respecto al segundo enunciado, es destacable la reflexión que hace Román acerca de la necesidad de incorporar la totalidad de voces formadas con partículas y voces compositivas en un diccionario, algo que lleva a la idea –recurrente– de la imposibilidad de lograr el “diccionario completo”: Salta a la vista la riqueza que encierra el idioma en el uso de todos estos casos, porque son muchas las voces que pueden formarse en cada uno de ellos, y estas no pueden contenerlas ningún diccionario, y, sin embargo, deben considerarse tan castizas como las que más. Con este argumento, el sacerdote viene a refutar la usual –y errónea– idea de que una voz es incorrecta o “no existe” si no aparece en el diccionario académico. La manera de hacerlo es aprobando el uso de ciertas palabras que no aparecen en el diccionario, justamente, por la imposibilidad de registrarlas todas en su totalidad (en este caso, las que llevan el afijo). Sin embargo, esta defensa es contradictoria, ya que Román ejemplifica con voces que él mismo penaliza. Son los términos “innecesarios”, los “vicios del lenguaje”, como gringo y pirgüín, lematizados en negrita en este diccionario:

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Así, con la misma corrección con que Quevedo usó atarrado, Puigblanch y Capmany agabachado, Pereda achubascado, etc. que no están en el Dicc., nuestro pueblo dice también achercanado (de color del chercán), agringado (parecido al gringo), apirgüinado (enfermo del pirgüín), etc., etc. Este tipo de información da cuenta de hasta qué punto el purismo en un diccionario diferencial hispanoamericano suele caer en contrasentidos que no son más que el reflejo de la dinámica estandarizadora, la cual busca una suerte de uniformidad lingüística a toda costa, hasta marginando usos corrientes, tachándolos de viciosos. En síntesis, las observaciones que Román hace de este afijo latino solo se encuentran en la Gramática de Salvá (1988 [1847]) y en las Apuntaciones de Cuervo (18671872). La Academia dará cuenta de la homonimia en 1992 y de las tres propuestas de acepciones, la primera aparecerá en la edición Manual de 1989 con su sola presencia allí. Es en la Gramática descriptiva (1999) y la Nueva gramática (2009) donde se encuentra la funcionalidad completa de este afijo. De esta forma, se comprueba el peso gramatical de la obra de Román en casos como el de este artículo lexicográfico. 2. a– de origen griego a (del griego á, privativa). “Partícula inseparable que denota privación o negación. Acromático, ateísmo”. Por primera vez ha dado cabida el Dicc. a este artículo, el cual debió alargar un poco más, diciendo, por ej., , que con esta partícula pueden formarse y se forman muchas voces nuevas (como acatólico, acósmico); que para anteponerla se tenga presente que, lo mismo que en griego, toma n eufónica si la voz a que se antepone principia por vocal; como anemia, anarquía, anómalo, anónimo; y, por último, que, como griega que es, solo se junte con voces que procedan del griego, porque para las demás debe usarse de in con las diferentes modificaciones a que la ha reducido la fonética castellana. (1901-1908)

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Tal como señala Román, es en la edición de 1899 cuando se agrega el helenismo con este valor privativo: “A. (Del gr. a priv.) part. insep. que denota privación o negación. Acromático, ateísmo” (1899: 1). Sin dar cuenta de su etimología, la Gramática académica de 1895 incluye su valor como prefijo o partícula prepositiva en tanto privación o negación, lo mismo para an (1895: 191), sin hacer referencia al contexto consonántico y vocálico de a- y an- que precisa Román. Tampoco se detendrá en su etimología ni en el contexto de alternancia de uso de a- y an- la Gramática descriptiva (1999), donde se lo clasificará como de contrariedad y de privación. Respecto a la prescripción con que Román norma el contexto de composición del afijo: “como griega que es, solo se junte con voces que procedan del griego, porque para las demás debe usarse de in con las diferentes modificaciones a que la ha reducido la fonética castellana” (1901-1908),

era usual, durante el siglo XIX insistir en este tipo de normatividad. Por ejemplo, Bello, en su Gramática, aconsejaba que: “lo que debe evitarse en esta materia es el combinar elementos de diversos idiomas, porque semejante composición tiene un aspecto grotesco, que solo conviene al estilo jocoso” (Bello 1853: §3). Lo mismo Rivodó, quien aconseja que: “debe evitarse el promiscuar elementos griegos con los de otros idiomas, formando lo que se llama compuestos híbridos” (Rivodó 1883: 21). Sin embargo, frente a este impedimento, el uso ya estaba haciendo de las suyas, cosa que el mismo Rivodó constata: “No obstante lo que antecede, se ven algunos compuestos en que entran combinados elementos latino-castellanos y griegos, sin que presenten nada de grotesco; tales como los que resultan de área, gramo, litro y metro que son griegos, combinados con deci, centi y mili que son latino-castellanos” (Rivodó 1883: 21). Posteriormente este tipo de restricciones empezará a menguar, por ello Alemany (1920), por ejemplo, señala que el prefijo se forma “en general, de voces griegas” (1920: 173), reconociendo solo que: “Con voces no griegas es raro […] pero se halla en algunas, como anormal, y también se dice ya amoral” (1920: 173). Algo similar se encuentra en la Nueva Gramática (2009), donde se hará referencia al contexto de composición del prefijo: “con una serie de adjetivos relacionales, la mayor parte con bases de origen griego” (2009: §10, 10l). Con esto se comprueba el extremo purismo de Román respecto a la composición de voces y su estricta relación con la etimología.

3.11. Interjecciones La interjección es una clase de palabras que entra en formación en los enunciados exclamativos (cfr. Nueva Gramática 2009). Con su recurso se manifiestan impresiones, sentimientos o se pueden realizar actos de habla donde se interpela al interlocutor para que ejecute, o no, algún tipo de acción. También se usan para fórmulas de saludos y despedidas, así como otros tipos de intercambio de tipo verbal. Son, además, actos de habla, del momento que al emitirse expresan o manifiestan las emociones que se relacionan con la interjección en sí. Pueden ser estas interjecciones propias, es decir, formaciones expresivas, voces naturales (Nueva Gramática 1999: §32.1e), de una sola sílaba por lo general: “en cuyo ataque y coda pueden aparecer fonemas que no aparecen en final de palabra en el léxico patrimonial” (Alonso Cortés 1999: §62.7.1) o gestos verbales, convencionalizados en cada comunidad, por lo demás. Pueden ser, además, interjecciones impropias cuando se hace uso de nombres, adjetivos, verbos y adverbios para la función interjectiva. Bühler (1967 [1934]), por ejemplo, afirmaba que las interjecciones brotan en un solo campo: el entorno simpráctico de los signos (cfr.

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1967 [1934]: §19), es decir, a partir de una praxis. No tienen, además, significación fija y constante, por lo que el entorno y la conducta del hablante dan el contenido preciso a la interjección en sí. Asimismo, no tienen contenido proposicional, por lo que no constituyen oración, puesto que solo, en un acto de habla, el hablante manifiesta el estado mental “inherente a la condición de sinceridad […] la preferencia interjectiva solo indica la fuerza ilocutiva de ese acto, y cuando acompaña a los actos expresivos es la mera manifestación del estado mental implícito en la condición de sinceridad del acto expresivo” (Alonso Cortés 1999: §62.7.1). Es decir, una interjección es la expresión de un estado mental que carece de contenido proposicional, pero posee fuerza ilocutiva, por lo que es un acto de habla (cfr. Nueva Gramática 1999: §32.1b). Pueden las interjecciones ser apelativas, es decir, orientadas hacia el oyente, o expresivas, orientadas hacia el hablante. Hemos profundizado en estos aspectos, sobre todo, para ver cómo Román trata, define y dispone las interjecciones en su tiempo: Velay. Forma de vedlo ahí, que se usa en Chile, en Colombia y en toda España. “Velay que me va usted a dar la suerte” (Eusebio Blasco, La vida de un hombre). Y así también Don Miguel Mir, Pereda, los escritores populares y el pueblo. Los mismos que por acá dicen ei por ahí, dicen también veley por velay, y aun blay, bley, por la rapidez de la pronunciación. “Cuyano. ¿Con qué lo casaron, ñor? Cuéntenos pues cómo fue eso. Veley un cigarro prendido” (Pérez Rosales, Recuerdos del pasado, c. XII) (1916-1918)

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En el caso de la interjección apelativa velay, contracción de un enunciado, aparece lematizada por vez primera, en nuestro corpus, en Rodríguez (1875), quien precisa que se usa en “algunas provincias de Chile” y, sobre todo, en la Argentina y en Colombia “con un matiz de extrañeza”. Cuervo, en la segunda edición de sus Apuntaciones, es el primero en dar cuenta de que es voz usada a los dos lados del Atlántico y el primero que la categorizará como una interjección: “el velay, tan socorrido de los caucanos, máxime en la forma helay, ocurre en escritores peninsulares, y por ahí en un lugar de Castilla la Vieja es pesada muletilla” (1876: §428). Para Uribe (1887) la interjección será no marcada, al punto que, al definir otra voz, no se refiere a ella en la cita de un poema donde aparece. Echeverría y Reyes (1900) la marca como neologismo y contracción de “Vedlo aquí” y Sánchez (1901) de “He aquí”. Bayo (1910) será el primero en dar cuenta de las distinciones semánticas de la interjección: Interjección muy usada de Tucumán para arriba, pero que se diferencia del ¡velay! De Valladolid. El velay de Castilla equivale a ahí verá usted; mientras que la acepción americana es idéntica al voilà francés, es decir, he aquí; v.gr.: “Tráeme el sombrero. –Velay señor”, dice el mucamo o servicial al presentar la prenda. –Préstame un peso. –Velay”, dirá el interpelado, bien se lo dé, bien le enseñe el portamonedas vacío. (s.v. velay).

Los Bermúdez (1880-1947) afirman que “es una voz castellana importada a América por los españoles de la conquista y perpetuada, como otras muchas, en la campaña”, asimismo confirman su vigencia: “Aun es de uso corriente en la Península, aunque la Academia nada nos diga de ello”. Serán los Bermúdez (1880-1847) quienes mejor darán cuenta de los distintos valores de la interjección, categorizada por ellos como un adverbio usado en ámbitos familiares: “he ahí”, por un lado, “tome agarre, reciba acepte, y sus plurales, según sea el caso”, “mire, oiga, vea, escuche, y sus plurales, según sea el caso” y “Ahí, allí, aquí, acá, según el caso”. En su momento, Alemany (1917) la explicó como una interjección “que se usa para confirmar o apoyar un dicho o hecho”. Tanto Alemany como Pagés (1931) la marcaron diatópicamente para Valladolid. La tradición académica usual la lematiza en la edición de 1984, como interjección aseverativa “¡Claro! ¡Naturalmente! A veces indica resignación o indiferencia”. En el DEA ya podemos apreciar su baja frecuencia, marcada como “raro” y explicada como “Ahí tienes”. Nos detenemos en la explicación de la interjección porque, como se puede apreciar, Román no lo hace y solo se limita a hacer referencia a la procedencia de la voz. Tampoco la categoriza, por lo que no podemos saber, a partir de su artículo, si esta es una interjección. Nos llama la atención, además, que ambos autores españoles, tanto Alemany como Pagés, la marquen como propia de Valladolid puesto que, al hacer nuestro rastreo en bancos de palabras, constatamos que la voz se extiende por gran parte del mundo hispánico, como bien explica Román, sobre todo en la zona rioplatense. La interjección empezará a bajar en su frecuencia de uso, por lo que en Morales Pettorino (1987) solo se marcará como interjección usual entre el campesinado y popular, para no aparecer en el DUECh (2010). En síntesis: no vemos una mayor reflexión en el artículo de Román, salvo explicar su procedencia, entregar autoridades castizas, dar cuenta de una variante fonética, con cierre vocálico y la autoridad de un autor chileno. Un caso interesante son las interjecciones que nos vienen de otros estados lingüísticos, de otras lenguas, es el caso de ¡vae victis!: ¡vae victis! Interj. Significa en latín “¡ay de los vencidos!” y es de uso general; debe pues admitirla el Dicc. Pronunció esta fr. Breno, jefe de los galos, en la famosa irrupción que hicieron estos sobre Roma el año 309 antes de j.C. (1916-1918) Lo relevante de esta propuesta, que no ha tenido cabida en el diccionario usual hasta el día de hoy, es el dato enciclopédico, sobre todo, porque, dentro de la tradición lexicográfica hispánica, ya había sido lematizada por Zerolo (1895), mas no con

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todo el detalle enciclopédico que agrega Román (loc. latina que significa “¡Ay de los vencidos!”). También queremos destacar el caso de ¡vah!: ¡vah! Interj. El Dicc. Escribe ¡bah! (interj. Con que se denota incredulidad o desdén), sin señalarle etimología. Nosotros creemos que debe escribirse ¡vah!, porque es la interj latina que consta de estas mismas letras y tiene el mismo significado. El Padre Ángeles, comentando el texto del Evangelio: “Vah! Qui destruís templum Dei…,” escribió: “La palabra vah es interjección, y entre los latinos significa cierto modo de escarnio, con la boca más abierta y desplegada, medio sacada la lengua, y los ojos desgarrados y en blanco” (Verjel espiritual, c. XVIII, §III). (1916-1918) El Diccionario usual empieza a agregar la etimología de ¡bah! en la última edición, la de 2014, la que se condice con lo que informa Román: “del lat. vāh; cf. lat. mediev. ba.”. No es Román el primero en dar cuenta de esta interjección con su grafía etimológica, pues Terreros (a 1767), había sido el primero, incluso, en lematizar esta voz dentro de la tradición lexicográfica: Vah, interjección de quien insulta, o desprecia a otro. Lat. e It. Vah. V. el Filoctetes de Sófocles puesto en Cast. donde dice así: Los Atridas así, vah! No es lo mismo descender de un Aquiles que de un Atreo. También es interjección de quien se admira, y de quien se alegra. (a 1767) Alemany (1917), es otro autor que incorpora la voz y explicita que “es como debe escribirse”. Como sea, no hubo fortuna dentro de la tradición lexicográfica y se impuso el ¡va!, aun no condiciéndose con el usual criterio etimológico para las voces escritas con b o v.

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3.12. Nomenclatura lingüística y gramatical No podemos dejar de mencionar las veces en que Román incluye en su Diccionario voces que tienen que ver con el tecnolecto de la filología y de la lingüística. Pongamos un solo ejemplo (mas podríamos extendernos más): Bilabial, adj. Aplícase a la letra en cuya pronunciación deben usarse los dos labios. Dícese también del sonido y otros sustantivos semejantes. “Los dos signos b y v representan hoy un sonido único en castellano, bilabial, fricativo… concurriendo en la u consonantizada el frote bilabial con la articulación gutural de la u vocal…” (Cuervo, Apunt. Críticas, c. X). Hermoso y bien formado vocablo que hace falta en el Dicc. (1901-1908)

Este es uno de los casos donde Román es el primero en incluir una voz en un repertorio lexicográfico en la tradición española, seguido por Alemany (1917) y el Diccionario usual de 1925. Tenemos, eso sí, la referencia directa en Cuervo en sus Apuntaciones, edición de 1907. Dentro de la tradición textual, el testimonio más remoto es de 1867, en el periódico El Imparcial, en la pluma del polémico filólogo Fernando Araujo.

3.13. Gentilicios Tal como formulamos en Kordic Riquelme y Chávez Fajardo (2017: 214), el concepto lingüístico de origen o procedencia territorial, sea de personas, sea de animales o sea de cosas, que llamamos hoy por hoy gentilicio, es una de las categorías conceptuales más complejas y problemáticas de las lenguas naturales, puesto que no responde a una fórmula idiomática unitaria, sino que se formaliza bajo expresiones lingüísticas diversas, ora morfológicas (iquiqueño, williense), ora sintácticas (de Chile, de Puerto Williams), ora léxicas (roto, coño). Una práctica manera de estudiarlos, hemos detectado (cfr. Kordic Riquelme y Chávez Fajardo 2017), es desde un punto de vista onomasiológico. Desde esta perspectiva, Ferreccio y Jocelin (1992) dan cuenta de dos semas para poder definir el gentilicio: ‘persona/ente’ y ‘lugar’, de lo que se dan dos subclases de gentilicios: los étnicos y los postoponímicos. Los gentilicios étnicos se entienden como un grupo humano caracterizado por un cuadro de rasgos comunes (pensemos en chono, chango o mapuche, por ejemplo) sin que el nombre, necesariamente, traiga asociada la adscripción a un determinado lugar, aunque en algunos casos la zona geográfica habitada pueda llegar a formarse a partir del nombre de sus habitantes (para mayores detalles, ver Kordic Riquelme y Chávez Fajardo 2017: 216-217). Morera (2011a), por ejemplo, sostiene que la preeminencia de los gentilicios étnicos es totalmente histórica y que fue en la antigüedad cuando estos abundaron, puesto que la pertenencia a un grupo derivaba, posteriormente, en el nombre del lugar: “Es lo que sucedió en el caso de los gentilicios ítalo, franco, hispano, bereber, alemán, catalán, etc., que dieron lugar a los topónimos Italia, Francia, Hispania (España), Berbería, Alemania (antes también Alemaña), Cataluña, respectivamente” (Morera 2011a: 79). Por otro lado, a partir de nombres de lugar se generan derivados, los que Ferreccio y Jocelin (1992: 10) llaman postoponímicos, los que constituyen el grueso de los gentilicios. A diferencia de los étnicos, prevalecen en los postoponímicos el sema ‘lugar’ y, eventualmente, el de ‘persona/ente’. Es más, en su estructura semántica el nombre de lugar actúa como núcleo o materia básica de la combinación con un sufijo.

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Según Morera (2011b: 104), estos serían los que presentan “mayor fuerza gentilicia” pues son los que significan de forma mostrativa “lugares únicos”. Respecto al sema ‘lugar’, puede provenir de dos tipos de nombres: nombres propios o nombres comunes de lugar. Los primeros, topónimos, para la mayoría de los autores son los que, en propiedad, son gentilicios, frente a los segundos, los nombres comunes, para muchos, no gentilicios en rigor, los cuales son semánticamente más simples, pues dan cuenta de una adscripción de una persona, animal o cosa a un tipo de lugar, pero no a un lugar concreto (ciudadano, costino, isleño, lugareño, nacional, serrano), Otra manera de estudiarlos es desde un punto de vista léxico; es decir, el estudio de los remoquetes, los cuales son creaciones léxicas que no se pueden clasificar como gentilicios étnicos o como postoponímicos. Son, en rigor, formaciones libres, producto de la creatividad léxica de una comunidad hablante. Son, propiamente, nombres o adjetivos con una fuerte carga afectiva (cfr. Chávez Fajardo y Kordic Riquelme 2019b). Los remoquetes, también llamados también gentilicios exógenos, gentilicios motes, gentilicios burlescos o pseudogentilicios, entre otros, (cfr. Morera 2011b: 111), son aplicables, sobre todo, a personas. En primer lugar, son adjetivos o nombres (primitivos, derivados o compuestos) que poseen otra estructura, puesto que no son postoponímicos ni son étnicos. En efecto, no hay en absoluto una relación semántica con el nombre de algún grupo, comunidad o de un lugar. Tampoco estos nombres están sujetos a reglas gramaticales fijas, ya que son el producto de la creación léxica en su más amplio sentido; son, en rigor, otra forma de significar grupos humanos, por lo que algunos autores (cfr. Morera 2011b: 110-111, 2015: 73) afirman que no son gentilicios sensu stricto sino paragentilicios o pseudogentilicios. De todas formas, esto no quita que muchos remoquetes pasen, con el tiempo, a ser gentilicios, como bereber, chicharrero o franco, entre otros, y, por lo tanto, que formen, en algunos casos, topónimos (como Berbería o Francia). En segundo lugar, están dotados de una fuerte carga descriptiva, por lo que formalizan, en claro desplazamiento metonímico, un sentido calificativo, las más veces despectivo o peyorativo, por lo que, dentro de un discurso, los remoquetes siempre serán rechazados por las personas aludidas, o bien, los tomarán como un uso festivo, mas nunca con un sentido no marcado. Sin embargo, hay que destacar la fuerza descriptiva del remoquete frente al postoponímico el cual, al ser un adjetivo de relación derivado de un topónimo, no posee información descriptiva en sí mismo. Queríamos detenernos en una somera descripción de estos tipos de gentilicios, puesto que los presentes en un diccionario son, justamente, étnicos, postoponímicos y remoquetes. Por ejemplo, por razones normativas, suele incorporarse el gentilicio postoponímico, sobre todo para ver qué tipo de derivación sufijal es la idónea para

referirse a cierto tipo de habitantes (sobre todo, para disipar dudas con topónimos homónimos, por ejemplo, o dar cuenta de variantes). Asimismo, por razones enciclopédicas, los gentilicios étnicos suelen aparecer en este tipo de diccionario, sobre todo los relacionados con grupos originarios que no han aparecido en los diccionarios europeos o donde falta algún tipo de información o de precisión. Por último, por razones que tienen que ver con aspectos culturales e identitarios de una comunidad, los remoquetes suelen aparecer en estos diccionarios. Román, en este caso, no se queda atrás. Suele, por ejemplo, dar noticia de algunos gentilicios que se han admitido por primera vez en la edición usual de 1899, o bien, proponer algunos para que se incorporen o dar cuenta de alguna observación. Dividiremos, entonces, algunos de los gentilicios tratados por el diocesano en estas tres secciones, a saber: gentilicios étnicos, postoponímicos y remoquetes.

3.13.1. Gentilicios étnicos Aimará, adj. Aplícase a la raza de indios que habitan la región del lago Titicaca entre el Perú y Bolivia. Ú.t.c.s. Aplícase también a su lengua, costumbres, tradiciones, etc. Como s.m. significa la lengua que hablan los mismos. Es raro que este vocablo, tan conocido en América, no figure en el Dicc. (1901-1918) Queremos destacar el tratamiento que le da Román a los aimaras, sobre todo porque da cuenta de un estado de la cuestión absolutamente relevante: el concepto raza, por un lado; qué se define cuando se define a una etnia, es decir, qué caracteriza, de entrada, a un pueblo originario y cómo se trata a esta etnia: ¿como una etnia histórica? ¿como una etnia vigente? Además, en cotejo con las definiciones de otros diccionarios, se podrá dar cuenta de cómo se entiende la integración y cómo se ha tratado la voz aimara: ¿Siempre ha sido tratada como un gentilicio étnico? ¿O hay un sema que ha destacado más? Dentro de la tradición lexicográfica española, es Domínguez (1846-47) el primero en incorporar la voz aimara en un diccionario de lengua española. Sin embargo, para Domínguez, más que un gentilicio étnico, lo que destaca es la lengua misma y así la entiende, dentro de la información que este tenía de la lengua en sí: “Especie de dialecto peruano”. Lo mismo hará el segundo diccionario que incorporó la voz, el de la editorial de Gaspar y Roig (1853), con una curiosa definición: “Idioma de los aimaras, uno de los más ricos y más filosóficos del mundo”, así como el suplemento del Diccionario de Salvá (1879), que toma la misma definición de Domínguez: “Especie de dialecto peruano”. El primer diccionario publicado en Hispanoamérica que

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incluyó la voz, fue el de Arona (1883), en donde también se hará hincapié en la lengua, no en el gentilicio étnico: “Una de las dos grandes lenguas (la otra era el quichua o quechua) que hablaban los indígenas peruanos a la llegada de los conquistadores españoles. Los únicos indios que hoy siguen hablando el aymará son los de Bolivia, o los limítrofes del Perú”. Lo mismo la primera mención en el Diccionario académico, el usual de 1914: “Lengua de los indios de Bolivia, del sur del Perú y de las provincias del nordeste de la República Argentina”. Esto no debería llamarnos la atención si, al buscar en los bancos de palabras, como CORDE, encontramos que la voz en cuestión, con sus cuatro variantes gráficas (a saber, aimara, aimará, aymará y aymará) con recurrencias en documentos desde 1575, se centran, sobre todo en la lengua de la etnia más que en la etnia misma. Un aspecto, creemos, interesantísimo al momento de estudiar los gentilicios étnicos y su desarrollo desde una perspectiva de la lexicología histórica. Será con la segunda acepción del Diccionario de la editorial Gaspar y Roig (1853) la primera vez que se haga referencia al gentilicio étnico: “pueblos antiguos del Perú”. Lo mismo Montaner y Simón (1887), con el primer artículo enciclopédico dedicado a los aimaras, donde destacamos el sema “pueblo indígena” en vez de “raza”. Le seguirá Zerolo (1895), también con una definición enciclopédica donde destacamos el sema de “raza de indios”. A esta le seguirá la de nuestro sacerdote, segundo autor hispanoamericano que incorporó la voz, y le siguen los argentinos Garzón (1910) y Segovia (1911). Tanto Román como Garzón y Segovia distinguen el gentilicio étnico de la lengua, así como de “las costumbres y tradiciones”. Bayo (1910) es uno de los autores que redactó un artículo lexicográfico absolutamente histórico, a tal punto, que cambia el sema “raza” por el de una antigua “nación que habitaba la meseta de los Andes”. Alemany (1917), a su vez, cambió el sema “raza” por el de “individuo”, en el que, creemos, el artículo lexicográfico de lengua más modélico de su época: Dícese del individuo de un pueblo indígena del Alto Perú, del cual se supone oriunda la dinastía de los Incas. Ú.t.c.s. || Perteneciente o relativo a este pueblo. || m. Lengua aimará. (1917) Como sea, la idea de “raza” se mantendrá firme, por ejemplo, en la modificación que tuvo el Diccionario usual académico de 1925: Dícese de la raza de indios que habitan la región del lago Titicaca, entre el Perú y Bolivia. Aplicado a los individuos de esta raza, ú.t.c.s. || 2. Propio o perteneciente a esta raza || 3. m. Lengua aimará. (1925)

Artículo lexicográfico que bebe, apreciamos claramente, de lo expuesto por uno de sus académicos en su Diccionario: el mismo Alemany. De “raza” a “pueblo” lo detectamos en dos de los diccionarios de americanismos, quienes, además, redactan sendos artículos lexicográficos enciclopédicos: el de Santamaría (1942) y Morínigo (1966). También reemplazó “raza” por “personas, su lengua y sus cosas” Moliner (1966-67), quien incorporó la voz, pero en baja frecuencia en España y el DEA (1999) de “raza” a “habitante y lengua”. Por lo mismo, llama profundamente la atención que la tradición académica siga hablando de “raza” hasta la edición usual del 2001, pasando por el Histórico (1960-1996) y que sea en la última edición, la de 2014, que se cambie a “persona”, con la excepción de “pueblo” en el DPD (2004). Nos interesa, sobremanera, el sema “raza” en este caso; es decir, el constatar hasta qué punto la voz fue producto de su época hasta pasar a tener tono absolutamente marcado. No por nada las Cuatro declaraciones sobre la cuestión racial que la Unesco publicó en 1969, compendio de una serie de reflexiones que ya venían de 1950 respecto a la reflexión crítica del concepto y su inviabilidad, las más veces, al referirse a personas, tuvo una repercusión tal que el concepto empezó a desaparecer poco a poco del acervo léxico. Si bien la voz ya estaba presente en el occitano, testimoniada en la primera mitad del siglo XIII (la cual pasó al catalán y de este al español, cfr. DCECH IV: s.v. raza), se propaga, universalmente, sobre todo en el siglo XIX, más que nada por las teorías evolucionistas. Sin embargo, era una palabra usadísima ya en las diatribas contrarreformistas, sobre todo en relación con judíos y musulmanes. Ya en la Declaración de 1950, la UNESCO hablaba de lo “erróneo de las doctrinas racistas”, desde un punto de vista científico (1969:18). Por lo que, en la declaración de 1967, la UNESCO propone llamar “grupos étnicos” en vez de “razas” a los grupos humanos distinguidos por fenotipos. Hasta qué punto los diccionarios estudiados, sobre todo a partir de 1950, acogieron este tipo de reflexiones en torno al uso o no de ciertas voces, es lo relevante. Sobre todo, los diccionarios más representativos en lengua española, a saber: el DUE, el DEA o el mismo DRAE (y, posteriormente DLE) y en donde Román no es más que un ejemplo de época.

3.13.2. Gentilicios postoponímicos Nos encontramos, en este caso, con postoponímicos problemáticos, cargados de una ideología discutida hasta el día de hoy, como en americano, na e indiano, na. Americano, na, adj. “Natural de América. Ú.t.c.s.|| Perteneciente a esta parte del mundo”. Así define el Dicc. sin que haya pero que ponerle. Dejen

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pues los señores yanquis de llamarse a sí mismos y sus cosas americanos por excelencia, como si fueran los únicos habitantes de América, y conténtense con los adjetivos que les brinda el último Dicc.: angloamericano, norteamericano y yanqui. (1901-1908)

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Es este un interesante caso donde sigue generándose una tensión respecto a un postoponímico, aún sin resolución y con aparentes contradicciones hasta el día de hoy (para un estudio acabado, ver Álvarez de Miranda 2002). En la historia textual, aparece por vez primera en el siglo XVII, pero empieza a ser frecuente desde el siglo XVIII (ver Álvarez de Miranda 2002, quien postula que la voz se extendió desde Hispanoamérica). El gentilicio ha estado presente desde la edición académica de 1770, con la generalización de oriundo del continente americano, sin ningún tipo de restricción espacial (a saber, estadounidense, solo). Zerolo (1895) ya destacaba que se usaba americano, na “indebidamente a los naturales de Estados Unidos”. Moliner (19661967) entregaba, como última acepción, “Traducción de la designación que se dan a sí mismos los naturales de los Estados Unidos”. Sin embargo, el DEA (1999) registra una acepción no marcada: “De los Estados Unidos”, sin prescripción alguna. Lo mismo la tradición académica desde la edición usual de 2001, algo que se contradice con lo que señala el DPD (2004): “debe evitarse el empleo de americano para referirse exclusivamente a los habitantes de Estados Unidos, uso abusivo que se explica por el hecho de que los estadounidenses utilizan el nombre abreviado América (en inglés, sin tilde) para referirse a su país”, para terminar de una manera similar a lo que argumenta Román su artículo: “No debe olvidarse que América es el nombre de todo el continente y son americanos todos los que lo habitan”. El gentilicio, por el mismo problema que conlleva y si seguimos la tesis de Álvarez de Miranda, aparece desde temprano en la lexicografía hispanoamericana. Por ejemplo, Pichardo (1985 [1875]): “La persona o cosa natural o perteneciente a los Estados Unidos Anglo-Americanos; pero en la conversación culta se dice Anglo-Americano, y algunas veces Norte-Americano”, por lo que da cuenta, ya, de la prescripción en el significado de la voz. Lo mismo Arona (1883), quien en el artículo americanismo critica, vehemente, el uso con la restricción, pero sin ningún tipo de propuesta léxica, es decir, no ofrece una alternativa gentilicia, solo se limita a criticar esta realidad en un artículo más cercano a una nota: De tal manera se han salido con la suya los yanquis de que por América no se entienda sino Estados Unidos y por Americanos ellos, que ya hasta en el lenguaje lexicográfico, después del Diccionario de Barlett, solo pueden ser americanismos los de la América anglo-sajona. Así es que si mañana un nuevo filólogo de los nuestros emprende un trabajo comprensivo sobre los monográ-

ficos de los señores Pichardo, Cuervo, Rodríguez y el presente ¿de qué título echará mano? Tendrá que decir Diccionario de Hispano-Americanismos, o para abreviar, “Provincialismos de Hispano-América”. A pesar de toda su pujanza los yanquis no han sabido darse nombre nacional; los Estados Unidos son unos estados que se han unido y nada más, americanos son tanto los de allá como los de Patagonia. Han contado sin la huéspeda; tarde o temprano la América española se repoblará, que es todo lo que le falta para hacerse gente; y cuando ella también sea América y nosotros también Americanos, ¿cómo evitarán la ambigüedad los que prematuramente tomaron posesión absoluta del nombre? Cuando nosotros viajábamos por el oriente y otros puntos lejanos de Europa y advertíamos que éramos americanos nos objetaban con la mayor naturalidad que no teníamos acento inglés. Es que somos Sud-Americanos, replicábamos. —Es que también los Americanos del Sur hablan inglés, volvían a decirnos, aludiendo a los Americanos del Sur de los Estados Unidos. —Somos hispano-americanos. —¡Ah! ¡español! —Tuvimos que renunciar a tener patria. (Arona 1883, s.v. americanismos). Lo mismo Segovia (1911): “Natural de Estados Unidos. Perteneciente a este país o a sus habitantes”, quien termina el artículo con una curiosa nota normativa que nos lleva a pensar si el gentilicio en cuestión empezó a dejarse de usar: “Este calificativo impropio va cayendo en desuso”. Ortiz (1975 [1923]), con un artículo muy en la línea de Arona y Román es más propositivo que crítico y da cuenta de un par de usos gentilicios alternativos, sin demasiado optimismo respecto a su recepción: Aunque castellanamente debe significar el natural de América, así de la septentrional como de la meridional, o de la central; así de la continental como de la insular; en Estados Unidos, en Cuba, y, puede decirse con certeza, en todo el mundo, americano ha venido a significar el natural de Estados Unidos. Y, o tendrá que aceptarla al fin, aunque a regañadientes, el diccionario de la Academia, tomándola del lenguaje común, o habrá de inventar una palabra gentilicia dedicada especialmente a los hijos de Estados Unidos de América. Por no tener estos en su denominación política e internacional otra voz geográfica que América, se ha venido atribuyendo, por el uso, el monopolio de la misma a los vecinos del septentrión; de igual manera que, precisamente para huir de ese escollo, se ha chocado con otro tan injusto, pero menos trascendente, como el de llamar a su república Estados Unidos por antonomasia, olvidando Estados Unidos de México, Estados Unidos de Brasil, y alguna otra federación republicana de nuestra América. La palabra yankee o yanqui, que el diccionario de la Academia trae como homónima de norteamericano, es impropia porque solo comprende a los hijos de la Nueva Inglaterra, los estados del nordeste de aquel país, y produce la repulsión de los hijos de los estados del sur. La voz norteamericano, más apropiada, no lo es tampoco, pues Canadá y México, son pueblos de la América del Norte, salvo rectificación geográfica. De paso digamos que la expresión del diccionario de la Academia: Estados Unidos de la América del Norte, es incorrecta, porque la denominación legal e internacional de ese pueblo es Estados Unidos de América, simplemente, y no

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hay por qué ponerle rabos, al menos desde un punto de vista académico. El problemita solo podría resolverse inventando un vocablo especial, produciendo un cultismo, que en este caso habría estado y aún estaría muy justificado, pues no hay que esperar que el vulgo lo resuelva apropiadamente. Varias palabrejas se han intentado para el caso. Angloamericano es una de ellas, pero olvida a los canadienses. Americosajones es otra, con igual defecto. Los propios…americanos se dan cuenta de que este apelativo les es molesto en sus relaciones con otros americanos, los latinos. Por esto, la Unión Panamericana, de Washington, organismo que corresponde, paralelamente, a la Unión Ibero Americana de Madrid, ha inventado y propaga en su magazine mensual, la palabra estadounidense. Un publicista español lanzó otra: estadunitano. Ambos son vocablos, que, aceptada la antonomasia, universalmente reconocida, de Estados Unidos, están formados como gentilicios de acuerdo con las sanas leyes del idioma, aunque preferimos la nacida en Washington por más eufónica. Dudamos, empero, de que esta, u otra cualquiera, ingrese en el lenguaje castellano; por más que indudablemente, si fuese bautizada en la pila académica podría, en el habla culta, irse abriendo campo y, acaso, llegar a difundirse bastante, aun sin llegar a contrarrestar el peso del americano, dicho por los millones de angloparlantes y de los pueblos por ellos culturalmente influidos, que no son pocos que digamos. Pero, repitámoslo, la palabra sería utilísima, y con ella algunas palabras derivadas, porque leemos por esas prensas de Dios, o del diablo, cada yanquizado, yanquinizar y aún alguna peor, que solo por triste necesidad puede uno tragarlas como mendrugo de pan duro, por exigencia del hambre que trae la carestía de más apetecible manjar. (Ortiz 1975 [1923]: s.v. americano)

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Ortiz ve el uso no marcado que le da el diccionario usual desde 2001 (“aceptarla al fin, a regañadientes”). También se adelanta a la propuesta que él no ve prosperar, pero que logra incorporarse en el diccionario usual de la Academia en 1956: estadounidense. Por otro lado, hay casos donde se acepta la voz con esta acepción sin más, como en el caso de Echeverría y Reyes (1900), quien es el primer autor de un diccionario en lengua española que define, sin más: “lo concerniente a los Estados Unidos de Norte América”, marcándolo como americanismo. Lo mismo Santamaría (1942). Amerindio, dia, m. y f. Indígena de América. He aquí lo que sobre el origen de esta voz dijeron los periódicos: “En una reunión reciente de la sociedad antropológica de Washington, los Señores F. Hilder y J. W. Powell observaron que no existe hasta hoy nombre alguno para designar, en conjunto, las tribus americanas indígenas. Llamarlos simplemente indios es confundirlos, no solo con los habitantes de la India, –bien que a estos se les llama más comúnmente indianos, como también se suele llamar en Europa a los indígenas de América, –sino también con los indios de cualquier otro continente. En cuanto a llamarlos indios americanos, era emplear el circunloquio que se trataba precisamente de evitar. Para llenar este vacío y salvar el inconveniente apuntado, M. Powell propuso un vocablo nuevo, el de amerindio, formado con las palabras americano e indio, y cuya etimología y significado son bastante claros. Natu-

ralmente, este vocablo genérico no suprime las denominaciones especiales, es decir, el nombre propio de los indios de determinados países o regiones, como aymaraes, pieles rojas, quichuas, guaraníes, etc. La denominación de amerindios fue aceptada por la sociedad antropológica de Washington. Lo que falta es que la adopten los escritores americanos y los de la Península, para lo que no hay inconveniente razonable, puesto que la palabra, además de ser conveniente y aun necesaria para la mayor exactitud del lenguaje, es también eufónica y expresiva”. Sirva esta cita para que se conozca y adopte esta voz en todas partes, porque realmente es cómoda y bien formada. (1901-1908) Lo relevante de este anglicismo es que fue tempranamente indicado por Román. No sabemos a ciencia cierta qué tipo de periódico usó como fuente, puesto que editó la cita, pero si hacemos un rastreo dentro de la misma tradición en lengua inglesa, vemos que la voz está documentada por primera vez en 1899 (A Supplement to the Oxford English Dictionary 1972), por lo que la voz era absolutamente reciente. Lo mismo su documentación dentro de la tradición hispánica, siendo la primera documentación en 1922, para Cuba (Hemeroteca digital). También lo confirma su presencia en la tradición lexicográfica: Malaret (1917) lo cita directamente de Román. Ortiz (1974 [1923]), a veinte años de la propuesta de Román, sigue con la persuasión para que la voz sea usada: Es un cultismo muy útil, que ya corre entre los etnólogos e historiadores, traducido del inglés amerindian, vocablo formado de “americano” e “indio” […]El uso viene consagrando el vocablo amerindio; pero si no se cree muy de acuerdo con el genio castellano, acéptese indoamericano, ya que tenemos en el diccionario el indoeuropeo. (Ortiz, 1974 [1923]: s.v. amerindio) Aparece, dentro de la tradición académica, en los diccionarios académicos manuales de 1927 y 1950. Por mientras, seguía apareciendo en diccionarios como el de Santamaría (1942), donde se señala que es voz aceptada por la Sociedad Antropológica de Washington. También aparece en Moliner (1966-67), quien señala que la voz “fue introducida por historiadores y geógrafos para distinguir a los indios americanos de los de la India o hindúes”. La voz aparece en el Diccionario usual de 1970 por vez primera. Esto muestra, por lo tanto, uno de los casos en donde nuestro diocesano ha sido el primero en incorporar una voz, en este caos, un anglicismo de cuño culto.

3.13.3. Casos donde Román es el primero o el único El sello permanente de Román como sacerdote va apareciendo a lo largo de su diccionario por diferentes referencias y aspectos, datos y posiciones. Tampoco podía faltar en la sección de gentilicios. Por ejemplo, en el caso del habitante de Betsamés,

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un betsamita, hemos detectado que, dentro del corpus cotejado, la voz no ha aparecido lematizada hasta el día de hoy: Betsamita, adj. y ú.t.c.s. com. Habitante de Betsamés, ciudad levítica de la tribu de Judá en la frontera con la de Dan, célebre por haber estado en ella el arca de la alianza y por el castigo que se llevaron sus moradores. Falta esta voz en el Dicc., en el cual figuran otras de esta misma naturaleza, tanto o menos conocida que esta. (1901-1908) Solo tenemos el caso del Diccionario enciclopédico hispano-americano (Montaner y Simón editores) que incluye el topónimo Betsames (lematizado sin tilde), mas no su gentilicio (cfr. Tomo III s.v. Betsames). Y, posteriormente, en búsquedas en la red, lo hemos encontrado en el diccionario de la biblioteca en línea de la Watch Tower Bible and Tract Society of Pennsylvania, en su versión en español. Esto no se correlaciona, de todos modos, con la cantidad de veces que podemos encontrar el adjetivo, sea en relación con Josué, el betsamita, el que tiene mayor número de recurrencias o en relación a los pasajes bíblicos relacionados con los habitantes de Betsamés. De alguna forma, este tipo de gentilicios de baja frecuencia, relacionados con lugares bíblicos, dan cuenta de la formación e intereses de nuestro diocesano. En otros casos, suele ser el primero en recoger una voz, dentro de una escasa tradición lexicográfica; así en burdigalense: Burdigalense, adj. Perteneciente o relativo a la antigua Burdigala, hoy Burdeos, ciudad de Francia; natural de dicha ciudad. Es adj. de bastante uso y extraña no verlo en el Dicc. (1901-1908)

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Gentilicio solo seguido solo por Alemany (1917), nos hace pensar hasta qué punto este no es uno de los tantos casos de esa enciclopedia de Román, que busca, en rigor, ese diccionario total. En efecto, hemos encontrado en la Hemeroteca digital, que era usual en la prensa española tardodecimonónica usar, como variante de burgalés, el de burdigalense algo que, creemos, no prosperó (no encontramos casos en CORDE, por ejemplo, tampoco en CREA).

3.13.4. Casos relacionados con problemas morfológicos y normatividad En lengua española los sufijos gentilicios de más larga data, derivados del latín, serían –ense, –ano, –és, –ino y –eño, mientras que otros se han incorporado con esta función recientemente, como –ero (cfr. Morera 2011a: 76). En el caso del artículo lexicográfico brasilero, ra, absolutamente normativo, lo que hace Román es proscribir el gentilicio brasilero, ra, por brasileño, ña, cosa que ya había hecho Uribe (1887):

Brasilero, ra, adj. Así se dice en toda la América, conforme al portugués brasileiro; pero la academia jamás ha salido de brasileño, ña: natural del Brasil. Ú.t.c.s. | Perteneciente a este país de América. Y a la verdad, la terminación ero, era, no es propia de nombres gentilicios, y, si en uno que otro la hallamos, como en ibero y celtíbero, es porque ya estaba incluida en los primitivos Iberia y Celtiberia. Brasilero, en caso de admitirse, debería significar comerciante de palo Brasil o del Brasil, o vendedor de esta madera. (1901-1908) Observaciones de este tipo, dentro de la tradición lexicográfica hispanoamericana, por ejemplo, las encontramos en Garzón (1910), quien comenta: “La Acad. trae brasileño, voz que se va generalizando entre la gente culta de nuestro país, no siendo menos corriente brasilero, particularmente en el lenguaje callejero de la gente del pueblo” (Garzón 1910: s.v. brasilero). Al día de hoy, el DPD o la Fundéu, si bien se refieren al general brasileño, ña, dan cuenta del uso en América de brasilero, ra, sin normarlo, ya. Esto da pie para reflexionar en torno a este sufijo gentilicio, -ero/a, usual en variadas zonas: La Habana > habanero; Salinas de Oro (Navarra) > salinero; Pallaruelo de Monegros (Huesca) > pallaruelero; Sos del Rey Católico (Aragón) > sosero. Y fecundo en Chile, por lo demás: Cachantún > cachantunero; Caleta Chipana > chipanero. Incluso, en remoquetes: Agua Fría > pelillero. Como habíamos comentado, es uno de los sufijos más nuevos (cfr. Morera 2011a, Rainer 1999, quienes dan cuenta de su aparición, sobre todo en Andalucía, Canarias y América Latina). Diatópicamente, tal como hemos tratado en Kordic Riquelme y Chávez Fajardo 2017, es el segundo sufijo gentilicio que se presenta en ALEA. En ALEICan es el sufijo gentilicio más empleado (cfr. Garcés Gómez 1988).

3.13.5. Remoquetes arribano, na, adj. Aplícase aquí a los habitantes de las provincias del Sur, en contraposición a los del Norte, que se llaman abajinos. En la República Argentina y en México dicen arribeño, ña, admitido ya por el Dicc. Como mexicanismos con el significado de “aplícase por los habitantes de las costas al que procede de las tierras altas. Ú.t.c.s.” Arribano y abajino son ya poco usados en Chile. (1901-1908) Es Rodríguez (1875), en la tradición lexicográfica chilena, el primero en informar del remoquete. Además, conecta su artículo lexicográfico con otro artículo, el de abajo, abajino, a: Los lados de abajo es una frase de que sirve siempre la gente poco entendida en geografía de Chile, para denotar lugares situados al norte de aquel en que

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está hablando; y aún la ilustrada a veces, cuando le ocurre decir que algo ha sucedido o que alguien vive, en algún lugar cuyo nombre desconoce y del cual solo sabe que está al norte. Los lados de abajo, para indicar las comarcas del norte, es correlativa de los lados de arriba […] Después de lo dicho, excusado parecerá hagamos notar que abajino es un adjetivo que se aplica a los habitantes de las provincias del norte y centro, por los de aquellas que se hallan situadas más al sur. A lo que complementa, con arriba, arribano, a: Correlativos de abajo, abajino, a, cuyo significado hemos ya expuesto; por lo cual, remitiendo al lector lo que allí se dijo, nos limitaremos a copiar aquí una frase del Don Diego Portales, en que se trata de arribanos: “Además, por los pasajes que ya hemos citado de la correspondencia íntima de Portales, se deja ver que no las tenía todas consigo al tratar con Prieto, quien encerraba en su ánimo toda la suspicacia peculiar de los arribanos, son carecer de capacidad y de una más que mediana obstinación para sostener sus ideas”.

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Por lo que tenemos un remoquete generalizador respecto a lo que es el norte y el sur de Chile, a lo que Ortúzar (1893), segundo autor chileno, define: “Arribano. Chil. Del sur.”; frente a: “abajino, de abajo. Chil. Habitante de las provincias del norte”. Similar hará Echeverría y Reyes (1900) tanto con abajino como con arribano. Sin embargo, en esta última agrega una variante morfológica que no habíamos detectado: arribeño, con el uso del sufijo que Oroz (1934) había observado como usual en Chile, sobre todo para las construcciones gentilicias del norte de Chile. Lo mismo hará Medina (1928), sin dar cuenta de la vigencia de la voz, como hace Román. Es interesante que en el DECh (1984) el artículo lexicográfico haga referencia al mundo campesino y pesquero “Hacia el sur, por el lado del sur”, por lo que el uso de la voz, desusada en las ciudades, se limitó al mundo rural. Lo confirma el DUECh (2010), obra descriptiva más bien de la capital del país, puesto que la voz ya no aparece. No siempre los remoquetes en el Diccionario de Román serán los usados en Chile. Por ejemplo, tenemos un caso como el de boer, el que nos interesa sobremanera, justamente, porque al momento de redactar Román este artículo, se estaba desarrollando la segunda Guerra de los bóeres, de allí, pensamos, el interés de nuestro diocesano en lematizar este gentilicio: Bóer, adj. Aplícase al habitante del Orange y del Transvaal, estados del África Meridional. Ú.t.c.s. |Relativo o perteneciente a los mismos habitantes: industria bóer, costumbres boers. Es voz que en holandés significa campesino y debe pronunciarse bur; sin embargo, aquí la hemos castellanizado y la pronunciamos tal como se escribe. No varía para el femenino, y en plural agrega una s (boers). ¿Cómo dejar de incluir en todos los diccionarios un nombre

como este, cuyos portadores, con su valor más que espartano y con su heroica constancia, lo han inmortalizado para siempre? (1901-1908) Ya había sido lematizado como boers en el diccionario enciclopédico de la editorial Montaner y Simón (1887) y en Zerolo (1895). Dentro de la tradición hispanoamericana, en Echeverría y Reyes (1900). Será Román el primero en incorporar el gentilicio singular, bóer, así como dar cuenta de toda la explicación normativa relacionada con la pronunciación, escritura, así como su proceso de hispanización. Le sigue Garzón (1910) con el mismo tipo de información relativa a la norma y su uso, Segovia (1911). La tradición académica incorporará la voz en el usual de 1914. Volviendo al interés de Román por el gentilicio, su reclamo final da cuenta de lo vívido que estaba el conflicto bélico al momento del diocesano redactar su artículo lexicográfico.

3.14. Hápax, voces de poca frecuencia Otro aspecto que hace de este diccionario un receptáculo de notas de la más diversa índole es el caso de la presencia de hápax o de usos específicos y de escasa frecuencia en algunas autoridades que Román maneja: Villantez, f. Usó esta voz la Ven. Ágreda en su autobiografía (preámb.9): “La verdadera virtud…es la triaca contra el veneno de su mentira [del demonio], quien aniquiló su soberbia y humilló su villantez.” Parece que la confundió con avilantez o avilanteza (audacia, insolencia), pues la forma villantez, que solo podría venir de villano, no tendría aquí sentido, comoquiera que la virtud no humilla tanto a la villantez o villanía, como a la avilantez. (1916-1918) Román propone, para la voz, una confusión de la venerable Ágreda con otra voz del campo semántico: en vez de avilantez o avilanteza, villanía. 629 |

4. Los extranjerismos en el Diccionario de Román

Tal como lo mencionábamos en la segunda parte de nuestro estudio, en la tipología del Diccionario de Román, hay un marcado interés en este por combatir el uso indiscriminado de extranjerismos, sobre todo de galicismos. En efecto, hay un tenor bélico en este aspecto en el Diccionario de nuestro diocesano, quien “pretende combatir y extirpar del presente Diccionario” (1901-1908: x), justamente, los mentados galicismos, por lo que el combate se asemeja, por lo demás, a una siega de mala hierba: “Pequeña es la hoz, extensísimo el campo y de pocas fuerzas el segador; pero la voluntad es grande, y sana y recta la intención” (1901-1908: x). Tan asentados están, que hasta la misma posibilidad de que el diocesano haga uso de galicismos existe. Él mismo se adelanta a la posibilidad: Si alguna vez me equivoco o se me escapa alguna incorrección, pido anticipadamente dispensa, porque es lo más fácil del mundo que así suceda. Todos andamos como codeándonos con los galicismos, que pululan en lo escrito como flotan en lo hablado, y por eso no sería raro que, andando uno entre tanta miel, algo se le unte la piel, como reza el refrán. (1901-1908: x)

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Hasta los grandes especialistas contemporáneos a nuestro sacerdote fueron untados por esa miel: “Testigos Baralt, Cuervo y otros, que, persiguiéndolos a sol y a sombra, no obstante, los muy tenaces y cachazudos se han burlado de ellos y se les han escapado por entre los puntos de la pluma” (1901-1908: x). Como sea, Román ve en el abuso de extranjerismos un despropósito, más cuando en la lengua española pueden encontrarse un número considerable de voces, expresiones y modismos, frases y refranes, “tanto que ninguna otra lengua puede competir con él, es una ingratitud y hasta un crimen literario mendigar afuera lo que en casa se tiene, y no así como así, sino muchísimo más abundante, gracioso y expresivo” (1901-1908: xii). Y ve en quienes abusan de ellos a unos pedantes: “Mientras haya pedantes, y los habrá siempre en el mundo, habrá quienes apliquen las palabras sonoras y retumbantes, aun contra su propio significado, a las cosas o personas grandes o extraordinarias” (1913: s.v. ilustración). Su propuesta es estudiarlos, conocerlos bien para, así, evitarlos en el uso:

que en los colegios, tanto en las clases de castellano como en las de francés, se haga estudio especial y práctico de los galicismos con su traducción correspondiente; y en segundo lugar, que los diarios, siquiera para reparar el mal que han hecho y siguen haciendo, publiquen con alguna frecuencia artículos breves sobre vicios y corrección de lenguaje; y esto sin prejuicio de exigir a sus redactores, gacetilleros y reporteros mayor conocimiento del castellano (1908-1911: xiii) Es normal, en Román, una actitud lingüística negativa hacia extranjerismos crudos, como en wáter-closet: “Véase escusado y dejémonos de anglicismos”. O en dandy: “Mucho más expresivos son estos vocablos castellanos que el deslavado anglicismo condenado nominalmente por la Gramática de la Academia y por todos los hablistas” (1908-1911: s.v. dandy). Incluso, su característica vehemencia suele encontrarse, justamente, en artículos lexicográficos relacionados con extranjerismos: Irrigación, […] No vengan pues los diarios, los senadores, los diputados y demás que han olvidado el castellano, a hablarnos, a la francesa, a la italiana, o a la inglesa, de la irrigación de algunas provincias, departamentos o fundos. Háganse ellos cuantas irrigaciones quieran en sus propios cuerpos, irríguenlos con el irrigador o con lo que gusten; y dejen para las tierras, calles, salas, etc., el antiguo y sencillo riego con su v. regar, sus sustantivos regadera, reguera, reguero, regadura […] (1913) Hasta el punto de tratar de ‘feos’ los vocablos extranjeros, por sobre el patrimonio hispano (aunque este, fíjense bien, no sea de origen patrimonial): Leader, […] Si adalid, castellano y mucho más hermoso, significa “guía y cabeza, o muy señalado individuo, de algún partido, corporación o escuela”, ¿a qué viene el emplear un vocablo inglés, más feo y de más sorda pronunciación, para designar a los jefes o “muy señalados individuos” de los partidos políticos? (1913) Tal como comentamos en la segunda parte de nuestro estudio, fuera de las voces diferenciales presentes en el lemario, destacamos un número considerable de extranjerismos, en los que, por razones de tiempo, no pudimos detenernos de manera monográfica. Examinándolos, determinamos que, en diferentes niveles y funciones, poseen estos, en su conjunto, una función normativa, a saber: casos en que Román considera que es mejor usar la voz en español que el extranjerismo o viceversa, casos en donde el sacerdote justifica la adopción de la voz en cuestión, siempre que esta se hispanice. Hay casos en donde se norma respecto a cómo pronunciar, cómo escribir y qué significados poseen estos extranjerismos, así como cuáles significados no deberían adaptarse. A su vez, nos entrega Román explicaciones respecto al origen de ciertos extranjerismos, por lo que en algunos casos encontramos datos enciclopédicos, eti-

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mológicos o, simplemente, una interesante argumentación para no usarlos y usar su equivalente en español. O, muchas veces, una actitud vehemente y agresiva, incluso, en relación con su censura. Respecto a los extranjerismos, un número considerable son galicismos, los que critica duramente49, aunque esto no impide que, en algunos casos, no vea problema alguno en aceptarlos50. Le siguen en número los latinismos, sean estos locuciones o voces, las más de las veces para que el Diccionario académico les dé lugar. Sin embargo, hay muchos casos en donde opta por defender la variante en español por sobre la latina51. También Román aprovecha su enorme conocimiento del latín para, por ejemplo, dar cuenta de algunas locuciones características de algunas de las obras más representativas de la literatura latina, como La Eneida por ejemplo o uno que otro poema de Ovidio, o, muchas veces, para dar cuenta de locuciones propias del léxico litúrgico para que el usuario pueda tener un mejor conocimiento de estas, así como de su pronunciación, régimen preposicional y contexto de uso, entre otros

Hemos detectado más de130 galicismos en nuestra lectura, sea en artículos lexicográficos o en acepciones. La mayoría de ellos son censurados: baccará o baccarat, acordar, afeccionarse, apercibirse, ancestral, bonomía, bruscamente, brutalizar, amateur, bouquet, buqué, cachené, camino de la cruz, capitonado, cliché, coaligarse, champión, chic, debido á, defender, desapercibido, da, dessert, detalladamente, develar, dirigirse, distanciar, distinguido, da, ejercer, emocionar, enjambrar, erogar, ese, esa, eso, nadie, financiero, ra, finanzas, defeccionarse, mansarda, marioneta, más, masacrar; do, da, sobre medida, menu, mistificación, mistificar, modesto, mordoré, muralla, negliger, obedecer, ocupar, outrance (a), papillote, papirus, parcimonia, partido, pasable, paspartú, pendant, pérdida, personalidad, polichinela, pompón, pot pourri, pouf, p.p.c., premier, protocolo, punzó, pur sang, puscafé, réclame, remontoir, rendez vous, reprisarse, resedá, restaurant, revista (pasar en revista), risol, rol, rouge, ruche, sachet, sans façon, secretariado, secreter, sediciente, servicio, simoun, somier, suaré, suche, suprema, tableau, ternó, toilette, tonneau, tour de force, trichina, trousseaux, usina, varnissage, vecindaje, vespasiana, vestición, vestón, vitraux, vodevil, vol-au-vent o walón, na. 49

50 En artículos lexicográficos o acepciones, como en: cuestión, estudio, hacer milagros, hotel, humanidad, ilustración, inculpabilidad, lejos, la loca de la casa, macadamizar, maravillas, masaje, Monsieur, morgue, mortalidad, mundial, obsesión, paletó o reps.

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En total, hemos detectado 114 latinismos en nuestra lectura en artículos lexicográficos: et sic de caeteris, ex corde, éxeat, ex ungue leonem, a fortiori, hic et nunc, inde irae, in extenso, in fieri, in illo tempore, in limine, in ódium auctoris, in partibus infidelium, in perpétuam rei memóriam, in perpetúum, in sacris, intra claustra, irrumpir, ite, missa est, loco citato, mare mágnum, motu proprio, mutatis mutandis, gloria patri, ne quid nimis, ne variétur, non lícet, non possumus, nosce te ípsum, nunc dimittis, ¡O témpora, o mores!, pecata mea, per saltum, plusquam, post fáctum, postmeridiem, post nubila phoebus, post scriptum, potest contingere, pro aris et focis, pro bono pacis, pro domo sua, pro rata, pro rata parte, quicumque, quid divinum, quorum, quos ego, ¿quósque tandem?, pangue linguam, per sáltum, rara avis, relata réfero, requiéscat in pace, res, non verba, res nullius, rictus, rísum teneatis, sacris solemnis, salva reverential, salvo meliori, sancta (non), serum, servatis servandis, sic ítur ad astra, sic transit gloria mundi, sicut erat in principio, sic vos non vobis, similia simílibus curantur, sine qua non (condición), sit tibi terra levis, si vis pácem, para béllum, spíritui, stábat mater, stadium, stratum, sub grávi, sublata causa, tóllitur effectus, sub levi, substratum, sub tuum praesídium, sui juris, súmmum, summum jus, summa injuria, sunt lacrymae rérum, ¡súrsum corda!, sústine et ábstine, súum cuique, tanquam tábula rasa, tántum ergo, tímeo dánaos et dona ferentes, títulus sine re, tota pulchra, toties quoties, toto coelo, totumpotens, tuta conscientia, última ratio, ultra petita, ungue leonem (ex), urbi et orbi, ut infra, uti possidetis, ¡Vae victis!, velut umbra, veni, vidi, vici, verbi gratia, verbo ad vérbum (de), vexilla regis, vía crucis, viribus et armis, visu (de), vivae vocis oráculo, vox pópuli y vox dei. 51

aspectos. Le siguen, en número, además, anglicismos, con una dinámica similar: anglicismos que podrían evitarse52, otros que están tan asentados en nuestra lengua que pueden hispanizarse y usarse sin problema53, así como otros que reflejan las nuevas invenciones de la modernidad. Lo mismo los italianismos54, en menor número germanismos y voces neerlandesas55. Sobre todo, para entregar datos enciclopédicos y nociones respecto a su escritura y pronunciación, nos presenta algunos eslavismos56, voces mandingas57 y una voz hebrea58 y árabe59 respectivamente, según nuestro rastreo que puede, cómo no, prestarse a algún tipo de error. Fuera de este interés enciclopédico de dar cuenta de realidades exóticas o de aspectos específicos de ciertos referentes, respecto a pronunciaciones y usos gráficos (sí, como una obra lexicográfica de dudas), uno de los aspectos que inquietaban a Román respecto a los extranjerismos era el uso indiscriminado de estos por sobre las voces hispánicas, sobre todo los galicismos. En efecto, son los galicismos (entre todos los extranjerismos que incorpora) los que tienen un mayor interés para nuestro diocesano en relación con el aspecto normativo. En cuanto a ellos, Román tenía una verdadera manía: “Todos andamos como codeándonos con los galicismos, que pululan en lo escrito como notan en lo hablado” (1901-1908: x), galicismos “que infestan nuestro lenguaje hablado y escrito” (1908-1911: xii). Para Román, el uso de modos extranjeros era un despropósito: “Con las riquezas sin cuento que atesora el castellano en voces, expresiones y modismos, en

Hemos detectado 84 anglicismos en nuestra lectura, sea en artículos lexicográficos o en acepciones, de los cuales censura: break (carruaje), pudding, buldog, clown, bluff, champú, dandy, destróyer, detective, dog-cart, espiche, estompa, flirtear, folk-lore, foot ball, dreadnought, frichicó, gasfiter, guaipe, huinche, huinchero, interview, jockey, jury, lause, lawn-tennis, leader, linoleum, lis, lord, lunch, macfarlán, meeting, míster, mitin, moni, pailebot o pailebote, panfletero, panfleto, paper chase, poker,Pullman, raid, rail, record, reporter, rostbif, sandwich, scout, smoking, snob, snobismo, spleen, sport, sportismo, sportivo, va, sportman, stock, tennis, trolley, turf, ulster, wagon, water-closet, wiskey o wisky, yacht, yankee, yérsey, yokey o yúnior (hispanizado). 52

En artículos lexicográficos o acepciones, como en: amerindio, bar, block, box, boxeador, boxear, bóxer, clíper, bill, bloc, coque (hispanizado en coke), comité, hall (hispanizado en jol) o ilustración.

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54 Hemos detectado 25 italianismos en nuestra lectura, sea en artículos lexicográficos o en acepciones: analfabeto, cuatrocentista, dilettante, dilettantismo, fioritura, fumarola, á giorno, influenza, investimento, logia, mortadela, mundial, getta, gettadura, jetta, jettadura, ombrelino, pedante, pizzicato (admitirla y españolizarla), prima dona, primo cartello (de), ritornello, sotto voce, terra cotta, tutti: hacer tutti, tutti fruti, tutti quanti.

Hemos detectado 7 voces en nuestra lectura, sea en artículos lexicográficos o en acepciones: káiser, kermesse (Román cree que es alemana), Krupp, lause, ulano, vermut o volapuk.

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Hemos detectado 2 voces en nuestra lectura: redowa y úkase.

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Hemos detectado 2 voces en nuestra lectura: kola y mandinga mismo.

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Sabaot (de).

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Racahut.

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frases y refranes” (1901-1908: xii). Román, en su cruzada contra el uso desenfrenado de galicismos, hace uso de la metáfora de la lengua como un organismo vivo, la que, para su subsistir: “necesita asimilarse los elementos propios de su conservación; de otra manera, en vez de la vida, le acarrean la muerte” (Román 1901-1908: ix), por lo que critica duramente a los que padecen, citando a Iriarte: “del mal pegadizo de frase extranjera”. Según el sacerdote, el uso indiscriminado que se hace de esas frases extranjeras es una de las causas de la falta de unidad lingüística en la lengua española. El diccionario, señalaba Román, será una suerte de “dique general” frente al uso de estas voces. Para el diocesano, en consonancia con la Real Academia Española, estas expresiones deben ser aceptadas “cuando en realidad las necesitan” y siempre cuando sean voces hispanizadas: “para que en este traje pasen a formar parte del acervo común y no queden como extranjeras” (Román 1901-1908: x). Para ello el autor propuso una serie de medidas; como, por ejemplo, que en las clases de castellano y de francés de los colegios se entregasen los equivalentes castizos, que en los diarios se publicaran notas idiomáticas y que se exija un mejor conocimiento de la lengua española por parte de los periodistas. Lo explicita directamente en el prólogo del segundo volumen de su Diccionario al comentar: “Después del estudio de los chilenismos, en lo que hemos puesto más diligencia y cuidado es en perseguir los innumerables galicismos que infestan nuestro lenguaje hablado y escrito” (1908-1911: xii). Justamente, el tema de gran conflicto y preocupación, en relación con los extranjerismos, es el concepto de galicismo. Rivodó (1889) es, dentro de nuestro corpus, el caso más temprano de aclaración respecto a lo que se entiende como galicismo:

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Galicismo, para nosotros, es lo propio y privativo de la lengua francesa, y que no lo es de la nuestra; pero a aquello que sea tan propio de la una como de la otra, no puede en rigor dársele tal nombre. Algunos hay que son latinismos, otros arcaísmos o antiquismos […] pues es de notar que en sus principios había más semejanza que ahora entre los idiomas. Llamar a estos galicismos es una confusión de ideas y de nombres en que lastimosamente han incurrido autores nuestros muy doctos. (Rivodó 1889: 171) Con esta postura, en el caso de nuestro verbo en cuestión, Rivodó plantea: En muchos casos, no decimos en todos, puede hasta retorcerse el argumento; pues precisamente el hecho de existir la voz en francés es un indicio de que sea buena y de que podamos usarla también nosotros, pues que por razón de su origen y etimología nos pertenece tanto como a los franceses […] En estas como en otras muchas análogas, podría muy bien decirse que son buenas y castizas, puesto que el francés las usa sin dificultad. Paradoja, dirán algunos; mas otros, al contrario, deducirán de ahí un argumento poderoso. (Rivodó 1889: 171)

Respecto al tratamiento de los extranjerismos en el Diccionario de Román, hemos estimado seccionar las voces analizadas en casos en donde constatamos un purismo moderado, actitud usual en tiempos de Román. También hemos dado con casos de supuestos extranjerismos, confusión usual, sobre todo, con los galicismos, por estar ante el contexto románico, el que se presta para este tipo de confusiones. Asimismo, ya desde una perspectiva diacrónica, presentaremos casos en donde se instala un galicismo como uso no marcado. Además, también con esta perspectiva diacrónica en acción, hemos encontrado casos complicados, en donde la norma sigue contendiendo entre la aceptación del extranjerismo en sí y su censura. A su vez, presentaremos casos en donde se ha asentado el extranjerismo parcialmente y, cómo no, propuestas de hispanización de un extranjerismo, actitud usual en Román.

4.1. Purismo moderado Baccará o baccarat, m. Juego de naipes, muy en boga en la actualidad, especialmente en casinos, círculos y casas de juego. Por lo usada que es esta voz y por no tener equivalente en castellano, pues el juego es de origen y nombre francés, nos parece que debe admitirse en el Dicc. Oficial, pero lavándola en el agua del Manzanares para que tome forma española (bacará). (1901-1908) Hemos detectado cuatro variantes gráficas para el galicismo baccara: el galicismo ultracorrecto baccarat; el galicismo crudo: baccará; la más usual, al parecer, en España: bacarrá y la que propone Román y la que es usual en el Cono Sur: bacará. Fuera de sus usos gráficos y de sus apariciones en diferentes diccionarios, nos interesa muchísimo demostrar que el único testimonio que argumenta por qué se debe aceptar la voz, aunque sea un galicismo, está en Román. Asimismo, es la única proposición, dentro de la tradición lexicográfica, para que la voz sea incorporada en el diccionario académico. Insistimos en esto porque, tal como veremos a continuación, no hay un gran interés, creemos, en argumentar por qué un galicismo debe aceptarse (en este caso, el argumento es el socorrido “purismo moderado” del que Román es un buen ejemplo) y ese diálogo (monólogo, digamos) constante con la Academia respecto a qué debe incorporarse y qué no. La primera referencia que tenemos es para la variante baccarat, en CORDE, en La gran aldea, de Julio López Vicente, Argentina, en 1884. Le sigue el galicismo puro: baccara, en 1890, para España, en La honrada de Jacinto Octavio Picón. Sigue, dentro de la tradición lexicográfica, bacará o bacarrá, en el diccionario de Zerolo (1895) sin ningún tipo de especificación. La primera lematización en un diccionario hispanoamericano es en Echeverría y Reyes (1900) para Chile con bacará,

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la que propone Román, como galicismo. Le sigue Garzón (1910) para la Argentina, con bacará, también. Es interesante que la cita que incluye Garzón escribe baccará, mas el autor ha decidido hispanizarlo (“nosotros nos hemos permitido castellanizarlo, escribiéndolo como lo pronunciamos”), al igual que propone Román. Lo mismo en Segovia (1911) para la Argentina, quien lematiza bacará sin mención alguna, al igual que Garzón respecto a si la voz es galicismo o si se deba usar o no. Simplemente los dos autores entregan la información como étimo. Alemany (1917), desde Europa lematiza bacará, y es el primero que entrega información enciclopédica respecto al juego (su origen italiano, popularizado en Francia en el reinado de Carlos VIII). Rodríguez-Navas (1918), desde Europa, lematiza baccará o baccarat y lo clasifica de neologismo. La voz fue incorporada, dentro de la tradición académica, en los manuales de 1927 y 1950 como bacará y en el usual lematizó bacará y bacarrá, como remisión, hasta la última edición, en que se mutó la remisión: bacará remite a bacarrá. Destacamos, fuera de Román como un purista moderado –pues para nuestro sacerdote debe incorporarse esta voz porque no hay referente alguno para nominar–, el cotejo hecho con autores contemporáneos a él, donde no vemos referencia alguna al galicismo, solo la constancia de que la voz se usa y que hay que lematizarla e incorporarla, sobre todo en el caso de los dos diccionarios más extensos y emblemáticos de la tradición argentina: Garzón (1910) y Segovia (1911). Por otro lado, desde Europa, tenemos la sola lematización, sin marca alguna, en Zerolo (1895). Otro caso en donde vemos una mayor tolerancia respecto a voces de procedencia extranjera es anglicismo amerindio, por ejemplo, anteriormente visto (ver §3.13 en la tercera parte).

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Hay casos donde la vehemencia y la dureza con la que se trata la voz es injustificada, como en acordar:

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4.2. Supuestos extranjerismos

Acordar, a. Galicismo repugnante a nuestra lengua es el uso de este v. en el significado de conceder (accorder), y más cuando se pretende hacer pasar este uso como elegante: Acuérdeme Ud. Esta gracia. –No, señor: acuérdese Ud. de estudiar el castellano, en seguida hágame presidente o rey o junta que tenga algún poder, y entonces puede ser que acuerde concederle a Ud. tal gracia. (1901-1908) Pues tenemos el caso de una voz española desusada que pervivió en América la cual, de seguro por la presencia de ese accorder francés, se la tomó erróneamente por galicismo (tratado en §2.2.1.5.). Otro caso similar es afeccionarse: “Afeccionarse, r. Galicismo insoportable a los oídos castellanos […]” (1901-1908), en donde se toma

erróneamente la voz por un galicismo. En efecto, afeccionarse es, en rigor, una voz desusada tanto en España como en Hispanoamérica, tal como hemos detectado en nuestro rastreo (también tratado en §2.2.1.5.). O en el caso de analfabeto, ta, adjetivo que Román tacha de italianismo, reprueba duramente y reemplaza por iletrado, da: Analfabeto, ta, adj. y ú.t.c.s. italianismo que aún en el lenguaje oficial usan nuestros vecinos los argentinos para designar a la persona que no sabe leer ni escribir. Se compone de la partícula griega a privativa, n eufónica y alfabeto: sin alfabeto. Aunque algunos periódicos chilenos han usado esta voz, porque todo vicio es contagioso, no conviene imitarlos. Todo vocablo, antes de ser admitido, ha de tener por lo menos forma castellana, y este no la tiene, porque su terminación como adj. no está bien formada. En su lugar proponemos iletrado, da, que, aunque no consta en el Dicc., es de formación intachable. (1901-1908) ¿Consultó realmente, Román, el diccionario de Zerolo? Lo cita, a lo largo de su Diccionario, no pocas veces, pero en este caso no lo hizo, siendo el diccionario de Zerolo (1895) el primero en incorporar esta voz, marcándola como neologismo y usada dentro de un campo específico: el de los cómputos estadísticos. Contemporáneo a Román y desde Europa también, encontramos a Toro y Gómez (1901) quien lematiza la voz como un neologismo y el diccionario usual la incorpora en la edición de 1914. Como sea, las primeras apariciones de la voz en cuestión son para España, nos lo confirma la Hemeroteca Digital (1857 en La América, de Madrid), y CORDE nos reporta primeros documentos en Hispanoamérica: 1896 en México (Suprema ley, de Federico Gamboa) y 1897 en Argentina (Kábala práctica, de Leopoldo Lugones). Y, si nos atenemos al DCECH, la voz ya se atestiguaría a principios del siglo XVII (sin referencia directa a la fuente de la que toma la información). Dentro de la tradición lexicográfica hispanoamericana, poco encontramos: Fernández (1900) en Chile, prácticamente replica lo que Román informa: “No es propiamente un chilenismo este vocablo, pues se usa asimismo en la Argentina, de donde ha sido importado; pero se debe anotar como un término intruso, ya que iletrado expresa la misma idea” (s.v. analfabeto). Palma (1903) en su propuesta de voces a la Academia, incorpora la voz sin ningún tipo de normatividad, lo mismo Tobar (1911) en sus Consultas, quien da las referencias de su étimo y comenta: “El adjetivo es usadísimo en América y en España; sin embargo, no está aún en el Diccionario” (s.v. analfabeto). Garzón, en su diccionario (1910) lematiza analfabetismo y analfabeto y para esta última, como autoridad, cita el discurso de un ministro, sin referencia normativa alguna. Segovia (1911), incluso, bajo analfabeto, se sorprende de que el francés no tenga la voz. En rigor, lo que destacamos es el purismo extremo de Román en este caso, así como la imprecisión de

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sus fuentes: trata la voz como un italianismo usado en Argentina, de donde el español de Chile lo tomó. En segundo lugar, destacamos el argumento morfológico respecto a que la formación de la voz es inviable, pues debería haberse dado un analfabetizado, en rigor. En tercer lugar, destacamos la propuesta de uso, iletrado, sinónima, la cual ya había sido incorporada por Domínguez 1846-47 e incorporada en la edición usual de 1925 y que remite a analfabeto.

4.3. Cómo se instala un galicismo como uso no marcado 1. Apercibirse, r. Aunque el a. apercibir, nota Cuervo, llegó a usarse en los buenos tiempos como forma enfática de percibir, como lo comprueba con citas de Tirso y de Moreto, no obstante, comete hoy un galicismo grosero y propio solamente de traductores adocenados el que usa a apercibir o apercibirse por observar, notar, advertir, caer o dar en la cuenta, reparar, divisar, columbrar, descubrir; y esto aun excusándose con ejemplos de Capmany, Clemencín, Ochoa, Martínez de la Rosa, y, lo que es más, del mismo Quevedo, a quien todos tachan de galiparlista en su traducción de la Vida devota. Con este galicismo jamás ha transigido la Academia, ni tampoco los buenos escritores ni los estudiosos del idioma. (1901-1908)

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Interesante trayectoria la de apercibirse con este significado, sobre todo por los vaivenes de su marcación y tratamiento. Por ejemplo, en el rastreo de diccionarios generales de lengua española publicados en Europa constatamos, tanto en la búsqueda de apercibir como de apercibirse, que son de incorporación tardía: Toro y Gómez (1901) afirma: “Es galicismo muy corriente decir apercibirse por notar, observar, echar a ver”. Rodríguez-Navas (1918), único dentro de la tradición lexicográfica general en Europa, incorpora la voz como apercibirse, sin ningún tipo de información normativa. Por su parte, el Diccionario histórico de 1933 incluye apercibir como una acepción sin marcarla como pronominal, pero, entre los ejemplos que se entregan está el del uso pronominal, con Capmany (Filosofía de la elocuencia, 1777). La tradición manual de la Academia se adelanta a la usual e incorpora la voz en la primera edición, la de 1927, marcándola como galicismo, lo mismo en la edición de 1950, algo que desaparece en las ediciones de 1983 y 1989. La tradición usual incorpora la acepción, pero sin marcarla como pronominal, algo que se continúa hasta la edición de 1956. Destacamos que en la edición de 1970 se agrega la marca pronominal y sin marca normativa alguna, algo que se modifica en la edición de 1984, en donde se agrega: “Este uso galicista

se considera vulgar y descuidado”, posteriormente, en la edición de 1984, la acepción pasa a formar lema independiente, como homónimo y se incluye, como información de procedencia, el francés apercevoir, información de procedencia que se suprime en la edición de 2001, manteniéndose el homónimo para, posteriormente, en la última edición, dejar de lado el homónimo y volver a integrar esta significación el cuerpo del verbo apercibir como tercera acepción y sin información normativa alguna. Como se ve, hay un vaivén constante respecto a que es un uso marcado o no: a que es un extranjerismo que hay que evitar o no. Por lo mismo, nos interesa sobremanera constatar qué dicen los lexicógrafos respecto a esta voz; por ejemplo, Moliner 1966-67, lematiza apercibirse y agrega: “este uso pronominal de “apercibir”, no raro si se tiene en cuenta que “apercibir” es una derivación de “percibir”, pero posiblemente inducido por el francés “apercevoir”, es, aunque no incluido en el DRAE muy frecuente”. Es, sin duda, la primera vez que vemos, dentro de la historia lexicográfica española, una propuesta de lo que sucede con la voz sin ningún tipo de descripción, normatividad o prohibición. Es del Diccionario de Cuervo donde Román toma la información íntegra. Cuervo, si bien constata que la voz “llegó a usarse en los buenos tiempos como forma enfática de percibir” y cita, con la forma pronominal, al barroco Agustín Moreto, proscribe el uso del verbo. Cuervo, en rigor, admite solo este apercibirse como ‘percibir’, por lo que transiciones (leves, creemos) como notar, advertir, caer en la cuenta, reparar, divisar y otras, propias del uso en francés, como columbrar o descubrir no las acepta. Esta misma idea se mantendrá en cada una de las ediciones de las Apuntaciones que utilizamos. También de Cuervo toma su argumentación el DCECH: “es galicismo del siglo XIX, aunque ya cometido por Quevedo en su traducción del francés: vid. Cuervo.” (s.v. concebir). Dentro de la tradición lexicográfica hispanoamericana, la idea del galicismo es la que tiene más peso: Baralt (1855) califica el uso de un “galicismo grosero” y cita, como autoridad, al mismo Salvá en su Gramática; Rodríguez (1875), para Chile, habla de “la mala costumbre” de usar el verbo con esta significación; Uribe (1887) para Colombia; Rivodó (1889) para Venezuela; Gagini (1892) para Costa Rica; Batres y Jáuregui (1892) para Guatemala; Ortúzar (1893) para Chile e Hispanoamérica toda; Ramos y Duarte (1896), para México, cita a Baralt; Echeverría y Reyes (1900), para Chile, unifica ambas acepciones (la de prevenir, la de observar) y las califica a todas como un galicismo; Sánchez (1901) para la Argentina; Salazar García (1910) para El Salvador y Medina (1928) para Chile. Hila fino el catalán Monner Sans (1903), desde la Argentina, quien, luego de repasar varios de los autores que hemos citado, critica la postura moderada de Rivodó (tiene razón: si logra Rivodó dar con la delimitación del concepto de galicismo de una

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forma tan de avanzada: ¿Cómo proscribe apercibirse con este significado?) y afirma: “Que es galicismo emplear el verbo apercibir o apercibirse por notar, ver, conocer, etc.: y que si bien equivale en ocasiones a advertir, es cuando este último verbo se usa en el sentido de aconsejar, amonestar, enseñar o prevenir. Téngase presente que advertencia y amonestación son a veces sinónimos” (s.v.apercibir). Otro autor que destacamos es el chileno Amunátegui (1907), quien hace un interesante rastreo textual del verbo en cuestión, argumentando que es usado por “hablistas justamente reputados”, junto con citar la ya mentado Capmany, enumera una serie de esos autores “del XIX”, como observará el DCECH décadas después: Espronceda, José Joaquín de Mora, Cánovas del Castillo, Bretón de los Herreros (así como Quevedo, en sus traducciones del francés) Antonio de Trueba, José Zorrilla, Mesonero Romanos, Vicente Barrantes, Antonio Ferrer del Río, Ramón de Campoamor, Eugenio de Ochoa como traductor del inglés y Luis de Eguílaz. Los enumeramos todos, sin dejarnos ninguno, porque, luego de esta abundante ejemplificación, podemos pensar que también Amunátegui es un autor que aboga por este uso, mas termina su nota alegando que esta a protética de apercibir con el valor de percibir: ha de haber influido para que muchos, y entre ellos, personas doctas y conocedoras de la lengua, hayan empleado en acepciones iguales, los verbos percibir y apercibir, que las tienen tan diferentes […] Conviene que, en cuanto sea posible, cada idea pueda ser expresada por una palabra propia. De aquí resulta que, aun cuando la práctica de emplear el verbo apercibir por percibir sea frecuente entre los que hablan español en ambos mundos, es preciso apartarse de ella y combatirla. (1907: s.v. apercibir)

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La fuerza del uso, creemos, de renombrados autores hace que la voz empiece a ser no marcada. Garzón (1910), por ejemplo, quien se destaca por su postura absolutamente descriptiva, incorpora la voz en su Diccionario argentino, sin hacer reflexión alguna respecto al galicismo o la incorrección. Es, según nuestro rastreo, el primer autor hispanoamericano y segundo, dentro de la triada Rodríguez-Navas y Moliner, quien describe la voz sin más. Le sigue Segovia (1911) también para la Argentina y Malaret (1917) para Puerto Rico. Solemos nosotros finalizar el cotejo de este tipo de voces con el diccionario normativo por excelencia: el Diccionario Panhispánico de Dudas, donde constatamos que, bajo el uso del verbo con esta significación no se da información alguna relacionada con su condición de galicismo o no (aspectos históricos que son usualmente tratados en este diccionario), por lo que constatamos que el uso hizo lo suyo, por más que el verbo en cuestión generara quebraderos de cabeza en los intelectuales normativos más destacados de la Hispanoamérica del XIX y principios del XX, entre ellos, a nuestro sacerdote.

2. Ancestral, adj. Relativo o perteneciente a los abuelos o antepasados. Es formado del francés ancêtres y, aunque usado ya por algunos en España y América, no conviene dejarlo prosperar por su mal origen: úsese en su lugar atávico, ca: perteneciente o relativo al atavismo, y que ha sido admitido en el Apéndice del último Dicc. (1901-1908) El primer testimonio es de 1845, en el periódico El Barcelonés. La primera vez que aparece en un repertorio lexicográfico de los cotejados por nosotros es, justamente, en Román. Le sigue, ya en tradición lexicográfica europea, Alemany (1917) y se remite a atávico. Le sigue la tradición académica manual, marcado como un galicismo en la edición de 1927. Desde la edición manual de 1950 se le antepone el corchete, sin lengua de procedencia, símbolo que en este diccionario se utiliza para las voces aún no recogidas en el diccionario común. Moliner (1966-67) hace referencia a que la Academia ha aceptado su uso y la define como “atávico”. La voz aparece en la tradición académica usual desde la edición de 1970, solo con lengua de procedencia y sin referencia normativa alguna. 3. bonomía. F. (Otros lo escriben bonhomía, más conforme con su abolengo francés). Es puro galicismo y del todo inútil en castellano, […] (1901-1908) Las primeras apariciones de la voz, como bonhomía, ya en 1817, en el pasquín madrileño Crónica científica y literaria. La voz, propuesta, ya, en Baralt (1975 [1855]), como bonomía, no se asentará en el uso. Después de Baralt, solo aparece en Uribe (1887) y Ortúzar (1893). Posteriormente, en la tradición manual académica, se incorporará la voz solo en la edición de 1927 y se marcará como barbarismo de bonhomía. En el caso de bonhomía, por primera vez con esta grafía en un diccionario, en Echeverría y Reyes (1900), aparece como galicismo; después de Román, en Garzón (1910) y Segovia (1911), sin ningún tipo de freno normativo y solo dando cuenta de la procedencia. Lo mismo Alemany (1917). Le seguirá la tradición académica manual, donde se marca como voz propia de América y como galicismo en la edición de 1927. En las ediciones de 1950-1989 se suprime la marca diatópica y sigue siendo tratado como galicismo. La voz aparecerá en la tradición usual desde la edición de 2001, sin marca alguna.

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4. Bruscamente, adv. m. De manera brusca; y brusco solo significa: “áspero, desapacible”. No debe pues confundirse con el francés brusquement, que significa “precipitada, atropelladamente, con celeridad, de sopetón, de golpe, de rondón, sin reparo, pronta, impensadamente, de improviso, de repente”. ¡Cuán rico es el castellano y cuán ignorantes de él se manifiestan los que, sin estudiarlo, acuden a la lengua francesa, la pobrecita mendiga que llamaba Voltaire! (1901-1908) Antes de Baralt, ya aparecía en Domínguez (1846-47), quien había agregado una nueva acepción a brusco, ca, como “pronto, rápido” relacionado con ademanes y movimientos, agregando, además, acepciones de otro campo semántico: “violento, grosero”, sin hacer referencia alguna al francés. Uribe (1887) hace referencia al francés sin mayor reparo normativo, como es su estilo lexicográfico. Ortúzar (1893) solo se limita a entregar las equivalencias, parte de ellas, las que entrega Román, con la lematización específica que hace el salesiano cuando la voz en cuestión es incorrecta para él. Segovia (1911), la lematiza sin reparo normativo alguno. La tradición lexicográfica académica incorpora la voz por primera vez en la tradición manual: en la edición de 1927 aparece marcada como galicismo. La acepción relacionada con rapidez y prontitud empezará a aparecer en la acepción de brusco, ca en la edición usual de 1936 hasta la actualidad. 5. Brutalizar, a. y ú.t.c.r. En libros impresos en Barcelona hemos visto este dislate por embrutecer. (1901-1908)

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La voz tiene un testimonio, ya, en 1589 (Juan de Pineda, Diálogos familiares de la agricultura cristiana), pero con una frecuencia irregular en CORDE: de este testimonio pasa CORDE a 1916, con la American Kinema, para seguir con una frecuencia relativamente estable en todo el mundo hispanoahablante. A diferencia de esta suerte de irregularidad, la prensa es mucho más estable, pues la Hemeroteca digital trae casos regulares desde 1825 (Gazeta del Gobierno de México). Dentro de la tradición lexicográfica, Román es el primero en incorporar el verbo. Llama la atención que haga referencia a los libros publicados en Barcelona. Lo más probable es que le haya parecido extraña la forma y la haya encontrado en alguna edición catalana. Le sigue a Román la tradición académica usual desde 1925 hasta la última de 2014, como poco usado. La voz no aparece en Moliner (1966-67) y en el DEA (1999) aparece sin marca de frecuencia. La voz no aparece en el CLAVE.

6. Mas hay casos en donde, aun siendo la voz de origen francés, es esta necesaria, pues viene a complementar una parcela vacía en relación con el referente y Román, pese a su actitud más bien purista, la acepta: Probanista, com. En ciertas órdenes o congregaciones religiosas, persona que está haciendo la probación. Aunque tiene cierto sabor francés y ya que en castellano no tiene reemplazante, el uso la reclama en el Dicc. (1913-1916) Lo interesante en este caso es que el único diccionario en donde hemos registrado la voz es en el Diccionario de Román, por lo que el galicismo solo ha sido lematizado y defendido por nuestro diocesano.

4.4. Casos complicados Hay casos donde el extranjerismo, a pesar de haberse asentado en el uso, sigue teniendo divergencias en relación con su estatus en lengua española: para algunas tradiciones normativas (ciertos diccionarios, por ejemplo), la voz estaría absolutamente aceptada, pero en otro tipo de tradiciones (por ejemplo, la académica), la voz aún sigue siendo un extranjerismo, por lo que hay que escribirla en cursiva o es preferible usar su equivalente en español o trata de evitarse su uso. Amateur, m. Galicismo innecesario con que atormentan la vista y el oído castellanos los que chupurrean cuatro palabras del francés. Dígase aficionado o apasionado y santas pascuas. (1901-1908) El primer testimonio de amateur en lengua española lo encontramos en la prensa española desde 1822, tratado como un extranjerismo; es decir, en cursivas, con la precisión de que es una voz francesa (“como dicen los franceses”), hasta no tener marca alguna, como en El espectador de Madrid, en 1841. Quizás porque la voz se estaba asentando, poco a poco, ya hacia mediados del siglo XIX puede explicarse la ausencia de la voz en el lemario de Baralt (1995 [1855]). La voz, dentro de nuestro peritaje, aparece por primera vez en una obra lexicológica en Rivodó (1889), con la observación de que se usan en preferencia sobre el equivalente en español. Le sigue Echeverría y Reyes (1900) para Chile, con la marca de extranjerismo y galicismo. Lo mismo Sánchez (1901), para la Argentina. De una forma más moderada, pero destacando que la voz es galicismo pero muy usada en Buenos Aires: “por ser una metrópoli cosmopolita y rica”, en Segovia (1911). Garzón (1910) será el primero en incorporar la voz con la procedencia y definirla sin más, algo que harán, años después, Moliner (1966-67),

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quien la define como palabra francesa muy usada con el significado de “aficionado” y DEA (1999) quien la define sin más como ‘aficionado’, entregando la marca de procedencia entre paréntesis. Dentro de la tradición lexicográfica académica, la voz aparece por primera vez dentro de la tradición manual (1927, 1983, 1989), siempre marcada como un galicismo. Lo mismo en el DPD, donde se recomienda usar la voz aficionado en vez de amateur. No es hasta la edición de 2014 que se incorpora la voz, siempre como un extranjerismo, lematizada en cursiva y remitida a aficionado. Lo mismo en CLAVE, donde se aconseja no usar la voz y, de escribirla, hacerlo con cursiva.

4.5. Casos donde se ha asentado la voz parcialmente Bouquet, m. (Pronúnciese buqué). Puro galicismo, que quieren introducir en el castellano los que apenas chapurrean unas cuatro palabras de francés. Las dos aceps. en que lo usan, son las dos principales que tiene en aquella lengua: ramo o ramillete; perfume o fragancia que tienen los vinos. (1901-1908) Buqué, m. Los que quieran hablar francés, búsquenlo en los diccionarios de aquella lengua, escrito a la francesa bouquet, y déjennos en paz con los castellanos aroma, perfume, fragancia. (1901-1908)

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Buqué, aparece por primera vez en Uribe (1887), como “ramillete, maceta”; le sigue Ortúzar (1893), en relación con el aroma del vino: “(de vinos y licores) Aroma, perfume, saborete”, que también aparece en Echeverría y Reyes (1900). Monner Sans (1903) condena la voz de la manera más vehemente (“galicismo insufrible; a bien que en honor a la verdad, cabe consignar, que la palabra solo se oye ya en boca de pisaverdes y horteras, que son precisamente los que con palabras extranjeras quieren ocultar la ignorancia del patrio lenguaje”). Aparece en la tradición lexicográfica académica en la primera edición manual de 1927-1950, como galicismo por “ramillete” y por “perfume o “gustillo” de los vinos”. En la edición manual de 1983-1989, solo se queda el galicismo para “ramillete” y el “perfume o gustillo de los vinos” se queda sin marca alguna. Esta acepción es la que entra en la edición usual de 1984 como “aroma del vino”. Desde la edición usual de 2001, entran las dos acepciones en buqué, con la marca de procedencia correspondiente como “aroma de los vinos de buena calidad” y “pequeño ramillete de flores”. En el caso del galicismo crudo bouquet, por primera vez en Uribe (1887), quien la remite a buqué, solo como “ramillete, maceta”. Rivodó (1889), como “ramillete”, se limita a condenarlo, lo mismo Batres Jáuregui (1892), Calcaño (1897), Sánchez (1901). Echeverría y Reyes solo se limita a marcar la voz como extranjerismo y galicismo como “ramo, ramillete”. También aparece en Zerolo

(1895) para las dos acepciones y descrita como “palabra francesa para…”. Algo similar hará Rodríguez-Navas (1918), quien solo se limita a definir las dos acepciones y agregar que es voz francesa. Garzón (1910) será el primer lexicógrafo quien solo dé cuenta de la voz, con su procedencia y su significado, sin más (“Ramillete; manojito o ramo pequeño de flores o hierbas olorosas”). La tradición académica la incorpora en la edición manual de 1927 y 1983, solo, remitiéndola a buqué. Moliner (1966-67) señala que es palabra francesa usada frecuentemente con ambas acepciones. Solo hispaniza buqué para el aroma del vino. El mismo razonamiento usará el DEA (1999): el galicismo crudo con las dos acepciones bajo bouquet, donde, además, se agrega la ampliación semántica (necesaria, creemos) de aroma. Y en buqué se define con “bouquet” para el aroma del vino. La primera edición del Diccionario Histórico da cuenta de cuán asentado estaba el galicismo crudo, al citar autoridades como Darío, Pardo Bazán o el Diccionario de la agricultura de López Martínez. Lo mismo la frecuencia de la voz, mucho más abundante que su equivalente hispanizado, sin ocurrencias en CORDE. Bouquet aparecerá, en la acepción del pequeño ramillete, desde 1821, en el Epistolario de Leandro Fernández de Moratín y para el aroma del vino, en La Regenta, de Clarín (1884-1885). Lo mismo en la Hemeroteca Digital, donde encontramos, ya, casos, en los ochentas del siglo XVIII de bouquet. Es interesante una transición semántica del aroma del vino al aroma en general en un texto de 1738 en Nueva Granada (Léxico hispanoamericano). O la derivación en México de bouquetero, como “florero” (Ramos y Duarte 1896). En rigor, lo que queremos destacar es que es el galicismo crudo la voz que más ha prevalecido hasta la actualidad y lo hemos confirmado, además, con la tradición lexicográfica paracadémica, más descriptiva, como Moliner (1966-67) y el DEA (1999), donde la voz aparece lematizada sin problema alguno. Que prevalezca, además, bouquet por sobre buqué en CREA y CORDE nos hace pensar que, por más que lo prohibió vehementemente Román hace un siglo, sigue vigente.

4.6. Propuestas de hispanización de un extranjerismo Un caso interesante es el de las propuestas de hispanización, como lo que sucede con whisky: Wiskey o wisky, m. Licor de cebada y avena fermentadas y que contiene de un 60 a 75% de alcohol. Es voz inglesa que se pronuncia juiski, pero nosotros decimos uiski, como los franceses. Es abreviación de usquebac, o, como lo escribe Walter Scott, usquebaugh, corrupción inglesa del irlandés uisce, agua, y beatha, feliz: aguardiente o agua de la vida, como dicen los franceses. Es urgente castellanizar este vocablo, pues se conoce y usa en todo el mundo, y

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ya el licor se fabricará también en mucha spartes. No vemos inconveniente para que se escriba huisqui (1916-1918) Tenemos una serie de variantes gráficas para el referente: wiskey, whiskey, wisky, whisky y wiski; así como propuestas de hispanización: huisqui, uisqui, güisqui o escocés. El primer autor de nuestro corpus que hace referencia de la voz es Rivodó (1889) con whiskey; le sigue Echeverría y Reyes (1900) con whisky. Sin embargo, no será hasta Garzón (1910) cuando encontremos la primera propuesta de hispanización con uisqui, “porque es como nosotros lo pronunciamos”, afirma. Le sigue Segovia (1911) con la misma forma que propone Román: huisqui. Años después, Santamaría (1959), propondrá la misma voz, huisqui. Destacamos el comentario de Restrepo (1955 [1943]), quien propone la hispanización por medio de un reemplazo, escocés, quien comenta en nota: Esta palabreja está ya metida en nuestro idioma y para desterrarla sería necesario no tener buenos bebedores. Pues bien; ya que la entrometida se nos coló sin muchos esfuerzos, démosle al menos ropaje español y digamos huisqui o juisqui. Seguros podemos estar de que el delicioso licor no cambiará de virtudes por ello, y habremos cumplido un deber con nuestro romance. Los ingleses dicen también scotch, y bien pudiéramos decir escocés en español: “sírvame un escocés”. (1955 [1943]: s.v. whisky). Nos interesa detenernos en esta voz, puesto que la tradición académica tardó en incorporarla en su lemario, con su respectiva propuesta de hispanización. Si bien ya aparecía en la tradición manual desde su primera edición, en 1927, como wiski, no será hasta 1984 que el usual incorpore el anglicismo crudo whisky y la propuesta güisqui hasta el día de hoy.

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5. El tratamiento etimológico en Román

Uno de los aspectos más interesantes, dentro de las observaciones, notas y comentarios que entrega Román en su diccionario, es la información etimológica. Algunas veces es para enmendar etimologías del diccionario académico; en otras, para proponer algunas. En otros casos, sobre todo en voces de procedencia indígena, será una propuesta de étimos o la discusión de los existentes, por lo que podemos apreciar, además, la bibliografía relacionada con etimología que manejó Román en su tiempo. Otras veces, lo que se genera son polémicas respecto a ciertas propuestas, sobre todo las que hizo Lenz en su Diccionario etimológico. Hemos querido, por lo tanto, dar cuenta del estado de la cuestión de la etimología en el tiempo de Román y, además, ir más allá, para comprobar si las propuestas del diocesano son pertinentes al día de hoy: si se adelantó en alguna de sus enmiendas o, simplemente, se dejó llevar por alguna de las hipótesis contemporáneas a su trabajo. En efecto, Román bebió de ciertas fuentes etimológicas con las que podía estar, o no, de acuerdo. Todo esto lo iremos desentrañando a lo largo de esta sección. No hay que olvidar que, al momento de redactar Román la primera parte de su diccionario, se vivía el apogeo de la lingüística histórica, cosa de la que ya hemos hecho referencia anteriormente. Estamos hablando de un ambiente en donde ya se había intentado emparentar las lenguas comparándolas (pensemos en Rask, en Bopp o en los Grimm, sobre todo en Jacob Grimm), para ir llegando, poco a poco, a un estadio anterior, hipotético, el cual había que ir reconstruyendo. Allí quedaba, entonces, el camino listo para iniciar las investigaciones, precarias las más veces, del trabajo etimológico. En rigor este contexto sienta las bases del estudio histórico de las lenguas (cfr. Campos Souto y Pérez Pascual 2008: 47) y la publicación, a lo largo del siglo XIX, de una serie de diccionarios etimológicos, la mayoría olvidados en la actualidad. Sin embargo, son estos estudios relevantes para poder reconstruir el ambiente de tipo lexicográfico-etimológico que se vivía desde mediados del XIX hasta los primeros lustros del XX. El caso del Diccionario de etimologías de la lengua castellana, obra póstuma del sacerdote Ramón Cabrera, que editó y publicó Juan Pedro Ayegui en 1837 es, por ejemplo, el diccionario etimológico de español que más usó Corominas en su investi-

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gación: “de todos los diccionarios etimológicos castellanos publicados, éste, aunque muy anticuado y parcial, es el único que conserva todavía cierto valor en algún caso” (Corominas 1980: XLII). Al Diccionario etimológico de la lengua castellana, de Pedro Felipe Monlau (1856) también le dedica algunas palabras Corominas: “Este y los demás diccionarios etimológicos castellanos, todavía peores, que ya no cito en esta Bibliografía, carecen de todo valor actual; el de Monlau es el único de ellos que tiene cierto interés, aunque solo para la historia de la etimología castellana” (Corominas 1980: LVI). Otro diccionario etimológico es el inacabado Diccionario filológico-comparado de la lengua castellana de Matías Calandrelli, al que Corominas también evalúa: “esfuerzo loable, pero el autor no tenía la preparación adecuada y sus materiales raramente son de primera mano; contiene citas de clásicos españoles y comparación etimológica con las demás lenguas europeas” (1980: XLII). Por su lado, Román dialoga constantemente con autoridades contemporáneas a él que trataron con etimologías, con distinta suerte, tal es el caso de Cejador quien, en su monumental El lenguaje, dedica variadas reflexiones en derivar del euskera una serie de voces, tesis, en su mayoría, superadas. ¿Cómo trata Román el aspecto etimológico? Creemos, al analizar sus propuestas, que el diocesano estaba más cercano a los planteamientos de Cuervo al respecto, para quien la etimología “no es un mero adorno destinado a satisfacer la curiosidad de algunos aficionados” (Cuervo 1953 [1886]: liv). Muy por el contrario, las palabras, para ambos autores -y siguiendo las posturas y las reflexiones de sus tiempos, rebatibles, bien sabemos- poseen una significación única, cuya modificación da origen a diversas acepciones, por lo que conocer la etimología de una palabra va a implicar (o no) todos los sentidos posibles, los cuales no serán más que las sucesivas modificaciones del sentido etimológico. Tanto en Cuervo como en Román, la etimología, por lo tanto, no será más que un medio de descripción, porque lo relevante, en el caso del primero, era “dar cuenta del uso actual del léxico” (Porto Dapena 1980: 32) y de nuestro sacerdote, de normar y de instruir. Del tratamiento etimológico de Román podemos hacer una serie de ejercicios lexicológicos de los que –a partir de la información que nuestro sacerdote nos entrega y nosotros podemos tratar diacrónicamente– podemos dar cuenta, entre otros aspectos, de etimologías populares, contaminaciones o cruces, así como de interferencias. Asimismo, podemos encontrar casos en que Román hace propuestas etimológicas de voces del español o puede, además, enmendar étimos vigentes en la tradición lexicográfica, o bien, puede entregarnos étimos incorrectos. Por último, podemos encontrar casos de étimos aún no definidos al día de hoy, entre otros aspectos.

5.1. Etimologías populares, contaminaciones, cruces Azarearse, r. Mucho discuten sobre este v. todos los que han escrito sobre provincialismos americanos, haciéndolo unos, sinónimo de azorarse, y otros de azararse. Non est nostrum tantas componere lites, y lo mejor es que cada uno escriba de lo que se habla en su nación. Por esto, sin responder de lo que pasa en Colombia, en el Perú, en el Ecuador, en Honduras y otros países, solo diremos que en Chile no se conocen (hablamos del pueblo) azorarse ni azararse, sino únicamente azarearse, en el significado de “irritarse o enfadarse por alguna reprensión, burla o palabra ofensiva”. Por donde se ve que bien puede nuestro chilenismo derivarse de azararse, por el fastidio y contrariedad que experimenta el jugador a quien, en vez de suerte, le toca azar; o también de azorarse, que tiene el significado antic. de “irritarse, encenderse”. Adviértase que el último Dicc. de la academia hace una especie de confusión entre azararse y azorarse, porque, al paso que al primero le da el significado, que antes no le daba, de “sobresaltarse, alarmarse”, al segundo ya no lo deriva de azar, como antes, sino del árabe adzora, espantar; lo cual embrolla más el origen de nuestro azarearse y nos hace azarearnos de veras. (1901-1908) Justamente, tal como informa Román, la voz tiene diferentes significaciones en Hispanoamérica y la dinámica académica no ha ayudado mucho a organizar bien los significados, las derivaciones y la confluencia entre un azararse, un azorarse y un azarearse. Azorarse, ya lematizado en Autoridades, tiene la significación de ‘alterarse, enfadarse, encolerizarse y encenderse en ira y furor’. Corominas en el DCECH afirma que este azorarse era, según Hidalgo, absolutamente jergal. Todo esto derivado, claro está, del efecto que tiene sobre las aves la persecución del azor. En este punto, empieza el cruce con azararse, ‘desgraciarse’, algo que afirma, también, Corominas. Corominas se vale de una nota al pie de J. Vallejo en la RFE XII, 1925, quien observa que este uso, característico de Castilla: “Por circunstancias bien conocidas, el castellano se siente superior, en materia de habla, a las otras regiones. Si un cambio lingüístico llega a establecer una diferencia, el castellano, al advertirla, se aferrará a su expresión, que juzga la mejor. Se puede citar como caso típico azorar, de la que el castellano se burla, clasificándola como dialectalismo o, más concretamente, como andalucismo. Y, naturalmente, cada vez se aferra más en azarar. El andaluz, por ejemplo, por el contrario, estima azarar, si lo reconoce como madrileñismo, por expresión pedante y afectada” (Vallejo, RFE XII: 124). El azararse, por lo tanto, con este valor, es voz propia de la zona castellana, tal como podemos comprobar en CORDE: Alberto Insúa (1922, para Cuba) se remite a un azararse como ‘turbarse, avergonzarse o ruborizarse’ y complementa: “como dicen en Madrid” o el mismo madrileño Rafael Sánchez Mazas (1956, para España) quien lo utiliza en primera persona. Lo comprobamos, además, porque en la tradición

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académica, azararse fue lematizada agregando el valor, primero, de “sobresaltarse, alarmarse” en la edición usual de 1889. En la edición de 1925 se agrega, además, con marca Colombia, la de “ruborizarse, sonrojarse”. Desde el diccionario usual de 1956, este azararse se lematiza en homónimos (uno derivado de azar, otro de azorar) y este derivado de azorar –el que nos interesa– sin marca diatópica alguna aparece con el significado de “conturbar, sobresaltar” y desde 1970 con la segunda acepción de “ruborizarse, sonrojarse”, sin marca diatópica alguna. Lo que tenemos, en rigor, serían, en efecto, dos homónimos: un azararse (lematizado como azarar en los diccionarios académicos, pero con la marca de la pronominalidad complementaria), derivado de azorar, con el valor de ‘turbarse, avergonzarse, ruborizarse’ y un azararse derivado de azar, relacionado con un asunto o lance, de preferencia en el juego: torcerse por un caso imprevisto’. Fuera de esto, tenemos este azarearse, derivación americana, por lo visto, que el diccionario académico define como ‘avergonzarse’, por un lado, e ‘irritarse, enfadarse’. Azararse sería, creemos, un cruce de ambas voces, azorarse y azararse. Dentro de nuestro rastreo en la tradición historiográfica, lo que podemos comprobar es una interesante disputa respecto al uso, significación y posibles fuentes de cada uno de los usos. Cuervo (1876: § 432, 1885: § 437) da cuenta del uso de la voz azararse en Colombia como ‘ruborizarse’, producto de la confusión con azorarse, ‘inquietar, alarmar’, puesto que “ciertas inquietudes y sobresaltos pueden causar rubor”, algo que, si bien prescribe, luego, en las siguientes ediciones (1907: § 567, 1914§ 587), solo se limita a describirlas. Rodríguez (1875) para Chile, es quien primero da cuenta de la variante americana propiamente tal: azarearse y azareo y cita literalmente lo que Arona publicó en sus desaparecidos Apuntes respecto a estas dos voces. Para azarearse Arona comentó: “Llenarse de azar, de sobresalto. Desconcertarse, desazonarse, inquietarse, desasosegarse, escamarse. Tal vez sea este último verbo el que más se le acerque”. Deben de ser voces de uso frecuente, porque Arona asevera: “Si todos los que usan este verbo y este sustantivo llegaran a convencerse de un golpe de que no están en el Diccionario, y que era necesario renunciar a ellos, habría un cataclismo mental. Y es que con azarearse sucede lo que con empavarse, que corresponde a una vehementísima necesidad, real o ficticia, de nuestro modo de sentir”. Rodríguez postula, a su vez, que la voz chilena azarearse derivaría de azorarse y justifica: “Hay, en efecto, en el que se azarea (y esto no lo ignora ningún compatriota nuestro) algo más que amilanamiento y rubor: hay también ira concentrada y sangre que, en vez de enfriarse como en el azorado, se calienta, como en el que siente despertarse sus belicosos o vengativos instintos”. Es decir, el sentido que se acerca a lo que propone Román. De esos Apuntes desaparecidos de los que bebió Rodríguez para su artículo lexicográfico, Arona

complementó en su diccionario de 1883 y en azarearse critica directamente a Cuervo y Rodríguez: “Los señores Cuervo y Rodríguez hacen una lamentable y arbitraria confusión entre este provincialismo y el castizo azorarse; aunque tal vez se limitan a expresar fielmente lo que ven practicar a sus compatriotas”. Justamente, tanto Cuervo como Rodríguez dan cuenta de un uso el cual, según Arona, en Perú: “ni en la ínfima plebe se le ha podido ocurrir tal cosa”, puesto que “Ella [la plebe] se ciñe siempre (sin saberlo por supuesto) a los dos radicales que son azar y azor; y con toda corrección dice azorado por asustado, y azareado por lleno de azar”. A lo que concluye, por lo demás, que: “los colombianos, ecuatorianos y chilenos hacen de azarearse y azorarse una confusión, que jamás se nos ha ocurrido por acá”. Es, pues, Arona, el primero en dar cuenta del cruce de ambas voces, azorarse y azararse: “En mi concepto estos falsos testimonios [los ejemplos y propuestas de Cuervo y Rodríguez] que se levantan al azararse y al azarearse no provienen sino de que ambos verbos, distintos en su etimología y en su significado se confunden en sus efectos exteriores, porque tan desconcertado aparece el que se azora, porque tiene susto, como el que se azarea porque tiene azar” (Arona 1883 s.v. azarearse). Fuera de estas impresiones y propuestas, lo que viene, después, dentro de la tradición lexicográfica hispanoamericana, es limitarse a dar cuenta de la voz y su significación: azararse, para Colombia, según Uribe (1887), es “azorarse, aturrullarse, conturbarse, sobresaltarse, azogarse, sonrojarse, amilanarse”. Rivodó (1889) para Venezuela presenta un azararse en vez de azorarse y propone que sería un error proveniente de las paronimias que tiene el idioma. Este azararse para España, ya en Domínguez (1846-47), quien, por lo demás, se extraña que la voz no esté lematizada antes, tanto por su antigüedad como por su uso, y con Zerolo (1895). Segovia (1911) lematiza, para la Argentina un azorado, el cual deriva de azorar y define “Aturdido, turbado, sobresaltado, como quedan las aves europeas a la vista del azor”. Lafone Quevedo (1898) presenta el sentido actual de azararse, tal como aparece en la última edición del diccionario académico: “Expresión usada en el juego para expresar el efecto causado por las pérdidas el que le toca el azar en vez de la suerte”. Quien sigue con este significado, esta vez para Chile, es Echeverría y Reyes (1900), quien define el azarearse como “el efecto que causa al que le toca azar, en vez de suerte”. Variantes, fuera de azarearse vemos en Gagini (1892) para Costa Rica, quien lematiza un azariarse y cita literalmente a Arona y adenda: “Azarearse o azariarse es verbo corriente en Hispano-América. Quizá proviene del castellano azorarse, cuyo significado se le acerca mucho”. Batres Jáuregui (1892) para Guatemala lematiza un azarearse, azareo con una significación similar a la que registra Cuervo: “En nuestro modo de decir, significa tener vergüenza, rubor. Tal vez hemos alterado o corrompido la palabra azorarse

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para venir a decir azarearse”. Ortúzar (1893) estructura el artículo azararse y azarearse de la misma manera que Uribe. Membreño (1895) para Honduras bajo un azarearse, al igual que Colombia y Guatemala, define como “Avergonzarse una persona a causa de cualquier dicho o hecho que la ponga en situación crítica o inesperada”. Membreño, además, propone que este azarearse es una corrupción de azararse, no de azorarse y ejemplifica: “Se azarea a un amigo cuando en buenos términos y en momentos en que él no lo espera, lo reconvenimos por haber faltado a los deberes de la amistad; y se azora a una persona cuando se le infunde miedo o pavor” (Membreño 1895, s.v. azarearse). Zerolo (1895) es, dentro de la tradición lexicográfica europea, quien primero lematiza este azarearse, lo marca para América y remite a azorarse, ‘conturbar, sobresaltar’, como vemos, insuficiente para las acepciones que estamos cotejando. Lo mismo hará Toro y Gisbert (1900), Alemany (1917) y Rodríguez-Navas (1918) también desde Europa. Sánchez (1901), para la Argentina, toma azarar o azarear como una corrupción de azorarse ‘conturbar, sobresaltar’. Lo mismo Salazar García (1910) para El Salvador, pero con el valor de ‘ruborizarse, conturbarse’. Medina (1928) continuará con la propuesta de Román de azarearse: “Irritarse, enfadarse” y agrega: “amostazarse”, marcando para Perú y Chile. En Fernández Naranjo y Gómez de Fernández (1964) para Bolivia lematizan azarearse como “Sentirse tímido, avergonzado, corrido”. Morales Pettorino (1984) para Chile seguirá con la línea de Román y define azarear como ajisar “enojar, exasperar”, con citas de Blest Gana (Durante la reconquista, 1897). Asimismo, marcará la voz diastráticamente como popular. Agrega, además, dos acepciones más: la de “asar” (con citas de Ernesto Montenegro, Cuentos de mi tío Ventura, 1933) y una segunda, en Chiloé, como la usada en otras zonas: ‘Azarar; hacer turbarse o avergonzarse’ (Cavada 1914). La voz en Chile deja de ser frecuente, por lo que en la edición de 2010 del DUECh no aparece lematizada. La tradición lexicográfica de americanismos reduce azarearse en grupos: ‘irritarse, enfadarse’, para Chile y Perú; ‘avergonzarse, azararse’ para América Central, Bolivia, Perú, Chiloé, en Malaret (1946). Santamaría (1946) lematiza azarar y azarear, tratadas como barbarismos y sintetiza, para azarear, con una significación general de: “Alterar, perturbar el ánimo, por efecto de diversas sensaciones, inquietud, rubor, indignación, etc.”, para luego especificar: “Alrededor de esta línea principal las acepciones varían específicamente: avergonzarse en Guatemala; escamarse en Perú; irritarse en Chile, etc”. En síntesis, se tienen dos grupos: una voz general, que se ha tomado, en parte, como una voz diferencial (azararse 1 y 2) y una voz propiamente americana, la cual es producto del cruce de azorar y azarar 1 y 2: azarearse.

5.2. Interferencia Kany (1962: 203-204) en el apartado relacionado con la interferencia asociativa fonética (capítulo IX de su Semántica hispanoamericana), respecto a la similitud semántica de las voces, usual fuente de la etimología popular, nos comenta que muchas veces se puede producir un intercambio de sonidos y sentidos, por lo general, en la falta de atención de los hablantes o, muchas veces, por su desconocimiento del significado de la palabra, sobre todo palabras extranjeras, dialectales, arcaicas o que puedan parecer extrañas al hablante. Kany, a su vez, distingue entre interferencia asociativa con cambio de forma pero no de referente, e interferencia asociativa con cambio de referente. Veremos a continuación casos de interferencia asociativa con cambio de forma pero no de referente. Por ejemplo, el caso ya visto de acumuchar como “aglomerar, acumular” (ver en §2.1.5. de la tercera parte), en donde Rodríguez (1975) intentó dar con su etimología sin suerte: “No se descubre su origen ni en el araucano, ni en el quichua, ni en el aimara. Posteriormente, será Lenz (1979 [1904-1910]) quien proponga, en cumucho, como étimo, la confluencia del quechua k’umu “joroba, encorvado, agachado” en relación con el sentido base de la voz (que Román no hace referencia) que es una casucha en la que se abrigan los cuidadores de los campos en la noche, formada por algunos palos cubiertos con ramas, de extensión de metro de largo y metro de ancho, por lo que hay que entrar agachado y la voz española mucho. A lo que agregamos nosotros, en consonancia con Kany 1962, la de acumular también. También en el caso ya visto de la familia léxica liona, leona, lionero, ra, aleonar (también en §2.1.5. de la tercera parte), desusada como liorna, en donde el hablante chileno, quien desconoce el topónimo Liorna y su relevancia en la cuenca del Mediterráneo, tenderá a asimilar el grupo consonántico y, por el cruce de un referente conocido como lo es leona, articulado como liona por el cierre vocálico propio del hiato, derivará, a su vez, en ultracorrección, en leona, es decir, una clara etimología popular. Tomemos otros casos que no han sido referidos anteriormente. 1. Aspamiento, m. Miente quien tal dice, pues esta forma, usada hasta principios del siglo XIX, ha desaparecido ya del idioma. La palabra correcta es aspaviento: “demostración excesiva o afectada de espanto, admiración o sentimiento”. No sabemos por qué la dejó sin etimología el Dicc., dando así lugar a que los ignorantes se confirmen en la que le suponen por el ruido de las nueces, de aspa y viento, con la cual por desgracia parece coincidir el significado, porque el que hace aspavientos extiende de ordinario los brazos y presenta la figura de un aspa de molino que gira a merced del viento. No hay tal viento ni niño muerto: aspaviento es formado de espaviento (lo que debió

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advertir el Dicc.), y espaviento lo es del latín expavens, expaventis, el que tiene miedo o asombro. Sinónimos muy expresivos de aspaviento son pasmarota y pasmarotada. (1901-1908)

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El artículo lexicográfico es de una voz que Román proscribe, más que nada porque la voz, nos comenta el sacerdote, es desusada ya en el XIX. Hemos detectado dos usos, ambos literarios, uno en 1847 en una zarzuela y otro en 1916, en una obra de teatro, algo que nos induce a pensar que la voz podría dar cuenta de una diacronía, o bien, de una diastratía. El Diccionario histórico (1933), por lo demás, cita a Espronceda y Bretón de los Herreros para el uso de la voz. No hay que olvidar, por lo demás, que la voz aspamiento ha estado presente en el diccionario académico desde Autoridades, con la marca bax., referente a la voz o frase baja hasta la edición usual de 1791, donde se definía la voz como variante de aspaviento. Vuelve a aparecer la voz en la tradición académica manual, como barbarismo, en 1927, hasta la edición de 1989; primero, con la marca diatópica de Ecuador (¿?). Pero más allá de la frecuencia de la variante y de su posible estatus de obsolescente, el objeto de este artículo lexicográfico es reflexionar en torno a las posibles etimologías de la voz, sobre todo por la necesidad de disipar los problemas que pueda generar la asociación de la voz con alguna otra significación, como en este caso, donde producto de una interferencia asociativa fonética, ha dado origen a una etimología popular. Etimología que no fue descabellada para los primeros académicos, puesto que en Autoridades (1726) se propuso el étimo que Román achaca a los ignorantes: “Es formada esta voz de los nombres aspa y viento, por analogía de los tajos y reveses que hacen en el aire los que riñen sin alcanzarse los unos a los otros, cruzando y atravesando las espadas”, explicación que desapareció en las ediciones siguientes. El étimo espaviento aparecerá en la edición usual de 1914, para cambiar a aspaventar en la edición usual de 1956, étimo que se mantiene hasta la edición actual. Nosotros nos decantamos más que por el verbo, por el nombre spavento, que deriva en spaventarse (base de espantar), así como Corominas y Pascual (1980), puesto que la frecuencia del verbo, de haber sido este la base, es de bajísima frecuencia hasta entrado el siglo XX. El DCECH, a su vez, explica cómo pasó la voz espaviento a aspaviento, justamente, por una interferencia asociativa fonética, por contaminación con aspar, ‘tormento, calvario, crucifixión, mortificación’ y, de allí, el compuesto aspa y viento, en relación con las aspas del molino. Esto favoreció la diptongación e > ie.

2. Basa o base, f. En Arquitectura y en sentido fig. son sinónimos, pero no deben confundirse con baza: “número de cartas que, en ciertos juegos de naipes, recoge el que gana la mano”. Pues, si nada más que esto significa baza, ¿cómo es que el Dicc. le cuelga a esta voz la loc. Sentada esta baza, o la baza, que interpreta “sentado este principio, o el principio; esto supuesto”? ¿No está aquí baza bramando de verse escrita con z, pues solo con s es como significa “principio y fundamento de cualquier cosa”? Sin duda los SS. Académicos oyeron la loc. de boca de algún andaluz, y como la oyeron así la escribieron, y así salió ella, cual digan dueñas. Más acertados andamos los chilenos, que hemos inventado y usamos familiarmente la fr. fig. hacer baza en el sentido de ganar o prosperar en cualquier asunto o negocio. Ú. m. con negación. (1901-1908) Este artículo lexicográfico que nos interesó, en primera instancia, por la actitud crítica de Román ante la RAE derivó, al analizarlo, en un interesante caso de peritaje etimológico. Justamente, al indagar en la historia de la diccionarización de baza, vemos que más que una aparente errata académica encierra un interesante caso de posible cruce homonímico. En efecto, es interesante que Covarrubias (1611), en el artículo basa agregue, como segunda acepción: Basas, en el juego, son las cartas ganadas, las cuales van haciendo fundamento sobre la primera, de do tomaron el nombre. Cuando uno se lo habla todo, sin que otro alguno de los circunstantes pueda decir su razón, comúnmente se dice del tal, que no dejó hacer baça a los demás aludiendo al juego de las baças. (s.v. basa). Véase que la indistinción del grafema se da en el artículo mismo: este se inicia con basa y termina en baça, trueque que podría sorprendernos por lo tardío que es. En efecto, el mismo Alonso (1947) afirma que en el siglo XVI y aún antes se encuentran algunas vacilaciones del tipo s-z, incluso ejemplifica con los casos encontrados por Menéndez Pidal en La leyenda de los infantes de Lara, en pluma de un escribano toledano, es decir, el mismo caso que tenemos con Covarrubias, así como ejemplos tomados de Cuervo en la misma rima en autores castellanos como el madrileño Álvarez Gato. Por otro lado, Valdés, en su Diálogo de la lengua, también daba cuenta de estos trueques (1969 [1535]: § 89), sobre todo en algunos hablantes de Castilla. Alonso postula que este tipo de confusiones, en un estado donde el paradigma sigue teniendo pares sonoros, suceden trueques entre ellos, es decir, los apicoalveolares, palatales y dentales, en caso, eso sí, de palabras aisladas (cfr. 1947: 8). Justamente, esta es la pista que no podemos dejar de lado en este caso: la posibilidad de la sonoridad en la sibilante de la voz, como veremos más adelante.

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Sigamos con el cotejo en los diccionarios: Rosal (1992[1611]) en basa define: “Basa en el naype, y fuera de él, es asiento o peana y grada en edificio, tomado del gr. basis; que tal forma representan las basas en el juego”. Por lo tanto, constatamos tanto en Covarrubias como en Rosal, más que un homónimo basa /baza –donde la segunda voz relacionada con las cartas puede ser escrita como basa– que a ambas se las trata como derivadas de un mismo signo y con una transición semántica: la primera carta es la basa (base) del resto en el juego, de ahí el nombre del conjunto de cartas. La tradición lexicográfica bilingüe también nos da pistas interesantísimas. La mayoría de estos diccionarios lematizan la voz relacionada con las cartas en el mismo artículo lexicográfico de la ‘base o fundamento’, es decir, en basa, al igual que Covarrubias y Rosal, por lo que siguen tratando, más que con una homonimia, con una polisemia. Fuera de esto, encontramos que la voz posee variantes: Palet (1604) fuera de basa, también tiene baça con el mismo significado; Oudin (1607) fuera de basa, también tiene baça con el mismo significado y remite, además, a un vaza; Vittori (1609) fuera de basa, remite a vaza; Minsheu (1617) tiene basa; Franciosini (1620), quien, fuera de basa, lematiza en otro artículo las dos variantes: baça y vaça; Mez de Braidenbach (1670) lematiza las dos variantes juntas: basa y baça y Stevens (1706) tiene basa. Este panorama nos lleva a pensar en una posible indistinción, sobre todo avalado por ese basas-baças en Covarrubias y basa en Rosal, cosa que se continúa con la tradición lexicográfica bilingüe, para empezar, poco a poco a decantarse el uso por la sibilante interdental baza, tal como vemos en los autores más tardíos de diccionarios bilingües, como Sobrino (1705), quien solo lematiza la voz en baça y Ayala (1729 [1693]), quien solo lematiza en baça y baza. En Autoridades (1770), posteriormente, se incorpora definitivamente baza con la significación de “en el juego de naipes es el número de cartas que recoge el que gana la mano”. Pero es interesante que se sigan presentando casos de variantes, como en el Suplemento de Domínguez (1869), donde una de las acepciones de baza es basa. Nos detenemos en esto porque la crítica de Román se basa, justamente, en uno de los casos en donde la voz entra en fraseología, específicamente en la locución sentada esta/la baza, con el valor de “sentado este principio”, locución que ya aparece en la edición usual de 1783. Román achaca un posible error al diccionario académico y pensamos que, más que un error, lo que tenemos es una interferencia asociativa fonética. Veamos: en primer lugar, tenemos la voz baza, la cual hasta el día de hoy se le achaca una etimología discutida. Se pensó que podría venir del árabe, por lo que una larga tradición lexicográfica así lo advirtió: Autoridades (1726), afirma que viene del árabe “vencer, sojuzgar, dominar”, que pasa a “llevarse una cosa” en la edición de 1899 y a “ganancia conquistada en la disputa” en la edición de 1956; Eche-

garay (1887-1889) y Barcia (1880-1883), afirman que viene del árabe “vencer, porque el que hace la baza vence”. Relativizan Corominas y Pascual la tesis arabista, puesto que la voz no aparece en los grandes repertorios lexicográficos árabes. Destacamos el caso de Calandrelli (1881) quien es el primero en conectar el étimo con la tradición romanística, al citar la tesis de Diez, quien propone que la voz viene del medio alto alemán bazze: “ganancia, beneficio, provecho”, derivado del adjetivo baz: “bueno, provechoso, útil”, derivado, a su vez, del antiguo alto alemán baz o paz: “útil, provecho, bueno, excelente”, con una base indo-europea bhad-. De allí derivan tanto baza como báciga (‘antiguo juego de naipes’), propone Calandrelli, correspondiente al italiano bázzica y al catalán basa. Meyer Lübke, posteriormente, objeta la tesis de Diez, sobre todo por las sibilantes en concurso en la voz, que no se condicen con la realidad románica de la voz. El DCECH (1980) es el primero que propuso que la voz podría haberse tomado del italiano bazza ‘ganga, ganancia’, de origen incierto y que ya estaba en italiano desde fines del siglo XV. Hemos detectado en bancos de palabras actuales, que la voz ya estaba datada a principios del siglo XIV en el italiano (cfr. TLIO: Anonimo Genovese, 1311). El TLIO, a su vez, propone que la etimología viene de un francés besjuer ‘jugar injustamente’ o del provenzal bauzejar ‘frodare’, ambas voces no las hemos encontrado para cotejar o confrontar en parte alguna. La voz en cuestión, señalan Corominas y Pascual, pasó al catalán basa y al portugués vasa, ambas pronunciadas con la sibilante sonora, como la italiana. Este dato será fundamental para la posible confirmación de esta hipótesis, puesto que de ser sonora la sibilante y al ser un préstamo, podría haberse dado ese trueque tardío que hemos detectado en la primera tradición lexicográfica de la voz en español. Además dan cuenta de una raíz irania baz-, que significa ‘juego’ con una interesante y asentada familia léxica, justamente, para el tronco iranio (cosa que nos recuerda a esa “raíz indoeuropea” que propone oscuramente Calandrelli). Quizás la conexión ítalo-románica de la voz con esa raíz irania, probablemente, por un puente árabe podría ser un étimo posible. Pero el hecho de que no haya una documentación de peso en árabe hace imposible confirmar el étimo, salvo que haya alguna pista en el árabe hablado. Como sea, el hecho de que se presente, a su vez, el homónimo basa, base como “fundamento o apoyo” y que la disposición formal del juego de cartas asimilaría a una base (algo que ya había comentado Covarrubias) genera el cruce con la baza. Esto, más el hecho de que la voz, en claro préstamo, tuviera una sibilante sonora ayudó a que vacilara su articulación y, por extensión, su grafía. De esta forma, esta suerte de “error” que ve Román no es más que el producto de este contexto léxico.

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5.3. Propuestas etimológicas de voces del español Atisbar, a. Nada dice el Dicc. de la etimología de este v. tan conocido y usado. Al único que hemos visto tratar de ella es a Calandrelli, en su Dicc. Filológico Comparado, quien la deriva del vascuence at-is-bea, mirar por el resquicio o rendija de la puerta, observar por la puerta entornada o cerrada. Compónese del nombre ate, puerta, del adj. part. ichi, cerrado, y del v. bea, ver, mirar, observar, notar. Sea lo que se quiera de esta opinión, nosotros vamos también a exponer la nuestra, que nos parece más sencilla y directa, porque se funda en el latín y no en el vascuence, cuya contribución en la formación del castellano es nula o casi nula. Para nosotros atisbar viene de la partícula a y del nombre propio Tisbe, joven babilonia amada de Príamo, cuyos amores y desastrada muerte canta Ovidio en el libro IV de sus Metamorfosis. Y bien se nos dirá, ¿qué tiene esto que ver con el significado de atisbar? Mucho y muchísimo. La circunstancia principal que en estos amores describe el poeta latino es una rendija o hendidura que había en la pared divisoria de las casas de ambos amantes y por la cual se miraban y hablaban sin que nadie lo notara. Siendo esta fábula de Píramo y Tisbe, como todas las de Ovidio, traducida e imitada por los poetas de todo el mundo, nada tiene de raro que los de habla castellana formaran entonces el v. atisbar, refiriéndolo primero a los Píramos que desde alguna parte más o menos secreta observan o miran a sus Tisbes. Así lo dan a entender también los siguientes versos de Tirso, en La Huerta de Juan Fernández (I, 8.ª): las noches por celosías/Que en la puerta coadjutora/Ventanas sostituían./Contemplé diversas veces/Venenosa bizarría/Tisbe ya, por agujeros/ Mirando y no siendo vista. Una vez empleado en este sentido, no tardó el v. en generalizarse, hasta significar lo que ahora reza el Dicc.: “mirar, observar con cuidado, recatadamente”. (1901-1908)

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Justamente, son pocos los autores, antes de Corominas y Pascual, que se aventuren en entregar una propuesta etimológica. Incluso, ni dentro de la misma tradición lexicográfica etimológica, por ejemplo, entre el reducido número de diccionarios etimológicos de lengua española que encontramos en el XIX, damos con alguna propuesta. Por ejemplo, ni Cabrera y Rubio (1837), ni Monlau (1856) incluyen la voz y Echegaray (1887), si bien la incluye, no da el étimo, siendo el suyo un diccionario etimológico. Barcia (1880), a su vez, informa que es de origen desconocido. En lo que respecta a las propuestas etimológicas, fuera de la que cita Román, del ítalo-argentino Calandrelli, solo tenemos la de Rodríguez-Navas (1918), quien propone un celtíbero atisbea (el mismo vocablo vasco de Calandrelli), el que define como “mirar por el ojo de una llave o por un agujero de una puerta: de ate, puerta y bea, ver; en sanscr. atis, es más allá y budh, ver o conocer” (s.v. atisbar). Como se ve, este atisbea tiene prácticamente la misma significación que la propuesta de Calandrelli, anexándose la información del sánscrito. Solo después de la propuesta del DCECH (1980), la tradición usual de la Academia agregó la misma información etimológica, en la edición de 1992. En

esta propuesta, la voz fue, primero, jergal, de origen incierto, probablemente metátesis de avistar, con primeros testimonios de finales del siglo XVI. Estos testimonios coinciden tanto en el DCECH como en el CORDE. Ya Palet, para reforzar la tesis de Corominas y Pascual, en su Diccionario copioso de la lengua española y francesa (1604), primera referencia lexicográfica de la voz, señala que es “parole de jargon”. Refuerza esta tesis el hecho de Quevedo, una de las primeras autoridades, afirme: “atisbando, como dicen los pícaros, todo lo que pasaba” (Quevedo en DCECH: s.v. atisbar) y Alemán afirme que es término “de los de vida libre” (Alemán en DCECH: s.v. atisbar). La tradición lexicográfica de germanía lo da, ya, como producto de la metátesis de avistar, algo que no debería sorprender al ser esta figura retórica una de las usuales en la construcción de léxico delincuencial (cfr. Chamorro 2002). Asimismo, la voz y su variante con aféresis tisbar, ha estado presente en toda la tradición lexicográfica de germanía (ver Hidalgo 1779 [1609], Besses ¿1890? ¿1905?, Alonso Hernández 1977, Hernández y Sanz 2002). Es interesante que Corominas dé por sabida la propuesta de Román, pero en boca de la tradición comparativista: Otras etimologías pueden descartarse sumariamente. Ya Schuchardt rechaza su antigua idea de derivar del nombre de Thisbe, la heroína de Ovidio a quien Príamo galanteaba por una rendija de la pared, teniendo en cuenta que la comedia que pudo popularizar esta historia en España es muy posterior a 1599; un influjo de Ovidio sería increíble en un vocablo de extracción jergal (DCECH: s.v. atisbar) Con los datos y las lecturas renovadas de Corominas, concluimos que Román, por un lado, no fue el único en entregar esta propuesta, la que, constatamos con la información de Corominas, fue también una tesis propuesta y luego refutada por Schuchardt. Por otro lado, con los datos acopiados respecto a una consistente tradición relacionada con las voces de germanía, la tesis ha sido ampliamente superada. Sin embargo, más que el yerro de Román, lo que nos interesa es la intención del diocesano de proponer una etimología de una voz que había sido, en su época, poco estudiada desde ese punto de vista. En muchos casos, desperdigados en algunos artículos lexicográficos, da Román algún tipo de requerimiento etimológico. Es el caso del artículo lexicográfico biblia, por ejemplo, interesante caso de cómo puede extenderse el sacerdote con sus notas. Por ejemplo, en biblia da cuenta de historia de la lengua, de enmiendas de étimos y de propuestas de étimos, todos lejanos del lema originario, además: A otros, como antigualla, (de antiquaria), cabeza (de capitia, no de caput), muralla (de muralia, no de muro), no les da el Dicc. su verdadera etimología. (s.v. biblia)

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Por ejemplo, en el caso de antigualla, la voz no tendrá étimo hasta la edición usual de 1914, con una propuesta similar a la de Román: “b. Latín antiqualia, derivado de antiquus, antiguo”, propuesta que se modifica en 1956 a “de antiguo” para modificarse en el usual de 1984 en la propuesta que tiene hasta el día de hoy: “de antiguo, a imitación del italiano anticaglia”, misma que se presenta en el DCECH, lo que es lo más probable, al tener este anticaglia las primeras dataciones (cfr. Beltrami en TLIO).

5.4. Román, etimologista: enmienda a étimos Hay casos donde Román hace gala de sus conocimientos en latín y se detiene a enmendar algunas de los étimos presentes en el diccionario académico: Todo el que sepa un poco de latín descifrará inmediatamente las etimologías latinas de todas estas voces, y así lo hace también el Dicc., menos en cinco, en que, a juicio nuestro, se equivoca: braza, labia, leña, montaña y semilla. Braza, que es la medida de los dos brazos abiertos, o brazada, se deriva evidentemente de brachia, los brazos, y no de brazo, como dice el Dicc. Así mismo, labia, que es la afluencia de palabras en los labios, y no del castellano labio. Leña, que es reunión de palos o varas hechos trozos y destinados para la lumbre, se deriva de ligna, maderos, leños, y no del singular leño. Montaña se deriva de montana, sitios o lugares montañosos, y no de monte. Así, sustantivado en el n. pl., se usa en el latín de la Vulgata: “Et super omnia montana Judaeae divulgabantur omnia verba haec”. (Luc., I, 65). Finalmente, semilla, no se deriva inmediatamente de semen, sino de su diminutivo seminilla. A otros, como antigualla, (de antiquaria), cabeza (de capitia, no de caput), muralla (de muralia, no de muro), no les da el Dicc. su verdadera etimología. (1901-1908: s.v. biblia)

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En el caso de braza, Autoridades incluyó brazo, para luego, en la edición que vuelve a retomar los étimos, la de 1884, tal como manifiesta Román, se mantiene el étimo criticado para ser enmendado en la edición de 1914. En el caso de labia, tal como afirma Román, posteriormente en Corominas y Pascual (“tomado del plural latino labia ‘labios’”, 1980: s.v. labio), no ha sido enmendado el étimo en el diccionario académico hasta el día de hoy. En montaña, tal como informa Román, se le deriva de monte, algo que la Academia hará la edición usual de 1947. Ya, desde la edición usual de 1956, la Academia, así como Calandrelli (1916), Corominas y Pascual (1981) proponen el hipotético *montanea, neutro plural de un *montaneus, presente en Meyer-Lübke, (1935 [1911–1920]), mas en el DERom se propone un protorománico */mon't-ani-a/: “Ce lexème s’analyse, en synchronie protoromane, comme un dérivé en */-'ani-/, suffixe (rare) à valeur collective” (cfr. DERom: s.v. */mon’t-ani-a/). Como se ve, la problemática sigue en curso. Destacamos, además, lo que sucede con semilla,

tal como comenta Román, con étimo semen hasta la edición usual de 1914, puesto que en la de 1925 se incluye seminilla, la misma que propone Román. Posteriormente, deja de tener étimo la voz desde las ediciones siguientes, hasta la edición usual de 2001 que se informa que es de origen incierto. La seminia, desde la edición de 2014, la proponen Corominas y Pascual (1983), como un plural del neutro seminium, ‘simiente’. Argumentan, por lo demás, que ese *seminilla (que el DCECH solo lo atribuye a la Academia) es inaceptable fonéticamente e imposible según la morfofonología latina, puesto que una palabra como semen “solo habría permitido un diminutivo en –inculum, -unculum, o a lo sumo *semellum” (DCECH s.v. semilla). Respecto a cabeza, desde Autoridades la Academia da cuenta de un étimo caput, expresado, bien sabemos, en la edición usual de 1884 (cuando se incluyen las etimologías). Desde la edición usual de 1914 se modifica a cabezo, que se mantiene hasta la edición de 1984. En 1992 empieza a aparecer el de capitia, derivado del latín vulgar hispánico. Dentro de la tradición lexicográfica etimológica que hemos acopiado, Calandrelli (1882) da capitia, así como Corominas y Pascual (1980). No consideramos a Meyer-Lübke (1935 [1911–1920]), quien propone un capitium. El caso de muralla, ya en Autoridades, aparece derivado de murus. Lo mismo en la edición usual de 1884. En la edición usual de 1914, al igual que la propuesta de Román, se modifica al latín muraglia, plural neutro de muralis. Corominas y Pascual (1981), si bien dan cuenta de este estadio final, agregan el paso intermedio del italiano. Es decir, del muralia latino, pasó a un muraglia italiano y de este al español. Es lo que tomará, además, el usual desde 1992.

5.5. Casos aún no definidos Anoche, adv. t. Dice el etimologista del Dicc. que este adv. se deriva de a y noche; lo que es un error: 1.º porque nunca estas dos voces juntas podrían significar lo que significa anoche; y 2.º porque la verdadera etimología es el ablativo latino hac nocte, en esta noche, suavizado y convertido con el uso en anoche, al modo que hac hora se convirtió primero en agora y después en ahora, y hoc die en hoy. (1901-1908) Román no está de acuerdo con la etimología vigente en el diccionario académico y propone el sintagma hac nocte, la misma etimología que había propuesto en el siglo XVII Rosal (1992), algo que desestimamos, por referirse, justamente, con ayuda del deíctico a la noche que está cursándose o se dará, mientras que anoche hace referencia a la noche anterior, creemos. El diccionario académico, desde la edición usual

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de 1884 incluye el étimo a y noche, que Román critica. Desde la edición usual de 1925 se incluye ad noctem como étimo. Corominas y Pascual 1981 están más a favor del a noche, citando, al respecto a Meyer Lubke, más que el hac nocte. Como se ve, sigue siendo un tema etimológico no resuelto.

5.6. Cuando Román yerra: problemáticas en étimos. Étimos incorrectos 1. En el caso del medieval anedir, que Román lo deriva del latino annéctere: lo cual es todavía más conforme con annéctere, porque en castellano es cosa corriente el que las dos enes latinas se conviertan en ñ: annus (año), pannus (paño), stannum (staño), etc. Además, el que la ñ del siglo XVI se haya ahora convertido en n, tampoco es raro en castellano, como se ha hecho con los anticuados ñublado, ñudo, y muchos otros. (1901-1908) Rosal 1992 [1611] propone in addere; Barcia (1880) propone un confuso addere; Calandrelli (1880) propone un in-addere, con la ecuación en-nadir, equivalentes al portugués emader y al válaco inn’edí. Corominas y Pascual (1980) proponen un hipotético *inaddere, derivado de addere y descartan la voz valaca, por venir del eslavismo nada (‘cebo’). El hecho de que se haya dado la palatización es solo explicable por analogía, explican los autores. No tenemos noticia de otro autor que haya propuesto este annéctere. 2.

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Zorra, f. “Carro bajo y fuerte para transportar pesos grandes”. La 14.ª edición del Dicc. le dio art. aparte, pues en las anteriores era simple acep. del vocablo zorra (mamífero carnicero…). La razón de esta separación es la distinta etimología: la de zorra, carro, es el latín saburra, lastre, y la de zorra, mamífero, es el euskero zorra, pelo. Véase Cejador, Dicc. de Cervantes, art. Churrillero. Entre nosotros se conocieron las zorras (carros) antes de la batalla de Chacabuco (1817): “Construyó [el lego Luis Beltrán] unos carros largos y angostos, pero más grandes que la forma de las piezas de artillería, montados sobre ruedas bajas, a los cuales se dio el nombre de zorras. En cada uno de ellos se colocaba un cañón desmontado, envuelto en lana y retobado en cuero, para evitar que sufriesen fracturas en caso de ocurrir golpes. Las zorras debían ser tiradas por mulas o por bueyes, según las facilidades del camino.” (La Unión, de Santiago, 12 Febr. 1917). Ahora son comunes estas zorras, pero más pequeñas, en las grandes casas de comercio, en los muelles y en las estaciones de ferrocarril. (1916-1918)

La acepción del “carro fuerte y bajo que sirve para arrastrar grandes pesos”, tal como informa Román, empezó a tratarse como homónimo desde la edición usual de 1914 hasta la edición usual de 2001 donde volvió a incorporarse, como polisemia, en el artículo relacionado con el animal. Con esta separación, vemos, Román está de acuerdo. Nos interesa de este artículo, sobre todo, la problemática que ha tenido zorra en su tratamiento etimológico a lo largo de la tradición lexicográfica y cómo de esto depende su tratamiento en homonimia o polisemia. Rosal (1992 [1611]), por ejemplo, proponía que zorra viene del árabe, tomado del hebreo çorrím “traviesos perversos y malos, y que salen (como dicen) con la suya; o de tsor, que es cosa muy aguda, por el agudo instinto de este animal” (s.v. çorra). Covarrubias 2006 [1611], por su lado, lo deriva de zurra, en el sentido de curtir y adobar pieles: “vocablo español antiguo y vale tanto como pelo, y por cuanto la vulpeja por ser de naturaleza tan caliente, en cierto tiempo del verano se pela toda le dieron este nombre” (s.v. zurra), también Autoridades para la primera explicación etimológica. Corominas y Pascual refutan esta hipótesis y proponen que esta voz zurra es “vocablo que Covarrubias parece haber inventado ex profeso” (1991: s.v. zorra, zorro). No se hará referencia a la etimología, como era normal en la lexicografía académica hasta la edición usual 1884, que propone que la voz viene del vasco azari, propuesta de la que se acoge Román y que era usual en la época. Por ejemplo, Echegaray (1889) propone una muy suya reconstrucción: “Del vascuence azari; del griego skiuros; de skiá, sombra, y ourá, cola, en el concepto de animal, y del árabe sorraiya, concubina” (s.v. zorra), de la que Monlau (1883) valida: “Esta audaz interpretación es muy digna de tenerse en cuenta”. En esta línea estaba, además, Cejador (1906), a quien Román cita. En la edición de 1914 se incluirá la referencia etimológica vigente hasta al día de hoy: que viene del portugués zorra, sin mayor explicación. La edición de 1992 no tendrá étimo, para pasar, en la de 2001, a complementar lo anterior: “Del port. zorro, holgazán, y este der. de zorrar, arrastrar; cf. prov. mandra, zorra, propiamente, ‘mandria, holgazán’”. Corominas y Pascual (1991) proponen que, quizás, el sentido primitivo fue ‘mujer u hombre holgazanes’, pasando, luego, a ‘ramera’: “significado vivo todavía en portugués y aplicado popularmente a la raposa en son de vituperio” (s.v. zorra, zorro). Como sea, la voz –proponen los autores– viene del antiguo portugués “arrastrar”, onomatopeya del sonido del animal cuando se arrastra (cfr. Machado 1977 [1952]), voz que vino a reemplazar a raposa hacia el siglo XV. Por el temor que se le tenía al animal, se solía no nombrarla por su real nombre, sino por apodos que iban cambiando (‘la astuta’, ‘la vil’); incluso la misma raposa deriva de la que tiene largo el rabo. Con zorra, entonces, sucede lo mismo: se utiliza como sobrenombre pri-

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mero. Respecto a la acepción que nos interesa, Corominas y Pascual también prestan especial atención: “Queda otra importante acepción, todavía más reveladora: zorra ‘especie de carrito bajo y sin ruedas que se lleva a rastras’; se trata de un nombre sumamente extendido e indudablemente antiguo” (1991: s.v. zorra, zorro). Derivado del verbo zorrar ‘arrastrar’, poco usado, informa Machado (1977 [1952]), quien atribuye la voz a una onomatopeya de ‘arrastrar’, así Corominas y Pascual (1991). Por lo que no habría duda: estamos ante polisemia y no ante homonimia. 3. Una tendencia usual en Román es hacer uso de las propuestas etimológicas de Cejador, quien, por lo general, proponía étimos euskeras, la mayoría superados. Sin embargo, es interesante advertir la relevancia que tuvo el jesuita en su tiempo: Zumba, f. Zurra, azotaina o azotina, soba, vuelta, felpa; y, en general, todo castigo fuerte que con puñadas, palos, etc., da un superior a un inferior. […] —La etimología es el eúskaro zumpa, golpe con ruido (Cejador, Silbantes, t. I, pág. 590), que lo es también del v. zumbar, aunque el Dicc. lo da por onomatopéyico. Nuestro s. puede haber salido directamente del v. porque todas las zumbas de alguna manera zumban al aplicarlas. (1916-1918) Incluso para voces de procedencia indígena, como en yeco (phalacrocorax brasilianu), donde Román propone que “Si la voz no es exclusivamente araucana, puede venir del castellano lleco o yeco, ca, adj. Y ú.t.c.s. (aplícase a la tierra o campo que nunca se ha labrado ni roto para sembrar), que Cejador deriva de llueco, del loka euskérico: propiamente suelto, no sujetado ni subyugado, silvestre” (1916-1918: s.v. yeco, ca).

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6. Historia de la lengua española en el Diccionario de Román

Dentro de la línea de un discurso cercano a las notas y comentarios más que de definiciones o equivalencias, tenemos las observaciones que el diocesano ha hecho en relación con la historia de la lengua española. Por lo general la dinámica es reflexionar en torno a una palabra (el lema de un artículo lexicográfico) para dar cuenta de algún aspecto relacionado con el cambio lingüístico. Aspecto muy parecido a lo de la punta de un iceberg, donde podemos ver el lema, solo; es decir, la excusa para que Román desarrolle alguna temática, sea vocálica, consonántica, morfológica o morfosintáctica. No nos puede sorprender este tipo de reflexiones, sobre todo, porque Román fue lector, entre otros, de Cuervo y, posteriormente, de Menéndez Pidal. Es más, los cita a ambos como fuentes y como autoridades reiteradamente. Esto no es más que una de las secuelas de esa efervescencia del historicismo lingüístico, de la que Cuervo fue uno de los hispanistas más representativos (cfr. Porto Dapena 1980: 29) y, en consecuencia, Román uno de los de su escuela, podríamos decir. Una vez más, esta temática da por sí misma para una monografía, por lo que cuanto presentamos a continuación es, más que nada, una muestra de lo que es este discurso de lingüística histórica en muchos de los artículos lexicográficos que redactó Román y que se basan en observaciones relacionadas con fenómenos vocálicos, consonánticos y un caso relacionado con morfología histórica.

6.1. Fenómenos vocálicos 6.1.1. Vocales tónicas y átonas latinas Por ejemplo, Román hace referencia a fenómenos vocálicos, como en el artículo barbolla, donde nuestro sacerdote, a partir de una voz la variedad subestándar (“en todo pueblo”), desarrolla la tesis de la apertura de la u, sea esta tónica o átona. Para ello, hace referencia a algunas de las regularidades del cambio fonético como, justamente, la tendencia a la apertura de la u átona o tónica en diferentes contextos,

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por ejemplo en posición átona inicial, intermedia y final, presentando, para ello, una abundante lista de casos, algunos de ellos, incluso, con dobletes etimológicos: Barbolla, f. Barbulla: “ruido, voces y gritería de los que hablan a un tiempo confusa y atropelladamente”. Permutación de letras, de las que abundan en todo pueblo; entre otras, suele el nuestro permutar la u por la o, por ser esta una vocal mucho más llena y sonora, como se ve en mormollo por murmullo, chamoscar por chamuscar, sepoltura por sepultura y en los dos siguientes. Para que no se crea que este es un vicio exclusivo del pueblo chileno, sino una verdadera ley fonética de la lengua castellana, véase cómo esta ha permutado también en o la u del latín en los siguientes casos: 1.º en las terminaciones us, um y u de sustantivos y adjetivos, que ha convertido en o; como lacus-lago, solus-solo, templum-templo, gelu-hielo; 2.º en la primera y tercera persona del plural de muchos tiempos de los verbos; como amamus-amamos, legerunt-leyeron; y 3.º en las siguientes palabras, que hemos tomado al acaso: ampulla-ampolla, angustus-angosto, bucca-boca, bursa-bolsa, buxum-boj, cubitus-codo, culmen-colmo, cum-con, cumulare-colmar, cupa-copa, cupiditas-codicia, cuprum-cobre, currere-correr, curvus-corvo, duo-dos, dúplex-doble, fuligo-hollín, fundus-fondo y hondo, furca-horca, fuscus-fosco, fluctuare-flotar, gutta-gota, humerus-hombro, insulsus-soso, juvenis-joven, lucrare-lograr, lucrus-logro, lumbus-lomo, lupus-lobo, lutus-lodo, medulla-meollo, mundare-mondar, musca-mosca, mustum-mosto, nutrix-nodriza, palumbes-paloma, plumbum-plomo, pulvis-polvo, pullus-pollo, puteus-pozo, putare-podar, pumex-pómez, pupis-popa, recuperare-recobrar, ruber-rojo, rumpere-romper, stupa-estopa, sub-so, super y supra-sobre, superare-sobrar, superbia-soberbia, truncus-tronco, turdus-tordo, turpis-torpe, turris-torre, turtur-tórtola, tussis-tos, umbiculus-ombligo, umbra-sombra, uncia-onza, unda-onda, unde-donde, undecim-once, ursus-oso, urtica-ortiga, uter-odre, uter (adj.)-otro; en todos los cuales entra una cantidad de compuestos y derivados. La misma ley se observa también en algunos nombres propios: como Adulphus-Adolfo, Rodulphus-Rodolfo, Onuphrius-Onofre, Lucronium-Logroño, Corduba-Córdoba. (1901-1908).

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6.1.2. Aféresis Cuando Román describe algún fenómeno propio de la norma inculta, como alguna monoptongación vocálica o aféresis, suele, en algunos casos, echar mano de la diacronía, basándose en autoridades, incluso: E. […] Pero consolémonos, porque este vicio es también del castellano: así admite él naguas y enaguas; norabuena, noramala, nora tal o en tal, y enhorabuena, enhoramala, letuario y electuario, ¡tate! por estate, calofrío y escalofrío, etc.; petafio y pitafio, dijeron Juan de Valdés y otros por epitafio; Uropa por Europa, y Ugenio por Eugenio, escribió el Pinciano en su poema épico El Pelayo; namorado por enamorado, dijeron con Lope de Rueda algunos poetas; pístola y pistolero, suprimiemdo la e inicial, dijeron los poetas del siglo XV; gitano se formó de egiptano; y del latín eleemosyna y erraticus salieron limosna y ráti-

go. Asimismo, los nombres propios Leonor, Isabel, Mérida, Millán, Manuel, Gil, provienen de los latinos Eleonora, Elisabeth, Emerita, Aemilianus, Emmanuel, Aegidius. Otros nombres que, por principiar en latín con la s llamada líquida, deberían anteponer en castellano una e, como es de regla general, suprimieron la s: ciencia, cetro, cisma, Cipión, de scientia, sceptrum, schisma, Scipio; manuscrito, de manu scriptum, infrascrito, sobrescrito, sobresdrújulo, maestrescuela. (1908-1911)

6.1.3. Síncopas vocálicas E. […] —Al revés de esto, agregan los chilenos una e en medio a sobrado (soberado), cuando la tendencia del castellano es suprimirla cuando es átona: sobrar, obrar, cobrar, abrir, librar, templar, bendecir, maldecir, cabra, ubre, Fadrique, Pamplona, de los latinos superare, operari, cuperare, aperire, liberare, temperare, benedicere, maledicere, cáprea, úbere, Fridericus, Pampelonem. Queresa y cresa se han conservado de doble forma. (1908-1911). Sin embargo, tenemos aquí una voz presente en la diacronía como soberado, en doblete con sobrado, voz lematizada hasta la edición usual de 1817.

6.2. Fenómenos consonánticos Es común, por lo demás, que frente a alguna realización que pueda caber dentro del plano de la incorrección para el diocesano, sobre todo isoglosas usuales de la NII (norma inculta informal), Román eche mano de la historia de la lengua española y dé cuenta de la universalidad de ciertos fenómenos exponiéndolos, justamente, desde una perspectiva diacrónica.

6.2.1. Leniciones Por ejemplo, en el caso de leniciones, como la tendencia a la debilitación y pérdida de la d en posición intervocálica o en posición implosiva: [Respecto a la tendencia de perderse la d en posición intervocálica o implosiva] En esto no hace el pueblo más que seguir la ley filológica del menor esfuerzo, que fue la misma que privó al castellano de muchas des: cruel, fiel, feo, ser, poseer, ver, creer, raer, roer, reír, oír, loar, vengar, luír, aunar, fiar y compuestos confiar y porfiar, desear, excluir y demás compuestos del latino cláudere: incluir, concluir, recluir; los sustantivos paraíso, raíz, peana, traición, traidor, juez, piojo, peón, mitad, pie, fe, seo, meollo, tea, juicio, hastío, venta; los adjs. lacio, rancio, loro, lucio, sucio, limpio, tibio; los numerales once, doce, trece, catorce, quince; los pro-

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pios Benito, Rosendo, Fernando, Hernán, Gonzalo, Ulrico, Pero, ant., Gerona; las formas verbales anticuadas ades, edes, como amades, hagades, tenedes, querredes, hoy amáis, hagáis, tenéis, querréis; los imperativos ad, ed, id, que antes se escribían y pronunciaban sin d, acompañados del pron. os: amaos, temeos, partíos (solo se exceptúa idos); y muchas voces sueltas: a, aun, hoy, ahí, guarte, grial, según, como, acerca y otros compuestos del ad latino: ayudar, amonestar, ascribir, abogado, avocar. (Román 1908-1911: s.v. D) O, en casos relacionados con la norma inculta, exponer el fenómeno como una continuidad. Tal es el caso de la aféresis y prótesis de la d, donde, fuera de comprender el diocesano por qué se puede caer en estos usos, da cuenta de su existencia como hecho diacrónico: […] Por eso antiguamente se dijo descomunión y descomulgar, y hoy dicen los repulidos del pueblo dentrar, desagerar, desanche (por ensanche), desigente, delegante, deceder (ceder), desplicar (explicar), Deleuterio, y los bien educados despacioso y con despacio. No es extraño esto, pues antes se dijo también en castellano almática por dalmática, como se ve en el Viaje de Ambrosio de Morales, en más de una parte, y en estos versos del Purén indómito, de Álvarez de Toledo: “Quién lleva cáliz, ara o corporales,/Quién la casulla, almática o ciriales”. (1908-1911: s.v. D) O en el caso de otras oclusivas sonoras intervocálicas, como la g, rasgo característico sobre todo en la norma inculta (o en la culta informal):

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G […]Así lo hizo también el castellano en innumerables voces: reina, vaina, saeta, León, correa, sainar, humear, remar, rumiar, sellar, sello, maestro, pereza, entero, pimiento, aumentar, dedo, real, ruido, leer, freír, frío, cuaresma, veinte, treinta, etc., quinientos, de las respectivas latinas: regina, vagina, sagitta, Legionem, corrigia, saginare, fumigare, remigare, rumigare, sigillare, sigillum, magister, pigritia, integer, pigmentum, augmentare, digitus, regalis, rugitus, legere, frigere, frigus, quadragésima, viginti, triginta, quingenti; flema y sus derivados, del griego flegma; etc, etc. (1913)

6.2.2. Grupos consonánticos: vocalizaciones, asimilaciones Como la vocalización del grupo dr, la que Román explica desde una óptica histórica, luego de penalizar y atacar al “vulgo y a los semicultos” articular de esta guisa: Para el castellano fue también duro de pronunciar el grupo dr, y por eso lo suavizó en muchas de sus voces: aradro, del latino aratrum, quedó en arado; Pedro, del latín Petrus, dio Pero ant., pero que todavía subsiste en Perillán, Perogrullo y perogrullada, Perico, Periquito o Periquillo; hondrado, de honorado, en latín honoratus, quedó en honrado, y así también el v. honrar; lazdrar, lazdrado,

del latín lacerare, laceratus, volvieron a la forma latinizada lacerar, lacerado, más suave que la adoptada y que la posible lazrar. (1908-1911: s.v. D) O en las simplificaciones que puede tener la l agrupada “por la ley del menor esfuerzo […]. 3.º Suprimir la l en varias voces, […] Así la suprimió también el castellano en ampo, azufre, de lampo y sulphur”. (1913: s.v. L). O en el caso de algunas asimilaciones en voces subestándar, como la del grupo mb: cámica, f. Muy usado en Chile entre los constructores de edificios en el significado de pendiente o inclinación del techo. Parece ser corrupción de cámbija, tanto por el significado (arca de agua elevada sobre la tierra), cuanto por su forma misma. Juntándose en ella dos consonantes labiales, m y b, la pronunciación vulgar prescinde de la más débil y secundaria, y mucho más en este caso en que la dificultad se aumenta por lo esdrújulo de la voz y por la j de la última sílaba. Si el chileno no hizo caso de la b en también y dijo tamién, usó del mismo procedimiento que el español al decir lamer, lomo, paloma, plomo, redoma y romo, de las voces latinas lámbere, lumbus, palumba, plumbum, rotumba y rhombus; jamón del francés jambon; cama (de la rueda, del freno y de las capas, etc.) del bajo latín camba. Antiguamente decía también el español amos y camiar por ambos y cambiar; y aun hoy dice chamar y chamarilero, del anticuado camiar. El aragonés dice también melico del latín umbilicus. El apellido Coloma es el latín columba, y Colón es el italiano Colombo y latino Columbus. El latín sambucus, perdiendo m y b, quedó en saúco y para nuestro pueblo sauco. (1901-1908) O el grupo ns: Como se necesita esfuerzo de pronunciación para juntar ambas letras, el castellano, desde su formación, suprimió también la n en muchas de sus voces vulgares: mesa (mensa), mes (mensis), esposo, desposar (sponsus, sponsare), asa (ansa), isla (insula), coyunda (conjuncta), etc. En otras bifurcó la forma y el significado: contar y costar, del latín constare, mensura y mesura, presa y prensa, tenso y tieso, etc. (1913-1916: s.v. N). Román cita directamente el Manual de gramática histórica de Ramón Menéndez Pidal (cfr. artículos cercén, dar y papa, por ejemplo), lo más probable que en sus primeras ediciones (1904, 1905). Por lo mismo, no sería extraño que algunos de los ejemplos que el diocesano entrega en cámica sean tomados de esta fuente, como el de amos y camiar, por ejemplo (cfr. Menéndez Pidal 1968 [1904]: §47). Asimismo, referencias a la asimilación en el aragonés también las encontramos en otros estudios de Menéndez Pidal (1980 [1926]: §52). Respecto a la situación de los grupos consonánticos pc y pt, encontramos referencias respecto a su vocalización o simplificación:

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P. […] Fenómeno es este que a nadie puede extrañarle, como que fue corriente y natural en la formación del castellano, hasta tal punto que, si no hubiera sido por el Renacimiento, todas las voces que entran en los grupos pc y pt habrían perdido la p. Así lo vemos, además de las citadas, en cetro (sceptrum), exención y exento; siete (septem) y todos sus derivados; los compuestos y derivados del participio latino sumptus (asunto, asunción, consunción, presunción, presuntuoso, suntuoso, suntuosidad, suntuosamente); gruta (crupta); absorción y absorto, impronta, mentecato y mentecatez; prontitud y prontuario; retar y reto; roto y rotura; redención, redentor y redentorista; perentorio y perentoriamente; receta y recetar; seto (septum); escultor, escultura y escultural; zocato (sub captus); y, por fin, varios compuestos y derivados del participio latino scriptus (escrito, escritor y escritura; ascrito, circunscrito, descrito, inscrito, prescrito, proscrito, suscrito); en los demás ha prevalecido la forma culta, por haberse formado después del Renacimiento, como ascripción, inscripción, suscripción. Lo mismo ha sucedido con los compuestos y derivados de otros participios latinos que llevan pt, como captus (y en composición ceptus), raptus, ruptus: concepción, preceptor, rapto. En algunas de estas voces no omite el pueblo enteramente la p, sino que la vocaliza en u, diciendo aceutar, preceutor, conceución, lo mismo que hizo el castellano con bautismo, bautizar y Bautista; cautivo, cautivar, cautiverio y cautividad; caudillo (cabdellus < capitellus); caudal (cabdal < capitalis): recaudar (recabdare < recaptare); incautar (in captare). En otras voces suprimió la p antes de s: caja (capsa), yeso (gypsum), y al principio de dicción (salmo, salterio, salmodia, seudónimo, seudoprofeta, Tolomeo), de donde también tiende a desaparecer; y en otras se ha perdido toda la sílaba formada con la p: contar (computare), nieto (nepotem), semana (septimana), codicia (conbdicia < cupiditas). Véase c. En raudo (rapidus) la vocalizó. (1913-1916).

6.2.3. Metátesis

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Algunas realizaciones que no forman parte, solo, de la norma inculta, también son observados y censurados por Román, como la metátesis de n ante los clíticos me, le y se, en casos como delen, demen y desen en vez de denle, denme y dense, a lo que recurre a argumentos diacrónicos basándose en lo que reza en Menéndez Pidal: “Menéndez Pidal, en su Manual de Gram.Hist. Española, n.º 94, dice que “en el habla vulgar de castilla, Aragón y América se le añade [al reflexivo se] la n, signo de pl. del v.: al marchansen ellos, siéntensen ustedes, váyansen” (1908-1911: s.v. dar). También explica desde una óptica diacrónica el caso de la disimilación de líquidas. Es interesante que en estos casos su visión normativa y prescriptiva cede en pos de la historia de la lengua. En efecto, hay casos donde esa vehemencia se transforma en una comprensión del fenómeno, sobre todo en contextos donde, por la presencia de más líquidas, hay una tendencia a la disimilación, por ejemplo:

Delantar, delantares. Dígase delantal, delantales. Vicio de pronunciación algo disculpable, porque, teniendo ya la voz una l en el medio, la lengua, para guardar la armonía, busca una r. Así se observa por lo general en los nombres en al y en ar, en los cuales se evita la repetición de estas dos consonantes, y, al contrario, se procura que se mezclen: particular, popular, militar, melonar, olivar; al contrario: mortal, corporal, cordial, higueral, nogueral. En esto ha seguido el castellano la misma fonética del latín. (1908-1911)

6.3. Morfología 6.3.1. Flexión del sustantivo En otros casos, lo que destacamos en Román es su conocimiento del latín, así como el recurso de este para el argumento en algunos de sus artículos lexicográficos. Tal es el caso de la reflexión que entrega por el nombre propios Carlos: Carlos, n. pr. m. […] Ponemos aquí esta voz para advertir que su terminación en os es excepción a la regla general de que los nombres latinos en us de la 2.a y de la 4.a declinación pasan al castellano en o; como Antonius, Brutus, palus, inimicus, lacus, que son respectivamente Antonio, Bruto, palo, enemigo, lago. Solo en composición pierde la s: Carlomagno, o a la italiana, Monte Carlo. La misma forma de Carlos tomaron Filipos, Frutos, Pilatos, Marcos, y aun Longinos, aunque no hay uniformidad en su escritura, pues algunos escriben Longino. Nicodemus se quedó con su forma latina. Alejos dijeron al principio algunos, aunque en latín es Alexius; pero felizmente no prevaleció, y ahora todos los que escriben y pronuncian bien, prefieren Alejo. Dios, debiendo haber sido Deo o Dío, agregó también una s, cosa que los judíos españoles reprochaban a los católicos de España, diciéndoles que se habían hecho politeístas al pluralizar el nombre de la Divinidad. Palos, el célebre puerto en que se embarcó Colón para venir a descubrir el Nuevo Mundo, “no es pl. de palo, vara gruesa y larga, de madera, sino forma corrupta de la voz latina Palus, laguna, por la que inmediata a la población hubo antiguamente”. (Gram. de la Acad.) Pablicos llamó Quevedo al héroe de su Buscón. (1901-1908). En nuestro cotejo con obras que tratan de nombres propios y apellidos (Conto e Isaza 1885 y Toro y Gisbert 1900) no encontramos estas reflexiones respecto a Carlos, mas la tónica de estas obras es similar, puesto que suele hacerse un rastreo diacrónico para comprender lo que respecta a los nombres propios y sus reglas, sobre todo de ortografía, prosodia y ortología. Lo más cercano, respecto a estas reflexiones y contemporáneo de Román sería lo que expone Menéndez Pidal respecto a la flexión del sustantivo: “El español no conoce sino la propia del acusativo; los restos del nominativo clásico son esporádicos; la –s aparece por influencia eclesiástica o gálica en

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Dios, Jesús, Longinos, Carlos, Marcos, en los nombres rústicos Domingos, Pabros, Toribios, etc.” (1968 [1904]: §74).

6.3.2. Neutro plural En el caso del plural en nombres neutros, tal como nos comenta Menéndez Pidal (1968 [1904]: §77), se conservaron muchísimos en romance, pero no con valor de tales plurales, sino como singulares femeninos, los cuales tienen, originariamente, un valor plural o colectivo. Asimismo, otros que, si bien no tenían este valor plural o colectivo, por su condición de neutros, también dieron en femenino singular, tal como nos informa Román:

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Biblia, f. No vamos a tratar de su inspiración, ni de su historia, ni de su interpretación, ni siquiera de su lectura y propaganda: queremos únicamente considerar el vocablo en sí, porque nos da ocasión para tratar de muchos otros análogos. En verdad, llama la atención la formación del vocablo biblia, que, siendo en griego y en latín n.pl., ha venido a ser en castellano f. singular. ¿Por qué lo que en griego significa los libros es en castellano la biblia? ¿por qué millia pedum, que en latín significa un mil de pies, es en castellano la milla, y lo que significa los nombres es en castellano la nómina? ¿A qué ley del idioma obedece esto? Sin duda a la forma exterior que nos da una terminación en a, la cual, no pudiendo ser pl. en castellano, porque en esta lengua el signo de pl. es la letra s o la sílaba es, ha tenido que ser necesariamente singular en cuanto al número, y en cuanto al género, f., que es el dominante en los sustantivos en a derivados del latín o de otro idioma que no sea el griego. Agréguese que casi todos estos nombres formados de la misma manera que biblia tienen también algo de colectivos en cuanto a su significado; lo cual es una razón más del número singular que se les ha dado. De esta clase son: acta, agenda, anécdota, antigualla, braza, bigornia, cabeza, ceja, circunstancia, cizaña, conquista, cornamenta, crónica, cuenta, deuda, enseña o insignia, entraña, era, errata, escalera, etcétera, fiesta, fila, foja, fuerza, gesta, herramienta, hila, hueva, instituta, labia, leña, leyenda, loza, luminaria, maraña, maravilla, medalla, merienda, milla, minuta, miscelánea, mónita, montaña, mortaja, muralla, musaraña, nómina, nueva, oblata, oferta, ofrenda, orgía, osamenta, pieza, promesa, sábana, sandalia, saya, secuencia, semilla, seña, témpora, tormenta, úlcera, valla, vestimenta, víscera, vitualla; animalia, colectánea y dona (anticuados); Castilla y Ostia (n. pr.). Otros hay que, sin tener significado colectivo en latín ni en castellano, han pasado de neutros plurales en aquella lengua a femeninos singulares en esta: tales como arma, hoja, pécora, pera, poma, sigla, vela (de buque) […] (1901-1908) El mismo Román, en su discurso, declara sus intenciones respecto a qué tratar (y no, repetimos, definir) en un artículo lexicográfico. Por ejemplo, en el artículo biblia, inicia su artículo con unas explicaciones relacionadas con la voz misma, puesto que, al encontrarnos con un artículo de esta voz: “No vamos a tratar de su inspiración, ni

de su historia, ni de su interpretación, ni siquiera de su lectura y propaganda” sino, cual punta del iceberg, repetimos: “queremos únicamente considerar el vocablo en sí, porque nos da ocasión para tratar de muchos otros análogos”. En este caso, el objetivo es dar cuenta del paso de plurales neutros latinos y su paso al singular femenino en lengua española. Destacamos, como suele suceder en este tipo de notas, el afán totalizador en estos casos, puesto que entrega una larga lista de casos.

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7. La relevancia del latín en el Diccionario de Román

El hecho de que Román haya sido en vida uno de los grandes defensores de que se mantuviera la enseñanza obligatoria del latín queda de manifiesto a lo largo de su diccionario en muchísimas reflexiones, así como en artículos lexicográficos que dedica a los latinismos o a una nutrida argumentación relacionada con el latín para dar cuenta, por ejemplo, de alguna corrección. Es uno de sus argumentos para explicar, sobre todo, algún tipo de fenómeno lingüístico: “Todo el que sepa un poco de latín descifrará inmediatamente las etimologías latinas de todas estas voces” (s.v. biblia). Vez que puede, sea por una incorrección, por una imprecisión, por un solecismo o por cualquier tipo de uso que dé cuenta del desconocimiento del latín, usa el diocesano toda su carga vehemente y directa, sea de manera irónica, sea en sátira, sea en queja, respecto al gran despropósito de haber suprimido el latín de la enseñanza escolar. Benevolente, adj. La necesidad de darle un positivo regular al superlativo benevolentísimo, ha hecho que los ignorantes inventen este despropósito. Si acudieran al aborrecido latín, él les enseñaría que la única forma es benévolo. (1901-1908)

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Milite, m. Lo trae el Dicc. como anticuado y con la significación de “soldado”; del latín miles, militis, de donde ha salido militar. Los modernistas y decadentes, que ya no hallan cómo dar novedad al lenguaje, lo están sacando a relucir, así como otros latinismos ya pasados de moda. Si esto nos trajera a lo menos la afición y estudio del latín, loados sean ellos. (1913) Munificente, adj. Es un mal derivado de munificencia o el positivo mal entendido del superlativo munificentísimo. Cualquier que haya saludado la gramática latina sabe que el adj. positivo es munificus, a, um, en castellano también munífico, ca (que ejerce la liberalidad con magnificencia). (1913) El caso de benevolente es relevante, puesto que es una voz que se asentó en el uso. Ya aparecía en Domínguez (1846-47), con la marca de anticuado (¿?). Le siguen Zerolo (1895) y Alemany (1917). Todos lo remiten a benevolente, tal como informa Román. La tradición académica lo integra, primero, en los diccionarios manuales de 1927 y 1950 pero con la información normativa de “neologismo inútil”. Aparece, a su vez, en la tradición usual en 1984. La voz no aparece en Moliner y en Seco tiene la marca

diafásica de literario. La primera documentación la encontramos en la Hemeroteca Digital, en el Telégrafo mexicano, en 1821. Le sigue El barómetro (Madrid) en 1837. Sin embargo, Román no será el primero en dar cuenta de la voz dentro de la tradición hispanoamericana. Podría, como sucede en otros casos, haber tomado la información de las Apuntaciones de Cuervo (1876 en adelante), puesto que la información es prácticamente la misma, con un leve cambio en la actitud vehemente, tan propia del primer Cuervo: “Esto es palmar para quien sepa dos onzas de la lengua latina” (1876: §212). A su vez, mucha de su didáctica del latín se percibe, repartida, a lo largo de su Diccionario: M […] La misma repugnancia que tiene el castellano a la m final trasladan algunos chilenos a la lectura del latín, ya suprimiendo esta letra, ya convirtiéndola en n. Ambos son defectos gravísimos, porque despedazan los vocablos y hacen ininteligible el sentido. Ejemplo de lo primero: Pane nostrum quotidianum; Per Dominu nostrum. Ejemplo de lo segundo: Dixit jesus discipulis suis parabolan hanc; Et in Jesum Christum Filiun ejus. (1913). Pero no solo con el latín es crítico respecto a los estragos de la enseñanza, puesto que en algunos artículos lexicográficos podemos apreciar, por lo demás, una crítica respecto a otras disciplinas, como la filosofía, por ejemplo. Ante los reparos que le genera la extensión semántica de un galicismo (algo que, con el tiempo, el uso y la norma asentó), podemos apreciar su crítica directa al sistema educacional chileno: objetivo, m. Nunca ha significado en castellano intento, fin, propósito, designio, blanco, mira. Hablan pues malamente los que dicen que “el objetivo de su discurso es tal o cual cosa”, que “el objetivo principal de los constituyentes del 33 fue vigorizar el poder objetivo”. La única acep. que como s. le da el Dicc., y esa tomada del francés, es: “lente colocada en los anteojos y otros aparatos de óptica en la parte dirigida hacia los objetos”. A causa de la poca o ninguna filosofía que ahora se estudia y por la mayor importancia que se da a las ciencias naturales y matemáticas, van cundiendo en el lenguaje como plaga calamitosa los términos de éstas. Así, fuera del objetivo, tenemos la característica, la resultante, el producido. (1913-1916) Queda, pues, para un estudio posterior, profundizar aún más en el dominio que tenía Román de esta lengua y cómo la manejaba para persuadir respecto a ciertos tópicos, como la normatividad, la corrección, la etimología; o bien, cómo, dentro del latín por el latín mismo, podía Román explayarse y tratar temáticas que siempre derivaban en lo mismo: la imperiosa necesidad de que un hablante domine el latín para poder dominar una lengua románica como lo es el español.

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8. Un cura redactando un diccionario

El hecho de que Román haya sido un diocesano activo dentro del mundo religioso chileno lo ha llevado, a lo largo de los cinco volúmenes, a incorporar una serie de voces relacionadas con el campo semántico del mundo católico. Muchas veces es muy detallista con algunas definiciones presentes en el diccionario académico; otras veces insiste en la necesidad de que el diccionario académico incorpore ciertas voces (muchas, de escasa frecuencia) o modifique ciertas definiciones. En otros casos podemos llegar, incluso, a oír hablar a ese sacerdote activo en la curia en algunos artículos lexicográficos los cuales, en rigor, no necesitarían de la monserga religiosa. Pensemos, por ejemplo, en el artículo lexicográfico de la voz no-ser, de claros ribetes normativos, en donde Román, fuera de vilipendiar, da rienda suelta a ese sacerdote lexicógrafo, que no pierde su tiempo y sermonea, como cura que era, dentro de los niveles del segundo enunciado:

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En el caso del artículo lexicográfico votivar, tenemos un verbo que solo aparece, dentro de la tradición lexicográfica oficial, en Román:

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No-ser, m. Poetas ramplones y ayunos de nociones sicológicas han dado en denominar el no-ser la vida del alma humana más allá de la tumba. Los que tienen la desgracia de no creer en la inmortalidad del alma pueden norabuena expresarse así, pero no los que tengan alguna tintura de cristianismo: el no-ser no puede significar la vida espiritual o separada del cuerpo, que lleva el alma, sino única y exclusivamente la nada; esta sí es la negación del ser o el no-ser. (1913-1916)

Votivar, a. Hacer votiva la misa o el oficio del día. Es v. usado por los rubriquistas y por los eclesiásticos, bien formado y digno de admitirse; pero entiéndase por misa votiva, no la que define el Dicc., sino la que definimos nosotros en el art. Misa, y por oficio votivo, el que explicamos en el art. Oficio. (1916-1918) Lo relevante en este caso es que Román aprovecha, en votivar, de reiterar las observaciones metalexicográficas que hizo en su momento, en dos artículos lexicográficos: misa votiva y oficio votivo, porque, al parecer, el diccionario académico no había

tratado de manera suficiente sendas definiciones, sobre todo, la voz votivo en tanto adjetivo: Misa votiva. Tampoco está bien definida en el Dicc., que dice: “la que, no siendo propia del día, se puede decir en ciertos días por voto a algún santo”. Este último complemento contiene dos errores: la misa votiva se celebra por devoción o por compromiso, y muy rara será la que se celebre por voto, aunque de esta palabra traiga su origen el nombre. En segundo lugar, este voto, caso de existir, no es siempre a algún santo, porque hay misas votivas de la SSma. Trinidad, de la Santa Cruz, del SSmo. Sacramento, por un enfermo, por peregrinos, por el perdón de los pecados, etc. (1913: s.v. misa) Más que la observación que hace Román al diccionario académico, observación que hace a la edición de 1899, puesto que en la edición de 1914 la definición se había restringido a: “la que, no siendo propia del día, se puede decir en ciertos días por voto”, lo que destacamos en la nota es la argumentación que entrega. Por un lado, explicita que este tipo de misa es por devoción o por compromiso, por lo que el complemento “por voto a algún santo” es impreciso, sobre todo, por “algún santo” restringe demasiado la definición. Desde la edición usual de 1925 la definición se ha modificado a “se puede decir en ciertas ocasiones por devoción”, más acorde a lo que proponía Román. Respecto a oficio votivo, alega: “Falta la loc. Oficio votivo: el de algunas festividades o santos que se rezaba en días en que no había oficio propio o el que había era de rito inferior” (1913-1916: s.v. oficio), locución aún no incorporada. A su vez, la minucia lo lleva a abogar por acepciones diferenciales. Por ejemplo, en el detalle obsesivo con que revisa las nuevas lematizaciones que la Academia va ingresando, sobre todo si estas están relacionadas con el mundo eclesiástico. Tal es el caso de la voz adoratriz, lematizada por vez primera en la edición usual de 1899, donde, según el cotejo que hemos llevado a cabo, es el único caso donde un lexicógrafo aporta una nueva acepción, diferencial: Adoratriz, f. Por primera vez lo ha admitido el nuevo Dicc., pero restringiendo demasiado su uso, pues lo define: “Profesa de una orden religiosa fundada en España para reformar las costumbres de las mujeres extraviadas”. El objeto dice tanto con el nombre como lo negro del blanco. Más acertados andamos los chilenos, que llamamos adoratriz a la mujer perteneciente a instituto religioso o piadosa asociación que tienen por fin principal adorar al SSmo. Sacramento. (1901-1908) Sin embargo, se acerca mucho a lo que define Moliner (1966-67): “Femenino de adorador, aplicado solamente a las monjas de cierta comunidad y, en plural, a esa comunidad”, así como lo definido por CLAVE donde, creemos, esta orden religiosa, fuera de su trabajo con mujeres que ejercen la prostitución es (citamos parte de la

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definición de CLAVE), se ha fundado: “con el fin de adorar el cuerpo eucarístico de Cristo”. Un trabajo por hacer en el estudio de la obra de Román sería, sin lugar a dudas, una investigación acabada de todo el léxico religioso que incluye en su Diccionario. Tanto que solemos decir que hay un diccionario dentro del Diccionario de Román que tiene que ver con el mundo eclesiástico.

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9. Metalectura del diccionario de Román

No podemos dejar de lado, en este estudio acerca del Diccionario de Román, las lecturas que van más allá de lo relacionado con las características de la obra misma, así como de su contenido, por así decirlo, “clásico”: el repaso de su lemario y su contenido, el tipo de definiciones y su ordenamiento de acepciones, entre otros aspectos; así como lo de diferencialidad o lo de general que hay en él o lo histórico en su tratamiento, entre otros aspectos. Todo esto lo hemos tratado, panorámicamente, en la segunda y tercera partes de este estudio. Sin embargo, quedaría la presentación trunca del Diccionario de Román si no damos cuenta de otros aspectos relevantes y que hacen de este un diccionario de su época; por ello queremos dar cuenta del trabajo de nuestro sacerdote desde una perspectiva sociocultural. Asimismo, no queremos dejar de lado las ideas lingüísticas que se deducen de la lectura del Diccionario, así como de las ideas lexicográficas y metalexicográficas. Todo esto, y en ello hemos insistido innumerables veces, da para una monografía en sí misma, pero es impensable una suerte de presentación en sociedad de esta obra sin todos estos aspectos mencionados y tratados someramente, creemos.

9.1. Perspectiva sociocultural en el Diccionario de Román Insistimos en que los diccionarios generan redes de distintas temporalidades (vid. § 2.6.3. de la Segunda parte, así como en Lauria 2012a y 2012b, de donde tomamos la fuente): por una parte, una temporalidad de larga duración, puesto que presentan una notable estabilidad genérica, es decir, están insertos en una tradición de género, la tradición discursiva lexicográfica. Al mismo tiempo, los diccionarios se relacionan con tramos históricos de duración media, los cuales están vinculados con procesos históricos específicos, como la formación de los Estados nacionales o, desde una perspectiva actual, el proceso de globalización. Por otro lado, los diccionarios se articulan con acontecimientos específicos, en los cuales se producen y circulan: hitos sociales, gobiernos determinados, transiciones, constituciones, políticas lingüísticas

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específicas, entre otros. Por lo tanto, debemos tratar este discurso lexicográfico como una representación que rescata momentos históricos, políticos y sociales de la comunidad en la cual el diccionario se elaboró. El discurso lexicográfico, por lo tanto, remite a una dimensión ideológica vinculada con las condiciones de producción en las cuales fue formulado este discurso, así como las circunstancias de enunciación de este y, además, el contexto socio-histórico más amplio. Es lo que Pérez llama “considerar sociológicamente el texto lexicográfico” (Pérez 2000:12). Por lo tanto, hemos adoptado, para el análisis de nuestro Diccionario de Chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas de Román, una mirada que abarque más que la propuesta dada por los estudios metalexicográficos. Por estas razones, los aspectos contextuales y glotopolíticos, aunque escapen de los objetivos de una edición crítica que se atenga al léxico mismo, son fundamentales, creemos, sobre todo para el tipo de diccionario que estamos estudiando. Son aspectos que corresponden, sobre todo, al campo de la historia y de la sociedad latinoamericana, chilena; sin embargo, es necesario dar cuenta de ellos, más que nada porque los encontramos en una obra lexicográfica. Lo ideal será dar cuenta de esa mixtura: lo histórico, lo contextual y lo ideológico, en juego con lo lingüístico. En otras palabras, el diccionario es el resultado de la reflexión acerca del lenguaje, la lengua, la variedad local, el habla, la comunicación, y esto lleva a tomar decisiones en torno a una serie de cuestiones tales como la unidad o la fragmentación de la lengua, la variación, la norma, el uso, la prescripción, la descripción, el cambio lingüístico, el purismo, la corrupción idiomática, el contacto de lenguas, los indigenismos, los préstamos, los neologismos, los arcaísmos, los tecnicismos, los extranjerismos, los calcos, los barbarismos, la lengua culta o literaria y la lengua popular. (Lauria 2012b: 56)

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Pero, al mismo tiempo, el diccionario refleja aspectos relacionados con el ámbito político, económico, social, cultural, demográfico y tecnológico, entre otros; así como del momento histórico en el que fue redactado, por lo que, al leerlo, se activan memorias y, sobre todo, ideologías e imaginarios sociales. Por lo mismo, en este apartado queremos referirnos a una serie de puntos que pueden graficar, en parte, la perspectiva sociocultural en el Diccionario de Román, como la ideología del sacerdote, la que podemos rastrear en la lectura atenta de su obra, así como determinar cuál es el capital enciclopédico, digamos, del sacerdote o su grado de modernidad o no y, por último, cuánto hay de eurocentrismo en un actor cultural con una propuesta pedagógica altamente racionalista, como lo fue nuestro sacerdote.

9.1.1. Ideología en Román A propósito de la ideología, son pertinentes las reflexiones de Pascual y Olaguíbel (1991) y de Camacho (2003-2004 y 2013) respecto a la imposibilidad de alcanzar esa objetividad en un diccionario como buscaba Casares (1950). En efecto, estos autores insisten en que todo empeño por borrar las huellas de ideología en una labor lexicográfica es, prácticamente, imposible. Si bien el peso ideológico puede darse a lo largo de la obra completa (títulos, paratextos, disposición tipográfica, marcaciones, selección del lemario, entre otros), nos hemos atenido, en este apartado, solo al nivel de la definición, puesto que es “el lugar más proclive para la aparición de los contenidos ideológicos ha sido –y continúa aún siéndolo– la definición lexicográfica” (Azorín 2011: 122). Forgas fue más allá y vio en cada entrada de un diccionario: “un “ideologema”, puesto que a través de la definición lexicográfica que esa palabra se traslada a términos de sentido, o, lo que es lo mismo a términos de ideología” (Forgas 1996: 73). Para este apartado, hemos hecho, además, una selección de algunas de las temáticas más usuales para poder dar cuenta de la ideología en el Diccionario de Román. Respecto a este punto, Camacho aclara: Se puede precisar que si bien algunos especialistas se han propuesto describir los medios lingüísticos, los recursos formales, las formas lingüísticas o los puntos de anclaje de la subjetividad del emisor […] son la identificación y evaluación de los temas o asuntos, o el criterio temático, el mecanismo más productivo, como lo demuestra la bibliografía consultada (Camacho 2013: 61). Las temáticas que enumera Camacho son género, religión, raza, moral, cultura, historia, sociedad, tipos y costumbres, entre otros (2003-2004: 26, 2013: 62). Camacho misma, en su tesis doctoral, propuso un mecanismo de análisis de la ideología en la definición, mecanismo interesantísimo el cual excede nuestro propósito en este apartado, mas sería interesante aplicar su modelo en trabajos posteriores que desarrollen ideología y lexicografía en Hispanoamérica (ver 2013). Asimismo, Camacho insiste en la necesidad de sistematizar los elementos que se consideran al momento de analizar la ideología en la microestructura de un artículo lexicográfico: “sobre todo si se tiene en cuenta que una de las limitaciones que arrastra el estudio de la presencia de las ideologías en los diccionarios radica precisamente en la falta de sistematicidad en la diferenciación intrínseca del objeto de estudio, manifiesta desde su propia complejidad formal” (Camacho 2013: 69). En efecto, algunos autores han propuesto elementos clave para detectar la ideología en la definición lexicográfica. Un primer caso fue Blecua (1990), quien recomendaba fijarse en los deícticos personales (y toda su

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esfera); los deícticos espaciales (España y Europa como referentes); los deícticos temporales (antiguamente, modernamente, hoy, ya); el pronombre primera persona del plural (nosotros) y su forma abreviada (nos); las formas verbales conjugadas en primera persona del plural; los pronombres posesivos; los adjetivos y otros elementos valorativos (subjetividad afectiva o evaluativa) y los sufijos afectivos. Forgas, citada por Camacho (2013: 67-68), a los ya referidos por Blecua, agrega los adjetivos, adverbios y verbos evaluativos; los verbos y enlaces oracionales con juicios de valor (suponían, pretenden); los hiperónimos masculinos; la presencia o ausencia de marcas pragmáticas; la elección de sinónimos y antónimos y la selección o creación de los ejemplos. Rodríguez Barcia (2008) agrega, a su vez, el orden de las acepciones; las marcas diastráticas y diafásicas; las marcas de transiciones semánticas; la selección del hiperónimo en las definiciones aristotélicas o hiperonímicas; las restricciones significativas; el empleo de recursos retóricos (símil, metáfora); la selección del léxico de la definición; la elección de una información enciclopédica tendenciosa; la presencia de semas connotativos o virtuemas; la selección de autoridades y la selección y explicación de los refranes, proverbios. Tal como propone Camacho (2013: 70) presentaremos una propuesta de elementos que emerja de los contenidos revelados en el Diccionario mismo, sin fijarnos (y limitarnos, por eso) en alguno de estos criterios de clasificación ya establecido. Es interesante que, en este caso, luego de la lectura completa del diccionario, constatamos que se presenta una equivalencia entre las etiquetas, como las denomina Camacho y los aspectos que hemos seleccionado nosotros. Por ejemplo, Camacho (2013: 71-72) presenta la ideología social, es decir, que el enunciado se presenta en relación con los individuos en su condición de miembros de la sociedad; la ideología de género, es decir, que el enunciado se presenta en relación con lo femenino o lo masculino (del que hablaremos más adelante); la ideología de discriminación racial, es decir, que el enunciado se presenta en relación con las razas y los diversos modos de discriminación; la ideología identitaria, es decir, que el enunciado se presenta en relación con los rasgos que distinguen o identifican la nación; la ideología religiosa, es decir, que el enunciado se presenta en relación con el pensamiento mágico-religioso de la nación; la ideología moral, es decir, que el enunciado se presenta en relación con actos que puedan ser vistos como buenos o como malos y la ideología lingüística, es decir, que el enunciado se presenta en relación con el ideal de lengua y la corrección. En el caso de mulato y negro, lo que vemos claramente es una ideología de discriminación racial: Mulato. […] Aplicado a persona, dícese, en castellano, de la que ha nacido de negra y blanco, y al contrario. Nuestro pueblo, que ignora este significado

preciso, aplica la voz mulato al individuo feo y de color muy moreno o negro, aunque por su origen no sea mulato. Es término injurioso, y a veces, para recargar más su significado, se junta con otra voz: Negro mulato, zambo mulato; advirtiendo que tampoco conoce el significado preciso de zambo (hijo de negro y de amerindio). (1913) Negro. […] Aplícase a la persona de escasísima inteligencia y a la que se trata como esclavo, porque así, de poca inteligencia y de este color, eran generalmente los esclavos. De aquí varias locuciones y frases. Negocio del negro; aquel en que se pierde, en vez de ganar. Cuentas del negro: los que dan un resultado contrario al que deben dar. Estar uno echo un negro, Trabajar como un negro, o una negra: muy atareado. Sacar uno lo que sacó el negro del sermón, la cabeza caliente y los pies fríos: no sacar provecho alguno de una instrucción, lectura, etc. Todo esto merece entrar en el Dicc. (1913) O en box podemos constatar una ideología moral, que califica el deporte en sí: “Box. m. Sin admitir el inhumano ejercicio o pelea del box, podemos admitirla” (1901-1908). En indigestarse, una ideología lingüística: Indigestarse, r. No digerirse una cosa. —Ú. t. en sentido fig. Es corriente en España y América, pero solamente en los astros de segunda y tercera magnitud de la literatura, no en los de primera. Por eso y por no tener abolengo clásico no lo ha admitido el Dicc. (1908-1911) En industrialismo una ideología social: Industrialismo, m. Vicio de hacer predominar en todo la industria o de extenderla en demasía. Hemos leído este vocablo en las obras de Don Juan Valera y de la señora Pardo Bazán y nos parece digno de ser aceptado. (1908-1911) Lo mismo en intelectual: Intelectual, m. Nombre que se ha dado modernamente al individuo que sobresale entre los demás por la fuerza y el cultivo de la inteligencia; por consiguiente, ha de tener cultura superior y ha de ser capaz de escribir medianamente. A la vista está que el término éste no peca de modesto, pues se ha tomado de la facultad más noble del hombre, el intelecto ó entendimiento. Mientras los demás mortales son jornaleros, ganapanes, obreros ú operarios, labradores, agricultores, etc., el intelectual, encaramado en lo más alto de su cerebro, dice: Yo no participo de la prosa vil de esta vida, sino que vivo vida intelectual; yo no soy como los demás hombres que viven en esta baja tierra, yo vivo en el mundo de la idea, yo soy intelectual! Más modestos fueron los antiguos, que llamaron intelectual, hoy anticuado, al “dedicado al estudio y meditación”. Esperamos que el futuro Dicc. No ha de sancionar esta voz, ó que, si la admite, envíe al lector al art. Racional, que es el espejo en que deben contemplarse los tales intelectuales. (1908-1911)

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O en peón: Peón, m. fig. Sujeto ordinario o grosero, como suelen ser los peones. “Fulano no es digno de ninguna consideración, porque es un peón”. No aparece en el Dicc. esta acep., que es corriente en Chile. (1913-1916) En getta, jettatura, una ideología religiosa: Getta, jettatura. Voces italianas, que deben escribirse ietta, iettatura, o, si se quiere, jetta, jettatura, derivadas del v. iettare, arrojar, lanzar, el jactare latino. Las usan los modernos supersticiosos en el significado, la 1.ª, de mala influencia, ó fatalidad, y acción ó efecto de esto mismo, la 2.ª equivalen á la fr. Castellana Tener uno mala sombra (ejercer mala influencia sobre los que le rodean). Con la loc. mala sombra puede pues corregirse todo el mal uso que se hace de este italianismo, diciendo, por ej.: Pedro tiene mala sombra: Hasta a mí me alcanzó su mala sombra: su mala sombra perjudica, saña, arruina á cuantos se le acercan. Como hay personas tan vacías de meollo, que no pueden explicarse por qué todo les sale al revés ó patas arriba, por qué en todo las persigue la fuerza del sino, la mala suerte ó la fatalidad, por qué se llevan siempre una mala estrella que nó al portal de su dicha sino al de su desventura las conduce, éstas, en vez de buscar la explicación de las luminosas enseñanzas del cristianismo, prefieren las ridículas de la superstición y de la ignorancia. ¡Allá se las avengan! (1908-1911) Lo mismo en ocultismo: “Ocultismo, m. Arte de prestidigitadores y otros embaucadores con que se precian de conocer las cosas ocultas” (1913-1916). O con la familia completa de la masonería: Oriente (Gran). No es posible que el Dicc. se enlode jamás admitiendo los raros y ridículos nombres de la jerga masónica; sin embargo, puede hacer excepción a favor de Gran Oriente, por lo conocido y usado que es. (1913-1916)

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En la ideología identitaria podemos corroborar con igualatario o igualitario, libertario y librepensador, ra: Igualatario ó igualitario, ria, adj. Que iguala o nivela. Sistema igualatario; doctrinas igualitarias. Vocablo bárbaro, de los muchos que pretende introducir la jerga socialista. Si se quiere un término exacto, ahí están igualador, ra, nivelador, ra. (1908-1911) Libertario, ria, adj. Partidario de la libertad como la entienden los socialistas y anarquistas; relativo o perteneciente a la misma. Es vocablo usado en la jerga de ellos y que debe traducirse por libertino, licencioso, desenfrenado, libre, según los casos. (1913) Librepensador, ra, adj. Usado ya por Cánovas, Selgas, Valera, Menéndez y Pelayo y, en general, por todos los modernos, en España y América, merece admitirse, con la consabida postdata: Ú.t.c.s. En pl., librepensadores, ras. Mas

¿cómo definirlo? Ya que la factura es francesa, hable un diario de aquella nación. “Se llama librepensador, dice Le Peuple Français, al hombre que, después de haber afirmado el derecho de todos a pensar libremente, se dedica en seguida a reducir ese derecho a que los demás piensen solamente como él. Todo librepensador es así una pequeña divinidad que promulga sus dogmas. Pero lo que hay de más curioso en él, es que ocurriendo con frecuencia el caso de que él no piense de ningún modo, lleva la libertad de pensar a su grado máximo de intensidad”. La genealogía podría ser ésta: Padre del librepensador, el filósofo del siglo XVIII; padre de éste, el espíritu fuerte, que llamó La-Bruyère; padre del espíritu fuerte, el incrédulo o escéptico, que ha existido en todos los siglos. (1913) O, dentro de la historia reciente de Chile en tiempos de Román, esta interesante fraseología: –Hágame Ud. patria. Fr. que han criticado algunos, pero sin razón, porque las palabras no tienen sino el significado literal que todos les dan. Hágame Ud. patria con tales hombres, es decir, organice o forme Ud. nación, constituya estado con tales individuos!...Parece que fue expresión más común en los tiempos de nuestra emancipación política y de la reconquista; es ella un eco dolorido de todo el desaliento que a veces sentirían los Padres de la Patria y los organizadores de nuestras instituciones. (1913-1916: s.v. patria) Nos queremos detener en un caso que podría, en rigor, englobar a la mayoría de las ideologías, partiendo de la ideología por discriminación racial. En efecto, pensamos que podría ser algo de la propia idiosincrasia de Román lo de teñir una definición con un tinte absolutamente racista, como en el caso de achinado, da, información que va más allá que la misma discriminación racial: Achinado, da, adj. Aplícase a la persona que por su fealdad se parece a los chinos asiáticos o a los indígenas americanos. Véase Chino. (Román 1901-1908) Es más, dentro del ambiente lexicográfico contemporáneo a nuestro autor, no hay mención, en la definición de este adjetivo, de algún sema relacionado con la fealdad o algún otro tipo de rasgo físico desde un punto de vista negativo. Veamos algo de su historia lexicográfica: achinado, da, desde la edición académica usual de 1984, está distribuida como un homónimo en el diccionario académico; por un lado, el oriundo de la China y, por otro, el quechuismo čína, que significa “hembra, sirvienta”. Román los funde en pos de un solo rasgo semántico: la fealdad de la persona, sea por asemejarse a un asiático, sea por asemejarse a un indígena americano. Dentro de la tradición lexicográfica europea, la idea de semejanza aparece en Domínguez (1846-47), en este caso, con un asiático, sin referencia alguna a la apreciación estética ni a la cosmovisión hispanoamericana. En la tradición lexicográfica hispanoamericana, el adjetivo se presenta antes en Ortúzar (1893) pero alegando el sesgo social de quien es achina-

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do (sirviente) y lo define como “aplebeyado”, además de marcarlo diastráticamente como una voz vulgar. Lo mismo Echeverría y Reyes (1900) para Chile, ya sin la marca diastrática. Es decir, podemos pensar que hay una tendencia a marcar negativamente la voz dentro del panorama lexicográfico chileno, sea por una apreciación física, sea por una condición social. Si entendemos que el objeto de un diccionario es ser el reflejo de una sociedad, ¿podríamos pensar que estos tres testimonios, vale decir, los de Ortúzar, Echeverría y Reyes y Román, dan cuenta de una connotación negativa de la voz en Chile? ¿Podría, empero, darse esta connotación dentro de otras comunidades lingüísticas donde se use el quechuismo? Veamos: en estos mismos años Zerolo (1895) es quien primero agrega, desde Europa, la acepción americana: “Dícese de la persona de raza blanca no muy pura y cuyo color o facciones revelan cierta mezcla de la casta llamada china en América”. Es interesante ver aquí la idea del mestizaje con el rasgo de menos pureza, mas no con las connotaciones negativas de la voz en Chile. Toro y Gómez (1901), también desde Europa, define el adjetivo achinado, da como “Persona blanca que tiene mezcla de sangre mulata”. En Hispanoamérica, fuera de Chile, también pesa el significado del mestizaje: en Argentina, achinado, da es lematizado por primera vez en Garzón (1910): “Dícese de la persona que tiene el mismo color y facciones que el chino, referida esta voz al descendiente de indio y zamba o de india y zambo”. Segovia (1911) sigue de cerca la definición de Garzón, también para la Argentina: “Dícese de la persona de raza mestiza de blanca e india, en que prevalecen el color y facciones de la última”. Alemany (1917), desde Europa, define achinado, da como “aplebeyado”, con la marca diatópica de Argentina, de seguro influido por las lecturas que de chino, na, hizo de algunos autores de diccionarios de equivalencias, como Sánchez (1901); es decir, los primeros autores que, detectamos, dan cuenta del rasgo negativo que pueda tener la voz desde un punto de vista social fuera de los chilenos. Dentro de los autores de diccionarios de americanismos, Malaret (1931), solo la marca para la Argentina: “Dícese de la persona de raza mestiza de blanca e india” y agrega una diferencia específica: “en la que prevalecen el color y facciones de la última”, definición que extiende en su edición de 1946 para toda la América meridional y agrega una acepción solo para Chile: “aplebeyado”, así como una primera mención, dentro de nuestro rastreo, a un “Amancebado, o que vive con una china”. Santa María (1942) hace referencia a Sudamérica a “la persona parecida al chino; mulato; hijo de negra o blanco y viceversa”. Una definición marcadamente más social hace Morínigo (1966) en su achinado, da, marcado diatópicamente para Argentina, Paraguay y Uruguay como: “Se dice de la persona de condición social modesta cuyos rasgos físicos denuncian claramente la ascendencia indígena”. La Academia incorporará la

voz en el manual de 1927, con la marca de América, también con el sesgo social que pudo acopiar de sus fuentes e informantes: “Que se parece al chino en el color o las facciones. Aplebeyado”. Esta definición se modifica en la edición manual de 1983, destacando el homónimo correspondiente y definiendo de una manera más neutral: “Mestizo”, el mismo tratamiento que tendrá la voz cuando sea incorporada por primera vez en la edición usual de 1984. Extrañamente, el usual modifica su definición en la edición usual de 2001, restringiendo su campo semántico: “Dicho de una persona: descendiente de negro y mulata o de mulato y negra”, para, en la última edición, modificarla nuevamente a “Dicho de una persona: aindiada”. Interesante tránsito en el que se ve, claramente, que la posición estética de índole negativa es solo y nadie más que de Román, nuestro sacerdote diocesano. Sin embargo, nos encontramos con otro chileno con una posición similar: Medina (1928) define: “Dícese del que por su color más o menos obscuro se asemeja a las chinas (araucanas), o del que por su fealdad se acerca a los chinos. || Amér. Que se parece al chino en el color o en las facciones; aplebeyado”, donde se puede constatar una continuidad respecto al rasgo “fealdad”, que es la que nos interesa sobremanera, esta vez, ya no relacionado con un mestizo, sino única y específicamente a un ciudadano oriental. A su vez, se mantiene el rasgo social del chino mestizo. No estamos seguros, en esta definición, si vemos aquí a un Román o a un Medina, que creen en lo que están definiendo, puesto que ellos lo piensan y lo usan de este modo. Es decir, que ambos creen que una persona achinada es fea y es del populacho (como entendemos nosotros este aplebeyado) o, en su defecto, son portavoces de un uso en una comunidad; en este caso, la comunidad que habla el español de Chile, comunidad que tiene, como conjunto de creencias, creer que un achinado es alguien feo y del populacho y, por extensión, usar la voz en cuestión. Quizás sea necesario engrosar la familia léxica e irse a la voz-base, es decir, el sustantivo mismo y ver qué sucede con china, primero, y, posteriormente, con chino, tanto en Román como en la tradición lexicográfica hispana: China, f. Voz que en quichua y aimará significa criada doméstica. Así se ha usado siempre en Chile; pero actualmente es, en esta acep., una voz de insulto o vituperio. Decirle china a una sirviente es como decirle que es la mujer más fea y ordinaria, una fregona o maritornes de última clase. —De este significado fundamental han derivado las siguientes aceps.: mujer fea y ordinaria; manceba, y también ramera. El diminutivo chinita es término de cariño que se usa en bueno y mal sentido: en bueno, cuando se aplica a una mujer que sirve bien y honradamente a otra persona; en malo, cuando se aplica a la manceba, tronga o querida. (Román 1908-1911)

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Chino, na, adj. Admitiólo el Dicc. en su Apéndice con la nota de americanismo y con esta definición: “Dícese del descendiente de india y zambo o de indio y zamba. U.t.c.s.” La etimología que le da es el mejicano chinoa, tostado, por alusión al color de la piel. En Chile es simplemente el m. de china (véase en su lugar); por eso tiene también todas sus aceps. Un chino es un sirviente o criado; pero no se usa sino como insulto o en tono de extrañeza o reproche: ¿Soy yo chino de Ud.? (Román 1908-1911) Tanto china como su variación genérica chino para Román son voces con connotaciones negativas. En primer lugar, un insulto o vituperio para un sirviente y, en el caso de china: “la mujer más fea y ordinaria, una fregona o maritornes de última clase” y que su sentido se ha extendido, además, al de ‘manceba’ y ‘ramera’. Veamos qué nos dice la tradición lexicográfica anterior y contemporánea a nuestro sacerdote. Respecto a lo estético, la voz ya aparece en Alcedo ([1786-1789] 1967) quien define a china como “Casta o mezcla que se produce de indio y europea en la América meridional; son por lo común muy blancas y bien parecidas”. Como se ve, no hay referencia a fealdad alguna. Continúa Salvá (1846): “El indígena del Perú, cuyos ascendientes han nacido de él”. Le sigue Domínguez (1846-47) con dos acepciones, una para la América meridional: “El que nace de indio y europea” y otra para Cuba: “El hijo de mulato y negra o de negro y mulata”. Cuervo había definido lo que era chino,na, como “chico, chica, muchacho, muchacha, rapaz, rapaza”, pero en sus primeras ediciones proscribía su uso: “Estas voces, por más que se alegue en su defensa, nos parecen bajas y vulgares, y, en nuestro sentir, no deben usarse a troche moche y en todo caso” (1867-1872: §507; 1876: §556). Visión que, en las últimas ediciones, modificará en pos de una postura más descriptiva:

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China, muchacha, rapaza: china, hembra de cualquier animal, criada, moza de servicio; nótese que no tiene masculino. De aquí hemos sacado chino, china (chico, chica, muchacho, muchacha, rapaz, rapaza); aunque observamos en china la aplicación originaria de muchacha de servicio, llamamos en particular chinos a los muchachos del pueblo, sobre todo a los atrevidos y pilluelos; afectuosamente decimos chino, mi chino, china, mi china, no solo a los niños, sino a gente grande” (1907: §959, 1914: §987). Es decir, más que el referente en cuestión, lo que alega Cuervo, el primer Cuervo, es el contexto de uso, que para él es vulgar y no recomendado, algo que después desestimará. Pichardo 1875 [1836] hacía mención a un chino, na como “El hijo o hija de Mulato y Negra, o viceversa”. Con estos datos vemos que el mestizaje fue más allá y el achinado, da, derivado del china quechua se extendió, además, al mestizaje africano. Le sigue Granada (1889), para la Argentina, respecto al sustantivo china: “Aplicase a la india o mestiza que vive entre las familias del país, ocupándose regularmente

de los servicios domésticos”. A su vez, va un poco más allá y desarrolla una nota de tipo enciclopédico para explicarnos qué es una china: Las chinas (mestizas) son naturalmente morenas, y, por lo general, cloróticas, pero agraciadas, dispuestas, y, cuando quieren, incansables en el trabajo, respetuosas y fieles con sus amos, y muy agradecidas al menor beneficio o favor que se les dispensa. No se sujetan por nada de este mundo, prefiriendo ocuparse con libertad en lavar y planchar, y, si entran de cocineras, es a condición de retirarse después del almuerzo y de la comida y de ir a dormir a su rancho, lo que ejecutan cuotidianamente, aunque vivan a larga distancia, llueva a cántaros o caigan los pájaros del calor, ni se casan, sino que se amigan con el primero que se les allega, y, si es constante, le llaman su compañero. Como se puede apreciar, si bien se instala la idea del mestizo que trabaja en el servicio doméstico, la visión positivista de un Garzón, contemporáneo de Román, no se compara con la información absolutamente negativa que entrega Román para el uso chileno. La significación de sirvienta como china se extiende a Costa Rica y Guatemala (Gagini 1892 y Batres Jáuregui 1892, respectivamente). Zerolo (1895), desde Europa, estructura su artículo lexicográfico con cinco acepciones de chino, na para Hispanoamérica: una propia del mestizo; otra del sujeto del bajo pueblo; el calificativo cariñoso y familiar; el muchacho y el criado. Es decir, acopia la mayoría de los usos hispanoamericanos. Lo más cercano al matiz negativo lo vemos en Lafone Quevedo (1898), quien en el verbo achinarse (no tenemos china o chino, tampoco achinado, da en su Tesoro) define “Tomar modales y maneras de chino, pero no del Celeste Imperio, sino de los nuestros, quienes jamás conocieron los extremos de Asia, acaso ni por el nombre”. García Icazbalceta (1899) da cuenta de una acepción ya desusada en México: No era la mujer del lépero, sucia y desharrapada, sino una mujer del pueblo que vivía sin servir a nadie y con cierta holgura a expensas de un esposo o de un amante, o bien de su propia industria. Pertenecía a la raza mestiza y se distinguía generalmente por su aseo, por la belleza de sus formas, que realzaba con un traje pintoresco, harto ligero y provocativo, no menos que por su andar airoso y desenfadado. Es decir, otra acepción que da cuenta de una estética, pero bastante alejada del sentido negativo que entrega Román, aunque con unos aires libertinos que el mexicano se encarga de resaltar. En el suplemento de la edición usual de la Academia, en 1899 se agrega por vez primera chino, na con la sola acepción de “mestizo” como: “Dícese del descendiente de india y zambo o de indio y zamba”, es decir, un nuevo tipo de mestizaje, y con la información etimológica relacionada con “el mexicano” que se refiere Román. Entrando en el siglo XX, vemos que Echeverría y Reyes (1900),

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para Chile, lematiza chino, fuera de “sirviente doméstico” como “plebeyo”. Lo mismo, en sus equivalencias, Sánchez (1901) como “plebeyo” para la Argentina. Bayo (1910) agrega una nueva derivación del sentido de “sirviente”: “Niñera, aya de los niños” para la Argentina y Bolivia, lo mismo Salazar García (1910) en sus equivalencias como “Niñera, rolla, rollona” para El Salvador. Segovia (1911), para la Argentina, sigue definiendo como “Indígena americano”, esta vez con una diferencia específica “puro o mestizo” y Díaz Salazar (1911) para la Argentina, como “mulato, zambo e indígena”. Es decir, es abundante la información relacionada con el mestizaje y con el quehacer de estos mestizos, en relación, sobre todo, con la servidumbre. En las últimas ediciones de las Apuntaciones de Cuervo, se informa de otro china, en tono afectuoso (misma que ha registrado Ramos y Duarte 1896): “son expresiones de cariño voces que indican un defecto: mi negra, mi chato, mi china son halagos para quien lo oye, aunque no tenga nada de eso” (1907: §653; 1914: § 673), algo que Alemany (1917), desde Europa, relativiza, tal como Román, por su marcado tono despectivo. También es Alemany el primero quien agrega la acepción de “Hombre feo y ordinario” para Chile, lo más probable es que influido por las lecturas de Román. Medina (1928), para Chile, entrega cuatro acepciones: criado, hombre plebeyo, calificativo cariñoso e indio, esta última para Chile. Lo interesante, en este caso, es que volvemos a detectar una continuidad respecto a lo despectivo de la voz en los dos lexicógrafos chilenos. Justamente, indio Medina lo marca como una voz despectiva y la define como: “Aplícase a la persona que por el color de su rostro y sus facciones se parece a un indígena americano”. Los artículos lexicográficos polisémicos para esta voz (hasta el día de hoy) empiezan a ser una constante en los diccionarios académicos desde el usual de 1936, donde se van condensado cada una de las informaciones y aportaciones que se van tomando desde Hispanoamérica. Destacamos, por ejemplo, que el étimo “mexicano” que informa Román (y que sutilmente invalida, creemos) se modifica en la edición usual de 1970 en pos del quechuismo y que es desde esta misma edición que el artículo lexicográfico, fuera de esa rica polisemia, exclusiva para Hispanoamérica (13 acepciones), prolifera en detalles de países. No queremos entrar en los pormenores de cada una de estas acepciones y sus modificaciones, sí en que no hay repercusión alguna, fuera del artículo de Alemany (1917) con marca Chile y la acepción que Medina 1928 entrega para Chile, para cada uno de los rasgos y acepciones negativas que enunció nuestro sacerdote. En otras palabras: el tratamiento más despectivo y negativo que hemos apreciado en esta familia léxica es en la pluma de nuestro sacerdote diocesano. Hablamos de aunar ideologías, puesto que nos estamos refiriendo a autores de diccio-

narios publicados en Chile, cuna y patria de chinos por doquier. Es más, el pueblo, si se lo quiere llamar así, está compuesto íntegramente por una población indígena absolutamente diezmada al momento de redactar Román su Diccionario y, sobre todo, de población mestiza: estos chinos. No será la única vez que haga mención negativa del pueblo en sí. Como ejemplo y adenda, agregamos el artículo lexicográfico redactado para el grupo mapuche oriental, el pehuenche: pehuenche,

[…] –Fig. y fam., nombre despectivo e injurioso que suele darse al individuo que, por las facciones y el color de la cara y por sus hábitos groseros, se parece al pehuenche. El nombre de estos indios, que no se distinguen por su valor, no es estimado como el de araucano, y, como el pueblo ignora su significado, lo toma solamente como despectivo. (1913-1916)

9.1.2. Europa, América. ¿Eurocentrismo? ¿Americanismo? El eurocentrismo en la lexicografía ha solido tratarse, desde una óptica ideológica y crítica, de manera bastante tardía. No es hasta los estudios de Lara en los ochentas del siglo pasado cuando se empezó a hacer hincapié en el eurocentrismo que ha tenido la lexicografía hispánica no desde la producción peninsular, sino, sobre todo, desde el servilismo que se ha observado en la producción hispanoamericana desde sus albores. Es decir, la mayoría del trabajo que se ha publicado tiene como principal referente el mundo académico y, sobre todo, sus diccionarios. Esto se ha visto reforzado, a su vez, con los estudios lexicográficos anteriores que desde Alemania lideró Haensch en un primer momento y que dieron cuenta de la precariedad en la praxis de la lexicografía hispanoamericana. Con estos estudios se han impulsado de una forma constante las carencias de esta lexicografía y, posteriormente, desde la historiografía, se ha insistido en el eurocentrismo existente en muchísimos de los autores hispanoamericanos, así como de la posición hegemónica de entidades como la RAE frente a las realidades lingüísticas americanas. Esto hemos tratado de informarlo desde la primera parte de este estudio desde diversos niveles, perspectivas y aristas. En este apartado solo queremos dar cuenta, desde los niveles del segundo enunciado, con una perspectiva crítica, si podemos encontrar cierto europeísmo en nuestro sacerdote o, por el contrario, un americanismo; ese de cuño martiniano, incluso, que dé cuenta del orgullo de ser hispanoamericano o de reivindicar ciertas voces o complementar ciertas acepciones. Americanismo, m. Falta en el Dicc. la acep. de amor a América o entusiasmo por ella. Así usan esta palabra Valera y otros. Se ha dado también en el mun-

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do católico, desde hace poco, el nombre de americanismo a ciertos errores propalados en los Estados Unidos y pronto condenados por la Santa Sede, de que la Iglesia debe conciliar sus dogmas con las doctrinas modernas. (1901-1908) Americano, na, adj. “Natural de América. Ú.t.c.s.|| Perteneciente a esta parte del mundo”. Así define el Dicc. sin que haya pero que ponerle. Dejen pues los señores yanquis de llamarse a sí mismos y sus cosas americanos por excelencia, como si fueran los únicos habitantes de América, y conténtense con los adjetivos que les brinda el último Dicc.: angloamericano, norteamericano y yanqui. (1901-1908)

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Un interesante caso es el de ambos artículos lexicográficos, puesto que, en lengua española, hasta el día de hoy, hay una confluencia respecto al uso de americanismo, sea para lo americano todo, para lo hispanoamericano o para lo norteamericano (entendiéndose a los Estados Unidos de América). Vamos por partes: la cita que de Valera hace Román en americanismo lo más probable es que sea de La Atlántida (1892) o, sobre todo, de Genio y figura (1897), obras, ambas, que hacen referencia al mundo hispanoamericano. Si rastreamos la tradición lexicográfica europea, vemos que la significación más temprana de americanismo es la lexicológica (es decir, la relacionada con el vocablo, giro o rasgo fonético, gramatical o semántico, que pertenece a alguna lengua hablada en América). Esta fue lematizada, por primera vez, en el diccionario de la editorial Gaspar y Roig (1853), le siguen Toro y Gisbert (1901), Pagés (1902), Alemany (1917) y Rodríguez-Navas (1918). Destacamos, dentro de esta línea, la nueva acepción que agrega Zerolo (1895): “Espíritu de confraternidad entre las naciones americanas, considerándolas como una patria común”, única acepción del tipo dentro de la tradición lexicográfica. El diccionario usual de la Academia empieza a lematizar la voz con el valor lexicológico desde la edición de 1884 y en la edición de 1925 agrega la segunda acepción que proponía Román: “Admiración por las cosas de América”. Algo que se mantiene hasta la edición de 1970, donde se reformula el artículo completamente y empieza a presentarse, salvo con algunas mínimas modificaciones, cómo luce hasta el día de hoy. Sin embargo, hay una salvedad que queremos destacar: en el Histórico de 1933, a esta segunda acepción se le agrega: “y especialmente por la de los Estados Unidos”, ejemplificando con Genio y figura de Valera, donde se describe a un admirador por las cosas, en rigor, de Hispanoamérica, por lo que habría una clara confusión. El primer diccionario hispanoamericano que lematiza la voz americanismo es el de Arona (1938 [1882]), para Perú, quien posee una carga ideológica reivindicativa, la cual, si bien tiene que ver con la acepción lexicológica, da cuenta de cómo trata la voz el autor y qué tipo de crítica hace respecto a la restricción de esta, que va

más allá de lo estrictamente lexicológico y se condice con lo que demanda Román en americano, na: De tal manera se han salido con la suya los yanquis de que por América no se entienda sino Estados Unidos y por Americanos ellos, que ya hasta en el lenguaje lexicográfico, después del Diccionario de Barlett, solo pueden ser americanismos los de la América anglo-sajona. Así es que si mañana un nuevo filólogo de los nuestros emprende un trabajo comprensivo sobre los monográficos de los señores Pichardo, Cuervo, Rodríguez y el presente ¿de qué título echará mano? Tendrá que decir Diccionario de Hispano-Americanismos, o para abreviar, “Provincialismos de Hispano-América”. A pesar de toda su pujanza los yanquis no han sabido darse nombre nacional; los Estados Unidos son unos estados que se han unido y nada más, americanos son tanto los de allá como los de Patagonia. Han contado sin la huéspeda; tarde o temprano la América española se repoblará, que es todo lo que le falta para hacerse gente; y cuando ella también sea América y nosotros también Americanos, ¿cómo evitarán la ambigüedad los que prematuramente tomaron posesión absoluta del nombre? Cuando nosotros viajábamos por el oriente y otros puntos lejanos de Europa y advertíamos que éramos americanos nos objetaban con la mayor naturalidad que no teníamos acento inglés. Es que somos Sud-Americanos, replicábamos. —Es que también los Americanos del Sur hablan inglés, volvían a decirnos, aludiendo a los Americanos del Sur de los Estados Unidos. —Somos hispano-americanos. —¡Ah! ¡español! —Tuvimos que renunciar a tener patria. (Arona 1882, s.v. americanismos). Luego, Arona entrega una lista interesantísima de hispanismos que han entrado al inglés (toma como corpus el citado Diccionario de Bartlett) como una forma de seguir el desafío: “Ciñéndonos al sentido lexicográfico de la palabra que motiva este artículo diremos, que entre los Americanismos de los Yankis se han introducido, por el intermedio de México, muchos de los nuestros españoles” (s.v. americanismos). En rigor, el primer lexicógrafo que entrega un artículo aproximado de lo que propone Román en 1901 sería Zerolo (1895) y, con lo mismo que propone Román, García Icazbalceta (1899) para México, como “Predilección por lo americano”. Garzón (1910) para la Argentina aporta una interesante información, muy cercana a lo que aparecerá en el diccionario académico usual desde 1970. En primer lugar, una primera acepción, muy cercana a la propuesta de Román, que marca solo para la Argentina: “Apego de los naturales de América a ella y a cuanto le pertenece”. Una segunda acepción, también para la Argentina solo, como “Índole, costumbres, carácter, modalidad de los americanos”, muy cercana a la primera y segunda acepción de americanismo en el actual diccionario académico. Una tercera acepción, también marcada para la Argentina: “Influencia o intromisión del gobierno de los Estados Unidos de América en los asuntos domésticos de las otras naciones del Nuevo Continente”, la cual no ha vuelto

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a ser detectada dentro de la tradición lexicográfica posterior. Asimismo, agrega una interesante acepción, bastante crítica del concepto, que la inicia con una cita: No, no es posible sostener que la adhesión de San Martín a Rosas venía de su americanismo exaltado y de su temor o su odio al extranjero” (Miguel Cané: Prosa ligera, Buenos Aires, 1903, P. 226). Es curiosa, porque revela el triste concepto de una época, que, felizmente para nosotros, ya pasó, la pintura que hacía del americanismo M. Charles de Mazade en la Revista de ambos mundos, en el número de 15 de noviembre de 1846 a propósito de la inmortal obra de don Domingo Faustino Sarmiento, Civilización y barbarie. El párrafo está en la pág. 232 del libro arriba citado, Prosa ligera, del Dr. Cané. Dice así: “El americanismo representa la holgazanería, la indisciplina, la pereza, la puerilidad salvaje, todas las inclinaciones estacionarias, todas las pasiones hostiles a la civilización; la ignorancia, la degeneración física de las razas, así como su corrupción moral…Obligando a las potencias europeas a emplear las armas contra él, el americanismo ha puesto en claro un hecho que resume las relaciones de ambos mundos: es que la Europa se verá fatalmente empujada a hacer la conquista material de la América, si no hace pacíficamente su conquista moral” —“El segundo término del vaticinio, dice el Dr. Cané, se va cumpliendo, pero ¡cuán lentamente! (Garzón 1910: s.v. americanismo).

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Segovia (1911), también para la Argentina, agrega una definición similar a la que propone Román: “Apego del americano a las costumbres, instituciones y demás cosas de nuestra América”. Malaret (1917), para Puerto Rico, agrega una acepción única dentro del corpus revisado: “Admiración exagerada por el gobierno y las costumbres de los Estados Unidos de Norte América”. Emblemático es que sea, justamente, un autor puertorriqueño, justamente, por la situación y posición política que mantiene esta isla con los Estados Unidos. La tradición lexicográfica de americanismos no da cuenta de estas interesantes acepciones y reflexiones que hemos detectado en Arona, Garzón y Malaret. Solo Morínigo (1966) incluye la acepción de Malaret (1917), marcándola para las Antillas, México y Venezuela. El DHLE (1960) presenta, como documentación para la acepción que propone Román, el Facundo de Sarmiento (1845) e incluye, dentro de este segmento, sin hacer una distinción respecto a las diferencias específicas (apego a lo americano en general frente al apego a lo americano propio de Estados Unidos). También incluye la acepción que propone Garzón (1910): “Influencia o intromisión del gobierno de los Estados Unidos de América en los asuntos domésticos de las otras naciones del Nuevo Continente”, dando la misma cita que hace Garzón en su diccionario, solo. Respecto a la segunda acepción que propone Román, inexistente dentro de toda la tradición lexicográfica, es citada en el DHLE 1960 como “Movimiento religioso surgido a fines del siglo XIX en los Estados Unidos de América, que propugnaba una modernización de la Iglesia Católica y la primacía de

la acción sobre la contemplación” (s.v. americanismo) y complementando con citas de Juan Vázquez de Mella (1906) y la Historia de la Iglesia Católica de Montalbán, Llorca y García Villoslada (1945-1963). Román, sin embargo, mantiene esta postura purista solo en los ámbitos lingüísticos, creemos, puesto que, en otros niveles, como el cultural, constatamos una postura pro-americanista, incluso, vehemente. Por ejemplo, frente al desconocimiento que se tiene de la historia hispanoamericana, comenta: Bolívar, m. “Moneda de plata de Venezuela, equivalente a una peseta. Es la unidad monetaria”. Admitido en el último Dicc., pero con tres defectos, a nuestro juicio: 1.º no dar la etimología, que, aunque para los americanos sea sabidísima, porque ninguno de ellos ignora quién fue el venezolano Simón Bolívar, no lo es así para los europeos, que saben tan poco de América que da grima; […]. (1901-1908) ¿Hasta qué punto habría un desconocimiento acerca de quién fue Bolívar? Para ello cotejamos diccionarios europeos y constatamos que, pasados veinte años del fallecimiento de Bolívar, los diccionarios enciclopédicos de Domínguez y de la editorial Gaspar y Roig, en 1853, ya lo incluían en sendos artículos lexicográficos biográficos. Es interesante, además, qué caracterizaciones se hacen de Bolívar: Domínguez lo califica de libertador, mientras que el Diccionario de la editorial Gaspar y Roig parte calificándolo como “Fundador de la república de Bolivia” para, luego, describirlo como “dictador y luego presidente de la república de Colombia”, para, hacia al término de su vida cerrar con un “pero acusado de aspirar a la tiranía, renunció este cargo”. Hacia final de siglo tenemos la tercera referencia enciclopédica, la del diccionario enciclopédico de Zerolo (1895), donde se modifica sustancialmente las calificaciones para Bolívar, pues se parte con un “Ilustre general”, para terminar, hacia el final de sus días con un “La ingratitud y la envidia acibaran los últimos años de su vida”. En Zerolo, además, se incluye por vez primera la acepción referida a la moneda como novena acepción (la única de lengua, pues las siete restantes tienen que ver con referentes geográficos). Calificaciones similares en otro diccionario enciclopédico, ya del XX es la que entrega Rodríguez-Navas (1918): “Célebre general americano”. Por otro lado, Román hace referencia a la voz en cuanto a su significado monetario y le pide, al diccionario usual, una referencia etimológica por la metonimia en cuestión, cosa que se hace, por primera vez, en Alemany (1917), seguido por la Academia en el usual de 1925: “Del nombre de Simón Bolívar, que inició la Independencia en América”, para modificarlo en el usual de 1992 a: “De S. Bolívar, 1783-1830, militar caraqueño que inició la independencia de América”, el cual se mantiene hasta la actualidad.

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Otro artículo que enciende las luces de un americanismo en Román es el del gentilicio bonaerense: Bonaerense, adj. Natural de Buenos Aires. Ú.t.c.s. |Perteneciente o relativo a esta ciudad de América. Adición del último Dicc. ¿Por qué llama este a Buenos Aires ciudad solamente y no también provincia? Porque entendemos que su intención ha sido dar los nombres gentilicios de los Estados de América y de sus respectivas capitales solamente, y no los de provincias, departamentos, ciudades de segundo orden, villas, aldeas, etc. Este lujo solo se ha gastado con la madre patria. (1901-1908) En la metalexicografía hacia el diccionario académico de parte de Román, el reclamo por los campos semánticos cubiertos de manera incompleta –este caso en particular, el del gentilicio– va más allá de dar cuenta de una ausencia. En efecto, esta ausencia o insuficiencia implica un detrimento de la información relacionada con Hispanoamérica. Destacamos, obviamente, la ironía: “Este lujo solo se ha gastado con la madre patria”. De la independencia viene, además, jugar y reírse un tanto de la situación a nivel lingüístico, normativo. Un ejemplo que ya hemos visto (ver Segunda parte, §3.1.) es el de broa, donde, justamente, el recurso de la independencia hace que el diccionario de español por excelencia empiece a incorporar voces de ex colonias, como en broa o en el caso de independizar:

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Independizar, a. y ú. t. c. r. Hacer independiente, emancipar, libertar. Muy usado es, principalmente en la América Latina, y ya parece bastante maduro para la admisión. Si a independencia se dio la acep. de “libertad, y especialmente la de una nación que no es tributaria ni dependiente de otra”, conviene también tener en v. correspondiente a esta idea. Cuervo opone que “su formación es a todas luces defectuosa, y solo podría disculparse por una especie de haplología que hubiera aligerado el teórico inacabable independentizar”; pero a nadie puede convencer esta razón, porque al formar los vocablos largos, las lenguas no siguen escrupulosamente las leyes de la fonética, sino las de la eufonía. Por eso a nadie le ocurrió decir analisizar, de análisis, ni sintesizar, de síntesis, ni irisizar, de iris, ni catequesizar, de catequesis, ni descatolicizar, de católico, etc., sino que todos optaron por una forma más breve y eufónica: analizar, sintetizar, irizar, catequizar, descatolizar. Y esto sin salir de los verbos en izar, para que la réplica sea más concluyente. Deje pues a un lado la academia los escrúpulos de monja y el cierto puntillo de amor patrio que lleva consigo la admisión de este v. y háganos la galantería de aceptarlo. No haga caso del “pecado enormísimo” con que calificó su uso el periodista zaragozano Don Mario de la Sala, porque en ello no hay pecado sino progreso y mayor precisión para la lengua. Más pecado es usar en este sentido a emancipar, que por su origen vale dejar de ser esclavo, cuando ni el hijo que se independiza de sus padres, ni la nación que se independiza de su metrópoli vivían en esclavitud. (1913)

A tal punto es la actitud crítica con la Academia, que llega a tildar la reticencia a lematizar la voz como de “escrúpulos de monja”, así como ese “cierto puntillo de amor patrio”. No podemos dejar de lado el argumento de peso que da para no usar, en vez, la voz emancipación, relacionada etimológicamente con la esclavitud, punto, creemos, que da para toda una reflexión independiente que se centre en la historia de los conceptos políticos y que se escapa de este apartado, lamentablemente. Destacamos, por su parte, la actitud crítica, esta vez desde un punto de vista morfológico, contra Cuervo. La visión crítica contra la postura europeizante se repite a lo largo del Diccionario, como en progresista o en chilenizar: Progresista, adj. y ú.t.c.s. El Dicc. lo define solamente con relación al partido que en España llevó este nombre, y olvida que en todas partes se aplica progresista a todo el que trabaja y hace por el progreso, ya sea este material, ya sea inmaterial; y así hay políticos progresistas, como hay otros retrógrados; ciudades y pueblos progresistas, como los hay atrasados y estancados. Aplícase también a cosa: ideas o doctrinas progresistas, discurso progresista. (1913-1916) Chilenizar, a. y ú. t.c.r. Tomar las costumbres chilenas. Si están admitidos castellanizar, españolizar y otros verbos similares en izar, ¿por qué no admitir también el nuestro? Véase izar (verbos en). (1908-1911) O casos en donde, más que el panamericanismo, lo que se pide es que se dé cuenta de la realidad chilena, como en porteño, en donde no se ha agregado en la definición del gentilicio porteño a los habitantes de Valparaíso, Chile: “Como este es nuestro puerto principal y tan hermoso […] es justo que llamemos porteño al habitante de él y a todo lo perteneciente y relativo del mismo” (1913-1916). Algo, debemos hacer la salvedad, que sí hizo Zerolo (1895) y que la tradición académica lo hizo en el usual de 1984. En síntesis, la gran observación reside en la propuesta de incluir y extender los conceptos en pos de la visibilización de una realidad americana. Punto, creemos (y, sobre todo, por la abundancia de artículos lexicográficos de este tipo) que da para un estudio detallado.

9.1.3. La enciclopedia en Román Las lecturas y el conocimiento de mundo del lexicógrafo lo podemos encontrar, sobre todo, en los artículos lexicográficos relacionados con las ciencias, las artes o la filosofía y las humanidades. En estos artículos podemos detectar hasta qué punto están al día las lecturas y el conocimiento del mundo del lexicógrafo. Destacamos, en este punto, las voces que aún no han sido incorporadas en el diccionario académico. Sin embargo, hay que ser cautelosos respecto hasta qué punto esta informa-

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ción que se aboga por incorporar ha sido, ya, lematizada en otros diccionarios no académicos. Por ejemplo, hemos comprobado que Román consultó, por un lado, el Diccionario enciclopédico de Montaner y Simón (1887); de hecho, suele citarlo variadas veces, pero en muchos otros casos, podemos sospechar que sacó la información de la enciclopedia misma, sin hacer cita alguna, algo usual en Román (y que lo detectó Lenz críticamente, ver §3.4 de la Segunda parte de este estudio). Tal es el caso de altruismo: “Altruismo. Amor hacia los demás. Así como se admitió filantropía, demos a los discípulos de Augusto Comte el inocente gusto de admitirles su altruismo” (19011908). En efecto, altruismo fue una voz acuñada por Augusto Comte en 1851, cuyos primeros testimonios los hemos encontrado en 1865 en la Hemeroteca digital (en el periódico La regeneración de Madrid). Fray Ceferino González la usa en su Discurso de recepción en la Real Academia Española y aparece por primera vez en un diccionario en el de Montaner y Simón, seguido por Zerolo (1895), Toro y Gómez (1901) y por primera vez lematizada en el diccionario académico en la edición usual de 1914. Nos interesan dos aspectos relacionados con esta voz: por un lado, el tono irónico en Román respecto a darles el gusto a los positivistas incluyendo una voz acuñada por su ideólogo. Por otro lado, desde la tradición lexicográfica hispanoamericana, ver hasta qué punto los contemporáneos del sacerdote diocesano también presionaban para que la voz fuese incorporada. Creemos que este último aspecto es fundamental para valorar este tipo de voces y comentarios en este “Román enciclopédico”. Dentro del panorama lexicográfico y filológico hispanoamericano encontramos las únicas referencias en la Argentina, primero, un par de años después que nuestro diocesano, en las notas del catalán, avecindado en Buenos Aires, Ricardo Monner Sans (1903), quien afirmaba que son voces de uso frecuente, no solo en filosofía sino en lenguaje familiar; es más, “la voz está de moda” y comenta: “Quizás ideológicamente, mejor dicho, cristianamente, maldita la falta que hacen tales voces, que fueron reemplazadas por nuestros antepasados, por caridad, beneficencia, desprendimiento, desinterés, generosidad, etc., etc.”. Le sigue Garzón (1910) quien incorpora altruismo y altruista y las ilustra con una serie de citas de la prensa. También la lematiza Segovia (1911). Sin embargo, en otros casos, Román está absolutamente solo y, podemos aseverar, sería el primero, dentro de la tradición hispánica, que propone una voz. Tal es el caso con amerindio (ver en esta Tercera parte, §3.13), voz que solo fue lematizada en Malaret (1917), citando a Román mismo, Ortiz (1974 [1923]) y la tradición académica en los manuales de 1927 y 1950 y en el usual de 1970. Justamente, en este artículo, ya tratado con detalle en el apartado de gentilicios, podemos dar cuenta, además, de la bibliografía que el sacerdote manejaba al momento de seleccionar su corpus y com-

poner su lemario. En este caso, suponemos, por lo que hace mención, toma la prensa como autoridad y da cuenta de un uso inglés, puesto que la voz es un anglicismo, pero no tiene, por lo demás, problema alguno en incorporar la voz dentro del acervo lingüístico hispánico. Por otro lado, lo que podemos encontrar, es la enciclopedia y las lecturas del sacerdote, que ayudan sobremanera, por ejemplo, para poder ir comprendiendo los ejemplos, como en huérfano, na: huérfano, na,

adj. y ú.t.c.s. […] Falta en el Dicc. esta acep.: dícese del padre o madre a quien se le han muerto todos sus hijos. Corresponde al latín orbus y al castellano ant. deshijado, da: “aplicábase a la persona a quien habían faltado los hijos”. Véase una buena autoridad: “Osó con lengua tal, como su padre, / Llamarme (véase así) huérfana madre” (P. Sánchez de Viana, Metamorfosis, l. VI). Es de advertir que quien habla así es la diosa Latona, madre de dos hijos; y quien la injurió fue Níobe, madre de catorce. “Entre hijos e hijas y marido, / Ya muertos, se ha sentado sin consuelo, / Huérfana ya de todo y sin sentido” (Ibíd. Habla de Níobe, después de que le mataron a su marido y a todos sus hijos); “Huérfana de mi hijo muy amado / Memnón, a tu presencia soy llegada” (Idid., l. XIII). En las tres partes empleó Ovidio el adj. orba, del griego orjoz, así como orphanus viene de orjanoz. Se ve pues que ambos adjs. tienen en griego el mismo origen, y en castellano el ant. orbedad significaba “orfandad”. (1913) O, en helenismos, casos en donde contiende la voz ya hispanizada con su variedad cruda, la que Román censura (y que terminó por asentarse), pero que ejemplifica: Psiqué, psiché, psyché, f. De todas estas maneras se ha querido trasladar al castellano el nombre griego fuch alma, siendo que los antiguos y buenos españoles dijeron y dicen psiquis. Ú. esta voz en Astronomía, en historia Natural, en Literatura y en Bellas Artes. En Literatura es famosa la fábula de Psiquis y Cupido, escrita por Apuleyo y traducida e imitada en todas las lenguas. Es el más hermoso símbolo del alma que dentro de las ideas platónicas pudieron fingir los paganos. El maestro Mallara escribió Psyche, y Rodrigo Caro Psiche, que, según la ortografía de entonces, se pronuncia psique, y psique dijeron también algunos otros. (1913-1916)

9.1.4. Modernidad en Román Las ideas de Román respecto al mundo que le rodeaba y el que estaba viviendo se pueden percibir a lo largo de la redacción de su diccionario. En efecto, se tiene, en un diccionario, un lugar privilegiado para poder estudiar los procesos históricos-ideológicos con los que las sociedades se construyen (cfr. Lauria 2012: 57). En algunos

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casos, por ejemplo, son eventos históricos, cuya presencia y vigencia hacen que el sacerdote proponga voces que no están, aún, incorporadas dentro de la tradición académica, como es el caso del ya visto gentilicio bóer (ver Segunda parte, § 3.13.). La reflexión final del artículo lexicográfico es la que nos interesa desarrollar en esta sección: “¿Cómo dejar de incluir en todos los diccionarios un nombre como este, cuyos portadores, con su valor más que espartano y con su heroica constancia, lo han inmortalizado para siempre?”. Una reflexión que tiene mucho que ver con sus ideas lexicográficas, por lo demás, es decir, la necesidad que tiene cualquier diccionario (es interesante este aspecto, porque el sacerdote suele reclamar esto al diccionario académico, solo que esta vez la reflexión tiene que ver con la lexicografía en general) de incluir un gentilicio como este, sobre todo, y aquí viene lo interesante, por la posición que tiene Román respecto a los bóers, calificándolos positivamente: valor espartano y heroica constancia no son más que los semas que, de alguna forma, acercan al sacerdote a uno de los dos bandos de la segunda Guerra de los bóeres (1899-1902), la que se estaba librando al momento de que sacerdote redactaba el artículo. Es interesante que el segundo diccionario que incorpora la voz boer, en singular (ya en su plural en el diccionario de la editorial Montaner y Simón 1887, Zerolo 1895 y Echeverría y Reyes 1900) es el de Garzón (1910) quien hace un tipo de defensa similar a la de Román, pero más extendida: Dióseles este nombre cuando, después de 1814, y por no sufrir la dominación inglesa, se trasladaron a los territorios del interior, abandonando los del litoral. En varias ocasiones han manifestado su antipatía hacia los ingleses y su amor por la libertad. En la última guerra contra aquellos, se han hecho dignos de la simpatía del mundo civilizado, que ha seguido con interés sus heroicas campañas (Garzón 1910: s.v. bóer).

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Algo que nos puede dar algunas pistas respecto a lo que significó la resistencia bóer en un contexto de guerra, resistencia que se tiñó de un sentimiento de admiración que podemos apreciar en los comentarios subjetivos de ambos lexicógrafos. Tomemos otro caso, el del artículo lexicográfico enciclopédico y de ortoepía, además, Zola: Zola, apell. Debe pronunciarse así como se escribe, porque es apellido italiano, y no Zolá, a la francesa. Aunque este desgraciado y pornográfico novelista (Emilio Zola) nació y vivió siempre en Francia y en francés escribió todas sus obras, no por eso debe adulterarse la pronunciación de su apellido. (1916-1918) Una nota de ortoepía deriva en una interesante toma de posición hacia una de los escritores más célebres de finales del siglo XIX. De alguna manera, el caracterizar

a Zola como un desgraciado y pornográfico novelista nos entrega dos aspectos que, de alguna forma, vienen a colorear, digamos, un contexto: el contexto de Román, en tanto sacerdote, chileno y tardodecimonónico. En efecto, esto de tachar a Zola de desgraciado resume, creemos, la idea que del escritor se tuvo en los años posteriores a su discutida muerte en 1902. Por otro lado, lo de pornográfico da cuenta de la relevancia del padre del naturalismo en el Chile en boca de un sacerdote y de toda una estética conservadora. En efecto, Galgani afirma que Zola es “uno de los escritores más influyentes en la producción literaria de comienzos del siglo XX en Chile” (2011: 96); sin embargo, como en el resto del mundo, su figura despertó admiración y rechazo por igual. De Zola bebieron la mayoría de los narradores chilenos mundonovistas o criollistas: el primer D’Halmar, Edwards Bello, Orrego Luco y Mariano Latorre, entre otros. Y no hay duda de que en el rastreo de la recepción contemporánea a Zola en Chile, hecha por Galgani, la muerte del francés, en 1902, generó una serie de escritos apologéticos y elegíacos. Esto no quita que haya habido detractores tanto en lo estético (un joven Rubén Darío en su paso en Chile, por ejemplo) como en lo ideológico. Por ejemplo, se trató esa voluntad de “pintar las miserias del mundo” como un escándalo, sobre todo al dibujar crudamente la realidad; de ahí: “Las críticas llegaban a señalar que dicha escritura pecaba incluso de “pornográfica”, adjetivo que, a la luz de la crítica literaria posterior, resulta impertinente y exagerado”, nos afirma Galgani (2011:106). Lo que tenemos ante nosotros es, entonces, esa recepción contemporánea, incapaz de hacer uso del programa que proponía Zola: yo os pinto el vicio para que lo conozcáis, lo pinto lo mejor posible para que la imaginación lo siga sugestionada por las bellezas de la descripción y la realidad, quiero señalároslo, mas no que lo sigáis y he aquí mi programa: cuál farmacéutico literario rotulo para que no se os infiltre en vuestro ser por la ignorancia y sin saber ni encontrar barrera que oponerle, en una palabra pongo al frasco del sublimado corrosivo la etiqueta con la calavera y el veneno que os hace cuidar del contenido con todos los cuidados que no tendríais si ignoraseis que el líquido era aquél (Zola, citado en Galgani 2011: 106). Y calificarlo, de lleno, como un escritor pornográfico y, sobre todo, por el bullado caso Dreyffus, donde Zola fue uno de los protagonistas mediáticos; castigado por ello, una víctima, un desgraciado. A su vez, tenemos casos de una modernidad un tanto accidentada, por así decirlo, al dar cuenta de la voz, pero lo hace incorrectamente, si hablamos de ortografía: Rabiol, m. Especie de empanaditas que se unen en una fuente. se pone una capa de empanaditas, otra de queso, pedazos de mantequilla, jugo de carne, salsa de tomate, sal y bastante queso parmesano. Así leemos en un Manual

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chileno de cocina. El nombre viene del italiano ravioli, m. pl., que significa este mismo plato; en castellano tendría que ser rabioles, y así lo usó Bretón de los Herreros en uno de sus dramas. En esta forma debe pues aceptarlo el Dicc., como ya lo hizo el de Zerolo. (1916-1918) O casos en donde se hace referencia a la historia contemporánea a Román: Rojo, ja, adj. y ú.t.s. En la política chilena es igual a radical (véase en su lugar), aunque ahora se usa mucho menos que antes. El origen es el gorro encarnado, que empezaron a usar en Francia como símbolo de la libertad. (1916-1918) En otros casos, se adelanta a cualquier diccionario hispánico de su época, como en protozoario, ria, donde, si bien la voz en cuestión ya había sido lematizada por el Diccionario de la editorial Gaspar y Roig (1855), Zerolo (1895) y, posteriormente, por Alemany (1917) y Rodríguez-Navas (1918) e incorporada en la edición usual de 1936, hacia el final del artículo comenta: “También se emplea la forma protozoos. No hay duda que ambas formas deben entrar en el Dicc.” (1913-1916: s.v. protozoario, ria), forma de la que Román es el primero en hacer mención dentro de la tradición lexicográfica en español.

9.2. Ideas lingüísticas en el Diccionario de Román 9.2.1. Modelo racionalista: en pos de una lengua general

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Una de las ideas que propone Lauria 2012 en su tesis doctoral, es que un diccionario resuelve, en sí mismo, en su propio discurso, “un juego de fuerzas”, referido a las opciones teóricas que se van tomando en lo relacionado a la concepción de la lengua y que se plasman en el diccionario de diferentes maneras. En efecto, al estudiar un diccionario se puede constatar, sobre todo desde una perspectiva diacrónica, cómo ha ido evolucionando la reflexión sobre el lenguaje, por ejemplo. Asimismo, ya desde una amplia perspectiva, podemos hacer historia de las ideas lingüísticas presentes en cada una de estas obras, ideas que condicen con las que proponen grupos, corrientes, movimientos. Por ejemplo, ya habíamos comentado, en la primera parte de nuestro estudio, que el influjo de Andrés Bello en Chile se traduciría, creemos, en una serie de trabajos publicados desde la década del sesenta del siglo XIX, de corte normativo, en donde la prescripción va por sobre la descripción y el purismo va por sobre el intento romántico de colaborar filológicamente en pos de una lengua nacional. En efecto, la propuesta de desarrollar una lengua autóctona que acoja neologismos y préstamos en cada una de las nacientes repúblicas tuvo, entre sus primeros y poderosos detrac-

tores, a Bello. En Bello se centra, ya hemos visto, el ideal estandarizador racionalista (Geeraerts 2003), ese modelo que busca una lengua ejemplar, general. Este modelo, junto con dar cuenta de los provincialismos, es decir, lo otro, la variedad, lo regional, lo dialectal; también está por la labor de complementar, de perfeccionar lo estándar. Repetimos: quizás sea esta la razón de una interesante proliferación de ejercicios lexicográficos de este tipo, como lo publicado en Chile por Gormaz, Ortúzar, Echeverría y Reyes y por Román mismo; es decir, trabajos donde se va más allá de lo estrictamente diferencial. Serían, en rigor, los resultados de este modelo estandarizador racionalista. Nos centramos en Román, pues en su diccionario se va más allá, incluso, de lo normativo o de lo diferencial: Román ve en la instancia de su ejercicio lexicográfico el momento para dar cuenta de la necesidad de focos de normatividad, de esa “escritura disciplinaria” (González Stephan 1995) que busca un modelo homogéneo y ejemplar. Son usuales estas reflexiones a lo largo de todo su diccionario, pero suele explayarse más cuando comenta acerca de la función de alguna letra. Son, creemos, estos artículos que el diocesano destinó a las letras, una fuente interesantísima para poder analizar sus ideas y actitudes lingüísticas. Veamos, por ejemplo, el caso del artículo lexicográfico x: Recios embates ha sufrido y sigue todavía sufriendo esta letra de parte de los ortógrafos reformistas, que quieren o limitan mucho su uso o suprimirla del todo. ¿Qué sería de la lengua española, si cada nación o provincia pusiera manos en su ortografía? Si Chile, pongamos por caso, le suprime la x y limita el uso de la g, y la Argentina suprimiera la ll, y otra nación la z, y otra la h, ¿en qué quedaría convertido este manto regio con que se presenta ornada la más rica y armoniosa de todas las lenguas? Quedaría hecho jirones, y así no la conoceríamos ni aun los mismos que la hablamos. Las lenguas, a semejanza de las familias y de las sociedades, tienen tradiciones que respetar y herencias que guardar, y no es honroso dejar que los vándalos, que los hay en todo, entren a saco en ellas. Para evitar pues la exageración en las reformas y la desunión y confusión que se produciría en la lengua, convendría que todo el proyecto de reforma se sometiera a la Real Academia Española, que es la autoridad de más peso en esta materia. Si ella lo aprueba, será aceptado en el Antiguo y en el Nuevo Mundo; si no lo aprueba, sometamos nuestro juicio, creyendo que no es conveniente. (1916-1918: s.v. x). Hemos escogido parte del artículo lexicográfico x porque refleja, de alguna manera, este modelo estandarizador racionalista. En primer lugar, tenemos una actitud positiva ante la lengua española: “la más rica y armoniosa de todas las lenguas”, esta, a su vez, está sujeta a una serie de normas: “Las lenguas, a semejanza de las familias y de las sociedades, tienen tradiciones que respetar y herencias que guardar”. Para regular estas normas, más que una comunidad o los hablantes o un cuerpo colegiado

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de maestros o educadores, la entidad única es la RAE: “que todo el proyecto de reforma se sometiera a la Real Academia Española, que es la autoridad de más peso en esta materia”; es más, aun no estando Román de acuerdo con lo que ella dictamine, hay que obedecerla: “Si ella lo aprueba, será aceptado en el Antiguo y en el Nuevo Mundo; si no lo aprueba, sometamos nuestro juicio, creyendo que no es conveniente”. Frente a esta situación de absoluto control, el hecho de que se opte por el modelo estandarizador romántico del que habla Geeraerts 2003, cuyo máximo exponente en nuestra tradición es Sarmiento, es decir, una estandarización divergente, nacionalista, genera, por sobre todas las cosas, una llamada de alerta: “¿Qué sería de la lengua española, si cada nación o provincia pusiera manos en su ortografía?”, por los efectos de esta dinámica, el español: “Quedaría hecho jirones, y así no la conoceríamos ni aun los mismos que la hablamos”. Es decir, el temido modelo de fragmentación lingüística, tal como sucedió con el latín en el ocaso del Imperio romano: “no es honroso dejar que los vándalos, que los hay en todo, entren a saco en ellas”.

9.2.2. Reflexiones respecto al uso como norma

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En relación con las normas lingüísticas y su constitución, bien sabemos que no se genera una suerte de imposición unidireccional de alguna de estas y su posterior uso. En efecto, lo que se genera es una suerte de negociación de estas normas, sea implícita o explícita, entre los miembros de una comunidad idiomática. Es lo que se ha llamado negociación de normas lingüísticas (cfr. Rojas y Avilés 2014 y 2015, citando a Andersen 2009, para la tradición rusa) y de lo que ya habíamos hablado en §3.3 de la segunda parte. Lo que se genera, en este caso, es el concurso de una serie de discursos argumentativos cuya finalidad es considerar cuáles deben ser los usos lingüísticos que se incorporan, o no, en una lengua estándar. En este proceso son los mismos hablantes los que proponen, o bien, evalúan. También se generan verdaderos debates, o, como lo ha llamado Blommaert (1999), un debate lingüístico-ideológico entre diferentes intelectuales (pensemos, por ejemplo, quiénes eran los autores de los diccionarios y estudios que estamos utilizando como corpus), donde, y es lo interesante, no siempre están de acuerdo entre ellos, por lo que pueden generarse polémicas y disputas en relación con la lengua (ver, por ejemplo, el estudio de la polémica en torno al diccionario de Rodríguez 1875 de Rojas y Avilés 2015, para Chile). Estos debates lingüístico-ideológicos, entendidos como “patrones de actividades discursivas que están interrelacionadas” (Blommaert 1999), son de clara naturaleza textual y, en rigor, son “episodios históricos de textualización, historias de textos que deviene, en rigor, en una guerra

entre textos y metatextos” (1999: 9, traducción nuestra). Por lo mismo, entrar en ellos es hacer un análisis histórico del discurso. Los más comunes suelen ser polémicas en forma de textos; por ejemplo, casos emblemáticos en Chile son la controversia filológica de 1842 o, después de publicado el Diccionario de Chilenismos de Zorobabel Rodríguez, en 1875, las observaciones a este que publicó el mismo año Fidelis del Solar y, posteriormente, las observaciones de Paulsen, respondiendo a del Solar, son los llamados “reparos”. Otro caso interesantísimo, y que trató en detalle Contreras (1993) es el debate ortográfico, que suscitó en Chile diferentes posturas y publicaciones. En el caso que nos convoca, a diferencia de estos casos, se genera en lo que es el comentario o nota, dentro de un artículo lexicográfico, algo usual en la lexicografía de este tipo y uno de los aspectos más interesantes dentro del diccionario de Román. De allí, por ejemplo, es que encontremos una actitud crítica de Román con la Academia. Bien sabemos el carácter tributario que tiene la lexicografía hispanoamericana fundacional con la institución española y Román cómo no, tal como hemos visto en otros apartados de esta investigación. Si bien el Diccionario de chilenismos está plagado de sentencias que dan cuenta de la relevancia de la Real Academia Española como entidad de referencia para la lengua ejemplar, también la obra del diocesano presenta referencias y apuntaciones críticas respecto a ciertas ideas que sustenta la regia institución. Veamos, de todos modos, algunos ejemplos emblemáticos respecto a la valoración positiva hacia la Academia; por ejemplo, respecto a la polémica por la erradicación de la ortografía chilena, Román comenta, a propósito de usar la i en vez de la y con valor vocálico: “No entrará el autor de esta obra, por creerlo ajeno a su propósito, a repetir lo mucho que se ha escrito en pro y en contra de esta letra como vocal; pero sí dirá que en esto se conforma enteramente con la práctica de la sabia corporación, guarda y defensa de nuestro idioma” (1916-1918: s.v. y), donde los semas ‘sabia’, ‘guarda y ‘defensa’ respecto al español dan cuenta de cómo entiende Román el rol de la RAE. Asimismo, podemos encontrar a un Román que reclama a la RAE una actitud más clara al momento de normar, como en el ya visto apesar (ver §3.2. de la Tercera parte) en donde, por ese sesgo normativo de su Diccionario, Román insta a “estudiar bien y en toda su reflexión” con aspectos de la morfología composicional. El reclamo normativo en cuestión se basa en cómo deben escribirse las voces compuestas; en rigor, los compuestos invariables, como la voz a través. Para ello la petición es clara: se debe entregar una norma fija, puesto que no la hay. Es más: no hay uniformidad al respecto y la misma institución vacila. En rigor, lo que le exige el sacerdote a la Academia es determinar cuándo una voz se escribe junta o separada; es decir, una normatividad en relación con la escritura de las unidades léxicas, cómo se pasa de una

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expresión compleja a una palabra gráficamente simple. Destacamos, además, el caso de nimiedad, voz en donde se instaló el oxímoron, el que Román critica vehemente, acepción que terminó, bien sabemos, por imponerse por sobre el sentido etimológico: nimiedad,

f. “Exceso o demasía; prolijidad”, es lo que significa en castellano, conforme a su origen latino; pero he aquí que el Dicc., condescendiendo con el mal criterio de la ignorancia, le agrega también como acep. fam. poquedad o cortedad”. Más atinado anduvo el Autoridades, que, reconociendo el error, trató de enmendarlo, pues dijo: “En el estilo familiar se usa por poquedad o cortedad: y se debe corregir, pues significa esta voz totalmente lo contrario (¿lo entienden los ignorantes, para quienes las cosas más grandes y estrafalarias, los abusos, vicios, errores y absurdos, sin simples nimiedades?) ¿Qué habría dicho el mundo literario si el P. Coloma hubiera bautizado su famosa novela Pequeñeces…con el nombre de Nimiedades? En su derecho estaba, habrían dicho los pseudo-literatos, mostrando el Dicc. de la Academia. —Pero nimiedad no puede significar tal cosa en castellano…eso es contra el pelo, significa todo lo contrario…, nos parece que se habrían atrevido a murmurar por lo bajo el P. Mir, el p. Fita y otros académicos entendidos. — ¡Escrúpulos de monja, pura nimiedad! habrían replicado los dueños y árbitros del idioma. y así a este paso no hay valla ni razón que respetar y las voces más contrarias entre sí llegarán a ser sinónimas: blanco en su acep. fam. será negro, y abuso figuradamente será uso. Aquí de Quevedo y Moratín, de Baralt y de Valbuena para tamañas osadías y excesos. (1913)

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Román en este caso es crítico con la Academia, por aceptar ella el uso (que a la larga fue el que se impuso). Hay otros casos en donde se impone es el uso y Román, por el contrario, constata aquello. Por ejemplo, en el caso de que no prospere la propuesta de Rivodó (1889) de usar bistío y bisobrino, Román lamenta: “¡qué hemos de hacerle! Todavía el tirano de las lenguas, que es el uso, no las ha admitido, y mucho menos el Dicc. de la Academia, que en estas materias tiene que andar a paso de tortuga” (Román 1901-1908: s.v. bisobrino). Otro caso interesante es lo que encontramos en debido a: Debido a […] Sépase pues que este modismo es puramente francés y que en castellano se traduce por mediante, merced a, gracias a, por causa o por obra de, en virtud de, a fuerza de, por cuanto, porque, según los casos. Cierto es que el español tiene algunos giros iguales, gramaticalmente, a este, como atento que, o a, dado que, supuesto que, dejado que, bien entendido que (véase dejante); pero también es cierto que cuando una lengua está formada no deben tocarse sus idiotismos o modismos. (1908-1911) En donde se hace una defensa, incluso, de los modismos que tanto podría censurar en otro momento nuestro sacerdote. Hay casos en que la actitud lingüística, más

que purista, es abierta, por lo que no desecha ciertas voces que sí son penalizadas por otros autores, como en el caso de erigirse: erigirse,

[…] Acatamos la autoridad de Baralt, Mir y la Academia; pero, si hemos de hablar con sinceridad y si no hemos de ser simples copistas de los clásicos, digamos que, francamente, no nos repugna la fr. Erigirse en, y nos fundamos en las siguientes razones: 1.ª Si admite el P. Mir que puede decirse en activa erigir en (Le erigieron en juez), ¿qué más da el reflexivo Se erigió él en juez? ¿Por qué, si lo pueden erigir los demás, no puede erigirse él? 2.ª El significado propio de erigir es levantar, alzar, poner recto, del latín erigere, lo mismo que erguir; y si a erguir, que tiene la misma etimología, se le hace r. en la acep. fig. ¿por qué no hacer también a erigir, que es derivado más directo del latín, donde se dice con toda corrección erígere se? Los que no se convenzan con estas razones y quieran seguir a los clásicos, en vez de erigirse en, pueden decir: constituirse juez, hacerse juez, arrogarse, tomar para sí o asumir la autoridad de, obrar como, levantarse o alzarse con la judicatura o con el cargo de, usurpar el oficio o cargo de, etc. (1908-1911)

Habla, en erigirse, un Román autónomo, un Román que no sigue fielmente a sus autoridades, como lo que sucede con editar, también: Editar, a. “Publicar por medio de la imprenta una obra, periódico o folleto, etc.” Del latín éditum, supino de édere, sacar a luz. Admitido en el Apéndice del último Dicc., mal que les pese al P. Mir y otros puristas. (1908-1911) Tenemos aquí la voz del filólogo, que habla por sí mismo. Lo mismo en edificante: Edificante, […] Dando nosotros por concedido que nunca lo hayan usado los clásicos, no tenemos el menor escrúpulo en usarlo y en pedir su admisión, como legítimo derivado de edificar. Si este tiene tal acep., como en verdad la tiene, no hay por qué negársela a su participio activo. Digamos pues sin temor: vida edificante, narraciones o cuentos edificantes. (1908-1911) En donde se valida, se acepta, se propone lematizar una voz porque se usa, a fin de cuentas. En otros casos, sin embargo (y tal como hemos visto en § 2.5.2.9. y § 2.5.6. de la Segunda parte) gana una actitud absolutamente impresionista y subjetiva de Román ante ciertas voces, las cuales suele censurar por ser feas o largas, por ejemplo. Podríamos pensar de inmediato en una actitud usual de la época, pero podemos encontrar casos en donde esta visión lexicológica ya estaba siendo superada, como en Ricardo Palma, quien advertía en 1903: La división de las palabras en feas y bonitas, como algunos han descrito, me ha parecido siempre un grandísimo despapucho. No me explico el ideal de belleza tratándose de palabras, y solo acepto que las haya de áspera o dificultosa pronunciación. Según aquella doctrina, las mujeres feas estarían excluidas

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de la buena sociedad. Esta, como el Diccionario, sería solo para las bonitas. (Palma 1903: VII) Veamos algunos casos en donde, por el contrario, prima esta actitud en nuestro sacerdote, como en enterratorio: “Enterratorio, m. Hay que matarlo y enterrarlo, antes que cunda más. Es feo y mal sonante y tiene tantos equivalentes castizos” (1908-1911) o en preención: “es feo e innecesario” (1913-1916). O voces polisílabas, que Román suele censurar, como en pormenorizadamente: “Es de más largo alcance que los obuses alemanes” (1913-1916) o proporcionabilidad: “El castellano, que huye de estas palabras kilométricas, ha abreviado esta en proporcionalidad” (1913-1916).

9.2.3. Pudibundez en Román

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Dentro del vocabulario que suele marcarse como vulgar hay un grupo de voces que se pueden considerar como parte del tabú lingüístico, el cual se refiere, por lo general, al metabolismo humano (los procesos digestivos, sobre todo), a los órganos o relaciones sexuales o a los tacos que integren dichas voces, entre otros. Esta marcación no corresponde a un nivel de lengua sino que se considera como de connotación especial. Haensch (en Haensch et al. 1982: 412) se refería, dentro de los problemas de la lexicografía hispánica, al de la tendencia a la omisión de las voces tabuizadas. No había cabida, de hecho, para las palabras groseras, por lo que se suprimían voces de uso frecuente en los hispanohablantes. A su vez, tampoco había cabida para la fraseología en donde una de estas voces formaba parte y tampoco se podían explicar muchos eufemismos que vienen a reemplazar dichas voces. ¿Qué sucede con este tipo de voces en el Diccionario de Román? En uno de los prólogos de su Diccionario, Román afirmaba que no incluyó vocabulario soez. Es más, puede apreciarse un marcado rechazo hacia este tipo de voces las veces que hace referencia a ellas. Para el sacerdote, la razón es clara: son voces que solo se escuchan entre el “vulgo de última clase” y, cuando aparecen entre “la gente honorable”, solo se aprecian “a solas o en los arrebatos de la ira” (cfr. Román 1901-1908: vi). Suelen ser voces propias del español de Chile, por lo que las incluye dentro de la clasificación de chilenismos, llamándolos chilenismos deshonestos. Su actitud en el prólogo es clara: no tienen cabida voces de este tipo: “tales voces no forman parte del lenguaje general y corriente, y, por tanto, no deben tener cabida en una obra de uso” (Román 1901-1908: vi). Asimismo, se detecta claramente su pudibundez en lo lingüístico, al señalar que este tipo de voces están: “fuera de lo que, por otra parte, prescriben las leyes de la moral cristiana, del decoro y de la buena educación” (Román 1901-1908: vii). Respecto a estas voces, insiste Román: “nada

queremos” (Román 1916-1918: vi), declara. Por ello es bastante claro al rehusar referirse a los sentidos-base de ‘puta’ en, justamente, el artículo lexicográfico puta: puta,

f. fig. En algunas partes, la sota de la baraja. -En las salitreras, una pala pequeña. -En honor a la decencia pasamos por alto las locuciones y frases groseras que con este s. forma el pueblo. -Putas parió, m., plebeyo: ají pequeño, pero muy picante. Es el mismo que llamamos asnaucho. (1913-1916)

O bien, se rehúsa a usar la voz, autocensurándose: Puteada, f., vulgar. Insulto por el cual se trata de p. a una mujer. (1913-1916) Putear. En castellano, n. fam.: “darse al vicio de la torpeza buscando las mujeres perdidas;” lo que se expresa también con putañear. En chileno, tratar de p. a una mujer. Es a. (1913-1916) En resumidas cuentas, las voces y acepciones soeces el sacerdote no quiso incluirlas en su Diccionario o, al menos, insistió en que no las incluyó en su Diccionario en los niveles de los paratextos. Sin embargo, al recorrer el Diccionario de Román, puede uno encontrar algunas de estas voces; de hecho, hemos contabilizado en nuestra lectura 36 voces soeces60, repartidas entre artículos y acepciones. Algunas no son, en rigor, voces soeces, pero para Román sí que lo era el referente, que lo rechaza de lleno, como en cancán, hetera, piguchén o prostíbulo: Cancán, m. Baile grosero e indecente que, inventado por los franceses, estuvo en uso en España y en América. Debe figurar esta voz en el Dicc., por lo menos como anticuada. (1901-1908) Hetera, f. Del griego etaira, az, cortesana, meretriz, ramera. Así intentan rejuvenecer este feo nombre muchos modernos. Mas, Aunque en griego se la llame, Siempre el nombre será infame. (1913) Piguchén, Monstruo fabuloso de la mitología araucano-chilena, al cual se da generalmente la figura de un gran lagarto con alas de murciélago, que mata con su silbido o con su mirada y que bebe la sangre de los hombres y animales aún desde lejos. […] También casa de prostitución; porque estas son otros tantos vampiros, todavía peores, y hacen su oficio generalmente de noche, como el piguchén. (1913-1916) Prostíbulo, m. Es propio del vicio buscar palabras limpias y cultas para nombrarse él y lo que a él se refiere. El prostíbulo o mancebía, casa de camas o de

Hemos detectado en nuestra lectura: cancán, culón, na, gozar, hetera, joder, loro (sacar los loros a uno), maico, masturbador, ra, meadero, ñurga, onanista, orgia u orgía, países-bajos, perse, picholear, pichurreteado, da, piguchén, popó, pos (en parte pos), potable, potito, poto, potolina, potón, prisco, prostíbulo, ¡pucha!, puerto, pulso, puta, puteada, putear, tambembe, totó, totoya, traste. 60

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malas mujeres, casa de mancebía, casa de trato, casa de prostitución, casa pública, burdel, ramería, putanismo o putaísmo. Por nombres no se queda el castellano; viene del latín prostibulum, que significa esto mismo y se deriva del v. prostare, sobresalir, prostituir, estar en venta. Por su ilustre abolengo y por el uso que tiene, merece ser admitido en el léxico. (1913-1916) En otros casos, no contento Román con dar cuenta de la voz soez que tanto censura, pide por su incorporación en el diccionario académico, como en culón, na, masturbador, ra u onanista, Culón, na, adj. Etimología y significado, más claros que la luz del día. hace falta esta voz en el Dicc., así, como adj., porque figura solo como s. m. y con el significado fig. y fam. de “soldado inválido”. (1901-1908) Masturbador, ra, adj. y ú.t.c.s. Falta esta voz en el Dicc. (1913) Onanista, com. Que practica el onanismo. Falta en el Dicc. (1913-1916) En otros casos, junto con estar por lematizar la voz en cuestión, si bien no es soez, da cuenta de un ámbito del que nuestro sacerdote no quería referirse, de seguro: Gozar, […] -Falta la acep. que se deduce de estos textos de Cervantes en el Quijote: “Había gozado a la labradora”; “Donde el traidor y atrevido Eneas gozó a la hermosa y piadosa Dido”. Así también todos los clásicos. (1908-1911) En otros casos gana (suerte para nosotros) en Román etimologista y su curiosidad anula el recato, como en joder o tambembe:

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Joder, […]-Otra acep. particular que suele oírse (contagiarse de enfermedad vergonzosa) no es propiamente chilena, sino importada de fuera. -Sobre este v. no hemos hallado en los autores castellanos sino este pasaje de Lucas Fernández: Llorente. Sea bienvenido. Pascual. Párate a tuyas, hodido. (Auto o farsa del Nascimiento de N.S.J.C.). El anotador de la edición oficial de la Academia, Don Manuel Cañete, interpreta este vocablo: “importuno, molesto, fastidioso”, y entre paréntesis pregunta: “¿Del francés hoder?” Gonzalo Correas trae este refrán, que puede tener alguna relación con nuestro v.: “Bien te estabas en tu nido, viejodido, o viejo odido”. ¡Lástima que no lo traduzca! En otra parte: “Cornudo por hod”. (hodido). Otro dato para investigar esta etimología: “¡Jodinches! interj. que denota asombro o dolor”. (José Valenzuela La Rosa, Colección de voces de uso en Aragón). Demos ahora nuestro parecer. Realmente, como lo sospechó Cañete, en el francés antiguo, hoder significada “cansar, fatigar”; pero este hoder tiene una historia más antigua, porque parece que viene del latín futúere, serere, plantare, Veneri operam dare, el cual a su vez viene del griego futeiw, que significa lo mismo: sero, gigno, procreo. En el latín de la Edad Media pasó futúere de la 3.ª a la 1.ª conjugación; por eso el Glosario de Du Cange lo trae futuare: “verbus satis commune, per quod jactura humani generis restauratur; scilicet, coire”. En seguida remite a fod,

fot, fud, futt: “matrix, vulva, celtis”. No investigaremos si futúere viene de estas raíces o del griego futeuw, que los léxicos griegos traen del v. fuw, que significa hacer, porque la cuestión no tiene importancia para nosotros. Lo que nos importa es ver que futúere pudo convertirse en el francés hoder y este en el castellano joder. El futir que usamos en Chile en sentido inocente (véasele en su lugar), parece también hijo legítimo del latín futúere. (1913) Tambembe, m. Nalgas o asentaderas. -Quizás venga de tameme, que desde México hasta Chile significó: el que carga algo en las espaldas; el indio que lleva carga a cuestas. Del náhuatl tlamama o tlameme. (Robelo, Aztequismos, págs. 658 y 674). La inflexión que toma el tameme con la carga a cuestas hace más visible el tambembe, y por eso puede esta voz haberse formado de aquella con la intercalación de una b. (1916-1918) Así como en la interjección eufemística ¡pucha!: ¡Pucha!, […] No parece que puede venir del eúskaro “pucha tú”, insultar de palabra, porque en los autores españoles aparece como eufemismo de puta. “Hi de pucha,” leemos en las Farsas de Lucas Fernández (pág. 147) y así mismo en Tirso de Molina […] Este mismo es el significado de la exclamación ¡hijuna pucha! que, según dice Cuervo, era familiar a una viejecita de su casa. Se usa también en la Argentina y en el Uruguay en el significado de ¡caramba! y como equivalente a puta, pero siempre en exclamaciones. (1913-1916) O en ñurga, voz escatológica, en donde, frente a la imposibilidad de dar con la respuesta, Román llega a ironizar: Ñurga, f. Excremento humano. -¿Entrará en la etimología el hurgar castellano, que indicaría que eso no se hurga, como dijo Don Quijote que peor es meneallo? ¿O entrará el araucani urcún, vaporizar, echar vapor la tierra, río, olla…y dicho vapor? Preferimos no hurgarlo más. -Uribe trae ñusca en este mismo sentido. (1913) O bien hace referencia a la composición de la voz, como en pichurreteado, da: Pichurreteado, da, adj. fam. Manchado de excremento. -Por extensión, sucio o mugriento a trechos. Véase Chorreado. -Es formado del chilenismo churrete y del araucano pichi, abreviado en pi, para evitar la cacofonía pichichu… (1913-1916) O presenta una propuesta: Traste, m. fam. Asentaderas, nalgas. O es prolongación o paragoge doble de tras, que significa “trasero o asentaderas,” o lo hemos tomado de la fr. Dar uno al traste con una cosa, en la cual parece que el significado material fuera tirarla hacia atrás. (1916-1918)

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Destacamos cuando, al antiguo modo, Román, consciente de que la voz es soez, como en la fraseología sacar loros uno, define la voz en latín, señal de que es voz tabú: loro,

[…]-Sacar loros uno. fr. fig. y vulgar que conviene más interpretar en latín: “Sordes e naribus propiis digitis extrahere”. Se dice por semejanza con la caza de los loros nuevos, a los cuales hay que sacar de sus cuevas con palos o garfios, porque se defienden y se resisten a salir. (1913)

Lo mismo en maico: maico, adj. y ú. siempre con el s. choro. Se llama así el choro que cuando pequeño es arrojado a las rocas, y ahí queda pegado, porque la ola no vuelve a recogerlo. Como está fuera de su elemento, no crece ni se desarrolla como debiera, sino que se endurece, toma forma como de media esfera y queda del tamaño como de un dedal aplastado. A veces se juntan muchos sobre una misma roca y forman como un gran costrón, que es difícil de limpiar o despegar. […] De esta voz parece formado el nombre maigo, com., que dan en algunas partes de Chile al hermafrodita. Vulgo enim vulva dicitur choro. Cum autem choro maico non sit bene et integre formatus, nihil mirandum si idem nomen, maico > maigo, inditum fuisse viro vel foeminae non bene et omnio in genitalibus formatis. (1913) En otros casos el pudor se le escapa por definir bien la voz en cuestión, como en meadero, prisco o totoya: Meadero, m. Solo significa: “lugar destinado o usado para orinar”. Es chilenismo en el significado de pene y verga. (1913) Prisco, m. fam. Cuesco, fam. (pedo ruidoso). (1913-1916) Totoya, f. fam. Pecho de mujer. (1916-1918) O por dar con la normatividad de la voz en cuestión como en orgia u orgía o perse:

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Orgia, u orgía, f. De las dos maneras acentúa el Dicc. y así usan también este vocablo los poetas. La pronunciación más conforme con la etimología es orgia, porque así es en griego, orgia, n. pl., de donde pasó al latín de la misma manera. La pronunciación orgía es imitada del francés orgie, de donde la han tomado los poetas modernos, que son los que más la usan, porque los antiguos prefirieron orgia. (1913-1916) Perse. Peer n. y. r. ventosear (ú. alguna vez c.r.), ventearse, descoserse, zullarse, soltar o caérsele a uno una pluma. (1913-1916) O gana el dar cuenta de la diferencialidad por sobre cualquier pudibundez:

Picholear, n. fam. Andar de bureo, jaranear, tomar parte en picholeos. -El vulgo pronuncia pichulear y lo interpreta fornicar o masturbarse […]. (1913-1916) Pulso. m. […] en Chile […] le damos esta otra fam.: evacuar el vientre en cuclillas, sin sentarse en parte alguna. (1913-1916) Por ejemplo, lematiza prácticamente toda la familia léxica de poto (nalga): Popó, m. fam. Ano; asentaderas, nalgas. Es voz infantil formada, por eufemismo, de la primera sílaba de poto, repetida. Véase pipí. (1913-1916) Potable, adj. fam. Aplícase al papel que se usa después del acto del descomer. Es derivado del araucano poto. (1913-1916) Potito. Véase el siguiente. (1913-1916) Poto, m. Ano, culo, y en lenguaje fam., ojete, tras, puerta trasera, rabel, salvohonor, tabalario, tafanario, silla, trasportín. Véase Parte pos en el art. Pos. -Por extensión, asentaderas, asientos, posaderas, posas, nalgas, nalgatorio, trasero. -El pólipo de mar llamado anemone o anemona de mar. (Grave trae esta voz la 14.ª edición del Dicc.) Se le da el nombre de poto o poto de mar porque, cuando se le toca, se irrita, abre un orificio en la parte central y arroja una sustancia que enturbia el agua: hecho lo cual, se queda fruncido y cerrado hasta que desaparece todo peligro. […]-Extremidad inferior o posterior de una cosa: en castellano, culo. […]-La etimología de poto es el araucano poto, sieso. (1913-1916) Potolina, f. Nombre vulgar que se dio en Chile a la prenda llamada polizón. Véase esta voz. No hay necesidad de decir que se deriva de poto. (1913-1916) Potón, na, adj. plebeyo. Nalgudo, da. (1913-1916) Así como eufemismos: Países-Bajos, m. pl. y fest. Partes pudendas o regiones circunvecinas. Es de algún uso en Chile; pero ha venido de España, pues aparece en la Biblioteca de Gallardo. El pueblo dice solamente bajos, m. pl. (1913-1916) pos,

[…]-Parte pos, la parte posterior del cuerpo, el tafanario, el trasero o puerta trasera. En España son también vulgares los nombres popa y posteridad. (Cejador, Labiales, p. I, pág. 317; Fermín Sacristán, De mi banasta, pág. 278). (1913-1916)

Puerto, m. fig. y vulgar, ano. (1913-1916) Totó, m. fam. En algunas partes, popó, o sea, nalgas, asentaderas. (1916-1918)

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En síntesis, si bien estas voces en su conjunto son un número bajo en comparación con el lemario y con otro tipo de voces, quisimos explayarnos en este punto, justamente, porque es uno de los momentos en que se opone lo expuesto y declarado por Román en los espacios del prólogo a lo que, a posteriori, se fue incorporando en el lemario.

9.2.4. La mujer, lo femenino en el Diccionario de Román

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En un estudio de nuestra autoría (Chávez Fajardo 2019) nos detuvimos, a propósito del tratamiento del género gramatical femenino y la figura de la mujer en el Diccionario de Román. En dicho ensayo, a su vez, quisimos dar cuenta es cómo se ha constituido la flexión de género en lengua española desde un punto de vista arquitectural y cómo este, desde un punto de vista sistémico, se ha instalado y qué sistema de valores y distinciones ha generado. Asimismo, quisimos dar cuenta de cómo el género femenino ha funcionado como el género marcado y que, dentro de esta distinción, suele elidirse, en pos de la realización no marcada, la que en nuestra lengua es el género masculino y cómo esto ha generado, a la larga, la invisibilización de dicho género en el marcaje gramatical en los espacios del diccionario. Este estado de la cuestión no ha estado exento de algunas reflexiones, sobre todo desde la sociolingüística crítica, de las que no podemos prescindir si queremos, en última instancia, observar cómo se ha tratado esta dinámica en los espacios de los diccionarios de lengua española. En primer lugar, es fundamental, al momento de caracterizar la categoría de género en español, tener presentes los criterios lingüísticos morfológico, sintáctico, léxico y semántico, no solo uno o alguno de estos. De dar cuenta de esta propiedad de manera parcelada, parceladas quedarían las descripciones que de él podamos hacer. En efecto, lo relevante es que esta categoría –por así decirlo, desde un punto de vista de lenguas indoeuropeas ‘nueva’– posee esta una condición ambivalente, que está a caballo entre dos realidades: la extralingüística y la lingüística (cfr. Ambadiang 1999: 4846). Veamos los argumentos parcelados, los cuales, si bien dan buena cuenta de algunas de las propiedades del género, no logran proponer su arquitectura. Por ejemplo, desde un punto de vista lingüístico, es el género gramatical una categoría sintáctica por la concordancia misma. Como categoría sintáctica no se asocia con categoría extralingüística alguna (cfr. Rabanales 1992b: 41). A tal punto, que la glosemática hispánica solo se queda en este aspecto: “Funcionalmente el género es un mero indicio de ciertas relaciones del sustantivo con otras palabras del enunciado”, llega a decir Alarcos (2001 [1994]: 62). Asimismo, dentro de este nivel, solo los sustantivos tendrían género, no

los adjetivos, que solo actualizan esa concordancia. El género, en rigor “es siempre una categoría sintáctica, y no siempre una categoría morfológica o léxica”, afirma González Calvo (1977: 65). En el punto de vista léxico conjugado con lo morfemático, un sustantivo puede referirse a los seres animados e inanimados. Los sustantivos que se refieren a seres animados poseen siempre un contenido semántico específico: la diferencia entre macho y hembra. En este punto, el rasgo semántico ‘hembra’ se manifiesta morfemáticamente a través del morfo –a frente al rasgo semántico ‘macho’ que carece de morfo: Ello explica su “indiferencia al femenino” (que no es lo mismo que “no –a”) en determinados contextos; por ejemplo, ante el desconocimiento del género apropiado el hablante adopta siempre el masculino (“no sé quién es el dueño”); el femenino indica siempre femenino, pero el masculino no siempre indica “no femenino” (González Calvo 1977: 65) Por otro lado, los sustantivos que se refieren a seres inanimados, claro está, conllevan otro tipo de contenido semántico, contenido que tiene que ver con la organización del léxico y de las clases léxicas e, incluso, con la tendencia del hablante de “sexualizar” lo inanimado, a todas luces un buen ejemplo de antropocentrismo. Respecto a los seres animados, no debe sorprendernos que el género natural en español suela articularse con el recurso de sufijos irregulares a partir del nombre base, que es masculino. A saber: sufijos tales como –esa, -isa, -triz o -ina, entre otros, refleja esa suerte de derivación del género natural en nombres. O bien que en español se tienda a agregar la –a en oposición a nombres masculinos que, muchas veces, no tienen la –o como contraparte, como en señor, preguntón, andaluz o vejete, entre otros. Por último, un dato relevante es que muchas de las lenguas con género gramatical insisten en la generalización del masculino, como usar el plural de masculino para denominar la pluralidad formada por un masculino y un femenino, en español, a saber: los padres (por padre y madre); los reyes (por rey y reina); mis hijos Pedro y María; los hermanos, etc. En este punto, Alarcos argumentaba que el masculino es el de mayor extensión y el femenino el de mayor intensión: “Quiere esto decir que cuando el uso lingüístico ha decidido la indistinción de los géneros, lo que se emplea en la expresión es el significante propio del masculino” (Alarcos 2001 [1994]: 62). Este aspecto, empero, se ha visto de manera crítica, como en Ambadiang, para quien esta dinámica sería asimétrica (1999: §74.2.2.7). En la Nueva Gramática, este aspecto es solo mencionado (2009: §2.2) y se lo trata como una propiedad de las lenguas románicas y de otras familias lingüísticas: “Así pues, el llamado uso genérico del masculino es consecuencia del carácter no marcado de este género” (2009: § 2.2b). Está tan asentado este uso genérico del masculino

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en la norma académica, que la RAE no propicia la tendencia a construir coordinadas constituidas por sustantivos de personas que manifiesten los dos géneros; si bien “se interpreta como una señal de cortesía” (2009: §2.2f), es innecesario cuando el empleo del género no marcado es suficientemente explícito para abarcar a los individuos de uno y otro sexo. Solo se podría usar las fórmulas desdobladas si el contexto no deja lo suficientemente claro que el masculino no marcado comprende por igual a los individuos de ambos sexos (2009: §2.2g) o si el mismo hablante lo considera necesario (2009: §2.2h). Sin embargo ¿lo sienten “innecesario” muchísimos hablantes? Era inevitable no hacer referencia a estos planteamientos antes de plantear lo que implica, muchísimas veces, silenciar a la mujer dentro de los niveles discursivos. No es menor el hecho de que en la primera gramática descriptiva que se tiene de nuestra lengua, publicada en 1999 bajo la dirección de Ignacio Bosque y Violeta Demonte, en el apartado de la flexión nominal, haya un apartado dedicado a los aspectos sociolingüísticos de la flexión del género. Allí Théophile Ambadiang exponía: Basándose esencialmente en la observación de situaciones de contacto formal entre hombres y mujeres, los estudiosos de la pragmática consideran en general que la lengua española es sexista, porque su sistema flexivo oculta a la mujer y su vocabulario, conjuntamente con la moción de género, la vilipendia (1999: §74.2.2.7)

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Y que, en la dinámica del género masculino como género no marcado: “ocultan a la mujer tras el hombre que, de este modo, se le antepone” (1999: §74.2.2.7). Justamente, la ginopia ante nuestros ojos, como un esperable resultado en el proceso de gramaticalización como lo es el de la formación del género gramatical en el indoeuropeo. Respecto a la palabra ginopia, en el año 2004, en una nota de opinión, la intelectual venezolana Evangelina García Prince trasladaba el neologismo ginopia al plano simbólico: Ginopia es miopía o ceguera a lo femenino, el no ver a las mujeres, el no percibir su existencia ni sus obras; se entiende como una omisión, generalmente no consciente, naturalizada y casi automática por lo anterior, a la realidad de las mujeres. Se habla de ginope para calificar a los sujetos o grupos u organizaciones que mantienen una práctica o patrón inveterado de omisión y exclusión, en el discurso y en la práctica, a la realidad de lo femenino o de las propias mujeres (García Prince 2004) Entre otras, Luisa Spencer (1997), en una suerte de panorama respecto a los estudios del lenguaje y las mujeres, hacía mención de los estudios que dan cuenta de esta “alienación” –como ella la llama– de la lengua, es decir, de la eliminación de lo femenino en la lengua imperante. Es, justamente, la ginopia y lo que Mary Daly, a

finales de los setentas, calificó como una lengua contaminada (cfr. 1979). Este aspecto ha sido estudiado por intelectuales, sobre todo feministas, a lo largo de las últimas décadas. Un buen ejemplo de esto son los textos de Robin Lakoff, Deborah Tannen, Mary Daly, Julia Kristeva, Judith Butler, Luce Irigaray o Nelly Richard, entre otras. En sus estudios y reflexiones se insiste en la necesidad de elaborar una teoría radical del lenguaje como parte esencial del movimiento de liberación de las mujeres. No es posible una lucha revolucionaria, afirmaba Kristeva, que no tenga como consecuencia necesaria una revolución en los modos de comunicación y representación a través del lenguaje, sobre todo por el abandono en el que se sienten las mujeres en el lenguaje y el vínculo social (cfr. Kristeva 1995 [1979]: 197). Lo mismo afirmaba Irigaray, para quien “una liberación sexual no puede realizarse sin el cambio de las leyes de la lengua relativas al género” (Irigaray citada en Salvi 1997 [1992]: 17). Butler comentaba que, dentro de esta dinámica de reconocimiento y de rebelión, “la tarea no es simplemente cambiar el lenguaje, sino examinar el lenguaje en sus supuestos ontológicos, y criticar esos supuestos en sus consecuencias políticas” (1990: 210). En efecto, es tal la ginopia en el lenguaje que intelectuales feministas buscan, a toda costa, que esa lengua permita significar libremente la existencia femenina y no esconderla o negarla, silenciarla. No sería, afirma Lazzerini, refundar la gramática, ni inventar otra lengua respecto a la que hay, “pero pensamos que la lengua puede y debe cambiar” (1997 [1992]: 45), aspecto en el que ella y tantos otros intelectuales, se mantienen absolutamente optimistas al respecto. Siguiendo con el silenciamiento, Kristeva lo describía como una frustración, frustración que se “convierte en lo esencial de la nueva ideología feminista” (Kristeva 1995 [1979]: 197). Aquí es donde calza la emblemática frase de Lacan respecto a que la mujer no existe (“La femme n’existe pas”), pues este enunciado se refiere, bien sabemos, a la imposibilidad de la mujer de poder mesurar el goce en los términos falocéntricos que estableció Freud. Es decir, es la imposibilidad de establecer un significante que pueda dar cuenta del goce femenino. Una vez más ¿Silenciamiento? ¿Marginación? En efecto, si a través del lenguaje es en donde el sujeto construye su subjetividad y este lenguaje, empero, ocultaría a la mujer, no hay una total incorporación de esta en el lenguaje: “las mujeres se sienten como abandonadas a su suerte por el lenguaje y el vínculo social. No encuentran en ella los afectos ni las significaciones de las relaciones que mantienen con la naturaleza, sus cuerpos, el del niño, el de otra mujer o el de un hombre” (Kristeva 1995 [1979]: 197). Este estado de la cuestión lo encontramos en muchísimas de las reflexiones respecto a la mujer y el lenguaje: “la identificación con los valores masculinos, la invasión de lo masculino en las relaciones y en lo simbólico femenino, la pérdida de la unión con el yo y el propio

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género y la homologación de la cultura patriarcal” (Spencer 1997 [1992]: 26) son, por ejemplo, las dinámicas que se generan con el lenguaje tal y como está. ¿Cuál es la síntesis, entonces? Pues la de re-habitar este espacio, haciendo hablar lo femenino: “Nosotras queremos habitar la lengua del mismo modo que, constituyéndonos sociedad femenina, habitar el mundo” (Lazzerini 1997 [1992]: 45). ¿Cuál sería la tarea, entonces? Marina Salvi es tajante en ello: “intervenir en lo presemiótico parece aún más difícil y complejo, porque se trata, una vez más, de vaciar dentro de nosotras, de quitar todo aquello que oscurece una visión clara” (1997 [1992]: 21). Queda, por lo tanto, todo un proceso pedagógico, que las italianas, en ese emblemático texto italiano de 1992 La educación lingüística. Trayectorias y mediaciones femeninas, en donde se sientan las bases de una posible educación que incida en este tipo de problemáticas. Por el contrario, un número importante de lingüistas, si bien reconocen una irregularidad respecto a lo que sucede con el género gramatical marcado y no marcado: “Esta asimetría se ve reforzada, además, por el hecho de que los genéricos animados pueden ser tanto masculinos como femeninos, a excepción de los de persona que solo pueden ser masculinos” (Ambadiang 1999: §74.2.2.7), dejan la problemática del sexismo fuera del espectro del lenguaje. Nos centramos en Théophile Ambadiang, sobre todo, por ser el autor que trata el género en la Gramática descriptiva, más que nada por esta razón, por ser estos los argumentos que se pueden encontrar en un estudio gramatical descriptivo y no normativo. En efecto, para Ambadiang “se trata de hechos culturales que no están determinados por la estructura de las lenguas, al no existir un paralelismo estricto entre la cultura y la lengua, ni una relación de necesidad entre el sexismo y la morfología de una lengua” (1999: §74.2.2.7). A tal punto se insiste en esta postura, que se deja de lado la referencia primaria respecto a los procesos gramaticalizadores de género, por lo que la asignación de género en español dependería, sobre todo, de la gramática, es decir “de la configuración morfológica de los nombres y de las convenciones (restricciones, tensiones, etc.) asociadas a ellas, y solo en menor grado de factores sociológicos relativos al estatuto del referente” (Ambadiang 1999: §74.2.3). Ambadiang, en la Gramática descriptiva que despedía el siglo XX, exponía una acertada visión dentro de los espacios de las gramáticas respecto al silenciamiento de la mujer en la lengua: Los estudiosos coinciden en la necesidad de eliminar de la lengua todo lo que pueda favorecer la ocultación de la mujer, es decir, de modificar, incluso por medio de reformas lingüísticas explícitas, los modos de expresión del femenino en el nombre de profesores, cargos y oficios, así como las soluciones de la coordinación (1999: §74.2.2.7).

El espacio lexicográfico es una buena balanza para ir dando cuenta de la ginopia en una lengua. Justamente, eso queremos mostrar en este apartado, constatar cómo se van resolviendo (o no) las flexiones genéricas o el cambio en el referente. En rigor, cómo reflexiona el lexicógrafo con el léxico que él va dando cuenta, que él incorpora, lematiza y marca y cómo, en síntesis, la problemática de la ginopia se mantiene o se resuelve en los espacios lexicográficos. Tomemos un ejemplo. Tenemos el caso de cajera, en donde Román pide la flexión: Cajera, f. Mujer que en las casas de comercio y en algunas instituciones cuida de la caja, o sea, del dinero. Es voz tan común, que ya debe figurar en el Dicc. al lado de cajero, lo mismo que tesorero figura unido a tesorera. (1901-1908) En efecto, la voz no aparece en la tradición académica hasta la edición de 1925, pero no es Román el primero en dar cuenta de la flexión. Un poco antes, en 1895, el Diccionario enciclopédico de Zerolo ya daba cuenta de la flexión y la marcaba como neologismo. Tomemos otro caso: el artículo lexicográfico hombre, en donde el sacerdote incluye la voz pluriverbal hombre de mundo y comenta que esta expresión: “no basta, porque hay también mujer de mundo, joven o mozo de mundo, viejo sin mundo, etc.” (1913: s.v. hombre). Con esto, Román está dando cuenta de una restricción léxica que refleja la generalización del elemento no marcado (‘hombre’), algo que genera imprecisión hasta en un sacerdote diocesano. Termina Román su comentario con una sentencia que llama a la expansión, no a la restricción: “Hay pues que generalizar” (1913: s.v. hombre). Otro caso que queremos destacar es el artículo lexicográfico cartomancia, en donde se va directamente, con toda la vehemencia del mundo, contra el viejo arte adivinatorio; sin embargo, destacamos cómo la crítica se centra, sobre todo, en las mujeres, quienes, según Román, son las que suelen caer en este tipo de prácticas, a quienes Román recrimina no cual Horacio a Leuconoe, sino con una forma burlesca, dura, como un sacerdote en su sermón: Cartomancía, f. “Arte vano y supersticioso de adivinar lo futuro por medio de los naipes”. Con toda energía y en nombre del simple buen sentido y de la civilización, para no mentar a la religión, reprobamos la maldita costumbre que tienen tantas personas, sobre todo las del sexo curioso, de acudir al “arte vano y supersticioso” de la cartomancia (no cartomancía). ¡Inocentes e ignorantes, que van a perder no solo su dinero, sino hasta su criterio y buen sentido, sin contar el pecado con que manchan su alma, porque de ordinario su ignorancia no es tal, que las libre de todo reato! ¿Qué relación podrán hallar entre los naipes o cartas, materia insensible, y los sucesos futuros que penden de la libre voluntad del hombre? Y lo peor es que en esto caen hasta las señoras y

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señoritas que por lo demás no carecen de ilustración. ¡Cómo se reirán de ellas las llamadas adivinas, al verse tan consultadas y bien pagadas! basta con esto y prosigamos con nuestras observaciones filológicas […]. (1901-1908) Tomemos, a su vez, las reflexiones que hace Román en el artículo lexicográfico chinchibí, hispanización en gran parte de Hispanoamérica de la voz inglesa gingerbeer, ‘cerveza de jengibre’, voz que en la actualidad se ha restringido a algunas zonas de Centroamérica, solo (cfr. Diccionario de Americanismos, 2010). Frente a este uso, que Román prescribe, cita a Hartzenbusch: “Otro llamará yinyibía a la cerveza de jengibre”, profetizaba Hartzenbusch en el prólogo del Dicc. de Baralt” (1901-1908: chinchibí), algo que descarta con una dura sentencia: “pero no se conoce todavía al pueblo tan afeminado que usa de una voz como esa” (1901-1908: chinchibí). He aquí, dentro de un artículo lexicográfico normativo, una afirmación absolutamente prejuiciosa que tiene que ver con “afeminar” a una comunidad lingüística, como si fuera esto negativo. Otro ejemplo que podemos dar es el del artículo lexicográfico pantalón, se presenta una aguda crítica al feminismo, el que se conecta con el uso de la prenda de ropa y la masculinización de la mujer con tintes despectivos: Pantalón, m. y ú. m. en pl. En estos dichosos tiempos de feminismos, en que tanto abundan los marimachos, se ha dado ya el caso de que las mujeres compartan con el hombre la prenda característica de este, el pantalón, no solo llamado así el calzón que usan ellas, sino también usando una especie de pantalón. ¿No llegará pronto el día en que se les suban a las barbas y las reclamen también para sus rostros? Véanlo las modistas; nosotros, que solo tratamos de los vocablos, les advertimos que el pantalón, como el nombre mismo lo indica (todo el talón) llega hasta esa parte del pie, a diferencia del calzón, derivado de calza, la media, que llega generalmente hasta la rodilla; por consiguiente, es absurdo decir pantalón corto por calzones. (1913-1916)

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En síntesis, encontramos actos de habla absolutamente ideologizados en un producto lingüístico que tendría que ser lo más objetivo posible, sobre todo por los usos pedagógicos que tiene un diccionario. Tomemos otro par de ejemplos presentes en el Diccionario de Román y que dan cuenta de este sacerdote diocesano y veamos cómo conjuga su postura frente a la masonería, en conjunto con la necesidad de que aparezca la mujer en el diccionario: fracmasón. Dígase francmasón o masón, como también francmasonería. El adj. es masónico, ca. Como, por desgracia, hay también mujeres inscritas en la masonería, debe el Dicc. admitir, además, los femeninos masona y francmasona. (1908-1911) Masona, f. Mujer que profesa la masonería. Ú.t.c. adj., f. de masón Como desgraciadamente ha conseguido la tenebrosa secta embaucar al sexo débil y

hacer también en él sus prosélitos, es ya indispensable admitir esta palabra. ¡Estos son los tristes adelantos obtenidos con las decantadas emancipación e ilustración de la mujer! (1913) Respecto a masón, aparece esta variante, más nueva que francmasón y la que se extendió (ya hacía referencia de la preferencia de este uso Domínguez, en 1846-1847), por primera vez, ambos, en la edición usual de 1843. Fuera de lo que observa Román, eso de la “desgracia de que la secta embauque al sexo débil”, la flexión solo aparecerá en la edición usual de 1925 para ambas voces. ¿Cuáles eran los referentes para Román? Se supone que, en extrañas circunstancias, sería la irlandesa Elizabeth Aldworth la primera mujer en entrar a la orden en 1710 o 1712, pero será, sin duda, la francesa María Deraismes, feminista, iniciada en 1882 la más reconocida masona en su época, frente al halo de misterio que encierra la primera. En Chile no será hasta la década del veinte del siglo pasado que empiecen a ingresar mujeres a la logia. Podemos partir por algo esperable en un diccionario, como las incorporaciones relacionadas con la diferenciación genérica. Bien sabemos que este aspecto morfológico, el que incide en la lematización, en el marcaje gramatical y en la definición, no se extiende de manera uniforme en todos los nombres de persona. En efecto, la diferenciación genérica tiende a variar de un nombre a otro y “por tanto, pueden recibir juicios encontrados por parte de hablantes y estudiosos” (Ambadiang 1999: § 74.2.2.7), a tal punto, que “las divergencias de juicio tienen que ver, más allá de la historia de cada nombre, con las tendencias dialectales, las preferencias individuales e incluso con el nivel cultural de los hablantes” (Ambadiang 1999: § 74.2.2.7). Un aspecto que destacamos de este problema es el de la flexión en nombres que designan actividades, como profesiones u oficios, algo de lo que se hace cargo la Nueva Gramática: “se ha comprobado que la presencia de marcas de género en los nombres que designan profesiones o actividades desempeñadas por mujeres está sujeta a cierta variación, a veces solo desde tiempos relativamente recientes” (2009: § 2.6 a), con un punto fundamental: la variación. Sin embargo, tal como veremos a continuación, muchas de estas voces se irán asentando en el uso y en la norma: “pero estas y otras voces similares han tenido desigual aceptación, generalmente en función de factores geográficos y sociales, además de propiamente morfológicos” (2009: § 2.6 a). Justamente, lo relevante en este punto es que la diferencia de sexo puede ir variando con la transformación de la sociedad: antes una médica era la mujer del médico, misma cosa una licenciada o una coronela, como en el caso de diputada: Diputada, f. No es la mujer del diputado, cosa que a nadie todavía se le ha ocurrido, sino la mujer nombrada por una corporación o por un pueblo para

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que los represente en algún congreso. Mientras subsista el feminismo, o por lo menos mientras haya mujeres que puedan ser nombradas para tales reuniones, tendrá que aceptarse el nombre de diputada. Otros pueden preferir el de delegada, que tiene el mismo significado (Román 1908-1911) Entre 1908 y 1911, Román hacía estas reflexiones en su diccionario y era la primera vez que se hacía mención a la flexión y al referente mismo. Le siguen Alemany (1917) Rodríguez-Navas y Carrasco (1918). Hay que destacar que, hasta ese entonces, no se concebía, tal como afirma Román, diputada como la mujer del diputado, por lo que la aparición de la flexión responde, única y exclusivamente, a los cambios en los espacios del referente. Sin embargo, no debemos olvidar que las primeras mujeres diputadas en la tradición hispánica fueron elegidas en la Segunda República, en 1931 (Victoria Kent, Margarita Nelken y Clara Campoamor) y en Chile no será hasta 1951, con Inés Enríquez Frodden, tardías en comparación con otras zonas, como Finlandia, en donde en 1907 diecinueve mujeres fueron elegidas como diputadas en las primeras elecciones en sufragio universal. La tradición académica no lematizará la voz hasta la edición manual de 1927, con la flexión femenina (diputado, da), y en la edición usual de 1936. En esta misma línea está el artículo candidato: candidato, m. Dos cosas tenemos que observarle: 1.ª que ya es tiempo de darle terminación femenina, porque también las mujeres pueden presentar, y de hecho presentan, candidatura para los puestos a que tienen opción; por consiguiente, hay también candidatas: “Candidata al sambenito y la coroza”, dice de una mala hembra la señora Pardo Bazán […] (1901-1908)

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Es relevante que en la edición usual de 1884 es cuando se hace referencia a ese candidato como ‘persona’, sin embargo, no será hasta la edición usual de 1936, es decir, justo después de que las candidatas a diputadas salieran electas en la Segunda República, que se flexiona la voz. Respecto a los quehaceres que implican un paso por la universidad, encontramos las mismas observaciones, como en licenciada: Licenciada, f. Mujer que ha obtenido en una facultad el grado que la habilita para ejercerla. […] Falta esta voz en el Dicc.; y es de notar que con los progresos del feminismo es más necesaria ahora que en el siglo XVII, en que se usaba jocosamente. (1913) Es Román el primero en referirse a la necesidad de dar cuenta del referente con su correspondiente flexión, voz que no aparece hasta en la edición usual de 1925 de la Academia. Fuera de la jocosidad de la que Román hace referencia, no hay que dejar de lado la realidad misma que el diocesano estaba viviendo en Chile con hitos como el de Eloísa Díaz y su ingreso a la universidad en 1880, siendo, con esto, la primera mu-

jer en Chile en hacerlo. Sin embargo: ¿cuánto hubo que esperar para que las mujeres en Chile empezaran a doctorarse? Según nuestros registros serían Adelina Gutiérrez e Hilda Cid, en 1964, las primeras mujeres en recibir un doctorado en Chile, en astrofísica una y en ciencias exactas la otra. Sin embargo, en el resto del mundo, era esta una excepcionalidad de más larga data. En efecto, no debemos olvidar que las primeras en recibirse con doctorados en la historia fueron la catalana Juliana Morell en Aviñón, en 1608 en leyes y la véneta Elena Cornaro Piscopia en Verona, en 1678 en filosofía. Estas fueron las primeras doctoras: Doctora, f. Admite el Dicc. que así se llame la “mujer del doctor, la mujer del médico y la que blasona de sabia y entendida”. Y la verdadera doctora, eso es, la mujer que ha recibido el doctorado, ¿cómo se llamará? Díganlo los compatriotas de Santa Teresa, que a boca llena la llaman la doctora mística, proclamada tal por la Universidad de Salamanca. “Nuestra santa e inspiradora doctora”, la llamó D. Severo Catalina; y Mesonero Romanos, hablando de una gran dama española, dice que “recibió el grado de doctora y maestra en la facultad de artes y letras humanas”. (1908-1911) No es Román el primero en dar cuenta de estas doctoras, ya Terreros (a 1767) hace referencia a “la mujer sabia y doctorada” y recalca que es uso vulgar el de doctora como la mujer del doctor. Le sigue Núñez de Taboada (1825), quien es el primero en definir el grado en sí. En la tradición académica, desde la edición usual de 1803 aparece un doctor, ra, para “el que enseña alguna ciencia u arte” y en 1832, junto con la flexión y la marca gramatical “m. y f.”, la definición “El que ha recibido solemnemente en una universidad el último y más preeminente de todos los grados, por el cual se le da licencia para enseñar en todas partes sobre aquella facultad o ciencia en que se graduó (1832: s.v. doctor, ra) nos refleja la individuación vinculada a un “el [¿estudiante?]”. En lema aparte irá siempre la referencia a la mujer del doctor hasta la edición de 1884, en donde pasa esta acepción a formar parte del artículo doctor, ra. No será hasta 1914 que este “El que”, pasa a ser “Persona que”, más genérico. Una vez más: pequeños grandes detalles que construyen las definiciones y que ayudan a una mayor ecuanimidad. Respecto a la referencia de los sustantivos femeninos que designaban a la esposa del que ejercía ciertos cargos, como la coronela, la gobernadora, la jueza o doctora, la Nueva gramática afirma que han desaparecido casi por completo estos usos en el habla actual, “y se han impuesto los significados en los que estos nombres se refieren a la mujer que pasa a ejercerlos” (2009: §2.6 b). Sin embargo, describe la misma Nueva Gramática, respecto a algunas voces con flexión: “Frente a estos nuevos usos, reflejo evidente del cambio de costumbres en las sociedades modernas y del progreso en la situación laboral y profesional de la mujer, se percibe todavía, en algunos sustantivos

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femeninos, cierta carga depreciativa o minusvalorativa que arrastran como reflejo de la cultura y de la sociedad en las que se han creado” (2009: §2.6 b). Nos acogemos de este punto para poder explicar la generalización de doctora en Chile en vez de médica, punto que se complementa, además, con la segunda acepción de Román al respecto: Médica, f. “Mujer del médico”, decía el penúltimo Dicc., pero el último le antepuso esta otra acep.: “la que se halla legalmente autorizada para profesar y ejercer la medicina”. Con mucha razón, porque ya hay médicas en todas partes. —Solo falta ahora la acep. vulgar, que es igual a curandera: la que hace de médica sin serlo. Todas las naciones, particularmente en los barrios pobres y en las partes rurales, están plagadas de estas pestes. No basta la voz culta medicastra, que podría sacarse de medicastro, médico indocto, ni la despectiva medicucha, derivada de medicucho. (1913)

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Costó que la voz médica entrara dentro de los diccionarios haciendo referencia al quehacer profesional. Tardía cosa, con hitos como el de Eloísa Díaz y su ingreso a la universidad en 1880 siendo, con esto, la primera mujer en Chile en hacerlo y la primera médica en Chile y en Latinoamérica, recibiéndose en 1886. No podemos dejar de lado, por lo demás, lo que sucedió en el resto del mundo, con mujeres como Elizabeth Blackwell, la primera médica de la que se tiene noticia, quien se graduó en 1846. Dentro de los quehaceres que no pasan por la universidad y de los cuales Román reclama su flexión, tenemos curandero: “‘El que hace de médico sin serlo. También hay aquí, y sin duda en todas partes, curanderas. Agréguese pues la forma o terminación para el f.” (1901-1908: s.v. curandero), flexión que solo aparecerá en la edición usual de 1914 en adelante, dentro de la tradición académica. También compaginador, en donde se hace una observación valorativa: “Solo lo acepta como m. el Dicc., siendo que ya en muchas imprentas hay también compaginadoras, tan capaces como los hombres, o quizás más.” (1901-1908: s.v. compaginador), a tal punto, que Román nos comenta: “Y, sin ir más lejos, quien ha compaginado estos pliegos, es una hija de Eva, una compaginadora.” (1901-1908: s.v. compaginador). La flexión no se reproducirá hasta 1918, con Rodríguez-Navas y en la tradición académica la encontramos tardíamente, primero, en la tradición manual de 1983 y 1989 y no será hasta la edición del usual de 1992 en que aparecerá flexionada la voz. Encontramos otras voces relacionadas con quehaceres, en donde el diocesano reclama la flexión femenina, como cabrerizo, za, en donde se había dado cuenta de la mujer del cabrero, a lo que Román se pregunta: “Y ¿por qué no también “cabrera o pastora de cabras”? Inconsecuencia del Dicc.” (1901-1908: s.v. cabrerizo, za), flexión que solo aparecerá en la tradición académica en el usual de 2001, antecedido por Moliner en 1966-1967. También encontramos guardaalmacén o guardalmacén: “El Dicc. lo hace m., cuando lo natural y lógico es

que sea com., porque es oficio que desempeñan también las mujeres” (1908-1911: s.v. guardaalmacén o guardalmacén), común aparecerá en la edición usual de 1925. Sin embargo, no todo es reivindicación de la flexión femenina en el trabajo lexicográfico, porque podemos encontrar lo contrario, como en encajero, en donde Román se vale de la autoridad de la Pardo Bazán para su reclamo: “Encajero, m. El Dicc. solo admite encajera, f.: “la que tiene por oficio hacer o componer encajes”, pero la señora Pardo Bazán usa también el m., que seguramente existiría en la vida real lo mismo que el modisto”. (1908-1911: s.v. encajero), reclamo que empieza a aparecer en la tradición académica en el usual de 1925. Otro aspecto que podemos destacar en el tratamiento del género gramatical y lo femenino en un diccionario son las ideas que se tienen respecto al habla de la mujer. Lo que se presenta, las más veces, son reflexiones sociolingüísticas relacionadas con el uso de tal o cual forma recurrente entre el “devoto sexo femenino”, “el sexo curioso”, “entre señoras” o “entre el sexo débil”, las que pueden parecer, a simple vista, más tendenciosas que otra cosa, sobre todo por esa forma llana y directa que tiene Román para expresarse. Por lo mismo, mientras no se haga un detallado estudio sociolingüístico histórico, estamos a caballo entre nociones preconcebidas, muchas de ellas arbitrarias o, lisa y llanamente, tenemos aquí datos valiosos de usos centrados en el hablante femenino, como en el caso de cualquiera, en donde se hace referencia al habla de las “señoras” o en promesa, en donde se hace mención del sexo femenino “devoto” o en magníficat, donde se da cuenta del “devoto sexo femenino”: Cualquiera, adj. No olviden algunas personas, señoras sobre todo, que por lo demás no carecen de educación, que el pl. de esta palabra es cualesquier o cualesquiera; pues ellas creen hacerlo mejor diciendo muy repulidas y con pésima concordancia: cualesquier día, cualesquiera cosita. Sin duda les parece que el singular cualquier, ra, solo es para los zafios que acostumbran no pronunciar la s. (1901-1908) Promesa, f. “Ofrecimiento hecho a Dios o a sus santos de ejecutar una obra piadosa.” El devoto sexo femenino restringe mucho entre nosotros esta palabra al destinarla casi exclusivamente, como lo hace, para designar un traje de tal o cual color, que se promete usar en honor de un santo; así, vestirse del Carmen significa vestir un traje del color pardo que usan los Carmelitas. (1913-1916) magníficat,

m. Tenga entendido el devoto sexo femenino, que es el que incurre en el error, que el hermoso cántico de la Santísima Virgen tiene género m. y que su nombre termina en t. Digan pues en adelante el magníficat y no la Magnífica, aunque alguna vez encuentren en los clásicos la Magníficat, como en este pasaje del B. Ávila: “¿Cómo yo predicaré si no oigo esta gran cantora, que cantó el suavísimo canto de la Magníficat?” (1913)

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Nos detuvimos en la problemática del silencio, así como en la omisión y el ocultamiento que tiene lo femenino en los espacios discursivos; algo delatado por feministas y por lingüistas y que confirma una realidad patente, de la que se han valido intelectuales y teóricos para lograr un cambio discursivo que lime este silenciamiento. Por esta misma razón le hemos dedicado un apartado especial a este aspecto en el Diccionario de Román, quien, alejado de las teorizaciones que las feministas han llevado a cabo en las últimas décadas, illo tempore, algo nos puede aportar; justamente lo que puede aportar un sacerdote católico y conservador al respecto. Insistimos en esto porque, muchas veces, no nos percatamos de lo que las codificaciones pueden entregarnos, sea en datos, sea en reflexiones.

9.3. Ideas metalexicográficas en el Diccionario de Román Román, lo hemos repetido varias veces, dialoga constantemente con la tradición académica, sea para que se lematice una voz en cuestión, una acepción, se reformule o extienda alguna, o bien, para suprimir ciertos aspectos de la definición. Es la tradición académica el receptor constante, mas no el único. Otros autores, con sus obras, son interpelados, sea para dar cuenta de su trabajo en manera positiva o en manera negativa, por lo que puede existir una crítica dura y vehemente. En efecto, Román al diccionarizar hace constantemente metalexicografía y en ello nos queremos detener en este apartado.

9.3.1. Román lee, analiza y critica el diccionario académico

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Ya hemos hecho referencia a la estrecha relación que hay entre el Diccionario de Román y la tradición lexicográfica usual de la Real Academia Española, sea en su decimotercera (1899) o decimocuarta ediciones (1914). Es esta obra académica su referente constante, fuera de todos los aspectos pedagógicos de los que hemos hecho referencia. La finalidad, para Román, es que la RAE tome en cuenta sus proposiciones y complemente la nueva edición del diccionario usual con estas. Por lo mismo, no nos puede llamar la atención ese número considerable de voces, llamémoslas (forzosamente, pues no siempre lo son) estándar, las cuales, como artículos lexicográficos o como acepciones cumplen esa función, la de establecerse como propuestas para el diccionario usual. Suelen ser voces de origen latino o hispanas, formadas bajo reglas de formación idóneas para el sacerdote, con autoridades de renombre:

Complotarse, r. Si está admitido el s., lógico es admitir también el v. para el completo desarrollo de la idea. Sería verdadera perturbación para la inteligencia y la memoria poder usar, para expresar la idea de confabulación, el s. complot y no poder usar el v. complotarse, debiendo acudirse para esto al v. confabularse. Felizmente el uso de ha declarado ya a favor del nuevo v., que por lo demás nada tiene de irregular ni de malsonante. Deseamos pues que la Academia se apresure a admitirlo. (1901-1908) En estos casos, Román suele hacer uso de argumentos persuasivos para alimentar su postura, por lo que solemos encontrar formulaciones de cierre del tipo: “Por su origen y por el uso que tiene, debe esta voz entrar en el Dicc. cuanto antes y sin discusión alguna” (1908-1911: s.v. ergo); “No tiene el Dicc. por qué privarse de…” (1913: s.v. incuestionablemente); “ya parece bastante maduro para la admisión” (1913: s.v. independizar); “Debe pues el Dicc. aceptarla sin escrúpulo” (1913. s.v. Mesalina); “Ya es tiempo de admitirlo” (1913-1916: s.v. número); “Es una buena adquisición para la lengua este v., que ojalá halle buena acogida entre los Académicos.” (1913-1916: s.v. objetivar). Algunas veces, con un tenor un tanto dramático: “Injustamente está fuera del Dicc.” (1913: s.v. luminosamente); “no tiene el Dicc. razón alguna para desheredarlo y excluirlo de sus columnas” (1913-1916: s.v. ojiblanco). O bien, tal como habíamos hecho referencia, son voces que atentan contra esa suerte de “estética personal” de Román, como en los vocablos largos, de los que suele renegar: “Aunque largo, es lógico admitirlo” (1913-1916: s.v. nacionalización). Es usual, por lo demás, en estos casos y tal como vimos en su momento, que Román provea de autoridades para que la voz tenga el peso necesario para sea incorporada: “Démosle al Dicc. un buen porqué de autoridades para que se resuelva a admitirlo” (1913: s.v. mordiscón). Es más, el acopio de citar y entregar estas voces con sus respectivas autoridades será una de las funciones del Diccionario de Román en estos casos específicos. Veamos el caso de murmurar, en donde no había sido asignada la función de verbo activo (transitivo), a lo que Román entrega unas cuatro columnas de ejemplos con autoridades de todo tipo, con lo que cierra de la siguiente manera: Adviértase que de cada autor hemos escogido uno que otro pasaje, prefiriendo los que llevan acusativo de persona, porque el de cosa es muchísimo más abundante. ¿Qué hará ahora el Dicc. en vista de autoridades tan abrumadoras? No le queda sino admitir este giro, tanto más, cuanto que los verbos que hay para expresar esta idea son demasiado familiares (1913: s.v. murmurar) También encontramos insistencias como: “Bien pudiera el Dicc. hacer la galantería de admitirnos este vocablo” (1908-1911: s.v. goteras); “Es voz que debe admitirse

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a ojos cerrados” (1913: s.v. militarizar). Insistencias que van de la mano con una vehemencia implacable: independizar, […] Deje pues a un lado la Academia los escrúpulos de monja y el cierto puntillo de amor patrio que lleva consigo la admisión de este v. y háganos la galantería de aceptarlo. (1913)

O bien, todo lo contrario: voces las cuales, según el sacerdote, no deben aceptadas por el diccionario académico. Sea por su baja frecuencia: Improtestable, […] Aunque está bien formado, no habría para qué admitirlo, porque su uso sería muy limitado y porque no es posible trasladar al Dicc. todas las voces que, conforme a las reglas o a la índole de un idioma, puede formar un autor. Por la misma razón no pedimos la admisión del simple protestable. (1913) Sea por su diafasía: “Está bien como v. jocoso y de libre invención, pero no para hacerlo vivir en el Dicc.” (1913-1916: s.v. numismatizar). O por algún tipo de normatividad: Musicante, m. Músico, que toca música, tañedor. solo lo hemos oído entre compañías de circos y de volantines, y eso por burla o donaire. No pedimos pues su admisión, mucho menos teniendo, como tiene, la forma de participio de presente, sin que exista v. que le dé el ser. (1913)

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O porque hay voces en el patrimonio hispánico que pueden utilizarse en vez de la voz en cuestión: “¿Habrá necesidad de admitir en el Dicc. oficial este vocablo? Necesidad, propiamente hablando, no hay” (1013-1916: s.v. nabab). En otros casos se refleja directamente su ideología y, frente al rechazo directo de alguna agrupación, por ejemplo, la logia masónica, de la que ya hemos hecho referencia (Tercera parte, §9.2.4), Román sigue proponiendo acepciones o propuestas de reforma de dichos artículos, manifestando expresamente su desagrado. También puede darse el caso de voces que no han sido incorporadas por el diccionario usual, pero que, a su vez, Román tampoco osa proponerlas, pero las lematiza, las define, las ejemplifica y, por razones que tienen que ver, sobre todo, con el prestigio o el uso, no llega a proponerlas para su incorporación: “La voz es poco usada y no hay para qué pedir su admisión” (1913: s.v. moluche). Veamos el caso de indulgenciar: Indulgenciar, a. Conceder indulgencias a un objeto de devoción. indulgenciar un crucifijo, un rosario. Lo usan algunos, pero no los buenos y atildados escritores. puede ser que con el tiempo consiga abrirse paso para el Dicc. (1913)

Además, tenemos un número importante de voces que cumplen la función de ser “noticia” de las nuevas voces o acepciones que han aparecido en las decimotercera o decimocuarta ediciones, muchas veces, porque el sacerdote ya tenía lista la ficha de propuesta: proletariado,

m. […] Admitido por primera vez en la 14.ª ed. del Dicc. Ya les teníamos preparadas las siguientes autoridades: “Un proletariado inculto, hambriento, esclavo de la miseria…, había de levantarse lleno de ira y acabar con todo” (Valera, Genio y figura, XI). “El triunfo de la clase media mueve la envidia en el proletariado.” (Id., Pról. a la Vida de Carlos III por el Conde de Fernán-Núñez). La reclamó también Marty Caballero, dándole como 1.ª acep.: “estado, condición de proletario,” la cual no ha aceptado todavía el léxico. (1913-1916)

A propósito de esto, tenemos que señalar que Román empezó la redacción de su Diccionario consultando la edición de 1899 y muchas veces destacaba voces que no estaban en esta edición y que era relevante adicionar. Al pasar de los años, muchas de estas voces aparecieron en la edición de 1914 y los artículos lexicográficos quedaron, sobre todo, para aplaudir que la voz había sido, ya, incorporada, o bien, para seguir insistiendo en que la voz no era santo de la devoción del sacerdote: […] Así se expresa la 13.ª edición del Dicc., admitiendo esta 2.ª acep. que venía usando y reclamando la turbamulta de los escritores, pero no la mejor y más sana parte, que, al contrario, protestaba de semejante acep. Lo mismo hacemos nosotros. (1913-1916: s.v. notabilidad) Asimismo, no podemos olvidar en este apartado una de las finalidades que buscaba Román en su Diccionario; la de dar a conocer a la Academia las voces diferenciales, para que se tomen en cuenta y se lematicen o para que se conozcan más allá de sus fronteras de uso. En esto hay una referencia constante a lo largo de su Diccionario. La necesidad, entonces, es que la Academia conozca estas nuevas realidades, para incorporarlas y difundirlas en el Diccionario usual: Chicha, f. ¡Quién les hiciera probar a los SS. Académicos la chicha de uvas, especialmente la de Aconcagua, para que la incluyeran en la definición! (1908-1911) luna de Paita, […] Ojalá acepte el Dicc. esta fr. en obsequio a los americanos, y así Paita quedaría doblemente famosa: por su chancaca y por su luna. (1913. s.v. luna) Sobre todo, las usuales en Chile:

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mañío, […] No necesitamos recomendarlo a la Real Academia, sobre todo, si toma en cuenta que la madera de mañío se anuncia y vende públicamente en todo Chile. (1913) Por lo mismo, habrá un número no menor de chilenismos que buscan un lugar en el diccionario usual: “Es chilenismo harto ingenioso, bien formado y digno de pasar al Dicc.” (1913: s.v. millonaria); “En ambas aceps. se usa esta voz en Chile y no hay por qué tenerla excluida del Dicc.” (1913-1916: s.v. normalista). Muchos de ellos con la garantía de una autoridad de renombre: “bien puede admitirse mutuario, a lo menos como chilenismo, ya que tiene la autoridad de Bello y de tantos jurisconsultos chilenos” (1913: s.v. mutuario).O cuando aboga por voces diferenciales, como en el caso del diferencial galpón: “Más amplio es aún el concepto de galpón, porque en él se comprende el significado de todas estas voces castizas” (1908-1911: s.v. galpón) o en mancarrón, voz, arcaica en España, que Román aboga por tener autoridades como el mismo Gonzalo Correas “y con el uso de cuatro siglos que tiene esta voz en Chile” (1913: s.v. mancarrón). No será Román un servidor ciego de los dictados de la Academia, aunque esto no quite que esté siempre en diálogo con esta entidad y su diccionario. De alguna forma se ve una intención de hacer del diccionario académico una obra perfectible y, en el intento, se vislumbra un tono vehemente las más veces, algo que lo aleja de una definición propiamente tal y lo acerca sobremanera a una suerte de nota periodística o bien, anecdótica: “Cimenterio, m. No sabemos para qué guardará estos fósiles el Dicc., sin ponerles ni la nota de anticuados.” (1901-1908). Puede que algunas veces no esté de acuerdo, Román, con la incorporación de ciertas voces:

Tercera parte

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Crematorio, ria, adj. Aplícase al horno en que se hace la cremación. Por ser todo horno para quemar y por lo que dijimos en cremar, consideramos este adj. enteramente inútil. (1901-1908) Hay casos en que podemos ser testigos de cómo la tradición recalcaba la impropiedad de una transición semántica, mas ganó el uso, como en el ya visto nimiedad, por ejemplo (ver § 9.2.2.). En nimiedad podemos apreciar en pleno la vehemencia y el prurito normativo y latinista del sacerdote. Román, no contento con dar el argumento etimológico, con mentar al Diccionario de Autoridades y con la reducción al absurdo, continúa. Nótese que el recurso de los guiones, en su Diccionario usado para distinguir las acepciones, insiste en la misma temática: -Pero nimiedad no puede significar tal cosa en castellano…eso es contra el pelo, significa todo lo contrario…, nos parece que se habrían atrevido a murmurar por lo bajo el p. Mir, el p. Fita y otros académicos entendidos.-¡Escrú-

pulos de monjas, pura nimiedad! habrían replicado los dueños y árbitros del idioma. Y así a este paso no hay valla ni razón que respetar y las voces más contrarias entre sí llegarán a ser sinónimas: blanco en su acep. fam. será negro, y abuso figuradamente será uso. Aquí de Quevedo y Moratín, de Baralt y de Valbuena para tamañas osadías y excesos. -Admitido el error en el s. nimiedad, no se atrevió el Dicc. a colgárselo también al adj. nimio, mia, como de hecho lo hacen tantos en lo escrito y en lo hablado; pero sí lo practicó con el adv. nimiamente: ¿qué mayor delito que el adj. tendrá este? (1913-1916: s.v. nimiedad) En otros casos, no está de acuerdo Román en que ciertas voces de uso frecuente se hayan suprimido: Especímen, m. Admitido en la 1.ª edición del Dicc. y usado en estos tiempos mucho más sin duda que en aquellos, no sabemos por qué ha desaparecido en las últimas ediciones. ¿Será por la dificultad para formarle el pl.? Pues allá se las avengan los gramáticos, y entre tanto cumple el Dicc. con su obligación de registrar y definir todas las voces castellanas corrientes y bien formadas. (1908-1911) En otros detecta Román alguna errata o imprecisión ortográfica que es necesario enmendar: José, n.pr.m. Quisiéramos saber por qué el Dicc. escribe este nombre con f al fin (Josef) en la voz sudario. ¿Será porque se trata del José de Arimatea, que así ha sido escrito por nuestros clásicos? Pero ellos escribieron siempre así este nombre, desde el patriarca hijo de Jacob, hasta el último varón que lo recibió en el bautismo; práctica que duró hasta principios del siglo XIX solamente. Enmiende pues el error el Dicc. (1913) No nos explicamos cómo se le escapó al Dicc. escribir cardialgía (dolor agudo que se siente en el cardias, y oprime el corazón). (1913-1916: s.v. nostalgia) Sobre todo, en voces de origen indígena, más que nada por la ausencia de diccionarios que puedan ayudar a esclarecer la ortografía de la voz: “Pues sepan que llapa y llapar no existen sino por error en el Dicc. de la Acad. y como términos de Minería, porque son las mismas voces quichuas yapa, añadidura, y yapani, añadir” (1913: s.v. llapa). O algún galicismo que se debe eliminar: “Téngase pues como galicana la fr. Librar batalla, por más que la haya amparado el Dicc. y aunque la usen los modernos.” (1913: s.v. librar). Desarrollaremos, a continuación, algunos aspectos relacionados con este diálogo crítico con el diccionario académico, diálogo que va siempre en pos de enmendar y perfeccionar el trabajo académico. Por ejemplo, una de las críticas más usuales es el tipo de definición, las más veces, insuficiente. Otras veces, más que la crítica, destaca-

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mos el ímpetu con el que desea Román que el Diccionario académico adicione voces. En otros casos, Román critica el tipo de voces que incorpora el Diccionario académico, sobre todo las voces subestándar.

9.3.1.1. Qué incorporar en el diccionario usual 9.3.1.1.1. Sufijos Bucolismo, m. Afición a la poesía bucólica; sistema especial de entenderla o escribirla. “Ni a Teócrito, ni a Mosco, ni a ninguno de los maestros del culto idilio alejandrino o siciliano, ni a Virgilio su imitador, debe Gil Vicente su propio y encantador bucolismo”. (Menéndez y Pelayo, Antol. de poetas lír. cast., pról., III). Es voz bien formada, pero que no merece el honor de una campaña por su admisión. Allá verá su autor si la defiende o no en el seno de la Academia; nosotros nos arrimamos el buen criterio de Don Juan Valera, manifestado en estas atinadas reflexiones: “Esta traza de enriquecer el idioma valiéndose de conocidas terminaciones para componer nuevos vocablos, no supone rara habilidad ni grande ingenio. Los inventores abundan, por consiguiente, y la riqueza de los idiomas puede llegar de esta suerte hasta lo infinito. ¿Qué inagotable manantial de palabras no es, v.gr., la terminación ismo? Apenas hay ya cosa, doctrina, creencia, vicio, pasión, persona y objeto que no tenga un ismo correspondiente”. Lo que convendría en estos casos, nos parece a nosotros, sería estudiar y analizar bien estas terminaciones, lo mismo que las demás partículas componentes, y registrarlas en el respectivo lugar del Dicc. Así se conocería mejor la riqueza del idioma, se evitaría la mala formación de muchas palabras y se ahorraría, sobre todo a los extranjeros, más de alguna vacilación o error. (1901-1908)

Tercera parte

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En el caso de –ismo, más que una reflexión en torno a las formaciones y sus posibles correcciones o validaciones o el caso de la incorporación de la voz en sí en la tradición académica (en este caso, de hecho, Román es el primero que lematiza la voz en un diccionario, dicho sea de paso), lo que tenemos aquí es una reflexión metalexicográfica en relación con la relevancia de incorporar elementos derivativos dentro de un diccionario. Es decir, la propuesta de extender un espacio propio de la gramática, donde tendrían que estar, en rigor, los elementos compositivos explicados hacia el diccionario. Los argumentos de Román, para esta propuesta, una vez más, son normativos, pedagógicos: “Así se conocería mejor la riqueza del idioma, se evitaría la mala formación de muchas palabras y se ahorraría, sobre todo a los extranjeros, más de alguna vacilación o error”.

9.3.1.1.2. Tecnolectos Antipirina, f. Medicamento en forma de polvo cristalino, blanco e inodoro, que se emplea como febrífugo y antinervioso. Por lo conocido y usado que es, merece ya figurar en el Dicc. Comprendemos que no puede ni debe este dar cabida a todos los nombres de medicamentos que se usan y de cuyos anuncios están llenos los diarios: pero otra cosa es cuando son de todos conocidos y usados. (1901-1908) De alguna manera, Román reflexiona acerca de un tópico usual dentro del quehacer lexicográfico: qué tipo de voces incluir en un diccionario y, dentro de los tecnolectos, cuándo incorporar una voz de especialidad, en este caso, del ámbito farmacéutico. Como Román comenta, los nombres de medicamentos, sobre todo las marcas registradas, no deberían tener cabida en un diccionario de lengua, salvo que estas se generalicen dentro del ámbito de la lengua usual. Tal es el caso de la antipirina, aspirina, cortisona, paracetamol o penicilina. La generalización debe haber sido rápida, porque desde 1883, año en que el químico alemán Ludwig Knorr sintetiza el compuesto, la voz la encontramos, ya, en la Revista popular de conocimientos útiles (Madrid) al año siguiente, en 1884 y en la novela de Emilia Pardo Bazán La piedra angular. Dentro de la tradición lexicográfica, es en Zerolo (1895) donde aparece por primera vez, a doce años de la aparición del medicamento en el mundo y calificado como un “nuevo medicamento”. Le sigue, sorprendentemente, marcado como neologismo, Voces usadas en Chile, de Echeverría y Reyes (1900) lo que confirma cómo el medicamento en cuestión cruzó fronteras y llegó hasta los confines del Cono Sur. Fuera de Román, Toro y Gómez, desde Europa (1901) lematiza la voz con datos enciclopédicos. Desde la Argentina, en la sección “Castellanismos y neologismos” Segovia lo incluye en 1911 hasta que el usual de la Academia, en 1914 lo incorpora por primera vez.

9.3.1.1.3. Nombres propios Astrea, n. pr. f. Sin pretender que el Dicc. de la Lengua sea también de Mitología, nos parece que no debe prescindir de ciertos nombres propios, voces y locuciones que ya están admitidos en todas las literaturas romances y que a cada paso encontramos en la española. ¿Cómo exigir entonces al lector, máxime ahora que tanto se van olvidándolos estudios clásicos, que tenga a la mano un Diccionario Mitológico para entender esos vocablos para él desconocidos? Se nos dirá que sería abarcar demasiado, porque lo mismo debería hacerse también con la Geografía, con la Historia, y aun con la Literatura. Convenido, contestaremos nosotros; así debe hacerse con los nombres y locuciones históricos, geográficos y literarios que ya hayan entrado en el lenguaje usual

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y corriente, porque para eso es precisamente el Dicc. ¿Qué se abulta éste demasiado y es difícil manejarlo? Pues, al impresor con esas dificultades, y no al lector, que tiene derecho a exigir que el Dicc. sea lo más completo posible. Y, volviendo a Astrea, creemos que debe admitirse en el significado de dios de la justicia, o la Justicia personificada, lo que es por autoridades, las hay en caso todos los clásicos castellanos, por lo cual no las citaremos, sino únicamente esta de Breton: ¡La ley que al humilde ampara/ como a la alta dignidad!/ Sí Astrea tuerce la vara,/ Peligra la libertad.//¡Venirme a mí con Astrea/ Cuando la ira me abrasa! (Letrilla Justicia y no por mi caso). Por las mismas razones aquí expuestas creemos que deben admitirse Acates, Apolo, Baco, Caín, Carón o Caronte, Circe, Cupido, Éolo, Esculapio, Galeno, Jeremías, Júpiter, Lieo, Magdalena, María, Marta, Marte y Mavorte, Mesalina, Morfeo, Micifuz, Neptuno, Parnaso, Pindo, Pluto, Plutón, Rocinante, Sancho, Temis, Venus, y otros que irán apareciendo en sus respectivos lugares. Muchos ha admitido ya el Dic., sobre todo, en su última edición, tales como Adán, Adonis, Aristarco, Babel, Belén, Benjamín, Caco, Cancerbero o Cerbero, Celestina, Cicerón, Creso, Dulcinea, febo, Heliogábalo, Hércules, Himeneo, Judas, Maritornes, Narciso, Nerón, Quijote, Salomón, sansón, tenorio, Zoilo; pero muchos más le quedan todavía por admitir. (1901-1908)

Tercera parte

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Hay dos aspectos interesantes en este artículo lexicográfico: por un lado, el límite entre lo que es el diccionario de lengua y el diccionario enciclopédico. Por otro lado, ese tránsito en que un nombre propio de un referente mitológico o literario empieza a sustantivarse, por antonomasia, por lo demás. A partir del nombre de una diosa, Román demanda que se incluya en un diccionario de lengua nombres y locuciones históricos, geográficos y literarios, en su mayoría, ya sustantivadas o en proceso de hacerlo. El posible contraargumento relacionado con la materialidad del quehacer lexicográfico, es decir, el volumen que pudiese tener un diccionario de lengua al incorporar tan variado número de voces, lo tiene sin cuidado: “Pues, al impresor con esas dificultades, y no al lector, que tiene derecho a exigir que el Dicc. sea lo más completo posible”. Para Román, en efecto, la presencia constante de este tipo de voces dentro del caudal literario hace que sea una razón de peso para que estas sean lematizadas. Lo interesante, en este caso, es que más que la conciencia de discriminar un diccionario de lengua frente a un diccionario enciclopédico, algo que se exige hoy en día dentro de la lexicografía más ortodoxa, lo que más preocupa a Román es que el usuario pueda acceder, consultar y disipar dudas, “máxime ahora que tanto se van olvidando los estudios clásicos”, aprovecha de justificar. ¿Qué sucede dentro de la tradición lexicográfica hispánica respecto a esta demanda del diocesano? ¿Habrá una misma intención? Intentamos comprobarlo con el mismo artículo lexicográfico de Astrea, y vemos que la voz ya la había definido Covarrubias en su Suplemento. Desde un punto de vista enciclopédico, le sigue Terreros (a 1767), Domínguez (1846-47), el de la editorial Gaspar y Roig (1853), Montaner y Simón (1887) y Zerolo (1895).

Tanto Núñez Taboada (1825) como Salvá (1846) y Rodríguez-Navas (1918) la definen como un sustantivo en tanto el nombre literario que se le da a la justicia. Asimismo, también quisimos cotejar el resto de las voces propuestas por el sacerdote dentro de la tradición lexicográfica general. Quisimos constatar hasta qué punto un nombre propio mitológico o literario tiene una relevancia tal para aparecer en un diccionario, sea este de lengua, sea enciclopédico o sea mixto. Además, quisimos constatar el proceso de sustantivación de las voces y cómo ha operado la antonomasia al respecto: si es generalizada o si es restringida. Además, si la voz en cuestión solo se queda en sus límites de nombre propio, intransferible en metonimia61. Nombre

Nominalización

Tradición lexicográfica para-académica

Tradición lexicográfica académica

Acates

Amigo fiel

Castro y Rossi (1852) quien, además, da cuenta del sustantivo “amigo fiel”; Gaspar y Roig (1853), Domínguez suplemento (1869), Montaner y Simón (1887), Zerolo (1895), Rodríguez (1918), Moliner (1966-67) poca frecuencia.

Tradición lexicográfica usual: 1925-2001.

Apolo

Hombre de gran belleza física.

Covarrubias suplemento (1611), Terreros (1987 [1786-1793]), Domínguez (1846-47), el de Gaspar y Roig (1853), Montaner y Simón (1887), Zerolo (1895), Rodríguez (1918), Moliner (1966-67) quien refiere al sustantivo, DEA (1999), quien refiere al sustantivo.

Tradición lexicográfica usual: 2014.

Covarrubias suplemento (1611), Terreros (a 1767), Núñez Taboada (1825), Salvá (1846), quien refiere al sustantivo, Castro y Rossi (1852), Domínguez (1846-47), el de Gaspar y Roig (1853), quien refiere al sustantivo, Domínguez

Tradición lexicográfica histórica: 1933, quien se refiere al sustantivo ‘borracho’.

Baco

Vino Borracho.

No hay que olvidar que Covarrubias incluyó muchos nombres propios en cuanto tales, sin asomo de lexicalización; a su vez, la tendencia a incluirlos se intensificó más aún en el Suplemento, justamente el que aparecerá más citado en este rastreo. 61

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suplemento (1869), quien se refiere al sustantivo, Montaner y Simón (1887), Zerolo (1895), Rodríguez (1918), quien refiere al sustantivo, Moliner (1966-67), quien refiere a los sustantivos en su forma de definir. Caín

Fratricida Persona mala que goza haciendo daño.

Covarrubias suplemento (1611), Ayala Manrique (1729 [1693]), Terreros (a 1767), Domínguez (1846-47), el de Gaspar y Roig (1853), Montaner y Simón (1887), Zerolo (1895), Rodríguez (1918).

Carón o Caronte

Circe

Mujer astuta e intrigante Mujer engañosa

Covarrubias suplemento (1611), Terreros (a 1767), Castro y Rossi (1852), quien también se refiere a los sustantivos, Domínguez (1846-47), quien refiere al sustantivo, el de Gaspar y Roig (1853), Montaner y Simón (1887), Zerolo (1895), Rodríguez (1918), Moliner (1966-67).

Tradición lexicográfica usual: 1925-2014: el sustantivo.

Cupido

Amor Niño gracioso y bonito Enamorado de las mujeres Hombre enamoradizo Hombre galanteador

Terreros (a 1767), Domínguez (1846-47), el de Gaspar y Roig (1853), quien refiere al sustantivo, Salvá suplemento (1879), quien refiere al sustantivo, Montaner y Simón (1887), Zerolo (1895)

Tradición lexicográfica usual: 1899-2014 (un ejemplo de que Román empezó el diccionario, quizás, antes de 1899)

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Covarrubias suplemento (1611), Castro y Rossi (1852), quien también se refiere a los sustantivos, Domínguez (1846-47), el de Gaspar y Roig (1853), Montaner y Simón (1887), Zerolo (1895), Toro y Gispert (1901), Rodríguez (1918), Moliner (1966-67), quien refiere a los sustantivos en su forma de definir.

Éolo

Viento

Covarrubias (1611), Terreros (a 1767), Salvá (1846), quien refiere al sustantivo, Domínguez (1846-47), el de Gaspar y Roig (1853), quien refiere al sustantivo, Domínguez suplemento (1869), quien se refiere al sustantivo, Montaner y Simón (1887), Zerolo (1895), Rodríguez (1918), quien refiere al sustantivo, Moliner (1966-67), enciclopédico.

Esculapio

Médico

Terreros (a 1767), Domínguez (1846-47), el de Gaspar y Roig (1853), quien refiere al sustantivo, Montaner y Simón (1887), Zerolo (1895), quien refiere al sustantivo, Rodríguez (1918), quien refiere al sustantivo, Moliner (1966-67), enciclopédico.

Tradición lexicográfica manual: 1927-1989, quien refiere al sustantivo y como poco usado.

Galeno

Médico.

Covarrubias suplemento (1611), Domínguez (1846-47), el de Gaspar y Roig (1853), quien refiere al sustantivo, Montaner y Simón (1887), quien también se refiere al sustantivo, Zerolo (1895), quien refiere al sustantivo, Toro y Gómez (1901), Alemany (1917), Rodríguez (1918), quien refiere al sustantivo, Moliner (1966-67), quien refiere al sustantivo. DEA (1999), quien refiere al sustantivo.

Tradición lexicográfica usual 1925-2014, quien refiere al sustantivo.

Domínguez (1846-47), quien refiere al sustantivo, el de Gaspar y Roig (1853), Montaner y Simón (1887), Zerolo (1895), quien solo se refiere al sustantivo, Alemany

Tradición lexicográfica usual 1925-2014, quien refiere al sustantivo.

Jeremías Pichardo [1836]: quear.

Llorón y quejumbroso. 1862 jeremi-

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(1917), quien solo se refiere al sustantivo, Rodríguez (1918), Moliner (1966-67), quien refiere al sustantivo. DEA (1999), quien refiere al sustantivo.

Tercera parte

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Autoridades (1734), también el sustantivo, Tradición lexicográfica usual 1780, 1783 y 1791, también el sustantivo.

Júpiter

Cielo.

Terreros (a 1767), Domínguez (1846-47), el de Gaspar y Roig (1853), Montaner y Simón (1887), Zerolo (1895), Rodríguez (1918), Moliner (196667).

Lieo

Todos como sobrenombre de Baco.

Terreros (a 1767), Domínguez (1846-47), el de Gaspar y Roig (1853), Rodríguez (1918).

Magdalena

Mujer penitente o muy arrepentida de sus pecados Mujer llorosa Prostituta.

Domínguez (1846-47), el de Gaspar y Roig (1853), Rodríguez (1918), Moliner (1966-67) para el sustantivo, DEA (1999) para dos sustantivos.

Tradición lexicográfica usual: 1925-2014, para el sustantivo.

María

Polisemia

Covarrubias (1611), Terreros (a 1767), Núñez de Taboada (1825), Salvá (1846), Domínguez (1846-47), Montaner y Simón (1887), Zerolo (1895), Pagés (1914), Rodríguez (1918).

Autoridades (1734), Tradición lexicográfica usual: 1780-2014.

Marta

La mujer o niña piadosa que vive en una congregación y ayuda a los deberes domésticos Mujer piadosa que trabaja en casa Mujer aprovechada

Covarrubias (1611), Domínguez (1846-47), Montaner y Simón (1887), Zerolo (1895), Rodríguez (1918), Moliner (1966-67) para el sustantivo, poco usado.

Tradición lexicográfica usual: 1925 para el sustantivo de Chile (hasta usual de 1984); usual 1970-2014, para los sustantivos.

Marte y Mavorte

Guerra El guerrero

Covarrubias (1611), Terreros (a 1767), Domínguez (1846-47), también para el sustantivo, el de Gaspar y Roig (1853), Montaner y Simón (1887), también para el sustantivo, Zerolo (1895), Rodríguez (1918), Moliner (1966-67) también para el sustantivo.

Tradición lexicográfica usual 1925-2001, también para el sustantivo.

Mesalina

Mujer [aristocrática] de costumbres disolutas, licenciosa.

Covarrubias suplemento (1611), Domínguez (1846-47), el de Gaspar y Roig (1853), también para el sustantivo, Montaner y Simón (1887), Zerolo (1895), Toro y Gómez para el sustantivo, Alemany 1917 para el sustantivo, Rodríguez (1918), también para el sustantivo, Moliner (1966-67) también para el sustantivo.

Tradición lexicográfica usual 1925-2014, para el sustantivo.

Morfeo

en brazos de Morfeo: dormir.

Terreros (a 1767), Domínguez (1846-47), el de Gaspar y Roig (1853), Montaner y Simón (1887), Zerolo (1895), Rodríguez (1918), Moliner (1966-67) también para la locución.

Tradición lexicográfica usual: 1925-1992. 2001-2014 para la locución.

Micifuz

Gato

Moliner (1966-67), DEA (1999). Ambos para el sustantivo.

Neptuno

Mar.

Terreros (a 1767), también para el sustantivo, Domínguez (1846-47), el de Gaspar y Roig (1853), también para el sustantivo, Montaner y Simón (1887), Zerolo (1895), también para el sustantivo, Rodríguez (1918), Pagés 1925, para el sustantivo, Moliner (1966-67).

Pindo

Parnaso Conjunto de poetas.

Terreros (a 1767), Núñez Taboada (1825), Domínguez (1846-47), el de Gaspar y Roig (1853), Zerolo (1895). Terreros (a 1767), Domínguez (1846-47), el de Gaspar y Roig (1853).

Pluto

Plutón

Infierno.

Terreros (a 1767), Domínguez (1846-47), también para el sustantivo (como anticuado), el de Gaspar y Roig (1853), también para el sustantivo, Montaner y Simón (1887), Rodríguez-Navas (1918)

Tradición lexicográfica usual 1925-2001 para el sustantivo.

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Sancho

Falto de idealidad Persona acomodaticia y falta de ideales

Zerolo (1895), Moliner (1966-67), para el sustantivo, DEA (1999) para sanchopanza, sustantivo.

Temis

Justicia.

Terreros (a 1767), también para el sustantivo, Domínguez (1846-47), también para el sustantivo, el de Gaspar y Roig (1853), Montaner y Simón (1887), Zerolo (1895), Rodríguez (1918), también para el sustantivo.

Tradición lexicográfica manual 1927, para el sustantivo.

9.3.1.1.4. Qué campos léxicos y semánticos incorporar en el diccionario usual

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Una de las características más relevantes en el Diccionario de Román es, justamente, la presencia de voces generales que no aparecen en el diccionario académico. Destacamos las voces específicas de un campo representado, como en betsamita, que hemos repasado en la sección de Gentilicios. Nos detenemos en este caso en particular porque la demanda de Román es la siguiente: “Falta esta voz en el Dicc., en el cual figuran otras de esta misma naturaleza, tanto o menos conocida que esta”, es decir, que hay un campo léxico representado en el diccionario académico, en este caso, el de los gentilicios de los topónimos bíblicos, algunos, incluso, “menos conocidos”, pero no está este campo representado en su totalidad, por lo que el diocesano se habría encargado de complementar, gracias a su enciclopedia bíblica, con sus propuestas. Lo mismo con cuatrillón (en sinónimos y familia semántica): “Es voz usada por los textos y profesores de aritmética, por el P. Torres, excelente filólogo, y por otros autores”, más: “no admitida en el Dicc., el cual se quedó bastante corto”, puesto que, hasta las lecturas de Román, solo aparecían millón (con el significado matemático, desde la edición usual de 1869), billón (desde el suplemento a la edición usual de 1837) y trillón (desde la edición usual de 1884), por lo que Román reclama: “cuando en realidad podría haber admitido sin escrúpulo alguno a cuatrillón, quintillón, sextillón, septillón, octillón y novillón”. Como sea, cuatrillón aparece en la edición usual de 1925 y quintillón desde la usual de 2014. Para sextillón, septillón, octillón y novillón no hay cabida, aún, en el diccionario. Un buen ejemplo de los campos léxicos por lematizar es el de las bebidas alcohólicas, en donde tenemos algunos casos de voces consideradas de patrimonio general en el mundo hispanohablante y que no están suficientemente bien representadas en el diccionario usual:

Burdeos, m. Ya es tiempo de que la Academia sea más liberal con los nombres de los vinos y licores que se han hecho de uso general en todo el mundo. Si bien es cierto que no puede incluir en su Dicc. todos los particulares de una o más naciones, también es cierto que no puede excluir los que ya son conocidos y designados con un nombre fijo por toda la gente ilustrada. Así pasa, por ejemplo, con el burdeos, que no solo es nombrado así por todos, sino que también se produce en otros países. Y la misma razón que para el burdeos milita también para el coñac, el curazao, el champaña, el jerez, el oporto, el pisco, etc. En cuanto a los de forma extranjera, como chartreuse, piense la Academia cómo puede castellanizarlos. A la verdad, no deja de ser raro ver en el Dicc. nombres como cécubo y másico, vinos usados en tiempo de los romanos y llamados así por el lugar en que se producían, y no encontrar los nombres de los vinos y licores usados por los mismos españoles. (1901-1908) Jerez, m. Ya es tiempo, y de sobra, que vayan entrando en el Dicc. tantos vinos que no son conocidos en él y en primer lugar los españoles. (1913) El campo del licor es un buen ejemplo para ver hasta qué punto una voz, por lo general extranjera, se asienta en el uso de una comunidad. El caso del vino que Román reclama, el burdeos o el jerez son un buen ejemplo. Quedémonos con el burdeos, para ver cuál es su situación dentro del mundo lexicográfico hispánico. Datado en 1821 en CORDE, ya en el de la editorial Gaspar y Roig (1853) en un artículo enciclopédico referido a la ciudad, da cuenta de lo famosos que son en todo el mundo los vinos de Burdeos. No será hasta Zerolo (1895) que se incluya el nombre, le seguirá Echeverría y Reyes (1900) con una extraña definición: “el vino tinto general”. La edición usual de 1925 incorporará la voz como figurado y remitiendo a vino de Burdeos. Es relevante constatar, además, si otros diccionarios estaban haciéndose los mismos cuestionamientos que Román o, en su defecto, ver qué diccionarios hispanoamericanos estaban echando en falta determinadas voces de esta familia. Veamos qué sucede con las voces que Román reclama de esta familia y cuál es el estado de la cuestión antaño hasta hoy: Licor

La voz en la tradición paraacadémica

La voz en la tradición académica

Coñac

Castro y Rossi (1852), Rivodó (1889), Segovia (1911).

Tradición usual: 1914

curazao, curasao, curazado

curazao: Domínguez (1846,47), Gaspar y Roig (1853), Pichardo 1862 [1836], Zerolo (1895), Echeverría y Reyes (1900), Toro y Gómez (1901) curasao: Domínguez (1846,47) curazado: Ramos y Duarte (1896)

Tradición usual: curazao: 1925 curasao: 1889

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champaña, champagne

champaña: Domínguez (1846,47), Salvá (1879), Uribe (1887), Ortúzar (1893), Echeverría y Reyes (1900), Toro y Gómez (1901), Pagés (1904), Garzón (1910), Alemany (1917), champagne: Echeverría y Reyes (1900), Garzón (1910).

Tradición usual: 1925

Jerez

Rivodó (1889), Zerolo (1895), Echeverría y Reyes (1900), Segovia (1911), Alemany (1917), Rodríguez-Navas (1918), Suárez (1921).

Tradición usual: 1925

Oporto

Echeverría y Reyes (1900), Segovia (1911),

Tradición usual: 1925

Pisco

Arona (1883), Echeverría y Reyes (1900), Alemany (1917): “en Chile”; Pagés (1925)” “en Chile y Perú”; Medina (1928),

Tradición manual: 1927 Tradición usual: 1936

Chartreuse

Garzón (1910): chartrés, chartreuse; Segovia (1911): chartreuse.

Tradición manual: 1927-1989 Tradición usual: 1936-2001

whisky

Wiskey: Garzón (1910); Román (1916-1918) Wisky: Pagés (1931) Whisky: Echeverría y Reyes (1900); Garzón (1910); Segovia (1911); Román (1916-1918); Alemany (1917); Pagés (1931); Yrarrázabal (1945) Wiski: Pagés (1931) Whiskey: Rivodó (1889); Alemany (1917); Rodríguez (1918); Yrarrázabal (1945) Huisqui: Segovia (1911); Román (1916-1918); Santamaría (1959) Uisqui: Garzón (1910)

Tradición usual: Whisky:1984-2014 Güisqui: 1984-2014 Tradición manual: Wiski: 1927-1950.

9.3.1.1.5. Por qué el diccionario usual incorpora voces tardíamente Anarquismo, m. Conjunto de doctrinas de los anarquistas. ¿Fue necesario que el célebre Cánovas muriera asesinado por un anarquista para que supiera la Academia que existía el anarquismo? Así no más se explica que tan tarde y solo en el Suplemento de su último Dicc. haya admitido esta voz de uso universal. (1901-1908)

Lo que destacamos aquí es la crítica que se le hace a la Academia por incorporar tardíamente la voz, la cual ya había sido lematizada, por vez primera, en Domínguez (1846-47), seguida de una relevante tradición lexicográfica decimonónica: el Diccionario de la editorial Gaspar y Roig (1853), el Suplemento de Salvá (1879) y Zerolo (1895), para ser incorporada la voz, definitivamente, tal como menciona Román, en el Suplemento de la edición que este mismo estaba consultando para los primeros volúmenes de su diccionario: la edición usual de 1899. Sin embargo: ¿cuánto hay de la universalidad de la voz respecto a la tradición hispánica? Buscamos en el DHLE, CORDE y en la Hemeroteca digital las primeras apariciones de la familia léxica y, en efecto, ya anarquía aparece por primera vez c. 1619 (CORDE); anarchista en 1792 (DHLE); anarquistas en 1793 (Hemeroteca digital); anarquista en 1800 (Hemeroteca digital) y anarquismo en 1821 (Hemeroteca digital). En el caso de budín, también critica el diocesano la lentitud en el ingreso de algunas voces en el Diccionario usual, algo en que, en este caso, tiene sobrada razón: Budín, m. Especie de torta que se hace de miga de pan, o de harina de maíz o de arroz, con leche, huevos y algunas especias, y se usa como postre. No debe confundirse con el flan ni con la torta o tortada. Es voz tomada del inglés pudding y de uso en toda o casi toda América. Algunos proponen la forma pudín o pudingo, pero la más generalizada es budín. Bretón de los Herreros, en el canto VI de su poema La Desvergüenza, adopta la forma pudín: ¿No es gloria que un goloso n un festín/Frutos junte de Siria y de Aranjuez,/Y a toda costa dé mosto del Rin,/Aunque es mucho mejor el de Jerez,/Y me la eche de inglés con un pudín/Y de moro con dátiles de Fez…? Resuelva la cuestión la Academia, pero no con la lentitud que acostumbra, sino con la buena voluntad de las personas laboriosas. (1901-1908) A la fecha en que Román reclama que se adicione la voz en el diccionario académico, el pudding inglés tenía cuatro variantes en el diasistema español. La de más larga data dentro de la tradición lexicográfica era pudín, voz que aparece por primera vez en Terreros (a1767) y con una fuerte presencia en la tradición lexicográfica extra-académica: Salvá (1846), Domínguez (1846-47), el de la editorial Gaspar y Roig (1855), Zerolo (1895) y Pagés (1925). La Academia fue reticente con la voz: solo la incorporó en los dos primeros diccionarios manuales (1927 y 1950) como anglicismo de budín. La adiciona en el usual de 1970, remitiéndola a budín y en 1992 se invierte la dinámica, al ser pudín el signo ejemplar. Le sigue por fecha de adición a un diccionario la hispanizada pudingo, también de cierta vigencia en la tradición lexicográfica extra-académica: Núñez de Taboada (1825), Salvá (1846), Toro y Gómez (1901) y Pagés (1925). En el caso de la voz que reclama Román, budín, también tuvo cierta frecuencia en la tradición lexicográfica extra-académica: Zerolo (1895), donde, cu-

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riosamente, marca la voz como propia de América, le sigue Alemany (1917) y Rodríguez-Navas (1918). El diccionario usual de 1925 incorpora la voz como el signo ejemplar, algo ininterrumpido desde la edición de 1992, donde se empieza remitir a pudín hasta la edición actual. Destacamos que el anglicismo crudo pudding también tiene su presencia en la tradición lexicográfica extra-académica, con Zerolo (1895) y Rodríguez-Navas (1918).

9.3.1.2. Por el tipo de definiciones en el diccionario usual Tal como hemos mencionado, Román no sigue fielmente el dictado de la obra académica las más veces. En muchos casos es crítico, siempre en pos de la perfectibilidad del trabajo académico. Veamos algunos casos relacionados con el espacio del segundo enunciado, el de la definición. Por ejemplo, en algunas definiciones que dejan espacio a la anfibología, el diocesano es claro: No lo negamos; pero también es cierto que hay varias definiciones del Dicc. Que dejan mucho que desear, ya por lo vagas y poco precisas, ya porque no se ajustan exactamente a lo definido o porque degeneran en descripción, y descripción demasiado individual o particular; y del número de estas malas definiciones son las de todos los citados adjetivos (Román 1901-1908: s.v. anual) O en otros casos, son definiciones tan sintéticas que dejan lugar a lagunas e imprecisiones:

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Gramatiquear, […]El v. está bien formado y merece ser admitido, por lo menos como fam. y para maridarlo con gramatiquería, cuya definición se entendería así mejor, porque la que tiene en el Dicc., por decir demasiado no dice nada. “Cosa que pertenece a la gramática”, es lo que reza; cuando, en realidad, gramatiquería es: menudencias y sutilezas propias de gramáticos rigoristas; y despectivamente, charlas gramaticales. (1908-1911) Jansenismo, m. “Doctrina de Jansenio”. Esta es toda la definición del Dicc., con la cual queda el lector tan a ciegas como antes de verla. Lo mismo le pasa con la voz jansenista. Es necesario agregar algo más, que siquiera diga que la doctrina de Jansenio es herética y condenada por la Iglesia y que versaba acerca de la gracia, si no se quiere explicarla en particular. (1913) O, por lo detallado de la definición, puede esta llegar a ser imprecisa para ser aplicada a ciertos referentes: Espiga, f. Así llaman aquí el pezón castellano: “palo de unos cuarenta centímetros de largo por cinco de grueso, que se encaja perpendicularmente en el extremo del pértigo y en el cual se ata el yugo”. No hay para qué describirlo

tan matemáticamente, porque esa medida no es necesaria y en muchos casos falla: agréguese siquiera: “poco más o menos”. (1908-1911) O bien, pueden darse imprecisiones, sobre todo al momento de describir referentes de realidades otras, como en el caso de las voces relacionadas con la flora o la fauna: De propósito hemos copiado esta larga descripción para que los SS. Académicos se formen idea clara de este importante arbusto y sustituyan el nombre maqui con su verdadera definición al falso maqui que aparece en el Dic. (1913: s.v. maqui). Oveja, f. Dale el Dicc. como 2.ª acepción: “Chil. Llama, 3.er art.” Lo que quiere decir que en Chile llamamos llama a la oveja. ¡Cuántos errores en tan pocas palabras! En Chile nadie confunde la llama con la oveja, que no son para confundirse; ni siquiera es aquel cuadrúpedo natural de esta tierra. (1913-1916) O bien, casos donde la definición puede ser, por el cambio del referente, imprecisa: Boliviano, na, adj. Por primera vez ha entrado en el reino de … la Academia, pero de dos tirones: uno, hasta llegar al cuerpo del Dicc. (“Natural de Bolivia. Ú.t.c.s. | Perteneciente o relativo a esta república de América), y otro, hasta encaramarse en el Suplemento (“m. Unidad monetaria de Bolivia, equivalente a cuatro pesetas”). ¡Cuidado, señor Diccionario, con estas equivalencias tan matemáticas! Tenga presente que muchas monedas de América no siempre son de ley fija. (1901-1908) En el caso de este gentilicio, fuera de dar cuenta de su incorporación (algo usual en el Diccionario de Román), hay dos aspectos que nos interesan: por un lado, esa ironía al hablar del “reino de …la Academia” al momento de incorporarse una voz en el diccionario. Otro aspecto relevante es la advertencia que Román le hace al diccionario académico: “¡Cuidado, señor Diccionario, con estas equivalencias tan matemáticas! Tenga presente que muchas monedas de América no siempre son de ley fija” respecto a la problemática de incluir equivalencias monetarias, de suyo volubles. En otros casos, fuera de ser la definición imprecisa, esta no se atiene a su significado etimológico, como en el caso de bacilar: Bacilar. Adj. De textura en fibras gruesas. Así lo admite y define por primera vez el Dicc. Mejor habría sido darle una definición más amplia, conforme a su etimología (del latín bacillus, bastoncito); por ej.: lo que es largo, delgado, cilíndrico y liso como una varilla. No se confunda con vacilar, v. (1901-1908)

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La definición sigue manteniéndose como la presenta Román, eso sí, como segunda acepción, restringiéndola a la geología, frente a una primera acepción “Perteneciente o relativo a los bacilos” para la biología y la medicina. Otra referencia a la etimología es la que hace en relación con batido: Batido, m. Dos aceps. le da el Dicc., a saber: “masa o gachuela de que se hacen hostias y bizcochos; claras o yemas de huevo, o huevos, batidos”. Y omite la que en el orden lógico y etimológico es la primera, cual es la acción de batir. (1901-1908) Fuera de mantener el diccionario académico esta acepción como la primera relacionada con el nombre, sin hacer referencia a la demanda de Román, aquella de la acción de batir, nos hemos percatado de que la tradición lexicográfica paraacadémica sí ha tratado el verbo de la manera que el diocesano reclama: Núñez de Taboada (1825), Domínguez (1846-1847), Alemany (1917), Moliner (1966-1967), Seco (1999). En otros casos, la crítica va hacia la estructuración de algunas definiciones, por ejemplo, que no dan cuenta de la polisemia o de alguna fraseología. O, en el caso de bodega, la restricción sémica en la definición misma, al definirse una bodega, tal como se señala en el artículo, restringida a los espacios marítimos, por un lado, y al lugar para almacenar vinos, por otro:

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Bodega, f. No quedan incluidas en las definiciones de esta palabra las bodegas o carros-bodegas de los trenes ni todas las demás que hay fuera de los puertos o que no son para vinos; porque es de advertir que el Dicc. restringe mucho las aceps., al limitarlas solo a los puertos y a las de vino. He aquí las definiciones: “En los puertos de mar, pieza o piezas bajas que sirven de almacén a los mercaderes; lugar destinado para encerrar y guardar el vino de la cosecha”. De suerte que, si “esta pieza o piezas bajas que sirven de almacén a los mercaderes” están en otros lugares que no sean puertos, por ej., estaciones de ferrocarril, ¿dejan de ser bodegas? Y, si en una bodega hay todo género de licores menos vino, ¿pierde por eso su nombre? Más libertad y amplitud en sus definiciones, señor Dicc. (1901-1908) Las actuales acepciones ‘despensa’ y ‘troj’, aparecen en la edición usual de 1925 y las acepciones relacionadas con ‘almacén, depósito’, ‘abacería’ o ‘trastero’, todas propias de algunas zonas americanas, irán incorporándose desde la edición usual de 1984. Otro caso en que Román critica la imprecisión de la definición y la necesidad de una polisemia es en virazón, cuya definición de “viento que en las costas sopla de la parte del mar durante el día, alternando con el terral, y sucediéndose ambos con bastante regularidad en todo el curso del año, mientras no haya temporal”, vigente como primera acepción hasta la edición actual, adolecía de otra acepción: “En San-

tander es “cambio repentino del viento, y más especialmente el del sur huracanado al noroeste” (D. Eduardo de Huidobro)”, informa Román, y justifica esta acepción con Pereda, para complementar: “En Chile decimos también virazón del sol, virazón del viento o del aire, en el sentido de desviación hacia un lado”, para terminar sentenciando: “Y no hay duda de que la acep. de Santander y la nuestra están más conformes que la del Dicc. con el significado general de virar”. La acepción en cuestión aparece en la edición usual de 1925, tal como sucedió con el caso anterior. Tenemos otros casos en los que se mantiene la definición tal y como está: Brindar, n. No estamos conformes con la definición del Dicc.: “manifestar, al ir a beber el vino, el bien que se desea a personas o codas”. Bien estaría esto cuando el brindador se limitaba a un siempre gesto o mirada, o a unas breves palabras, como “Brindo por fulano o por tal cosa”, “A la salud de Ud. o de zutano”, etc., o cuando se bebía solamente vino, que sería allá poco después del diluvio; pero ahora, cuando los brindis son verdaderos discursos, y a las veces, mejores que los de la Academia, y que se pronuncian ordinariamente al beber el champaña, la definición académica aparece francamente trasnochada e inexacta. Vale pues la pena corregirla, o por lo menos, agregar otra para lo moderno. (1901-1908) Este tipo de definición (ampliando algunos aspectos) sigue sin modificarse. Consultamos otros diccionarios, para confirmar si se presenta alguna extensión respecto al mero “manifestarse”, acción que tampoco nos parece tan restringida, al ser una declaración algo que se puede acercar a “esos verdaderos discursos, […] mejores que los de la Academia”. Domínguez (1846-47) y el de la editorial Gaspar y Roig (1853) definen como “decir, hacer o proponer un brindis”. Moliner (1966-67): “Expresar un deseo cualquiera o el deseo por la felicidad o la salud de alguien”. Cuervo (1953 [1886]), complementa el verbo:” “Manifestar, al ir a beber vino, algún buen deseo, o congratularse de algún suceso”. Respecto a la restricción o generalización de la bebida alcohólica con la que se brinda, lo usual en la tradición académica, desde Autoridades, era no especificar qué bebida alcohólica era hasta la edición usual de 1869. Desde la edición de 1884 hasta 1956, se especificaba que se brindaba con vino y desde la edición de 1947, con vino u otro licor. En otros casos, lisa y llanamente Román no está de acuerdo en que se haya agregado alguna acepción y lo declara directamente: “Nulidad, f. “Persona incapaz, inepta”. aunque le reconozca el Dicc. esta acep., no tenemos valor para aceptarla.” (1913-1916). Acepción que empieza a aparecer, primero como nota y luego como acepción propiamente tal en la edición usual de 1869. En otros casos, Román critica al diccionario académico por no establecerse como el reflejo idóneo de la diferencialidad:

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¡Quién le diera al Dicc. un criterio más amplio y más conocimiento de los que hay fuera de España, para que acertara más en sus definiciones! Muchas son las que en él se resienten de este defecto; y esto, claro está, no le honra en manera alguna. (Román 1901-1908: s.v. barda) La restricción semántica en la definición de ciertas voces suele ser un aspecto discutido desde la metalexicografía. El caso de bordear es un buen ejemplo de ello: […] El Dicc. solo admite este v. como término de Marina, por dar bordadas; pero no nos cansaremos de repetir que los términos de las profesiones, artes y oficios se prestan siempre a mutuas invasiones; lo cual no puede ni debe reprobarse, porque tiende a enriquecer el idioma, al mismo tiempo que le comunica más gracia, energía y concisión, según los casos. (1901-1908)

bordear

A la fecha de las consultas y lecturas críticas de Román al diccionario usual, bordear solo tenía una acepción, y era la de, justamente, dar bordadas. En la edición usual de 1925 se agregó la acepción intransitiva de “Andar por la orilla o borde” y en la edición de 1936 se agrega la de “frisar”, como “acercarse”. Posteriormente, en la edición de 1970 (su suplemento) se agregaron “hallarse en el borde u orilla de otra una serie o fila de cosas” y “aproximarse a un grado o estado de una condición o cualidad moral o intelectual”. Este es el artículo lexicográfico tal y como lo tenemos al día de hoy y con justa razón Román reclamaba. Lo interesante de este caso es, justamente, las reflexiones que hizo el sacerdote respecto a la ampliación semántica: “los términos de las profesiones, artes y oficios se prestan siempre a mutuas invasiones”, las cuales nos recuerdan (si pensamos en esas metáforas de la vida cotidiana) en la ampliación semántica como una guerra, un posicionamiento territorial, una invasión, como Román describe. Algo que no hace más “que enriquecer el idioma, al mismo tiempo que le comunica más gracia, energía y concisión”.

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9.3.2. Román lee, analiza y critica a otros autores Román suele dialogar con sus autoridades lexicográficas. Dialoga y dialoga mucho: alaba, increpa, ironiza, aplaude, desacredita, se emociona. A lo largo de su Diccionario no son solo los autores de diccionarios los convocados en su diálogo, también encontramos autores de gramáticas, opúsculos, tratados, monografías, entre otros. Hicimos una selección de algunos de los más citados en esta dinámica metalexicográfica para que podamos tener una idea de cómo se da esta en el Diccionario de Román.

1. Con Rafael María Baralt lo que abunda es la crítica, sobre todo, al ver galicismos donde no había más que hispanismos: “¡Cuánto hay que leer y con qué atención antes de adelantar algunos juicios!” (1908-1911: s.v. demasiado); “Sr Baralt, ¿oye cómo los clásicos hacen alusiones?” (1908-1911: s.v. dominguillo); “El poder de Dios no hace maravillas para los españoles, sino que las obra”, sentenció Baralt; y muchos, creídos de su palabra, miran como afrancesadas estas frases. Es cosa de risa, por no decir otra cosa.” (1913: hacer, hacer milagros, maravillas); “Ver la luz o ver la luz pública. Galicismo pedantesco dijo Baralt que eran ambas frases en el significado de nacer un niño y de publicarse una obra; pero se equivocó el valiente galófobo, porque en ambas aceps. las usaron los clásicos y aunque no las registre el Dicc. puede verse en el Prontuario del P. Mir.” (1913: s.v. luz). Critica Román, además, en plena metalexicografía, el proceder de Baralt: honra, […] Baralt se extiende mucho en el art. honra, y al fin viene a condescender con el cumplimiento empalagoso: la carta que tuve la honra de dirigir a usted, como si honra fuese enmienda de honor. ¿Para qué había de gastar tanta fajina el crítico, si daba luego su brazo a torcer? No señor, ningún autor castizo usó en sus escritos la fr. Tengo el honor de, ni tengo la honra de […] Cualquiera puede notar la contradicción de Baralt. (1913)

2. Con Andrés Bello, por ejemplo, podemos comprobar el peso de su magisterio, como en parte del artículo lexicográfico lo: Lo, […] También se han usado lo de y lo para significar la casa, la tienda, la propiedad, la residencia de una o más personas; pero, desde que lo censuró Bello en las primeras ediciones de su Gramática, ha ido desapareciendo y dejando lugar a donde […]. (1913) Aunque no se libra del ojo censurador del sacerdote: “Pitar, n. y a. Fumar. Ni Bello, con ser quien era, se desdeñó de usarlo en esta acep., y, lo que es más, en verso.” (1913-1916). 3. Con Julio Cejador y Frauca hay una constante admiración: “Hasta aquí el erudito y valiente Cejador, que tantos servicios está prestando a la ciencia filológica.” (1901-1908: s.v. coscacho). Aunque no se escapa de la ira del diocesano:

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chocar,

[…]Darle la acep. de agradar, complacer: tamaña barbaridad no la hemos leído ni oído en Chile sino en […] Cejador […] Pues no, señor; mal hacen, pésimamente hacen, los que aceptan tan descabellada acep., y peor y repeor los que la disculpan. Si a tal extremo llegáramos, no habría sino conceder que blanco significa negro, y que negro significa lo mismo, exactísimamente lo mismo que blanco. (1908-1911)

4. Con Rufino José Cuervo puede arremeter, cuando de asuntos de galicismos se está hablando: “No, señor Cuervo: no seamos tímidos cuando estamos en plena posesión de la verdad; de otra suerte no se reformaría ningún error” (1908-1911: s.v. encinta). O de algunos solecismos, en donde Cuervo haya cedido por el peso del uso: le,

[…] mas, aunque sea, como dice Cuervo, uno de los errores más geniales de nuestra lengua, no hay por qué dejar que se extienda y propague, por más que lo hayan defendido algunos como Rivodó y aunque incurrieron en él algunos clásicos. (1913) O con las voces polisilábicas, las que no eran santo de la devoción de Román: independizar,

[…] Cuervo opone que “su formación es a todas luces defectuosa, y solo podría disculparse por una especie de haplología que hubiera aligerado el teórico inacabable de independentizar”; pero a nadie puede convencer esta razón, porque al formar vocablos largos, las lenguas no siguen escrupulosamente las leyes de la fonética, sino las de la eufonía. (1913)

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Como sea, una de las referencias bibliográficas más importantes en el diálogo de Román, fuera de la tradición académica usual y el diccionario de Ortúzar fueron, sin duda alguna, las Apuntaciones de Cuervo. Las más veces, eso sí, no suele citar la fuente, pero en el cotejo suele darse una similitud en la información. Por ejemplo, en el caso de benevolente (ya visto en §7 de esta Tercera parte), la vehemencia respecto al que no sabe latín es similar: Cuervo 1876

Román 1901-1908

Esto es palmar para quien sepa dos onzas Si acudieran al aborrecido latín, él les ende la lengua latina señaría que la única forma es benévolo.

5. Sin duda alguna, uno de los autores más controversiales para Román y con el que tiene un poco amistoso duelo académico es con el alemán, nacionalizado chileno,

Rodolfo Lenz. Esta enemistad da por sí misma para un estudio independiente, porque forma una parte relevante de la historiografía lingüística chilena (la de los chilenos no lingüistas pero sí intelectuales contra Lenz). En este estudio ya hicimos referencia a ello al tocar la recepción del Diccionario de Román (ver §3 de la Segunda parte) y que tuvo que ver con la crítica lectura (y ética, para ser sinceros) del alemán al sacerdote. Pues ahora presentaremos el trato del sacerdote al profesor a lo largo del Diccionario. Las más veces es para criticarlo duramente, en diversos aspectos. Por lo general, para refutar las propuestas de voces indígenas, poniendo en entredicho la información que Lenz presentaba: Fío, m. Nombre que suelen dar los niños a un pajarillo chileno, porque su grito es fío, fío, repetido con intervalo. No hay tal voz mapuche, como creyó Lenz, sino simple onomatopeya. (1908-1911) Guacho, […] No significa lo que erradamente dijo Lenz (“apuntar como puntos a favor del contrario las faltas propias”), sino apuntar a favor del contrario las rayas que el jugador hace de a una […]. (1908-1911) Guarisnaqui o guarinaqui, […]–No sabemos de dónde habrá sacado Lenz la acep. de “látigo largo y delgado”, que también le da. El “étimo aceptable”, que él no pudo hallar parece ser el chileno guari […]. (1908-1911) guarén o guareno, na, […] Lenz dice que este nombre “debe ser mapuche”. Ya estaba completamente formada la lengua araucana cuando el guareno llegó a Chile, para que se le quiera imponer a este la obligación (“debe ser”) de ser mapuche. En tal caso y hablando de burlas, mejor sería derivarlo del castellano agua. (1908-1911) Hacha, […] Lenz escribió achita y dice que no sabe si es derivado del castellano hacha, o si hay alguna voz india en el findo. Ni en el fondo, ni en la orilla, ni en la superficie, como acabamos de verlo, sino que es simple contaminación con el castellano chita. Pronunciada esta voz juntamente con el artículo la (la chita, jugar a la chita) y siendo de formación desconocida para el pueblo, la confundió con hachita, que es más conocida; y, como el chileno suele huir de los diminutivos, la volvió a la forma que creyó positiva: hacha. (1913) Huecú, m. “Lugar cubierto de buen pasto en la cordillera del Centro y Sur, muy peligroso para el ganado, que suele morir cuando pastea [pasta] ahí”. Así lo define Lenz, falseando el verdadero concepto del vocablo […].” (1913) Lama, […] No creemos, como Lenz, que sea voz del araucano moderno, aunque la usen actualmente los araucanos, sino que es el castellano lama, que con dos de sus aceps. puede explicar la chilena. (1913) O para criticar la grafía que eligió Lenz para lematizar la voz en cuestión: “Luan, […] La grafía loán, que prefirió Lenz, no tiene más fundamento que la falsa correc-

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ción de la pronunciación vulgar, que en este caso es la verdadera.” (1913); “luchicán, […] Lenz, copiando sin duda alguna errata tipográfica, escribió luchuicán!” (1913). O para criticar las propuestas etimológicas del profesor: Guachalomo, […] Muy alambicadas nos parecen dos etimologías que propone Lenz para guachalomo. (1908-1911). Guairabo, […] En todo caso el nombre es onomatopéyico y no han lugar las cavilaciones de Lenz para descubrirlo en el araucano. (1908-1911) Liuto, […] Lenz dice magistralmente: “que el tu sea sincopado [apocopado, dice todo el mundo] de thuvùr, polvo, como cree Cañas, es imposible”. ¡Imposible! ¿por qué? ¿No ve el doctor alemán que lighthuvùr resulta durísimo de pronunciar para el pueblo y para todos y que, por consiguiente, el vocablo habría de abreviarse? ¿No ha oído que el pueblo dice actualmente telefo por teléfono, Irrazo por Errázuriz, y otras barbaridades de este jaez, así como las personas cultas dicen kilo por kilogramo, boche por bochinche, cine por cinematógrafo, auto por automóvil, Baucha por Bautista, Ñico por Nicolás, y así otra multitud de abreviaciones familiares en cuanto a nombres propios? (1913) Gualcacho, […] Más probable nos parece esta hipótesis que la de Lenz, quien deriva esta voz del araucano hualún, nacerse las semillas, y el quichua ccachu, hierba, pasto del campo. (1908-1911)

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Incluso, con una extrema vehemencia, que nos recuerda a ese Corominas enfadado con alguna propuesta etimológica peregrina: “Guañaca, […] La etimología de guañaca que propone Lenz no puede satisfacer a nadie” (1908-1911); “Guaso, […] Aplicado a cosa, rara vez se usa, por más que un profesor alemán haya pretendido enseñarnos lo que él dio en llamar la lengua guasa” (1908-1911); “Laucha, […] Examínese esta voz ucucha y recuérdese que en Chile todavía los repulidos dicen lagucha o laúcha, formas que Lenz con gran ligereza llamó “artificiales”, cuando son las que más se acercan a su origen.” (1913); “Llaullau, […] Dice Lenz que “es seguramente voz mapuche que falta en los diccionarios”. Sin duda, lo engaño la vista o la memoria, pues la voz aparece en Febrés.” (1913). Hasta, incluso, refutarlo de la manera más dura: “Lleivún, […] La acep. “lazo de esta planta”, que cita Lenz, es falsa, porque nadie lo llama así, sino lazo de lleivún.” (1913); “Lenz disparata de lo lindo, por creer que esta voz es piyoica, como él la escribe.” (1913-1916: s.v. pilloica). Así como despotricar contra todo quien haya osado usar a Lenz como fuente: “yanca: “Lenz escribió yanga y le dio una definición que no es exacta […] ¡Y el Dicc. de Alemany copió al pie de la letra el error de Lenz!” (19161918). Otra pista que nos da para, justamente, estudiar el vínculo entre Alemany

(1917) y parte importante de la lexicografía hispanoamericana de los albores del siglo XX, sobre todo. Queremos detenernos en el caso del artículo lexicográfico mapuche, que queremos presentar en toda su extensión, sobre todo porque fue con este artículo con el que, años atrás, nos llenamos de enemistad hacia Román, porque en él podemos encontrar en todo su esplendor su poca tolerancia, su escasa altura de miras y apertura, como sacerdote y chileno, ante el profesor alemán: Mapuche, adj. y ú. t. c. s. Tres aceps. le da Lenz: “1ª. Nombre con que se designan los indios de Chile, a quienes en el siglo XIX se llama en Chile comúnmente araucanos y en la Argentina pampas. –2ª. La lengua de estos indios. –3ª. En historia antigua, nombre propio de la región en que se encuentra la ciudad de Santiago y del río que la atraviesa, que desde temprano más comúnmente se llama Mapocho”. Hablando de la 1ª., dice: “Fuera de la frontera, la denominación todavía no es popular, pero está ganando terreno no solo entre los etnólogos, sino en la prensa, desde que la restituí en su valor antiguo con la publicación de mis estudios Araucanos. Científicamente es el único nombre aceptable para los indios chilenos”. Flaco servicio nos ha hecho el profesor alemán con esta corrección, que no solo no tiene nada de científico, sino que es más bien contra toda ciencia. ¿Cuál es el fundamento científico de este nombre? El significar “gente de la tierra” y el ser la denominación que se dan a sí mismos los actuales araucanos. Reconocemos ambas cosas; pero, de ahí a la conclusión que se saca, va una enorme distancia. Mapuche significa “gente de la tierra” y es natural que en su lengua se dé ese nombre el natural de esta tierra o país […] Es claro que, si le preguntan a un araucano por su nombre gentilicio, no sabrá atinar, porque actualmente no forman ellos nación, y contestará sencillamente que es hijo de su tierra o mapuche, en contraposición al huinca (extranjero) o al español (el actual chileno). Nunca usaron ellos un nombre gentilicio general, sino solamente algunos particulares según la región en que vivían […] ¿Cuál es el origen sino un sobrenombre o apodo puesto por los demás y con prejuicio y olvido del nombre o apellido verdadero? Apliquemos esto a los araucanos. Los españoles, que fueron sus descubridores y conquistadores, los bautizaron con este nombre (de raghco, agua de greda y nombre del fuerte de los españoles, por la dificultad de pronunciar r suave al principio de palabra, han corrompido en Arauco); araucanos llamaron en general a todos los indios del Sur de Chile; el araucano se llamó su lengua, y araucano fue todo lo relativo o perteneciente a ellos; La Araucana intituló también Ercilla la epopeya en que inmortalizó el valor y las proezas de los araucanos: y así, tal como recibieron de los españoles este nombre, lo han aceptado y repetido todas las naciones del mundo. ¿Por qué pues viene ahora un extranjero, que solo desde ayer conoce a nuestros araucanos, a decirnos que todos andamos errados al llamarlos así, pues su nombre verdadero y el único conforme con las enseñanzas de la ciencia es el de mapuches? Es decir, que el nombre histórico, que cuenta ya más de cuatro siglos, conocido en todo el mundo y tomado del principal teatro en que se realizaron las hazañas de aquella raza indomable, ¡se había de cambiar ahora por otro de significado genérico y que

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nadie antes de Lenz había tomado en cuenta! En realidad, si penetramos en el significado de mapuche, indígena u originario de su tierra, oriundo, cada cual es mapuche en su patria: nosotros somos mapuches de Chile, mapuche de España fue Pedro Valdivia y mapuche de Alemani es el Dr. Don Rodolfo Lenz. Convenzámonos pues y dejémonos de mapuchadas. De tales calificaríamos nosotros no solo llamar mapuches a los araucanos, sino también el hablar de la lengua mapuche, de las costumbres mapuches, etc. No recibamos a tontas y a locas lo que nos diga cualquier amigo de novedades, no andemos como de reata tras de cualquiera que nos nombre la palabra “ciencia”; amemos más lo nuestro, estudiémoslo y sepamos defenderlo. (1913) Habla Román de lo poco científico que es el aporte de Lenz en esta renominación, siendo que es esta voz en cuestión, mapuche, la correcta forma de nominar al pueblo indígena y fue, a la larga, la voz que se impuso, dejando araucano como un recuerdo del colonialismo y de lo ingrata que fue la República con esta etnia. Da mucho de sí este artículo lexicográfico, mucho para poder comprender, además, la ideología de nuestro sacerdote, su postura ante el mundo y su actitud frente a su propio pueblo. Sin lugar a dudas, con mapuche podemos hacer mucho más, por lo mismo (y como estamos en ello, por lo demás), solo queremos dejar aquí constancia de lo que se puede sacar a colación a partir de la enemistad que hubo entre el cura y el profesor (por si queremos ponerle un título a esta situación, que da para mucho). Lo mismo podemos ejemplificar en otros artículos lexicográficos, como pullay:

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pullay, m. En las provincias del Norte, muñeco en el cual se personifica el carnaval. El uso principal que de él se hace, es enterrarlo con juegos que parodian el sepelio de un difunto […] “Evidentemente, dice Lenz, es una fiesta india, tal vez caricaturada por influencia del clero” ¡Fiesta india al llegar la cuaresma! ¿No sabe el profesor europeo que el carnaval se celebra en todas las naciones de Europa y del mundo civilizado? Si el entierro del pullay se debe a influencia del clero ¡bendita influencia! le diremos nosotros, porque esa ceremonia era una lección objetiva para los indios, que les enseñaba cómo debían ellos matar y sepultar los vicios de la gula y de la lujuria al llegar el tiempo de la cuaresma. (1913-1916) En donde, incluso, podemos apreciar claramente lo cerrado que podía ser un sacerdote respecto a un fenómeno de sincretismo religioso patente. Aunque algunas veces reconozca la autoridad de Lenz, aún en los espacios de la crítica: “lacho, cha, […] No así el f., aunque lo afirme Lenz, engañado por una cita de Don Zorobabel Rodríguez que no entendió en su verdadera acep.” (1913). O bien, estar de acuerdo con él: Lape, […] “En efecto, discurre Lenz con mucha razón, ¡lape! ¡que muera! era la exclamación de los indios al sacrificar a los cautivos, lo que siempre dio lu-

gar a una gran fiesta; también la lanzaban durante los ataques. Es posible que este giro haya engendrado el significado metafórico de muy animado.” (1913)

6. Otro autor profusamente citado y tan venerado como criticado por su purismo, es el sacerdote jesuita Juan Mir y Noguera. Creemos que uno de los autores más celebrados por Román es el palmesano: “Con áurea pluma y férrea lógica está escrito el presente artículo, y ojalá aproveche a todos los escritores distinguidos y a nuestros distinguidos amigos.” (1908-1911: s.v. distinguido, da); “Volvamos a copiar al P. Mir, pues no sería posible expresarse con más lógica ni con más claridad en cuanto al mal uso de este verbo distinguirse, r.” (1908-1911: s.v. distinguirse); “Copiemos otra vez al P. Mir, cuya enseñanza, tan fundada como luminosa, no puede menos de satisfacer y aceptarse.” (1908-1911: s.v. formar parte de); “como elegantísimamente lo expresó el P. Mir.” (1908-1911: s.v. gerundio); “En lugar de este feo galicismo tenemos en castellano: engaño, burla, chasco, añagaza, broma, emboque, zumba, maraña […] Toda esta riqueza saca a relucir el sabio P. Mir, a quien tanto venimos citando.” (1913: s.v. mistificación). Román celebra, sobre todo, el método de Mir, más apegado al trabajo de corpus que al vaciado de otras obras lexicográficas: “mas el P. Mir, que no se guía por el Dicc., sino por las fuentes del Dicc., que son los clásicos, prueba con buenas autoridades que esta acep. del olvidar castellano es enteramente castiza.” (1913-1916: s.v. olvidar). “No le agradará esto, sin duda, al P. Mir, que está siempre pegado a los clásicos, y por lo cual censura fuertemente a la Academia, que dio al v. economizar la acep. de ahorrar” (1908-1911: s.v. economía). Sin embargo, Román no deja de advertir del extremo purismo del jesuita: “mal que le pese al P. Mir, que condena esta voz por latina, como si el castellano casi todo entero no estuviera formado de aquella lengua” (1908-1911: s.v. ende); “Imposible de pronunciar; de muy difícil pronunciación. No hay para qué acumular citas en su defensa y basta saber que lo recomienda para la admisión el rígido P. Mir en su Rebusco de voces castizas.” (1908-1911: s.v. impronunciable); “Dice el P. Mir que mientras, usado a guisa de conjunción adversativa en sentido de así como, pero, al revés, igualándola con el francés tandis…, es galicismo, contrario al uso de los clásicos. […] Esto es enredarse en telarañas, pues la contemporaneidad puede concurrir con la oposición o contrariedad, como sucede en las antítesis.” (1913: s.v. mientras). Hasta, incluso, no estar de acuerdo con él: “Con toda atención hemos leído el largo art. que el sabio autor consagra a este modismo, y confesamos que no nos ha convencido.” (1913: s.v. lejos); “La corrección que propone el Padre nos parece tan inútil y fría, que

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más valdría no usar ningún adv.” (1913: s.v. literalmente); “No le agrada esto al P. Mir: lo sentimos. Pero, como sus razones no son convincentes, no podemos en este caso pensar como él.” (1913-1916: s.v. pleyada o pléyade). En el caso del voseo (ya visto en §3.5. en esta Tercera parte), arremete directamente contra Mir: Por no conocer este v., inventó el P. Mir un avosar que a nadie le habría ocurrido: “Esto dice Bello en su Gramática, cap. XIII, baldonando con razón el avosar de los chilenos, que se han vuelto galicistas a medias, con agravio de las leyes gramaticales” (Prontuario, art. Vos). No, Padre: no entendió V.R. a Bello ni a los chilenos: lo que reprueba Bello no es el vos galicano, pues de él no se trata, sino el antiguo vos español, mal construido por el vulgo chileno, no por los chilenos en general, con el v. en singular. (1916-1918: s.v. vosear) Donde lo critica por no haber tenido conocimiento, creemos, del voseo hispanoamericano. En efecto, Mir (1908), en su artículo destinado a vos, citando a Cabrera, achaca el uso arcaico a un galicismo, porque: “los franceses, enemigos de tutearse entre sí, cuando traducen ciertos lugares de la escritura Sagrada, donde habla Dios de tú a un particular o al pueblo judío, trocados los términos entremeten la segunda persona del plural, convirtiendo el tú en vosotros o en vos” (1908: s.v. vos), algo que, observa Mir, “suelen los españoles imitar tan servilente, que llegue el lector a creer está en segunda persona del plural la sentencia comunicada por Dios en número singular” (1908: s.v. vos). A tal punto que, basándose en la advertencia de Bello en su Gramática, relacionada con el voseo en Chile, argumenta la crítica del venezolano: “baldonando con razón el avosar de los chilenos, que se han vuelto galicistas a medias, con agravio de las leyes gramaticales” (1908: s.v. vos).

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Mucho más que un diccionario de chilenismos I. ¿Por qué estudiar el Diccionario de Román? 1. Hemos querido hacer una suerte de “presentación oficial” dentro de la comunidad no solo lexicográfica, sino también lingüística, del Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas por variadas razones. En primer lugar, nos asombraba que, pese al marcado interés de la historiografía lingüística por la lexicografía hispanoamericana, poco o nada se supiera de una obra de la envergadura del Diccionario de Román. A la fecha en que comenzamos nuestra investigación, finales de 2011 y principios del 2012, las referencias todavía eran escasas. Nos sorprendía, sobre todo, porque esta es una de las obras de mayor extensión dentro de la lexicografía hispanoamericana hasta entrado el siglo XX (cinco volúmenes, con más de quince mil entradas en total). Sin embargo, como bien sabemos, lo cuantitativo no es un aspecto lingüístico de peso para validar una obra lexicográfica por sí solo, aunque sea este aspecto uno de los criterios iniciales que se hayan tenido en cuenta para la clasificación usual. Fuera de su extensión, nos encontramos con la interesante tipología del Diccionario mismo. Justamente, la obra del diocesano es mixta, tipología poco estudiada dentro de la lexicografía hispanoamericana. Por estos dos motivos, a saber, por ser el Diccionario de Román un diccionario de una extensión considerable, así como por ostentar una tipología poco estudiada, estábamos convencidos de que una obra como esta necesitaba ser objeto de un estudio monográfico por parte de la historiografía lingüística y de la lexicología histórica. Por esta razón, hemos querido presentar una muestra del lemario y justificar, así, este tipo lexicográfico mixto. De hecho, la tercera parte de nuestro estudio, que tiene ocho apartados diferenciados, dio cuenta en gran medida de este tipo lexicográfico mixto. En efecto, en un primer apartado, tratamos lo que hace de este diccionario mixto un diccionario diferencial, por lo que investigamos acerca del español de Chile, acerca del concepto de americanismo y acerca de voces de procedencia indígena presentes en la lengua española. En un segundo apartado tratamos lo que hace de esta obra un receptáculo de notas, comentarios y observaciones acerca de la lengua española desde diversos niveles, como artículos relacionados con ortoepía, ortografía, fonética, morfología, sintaxis, adjetivos, verbos y formas verbales, pragmática, preposiciones, afijos, interjeccio-

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nes; artículos relacionados con nomenclatura lingüística y gramatical, gentilicios, artículos destinados a hápax o voces de escasa frecuencia. En un tercer apartado presentamos el tratamiento que el sacerdote hizo de los extranjerismos. Del cuarto al séptimo apartado presentamos el tratamiento etimológico, con la información relacionada con historia de la lengua española, con el tratamiento de la lengua latina y con las voces eclesiásticas que aparecen en el Diccionario de Román. Por último, en un octavo apartado, presentamos una panorámica de la metalectura del Diccionario de Román, es decir, a partir de la lectura de algunos de los artículos lexicográficos pudimos determinar la perspectiva sociocultural a la que apunta nuestro sacerdote, así como sus ideas lingüísticas y metalexicográficas. 2. Fuera de las razones que nos llevaron a estudiar monográficamente el Diccionario de Román, fueron apareciendo otros aspectos relevantes de señalar. Por ejemplo, nos llamó la atención el modus operandi generalizante que tiene la historiografía lingüística centrada en la lexicografía al momento de clasificar algunos diccionarios en lengua española, muchos de ellos a partir de sus paratextos, por ejemplo. En efecto, la información presente en los prólogos y paratextos de estas obras, las más veces, desvía y desfigura la información que contiene el diccionario entre las páginas de su lemario. Perseveramos en esto: existe una tendencia en tipologizar una obra publicada en Hispanoamérica hasta mediados del siglo XX como diferencial sin más, por lo que se corre una suerte de peligro epistemológico en el hecho de determinar apriorísticamente la tipología del diccionario mismo. Por ejemplo, si nos atuviéramos a lo que nos informa el sacerdote en cada uno de los prólogos respecto al tipo de voces que incluye en su lemario, así como al mismo título de su Diccionario, quedaría su tipología insuficientemente descrita. Justamente, como solía suceder con la producción filológica y lexicográfica publicada hasta entrado el siglo XX, se genera un choque semántico entre el título de algunos de estos estudios y sus contenidos. Por lo tanto, a lo largo de este estudio afirmamos que es necesaria una lectura atenta del diccionario que se quiere estudiar; aunque parezca afirmación de Perogrullo, un diccionario que se estudia monográficamente se debe leer por completo. Después, con el diccionario leído, organizaremos la información de él extraída para poder dar con una tipología acorde, pues no todas las veces este tipo de obras han sido tratadas con una tipología fija o claramente delimitada. En síntesis, hemos de insisitir en que solo se puede llegar a determinar la tipología de un diccionario después de haberlo leído en su totalidad; por lo tanto, en la lectura atenta del Diccionario de Román es donde nos fue posible encontrar la información que nos permitió reconstruir la tipología de éste.

II. Sobre la tipología del Diccionario de Román 1. En estas líneas conclusivas, además, no podemos dejar de mencionar algunos aspectos relacionados con la tipología del diccionario en Román. El Diccionario de Román es una obra que da cuenta de un amplio espectro de voces diferenciales, las cuales van desde americanismos generales y zonales, pasando por chilenismos generales y zonales. Al respecto, las manifestaciones léxicas de la lengua subestándar aparecen innumerables veces en el Diccionario de Román. Es más: está tan bien manifestada esta parcela en el Diccionario que decidimos utilizar esta para el acápite destinado al español de Chile. Respecto a los indigenismos, encontramos un gran número de ellos en el Diccionario de Román, especialmente los que se usan en Chile en general o en alguna zona en particular, así como voces indígenas usadas en el mundo americano, sobre todo si estas se usan en Chile o han sido referidas por algún cronista chileno o alguna crónica relacionada con Chile. Por esta misma razón, hay un número importante de voces procedentes del mapuche, quechua y aimara, sobre todo. Asimismo, el Diccionario de Román, por su carácter normativo, incluyó voces de variada tipología: algunas relacionadas con la ortoepía, la ortografía, la fonética, la morfología; nos encontramos con una que otra indicación en torno a la función lingüística de determinada voz, así como con aspectos de la pragmática. Ya dentro de algunas funciones determinadas, encontramos artículos destinados, justamente, a reflexionar y normar respecto a la función del adjetivo, por ejemplo, o a tipos de verbos, preposiciones, regímenes preposicionales, preposiciones inseparables, afijos y sus funciones o interjecciones, entre otros. Asimismo, encontramos artículos destinados a explicar bien algunos conceptos lingüísticos y gramaticales o artículos en donde se proponen voces de diversa índole que no aparecen en el diccionario académico. También encontramos un número no menor de extranjerismos, sobre todo galicismos, los cuales pueden ser condenados o aceptados; se los norma respecto a cómo deben pronunciarse o cómo deben escribirse, por ejemplo. A su vez, en pos de la normatividad, entrega Román explicaciones respecto al origen de ciertas voces, por lo que en algunos casos encontramos datos enciclopédicos, etimológicos o, simplemente, una enjundiosa argumentación sobre los motivos para no usar cierta voz. Otro aspecto relevante en el lemario, fuera de las voces diferenciales y normativas, tiene que ver con el hecho de que el diccionario fuera redactado por un sacerdote, un sacerdote activo en la curia, quien veía, no sin cierta desazón, lo poco representado que estaba su quehacer en la tradición lexicográfica. Por esta razón, encontramos en el lemario un número considerable de voces y acepciones relacionadas con el mundo religioso. Respecto a las voces tabú, por más que veamos una actitud pudibunda en

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nuestro sacerdote en los prólogos, insistiendo en que este tipo de voces no estarán presentes en su diccionario, hemos registrado un número, si bien menor en comparación con otras voces, bastante representativo de estas. Por otro lado, el léxico tecnolectal también se encuentra en el Diccionario de Román. En este punto una vez más confrontamos lo expuesto en los prólogos frente a lo que fue incorporando en el Diccionario, puesto que Román era muy reacio a los neologismos en actitud, sin embargo, esto no lo exime de incorporar voces las cuales, precisamente dan cuenta de nuevas realidades. Asimismo, incluyó tecnicismos, sobre todo los relacionados con oficios y artes menores en zonas de Chile, los cuales, si bien el sacerdote expresaba en sus prólogos que no se incorporarían, aparecen en detalle a lo largo del lemario. ¿Se puede hablar del Diccionario de Román, a partir de toda esta información, como un diccionario de uso, sincrónico, acorde a su época, claro está? No lo es, desde el momento en que posee una función normativa y pedagógica como base. Por lo tanto, muchas veces, sobre todo en el argumento de la pertinencia de tal o cual uso de una voz, Román echa mano de etimologías, de argumentos de historia de la lengua hispánica y románica. Asimismo, da cuenta, frecuentemente, de lo que sucedía con el latín para explicar, a partir del cambio lingüístico, lo que sucedía con el estado de lengua contemporáneo a él. Estos, entre otros aspectos, de alguna manera dan cuenta de lo mixto que puede ser un diccionario de estas características, en donde se funde lo diacrónico y lo sincrónico. Por otro lado, por ese afán normativo, es corriente que dé cuenta Román de voces efímeras, de uso restringido o anticuadas. Justamente, para hacer referencia a este tipo de aspectos y delimitarlos, darlos a conocer, normarlos o censurarlos. Por otro lado, por ser este un Diccionario que constantemente dialoga con el trabajo académico, encontramos un número importante de voces o acepciones que cumplen esta función: la de ser voces o acepciones del español, digamos, general, que aún no han sido incorporadas en el diccionario académico usual. Por ejemplo, si bien nuestro sacerdote hacía uso de autoridades de su tiempo o de periodos previos, hay un número no menor de autoridades que provienen de los orígenes del idioma, así como de autoridades latinas. Esta necesidad de cubrir parcelas históricas entra en consonancia con otro de los propósitos del Diccionario de Román: proponer voces de autoridades clásicas que no han aparecido lematizadas en el diccionario académico; o bien proponer voces de autoridades clásicas que no están en vigencia en España, pero sí en Hispanoamérica. Asimismo, tenemos artículos lexicográficos que se establecen como referencias a las voces o acepciones que han sido incorporadas en la decimotercera o decimocuarta ediciones del diccionario académico usual. Esto suele ser una suerte de “noticia” respecto

a una serie de voces que el sacerdote tenía preparadas a priori para presentárselas a la Academia Española como propuestas de adiciones. Muchas veces, por ejemplo, Román aportaba autoridades para estas propuestas de artículo lexicográfico, por lo demás. Muchas de estas voces, a su vez, serán anexadas por la tradición académica, sobre todo en sus ediciones de 1925 o 1970 o incorporadas, previamente, por Alemany (1917), siempre con la marca diatópica América o Chile, por lo que sostenemos (cual hipótesis) que Alemany leyó a Román y lo tuvo como una de sus fuentes metalingüísticas o secundarias. Lamentablemente no pudimos comprobar esta hipótesis en este estudio, porque se escapa de nuestros alcances, pero lo dejamos expuesto para futuras investigaciones. 2. Por otro lado, la tipología mixta, de la que hemos hecho referencia anteriormente y que queremos desentrañar en el Diccionario de Román, tiene, empero, un claro propósito que, pensamos, lo atraviesa casi en su totalidad: es este, principalmente, un diccionario normativo, de estilo, de dudas, gramatical, inclusive, como un número no menor de obras lexicográficas hispanoamericanas publicadas hasta entrado el siglo XX, mas esta base normativa tiene sus lineamientos y divergencias dentro de la lexicografía, creemos. En algunos diccionarios, hay un especial énfasis en las voces diferenciales; en otros, el énfasis va por aspectos generales de lengua; en otros, encontramos una suerte de obra lexicográfica centrada en comentarios, notas y dudas variopintas. ¿Sería, entonces, el Diccionario de Román una obra sin una estructura definida? Es decir: ¿Tenemos ante nosotros un diccionario con una información irregular y presentada de manera poco sistemática? Pensamos que es esta una obra de consulta frente a dudas idiomáticas y que, por otro lado, busca la representación de la diferencialidad ante el mundo hispánico, sea para difundirla o condenarla, dependiendo del caso. En rigor, el Diccionario de Román es eso: una suerte de inventario normativo, redactado con pretensiones didácticas. Por lo mismo afirmamos que el Diccionario fue publicado primero en fascículos, en la Revista Católica, sobre todo para su difusión. En efecto, no fue pensado en principio como un diccionario que consultaran unos pocos que tuvieran acceso a los volúmenes, sino como una fuente de información que pudieran leer y conocer muchos de los que tuvieron entre sus manos la revista. Esta hipótesis solo la lanzamos a vuelapluma y no podremos comprobarla hasta saber a ciencia cierta los niveles de recepción y de repercusión que tuvo la Revista Católica en la época en que Román fue publicando sus fascículos. En síntesis, no queremos, se entiende, forzar una tipologización ni una caracterización de este Diccionario; tampoco queremos extender un tipo lexicográfico reciente (entiéndase: un diccionario normativo, avant la lettre), con las herramientas que te-

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nemos, hoy por hoy, gracias a la teorización actual del método lexicográfico. Nada de eso. Solo hemos llegado a este punto luego de analizar cada uno de los artículos lexicográficos, organizarlos y establecer, así, una suerte de lineamientos, patrones y, con ello, una estructura. Como sea, no queremos perder el norte respecto a que estamos ante una obra lexicográfica redactada por un sacerdote en –él mismo nos lo confiesa– su tiempo libre, como una suerte de solaz frente a sus deberes curiales. Es Román, ya sabemos, un hombre leído, quien posee conocimiento y manejo de la norma de su época, y una sensibilidad lingüística propia de los viejos lexicógrafos. El ser conocedor, además, de otras lenguas, como el francés o el italiano y, sobre todo, del latín (como lengua viva, inclusive), lo hace un actor idóneo para cuestiones que tengan que ver con la instrucción lingüística, mayormente desde un punto de vista arquitectural de la lengua. Sin embargo, su Diccionario es un claro producto de su tiempo y hay mucho de esa asistematicidad presente en la mayoría de las obras lexicográficas publicadas antes de que la disciplina diccionarística fuese parte de la lingüística propiamente tal. Sin embargo, no todo es purismo ni normatividad en el Diccionario del diocesano. En efecto, Román describe y describe mucho; se adelanta, en algunos casos, a la tradición no solo académica, sino lingüística en general; en otros casos, propone cambios, reformas, adiciones y modificaciones, siempre dialogando con la tradición académica: he ahí su eje. Junto con achacarle a Román un purismo radical o moderado, del que no se salva las más veces, también encontramos un Román más a caballo entre el peso del uso y de los cambios, lo que posibilita que pueda entrar a criticar esa ala más extrema, más rígida, esa de un Baralt o de un Mir, entre otros, y a relativizar la importancia de las autoridades o de la RAE para normar en ciertos usos.

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III. El Diccionario de Román como un producto lingüístico otro 1. Más allá de la redacción de las definiciones, de sus vehemencias características, de su necesidad de normar y de dar cuenta de una realidad otra, chilena, americana, nos llamó la atención, muchas veces, el manejo escritural de Román, su “comportamiento lexicográfico”. Vemos en su pluma, muchas veces, los pequeños destellos de un escritor, de alguien familiarizado con la escritura, desenvuelto en tal actividad. Algo que nos hace recordar, a su vez, a muchos de estos autores de diccionarios que también fueron escritores. Poseía Román, sabemos, una sólida formación clásica y, por lo que vemos a través de las páginas de su diccionario, era un voraz lector, aspecto que se mezcla con una aguda intuición lingüística. En el acto de leer el

Diccionario de Román destaca, las más veces, el estilo escritural del diocesano. A su vez, dentro de esta apreciación, no podemos dejar de lado la subjetividad en su discurso. Justamente, al ir leyendo el discurso lexicográfico del diocesano, fuera de todos los comentarios que podemos hacer respecto a una obra de época, es decir, una obra con un discurso en primera persona, con una opinión franca y directa a flor de piel, vehemente, tiquismiquis las más veces, hay algo que destacamos, sobremanera: hay un estilo escritural en Román, un estilo al que es imposible no hacer referencia al estudiar su Diccionario. Grosso modo, las imprecisiones, subjetividades, intolerancias o definiciones parciales, usuales en la mayoría de los diccionarios publicados en Hispanoamérica hasta entrado el siglo XX, son aspectos de los que el Diccionario de Román no se libra, tal como hemos visto a lo largo de la tesis. En efecto, hay un interesante cuerpo dentro del Diccionario de chilenismos de Román donde, más que definiciones propiamente tales, encontramos un acervo de notas, observaciones, advertencias, polémicas y reparos los cuales, si bien no debieran formar parte de un diccionario, se acomodan al cuerpo de este. Esto hace que la obra tenga una flexibilidad que no podría tener un diccionario stricto sensu. 2. Dentro de esta reflexión, analizamos los actos de respuesta que tiene un diccionario, entendiendo este acto como la información presente dentro del artículo lexicográfico. Dentro de esta dinámica, si aplicamos el principio de rectitud que proponía Habermas en su teoría de la acción comunicativa, veremos que estos actos de respuesta suelen fracasar, justamente, por lo entredicha que pueda estar la información en el acto de respuesta. Sin embargo, tampoco cabe hablar de la inutilidad de este tipo de producciones lexicográficas, ya que la invalidez habermasiana solo refleja un producto lingüístico otro que está vinculado directamente con las condiciones externas de producción de estos diccionarios. En efecto, una codificación como la de la obra de Román y muchos de los diccionarios contemporáneos a esta, forma parte de una mecánica estandarizadora, la cual responde a un momento histórico que es el que hay que ligar, forzosamente, al análisis de un diccionario de estas características. De alguna forma lo que pretendimos mostrar en esta evaluación es el aspecto exitoso, desde la óptica de la tesis de la acción comunicativa, de un diccionario publicado en Hispanoamérica en el periodo estudiado. Vimos, además, que el dilema se da cuando la información entregada en un artículo lexicográfico se instala como un acto ilocutivo, es decir, como un acto que busca generar una modificación en el comportamiento del hablante. Como pudimos ver en el Diccionario de Román, las respuestas van dirigidas a un destinatario determinado la –RAE– o tienen la intención de establecer una norma general, supeditada a una norma prestigiosa, la caste-

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llana, algo usual dentro de los procesos estandarizadores en las nacientes repúblicas latinoamericanas. Los actos de habla, por lo tanto, se realizan con verbos ilocutivos: se advierte, se ordena, se objeta, se aprueba, se censura. La finalidad, empero, no se queda dentro de los espacios de la ilocución: se busca generar una respuesta en el receptor. Esta respuesta va desde la modificación de un artículo lexicográfico en el diccionario académico hasta el conocimiento de cierta norma lingüística, por consiguiente, la respuesta se establece como un acto perlocutivo. De todas formas, dentro de los espacios de la recepción, en una investigación lexicográfica se tendría que comprobar hasta qué punto el diccionario fue leído, consultado y, claro está, los actos de habla se vieron modificados. Este tipo de trabajo aún está por hacerse y sería absolutamente revelador para poder determinar si el propósito normativo tuvo éxito.

IV. ¿Cómo se leyó el Diccionario de Román?

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1. Sin embargo, creemos que es insuficiente dar cuenta de las fortalezas y debilidades, aportes y falencias, caracterizaciones y verdaderos alcances de un diccionario como este si no se lo lee a partir de un diálogo constante con otros diccionarios que forman parte de su contexto (es decir, con diccionarios publicados en Chile y en Hispanoamérica) y de su tradición (a saber, con diccionarios generales, enciclopédicos, provinciales, históricos y etimológicos de la lengua española). Justamente, sostenemos que un diccionario no debe leerse solo, sino más bien en relación con otros diccionarios y obras afines, es decir, como interdiscursos, en tanto entramados de formaciones discursivas, donde se establecen relaciones de alianza o de contradicción entre ellos. En esto, por lo demás, nuestro sacerdote nos ayudó sobremanera, puesto que Román suele dialogar con sus autoridades lexicográficas. Dialoga y dialoga mucho: alaba, increpa, ironiza, aplaude, desacredita, se emociona. A lo largo de su Diccionario, además, no solo encontramos autores de diccionarios en su diálogo, sino también autores de gramáticas, opúsculos, tratados, monografías, entre otros. Por lo tanto, fue imperativo llevar a un trabajo de contrastividad con el mayor número de obras en lengua española que se pudiera. De esta forma, junto con querer presentar un estudio monográfico del Diccionario de Román, quisimos, además, situarlo como una suerte de diccionario-base, para cotejarlo, constantemente, con ese corpus conformado por otras producciones lexicográficas y lexicológicas. De alguna manera, el artículo lexicográfico de nuestro autor será una suerte de patrón en donde podremos determinar, en rigor, qué se cita, directamente o no, de otros discursos lingüísticos previos. Asimismo, quisimos mostrar hasta qué punto los discursos contemporáneos

al del sacerdote daban cuenta de la misma información. Hemos armado, para ello, una suerte de serie sincrónica, puesto que es fundamental, para entender a Román, dar cuenta de las obras en circulación para observar cuáles fueron los alcances y límites que posee tanto la obra de nuestro diocesano como las obras de su universo. Asimismo, hemos utilizado un paradigma más o menos fijo, distintivo de ciertas tradiciones lexicográficas; por ejemplo, los diccionarios de lengua española general más representativos, diccionarios etimológicos, diccionarios normativos o diccionarios enciclopédicos, entre otros. Solo de esta forma se pudo ver, en conjunto, la relevancia de cada una de estas obras y, sobre todo, la relevancia de una de ellas: el Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas. Por lo tanto –hacemos hincapié en esto– si bien en nuestra investigación nos hemos centrado en el estudio, lectura y análisis de una obra –el Diccionario de Román– a lo largo de nuestro trabajo fue imprescindible leer, analizar y, valga la metáfora en este caso, dialogar con un gran número de obras lexicográficas y afines. Recapitulando afirmamos, entonces, que solo se podrán determinar los aportes de un diccionario leyéndolo como parte de un corpus, ya sea el de las obras publicadas en Hispanoamérica en fechas similares, o el de las obras afines temáticamente. 2. Por otro lado, al estudiar y analizar determinado artículo lexicográfico, confrontamos su contenido desde su propia actualidad (por ello es relevante tener a mano y consultar los diccionarios publicados contemporáneamente al de Román), así como lo que puede encontrarse en otro momento, sea precedente o ulterior (por ello evidentemente es necesario tener a mano y consultar los diccionarios publicados anteriormente y posteriormente a nuestro objeto de estudio). De esta forma, sostenemos, podemos describir e interpretar las regularidades y los desplazamientos en relación con la memoria lexicográfica y con la memoria discursiva. Justamente, insistimos en la dinámica de entender el objeto diccionario como un discurso y que todo elemento presente en un artículo lexicográfico, a manera de contextualización, viene a actualizar una memoria discursiva. Por lo tanto, al momento de analizar algún artículo lexicográfico presente en el Diccionario de Román, debemos atenernos a que este discurso es una repetición o una reformulación de otro artículo lexicográfico. Asimismo, podríamos pensar que este discurso es una transformación de otro artículo lexicográfico, con adendas, adiciones y un incremento de información; o bien, podríamos pensar que este discurso es una manifestación del olvido o desconocimiento, de parte de Román, de otros discursos lexicográficos, emitidos anteriormente, entre otros aspectos. Justamente, en los artículos lexicográficos de los diccionarios que estudiamos podemos ver repeticiones, reformulaciones, enfatizaciones o refuta-

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ciones de información existente dentro de la tradición lexicográfica hispánica. Por lo tanto, hemos demostrado, desde esta óptica, que en nuestro corpus se generaron reflexiones relacionadas con un ideal de lengua ejemplar o de temáticas recurrentes dentro de los procesos codificadores, como una actitud determinada frente a una posible fragmentación lingüística, ante préstamos lingüísticos, neologismos o ante una entidad como lo es la RAE, entre tantos aspectos. Al mismo tiempo, el diccionario refleja aspectos relacionados con el ámbito político, económico, social, cultural, demográfico y tecnológico, entre otros; así como del momento histórico en el que fue redactado, por lo que, al leerlo, se activan memorias y, sobre todo, ideologías e imaginarios sociales. Por lo mismo, encontramos una serie de puntos que pueden ejemplificar, en parte, la perspectiva sociocultural en el Diccionario de Román, como la ideología del sacerdote, la que podemos rastrear en la lectura atenta de su obra, así como determinar cuál es el capital enciclopédico, digamos, del sacerdote o su grado de modernidad o no y, por último, cuánto hay de eurocentrismo en un actor cultural con una propuesta pedagógica altamente racionalista, como lo fue nuestro sacerdote. De ahí, en síntesis, que el estudio de las memorias discursivas haya sido fundamental para hacer análisis histórico del discurso lexicográfico en Hispanoamérica.

V. El Diccionario de Román y la lengua ejemplar

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1. El proceso de diccionarización, comentábamos, es producto de los procesos estandarizadores en Hispanoamérica. Estos movimientos estandarizadores tomaron forma, podríamos decir, por los movimientos independentistas y la posterior conformación de los nuevos Estados nacionales. El modelo que primó en Chile fue el ideal estandarizador racionalista, heredero de la escuela de Bello. En otras palabras, primó el modelo que regula en pos de una lengua ejemplar o una norma suprarregional. Comentamos, en su momento, que la lengua ejemplar es el estándar o pauta de referencia para las variedades, y por lo mismo merece un grado de cuidado y elaboración mayor. Quizás sea esta la razón de una interesante proliferación de ejercicios lexicográficos de este tipo, como los elaborados por Gormaz, Ortúzar, Echeverría y Reyes y por Román mismo; es decir, trabajos donde se va más allá de lo estrictamente diferencial. Serían estas obras, en rigor, los resultados de este modelo estandarizador racionalista; en otras palabras, son lo que se conoce como escrituras disciplinarias. A su vez, en la mayor parte del corpus lexicográfico hispanoamericano que estudiamos se hacía uso de una sola lengua ejemplar, la que coincide con la manejada por la RAE. Es decir, la ejemplaridad se entiende como una variedad no pluricéntrica,

sino monocéntrica, cuyo eje está en la Real Academia Española y cada una de sus publicaciones. De ahí que todo tipo de diccionario se ciña a una ejemplaridad y la función de estas obras sea, justamente, dar cuenta de las “incorrecciones” en las que caen las variedades. Es decir, estos diccionarios indicaban qué variantes deben usarse y cuáles deben omitirse por bárbaras, subestándar, vulgares o extrañas, porque no forman parte del ámbito de lo correcto. Esto llevó, muchas veces, a tratar las voces o acepciones diferenciales como desvíos, aberraciones, incorrecciones, barbarismos, entre otros conceptos, sobre todo al radicalizarse la postura que defiende esta variedad ejemplar. ¿Y qué sucede específicamente con Román y su diccionario? Román aporta en esta ejemplaridad y su respectiva corrección por medio de pequeñas monografías a lo largo de su Diccionario. Por medio de su Diccionario nuestro sacerdote busca perfeccionar, pulir, si se quiere, la lengua española ejemplar, por lo que los artículos lexicográficos presentes en el lemario van más allá de ser simples definiciones o equivalencias. En efecto, muchos de estos artículos son, sobre todo, notas, comentarios críticos, observaciones, adendas y reflexiones, relacionados con la defensa del modelo ejemplar y correcto que Román sostenía. En términos generales, el modelo lingüístico que proponía Román se basaba en el uso culto, en la autoridad de una serie interesantísima de tradiciones discursivas y de lo que dictara, sobre todo, el diccionario académico. En efecto, el diálogo constante que tenía Román era con la RAE y los académicos que redactaban el diccionario académico. Es esta obra el referente constante de Román debido a que su objetivo era que la RAE tomara en cuenta sus proposiciones y complementase la nueva edición del diccionario usual con estas propuestas. ¿Le hizo caso la RAE en esta empresa? Pues esta será otra de las interrogantes que excedieron nuestro objeto de estudio, por lo que dar respuesta a ella quedará en el tintero por ahora. 2. Dentro de esta dinámica estandarizadora, pensamos que la labor de Román es un claro ejemplo de lo que se ha entendido como un purismo moderado. Es decir, un modelo estandarizador racionalista que acoge la diferencialidad para extenderla a la norma ejemplar. El diocesano insistía en la importancia de la publicación de diccionarios en cada una de las zonas hispanoamericanas, ya que tendrían como objetivo difundir la diatopía en la lengua ejemplar establecida. De esta forma, el hablante, al acceder a estos diccionarios, conocería cada una de las variantes. Lo moderado de este proceder implica que las más veces Román (sobre todo el de los primeros tomos) rechazaba aquellos americanismos y chilenismos que fueran producto de una transición semántica o rechazaba las voces diferenciales con un equivalente castizo. Con todo, Román reconocía que si algunas voces diferenciales, aún cuando poseían un

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equivalente en el español castizo, presentaban una variación semántica relevante en lo que se refiere a su diferencia específica, eran voces que debían conservarse. En síntesis, en el lemario buscaba el sacerdote presentar un número considerable de voces diferenciales, sea para presentarlas ante la comunidad lingüística y darlas a conocer; sea para condenarlas, puesto que existían equivalentes patrimoniales, o bien para dar cuenta de una realidad que, en algunos casos, no se había visto reflejada en el repertorio lexicográfico anterior. Precisamente porque dentro de esta empresa normativa el lugar de las voces diferenciales era fundamental: se exponían ya sea para censurarlas o para que fueran conocidas y difundidas en el mundo hispánico. En ello, el Diccionario de Román tiene una función particular: fuera del purismo característico de este tipo lexicográfico, que prescribe las voces diferenciales y entrega su equivalente castizo, hay, además, una dinámica interesantísima, inversa, ya que, en efecto, encontramos la interesante práctica de dar cuenta de lo característico del español de Chile o hispanoamericano, sea en neologismos, sea en transiciones semánticas, sea en voces indígenas, para que la tradición académica haga caso de estas propuestas y las incorpore en el diccionario usual, para que sean estas difundidas y conocidas en el mundo hispánico todo. En síntesis, la praxis que se detecta en el Diccionario de Román se centra en la difusión de la diferencialidad y la normatividad. Es decir, dar cuenta de los provincialismos, por tanto, de lo otro, la variedad, lo regional, lo dialectal y, por otra parte, complementar y perfeccionar lo estándar.

VI. En pos de la unidad idiomática

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1. El Diccionario de Román sigue un objetivo claramente delimitado por el autor a lo largo de los prólogos de cada uno de los cinco volúmenes, el que tiene que ver con la necesidad de lograr la unidad idiomática. Román, a propósito de esto, llamaba la atención sobre la necesidad de estudiar y conocer la lengua española, por lo que, en consecuencia, las publicaciones de estos diccionarios, digámoslo así, “normativo-pedagógicos” como el suyo, vendrían, de alguna forma, a complementar esta necesidad. Por lo mismo, cada voz, observación y comentario que Román va integrando a su obra tiene que ver con la búsqueda de una corrección o una descripción en pos de esta unidad. Asimismo, nuestro diocesano presenta una serie de datos e instrucciones que van desde la correcta pronunciación de la voz en cuestión, la indicación de una escritura uniformada para casos de voces con variantes, presentar la flexión de una voz, dar cuenta de la sintaxis y de las normas respecto a ciertos solecismos que deben evitarse, la entrega de algunas reglas de derivación o la exposición

de regímenes preposicionales, entre otras tantas particularidades. Estas temáticas, repartidas a lo largo del Diccionario, pueden hacenos dudar sobre la existencia de una unidad pero, en su conjunto, no son más que aspectos que recalcan lo pedagógico que hay en la actitud de Román y su Diccionario en sí. Por lo demás, y tal como hacíamos mención, el Diccionario de Román es una obra que dialoga constantemente con el diccionario académico, por lo que le va planteando voces y acepciones que no están incorporadas aún. Román le propone, además, alguna que otra reformulación y enmienda en los artículos lexicográficos, sea en su primer o segundo enunciado, así como en su lema, en alguna información e indicación relacionada con la etimología, el régimen preposicional o los contornos, entre otros aspectos. Los nuevos referentes, vengan estos del mundo material o del mundo de las ideas, también serán mencionados, dando noticia, cual almanaque, de estos. En este caso, dependiendo de las ideas lingüísticas de Román, respetará neologismos o propondrá alguna voz patrimonial. En efecto, esta tendencia pedagógica y normativa buscará, por sobre todas las cosas, un español uniforme, homogéneo, con voces que sean conocidas y manejadas de manera similar por todos los usuarios. Por otro lado, desde la diferencialidad y lo diferencial de un diccionario como el de Román y su relación con la unidad idiomática, se presentan dos praxis. Por un lado, se busca propiciar una suerte de reducción de voces, centradas sobre todo en el castellano patrimonial, más que la proliferación de voces diferenciales. ¿Cuál sería esa variedad? Si bien no queda claro de qué tipo de voces se trata, se va deduciendo, a lo largo de su Diccionario, que son aquellas voces que aparecen en el Diccionario usual de la Real Academia Española y que remiten, las más veces, a las voces usadas en España, específicamente en Castilla. Por otro lado, tal como lo hemos mencionado, Román propuso en los prólogos de cada uno de los cinco tomos de su Diccionario la incorporación de la diversidad como una realidad dentro de la unidad idiomática. En síntesis, lo que queremos sostener es que es este un diccionario mixto con una propuesta altamente pedagógica: la búsqueda de la unidad idiomática a partir de un acabado conocimiento de la lengua, ya sea en su uso general como en sus variaciones diatópicas, válidas o no para el sacerdote. En esto, claro está, nuestro autor no está solo. Pensamos que, dados los tiempos, hay un grupo de filólogos y estudiosos “bisagra” que conjugan ideas y métodos nuevos y, a su vez, cargan, cómo no, el normativismo propio de la tradición lingüística y filológica hispánica: Cuervo, Garzón, García Icazbalceta, hasta un Uribe, creemos, forman parte de este grupo porque, en algunos casos, se debían esperar unos cuantos años para poder encontrar alguna información respecto a la cuestión de la norma de algún fenómeno o voz en los diccionarios, gramáticas y ortografías generales, ade-

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lantándose ellos sin reparos, las más veces, o bien con reparos, pero dieron cuenta de ello y, en ese proceso, se testimonió el fenómeno en cuestión. En otros casos, por lo demás, en un mismo artículo o reflexión respecto a una voz y su uso podemos constatar esta suerte de tensión entre norma y descripción, entre validar y censurar. 2. En esta propuesta de base, insistimos, no podemos dejar de lado el concepto de ideología, así como el de las actitudes frente a diversas realizaciones lingüísticas. En efecto, en el Diccionario de Román se presentan reflexiones ligadas a ciertas ideas lingüísticas, en torno a la unidad, la diversidad, la prescripción o a la descripción de la lengua española, entre tantos otros aspectos, así como las actitudes del sacerdote frente a estas realizaciones. Es fundamental, por lo tanto, entender al Diccionario de Román (y a los diccionarios en sí), más que como objetos lingüísticos, como discursos ideológicos, históricos y políticos, que forman parte activa de la constitución del imaginario nacional desde la reflexión sobre el lenguaje. Justamente, los diccionarios forman parte de esos macroprocesos estatales que van de la demarcación de los límites territoriales, pasando por la invención de una historia, de una literatura o por la creación de los símbolos patrios, entre otros. Por lo tanto, debemos tratar este discurso lexicográfico como una representación que selecciona momentos históricos, políticos y sociales de la comunidad en la cual el diccionario se redactó. El discurso lexicográfico, por lo tanto, remite a una dimensión ideológica vinculada con las condiciones de producción en las cuales fue formulado este discurso, así como las circunstancias de enunciación de este y, además, el contexto socio-histórico más amplio. A su vez, no hay que olvidar que cada uno de estos diccionarios, con autores de diversa procedencia (sacerdotes, políticos, periodistas, abogados, conservadores o liberales, entre otros) no son más que la representación de una clara hegemonía cultural en donde se intenta imponer, dentro de un proceso estandarizador racionalista, una lengua estándar. Por lo tanto, adoptamos, para parte del estudio del Diccionario de Chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas de Román, una mirada que abarcara más que la propuesta dada por los estudios metalexicográficos. Por estas razones, los aspectos contextuales, aunque escapen de los objetivos de una edición crítica que se atenga al léxico mismo, son fundamentales, así lo afirmamos, sobre todo para el tipo de diccionario que estamos estudiando. Son aspectos que corresponden, principalmente, al campo de la historia y de la sociedad latinoamericana, chilena; sin embargo, fue necesario dar cuenta de ellos, más que nada porque los encontramos en una obra lexicográfica. Lo ideal, sostenemos, era dar cuenta de esa mixtura: lo histórico, lo contextual y lo ideológico, en juego con lo lingüístico.

VII. ¿Qué queda por hacer? 1. Quizás una de las acciones más necesarias cuando se redacta una monografía es informar, al finalizar esta, qué aspecto pudo profundizarse más, cuánto quedó en el tintero y qué queda, como labor a posteriori, para futuras investigaciones. En este caso, quedamos con gusto a poco con diversos aspectos, por ejemplo, hubiéramos querido poder estudiar más en detalle con las voces que Román marcó como propias de Hispanoamérica o, específicamente, de Chile o de alguna parte del país, así como las voces de procedencia indígena que el sacerdote incluyó en el diccionario y que son abundantísimas. Sin embargo, desarrollar este punto bien daría, por sí mismo, para un trabajo independiente. No se crea que los deseos de estudiar esto para la presente investigación escasearon; de hecho, una de las grandes inquietudes que tenemos en la actualidad es poder investigar con este mismo corpus en vigencia léxica, mortandad léxica y transición semántica y determinar, además, cuál es la extensión de la isoglosa léxica en la medida de lo posible. También estudiar a fondo las voces relacionadas con la flora y fauna nativas. En efecto, fuera de las voces no vigentes o, por el contrario, que perviven, en ese corpus tenemos todas aquellas expresiones que han adquirido en Chile una significación diferente a la de su lugar de origen, sumándose a esa significación que podríamos llamar original, como polisemia o sustituyéndola, como metasemia. Es este uno de los proyectos de investigación en el que hay que volcarse, pues es apremiante establecer una suerte de corpus histórico del léxico hispanoamericano. 2. Por otro lado, tal como mencionábamos anteriormente, el hecho de que Román haya sido un diocesano activo dentro del mundo religioso chileno lo llevó a incorporar una serie de voces relacionadas con el campo semántico de la religiosidad católica a lo largo de los cinco volúmenes de su diccionario. Muchas veces es muy detallista con algunas definiciones presentes en el diccionario académico; otras veces insiste en la necesidad de que el diccionario académico incorpore ciertas voces (muchas, de escasa frecuencia) o modifique ciertas definiciones. En otros casos podemos llegar, incluso, a oír hablar a ese sacerdote activo en la curia en algunos artículos lexicográficos los cuales, en rigor, no necesitarían de la monserga religiosa. Un trabajo por hacer en el estudio de la obra de Román sería, sin lugar a dudas, una investigación acabada de todo el léxico religioso que incluye en su Diccionario. Tanto que solemos decir que hay un diccionario dentro del Diccionario de Román que tiene que ver con lo eclesiástico. 3. Ideal, por lo demás, en una investigación posterior, ya lo hemos mencionado, sería estudiar detalladamente la recepción del Diccionario en su momento, sobre

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todo a raíz de su la publicación en la Revista Católica y la posible dinámica entre Román, Alemany y la RAE, además. Asimismo será fundamental estudiar quiénes eran los que solían comprar la Revista Católica: si eran estos usuarios o instituciones, si hubo repercusión o no; en simples palabras: si obtuvo la recepción necesaria. Solo con estos datos podremos constatar hasta qué punto el objetivo de Román se vio concretado o no. 4. Asimismo, quedamos con ganas de profundizar más todo lo relacionado con la lengua latina en el Diccionario de Román, puesto que nos referimos sucintamente a ello en ciertos apartados. Queda, pues, para un estudio posterior, investigar aún más el dominio que tenía Román de esta lengua y cómo la manejaba para persuadir respecto a ciertos tópicos, como la normatividad, la corrección, la etimología; o bien, cómo, dentro del latín por el latín mismo, podía Román explayarse y tratar temáticas que siempre derivaban en lo mismo: la imperiosa necesidad de que un hablante domine el latín para poder tener un manejo acabado de una lengua románica como lo es el español. En resumidas cuentas, y luego de esta labor de años, no queremos, tampoco, idealizar el trabajo de nuestro diocesano porque ya hemos insistido (y lo seguiremos haciendo), en los aspectos que hacen que sea este diccionario un hijo de su tiempo. En efecto, no hemos descuidado en ningún momento todas las reflexiones teóricas desarrolladas en la primera parte de nuestro estudio. Asimismo, volvemos a traer a colación, como tantas veces se pueda, en esta descripción del Diccionario de Román, el ideologema que atraviesa la obra del sacerdote en pleno, ideologema que tiene que ver, en el Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas, con la búsqueda de una unidad idiomática. Es así como tenemos una obra con un sesgo purista, purista moderado las más veces; además, con una actitud descriptivista algunas veces, muy acorde a su tiempo, muy en la línea de esos lexicógrafos “bisagra”, como los hemos llamado, pero que en su totalidad resulta ser un diccionario de gran singularidad, cuyo estudio monográfico requiere, además, de nuevas lecturas, profundizaciones y reflexiones.

Referencias bibliográficas

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Hemos decidido no dividir las referencias bibliográficas en secciones (podríamos haberlo hecho en fuentes primarias y fuentes secundarias y, a su vez, en fuentes primarias diccionarios, gramáticas, otros estudios lingüísticos; fuentes primarias historiográficas; fuentes primarias literarias, etc.). Creemos que es más cómodo y práctico para el lector manejar una sola sección, en bloque, para ir consultando las fuentes que hemos citado. De no ser cómodo o ser poco práctico o ser, lisa y llanamente, poco académico, pedimos las disculpas necesarias.

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Índice de voces

A 1. a- (2, §2.4.4.; §2.6.3.1.; §2.6.3.2.; §2.6.3.3.; §3, 3.10.) 2. a (2, §2.6.2.; §3, 3.9.1.) 3. abadesa (2, §3.2) 4. A B C (2, §2.4.4.) 5. abombado, da (3, §2.2.2.1.) 6. acarreto (hilo de) (3, §2.2.2.4.) 7. acompañanta (2, §2.6.2.) 8. acordar (3, §2.2.1.5.; 3, §4.2.) 9. acumuchamiento (3, §2.1.5.) 10. acumuchar (3, §2.1.5.; §5.2.) 11. acusar (2, §2.6.2.) 12. achí (3, §2.3.3.) 13. achinado, da (3, §9.1.1.) 14. achucharrar (3, §2.2.1.2.) 15. administrar (2, §2.6.2.) 16. adoratriz (3, §8) 17. adverbios en mente (2, §2.3) 18. afeccionarse (3, §2.2.1.5.; §4.2.) 19. afectar (2, §2.6.2.) 20. afiliar (2, §2.6.2.) 21. afortunado, da (2, §2.6.2.) 22. afrontar (2, §2.6.2.) 23. agermanado, da (2, §2.6.2.) 24. agredir (3, §3.7.2.) 25. agua (2, §2.4.4.; §2.5.7.1.3.; §2.6.2.) 26. aguachento, ta (3, §2.2.2.2.) 27. aimará (3, §3.13.1.) 28. aire (2, §2.6.2.) 29. al (2, §2.6.2.) 30. alabate, molina (2, §2.4.4.) 31. alcance (2, §2.6.2.) 32. aleonar (3, §2.1.5.; §5.2.) 33. alicurco, ca (2, §2.6.2.) 34. alitranca (3, §2.2.1.4.) 35. almidón cortado (2, §2.4.4.) 36. alternativa (2, §2.6.2.) 37. altiplanicie (3, §2.2.5.) 38. alto, ta (2, §2.6.2.) 39. altruismo (3, §9.1.3.) 40. aludir (2, §2.6.2.) 41. alumbralado (3, §2.2.3.1.) 42. alusión (2, §2.6.2.) 43. alverja, arveja, arvejana, algarroba, algarrobilla, veza, vicia (3, §2.2.1.3.) 44. A.M. (2, §2.4.4.) 45. ama (2, §2.4.4.; §2.6.2.) 46. amachinarse (3, §2.2.2.3.) 47. amadrinar (3, §2.2.1.4.) 48. amanecer (2, §2.6.2.; 3, §2.2.4.; §3.7.1.) 49. amasandería (3, §2.2.3.4.) 50. amasandero (3, §2.2.3.4.) 51. amateur (2, §2.5.2.9.; 3, §4.4.) 52. amén (2, §2.4.4.)

53. amenudo (2, §2.6.2.) 54. americanismo (3, §9.1.2.) 55. americano, na (3, §3.13.2.; §9.1.2.) 56. amerindio, dia (3, §3.13.2.; §4.1., §9.1.3.) 57. amo (nuestro) (2, §2.5.7.1.6.) 58. amor (2, §2.6.2.) 59. analfabeto, ta (3, §4.2.) 60. ananá o ananás (2, §2.6.2.) 61. anarquismo (3, §9.3.1.1.5.) 62. ancestral (2, §2.5.2.9.; §3.3; 3, §4.3.) 63. Andrés (2, §2.5.7.7.) 64. anedir (2, §3.2.; 3, §2.2.1.1.; §5.6.) 65. angas (2, §2.5.7.1.) 66. aniego (3, §2.2.3.2.) 67. anoche (3, §5.5.) 68. ante (3, §3.9.2.) 69. anti- (2, §2.4.4.; 3, §3.9.7.) 70. antipirina (3, §9.3.1.1.2.) 71. Antonio (San) bendito no come ni bebe y siempre está gordito (2, §2.5.7.6.) 72. anual (3, §9.3.1.2.) 73. aparatero, ra (2, §2.6.2.) 74. apelativo (2, §2.5.7.1.3.) 75. apenas (2, §2.6.2.) 76. apercibirse (2, §2.6.4.1.; 3, §4.3.) 77. apesar (3, §3.2.; §9.2.1.) 78. aprender (2, §2.5.7.4.) 79. araña (2, §2.4.4.) 80. Araya (capitán) (2, §2.4.4.; §2.5.7.4.) 81. arlequinesco (2, §2.6.2.) 82. armar (2, §2.6.2.) 83. árnica (2, §2.5.5.) 84. aro (2, §2.4.4.) 85. arrancar (2, §2.6.2.) 86. arrenquín (3, §2.2.2.5.) 87. arribano (3, §3.13.5.) 88. arveja (3, §2.2.1.3.) 89. aseverativo, va (2, §2.6.2.) 90. así (2, §2.4.4.) 91. aspamiento (3, §5.2.) 92. Astrea (3, §9.3.1.1.3.) 93. atisbar (3, §5.3.) 94. aun (3, §3.5.1.) 95. auto (2, §2.6.2.) 96. azarearse (3, §5.1.) 97. azucarera (3, §2.2.3.3.)

B 1. 2. 3. 4. 5. 6.

B (3, §3.3.1.) baccará o baccarat (3, §4.1.) bacilar (3, §9.3.1.2.) bacilo (2, §2.4.4.) bacteria (2, §2.4.4.) badulaque (2, §2.4.4.)

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7. bagual (2, §2.5.2.5.3.; 3, §2.2.7.) 8. bajo (2, §2.5.6.; §2.6.3.4.; §2.6.3.5.; 3, §3.9.3.) 9. bajujo (por lo) (2, §2.5.7.1.) 10. bala (2, §2.4.4.) 11. bandurria (2, §2.4.4.) 12. barbolla (3, §6.1.1.) 13. barda (3, §9.3.1.2.) 14. barrial (2, §2.5.2.5.3.; 3, §2.2.1.1.) 15. bartola (2, §2.5.7.1.; §2.6.2.) 16. basa o base (3, §2.1.1.1.; §5.2.) 17. bastonera (2, §2.5.1.) 18. batido (3, §9.3.1.2.) 19. baya (2, §2.5.3.) 20. baya (2, §2.5.3.) 21. becerro de oro (2, §2.6.2.) 22. belduque (3, 2.2.6.) 23. bemoles (2, §2.5.7.1.) 24. benevolente (2, §3.3; 3, §7; §9.3.2.) 25. betsamita (3, §3.13.3.; §9.3.1.1.4.) 26. biblia (3, §5.3.; §5.4.; §6.3.2.; §7.) 27. bien (2, §2.4.4.; §2.5.7.1.3.) 28. bilabial (3, §3.12.) 29. bisar (2, §3.3) 30. bisco, ca (2, §2.3) 31. bisobrino, na y bistio, tía (3, §9.2.1.) 32. bisturí (2, §2.6.2.) 33. blandir (2, §2.6.2.) 34. blondo, da (2, §2.5.2.9.) 35. bobo, ba (2, §2.4.5.; §2.5.2.5.3.) 36. boca (2, §2.4.4.) 37. bocacalle (2, §2.5.2.6.6.) 38. bochinche (2, §2.4.5; 2, §2.5.2.5.3.; 3, §2.2.3.5.) 39. bodega (3, §9.3.1.2.) 40. bóer (3, §3.13.5.; §9.1.4.) 41. bofetada (2, §2.5.2.5.3.) 42. boga (2, §2.6.2.) 43. bola (2, §2.5.7.1.) 44. bolívar (3, §9.1.2.) 45. boliviano, na (3, §9.3.1.2.) 46. bolón (2, §2.6.2.) 47. bolsa (2, §2.6.2.) 48. bolsero (2, §2.5.2.5.4.) 49. bonaerense (3, §9.1.2.) 50. bonitura (2, §3.3) 51. bonomía, bonhomía (2, §2.5.2.5.3.; §3.3; 3, §4.3.) 52. boñicho, cha (3, §2.3.3.) 53. bordear (3, §9.3.1.2.) 54. botador, ra (2, §2.5.2.5.3.) 55. bouquet (3, §4.5.) 56. box (3, §9.1.1.) 57. braguetazo (dar un) (2, §2.5.7.1.) 58. bramadero (2, §2.6.2.) 59. brasero para los pies (2, §2.4.4.)

60. brasilero, ra (3, §3.13.4.) 61. brazo (2, §2.5.7.1.5.) 62. breñal o breñar (3, §3.3.2.) 63. brindar (3, §9.3.1.2.) 64. broa (2, §3.1.; 3, §9.1.2.) 65. brocearse (3, §2.2.6.) 66. bruñuelo (2, §3.2.; 3, §2.1.3.1.) 67. bruscamente (2, §2.5.2.9.; §3.3; 3, §4.3.) 68. brutalizar (2, §2.5.2.9.; §3.3; 3, §4.3.) 69. bucolismo (3, §9.3.1.1.1.) 70. budín (3, §9.3.1.1.5.) 71. bueicito (3, §3.4.) 72. bueno, na (2, §2.6.2.; 3, §3.6.; §3.8.2.) 73. buqué (3, §4.5.) 74. burdeos (3, §9.3.1.1.4.) 75. burdigalense (3, §3.13.3.)

C 1. C (3, §2.1.1.1.) 2. caballero (2, §2.6.2.) 3. cabe (3, §3.9.4.) 4. cabeza (2, §2.5.7.1.) 5. cablegrama (2, §2.4.4.) 6. cabrerizo, za (3, §9.2.4.) 7. cachencho (2, §2.5.2.5.3.) 8. cacho (2, §2.4.4.; §2.5.7.1.) 9. café (2, §2.5.2.9.) 10. cajera (3, §9.2.4.) 11. calor (2, §2.6.2.) 12. calzón (2, §2.5.7.1.) 13. callapo (3, §2.3.1.) 14. cámica (3, §6.2.2.) 15. campechanamente (2, §2.4.4.) 16. Canaam (2, §2.4.4.) 17. cancán (3, §9.2.3.) 18. candelejón (2, §2.5.2.5.3.) 19. candidato (3, §9.2.4.) 20. canónica (2, §2.4.4.) 21. canónica (2, §2.5.7.1.) 22. cántaro (2, §2.4.4.) 23. cáñamo (2, §2.5.5.) 24. cañón (2, §2.4.4.) 25. captatorio (2, §2.6.2.) 26. cárculo (3, §2.1.3.1.) 27. cariño (2, §2.5.5.) 28. Carlos (3, §2.1.3.4.; 6.3.1.) 29. caro, ra (2, §2.5.) 30. cartera (2, §2.5.7.1.3.) 31. cartomancía (3, §9.2.4.) 32. casa (2, §2.4.4.) 33. cascar (2, §2.6.2.) 34. cascarria (2, §2.5.2.5.3.) 35. castilla (2, §2.4.4.) 36. cata (2, §2.5.3.)

37. cata (2, §2.4.4.; §2.5.3.) 38. ¡cataplum! (2, §2.6.2.) 39. cauque (3, §2.3.1.) 40. cazar (3, §2.1.1.1.) 41. celebridad (2, §2.5.5.) 42. celeste (2, §2.4.4.; §2.5.7.4.) 43. celestina (2, §2.5.3.) 44. celestina (2, §2.5.3.) 45. cemento (2, §2.4.4.) 46. cerca (2, §2.5.3.; §2.6.2.) 47. cerca (2, §2.5.3.) 48. cerrado, da (2, §2.6.2.) 49. cerrillo (2, §2.5.2.5.3.) 50. cien (2, §2.6.2.) 51. ciento (2, §2.6.2.) 52. cifra (2, §2.6.2.) 53. cigarro (2, §2.5.2.5.4.) 54. cilantro o culantro (2, §2.4.4.; §2.5.7.7.) 55. cementerio (3, §9.3.1.) 56. cingalés, sa (2, §2.4.4.) 57. círculo (2, §2.6.2.) 58. clavar (2, §2.6.2.) 59. clavo (2, §2.5.2.5.3.) 60. Clemente (penas de san) (2, §2.4.4.; §2.5.7.1.1.) 61. club (2, §2.6.2.) 62. co- (2, §2.4.4.) 63. coasignatario, ria (2, §2.6.2.) 64. cocaví o cocavín (3, §2.3.1.) 65. cocina (latín de) (2, §2.4.4.) 66. cocorocó (2, §2.6.1.3.) 67. codeudor (2, §2.6.2.) 68. cofiador, ra (2, §2.6.2.) 69. cola (2, §2.4.4.; §2.5.7.1.) 70. colegialada (2, §2.5.) 71. colocolo (3, §2.3.1.) 72. colorado, da (2, §2.4.4.) 73. collonco, ca (3, §2.3.1.) 74. comensala (2, §2.5.1.) 75. compaginador (3, §9.2.4.) 76. compasión (2, §2.5.5.) 77. competencia (beneficio de) (2, §2.6.2.) 78. complotarse (3, §9.3.1.) 79. comprofesorado (2, §2.6.2.) 80. conducir (2, §2.6.2.) 81. confección (2, §2.6.2.) 82. confidenta (2, §2.5.1.) 83. confusión (2, §2.6.2.) 84. consignar (2, §2.6.2.) 85. constitucionalidad (2, §2.6.2.) 86. consuegrar (2, §2.6.2.) 87. contabilidad (2, §2.6.2.) 88. contino, ina (2, §2.6.1.3.) 89. contonearse (3, §2.1.2.1.) 90. contra (3, §3.9.5.) 91. contracción (2, §2.6.2.)

92. contracritica (3, §3.9.5.) 93. contrariedad (2, §2.6.2.) 94. contrasentido (2, §2.6.2.) 95. coñete (3, §2.3.1.) 96. cormillo (3, §2.1.3.1.) 97. corral (2, §2.5.2.5.4.) 98. cortador, ra (2, §2.6.2.) 99. cosa (2, §2.4.4.; §2.6.2.) 100. coscacho (3, §9.3.2.) 101. cotona (2, §2.6.1.3.) 102. cototo (3, §2.3.1.) 103. crematorio, ria (3, §9.3.1.) 104. crespo (2, §2.5.7.1.) 105. crismera (2, §2.6.2.) 106. croché (2, §2.6.2.) 107. cuadrilla (2, §2.6.2.) 108. cualquiera (2, §2.6.2.; 3, §9.2.4.) 109. cuanto (2, §2.4.4.) 110. cuasi (2, §2.6.2.) 111. cuatrillón (2, §2.5.2.5.4.; 3, §9.3.1.1.4.) 112. cuenta (2, §2.5.7.5.) 113. cuero (2, §2.5.2.5.3.) 114. culón, na (3, §9.2.3.) 115. culpable (2, §2.6.2.) 116. curandero (3, §9.2.4.) 117. cuyo, ya (2, §2.6.4.2.)

CH 1. chalet (1, §3) 2. chalupero (2, §2.3) 3. chamanto (2, §2.6.2.) 4. chambón, na (2, §2.5.2.5.3.; §2.6.2.) 5. chape (2, §2.6.1.3.) 6. charqui (2, §2.4.4.; §2.5.7.6.) 7. chascón, na (2, §2.5.7.1.) 8. chica (2, §2.6.2.) 9. chicha (3, §9.3.1.) 10. chicharriento, ta (2, §2.5.2.5.3.) 11. chilenismo (3, §2.1.5.) 12. chilenizar (3, §9.1.2.) 13. china1 (3, §9.1.1.) 14. china2 (3, §9.1.1.) 15. chinchibí (3, §9.2.4.) 16. chindo (2, §2.6.2.) 17. chino, na (3, §9.1.1.) 18. chiquichicho, cha (3, §2.3.3.) 19. chismear (2, §2.6.2.) 20. chocar (3, §9.3.2.) 21. chueco, ca (2, §2.6.2.; §2.6.2.) 22. chunchules (1, §7.4) 23. chupón (2, §2.5.3.) 24. chupón (2, §2.5.3.) 25. churrasco (2, §2.6.1.3.) 26. choco1 (2, §2.5.3.)

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49. doble (2, §2.5.2.4.) 50. doctora (3, §9.2.4.) 51. dólar (2, §2.6.2.) 52. dominguillo (3, §9.3.2.) 53. dorado, da (2, §2.6.2.) 54. durazno (2, §2.5.7.1.)

27. choco2 (2, §2.5.3.)

D

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1. D (3, §2.1.1.4.; §2.1.3.1.; §2.1.3.2.; §2.1.3.4.; §2.1.3.5.; §2.1.4.; §6.2.1.; §6.2.2.) 2. dado, da (2, §2.1) 3. dandy (2, §2.5.2.5.3.; 3, §4.) 4. dar (2, §2.5.4.2.; §2.6.2.; 3, §2.1.2.2.; §6.2.3.) 5. darwinismo (2, §2.4.4.) 6. dativo, va (2, §2.6.2.) 7. de (3, §3.9.6.) 8. deber (2, §2.6.2.) 9. debido a (2, §2.5.2.5.3.; 3, §9.2.1.) 10. defecto (2, §2.6.2.) 11. deferencia (2, §2.6.2.) 12. deferir (2, §2.6.2.) 13. dejar (2, §2.5.7.1.3.; §2.6.2.) 14. delantar, delantares (3, §6.2.3.) 15. demasiado (3, §9.3.2.) 16. denante o denantes: (1, §7.4; 2, §2.6.2.) 17. desaparecido (2, §2.6.2.) 18. desbrotar (2, §2.5.2.5.3.) 19. descarmenar (3, §2.1.4.) 20. descoger (3, §2.1.4.) 21. desenmalezar (2, §2.5.2.5.3.) 22. desequilibrado (2, §2.5.2.5.3.) 23. desesperada (2, §2.5.7.1.5.; §2.6.2.) 24. desmondongar (2, §2.6.2.) 25. despostar (2, §2.6.2.) 26. despotricar (2, §2.5.2.5.3.) 27. deudo, da (2, §2.5.1.) 28. de visu (2, §2.5.2.5.3.) 29. diario (2, §2.5.7.1.2.) 30. dibilidad, dibilitarse (3, §2.1.3.7.) 31. diente (2, §2.5.7.6.) 32. dieta (2, §2.5.5.) 33. diez (2, §2.6.2.) 34. diferencia (2, §2.6.2.) 35. difícil (2, §2.6.2.) 36. Dios (2, §2.5.7.5.) 37. díploma (2, §2.5.2.9.) 38. diputada (3, §9.2.4.) 39. directorio (2, §2.5.2.1.) 40. discernir (2, §2.6.2.) 41. disparejo (2, §2.6.1.3.) 42. dispensa (2, §2.5.2.9.) 43. distingüendo (2, §2.6.2.) 44. distinguido, da (3, §9.3.2.) 45. distinguirse (3, §9.3.2.) 46. dita (2, §2.6.2.) 47. ditar (3, §2.1.3.2.; §2.1.3.5.; §2.1.4.) 48. doble (2, §2.4.4.)

E 1. E (3, §2.1.1.4.; §2.1.3.2.; §2.1.3.6.; §2.1.3.8.; 3, §3.5.2.; §6.1.2.; §6.1.3.) 2. economía (3, §9.3.2.) 3. echar (2, §2.4.4.; §2.5.7.3.) 4. edificante (3, §9.2.1.) 5. editar (3, §9.2.1.) 6. egipciaco, ca (2, §2.4.4.) 7. embancarse (2, §2.4.4.) 8. emocional (2, §2.5.2.5.3.) 9. empalicador, ra (2, §2.5.2.5.3.) 10. en (2, §2.5.7.1.) 11. encajero (3, §9.2.4.) 12. encinta (3, §9.3.2.) 13. ende (3, §9.3.2.) 14. enemigo malo (el) (2, §2.4.4.) 15. enmostado, da (2, §2.6.2.) 16. ensartar (2, §2.5.2.5.3.) 17. enterrar (2, §2.5.2.5.2.) 18. enterratorio (2, §2.5.2.5.4.; 3, §9.2.1.) 19. entrecanoso, sa (2, §2.6.2.) 20. epigramatizar (2, §2.6.2.) 21. ergo (2, §2.5.2.3.; 3, §9.3.1.) 22. erigirse (3, §9.2.1.) 23. ermitaño, eremita o solitario (2, §2.5.1.) 24. escabeche (2, §2.6.2.) 25. escalera (2, §2.5.2.9.) 26. ese, sa, so (2, §2.5.) 27. espantapájaros (2, §2.6.2.) 28. especie (2, §2.6.2.) 29. especímen (3, §9.3.1.) 30. esperanto (2, §2.4.4.) 31. esperpento (2, §2.5.2.6.3.) 32. espiga (3, §9.3.1.2.) 33. esponsión (2, §2.6.2.) 34. estar (2, §2.6.2.; 3, §2.1.3.2.) 35. estorboso, sa (2, §2.5.2.2.) 36. estruja (2, §2.4.4.) 37. etnología (2, §2.5.6.) 38. éxeat (2, §2.6.2.) 39. extasiarse (2, §2.6.2.) 40. exterritorialidad (2, §2.6.2.) 41. extramuros (2, §2.6.2.) 42. extranja (de) (2, §2.5.7.1.2.)

F 1. F (3, §2.1.2.3.; §2.1.3.1.) 2. Fabio (2, §2.5.2.1.) 3. facción (2, §2.6.2.) 4. faena (3, §2.1.3.6.) 5. falansterio (2, §2.6.2.) 6. falso (2, §2.6.2.) 7. fecha (2, §2.6.2.) 8. feligrés, sa (2, §2.5.1.) 9. feniano, na (2, §2.4.4.) 10. fideo (2, §2.6.2.) 11. fi, fi, fi (2, §2.6.1.3.) 12. fío (3, §9.3.2.) 13. firme (2, §2.6.2.) 14. fletar (2, §2.6.2.) 15. flor (2, §2.6.2.) 16. florido, da (2, §2.5.2.9.) 17. fono (2, §2.4.4.) 18. formar (3, §9.3.2.) 19. fracmasón (3, §9.2.4.) 20. francesa (2, §2.6.2.) 21. frase sacramental (2, §2.6.2.) 22. fresco, ca (2, §2.6.2.) 23. frutillero (2, §2.6.1.3.) 24. fumarse a uno (2, §2.6.2.) 25. futre (2, §2.6.2.)

G 1. g (2, §2.3; 3, §2.1.2.3.; §2.1.3.1.; §2.1.3.2.; §2.1.3.3.; §2.1.3.5.; §2.1.3.9.; §2.1.4.; §6.2.1.) 2. galantía (3, §2.1.3.1.) 3. galpón (2, §2.5.2.5.4.; 3, §9.3.1.) 4. ganapierde (2, §2.5.6.) 5. gangocho (2, §2.6.2.) 6. gavilán (2, §2.5.4.1.) 7. gerundiar (2, §2.6.2.) 8. gerundio (3, §9.3.2.) 9. girador, ra (2, §2.6.2.) 10. giro, ra (2, §2.5.2.4.) 11. golpear (3, §2.1.3.6.) 12. goteras (2, §2.6.2.; 3, §9.3.1.) 13. Goyo, ya; Goyito, yita (2, §2.6.2.) 14. gozar (3, §9.2.3.) 15. gramatiquear (3, §9.3.1.2.) 16. guaca (2, §2.5.2.1.; §2.6.2.) 17. guacarnaco, ca (2, §2.5.2.5.3.) 18. guachacay (2, §2.6.2.) 19. guachalomo (3, §9.3.2.) 20. guacho, cha (3, §9.3.2.) 21. guagua (2, §2.6.2.) 22. ¡guah! (2, §2.6.2.) 23. guaina (2, §2.6.2.)

24. guairabo (3, §9.3.2.) 25. gualato (2, §2.5.2.5.2.) 26. gualcacho (3, §9.3.2.) 27. guámparo (2, §2.6.2.) 28. guanaco (2, §2.6.2.) 29. guanear (2, §2.6.2.) 30. guañaca (3, §9.3.2.) 31. guara (2, §2.5.2.5.2.; §2.6.2.) 32. guarango (2, §2.6.2.) 33. guarapón (2, §2.6.2.) 34. guardaalmacén o guardalmacén (3, §9.2.4.) 35. guarén o guareno, na (3, §9.3.2.) 36. guarisnaqui o guarinaqui (3, §9.3.2.) 37. guaso, sa (3, §9.3.2.) 38. guata (1, §7.4; 2, §2.5.7.1.) 39. guayaliqueño, ña (2, §2.4.4.) 40. guerra (2, §2.5.7.1.2.) 41. guitarreo (2, §2.6.2.) 42. gusano (2, §2.5.7.1.; §2.6.2.) 43. garipota (2, §2.5.4.2.) 44. getta, jettatura (3, §9.1.1.) 45. guaicar (2, §2.6.2.) 46. guatea (2, §2.6.2.)

H 1. h (3, §2.1.1.2.) 2. hablar (2, §2.6.2.) 3. hacer (2, §2.6.2.; 3, §9.3.2.) 4. hacerse a (2, §2.6.2.) 5. hacha (3, §9.3.2.) 6. hamburgués, sa (2, §2.4.4.) 7. hechura (2, §2.6.2.) 8. helado (2, §2.6.2.) 9. hereje (2, §2.6.2.) 10. Heródoto (2, §2.4.4.) 11. hetera (3, §9.2.3.) 12. hierro (2, §2.6.2.) 13. ¡hijuna! (2, §2.4.4.; §2.6.1.3.) 14. hipotecariamente (2, §2.4.4.; §2.6.2.) 15. hombre (2, §2.5.7.4.; 3, §9.2.4.) 16. hombro (2, §2.5.7.1.3.) 17. honra (3, §9.3.2.) 18. hora (2, §2.5.7.1.; §2.6.2.) 19. huecú (3, §9.3.2.) 20. huérfano, na (3, §9.1.3.) 21. hufanda (3, §2.1.3.2.) 22. ¡huiche! (2, §2.6.1.3.) 23. huiro (2, §2.6.2.) 24. hurguenero (2, §2.6.2.)

821 |

I

K 1. ídem (2, §2.4.4.) 2. Ifigenia (2, §2.6.2.) 3. igualatario o igualitario (3, §9.1.1.) 4. I H S (2, §2.4.4.; §2.5.6.) 5. iltmo., ma (2, §2.4.4.) 6. ilustración (3, §4.) 7. implicancia (2, §2.6.2.) 8. impronunciable (3, §9.3.2.) 9. improtestable (3, §9.3.1.) 10. in- (2, §2.4.4.) 11. inacentuado, da (2, §2.6.2.) 12. inameno, na (2, §2.5.2.6.4.) 13. inartístico, ca (2, §2.5.2.6.5.) 14. inconstitucionalidad (2, §2.4.4.) 15. incuestionablemente (3, §9.3.1.) 16. indelegable (2, §2.6.2.) 17. independizar (3, §9.1.2.; §9.3.1.; §9.3.2.) 18. indigestarse (3, §9.1.1.) 19. indivisión (2, §2.6.2.) 20. indulgenciar (3, §9.3.1.) 21. industrialismo (3, §9.1.1.) 22. inejecución (2, §2.6.2.) 23. influenciar (2, §2.6.2.) 24. ingüento (2, §2.6.2.) 25. inoneco, ca (2, §2.6.2.) 26. insincero, ra (2, §2.5.2.6.4.) 27. insoluto, ta (2, §2.6.2.) 28. intelectual (3, §9.1.1.) 29. intención (2, §2.6.2.) 30. intercambio (2, §2.5.2.9.) 31. interoceánico, ca (2, §2.6.2.) 32. inyectar (2, §2.5.2.9.) 33. ir (2, §2.5.2.9.) 34. irradiar (2, §2.5.2.9.) 35. irreductible (2, §2.5.6.) 36. irrigación (2, §2.5.6.; 3, §4.) 37. izar (verbos en) (2, §2.3; §2.5.6.; §2.6.2.)

Índice de voces

822 |

J 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.

J (3, §2.1.2.3.; §2.1.3.1.) jahuel (2, §2.6.2.) jansenismo (3, §9.3.1.2.) jerez (3, §9.3.1.1.4.) joder (3, §9.2.3.) José (2, §2.6.1.3.; 3, §9.3.1.) Judas (2, §2.5.7.1.3.) jugueteo (2, §2.6.2.) juicio (2, §2.5.7.2.)

1. kermesse (2, §2.6.2.) 2. krupp (2, §2.4.4.)

L 1. L (3, §2.1.3.1.; §2.1.3.4.; §2.1.3.5; §2.1.3.10.; §2.1.4.; §6.2.2.) 2. la (2, §2.6.2.) 3. lacho, lacha (3, §9.3.2.) 4. lama (2, §2.5.5.; 3, §9.3.2.) 5. lampear (2, §2.5.3.) 6. lape (3, §9.3.2.) 7. lapo (2, §2.6.2.) 8. lata (2, §2.6.2.) 9. laucha (2, §2.5.4.1.; 3, §9.3.2.) 10. lazo (2, §2.5.2.9.) 11. Lazo (3, §2.1.1.1.) 12. le (3, §9.3.2.) 13. leader (3, §4.) 14. lecho de Procrustes (2, §2.6.2.) 15. legumbrera (2, §2.5.2.6.) 16. lejos (2, §2.5.; §2.5.6.; 3, §9.3.2.) 17. lengua (2, §2.5.2.6.6.) 18. lengüista (2, §2.4.4.) 19. leona (3, §2.1.5.; §5.2.) 20. lesionar (2, §2.6.2.) 21. libertario, ria (3, §9.1.1.) 22. librar (3, §9.3.1.) 23. librepensador, ra (2, §2.5.2.1.; 3, §9.1.1.) 24. licenciada (3, §9.2.4.) 25. licituar (2, §2.5.6.) 26. Licurgo, ga (2, §2.4.4.; §2.6.2.) 27. lieo (2, §2.6.2.) 28. liona (3, §2.1.5.; §5.2.) 29. lionero, ra (3, §2.1.5.; §5.2.) 30. literalmente (2, §2.5.5.; 3, §9.3.2.) 31. litigiosamente (2, §2.4.4.) 32. liuto (3, §9.3.2.) 33. lo (2, §2.5.7.1.; §2.6.2.; 3, §9.3.2.) 34. loa (3, §2.1.4.) 35. loga (3, §2.1.4.) 36. logia (2, §2.6.2.) 37. logomaquia (2, §2.6.2.) 38. loguero, ra (2, §2.5.6.) 39. loica (2, §2.5.6.) 40. Lolo (2, §2.6.2.) 41. lona (2, §2.5.5.) 42. loro (3, §9.2.3.) 43. los (3, §2.1.3.1.) 44. luan (3, §9.3.2.) 45. lucidez (2, §2.5.6.) 46. Lúculo (2, §2.6.2.) 47. luchicán (3, §9.3.2.)

48. lugar (2, §2.6.2.) 49. Luis (2, §2.5.6.) 50. luna (3, §9.3.1.) 51. lunch (2, §2.5.2.5.4.) 52. luz (3, §9.3.2.) 53. liguano, na (2, §2.6.2.) 54. livianura (2, §2.5.6.) 55. luminosamente (3, §9.3.1.)

LL 1. Ll (2, §2.5.6.; 3, §2.1.1.3.; §2.1.3.4.; §2.1.3.5. 2. llamar (2, §2.6.2.) 3. llame (2, §2.5.) 4. llanca (2, §2.5.) 5. llanto (2, §2.6.2.) 6. llapa (3, §9.3.1.) 7. llaullau (3, §9.3.2.) 8. lleivún (3, §9.3.2.) 9. llevar (2, §2.5.7.1.1.) 10. llucllucha (2, §2.6.2.)

M 1. M (3, §2.1.3.1.; §2.1.3.5.; §2.1.4.; §7) 2. macadamizar (2, §2.6.2.) 3. macanudo, da (2, §2.6.2.) 4. maceta (2, §2.6.2.) 5. macuco, ca (2, §2.5.2.5.3.; §2.6.2.) 6. maestro (3, §2.1.3.8.; §2.1.3.11.) 7. Magdalena (2, §2.5.7.1.4.; §2.6.2.) 8. magníficat (3, §9.2.4.) 9. maico (3, §9.2.3.) 10. maitén (2, §2.4.4.) 11. maíz (3, §2.1.3.6.; §2.1.3.11.) 12. majado (2, §2.6.2.) 13. majamama (2, §2.5.2.5.3.) 14. malagradecido (2, §2.5.2.7.) 15. maldito, ta (2, §2.5.7.1.4.) 16. malhaya (2, §2.6.2.) 17. maltón, na (2, §2.6.2.) 18. mancarrón (2, §2.4.5.; 2, §2.5.2.5.4.; 3, §9.3.1.) 19. mancarronada (2, §2.4.5.) 20. mandar (2, §2.6.2.) 21. mandolino (2, §2.6.2.) 22. manejar (3, §2.1.3.12.) 23. manijar (3, §2.1.3.12.) 24. manoseador, ra (2, §2.5.6.) 25. mantada (2, §2.6.2.) 26. maña (2, §2.6.2.) 27. mañío (3, §9.3.1.)

28. mapuche (1, §3; 3, §9.3.2.) 29. maqui (3, §9.3.1.2.) 30. maraca (2, §2.6.2.) 31. maravillosidad (2, §2.5.2.2.) 32. marlo (2, §2.6.2.) 33. más (2, §2.6.2.; 3, §2.1.1.2.) 34. más allá (2, §2.6.2.) 35. masona (3, §9.2.4.) 36. masturbador, ra (3, §9.2.3.) 37. matambre (2, §2.6.2.) 38. matar (2, §2.6.2.; §2.6.2.; §2.6.2.) 39. matasapo (2, §2.5.; §2.6.2.) 40. matico (2, §2.3) 41. matucho (2, §2.6.2.) 42. mavorte (2, §2.6.2.) 43. mayestático, ca (2, §2.5.2.2.) 44. mayúsculo, la (2, §2.6.2.) 45. meadero (3, §9.2.3.) 46. mecer (2, §2.3) 47. mechonear (2, §2.6.2.) 48. mechudo, da (2, §2.5.2.7.) 49. médica (3, §9.2.4.) 50. mejor (2, §2.6.2.) 51. melificador (2, §2.5.6.) 52. melliguaco, ca (2, §2.6.2.) 53. mente (2, §2.6.2.) 54. merquén (2, §2.5.2.6.1.) 55. mesa (2, §2.5.7.2.) 56. Mesalina (2, §2.6.2.; 3, §9.3.1.) 57. mesocracia (2, §2.4.5.) 58. mesócrata(2, §2.4.5.) 59. mesocráticamente (2, §2.4.5.) 60. metalurgista (2, §2.6.2.) 61. metonimia (2, §2.5.5.) 62. meucada (2, §2.4.5.) 63. meucar (2, §2.4.5.) 64. meucon (2, §2.4.5.) 65. meuqueo (2, §2.4.5.) 66. Meza (2, §2.5.6.) 67. mezquinar (2, §2.6.2.) 68. mi (2, §2.5.6.) 69. Micifuz (2, §2.6.2.) 70. michicumán (2, §2.6.2.) 71. mientras (3, §9.3.2.) 72. milico (2, §2.6.2.) 73. militarizar (3, §9.3.1.) 74. milite (3, §7) 75. millonaria (3, §9.3.1.) 76. minarete (2, §2.6.2.) 77. mingaco (2, §2.6.2.) 78. ministro (2, §2.4.4.; §2.6.2.) 79. minuta (a la) (2, §2.6.2.) 80. miñatura (2, §2.5.5.) 81. mirar (2, §2.5.2.3.) 82. misa (3, §8) 83. misión (2, §2.5.5.)

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84. mistificación (2, §2.4.5.; §2.5.2.5.3.; 3, §9.3.2.) 85. mistificador, ra (2, §2.4.5.) 86. mistificar (2, §2.4.5.; §2.5.2.5.3.) 87. mitimiti (2, §2.4.4.) 88. modal (2, §2.6.2.) 89. modernizar (2, §2.4.5.) 90. modesto (2, §2.6.2.) 91. modo (2, §2.6.2.) 92. molde (2, §2.4.4.; §2.5.2.4.; §2.5.2.5.4.; §2.5.2.8.; §2.6.1.3.) 93. moluche (3, §9.3.1.) 94. mono (2, §2.6.2.) 95. monorrimo (2, §2.6.2.) 96. monstruo (3, §2.1.3.5.) 97. montaña (2, §2.6.2.) 98. Montevideo (ir uno a) (2, §2.4.4.; §2.5.5.) 99. moña (2, §2.4.5.) 100. moñada (2, §2.4.5.) 101. moño (2, §2.4.5.) 102. morciégalo y morciélago (3, §2.1.3.13.) 103. mordiscón (3, §9.3.1.) 104. Morfeo (2, §2.5.6.; §2.6.2.) 105. morocho (2, §2.6.2.) 106. mote (2, §2.5.2.1.; §2.6.1.3.; §2.6.2.) 107. motor (2, §2.5.2.9.) 108. Moya (2, §2.5.6.) 109. mucho, cha (2, §2.5.2.3.; §2.6.2.) 110. mujar (3, §2.1.2.3.) 111. mujer (3, §2.1.1.5.) 112. mujo, ja (3, §2.1.2.3.) 113. mulato, ta (3, §9.1.1.) 114. multiplico (2, §2.6.2.) 115. mundo (2, §2.4.4.; §2.6.2.) 116. munificente (3, §7) 117. muriento, ta (3, §2.1.3.5.) 118. murmurar (3, §9.3.1.) 119. musculación (2, §2.5.2.9.) 120. musicante (3, §9.3.1.) 121. mutilla (3, §2.1.3.5.) 122. mutuario (2, §2.6.2.; 3, §9.3.1.)

Índice de voces

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1. N (3, §2.1.2.3.; §2.1.3.1.; §6.2.2.) 2. nabab (3, §9.3.1.) 3. nacionalización (3, §9.3.1.) 4. nadie (2, §2.6.2.) 5. naitita (3, §2.3.3.) 6. naranja (2, §2.6.2.) 7. narguilé (2, §2.6.2.) 8. nave (2, §2.5.2.1.) 9. negro, gra (3, §9.1.1.) 10. nepote (2, §2.6.2.) 11. neurisma o aneurisma (3, §2.1.3.2.)

12. nial (3, §2.1.1.4.) 13. nimiedad (3, §9.2.2.; §9.3.1.) 14. ninguno, na (2, §2.6.2.) 15. no (2, §2.5.2.3.; §2.5.6.; §2.6.2.) 16. normalista (3, §9.3.1.) 17. nos (2, §2.6.2.; 3, §2.1.3.1.) 18. no-ser (3, §8) 19. nostalgia (3, §9.3.1.) 20. notabilidad (3, §9.3.1.) 21. notomía (2, §2.6.2.) 22. nudo (2, §2.5.4.2.) 23. nulidad (3, §9.3.1.2.) 24. número (3, §9.3.1.) 25. numismatizar (3, §9.3.1.) 26. nunanco, ca (3, §2.1.3.1.) 27. nunar (3, §2.1.3.1.)

Ñ 1. 2. 3. 4. 5.

ñaña (2, §2.6.2.) ñisñil (2, §2.5.2.6.6.) ño (3, §2.1.3.2.) ñoqui (1, §3.) ñurga (3, §9.2.3.)

O 1. O (3, §2.1.3.12.; §2.1.3.13.) 2. o (fiesta de la O) (2, §2.4.4.) 3. objetable (2, §2.5.2.7.) 4. objetivar (3, §9.3.1.) 5. objetivo (3, §7) 6. obligar (2, §2.6.2.) 7. obrepticiamente (2, §2.4.4.) 8. obsesión (2, §2.3) 9. obstaculizar (2, §2.5.2.9.) 10. ocultismo (2, §2.5.2.2.; 3, §9.1.1.) 11. odiar (3, §2.1.4.) 12. odioso, sa (2, §2.6.2.) 13. odre (3, §2.1.3.5.) 14. ofertar (2, §2.6.2.) 15. oficio (3, §8) 16. oído (2, §2.5.7.1.2.) 17. ojeada (2, §2.5.2.6.1.) 18. ojiblanco, ca (3, §9.3.1.) 19. olear (2, §2.6.2.) 20. olvidar (3, §9.3.2.) 21. onanista (3, §9.2.3.) 22. oreja (2, §2.6.2.) 23. orgia (3, §9.2.3.) 24. oriente (gran) (3, §9.1.1.) 25. ¡o tempora, o mores! (2, §2.6.2.) 26. oveja (2, §2.5.7.1.1.; 3, §9.3.1.2.)

P 1. P (3, §2.1.4.; §6.2.2.) 2. paco (1, §7.4) 3. países–bajos (3, §9.2.3.) 4. paletó (2, §2.5.2.5.3.) 5. pallador (2, §2.6.2.) 6. pallalla (2, §2.6.2.) 7. pan (2, §2.5.3.) 8. pan (2, §2.5.3.) 9. pana (1, §3) 10. pananas (2, §2.6.2.) 11. Pancho, cha (2, §2.6.2.) 12. pandillaje (2, §2.6.2.) 13. pantalón (3, §9.2.4.) 14. pariente, ta (2, §2.5.1.) 15. parisién (2, §2.3) 16. participio (2, §2.6.2.) 17. partir (2, §2.6.2.) 18. parturienta (2, §2.6.2.) 19. pastillera (2, §2.5.2.6.3.) 20. patilla (2, §2.5.2.5.4.) 21. patria (3, §9.1.1.) 22. patronizar (2, §2.6.2.) 23. patuleco, ca (2, §2.5.2.5.4.) 24. pavo (2, §2.6.2.) 25. pedazo (2, §2.5.2.5.4.) 26. pehuenche (3, §9.1.1.) 27. peladero (2, §2.5.2.5.4.) 28. pelerina (2, §2.5.2.6.6.) 29. pelícano o pelicano (2, §2.5.1.) 30. pellín (2, §2.6.2.) 31. pencazo (2, §2.5.3.) 32. Penco (2, §2.5.3.) 33. peón (3, §2.1.3.6.; §9.1.1.) 34. peor (3, §2.1.3.6.) 35. pepa (2, §2.5.7.1.6.) 36. pepino (2, §2.6.2.) 37. perennal, perennalmente, perenne, perennemente y perennidad (2, §2.5.1.) 38. perfectamente (2, §2.5.2.9.) 39. permitirse (2, §2.6.2.) 40. pero (2, §2.5.2.3.) 41. perro, rra (2, §2.5.7.1.3.; §2.6.2.) 42. perse (3, §9.2.3.) 43. peruanada (2, §2.4.5.) 44. peruanismo (2, §2.4.5.) 45. peruanizar (2, §2.4.5.) 46. pestañeada (2, §2.6.2.) 47. petaca (2, §2.4.4.) 48. picado (2, §2.5.2.4.) 49. picana (2, §2.6.2.) 50. picar (2, §2.6.2.) 51. picardía (2, §2.5.2.1.)

52. picarón (2, §2.4.4.) 53. pichanga (2, §2.6.2.) 54. pichí (hacer) (2, §2.6.2.) 55. picholear (3, §9.2.3.) 56. pichurreteado, da (3, §9.2.3.) 57. piduchén (3, §2.1.3.9.) 58. piedra (2, §2.6.1.3.; 3, §2.1.3.5.) 59. pigricia (3, §2.1.3.1.) 60. piguchén (3, §9.2.3.) 61. pigüeño, ña (3, §2.1.3.9.) 62. pilcha (2, §2.6.2.) 63. pilgua (2, §2.5.2.6.6.) 64. pilhue (2, §2.4.4.) 65. pillastrón (2, §2.6.2.) 66. pilloica (3, §9.3.2.) 67. pillulo (2, §2.5.) 68. pillullo (2, §2.6.2.) 69. pimío, ía (2, §2.4.4.) 70. píndora (3, §2.1.3.1.) 71. pinganilla (2, §2.6.1.3.) 72. pingo (2, §2.6.2.) 73. pinino (2, §2.6.2.) 74. pipiolo (2, §2.6.2.) 75. piscoiro, ra (2, §2.6.2.) 76. pisiútico, ca (2, §2.6.2.) 77. pitajaña (2, §2.6.2.) 78. pitar (2, §2.6.2.; 3, §9.3.2.) 79. placer (2, §2.5.7.1.3.) 80. plaza (2, §2.5.7.2.) 81. plesiosauro (2, §2.4.3.) 82. pleyada o pléyade (3, §9.3.2.) 83. plumilla (3, §2.1.5.) 84. plumón (3, §2.1.5.) 85. pluscafé (2, §2.6.2.) 86. pluvial (3, §2.1.5.) 87. poblada (3, §2.1.5.) 88. poder (3, §2.1.3.5.) 89. poeta (3, §2.1.3.6.) 90. polcura (3, §2.1.5.) 91. polinesiano, na (2, §2.4.4.) 92. politiquear (3, §2.1.5.) 93. polizón (2, §2.6.2.; 3, §2.1.5.) 94. pololo, la (2, §2.6.2.) 95. polla (2, §2.6.2.) 96. ponchada (2, §2.3; §2.6.2.) 97. pontezuela o puentezuela (2, §2.6.2.) 98. popó (3, §9.2.3.) 99. poquichicho, cha (3, §2.3.3.) 100. porca (2, §2.5.7.1.1.) 101. pormenorizadamente (3, §9.2.1.) 102. porongo (2, §2.6.2.) 103. porotero, ra (3, §2.1.5.) 104. poroto (2, §2.4.3.) 105. portador, ra (2, §2.5.1.) 106. portafolio (2, §2.6.2.) 107. portal (2, §2.5.2.6.6.)

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108. portamoneda (3, §2.1.1.2.) 109. porteño, ña (2, §2.6.2.; 3, §9.1.2.) 110. Portugal (2, §2.5.7.) 111. poruña (2, §2.5.7.1.1.) 112. porvenir (2, §2.6.2.) 113. pos (3, §9.2.3.) 114. posesión (2, §2.5.7.1.1.; §2.6.2.) 115. pospretérito (2, §2.6.2.) 116. postulanta (2, §2.5.1.) 117. potable (3, §9.2.3.) 118. potencia (2, §2.5.7.) 119. potito (3, §9.2.3.) 120. poto (3, §9.2.3.) 121. potoco, ca (2, §2.6.2.) 122. potolina (3, §9.2.3.) 123. potón, na (3, §9.2.3.) 124. practicanta (2, §2.5.1.) 125. preceptora (2, §2.5.1.) 126. preducir (3, §2.1.3.7.) 127. preención (2, §2.6.2.; 3, §9.2.1.) 128. prenda (2, §2.5.7.) 129. prender (2, §2.6.2.) 130. presbítero (3, §2.1.3.5.) 131. presidir (2, §2.6.2.) 132. prestado, da (3, §2.1.3.3.) 133. prestar (3, §2.1.3.3.) 134. pretendido, da (2, §2.6.2.) 135. pretérito, ta (2, §2.6.2.; 3, §2.1.4.) 136. prevalecerse (2, §2.5.1.) 137. preveer (2, §2.5.1.) 138. primero, ra (2, §2.6.2.) 139. príncipe (2, §2.5.7.1.1.) 140. prisco (3, §9.2.3.) 141. pro (2, §2.6.2.) 142. probanista (3, §4.3.) 143. proco (2, §2.6.2.) 144. pródigo (2, §2.6.2.) 145. progresista (3, §9.1.2.) 146. proletariado (3, §9.3.1.) 147. prologar (2, §2.5.) 148. prologuista (2, §2.5.1.) 149. promesa (3, §9.2.4.) 150. prometer (2, §2.6.2.; 3, §2.1.3.3. 151. proporción (2, §2.6.2.) 152. proporcionabilidad (3, §9.2.1.) 153. propósito (2, §2.6.2.) 154. Proserpina (2, §2.4.4.) 155. prostíbulo (3, §9.2.3.) 156. proteico, ca (2, §2.6.2.) 157. Proteo (2, §2.6.2.) 158. protocanónico, ca (2, §2.5.2.4.) 159. protomártir (2, §2.5.1.) 160. protozoario, ria (3, §9.1.4.) 161. proveer (2, §2.6.2.) 162. provisorio, ria (2, §2.6.2.) 163. psiqué, psiché, psyché (3, §9.1.3.)

164. ¡pucha! (3, §9.2.3.) 165. puchusco, ca (3, §2.1.1.2.) 166. pudding (2, §2.6.2.) 167. puente (2, §2.6.2.) 168. puerta (2, §2.6.2.) 169. puerto (3, §9.2.3.) 170. pulso (3, §9.2.3.) 171. pullay (3, §9.3.2.) 172. pullman (2, §2.4.4.) 173. pupilo (2, §2.5.1.) 174. puta (3, §9.2.3.) 175. puteada (3, §9.2.3.) 176. putear (3, §9.2.3.) 177. puyar (2, §2.6.2.)

Q 1. que (2, §2.5.3.; §2.6.2.) 2. quelgo (2, §2.5.7.1.5.) 3. ¿quoúsque tandem? (2, §2.4.4.; §2.5.7.6.)

R 1. rabiol (3, §9.1.4.) 2. rabioso, sa (2, §2.5.2.3.) 3. rabón, na (2, §2.4.4.) 4. racionador, ra (2, §2.5.2.7.) 5. raco (2, §2.5.2.4.) 6. raid (2, §2.4.4.) 7. rajar (2, §2.5.1.) 8. rajazón (2, §2.4.4.) 9. ramaleado, da (2, §2.5.2.3.) 10. rascar (2, §2.4.3.) 11. rasimir (2, §2.4.4.) 12. rayo (2, §2.4.4.) 13. re- (2, §2.4.4.) 14. reemprender (2, §2.4.4.) 15. reetir o reitir (2, §2.4.4.) 16. referencia a (hacer) (2, §2.5.7.2.) 17. rehúse (2, §2.4.4.) 18. rei, reices (2, §2.5.1.) 19. relampijo (2, §2.5.2.6.7.) 20. reloj (2, §2.4.4.) 21. remilgue (2, §2.5.2.4.; 2, §2.5.2.8.) 22. rémington (2, §2.4.4.) 23. repo (2, §2.5.2.1.) 24. repollonco, ca (2, §2.5.2.4.) 25. retobar (2, §2.5.2.8.) 26. ribado, da (2, §2.5.2.3.) 27. rojo, ja (3, §9.1.4.) 28. rosa (monja) (2, §2.4.4.) 29. rosado, da (2, §2.5.2.4.)

21. tio (2, §2.4.4.) 22. tique (2, §2.5.2.1.) 23. tira (2, §2.5.7.1.4.) 24. tirar (2, §2.5.7.1.1.) 25. tironear (2, §2.5.2.2.) 26. todo (3, §2.3.3.) 27. tollo (2, §2.5.7.1.1.) 28. tomar (2, §2.5.7.2.) 29. Tomás (2, §2.4.4.) 30. topear (2, §2.5.2.8.) 31. torcerse (2, §2.5.2.6.7.) 32. totó (3, §9.2.3.) 33. totoya (3, §9.2.3.) 34. trámil (2, §2.5.2.3.) 35. trapo (2, §2.5.7.1.5.) 36. traste (3, §9.2.3.) 37. tres marías (las) (2, §2.6.1.3.) 38. trinche (2, §2.5.7.2.) 39. ¿tu quoque, Brute? (2, §2.4.4.)

S 1. S (3, §2.1.1.1.; §2.1.1.2.; §2.1.3.1.; 3, §2.3.3.) 2. sabanilla (2, §2.4.4.; §2.5.2.6.) 3. sacaclavos (2, §2.4.4.) 4. sacar (2, §2.5.7.1.1.) 5. sacho (2, §2.5.2.2.) 6. salado, da (2, §2.5.2.2.) 7. salitrón (2, §2.4.4.) 8. Sam (tío) (2, §2.4.4.; §2.5.7.1.1.) 9. sandilla (2, §2.5.7.3.) 10. sandwich (2, §2.5.) 11. San Lázaro (2, §2.6.2.) 12. sánscrito, ta (2, §2.4.4.) 13. santo, ta (2, §2.4.4.) 14. sapear (2, §2.5.2.8.) 15. sapería (2, §2.5.3.) 16. sapo (2, §2.5.3.) 17. sapo, pa (2, §2.5.3.) 18. seco (2, §2.5.3.) 19. seco, ca (2, §2.5.3.) 20. sedentarismo (2, §2.5.2.6.7.) 21. ser (2, §2.5.3.) 22. ser (2, §2.5.3.; 3, §3.5.2.) 23. sietecolores (2, §2.5.2.1.) 24. sietevenas (2, §2.5.2.4.) 25. sin hueso (la) (2, §2.6.2.) 26. sinvao (a la) (2, §2.5.7.3.) 27. sobreesdrújulo o sobresdrújulo (2, §2.5.1.)

U 1. ulerear (2, §2.4.4.) 2. uña (2, §2.5.2.4.; §2.5.2.8.) 3. uvé (2, §2.4.4.; 3, §3.2.)

V 1. V (3, §3.3.1.) 2. ¡vae victis! (3, §3.11) 3. vagabundaje (2, §2.6.2.) 4. ¡vah! (3, §3.11) 5. valencianismo (3, §3) 6. valle (2, §2.4.4.) 7. vapular o vapulear (3, §3) 8. velay (2, §2.6.2.; 3, §3.11.) 9. venado (papel) (2, §2.4.4.) 10. veni, vidi, vici (2, §2.4.4.; §2.5.7.6.) 11. ver (2, §2.5.7.5.) 12. Vicente (2, §2.5.7.4.) 13. vidoquín (papa) (2, §2.4.4.; §2.5.7.2.) 14. villantez (3, §3.14.) 15. virazón (3, §9.3.1.2.) 16. virginio (tabaco) (2, §2.4.4.) 17. vocalismo (3, §3) 18. vosear (3, §3.5.2.; §9.3.2.) 19. votivar (3, §8)

T 1. tabacazo (2, §2.4.4.) 2. tachuela (2, §2.5.7.1.3.) 3. taimarse (1, §7.4) 4. tajeado, da (2, §2.4.5.) 5. tajeadura (2, §2.4.5.) 6. tajear (2, §2.4.5.) 7. talaje (2, §2.5.) 8. talmente (2, §2.4.4.) 9. tallerín (2, §2.4.4.) 10. tambembe (3, §9.2.3.) 11. taravilla (2, §2.5.2.9.) 12. tarraja o terraja (2, §2.5.1.) 13. té (2, §2.5.7.1.1.) 14. tela (2, §2.6.2.) 15. telenque (2, §2.4.4.) 16. tener (2, §2.5.7.2.) 17. Teo (2, §2.4.4.) 18. ternó (2, §2.4.4.) 19. tiempo (2, §2.4.3.) 20. timeo dánaos et dona ferentes (2, §2.4.4.)

W

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1. wáter-closet (3, §4.) 2. waterlú (3, §3.1.) 3. wiskey o wiky (3, §4.6.)

X 1. X (3, §2.1.3.5.; §2.1.4.; §9.2.1.) 2. Xbre (2, §2.4.4.) 3. Xpo (2, §2.4.4.)

Y 1. 2. 3. 4. 5.

Y (3, §3.2.; §9.2.2.) ¡ya! (3, §3.8.1.) yanca (3, §9.3.2.) yapa (2, §2.5.2.5.3.) yungas (cafe de) (2, §2.4.4.)

Z 1. z (3, §2.1.1.1.; §2.1.2.3.) 2. zafacoca (2, §2.5.2.5.3.) 3. zafadura (2, §2.6.2.) 4. záfiro (2, §2.6.2.) 5. zamba canuta (2, §2.5.7.3.) 6. zambito (baile o mal) (2, §2.4.4.) 7. zancudo (2, §2.6.2.) 8. zarpe (2, §2.5.2.9.) 9. zigzag (2, §2.6.2.) 10. zigzaguear (2, §3.3.) 11. Zola (3, §9.1.4.) 12. zorra (2, §2.5.7.1.1.; 3, §5.6.) 13. zumba (2, §2.5.2.5.3.; 3, §2.2.4.; 3, §5.6.)

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Agradecimientos

Más que agradecimientos: una ruta de escritura de tesis doctoral

Прежде всего, благодарю святую мученицу Татиану, чей образ был со мной все это время в процессе написания работы1

Es complicado agradecer casi diez años de la vida de uno, pero son rituales necesarios, son esos actos de habla obligados en una tesis y de los que debes dar cuenta porque, además, son una suerte de fundamento, de cocina de lo que se acaba de leer (si es que se leyó la tesis). Hay en estas páginas agradecimientos institucionales, agradecimientos académicos, agradecimientos escriturales, agradecimientos ideológicos y políticos y agradecimientos personales, porque así se fue entretejiendo la tesis. De los agradecimientos institucionales Agradezco, en primer lugar, a mi Universidad, la Universidad de Chile, por haberme alentado a irme y estar bastante tiempo fuera. En ello mi Facultad, la Facultad de Filosofía y Humanidades, ha sido fundamental. En una primera fase de la tesis, el impulso de Abelardo San Martín (director de mi Departamento illo tempore), de María Eugenia Góngora (decana illo tempore), los parabienes de María Eugenia Horvitz (que ya no está con nosotros, vicedecana en esos tiempos) y el apoyo, confianza y sensatas palabras de María Isabel Flisfish, agradezco enormemente. En la segunda fase, ya de regreso a Chile (sin ser doctora y de cabeza a trabajar como profesora y coordinadora), el apoyo constante, la amistad y el cuidado de Luz Ángela Martínez, actual vicedecana; Ximena Tabilo, directora de mi Departamento y de Bernarda Urrejola, Directora de Escuela ha sido la ayuda necesaria que se requiere para esta etapa de cierre tan accidentada y dilatada. En tiempos en donde la tecnocracia requiere de doctores veinteañeros y con decenas de publicaciones en revistas altamente indexadas, que las autoridades entiendan y empaticen con una cuarentona lenta y de escritura reposada es una verdadera bendición.

Gracias primeras a Santa Tatiana de Roma, cuya imagen [que la compré en la catedral ortodoxa de Tallin, al saber que era patrona de los estudiantes] me ha acompañado todo este tiempo, en mi proceso escritural [no, no hay iconoclastia ni la habrá nunca]. 1

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Agradecimientos

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A su vez, agradezco enormemente a la Vicerrectoría de Investigación y Desarrollo (VID) de mi universidad, porque gocé dos veces de las becas para estancias de investigación (ayudas VID); ambas para poder terminar la tesis en las mejores condiciones, algo que necesité mucho, sobre todo después de terminada mi beca doctoral. A su vez, tuve dos ayudas financieras para la redacción de dos ensayos (PROA), ensayos que también formaron parte de mi tesis. También agradezco a la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo, ANID (CONICYT en mis tiempos), por la estupenda beca que me dieron los primeros 4 años y por la paciencia santa en esperarme y comprender las temporalidades de mi director y mías. Sin este motor primero, la tesis no se hubiera iniciado. Otra entidad fundamental para la historia de la redacción de esta tesis es el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, en especial, el Fondo del Libro y la lectura. Con ellos gané cinco ayudas (¡Cinco!) para desplazarme por Estados Unidos, Holanda, Italia y España, sea para estudiar, sea para investigar, sea para escribir. Sin esta constante ayuda gran parte del desarrollo de la tesis habría sido imposible. Otras instituciones han sido fundamentales para el buen desarrollo de mi tesis, como la Universidad Autónoma de Madrid, en donde he pasado por 3 o 4 planes de doctorados consecutivos (porque redactar una tesis que tarda casi diez años tiene eso, que pases, en tiempos de doctorados cortos, por varios planes de doctorado). La UAM ha tenido la fineza y decencia de dejarme en paz, sin más molestia que pedirme un informe anual, para saber cómo va mi tesis y alguna que otra cosa. Un agradecimiento especial, en los primeros años, a Elena Puente, de la Oficina de Acogida y Atención para Investigadores y Estudiantes Extranjeros de la UAM, mi cable a tierra en lo que a burocracia requería una latina en Europa y a José María Real, por la ayuda constante y efectiva desde la Escuela de Doctorado de la UAM. Otros espacios públicos e institucionales que fueron fundamentales: la Library of Congress en Washington DC, la Biblioteca Nacional de España, la Biblioteca de Filología de la Universidad de Barcelona, la Biblioteca de CUNY University, la Biblioteca de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile (presta para ayudarme siempre ¡Gracias a su directora, Jeannette García Villavicencio!), la Biblioteca del Reina Sofía y, sobre todo, la Biblioteca de la Casa Encendida, espacio salvador y fundamental los fines de semana y cercana de mi casa. Punto especial lo lleva la biblioteca de la dedicatoria de mi tesis: la Tomás Navarro Tomás, espacio que se transformó en mi hogar, en mi refugio, en mi cueva, en mi santuario. Gracias, gracias enormes por todos los cuidados, la ayuda, el apoyo y la amistad de Ángeles, Fernando y Pablo. Insisto: sin bibliotecas es difícil investigar. De

más agradecimientos institucionales: esos que vienen con nombres de

persona

Otras becas o invitaciones que he conseguido durante estos años y que ayudaron en la redacción de mi tesis deben ser mencionadas, porque con ellas se fue

concretando el tejido de investigación, de proceso escritural. En muchas de estas instancias la invitación de las entidades está bajo la cara visible de un maestro solidario, que se ha preocupado por mi proceso tesístico. La invitación para hablar acerca del concepto de americanismo léxico de parte de la Universitat de Barcelona (gracias a José Enrique Gargallo) en mayo de 2012, fue el punto de partida y la señal mágica de que todo estaría bien. En la maravillosa biblioteca de Filología redacté dos ensayos que fueron acápites de la tesis, ni más ni menos. La beca de la Société de Linguistique Romane en conjunto con la Università di Napoli Federico II para asistir a la última École d’été à Procida, en junio del año 2012, me tuvo ensimismada con la romanística en uno de los mejores espacios para vivirla. Esto gracias a la ayuda de José Antonio Pascual (maestro eterno) y José Enrique Gargallo (mi referente en romanística, siempre). La beca que la Sociedad de Americanistas (gracias a la gestión perfecta de mi querida amiga y colega Margarita Iglesias Saldaña) me entregó para hacer más amena y deliciosa esa inolvidable estancia en Viena, en el 54 International Congress of Americanists en verano del año 2012 (y que fue puerta de entrada para mi primer ejercicio de lexicografía histórica). De mi paso por Estados Unidos el año 2014, solo hay agradecimiento: la posibilidad de trabajar en la Library of Congress, gracias a las facilidades que te entrega un espacio público fue más una historia de amor que otra cosa en esa primavera; fue este el espacio para desarrollar una parte importante de la tesis y un par de ensayos. A su vez, la invitación breve, pero intensa y fructífera de José del Valle en CUNY University, Nueva York. Punto aparte su maravillosa biblioteca, en donde trabajé en dos ensayos; uno de ellos, antesala de un acápite de mi tesis. La beca del Centre national de la recherche scientifique (CNRS) y Université de Lorraine, que gané el 2014 y me tuvo etimologizada por varios días, gracias a la impecable gestión de Eva Buchi (las herramientas para hacer etimología las aprendí allí). También una parte importante de mi investigación fue gracias a la invitación de Leiden University, en especial de Willem Adelaar y su grupo de estudio, entre octubre de 2014 y abril de 2015. Sin esta instancia, las herramientas para trabajar en etimología y lexicología histórica de voces indígenas hubiera sido imposible o deficiente. Han sido fundamentales todas las ayudas (muchísimas) que me ha dado el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC); en especial, el Centro de Investigaciones Humanas y Sociales (CCHS). Entre la biblioteca y el despacho pude empezar la fase de redacción final de la tesis, gracias a la ayuda constante de Mariano Quiroz desde 2017 y su gestión para invitarme como investigadora extranjera. Sin esa enorme ayuda de Mariano, actividades como la última lectura analítica del Diccionario del cura, el trabajo de edición final del primer capítulo y, sobre todo, la redacción del segundo capítulo y del tercer capítulo de mi tesis (el que más quiero)

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en las mejores condiciones no hubieran sido posibles. Mariano ¡Gracias inmensas, siempre! A la KU Leuven le agradezco por partida doble, gracias a mi queridísimo amigo Bert Cornillie, quien me invitó dos veces a Lovaina: una primera vez que logramos concretar y donde hablé de español de América (a la par que leía el Diccionario del cura) en invierno del año 2014 y una segunda vez, la que fue imposible concretar por temas burocráticos, lamentablemente, pero que debo mencionar aquí, sobre todo por las razones que movieron a Bert: encerrarme en Lovaina por meses para poder terminar sí o sí mi tesis a lo largo de 2018. En ello, hay una preocupación única en toda mi historia de tesis doctoral. ¡Gracias, Bert, te agradeceré siempre ese gesto de academia y de hermandad! En lo académico

Agradecimientos

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Agradezco a mi director, Pedro Álvarez de Miranda, por darme la idea de estudiar al cura y su Diccionario. Tal como comentaba en el Preámbulo, esta idea me resultó fastidiosa en un principio, pero luego se transformó en un verdadero regalo porque es esta la base de una investigación de largo aliento. Gracias, Pedro, por tu respuesta rápida y oportuna a cuanto correo te escribí (como canta el bolero, te escribía correos de auxilio “cualquier día, cualquier hora, en cualquier lugar”) por dudas varias de la tesis o por innumerables gestiones burocráticas, correos que eran rápidamente contestados y solucionados por ti. Gracias por instarme, cada cierto tiempo, cuando me desviaba yo, a seguir en la investigación total, global, que era lo que se requería. Gracias, además, por ser tan buen receptor, porque sé que estas cosas de la lexicología (sobre todo las palabras de escasa frecuencia) y los diccionarios gustan a unos pocos y tú eres uno de ellos. Gracias a la familia de la Asociación de Jóvenes Investigadores de Historiografía e Historia de la Lengua Española (AJIHLE), hermandad santa y fundamental. Aún recuerdo con emoción –durante el VIII Congreso Internacional de Historia de la Lengua Española en Santiago de Compostela, el año 2009–, cuando me enteré de la existencia de la Asociación y me convencí de que no estaba sola, que todos esos raros de la historia e historiografía de la lengua española, dentro de la lingüística y la filología hispánica, tienen su grupo y su asociación y se reúnen sagradamente cada año mientras se están doctorando. Con ellos inicié camino y amistad antes de empezar mi doctorado y gocé de dos congresos cuando vivía en Chile (Sevilla 2010 y Neûchatel 2011). Desde que estoy en el doctorado, el 2012, guardo con amor los congresos en Padova 2012, Salamanca 2013, Madrid 2014, Barcelona 2015, Gijón 2016 y Cádiz 2017. En AJIHLE se hacen más que amigos: se consolida una hermandad que no cesa. Por todos ellos, Chiara Albertin, Vicente Álvarez Vives, Isabel María Castro Zapata, Laura Romero Aguilera, Carolina Martin Gallego, Matthias Raab, Miguel Ángel Pousada Cruz, Elena Carmona Yanez, Elena Díez del Corral Areta, Yago del Rey Quezada, Natacha Reynaud Odot, Viorica Codita, Rodrigo Verano, Car-

men Manzano Rovira, María Cendan Rojo, Stephan Koch, Miguel Gutiérrez Maté, Leticia Simón Escartin, Clara Grande Lopez, Leyre Martin Ayzpuru, Livia García Aguiar, Ana Lobo, Juan Manuel Ribes Lorenzo, Alejandro Díaz, Blanca Garrido Martin, Cristóbal José Álvarez López, Francisco Pla Colomer, Anna Polo, Ilil Baum, Jaime González Gómez, Ana María Romera Manzanares, Antonio Corredor Aveledo, Rodrigo Flores, Natalia Silva López, Margarita Fernández González, María Méndez Orense, Azeddine Ettahri, Olga León Zurdo y Jorge Agulló González (últimos dos con quienes compartí la ruta de viaje de mi último congreso, ruta que guardo como tesoro). Entre viajes, cafés, vinos, bailes, reflexiones y debates con ellos, mi tesis se fue cuajando. Obvio que con algunos la compañía derivó en una amistad maravillosa que atesoro muchísimo. Otra familia maravillosa, llena de afectos y cuidados es la Sociedad Española de Historiografía Lingüística (SEHL). Desde que estoy en contacto con ellos, todo ejercicio en historiografía lingüística se hace mejor. Gracias enormes al querido maestro Pepe Gómez Asencio, uno de los sabios que la estancia doctoral en España me ha regalado. Gracias enormes a la amistad constante y preocupada de Carmen Galán, a la luz de Carmen Quijada Van den Berghe, de Elena Battaner Moro y María José García Folgado. Porque lo conocí en un congreso de la SEHL, agradezco la amistad y las lecturas y apoyos constantes de uno de mis maestros: Klaus Zimmermann (Universidad de Bremen, emérito) ¡Gracias por tanto! No puedo dejar de lado, producto de una beca de antaño, a la familia de hispanistas y filólogos en donde tengo más que amigos: ellos son verdaderos amores, con quien debato, comparto y me sincero: mi hermana Ivana Loncar (University of Zadar), mi hermano Or Hasson (Hebrew University), mi hermano Rubén Ángel Arias Rueda (University of Idaho) y mi adorada Carla Souza (Universidade Estadual de Londrina), quienes han estado presentes, en visitas, ayudas, mensajes y salvatajes durante todos estos años. Lo mismo mi querido Manuel R. Pérez (Universidad de Zacatecas) quien, sin proponérselo, editó y me publicó el estudio mío más leído (¡A que no lo sabías!). Agradezco, además, la enorme ayuda que me han dado muchísimos amigos desde el hispanismo, la filología española y la lingüística hispánica: la presencia constante y la preocupación en hermandad de José Luis Ramírez Luengo (Universidad Complutense) y José Ramón Carriazo (UNED), ambos narratarios perfectos de esta tesis. Las luces que me han dado David Prieto García-Seco (Universidad de Murcia), Adrián J. Sáez (Università Ca’ Foscari) y mi querido amigo Rodrigo Faúndez Carreño (Universidad del Bío Bío). Agradezco muchísimo a Daniel Sáez Rivera (Universidad Complutense), quien siempre ha estado presente para ayudarme, sea en una referencia crítica, bibliográfica o alentándome; lo mismo Marco Kapovic (Zadar University), Marina González Sanz (Universidad de Sevilla), Toni Torres (Universitat de Barcelona), Eugenio Bustos Gisbert (Universidad Complutense) y Araceli López Serena (Universidad de Sevilla), que es una suerte de musa teórica y de inspiración, siempre. Agradezco toda la ayuda y amistad de mis queridas Dora

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Mancheva (Université de Genève) y Mara Glozman (UBA) por la ayuda constante, la luz o la voz crítica. También la ayuda y la inspiración de José Antonio Frago (Universidad de Zaragoza, emérito) y Miguel Metzeltin (Universidad de Viena, emérito), maestros ambos. Dejo como agradecimiento último y más especial a mi queridísima y admirada Daniela Lauria (UBA) a quien siempre sigo pasos, consejos, escrituras y visiones de mundo. Una verdadera maestra. Desde los espacios de la Real Academia Española, agradezco sobre todo a Elena Hernández, maravillosa desde el Departamento de Español al Día, quien me apoyó en dudas variopintas ¡durante todos estos años! También agradezco la ayuda rápida, constante y certera, siempre, de mi queridísimo Ignacio Bosque, sobre todo en los momentos gramaticales que me llevaban a grandes dudas y, cómo no, la ayuda luminosa y siempre sabia de mi querido José Antonio Pascual. A su vez, la presencia y la amistad, desde hace años, ya, de mi admirada Paz Battaner. Otra familia maravillosa y siempre presente es la Asociación Española de estudios Lexicográficos (AELex). Allí, gracias a la constante amistad, luz, ánimos y presencia de Concha Maldonado (Universidad Complutense), las luces teóricas y la guía de Cecilio Garriga Escribano (Universidad Autónoma de Barcelona) en momentos aciagos. Lo mismo, la amistad y ayudas de Toni Nomdedeu Rull (Universitat Rovira i Virgili) y las conversaciones iluminadoras con Ignacio Ahumada Lara (CSIC). Porque la conocí en mi primer congreso internacional, que fue el de Lexicografía en Alicante, el año 2006, no puedo dejar de agradecer a mi querida y admirada amiga Roxana Ficht, por los cables que siempre me ha echado. Lo mismo, los amigos lexicógrafos que te da la vida, como Margarita Marroquín Parducci y Aurora Camacho. De la Société de Linguistique romane, mi cariño y agradecimiento a las ayudas y presencia de Xosé A. Álvarez (Universidad de Alcalá), a Stella Retali-Medori (Università di Corsica Pasquale Paoli), a mi querido Simone Pisano (Università degli Studi Guglielmo Marconi), a Anna Urzhumtseva (Universidad de Moscú) y, sobre todo, a José Enrique Gargallo, Alberto Varvaro y Eva Buchi: José Enrique Gargallo, gràcies pel teu suport i amistat constants. Vas estar tu, sense saber-ho, qui em va iniciar de ple en el camí de l’ensenyament de la romanística amb el teu meravellós manual i cada cop que he estat a Barcelona, has estat testimoni dels avanços i retrocessos, de les alegries i de les tristeses del procés d’escriptura de la tesi. Alberto Várvaro, già non sei tra noi, ma voglio che tu sappia che quei giorni a Procida, nella École d’été à Procida, sono stati il momento in cui ho potuto pensare e ripensare al mio oggetto di studio. Già non solo come un corpus di ispanistica, piuttosto come un corpus romanzo. Allo stesso modo le lezioni nella vigna, sotto i tralci, con altri grandi maestri che non ci sono più come Peter Koch, sono momenti unici e magici. Cosa conservo di quei giorni? Le escursioni quotidiane in spiaggia con Cristóbal Álvarez, Stephan Koch e Jennifer Gabel de Aguirre. Comment ne pas oublier ma chère amie, Eva Buchi, que j’ai eu le plaisir de côtoyer lors de la 2e École d’été franco-allemande en étymologie romande en juillet

2014. Eva: tu ne sais pas à quel point cette expérience à Nancy m’a ouvert des portes pour mes futures recherches en étymologie ! Ces moments à travailler avec toi ont probablement été l’une des rares fois dans ma vie où je pouvais me réveiller aussi motivée à 5 heures afin d’entamer la journée au laboratoire de recherche 1 heure plus tard. Tout cet empressement quotidien pour travailler, hypnotisée, sur mes travaux en étymologie. Cette expérience était tout simplement unique! Since 2012 I have been part of the Pluricentric Languages and Non-Dominant Varieties workshop, directed by Rudolf Muhr (Graz University). The workshop, at conferences and publications, has opened my eyes to see the hegemony of certain varieties of languages and the silencing of others. In the congresses organized by Muhr and, later, in the wonderful publications, the reflection of domination, of hegemony, have been a fundamental part of the theory of my thesis. Aestivis ex temporibus sc. annorum MMXIII et MMIV quae Vivarii Novi muris conclusa degi, vires ingenii, spiriti munerisque academici mirum in modum sumpsi -in diesque sumam. Omnimodis enim rerum vitaeque mutatio illa fuit, illo sc. consilio fulta, quod consilium ultra certos antiquarum, Hispanicarum, sive etiam Romanicarum litterarum fines excedens, vitam, studia mentiumque acumina mira Humanitate imbuit. Bis academiae aedes reliqui, bisque flendo, orbata illius modi Latine surgendi, cubandi, cogitandi, scribendique Latine. Aloisio Miraglia ceterisque sodalibus, gratias ex imo corde vobis ago. Grata enim sum vobis verum etiam propter amicos nonnullos quos sic diligo ut neminem magis Yksi elämäni upeimmista lahjoista oli mahdollisuus tutustua Suomen Kotimaisten kielten keskukseen tammikuussa 2014, kiitos Tarja Korhonen. Sillä hetkellä, hänen minulle pitämänsä esitelmän sekä Suomen murteiden ja Vanhan kirjasuomen sanakirjojen toimituksiin ja Kielitoimistoon tutustumisen jälkeen ajattelin, että tämän täytyy olla urani päämäärä: tällaisen lingvistisen työn saavuttaminen. Selkein päämäärä, jonka olen koskaan nähnyt. Jonakin päivänä minun täytyy palata2. En Chile, desde Chile o desde la ayuda chilena, gracias a mis amigas, colegas y mentoras Claudia Flores y Rosa Bahamondes, quienes, para poder verme en Chile (cuando mi estancia en Europa me hizo, casi, quemar naves) me llevaron a dictar clases de ELE por tres años consecutivos en la Chile. Fue el canto de sirenas necesario, para conectarme con mi país y eso se lo debo a ellas y a su leal, finísima y sabia amistad. Gracias, desde lo académico, al apoyo constante de David Wallace (mi maestro desde mis andanzas en teoría literaria), Daniel Muñoz (su amistad, su hermandad, la preocupación y la palabra de apoyo, siempre) y las luces y consejos sensatos, siempre de Alejandra Bottinelli. En Chile, además, gracias a la amistad

Uno de los más hermosos regalos de mi vida fue conocer el Instituto de Lenguas de Finlandia, gracias a Tarja Horkhonen, en enero de 2014. En ese momento, y con la presentación que ella me hizo y el recorrido por el departamento de dialectología, de lexicografía sincrónica, del diccionario histórico pensé que ese tendrá que ser el final del camino: lograr ese tipo de trabajo lingüístico. El más objetivo que jamás haya visto. Tendré que volver.

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y ayuda constante de Scott Sadowsky (PUC), un verdadero hermano; a Manuel Contreras Seitz (UACh), y su generosidad eterna; a Sergio Grez Toso (UChile) y las luces siempre objetivas en la historia, así como las de mi querido sobrino Damián Lo (UTA). En su buen momento, gracias a la ayuda de Raissa Kordic Riquelme (UChile). Gracias Ana Belén Villena (UCSH y CIIR) por ayudarme constantemente en mis dudas en el mapudungun y a Constanza Martínez (UChile) por las ayudas en latín y Havestdat. Agradezco, además, las iluminaciones en fonología de mis queridos amigos y colegas Hiram Vivanco, Francesca Bonfanti y, ahora último, Mauricio Figueroa (Universidad de Concepción). Por último, un agradecimiento especial a Roberto Bahamonde, desde Chiloé, sabio en tantas materias, luz y ayuda en tantísimos momentos. As I said, with the Library of Congress it was a love story that spring and early summer of 2014. The days at the Thomas Jefferson Building were growing short. The ease in everything, the constant help from the people who worked there. Accessing literally all the bibliography I needed has only happened to me there. The generosity and efficiency and speed in the Hispanic Reading room, the conversations with the Swedish librarian, the beauty of the Main Reading room had only one expected outcome: I left crying inconsolably on my last day there. My heart was broken. El poder estar un par de semanas en el incipiente verano de 2014 con José del Valle y el equipo de glotopolíticos de CUNY, a quienes conocí por medio de Daniela Lauria también es un regalo que quiero agradecer. La dinámica de seminario, de diálogo crítico, de debate, de ir más allá de lo que puede decir ese texto que tanto te emociona lo viví allí como nunca. ¿Un recuerdo maravilloso? Las jornadas de investigación aprovechando esa maravillosa biblioteca allí, en el corazón de la isla, con el Empire State Building al frente para luego, por las noches, irme andando o en metro, a reunirme con amigos, que la ciudad esa no duerme. Gracias a la generosa Rita Eloranta se me abrieron las puertas para la estancia en Leiden University, en donde pude estar entre octubre de 2014 y abril de 2015. Todo lo que pude investigar a fondo en lo relacionado con el sustrato indígena en lengua española fue gracias a mi estancia con el grupo de investigación The linguistic past of Mesoamerica and the Andes: a search for early migratory relations between North and South America, dirigido por Willem Adelaar. Aún recuerdo un frío viernes de enero de 2014 cuando le compartí al grupo mis dilemas y dudas respecto a la investigación etimológica y de historiografía lingüística que estaba haciendo con las voces de procedencia indígena. De allí partió la invitación que concreté ese mismo año. En Leiden fueron fundamentales las conversaciones que tenía a diario con el maestro Willem Adelaar, así como las luces que me dio mi querido amigo Matthias Pache, así como la valiosa y oportuna ayuda de Nick Emlen, Martin Kohlberger y Kate Bellamy. Y, cómo no, la amistad, académica y de hermandad con Marcelo Jolkesky. ¿Momentos maravillosos? Los arenques crudos con cebolla con Matthias Pache y Arjan en el mercadillo de los miércoles y viernes; las caminatas con Marcelo Jolkesky y los trabajos de sábados y domingos con Matthias Pache en la universidad. Te-

soros. Un saludo especial a mi querido Ricardo Andrés Carmona Torres, un ángel en Leiden y gran ayuda, siempre, de las lenguas más olvidadas. El CCHS, mi segundo hogar por tantos años, espacio de lecturas, de escritura, de debates entre la Biblioteca, el despacho y la cafetería tiene un lugar especial en estos agradecimientos. Gracias por las luces, el cariño y la ayuda de Mariano Quiroz, María Jesús Torrens, Ester Hernández, Ignacio Ahumada Lara y, sobre todo, Juan Pimentel Igea, sabio de sabios y amigo.

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En el ejercicio escritural El ejercicio escritural, clave en una tesis doctoral, es crucial en estas páginas. Justamente, agradezco todas esas instancias en que pude dar rienda suelta a la pluma. Estoy convencida de que el acto escritural de largo aliento requiere de instancias paralelas, marginales, incluso, de ejercitación. Se lleva un lugar privilegiado mi director, Pedro Álvarez de Miranda, por ser el único lector de mi tesis hasta ahora. En ello, en el tiempo (bastante) que se tomó leyéndola, observando malas costumbres escriturales, profusiones de comas, usos garcíacalvistas que pueden desorientar, la tendencia a la sentencia de largo aliento o cosillas de estilo, va un agradecimiento eterno. Agradezco a Elena Battaner Moro, cuando yo, a caballo entre el proyecto de tesis y otros deberes, en diciembre de 2011, participé en mi primer congreso de Historiografía Lingüística en Madrid, espacio en donde hice la primera presentación del cura y su Diccionario. Elena, diligente, editó y publicó el año 2012 los resultados. Agradezco al grupo editorial de Lenguas modernas, quienes me esperaron pacientemente en mi investigación acerca de los paratextos del Diccionario de Lenz, investigación que escribí en Madrid, entre marzo y abril de 2012. Agradezco a las brillantes Amarí Peliowski y Catalina Valdés por invitarme a participar en el monográfico de Arteologie, en donde pude dar rienda suelta a las disquisiciones semiológicas varias, entre la primavera y el verano del año 2012 en Madrid. Agradezco a Rudolf Muhr y a Carla Amoros Negre, del workshop Pluricentric Languages and Non- Dominant Varieties, sobre todo porque con una de las publicaciones que me editaron tuve la posibilidad de empezar con el trabajo teórico de mi tesis Por último, en la etapa más dura y demandante de mi trabajo escritural, los martes de sánscrito, traduciendo Nagarjuna en calle Ave María, fueron la luz en esas semanas. Las instancias de reposo e introspección budista (en estudio de lengua) necesarios para seguir adelante. Gracias David Pascual Coello, Ana, Tere Real, Ramón y nuestro querido Arturo Relaño, que ya no está. Ustedes fueron una bendición. 3

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desde el año 2012. La visión crítica del contexto chileno (lo que me tuvo de cabeza entre noviembre y diciembre de 2012 entre Madrid y Basilea) y el tema de lo indígena en la lexicografía latinoamericana (entre diciembre de 2015 y marzo de 2016, a caballo entre Barcelona y Madrid, en lo que fue mi primera publicación en inglés) se vio enriquecida con sus consejos y comentarios. Agradezco a Chiara Albertin por las ayudas editoriales en una de las primeras andanzas de mi tesis: el estudio analítico del tratamiento de la preposición a en el Diccionario del cura (tema que me tuvo maravillada los meses de primavera del año 2012 en Madrid y, en redacción, durante la primavera del año 2014 en Washington DC). Agradezco al equipo revisor de la Revista Argentina de Historiografía Lingüística, en especial a Daniela Lauria, una de las encargadas del monográfico, por la ayuda y consejos en una de las reflexiones acerca de la a como prefijo, que me tuvo obsesionada en primavera del 2012 y que redacté para ellos a principios del año 2013 en Madrid. Agradezco a Manuel R. Pérez, amigo hispanista, por la oportunidad de publicar en su volumen mis primeras reflexiones y ejercicios de lexicografía histórica e indigenista (algo que me tuvo obsesionada entre diciembre de 2012 y enero de 2013 a caballo entre Madrid, Basilea y Lyon). Agradezco a todo el equipo que editó las actas del Actas del IX Congreso Internacional de Historia de la Lengua Española (sobre todo a José María García y Mariano Franco Figueroa) por ayudarme con la edición de lo que fue la puerta de entrada al mundo de las palabras áureas, con mi querida abadesa. Todo esto entre invierno y primavera del 2013, en Madrid. Agradezco a Felipe Cussen, Carlos Almonte y Alan Meller, por invitarme a escribir acerca de neoconceptualismo el año 2013 (tema que me tuvo obsesionada los meses de primavera y verano del 2013 en Madrid). Agradezco a Leyre Martin Aizpuru por esperarme pacientemente para la contribución en donde desarrollé una parte fundamental de mi tesis: el universo de los diccionarios latinoamericanos y sus prólogos (tema que me tuvo emocionada los meses de otoño del año 2013 y que rematé en Barcelona) y, luego, esperarme pacientemente para una maravillosa reseña, entre los años 2019 y 2020. Agradezco a Ester Hernández y Mariano Quiroz, ambos del CCHS, por las ayudas, agudas observaciones y apoyo para la publicación de mi primer ejercicio en lexicografía histórica, escritura desarrollada hacia finales de 2013 principios de 2014, a caballo entre Madrid, Helsinki y Leiden, texto prolijamente publicado por los Cuadernos del Instituto de Historia de la Lengua el año 2014. Agradezco a Juan Bascuñán, de Planeta sostenible, por darme la oportunidad de escribir el prólogo en una de sus magníficas ediciones el año 2014, prólogo con mis reflexiones acerca del Álbum de Vicuña Mackenna en ¡Iquique! Agradezco a Lola Pons Rodríguez, por invitarme a escribir una de las reseñas más desafiantes de la vida el año 2014 (al final, no la pudo publicar, porque la reseña

me quedó ensayo) y, más que eso, por ser siempre una inspiración y un referente de admiración. Agradezco al equipo de LLJournal, de CUNY University, quienes editaron prolijamente mis reflexiones y disquisiciones en torno a la lingüística misionera, tema que me tuvo cautivada durante la primavera del año 2014 entre Washington DC, Nueva York y Roma. Agradezco a Cristóbal José Álvarez López, editor cuidadoso y analítico en mis escritos de los años 2015, 2016 y de 2017, todas publicaciones que fueron el resultado de maravillosos congresos en donde escribí acerca de diccionarios, cómo leer diccionarios, diccionarios en judeoespañol entre otras vainas entre Salamanca, Sevilla y Madrid. Agradezco a Ivo Buzek, quien editó parte de mis primeras disquisiciones acerca de las memorias discursivas en mi tesis, producto de un maravilloso congreso en Brno en otoño del 2014, las que salieron a la luz el año 2015 y fueron redactadas en su totalidad Leiden. Agradezco a Elena Leal Abad y a Marta Fernández Alcaide por editar maravillosamente mis segundas disquisiciones acerca de las memorias discursivas, producto del inolvidable congreso de hispanistas en Heidelberg el 2015, texto escrito en Madrid de ese año. Agradezco a Daniel Calabrese por darme la oportunidad de dar rienda suelta a mis reflexiones de años acerca del neobarroco en su revista Aerea, escritas en otoño del año 2015 en Madrid. Agradezco a Pablo San Martín Varela y a Lucas Sánchez quienes me motivaron a redactar uno de mis primeros ejercicios etimológicos publicados (lo divertido es que iba a ser una nota al pie, pero se transformó en colofón), investigación desarrollada en otoño de 2015 en Madrid. Agradezco a Yvette Bürki de la Universität Bern por alentarme a escribir una de las mejores reseñas que he escrito en el año 2017. Asimismo, por su amistad, presencia y generosidad, siempre. Agradezco al grupo de lingüística de la Universidad Católica Cardenal Silva Henríquez que organizó el workshop acerca del Lenguaje inclusivo desde una perspectiva lingüística. Esta fue la segunda instancia en donde pude presentar los resultados del tema del género en el Diccionario del cura, trabajo que redacté en invierno de 2019 en Santiago de Chile y publicado raudamente en la estupenda revista que tienen ellos, Literatura y Lingüística. Agradezco al grupo de Glotopolítica, liderado por José del Valle, quienes me dieron el regalazo de poder escribir sobre Covarrubias en primavera del año 2019 en Santiago de Chile. Agradezco a Carmen Berenguer por instarme y apoyarme en un escrito sobre poesía neobarroca el año 2020, durante el corazón de la pandemia aquí en Irlanda, ensayo redactado en Ballykeeran. A la par que redactaba esas reflexiones, concluía la tesis: una actividad alumbraba a la otra.

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Agradezco a Concha Maldonado, mentora, amiga, sabia y maestra, por alentarme a publicar los primeros resultados de mis pesquisas etimológicas, parte de la tesis, publicadas hacia finales del año 2020. Gracias, además, a mi amigo Gabriel Alvarado Pavez por su magnífico trabajo ayudándome en las correcciones de mi inglés y a mi amado esposo, Kilian Kennedy, con quien hicimos la primera labor de traducción. Agradezco, por último, a Carlos Cornejo quien, con su ojo clínico, me ayudó en la lectura de mis conclusiones (yo ya no tenía cabeza al momento de que mi director me dijo que estas estaban “amazacotadas” y debía estirarlas un poco). Los agradecimientos políticos e ideológicos

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Momentos fundamentales para seguir adelante con la escritura de la tesis son las salidas ideologizantes (como las llamaba mi maestro Wallace, con quien primero estudié ideología, dicho sea de paso, por allá por 1999). Estas, creo, son el aliciente para las jornadas escriturales y de investigación doctoral. Han sido fundamentales los momentos psicodélicos y terapéuticos con Marcelo Jolkesky, mi adorado amigo, y Gavan Kennedy, mi cuñado ¡Momentos que ayudaron muchísimo para mi tesis! Sin ese espacio fortalecido e iluminado de la terapia, las más veces el trabajo hubiera sido dificultuoso o infructuoso. Gracias a Ricardo Dorado Puntch quien, sin quererlo, me dio uno de los grandes regalos de la vida: la Tertulia Política de Agustín García Calvo, momento que marca un antes y un después en mi vida. Alimentarme y cimentarme con el más allá del acratismo, creo, ha salvado mi vida. En ello, los abrazo al cielo a Agustín, Isabel Escudero, Príncipe Galín y Arturo Relaño. Abrazo aquí en la tierra a Virginia, a Carmen, a Pedro, a las Rosas, a Maite, a Melania, a Víctor y a tantos otros. Los queridos y necesarios garcíacalvistas. Los miércoles de tertulia y las tertulias convocadas por Virginia, fueron la luz de mis días y solaz entre escritura y escritura. Lo mismo las sesiones de lecturas en pos de las ediciones Lucina de Heráclito o de Lucrecio, las que fueron la fuente de inspiración necesaria. El marco teórico vital, sin lugar a dudas, me cambió con ellos. Gracias, además, al Estallido Social en Chile, en octubre de 2019, porque por vez primera me olvidé de la tesis y me sumí en la protesta, en lanzarme a la calle, que era lo necesario (las más veces, la vida está afuera y los requerimientos en otros lados, no en el escritorio). Dentro de este proceso, un punto especial, por llenarme de bríos para lo que se venía, es mi querido Movimiento Salud en Resistencia (MSR) con quienes participé dando primeros auxilios y formándome en la resistencia. Con ellos, gracias, además, a las jornadas en Londres 38, espacio de refugio y de amor. En las calles, gracias a los rescatistas, ángeles-tesoros que fui ganando en estas jornadas. Esos días, que no se cuentan, que volaban y zumbaban, llenos de horror y amor, fueron el motor para la recta final de mi tesis, previo a la pandemia. A ustedes, amigos admirados, van los agradecimientos de la tesis. Lo mismo a mi grupo Humanidades a

la calle, con quienes compartimos, mientras se pudo, la difusión y la extensión de la protesta, en diálogo. También agradezco al feminismo de La Morada, que me acogió en un primer momento del Estallido y fue mi refugio; sobre todo mis sororas Soledad Falabella y Darcie Doll ¡Muchas gracias! Y, por último, a la Asamblea Autoconvocada de la Universidad de Chile (AAU), en donde el diálogo y la novedad aflora, así como la admiración plena en el colegaje. A ellos, por su lucidez y grandeza, agradezco. La familia de los amigos En ese peregrinar de congresos, estancias y conferencias (¡Y el descanso del guerrero!), agradezco a los amigos que me abrieron las puertas de sus casas y en donde pude pasar momentos maravillosos: María Cendan Rojo (en Padova), Viviana Mahecha (en Barcelona), Monica Corominas (en Roses), Elena Carmona Yanes (en Sevilla), Leyre Martin Aizpuru (en Salamanca), Manuel Nevot Navarro (en Salamanca), Jessica Castro y Joaquín Zuleta (en Navarra), Daniela Roa y Caitanya (en Barcelona), Isabel Castro Zapata (en Tarrasa), Mariana Moraes (en Navarra), Clara Grande (en Nancy), Blanca Garrido Martín (en Sevilla), Ilil Baum (en Barcelona), Leti Simón Escartín (tantas veces en Barcelona), Jordi Hernández (en Ginebra), Armando Bramanti (en Roma y Madrid), Mirella Buono (en Madrid), Daniela Farías e Ignacio Echeverría (en Barcelona), Miljia Heikkinen y Onerva Horkhonen (en Helsinki y Madrid), Catalina Valdés (en Santiago de Chile), Fernando Arredondo (en Madrid), Rita Eloranta (en Helsinki y Leiden), Martin Kohlberger y Piotr Andrzej Pisarek (en Leiden), Ana López (en Santiago de Chile), Javiera Cubillos Almendra (en Barcelona), Karla Medrano (en Leiden), Micaela Rosenbaum y Elena Campo (en Carpediem, Madrid), Daniel Madrid y Pedro Manzur (en Santiago de Chile), Gabriel Alvarado y Miguel C. Alonso (en Santiago de Chile), Carolina Larraín (en Reñaca), Kasia Starczewska (en Madrid), Susana Almodóvar (en Vallespinoso de Cervera), Maite Chust (en Allariz), Esteban Ortega y Juan Pérez de Pazos (en Madrid), Noemí Pizarroso (en Madrid) y Aurora Gonzart (en un no lugar de Madrid, pero tu intención es la que vale). Un punt especial fou poder estar a casa dels Lladó Santaeularia les dues instàncies a Barcelona. Aquest regal, el porto al cor, per sempre. Vaig poder acabar allà un assaig, que després va ser un capitol de la meva tesi, en condicions meravelloses: Pilar, Manel, Sandra, Coco (petons al cel). Amics i família, per sempre! Otro punto especial, por mis continuas mudanzas, fue la ayuda desinteresada y generosa de mis padres, de Jacinta Valdés, de Fernando Arredondo, del gran y santo padre Adolfo Vicent y de Lu Vicent. Todas, absolutamente todas han sido instancias salvadoras para una Olguita Marina como yo. Ángeles de paso por algún momento de la tesis y que siguen siendo faroles de amistad: Mercedes Paz y Santiago Kalinowski (porteños en Madrid y grandes momentos sibaríticos); Giuseppe Eletti (y los días maravillosos en Matera); Anita Barahona (nuestras conversaciones trascendentales en la cocina del piso de Santo Domin-

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Agradecimientos

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go 8); Ana Stanic (Zadar, Zagreb, Tetuán o Ciudad Lineal…donde nos pille el viento); Vega García González y Manu Nevot Navarro (y hablar eternamente de lenguas semíticas y más); Isla Troncoso Medel (siempre tendremos Marruecos); Sonia Esteban (el azafrán en Aragón, pronto pronto); Alejandro Alonso García-Calvo (enlazador de mundos, quien me llevó a Nico); JuanMa García Linares (recuerdo perfecto: tu despedida al alba, llegando a casa, en ese bus, post churros del San Ginés); Mirella Buono (deberé ir a Sicilia ¿no?); Mariola Janik (mi Virgilia en Washington DC); mis Virgilias en Manhattan: Erja Gee, Zinnia Martin y Laura Villa (cuánto añoro paseos con cada una de ustedes); Carolina Andrea Valenzuela Matus (dulzura, dulzura siempre, sea en Madrid, sea en Santiago de Chile); Francesca Bonfanti Casareggio (cantando Don’t answer me de madrugada); Miguel Ángel Zapata (mi querido amigo poeta y salvador); la poesía y la vida con Antonio Díez; mi propio team de ángeles de la física que tanto quiero: Giovanni Ramírez García, María Eugenia Cabrera Catalán, Silvia N. Santalla, Javier Rodríguez Laguna y Jacobo H. Montelongo (luces y sabiduría todos); los momentos maravillosos con las Kruger: las tertulias con Malena y mi admirada Juana Rosenbaum; mis ángeles de la música y de momentos mágicos Camilo Pajuelo, Luis Malca y Paola Salas; los lindos momentos con el mágico Lasha Makharadze; Jensen Hadwork (de esos gringos chilenos); Haris Mexas (mi luz en Leiden); Valeria Canelas (siempre nos queda algo en el tintero); Karla Medrano (mi ángel salvador en momentos aciagos en Leiden); los maravillosos instantes con Jimena Saucedo; los momentos amados con Irene Valle e Irene; los momentos inolvidables con Mónica Campillo y Paloma G. Bravo; Ana Francisca Viveros (la luz y la calma, ya en Chile y siempre, siempre la amistad) y Claudia Abarca (el apoyo y el cuidado). Querida Diana Villagrán Ávila (Universidad Autónoma de Zacatecas): me abriste al mundo del CCHS, de la ida a diario y me regalaste el mejor escondite de la vida: la Biblioteca Tomás Navarro Tomás. Por eso y por tantas cosas más, eres un ángel de la guarda. De Diana a la familia del CCHS fue solo un paso: Palmiro Notizia, Susana Gala Pellicer, Alexandra Lladó Santaeularia, Ricardo Dorado Puntch, Lola Casero Chamorro, Giuseppe Mandalà, Pier Mattia Tommasino, Armando Bramanti, Kasia Starczewska, Eduardo Ezcurra, Rubén González Cuerva, Juan Luis Simal, Petros Tsagkaropoulos, Susan Abraham, Yonatan Glazer-Eytan, Davide Scotto, Carlos Cañete, Juan Pablo Sánchez Hernández, Blanca Villuendas Sabate, Marisa Alía, Palo Guijarro, Ángel López Chala, Francisco Curro L. Borrego, Kevin Zilberberg. Del año final, el grupo maravilloso con Rodrigo Cabrera Pertusatti, Aurora Gonzart, Marta Vírseda y Micaela Pattinson. Los estertores de mis últimos días en Madrid, ya en retirada, los recuerdo con el querido Álvaro Cancela, la luz de mi Guillermo Alvar, los ánimos de JuanPi Sánchez y mis clásicos de la cafetería, con los míticos Teresa Madrid, Susana Gala, Rubén González, Armando Bramanti, Lola Casero e Isabel Boyano. Momentos que guardo con sumo amor. La familia de latinistas, sobre todo mis sororas: Winnie Walter, Adriana Caballer Ricart, Abi López Ortíz y Lilí Saavedra. Amigos queridos como Eduardo Ezcurra y mi siempre recordado Olgierd Bartosz Paszkiewicz. Los amigos Carlos I.

Peña, Jonathan Nathan, Matt Barfield, Elín Schutte, Neththasinghe Perera, Carlo Ziano, Lian Li, Rose Gardner, Casper Porton, Lalo Rodríguez, Iván Salgado García, Nathasja van Lujin, Tatiana Matasovic y Juan Briceño (el chileno del mundo). Desde Chile, mi querido y admirado Antonio Cussen. Desde Nápoles (y hacia allá iremos, siempre), mi querido y admirado amigo Roberto Carfagni. La familia de yoguis, a la cabeza mi Nico Bagnara. Más que a nadie a Noemí Pizarroso, Kasia Starczewska, Janet Wilkinson, Alberto Ronda, Eva Gómez Fontecha, Eva Petruzzi y Françoise Rubial. En momentos fundamentales, gracias eternas a Gloria Anicama Orcón, Susana Almodóvar, David Gelado Frontal, Laura Rodrigo y Ángel Crespo. También María Alonso, Darío Ochoa, Alicia, Ruth Welti, Sabina Sala y Eugenio Arrogante. Gracias a la maravilla de profesores que se me han cruzado: Marieke Kisteman, Alberto Alcaraz, Bea Bobadilla, David Cabezas Sánchez, Beatriz Peláez, maestra Letizia, Laura Potxola, Loredana Pellecchia, Mireia Ballesteros y Raquel M. Castillo. Momentos fundamentales, necesarios y felicidad plena, siempre. La familia de amigos, amigos de toda la vida: Dani Torres y Appien Battistini (por esas jornadas maravillosas en Basilea y volver, siempre); Waleska Yez y Alan (siempre con ganas de más en Lyon); Eva y Camilo Sperger (y volver a Holanda); Ivana Loncar e Igor Zupanic (mi familia croata). Familias de amigos que la vida me ha ido regalando: Mabel Vargas y Gianni Mazzarelli (queremos más Milano, siempre); Augustina Vavrecka (siempre tendremos la música, maifrén); Maritza Pérez (mi bruja blanca cubana); Susana Quezada Labreaux y Moe (volver, volver siempre a DC); Anita López (la más bella); Valentina Tanesse (cuidadora y guía en la cocina, espacio que tanto amo); Carolina Larraín (nunca es suficiente); Adriana Caballer Ricart y Abigaíl López Ortíz (mis hermanas pequeñas y admiradas); Rodrigo Cabrera Pertusatti (mi Juani) y Diego Morán; Esteban Ortega Ramos y Juan Pérez de Pazos (mis dos adorados); Jos Ronda (mi ángel de otro mundo); Monika Varela y Rolando (seres de luz); Montserrat Bon Pantoja (hada); Romana Radlwimmer (niña sabia y necesaria); Margareth Brethony y Mercedes Varona (hadas madrinas de Connemara). Los amigos de redes sociales, soporte constante y siempre presente (bien saben que la tesis la escribí con las redes sociales modo on todo el tiempo), sobre todo Ricardo Martínez, Paulina Hermansen, Tribi Canelo, Mabel Vargas, Roberto Bahamonde, Cristián Prado Ballester, Astrid Palape, Arturo Neumann, Diana Strauss, Cristián González Farfán, Virna Díaz, Claudio Palma Mancilla, Paola Chica Lazcano, Cristián Gómez Olivares, Eduardo Leiva Herrera, Valentina Ripa, Antonio Pelao Conselheiro, Pilar Medina, Carlos Cornejo, Alonso González, Ignacio Ramos Rodillo, Pablo Rojas, Ricardo Marambio Soto, Nuria Álvarez Agüí y Danilo Vilicic, entre tantos. Lo maravilloso es que cuando me los encuentro, es como si los hubiera visto ayer. La presencia, los regalos y ayudas virtuales de todos y cada uno de ustedes agradezco tanto.

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Los amigos musicales, porque la música cumplió, cumple y cumplirá siempre un papel fundamental en mi investigación. Por ello los amigos que me han regalado y acogido con música, agradecida, siempre: Cristián Ronban y el pendrive musical salvador; Diego Vergara y sus regalos musicales. Muchísimo agradecimiento a Raúl Gordon y sus bandas sonoras de regalo, regalo que terminó siendo la banda sonora de mi propia tesis. Y siempre, siempre, Charly García y Luis Alberto Spinetta, fundamento sonoro de todo acto escritural. La senda de los amores

Agradecimientos

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De los amores, un lugar fundamental, por ser un centro neurálgico y difusor de energías y hermandad lo tienen los Monos, a cuya casa llegué en marzo de 2012. Siu Lay Lisboa y Carlos Calderón Carvajal han sido mi luz todos estos años y un regalo que la vida me ha dado. Soy afortunada porque a los dos los tengo (relativamente) cerca: en la Universidad Católica del Norte, en Chile. Con ellos, por ellos, llegué a mi jardín secreto, a mi hermandad: Micaela Mica Rosenbaum, Lucía LuVicent Valverde, Elena Nita Vicent Valverde, Berenice Berita Ríos Hernández, Sandra Pucky Vallejo ¡Mis sabias! (¿Qué haría yo sin mis sabias?). Punto especial a Tao (mi novio perro) y Frida. Y con ellos, la familia que va de la mano con la hermandad: Pau Vicent Valverde, Elena Rubia Campo, Miguel Ángel Chiqueto López, Manu Carrasco, Rubén Chi (&Co) y Rocío Ro Zamorano. A su vez, Noe y Monsita. He aquí el relajo, la plenitud, la felicidad plena. La bendición de la familia que elegimos y por la que las más veces nos debemos, por la que la tesis no sería lo que sería. Un lugar especial, dentro de la familia que armé en el CSIC, lo tienen Susana Gala Pellicer (siempre tendremos Pedraza, ¿no? y, si coincidimos, una comida el 1 de enero que siempre se nos hará corta); Armando Bramanti (el hermano menor que nunca tuve); Lola Casero Chamorro (el cuidado, la empatía, siempre) y Rubén González Cuerva (el ángel de la guarda con la palabra sensata). Ángeles de la guarda, también: Andrea Guzmán Guajardo (súper ángel, amiga, confidente), Julio Muñoz (volver a Basilea), Miljia y Onerva (salvadoras, desde un principio, en ese invierno frío en Helsinki el 2014 cuando me esperaban en el aeropuerto); Kasia Starczewska y Noemí Pizarroso, ayuda eterna, generosidad y preocupación; Manu García Jurado (hermano, médico, ángel de la guarda, amore); Lucía Vicent (la ayuda y el estar); Jéssica Castro y Joaquín Zuleta (mis áureos adorados); Antonio Hernández Ibacache (mi hermano, mi amigo, mi abogado); María-Cruz La Chica (siempre se nos quedará corta cualquier conversación), Irene Serrano Laguna (motor y corazón en Madrid); mi adorado Esteban Ortega Ramos (que llegó como caído del cielo para quedarse, como bendición, en mi vida); mi amiga de la vida, mi adorada Catalina Valdés (cuyas reflexiones y consejos sigo a ciegas, sin chistar); Carolina Calema (luz siempre). Susana Almodóvar, dile a todos los del teleclub, los

de Arbejal, que en mi corazón están esos días con ellos, que coincidieron con la despedida de mi vivencia en Madrid ¡El mejor regalo de despedida! ¿Lugares santos de comer o de beber a los que agradezco? Pues el Cascanueces y los desayunos que te preparan sus chicas (Funes el Memorioso queda corto con ellas). A primera hora de la mañana, antes de imbuirme en el CCHS, sobre todo ese invierno de 2019, a ese espacio necesario agradezco. Para esos días en que se combinaba la resaca por la fiesta y escribir tesis un fin de semana en Casa Encendida: gracias a Sabor Tapioca y los zumos de açaí de mi amiga María. Julito adorado: bien sabes que El Cafelito fue la otra instancia para redactar mi tesis con los desayunos más deliciosos del mundo, más si es en la mesita del fondo. ¿Lo que primero hago al llegar a Madrid? Pues ir al Cafelito. Por último, un lugar fundamental: La Venencia, mi bar y el bar en donde conocí a Kilian; bar de reposo y regalo de largas jornadas con aroma a jerez y a media luz. Punto especial, de regreso a Chile, ya con Kilian, con los deberes académicos encima y partes de la tesis sin cerrar, fue la bienvenida y acogimiento de mi Departamento: Ximena Tabilo, Claudia Flores, Ángela Tironi, Margarita Zúñiga, Anthony Rauld y Moisés Llopis ¡Nos hicieron sentir en casa! Lo mismo mi team hispanista, el que me recibió lleno de amor en Chile: Yeya, Joaquín y mi querido Paco Cuevas. Gracias enormes a las dos joyas de ayudantes que me esperaban y que me hicieron el trabajo adorable: Claudio Gutiérrez Marfull y Maite Alicera. Lo mismo mi adorada familia de amigos en Chile: sobre todo Daniela Orostegui, Julia Toro, Miguelángel Acosta, Mateo Goycolea, Ítalo Fuentes, Ramón Oyarzún y Ferni Rodríguez, Alan Meller y Talia Bar, Claudia Jara y Thomas Schmidt, Catalina Valdés, Isidora Campano y Edmundo del Río, Daniel Madrid, Soledad Cuello, Pato y Sofi Heim, Bernardita Bolomburu, Gabriel Alvarado y Miguel Contreras Alonso. Carolina Bruna (Valencia, Madrid, Padova o Santiago de Chile ¿qué nos deparará el futuro para vivir y gozar?) y Camila Valenzuela Persico (de Virgilia en Madrid a luz en Santiago). Mis eternas Paula Zapata, Leo González, Daniela Jeria Peters y Gisselle Godoy, enlazadora de mundos. Chenda Ramírez y Héctor Opazo Carvajal (decidir ser amiga de los dos en contemplación arrobada mientras nadábamos en la piscina de la UAM y desde ese momento para siempre). Javiera Cubillos Almendra (la sororidad y el agradecimiento eterno, porque tú me llevaste en la senda yoguini sin saberlo). Belén Castro y Dante Buitano (el refugio que adoramos es el de ustedes). Tribi Canelo y Gaba (lo mejor de todo: ¡vecinos!). Así, el llegar no fue duro, ni triste, ni melancólico. Para colmos (mueran de envidia, mortales), nuevos amigos de la academia se me sumaron, amigos que son amores: Jocelyn Dunstan, Nadia Arnoldi, Moisés Llopis, Kamal Cumsille, Rodrigo Karmy, Bernarda Urrejola, Romina Pistacchio y Leo Reyes. No, no tuve tiempo para el spleen ni la soledad.

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La cima de los amores Another important love, a true family, is the Eisner family, starting with Mark, my gringo brother of so many years. I had the opportunity to have one of the most wonderful stays of my life at the Eisner house in 2014 in Washington DC, which I keep as one of the most magical, enriching and beautiful experiences I have had in my life. Rona: You will always seem to me like a mother. I love you very much! Without that stay, getting up every day at 6 am, practicing English and with the unforgettable days at the Library of Congress, the thesis would not have been the same. Gilbert and Rona, always in my heart. I am also eternally grateful to the Phelan Kennedys, as I was able to work in optimal conditions, for two beautiful sojourns, in their wonderful  home in Ballykeeran, Athlone, Ireland. The first time while I was writing the first chapter of my thesis, during the Easter holidays in 2018 and the second, longer time, during the first quarter of the 2020 pandemic. In this second stage, I was able to edit and write the conclusions of my thesis. It couldn’t be a better place to finish a thesis. Infinite and eternal thanks! Joanna and Ken, I will be forever grateful for that opportunity, it was a privilege. Mis padres, Myla y Senén y su ayuda desinteresada y entregada, su amor y su luz, siempre, siempre. Nicola Bagnara, siempre me digo, siempre te digo que hay en mi vida un antes y un después de cruzarme contigo en mi camino. Cómo será que tuve que mudarme cerca de tu Escuela para estar más cerca tuyo y que eres la única persona a quien considero un verdadero gurú, bien lo sabes. Tanta energía, tanto impulso, tanto amor y entrega contigo, desde ti. El espíritu de la tesis te lo agradece desde el primer día hasta el último. I leave my family for the end, the one I have built in recent years, a family that is made up of my partner, who is my best friend, my sun, the great gift that life has given me. Kilian Kennedy: you know that the outcome and wonderful end of the thesis is thanks to you. With you, always.

Agradecimientos

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Athlone, 18 de enero de 2021

Tesis doctoral maquetada por:

Facultad de Filosofía y Letras Departamento de Filología Española

El diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas (1901-1918) de Manuel Antonio Román. Contribución al estudio de la lexicografía chilena y española

Soledad Chávez Fajardo Tesis doctoral Director Pedro Álvarez de Miranda de la Gándara

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