EL CASO OPPENHEIMER [Primera edición]

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Heinar Kipphardt

EL CASO OPPENHEIMER

Con un prólogo de Eduardo Haro Tecglen

AYMÁ S. A. EDITORA BARCELONA

Director de la serie de teatro: Ricardo Doménech. © 1964 by Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main. Reservados todos los derechos. Traducción directa del alemán por Adolfo Lozano Borroy. Las fotografías han sido cedidas por H. Steinmetz, y corresponden al estreno de la obra en el Kammerspiele, de Munich, el 11 de octubre de 1964.

Primera edición: septiembre 1966. Copyright 1966 by Aymá, S. A. Editora. Barcelona. Núm. de registro 4059-65. Dep. Legal B. 7227-1966. Impreso en Gráficas Socitra. Printed in Spain.

Índice «El senador McCarthy y su tiempo», por E. Haro Tecglen………….....7

Autocrítica….……………….……………………………………….………..22 EL CASO OPPENHEIMER ……………………………………………...….24

Primera parte…………………………………………………………………28 Segunda parte …………………………………………………….………...95

Apéndice……………………………..……………………………………...156

Heinar Kipphardt……………………………………………………..…….156

J. Robert Oppenheimer….………………………………..……..…156 - 157

El Calendario Atómico……………………………………………….……157 Ilustración 9 fotografías intercaladas entre las páginas…………………..….90 - 92

Un nuevo tipo de teatro se ha venido abriendo paso en los últimos años: el teatrodocumento. Éste pone de manifiesto el progresivo afán de realidad que singulariza al drama contemporáneo, y que es correlativo a una progresiva curiosidad, que singulariza al espectador contemporáneo. El caso Oppenheimer, de Heinar Kipphardt, constituye uno de los más ilustres ejemplos de este fenómeno. Las tres mil páginas mecanografiadas de que consta el proceso instruido contra el sabio atómico Julius Robert Oppenheimer en 1954 por la Comisión de Energía Nuclear de los Estados Unidos en pleno delirium macartista, son la base documental —y argumenta!— de este drama de Kipphardt; drama que se apoya en un profundo respeto a la veracidad histórica de los hechos. Representada por primera vez en octubre de 1964, esta obra ha recorrido ya con éxito asombroso los principales escenarios del mundo. En Alemania ha sido montada por Piscator; en Italia, por Strehler, etc. En todas partes ha levantado polémicas, ha movido unos estados de opinión. Es ya uno de los grandes acontecimientos del teatro mundial de estos años. El «caso Oppenheimer» no significa solamente un caso de conciencia individual. Expresa también todo el dilema moral de los hombres de ciencia en nuestro tiempo, su participación contradictoria en la vida política, sus relaciones conflictivas con el ejercicio del poder, su actuación decisiva en el mundo actual. El proceso a Oppenheimer —que Kipphardt ha puesto en los escenarios— aglutina estos y otros varios componentes, que evidencian, en toda su dimensión y complejidad, uno de los más genuinos y representativos problemas de nuestra época. ¿Cómo pudo darse el «caso Oppenheimer»? Eduardo Haro Tecglen responde a esta pregunta en su documentado prólogo, mostrándonos las condiciones particulares, el clima social e histórico, en que se produciría: el macartismo. En cuanto al «caso Oppenheimer» propiamente dicho, éste queda más que explícito, sin necesidad de preámbulos, en el texto dramático; texto que presentamos íntegro y en traducción directa del alemán, debida a Adolfo Lozano Borroy. Además de unas líneas autocríticas de Kipphardt, insertamos también en esta edición, en forma de pequeño apéndice, unas notas biográficas del autor y de Oppenheimer, como asimismo una sucinta cronología de la aventura atómica. Al incorporar una obra como El caso Oppenheimer a nuestra Colección, estamos seguros de que cumplimos con el permanente deseo de ofrecer las muestras más importantes del mejor teatro contemporáneo. Por su contenido real y por la trascendencia de los hechos que refleja, El caso Oppenheimer es un drama que está llamado a impresionar vivamente al público lector.

El senador McCarthy y su tiempo por Eduardo Haro Tecglen

He aquí al senador McBomba, muerto en su cama de injurias, flanqueado por cuatro cerdos; he aquí al senador McCerdo, muerto en su cama de bombas, flanqueado por cuatro lenguas; he aquí al senador McLengua, muerto en su cama de cerdo, flanqueado por cuatro víboras;

he aquí al senador McVíbora, muerto en su cama de lenguas, flanqueado por cuatro búhos: McCarthy Carthy. He aquí al senador McCarthy, McCarthy muerto, muerto McCarthy, bien muerto y muerto, amén.

(Nicolás Guillén, «Pequeña letanía grotesca en la muerte del senador McCarthy», de La paloma de vuelo popular.) Han transcurrido más de diez años desde que el senador por el Estado de Wisconsin, Joseph Raymond McCarthy, desapareciese de la vida pública, derrotado finalmente en el Senado desde el cual ejerció un poder ante el que no eran invulnerables ni los Presidentes de la nación, ni los grandes héroes militares y civiles de una guerra recién ganada; han pasado ocho años desde que McCarthy está «muerto y bien muerto, amén». Al examinar ahora los textos y los documentos de los cuatro años de aquel período de la historia contemporánea de los Estados Unidos —que se inició el 9 de febrero de 1950, cuando un senador oscuro denunció en público que el Departamento de Estado tenía a su servicio 205 comunistas, y terminó el 2 de diciembre de 1954 con un voto del Senado condenando las actividades del senador McCarthy por 67 votos contra 22—, puede observarse un fenómeno constantemente repetido a lo largo de los siglos: el triunfo del oscurantismo, de la brutalidad, de los dogmas más estrechos sobre el libre pensamiento y la facultad de idear. Un dramaturgo, Arthur Miller, estableció un paralelo entre aquella situación y una similar creada por los puritanos de la ciudad de Salem —donde se castigaba con la cárcel a quienes reían en domingo—, en el año 1692: un proceso de brujería que terminó con la ejecución de 21 personas —cinco hombres y dieciséis mujeres— convictas de pacto con el demonio. Una situación semejante aparece descrita por Aldous Huxley en The devils of Loudun: en 1631, las monjas de un convento de ursulinas, en el pueblo francés de Loudun, se entregaron a raros excesos físicos y espirituales, y el resultado fue un fenómeno de histeria colectiva que terminó

con la ejecución en la hoguera, después de una larga serie de torturas, del párroco Urbano Grandier, acusado de haber desencadenado los demonios, y cuyo único pecado consistió realmente en un exceso del ejercicio de virilidad favorecido por sus excelentes facultades físicas. Estos pequeños ejemplos puramente locales revelan quizás el fondo histérico y supersticioso con el que puede identificarse el macartismo —que por ello ha sido también llamado «caza de brujas»—, pero no su extensión ni su alcance. Debe realmente inscribirse en la serie de los grandes movimientos de intolerancia y de persecución. Es una costumbre de los historiadores estimar que la Humanidad pasa alternativamente de períodos lógicos y moderados, llamados clásicos, a períodos emocionales e impulsivos —Nietzsche dividía estas dos tendencias opuestas entre «apolíneas» y «dionisíacas»— de tipo romántico, donde el pensamiento deja de primar. La cuestión es un poco más complicada. Las dos tendencias coexisten, practican su dialéctica en cualquier momento histórico que se enfoque —sea cual sea la que domine aparentemente—; cualquier ideología tiene una vertiente lógica y racional, y otra impulsiva y pasional. El estallido, el asalto de los impulsos agresivos suele producirse precisamente en los momentos en que una sociedad cree encontrar el punto máximo de su desarrollo y de su estabilidad y rechaza la aparición de cualquier idea nueva que pueda variar su situación aunque sea para mejorarla, aunque sea nacida de ella misma. Tal el caso de la Roma clásica al tomar contacto con el cristianismo. O el de la España renacentista, recién formada su nacionalidad, dominadora de medio mundo, persiguiendo en contra de su propia economía a las minorías judías y moriscas que estaban perfectamente delimitadas y controladas. La diferencia más concreta entre estos movimientos y el macartismo es que, mientras en aquellos períodos se perseguían movimientos concretos, personas perfectamente identificadas por su religión o sus razas o sus nacionalidades — como ocurrió en los pogroms centroeuropeos—, el macartismo persiguió fantasmas. No se aplicó a la busca de comunistas, al descubrimiento de comunistas, sino a inventar comunistas y a acusar de comunismo a toda clase de personas, desde una pobre negra —Annie Lee Moss—, que tuvo que preguntar a sus acusadores quién era ese Marx de quien tanto la hablaban, hasta el general Marshall —autor del famoso Plan Marshall ideado para contener el comunismo en Europa— pasando por el F.B.I., los empleados de la Voz de América, los científicos atómicos —entre ellos Oppenheimer—, soldados, pastores, senadores, periodistas... En este sentido se puede comparar el macartismo a los movimientos supersticiosos e histéricos de la «caza de brujas». Su impulso fue tal que llegó a crear un estado de opinión notable; en 1954, próximo el fin político de McCarthy, una encuesta «Gallup» demostró que un cincuenta por ciento de la opinión pública era favorable al senador de Wisconsin, y un treinta por ciento «no le era contraria». Este caso originó aberraciones

mentales notorias. Ejemplo de ello es la declaración del ingeniero industrial Thomas E. Murray, qué fue director de Chrysler, con respecto al Dr. Oppenheimer: «No es suficiente decir que el Dr. Oppenheimer no reveló secretos a los comunistas o a los compañeros de viaje con quienes tuvo amistad. Lo que es incompatible con la obediencia a las leyes de seguridad es tener esas amistades, aunque de hecho sean inocentes». Murray formó parte de la comisión que juzgó y condenó como «desleal» a Oppenheimer. *** En realidad, el senador Joseph Raymond McCarthy no hizo más que poner su nombre y su rostro —un rostro cuadrado, espeso, de rasgos groseros— a una situación, y elevar después esa situación, preparada previamente, a la categoría de tragicomedia. La muerte de Roosevelt en mayo de 1945 y el advenimiento del pequeño —en todos los órdenes— e inesperado Truman, cambió enteramente de rumbo la política de los Estados Unidos durante la guerra. Se pasó de la confianza en el aliado soviético, de la esperanza ideal de una paz duradera basada en doctrinas de buena voluntad, a una nueva situación tensa y angustiada. Los últimos movimientos de tropas en Europa no tenían ya más objeto que la loca carrera por adelantarse a las tropas soviéticas en la ocupación de territorios; el empleo de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki, cuando ya se habían iniciado conversaciones de paz con el Japón, trató de evitar que la U.R.S.S. apareciera entre las potencias vencedoras en Asia. Las negociaciones de San Francisco para la creación de las Naciones Unidas estuvieron falseadas por el acaparamiento de votos americanos con el fin de oponerse a un posible bloque comunista. Dos hombres que no habían conseguido ablandar a Roosevelt, triunfaron con Truman: Churchill, cuyo anticomunismo procedía de la Primera Guerra Mundial, y Hitler, que hasta en sus últimos momentos del refugio de la cancillería de Berlín estuvo tratando de dividir a sus enemigos, y lo consiguió a título póstumo, cuando ya no iba a serle útil personalmente, pero iba a servir para el renacimiento de Alemania; el «milagro alemán» que presenciamos todavía hoy es fruto de aquella operación de Hitler. Truman tuvo un sueño de dominio mundial, creyó posible gozar de la victoria sin repartir el botín con sus aliados, puesto que para sus destruidos aliados europeos le bastaba con una cierta ayuda económica —el Plan Marshall—, que les haría eternamente dependientes de los Estados Unidos, sobre todo si al mismo tiempo minaba para siempre su poder colonial —y así sucede en el mundo de hoy, sin más excepción que la que Francia trata de intentar con el irreductible De Gaulle—, y el único problema auténtico se planteaba con la U.R.S.S. —más tarde apareció el problema chino, que Truman fue incapaz de prever; creía que le bastaría con mantener a Chiang Kai-Chek bien pagado—. Para lanzar la ola de antisovietismo fue precisa una fuerte campaña de propaganda que diera marcha atrás a la

corriente de simpatía a favor de la U.R.S.S., nacida durante los años de la alianza en los campos de batalla. Surgió la semántica de la guerra fría: el «telón de acero», el «mundo libre», las «naciones cautivas». Puesto que la idea de un ataque frontal de la U.R.S.S. a los Estados Unidos era imposible, se fomentó la propaganda de la «subversión», de la infiltración, de la traición. Stalin era un personaje lo suficientemente hostil y duro como para que estas ideas pudieran prender fácilmente en el pueblo norteamericano. Pero el rudo golpe que sufrió, psicológicamente, el pueblo de los Estados Unidos se condensó en una situación de histeria. El pueblo estaba comenzando a cosechar los frutos de la victoria. Truman acertó con su programa de «Fair Deal» —una prolongación del «New Deal» de Roosevelt— y consiguió brillantemente la reconversión de la economía de guerra en economía de paz. Las industrias de guerra reconvertidas inundaron el mercado de productos de consumo, rápidamente adquiridos por los remanentes de una masa de ahorro producida en los años de guerra, durante los cuales se habían acumulado los beneficios de las industrias y se habían aumentado los salarios. Las exportaciones a los países de Europa producían unos ingresos considerables en el país —este era el doble filo del Plan Marshall: la dependencia económica de los países arruinados, más los beneficios industriales para los Estados Unidos—, y la renta nacional bruta aumentaba vertiginosamente. De 211.000 millones de dólares en 1946, pasó a 233.000 millones en 1947. Con sus ricos soldados estacionados en todo el mundo, su poderosa bomba atómica —considerada entonces como el arma absoluta—, su fantástico nivel de vida, el ciudadano americano había creído encontrarse ya en el mundo de la utopía. Una ola de crecimiento demográfico —el «baby boom»— confirmó el optimismo con que el pueblo americano consideraba su futuro. En esta situación, el hecho de que apareciera de pronto una amenaza descrita como siniestra, como invisible, creó fácilmente una situación de histeria. Se advertía al pueblo norteamericano que entre él mismo anidaba un enemigo deseoso de privarle de sus libertades y de su confort, capaz de convertir los Estados Unidos en un país concentracionario. Ese enemigo podía ser su más apacible vecino, disfrazado de norteamericano medio —más tarde se pondrían rostros a estos enemigos ocultos: el apacible e inteligente matrimonio judío de los Rosenberg, Alger Hiss...—, con lo cual se creó la más fantástica de las desconfianzas. La guerra de Corea, el bloqueo de Berlín, las batallas en la O.N.U. confirmaban esta idea de la agresión antinorteamericana. Pero pronto el espantapájaros anticomunista se aplicó a resolver problemas interiores. La prosperidad no pudo evitar una reaparición del paro y produjo una inflación, lo cual movió a los sindicatos (A.F.L. y C.I.O.) a lanzar unas huelgas gigantes, que rápidamente fueron reputadas comunistas, creadas por los «agentes secretos». La Ley Taft-Harley se alzó contra estas huelgas alegando que «ponían en peligro la seguridad nacional», y se obligó a los dirigentes sindicales a prestar juramento

de no pertenecer a ninguna «organización subversiva», lo que permitió una gran purga de los dirigentes obreros. Una serie de hechos concretos destruían lo apacible del mundo descrito por el «Fair Deal»: la situación de los negros —los primeros obreros licenciados, los últimos en encontrar trabajo—, el desnivel creciente entre ricos y pobres, los primeros fracasos en política internacional. No sólo las víctimas de estas situaciones, sino quienes las denunciaban, eran acusados de comunistas y sometidos a la represión y a la violación de los derechos fundamentales, lo cual creaba más protestas y, por consiguiente, más acusaciones de comunismo. Louis de Villefosse cuenta —en su reciente libro Géographie de la liberté-— que un intelectual tuvo la idea de pedir a los transeúntes que firmasen, en plena calle, un documento en señal de ratificación. Todo el mundo rehusó. «¡Pero si no es más que la declaración de independencia de los Estados Unidos!», explicó a un grupo amenazador; y un individuo le replicó: «Déjenos usted en paz con ese truco comunista». *** Se ha escrito que «McCarthy no es el autor de la crisis de confianza de los Estados Unidos en sí mismos, sino que, por el contrario, fue la crisis de confianza de los Estados Unidos en sí mismos la que hizo posible a McCarthy» (A. Mac Leish), y ciertamente es así. Otros hombres trataron de inventar antes el macartismo y no lo consiguieron. Su más inmediato predecesor fue el senador McCarran, autor de la Internal Security Act, que por primera vez formalizó en una ley la estructura anticomunista de la nación. Pero dos años antes de esta ley, en 1948, se celebró el proceso llamado de «Los once»: Once miembros del partido comunista de los Estados Unidos fueron acusados de «intento de derribar por la fuerza el Gobierno de los Estados Unidos»; en el curso de los sucesivos procesos, los acusados fueron condenados a penas de prisión y multas sin que quedase probado su intento de derribar al Gobierno por la fuerza, sino solamente su afiliación al partido y haber realizado reuniones y redactado escritos contra la política gubernamental. Apelaron por consiguiente al Tribunal Supremo, definidor de la Constitución, amparándose en la Primera Enmienda que debía garantizarles estos derechos, y el Tribunal dictaminó que «las circunstancias imponían límites a la libertad de palabra». Dos jueces, sin embargo, votaron en contra; uno de ellos, el famoso juez Douglas, declaró: «Espero que algún día las libertades garantizadas por la Primera Enmienda vuelvan a ocupar el lugar de honor que les corresponde en toda sociedad libre». Poco después era acusado de comunista. Esta famosa Primera Enmienda ha pasado por numerosas vicisitudes. Su texto es el siguiente: «El Congreso no hará ley alguna que declare oficial una religión, o prohíba su libre ejercicio; o que restrinja la libertad de palabra o prensa, o el

derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y a pedir al Gobierno la reparación de agravios». Fue redactada —conjuntamente con otras nueve enmiendas— en 1791. Duró limpiamente durante el siglo XIX, a pesar de la guerra de Secesión en la cual los «copperhead» —este desagradable nombre de serpiente se dio a los norteños que eran partidarios de las doctrinas del Sur— vieron respetados sus periódicos y sus discursos a pesar de sus ataques feroces a la actuación del Gobierno; si uno de ellos, Vallandigham, fue detenido, Lincoln le puso en libertad y le permitió huir hacia el Sur. El siglo XX fue menos afortunado en cuestión de libertades: la Primera Guerra Mundial sirvió para implantar la censura política y militar, y desde 1917 a 1921 fueron juzgadas más de dos mil personas por delitos de opinión, hasta que el ministro Holmes creó la doctrina del «peligro claro y actual», para limitar los abusos judiciales contra la Primera Enmienda, pero que en realidad limitaba ya la voluntad de los legisladores de 1791. Sin embargo, en la Segunda Guerra Mundial esta Enmienda fue más respetada que en la primera: incluso los defensores de los nazis vieron respetada su libertad de palabra. (Datos de Z. Chafee en Freedom of speech in the United States.) Es interesante advertir cómo estas libertades fundamentales fueron menos respetadas en la postguerra; los Estados Unidos mantuvieron mayor confianza en sí mismos y en su seguridad mientras combatían que cuando gozaban de los frutos de su victoria. Durante los años 1942 a 1946, el semanario Time mantuvo en funcionamiento una Comisión por la Libertad de Prensa que hizo un estudio serio y profundo acerca de esta libertad fundamental. El resultado fue breve: «La Comisión propuso esta pregunta: ¿Se encuentra en peligro la libertad de prensa? La respuesta a esta pregunta fue: sí» (Citado por Guillermo R. Riker, Democracy in the United States.) El novelista americano Merle Miller describió la situación en El hecho está ahí, uno de los libros más interesantes de la época: relata la aventura kafkiana de un empleado modesto e insignificante del Departamento de Estado que tiene vagas simpatías por la izquierda, lo cual produce un impresionante movimiento policíaco en tomo suyo. Un día su jefe le advierte: «Podría predecir palabra por palabra todo lo que van a decir... Vea usted, Brad: toda su vida ha sido registrada, todos su llantos de bebé —que aún recuerdan los que entonces eran sus vecinos—, todas sus protestas infantiles contra los profesores, todas las frases con las que usted dejaba entender que quizá no vivimos en el mejor de los mundos. Todo ello está escrito, clasificado en el expediente Douglas Bradley... Y todo está deformado, falsificado; es desagradable ver...» Douglas Bradley resulta finalmente despedido «en interés de los Estados Unidos». Y el desventurado se confía a su abogado: «¿Qué podré hacer ahora? ¿Cómo podré mantener a mi esposa? Yo no soy un mártir, ni quiero ser un héroe: quiero simplemente que me dejen en paz, que me dejen vivir». El prologuista francés del libro, el católico Gabriel Marcel, obtiene esta conclusión: «En el mundo americano es imposible pensar libremente y ser uno mismo». Esta frase fue publicada en 1950.

La doctrina de los Estados Unidos en aquel momento se enunciaba así: «Todas las libertades son válidas, todas deben ser respetadas, todas están en vigor, con una sola excepción: el comunismo y los comunistas, que no respetan la libertad». Pero esta sola excepción, desde el momento en que la propaganda describía a los comunistas como enemigos ocultos, disfrazados, clandestinos —situación a la que realmente les había impulsado la clandestinidad— sirvió para convertir en sospechosos a los 180 millones de americanos, para ejercer venganzas personales y para crear un gran pánico que privaba de libertad incluso a las víctimas de ese pánico. La teórica defensa de la libertad había acabado minando la libertad misma. «Esta libertad, que fue en otros tiempos el bien más preciado de cada americano, no pertenece en nuestros días más que a un reducido número de personas, tan pequeño que apenas corresponde a una cienmilésima parte de la población, o quizás aún a menos.» (Autopsia de los Estados Unidos, del profesor L. L. Mathias.) *** El ambiente estaba preparado para la aparición de alguien como McCarthy. Su irrupción fue salvaje. Escuchemos la descripción del personaje que hace un periodista conservador, el francés Raymond Cartier, testigo de aquella época y conocedor de los Estados Unidos (Las 48 Américas)- «El personaje es brutal. Su rostro es casi bestial. Bebe pesadamente. Es prácticamente inculto, y su cerebro está lleno de espesas sombras. Su palabra carece de gracia, su voz es ronca y está frenada por innumerables repeticiones de palabras». Sin embargo, McCarthy fue juez en Wisconsin; después fue elegido senador, derrotando en las elecciones al heredero de una tradicional familia política de su Estado, La Follette. (El primer La Follette, Fighting Bob, fue un «senador histórico», demagogo y aislacionista, rebelde a todo, que estuvo a punto de ser Presidente y que agitó el país desde su escaño del Senado a partir de 1906 hasta su muerte en 1925; le sucedió su hijo, Young Bob, creador del Partido Progresista, apoyado luego por Roosevelt, que mantuvo su escaño hasta que, en 1946, fue inesperadamente derrotado por el desconocido McCarthy. Young Bob trató de aplicar sus talentos a la industria privada, pero su fracaso en la política le amargó para siempre. En marzo de 1953, cuando McCarthy estaba en pleno triunfo, La Follette se encerró en su cuarto de baño y se disparó un tiro en la boca que le mató en el acto.) Para entender esta elección hay que saber primero lo que pasaba en el Estado de Wisconsin. En aquel momento era aún el Estado más sospechoso de la Unión; no por comunista, sino por nazi. Un elevado número de alemanes emigrantes —en 1900 había un 80 por ciento de ellos en Wisconsin— hicieron concebir a Hitler la fantástica idea de crear allí un Estado alemán que produjese una revolución armada. La idea prendió en muchos de los

inmigrantes, y se constituyeron numerosas asociaciones pro-nazis; la más importante fue «Bund» —declarada fuera de la ley por el Gobierno federal—. Estos alemanes, no todos nazis, pero todos nacionalistas, fueron los que apoyaron a los La Follette, los cuales eran aislacionistas, y por lo tanto opuestos a la entrada en guerra contra Alemania. La declaración de guerra y la subsiguiente derrota de Hitler les hicieron sentirse norteamericanos definitivamente y abandonaron a los La Follette. El candidato McCarthy, en cambio, les daba una ocasión de reivindicarse sin renegar. Sus hazañas de guerra no se habían realizado contra los alemanes, sino contra los japoneses; al mismo tiempo se definía como anticomunista acérrimo, y Hitler había proclamado claramente que el verdadero enemigo era el comunismo, y que Alemania renacería cuando los occidentales iniciaran la guerra contra el comunismo. Finalmente, sus métodos eran perfectamente nazis, y ya lo había demostrado como juez local. Los periódicos del Estado amplificaron su actuación en la guerra, aunque la revista Time describía de otra forma su actuación en el Pacífico: según dicho semanario, su misión principal fue como oficial de información, y solamente realizó «algunas misiones» como ametrallador en un bombardero. Estas misiones le hicieron célebre, especialmente por su furor para disparar: tenía el vicio de emplear la ametralladora continuamente, incluso contra las hojas de las palmeras. Un día apareció en su tienda de campaña un letrero, puesto por sus compañeros, que decía: «Proteged los cocoteros; devolved a McCarthy a Wisconsin». En la vida civil había exhibido su agresividad como boxeador. Quizá pegando y disparando se vengaba de una infancia difícil en la pequeña granja familiar de Wisconsin, cuyo miserable producto no daba lo suficiente como para mantener a los siete pequeños McCarthy. Joseph Raymond intentó a los 16 años un pequeño negocio de avicultura que fracasó y que le llevó a trabajar como chico en una tienda de comestibles. Quiso estudiar, y lo hizo sustituyendo con voluntad y largas horas de estudio la falta de inteligencia. Aspiraba a ser ingeniero, y no lo consiguió; sólo a fuerza de trabajos y superación de dificultades consiguió ser abogado. El cargo de juez —los jueces locales son electivos en Estados Unidos—, lo obtuvo más por su demagogia que por su capacidad; al terminar la guerra lo recuperó; y de ahí saltó al Senado. Sus intervenciones durante los primeros años senatoriales fueron escasas; no dejaron huella. Le faltaba todavía la práctica, la experiencia, el conocimiento de los delicados mecanismos del Senado, y no podía aún ejercer su violencia. Prácticamente el renombre le vino de una manera inesperada. El 9 de febrero de 1950 pronunciaba un discurso en la pequeña ciudad de Wheeling, en el que dijo: «Tengo en mis manos los nombres de doscientas cinco personas que el Secretario de Estado conoce como militantes del partido comunista, y que, sin embargo, siguen trabajando en el Departamento de Estado y definen y aplican la política norteamericana». El propio McCarthy ignoraba la enorme resonancia que iba a tener esta acusación, sin duda falsa. Pero cayó en la situación de crisis de confianza que ha quedado

descrita, que utilizó la prensa, que estaba en plena campaña contra el Secretario de Estado, Dean Acheson, y toda América se estremeció. Es posible que si McCarthy hubiese conocido el alcance de su frase no la hubiera pronunciado jamás, entre otras razones porque era falsa y estaba ideada exclusivamente para obtener votos de una asamblea local. Cuando la opinión pública le reclamó la lista que decía tener en sus manos, McCarthy declaró que la reservaba para el Senado. Faltaban aún diez días para la reunión del Congreso, diez días hábilmente explotados por la prensa para crear un estado de ánimo de angustia. La traición anidaba en el Departamento de Estado, en el seno del Gobierno... Cuando, finalmente, compareció ante el Congreso, McCarthy rectificó su cifra primitiva y aseguró que nunca había hablado de 205 comunistas, sino de 81 casos; más tarde redujo su cifra a 57, «de los cuales, tres son esenciales». Obligado a pronunciar los nombres, se limitó a los de esos «tres esenciales», remitiendo para los demás a los «archivos secretos del Departamento de Estado». De esos tres nombres dos estaban ya acusados por espionaje: Alger Hiss y Owen Lattimore. Pero las escasas pruebas, las débiles acusaciones reales, estaban envueltas en una ola de palabrería y demagogia que incendiaron rápidamente al pueblo norteamericano.' El Senado formó un subcomité para estudiar las acusaciones de McCarthy, presidido por el senador por Maryland, Millard Tyding, el cual dictaminó que las acusaciones eran un simple fraude; Tyding fue acusado de comunista, de pro-soviético. McCarthy acudió al mismo Estado de Maryland para lanzar estas acusaciones, y el senador Tyding, conocido por su probidad y su serenidad, perdió su escaño y desapareció para siempre de la vida política en ese mismo año de 1950; el Senado formó otro subcomité que mantuvo el dictamen del grupo Tyding y dijo que las tácticas empleadas contra él eran «despreciables». Pero McCarthy ya estaba lanzado, y ganaba por un amplio margen su reelección en Maryland. Sus tres únicos acusados cayeron rápidamente. John Service fue despedido del Departamento de Estado y arruinó su carrera diplomática; Owen Lattimore fue acusado de perjurio. El proceso más sensacional fue el de Alger Hiss. Un comunista arrepentido, Whitaker Chambers, acusó al funcionario Alger Hiss de realizar espionaje en favor de la Unión Soviética. La acusación no fue tomada en serio; el caso se olvidó, y Alger Hiss continuó prestando sus servicios, hasta que McCarthy, en su apresurada busca de nombres para justificar la acusación de «205 comunistas en el Departamento de Estado», desenterró el caso Hiss, quien fue conducido a los tribunales, juzgado y condenado a una larga pena de cárcel sin más pruebas que el testimonio de Chambers, quien había presentado unos documentos más bien dudosos. Lord Jowitt, el juez inglés que fue Ministro de Justicia en el Gobierno de Attlee, Fiscal General con MacDonald y Procurador General con Churchill, publicó en 1954 un libro titulado El extraño caso de Alger Hiss, en el que se consideraban fraudulentos los documentos presentados por el testigo Chambers y dudoso el resultado del proceso. La editorial americana

Doubleday publicó este libro en los Estados Unidos; cuando había comenzado a lanzarlo al mercado, tuvo que recoger la edición alegando «causas técnicas». Fueron retirados los cinco mil ejemplares que estaban ya en las librerías, e incluso se exigió la devolución de los ejemplares enviados a los periódicos. Hiss siguió en la cárcel, protestando y alegando inocencia; una vez en libertad, anunció que iba a luchar por su reivindicación. Nunca fue escuchado. Estos éxitos iniciales lanzaron a McCarthy a una desenfrenada serie de acusaciones. En el Senado le habían relegado a una comisión inoperante, pues la Comisión de Asuntos Administrativos tenía unas atribuciones más bien técnicas. Pero de esta comisión dependía una subcomisión permanente de investigaciones, llamada Senate Internal Security Subcommittee, que fue convertida por McCarthy en un auténtico Tribunal de la Inquisición. El conservador Taft —autor de la Ley Taft-Harley para represión de las huelgas— había declarado a los periodistas: «Hemos puesto a McCarthy en un lugar donde no puede hacer ningún daño». El daño que hizo desde su subcomité fue inmenso. En colaboración con una comisión paralela de la Cámara de Representantes — House Un-American Subcommittee—, se lanzó a una serie de interrogatorios y de acusaciones, procurando hábilmente buscar figuras populares para asegurarse la propaganda de la radio, de la televisión y de los periódicos. Comenzó con Hollywood, algunas de cuyas más famosas personalidades tuvieron que comparecer ante el subcomité —empezando por el escritor Howard Fast—; finalmente, muchos de ellos eligieron el exilio en Europa, y este fue el principio de la corriente inversa de los cineastas americanos hacia Europa, después que Hollywood se hubiera nutrido de los grandes directores y autores europeos. Siguió con los diplomáticos, con las figuras de la Iglesia; no vaciló ante los militares más prestigiosos. Los intelectuales eran su presa más codiciada. He aquí un ejemplo de interrogatorio conducido por McCarthy desde su subcomité. El acusado en aquella ocasión era un tal Reed Harris, que ocupaba un cargo de cierta importancia en «La Voz de América»: es decir, la compleja organización radiofónica encargada de colocar en los países comunistas, en varios idiomas, la propaganda norteamericana. Harris había escrito en 1932 un libro titulado King Football —el «Rey fútbol»—, en el que acusaba a los colegios norteamericanos de crear «regimentados soldados de la mediocridad». El descubrimiento de este libro por McCarthy le proporcionó una de sus mejores emisiones de televisión. Leyó párrafo tras párrafo para demostrar que Harris era «antinorteamericano»; Harris debió comparecer ante el subcomité, donde alegó que el libro había sido escrito hacía 21 años —el interrogatorio se desarrollaba en marzo de 1953—, y que desde entonces había cambiado sus opiniones «al aprender más de la vida». Veamos un extracto del interrogatorio: McCarthy: ¿Cuándo comenzó usted a ser anticomunista?

Harris: Siempre he sido opuesto al partido comunista, a los mecanismos controlados por los soviets… McCarthy: Déjese usted de mecanismos controlados por los soviets. ¿Ha sido usted siempre anticomunista? Harris: No, mientras la palabra tenía el valor que representaba en aquellos días: la filosofía colectivista como se aplica en conventos y monasterios... McCarthy: Aquí no estamos hablando de comunismo en conventos ni monasterios. Harris: Lo sé, señor presidente; pero tengo que conservar mis ideas en el contexto... McCarthy: ¿Ha sido usted siempre opuesto al comunismo? Harris: Tal como se utiliza hoy la palabra, sí; ciertamente he sido siempre opuesto. McCarthy: Le estoy preguntando si ha sido usted siempre opuesto al comunismo. Harris: No creo ahora en ninguna de sus enseñanzas… La clave de esta conversación absurda es la siguiente: Harris había escrito en su libro de juventud su adhesión al comunismo en un sentido que nosotros, en castellano, podemos denominar comunalismo; si aceptaba ahora declarar que había sido adepto al comunismo, sin explicar el sentido que daba entonces a esa palabra, sería inmediatamente acusado de comunismo en el sentido político actual; pero si declaraba simplemente ser anticomunista —y estaba declarando bajo juramento—, el texto literal de su libro se volvía contra él, y podía ser condenado por perjurio... Se trata de un ejemplo típico de los procedimientos macartistas. Estos espectáculos del Senado, ante las cámaras de televisión y de cine, apasionaban a la nación al mismo tiempo que destrozaban su prestigio exterior. «McCarthy se ha convertido en un motivo directo de angustia para los aliados de los Estados Unidos», decía un editorial de The Times de Londres. El senador Fulbright acudió, en un discurso, a un párrafo de «Gulliver» para describir la situación del país. La cita es jugosa: «... en el reino de Tribnia, que las gentes del país llaman Langden, donde residí algún tiempo, la masa del pueblo está formada por delatores, testigos, confidentes, acusadores, que son ayudados por superiores y por subalternos de todo género a sueldo de los

ministros de Estado y de los diputados. En este reino, los complots son frecuentemente obra de aquellos que desean elevarse en la escena política, dar un vigor nuevo a una Administración caduca, llenarse los bolsillos, dirigir la opinión pública en el sentido de su ventaja personal. Se sabe de antemano qué personas serán acusadas de complots; se cuida de apoderarse de sus cartas y de todos sus documentos; después se encarcela a los culpables. Esas cartas y esos papeles serán descifrados por gentes extraordinariamente hábiles que descubren el sentido misterioso de las palabras, de las sílabas y hasta de las simples letras. Comprenden, por ejemplo, que un grupo de ocas significa el Senado, un perro cojo, una invasión; la peste, un ejército que se levanta; un pajarraco, el primer ministro; la gota, un prelado; el patíbulo, un secretario de Estado; un colador, una gran dama de la Corte; una escoba, una revolución; una ratonera, un cargo oficial; un pozo sin fondo, el tesoro; un junco roto, la Corte de Justicia; un tonel vacío, un general; una herida abierta, la Administración...» Este fragmento de Los viajes de Gulliver (Libro tercero, capítulo sexto), de Jonathan Swift, figura inscrito en el boletín del Senado del 13 de mayo de 1954 a petición del senador Fulbright, hoy presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores del Senado y una de las inteligencias más preclaras de los Estados Unidos. Fue uno de los pocos —otro fue Adlai Stevenson, muerto recientemente en una calle de Londres— que se opuso abiertamente a McCarthy y sobrevivió. A algunos senadores les costó su cargo para siempre. McCarthy atacó a Charles («Chip») Bohlen, que había sido embajador en la U.R.S.S.; cuando el Departamento de Estado contratacó en defensa de su embajador, McCarthy le asestó un golpe bajo firmando un acuerdo con Grecia para que los barcos de dicho país —una de las flotas mercantes más importantes del mundo— no desembarcasen mercancías en los puertos de China. Nunca en la historia, un senador, presidente de un subcomité, había firmado un acuerdo con un país extranjero. Se trataba de un acto anticonstitucional, y el propio McCarthy tuvo que explicar que se trataba de un «arreglo privado»; pero, ante la opinión pública, McCarthy apareció como un hombre capaz de resolver un primordial asunto de política exterior que no había afrontado el Departamento de Estado. ¿Y por qué no lo había hecho el Departamento de Estado? Porque estaba lleno de comunistas… Finalmente, McCarthy cometió su gran error: atacar al Ejército. Primero, en la persona del general Marshall. Ciertamente, Marshall cometió muchos errores en su vida militar, y principalmente en China; pero sólo un demente podía acusarle de comunista o de «compañero de viaje». Generales, jefes y oficiales del Ejército tuvieron que comparecer ante el tribunal de McCarthy, y fue entonces —y sólo entonces— cuando el presidente Eisenhower decidió intervenir y hacer valer su inmenso prestigio de héroe de la guerra y de Presidente de la nación contra el

marrullero McCarthy. Fue el principio del fin. Su propio partido, el republicano, le abandonó. Si para encarcelar a Al Capone en los años veinte fue preciso acusarle de no pagar sus impuestos, para desmontar a McCarthy el Senado tuvo que acusarle de corrupción. La sospecha y las acusaciones pesaban sobre él desde el principio de su carrera, pero nadie se atrevió a revivirlos cuando estaba en la cumbre de su poder: fue preciso el abandono de Eisenhower y del Partido Republicano para que reaparecieran. El 2 de agosto de 1954, el Senado decidió crear un subcomité especial para juzgar las acusaciones contra el miembro Joseph R. McCarthy. Fue el senador Fulbright quien centró la acusación en seis puntos: 1.’, el senador por Wisconsin, siendo miembro del comité (del Senado) que tenía jurisdicción sobre los negocios de la Compañía Lustron, una compañía fundada con dinero gubernamental, recibió de ella 10.000 dólares, sin rendirle servicios de valor comparable; 2.°, en audiencias públicas ante el subcomité permanente de investigaciones del Senado insistió fuertemente en que Annie Lee Moss era conocida como miembro del Partido comunista, y que si testificaba incurriría en perjurio, sin dar a la acusada ocasión de testimoniar en su favor; 3.°, llamado insistentemente a declarar por un comité del Senado dirigido por el senador por lowa, denunció a dicho comité y se negó a comparecer; 4.°, sin ninguna justificación atacó la lealtad, el patriotismo y el carácter del general Ralph Zwicker; 5.°, invitó abiertamente, públicamente, ante la televisión, a los funcionarios del Gobierno a violar la ley y sus juramentos; 6.°, hizo un ataque insolvente contra el general George C. Marshall en un discurso, sin pruebas ni justificaciones. El 2 de diciembre de 1954, el Senado votaba la censura contra McCarthy por 67 votos contra 22. Su carrera política había terminado. Acababa también un período de la historia de los Estados Unidos, y fue asimismo Fulbright —discurso del 25 de enero de 1955— quien se encargó de hacer el epitafio de aquella época: «Una sociedad modelada a imitación de una momia egipcia: una sociedad en la que el embalsamador ocupa el puesto de honor más alto; una sociedad de cascarones fijos, pintados y endurecidos...» El senador Joseph Raymond McCarthy pudo sobrevivir apenas tres años a su caída política. Cuando murió, en 1957, tenía cuarenta y siete años. Nadie se inclinó con amor sobre su tumba. Las necrologías de los periódicos fueron frías y distantes, cuando no hostiles. El poeta negro cubano Nicolás Guillén escribió la más cruel de las elegías: «He aquí al senador McCarthy muerto en su cama de muerte, flanqueado por cuatro monos; he aquí al senador McMono, muerto en su cama de Carthy, flanqueado por cuatro buitres...» ***

Pero no es fácil decir que el macartismo haya desaparecido de los Estados Unidos; menos aún de otros países del mundo occidental. Es tan viejo como la intolerancia, tan arcaico como la superstición, tan moderno como el miedo a la desintegración de las sociedades, a la muerte nuclear; tan contemporánea como la propaganda, como la violación de las masas por la ocupación de los medios colectivos de propaganda; tan eterna como los sacrificios de inocentes para conjurar el miedo de la colectividad. Es posible pensar —mientras no tengamos pruebas suficientes para creer otra cosa— que el asesinato del presidente Kennedy en la ciudad de Dallas el 22 de noviembre de 1963 sea un triunfo póstumo del macartismo; es innegable que la irrupción brutal del candidato Goldwater en las elecciones presidenciales de 1964, con su culto a la bomba y a la fuerza, y la repentina adhesión popular que tuvo —considerable a pesar de su derrota— sea un brote de macartismo; es verosímil que algunas de las fuerzas que hay tras la acción del presidente Johnson procedan de una nostalgia del senador McCarthy. Durante los fines de semana, en cualquier ciudad de los Estados Unidos, ciertos grupos misteriosos se adentran en el campo y realizan extrañas maniobras: son los «Minutemen», una organización que se adiestra para defender al país en una futura guerra clandestina contra supuestas guerrillas comunistas. La John Birch Society, el Ku Klux Klan representan una forma del macartismo. Las comisiones de actividades antinorteamericanas de la Cámara y de Investigaciones del Senado existen todavía. En 1962 se citaba el nombre de cuatro personas encarceladas por opiniones supuestamente comunistas. En 1963, el periodista John Morgan realizaba una encuesta entre los obreros sin trabajo de los Apalaches, y se extrañaba ante ellos de la resignación con que acogían su dramática situación. «Si nos manifestamos o protestamos, se nos trata de comunistas y se nos encarcela» (artículo publicado por John Morgan en el New Statesman and Nation del 5 de julio de 1963, con el título «The other face of America»). El 20 de mayo de 1964, Hugo de Gregory fue condenado a un año de prisión por haberse negado a comparecer, entre 1940 y 1950, ante un comité que investigaba las actividades del partido comunista (citado por Louis de Villefosse). Y en los días en que escribo estas líneas se está juzgando en un pueblo del Sur a un maestro que ha enseñado a sus discípulos las teorías de Darwin… *** Estas líneas están destinadas a servir de introducción al conocimiento del «caso Oppenheimer», a explicar y a detallar el ambiente en que fue posible hacer la acusación del gran científico y pensador, del proceso a su conciencia. Fuera de su contexto pueden dar una imagen parcial y deformada de la situación actual de la libertad en Estados Unidos. Paralelamente a esta «América amarga» —título de un libro de

Constantino Ceccí—, a esta América negra y oscurantista, existe una gran América libre y democrática. Han quedado citados en el texto los nombres de Fulbright, de Stevenson, de Kennedy, los de algunos de los senadores que fueron víctimas de McCarthy y desaparecieron para siempre de la escena política vencidos en la lucha; si no se les ha dado suficiente énfasis es, repito, porque el objeto de estas líneas es explicar el ambiente previo al «caso Oppenheimer», el ambiente en que el proceso de Oppenheimer pudo celebrarse; no porque esa zona esclarecida de América se considere de menor peso que la otra. Finalmente, al alcance de cualquiera está la imagen de la América risueña y feliz; al alcance de cualquier espectador de cine o de televisión. No necesita más panegiristas, aunque sí los necesita mejores. Tampoco se debe pensar que el macartismo es un fenómeno típicamente norteamericano. Basta mirar en torno a uno mismo para descubrir unos cuantos pequeños McCarthys en potencia, y algunos de ellos incluso en ejercicio en sus más o menos pequeños campos de acción. Sería suficiente que la sociedad se electrizase en el mismo sentido que ellos para verles actuar. Son McCarthys frustrados, sin oportunidades. Sin embargo, el hecho de que McCarthy apareciera en los Estados Unidos, y precisamente en los Estados Unidos de los años cincuenta, tuvo una importancia histórica. Para muchos pueblos recién liberados del fascismo y del nazismo en Europa fue un enorme asombro, una enorme decepción contemplar ese rebrote en un país que era la cuna de las libertades contemporáneas en sus textos fundacionales, que se erigía a sí mismo como definidor de la nueva libertad y que obligaba a aceptar la definición de «mundo libre», desmentida todos los días en el subcomité de McCarthy, en los mil organismos nacidos de su costado.

Autocrítica El caso Oppenheimer es una obra de teatro, y no una mera escenificación documental. Sin embargo, el autor se ha basado totalmente en los hechos concretos, puestos de manifiesto en los documentos y en los informes obtenidos durante la investigación. La fuente principal ha sido el protocolo de tres mil páginas mecanografiadas que constituyen el procedimiento instruido contra J. Robert Oppenheimer, publicado en mayo de 1954 por la Comisión de Energía Nuclear de los Estados Unidos de América. El autor ha pretendido hacer un resumen de ese procedimiento, para que pueda ser representado en escena, sin faltar, a pesar de ello, a la verdad. Puesto que su profesión es el teatro y no la historiografía, ha tratado de liberar —siguiendo los consejos de Hegel— «el núcleo y el sentido» de un acontecimiento histórico «de los acontecimientos accidentales concomitantes y de las ramificaciones carentes de interés con respecto al suceso»; ha procurado suprimir las situaciones y los personajes de importancia relativa, sustituyéndolos por otros, de los que pueda deducirse con toda claridad la esencia del asunto. (Hegel, Aesthetik, parte III, párrafo 2 C, p. 897. Berlín, 1955.) Por motivos pacientemente meditados, el autor se ha impuesto la limitación de deducir de la realidad histórica todos los hechos contenidos en la obra. Se ha permitido algunas libertades en la elección, en el orden, en la formulación y en la concentración de la materia. Con objeto de que esta obra adquiriese la forma de un documento actual, tan sucinto como completo, lo cual se estimaba deseable para la escena, era preciso completar y profundizar en ciertos puntos, y en cuanto a ello el autor ha procedido según el principio: «Tan poco como sea posible y tanto como sea necesario». Si un acontecimiento parecía oponerse a la verdad final, ha preferido sacrificar el acontecimiento. He aquí algunos ejemplos de la libertad que el autor se ha permitido. El procedimiento original duró más de un mes, y en él fueron interrogados cuarenta testigos. El autor se ha conformado con seis; la condensación que pretendía, no podía, efectivamente, conseguirse con Un montaje fiel de argumentaciones y objeciones, lo cual, por lo demás, no se consideraba tampoco deseable en interés a la unidad de la obra. El autor se ha esforzado en sustituir la fidelidad a la letra por la fidelidad al espíritu.

El hecho de haberse limitado a seis testigos tiene como consecuencia que en la obra cierto número de testimonios, que se complementan recíprocamente, aparecen fundidos en las declaraciones de un solo testigo. Así, en las declaraciones del personaje que representa a Rabi se encuentran también fragmentos y afirmaciones del testigo Busch, que no aparece en la obra. El parangón del intento de asalto al Banco no fue hecho en realidad por Morgan, sino por Robb. Con ese objeto se interrogó al testigo McCloy, y no a Lansdale, como ocurre en el drama. Entre las diferentes escenas, el autor recurre a los monólogos de los personajes, que en la verdadera investigación no tuvieron lugar. El autor se esfuerza, sin embargo, por ajustar dichos monólogos a lo expresado por las personas en cuestión durante el debate o en otras ocasiones. En el procedimiento real, Edward Teller no se extendió en explicaciones al terminar su testificación. Algunos de los pensamientos manifestados por Teller en la obra teatral han sido extraídos del sentido de sus escritos y discursos. Oppenheimer tenía tres defensores, mientras que en la escena sólo aparecen dos. Herbert S. Marks, que en el drama es su defensor desde el principio, en el curso del procedimiento estuvo encargado, en realidad, de aconsejar a Oppenheimer. La verdadera defensa estuvo, pues, a cargo de Garrison, y no de Marks. A diferencia de lo que sucede en la obra, el dictamen del Comité no fue leído al final del proceso, sino comunicado posteriormente por carta. Por último, Oppenheimer no pronunció, durante el proceso, su discurso final.

Heinar Kipphardt

EL CASO OPPENHEIMER Versión libre basada en las actas del proceso

PERSONAJES

J. Robert Oppenheimer Físico Comité de investigación Gordon Gray Presidente Ward V. Evans — Thomas A. Morgan Abogados Por la Comisión de Energía Nuclear: Roger Robb — C. A. Rolander Por la defensa: Lloyd K. Garrison — Herbert S. Marks Testigos Boris T. Pash Oficial del Servicio secreto John Lansdale Abogado, ex Oficial del Servicio secreto Edward Teller Físico Hans Bethe Físico Davis Tressel Griggs Geofísico, director del departamento científico de la Air Forcé Isadore Isaac Rabí Físico Dos estenógrafas que no hablan Dos ordenanzas que no hablan

PRIMERA PARTE Cuando el público entra en la sala, el telón está ya levantado. En el escenario hay varios reflectores visibles. La escena está dividida por una cortina blanca practicable y que permite la proyección de los siguientes documentales cinematográficos: Varios científicos vestidos con uniformes semejantes al traje militar de campaña, dando las órdenes para llevar a cabo las explosiones atómicas experimentales, cuentan en inglés, en ruso y en francés: «cuatro, tres, dos, uno, cero...» hasta que se realizan las explosiones de ensayo. Explosiones atómicas, cuyas nubes se desenvuelven con gran belleza de formas, observadas por los científicos a través de filtros de cristal negro. Proyectadas sobre las paredes de las casas, varias sombras de las víctimas de la explosión atómica de Hiroshima. Son huellas producidas por las radiaciones atómicas. Se descorre la cortina.

Escena I Una pequeña y descuidada oficina con paredes de madera pintadas de blanco. La estancia está acondicionada provisionalmente para llevar a cabo la investigación. Sobre una plataforma situada en el fondo, una mesa y tres butacas de piel negra para los miembros de la comisión. Detrás de la mesa, junto a la pared, la bandera de los Estados Unidos. Delante de la tarima están situadas las Estenógrafas, con sus aparatos. A la derecha, trabajan los abogados de la Comisión de Energía Nuclear, Robb y Rolander, que manejan un sinfín de carpetas de documentos. En el lado opuesto, sobre otra tarima, las mesas y los asientos que ocupan los abogados de Oppenheimer. Al pie de la tarima, un viejo y pequeño sofá tapizado de piel. Julius Robert Oppenheimer entra en la estancia 2022 por una puerta lateral derecha, acompañado de sus dos abogados. Anda, según su costumbre, un poco inclinado hacia delante y tuerce ligeramente la cabeza hacia un lado. Un Ordenanza le acompaña a través de la estancia hasta el sofá. Sus abogados

extienden sus documentos sobre las mesas. Oppenheimer deja sobre el sofá la pipa y la petaca, y se acerca al proscenio. Oppenheimer: El 12 de abril de 1954, pocos minutos antes de las diez, Julius Robert Oppenheimer, profesor de Física en Princeton, entonces director de los laboratorios atómicos de Los Alamos, y más tarde consejero del Gobierno en cuestiones atómicas, entraba en el apartamiento 2022 del edificio T 3, sede de la Comisión de Energía Nuclear en Washington, con objeto de comparecer ante un comité investigador para dar cuenta de sus ideas, de sus actos, de sus relaciones amistosas y sociales que le hacían sospechoso de deslealtad hacia los Estados Unidos. La tarde anterior al día en que se inició la investigación, el senador McCarthy había declarado en una entrevista televisada: Sobre la pantalla blanca que delimita el fondo de la escena, se proyecta una gran fotografía del senador McCarthy. El actor que interpreta a Oppenheimer vuelve al sofá y prepara su pipa. Los altavoces difunden una voz estremecida por la excitación. Voz de McCarthy: Si es cierto que nuestro Gobierno no acoge dentro de sus propios organismos a ningún elemento comunista, ¿por qué sufrimos un retraso de dieciocho meses en la fabricación de la bomba de hidrógeno, mientras nuestros servicios de seguridad nos informan diariamente que los rusos están trabajando febrilmente en un proyecto semejante? Los rusos han conseguido ya la bomba atómica. Hemos perdido nuestro monopolio. En estos momentos y desde aquí advierto a toda América que nuestra nación puede hundirse debido a ese retraso de año y medio. Y yo pregunto: ¿quién es culpable de ello? Esos americanos que intencionadamente han aconsejado mal a nuestro Gobierno, ¿son leales o traidores? Les envanece ser tratados como héroes del átomo. Pero sus crímenes van a ser por fin investigados. A través de una pequeña puerta del foro entran los miembros del Comité de Investigación. Todos los presentes se levantan un momento y vuelven a sentarse. Gray: El comité investigador nombrado por la Comisión de Energía Nuclear de los Estados Unidos, con objeto de determinar si puede renovarse la confianza al profesor Julius Oppenheimer para que siga teniendo libre acceso a los secretos atómicos, está formado por los señores Thomas A. Morgan, Ward V. Evans, como miembros de dicho comité, y por mí, Gordon Gray, como presidente. Los representantes legales de la Comisión de Energía Atómica son los abogados Roger Robb y C. A. Rolander. El profesor Oppenheimer está presente en calidad de testigo en su propia causa, y es asistido por los abogados Lloyd K. Garrison y

Herbert S. Marks. Esta investigación no es un proceso judicial, y debe ser considerada como un acto secreto, del que no ha de ser informada la opinión pública. Marks: ¿Puedo preguntar, señor presidente, si alguno de ustedes vio en la televisión o escuchó por la radio ayer tarde la entrevista celebrada con el senador McCarthy? Gray: Yo desde luego, no. ¿Señor Morgan?… Morgan (levantando por un instante la mirada de los documentos): ¿La entrevista con McCarthy? No. Evans: Yo la oí por la radio. Y me llenó de asombro. Pensé inmediatamente en el profesor Oppenheimer. Marks: ¿Y usted, abogado Robb? Robb: No. De todos modos y refiriéndome a lo que ha dicho el profesor Evans, creo que para que el senador McCarthy hubiera podido aludir a la investigación que está realizando el comité, tendría que ser adivino. Marks: Fue entrevistado por Lewis Fulton, júnior. Creo que usted ha representado a ese señor en algunos procesos, ¿no es cierto, señor Robb? Gray: Profesor Oppenheimer, ¿considera que las declaraciones hechas por el senador McCarthy se referían más o menos directamente a usted? Oppenheimer: Después de esa entrevista me telefonearon cinco o seis personas. Entre ellas Einstein, quien me dijo: «Si volviera a nacer me dedicaría a hojalatero o a vendedor ambulante; así al menos podría disfrutar de un mínimo de libertad». Marks: Me he referido a la entrevista de McCarthy, porque dicha entrevista me ha hecho dudar de que este asunto pueda mantenerse en absoluto secreto. Gray: Haremos todo lo posible para conseguirlo. Profesor Oppenheimer, con objeto de cubrir todas las formalidades legales debo preguntarle si está usted de acuerdo con la composición del comité investigador. Oppenheimer: Sí, aunque deseo hacer una reserva de carácter general. Gray: ¿Cuál?

Oppenheimer: Puesto que el comité ha de ocuparse de los difíciles trabajos que los físicos han realizado en los últimos tiempos, hubiera preferido que este comité estuviera integrado por hombres de ciencia. Creo que únicamente el profesor Evans ejerce una profesión científica. Evans: De todos modos, tampoco yo entiendo nada, gracias a Dios, de física nuclear. Usted probablemente está enterado de que no fuimos nosotros quienes solicitamos este cargo. Por el contrario, fuimos designados. En lo que a mí se refiere, contra mi gusto, desde luego. Oppenheimer: Creo que a mí me hubiera sucedido lo mismo. Marks: Me parece interesante hacer constar en acta la profesión de los miembros de este Comité. Gray: Bien, abogado Marks. Ward V. Evans… Evans: Profesor de Química de la Universidad de Chicago. Gray: Thomas A. Morgan… Morgan: Presidente de la Sperry Gyroscope Company, de armamento atómico. Un náufrago del «great business». (Ríe.) Gray: Gordon Gray, editor de diarios, director de emisoras de radio, ex Secretario de Estado del Ministerio de la Guerra. Morgan: ¿No interesa nuestra situación económica? Marks: No creo que usted quiera confesárnosla, doctor Morgan. (Risas.) Gray: Profesor Oppenheimer, ¿desea hacer su declaración bajo juramento? Oppenheimer: Sí. Gray: Debo advertirle que no está obligado a ello. Oppenheimer: Ya lo sé. (Se levanta.) Gray: Julius Robert Oppenheimer, ¿jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad con la ayuda de Dios?

Oppenheimer: Lo juro. Gray: Podemos empezar el interrogatorio. ¿Quiere sentarse en el sitio de los testigos? Oppenheimer se sienta en una silla giratoria situada ante la mesa de la Comisión. Enciende su pipa. Robb: Profesor, a usted se le ha llamado el padre de la bomba atómica, ¿verdad? Oppenheimer: En los diarios. Sí. Robb: ¿Se definiría usted así, personalmente? Oppenheimer: La bomba atómica no es como un hermoso bebé, que tiene un solo padre. Sin duda tiene más de un centenar, si tenemos en cuenta las investigaciones preliminares. Muchos padres, que residen en distintos países. Robb: No obstante, ese niño ha nacido en Los Álamos, en los laboratorios fundados por usted y que usted ha dirigido desde 1943 a 1945. Oppenheimer: Efectivamente, fuimos nosotros los que fabricamos ese juguete. Robb: Creí que iba a negarlo, profesor. (Oppenheimer ríe.) Realizó la bomba atómica en un lapso de tiempo extraordinariamente breve, la experimentó y, por fin, la lanzó sobre el Japón, ¿no es así? Oppenheimer: No. Robb: ¿No? Oppenheimer: El lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima fue consecuencia de una decisión del Gobierno, no mía. Robb: Pero usted, ¿apoyó o no el lanzamiento de la bomba sobre el Japón? Oppenheimer: ¿Qué entiende usted por «apoyar»? Robb: Ayudó usted a elegir los objetivos, ¿no es verdad? Oppenheimer: Me limité a realizar mi trabajo. Recibimos una nota en la que se enumeraban los posibles objetivos...

Robb: Que eran... Oppenheimer: Hiroshima, Kokura, Nigata, Kyoto... Sobre la pantalla blanca del fondo se proyectan vistas parciales de dichas ciudades. ...y nosotros fuimos consultados en calidad de técnicos sobre cuáles serían, de acuerdo con nuestros experimentos, los objetivos más adecuados para el primer lanzamiento de la bomba atómica. Robb: ¿A quién se refiere usted, al decir nosotros, profesor? Oppenheimer: A un consejo de físicos atómicos designados por el Ministro de la Guerra. Robb: ¿Quiénes formaban parte de ese consejo? Oppenheimer: Fermi, Lawrence, Arthur H. Compton y yo. Son proyectados los retratos de estos científicos. Robb: Y ustedes debían decidir los objetivos. Oppenheimer: No. Nosotros nos limitamos a exponer los requisitos que debían reunir los objetivos. Robb: ¿Y qué requisitos eran ésos? Oppenheimer: De acuerdo con nuestros cálculos, convenía operar sobre un área de un diámetro no menor de dos millas, muy densamente poblada de edificios, a ser posible de madera, para que la presión de la onda expansiva y la ola de calor consecutiva ejercieran su máximo efecto. Los objetivos debían ser, además, de gran importancia militar y estratégica, y no debían haber sufrido anteriormente ningún bombardeo. Robb: ¿Por qué? Oppenheimer: Para poder apreciar con más exactitud los efectos de la bomba atómica.

Evans: De manera que esas consideraciones de carácter militar eran en aquel tiempo de la competencia de los físicos. Oppenheimer: Sí; porque únicamente nosotros teníamos la experiencia necesaria. Evans: Comprendo. Ya sabe usted que no soy técnico en eso, profesor. (Breve pausa.) ¿Qué sensación le produjo a usted el hecho de verse obligado a señalar un objetivo? Oppenheimer: Yo mismo me lo he preguntado posteriormente. No lo sé. La verdad es que sentí un gran alivio cuando el Ministro de la Guerra, a pesar de nuestra indicación, borró de la lista la ciudad de Kyoto, famosa por sus templos, que era el objetivo de mayor extensión y el más importante. Robb: ¿Pero usted no se opuso al lanzamiento de la bomba sobre Hiroshima? Oppenheimer: Nosotros expusimos argumentos en contra… Robb: Le pregunto, profesor, si usted se opuso. Oppenheimer: Yo aduje diferentes argumentos que se oponían a ello. Robb: ¿Argumentos contrarios al lanzamiento de la bomba? Oppenheimer: Exactamente. Pero no insistí. Al menos de un modo enérgico. Robb: ¿Quiere decir que después de haber trabajado día y noche durante cuatro años para fabricar la bomba atómica usted propuso que no se utilizara? Oppenheimer: No. Cuando el Ministro de la Guerra pidió mi parecer, yo le expuse razones a favor y en contra. Y le expresé mis dudas. Robb: Pero usted, profesor, ¿no estableció también la altura a que debería estallar la bomba para que produjera mayores efectos? Oppenheimer: Hicimos, en calidad de técnicos, lo que se nos había solicitado. Pero no fuimos nosotros quienes decidimos el lanzamiento de la bomba. Robb: Usted sabía, naturalmente, que el lanzamiento de la bomba atómica sobre el objetivo elegido tenía que matar a millares de personas civiles.

Oppenheimer: Sí, pero no tantas como murieron en realidad. Robb: Así..., ¿cuántas personas murieron? Oppenheimer: Setenta mil. Robb: Después de aquello, ¿padeció usted escrúpulos morales? Oppenheimer: Terribles. Robb: ¿Escrúpulos morales terribles? Oppenheimer: No conozco a nadie que no haya sentido escrúpulos morales después del lanzamiento de la bomba. Robb: ¿No le parece un poco... esquizofrénico? Oppenheimer: ¿El qué? ¿Tener escrúpulos morales? Robb: Fabricar una bomba, elegir el objetivo, establecer la altura a que debe estallar y después ser asaltado por escrúpulos morales como consecuencia de la explosión. ¿No le parece un poco esquizofrénico, profesor? Oppenheimer: Sí. Es una variedad de esquizofrenia que estamos padeciendo los físicos desde hace unos años. Robb: ¿Quiere aclarar eso? Oppenheimer: De los descubrimientos científicos se ha hecho un uso terrible. Pero la energía nuclear no es la bomba atómica. Robb: ¿Quiere decir que esa energía podría ser utilizada con fines industriales? Oppenheimer: Sin duda podría contribuir proporcionando una energía a bajísimo coste.

al

bienestar

del

hombre,

Robb: Usted, por lo visto, se imagina una edad de oro en el país de las maravillas o algo parecido. Oppenheimer: Sí, yo pienso en la riqueza que podría derivarse de nuestro descubrimiento. Por desgracia, los demás piensan en usarlo para fines completamente opuestos.

Robb: ¿Quiénes son los demás? Oppenheimer: Los gobiernos. El mundo no está maduro para esos descubrimientos. Es un mundo que está fuera de quicio. Robb: Y usted pretende ponerlo en orden. Oppenheimer: Yo no puedo hacer nada. Debe ponerse en orden por sí mismo. Morgan: Y usted, profesor Oppenheimer, ¿quiere convencer a un hombre práctico como yo de que ha fabricado la bomba atómica para sumergirnos en el país de las maravillas? ¿No es más cierto que la ha hecho para servirse de ella con objeto de ganar la guerra? Oppenheimer: La fabricamos para impedir que fuera usada. Por lo menos al principio. Morgan: ¿Y ha gastado usted dos mil millones de los contribuyentes para impedir que fuera usada? Oppenheimer: Para impedir que fuera usada por Hitler. Luego se ha descubierto que no existía ningún proyecto alemán con respecto a la bomba atómica. A pesar de ello, nosotros la lanzamos. Rolander: Discúlpeme, profesor. En determinado momento, ¿no se le preguntó a usted claramente si se debía lanzar la bomba sobre el Japón? Oppenheimer: No se me ha preguntado si, sino únicamente cómo debía ser lanzada para conseguir los mayores efectos. Rolander: ¿Fue exactamente así, profesor? Oppenheimer: ¿Qué quiere usted decir? Rolander: Tengo entendido que el Ministerio de la Guerra sometió a su consideración el llamado Rapport Frank: el memorándum firmado por Frank, Szilard y otros físicos, que se oponía resueltamente al lanzamiento de la bomba sobre el Japón y proponía una explosión demostrativa en un desierto ante observadores internacionales. Oppenheimer: Se nos dio a leer, sí. Aunque no creo que se hiciera oficialmente.

Robb: ¿Qué dijo usted a propósito de eso, profesor? Oppenheimer: Que no estábamos en condiciones de decidir esa cuestión, que nuestras opiniones estaban muy divididas, y que habíamos meditado juntos las razones en favor y en contra. Robb: ¿Usted era contrario al lanzamiento de la bomba? Oppenheimer: Lawrence era contrario. Yo estaba indeciso. Dijimos —creo que usted posee nuestro informe— que hacer explotar una de estas bombas en un desierto, como si se tratara de un petardo, podría ser incluso poco impresionante, y que lo único que podía aconsejarlo era la preocupación por las vidas humanas. Robb: ¿Eso no significa en la práctica que usted, profesor, era contrario a una explosión demostrativa y partidario de un lanzamiento sobre una población sin previo aviso? Oppenheimer: No. En absoluto. Nosotros somos físicos, no militares ni políticos. Eran los tiempos de la sangrienta batalla de Okinawa. Aquélla era una decisión terrible. Robb: ¿Redactó usted el informe oficial sobre, los efectos provocados por la bomba en Hiroshima? Oppenheimer: Sí, fundándome en los datos recogidos por Álvarez, que fue como observador en el avión para comprobar los efectos. Evans: ¿El físico señor Álvarez? Oppenheimer: Sí; Álvarez iba provisto de nuevos instrumentos de precisión. Robb: ¿No dijo usted en su informe que el lanzamiento había constituido un rotundo éxito? Oppenheimer: Técnicamente fue un gran éxito, desde luego. Robb: Bueno, técnicamente... Es usted muy modesto, profesor. Oppenheimer: No. Robb: ¿No?

Oppenheimer: Los hombres de ciencia nos hemos visto empujados en estos años hasta el límite de la temeridad, enfrentándonos con el pecado. Robb: Bien, profesor. De esos pecados es precisamente de lo que deseamos hablar. Oppenheimer: Creo que nos estamos refiriendo a cosas distintas. Robb: Eso es justamente lo que queremos aclarar, profesor. ¿Por qué cree que he venido a remover esa vieja historia de Hiroshima? Porque quiero llegar a descubrir la razón por la que usted en aquella ocasión cumplió tan rigurosamente su trabajo, con una lealtad, podríamos decir incondicional, y luego, en cambio, se comportó de modo tan distinto en el asunto de la bomba de hidrógeno. Oppenheimer: Esas dos cosas no pueden compararse. Robb: ¿No? Oppenheimer: No. Robb: ¿Hubiera apoyado el lanzamiento de una bomba de hidrógeno sobre Hiroshima? Oppenheimer: No, porque hubiera carecido de sentido. Robb: ¿Cómo es eso? Oppenheimer: Porque para la bomba de hidrógeno ese objetivo era excesivamente pequeño. Se nos dijo que la bomba atómica era el único medio de terminar la guerra rápida y victoriosamente. Robb: No es preciso que se disculpe usted, doctor. Por eso, al menos, no. Oppenheimer: Ya lo sé. Robb: ¿Le ha sorprendido a usted la acusación de la Comisión de Energía Nuclear? Oppenheimer: Más que sorprenderme, me ha desmoralizado. Robb: ¿Qué es lo que le ha desmoralizado, profesor?

Oppenheimer: Que después de doce años de trabajo al servicio de los Estados Unidos sea ésta la acusación que pesa sobre mí. Una acusación que insiste en veintitrés puntos sobre mis relaciones con comunistas o filocomunistas, relaciones que se remontan a más de doce años atrás. La carta contiene un solo punto nuevo. Y verdaderamente sorprendente. Robb: ¿Qué punto es ese, profesor? Oppenheimer: El que afirma que me opuse a la fabricación de la bomba de hidrógeno por razones morales o de otra índole, que ejercí mi influencia sobre otros científicos en contra de la fabricación de la bomba de hidrógeno, y que al hacerlo así retrasé deliberada y sensiblemente el programa termonuclear. Robb: Según usted, ¿esa acusación no es justa, profesor? Oppenheimer: No; no es justa. Robb: ¿Bajo ningún aspecto? Oppenheimer: Bajo ningún aspecto. Desde que manifestamos nuestra gran preocupación por lo que se refiere al monopolio atómico; desde que las dos grandes potencias mundiales se enfrentaron una a otra como dos escorpiones dentro de una botella, hay quien trata de convencer a América de que ello fue la consecuencia de una traición. Robb: De todos modos, profesor Oppenheimer, quisiera referirme a sus amistades y a sus relaciones, y desearía hacer constar en acta, como base de la investigación, la carta de la Comisión de Energía Nuclear. Garrison: Señor presidente, en ese caso solicito que se incluya también en acta la carta de respuesta del profesor Oppenheimer. Gray: De acuerdo, abogado Garrison. Garrison: Quisiera hacer otra petición. Gray: Hágala. Garrison: Que las inculpaciones hechas al profesor Oppenheimer que fueron ya puestas en claro en las investigaciones precedentes, no sean nuevamente objeto de esta investigación.

Robb: Me opongo. Gray: ¿Quiere razonar su oposición, abogado Robb? Robb: Señor presidente, la Comisión de Energía Atómica Nuclear desea volver a examinar ciertas inculpaciones, porque la Comisión dispone hoy de elementos con los que no contaba en las investigaciones anteriores. Marks: ¿Puedo preguntar, abogado Robb, qué nuevos elementos va a presentar, por ejemplo, con relación al punto tercero de su carta? Evans: ¿Qué punto es ése, abogado Marks? Marks: Aquel en que se dice que en 1938, es decir, hace dieciséis años, el profesor Oppenheimer era miembro de honor de la Junta Rectora de la Cooperativa de Consumo radicada en la costa occidental. ¿Qué nuevos elementos han surgido con respecto a ese punto? Robb: Existen, por ejemplo, nuevos datos sobre una reunión comunista celebrada en casa del profesor Oppenheimer en el año 1941... Marks: He preguntado por el punto tercero... Robb: ...Hay un nuevo testigo que ha jurado ser ciertos determinados hechos negados por el profesor Oppenheimer. Marks: Ese testigo, ¿es acaso Paul Crouch? Rolander: Señor presidente, quisiera preguntar al abogado Marks qué es lo que le hace suponer que puede tratarse de Paul Crouch. Marks: Paul Crouch ha desarrollado en estos últimos tiempos una actividad realmente excepcional como testigo, abogado Rolander. Puede decirse que Paul Crouch es indispensable en toda investigación. Creo que su profesión actual es ésa: la de testigo. Rolander: Señor presidente, quisiera preguntar al abogado Marks si han llegado a sus manos de un modo u otro las actas secretas del F.B.I. referentes al profesor Oppenheimer. Marks: No. Esa posibilidad se le ha ofrecido únicamente a la acusación. A diferencia de lo que sucede en los procesos penales.

Evans: Perdón, no he comprendido bien, disculpe mi torpeza… ¿Quién es ese Paul Crouch, abogado Rolander? Es la primera vez que oigo ese nombre. Rolander: Paul Crouch es un ex funcionario comunista, antiguo miembro del partido. Evans: ¿Y ese Crouch conoce al profesor Oppenheimer? Marks: Conoce al profesor Oppenheimer y a Malenkov, aunque ellos no creo que le conozcan a él. Evans: Me hubiera sorprendido. (Risas.) Marks: Creo que usted no ha contestado todavía a mi pregunta respecto al tercer punto, abogado Robb. Robb: Es verdad, abogado Marks; efectivamente, debo razonar mi oposición. Ésta se debe a que contamos con nuevos elementos de investigación, a que la concesión de las garantías de seguridad se otorga según nuevos criterios, y a que estimo que existe una indiscutible relación entre la actitud del profesor Oppenheimer en el asunto de la bomba de hidrógeno y el carácter de sus antiguas amistades. Por lo cual deseo se me conceda la facultad de interrogarle a propósito de ello. En su propio interés. Gray: Queda admitida la proposición del abogado Robb. Cambio de luces. Robb avanza hacia el proscenio. Se corre la cortina. Robb: Alguien podrá pensar que soy parcial. Pero al hacerlo cometerá un error. Antes de ser designado abogado de esta investigación, Oppenheimer era para mí el ídolo científico de América; era el descubridor de la bomba atómica; era, en fin, Oppy. Luego me dediqué a estudiar las actas. El material, un dosier de cuatro pies de altura, que nos proporcionó el F.B.I., mediante el que se llegó a la conclusión de que Oppenheimer «era con toda probabilidad un agente soviético encubierto», y que había inclinado al presidente Eisenhower a ordenar que se elevara «un muro infranqueable entre Oppenheimer y los secretos atómicos», ha transformado para mí el ídolo en esfinge. Con razón o sin ella, despedimos a ciento cinco funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores por frecuentar amistades mucho más inofensivas y de ideas bastante menos peligrosas. Hemos conocido un nuevo tipo de traidor, al que podríamos llamar traidor por motivos

ideológicos, éticos o algo por el estilo; y ese nuevo traidor ha aparecido precisamente en un ámbito de tan vital importancia como el de la energía nuclear. ¿Sería posible dejar todo esto al margen en el caso Oppenheimer? Todavía no se ha podido descifrar la clave de ciertos hechos contradictorios que jalonan su vida. No he logrado encontrar una explicación respecto a su actitud en el asunto de la bomba de hidrógeno. Pero tampoco estoy en condiciones de afirmar: tales o cuales hechos concretos demuestran su deslealtad. Ciertos hechos pueden ser interpretados únicamente refiriéndolos a otros que tienen que ser a su vez interpretados. Confieso que, justamente, con ocasión del caso Oppenheimer, me he dado cuenta de lo insuficiente que resulta conformarse con los hechos en nuestras investigaciones en favor de la defensa de la seguridad nacional; de que cuando nos limitamos a examinar los hechos prescindiendo de analizar las ideas, los sentimientos, los motivos en que se fundamentan esos hechos, nos comportamos de un modo burdo y poco científico. Para llegar a formarse un juicio exacto acerca de la lealtad de Oppenheimer no podía seguirse ese camino. ¿Vamos a seccionar la sonrisa de una esfinge con un cuchillo de carnicero? Desde el momento en que la seguridad del mundo libre depende de ese juicio, es necesario profundizar en todos los matices. Vuelve a escena.

Escena II Sobre la pantalla se proyecta el siguiente texto: Del interrogatorio del segundo día: GUILTY THROUGH ASSOCIATION? ¿ES CULPABLE DE CONTACTOS POLÍTICOS ILEGALES? Robb: ¿Ha estado usted inscrito alguna vez en el partido comunista, profesor Oppenheimer? Oppenheimer: No. Robb: ¿Y su mujer? Oppenheimer: Sí. Durante su primer matrimonio, hasta 1936. Robb: ¿Quién fue el primer marido de su esposa?

Oppenheimer: Joe Dallet. Robb: ¿Comunista? Oppenheimer: Sí; murió en la guerra civil española. Yo no le conocí. Robb: Su hermano Frank, ¿ha estado inscrito en el partido? Oppenheimer: Sí, hasta 1941. Robb: ¿Y Jackie, la mujer de su hermano? Oppenheimer: Sí. Robb: Hubo una época, doctor Oppenheimer, en que su ideología se aproximaba mucho a la del partido comunista, ¿no? Oppenheimer: Sí. Ya hablé de ello en mi carta de respuesta a la Comisión. Rolander (continúa el interrogatorio): En la página cinco de su carta utiliza usted la expresión «fellow traveller», «compañero de viaje». ¿Qué entiende usted exactamente por «compañero de viaje»? Oppenheimer: Yo diría que una persona es «compañero de viaje» cuando está de acuerdo con parte del programa comunista y está dispuesto a colaborar con los comunistas aun sin estar inscrito en el partido. Rolander: Según esa definición, ¿ha sido usted un «compañero de viaje»? Oppenheimer: Sí. Robb: ¿Cuándo? Oppenheimer: A partir de 1936. Después del 39 fui mucho menos «compañero de viaje», y desde 1942 ya apenas. Rolander: Por lo que se refiere al período siguiente a 1942, ¿usted no se define ya como compañero de viaje? Oppenheimer: No. Sentía sólo una vaga simpatía por el partido comunista.

Rolander: ¿Y cómo explica usted que su simpatía cesara precisamente a partir de 1942? Oppenheimer: Mi simpatía había ido disminuyendo durante los grandes procesos de Stalin; y a consecuencia del pacto entre los rusos y los nazis, prácticamente había desaparecido. Me impresionó profundamente la noticia de que los soviets entregaran a la Gestapo a un valiente físico alemán, Houterman, en unión de otros cien comunistas alemanes que los rusos habían detenido. Rolander: ¿Sus simpatías se despertaron nuevamente cuando la Unión Soviética se convirtió en nuestra aliada? Oppenheimer: Creo que entonces todos nos sentimos más tranquilos. Rolander: Pero luego, cuando en 1942 fue designado usted para organizar Los Alamos, ¿volvieron a cesar sus simpatías? Oppenheimer: ¿Qué quiere usted decir? Rolander: Trato de explicarme sus motivos, profesor. Oppenheimer: ¿Los motivos de qué? Rolander: Los motivos por los que de pronto rompió usted las relaciones con sus amigos comunistas. Oppenheimer: ¡Tenía que realizar la bomba atómica! Recluirme en un desierto y trabajar en un secreto militar absoluto. Estas circunstancias pusieron fin a todas mis relaciones personales. Robb: Precisamente a todas, no lo creo, profesor. Su ex novia la doctora Jean Tatlock, ¿estaba inscrita en el partido comunista? Oppenheimer: Sí. Más por razones sentimentales que políticas. Jean era una persona sensible, profundamente preocupada por las injusticias sociales. Robb: ¿Cuánto tiempo perteneció al partido? Oppenheimer: Su vida fue un continuo entrar y salir de él. Creo que hasta su muerte. Robb: ¿Cómo murió, profesor?

Oppenheimer (tras una pausa): Se suicidó. Tengo entendido que los agentes del F.B.I. registraron con exactitud cuántos días antes de su muerte, durante cuánto tiempo y en qué hotel estuve con ella sin informar a los órganos de seguridad. Robb: Eso me parece natural, profesor. De modo que pasaban la noche juntos en... Oppenheimer: ¿Qué puede interesarle eso? ¿Acaso tiene alguna relación con mi lealtad hacia los Estados Unidos? Robb (en tono cordial): ¿No tiene nada que ver con su lealtad a los Estados Unidos, profesor, el que usted, responsable del programa atómico de Los Alamos, pase la noche en un hotel con una mujer comunista sin informar de ello a la policía? Oppenheimer: La «mujer comunista» era mi ex novia, que estaba atravesando una grave crisis psíquica y deseaba verme. Pocos días después era cadáver. Robb: ¿De qué hablaron ustedes entonces? Oppenheimer: Eso no pienso decírselo a usted. Robb: ¿No me lo quiere decir? Oppenheimer: No. Se levanta de la silla, deja su sitio de testigo y vuelve al sofá, se sienta y enciende su pipa. Robb: Quiero que conste en acta que el profesor Oppenheimer ha abandonado su puesto de testigo. Garrison: Señor presidente, la defensa rechaza esa pregunta, que carece de importancia para los fines de la investigación y que hiere la sensibilidad del profesor Oppenheimer. Su entrevista con Jean Tatlock ya fue aclarada en las investigaciones precedentes. Gray: Se acepta la impugnación. Ruego al profesor Oppenheimer que vuelva al puesto de los testigos. Oppenheimer vuelve al lugar de los testigos.

Robb: La pregunta no fue hecha con mala intención, profesor. Oppenheimer lo mira despectivamente fumando la pipa. Cambio de luces. Evans va al proscenio. La cortina se corre. Evans: Tal vez hubiera debido renunciar a este trabajo; tengo setenta años y no consigo armonizar el sentido de estas investigaciones con el concepto que yo tengo formado de la ciencia. ¿A quién pueden interesar esos asuntos privados, para qué sirven esas humillaciones? ¿Es qué un hombre humillado es tal vez más leal? ¿Más fiel? En nuestras universidades circula una frase: «No hables, no escribas, no te muevas». Si las cosas siguen por ese camino, ¿a dónde vamos a llegar? Por otra parte, han sido precisamente los físicos los que han facilitado este estado de cosas al hacer de la física una disciplina militar, y el primero de todos Oppenheimer; Los Álamos fueron idea suya. Volvamos al lanzamiento de la bomba atómica y al asunto que nos ha traído aquí. ¿Qué es lo que se desea? ¿Se necesita una sumisión todavía mayor? No lo sé. Tal vez mis concepciones liberales han sido superadas; quizás las pretensiones totalitarias del Estado son inevitables hasta en el campo de la ciencia. Y esto sucede precisamente cuando ésta ha adquirido tanta importancia. Sea como fuere, he observado la existencia de un doble proceso. Por una parte, el hombre se va adueñando cada vez más de la naturaleza, de nuestro destino, hasta de otros destinos. Por otra parte, últimamente los aparatos estatales van adueñándose cada vez más del hombre, haciendo esfuerzos con el fin de uniformar su comportamiento. Los instrumentos que construimos para elevar nuestra mirada hacia sistemas solares desconocidos elaboran misteriosos boletines electrónicos que registran como simples datos nuestras amistades, nuestras conversaciones, nuestros pensamientos. Hay amistades justas, conversaciones justas, pensamientos justos según el reglamento. ¿Pero cómo es posible que un pensamiento nuevo pueda ajustarse también al reglamento? ¿Cómo vamos a distinguirnos de cualquier dictadura totalitaria si seguimos así? Posiblemente exagero. ¡Acaso dentro de una o de dos generaciones, los científicos acepten como cosa natural el ser considerado como funcionarios! Pero a mí ciertamente no me seduce semejante perspectiva, y voy haciéndome todas estas reflexiones mientras estoy aquí escuchando. Oppenheimer, ¿es acaso tan sólo el principio de nuevas concepciones? Vuelve a escena.

Escena III Sobre la pantalla se proyecta la siguiente inscripción. Del interrogatorio del tercer día: ¿SON COMPATIBLES LAS ANTIGUAS SIMPATÍAS HACÍA COMUNISMO CON EL TRABAJO EN UN SECRETO MILITAR? DE LA IMPORTANCIA DE LOS TESTIGOS DE PROFESIÓN. Robb: Profesor Oppenheimer, usted confirmó ayer que durante cierto período de tiempo sus relaciones con el movimiento comunista se manifestaron con mayor intensidad. Oppenheimer: Durante poco tiempo. Hasta el final de la guerra civil española. Hace quince años. Robb: Entonces frecuentaba usted los mítines, las reuniones de los sindicatos, tenía amigos y conocidos comunistas, formaba parte de una serie de organizaciones paracomunistas, leía libros comunistas, firmaba manifiestos y entregaba a los comunistas sumas de cierta importancia… Oppenheimer: Entregué dinero a favor de los republicanos españoles. Robb: Tengo entendido que usted entregaba trescientos dólares al mes al funcionario comunista Isaac Folkhoff, y en la página seis de su carta, al hablar de sus ideas políticas de entonces, dice usted: «En aquel tiempo estaba totalmente de acuerdo con el programa comunista, que propugnaba la creación de un frente popular contra la extensión del fascismo en el mundo». ¿Qué significa eso? Oppenheimer: Que estaba muy alarmado por la situación de Europa y no quería que sucediese algo así entre nosotros. Robb: ¿Qué era lo que tanto le alarmaba? Oppenheimer: ¿Que qué era lo que tanto me alarmaba, abogado? Que el mundo permaneciera inactivo ante lo que pasaba. Tenía parientes judíos en Alemania a quienes ayudé a venir aquí, y me contaron lo que estaba sucediendo en su patria.

Robb: Muy bien. Pero ¿es posible que ignorara usted, profesor, que la táctica de los comunistas era precisamente la de servirse del frente popular para extender en todo el mundo su dominio? Oppenheimer: Es posible que así fuera, pero yo entonces no veía ningún peligro en ese sentido. Veía, en cambio, lo que estaba ocurriendo en Alemania, en Italia y en el Japón, y veía que nadie hacía nada para evitarlo. Y este era el motivo de mis simpatías, de los manifiestos, de las suscripciones. Bajo aquellos manifiestos, además, estaban los nombres de grandes figuras de los Estados Unidos. Aquellos eran otros tiempos. Robb: Precisamente quería llegar a eso, profesor: si en aquellos tiempos estaba tan cerca de las ideas comunistas, ¿cómo no se inscribió nunca en el partido? Oppenheimer: Porque no me gusta obligarme a pensar lo que piensa otra gente. Eso repugna a mis ideas de independencia. Robb: ¿Ni siquiera pensó en inscribirse? Oppenheimer: No. Robb: ¿Y sus amigos no le invitaron a que lo hiciera? Oppenheimer: No. Robb: ¿Cómo se explica usted eso? Oppenheimer: Probablemente porque me conocían bien. Rolander: ¿No cree que pudiera ser una táctica de los comunistas el no inscribir en el partido a ciertas personas importantes porque pueden ser más útiles fuera que dentro de su organización? Oppenheimer: Eso no lo sé. Carezco de experiencia sobre ello. Rolander: ¿No tiene usted experiencia en cuestiones de comunismo, profesor? Oppenheimer: No. Cuando empecé a trabajar en proyectos de guerra en Berkeley, mis simpatías estaban ya casi extinguidas. Robb: ¿Puede hablar de «simpatías casi extinguidas» una persona en cuya casa tiene lugar una reunión comunista?

Oppenheimer: ¿Y cuándo ocurrió eso? Robb: Hasta ahora no me he referido a usted, profesor. Oppenheimer: Estoy seguro de que habla usted de mí. Robb: Puesto que está seguro..., ¿cree usted que es posible que, alrededor del 23 de julio de 1941, tuviera lugar en su casa una reunión, en el curso de la cual un funcionario comunista expuso las nuevas directrices del partido? Oppenheimer: No. Rolander: En julio de 1941 había arrendado usted una casa en el número diez de Kenilworth Court en Berkeley, California, ¿No es cierto? Oppenheimer: Sí. Rolander: ¿Conoce usted a un tal Schneidermann? Oppenheimer: Sí. Rolander: ¿Era un funcionario comunista? Oppenheimer: Sí. Rolander: ¿Cómo le conoció? Oppenheimer: Creo haberle conocido en casa de Haakon Chevalier, durante una reunión literaria. Robb: ¿En aquel tiempo Haakon Chevalier frecuentaba su casa? Oppenheimer: Sí. Robb: ¿En aquel tiempo su discípulo Josef Weinberg frecuentaba su casa? Oppenheimer: Sí. Robb: Dos testigos han dicho y están dispuestos a jurarlo, que usted, profesor, el 23 de julio o unos días después participó en una reunión comunista secreta celebrada en Berkeley, Kenilworth Court, 10, en la que Schneidermann expuso las nuevas orientaciones del partido después de la entrada de Rusia en la guerra.

Según esos testigos, estuvieron presentes entre otros, Haakon Chevalier, Josef Weinberg, el profesor Oppenheimer y su mujer. Oppenheimer: No es cierto. Rolander: En aquella época, ¿habitaba usted en una casa de campo de estilo español con cielo raso de madera pintada? Oppenheimer: Sí. Rolander: ¿Y en ella había una gran lámpara veneciana de cristal azul? Oppenheimer: Sí. Rolander: ¿Y junto a la chimenea había un caballete de madera pintado de rojo? Oppenheimer: Sí. Rolander: Esos son los detalles que han dado los testigos. ¿No es posible que haya olvidado usted aquella reunión, profesor? Marks: Señor presidente, ¿puedo preguntar al abogado Robb quiénes son esos dos testigos que recuerdan lámparas venecianas y caballetes de madera y que están dispuestos a jurar quiénes fueron los asistentes a aquella reunión? Robb: Los testigos son Paul Crouch y su mujer. Evans: ¿Se refiere a ese Crouch de quien se ha hablado ya? Robb: Sí, profesor Evans. Marks: Señor presidente, pido que Paul Crouch y su mujer comparezcan ante este Comité para que declaren bajo juramento. Rolander: Ahora no puede ser. Gray: ¿Por qué? Rolander: También nosotros hubiéramos querido presentar esos testigos, señor presidente, pero el F.B.I. se ha negado a ponerlos a nuestra disposición. Gray: Lo siento, abogado Marks. ¿Por qué quería interrogarles?

Marks: Quería probar que se trataba de testigos falsos, interesados en prestar declaraciones de esa clase. Rolander: ¿Quiere decir que el F.B.I. trabaja sobre la base de testimonios falsos? Marks: No he dicho eso. No sé quién puede tener interés en esas declaraciones falsas, pero me hubiera complacido interrogar a esos testigos. Tal vez hubiéramos podido deducir algo nuevo. Así sé solamente que sus testimonios son falsos. Robb: Supongo que probará usted esa afirmación, abogado Marks. Garrison: ¿En qué fecha tuvo lugar esa reunión de Berkeley? Robb: El 23 de julio de 1941 o unos días después. Garrison: Es decir... Robb: No antes del 23 de julio ni después del 30. Garrison: ¿Ha podido confirmar usted los datos proporcionados por los testigos, abogado Robb? Robb: Sí, recientemente. Marks saca de una cartera un paquete de fotografías y se lo lleva a Gray. Marks: Ahora quiero entregar al Comité las pruebas para demostrar que el profesor Oppenheimer y su esposa, en el período comprendido entre el 20 de julio al 10 de agosto no se encontraban en Berkeley sino en Nuevo Méjico. Aquí se relacionan los nombres de los hoteles donde se alojaron y de las personas que pueden confirmarlo. Abogado Robb, ya se lo había dicho: sus testigos no valen el dinero que cuestan. Robb: Veo, abogado Marks, que a la defensa le interesaba mucho probar la ausencia del profesor Oppenheimer durante aquellos días. Marks: Naturalmente. Robb: Es curioso que anotara tan cuidadosamente esos datos antes de conocer la acusación que pesa sobre Oppenheimer.

Marks: Tomamos esa precaución en todos los viajes de cierta duración que realiza el profesor. Robb: Lo comprendo perfectamente. Cambio de luces. Marks va al proscenio. Se corre la cortina. Marks: Supongo que se aclarará algún día que ante este Comité, más que al propio Oppenheimer, se está juzgando a nuestro actual sistema de seguridad. Soy amigo de Oppenheimer, y durante varios años he sido abogado consultor de la Comisión de Energía Nuclear, y conozco perfectamente sus problemas. Condenar a Oppenheimer equivale a condenar a nuestro sistema de seguridad, a decretar definitivamente la subordinación de la ciencia al poder militar. Entre los científicos ya no habrá sitio para quien llama pan al pan y vino al vino, no habrá ya sitio para los espíritus independientes. Si se tratara sólo de Oppenheimer, si no fuera por la necesidad política de dar ejemplo, la Comisión de Energía Nuclear hubiera tenido una salida muy sencilla: bastaba con no renovar el contrato de Oppenheimer, que expira dentro de tres meses. Pero si al profesor se le niega el derecho de acceso a los secretos atómicos, ¿es que por eso van a borrarse de su cabeza esos secretos? El mismo Lewis Strauss, que como primer acto oficial al asumir la dirección de la Comisión para la Energía Nuclear inició esta investigación, fue quien en 1947 concedió a Oppenheimer la garantía de seguridad. Si ahora telegrafía a la Aviación, a la Marina y al Ejército comunicándoles la expiración de dicha garantía, no creo que se siga un procedimiento correcto. No se ha permitido a la defensa examinar el material secreto que el F.B.I. puso a disposición del Comité de Investigación. El mismo Oppenheimer no puede repasar su correspondencia privada ni sus propios informes: todo ello ha sido intervenido y depositado en lugar secreto. Yo me pregunto si la línea de defensa elegida por Oppenheimer de invalidar los hechos es una línea justa de defensa; porque aquí no interesan los hechos, o en todo caso interesan muy relativamente. ¿Por qué, pues, aceptamos la batalla en ese terreno? ¿Por qué, en cambio, no se lleva esa discusión entre científicos ante la opinión pública? ¿O es que acaso estamos esperando que empiece a exigirlo la parte contraria? He insistido sobre eso con el mismo Oppenheimer. Pero su confianza en la fuerza de los argumentos nos proporciona un testimonio todavía peor que el que pudiera presentar Juana de Arco, que no sabía leer. Vuelve a escena.

Escena IV Sobre la pantalla se proyecta lo que sigue: Del interrogatorio del quinto día: ¿Cuál es el límite de la lealtad hacia un hermano? ¿Cuál es el límite de la lealtad hacia el Estado? ¿Puede responsabilizarse a un hombre de su manera de pensar?

Morgan: A mí, profesor Oppenheimer, me interesa el lado práctico de las cosas. No me interesa el símbolo impreso sobre un billete de Banco, sino su verdadero valor; no el modo de pensar de una persona, sino las consecuencias de ese modo de pensar. Usted tenía la misión de reunir en Los Alamos a los científicos para el programa atómico, ¿no es cierto? Oppenheimer: Sí. Yo aconsejaba emplear a las personas que consideraba idóneas. En último término, la decisión correspondía al general Groves y al coronel Lansdale, jefe del Servicio de Seguridad. Morgan: ¿Cree usted que un comunista puede tomar parte en un proyecto de guerra secreto? Oppenheimer: ¿Entonces u hoy? Morgan: Digamos... hoy. Oppenheimer: En términos generales, no. Morgan: ¿Y entonces? Oppenheimer: Entonces, una excepción me hubiera parecido más factible. Morgan: ¿Por qué? Oppenheimer: Porque entonces Rusia era nuestra aliada; hoy es nuestro probable enemigo en caso de guerra.

Morgan: ¿Así que lo que usted cree que hace imposible que un comunista trabaje en un proyecto de guerra secreto son los vínculos del partido comunista con Rusia? Oppenheimer: Evidentemente. Morgan: ¿Y cuándo ha comenzado a ser evidente eso para usted? Oppenheimer: En el 46-47. Morgan: Permítame una pregunta un poco simple, profesor Oppenheimer. En 1943, ¿no sabía usted que el partido comunista de este país era un instrumento de espionaje? Oppenheimer: No. Morgan: ¿Ni siquiera lo sospechaba? Oppenheimer: No. Era un partido reconocido legalmente, y los rusos eran nuestros tan elogiados aliados, los que acababan de derrotar a Hitler en Stalingrado. Morgan: Yo no creo haber elogiado nunca a los rusos. Oppenheimer: Pero tampoco, ni usted ni el Gobierno, me han facilitado nunca una norma al respecto. Morgan: Entonces, ¿quién se lo ha dicho a usted? Oppenheimer: En todo caso, por lo que se refiere al sentido práctico, en Los Álamos no se ha empleado a nadie del que se supiera que era miembro del partido comunista. Morgan: ¿Y usted no ha propuesto a nadie, profesor Oppenheimer? Oppenheimer: No. Morgan: ¿Cómo es eso? Oppenheimer: Para evitarme un conflicto de lealtad. Morgan: ¿De lealtad?

Oppenheimer: Me parecía contradictorio que un miembro del partido, cuyo programa trataba de hundir al Gobierno de los Estados Unidos, tomara parte en proyectos secretos de ese mismo Gobierno. Morgan: Comprendido. Robb: Por lo que se refiere a Los Álamos, profesor, ¿qué peligro veía usted en la participación de científicos comunistas? Oppenheimer: El peligro de la indiscreción. Robb: ¿Ahora se llama indiscreción al espionaje? Oppenheimer: La palabra indiscreción no llega a tanto: indica sólo una posibilidad. Robb: ¿Cree usted, pues, que un comunista representa un grave peligro para la seguridad? Oppenheimer: Un miembro activo, sí. Robb: ¿Y un ex miembro? ¿Qué hacía usted cuando tenía que proponer a un físico que había sido miembro del partido? Oppenheimer: Si lo sabía, y lo consideraba peligroso para los secretos de nuestro trabajo, lo proponía subrayando esa reserva. Robb: ¿Cómo se las arreglaba para saber si un ex miembro del partido comunista era todavía peligroso? Oppenheimer: Me limitaba a exponer mi impresión. Era muy difícil encontrar personas adecuadas para el programa. Trabajábamos en condiciones extremadamente duras y difíciles. Robb: No ha contestado a mi pregunta, profesor Oppenheimer. Oppenheimer: Repita la pregunta, por favor. Robb: ¿Qué test hacía usted para enterarse de si un ex miembro del partido era o no peligroso? Oppenheimer: ¿Un test? ¿A quién? ¿A mi mujer?

Robb: Pongamos por ejemplo a su hermano, que es físico como usted. Dígame qué test hizo antes de depositar en él su confianza. Oppenheimer: A un hermano no se le hace ningún test. Yo al menos no se lo hago. Conocía muy bien a mi hermano. Robb: Bueno, ¿y cómo sabía usted que su hermano ya no era peligroso? Oppenheimer: Nunca consideré peligroso a mi hermano. El hecho de que exista el peligro de que un miembro del partido comunista pueda hacer espionaje no significa que necesariamente todos los inscritos en el partido sean espías. Robb: Comprendo. Su hermano era una excepción a la regla que usted ha establecido antes. Oppenheimer: No. Yo no he dicho nunca que todo comunista represente un peligro para la seguridad, sino únicamente que es razonable mantener esa regla como norma general. Juliot Curie, en Francia, es un ejemplo de lo contrario. Es comunista, y a la vez el único responsable de todo el programa atómico francés. Robb: Y los espías Klaus Fuchs, Pontecorvo y Num May, ¿son otros ejemplos? Se proyectan las fotografías de los tres científicos. Oppenheimer: Sí. Evans (se dirige con interés a Oppenheimer,): Perdone, ¿conocía usted a Klaus Fuchs? Oppenheimer: No mucho. Llegó a Los Álamos cuando vinieron los ingleses. Formaba parte de la sección teórica dirigida por Hans Bethe. Evans: ¿Qué clase de hombre era? Oppenheimer: Era un hombre callado, introvertido, hijo de un pastor alemán; sentía verdadera pasión por los automóviles y conducía con gran prudencia. Evans: No he comprendido nunca las causas de su comportamiento. ¿Recibía dinero de los rusos? Oppenheimer: Parece ser que obraba por motivos morales, al menos eso era presumible...

Evans: ¿Por motivos morales? Oppenheimer: Declaró al servicio secreto inglés que, según su conciencia, era inaceptable que la bomba atómica estuviera en manos de una sola potencia, porque temía que pudiera abusar del monopolio. Se situaba un poco en el papel de Dios: algo así como si fuera la representación de la conciencia universal. Gray: ¿Usted, profesor Oppenheimer, podría hacerse ese razonamiento? Oppenheimer: No; al menos de ese modo. Evans: ¿Cree que las informaciones de Fuchs, de May o de otros fueron decisivas para la consecución de la bomba atómica rusa? Oppenheimer: Decisivas no. Los rusos se enteraron de que nosotros estábamos trabajando en la bomba atómica. Llegaron a conocer ciertos detalles sobre la bomba de plutonio. Pero, según he sabido después por nuestros servicios secretos, ellos siguieron caminos diferentes. A Fuchs le hacían preguntas a las cuales, dada la distinta dirección que seguían nuestras investigaciones, él no podía contestar. Robb: ¿Puedo continuar, señor presidente? Gray: Siga. Robb: ¿Cuándo se inscribió su hermano en el partido comunista? Oppenheimer: En 1936 ó 1937. Robb: ¿Y cuándo se dio de baja? Oppenheimer: Creo que en otoño de 1941. Robb: Tengo entendido que en ese misma época ingresó en el laboratorio de radiaciones de Stanford Berkeley, ¿no es cierto? Oppenheimer: Sí, aunque Lawrence no le empleó en ningún trabajo secreto. Robb: Sin embargo, poco tiempo después trabajaba en Berkeley en proyectos de guerra secretos. Oppenheimer: Un año después, sí.

Robb: ¿Después de Pearl Harbor? Oppenheimer: Es posible. Robb: ¿Se apresuró usted entonces a comunicar a la policía que su hermano estaba inscrito en el partido? Oppenheimer: No, porque nadie me lo preguntó. Robb: Nadie se lo preguntó. ¿Pero usted no se lo comunicó a Lawrence ni a nadie? Oppenheimer: A Lawrence le dije una vez que las dificultades de mi hermano en Stanford eran debidas a sus estrechas relaciones con las izquierdas. Robb: No es exactamente eso lo que le he preguntado, profesor. ¿Comunicó usted a Lawrence o a alguien que su hermano estaba inscrito en el partido comunista o no? Oppenheimer: No. Robb: ¿Por qué no? Oppenheimer: Porque no me sentía obligado a destruir la carrera de mi hermano teniendo como tengo plena confianza en él. Robb: ¿Y cómo se enteró de que su hermano se dio de baja del partido? Oppenheimer: Porque me lo dijo él mismo. Robb: ¿Y le bastaba a usted con que él se lo dijera? Oppenheimer: Desde luego. Robb: ¿Usted sabe que entonces o después su hermano negó haber estado inscrito nunca en el partido comunista? Oppenheimer: Sí. Sé que lo hizo en 1947. Robb: ¿Y por qué cree usted que lo negó?

Oppenheimer: Probablemente porque quería seguir trabajando como físico y no como granjero, que es lo que se vio obligado a hacer. Robb: Usted, profesor, ¿aprueba el comportamiento de su hermano? Oppenheimer: No lo apruebo, pero lo comprendo. Lo verdaderamente inadmisible es que se hunda a un hombre a causa de sus ideas. Eso sí que lo desapruebo. Robb: Estamos hablando de proyectos militares secretos, no de las medidas posiblemente incómodas que nos vemos obligados a adoptar con objeto de proteger nuestra libertad, profesor Oppenheimer. Oppenheimer: Ya lo sé. Hay gente dispuesta a defender la libertad hasta que ya no quede de ella el menor vestigio. Robb: En el caso de su hermano, profesor, podríamos decir con toda exactitud que la natural lealtad de usted hacia él ha prevalecido sobre su lealtad hacia nuestros órganos de seguridad. Oppenheimer: Creo haber explicado anteriormente que entre esas dos lealtades no existe incompatibilidad. Robb: Si bien usted, que según propia declaración, no ignoraba que era muy importante para los órganos de seguridad saber que alguien estaba inscrito en el partido comunista, no dijo nada en el caso de su hermano. ¿Es así o no? Oppenheimer: No es que quisiera ocultarlo; simplemente es que no se me preguntó. Robb: Y usted no lo dijo por espontánea iniciativa. Oppenheimer: No. Robb: Era cuanto quería saber, profesor. Cambio de luces. Rolander va al proscenio. Se corre la cortina. Rolander: Se ha censurado el hecho de juzgar acontecimientos del pasado según criterios que se basan en puntos de vista actuales. Y, en efecto, nosotros nos estamos preguntando si el profesor Oppenheimer representa un peligro para

nuestra seguridad hoy, que nuestros adversarios son los comunistas, Rusia, y no los nazis como en aquella época. Los hechos en sí son una cosa muy relativa. Así como en 1943 considerábamos inconcebible confiar nuestros secretos vitales a un filonazi aunque fuera un genio, en 1954 consideramos imposible hacerlo a un filocomunista. Las disposiciones de seguridad responden a criterios prácticos: qué se defiende, contra quién y en qué condiciones. Esas disposiciones no pretenden ser absolutamente justas ni perfectamente morales. Son funcionales y buscan la eficacia. Por eso me fastidian los discursos ideológicos que se pronuncian aquí, y las cuestiones de principio que se invocan acerca de la sagrada esfera de los derechos privados, conceptos viejos y caducos que ya no tienen razón de ser. Nosotros debemos examinar con frialdad la firmeza de las simpatías mostradas por Oppenheimer entonces, en qué medida persisten hoy, qué consecuencias se derivaron de ellas en su tiempo, y si podemos continuar permitiéndoselas en el futuro. Es la historia misma —la posibilidad de una desconfianza en el mundo libre— la que impone a nuestro sistema de seguridad la necesidad de ser drástico y de no tolerar excepciones. Aquí me encuentro viejo entre gente más vieja todavía. En el lugar donde se asientan las ideologías yo no tengo más que una mancha opaca. Vuelve a escena.

Escena V En la pantalla se proyecta el texto siguiente: Del interrogatorio del séptimo día: ¿Qué clase de hombres son los físicos? ¿Se puede desmontar a una persona igual que se desmonta un CARBURADOR? Rolander: ¿Conviene usted conmigo, profesor Oppenheimer, en que para un proyecto de guerra secreto, un compañero de viaje representa, potencialmente al menos, un gran peligro? Oppenheimer: Potencialmente, sí. Todo depende de la persona. Rolander: ¿Es verdad, profesor Oppenheimer, que varios científicos de Los Álamos eran compañeros de viaje?

Oppenheimer: No muchos. Desde luego, menos que en Berkeley. Pero en aquel momento, con tal de conseguir nuestro objetivo, hubiéramos arrancado a un hombre de la silla eléctrica de haber tenido necesidad de él. Rolander: Lo que no consigo explicarme, profesor, es cómo han podido ser «arrancados de la silla eléctrica» tantos compañeros de viaje. Oppenheimer: Porque muchos hombres de ciencia simpatizaban con las ideas izquierdistas. Rolander: ¿Cómo se explica usted eso? Oppenheimer: Los físicos se interesan por lo nuevo. A ellos les gustan los experimentos, y su mentalidad es propicia a los cambios. Lo mismo en el trabajo que en la política. Rolander: Especialmente entre sus alumnos había muchos comunistas y compañeros de viaje, ¿no es verdad? Oppenheimer: Sí, algunos. Rolander: ¿Weinberg, Bohm, Lomanitz, Friedmann? Oppenheimer: Sí. Rolander: ¿Fue usted quien recomendó a todos esos jóvenes para que trabajasen en Berkeley y en Los Álamos? Oppenheimer: Sí. Los recomendé. Porque eran excelentes científicos. Rolander: Comprendo. Bajo un punto de vista profesional. Oppenheimer: Precisamente. Rolander: Entre sus conocidos y sus amigos, lo mismo en el ámbito de su profesión que fuera del mismo, había muchos compañeros de viaje, ¿verdad? Oppenheimer: Sí, pero no creo que eso fuera anormal. Atravesábamos una época en que el experimento que supone la puesta en práctica de la ideología soviética ejercía una gran atracción sobre todos los que no consideraban satisfactorias las condiciones de nuestro mundo, que yo mismo tampoco creo que sean muy agradables. Hoy, que observamos dicha experiencia soviética sin

ninguna ilusión, cuando Rusia se nos presenta como una potencia mundial adversaria, somos nosotros mismos quienes condenamos la esperanza que tantos hombres pusieron en esa tentativa, y vamos en busca de formas más justas de convivencia humana en las que se disfrute de mayor libertad y mejores garantías sociales. Me parece poco prudente —y lo considero inadmisible— que se quiera echar la culpa de todo a esos hombres a que usted se refiere y que se les persiga por sus ideas de entonces. Rolander: Yo no creo que se eche la culpa a nadie, profesor, e insisto solamente en la pregunta de si un físico que tiene tantos amigos y conocidos comunistas o compañeros de viaje no representa un peligro grande para nuestra seguridad. ¿No le parece que es así? Oppenheimer: No. Rolander: Quiere decir que también hoy es indiferente tener tantos amigos comunistas... Oppenheimer: Quiero decir que no se puede desarticular a un hombre igual que se desmonta un carburador. Estas son sus ideas y tal es el grado de seguridad. A tantos amigos y conocidos filocomunistas, corresponde tanto peligro. Estos son desvaríos esquemáticos, y si en Los Álamos hubiéramos razonado así, no hubiéramos conseguido trabajar con los mejores físicos. Tal vez hubiéramos tenido un laboratorio de una conciencia política impecable, pero probablemente nos hubiera servido para poco. La marcha de las personas de cerebro excepcional no puede ser tan rectilínea como se imaginan los agentes de los servicios de seguridad. Con ideas irreprochables —es decir, conformistas— no se construye una bomba atómica. La gente que dice siempre que sí, es cómoda pero poco eficiente. Rolander: ¿Qué hizo usted, profesor, cuando en 1947 se enteró de que uno de ésos que dicen siempre que no —Weinberg, Bohm— estaba inscrito en el partido comunista? Oppenheimer: ¿Que qué hice? Rolander: ¿Rompió sus relaciones con ellos? Oppenheimer: No. Rolander: ¿Por qué?

Oppenheimer: Porque tal actitud no es compatible con mis ideas acerca de la civilización. Rolander: Y con sus ideas acerca de la seguridad, ¿es compatible? Oppenheimer: ¿Cómo? Rolander: Usted recomendó a Weinberg a su abogado, ¿no? Oppenheimer: Creo que al abogado de mi hermano, sí. Rolander: Y dio una fiesta en honor de Bohm. Oppenheimer: Asistí a una velada de despedida cuando fue expulsado de Princeton, antes de su partida hacia el Brasil. Rolander: ¿Y usted conseguía conciliar esas manifestaciones de simpatía por los comunistas militantes con sus deberes de máximo consejero del Gobierno sobre problemas atómicos? Oppenheimer: ¿Qué tiene que ver eso con los problemas atómicos? Daba consejos a viejos amigos y me despedía de ellos cuando se marchaban, eso es todo. Rolander: ¿Lo haría también hoy? Oppenheimer: Creo que sí. Rolander: Gracias, profesor. Gray: ¿Alguna otra pregunta al profesor Oppenheimer? Evans pide la palabra. Evans: Me asombra que hubiera tantos físicos rojos. Tal vez es una característica de esta generación. Oppenheimer: Más que rojos, diría... rosados. Evans: No consigo explicarme qué es lo que puede haber impulsado a gente tan racional hacia ideas políticas tan radicales. ¿Qué clase de hombres son los físicos?

Oppenheimer: ¿Quiere decir que si por casualidad están un poco… locos? Evans: No sé. Digamos que son... un poco extravagantes. ¿En qué se diferencian de las demás personas? Oppenheimer: Creo que únicamente en que tienen una mayor independencia de criterio. Y en que pretenden ver el fondo de las cosas que no funcionan o que funcionan mal. Evans: Nunca he leído a Marx ni a ningún escritor de esa clase, ni me he interesado nunca por la política, como evidentemente le ha sucedido a usted. Oppenheimer: Tampoco yo me interesé durante mucho tiempo. Cuando era joven nadie me dijo nunca que existían circunstancias tan crueles y amargas como las que después observé en las grandes crisis, cuando muchos de mis alumnos pasaban hambre, y cuando había millones de personas que no podían encontrar trabajo. Estaba convencido de que en un mundo en el que eso es posible había algo que no funcionaba bien. Y deseaba conocer la causa. Evans: Y por eso leía usted libros comunistas, tratados de sociología y qué sé yo cuantas cosas más. Oppenheimer: Sí. Aunque sinceramente he de decir que no he llegado a comprender El Capital de Marx. Nunca pude pasar de las cincuenta primeras páginas. Evans: Es increíble, pero todavía no he encontrado a nadie que lo haya comprendido. A excepción quizá de Rockefeller. (Risas de Morgan, Marks y Robb.,) Y de mi dentista, que cada vez que hace girar su torno sobre uno de mis nervios, me habla de Carlos Marx y comenta sus obras. (Risas.) De modo que el nombre de Carlos Marx lo asocio siempre involuntariamente con mi dolor de muelas. (Risas.) Oppenheimer: Creo que a muchos les sucede lo mismo. Evans (ríe): De todos los filósofos famosos cuyas obras no lee nadie, Carlos Marx es quien nos proporciona más molestias. Observe usted su caso, por ejemplo. Oppenheimer ríe. Cambio de luces. Morgan va al proscenio. Se corre la cortina.

Morgan: Ayer tuve una discusión con Gray. Gray estaba disgustado porque el Ministro de la Guerra había intervenido en estas cosas. Y, como es natural, se metió con los hombres de ciencia, lo cual es como jugar con fuego. En mi opinión, se habla mucho, generalizando demasiado, de las ideas políticas de Oppenheimer. Ello puede satisfacer a McCarthy y a algunos periódicos, pero no está aquí el fondo del problema cuando se trata de gente tan complicada como estos intelectuales y físicos. Yo creo que debemos convencer a los científicos de que nosotros no queremos obligarles a que tengan una opinión determinada, y que no prescindiremos de ellos porque piensen de un modo u otro, lo cual no significa que no debamos exigirles que establezcan una rigurosa separación entre sus opiniones personales y su trabajo como técnicos contratados por el Gobierno, porque una política atómica moderna sólo es posible sobre la base de una consideración objetiva de la labor que cada uno realiza. Eso sucede en cualquier industria, y es lo menos que puede pedir un Estado moderno. Por consiguiente, el Comité no debe darse por satisfecho con analizar las ideas políticas de Oppenheimer, por muchas sorpresas que ello pueda depararle; lo importante es llegar a establecer si ese fondo, esas ideas políticas, si sus ideas filosóficas y morales se han proyectado de algún modo sobre su actividad de físico con consecuencias inadmisibles y nocivas para nosotros, y si hay peligro de que eso pueda trascender en el futuro. Únicamente así, el asunto de la renovación de la garantía de seguridad cobrará tanto relieve y se revelará tan importante a los ojos del público y de los científicos, que unos y otros lo comprenderán perfectamente. Las ideas personales de un físico, por extremas que sean, siguen constituyendo un asunto privado del mismo mientras no se reflejen en su actividad profesional. Esa distinción es la que apoya los principios fundamentales de nuestra democracia. Vuelve a escena.

Escena VI Sobre la pantalla se proyecta el texto siguiente: Del interrogatorio del décimo día: ¿En qué consiste la lealtad absoluta? ¿Puede lograrse una seguridad al cien por cien? ¿Cuál sería su precio?

Robb: Por estos documentos me he enterado de que hoy cumple usted cincuenta años, profesor Oppenheimer, y me permito dejar por un momento al margen las formalidades de la investigación para felicitarle. Oppenheimer: Gracias, aunque no creo que sea este el momento más oportuno para recibir felicitaciones. Robb: ¿Podría decirme, profesor, si ha visto ya el correo que ha recibido usted con motivo de su cumpleaños? Oppenheimer: Sólo he podido echar una ojeada a parte del mismo. Robb: ¿Sabe usted si le ha escrito Haakon Chevalier? Oppenheimer (con sonrisa despectiva): Sí, una tarjeta. Robb: ¿Y qué le dice? Oppenheimer: La acostumbrada frase: «En nombre de nuestra antigua amistad, cordialmente, Haakon». Supongo que tendrá usted una fotocopia. Robb (sonríe): ¿Sigue considerándole su amigo, no? Oppenheimer: Sí. Robb: En la página 22 de la carta en que contesta usted a la que le envió la Comisión de Energía Nuclear, habla de cierta conversación entre usted y Chevalier mantenida en el invierno de 1942-43. ¿Dónde tuvo lugar? Oppenheimer: En mi casa de Berkeley. Evans: Disculpe. Quisiera saber algo de ese Chevalier: ¿a qué se dedica? Oppenheimer: Era un colega de la Universidad. Evans: ¿Físico? Oppenheimer: Profesor de literatura francesa. Evans: ¿Comunista? Oppenheimer: De ideas francamente izquierdistas.

Evans: ¿Rojas o rosadas? Oppenheimer: De un color intermedio... Entre el rojo y el rosa. Evans: ¿Y en su vertiente humana, qué clase de hombre era? Oppenheimer: Chevalier, para mí, era, y lo sigue siendo, uno de los dos o tres amigos que tiene uno en su vida. Robb: En su carta habla usted de la parte esencial de esa conversación. Yo quisiera rogarle, profesor, que nos refiriera las circunstancias en que se desenvolvió, citando, a ser posible, las palabras textuales. Oppenheimer: Recuerdo de qué hablamos, pero no puedo precisar las palabras exactas. He vuelto a pensar muchas veces en aquella entrevista; posiblemente demasiadas veces. Han transcurrido once años desde entonces. (Pausa.) Robb: Siga usted. Oppenheimer: Aquella noche, Chevalier se presentó en mi casa acompañado de su mujer; vinieron a cenar con nosotros… No sé..., por lo menos recuerdo que tomaron algo. Gray: Disculpe, profesor. ¿Les había usted invitado? Oppenheimer: No recuerdo. Con frecuencia nos llamábamos por teléfono para decimos: «¿Por qué no te acercas por casa esta noche?» Gray: Es muy importante, profesor Oppenheimer, que nos hable usted de ese episodio con todos los detalles posibles. Oppenheimer: Sí. Venían a casa, tomaban una copa y hablábamos de los acontecimientos de actualidad. Es posible que aquella noche habláramos de Stalingrado, pues por entonces se libraba la batalla en Rusia. Gray: ¿Fue Chevalier quien inició ese tema? Oppenheimer: No lo sé. Hasta es posible que habláramos algún otro día de Stalingrado, aunque creo que fue aquella noche. Lo que recuerdo perfectamente es que, al ir yo a la cocina para preparar algo de beber, Chevalier me siguió y me dijo que acababa de encontrarse con Eltenton. Gray: ¿Quiere decir, para que conste en acta, quién es Eltenton?

Oppenheimer: Un ingeniero químico inglés que había trabajado varios años en Rusia. Gray: ¿Miembro del partido? Oppenheimer: Simpatizante al menos, pero no sé si estaba inscrito realmente. Yo le conocía poco. Robb: ¿Y qué quería Chevalier de usted? Oppenheimer: No lo sé. Es posible que nada. Me dijo que Eltenton estaba preocupado porque habíamos dejado a los rusos en la estacada al no abrir un segundo frente, ni proporcionarles siquiera informaciones técnicas de las que se hallaban muy necesitados, y que eso era una cochinada. Gray: ¿Era esa la opinión de Chevalier? Oppenheimer: Mi amigo hablaba de Eltenton. Éste siguió diciendo a Chevalier que conocía el camino y disponía de medios para enviar informaciones técnicas a los científicos soviéticos. Robb: Y ese camino, y esos medios, profesor, ¿cuáles eran? Oppenheimer: Chevalier no me lo dijo, ni sé si Eltenton se lo dijo a él. No hablamos de eso. Me limité a replicar a Chevalier: «¡Eso sería una traición!» No recuerdo si fueron esas mis palabras textuales, pero sí que le dije también que eso era horrible y que no había que tomarlo en consideración. Chevalier me contestó entonces que estaba completamente de acuerdo conmigo. Robb: ¿Eso es todo? Oppenheimer: Luego creo que hablamos de bebidas y de Malraux. Robb: ¿Cómo se escribe ese nombre, profesor? Oppenheimer: M-a-l-r-a-u-x. Robb: ¿Malraux? ¿Quién es? Oppenheimer: Un escritor francés. Chevalier traducía sus libros Robb: ¿Y ese Malraux es comunista?

Oppenheimer: Lo fue. Hoy es la eminencia gris de De Gaulle. Robb: No lo he oído nombrar. Gray: ¿Sabía Chevalier que en Berkeley se estaba trabajando sobre la bomba atómica? Oppenheimer: No. Robb: ¿Ha pronunciado usted antes la palabra «traición», profesor? Oppenheimer: Ese concepto ha sido usado tan a tontas y a locas que podría escribirse la historia de esa palabra. Robb: ¿Quiere contestar antes a mi pregunta? Oppenheimer: No lo sé. Robb: ¿Usted juzgaba, pues, que eso era una traición? Oppenheimer: ¿El qué? Robb: Proporcionar informes secretos a los rusos. Oppenheimer: ¡Claro! Rolander: Entonces supongo que denunciaría usted a los órganos de seguridad lo que oyó. Oppenheimer: No. Rolander: ¿Por qué no? Oppenheimer: Porque no lo tomé en serio. Estimé que eran habladurías propias de una reunión de sociedad. Robb: No obstante, profesor, seis meses después lo tomaba tan en serio que fue usted expresamente de Los Álamos a Berkeley para explicar ese episodio a los órganos de seguridad. ¿Por qué lo hizo? Oppenheimer: Porque Lansdale estuvo en Los Álamos y me advirtió que las condiciones de seguridad de Berkeley le tenían muy preocupado.

Robb: ¿Está de acuerdo conmigo en que esa advertencia significaba el temor de un espionaje? Oppenheimer: Desde luego. Rolander: ¿Dio nombres? Oppenheimer: Sí, señalé a Lomanitz, que por lo visto había dicho algo que debió mantener en secreto. Rolander: ¿A quién se lo dijo? Oppenheimer: A unos sindicalistas del C.I.O. Por eso pensé en Eltenton, ya que en el sindicato de científicos e ingenieros se mostraba muy activo. Robb: ¿Y usted le dijo a Lansdale que Eltenton le parecía peligroso? Oppenheimer: Por primera vez le hice una seña significativa a Johnson, el agente de seguridad que estaba con nosotros. Robb: ¿Contó a Johnson todo eso tal como sucedió realmente? Oppenheimer: No; me limité a decirle que no había que confiar en Eltenton. Johnson me preguntó el motivo. Y yo me inventé un cuento. Robb: Así que... ¿le mintió? Oppenheimer: Sí. Creí que de ese modo se liquidaría antes el asunto. Robb: ¿Y qué hizo Johnson? Oppenheimer: Pasó la información a Pash, su superior. Después tuvimos un coloquio los tres: Johnson, Pash y yo. Robb: ¿Y a Pash le contó usted la verdad? Oppenheimer: A Pash le conté el mismo cuento, pero con más detalles. Robb: ¿Y qué es lo que había de falso en aquel cuento? Oppenheimer: Dije que Eltenton había intentado relacionarse con tres personas empleadas en el programa atómico por medio de intermediarios.

Robb: ¿Por medio de intermediarios? Oppenheimer: Bueno, por medio de un intermediario. Robb: ¿Dio usted a Pash el nombre de ese intermediario? Es decir, ¿de Chevalier? Oppenheimer: Yo no le di más que el nombre de Eltenton. Robb: ¿Por qué? Oppenheimer: Porque no quería mezclar en eso a Chevalier, ni tampoco quería mezclarme yo mismo. Robb: ¿Por qué dijo usted entonces que había intentado relacionarse con tres personas? Oppenheimer: No sé... Fui un estúpido. Robb: ¿Usted cree que esa explicación puede satisfacemos, profesor? (Gesto de Oppenheimer) ¿No sabía que Pash y Lansdale habían removido cielo y tierra buscando a ese intermediario y a aquellos tres científicos? Oppenheimer: Hubiera debido saberlo. Robb: ¿Y no removió también cielos y tierra? Oppenheimer: Acabé por decirle a Lansdale que daría nombres sólo si el general Graves me lo ordenaba oficialmente. En efecto, cuando me lo ordenó di los nombres de Chevalier y el mío propio. Robb: Eso es todo. (A Gray) Ahora quisiera oír el testimonio del coronel Pash. Rolander: Cuando contó toda esa historia al coronel Pash, ¿le habló también de los microfilms y de un individuo de la Embajada rusa? Oppenheimer: No. Creo que no. Rolander: Gracias, profesor. Gray: Ahora deben declarar los testigos: coronel Pash y doctor Lansdale. Puesto que el coronel Pash es testigo del abogado Robb, éste le interrogará antes.

Un Ordenanza acompaña al coronel Boris T. Pash por la puerta de la derecha hasta la silla de los testigos. Pash, vestido de paisano, se inclina ante la Comisión. Boris T. Pash, ¿jura usted decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad con la ayuda de Dios? Pash: Lo juro. (Se sienta.) Gray: Debo hacerle alguna pregunta personal, coronel. ¿Cuál es su especialidad? Pash: Contraespionaje en los proyectos secretos de guerra, sobre todo en aquello que se relacione con los agentes comunistas. Gray: ¿Desde cuándo se dedica a ese trabajo? Pash: Desde hace catorce años. Gray: ¿Ha recibido usted alguna preparación especial? Pash: Recibí la preparación que el F.B.I. proporciona a sus mejores hombres. Es un aprendizaje muy riguroso, desde luego. Después tuve también algunas experiencias internacionales. Gray: ¿Puede contarnos algunas de sus misiones especiales? Pash: Cierta vez me encargaron de descubrir, con mi sección, si los alemanes estaban trabajando sobre la bomba atómica; fue a fines de 1943. Teníamos que raptar a algún cerebro privilegiado alemán antes de que lo hicieran los rusos. Creo que lo conseguimos. Gray: ¿Tuvo usted alguna preparación especial que pudiera facilitar sus contactos con los científicos? Pash: Sí. Aparte de eso, creo que tengo una predisposición natural para tratar con ellos. Ahora sé más o menos cómo piensa un físico nuclear y por dónde agarrarlo. Garrison: ¿Puedo preguntar, para que conste en acta, señor presidente, cuál era la profesión del coronel Pash antes de ingresar en el servicio secreto?

Pash: Profesor de gimnasia. (Ríe.) Era un buen pugilista y un entrenador de rugby bastante cotizado. Garrison: Señor presidente, quisiera preguntar al coronel Pash si comparece aquí como testigo por propia iniciativa. Gray: ¿Coronel Pash?... Pash: No. Recibí de mis superiores la orden de presentarme. Gray: Bien. Usted sabe, naturalmente, coronel, que ha venido aquí a darnos exclusivamente su opinión, y que no está obligado a obedecer ninguna indicación que eventualmente haya podido hacérsele. Abogado Robb, puede comenzad a interrogar al testigo. Robb: Coronel Pash, ¿cuándo conoció usted al profesor Oppenheimer? Pash: En mayo de 1943. Se me confió la misión de investigar acerca de un posible caso de espionaje en Berkeley. Sabíamos que un tal Steve Nelson, importante funcionario comunista de California, estaba tratando de obtener información sobre laboratorios de radium, a través de un intermediario del que sólo conocíamos el nombre de pila o su apodo: Joe. Sabíamos también que acababa de llegar de Nueva York, donde vivían sus hermanas. Estuvimos examinando el caso, y al principio pensamos que podía tratarse de Lomanitz. Por lo cual propusimos que Lomanitz fuese apartado del laboratorio y relegado al Ejército. Robb: ¿Y qué? Pash: Pues que, en lugar de eso, Oppenheimer, valiéndose de su influencia, consiguió mantener allí a Lomanitz. Luego se descubrió que Lomanitz no era el Joe que estábamos buscando. Más tarde pensamos en David Bohm, y después en Max Friedmann, hasta que finalmente descubrimos que Joe era en realidad Joseph Weinberg. Robb: ¿Y qué tenía que ver el profesor Oppenheimer con todo eso? Pash: Nos parecía extraño que todas las personas sospechosas estuvieran relacionadas con el profesor Oppenheimer. Todos los caminos que seguíamos nos llevaban a él. Robb: ¿Condujo usted la investigación?

Pash: Sí. Robb: ¿Y qué sacó usted en limpio? Pash: Dedujimos que el profesor Oppenheimer había sido muy probablemente miembro del partido comunista, que continuaba ligado a ideas comunistas y que mantenía estrechas relaciones con comunistas como David Hawkins y Jean Tatlock, los cuales a su vez estaban en contacto con Steve Nelson, y, a través de Steve Nelson, posiblemente con los rusos. Robb: ¿Qué hizo usted entonces, coronel? Pash: Sugerir al Pentágono y a mi superior, el doctor Lansdale, que separara al profesor Oppenheimer del programa atómico y de cualquier otra misión gubernativa. Advirtiendo que, si por cualquier circunstancia, el profesor Oppenheimer fuera considerado insustituible, debería ser rodeado de una escolta de policías instruidos en nuestra sección, con el pretexto de defenderle de posibles agentes del Eje, pero en realidad con objeto de establecer sobre él una vigilancia permanente. Eso no obstante, Lansdale y Graves hicieron caso omiso de nuestras sugerencias. Robb: Todo eso sucedió varias semanas antes de su encuentro con el profesor Oppenheimer, ¿verdad? Pash: Dos meses antes, sí. Robb: ¿Le extrañó a usted que el profesor Oppenheimer denunciara en agosto, por propia iniciativa, ese posible intento de espionaje? Pash: No gran cosa. Es una reacción muy frecuente en las personas que se enteran de que está en curso una investigación sobre ellas. Robb: ¿Recuerda su conversación con el profesor Oppenheimer? Pash: La registramos en el despacho del teniente Johnson. Usted volvió a escucharla ayer. (Saca de su cartera una cinta magnetofónica.) Aquí tengo la grabación que hicimos. Robb: ¿Podemos oírla? Pash: El F.B.I. la ha puesto a disposición del Comité. (Entrega la cinta a un empleado que la coloca en el magnetofón.)

Robb (al empleado): Por favor..., cuando quiera.

El encargado acciona el magnetofón. En la pantalla se proyectan fotografías de Oppenheimer en 1943, bronceado por el sol, juvenil, vestido con pantalón y camisa, y de Pash, que viste uniforme de verano. Otra solución es la siguiente: se proyecta la escena de la conversación Oppenheimer-Pash con una máquina de paso reducido, y más o menos sincronizada con la cinta magnetofónica. La entrevista tiene lugar en Los Alamos en el curso de una cálida jornada de agosto, y en una oficina situada en una barraca. Desde su mesa de despacho, Johnson hace funcionar un magnetofón, y Pash procura que el micrófono oculto en un aparato telefónico se halle siempre cerca de Oppenheimer. La película debe estar muy rayada para dar la impresión de ser un documental. En ningún caso debe darse la impresión de un film con banda sonora. Diálogo registrado en la cinta: Pash: Profesor Oppenheimer, es para mí un gran placer conocerle y poder conversar con usted. Oppenheimer: El gusto es mío, coronel. Pash: Usted es uno de los hombres más importantes del mundo actual. Sin duda una de las personas más fascinantes. Nosotros no somos más que una especie de guardianes nocturnos... (Ríe.) No quisiera robarle mucho de su precioso tiempo... Oppenheimer: Estoy a su entera disposición. Pash: ...pero el teniente Johnson me ha dicho que usted, como amablemente se ha apresurado a comunicarnos, supone que hay personas muy interesadas por el programa atómico. Oppenheimer: Sí, eso pienso desde hace algún tiempo. Creo que un agregado del consulado ruso, del que no se me ha dado el nombre, ha procurado aproximarse, mediante intermediarios, a varias personas que trabajan en el

programa, diciéndoles que estaba en condiciones de trasmitir información sin el menor peligro para nadie. Pash: ¿De trasmitir información a los rusos? Oppenheimer: Sí. Todo el mundo sabe que las relaciones entre los Estados Unidos y la Unión Soviética son un tanto difíciles, y hay mucha gente —incluso entre quienes no sienten simpatías por Rusia— que cree que es injusto negar ciertas informaciones técnicas a los rusos, por ejemplo sobre el radar y asuntos semejantes, siendo nuestros aliados y luchando, como ellos lo hacen, a vida o muerte contra los nazis. Pash: Ciertamente, es un problema real. Usted posiblemente sabe que soy de origen ruso. Oppenheimer: Desde luego, ciertas razones aconsejan facilitar esas informaciones a los rusos, pero siempre por conducto oficial. Sería de todo punto inadmisible que esas informaciones les fueran suministradas subrepticiamente. Pash: ¿Nos podría decir con mayor precisión cómo se han desacollado esas tentativas de contacto? Oppenheimer: Han sido tentativas cada vez más indirectas. Sé de dos o tres casos. Dos o tres personas que están conmigo en Los Álamos y muy próximas a mí. De todos modos, quiero indicar únicamente un nombre, nombre que se me ha dado varias veces y que es muy presumible que sea el de uno de los intermediarios. Ese nombre es Eltenton. Pash: ¿Eltenton? ¿Colabora en el programa atómico? Oppenheimer: No. Trabaja en el despacho de investigación de la Shell; por lo menos entonces trabajaba allí. Pash: ¿Fue el mismo Eltenton en persona quien intentó esos contactos de que me habla? Oppenheimer: No. Pash: ¿Lo hizo a través de un tercero? Oppenheimer: Sí.

Pash: ¿Quiere decir, por favor, quién fue el que intentó establecer esos contactos? Oppenheimer: Creo que no sería justo. No quiero mezclar en este asunto a quienes no tienen nada que ver. Se confiaron a mí y se han comportado siempre lealmente. No puedo traicionar su confianza. Pash: Usted sabe que nosotros no desconfiamos de esas personas, profesor, como no desconfiamos de usted. (Ríe.) Sería absurdo. Pero por mediación de ellas tal vez conseguiríamos penetrar en el círculo. Oppenheimer: Preferiría no darle el nombre, ya que pondría las manos en el fuego por él. Si Eltenton se decidiera a confesar que mantiene contacto con alguien de la Embajada rusa —una persona que posee gran experiencia en microfilms o el diablo sabe en qué—, entonces ya sería otro cantar. Pash: Yo trato, naturalmente, de obtener de usted todo el provecho posible. Nosotros somos como los perros de caza, y una vez que olfateamos olor a sangre... (Ríe.) No paramos hasta lograr la presa, usted lo sabe. Oppenheimer: Es muy natural. Pash: Me complace comprobar que es usted tan comprensivo para nuestro trabajo. Con la mayoría de científicos la cosa se hace mucho más difícil. Oppenheimer: ¿Con quién, por ejemplo? Pash (ríe): No; no me refiero a Niels Bohr... (Ríe), con quien estuve tres horas largas explicándole todo y advirtiéndole sobre lo que debía mantener en secreto, y en cuanto se ha metido en el tren ha vaciado el buche cotorreando durante media hora. (Oppenheimer ríe.) Cuando le hicimos venir desde Dinamarca, lo sacamos del avión medio desvanecido, porque el pobre se había olvidado de hacer funcionar la máscara de oxígeno que le habíamos proporcionado para volar a doce mil metros de altura. (Ríe.) El empleado para el magnetofón. Evans (dirigiéndose a Oppenheimer): Niels Bohr, ¿estaba con usted en Los Álamos? Oppenheimer: Sí, estuvo poco tiempo, bajo nombre supuesto, desde luego, como todos nosotros. Él se llamaba allí Nicolás Baker. Pero no quiso quedarse.

Evans: ¿Por qué? Oppenheimer: Estaba disgustado porque, según él, convertíamos la ciencia en un apéndice de los militares, y afirmaba que si entregábamos al Ejército el poder nuclear, los militares lo utilizarían en cuanto se presentara la ocasión. Tal pensamiento le atormentaba muy de veras. Evans: Sin embargo, Niels Bohr era el hombre más encantador que he conocido en mi vida. Rolander: Profesor Oppenheimer, en la cinta magnetofónica que acabamos de escuchar ha hablado usted al coronel Pash de «una persona de la Embajada rusa que posee una gran experiencia en microfilms». Garrison: «En microfilms, o el diablo sabe en qué», ha sido su expresión exacta. Rolander: Si usted quería proteger de los órganos de seguridad a un amigo al que consideraba inocente, ¿por qué agrava usted luego su situación hablando de la Embajada rusa, de microfilms y de contactos con tres personas? No alcanzo a comprender el motivo. Oppenheimer: Tampoco yo alcanzo a comprenderlo. Rolander: ¿No puede usted ofrecer ninguna explicación? Oppenheimer: No; cuando menos ninguna explicación lógica. Robb: Coronel Pash, ¿podría usted decirnos qué piensa acerca del comportamiento del profesor Oppenheimer? Pash: Sí. Entonces el profesor Oppenheimer decía la verdad. Robb: Así, ¿usted cree que esa historia que el profesor Oppenheimer ha calificado de falsa es verdadera? Pash: Sí. Creo que la que es falsa es la versión insípida que nos ha referido después. El profesor Oppenheimer nos ha hablado de esas tres tentativas de contactos realmente llevados a cabo para ganarse nuestra confianza caso de que, como él temía, le hubiéramos apurado en el curso de nuestras investigaciones. Y en cuanto ha visto que las indagaciones no aportaban ninguna conclusión importante ha empezado a restar trascendencia al asunto.

Robb: ¿También por entonces opinaba usted así? Pash: Desde luego. Así se lo dije a Lansdale. Robb: ¿A Lansdale? Pash: El asunto fracasó cuando Oppenheimer dio su propio nombre y el de Chevalier. Aunque siguió haciéndose alguna investigación, no pasó mucho tiempo sin dársele carpetazo al asunto. Robb: Tomando como base los documentos del F.B.I. que usted conoce, y de acuerdo con su experiencia personal, ¿renovaría usted al profesor Oppenheimer la garantía de seguridad? Pash: No se la hubiera concedido entonces; por tanto, naturalmente, no se la hubiera renovado ahora. Robb: ¿Era usted el único qué opinaba de ese modo? Pash: Creo que entonces todos los agentes secretos de Lansdale y del general Groves para abajo pensaban como yo. Robb: Gracias, coronel. Gray (a los abogados de Oppenheimer}: ¿Desean interrogar al coronel Pash? Marks: Sí. Quiero hacerle una pregunta psicológica, coronel Pash. ¿La personalidad del profesor Oppenheimer es rectilínea y fácilmente comprensible, o más bien es compleja? Pash: Muy compleja. Y extremadamente contradictoria. Marks: De manera que para poder emitir sobre él un juicio bien fundamentado es necesario conocerle bien. Pash: Exactamente. Marks: ¿Usted conoce bien al profesor Oppenheimer? Pash: Lo conozco muy bien en cuanto conozco perfectamente su expediente. Marks: ¿Ha hablado muy a menudo con el profesor?

Pash: Una vez. Marks: ¿Usted cree que se puede conocer mejor a un hombre por su expediente que conversando con él? Pash: Por lo que respecta a nuestro trabajo, prefiero el expediente. Constituye la suma de un sinfín de experiencias que una persona sola no puede materialmente conseguir. Marks: ¿Cuánto tiempo hace que los actos del profesor Oppenheimer son controlados por la policía secreta, particularmente por el F.B.I.? Pash: Pues hace trece o catorce años. Marks: En ese período, ¿se ha podido comprobar alguna indiscreción por parte del profesor Oppenheimer? Pash: No; ninguna. Marks: ¿Han recogido alguna prueba de deslealtad del profesor? Pash: En el episodio de Chevalier, Oppenheimer antepuso sin duda la lealtad al amigo a la lealtad a la Nación. Marks: ¿Pero no quedó evidenciada después la inocencia de Chevalier? Pash: Por lo menos no ha podido demostrarse su culpabilidad. Marks: ¿Qué sucedió después con Chevalier? Pash: Chevalier fue expulsado de Berkeley y sometido, naturalmente, a vigilancia. Marks: Admitamos que el profesor Oppenheimer hubiera previsto esas consecuencias: de ese modo sería comprensible que dudara unas semanas antes de dar el nombre de Chevalier, ¿no es cierto? Pash: No parece lógico, cuando estaba en juego la seguridad del país. A un científico de semejante talla debe exigírsele una lealtad incondicional. A mi juicio es cuestión de corazón y de carácter.

Marks: ¿Está al corriente de que el F.B.I. volvió a examinar el caso Chevalier en 1946? Pash: Sí. Marks: ¿Y de que míster Hoover, del F.B.I., estaba metido en ese asunto? Pash: Sí. Marks: ¿Y de que después se renovó la garantía de seguridad a favor del profesor Oppenheimer sin ninguna reserva? Pash: Me hubiera gustado saber quién iba a atreverse a poner en duda la lealtad de Oppenheimer con el prestigio y la influencia de que gozaba en 1946. En aquellos momentos era un verdadero dios. Marks: Eso es todo. Gracias, coronel Pash. Gray: ¿Alguna otra pregunta al coronel Pash? Evans pide la palabra. Profesor Evans… Evans: Quisiera hacerle una pregunta sobre la que siempre he deseado tener la respuesta de una persona competente: me interesa a mí particularmente, pero también es en cierto modo una pregunta de carácter general. En su opinión, coronel Pash, ¿es posible obtener en un proyecto de guerra una seguridad absoluta? Digamos... una seguridad al ciento por ciento... Pash: No. Se podría llegar al noventa y cinco por ciento si los científicos y los técnicos fueran seleccionados más cuidadosamente y si llegaran con la preparación suficiente para comprender nuestros problemas. Evans: ¿En qué sentido? Pash: Es necesario que se den cuenta de que ellos son unos especialistas que forman parte de una empresa; que deben cumplir su trabajo parcial para entregarlo a otros especialistas, políticos o militares, que decidirán lo que se haya de hacer. Y nosotros somos los especialistas que vigilamos para que nadie meta sus narices en esos asuntos. Si queremos defender con éxito nuestra libertad, debemos estar dispuestos a renunciar a cierta libertad.

Evans: No sé; no me siento cómodo frente a estas cosas. Me interesaba oír el parecer de un experto. Gray: ¿Alguna otra pregunta, señor Morgan? Morgan: ¿Cree usted que el comportamiento del profesor Oppenheimer en el caso Chevalier se debe a sus simpatías por el comunismo? Pash: Sin duda alguna. Si bien estoy plenamente convencido de que el profesor Oppenheimer sólo puede ser incondicionalmente fiel a dos cosas: a la ciencia y a su carrera. Garrison: ¿Cuál es, coronel Pash, su opinión acerca de su superior de entonces, el doctor Lansdale? ¿Lo tiene usted conceptuado como un mal especialista en materia de seguridad? Pash: No. Es el mejor «amateur» en ese campo que he conocido nunca. Si acaso, tal vez le falta la dureza indispensable para nuestra labor. Gray: Si no hay otras preguntas que hacer, le agradezco que se haya presentado, coronel. Pash se levanta y sale. Haga pasar al doctor Lansdale, por favor. Un Ordenanza sale para entrar con Lansdale. Robb: Para completar el informe, profesor Oppenheimer: ¿usted continúa en buenas relaciones con Chevalier, verdad? Oppenheimer: Sí. Robb: ¿Cuándo se han visto ustedes por última vez? Oppenheimer: Hace unos meses, en París. Robb: Profesor, ¿cuándo se enteró su amigo Chevalier de que usted acudió a la policía para contar su caso? Oppenheimer: Creo que se enterará ahora con motivo de esta investigación.

Evans: ¿No le ha dicho nunca personalmente a su amigo que ha sido usted quien ha puesto en marcha este asunto? Oppenheimer: No. Evans: ¿Por qué? Oppenheimer: Porque creo que no me hubiera comprendido. El Ordenanza abre la puerta y queda esperando en el umbral. Gray: ¿Está el doctor Lansdale? El Ordenanza acompaña a Lansdale al lugar de los testigos. ¿Desea hacer su declaración bajo juramento, doctor Lansdale? Lansdale: Como usted quiera, Gray: Los testigos anteriores han prestado juramento. Lansdale: Entonces seguiremos las mismas formalidades. Gray: John Lansdale, ¿jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad con la ayuda de Dios? Lansdale: Lo juro. Gray: Usted ejerce la profesión de abogado, ¿no es así, doctor Lansdale? Lansdale: Sí. En Ohio. Gray: ¿Dónde ha estudiado? Lansdale: En Harvard. Gray: Usted era responsable de la seguridad de todo el programa atómico, ¿verdad? Lansdale: Sí, durante la guerra.

Gray: Abogado Garrison, puede empezar el interrogatorio. Garrison: ¿Era usted quien debía conceder al profesor Oppenheimer la garantía de seguridad? Lansdale: Sí, o denegársela. Una decisión muy difícil, por cierto. Garrison: ¿Por qué? Lansdale: Porque, según los técnicos, el profesor Oppenheimer era la única persona de nuestro país con suficiente capacidad para organizar Los Alamos. Por otra parte, los informes del F.B.I. no eran completamente satisfactorios; en fin, el F.B.I aconsejaba sin más excluir al profesor Oppenheimer del programa atómico. Por tanto tenía que formarme yo mismo un juicio propio. Garrison: ¿Y qué hizo usted? Lansdale: Di la orden de que se le vigilara. Garrison: ¿Y en qué consistía esa vigilancia? Lansdale: Lo seguíamos, abríamos su correspondencia, interceptábamos su teléfono, hacíamos llegar a su mano material falso, usábamos, en fin, los acostumbrados trucos de estos casos. Y durante aquella época procuraba pasar con él y su mujer todo el tiempo posible. Creo que el profesor sentía simpatía por mí, por lo cual hablaba con entera libertad. Garrison: ¿Qué objeto tenían esas conversaciones? Lansdale: Pretendía estudiarle bien a fondo. Quería llegar a comprender qué clase de hombre era, cómo pensaba, para poder deducir finalmente si era comunista, como suponía el F.B.I., o no lo era. Garrison: ¿Qué conclusión sacó usted de todo eso? Lansdale: La de que no era comunista, y que debían acordar renovarle la garantía de seguridad a pesar de lo que se dijera en los informes. Garrison: Aquí se ha reprochado al profesor Oppenheimer el que se negara a dar el nombre de su amigo Chevalier. ¿Qué opina usted sobre eso?

Lansdale: Yo creo que aquello fue un error de Oppenheimer y hasta una cierta ingenuidad, al creer que podía salir bien librado de ese modo. Las razones que ha dado eran que él consideraba a Chevalier absolutamente inocente y no quería procurarle molestias. Lo extraño es que yo, en cambio, estaba convencido de que el profesor quería proteger a su hermano Frank; también el general Groves lo creía. Garrison: ¿Cree usted que su negativa a dar el nombre de Chevalier puso en peligro la seguridad del programa? Lansdale: No. Tuvimos un poco más de trabajo, eso sí; sobre todo por culpa de aquella historia que nos habían contado. Era típica. Garrison: ¿Típica por qué? Lansdale: Los científicos consideran a los agentes de seguridad o increíblemente tontos o exageradamente astutos; pero en ambos casos totalmente incompetentes. Evans: ¿Cómo se explica eso? Lansdale: El espíritu de la ciencia, por un lado, y la necesidad militar del secreto por otro, son un poco como pájaros y rinocerontes jugando a la pelota. Cada uno considera imposible a su adversario... y lo bueno es que los dos tienen razón... Evans: ¿Qué opina de los rinocerontes? Lansdale: Que son unos animales muy graciosos. Garrison: El coronel Pash declaró que, a su juicio, la historia de los tres contactos, del microfilm y del agregado de la Embajada rusa es cierta. Lansdale: Lo sé, pero eso no coincide con los resultados de nuestras investigaciones. Garrison: ¿Se dieron por conclusas esas investigaciones? Lansdale: Se dieron por conclusas tres veces: en 1943, en el 46 y en el 50. Y ahora espero que se den por terminadas por cuarta vez. Esa historia tiene una trama un poco complicada.

Garrison: Si usted tuviera que renovar la garantía de seguridad al profesor Oppenheimer, ¿lo haría? Lansdale: Según nuestro criterio de entonces, indiscutiblemente. Según el de hoy, no me atrevo a opinar. Nuestros criterios eran lealtad y discreción. Garrison: Gracias, doctor Lansdale. Gray: Abogado Robb, ¿tiene que hacer alguna pregunta al doctor Lansdale? Robb: Se las hará el abogado Rolander. Rolander: Si he comprendido bien, doctor Lansdale, usted no ha querido decirnos si, de acuerdo con los criterios actuales, volvería a confirmar la garantía de seguridad al profesor Oppenheimer, o no. Lansdale: Quizá será porque no comprendo esos criterios. Los conozco pero no los comprendo, ni discuto su oportunidad. Según las experiencias puestas en práctica con el profesor Oppenheimer, le considero absolutamente leal y muy discreto. Rolander: ¿Cuál cree que sea su grado de discreción? Lansdale: Desde luego muy elevado. Rolander: En su idea del elevado grado de discreción, ¿tiene algo que ver el hecho de que se pase la noche con una comunista? Lansdale: Abogado Rolander, si usted estuviera verdaderamente enamorado de una muchacha con ideas comunistas y esa muchacha le pidiera una entrevista porque se sentía desgraciada, yo creo que usted iría a confortarla dejando en casa el magnetofón. Rolander: No ha contestado usted a mi pregunta, doctor Lansdale. Lansdale: El asunto Jean Tatlock ha sido comentado cien veces, abogado Rolander. El profesor Oppenheimer estaba sometido a vigilancia. Yo he oído las cintas grabadas y las he destruido. Rolander: ¿Por qué? Lansdale: ¡Porque para todo hay un límite, abogado Rolander!

Rolander: No le comprendo a usted, doctor Lansdale. Lansdale: Lo lamento, señor abogado. Gray: Creo que puede darse por terminado este capítulo, abogado Rolander. Robb: ¿Le dice a usted algo el nombre de Steve Nelson? Lansdale: Sí. Robb: ¿Quién era? Lansdale: Un funcionario comunista de California; parece ser que hacia fines del 43 se enteró de que estábamos trabajando en el proyecto de las armas atómicas. Robb: ¿Cómo pudo enterarse? Lansdale: El F.B.I. supone que se pudo enterar por Jean Tatlock o por la señora Oppenheimer. Nuestras investigaciones… Robb: Limítese a contestar a mi pregunta, doctor Lansdale. Lansdale: Permítame terminar la frase. Nuestras investigaciones no han encontrado base alguna sobre la que sustentar dicha hipótesis. Robb: Fundándose en sus investigaciones, ¿podía excluirse totalmente aquella posibilidad? Lansdale: Por lo menos yo no pude encontrar el menor fundamento para ella. Robb: Sin que, no obstante, pueda usted excluir totalmente esa posibilidad. Lansdale: Como usted quiera. Robb: Una pregunta al profesor Oppenheimer. Gray: Puede usted formularla. Robb: ¿Conoce usted bien a Steve Nelson?

Oppenheimer: No. Mi mujer le conocía más que yo. Nelson estuvo en España con su primer marido. Vino a vernos dos o tres veces cuando estábamos en Berkeley, donde permanecimos hasta finales de 1942 aproximadamente. Robb: ¿De qué hablaron durante sus visitas? Oppenheimer: ¡Oh! De nada especial. De cosas personales. Creo recordar que vino con su mujer, Robb: ¿Se conocían Steve Nelson y Jean Tatlock? Oppenheimer: Muy poco. Apenas si se habían visto alguna vez. Robb: Si Jean Tatlock hubiese ido a visitar a Steve Nelson, profesor Oppenheimer, deberíamos suponer que lo hacía por razones políticas, ¿no es cierto? Oppenheimer: No sé cómo contestar a esa pregunta: «si hubiese ido»..., «deberíamos suponer»... Demasiado inconcreto... Robb: Es una simple hipótesis, profesor, de acuerdo. Se lo preguntaré de otro modo: si Jean Tatlock hubiera llegado a saber por alguien algo de nuestro programa atómico, ¿excluiría usted —que conocía su psicología— la posibilidad de que pudiera haberlo comunicado a Steve Nelson? Oppenheimer: Lo único que le puedo decir, abogado, es que por mí no supo una palabra de eso. Robb: ¿Cree sinceramente que podría existir alguna relación entre una eventual visita de esa clase y su trágico fin? Oppenheimer calla. Le he hecho una pregunta, profesor. Oppenheimer: Lo sé, y no he contestado. Robb: Señor presidente... Garrison: Señor presidente…

Gray: Fundándonos en otra impugnación anterior hecha por la defensa, se rechaza la pregunta de ahora. Estamos escuchando el testimonio del doctor Lansdale. Rolander: Doctor Lansdale, usted ha dicho que la historia del profesor Oppenheimer era típica. Lansdale: He dicho que «su comportamiento» era típico. Rolander: ¿Típico de quién? Lansdale: De los científicos. Rolander: El profesor Oppenheimer ha confesado que mintió al coronel Pash y a usted. ¿Así, el mentir es característico de los hombres de ciencia? Lansdale: Es característico el que decidan por su cuenta qué informaciones nos son útiles y cuáles no. Rolander: Le he preguntado si cree que los científicos como tales científicos son embusteros en alguna de sus categorías. Lansdale: Yo no creo que existan varias categorías de embusteros. Quise decir únicamente que los hombres de cierto nivel intelectual tienden a creerse competentes incluso sobre cuestiones en las que son profanos. Rolander: ¿Usted admite, doctor Lansdale, que en ese caso había que aclarar una seria sospecha de espionaje? Lansdale: Sí... bueno, sí. Rolander: Y que el profano Oppenheimer lo sabía cuándo callaba el nombre de Chevalier. Lansdale: Sí. Rolander: ¿No advirtió usted al profesor que su silencio dificultaba sus investigaciones? Lansdale: El profesor no era el primero ni iba a ser el último científico que dificultara mis investigaciones.

Robb: ¿Se siente usted obligado a defender al profesor Oppenheimer? Lansdale: Trato de ser objetivo hasta donde me es posible. Robb: Su última respuesta me lo hacía dudar. Lansdale (perdiendo el control): ¡Y a mí las preguntas de este jovencito me hacen dudar de que aquí se vaya en busca de la verdad! Estoy extraordinariamente preocupado por el histerismo en que vivimos hoy día y que se manifiesta hasta en estas preguntas. Robb: ¿Quiere decir que esta misma investigación es una manifestación de histerismo? Lansdale: Eso creo. Robb: Conteste sí o no. Lansdale: Me niego a contestar con un sí o un no. Si continúa usted así... Robb: ¿Qué? Lansdale (recobrando la calma): Si me permite terminar, contestaré con gusto a su pregunta. Robb: Se lo ruego. Lansdale: Creo sinceramente que este miedo histérico a los comunistas es muy peligroso para nuestras actuales normas de vida y nuestro sistema de democracia. El lugar destinado a los preceptos establecidos por las leyes está ocupado por el miedo y la demagogia. Hoy se enjuician los acontecimientos que tuvieron lugar en los años 41 y 42 de acuerdo con los sentimientos actuales. Para juzgar el comportamiento de las personas hay que situarse en su tiempo. El enjuiciar amistades o relaciones de los años treinta y cuarenta con el criterio con que se les juzgaría hoy es para mí una de las expresiones de este histerismo tan extendido. Robb: Así, doctor Lansdale, hemos de deducir que usted cree que esta investigación... Lansdale: ¡Vaya! En su día tuve que aguantar una buena reprimenda por negarme a admitir el ingreso en el ejército norteamericano del comisario político

de una brigada española que después fue admitido sin reparos por orden expresa de la Casa Blanca. Ya ven cómo estaban las cosas entonces. ¿Qué objeto tiene desenterrar esas viejas historias que están ya muertas y sepultadas? Eso para mí no deja de ser un histerismo. Robb: ¿Qué es lo que le hace suponer que esta Comisión esté desenterrando viejas historias muertas y sepultadas? Lansdale: No lo sé, pero ojalá me equivoque. Rolander: ¿Es cierto, doctor Lansdale, que los oficiales del Servicio Secreto de sus dependencias no eran partidarios de renovar al profesor Oppenheimer la garantía de seguridad? Lansdale: Si me hubiera basado únicamente en los informes del F.B.I., tampoco yo hubiera sido partidario de ello. Pero el profesor Oppenheimer representaba el triunfo de Los Álamos y el descubrimiento de la bomba atómica. Rolander: Gracias, doctor. Gray: ¿Alguna otra pregunta? Señor Morgan... Morgan: Doctor Lansdale, cuando llegó usted a la conclusión de que el profesor Oppenheimer no era comunista, ¿qué entendía usted entonces por comunista? Lansdale: Para mí, comunista era aquel que estaba más ligado a la Unión Soviética que a su propio país. Observará usted que esta definición no tiene en cuenta las ideas políticas ni filosóficas que pueda sustentar esa persona. Morgan: ¿De qué tendencia eran entonces las ideas políticas del profesor Oppenheimer? Lansdale: Extremadamente liberales. Morgan: ¿Cree usted que existe mucha diferencia entre un liberal y un comunista? Lansdale: Para mucha gente, ninguna. Morgan: Si no he entendido mal, usted, al contrario que el coronel Pash, cree que el profesor Oppenheimer no debe ser descalificado por su comportamiento en el asunto Chevalier.

Lansdale: Exactamente. Morgan: Yo soy un hombre de negocios, un hombre práctico. Si me permite, quisiera hacerle una pregunta puramente hipotética. Lansdale: Como guste. Morgan: Supongamos que fuera usted presidente de un Banco importante. Lansdale: ¡No me lo hará usted bueno! Morgan: ¿Admitiría usted como empleado a un hombre que hubiera sido íntimo amigo de un grupo de asaltadores de Bancos? ¿Le daría usted el puesto de director de su Banco? Lansdale: Si se tratara de un superclase... Morgan: Bien. Ahora figúrese que ese hombre es ya director de su Banco, y consigue magníficos negocios. Pero un día ese superclase, como usted dice, recibe la visita de un amigo que le habla así: «Vengo en nombre de unos viejos camaradas, unos chicos estupendos a quienes interesa asaltar este Banco. A ti no puede sucederte nada. Sólo te pido que pongas fuera de servicio por unos momentos los dispositivos de alarma». Su director, desde luego, rechaza indignado esa proposición. Y a los seis meses le cuenta a usted ese episodio, por ejemplo, con ocasión del asalto de un Banco de Chicago cuyos autores no han sido habidos. ¿Qué pensaría usted? ¿Encontraría natural que no le hubiera dicho nada hasta entonces? Lansdale: Bueno, yo... le preguntaría por qué motivo se lo había callado durante tanto tiempo. Morgan: Supongamos que le contesta: «El hombre que vino a verme para hacerme aquella inadmisible proposición es un gran amigo mío y no tomé la cosa en serio; estoy seguro de que es una buena persona, y por eso no quise complicarle la vida. Pero el asalto de Chicago me impulsa ahora a llamar la atención sobre el inspirador de aquel asunto». Entonces, ¿no exigiría usted que le dijera el nombre del amigo? Lansdale: Probablemente sí. Y, naturalmente, comprobaría si en verdad se trataba de algo serio.

Morgan: Suponga usted que entonces vuelve a contarle aquella historia de este otro modo: «Mi amigo me aseguró que aquellos camaradas suyos querían atracar en serio varios Bancos». ¿No hubiera usted creído conveniente confiar el asunto a la policía? Lansdale: Sí.

Morgan: Bien. Entonces la policía coacciona al director de su Banco, para que revele el nombre de su amigo. Él se dirige a usted y le dice: «Doctor Lansdale, yo le conté hace tiempo una historia sobre mi amigo y aquellos indeseables, adornada con gas lacrimógeno, ametralladoras y demás accesorios. Pues bien, no había nada de eso. Todo era una mentira. Lo hice por proteger a mi amigo y evitarle molestias». ¿Qué pensaría usted? ¿No se preguntaría el porqué de todo eso? ¿No creería que allí había gato encerrado? ¿Acaso se protege a un amigo contando una mentira horrible contra él? Lansdale: Sí, claro que no hubiera pensado nada bueno. Pero doce años más tarde, al cerciorarme de que ninguno de aquellos individuos había asaltado ningún Banco, estaría ya mucho más tranquilo. Morgan: ¿Usted conoce todos los Bancos de Norteamérica, doctor Lansdale? Lansdale: Los Bancos a que usted se refiere los conozco muy bien. Aparte de que la comparación no es justa. Morgan: Estoy dispuesto a reconocer que es algo burda. Pero eso de razonar un poco toscamente es una de mis facultades más rentables. Gray: ¿Alguna otra pregunta al doctor Lansdale? Por favor, señor Evans. Evans: Voy a insistir en lo que he preguntado ya al coronel Pash. No he quedado muy convencido de su respuesta, probablemente por la índole misma de la pregunta. ¿Es posible lograr una seguridad de un ciento por ciento acerca de un proyecto de guerra? Lansdale: No. Evans: ¿Por qué? Lansdale: Para obtener una seguridad del ciento por ciento deberíamos suprimir toda la libertad que queremos defender. Y esa no sería una solución aconsejable. Evans: ¿Y cuál podría ser, en su opinión, una solución aconsejable para conseguir el máximo nivel de seguridad? Lansdale: Procurar seleccionar a nuestros técnicos de acuerdo con sus ideas políticas y ofrecerles las mejores condiciones de vida.

Evans: Yo no soy un experto en la materia, pero por intuición hubiera contestado a esa pregunta de un modo parecido. La solución no es fácil. Lansdale: Desde luego que no. Evans: Eso es todo. Gray: Gracias, señor Lansdale. Lansdale se levanta. Evans: Tal vez podría hacer otra pregunta, quizás un poco ingenua como es natural en un profano. Analizando un poco el resultado de estas medidas de seguridad, de esta aparente seguridad, tengo la sensación de que todos estamos sentados, un tanto incómodos, sobre ese barril de pólvora que es el mundo actual. Así, pues, ¿no cabe preguntarse si hasta cierto punto el mejor medió de custodiar ciertos secretos no sería el de darlos a la publicidad? Lansdale: ¿Qué quiere usted decir? Evans: Que podría hacerse un intento para restituir a los hombres de ciencia sus antiguos derechos, e incluso obligarles a publicar los resultados de sus investigaciones. Lansdale: Hoy por hoy esa es una utopía tan distante de la realidad que no puede admitirse ni aun en sueños, profesor Evans. La humanidad está dividida en ovejas y cabras, y nosotros estamos situados dentro del matadero. Evans: Como ya he dicho antes, yo no soy un experto en estas cosas. Gray: Muchas gracias, doctor Lansdale. Mutis de Lansdale. Se levanta la sesión. En la próxima reunión pasaremos a discutir la actitud del profesor Oppenheimer con respecto al asunto de la bomba de hidrógeno. Ruego a los abogados Garrison y Robb que me consignen la lista de sus testigos. Pausa.

SEGUNDA PARTE El escenario está abierto como hasta ahora. Sobre la cortina corrida se proyectan los siguientes documentos cinematográficos sincronizados con el texto hablado: Proyecciones:

Texto hablado:

31 de octubre de 1952 Explosión experimental de la primera bomba de hidrógeno en el Pacífico

Explosión experimental dé «Mike», primera bomba de hidrógeno, en el Pacífico

La isla Elugelab desaparece en el mar La isla Elugelab, en el atolón de Eniwetok, desaparece en el mar El presidente Traman pronunciando un El presidente Traman anuncia el discurso. monopolio americano dela bomba de hidrógeno Una gran multitud aplaudiendo 8 de agosto de 1953 Explosión experimental de la primera bomba de hidrógeno rasa

El primer ministro Malenkov pronunciando un discurso Aplausos de la multitud

Una flota de bombarderos americanos Una flota de bombarderos soviéticos

Explosión experimental en la Rusia asiática de la primera bomba rasa de hidrógeno

El primer ministro Malenkov declara: «Los Estados Unidos han dejado de poseer el monopolio de la bomba de hidrógeno»

En esta situación de equilibrio atómico, los Estados Mayores de las dos grandes potencias mundiales mantienen continuamente en vuelo varias escuadrillas de bombarderos dotados de bombas A y bombas H

Se descorre la cortina.

Escena VII Los miembros del Comité de Investigación y los abogados de ambas partes están en sus sitios. Oppenheimer está sentado en el lugar de los testigos. El presidente Gray se aproxima al proscenio. Gray: Ha sucedido lo que yo me temía. El «New York Times» ha publicado la carta de acusación de la Comisión de Energía Nuclear y la contestación de Oppenheimer a los distintos puntos de esa carta. Dicho diario ha recibido también varias cartas de los abogados de Oppenheimer, con las que tratan de oponerse a la fraudulenta campaña desatada contra Oppenheimer, campaña que yo no he aprobado nunca. El caso Julius Robert Oppenheimer ocupa las primeras páginas de los periódicos y es motivo de apasionadas discusiones en toda Norteamérica. Gray vuelve a su sitio con gesto de resignación. Un altavoz trasmite los siguientes títulos de la primera página de un diario. A la vez son proyectadas sucesivamente sobre la pantalla cinco fotografías de Oppenheimer muy diferentes entre sí, y cuyas expresiones corresponden a los respectivos titulares del periódico. Voces en el altavoz: El hombre que ha preferido ser leal a sus amigos personales a ser leal a los Estados Unidos. (Foto correspondiente.) El hombre que por fidelidad a la nación ha traicionado a sus amigos. (Foto correspondiente.) El mártir que por razones morales se ha opuesto a la fabricación de la bomba de hidrógeno. (Foto correspondiente.) El traidor ideológico que ha despojado a Norteamérica de su monopolio atómico. (Foto correspondiente.) Oppenheimer, un «affaire Dreyfus» americano. (Foto correspondiente.) Luego desaparecen todas las fotografías y es proyectado el siguiente texto: La Investigación llega a su momento decisivo. Lealtad hacia un Gobierno. Lealtad hacia la Humanidad. Robb: Y ahora, profesor, hablaremos de los problemas termonucleares.

Oppenheimer: Bien. Robb: En la página seis de la carta de la Comisión de Energía Nuclear, se dice: «En otoño de 1949 y en el período sucesivo, usted se opuso decididamente a la realización de la bomba de hidrógeno: 1°) por motivos de orden moral; 2°) porque afirmaba que no era posible; 3°) porque estimaba que no había medios ni personal científico suficientes para llevar a cabo dicha fabricación; y 4°) porque no era políticamente aconsejable». ¿Cree que es justo ese razonamiento? Oppenheimer: Es justo sólo en parte; creo que es válido para la situación existente en otoño de 1949 y para un determinado programa técnico. Robb: ¿Qué hay de verdad y qué hay de falso en eso, profesor? Oppenheimer: Ya he dicho cuanto tenía que decir en mi carta de respuesta a la Comisión. Robb: Me agradaría aclarar esto un poco. Oppenheimer: Lo intentaremos. Robb: Tengo en mis manos un informe del Consejo Científico del que usted era presidente. Se remonta al mes de octubre de 1949 y responde a la cuestión de si los Estados Unidos deben llevar a cabo un programa de urgencia para conseguir la bomba de hidrógeno. ¿Recuerda usted este informe? (Entrega una copia a Oppenheimer.) Oppenheimer: El informe de mayoría lo redacté yo mismo. Robb: Aquí, se dice, entre otras cosas... Abogado Rolander, ¿quiere hacerme el favor de leer? Rolander: «El hecho de que la potencia de esta arma destructora sea prácticamente ilimitada, presupone que su existencia constituye un peligro para la humanidad. Por razones morales, somos, pues, contrarios a aconsejar la fabricación de dicha arma.» Oppenheimer: Eso está entresacado del informe de minoría redactado por Fermi y por Rabi. Rolander: El informe de mayoría dice: «Todos nosotros esperamos que se consiga evitar la fabricación de esta arma. Todos nosotros creemos firmemente

que en el momento actual sería un error por parte de los Estados Unidos acelerar las investigaciones conducentes a conseguir la bomba de hidrógeno». Robb: Profesor, ¿eso no significa acaso que usted se oponía a la fabricación de la bomba de hidrógeno? Oppenheimer: Todos éramos contrarios a tomar la iniciativa en una situación tan extraordinaria. Robb: ¿Qué había de extraordinario en la situación de 1949, profesor? Oppenheimer: Los rusos habían hecho estallar hacía poco su primera bomba atómica «Joe I», y nuestra reacción constituyó un verdadero «shock» nacional. Habíamos perdido el monopolio de la bomba atómica, y nuestro primer impulso fue el de lograr lo antes posible el monopolio de la bomba de hidrógeno. Robb: ¿No cree usted que es una reacción muy natural? Oppenheimer: Es posible que fuera natural, pero no razonable. La bomba de hidrógeno también la fabricaron poco después los rusos. Robb: Pero técnicamente, ¿no les llevábamos ventaja? Oppenheimer: Sí, es posible; pero en Rusia no existen más que dos objetivos a tomar en consideración para la bomba de hidrógeno: Moscú y Leningrado, mientras que nosotros tenemos más de cincuenta. Robb: Razón de más para intentar llegar nosotros antes, ¿no? Oppenheimer: Puesto que después de una tercera guerra mundial no habrá ni vencedores ni vencidos, sino tan sólo el noventa y ocho por ciento de muertos, por un lado, y el cien por cien por el otro, me parecía más prudente tratar de conseguir un acuerdo internacional que decretara la prohibición de esa terrible arma. Morgan: ¿Un acuerdo sobre el desarme sin control? Creo recordar, profesor Oppenheimer, que usted era consejero científico de nuestro Gobierno cuando Gromyko declaró en 1946 en Ginebra que la Unión Soviética no aceptaba controles de ningún género. Y eso que en aquella época los Estados Unidos contaban con el monopolio de la bomba atómica. Oppenheimer: Sí, aquello me desanimó mucho.

Morgan: Entonces ¿por qué esperaba usted que los rusos se mostraran más asequibles a un acuerdo en 1949? Oppenheimer: Porque la posibilidad de aniquilar totalmente la vida sobre la tierra había creado una situación absolutamente nueva. El Menetekel de la humanidad está escrito en el muro. Morgan: ¿También en caracteres cirílicos, profesor Oppenheimer? Oppenheimer: Desde que disponemos de los análisis de las huellas que dejó la bomba de hidrógeno rusa, sí. Antes de abrir la puerta de este terrible mundo en que vivimos hubiéramos debido llamar. Pero hemos preferido precipitarnos dentro sin previo aviso. A pesar de que eso no va a reportarnos ninguna ventaja estratégica. Morgan: ¿Se considera usted capacitado para decidir acerca de cuestiones estratégicas? ¿Ese asunto es de su competencia? Oppenheimer: La mayor parte de nuestro informe estaba destinado a estimar si se podía fabricar una bomba de hidrógeno utilizable, y, en caso afirmativo, cuándo se lograría. Robb: ¿Y a qué conclusión llegaron en su estudio? Oppenheimer: Dudábamos de que los proyectos que se hicieron entonces fueran técnicamente realizables. Efectivamente, luego se ha visto que teníamos razón. Robb: ¿Eso significa tanto como renunciar a la bomba de hidrógeno mientras no se contara con proyectos mejores? Oppenheimer: No. Recomendamos trazar un nuevo programa de investigación. Robb: Así, pues, de aquel informe, ¿no se desprendía que la idea de fabricar la bomba de hidrógeno era totalmente equivocada? Oppenheimer: Aquel modelo sí que era equivocado. De otro modo no hubiéramos hablado de la necesidad de realizar estudios e investigaciones durante cinco años. Robb: ¿Fue exacto su pronóstico?

Oppenheimer: ¿Para qué modelo? Robb: Para la bomba de hidrógeno. Oppenheimer: No. En 1951 se consiguieron espléndidas soluciones, y ya en octubre de 1952 hicimos la experiencia con «Mike», la primera superbomba. Robb: El experimento tuvo éxito, ¿no? Oppenheimer: Sí. La isla de Elugelab desapareció en el Pacífico en unos diez minutos. Nueve meses después los rusos poseían también la bomba de hidrógeno. Era un modelo superior al nuestro. Evans: ¿En qué sentido era superior, profesor Oppenheimer? Oppenheimer: Los rusos hicieron estallar la mencionada superbomba «seca», que es bastante más ligera porque no necesita dispositivos de refrigeración. Evans: ¿Y desde el punto de vista estratégico eso es muy importante? Oppenheimer: Ya lo creo. Sobre todo en aquella época, en que los rusos podían caer sobre nosotros en cualquier momento pertrechados de bombas de hidrógeno, mientras nosotros sólo podíamos contestar a su ataque con bombas atómicas. Nuestros primeros modelos pesaban tanto que únicamente podían ser transportados por medio de vagones. Robb: ¿Y los rusos no hubieran fabricado de todos modos su bomba H? Oppenheimer: Es posible. Nosotros no intentamos siquiera impedir la competencia en esa clase de armas. Yo creo que el precio que pagamos por conseguir aquel breve período de monopolio atómico fue demasiado elevado. Robb: Si se hubiera llevado a cabo el programa de urgencia de 1945, ¿no habríamos conseguido la bomba de hidrógeno mucho antes, logrando de ese modo una situación muy distinta? Oppenheimer: En 1945 no contábamos con la preparación técnica necesaria. Robb: ¿Es cierto, profesor, que hasta 1942 pensaba usted fabricar una bomba termonuclear?

Oppenheimer: Si hubiéramos estado capacitados para ello, la hubiéramos fabricado. Como hubiéramos fabricado cualquier otra clase de armas. Robb: No sé si esto vulnerará un secreto militar o no; pero cuando se habla de la bomba termonuclear se entiende que se trata de una bomba diez mil veces más potente que una bomba atómica corriente, ¿no es esto cierto? Oppenheimer: Aproximadamente, sí. Desde luego es potentísima. Robb: ¿Al decir diez mil veces más potente no se exagera un poco? Oppenheimer: Yo creo que no existen límites para desarrollar su potencia. Según nuestros cálculos, un modelo de tamaño medio posee un diámetro de acción de unos 580 kilómetros, sector que puede ser considerado como zona mortal. Robb: ¿Hubiera sentido escrúpulos en aquella época por fabricar la bomba de hidrógeno? Oppenheimer: ¿En 1942? No. Los escrúpulos comenzaron mucho después. Robb: ¿Cuándo? ¿Cuándo empezó a sentir escrúpulos morales acerca de la bomba de hidrógeno? Oppenheimer: Preferiría no mencionar la palabra «moral» al hablar de eso. Robb: Bien. Entonces..., ¿cuándo se manifestaron sus primeros escrúpulos? Oppenheimer: Cuando me di cuenta de que las armas que nosotros fabricábamos estaban destinadas a ser utilizadas realmente. Robb: ¿Después del ataque de Hiroshima? Oppenheimer: Sí. Robb: Antes nos dijo usted que ayudó a seleccionar los objetivos para hacer estallar en el Japón la primera bomba atómica. Oppenheimer: Sí. También dije que no fuimos nosotros quienes tomamos la decisión de arrojarla.

Robb: No he dicho eso. De manera que fue usted quien eligió los objetivos, y no obstante sintió grandes escrúpulos después del lanzamiento. Oppenheimer: Sí. Terribles. Todos tuvimos escrúpulos terribles. Robb: ¿Y fueron esos terribles escrúpulos, profesor, los que en 1945 le impidieron adquirir el compromiso de apoyar el programa decisivo para realizar la bomba de hidrógeno? Oppenheimer: No. Cuando en 1951 nos dimos cuenta de que la superbomba podía efectivamente fabricarse, todos quedamos fascinados ante esas extraordinarias posibilidades científicas, y en poco tiempo fabricamos la bomba de hidrógeno aun en contra de nuestros escrúpulos. Ese fue el motivo, aunque no digo que sea un buen motivo. Robb: ¿Trabajó usted también en la fabricación de la bomba de hidrógeno? Oppenheimer: Prácticamente, no. Robb: ¿Colaboró de alguna manera? Oppenheimer: Sí, como consejero científico. Robb: ¿Por ejemplo?... Oppenheimer: En 1951 convoqué a los principales físicos a una conferencia que resultó muy provechosa. Todos estaban entusiasmados ante los nuevos horizontes que se abrían, y fueron muchos los que efectivamente volvieron a Los Álamos. Robb: ¿Quién fue el autor de esas ideas geniales de que antes nos ha hablado? Oppenheimer: Especialmente Teller. Aunque también tuvieron gran importancia las máquinas calculadoras de Neumann y las aportaciones de Bethe y de Fermi. Robb: ¿Usted volvió a Los Álamos? Oppenheimer: No. Robb: ¿Por qué no?

Oppenheimer: Porque me dedicaba a otros trabajos. Mi obra científica dentro del campo termonuclear era insignificante. Rolander (toma un documento de sus carpetas): Sin embargo, profesor, aquí tengo copia de la patente de un invento relacionado con la bomba termonuclear presentado por usted en 1944. Oppenheimer: ¿En colaboración con Teller? Rolander: Sí. La patente les fue concedida en 1946. Oppenheimer: Justamente. Sobre un detalle de la bomba. Había olvidado que hubo un tiempo en que nos dedicamos a ello. Robb: ¿Es cierto, profesor, que Teller le propuso trasladarse a Los Álamos y usted rechazó su invitación diciendo que quería permanecer neutral en el asunto de la bomba de hidrógeno? Oppenheimer: Es posible. Robb: ¿Es posible que deseara permanecer neutral? Oppenheimer: Es posible que dijera algo así. Teller quería realizar el programa termonuclear a toda costa. Yo quise valorar minuciosamente el pro y el contra, y así lo hice hasta que el Presidente ordenó establecer el programa de urgencia. Robb: ¿Pero no es cierto que después de esa decisión del Presidente siguió negándose usted a volver a Los Álamos? Oppenheimer: Sí. Robb: ¿No cree, profesor, que si usted se hubiera decidido a tomar por su cuenta el programa de la superbomba, su decisión hubiera producido gran efecto en muchos científicos? Oppenheimer: Es posible. Pero a mí aquello no me parecía justo. Robb: ¿No le parecía justo fabricar la bomba de hidrógeno ni siquiera después de la decisión del Presidente de los Estados Unidos? Oppenheimer: No me parecía justo, porque no me consideraba el hombre adecuado para asumir la responsabilidad del programa.

Robb: No es eso lo que le he preguntado, profesor. Oppenheimer: Pues a mí me parece que sí. Robb: ¿No le parecía justo fabricar la bomba de hidrógeno ni siquiera después de la decisión tomada por el Presidente? Oppenheimer: Yo seguía creyendo que la bomba de hidrógeno era un arma espantosa, y que era mucho mejor no fabricarla; pero de todos modos apoyé el programa de urgencia. Robb: ¿De qué modo? Oppenheimer: Dando consejos científicos. Robb: ¿Y después? Oppenheimer: Recomendando a Teller la colaboración de un grupo de jóvenes científicos discípulos míos. Robb: Pero ¿habló usted con esos jóvenes científicos? ¿Trató de despertar en ellos su entusiasmo por el programa? Oppenheimer: Era Teller quien hablaba con esos muchachos. Si consiguió entusiasmarles o no, lo ignoro. Robb: Usted profesor, ¿no dijo que en 1951 se había entusiasmado con el programa? Oppenheimer: Me entusiasmé con las nuevas perspectivas científicas que se ofrecían. Robb: Usted creía que eran maravillosas y seductoras las perspectivas científicas que se iban a abrir, y en cambio le parecía horrible su resultado, es decir la bomba de hidrógeno, ¿no es eso? Oppenheimer: Sí, creo que así fue. Los físicos no somos culpables de que hoy día las ideas geniales acaben siempre transformándose en bombas. En tanto sigan así las cosas, es muy posible entusiasmarse con un fenómeno científico y al mismo tiempo quedar aterrorizado ante la consideración humana de sus consecuencias.

Robb: Veo perfectamente que para usted es posible ese desdoblamiento. Lo cual me llena de asombro, profesor. Gray: ¿No cree, profesor Oppenheimer, que esa actitud de usted lleva implícito un conflicto espiritual de lealtad? Oppenheimer: ¿A qué conflicto se refiere? Gray: A su lucha interior entre la lealtad hacia el Gobierno y la lealtad hacia la humanidad. Oppenheimer: Déjeme reflexionar. Eso podría contestarse así: puesto que los gobiernos no están a la altura de los recientes descubrimientos científicos, o en todo caso lo están insuficientemente, en el hombre de ciencia se puede presentar, en efecto, ese conflicto de lealtad. Gray: Y al encontrarse usted ante ese conflicto de lealtad —como evidentemente se ha encontrado en el caso de la bomba de hidrógeno—, ¿a qué lealtad daba la preferencia? Oppenheimer: Yo he acabado siempre por entregar toda mi lealtad incondicional a mi Gobierno, sin perder por eso mis escrúpulos, ni dejar de sentir un sabor amargo, ni creer que lo que hacía fuera justo. Robb: ¿Usted no cree que siempre es justo otorgar al Gobierno una lealtad incondicional? Oppenheimer: No lo sé. De todos modos es lo que he hecho siempre. Robb: ¿Hasta en el caso del programa de la superbomba? Oppenheimer: Sí. Hasta en ese caso. Robb: ¿Afirma usted que después de la decisión del Presidente apoyó activamente el programa? Oppenheimer: Sí, aunque seguía manteniendo graves dudas. Robb toma un documento de las carpetas que tiene ante sí Robb: No obstante, usted dijo en una entrevista televisada... Abogado Rolander, ¿quiere hacer el favor de leer?

Entrega una hoja a Rolander y lleva una copia a la mesa del presidente. Rolander: «La historia nos habla de distintas tribus, razas y pueblos exterminados. Pero hoy los hombres pueden llegar a destruir la humanidad entera. Examinando racionalmente la situación, se deduce la posibilidad de que esto ocurra, a menos que la humanidad elabore nuevas formas de convivencia política de las que el mundo de hoy se siente tan necesitado. La posibilidad de un Apocalipsis se ha convertido ahora en una realidad de nuestra existencia. Lo sabemos, aunque no miremos cara a cara a esa realidad. No nos parece urgente. Creemos que aún hay tiempo. Pero no; ya no tenemos mucho tiempo.» Aquí termina la cita. Robb: ¿Cree usted que con ese discurso apoyaba el programa, profesor? Oppenheimer: No; pero yo no tenía nada que hacer en el programa. Cuando concedí esa entrevista, los Estados Unidos habían experimentado ya sus primeros modelos, y los rusos también. Rolander: No es exacto, profesor. Usted concedió la entrevista antes de las elecciones presidenciales de 1952, cuando todavía contábamos con el monopolio. Robb: Lo cual es muy distinto. Era la época en que había terminado la guerra de Corea y nuestras posiciones en Asia parecían seriamente amenazadas, ¿no? Oppenheimer: Sí, en efecto. Entonces se llegó a discutir la conveniencia de provocar una guerra preventiva. Robb: ¿También usted discutió esa idea? Oppenheimer: No; discutirla, no. Se quería conocer la opinión de los hombres de ciencia en calidad de técnicos y nosotros decidimos desaconsejar ese propósito. Morgan: Una cuestión de conciencia, profesor. Suponiendo que bajo el punto de vista técnico la idea hubiera sido indiscutible, ¿usted se hubiera contentado con adoptar una actitud científica? Oppenheimer: No lo sé... Supongo que no. No.

Robb: De lo actuado hasta ahora, ¿no se deduce claramente, profesor, que usted tenía entonces, y tiene todavía, grandes escrúpulos morales con respecto a la bomba de hidrógeno? Oppenheimer: Creo haberle rogado que considere aparte el concepto de moralidad. Eso puede crear confusión. Tenía y tengo graves escrúpulos al pensar que esa arma espantosa pudiera ser utilizada. Robb: Y por eso se oponía usted a la fabricación de la bomba de hidrógeno. ¿No es así? Oppenheimer: No. Me oponía a tomar la iniciativa. Robb: Profesor, en la posdata del informe del Consejo Científico o que usted envió, ¿no dijo claramente que...? Leo (Lee.) «Nosotros opinamos que la bomba de hidrógeno no debe ser fabricada nunca». Oppenheimer: Nos referíamos al programa de entonces. Robb: Usted dice que no debe ser fabricada «nunca». ¿Qué entiende usted por nunca? Oppenheimer: No fui yo quien redactó esa posdata. Robb: Pero usted firmó el informe, ¿no? Oppenheimer: Creo que queríamos decir —que quería decir— que sería beneficioso para el mundo que no existiera la bomba de hidrógeno. Robb: Y después, cuando el Presidente, a pesar de ese «informe» dio órdenes para que se pusiera inmediatamente en marcha el programa de urgencia, ¿cómo reaccionó usted? Oppenheimer: Presenté mi dimisión. Robb: ¿En señal de protesta? Oppenheimer: Creo que un hombre debe retirarse cuando en cualquier cuestión fundamental se siente superado por la realidad. Robb: ¿Se consideraba usted superado por la realidad cuando se dio la orden de comenzar el programa de urgencia?

Oppenheimer: Sí, porque la orden suponía la puesta en práctica de un criterio contrario al mío. Robb: ¿Es verdad que cuando se debía ensayar la bomba de hidrógeno en octubre de 1952 se opuso usted a ese experimento? Oppenheimer: «Oponerme» es un término demasiado fuerte. Digamos que me sentía partidario de su aplazamiento. Robb: ¿Por qué? Oppenheimer: Estábamos en vísperas de unas elecciones de nuevo Presidente, y no me parecía justo que el elegido se encontrara con la superbomba debajo de su sillón presidencial. Debía ser él quien decidiera en asunto de tanta trascendencia. Robb: ¿Había alguna otra razón para proponer el aplazamiento? Oppenheimer: Sí. Creo que los rusos podían deducir gran cantidad de datos y de indicios con nuestro experimento. Robb: ¿Algún otro motivo? Oppenheimer: El experimento hubiera sepultado definitivamente nuestras esperanzas de lograr un posible tratado de desarme, en particular respecto al cese de las pruebas. Robb: No obstante, contrariamente a sus recomendaciones, la bomba de hidrógeno fue probada en octubre de 1952, ¿no? Oppenheimer: Sí. Robb: Usando el mismo estilo de los periódicos de entonces, ¿quién podría ser llamado según usted «padre de la bomba de hidrógeno»? Oppenheimer: Teller ya fue llamado de ese modo. Se proyecta un retrato de Teller. Robb: ¿No aspiraba usted a ese título? Oppenheimer: No.

Robb: Gracias, profesor. Gray: ¿Alguna otra pregunta al profesor Oppenheimer? Señor Morgan... Morgan: Tan sólo una pregunta, profesor. A un Estado que gasta enormes sumas para la investigación científica, ¿se le puede negar el derecho a disponer libremente de los resultados de ese trabajo? Oppenheimer: Desde el momento en que esos resultados son capaces de destruir la civilización humana, ese derecho puede considerarse impugnable. Morgan: ¿No significa eso que usted quería limitar, cuando menos en ese determinado sector, la soberanía de los Estados Unidos? Oppenheimer: Cuando las matemáticas han de determinar si un experimento puede abrasar la atmósfera, las soberanías nacionales resultan un poco ridículas. La pregunta pudiera ser otra: ¿Qué autoridad posee suficiente independencia y dispone de bastante potencia para impedir a los Estados nacionales o a sus bloques el aniquilarse recíprocamente? ¿Cómo puede crearse esa autoridad? Morgan: ¿Cree usted que los Estados Unidos debieran procurar llegar a un acuerdo con la Unión Soviética? Oppenheimer: Suponiendo que nuestro oponente fuera el diablo, creo que habría que llegar a un acuerdo con el diablo. Morgan: ¿Usted establece una clara diferencia entre la simple conservación de la vida y la conservación de una existencia digna de ser vivida? Oppenheimer: ¡Oh, sí! Y en última instancia confío ciegamente en el poder de la razón. Evans: Quisiera volver un momento a los tan debatidos escrúpulos morales, y a la contradicción que supone el llevar adelante una empresa de la que nos asustan los resultados. ¿Cuándo sintió por primera vez el peso de esa contradicción? Oppenheimer: Cuando hicimos estallar la primera bomba en el desierto de Alamogordo. Evans: Es decir, ¿qué sintió usted entonces?

Oppenheimer: Cuando vi aquel gran globo de fuego, acudieron a mi memoria dos antiguas poesías. Una de ellas dice: «Si la luz de mil soles irrumpiera de pronto en el cielo, ese mismo momento sería como el gran esplendor del Infinito...» Y la otra: «Soy la muerte que todo arrebata y que agita los mundos...»

Evans: ¿Cómo consigue comprender usted que un pensamiento nuevo es realmente importante? Oppenheimer: Por el profundo sentimiento que se apodera de mí. Gray: Si no hay más preguntas, doy las gracias al profesor Oppenheimer por su paciencia. Oppenheimer vuelve, al sofá. Ahora vamos a escuchar a los testigos de la acusación y de la defensa. Puesto que el profesor Teller hace rato que espera, creo debemos escucharle primero a él. Luego oiremos al señor Griggs. Un funcionario sale a llamar a Teller.

Garrison: A ser posible, señor presidente, quisiéramos escuchar al profesor Bethe después del profesor Teller. Gray: Muy bien. ¿Puede localizar al profesor Bethe? Garrison: Está esperando en el hotel. Antes de cinco minutos estará aquí. Éste es su número de teléfono. Entrega un billete a un ujier que sale en seguida. El primer Ordenanza se asoma a la puerta. Gray: El profesor Teller puede pasar a ocupar el sitio de los testigos. El profesor Teller es acompañado al sitio de los testigos.

Es un hombre delgado, de unos cincuenta años; de pelo negro y grandes ojos oscuros, cejas espesas; más parece un artista que un científico. Habla y se mueve con rapidez. Cojea apenas perceptiblemente de la pierna derecha, pues ha perdido un pie en un accidente. Da la impresión de padecer una inquietud interna dominada a duras penas. Su seguridad en sí mismo resulta un poco jactanciosa. Por favor..., profesor Teller, ¿quiere prestar juramento? Teller: Sí. (Se levanta.) Gray: Edward Teller, ¿jura usted decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad con la ayuda de Dios? Teller: Lo juro. Gray: Por favor, abogado Robb. Robb: Profesor Teller, usted trabajó en Los Álamos en el programa termonuclear, ¿verdad? Teller: Sí. Robb: ¿Discutía a menudo con el profesor Oppenheimer los problemas termonucleares? Teller: Sí. Muy frecuentemente. Desde que nos encontramos en Berkeley en el verano de 1942. Nosotros examinamos entonces la posibilidad de bosquejar un programa termonuclear. Robb: «Nosotros», ¿quiénes? Teller: Oppenheimer convocó a las personas mejor preparadas en esas disciplinas, entre ellas Fermi y Bethe. La idea de reproducir el milagro de la energía solar a través de la fusión de núcleos atómicos ligeros nos había entusiasmado a todos y nos sentíamos felices. Robb: ¿También el profesor Oppenheimer era tan entusiasta? Teller: Mucho. Y él incluso tiene la virtud de contagiar su entusiasmo a los demás.

Robb: ¿Usted creía entonces posible la realización de un programa termonuclear? Teller: Hubo una época en que nos pareció más fácil de lo que fue después en realidad. En Los Álamos se presentaron grandes dificultades. Yo mismo resolví algunas de ellas. Robb: ¿Puede indicarme alguna de esas dificultades si eso no supone revelar ningún secreto? Teller: Una de las dificultades consistía en que necesitábamos el calor de una bomba atómica para accionar la de hidrógeno. Más tarde pudimos obtener ese calor por otros medios. Otra dificultad estribaba en que nuestros calculadores electrónicos eran insuficientes. Robb: ¿Hubiera sido posible fabricar la bomba de hidrógeno en Los Álamos durante la guerra? Teller: No. Por algún tiempo me obsesionó esa idea; era como un poco hija mía, y ya se sabe que los padres son un poco miopes. Robb: En su opinión, ¿cuándo se encontraron ustedes técnicamente preparados para llevar a cabo un programa termonuclear? Teller: En 1945. Recuerdo que después de «Trinidad», nosotros... Evans: ¿Qué significa eso de «Trinidad»? Teller: «Trinidad» era el nombre convencional que dimos al proyecto de lanzamiento experimental de la bomba atómica en Alamogordo. Evans: ¿«Trinidad»? Teller: Sí. Recuerdo que después de aquella prueba queríamos dedicar todas nuestras energías al estudio de la bomba de hidrógeno: allí trabajaron los hombres mejores, como Fermi y Bethe, bajo la dirección de Oppenheimer. Robb: ¿Después de la prueba de la bomba atómica? Teller: Sí. Robb: ¿Fueron intensificadas las investigaciones?

Teller: No. Al poco tiempo cesaron completamente. Robb: ¿Cómo fue eso? Teller: Desde el lanzamiento de la bomba sobre el Japón, el proyecto fue modificado hasta que se abandonó prácticamente. Robb: ¿Por qué? Teller: Porque después de lo de Hiroshima, el profesor Oppenheimer creyó que el momento de realizar aquel programa había pasado. Robb: ¿Eso le dijo a usted? Teller: Recuerdo una conversación con Oppenheimer, en la que Fermi... Robb: ¿También Fermi era de la opinión de abandonar ese programa? Teller: Sí. En realidad esa opinión reflejaba el ambiente general entre los físicos. Hiroshima fue un duro golpe para muchos. La moral de los hombres de ciencia estaba hundida. Rolander: Creo que el profesor Oppenheimer dijo en cierta ocasión que hubiera sido preferible devolver Los Álamos a los pieles rojas, ¿verdad? Teller: Sí; se le atribuyó esa frase, pero yo no sé si la pronunció realmente. Robb: ¿Hubiera sido posible iniciar un serio programa termonuclear en Los Álamos al final de la guerra? Teller: Yo creo que estábamos en condiciones favorables para realizarlo. Si el profesor Oppenheimer hubiera permanecido en Los Álamos, hubieran sido muchos más a tomar parte en los trabajos; al menos todos los que logramos reunimos en 1949 en circunstancias mucho más difíciles. Robb: Y en ese caso, ¿se hubiera conseguido antes la bomba de hidrógeno? Teller: Estoy seguro. Robb: ¿Cuándo, según usted, hubieran podido obtenerla?

Teller: Es muy difícil aventurar una hipótesis acerca de cómo hubiera podido desenvolverse el pasado y qué hubiera podido suceder. Casi tan difícil como predecir el futuro. Aunque, desde luego, un poco menos arriesgado. Robb: De todos modos, creo que vale la pena intentarlo. Teller: Si hubiéramos iniciado el programa en 1945, probablemente hubiéramos contado con la bomba de hidrógeno en 1948. Robb: ¿Antes que la bomba atómica rusa? Teller: Seguramente. Robb: Se ha dicho, profesor, que fue posible dar fin al programa gracias a un brillante descubrimiento hecho por usted en 1951. ¿Qué puede decirme al respecto? Teller: Si en 1945 hubieran estudiado el programa hombres de la capacidad de Fermi, de Bethe o de otros, la misma idea u otras más brillantes las hubieran tenido ellos. Y en ese caso la bomba hubiera estado preparada en 1947. Robb: En resumen, usted quiere decir que el que no busca no encuentra, ¿no es así? Teller: Las ideas brillantes pueden organizarse y no están condicionadas a ningún individuo en particular. Gray: ¿Qué ventajas nos hubiera reportado tener la superbomba..., digamos en 1947? Teller: Usted, que está en el Ministerio de la Guerra, debe saberlo mejor que yo. Nos hubiéramos ahorrado el desastre en China, y probablemente alguno de los otros golpes que hemos tenido que encajar. Hubiéramos continuado en la posición número uno frente a los comunistas, posición que me parece particularmente cómoda. Marks: Profesor Teller, ¿está usted al corriente de las investigaciones realizadas por nuestros servicios secretos, según las cuales la labor de los rusos en 1945 había llegado poco más o menos al nivel de la nuestra? Teller: Sí. Por eso yo quería contar con la superbomba mientras los demás se entretenían ilusionándose con el desarme.

Marks: «Los demás» eran el Gobierno de entonces, ¿no? Teller: El Gobierno, los físicos y la opinión pública. Aquello era para desesperarse. Robb: ¿Cuándo dejó usted Los Álamos? Teller: En febrero de 1946. Seguir allí carecía de objeto. Acepté una cátedra en Chicago y volví a Los Álamos como consejero sólo de vez en cuando. Robb: ¿Cuál fue, a su juicio, el trabajo desarrollado en Los Alamos en el campo termonuclear entre 1945 y 1949? Teller: Prácticamente aquello estaba totalmente paralizado. Las cosas no cambiaron hasta que en 1949 los rusos hicieron explotar su bomba atómica. Robb: ¿Habló usted en aquella ocasión con el profesor Oppenheimer? Teller: Sí, y me quedé petrificado. Robb: ¿Por qué? Teller: En aquella época me ocupaba tan poco de proyectos bélicos que no me enteré de la explosión de la bomba atómica rusa hasta que lo leí en los periódicos. Entonces pensé que era preciso dedicar todas mis energías a la realización de un programa concreto a cualquier precio. Telefoneé al profesor Oppenheimer, le pregunté qué había sucedido y le pedí consejo. Recuerdo sus palabras textuales: «Bueno, hombre; no hay motivo para ponerse nervioso». Robb: ¿Cómo interpretó usted esas palabras? Teller: Pensé que deberíamos desarrollar el programa sin su concurso, y eso era muy difícil dada la gran influencia que ejercía el profesor. Rolander: ¿Discutió usted con alguien el pro y el contra del asunto? Teller: Sí, con Bethe. Teníamos que formar un equipo de investigación y esperaba con impaciencia que Bethe se decidiera a tomar por su cuenta el programa. Rolander: ¿Cuándo fue eso?

Teller: A finales de octubre. Robb: ¿De 1949? Teller: Sí. Poco antes de que el Consejo Científico se declarara contrario al programa de urgencia. Yo insistí tanto, que Bethe se decidió a venir a Los Álamos a pesar de sentir grandes escrúpulos; eso era al menos lo que yo creía. Una tarde, Oppenheimer nos telefoneó para invitamos a su casa de Princeton. Yo dije a Bethe: «Después de esta conversación usted ya no querrá volver a Los Álamos». Rolander: ¿Pero luego volvió? Teller: No. No volvió hasta mucho tiempo después. Rolander: ¿Usted cree que pudo influir el profesor Oppenheimer en esa decisión? Teller: Sí. Cuando abandonamos el despacho de Oppenheimer, Bethe me dijo: «Tranquilícese, hombre, que sigo con la idea de volver». Pero a los dos días me telefoneó para decirme: «Edward, lo he pensado bien. No vuelvo a Los Álamos». Rolander: ¿Usted sabe si el profesor Bethe había vuelto a hablar en aquellos dos días con el profesor Oppenheimer? Teller: Supongo que sí. Robb: El profesor Oppenheimer, ¿alegó algún motivo moral o político contra el programa? Teller: Esgrimió argumentos ajenos en favor y en contra; por ejemplo, nos leyó una carta de Conant que decía: «La superbomba no se hará si no se pasa por encima de mi cadáver». Robb: Según usted, la decisión negativa del Consejo Científico, ¿fue provocada esencialmente por el profesor Oppenheimer? Teller: No me atrevo a decir tanto. Robb: ¿Cree usted que era exacta la estimación del punto de vista técnico del programa?

Teller: No era exacta, puesto que no tenía en cuenta las grandes posibilidades de desarrollo que se manifestaron poco tiempo después. Robb: ¿Considera posible que algunos miembros del Consejo Científico se alegraran de aquellas deficiencias técnicas? Teller: Cuando menos conscientemente, no. Robb: ¿E inconscientemente? Teller: Esa pregunta es demasiado vaga y no permite aventurar una respuesta concreta. Robb: ¿Qué efecto produjo la comunicación del Consejo sobre los físicos que trabajaban en la superbomba? Teller: Un efecto aparentemente paradójico. Cuando la leí —Oppenheimer la dio a leer a diez o doce personas— pensé que el programa quedaba muerto y enterrado. Pero vi con asombro que aquello provocaba una reacción psicológica de rebelión por parte de los interesados. Robb: ¿Quiere decir usted con eso que la comunicación les puso tan furiosos que empezaron a trabajar con mayor interés? Teller: Sí. Les indignó la idea de que su labor fuera considerada inmoral en cuanto consiguió algún progreso. Robb: Después de la orden del Presidente, ¿apoyó el profesor Oppenheimer el programa termonuclear? Teller: No recuerdo ningún apoyo por su parte; al contrario. Robb: «Al contrario», ¿significa que, a su juicio, Oppenheimer siguió oponiéndose? Teller: Quiero decir que las sucesivas recomendaciones del consejo científico no apoyaban el programa, sino que lo obstaculizaban. Rolander: ¿Puede citar algún detalle que lo demuestre? Teller: Lo sucedido con el segundo laboratorio, por ejemplo. Queríamos concentrar el programa en Livermore, pero el Consejo se mostró contrario a ello.

Queríamos efectuar el trabajo de los reactores para nuestros objetivos en Oak Ridge, y el Consejo Científico lo concentró en Chicago. Necesitábamos más dinero para las pruebas experimentales, porque únicamente esas pruebas podían hacernos avanzar, y Oppenheimer recomendaba realizar tan sólo investigaciones teóricas, sin ningún experimento práctico. Todo aquello no nos dejó avanzar, sino que, por el contrario, nos hizo retroceder. Robb: Durante aquel período, ¿habló usted con el profesor Oppenheimer? Teller: Alguna vez. Robb: ¿Cómo definiría usted su posición? Teller: La calificaría de una espera neutral, utilizando las palabras de que se sirvió Oppenheimer una vez que le rogué me sugiriese buenos colaboradores. Robb: ¿Le proporcionó entonces una lista de nombres? Teller: Sí. Y les escribí a todos, pero no acudió nadie. Aunque debo añadir que la actitud del profesor Oppenheimer con respecto al programa se fue modificando posteriormente. Robb: ¿Cuándo? Teller: En 1951, después de nuestras primeras pruebas. Entonces, el profesor convocó en Princeton al Consejo Científico con todos los hombres de ciencia versados en aquella especialidad. Yo fui allí con muy pocos ánimos, porque temía nuevas dificultades. Pero en aquella ocasión Oppenheimer se mostró entusiasmado con nuestras últimas conquistas teóricas y dijo que no se hubiera opuesto nunca al programa si alguien le hubiera expuesto antes esas maravillosas ideas. Robb: Y a partir de entonces, ¿apoyó el profesor el programa? Teller: Que yo sepa, no; aunque, naturalmente, es posible que lo hiciera sin enterarme yo. Robb: Una pregunta, que le formulo a usted como experto: si el profesor Oppenheimer se limitara a ir a pescar de ahora en adelante, ¿qué consecuencias cree usted que tendría su actitud con respecto al desarrollo de los programas atómicos?

Teller: ¿Suponiendo que de no irse a pescar, trabajara como lo hizo en Los Alamos, o bien como trabajó después de la guerra? Robb: Suponiendo que el profesor siguiera trabajando como después de la guerra. Teller: La labor del profesor Oppenheimer después de la guerra se ha desenvuelto especialmente en el seno de varios comités, y, según mi experiencia, puedo decir que todos los comités se podían haber ido a pescar sin causar el menor daño a los que trabajábamos en serio. Robb: Eso es todo. Gracias, profesor Teller, por el precioso tiempo que nos ha dedicado. Gray: Abogado Garrison, ¿quiere usted interrogar al testigo? Garrison: El abogado Marks tiene alguna pregunta que hacerle. Marks: Profesor Teller, ¿usted cree que el profesor Oppenheimer se ha comportado de modo desleal con los Estados Unidos? Teller: Mientras no se demuestre lo contrario, continuaré creyendo que él intentaba servir del mejor modo posible los intereses de los Estados Unidos. Marks: ¿Le considera usted una persona absolutamente leal? Teller: Subjetivamente, sí. Marks: ¿Y objetivamente? Teller: Creo que dio algunos consejos equivocados que han perjudicado al país. Marks: ¿Se puede dudar de la lealtad de una persona meritoria porque adopte una actitud que más tarde es estimada errónea? Teller: No; pero conviene considerar con atención si esa persona es el consejero adecuado para el futuro. Marks: Usted sabe que estamos tratando de averiguar si el profesor Oppenheimer se ha comportado lealmente, si es hombre en el que se puede confiar, y si puede representar un peligro para nuestra seguridad.

Teller: Tenga en cuenta que no fui yo quien propuso esa investigación. Marks: ¿Usted cree que el profesor Oppenheimer representa un peligro para la seguridad nacional? Teller: Puesto que su comportamiento después de la guerra me ha parecido siempre confuso y retorcido, personalmente me sentiría más seguro si no estuvieran en sus manos los intereses vitales del país. Garrison: ¿Qué entiende usted por «representar un peligro para la seguridad»? Teller: Que existan dudas fundadas acerca de la discreción, el carácter o la lealtad de una persona. Garrison: Sobre la base de esa definición, ¿cree usted que el profesor Oppenheimer constituye un peligro para nuestra seguridad? Teller: No. Pero confieso que no soy hombre versado en cuestiones de seguridad. Marks: ¿Cree que sus antiguas simpatías izquierdistas ejercieron alguna influencia sobre el comportamiento del profesor Oppenheimer en el caso de la bomba de hidrógeno? Teller: Supongo que las ideas filosóficas de un hombre influyen siempre sobre su comportamiento, pero no conozco al profesor Oppenheimer lo bastante para poder contestar a su pregunta. Marks: ¿Sabría definirnos la ética del profesor Oppenheimer? Teller: No. Me parecía contradictoria. Me asombraba mucho observar hasta qué extremo el profesor había conservado la ilusión de que los hombres lleguen a ser razonables en política, si se les instruye con paciencia. Me refiero concretamente a la cuestión del desarme. Marks: ¿Usted no participa de esa confianza? Teller: Yo estoy convencido de que los hombres adquieren realmente una conciencia política tan sólo cuando cogen miedo de verdad. Y eso no sucederá hasta que las bombas sean tan potentes que puedan destruirlo todo.

Marks: Suponiendo que diera usted un consejo en un departamento, y este consejo se revelara después como erróneo, ¿cree que su equivocación bastaría para descalificarlo definitivamente y separarle del servicio que presta a los Estados Unidos como científico? Teller: No. Pero ya no sería el hombre idóneo para ocupar un puesto de dirigente. Marks: Así... ¿Cree que en ese caso sería justo retirarle las garantías de seguridad? Teller: No. Marks: ¿Usted sabe que al profesor Oppenheimer se le ha retirado la garantía de seguridad hasta que se termine esta investigación? Robb: No creo que se le haya desposeído de esa garantía por haber dado un consejo equivocado. Marks: No he dicho eso, abogado Robb. Teller: No, pero lo ha dado a entender con sus anteriores preguntas. Marks: Profesor Teller, si tuviera que renovar la garantía de seguridad al profesor Oppenheimer, ¿lo haría? Teller: Desde el momento en que no aprecio razones en contra, sí, lo haría. Marks: He terminado mi interrogatorio. Gray: ¿Profesor Evans?... Evans: Estaba pensando en si el entusiasmo de una persona que participe en un programa de armamentos es una cualidad positiva. Teller: Sin entusiasmo no hubiéramos logrado la bomba atómica en 1945, ni tampoco, después, la bomba de hidrógeno. Evans: Bien. O mejor dicho, posiblemente mal. Lo que quise decir es si el entusiasmo es una cualidad positiva en una persona que tiene la misión de aconsejar al Gobierno sobre una determinada cuestión.

Teller: Eso no lo sé. Ya habrá comprendido usted que yo no soy partidario de los comités. No soy competente en la materia. Únicamente sé que el profesor Oppenheimer nos hubiera prestado una gran ayuda si se hubiera sentado en su despacho de Los Alamos aunque no hiciera otra cosa que pensar en las musarañas. En aquel sitio hubiera hecho sentir el peso de su indiscutible autoridad. Evans: ¿Puede culparse a una persona de no estar entusiasmada de algo, en este caso de la bomba de hidrógeno? Teller: No, pero al comprobar su falta de entusiasmo estimo conveniente analizar los motivos de ello. Evans: ¿Usted no sintió nunca escrúpulos morales a propósito de la bomba de hidrógeno? Teller: No. Evans: ¿Cómo ha resuelto usted el problema moral que se le planteaba? Teller: De ningún modo. No lo consideraba un problema mío. Evans: Quiere significar que es posible fabricar una cosa, una bomba de hidrógeno o algo parecido, y decir luego: lo que hagan ahora con ese artefacto es problema que no me incumbe; en todo caso piensen ustedes cómo resolverlo. Teller: No quiero decir que la cosa me sea indiferente, sino tan sólo que no puedo prever las consecuencias de su descubrimiento, ni de sus aplicaciones prácticas. Evans: ¿Cree usted que no puede prever para qué va a utilizarse prácticamente la bomba de hidrógeno? Teller: No. Puede ocurrir, y eso es lo que esperamos todos, que no llegue a utilizarse nunca y que el principio en que se basa —la energía solar producida artificialmente, la más potente y económica que conocemos— haya cambiado dentro de veinte o treinta años la faz de la tierra. Evans: Que Dios le oiga, profesor Teller. Teller: Por ejemplo, cuando Hahn, en Alemania, consiguió por vez primera la fisión del uranio, no pensaba en efecto usar como explosivo la energía que así se liberaba.

Evans: Entonces, ¿quién lo pensó por primera vez? Teller: Oppenheimer. Y fue una idea extraordinariamente fecunda, que únicamente los ingenuos pueden calificar de inmoral. Evans: Explique usted esa frase a un colega más viejo. Teller: Quiero decir que los descubrimientos en sí no son ni un bien ni un mal. Se pueden usar bien o mal, eso sí. Desde el motor de combustión interna hasta la bomba atómica. Aunque a costa de dolorosas experiencias, los hombres han aprendido siempre a usarlos bien. Evans: A pesar de que usted, según sus mismas palabras, no tenga mucha confianza en los motivos. Teller: Confío en los hechos que a la larga producen los motivos. Evans: He leído en los periódicos que, durante un experimento realizado con la bomba de hidrógeno, ha sucedido un terrible contratiempo... Teller: ¿En Bikini? Evans: Sí, recientemente; murieron veintitrés pescadores japoneses. Teller: Creo que sí. Evans: ¿Qué ocurrió? Teller: La barca fue a parar a una zona de lluvia radiactiva, porque, de pronto, el viento cambió de dirección, soplando de norte a sur desgraciadamente. Evans: ¿Cómo reaccionó usted ante la noticia de la muerte de esos pescadores? Teller: Nombramos una comisión para estudiar todas las consecuencias, y merced a nuestros experimentos pudimos mejorar mucho las previsiones meteorológicas. Evans: ¿Qué clase de gente son los físicos? Teller: ¿Qué quiere decir? ¿Que si pegan a su mujer, si tienen algún «hobby» o cosas por el estilo?

Evans: Quiero decir que si son diferentes de las demás personas; esa pregunta se la he hecho también al profesor Oppenheimer. Teller: ¿Y qué le ha contestado? Evans: Que los físicos son como los demás hombres. Teller: Exactamente. Sólo que necesitan un poco más de imaginación y un cerebro mejor organizado que les permita realizar su trabajo. Aparte de eso son como los demás. Evans: Desde que estoy en esta Comisión me lo pregunto con frecuencia. Gracias. Gray: Profesor Oppenheimer, ¿desea interrogar al profesor Teller? Oppenheimer (despectivo): No. (Oppenheimer y Teller se miran por un momento.) No. Gray: Entonces le doy las gracias por sus declaraciones, que, en mi opinión, han tocado algunos puntos fundamentales. Teller: Desearía que me fuera concedida la posibilidad de hacer una declaración general. Gray: Puede hacerla. Teller: Creo necesario decir sobre los problemas de la ciencia que todos los grandes descubrimientos de la historia han tenido en un primer momento consecuencias catastróficas para el orden del mundo y para las ilusiones que los hombres se habían forjado. Dichos descubrimientos desmoronaban ese orden e instauraban otro nuevo. Obligaban al mundo a avanzar. No obstante, lo que hacía eso posible era el hecho de que los científicos no temían las consecuencias de sus invenciones, de sus descubrimientos, por terribles que fueran a los ojos de quienes pretenden detener el mundo y colocarnos en el pecho un cartel que diga: «Se ruega no estorbar». Así ocurrió cuando se descubrió que la tierra era sólo una estrella más entre las otras, y también cuando logramos reducir la materia, que parece tan compleja, en partículas elementales que pueden transformarse y liberar enormes cantidades de energía. Si continuamos en nuestro trabajo sin preocuparnos de sus consecuencias, obligaremos a los hombres a organizarse adaptándose al ambiente de esta

nueva energía, llevándolos por fin a un mundo donde se sentirán medio libres y medio esclavos. Sólo Dios sabe si eso sucederá pasando antes por el terrible trance de una guerra atómica, que sería monstruosa como todas las guerras, pero que, por limitada o ilimitada que sea, no debe provocar necesariamente mayores sufrimientos que las guerras del pasado, aunque probablemente sería más violenta y más breve que aquéllas. Si ahora empezamos a asustamos de este primer corto período de los descubrimientos, de su fuerza destructiva —y creo que muchos físicos se asustan hoy—, terminaremos por detenernos a mitad del camino profundizando más en las dificultades que se han creado con nuestro descubrimiento. Sé que por causa de mi consecuente proceder muchos me consideran un incurable belicista —eso dicen los periódicos—, pero confío que llegará un día en que seré considerado pacifista, porque el horror por las armas de exterminio habrá descalificado definitivamente la guerra como medio clásico, sustituyéndola por otros medios políticos. Evans: En caso de supervivencia, como dicen las compañías de seguros, profesor Teller. Porque será preciso pensar que en el caso de que sus pronósticos no resulten exactos, la humanidad no podrá remediar nada. Ese es un hecho nuevo. Sería cosa de que tampoco los físicos lo olvidaran. Teller: Yo no creo que lo olvide nunca. Gray: ¿Esa era la declaración que deseaba hacer? Teller: Sí. Gray: Está bien. Muchas gracias. Teller se inclina ligeramente ante la Comisión y sale. El siguiente testigo es el profesor Bethe. ¿Se encuentra ya aquí? Garrison: Voy a ver. Mientras va a la puerta, entra un empleado con el profesor Bethe, que se dirige al sitio de los testigos y saluda a Oppenheimer al pasar junto a él. Bethe es un hombre robusto, de media edad, con aspecto noble y amable. Se peina con raya y tiene las actitudes propias de un profesor alemán. Permanece en pie ante el asiento de los testigos.

Gray: Hans Bethe, ¿jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad con la ayuda de Dios? Bethe: Lo juro. Gray: ¿En qué año llegó a América, profesor Bethe? Bethe: En 1935. Poco más o menos cuando el profesor Teller. Gray: ¿De dónde vino usted? Bethe: De Mónaco. Estuve cierto tiempo en Inglaterra como profesor de física nuclear, hasta que vine a Los Álamos. Gray: Abogado Garrison, por favor. Garrison: En Los Alamos, ¿dirigía usted el departamento teórico? Bethe: Sí, hasta que terminó la guerra. Garrison: ¿Trabajó Teller en su departamento? Bethe: Sí. Garrison: ¿Cómo se sentía usted al trabajar con él? Bethe (riendo): A decir verdad, no muy a gusto. Soy amigo de Edward Teller, pero es difícil trabajar a su lado. Garrison: ¿Por qué? Bethe: Edward es un hombre genial, lleno de ideas brillantes, a las que persigue con verdadero fanatismo hasta que un día las desecha. Entonces se pone a tocar el piano durante noches enteras hasta que acuden a su mente otras ideas brillantes, y lo curioso es que pretende que todo el mundo se entusiasme como él. No lo digo para restarle méritos. Teller es un genio, pero necesita a alguien que cribe sus ideas. En resumen, que pensé que era mejor renunciar a él antes que correr el riesgo muy probable de llevar el equipo al fracaso. Garrison: ¿Qué es eso de «renunciar a él»?

Bethe: Que nos decidimos a liberarlo de sus compromisos con nuestro programa, porque él se interesaba únicamente por la superbomba. A pesar de necesitarle en el laboratorio. Garrison: ¿Quién sustituyó a Teller? Bethe: Klaus Fuchs. Garrison: ¿Existía rivalidad en Los Alamos entre el profesor Teller y el profesor Oppenheimer? Bethe: La verdad es que no se miraban con mucha simpatía. Teller se lamentaba siempre de que no se daba importancia a su trabajo, y de que Oppenheimer no se entusiasmaba mucho con esa labor. Pero Oppenheimer llevaba sobre sus hombros la responsabilidad de un laboratorio gigantesco en el que se debía preparar la bomba atómica, y Edward hacía mal en quejarse de él. Garrison: ¿También se trabajaba en Los Álamos en el desarrollo termonuclear? Bethe: Oppenheimer había encargado la realización de esas investigaciones a un grupo de mi sector, entre los cuales estaba Teller. Garrison: ¿Trabajaba usted a gusto con el profesor Oppenheimer? Bethe: Sí, muy a gusto. Oppenheimer era el único hombre que podía proporcionar el triunfo a Los Álamos. Garrison: ¿Lo conoce usted bien? Bethe: Desde 1929, en Gotinga, y creo poder afirmar que somos buenos amigos. Garrison: Al final de la guerra, ¿existía preparación teórica adecuada para desarrollar un programa termonuclear? Bethe: En absoluto; no. Como yo deseaba volver, le pedí a Fermi que volviera también. Fermi era de mi parecer. Garrison: Después de la explosión de Alamogordo, ¿se pensó en iniciar un programa termonuclear de gran envergadura? Bethe: Se discutía mucho acerca de ello. Sin embargo se vio que solamente había posibilidad de iniciar un programa intensivo de estudios e investigaciones. El plan de trabajo se hizo en ese sentido.

Garrison: El profesor Teller ha dicho que el proyecto trazado para el desarrollo termonuclear fue abandonado después de Hiroshima a causa de ciertos escrúpulos morales de los científicos, especialmente de Oppenheimer. ¿Es eso exacto? Bethe: No. Las premisas científicas eran poco precisas, y faltaban personas y medios técnicos adecuados. De todos modos, es cierto que Hiroshima nos hizo cambiar un poco a todos. Garrison: ¿Qué efecto produjo la bomba de Hiroshima sobre los físicos de Los Álamos? Bethe: Durante varios años habíamos trabajado en duras condiciones militares, y ninguno de nosotros había pensado nunca realmente en las consecuencias. Hiroshima nos puso bruscamente frente a esas consecuencias, y desde ese momento nos fue imposible trabajar en aquellas armas sin pensar en que iban a ser usadas. Garrison: ¿Y cuáles fueron sus determinaciones? Bethe: Por mi parte deje Los Álamos y me fui a enseñar física a Ithaca. Creo que ya se sabe que yo y otros científicos dirigimos un manifiesto al Presidente y a la opinión pública, y estoy convencido de que la decisión fue justa. Garrison: ¿Luego volvió otra vez a Los Álamos? Bethe: Sí. Al estallar la guerra de Corea. Y allí permanecí hasta la primera explosión experimental de la superbomba. Garrison: ¿En aquella época sintió escrúpulos morales por trabajar en la bomba de hidrógeno? Bethe: Muy graves. Y los tengo todavía. Contribuí a fabricar la superbomba, y no sé si debí haberlo hecho. Garrison: Entonces, ¿por qué volvió a Los Álamos? Bethe: La carrera en pos de la bomba de hidrógeno estaba en pleno desarrollo. Volví a Los Álamos porque pensé que si esa arma terrible era realizable, debíamos tenerla nosotros antes que los rusos. Pero, de todos modos, fui a Los Álamos con la esperanza de que la nueva bomba no fuera factible.

Garrison: El profesor Teller ha declarado que usted se dedicó al programa termonuclear, pero que luego se negó a seguir trabajando en él por culpa del profesor Oppenheimer. ¿Es así? Bethe: Supongo que Teller se refiere a la conversación que sostuvimos con Oppenheimer después de la explosión de la bomba atómica rusa. Garrison: ¿Es cierto que antes de aquella conversación usted había prometido a Teller volver a Los Álamos? Bethe: Estaba indeciso. Por una parte me atraían extraordinariamente los recientes descubrimientos científicos y la perspectiva de trabajar con las nuevas máquinas calculadoras de las que no podía disponerse más que para investigaciones de interés militar. Por otra parte seguía sintiendo la profunda inquietud de que la superbomba no pudiera resolver nuestros problemas. Garrison: El profesor Oppenheimer, ¿adoptó alguna actitud especial contra la superbomba? Bethe: Se limitó a exponer algunos hechos y diferentes argumentos y opiniones. Creo que estaba tan indeciso como yo. Se sentía muy desilusionado. Garrison: De todos modos usted dijo a Teller que volvería a Los Alamos, ¿no? Bethe: Sí. Eso le dije. Garrison: ¿Y por qué cambió luego de idea? Bethe: Porque seguía atormentándome la duda. Pasé toda una noche hablando con mis amigos Weiskopf y Placzsk, dos excelentes físicos, y los tres estábamos convencidos de que después de una guerra nuclear, incluso ganándola nosotros, el mundo ya no sería el mismo que queremos conservar; que perderíamos todo aquello por lo que estábamos luchando, y que unas armas mortíferas como ésas no debieron haberse fabricado nunca. Garrison: ¿Cree usted que el profesor Oppenheimer ejercía su influencia sobre otros físicos contra la superbomba? Bethe: No. Morgan: Entonces, ¿por qué enseñó el informe del Consejo a los principales físicos que se ocupaban del programa?

Bethe: Oppenheimer lo hizo siguiendo instrucciones del senador McMahon. Garrison: ¿Quiere decirnos quién es el senador McMahon? Bethe: McMahon es el director de la Comisión del Senado sobre cuestiones atómicas y uno de los apóstoles de la superbomba. Garrison: ¿Cree usted que el descubrimiento de la bomba de hidrógeno sufrió un retraso de varios años por causa del profesor Oppenheimer? Bethe: No. La bomba de hidrógeno no hubiera podido ser realizada a no ser por una idea genial de Teller. Garrison: ¿No cree que usted o Fermi u otro físico especializado también hubiera podido tener esa idea si las investigaciones hubieran empezado antes? Bethe: No lo sé; pero no creo que la teoría de la relatividad o cualquier otra teoría de un nivel semejante se puedan descubrir todos los días. Garrison: ¿Cómo es que Teller no conseguía colaboradores para la realización del programa?

encontrar

suficientes

Bethe: En parte, quizá por el disgusto general que se iba extendiendo entre todos los hombres de ciencia, y en parte por la propia personalidad de Teller. Teller es un físico extraordinario, pero sus mismos amigos le decían: «Bien, Edward, tú eres un gran teórico, ¿pero quién te pone en escena el espectáculo»? Garrison: El profesor Oppenheimer, ¿siguió oponiéndose al programa termonuclear después de haber sido ordenado por el Presidente? Bethe: Oppenheimer, después de aquellas órdenes del Presidente, discutía solamente sobre cómo debía fabricarse la superbomba, pero no acerca de su oportunidad política. Al contrario de lo que hacía yo. Garrison: ¿Cómo se comportó en Los Alamos bajo el punto de vista de la seguridad? Bethe: Muchos de nosotros pensamos que estaba demasiado subordinado a las órdenes del Gobierno. Yo mismo era uno de los que lo creían. Garrison: Profesor Bethe, usted nos ha dicho que era muy amigo del profesor Oppenheimer.

Bethe: Sí. Garrison: Si el profesor Oppenheimer se encontrara en la disyuntiva de tener que elegir entre la lealtad hacia usted y la lealtad hacia los Estados Unidos, ¿por quién cree usted que se decidiría? Bethe: Por los Estados Unidos. Pero deseo que no se presente ese caso. Garrison (a Gray,).- Muchas gracias, profesor Bethe. Gray dirige una mirada interrogativa a Robb. Rolander da a entender que desea contrainterrogar a Bethe. Gray: Abogado Rolander... Rolander: Profesor Bethe, ¿cuánto tiempo trabajó en su sección Klaus Fuchs? Bethe: Año y medio. Rolander: ¿Era un buen colaborador? Bethe: Inmejorable. Rolander: ¿Se comportó alguna vez poco correctamente en cuestiones de seguridad? Bethe: No. Rolander: ¿Lo consideraba usted un hombre peligroso? Bethe: No. Rolander: De todos modos, se llegó a descubrir que Fuchs proporcionaba información secreta a los rusos, ¿no? Bethe: Sí. ¿Puedo preguntarle qué quiere usted dar a entender con eso? Rolander: No, profesor, no puede preguntármelo, porque el testigo es usted, no yo. Cuando el profesor Teller le llamó a usted a Ithaca para ofrecerle la dirección del programa termonuclear, ¿discutieron acerca de sus honorarios? Bethe: Sí. Teller me hizo una oferta y yo le pedí más. Rolander: ¿Cuánto le pidió usted?

Bethe: Cinco mil dólares. Rolander: Esa cifra ¿fue aceptada por Teller? Bethe: Sí. Rolander: Cuando uno duda en aceptar o no una misión, ¿cree usted que el dinero puede ser un elemento decisivo? Bethe: ¿Por qué no? Las buenas ideas cuestan caras. Y a mí me gusta vivir bien. Rolander: Tengo en mis manos un artículo de la revista «Scientific American», publicado en los primeros meses de 1950, en el que dice usted: «Para hacer comprender a los rusos el valor de la personalidad humana, ¿es preciso matar a millones de seres? Si en una guerra utilizamos la bomba de hidrógeno, aunque ganemos esa guerra, la historia olvidará los ideales por los que combatimos; sólo recordará los medios empleados para ganarla. Y estos medios van a ser comparados con los métodos de guerra utilizados por Gengis Khan». ¿Escribió usted eso? Bethe: Sigo creyendo que lo que dije es justo, aunque aquel artículo fuera retirado porque revelaba ciertos secretos militares. Rolander: Ese artículo lo escribió usted pocas semanas después de haber dicho que no a Teller, ¿verdad? Bethe: Creo que sí. Rolander: Sin embargo, unos meses más tarde fue a Los Álamos a fabricar la bomba de hidrógeno. Bethe: Sí. Pero sigo opinando lo mismo que dije en ese artículo. Rolander: Así que, ¿esa es su actual opinión? Bethe: Sí. Únicamente podríamos justificar la fabricación de la bomba de hidrógeno si pudiéramos impedir su utilización. Rolander: Gracias, profesor Bethe. Gray: Si he comprendido bien, usted cree que fue un error la fabricación de la bomba de hidrógeno.

Bethe: En efecto, creo que fue un error. Gray: ¿Qué hubiéramos debido hacer, pues? Bethe: Hubiéramos debido llegar a un acuerdo gracias al cual nadie pudiera fabricar ese maldito artefacto. Gray: ¿Usted cree que hubiera sido posible un acuerdo como ése? Bethe: De todos modos hubiera sido más fácil que la situación en que hoy nos encontramos. Gray: ¿Qué quiere usted decir? Bethe: Parece ser que a los dos grandes bloques no les queda mucho tiempo para decidir si quieren suicidarse juntos o si prefieren quitar de en medio definitivamente a ese artefacto infernal. Gray (a Robb): ¿Alguna otra pregunta? Robb niega con la cabeza. Evans pide la palabra. Evans: Quisiera preguntar algo al testigo en su calidad de experto. El profesor Teller ha dicho a este Comité que una guerra atómica, aunque fuera ilimitada, no tiene porqué acarrear necesariamente más sufrimientos que una guerra del pasado. ¿Usted qué cree? Bethe: Nada. No puedo escuchar con calma semejantes tonterías. Perdone. Gray: Gracias por haber venido, profesor Bethe. Bethe (se levanta): ¿Puedo pedir al profesor Oppenheimer que me llame al hotel cuando haya terminado esta sesión? Oppenheimer: ¿Para cuánto tiempo tendremos todavía, señor presidente? Gray: Hoy hemos trabajado mucho. Podemos levantar la sesión hasta mañana. ¿Abogado Robb...? Robb: El doctor Griggs está esperando. Tal vez sería mejor continuar todavía irnos minutos.

Marks: Entonces podremos escuchar también al profesor Rabi. Gray: De acuerdo. Que pase el profesor Griggs, por favor. Un empleado sale para introducir a Griggs. Oppenheimer (a Bethe); Si le parece, podemos cenar juntos. Bethe: De acuerdo. Mutis. En seguida entra Griggs, hombre de unos cuarenta años, con actitud marcial, ambicioso, guapo e insignificante. Gray: Profesor Griggs, ¿quiere prestar juramento? Griggs: Sí. Mi nombre es Griggs; suprima lo de profesor. David Tressel Griggs. Gray: David Tressel Griggs, ¿jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad con la ayuda de Dios? Griggs: Lo juro. Gray: ¿Ha venido usted voluntariamente como testigo? Griggs: La Air Forcé me ordenó presentarme. Gray: Siendo así, le recuerdo que no está obligado a declarar más que según sus opiniones personales. Griggs: Naturalmente. Gray: ¿Qué cargo ocupa usted en la actualidad? Griggs: Soy director científico de la Air Forcé. Gray: ¿Cuál es su especialización? Griggs: La geofísica. Gray: Puede empezar el interrogatorio.

Robb: Quisiera preguntarle, doctor Griggs, si está al corriente de la actitud adoptada por el profesor Oppenheimer con respecto a la bomba de hidrógeno. Griggs: Sí. Todos conocemos ya los informes y las opiniones que ha dado. Robb: ¿Cómo juzga usted su comportamiento? Griggs: Después de largas consideraciones y cuidadosos análisis, he llegado a la convicción de que algunos científicos eminentes estaban conspirando contra la bomba de hidrógeno. Es decir, que existía un grupo de científicos que trataba de impedir, o cuando menos retrasar, la fabricación de la bomba, grupo que estaba capitaneado por el profesor Oppenheimer. Robb: ¿Es una opinión personal o la comparte usted con alguien más? Griggs: Es mi opinión personal, pero el doctor Finletter, Ministro del Aire, y el general Vandenberg, Jefe del Estado Mayor de la Air Forcé, opinan como yo. Robb: ¿Después de qué hechos llegó usted a esa convicción? Griggs: Hacía ya mucho tiempo que no acertaba a explicarme el comportamiento del profesor Oppenheimer y de otros muchos. Hasta que un día di con la clave. Robb: ¿Cuándo fue? Griggs: Durante una conferencia estratégica sobre el llamado «Proyecto Vista» en 1951. Teníamos que estudiar, de cara al futuro, si sería mejor dar preferencia a la formación de escuadrillas de bombarderos dotados con bombas de hidrógeno y desarrollar en primera línea la defensa antiaérea, los sistemas de alarma y sobrevigilancia, los cohetes antiaéreos y desechar una especie de línea Maginot electrónica, exclusivamente defensiva, la cual sería además muy costosa. La Air Forcé se inclinó por las escuadrillas de bombarderos. Robb: ¿Y el profesor Oppenheimer? Griggs: Estoy llegando a eso. Un día —las posiciones no estaban aún bien definidas, y yo había atacado a los partidarios de la defensa antiaérea— el profesor Rabi fue a la pizarra y escribió una palabra: ZORC. Robb: ¿ZORC? ¿Qué quiere decir Zorc? Deletréelo usted.

Griggs: Z-O-R-C. Son las iniciales de un grupo científico compuesto por Zacharias, Oppenheimer, Rabi y Charlie Lauritzen. Todos ellos partidarios del desarme mundial. Robb: ¿Por qué Rabi escribió ZORC en la pizarra? Griggs: Supongo que porque quería indicar a los demás componentes del grupo cómo debían comportarse en esa conferencia. Marks: Abogado Robb, ¿puedo hacer una pregunta al testigo? Robb: Tendrá usted a su disposición al doctor Griggs para el contrainterrogatorio y podrá hacerle cuantas preguntas quiera, abogado Marks. (A Griggs.) ¿Y qué?, ¿cómo acabó la conferencia? Griggs: Las conclusiones fueron totalmente contrarias al proyecto acariciado por la Air Forcé en tres puntos fundamentales, y esa parte del comunicado fue redactada por el profesor Oppenheimer. Robb: ¿Observó usted en otras ocasiones la actividad de ese grupo de Oppenheimer? Griggs: Circulaba entre los científicos una frase pronunciada por el doctor Finletter en el Pentágono: «Cuando tengamos las bombas de hidrógeno precisas, podremos gobernar el mundo». Con lo que se quería probar que los hombres de la Comandancia de la Air Forcé eran realmente unos incorregibles belicistas. Robb: ¿Insinuó usted algo de eso al profesor Oppenheimer? Griggs: Sí. Una vez le pregunté si era él quien había puesto en circulación esa frase. Me contestó que él, desde luego, la había oído, pero que no lo había tomado en serio. Entonces le dije que yo sí lo tomaba muy en serio, porque, evidentemente, era una historia dirigida hacia un objetivo bien preciso. El profesor Oppenheimer me preguntó entonces si esto significaba que yo ponía en duda su lealtad, y yo le contesté que sí, que eso era precisamente lo que yo quería decir. Robb: Y él ¿cómo reaccionó? Griggs: Me llamó paranoico, y se fue. Después de aquello comprendí porqué el profesor Oppenheimer en Princeton ensalzaba el aspecto técnico del programa, pero luego boicoteaba el segundo laboratorio, a pesar de que la Air Forcé estuviera dispuesta a financiarlo. También comprendí los obstáculos y las

dificultades de que se lamentaba Teller. Sobre todo después de haber leído los informes del F.B.I. Robb: ¿Cree usted que existe alguna relación entre los contactos que mantenía el profesor Oppenheimer con las izquierdas y su comportamiento con respecto a la bomba de hidrógeno? Griggs: Estoy convencido. Robb: ¿Cree que el profesor Oppenheimer representa un peligro para nuestra seguridad? Griggs: Creo que representa un gran peligro. Robb: Gracias, doctor Griggs. Gray: ¿Abogado Marks...? Oppenheimer se vuelve hacia Marks y le hace un signo categórico con la mano. Marks: El profesor Oppenheimer desea que se renuncie a contrainterrogar al doctor Griggs. Esa renuncia no significa en modo alguno que esté de acuerdo con su testimonio. Gray: ¿Alguna otra pregunta al doctor Griggs? Por favor, profesor Evans. Evans: Cuando, durante aquella conferencia, Rabi escribió en la pizarra esas cuatro letras como si fuera un mensaje cifrado, ¿había muchas personas presentes? Griggs: Bastantes. Evans: ¿Y se dieron cuenta todos? Griggs: Sí. Y reaccionaron, cada uno a su manera. Evans: ¿Cómo? Griggs: Alguno se rió.

Evans: Doctor Griggs, si usted estuviera complicado en una conspiración y quisiera comunicar algo a sus cómplices, ¿le parecería prudente escribirlo en una pizarra? Griggs: Yo no he dicho que eso fuera prudente. Tampoco he tomado nunca parte en ninguna conspiración. Evans: Ni yo; pero en un caso así creo que preferiría acordar lo que fuera, vis a vis, que proclamarlo a voces. Griggs: Una cosa no excluye la otra. El hecho es que Rabi escribió ZORC en la pizarra. Evans: Así nos lo ha dicho usted, es cierto. Gray: ¿Alguna otra pregunta? Doctor Griggs, gracias por haber venido. Griggs deja la estancia tras una rígida inclinación hacia Gray. ¿El profesor Rabi? Marks: Creo que ya ha llegado. El profesor Rabí es un hombre de pequeña estatura, desenvuelto y vivaz, de fácil palabra. Entra rápidamente, saluda a todos al pasar y va a situarse en el sitio de los testigos. Rabí: Supongo que todos ustedes desearán marcharse cuanto antes a casa. Me llamo Isadore Isaac Rabi. Oppenheimer fue más cauto con sus nombres. (Ríe, y ríe también algún otro.) Gray: Isadore Isaac Rabi, ¿jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad con la ayuda de Dios? Rabí (desenvuelto): Con la ayuda de Dios. Lo juro. Juro tres veces por semana. (Se sienta.) Gray: Abogado Marks, cuando quiera. Marks: Profesor Rabi, ¿a qué se dedica actualmente?

Rabi: Soy profesor de Física en la Universidad de Columbia. Marks: ¿Quiere decirnos cuáles son sus principales cargos gubernativos? Rabi: Ni siquiera me acuerdo de todos. Soy presidente del Consejo Científico, miembro del Comité consultivo de la Presidencia para asuntos científicos, y formo parte de un sinfín de comisiones de investigación, de desarrollo y de trabajo, que me consumen una cantidad increíble de tiempo, unos ciento veinte días laborables al año, de modo que, si lo desea, pregúnteme cuándo enseño física. Marks: Procuraré no abusar demasiado de su tiempo. Rabi: Para Oppenheimer dispongo de todo el tiempo que haga falta, porque lo mismo podría estar yo en su lugar, puesto que yo era todavía más contrario al programa de urgencia que él. Marks: ¿Por qué era contrario el profesor Oppenheimer a ese programa? Rabi: Porque no le convencía su aspecto técnico y, además, porque pensaba que la bomba de hidrógeno al fin y al cabo no reforzaba nuestra posición sino que la debilitaba. Hoy ha podido comprobarse que su intuición era muy acertada. Marks: Se ha declarado aquí que existía una conspiración contra la bomba de hidrógeno; que esa conjura estaba dirigida por el profesor Oppenheimer, y que también usted estaba envuelto en ella. Rabi: Me imagino que eso lo habrá dicho el señor con el que me he cruzado al entrar. Yo, en cambio, les podría contar un montón de chismes sobre el doctor Griggs. Marks: Pero nosotros tenemos que ocuparnos de los chismes que nos ha contado el doctor Griggs. Rabi: ¿De veras? Marks: ¿Recuerda la conferencia celebrada para el llamado «Proyecto Vista»? Rabi: «¿Proyecto Vista?» Espere... Sí, sí. La recuerdo perfectamente. Marks: ¿Con qué objeto sé celebró esa Conferencia?

Rabi: Tratábamos de convencer a la Air Forcé de que organizar la defensa del país a base de escuadrillas de bombarderos dotados de bombas de hidrógeno era una solemne tontería. De haberse hecho lo que proponían aquellos genios de la Air Forcé hubiéramos debido desencadenar con la bomba de hidrógeno la tercera guerra mundial en cada crisis balcánica. Marks: ¿Cuál era la posición del profesor Oppenheimer? Rabi: Oppenheimer decía que debíamos ponemos en condiciones de responder a cualquier amenaza con medios adecuados: armas convencionales, armas atómicas, o incluso bombas de hidrógeno en caso de ser atacados. Para ello teníamos que disponer de un sistema de vigilancia que diera la alarma con la mayor antelación posible. Oppenheimer y yo estábamos en una línea idéntica. Marks: Y el doctor Griggs, ¿sostenía el mismo punto de vista que la Air Forcé? Rabi: Nunca se ha dado el caso de que el doctor Griggs sostuviera otro punto de vista que el que sustentaban quienes le habían proporcionado su empleo. Marks: ¿Sabe usted lo que quiere decir ZORC? Rabi: Sí; lo sé desde que vio la luz aquella porquería de artículo en la revista «Fortune». Marks: Durante la conferencia para el «Proyecto Vista», ¿escribió usted ese anagrama en la pizarra? Rabi: No. Lo escribió Zacharias. Y consiguió un gran éxito. Marks: ¿Quién era Zacharias? Rabi: El consejero científico de la Marina. Un físico nuclear de primer orden. Marks: Ha dicho usted que Zacharias consiguió un gran éxito. ¿Qué ha querido dar a entender con ello? Rabi: Que la gente se moría de risa, y que Griggs quedó muy mal. Marks: ¿Quedó mal porque el profesor Zacharias escribió ZORC en la pizarra? Rabi: No. Porque Griggs es un individuo que, más que dispuesto a razonar, lo que hace es sospechar siempre algo malo de sus adversarios. Y aludió a aquella

estupidez publicada en «Fortune». En vista de lo cual, Zacharias, que habló después que él, fue a la pizarra y escribió ZORC, como para decir: «Ahora va a hablar uno de esos traidores al servicio de los rusos». Marks: El anagrama ZORC ¿había sido publicado en «Fortune»? Rabi: El anagrama ZORC era en realidad una invención de «Fortune». Marks: ¿Está seguro de que ese artículo fue publicado antes de la conferencia? Rabi: Unas semanas antes. Marks: ¿Ha oído decir alguna vez que el profesor Oppenheimer había difundido una frase atribuida a Finletter en la que se afirmaba que «si nosotros tuviéramos las bombas de hidrógeno precisas...» Rabi: No la oí por boca de Oppenheimer, pero sé que Finletter la dijo. Marks: ¿Por quién lo supo? Rabi: Por Teller, que estaba presente. Marks: Profesor Rabi, ¿por qué el Consejo Científico dirigido por el profesor Oppenheimer era contrario a la organización del segundo laboratorio? Rabi: Eso sí que me viene de nuevas. Nosotros apoyamos totalmente al laboratorio de Livermore. Éramos contrarios a concentrar el programa termonuclear en un laboratorio de la Air Forcé que existía solamente sobre el papel, cuando estaba el de Los Alamos, que funcionaba perfectamente. ¿Entonces por qué cambiar? Sin duda porque la Air Forcé quería torpedear al Ejército y a la Marina. Lo mismo que ocurrió en el asunto de los reactores. Marks: Profesor Rabi, ¿desde cuándo conoce usted al profesor Oppenheimer? Rabi: Desde 1928. Trabajé con él durante la guerra y después de ella, hasta hace poco tiempo. Marks: ¿Conoce usted el informe sobre el profesor Oppenheimer enviado por el F.B.I. a la Comisión de Energía Atómica? Rabi: Sí.

Marks: ¿Ha leído la carta en la que se exponen las acusaciones contra el profesor Oppenheimer? Rabi: En los diarios, sí. Y debo decir que su lectura no fue muy agradable para mí. Marks: En vista de ello, ¿cree usted que el profesor Oppenheimer representa un peligro para la seguridad nacional? Rabi: No. Lo considero el hombre más leal que he conocido, incluyéndome a mí. Marks: Gracias, profesor Rabi. Gray: Abogado Robb... Robb: Profesor Rabi, ¿dónde y cómo conoció usted el informe sobre el profesor Oppenheimer? Rabi: Leí un extracto de cuarenta páginas, resumen del documento auténtico, mucho más voluminoso, que hubiera podido examinar también directamente. No obstante, debo confesar que aquellas cuarenta páginas bastaron para provocarme náuseas. Robb: ¿Qué es lo que le «provocó náuseas»? Rabi: Todo ese cúmulo de relatos folletinescos, abogado. Uno de los informadores era un niño de nueve años. Robb: ¿No quedó sorprendido al enterarse de que el profesor Oppenheimer, a quien usted acaba de calificar de «el hombre más leal que ha conocido», al ser llamado a declarar como testigo sobre un caso sospechoso de espionaje mintiera deliberadamente a los órganos de seguridad? Rabi: Sí, entonces quedé muy sorprendido, y pensé que se había comportado estúpidamente; pero debo añadir que hoy me sorprende mucho menos su conducta y la comprendo mucho más aunque no la apruebe. Robb: ¿Por qué todo eso? Rabi: Desde que vi que se acusa como sospechosas a personas inocentes, no me extraña que alguien quiera evitar esas complicaciones a un amigo.

Robb: Si se hubiera encontrado en el lugar del profesor Oppenheimer, ¿hubiera mentido usted a la policía? Rabi: Eso Dios lo sabe. Robb: No obstante, yo quisiera saberlo directamente de usted. Rabi: Pues bien: creo que no. Robb: A pesar de eso, ¿sigue creyendo usted firmemente que el profesor Oppenheimer es el hombre más leal que conoce? Rabi: Desde luego. Porque conozco a Robert Oppenheimer desde hace veinticinco años; y sé que si hoy existe una física americana que ya no tiene que depender de Europa, se lo debemos a Oppenheimer y a un reducido grupo de físicos de nuestra generación. Robb: Eso no lo he puesto nunca en duda, profesor Rabi. Sólo quería saber cómo cree usted que puede conciliarse la lealtad más absoluta a la nación con el contar mentiras a sus órganos de seguridad. Rabi: Ya he contestado a esa pregunta. Y también la ha contestado prácticamente Oppenheimer al conseguir para Estados Unidos la bomba atómica y fabricar toda una serie de diferentes bombas atómicas, después del insignificante incidente Chevalier. ¿Qué más quiere? ¿Cree usted que después de todo ese trabajo puede ser instruido un proceso como éste? Yo creo que eso es humillante para él y para los Estados Unidos, y constituye un espectáculo denigrante. Robb: Gracias, profesor Rabi. Rolander: ¿Es cierto, profesor, que ha entregado usted dinero para la defensa del profesor Oppenheimer? Rabi: Sí. Rolander: ¿Es cierto que ha presentado usted en una reunión de la Academia Nacional de Ciencias una moción a favor del profesor Oppenheimer? Rabi: Puesto que el Ministerio de Defensa estimó de justicia enterar a la Prensa de las sospechas recaídas sobre Oppenheimer, yo consideré un deber de los

hombres de ciencia llamar la atención de la opinión pública sobre los peligros que llevaba consigo esa investigación. Rolander: Gracias, profesor. Evans: ¿A qué peligros se refiere usted? Rabi: Me preocupa mucho, y creo que también les preocupa profundamente a todos los científicos, ver a un hombre ante un tribunal por haber cometido el delito de sostener firmemente sus opiniones. La libertad de opinión es la base de nuestro sistema de convivencia. Si una persona puede ser acusada a causa de su modo de pensar, no tenemos derecho a decir que éste es un país libre, y cada uno de nosotros podrá encontrarse un día en el puesto que ahora ocupa el profesor Oppenheimer. Que, desde luego, es muy poco envidiable. Evans: Según usted, ¿qué debiera haber hecho el profesor? Rabi: Hubiera debido exigir un auto de procesamiento fundado en acusaciones concretas sobre hechos comprobados y no basado en simples opiniones, aunque éstas resulten incómodas para alguien. Porque, tal como se está actuando ahora, puede acusarme usted a mí también. Y ojalá que mis preocupaciones sean infundadas. Crea que lo deseo muy de veras. Gray: Usted, profesor Rabi, sabe, naturalmente, que esta investigación no es un proceso judicial, y que, por lo tanto, no se va a pronunciar sentencia alguna. Rabi: Sí; pero sé también que el dictamen de ustedes tendrá más trascendencia que la sentencia de un tribunal. Gray: Gracias, profesor Rabi, por haber comparecido. Se levanta la sesión.

Cambio de luces. La cortina se corre.

Escena VIII Sobre la pantalla se proyecta el texto que sigue: DURANTE LA MAÑANA DEL 6 DE MAYO DE 1954, LA COMISIÓN DE INVESTIGACIÓN TERMINO EL EXAMEN DE TESTIGOS. ACERCA DEL CASO DE JULIOS ROBERT OPPENHEIMER FUERON ESCUCHADOS CUARENTA TESTIGOS. EL ACTA DE LA INVESTIGACIÓN CONSTA DE TRES MIL PÁGINAS MECANOGRAFIADAS. DESPUÉS DE LA DECLARACIÓN DE LOS TESTIGOS TUVIERON LUGAR LOS DISCURSOS DE LOS MIEMBROS DEL CONSEJO. Gray: Concedo la palabra al abogado Robb, que desea exponer sus conclusiones al Comité de Investigación. La misma facultad tendrá posteriormente la defensa por boca del abogado Marks. Después, la Comisión se retirará para deliberar y redactar su dictamen, de acuerdo con su misión específica. Abogado Robb... Robb: Señor presidente, honorables miembros del Comité: Independientemente de nuestra voluntad, en estas tres semanas durante las cuales el profesor Oppenheimer se ha encontrado frente a nosotros, ha sido sometida a juicio la vida de un eminente hombre de ciencia con sus contradicciones, con sus conflictos, y yo confieso que he quedado turbado, y que he advertido profundamente sus trágicos aspectos. Ninguno de nosotros pone en duda los grandes méritos contraídos por el profesor Oppenheimer, y pocos hombres podrán sustraerse a la fascinación que ejerce su deslumbrante personalidad. Pero es nuestro deber, nuestro difícil deber, considerar si la seguridad del país en un campo tan importante como el de la energía nuclear puede volver aponerse en sus manos. Por desgracia, nuestra seguridad está hoy amenazada por los comunistas, que quieren extender su dominio a todo el mundo. Según su propia declaración, el profesor Oppenheimer, durante un largo período de su vida se sintió tan próximo al comunismo que sería difícil decir en qué se distinguía entonces de los comunistas declarados. Sus parientes más próximos, la mayoría de sus amigos y conocidos eran comunistas, o cuando menos compañeros de viaje. El profesor frecuentaba reuniones comunistas, leía Prensa comunista, pertenecía a buen número de organizaciones paracomunistas y entregaba a las mismas ciertas aportaciones de dinero. No dudo que a todo ello le conducían en principio unos motivos nobles: la aspiración de una mayor justicia social y la nostalgia de un mundo mejor. Pero durante esta investigación he llegado a la convicción de que el profesor

Oppenheimer no ha roto nunca sus contactos con el comunismo, ni siquiera cuando se enfrió su entusiasmo por él, ni cuando volvió la espalda desilusionado ante la estructura política que el comunismo ha adoptado en Rusia. Otra prueba de ello la tenemos al pensar en cuántos físicos comunistas han llegado a ocupar puestos claves en proyectos de guerra a propuesta del profesor Oppenheimer, y en cómo usó éste de su gran prestigio para mantenerlos como colaboradores cuando se empezó a desconfiar de ellos; piénsese, en fin, en el caso Eltenton-Chevalier, cuando Oppenheimer dudó durante seis meses antes de denunciar una evidente sospecha de espionaje, para luego mentir deliberadamente a la policía y anteponer la lealtad por el amigo a la lealtad misma hacia los Estados Unidos. Contra eso se ha objetado que este episodio sucedió hace mucho tiempo y que el profesor Oppenheimer ha demostrado posteriormente su absoluta lealtad con los grandes méritos que ha conquistado al fabricar la bomba atómica. No puedo compartir esa objeción, aunque no niegue, en efecto, sus méritos en la empresa de Los Álamos. Observo, en cambio, su comportamiento después de la guerra, especialmente en el asunto de la bomba de hidrógeno, en el que reaparecen las insidias derivadas de sus mismos antiguos ligámenes políticos. El profesor Oppenheimer, según muchos testigos, se mostró tan entusiasta de la bomba de hidrógeno como de la bomba atómica mientras se trataba de combatir a los nazis. En cambio, cuando se puso en evidencia que no eran solamente las dictaduras de derechas, sino también las dictaduras de izquierdas las que nos amenazaban; cuando la Unión Soviética se presentó como nuestro posible enemigo, aumentaron sus escrúpulos acerca de la bomba de hidrógeno, y empezó a aconsejar la internacionalización de la energía nuclear a pesar de que nosotros habíamos conseguido detener a los rusos en Asia y en Europa gracias a nuestro monopolio de la bomba atómica. Según sus mismas declaraciones, el profesor Oppenheimer quedó profundamente deprimido al convencerse de que no se podía llegar a un acuerdo con los rusos en ese sentido. Pero de todo eso no dedujo Oppenheimer algo que hubiera servido a los intereses de los Estados Unidos: la necesidad de llevar adelante la fabricación de la bomba de hidrógeno antes de que los rusos consiguieran su bomba atómica. Finalmente, incluso cuando la bomba rusa había evidenciado los peligros que nos amenazaban, se sirvió de su prestigio para obstaculizar el programa de urgencia establecido para la fabricación de la superbomba y aconsejó que se intentara llegar a un acuerdo con la Rusia soviética para impedir la realización de esa arma. Luego, cuando se dio la orden de iniciar el programa, Oppenheimer quedó fascinado como científico ante las nuevas y geniales teorías sobre la superbomba, y no obstante siguió recomendando un programa de investigación a largo plazo, y cuando se decidió

la explosión experimental él trató de aplazar la experiencia para no comprometer las gestiones de desarme por él patrocinadas. Hemos oído decir aquí a algunos testigos que no podían explicarse las contradicciones entre las palabras del doctor Oppenheimer y sus actos, y algunos, como el coronel Pash, William Borden y el doctor Griggs, han llegado a la conclusión de que debía tratarse de una forma extraordinariamente refinada de traición. Pero quien como nosotros ha podido observar durante tres semanas al profesor Oppenheimer; quien como nosotros está impresionado por su personalidad, sabe perfectamente que este hombre no puede ser incluido en lo que se entiende comúnmente por traidor. Yo estoy persuadido de que el profesor Oppenheimer tenía las mejores intenciones de favorecer los intereses de los Estados Unidos. Pero su comportamiento después de la guerra, su evidente fracaso en el asunto de la superbomba sin duda ha perjudicado los intereses del país, puesto que, según la convincente exposición del profesor Teller, hubiéramos podido conseguir la superbomba cuatro o cinco años antes si el profesor Oppenheimer hubiera apoyado el programa de su realización. ¿Cómo se explica este gran fallo en un hombre tan maravillosamente dotado, y cuyas aptitudes diplomáticas y perspicacia hemos oído elogiar tanto en el curso de esta investigación? La explicación no puede ser otra que la de que el profesor Oppenheimer no se ha liberado nunca del ideal utópico que supone la creación de una sociedad internacional en la que no haya diferencias de clases, a cuyo ideal, consciente o inconscientemente, ha permanecido siempre fiel, por creer que esta lealtad solamente podía conciliarse con la debida lealtad hacia los Estados Unidos a través de una actuación como la suya. En esa contradicción estriba el trágico perfil de su figura. Código permanente de su ser, que le impide servir los intereses de los Estados Unidos en ese comprometido sector, a pesar de su deseo sincero de servirlos con absoluta lealtad. Se trata de una forma de traición no prevista hasta hoy por nuestras leyes: la traición por pensamiento, traición que proviene de los estratos más profundos de la personalidad y que convierte en desleales los actos de una persona contra la misma voluntad de quien los realiza. Y hablo de un sentimiento permanente, porque, en el curso de esta encuesta, el profesor Oppenheimer no ha querido nunca aprovechar la ocasión de distanciarse de sus antiguas ideas políticas y de sus relaciones con los comunistas. Sino que incluso ha mantenido estas relaciones después de la guerra, y algunas las sigue manteniendo todavía. Además, Oppenheimer no cree que ha actuado equivocadamente, ni se lamenta de haber obrado así. Y al declarar, como lo ha hecho ante nosotros, que en la época de la energía nuclear y de los grandes medios de destrucción el mundo necesita nuevas formas de

convivencia humana económica y social, no hace otra cosa que reflejar la influencia de sus antiguos ideales. Por el contrario, lo que Norteamérica necesita en estos tiempos es fortalecer sus poderes económico, militar y político. La historia de nuestro país ha llegado a un punto en el que es necesario reconocer que nuestra libertad tiene un precio, y la necesidad histórica no nos permite conceder sobre ese precio ningún descuento a nadie, ni siquiera al hombre que posea mayores méritos. Y con ello queremos decir que reconocemos los muchos méritos del profesor Oppenheimer y que los respetamos. Fundándome en los datos recogidos en esta investigación, yo soy de la opinión de que al profesor Oppenheimer no le debe ser renovada la garantía de seguridad. Gray: Gracias, abogado Robb. La Comisión escuchará ahora las conclusiones presentadas por la defensa. Por favor, abogado Marks. Marks: Señor presidente, señor Morgan, profesor Evans: El abogado Robb nos ha hablado de los grandes méritos y los perfiles trágicos de mi representado. Este reconocimiento equivale, en mi opinión, a confesar que en esta encuesta no se ha puesto de manifiesto ningún hecho que permita dudar de la lealtad del profesor Oppenheimer. Es completamente notorio que el profesor Oppenheimer en los años treinta manifestó grandes simpatías por las ideas de extrema izquierda, que tuvo amigos comunistas y que formó parte de varias organizaciones filocomunistas. Pero hay que tener en cuenta que en aquella época esa postura era compartida por muchos intelectuales, sino por la mayor parte de ellos, y que ciertas concepciones críticas de la sociedad correspondían a la línea política del «New Deal», que intentaba implantar en nuestro país una más amplia justicia social. Lo que en el curso de esta investigación hemos llegado a saber acerca de las relaciones del profesor Oppenheimer con las izquierdas, fue declarado ya en los cuestionarios que él mismo formalizó al ser llamado a colaborar en proyectos secretos de guerra; y las comisiones que en 1943 y en 1947 le concedieron y confirmaron la garantía de seguridad estaban al corriente de todo eso. Asimismo, el material recogido por el F.B.I. sobre el profesor Oppenheimer — material que nosotros no hemos podido examinar hasta el presente— era conocido ya por la Comisión responsable en 1947. Es lícito suponer que el abogado Robb no hubiera dudado en darlo a conocer en esta investigación si hubiera contenido documentos acusatorios desconocidos por nosotros.

También los órganos de seguridad estaban enterados del comportamiento del profesor Oppenheimer en el caso Eltenton-Chevalier, ahora aclarado. No ha habido un conflicto de lealtad por cuanto el profesor Oppenheimer consideraba inocente a Chevalier, y ha resultado que en efecto lo era. Aquel caso no constituía por tanto un intento de espionaje; eso no obstante, el profesor Oppenheimer no ha dudado en calificar de estúpido su comportamiento en dicha ocasión, y nadie pondrá en duda que hoy se comportaría de muy distinto modo a como lo hizo en 1942. Queda por examinar la cuestión de si el profesor Oppenheimer, al oponerse a la fabricación de la bomba de hidrógeno, amenazó intencionadamente la seguridad de los Estados Unidos. No se trata de examinar si sus consejos eran buenos o malos, sino si eran sinceros o no, si fueron dados en interés de los Estados Unidos o no. Muchos expertos han afirmado ante esta Comisión que el consejo dado por Oppenheimer de impedir la fabricación de la bomba de hidrógeno mediante un acuerdo internacional era acertado. Oppenheimer temía sin duda llegar al equilibrio del terror que hoy nos paraliza. Otros expertos como Teller y Álvarez no opinaban así y consiguieron imponer su parecer. Ellos han criticado duramente ante este Comité las recomendaciones de Oppenheimer, pero ni los más decididos partidarios de la superbomba han puesto en duda el que Oppenheimer deseaba servir los intereses de América. El profesor Teller se ha lamentado de que el profesor Oppenheimer no estuviera suficientemente entusiasmado con la idea de la bomba de hidrógeno, y ha insistido en que esta falta de entusiasmo ha retrasado por algunos años la realización de la bomba. ¿Pero cómo puede entusiasmarse con la fabricación de una bomba una persona convencida de que esta arma acabará por debilitar la posición de los Estados Unidos y por poner en peligro nuestra civilización? ¿Qué diría el profesor Teller si se le reprochase su falta de entusiasmo por la bomba atómica durante la guerra, hasta el extremo de que la Comisión se vio obligada a llamar en su lugar a Klaus Fuchs, y de que se le culpara que varias informaciones atómicas secretas fueran trasmitidas a los rusos? Tendría derecho a decir que todo eso es absurdo, tan absurdo como el mito del retraso de la bomba de hidrógeno a causa del poco entusiasmo de Oppenheimer. Oppenheimer expresó su opinión más sincera con respecto al que consideraba un mal programa de urgencia. En eso estaba de acuerdo con los mejores especialistas del país. Cuando, a pesar de todo, se dio la orden de iniciar el programa; cuando la superbomba pareció realizable gracias a unas nuevas teorías, Oppenheimer no discutió su oportunidad política y apoyó el programa lo mejor que pudo. Yo creo que no podía portarse más correcta ni más lealmente. ¿Dónde está, pues, esa insincera actuación del profesor, que aquí se ha dicho que estaba en contradicción con sus palabras? ¿Dónde están los hechos que puedan justificar la sospecha de que el profesor Oppenheimer se comportara con deslealtad, que no podamos confiar en él y que amenace la

seguridad de los Estados Unidos? ¿Estos hechos serían posiblemente la «reunión secreta» de que habla el señor Crouch, o la «conspiración» que menciona el doctor Griggs? ¿Es una traición que el profesor Oppenheimer, en la lucha entablada entre las diferentes armas, no se pusiera de parte de algunos extremistas de la Air Forcé? El profesor Oppenheimer debía aconsejar al Gobierno, no a la Air Forcé. Debía pensar en Norteamérica, no en otorgar la primacía a un arma determinada. Podrá ponerse en duda el acierto de sus consejos y no tenerlos en cuenta para el futuro, pero no puede ponerse en duda la lealtad de un hombre porque se ponga en duda la bondad de sus consejos. Y si, atendiendo la sugerencia del abogado Robb, incluyéramos en nuestros códigos una nueva variedad de traición, la traición por pensamiento, hasta ahora no prevista en ellos, no sólo destruiríamos la carrera de un gran científico americano, sino asimismo los fundamentos de nuestra democracia. La libertad tiene su precio, y en eso estoy de acuerdo con el abogado Robb. Pero cuál pueda ser ese precio es lo que se ha preguntado también el profesor Oppenheimer en un artículo que publicó en defensa de un colega suyo: «Las opiniones políticas, por muy radicales y ostensibles que sean, no deben empañar nunca el prestigio de un hombre de ciencia. Su integridad y su honor deben seguir incólumes. De otros países nos han llegado ejemplos que demuestran cómo la ortodoxia política no consigue más que destruir a los científicos y poner fin a su trabajo. Esto ha conducido siempre a la ruina de la ciencia. Y eso, a su vez, significa el exterminio de una parte de la libertad de opinión y de la libertad política. Por tanto, no se puede seguir ese camino en un pueblo que desea continuar siendo libre.» Gray: Gracias, abogado Marks. Basta por hoy. Ya les será comunicada la fecha de la última sesión. Doy las gracias a todos los presentes por su colaboración, y en particular al profesor Oppenheimer. Oppenheimer: Gracias a usted, señor presidente. Cambio de luces. Oppenheimer se acerca al proscenio. La cortina se corre.

Oppenheimer: El 14 de mayo de 1954, pocos minutos antes de las diez, el físico Julius Robert Oppenheimer entraba por última vez en la habitación 2022 de la sede de la Comisión de Energía Nuclear, en Washington, para escuchar el dictamen suscrito por el Comité de Investigación y justificar su comportamiento mediante una última declaración. Vuelve a escena.

Escena IX Proyección del siguiente texto: La sentencia. El Comité, los abogados de ambas partes y el profesor Oppenheimer están en sus sitios de costumbre. Gray saca de su cartera unos folios, se pone en pie y lee: Gray: Fundándose en hechos comprobados, el Comité de Investigación ha decidido por mayoría de dos votos contra uno —votos favorables de los miembros Thomas A. Morgan y Gordon Gray, voto contrario del miembro Ward V. Evans— transmitir a la Comisión de Energía Nuclear, en relación con el caso Julius Robert Oppenheimer, el siguiente dictamen: «A pesar de reconocer que las antiguas relaciones del profesor Oppenheimer con los comunistas constituyen un grave principio en su contra, y a pesar de que el profesor Oppenheimer haya tomado la deplorable decisión de mantener hasta hoy alguna de dichas relaciones, no nos ha parecido justo reconocer en ello un indicio de deslealtad. »Más grave que estas imprudentes relaciones nos parece el comportamiento del profesor Oppenheimer en el caso Eltenton-Chevalier. Al engañar, en un caso sospechoso de espionaje, y con pleno conocimiento de ello, a los órganos de seguridad para proteger a un amigo del que se conocían sus tendencias comunistas, se ha situado fuera de las reglas que la tolerancia ajena determina. Carece de importancia que se tratara o no en realidad de una tentativa de espionaje; lo que importa únicamente es que él consideró posible que lo fuera. Su prolongado silencio, y después sus falsas declaraciones, dejan entrever ciertas deficiencias en su carácter realmente alarmantes. »La lealtad hacia los amigos es una de las más nobles virtudes. Pero el ser leal a los amigos hasta más allá de lo que constituyen legítimos deberes hacia la

nación y hacia su sistema de seguridad, es indudablemente incompatible con los intereses del país. »La actitud del profesor Oppenheimer con respecto a la bomba de hidrógeno es como para dejarnos perplejos. Si el profesor Oppenheimer hubiese prestado su apoyo entusiasta al programa termonuclear, hubiéramos podido organizar el trabajo con mayor rapidez y conseguir la fabricación de la bomba de hidrógeno con bastante anterioridad a la fecha en que quedó ultimada, lo cual hubiera fortalecido notablemente la seguridad de los Estados Unidos. Hemos llegado a la convicción de que la actitud negativa del profesor Oppenheimer con respecto a la bomba de hidrógeno ha sido determinada por graves escrúpulos morales, y que esta actitud suya ha ejercido una influencia negativa sobre otros científicos. No dudamos que él haya dado su parecer animado por las mejores intenciones, pero se ha comprobado que su actividad conducente a impedir la fabricación de la bomba de hidrógeno mediante acuerdos internacionales, y su petición de la garantía de no utilizar nunca los primeros la bomba de hidrógeno, demuestran una lamentable falta de confianza en el Gobierno de los Estados Unidos. »Creemos, pues, que su comportamiento da lugar a serias dudas de que su futura participación en el plano de la defensa nacional —admitiendo que él siga comportándose como en el pasado— sea compatible con la seguridad de los Estados Unidos. Como consecuencia de nuestras dudas, consideramos que el profesor Oppenheimer —en vista de esas fundamentales deficiencias de su carácter evidenciadas en la investigación— no merece por parte del Gobierno ni de la Comisión de Energía Nuclear aquella confianza que estimamos esencial para la concesión de la garantía de seguridad. Firmado: Gordon Gray y Thomas A. Morgan». Post scriptum de Gordon Gray: «Creo sinceramente que nos hubiera sido posible llegar a diferentes conclusiones si se nos hubiera permitido juzgar al profesor Oppenheimer al margen de las rígidas normas e inflexible criterio impuestos al Comité de Investigación». Ahora ruego al profesor Evans que lea su informe de minoría. (Se sienta.) Evans toma una hoja de papel, que lee manteniéndola muy cerca de sus ojos. Evans: «Fundándome en los hechos aquí expuestos, considero al profesor Oppenheimer absolutamente leal; no veo que su persona suponga peligro alguno para la seguridad nacional y no encuentro ningún motivo para negarle la garantía de seguridad. Las razones en que me apoyo son las siguientes: Las relaciones

del profesor Oppenheimer con los comunistas, incluyendo su comportamiento en el caso Chevalier, se remontan a un período lejano, anterior a los grandes méritos contraídos por él en favor de los Estados Unidos. Sus contactos no han sido nunca secretos, y todas estas circunstancias negativas eran perfectamente conocidas cuando por última vez, en 1947, le fue concedida la garantía de seguridad. Me preocupa pensar que un cambio de clima político pueda hacer cambiar el criterio al juzgar los mismos actos. »Durante las discusiones acerca de la bomba de hidrógeno, el profesor Oppenheimer tenía no sólo el derecho sino incluso el deber de sostener su propia opinión. Su punto de vista en este difícil problema era más que fundado; era idéntico al de muchos entre los mejores especialistas de ese sector de la física, y queda todavía por demostrar que el consejo dado por él no fuera el mejor. Pero hay más; para enjuiciar la lealtad de un hombre no debemos examinar la bondad de sus consejos, sino su honestidad. Los escrúpulos morales en cuanto al desarrollo de un arma destructiva no pueden perjudicar los intereses de los Estados Unidos, y es justo procurar meditar durante cierto tiempo las posibles consecuencias de un proceso de tan fundamental importancia. Firmado: Ward V. Evans». Gray: Resulta, por tanto, por acuerdo de la mayoría del Comité de Investigación, que éste recomienda a la Comisión de Energía Nuclear no conceder al profesor Oppenheimer la garantía de seguridad. A los abogados de Oppenheimer. Contra este dictamen pueden ustedes presentar recurso a la Comisión de Energía Nuclear. El profesor Oppenheimer tiene la posibilidad de hacer la declaración conclusión que ha solicitado. Oppenheimer se levanta, con las gafas en la mano y la cabeza ligeramente inclinada a un lado, y a veces se detiene a titubear como quien reflexiona para formular mejor sus pensamientos. Oppenheimer: Hace más de un mes, al sentarme en este sofá por vez primera, tenía la decidida intención de defenderme, porque sabía que no había cometido ningún delito y me sentía víctima de unas lamentables circunstancias políticas. Obligado a la desagradable empresa de reseñar con detalle toda mi vida, las causas de mis actos, mis angustias e incluso otros problemas que no habían existido, mi actitud empezó a cambiar. Reflexionando acerca de mis vicisitudes,

vicisitudes propias de un físico de los tiempos actuales, empecé a preguntarme si por ventura no habría cometido realmente ese delito que el abogado Robb ha recomendado incluir en los Códigos; si de verdad realmente no habré cometido una traición por pensamiento. Cuando pienso que para nosotros ha llegado a ser un hecho manifiesto y habitual que los descubrimientos fundamentales de la física nuclear sean protegidos por el más riguroso secreto, que nuestros laboratorios corran a cargo de la autoridad militar y sean vigilados como objetivos bélicos, cuando pienso qué hubiera sido de las ideas de Copérnico o de los descubrimientos de Newton en esas condiciones, no puedo menos de preguntarme si al ceder los frutos de nuestras investigaciones a los militares, sin pensar en las consecuencias que ello acarrea, no habremos por ventura traicionado el verdadero espíritu de la ciencia. Así, hoy nos hallamos en un mundo en el que la humanidad contempla con terror los descubrimientos de los científicos, y cada nuevo hallazgo suscita en el hombre nuevas angustias de muerte. Y parece que hay pocas esperanzas de que aprendamos pronto a convivir en este planeta que ya va resultando demasiado pequeño, y es poca la esperanza de que la vida humana en un día no lejano se base, en el orden material, sobre los nuevos descubrimientos destinados a fines filantrópicos. Parece ciertamente un pensamiento utópico el que la energía nuclear, ya fácil de obtener en todas partes y poco costosa, pueda dar lugar a otras clases de igualdad, y que los cerebros artificiales que hemos construido para el desarrollo de los grandes medios de destrucción puedan ser destinados a mantener en funcionamiento nuestras fábricas, liberando así al hombre del trabajo manual y restituyéndolo a una actividad creadora más noble. Todo esto conferiría a nuestra existencia esas libertades materiales que constituyen una de las premisas para alcanzar la felicidad; pero, por lo visto, estas esperanzas están muy lejos de la realidad en que vivimos. Esperanzas que representan todavía una alternativa, cuyo otro término sería la total destrucción de la Tierra, destrucción que tememos aun sin podérnosla imaginar. Situados en esta encrucijada, nosotros, los físicos, nos damos cuenta de que nunca hemos tenido tanto poder en nuestras manos y, sin embargo, nunca hemos sido tan impotentes. Al repasar aquí mi vida he comprobado que los actos de los que el Comité me acusa están más cerca del espíritu de la ciencia que los méritos que me reconoce. Por tanto, yo me pregunto, al contrario que el Comité, si acaso nosotros, los físicos, no habremos prestado a nuestro Gobierno una lealtad excesiva, demasiado grande, harto incondicionada, contra nuestro mejor entendimiento; y, por lo que a mí atañe, no me refiero solamente al caso de la bomba de hidrógeno.

Hemos dedicado los mejores años de nuestra vida a elaborar medios de destrucción cada vez más perfectos; hemos realizado el trabajo de los militares, y siento en mi interior que eso ha sido una equivocación. A pesar de estar decidido a oponerme al dictamen de mayoría de este Comité, y sea cual fuere la suerte de mi recurso, declaro ahora que no pienso participar nunca más en proyectos de guerra. Hemos hecho el trabajo del diablo, y ahora volvemos a nuestra verdadera misión. Hace pocos días Rabi me dijo que pensaba volver a dedicarse exclusivamente a la investigación. No podemos hacer nada mejor que mantener abierto el mundo en esos contados puntos en los que todavía ello es posible. Se cierra la cortina y aparece proyectado el siguiente texto: El 2 DE DICIEMBRE DE 1963, EL PRESIDENTE JOHNSON OTORGÓ a Julius Robert Oppenheimer el Premio Enrico Fermi, EN RECONOCIMIENTO A LA ACTIVIDAD DESARROLLADA EN EL CAMPO DE LA ENERGÍA NUCLEAR DURANTE LOS AÑOS CRÍTICOS. La PROPUESTA PARA DICHA CONCESIÓN PARTIÓ DE EDWARD Teller, ganador del Premio Fermi el año anterior.

Apéndice Heinar Kipphardt Nace en Heidersdorf (Silesia), en 1922. Su padre es médico. En 1933, el padre de Reinar es detenido por los nazis y recluido durante cinco años en el campo de concentración de Buchenwald. Terminados los estudios de enseñanza media, Heinar Kipphardt se matricula en la Facultad de Medicina, interesándose a la vez por la filosofía y el teatro. Primeras experiencias literarias. Durante la guerra mundial, toma parte en la retirada de Rusia. Una vez firmada la paz, ejerció durante algunos años la profesión de médico. En 1950, Reinar Kipphardt entra a formar parte del «Deutsches Theater», de Berlín, en calidad de autor. Permanece allí hasta 1959, trasladándose luego a Düsseldorf y, en 1960, a Mónaco. H. Kipphardt es autor de Se busca a Shakespeare con urgencia (1952), El ascenso de Alois Piontek (1956), La silla del señor Szmil (1958), El perro del general (1960), etc. De toda su producción, que además de la teatral incluye narraciones, poesía y guiones radiofónicos, ha sido El caso Oppenheimer (1964) la obra que le ha hecho mundialmente famoso.

J. Robert Oppenheimer Nace en Nueva York, en 1904. Su padre es judío, de origen alemán, y acaba de instalarse en Nueva York. La madre de «Oppie» —como se le llamaría familiarmente en su niñez— es una mujer de gran sensibilidad y reconocidas dotes pictóricas. J. R. Oppenheimer fue un niño prodigio. Estudió en las universidades de Harvard, Cambridge y Gotinga. Se distinguió especialmente por sus investigaciones en el campo de la mecánica cuántica. En 1929 se incorpora a la Universidad de California como profesor auxiliar de Física. Pasa a ser profesor ordinario de dicho centro en 1935. Asimismo ejerce la enseñanza en el Instituto de Tecnología de California. Trabajos de investigación.

En 1942, Roosevelt le ofrece la dirección del centro de investigación atómica de Los Álamos, donde se fabricaría la bomba atómica. Oppenheimer, a sus treinta y ocho años, tiene bajo sus órdenes a más de 5.000 personas, entre ellas destacados hombres de ciencia. Después de Hiroshima y Nagasaki, Oppenheimer sufre una profunda conmoción, que le llevará a negarse a la fabricación de la bomba de hidrógeno. En 1954, Oppenheimer será una de las víctimas de la «caza de brujas» de McCarthy. El F.B.I. reúne un voluminoso expediente, en el que se le considera como un «peligro para la seguridad» (security risk). Condenado en el proceso — proceso que constituye el tema de esta obra de Kipphardt—, Oppenheimer será apartado de todos los cargos oficiales. Se dedica a la enseñanza y a la investigación. En 1963, y por decisión del Presidente Kennedy, recibe el premio Fermi, que es la máxima recompensa otorgada por la Comisión de Energía Atómica.

El Calendario Atómico 1900: Teoría de los cuanta, de Max Planck, que rompe con el principio de la continuidad de la energía. 1905: Teoría de la relatividad restringida, de Einstein. El valor del tiempo y el espacio dejan de tener un carácter absoluto. 1915: Teoría de la relatividad generalizada, de Einstein. Se afirma la equivalencia de la masa y la energía. (Sobre este concepto, el de que la materia puede liberar energía, se fundamentará la bomba atómica.) La citada equivalencia se afirmaba en la célebre fórmula: E=mc2. 1924: Teoría de la mecánica ondulatoria, de Louis de Broglie, donde se identifican las nociones, hasta entonces opuestas, de onda y corpúsculo. 1926: Schrödinger demuestra la equivalencia de la mecánica ondulatoria y la mecánica cuántica. 1934: Descubrimiento de la radiactividad artificial por los Joliot. 1936: Publicación de Fermi y su equipo sobre los bombardeos por el neutrón de uranio.

1938: Hahn y Strassmann descubren la propiedad de los núcleos pesados, como el del uranio, de liberar a varios neutrones contra un protón, lo que significa la posibilidad de provocar una cadena indefinida de reacciones. La cantidad de energía a liberar es enorme, puesto que un gramo de uranio puede producir una energía equivalente a la de 2.500 kg. De carbón. 1939: Prueba física y descubrimiento de la fisión por Frisch, y luego por Joliot. Descubrimiento de neutrones secundarios por Ralban, Joliot y Kowarski; posteriormente, por Fermi y Szilard. A propósito de una eventual bomba atómica, Einstein escribe a Roosevelt: «Una sola de esas bombas, introducida por un barco en un puerto, podría destruir completamente el puerto y arrasar totalmente sus contornos». Creación del Comité norteamericano del uranio. 1940: Francia compra en Noruega todo el stock mundial de agua pesada. Aislamiento en U.S.A. de los primeros microgramos de uranio enriquecido en 325. Halban y Kowarski demuestran la posibilidad de realización de la reacción en cadena. Descubrimiento en U.S.A. del plutonio. 1941: Decisión norteamericana de emprender el estudio de la fabricación de armas atómicas. Algunos físicos ilustres, como Einstein, han alentado esta decisión, ante el temor de que Hitler se adelantara a los Aliados en la obtención de la bomba atómica. Más tarde se vería que este temor era infundado: el Gobierno alemán estaba muy lejos de esa meta, entre otras razones porque el propio nazismo había privado al país de sus mejores científicos, la mayoría de los cuales habían huido a U.S.A., Inglaterra, Francia... 1942: Aislamiento en Chicago de un cuarto de miligramo de plutonio. Divergencia en Chicago de la primera pila atómica. 1943: Creación del «Manhattan District», organización norteamericana de dirección militar, cuyo jefe sería el general Groves. Oppenheimer pasaría a ocupar la dirección del laboratorio de Los Álamos, de donde surgirá la bomba atómica.

1944: Aislamiento del primer gramo de plutonio. 1945: Decisión de utilizar la bomba «A». Rapport Franck: «Creemos nuestro deber insistir de manera apremiante para que se comprenda toda la gravedad de los problemas resultantes de la liberación de la energía nuclear». Entre los firmantes figura Julius Robert Oppenheimer. Ensayo en Alamogordo de la primera bomba de plutonio. Destrucción de Hiroshima. Posteriormente de Nagasaki. Algunos científicos —Einstein en primer lugar— condenan el uso de la bomba. La guerra estaba virtualmente terminada. ¿Qué sentido podían tener los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki? Algunos historiadores contemporáneos llegarían a esta conclusión: Truman pretendía dejar muy explícita la hegemonía de los Estados Unidos en el nuevo mundo de posguerra. La «guerra fría» había empezado. Orden creando el Comisariado francés de Energía Atómica. Acuerdo norteamericano-anglo-soviético sobre la creación en la O.N.U de una Comisión Internacional de Energía Atómica. 1946: Experiencia de Bikini. Promulgación de la ley MacMahon, confiando todos los problemas atómicos a una Comisión de cinco miembros civiles, nombrados por el Presidente, previo acuerdo del Senado. 1947: Divergencias de las primeras pilas soviética, canadiense y británica. 1949: Primera explosión atómica soviética. 1950: Decisión de Truman de emprender la realización de la Bomba H. Carta de Einstein a Truman en contra de dicha realización. 1952: Explosión de la primera bomba atómica británica. Explosión de la primera bomba H norteamericana en Eniwetok. 1953: Explosión de la primera bomba H soviética. Ejecución de los Rosenberg.

1954: Botadura del «Nautilus», primer submarino atómico norteamericano. Proceso a Oppenheimer. 1957: Explosión de la primera Bomba H británica. Rusia lanza los Sputnik I y II. Estos lanzamientos suponen una nueva «carrera» U.S.A.-U.R.S.S.: la de los satélites artificiales. 1958: Vanguard I, Sputnik III, etc. Cese unilateral de experimentos y producción de armas nucleares en la U.R.S.S. 1959: Primer cohete lunar soviético. Lunik III, Explorer VII, etc. En el lanzamiento de uno de los cohetes rusos, se recupera la cápsula que contiene dos perros y un conejo. 1960: Prosigue la «carrera espacial». Primeras explosiones nucleares francesas en Regann. 1961: El 12 de abril, y a bordo del Vostok I, surge el primer cosmonauta de la historia: Yuri Gagarin. Este mismo año, los norteamericanos lanzan el segundo cosmonauta: Alan B. Shepard. El tercero será Titov, que, a bordo del Vostok realizó un vuelo de 25 h. 18 m. Reanudación de norteamericanas.

las

explosiones

nucleares

soviéticas;

luego

de

las

1962: Kennedy y Kruschev firman el tratado de Moscú de prohibición de pruebas de armas atómicas. 1964: Primera bomba atómica china. 1965: Lanzamiento de los cosmonautas Leonov y Balayev. El primero de ellos, provisto de una escafandra, ha salido de la cápsula. Este «paseo» por el espacio de Leonov se considerará como una nueva etapa en la conquista del espacio. Todos los datos que anteceden, ponen de relieve la doble participación —positiva y negativa— de la ciencia en la historia contemporánea. Participación absolutamente condicionada por las circunstancias políticas. De lo conflictivo de esas relaciones actuales entre ciencia y política, el «caso Oppenheimer» ha sido un ejemplo típico, al propio tiempo que lo ha sido —y muy especialmente— de una grave pesadilla de nuestra época: el macartismo.