Economía y literatura
 9788493480769, 8493480762

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ECONOMÍA Y LITERATURA LUIS PERDICES DE BLAS Y

MANUEL SANTOS REDONDO

© Luis Perdices de Blas y Manuel Santos Redondo © Ecobook - Editorial del Economista. 2006 Cristo, 3 - 28015 Madrid (España) Tel.: 915 595 130 - Fax: 915 595 072 www.ecobook.com Portada: Elvira Rincón de Gregorio Maquetación: Cristihan González Suárez Imprime: Infoprint, S. L.

ISBN formato papel: 978-84-934807-6-9 ISBN formato PDF: 978-84-934807-7-6

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ÍNDICE Palabras preliminares. Salustiano del Campo y Francisco Cabrillo. ............................7

Prólogo. Luis Perdices de Blas y Manuel Santos Redondo. ..................9

Introducción metodológica: sobre economistas y escritores. Manuel Santos Redondo y José Luis Ramos Gorostiza. ......1 7

Arbitrismo y economía en el Quijote (1605-1615). Luis Perdices de Blas y John Reeder. ......................................3 5

La economía y la empresa en las novelas de Cervantes. Manuel Santos Redondo y José Luis Ramos Gorostiza. ......7 7

Dinero y contrato en El mercader de Venecia. Carlos Rodríguez Braun. ..........................................................107

El problema del vellón en El chitón de las Tarabillas. José I. García del Paso. ..............................................................143

Lo superfluo, una cosa muy necesaria. El consumo suntuario en la literatura de la Ilustración. José Jurado Sánchez. ..................................................................193

Oliver Twist víctima de las leyes de pobres. Pedro Schwartz.............................................................................229

Harriet Martineau y la novela económica. Elena Gallego. ..............................................................................251

La quiebra como tema literario: Balzac ante el Tribunal de Comercio. Francisco Cabrillo. ......................................................................279

La reforma urbanística de París y la especulación bajo el mandato de Haussmann.Una aproximación a la obra de Zola. María Blanco. ..............................................................................295

Clarín, profesor de Economía. Manuel Santos Redondo. ..........................................................331

El pensamiento económico de Leopoldo Alas. Alfonso Sánchez Hormigo. ........................................................339

El premio Nobel de Literatura Echegaray y la economía. Jordi Pascual. ................................................................................367

La industrialización vasca en la literatura. Amando de Miguel. ....................................................................389

Miguel de Unamuno y la economía. Fernando Méndez Ibisate. ........................................................411

El periodismo económico de Ramiro de Maeztu. Jesús M. Zaratiegui. ............................................................433 Las ideas económicas de Pessoa en su obra literaria y en sus Textos para los directores de empresas. José Luis Ramos Gorostiza y Manuel Santos Redondo.........491

Mercados libres y buena moneda (las ideas liberales de Josep Pla). Luis M. Linde. ..............................................................................525

Azorín y la Economía. Juan Velarde Fuertes...................................................................551

Valentín y Ramón, a este lado del paraíso. Alfonso Sánchez Hormigo. ........................................................577

Borges, Cortázar y los sistemas económicos. Estrella Trincado Aznar.............................................................595

Índice Onomástico ......................................................................637

Palabras preliminares Salustiano del Campo y Francisco Cabrillo

El segundo acto de La importancia de llamarse Ernesto se sitúa en el jardín de una residencia solariega de Woolton. Es el mes de julio y hace ese calor tan habitual en las comedias inglesas y tan raro en la vida real. Miss Prim conversa con su alumna Cecilia y Oscar Wilde pone en su boca las siguientes palabras: «Cecilia, hará usted el favor de estudiar su lección de economía política durante mi ausencia. El capítulo sobre la baja de la rupia puede usted saltárselo. Es demasiado sensacional. Hasta esos problemas monetarios tienen su lado melodramático». En estas líneas, Wilde pasa con ligereza e ironía sobre una cuestión económica importante en la Inglaterra de la época, a la que, por cierto, el economista más famoso del siglo XX, John M. Keynes, dedicaría algunos años más tarde su primer libro. Pero, al margen de su brillantez, el texto es interesante porque nos muestra una curiosa relación entre una obra literaria y un problema económico en el caso de un autor para quien la teoría económica y la política monetaria constituían temas bastante extraños a sus preocupaciones intelectuales y artísticas. La vida económica ofrece, en muchas ocasiones, aspectos dramáticos que han llamado la atención de un gran número de escritores. Tiene sentido, por tanto, que los economistas analicen estas obras a la luz de sus conocimientos técnicos y utilicen incluso obras literarias como fuentes de información sobre la vida económica de épocas pasadas. Éste es el objetivo del libro que el lector tiene hoy en sus manos. Su origen se encuentra en un ciclo de conferencias que el Instituto de España y el Consejo Económico y Social de la Comunidad

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de Madrid organizaron el mes de enero de 2006, bajo la dirección de los profesores Don Juan Velarde Fuertes y Don Luis Perdices de Blas. Estas conferencias resultaron un éxito y fuimos conscientes desde el principio de la conveniencia de su publicación. Pero pronto nos planteamos la posibilidad de ampliar la obra con otros trabajos, de modo que el resultado fuera un libro de contenido más amplio que, en el tema de las relaciones entre la economía y la literatura, quedara como referencia duradera en nuestro país. El entusiasmo y la eficiencia de los coordinadores de esta obra, los profesores Don Luis Perdices y Don Manuel Santos, han dado como fruto un libro que sólo podemos calificar de excelente, y que Ecobook ha editado con un cuidado y una estética dignos de elogio. Estamos seguros de que captará desde el primer momento la atención del lector, sea éste economista, crítico literario o simple aficionado a la lectura de los clásicos. Con la celebración de las conferencias antes mencionadas y con la publicación de esta obra, el Instituto de España y el Consejo Económico y Social de la Comunidad de Madrid dan los primeros pasos en el desarrollo del acuerdo suscrito recientemente por ambas instituciones, con el objetivo de colaborar en el estudio y la difusión de temas sociales y económicos y contribuir a enriquecer la vida cultural de nuestra Comunidad. Salustiano del Campo Presidente del Instituto de España Francisco Cabrillo Presidente del Consejo Económico y Social de la Comunidad de Madrid

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Prólogo Luis Perdices de Blas y Manuel Santos Redondo

Los textos que componen este volumen tienen dos características claras: tratan sobre literatura y sus autores son economistas profesionales. Su justificación está en que los economistas tenemos cosas que decir sobre literatura, y en que tenemos cosas que aprender de la literatura. Hay obras literarias cuyo análisis siempre estará cojo sin el punto de vista de un economista profesional; y hay problemas económicos que podemos entender mejor si nos fijamos en lo que dicen los grandes creadores literarios. Las ideas económicas no están al margen del clima cultural en el que se forman y difunden, y en ese clima cultural la literatura desempeña un papel importantísimo. No sólo la creación de las ideas económicas es importante, también lo es su difusión; y los medios no profesionales, como el periodismo y la literatura, llegan al público al menos tanto como lo que se expresa en los textos de los profesionales de la economía. A veces, la interrelación es más directa. El tópico del artista bohemio, despreocupado e inútil frente al economista práctico, árido y ambicioso no resiste la comparación con la realidad. Algunos de los autores estudiados en este libro fueron a la vez economistas competentes e inspirados escritores. En la introducción metodológica, «Sobre economistas y escritores», podemos ver varios ejemplos de esta dualidad. La economía es una parte importante de la vida, y no cabe pensar que ni los grandes creadores literarios ni sus personajes de ficción estén al margen de las ideas económicas de su tiempo. Lo que dicen esos personajes difunde las ideas económicas, unas determinadas ideas económicas dependiendo de cada autor, al menos tanto como los textos rigurosos de los profesionales. Si des-

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preciamos esas ideas por el hecho de que no están expresadas con el rigor de los economistas sino con la pasión y las licencias poéticas de los literatos, su influencia seguirá siendo la misma y sin embargo los economistas no seremos conscientes de su influjo. Parafraseando a Keynes, podemos decir que hasta los escritores que despotrican en sus novelas o en sus poemas contra la economía y los economistas o contra el dinero y la ambición material, han bebido sus ideas, directa o indirectamente, de los propios economistas. Si entendemos que la difusión de las ideas económicas es importante y que discurre por caminos muy variados, que incluyen el periodismo y la literatura, es razonable y necesario que los economistas nos ocupemos de ello como profesionales de la economía. No son pocos los economistas interesados por la literatura, o incluso que cultivan la novela o la poesía. Pero con frecuencia, si utilizan o analizan un texto literario cuyo contenido estiman relevante para entender un problema económico, lo hacen fascinados por encontrar una conexión entre el objeto de su sensibilidad artística y su trabajo diario; y de alguna manera consideran que cae más del lado de sus aficiones que de su trabajo profesional. Los editores de este libro pensamos exactamente lo contrario: los trabajos que componen este volumen no podrían escribirse sin el manejo competente por parte de sus autores del instrumental económico. No es que hayamos reunido a economistas a quienes les guste la literatura: hemos intentado reunir un conjunto de estudios sobre obras literarias que nos resultan útiles para entender diversos fenómenos económicos. El origen del libro que tiene el lector entre sus manos es un ciclo de conferencias que se celebró el pasado mes de enero en el Instituto de España con el patrocinio del Consejo Económico y Social de la Comunidad de Madrid. El texto incluye las conferencias pronunciadas por Francisco Cabrillo, Amando de Miguel, John Reeder, Carlos Rodríguez Braun, Pedro Schwartz y Juan Velarde, una selección de artículos publicados en revistas de difícil acceso para un economista, que han sido objeto de algunas modificaciones para la presente edición, y un conjunto de trabajos inéditos encargados para la ocasión. Los veintiún capítulos abarcan un amplio periodo, desde el siglo XVI al XX. Después de la introducción metodológica a la que hemos hecho alusión, aparecen dos trabajos sobre Cervantes. El primero, «Arbitrismo y economía en el Quijote (1605-1615)», de Luis Perdices de

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Blas y John Reeder, analiza el tratamiento dado por Cervantes al fenómeno del arbitrismo e intenta a su vez explicar por qué en el Quijote se omite toda referencia a cualquier problema económico o político de su época, la de la España de Felipe III, con la excepción del asunto de la expulsión de los moriscos. Manuel Santos y José Luis Ramos, en «La economía y la empresa en las novelas de Cervantes», explican que Don Miguel era un hombre de negocios y competente conocedor de la economía de su tiempo, y que sus novelas reflejan esos conocimientos, y concretamente una visión del mundo contraria al tópico «menosprecio de corte y alabanza de aldea», y más acorde con la ajetreada vida de Cervantes. En «Dinero y contrato en El mercader de Venecia», Carlos Rodríguez Braun se fija en la exigencia tal vez justa pero nada benéfica de Shylock, y la analiza con las ideas de Adam Smith: el propio interés de los comerciantes nos proporciona el alimento; pero también resulta loable la beneficencia, que es una virtud y un acto voluntario de los individuos, no del Estado. José Isidoro García del Paso realiza un análisis exhaustivo del contenido monetario de El chitón de las Tarabillas y muestra cómo Quevedo en esta obra no comprendía enteramente la teoría monetaria más avanzada de la época. Al tiempo, se documenta su utilización sesgada de la evidencia empírica. Su defensa a ultranza de la política monetaria de Felipe IV y el Conde Duque de Olivares le impide aceptar que el grave problema del vellón que aparece en Castilla en la tercera década del siglo XVII se debe, en realidad, a dicha política. José Jurado, en «El consumo suntuario en la literatura de la Ilustración», nos introduce en uno de los grandes debates del Siglo de las Luces en España y Europa: el lujo. Jurado hace referencia principalmente a autores españoles, unos claramente en el campo de la economía como Alcalá Galiano, Argumosa, Cabarrús, Campomanes, Danvila, Romá y Rosell, y Sempere y Guarinos, y otros en el campo de la literatura como Cadalso, Meléndez Valdés, Rejón y Lucas y Torres Villarroel, sin olvidar a aquellos que practicaban ambas disciplinas como Arroyal, Canga Argüelles, Feijoo, Jovellanos y Ramos. En este capítulo también se hacen continuas alusiones a las ideas sobre el lujo de los grandes intelectuales y literatos europeos. Con «Oliver Twist y las leyes de pobres», de Pedro Schwartz, se inician los capítulos dedicados al siglo XIX. Éste expone las ideas de Dickens sobre la beneficencia pública en el marco de la reforma

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de las leyes de pobres: «el escenario moral e ideológico de Oliver Twist —dice Schwartz— es el del rechazo, muy difundido en la sociedad inglesa, de la reforma de las “Leyes de pobres” llevada a cabo en 1834, a impulsos de economistas políticos», que no eran otros que los principales miembros de la Escuela Clásica, entre los que destacan Malthus, Ricardo o J.S. Mill. El segundo trabajo sobre el siglo XIX nos introduce en la exitosa experiencia de escribir novelas económicas llevada a cabo por Harriet Martineau. Elena Gallego mantiene que en las novelas de Martineau, «bajo argumentos de ficción, se describían los principios del modelo económico clásico que explicaba el sistema productivo británico del siglo XIX. La estructura del modelo capitalista expuesto en los relatos de Martineau se asentaba sobre los tres pilares de la escuela clásica inglesa: la propiedad privada de los medios de producción, una naturaleza humana tendente a la especialización de las tareas productivas y por ello abocada al intercambio mercantil, y el estímulo fluido de la iniciativa privada explicado por la reinversión continuada de los beneficios empresariales en el tiempo. Todos los agentes económicos, empresarios y trabajadores, armonizaban sus intereses dirigiendo la producción de un país hacia el pleno empleo de los recursos». Francisco Cabrillo, en «La quiebra como tema literario: Balzac ante el Tribunal de Comercio», se ocupa de la novela César Birotteau, cuyo tema central es una quiebra. Balzac conoce y describe con extraordinaria precisión el sistema financiero y la economía de su época, hasta el punto de que se puede reconstruir el balance contable del protagonista de la novela. María Blanco, en «La reforma urbanística de París y la especulación bajo el mandato de Haussmann. Una aproximación a la obra de Zola» analiza la reforma de la capital francesa bajo el mandato del prefecto del Sena Eugène Haussmann, a través de dos novelas de Emile Zola: La Curée, que refleja los aspectos negativos de la especulación, y Au Bonheur des Dames, que describe el auge y la expansión de los grandes almacenes. A continuación vienen dos trabajos complementarios sobre Leopoldo Alas Clarín. El primero, de Manuel Santos, estudia el Programa de Economía Política con el que Clarín se presentó a unas oposiciones de esa materia. Fue el preferido del tribunal, pero no del gobierno. Es un krausista exponiendo sus ideas económicas, de las que luego se ocupará abundantemente en escritos periodísticos y también en sus cuentos y novelas. El segundo trabajo, de Alfonso Sánchez Hor-

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migo y titulado «El pensamiento económico de Leopoldo Alas», desarrolla a fondo el Programa con el que Clarín llegó a ser Catedrático de Economía Política en Zaragoza durante un año, y también ideas sociales de Clarín expresadas en trabajos periodísticos y en sus obras maestras de la literatura. Jordi Pascual se fija en José Echegaray, el primer español galardonado con el Premio Nobel de Literatura (1904) y tres veces ministro de Hacienda. Pascual analiza la abundante obra dramática de Echegaray, no siempre bien recibida por el público o por la crítica, como también expone Velarde en su trabajo sobre Azorín. En sus obras aparecen banqueros y operaciones hacendísticas o financieras, que el autor Echegaray conocía más de cerca desde su experiencia como ministro. Amando de Miguel, en «La industrialización vasca en la Literatura», se fija en la industrialización en Vizcaya a finales del siglo XIX y principios del XX y su reflejo en obras literarias. Maeztu elogia abiertamente el capitalismo, pero el grueso de la literatura vasca de la época es, como apunta De Miguel, «rotundamente crítico del nacionalismo, de sus dos componentes: el tradicionalismo y el capitalismo». Fernando Méndez Ibisate, en el capítulo «Miguel de Unamuno y la economía», sostiene que «la relación de Unamuno con la ciencia económica fue tangencial y no pasó de la mera curiosidad o de la necesidad de ingresos. No obstante, cuando un personaje inteligente acomete empresas que no le son propias lo hace con la suficiente brillantez como para aportar algún concepto interesante. En el caso de Unamuno fue, entre otros datos que se aportan, el concepto (aunque no el término) de riesgo moral». Jesús M. Zaratiegui expone cómo Ramiro de Maeztu abordó temas económicos en más de dos mil artículos y cómo, por lo tanto, fue un activo divulgador de ideas económicas que influyó en literatos de la talla de Ortega y Gasset o Unamuno. Apunta Zaratiegui que la labor periodística de Maeztu ayudó a la introducción en España «del modo americano de hacer negocios, de los nuevos estilos de management, y de las ideas económicas del primer cuarto del siglo XX». José Luis Ramos y Manuel Santos analizan los textos de Fernando Pessoa y contraponen la imagen tópica del escritor bohemio con la realidad de su formación y de su vida: estudió comercio en Sudáfrica, trabajó como traductor en diferentes empresas, publicó textos sobre economía y contabilidad, e incluso intentó aventuras empresariales en el campo editorial. Luis María Linde, en «Mercados libres y

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buena moneda (las ideas liberales de Josep Pla)», nos presenta al escritor catalán no sólo como un liberal y demócrata antes y después de la guerra civil, sino como un firme liberal en lo económico, que defiende la moneda estable como uno de los fundamentos de la sociedad civilizada. Su interés por los asuntos económicos le llevó a entenderlos más que razonablemente, sobre todo a través de su contacto con economistas. Juan Velarde, en «Azorín y la Economía», expone el análisis de la economía rural en la producción literaria de Azorín y presta atención a la coincidencia de esta producción literaria con el «lanzamiento» de la escuela de Madrid de economistas, que desempeñó un papel principal en la modernización de los estudios económicos impartidos en las aulas universitarias desde principios del siglo XX y cuyo maestro indiscutible fue Antonio Flores de Lemus. El siguiente capítulo precisamente está dedicado a uno de los discípulos de Flores de Lemus, Valentín Andrés Álvarez. Alfonso Sánchez Hormigo, en «Valentín y Ramón, a este lado del paraíso», nos sumerge en la pasión de Valentín Andrés Álvarez por la literatura y la economía y traza la influencia recibida por Ramón Gómez de la Serna en el autor asturiano. En definitiva, este trabajo pone de manifiesto las variadas amistades e influencias que tuvo el economista y literato Valentín Andrés Álvarez, desde el filósofo Ortega y Gasset hasta el periodista y escritor Gómez de la Serna, pasando por el economista Flores de Lemus. El libro finaliza con el trabajo titulado «Borges, Cortázar y los sistemas económicos», de Estrella Trincado Aznar, un fructífero cotejo de ambos autores: «A través de la comparación de dos literatos tan paralelos y al tiempo tan distintos, podremos entrever el sentido último de su prolija e impresionante literatura que, sin duda, transcendió a sus propias personas —y personajes— y llegó a afectar a los sistemas, tanto políticos como económicos, impuestos en el siglo XX. Efectivamente, en muchas ocasiones la literatura tiene influencias en la vida político-económica, influencias que no se deben a la racionalidad económica que querríamos suponer influyente en la acción humana, sino a pulsiones y estados de conciencia subyacentes y de mayor trascendencia». Esperamos que este libro haga reflexionar a los economistas y a los estudiosos de la literatura sobre la necesidad de emplear la teoría económica como una herramienta de análisis de las obras literarias y a profundizar en el estudio de la transmisión de las ideas, en

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este caso de los profesionales (economistas) a los no profesionales de la economía (literatos); aunque en estas páginas se pueden encontrar ejemplos de autores, como Jovellanos o Valentín Andrés Álvarez, que fueron economistas y literatos a un mismo tiempo.

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Introducción metodológica: sobre economistas y escritores Manuel Santos Redondo y José Luis Ramos

1. SOBRE LITERATURA Y ECONOMÍA Si hablamos de economía y literatura, debemos empezar justificando la relevancia del tema para los economistas, para los «de letras», o para ambos. Para los economistas, la primera pregunta es: ¿Nos interesan las obras de ficción, en este caso literaria?; es decir, ¿pueden ayudarnos a comprender mejor la realidad económica? Para los de humanidades, la cuestión es otra: ¿Tenemos algo que decir los economistas sobre el significado de una obra literaria, cuando su contenido trata directa o indirectamente temas económicos? Nuestra argumentación en este trabajo es que las grandes obras de la literatura cuyo contenido tiene relación con la economía nos interesan, y mucho, a los economistas, tanto si contienen rigurosos conocimientos sobre la realidad como si se trata de ideas ingenuas o que han sido estilizadas con propósitos artísticos, porque la grandes obras de la literatura1 conforman las ideas económicas de la opinión pública tanto o más que los textos de los profesionales. Más allá del gusto personal de cada uno por lo literario y lo artístico, la literatura resulta útil para la comprensión de los fenómenos económicos y su contexto social. A la vez, la mirada profesional del economista ayuda a entender aspectos importantes de la obra de algunos escritores. La utilidad de la literatura para la comprensión de los fenómenos económicos y su contexto social ha sido desarrollada en algunos trabajos publicados en revistas convencionales de economía y administración de empresas. En su espléndido artículo «Cyberpunk and Chicago», premiado en 1998 como el mejor artículo de Historia del 1. La argumentación que aquí hacemos vale igual para el cine. En realidad, el argumento vale para las grandes obras de creación literaria y artística, sea cual sea el medio a través del cual se expresen.

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Pensamiento Económico por la History of Economics Society, Craufurd Goodwin y Alex Rogers hacen una extensa introducción justificando que los economistas, y concretamente los historiadores del pensamiento económico, se ocupen de la literatura. Sus explicaciones son muy convincentes para nosotros, pero el hecho de que necesiten dedicar tres páginas a argumentarlo, antes de entrar en materia, nos indica a las claras que el trabajo profesional de los economistas aplicado a la literatura no es algo obvio. Una primera razón para reunir escritos de economistas profesionales sobre literatura es puramente práctica. Asumiendo que algo, por poco que sea, tienen que aportar los economistas a la crítica literaria, resulta que normalmente estas publicaciones no figuran en las bases de datos que utiliza la profesión, simplemente porque son culturas profesionales diferentes, clasificaciones diferentes en la estructura científica, que es a la postre la que proporciona marchamo de seriedad y ascensos profesionales. Una razón añadida es que esta carencia es especialmente sangrante con la literatura en castellano. En la base de datos econlit, si hacemos una búsqueda «literature» o «Shakespeare» aparecen un puñado de trabajos sobre aspectos económicos de obras literarias. Invito al lector a que haga la desoladora comprobación de realizar una búsqueda similar sobre «Cervantes». Y ello es así incluso después del cuarto centenario y la inundación de publicaciones, entre las que se incluyen buenos trabajos escritos por economistas. La verdadera introducción metodológica a un libro escrito por economistas a partir de obras literarias es simplemente abogar por que los economistas seamos más permeables a cualquier medio que se ocupe de los problemas económicos, sea aficionado o profesional, de nuestro campo o de otros. No pocos economistas desprecian la sociología; ¿cómo pedirles entonces que consideren útiles las creaciones literarias? Más allá de esa amplitud de miras, sólo se puede defender el uso de la literatura por sus resultados: porque leyendo a Cervantes entendamos mejor la economía del siglo de oro español que estudiando únicamente los datos y textos de economía; y lo mismo sucede con cualquiera de los escritores analizados en este volumen, para otra época o problema concretos.

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2. APRENDER A GANARSE LA VIDA A LA VEZ QUE A ESCRIBIR Un aspecto importante de la relación entre economía y literatura es la habitual consideración de que son habilidades y sensibilidades contradictorias. Este mito del artista bohemio y del árido economista se acepta como algo normal; pero vale la pena comprobar si se corresponde con la realidad. Los estudios de comercio en las gentes de letras son más comunes de lo que pensamos. O, avanzando uno de los argumentos de este trabajo, más comunes que lo que la establecida dicotomía entre los conocidos dos clichés parecería indicar: el bohemio hombre de letras poco interesado por los asuntos mundanos e incapaz de comprenderlos, por un lado; el ambicioso, práctico y sin sentimientos ni sensibilidad hombre de negocios, por otro. Esta incompatibilidad está asumida, interiorizada en la opinión pública, a partir de ejemplos espectaculares como Van Gogh o el propio Pessoa. Pero resulta muy relevante saber si el cliché del bohemio hombre de letras es un invento literario más o si tiene fundamento, y si lo tiene, cuánto y en qué casos. El poeta español Vicente Aleixandre (1898-1984), premio Nobel de Literatura en 1977, estudió disciplinadamente —para satisfacer a su padre, que era ingeniero de ferrocarriles, dicen sus biógrafos— las carreras de Derecho e Intendente Mercantil, estudios que terminó en 1919. No debió ser malo su aprovechamiento porque al año siguiente ingresó como Profesor Ayudante de Derecho Mercantil en la Escuela de Comercio de Madrid, a la vez que trabajaba en una empresa de ferrocarriles, desde 1920 a 1922. Después abandonó esa profesión para dedicarse enteramente a la poesía, «ayudado» por una enfermedad que empezó a manifestarse en 1922 y le retuvo en casa desde 1925. Tal vez esta formación no influyera gran cosa en su poesía, pero desde luego el poeta no fue ajeno a los conocimientos ni a los hábitos de gestión de los negocios2. Un camino similar siguió, dos décadas más tarde, el novelista español Miguel Delibes, nacido en Valladolid en 1920. Con diecisie-

2. No existe, que sepamos, un estudio sobre la relevancia de esa formación en la obra de Aleixandre, similar al que aquí acometemos con Pessoa. A primera vista, la importancia de la economía en la poesía Aleixandre resulta imperceptible.

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te años, al empezar la guerra, sirvió como voluntario en la Marina, lo cual le proporcionó una dosis suficiente de aventura. Dibujante y escritor, siguió sin embargo los pasos de su padre y estudió en la Universidad vallisoletana las carreras de Derecho e Intendente Mercantil, en cursos acelerados habituales en esos años inmediatamente posteriores a la contienda civil. En 1945 aprobó las oposiciones a cátedra de Derecho Mercantil. Se casó al año siguiente de aprobar las citadas oposiciones (no cabe más sensatez en nuestro hombre de letras escasamente bohemio). Siguió con su puesto de Catedrático de la Escuela de Comercio de Valladolid, aunque no parece que con mucha dedicación. En sus novelas sí encontramos situaciones y personajes del máximo interés para los economistas, que merecen ser estudiados desde el doble punto de vista literario y económico. El poeta y ejecutivo norteamericano Dana Gioia, nombrado por George W. Bush (y confirmado unánimemente por el Senado en enero de 2003) Director del National Endowment for the Arts, repasa la carrera literaria y profesional de otros muchos poetas y escritores que se han ganado la vida de formas lejanas a la literatura, no pocos de ellos con éxito en los negocios (1992, «Business and Poetry»). T.S. Eliot (1888-1965) trabajó durante ocho años, entre 1917 y 1925, en las oficinas del Lloyd’s Bank de Londres, y después fue editor literario, primero, y luego director, de la editorial británica Faber & Faber. Wallace Stevens (1879-1955) fue abogado de empresas, vicepresidente de una compañía de seguros y experto en finanzas. Y Ted Kooser (nacido en 1939), poeta de la vida cotidiana en el Medio Oeste norteamericano, desarrolló una carrera como ejecutivo de seguros, llegando a ser vicepresidente de la compañía Lincoln Benefit Life. Sherry y Schouten (2002, 231) se lamentan de que estos poetas hayan mantenido su obra literaria al margen de su carrera en los negocios, y a la vez esperan que los economistas no sigan esa tradición de mantener la poesía completamente ajena a su actividad profesional: «By not writing about business, however, these businessmen-poets deprive us of a vital understanding of perhaps the most human of all our enterprises. We hope consumer researchers will not follow in this tradition but, rather, will use their professional base to help us all know consumption more holistically».

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3. LOS ECONOMISTAS ESCRIBEN SOBRE OBRAS LITERARIAS Para responder a la pregunta de qué aporta un economista al estudiar una obra literaria de ficción, lo mejor es que repasemos algunos ejemplos. Empecemos por un clásico. John Maynard Keynes dedica un extenso trabajo a una novela de H.G. Wells (1866-1946), The World of William Clissold, publicada en tres volúmenes en 1926, en la que el protagonista lanza un manifiesto. La admiración que Wells sentía por los científicos se extendía también a los grandes hombres de negocios, y el personaje de la novela, William Clissold, basa en ellos su nueva sociedad3. Pero es el economista Keynes el que rebaja la admiración intelectual y social que el novelista Wells siente por los empresarios: no hay nada noble ni atractivo en el objetivo que persiguen, los empresarios no tienen más credo que el dinero. «A menos que tengan la suerte de ser científicos o artistas, recurren al gran motivo sustitutivo, el ersatz [sucedáneo] perfecto, el anodino para los que, de hecho, no quieren nada en absoluto: dinero» (321-322). «Les gustaría [a los protagonistas de la novela, el hombre de negocios Clissold y su hermano Dickson, experto en publicidad] ser apóstoles. Pero no pueden. Siguen siendo hombres de negocios». Otro texto literario que ha dado lugar a estudios realizados por economistas profesionales es El mago de Oz de L. Frank Baum4. Rockoff 3. El protagonista pretende llevar a cabo una revolución, «open conspiracy», que significa «the establishment of the economic world-state by the deliberate invitation, explicit discussion, and cooperation of the men most interested in economic organization, men chosen by their work, called to it by a natural disposition and aptitude for it, fully aware of its importance and working with the support of an increasing general understanding». Para lograrlo confía en la élite intelectual y profesional: «an intelligent minority [...] without the support of the crowd and possibly in spite of its dissent». Lo importante para nosotros es que de esa élite forman parte los grandes hombres de negocios. 4. Watts (2002, 379) discute esta obra, aunque sin incluir el articulo de Hansen y Kasper (2002), que considera que no es una alegoría: «Rockoff (1990) used Littlefield’s (1964) literary analysis of L. Frank Baum’s The Wonderful Wizard of Oz to develop and then analyze a “monetary allegory” of the bimetallism debate in the United States around the end of the 19th century. He accepted Littlefield’s claim—disputed by Baum’s family, other literary critics, and most recently by Hansen (2002)—that the Scarecrow represents Midwestern farmers; the Tin Woodman, urban industrial workers; the Wicked Witch of the East, large industrial corporations; the Wicked Witch of the West, harsh and malevolent natural forces (particularly drought); the Cowardly Lion, William Jennings Bryan; the Wizard, any of the blustery but inept U.S. presidents of the period; and Dorothy, Everyman. In Baum’s novel, unlike the MGM musical, Dorothy indisputably walks down a yellow-brick (i.e., gold) road wearing silver, not ruby, slippers; and so Oz might well refer to ounces of precious metals».

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(1990, «The Wizard of Oz as a monetary allegory») sostiene que es una alegoría que expone las ideas de los Populistas en defensa del bimetalismo, mientras que Hansen y Kasper (2002, «The Fable of the Allegory: The Wizard of Oz in Economics») consideran esa explicación tan fantástica como el propio cuento, pero no le quitan valor como instrumento pedagógico en el aprendizaje de la economía. El espléndido trabajo de Goodwin y Rogers (1997, «Cyberpunk and Chicago») analiza el género literario de ciencia ficción conocido como «cyberpunk», cuyo principal representante en la literatura sería Neuromante (Neuromancer, 1984), de William Gibson, y encuentra una crítica explícita del neo-liberalismo económico de Stigler, Friedman y Becker, cimentado en las ideas de Veblen y, lejanamente, de Marx. Según Binswanger (1994, Money and Magic: A Critique of the Modern Economy in the Light of Goethe’s Faust), el Fausto se inspiraría en John Law, el banquero escocés que promovió en Francia lo que sería la «burbuja» especulativa de 1720. Goethe, que fue ministro de finanzas de la corte de Weimar, consideraba la emisión de papel moneda similar a la alquimia; en la segunda parte de la obra, Mefistóteles y Fausto crean un nuevo orden económico y social, basado en el papel moneda, el derecho de propiedad y el dominio de la energía mediante la mecanización. Binswanger es economista, autor de numerosos artículos sobre temas de economía y de ecología, y considera que el Fausto de Goethe es una advertencia contra la persecución sin límite de la riqueza. Casares (2000, «El comercio en la literatura. Vender y escribir») y Comenge (2000, «Competencia y crisis del comercio tradicional en una novela de Zola») se ocupan del comercio en la literatura. Sobre la novela de Zola El paraíso de las damas (Au Bonheur des dames, 1883), Comenge afirma que, al margen de la trama romántica, «podría ser un meticuloso texto de marketing» ( 136). Más cercano a nosotros tenemos el espléndido trabajo de Marjorie Grice-Hutchinson (1995, «El pensamiento económico popular en la España de siglo XIII») sobre la importancia del dinero en diversos pasajes de las Cantigas de Santa María de Alfonso X y del Cantar del Mío Cid. Desde el campo de la psicología y la economía, Cortés (1960, «The achievement motive in the Spanish economy between the 13th and the 18th centuries») analiza Poema del Mío Cid, el Quijote y la Vida del Buscón, de Quevedo, buscando en la mayor o menor repe-

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tición de imágenes de logro económico el reflejo en la literatura de la cultura del desarrollo o de la decadencia económicas. El trabajo de Jean Vilar Berrogaín (1973) Literatura y economía. La figura satírica del arbitrista en el Siglo de Oro, recoge numerosos pasajes de textos literarios que satirizan la figura del arbitrista; pero apenas entra en el contenido de sus recomendaciones, ni diferencia los economistas serios de los locos. Los trabajos que vale la pena resaltar, tanto por su temática como por su coherencia metodológica, son los de orientación marxista más o menos definida, que destacan la conexión directa entre la literatura y las condiciones materiales de cada período. Johnson (2000, Cervantes and the material world) es un buen ejemplo en nuestro ámbito. El marco general para estos estudios se encuentra en la magna obra de Arnold Hauser Historia social de la literatura y del arte, publicada en 1951. No faltan tampoco estudios literarios que se centran en aspectos económicos de las obras de ficción y están bien alejados del marxismo. Mencionemos el impulsado por el británico Institute of Economic Affairs, Pollard (2000, The Representation of Business in English Literature). En la introducción, Pollard comenta los trabajos de especialistas en diferentes periodos y concluye que el hilo conductor más persistente es la mala fama del mundo del dinero5.

4. LA LITERATURA COMO FORMA DE PERCEPCIÓN DE LA REALIDAD ECONÓMICA Sherry y Schouten (2002, «A Role for Poetry in Consumer Research», 231) sostienen que la poesía es una más de las «formas de recogida de datos» (data collection methods) que entra en la categoría de «introspección guiada» (guided introspection). Más aún, defienden que las figuras poéticas no nos alejan de la realidad más prosaica, sino que sirven para comprender el mundo: «figuration is not an escape from reality but constitutes the way we ordinarily understand ourselves and the world in which we live». Esto es coherente con la idea de Schumpeter de una «visión» previa al análisis, que después confron-

5. Watts (2003) repasa los estudios que desde la literatura se han hecho sobre los aspectos económicos de la literatura.

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tamos con los datos y con el análisis teórico, pero que resulta necesaria para comprender la realidad. Y esta interpretación es muy diferente de la que destaca la importancia de la «folk economics» como «the intuitive economics of untrained people» (Rubin, 157). En el campo de la administración de empresas, DeMott (1989, «Reading fiction to the bottom line», 130-131) analiza el relato de Lionel Trilling The other Margaret (1945), y lo considera una pieza clave en el cambio en la consideración de los negocios por parte de la opinión pública, muy negativa desde la Gran Depresión. Además, defiende que con frecuencia las barreras de especialización, académica y profesional, impiden percibir cambios en el entorno social que la literatura refleja con más frescura y rapidez. Desde este mismo campo del management, Álvarez y Merchán (1994) analizan tres obras de literatura española: el Quijote, de Cervantes, Amado amo (1988), de Rosa Montero, y La desheredada (1881), de Benito Pérez Galdós, y comparan la situación de los protagonistas y su reacción ante la exclusión del núcleo «que cuenta» en una sociedad.

5. LITERATOS QUE HAN SIDO UN POCO ECONOMISTAS Otro tipo de trabajos se refieren a la actividad profesional de creadores de poesía o ficción literaria, cuando han tenido contacto directo con la profesión de economista. Quizá el escritor que más directamente podemos relacionar con la Economía Política es Charles Dickens, especialmente su novela Tiempos difíciles (Hard Times for These Times, 1854). Levy (2001) y Rodríguez Braun (2001) señalan las posturas anti-esclavistas de la Economía Política clásica, y colocan a Dickens y Carlyle como abiertos defensores de la esclavitud. Más difícil de aceptar es su interpretación de Tiempos Difíciles como un alegato pro-esclavista: el modelo económico y social que aparece idealizado en la novela, frente a la consideración fría de la mano de obra («hands») en el capitalismo, es la relación paternal entre el dueño del circo y sus empleados. En España existen algunos trabajos de historia del pensamiento económico que se ocupan de escritores españoles que han sido, en algún momento de su vida, al menos «un poco economistas». Mén-

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dez Ibisate analiza la traducción que Miguel de Unamuno hizo al castellano de la Historia de la economía política de John Kells Ingram, y otros textos del filósofo vasco relacionados con la economía, y concluye que, aunque sí estuvo interesado en temas económicos, «no podía entender la ciencia económica, pues sus inquietudes (casi angustias) metafísicas limitaron su acercamiento a esta ciencia y su concepción de la misma» (1998, 226). El dramaturgo y poeta español José Echegaray (1832-1916), premio Nobel de Literatura en 1904, fue además de literato (hoy con escaso reconocimiento como tal) ingeniero de caminos, buen matemático, y Ministro de Hacienda, y ha sido considerado introductor de la Economía Matemática en España. Sin embargo, Jordi Pascual (2000, 541) no encuentra documentos que justifiquen tal título, más que algunas afirmaciones del propio ingeniero, en las que, además de mostrar admiración por Bastiat, menciona a Dupuit, Cournot, Jevons y Walras y su interés por la «economía política en forma matemática». El escritor y político español Ramiro de Maeztu (1874-1936) fue también un prolífico periodista sobre temas de economía, a los que había llegado de la mano del joven Olariaga, al que conoció y apoyó en Londres. Zaratiegui (2000) analiza a fondo estos textos y presenta a Maeztu como ferviente predicador del desarrollo económico. De Leopoldo Alas Clarín, que preparó un Programa de Economía Política para unas oposiciones a catedrático de Universidad, Santos Redondo (2000, 93) analiza su Programa y presenta a Clarín como «la incursión de un krausista en la economía». En este apartado podemos incluir a Valentín Andrés Álvarez (1891-1982), aunque sea discutible si es más literato que economista o al revés. A lo largo de su vida escribió bastantes obras literarias, que abarcan los géneros de la poesía, el ensayo, la novela y el teatro (su primera obra, ¡Tararí...!, fue un gran éxito en 1929). Su producción literaria ha sido estudiada por críticos literarios6, y su pensamiento económico estudiado por Alfonso Sánchez Hormigo (1991, Valentín Andrés Álvarez [Un economista del 27]), que también se ocupa de su producción literaria.

6. Ramos Vallejo, Á. (1999): Vida y obra de Valentín Andrés Álvarez (tesis doctoral). Vilches de Frutos, M.F. (1981): «Valentín Andrés Álvarez: pionero del teatro del absurdo en España». Cardete Agudo, J.A. (2002): «Valentín Andrés Álvarez, pluralidad de vanguardia». Álvarez Corujedo, J. (2002): «Valentín Andrés Álvarez: ciencia y humanismo».

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El más importante de los economistas-literatos actuales en lengua española es sin duda José Luis Sampedro. Si en sus obras de economía hay pasajes realmente literarios, como su descripción del subdesarrollo en «La llegada a Sudlandia»7, después ha seguido una carrera literaria tremendamente exitosa; su libro El mercado y la globalización (2002) es propiamente un libro de economía escrito por un economista, aunque se trate de un texto de divulgación acompañado de dibujos artísticos. No debemos menospreciar una conexión bien antigua: la capacidad literaria puesta, por encargo, al servicio de la propaganda. Aquí podemos incluir una obra de Quevedo, El chitón de las Tarabillas (1630), que trata de complejos problemas monetarios que ni Quevedo ni los literatos normales entienden fácilmente. García del Paso (2002) define a Quevedo en el chitón como «poeta metido a teórico de las finanzas». El escritor incurre, a lo largo del chitón, en numerosas contradicciones al tratar los temas monetarios. Antes, en 1609, el Padre Mariana había desarrollado una teoría monetaria que explicaba con claridad lo que ocurriría veinte años después. Quevedo interpreta la devaluación de 1628 como un éxito del Conde Duque de Olivares y Fernando IV, y culpabiliza de todos los males a los reyes anteriores y a los herejes extranjeros.

6. LITERATURA Y APRENDIZAJE DE LA ECONOMÍA Diversos trabajos alientan el uso de los grandes textos literarios en la enseñanza de la economía. Watts y Smith, en «Economics in Literature and Drama» (1989) incluyen una lista de novelas y su contenido relacionado con la economía (eso sí, todas ellas inglesas y americanas). Otros ejemplos son: Stockwell y Tenger (2001, «Using Economics and Literature to Understand Changing Perceptions About the Individual’s Relation to Society»); Hartley (2001, «The Great Books and Economics»); Kish-Goodling (1998, «Using The Merchant of Venice in Teaching Monetary Economics»); O’Donnell (1989, «A historical Note on the Use of Fiction to Teach Principles

7. En el capítulo 3 de su Conciencia del Subdesarrollo (1972). Reeditado en 1996 junto a Carlos Berzosa con el título Conciencia del Subdesarrollo. Veinticinco años después por Editorial Taurus.

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of Economics», que analiza las «novelas didácticas» de Harriet Martineau; y Watts (2002, «How Economists Use Literature and Drama»). No nos extendemos en este apartado, sencillamente porque, aunque consideramos muy útil el uso de las grandes obras de la literatura para la enseñanza de la economía, desde nuestro punto de vista la razón principal para interesarse por la literatura desde la economía no es estrictamente pedagógica, sino que consideramos que las grandes obras literarias son útiles para la comprensión de los fenómenos económicos, tanto para estudiantes como para veteranos.

7. CONCLUSIÓN SOBRE LITERATURA Y ECONOMÍA La conclusión de este repaso de algunos trabajos de economistas que analizan el contenido de textos literarios no pretende ser un alegato difuso en pro de los estudios interdisciplinares ni un canto a las bondades estéticas de la literatura. Más bien sería casi lo contrario: la reverencial admiración con que vemos las artes en general, en este caso la literatura, nos hace muchas veces no someter lo que tienen de economía las obras literarias a los criterios exigentes de cualquier trabajo profesional. La principal diferencia con un estudio convencional de economía está en que, si al tratar un problema económico las grandes obras de la literatura se alejan del rigor profesional, ese alejamiento sigue siendo un importante objeto de estudio, porque las ideas económicas que subyacen en las obras de arte llegan con fuerza a la mentalidad popular y no pocas veces a la profesional. Parafraseando a Keynes, podríamos decir que los artistas y literatos, que se consideran así mismos libres de las influencias del frío análisis económico, son no pocas veces esclavos de algún economista difunto.

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Arbitrismo y economía en el Quijote (1605-1615)8 Luis Perdices de Blas y John Reeder

8. Este trabajo se publicó por primera vez en CLM. Revista Económica de Castilla-La Mancha, 5, 2004, 121-160. Agradecemos los comentarios y sugerencias realizados a los primeros borradores de este trabajo por Tomás Martínez Vara, Carlos F. Mejía, José Luis Ramos, Ana Rosado y Manuel Santos.

No nos proponemos buscar en Cervantes el economista científico, que esto sería, en verdad, pura quimera, y valdría tanto como pretender que fuese inventor de semejante orden de ciencia, cuando Quesnay y Smith, que pasan por sus primeros maestros, tardaron aún casi dos siglos en hallar sus concepciones.

J. M. Piernas Hurtado (1874, 13)

1. INTRODUCCIÓN Alrededor de 1609, 1610, cuando estaba redactando la segunda parte del Quijote o había parado temporalmente este proceso de redacción para centrarse en escribir sus Novelas ejemplares, a Cervantes se le ocurrió en ambas obras utilizar la imagen y la metáfora del arbitrista como representación de la locura. Intentando averiguar si Don Quijote estaba curado de su locura y de sus fantasías de «cosa de caballerías», el cura y el barbero le hablan del problema de la posible invasión del Turco, a lo cual Don Quijote responde con un «advertimiento», «perteneciente» y no «impertinente», que quiere proponer al Rey (Cervantes, 1998, 627). Su arbitrio, reunir todos los caballeros andantes que vayan por España «para destruir toda la potestad del Turco» (Cervantes, 1998, 629), confirma las sospechas del cura y el barbero de que Don Quijote había vuelto a sus andanzas. Menos absurdo que el arbitrio de Don Quijote, pero no menos estrafalario, es la burla de la figura del arbitrista que aparece en el Coloquio de los perros, una de las Novelas ejemplares. Cuatro pobres desequilibrados: un poeta, un alquimista, un matemático y un arbitrista, se reúnen en un hospicio, en «una siesta de las del verano pasado», y hablan de sus obsesiones. El autor reproduce en el monólogo del arbitrista

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todos los manierismos y vocabulario de los memoriales y arbitrios de la época, incluida la falsa precisión de los datos inventados. ¿En qué medida la burla de Cervantes de los arbitristas, seguida luego por otros literatos, fue determinante en desprestigiar el oficio de arbitrista, y empujar a los escritores de la época sobre temas de política económica a modificar sus métodos y redefinir su producto? Convendría aquí, quizás, no exagerar el impacto de esta burla. Ya antes, la verdadera avalancha de avisos, advertimientos, pareceres, memoriales y arbitrios que inundaron al Consejo de Hacienda de Felipe II entre 1558 y 1598 —la archivera Margarita Cuartas Rivero llegó a contabilizar cerca de doscientas personas que mandaron sus arbitrios al Consejo durante estos años (Cuartas Rivero, 1981)— había empezado a producir cierto escepticismo entre la clase política, los consejeros y expertos en temas económicos. Estos arbitrios, proyectos simplistas («medios únicos y universales» en la jerga de la época), escasamente meditados y la mayoría completamente interesados («No querría que le dijese yo aquí agora y amaneciese mañana en los oídos de los señores consejeros, y se llevase otro las gracias y el premio de mi trabajo», protesta Don Quijote. Cervantes, 1998, 628), ya se habían granjeado muy mala fama entre estos estudiosos de la política económica y los dirigentes de la política bastante antes de 1615. Escribiendo en 1600, un autor que presumía de mayor seriedad y capacidad analítica, Martín González de Cellorigo, insiste en desmarcarse de los arbitristas. Y el término «arbitrio» mismo, originalmente un simple tecnicismo hacendístico —una forma de allegar fondos hacia la hacienda pública por parte del Rey sin la necesidad de su aprobación por las Cortes—, había adquirido matices francamente peyorativos. Ya, por ejemplo, en 1611, Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana, en la voz «Alvedrío», recoge esta mudanza como expondremos a lo largo de presente trabajo. Así, aunque Cervantes no será el primero en desconfiar de los arbitristas, su mofa de ellos parece en cierta medida, por la mayor difusión y repercusión de sus novelas, haber acelerado el proceso de su descrédito. A partir de la publicación de las Novelas ejemplares (1613) y de la segunda parte del Quijote (1615), solamente algún provinciano despistado, como el capitán de barco asturiano Guillén Barbón y Castañeda (Provechosos arbitrios, 1628), o un italiano como

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Gerardo Basso (Arbitrios y Discursos políticos, 1627), quizás inconsciente de las connotaciones que llevaban implícitas la palabra «arbitrio» en castellano, podían autoproclamarse arbitristas. A lo sumo, entonces, el efecto de la mofa de los literatos como Cervantes y luego más tarde Quevedo, era extender la percepción de que los arbitristas eran en su inmensa mayoría a lo peor impostores y vendedores de productos falsos y a lo mejor, simplistas cuyos remedios únicos eran dañinos para la República. Proponemos, por tanto, en este breve ensayo, estudiar en primer lugar la relación entre Cervantes, los arbitrios y los arbitristas en el Quijote, para cuyo fin, y como preludio, ofrecemos unas definiciones más precisas de estos términos. En segundo lugar, analizaremos los textos donde Cervantes emplea los casos de dos arbitrios específicos para poner de relieve igualmente la locura de Don Quijote que los delirios de un arbitrista en el Coloquio de los perros. En tercer lugar, haremos un breve repaso de la reputación del arbitrismo después de la publicación de la segunda parte del Quijote, entre 1615 y 1650. Tras el estudio de la figura del arbitrista, abordaremos otros problemas que relaciona la coyuntura económica del período 1600-1615 con el Quijote. ¿Por qué Cervantes omite cualquier alusión en su célebre novela a los graves problemas que padecía la España Imperial de Felipe III? De hecho, con la excepción de la historia de Ricote (parte II, capítulo LIIII) y la expulsión de los moriscos, no hay referencia a ningún problema actual, político o económico, en el Quijote. ¿Omisión deliberada en una novela esencialmente de evasión? Esto nos llevará a establecer una comparación con la otra novela española de mayor difusión de principio del siglo XVII, más aún que el Quijote, el Guzmán de Alfarache (1599, 1604) de Mateo Alemán, que es precisamente una obra moralizante y ejemplar en su sentido más estricto, es decir, ejemplarizante, que ilustra una cuestión económica candente a finales del siglo XVI, las tesis sobre la problemática de la mendicidad de su amigo y reformador Cristóbal Pérez de Herrera. Veremos qué opinión le merecía a Cervantes el enfoque «predicador» de Alemán. Finalmente, examinaremos el único tema político de la época con repercusiones económicas, la expulsión de los moriscos, que Cervantes trata en el Quijote.

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2. CAMBIOS EN EL SIGNIFICADO DE LOS TÉRMINOS ARBITRIO Y ARBITRISTA EN EL SIGLO XVII Debemos a Margarita Cuartas Rivero, la explicación más concisa de los orígenes del término hacendístico «arbitrio» en el siglo XVI y su posterior evolución en el sentido de la palabra durante el siglo XVII. Dice así esta meticulosa archivera en la introducción al catálogo de los arbitristas del siglo XVI: Los grandes gastos promovidos por la monarquía de los Austrias hicieron que no bastasen los recursos hacendísticos ordinarios para solventarlos. Por ello, Carlos V, y en especial Felipe II, comenzaron a usar fórmulas para allegar dinero que dependían del arbitrio del rey, y que no tenían necesidad de la aprobación de las Cortes. Hacen lo mismo que sus predecesores: enajenan rentas, lugares, y oficios, pero no de forma gratuita, sino con el cobro de una cantidad que se fijaba por la Administración. Usados esporádicamente por el Emperador, fue a partir de 1558 cuando los arbitrios (así denominados en la contabilidad hacendística) tomaron carácter oficial y fueron ingresos ordinarios de las arcas de la Hacienda, en donde se recogían anualmente cantidades proporcionadas por estas medidas extraordinarias. Los arbitrios usados en la segunda mitad del siglo XVI fueron: la venta de hidalguías, la composición de caballeros cuantiosos, la venta de oficios públicos, la venta de tierras baldías, las exenciones y ventas de lugares, términos y jurisdicciones (eclesiásticas y de realengo), y la venta de alcabalas y tercias.

Durante el Siglo de Oro se produce un cambio importante en el significado del término arbitrio, como de nuevo nos ilustra Cuartas Rivero: En el siglo XVII, la situación sigue siendo la misma; a mayores agobios económicos se responde con la mayor utilización de las medidas extraordinarias, que tienen como conclusión a lo largo de estos dos siglos el paso de un gran número de rentas, lugares, tierras, oficios públicos, a manos de particulares [...]

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A la vez que el uso de los arbitrios se hizo regular y continuado, comenzaron a llegar a los organismos de la Administración escritos, memoriales y avisos, en los que se promete el aumento de rentas reales. Avisos que muchas veces están en relación con las medidas extraordinarias arbitradas por la Corona, es decir, con los arbitrios arriba mencionados. La recepción de estos escritos estaba encomendada al Consejo de Hacienda, y en la sección Consejo y Juntas de Hacienda del Archivo General de Simancas, se encuentra una serie de documentos: memoriales, pareceres, avisos, reclamaciones, peticiones, relativos todos a la manera o forma de incrementar los ingresos de la Hacienda. El trámite a seguir por las personas que tuviesen algo que aconsejar, opinar o denunciar, era dirigir el escrito al presidente, secretario o algún consejero, posteriormente reunido el Consejo; si el destinatario lo tenía a bien o no lo retenía, lo presentaba a opinión del resto de los consejeros, y si lo juzgaban de interés lo remitían al Rey; otras veces sucedía a la inversa, el secretario lo presentaba al Rey, que lo remitía al Consejo para recabar su parecer; también eran consultados teólogos que opinaban de la licitud de la medida aconsejada. De una forma o de otra los avisos tenían que tramitarse por conducto de quienes formaban el Consejo de Hacienda, por lo que estaba implícito, por un lado, un riesgo de apropiación de las medidas interesantes y, por otro, una paralización del expediente si este incidía en reformar abusos en los que los consejeros estaban implicados [...] Para evitar, en lo posible, las apropiaciones, lo que se solía hacer era ofrecer un aviso por el que prometían incrementar las rentas en una cantidad, que explicarían y darían en forma cuando el Rey les hiciese alguna merced, merced que se estableció por medio de una cédula real en la que se les daba un tanto por ciento sobre las cantidades que se recaudasen gracias al aviso dado, fórmula ya usada en el susodicho Luis Ortiz en 1558. Este fenómeno de los denominados arbitristas, de gentes que discurren y envían sugerencias para incrementar los

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ingresos de la Hacienda, y que son capaces de estar años en la Corte, a la espera de alguna merced y con la ilusión de ver cómo se ponen en práctica sus avisos, se cree que tuvo su mayor auge a partir del año 1600, y es en el siglo XVII cuando son ridiculizados de forma satírica por Cervantes, Quevedo y otros autores, que así sacaban a relucir la inquina que existía en contra de estas personas, en cuyo afán por hallar modos de aumentar las rentas reales se veían perjudicados los que tenían que pagar los impuestos9.

Para finales del siglo XVI, entonces, el sentido estrictamente técnico de la palabra «arbitrio» había sido en gran parte transformado. Al mismo tiempo en el siglo XVII, de forma gradual, la definición del termino «arbitrista», esencialmente hacendística y limitada, se fue ampliando; de referirse sólo a los que ofrecían sugerencias sobre cómo mejorar el sistema fiscal pasó a incluir también a todos los que proponían soluciones, muchas de ellas quiméricas, a los problemas de la economía española, que eran, por otro lado, cada vez más acuciantes. No eran pocos ya los analistas que percibían la situación de declive y decadencia, problemas como el supuesto proceso de despoblación, el mal funcionamiento del sistema monetario —«la enfermedad del vellón»—, los bajos niveles de productividad agraria, la falta de competitividad del sector textil y la inadecuada política comercial, que, según la mayoría de los autores, debía girar hacia el proteccionismo. El lexicógrafo Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana (1611), en la voz «Alvedrío», da una definición completamente peyorativa de la palabra «arbitrio», relacionándola con los arbitristas, «gente perdida», según él: Y otras veces arbitrio vale tanto como parecer que uno da; y el día de hoy hase estrechado a significar una cosa bien perjudicial, que es dar trazas como sacar dineros y destruir el reino; porque de ordinario los que dan estos arbitrios son gente pérdida. Verdad es que estos tales pocas veces se les da oídos, porque como ha de pasar el arbitrio por hombres de

9. Ambos párrafos tomados de Cuartas Rivero (1981), I-V.

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ciencia y conciencia, se los rechazan y entre otros males que hacen es acobardar a los que podrían darlos, por el mal nombre que han puesto a este género de suplir necesidades y remediar faltas10.

No es extraño que, desde principios del siglo XVII, escritores con una visión más compleja de los problemas económicos de España, y, sobre todo, partidarios de medidas de política económica más coherentes que «el remedio único y universal», se desmarcasen de la figura del arbitrista. Ya González de Cellorigo, en su Memorial de 1600, criticaba «los arbitrios [...] que no han servido sino de destruir a los Reyes y a los Reinos y es que por remediar un daño han abierto la puerta a muchos y a todos los que esta República padece. Porque lo que más destruye las Repúblicas es dar los Príncipes crédito a personas que ignorando las leyes de la buena política, los engolfan en un laberinto de errores» (González de Cellorigo, 1991, 103-104).

3. LA FIGURA DEL ARBITRISTA EN EL COLOQUIO DE LOS PERROS Y EN EL QUIJOTE Los literatos del siglo XVII fueron los que más contribuyeron a desprestigiar el término «arbitrista» como queda apuntado en el epígrafe anterior y ha mostrado minuciosamente la monografía de Jean Vilar titulada Literatura y Economía. La figura satírica del arbitrista en el Siglo de Oro (1973). Entre los que sobresalen en ridiculizar la figura

10. Covarrubias (1994, 43). El Diccionario de Autoridades (1726), basado casi exclusivamente en usos y ejemplos del siglo XVII, ofrece una versión más aséptica, volviendo a su sentido hacendístico original en su voz «Arbitrio», pero luego lo matiza en las citas literarias de Quevedo y Saavedra Fajardo, que incluye a continuación, ambas en un sentido absolutamente negativo: «“El medio que se propone extraordinario, y no regular para conseguir algún fin, como los medios que se discurren para socorrer las necesidades del Príncipe, por lo regular gravosos a los Pueblos”. Saavedra Fajardo, Empresa política, n.º 46 (1640): “El ingenio suele aprobar los arbitrios, y la experiencia los reprueba”. Quevedo, La Hora de Todos y La Fortuna con Seso (1636): “Empezó a leer el primer arbitrio, decía así: Arbitrio para tener inmensa cantidad de oro y plata, sin pérdida, ni tomarla a nadie”». El Diccionario de Autoridades también da la siguiente definición de arbitrista: «El que discurre y propone medios para acentuar el Erario público o las rentas del Príncipe. Viene del nombre Arbitrio, pero esta voz comúnmente se toma en mala parte, y con universal aversión, respecto de que por lo regular los Arbitristas han sido muy perjudiciales a los Príncipes, y muy gravosos al común sus trazas y arbitrios».

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del arbitrista y contribuyeron de forma decisiva a redefinirlo y desprestigiarlo, hay que destacar a Cervantes, tanto en el Coloquio de los perros (1613), como en la segunda parte de Don Quijote de la Mancha (1615). En el Coloquio de los perros dos canes, Cipión y Berganza, tienen una entretenida conversación en la que el segundo expone su vida, al igual que el Lazarillo de Tormes, a través de los amos que ha tenido. Berganza tras vivir con muchos amos (comediantes, gitanos, moriscos y mercaderes, entre otros) y recorrer diversas ciudades (de Sevilla a Valladolid, pasando por Granada), da con sus huesos en el hospital de la Resurrección de Valladolid. Allí se topa con cuatro enfermos: un poeta, un alquimista, un matemático y un arbitrista. Un poeta que busca la pureza de la composición literaria, un alquimista que intenta encontrar la piedra filosofal que transmute los metales viles en oro y plata, un matemático enfrascado en resolver el problema de la cuadratura del círculo y, por fin, un arbitrista obsesionado por dar arbitrios al monarca. Las palabras pronunciadas por el arbitrista del Coloquio de los perros son lo suficientemente expresivas, y por ello reproducimos su largo monólogo: Yo, señores, soy arbitrista, y he dado a Su Majestad en diferentes tiempos muchos y diferentes arbitrios, todos en provecho y sin daño del reino; y ahora tengo hecho un memorial donde le suplico me señale persona con quien comunique un nuevo arbitrio que tengo, tal que ha de ser la total restauración de sus empeños; pero por lo que me ha sucedido con otros memoriales, entiendo que éste también ha de parar en el carnero. Mas porque vuesas mercedes no me tengan por mentecato, aunque mi arbitrio quede desde este punto público, le quiero decir que es éste. Hase de pedir en Cortes que todos los vasallos de Su Majestad, desde edad de catorce a sesenta años, sean obligados a ayunar una vez en el mes a pan y agua, y esto ha de ser el día que se escogiere y señalare, y que todo el gasto que en otros condumios de fruta, carne y pescado, vino, huevos y legumbre que han de gastar aquel día, se reduzca a dinero, y se dé a Su Majestad, sin defraudarle un ardite, so cargo de juramento; y con esto, en veinte años queda libre de socaliñas y desempeñado.

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Porque si se hace la cuenta, como yo la tengo hecha, bien hay en España más de tres millones de personas de la dicha edad, fuera de los enfermos, más viejos o más muchachos, y ninguno de éstos dejará de gastar, y esto contado al menorete, cada día real y medio; y yo quiero que sea no más de un real, que no puede ser menos aunque coma alholvas. Pues ¿paréceles a vuesas mercedes que sería barro tener cada mes tres millones de reales como ahechados? Y esto antes sería provecho que daño a los ayunantes, porque con el ayuno agradarían al cielo y servirían a su Rey; y tal podría ayunar que le fuese conveniente para su salud. Este es arbitrio limpio de polvo y de paja, y podríase coger por parroquias, sin costa de comisarios, que destruyesen la república. Riyéndose todos del arbitrio y del arbitrante, y él también se riyó de sus disparates, y yo quedé admirado de haberlos oído y de ver que, por la mayor parte, los de semejantes humores venían a morir en los hospitales (Cervantes, 2001, 620-621).

El locus classicus donde Cervantes emplea la metáfora del arbitrista como personificación de la locura es en el primer capítulo de la segunda parte del Quijote, cuya función es reintroducirnos a la persistente obsesión del hidalgo con las novelas caballerescas y la conducta del caballero andante. En el transcurso de una discusión sobre «razón de estado y modos de gobierno», el cura, para ver «si la sanidad de Don Quijote era falsa o verdadera», introduce en la conversación el tema de la amenaza turca. Don Quijote pica y dice que tiene «un advertimiento» para aconsejar al Rey. El barbero inmediatamente asocia el advertimiento en cuestión con los arbitrios «impertinentes» que descalifica en los mismos términos que Cellorigo o Covarrubias, como hemos apuntando en el anterior epígrafe: tiene mostrado la esperiencia que todos o los mas arbitrios que se dan a Su Majestad o son imposibles o disparatados o en daño del rey o del reino (Cervantes, 1998, 627)11.

11. En el capítulo sexto de la segunda parte del Quijote, vuelve a aludir Cervantes a los «impertinentes» arbitrios. Así, Don Quijote dice: «sólo sé que si yo fuera rey me escusara de responder a tanta infinidad de memoriales impertinentes como cada día le dan» (Cervantes, 1998, 671-672).

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Después de prevaricar porque no quiere revelar al cura y al barbero su arbitrio por miedo de que ellos se apropien de él, recelo típico de los que mandaban arbitrios al Consejo de Hacienda, Don Quijote finalmente suelta el arbitrio: ¿Hay mas sino mandar Su Majestad por público pregón que se junten en la Corte para un día señalado todos los caballeros andantes que vagan por España, que aunque no viniesen sino a medio docena, tal podría venir entre ellos, que sólo bastase a destruir toda la potestad del Turco? (Cervantes, 1998, 628-629).

Y ¿quién es este «tal»? No está pensando en Belianís de Grecia o Amadis de Gaula, sino en sí mismo. Todo arbitrio suele ser interesado, y el interés propio de Don Quijote no está en una recompensa monetaria, en un porcentaje de beneficios como muchos de los que propusieron nuevos impuestos con mayores posibilidades de recaudación, por ejemplo; para Don Quijote el premio consiste en proponerse a sí mismo para derrotar al Turco: Pero Dios mirará por su pueblo y deparará alguno que, si no tan bravo como los pasados andantes caballeros, a lo menos no les será inferior en el ánimo; y Dios me entiende, y no digo mas. [...] Caballero andante he de morir, y baje o suba el Turco cuando él quisiere y cuan poderosamente pudiere, que otra vez digo que Dios me entiende (Cervantes, 1998, 629).

Cervantes, entonces, con el cuento del loco de Sevilla, insertado a continuación, nos traslada otra vez al escenario de la verdadera demencia, a la casa de locos de Sevilla, al Hospital de los Inocentes que nos recuerda al de Valladolid, lugar de encuentro para los cuatro locos de El coloquio de los perros, y otro arbitrio, el del monólogo del arbitrista12. Aun dándose por aludido, Don Quijote no se deja intimidar, vuelve a la carga con su letanía de caballeros andantes y se propone

12. El cuento empieza en la misma página 629: «En la casa de locos de Sevilla estaba un hombre a quien sus parientes habían puesto allí por falto de juicio».

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a sí mismo como instrumento eficaz para derrotar al Turco. El capítulo termina con una discusión entre Don Quijote y el cura acerca de si estos caballeros andantes eran o no «ficción, fábula y mentira» (Cervantes, 1998, 635). Cervantes claramente maneja con gran soltura la jerga, el vocabulario y la psicología de los arbitristas, mostrándose igualmente en este capítulo de la segunda parte de Don Quijote, como en el monólogo del arbitrista de El coloquio de los perros, un lector atento de sus arbitrios, a la vez que de las críticas de sus detractores13.

4. EL ARBITRISMO DESPUÉS DE CERVANTES Antes de continuar con el examen del Quijote en este epígrafe realizamos un breve seguimiento del arbitrismo después de la muerte de Cervantes, rematando de esta forma nuestra historia del fenómeno. Los ataques a la figura del arbitrista por parte de escritores literarios alcanzaron su punto álgido con Quevedo en la segunda parte de su Política de Dios y Gobierno de Cristo, escrito en 1635, donde se equipararon directamente a los arbitristas con Judas14. Quizá el texto de Quevedo que se fija en los arbitristas y que coincide plenamente con Cervantes es La hora de Todos y la Fortuna con Seso (publicado póstumamente en 1650, escrito probablemente entre 1633 y 1635). En esta obra, como en el Coloquio de los perros, se retrata y ridiculiza a poetas, alquimistas y arbitristas. En el apartado XVII habla de los arbitristas y señala que todas aquellas personas que están en contacto con ellos «se les consumían los caudales, se les secaban la haciendas, se les desacreditaba el dinero y se les asuraba la negociación» (Quevedo, 1987, 2000), y pone varios ejemplos de arbitrios en los que se muestran los engaños que contienen los mismos: «Arbitrio para tener inmensa cantidad de oro y plata sin pedirla ni tomarla a nadie», «Para tener inmensas riquezas en un día, quitando a todos cuanto tienen, y enriqueciéndolos con quitárselo», «Arbitrio

13. En El juez de los divorcios Cervantes se vuelve a referir a los arbitrios. Véase Alvar Esquerra (2004, 60-61). 14. Quevedo en El Buscón (publicado en 1626, pero escrito mucho antes) también hace referencia a los arbitristas (véase Vilar, 1973, 78-85). Las referencias a los arbitristas en la Política de Dios, en Vilar (1973, 268-270).

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fácil y gustoso y justificado, para tener gran suma de millones, en que los que los han de pagar no han de sentir, antes han de entender que se les dan» u «Ofrecer hacer que lo que falte sobre, sin añadir nada ni quitar cosa alguna, y sin queja de nadie». En suma, «El más piadoso arbitrista es el fuego: él se ataja con agua, vosotros crecéis con ella, y con todos los elementos, y contra todos; el Anticristo ha de ser arbitrista [...] Los príncipes pueden ser pobres, mas en tratando con arbitristas para dejar de ser pobres, dejan de ser príncipes» (Quevedo, 1987, 204)15. Desvela los engaños de los arbitrios: se escriben con intención de resolver problemas, pero los acrecientan y empobrecen a la mayoría. Hacia 1630, los autores que escriben sobre política y política económica y que presumen de mayor entendimiento, se sienten casi obligados a insultar a los arbitristas. Así, Fernández de Navarrete, en Conservación de Monarquías y Discursos Políticos (1626), habla con desdén de las «perjudiciales quimeras de los arbitristas», y Caxa de Leruela, en su Restauración de la antigua abundancia de España (1631), de «Las sofisterías de los arbitristas». Buena muestra de este desprestigio son las referencias que, en la década de 1640, realizaron los teóricos de la ciencia política Diego Saavedra Fajardo y fray Francisco Enríquez. El primero, en su Idea de un Príncipe Christiano (1640), mejor conocida como Las Empresas Políticas, en su habitual tono medido y escéptico, escribe sobre las propuestas de los arbitristas: «No es menester menos diligencia y atención para averiguar antes que el Príncipe se empeñe, la verdad de los arbitrios, y medios propuestos sobre sacar dinero de los reinos [...] porque suelen tener por fin intereses particulares, y no siempre corresponden los efectos a lo que imaginamos y presuponemos» (Saavedra Fajardo, 1976, empresa 46, 429-430). En el sexto capítulo de la Conservación de Monarquías religiosa y política (1648), titulado «Vanos arbitristas suelen ser causa de la destrución (sic) de Monarquías», fray Francisco Enríquez asume una crítica más apocalíptica: «ay empero en las Repúblicas, y en especial en las Cortes de los Reyes una especie de gente (mi doctrina es general) que con trazas, y arbitrios extraordinarios fingen medios tan duros

15. En el apartado XXVI habla de los tributos y cómo recaudarlos sin perjudicar al pueblo. La idea es que los tributos tienen que ser suaves: «El que enriquece los súbditos tiene tantos tesoros como vasallos» (Quevedo, 1987, 248).

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y aun imposibles a la execución, u otros tan suaves al gusto de la imperita muchedumbre, y tan plausibles a la plebe, y por otra parte quiméricos que vacilando el pueblo entre temor y esperanza, dolor y deleite tumultúa y se alborota de que ay antiguas y recientes experiencias. Assi dixo un religioso muy docto que instruyó sabiamente a un Christiano Governador, esta gente es pernicisima en las Monarquías: porque son unas hambrientas harpías al pan de las mesas de los Reyes cuya insaciable codicia se alimenta deste caudal» (Enríquez, 1648, 2ª parte, fol. 27 v.). A partir del segundo tercio del siglo XVII ningún escritor serio sobre temas económicos se confiesa arbitrista, ni utiliza el término «arbitrio» para describir a sus obras. Solamente, lo mencionábamos en la introducción, algún autor provinciano, como el marinero asturiano Guillén Barbón y Castañeda, puede intitular su tratado Provechosos arbitrios (1628); o un extranjero, como el milanés Gerardo Basso, continúa utilizando la ya anticuada forma de Arbitrios y discursos políticos (1627). Tal es la labor realizada por Cervantes, Quevedo y otros literatos del siglo XVII en la reacuñación de las palabras «arbitrio» y «arbitrista», que los economistas del XVIII, recuperadores de la tradición autóctona del pensamiento económico español, como Campomanes o Sempere y Guarinos, tienen que aclarar las diferencias entre los arbitristas puros y duros parodiados por los literatos y los «economistas políticos», eso sí, señalando sus debilidades. Así, Campomanes en el prólogo a sus Apéndices al Discurso sobre la educación popular de los artesanos y su fomento (publicados entre 1775 y 1777), en donde reedita obras de Martínez de Mata y Álvarez Osorio y Redín, escribe las siguientes clarificadoras palabras sobre las obras de los citados «escritores económicos» del siglo XVII: Me parece que se debe hacer diferencia: una es de los que estudian con exquisitas maneras y ambages, en gravar el público con arbitrios o en lisonjear, para hacer ellos su fortuna, arruinando la de otros. [...] No son de esta calidad aquellos escritores económicos, que, desnudos de miras personales, nada piden para sí, y abogan por el bien de los demás [...]. Cuando no aciertan, es recomendable su buena intención y celo [...]. Los arbitristas eran [...] las sirenas del golfo político, o una secta disidente de los verdaderos economistas:

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pero en medio de los sueños de felicidad pública, de los delirios de su imaginación exaltada, de sus proyectos no siempre desinteresados, y algunas veces disparatados o imposibles, todavía merecen bien de la ciencia económica, porque excitaban la controversia y se purificaban las doctrinas favorables al aumento de la riqueza pública y a la reforma de las contribuciones16.

5. LA OMISIÓN DE LOS PROBLEMAS ECONÓMICOS DEL PERIODO 1600-1615 EN EL QUIJOTE Cervantes tuvo que estar familiarizado con los problemas económicos de su tiempo pues durante muchos años, entre finales del siglo XVI y principios del XVII, se dedicó a proveer de abastecimientos y víveres a la Armada española17. Tiene apreciaciones interesantes de asuntos económicos en algunas de las Novelas ejemplares publicadas en 1613. En Rinconete y Cortadillo, por ejemplo, describe cómo dos «mozalbetes», uno hijo de bulero y otro de sastre, se introducen en el mundo delictivo sevillano. Cuando llegan a la capital del comercio mundial, Cortadillo pensaba que hurtar era un «oficio libre, horro de pecho y alcabala» (Cervantes, 2001, 178). Nada más lejos de la realidad. Llegan a una ciudad donde el robo estaba organizado como un gremio, con sus propias ordenanzas, su «gran» maestro, el señor Moni-

16. Será un economista e historiador decimonónico, el catedrático Manuel Colmeiro Penido, quien recoja la caricatura de los arbitristas hecha por sus detractores en el siglo XVII, tanto en la Biblioteca de los economistas españoles de los siglos XVI, XVII y XVIII (1861), como en la Historia de la economía política en España (1863). Colmeiro los acusa de proponer soluciones simplistas y superficiales debido a su incapacidad analítica. No obstante, evalúa favorablemente la obra de González de Cellorigo, Martínez de Mata, Mariana, Dormer o Struzzi. Todavía hay historiadores del siglo XX, como Marjorie Grice-Hutchinson, que utilizan el término «economistas políticos» para referirse a los arbitristas. En el Diccionario de la Real Academia Española se define al arbitrista de la siguiente forma: «Persona que inventa planes o proyectos disparatados o empíricos, para aliviar la hacienda pública o remediar males políticos» (Real Academia Española: Diccionario de la Lengua Española, Madrid, 1992). Un estudio que intenta rehabilitar la figura de algunos arbitristas, mostrando sus debilidades, es el de Perdices de Blas (1996). 17. Alfredo Alvar Ezquerra (2004) se detiene en el estudio de la vinculación de Cervantes con el mundo de los negocios. Así, en la página 328 afirma que una de las claves de la vida de Cervantes es «su perfecto conocimiento del mundo económico».

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podio, y sus oficiales (cofrades) y aprendices (novicios). Rinconete y Cortadillo se introducen y encajan rápidamente en este grupo delictivo que constituye en sí mismo una sociedad con su propias reglas y usos e inmediatamente llegan a ser «cofrades mayores» sin pasar el año de «noviciado» y sin pagar la media anata del primer hurto. Esta corporación de delincuentes, como todas las asociaciones, dispone de una red de solidaridad de ayuda mutua que incluso manda decir unas misas al año por «nuestros difuntos y bienhechores», apunta con orgullo Monipodio. Los agremiados se encomiendan a Dios para que «Él nos libre y conserve en nuestro trato peligroso, sin sobresaltos de justicia» (Cervantes, 2001, 195). Johnson mantiene la tesis de que la novela critica el monopolio gubernamental del comercio colonial americano que tiene su sede en Sevilla18. Lo que está claro es que la novela realiza una descripción irónica de la organización gremial y pone en evidencia la «descuidada justicia» que reinaba en la ciudad en la que un hombre «bárbaro», «rústico» y «desalmado», como Monipodio, ejercía tanta influencia (Cervantes, 2001, 215). ¡Hasta los ladrones están organizados en gremios! En el Coloquio de los perros, uno de los canes, Berganza, comienza la exposición de su vida refiriendo su nacimiento en el matadero hispalense, cuyos trabajadores son deshonestos y roban cuanto pueden. No obstante, en el abasto de la carne no hay obligado. Es decir, no hay una persona que abastezca de carne a la ciudad a un precio fijado con el ayuntamiento y, por lo tanto, que tenga el monopolio en la introducción de dicho producto. Destaca los excelentes resultados de esta libertad: Y como en Sevilla no hay obligado de la carne, cada uno puede traer la que quisiere, y la que primero se mata, o es la mejor o la de más baja postura, y con este concierto hay siempre mucha abundancia (Cervantes, 2001, 547).

También en el Coloquio se describe a los mercaderes sevillanos y cómo sus hijos tienden a adoptar la vida aristocrática. Así, Cipión informa a Berganza de que:

18. Señala que la palabra «monipodio» tiene varios significados: sindicato criminal, monopolio sobre una mercancía con el fin de subir su precio y control gubernamental sobre una actividad económica. Johnson (2000, cap. 2, 44-45).

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es costumbre y condición de los mercaderes de Sevilla, y aun de las otras ciudades, mostrar su autoridad y riqueza, no en sus personas, sino en las de sus hijos; porque los mercaderes son mayores en sus sombras que en sí mismos. Y como ellos por maravilla atienden a otra cosas que a sus tratos y contratos, trátanse modestamente; y como la ambición y la riqueza muere por manifestarse, revienta por sus hijos, y así los tratan y autorizan como si fuesen hijos de algún príncipe. Y algunos hay que les procuran títulos, y ponerles en el pecho la marca que tanto distingue la gente principal de la plebeya (Cervantes, 2001, 561).

El Quijote no carece de apreciaciones sobre temas económicos19. Un cautivo en Argel rescatado por los padres trinitarios (15751580), como Cervantes, refleja tanto las transferencias monetarias en concepto de rescate que los españoles pagan a los turcos y a los moros, como las costosas expediciones que se forman para recuperar a un familiar. En el Quijote hay varias historias de cautivos y rescatados, por ejemplo la del novio de la bella hija del morisco Ricote (Gaspar Gregorio), al que haremos referencia en el último epígrafe. También son interesantes, como bien ha explicado recientemente Johnson (2000, cap 1), las negociaciones entre Don Quijote y Sancho Panza con el fin fijar una remuneración para este último por sus prestaciones como escudero (¿un sueldo?, ¿un condado? o ¿la gobernación de una ínsula?). No obstante, entre los juiciosos consejos que Don Quijote da a Sancho Panza antes de partir a la ínsula de Barataria (parte segunda, caps. XLII y XLIII), no encontramos ninguno de carácter económico. Eso sí, «el sensato» gobernador Sancho tomó algunas medidas de carácter económico en Barataria, por ejemplo, mandó tasar los salarios de los criados, «moderó el precio de todo calzado» y ordenó que «no hubiese regatones de los bastimentos en la república, y que pudiesen meter en ella vino de las partes que quisiesen, con aditamento que declarasen el lugar de donde

19. Piernas Hurtado (1874), Larroque (2000) y Johnson (2000) se han detenido en el estudio de la economía en el Quijote. Así, por ejemplo, Piernas Hurtado (1874, 39-40) dice: «Pero siempre resultará que Cervantes apoyó uno de los ejes de su maravillosa invención sobre el principio del interés económico. Para pintar el idealismo, acudió a la demencia, y creó un loco con ribetes de discreto; y para simbolizar la realidad, acudió a lo económico, y creó un interesado con vueltas de hombre de bien».

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era, para ponerle el precio según su estimación, bondad y fama, y el que lo aguase o le mudase el nombre perdiese la vida por ello» (Cervantes, 1998, 1052-1053). Es Sancho también el que, sin ir muy descaminado y siguiendo las enseñanzas de su abuela, reduce a los miembros de la estructura económica y social de «todo el mundo» a «dos linajes»: «el tener y el no tener» (Cervantes, 1998, 799). ¿Por qué no se recoge en el Quijote ningún problema económico de la España de Felipe III y del duque de Lerma cuando éstos eran tan evidentes y padecidos por los españoles? Dos problemas empiezan a despuntar en el periodo en que escribe su obra, como han señalado los historiadores económicos y, en particular, Pierre Vilar (1980) en su ya clásico artículo «El tiempo del Quijote»: los hacendísticos y los métodos heterodoxos de allegar fondos, como la alteración del valor de la moneda, por una parte; y los relacionados con la decadencia económica o por lo menos con la pérdida de productividad de los sectores agrarios y manufactureros castellanos, por otra. Es decir, complicaciones que se manifiestan entre 1600 y 1615, fechas entre las que se sitúa la crisis decisiva del poderío español, y que fueron tratadas por los arbitristas, a los que —aunque en muchas ocasiones no realizaron un análisis acertado y sus propuestas fueran guiadas por intereses particulares— no se les puede negar que en algunas ocasiones ejercieron de portavoces de la opinión pública de su época. El problema hacendístico, el del empeño de la Hacienda Pública como se decía en la época, es uno de los temas más complejos tratado por los especialistas en asuntos económicos y, en particular, por los arbitristas de los siglos XVI y XVII. Resolverlo era complicado: los reyes no renunciaban a sus elevados gastos bélicos y de ostentación y vivían por encima de sus posibilidades; y simultáneamente, como apunta González de Cellorigo en 1600, había que mantener la «buena correspondencia entre el Rey y el Reyno, y el Reyno y el Rey» en cuanto a las medidas a tomar para «desempeñar la Hacienda» (González de Cellorigo, 1991, 138), circunstancia que no siempre tuvieron en cuenta los arbitristas parodiados en las novelas de la época. Se propusieron todo tipo de actuaciones, desde la moderación del gasto hasta la reforma impositiva con el fin de aumentar los ingresos públicos, pasando por la creación de erarios, tanto privados como públicos, y la venta de los baldíos. A pesar de todo, los monarcas y sus equipos acudieron a métodos heterodoxos tales como la

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incautación de los metales preciosos extraídos en las colonias americanas, la venta de cargos públicos, la emisión de deuda pública o, uno de sus favoritos, la alteración del valor de la moneda. Justamente esto último es lo que aprobó Felipe III, a propuesta de su valido el duque de Lerma: quitar el contenido de plata al vellón. Se llegó al extremo de publicar el 13 de junio de 1602 una pragmática por la que se ordenó que la moneda de vellón se fabricase de puro cobre a partir de ese momento. Un año más tarde se mandó resellar al doble de su valor toda la moneda de vellón circulante. El descontento y las protestas del pueblo por estas intervenciones monetarias y sus consecuencias inflacionistas fueron tales que el rey tuvo que prometer ante las Cortes, en 1608, que dejaría de hacer manipulaciones monetarias durante los próximos veinte años, eso sí, a cambio de que se le concediese una pingüe cantidad de dinero. Felipe III incumplió esta promesa en 1617, y lo mismo haría su hijo, Felipe IV, con su valido el conde-duque de Olivares. Juan de Mariana denunció, en un escrito publicado en Colonia en 1609 y traducido con el título Tratado y discurso sobre la moneda del vellón que al presente se labra en Castilla y de algunos desórdenes y abusos, las arbitrariedades del rey y su valido. La tesis de Mariana es que la alteración de la citada moneda era un impuesto pagado por los que la utilizaban, impuesto que las Cortes no habían aprobado previamente. Era una estafa, un robo para el ciudadano al erosionar su poder adquisitivo. Advertía Mariana que «ninguna cosa que sea a perjuicio del pueblo la puede el príncipe hacer sin consentimiento del pueblo (llamase perjuicio tomarles alguna parte de sus haciendas)». La reacción de Lerma fue inmediata y excesiva como se aprecia por el despliegue de medidas que utilizó para perseguir a tan irreverente y atrevido jesuita: mandó a los embajadores españoles buscar la obra de Mariana y quemarla. La Inquisición abrió un proceso contra él, y fue recluido durante un año en el convento de San Francisco de Madrid. En definitiva, se le obligó a hacer correcciones a su tratado si quería volverlo a publicar. Ni Felipe III ni Lerma podían permitir un escrito que les llamaba tiranos por imponer tributos sin consentimiento de su pueblo. Gonzalo Fernández de Mora, en un estudio sobre el proceso de Mariana20, concluye que

20. Trabajo incluido en Fuentes Quintana (1999, 341-354).

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Lerma logró que el tratado del erudito jesuita resultase inhallable y que su autor «escarmentado» sólo se ocupase en el futuro en glosas bíblicas21. El otro gran problema de la época es el de la decadencia castellana, que fue tratado por la mayoría de los arbitristas durante los siglos XVI y XVII o, si se quiere emplear un lenguaje menos rimbombante que el de esos mismos arbitristas, la disminución del rendimiento de los sectores productivos castellanos. El problema llegó a ser tan crucial que a los pocos años de publicarse la segunda parte del Quijote, el jurisconsulto Diego Corral y Arellano, que desempeñó un papel relevante en los Consejos de Hacienda, Estado y Castilla durante los reinados de Felipe II y Felipe III, redactó a petición de Felipe este último la Gran Consulta de 1619, es decir, la Consulta hecha por el Consejo Real a su Majestad sobre el remedio Universal de los daños del Reino y reparo dellos. Madrid 1 de febrero de 1619 22. Estamos ante un documento donde se reconocen de forma oficial y por primera vez las dificultades económicas por las que atravesaba Castilla. Los arbitristas realizaron reflexiones sobre esta supuesta decadencia económica, dejando a un lado los planteamientos morales de los escolásticos, y coincidieron en señalar como origen y causa del problema el abandono de las actividades productivas por parte de los castellanos, que derivaba a su vez del desprecio por el trabajo, ya que vivir de rentas no fruto del trabajo, era propio de nobles. Es decir, los castellanos abandonaban las actividades productivas y, por lo tanto, «la riqueza firme y estable», y compraban en el extranjero. Para ellos la riqueza era el fruto de la actividad productiva, no los metales preciosos. Los arbitristas percibían las ventajas y riquezas que obtenían los extranjeros transformando materias primas, procedentes éstas a menudo de España o de sus colonias americanas. Los dos arbitristas que podemos considerar precursores en el estudio de la decadencia, que ejercieron una mayor influencia sobre el resto de los autores del siglo XVII y que escribieron antes de que

21. Muchos fueron los arbitristas durante los reinados de Felipe III, Felipe IV y Carlos II que abordaron el problema de la alteración de la moneda del vellón con buen criterio, aunque ninguno igualase la agudeza de Mariana. Véanse los trabajos de García Guerra (1999, 2003), García del Paso (2003) y Santiago Fernández (2000). Un literato que trata la cuestión en pleno reinado de Felipe IV, haciendo referencias a la política monetaria de Felipe III, es Quevedo (1998). 22. Este documento se reproduce en Fernández de Navarrete (1982).

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Cervantes publicase sus principales obras, fueron el contador de Burgos, Luis de Ortiz, y el abogado de la Real Chancillería de Valladolid, Martín González de Cellorigo. Ortiz, en su Memorial (1558) dirigido al que luego será Felipe II, no confunde riqueza y metales preciosos, aunque sí moneda y capital. Lo que quiere Ortiz es acumular metales preciosos para invertirlos en actividades productivas y sacar del empobrecimiento a Castilla. Partiendo de que Castilla es un país privilegiado, tanto por su situación geográfica y sus recursos naturales como por «la calidad de sus habitantes», propone la vuelta de los castellanos, incluidos los nobles, a cualquier actividad productiva que pare la sangría monetaria que representa comprar masivamente bienes en el extranjero. Aunque cualquier sector productivo es bueno, él hace hincapié en las manufacturas porque la transformación de las materias primas que España posee en abundancia dejará un mayor valor añadido. Por esa razón, propone «vedar en España como está dicho, la entrada de cosas labradas de otros reinos y vedarse la salida de las cosas por labrar a ellos». Tal propuesta, de claro corte proteccionista y mercantilista, va acompañada de medidas para fomentar la agricultura con miras a obtener las materias primas necesarias para el sector secundario. En el Memorial de la política necesaria y útil restauración a la República de España y estados de ella, y del desempeño de estos reinos (1600), Martín González de Cellorigo coincide con Ortiz al señalar que los españoles, después del descubrimiento de América, no han seguido «la ordenación natural» y, por ello, se ha reducido el reino «a una república de hombres encantados» que «han dejado los oficios, los tratos, y las demás ocupaciones virtuosas». Se refiere a la vuelta a cualquier actividad productiva aunque, como Ortiz, destaca el valor añadido que generan las manufacturas. Considera la agricultura como la actividad «más noble» y «lo mucho que importa seguir las artes» y el comercio siempre dentro de la moralidad propuesta por los teólogos23. Al margen de los arbitristas, literatos de la talla de Mateo Alemán, como se verá en el próximo epígrafe, denunciaron la decadencia moral de España asociada a la ociosidad; pero no la económica. Cervantes no trata ni de la decadencia moral, ni de la económica. El 23. Un estudio del pensamiento de los arbitristas sobre la decadencia es el de Perdices de Blas (1996). En la introducción se da razón del debate que existe entre los historiadores sobre si hubo o no decadencia en Castilla. Además, se puede consultar Gutiérrez Nieto (1978, 1983), Maravall (1981) y Perrota (1993).

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tema principal del Quijote, el leitmotiv que lo recorre de principio a fin, es la pérdida de unos supuestos valores caballerescos, que son objeto de mofa, y la añoranza de un tiempo pasado (ficticio), una Edad de Oro perdida, añoranza reiterada una y otra vez por Don Quijote. Los arbitristas se refieren también a una «Edad de Oro», un periodo de prosperidad económica que asociaban sobre todo al mandato de los Reyes Católicos, y por eso en los títulos de sus obras aparece con frecuencia la palabra «restauración», con el fin de incidir en una supuesta vuelta a un tiempo de bonanza como la vivida, según ellos, en el citado reinado de Isabel y Fernando. En cambio, la «Edad de Oro» a la que se refiere Don Quijote tiene unos tintes bucólicos, que nos recuerdan a la recreada en las novelas pastoriles: Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnifica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían [...] No había la fraude, el engaño ni la malicie mezclándose con la verdad y llaneza (Cervantes, 1998, 121-123. Véase también 208).

Aunque la mayor parte del Quijote transcurre en el campo, los protagonistas encuentran en su camino a «ricos» labradores, pastores, cabrerizos, porqueros, arrieros y mozos de mulas, además de nobles ociosos, ladrones, presos y muchos desengañados y desamorados, y describen la práctica de constituir censos o el afán de ser hidalgo y recibir trato de don, no nos habla de la decadencia económica o la pérdida de productividad del sector agrario24. Cervantes

24 Lo que sí refleja Cervantes en su obra es la estrechez de miras de los rústicos, tanto del ignorante Sancho, como del pretencioso Don Quijote, aunque en algunas ocasiones tiene una visión bucólica del campo y de su habitantes.

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pasa superficialmente sobre el problema de los pobres cuando otros literatos, como Mateo Alemán, le dedican un espacio considerable. El único asunto contemporáneo que trata con más extensión es el fenómeno de los arbitristas, como hemos visto, o el de los moriscos, como veremos en un siguiente epígrafe25. ¿Por qué a excepción de los temas apuntados no se reflejan otros problemas económicos contemporáneos en el Quijote? Nos sorprende más cuando es un lugar común señalar que Cervantes ha pasado por retratar lo cotidiano, en donde indudablemente lo económico ocupa una amplia parcela. Podemos esbozar las siguientes cuatro explicaciones o sugerencias para comprender esta omisión. La primera y más obvia es que Cervantes no pretendía caer en lo que había criticado. Es decir, ejercer de arbitrista. No quiere exponer en su obra «el mal único» de los problemas, ni por supuesto ningún «remedio único», no concordaría con su antiarbitrismo. La segunda explicación es que quizá Cervantes no querría confrontaciones con sus mecenas, relacionados familiarmente con el duque de Lerma, el valido que provocó la inflación del vellón. El principal padrino de Cervantes, y a quien dedica las Novelas ejemplares, la segunda parte del Quijote y el Persiles, fue Pedro Fernández de Castro, séptimo conde de Lemos y sobrino y yerno del de Lerma26. Fue presidente del Consejo de Indias y, a partir de 1610, virrey de Nápoles, además de un activo favorecedor de las artes, por lo que recibió elogios de Cervantes, Lope de Vega, Góngora y Quevedo. Otro bienhechor de Cervantes fue el cardenal Sandoval y Rojas, tío del duque. ¿Tenía miedo a perder la protección de sus patrocinadores cuando eran tan escasos y, sobre todo, la de aquellos que eran verdaderamente generosos, como se queja en el Quijote (Cervantes, 1998, 830-831)? ¿Le había impactado el proceso contra Juan de Mariana por criticar la política monetaria de Lerma cuando estaba escribiendo la segunda parte de su célebre novela? En definitiva, el «abstencionismo político que se manifiesta en la negativa a declararse sobre temas polémicos y a meterse con las clases gobernantes» de Cervantes, al que se refiere Anthony Close (en Cervantes, 1998, LXXX), se podría justificar por su temor a perder el apoyo de sus

25. Otro tema que aborda más superficialmente es el del bandolerismo en Cataluña. Véase Cervantes (1998, segunda parte, capítulo LX). 26. Sobre el mecenazgo de Lemos, véase Alvar Esquerra (2004, 362-368).

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mecenas o evitar que sus obras careciesen de la difusión oportuna. Tampoco hay que descartar la prudencia de una persona que había estado varias veces en la cárcel y evitaba verse privado una vez más de su preciada libertad27. Otra razón para su silencio es que no pudo percatarse de la situación económica del momento. Como denunció González de Cellorigo en 1600, parecía que sus contemporáneos vivían en «una república de hombres encantos» fuera del «orden natural» (González de Cellorigo, 1991, 70) y no se enteraban de los problemas económicos. A lo mejor era complicado percatarse de un fenómeno a largo plazo como la pérdida de competitividad de los sectores productivos castellanos, pero no así de las consecuencias de la depreciación de la moneda de vellón cuyos efectos fueron inmediatos. Contra este alejamiento de los problemas reales y vivir fantasías, como Don Quijote, es contra lo que se subleva precisamente el ama del Caballero de la Triste Figura cuando dice a Sancho: «Id a gobernar vuestra casa y a labrar vuestros pegujares, y dejaros de pretender ínsulas ni ínsulos» (Cervantes, 1998, 640). No obstante, resulta difícil aceptar que un escritor tan perspicaz no captase lo que estaba ocurriendo, más si durante un periodo de su vida tuvo la oportunidad de percibir fácilmente el pulso económico en su condición de proveedor de abastecimientos y víveres para la Armada española. Una cuarta razón de la omisión de referencias a asuntos económicos, en la que queremos incidir especialmente, es que el Quijote es una novela de evasión como el propio Cervantes reitera; por este motivo, el autor no quería preocupar a sus lectores con las zozobras del momento, a diferencia de su competidor Mateo Alemán, como veremos en el próximo epígrafe. El prólogo del Quijote va dirigido al «desocupado lector» y, como señala Canavaggio (2003, 301), el Quijote es «un relato burlesco, una novela cómica cuya aparición saludaron los contemporáneos de Felipe III, y le otorgaron inmediatamen-

27. Esto no significa que Cervantes no criticase a aquellos que ocupaban un nivel más bajo en el escalafón administrativo, sin hacer referencia explícita o implícitamente a ningún personaje en concreto. Así, por ejemplo, tiene palabras muy duras contra las codiciosas autoridades municipales encargadas de los abastos, o pone en boca de Don Quijote esta aseveración no exenta de ironía, puesto que su destinatario es Sancho: «por muchas experiencias sabemos que no es menester ni mucha habilidad ni muchas letras para ser uno gobernador» (Cervantes, 1998, 900). Más adelante Sancho confiesa a su mujer que los gobernadores tienen como principal objetivo «hacer dineros» (Cervantes, 1998, 931). A lo largo del Quijote también se critica a los codiciosos eclesiásticos y a los ociosos aristócratas.

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te sus preferencias porque esta novela les hacia reír. Esta dimensión esencial se ha perdido de vista con frecuencia». En este sentido, el Caballero del Verde Gabán declara a Don Quijote: «Hojeo más los [libros] que son profanos que los devotos, como sean de honesto entretenimiento, que deleiten con el lenguaje y admiren y suspendan con la invención, puesto que destos hay muy pocos en España» (Cervantes, 1998, 754).

6. EL GUZMÁN DE ALFARACHE, EL QUIJOTE Y EL PROBLEMA DE LOS POBRES Mateo Alemán (1547-h. 1615) y Miguel de Cervantes (1547-1616) fueron dos novelistas contemporáneos cuyas biografías comparten ciertos rasgos: estuvieron en contacto con la economía por los empleos que ejercieron (Alemán era recaudador de impuestos), fueron encarcelados, y sus obras principales, el Guzmán de Alfarache y el Quijote, gozaron de tal éxito que tuvieron segundas partes apócrifas y numerosas ediciones piratas. No obstante, sus trabajos, a pesar de ciertas similitudes, son muy diferentes: el de Alemán manifiesta una clara finalidad moralizante y ejemplarizante que no tiene el de Cervantes. Cervantes desconfía de las novelas de tesis. Así, en el Quijote (Cervantes, 1998, 17), apunta: «este vuestro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de aquellas que vos decís que le falta, porque todo él es una invectiva contra los libros de caballería [...] ni tiene para qué predicar a ninguno». No obstante, las novelas que editó en 1613, dos años antes de la publicación de la segunda parte del Quijote, las titula Novelas ejemplares. Javier Blasco mantiene que Cervantes «al dar a sus novelas el nombre de “ejemplares”, antes que calificar desde una perspectiva moral unos determinados contenidos, lo que parece pretender es definir, frente a la novela italiana, un género diferente y autóctono». Es decir, «La etiqueta de “ejemplares” es antes una etiqueta de género que una calificación restrictiva de carácter moral»28. Blasco concluye: «Las novelas cervantinas son meros juegos a través de los cuales se reclama de los lectores un permanente

28. Véase el estudio preliminar a Cervantes (2001, XXII). Véanse también las XXXI y ss. sobre la «predicación».

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ejercicio de confrontación de “ciertos sucesos” ficticios con el sistema de valores en el que estos mismos lectores se hallan instalados. No ofrecen modelos literarios para la vida, sino que contribuyen a desenmascarar los procedimientos con que funcionan los existentes; al desvelar los tamices literarios que ocultan y esconden la realidad, y a revisar el sistema de valores que tales modelos implican; y todo ello lo hacen como mero juego, útil para ocupar el ocio, pero sin trascendencia para el negocio» (XXXIX). El mismo Cervantes, en el prólogo al lector de sus novelas, explica: Mi intento ha sido poner en la plaza de nuestra república una mesa de trucos, donde de cada uno pueda llegar a entretenerse, sin daño de barras, digo, sin daño del alma ni del cuerpo, porque los ejercicios honestos y agradables antes aprovechan que dañan (Cervantes, 2001, 18).

Cumple con su objetivo, y sirvan de ejemplo las andanzas de los dos bribones Rinconete y Cortadillo que, a diferencia de las del Lazarillo de Tormes y Guzmán de Alfarache, no intentan dar lecciones morales, ni emitir juicios. El final de Rinconete y Cortadillo está abierto, no pagan los pícaros por sus picardías con el fin de dar un ejemplo moral. En el Coloquio de los perros, Cipión, el can crítico y paciente oyente, dice a Berganza que no quiere «que parezcamos predicadores» (Cervantes, 2001, 557). Por eso, cuando divaga y no cumple con su palabra, Berganza le reprende: «Todo eso es predicar», a lo que Cipión responde inmediatamente: «Así me lo parece a mí, y así callo» (558). En cambio, el Guzmán de Alfarache, la novela de mayor difusión de su tiempo, es ejemplar en su sentido más estricto, es decir, ejemplarizante, e ilustra la tesis en contra de los pobres sanos y fingidos de los que habla el reformista Cristóbal Pérez de Herrera. Solamente Sancho Panza, gobernador de Barataria, despotrica contra los pobres holgazanes en el mismo estilo que Mateo Alemán: «que es mi intención limpiar esta ínsula de todo género de inmundicia y de gente vagamunda, holgazanes y mal entretenida. Porque quiero que sepáis, amigos que la gente baldía y perezosa es en la república lo mesmo que los zánganos en las colmenas, que se comen la miel que las trabajadoras abejas hacen» (Cervantes, 1998, 1025). Acorde con este pensamiento, entre las medidas que Sancho toma en la ínsula

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de Barataria se encuentra la siguiente: «Hizo y creó un alguacil de pobres, no para que los persiguiese, sino para que los examinase si lo eran, porque a la sombra de la manquedad fingida y de la llaga falsa andan los brazos ladrones y la salud borracha» (Cervantes, 1998, 1053). Tampoco hay que olvidar que Don Quijote declara constantemente que su misión es «favorecer y ayudar a los menesterosos y desvalidos»29, pero también pronuncia sentencias como la siguiente: «todo el mal desta doncella nace de ociosidad, cuyo remedio es la ocupación honesta y continua» (Cervantes, 1998, 1197). Conviene constatar la existencia de un círculo de literatos, médicos y reformadores residentes en Madrid preocupados por el problema de la mendicidad y sus secuelas morales, políticas y económicas, y formado, entre otros, por el novelista Mateo Alemán, los médicos Cristóbal Pérez de Herrera y Francisco de Valles, el dramaturgo Félix Lope de Vega, el aposentador real Alonso de Barros, y el abogado y poeta Juan Antonio de Herrera, hijo de Pérez de Herrera, todos ellos unidos por vínculos personales e ideológicos y con los que Cervantes parece que mantenía sus diferencias30. Un ejemplo de esos lazos es el apoyo que se daban unos a los otros en sus publicaciones. Mateo Alemán escribe a Pérez de Herrera exponiendo sus pensamientos en 159731. Alonso de Barros publicó los Proverbios morales en 1598 con un prólogo de Alemán32. En ese mismo año aparece una carta de De Barros en el discurso octavo del Amparo de Pobres de Pérez de Herrera (1975, 253-261), y en esta obra también se incluyen varios sonetos de Lope de Vega en los que éste se adhiere a la propuesta del médico metido a reformista. Al año siguiente, en 1599, Alonso de Barros escribe un Elogio a la primera parte del Guzmán de Alfarache33.

29. Don Quijote mismo era un hidalgo ocioso «los ratos que estaba ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de caballerías» (Cervantes, 1998, 37). Piernas Hurtado (1874, 34-35) incide en que «D. Quijote es el Labrador de posición, aunque modesta, desahogada, hidalgo de solar conocido y de devengar quinientos sueldos, soltero que administra sus rentas y vive de ellas, y en el cual la ociosidad tuvo no poca culpa de la demencia, mientras que el pobre Sancho es el bracero que cuenta por maravedises su jornal». 30. Este grupo acumuló más poder durante los últimos años de reinado de Felipe II; en cambio, Cervantes, como queda apuntado en el epígrafe anterior, tuvo mecenas relacionados con Felipe III y su valido, el duque de Lerma. 31. Véase el estudio preliminar de Micó a Alemán (2003, 20). Estas dos cartas escritas a Pérez de Herrera han sido editadas por Cros (1967, 433-444). 32. Esta obra es la segunda edición de su Filosofía moralizante (1587). 33. Para profundizar en la relación que mantenían estos autores se puede consultar el estudio de Cavillac en Pérez de Herrera (1975).

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Cristóbal Pérez de Herrera, el alma de este grupo, fue un médico humanista, protomédico de galeras (1577-1592), médico de casa y corte de Felipe II (1592-1598) y autor del estudio más completo de su época sobre el problema de la mendicidad y el recogimiento de los pobres y vagabundos: los ocho Discursos del amparo de los legítimos pobres y reducción de los fingidos; y de la fundación y principios de los albergues destos reinos (1598). Su tesis principal es que no hay paro sino holgazanería y delincuencia. Es decir, que la mendicidad no es producto del paro, sino al revés. Las soluciones al problema de la mendicidad que propone siguen la línea trazada, entre otros, por Juan Luis Vives. En primer lugar, distinguir entre pobres legítimos y pobres fingidos. A los pobres legítimos —ancianos, disminuidos físicos y huérfanos menores de siete años— se les concederán licencias para pedir limosnas y se les recluirá en albergues públicos. A los que dicen no encontrar trabajo, en cada pueblo, un llamado «padre» les proporcionará labor; obviamente, Pérez de Herrera no creía en el paro involuntario. A todos los demás, se les considerará delincuentes y deberán ser perseguidos como tales por los alguaciles de vagabundos. En la obra de Pérez de Herrera, por lo tanto, se retrata a los pobres fingidos y su ociosidad, sus embustes, ficciones e invenciones, robos, corrupción, vicios y falta de práctica de los más mínimos principios morales del cristianismo. Alonso de Barros, en la citada carta, incluida en el discurso octavo del Amparo, incide en los mismos hechos y en cómo gracias a la propuesta de Pérez de Herrera se curarán los enfermos fingidos («sanarán los que parecen mancos, aflojándoles la ligadura de los brazos; andarán libremente los cojos, si les quitan el palo en que se arriman; cerrarse han las heridas que parecen incurables, y curarse han las cuartanas, mal de corazón, y gota coral, con sólo quitar un pañuelo sucio de la cabeza») y los albergues, como consecuencia, se convertirán en «el Palacio del Desengaño» (Pérez de Herrera, 1975, 259). Además, en el elogio que precede al Guzmán de Alfarache, De Barros subraya que la novela de Alemán retrata «al vivo un hijo del ocio» y que en ella encontrarán «los hijos las obligaciones que tienen a los padres, que con justa o legítima educación los han sacado de las tinieblas de la ignorancia, mostrándoles el norte que les ha de gobernar en este mar confuso de la vida, tan larga para los ociosos como corta para los ocupados»34. 34. Este elogio, en Alemán (2003, 115-118).

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El Guzmán de Alfarache, efectivamente, ilustra la vida de unos de estos pobres fingidos y el autor apoya la cruzada a favor del trabajo como otros contemporáneos, entre los que se encuentra, por supuesto, Pérez de Herrera. No vamos a entrar en el debate de si escribió o no esta novela para ilustrar la tesis de Pérez de Herrera y otros amigos suyos sobre la mendicidad35. Lo que resulta obvio es que el protagonista, Guzmanillo, representa todo aquello que este grupo detesta. Es una novela en la que se narra la vida de un pícaro ocioso, vicioso, embustero y jugador que al final descubre las virtudes del trabajo. Es decir, un bribonzuelo que pertenece a la «escoria de los hombres» y que al final es redimido. Un pícaro que prueba todo tipo de oficios y ocupaciones turbias por llamarlas de alguna manera: vagabundo, ladronzuelo, ladrón profesional, mercader de tratos oscuros, criado resabiado y amigo de lo ajeno, y proxeneta de su propia mujer. Obtiene ganancias materiales con sus «ocupaciones» y golpes de suerte, pero «tanta es la fuerza de la costumbre» que en vez de aprovechar tales ganancias y buena fortuna, las malgasta. Declara que «la pobreza me hizo atrevido, la riqueza me puso confiado» (Alemán, 2003, t. II, pág. 336). Al final Guzmán es condenado a galeras y durante esta dura fase de su vida es acusado de fechorías que por primera vez no ha cometido, pero después de tantos sufrimientos como su arrepentimiento es verdadero, puede gozar de una descansada vida36. En cambio, Don Quijote no se lo piensa dos veces y en su afán de «desfacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables» libera a los condenado a galeras que se encuentra en su camino (Cervantes, 1998, primera parte, cap. XXII). Don Quijote también mantendrá que «el rico no liberal será un avaro mendigo» (Cervantes, 1998, pág. 676). En Guzmán de Alfarache se mantiene constantemente que la vida descarriada del protagonista y las «causas de todos su daños» provienen de la holgazanería (Alemán, 2003, t. I, 318), que engendra a su vez todo tipo de desenfrenos. Son el ocio y el vicio, no la pobreza, los que impulsan a Guzmán a abandonar su casa materna: «Era yo muchacho vicioso y regalado, criado en Sevilla sin castigo de padre, la madre viuda —como lo has oído—, cebado a torreznos, molletes y mantequillas y sopas de miel rosada, mirado y adorado, 35. Cros (1967) y Cavillac (véase su estudio preliminar a Pérez de Herrera, 1975) mantienen que es una novela de tesis, a diferencia de Micó (véase su estudio preliminar a Alemán, 2003). 36. El final del Lazarillo de Tormes es más grotesco, pues se casa con la manceba de uno de sus amos, el arcipreste de San Salvador, para más señas. Véase Valdés (2003, tratado séptimo).

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más que hijo de mercader de Toledo o tanto» (Alemán, 2003, t. I, 163). Por si fuese poco, añade: «Es la ociosidad campo franco de perdición, arado con que se siembran malos pensamientos, semilla de cizaña, escardadera que entresaca las buenas costumbres, hoz que niega las buenas obras, trillo que trilla las honras, carro que acarrea maldades y silo en que se recogen todos los vicios» (Alemán, 2003, t. I, 318). Guzmán declara a sus lectores que «aquesta confesión general que hago, este alarde público que de mis cosas te represento, no es para que me imites a mí; antes para que, sabidas, corrijas las tuyas en ti» (Alemán, 2003, t. II, 42). A esta vida se contrapone otra diferente: «Toma esta regla: confiésate como para morir, cumple con la definición de justicia, dando a cada uno lo que te toca por suyo; come de tu sudor y no del ajeno; sírvante para ello los bienes y gajes ganados limpiamente: andarás con sabor, serás dichoso y todo se te hará bien» (Alemán, 2003, t.I, 288). Constantemente repite que «Lo bien ganado se pierde, y lo malo, ello y su dueño» (Alemán, 2003, t. I, 159) o «No hay trabajo tan amargo que, si quieres, no saques dél un fin dulce» (Alemán, 2003, t. I, 331). Como bien sintetiza Hernando de Soto, que también había prologado junto a Alemán el libro de Barros Proverbios morales, en un poema que precede al Guzmán de Alfarache, esta obra: Enseña por su contrario La forma de vivir bien37.

A lo largo de la novela, al igual que en Pérez de Herrera, se censura la idea de dar limosna indiscriminadamente y se revelan todas las tretas que emplean los que piden sin licencia. Esta crítica se centra, sobre todo, en aquella parte de la vida de Guzmán que transcurre en Italia. El autor reprende, en particular, la libertad de limosna que se practica en Roma: «Justo es dar a cada uno lo suyo, y te confieso que hay en Italia mucha caridad y tanta, que me puso golosina el oficio nuevo para no dejarlo» (Alemán, 2003, t. I, 386). Es decir, el de pedir. Añade que «andábamos comidos, bebidos y lomienhiestos». Resalta que los pobres mendicantes disfrutan de dos tipos de libertades. En primer lugar, la libertad de «pedir sin perder» (Ale37. En Alemán (2003, t. I, 121).

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mán, 2003, t. I, 404): los pobres piden igual que los reyes, sólo que estos lo hacen para «el bien común» y «lo pobres para sí solos, por la mala costumbre que tienen» (Alemán, 2003, t. I, 407). La segunda libertad es la «de los cinco sentidos»: «¿Quién hay hoy en el mundo, que más licenciosa ni francamente goce dellos que un pobre, con mayor seguridad ni gusto?» (Alemán, 2003, t. I, 407). Concluye con las siguientes palabras: «Después que una vez los hombres abren las bocas al pedir, cerrando los ojos a la vergüenza, y atan las manos para el trabajo, entulleciendo los pies a la solicitud, no tiene su mal remedio» (Alemán, 2003, t. II, 166). Únicamente en la página 427 de la primera parte, los argumentos del pícaro nos recuerdan a los de Domingo de Soto, dominico favorable a la libertad de pedir limosna, cuando dice en defensa de su lucrativa actividad que los pobres tienen que emplear todo tipo de engaños y artilugios con el fin de ablandar «la dureza de los corazones de los ricos»38. En definitiva, el fin moralizante del Guzmán de Alfarache contrasta con el fin recreativo del Quijote. Cervantes no quiere «predicar», sino que el lector se evada y no se preocupe de los problemas del momento.

7. LA EXPULSIÓN DE LOS MORISCOS (1609) EN EL QUIJOTE El 4 de abril de 1609, transcurrido un poco más de un siglo de la expulsión de los judíos, el Consejo de Estado toma la decisión de expulsar de España a los moriscos, un grupo que no acaba de integrarse, por lo que se temía que pudiese plantear problemas de seguridad nacional. Esta población estaba concentrada principalmente en Aragón y Valencia, y se caracterizaba por una alta tasa de natalidad. Lynch apunta que el rápido crecimiento de la población morisca en esas zonas «no tardó en amenazar con restablecer el equilibrio de poder entre las dos comunidades [cristiana y morisca] y, tal vez, incluso decantar la balanza a favor del Islam» (Lynch, 1993, 61). En Castilla, los moriscos no eran muchos, pero los campesinos envidiaban a estos cualificados y hacendosos trabajadores. No vamos a entrar en el estudio de las causas y consecuencias económi38. Véanse Soto y Robles (1965), Martín (1988) y Perrota (1999).

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cas de dicha expulsión, aunque sí nos gustaría constatar el drama personal de quienes en muchos casos incluso fueron obligados a pagar el pasaje que les conducía al exilio, drama que refleja Cervantes en su célebre obra. Muy controvertida ha sido la explicación de la postura de Cervantes ante la deportación: ¿pro-morisco o antimorisco? ¿Resentimiento de un cautivo en Argel o tolerancia por conocedor del mundo islámico que no contaba con un Santo Tribunal como el de la Inquisición? Hay quien no descarta que las palabras duras contra los moriscos de alguno de sus personajes se pronunciaran con cierta ironía y como reacción a las tesis populares favorables a la expulsión39. Lo que está claro es que es el único tema de plena actualidad que trata en el Quijote. En el Coloquio de los perros se encuentran palabras muy hirientes contra los moriscos40 —al igual que contra los gitanos41— antes de su expulsión. Berganza huye de unos amos gitanos y da con la huerta de un morisco que le acogió con «buena voluntad». Tendría que decir muchas cosas malas de la «morisca canalla», pero por abreviar señala: Por maravilla se hallará entre tantos uno que crea derechamente en la sagrada ley cristiana; todo su intento es acuñar y guardar dinero acuñado; y para conseguirle trabajan,

39. Canavaggio (2003, 129-139) dice: «[Cervantes] nos da del mundo musulmán una representación infinitamente más matizada que la deformación caricaturesca a la que nos acostumbran la mayoría de las veces los escritos polémico de sus contemporáneos [...] Cervantes recordará seguramente esa tolerancia el día en que la España de Felipe III decrete la expulsión masiva y definitiva de los moriscos. También en este punto su experiencia argelina habrá sido preciosa para él». Igualmente, otros escritores, como Quevedo, mantuvieron una postura compleja y ambigua ante la expulsión. Véase Jauralde (1998, 201 y ss.). 40. Canavaggio (2003, 326-327) señala que Cervantes será uno de los pocos que no aplaudirá la expulsión de los moriscos y que la «diatriba antimorisca» que pronuncia Berganza en el Coloquio de los perros «es por sí sola una obra maestra de ironía: suponiendo que resuma las quejas de los cristianos viejos frente a una minoría activa y prolífica». En cuanto a la historia de Ricote apunta que la tesis de Cervantes es que «los moriscos nunca fueron colectivamente responsables de los delitos o crímenes imputados a algunos de ellos, y nada justificaba el destino que los golpeó sin discriminación alguna». Véase la controversia sobre la postura del escritor en torno a los moriscos en Cervantes (1998, volumen complementario, 205-206). También se puede consultar Alvar Esquerra (2004, 337-346). 41. El perro Berganza, refiriéndose a su convivencia con los gitanos, dice: «La que tuvo con los gitanos fue considerar en aquel tiempo sus muchas malicias, sus embaimientos y embustes, los hurtos en que se ejercitan, así gitanas como gitanos, desde el punto casi que salen de las mantillas y saben andar». Añade «Ocúpanse, por dar color a su ociosidad, en labrar cosas de hierro, haciendo instrumentos con que facilitan sus hurtos», Cervantes (2001, 606-607)

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y no comen; en entrando el real en su poder, como no sea sencillo, le condenan a cárcel perpetua y a oscuridad eterna; de modo que ganando siempre y gastando nunca, llegan y amontonan la mayor cantidad de dinero que hay en España. Ellos son su hucha, su polilla, sus picazas y sus comadrejas, todo lo llegan, todo lo esconden y todo lo tragan. Considérese que ellos son muchos y que cada día ganan y esconden un tabardillo; y como van creciendo, se van aumentando los escondedores, que crecen y han de crecer en infinito, como la experiencia muestra. Entre ellos no hay castidad, ni entran en religión ellos, ni ellas; todos se casan, todos multiplican, porque el vivir sobriamente aumenta las causas de la generación. Nos los consume la guerra, ni ejercito que demasiadamente los trabaje; róbannos a pie quedo, y con los frutos de nuestras heredades, que nos revenden, se hacen ricos. No tienen criados, porque todos los son de sí mismo; no gastan con sus hijos en los estudios, porque su ciencia no es otra que la del robarnos (Cervantes, 2001, 610-611).

El otro can, Cipión, no se queda atrás y aprueba que se tomen medidas duras contra ellos: Buscado se ha remedio para todos los daños que has apuntado y bosquejado en sombra; que bien sé que son más y mayores los que callas que los que cuentas, y hasta ahora no se ha dado con el que conviene; pero celadores prudentísimos tiene nuestra república, que considerando que España cría y tiene en su seno tantas víboras como moriscos, ayudados de Dios hallarán a tanto daño cierta, presta y segura salida (Cervantes, 1998, 611).

El temor a los moriscos va unido al que se tenía a los moros. Este miedo se ilustra perfectamente cuando un renegado y la bella Zoraida, en el Quijote, se acercan a un poblado con trajes morunos y un labrador grita desaforadamente, pues piensa que todos los moros de Berbería «estaban sobre él»: «¡Moros, moros hay en la tierra! ¡Moros, moros! ¡Arma, arma!» (Cervantes, 1998, 490). De aquí, quizá, la expresión popular «hay moros en la costa» para significar que hay alguien o alguna circunstancia que nos motiva a actuar con precaución.

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En el capítulo tercero de la segunda parte del Quijote, el bachiller Carrasco informa a Don Quijote y a Sancho Panza de cómo habían salido impresas sus aventuras con gran éxito. En el texto se dice que el autor del relato es un moro llamado Cide Hamete Benengeli. A Don Quijote le reconforta que sus lances sean públicos, pero le desconsuela que los haya escrito un moro porque de los «moros no se podía esperar verdad alguna, porque todos son embelecadores y falsarios y quimeristas»42. Estos párrafos citados, ¿son irónicos? ¿reflejan el sentir popular o el de Cervantes? No deja de sorprender que, y de ahí la sorna, se reprenda a los moriscos por costumbres que fueron elogiadas por los reformadores y arbitristas de la época: trabajo, ahorro y formación de familias numerosas. En el capítulo cincuenta y cuatro de la segunda parte del Quijote, en cambio, hay una clara simpatía con el problema del morisco individual. Es decir, con Ricote, vecino de Sancho Panza43. Este capítulo viene después de aquel en el que Sancho abandona la ínsula de Barataria y recupera su preciada «antigua libertad» perdida en sus días como gobernador. Sancho se encuentra con Ricote el morisco, de profesión tendero, y le pregunta «cómo tienes atrevimiento de volver a España, donde si te cogen y conocen tendrás harta mala ventura» (Cervantes, 1998, 1069). Sancho no le denuncia, sino que ambos se apartan del camino para comer y beber, un gesto que en sí mismo muestra su tolerancia y buen corazón. Después de la comida, Ricote cuenta lo acontecido tras la promulgación de la expulsión y declara: «me parece que fue inspiración divina la que movió a Su Majestad a poner en efecto tan gallarda resolución, no porque todos fuésemos culpados, que algunos había cristianos firmes y verdaderos, pero eran tan pocos, que no se podían oponer a los que no lo eran, y no era bien criar la sierpe en el seno, teniendo los enemigos dentro de casa» (Cervantes, 1998, 1072). ¿La vieja idea de la quinta columna para una futura invasión turca que provocaría un problema de seguridad nacional? ¿Poco creíble? ¿Es Ricote o es Cervantes expresando sus sentimientos al haber estado exiliado? ¿El exiliado más que el morisco? El motivo de la vuelta de Ricote es tanto la nostalgia de su vida en España, como el deseo de rescatar el tesoro que 42. Cervantes (1998, 646). En las páginas 849 a 851 hay referencias a los moros y no son buenas. 43. Dado los tesoros que acumula Ricote, su nombre quizá haga referencia a su riqueza. También puede hacer alusión al valle de Ricote, en plena vega del Segura (Murcia), que fue un importante enclave árabe y en donde hubo una alta concertación de moriscos.

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había dejado a las afueras del pueblo, para luego reunirse con su mujer e hija, ambas católicas cristianas44 y exiliadas en Argel. El fin último es recogerlas en esa ciudad y, a través de un puerto francés, pasar a Alemania donde se vive con «libertad de conciencia». Ricote ofrece doscientos escudos a Sancho a cambio de ayudarle a rescatar el tesoro, a lo que Sancho se niega «Yo lo hiciera, pero no soy nada codicioso [...] y así por esto como por parecerme haría traición a mi rey en dar favor a sus enemigos, no fuera contigo, si como me prometes doscientos escudos me dieras aquí de contado cuatrocientos» (Cervantes, 1998, 1074). Añade que se contente con que no denunciase su retorno a España. En el capítulo LXIII conocemos la suerte que corre la bellísima y católica hija de Ricote, cómo padre e hija se encuentran en Barcelona durante la visita de Don Quijote y Sancho Panza a las galeras, y cómo Ricote recupera su preciado tesoro y lo emplea con liberalidad. En el capítulo LXV se trata de la intención de negociar en la Corte que «el bienintencionado» Ricote y su «cristianísima» hija se queden en España, a lo que responde Ricote: No [...] no hay que esperar en favores ni en dádivas, porque con el gran don Bernardino de Velasco, conde de Salazar, a quien dio Su Majestad cargo de nuestra expulsión, no valen ruegos, no promesas, no dádivas, no lástimas; porque aunque es verdad que él mezcla la misericordia con la justicia, como él vee todo el cuerpo de nuestra nación está contaminado y podrido, usa con él antes del cauterio que abrasa que del ungüento que molifica, y así, con prudencia con sagacidad, con diligencia y con miedos que pone, ha llevado sobre sus fuertes hombros a debida ejecución el peso desta gran máquina, sin que nuestras industrias, estratagemas, solicitudes y fraudes hayna podido deslumbrar sus ojos de Argos, que continuo tiene alerta porque no se quede ni encubra ninguno de los nuestros, que como raíz escondida, que con el tiempo venga después a brotar y a echar frutos venenosos en España, ya limpia, ya desembarazada de los temores en que nuestra muchedumbre la tenía ¡Heroica resolución del gran Filipo Tercero, y inaudita prudencia en haberla encargado a tal don Bernardino de Velasco! (Cervantes, 1998, 1165-1166). 44 Ricote dice que su mujer e hija son católicas cristianas «y aunque yo no lo soy tanto, todavía tengo más de cristiano que de moro» (Cervantes, 1998, 1074).

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Éste es el asunto candente del momento que trata Cervantes con tanta precisión en el Quijote. Cervantes refleja un drama personal de un morisco con buenas intenciones. En cuanto a lo económico, se refiere únicamente y de pasada al mito de la ocultación de tesoros por los moriscos tras su expulsión, pero no a las consecuencias relativas a la pérdida de población y de capital humano45. Su contemporáneo, Cristóbal Pérez de Herrera, haciendo referencia a la expulsión, podía escribir en 1610 sin ruborizarse: «Han quedado [estos reinos] limpios de humores depravados»46. Cervantes, en definitiva, no interpreta el problema como de índole económica, ni siquiera política o religiosa como Pérez de Herrera o Sancho de Moncada47, sino en términos de libertad individual. Una libertad a la que Don Quijote dedica uno de los más bellos cantos que aparecen en la obra de Cervantes y que utilizamos para concluir nuestro ensayo: La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres [...] ¡Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan sin que le quede obligaciones de agradecerlo a otro que al mismo cielo! (Cervantes, 1998, 1094). 45. Sobre el papel de los moriscos en el proceso de formación del capital, véase Johnson (2000, cap. 3). 46. Véase de Pérez de Herrera, Curación del cuerpo de la República, o Remedios para el bien de la salud del cuerpo de la República, al [...] Rey de las Españas y Nuevo Mundo, en razón de muchas cosas tocantes al bien, prosperidad, riqueza y fertilidad destos reinos, y restauración de la gente que se ha echado dellos, Madrid, 1 de mayo de 1610. Muchos fueron los economistas que escribieron monografías antes y después de 1609 sobre la expulsión de los moriscos. Martín González de Cellorigo publicó en 1597 dos cortos memoriales sobre los moriscos: Memorial al Rey sobre asesinatos, atropellos e irreverencias contra la religión cristiana cometidos por los moriscos (Valladolid, 1597) [Biblioteca Nacional de Madrid, R/13027-2] y Memorial […] en que por segunda vez se avisan los daños que los nuevos convertidos de moros a estos reinos causan (Valladolid, 1597) [Biblioteca Nacional de Madrid, R/13027-3]. También en la Biblioteca Nacional de Madrid, V/50/9, se puede encontrar el Memorial del Licenciado Cellorigo al Rey Felipe II, encareciendo la obligación de los vasallos en avisar a su Rey los daños que causan los nuevamente convertidos de moros a estos reinos, y pidiendo que con leyes penales, si no acuerdan mudar de vida, se consuman y acaben, y que con el rigor de ellas se repriman sus atrevimientos y sean expelidos de ellos. Valladolid, 1 de marzo, de 1597). La Biblioteca de Colmeiro (2005) también recoge autores que tratan este tema, véanse las fichas 103 (Pedro Aznar Cardona, Expulsión justificada de los moriscos españoles [...], 1612), 114 (Jaime Bleda, Crónica de los moros de España, 1618, publicado en latín en 1610) y 224 (Marcos de Guadalajara y Javier, Prodición y destierro de los moriscos de Castilla hasta el valle de Ricote [...], 1614). 47. Moncada señala que los moriscos eran «causa de muchas muertes» y que su expulsión fue «muy acertada» (Moncada, 1974, 135 y 159). En su obra demuestra que la causa de la decadencia no es la expulsión de los moriscos, sino el comercio con los extranjeros.

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La economía y la empresa en las novelas de Cervantes48

Manuel Santos Redondo y José Luis Ramos Gorostiza

48. Este trabajo fue publicado por primera vez en CLM Economía. Revista Económica de CastillaLa Mancha, 5, 2004, 161-188.

1. INTRODUCCIÓN. CERVANTES, COMPETENTE ECONOMISTA Y HOMBRE DE NEGOCIOS Miguel de Cervantes era, cuando escribió el Quijote, además de un hombre de mundo, un hombre de negocios y competente conocedor de la economía de su tiempo. Es el único escritor relevante del Siglo de Oro con experiencia en ese terreno. (Larroque, 2001, 45). Es de esperar que las aventuras de sus personajes transcurran en medio del prosaico mundo que él conoce bien, y que sus novelas nos ayuden a entender la realidad social y económica de la época; y también que el autor nos muestre un posicionamiento claro sobre lo más importante que está ocurriendo en la época que le ha tocado vivir: la llegada a España de las riquezas de Eldorado, las oportunidades de prosperar y de ver mundo para muchos españolitos como él, en definitiva, la transformación comercial experimentada en el siglo XVI.

2. MENOSPRECIO DE ALDEA: UN HIDALGO ARROLLADO POR LA REVOLUCIÓN COMERCIAL DEL SIGLO XVI La «revolución comercial» que en Europa se venía desarrollando al final de la Edad Media, tuvo en España una manifestación mucho más explosiva, debido a la pobreza y la belicosidad de Castilla antes del descubrimiento, y a las tremendas riquezas que comenzaron a llegar después de éste. «A este hosco reino la suerte le asignó las riquezas de Eldorado», dice Marjorie Grice-Hutchinson: A finales del siglo XV el reino de Castilla era pobre, acababa de salir de la larga lucha de la reconquista y se había unido recientemente con el reino vecino de Aragón, que era más

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próspero. Su economía dependía de la agricultura de subsistencia, del comercio de la lana y del tráfico marítimo que utilizaba los puertos cántabros y mediterráneos. Sus súbditos eran agricultores, ganaderos, soldados, marineros y sacerdotes. A este hosco reino la suerte le asignó las riquezas de Eldorado. En las Indias los españoles encontraron oro y plata en cantidades no soñadas algunos años antes. (…) Sevilla, el puerto al que pertenecía la flota que transportaba los tesoros, se convirtió en un imán para los comerciantes de toda Europa (Grice-Hutchinson, 1982 [1978], 124-125)49.

En Sevilla se engendró el Quijote, discuten los cervantistas50. Lo que pretendemos afirmar en este trabajo es que se escribió desde Sevilla, pensando en Sevilla, con la mente del autor pensando en la metrópoli, ciudad de oportunidades. O en el Madrid de Lope de Vega, corte y ciudad de las letras. O en Italia y Nápoles. O en Argel. O en Barcelona. O incluso en América, tierra de ocasiones heroicas, a donde emigraron miles de extremeños, andaluces y castellanos. A América pretendió ir Cervantes en 159051, con 43 años. Y todavía en 1610, con 53 años, intenta viajar a Nápoles con el séquito del Conde de Lemos, y para ello no duda en viajar hasta Barcelona52. Sevilla en tiempos del Quijote, con 150.000 habitantes, era una de las mayores ciudades de Occidente. Allí acudió Cervantes en 1585, con 38 años. Y lo hizo, como otros muchos: comerciantes, banqueros, artesanos, rateros como Pedro del Rincón y Diego Cortado53; 49. En el original inglés: «It was to this dour kingdom of Castile that fate assigned the riches of El Dorado» (91). 50. Cervantes dice en el prólogo de la primera edición del Quijote que su libro «se engendró en una cárcel», y los cervantistas discuten si debe tomarse al pie de la letra, pues estuvo preso en Sevilla, o es una metáfora de algún otro cautiverio o sufrimiento. 51. En mayo de 1590 dirige una petición al presidente del Consejo de Indias, solicitando un oficio en las Indias de los vacantes a la sazón: contaduría del reino de Granada, gobierno de Soconusco, contador de las galeras de Cartagena o corregidor de la Paz. La respuesta vuelve a ser negativa y decepcionante: «busque acá en que se le haga merced». 52. En 1610 intenta acompañar a don Pedro Fernández de Castro, Conde de Lemos, a su virreinato en Nápoles, pero Lupercio Leonardo de Argensola, encargado de reclutar la comitiva, lo deja fuera, lo mismo que a Góngora. 53. Pedro Rincón, el mayor de los dos, es «natural de la Fuenfrida, lugar conocido y famoso por los ilustres pasajeros que por él de contino pasan», suponemos que del puerto de la Fuenfría, entre Segovia y Madrid, pero viene huyendo de sus malandanzas en Madrid, de donde ha sido desterrado por cuatro años. Diego Cortado, el menor, nació en la aldea de Mollorido, lugar entre Medina del Campo y Salamanca, y huye de la justicia por sus fechorías en Toledo.

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como los arrieros y muchos caminantes de sus novelas que van de Castilla a Andalucía, del hosco reino a la tierra del oro y de las oportunidades; toda la gente activa de la época, va camino de Sevilla. Cervantes va a Sevilla desde Esquivias, un pueblo de 250 vecinos, a medio camino entre Toledo y Madrid54. Allí deja a su joven esposa, Catalina de Salazar, de 22 años. Se habían casado tres años antes, ella 19, el 37 55, y en Esquivias tuvo su primera casa. «Catalina sabía firmar, pero sin duda leía poco o nada. Fue vecina de un pueblo toledano, cuyas únicas salidas quizás hayan sido a Toledo o a Madrid, y aun esto no consta. Me imagino, dada la atención prestada a la belleza femenina en las obras de Cervantes, que habrá sido muy bonita. Miguel y Catalina eran dos personas muy desiguales: la mujer del pueblo y el hombre del mundo, la mujer inculta casada con un pensador, bibliófilo y autor», nos dice Eisenberg (1999). Catalina era hija de un hidalgo de aquel pueblo manchego (y sobrina de Alonso Quijada, dueño de una casa en cuya planta baja se instalaron los recién casados); Cervantes era un antiguo soldado del imperio, que había vivido en Roma, en Nápoles, en Madrid, en Argel, autor de una novela publicada y de comedias representadas. No sabemos si Cervantes era homosexual, lo que sin duda sería un buen motivo para salir de aquel pueblo56, pero resulta muy verosímil pensar que lo que le alejó de su casa en aquel pueblo fue un aburrimiento mortal, el mismo aburrimiento —y ansia de literatura y de mundo—, que le había hecho ir a Madrid continuamente durante los dos años que habían durado su matrimonio y su hogar en el pueblo.

54. Esquivias es un pueblo equidistante entre Toledo y Madrid, a 43 kilómetros de cada ciudad. Según el censo general de 1575, tenía 250 vecinos, de los cuales 37 eran hidalgos. Anota el censo que «en letras no se tiene noticias de que haya habido en Esquivias personas señaladas, pero en armas ha habido muchos capitanes y alféreces y gentes de valor.» («Historia de Esquivias», en la Página Web Oficial del Ayuntamiento de Esquivias, http://www.esmipueblo.com/esquivias/historia.htm [acceso: 26 de noviembre de 2004]) 55. En 1584 nace Isabel de Saavedra, fruto de las relaciones que Cervantes mantiene con Ana de Villafranca, o Ana Franca de Rojas. Los cervantistas no dan por seguro que fuera hija de Cervantes. En ese mismo año, Cervantes viaja a Esquivias para entrevistarse con Juana Gaitán, viuda de su amigo Pedro Laynez, e intentar publicar sus obras. Allí conoce a Catalina de Palacios, con cuya hija de diecinueve años, Catalina de Salazar, contrae matrimonio, a sus treinta y siete, el 12 de diciembre. Se instala con su esposa, pero pronto comienza a viajar a Madrid. 56. Eisenberg («La supuesta homosexualidad de Cervantes», 2004) concluye que si Cervantes hubiera sido abiertamente homosexual no habría salido de la tolerante Argel para venir a la inquisidora Castilla. La voz «Cervantes Saavedra, Miguel de», a cargo de Eisenberg, figura en la Encyclopedia of Homosexuality, 1990. Ambos textos están disponibles en internet: http://users.ipfw.edu/jehle/deisenbe/index.htm

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Ciudades de Italia y Flandes que describe Tomás Rodaja, con estudios en Salamanca de «leyes y letras humanas»57, quien tras su locura, era llamado por todos el Licenciado Vidriera. Aquel que, de no ser por su particular locura de creerse de vidrio, por las cosas que decía «ninguno pudiera creer sino que era uno de los más cuerdos del mundo». Después de abrir la mente en la universidad, ver mundo. Eso hizo Cervantes, y eso estaba al alcance de cualquiera en España durante el siglo XVI. Todo lo contrario que nuestro hidalgo que, en medio del siglo de tan grandes transformaciones y oportunidades, sigue en su pueblo, dueño de algunas tierras, una espada y un título nobiliario del más bajo rango. Hidalga del pueblo manchego de Esquivias es la joven esposa de Cervantes. Hidalgo es también, en boca de Sancho, el que hace sentar al labrador a la cabecera de la mesa, seguro de que su hidalguía es cabecera suficiente58. Labrador a secas era Bartolo, el protagonista de la obrita de teatro anónima sobre la que basó Cervantes los primeros capítulos de su Quijote59. No es poco importante el cambio: labrador (o comerciante) puede ser sinónimo de rústico, pero no de poco práctico; así que labrador será Sancho, contrapunto sano de la locura de Don Quijote. Sano, porque en el siglo de las oportunidades es normal que se quede en el pueblo quien no puede irse, como Sancho; y aun así, que aproveche cualquier loca oportunidad para salir a ver mundo, como es la oferta de 57. «Su principal estudio fue de leyes; pero en lo que más se mostraba era en letras humanas», describe Cervantes los estudios del Licenciado Vidriera. La edición de Florencio Sevilla Arroyo está disponible en internet, en http://www.cervantesvirtual.com/ [acceso: 28 de noviembre de 2004]. 58. Así describe Sancho al hidalgo: «un hidalgo de mi pueblo, muy rico y principal, porque venía de los Álamos de Medina del Campo, que casó con Doña Mencía de Quiñones, que fue hija de Don Alonso de Marañón, caballero del hábito de Santiago […] este tal hidalgo, que yo conozco como a mis manos, porque no hay de mi casa a la suya un tiro de ballesta, convidó a un labrador pobre» (Don Quijote, II, cap. 31). El hidalgo soldado bien pudiera ser real, Rico documenta que una escuadra española zozobró en el puerto de la Herradura, cercano a Vélez Málaga, en 1562, y las tripulaciones de las veinticinco galeras se ahogaron, y que «los apellidos que se citan existieron en Medina del Campo». Pero más importante es notar que Sancho Panza describe a un hidalgo «muy rico y principal», pero sin apellido importante, porque ni siquiera lo cita; en cambio sí es noble su esposa, así que parece un «hidalgo de bragueta». Además, heredó pronto, porque su suegro murió en la guerra, se supone que antes de la boda. 59. La obrita de teatro anónima El entremés de los romances parece que es anterior al Quijote en unos años. La pieza es de escasa calidad literaria, pero es innegable la similitud entre las aventuras de su protagonista, el labrador Bartolo, y las de Don Quijote en su primera salida. Stagg (2002) repasa las investigaciones sobre esta obra y su posible influencia en Cervantes.

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un hidalgo para servir con él de escudero60. Pequeño y ridículo, en cambio, es quien se queda en el pueblo porque tiene cuatro tierras y un título. De hecho, en esta época, todos los hidalgos con más de cuatro tierras se van a vivir a la ciudad; y algún cuidador de cerdos se habrá embarcado para buscar fortuna en América, como cuenta la leyenda de Francisco Pizarro. Hasta los pícaros y truhanes se van a Sevilla o al Nuevo Mundo en busca de oportunidades. Si la historia económica nos habla de la escasa riqueza de los hidalgos, mucho más gráficamente nos los describe la literatura. Como modelo de hidalgo en la ciudad ha quedado el amo del Lazarillo de Tormes en Toledo, «que iba por la calle, con razonable vestido, bien peinado, su paso y compás en orden», pero que «en ocho días maldito el bocado que comió. […] ¡Y velle venir a mediodía la calle abajo con estirado cuerpo, más largo que galgo de buena casta! Y por lo que toca a su negra que dicen honra, tomaba una paja, de las que aun asaz no había en casa, y salía a la puerta escarbando los que nada entre sí tenían». En el siglo XVI, los hidalgos ricos se van a la ciudad; los hidalgos pobres pasan hambre en las ciudades, como el amo del Lazarillo, pero su «honra» les impide buscar trabajo. Los hidalgos que se quedaron en el pueblo no debieron pasar hambre, sin duda; pero seguro que se perdieron todas las oportunidades de ver mundo que sí tuvo en la ficción Tomás Rodaja, el futuro Licenciado Vidriera, a pesar de ser sólo un criado. Oportunidades que sí tuvo Miguel de Cervantes, ni rico ni pobre y empujado, no se sabe si por un duelo o por el simple deseo de ver mundo que expresa Tomás Rodaja. Que tanta aventura termine en pobreza y enfermedad, como en Cervantes y en Vidriera, o en el triunfo que reflejan los indianos que vuelven de «hacer las Américas», es materia dudosa, pero probablemente sean más los que sufren que los que triunfan. Mas qué duda cabe que unos y otros ensancharon su visión del mundo y, frente a ellos, quienes se quedaron son plenamente «rústicos». Todo el Quijote es una burla de la idealización de la vida rústica que aparece con el Renacimiento y con el proceso de urbanización. Por su extraña vida, Cervantes resulta ser un hombre de mundo que realmente vive en pueblos, por lo que no puede sino burlarse de esas 60. Salazar Rincón, Javier, El mundo social del Quijote (Madrid, Gredos, 1986), 161, hace notar que Sancho vive la aventura de la caballería andante con la muy sensata esperanza de salir de la pobreza en la que está aprisionado por su nacimiento humilde. Citado por Johnson (2000), cap. 1, «The drama of Sancho’s Salary», 16.

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idealizaciones. Le cuadra lo que después dirían J. S. Mill o Marx: la aldea es la barbarie. Cervantes no llega a tanto, simplemente dice; la aldea es como la ciudad, sólo que hay más pobres. Así lo explica Francisco Rico al anotar el discurso de Don Quijote ante los cabreros: «El elogio de la Edad de Oro, época mítica en la que, según los poetas, la tierra brindaba espontáneamente sus frutos y los hombres vivían felices, era un tópico de la literatura clásica heredado por el Renacimiento sobre el modelo de Ovidio (Metamorfosis, I, 89 y ss.) y Virgilio (Geórgicas, I, 125 y ss.). La idealización de la Edad de Oro, vinculada a la literatura pastoril, se desarrolló en España entre el siglo XV y XVII, momento en que se intensificó la vida urbana» (Don Quijote, I, cap. 11, nota 24)61. Los hidalgos acuden a la ciudad y se pagan la vida urbana con sus rentas del campo, y queda aún más establecida la diferencia entre lo rústico, lo paleto, y lo urbano. En España, el éxodo rural era aún más exagerado en cuanto a «ver mundo»: se emigraba a América, a los tercios en las innumerables acciones militares del imperio; a Sevilla, a causa de la prosperidad de la población; a Barcelona y las ciudades de la periferia. Quedarse en la Mancha, en el siglo de florecimiento de las ciudades, del tesoro del Nuevo Mundo, de las oportunidades al otro lado del Atlántico, de las posibilidades militares de conocer nuevas tierras para cualquier soldado del imperio, quedarse en la Mancha en ese siglo significa mucho más que simplemente estar en un lugar de la Mancha. Don Quijote, sin duda, muestra la nostalgia por ese mundo feudal y caballeresco que idealiza; Cervantes, no. El autor se posiciona ante cada una de las locas ideas que expone Don Quijote, y el lector saca la inequívoca impresión de que está loco y lo estaría en cualquier tiempo y lugar, o más concretamente, que no entiende el mundo moderno en el que vive62.

61. Edición dirigida por Francisco Rico (1998). 62. «La novela de Cervantes muestra la realidad del presente moderno a través de su héroe, que quiere vivir en el pasado, a pesar de ser un pasado imaginario o precisamente por ello». («Through its hero who wants to live in the past, even or especially because it is an imaginary past, Cervantes ’s novel depicts the factual reality of the modern present». Quint 2003, chapter 1, «Cervantes’s method and meaning», 17).

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3. DON QUIJOTE COMO MODELO DE LIDERAZGO Y DE «ESPÍRITU EMPRESARIAL» Los mundos académicos de la Economía y de los Negocios están más separados de lo que formalmente pudiera parecer. En el caso de los estudios que englobamos como «literatura y economía», en realidad debemos hablar de «literatura y management» como una categoría diferente. La historia de Don Quijote es una buena inspiración para el liderazgo y la capacidad empresarial. En positivo y en negativo63. Cortés (1960) busca en la literatura española «imágenes de logro», siguiendo la idea del psicólogo McClelland de que es esa «necesidad de logro» el elemento esencial del espíritu empresarial de los individuos y las sociedades; para ello, repasa la literatura de diversos autores representativos de los periodos de prosperidad y de decadencia. Por ejemplo, el Poema del Mío Cid, del periodo de crecimiento, 1200-1492; Don Quijote, del periodo de clímax del imperio, 1492-1610; y Vida del Buscón, de Quevedo, en la decadencia, 1610-1730. Encuentra que la frecuencia de aparición de imágenes de logro era muy alta en el primer periodo, y fue decayendo hasta llegar a ser muy baja en el tercer período; y considera que esto es coherente con la importancia de esa «necesidad de logro» al explicar el crecimiento económico. Desde el lado del management, Álvarez y Merchán mencionan con suavidad y como de pasada que «Don Quijote no sólo refleja la actitud de los españoles hacia las actividades económicas, sino que constituye quizá una de sus causas» (Álvarez y Merchán, 1994, 178)64. En esto no hacen más que seguir a Lord Byron. El poeta romántico inglés consideraba que la novela de Cervantes había acabado con el espíritu heroico español, y que, por tanto, había acelerado la decadencia de España: «Con una sonrisa, Cervantes acabó con el espíritu caballeresco. Una simple risa acabó con el brazo derecho

63. Existe una película sobre Don Quijote como inspiración para el liderazgo, tanto en política como en los negocios, cuyo guión ha sido escrito por el profesor James G. March. La película está inspirada en su curso en la Universidad de Stanford sobre «Liderazgo organizacional» («Organizational Leadership»). 64. En el original en inglés: «Don Quijote constitutes not only a symptom of Spanish attitudes towards economic activities, but perhaps one of its causes».

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del propio país. Desde entonces, raramente ha tenido España héroes. Sus libros han hecho tanto daño, que la gloria de su literatura está comprada, mortalmente, con la perdición de su tierra». Estas opiniones están expresadas en 1823, en verso, en una digresión, dentro de su Don Juan: Pero ya ni amo ni odio en exceso, aunque un día no fuera así. Si a veces me río es porque no puedo hacer nada mejor y aquí y allá lo reclaman mis rimas. Bien satisfecho estaría de corregir los males humanos y no castigar sus bajezas, si Cervantes no hubiera mostrado antes en su lúcido relato el fracaso de tentativa tal. De todas las narraciones es ésta la más triste Porque nos hace sonreír. Su héroe tiene razón y siempre la razón persigue: reprimir el mal es su único objeto y luchar con los imponderables su galardón. Es su locura su virtud pero sus aventuras componen un panorama penoso; y más penosa es aún la excelsa moral que aprenden de esta auténtica epopeya los que la han estudiado. Corrigiendo los menoscabos y vengando la sinrazón, ayudando a las señoras y combatiendo a los malvados, oponiendo su sola persona contra la fuerza de todos, libera del yugo impuesto a los nativos sin protección. Ay, tan noble panorama como una vieja canción ¿ha de ser tema creativo por mero solaz de la imaginación, una broma o enigma, la fama tras prolongado esfuerzo? ¿Y Sócrates mismo, Quijote solo de la sabiduría? Cervantes se rió de la pasada caballería española y esta única risa demolió el brazo armado de su país. Y rara vez España ha tenido héroes desde entonces. Mientras los romances encandilaban, la gente se apartaba de sus vistosos atavíos y, no obstante, esos libros han causado tanto daño

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que toda su gloria como composición fue ganada venerablemente para perdición de este país65.

Lord Byron consideraba también a Cervantes responsable del fin del espíritu caballeresco en Europa. Ivanhoe, de Walter Scott, prototipo de novela romántica de caballerías, se publicó en 1819. Así que Lord Byron escribía en medio del resurgir romántico de las novelas de caballeros andantes. En 1839 hubo una reconstrucción del torneo que Ivanhoe ganó en Ashby-de-la-Zouche, llevada a cabo por Lord Eglinton en su castillo de Ayrshire. Damas y caballeros, con sus caballos, acudieron ataviados para la ocasión, pero fue un desastre en toda regla, a causa de la lluvia torrencial que cayó ese día. Donde sí perduró el espíritu caballeresco fue en el sur de los Estados Unidos: antes de la Guerra de Secesión norteamericana, Walter Scott era el autor más popular, hasta el punto de que Mark Twain le culpa de la guerra civil. Después de la guerra y de la abolición de la esclavitud, el Ku Klux Klan, fundado en 1866, basó su imaginería y sus ritos en las obras de Walter Scott66. Un siglo después, el novelista inglés Ford Madox Ford (1873-1939), en su libro de crítica literaria The March of Literature (1938), sostiene, con más claridad que Byron, que Cervantes hizo mal al mundo porque «el noble ideal de la caballería [era] el rasgo medieval que, de

65. Lord Byron, Don Juan (1821-1823). Canto 13, Stanzas 8-11. Traducción de Pedro Ugalde (Ed. Cátedra, 1994, vol. 2, 1133-1139). «But neither love nor hate in much excess; / though ‘t was not once so. If I sneer sometimes, / it is because I cannot well do less, / And now and then it also suits my rhymes. / I should be very willing to redress / Men’s wrongs, and rather check than punish crimes, / had not Cervantes, in that too true tale / of Quixote, shown how all such efforts fail. / Of all tales ‘t is the saddest- and more sad, / because it makes us smile: his hero ‘s right, / and still pursues the right;- to curb the bad / his only object, and ‘gainst odds to fight / his guerdon: ‘t is his virtue makes him mad! / But his adventures form a sorry sight; / a sorrier still is the great moral taught / by that real epic unto all who have thought. / Redressing injury, revenging wrong, / to aid the damsel and destroy the caitiff; / opposing singly the united strong, / from foreign yoke to free the helpless native:- / Alas! must noblest views, like an old song, / Be for mere fancy’s sport a theme creative, / a jest, a riddle, Fame through thin and thick sought! / And Socrates himself but Wisdom’s Quixote? / Cervantes smiled Spain’s chivalry away; / a single laugh demolish’d the right arm / of his own country;- seldom since that day / has Spain had heroes. While Romance could charm, / the world gave ground before her bright array; / and therefore have his volumes done such harm, / that all their glory, as a composition, / was dearly purchased by his land’s perdition.» 66. Concretamente, en su novela Anne of Geierstein [1829] y en su poema La dama del lago [Lady of the Lake, 1810].

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haber perdurado su influencia, podía haber salvado nuestra infortunada civilización»67. Visto con los ojos históricos, mirando a nuestro siglo XVI y no a la añoranza feudal de los románticos ingleses, es difícil no estar de acuerdo con ellos en que el protagonista de la novela española de aquel siglo heroico debió haber sido un héroe de verdad y no una burla de ellos. ¡Cuántos de los que, desde Colón hasta el final del siglo XVI, se fueron a América en un cascarón y sin más fortuna que su determinación, merecían ser protagonistas de la novela del siglo! En vez de ese hidalgo que no se movió del pueblo porque tenía cuatro tierras y una espada. El mismo Cervantes pasó tales peripecias que su vida es una novela de aventuras, con un protagonista valiente y sin duda su punto de locura; pero su epopeya terminará, literariamente, creando una obra maestra de la literatura, y no con el final escéptico de Don Quijote. La vida de Cervantes es una novela heroica, pero su Quijote es anti-heroico. Es como si una novela (en nuestra época, sería más adecuado hablar de una película) de África de los años que ahora vivimos mostrase a un protagonista algo chalado que en un mísero país africano se volviera loco y se creyera, de tanto ver cine, el protagonista de uno de los largometrajes de aventuras, y su novela nos mostrase con ironía las tonterías que hace. ¿No merece ese protagonismo cualquier loco de los que lo arriesgan todo para salir de su rincón del mundo, en pateras, en camiones, por la mera posibilidad de llegar hasta Eldorado? ¿O cualquiera de los que, una vez aquí, aguantan sin desmayo, trabajan y se escabullen de la policía, y finalmente se establecen en el Nuevo Mundo? 3.1. DON QUIJOTE, MODELO DE LIDERAZGO

Pero, curiosamente, en algunas escuelas de negocios de hoy se considera, a Don Quijote un buen modelo de liderazgo. Sobe todo, porque «sabe quién es» y tiene una idea clara de su misión en la vida, que contagia a sus seguidores (al prosaico Sancho Panza). Sin esa

67. «The gentle ideal of chivalry is the one mediaeval trait which, had it survived as an influence, might have saved our unfortunate civilization», Ford Madox Ford, The March of Literature [1938].

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claridad no puede haber liderazgo68. Un líder (innovador, añadímos nosotros) necesita creer en algo e interpretar la realidad en función de su propia visión, y no del pragmatismo, que se reduce a aceptar lo que todo el mundo conoce. La prueba de que el personaje de Don Quijote «sabía quién era» y actuaba de acuerdo con lo que era, un caballero andante, es que, cuando recupera la cordura, pierde la razón para vivir. La historia de liderazgo que construyen los profesores Sankaran Manikutty y Sampat Singh, del Indian Institute of Management Ahmedabad, y James G. March, de Stanford, en su película Passion and Discipline. Don Quixote’s Lessons for Leadership, es una bella trama literaria inspirada en el Quijote de Cervantes, y una muy buena argumentación sobre el liderazgo en las organizaciones, tanto políticas como empresariales. Pero es, a nuestro juicio, una historia diferente de la que escribió Cervantes y de la que leyeron sus contemporáneos: los discursos de Don Quijote transcurren rodeados de comentarios prosaicos que muestran su fuerza literaria precisamente por su simpleza, en contraposición al barroco discurso del hidalgo ascendido a caballero andante. Serán los románticos los que conviertan al loco manchego en utópico universal69. Esa historia, ese otro Don Quijote, es tan válido como el del Siglo de Oro, porque el significado de un texto lo construyen el lector y la comunidad que entiende lo mismo al leerlo, y esa comunidad había cambiado. Por tanto, no es menos importante el Quijote de los románticos franceses e ingleses que el Quijote de los cervantistas y del Siglo de Oro (más bien al revés: sin los románticos, probablemente, Cervantes no habría sido encumbra68 «Yo sé quién soy», dice Don Quijote (I, cap. 5). «A menudo se ha entendido que Don Quijote afirma en esta frase su fe en sí mismo y en su misión», anota Francisco Rico, y lo documenta. Manikutty y Singh (2004) argumentan en esa línea y lo ponen como ejemplo de liderazgo: «Don Quijote sabe exactamente quién es y qué quiere hacer. Define el mundo de manera que resulte congruente con él y con su identidad. Don Quijote puede carecer de congruencia con el entorno, pero es totalmente congruente con su identidad. [...] Sin un concepto claro de uno mismo, los líderes no pueden tener una visión creíble. [...] En todas sus aventuras, Don Quijote interpreta el mundo en sus propios términos [...]. Don Quijote sueña un sueño fabuloso. Simboliza la capacidad de la humanidad de soñar, perseguir ideales y aventurarse en lo desconocido. El liderazgo comienza con sueños que puedan inspirar». 69 «Los románticos, lejos de forjar una única interpretación de la obra, discreparon notablemente. Parece que estaban de acuerdo en que no debía considerarse a Don Quijote sólo como un libro de caballerías burlesco, que, aunque empezó como tal, rebasa su propósito original. [...] he llegado a la conclusión de que tenían razón» (Eisenberg, 1995). El escritor español Muñoz Molina afirma en una entrevista en el New York Times que Cervantes está más «vivo» fuera que dentro de España (McLean, 2004).

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do a la cima literaria española y mundial, y el suyo seguiría siendo, como lo fue en España, un libro cómico de gran éxito y no mucha consideración literaria).

4. NOVELAS EJEMPLARES 4.1. INTRODUCCIÓN: EL MUNDO SOCIOECONÓMICO EN LAS NOVELAS EJEMPLARES

Cervantes publicó sus Novelas ejemplares en 1613, cuando ya estaba inmerso en la redacción de la segunda parte del Quijote. A pesar de lo que su título parece indicar, no se trata de una colección de novelas de carácter moralizante, pues en general no hay moralejas, y si en ocasiones parece haberlas siempre son ambiguas. Lo que dichas novelas pretenden, esencialmente, es entretener al lector ocioso. Ahora bien, este género suponía una novedad radical en la España de la época, donde abundaban las traducciones y adaptaciones de obras extranjeras, pero no las creaciones propias de este tipo. De ahí que Cervantes les diera el calificativo de «ejemplares», por ser novelas originales, dignas de ser imitadas o tomadas como modelo a seguir (Sieber, 2003, 13-14). Nada más publicarse, las Novelas ejemplares van a conocer un éxito inusitado en España: cuatro ediciones en diez meses, incluyendo una pirata realizada en Pamplona y una falsificación realizada en Lisboa. Confirmando esta buena acogida, a lo largo de todo el siglo aparecerán un total de veintitrés ediciones. Por otra parte, el género acuñado por Cervantes encontrará una larga lista de notables seguidores: Tirso de Molina, Castillo Solórzano, Salas Barbadillo, Liñán y Verdugo, María de Zayas, e incluso Lope de Vega con sus Novelas a Marcia Leonarda. En Inglaterra la novelas cervantinas también recibirán una calurosa acogida, siendo algunas de ellas llevadas al teatro en adaptación muy libre antes de ser traducidas en su integridad, y el mismo éxito conocerán en Francia, donde se tradujeron en 1615 y se reeditaron en nueve ocasiones a lo largo del siglo XVII. En definitiva, parece que durante esta centuria las Novelas ejemplares fueron claramente preferidas al Quijote, que sólo las superará en aceptación popular a partir del siglo XVIII (Canavaggio 1997, 331).

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En varias de las Novelas ejemplares de Cervantes encontramos referencias explícitas al mundo socioeconómico de su época, las cuales, al tiempo que nos ilustran sobre aspectos concretos de ese contexto histórico, demuestran que Cervantes —por propia experiencia profesional, dado que fue recaudador de impuestos y comisario de abastecimientos de la Armada— era un buen conocedor del sistema monetario y fiscal, de los instrumentos de crédito, de los negocios al margen de la ley y de la sociedad en general. Esto es algo que Luis Larroque (2001) ya ha puesto de manifiesto para el caso de El Quijote, pero —como se verá— es también un elemento importante que hay que resaltar en las novelas. En efecto, Larroque ha subrayado las numerosas y certeras referencias que aparecen en El Quijote a la moneda (sus diferentes tipos, su transporte, los delitos de falsificación y fraude, la saca ilegal de oro, etc.) o al sistema fiscal (los tributos vigentes, los problemas asociados a los impuestos indirectos, la existencia de estamentos sociales fiscalmente privilegiados, etc.). Este autor también ha analizado en detalle las múltiples alusiones que aparecen en el famoso texto cervantino a los salarios, al coste de la vida y a los precios a comienzos del siglo XVII, así como a la distribución comercial de productos, especialmente agroalimentarios. En este sentido, en El Quijote aparece destacada la importancia de la abundancia de las subsistencias para el mantenimiento del orden público, la necesaria libertad de comercio —que el gobernador Sancho impone en la ínsula Barataria—, los variados instrumentos del tráfico mercantil (las «libranzas» o «cédulas de cambio», las prendas con «cédulas de recibo», etc.), los diferentes sistemas de transporte de las mercancías, la relevancia de las ferias, las lonjas, las plazas y los mercados, el amplio comercio con las Indias asociado a las remesas de oro y plata, o el decisivo papel de los jueces y las leyes condicionando el mundo de los intercambios. Pues bien, en las Novelas ejemplares —como se ha dicho— Cervantes ofrece también un buen número de pinceladas sobre aspectos económicos y sociales de su época. En especial, sobresalen en este sentido La española inglesa, El amante liberal, Rinconete y Cortadillo, La gitanilla y El coloquio de los perros, aunque en el resto de los relatos puede encontrarse asimismo referencias interesantes.

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4.2. LA ESPAÑOLA INGLESA: MERCADERES, CÉDULAS REALES Y EL RAPTO COMO NEGOCIO

La española inglesa es una novela que se basa en la propia vivencia que Cervantes había tenido de cautiverio y rescate. De hecho, los dos protagonistas son dos amantes que sufren un rapto a manos de «infieles», anglicanos o musulmanes: Isabela es raptada por los ingleses en el saqueo que éstos hacen de Cádiz (hecho que sucedió realmente en 1596), en tanto que Ricaredo es raptado por los turcos. La novela cuenta el regreso de ambos amantes a España donde finalmente podrán volver a reunirse. Pero lo que interesa destacar es que, como trasfondo de la historia, van a aparecer referencias económicas concretas. De hecho, el amor —como también ocurrirá en La gitanilla y en El amante liberal— está muy integrado en el interés económico representado por el dinero, las joyas o los asuntos financieros en general. Sorprende que en una novela que cuenta una historia de amor tan inverosímil aparezcan abundantes y detalladas alusiones al mundo económico más prosaico, con particular énfasis en ciertos instrumentos del tráfico mercantil internacional. Los mercaderes, en concreto, son presentados como nexos fundamentales en una Europa que aún estaba poco integrada. El padre de Isabela resulta ser un comerciante que ha perdido sus bienes y su hija en el saqueo inglés de Cádiz. Una vez en Londres, y tras recuperar a su hija, la reina de Inglaterra le concede unas cédulas reales, y Cervantes aprovecha para describir extensamente y con todo lujo de detalles el funcionamiento de este instrumento financiero: La Reina llamó a un mercader rico que habitaba en Londres, y era francés, el cual tenía correspondencia en Francia, Italia y España, al cual entregó los diez mil escudos y le pidió cédulas para que se los entregasen al padre de Isabela en Sevilla o en otra playa de España. El mercader, descontados sus intereses y ganancias, dijo a la reina que las daría ciertas y seguras para Sevilla sobre otro mercader francés, su correspondiente, en esta forma: que él escribiría a París para que allí se hiciesen las cédulas por otro correspondiente suyo, a causa que rezasen las fechas de Francia y no de Inglaterra, por el contrabando de la comunicación de los dos reinos, y

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que bastaba llevar una letra de aviso suya sin fecha, con sus contraseñas, para que luego diese el dinero el mercader de Sevilla, que ya estaría avisado del de París (Cervantes, 2003a, 272). Poco más de un mes estuvieron en Cádiz, restaurando los trabajos de la navegación, y luego se fueron a Sevilla por ver si salía cierta la paga de los diez mil escudos que librados sobre el mercader francés traían. Dos días después de llegar a Sevilla la buscaron, y le hallaron, y le dieron la carta del mercader francés de la ciudad de Londres. Él la reconoció, y dijo que hasta que de París le viniesen la carta y la letra de aviso no podía dar el dinero; pero que por momentos aguardaba el aviso (Cervantes, 2003a, 273). Otros cuarenta días tardaron en venir los avisos de París; y a dos que llegaron el mercader francés entregó los diez mil ducados a Isabela, y ella a sus padres, y con ellos y con algunos más que hicieron vendiendo algunas de las muchas joyas de Isabela, volvió su padre a ejercitar su oficio de mercader, no sin admiración de los que sabían sus grandes pérdidas (Cervantes, 2003a, 274).

Lejos de ser algo excepcional, la práctica de los raptos debía de ser algo muy común, un lucrativo negocio ampliamente practicado en aquella época por los turcos, que obtenían buenas sumas de dinero en concepto de rescate. Cervantes —con total conocimiento de causa— nos cuenta también con detenimiento el rescate del cautivo Ricaredo por los Padres Trinitarios a cambio de dinero y un rehén70, y describe asimismo el extravío de una cédula y su posterior recuperación. Y si fue un comerciante francés el que, como se señalaba en el texto anterior, hizo que el dinero llegase a manos de Isabela, de nuevo será un mercader italiano, el que va a dar fe de la historia de cautiverio de Ricadero, haciéndose cargo del pago de la cédula que había estado extraviada:

70. Dice Ricaredo, el protagonista de la novela: «Me rescataron en esta forma: que dieron por mí trescientos ducados, los ciento luego y los doscientos cuando volviese el bajel de la limosna a rescatar al padre de la redempción, que se quedaba en Argel empeñado en cuatro mil ducados» (Cervantes, 2003, 281).

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Ordenó el Cielo que se hallase presente a todo esto un mercader florentín sobre quien venía la cédula de los mil seiscientos ducados, el cual pidió que le mostrasen la cédula y mostrándosela la reconoció, y la aceptó para luego, porque él muchos meses había que tenía aviso desta partida (Cervantes, 2003a, 282). 4.3. EL AMANTE LIBERAL: LA AMENAZA DEL TURCO

Otra vez estamos ante una novela de tema amoroso cuyo trasfondo es el cautiverio por los turcos. En 1570 éstos habían tomado la capital de Chipre, Nicosia, que quedó separada de los cristianos de la isla. Ricardo y Mahamut —su amigo renegado— llevan encarcelados dos años, y Ricardo, que ya vivía separado de su amada Leonisa, ve ahora cómo a ello se suma el mal de su cautiverio. Finalmente, ambos conseguirán escapar a Sicilia, una isla cristiana, lo cual coincidirá con la recuperación por parte de Ricardo del favor de su amada. Lo más interesante de esta novela es quizá la visión marcadamente negativa que ofrece Cervantes de los turcos, un poder político y militar bien consolidado que constituía una continua amenaza para la Europa cristiana de la época (el propio Cervantes había luchado en Lepanto en 1571 y, posteriormente, en 1575, fue hecho prisionero por corsarios berberiscos y llevado a Argel, de donde intentaría evadirse en varias ocasiones). Tan negativa visión era seguramente un lugar común en la España de entonces: mientras que a los cristianos se les identifica en la novela con la honestidad y la virtud, los «infieles» son presentados como mentirosos, materialistas y traidores, un pueblo deshumanizado y sin valores. En el mundo otomano todo, absolutamente todo, es mercancía que se compra y se vende, desde los hombres —pues la esclavitud es una de las bases del sistema— a los cargos gubernativos —dado que la corrupción campa por sus respetos—: No se dan allí los cargos por merecimientos, sino por dineros: todo se vende y todo se compra. Los proveedores de los cargos roban a los proveídos en ellos y los desuellan; deste oficio comprado sale la sustancia para comprar otro que más ganancia promete (Cervantes, 2003a, 141).

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Canavaggio (1997: 107), sin embargo, considera que el contacto con el mundo islámico hizo que Cervantes aprendiera «a prescindir de prejuicios, a renunciar a las opiniones apresuradas», y que el escritor «da del mundo musulmán una representación infinitamente más matizada que la deformación caricaturesca a la que acostumbran la mayoría de las veces los escritos polémicos de sus contemporáneos». Además, raramente los musulmanes obligaban a renegar de su fe a los cristianos —aunque fuera por propio interés, pues la ley les obligaba a liberar a los esclavos conversos—; así, en su obra teatral Los baños de Argel, Cervantes reconoce como virtud la tolerancia religiosa de los turcos —que formaban el marco administrativo y militar de la ciudad— respecto a sus cautivos. Ahora bien, sea como fuere, lo cierto es que en el caso concreto de El amante liberal la impresión de conjunto que nos transmite Cervantes del mundo turco es abiertamente negativa, acorde quizá con las crueldades que había visto cometer con algunos de sus compañeros de cautiverio. También es interesante la forma en que, al final de la novela, Ricardo recupera a Leonisa: renunciando a su concepción del amor basada en la idea de propiedad privada sobre la mujer. Dicha concepción era sin duda moneda común en la época, por lo que la renuncia resulta tanto más llamativa. Ricardo no sólo quiere merecer la gratitud de Leonisa por ayudarle a escapar de los turcos, sino que quiere mostrarse generoso para dejarla libre de escoger a quien realmente ama: No es posible que nadie pueda demostrarse liberal de lo ajeno: ¿qué jurisdicción tengo yo en Leonisa para darla a otro? O ¿cómo puedo ofrecer lo que está tan lejos de ser mío? Leonisa es suya, y tan suya, que, a faltarle sus padres, que felices años vivan, ningún opósito tuviera a su voluntad; y si se pudieran poner las obligaciones que como discreta debe de pensar que tiene, desde aquí las borro, las cancelo y doy por ningunas (Cervantes, 2003a, 186). 4.4. RINCONETE Y CORTADILLO: EL FUNCIONAMIENTO DE UN GREMIO

Esta es una novela cervantina sobre ladrones directamente emparentada con la picaresca, que muestra la estructura y el funciona-

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miento de un gremio o cofradía de maleantes de Sevilla. Y es que no había un tema tan de moda en aquellos años como la delincuencia y los ladrones, pues Guzmán, Pablos y Justina también habían contado sus trabajadas vidas en otras obras literarias. Rinconete y Cortadillo, dos muchachos que han vivido al margen de las normas en el hurto y el engaño, se encuentran en la venta del Molinillo y deciden huir juntos a Sevilla, ya que un arriero al que han estafado allí quiere vengarse de ellos. En la capital andaluza, epicentro del comercio con las colonias de América, esperan encontrar un amplio escenario para el robo y la vida licenciosa, un lugar sin ataduras y lleno de posibilidades. Pero toparán con un mundo estrecho y vigilado. De hecho, no podrán robar sin licencia «oficial» o permiso previo de Monipodio71, el jefe de la cofradía de los ladrones, y no podrán «trabajar» libremente en la ciudad ni ganar una sola moneda sin dar cuenta de ello al gremio para su posterior reparto entre los cofrades. Caerán dentro de una organización bien estructurada, en la que los bienes robados están sujetos a estricto control. La libertad y la aventura que buscaban en Sevilla eran una ilusión, pronto descubrirán que existe allí una sociedad de ladrones con una férrea jerarquía y unas normas restrictivas. Curiosamente, Pedro de Rincón y Diego Cortado entran en la ciudad «por la puerta de la Aduana, a causa del registro y el almojarifazgo72 que se paga» (Cervantes, 2003a, 199). Este hecho parece anticipar lo que se van a encontrar después, pues —como ya se ha señalado— Monipodio tiene el monopolio de todas las mercancías robadas en la ciudad (la aduana del señor Monipodio, en sentido metafórico). Así, una vez en la ciudad, un mozo se acerca y pregunta a los dos truhanes: —Díganme, señores galanes: ¿voacedes son de mala entrada, o no?

71. Según el Diccionario de Uso del Español María Moliner, «Monipodio» es una alteración del término monopolio, tomando esta palabra en el sentido de abuso o ilegalidad. La expresión «patio de Monipodio», sacada de la novela de Cervantes, se utiliza hoy para aludir a un sitio donde se reúne gente ladrona o desaprensiva. Para Johnson (2000, 44-45), «monipodio» podría significar varias cosas: monopolio, sindicato del crimen, o control del gobierno sobre una actividad económica. 72. Por el almojarifazgo se pagaba la octava parte de todas las mercancías que entraban de otros reinos o se sacaban hacia ellos.

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—No entendemos esa razón, señor galán —respondió Rincón. —¿Qué no entrevan, señores murcios? —respondió el otro. —No somos de Teba ni de Murcia —dijo Cortado—. Si otra cosa quiere, dígala; si no, váyase con Dios. —¿No lo entienden? —dijo el mozo—. Pues yo se lo daré a entender, y a beber, con una cuchara de plata: quiero decir señores, si son vuesas mercedes ladrones. Mas no sé para qué les pregunto eso, pues sé ya que lo son. Mas díganme: ¿cómo no han ido a la aduana del señor Monipodio? —¿Págase en esta tierra almojarifazgo de ladrones, señor galán? —dijo Rincón. —Si no se paga —respondió el mozo—, a lo menos regístranse ante el Señor Monipodio, que es su padre, su maestro y su amparo; o si no, no se atrevan a hurtar sin su señal, que les costará caro (Cervantes, 2003a, 206).

El gremio de los ladrones funciona, por tanto, según unas reglas precisas: hay un código del ladrón que se aplica de forma implacable («¡Nadie se burle con quebrantar la más mínima cosa de nuestra orden, que le costará la vida!» (Cervantes, 2003a, 217)). Monipodio es el maestro que supervisa a los oficiales y a los aprendices o novicios (precisamente, Rinconete y Cortadillo llegarán a oficiales o cofrades mayores sin tener que estar un año de noviciado). También hay una jerga propia («cuatrero», «ansia», «roznos», «primer desconcierto», «gurullada», etc.) y un libro de cuentas («libro de memoria») en el que se registran minuciosamente los créditos y débitos, y se establecen las obligaciones y las acciones de la compañía. Todos son controlados por el libro y están sujetos al mismo, y sin principio ni fin se registran en él los «servicios» en que han de ocuparse los distintos miembros de la cofradía. Entre los encargos que reciben —a cambio del correspondiente pago— están, además del robo, los agravios comunes tales como «redomazos, untos de miera, clavazón de sambenitos y cuernos, matracas, espantos, alborotos y cuchilladas fingidas, publicación de nibelos, etcétera» (Cervantes, 2003a, 236). Como subraya Sieber (2003a, 27-28), las observaciones de Rinconete y Cortadillo (así rebautizados por Monipodio como nuevos miembros de la sociedad) nos permiten ver y registrar las operaciones internas de un gremio y las costumbres de sus cofrades: su vida

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religiosa deformada (la vieja Pipota), sus mecanismos de ayuda mutua, sus problemas domésticos (Juliana la Cariharta y Repolido), sus bailes y canciones (la Escalanta y la Gananciosa), sus matracas o burlas (Chizquiznaque, Maniferro, Narigueta, Ganchoso) y su deficiente educación. Por último, cabe destacar que la irónica descripción que hace Cervantes de tan consolidada organización gremial de ladrones —que llegaba a encomendarse a Dios para que les librase de la justicia e incluso a encargar misas por sus difuntos—, no deja de ser una crítica mordaz a la notoria falta de seguridad pública que debía respirarse en Sevilla a comienzos del siglo XVII. 4.5. EL COLOQUIO DE LOS PERROS: UN PANORAMA DE LA SOCIEDAD

Esta novela ejemplar enlaza también con la novela picaresca y es, en cierto modo, a una suerte de parodia de este género. El perro Berganza narra a un compañero, Cipión, sus andanzas con diversos amos por distintas ciudades españolas, interrumpido sólo muy de vez en cuando por las réplicas de dicho can. Desde el punto de vista socioeconómico, interesan tres aspectos de este relato que pasamos a analizar a continuación. En primer lugar, y lo más importante, las referencias de Berganza a la vida con sus diversos amos (unos pastores, un mercader, un alguacil, un soldado, unos gitanos, un morisco, un comediante o un religioso), a los que satiriza. Estas descripciones de sus dueños nos informan sobre diversas ocupaciones en la sociedad de la época y a veces nos transmiten con claridad la consideración social en que se tenía a cada una de ellas (tópicos, prejuicios, etc.). Por ejemplo, en el caso de los gitanos se les relaciona con toda clase de hurtos y engaños, concluyendo de forma brutal que: «es mala gente, y aunque muchos y muy prudentes jueces han salido contra ellos, no por eso se enmiendan» (Cervantes, 2003b, 349). De hecho, la venta ambulante de tenazas, barrenas, martillos y otros instrumentos de hierro no es más que una actividad para «dar color a su ociosidad» (Cervantes, 2003b, 348). Constituyen una sociedad cerrada, pues «cásanse siempre entre ellos», y viven trashumantes, ya que desde que nacen «se curten y muestran a sufrir las inclemen-

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cias y rigores del cielo» (Cervantes, 2003b, 348). Como se verá más adelante, esta visión tan negativa de los gitanos se ve reforzada en el mismo sentido en la novela La gitanilla, y sin duda reflejaba un sentimiento ampliamente compartido en la sociedad española de la época. De los moriscos, por su parte, destaca su avaricia. Se dice que «todo su intento es acuñar y guardar dinero acuñado, y para conseguirle trabajan y no comen» (Cervantes, 2003b, 349). Así, «ganando siempre y gastando nunca, llegan y amontonan la mayor cantidad de dinero que hay en España». Pero lo que poseen no sólo procede del trabajo honrado, sino que, probablemente a través del comercio, «robánnos a pie quedo, y con los frutos de nuestras heredades, que nos revenden, se hacen ricos» (Cervantes, 2003b, 350). De hecho, se concluye que la población morisca, que crece rápidamente, pues «entre ellos no hay castidad […] todos se casan, todos multiplican», no gasta «con sus hijos en los estudios, porque su ciencia no es otra que la de robarnos» (Cervantes, 2003b, 350). Los moriscos, que fueron expulsados en 1609, habían suscitado envidias por su laboriosidad, al tiempo que su rápido crecimiento demográfico levantaba temores de desequilibrio con la población cristiana en la zona de Levante. La durísima descripción de la «morisca canalla» que hace Cervantes por boca de Berganza parecería indicar, en principio, que el escritor aprobaba su expulsión, pero también es posible que se trate de una diatriba cargada de ironía que intenta poner en solfa las razones populares que apoyaban la expulsión, tal como defiende el biógrafo Canavaggio (1997, 304). En cualquier caso, la ambigüedad domina la postura cervantina. Es asimismo muy interesante la peculiar visión que el perro Cipión aporta de los mercaderes, a los que considera gente discreta y de trato directo, tan volcada en sus negocios que no manifiestan su riqueza y poder en sus propias personas, sino en las de sus hijos, a los que intentan elevar a la nobleza para que no tengan que seguir con el plebeyo oficio paterno: Has de saber, Berganza, que es costumbre y condición de los mercaderes de Sevilla, y aun de otras ciudades, mostrar su autoridad y riqueza, no en sus personas, sino en las de sus hijos; porque los mercaderes son mayores en su sombra que en sí mismos. Y como ellos

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por maravilla atienden a otras cosas que a sus tratos y contratos, trátanse modestamente; y como la ambición y la riqueza muere por manifestarse, revienta por sus hijos, y así los tratan y autorizan como si fueran hijos de algún príncipe; y algunos hay que les procuran títulos y ponerles en el pecho la marca que tanto distingue la gente principal de la plebeya (Cervantes, 2003b, 314). También en referencia al comercio, hay una breve alusión a lo favorable que resulta la libertad mercantil, pues favorece la abundancia. Así lo afirma Berganza cuando, al relatar su nacimiento en el matadero de Sevilla, señala que no existe un monopolio en el abastecimiento de carne a la ciudad, sino que «cada uno puede traer la que quisiere, y la que primero se mata, o es la mejor o la de más baja postura», redundando todo ello en un producto abundante (Cercantes, 2003b, 303). Este aspecto positivo se ve, no obstante, acompañado del negativo comportamiento de los trabajadores del matadero, «gente ancha de conciencia, desalmada», consagrada al hurto (Cervantes, 2003b, 302). En segundo lugar, hay que destacar la expresiva queja de Berganza sobre la mucha gente desocupada que abunda en la España de la época sin aportar nada de provecho a la sociedad, sobreviviendo a base de lo obtenido de engaños y hurtos que suman a lo poco que sacan de unos endebles oficios. Parece como si Berganza se hiciera eco de la idea de decadencia moral de España asociada a la ociosidad que iban a discutir diversos literatos a lo largo del siglo XVII: [E]sto del ganar holgando tiene muchos aficionados y golosos; por eso hay tantos titereros en España, tantos que muestran retablos, tantos que venden alfileres y coplas, que todo su caudal, aunque le vendiesen todo, no llega a poderse sustentar un día; y con esto los unos y los otros no salen de los bodegones y tabernas en todo el año; por do me doy a entender que de otra parte que de la de sus oficios sale la corriente de sus borracheras. Toda esta gente es vagamunda, inútil y sin provecho; esponjas del vino y gorgojos del pan (Cervantes, 2003b, 333).

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En tercer lugar, es merecidamente famoso el extenso pasaje en el que Cervantes, por boca de Berganza, ridiculiza la figura de los arbitristas del siglo XVII, que con remedios simples y universales pretendían solucionar los complejos males de la España de entonces73. Sobre la discusión y análisis de dicho pasaje remitimos al lector interesado al artículo de los profesores Luis Perdices y John Reeder, recogido en este mismo libro. 4.6. LA GITANILLA: LOS PREJUICIOS SOCIALES

Esta novela —abundando en la dura descripción hecha por Berganza en El coloquio de los perros— presenta a los gitanos como ladrones. En un comienzo sin matices ni concesiones, el relato encasilla brutalmente a éstos desde las primeras líneas: Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo, y la gana del hurtar y el hurtar son en ellos como accidentes inseparables, que no se quitan sino con la muerte (Cervantes, 2003a, 61).

73 «Yo, señores, soy arbitrista, y he dado a Su Majestad en diferentes tiempos muchos y diferentes arbitrios, todos en provecho y sin daño del reino; y ahora tengo hecho un memorial donde le suplico me señale persona con quien comunique un nuevo arbitrio que tengo, tal que ha de ser la total restauración de sus empeños; pero por lo que me ha sucedido con los otros memoriales, entiendo que éste también ha de parar en el carnero. Mas porque vuesas mercedes no me tengan por mentecato, aunque mi arbitrio quede desde este punto público, le quiero decir que es éste. Hase de pedir en Cortes que todos los vasallos de Su Majestad, desde edad de catorce a sesenta años, sean obligados a ayunar una vez en el mes a pan y agua, y esto ha de ser el día que se escogiere y señalare, y que todo el gasto que en otros condumios de fruta, carne y pescado, huevos y legumbres que han de gastar aquel día se reduzca a dinero, y se dé a Su Majestad, sin defraudalle un ardite, so cargo de juramento; y con esto, en veinte años queda libre de socaliñas y desempeñado. Porque si se hace la cuenta, como yo la tengo hecha, bien hay en España más de tres millones de personas de la dicha edad, fuera de los enfermos, más viejos o más muchachos, y ninguno déstos dejará de gastar, y esto contado al menorete, cada día real y medio; y yo quiero que sea no más de un real, que no puede ser menos aunque coma alholvas. Pues, ¿paréceles a vuesas mercedes que sería barro tener cada mes tres millones de reales como ahechados? Y esto antes sería provecho que daño a los ayunantes, porque con el ayuno agradarían al cielo y servirían a su Rey; y tal podría ayunar que le fuese conveniente para su salud. Este es arbitrio limpio de polvo y de paja, y podríase coger por parroquias, sin costa de comisarios, que destruyen la república». Y termina Cervantes, por boca del can Berganza: «Riyéronse todos del arbitrio y del arbitrante, y él también se riyó de sus disparates; y yo quedé admirado de haberlos oído y de ver que, por la mayor parte, los de semejantes humores venían a morir en los hospitales» (Cervantes, 2003b, 356-357).

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En realidad, Cervantes no hace más que servirse de un estereotipo social bien consolidado por entonces, y sobre esa base construye su novela. Precisamente, lo sorprendente es que la protagonista de la misma, Preciosa la gitanilla, resultará ser finalmente diferente a lo que a priori cabría esperar de acuerdo al citado estereotipo, ya que, si bien había sido criada entre los gitanos, no lo era de nacimiento, pues había sido robada por una gitana anciana, siendo hija de padre noble (Cervantes, 2003ª, 62). Por eso, casi al terminar el relato y tras una serie de peripecias, Preciosa podrá casarse con Juan de Cárcamo. Hay aquí dos aspectos destacables que revelan sin duda dos arraigadas concepciones de la época. Por un lado, parece que las malas maneras y la tendencia al hurto que se achacan a los gitanos son algo adquirido por cuna y no por aprendizaje. Así, aunque Preciosa es educada por una gitana en «todas sus gitanerías, y modos de embelecos, y trazas de hurtar» (Cervantes, 2003a, 61), su naturaleza es diferente, y «la crianza tosca en que se criaba no descubría en ella sino ser nacida de mayores prendas» (Cervantes, 2003a, 62). Por otro lado, el «orden social» no parece poder pervertirse: los de una determinada clase sólo emparentan con los de su misma condición. Preciosa podrá casarse con Cárcamo gracias a que acabará demostrándose que en realidad no es gitana, y algo similar sucederá por ejemplo en La ilustre fregona, donde Tomás de Avendaño, uno de los protagonistas que se hace pasar por mozo de caballos pero que es en realidad hijo de buena familia, podrá casarse finalmente con Constanza cuando se demuestre que no es una simple criada, sino la hija del caballero Don Diego de Carrizo. Sin embargo, los problemas vienen, como en El casamiento engañoso, cuando un hombre de cierta posición, como el alférez Campuzano, se enamora y casa con una mujer de inferior condición y mala vida al ser engañado por sus apariencias, que le hacen pensar en la ganancia o «cantidad de hacienda que ya contemplaba en dineros convertida» (Cervantes, 2003b, 285). En toda la novela se subraya la posibilidad que tienen los gitanos de obtener dinero, al margen del hurto, a cambio de ciertas habilidades o mercancías. Así, la abuela que robó a Preciosa sabe que puede sacar buenos ingresos gracias a los versos, canciones y coplas que le enseñó (Cervantes, 2003b, 62, 63, 67), mientras que en otros lugares se subrayan las posibilidades de intercambio para los pro-

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ductos que los propios gitanos elaboran: van a la «corte para vender su mercadería, donde todo se compra y todo se vende» (Cervantes, 2003b, 63). Asimismo, el dinero sirve a los gitanos para mediar ante el poder judicial y civil que les es hostil, pues puede salvarles de castigos o atenuarlos vía soborno (Cervantes, 2003b, 88). En cualquier caso, en la novela queda claro que la sociedad gitana, ligada al campo y al nomadismo, se rige por un sistema de valores muy diferente al del resto de la sociedad y en especial al de los habitantes de las ciudades. Se trata de un código propio donde domina la idea de propiedad comunal. El largo discurso de un viejo gitano quizá resume bien los tópicos que definían, y que aún definen parcialmente, a este grupo social: Nosotros guardamos inviolablemente la ley de la amistad: ninguno solicita la prenda del otro; libres vivimos de la amarga pestilencia de los celos; entre nosotros, aunque hay muchos incestos, no hay ningún adulterio; y cuando le hay en la mujer propia, o alguna bellaquería en la amiga, no vamos a la justicia a pedir castigo; nosotros somos los jueces y los verdugos de nuestras esposas y amigas [...]. Pocas cosas tenemos que no sean comunes a todos, excepto la mujer o la amiga [...]. Con estas y otras leyes o estatutos nos conservamos y vivimos alegres; somos señores de los campos, de los sembrados, de las selvas, de los montes, de las fuentes y de los ríos [...]. Del sí al no, no hacemos diferencia cuando nos conviene [...]. Tenemos muchas habilidades que felice fin nos prometen; porque en la cárcel cantamos, en el potro callamos, de día trabajamos y de noche hurtamos [...]. No nos fatiga el temor de perder la honra, ni nos desvela la ambición de acrecentarla, ni sustentamos bandos, ni madrugamos a dar memoriales, ni a acompañar magnates, ni a solicitar favores [...]. Un mismo rostro hacemos al sol que al yelo (sic), a la esterilidad que a la abundancia. En conclusión, somos gente que vivimos por nuestra industria y pico, y sin entremeternos con el antiguo refrán: «Iglesia, o mar, o casa real» (Cervantes, 2003a, 101-102).

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Dinero y contrato en El mercader de Venecia

Carlos Rodríguez Braun75

75. Agradezco la ayuda y los comentarios de Isabel Gómez-Acebo, Francisco Cabrillo, Juan Urrutia y David Teira.

Habitual confusión en las grandes obras de Shakespeare es creer que el judío Shylock es un mercader veneciano, cuando no es ni una cosa ni otra; y guarda analogía con el solapamiento conforme al cual se piensa que el más famoso monólogo de Hamlet tiene que ver con una inexistente calavera que sólo aparece dos actos más tarde (Rodríguez Braun, 2005). Pero la confusión y la duplicidad predominan en El mercader de Venecia, desde los dos mundos que vemos, Venecia y Bélmont, donde confluyen Porcia y sus pretendientes; el reino del derecho y el del amor, la esfera pública y la esfera privada unidas por un contrato, dice Burkhardt, o más bien por diversos contratos de los que desconocemos los detalles pero no el desenlace, porque el paradisíaco Bélmont deriva de la fortuna del padre de Porcia, acumulada gracias al comercio76. Shakespeare ilumina desde varias perspectivas, incluida la económica, lo que conviene ver, en contraste con el conocido hecho de que los pensadores, hasta el siglo XX, fueron en elevada proporción aristócratas o sacerdotes, personas no siempre muy propensas a apreciar el comercio; siendo sustituidos, ya en el siglo XX, por intelectuales que presumieron de progresistas y compartieron con ellos el desdén por el mercado. Un ejemplo es Marc Shell, cuya notable erudición es neutralizada por un análisis oscuro con ecos casi marxistas y que sugieren una escasa comprensión económica; más perceptivo es Frederick Turner, aunque tampoco está exento de errores77. En El mercader de Venecia hay muchos argumentos económicos, además de los obvios legales, empezando por el propio negocio del préstamo con interés. Turner señala que Shakespeare, que era un importante inversor, no desaprobaba el cobro de interés, que estaba

76. Burckhardt, 1968, 211; Szatek, 2002, 334. 77. Shell, 1978 y 1989. Un análisis muy pobre en Martínez Pastor, 1999. Véanse Turner, 1999 y Cantor, 2000.

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sometido en su tiempo a una regulación a la baja en Inglaterra; entre mediados del siglo XVI, cuando esa actividad fue legalizada, y mediados del XVII, el tipo máximo autorizado bajó del 10% al 5%78. La imagen de los préstamos en todo caso llevaba siglos de mala reputación, y cabe recordar que el padre de Shakespeare había sido acusado en dos oportunidades de prestar dinero a tasas elevadas, de en torno al 20% (Kish-Goodling, 1998, 337). Los protagonistas tienen que ver con los negocios, y la escena se sitúa en Venecia, cuyo legendario esplendor pronto se apagaría, porque la explosión de la navegación trasladaría la importancia económica más al Oeste. La obra, basada en una novela italiana del siglo XIV, fue interpretada como cómica, quizá por contraste con el siniestro Barrabás del Jew of Malta de Christopher Marlowe, el gran rival de Shakespeare, aparecida pocos años antes del estreno de El mercader, en 1597; y no fue considerada una tragedia hasta finales del siglo XIX. La obra tenía antecedentes desde todos los puntos de vista: el nudo de la trama, los cofres, y el truco de la sangre. Como Shylock no es un personaje nítido como el judío de Malta, se abrió un debate sobre el antisemitismo de Shakespeare, debate lógico porque el judío no es tan malo ni los cristianos tan buenos, y aunque parece más claro esto último, en realidad el prestamista puede ser serio, afectuoso y defensor de contratos y propiedades, mientras que los cristianos pueden ser imprudentes, despilfarradores y racistas79. En la época de Shakespeare se desarrollan instrumentos financieros y jurídicos, al tiempo que arrecian las quejas sobre la usura, la actividad clásica de los judíos, largamente condenada por el cristianismo. Pero no está claro qué clase de empresario es Shylock, puesto que insiste en cobrar en especie (la carne de Antonio) en vez de beneficiarse de una elevada tasa de interés, algo que difícilmente 78. Turner, 1997 recuerda que la recomendación «neither a borrower nor a lender be» brota de labios del escasamente plausible Polonio en Hamlet. 79. Por ejemplo: Luxon, 1999; Stirling, 1997; Cohen, 1980. Para el contexto histórico sobre la naturalización de los judíos en Inglaterra en el siglo XVIII, y una alegoría sobre la obra y el nazismo veánse: Shapiro, 2000 y Lerner, 2000. El juez Posner recuerda que para un inglés de la época de Shakespeare un judío era casi un ser mítico: «Los judíos habían sido expulsados de Inglaterra por Ricardo Corazón de León en el siglo XIII, y aunque había algunos judíos en Londres en tiempos de Shakespeare, no formaban parte de la vida cotidiana de la ciudad, y quizá Shakespeare jamás se topó con ninguno. Corrían extraños rumores sobre los judíos, incluyendo el que bebían la sangre de niños cristianos en Pascua, un rumor que guarda un eco en la cláusula de la libra de carne»; Posner, 1998, 407-408. Véase Davis y Richards, 1985, y la nota 60 infra.

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cabría esperar de un homo economicus. Como dice Cohen: «La crisis en la obra se produce no porque insista en la usura sino porque renuncia a ella» (Cohen, 1982, 773). Y eso es lo que exploraremos en este ensayo: Shylock como víctima y victimario, y el análisis del dinero y el contrato, la economía y el derecho, el mercado y la moral, nos permitirá bucear en los matices de uno de los personajes más atractivos del teatro de todos los tiempos, un personaje que permite ponderar el mensaje del liberalismo clásico sobre la justicia y la beneficencia. La obra se abre con el protagonista, Antonio. Él es el mercader de Venecia, cosmopolita capital comercial admirada en Inglaterra, y no Shylock, prestamista profesional. La escena Primera tiene lugar en el ámbito propio de los mercaderes: el puerto, de donde han zarpado las naves de Antonio, probablemente con bienes importados de Oriente. Allí tenemos razonamientos económicos desde el principio. Ante la melancolía de Antonio, sus amigos destacan el aspecto característico del mundo empresarial: el riesgo, un riesgo enorme y evidente en esas circunstancias (Farnam, 1931, 30). Salerio señala el mar, y tanto él como Solanio coinciden en que, lógicamente, Antonio debe estar preocupado por sus negocios, tan dependientes de azares allende la costa. Dice Salerio: Your mind is tossing on the ocean. (I.i.8)80

El océano te agita el pensamiento.

Y Solanio: Believe me, sir, had I such venture forth,] The better part of my affections would Be with my hopes abroad. (I.i.15)

Créeme: teniendo tal comercio por los [mares, allá estarían mis sentidos, navegando con todos mis afanes.

La conclusion es obvia para Salerio: But tell not me; I know Antonio Is sad to think upon his merchandise. (I.i.39)

Vamos, vamos: sé que Antonio está triste Pensando en sus mercancías.

80. Las citas en inglés corresponden a Shakespeare 1995; y en español a Shakespeare 2000.

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Pero la respuesta del mercader indica que es un buen empresario, porque su actividad florece y ha diversificado sus inversiones: My ventures are not in one bottom trusted,] Nor to one place; nor is my whole estate] Upon the fortune of this present year. (I.i.42)81

No he fiado mi comercio a un solo barco ni a un mismo lugar; ni he dejado mi hacienda a los azares este año.

Como no son las mercancías, sus amigos deducen que debe estar enamorado, ante lo que Antonio protesta, aunque nunca se aclara el porqué de su tristeza, a la que se vuelve a aludir después (II.viii.52)82. El que sí está enamorado es Basanio, que aparece enseguida, y aquí tenemos una nueva dimensión económica. Basanio («a scholar and a soldier» [hombre de armas y letras], Nerisa, la asistente de Porcia: I.ii.96) ha despilfarrado su herencia por vivir de modo extravagante por encima de sus medios; está endeudado, principalmente con Antonio: To you Antonio, I owe most in money and in love, And from your love I have a warranty,] To unburthen all my plots and purposes How to get clear all the debts I owe. (I.i.130)

Antonio, tú ya eres mi mayor acreedor en dinero y en afecto, y tu afecto me otorga licencia para confiarte los planes y designios con que librarme de las deudas contraídas.

En su estudio clásico sobre el derecho en Shakespeare, White dice que la expresión «warranty» puede aludir a que Antonio deberá responder con todos sus bienes por las deudas de su amigo (White

81. Roover 1946, 161. La prudencia de Antonio como empresario es señalada por Watts 2003, 76-77. 82. El mercader no tiene ni expresa relación con mujer alguna, lo que ha motivado conjeturas sobre una eventual pasión homosexual con Basanio. La interpretación tradicional es de una relación de tipo paternofilial: Anderson 1985, 128; Oldrieve 1993, 90. Es conocida la visión homosexual en los sonetos de Shakespeare. Turner 1999, 57-9, recuerda que Dante recoge una antigua tradición al asociar el pecado de la usura con el de la homosexualidad, porque la primera hace reproducir a lo inerte, mientras que la segunda veda la reproducción de lo vivo. Este autor afirma que Shakespeare supera dicha noción, y que el marxismo, con su incomprensión de la generación de la riqueza, representa un regreso a la misma.

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1913, 111-112). A éste le relata su último proyecto para pagar lo que debe. El mercader se ofrece a ayudarlo, a pesar de que el esquema es irracional, y lo ilustra Basanio con un hábito de la juventud: disparar una segunda flecha en la misma dirección donde ha perdido la primera. Admitiendo que es «pure innocence» (pura ingenuidad), Basanio pide ayuda a Antonio para conquistar a Porcia, una mujer de Bélmont, hermosa pero antes que nada rica. Tiene numerosos pretendientes y Basanio explica su plan: O my Antonio, had I but the means To hold a rival place with one of them, I have a mind presages me such thrift, That I should questionless be fortunate.

¡Ah, Antonio! Si yo tuviera los medios para poder contender con uno de ellos, me augura el corazón tanta fortuna que sin duda sería el agraciado.

(I.i.173)

Ante lo que sucede a continuación sólo cabe concluir que el afecto de Antonio nubla su inteligencia y decide apoyar a su amigo. Observamos que es menos prudente de lo que ha afirmado antes (Engle 1986, 22): no cuenta con efectivo ni bienes, «all my fortunes are at sea» (toda mi riqueza está en el mar), pero le dice que pida dinero prestado con su garantía y él mismo lo secundará en esa búsqueda, «Try what my credit can in Venice do» (mira a ver lo que rinde mi crédito en Venecia) (I.i.177), algo que va en contra de sus principios, porque ni presta ni pide prestado a cambio de un interés. Yet to supply the ripe wants of my friend I’ll break a custom. (I.iii.60)83

Por atender la urgencia de mi amigo faltaré a mi costumbre.

Inmediatamente, vemos su crédito en la compleja escena Tercera, donde se cierra el trato. Razonablemente reticente, Shylock nos enseña un nuevo ángulo de la vida económica de Antonio: la diversificación de sus inversiones es vista como imprudente, porque todos sus barcos están en alta mar, y por tanto «his means are in supposition» (sus bienes son supuestos) (I.iii.15). No obstante, Shylock puede aceptar la garantía porque su patrimonio es cuantioso.

83. Nelson 1947, 117.

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Cuando entra el mismo Antonio, Shylock reflexiona para sí y nos enteramos de que el mercader desprecia al judío y viceversa, y algo más: Antonio In low simplicity He lends out money gratis, and brings down] The rate of usance here with us in Venice.] (I.iii.38)

En su humilde simpleza va prestando dinero gratis y rebaja nuestra tasa de ganancias en Venecia.

Y cuando se juntan los mercaderes, Antonio lo critica por usurero: On me, my bargains, and my well-won thrift,] Which he calls interest. Cursed be my tribe,] If I forgive him! (I.iii.45)84

Murmura de mí, de mis tratos y mis lícitas ganancias, que él llama [intereses. ¡Maldita sea mi estirpe si le perdono!

Se trata pues de un competidor en el negocio, que además habla mal de Shylock y los judíos que se dedican al préstamo, algo que Antonio, en una clara manifestación de la diferencia entre las doctrinas cristiana y judía, declara que no hace. El juez Posner recuerda que esa actividad podía no ser respetable, pero ya no estaba prohibida (Posner 1988, 91)85. Inmediatamente, el judío cuenta la historia de Jacob y Labán; y las ovejas, que termina con una línea que Farnam subraya acertadamente como una proclamación liberal: And thrift is blessing if men steal it not. (I.iii.88)86

Y ganancia es bendición si no se roba.

Lo notable de todo esto es que esa conclusión no parece deducirse de la historia anterior, que más bien revela una trampa, y justifi-

84. Farnam 1931, 104-105. 85. Véase el reproche de McCloskey 1992. 86. Farnam 1931, 7. Este autor, que no simpatiza con el pensamiento liberal, subraya que hay en otras obras de Shakespeare posiciones distintas al respecto, véase el capítulo VII: «Social economics».

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ca que Antonio primero comente de manera elíptica que la fortuna de Jacob depende de Dios, como si no hubiera habido una treta, y después diga más claramente: Mark you this, Bassanio The devil can cite Scripture for his purpose.] (I.iii.95)

Fíjate, Basanio: El diablo cita la Biblia en su provecho.

La sutileza de Shakespeare sugiere que es él quien juega como el diablo con la Biblia87. Los paralelismos con los textos sagrados son patentes (Lewalski, 1962). La mujer de Shylock se llamaba Leah (Lía) (III.i.101)88, que era el nombre de la primera mujer de Jacob, en una historia donde, como en El mercader, todo son ardides y suplantaciones. Ésta es una de ellas, porque Jacob es engañado por su tío Labán, que le entrega a Lía cuando la primera mujer que quería Jacob era Raquel, que será la segunda (Gn 29, 15-30). Hay engaños y suplantaciones de Lía y Raquel con las esclavas de ambas (y las cuatro conciben de Jacob), y el truco de las varas mediante el cual Jacob se queda con buena parte del rebaño de Labán (Gn 30, 31-43) se enmarca en el contexto de un Labán que engañó originalmente a Jacob y después prosperó gracias a él (Gn 30, 30-31). Por supuesto, la astucia de Jacob ya queda reflejada en la obtención de la primogenitura (Gn 25, 29-34) y —otra vez, mediante una suplantación— la bendición paterna (Gn 27), con la ayuda de su madre, que urde toda la trama y es, efectivamente, la madre astuta de la que habla Shylock: «As his wise mother wrought in his behalf» (merced a la prudencia de su madre) (I.iii.71). Cuando Antonio, impaciente, le pregunta si Jacob cobraba interés, el judío, antes de relatar la historia que termina bendiciendo el beneficio, aclara «not as you would say directly interest» (lo que diríais intereses directos, no) (I.iii.75).

87. Esta expresión aparece de forma similar más tarde: In religion What damned error, but some sober brow Will bless it, and approve it with a text, Hiding the grossness with fair ornaments? (III.ii.77) [En religion, / ¿qué herejía no sabrá bendecir / un digno varón apoyándose en los textos / y cubriendo el desatino de ornamento?] Montayne (2000, 588) interpreta la obra como un conflicto entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. 88. Y el nombre de Yésica remite a la Jiscá de Gn 11, 29. Cf. Nathan 1950, 257.

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Jacob recurre a la Ley del Talión, algo muy judío, explícitamente rechazada por Jesús en unas líneas que parecen prefigurar al Antonio ideal89, y que enlaza con el lamento siguiente de Shylock sobre los insultos y agravios recibidos por parte de quien ahora reclama su ayuda y que, para colmo de injurias, asegura que seguirá ofendiéndolo, y le dice que le preste el dinero como a un enemigo: For when did friendship take A breed for barren metal of his friend? But lend it rather to thine enemy, Who if he break, thou mayst with better face] Exact the penalty. (I.iii.130)

Pues, ¿cuándo la amistad sacó fruto de metal infructuoso? Préstalo más bien como enemigo: si se arruina tu deudor, podrás exigir la pena sin reparos.

La doctrina aristotélica y cristiana de la esterilidad del dinero no puede ser más explícita90. Asimismo, «penalty» abre una crucial alternativa, porque no se limita a una suma de dinero sino que, como nos informa White, puede incluir castigos corporales, lo que es muy importante para lo que sucederá después (White, 1913, 112). Pero también el judío defiende la productividad financiera; cuando el mercader ironiza sobre si el relato bíblico pretende justificar la usura, y le pregunta si su oro y su plata son como las ovejas y los carneros, responde Shylock con unas palabras que refutan la noción de que el dinero es estéril: I cannot tell, I make it breed as fast! (I.iii.94)91

No lo sé. Conmigo crían igual92.

89. «Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pues yo os digo: no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto; y al que te obligue a andar una milla vete con él dos. A quien te pida da, y al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda» (Mt 5, 38-42). 90. La referencia bíblica, fuente de la autorización de la usura sólo entre los judíos, es la clásica del Deuteronomio que permite prestar con interés al extranjero pero no al hermano (Dt 23, 20-21). Turner (1999, 87) recuerda que el judío Túbal estaría dispuesto a prestarle dinero a Shylock sin interés. 91. Farnam 1931, 6-7. Esta conclusión resuelve el propio ejemplo bíblico, que ha desconcertado a los especialistas, que han tendido a considerarlo ajeno a la cuestión de la usura; Holmer 1985, 64-65. 92. Merchant 1995, 11-12.

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El tema de la usura era popular entonces, y no mucho antes de que Shakespeare escribiera la obra, Sir Thomas Wilson había publicado su influyente Discourse upon Usury, de 1752. Pero no es El mercader nada parecido a un panfleto anti-usura. Al contrario, se presenta la complejidad de un prestamista agraviado frente a unos cristianos ni prudentes ni moderados (Merchant 1995, 13-16; Szatek 2002, 344). A continuación viene el pacto. Dice el judío que ofrecerá bondad: Go with me to a notary, seal me there, Your single bond, and, in a merry sport, If you repay me not on such a day, In such a place, such sum or sums as are Expressed in the condition, let the forfeit Be nominated for an equal pound Of your fairly flesh, to be cut off and taken In what part of your body pleaseth me. (I.iii.141)

Venid conmigo al escribano y me firmáis el simple trato, y, por juego, si no me reembolsáis en tal día y tal lugar la suma convenida en el acuerdo, la pena quedará estipulada en una libra cabal de vuestra carne que podrá cortarse y extraerse de la parte del cuerpo que me plazca. Todo esto tiene un componente de humor, pero las formas legales son serias: obsérvense el notario y el sello. White y otros notan el matiz jurídico de distinguir entre un «single bond», o el compromiso de pago de una suma en una fecha determinada, y el «conditional bond», que incorpora la posibilidad tanto de la nulidad del contrato como de penalidades y confiscaciones por su incumplimiento, castigos que, como nota Scott, estaban excluidos en la antigua prohibición de la usura (White 1913, 114-115n)93. Basanio recomienda

93. El sello es mencionado más tarde: «Till thou canst trail the seal from off my bond» (IV.i.139) [Mientras tus gritos no deshagan el sello / de mi trato]. Y el mismo autor subraya su importancia legal, 125-6. Véase también Scott (2004, 288-289).

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no aceptar el trato, pero Antonio cree que no involucra riesgo en realidad, puesto que espera recibir en dos meses, o sea, un mes antes del vencimiento del plazo, unos rendimientos nueve veces superiores a los tres mil ducados objeto del préstamo (I.iii.153)94. Shylock reprocha la desconfianza de los cristianos cuando en realidad está ofreciendo una ganga: una libra de carne humana vale menos que una libra de carne de oveja, vaca o cabra. Está siendo amable, y así lo reconoce Antonio, que acepta el trato y observa del judío: «he grows kind». El propio Shylock ofrece el acuerdo basado en «kindness». Basanio dice que el judío es un villano, pero alaba los términos del acuerdo: I like not fair terms and a villain’s mind. (I.iii.176)

No me gustan las bondades de un malvado.

En el acto Segundo vemos, a propósito de los tres cofres de entre los que deben elegir los pretendientes de Porcia, y a que conforme al mandato de su padre ella se casará con quien acierte, que el amor y el talento deberían apuntar no al oro ni la plata (que valía diez veces menos que el oro, II.vii.53) (Farnam 1931, 99) sino al «dull lead» (rudo plomo). La inscripción en el cofre de plomo apunta al romanticismo de Basanio, pero también al hijo pródigo, que no salva el negocio sino el alma. Basanio todo lo dilapida, pero es capaz de conceder a Graciano el favor que le pide incluso antes de saber qué es (II.ii.160). También se señala la enorme bondad de Antonio: «A kinder gentleman treads not the earth» (Es el hombre más bueno de la tierra) (II.viii.35). Al tiempo que aparece la primera información sobre el naufragio de una de sus naves en el Canal de la Mancha. Están las dos visiones típicas de un contrato, donde sobre la relación entre empleado y patrón dice Lanzarote «I am famished in his service» (Me mata de hambre) (II.ii.95). Pero Shylock, que vuelve a hablar aquí de «prodigal Christian» (II.v.15), prefiere no contar con los servicios de un Lanzarote que come mucho y duerme todo el día (II.ii.130 y II.v.45). La expresión «prodigal» ha aparecido antes: la utilizó Basanio para referirse a sí mismo (I.i.129), lo que es por un

94. Para un estudio sobre el papel de varias sumas de ducados en la obra, véase Holland (2001). Véase también Ojima (2004).

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lado un acierto, pero por otro lado tampoco cabe olvidar la mencionada imagen cristiana del hijo pródigo. Tenemos la primera mención a la justicia, y es cuando, a propósito de la fuga de Yésica, la hija de Shylock, con el cristiano Lorenzo, Solanio ridiculiza la reacción del judío: ‘Justice! The Law! my ducats, and my daughter!’ (II.viii.15)

¡Justicia y ley! ¡Mis ducados y mi hija.

Cuando lo cierto es que Shylock, que había pedido a su hija al partir: «Look to my house […]. I did dream of money-bags tonight» (Cuida de mi casa… anoche soñé con bolsas de oro) (II.v.16), es traicionado por ella; que en la escena Sexta huye, aunque muestra cierto arrepentimiento, llevándose, efectivamente, dos bolsas con oro y joyas. Hay un paralelismo bíblico: «Como Labán había ido a esquilar sus ovejas, Raquel robó los ídolos familiares que tenía su padre» (Gn 31, 19)95. La apelación a la justicia es objeto de befa cuando se trata de un robo, explícitamente reconocido en el acto Quinto, cuando se lo compara con que Lorenzo robó amor (con falsas promesas): In such a night Did Jessica steal from the wealthy Jew. (V.i.13)

En noche así, Yésica huyó del rico judío.

Porcia, en cambio, cumple con la voluntad de su padre a propósito del matrimonio, aunque es también un contrato condicionado, cuyos términos pueden resultar estrafalarios; por cierto, también los aceptan los fracasados príncipes de Marruecos y Aragón, que no son capaces de desvelar el secreto, y deben renunciar a Porcia ¡y al matrimonio! (II.viii.10). En unas páginas irónicas, y en lo que representa una de las primeras aplicaciones de la teoría de juegos a la literatura, Williams sugiere que esta severa cláusula pretende reducir el 95. Y es un robo de verdad, ignorado por Jacob, y señalado como tal por el autor sagrado, que en cambio no califica de tales las tretas de Jacob. El robo de Raquel queda impune —otra vez, mediante una ocultación— y el final de la historia es feliz: Labán y Jacob zanjan sus diferencias con un tratado (Gn 31, 30-54). El engañado Shylock pasará de Jacob a Labán, y también acordará condiciones al final; Nathan (1950, 259), Engle (1986, 32), Szatek (2002, 337-41).

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campo de los que conciben a Porcia como irreemplazable. La importancia del matrimonio es sobresaliente: los no casados están marginados y tristes, y esa puede ser la explicación del desánimo de Antonio; se ha dicho que los no casados son una suerte de castrados, de ahí el terrible compromiso de los que fallan en los cofres. Vimos en el acto Primero que Shylock dice que su dinero se multiplica como las ovejas, y en el acto Cuarto Antonio confiesa: «I am a tainted wether of the flock, Meetest for death», o un carnero castrado (IV.i.114) (Soy la oveja enferma del rebaño, la primera en morir) (Shell 1989, 56)96. En cuanto a la escena de Lanzarote con su padre, es cruel y evoca a Jacob engañando a su progenitor fingiendo ser Esaú y a los hermanos de José engañando a Jacob con la falsa muerte de José (Anderson 1985, 120). Se indica también la crueldad del propio Shylock, que no deja que su hija se divierta viendo las máscaras del carnaval. Ella protesta: «Our house is hell» (Esta casa es el infierno) (II.iii.2), lo que apunta a justificar su deslealtad. En el acto Tercero continúan los elogios a Antonio, mientras que el judío es, como en otras partes de la obra, asimilado al demonio. Pero Antonio semeja menos plausible por una razón económica que contrasta con la imagen de prudencia inicial: el judío Túbal confirma a su amigo Shylock, con noticias desde Génova, el naufragio de uno de los barcos del mercader, lo que basta para arrastrarlo a la quiebra. «He cannot choose but break […]. Antonio is certainly undone» (Acabaría en la ruina […]. Antonio está arruinado) (III.i.95 y 103). Asombrosamente, no hay ninguna mención a los seguros, habituales en Venecia desde el siglo XIV (Kermode, 2004, 30, 98-99). Pero además es un pródigo que prestaba dinero «for a Christian curtsy» (por caridad cristiana) y no por un interés; mientras llamaba al judío «usurero» (III.i.39), se comportaba con notable crueldad hacia el prestamista, y sólo porque era judío, como dice Shylock en su monólogo en el que alega que los judíos son personas como los cristianos, y tienen derecho a que sus daños sean reparados. Se presenta como venganza lo que semeja justicia: el que causa el daño debe repararlo; lo hacen los cristianos, aunque esté mal, y Shylock, al finalizar la identificación entre judíos y cristianos, no ve por qué no lo va a hacer él:

96. Sobre El mercader y la teoría de juegos a propósito de la prueba de los cofres véanse Williams (1966, 201-203) y Brams (1994, 36).

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The villainy you teach me I will execute. (III.i.59)

La maldad que me enseñáis la ejerceré.

Las protestas del judío por la pérdida de su dinero lo llevan a proclamar que desea ver muerta a su hija, pero a continuación nos enteramos de que no sólo robó a su padre sino que ha resultado cruelmente caprichosa: a cambio de un mono entregó un anillo de turquesa que Leah, su madre, había regalado a su padre cuando eran novios, y que éste apreciaba más que el dinero, puesto que jamás lo habría vendido (III.i.102)97. Shylock confía en verse compensado por los perjuicios que le ha ocasionado el mercader, y también en verse librado de un competidor: For were he out of Venice I can make what merchandise I will. (III.i.106)

Sin él en Venecia, yo puedo hacer los negocios que quiera.

En la extensa escena Segunda, Basanio acierta con el cofre (Freud 1968, 1063-1068)98, algo en lo que juega con ventaja, ayudado por Porcia que, como la bíblica Raquel, defrauda la aparentemente arbitraria instrucción paterna: las tres líneas de la canción terminan con palabras que riman con «lead» (plomo) (III.ii.63)99. Hay una alegoría y una anticipación de lo que sucederá después. Lamenta Porcia: O, these naughty times, Put bars between the owners and their rights. (III.ii.18)

¡Ah, mundo cruel, que pone barreras entre el dueño y sus derechos!

Y Basanio:

97. La hipocresía de todos los personajes es subrayada en Hampson (1998). 98. Relaciona la prueba con la que plantea el Rey Lear sobre el amor de sus hijas. Anderson (1985, 121-122), entre otros, refiere la prueba al caso de Moisés en el Antiguo Testamento. Véase también Berger (1981). 99. Gray (1927, 458-459; Turner (1999, 71). Pero véanse Burckhardt (1968, 217-218), Spinosa (1993, 62) y Halio (1993, 74-75).

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In law, what plea so tainted and corrupt, But, being seasoned with a gracious voice,] Obscures the show of evil? (III.ii.75)

En un juicio, ¿qué infame defensa no puede encubrir su maldad bajo el manto de una voz armoniosa?

Y a continuación viene la segunda referencia al uso torticero de las Escrituras, que comentamos antes. Es una interesante reflexión a tenor del subterfugio que veremos durante el juicio, aunque a White sólo le parece un guiño más o menos falaz al recelo popular frente a los abogados (White, 1913, 117a-117b). El enamorado triunfante —nótese que pierden los no venecianos—, que ni siquiera lee las inscripciones y se basa sólo en mirar los cofres («You that choose not by the view» [Al no elegir la apariencia] III.ii.131), desprecia el oro y la plata asociándolos con vanos adornos o con la moneda: Therefore, thou gaudy gold, Hard food for Midas, I will none of [thee— Nor none of thee, thou pale and [common drudge Tween man and man. (III.ii.101)

Así que contigo, oro ostentoso, duro alimento de Midas, no quiero nada; ni contigo, vulgar y pálido esclavo de todos.

El oro equivale a la ambición, como indica la inscripción en el cofre: «Who chooseth me shall gain what many men desire» (Quien me elija tendrá lo que muchos desean), mientras que lo que dice el cofre de plata alude a la equivalencia en el intercambio: «Who chooseth me shall get as much as he deserves» (Quien me elija tendrá todo lo que merece) (II.vii.5). Confirma Basanio que es un derrochón y lo ha disipado todo: I freely told you all the wealth I had Ran in my veins. I was a gentleman. (III.ii.253)

Os dije con franqueza que toda mi fortuna Corría por mis venas: era un caballero.

Lo que encaja con lo que reza la no leída inscripción del escogido cofre de plomo: «Who chooseth me must give and hazard all he

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hath» (Quien me elija debe darlo y arriesgarlo todo) (II.vii.9) (Scott 2004, 294). Podría ser una alusión a la entrega total que reclama la fe verdadera, algo con claras referencias evangélicas, y que también premia en este mundo, como dice Graciano: «We are the Jasons, we have won the fleece» (Somos los Jasones, hemos ganado el vellocino) (III.ii.240), pero obsérvese la aristocrática expresión «I was a gentleman», que lo sitúa por encima del dinero. Y encaja con lo que nos enteramos de Antonio: sus barcos se han hundido y él está en bancarrota, siendo así que al principio les había asegurado a Salerio y a Solanio que su fortuna no dependía de lo que pudiese suceder con sus negocios ese año. Está claro que ha sobreestimado su crédito, porque no puede juntar el dinero para pagar al judío. Porcia pone su fortuna a disposición de Basanio, pero Salerio aporta una nueva información: a Shylock, paradójicamente, no le interesa el dinero, y quiere la carne del mercader (III.ii.282). Esto, que veremos repetido más tarde, indica que como el plazo ha vencido y el judío no ha cobrado, tiene derecho a que el contrato se cumpla en sus términos, aunque el demandado se ofrezca a pagar. La odiosa alternativa de «forfeiture», apunta White, era algo que inevitablemente concitaría en el público (igual que en las autoridades legales y la comunidad de mercaderes) el rechazo radical hacia el prestamista retratado hábilmente por Salerio (III.ii.273), particularmente por lo que veremos ahora. Shylock no acepta intercesiones, quiere castigar al «fool that lent out money gratis» (necio que prestaba gratis) (III.iii.2), mientras que Antonio, expresando más bondad que nunca, explica: He seeks my life —his reason well I [know; I oft delivered from his forfeitures Many that have at times made moan [to me; Therefore he hates me. (III.iii.21)100

Quiere mi vida y conozco el motivo: he librado de sanciones a muchos de sus deudores que me han pedido ayuda. Por eso me [odia.

Independientemente de esta imagen mercedaria, Antonio explica a continuación la clave liberal de la prosperidad de Venecia: su

100. Scott (2004, 290).

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apertura y su rigor en la aplicación de la justicia, que ni la máxima autoridad puede eludir. The duke cannot deny the course of law; For the commodity that strangers have With us in Venice, if it be denied, Will much impeach the justice of the [state, Since that the trade and profit of the city Consisteth of all nations. (III.iii.26)101

El Dux no puede impedir el curso de la ley. Sería negar los derechos de que gozan aquí los extranjeros, y empañaría la justicia del Estado, pues el comercio y los ingresos de Venecia están ligados a todos los pueblos.

Al finalizar el acto, hay un divertido diálogo con contenido económico. Protesta Lanzarote porque si se extiende la conversión de los judíos en cristianos, como ha hecho Lorenzo con Yésica, entonces ¡subirá el precio del cerdo! (III.v.20). En el acto Cuarto, y aunque no conocemos todos los términos de un terrible contrato que en el fondo no puede ser legítimo, sabemos que la ley está a favor de Shylock, pintado aquí peor que nunca (en la muy extensa escena Primera se le acusa, por ejemplo, dos veces de envidioso: IV.i.10 y 126). El Dux pide clemencia al judío, que perdone el castigo y además la mitad del principal adeudado, considerando que las pérdidas de Antonio han sido tan cuantiosas que habrían podido arruinar a un «royal merchant» (regio mercader) (IV.i.24). Shylock, que en parodia de la justicia aparece con un puñal y una balanza, para cortar y pesar la carne de Antonio (Merchant 1995, 30), se niega, quiere la libra de carne humana, aunque reconoce que su valor, «carrion flesh» (carnaza), es menos que tres mil ducados, pero es su deseo, o su rencoroso capricho (IV.i.42). Basanio —el origen de todo el asunto— aparece con el dinero de Porcia y se ofrece a devolver el doble de lo que debe Antonio; Shylock lo rechaza y, evidentemente, en términos legales puede

101 Estas líneas prueban que Shakespeare captó perceptivamente un principio fundamental de la economía de mercado (Benston, 1979, 374). La cuestión de la legalidad del trato y de que no se puede ni debe violar la ley es subrayada en seis oportunidades, como apunta Waswo (1996, 22-25). Szatek (2002, 335) recuerda que otro aspecto liberal de Venecia era, precisamente, su relativa mayor tolerancia hacia los judíos y sus negocios.

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hacerlo102. El mercader certifica la validez del trato, y el judío advierte: If you deny me, fie upon your law! There is no force in the decrees of Venice! (IV.i.101)

¡Ay de vuestra justicia si me la negáis! Las leyes de Venecia no tendrán valor.

Porcia, ahora disfrazada de abogado, tiene que apelar en un célebre y bellísimo monólogo a la misericordia del judío, y apoya la virtud de la solidaridad, que no puede imponerse y que es ponderable para quien recibe y quien da: The quality of mercy is not strained, It droppeth as the gentle rain from [heaven Upon the place beneath. It is twice [blessed: It blesseth him that gives, and him that takes. (IV.i.181)

El don de la clemencia no se impone. Como la lluvia suave, baja del cielo a la tierra. Imparte doble bendición, pues bendice a quien da y a quien recibe.

Pero no apela a la justicia: Though justice be thy plea, consider this, That in the course of justice none of us Should see salvation. (IV.i.195)

Aunque pidas justicia, considera que nadie debiera buscar la salvación en el curso de la ley.

No hay manera de eludir la ley, ni siquiera pagando diez veces lo adeudado (IV.i.208), de modo que Basanio termina rogándole al supuesto abogado, porque «malice bears down truth» (lo justo sucumbe a lo perverso), que de hecho desfigure e incumpla la ley, por una buena causa:

102. Aquí aparece la única mención a la esclavitud, y algunos comentaristas han subrayado que seguramente habría atraído al público, dados los debates que arreciaban ya entonces sobre el tema (Scott, 2004, 301). Este autor señala también que Shylock habla de la libra de carne como algo que ha sido por él «dearly bought» (IV.i.100), la misma expresión que ha utilizado Porcia a propósito de su futuro marido (III.ii.312).

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And I beseech you, Wrest once the law to your authority — To do a great right, do a little wrong, And curb this cruel devil of his will. (IV.i.211)

Os lo suplico, forzad la ley por una vez con vuestra [autoridad; haced un gran bien con un pequeño mal y frenad la voluntad de este demonio.

Porcia responde que eso es imposible, por el mal precedente que sentaría, pero al cabo termina imponiéndose con el ardid de que, efectivamente, el judío puede cobrarse una libra de carne, pero el contrato, que es varias veces consultado en esta escena, no dice nada de derramar sangre. Si Shylock lo hace, aunque derrame una sola gota, la república veneciana le confiscará todos sus bienes. El judío no lo puede creer, pero Porcia le enseña el texto legal (IV.i.311). El judío —que en todas las circunstancias, nótese, acata la ley (Benston 1979, 378)103— empieza a retroceder, acepta que le paguen tres veces lo adeudado (IV.i.315), pero está perdido. Porcia aprovecha la insistencia previa del demandante en que se cumpla el contrato y sostiene que debe ejecutarse, con terribles consecuencias para el judío, que se muestra dispuesto a aceptar sólo el principal, y Basanio a dárselo (IV.i.333), pero Porcia, tras consultar nuevamente el texto legal, acaba demostrando que Shylock debe entregar todos sus bienes, la mitad a Antonio y la otra mitad a las autoridades, que además pueden ejecutarlo. El Dux, «that thou shalt see the difference of our spirit» (para que veas qué distinto es nuestro ánimo), le perdona la vida y sugiere que, si se arrepiente, la mitad expropiada por el Estado puede reducirse a una mera multa; Porcia aclara que es la mitad pública, no la de Antonio (IV.i.364). Ante la situación, el judío prefiere la muerte antes de verse privado de sus medios de vida: Nay, take my life and all, pardon [not that. You take my house, when you take [the prop

Quitadme también la vida, no la perdonéis. Me quitáis mi casa al quitar el puntal

103. Cuando Shylock cree que la disfrazada Porcia lo está ayudando ante el tribunal, la llama «Daniel» (IV.i.220). Luxon 1999 juega con la idea, sugerida un poco antes en «The quality of mercy», de que la aplicación estricta de la ley puede producir injusticias. Y en efecto, Shylock alude a Dn 13, donde el joven Daniel, gracias a la intervención misericordiosa de Dios, consigue rectificar una sentencia injusta —urdida por cierto por dos jueces malvados— y salva a una mujer falsamente acusada de adulterio.

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That sustain my house: you take my [life When you do take the means whe [reby I live. (IV.i.370)104

que la sostiene; me quitáis la vida al quitarme los medios con que vivo.

Porcia había dicho que el caso era de una «strange nature… the Venetian law cannot impugn you as you do proceed» (extraña índole… las leyes de Venecia no pueden impedir que siga su curso) (IV.i.174). Lo raro, comenta White, es que eso es exactamente lo que sucede en el juicio, que prueba que el objeto del caso era incompatible con el derecho veneciano y además de naturaleza no sólo insólita sino directamente criminal y, por tanto, de consecuencias potencialmente devastadoras no para el acusado sino para el acusador (White, 1913, 131-132, 135). La escena queda coronada con la humanidad de Antonio: pide que el judío conserve la mitad de su fortuna, a cambio de convertirse al cristianismo y legar a su muerte sus bienes a Lorenzo y Yésica; en cuanto a la otra mitad, la conservará el mercader en usufructo105, y cuando el judío muera también esa fortuna será entregada a su hija y yerno (IV.i.376). A cambio de un extraño juicio donde la ley parecía estar claramente a favor del judío, éste termina casi debiendo dar las gracias: ha salvado la vida y sólo le han quitado la mitad de sus bienes, y le han dejado que conserve la otra mitad, aunque a cambio de renunciar nada menos que a su religión. Parece un contrato leonino a un tipo de interés usurario, y al final no se sabe quién 104. Marx, que, como es sabido, considera a Shylock como un explotador y al judaísmo como sinónimo del capitalismo, aunque concibe también a la usura como una forma de capitalismo primitivo, recoge esta cita como ejemplo de la precariedad del obrero bajo el capital. También habla de «aferrarse a la letra de la ley, propio de Shylock», a propósito del trabajo infantil. La cita shakespeariana más utilizada por Marx, empero, es la de Timón de Atenas sobre el oro que vuelve verdadero lo falso, el «cieno maldito, puta común del género humano»: Come, damned earth, Thou common whore of mankind, that putt’s odds Among the rout of nations. (IV.iii.41) Pedro Scaron, traductor de El Capital, anota que Marx recoge estas líneas también en Manuscritos económico-filosóficos, La ideología alemana, y Contribución a la crítica de la economía política (Marx, 1975, 346-347, 593n., 1054). La imagen del dinero y de quien con él lidia como prostituta era bastante anterior, y fue utilizada por pensadores como Oresme o San Antonino —también es conocida la asociación goethiana entre moneda y heces (Cabrillo, 2005). 105. Cabe pensar que invirtiendo esa suma y cobrando interés, recuerda Turner (1999, 69).

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se comporta en realidad como un cristiano y quién como un judío arquetípico, lo que explica la paradójica pregunta de Porcia al entrar en el tribunal: Which is the merchant here, and which the Jew? (IV.i.171)

¿Quién es el mercader y quién el judío?

Todo el efecto dramáticamente es imponente, y de eso se trata, por supuesto, pero en el fondo se hace justicia violando la ley en un caso, de partida, injusto en sus formas; una ley a la que Shylock apela siempre: «I stand for judgement […]. I stand here for law […]. I crave the law» (Aguardo la sentencia […]. Me atengo a la ley […]. Exijo mis derechos) (IV.i.103, 142, 203). En realidad, como señala Moelwyn Merchant, «toda la estructura legal de la obra es, por supuesto, falaz» (Merchant, 1995, 22 y ss.). El juez Posner coincide: «Ningún sistema legal del siglo XVI habría forzado una cláusula de penalización como la contemplada en la obra, que comportaba la muerte del deudor, especialmente cuando éste ofrece pagar el préstamo al acreedor con un elevadísimo interés» (Posner, 1998, 408)106. White ya había apuntado que el contrato no podría haber sido reconocido por ningún tribunal pero, incluso de haberlo sido, la treta de Porcia no habría tenido valor alguno, y Shylock debería haber ganado el caso, puesto que es fácilmente demostrable que la sangre de Antonio era necesariamente incidental al objeto sobre el que el judío tenía derecho: su carne. Y cita a Von Ihering: «Cuando él [Shylock] sucumbe ante el peso de la decisión judicial, que lo priva de sus derechos con chocante cortesía; cuando lo vemos perseguido por amargo escarnio, humillado, roto, saliendo vacilante, es inevitable pensar que en él la ley ha sido mancillada en Venecia, que quien se va tambaleándose no es Shylock, el judío, sino la figura del judío medieval típico, un paria de la sociedad que reclama justicia en vano. Su sino es esencialmente trágico, no porque se le niegan sus derechos sino porque él, un judío de la Edad Media, confía en las leyes —diríamos, igual que si fuera un cristiano— con una fe firme como una roca, una fe que nada puede quebrantar y que el propio

106. Los tribunales ingleses al finales del siglo XVI estipulaban en estos casos sólo multas pecuniarias (Posner, 1988, 93).

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juez alimenta, hasta que sobreviene la catástrofe atronadora que le advierte que no es más que el despreciado judío de esos tiempos, a quien se le hace justicia defraudándolo» (White 1913, 140-141)107. El acto termina, por cierto, con el incumplimiento de una nueva promesa, también por una buena causa, en otro contrato sobresaliente en la obra: el matrimonio (Scott, 2004, 304)108. Porcia había entregado un anillo a Basanio con el requisito de conservarlo, o su amor se extinguiría (III.ii.172), pero ahora él se lo entrega a la misma Porcia, creyendo que lo hace al brillante letrado que ha salvado a Antonio (IV.i.449). En el acto Quinto Porcia alude a «a good deed in a naughty world» (la buena acción en un mundo cruel) (V.i.90; evoca a III.ii.18). Se aclara la traición de Basanio, y también de Graciano, porque nos enteramos de que asimismo ha entregado a Nerisa, pensando que era la ayudante del letrado, su anillo de compromiso (V.i.142). Porcia, que como hombre se había permitido jugar con los contratos, ahora los exige y subraya su duplicidad, cuando en verdad no hay nadie más doble que ella misma, no sólo por su disfraz sino también por aspectos económicos: pretende ser dependiente de los hombres, empezando por su padre, pero la vemos disponiendo libremente de una suma muy abultada para salvar al mercader (V.i.244)109. Porcia proporciona también una información importante: Antonio no está arruinado, porque tres de sus barcos han arribado a puerto sin problemas (V.i.275). Y el mercader coincide con el judío: sus bienes son su vida (V.i.286). El efecto dramático está asegurado, aunque, como dice Posner, a cambio de sustanciales sacrificios del realismo, como en esta milagrosa reaparición de los barcos que corona a una Porcia impostora e increíble incluso allí cuando parece más eficaz, porque ¿cómo no resulta evidente para todos que el derramamiento de sangre es imprescindible para obtener la libra de carne de Antonio?110.

107. Véanse también: Spinosa (1993), Hirschfeld (1914) y Pollock (1914). 108. Es una «parodia cómica de la escena del juicio» (Lewalski, 1962, 342). 109. El juez Posner (1988, 409) recuerda que en los cuatro romances clásicos que evocan Lorenzo y Yésica en la primera escena de este acto (Troilo y Crésida, Dido y Eneas, Tisbe y Píramo, Medea y Jasón), todos ellos salvo el de Tisbe y Píramo incluyen la traición de uno de los amantes. Véanse también Kornstein (1993), Parten (1982), Saxe (1993) y Szatek (2002, 335, 345-347). 110. Posner (1988, 94). Véanse las referencias en nota 49. Para otra muestra antigua del recelo de los profesionales del derecho sobre Shakespeare y la legalidad véase Hutchcraft (1916).

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Hemos visto a un prestamista arruinado, pero porque en vez de cobrar la exorbitante suma que se le ofrece en un tribunal y a la vista de todos, insiste en lo que él mismo ha dicho que es inútil: una libra de carne humana. Aunque los cristianos también son rencorosos, a Shylock lo ciega la venganza (III.i.55), se centra cada vez más en ella, y esto lo pierde, no el apego al cumplimiento de contratos y compromisos111. Es un prestamista que no busca recuperar el dinero sino la garantía. Como indica Masciandaro, esto hace que en realidad deje de ser un banquero, que procura cobrar su dinero con un interés, y se convierta en un usurero, porque busca apropiarse de un beneficio exagerado (la vida de otro) y además suprimir a un competidor. Esto explica su alegría ante las malas noticias sobre los barcos del mercader y su rechazo a que se le paguen sumas muy grandes. Al final, pretende volver a ser banquero, y muy modesto, apenas recuperando su principal, pero ya es tarde, lo pierde todo, y el drama deviene comedia (Masciandaro, 2001, 210-212). Recordemos que eso que pierde no lo robó. Cuando Lorenzo agradece a Porcia y Nerisa con, nuevamente, una imagen bíblica: «you drop manna in the way of starved people» (echáis maná delante del hambriento) (V.i.293), ese maná es en realidad la fortuna bien ganada de Shylock. La justicia quizá debería respaldar al prestamista, y si no lo hace es porque está desprovisto de compasión, con justicia pero sin moral (Kermode, 2000, 71-76). Las personas debemos ser benéficas, la ley no, la ley debe ser justa, y lo que vemos en la escena del juicio es que no lo es, independientemente del contenido legal, que todos están de acuerdo en que no es real: en un tribunal real a Antonio no lo habrían matado, y su muerte es tan contraria a la razón y a la naturaleza, como dice Jordan, que hay que hacer algo aunque sea un truco para salvarlo (Jordan, 1982, 58-59). Halio nos recuerda algo obvio: Shakespeare no era un jurista, ni era diestro en triquiñuelas legales, lo que deseaba, y sabía, era atraer al público. En tiempos como los nuestros, de teatro subvencionado, esto es difícil de entender; igual que resulta chocante saber que Shakespeare era un empresario teatral de éxito, escribiendo obras como las suyas, consideradas hoy lo contrario de lo «comercial», y que se hizo rico con ellas, porque acudían en tropel los londinenses a verlas pagando un penique la entra-

111. Turner (1997); Benston (1979, 381); Graham (1953).

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da, que era el precio entonces de una barra de pan. No se trata de la validez precisa del contrato, se trata del impacto dramático del juicio, al que Shakespeare recurre en varias de sus obras, y que atrae siempre al gran público, como han probado la literatura, el cine e incluso las series de televisión desde Perry Mason hasta La Ley de Los Ángeles. El juicio impresiona siempre, y también el de El mercader, entre otras cosas porque es una escena de pre-juicios, puesto que es lógico abrigarlos en principio contra Shylock, que arriba y permanece, nótese, completamente solo (Halio, 1993, 57-58). Los cristianos, como ya hemos señalado, son pródigos y maledicentes; también son propietarios de unos esclavos que han comprado y que, como observa amargamente Shylock, no estarían dispuestos a liberar (IV.i.90-100)112. Shylock, el hombre que entrega el dinero y estipula el contrato, aparece en sólo cinco escenas de las veinte que tiene la obra, pero su misterio lo vuelve uno de los más perdurables personajes literarios. Es un malvado que tiene la ley a su favor, y no gana. Quizá también por eso le tenemos algo de simpatía y pena, lo que no sentimos hacia otros personajes pérfidos capaces de inusitada profundidad, como Ricardo III o Yago. Scott (2004, 290). Al final, nos parece exagerado el trato que recibe Shylock, sin sus bienes y forzado a convertirse al cristianismo, con lo que no podrá prestar a interés, que es su profesión113. Pero el prestamista es un villano —cómico hasta el siglo XVIII, trágico hasta hoy— porque es un rencoroso que desperdicia una gran oportunidad de quedar bien y conservar sus bienes, siendo compasivo (Alscher, 1993, 2-4).

112. Cooper (1970, 122); Turner (1999, 64-67). Véase la nota 42 supra. 113. Weisberg (1998); Kornstein (1993, 45). Oldrieve (1993, 95) señala que la conversion de Shylock para Shakespeare y el público de su tiempo, que apenas conocía judíos, era algo más bien abstracto y no podía generar la emoción que generó más tarde. Halio (1993, 61) aduce que Antonio es compasivo (y también el Dux, que perdona la vida al judío antes de que éste lo requiera), pero que esto es difícil de entender para los que vivimos en el post-Holocausto judío; su tesis es que el público isabelino lo vería así y que por eso Shylock, acepta el trato: la alternativa es peor para él. Hay una interpretación distinta, que subraya menos la conversión y más el fondo «cristiano» de Shylock en Hamilton (1993). La cuestión de la escasa evidencia sobre los judíos, que habían sido expulsados en 1290 y teóricamente no podían pisar suelo inglés, ha sido debatida. Estaba el caso de Rodrigo López, médico de la reina Isabel, acusado (con toda probabilidad) falsamente de espionaje y ejecutado, que impulsó la obra de Marlowe y algunos piensan que también la de Shakespeare. Y Popkin (1989) alude a Alonso Núñez de Herrera, que vivió en la Inglaterra de Shakespeare ¡y era un mercader judío originario de Venecia! Véase también Greenblatt (2004, cap. 9). Para Turner (1999, 85-88), esta obra no sólo no es antisemita sino que anticipa con su humano retrato de Shylock la ulterior condena del antisemitismo.

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Él no utiliza en el juicio la expresión justicia, sino derecho; no justice, sino law. Koelb sugiere que lo hace no porque crea que su reclamación es injusta sino porque teme que muchos en la sala pensarán que sí lo es. La interpretación de Porcia es exacta en términos de derecho pero excesiva en términos de justicia: «la justicia de la compasión es de hecho más justa que la justicia del derecho». Antonio recibe justicia, Shylock derecho, y ambos se lo merecen (Koelb, 1993, 110-111). Frederick Turner ha recordado que la raíz etimológica de la palabra mercado (y mercader, comercio, mercancía,…) viene de Mercurio, el dios del comercio, de los viajes y los ladrones (Turner, 1999, 13-14 y cap. 5). Esto último podrá llamar la atención, pero es lógico: tiene que haber propiedad privada para que haya comercio, y también para que haya robo. Si no hay mercaderes ¿cómo puede haber piratas? La lógica de los opuestos también se aplica al dinero y al mercurio: en la alquimia, el oro derivaba de los opuestos, el mercurio y un sólido, el azufre; y poseía el caduceo, la vara rodeada de dos culebras, empleada como símbolo del comercio, y de la salud, pero que en la Antigüedad, nótese, era también símbolo de la paz. El comercio está asociado al movimiento, lo mismo que el metal mercurio no se mantiene quieto en un solo lugar. Ese movimiento es no sólo pacífico sino, además, compasivo, porque es libre. De la misma raíz que mercado es merced, gracia y compasión, como se ve también en otros idiomas: mercy en inglés y merci en francés. Y de ahí que la compasión, al revés de la justicia, no puede ser forzada, como recuerda Porcia en su discurso en la sede de la justicia. Es interesante, y reflejo del pensamiento único, que asociamos mercado a las antípodas de lo que significa; lo asociamos a fuerza, crueldad, insensibilidad, egoísmo. Tal es la vieja interpretación de John Ruskin y muchos antiliberales de izquierdas y derechas, para los cuales Shylock es el modelo del capitalismo, y no el mercader Antonio, que no prestaba dinero a interés, pero de quien nada permite concluir que no persiguiera el beneficio (Gross, 1992, cap. 16)114. Sin

114. Ruskin señaló un siglo y cuarto antes que Turner la etimología de mercado y gracia, pero puso énfasis en la relación entre gracia y gratis, algo despreciable para Shylock, y contrastó merced, que es libre, con merces, o retribución, que en el mercado le parece, como es usual entre los antiliberales, algo forzado y no pactado. Gross (287n) señala que también de allí deriva «mercenario», y que la idea original de mercy era la Gracia de Dios, es decir, «la retribución que se obtenía en el Cielo por la compasión demostrada en la Tierra». Véase también Szatek (2002, 337-341).

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embargo, como recuerda Turner, en el mercado hay personalidades y sentimientos, y cabe compararlo favorablemente con cualquier orden que no sea mercantil. El mercado es relación entre personas, allí hay que convencer a seres humanos libres, no obligar, como obligan las leyes, y la política, que es la alternativa al mercado. Observemos que la primera vez que aparece la palabra mercy en esta obra es en boca de Shylock, que la rechaza: Nada de clemencia.

Tell not me of mercy. (III.3.1)

Apenas empieza el acto IV, el Dux acusa al judío de ser: Uncapable of pity, void and empty From any dram of mercy. (IV.1.5-6)

Falto de lástima, vacío de la mínima pizca de clemencia.

Esto lo dice antes de que aparezca el prestamista. Cuando lo hace, le pide: Thou’lt show thy mercy and remorse more strange] Than is thy strange apparent cruelty. (IV.1.20-21)

Demostrarás una clemencia más notable Que la insólita crueldad que manifiestas.

Cuando rechaza la oferta de Basanio, repite el Dux: How shalt thou hope for mercy, rendering none?] (IV.1.88).

¿Cómo esperas clemencia si no la [practicas?

Llega después el monólogo de Porcia, y la próxima vez que aparece la palabra es cuando ella advierte a Shylock que su vida depende de la clemencia del Dux (IV.1.352), y Antonio se muestra compasivo con él. El carácter moral y no compulsivo de la compasión es explicado por Porcia y comprendido por el judío; cuando ella le pide: Then the Jew must be merciful. (IV.1.179)

Entonces el judío debe ser clemente.

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Y él replica On what compulsion must I? Tell me that.

¿Y quién va a obligarme? Decídmelo.

Con esto desembocamos finalmente en el liberalismo clásico y Adam Smith. Así como es conocido el apego de algunos economistas a utilizar la literatura para ilustrar su disciplina, también lo es el reproche a la economía por reducir la realidad a su ciencia. Para abordar ambos asuntos es útil El mercader, en esencia para aprender, y sin caer en la tentación de pintar a Shakespeare de ideólogo como tantas escuelas de pensamiento han pretendido (Watts, 2003, 328). Turner habla de la visión shakesperiana del mercado como algo moral y social (Turner, 1999, 72)115, —es decir, justo lo contrario de lo que habitualmente se le reprocha— pero nunca cita a Smith, que también lo pensaba. El contraste entre la justicia y la beneficencia también está en el escocés: la moral no admite reglas precisas, pero la justicia sí, y es la única virtud que ostenta esta característica. Por eso trae Shylock al tribunal un instrumento de medición, y la Porcia disfrazada lo hace fracasar, además del argumento de la sangre, porque nunca tendrá la capacidad de ser preciso al cortar la carne de Antonio. Siendo indispensable la justicia, señala Porcia que el poder terrenal se muestra más divino «when mercy seasons justice» (IV.i.195) (si la clemencia modera a la justicia). El punto de vista de Smith, que al no ser un artista no busca ideales divinos, es más realista. La clave es la justicia, sin la cual no puede haber sociedad, aunque sin beneficencia la sociedad no es confortable ni bella (Smith, 1982, 86, 175). El artículo 6 de la Constitución de Cádiz de 1812, en ocasiones tontamente ridiculizado, establecía que los españoles debían ser justos y benéficos, y, nótese, amar a la patria (Rodríguez Braun, 2002, 23). Cabe subrayar la prioridad de la justicia, y también el hecho de que son los españoles los que han de ser justos y benéficos, no las autoridades, que son las que pueden imponer la justicia, aunque no la beneficencia. En el último siglo se juntaron las dos dimensiones, la justicia invadió la moral con el derecho tuitivo, y la moral determinó finalmente la política. El resultado fue el crecimiento del Esta-

115. Véase también Szatek (2002, 349).

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do y el recorte de la libertad, porque la justicia no sólo admite reglas exactas como la gramática, sino que tiene además otra característica peculiar: se puede imponer mediante el uso de la fuerza. Así, moralizar la ley es extender el ámbito en que los poderes públicos están legitimados para ejercer la coacción sobre los ciudadanos. ¿Cabría aducir que este mensaje antiliberal tiene sólido asidero en El mercader de Venecia? No, precisamente porque la aproximación entre justicia y moral nunca llega a la mezcla que en nuestro tiempo difumina sus límites. Como recuerda el juez Posner, el monólogo «the quality of mercy» no está dirigido al derecho sino a la persona, al prestamista que es incapaz de compasión, y por eso le pasa lo que le pasa. Si al final salva la vida y parte de sus bienes es porque el tribunal, pedagógicamente, primero proclama la justicia y después se muestra como él no es: clemente (Posner 1988, 96-97)116. Quizá los cristianos son más benéficos que justos, y el judío más justo que benéfico, pero la justicia no alcanza en solitario, ni la economía, ni la libertad. Shylock puede esgrimir argumentos liberales, como la importancia de los contratos y el estado de derecho —o incluso una teoría del valor subjetiva (Posner, 1988, 186-187)— pero al ofuscarlo su ira, al desoír las reiteradas súplicas de compasión, prueba carecer de bondad. La benevolencia puede no ser necesaria para las puras transacciones económicas, puesto que no es apelando a ella que conseguimos nuestra cena, como razona Smith en unas célebres líneas. Ahora bien, el mismo autor de La riqueza de las naciones escribió La teoría de los sentimientos morales, que insiste en que dichos sentimientos son requisito de la sociedad libre, que el odio y la animadversión, pasiones que finalmente avasallan al judío prestamista, son antisociales: «Una propensión demasiado vehemente hacia esas pasiones detestables hace que la persona sea objeto de pavor y aborrecimiento universales, y que pensemos que como una bestia salvaje debería ser expulsada de toda sociedad civil». Shylock merece por tanto un castigo ejemplar a través de la justicia, ante cuyos rigores exclusivos ya avisó Porcia que no hay salvación para los imperfectos. Su complemento, la beneficencia, es algo distinto, porque no se puede imponer, como escribió Shakespeare y después, en idéntico sentido, Adam Smith:

116. Véanse también MacKay (1964), Turner (1999, 85), y la nota 60 supra.

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Beneficence is always free, it cannot be extorted by force.

La beneficencia siempre es libre, no puede ser arrancada por la fuerza117.

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El problema del vellón en El chitón de las Tarabillas118

José I. García del Paso

118. Este trabajo fue publicado por primera vez en La Perinola, nº 6 (2002, 323-362).

1. INTRODUCCIÓN El chitón de las Tarabillas es una obra publicada anónimamente hacia 1630, escrita con toda probabilidad por don Francisco de Quevedo. Por esas fechas, Quevedo se encontraba en la Corte de Madrid trabajando para el Conde Duque de Olivares. De hecho, El chitón es una especie de antipanfleto donde Quevedo apoya tres tipos de decisiones políticas tomadas tras la subida al trono de Felipe IV en la primavera de 1621 y donde critica acerbamente a los libelistas que osaron en su momento manifestarse contra tales políticas. Podemos dividir la exposición de El chitón en tres partes bien diferenciadas. En la primera, Quevedo apoya los intentos de búsqueda de metales preciosos en las minas y en los ríos españoles que habían tenido lugar a partir de 1624, con la aparición de la denominada «Junta de Minas». Sin embargo, estos intentos resultaron vanos y la Junta pasó pronto a ocuparse de la cuestión económica más candente del momento: el problema del vellón. A esta cuestión le dedica Quevedo la parte central y, de largo, la de más enjundia de El chitón. Su objetivo es respaldar la decisión de devaluar la moneda de vellón a la mitad de su valor nominal puesta en práctica el siete de agosto de 1628. En lo que sigue, presentaremos, primero, los antecedentes de ese grave problema monetario y, posteriormente, iremos analizando la aportación quevediana a la cuestión. La tercera parte de la obra la dedica Quevedo a apoyar la política presupuestaria de Felipe IV y el Conde Duque de Olivares. Desde un punto de vista económico, las aportaciones de Quevedo a este respecto sólo pueden calificarse de convencionales: en el fondo de la cuestión, se limita a ponderar la bondad de los gastos realizados y a comparar la carga impositiva que soportaban los castellanos con la que soportaron en reinados anteriores, para concluir que la presión fiscal había sido superior en otras ocasiones.

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Dado que nuestra introducción a los acontecimientos que rodearon la publicación de El chitón es forzosamente corta, y que no haremos mención alguna a sus características de lengua y estilo, rogamos encarecidamente al lector que lleve a cabo una lectura conjunta de nuestro trabajo y de la edición de El chitón a cargo de Manuel Urí Martín (1998). Creemos que, tras esa lectura conjunta, el lector podrá situar de forma más adecuada la obra dentro de un entorno histórico-político-económico, así como apreciar en todas sus dimensiones el contenido de El chitón. Lectores más interesados en el entramado político-económico se beneficiarán de la lectura de la magna obra de Elliot (1990b). Para análisis más exhaustivos de la historia monetaria castellana de la época basados en la teoría monetaria moderna, pueden verse García del Paso (1999, 2000, 2001) y Sargent y Velde (1999, 2001).

2. LOS ANTECEDENTES HISTÓRICOS El desorden monetario que se vivió en Castilla durante el siglo XV terminó con la reforma monetaria de 1497, durante el reinado de los Reyes Católicos. Dicha reforma permitió la libre acuñación por los particulares en las cecas reales de monedas de oro, plata y vellón. La moneda de oro, denominada excelente o ducado, tendría una ley del 98,96% y talla de 65,33 monedas por marco (230 gramos) acuñado, fijándose un valor facial legal de 375 maravedís. La moneda de plata, el real, tendría una ley del 93,05% y una talla de 67 monedas por marco, quedando su valor facial fijado en 34 maravedís. En cuanto a la moneda de vellón, se acuñarían blancas con un contenido de plata del 2,43% y una talla de 192 monedas por marco, fijándose un valor facial legal de 0,5 maravedís. La unidad de cuenta era el maravedí. Al mismo tiempo, se fijaron las tarifas de acuñación. El individuo que llevase un marco de oro a una ceca para su acuñación debía pagar por la labor 1,5 tomines (un 0,375% del marco acuñado). Las tarifas para la plata y el vellón fueron, respectivamente, un real por marco de plata y 25 maravedís por marco de vellón. La Corona renunció al impuesto de señoreaje y monedaje. Los dos elementos fundamentales de la reforma de 1497 fueron la libertad de acuñación de oro, plata y vellón, y la limitación cuan-

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titativa estricta a la acuñación de vellón (fijada en 10 millones de maravedís, cantidad que se consideraba ajustada a las necesidades del comercio al por menor). A partir de esta reforma, la escasez de moneda de vellón castellana (junto con alguna moneda de vellón extranjera que circulaba) en relación a las necesidades de los intercambios al por menor y de las transacciones menudas, la práctica igualación de su valor nominal al de su contenido metálico (más las costas de acuñación) y la mayor abundancia relativa de la moneda de plata (el real y sus submúltiplos) lograron romper el vínculo secular que existía entre el contenido metálico de la moneda de vellón y el poder adquisitivo del maravedí. Así, durante todo el siglo XVI, la cotización del real de plata en el mercado se mantuvo igual a su paridad legal (34 maravedís de vellón) y la evolución de los precios de los bienes en moneda de vellón fue idéntica a su evolución en moneda de plata. Esta evolución paralela de los precios en moneda de vellón y en moneda de plata se debió fundamentalmente a que las decisiones de política monetaria durante todo el siglo XVI fueron de escaso calado, permitiendo a don Ramón Carande escribir: «las vicisitudes experimentadas en la circulación [monetaria] no pueden atribuirse a innovaciones de la política monetaria propiamente dicha» (Carande, 1977, 148). La tecnología de acuñación tradicional de los siglos XV, XVI y XVII implicaba que los costes por moneda acuñada difiriesen entre las monedas de valores faciales elevados (oro) y de valores faciales medios y pequeños (plata y vellón). En concreto, la relación «coste de acuñación/valor nominal» era mayor para las monedas de denominación baja (vellón) que para las de denominación elevada (plata y, sobre todo, oro). La razón se halla en que el sistema de acuñación tradicional de martillo implicaba la utilización del mismo procedimiento para acuñar todas las monedas, con independencia de su contenido metálico y de su tamaño. Como consecuencia, el coste total por moneda acuñada era una función inversa del valor facial de las monedas. Por tanto, dado un impuesto de señoreaje neto, el coste total de acuñación sería más elevado para la moneda de vellón, luego para la de plata y finalmente para la de oro. Por ejemplo, desde 1471 hasta 1566 no se percibió en Castilla el impuesto de señoreaje y monedaje, por lo que se pagaba exclusivamente el coste de acuñación. A partir de 1471 y hasta 1566, se pagaron 25 maravedís por la

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acuñación de un marco de vellón y un real por la acuñación de un marco de plata. Esto suponía un coste de acuñación para el vellón de un 26% de su valor nominal, siendo ese porcentaje de un 1,49% para la acuñación de plata. El coste de acuñación de un marco de oro se fijó en 1,5 tomines en 1497, y se elevó a 125 maravedís en 1537. Por tanto, el porcentaje anterior para la acuñación de moneda de oro fue del 0,375% desde 1497 a 1537 y del 0,525% hasta 1566. En 1566 se ordenó la recaudación de un impuesto de señoreaje sobre la acuñación de oro, plata y vellón. A partir de esta fecha, las tarifas que pagaban los particulares a la ceca por el servicio de acuñación de un marco de metal se mantuvieron en sus valores previos (125 maravedís para el oro, 34 maravedís para la plata y 25 maravedís para el vellón), pero el nuevo impuesto a pagar por labrar un marco de oro, plata y vellón sería, respectivamente, de un escudo (400 maravedís), 50 maravedís y 17 maravedís. Por tanto, a partir de 1566, los porcentajes que suponían los costes totales de acuñación sobre los valores faciales de las monedas acuñadas en Castilla fueron del 56,25% para el vellón, del 3,67% para la plata y del 1,93% para el oro. Estos porcentajes marcaban la diferencia de valor existente entre el metal en pasta y ese mismo metal amonedado. A lo largo del siglo XVI, el precio internacional del oro y de la plata cayó en términos de los bienes de consumo (como consecuencia de una disminución en el coste de extracción de ambos metales, debido a la combinación de una tecnología más avanzada junto con el descubrimiento de nuevos yacimientos). Por una parte, la mina peruana de Potosí y la mejicana de Zacatecas (descubiertas en 1545 y 1546, respectivamente) fueron extremadamente fértiles y, además, el proceso de extracción del mineral mediante la amalgama de mercurio, descubierto en 1540 por el italiano Vannoccio Biringuccio, redujo sustancialmente el coste de producción de la plata americana. Junto con esto, y además del mercurio procedente de Almadén e Idria y exportado a América, Castilla contó con una oferta adecuada de mercurio tras el descubrimiento en 1563 del yacimiento de Huancavélica en Perú. La producción americana incrementó en gran medida la oferta de plata, inundando los mercados y, en consecuencia, redujo su precio, expulsando incluso de la producción a las minas de plata centroeuropeas. Como consecuencia de este proceso, el valor en el mercado internacional de la pasta de plata y de oro cayó, lo que implicaba también

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una disminución del poder adquisitivo del oro y de la plata amonedados. Es decir, un incremento de los precios de los bienes expresados en moneda de plata y de oro. Resumiendo, la cantidad nominal de dinero en circulación aumentó previamente, dado el incentivo a acuñar pasta de plata y de oro debido a su abundancia, lo que terminó implicando un incremento del nivel de precios expresado tanto en moneda de plata como de oro. Éste es el origen del proceso inflacionista que se aprecia en Castilla y en el resto de Europa durante el siglo XVI y que se ha conocido con el nombre de «La Revolución de los Precios». Tras la Pragmática de los Reyes Católicos de 1497 se acuñaron ducados, reales y monedas de vellón de acuerdo con las leyes y tallas allí determinadas. A finales de la segunda década del siglo XVI e inicios de la tercera, las Cortes solicitaron al emperador Carlos V la reducción de la ley de las monedas de oro y plata. Así, en 1523, una comisión monetaria recomendó reducir la ley del ducado a 21,5 quilates, conservando su talla y su valor facial legal. Para mantener la relación bimetálica oro plata oficial establecida en 1497, se preveía aumentar la talla del real pasando desde 67 a 71 monedas por marco acuñado, sin modificar su ley y su valor facial legal. Al mismo tiempo, se propuso reducir la ley de la blanca de vellón desde 7 a 6 gramos de plata por marco acuñado (desde el 2,43% hasta el 2,08%) sin modificar su talla ni su valor facial legal. No obstante, Carlos V no se decidió a dar el paso y mantuvo el sistema monetario sin alteraciones. En 1535, el mismo monarca mandó acuñar los llamados «escudos imperiales» en la ceca de Barcelona con el primer oro llegado del Perú. Esta moneda tenía una ley del 91,67% y una talla de 68 monedas por marco, y su cotización de mercado en la Corona de Castilla era de unos 350 maravedís. A partir de 1537, el Emperador mandó sustituir la acuñación en Castilla del ducado por la de este tipo de escudo (también denominado corona), asignándosele un valor facial legal de 350 maravedís. A partir de 1537, dejó de acuñarse el ducado, pero se mantuvo como unidad de cuenta equivalente a 375 maravedís hasta el siglo XVIII. El escudo tenía una talla un 4,08% menor y una ley un 7,37% inferior a las del ducado. En conjunto, esta modificación legal implicaba una apreciación nominal de la moneda de oro castellana de un 4,87%, lo que suponía un estímulo adicional a la acuñación de oro, a la mayor circulación

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monetaria de este metal y, por tanto, al incremento del nivel general de precios. Hamilton (1974, 74) refiere que la decisión de Carlos V de acuñar escudos de oro en detrimento de ducados provocó cierta tendencia inicial a que el escudo circulase por debajo de su valor facial legal de 350 maravedís (esto es, a descuento), pero que dicha tendencia remitió rápidamente debido al predominio de la producción de plata en las Indias. Así, a partir de 1548, las Cortes se quejaron en repetidas ocasiones de la escasa circulación de la moneda de oro. La limitación cuantitativa a la acuñación de vellón, fijada por los Reyes Católicos en 1497 en 10 millones de maravedís, parece que devino demasiado estricta a medida que pasaban los años de la primera mitad del siglo XVI, por lo que se generó una escasez de moneda fraccionaria. Así, a partir de 1518 hubo repetidas peticiones de las Cortes a Carlos V para que levantase dicha limitación y permitiese la acuñación de más moneda de vellón. Por fin, en 1548, Carlos V aprobó una nueva emisión de vellón y su distribución por las distintas cecas. Sin embargo, desde 1497 la cotización del cobre (en términos de plata) había venido subiendo en los mercados internacionales. Así, si hacia 1470 el precio relativo era de 6 ó 7 gramos de plata por un kilogramo de cobre, a finales del siglo XVI dicho precio había subido a alrededor de 11 gramos. El incremento del precio relativo de la pasta de cobre frente a la pasta de plata alteraba claramente los incentivos del sector privado a acuñar moneda de vellón, dado que el coste de la pasta necesaria para acuñar una moneda de vellón subía, mientras que el valor nominal de esa misma moneda en la circulación monetaria permanecía estancado. Este fenómeno no facilitaba la acuñación privada de vellón en Castilla. De hecho, las Cortes de 1551 informaron de que no se había acuñado ninguna cantidad del vellón asignado en 1548 a cada ceca, y Carlos V incluso ordenó a los municipios que subvencionasen la acuñación para que pudiera llevarse a cabo. Finalmente, dadas las dificultades que había entrañado la acuñación de vellón bajo las condiciones establecidas en 1497, Carlos V se decidió a dar el paso de envilecer ligeramente la moneda de vellón el 23 de mayo de 1552. A partir de ese momento, su ley quedaría rebajada al 1,91%. En 1555, las Cortes volvieron a solicitar la acuñación de más vellón, pero el emperador denegó la solicitud argumentando que la oferta en circulación ya era adecuada. De nuevo, en 1558, las Cor-

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tes solicitaron (esta vez ya a Felipe II) licencia para la acuñación privada de 7,5 millones de maravedís de vellón junto con una reducción de su ley al 1,21% para permitir la rentabilidad de la acuñación. La licencia fue concedida pero sin la reducción de la ley. El 14 de diciembre de 1566 se puso en marcha una reforma de la moneda de vellón. Por una parte, y respondiendo a los deseos de las Cortes, se redujo la ley de la blanca al 1,39% y su talla a 220 monedas por marco acuñado (equivalente a un valor facial de 110 maravedís por marco acuñado). Esto implicaba una revalorización nominal de un 45%. Al mismo tiempo, se impuso un nuevo gravamen de señoreaje y monedaje, lo que implicaba que el coste total de acuñar un marco de vellón quedaba en 42 maravedís. Por otra parte, se autorizó la acuñación del llamado «vellón rico» con una ley del 21,53%, del cual se obtendrían 680 maravedís por marco acuñado. De este tipo de vellón, a partir de 1566 y hasta 1572, se acuñaron múltiplos de la blanca denominados cuartillos (8,5 maravedís), cuartos (4 maravedís) y ochavos (2 maravedís). La exposición de motivos de esta pragmática indicaba que la política de la Corona era la de limitar la circulación de vellón a la cantidad requerida por el tráfico comercial corriente, es decir, la misma política que habían puesto en práctica los Reyes Católicos con la ordenanza de 1497. Obsérvese que la política de envilecimiento de la moneda de cobre sólo tenía como objeto el que fuera rentable su acuñación y, por tanto, que hubiera empresarios privados interesados en obtener licencias. De esta forma, se podría mantener un ritmo de oferta de vellón acompasado a las necesidades (demanda) de la economía castellana. A tenor de las solicitudes de las Cortes a la Corona, en la primera parte de la década de 1580 se sentía escasez de moneda de vellón para la realización de las transacciones menudas. Como resultado de estas peticiones de las Cortes o por deseo propio de la Corona, Felipe II concedió licencias de acuñación de vellón en 1584 que posteriormente canceló en 1591. Pronto cambió de opinión Felipe II al darse cuenta del potencial de financiación que supondría la acuñación de vellón con el nuevo sistema de laminadores movidos por fuerza hidráulica (conocido en Castilla como el sistema «de molinos») importado del Tirol, e instalado en 1586 en la ceca del Nuevo Ingenio de Segovia. Dado que las monedas acuñadas en el Ingenio eran mucho más uniformes y redondeadas que las realizadas mediante el procedimiento tradicio-

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nal de martillo, Felipe II comprendió que la acuñación de vellón en el Ingenio le permitiría suprimir su contenido en plata sin modificar su valor facial legal, con lo que la Corona podría obtener unos importantes ingresos por señoreaje neto. De esta manera, dado que el valor legal se mantenía pero el coste del metal a acuñar se reducía sustancialmente, el beneficio de la acuñación se incrementaría en gran medida. En consecuencia, al contar con una nueva tecnología de difícil imitación por falsificadores o por monarcas circundantes, Felipe II estaba dispuesto a eliminar de la circulación la moneda de vellón vieja acuñada a martillo y sustituirla por la nueva moneda de vellón «de molinos» con el fin de ahorrarse el coste de la plata en cada marco de vellón acuñado. Manteniendo constante el valor facial de la moneda de vellón, esa reducción de coste ingresaría en las arcas de la Corona en forma de señoreaje adicional. Así, el procedimiento consistiría en recoger cada año vellón antiguo por valor de 100.000 ducados que se fundiría después para extraer la plata que contenía y que se pagaría a los particulares con la nueva moneda de vellón acuñada. No obstante, la eliminación total de la plata de la moneda de vellón suscitó reacciones adversas en las Cortes, y Felipe II se vio obligado un mes después, el 1 de febrero de 1597, a ordenar que se pusiera una pequeña cantidad de plata de forma que la ley del vellón alcanzaba el 0,35%. Sin embargo, antes de que comenzasen las acuñaciones, el 3 de mayo de 1597, Felipe II decidió reducir el peso de las monedas a acuñar. Así, de cada marco de vellón se acuñarían 35 cuartos (140 maravedís), 63 ochavos (126 maravedís) o 126 monedas de un maravedí. El marco de vellón acuñado entre 1583 y 1591, previo a su acuñación en el Nuevo Ingenio de Segovia, tenía los siguientes componentes de coste: 33 maravedís de los oficiales, 4 gramos de plata, 32,5 maravedís del cobre y 34 maravedís del coste de acuñación. El coste total era de 99,5 maravedís y el señoreaje neto de 10,5 maravedís, para conformar un valor facial legal de 110 maravedís. En 1597 y 1598, el valor facial promedio del conjunto de monedas de vellón acuñadas fue de 135,2 maravedís por marco, el coste del cobre de 38 maravedís y el de la plata de 7,875 maravedís. Como la tarifa de acuñación fue de 34 maravedís hasta el 11 de abril de 1598 y de 30 maravedís después, el señoreaje neto por marco de vellón fue

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de 55,125 maravedís antes de esa fecha y de 59,125 maravedís después. En consecuencia, la nueva política con respecto a la moneda de vellón aplicada por Felipe II incrementaba el beneficio para la Corona de 10,5 maravedís a 55,125 ó 59,125 maravedís. Hacia el final del siglo XVI, la moneda de oro era muy escasa en la circulación monetaria y el sistema trimetálico (oro, plata y vellón) de iure se había convertido en un sistema bimetálico (plata y vellón) de facto. El total conocido de moneda acuñada (oro, plata y vellón) en Castilla desde 1566 a 1598 rondaría los 70 millones de ducados. Dado el número de habitantes estimado para Castilla (5,6 millones) y los saldos monetarios estimados por habitante, puede concluirse con fiabilidad que la oferta monetaria global de Castilla hacia 1597 rondaría los 20 millones de ducados. De acuerdo con los datos de que disponemos, parece claro que durante el siglo XVI la proporción que la moneda de vellón suponía sobre la oferta monetaria total fue pequeña. Domínguez Ortiz (1960, 252-253) estima que en el periodo 1497-1566 la acuñación de vellón fue de unos 2,5 millones de ducados a los que se sumó otro medio millón de ducados después de 1566, por lo que la acuñación total antes de 1597 habría sido de unos 3 millones de ducados, y que esta cantidad apenas fue suficiente para financiar las pequeñas transacciones corrientes. De modo que estimamos que, hacia 1597, la oferta monetaria total (unos 20 millones de ducados) se componía de unos 17 millones de ducados en moneda de plata y de unos 3 millones de ducados en moneda de vellón. A pesar de las protestas de las Cortes, Felipe II y, a partir de 1598, Felipe III permitieron seguir con las acuñaciones de vellón, tanto en el Ingenio de Segovia como en la ceca de Cuenca. En julio de 1600, las Cortes pusieron a Felipe III la condición de no acuñar más vellón para el otorgamiento de un servicio (un ingreso procedente de la implantación de impuestos extraordinarios) de 18 millones de ducados. Sin embargo, Felipe III se negó, y el servicio fue aprobado sin la citada condición. Entre 1597 y 1602 se acuñaron unos 750.000 ducados, con un señoreaje neto de unos 350.000 ducados. La información disponible evidencia que la acuñación de moneda de vellón fue un arbitrio utilizado con la finalidad de obtener rápidos ingresos para la hacienda real. Un aspecto importante a resaltar es que, a pesar de las dificultades financieras por las que pasaron Carlos V y Felipe II (que dieron origen a las «quiebras» de

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1557, 1575 y 1596), no fue hasta finales del siglo XVI cuando Felipe II se sintió impelido a utilizar la moneda de vellón con el fin de obtener financiación mediante el señoreaje de la moneda. El 3 de junio de 1602, Felipe III decidió eliminar la escasa plata que tenía el vellón y, al mismo tiempo, redujo a la mitad el peso de la nueva moneda de vellón a acuñar (ya de cobre puro, al no incorporar plata alguna). El argumento esgrimido por la Corona fue que el auténtico valor de estas pequeñas monedas en la circulación monetaria no era su valor intrínseco, determinado por su contenido metálico, sino el valor facial legal (valor extrínseco) que en ellas se estampaba —desde 1597— cuando se acuñaban, por lo que con la medida se conseguiría reducir el coste y el manejo del vellón. A partir de esa fecha, con un marco de cobre puro se acuñarían monedas de 1, 2, 4 y 8 maravedís, hasta un total de 280 maravedís. La Corona emitió 4,2 millones de ducados en estas monedas más ligeras de cobre puro entre 1602 y 1608. Debido al aumento de las acuñaciones, el precio de mercado del cobre subió, estableciendo la Corona un precio máximo de 45 maravedís por marco de cobre comprado por las cecas. Como los gastos de acuñación ascendían a 37 maravedís y el coste del cobre fue de 46,17 maravedís por marco, el señoreaje neto obtenido por la Corona fue de 196,83 maravedís por marco acuñado hasta 1604. El 18 de septiembre de 1603, Felipe III ordenó que las monedas de vellón —anteriores a la acuñación de cobre puro en 1602— y denominadas «calderilla» fuesen llevadas a las casas de moneda para ser reselladas con un valor facial doble de su denominación previa. Las personas que llevasen sus monedas a resellar a las cecas recibirían el mismo número de maravedís que aportasen, más una compensación por los costes de transporte de las monedas hasta y desde la ceca que iría entre cuatro y seis maravedís por arroba transportada y legua recorrida. Los costes de resello rondaron el 8% del volumen resellado de moneda. De este modo, esta operación de resello implicaba que la Corona obtenía un beneficio de alrededor del 92% del valor nominal de toda la calderilla que los particulares llevasen a resellar a las cecas. El volumen resellado alcanzó los 2,3 millones de ducados. Esta orden de resello puso en alerta a las Cortes, que el 4 de diciembre de 1603 solicitaron al rey la paralización de las acuñaciones de cobre y del resello de la calderilla. También provocó por vez primera la aparición de un premio modesto (de

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alrededor del uno o dos por ciento) de la moneda de plata sobre la de vellón. En 1604, el rey ordenó a sus inspectores visitar las cecas para asegurarse de que el vellón acuñado y resellado se ajustaba exactamente a las licencias concedidas e incluso en 1605 por parte del rey se llegó a afirmar que estaba en estudio un plan para consumir el vellón, es decir, para dar a sus tenedores plata en lugar de vellón, aunque este procedimiento no llegó a materializarse. Sin embargo, a pesar de estas supuestas intenciones de la Corona de reducir la circulación de vellón, se continuó acuñando moneda de cobre en varias cecas hasta 1606 e incluso en 1607 y 1608 en el Nuevo Ingenio de Segovia, ceca donde se acuñaba exclusivamente por cuenta de la Corona. Después de una negociación entre la Corona y las Cortes para la concesión de un nuevo servicio de 17,5 millones de ducados (2,5 millones al año durante 7 años), Felipe III aceptó por fin el 2 de noviembre de 1608 la condición de no acuñar más vellón, con o sin liga de plata, durante un periodo de veinte años. En 1617, el Rey pide a las Cortes poder acuñar 600.000 ducados de vellón para atender a las necesidades de Italia. Las Cortes debaten la situación y deciden, el 17 de julio de 1617, autorizar la acuñación de 800.000 ducados (200.000 iban destinados a sufragar los costes de la acuñación). La autorización de las Cortes queda plasmada en la Pragmática de 30 de septiembre de 1617. El 13 de enero de 1618, las Cortes autorizan la labra de 1 millón de ducados, sin contar los gastos de acuñación. En julio de 1618 se produce la primera petición de las Cortes del cese de las acuñaciones, que se intensifica sobre todo a partir de mayo de 1619. La Real Cédula de 28 de junio de 1619 contiene el compromiso real de no labrar vellón en 20 años y, luego, hacerlo en forma de calderilla (con liga de plata). Sin embargo, existen piezas acuñadas en 1620 en el Ingenio, en la ceca vieja de Segovia y en Valladolid. Entre julio de 1617 y diciembre de 1619 se acuñaron unos 4,3 millones de ducados, mientras que en 1620 se labraron unos 225.000 ducados. El señoreaje obtenido en este periodo alcanzó los 3,3 millones de ducados. Felipe III murió el 31 de marzo de 1621 y, nueve días más tarde, el 9 de abril de 1621, finalizaba la tregua con las Provincias Unidas que estaba en vigor desde 1609. La situación financiera de la Corona era muy delicada ya que para el periodo anual de noviembre de 1621 a octubre de 1622 se presupuestaban unos gastos de 8.276.524

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ducados. La inmensa mayoría de los ingresos estaban afectos al pago de los juros (títulos de deuda pública), de modo que los ingresos de 1621 no afectos a dichos pagos sólo ascendían a 466.236 ducados (un 5,63% del gasto previsto). Incluso apelando a los ingresos no afectos de los años 1622-1625, seguía habiendo un desequilibrio de casi 2,5 millones de ducados sólo para el año 1621. Es decir, alrededor de un 30% del gasto presupuestado no podría cubrirse. Así pues, se trató de salir adelante recurriendo al señoreaje obtenido mediante la labra de nueva moneda de vellón, de forma que uno de los primeros decretos firmados por Felipe IV (de 24 de junio de 1621) ordenaba la acuñación de otros 4 millones de ducados. La situación presupuestaria no mejoró con el paso del tiempo, sino que incluso fue a peor. La deuda de la Corona de Castilla alcanzó en 1623 los 112 millones de ducados, el equivalente a unos diez años de ingresos totales. La Corona no halló solución mejor que seguir con la acuñación de moneda de cobre con el fin de taponar, siquiera parcialmente, los enormes desequilibrios presupuestarios en los que iba incurriendo año tras año. De modo que estas acuñaciones de cobre continuaron en los años sucesivos hasta que fueron paralizadas mediante un pregón de 8 de mayo de 1626. En el periodo 1621-1626 se labraron 18 millones de ducados, con un señoreaje neto de 12,4 millones. La importancia de las acuñaciones castellanas de cobre puede apreciarse en el hecho de que Castilla labró unas 700 toneladas de cobre en promedio anual durante el periodo 1618-1626, lo que significaba casi el 50% de la producción anual de Suecia, el mayor productor de cobre de Europa. El efecto de estas acuñaciones se hizo notar claramente en el precio del cobre en Europa. Así, ese precio en el mercado de Amsterdam creció más de un 50% entre 1612 y 1625. Al paralizarse las acuñaciones de cobre castellanas, dicho precio retornó rápidamente a sus valores iniciales. Las acuñaciones de cobre de la primera década del siglo XVII, junto con el resello de la calderilla de 1603-1604, incrementaron la oferta nominal de vellón desde unos 3 millones de ducados hasta unos 10 millones. Dado que la economía castellana no se encontraba en una fase expansiva (y posiblemente se hallaba en recesión, tanto económica como demográfica), la demanda de saldos reales de dinero no aumentó. En consecuencia, la oferta de saldos reales tampoco lo hizo, y el resultado fue que los precios no subieron y el incremento de la oferta nominal de vellón se cubrió con la exporta-

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ción de un volumen similar de moneda de plata (o su utilización al margen de los circuitos monetarios e incluso su atesoramiento como activo financiero). La nueva fase de acuñaciones de moneda de cobre iniciada en 1617 elevó el volumen nominal de vellón en circulación a unos 30 millones de ducados en 1626, lo que supone alrededor de un 50% por encima de la oferta monetaria nominal total (plata más vellón) al inicio del siglo XVII. Dado que la demanda de saldos reales de dinero no creció, la oferta de saldos reales tampoco podía incrementarse, por lo que si la oferta nominal de vellón subía por encima de los 20 millones de ducados (de plata), el premio de la plata y el nivel de precios (en vellón) tendrían que aumentar. Así, el premio de la plata sube de manera muy modesta hasta 1623, a medida que el nuevo volumen de vellón acuñado va sustituyendo a la plata de la circulación monetaria castellana, reflejando fundamentalmente la mayor incomodidad de tener que saldar un número creciente de transacciones con una moneda que tenía una relación «valor de mercado/peso» muy inferior (el premio no sube del 2% hasta finales de 1618 y el año 1623 comienza en un 7%). Cuando el volumen nominal de vellón se acerca a los 20 millones de ducados, el premio de la plata se acelera y comienzan a subir los precios de los bienes expresados en moneda de vellón (1623 se cierra con un 13%, 1624 con un 22% y 1625 con un 54%). En noviembre de 1624, la cantidad de vellón (expresada en moneda de plata) alcanza los 19,8 millones de ducados. A partir de ese momento, y a pesar de que las acuñaciones se aceleran en 1625, el premio de la plata aumenta más rápido y el volumen de vellón expresado en plata cae. Hacia esa fecha, la plata ha desaparecido casi por completo de la circulación (un arbitrista anónimo que escribe en 1625 estima que el porcentaje de la moneda de plata en circulación ronda el 1,6%, siendo el resto vellón119). El nivel general de precios de los bienes de consumo expresados en moneda de vellón se mantiene aproximadamente constante —si bien con fluctuaciones— durante las dos primeras décadas del siglo XVII. Sin embargo, a partir de 1623-1624 comienza un fuerte proceso alcista, como resultado de la saturación de vellón que experimentó la economía castellana.

119. Carrera i Pujal, Jaume (1943). Historia de la Economía Española, 562.

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Resumiendo. A partir de 1597, el objetivo de la política monetaria de los tres Felipes fue claro: obtener financiación para sus exhaustas arcas. El resultado fue similar al de una operación de mercado abierto: compraron moneda de plata con la acuñación de cobre sueco, pero cuando hubieron comprado toda la moneda de plata de la economía castellana, la inflación fue su venganza. De este modo, durante todo el reinado de Felipe III, se obtuvieron beneficios netos del señoreaje, medidos en términos de plata. Sin embargo, a medida que se acuñaba más cobre en los primeros años del reinado de Felipe IV, el beneficio obtenido de acuñar un marco de cobre cada vez se reducía más y más, y esto por tres motivos. El primero era, como ya hemos indicado, la multiplicación del precio del cobre en Europa en términos de plata. El segundo, que las acuñaciones de vellón generaban poder adquisitivo en vellón, que había que transformar en plata, dado que la mayor parte de los gastos bélicos de la Corona había que efectuarlos en plata, mientras que la mayoría de sus ingresos eran en vellón. Así pues, a medida que subía el premio de la plata, el poder adquisitivo de las acuñaciones de vellón caía. Por último, y dado el citado desajuste entre gastos en plata e ingresos en vellón, cuanto mayor fuese el premio de la plata, mayor sería ese desajuste, lo que implicaba que o aumentaba la cifra de impuestos cobrada en vellón o había que reducir la cifra de gastos efectuada en plata. De cada ducado de vellón acuñado en el periodo 1617-1622, la Corona obtenía, aproximadamente, como beneficio dos tercios de ducado de plata (unos 23 maravedís de plata). Sin embargo, el encarecimiento del cobre y el incremento del premio de la plata hicieron que cuando se decidió paralizar las acuñaciones en la primavera de 1626, ese beneficio hubiese caído a alrededor de 2 maravedís de plata. Dada esta trayectoria de disminución acelerada de los beneficios de la acuñación, finalmente se decidió paralizar ésta. No obstante, en el momento de la paralización de las acuñaciones, el premio de la plata había llegado a subir al 70% y se mantuvo durante el año 1626 alrededor del 50%. La existencia de este premio de la plata tan elevado implicaba que, a pesar del cese de la labra de vellón, el sobrecoste que tenía que pagar la Corona para financiar sus esfuerzos bélicos en Europa superaba el millón de ducados anual. Dados los déficits perennes de las finanzas públicas castellanas, esta situación no podía sostenerse durante mucho tiempo.

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Así, tanto la Corona como las Cortes estuvieron buscando, ya desde 1625, una solución al problema que se había generado. El método utilizado en otros lugares y en otras épocas (por ejemplo, en la misma Castilla en 1442 o en 1464) había sido la devaluación legal del valor nominal de la moneda de cobre. Dado que éste era el método con mayor probabilidad de ser puesto en práctica, la demanda relativa de vellón frente a plata (y frente a bienes duraderos) cayó, lo que supuso un incremento del premio de la plata y un aumento del nivel de precios de los bienes. Así, el volumen de saldos de vellón expresados en plata disminuye en 1626 y 1627, debido a que el premio de la plata aumentaba continuamente. Tras un intento fallido de poner en marcha una operación de mercado abierto contractiva en 1627 (los particulares debían llevar su vellón a unos bancos de nueva creación denominados «Diputaciones para el consumo del vellón» donde, a cambio, recibirían un título de deuda pagadera a los cuatro años en plata) y con un premio de la plata por encima del 80%, en agosto de 1628 se decretó la reducción a la mitad del valor nominal de todo el vellón en circulación. Como ya se ha dicho, el objetivo de la devaluación de 1628 era reducir o eliminar el premio de la plata, así como el nivel de precios en términos de moneda de vellón. La explicación económica es la siguiente: dado que prácticamente toda la moneda circulante en Castilla era de vellón, existía una relación directa entre el volumen nominal de vellón en circulación y el nivel de precios de los bienes expresados en vellón. Dada una cantidad de bienes y servicios producidos en términos reales, cuanto mayor (menor) sea la oferta monetaria circulante, mayor (menor) será el nivel de precios. De este modo, una vez que la plata desapareció de la circulación, incrementos adicionales de moneda de vellón en circulación provocaron una inflación que la Corona quería invertir, reduciendo a la mitad el valor nominal de dicho vellón al poner en marcha la devaluación de 1628. Dado que la moneda de plata tenía un poder adquisitivo con respecto a los bienes de consumo basado en su contenido metálico, una devaluación del vellón no afectaría a dicho poder adquisitivo. Pero como el precio de los bienes en vellón habría de caer, el precio relativo entre la moneda de plata y la moneda de vellón también se derrumbaría. O, en otras palabras, el premio de la plata sobre el vellón caería. A pesar de que Felipe IV se comprometió a no acuñar nueva moneda de vellón en 20 años, las promesas similares rotas tanto por

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su padre como por él mismo en años anteriores, así como las expectativas de ulteriores devaluaciones de vellón (pudiendo llegar incluso a una eventual desmonetización de esta especie), condujeron a una abrupta caída de la demanda de saldos de vellón expresados en plata en el momento de la devaluación de agosto de 1628. Esa demanda cayó desde unos 16,3 a unos 13,3 millones de ducados en un solo día. Como consecuencia de esto, y a pesar de que el volumen nominal de vellón cayó de la noche a la mañana desde 29,2 hasta 14,6 millones de ducados, la demanda de saldos reales fue incluso menor, lo que significaba la no desaparición del premio de la plata, si bien éste disminuyó significativamente desde el 84% hasta el 10%. El efecto sobre los precios de los bienes también fue deflacionista, si bien más lento. Los precios se incrementaron un 5% en 1628 y un 1% en 1629, se mantuvieron constantes en 1630, subieron un 9% en 1631 y luego bajaron hasta 1635 a una tasa anual del 4,5%. Así pues, entre 1628 y 1635, la caída global de los precios fue de un 14%. Dos son las posibles causas de la brusca caída de la demanda de saldos reales de vellón en el momento de la deflación de agosto de 1628. Por una parte, el hecho de que la reducción del valor nominal del vellón fuese a la mitad, cuando se esperaba que fuese a la cuarta parte e incluso existían expectativas de su desmonetización, implicaba que los agentes económicos esperaban pérdidas adicionales si mantenían vellón, lo que hizo que su demanda se redujera. Por otra parte, modernas teorías de determinación del nivel de precios de una economía incluyen como factores determinantes el volumen de deuda pública nominal en circulación (por entonces, unos 112 millones de ducados). Bajo el supuesto de que los agentes económicos de la época hubiesen pensado que el gobierno recurriría nuevamente a la financiación de su presupuesto mediante la generación de más dinero de vellón (a una tasa similar a la existente entre 1617 y 1626), estas teorías explicarían por qué la demanda de saldos reales de dinero cayó. La razón estriba en que, en ese caso, los agentes económicos esperarían una inflación posterior (esto es, incremento de precios en términos de moneda de vellón), lo que les impulsaría a reducir el coste de oportunidad de mantener vellón, disminuyendo así la demanda de éste. En consecuencia, y a pesar de que la cantidad de vellón en circulación se redujo a la mitad, el nivel de precios no cayó en la misma

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proporción ni se eliminó por completo el premio de la plata. Es decir, los objetivos perseguidos por la Corona se cumplieron, pero sólo parcialmente. En cuanto a sus efectos sobre la población, cabe reconocer que no fueron neutrales. Tras la devaluación, el poder adquisitivo del vellón en términos de bienes y de plata disminuyó, de forma que los poseedores de vellón se vieron perjudicados por la medida. Evidentemente, lo contrario pasó con los poseedores de bienes susceptibles de venta y con los poseedores de plata.

3. ANÁLISIS DEL CONTENIDO MONETARIO DE EL CHITÓN A continuación, comentamos detalladamente la parte central del texto (páginas 73 a 92 de la edición a cargo de Manuel Urí Martín) que Quevedo dedica al análisis del problema monetario y a la defensa de la devaluación de siete de agosto de 1628. Las transcripciones de párrafos o frases de El chitón van diferenciadas en el texto, seguidas de nuestros comentarios. Pues si decimos de la baja de la moneda, aquí es donde no te das manos a tirar: un Briareo eres en cascajar. ¡Cuál andas por los corrillos chorreando libelos, y en las conversaciones rebosando sátiras, empreñando las esquinas de cedulones! Si hablas haciendo recular las cejas hasta la coronilla, salpimientas la murmuración; si callas, te avisionas de talle, te estremeces de ojos, te encaramas de hombros y, después de haber templado tu cuerpo para escorpión, empiezas a razonar veneno y a hablar peste, ruciando de malicias y salpicando de maldades a los oyentes. «Bajar la moneda —dice vuestra Señoría—: acabarse tiene el mundo, allá lo verán; es ruina de España y de toda la Christiandad»; y al cabo, echas el «Dios se duela de los pobres», que sólo llevaba de ventaja el Judas el bote y el ingüente.

Comienza aquí el análisis de la devaluación. En este párrafo critica las habladurías anteriores a dicha baja. La primera se refiere a que la devaluación tendrá efectos devastadores sobre la economía

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española y, por ende, sobre el resto de economías cristianas. La segunda tiene que ver con el hecho de que la moneda de vellón era utilizada en mayor medida por los pobres, de donde se colige que su pérdida de valor será soportada por éstos proporcionalmente más que por los ricos, de ahí la compasión por los pobres. Tratóse de entretener más tiempo el oro y la plata en estos reinos, viendo cuán breve pasadizo han fabricado en los cuartillos los extranjeros para su extracción.

Quevedo considera la devaluación de 1628 como una medida para retener la moneda de oro y de plata en Castilla o, dicho de otro modo, para tratar de que estas monedas volviesen a la circulación monetaria, de donde habían sido prácticamente expulsadas por la moneda de vellón. Según el autor, el motivo de esta expulsión es la falsificación y posterior introducción de moneda de cobre (cuartillos o moneda de cobre puro de ocho maravedís acuñada desde 1602) por parte de los extranjeros. Esa moneda falsa de vellón se cambia dentro de Castilla por moneda de oro y plata, y ésta se saca del país. Tratóse de la mortificación de los cuartos y tiraste piedras.

Antes de ponerse en práctica, ya recibió críticas el proyecto de devaluación de la moneda de vellón (la reducción de valor de los cuartos o moneda de vellón valorada antes de la baja en cuatro maravedís y después de ella en dos maravedís). Dime, Esconde la Mano: ¿qué tiraste contra quien, con subir los cuartos, puso el oro y la plata en cobre, pues hoy haces tales extremos contra quien, con bajar los cuartos, los ha puesto en cobro?

Observadas las críticas a la devaluación, que una vez decretada ha conseguido que el público vuelva a tener confianza en la moneda de vellón al incrementar su valor nominal relativo con respecto a las monedas de plata y oro (el 7 de agosto de 1628, el premio de la plata en Madrid alcanza el 84% y la devaluación consigue en un solo día bajarlo al 10%; esto implica un incremento del valor nomi-

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nal relativo de un maravedí de cobre frente a un maravedí de plata de un 67% como consecuencia de la devaluación), Quevedo se pregunta por qué no se criticaron de igual forma las medidas adoptadas por Felipe III en 1602 (reduciendo el peso de la moneda de cobre a la mitad o, lo que es lo mismo, duplicando el valor facial de esa moneda para un mismo peso de cobre) y en 1603 (resello al doble de su valor previo de la moneda de vellón acuñada antes de 1602). La plática asustó a los tenderos, porque la ganancia no saca la consideración del logro y de la usura; por daño temieron perder la mitad.

Los comentarios de la posibilidad de una devaluación del vellón, antes de ponerse en práctica la medida provocaron la inquietud de los comerciantes. Si se hablaba de que la baja sería a la mitad, un comerciante podía pensar que si vendía bienes a cambio de recibir moneda de vellón y el posible decreto de devaluación le cogía con moneda de vellón, el valor nominal de ese vellón quedaría reducido a la mitad, siendo la otra mitad una pérdida. Para evitar esta pérdida, los comerciantes paralizaron las ventas y no aceptaron vellón a cambio de sus bienes; o, si lo aceptaban, lo cambiaban rápidamente por plata o por nuevos bienes. En otras palabras, «la plática» incrementó la velocidad de circulación de la moneda de vellón, lo que implica una reducción de su demanda relativa frente a moneda de plata y bienes o, dicho de otra forma, un incremento del precio relativo de la plata y de los bienes. Los datos diarios del premio de la plata corroboran este extremo. Así, en Madrid, el primero de enero de 1628 el premio se situaba en el 67%. Durante ese año y hasta la devaluación de agosto, no hay elementos fundamentales que expliquen una subida paulatina del premio de la plata; sólo el temor del público a sufrir una pérdida puede explicar que en agosto se llegase a superar el 80%. El rumor de la baja debió ser fuerte ya el mismo siete de agosto, porque ese día el premio subió desde el 80% hasta el 84%. ¿Qué pérdida sufrió el público con la baja? Quevedo argumenta que la devaluación puso en cobro los cuartos pero que los tenderos temían perder la mitad. Ya hemos visto que la devaluación incrementó el valor relativo del maravedí de cobre frente al maravedí de

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plata en un 67%. Sin embargo, hay que ver cuál es el poder adquisitivo antes y después de la baja de una misma moneda de vellón. Supongamos que un individuo posee un cuarto (cuatro maravedís de cobre) antes de la devaluación. Con un premio del 80%, lo podía cambiar por 2,2 maravedís de plata. Después de la devaluación, su moneda de cuarto pasa a valer 2 maravedís de vellón que, con un premio del 10%, puede cambiarse por 1,82 maravedís de plata. La pérdida es, por tanto, de 0,4 maravedís de plata. En términos porcentuales, el resultado de la devaluación fue que el poseedor de vellón perdió, en términos reales o de plata, un 18% de su valor. [Y] es daño porque no es remedio cabal hasta que se consuma todo antes que, no teniendo otra cosa, nos hallemos con moneda que no hay bolsa que no tenga asco della, y que se indigna aun de andar en talegos, y que los rincones de los aposentos se hallan con la basura más limpios y menos cargados y con menor ruido. Moneda que el que la paga se limpia y desembaraza, y el que la cobra se ensucia y confunde; más vale su incomodidad en trajinarla que su valor: Mil reales, caudal que cualquiera gasta en doce días de camino, son peso para una bestia sola, y poco antes que se subieran, se llevaban en oro, en nóminas, en traje de reliquias, o se escamaban con escudos los jubones, y quinientos añadían poco peso más a la lana; y hoy en esta moneda dan que hacer a una albarda, y hace más mataduras el dinero que los barriles...

El mensaje es el de la incomodidad de un sistema monetario basado exclusivamente en una moneda fiduciaria de cobre con una relación «valor de mercado/peso» muy pequeña. De esta manera, el coste de transporte que se ha de soportar para transferir capacidad de pago de un lugar a otro en moneda de cobre es excesivo. Antes de las medidas de 1602 y 1603 (la «subida» de la moneda de vellón), la moneda que se transfería era de oro y plata, por lo que su relación «valor de mercado/peso» era elevada y el coste de transporte pequeño. Sin embargo, tras la desaparición de la moneda de ley de la circulación monetaria castellana, el peso de la moneda de cobre hace prohibitivas las transferencias de fondos. El peso de 1.000 reales (34.000 maravedís de plata) en moneda de oro, plata y vellón

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(antes de la devaluación de 1628) era el siguiente: en escudos de oro, unos 288 gramos antes de 1609 y unos 261 gramos después de esa fecha; en reales de plata, unos 3,5 kilogramos; mientras que, en moneda de cobre, unos 28 kilogramos (con un premio nulo de la plata) y unos 50 kilogramos (con un premio de la plata del 80%). [H]acienda arrinconada, que no pasa de Castilla, de quien se guardan los otros reinos como de peste acuñada.

El resto de reinos de la Monarquía Hispánica utilizaban la moneda de vellón propia como moneda subsidiaria para efectuar las pequeñas transacciones, como había ocurrido en Castilla durante todo el siglo XVI. En consecuencia, el vellón castellano carecía de curso legal en dichos reinos. Buen estado tiene la salud del comercio; buen juicio la gente que resiste con voces la expulsión deste contagio; buen vasallo es quien no agradece al Rey resolución tan favorable a todos, y al ministro haberse aventurado a ser purga deste mal humor, a ser escoba desta basura. No mereció más gloria el famoso rey don Ramiro de haber librado a España del feudo de Mauregato, ni el Rey don Alonso del exentarla del reconocimiento del imperio, que el Rey nuestro señor de haberla librado del tributo deste moro vellón y del imperio del ciento por ciento; ni se dedicó por la salud de Roma a tan manifiesto peligro el que a caballo se echó en el hoyo como en este caso el ministro, porque al otro, en agradecimiento, le levantaron estatuas, y al Conde Duque testimonios, coplas, libelos y pasquines.

Utilizando la ironía, Quevedo alaba al rey Felipe IV y al Conde Duque de Olivares como artífices de la baja de la moneda, baja que libraba a España del imperio del ciento por ciento. Se refiere aquí, con un punto de exageración, a que, en el momento de la devaluación, el premio de la plata ya alcanzaba el ochenta por ciento. [S]i el daño fue dilatar la baja, el Rey siempre la quiso (¡Oh, qué instrumento te pudiera enseñar desto, Tira la Pie-

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dra, que te deshiciera los ojos!). Y el Conde siempre y luego aconsejó se hiciese; opúsosele la envidia de los que no querían el bien común, o no ver a los ministros y ministro con el blasón de redemptores destos reinos.

Su argumento es que la economía sufrió por la tardanza en llevar a cabo la devaluación. Esto es cierto, debido a que desde 1625, e incluso quizá antes, se comenzó a rumorear la posibilidad de una devaluación de la moneda de vellón. En estas condiciones, y tras la paralización de las acuñaciones en mayo de 1626, los posteriores incrementos del premio de la plata no pueden ser atribuidos más que a un descenso de la demanda de vellón en términos reales por parte del público, como consecuencia del temor a sufrir pérdidas al tener vellón atesorado en el momento de una probable y futura devaluación. Elliot (1990b, 276) señala que tanto Felipe IV como Olivares habían venido presionando a los Consejos de Castilla y de Hacienda desde 1624 a favor de una devaluación del vellón al 75% de su valor previo, pero los Consejos, especialmente el de Castilla, estaban divididos acerca de si la devaluación tendría más efectos negativos que positivos. En enero de 1625 (con un premio de la plata de alrededor del 25%), el confesor del Conde Duque, fray Hernando de Salazar (también miembro del Consejo de Hacienda), analizó la política monetaria que debía seguir la Corona. Supuso que el premio de la plata subiría a un 50% en los años venideros. Con esos premios, el beneficio que obtendría la Corona de las acuñaciones de vellón caería en un 40%. Si se deseaba seguir obteniendo señoreaje de la labra de vellón, se tendrían que acuñar volúmenes mucho mayores, lo que haría que el premio aumentase incluso más deprisa. Su recomendación para el Conde Duque era que se dejase de acuñar y que se pusiera en marcha una devaluación de la moneda de vellón. Ante la oposición del Consejo de Castilla, ya hacia finales de 1626, el Rey se decantó definitivamente por la devaluación y en contra de las Diputaciones para el consumo del vellón. En comunicación al Consejo, escribió: «Si el Consejo de Castilla me ata las manos para que no haga la baxa y me aprueva las diputaçiones, considerad de quien me puedo quexar ni a quien me tengo que que-

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xar de ver perder mis Reynos por executar lo que me aconseja y dexar de executar lo que me reprueva»120. Una buena muestra de las disensiones existentes en el Consejo de Castilla sobre la necesidad o no de la devaluación podemos encontrarla en la consulta de 31 de enero de 1628 que narra la votación habida en el seno del Consejo con respecto a la baja del vellón. Asisten a la reunión 18 consejeros más el presidente, el cardenal Trejo. Se van votando sucesivamente una serie de once puntos relacionados con el problema monetario. La consulta describe los votos a cada uno de los puntos. El cardenal Trejo hace al final un resumen de las votaciones: «De esta regulación de votos se colige lo siguiente por mayor parte. Lo primero [si hay daño en la moneda que tenemos], que el daño de la moneda es grande y hay doce votos. Lo segundo [si es dañoso que obliga precisamente a mirar y resolver el remedio], que obliga a buscar y dar remedio y hay nueve votos. Lo tercero [cuál es el remedio de la moneda que daña por ser mucha y por el exceso de valor intrínseco], que el remedio es la baja y hay diez votos, pero limitándose a que sea sin daño y dicen que no puede hacerse hoy sin daño. Lo cuarto [si habrá remedio posible y eficaz para cerrar los puertos sin baja de la moneda], que podrían guardarse los puertos con diversos remedios, hay diez votos conformes en la sustancia pero discordes en los medios. Lo quinto [si conviene ejecutar el remedio de la moneda por éste u otro medio o temperamento], hay siete votos que dicen que el remedio es el ejecutar la baja de la moneda pero si se entiende con lo que algunos de ellos se le limiten en el tercero, quedan votos condicionales. Lo sexto [si se puede hacer dando satisfacción y si conviene darla] y séptimo [si se puede hacer sin dar satisfacción y si conviene darla], que si se baja, conviene y se debe dar satisfacción. Lo octavo [si se ha de dar satisfacción de todo o de qué parte del daño], hay ocho votos que la satisfacción ha de ser de toda la baja. Lo noveno [si habiendo de dar Su Majestad satisfacción, la ha de dar de la moneda falsa que ha entrado o de la que ha mandado labrar], es voto común que se ha de dar satisfacción de todo así lo que bajó y labró Filipo Tercero como lo que ha labrado Su Majestad y lo que han entrado por los puertos. Lo décimo [con qué se ha de dar la satisfacción y en qué], para dar satisfacción aprueban el nuevo metal y el esperarle, siete

120. Archivo Histórico Nacional, Consejos, legajo 51359, expediente 6.

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votos, contando en ellos a [el consejero] Farina, que no lo reprueban; los demás varían. Lo undécimo [qué forma ha de haber para sacar la hacienda de que se ha de satisfacer y por qué medios], están tan varios que apenas puede formarse parte de número de votos más de lo que dicen el décimo. De todo esto se colige que habiendo esta materia de ser ley, y ley de tanta importancia y siendo menester para hacer ley las dos partes de votos, de tres, no hay votos para nada sino es para que hay daño en la moneda, para que dándose la baja ha de ser con satisfacción, y ésta total, y de toda la moneda, y en todos los demás puntos no hay dos partes de votos enteros y esto es aunque se llegue el mío»121. Pues Tira la Piedra, considera que estábamos ya en estado que los propios extranjeros que nos han llenado de cuartos nos despreciaban y temían lo propio que nos habían vendido; y bien medido nuestro caudal, ya cabía poco más vellón, pues llenos dél, no quedaba lugar al remedio.

Vuelve aquí Quevedo a echar la culpa del problema monetario a la moneda falsa procedente del extranjero. En su opinión, la situación era crítica y había de darse alguna determinación, dada la enorme cantidad de vellón circulante. Aquí aguijó la providencia inestimable del Rey nuestro señor y del valido, a quien tú, sayón de virtudes, despedazas; si el Rey no se determina, las lámparas en las iglesias ya desconfiaban de que las defendiese la inmunidad eclesiástica del furor de los ceros y de los mandamientos del guarismo. Parecen donaires y son dolores; si la codicia de los extranjeros se entrara una vez en la iglesia a sacar estos vasos retorcidos, amenazadas estaban cálices y cruces, que para el codicioso nada añade al hurto el sacrilegio. Pues Esconde la Mano, esto defendió el decreto del Rey a costa de darte a ti qué tirar y blasfemar en tiempo que la plata se había echado a los pies de las mujeres en virillas.

121. Archivo Histórico Nacional, Consejos, legajo 51359, expediente 16.

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Siguiendo con la argumentación anterior, la entrada de vellón falso procedente del extranjero a la caza del oro y de la plata de Castilla estaba poniendo en peligro la orfebrería de las iglesias (que rogaba por que se la liberase de esa amenaza). La devaluación decidida por el rey y el Conde Duque logró conjurar este peligro. Y a pesar de la bondad del decreto de baja, todavía había gente que lo criticaba. Es importante determinar hasta qué punto el vellón circulante en Castilla estaba compuesto de vellón falso procedente del extranjero. Carrasco Vázquez (1997, 1088) cita el testimonio de un contrabandista «arrepentido» que informaba de que su banda había introducido anualmente 3 millones de ducados de vellón entre 1606 y 1620. De ser cierta, esta cifra implicaría que una sola banda habría introducido cerca de 40 millones de ducados en ese periodo. La acuñación de 3 millones de ducados anuales suponía un volumen de cobre de 925 toneladas, esto es, dos terceras partes de la producción anual de cobre de Suecia, el mayor productor de Europa, lo que indica que es, a todas luces, una gigantesca exageración. Por otra parte, si estas cifras fuesen ciertas, hacia 1610 habría habido en la circulación monetaria castellana más de 20 millones de ducados de cobre (legal más falsificado), de modo que a partir de esa fecha el nivel de precios de los bienes y el premio de la plata habrían experimentado fuertes incrementos, al contrario de lo que sucedió. Por último, el Consejo de Hacienda estima, en el momento de la devaluación de 1628, un volumen circulante de vellón de unos 29 ó 30 millones de ducados, que es la cifra que nosotros obtenemos con la información oficial de que se dispone. Por tanto, hay muchos elementos que apuntan en la dirección de que la entrada de vellón procedente del exterior fue un chivo expiatorio útil para la Corona, pero de escaso calado real. Del doblón y del real de a ocho se hablaba como de los difuntos, y se decía: «El oro, que pudre; la plata, que Dios tenga».

La desaparición del oro y de la plata (al menos de las monedas más grandes, con mejores condiciones para ser atesoradas o exportadas, como el escudo doble de oro y la moneda de ocho reales de plata) era generalizada.

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¿[P]uedes negar que el que metió los moros en Castilla (fuera de la religión) hizo menos daño a los reinos que aquel maldito, Cava barbado de los cuartos, que doblándolos los metió en las bolsas? De aquella furia quedaron fuera las montañas; desta maldad todo el reino se inundó, sin haber contra ella asilo ni aun silo.

Crítica feroz a Felipe III por duplicar el valor nominal del vellón mediante las medidas de 1602 y 1603, a las que se acusa de ser las desencadenantes de la inundación de moneda de cobre que padecía el reino y de todos sus males colaterales. Allí Pelayo empezó a restaurar con los pocos que quedaron libres, y le ayudaron. Aquí el Rey ha hecho la restauración y curado el enfermo a su pesar, pues fue contradicho de todos cuantos padecían esta miseria; y es mayor gloria la suya y la del ministro cuanto tuvieron menos que los asistiesen, porque contra su parecer se juntaron los enemigos todos a meter vellón, y los propios, todos a contradecir que no se bajase, que era, fue y será el solo remedio, y los caudales daban voces contra la restauración de las bolsas, que, renegadas del buen metal, se habían metido a calderas, y si algún real se hallaba era mestizo de cascajo y real sencillo.

Nueva alabanza a la decisión tomada por el rey y el Conde Duque, que actuaron contra la moneda falsificada procedente del extranjero y contra las voces internas que temían los efectos de la devaluación, el único remedio a la situación que encontraba Quevedo. ¿Qué muladar te da piedras para tirar contra la baja de los cuartos? Pues solamente la voz de que se había de efetuar ha hecho pagar más deudas que la hora de la muerte, restituir más haciendas que las paulinas. ¡Qué de trampas se han desañudado! ¿Qué de empréstidos que andaban de rebozo entre el no quiero y no puedo se han reconocido!

Quevedo ve beneficios en la devaluación, incluso antes de que se llevase a efecto. Los meros rumores de que iba a disminuir el valor nominal de la moneda de vellón animaron a los deudores a cance-

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lar sus deudas, antes de correr el riesgo de tener que cancelarlas después de la probable baja, a un valor nominal menor, lo que implicaría tener que devolver un valor superior en términos reales. Un ejemplo ayudará a comprender mejor el argumento. Supongamos que un individuo debía pagar a otro 100 maravedís de vellón, lo que podía hacer antes de la baja entregando 25 cuartos (de a cuatro maravedís). Ahora bien, si la baja se llevaba a cabo (por ejemplo, a la mitad), entonces tendría que entregar 50 cuartos (valorados ahora a dos maravedís). No niego que hizo gran ruido y causó grande alteración en todos los mohatreros el platicarse el remedio, conque estancaron las mercancías. Acordándonos ha del tiempo de don Alonso el Sabio, cuando al poner precios por enmendar la desorden, indujo total carestía, y forzó a aquel gran rey a revocar la ley; las tasas pegaron a la baja, y fue como pegarla peste.

Se refiere ahora a los perjuicios de los rumores de la probable devaluación. Así, para no correr el riesgo de tener vellón en el momento de la devaluación, los comerciantes paralizaron sus ventas, lo que encareció las que realmente se hicieron y provocó situaciones de desabastecimiento. No es obvio si el ejemplo de la fijación de tasas o precios máximos a los bienes de consumo, referido al reinado de Alfonso X el Sabio, que también generará situaciones de desabastecimiento y de mercado negro, tiene para Quevedo un carácter alternativo o complementario a la devaluación. En De Monetae Mutatione, Juan de Mariana opina que, ante la carestía provocada por la mala moneda, el rey se decidirá primero a poner tasas, pero eso «será enconar la llaga, porque la gente no querrá vender alzado al comercio, y por la carestía dicha la gente y el reino se empobrecerá y alterará. Visto que no hay otro remedio, acudirán al que siempre, que es quitar del todo o bajar del valor de la dicha moneda» (Mariana, 1987, 71). La realidad es que, a pesar de las presiones del rey y del Conde Duque a favor de la baja, el Consejo de Castilla se negaba a la devaluación y puso en marcha una ley de tasas en septiembre de 1627 que fijaba los precios algo por encima del nivel de los existentes en 1624 y levantaba la prohibición de importar productos extranjeros

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que se había decidido en 1623. Según Elliot (1990b, 319): «La pragmática se puso rápidamente en vigor y los resultados inmediatos fueron espectaculares. Los precios se vinieron abajo, las tiendas se quedaron vacías y durante unas semanas de octubre de 1627 el cardenal Trejo disfrutó de una repentina popularidad. Pero, como cabía esperar, este paraíso del consumidor no iba a durar mucho tiempo. Inmediatamente se produjo una sonora protesta de comerciantes y tenderos, que optaron por arriesgarse a pagar multas muy onerosas ocultando sus existencias antes que venderlas a unos precios artificialmente bajos». Todas las cosas que tocan a crecer o bajar o mudar la moneda se han de tratar con tal secreto que se sepan y se ejecuten juntamente, porque si se trasluce algo de lo que se trata, más daño haze el recelo de lo que se previene que las propias órdenes praticadas. Éste ha sido el daño, que el bajarla o quitarla era remedio, y déste tú tienes la culpa, que lo publicabas por apedrear, y los que envidiaron, el acierto de proponerlo; tú sabes quién te lo dijo a ti, y yo quiénes eran los que lo dijeron y revelaron.

En este párrafo, Quevedo preconiza el secreto en materia de política monetaria. Las decisiones de política monetaria sólo las pueden conocer los que las están diseñando y las van a implementar, dado que si se rumorea lo que se trama, esos rumores afectarán a las expectativas del público y, así, a las decisiones de éste. Y tales decisiones pueden ser contrarias a los efectos pretendidos por la reforma monetaria. En este caso concreto, Quevedo intuye que el rumor de una posible baja de la moneda de vellón ha generado una especulación en contra de esta moneda, lo que ha provocado subidas de los precios de los bienes y del premio de la plata. Asimismo, sigue insistiendo en que devaluar la moneda de vellón o prohibir su circulación era el remedio a los males monetarios del momento. Hablemos algo con nota regocijada donde el intento es de tanto dolor; despejemos lo molesto de las querellas. Parece cosa y cosa que nos cobremos con la pérdida y nos perdamos con los premios.

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Utiliza aquí la paradoja para indicar que se espera que la baja genere pérdidas pero que, al tiempo, es el método que reportará beneficios. Del mismo modo, si el premio de la plata sube, la situación económica empeora. Mala señal es de vida, y de estómago, cuando se trueca cuanto se come; lo que todos damos por la plata, cuando queremos salir destos reinos, ¿quién nos lo paga? Digo, señor, que este bulto no es caudal, sino hinchazón de postema; y así, mientras no se baja, cada día tiene más peligro; y quien quita este bulto más sana que disminuye. Dar el vellocino por el vellón es desollarse, no vestirse.

Vuelve aquí a referirse al hecho de que la moneda de vellón castellana no puede circular fuera de Castilla. Cuanto mayor sea el premio de la plata, menor cantidad de plata se podrá obtener con un valor nominal dado de moneda de vellón. En consecuencia, como siga aumentando el premio, el poder adquisitivo de los castellanos en el extranjero irá siendo cada vez más pequeño. La solución es la baja, pero si se retrasa, el premio seguirá aumentando. La devaluación tendrá efectos perniciosos, pero sus efectos beneficiosos serán más potentes. Con perdón de vuestra Excelencia, con tu licencia me atrevo a una comparación: los extranjeros han imitado al cazador, que viendo en las águilas mayor velocidad y fuerza, más presto vuelo, más larga vista, y que por esto les hacía menos la volatería, y entre las demás aves, sus halcones y neblíes cogieron águilas tiernas, enseñáronlas a cazar para sí y luego las soltaron para su mayor logro. Zurzo, y creo que poco se han de ver las puntadas. Vieron los cazadores de Francia, de Italia y Holanda que la plata y el oro nuestro eran águilas que no los dejaban cosa a vida, de cuyo precio y codicia no se escapaba ni su mercancía, ni su trabajo, ni su industria. Dieron traza de cogerlos al nacer, en el nido, tan desnudos que la primer pluma que vistiesen fuese la suya; recogiéronlos en sus alcándaras, enseñáronlos a cazar y ahora nos los sueltan para que nos arrebaten lo que nos queda. Vienen cien reales en plata o en oro volando y llévanse otros sesenta o ochenta en las uñas.

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Nueva argumentación contra la moneda falsa que entran los extranjeros. Ahora se trata de que un extranjero que tiene cien reales de plata los trae a Castilla y se lleva otros sesenta u ochenta más. La idea es la siguiente: un extranjero utiliza cien reales de plata para fabricar moneda castellana de vellón falsa; introduce ese vellón en Castilla y con él compra aquí moneda de plata. Después de la operación, gana entre un sesenta y un ochenta por ciento. Veamos el fundamento de esta argumentación. El precio del cobre sueco en Hamburgo en 1624 y 1625 rondaba los 15 gramos de plata por kilogramo de cobre. Esto implica que un marco de cobre de 230 gramos se compraba con unos 3,45 gramos de plata o, lo que es lo mismo, con un real de plata castellano (34 maravedís de plata). Podemos suponer que el coste de acuñar ese cobre y trasladarlo a Castilla eran otros dos reales de plata (las costas de acuñar un marco de cobre en Castilla más las de su transporte desde Suecia no variaban mucho de esa cifra). En consecuencia, con tres reales de plata (102 maravedís) de coste, se podía poner en Castilla un marco de cobre acuñado con un valor nominal de 280 maravedís. El beneficio, en maravedís de vellón, suponía así unos 178 maravedís, que había que transformar en reales de plata al premio de la plata vigente en el mercado. Con un premio del 25%, el beneficio porcentual en plata era del 140%; con un premio del 50%, el beneficio caía al 116% y así sucesivamente. Pues si la baja les quita la presa, ¿no es hacerles pagar las uñas de vacío y que pierdan sus garras al retorno? Ni se puede negar que aquel que de los enemigos que combaten una monarquía consume las tres partes, no la defiende por otras tres.

Quevedo está a favor de la devaluación porque lesiona estas prácticas de los extranjeros. Así, si la baja es a la mitad, el valor nominal de un marco de cobre acuñado cae a 140 maravedís. En ese caso, el beneficio de introducir moneda de vellón, medido en maravedís de cobre también disminuye. Con los datos efectivos de la devaluación, debió de ocurrir así. Con un premio de la plata del 80%, el beneficio porcentual en plata de introducir vellón falso era del 97%; tras la devaluación y la subsiguiente reducción del premio de la plata al 10%, ese beneficio cayó al 33%.

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Confieso que serán grandes los inconvenientes, y más de los que se sabrá prevenir alguna prudencia. Mas las grandes cosas nunca se acabaron sin aventurarse, y si me aprietan, concederé lo que dicen los cohechadores, los estanques del caudal, que no le dejan correr: que podrá ser que con la baja se pierda todo; aun entonces fue bien y forzoso hacerla. En la enfermedad sin remedio es caridad que el medicamento acabe la vida, y desesperación dejarla que se acabe. Aquí ya es cierto el no tiene remedio, y allí el peligro respira en el podrá ser, y es consuelo a lo que se acaba que la ansia de su conservación no le deje. El que muere asistido de remedios entretiene las congojas con alguna esperanza, y es más cierta la corrupción en manos de la dolencia que de la medecina. Y por lo menos, Señoría y tú, más piadosamente y con menos recelos acabaremos con nuestras manos que por las ajenas. Mejor será que nos acabemos por conservarnos que conservarnos para que nos acaben.

Admite que la devaluación acarreará en sí misma inconvenientes, pero que la situación es tan desesperada que es mejor arriesgarse a sufrir dichos inconvenientes que los gravísimos problemas causados por la carestía de los bienes de consumo. La economía debe tomar su ración de medicina deflacionista y no esperar a morir de la enfermedad inflacionista. ¿Hubo ánimo para subir el vellón que fue, es y será la desolación de todo y ha de faltar para bajarle?

De nuevo achaca el grave problema monetario de Castilla a las medidas de 1602 y 1603 ordenadas por Felipe III. Si hubo redaños para meterse en problemas, ¿por qué no habría de haberlos ahora para salir de ellos? Cosas tiene del pecado esta moneda que, siendo malo y sabiendo que nos condena y lleva a la perdición, le tenemos cariño. Para convertir estos malditos, que se lamentan y lo resisten, y a ti, a tú y a vuestra Señoría, que lo llora como si estos cuartos fueran los de sus cuerpos, quisiera sacarles el de España echo cuartos con esta letra por epitafio: AQUÍ FUE ORO, como aquí fue Troya.

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La lucha entablada contra la medida propuesta de devaluación del vellón induce a Quevedo a pensar que hay algo pecaminoso en esta conducta. Pero si no hace la baja, España muere al quedarse sin moneda de ley. También dice vuestra merced (¡oh, qué mal escondiste la mano!) que la gran cantidad de arbitrios que corren impresos le marean: merced le hacen, pues le ayudarán a vomitar, que es su mejor comer de vuestra Excelencia. Dices muy ponderado, y con cara como si entendieras lo que culpas, que todos son sueños de hombres menesterosos o mal ocupados o no ocupados; sueños parecen por las señas de vuestra Señoría, de vuestra merced y de vuestra Excelencia, que este género de gente desvelada en remendar el mundo y enderezar las costumbres son el alborozo de los noveleros y el negocio de los vanos. Y por que vuestra merced conozca cuán izquierdo discurso tiene, quiero razonar algo, camino de la verdad.

Los problemas monetarios atrajeron la atención de numerosos arbitristas que ideaban medios para acabar con ellos, muy a menudo buscando previamente la concesión de un determinado porcentaje de los supuestos beneficios del arbitrio, que tendría que pagarles la hacienda pública. Hay arbitrios para todos los gustos, pero la mayoría de ellos son poco menos que impracticables. Las mejores colecciones de resúmenes de estos arbitrios monetarios de la tercera década del siglo XVII pueden encontrarse en Lozanne (1997), García Guerra (1997) y Carrera i Pujal (1943). Si ello se oye al oro y plata, tienen razón, y dan quejas tan justificadas como éstas: dice el real de plata, unidad de que se compone el de a cuatro y el de a ocho y el escudo y doblón, que él valía cuatro reales de cobre en tiempo de don Fernando el Católico; que vino el glorioso Emperador Carlos V y las necesidades o las revueltas o la desorden (que no afirma cuál destas cosas fue) le quitaron un real y quedó valiendo tres; vino Felipe II y quitáronle otro, y valió dos, y quedó quejoso y agraviado en dos partes. En esto presento por testigos a nuestros padres, y yo lo vi esto y lo testifico.

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Como señalamos en la introducción, la Pragmática de Medina del Campo de 1497, sancionada por los Reyes Católicos, ordenó el sistema monetario de Castilla. De un marco de plata se sacarían 67 monedas de un real (haciendo un total de 2.278 maravedís), con ley del 93,05%. De un marco de vellón con un 2,43% de plata se acuñarían 192 blancas, obteniéndose así 96 maravedís. Desde 1497 hasta 1603, la moneda de vellón no circuló a premio ni a descuento con respecto a la moneda de plata. Por tanto, durante todo el siglo XVI, un maravedí de vellón equivalió exactamente a un maravedí de plata. O lo que es lo mismo, un real de vellón (34 maravedís de vellón) equivalió exactamente a un real de plata (34 maravedís de plata). De donde la afirmación de Quevedo, en boca del real de plata, de que en tiempos de Fernando el Católico valía cuatro reales de cobre es totalmente incierta. Pero lo mismo ocurre con las referencias a la pérdida de valor del real de plata durante los reinados de Carlos V y de Felipe II. Vino el señor Rey Felipe III y quitáronle otro real, y valió el real de plata un real de cuartos cuando se dobló la moneda, o cuando se dobló por la moneda, que allí murió.

De nuevo vuelve a achacar a las medidas de Felipe III de 1602 y 1603 la depreciación del real de plata frente al real de cobre, a las que acusa de generar el caos monetario. Es cierto que, según los datos de Hamilton (1975, 107), a partir de 1603 surge un pequeño premio de la plata sobre el vellón, que no se sitúa por encima del 2% (en 1616 llega a ser del 1%). Esto significa claramente que, primero, dichas medidas no supusieron un caos monetario ni generaron inflación (de hecho, el nivel de precios de los bienes tiene una tendencia levemente decreciente durante las dos primeras décadas del siglo XVII) y, segundo, que no alteraron prácticamente nada la paridad entre el real de plata y el real de vellón. Además, un premio positivo de la plata sobre el vellón no supone la depreciación del real de plata frente al de cobre, como dice Quevedo, sino exactamente lo contrario. Hay un hecho que muestra a las claras la falta de veracidad de la afirmación de Quevedo y es que hasta la década de 1620 no se empieza a hablar de, por un lado, el real de plata y, por otro, y en contraposición, del real de vellón. Y los manuscritos oficiales y los libros de cuentas privados recogen esto. No se olvide

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que Quevedo estaba razonando en estos términos «camino de la verdad». Llegóse a este despojo la mercancía de cuartillos que introdujeron los holandeses, y este desdichado real de plata, que valía uno solo habiendo valido cuatro, valió medio real, porque el uno que valía de cobre, en cuatro cuartillos, vino a ser tal la maldad que se metió la moneda tan desigual, que yo he pesado, y cada día se puede hacer la demostración, que hay cuartillo solo que pesa más que tres, y cuatro cuartos que pesan de otros veinte.

De nuevo los holandeses haciendo daño a la moneda castellana. El argumento ahora es que, como consecuencia de la entrada de vellón falsificado y de bajo peso, el real de plata pasa a valer medio real de vellón. En otras palabras, que 34 maravedís de plata terminan valiendo lo mismo que 17 maravedís de vellón. Así pues, según Quevedo, el efecto de las falsificaciones holandesas consiste en generar un premio del 100%, pero no de la plata sobre el cobre, sino al revés. Es evidente que esto no fue así, lo que ocurrió fue que las frenéticas acuñaciones del periodo 1617-1626 (quizá ayudadas en alguna medida por la entrada de cobre falso del extranjero) provocaron la desaparición de la plata de la circulación y la aparición de un premio creciente de la plata sobre el vellón. Y aun con valer este pobre real medio real, pasaba; mas vino a tanta miseria que, con sólo decir que la moneda se ha de bajar, perdió el mérito de ese medio real y vale nada, porque la moneda de vellón con este miedo no es hacienda, sino susto de cada día.

Sigue Quevedo su argumentación diciendo ahora que los rumores de devaluación de la moneda de vellón provocaron que el real de plata, que valía medio real de cobre, pasase a no valer nada. Bien al contrario, lo cierto es que los rumores de devaluación afectaron negativamente a la cotización de mercado de la moneda de vellón, que se depreció frente a la de plata, todo ello plasmado en un premio de la plata creciente. De donde los rumores de devaluación de la moneda de vellón no redujeron a cero el valor del real de plata,

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sino que incrementaron su valor, tanto más cuanto mayor fuese el premio de la plata. Termina Quevedo con una enorme inconsistencia: se viene refiriendo al «pobre» real de plata que, desde los tiempos de los Reyes Católicos a esta parte (previa a la devaluación de 1628), ha pasado de valer cuatro reales de vellón a no valer nada y, sin embargo, acaba diciendo que la moneda de vellón es la que no vale nada. Si con el miedo que hay a la devaluación, el público no quiere esa moneda de vellón, su valor caerá, pero el valor siempre es en relación a algo; aquí, a la plata. De forma que el real de plata se revalorizará relativamente. Todo al revés de lo que ha venido argumentando previamente. Dice el real (y dice bien): «Señor, si cuando me quitaban de mi valor un real de cobre me igualaran con el cobre, quitándome de plata lo que a aquel real le correspondía de mi valor extrínseco en Castilla, yo estuviera contento y sin queja, y España estuviera con caudal, y siempre el valor extrínseco que la plata y el oro tienen en estos reinos respondiera al valor intrínseco que a estos metales da la mayor parte del mundo, y se sirvieran del cobre con cuenta y razón».

Aquí da la impresión de que la interpretación que Quevedo hace del (supuesto) descenso de valor del real de plata en términos del real de vellón durante el siglo XVI y el reinado de Felipe III consiste en el envilecimiento progresivo de la moneda de vellón (menor contenido de plata) y en su menor peso, mientras que la moneda de plata mantuvo inalteradas tanto su ley como su talla. De hecho, en el siglo XVI, la moneda de vellón experimentó ligeros envilecimientos en 1552, desde el 2,43% hasta el 1,91%, en 1566 hasta el 1,39% y en 1597 hasta el 0,35%. En 1602, Felipe III eliminó totalmente la plata y comenzó a acuñar cobre puro. También el peso se fue reduciendo paulatinamente. En 1566 lo hizo en un 11% y en 1597 en un 17%. Por último, en 1602, Felipe III redujo el peso en un 50%. A pesar de esto, y como ya hemos visto, el real de plata y el real de vellón fueron idénticos hasta la década de 1620. Esto se debe a que, en un sistema bimetálico o trimetálico, el valor legal de la moneda subsidiaria, utilizada para las transacciones pequeñas y para hacer cambio, no tiene por qué estar relacionado necesariamente con el

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valor de su contenido metálico, siempre que su oferta no sea excesiva con relación a su demanda. Esto es lo que ocurrió con la moneda de vellón castellana hasta la década de 1620. Sin embargo, Quevedo pensaba que la reducción del contenido de plata de la moneda de vellón y la disminución de su peso implicaba una depreciación, un agravio, del real de plata frente a la moneda de vellón. Y así, la moneda de plata no se habría visto agraviada y no habría aparecido el problema monetario, según Quevedo, si a medida que se daba un mayor valor facial a la moneda de vellón y/o se la acuñaba con un menor peso, lo mismo se hubiese hecho con la moneda de plata. Termina diciendo que el sistema monetario sano es aquél donde la plata y el oro tienen el mismo valor legal (valor extrínseco) que su contenido metálico (valor intrínseco), y donde se utiliza el cobre como moneda subsidiaria pero limitando su cantidad en circulación y no separando mucho tampoco sus valores intrínseco y extrínseco (esta es la idea que subyace en las políticas monetarias de los Reyes Católicos, Carlos V y Felipe II). [Y] lo que más lloran es que, afirman los propios metales, que se vieron remediados ahora dos años, cuando valió el trueco de la plata a ochenta por ciento. Y dicen los reales y los escudos que entre los arbitrios el solo bueno fue la desorden, porque ella, que había ido arañando al real de plata, que valía cuatro reales de cobre en tiempo del Rey don Fernando, los tres y los cuatro, y le había roído hasta valer nada, con el precio del trueco le había vuelto a restituir los cuatro que valía.

Aquí afirma que el oro y la plata se lamentan del perjuicio que les supuso la devaluación al eliminar en buena medida el premio que tenían sobre el vellón (que, efectivamente, llegó en Madrid a situarse sobre el ochenta por ciento). Según Quevedo, el premio del oro y de la plata sobre el vellón permitió eliminar el agravio sufrido por estos metales frente a la moneda de cobre. De hecho, argumenta que el premio (del ochenta por ciento) había logrado poner las cosas en el sitio que las había dejado la Pragmática de Medina del Campo de 1497. Según su opinión, de nuevo en 1628 el real de plata valía los cuatro reales de vellón que había valido en 1497. Es cierto que el premio de la plata había supuesto un incremento del

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valor relativo de la plata frente a la moneda de cobre, pero en 1497, y durante todo el siglo XVI y hasta 1620, aproximadamente, el valor que un individuo de Castilla otorgó a un real de plata era el mismo que a un real de vellón. Sólo a partir de 1620, puede afirmarse que la plata comenzó a ganar terreno al vellón. Y con un premio del 80%, un real de plata valía 1,8 reales de vellón, muy lejos de los 4 reales que comenta Quevedo. Ahora bien, siguiendo el argumento de Quevedo, si la plata se queja de que el premio se redujo, y si la existencia de un premio elevado consiguió que se retornase a la situación existente bajo el rey Fernando el Católico, y si esta situación de los albores del siglo XVI es la mejor situación posible (según viene sosteniendo repetidamente), ¿qué beneficio puede reportar la devaluación, si nos aparta del mejor mundo posible?. De nuevo hay una inconsistencia importante en su análisis. Podrá ser que otros lo desenvuelvan a mejor luz. Lo que yo sé es que los cuartos tienen miedo, y la plata y el oro quejas, y los extranjeros oro y plata, y nosotros ni oro, ni plata, ni cuartos.

Se disculpa aquí Quevedo por si sus razonamientos no han sido lo suficientemente claros. Parece que, en el fondo, lo único que importa es que hay un problema con la moneda de Castilla y que los extranjeros tienen plata y oro. Parece estar diciendo: «Si no he sido capaz de encontrar la raíz del problema, al menos soy capaz de exponer los hechos tal y como son». Yo creo que si se le preguntase a la moneda de ley que dijese ella qué la parecía conveniente para su salud, que respondería: «Hagan para tenerme lo que los extranjeros hacen para llevarme, y tomen su ejemplo en mi aumento, y no su parecer en mi remedio». Si se le pregunta a la sanguijuela qué se ha de hacer con la vena, dirá que chuparla, y si se pregunta a la vena, dirá que quitar la sanguijuela.

Para el saneamiento monetario del país, postula aquí la necesidad de que la moneda de ley (oro y plata) vuelva de nuevo a la circulación. Para ello, hay que potenciar esta moneda en detrimento de la de vellón. ¿Cómo? Castilla debe hacer con la moneda de oro

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y plata lo mismo que hacen los extranjeros para llevarse esa moneda de Castilla. ¿A qué se refiere? Si Castilla debe tomar el ejemplo de los extranjeros en el aumento de la moneda de oro y plata, y debe desconfiar de los remedios que los extranjeros plantean a los males monetarios de Castilla, Quevedo está aquí abogando por un «aumento» de la moneda de plata y de oro (¿quizá un «crecimiento» del valor nominal legal de los reales y los escudos en términos de maravedís o, lo que es lo mismo, una revaluación de la moneda de plata y de oro frente a la moneda de vellón?). Vuelve aquí, de nuevo, la inconsistencia señalada apenas más arriba. Un premio creciente de la plata mejora su condición relativa frente a la moneda de cobre en la circulación monetaria, lo que implica que el mercado está revalorizando la plata frente al vellón, sin necesidad de que lo haga un decreto del rey, pero con efectos económicos similares. Si, según Quevedo, son estos efectos los que se persiguen, ¿cuál es el objeto de la devaluación? Da la impresión de que Quevedo no sabe muy bien qué objetivos pretendía el gobierno con la baja, ni cuál es la diferencia entre un «crecimiento» de la plata y una «devaluación» del vellón. El objetivo prioritario del gobierno era invertir el crecimiento del premio de la plata, dado que sus ingresos los obtenía fundamentalmente en vellón y sus gastos (bélicos, en toda Europa) había de hacerlos primordialmente en plata. Si el premio de la plata subía, cada vez tenía que recaudar más en vellón para hacer los mismos gastos en plata o, puesto de otra forma, para una recaudación dada en vellón, sus gastos en plata tendrían que disminuir. Un premio de la plata creciente hipotecaba el gasto bélico en el extranjero, algo a lo que Felipe IV y el Conde Duque no querían renunciar. Al tiempo, si devaluaban el vellón, los precios en vellón caerían, disminuirían los gastos de la Corona en vellón, pero algunos de sus ingresos, fijos en términos nominales, seguirían siendo los mismos. De donde las cuentas públicas mejorarían también por esta vía. Otra posibilidad abierta al gobierno era revaluar la plata por decreto, lo que implicaba reconocer de iure lo que el mercado estaba reflejando de facto. Pero la oferta monetaria nominal de la economía castellana tendería a aumentar en este caso, lo que tendría un efecto inflacionista adicional dentro de Castilla. Además, la nueva moneda de plata «aumentada» (de menos peso y con el mismo valor nominal o igual peso pero con mayor valor nominal) se cotizaría a la baja en Europa,

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reflejando su menor relación «contenido metálico/valor nominal». Esta situación podía perjudicar seriamente el sistema de asientos en el que se basaba la financiación de la política bélica en Europa de la Monarquía Hispánica. Estos son los motivos últimos por los que se llevó a cabo la devaluación del vellón en 1628. En las propias palabras del rey: «Si esto de los trueques no se remedia, será grande la dificultad de ajustar las demás cosas» (Domínguez Ortiz, 1960, 267). Quevedo aboga por la devaluación pero, al tiempo, preconiza el crecimiento de la plata. Las dos medidas no son contradictorias, pero la elección de una de ellas descarta la otra. Y el crecimiento de la plata tenía efectos secundarios no deseados por la Corona. Parece pues, que Quevedo escribe El chitón para defender la devaluación de 1628 sin tener claro cuáles eran los objetivos de la devaluación y el mecanismo ecónomico de transmisión por el que la devaluación llegaría a lograr la consecución de dichos objetivos. Al tiempo, se opone a los remedios propuestos por los extranjeros que, en su opinión, no pretenden más que perpetuar la situación existente, lo que les permite la extracción de oro y plata. Es muy posible que, a la vista de que Quevedo defendió la devaluación preconizada por Felipe IV y el Conde Duque, y de que el Consejo de Castilla se opuso tenazmente a dicha devaluación, imponiendo primero la aplicación del arbitrio de las Diputaciones para el consumo del vellón, ideado por el milanés Gerardo Basso122 (antiguo importador de cobre), esté aquí Quevedo criticando a quienes confiaron en el arbitrio del extranjero Basso, que la práctica demostraría luego ser un auténtico fiasco. En todos los reinos que la moneda de vellón sirviere de otra cosa que de cabalar cuentas y creciere a presumir de caudal y a ser hacienda se perderá el crédito y se dificultará el comercio. Cuando en Castilla, en tiempo de nuestros abuelos, habiendo un millón o dos solos de vellón, sirvió de ajustar con los precios de las monedas mayores, se rogaba con el oro y la plata por los ochavos. Los metales preciosos han de tener todo su valor, y se han de labrar en todas las monedas que pudieren irse disminuyendo, porque en las menores se

122. Manuscrito 14497, Biblioteca Nacional.

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detiene, y es difícil la extracción que tanta facilidad tiene en la pasta.

Aquí apoya la política monetaria que se puso en práctica a partir de la Pragmática de Medina del Campo en 1497. Por tanto, está a favor de la política monetaria de los Reyes Católicos, pero también de las de Carlos V y Felipe II (a pesar de que a estos dos últimos les había criticado previamente por envilecer la moneda de vellón que, como sabemos, es una medida acertada cuando el precio relativo en el mercado internacional entre la plata y el cobre se reduce). La idea apoyada, propugnada con brillantez por Mariana en 1609, consistía en que la moneda de pequeña denominación (moneda de vellón o cobre en Castilla) debía ser la suficiente, y no más, para facilitar los comercios menudos y permitir la existencia de cambio; mientras que la moneda de ley (oro y plata) debía tener un contenido metálico pleno (y debía acuñarse en todos los submúltiplos del real que fuesen factibles, para evitar su extracción y para limitar la presencia del vellón en la circulación monetaria interna de Castilla). Da Quevedo importancia capital a la cantidad de vellón circulante, argumentando que cuando en el siglo XVI había uno o dos millones de ducados en moneda de vellón (los datos más fidedignos que tenemos avalan la existencia de unos tres millones de ducados en vellón y de unos diecisiete millones en plata a finales del siglo XVI), el vellón (los ochavos) estaba bien valorado en términos de las monedas de oro y plata. Esto significa que en el siglo XVI la moneda de vellón se cotizaba a la par con la moneda de plata (y que no hubo diferencias entre el real de vellón y el real de plata). E incluso Domínguez Ortiz (1960, 252-253) sostiene que el vellón era demasiado escaso para las necesidades del comercio menudo y que se llegó a cotizar ligeramente por encima de la par frente a la moneda de plata. De aquí se deducen dos incongruencias importantes en el razonamiento de Quevedo: 1. Si un sistema monetario con monedas de ley de pleno contenido metálico y una cantidad limitada y suficiente de moneda de cobre para las transacciones pequeñas es el sistema ideal, y si este sistema lo pusieron en práctica Carlos V y Felipe II (cuando vivían los abuelos de Quevedo) y si además el vellón mantuvo su paridad con la plata durante estos reinados (como así ocurrió), no tiene ningún sen-

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tido que Quevedo acuse a Carlos V y a Felipe II: «vino el glorioso Emperador Carlos V y las necesidades o las revueltas o la desorden (que no afirma cuál destas cosas fue) le quitaron [al real de plata] un real [de vellón] y quedó valiendo tres; vino Felipe II y quitáronle otro, y valió dos, y quedó quejoso y agraviado en dos partes. En esto presento por testigos a nuestros padres, y yo lo vi esto y lo testifico». 2. Si como apunta Quevedo (y como de hecho es) lo importante es la cantidad de vellón en circulación (en relación con la moneda de plata y oro), miremos los datos y veamos en qué momento o momentos se quebró la relación adecuada que en el siglo XVI habían mantenido el vellón y los metales preciosos. El resello de 1603 supuso un aumento de la cantidad de vellón (calderilla) en circulación de 2,3 millones de ducados, mientras que las acuñaciones del periodo mayo 1597-enero 1608 (iniciadas por Felipe II y continuadas por Felipe III), teniendo en cuenta la disminución del peso de la moneda de cobre a la mitad a partir de 1602, supusieron un incremento adicional de 5 millones de ducados. En total, 7,3 millones de ducados, que, según los datos de Hamilton (1975, 107), no lograron que el premio de la plata se incrementase por encima del 2% y no generaron una subida de los precios de los bienes. De hecho, en 1616 el premio fue del 1% y en 1618, con datos diarios para la plaza de Madrid, se mantuvo de media en un 2,13%. Las acuñaciones desde 1617 hasta la muerte de Felipe III supusieron 4,8 millones más de ducados de moneda de cobre en circulación. Al morir Felipe III en marzo de 1621, la cantidad de vellón en circulación rondaría los 12,7 millones de ducados efectivos, la cantidad de plata los 7,3 millones de ducados y el premio de la plata se situaba en el 4%. Sin embargo, si sumamos las cantidades acuñadas durante el reinado de Felipe IV hasta mayo de 1626 (cinco años, exactamente), nos encontramos con una cifra insólita: 17,8 millones de ducados. Dicho de otra forma, Felipe IV dio orden de acuñar una cantidad de moneda de vellón prácticamente igual a las necesidades totales de moneda de la economía castellana. Las acuñaciones de los años 1621, 22 y 23 consiguen expulsar prácticamente toda la moneda de plata de la circulación interior, de forma que ya todas las necesidades internas de moneda se cubrían con vellón. Las acuñaciones de los años 1624, 25 y 26 suponen inyectar en el sistema monetario de Castilla un volumen de vellón superior al necesario para el fun-

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cionamiento de la economía. El resultado es inflación o, en otras palabras, la depreciación de la moneda fiduciaria de vellón. Esta depreciación tiene dos manifestaciones: la subida del precio de los bienes expresados en moneda de vellón y el incremento del premio de la plata. Es aquí cuando ya se disocian plenamente el real de vellón y el real de plata. El caos monetario castellano de la tercera década del siglo XVII tiene un culpable claro: la política monetaria de sus dirigentes, con Felipe IV y el Conde Duque de Olivares a la cabeza. Sin embargo, Quevedo no quiere reconocer este hecho: busca chivos expiatorios y los encuentra en Carlos V (que envileció el vellón), Felipe II (que envileció el vellón y redujo su peso), Felipe III (que envileció el vellón, redujo el peso y reselló la calderilla) y los holandeses, extranjeros y herejes, que nos inundan de vellón falso. Ya en 1609, Juan de Mariana había dejado claro que la magnitud relativa de plata y vellón circulantes en Castilla sería el elemento crucial que originaría o no inflación. Si la cantidad de vellón aumentaba, la de plata disminuiría; un aumento exagerado del vellón circulante expulsaría por completo la plata de la circulación y generaría la inflación. En tanto la plata permaneciese en la circulación monetaria de Castilla, y no se modificasen ni su valor nominal ni su peso, la inflación no se percibiría. En palabras de Mariana: «Adviértase en este lugar que la causa por que al presente no se siente luego la carestía es porque el real se está en su valor de treinta cuatro maravedís de estos nuevos, y el marco de sesenta y cinco reales; pero luego se verá que aquesto no puede durar mucho tiempo» (Mariana, 1987, 68-9). De modo que la teoría monetaria relevante en la época en que Quevedo escribe ya había delimitado el papel antiinflacionista de la plata circulante. A un observador como Quevedo, situado en 1629, con un conocimiento directo de los entresijos de la política económica por su cercanía al poder, no le resultaría difícil precisar la evolución de los precios de los bienes de consumo, de los premios de la plata y de la proporción estimada plata/vellón en la circulación. Así, contaría con unas estimaciones no muy diferentes de las nuestras. Y, por tanto, si comprendía el tratado de Mariana, debería haber sido capaz de ver que la inflación y el premio de la plata comienzan a subir cuando ya no queda prácticamente plata en circulación y todo es vellón, y relacionar este hecho con lo que explicó Mariana. Y esto no ocurre en 1603 ni en 1621, sino en pleno reinado de Felipe IV.

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Quevedo no fue capaz de expresar esto en El chitón. Caben, pues, dos explicaciones. Una, que comprendiese el fenómeno generador de inflación y que no lo quisiera plasmar, por cuanto ello implicaba responsabilizar a la política monetaria de Felipe IV, en tanto que El chitón trataba precisamente de lo contrario. La otra, que Quevedo no fuese capaz de intuir el proceso generador de inflación en la economía castellana. Dadas las inconsistencias encontradas en distintos lugares de El chitón, nos inclinamos por esta segunda posibilidad. El cascajo hoy está, y se usa, sin faldas y arrabales. Dividíase en cuartillos y en cuartillos de ley, en cuartos, en ochavos, en maravedís, en blancas, en cornados: cosa de mucho interés para el gasto y la mercancía. Hoy, la cuenta acaba en juego, y si no se echan a pares y nones, los maravedís y las blancas se pierden. No hay ochavo, no hay cuarto: todos son cuartillos.

El mensaje es que sólo queda vellón en la circulación y además con denominaciones no muy pequeñas. Las denominaciones del vellón solían ser cuartillos (8,5 maravedís hasta 1602 y 8 maravedís a partir de esa fecha), cuartos (4 maravedís), ochavos (2 maravedís), maravedís, blancas (medio maravedí) y cornados (un tercio de maravedí). En el siglo XVII, la mayoría de las acuñaciones fueron de cuartillos, esto es, de monedas de 8 maravedís. La razón es que, como ya apuntamos en la introducción, dada la tecnología de acuñación tradicional de la época, el martillo pilón, el coste de acuñar una moneda de 8 maravedís era similar al de las monedas más pequeñas. Por tanto y como ejemplo, el coste de acuñar 8 maravedís en cuatro ochavos era muy superior al de acuñarlo en un cuartillo. Así, los tesoreros de las cecas castellanas, que percibían de la Corona una cantidad fija de maravedís de cobre por cada marco de cobre acuñado, preferían acuñar cuartillos porque el beneficio neto era superior. Este argumento se recoge, tal cual, en consulta del Consejo de Castilla al rey Felipe IV de 14 de enero de 1641. [Y] en este abuso consiste un daño doméstico muy peligroso, porque teniendo por domésticos a los que no lo son, dejamos correr la diligencia de los que sorben desde lejos por cañones de ganso. Desconfiamos de los nuestros y fiamos de

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los que nos aborrecen; creemos bravatas de quien no las puede proseguir; damos calidad a los que son mercaderes de cualquier nación y quitamos la nobleza a los nuestros si tratan.

Aquí da la impresión de que Quevedo está quejándose de que los beneficios obtenidos por la acuñación de cuartillos en lugar de monedas de cobre de menor denominación han ido a parar a las manos de los banqueros extranjeros, genoveses por más señas, que hicieron asientos (préstamos) con la Corona y que ésta devolvía concediendo a aquellos licencias para la acuñación de vellón. De modo que estos banqueros obtenían beneficios múltiples: primero, por los intereses y adehalas de los préstamos; segundo, por la importación del cobre; y, tercero, por la acuñación del cobre. Finaliza con un ataque genérico a los asentistas extranjeros: los arbitrios que se utilizan proceden de genoveses y milaneses, se les pagan adehalas en forma de títulos de órdenes militares, títulos nobiliarios y otros honores, los marranos portugueses se comprometen a prestar a la Corona cifras que luego no pueden asentar definitivamente... El extranjero, si trata con la Corona, puede llegar a noble. La nobleza española, si trata, pierde su calidad. Vuestra merced lea esto con cuidado, que verá el daño y el remedio por un propio resquicio.

Lea con atención lo que acabo de escribir, porque le aclaro al tiempo las causas del problema y su solución.

4. CONCLUSIONES En este punto de El chitón acaba el análisis monetario de Quevedo. Como hemos visto, su tratamiento del problema del vellón dista mucho de ser claro. Es incongruente bastantes veces y en ocasiones totalmente erróneo. Astrana (1946, 244-245) sostiene que fray Hernando de Salazar señaló a Quevedo las cuestiones a abordar en El chitón. Elliot (1990a, 241-243) apunta que la obra se redactó con ayuda de Salazar y del secretario real, Antonio Hurtado de Mendoza. Sea como fuese, la realidad es que el análisis monetario de El chi-

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tón deja que desear. En 1609, el Padre Mariana había desarrollado una teoría monetaria donde explicaba con claridad lo que ocurriría veinte años después, previendo incluso cuál sería la secuencia de acontecimientos (lo único que no predijo fue el establecimiento de las Diputaciones para el consumo del vellón). Las continuas contradicciones en que incurre El chitón revelan un conocimiento poco profundo de la teoría monetaria vigente ya en la época, a lo que hay que sumar una interpretación muy poco fidedigna de los datos estadísticos. Aunque los estadios iniciales del problema del vellón se sitúan en el reinado de Felipe III, lo cierto es que, cuando Felipe IV accede al trono, el premio de la plata sólo es del 4%. Los acontecimientos monetarios posteriores no son sino el resultado de decisiones políticas acordadas durante el reinado de Felipe IV, en concreto de la acuñación de 18 millones de ducados de vellón en los primeros cinco años de reinado. La interpretación que Quevedo hace de la devaluación de 1628 como un éxito achacable a los buenos oficios de rey y privado trata de ocultar a los ojos del lector que la responsabilidad de la situación en que la economía castellana se encontraba en 1628 recaía, fundamentalmente, en la gestión económica de Felipe IV. Una política monetaria sólida, como la de Carlos V o Felipe II, habría evitado la agudización del problema. Sin embargo, los objetivos bélicos de Felipe IV tenían como medio principal la obtención de plata a cualquier precio, lo que le llevó a profundizar en la estrategia de su padre: comprar con cobre amonedado y artificialmente revalorizado toda la plata amonedada existente en Castilla para gastarla en el exterior. Pero a los pocos años, el precio pasó a ser excesivamente alto y el problema poco menos que inmanejable. Quevedo se niega a reconocer esto y culpabiliza de todos los males a los reyes anteriores y a los herejes extranjeros. En suma, creemos que nuestro análisis refuerza la opinión de Serrano Poncela (1963, 117) al etiquetar al Quevedo de El chitón como «poeta metido a teórico de las finanzas». Pero, al tiempo, no podemos sino reconocer con Urí Martín123 que «se trata de una creación literaria genial y en la que se puede encontrar el mejor Quevedo», un auténtico país dentro de «el continente» del que nos habló Borges.

123. Quevedo, El chitón de las Tarabillas de Francisco de Quevedo, pág. 46.

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Lo superfluo, una cosa muy necesaria. El consumo suntuario en la literatura de la Ilustración

José Jurado Sánchez

Un medio fructífero de indagar en los vínculos entre economía y literatura es analizar la visión que los economistas y los escritores del siglo XVIII tenían del consumo suntuario. Este asunto generó ríos de tinta en Europa en una centuria en la que la ciencia económica progresó mucho y la literatura española cargó con la gran herencia del Siglo de Oro. Entre los que opinaron sobre el consumo suntuario en Europa y España había economistas, abogados y otros científicos sociales, novelistas, poetas, dramaturgos y, también, autores que participaban de ambas condiciones, la de literato y la de economista. Un hecho que se percibe en la nómina de autores consultados para redactar estas páginas, que el lector encontrará en el apéndice que figura al final de este capítulo. En ella se distinguen varios grupos. Uno está constituido por economistas como Alcalá Galiano, Argumosa, Cabarrús, Campomanes, Danvila, Romá y Rosell, y Sempere y Guarinos. Otro lo integran escritores, caso de Cadalso, Meléndez Valdés, Rejón y Lucas, y Torres Villarroel. Y un tercer grupo lo forman Arroyal, Canga Argüelles, Feijoo, Jovellanos y Enrique Ramos, que frecuentaron ambos campos, el de la literatura y el de la economía. La mayor parte de los autores de los tres grupos conocían lo que en Europa se escribía sobre el consumo suntuario y coincidieron en no pocos de sus aspectos al analizarlo, aunque también se perciben diferencias, especialmente al estudiar sus facetas económicas. Lo primero no debe de resultar sorprendente, pues, al ser un tema muy discutido en la Europa de la Edad Moderna, tanto desde la perspectiva económica como desde la filosófica, política y social, las ideas fluían con facilidad entre los estudiosos. Pese a ello, muchos toparon con la dificultad de definir el lujo (véase sección 1 de este capítulo), un concepto relativo cuyo significado varía con el tiempo, el lugar y la capacidad económica, aunque la gran mayoría dio su asentimiento a la acepción más común en la época: el consumo desmedido de

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bienes no necesarios para la subsistencia. También buena parte de ellos mostró algún tipo de reparo ético al disfrute de los bienes suntuarios, en lo que se percibe la herencia de los siglos anteriores, durante los cuales muchos arbitristas y teólogos utilizaron argumentos morales para condenarlo. Ello no impidió que la mayoría se rindiera a la terca realidad y admitiera que el lujo era algo incontenible porque el progreso económico ponía a disposición de capas de población cada vez más amplias un volumen creciente de mercancías a precios asequibles, lo que les reportaba beneficios y ventajas que se traducían en una mayor calidad de vida (sección 2 de este capítulo). Entre tales beneficios destacaron los puestos de trabajo, y por tanto los medios de subsistencia, que proporcionaban a los sectores sociales más desfavorecidos el incremento de la actividad económica derivado de la producción y el comercio de bienes suntuarios (sección 3 de este capítulo). Es precisamente cuando los autores se adentran en el terreno del análisis económico (secciones 3 y, sobre todo, 4 de este capítulo) el momento en el que aparecen las diferencias más importantes entre los escritores, por un lado, y los economistas y economistas-escritores, por otro. Los integrantes de estos dos grupos acreditaron mayores conocimientos al tratar la economía del lujo, como se percibe, por ejemplo, en aquellos aspectos de ella que estudiaron y de los que, en general, los escritores no se ocuparon. Así, al examinar lo que la producción y la comercialización de productos de lujo suponían para la economía española, los economistas reflexionaron sobre las teorías del comercio exterior, la balanza comercial, la circulación del dinero, los efectos de la fiscalidad en los salarios, los precios y el consumo..., campos que la mayoría de los literatos no frecuentó. Además, al entrar en estos asuntos, los economistas demostraron estar al tanto de lo que las grandes corrientes del pensamiento económico europeo de la época defendían sobre el consumo suntuario. Los análisis mercantilistas, dominantes en la época, estaban muy presentes en sus propuestas, pero se atisban asimismo en algunos de ellos las recetas del liberalismo emergente. No obstante, también había escritores que acreditaron conocer la economía del lujo, siendo Cadalso quizá el caso más destacado. En ello influyó seguramente su relación con economistas-escritores ilustrados como Jovellanos y Arroyal, además de la que mantenía con literatos del tipo de Meléndez Valdés, Nicolás Fernández de Moratín y

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Tomás de Iriarte. Las relaciones entre científicos sociales, humanistas y literatos era algo común en la época, lo que facilitó la transferencia de ideas y conocimientos entre ellos. Así, Feijoo, que tuvo un gran ascendiente entre los ilustrados, era amigo de Campomanes, el cual, a su vez, lo era de Jovellanos, quien se relacionó con Pablo de Olavide, Meléndez Valdés y Cabarrús, haciendo éste lo propio con algunos de los citados y con otros autores de la Ilustración.

1. «UNA PALABRA DE SIGNIFICADO DUDOSO»: LA DEFINICIÓN DE UN CONCEPTO RELATIVO Haz cuenta que lujo es la abundancia y variedad de cosas superfluas a la vida […]. Los pueblos que por su genio inventivo, industria, mecánica y sobra de habitantes han influido en las costumbres de sus vecinos no sólo aprueban, sino que predican el lujo, y empobrecen a los otros, persuadiéndoles ser útil lo que les deja sin dinero […]. Fomente cada pueblo el lujo que resulta de su mismo país y a ninguno será dañoso. No hay país que no tenga alguno o algunos frutos capaces de adelantamiento y alteración. De estas modificaciones nace la variedad, con ésta se convida la vanidad, ésta fomenta la industria, y de ésta resulta el lujo ventajoso al pueblo, pues logra su verdadero objeto, que es el que el dinero físico de los ricos y poderosos no se estanque en sus cofres, sino que se derrame entre los artesanos y pobre. (Cadalso (1850) [1793], 617)

Este párrafo sobre el consumo suntuario de Cartas marruecas, una obra que José Cadalso empezó a escribir en 1768, contiene algunos de los aspectos del lujo sobre los que más se reflexionó en la Europa del siglo XVIII. Casi todos ellos se utilizaron para expresar un concepto cuya definición resultó más complicada de lo que podría esperarse del hecho de que éste fuera uno de los asuntos que más literatura generó en dicha centuria. Los escritores, economistas, políticos y filósofos de la época identificaron el lujo con cosas muy diversas. Muchos, como el propio Cadalso, creían que era aquel consumo que sobrepasaba lo estrictamente necesario para la supervivencia o

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que no se destinaba a satisfacer auténticas necesidades. Otros lo veían como el gasto hecho más allá de las posibilidades de cada individuo o la suntuosidad extraordinaria que el progreso económico ponía al alcance de capas sociales cada vez más amplias. También había quienes lo consideraban como la exquisitez en la satisfacción de los sentidos o el uso de los recursos disponibles para disfrutar de una vida placentera. No faltaban aquellos que creían que era la consecuencia de las pasiones y sentimientos propios de la naturaleza humana. Las dificultades que se oponían en el siglo XVIII a una precisa definición del lujo parecían residir en la naturaleza aparentemente contradictoria y resbaladiza del concepto. Destacados pensadores europeos se refirieron a ello. Voltaire, por ejemplo, defendió en la década de 1730 la conveniencia del consumo suntuario al asegurar que lo superfluo era algo muy necesario para las economías de Francia y Gran Bretaña, pero consideró también que era una palabra redundante que no contenía una idea precisa (Voltaire, 1901, 84 y 216). Por las mismas fechas, Jean François Melon proponía dejar de utilizar una palabra «vana» «porque sólo conlleva ideas vagas, confusas, falsas», pero no predicó con el ejemplo y cayó en la tentación de definirla. Para él era «una suntuosidad extraordinaria que ofrecen las riquezas y la seguridad de un gobierno» y «una consecuencia de toda sociedad civilizada» (Melon, 1734, 742 y 744). Unos veinte años después, David Hume se refería al mismo hecho al catalogar el lujo como «una palabra de significado dudoso que podía ser tomada tanto positiva como negativamente», pero tampoco se privó de exponer su idea de él: «un gran refinamiento en la gratificación de los sentidos que puede ser inofensivo o censurable según la época, el país o la posición de la persona» (Hume, 1760 [1752]). Este relativismo propio del lujo complicaba su definición, como ciertos autores habían puesto de relieve algunas décadas antes. François de Salignac de la Mothe, Fénelon, admitía que las necesidades del hombre cambiaban con el tiempo, pero se lamentaba de que poco a poco se consiguiera que las superfluidades fueran indispensables y no se pudiera renunciar a lo que sólo algunas décadas antes no se tenía por imprescindible (Fénelon, 1994 [1699], 297). Bernard Mandeville creía que esto no se podía evitar, ya que una definición que intentara deslindar lo superfluo de lo necesario era inviable. Aseguraba que «si partimos de llamar lujo a cada cosa no absolutamente nece-

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saria para mantener al hombre vivo, sólo veremos la constante mutación de lo superfluo en necesario», con lo que «muchas cosas que fueron consideradas alguna vez como una invención del lujo, son ahora permitidas incluso a aquellos que son tan miserablemente pobres que son el objeto de la caridad pública» (Mandeville, 1924 [1729), I, 107 y 169). Las concepciones sobre el lujo de Mandeville y Fénelon se situaban en las antípodas, ya que si éste lo consideraba como la fuente de todos los males morales y sociales, aquél creía que fuera lo que fuera lo que desde la prehistoria había contribuido a hacer la vida del hombre más confortable era producto de la razón, la experiencia y el trabajo y merece más o menos el nombre de lujo. La opinión de Hume fue publicada más o menos al mismo tiempo en que se estaba elaborando y editando L´Encyclopedie, en la cual Denis Diderot escribió que aquellos autores que más sabían sobre el consumo suntuario habían discutido sobre su significado y no habían llegado a ninguna conclusión satisfactoria (Diderot, 1755, V, 635). Unos años en los que, sin embargo, no les resultó tan difícil definirlo a autores como François Veron de Forbonnais, quien, en línea con la argumentación iniciada por Mandeville, lo veía como «el uso que los hombres hacen de la riqueza y la industria para asegurarse una existencia placentera» (Forbonnais, 1754, 221). Para Jean-Jacques Rousseau, sin embargo, el lujo provocaba efectos morales y sociales negativos, como Fénelon había afirmado a principios de siglo. En línea con su ideario general, alejado en buena parte del de la Ilustración, Rousseau ponía en cuestión el avance de las ciencias, la circulación de la riqueza e incluso el progreso económico, y aseguraba que el consumo suntuario era «consecuencia de las riquezas, o las hacía necesarias; corrompe a la vez al rico y al pobre; al uno por poseerlas y al otro por ambicionarlas; entrega la patria a la molicie, a la vanidad; priva al Estado de todos sus ciudadanos para hacerlos esclavos unos de otros, y todos de la opinión» (Rousseau, 1981 [1762], III, iv, 107). En los intentos de definición del lujo que hicieron estos y otros autores se percibe la polémica que se vivió en la Europa del siglo XVIII sobre la esencia y consecuencias del consumo suntuario. Una controversia en la que, además de analizarse el impacto del lujo en la economía, se valoraron sus efectos sobre la organización social y política e, incluso, sobre la psicología y naturaleza humanas. La mayoría de los participantes en la discusión se alineó en dos bandos

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irreconciliables. De una parte estaban los que rechazaban el consumo suntuario por motivos morales y económicos, ya que no sólo lo consideraban la fuente de todo tipo de males sociales y políticos, sino también el resultado de la desigualdad extrema y la causa de la pobreza, la despoblación y la destrucción del campo. En esta facción se situaron autores como Fénelon, Rousseau y, en parte, Diderot. En la otra, la de los defensores del lujo, se encontraban, entre otros, Mandeville, Montesquieu, Melon, Hume y Voltaire, para los cuales el consumo suntuario además de ser un motor del crecimiento demográfico y económico, la circulación monetaria y los elevados niveles de vida, era la causa del progreso de las artes, las ciencias y la civilización en general e, incluso, del poder de las naciones y la felicidad de los súbditos. Lo que se publicaba en Europa sobre el consumo suntuario era conocido en España. El poeta Juan Meléndez Valdés escribió una carta a Jovellanos en 1778 en la que le decía que le habían «encargado una disertación en defensa del lujo para la Sociedad Vascongada y yo me veo confuso por lo delicado de la materia y porque no tengo el discurso sobre él de M. Hume, ni las reflexiones de M. Melon, ni ningún otro de los que tratan este punto como debe tratarse» (Meléndez Valdés, 2004 [1778]). No conocemos la respuesta de Jovellanos, pero, en la década siguiente, el ilustrado gijonés intentó en sus Diálogos sobre el trabajo del hombre y el origen del lujo remontarse a las raíces de éste para llegar a entenderlo. Una tarea que parece haber dejado inacabada, pero con la que consiguió, en palabras de uno de los participantes en los Diálogos, identificar «algunas de sus causas inmediatas, tales como el deseo natural de distinguirse, el ejemplo que se propaga desde la opulencia a la medianía, la estimación que da el vulgo a todos los signos de la riqueza y poder, el sincero aprecio que hacen las gentes frívolas de lo que es magnifico, pomposo, exquisito» (Jovellanos, 1956 [1787], 148). Dos décadas antes, Cadalso (1850 [1793], 617), cuyas Cartas marruecas recuerdan tanto en el título a una obra de Montesquieu, Lettres persannes, escribió que «los autores europeos están divididos sobre si conviene o no» el lujo, aportando «ambos partidos especiosos argumentos en su apoyo». Por su parte, Teodoro Ventura de Argumosa, que ocupó varios cargos en la administración a partir de 1745, fue más lejos, ya que copió en su obra Erudición política buena parte de las reflexiones de Melon, empezando por la propia definición del consumo de lujo,

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que entendió como «una suntuosidad extraordinaria que traen las riquezas y la seguridad de un gobierno» (Argumosa, 1743, 259 y ss.). Sin llegar al plagio, la influencia de lo que se escribía en Europa se percibe en otros autores españoles que reflexionaron sobre el significado del lujo. Entre ellos circulaba una idea de éste muy extendida en el Viejo Continente, la demasía en el consumo de cosas no necesarias. La definición de Cadalso —«la abundancia y variedad de cosas superfluas a la vida»— se encuentra también en algunos de los párrafos que el escritor Diego Torres Villarroel redactó en sus Visiones y visitas por la corte con un redivivo Quevedo. Sirva de muestra el siguiente, que describe una cena en una casa de la parroquia madrileña de San Martín: Llegó el tiempo de cenar, fueron requeridos los criados. Con esto entraron al punto seis o siete ministros de la gula, auxiliares de la destemplaza, terceros de la ahitera y alcahuetes de la borrachez. Extendieron sobre largas mesas delicadísimos manteles; distribuyeron un haz de servilletas, cuchillos, platos, cucharas y tenedores. Tocóse a degollar la razón, a desgarretar la salud, a desenvolver el recato, a espolear la lujuria y a desarrebujar el secreto. Sentáronse todos; empezaron a venir ensaladas de todas las naciones; engulléronse un huerto con aceite y vinagre; siguióse variedad de carnes; desde aquí comenzó la humareda de los mostos a cegar el juicio y a dejar a tientas el alma... Cada dos bocados eran colaterales de media azumbre. Tragáronse a la Extremadura en jamones, a Salamanca en pavos; desaparecióse San Martín a sorbos, y se enjugó Lucena a buches. Tan presto quería la gula verter los platos en el vientre, que desechando la diligencia del mascar, nos dieron a entender que se podían sorber los perdigones y beberse las pollas. (Torres Villarroel, 2000 [1743], visión y visita decimatercia).

El profesor de Economía Política y catedrático de Filosofía Moral y Derecho Público Bernardo Joaquín Danvila y Villarrasa también creía que lujo «significa exceso, o superfluo, demasiado, vicio opuesto a la magnificencia, decencia y sencillez», pero otros —continuaba— «le toman en otro sentido, entendiendo lo que excede de lo necesario […] y de esta manera todo dicen que es lujo»

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(Danvila, 1779, 85). Con algunas de estas ideas también comulgaba Jovellanos (1956 [1787], 148), pues consideraba que el consumo suntuario era un producto de las pasiones humanas, cuyo «exceso las convierte en vicios», y que «el lujo es principalmente un vicio de las clases más instruidas»124. El concepto de superfluo late asimismo en las obras de León de Arroyal, para quien era todo «cuanto no hace falta para pasar una vida racionalmente cómoda y honrada» (Arroyal, 1968 [1786-1795], 245), y en las de Vicente Alcalá Galiano, que detentó varios cargos en la Hacienda pública y consideraba que «deben distinguirse las cosas del lujo de las cosas necesarias», siendo las primeras, en su opinión, todo aquello que sobrepasa «lo que necesita el común de los hombres para vivir con decencia según la práctica del país» (Alcalá Galiano, 1788, 67). También se encuentra en numerosas obras de autores españoles la noción de que el consumo suntuario era un término relativo. Tomás de Anzano, que desempeñó varios cargos en la administración pública, defendió que era relativo a la capacidad económica de cada individuo y a su posición social, ya que creía que «profusión, o lujo, no es otra cosa que una ostentación fuera de lo que corresponde y puede sufrir aquel que lo osa… ¿Qué quiere decir no corresponde sino que no es conforme a las posibilidades del sujeto? En ningún buen gobierno cabe que cada clase aspire a ser igual al superior» (Anzano, 1768, 65). Danvila (1779, 84-85) fue uno de los autores que mejor expresó este relativismo. «Es claro —escribía— que esta voz “lujo” no tiene una significación absoluta, sino relativa a las personas, tiempos y clases […]. Lo que para los romanos era un soberbio lujo como la seda, ahora en cierta clase de personas no es notado; lo que para los sujetos más principales es decencia, es lujo en los más ínfimos del pueblo; lo que para los jóvenes es decente, es indecente y superfluo para los ancianos […] En efecto, todas las voces relativas […] nunca se puede determinar lo que significan sino por relación a otras cosas. Así sucede a esta voz». La idea de que sólo es lujo aquello que uno no puede permitirse se encuentra igualmente en las obras del escritor murciano Diego Ventura Rejón y Lucas y del erudito Juan Sempe-

124. La idea del consumo suntuario público y privado como un exceso se encuentra también en otras obras del ilustrado asturiano. Véase su informe de 1784 sobre el uso e importación de las muselinas (Jovellanos, 2000 [1781-1797], 419-429), o su opinión sobre la boda de Fernando VII y Carlota (Jovellanos, 1858 [1802], 389-390).

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re y Guarinos. El primero puso en boca del protagonista de su novela Aventuras de Juan Luis su opinión de que el lujo era aceptable «cuando el gasto se hiciese a proporción de las facultades de cada uno» (Rejón y Lucas, 1781, 186 [citado en Soubeyroux, 1988, 397398]). Por su parte, Sempere (1788, vol. I, 9) aseguraba que «siempre ha sido la profusión perniciosa a los estados porque gastándose más de lo que permiten las facultades y haberes de cada uno se ven precisados los individuos a valerse de medios ilícitos y ruinosos para satisfacer sus necesidades reales o imaginarias». Una consecuencia de las reflexiones sobre el carácter relativo del concepto fue la elaboración de clasificaciones sobre el lujo. Así, Danvila (1779, 84-89) distinguió entre el consumo suntuario de los súbditos y el de los Príncipes. Al primero lo denominó «decencia», que era «gastar en aquellas cosas que procuran alguna comodidad, utilidad o distintivo propio de la clase». Al segundo lo tachó de «magnificencia» y consistía en «gastar en aquellas cosas que son propias para excitar en el pueblo la idea del esplendor y dignidad de su estado». Este tipo de lujo es el que el sociólogo y economista estadounidense Thorstein Veblen (1963 [1899], 10 y ss.) denominaría más de un siglo después conspicuous consumption, el gasto que hacían ostensiblemente con el fin de provocar admiración y conseguir reputación las clases altas de la sociedad en la Europa y el Japón de la época feudal, aunque no exclusivamente ellas, pues Veblen lo consideraba una forma de consumo universal presente en cualquier época histórica. También Clemente Peñalosa y Zúñiga, canónigo de la Iglesia metropolitana de Valencia, defendía la existencia de un consumo de prestigio, pero añadía otras dos categorías. A éste lo denominaba magnificencia y, en su opinión, «tiene por único objeto la suntuosidad de las ciudades, la hermosura exterior del Reino […] y todo cuanto contribuye a que la Nación sea respetable por su dignidad y grandeza», asegurando que «es necesario en una Monarquía antigua, extensa, memorable y que desea mantener su majestad a los ojos de los Pueblos y de los extranjeros» Pero este tipo de lujo tiene, a juicio de Peñalosa, «sus límites», ya que es cierto «que la Corte de los Reyes ha de ser ostentosa y magnífica para imprimir en los Pueblos un cierto respeto útil e importante en la sociedad y debido a la soberanía, pero una ostentación inspirada en la vanidad y sostenida en el orgullo de un corazón embrujado de sus riquezas

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es dañosa al Estado por innumerables motivos que arruinan el sistema económico y civil»125. La segunda categoría de Peñalosa es la del «lujo de comodidad», que, a su juicio, «puede considerarse de dos modos. Uno útil, porque es compatible con la moderación. Sería necesario desaprobar […] cuanto existe debajo del sol […] si no se permitiese al hombre gozar cómodamente de los bienes que adquirirá por su trabajo […]. Pero la comodidad que sale de regla, aquella que afianzada en la vanidad degenera en torpe blandura de costumbres, no sólo ofende a la modestia y a las primeras virtudes, sino que es el origen de la perdición de los pueblos». Y pone como ejemplo de ella «tragarse un tren de las haciendas más opulentas y empeñar sus fincas por dar un día de comer con todas las leyes de las delicadeza o de la gula». Por último, estaba el «lujo de capricho», propio, según Peñalosa, «de los disipadores, que buscan una comodidad viciosa y nacida de la pereza». Este es, en su opinión, «injusto y desordenado […], es como una tempestad que por todas partes arroja granizo talando la mies […]. Nace de aquella presunción que el hombre tiene a no presentarse menos lucido que los demás o del antojo frívolo de imitar las pasiones propias o de otros» (Peñalosa, 1793, 230-237). El deseo de emulación era, para el escritor, economista y militar Enrique Ramos, el comportamiento humano que estaba detrás del «lujo de opinión», «aquella excesiva y equivocada estimación del fausto» que se generaliza entre todos, incluidos los «plebeyos», por este deseo de imitación de «los hombres bajos respecto de los altos o nobles», «una fatal ilusión, en fuerza de la cual se confunde la virtud con su antigua divisa y no se aspira a ser virtuoso, sino a ser rico», siendo «causa de despilfarro» que ha arruinado a Estados como Esparta, Roma y Atenas. Además, para Ramos, existía el «lujo de hecho»: «el uso de más cosas que aquellas que la práctica comúnmente recibida hace precisas en cada clase»126.

125. Para la vinculación entre el gasto de la corte y el consumo suntuario, véase Jurado Sánchez (2005, 175-178). 126. Enrique Ramos publicaba sus obras con seudónimos. En el caso del que se ha consultado para este trabajo con el de Antonio Muñoz (1769, 100-125).

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2. LA IMPARABLE «FUERZA DE TAN FURIOSO TORRENTE»: DE LOS ARGUMENTOS MORALES A LOS ECONÓMICOS. Muchos de los autores españoles del siglo XVIII que se pronunciaron sobre el lujo, incluso los más fervientes partidarios de él, consideraban que, cuando sobrepasaba ciertos límites, tenía algo de inmoral y pernicioso, con lo que siguieron utilizando los argumentos empleados durante el siglo XVII por muchos arbitristas. Esto se percibe en las obras de convencidos de las ventajas del consumo suntuario como el abogado y economista catalán Francisco Romá y Rosell, quien, pese a que defendió el lujo, también creía que todo gasto que «procede de un entendimiento desarreglado y de un corazón corrompido» es «perjudicial a toda sociedad», razón por la cual incluyó el consumo suntuario, el ocio y «otras causas» entre los factores que «produce[n] las enfermedades que padece el Reino» (Romá y Rosell, 1768, 42 y 48). El economista Jerónimo de Uztáriz tenía por lujo a aquellos «géneros que servían más a la vana ostentación que a la necesidad y decencia» (Uztáriz, 1968 [1724], 156). Los escritores Benito Jerónimo de Feijoo y Torres Villarroel también rechazaron el lujo por razones morales. En sus Cartas eruditas y curiosas, el primero emparejó al lujo con los vicios y otras pasiones (Feijoo, 1742-1760, t. IV, carta 18), mientras que el segundo, en sus Visiones y visitas, despotricó con dureza contra el lujo y la abundancia en comidas y bebidas, oro, plata, piedras preciosas, coches, telas, encajes, sedas, fiestas y celebraciones… (Torres Villarroel, 2000 [1743], visiones y visitas segunda, tercera y decimotercera). Parece lógico que Miguel Antonio de la Gándara, por su condición de abad, asegurara que «el exceso de lujo es un mal moral» (Gándara, 1811 [1759], 285), pero quizá no tanto que Anzano (1768, 60 y 68) considerara que «el lujo es tan dañoso como antiguo», disimula muchas vilezas y fue causa de la corrupción que acabó con el Imperio romano. Feijoo (1753, t. IV, carta 18) también relacionó el lujo con la decadencia de Roma en una crítica a Rousseau, pero lo vinculó a las riquezas, no a las ciencias y las artes, como hacía el pensador francés. Para Rousseau (1988, 168-174), en Roma, «la virtud militar se había ido extinguiendo a medida que comenzaron a ser entendidos en cuadros, grabados, vasos de orfebrería y a cultivar las bellas artes», lo que debió de ser, a su juicio, una causa importante

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de la decadencia. Esta idea, comúnmente utilizada en el debate europeo por aquellos que denigraban desde antiguo el consumo suntuario, fue rebatida, entre otros, por Montesquieu y Hume, que utilizaron argumentos parecidos. Para el filósofo galo, la decadencia de Roma fue originada por las guerras, una expansión del Imperio excesiva y la confusión institucional (Montesquieu, 1965 [1734], 40 y ss.); por su parte, Hume (1760 [1752]) creía que los «desórdenes» del Estado romano procedían tanto de la descomedida extensión de las conquistas como de un gobierno mal conformado. Como Anzano, Cadalso (1850, [1793], carta XLI) también creía que «todo lujo es dañoso», ya que «multiplica las necesidades de la vida, emplea el entendimiento humano en cosas frívolas y, hermoseando los vicios, hace despreciable la virtud». Un argumento parecido utilizó Sempere y Guarinos (1788, vol. II, 8-24), pues, a su entender, «el lujo es un vicio detestable», que distrae a los Estados «de los objetos principales, debilita las fuerzas del espíritu, disipa las del cuerpo, corrompe las costumbres y acelera la ruina de los Imperios». Por su parte, el economista Francisco Cabarrús (1871, 208) opinaba que «el lujo es la peste de las buenas costumbres y de la virtud pública». Rejón y Lucas también condenó el consumo suntuario por razones morales y abogaba porque se pusiera «freno a los exorbitantes gastos de vestidos, coches, libreas y demás cosas» (Soubeyroux, 1988, 397). En su obra Invectiva contra el luxo, su profanidad y excesos por medio de propias reflexiones que persuaden de su inutilidad, Felipe Rojo de Flores, oficial de la administración de Carlos III, empleaba ideas parecidas a las vistas para defender las «funestas consecuencias que acarrea ordinariamente el lujo», especialmente en la vestimenta y sus complementos (Rojo de Flores, 1794, 2). La pervivencia de argumentos morales en el análisis del lujo no impidió que los razonamientos económicos se fueran abriendo paso y que poco a poco predominaran sobre aquéllos. La mayoría de los autores opinaban que el comercio de bienes suntuarios, aunque lo concibieran como social o moralmente perjudicial, era un mal menor inevitable ante las ventajas económicas y las satisfacciones que reportaba al hombre. Cadalso (1850 [1793], 643-644) aseguraba en la carta LXXXVIII («Tiempo perdido el declamar contra el lujo») que no había remedio alguno «para prevenir los daños de la época del lujo. Este tiene demasiado atractivo para dar lugar a cualquier otra persuasión y así los que nacen en semejantes eras se can-

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san en balde si pretenden contrarrestar la fuerza de tan furioso torrente. Un pueblo acostumbrado a delicadas mesas, blandos lechos, ropas finas, modales afeminados, conversaciones amorosas, pasatiempos frívolos, estudios dirigidos a refinar las delicias o lo restante del lujo no es capaz de oír la voz de los que quieran demostrarle lo próximo de su ruina. Ha de precipitarse en ella como el río en el mar. Ni las leyes suntuarias, ni las ideas militares, ni los trabajos públicos, ni las guerras, ni las conquistas, ni el ejemplo de un soberano parco, austero y sobrio, bastan a resarcir el daño que se introdujo sensiblemente». Argumosa (1743, 269) también pensaba, siguiendo la estela de Melon, que el lujo era imparable, pese a que se han establecido «muchas pragmáticas para acortar gastos superfluos en vestir, comer...». Para Sempere (1788, vol. I, 10-12), el lujo ha existido «en todos tiempos y naciones, resulta inevitable de la abundancia de riquezas y de su desmedida distribución, de la distinción de clases fundada sobre otros principios que los de la virtud, del trato con extranjeros, y, en una palabra, de lo que se llama cultura y civilización». Esto no hay quien lo evite, aseguraba, «cuando las naciones están haciendo los mayores esfuerzos para enriquecerse y sobresalir entre las demás […], cuando procuran dar a su comercio la mayor extensión posible». Jovellanos (2000 [1781-1797], 420-421) afirmaba que las leyes suntuarias y otros «remedios adoptados hasta ahora han sido insuficientes para curar un mal que tiene su origen en la opinión y el capricho, siempre más poderosos que las leyes», por lo que dudaba de que existiera alguna solución, pero de haberla, aseveraba, «no se hallará ni en los sermones de los moralistas, ni en las declamaciones de los filósofos, ni aún […] en las invectivas y las burlas de los poetas» (Jovellanos, 1956 [1787], 147). Estos argumentos se utilizaron en Europa desde principios del siglo XVIII. Mandeville creía que la sociedad moderna produce inevitablemente lujo, el cual «ningún gobierno sobre la tierra puede remediar», ya que está en la naturaleza humana, en sus pasiones. La cuestión radicaba, a juicio del médico holandés, en ver cómo éstas podían beneficiar a la sociedad, una idea que más tarde suscribirían, entre otros, Melon y Rousseau. Para Mandeville (1924 [1729], I, 8 y 169-190), los «vicios» individuales el egoísmo, la envidia, la codicia, la arrogancia, la vanidad no tenían por qué ser malos para la sociedad, sino que podían originar utilidad, ya que las actuaciones individuales guiadas por el interés propio eran una fuente de poten-

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ciales beneficios comunitarios. Se trataba, a su entender, de sentimientos esenciales para el progreso económico, incentivos que la economía precisaba, fundamentos psicológicos del crecimiento. Se percibe, así, en Mandeville un epicureísmo o un hedonismo utilitario que contiene elementos que aparecerán más tarde en la noción de utilidad que Bentham incorporó en An Introduction to the Principles of Moral and Legislation (1780), y, sobre todo, en la del egoísmo racional que John Stuart Mill formularía más de un siglo después, la del homo oeconomicus, el hombre como un optimizador racional de sus elecciones. Voltaire (1989, 90-92) también creía que los «vicios» y egoísmos humanos podían contribuir al bien común y citaba la soberbia, el deseo de dominación, la avaricia y la envidia, las cuales, a su juicio, impulsaban la adquisición «frenética» de bienes y dotaban, así, de estabilidad a la economía y el orden público. Pero el escritor y filósofo francés defendía asimismo la existencia de pasiones positivas, como la bondad, en el hombre, lo que le acercaba a Montesquieu, que rechazó las bases psicológicas del progreso económico de Mandeville. En su opinión, el hombre no sólo se guía por su interés y sus pasiones egoístas, aunque éstas a menudo prevalezcan sobre las demás, sino que su naturaleza también es social y en ella caben la justicia y la solidaridad. Ambas pulsiones o instintos trabajan en direcciones opuestas, según Montesquieu (1973, [1721]), quien dudaba de que las sociedades pudieran avanzar basándose únicamente en el egoísmo. Ramos, Peñalosa, Danvila y Jovellanos también relacionaron, como ya se ha destacado, las pasiones humanas con el consumo suntuario.

3. «EMPLEA A UN MILLÓN DE POBRES»: LOS BENEFICIOS ECONÓMICOS DEL CONSUMO SUNTUARIO Uno de los más sólidos argumentos económicos utilizados por los autores españoles del siglo XVIII para defender la conveniencia del gasto en bienes suntuarios consistió en que incrementaba la actividad de las manufacturas y el comercio, con los beneficios que se derivaban de ello, especialmente los aportados por la generación de empleo. Argumosa (1743, 271) se preguntaba: «¿por qué se debe

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prohibir este gasto loco?», y se respondía que «este dinero guardado en sus cofres estaría muerto para la sociedad si no fuera por esto: el hortelano y otros lo reciben y lo han ganado y merecido con su trabajo». Cadalso (1850) [1793], 618) aseguraba que el «verdadero objeto» del lujo radica en «que el dinero físico de los ricos y poderosos no se estanque en sus cofres, sino que se derrame entre los artesanos y pobres». De manera parecida, Campomanes defendía que «el consumo del rico que refluye dentro del Estado y anima la industria popular es una mera traslación de los fondos de mano en mano, y muy conveniente porque la más opulenta ocupa a la menesterosa y aplicada» (Rodríguez Campomanes, 1978 [1774-1775], 198-201). Secundaba así el ilustrado ovetense el análisis que hiciera un siglo antes Francisco Martínez de Mata, al que tenía por un «excelente raciocinio». Éste defendía que «los demasiados y superfluos gastos de los vasallos y reyes no los empobrecen», sino todo lo contrario, ya que, en su opinión, «con lo que unos gastan demasiado, otros comen lo necesario; si todos se retirasen con avaricia a no gastar más de lo preciso, cesarían el comercio, artes, tratos y rentas y ciencias con que pasan todos […]; los que gastan sus haciendas […] en vanos y demasiados arreos y adornos de sus casas y personas en su modo son bienhechores de la República, porque con su dinero tienen ganancia todos los pobres y ricos, de que resulta el poder consumir los frutos y ropa» (Martínez de Mata, 1971, [1650-1660], 137-141). Por su parte, Gándara (1811, 285) opinaba que «por descontado que sólo el lujo perfecciona las artes, promueve las industrias y enriquece la pobreza». Una idea de la que también participaba Rejón y Lucas, aunque creía que la insolvencia de los consumidores podía conducir a la quiebra de las manufacturas. El gasto en bienes suntuarios, afirmaba, «ofrece más ocupación a los artesanos y por consecuencia más ganancia […], pero la ansia de lucir y la emulación son la causa de que el que disfruta poca renta quiere imitar y aun exceder al que la posee muy crecida y sin reflexión toma a crédito los coches, los muebles y lo demás que se le antoja y luego por su muerte, o porque lo separaron del empleo que obtenía, suelen quedar en la calle los maestros que le fiaron» (Soubeyroux, 1988, 397-398). Para Sempere (1788, vol. I, 10-12), «el mayor estímulo de las artes, de la industria y el comercio consiste en la multiplicación de los consumos. Cualquier ley, cualquier orden que disminuya éstos es un golpe contra las artes y contra el objeto que se proponen los soberanos en su

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fomento», acarreando la ruina de la industria, y el aumento de la ociosidad y la mendicidad; efectos tan perjudiciales como el mismo lujo. Incluso Torres Villarroel (2000 [1743], visión y visita segunda) reconocía, pese a su dura crítica del lujo, que «sastres, zapateros y peluqueros, éstos son los hombres ricos de este siglo […] gracias a la locura de los cortesanos, que los tienen con sus manías en continua tarea». Romá y Rosell no veía más que utilidades en el comercio de artículos suntuarios. «Es utilísimo a cualquier nación que sepa dirigirlo y proporcionarlo, conteniéndolo dentro de ciertos límites […]. En una Monarquía de grandes proporciones como España es el lujo no sólo útil, sino necesario; en el estado de decadencia, para restablecerla; en el de mediocridad para conservarla y aumentarla, y en el de opulencia para preservarla de ruina». Es un medio pronto, continuaba, para restaurar la población de un país demográficamente decaído, «pues da ocupación a las familias». «El lujo va aumentando a proporción de sus caprichos, las de artífices, y estas contribuyen con el consumo al aumento de labradores; restablecida medianamente la población, el lujo y la agricultura redoblan sus esfuerzos animados aquél de mayor despacho de las manufacturas y ésta de los simples alimentos, y resultando […] un comercio activo, que encamina a la mayor opulencia», siendo «capaz de acervar la industria, aumentar la circulación y restablecer la agricultura y las fábricas de reino» (Romá y Rosell, 1768, 42-47 y 143). Rojo de Flores (1794, 4-6), pese a su Invectiva contra el luxo, también insistió en el mismo argumento al plantearse que «quien vea la turba magna de sastres, zapateros y peluqueros ocupadísimos y sin tener tiempo, como dicen, para rascarse, quien repare en la infinidad de guarniciones, cintas, pedrerías, pendientes, botones, hebillas, gasas, blondas, escofietas, mahonesas, gorros, prendidos, escarpidores y demás bujerías de que abunda un pueblo […], quien repase, aún por encima, las pomadas superfinas y extractos de flores […] ¿ignorará la importancia de estos primores y no notará que su escasez o falta absoluta destruye, aniquila y deja por puertas a tantos artesanos, ocasiona considerables quiebras en el comercio […]? Además, ¿en qué pueden invertirse con mayor aceptación a los ojos de los caritativos tantas rentas y pingües sueldos como hay entre las personas de la superior jerarquía, sino en sostener por este medio a la inferior ocupada en tan diversas maniobras que facilitando la circulación del dinero hacen florecientes los Reinos y Provincias?»

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Enrique Ramos también encontraba beneficios semejantes en el comercio de bienes suntuarios, pero no eran los únicos. Para él, «las principales utilidades del lujo son reducir a la circulación los metales que […] paran en poder de unos pocos, impedir que los poseedores de grandes terrenos atesoren gruesas cantidades de dinero, dar por estos medios empleo a más hombres y proporcionar las cosas con sus signos». Con todo, su defensa del consumo suntuario no le impedía hacer profesión de fe de la doctrina fisiócrata, ya que en su opinión, «el único medio sólido de hacer opulento a un Estado era fomentar en él la agricultura» (Ramos [Muñoz], 1769, 104105). Junto a los defensores de los efectos benéficos del consumo suntuario, había voces que no los encontraban, al menos para la economía de algunas regiones y segmentos sociales. Anzano (1768, 60) aseguraba, a partir de sus conocimientos de la situación en Aragón, que «la alteración, o carestía general, que experimentamos procede en mucha parte del fausto y lujo actual» y que éste «es una causa poderosa de la pobreza presente», rechazando la opinión extendida en su época de que estimulase la «circulación de la moneda», aumentase los ingresos de la Hacienda real y fomentase las fábricas. Torres Villarroel, por su parte, encontraba que la riqueza y el lujo no estaban distribuidos por igual, sino que mientras en algunas ciudades, especialmente en la corte, se hallaban muy extendidos, en otras se enseñoreaban la miseria y la pobreza. Así, por una parte, Torres escribía «que es ciertísimo que nunca fue más feliz la Corte que en este siglo […]. Las rastreras y meloneras vestían los finísimos bordados que en tu tiempo se fabricaban para el culto de templos e imágenes […]. En cuanto a coches, creo que tenemos ahora seis mil más que en tu tiempo […]. En cuanto a alegría, jamás hubo tanta en la Corte: aquí no se hace otra cosa que bailar y tañer; cuatro mil músicos más tiene hoy Madrid que los que pagaban en la era que tú eras viviente». Pero, por otra, aseguraba que la riqueza de Madrid era «hija de la universal carencia del resto de España» y que «a cualquiera pueblo que vieras conocerías al punto su miseria. En ellos sudan y trabajan para mantener a los ociosos cortesanos y a los que llaman políticos. Al rabo de una reja anda cosido todo el día el desventurado labrador, y el premio de sus congojas es cenar unas migas de sebo por la noche y vestir un sayal monstruoso que más lo martiriza que lo cubre, y el día de mayor holgura come un tarazón de chivo escal-

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dado en agua. Los caudales de las villas, aldeas y ciudades, todos vienen en recuas a la Corte. Aquí todo se consume, y allá quedan consumidos; aquí apoplejías y allá hambre, aquí joyas y galas y allá desnudez» (Torres Villarroel, 2000 [1743], visión y visita tercera). La idea de que el consumo de bienes suntuarios tenía una gran repercusión, negativa o positiva, para la economía en general, y para los sectores urbanos en particular, la defendieron grandes pensadores europeos del siglo XVIII. A principios de siglo, fueron Fénelon y Mandeville quienes encarnaron posiciones diametralmente opuestas sobre las consecuencias del lujo. Para el primero, aparte de sacrificar la moralidad, el consumo suntuario formaba parte del proceso de urbanización y del crecimiento del comercio y de las manufacturas. Esto, a su juicio, pervertía el orden social y causaba el abandono de la agricultura, el declive de la población rural y el debilitamiento de la base fiscal de la monarquía, además de conducir a Francia a la derrota militar y la revolución (Fénelon, 1994 [1699], 297). Mandeville (1924 [1729], I, 25), por el contrario, aseguraba que sin el consumo suntuario Inglaterra experimentaría una aguda contracción económica y un catastrófico desempleo, ya que «el lujo empleaba a un millón de pobres». Montesquieu y Voltaire también pensaban que el lujo era vital para las economías francesa e inglesa. El primero describía París como una ciudad de lujo donde lo superfluo se convertía en necesario, pero eliminarlo en la capital y en las demás ciudades, como proponía Fénelon, supondría, a su juicio, un gran declive económico y la pérdida de la independencia nacional (Montesquieu, 1973 [1721]). Voltaire (1901) aseguraba que las «locuras» consumistas del rico son una fuente de empleo para el pobre y que el desarrollo del lujo se debía, a su juicio, a que antes sólo los aristócratas disfrutaban los bienes suntuarios, mientras que ahora estaban al alcance de las clases medias, entre otras cosas por los precios mucho más bajos a que se vendían. Del mismo modo, Melon (1734, 743) resaltó los efectos positivos del lujo al defender también que su consumo por una minoría da trabajo a un gran contingente humano y destruye la pereza y la ociosidad. Hume tenía también al consumo suntuario como un depósito de empleo y un estimulante de las virtudes del trabajo. La demanda de bienes de lujo, sostenía, animaba el mercado laboral, aliviando al necesitado y satisfaciendo a cientos de personas, además de evitar defectos de la naturaleza humana como la pereza (Hume, 1760 [1752]).

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Para Adam Smith, la clave residía en si el consumo era productivo o improductivo, no en si se hacía en bienes corrientes o suntuarios, en sintonía con su idea de que «algunas clases de gasto parecen contribuir más a la riqueza pública que otras». «Un hombre con fortuna —escribía en La riqueza de las naciones— puede gastar su ingreso en comidas suntuosas y copiosas, en mantener un gran número de sirvientes domésticos, o en una multitud de perros y caballos; o se puede contentar con una mesa frugal y unos pocos servidores y destinar el grueso de su gasto en adornar su casa o su residencia campestre, en edificios útiles u ornamentales, en muebles útiles o de adorno, en coleccionar libros, estatuas, cuadros…» Del primer tipo de consumo, aseguraba Smith, al ser de carácter inmediato, «no quedaría rastro ni vestigio», no generaría trabajo productivo ni aumentaría la riqueza del que lo hacía. Por el contrario, el segundo tipo de consumo, como se componía de mercancías durables, sí incrementaba la riqueza de su propietario, contribuyendo el gasto de cada día «a mantener y realzar el gasto del día siguiente» y originando trabajo productivo para «albañiles, carpinteros, tapiceros, mecánicos, etc.». Concluía Smith que mientras un tipo de consumo «aumenta el valor de cambio del producto anual de la tierra y el trabajo del país», el otro lo disminuye (Smith, 2001 [1776], 444-448).

4. FOMENTA «LA EXTRACCIÓN DE METALES PRECIOSOS»: LA INFLUENCIA DEL MERCANTILISMO Muchos estudiosos españoles del siglo XVIII estaban de acuerdo en que el comercio de bienes suntuarios generaba efectos positivos en la actividad económica y el empleo. Pero buena parte de ellos creía también que esto era así siempre que los intercambios se surtieran de bienes producidos en nuestro país. Martínez de Mata (1971 [1650-1660], 147) ya esbozó esta idea cuando, a mediados de la centuria anterior, escribió que para España el beneficio que tal comercio genera «no se queda […] en […] esta República porque pasa el dinero de estos gastos consumiendo ropa extranjera a los reinos extraños». Danvila (1779, 92-93) apuntó que «eran fáciles de comprender» los efectos que el lujo causa en un Estado: «ha de distinguirse [si] se fomenta de géneros extranjeros y entonces despue-

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bla y empobrece la nación […] o se mantiene de géneros nacionales y en este caso es menos nocivo». Por ello, Gándara (1811, 285) recomendaba que «se moderara el lujo de géneros extranjeros» y el economista Melchor Rafael de Macanaz pidió al rey que no permitiera «la introducción en el país de los trajes del extranjero» (Macanaz, 1787, 193). Bernardo Ward, economista de origen irlandés, también tenía por perjudicial para cualquier país el comercio de productos suntuarios cuando éstos eran importados (Ward, 1982 [1779], 145). Algo con lo que coincidía Jovellanos. En su Dictamen reservado en el expediente seguido a instancia fiscal sobre renovar o revocar la prohibición de la introducción y uso de las muselinas (1784) aseguraba que «un género de fábrica extranjera cuyo uso podría muy bien suplirse con otros de fábrica nacional;… que causa a nuestro comercio dos grandes pérdidas por las enormes cantidades que hace pasar al extranjero y por la enorme disminución que causa en el consumo de la industria nacional;… un género, digo, de estas cualidades deberá desterrarse de toda buena república y prohibirse su importación y su uso con las mayores penas». No obstante, Jovellanos creía que «en el día» había varios hechos que impedían hacerlo, destacando los grandes perjuicios que se originarían con la prohibición a la Hacienda, una reducción «en las rentas del Estado» y la expansión del contrabando, y el que nuestra economía no saldría perjudicada con la importación, habida cuenta de que «no tenemos actualmente manufacturas de algodón en España». Concluía Jovellanos con una recomendación que reflejaba su adscripción a la Ilustración tardía: el permiso para importar las muselinas habría de ser parcial, restringiéndose «a aquellas porciones … que se condujeren en buques nacionales, cargados de cuenta de comerciantes españoles», y transitoria, esto es, hasta que el rey se preste a «crear, autorizar y fomentar una Compañía de Comercio de Filipinas, que hará este comercio con general utilidad de sus vasallos» (Jovellanos, 2001, [1781-1787], 419-429). Por su parte, Enrique Ramos veía beneficioso el comercio de bienes suntuarios siempre que «las artes que han de alimentar el lujo se hayan de cultivar por individuos de la nación y hayan de pertenecerla también las materias primeras de que se han de servir; de otro modo, el lujo será un medio eficacísimo para todo lo contrario» (Ramos [Muñoz], 1769, 104-105). Principio que le parecía bien a Sempere (1788, 21), pues creía que era preciso reducir los perjuicios

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que el lujo ocasiona en el comercio «disminuyendo en lo posible el consumo de géneros extranjeros y fomentando el de los nacionales». Cadalso opinaba que el comercio de artículos suntuarios favorecía a algunos países y perjudicaba a otros. Entre los primeros contaba a aquellos que tenían «genio inventivo, industria mecánica y sobra de habitantes»; entre los segundos, a los «que no tienen esta ventaja natural» y, por ello, «gritan contra la introducción de cuanto en lo exterior choca a su sencillez y traje y en lo interior los hace pobres». A España la incluía entre los últimos a causa de la desventaja competitiva que sufría respecto a otros países europeos. Aseguraba que a nuestro país no le interesaba el consumo de bienes suntuarios, ya que «es imposible que jamás compitan los españoles con los extranjeros en este comercio y siempre será dañoso a España, pues la empobrece y la esclaviza al capricho de la industria extranjera». Ninguna de las dos maneras que Cadalso concebía para evitar «que el lujo sea la total ruina de esta nación» las veía practicables. La primera, la superación de la industria extranjera, era muy difícil, a su juicio, pues pasaba por competir en precio y calidad con los géneros foráneos; «lo de afuera —aseguraba—, siempre tendrá más despacho, porque el comprador acude siempre a donde por el mismo dinero halla más ventaja en la cantidad y calidad, o ambas». La segunda consistía en suprimir el consumo de artículos extranjeros mediante la creación de una industria nacional del lujo, lo que tampoco veía posible, ya que en España «ha mucho que reina la epidemia de la imitación» de lo europeo. Para ilustrar este fenómeno, que, a su entender, había originado la sustitución del lujo español existente en el siglo XVI por otro de importación, describe un día en la vida de un potentado español a la manera del rico parisino retratado unas décadas antes por Voltaire: Despiértanle dos ayudas de cámara primorosamente peinados y vestidos; toma café de Moca exquisito en taza traída de la China por Londres; pónese una camisa finísima de Holanda, luego una bata de mucho gusto tejida en León de Francia; lee un encuadernado en París; viste a la dirección de un sastre y peluquero francés; sale con un coche que se ha pintado donde el libro se encuadernó; va a comer en vajilla labrada en París o Londres, las viandas calientes, y en platos de Sajonia o China las frutas y dulces; paga a un maestro de

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música y otro de baile, ambos extranjeros; asiste a una ópera italiana, bien o mal representada, o a una tragedia francesa, bien o mal traducida… (Cadalso, 1850 [1793], 617-618).

Anzano (1768, 84-85), por su parte, apuntaba que el comercio de lujo se basaba en una especie de intercambio desigual que hacía que la importación de bienes suntuarios fuera una de las causas más poderosas «de la pobreza de un reino», ya que, aseguraba, «de la salida de los materiales se sigue la entrada de las obras, que sobreseen las nuestras y destruyen a los fabricantes, con que al fin venimos a parar en que el lujo es una causa eficiente de esta tragedia». Otros autores destacaron lo negativo que era para la economía de nuestro país sostener un comercio así por el déficit que originaba en la balanza comercial, por lo que proponían que lo mejor era que los géneros suntuarios se exportaran y, si esto no era posible, que se evitara su importación. Campomanes lo expresaba asegurando que «una nación puede muy bien sacar ganancia del lujo de las demás adoptando ciertas manufacturas dedicadas a él para venderlas a otros». Por ello, defendía que «las leyes suntuarias, cuando impiden la introducción de mercaderías extrañas, son seguramente útiles, porque excitan el consumo de las propias y aumentan las fábricas», pero por la misma razón eran perjudiciales «si prohíben el ejercicio de nuestras propias fábricas [y] vienen directamente estas leyes a destruir a los artesanos que se ocupaban en labrar estos géneros». Concluye que «esta ruina de tantas familias es un golpe mortal contra el Estado, y no se saca de la prohibición la parsimonia del gasto en las familias ricas, puesto que hacen el mismo en otros géneros equivalentes que introducen la moda forastera». (Rodríguez Campomanes, 1978 [1774-1775], 198-201). El abogado Javier Peñaranda y Castañeda también creía que las «leyes suntuarias que resisten la entrada de mercaderías extranjeras son útiles en cuanto promueven la industria y consumo de las propias». (Peñaranda, 1789, 92-93). De manera parecida a estos autores, Diego María Gallard (1787, 258), abogado de los Reales Consejos y estudioso de la Hacienda pública, defendía que el gasto de géneros extranjeros era perjudicial, especialmente los que se compraban con dinero, ya que, al originar salida de metales preciosos, aumentaba el poder de los estados vecinos y debilitaba el del nuestro. Entre las medidas que el Secretario de Estado de Hacienda Pedro Varela propuso en 1797 a Carlos IV

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para mejorar el estado de las finanzas públicas se contaba la reforma del lujo por los efectos negativos que tenía en la balanza comercial. Escribía que está muy «extendido en todas las clases del estado dentro y fuera de ciudades» y que «no teniendo nosotros fábricas de la mayor parte de los géneros que constituyen actualmente el adorno de las gentes y de las casas y trenes, además de los perjuicios morales, ocasiona la extracción de nuestro numerario que por necesidad debe igualar la balanza en el extranjero» (Canga Argüelles, 1833, t.II, 183). La salida de dinero, oro o plata para pagar los géneros foráneos importados, a la que aluden Varela y Cadalso como un efecto negativo del consumo suntuario, es también argumentada por Uztáriz (1968 [1724], 156), quien «consideró la necesidad que había de corregir los abusos introducidos en los trajes y otros gastos superfluos, que no sólo incomodaban a los vasallos, sino que perjudicaban a nuestras manufacturas y comercio, favoreciendo en el mismo tiempo al de los extranjeros por las grandes cantidades de dinero que nos sacaban con géneros que servían más a la vana ostentación que a la necesidad y decencia». En estas propuestas de los escritores y economistas españoles del siglo XVIII se advierte la influencia del mercantilismo. A fin de cuentas, eran hijos de su tiempo y en sus reflexiones había de notarse la impronta de la doctrina económica, o conjunto de directrices de política económica, predominantes en la Europa de la Edad Moderna127. De éstas, las más aludidas fueron la del proteccionismo y la de la balanza comercial favorable, percibiéndose asimismo en sus obras una fuerte dosis de «bullonismo». El proteccionismo era la consecuencia natural de las propuestas mercantilistas, que perseguían proteger la industria nacional con el fin de desarrollarla sustituyendo importaciones, fin para el que también recomendaban gravar con aranceles toda mercancía foránea. Los mercantilistas defendían igualmente la protección del comercio, ya que, junto a la industria, eran, en su opinión, las actividades mediante las que los países que poseían metales preciosos podían retenerlos, y los que no, conseguirlos. Expresaban así la relación entre el proteccionismo y el «bullonismo». Ésta era una de sus ideas más características, mediante la que defendían que la riqueza de un país se medía por la cantidad de metales preciosos que hubiera en las arcas del Estado y cir-

127. Para el ideario mercantilista, Perdices y Reeder (1998, 9-18).

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culara por la economía. A tal relación se refirió Uztáriz (1968 [1724], 156) cuando defendió la ley suntuaria de 1723, pues, a su entender, de nuestro consumo suntuario se benefician las manufacturas y el comercio de otros países «por las grandes cantidades de dinero que nos sacaban» al comprarles sus géneros. También aludieron a este asunto Cadalso y Gallard. Cadalso (1850 [1793], 618) concluía su descripción del tipo de vida y las pautas de consumo de un acaudalado asegurando que éste podía acostarse con la siguiente oración: «Doy gracias al cielo de que todas mis operaciones de hoy han sido dirigidas a echar fuera de mi patria cuanto oro y plata han estado en mi poder». Para Gallard (1787, 258), del comercio suntuario con artículos foráneos se seguía «la extracción de metales preciosos» y, de ella, la pujanza de otros Estados y la debilidad del nuestro. En cuanto a la consecución de una balanza comercial favorable, todos los Estados europeos de la Edad Moderna intentaron conseguirla, para lo que llegaron incluso a basarse en la teoría de las ventajas absolutas, que estipulaba que el comercio internacional era una especie de juego de suma cero en el que mientras más ganaba un Estado más perdían los otros. Este principio condujo a una política comercial simplista que tendía al proteccionismo porque se cimentaba en el principio de que todo país debía vender al extranjero más de lo que compraba. Una idea parecida a ésta late en algunos trabajos de Campomanes, quien defendía la prohibición de la importación de artículos de fuera si no éramos capaces vender bienes suntuarios al extranjero, una actividad muy conveniente porque podía servir para ganar «en la balanza mercantil» con los países a los que se les suministran (Rodríguez Campomanes, 1978 [1775], 57). También Pedro Varela recomendó al rey en su Memoria de 1797 restringir tal comercio por originar «la extracción de nuestro numerario que por necesidad debe igualar la balanza en el extranjero» (Canga Argüelles, 1833, t. II, 183). Otra receta mercantilista, quizá menos tratada por los autores españoles al escribir sobre el consumo suntuario, fue la del «poblacionismo», que hacía recaer en el número de habitantes la riqueza de los países, lo que era una deducción natural en una economía que, como la preindustrial, era intensiva en trabajo. Algunos autores se refirieron a las repercusiones que el lujo tenía en el número de habitantes de España. Romá y Rosell (1768, 43) defendía que era

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«un medio pronto para restaurar la población», mientras que Danvila (1779, 92) creía que «despuebla y empobrece a la nación» si el comercio se hace con géneros extranjeros. Para favorecer a la industria, el comercio y la Hacienda españoles, algunos autores propusieron en los años finales del siglo XVIII que los artículos suntuarios fueran sometidos a tributación. Apostaban, así, por una política económica del lujo que se impondría andando el tiempo y que era opuesta a la prohibición defendida desde antiguo por numerosos pensadores e intentada llevar a cabo por el Estado mediante las leyes suntuarias. Arroyal (1968, [17861795], 245 y 252), por ejemplo, creía que «los coches, los caballos de regalo, los perros de caza, los escudos de armas, los apellidos superfluos, la espada inútil, las libreas, los grandes jardines y parques, las diversiones continuas, las telas y piedras de lujo, las fiestas de toros, las modas extranjeras, la ociosidad y aún el retraimiento del trabajo son las fincas de este impuesto», que, en su opinión, ha de recaer sobre todo lo que no era preciso para una existencia «cómoda y honrada». Casi al mismo tiempo, Gallard (1787, 256258) sostenía una idea semejante al defender que era preciso cargar tanto los géneros suntuarios importados, para obstaculizar el comercio perjudicial a España, como los de la economía doméstica, ya que, añadía, «el Estado debe sacar el mejor partido posible recargando semejantes géneros», aunque en el caso de los de producción propia, había de hacerse «con aquella prudente proporción que conviene para no hacer decaer las Fábricas, invenciones y adelantamientos de las Artes Nacionales». Para Peñaranda (1789, 92-93), «sobrecargar contribuciones al luxo y los efectos extranjeros que no necesitamos es providencia justa que contiene al capricho». También defendían cargar al consumo suntuario hacendistas y pensadores preliberales como Valentín de Foronda (1789-1794, 200 y ss.), aunque estaba en contra de una tributación excesiva; y Alcalá Galiano (1788, 67-69), que proponía un tratamiento fiscal diferente para el consumo corriente y el suntuario: «[E]n los impuestos sobre los consumos deben distinguirse las cosas del lujo de las cosas necesarias… Los impuestos sobre los géneros necesarios producen el mismo inconveniente en el salario del trabajo que los que recaen directamente sobre él y, así, son perjudiciales […]. No sucede lo

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propio en los impuestos sobre los géneros de lujo, pues éstos no aumentan los salarios y recaen sobre aquella parte del producto nacional que se expande inútilmente: [...] impuestos sobre el tabaco, cacao, azúcar, café […], los cuales establecidos como corresponde y de modo que no fomenten demasiado el contrabando vienen a producir un efecto semejante al de las leyes suntuarias».

En este párrafo se percibe la influencia del pensamiento de Adam Smith sobre la tributación del consumo corriente y el suntuario. Su propuesta partía de que los impuestos sobre el consumo suntuario evitan los efectos negativos que tienen los que recaen sobre las cosas necesarias, que son como un tributo directo sobre los salarios que incrementan los precios de las manufacturas y, por tanto, reducen su consumo. Además, para Smith, los tributos sobre el lujo «en relación a lo que aportan al tesoro público del estado, siempre sacan de los bolsillos de la gente, o no dejan entrar en ellos, más que ningún otro impuesto». Esto se consigue a través de cuatro vías, a saber: los gastos de recaudación, que «constituyen un auténtico impuesto sobre la gente»; el efecto desincentivador que origina en algunos sectores industriales el cobro del impuesto, que eleva el precio del género gravado; los costes de evadir «tales impuestos mediante el contrabando», que arruinan frecuentemente al contrabandista; y las «frecuentes visitas de los recaudadores de impuestos», que, aunque no son un gasto, cualquiera estaría dispuesto a pagar para librarse de ellas. Tales inconvenientes, concluía Smith, «son quizá en cierta medida inseparables de los tributos sobre los artículos de consumo» (Smith, 1776, V, ii: «Of the Sources of the General or Public Revenue of the Society»). La idea de gravar el consumo suntuario fue defendida también por otros destacados pensadores europeos. Rousseau, por ejemplo, era partidario de que se impusieran gravámenes «a todos los objetos del lujo», esto es, a «libreas, carruajes, lámparas, cristales, mobiliario, telas, dorados, patios y jardines, espectáculos de todo tipo, profesiones ociosas como faranduleros, cantantes, comediantes…», pues, en su opinión, «alivian la pobreza y cargan a la riqueza y previenen el aumento continuo de la desigualdad en las fortunas, la servidumbre a los ricos de una multitud de obreros o servidores inútiles, la multiplicación de gentes ociosas en las ciudades y la despoblación del campo» (Rousseau, 1755).

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Al menos parte de los argumentos sobre el consumo suntuario empleados en el siglo XVIII pervivieron en el XIX. Esto parece natural en el caso de las reflexiones de aquellos que vivieron a caballo entre una y otra centuria. El economista liberal José Canga Argüelles (1833, t. II, 65-67), por ejemplo, expresaba que «lujo» era un término «cuya explicación ha atormentado muchos siglos los talentos de escritores célebres; de los cuales unos han hecho su elogio y otros le han mirado con execración». Canga estaba de acuerdo con Jean Baptiste Say en que el consumo suntuario era «todo gasto hecho improductivamente por los individuos de cualquiera de las clases de la sociedad sin otro motivo que el de satisfacer su vanidad, o el de incluirse por ostentación en otra que respecto de ellos es mediata o inmediatamente superior», por lo que no serían lujo, en su opinión, «aquellos gastos que cada uno hace según lo que reclama su fortuna, la cultura del país en el que vive y su estado». Así, el hacendista asturiano defendía uno de los principios en que se basaban las leyes suntuarias, aunque creía que éstas no eran útiles ni efectivas. Canga, además, tenía al lujo como perjudicial tanto por razones morales (con él «las costumbres se corrompen», escribió) como económicas, ya que creía que «por más que algunos políticos lo hayan recomendado como útil al Estado, le es funestísimo, porque destruyendo los valores sin utilidad ni comodidad razonable de sus poseedores agota la riqueza». (Canga Argüelles, 1833, t. II, 65-67). Un año después de que Canga publicara su Diccionario, Flórez Estrada sacaba a la luz su Curso de Economía Política, en cuya parte cuarta, dedicada al estudio del consumo, distingue entre el productivo y el improductivo, el público y el privado, el superfluo y el que satisface necesidades inmediatas. Respecto al suntuario, Flórez no creía que aumentara la producción ni generara empleo, sino que, por el contrario ocasionaba desigualdad, asegurando que «con sólo desterrar de un país el lujo y su compañera inseparable la ociosidad, medran rápidamente la industria y el capital». De esta manera continuaba, éstos se dirigirían hacia la producción de géneros de necesidad, que son los que ayudan «a la conservación de la vida, de la salud y de las comodidades habituales de las varias clases de consumidores» (Flórez Estrada, 1958 [1828], 256).

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BIBLIOGRAFÍA Alcalá Galiano, V. (1788). Sobre la necesidad y justicia de los tributos, fondos de donde deben sacarse y medios de recaudarlos. Memoria presentada a la Sociedad Económica de Segovia, Madrid. Anzano, T. de (1768). Reflexiones económico-políticas sobre las causas de la alteración de precios que ha padecido Aragón en estos últimos años en lo general de los abastos y demás cosas necesarias al mantenimiento del hombre, Zaragoza. Argumosa y Gándara, T.V. de (1743). Erudición política; despertador sobre el comercio, agricultura y manufacturas con avisos de buena policía y aumento del Real Erario, Madrid. Arroyal, L. de (1968) [1786-1795]. Cartas político-económicas al Conde de Lerena. Madrid: Ciencia Nueva. Cabarrús, F. (1871) [1792]. Cartas sobre los obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felicidad pública, escritas por el Conde de Cabarrús al Señor Don Gaspar de Jovellanos y precedidas de otra al Príncipe de la Paz. Biblioteca de Autores Españoles, LXI, 551-602. Cadalso, J. (1850) [escritas a partir de 1768, publicada en 1793]. Cartas marruecas, Biblioteca de Autores Españoles, XIII, 593-644. Canga Argüelles, J. (1833) [1826-1827]. Diccionario de Hacienda con aplicación a España. Madrid: Imprenta de Don Marcelino Calero y Portocarrero. Danvila y Villarrasa, B.J. (1779). Lecciones de economía civil, o de el comercio, escritas para el uso de los caballeros del Real Seminario de Nobles. Madrid. Diderot, D. (1755): «Encyclopédie», en Encyclopédie our Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, par una société de gens de lettre; mis en ordre &publiè par M. Diderot...& quant à la part mathématique, par M. D´Alembert, vol. 5. París. Feijoo y Montenegro, B.J. (1742-1760): Cartas eruditas y curiosas. T. IV. Madrid: Imprenta Real de la Gaceta. Fénelon (F. de Salignac de la Mothe) (1994) [1699]: Telemachus, son of Ulysses. Cambridge: Cambridge University Press. Flórez Estrada, A.M. (1958) [1828]. Curso de economía política. Madrid: Atlas. Forbonnais, F.V. de (1754). Elemens du commerce. Leiden Foronda, V. de (1789-1794): Cartas sobre los asuntos más exquisitos de la economía política, y sobre las leyes criminales. Madrid: Manuel González.

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Gallard, D.M. (1787). Ventajas políticas de España por los nuevos Reglamentos de Rentas Provinciales, tanto en la menor, más uniforme y equitativa contribución del Vasallo, como por el fomento que resultará a la Agricultura, al comercio y las Artes. Madrid. Gándara, M.A. de la (1811) [escritos en 1759]. Apuntes sobre el bien y el mal de España escritos por orden del Rey. Valencia: Imp. de Estevan. Hume, D. (1760) [1752]. «Of Refinement in the Arts», en Hume, D. Political Discourses, 2ª ed. Jovellanos, G.M. de (1956) [1787]: «Diálogos sobre el trabajo humano y el origen del lujo», Biblioteca de Autores Españoles, LXXXVII, 146-150 (1858) [1802]. «Carta dirigida al redactor del diario de Madrid con motivo de las funciones hechas en los desposorios del Señor Don Fernando VII y Doña Carlota», Biblioteca de Autores Españoles, LXI, 389-390 (2000) [1781-1797]. Escritos económicos. Edición de V. Llombart. Madrid: Instituto de Estudios Fiscales. Jurado Sánchez, J. (2005). La economía de la corte. El gasto de la Casa Real en la Edad Moderna (1561-1808). Madrid: Instituto de Estudios Fiscales Macanaz, M.R. de (1789). Auxilios para bien gobernar una Monarquía Católica, o Documentos que dicta la experiencia, y aprueba la razón, para que el Monarca merezca justamente el nombre de Grande. Madrid. Mandeville, B. (1924) [1729]. The Fable of the Bees or Private Vices, Public Benefits (2 vols.). Oxford: Clarendon Press. Martínez de Mata, F. (1971) [1650-1660). Memoriales y discursos. Edición de G. Anes. Madrid: Moneda y Crédito. Meléndez Valdés, J. (2004) [1778]. Prosa. Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes . Melon, J.F. (1734): Essai politique sur le commerce. París. Montesquieu, Ch. de Secondat barón de (1973) [1721]: Persian Letters, Harmondsworth, Middlesex, England : Penguin Books. (1965) [1734]: Considerations on the Causes of the Greatness of the Romans and Their Decline. Nueva York: Ithaca. Peñalosa y Zúñiga, C. (1793): La monarquía, s.l., s.ed. y s.a. Peñaranda y Castañeda, J. (1789): Resolución universal sobre el sistema económico y político más conveniente a España, Madrid Perdices de Blas, L. y Reeder, J. (1998): El mercantilismo: política económica y Estado nacional. Madrid: Editorial Síntesis.

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[Ramos, E.] A. Muñoz (1769): Discurso sobre Economía Política, Madrid Rodríguez Campomanes, P. (1978) [escrito en 1775]. Discurso sobre la educación popular, Madrid: Editora Nacional. Rojo de Flores, F. (1794). Invectiva contra el luxo, su profanidad y excesos por medio de propias reflexiones que persuaden su inutilidad. Madrid. Romá y Rosell, F. (1768). Las señales de la felicidad de España y los medios de hacerlas eficaces. Madrid Rouseau, J.J. (1755). «Economie Politique», en Encyclopédie our Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des metiers, par una société de gens de lettre ; mis en ordre &publiè par M. Diderot...& quant à la part mathématique, par M. D´Alembert, vol. 5, Paris (1981) [1762]. El contrato social. Madrid: Ediciones Felmar. (1988). Discursos (168-174). Madrid: Alianza. Sempere y Guarinos, J. (1788): Historia del luxo, y de las leyes suntuarias de España, Madrid, 2 vols. Smith, A. (1776): An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations. Londres. (2001) [1776]. La riqueza de las naciones. Traducción y estudio preliminar de Carlos Rodríguez Braun. Madrid: Alianza Editorial. Soubeyroux, J. (1788). «Sátira y utopía de la Corte en Aventuras de Juan Luis de Rejón y Lucas», en Equipo Madrid de Estudios Históricos (1988), Carlos III, Madrid y la Ilustración. Madrid: Siglo XXI de España. Torres Villarroel, D. de (2000) [1743]. Visiones y visitas de Torres con don Francisco de Quevedo por la Corte. Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes . Uztáriz, J. de (1968) [1724]. Teoría y practica de comercio, y de marina. Madrid: Taurus. Veblen, T. (1963) [1899, 1ª ed., en inglés]. Teoría de la clase ociosa. México: F.C.E. Voltaire (F.-M. Arouet) (1989). Selections. Edición de Paul Edwards. Londres: Mc Millan (1901). The Works of Voltaire : A contemporary versión, vol. 36. Nueva Cork: E.R. Dumont Ward, B. (1982) [1779, escrito en 1762]. Proyecto económico, en que se proponen varias providencias dirigidas a promover los intereses de España, con los medios y fondos necesarios para su plantificación. Madrid: Instituto de Estudios Fiscales.

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APÉNDICE PERFIL DE LOS AUTORES MENCIONADOS Alcalá Galiano, Vicente (1758-1810). Estudió en el Real Colegio de Artillería de Segovia. Experto en temas fiscales, ocupó varios altos cargos en la Hacienda española. Influido por el liberalismo y otras corrientes ideológicas. Anzano, Tomás de (¿?-1795). Economista aragonés que ocupó diversos puestos en la administración pública. Conocedor de las obras económicas europeas del siglo XVIII, lo que influyó en sus diversos ascendientes, entre los que destacaba el mercantilismo. Argumosa y Gándara, Teodoro Ventura de (1712/1713-1774). Intendente y director de la fábrica de paños de Guadalajara. Plagiario de Jean François Melon. Arroyal, León de (1755-1813). Estudió Derecho en la Universidad de Salamanca. Autor de poemas y obras en prosa, en las que se ocupa de temas diversos, económicos, jurídicos, políticos, sociales, religiosos, lingüísticos y literarios. Cabarrús, Francisco (1752-1810). Estudió en Condom y Toulouse. Empresario, estudioso de la Hacienda y la economía e interesado en la literatura de su tiempo. Miembro del Consejo de Hacienda. Liberal Cadalso, José (1741-1782). Escritor que viajó por toda Europa y mantuvo una estrecha relación con destacados pensadores ilustrados españoles. Canga Argüelles, José (1771-1842). Estudió Derecho en Oviedo y Zaragoza. Político y hacendista liberal, estudió literatura griega, traduciendo algunas obras. Ministro de Hacienda. Danvila y Villarrasa, Bernardo Joaquín (¿?-1782). Doctor por la Universidad de Valencia, enseñó Economía Política. Miembro de la Academia de la Historia. Influido por Condillac.

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Diderot, Denis (1713-1784). Escritor francés, editor y colaborador de La Enciclopedia. Feijoo y Montenegro, Benito Jerónimo (1676-1764). Benedictino, estudió Teología en Salamanca. Escritor y divulgador y ensayista de temas científicos, filosóficos, políticos, económicos y sociales que influyeron mucho en los ilustrados. Fénelon (François de Salignac de la Motte) (1651-1715). Escritor y obispo francés que en sus obras trató asuntos educativos, sociales y religiosos. Flórez Estrada, Álvaro María (1766-1853). Estudió leyes en Oviedo; empresario y Tesorero de la Hacienda real, era de adscripción liberal. Forbonnais, François Véron Duverger de (1722-1800). Economista francés seguidor de la doctrina de Colbert. Inspector General de la Moneda y Diputado electo en 1789. Foronda, Valentín de (1751-1821). Viajó por varios países extranjeros contactando con el pensamiento ilustrado. Defendió las propuestas del liberalismo en sus trabajos de temática económica. Hombre de negocios, ocupó varios cargos públicos. Gallard, Diego María (¿?). Abogado de los Reales Consejos y Secretario de la Balanza de Comercio, fue autor de obras de temática fiscal. Gándara, Miguel Antonio de la (1719-1783). Educado por los jesuitas, acabó en prisión tras el motín de Esquilache. Conocedor de las obras de los economistas españoles y franceses, su pensamiento se sitúa entre el mercantilismo y el liberalismo. Hume, David (1711-1776). Filósofo británico empirista que estudió Economía política e hizo aportaciones a la teoría económica que influirían en Adam Smith y otros economistas.

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Jovellanos, Gaspar Melchor María de (1744-1811). Estudió Filosofía y Derecho. Ministro de Gracia y Justicia en 1797. Autor de numerosos trabajos de temática económica y social y de obras poéticas y dramáticas. Macanaz, Melchor Rafael de (1670-1760). Estudió Filosofía y Jurisprudencia. Ocupó varios cargos públicos, llegando a fiscal general. Autor de obras de economía que otorgan al comercio un papel central. Mandeville, Bernard (1670-1733). Filósofo y médico nacido en los Países Bajos que se traslada a Inglaterra en 1699. Meléndez Valdés, Juan (1754-1817). Estudió derecho, fue poeta y político, combinando sus actividades en estos tres ámbitos. Melon, Jean François (1675-1738). Economista francés de inspiración fisiócrata. Montesquieu, Charles-Louis de Secondat, barón de (1689-1755). Filósofo, jurista y escritor francés. Autor de la teoría de la división de poderes en que se basan las modernas democracias. Peñalosa y Zúñiga, Clemente (¿?). Canónigo de la Iglesia metropolitana de Valencia y miembro de la Academia de San Fernando. Peñaranda y Castañeda, Javier (¿?). Abogado de los Reales Consejos y otras instituciones. Dedica su libro a Campomanes y Floridablanca. Ramos, Enrique (1738-1801). Militar que compaginó esta profesión con sus estudios y su actividad como escritor. Autor de obras dramáticas, poéticas y de temática económica. Rejón y Lucas, Diego Ventura (1721-¿?). Escritor murciano. Rodríguez Campomanes, Pedro (1723-1802). Estudió Derecho, fue abogado, político y economista, impulsó un gran programa reformista. Sus ideas estaban entre el mercantilismo y el liberalismo.

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Rojo de Flores, Felipe (¿?). Oficial de la administración de Carlos III. Romá y Rosell, Francisco (1727-1784). Abogado y economista catalán que defiende ideas a medio camino entre el mercantilismo y el liberalismo. Rousseau, Jean Jacques (1712-1778). Filósofo y escritor francés que participó en La Enciclopedia y aportó algunas de las bases ideológicas de la Revolución Francesa. Say, Jean-Baptiste (1767-1832). Economista francés. Divulgador de las ideas de Smith, formuló la ley de Say, según la cual toda oferta crea siempre su propia demanda. Sempere y Guarinos, Juan (1754-1830). Estudió Filosofía, Teología y Jurisprudencia. Desempeñó varios cargos públicos. Erudito y ensayista de diversos temas económicos, sociales, jurídicos, científicos y literarios, influido por los principales ilustrados españoles y europeos. Torres Villarroel, Diego (1693-1770). Escritor barroco muy influido por Quevedo; sacerdote y Catedrático de Matemáticas. Uztáriz, Jerónimo de (1670-1732). Estudió Geometría y Matemáticas. Capitán de Infantería, desempeñó varios puestos en la administración civil. Economista cuyos análisis más destacados pertenecen al campo del comercio y el sistema tributario. Maestro de Campomanes. Voltaire (François-Marie Arouet) (1694-1778). Escritor y filósofo francés, fue una de las figuras preeminentes de la Ilustración. Exitoso hombres de negocios, fue autor de una amplia obra literaria, filosófica, política, económica e histórica. Ward, Bernardo (¿?-1779). Irlandés que ocupó varios cargos públicos en cuyas obras económicas postula por la liberalización de factores y sectores productivos. Se posiciona entre el mercantilismo y el liberalismo. colbertiano. Miembro de la Junta de Comercio y Moneda.

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Oliver Twist víctima de las leyes de pobres

Pedro Schwartz

La relación entre literatura y economía se ha hecho incómoda desde que los escritores comenzaron a competir con sus colegas en un mercado libre. Durante algunos siglos después del nacimiento de la imprenta, los escritores dependieron de la protección de la Iglesia, del favor del Rey, del mecenazgo de la Nobleza. Es verdad que ganaban con la venta de sus libros, y que representaban sus comedias a cambio de las monedas de espectadores de toda condición. Sin embargo, necesitaban evitar las censuras de la Inquisición, conseguir de la autoridad civil tasación del precio y privilegio de exclusiva, obtener aprobación de Reales Academias de la Historia o de Reales Sociedades de Amigos del País, representar sus zarzuelas en la Corte, alcanzar canonjías o cargos palaciegos, cuando no se veían forzados a editar clandestinamente en Venecia u Holanda. En esos siglos, todo eran juramentos de fidelidad a la verdadera fe, expresiones de lealtad a las Autoridades, dedicatorias lisonjeras a sus protectores. Entonces, los escritores, artistas, y músicos no sentían sonrojo en satisfacer los encargos de sus patronos. La cosa ha cambiado desde que están dedicados a buscar su subsistencia e incluso su fortuna en la venta de los frutos de su ingenio a un público burgués. En la sociedad burguesa de los siglos XIX y XX (¡y del XXI!) muchos reniegan de sus clientes, que ya no son individuos poderosos bien definidos, sino consumidores dispersos en busca de sensaciones fuertes. Nada mejor para provocar le frisson anti-bourgeois que encabezar la protesta contra el sistema que crea la prosperidad de sus clientes y que a ellos ofrece la posibilidad de cultivar su arte sin ponerse al servicio de ningún déspota. En el libre mercado ni siquiera los genios se mueren de hambre.

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1. DICKENS Y EL MERCADO LITERARIO El caso de Dickens es un poco distinto, pues era todo menos un cínico. Como señaló George Orwell, «era ciertamente un escritor subversivo, un radical, incluso un rebelde»128, lo que no hace fácil explicar cómo pudo reunir una fortuna con la venta por entregas de sus novelas. ¿Qué pensaba el vasto público de todas las clases sociales que se abalanzaba a comprar cada capítulo mensual apenas salido de la imprenta sobre su crítica de la sociedad victoriana? Sin duda Dickens sintonizaba con los sentimientos de sus lectores, pero ¿qué les decía que, censurando muchas de las crueldades e injusticias de su tiempo, resultaba ser lo que la mayoría quería oír? El historiador Thomas Macaulay detestaba su «socialismo malhumorado». El primer ministro Lord Melbourne dijo no gustar de «ese estilo rastrero y degradante». Pero no pensaban lo mismo sus apasionados seguidores, desde la joven reina Victoria hasta el menos distinguido de los menestrales129. El sistema de socorro de pobres instituido en 1834 por economistas políticos y radicales filosóficos, telón de fondo ante el que representa el melodrama de Oliver Twist, era detestado por las clases trabajadoras y malquerido por las acomodadas, pero resultó ser una institución inevitable, casi diría que necesaria, del capitalismo industrial que estaba triunfando en Gran Bretaña. La durísima crítica de Dickens de las casas de pobres tuvo un eco popular comprensible pero a fin de cuentas engañoso: sobre las crueldades del primer capitalismo se estaba construyendo la prosperidad futura de los propios trabajadores; esas crueldades eran más llevaderas que las miserias de la economía agrícola precedente. El primer gran éxito de Dickens, The Pickwick Papers, se vendió en veinte entregas a un chelín cada una, cuando en forma de libro, nos dice el Proyecto Dickens de la Universidad de California130, habría costado treinta y un chelines y seis peniques: cada cuadernillo se componía de 32 páginas de texto, con dos ilustraciones y varios anuncios, y ello permitía al editor financiar los cuadernos siguientes, y al novelista recibir sus derechos sin necesidad de esperar la publicación completa. La publicación de Oliver Twist coincidió con el final 128. Orwell, G. «Charles Dickens», I, en Inside the Whale, 1940. Leído en . 129. Wilson, A. (1996). Oliver Twist («Introduction»). Londres: Penguin Books. 130. The Dickens Project, University of California .

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de Pickwick y con el inicio de Nickolas Nickleby. Era incansable. Toda su vida, Dickens cumplió puntualmente sus compromisos editoriales, excepto una sola vez con ocasión de la muerte de Mary Hogarth, la muy querida hermana de su mujer, que Dickens retrató en Rose Maylie, la joven protectora de Oliver131. Algún parecido puede señalarse con los seriales de la televisión de hoy, guardadas las debidas distancias, pues las entregas de las novelas de Dickens se leían en voz alta en familia y eran objeto de discusión e impaciencia por saber qué no iba a inventar el autor en la siguiente. La novela que hoy nos ocupa, Oliver Twist, or the Progress of the Parish Boy, se publicó desde febrero de 1837 hasta abril de 1838 en 53 capítulos, en la revista Bentley’s Miscellany que el propio Dickens dirigía, y con ilustraciones del gran caricaturista George Cruickshank. Sólo un artesano de la trama, maestro del retrato, pintor de ambientes, músico del idioma, era capaz de mantener, por tan largo trecho, la tensión y la atención de un público ansioso de saber de las peripecias de los personajes que inventaba. Nacido en 1812 y muerto en 1870, vivió Dickens en plena época de la transformación industrial de Inglaterra, con todo lo que ello trajo de creciente riqueza, cambio de costumbres, concentración ciudadana, miseria popular, nueva delincuencia y salvaje represión. Con todo eso y el socorro de pobres denunciado en Oliver Twist componía Dickens en realidad mucho más que un escenario en el que mover sus personajes: era otro retrato más que añadir al de sus protagonistas, el retrato de una sociedad injusta que Dickens habría querido cambiar. Dickens era un moralista y un sentimental, una combinación que levantaba largo eco entre sus lectores. George Orwell mostró fina intuición cuando escribió que el radicalismo de Charles Dickens «es de lo más vago, pero uno sabe está siempre ahí. Ésa es la diferencia entre un moralista y un político. No ofrece propuestas constructivas, ni siquiera comprende claramente la sociedad que está atacando, sólo muestra una percepción emocional de que algo está mal»132. Como digo, el escenario moral e ideológico de Oliver Twist es el del rechazo, muy difundido en la sociedad inglesa, de la reforma de las «Leyes de Pobres» llevada a cabo en 1834, a impulsos de econo-

131. Gad’s Hill Place . 132. Citado por Crick, B. (1980). George Orwell. A Life. Londres: Penguin Books.

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mistas políticos. Dickens hace nacer a Oliver en una poor house, una «casa de pobres» a la antigua, pero ya huérfano más crecido le hace volver a una work house o casa de trabajo de las nuevas, en la que la ley de beneficencia encerraba a los pobres y necesitados a trabajar, como condición del escaso socorro que les prestaba. Los comisionados que propusieron la mencionada reforma de 1834 consideraban que el «out-of-doors relief» (la sopa boba que repartían los ayuntamientos por orden de Isabel I, para paliar los efectos sobre el sustento de mendigos de la desamortización de monasterios y conventos de su padre Enrique VIII) era una práctica desmoralizadora, pues creían contraproducente que nadie recibiera de la caridad pública más ingresos que del trabajo peor pagado; ni que nadie pudiera combinar trabajo con limosna, por las razones que ahora diré. Así pues, su pobre madre le dio a luz y exhaló su último suspiro en el triste lecho de una de esas instituciones. Dickens pinta un acongojante retrato de los orfanatos y casas de pobres, en particular, y de la miseria y delincuencia urbana, en general, y de esta manera da muestra su «percepción emocional de que algo estaba mal en la sociedad» de su tiempo. En especial, dirigió su sarcasmo hacia esos economistas políticos, filósofos racionalistas, los científicos naturales, que, al defender la libre competencia, mostraban no entender las razones del corazón. Como dijo Orwell, Dickens era un moralista, por lo que su propuesta para los hombres y mujeres de su tiempo era la de llevar a cabo una transformación personal. Algunos críticos se han quejado de lo estereotipado de la clasificación de sus personajes, la buena gente en blanco y los malvados en negro; y han señalado lo ingenuo de su apelación a la bondad como remedio de todos los males. Es cierto que hay mucho melodrama en sus novelas pero incluso los personajes más negros los delinea con matices y rasgos originales, especialmente sus cínicos hipócritas e ingeniosos delincuentes. Sin embargo, lo que otros han condenado como sentimentalismo es en realidad alabanza de la decencia, la honradez y el buen corazón. Como dijo Orwell, Dickens creía en «la decencia natural de la gente común» y en la idea de la libertad y la igualdad, de raíces cristianas, reforzada tras las revoluciones americana y francesa133. No hay más que ver que Dickens no presenta la actividad de los rateros como un

133. Orwell, G. «Charles Dickens», V, en Inside the Whale, 1940. Leído en .

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empleo aceptable en la economía sumergida, sino como un juego de suma negativa, que decimos los economistas, que resulta en una pérdida neta para la sociedad por el rechazo de quienes carecen de capital humano de toda ocupación productiva. El que la sociedad no estuviera dispuesta a educar esos niños es, sin embargo, tema para otro día.

2. OLIVER TWIST COMO OBRA LITERARIA Comienzo por expresar admiración por la calidad literaria de la obra de Dickens que aquí nos ocupa, las aventuras de Oliver Twist. Cierto es que la necesidad de mantener el interés de los lectores a lo largo de tantos y tantos capítulos llevó a Dickens a escribir un guión complejo y lleno de coincidencias poco verosímiles, que al final había de terminar con el premio de los buenos, el castigo de los malos, y el perdón de los arrepentidos. Puede admirarse lo ingenioso y bien ensamblado de las piezas pero esa construcción cansa al lector actual y resta realismo al relato, cuando todos los demás elementos conducen a prestarle una veracidad mayor que la vida misma, esa verdad de la imaginación que es la señal de las grandes obras de arte. La anécdota de Oliver Twist es muy conocida por diversas adaptaciones modernas: un musical de Lionel Bart, una película de David Lean, con Alec Guiness como el judío Fagin, y la última notablemente dirigida por Roman Polanski. El pequeño Oliver, por atreverse a pedir más comida («Please, sir, I want some more») en el refectorio de la casa de pobres, es vendido como aprendiz a una carpintería de ataúdes, de la que huye para llegarse a pie hasta un lejano Londres. Allí le recluta un joven ladronzuelo, Artful Dodger, el Hábil Escapista, para la banda del avaro Fagin, viejo judío perista. Oliver, injustamente detenido por el hurto cometido por sus compañeros, es salvado del correccional por el bondadoso señor Brownlow, que sin saber que Oliver era el nieto de un viejo amigo suyo, lo devuelve a la vida. Los ladrones le atrapan de nuevo y el brutal Sikes le fuerza a entrar en una casa que quieren desvalijar. El muchacho resulta herido de bala y otra vez tiene la suerte de que le cuiden una señora y su dulce pupila, en la que Dickens retrató a la malograda hermana

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de su mujer. Los delincuentes le persiguen para evitar que les denuncie, pues los hurtos eran castigados entonces con el transporte a Australia, el robo a mano armada con la horca y no digamos el asesinato. Uno de ellos, el llamado Monk, resulta ser el hermanastro de Oliver y quiere quedarse con la herencia que el padre de los dos dejó a la madre de Oliver. Al final todo se arregla: el asesino Sikes se ahorca accidentalmente, Fagin es condenado a muerte, alguno de los arrapiezos se corrige, Oliver hereda y descubre a su hermana, y quienes tienen que casarse se casan felizmente. No son esos artificios los que deben detenernos. La novela cobra vida por los retratos de los personajes, sobre todo los del hampa. Oliver quizá sea demasiado bueno y llore demasiado a menudo pero sus reacciones ante las situaciones desgraciadas o incluso terroríficas en las que se encuentra vibran de autenticidad. El bedel Bumble es el ejemplo del ridículo oficioso: su nombre, con resonancias del verbo «bungle», «chapucear», se ha convertido en Inglaterra en la designación por antonomasia del pequeño funcionario lleno de importancia. Cada uno de los rateros, el inteligente Dodger, el burlón Charlie Bates, el hipócrita Noah Claypole, tiene su carácter y manera de ser propios: es inolvidable, por ejemplo, el discurso con el que Dodger se defiende ante los magistrados que le transportarán a Australia y así mantiene su honor y fama de ladrón listo y descarado. El violento Sikes, seguido de su feroz perro blanco, deja profunda impresión en el lector, sobre todo en la escena del asesinato de su compañera Nancy. Y ésta emociona por el fondo de compasión que muestra hacia Oliver, por la fidelidad a su brutal compañero, por las trágicas palabras que dirige al que va a asesinarla, en las que le dice su amor y le suplica que en vez de matarla se salven juntos. Pero lo magistral es la representación del judío Fagin: la avaricia, la doblez, el empalago, la crueldad, la cobardía, son sus vicios, todos representados a lo vivo. Ese alma satánica tiene su reflejo en el repulsivo rostro y el deforme cuerpo del viejo. Hubo quejas de que Dickens caía así en todos los lugares comunes y viejas calumnias dirigidas a los israelitas por la sociedad cristiana, lo que le dolió por injusto. Respondió que la descripción de Fagin no implicaba desprecio alguno para la religión judía e hizo notar que en aquella época los peristas solían ser judíos. Recordó el retrato favorable que había presentado de los judíos en su Historia de Inglaterra para niños. Pero además, en un libro subsiguiente, Our Mutual

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Friend (1864-65), incluyó un grupo de personajes judíos, uno de los cuales, Mr. Riah, queda atrapado en las redes de un prestamista cristiano; y en ese mismo libro, una de las protagonistas se refugia en el seno de una familia judía, que la trata con cariño y consideración. En palabras de Dickens, «los judíos eran un pueblo por el que sentía verdadera consideración y al que no habría querido infligir una ofensa o hacerles una injusticia por ninguna razón en el mundo»134. Notable es también su maestría al pintar los ambientes en los que se mueven sus personajes. Su diestra imitación del habla de las clases bajas y del hampa no está movida por el afán fonético-igualitario de un Bernard Shaw en Pygmalion (o My Fair Lady), sino como invitación al padre de familia que lee sus relatos en voz alta a que improvise imitaciones de los múltiples acentos de la lengua inglesa. Si me permiten una cita en vernáculo, recordaré las palabras de míster Bumble una vez que se descubre su complicidad en los manejos delictivos de su mujer: If the law supposes that,» said Mr. Bumble, squeezing his hat emphatically with both his hands, «the law is a ass — a idiot. If that is the eye of the law, the law is a bachelor. (Cap. LI)

Supongo que al decir que la ley tiene un ojo soltero quiere acusarla de no ver la realidad con ambos ojos. Aquí el solecismo tiene intención burlona, como cuando a mister Bumble se le llena la boca de su «Porrochial business», con un error de expresión que descubre sus ridículas pretensiones. Pero muchos de los «errores gramaticales» del «cheli» de los rateros no son tales, sino modos de señalar, con orgullo, el cerrado grupo al que pertenecen, como hoy en España algunos nacionalistas vascos y catalanes. Su arte brilla con especial fulgor en la descripción de los siniestros entornos de las partes más miserables de Londres. Son aguafuertes dignos del buril de Goya, sobre todo por el papel que en ellos desempeña el claroscuro. Era una mañana triste la que se encontraron al llegar a la calle, racheada y metida en agua, y las nubes torvas y tor-

134. Johnson, E. (1952). Charles Dickens: His Tragedy and Triumph. Parte IX, cap. iv, «Intimations of Mortality». Nueva York: Simon Schuster.

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mentosas. La noche había sido muy húmeda, como mostraban los grandes charcos y rebosantes desagües. En el cielo había un leve resplandor del próximo día, pero que agravaba más que aliviaba las tinieblas de la escena, pues la sombría luz sólo servía para empalidecer la que despedían las farolas de la calle y no para pintar con tintes más cálidos o vivos los húmedos tejados y las macilentas calles. (Cap. XXI)

Los fangosos canales del Támesis, las sucias callejas de los barrios pobres, la luz del sol entrando al bies por cristales cubiertos de polvo, los destellos del fuego del hogar que subrayaban una cara patibularia: he aquí el Dickens creador de atmósferas siniestras, lo que pone en valor sus pinturas de paisajes rientes cuando nuestro héroe puede salir de los bajos fondos de Londres a solazarse en la suave campiña inglesa. Pero el centro de su arte es la riqueza y precisión de la prosa. Las descripciones de escenas de masas adquieren la dinámica de los verbos aplicados a actitudes y objeto bien definidos. ¡Al ladrón! ¡Al ladrón!» Hay una magia en el grito. El tendero deja su mostrador, y el cochero su carreta; el carnicero tira su bandeja, el panadero su cesta, el lechero su herrada, el recadero sus paquetes, el colegial sus canicas, picapedrero su mazo, el niño su raqueta. Allá van, en tropel, a la desbandada, descompuestamente; desalados, gritando, y dando alaridos; tirando al suelo los paseantes al volver las esquinas, levantando los perros y sorprendiendo las gallinas; y el eco del estruendo corre por calles, plazas y patios. (Cap. X)

Esas descripciones de grupos en desordenado movimiento toca su cumbre cuando el populacho se agolpa para atrapar al asesino Sikes: Más y más presionaba la gente hacia delante, más y más y más en una poderosa corriente de caras airadas, que antorchas cegadoras iluminaban aquí y allá, y las mostraban en toda su furia y pasión. (Cap. L)

En su huida, el perseguido se ahorca sin querer, su cuerpo bate sin vida contra la pared de la casa de cuyo tejado se ha precipitado.

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Su fiel y sanguinario perro blanco se lanza al vacío para salvarle y se abre la cabeza contra las piedras de la calle.

3. DICKENS, LAS LEYES DE POBRES Y LOS ECONOMISTAS Como he dicho, el subtítulo de la obra de Dickens que estamos analizando rezaba «El progreso del niño de parroquia», aludiendo al hecho de que eran las parroquias las que organizaban la ayuda a los pobres financiada por el municipio. Dice Dickens al principio de su novela: La Junta de Parroquia estableció la regla de que todos los pobres tuviesen la alternativa (porque ellos no querían obligar a nadie, no faltaba más) de morir de hambre gradualmente dentro de la Casa, o rápidamente fuera de ella. Para este fin, convinieron con la compañía de agua un suministro ilimitado del líquido, y con el factor de granos, un suministro periódico de pequeñas cantidades de avena. Con esto, repartían unas gachas aguadas tres veces al día, con una cebolla dos veces por semana y un panecillo el domingo [...]. La cosa resultó cara al principio debido al aumento de la cuenta de la Funeraria y a la necesidad de achicar las ropas de los pobres, que flotaban ampliamente sobre sus formas escurridas y encogidas después de una semana o dos de gachas. Pero el número de refugiados en la Casa de Trabajo se fue achicando también, y la Junta estaba encantada. (Cap. II)

Los miembros de la Junta de Parroquia, había señalado Dickens unas líneas más arriba, eran «personas muy sabias, profundas y filosóficas». Esta última apelación es una alusión más intencionada de lo que parece: en efecto, los proponentes más destacados de la reforma de 1834, que ahora examinaremos, eran «radicales filosóficos», que era el nombre con el que se conocía a los benthamistas o seguidores del utilitarismo de Jeremías Bentham, entre los que se encontraban numerosos economistas políticos. Por eso, cuando el bedel del Ayuntamiento, míster Bumble, expresa su desprecio por los jura-

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dos que atribuyen las muertes de pobres a inanición y congelación, diciendo que esos jurados están faltos de «filosofía y de economía política», alude a la ideología económica que se esconde tras la reciente reforma del socorro de pobres. «Desearía», escribe Dickens más adelante, «que algún filósofo bien comido, cuya sangre es de hielo y corazón de hierro [...] tuviera que alimentarse con» los desechos que le dan a Oliver en la fábrica de ataúdes. (Cap. IV) Hay más alusiones a la ideología inhumana que Dickens atribuía a quienes veían con satisfacción la evolución de la sociedad inglesa hacia la dura competencia económica. En el capítulo XII describe y elogia con ironía el comportamiento de los dos rateros que, cometido el hurto por el que se persigue y arresta a Oliver, se unen a la masa que les persigue al grito de «¡Al ladrón, al ladrón!» y luego se esconden entre risas. Tal muestra de preocupación por su propia salvación y seguridad, corrobora y confirma el pequeño código de leyes que algunos profundos y sensatos filósofos han declarado ser el resorte principal de todos los hechos y acciones de la Naturaleza; pues dichos filósofos, habiendo reducido muy sabiamente los modos de esa buena señora a máximas y teoría, y haciendo un cumplido muy pulcro y bonito a su excelsa sabiduría y comprensión, han dejado de lado cualquier consideración de los generosos impulsos y sentimientos del corazón. Este contraste entre ciencia y sentimiento era típico de mucha buena gente durante el siglo XIX, el siglo del romanticismo enfrentado con el positivismo. Darwin aún no había salido a escena, pero la idea darwiniana del imperio del propio interés en la acción de animales, plantas y hombres estaba en el aire: al menos la economía política era vista como el reino del egoísmo.

4. LA REFORMA DE LAS LEYES DE POBRES DE 1834 El socorro público de los pobres, enfermos y parados gozaba de larga tradición en Inglaterra. Los dos principios centrales de la ayuda a los indigentes, que se mantendrían hasta bien entrado el siglo XX, estaban ya presentes en la legislación de los Tudor. En efecto, los parlamentos de Isabel I aprobaron, de 1597 a 1601, un

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verdadero código social que definía esas dos ideas rectoras: la de que la parroquia (en sustitución de los disueltos monasterios) era responsable de sus propios pobres, para lo que se financiaba con un impuesto sobre la propiedad inmobiliaria («the poor rate»); y la de que había que tratar de distinta manera a los pobres capaces de trabajar y a los demás, obligando a los primeros a alguna prestación personal. Los abusos que con el tiempo fueron apareciendo nacían en su mayor parte de esos dos principios. Del de la responsabilidad parroquial se derivaba el uso despótico de las «leyes de asentamiento», que determinaban las condiciones de adquisición de vecindad en una parroquia, por usar las Juntas parroquiales toda clase de medios para privar los trabajadores itinerantes y a sus familias del derecho al socorro. Del que imponía la obligación de trabajar a los pobres que pudieran hacerlo se derivaba la institución de la casa de trabajo mixta, donde se confundían pobres de toda edad, sexo y condición, y el empleo, famoso en mala parte, de niños pobres del sur agrícola en el trabajo de fábricas por cuenta de la parroquia. El tiempo había suavizado la prohibición del socorro «fuera de puertas» pero ello había derivado en convertir la ayuda en un suplemento de salarios insuficientes, lo que incitaba a los patronos a reducirlos aún más y cargar así parte de sus gastos sobre el municipio. La preocupación principal de las clases pudientes, sin embargo, era el peso del impuesto sobre la propiedad que significaban las «poor rates». Eran tiempos desacostumbrados a grandes gastos públicos. Así, en el año de 1818, cuando empezó a pedirse la reforma del sistema de beneficencia, el monto total de lo pagado en tasas para el socorro de los pobres fue casi equivalente al gasto público del Estado, excluidos el servicio de la deuda pública y lo asignado al ejército y la marina. Además, habría que añadir al peso de la tasa de pobres un 25 por ciento más de arbitrios para otros gastos municipales y parroquiales. A esto se añadió la devastadora crítica que Malthus había hecho desde la primera y anónima edición de Ensayo sobre la población, en 1798. La repitió en la segunda edición: las ayudas en dinero en caso de mala cosecha no harían sino elevar el precio de las subsistencias; la ayuda a cambio de trabajo se convertiría en una competencia desleal a los trabajadores debidamente empleados; y la existencia de un refugio en tiempos de necesidad, en un incentivo para la multiplica-

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ción imprudente del número de hijos135. Sólo como mal menor aceptaba Malthus la concesión de socorro «dentro de puertas» en casas de pobres, donde se obligara a trabajar a quienes eran capaces de hacerlo, para evitar la desmoralización de los indigentes que se acostumbraban al socorro público. En los años que siguieron, la opinión de los economistas políticos cambió al caer en la cuenta de que era posible socorrer sin desmoralizar. El discípulo de Ricardo y estudioso de los ciclos económicos, John Ramsey McCulloch dijo en una carta de 1821 que la cuestión importante aún sin contestar era la de si las probabilidades de degradación, en el caso de que una porción considerable de los pobres se viera repentinamente privada de su medio de vida acostumbrado, en un país sin ley de pobres son mayores o menores que las posibilidades de degradación nacidas del hecho de que se les haga depender del [socorro] en períodos de dificultad136.

John Stuart Mill relató treinta años más tarde la conversión de su padre al socorro de pobres por obra del director del diario radical Morning Chronicle: Black, como bien recuerdo, cambió la opinión de algunos de los principales economistas políticos, especialmente de mi padre, respecto de las Leyes de Pobres, por los artículos que escribió en el Chronicle a favor de una ley de pobres para Irlanda. Rebatió las opiniones de aquéllos con la afirmación de que una Ley de Pobres no suponía necesariamente un incentivo a la población, sino que podría instaurarse de tal forma que supusiera un freno efectivo de ella, y les convenció de que tenía razón137.

En el año de 1830, el sur de Inglaterra se encendió en revueltas, incendios de granjas y graneros, precisa y paradójicamente en la

135. Malthus, T.R. (1803). Essay on the Principle of Population (2ª edición). Libro III, cap. vi. 136. Carta a McVey Napier, de 30 de septiembre de 1821. British Library, Papers of McVey Napier, vol. II, Add. MSS. 34.612. Comunicación del doctor Ambirajan. 137. Mill a Harrison, 12 de diciembre de 1864, en The Earlier Letters of John Stuart Mill, 18121848. Vol. XIII. Toronto University Press.

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región de Speenhamland en la que más se había extendido el sistema de suplementar el salario con dinero del municipio. Estaba en el poder un gobierno whig comprometido con la reducción del gasto público. Lord Grey, el primer ministro, decidió nombrar una Comisión investigadora de las Leyes de Pobres, en la que destacaron dos personas, Nassau William Senior, economista de prestigio, y Edwin Chadwick, de convicciones benthamistas y destinado a una larga y fecunda carrera de reformador social. La Comisión concluyó que los males del sistema existente de socorro de pobres se concretaban en la desmoralización de las clases trabajadoras y en el desconcierto administrativo y económico creado por las viejas Leyes de Pobres. Para corregir estos dos defectos propuso dos principios de reforma: el principio de «menor elegibilidad» del socorro respecto del trabajo asalariado encaminado a reducir la dependencia y habituación de los socorridos; y el principio de concentración regional y control desde el centro en vez de gestión por los magistrados locales. Empezando por esto último, propusieron reunir parroquias de municipios colindantes en Uniones de Parroquias, para aumentar la capacidad financiera de las instituciones locales de beneficencia. Estas Uniones serían supervisadas por una Junta Central de Control compuesta por tres comisarios independientes, con poderes para suspender o modificar localmente la aplicación de la regla de menor elegibilidad, en caso de necesidad extraordinaria. Como veremos, el sistema de concentración en Uniones, que en Gran Bretaña funcionó mal que bien, quebró del todo en Irlanda cuando la terrible hambruna de 1847, pues la universalidad de la plaga de la patata hizo que las Uniones, todas, quedaran sin fondos para siquiera mantener las casas de pobres. Esta regla de menor elegibilidad la formularon de la manera siguiente: La condición primera y más esencial de todas [...] es que su situación [la del pobre de solemnidad], considerada en su conjunto, no sea real o aparentemente tan elegible como la del trabajador de la categoría más baja138.

138. British Parliamentary Papers (1834, XXVII), «Report of the Poor Law Enquiry Commission, 127.

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La prestación del socorro fuera de puertas quedaba prohibida (aunque luego hubo ocasiones de gran necesidad en que los tres comisarios la permitieron temporalmente)139. También buscaron la desaparición de las casas de pobres mixtas. Los pobres habrían de separarse en al menos cuatro clases distintas en edificios diferentes: «1. Los ancianos realmente incapaces. 2. Los niños. 3. Las mujeres capaces de trabajar. 4. Los hombres capaces de trabajar»140. El establecimiento de casas separadas resultó a menudo, en la práctica, demasiado caro y difícil de administrar por falta de personal adecuado, por lo que las divisiones se crearon normalmente dentro de un único edificio. En algunos casos, como en una de las Uniones del condado de Kent, se aprovecharon las casas parroquiales existentes para establecer edificios especializados. Pero ello tenía el efecto cruel de separar las familias que buscaban refugio en una calamidad, ancianos, hombres, mujeres, y menores clasificados e incomunicados. Además, la alimentación era a menudo deleznable. Cuando salió a la luz pública el caso de la casa de pobres de Andover, donde se descubrió que los indigentes empleados en machacar huesos para abono se comían, empujados por el hambre, los tuétanos medio podridos, fue sustituida la Junta Central de Control de los tres comisarios nacionales por una Junta de Pobres, en la que se sentaban, entre otros, los ministros relacionados con la ayuda a los destituidos. Pero las condiciones de las casas de trabajo sólo fueron mejorando levemente con el aumento de la prosperidad de la nación en general. La resistencia popular fue muy viva, sobre todo durante los años posteriores a la reforma hasta superada la mitad de siglo. Las condiciones de vida en los «cotton towns» del norte de Inglaterra fueron muy duras durante los «años del hambre» de la década de 1840. También padecieron mucho los pobres por estar la comida tan cara hasta que no cayeron los precios de los alimentos, gracias a la liberación de las importaciones de azúcar y cereales a partir de 1847141. La lucha contra las casas de pobres y la reforma de 1834 se convirtieron en bandera de los movimientos obreros más radicales hasta el

139. Hago notar que la idea de prohibir el socorro o welfare prestado sin condición y de forzar a los socorridos a buscar un trabajo remunerado en el plazo de dos años la aplicó el presidente Clinton en su segundo mandato, con resultados positivos. 140. «Report», 172. 141. Boyer, G.R. (1998). «The Historical Background of the Communist Manifesto», Journal of Economic Perspectives, vol 12, nº 4, otoño, 151-174.

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siglo XX. Dickens recogió fielmente ese espíritu de rechazo y rebelión. Pero poco podían hacer mientras no cambiara la filosofía social que informaba el nuevo sistema. Vean si no a qué atribuyó John Stuart Mill, en una carta a Alexander Bain de 1847, el terrible efecto en mortandad y emigración forzada de los irlandeses de la plaga de la patata, la mayor catástrofe de la historia de Irlanda, resultante en una reducción de la población de ocho a cinco millones de habitantes: La gente toda está loca, y nada les volverá en sus cabales sino las terribles consecuencias que ciertamente tendrán que sufrir. [...] Fontenelle dijo que la humanidad debe pasar por todas las formas de error antes de llegar a la verdad. La forma de error que ahora nos posee es la de hacer que todos cuiden de cada uno, en vez de estimular y ayudar a que cada uno se cuide de sí mismo142.

En justicia, para Mill era verdad que la miseria en Irlanda obedecía a causas de largo plazo: no sólo las costumbres de improvidencia personal, sino sobre todo el sistema de tenencia de la tierra, heredado de las drásticas leyes de ocupación del tiempo de Cromwell, habían contribuido a colocar esa isla en situación tan calamitosa. Los colonos irlandeses, en el mejor de los casos, no podían tener título de propiedad por plazo mayor de veinte años. Muchos de esos colonos eran at will, al albedrío de los grandes propietarios. Cuando se rescindía su contrato, las mejoras que hubieran realizado en la parcela quedaban para el dueño. No era de extrañar que faltara todo espíritu de progreso entre los campesinos irlandeses. Precisamente fue Mill uno de los principales críticos de este ineficacísimo sistema de tenencia de la tierra y un defensor acérrimo de la propiedad para los cultivadores, así como de la sustitución de los arrendamientos cortos por largos, con compensación de mejoras para el agricultor que hubiese de marchar143.

142. Carta de Mill a Alexander Bain, 27 de mayo de 1847. Subrayado en el original. The Earlier Letters of John Stuart Mill, 1812-1848. Vol. XIII de la edición completa de las obras de Mill de la Universidad de Toronto, 710-711. 143. Mill, J.S. (1848). Principles of Political Economy with some of their applications to social philosophy. Vol. II de la edición de las obras completas de las obras de Mill por la Universidad de Toronto, I.xii.3, 183, y II.vi sobre peasant proprietors.

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Sí es cierto que el socorro de pobres quebró del todo durante las repetidas hambrunas en Irlanda. Las Uniones parroquiales no tenían medios para atender a tanto indigente, cuyo número se multiplicaba por los desahucios realizados so pretexto de que no podían pagar los arrendamientos, cuando estaban en puertas de la muerte por inanición. Algo, poco, ayudó el Gobierno de Londres para paliar una parte de la falta de medios locales, pero quedó claro, para oprobio de Gran Bretaña, que el sistema local no servía en casos de catástrofe general144. El sistema de las Leyes de Pobres, cuando se aplicaba dogmáticamente, podía ser cruel y, en algunos casos, inhumano.

5. JUICIO SOBRE EL SISTEMA DE BENEFICENCIA CRITICADO POR DICKENS El socorro de pobres, que empezó con tal mal pie en 1834 y sufrió varias crisis a lo largo del siglo, especialmente durante la terrible década de 1840, se consolidó sin embargo en Gran Bretaña durante tres cuartos de siglo, lo que quizá debería hacernos meditar sobre la universal validez de las acerbas críticas vertidas por el novelista y otros radicales de izquierdas. Lo primero que habría que recordar es que niños, mujeres, e incluso trabajadores varones no gozaban en aquel entonces de una situación manifiestamente mejor que los acogidos en las casas de pobres. Eran tiempos difíciles, en los que ser pobre era muy duro. No es de extrañar que, incluso en los mejores momentos, el socorro de pobres se encontrara en un nivel que hoy nos parece inhumano. Durante el resto del siglo XIX se mantuvo el sistema de ayuda a los pobres basado en la ley de 1834, acompañado de ahorro personal a través de las «friendly societies», de hospitales de beneficencia privada. Ello parecía satisfacer a la opinión pública, aunque quizá no a una minoría de expertos. El primer envite fue, no en materia de beneficencia y subsidio de paro, sino en materia de Pensiones. En 1909 se reunió otra Comisión para estudiar el sistema de ayuda a los pobres, creada a instancias del Gobierno liberal de izquierdas de

144. Woodham-Smith, C. (1965). The Great Hunger (1847-49). Londres: Four Square.

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Asquith. Se sorprenderán de saber que la opinión de la mayoría de los comisionados fue contraria al abandono de aquellos viejos principios de socorro a cambio de trabajo y de menos elegibilidad, pese a los argumentos de los «socialistas fabianos» presentes en ella145. Una Comisión Real sobre la posibilidad de crear un sistema de pensiones públicas de reparto, reunida en 1893 bajo la presidencia del Príncipe de Gales, no consiguió ponerse de acuerdo, pese a la presión del gran experto de inclinaciones estatistas Charles Booth146. No sería tan malo el sistema si se había mantenido de esta forma durante la segunda mitad del siglo XIX, incluso tras varias reformas de las leyes electorales que ampliaron la representación parlamentaria de los trabajadores. En efecto, esa dura medicina había conseguido crear en las clases obreras de Gran Bretaña el espíritu de self-help del que Mill hablaba en su carta a Bain. Sin embargo, soplaban vientos socializantes en toda Europa y cundía la preocupación por la llamada «cuestión obrera». Un Gabinete de liberales británicos de nuevo cuño quería a toda costa proteger, no ya a los indigentes sino a todos los trabajadores. Empezó la nueva política con el «Presupuesto de los pobres», presentado por el ministro de Hacienda Lloyd George en 1909. A lo largo de los siguientes ocho años aparecieron en escena pensiones públicas, seguro contra la enfermedad y el desempleo, comidas en los colegios, servicios médicos para niños. Comenzaba el largo camino hacia el Informe Beveridge de 1942 y hacia el Estado de Bienestar. La crisis de 1929-1932 multiplicó la reacción de los intelectuales frente al liberalismo clásico. Los escépticos del capitalismo recibieron como agua de mayo el famoso discurso inaugural del presidente Franklin Delano Roosevelt en el que prometió «a new deal for the American people». La mejor definición del nuevo «liberalismo» a la americana, que tanto acabó influyendo en el Reino Unido, se encuentra en un discurso suyo de 6 de enero de 1941, en el que pedía freedom from want y freedom from fear:

145. George Bernard Shaw, que había abandonado el marxismo cuando Wicksteed le hizo ver que la teoría del ‘valor-trabajo’ era errónea, tituló el inesperado best seller escrito por un grupo de socialistas moderados, partidario de reformas paulatinas e incrementales, «Ensayos fabianos sobre socialismo». Shaw, G.B., et al. (1889). Fabian Essays on Socialism. Londres: The Fabian Society. 146. Bartholomew, J. (2004). The Welfare State we Are In (283 y ss). Londres: Politico’s Publishing, Menthuen.

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en días futuros, que pretendemos sean días seguros, ponemos nuestra esperanza en un mundo de cuatro libertades esenciales. La primera es la libertad de expresión y palabra — en todos los lugares del mundo. La segunda es la libertad de toda persona de rendir culto a Dios a su manera— en todos los lugares del mundo. La tercera estar libres de carencias. La cuarta estar libres de miedo.

En lo intelectual, John Maynard Keynes desempeñó un papel paralelo al de Roosevelt en lo político. El paternalismo de Booth y los «fabianos» tomó en Keynes la forma del elitismo de los civil servants, de la creencia de que podían encomendarse a los funcionarios del Estado inmensos poderes de dirección de las inversiones públicas y la política económica, con la seguridad de que actuarían no sólo con honradez sino incluso con acierto. Por lo que se refiere a la confianza en el mercado típica de los liberales clásicos, el fin de la actividad intelectual de Keynes consistió en demostrar que el mercado no funcionaba bien sin la guía e intervención del Estado: una temprana muestra de su postura es su ensayo «The End of LaissezFaire» (1926), cuyo título ya es elocuente por sí mismo. El pensamiento keynesiano se difundió en EE.UU. en la década de 1960 y de allí al mundo entero, hasta convertirse en el símbolo del liberalismo sentimental de quienes son socialistas a fuer de liberales. Otro paso importante fue el dado con la publicación del Beveridge Report, en 1942. El Informe Beveridge supuso la culminación de la política fabiana de transformación de la sociedad por un método de reforma gradual. Se trataba, dijo Beveridge, de luchar contra cinco gigantes malignos: «Disease, Ignorance, Squalor, Idleness and Want»,— mala salud, deficiente educación, miserable vivienda, paro involuntario, y pobreza evitable. Las prestaciones se concederían sin necesidad de prueba de falta de medios. En la base del Informe se encontraba la noción de seguro social obligatorio, que implica que [...] los hombres están hombro a hombro con sus congéneres…. Universalidad y solidaridad nacional; en vez de que cada persona, cada categoría de trabajador tenga un sistema separado o incluso ningún sistema de cobertura: todos los trabajadores son tratados de la misma manera, a cambio de sus contribuciones.

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¡Hermoso ideal! ¡Triste caída! En el mundo actual, la solución de continuidad entre contribuciones e impuestos por un lado, y beneficios y subsidios por otro, ha dado lugar a una lenta corrupción de la ética del trabajo y el ahorro, a una creciente búsqueda de rentas a costa del prójimo, y a una infección de irresponsabilidad en la juventud. Son muchos los que creen que se les debe todo: educación gratuita, sanidad sin coste, vivienda social, trabajo estable, vacaciones pagadas, y más tarde pensiones públicas; luego muerden la mano que les socorre. ¡Arde París! En la década de 1930, los suecos ya habían ido más lejos que los británicos en la creación de un Estado de Bienestar omni-comprensivo. El modelo sueco suponía una variación interesante respecto de otro modelos socialistas de la época, pues combinaba competencia y libre comercio internacional en el lado de la producción, con una profunda interferencia filantrópica en el lado de la distribución. Los sociólogos Alva y Gunnar Myrdal formularon la ideología benévolamente totalitaria de esta forma de organizar el Estado en su libro de 1934 Crisis en la cuestión demográfica. Conviene citar un largo párrafo de estos dos galardonados con el Premio Nobel de la Paz y de Economía, respectivamente: La política social no sólo ofrece la posibilidad de ser un medio de una radical igualación de los ingresos con el fin de distribuir la renta de forma más acorde con las verdaderas necesidades de la sociedad. La igualación de rentas es más bien un sub-producto. La tarea más importante de la política social es organizar y guiar el consumo nacional según directrices distintas de las que sigue la pretendida libertad de elección en el consumo en hogares logísticamente demasiado pequeños y sometidos a las sugerencias de la publicidad masiva. [...] En el futuro, no será indiferente socialmente hablando lo que la gente hace con su dinero: qué estándares de vivienda mantienen, qué tipo de comida y vestido compran y, sobre todo, en qué medida queda cubierto el consumo de sus niños. Esta tendencia favorecerá en todo caso una organización y control socio-políticos, no sólo de la distribución de las rentas, sino también del modo en que las familias enfocan el consumo147.

147. Citado por Rojas, M. (2001). Beyond the Welfare State : Sweden and the quest for a post-industrial welfare model

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Esta aterradora cita nos lleva a preguntarnos si tenía del todo razón Dickens en su acerba crítica al sistema de socorro de pobres creado por la Reforma de 1834. Pese a la admiración que tenemos por Dickens como escritor, quizá debamos llegar a la conclusión de que John Stuart Mill, en ese momento de lucidez de la carta de 1847, supo ver mejor las exigencias de una sociedad libre en punto a responsabilidad personal incluso en los momentos difíciles de la vida.

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Harriet Martineau y la novela económica

Elena Gallego Abaroa

1. INTRODUCCIÓN Harriet Martineau tuvo la originalidad de escribir novelas de contenido económico. En ellas, bajo argumentos de ficción, se describían los principios del modelo económico clásico que explicaba el sistema productivo británico del siglo XIX. La estructura del modelo capitalista expuesto en los relatos de Martineau se asentaba sobre los tres pilares de la escuela clásica inglesa: la propiedad privada de los medios de producción, una naturaleza humana tendente a la especialización de las tareas productivas y por ello abocada al intercambio mercantil, y el estímulo fluido de la iniciativa privada explicado por la reinversión continuada de los beneficios empresariales en el tiempo. Todos los agentes económicos, empresarios y trabajadores, armonizaban sus intereses dirigiendo la producción del país hacia el pleno empleo de los recursos. En este trabajo se repasan tres libros de la colección: Vida en territorio salvaje (Life in the Wilds), La colina y el valle (The Hill and the Valley) y Ela de Garveloch. La respuesta del público al proyecto de novelar la economía tuvo tan buena aceptación que los libros se reeditaron sucesivamente para satisfacer la demanda creciente de lectores. Sin embargo, Martineau no era conocida cuando aparecieron las veinticinco novelas de contenido económico que la hicieron famosa, acontecimiento fechado entre los años 1832-1834; incluso llegó a tener dificultades para encontrar un editor para la primera novela, tarea que finalmente asumió Charles Fox.

2. BIOGRAFÍA DE HARRIET MARTINEAU Harriet Martineau nació el 12 de junio de 1802 en Norwich, Inglaterra, en el seno de una familia numerosa de ocho hijos que habían

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formado Thomas Martineau y Elizabeth Rankin, pertenecientes a la iglesia unitarista, secta deísta muy tolerante que rechazaba la Santa Trinidad; Harriet ocupaba el sexto lugar entre los hermanos. Thomas Martineau fue un próspero hombre de negocios dedicado a la manufactura de ropas, profesión que permitió a la familia disfrutar de un nivel de vida confortable. Sin embargo, en el año 1829 la empresa familiar quebró como consecuencia de la crisis económica que se había desatado en Gran Bretaña en 1825. Martineau desarrolló una creciente sordera desde los doce años de edad, agudizando una personalidad retraída a la que había sido tendente desde niña. De manera equivocada, la familia achacó los síntomas que observaron en ella a una incapacidad intelectual para fijar la atención, no se dieron cuenta de que el aislamiento tenía un origen patológico. No obstante, relataba Harriet en su Autobiografía que la sordera le había marcado positivamente a lo largo de su vida porque resultó ser el origen de un gran impulso de superación personal. En general, recordaba su niñez con tristeza porque sintió falta de cariño maternal y porque tuvo una salud delicada. A lo largo de su década veintenaria soportó la enorme tristeza de ver morir a tres personas importantes para ella: su padre, su hermano mayor, también llamado Thomas, que había sido su primer tutor, y su prometido, John Worthington. Se mantuvo soltera el resto de su vida e incluso llegó a posicionarse en contra del matrimonio, en referencia a la desigualdad social que el vínculo matrimonial establecía entre los hombres y las mujeres de su época. Harriet había empezado a publicar esporádicamente desde los diecinueve años de edad. Desde 1822 ya era colaboradora habitual de la revista unitaria Monthly Repository, a cambio de cincuenta libras al año. En el numero diecisiete de dicha revista, fechado en octubre de 1822, escribió un artículo titulado «Female Education» donde expuso que si en Inglaterra las niñas y los niños siguieran el mismo proceso educativo, el progreso de sus capacidades intelectuales sería el mismo (Polkinghorn y Lampen, 1999). Cuando la familia pasó algunos apuros económicos al final del año 1829, las mujeres Martineau, madre y hermanas, tuvieron que coser para ganarse la vida. Ella compatibilizaba la costura con sus contribuciones en el Monthly Repository. Fue una gran defensora de los derechos de las mujeres. Cuando John Stuart Mill solicitó en el año 1866 por primera vez en el Par-

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lamento británico el derecho al voto para las mujeres, Harriet se sumó a la causa y trabajó por ella. También se opuso a la esclavitud, atacándola desde varias perspectivas: la moral, la social y la económica. En la cuarta novela de la colección, titulada Demerara, presentaba una historia de blancos y negros en la que criticó la explotación de los esclavos (Martineau, 1877). Su vida cambió de rumbo a partir del momento en el que le llegó el éxito editorial que la catapultó a la fama y a la popularidad; fue en 1832, año en el que comenzó a publicarse la colección de veinticinco novelas de economía recogidas bajo el título de Ilustraciones de economía política. Desde entonces gozó de prestigio editorial e intelectual, que le permitió alcanzar un nivel de vida holgado. Trasladó su residencia a Londres y se relacionó con la crema de la sociedad británica; entre sus amistades se contaban los parlamentarios Richard Monckton Milnes y Charles Buller, y la economista clásica Jane Marcet. Fue una mujer culta y viajera. Entre 1834 y 1836 recorrió parte de los Estados Unidos atraída por el espíritu libre americano y por el potencial de crecimiento que demostraba su economía. Visitó entre otros lugares Nueva York, Filadelfia, Baltimore y Washington. Conoció y trató a algunos líderes abolicionistas con los que hizo causa común, pronunciándose en contra de la esclavitud en múltiples ocasiones. Estas experiencias quedaron reflejadas en el libro Society in America publicado el año 1837. En 1839 inició un viaje por el viejo continente que interrumpió en Venecia por una dolencia de ovarios que la tuvo postrada y recluida durante cinco años en Tynemouth, un pueblo situado cerca de Newcastle. En 1844 fue tratada mediante mesmerism, un discutible tratamiento de tipo hipnótico, pero que en ella resultó muy efectivo. Recuperada de sus terribles dolores, fijó su residencia en Ambleside, ciudad situada en el Distrito de los Lagos; allí se construyó una casa, The Knoll, y ése fue su hogar el resto de su vida. Entre los años 1846 y 1847 emprendió de nuevo un largo viaje por Oriente Próximo, Egipto y Tierra Santa. Las vivencias y las observaciones ocurridas a lo largo de su periplo de ocho meses de duración sirvieron para que escribiera Eastern Life. Present and Past, editado en 1848. Harriet conoció y admiró la obra de Jane Marcet, autora que había conseguido una enorme popularidad en Gran Bretaña en 1816 con un libro titulado Conversations on Political Economy, en el que

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se exponían con sencillez las leyes de la economía política. Martineau le contaba a Jane, en una carta fechada en octubre de 1832, que había leído su trabajo «una y otra vez, con deleite, durante el año que el libro había caído entre mis manos» (Polkinghorn y Lampen, 1999). Martineau, inspirada por el éxito notorio del libro de Marcet, gestó la idea de popularizar la economía política a través de historias noveladas, lo consideró la mejor manera de explicar las leyes de la producción, el intercambio, la distribución y el consumo de la riqueza. La doctrina económica que utilizó en sus novelas era la que estaba recogida en las obras de Adam Smith y James Mill. El editor del Monthly Repository, William J. Fox, la puso en contacto con su hermano, Charles Fox, que finalmente editó la colección de veinticinco novelas, bautizada como Illustrations of Political Economy. La primera obra de la serie se tituló Vida en territorio salvaje (Life in the Wilds. A Tale), en ella narraba las peripecias de una colonia inglesa ubicada en tierras sudafricanas. En este primer libro destacaba el origen de los procesos de producción, desarrollados gracias a la especialización de la mano de obra, y que por tanto requerían de la división del trabajo. Al hilo de la narración, se promovía la organización de la producción en fases y el posterior intercambio de las mercancías en los mercados. La última novela de la colección, La moraleja de muchas fábulas (The Moral of Many Fables), recogía un compendio de argumentos sobre la potencialidad del crecimiento de la economía británica. Resaltaba especialmente en este libro la importancia del avance tecnológico y del desarrollo comercial para encauzar la economía de un país dentro de la senda del progreso económico y social. En el año 1839 publicó una novela que tituló Deerbrook, en tres volúmenes. Durante los años 1852 y 1866 escribió habitualmente para el periódico Daily News, calculándose alrededor de 1600 artículos publicados. Cuando volvió a caer gravemente enferma en 1855 y pensó que moriría en poco tiempo, decidió ser la intérprete de su propia vida de cara al público y escribió su Autobiografía, aparecida un año después de su muerte, y su propio obituario. Falleció a la edad de setenta y cuatro años, y según sus propios deseos, fue enterrada sin ritos religiosos. Murió en Ambleside el 27 de junio 1876.

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3. LA NOVELA ECONÓMICA DE MARTINEAU En este apartado se analizan tres novelas de la colección. Como venimos de apuntar, Vida en territorio salvaje (Life in the Wilds. A Tale, 1832) abrió el repertorio de los veinticinco relatos económicos escritos por Martineau. Curiosamente, fue editada en castellano en 1836 bajo el título de La colonia aislada. Este primer volumen se centraba en encumbrar la iniciativa privada, la laboriosidad de la mano de obra y la importancia de la división del trabajo para producir, obtener beneficios y prosperar socialmente. La segunda novela comentada es La colina y el valle (Hill and the Valley, 1832), que recalaba en algunos prejuicios sociales contra el proceso de industrialización aparecidos en la Gran Bretaña del XIX. La tercera novela elegida es Ela de Garveloch (1832)148, escrita en dos tomos separados en los que se analizaba la convergencia de intereses entre los propietarios de tierras y los arrendatarios. La novedad que introdujo Martineau fue sacar la economía política y su lenguaje del ámbito académico, con objeto de hacerlos accesibles a la ciudadanía en la confianza de que si tomaba conciencia de la importancia de la potencialidad de crecimiento del capitalismo británico del siglo XIX, participaría con entusiasmo en el esfuerzo común de la riqueza productiva del país, a la vez que cada ciudadano se beneficiaría individualmente como receptor de rentas por sus aportaciones a la producción, siempre en referencia comparativa con cualquier etapa de desarrollo del pasado. 3.1. LA PRIMERA NOVELA. VIDA EN TERRITORIO SALVAJE

En el prólogo de la primera novela quedaba reflejado el objetivo que quería conseguir con toda la colección de libros: popularizar los principios de la economía política clásica entre el público no especializado. Entender los mecanismos que organizaban la producción de los bienes y servicios y la distribución de éstos en los mercados; mostrar el proceso de industrialización que se estaba desarrollando

148. También existe traducción al castellano del año 1836.

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en el siglo XIX, que a su vez iba acompañado de una mejora en el confort de la vida humana y del progreso social. Antes de comenzar la trama novelada, Martineau presentaba un conjunto de conceptos básicos de contenido económico, que si bien para un conocedor de las leyes de la economía no eran necesarios, sí lo eran en este caso, y se indicaban al principio de cada obra para evitar confusiones con el lenguaje cotidiano y con la utilización de algunos términos técnicos importantes en los que se centraba cada novela. Por ejemplo, al arranque del primer libro definió el concepto de riqueza de un país y cómo puede aumentarse con el paso del tiempo. Para Martineau, y para los economistas clásicos, la riqueza material consistía en los bienes que se consumen, y podrían acrecentarse a través de dos vías: la elevación de la productividad física del trabajo y el aumento de la cantidad de trabajo existente. La única limitación al crecimiento de la producción era la inteligencia humana. En cuanto a cómo mejorar la productividad física del trabajo, también se precisaba cuáles eran las rutas adecuadas: se hacía mejor el trabajo que ya era conocido o en el que se perseveraba, y se ahorraba tiempo de trabajo si se realizaba siempre la misma tarea en vez de simultanear varias. Por otro lado, se economizaba trabajo si se utilizaba de manera combinada junto con la maquinaria, que acortaba el tiempo de producción y facilitaba la tarea a la mano de obra. Es decir, que la especialización y capacitación de la mano de obra, junto con los avances de la tecnología aplicados a la maquinaria, mejoraban enormemente los resultados de la oferta de bienes. Una vez definidos los conceptos económicos básicos que servían de esqueleto para la historia novelada, comenzaba el relato. 3.1.1 La trama de la novela En una colonia inglesa ubicada en las tierras cálidas y fértiles de Sudáfrica, cerca del cabo de Buena Esperanza, se desarrollaba la vida de los colonos rica y apaciblemente, dada la generosidad de la naturaleza, que les brindaba sus abundantes recursos. Los habitantes eran laboriosos y frugales, como correspondía a la sociedad británica del siglo XIX. Estaban bien organizados en la producción de suministros y eran precavidos con respecto a los riesgos inherentes a una naturaleza salvaje, en especial por la cercanía de las alimañas. La colonia limitaba al norte con asentamientos bosquimanos, temidos aborígenes de corta estatura que acostumbraban a hacer

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incursiones en los dominios colonizados por británicos y holandeses, arramblando sus pertenencias y asustando a la población. Una mañana soleada del mes de septiembre la colonia británica queda arrasada tras un ataque bosquimano, en esta ocasión mucho más agresivo de lo habitual, con un resultado desolador. En un solo día se había pasado del disfrute de una vida próspera a una situación de atraso económico absoluto, todo había quedado devastado y algunos colonos habían perecido en la embestida El desconcierto de la colonia es absoluto. Poco a poco van apareciendo en el relato los supervivientes, un total de cincuenta y cuatro personas, que comienzan a reorganizarse bajo el liderazgo del capitán Adams, cuya graduación proviene exclusivamente del respeto social adquirido por la consideración que los habitantes del asentamiento tienen de él como persona de juicio cabal. Primero se aseguran refugio y recopilan las vituallas disponibles, a la vez que deciden si es conveniente iniciar la andadura de la reconstrucción de la colonia o, en caso alternativo, trasladarse hacia tierras sureñas en busca de otros asentamientos cercanos. Disponen, finalmente, recomponer el poblado y retomar las ocupaciones que llevaban antes del ataque. Inmediatamente empieza la distribución de las tareas productivas en función de las habilidades individuales. El perfil psicológico de los hombres jóvenes del poblado, imbuidos del espíritu de empresa, hace que ellos sean quienes van a liderar el proceso. Los más débiles y los mayores están tristes y paralizados por el pánico, reviviendo una y otra vez el ataque. Entre los supervivientes hay un personaje, el señor Arnall, henchido de vanidad, que no considera adecuado para un gentleman como él rebajarse a cavar zanjas o buscar frutas, que son las tareas que inicialmente requieren el esfuerzo de los colonos. Este notable individuo fue utilizado por Martineau para introducir en la novela los aspectos más cómicos y más tristes del relato. Una jovencita llamada Betsy, buena localizadora de colmenas de abejas, es la que se ocupa de recolectar la miel y las frutas salvajes; sus hermanos la ayudan construyendo cestos con ramas enlazadas para acarrear la fruta. En el atardecer del primer día después de la catástrofe, los colonos se reúnen para la cena y para intercambiar impresiones al acabar el día. La conversación gira en torno a la producción obtenida

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por todos ellos y, por tanto, al derecho adquirido a percibir un salario, que en este caso se concreta en los alimentos recopilados que van a compartir en la mesa. El único que no tiene derecho a cenar es el señor Arnall, su actitud pasiva le ha impedido participar en la producción de la colonia. Un poco más avanzada la trama del relato se discute la diferencia entre el trabajo productivo e improductivo, al estilo de los economistas clásicos: lo importante para una sociedad —aclaraba Martineau en boca de uno de los personajes, el señor Stone— consiste en conseguir una combinación adecuada entre los trabajos productivo e improductivo, porque «sin médicos, ni soldados, ni clérigos, ni sirvientes, ni abogados, ni parlamento ni gobierno seríamos una nación de salvajes». El señor Arnall decide participar por su cuenta en la producción de la colonia y elige ocuparse de la caza mayor. Él que era cazador de escopeta, resuelve lanzarse en solitario a la búsqueda de búfalos y de antílopes, con la ilusión de sentirse útil. Comienza una andadura en la que se topa con una manada de búfalos que casi lo arrollan, y que afortunadamente puede esquivar temblando de miedo y subido a un árbol. Recuperado del susto, avista unos antílopes de los que atrapa dos piezas, ayudado de un arco y de flechas con la punta envenenada, técnica que le habían enseñado los jóvenes del poblado a los que él había despreciado previamente, cuando tenía su escopeta de caza. Para poder arrastrar las piezas hasta el poblado, tiene que recabar ayuda; su requerimiento sólo es atendido por el joven George, los demás siguen con sus tareas productivas, desconfiados siempre ante la actitud de Arnall. La mala suerte hace que George muera por una picadura de serpiente venenosa a tres millas de distancia del asentamiento, mientras ayudaba a Arnall a localizar a los animales. A medida que la colonia se reorganiza, la producción va creciendo. La división del trabajo y el espíritu emprendedor de los colonos han redundado en poco tiempo en muy buenos resultados económicos. En los tres meses de tiempo trascurrido desde el ataque han tenido buenas cosechas y han construido algunas cabañas de madera y caña en las que se han instalado, compartimentando apartamentos para cada familia. Ahora son cada vez más ambiciosos y proyectan la construcción de una capilla, una escuela y una biblioteca. Martineau pone en boca del capitán Adams, «no existen limites al crecimiento de lo que se puede conseguir con el trabajo junto con el avance del conocimiento».

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Cuando ya han alcanzado un nivel de producción más que suficiente para el abastecimiento propio, empiezan a desear comerciar con otros asentamientos cercanos. También deciden establecer una organización social ciudadana y, entre ellos, eligen tres delegados representantes del poblado, cargos que van a recaer en las personas de los señores Hill, Harrison y Dull, encargados de la organización de los recursos del asentamiento y, por tanto, de coordinar la producción, siempre bajo la supervisión del capitán Adams aunque —nos aclaran el señor Stone y el capitán— el gobierno debe dejar a cada cual reorganizar sus propias tareas productivas en la dirección que mejor le convenga. Además, es importante considerar los gastos que la colonia debe afrontar para la defensa y la prevención de futuros ataques. El capitán, inicialmente, recela de la oferta que le hacen como gobernante mayor, pero acepta el cargo cuando le aclaran que es una decisión tomada por unanimidad y que será ratificada públicamente, momento en el que podrá proceder a exponer los principios que inspirarán su mandato. Para ubicar a los nuevos responsables sociales, se decide la construcción de los edificios adecuados y establecer un salario para cada uno de ellos. Las ocupaciones de pastor y profesor las delegan en el señor Stone, el hombre más culto del poblado, que no acepta cobrar un salario público. En su opinión, cada individuo le pagará lo que considere conveniente por los servicios religiosos recibidos; y en cuanto a su función social de maestro de escuela, lo adecuado es que cada padre decidida remunerarle en función de la valoración que haga por la educación de los hijos. En ese punto de complejidad económica alcanzada en la reconstrucción del poblado, los colonos deciden la conveniencia de introducir el dinero en su economía, en especial para pagar los salarios a la manera usual. Poco antes de terminar la novela, una tarde del mes de febrero, cerca del final del verano en el Cabo, ven acercarse un carro tirado por ocho bueyes comandado por Richard, el labrador que se fue de emisario a la ciudad para acarrear suministros, entre los que hay algunos tan esenciales para ellos como armas y herramientas. La gestión de Richard ha sido muy buena y ha conseguido pago a crédito, avalado por la producción de la colonia y su potencial de crecimiento, estableciéndose las bases del comercio entre la colonia y Ciudad del Cabo. En concreto, los colonos se especializarán en pro-

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ducir frutas, maíz, plumas de avestruz y cueros que van a exportar a la ciudad a cambio de pólvora y herramientas, así como de otras manufacturas que puedan necesitar más adelante. Para facilitar el transporte de las mercancías, deciden establecer un lugar en la costa, aproximadamente a cincuenta millas del poblado, que les sirva de puerto marítimo. El relato acaba con una colonia recuperada, alegre, con el ánimo de continuar la expansión económica en el futuro e interesada en aplicar la maquinaria al trabajo humano para mejorar los resultados. Y, finalmente, una boda entre los colonos Kate y Robertson cierra la novela. 3.1.2 La organización de la novela por capítulos La disposición de los capítulos sigue la estructura de un manual elemental de economía política. Se muestra con detalle el proceso de crecimiento del modelo clásico, fundamentado en una naturaleza humana tendente a la división del trabajo, laboriosa e imbuida del espíritu de empresa, que consigue con su esfuerzo acumular excedentes en la producción y, que por tanto, necesita del mercado para intercambiar la producción sobrante. Los títulos de los capítulos, por orden de aparición son los siguientes: «¿Qué queda entre nosotros?», «¿Qué es riqueza?», «Ganar el pan antes de comerlo», «Trabajo manual y trabajo intelectual», «Corazón trabajo», «Muchas manos hacen el trabajo más rápido», «Mejorando en el mundo», «Un brillante atardecer», «El signo de los tiempos». En el primer capítulo, «¿Qué queda entre nosotros?», se presentaba el conjunto de los recursos dados con los que contaba la colonia para comenzar a producir, es el punto de partida de cualquier empresa mercantil. En el capítulo segundo, «¿Qué es riqueza?», se definía el concepto riqueza de un país, para descartar lo que no es considerado como tal. En el caso del relato que nos ocupa, la riqueza era lo necesario para la supervivencia de los colonos, en definitiva, lo que les podía alimentar. Esta comparación de lo que es útil frente a lo que no lo es, servía para demostrar a los lectores menos avezados en economía que la simple acumulación de metales preciosos no era riqueza, no podían comerse el oro. La verdadera riqueza era la producción de bienes. La explicación del salario era lo que ocupaba al tercer capítulo, «Ganar el pan antes de comerlo». La división del trabajo se analiza-

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ba en los capítulos cuarto, quinto y sexto, «Trabajo manual y trabajo intelectual», «Corazón trabajo» y «Muchas manos hacen el trabajo más rápido», que también se ocupaban en resaltar la importancia de ajustar una conveniente combinación entre trabajo productivo e improductivo, tan necesaria para colaborar entre todos en el crecimiento de la riqueza colonial. El bloque dedicado a estudiar el factor trabajo se cerraba con el capítulo séptimo, «Mejorando en el mundo», en el que afloraban los resultados del esfuerzo humano con un notable éxito. Los dos últimos capítulos, «Un brillante atardecer» y «El signo de los tiempos», trataban la importancia de la organización social y de las tareas de gobierno para el asentamiento, que ocurría en el momento en que se ha conseguido una sociedad más compleja. Finalmente, la novela terminaba con un capítulo que servía para reflexionar sobre el futuro de la colonia: la maquinaria que podían utilizar junto con mejores técnicas productivas les permitiría expandir su producción; y, a través de la especialización de productos, se desarrollarían las relaciones comerciales con otros asentamientos cercanos. 3.2. LA SEGUNDA NOVELA: HILL AND THE VALLEY

La historia de la segunda novela ocurría en suelo británico, y la cuestión económica del relato versaba sobre los beneficios del desarrollo industrial y los efectos multiplicadores de rentas para la región que albergaba a la industria. En este caso, Martineau destacaba la importancia que tenía el factor capital en la producción industrial, y por esa razón la novela desmenuzaba los conceptos de capital fijo y de capital circulante, así como destacaba el proceso de la reinversión de los beneficios para mantener el crecimiento en el tiempo. La novela introducía algunas tensiones entre los trabajadores y los socios capitalistas, provocadas por la caída del precio del hierro en el mercado y el reajuste a la baja de los salarios. 3.2.1 La trama novelada La novela comienza en el sur de Gales, en una casa de campo construida entre colinas y apartada de la ciudad, a cuatro millas de distancia. En la casa viven un viejo de setenta y nueve años, John Amstrong,

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y su ama de llaves, Margaret Blake, una mujer de mediana edad. Los dos personajes pueden pasar horas sin hablarse, y sus peculiaridades les hacen parecer algo extraños para el resto de los vecinos de la zona. Margaret acude a la ciudad un par de veces al año para recabar provisiones. Con los productos de la huerta, las aves, la pesca y la carne, que comen algunos domingos después del servicio religioso, tienen más que suficiente para mantenerse. Amstrong, durante su juventud había hecho dinero a través del comercio, aunque había tenido una mala experiencia con un socio ladrón. Los ahorros de su vida los había invertido en comprar su casa y el terreno donde vivía, un par de acres, y el resto, 200 guineas, lo guardaba bajo el colchón. Un buen día, Amstrong sale a dar un paseo por el campo; de repente, contempla con estupor desde lo alto de la colina cómo un desconocido entra en su domicilio. Cuando vuelve, agotado por las prisas y asustado ante la posibilidad de haber sido robado, observa que lo único que han movido en el interior de su casa ha sido su periódico. Al día siguiente todo se aclara, cuando el señor Hollis, amigo de Amstrong y su compañero de ratos musicales en los que tocan la flauta, acompaña a un hombre para presentárselo. El hombre misterioso es Wallace, su nuevo vecino, que al ver la casa vacía había entrado para esperar y saludar a los dueños, lo que había hecho leyendo el periódico. Wallace ha viajado al sur de Gales con la intención de poner una siderurgia, primero a pequeña escala y luego más ambiciosa si la cosa fuera bien. El negocio está formado por tres socios: Wallace, Leslie y Bernard; los dos primeros son socios capitalistas y Bernard, el socio industrial. Wallace había conseguido su fortuna a base de trabajar duro y de mucha capacidad de ahorro, lo que le permitió disponer de un capital suficiente para invertir. Amstrong, que se siente orgulloso de su plácida y tradicional existencia, no ve con buenos ojos la llegada de una industria que es contaminante y que va a romper la paz del entorno en el que transcurren sus vidas. Sin embargo, Wallace está pensando que Amstrong puede invertir en el negocio sus 200 guineas. Wallace encuentra a un hombre con apariencia de mendigo que dice llamarse Paul y que le solicita trabajar en la nueva empresa; es un hombre de unos treinta años, con unas maneras de comportarse y de expresarse que denotan una educación mejor que su aspecto

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exterior. Comienzan a conversar agradablemente y sus comentarios derivan hacia las ventajas del capital y de la división del trabajo; y Wallace, gratamente sorprendido, le acaba ofreciendo un trabajo para que deje la vida de mendigo que lleva. Wallace viaja a Londres para casarse y vuelve a Gales con su mujer. Cuando la señora Wallace conoce a Amstrong se queda asombrada de los prejuicios de éste hacia la modernización social y productiva, además de su negativa actitud al exagerar las incomodidades que el humo y el carbón acumulados pudieran provocar en la ciudad. Tampoco se queda corto Amstrong cuando comenta cómo los hombres de negocios se vuelven avariciosos, ladinos y envidiosos. La señora Wallace le replica: ella no conoce nada más bonito que el pleno empleo en una sociedad, que permite alcanzar los placeres de una vida confortable. El señor Wallace apostilla que no hay nada mejor que poder acceder a un buen trabajo, y que tanto los capitalistas como los trabajadores salen beneficiados porque en la producción confluyen sus intereses. Amstrong vuelve a su casa al atardecer y se está quedando adormecido leyendo cuando ve que alguien ronda por el exterior. Asustado, saca una pistola y dispara. El supuesto atacante ha desaparecido, y Amstrong amenaza con seguir disparando si alguien se acerca a la ventana. Margaret acude rápidamente, sobresaltada por el ruido, y Amstrong le explica que hay ladrones pero que están fuera de la casa. Al salir para comprobar el exterior, observan que hay pisadas pero que no hay restos de sangre, lo que reconforta a Amstrong. El comercio del hierro marcha bien y la empresa se expande, ya tienen trescientos trabajadores y la demanda sigue aumentando, se incrementa el capital con los beneficios que se están obteniendo. Además, la expansión de la empresa está contagiándose en otros sectores, como ocurre con las granjas que se están ubicando en los alrededores, atraídas por los crecientes beneficios de la zona. Incluso, algunas mujeres que tienen pequeñas propiedades están transfiriendo sus inversiones al comercio del hierro, y se muestran encantadas con el aumento de sus rentas. La prosperidad ha llegado a la región y los trabajadores ven aumentar sus salarios. Wallace y sus socios son prudentes, miden su ampliación con cuidado y por eso procuran asegurar bien la inversión en capital fijo. Mientras sigue la prosperidad de la región, Amstrong y otras muchas personas se reúnen en el campo para escuchar a un orador

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que no es otro que Paul. Wallace, que ha acudido al lugar interesado por encontrarse con Amstrong, al que ha echado de menos en los servicios religiosos del domingo, se queda atónito cuando se encuentra que Paul es el disertante que congrega a una multitud. Preguntado por Amstrong, Paul le cuenta que cuando se dirige a la gente del pueblo les reconforta con lo que a ellos les puede hacer sentir bien. Si su comportamiento es adecuado y laborioso, su dios les favorecerá; y si el comportamiento de los que le escuchan es incorrecto, como ocurre con los Davinson, les envía el mensaje de la dicha de la sobriedad de sus vecinos, que emplean el capital en beneficio de la sociedad. El dinero que los Davinson gastan en ginebra podría ser invertido en algún negocio, por ejemplo en una tienda. Amstrong le pregunta a Paul qué tipo de mensaje le conviene oír a él, y la respuesta es que su mayor pecado es tomar de la sociedad sin dar nada a cambio, vive demasiado aislado. Han pasado tres años y el precio de los lingotes de hierro ha bajado a la mitad desde el comienzo del negocio; Wallace se lamenta de ello. Se ha producido un exceso de oferta de hierro, que puede ser temporal, pero existen dudas razonables para ser pesimistas debido a la entrada en el negocio de socios competidores, americanos y europeos. La mala suerte hace que un joven muera en un accidente de trabajo, cuando se encontraba manipulando la maquinaria. Por otro lado, la bajada del precio del hierro hace reaccionar a los socios de la empresa, que toman las medidas necesarias para mantener una producción competitiva. El capital fijo es intocable, pero se hace necesario reducir los costes del capital circulante, es decir, bajar los salarios. El objetivo que se han marcado es introducir nueva maquinaria, más productiva, y la medida va acompañada de algunos despidos de trabajadores, los menos eficaces, con el ánimo de mantenerse en el mercado y conservar a la mayoría de la plantilla, en la esperanza de que los salarios y los beneficios vuelvan a crecer en el futuro. A su vez, los socios reducen sus gastos cotidianos, criados, doncellas y viajes. Lamentablemente, algunos trabajadores están muy soliviantados por el reajuste laboral. Este malestar coincide con la muerte en accidente laboral del joven James Fry, cuyo funeral ha congregado a un grupo numerosos de compañeros que acaban desperdigándose y provocando altercados callejeros, prendiendo fuego a varios de los

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edificios de la empresa. Algunos de los trabajadores, entre ellos Paul, intentan mantener el orden y apagar el incendio, pero, finalmente, los tumultos crecen, el negocio no levanta y los socios deciden retirarse de la región. Los trabajadores tienen que empezar la búsqueda de otros empleos. Wallace recomienda a Paul para que sea admitido en una siderurgia cercana, en agradecimiento a su laboriosidad y a su comportamiento durante los disturbios, pero Paul tiene que pensarlo, puede que invierta su pequeño capital en Londres o Birmingham. El matrimonio Wallace, antes de partir a su nuevo destino, acude para despedirse de Amstrong, que les sorprende con su confesión. El viejo Amstrong estaba convencido de los beneficios de la industrialización. Nunca había visto mayor prosperidad en la región. 3.2.2 La organización de la novela por capítulos Esta novela se distribuye en nueve capítulos: «Las peculiaridades de cada hombre», «Mucho puede provenir de poco», «El prejuicio de un capricho», «Prosperidad», «Cómo usar la prosperidad», «Desastres», «Descontentos», «Alborotos», «Todo tranquilo de nuevo». El primer capítulo, «Las peculiaridades de cada hombre», presenta a los personajes y la trama principal del asunto económico que se va a tratar en la novela: la creación de una siderurgia en una región sin industrializar. El segundo capítulo, «Mucho puede provenir de poco», define los conceptos de capital fijo y circulante, así como la confluencia de los intereses de los capitalistas y de los trabajadores; para ello utiliza a dos personajes principales, el socio capitalista Wallace y el ocioso Paul, quien en el momento que le dan una oportunidad la aprovecha para prosperar junto con la empresa. En el tercer capítulo, «El prejuicio de un capricho», se presentan los recelos que tienen las personas encarnadas en Amstrong, su oposición ante cualquier cambio, que en este caso es la oposición al desarrollo industrial, y la insistencia de este personaje en mantener paralizado un ahorro en detrimento de los beneficios que le puede reportar la inversión. En el cuarto capítulo, «Prosperidad», se describen los buenos resultado de la siderurgia y las utilidades que reporta en toda la región, tanto por la subida salarial de los trabajadores como por los beneficios de los socios capitalistas; florecimiento que continúa en el capítulo quinto, «Cómo usar la prosperidad», en el que se hacen algunas disquisiciones sobre el consumo de los bienes de lujo.

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En el capítulo sexto, «Desastres», llegan los problemas derivados de la caída en el precio del hierro y de la reducción de la plantilla. Los trabajadores no están dispuestos a aceptar las bajadas salariales y comienzan a producirse altercados que van calentando el ánimo. En el séptimo capítulo, «Descontentos», se perfilan las posiciones de los dos grupos implicados en los conflictos, y se muestra el «clásico» enfrentamiento de intereses entre los trabajadores y los capitalistas. Se resalta especialmente la necesidad de negociar cuando se presentan las dificultades, pero conservando la competitividad productiva en los márgenes adecuados para mantener a la empresa dentro del mercado, esperando tiempos mejores. En el octavo capítulo, «Alborotos», se desencadena un violento ataque de un grupo de trabajadores que prende fuego en algunos edificios de las oficinas porque rechazan unilateralmente la introducción de la nueva maquinaria, estrategia que los socios han considerado adecuada para reducir los costes de producción ante la bajada de los precios. Dada la imposibilidad de superar los destrozos que se han producido, los socios tienen que cerrar la empresa y todos van a perder sus trabajos. En el último capítulo, «Todo tranquilo de nuevo», los personajes se buscan otras ocupaciones fuera de la comarca, y el señor Amstrong reconoce las ventajas que trajo la empresa a la región. En el sumario final de la novela, Martineau dice textualmente: Los intereses de las dos clases de productores, trabajadores y capitalistas, son los mismos; la prosperidad de ambos depende de la acumulación del capital. 3.3. LA TERCERA NOVELA. ELA DE GARVELOCH

Ela de Graveloch se localiza también en suelo británico, en un abrupto archipiélago de la costa occidental de Argyleshire. Ela es el nombre de la protagonista principal, una joven mujer, humilde y muy trabajadora, cabeza de la familia formada por ella y sus tres hermanos, huérfanos de padre y madre. Este libro analiza en detalle la renta de la tierra. En el resumen de conceptos previo a la novela, se distinguía entre la renta total: la que pagaba el arrendatario y que comprendía la renta real y el interés del capital empleado en mejorar la propiedad; y la renta real, esto es, la que se pagaba al propietario por el uso produc-

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tivo del suelo. El concepto de renta surgía de las diferencias productivas entre las tierras de calidades distintas, porque no todas poseen el mismo grado de fuerza reproductiva. El auge económico elevaba la renta de la tierra, que tendía a seguir subiendo indefinidamente en todo país que progresa, aunque podían aparecer causas que entorpecieran esa tendencia, y que se apuntaban también en el relato. 3.3.1 La trama novelada El propietario de las tierras isleñas es el Laird, que llega de visita a las islas Garveloch en el momento que hay un entierro. El muerto es el padre de la familia protagonista del relato: Ela y sus hermanos, Ronaldo, Fergus y Archía. Ela tiene veinticinco años, es de estatura colosal y de semblante fiero y desdeñoso, camina con los pies desnudos como todos los de la región. Archía es el más joven, doce años. Es un muchacho de una viveza salvaje que sólo habla con sus hermanos y con las aves, a las que conoce muy bien. Ronaldo y Fergus son fuertes y cariñosos. Los cuatro hermanos están muy unidos y son de una laboriosidad ejemplar. El mayordomo encargado de supervisar las propiedades del Laird se llama Callum, y se le puede considerar el jefe de las islas en ausencia del dueño: no es muy amable con la familia de Ela de Garveloch. Ela aprovecha la visita del Laird para hablar directamente con él, y le solicita ocupar una pequeña choza derruida junto a la bahía, que no ha producido en años y que tiene poco terreno alrededor. Si el Laird conviene en arreglar el cercado y el techo de la choza, le pueden pagar una renta por la explotación de la tierra, la pesca de la bahía y la extracción de sarga que crece entre las rocas para hacer sosa. El Laird accede encantado de que alguien esté interesado en explotar una zona que no estaba produciendo nada, e incluso le ofrece ocupar tierras del interior, que tienen más calidad, pero Ela y sus hermanos declinan la propuesta porque Archía es feliz correteando por la costa con los pájaros; además, en el interior no podrían pescar. El Laird la interpela diciendo que no es oficio de mujer, a lo que ella contesta: «eso, señor, es cosa mía, ni los días más tormentosos ni las noches más lóbregas me espantan». Finalmente, acuerdan que dadas las condiciones inhóspitas del terreno, Ela pagará únicamente el interés del capital que se anticipa para las reparaciones, en concreto 20 chelines, hasta que pueda apreciarse lo que produce la tierra y la ensenada. Cuando la producción dé los frutos esperados

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y otras familias ocupen los suelos colindantes, entonces será el momento en que Ela tendrá que pagar la renta de la tierra. Como contrapunto a la de Ela hay otra familia en la isla, Murdoch y sus hijos, vagos y ociosos, que gestionan la mejor hacienda de la zona con ineficacia, son malos pagadores de la renta y muy poco previsores de los malos tiempos. Callum, movido por la curiosidad y la desconfianza hacia Ela y los suyos, les hace una visita para supervisar sus trabajos. Sin embargo, se sorprende al ver que entre las rocas han plantado cebada, tienen arenques que envasan en salazón y están en condiciones de empezar a llevar al mercado algunas barrilas; también recogen céspedes de tierra que sirven para hacer fuego y están valorados en las islas. La reacción de Callum es acusarles de abuso de confianza por la sobreexplotación del suelo, y se establece este diálogo entre los dos personajes: —Nosotros estamos dispuestos a pagar una renta por todas y cada una de las cosas que aprovechamos, cuando se establezcan en las inmediaciones un vecino que se ejercite en nuestra misma industria, dice Ela en tono reposado. —¿Y por qué no la habréis de pagar antes, si se me antoja exigírosla?, dice Callum. —Porque entonces me tendría más en cuenta fijarme en otra localidad igual y que no me costase nada. —¿Y en dónde encontraríais otra localidad como esta? Ela se subió entonces a una roca y señaló dos o tres islas cercanas donde podrían escogerse localidades tan buenas que el Laird se daría por contento de ver mejoradas por medio del cultivo, y sin percibir más que el interés del capital que hubiese anticipado.

Callum calla, porque sabe que Ela ha ajustado las condiciones de la tierra con el dueño. Los hermanos se embarcan en su chalupa para vender un barril de arenques salados a los barcos que pasan cerca de las islas. Fergus y Ronaldo acompañan a Ela, en parte para protegerla de los rudos marineros y en parte para aprender de ella la negociación de la venta del pescado. La casualidad hace que en el barco se encuentre Angus, antiguo amigo de la familia, que siente enormemente la noti-

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cia de la muerte del padre de sus amigos. Ela está enfadada con Angus, por la ausencia de noticias suyas y por la falta de interés que les ha mostrado en los últimos tiempos. Él se ofrece a acompañarles a tierra y ella rehúsa la propuesta, aunque se traslucen los sentimientos que mantiene vivos por Angus, y le sonríe con cariño; situación en la que reparan el resto de los marineros del Mary, que se mofan de ella, a lo que Angus les replica que es «la princesa de las pescadoras». Entonces, resuelve con el capitán abandonar su trabajo en el barco para quedarse en las islas, si Ela le acepta. Cuando los hermanos vuelven a tierra se encuentran con la desagradable noticia de que Callum ha dado una paliza a Archía y lo tiene encerrado en casa de Murdoch, acusado de robar aves, huevos y plumas de los pájaros. Callum se niega a liberar al muchacho hasta el día siguiente, cuando haya informado del altercado al Laird. A pesar de la tormenta que ha embravecido el mar, Fergus, Ronaldo y Angus, que les acompaña aunque todavía no ha aclarado con Ela las razones que le alejaron de las islas los últimos cinco años, se embarcan para ser los primeros en informar al Laird de la extraña situación en la que se encuentra Archía, y lo consiguen. Mientras tanto, Callum ha soltado al chico porque le ha visto malherido, es supersticioso y teme que le traiga desgracias si muere. Ela recoge a Archía y le reconforta rápidamente en su casa. Angus había estado viajando por tierras canadienses al servicio de un Lord, y aunque les había escrito algunas cartas al principio de su viaje, luego le había resultado imposible mantener la correspondencia porque estaba interrumpida la conexión con Escocia. Les impresiona refiriéndoles la formidable prosperidad de las tierras del continente americano y la enormidad de sus bosques. Les cuenta las ventajas del comercio para la población de tierras como las suyas, porque mientras ignoréis el precio que tienen en el mercado los arenques y la sosa, estaréis siempre a merced del comprador. Les explica cómo se calcula la renta de la tierra comparando las tierras de sus vecinos en Canadá, Keith, Canmore y Forbes; y les aclara los motivos que pueden hacen subir la renta: por ejemplo, la inversión de capital en las tierras para mejorarlas y la subida del precio de los productos de la tierra en el mercado. Ela se alegra de ver que sus hermanos comprenden las ventajas que tiene para el arrendatario pagar la renta, y le pide a Angus que se lo explique también a Murdoch y a su familia, que le reprochan

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a ella el contrato de renta que ha convenido con el Laird; y Angus responde: El Laird no puede exigiros una renta que no estéis en condición de pagar. Todo es recíproco en ese contrato. Él recibe una cantidad determinada por el uso de una parte de tierra y del mar que le pertenecen, y vos conseguís el privilegio de ocupar una localidad ventajosa. El aire mismo se arrendaría si pudieran apreciarse y distinguirse sus cualidades productoras, y si fueran susceptibles de límites que la separaran, como sucede con la tierra y con el mar en sus orillas. Y por la misma razón, si todas las tierras fueran absolutamente iguales, y si en todos los mares y en todas las orillas viviesen los mismos pescados, ni la tierra ni el mar pagarían renta alguna […]. Ahora bien, si una parte del mar produce más arenques que otra, o con menos trabajo y menos coste, ¿no es justo que haya un contrato entre el propietario y el arrendatario?

La conversación entre Angus y los hermanos termina con la definición de renta de la tierra: La renta es la porción del producto pagada al propietario por el uso de todo lo que produce grano o pescado en la parte de tierra o de mar que ocupa el arrendatario.

Ela y Angus se comprometen después de aclarar los malos entendidos del pasado, por fin están juntos después de tantos años de separación. El Laird desembarca para resolver el conflicto ocurrido entre Callum y el pequeño Archía. La sentencia no agrada a ninguna de las dos partes, porque aunque queda ratificado el derecho de los hermanos a explotar la costa, y por tanto, Archía no hizo mal en recoger huevos, plumas y aves, sin embargo, ha reprendido levemente al mayordomo en su conducta agresiva. El Laird amonesta a Murdoch por la escasez de sus cosechas y asume, una vez más, que no puede hacer frente al pago de la renta. A pesar de lo cual, a instancias de Callum, le concede la última oportunidad para enmendarse en las tareas de la hacienda.

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Angus aprovecha la ocasión para ofrecer su trabajo al Laird y para colaborar con su esfuerzo en la hacienda de Murdoch. Quiere darse a conocer y demostrar su gran capacidad de trabajo y sus conocimientos para mejorar la explotación de la granja. Angus consigue mucho más de lo que esperaba, porque el Laird le avalará el año próximo para disponer de un paquebote, con el objetivo de mejorar la distribución de los productos de Garveloch. La nave dará la vuelta a toda la isla cada semana, para brindar salida a los productos con las mayores ventajas. Se puede vender en mejores condiciones en el mercado si se reorganizan los canales de distribución. Mientras tanto, Angus podría ayudar en la hacienda de Murdoch. Así queda convenido. Angus trabaja sin parar y con muy buenos resultados, su alegría está fundamentada en sus nuevos proyectos: casarse con Ela y comandar el nuevo paquebote por las islas. Sin embargo, Murdoch desconfía de él y consigue envenenar con la misma desconfianza a Callum, que no ven otra cosa en Angus que una ambición desmedida, y que en realidad lo que quiere es arrebatarle la hacienda. Las fiebres han entrado en la casa de Murdoch, muere uno de sus hijos y debilitan enormemente a todos los demás, y a pesar de todo Angus se esfuerza cada vez más en ayudarle, ajeno a sus retorcimientos mentales. Al final, Murdoch pierde su hacienda en beneficio de terceros arrendatarios. La novela termina con una muerte y una boda. Archía se ha tirado al mar un día de aguas embravecidas para ayudar a los marineros que han caído de un barco, entre ellos su hermano Fergus. La recuperación del cadáver es difícil por culpa del mar encrespado. Finalmente, para consuelo de la familia consiguen localizarlo. Y Angus y Ela se casan. 3.3.2.La organización de la novela por capítulos Esta novela está compuesta de doce capítulos, con los siguientes títulos: «El propietario y el arrendatario», «Una hacienda en las islas», «Primera excursión», «¿Quién va más allá?», «Una noche en Garveloch», «El escocés en tierras extranjeras», «Innovaciones», «El aislamiento y la paz son cosas distintas», «Paso imprudente», «¿En qué vendrá esto a parar?», «Para quejarse es necesario que haya motivo de queja» y «Catástrofe».

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El primer capítulo, «El propietario y el arrendatario», muestra a los personajes principales del relato: jóvenes laboriosos por un lado y vagos e irresponsables por el otro. En el segundo capítulo, «Una hacienda en las islas», se expone al lector la importancia del concepto de la renta de la tierra para organizar la producción, y los resultados beneficiosos que reportan tanto al propietario de las tierras como a los arrendatarios de las mismas. En los contenidos de «Primera excursión» se describen los frutos de la tierra, amparados en el contrato de renta que se hizo en el capítulo anterior, entre Ela y el Laird. Los toques románticos de este libro comienzan en los capítulos cuarto y quinto, «¿Quién va más allá?» y «Una noche en Garveloch». En el sexto, «El escocés en tierra extranjera», se insiste en aclarar las confusiones que mantienen varios de los protagonistas sobre el concepto de renta de la tierra y, sobre todo, en mostrar las ventajas que tiene para los arrendatarios el pago de la renta, con el fin de romper con su prejuicio contra el contrato de renta los personajes secundarios de la novela. Con el capítulo séptimo, «Innovaciones», se introducen en el relato las expectativas crecientes de beneficios si se invierte en capital, y si se amplían los mercados con el comercio. En los capítulos octavo («El aislamiento y la paz son cosas distintas»), noveno («Paso imprudente»), décimo, («¿En qué vendrá esto a parar?») y undécimo («Para quejarse es necesario que haya motivo de queja»), se desarrolla la parte más novelesca de la obra: envidias, rivalidades, miserias y amor. Sentimientos cruzados entre varios de los personajes principales y secundarios. La novela se cierra con «Catástrofe», que describe la tristeza de Ela y su familia ante la muerte de Archía, y finalmente, termina con la boda entre Ela y Angus.

4. CONCLUSIONES Las novelas económicas de Harriet Martineau fueron muy populares. La economía política era una ciencia joven, que había nacido con fuerza en las obras de autores tan importantes como Adam Smith, David Ricardo y Thomas Robert Malthus, y fue aceptada rápidamente en los círculos intelectuales de la sociedad británica. Sin embargo, las clases medias y bajas, en las que estaba la mayoría

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de la población, desconocían completamente los principios teóricos del modelo capitalista. Ésta fue la vía que abrió Martineau con sus novelas, y ésa era la tarea que se había propuesto: concienciar a la población de lo importancia que era para todos armonizar los intereses de propietarios y trabajadores. El crecimiento económico que mostraba el modelo clásico no tenía otros límites que los de la inteligencia humana. El éxito editorial de las veinticinco novelas redundó en beneficio de la economía política como disciplina científica, porque con estos libros salió del ámbito académico para popularizarse entre la ciudadanía. Lo que no se conoce ni se acepta, ni se compra, ni se estudia. Las dos primeras novelas comentadas: Vida en territorio salvaje y La colina y el valle, fueron las que abrieron la colección, publicadas en 1832. Ela de Garveloch fue el quinto libro de la serie, editado en 1833. Vida en territorio salvaje es una novela de aventuras, con mensajes económicos claros y sencillos. En este libro, Martineau describía la metodología del modelo capitalista, asentado en la propiedad privada de los factores, una naturaleza humana tendente a la división del trabajo y el espíritu de empresa. El editor había acordado imprimir quinientos ejemplares, y a la semana de aparecer el libro tuvieron que ampliar hasta cinco mil copias más; y lo mismo ocurrió con toda la colección de las novelas. Sin duda, hay que achacar el mérito a Harriet Martineau, que acertó con el producto; pero también se puede pensar que la clase media de la Inglaterra del XIX estaba muy receptiva a toda información que le revelara los entresijos del capitalismo. Había optimismo, confluencia de intereses entre los propietarios y los trabajadores, y también había ganas de afrontar las dificultades de la movilidad ascendente en la posición social, que se podía conseguir con el esfuerzo del trabajo y el riesgo empresarial. Esta novela lanzó un mensaje muy positivo y esperanzador del capitalismo británico. El segundo libro, La colina y el valle, contaba una historia de mecanización industrial ocurrida en una región de Gales. En este caso, la empresa fabril se ocupaba de la metalurgia del hierro. El mensaje del libro era que la industria podía crecer rápidamente en una región, con los consiguientes efectos externos: formar una masa de trabajadores en torno a la industria y contagiar la prosperidad a otros sectores económicos. Sin embargo, las poblaciones preindustriales se mostraban reacias a cualquier tipo de cambio, como era el

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caso del personaje central de la novela, el señor Amstrong. La moraleja que se desprende del libro es que mientras haya entendimiento entre los trabajadores y los propietarios todo marcha bien, y cuando vienen tiempos duros hay que negociar, respetando la mecánica del modelo: flexibilidad de precios y salarios, o al final todos pierden con la quiebra empresarial. Ela de Garveloch es la novela más larga y la más completa de las tres. Se nota la soltura que Martineau ha adquirido a la hora de ensamblar los principios económicos clásicos dentro de las historias de ficción. En esta obra, más psicológica que las otras, se recrea en mostrarnos algunos de los sentimientos de los protagonistas, como el amor y la envidia. En todos los libros se insiste mucho en la laboriosidad de la mano de obra y en la armonía de intereses entre las diferentes clases económicas; en este caso la confluencia de intereses se produce entre propietarios y arrendatarios de tierras, porque la cuestión que se analiza es la renta de la tierra. En la Inglaterra del siglo XIX, un 80 por ciento de la población se dedicaba a la agricultura, de ahí la importancia de la productividad del campo en el engranaje de la Revolución Industrial.

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La quiebra como tema literario: Balzac ante el Tribunal de Comercio149

Francisco Cabrillo

149. Este trabajo fue publicado por primera vez en Revista de Occidente, nº 287, 2005, 107122.

1. ECONOMÍA Y LITERATURA Uno de los temas que han sido objeto permanente de debate en el mundo de la literatura es el papel de ésta como imagen de una concreta situación histórica o una determinada época. Y en pocos casos existe una identificación tan precisa entre la obra literaria y su contexto social como en la novela del siglo XIX. De las obras de Dickens, Balzac o Zola se puede obtener, en efecto, una visión bastante precisa de la sociedad —y en muchos casos también de la economía— del momento en el que se sitúa su acción. Aunque en todas ellas existen tramas argumentales bastante complejas, cuando se lee, por ejemplo, Tiempos difíciles o El paraíso de las damas se tiene la impresión de que los auténticos protagonistas no son los personajes concretos de cada una de las novelas, sino los ambientes en los que se desenvuelven y actúan, en nuestro ejemplo una región industrial de la Inglaterra victoriana y un gran almacén del París del segundo imperio. Esto no implica, desde luego, que nos encontremos ante una visión de la realidad que pretenda ser objetiva. Por el contrario, lo que predomina, más bien, en este tipo de literatura es una visión crítica de la actividad industrial, del negocio de la construcción o de la especulación en bolsa. Es fácilmente comprensible, por ello, que los estudios sobre la visión de la actividad económica desde la novela no sean escasos. Y es Gran Bretaña, el país en el que se ha publicado mayor número de trabajos tanto sobre la interpretación de la actividad económica en las novelas de determinados períodos históricos como sobre algunos de sus protagonistas. En este marco, la obra de Balzac ocupa, sin duda, un lugar de excepción. No hay, seguramente, un retrato más completo de la sociedad de una época que el que ofrece el escritor francés en su ingente obra novelística. Y si hay un empeño literario en el que el dinero y las relaciones económicas desempeñen un papel relevante,

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éste es, sin duda, la comedia humana. Puede entenderse, por tanto, la curiosa indignación de quienes consideran que los temas económicos nunca deberían ser protagonistas de una novela. Es el caso, por ejemplo, de Katherine Mansfield, quien escribió: «al leer la obra de Balzac llego a exasperarme, porque para él toda la existencia se basa en el dinero». Una característica interesante de Balzac es que su visión de la economía resulta bastante más objetiva que la de otros autores realistas del siglo XIX. En este sentido es más atractiva, por ejemplo, que la de Zola. No existe, en efecto, en su obra esa visión reivindicativa, y a menudo sesgada, que se encuentra en algunas de las obras del maestro del naturalismo; ni abundan en ella los finales de absoluto desastre que tanto gustaban a Zola. Balzac describe la vida social como la ve; y el mundo de los negocios aparece más como el medio en el que sus personajes se mueven que como un conjunto de instituciones que merezcan una condena desde el punto de vista moral. Muchos de sus personajes fracasan, ciertamente; pero otros, y no sólo aquellos que carecen de escrúpulos, logran el éxito social y económico. Si este papel protagonista del dinero es frecuente en la obra del escritor, hay determinadas novelas en las que la acción se centra en unos personajes inmersos en actividades industriales, comerciales o financieras. En César Birotteau, la obra que constituye el objeto principal de estas reflexiones, el escritor hizo que una quiebra fuera la auténtica protagonista de la historia. Pero el interés que este libro tiene para un economista no se limita a esto. En buena parte de la obra de Balzac sorprende la extraordinaria precisión con la que se describen el comportamiento de los agentes económicos y el funcionamiento de las instituciones. Cualquier lector con algún interés por estos temas aprenderá en ellas, por ejemplo, la forma en la que funcionaba, en la Francia de la primera mitad del siglo XIX, el sistema financiero; y obtendrá datos también de salarios, de precios de la vivienda, y, en fin, de innumerables detalles que le permitirán comprender mucho mejor la vida económica de la época. En 1930, René Bouvier, un escritor que compatibilizaba sus aficiones literarias con el conocimiento práctico del mundo de los negocios, publicó un curioso libro titulado Balzac, homme d’affaires. En él analizó tanto las actividades económicas que realizó el autor francés a lo largo de su vida como el papel desempeñado por algunos de sus personajes literarios. Uno de los capítulos se titula «La quiebra

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de Birotteau», y en él no sólo se ocupó de estudiar la estructura de la novela, sino que llevó su análisis hasta el punto de construir, a partir de los datos que Balzac presenta en la propia obra, el balance de la quiebra y la rehabilitación de Monsieur Birotteau, perfumista de la calle de Saint-Honoré de París. La principal conclusión del estudio de la contabilidad de este personaje de ficción es que las cifras que Balzac nos ofrece son perfectamente coherentes; y que lo que, para la gran mayoría de los lectores, es la simple descripción de los activos y las deudas del protagonista, en realidad responde a la lógica de una actividad comercial, que un contable puede presentar en forma de un balance perfectamente estructurado (Bouvier, 1930)150.

2. LA ECONOMÍA EN LA FRANCIA DE BALZAC La vida de Balzac transcurrió en uno de los períodos más convulsos de la historia de Francia, en el que la república nacida de la revolución fue sustituida por el imperio napoleónico, que dio paso a una nueva monarquía absoluta, reemplazada, a su vez, por una monarquía burguesa, que caería para dar paso a una nueva república, que no sería, en realidad, sino el prólogo de un segundo imperio. Pero nos engañaríamos si pensáramos que estos cambios políticos provocaron grandes perturbaciones en el mundo de la economía. Por el contrario, la economía francesa mostró una gran estabilidad a lo largo de la época; y las modificaciones que experimentó fueron mucho menos dramáticas que las que tuvieron lugar en un país como Gran Bretaña, mucho más estable desde el punto de vista político, pero inmerso en un proceso de desarrollo industrial muy superior al francés. La mayor parte de los historiadores de la economía se resisten hoy a aplicar a Francia el término revolución industrial. No se trata sólo de que en este período el sector industrial francés se rezagara sustancialmente con respecto al británico. Parece, además, que Francia mantuvo un desarrollo económico regular a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, que afectó tanto a la industria como a la agricultura; y que si hubo una etapa de industrialización más

150. Véase especialmente el capítulo III, «La faillite Birotteau».

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intensa, fue la que tuvo lugar a partir de 1850, es decir, en una época algo posterior a la que aquí nos interesa más directamente. La propia obra de Balzac puede constituir una buena guía para el conocimiento de esta realidad. Es cierto que La comedia humana abarca un período de tiempo muy extenso que —con algunas excepciones poco relevantes— comprende desde los años de la revolución hasta la segunda mitad de la década de 1840. Pero, si aceptamos la hipótesis del desarrollo gradual de la economía francesa, es razonable pensar que el mundo económico en el que se desenvolvió Balzac no debió ser muy diferente del que describen tantas páginas de La comedia humana dedicadas a las actividades de comerciantes, financieros y funcionarios públicos. Se trataba de una economía en la que las empresas industriales eran, en la gran mayoría de los casos, empresas familiares, que rara vez acudían al mercado de capitales para obtener recursos. El sector financiero, por su parte, tenía un bajo nivel de desarrollo y los instrumentos que se utilizaban en las operaciones mercantiles eran bastante limitados, siendo el descuento de papel comercial la fórmula más habitual. Estos descuentos aparecen una y otra vez en las novelas; y desempeñan, desde luego, un papel muy relevante en aquellas en las que la quiebra constituye uno de los temas básicos. La agricultura, en cambio, había alcanzado un grado de prosperidad bastante elevado para los niveles de la época; y la influencia de los grupos de interés había conseguido un nivel de protección elevado por parte del Estado. Aunque hubiera subsectores con una clara vocación exportadora, buena parte de la extensa población rural francesa vivía en un mundo estable y protegido. Tras las distorsiones sociales creadas por la revolución, primero, y las guerras napoleónicas, después, la restauración buscó un desarrollo económico orientado hacia el interior, que duraría prácticamente hasta el segundo imperio, con los efectos habituales de falta de estímulos para los productores locales y, por tanto, tasas más bajas de crecimiento que las que se habrían alcanzado en una economía menos aislada de la competencia exterior. En este ambiente de economía poco abierta, en la que existía, además, una fuerte regulación de muchas actividades por parte del sector público, no es extraño que surgiera todo un mundo de buscadores de rentas y de especuladores, cuyo principal instrumento para

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enriquecerse era una relación estrecha —y ¿por qué no de parentesco?— con algún miembro del gobierno dispuesto a utilizar los recursos del poder público a favor del negocio privado. Aunque estos personajes protagonizan muchas de las tramas novelísticas de Balzac, sería un error, sin embargo, entender su papel en la vida económica desde la óptica de nuestros días. Nos encontramos, en efecto, ante una economía en la que el peso del Estado era muy limitado; y su capacidad para extraer rentas por vía fiscal muy limitada. La gran corrupción que aparece en estas novelas —al margen de que sea o no exagerada— se referiría, por tanto, a un sector relativamente pequeño de la economía, muy alejado de las dimensiones, que, con el tiempo, acabaría alcanzando el sector público.

3. LA QUIEBRA DE BALZAC: LITERATURA Y REALIDAD Para Balzac, los problemas financieros, las deudas y las crisis empresariales no fueron sólo temas literarios, sino también experiencias vitales. El lector de Balzac tiene en su mente la imagen de esos personajes continuamente perseguidos por sus acreedores, que intentan, además, mantener un nivel de vida que está por encima de sus posibilidades. Pero tal vez no sepa que el propio escritor fue uno de ellos. Balzac ganó bastante dinero con la literatura, no sólo porque sus obras tenían aceptación entre el público lector de la época, sino también porque fue un hombre con una capacidad de trabajo realmente notable. Pero sus gastos eran tan elevados que, durante la mayor parte de su vida, debió dinero a mucha gente. Lo que en sus novelas se cuenta de anticipos, intereses y descuentos no tuvo, por tanto, que estudiarlo ni preguntarlo. Fue, en cambio, parte de su propia existencia. Pero sus problemas económicos no fueron consecuencia solamente a los gastos en los que incurrió. En algunos casos fueron consecuencia de sus intentos de ganar dinero mediante su participación en empresas muy diversas, alguna tan curiosa como la prospección de minas en Cerdeña con vistas a una posible explotación. El éxito no acompañó, ciertamente, ninguno de estos intentos; pero tales experiencias le dieron una información de pri-

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mera mano, que le resultaría muy valiosa para el desarrollo de su obra literaria151. El gran proyecto industrial de Balzac fue una imprenta que adquirió el año 1826 con 30.000 francos (unos 120.000 euros actuales, aproximadamente, dentro siempre de las grandes limitaciones que tienen estas comparaciones) que le prestó su padre. Tras obtener todos los permisos legales necesarios, comenzó sus trabajos de impresión, con pobres resultados económicos. Poco a poco iría, sin embargo, ampliando el negocio; y en un corto período de tiempo se convirtió, además, en editor y fundidor de letras de plomo. Pero el negocio nunca llegaría a funcionar bien. Tras romper Con sus socios en 1828, Balzac tuvo que escapar de sus acreedores y mantenerse oculto durante algún tiempo. Un amigo de la familia se ocuparía, por fin, de la liquidación de la empresa, que terminó para él con una pérdida de unos 60.000 francos, la mayoría financiadas con aportaciones de su propia familia. Sabemos que, todavía en 1835, el escritor seguía devolviendo parte del dinero recibido en préstamo siete u ocho años antes (Pierrot, 1994, 144-149). La huella que esta experiencia dejó en la obra de Balzac fue aún más duradera. Son numerosas las novelas en las que, en el curso de la acción, aparecen quiebras o se hace referencia a ellas. Pueden citarse, en este sentido, obras como Eugenia Grandet, Gobseck, La mujer superior o La interdicción. Pero en dos de ellas la quiebra desempeña un papel protagonista: Ilusiones perdidas y César Birotteau. Ambas fueron escritas en fechas bastante próximas. César Birotteau se publicó en 1837; y ese mismo año apareció la primera parte de Ilusiones perdidas, si bien la publicación completa de esta extensa novela tendría lugar sólo en 1842152. Desde un punto de vista estrictamente literario, Ilusiones perdidas es, sin duda, la mejor de estas dos obras. Su protagonista es uno de los personajes más importantes de La comedia humana, Lucien de Rubempré, el joven de provincias que intenta a cualquier precio el ascenso social, primero en su Angulema natal y más tarde en París. Pero, a diferencia de otros personajes similares,

151. Son muy numerosas las biografías de Balzac. Entre las más recomendables se encuentran las de Pierrot (1994) y Robb (1994). Los capítulos V, VI y VII de Bouvier (1930) contienen referencias interesantes a estas actividades del escritor. 152. Son, desde luego, numerosísimas las ediciones de estas dos novelas. Pero la edición de referencia, sin duda, de La comedia humana es la de la Bibliothèque de la Pléiade, en doce volúmenes. Cesar Birotteau se encuentra en el volumen VI e Ilusiones Perdidas en el V.

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Lucien no conseguirá sus objetivos. Y, antes de su fracaso total, será, además, el causante involuntario de la quiebra de su cuñado, David Séchard. Séchard es el empresario idealista, el hombre dispuesto a introducir innovaciones tecnológicas en el proceso productivo. Su proyecto consiste en sacar adelante una imprenta y una fábrica de papel elaborado con bajos costes, por lo que es habitual relacionar directamente esta novela con la frustrada experiencia empresarial de Balzac antes descrita. También en este caso hay descripciones muy precisas de las actividades de Séchard, que reflejan el conocimiento que del sector tenía el novelista. Pero las cosas no irán bien, al final, para nuestro empresario. Otros impresores, con menor capacidad innovadora, pero mucha mayor habilidad en el mundo de los negocios, buscarán y conseguirán la ruina de su empresa. Mientras Séchard investiga en sus nuevas técnicas, le irán quitando poco a poco la clientela de la imprenta y tratarán finalmente de apropiarse también de sus invenciones. La ocasión la encontraron en tres pagarés de 1.000 francos cada uno, que Rubempré ha emitido a nombre de Séchard, quien no podrá hacer frente al pago de esta cantidad, aunque sea relativamente pequeña, y se verá abocado a la quiebra. Si en Ilusiones perdidas esta quiebra constituye una parte importante de la novela, en César Birotteau toda la acción se centra en la crisis que experimentan la industria y el comercio de un perfumista parisino, quien había intentado ascender en la sociedad en un mundo demasiado duro para él. Birotteau es un hombre honrado, rigurosamente fiel a sus compromisos comerciales, que ha conseguido una posición sólida en el mundo de la perfumería gracias a su trabajo y su inventiva. Pero su propia ambición acabará llevándole a la ruina. En esta historia aparecen muchos elementos de gran interés definitorios de la mentalidad social de la época y del funcionamiento de determinados mercados e instituciones. La primera parte de la novela refleja el ascenso social de César Birotteau, juez del Tribunal de Comercio de París y condecorado con la Legión de Honor por los servicios prestado a la corona en cierta acción militar, en la propia ciudad de París, unos años antes. Nuestro personaje, para mostrar la relevancia de su posición social, decide gastar mucho dinero en el arreglo y la decoración de su casa, así como en una gran fiesta. Al mismo tiempo, trata de ampliar su negocio mediante la introducción en el mercado de nuevos productos y entra en negocios

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inmobiliarios, tomando una participación importante en la adquisición de unos terrenos en las cercanías de la iglesia de la Madeleine. Todo ello debilita, lógicamente, su posición ante posibles dificultades financieras. En este negocio desempeña un papel significativo un notario, personaje muy relevante en diversas novelas de Balzac153, simplemente porque los notarios eran realmente agentes importantes en la vida económica de la época. El notario francés era entonces mucho más que un fedatario público, ya que desempeñaba a menudo funciones de agente de inversiones y hasta de intermediario financiero en cuya casa sus clientes depositaban fondos para obtener una rentabilidad mediante su colocación en todo tipo de actividades. El problema es que Birotteau no eligió precisamente al notario más honrado de París. Una señora de indudables encantos, conocida como la «bella holandesa», se encargará de que el notario gaste con ella buena parte de su dinero, al que acompañará pronto el de sus clientes. Los problemas iniciales de Birotteau se verán así fuertemente agravados cuando el notario deba escapar de París dejando un agujero financiero importante. La búsqueda de fondos por parte de Birotteau para atender los requerimientos de sus acreedores se complica. Nuestro perfumista trata de retrasar sus pagos y obtener créditos de la banca, a cuya cabeza se encuentra Frédéric de Nucingen, «el Napoleón de las finanzas», en palabras de uno de los personajes de la novela (Balzac, 1976-1981, vol. VI, 241). Nucingen es un banquero judío, que aparece en numerosas novelas de La comedia humana, y a quien Balzac dedicó incluso una novela con su propio nombre154. En el mundo del crédito que refleja La comedia humana existe una auténtica jerarquía, encabezada por los grandes banqueros, detrás de los cuales se encuentran, con importancia decreciente, multitud de personajes que actúan en el mercado del dinero hasta desembocar en las figuras miserables de los usureros siempre dispuestos a chupar la sangre a los grupos más débiles de la sociedad. Nucingen es el banquero por excelencia. F. Marceau, en su detallado análisis del mundo de Balzac escribe del personaje: «es banquero como otros son elefantes, por su propia naturaleza, sin otros

153. Para una referencia amplia a los principales notarios que aparecen en las novelas de Balzac véase Marceau (1986, 573-575). 154. La maison Nucingen, en Balzac (1976-1981, vol. VI).

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móviles que los que podrían encontrarse en una caja fuerte disfraza de hombre» (F. Marceau, 1986, 570). Nacido en Estrasburgo, hijo de un judío convertido por ambición, habla un francés detestable, con acento alemán. Nucingen ha sido comparado en muchas ocasiones con la figura de Rothschild. Pero parece que Balzac, más que retratar un banquero realmente existente, lo que intentó fue crear un personaje que representara la naturaleza del negocio del crédito; y que para ello, le dio rasgos de diversos financieros de la época. Frente a un personaje así, y frente a los que bajo él actúan en el mercado del crédito, poco puede hacer, desde luego, el pobre Birotteau. Nadie le ofrece ayuda. Los terrenos de la Madeleine no tienen liquidez, por estar «demasiado lejos del centro»; y los cuervos han visto ya la oportunidad de conseguir su participación a bajo precio. En palabras del propio novelista, Birotteau empieza a bailar la danza de los quebrados. Finalmente se llega a la solución que nuestro perfumista habría deseado evitar aun a costa de su propia vida: el perfumista deposita sus libros en el Tribunal de Comercio, la fórmula utilizada en la época para denominar la apertura de un procedimiento de quiebra.

4. ANTE EL TRIBUNAL DE COMERCIO En nuestros días, a teoría más aceptada sobre la quiebra es que se trata de un proceso de acción colectiva mediante el que se intenta maximizar la utilidad de los acreedores, evitando conductas que, al buscar un mejor resultado individual, darían origen a un resultado ineficiente. La quiebra puede interpretarse, por tanto, en términos de un dilema del prisionero, en el que la cuantía de créditos que podría recuperar cada uno de los deudores se reduciría si se entablara un número elevado de procesos contra el deudor. Principio clave de toda ley de quiebras es, en efecto, la prohibición de ejecuciones separadas, salvo en algunos casos especiales. Las decisiones que conciernen al patrimonio del deudor deben ser adoptadas, por tanto, por el conjunto de los acreedores, en una junta o asamblea. Pero, si esta idea ha estado siempre presente en todas las leyes de quiebras, las regulaciones aplicadas en diversas épocas han buscado también otros objetivos. Hoy se piensa, por ejemplo, que la rehabilitación de

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una empresa en crisis puede ser uno de los objetivos principales de una ley de quiebras. Y en algunos países existen procedimientos para que un deudor persona física pueda quedar libre de responsabilidades futuras entregando su patrimonio a los acreedores y comenzando una nueva vida desde el punto de vista económico. Pero también la represión de conductas que se consideran dañinas para la sociedad es uno de los fines de la quiebra. Y este objetivo desempeñó en el pasado un papel mucho más importante que en la actualidad. La quiebra de Birotteau tiene lugar hacia el año 1820. El texto legal en el que se fundamentaba el procedimiento era entonces el establecido por el Código de Comercio de 1807, que había modificado de forma significativa el tratamiento dado con anterioridad a los deudores. La dureza con la que, en el siglo precedente se castigaba al deudor, sobre todo si había cometido un fraude, resulta hoy llamativa. Las Ordenanzas de Luis XIV, por ejemplo, lo condenaban a galeras; y en Inglaterra podía ser ahorcado, medida que, entre otros, defendía Adam Smith (Cabrillo, 1986). Pero, aun en los casos en los que el deudor no hubiera actuado de mala fe, se le aplicaban las disposiciones generales sobre impago de deudas, que podían suponer su encarcelamiento. En la Francia de la primera mitad del siglo XIX había ya desaparecido la prisión por deudas civiles; pero se podía encarcelar todavía a los deudores en algunos procedimientos mercantiles, lo que obligaba a los Tribunales de Comercio a resolver no pocas cuestiones de competencia, cuando un acreedor intentaba hacer valer la condición de mercantil de un determinado documento con el objeto de presionar al deudor para conseguir el pago. El Código de Comercio de 1807, sin llegar al radicalismo del siglo anterior, era también duro con los deudores. De acuerdo con las normas que establecía, el quebrado quedaba inhabilitado no sólo para el ejercicio de la actividad mercantil, sino también para todo acto con efectos legales; y sólo podía ser rehabilitado si justificaba el pago íntegro de la deuda y sus intereses. La rehabilitación no era fácil, por tanto. Sin embargo, Balzac hizo que Birotteau la consiguiera; y, tras pagar con un enorme esfuerzo sus deudas, recibiera la felicitación pública por su regreso a la comunidad de los comerciantes. Los efectos de esta rehabilitación serían, sin embargo, puramente honoríficos. Birotteau era ya un hombre destruido que nada más podría hacer en lo poco que le quedaba de vida.

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Pero para el acreedor, la sanción que se impone al quebrado nunca es lo suficientemente dura. Antes de saber lo que el destino le deparaba, el ingenuo Birotteau pedía un escarmiento ejemplar para todo comerciante en quiebra: «Me gustaría que existiera un tribunal […] que juzgara al criminal. Tras la instrucción, en la que el juez desempeñaría las funciones que actualmente desempeñan los agentes, los síndicos y el juez comisario, el negociante sería declarado “quebrado con posibilidad de rehabilitación o sin posibilidad de rehabilitación”. En el primer caso se le obligaría a pagar todo; se convertiría entonces en el guardián de sus bienes y de los de su esposa, pues sus derechos, sus herencias, todo pertenecería a los acreedores; seguiría a cargo de sus asuntos bajo vigilancia; y firmaría como fulano de tal, quebrado. Quien no pudiera ser rehabilitado sería condenado, como en otras épocas, a la picota en la sala de la bolsa, expuesto al público durante dos horas con un bonete verde. Sus bienes y los de su esposa pasarían a manos de sus acreedores y sería expulsado del reino» (Balzac, 1976-1981, vol. VI, 183-184). Y no era una actitud infrecuente. Las leyes de quiebras han arbitrado procedimientos para ordenar las estrategias de los acreedores; pero éstos, entonces como hoy, buscaban a veces métodos para evadirlas y —en palabras del propio Balzac— «llegan a cobardías siniestras, que los colocan por debajo de su deudor». Sin embargo, ayer como hoy, los acreedores tenían razones serias para desconfiar de la justicia en los procedimientos concursales, por pensar —con buenos fundamentos, a menudo— que la administración podía actuar en exceso a favor de los intereses del deudor. La institución encargada de los procedimientos de quiebra era entonces en Francia el Tribunal de Comercio. Los Tribunales de Comercio se diferencian de los ordinarios en que sus magistrados no son jueces profesionales, sino comerciante legos en derecho. En Francia fueron establecidos en fecha tan lejana como 1563 con un doble objetivo. En primer lugar, garantizar una mayor agilidad y rapidez en los procedimientos mercantiles. Los requisitos formales eran mucho menores que en los tribunales ordinarios y ante ellos se podía comparecer sin abogado; y a esta cuestión se daba tanta importancia que, en aquellas plazas en las que no existiera Tribunal de Comercio, los tribunales ordinarios actuaban en asuntos mercantiles «comercialmente», es decir, con la misma dispensa de requisitos formales habitual en aquéllos. La segunda razón está relaciona-

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da con el funcionamiento mismo de una sociedad estamental. Se trataba de que, al igual que otros grupos sociales, los burgueses, y más concretamente, los comerciantes pudieran ser juzgados por sus pares, que, por un lado, compartían sus principios y valores y, por otro, tenían una experiencia directa en los negocios sobre los que tenían que adoptar decisiones. La importancia de estos tribunales en la vida económica del país era grande. Y el número de casos que veían, bastante superior al de los tribunales ordinarios. Disponemos, por ejemplo, de datos para la década de 1840, de acuerdo con los cuales los tribunales civiles franceses recibieron un promedio de unos 118.000 casos nuevos por año; mientras en los tribunales de comercio entraron más de 187.000, también en promedio anual. En la época de Balzac, el Código de Comercio establecía que «los miembros de los tribunales de comercio serán elegidos en una asamblea formada por comerciantes notables, principalmente pertenecientes a las casas de comercio más antiguas y más recomendables por su probidad, espíritu de orden y economía». El hecho de que Birotteau fuera juez en el Tribunal de Comercio de París es indicativo, por tanto, de su rango y relevancia entre sus pares. Es importante señalar, por fin, que el cargo de juez del tribunal de comercio no llevaba consigo retribución económica alguna, por lo que el aspecto honorífico y de reconocimiento social era, sin duda, lo más importante para quienes accedían a estos puestos. En los procedimientos de quiebra era un miembro del Tribunal de Comercio la persona que desempeñaba el cargo de juez-comisario, lo que suponía presidir la junta de acreedores, supervisar la actuación de los síndicos y resolver cuantas cuestiones pudieran surgir en el curso del procedimiento. Pero parece que, entonces, como hoy, no era raro que la administración de la quiebra fuera en exceso favorable al deudor. «De cada mil quiebras —escribía Balzac— el agente es el hombre del quebrado en 950 ocasiones» (Balzac, 1976-1981, vol. VI, 183-184). El hecho no resulta sorprendente; y puede explicarse mediante un modelo de lucha de intereses entre grupos grandes y pequeños. El deudor que hubiera conseguido salvar algo de la quema disponía entonces —como dispone hoy— de medios para actuar en el procedimiento y buscar actitudes favorables entre quienes lo gestionan. Cada uno de los acreedores, en cambio, suele tener un interés menor en actuar en el procedimiento, por un doble motivo. En primer lugar, porque la parte de su

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patrimonio afectada por la quiebra suele representar sólo un pequeño porcentaje de éste. Y, además, porque la baja probabilidad de recuperar los créditos no privilegiados por la existencia de una garantía real hace que lo más razonable para él sea no invertir demasiado en el caso. El problema es, por tanto, el del quebrado honrado, que ha hecho todo lo posible por pagar a sus acreedores y no dispone de recurso económico alguno. Es el caso de los quebrados de Balzac, Séchard y Birotteau que, tanto en su actividad comercial como en el procedimiento mismo de la quiebra, carecen de la habilidad suficiente como para hacer uso de estas argucias que les habrían permitido, tal vez, salir adelante. Tampoco en este punto, el mundo de los quebrados que describe Balzac no es demasiado diferente del de nuestros días. La quiebra constituía el reconocimiento del fracaso del hombre de negocios. La frase «Hay que depositar los libros» es una losa que pesa sobre el pobre Birotteau en la parte final de la novela. El hecho de que el quebrado fuera juez de este tribunal no es tampoco una invención de Balzac. Se conoce, en efecto, más de un caso en el que quien ha estado juzgando y adoptando las medidas de control del patrimonio de un comerciante en quiebra cambia de papel y pasa de juez a víctima del infortunio. ¿No es éste un buen rasgo definitorio de esa comedia humana en la que todos vivimos?

5. FINANZAS Y PASIONES Es indudable que la quiebra es una institución de gran importancia en el mundo de la economía y el derecho. Pero el drama humano que representa y las luchas y ambiciones que desata hacen también de la quiebra un tema literario muy atractivo para un escritor interesado en el estudio de la naturaleza humana. Porque, desde un punto de vista literario, más importantes incluso que los acontecimientos narrados son los caracteres y la forma de actuar de los personajes. La figura del empresario quebrado tiene un dramatismo indudable; pero los acreedores que, tras una relación comercial asentada, y a menudo amigable, ven en peligro sus créditos constituyen también un buen tema para el estudio del comportamiento

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humano en condiciones adversas. Nadie mejor que Balzac ha descrito este ambiente y estas reacciones ante una situación difícil en la que todos van a experimentar pérdidas e intentan evitarlas a cualquier precio. Y no hay mejor descripción de lo que realmente ha sido siempre, y aún es hoy, una quiebra que el siguiente texto, en el que nuestro novelista intenta transmitir al lector lo que significa esta tragedia: La quiebra es el cierre más o menos hermético de una casa de comercio en la que el pillaje ha dejado algunos sacos de dinero. ¡Afortunado es el hombre de negocios que se introduce por la ventana, por el techo, por los sótanos, por un agujero, que coge un saco y hace así crecer su parte! En este desastre, en el que se grita el sálvese quien pueda del Beresina, todo es ilegal y legal, falso y verdadero, honrado y fraudulento. (Balzac, 1976-1981, vol. VI, 276-277)

BIBLIOGRAFÍA Balzac, H. (1976-1981). La Comédie Humaine. Paris: Gallimard. 12 volúmenes. Bouvier, R. (1930). Balzac, Homme d’Affaires. Paris: Champion. Cabrillo, F. (1986). «Adam Smith on Bankruptcy Law: New Law and Economics» in the Glasgow Lectures?» History of Economics Society Bulletin VIII-1, 40-42. Marceau, F. (1986). Balzac et son monde. París: Gallimard. Pierrot, R. (1994). Honoré de Balzac. París: Fayard. Robb, G. (1994). Balzac. A Biography. Nueva York: Norton.

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La reforma urbanística de París y la especulación bajo el mandato de Haussmann. Una aproximación a la obra de Zola

María Blanco González

Je veux dans Au Bonheur des Dames faire le poème de l’activité moderne. Donc, changement complet de philosophie : plus de pessimisme d’abord, ne pas conclure à la bêtise et à la mélancolie de la vie [...]. En un mot, aller avec le siècle, exprimer le siècle, qui est un siècle d’action et de conquête, d’efforts dans tous les sens155. (É. Zola, Au Bonheur des dames, dossier préparatoire, ébauche) Paris est bien le coeur de la France ; mettons tous nos efforts à améliorer le sort de ses habitants. Ouvrons nous de nouvelles rues, assainissons les quartiers populaires qui manquent d’air et de jour, et que la lumière bienfaisante du soleil pénètre partout dans nos murs156. Napoléon III, 1850 (Clerget, 1995, 2)

Émile Zola (1840-1902), destacado novelista francés del siglo XIX, nació en París pero se crió en Aix-en-Provence. Allí fue donde trabó amistad con Paul Cézanne, su gran amigo para toda la vida. Sus obras se caracterizan por una descripción realista de la sociedad de su época, que coincidió con uno de los períodos más interesantes de la historia de Francia: el advenimiento del Segundo Imperio, su caída y la instauración de la III República en 1871. Lideró el movi-

155. «Quiero con Au Bonheur des Dames hacer el poema de la actividad moderna. Es decir, cambio completo de filosofía: en primer lugar, ni tanto pesimismo ni terminar cayendo en la bestialidad y la melancolía de la vida. Sino más bien, en una palabra, ir con el siglo, plasmar el siglo, que es un siglo de acción y de conquista, de esfuerzo en todos los sentidos». Traducción libre de la autora. 156. «París es el corazón de Francia; unamos todos nuestros esfuerzos para embellecer esta gran ciudad, para mejorar la suerte de sus ciudadanos. Abramos nuevas calles, saneemos los barrios populares faltos de aire y luz del día, y que el sol vivificador entre por completo en nuestra ciudad y de nuestras casas». Napoléon III se refiere a los muros de la ciudad pero también a los de las casas. Traducción libre de la autora

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miento literario conocido como «naturalismo», que rompía con el romanticismo y llevaba el realismo más allá de sus límites. Durante gran parte de su vida escribió la saga Rougon-Macquart, de la que La Curée y Au Bonheur des Dames forman parte. En esta serie de relatos describe el auge y caída del II Imperio a través de la historia de sucesivas generaciones de una misma familia. En las novelas que se estudian en este artículo se detalla la reforma de París bajo el mandato del prefecto del Sena, Eugène Haussmann, desde los comienzos —en La Curée— hasta la apertura de la avenida de la Ópera casi al final del mandato de Haussmann —en Au Bonheur des Dames. La envergadura de la urbanización y el ritmo impuesto a las obras dieron pie a una serie de fenómenos empresariales y financieros en muchas ocasiones de dudosa índole. El dinero fácil, el tráfico de influencias, la información asimétrica y la ascensión de advenedizos hartos de miseria y estrecheces desencadenaron las situaciones que Émile Zola describe en ambas novelas. En La Curée, el autor se centra en los aspectos puramente especulativos, la cara mala de la reforma de la capital francesa; mientras que en Au Bonheur des Dames describe el auge y la expansión de los grandes almacenes y su relación con las reformas de la capital, que constituye una de las consecuencias positivas de la misma. En ambas novelas encontramos numerosas referencias a los cambios que estaban sucediendo en París en los años en que transcurre la acción. En realidad, el trasfondo de las historias particulares de estas obras, al igual que sucede en todas las de la saga Rougon-Macquart, es una crítica del Zola republicano al gobierno autoritario de Napoleón III tras el golpe de Estado. Se puede leer entre líneas un ataque a la política urbanística de Haussmann caracterizada, de una parte, por ser arbitraria y dirigista y, de otra, por la asociación con los banqueros y grandes empresarios, quienes debían financiar dichas reformas. Esta asociación es cuestionada por dar pie a relaciones empresariales corruptas que beneficiaron a los menos honestos de la sociedad. Paradójicamente, mientras que en La Curée es clara la posición del autor frente a la corrupción y la avaricia de los especuladores que tan descarnadamente describe, en Au Bonheur des Dames, Zola se pone del lado de los grandes almacenes como representantes del progreso, la modernidad, la aparición de una nueva burguesía contrapuesta a la alta burguesía del Antiguo Régimen y la democratización del consumo.

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El tono de ambas novelas es casi antagónico, incluso si en ambas hay una crítica mordaz al Imperio y a los modos con los que Haussmann impuso la reforma. El progreso inevitable lleva a Zola a aceptar los grandes almacenes y el espíritu empresarial, mientras que la especulación de los primeros momentos del mandato de Haussmann los muestra en todo su esplendor, en el peor de los sentidos. En este trabajo se pretende analizar las claves del éxito de la reforma haussmanniana, cuya consecuencia fue la especulación en sus diferentes formas, especulación en la que se hará especial hincapié, tal y como el autor la describe en La Curée. La especulación descrita por Zola es aquella llevada a sus últimas consecuencias por el perpetrador, un parvenu ansioso de poder y riquezas, en el caldo de cultivo de las obras del París imperial. También se analiza, paralelamente, cómo la reforma de París y la especulación permitieron la expansión y el triunfo de los grandes almacenes, a partir de las referencias de Zola en la novela Au Bonheur des Dames. En el primer apartado, se encuadran la novela y el autor en el entorno literario e histórico. Este capítulo es importante porque en las novelas de Zola todo tiene un significado. El estilo que utiliza, la intención con la que describe tan exhaustivamente cada detalle, la manera en que la trama de la novela se mezcla con la realidad política y social justifican la necesidad de una sección dedicada a su estilo literario. A continuación, se reflexiona acerca de los cambios que estaban sucediendo en la capital francesa y cuáles eran los motivos que llevaron al emperador a emprender dichas reformas. En el tercer epígrafe se exponen los planes del ejecutor de dichas reformas, el barón Haussmann, concretados en las llamadas «Tres Redes» (les trois réseaux). La puesta en práctica de estos planes trajo consigo la necesidad de expropiar y, de la mano, la especulación inmobiliaria. Un cuarto epígrafe hará referencia, precisamente, a qué formas adopta la especulación en ambas novelas, especialmente en La Curée. Después de este análisis de la novela, el artículo dará un giro y se estudiarán tres últimos aspectos: el administrativo, el legal y el financiero, que son la base real sobre la que se plasmó la especulación como subproducto de la remodelación de la capital francesa.

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El quinto punto hace referencia a las reformas administrativas necesarias para esa transformación de París y las instituciones que participaron. El siguiente aspecto que se va a exponer es, precisamente, la base legal en la que se asentó la reforma de Haussmann. A continuación, se explicará cómo, de manera paralela a los cambios legales y a la ejecución de la reforma urbanística, se ideó una financiación sin la que la modernización de París no habría sido posible pero que, como hemos visto, dio lugar a un fenómeno especulativo acelerado. Finalmente, se recopilarán las conclusiones más importantes que se derivan del estudio. No todos los aspectos del trabajo están contemplados en las novelas. Lógicamente, Zola hizo más hincapié en el retrato humano y social de la época. Sin embargo, veremos cómo, de alguna manera, retrató al barón Haussmann, los bancos de la época, las Tres Redes y mostró en sus novelas muchos aspectos importantes de la reforma de París.

1. EL «NATURALISMO LITERARIO». ZOLA Y SU ÉPOCA Émile Zola se encuadra dentro de los escritores pertenecientes al «naturalismo» francés del siglo XIX. Este movimiento literario, denominado de esa forma por el propio Zola, se basaba en el «realismo», la corriente literaria que rompía con el romanticismo. Los escritores trataban de describir sin sesgos la realidad circundante. De esta manera, de la mano de Balzac o de Flaubert, primero, y de Zola, después, aparece una tipología completa de la ciudadanía francesa: la alta burguesía, los campesinos y los obreros urbanos que tratan de mejorar su condición de vida, y la naciente pequeña burguesía, con todos sus defectos y sus virtudes al descubierto. Zola enumera las tres características fundamentales del realismo literario: toda invención extraordinaria. ·· Evitar Basar la belleza de la obra no en la magnificación de un personaje sino en la verdad del documento humano, en la realidad de los detalles.

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tras la acción, tras el drama, sin intervenir, pues· Desaparecer to que el autor no es un moralista sino un anatomista. Este realismo descansaba primordialmente en la capacidad de observación y en la preparación del autor a la hora de escribir la novela. En el caso de Au Bonheur des Dames, Émile Zola tomó como referencia Au Bon Marché, establecimiento que había abierto sus puertas en 1852, treinta años antes de escribir su novela. Pero éste no era el único gran almacén del Segundo Imperio, sino que bajo el gobierno de Napoleón III, París vio multiplicarse el número de estos establecimientos: las galerías del Louvre en 1855, Printemps en 1865, La Samaritaine en 1869, etc. En La Curée hay continuas referencias a personajes de la época y a crónicas de sociedad sacadas casi literalmente de los periódicos. Los diseñadores que nombra, los cafés, las actrices, etc. están escrupulosamente descritos a partir de la realidad. Zola fue más allá del realismo y añadió a las características descritas anteriormente una «voluntad experimental». Influido por las ciencias naturales y por las obras del naturalista Charles Darwin (1809-1882) y del pionero de la medicina experimental Claude Bernard (1813-1878), consideraba que la observación de la realidad debía servir para descubrir las leyes que regían el mundo descrito. Para él, el cuerpo social también estaba regido por las leyes de la lucha por la supervivencia y por la selección natural. En este contexto, la creación literaria no existe si el autor no realiza su trabajo de invención. Una vez estudiada la realidad se trata de mostrar los mecanismos de supervivencia de la sociedad exponiendo un caso imaginario (Vincent, 2000). En 1868, Zola se decide a emprender un gran proyecto: dibujar un cuadro realista de la sociedad de su época a través de la historia de una familia y su evolución en todas las clases sociales. Para cubrir todos los entornos socio-culturales Zola divide la sociedad en cuatro mundos: el pueblo, los comerciantes y la burguesía, el grand monde, y un mundo aparte, en el que caben todos los personajes que no encajan en los tres anteriores. En concreto, a él pertenecen, en palabras de Zola, «prostitutas, asesinos, curas y artistas». Entre 1871 y 1893, Zola publicó esta serie de veinte novelas que narraba la historia de una saga, los Rougon-Macquart y que, según el subtítulo, pretendía ser «la historia natural y social de una familia

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bajo el Segundo Imperio». Todas las novelas son un ejemplo de las características del naturalismo de Zola: la descripción de los personajes de la familia inventada por el autor expone de forma realista y exhaustiva las características de una clase social y los fenómenos socio-económicos que la encuadraban. Esta serie constituye, además, una semblanza de la vida de Francia y, en concreto, de París, no solamente desde el punto de vista social, sino que también refleja la evolución económica de la capital durante el gobierno de Napoleón III, entre 1851 y 1871. En este período, París estaba dirigida por quien fuera prefecto del Sena desde 1853 hasta su caída en 1870, Eugène Haussmann. El barón Haussmann, abogado dedicado a la administración pública desde el comienzo de su carrera, aristócrata y senador gracias a su fidelidad al Emperador, fue el encargado de llevar a cabo la reforma de París siguiendo las ideas del propio Louis-Napoléon. El Emperador, que había quedado impresionado por la ciudad de Londres, esbozó una serie de criterios que debían servir de punto de partida y criterio de actuación para Haussmann: la creación de grandes avenidas y su enlace con las estaciones del recién establecido ferrocarril157. La reforma haussmanniana no se limitó, sin embargo, a seguir estrictamente estas directrices sino que hizo realidad la transformación de París desde la ciudad medieval, sucia e insalubre, a la ciudad de la luz, símbolo del progreso de finales del XIX. Los diferentes aspectos de este cambio, que tuvo lugar a lo largo de veinte años, son expuestos por Zola en diferentes novelas de la serie Rougon-Macquart: el golpe de Estado del 2 de diciembre en La Fortune des Rougon; los entresijos de la vida política bajo el Imperio en Son Excellence Eugène Rougon; la especulación inmobiliaria y las obras públicas del viario de París en La Curée; los orígenes del comercio textil en Pot-Bouille; el despegue del capitalismo y la especulación bursátil en L’argent; el fin del Imperio en La Débâcle; y la creación de los grandes almacenes en Au Bonheur des Dames, que es la decimoprimera novela de la serie. Pero, tal y como prescribían las características del «naturalismo» expuestas por el propio Zola, la descripción tan realista respondía a un objetivo: diseccionar la sociedad parisina, en concreto, desvelar

157. Louis-Napoléon se instaló en Londres tras la muerte de su madre a finales de la década de 1830. Regresó tras huir de la prisión de Ham en 1846.

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las «leyes» que mueven a los agentes humanos que participaban en la transformación de la ciudad. En las dos novelas que se analizan, por ejemplo, el autor muestra cómo lo que mueve a cada uno de los personajes es el instinto de supervivencia, la lucha por la vida. En ellas aparece toda la tipología humana de la época y de los cuatro mundos que él mismo había definido: la aristócrata infiel hipócrita y aburrida, la compradora compulsiva, la burguesa venida a menos que trata de aparentar ser alguien que no es, las intrigantes casamenteras cuyo único objetivo de escalar posiciones en la sociedad, las jóvenes provincianas que se pierden en el submundo de la gran ciudad… Y como trasfondo, en una el ansia por ganar más y más dinero para gastarlo en fiestas y lujo mejor cuanto más sofisticado, y, en la otra, el progreso como fenómeno inexorable que sobrevendrá triunfando por encima de las antiguas normas sociales y de cualquiera que pretenda frenarlo.

2. LA NECESIDAD DE LA REFORMA DE PARÍS Las razones que explican la reforma de la capital francesa se remontan a una época muy anterior al Imperio y se pueden clasificar en tres tipos: higiénicas, militares y económicas (Kranowski, 1968). El París medieval, de calles estrechas y una gestión de aguas residuales y deshechos inexistente, había sido víctima de diversas epidemias. Hasta 1850, las redes de saneamiento tiraban al Sena todas las aguas; y los parisinos, los deshechos a las calles. Eso favoreció la perpetuación de las epidemias. A las pestes de 1348 y 1530 hay que sumarle el cólera que se extendió a partir de 1830, y que asoló especialmente los barrios pobres del París medieval como Saint-Marcel o l’Oursine. En ellos, la falta de una adecuada gestión de residuos impedía que se superase la epidemia y agravaba su virulencia. Fue la gota que colmó el vaso. El trauma que supuso para la capital francesa dio lugar a que las medidas tomadas no se quedaran en paños calientes, sino que se pusieran en marcha, por fin, obras de gran envergadura. En la novela Au Bonheur des Dames, en el entierro de la prima de Denise, la joven Géneviève, el viejo comerciante Bourras compara

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la caída de los pequeños comerciantes con el cólera que se va extendiendo a medida que el gran almacén amplía el espectro de productos ofrecidos: ahora perfumerías, después floristerías, etc. Esta comparación pone de manifiesto el trauma que supuso la epidemia de cólera en París, que era recordado varias décadas después, ya que la novela está ambientada en la década de los 70. A este motivo higienista hay que añadir el de la seguridad. A partir de la toma de la Bastilla y de las revueltas de la primera mitad del siglo XIX, se hacía cada vez más evidente la necesidad de limitar la capacidad del pueblo llano para levantarse y tomar las calles. No hay que olvidar que las revoluciones que se suceden en Francia en 1789, 1794, 1799, 1830 y 1848 se deciden en París. Esta seguridad se conseguiría mediante la apertura de grandes avenidas como la de la Ópera, en las cuales, controlar un grupo de insurrectos resultaría muy sencillo. Tal y como declaró el diputado Ernest Picard en 1856 para destacar las ventajas de las grandes avenidas rectilíneas: «Las balas no saben girar por la primera a la derecha» (Benevolo 1993)158. Por otro lado, el aumento de población en los primeros momentos de la industrialización, junto con la prohibición de edificar más allá del recinto amurallado que englobaba las doce primeras circunscripciones, fomentaba el hacinamiento de los más desfavorecidos de la ciudad (De Paulis, 2004). Antes de la reforma haussmanniana, se había mejorado la urbanización de manera parcial, es decir, se había actuado sobre todo en los barrios de la orilla derecha correspondiente a los sectores sociales más influyentes y mejor situados. El problema consistía en que la población en aumento era la obrera. Lo peor no era tanto la explosión demográfica como la implosión demográfica, es decir, que el aumento de habitantes se producía dentro de los muros de la ciudad. Paralelamente a la degradación de las condiciones de salubridad del centro, se producía la descentralización de las clases más acomodadas. Los parisinos ricos invertían en los terrenos de las afueras, especialmente en el caso de aquellos que ocupaban barrios asolados por el cólera (Clerget, 1995).

158. Ernest Picard, junto con Jules Favre, Émile Ollivier, Hémon y Darimon, constituyó el bloque de diputados conocido como «Los Cinco» por su denodado ataque al Imperio. En 1867 interpeló a Haussmann acerca de las finanzas de la reforma de París.

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La población parisina pasó de 547.756 habitantes en 1801 a 1.053.262 en 1851, y en 1880 se había multiplicado por cuatro (Lora-Tamayo, 2002). A pesar de las peticiones en 1829 y 1843 para construir más allá de las murallas y así evitar la sobrepoblación de los barrios obreros, hubo que esperar a Haussmann quien, no solamente abolió la prohibición, sino que en 1860 aumentó el número de circunscripciones de París a las veinte actuales. Por otro lado, esta anexión explica que la población parisina se doblase entre 1851 y 1871. Al principio, el incremento de habitantes se dio sobre todo en los barrios de Le Châtelet, Les Halles, St. Antoine y St. Marcel. Finalmente, la apertura en 1837 del ferrocarril entre París y Sant-Germain, rodeando la ciudad, dio lugar a la construcción de estaciones y vías en la propia urbe que debían conectar con los canales de distribución de la capital. En 1842 se instauró el plan nacional de ferrocarriles que otorgaba durante 40 años el monopolio de las líneas principales a las grandes compañías, pasando a manos públicas al término de ese período. El desarrollo económico fruto del establecimiento del ferrocarril dio lugar a una relación más intensa entre París y las provincias, paralela a la transformación de la ciudad, y típica de los primeros pasos de la Revolución Industrial (Benevolo, 1993). Haussmann construyó las estaciones de SaintLazare, Nord, l’Est, Lyon, Austerlitz y Montparnasse. El progreso sobrevenía como algo inevitable. Zola lo expone en sus novelas, por ejemplo, cuando explica la irreversibilidad de los pasos de Mouret, el dueño del gran almacén en Au Bonheur des Dames: Además, si hubiera cometido la locura de cerrar el Bonheur, otro gran almacén habría salido por sí mismo al lado, pues la idea estaba en el aire en los cuatro puntos cardinales, el triunfo de las ciudades obreras e industriales había sido sembrado por el golpe de viento del nuevo siglo... (Zola, 2000, 549)

Esta sensación de irreversibilidad también se respira en La Curée. Si no hubiera sido Aristide Saccard, funcionario del Ayuntamiento alerta a cualquier información, cualquier documento olvidado encima de un escritorio sin vigilancia, etc., cualquier otro funcionario avispado habría sacado partido de su posición privilegiada. Ese

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beneficio estaba ahí esperando que alguien se lo llevara; simplemente Saccard tuvo más suerte, más ingenio o menos escrúpulos. El historiador francés Louis Girard se cuestiona las razones que dieron lugar a la aparición de los grandes almacenes precisamente durante el Segundo Imperio, y las asocia a la industrialización. En realidad, fueron fruto de una lenta transformación a partir de los «bazares» que ya existían durante la Restauración. Los almacenes de novedades de la década de 1840 son el antecedente más inmediato de los grandes almacenes. De hecho, al comienzo de Au Bonheur des Dames, el negocio de Mouret es prácticamente un almacén de novedades venido a más. Es la aparición del ferrocarril la que fomenta una economía de producción en masa basada en la concentración. Como hemos visto, el gran almacén cuenta con la venta rápida de un stock importante que permite obtener beneficios. Pero para esa transformación hacía falta una nueva clase pudiente, la nueva burguesía de Napoléon III, los nuevos ricos de la gran ciudad. Los capitalistas buscan un empresario, un gestor arriesgado y eficiente. El Octave Mouret de Zola es la representación de la ambición, la lucha de los apetitos, las tentaciones y el poder. Pero, al mismo tiempo es la imagen de la juventud, la modernidad y el dinamismo vital. Esta imagen es muy atractiva para los inversores, como el Hartmann de la novela, o los banqueros de la vida real. Los hermanos Péreire, para revalorizar sus inmuebles de la calle de Rivoli, se asocian en comandita con Chauchard y Hériot, los fundadores de las Galeries du Louvre. Los nuevos modos empresariales descritos por Zola en la novela crean escuela: el estilo de Boucicaut, fundador de Au Bon Marché, es seguido por Cognacq y Jay, dueños de La Samaritaine y por Jules Jaluzot, dueño de Le Printemps. Es la «escuela» del Au Bon Marché (Girard, 1981). Tanto las Tres Redes, y el ensanche de París de 1860, como la industrialización tienen referencias explícitas, aunque sutiles, en la novela. Hay que destacar que Zola se permite cometer ciertos anacronismos intencionados para resaltar el avance de los tiempos. Al describir las calles del nuevo París en Au Bonheur des Dames habla del alumbrado eléctrico, que no fue instalado hasta 1879, unos diez años antes de la época en que está ambientada la novela (Zola, 2000).

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En La Curée, los anacronismos son más acusados, como si Zola no tuviera conciencia del año en que subió a la Prefectura Haussmann o el comienzo de la guerra de Crimea. Da la impresión de que la exactitud cronológica no es tan relevante como la historia de corrupción que quiere contar y se permite todo tipo de licencias con tal de transmitirla en toda su crudeza. A partir de 1848 surge otra motivación, hacer de París un símbolo imperial de modernidad y progreso, objetivo se hizo realidad a finales del siglo XIX. Optimismo en la apreciación de la vida en la ciudad es una de las características de la segunda novela de Zola que tratamos. El autor rompe con el pesimismo que predomina en las demás novelas de la saga Rougon-Macquart y se coloca del lado del progreso que representan los grandes almacenes. Zola pone en boca de la protagonista, Denise, las razones que le llevan a estar a favor del gran comercio frente al tradicional: La evolución lógica del comercio, las necesidades de los tiempos modernos, la grandeza de las nuevas creaciones, y el bienestar creciente del público. (Zola, 2000)

Curiosamente, al tratar de responder a estos argumentos, Baudu, tío de Denise y uno de los últimos propietarios de un pequeño comercio, que no entiende la razón del afán de expansión del gran almacén, comenta: Además, a fuerza de agrandarse, se llegaría al ridículo; los clientes se perderían, ¿y por qué no Les Halles? (Zola, 2000)

Lo que tiene de relevante el comentario es que en la actualidad hay un enorme centro comercial en la plaza de Les Halles.

3. LA PLANIFICACIÓN DEL NUEVO PARÍS Haussmann no planificó la reestructuración de París, como podría pensarse a priori, sino que fue poniendo en práctica poco a poco las ideas que el Emperador le había presentado. Por su parte,

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Napoleón III, copió el proyecto que ya había comenzado a desarrollar su tío, Napoleón I, pero que nunca llegó a implementar. Y mientras comenzaba la remodelación, se rodeó de los mejores ingenieros con que contaba Francia en aquel momento: Alphand, especialista en jardines y Belgrand, dedicado al saneamiento y la gestión de las aguas159. La elección de dos ingenieros de la reputada École des Ponts et Chausées, en lugar de elegir como consejeros a los arquitectos del Instituto de Bellas Artes, como venía siendo la costumbre, no fue casual. Los ingenieros eran más sensibles a las enseñanzas saintsimonianas, en virtud de las cuales, los valores de progreso coincidían con la política de inversiones productivas del Segundo Imperio (Lora-Tamayo). Según Saint-Simon (1760-1825), la organización del nuevo sistema surgido de la revolución debía ser llevada a cabo por científicos e industriales quienes velarían por los intereses generales de la sociedad y la llevarían hacia la nueva era industrial. Desde la muerte de Saint-Simon en 1825, sus discípulos trataron de perpetuar las enseñanzas del maestro. Entre ellos destacaba Prosper Enfantin, ingeniero politécnico, quien estaba decidido a buscar adeptos entre los nuevos ingenieros. En las siguientes generaciones es difícil distinguir entre verdaderos seguidores y meros simpatizantes160. Hay que resaltar a Michel Chevalier, figura controvertida por su ideología liberal que ha sido puesta en duda, precisamente, por su adhesión al régimen de Louis-Napoléon (Plessis, 1996)161. También encontramos entre los simpatizantes saint-simonianos a los hermanos Isaac y Émile Péreire, quienes desempeñaron un papel importante en la economía de Napoléon III. El saint-simonismo con el que simpatizaba el nuevo emperador preconizaba la importancia del crecimiento económico como base para la mejora de las clases 159. Jean-Charles Adolphe Alphand (1817-1891), ingeniero especialista en jardines y paisajismo con Haussmann, además se hizo cargo de las obras de París desde 1870; y, desde la muerte de Belgrand en 1878, también de la gestión de aguas y residuos. Marie-François-Eugène Belgrand (1810-1878), ingeniero especialista en hidrología, innovador de gran reputación aun después de la caída de Haussmann. 160. Para un análisis de los motivos que llevaron a los ingenieros a sumarse a este movimiento y el alcance de esta adhesión, ver el trabajo de Antoine Picon publicado en la página web de la Harvard Design School. 161. El tratado Cobden-Chevalier, de corte liberal, en un país de tradición proteccionista como Francia no fue óbice para que algún republicano como Jules Simon afirmara que Chevalier nunca fue liberal sino partidario de la autoridad fuerte, y le describiera simplemente como independiente.

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trabajadoras; la necesidad de una autoridad económica fuerte capaz de tomar decisiones que fomentaran el aumento de la productividad aunque no fueran populares; el desarrollo de las infraestructuras públicas —el ferrocarril, especialmente, y la multiplicación de las fuentes de crédito y el abaratamiento de los mismos. El Emperador simpatizó con los saint-simonianos, que eran casi todos ingenieros, debido a que había leído al maestro mientras estuvo preso en la fortaleza de Ham entre 1840 y 1846. Pero esta adhesión se produjo solamente al principio de su mandato. A partir de la década de los 60, a medida que afloraron los problemas presupuestarios y la deuda pública, procuró rodearse de consejeros más conservadores, y partidarios de una política económica más ortodoxa que cuidaran los presupuestos del Estado. Sin embargo, en lo que se refiere a la transformación de París, se aprecian todos los rasgos que le aproximaban a los saint-simonianos: la preocupación por la situación de las clases obreras le llevó a construirles nuevos barrios y a terminar con las condiciones insalubres de sus viviendas; acudió al crédito y la creación de bancos con forma jurídica de sociedad anónima como motor de progreso; finalmente, se dedicó a la gestión de un programa de obras públicas que impulsara el desarrollo económico en París al estimular la iniciativa privada y mejorar las infraestructuras, en concreto, la unión de las nuevas estaciones con las grandes vías de comunicación que enlazaban la capital con las provincias (Plessis, 1996). Aunque los reyes Henri IV y Louis XIV habían realizado actuaciones en la periferia de la ciudad, no fue hasta Pierre Patte (17231814), arquitecto de Louis XV, que se afrontó la apertura de calles rectas que atravesaran los barrios antiguos, y el desmantelamiento y traslado de hospitales y cementerios fuera de la ciudad. En total, se abrieron 37 calles entre 1815 y 1830, y 112 entre 1833 y 1848 (Clerget, 1995). La diferencia entre esas actuaciones y las del prefecto del Sena será que ahora no solamente el París de los ricos se embellecerá y adecentará, también los barrios más desfavorecidos verán cambiar su aspecto. Las palabras clave serán accesibilidad, circulación y plan general. El Plan de las Tres Redes no seguía una estructura decidida de antemano sino que el criterio de diferenciación era exclusivamente la financiación, según si procedía del Estado o no. Lo sorprendente fue

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que a partir del aparente asistematismo se llegó a un resultado coherente y sistemático (Lora-Tamayo)162. Uno de los conceptos nuevos más importantes en la obra de Haussmann es el de vía pública. Se trata de la gran avenida en cuya construcción, no solamente se demolieron las callejuelas y pequeños barrios medievales existentes, sino que se aprovechó para excavar el subsuelo y crear el nuevo sistema de alcantarillado163. Haussmann presentó el gran colector como su obra maestra, y lo llamó «cloaca maxima» porque se inspiró en la obra de Lucius Tarquinius, quinto rey de Roma. También los acueductos de Belgrand se parecen a los de la Roma imperial (Clerget, 1995). A medida que se pavimentaba, se creaban pequeños espacios verdes y se plantaban árboles a lo largo de la nueva vía pública. De esta forma, la instauración de la vía implicaba un proceso de saneamiento, embellecimiento, descongestión circulatoria y parcelación residencial que ya no es responsabilidad de los arquitectos, sino que pasa a ser competencia de los ingenieros. La ciudad es ahora una ciudad-sistema donde existen diferentes tipos de vías: grandes avenidas rectilíneas que permiten el acceso al ferrocarril, vías transversales o radiales, otras que unen puntos simbólicos (monumentos, fuentes, etc.) y vías que acogerán los nuevos inmuebles (Lora-Tamayo, 2002). Son el elemento principal de la ciudad-sistema en la que conviven, además de la ciudad aparente, otra subterránea que canaliza, por un lado, aguas útiles y, por otro, los residuos y aguas desechables y, finalmente, superpuesta a la urbe, una estructura meticulosa de zonas ajardinadas, parques y squares164. La reforma de la Primera Red (1855-58) consistió en la terminación de las obras emprendidas por sus antecesores. Se trataba de trazar una cruz sobre París: un eje de Oeste a Este, alargando la calle de Rivoli hasta Saint-Antoine, y otro de Norte a Sur, el boulevard Sébastopol, que desembocaría en la plaza de Chatêlet, y continuaría en la Cité y en la orilla izquierda del Sena. También en la orilla 162. La autora Marta Lora-Tamayo, en su espléndido trabajo, compara esta carencia de Haussmann con la planificación de Ildefonso Cerdá, seguidor de Haussmann, a la hora de ejecutar el ensanche de Barcelona. 163. La palabra francesa para esta obra es percement o percée que significa perforación, lo que indica la envergadura del trabajo. 164. Este término inglés designa a los pequeños parquecillos, diferentes del Bois de Boulognes o de los grandes parques parisinos. Es una muestra de la admiración imperial a la ciudad de Londres.

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izquierda, se diseñó el boulevard Saint-Germain. En la orilla derecha, se reconstruyeron los mercados centrales (halles) con pabellones abovedados de hierro. La zona se conectó a otros barrios mediante la calle Turbigo. La isla de La Cité fue arrasada por completo y se edificó el aparcamiento municipal, actual Comisaría de Policía (Chaurand, 2001). No hubo déficit ni generó críticas destacables. La Segunda Red (1858-1869) se centró en la gestión de apeaderos de ferrocarril, y la conexión entre las estaciones y los grandes ejes de circulación. Se crea la avenida Dusmenil, que une la ciudad con el Bois de Vincennes. Se diseña un entramado alrededor de la plaza de L’Étoile. Se urbanizan las calles alrededor de Les Invalides y la Escuela Militar y, finalmente, se abre el boulevard Malesherbes. Las nuevas calles ya estaban asfaltadas y provistas de aceras. Se captaron aguas de los afluentes Dhuis y Vanne. Se amplió la red de alcantarillado de 150 a 500 km. Los espacios verdes alcanzaron las 1.800 hectáreas gracias, entre otras cosas, a los dos grandes parques creados por Alphand al oeste y al este (Bois de Boulogne, en la anterior actuación, y Bois de Vincennes, en ésta). La financiación consistió en el «Tratado de los 180 millones» que se analizará más adelante, en el apartado dedicado a la financiación. La Tercera Red completa la segunda con la calle Réaumur y la prolongación de las ya existentes. Se abre el boulevard de L’Opéra y se urbanizan los alrededores. Se financió mediante la Caisse des Travaux y los «bonos de delegación». No tiene una delimitación cronológica exacta porque coincide con el fin del mandato de Haussmann. Tal y como lo expresa el propio Zola en La Curée: «¡París, finalmente mareada y apaleada!». La planificación de las tres etapas está descrita exhaustivamente por boca del protagonista de esa novela, Aristide Saccard, quien, premonitoriamente, desde una de las colinas de París, delinea con su mano cada nueva vía como quien corta el patrón de un vestido. Esta obra está ambientada durante la ascensión de Haussmann, justo cuando empiezan las obras de la Primera Red. Sin embargo, la dura denuncia que supuso no tuvo la repercusión esperada ya que fue publicada en 1871, cuando el Imperio ya había caído y la crudeza de sus infamias había sido mitigada por el olvido (Zola, 1996). También Au Bonheur des Dames fue publicada cuando la luz del Imperio se había apagado; sin embargo, la fecha es un poco más tar-

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día, 1883, y también la acción, que se centra en el período de la Tercera Red (1869-70). A lo largo de la novela aparece la apertura del nuevo boulevard de L’Opéra y los innumerables trastornos para los vecinos que conllevó la obra.

4. LA ESPECULACIÓN EN LAS NOVELAS DE ZOLA Mientras que la especulación aparece como un fenómeno inherente al progreso y a la modernización de París en Au Bonheur des Dames, La Curée nos muestra la cara más cruel y amarga del fenómeno. En especial porque la catadura moral de los personajes es diferente. En la primera obra, Zola nos muestra la nueva clase empresarial: arriesgada, emprendedora y, sobre todo, capaz de cualquier cosa con tal de sobrevivir en el más puro sentido darwiniano. En la otra, aparece lo peor de las intrigas del Imperio de Napoleón III: desde nobles que se venden al poder establecido sea éste cual sea, hasta advenedizos enriquecidos y resentidos —como el propio protagonista Aristide Saccard— para quienes la riqueza y el poder nunca parecen ser suficientes, pasando por usureros, casamenteras de la peor calaña, y todo tipo de viciosos y corruptos. El punto de conexión de ambas novelas es la reforma de París y, más concretamente, su financiación. En La Curée, como se ha visto, aparece diseñada en la cabeza de su protagonista quien la imagina desde la colina de Montmartre y dibuja con un dedo en el aire las Tres Redes. En Au Bonheur des Dames, por el contrario, la reforma está casi terminada, y se refleja con precisión la apertura de la avenida de la Ópera y el final caótico de la Tercera Red. En las dos novelas se muestran las principales entidades financieras de la reforma, asociadas inevitablemente a los hermanos Péréire: el Crédit Viticole en la primera y el Crédit Immobilier, dirigido por el barón Hartmann, en la segunda (inspirado en el verdadero Crédit Mobilier dirigido, tras su dimisión como prefecto, por Haussmann). Aunque hay especulación inmobiliaria en Au Bonheur des Dames, es una novela centrada en el desarrollo empresarial más que en la especulación en sí mima. Es por eso que se limita a describir cómo Mouret, dueño del negocio, utiliza la especulación para ampliar la

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empresa. Se trata del episodio en el que Mouret intenta convencer al barón Hartmann, director del Crédit Immobilier, para que financie su ampliación. Zola explica el proceso de expropiación en una página. Se estaba prolongando la calle Réaumur. Se iba a abrir una nueva sección con el nombre de calle Dix-Décembre, entre la Plaza de la Bolsa y la plaza de L’Opéra. Hacía un año y medio que había sido declarado de utilidad pública y se acababa de nombrar el jurado de expropiación. Mouret llevaba tres años esperando este momento. Como la calle Dix-Décembre iba a cortar la calle Michodière, en la que estaba situado su negocio, pretendía ampliar su establecimiento y ocupar tres de las fachadas de la manzana. Se había enterado de que existía un acuerdo entre Hartmann y la administración por el cual el Crédit Immobilier se comprometía a ejecutar las obras de urbanización (le percement) y a cambio se quedaba con la propiedad de los terrenos no utilizados. Y, además, sabía que el banco, bajo cuerda, había comprado los terrenos edificados que lindaban con las obras de urbanización (Zola, 2000). El acuerdo que le propone es una asociación empresarial: Edificaremos en los terrenos una galería de venta, demoleremos o modificaremos los inmuebles y abriremos los almacenes más grandes de París, un bazar que nos hará millonarios. (Zola, 2000)

Además, Hartmann conservará una de las fachadas del edificio donde construirá un hotel de lujo para turistas. Un negocio redondo. Por el contrario, en La Curée la trama de la novela está intrínsecamente unida a la actividad especulativa de los protagonistas. Entre ellos destaca Aristide Saccard, a quien Zola asocia directamente con la reforma de París, de manera que los destinos de la villa y del especulador van parejos a lo largo de la novela. Cuando la especulación derivada de la reforma está enriqueciendo a la ciudad, Saccard, hermano de un ministro imperial, disfruta de un momento financiero boyante fruto de sus negocios especulativos. Y, a la inversa, el momento histórico en el que se agota la burbuja especulativa de la capital coincide con el declive del protagonista. La especulación en esta novela adopta diferentes formas. Por un lado, aparece la empresarial reflejada en el negocio de la Société

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Générale des Ports du Maroc. Se trata de una sociedad ficticia que se anuncia en periódicos y carteles avalada por el miembro del Consejo Municipal, Toutin-Laroche, industrial, fiel al prefecto del Sena, que pretende ser senador a toda costa, y que ha vendido su nombre a esta compañía cuyo presunto objetivo es establecer sucursales comerciales a lo largo del Mediterráneo. El lanzamiento de la corporación es un éxito debido a la publicidad que se le da en los medios escritos, pero se descubre el fraude y los accionistas, que habían invertido confiados en el respaldo del consejero, pierden su capital. El buen nombre de Toutin-Laroche queda salvaguardado, y consigue llegar al Senado porque reclama una investigación judicial y se comporta con severidad. Este personaje es el mismo que crea el Crédit Viticole (inspirado en el Crédit Agricole). La idea, en principio, era ofrecer recursos financieros a los agricultores vitivinícolas con el aval de sus propiedades. Es Aristide Saccard quien asesora al consejero municipal en este asunto. Gracias al poder de Toutin-Laroche, a la imaginación financiera de Saccard y al apoyo político de su hermano, el ministro Rougon165, que calla las críticas de los periódicos, el Crédit Viticole sale a Bolsa con gran éxito. Pero las operaciones especulativas en que se ve implicada la empresa la ponen en peligro continuamente hasta que termina cerrando, provocando pérdidas a los accionistas y a todos los implicados. Estos consejos financieros de Saccard no fueron gratuitos. Se los cobró en favores en otras actividades especulativas puramente inmobiliarias. Por ejemplo, las referidas a la dote de su segunda mujer. Renée era una joven aristócrata con quien se había casado para escalar posiciones, en régimen de separación de bienes para preservar su orgullo masculino y por decisión de su suegro. Aprovechando que ella derrochaba el dinero siguiendo el tren de vida al que estaba acostumbrada, para hacerle un favor y supuestamente para conseguirle fondos, dado que tenían separación de bienes, ocultamente Saccard le compró una de las propiedades de su dote por debajo de su valor. Se trataba de una casa situada en la calle de la Pepinière valorada en 200.000 francos. La compra, por 150.000, se realizó a través 165. El verdadero apellido de Aristide Saccard es Rougon, pero al llegar a París se lo cambió para no perjudicar a su hermano porque él es un «don nadie». De ahí que el ministro sea Eugène Rougon y él Aristide Saccard, aunque son hermanos de padre y madre.

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de Larsonneau, un intermediario que, en realidad, estaba asociado con Saccard. A continuación, Saccard revendió la casa dos veces a testaferros, para inflar su valor hasta 300.000 francos. Entretanto, el socio se encargó de presionar a los inquilinos amenazando con no renovar el contrato de arrendamiento, que en esa época habitualmente era a largo plazo, si no aceptaban una enorme subida del alquiler. En ocasiones, les proponía una subida ficticia durante los primeros cinco años, para hacerles firmar. Cuando los inquilinos se negaban, siempre encontraba otros inquilinos incautos a quienes hacía firmar cualquier cosa. Para completar la jugada, la hermana de Saccard, Sidonie, para ayudarle, decidió establecer un almacén de pianos ficticio en uno de los locales de los bajos de la casa. Saccard y su socio crearon libros de contabilidad ficticios y falsificaron escrituras para que el negocio de Sidonie pareciera real. De esta forma, el valor de la casa subió hasta 500.000 francos. La lógica de estas operaciones se basaba en que Saccard contaba con información privilegiada. Mientras trabajó en el Ayuntamiento años atrás, de forma irregular, había tenido la oportunidad de ver el Plan de Renovación de París de Napoleón I que el actual Emperador pretendía seguir. Por eso, y por lo que había oído en los pasillos y en los despachos, sabía que se iba a crear el boulevard de Malesherbes, que atravesaría la calle de la Pepinière. Ésa era la razón para revalorizar la casa: obtener una buena indemnización en el momento oportuno. Y así fue. La tramitación del expediente en el Consejo Municipal no tuvo ningún problema gracias a que Saccard se hizo amigo de la mujer de un miembro importante, utilizando el nombre de su hermano, para ejercer influencia sobre su decisión. Pero las cosas se pusieron difíciles en la Comisión de Indemnizaciones. Ahí fue donde la intervención de Toutin-Laroche, devolviéndole el favor, resultó decisiva. La indemnización se fijó en 600.000 francos, tres veces más de su valor real. Aunque su relación con Toutin-Laroche fue fructífera, no se puede decir lo mismo de su socio Larsonneau, el que le sirvió de intermediario en la compra de la casa, ya que guardó los libros y las escrituras falsificadas del negocio de Sidonie durante muchos años y, finalmente, hizo chantaje a Saccard. Con el dinero obtenido en esta operación, Saccard repitió la maniobra especulativa obteniendo enormes beneficios y convirtiéndose en un verdadero experto.

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Otra de las propiedades de la dote de Renée con la que trapicheó Saccard consistía en unos terrenos en la Charonne, valorados en 300.000 francos, que Renée había prometido no vender jamás. Aparece aquí un juego de palabras, ya que la palabra charogne, fonéticamente similar a la anterior, en francés significa «carroña»; y el título de la novela, curée, significa «carnaza». La propiedad de la Charonne, actualmente en la IXª circunscripción, no estaba aún completamente construida e iba a ser remodelada aprovechando la construcción del boulevard Prince-Eugène, que en la novela parece no construirse jamás y que, en la realidad, es el actual boulevard Voltaire. Esta propiedad, herencia de la tía de Renée, que se la había regalado al casarse con la condición de no venderla nunca, tiene una importancia especial en la trama de la novela. En primer lugar, Saccard urdió una trama con mucho tiempo para sacársela a Renée y, para ello, convenció a su mujer de que edificara cualquier tipo de negocio con el fin de revalorizar la propiedad. Fue el socio de siempre, Larsonneau, quien construyó un caféconcierto. En el contrato constaba una cláusula según la cual, Renée aportaba los terrenos, por un valor de 500.000 francos, y el socio aportaba la construcción del local y de un parque de juegos, por la misma cantidad. Si alguno decidiera retirarse del negocio, podría, por tanto, reclamar del otro esa cantidad. A continuación, él permitió que su mujer se endeudara con modistos y joyeros, y no pagó, permaneciendo como simple testigo. Incluso desempeñó el papel de intermediario entre Renée y un usurero, su socio, de forma que al tener que pedir dinero a Larsonneau como usurero y ver crecer los intereses de forma acelerada, Renée no tuviera más remedio que aceptar vender la propiedad. El robo consistía en que la venta se realizaba a la sociedad compuesta por Larsonneau y el propio Saccard, su marido, que pretendían, y de hecho lo consiguieron, llevarse la indemnización. La firma de aceptación de la venta por la mujer se realizó en unas circunstancias especialmente dramáticas, cuando él la descubrió en la peor de las traiciones con su hijo mayor, fruto de su primer matrimonio, y, por tanto, hijastro de ella. Y el robo por Saccard de la indemnización, además de sacarle de la ruina y permitirle salir adelante, constituyó la venganza por dicha traición. Como dice Zola:

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El padre, en lugar de matarla, le había robado; este hombre castigaba a la gente vaciándole los bolsillos; la firma caía como un rayo de sol en mitad de la brutalidad de su cólera y él se llevaba el documento firmado como venganza.

La venta del terreno de la Charonne se realizó en un momento de la reforma de París en el que estaba a punto de aceptarse que se expropiaran exclusivamente los terrenos que se iban a dedicar a construir la vía pública, lo que perjudicaría seriamente a Saccard. De ahí su prisa. Esta premura le llevó a emplearse a fondo y se dio la increíble situación de que él mismo pertenecía a la comisión que el jurado de expropiación había nombrado para redactar el informe de la propiedad de la Charonne donde estaba el terreno de su mujer. Además del propio Saccard, la formaban su consuegro, con quien había pactado por dinero el matrimonio de su hijo traidor, y tres personajes más, ninguno de los cuales tenía intención de poner problemas. Finalmente, como era de esperar, fue él quien redactó prácticamente solo el informe y se fijó la indemnización en 3 millones de francos. Ése fue el precio de su venganza. Pero, además de esta especulación inmobiliaria privada, por llamarla de alguna manera, hay que destacar otro tipo de especulación por parte del protagonista, esta vez al servicio del Ayuntamiento de París. En la época en la que Saccard no era más que un empleado del Ayuntamiento, ávido de informaciones privilegiadas, sacó partido del enfrentamiento existente entre la administración local de París representada por el propio Ayuntamiento, y la nacional, representada por el Consejo de Estado. Cuando la municipalidad decidió comprar determinados inmuebles con fines especulativos para poder echar sin indemnizar a los arrendatarios, éstos protestaron ante el Consejo de Estado que les apoyó, declarando la compra como una expropiación bajo cuerda. Entonces, Saccard ofreció sus servicios como testaferro del Ayuntamiento, de manera que éste no figurara en la compra y la adquisición no se interpretara como una expropiación. Más adelante, al decidir el Ayuntamiento subcontratar las obras de urbanización de determinadas calles y avenidas, Saccard consiguió la contrata de desescombro. Tampoco fueron muy limpias sus

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acciones en esta nueva faceta. Por ejemplo, en Passy, se le ocurrió rellenar la llanura con los escombros de Trocadero para ahorrar costes, de forma que la tierra buena quedó a dos metros de profundidad y era imposible hacer crecer la hierba. Se le relacionó con alguna quiebra empresarial ocasionada al horadar un gran agujero en una calle simplemente para hacer creer que se iba a abrir una nueva calle y revalorizar un inmueble; el relleno del agujero se le concedió a él, por obra y gracia de su hermano ministro. La especulación de Saccard con el Ayuntamiento llegó a su máxima expresión cuando, en el momento más delicado para el presupuesto municipal, Saccard descontó una enorme cantidad de bonos de delegación y especuló con este dinero que el Consistorio avanzaba a los empresarios concesionarios de los trabajos públicos166.

5. LA BASE LEGAL Las bases jurídicas principales de la transformación de París fueron la Ley de Expropiación Forzosa de 1841 y el Decreto de 26 de marzo de 1852. El instrumento básico fue la expropiación que estaba ya incorporada a la legislación francesa cuando Haussmann llegó a la Prefectura del Sena. Nos encontramos la expropiación forzosa invocando el interés público, primero, en 1807 en la legislación sobre marismas, después, en la legislación de 1841 como caso excepcional y, finalmente, como norma general en el Decreto de 1852. Por eso, Haussmann no puede ser considerado como un gran jurista sino que, más bien, sus aportaciones en urbanismo se refieren a la reorganización urbana y administrativa. Desde el punto de vista jurídico, se limitó a emplear las herramientas de las que disponía. La tradición urbanística en Francia, antes de que se regulara, consistía en acuerdos pactados por los administradores de las ciudades, los ingenieros de L’École des Ponts et Chaussées, los propietarios y los arrendatarios y, en todo caso, el Consejo de Estado ejercía de mediador. 166. Se verán detenidamente más adelante en el epígrafe dedicado a la financiación.

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Fue durante el Primer Imperio cuando se reguló el derecho de expropiación con las leyes de 1807 y 1810, que serían continuadas por las de 1833 y 1841, bajo el reinado de Louis-Phillippe de Orléans. En ellas, se limita el derecho de expropiación a aquellos terrenos necesarios para la realización de vías públicas. En ocasiones, había una parte sobrante de la parcela expropiada que no era necesaria para la construcción de la vía y que permanecía en manos de su dueño. En ese caso, si la parcela estaba edificada, el propietario debía construir una nueva fachada; si no estaba edificada y había sitio suficiente el propietario debía edificar. El escollo era que muchas veces no había sitio suficiente, pero el propietario edificaba de cualquier manera para rentabilizar lo que le quedaba de parcela, eliminando patios, sin asegurar la aireación necesaria, lo que se conoce como «edificios-armario», denominación que explica gráficamente la situación. Había una excepción en estas leyes según la cual, en este último caso, los propietarios podían pedir a la Administración que les comprara la parcela entera. Como suele suceder, la excepción se convirtió en norma. En dos Decretos de 1848 y 1849, referentes a las expropiaciones de los propietarios para la construcción de la calle Rivoli y para la reforma de la zona comprendida entre el Louvre y las Tullerías, los propietarios autorizan a la Administración a comprar el inmueble entero y revender las zonas sobrantes. El matiz diferente en estos Decretos es que ahora es la Administración la que decide si compra o no las partes sobrantes de las alineaciones de las calles. Estas leyes permitieron construir nuevas calles pero no llevar a cabo una verdadera transformación de la ciudad. Además, el efecto conseguido fue el opuesto al deseado: proliferaron los edificios insalubres y demasiado condensados. La ley de las consecuencias no queridas también se da en legislación urbanística. Lo curioso de la empresa haussmanniana es que se basó en estas mismas leyes para realizar lo que hasta entonces no parecía posible. Al llegar al poder Louis-Napoléon Bonaparte, las cosas cambiaron. Primero, decidió prescindir de la Asamblea Legislativa y estableció que, a partir de entonces, las reformas urbanísticas se decidirían a golpe de Decreto, sin discusión con el cuerpo legislativo (Lora-Tamayo, 2002). El del 26 de marzo de 1852, ratifica las leyes de 1807 y de 1841 con una excepción: la Administración, además de tomar la decisión

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de comprar o no las partes sobrantes de las parcelas cuando no son edificables, que no era nuevo, puede expropiar aquellas parcelas fuera de las alineaciones de las nuevas calles cuando su adquisición se considere necesaria para la supresión de antiguas vías públicas, ahora ya inútiles. La imprecisión a la hora de redactar el Decreto permitió expropiar barrios enteros, en determinadas circunstancias. Sin embargo, permitió una reparcelación coherente y más eficiente. De esta forma, Haussmann conseguía dinero revendiendo las nuevas parcelas para poder financiar la tremenda reforma urbanística de París. Acusado de favorecer la especulación por algunos, el Prefecto del Sena simplemente buscaba financiación privada para su proyecto, y de esta forma, evitar el recurso a las arcas públicas y el engrosamiento de la partida de créditos a la Administración. El segundo aspecto importante en cuanto a los cambios legislativos trata de la organización catastral que fue iniciada durante el Primer Imperio. Efectivamente, fue Napoleón I quien creó un catastro completo y eficiente con la idea de mejorar los ingresos públicos. Para ello publicó la ley del 16 de septiembre de 1807, complementada por un Reglamento en enero de 1808 y el Código del Catastro de 1811. Estos trabajos fueron encargados al matemático Jean-Baptiste Delambre, profesor del Collège de France y uno de los fundadores del Bureau des Longitudes167. La elaboración del Catastro Napoleónico duró casi 40 años. Su finalización, en 1850, coincide justamente con el año en el que Napoleón III se decidió a impulsar la transformación de París. Evidentemente, la labor de la comisión encabezada por Delambre facilitó enormemente los trámites de expropiaciones, reparcelaciones y remodelaciones de los barrios medievales emprendidas por Haussmann. Hay un tercer aspecto legal que explica que la urbanización, el saneamiento y el ajardinamiento se pudieran llevar a cabo rápida y eficientemente. Se trata de la regulación de los planos de nivelación que permitiría realizar de manera simultánea las obras con una perspectiva global. En primer lugar, se exigía que cada propietario de un solar edificable colindante a una nueva vía solicitara la indicación de su nivelación. Dependiendo del nivel asignado a cada par167. Delambre, junto con Méchain, se encargó de medir, tras muchas aventuras, el cuadrante del meridiano trazado de Dunkerque a Barcelona y así definir como medida básica de longitud la diezmillonésima parte de dicho cuadrante, es decir, el metro.

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cela, se planificaban las conexiones entre vías, los accesos a las parcelas, etc., de forma que el tráfico fluido estuviera asegurado. Finalmente, hay que destacar las Ordenanzas de Edificación como base legal de las reformas de Haussmann. Estas Ordenanzas permitieron poner en práctica los deseos de uniformidad del Prefecto del Sena. Este tipo de regulación tampoco era nueva, ya que desde 1783 se establecieron por ley las alineaciones, las alturas, los materiales de las fachadas, etc. La diferencia es que a partir de 1853 se definen las condiciones de higiene en el interior de las viviendas, las dimensiones mínimas de los patios y otra serie de cuestiones que suponen una intromisión en el ámbito privado de los ciudadanos. En el mismo sentido, se utilizaban las escrituras notariales de las cesiones o ventas de nuevos terrenos para regular cuestiones arquitectónicas añadiendo disposiciones de obligado cumplimiento para que se realizara la venta. La uniformidad arquitectónica no era un capricho, sino que, de acuerdo con especialistas como Marta Lora-Tamayo Ballvé (2000), se trataba de una forma de ubicar a una nueva burguesía que estaba intentando encontrar un lugar en la nueva sociedad de mediados de siglo. Desde un punto de vista estrictamente jurídico, ni Haussmann ni Napoleón III destacaron por su carácter innovador. Más bien, al contrario sólo tuvieron que acogerse a las leyes promulgadas con anterioridad y, tal vez, adaptarlas a los nuevos tiempos a partir de Decretos. Lo que sí cambió fue la capacidad ejecutiva de la autoridad pública sobre el ámbito privado del ciudadano, eso sí, amparada bajo el amplio paraguas del interés público y el higienismo tan en boga en la época.

6. LA FINANCIACIÓN Bajo la Restauración francesa, aunque el poder municipal gestionaba la regulación del viario público, la urbanización corría a cargo de inversores privados y grupos financieros asociados a empresarios y arquitectos. Estas asociaciones adquirían los terrenos en los que se abría la nueva calle, cedían a la ciudad los terrenos correspondien-

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tes a las vías y revendían las parcelas, ya construidas o no. Así se crearon los barrios de l’Europe, Nouvelle-Athènes, Saint-Georges y François I. Los planos se geometrizaban en estrella o en damero, formas «racionales» que posteriormente encontraremos en Haussmann (Clerget, 1995). A lo largo de 17 años, Haussmann desarrolló diversas actuaciones urbanísticas por un valor de dos billones y medio de francos, con un presupuesto anual que variaba entre 50 y 80 millones de francos. Para que un proyecto de reforma fuese aprobado en el París de 1855, eran necesarias al menos cinco firmas: la de Haussmann dando fe de que era de utilidad pública, la del alcalde del distrito, la del Ministro de Instrucción Pública, la del Consejo de Estado y la del Ministro del Interior. Solamente entonces pasaba a ser deliberado por el Consejo Municipal de París. De forma paralela y simultánea, se iniciaba el proceso de concesión de la expropiación, ejecución de la obra y reventa de los terrenos. En ocasiones, esta concesión era privada pero otras tantas era la Administración la que se encargaba de la actuación directa. Este procedimiento era el habitual antes de la llegada de Haussmann y él, al menos durante las obras de la Primera Red, simplemente siguió la corriente. Las primeras actuaciones se financiaron con el empréstito asumido por su antecesor, Berger, en 1855. Sin embargo, el ritmo que el Emperador imponía a las obras exigió la contratación de un nuevo préstamo a largo plazo mediante la emisión de deuda pública por un valor de 60 millones de francos y su renovación en 1860, 1865 y 1869. Primero se trataba de financiar los gastos de la ciudad, pero más adelante el objetivo era cubrir las deudas. Hay que añadir los ingresos por venta de solares edificables fuera de las alineaciones a partir del Decreto de 1852. Pero las cosas empeoraron cuando Haussmann presentó el proyecto de la Segunda Red en 1858, que comprendía la apertura y reurbanización de 21 nuevas vías. Es lo que se conoce como el «Tratado de los 180 millones». El argumento para pedir al Estado semejante cantidad es que se trataba de una obra de alcance nacional, ya que se enlazaban las nuevas estaciones con carreteras nacionales, y el beneficio no se limitaba a la ciudad de París. De los 180 iniciales, el Estado concedió 50 millones de francos. Los 130 restantes se financiaron mediante la Caisse des Travaux de Paris (Caja de Obras de París) creada en 1858. La idea era que la

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financiación de la Caja se nutriese de excedentes presupuestarios, subvenciones y reventa de terrenos a construir. Pero el coste de la Segunda Red superó en 230 millones la previsión de gasto, sin contar con el presupuesto del alcantarillado y la anexión a París de los suburbios en 1859. Hay que sumar imprevistos derivados de la decisión del Consejo de Estado de reducir el margen de apropiación municipal y la tendencia al alza en la valoración del justiprecio por parte de los jurados de expropiación (Lora-Tamayo, 2002). En 1860, Haussmann consiguió un nuevo crédito por otros 130 millones de francos y volvió a emitir deuda pública. Pero las críticas se sucedieron, y la deuda no tuvo tan buena acogida. Hubo de ser comprada en su mayor parte por el Crédit Mobilier, que pagó los favores a Haussmann nombrándole director al finalizar su mandato. Las cosas empeoraron al subir los tipos de interés repentinamente en 1863. Las empresas concesionarias no tenían solvencia para adelantar el coste de la obra. Haussmann idea una ficción jurídica: en lugar de recibir la subvención a obra terminada, se obtendría antes de empezarla en forma de bonos de delegación. Además de no constar en el presupuesto, solucionaba el problema de la falta de liquidez. El funcionamiento es el siguiente: la compañía concesionaria se hace cargo de la obra de perforación, urbanización, etc. y la villa de París, a cambio, apalabra el pago de una subvención en cuotas anuales escalonadas; estas anualidades pagaderas en el futuro y con un tipo de interés, son títulos autorizados por el municipio que la compañía pone en el mercado y negocia. Este negocio es descrito por Zola en La Curée. Los especuladores a quienes el Ayuntamiento debía más de un favor, a quienes había utilizado de testaferros, quienes habían «servido» de alguna manera, normalmente antiguos funcionarios municipales venidos a más, eran los candidatos perfectos para recibir estas concesiones que les hacían de oro. Aristide Saccard se asocia con dos contratistas, Charriot y Mignon, y trabaja desescombrando para la Villa de París a cambio de terrenos con los que luego especulará. Pero esta medida no fue muy bien recibida por los políticos y en 1867 tuvo lugar una sesión parlamentaria de tres días para discutir la medida del prefecto del Sena. En esta sesión, Picard denominó a Haussmann «el Atila de la expropiación»168.

168. Ver nota 158 supra.

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En 1869 la Caja de Obras de París quebró. A partir de ese momento, la situación política, con el Imperio debilitado, la falta de respaldo a las actuaciones de Haussmann por parte del Emperador, y las crecientes críticas como las de Jules Ferry en su libro Les comptes fantastiques de Haussmann (1869) dieron al traste con el mandato del prefecto169. El detonante que hizo estallar a Ferry fueron dos memorias publicadas por Haussmann en diciembre de 1864 y diciembre de 1867, en el Moniteur, explicando los problemas financieros de la Segunda Red y anunciando la estructura de la Tercera. A raíz de ello, y coincidiendo con la quiebra de la Caja de Obras de París, Ferry publicó dos años después un artículo de periódico y el famoso informe de 90 páginas, dirigido al Consejo de Estado, explicando las que él consideraba barbaridades de Haussmann. La primera recriminación se refería a la ocultación de los planes del prefecto. A lo largo de los años 1864 a 1867, Haussmann y sus consejeros habían mantenido que, por prudencia, habría que esperar a 1869 para ver qué sucedía con los planes de la segunda red. Ferry cita las palabras textuales del barón en 1866: La ciudad ahora está tan poco preparada para un nuevo plan de campaña de trabajos como para un abandono de los actuales... Esperemos a 1869.

No es de extrañar la sorpresa de todos cuando, en la memoria del 67, se anunciaron los trabajos de la Tercera Red, sin esperar la aprobación del Estado, sino atendiendo a «una especie de clamor popular» (Haussmann en Ferry, 1869, 73). Por otro lado, es la primera vez que Haussmann hace públicas las cuentas de las obras y las cantidades resultan escandalosas para ser manejadas sin control por un solo hombre (Ferry, 1869). La segunda crítica se refiere a la imprevisión. En un primer informe de diciembre de 1864, Haussmann anunciaba que todas las obras de París serían sufragadas con un coste de 350 millones a lo largo de diez años. Pero tres años después, en la memoria de 1867, reconoce que el gasto total en la reforma de París,

169. Se trata de un juego de palabras. En francés conte fantastique es «cuento fantástico», mientras que la palabra comptes, que se pronuncia igual, significa «cuentas», en sentido contable.

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con fecha de 1868, es decir, cuatro años después del primer informe, llegaría a 710 millones. Descontando el coste desembolsado de la Primera Red, la imprevisión alcanzaba 634 millones. Cifra que, al añadir el coste de la ampliación de París (la anexión de los nuevos barrios hasta conformar las 20 circunscripciones actuales), se transformaría en 900 millones de francos. La imprevisión de la financiación de la Segunda Red, como hemos visto, era de 230 millones. Las excusas planteadas, inadmisibles para Jules Ferry, eran, por un lado, la subida de los precios de las expropiaciones por las decisiones de los jurados de expropiación y, por otro lado, el aumento del valor de los terrenos y, por tanto, de las indemnizaciones, a lo largo de los años. Lo terrible era que mientras comprobaban que las cuentas de la Segunda Red no salían, planificaban el diseño de la Tercera. Y, cuando el error era flagrante, los consejeros de Haussmann le quitaban importancia afirmando que «el ritmo progresivo de los ingresos municipales compensarían en cierta medida, los aumentos sobrevenidos en los precios de las expropiaciones». Ferry asevera que el diseño de las redes se ciñó a los presupuestos de 1864 y que el exceso de gastos se fue afrontando de cualquier manera (Ferry, 1869). En el caso de la Tercera Red, la imaginación financiera de Haussmann fue más allá de la ley. Ferry acusa a Haussmann de haber emitido deuda a la sombra de los bonos de delegación. Le acusa de haber violado la ley al ingresar los excedentes municipales en la Caja de Trabajos de París en lugar de hacerlo en la Caja del Tesoro, tal y como estaba prescrito. Y transcribe la respuesta del prefecto del Sena en uno de sus numerosos comunicados a la prensa: Es cierto, pero el prefecto es de la opinión que cabe hacer una excepción a la ley común con la ciudad de París. (Ferry, 1869)

Ésta es la tercera crítica, y la más grave, que se centra en la ilegalidad de las actuaciones de Haussmann. Las palabras de Jules Ferry son muy duras: El Sr. prefecto viola la ley con abandono, se podría decir incluso que con coquetería. No tiene sentido legal [...]. ¡Qué

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importa la manera en que se hagan las grandes cosas, mientras que se hagan! En finanzas como en política, la legalidad mata. (Ferry, 1869)

Ferry se basa en el Rapport Annuel de la Cour des Comptes del año 1865, que investigó a fondo la situación contable de los diversos departamentos, incluyendo el de París (Ferry, 1869). Las acusaciones de Ferry han sido refutadas por el historiador francés Louis Girard, quien demuestra que Haussmann no se enriqueció, sino que trató de sanear la hacienda municipal. La quiebra de la Caja de trabajos de París es la prueba, según Girard, de que Haussmann sólo trataba de evitar lo inevitable. Lo cierto es que aunque su intención fuera mejorar el bienestar público parisino y realmente no se enriqueciera personalmente, Haussmann violó la ley francesa y actuó con exceso de arbitrariedad. Sus desmanes urbanísticos le llevaron a la catástrofe financiera y tuvo que sufragar las deudas de cualquier forma. La declaración de guerra contra Prusia significó la restricción del presupuesto y el fin de Haussmann.

7. CONCLUSIONES La reforma de París fue un proceso necesario que trajo consigo más consecuencias buenas que malas. Sin embargo, la ejecución de la misma dio lugar a un proceso especulativo que desencadenó la caída del prefecto del Sena y, en última instancia, tuvo mucho que ver con la caída del Imperio. Uno de los fenómenos más positivos fue la expansión y el auge de los grandes almacenes, y una de las consecuencias más perjudiciales fue la especulación. Éstos son los dos puntos que trata Zola en cada una de las novelas escogidas para este trabajo. La característica más llamativa de la haussmannización, por inesperada, es la poca innovación legal e institucional. Desde el punto de vista legal, a pesar del Decreto de 1852, que refuerza la capacidad de actuación del poder ejecutivo, las expropiaciones siguen, básicamente, lo establecido en la ley de 1841. Esta ley era la heredera de la de 1833, en la que se establecía la existencia de

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un jurado especial de expropiación que se encargase de evaluar las indemnizaciones, exigiendo cuatro etapas para que la expropiación tuviera lugar. Las cuatro etapas eran las siguientes: la evaluación previa, la declaración de utilidad pública, la evaluación a cada propietario, el juicio de expropiación y la determinación de la indemnización. Este procedimiento era una garantía de seguridad para los propietarios expropiados, especialmente cuando estos jurados, contrariados por el despotismo de Haussmann y de los ingenieros que ahora manejaban todo, decidieron fijar justiprecios altos. Simplemente, se desbarató el equilibrio presupuestario de la reforma parisina. Y esto nos lleva a la siguiente conclusión: la importancia del propietario. Aunque pasivo a primera vista, el papel desempeñado por los propietarios que exigían indemnizaciones y buscaban amparo en las instituciones heredadas del Antiguo Régimen es remarcable. Por otro lado, como se ha descrito, tampoco hubo una reforma institucional innovadora. Sí se concedió más importancia a unas instituciones frente a otras, como por ejemplo, al Cuerpo de Ingenieros. Pero las instituciones que permitieron que el proyecto de Haussmann saliera adelante fueron precisamente aquellas más ligadas al pasado. Junto a los tribunales de expropiación, estaba el Consejo de Estado, defensor del dogma liberal de la propiedad privada y garante de la libertad del pueblo francés frente a la arbitrariedad imperial. Gracias a estas dos instituciones, en principio, todos los agentes se beneficiaban de las operaciones. También desde un punto de vista institucional, la política de Haussmann generó enfrentamientos dentro del propio Cuerpo de Ingenieros de Francia. Los roces surgieron por el enorme poder conferido a los ingenieros municipales de París frente al Consejo del Cuerpo Nacional de Ingenieros de Puentes y Caminos. Este enfrentamiento refleja otro más genérico entre el ámbito local y nacional que suscitó la arbitrariedad tan drástica de Haussmann: la ciudad de París parecía estar por encima de la ley. Una novedad es la mayor intromisión de la esfera pública en la privada. La higiene y el «confort moderno» van a ser claves para permitir esta vinculación entre el espacio privado e individual, y el público y colectivo. Esta intromisión se justificaba con los argumen-

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tos esgrimidos a la manera de un salvoconducto, como el de la utilidad pública por encima de todo, la importancia de romper con el pesado Ancien Régime, el exceso de arbitrariedad de los monarcas franceses y, finalmente, el pánico ante las epidemias que, verdaderamente, habían atacado París muy duramente y, de alguna forma, discriminaban entre ricos y pobres: los ricos podían irse de los barrios afectados, los pobres se quedaban en el centro sin posibilidad de romper el círculo mortal. Pero, si bien la renovación de París era necesaria y afectó a todos los ciudadanos, también es cierto que, a pesar de la posible buena intención de Napoléon III y de Haussmann, se acrecentó la asimetría ricos/pobres. La zona Este de París no interesaba a los especuladores. La reforma benefició a la nueva burguesía acomodada que financiaba las iniciativas de Haussmann recomprando terrenos expropiados, como el Mouret de Zola, y con el apoyo de los banqueros como los Péreire o el Hartmann de la novela. Y muy especialmente benefició a los especuladores, presentados en toda su tipología en La Curée. Ya no se beneficia a la aristocracia tradicional, pero tampoco a los pobres comerciantes del centro de París cuya única salvación era la indemnización para continuar su vida. Ahora se beneficia a los nuevos ricos, a la clase media-alta, que quiere disfrutar de los privilegios y del poder que antes eran exclusivos de la nobleza, y a la parte de la antigua aristocracia sin escrúpulos y capaz de venderse a quien sea con tal de estar cerca del poder. La brecha que aparece entre la intencionalidad bienhechora de inspiración saint-simoniana y la realidad corrompida por la especulación, el ansia de riqueza, en otras palabras, el resultado ajeno al fin pretendido, se explica mejor al analizar la financiación de las obras públicas. O bien se generaba una deuda eterna o se pedía ayuda a los inversores privados quienes, lógicamente, iban a mirar por su propio beneficio. Pero el problema no fue realmente la inversión privada en general. En este proceso, quienes rodeaban al Emperador no hacían sino esperar su ración de carnaza para saciar su hambre y, por tanto, no fue el hecho de apelar a la iniciativa privada sino la arbitrariedad y la falta de competencia real, la concentración del poder y de la toma de decisiones, lo que degeneró el desarrollo urbanístico de París. De esta manera, en nombre del interés público se desató un proceso

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especulativo que fue el desencadenante de las críticas a Haussmann. Y de alguna manera, la iniciativa privada aparece como culpable cuando no lo es. Estas críticas son reflejadas no solamente en estas dos novelas, sino en la mayoría de las de la saga Rougon-Macquart de Zola. Para ello, además de recopilar datos y realizar una titánica labor investigadora, el autor se ocupó de destacar aquellos aspectos que despiertan en el lector una actitud concreta. Tal y como vimos en el primer epígrafe, en eso consistió su innovación literaria, ir más allá del realismo con un objetivo claramente proselitista. En Au Bonheur des Dames resulta algo confusa su actitud hacia el empresario agresivo, a veces tirano y a veces superviviente, Mouret. Es Denise quien define mejor su posición. Ella protagoniza la caída irreversible del mundo antiguo, empresarial y urbanístico, y el surgimiento del París del progreso, la gran empresa, la nueva burguesía y la nueva ciudad. El novelista francés, a pesar de las duras críticas al poder imperial dada su ideología republicana, no tuvo más remedio que ponerse del lado del progreso y la modernidad. Zola justifica, en cierta forma, la especulación, disfrazándola de iniciativa empresarial agresiva de corte darwiniano: los empresarios deben ser algo feroces y ciegos a la situación de los trabajadores para poder sobrevivir. Vencer o morir. En el caso de La Curée es muy llamativo el baile de fechas que le permite recoger en la obra toda una serie de acontecimientos que conducen al lector en un sentido determinado: estrenos de obras de teatro, guerras, apertura de calles, obras municipales, etc. Y, en este caso, no hay remisión, finalmente la carnaza es la propia Renée que muere sola en la casa de su infancia, una vez devorada por la sociedad imperial, despojada de toda su fortuna y abandonada. La conclusión definitiva que aúna las dos novelas es el punto de partida: la reforma de París era necesaria. En la vorágine especulativa propiciada por el exceso de poder centralizado del Imperio de Napoleón III aparecen los emblemas de la modernidad francesa: París como símbolo del progreso, la nueva empresa asociada a una nueva banca y la industrialización francesa, con todo lo que ello implicó. Estos tres puntales permanecerán más allá de Haussmann y de Napoleón III, tal y como quería el Emperador, y casi a pesar suyo.

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Clarín, profesor de Economía170

Manuel Santos Redondo

170. Este trabajo fue publicado por primera vez en Información Económica Española, nº 789, dic. 2000-ene. 2001, 91-94

La obra literaria de Leopoldo Alas Clarín (1852-1901) nos muestra posicionamientos estéticos sobre problemas que estudiamos los economistas: la mirada de «Cordera» y los niños al tren, que en el ruralismo español es el origen de todos los males; o la caracterización de Vetusta como ciudad viciada por el estancamiento económico y social, antítesis de la modernidad. Pero la vida le dio la oportunidad de referirse a estas cuestiones desde una perspectiva diferente del esteticismo literario. En 1878 leyó su tesis doctoral sobre «El Derecho y la moralidad», dentro de la corriente krausista entonces triunfante. En pos de unos ingresos más regulares que los proporcionados por el periodismo y la literatura, se convierte en opositor a cátedras, aunque nuestro bohemio escritor asociaba esto con el pragmatismo enfrentado a su idealismo romántico171. Como para dar mayor realce a su figura literaria de krausista convertido lentamente al escepticismo descreído, concursará para una plaza de Economía Política y Estadística: Leopoldo Alas se encerró unos meses para preparar el programa, lo desarrolló con cierta brillantez, y fue puesto el primero en la terna que el tribunal elevaba al ministro; pero el Gobierno de Cánovas se decantó por un candidato políticamente más cómodo, Teodoro Peña. En 1882 correspondió el turno a los liberales de Sagasta, que, además de acabar con el sistema de ternas, nombró a Clarín cate-

171. Parece claro que los cuentos de Clarín son una autobiografía en tono burlón. Así, en Zurita, el protagonista prefería las cátedras de Universidad a las de Instituto, porque éstas «no tienen ascensos, ni derechos pasivos, y si llego a casarme...». Su compañero de habitación le recriminaba así: «¡Ta, ta, ta! ¿Qué tiene que ver la ciencia con las clases pasivas ni con su futura de usted? El filósofo no se casa si no puede. ¿No sabe usted, amigo mío, amar la ciencia por la ciencia? [...]. Así se es filósofo, y sólo así» (Alas, 1978). La trayectoria intelectual de Clarín es la de un idealista que pierde la fe en los ideales sin sustituirla ni por otros nuevos ni por el pragmatismo optimista, sino simplemente por el amargo escepticismo. Como Zurita, que, tras cinco oposiciones, se ve por fin catedrático (de Psicología, Lógica y Ética); pero «de cosas que ya no amaba, ni admiraba, ni creía».

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drático de Economía Política en la Universidad de Zaragoza; pero al año siguiente, 1883, fue designado catedrático de Derecho Romano en la Universidad de Oviedo, y en 1888, catedrático de Derecho Natural en la misma universidad. Su vinculación con nuestra disciplina puede parecer fugaz, pero durante toda su vida escribió sobre cuestiones de Economía Política. Nos proponemos hacer aquí un breve bosquejo de lo que se cuenta en el programa que preparó para la oposición, entendido como la incursión de un krausista en la economía.

1. MÉTODO Empieza por defender «la importancia de la definición y del método» (Alas, 1882, 9)172. Sostiene que «análisis y síntesis se completan, se necesitan para la formación del conocer científico». Critica el método deductivo, que define citando a Senior: La economía política descansa en un pequeño número de proposiciones generales, cuyo fundamento es este axioma: que todo hombre desea aumentar su riqueza con los menores sacrificios posibles. (Alas, 1992, 13).

Tilda de deductivistas a J.S. Mill, Senior, Rossi y Cairnes, por «reduccionistas», y alaba al historicista Cliffe Leslie y a la Escuela Histórica Alemana. Se muestra especialmente crítico con la aplica172. En el programa, dedica a la metodología las 20 primeras lecciones, de un total de 118. En la discusión aparecen muchos conceptos y autores estrictamente filosóficos, de difícil conexión con la economía, incluso en aspectos metodológicos: entiende la Escuela Histórica Alemana como reacción frente al idealismo kantiano (11, 14). Asumimos la crítica que se le hacía en las páginas de El Liberal, centrada en su faceta de crítico literario (que se elogiaba ampliamente): «Como hombre de ciencia, se abandona demasiado a las especulaciones metafísicas» (31 de mayo de 1878, firmado por Francisco de Asís Pacheco. Citado en García Mercadal, 1968, 92). Algo parecido le ocurría al filósofo que compartía habitación con Zurita, que tanto le impresionaba: «Nosotros no leemos libros, sino que aprendemos en la propia reflexión, ante nosotros mismos, todo lo que hay puesto en la conciencia para conocer en vista inmediata, no por saberlo, sino por serlo». Prosigue el cuento de esta manera: «Y se acostó el filósofo sin decir más, y a poco roncaba». (En el Programa aparecen algunos restos de la extraña jerga krausista, ya satirizada en su época: «aprender por serlo», 18; «relación del yo a lo otro que yo», «el objeto de la economía no es ser, es propiedad de ser», lecc. 6).

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ción de matemáticas en referencia a Jevons y Walras, lo considera un extremo de la deducción: Esta tendencia exclusiva de la deducción, aún se ha ido más lejos, se ha querido reducir la ciencia económica a ciencia exacta, exponiéndola en serie ordenada de teoremas y acompañada de todo el aparato de cálculo matemático. [Esta aplicación] no puede tener carácter científico en ninguna de las esferas de la economía, porque los que los economistas matemáticos estudian como hechos naturales necesarios, participan por sus complejos elementos del carácter de libertad, de necesidad y de contingencia, en combinaciones variables al infinito, y ni lo contingente ni lo sometido al libre albedrío humano puede ser examinado en serie teoremática de deducciones173. (Alas, 1882, 13)

(No es de extrañar, después de conocer su opinión sobre el uso de la matemática en economía, que el apartado referido a la estadística sea breve, y dedicado en su mayor parte a aspectos metodológicos generales, comunes a todas las ciencias). El positivismo es el método que Clarín considera que la mayoría de las escuelas de hoy aceptan como científico; pero todo su tratamiento metodológico, excepto su tajante exclusión de la matemática, es sincrético y siempre termina negando los «exclusivismos»174. La impresión que uno obtiene es que Clarín está más del lado de la inducción, más concretamente, del lado de la Escuela Histórica Alemana frente a la Escuela Clásica175.

173. Menger, que sin duda desmentiría esta asociación entre deducción y matemáticas, no aparece citado en ninguna ocasión. 174. Como para ilustrar este eclecticismo tan equitativo, el krausista protagonista de Don Ermeguncio o la vocación se pone a redactar «dos mil páginas de investigaciones ascendentes y otras dos mil de las descendentes» (Alas, 1916, 127-135). 175. Gumersindo de Azcárate, en sus Estudios económicos y sociales (1876), defiende la posición inductivista de los Katheder-socialisten, aunque de forma moderada (Velarde lo considera ecléctico; en el Programa de Clarín también se condenan los «exclusivismos», pero yo entiendo que se decanta bastante más a favor de la inducción). Azcárate ataca la solución de problemas económicos «en formas algebraicas», pues estos «no se prestan a las deducciones rigurosas que llevan consigo las matemáticas», refiriéndose a Cournot, Walras y Jevons. Siendo Azcárate maestro de Clarín, ya en Oviedo (aparece citado en el Programa), es fácil pensar que aquí bebió nuestro profesor y literato (Velarde, 1976, 97).

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2. LA PROPIEDAD Clarín afirma tajantemente que «el objeto de la economía es la propiedad» (Alas, 1882, 17, 24.), lo que contrasta con la «ciencia de la riqueza» de los clásicos y neoclásicos. Dentro ya del estudio de «la ciencia de la propiedad», critica la separación, para él imposible, entre producción y consumo, y defiende «la unión de los fines y los medios, su acción recíproca». A la manera de los Clásicos, no considera el capital en la producción, sino en el consumo («en la teoría de la reproducción», es decir, del ahorro), por «no considerarlo en la misma jerarquía que el trabajo y la naturaleza» (Alas, 1882, 26)176. A propósito de la discusión sobre los problemas de Andalucía y el cultivo extensivo, Clarín afirma en otros escritos que el derecho de propiedad no es absoluto (Alas, 1980, vol. I, 225-227). Pero el tono del krausismo es más individualista que socialista. Distingue entre la esfera económica individual y la social. Fiel a su «no exclusivismo», defiende las dos; pero el énfasis recae sobre lo individual: La mayor parte de los autores estiman que la economía sólo se refiere a esta parte [la esfera social], y de aquí el nombre de economía social y el mismo de economía política, del que es preciso prescindir177. (Alas, 1882, 27)

En el debate sobre el proteccionismo, no puede deducirse del Programa una postura clara. Se percibe, por los epígrafes y los autores citados (List, Rocher, Fichte), que Clarín se encuadra en el bando proteccionista, apoyado en los teóricos de la Escuela Histórica Alemana (que aparece como «punto de llegada» en los epígrafes que se refieren a discusiones teóricas entre escuelas). Ésta era una cuestión 176. Es razonable suponer que la jerarquía a que se refiere es, sobre todo, moral. Así describe, en tono burlón, las creencias de Zurita, aprendidas de su padre (que era «un Bastiat inconsciente»): «Se había acostumbrado al ahorro como a una segunda naturaleza. La idea de fruto civil le parecía tan inherente a las leyes de la creación como la de todo desarrollo y florecimiento. Así como la tierra de su fecundo seno saca todos los frutos, así el ahorro en el orden social produce el interés, su hijo legítimo» (Alas, 1978, 318). 177. Parece que Clarín había leído a Marx, que es citado en varias ocasiones en el Programa (en cambio, Azcárate no lo menciona nunca: Velarde, 1976, 97). En escritos posteriores, Clarín critica el colectivismo con lenguaje similar al que hoy asociamos con Popper: «la tribu» (1980, vol. I, 268, n. 3), y llama a Marx «mediocre economista» (1980, I, 267). La reforma moral que preconizaban los krausistas no pasaba por el colectivismo, ni siquiera por una «tercera vía» entre planificación y economía de mercado (Ureña, 1999).

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crucial entre los economistas, pero las preocupaciones económicas de los krausistas tienen que ver sobre todo con la «cuestión social»: la discusión del papel del Estado en la economía está siempre más basada en argumentos políticos que estrictamente económicos. A pesar de la proclamada interdependencia entre fines y medios, lo económico aparece claramente como subordinado: Serán muy interesantes las cuestiones que se dilucidan con motivo de la distribución; pero es lo cierto que no es la economía quien puede resolver tales problemas, y debe limitarse a suministrar los datos propios de su esfera de conocimiento178. (Alas, 1882, 28)

Esta afirmación, cercana a la diferenciación entre economía positiva y normativa, puede entenderse de muchas maneras. A nuestro entender, lo más coherente con el conjunto de la filosofía krausista es explicarla como subordinación de lo económico a lo ético.

3. CONCLUSIÓN El Programa de Economía Política de Clarín es la incursión de un krausista en la economía. Este movimiento filosófico y político aspiraba al perfeccionamiento moral del individuo y la sociedad; y a esto debía servir la actividad económica. Pero ni el krausismo ni Clarín son demasiado explícitos en cuanto a las recetas económicas concretas, más allá de un individualismo difuso, al que se ponen límites sociales; y de un laisez-faire igualmente limitado por la consideración de la «cuestión social». En general, queda claro que subordinan lo económico a la consecución de ideales éticos. Dentro de un eclecticismo que es difícil dejar de relacionar con el carácter de no especialista del autor, podemos reconocer en el Programa de Clarín como rasgos generales, en metodología, la defensa de una síntesis entre deducción e inducción y el rechazo de equivalencia entre las cien-

178. Sin embargo, consideraba que «la cuestión social es predominantemente económica» («La cuestión social en el Ateneo», Alas, 1980, I, 254).

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cias sociales y las ciencias físicas, con el subsiguiente rechazo del uso de las matemáticas en la economía. Sigue los planteamientos metodológicos (inductivismo moderado), económicos y políticos de la Escuela Histórica Alemana. También, en coherencia con las preocupaciones sociales y ecologistas del movimiento krausista, da más importancia al trabajo y a la tierra que al capital. Pero sin que esto le haga impugnar el análisis económico individualista, sino más bien reafirmarlo y criticar el socialismo.

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El pensamiento económico de Leopoldo Alas179 Alfonso Sánchez Hormigo

179. Este trabajo fue publicado en la obra colectiva Clarín, catedrático de Zaragoza (Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2001, 95-120), que recoge las conferencias pronunciadas por diversos profesores en la citada Universidad, editada con motivo del primer centenario de su fallecimiento en Prensas Universitarias de Zaragoza. La inclusión en la citada obra de los trabajos de diversos colegas especialistas en temas históricos, filosóficos y jurídicos, relacionados con la obra de Clarín y sus influjos krausistas, nos exime el citar los trabajos seminales de Gonzalo Sobejano, Cacho Viú, Gil Cremades, Y. Lisssorgues, S. Saillard, Jiménez Landi, Gómez Molleda o Elías Díaz entre otros. Aunque nos referiremos a algunos de ellos a lo largo de nuestra contribución que se limita a los aspectos relacionados con el pensamiento económico de L. Alas.

1. INTRODUCCIÓN: KRAUSISMO Y ECONOMÍA Los profesores Ernest Lluch y Salvador Almenar han destacado recientemente cómo «la afirmación del profesor Estapé al señalar que “entre 1750 y 1850 los estudios económicos en España siguen de cerca las evoluciones sucesivas de la ciencia económica universal” (Estapé, 1971, 100) ha adquirido mayor fortaleza con la información acumulada en los más de treinta años transcurridos desde su formulación» (Lluch y Almenar, 2000, 96-97). Ello significa que, a partir de la segunda mitad del XIX, nuestros economistas perdieron el tren de la ciencia económica o, cuando menos, no estuvieron a la altura de las ideas que se elaboraron en el campo de la misma en otros países. En palabras del propio profesor Estapé: «La segunda mitad del siglo XIX, en general, constituye para la ciencia económica española un período neto de estancamiento cuando no de decadencia. Y si alguien quisiera objetar que mal pueda hablarse de decadencia si antes no se han dado períodos de esplendor, bastaría recordar no ya las etapas brillantes de los principales mercantilistas españoles, sino una circunstancia que, desde mi punto de vista, resultaría definitiva»: la ya citada de que en los cien años anteriores los estudios económicos siguieron de cerca las evoluciones sucesivas de la ciencia económica universal180. Pero, por otra parte y abundando en la misma línea, el profesor Fuentes Quintana, en el «Ensayo introductorio» a la voluminosa obra dirigida por él, Economía y economistas españoles, ha sugerido: «El reconocimiento de esa decadencia de los estudios teóricos […] quizá contribuya a explicar que los investigadores actuales hayan preferido centrarse en otros períodos de mayor presencia y fuerza del pen-

180. Ya a finales de siglo Max von Heckel, y en el presente historiadores del pensamiento económico español como Gabriel Franco, se han manifestado en la misma dirección.

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samiento económico español, aunque no justifica en ningún caso el olvido de esta etapa histórica. Existen al menos cuatro cuestiones relevantes a las que una historia del pensamiento económico en España ha de dar respuesta: 1) Según el profesor Estapé, hasta 1850 existió un temprano conocimiento y difusión de las doctrinas extranjeras más relevantes. Es preciso profundizar en el sentido y alcance de estas primeras recepciones del pensamiento clásico. 2) Una vez interrumpidos los canales de transmisión del pensamiento clásico británico, debe determinarse qué otras corrientes intelectuales fueron seguidas por los economistas españoles, y qué representaron en el plano del análisis económico. 3) Debe efectuarse una labor certera de interpretación de las causas intelectuales, socioeconómicas o institucionales de la decadencia del pensamiento nacional español en la segunda mitad del siglo XIX y 4) Más allá del nivel científico de las doctrinas económicas conocidas en España, ha de estudiarse su aplicación a la realidad económica del período; es decir, en qué medida los economistas españoles aprovecharon el bagaje teórico del que disponían para diseñar políticas más o menos adecuadas» (Fuentes Quintana, 1999, 130-131). Pues bien, una de las corrientes de pensamiento económico que se inserta en el citado período, que entronca directamente con el liberalismo español de esa segunda mitad de siglo, y que por tanto debe ser aclarada en su vertiente económica, aunque no haya constituido una escuela de pensamiento económico con características propias, fue el krausismo. Hemos hecho esta primera reflexión porque será en el ámbito del citado movimiento de ideas en el que debe situarse la figura de Leopoldo García Alas, quien ocupó aunque brevemente (1882-1883) la cátedra de Economía Política de la Facultad de Derecho de la Universidad de Zaragoza, de la que más adelante nos ocuparemos. Alas, a lo largo de su vida escribió, aunque secundariamente, de asuntos económicos, y dejó además rastro de sus ideas, a veces incluso de forma soterrada, en su obra literaria, siendo el ejemplo más paradigmático de ello los comentarios contenidos en su obra cumbre La Regenta, así como en alguno de sus cuentos como Zurita y Pipá. La segunda cuestión a tener en cuenta es que, si bien la filosofía del krausismo español, así como su influencia en el campo jurídico han sido ampliamente estudiadas, especialmente en los tres últimos decenios, no ocurre lo mismo con lo relativo al influjo del krausismo

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en el pensamiento económico. Tan sólo las obras recientes de Juan Velarde, Enrique Ureña y José Luis Malo Guillén han abordado el tema, demostrando que no es fácil en absoluto dejar clara la relación entre nuestros diversos krausistas, el pensamiento liberal y la ciencia económica181. Por ello, y para situar la figura de Leopoldo Alas entre nuestros krausistas, queremos hacer las siguientes precisiones, limitándonos, por supuesto al campo del pensamiento económico182. Lo primero que conviene recordar es que las ideas krausistas no penetran en España a raíz del célebre viaje a Alemania de Julián Sanz del Río, sino varios años antes, cuando el pensador de origen gallego Ramón de la Sagra conoció en 1838 al discípulo de Krause, Heinrich Ahrens, en un viaje a Bélgica. Sagra recaló en Bélgica después de un largo periplo por Cuba y Estados Unidos, donde había tomado igualmente contacto con las ideas social-reformistas de corte saintsimoniano, a través del —hasta principios de los treinta— seguidor de H. De Saint-Simon, Michel Chevalier. En cualquier caso, el paso por el krausismo de De la Sagra fue, aunque intenso, fugaz, quedando como rastro fundamental las Lecciones de economía social por él impartidas en 1839 en el Ateneo científico y literario de Madrid, que fueron publicadas al año siguiente y en las que la huella del Curso de Derecho Natural de Ahrens es patente. Posteriormente derivó hacia posturas colectivistas, siendo discípulo del barón de Colins, así como del anarquista Proudhon, con quien colaboró en el proyecto del llamado «Banco del Pueblo», que concedía préstamos sin intereses a los trabajadores. Tales doctrinas fueron entremezcladas con las del católico radical conde Alban de Villeneuve Bargemont, así como con las también colectivistas del exsaint-simoniano, y más tarde fourierista, Constantin Pecqueur

181. Más recientemente, Manuel Santos Redondo (2001) ha publicado un breve trabajo sobre las ideas económicas de Clarín, al que más adelante aludiremos. 182. Debo un reconocimiento especial en este trabajo al profesor José Luis Malo, autor de una tesis doctoral sobre el pensamiento económico del krausismo en España («Pensamiento económico y reforma social en el krausismo español»), leída en la Universidad de Zaragoza, que tuve el placer de dirigir, de la que han salido ya diversas e interesantes publicaciones. A él, como se indica en el texto, se deben varias ideas incluidas en mi trabajo, especialmente en la primera parte cuando se aborda el análisis de la recepción de las ideas krausistas en España. Recientementa ha visto la luz una obra del mismo autor en cuyo estudio introductorio se resumen los planteamientos básicos de la citada tesis (Malo Guillén, 2005).

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para, años más tarde, acabar en posturas cercanas a una versión integrista del catolicismo. Es ésta una primera fase de recepción del krausismo, que nos interesa especialmente en el campo del pensamiento económico y que se vio inmediatamente continuada gracias a la recepción que de las ideas de Ahrens se produjo a través de la traducción de su Curso de Derecho Natural realizada por Ruperto Navarro Zamorano, discípulo a la sazón del más influyente Catedrático de la Universidad de Madrid, Eusebio María del Valle, quien empleó el citado texto para la impartición de la asignatura de Derecho público constitucional entre los años 1842 y 1845 (Martín Rodríguez, 1989). Como ha explicitado José Luis Malo, el libro de Ahrens, cuyo carácter era indudablemente jurídico, contempla sin embargo cuestiones de índole económica tan relevantes como las relaciones entre el Estado, la industria y el comercio, en las que este último concibió una visión pesimista del progreso industrial, debida a los efectos perniciosos de una organización industrial inadecuada que provocaba fenómenos como el pauperismo, apartándose de esta manera del optimismo de Krause: «El ideal al que Ahrens aspiraba para el futuro consiste en el establecimiento de una organización industrial corporativa y societaria, en la que el principio de comunidad sustituya al de concurrencia» (Malo Guillén, 1998, 61). Tales ideas tenían bastante que ver con las saint-simonianas, que Ahrens había conocido a través de sus discípulos Bazard y Enfantin en los primeros años treinta, y que se basaban tanto en la creencia en el progreso industrial como en el temor a las consecuencias del mismo, cuando el desarrollo no se produjese de una forma armónica e integradora entre las diversas clases sociales (Fakkar, 1968)183. El objeto de las líneas anteriores consiste en explicar por un lado cómo las ideas krausistas fueron conocidas e influyeron en el pensamiento económico de nuestros pensadores, ya fuera en la Universidad, ya en el Ateneo, con anterioridad al viaje de Sanz del Río, y explicar la conexión que se produjo para propiciar una introducción posterior del krausismo. Efectivamente, alrededor de Eusebio María del Valle se dieron cita, no sólo el traductor del

183. Para la influencia de los discípulos de Saint-Simon en España, vid. Igualmente Sánchez Hormigo (1999).

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libro de Ahrens, Navarro Zamorano, sino también intelectuales de la talla de Álvaro de Zafra y Sanz del Río, quienes con su maestro fundaron la Revista Económica de Madrid, que en su primera época (1842) se inspiró en el Journal des Économistes. Con un regusto ecléctico a lo Cousin, que había imperado y todavía tenía sus valedores en Francia, y con un claro influjo krausista, defendió posturas templadas, entre una defensa del librecambio y la posibilidad de su aplicación en nuestro país. Según sus redactores, el papel de la ciencia económica «en armonía con la justicia y el interés público consiste en preparar el camino de las reformas a través de una triple misión: mostrar el ideal de progreso, formar la base social favorable a las reformas, y paliar las tensiones que todo cambio provoca» (Malo Guillén, 1998, 72). La Revista Económica de Madrid tuvo una segunda época, en 1847, ya sin Del Valle, en la que contó sin embargo con un recién convertido librecambista, el influyente economista Manuel Colmeiro. La Revista adquirió entonces tintes claramente librecambistas, pero no es este el lugar para explayarse en el contenido de ella, sino para constatar dos cosas: primera, que el viaje de Sanz del Río a la búsqueda del krausismo y de Ahrens, como ha precisado Elías Díaz, no era casual y casi con toda seguridad venía propuesto por el citado grupo krausista primigenio, liderado en Madrid por Eusebio María del Valle; segunda, que gracias a este primer impulso krausista se entiende mejor el siguiente período, interpretado hasta bien recientemente como el de la primera recepción del krausismo en España, si tenemos en cuenta que tanto Laureano Figuerola, ilustre representante de la llamada «escuela economista», como Sanz del Río fueron discípulos de Eusebio María del Valle. En el ya varias veces citado trabajo de José Luis Malo se incluye una periodificación de la recepción del krausismo en España que consideramos de interés y que nos permite llegar a nuestro personaje, Leopoldo Alas —a quien Elías Díaz sitúa entre los discípulos de primera generación de don Francisco Giner de los Ríos—, sin dar más rodeos históricos, intentando explicar su particular vinculación y visión del krausismo, para pormenorizar con posterioridad su particular visión de la economía a través del programa que empleó en su cátedra, así como sus escritos periodísticos de índole económica, especialmente los que coinciden con su

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época de catedrático de economía y estadística en la Universidad de Zaragoza184. El particular krausismo de Alas y por tanto su pensamiento político-económico, ha sido perfectamente definido, con anterioridad a los textos recientes citados por J.F. Botrel (1972) y por Y. Lissorgues (1989). Siguiendo estas líneas maestras, podría ubicarse a L. Alas dentro de una corriente que, con posterioridad a la Restauración, no se entregó en lo filosófico al positivismo, cosa que sí hicieron otros correligionarios entre los que destaca Manuel de la Revilla, sino que mantuvo su apego a la herencia krausista, con tintes propios. En palabras del propio Alas: «caí en las redes tendidas por aquellos hombres, con otros amigos míos, muchos de los cuales, al cabo, desenredaron las mallas, y hoy viven libres y contentos. Yo no, siempre en mis trece […] Yo jamás renegué de lo que había aprendido» (El Solfeo, nº 40, 10-X-1875). Botrel, por su parte, puntualiza: «cierto es que él [Alas] responde bastante bien a la imagen que del hombre krausista se ha formado: un hombre de una religiosidad profunda (como también matizó, al hablar de la “religiosidad natural” de Clarín, Adolfo Posada), de una gran austeridad personal, de una inflexible rigidez, un hombre lleno de respeto y amor por valores fundamentales, como la ciencia, la libertad, la pedagogía, el libre-examen y cuyo comportamiento social está hecho de un militantismo de protesta y regeneración, bastante proselítico en el caso de Clarín» (Botrel, 1972, XLII). Ello le llevó a adscribirse a posturas más comprometidas en lo social, en la línea de Gumersindo de Azcárate y Giner de los Ríos, lo que supone la crítica que más adelante veremos del caciquismo político, y por ello la puesta en cuestión de la realidad del sufragio universal: («¡El sufragio universal! ¡Qué gran cosa cuando es verdad! ¡Qué sarcasmo, qué sacrilegio, cuando es mentira! No consiste todo en el sufragio universal, sino en lo que se dé» [La Unión, nº62, 6-X-1878]).

184. Gracias a la amabilidad y diligencia de una de las personas que mejor conocen la vida y la obra de Clarín, Simone Saillard, he recibido su magnífica y documentada obra de reciente aparición El hambre en Andalucía, donde se recogen los artículos publicados por Clarín en 1882-1883 en el diario madrileño El Día, lo que me evitará pormenorizar muchos aspectos, especialmente periodísticos, y concretarme al ideario económico que se desprende de los mismos; aunque ya anticipo que suscribo prácticamente todas las ideas contenidas en el libro de mi colega francesa.

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Igualmente, le condujo a la defensa de movimientos cercanos al mundo obrero y socialista, como la llamada Extensión Universitaria: «Es de subrayar que en 1887, Clarín piensa que hay un amplio terreno en el que podían trabajar conjuntamente los republicanos de buena fe y los socialistas. Por ejemplo, podían contribuir juntos a convertir en una realidad el sufragio universal, a moralizar las elecciones, a incorporar a los obreros a la vida cultural. Clarín alaba también la lucha de los socialistas por el servicio universal obligatorio, lucha que han emprendido solos “sin ayuda de nadie pero con aplauso de todos”» (Lissorgues, 1980, I, 95). De hecho, Alas fue buscado como mediador por obreros y patronos, justo poco antes de su muerte, cuando tuvo lugar la huelga salvaje de Gijón en 1901. Así pues, Clarín puede ubicarse en el grupo krausista, idealista-neokantiano, que en lo literario se adscribió al naturalismo (es clara la influencia de Flaubert, Zola y Balzac), no participó en el viraje al positivismo y, realmente, nunca se adscribió, como ha resaltado Botrel, a escuela alguna, al margen de su poso krausista: «Puede decirse, pues, que Clarín no pertenece a una escuela propiamente dicha: “no comulgo con nadie”, dice en 1878 al hablar del Análisis del pensamiento racional de Sanz del Río» (Botrel, 1972, XLVI). El acercamiento al socialismo y al republicanismo, que ya había conocido en su juventud, vino propiciado tanto por la propia experiencia de la Restauración como por vivencias personales. Sus particulares ideas económicas se contemplan en el siguiente apartado, utilizando para ello, como instrumento, el programa del que Alas se sirvió para explicar la asignatura de Economía Política y Estadística, cuando en 1883 accedió a la cátedra de dicha disciplina en la Universidad de Zaragoza.

2. EL PROGRAMA DE ECONOMÍA POLÍTICA Y ESTADÍSTICA DE LEOPOLDO ALAS El lugar en el que mejor quedan reflejadas las ideas económicas de Leopoldo Alas es, sin duda, el Programa de Elementos de Economía Política y Estadística que preparó inicialmente para las oposiciones a la

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cátedra de dicha asignatura en la Universidad de Salamanca en 1878. El incidente ha sido varias veces relatado: Clarín obtuvo el primer puesto en la oposición pero el ministerio, en uso de sus atribuciones, puso por delante al segundo candidato de la terna, un tal Mantecón que, según se ha afirmado, bien pudiera ser hermano de leche de Alfonso XII185. Ese mismo programa, con alguna adenda explicativa, fue el que utilizó en la Universidad de Zaragoza para impartir la misma asignatura a la que había optado en Salamanca, toda vez que el nuevo Gobierno de Sagasta a partir de 1881 tuvo a bien deshacer el entuerto provocado por el ministro Orovio durante el Gobierno Cánovas y concedió diversas cátedras a algunos opositores injustamente represaliados, cayéndole en suerte a Alas la de Zaragoza (Clarín, 1882)186. Tomó posesión el 20 de septiembre de 1882 y permaneció en ella menos de un año, ya que el 6 de julio del siguiente año fue nombrado catedrático de Derecho Romano de la Universidad de Oviedo para, cinco años más tarde, serlo de Derecho Natural. En la explicación de su programa nos limitaremos a la parte destinada a la enseñanza de la Economía, que consta de una exposición razonada del método y plan de enseñanza de la asignatura, así como de 117 temas, más un anexo con dos temas más dedicados a la ciencia económica en España. 2.1. CUESTIONES METODOLÓGICAS

La parte más interesante es, sin duda, la «Exposición razonada», que como hemos visto, introduce el programa, ya que es en ella donde se sumerge de lleno en el debate metodológico, aclarando algunos aspectos y despejando algunos tópicos creados por los partidarios de considerar o incluir a Leopoldo Alas entre los partidarios de la escuela historicista. Así lo afirma Manuel Santos en su trabajo antecitado «Clarín, profesor de Economía»: Clarín critica como

185. Así lo recoge Leonardo Romero Tobar (1983), quien tomó la información de J.M. Martínez Cachero (1963). 186. Puede consultarse en la Biblioteca del Ateneo de Madrid.

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deductivistas a J. S. Mill, Senior, Rossi y Cairnes, por «reduccionistas», y alaba al historicista Cliffe Leslie y a la Escuela Histórica Alemana (Santos Redondo, 2001, 92). Sin embargo, Alas, que siguiendo al economista MacLeod exaltaba la importancia del método en la ciencia económica, no fue un inductivista. Efectivamente, no creía en algunos excesos deductivistas, a la manera de los clásicos, o de Senior, e incluso desconfió de la aplicación de las matemáticas a la ciencia económica, al estilo de marginalistas como Jevons o Walras: «no hay deducción que valga, si lo que suministra el conocimiento al análisis es pura representación sin realidad». Esta frase incluida en su programa de la asignatura, así como sus trabajos de campo (en realidad más periodísticos y teóricos que prácticos) dedicados al análisis de la pobreza y la miseria en Andalucía, han podido llevar a adscribirle entre los partidarios del método inductivo, si bien en su mismo programa se incluyen las críticas al mismo: «otros sólo reconocen el carácter analítico científico de los datos empíricos». Al no aceptar ambos extremos y apoyándose en autores como MacLeod y Azcárate, en algunos posclásicos como J.E. Cairnes o H. Fawcett y en algunos escritores armónicos franceses como CourcelleSeneuil, llegó a defender lo que él denominó el «método constructivo», en cierto modo simbiosis de ambos, pero partiendo de esquemas deductivos. Si hubiese sido inductivista, fácil le hubiera resultado inscribirse entre los seguidores de Cliffe Leslie, en lugar de apostar por Cairnes y Fawcett; este último, traducido no por casualidad por el propio Azcárate, junto con su cuñado Innerarity. Alas no pensaba, como alguno de los economistas considerados clásicos tardíos, que la economía había llegado a su punto de madurez y por tanto su mensaje estaba concluido187. Economistas de renombre defendieron la citada postura; a diferencia de ellos, Alas afirmaba que «la economía, como organismo de ciencia está por formar […] Bien al contrario de lo que opinan los que dan por agotado el estudio teórico de la economía y se atienen en todo a los

187. Vid. los debates que se produjeron en el Club de Economía Política de Londres en la sesión celebrada el 31 de mayo de 1876 para conmemorar el primer centenario de la obra capital de Adam Smith, La riqueza de las Naciones, recogidos en la importante contribución sobre los economistas neoclásicos de T.W. Hutchison (1969).

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maestros y fundadores, muy dignos de respeto y de atención, pero cuyas obras sólo pudieron abrir el camino y necesitan desarrollo sistemático» (Alas, 1882, apartado I, 7). Queda claro que en su búsqueda hacia delante, sin anclarse en los clásicos —bien es verdad que desconociendo en gran parte al igual que muchos de sus compañeros krausistas las líneas que a partir de la década de los setenta había abierto la revolución marginalista iniciada por Jevons, Menger y Walras—, mantuvo posturas de carácter ecléctico, que en lo metodológico han quedado básicamente definidas a través del que hemos visto que Alas llamó método constructivo o racional, lo que demuestra el fuerte influjo krausista de sus planteamientos económicos. Se trataba en el fondo de un eclecticismo basado en la armonía: «A esto se reduce en rigor la llamada cuestión del método: el método no es otra cosa sino la aplicación artística de la actitud del pensar el objeto del conocimiento, según su presencia en el conocer y bajo su ley propia» (Alas, 1882, 9). Con una última ojeada a las primeras páginas del programa, este aspecto no ofrece ninguna duda: «Las funciones del método constructivo prueban la necesidad de la cooperación de esos dos métodos elementales, que mantienen respectivamente los autores con funesto exclusivismo» (Alas, 1882, 12). «Quédale no pequeño espacio a la síntesis en el cuadro de la Economía, pues cada una de las esferas de ser, que con sus relaciones entran a constituir su objeto, son, antes que nada, realidades, esencias, capaces de estudio deductivo; pero entiéndase, no de deducción sin análisis, sino de deducción que, bajando del fundamento, comprueba el resultado analítico […] Baste con lo dicho para indicar cuál es el procedimiento metódico que seguimos, por creerlo armónico realmente y fundado en la naturaleza del objeto mismo económico» (Alas, 1882, 17). 2.2. LAS LECCIONES DE LEOPOLDO ALAS

El programa parte de la definición del concepto de Economía y del estudio del objeto de la misma, que para Alas, siguiendo a su maestro Giner de los Ríos, no es otro que la propiedad entendida como «la relación de la naturaleza a las necesidades del cuerpo mediante

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la acción del espíritu». En esta línea sigue igualmente a autores foráneos como Baudrillart, Dameth y Minghetti188. Así pues, Alas divide el estudio de la Ciencia Económica en una parte general dedicada al estudio del objeto de la Economía, y una parte especial dedicada a la Economía aplicada. Respecto a aquélla, encontramos algunas matizaciones, nuevamente en la línea krausista: la divide en dos subapartados, el primero sobre la propiedad en sí, tanto en lo relativo a su determinación taxativa como a la declaración de sus límites y contenido propio. Este último epígrafe contempla a su vez el estudio tanto de las fuerzas naturales como el de los servicios humanos: «En ellos se ve que la materialidad de la propiedad es un error, ni más ni menos que el vulgar respecto a la producción y al consumo […] El olvido de esta reciprocidad ha contribuido no poco al atraso de la Economía; así han podido autores como Rossi y Stuart Mill considerar ajeno al estudio económico el consumo, que con tanta razón autores bien antiguos, muy anteriores a la aparición de la ciencia, tenían por muy atendible; por ejemplo, Platón, Aristóteles. Hoy se nota una favorable reacción en este sentido, que por nuestra parte creemos de capital importancia». Un argumento adicional aporta para justificar por qué no concede al capital un papel semejante al trabajo y a los recursos naturales entre los factores de la producción, nuevamente de indudable regusto krausista: «¿Por qué no consagramos un artículo aquí al capital? Porque sobre no considerarlo en la misma jerarquía que el trabajo y la naturaleza, sino como un modo de la acción del espíritu, entre otros, a saber, el modo de acumulación, de lo natural y de los efectos del trabajo para la reproducción; además de esto, decimos, el capital, como su característica pide, tiene su lugar propio en la teoría de la reproducción. Esto es, una derivación del consumo» (Leopoldo Alas, 1882, 26). La parte especial del programa, que comienza a partir del tema 53, contempla lo que Alas denomina «la Economía según su aplica188. En este punto es curioso observar cómo Alas se convierte en uno de los primeros defensores de las facultades de Ciencias Económicas en nuestro país. Él ve la necesidad de explicar la Economía de forma autóctona, al igual que en otros países; si bien justifica la existencia de la asignatura en las facultades de Derecho por la necesidad de conocimientos económicos por parte de los futuros juristas: «tienen razón los economistas franceses que ahora defienden contra los jurisconsultos la enseñanza oficial de la Economía; su lugar propio quizá no sea la Facultad de Derecho en una clasificación científica, pero sí es cierto que el jurisconsulto necesita los conocimientos económicos» (Clarín, 1882, 25).

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ción». Se incluyen, igualmente, otras dos partes, la que refiere a «la economía en vista del ser de los fines» y «la que se refiere a los medios, esto es por razón de las industrias». La primera de ellas aborda la esfera económica individual, para contemplar a continuación la social: «La esfera individual se trata en dos secciones: primera, el individuo en sí, porque hay sin duda una esfera económica en que no es preciso considerar la relación social en sí; cada cual sabe que por sí propio tiene que atender a las necesidades de su cuerpo, y hay leyes que rigen la actividad en este punto con peculiar aplicación; pero el individuo además se ve influido por la acción social, e influye a la vez en la sociedad, por cuanto es su elemento generador, y en consecuencia, procede el estudio de la economía individual en relación a la sociedad, que forma la sección segunda de esta primera parte». En lo relativo a la esfera social, se examinan las funciones de producción y consumo, a partir de las cuales se llega a la teoría de la circulación y del cambio, siguiendo nuevamente a MacLeod y conectando éstas con la teoría de la distribución, si bien, siguiendo nuevamente la línea krausista, y por ello no intervencionista en lo económico, abordará esta última teoría en sus aspectos exclusivamente «económicos», es decir los relacionados con el cambio, de una forma un tanto aséptica: «Serán muy interesantes las cuestiones que se dilucidan con motivo de la distribución; pero es lo cierto que no es la economía quien puede resolver tales problemas, y debe limitarse a suministrar los datos propios de su esfera de conocimiento» (Leopoldo Alas, 1882, 28). Podemos observar cómo Alas dedica sus esfuerzos a explicar, desde un punto de vista organicista, en qué consisten las sociedades particulares que dan forma a la vida social: la sociedad familiar, la municipal y la nacional, en sus relaciones con el Estado. Igualmente contempla en esta sección las sociedades formales para fines económicos. La última parte del programa contempla aquella vertiente de la Economía que atañe a los medios, es decir que se ocupa de la economía especial de cada industria, bien es verdad que con un enfoque en el que se elude «la relación técnica, que es ajena a la ciencia que tratamos de exponer». El programa, como se ha anticipado, concluye con una parte histórica dedicada a la Ciencia económica, de especial interés para descubrir o explicitar las influencias, que

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explican el peculiar krausismo de Alas, así como su interés concreto por las ideas económicas de determinados autores, tanto foráneos como españoles.

3. LEOPOLDO ALAS Y LA ECONOMÍA APLICADA. EL HAMBRE EN ANDALUCÍA La magnífica edición de Simone Saillard publicada este mismo año en Toulouse de la recopilación de los textos escritos por Leopoldo Alas en el diario madrileño El Día, que hemos tenido la suerte de recibir gracias a la gentileza de la autora mientras redactábamos estas líneas, nos exime de algunas pormenorizaciones sobre aspectos no suficientemente documentados hasta la fecha, como son la relación con el propietario del periódico —un personaje tan interesante como el Marqués de Riscal— o los detalles del viaje que Alas realizó a Andalucía (Alas, 2001). Recordemos, no obstante, que en 1983, coincidiendo con el centenario de la cátedra de L. Alas en Zaragoza, Leonardo Romero Tobar ya había recopilado los trabajos de Alas en Andalucía. Así pues, nuestro propósito es desvelar las ideas económicas que se contienen en las diversas contribuciones que Leopoldo Alas, ya catedrático de la Universidad de Zaragoza, realizó para el rotativo El Día por encargo de su director, el citado marqués de Riscal. Como ha destacado Yvan Lissorgues (1980), pueden distinguirse dos épocas en el pensamiento y la actitud política de Clarín: una, que él califica como los años de formación y que abarca de 1875 a 1881, en la que se adscribe a las ideas políticas demócratas y republicanas; y otra, a partir de ese último año, en la que comienza a admitir el llamado «posibilismo castelarino», sin llegar por supuesto a posturas más conservadoras a la manera de Cánovas del Castillo, al que en uno de sus célebres Paliques llamaba «vasco del canastillo» y con el que tuvo siempre una obsesión, que se convirtió en manía persecutoria. Es justo esta época la que coincide con su matrimonio y la obtención de la cátedra de Economía Política y Estadística de la Universidad de Zaragoza (1882-1883), tras el intento fallido, ya citado en este texto, en 1878, cuando el tristemente célebre ministro Orovio le privó de la cátedra de Salamanca.

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Tenemos la impresión de que Clarín no tuvo un excesivo interés en permanecer mucho tiempo en Zaragoza, por cuanto nada más obtener la cátedra, pidió una comisión de servicios al rector Nadal, justificada inicialmente por enfermedad, durante la cual, como hemos adelantado, comisionado por el diario El Día se dedicó a viajar por Andalucía para estudiar su situación económica y más en concreto el problema de la miseria y las hambrunas. Como ha destacado Simone Saillard, a pesar de las diferencias entre las ideas políticas del director del periódico, claramente más conservadoras, y las de Clarín, ambos coincidían en algunos planteamientos económicos, básicamente la crítica de la excesiva centralización existente en España, lo que propició una cierta simbiosis que se tradujo en la oferta de diversas colaboraciones para el periódico: «Ahora bien, los límites del acuerdo son obvios, ya que L. Alas, sin adherirse a las tesis de Pi i Margall, no concebía que se pudiera llegar a la autonomía ni a una descentralización efectiva sin pasar por un cambio de régimen, mientras el marqués se limita al terreno administrativo y económico. Pero al menos sabían ambos que podían coincidir en la condena de un sistema centralista —fuente esencial de los males que afligen a la Nación—. Otro elemento, por fin, abogaba a favor de una adecuación de L. Alas a los propósitos del marqués. Hemos notado la importancia que tenía, para el propietario de El Día, todo lo que tocara al terreno de la economía y sobre todo a su estudio racional, fundado en el análisis de cifras y documentos» (Saillard, 2001, 68-69). Alas partió de Zaragoza para Andalucía en los últimos días de diciembre de 1882 y producto de su viaje fueron veintiún escritos enviados al periódico, si bien durante años ha habido un pequeña confusión, en parte provocada por el propio Alas, que ha hecho pensar a los investigadores que en realidad eran XXII los artículos. Felizmente, y nuevamente gracias a Simone Saillard, el entuerto ha quedado deshecho. El problema consiste en que al ir sin firmar, se le atribuyó a Alas el artículo XVII, que en realidad no era suyo, no siéndolo tampoco el XVI, ya que nunca existió, al equivocarse el propio Alas en la numeración189. De la lectura de los citados artículos pueden extraerse las siguientes conclusiones, en lo relativo a las ideas económicas de nuestro autor:

189. Vid. Saillard (2001), nota introductoria con el título «Nuestra edición».

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a) La evidencia del caciquismo existente en Andalucía, que es ferozmente denunciada por Alas: «Si hay alcaldes que oponen insuperables obstáculos a la construcción de una carretera en que se ha de dar trabajo a muchos vecinos hambrientos, y además es de necesidad para el tráfico de la comarca, y se oponen porque la carretera atraviesa fincas de un magnate, de quien el alcalde es hechura y especie de lacayo; si esto ocurre, y ocurre en efecto, ¿puede atribuirse a la influencia del clima en la actividad muscular de los andaluces?» (Alas, 2011, art. VI). b) Una valoración, igualmente crítica, de la centralización administrativa existente en nuestro país. Ya en su primera colaboración en El Día interpretaba que uno de los grandes males, principal causa de la pobreza, era la excesiva centralización administrativa. Alas administró su crítica con prudencia, tal vez por ser éste su primer envío al periódico; por ello mostraba una cierta cautela: «Si viajara por mi propia iniciativa; si viniese aquí a estudiar sobre el terreno problemas económicos, que yo mismo me hubiera propuesto, no sólo debería decir lo que pienso y siento, sino también decir todo lo que pienso y siento. En el caso actual, la obligación es diferente; nadie podrá obligarme a sostener lo que no creo, pero tampoco El Día está obligado a publicar todo lo que yo creo. Así es que sólo hablaré de aquello en que podamos convenir periódico y corresponsal. Por fortuna, lo principal de mi trabajo ha de consistir en lo que por fuerza de la lógica tenemos que aceptar todos: los hechos». Estaba claro el pacto, aunque implícito y arriesgado, con el Marqués de Riscal. Pero hecha la declaración de intenciones, Alas se confesará: «Cierto es que los hechos enseñan ideas diferentes, según el punto de vista, pero al llegar aquí me abstendré de exponer en este trabajo todo lo que a mí me enseñan, si algo de ello repugna al pensamiento de El Día. Un ejemplo pondrá en mayor claridad esto. Si, lo que es probable, resulta como enseñanza de lo indagado, que uno de los grandes males, causa constante de la pobreza, es la excesiva centralización administrativa, yo sé que puedo sacar las consecuencias del orden de hechos que lo indiquen, porque sé que El Día es partidario de la descentralización. Pero si además creo yo que la descentralización administrativa es ilusoria, imposible sin cambios importantes en la forma del organismo político, esto sin traición a mis ideas, lo callo ahora, sin perjuicio de decirlo en otra parte. Creo que basta lo dicho para evitar interpretaciones torcidas de mis pensamientos» (Alas, 2001, art. I).

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Y, una vez cogida confianza, después de las primeras catorce colaboraciones, Alas se despachará con argumentos mucho más contundentes: «El argumento que más se emplea contra la descentralización administrativa, es el que se apoya en la ignorancia de las poblaciones rurales de los habitantes de pueblos pequeños. Se citan ejemplos sin cuento de errores y demasías cometidas por autoridades municipales; en Andalucía, más acaso que en región alguna, los municipios suelen estar entregados a personas, o poco capaces, o interesadas de manera poco conveniente a la utilidad pública, personas en quien se suele juntar la ignorancia a la poca aprensión y la falta de independencia, con arranques de autoridad despótica, respecto de los débiles […] Es claro que el día en que la descentralización fuera un hecho, uno de los obstáculos que habría de vencer sería el de arrancar la representación municipal de tales manos, pero entonces sería, aunque difícil, posible el cumplimiento de tan beneficiosa empresa, mientras hoy ni se intenta siquiera, ni se podría intentar más que en balde». Eso por no hablar del hecho de que «apodéranse de la administración municipal los politiquillos, los que creen que el municipio es un congresillo dividido en blancos y negros, vencedores y vencidos, y arrojan todas las cargas sobre el enemigo, y ven un botín en la Hacienda municipal, la mitad de la cual es para los de arriba, para los que mandan en nombre del Estado, y dan y quitan destinos y otras ventajas, y la otra mitad se la apropian con rodeos legales o sin ellos, como justo premio al ardor con que han sido partidarios de tal o cual cacique. No son éstas vanas declamaciones; es la triste historia de casi toda España» (Alas, 2001, art. XV). c) Otra de las cuestiones que Alas comprobó fue la existencia de la miseria y las hambrunas de forma más contundente que en el resto del país, lo que no fue impedimento para que denunciase el recurso en algunos casos malintencionado al sistema de limosnas, así como la crítica a determinados sectores de la clase obrera, que se apuntaban a los subsidios antes que aceptar un trabajo: «Cuando el hambre era tal que salía al paso en los caminos, entraba en las tahonas a coger el pan, convertía en gritos de motín los ayes de sus dolores, los remedios tenían que ser paliativos, eran conquistas, y la forma cualquiera: Así, por ejemplo, sería crueldad negar una limosna al que la pedía desfallecido de hambre; pero pasado el momento del pánico, que también hay pánico de hambre, la limosna cualquie-

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ra que sea su forma y maneras no puede aconsejarse como salvación plausible» (Alas, 2001, art. I). Esta digresión nos lleva a un punto capital y a la vez controvertido, que es la consideración por parte de Alas del comportamiento de la clase obrera, así como su opinión acerca del socialismo, el anarquismo y el marxismo. Consideración compleja, pues como han escrito García San Miguel y Lissorgues, Clarín evolucionó desde posturas democráticas y republicanas, en los años 70, hacia posturas más reformistas, como hemos visto de corte castelarino, para posteriormente mantener una actitud más próxima a los socialistas. En cualquier caso, el período crítico, aunque comprensivo desde el punto de vista de la situación de la clase obrera, hacia el socialismo, es el que coincide con la época que estamos contemplando y por ello tal actitud quedó reflejada en sus textos escritos en relación con el viaje a Andalucía. Su postura, respecto de la clase obrera, se acerca a algunos planteamientos saint-simonianos, que indudablemente influyeron en Ahrens y que se adscriben a la línea liberal krausista: no intervención del Estado, salvo en su función tutelar, que más tarde a través de la Comisión de Reformas sociales se concretaría, entre otros aspectos, en la regulación de los contratos de trabajo y la humanización de las relaciones laborales. Es así que cuando Alas contempla la situación de la clase obrera y el incipiente movimiento socialista dirá: «Muchos caracteres de la conspiración llamada socialista de los pobres de Jerés (sic) contra los ricos, y, casi, casi, contra el género humano, denotan que no se trata de una aberración pasajera de unos pocos, ni menos de un caso aislado, como tantos otros de bandolerismo; que esta vez se presenta más alarmante por la extensión de sus planes y número de afiliados, por lo horrendo de sus crímenes y por el barniz casi científico y literario de sus pretensiones; no, no es eso […] La asociación existe lo menos hace cinco años y no se trata de una sociedad de fines y medios puramente criminales […] por la justicia no se ve motivo para acusarles de criminales de oficio, sino que siempre tuvieron buena conducta […] No es pues, espontánea en ellos la rebelión, pero sí la adhesión a doctrinas y procedimientos por los que se les promete un alivio. ¿Qué es lo que habrá creado esta tendencia?» (Alas, 2001, art. IX). Bien es verdad que, a pesar de manifestar ese miedo a la sublevación, o a la existencia de movimientos incontrolados, indudable-

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mente no tan radicales como los anarquistas, el propio Alas comprenderá la etiología de los mismos, intentando explicar la existencia de los fondos de resistencia durante las huelgas y las hambrunas, y arriesgando opiniones en El Día, que podían comprometer seriamente sus futuras colaboraciones: «Pero, como diría un colectivista, en las clases acomodadas son mayores los fondos de resistencia, pueden esperar mejor, y para ellos el problema que viene a plantear una sequía es puramente económico, y para el jornalero es de vida o muerte. El propietario o el empresario pueden arruinarse: el obrero puede morirse. Además, sin acoger como cierta la ley de acero de A. Lasalle (sic), el célebre socialista alemán, se puede reconocer que siempre pierde más en esta clase de crisis el bracero, que se encuentra con un jornal mermado, porque la paralización de los trabajos aumenta la oferta de brazos y disminuye la demanda, y al mismo tiempo se encuentra con el aumento de precio en los artículos más necesarios. Con estas dos marcas, la del jornal que baja y la de los artículos necesarios que suben, el pobre asalariado pronto se ahoga. Discúrrase para defender a la sociedad amenazada, todo lo que se quiere, menos negar esto…» (Alas, 2001, art. X). d) De particular interés resulta la crítica que realiza Alas del principio de división del trabajo, que de una forma tergiversada, posiblemente por motivos tácticos, le sirve para explicar la crisis económica andaluza, en relación con las diversas actividades desarrolladas y el papel desempeñado por los diferentes protagonistas de dichas actividades económicas. Él pensaba que el principio de división del trabajo había perjudicado a la economía andaluza al no haberse tenido en cuenta las potencialidades naturales y el mercado existente. Detrás de ello, naturalmente, se encontraba una crítica a los beneficiarios de tal situación, que no eran otros que los comerciantes vinateros, a pesar de que el comercio de vinos, especialmente los de Jerez, había decaído en los últimos años. Ello fue debido a la prostitución y degradación de los mismos, provocada por la exigencia de precios inferiores por parte del mercado más importante de vinos de Jerez, el inglés, que por otra parte se había apoderado, mediante el pacto con algunas conocidas familias de raigambre andaluza, del negocio: «Es decir, que la mayor parte de los extractores, y los principales sin duda, ostentan apellido extranjero. Así se explica que en Jerez mismo haya una fonda de Xerez con X y botellas de Xerez con X siempre. Pero esta X es fácil de resolver econó-

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micamente. Se arruina el propietario, se arruina el almacenista, se arruina el arrendatario, muere de hambre por falta de trabajo, el jornalero del campo, y Jerez se convierte en colonia inglesa, gracias sobre todo, a la protección al revés de la industria española […] pero no se ha dicho nada de la guerra sorda que existe entre diferentes elementos del capital; no se ha pintado la lucha económica que hay entre extractores y viñistas; pues esta guerra existe, y el Estado, en vez de calmarla con la justicia, la hace de peor género apoyando a una de las partes, sin razón de derecho» (Alas, 2001, art. XII). Ello no significa, como en algún caso se ha afirmado, que L. Alas militase en el bando proteccionista. Los krausistas siempre militaron en el bando contrario, el librecambista. Lo que Alas intentaba era poner en relación el pingüe negocio de explotación de los vinos, con un valor añadido que iba a parar al extranjero, mientras se desatendían otras actividades absolutamente empobrecidas como la ganadería y la agricultura, especialmente la relacionada con los cereales: «La superficie total de Jerez es de más de 140.000 hectáreas […] de esas 140.000 hectáreas sólo unas 8.600 están consagradas a los viñedos […] en cambio los cereales sólo ocupan más de 71.000 hectáreas. Claramente se ve que si la población trabajadora de Jerez, la no propietaria, ni arrendataria, se dedica con una preferencia casi exclusiva al trabajo de las viñas, aprovecha muy poco del que las necesidades agrícolas del término le ofrece. Añádase a esto que, como saben todos, los trabajos de las viñas no son constantes, ni mucho menos; son para una parte del año que no llega, ni con mucho, a la mitad; y los que en otras faenas no se ocupan en las épocas en que las viñas no necesitan masas de obreros, huelgan, y tienen que repartir —si no lo han gastado— el jornal en dos o tres días, para que a cada uno del año corresponda una parte, es decir, que el que gana dos pesetas, en rigor no tiene jornal de dos pesetas más que nominalmente: su jornal, al cabo del año, es acaso de tres reales» (Alas, 2001, art. XI). Para finalizar la exposición de las ideas de L. Alas en El hambre en Andalucía, no debe obviarse la opinión que tenía de la corrupción, así como el papel que concedía a la estructura de la propiedad, a las ocultaciones fiscales toleradas, cuando no pactadas por los grandes grupos empresariales con la propia Administración, y una última consideración respecto a los hechos acaecidos a raíz de los sucesos tristemente conocidos como «La mano negra». Respecto al asunto

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de la corrupción municipal, Alas fue bastante contundente: «Por este camino se va a la mayor corrupción, porque llegará a ser alcalde solamente el que no tenga fama que perder, el que vaya en busca del provecho propio, sin temor del descrédito. ¿Y es esto de poca importancia? ¿Que la magistratura popular, la del interés inmediato y directo de la vida social y política, no pueda estar en poder de personas dignas de ella? ¿Qué reforma útil podrá plantearse, qué problema delicado con agentes necesariamente ineptos y muchas veces sospechosos de inmoralidad?». En cuanto al problema de la propiedad Alas se fija especialmente en la provincia de Córdoba: «La provincia de Córdoba, como la mayor parte de Andalucía, vive principalmente de la agricultura. La situación de la propiedad territorial y los sistemas de cultivo determinan la vida económica y explican la crisis por que este país atraviesa, sino por completo en lo esencial de ella […] Los montes y pastos disminuyen de una manera sensible todos los años, por el prurito de roturar y poner en cultivo los terrenos montuosos y adehesados, con el propósito de obtener mayor producto, pero sin conseguirlo casi nunca […] Se observa en casi toda Andalucía una tendencia general en los terratenientes a adquirir más y más terreno, sin atender a la proporción que debe existir entre el capital necesario para procurarse los medios de un cultivo en buenas condiciones y la cantidad de tierra adquirida […] En esta situación, que es muy general, todavía el error económico es mayor, porque no existiendo el crédito agrícola en las condiciones que serían necesarias para hacerle ser ayuda de la industria respectiva, el único medio de que se adelanten capitales al agricultor es el de la usura antieconómica […] La usura es en efecto, la mayor plaga de la agricultura andaluza» (Alas, 2001, art. XX).

4. LITERATURA Y ECONOMÍA También en su obra literaria, sin lugar a duda la más importante, Alas (Clarín) nos dejó ciertos guiños, habitualmente en clave irónica, cuando no satírica, que nos sirven para descubrir sus ideas económicas. Por lo general tienen que ver con la formación de las ideas político-económicas —lo veremos en el caso del padre de la Regenta—, o con la crítica de determinados métodos de investigación, de

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la enervada figura del investigador e incluso del krausismo en su versión impostada. Consideramos de especial interés los «guiños» económicos que Clarín dejó en la que es considerada con justicia su obra cumbre, La Regenta, publicada en 1884, al año justo de su estancia como catedrático de la Universidad de Zaragoza, lo que ha llevado a autores como Romero Tobar a plantear la hipótesis de que gran parte de la misma se gestó en Zaragoza (el propio marido de la Regenta, don Víctor Quintanar era aragonés), y en la obra no escasean los comentarios, a veces agrios o jocosos, al carácter de los aragoneses, cuando no al provincialismo, si bien en esta última cuestión tampoco se salvan los asturianos y tal vez el resto de las habitantes del país, ya que Clarín consideraba al provincialismo, aunque también —como se ha visto— al centralismo, como dos vicios nacionales por excelencia. Uno de estos primeros comentarios con referencias económicas es el que hace al principio de la obra cuando al definir de forma soberbia la figura de uno de los personajes centrales de la obra, el Magistral, el sacerdote don Fermín de Pas describe los dos mundos ovetenses, tan cercanos en el espacio y tan lejanos en lo económico, al nombrar dos barrios bien representativos de la ciudad, La Encimada y el Campo del Sol: «La Encimada era su imperio natural [el de don Fermín], la metrópoli del poder espiritual que ejercía. El humo y los silbidos de la fábrica le hacían dirigir miradas recelosas al Campo del Sol; allí vivían los rebeldes. Los trabajadores sucios, negros por el carbón y el hierro amasados con sudor; los que escuchaban con la boca abierta a los energúmenos que les predicaban igualdad, federación, reparto, mil absurdos, y a él no querían oírle cuando les hablaba de premios celestiales, de reparaciones de ultratumba». Igualmente son significativos los ataques a las familias más conocidas de Vetusta, los nobles de la Encimada y especialmente a los indianos y a sus estrategias matrimoniales, en las que se vio involucrada la propia Regenta, Ana Ozores: «Además se corrió por Vetusta que don Carlos [el padre de Ana] se había hecho masón, republicano y por consiguiente ateo. Sus hermanas se vistieron de negro y en el gran salón, en el estrado, recibieron a toda la aristocracia de Vetusta, como si se tratara de visitas de duelo». Los guiños siguen con la figura del padre, don Carlos, quien representa en la novela el talante liberal y vuelve a dejar algunas pistas del pensamiento económico que pudo influir en el propio Clarín: «Don Car-

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los, en efecto se había hecho liberal de los avanzados, y de los estudios físicos matemáticos había pasado a los filosóficos; y de resultas era un hombre que ya no creía sino lo que tocaba, hecha excepción de la libertad que no la pudo tocar nunca y creyó en ella muchos años […] Amaba la literatura con ardor y era, por entonces, todo lo romántico que se necesitaba para conspirar con progresistas. Lo que pudiera haber de falso y contradictorio en el carácter de don Carlos era obra de su tiempo»190. No hay que olvidar —último guiño— que don Carlos había estado exiliado en Italia, y al igual que él se había vuelto saint-simoniano; además, se casó con una modista, cosa que jamás le perdonó la familia, especialmente sus dos vetustenses, o vetustas, hermanas. Igualmente, son interesantes otros «guiños económicos» contenidos en sus cuentos y relatos. Ya Manuel Santos en su antecitado artículo recogía algunas palabras de Clarín, que en tono burlón podían tener algo de autobiográfico, como cuando en su relato publicado en 1878, Zurita, que había sido influido fuertemente por su padre liberal, «un Bastiat inconsciente, que se había acostumbrado al ahorro como a una segunda naturaleza. La idea del fruto civil le parecía tan inherente a las leyes de la creación como la de todo desarrollo y florecimiento. Así como la tierra de su fecundo seno saca todos los frutos, así el ahorro en el orden social produce el interés, su hijo legítimo», explica por qué prefería las cátedras de Universidad a las de Instituto, que no gozaban de ascensos, ni de derechos pasivos, estando en expectativas de contraer matrimonio (nótese que coincide con el mismo año en el que Orovio privó de la cátedra de la Universidad de Salamanca, como ya se ha relatado a L. Alas, lo que probablemente retrasó su matrimonio cuatro años). Pues bien, ante esta postura, «su compañero de habitación le recriminaba así: «¡Ta, ta, ta! ¿Qué tiene que ver la ciencia con las clases pasivas ni con su futuro de usted? El filósofo no se casa si no puede. ¿No sabe usted, amigo mío, amar la ciencia?… Así se es filósofo y sólo así». Zurita, tras cinco oposiciones, se vio por fin catedrático de Psicología, Lógica y Ética, pero de cosas que ya no amaba, ni admiraba, ni creía». En el mismo relato se recoge una cierta crítica de las posturas krausistas, en su vertiente más extrema, con una fina ironía, cuando atribuye al mismo filósofo que compartía habitación con Zurita, la

190. Todas las citas son del volumen I de Alas (1984).

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siguiente frase: «Nosotros no leemos libros, sino que aprendemos en la propia reflexión, ante nosotros mismos, todo lo que hay puesto en la conciencia para conocer en vista inmediata, no por saberlo, sino por serlo […] Y se acostó el filósofo sin decir más, y a poco roncaba»191. El profesor Gil Cremades, ya en 1975, había recogido algunas anécdotas sobre el pensamiento económico de la particular «galería de sabios» dibujada por Clarín en sus cuentos y relatos cortos. Comenzará con su cuento Doctor Sutilis a dar cuenta del desengaño producido por sus experiencias académicas y, como afirma Gil Cremades, aunque todavía no haya referencias específicas al krausismo, «sí se encontrará en él un dejo mordaz del desengaño producido por la filosofía idealista cuando las cosas van mal y el “positivismo de la vida apremia”». Refleja igualmente la autocrítica efectuada por Clarín, cuando Pablo, uno de los personajes del relato, que escribía poesías correctamente en alemán a una dama que acabó casándose con un militar y leía la Fisiología del matrimonio de Balzac, terminó por conseguir «una plaza de tenedor vacante en su establecimiento de paños y tejidos […] Hace tan bien su trabajo que su tío lo tiene por un Necker» y continúa el citado profesor: «Hay aquí algo de biográfico y de risa de sí mismo: el filósofo y el aficionado a la literatura en una pieza, metido a economista como el propio Alas, en trance de preparar la cátedra de Economía Política y Estadística. Ese hombre, Pablo, cuya cabeza hace ocho años “era enmarañada selva de ébano”, aparece ahora con la “cabeza rapada a punta de tijera”, hecho un “convertido”. El interés autobiográfico del cuento es elevado por cuanto expresa el paso personal del idealismo al pragmatismo» (Gil Cremades, 1975, 153-154). El último personaje rocambolesco de la particular galería de sabios, en la que Clarín expresa sus críticas al krausismo, es don Emerguncio, figura central del relato que lleva por título Don Emerguncio o la vocación. En él se recoge todo el desengaño de los krausistas a raíz de la Restauración: «Pero vino Pavía y el sistema filosófico de don Emerguncio se disolvió como el Congreso y no había modo de sacarle jugo a la filosofía con la nueva situación»192. Y comenta Gil Cremades: «Pero los krausistas, antes de introducirse en el posi-

191. Vid. la cita de Zurita en Santos (2001, 91 y 93). 192. Recogido en Gil Cremades (1975, 195). El relato de Clarín está fechado en 1885.

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tivismo de la Restauración, se han dispersado en desbandada. Por no vislumbrar otra posibilidad y percatarse de que lo único que sabe es escribir en krausista, es por lo que se pone a redactar “dos mil páginas de investigaciones ascendentes y otras dos mil de las descendentes”» (Gil Cremades, 1975, 196). Pocas críticas tan feroces se han escrito sobre la exclusividad o la confusión metodológica reinante en la época. Lo que viene a matizar las ideas expuestas en este texto al hablar de las críticas de Alas a dicha exclusividad metodológica.

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El premio Nobel de Literatura Echegaray y la Economía

Jordi Pascual

1. A MODO DE PROLEGÓMENO José Echegaray Eizaguirre (1832-1916) obtuvo el Premio Nobel de Literatura de 1904, compartido con el francés (provenzal) Fréderic Mistral. Era el primer español que obtenía tan preciado galardón. Ello nos lleva a pensar que Echegaray era, en efecto, un literato. Más en concreto, el premio le fue otorgado habida cuenta de su labor como autor dramático; autor de éxito en su época, representado y traducido a varios idiomas, aunque el paso del tiempo haya puesto de manifiesto que su obra no ha sobrevivido, ni, por tanto, ha llegado a alcanzar ese estadio superior que le hubiera conferido el carácter de clásica. Pero lo cierto es que Echegaray hizo probablemente muchas otras cosas de mayor mérito que sus dramas y que se prodigó en una serie de actividades de mayor incidencia en la historia de España. Porque lo que no cabe es menospreciar su ejecutoria e ignorar que desempeñó un papel no secundario en diversos campos, aparte del literario. Al escribir estas líneas estoy concediendo un razonable grado de credibilidad a su propio testimonio, vertido en una serie de notas autobiográficas193. La crítica interna que he podido efectuar avala esta credibilidad. Diría que Echegaray se presenta como un hombre plenamente integrado en el espíritu progresista de la época, sin por otra parte conceder ninguna consideración positiva a las ideas más radicales, como podrían serlo las del anarquismo o el socialismo de su tiempo. Siguiendo, pues, su propia presentación, habría que examinar una figura poliédrica como es la suya, comenzando por los campos 193. Que fue publicando en forma de artículos en La España Moderna y en el Madrid Científico, periódicos de la capital de España, y que después de su muerte salieron en forma de libro, con el título de Recuerdos (Echegaray, 1917). Las citas que figuran en el texto indican el volumen y la página.

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que más le interesaron: las matemáticas y la física matemática. Ésta fue una afición que se apoderó de él desde su más tierna infancia, de manera que a lo largo de toda su vida no dejó nunca de dedicarles una considerable atención194. Esta faceta de Echegaray ha sido estudiada por Sánchez Ron (Sánchez Ron, 1990), en cuya opinión no se le puede negar a nuestro autor, por ejemplo, el mérito de haber elevado el nivel de la docencia de las matemáticas en España, para lo que se sirvió en buena medida de la introducción de textos franceses. Como sucede en tantos otros campos de la ciencia española, no se trata tampoco en este caso de una labor creadora, pero sí de la contribución a la mejora del nivel de la ciencia en España. Precisamente fue éste el tema que eligió Echegaray para su discurso de recepción en la Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales195. Fue un competente profesor de la Escuela de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos de Madrid. Estrechamente vinculada a su faceta de matemático se encuentra la de ingeniero. No sólo fue profesor de la Escuela que se acaba de mencionar, sino que también ejerció un tiempo como ingeniero de Obras Públicas en su primer destino de Almería (distrito de Granada), como ingeniero segundo, de 1852 a 1854. En la Escuela fue también ayudante y secretario, corriendo a su cargo la explicación de una serie de asignaturas de la carrera. Estas dos facetas, la de matemático y la de ingeniero, van muy unidas y hubieran sido suficientes para caracterizar la labor de Echegaray, pero de ningún modo le hubieran otorgado el relieve que llegó a tener. Me parece que su labor como político le confirió una mayor relevancia. Desde sus primeros años en Madrid (de los tres a los catorce años vivió en Murcia, en razón de la actividad docente y científica de su padre en el Instituto de aquella ciudad) se interesó por la política y asistía a las sesiones del Congreso. La fase siguiente de sus intereses políticos corresponde a su implicación en la actividad tri-

194. «La curación de todas mis tristezas, el remedio de todos mis aburrimientos, el centro de todas mis ilusiones intelectuales […] ha sido siempre el estudio de las Matemáticas» (I, 370). En otro lugar refiere que cuando iba a participar en un Consejo de Ministros que tuvo lugar en La Granja y en el que se decidió la candidatura de Hohenzollern para la corona española, él iba leyendo en el coche la teoría del calor de Briot, recién publicada (I, 406); rasgo que nos recuerda a nuestro malogrado compañero Ernest Lluch, que también aprovechaba los momentos más inverosímiles para leer o investigar. 195. «Historia de las Matemáticas con aplicación a España» (II, 273). Echegaray fue elegido el 3 de abril de 1865 y tomó posesión el 11 de marzo de 1866.

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bunicia en defensa de las ideas del liberalismo económico y, en particular, a su colaboración en las campañas contra el proteccionismo. A este campo le arrastró su condiscípulo y amigo Gabriel Rodríguez. También esta faceta ha sido estudiada por Sánchez Ron y Fornieles Alcaraz (Fornieles Alcaraz, 1989). Pero durante muchos años no formó parte de ningún partido político. La Revolución de septiembre de 1868 le introducirá en el campo de la acción política, dentro de la corriente demócrata y radical. Echegaray se presenta a sí mismo como «liberal, muy liberal», y no creo que tengamos motivos para negarlo. Sucede, sin embargo, que la política es el arte de lo posible y seguramente habrá que tener en cuenta esta realidad para tratar de entender el «pecado» colosal que este autoproclamado liberal cometió cuando, en 1874, como ministro de Hacienda, concedió al Banco de España el monopolio de emisión. (Vaya, que no era tan liberal…). Nuestro dramaturgo (no olvido que éste debe ser el asunto principal de este artículo) fue diputado en numerosas ocasiones, ocupando primero la Dirección de Obras Públicas, Agricultura, Industria y Comercio del Ministerio de Fomento (Ruiz Zorrilla) y siendo después titular de ese Ministerio (del 13 de julio de 1869 al 4 de enero de 1871 y del 13 de junio de 1871 al 19 de diciembre de 1872). Fue ministro de Hacienda en tres ocasiones: del 19 de diciembre de 1872 al 24 de febrero de 1873, del 4 de enero al 13 de mayo de 1874 y del 18 de julio al 1 de diciembre de 1905. En su etapa política le cupo la tarea de introducir reformas liberales importantes y tuvo algún papel en el proceso de búsqueda de un monarca para la corona española, formando parte de la comisión que fue a recibir a Don Amadeo de Saboya cuando éste llegó a Cartagena en los últimos días de 1870. A las facetas de matemático, ingeniero y político hay que añadir la de economista. Según él, lo que le atrajo de la Economía política fue lo que tiene «de severa, de lógica, de indiferente a las pasiones e intereses humanos». Parece, en efecto, sintonizar con la visión de los innovadores de la primera época marginalista. También, según el mismo autor, estudiaba los problemas económicos y la Economía política «como parte esencialísima del problema social». En el estado actual de nuestras investigaciones es clara la actuación de Echegaray como difusor del ideario librecambista, así como también parece plausible aceptar su testimonio de que conocía las obras de

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los primeros marginalistas196. Pero, como dice él mismo, aunque hubiera podido escribir un tratado matemático de economía, el caso es que no lo hizo. Otros sí lo hicieron, y aquí cita a Jevons y Walras, y también a Dupuit. Por tanto, lo cierto es que no tenemos pruebas —al menos, por ahora— de que ni siquiera introdujese la economía marginalista en la universidad197. Ahora bien, de que la labor de Echegaray tuvo su faceta de economista en un sentido más amplio no cabe la menor duda.

2. EL HOMBRE DE TEATRO Sin perjuicio de afirmar que nuestro autor poseyó todas las facetas que hasta ahora se han señalado, tampoco existe ninguna duda acerca de su vinculación con el teatro, y ello desde sus primerísimos años de vida. De hecho, los artículos que recoge en sus Recuerdos transmiten casi constantemente el mensaje de que quien los escribe es un hombre del teatro, buen conocedor de esa literatura y asiduo espectador desde sus años de juventud en Madrid, y aun antes, en Murcia. Entre sus primeros recuerdos, dice, está el de un teatro de Madrid. Haciendo gala de una memoria fotográfica que le acompañó durante toda su vida —me parece que podemos creerle, o que por lo menos no tenemos pruebas para negársela—, recuerda a una señora alta y esbelta, vestida de negro, que cruzaba el escenario. Después, en Murcia, recuerda haber asistido a la representación de El paje, de García Gutiérrez; del drama Don Fernando el Emplazado; de Carlos II el Hechizado; y de la ópera Clara de Rosenberg. Incluso representó una obra teatral de ambiente andaluz, La feria de Mairena, haciendo el papel de un gitano que vendía un jaco. Desde que regresó a Madrid para cursar estudios en la Escuela de Caminos fue al teatro cuanto se lo permitía su modesto presupuesto. Presenció los primeros triunfos de Tamayo (Ángela, Los hombres de bien, Lances de honor) y la primera obra de Adelardo López de Ayala, así como estrenos de García Gutiérrez, Hartzenbusch, Eguílaz, Rubí, Bretón de los Herreros y Serra. En estas aficiones le acompañaban otros cole-

196. Algo he escrito sobre el particular (Pascual Escutia, 2000). 197. Otra cosa es la hipotética labor, en este sentido, de su mentor Gabriel Rodríguez.

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gas de Caminos, como Brookman, Caunedo, Regueral, Pagasartuondua y Mendívil. Se interesó particularmente por los dramas, defendiendo la teoría de que a su parecer los dramas deben acabar tristemente. Y contradice la opinión de Max Nordau, según la cual los autores de obras duras son personas que no se atreven a dar rienda suelta a sus instintos en su vida real, utilizando el recurso de la ficción teatral (o novelesca, en su caso); la contradice porque Echegaray se califica a sí mismo como un tipo plácido y tranquilo, que quizá se ha convertido en un dramaturgo tan terrible por un efecto de compensación. Su amor al tremendismo no es, pues, la expresión de un furor reprimido, sino solamente una opción estética. Para él, «lo sublime del arte está en el llanto, en el dolor y en la muerte» (I, 37). Recordando el estreno de Ricardo Darlington, de Alejandro Dumas (padre), dice que sintió gran emoción y que tal vez esta obra y otras tales son las que desarrollaron su inclinación a lo trágico: «Lo que en el teatro nunca triunfa, verdad es que tampoco triunfa en la vida, es la cobardía o la timidez. La timidez y la cobardía son buenas para educandas de colegio o para sacristanes de monjas» (I, 110). Caramba, don José. Aunque a lo largo de su dilatada vida de autor dramático Echegaray escribirá en verso y en prosa, defiende la primacía del verso para obras de esta naturaleza. Al menos, así pensaba al principio, cuando los dramas en prosa eran la excepción. Y como diría él, «cuenta que» tardó muchos años en versificar, tarea para la que no pensaba estar especialmente dotado. No versificó hasta los treinta o cuarenta años. Excepcionalmente había escrito, durante su estancia en Almería, dos o tres romances dedicados a su hermano Miguel, sobre el tema de su inesperado nacimiento en Quintanar de la Orden (Toledo), el 29 de septiembre de 1848. Sería en el bienio progresista (1854-1856) cuando le asaltó el deseo de escribir un drama. Pero todavía tendrían que pasar algunos años antes de que ello se convirtiera en realidad. Como insiste en diversas ocasiones a lo largo de sus recuerdos, Echegaray se interesó siempre por el estudio de los caracteres de las personas con las que se fue encontrando a lo largo de su vida y en las múltiples actividades que desarrolló. Lo cual le sería sin ninguna duda útil en su etapa de creador de personajes y situaciones. Echegaray hizo varias probaturas antes de que su interés cuajase en obras que pudieran representarse. Fue su compañero de la carrera de ingeniero Leopoldo Brookman, que versificaba con gran faci-

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lidad, quien le estimuló a atreverse con la dramática. Decidieron que él escribiría un drama en verso y Echegaray otro en prosa. Tenía éste veintitantos años (aprox. 1858) cuando escribió su primer drama, en prosa. El segundo no lo escribiría hasta más de diez años después. Ese primero, que se hubiera titulado La cortesana, no subsistió, porque su autor lo debió romper o quemar. El tema del mismo —materia predilecta en la época— era el de la tal protagonista y su redención; más adelante, aprovecharía elementos de esta obra para otra de las que escribiría (En el puño de la espada, estrenada en 1875). El segundo intento lo provocó el éxito alcanzado por su hermano Miguel (que era dieciséis años más joven que él), con el estreno de una pieza en un acto y en verso, Cara o cruz, que se representó con éxito en el Teatro del Circo (1863). Dice don José que este hecho despertó de nuevo en él al autor dramático, decidiendo su porvenir. Entre estos dos primeros dramas inéditos de Echegaray, nuestro autor afirma que cambiaron los gustos y que él leyó mucho más, incluyendo teatro clásico castellano e incluso a Shakespeare en inglés. (Cuando ya se familiarizó más con lenguas extranjeras llegaría a opinar que las traducciones del gran autor inglés eran malas). Ese segundo drama, que Echegaray califica de «ensalada estupenda», está inspirado en Hamlet y algo del prólogo de Macbeth; según Echegaray, es un laboriosísimo ejercicio de versificación. Su autor dejó descansar la obra durante dos años y cuando la volvió a leer le pareció lamentable y la sepultó en un cajón, perdiéndose su memoria. No llegó a tener título nunca. El tercer intento tampoco llegaría a materializarse en un estreno, pero Echegaray hacía progresos. Se tituló La hija natural y su final estaba inspirado en Intriga y amor, drama de Schiller. Aquí el autor ya versificó con facilidad y quedó satisfecho de su obra, que terminó en un mes. Más adelante, transformada y ampliada, se representaría. En esa primera ocasión, Echegaray no quiso recurrir directamente a la gran actriz Teodora Lamadrid, un hijo de la cual había sido alumno del autor en Caminos, y le hizo llegar el drama de forma indirecta; pero ella desaconsejó su estreno. Después escribió a Ayala, que nunca le contestó. Finalmente, a través de otro profesor de Caminos, lo dio a leer a Aureliano Fernández Guerra, considerado literato eminente, a quien no le pareció mal. Sea lo que fuere, Echegaray guardó el manuscrito. Entre 1860 y 1862, si la memoria no le es infiel, Echegaray realizó dos nuevos intentos dramáticos: la comedia Un sol que nace y un

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sol que muere y un pequeño drama, medio fantástico y medio simbólico, Morir por no despertar, que se representarían muchos años después (1876 y 1879, respectivamente), con buen éxito el primero de ellos. En el último sexenio antes del revolucionario, nuestro autor escribió otro drama, El banquero, que después cambió de título y extensión; le añadió un epílogo y lo retituló La última noche. Es interesante la génesis de esta obra, porque viene a confirmar la influencia directa de Brookman en la vocación de autor dramático de Echegaray. El caso es que la iniciativa de El banquero partió del amigo y compañero, a resultas de su experiencia fallida con el financiero José de Salamanca. Este último había contratado a Brookman para sus empresas de ingeniería ferroviaria en Italia. Al principio todo marchó muy bien, pero las circunstancias variaron. Es posible que en ello influyese el fiasco de un proyecto que el financiero acarició y al que los ingenieros Brookman y Echegaray prestaron cobertura técnica, toda vez que elaboraron el proyecto para la construcción de un enlace subterráneo entre Francia e Inglaterra, a través del Canal de la Mancha. El proyecto fue sometido a Napoleón III, pero el parecer de sus asesores fue negativo para el proyecto y Salamanca pudo quedar algo perjudicado en su prestigio ante el Emperador. Brookman regresó a Madrid y lo que antes eran alabanzas para Salamanca y los banqueros se cambiaron en una considerable ojeriza hacia los mismos. A su vuelta, Brookman le propuso a Echegaray que escribiesen El banquero. La idea de aquél era la de pintar al banquero moderno en general, no precisamente a Salamanca, sino a «un banquero simbólico, con sus egoísmos, con sus corrupciones, con sus ansias y sus apetitos, con su afán de oro a todo trance, y, en suma, con su materialismo, que es el materialismo de este siglo en que vivimos» (II, 195). Una vez trazado el plan de la obra, se la repartieron. Echegaray fabricó un tipo bien malvado, pero Brookman no llegó a cumplir su parte. Finalmente, Echegaray la escribió en su totalidad, aprovechando la única redondilla que había escrito su amigo (en el 2º acto). Sin embargo, por entonces, quedó archivada. Era el año 1864, y hasta que escribió El libro talonario198 (a finales de 1873), no llevó a cabo ningún otro nuevo intento dramático.

198. Se trata de la primera obra —una comedia en un acto y en verso— que estrenó Echegaray, en febrero de 1874. Aunque el título pudiera suscitar la idea de un tema bancario, no hay en el argumento nada de ello.

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3. EL AUTOR CONSAGRADO Tomando como base de estas consideraciones la obra publicada de Echegaray (Echegaray, varios años) resulta un total de una buena cincuentena de piezas teatrales, de las que algo más de la mitad están escritas en verso. Se observa que su preferencia por el verso se traduce en que escribió una mayor proporción de este tipo de obras precisamente en su primera etapa de autor teatral, de 1874 a, digamos, 1885; mientras que predominan las obras en prosa en la segunda etapa; lo cual parece lógico si pensamos que la inspiración debió ceder con el paso del tiempo. Abundan los dramas y tragedias, que es el género que más fama le dio a nuestro autor; pero también escribió algunas comedias. E incluso el libreto de una ópera, a la que puso música el maestro Serrano. Echegaray estrenó su primera obra, El libro talonario, en febrero de 1874, cuando era ministro de Hacienda del gobierno que se formó después del golpe de estado del general Pavía. Pero en mayo de dicho año abandonó tal puesto, es entonces cuando comienza la etapa en la que la dramaturgia ocupará la mayor parte de sus actividades. Contaba a la sazón la edad de cuarenta y dos años. Para su época, ya no era lo que se consideraba un hombre joven, pero el hecho es que se encontraba justamente en la mitad de sus días, puesto que fallecería a los ochenta y cuatro años. Sus últimos estrenos tuvieron lugar en los años finales del siglo XIX, hasta diciembre de 1898. El abanico de sus años de autor que estrena es, pues, de veinticuatro años, y recibirá el premio Nobel seis años después de su último estreno. En cuanto a la distribución de su obra en el tiempo es bastante regular. En 1874 y 1875 estrenó dos obras cada año; en 1876 estrenó tres obras; en 1877, cuatro; en 1878, de nuevo tres; otra vez cuatro en 1879. Es la etapa más intensa, como si se hubiese liberado el resorte que lo había mantenido expectante durante bastantes años (quiero pensar que esta comparación mecánica hubiera sido del agrado del ingeniero-dramaturgo). Porque en 1880 sólo estrena una obra. En 1881 son dos, una de ellas —El gran galeoto— uno de sus mayores éxitos; en 1882 son también dos, y de nuevo una sola en 1883. De un tenor parecido son 1884 y 1885 (dos y una, respectivamente). En 1886 aumenta a tres, lo cual sucederá asimismo en 1891. En estos años, la regularidad es casi perfecta, porque entre 1887 y 1898 —salvo 1891, como se acaba de indicar, y 1896, con sólo una obra— los estrenos son un par cada año.

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Echegaray tomó como escenario de su producción épocas diversas, tanto de la Antigüedad como de la Edad Media, de la Moderna y de la Contemporánea. Pero ciertamente predominan las obras que transcurren en el siglo XIX; las otras épocas están representadas con un menor número de obras a medida que retrocedemos en el tiempo. En cuanto al lugar en el que se desenvuelve el argumento, la mayoría de las piezas teatrales sitúan su acción en España. Madrid, su capital y su ciudad natal, es el escenario más frecuente, con casi un tercio de la producción total. Un autor madrileño que estrena ante un público madrileño. Un público exigente, acostumbrado a la calidad. Una buena plaza, que dirían los aficionados a otra actividad que algunos consideran artística y otros denigran con severidad. Pero también estrenó en otras ciudades, como Barcelona (cuatro). En honor a la verdad hay que decir que Echegaray apreció, como Cervantes, la Ciudad Condal. A un barcelonés como quien esto escribe tiene que emocionarle —el catalán es sentimental— la opinión que transcribe Echegaray en sus Recuerdos, cuando evocando la Cannebière de Marsella recuerda también «sus relaciones de parentesco con la también hermosa y simpática Rambla de Barcelona» (II, 71). También se acordó Echegaray de situar otras de sus obras en Aragón, Toledo y Sevilla. Más de la mitad de sus ubicaciones están en España. Pero el resto se sitúa en otros lugares de Europa: en este caso se trata siempre de argumentos que transcurren en las edades anteriores de la Historia. En cuanto a la originalidad de la obra de nuestro autor hay que decir que en la inmensa mayoría de los casos los textos son suyos. En algunos, pocos, declara su inspiración en obras extranjeras anteriores; y también tradujo del catalán dos obras de Angel Guimerá (María Rosa y Tierra baja).

4. LA ECONOMÍA EN LOS DRAMAS DE ECHEGARAY Ya se ha dicho que Echegaray prestó atención a la economía. A la política económica, particularmente cuando participaba en las discusiones relacionadas con la polémica proteccionismo-librecambio, y después cuando fue ministro de Fomento y más adelante de Hacienda. A la ciencia económica, con sus lecturas de Bastiat, que consideraba plenamente científicas y reducibles a términos matemá-

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ticos —la confianza y el deslumbramiento de Echegaray por la ciencia exacta es muy genuina en un hombre del siglo XIX como lo era él— y también con el conocimiento, al menos de saber que existían, de los primeros textos marginalistas (Dupuit, Jevons, Walras). Cabe, por tanto, analizar el reflejo de sus intereses y sus conocimientos económicos en su obra teatral. ¿Hasta qué punto aparecen conceptos, ideas, teorías, tipos socioeconómicos? Vamos a verlo en algunas de sus obras, pero me temo que podemos anticipar una valoración que recordará en algo lo que decimos de sus aportaciones a la ciencia económica, por lo menos como introductor de la economía matemática. Es decir, menos de lo que hubiéramos esperado. A Echegaray le entusiasmaron desde siempre los dramas, las grandes emociones, las pasiones desatadas o escondidas. La verdad es que la ciencia económica, y más la matemática, no era el mejor filón que tendría a su alcance para dramatizar, y encima en verso. Aunque se ha dicho justamente que la perfección y la estética de un buen teorema pueden suscitar las mayores emociones intelectuales, lo cierto es que entre el efecto renta-efecto sustitución, digamos por ejemplo, y el honor mancillado que es preciso reparar con efusión de sangre, la elección no era dudosa. Claro que sin necesidad de llevar las cosas a este extremo, bien pudiéramos decir que Echegaray tenía elementos más que suficientes en la vida económica real para dramatizar. Sin ir más lejos, la situación de las clases trabajadoras en su propio entorno, o la codicia de los capitalistas que explotaban a los obreros. Pero para ello le hubiera sido de mucha utilidad un mayor aprecio por las doctrinas socialistas y anarquistas. Nada más lejos de sus preferencias. Echegaray no desperdicia la ocasión, en sus memorias, para aludir irónicamente a las pretensiones de reducir la duración de la jornada laboral, o para criticar la novedad de que los domingos cierren los hornos de pan, con lo cual él se ve condenado a comer pan que no es del día. A la primera pretensión opone su propia experiencia de muchas horas de trabajo todos los días y durante toda su vida, tanto cuando era estudiante de la carrera de Caminos como después, en sus etapas de profesor o político. Pero es cierto que los tipos socioeconómicos propios de una sociedad capitalista industrial no están ausentes de algunas de sus obras y a ellas nos referiremos a continuación. Aunque sí que sorprende la relativa modestia de la presencia de tales tipos en el conjunto de su obra teatral.

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La selección que he efectuado comprende, prácticamente, todas las obras en las que puede encontrarse una alusión —a veces muy escasa— a la economía; eso sí, como vengo sugiriendo, a la economía en su sentido de realidad social, plasmada generalmente en el tipo del banquero —éste es el tipo al que se alude con mayor frecuencia— o del emprendedor. El análisis que sigue se estructura de forma cronológica, según la fecha de estreno de la obra de que se trate. 4.1. LA ÚLTIMA NOCHE (DRAMA EN VERSO, EN TRES ACTOS Y UN EPÍLOGO; ESTRENADO EN 1875)

Antonio Vico, uno de los más prestigiosos actores de la época, representa el papel de don Carlos, un banquero que no destaca por sus sentimientos humanitarios. Es el personaje que Brookman, el amigo y compañero de Echegaray, le sugirió a éste, para desquitarse de los sentimientos adversos que le causó el fiasco de su experiencia con el marqués de Salamanca. Los objetivos del banquero del drama son profesionales, orientados exclusivamente a la maximización de sus ingresos, aprovechando a tal fin cuantas ocasiones se le brinden. Las cuestiones morales, por supuesto, no cuentan en absoluto. Hablando con su amigo Ramón, que al mismo tiempo es su agente de confianza, el banquero alude a los apuros del erario público. Aquí es más que evidente el reflejo de la propia experiencia de Echegaray, que el día de san José del año anterior había firmado el decreto de concesión del monopolio de emisión al Banco de España. Es la conexión más directa entre la realidad conocida y modulada por el autor y su obra dramática. La esposa del banquero, doña Teresa, trata de interesar a su marido en cuestiones de otra índole, en relación con su hijo Alfredo, y aquí Echegaray introduce unos versos muy representativos de las alusiones que en sus obras aparecen en relación con el mundo de la economía de la época: (con ironía) ¡Superlativa ambición! ¡subir de la tierra al cielo! Hoy bajamos desde el suelo a las minas de carbón; y feliz el que su planta

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a quinientos metros hunde; Dios al soberbio confunde Y a los humildes levanta. Y por eso las primeras entre acciones meritorias, y prescindiendo de escorias, son las acciones... mineras.

Obsérvese el eco de la política de fomento de las explotaciones mineras del sexenio revolucionario. Pero doña Teresa no consigue demasiado y sólo puede echarle en cara a su marido el egoísmo por el que se deja arrastrar. Sólo le vio llorar una vez, y era a causa de un mal paso en un negocio financiero. El dinero llama al dinero, y en la obra aparecen otros tres banqueros, que tiene que ver con las arriesgadas operaciones a las que se lanza don Carlos, comentando la subida que ha experimentado la Bolsa. Nuestro banquero sigue con su política y aplica una reducción de personal (y cuenta que aquí no se produjo ninguna compra de un banco por otro), despidiendo a Juan, un antiguo y fiel empleado que es el cajero de la banca, pero cuya plaza ha decidido suprimir. Al marchar, Juan quiere llevarse a su hija Elena, pero el patrón no lo quiere, porque se siente fuertemente atraído por ella, e intenta convencerla de que su padre es viejo y anticuado. Como muestra de modernidad, aquí se apunta la idea de que el honor —tan presente en los dramas de Echegaray— es un valor obsoleto a los ojos del banquero. Éste aguarda una operación financiera, la cobertura de un empréstito (más referencias a la actualidad de la época). Paralelamente, como el único interés de don Carlos está en sus negocios, no presta ninguna consideración a su familia, con lo que las relaciones en el seno de ésta entran en crisis y echa de casa a su propio hijo. Menos mal que el horizonte financiero mejora y esto anima al banquero, el cual declama «que es el moderno banquero, el nuevo señor feudal», proclamando que es «el oro el único Dios». Echegaray que, como sabemos, era también ingeniero, escribe en las notas para la escenificación: El relámpago [es de muy buen efecto la tormenta con aparato eléctrico que acompaña la escena] le ilumina fuerte-

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mente. En el pensamiento del autor aquí se trueca el personaje real en el símbolo del materialismo triunfante.

Todo un símbolo. En el epílogo, que parece contribuyó a la buena recepción de la obra por parte del público, y cuya acción transcurre ocho años después, muere don Carlos, cuyo hijo Alfredo se ha casado con Elena, la hija del cajero despedido. Al final, el banquero se arrepiente de su conducta. Obsérvese que aquí Echegaray no es fiel a lo que en algún momento de sus Recuerdos ha afirmado sobre la necesidad de que los dramas terminen malamente. 4.2. LO QUE NO PUEDE DECIRSE (DRAMA EN TRES ACTOS Y EN PROSA; ESTRENADO EN 1877)

Esta obra forma parte de una trilogía, de la que constituye la segunda parte (Cómo empieza y cómo acaba fue la primera, y Los dos curiosos impertinentes, la tercera). Don Bernardo, «un hombre del tanto por ciento», es otro tipo de hombre de negocios. No se opone a la boda de su hija Julia con Federico, que es hijo de un honrado funcionario (don Jaime de Aguirre), pero exige al pretendiente una dote cuantiosa. Concede a Federico un plazo de tres años para que reúna tal cantidad. He aquí que, entretanto, don Jaime ha ascendido en la Administración (otro terreno bien conocido por Echegaray), y lo ha sido en razón de su respetabilidad e inteligencia en los asuntos de las finanzas internacionales. Todo parece estar relacionado con una importante operación de crédito con varias bancas inglesas, para financiar la renovación de la marina de guerra y de sus instalaciones. Asunto que corresponde plausiblemente a la realidad española de la época. A seguidas aparece un inglés, Mr. Patrick, que viene a España con la misión de ofrecer una importante suma de dinero, en concepto de herencia, a Federico. Resulta que éste no es hijo de don Jaime, sino que su padre verdadero era un amigo de Mr. Patrick, que había venido a España con la legión inglesa, en 1836, y que tuvo una relación trágica con la esposa de don Jaime, fruto de la cual nacería Federico. Fue don Jaime precisamente quien dio muerte al ofensor de aquélla. Y aquí comienza el drama. El dinero le vendría de perlas a Federico para aportarlo como dote a Julia, pero le plantea a

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don Jaime problemas de honor. Cuando se sepa —en muchas obras de Echegaray, la difusión de las noticias constituye un elemento importante; en el Madrid de la época y en las capas acomodadas de la sociedad todo se sabe— la opinión atribuirá el origen del dinero a la corrupción de don Jaime. Después de una serie de peripecias (al autor no se le puede negar ingenio para muchas de sus tramas), la obra termina como debe terminar un drama, o sea, dramáticamente, con el suicidio de Eulalia, la esposa de don Jaime. La razón del título aparece en unas palabras de don Jaime: «Lo que no puede decirse en voz alta, en la plaza pública, [...] no debiera decirse nunca». 4.3. EL GRAN GALEOTO (DRAMA EN TRES ACTOS Y EN VERSO, PRECEDIDO DE UN DIÁLOGO EN PROSA; ESTRENADO EN 1881)

Echegaray declara en sus memorias que la constitución del ministerio Espartero-O’Donnell, después de los acontecimientos de la Vicalvarada (julio de 1854), depositó en su cerebro el germen de este drama, que es quizá el que le deparó mayor gloria y una de las obras más extensas de cuantas escribió. El tema central no es propiamente económico, sino que trata de un joven (Ernesto) que intenta escribir una obra teatral, sin conseguir que acuda la necesaria inspiración. El personaje que intenta introducir es difícil de representar, porque no cabría en el escenario. Este personaje tan singular es «todo el mundo». Éste es un concepto que aparecerá en otras ocasiones en el teatro de Echegaray y que parece aludir a la opinión de la masa, que puede ensalzar o hundir a aquellos a quienes afecta. Como quiere demostrar Ernesto, las acciones más insignificantes tienen consecuencias que pueden llegar a ser importantes, y todo ello se produce por una especie de juego de influencias que se dan en la vida moderna. Pero en este contexto surge otro tipo de banquero, don Julián de Zaragoza, que es como un segundo padre de Ernesto, un hombre rico que protege económicamente a Ernesto por considerarse en deuda con el padre de éste, el ya fallecido don Juan de Acedo. El joven desearía dejar de «vivir de limosna» y, de paso, librarse de las críticas de don Severo, hermano de don Julián, críticas en las que también participan la esposa y el hijo de aquél. Para cubrir las apariencias, don Julián ofrece a Ernesto el puesto de secretario suyo.

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La inquina de Severo y su gente querrá ver algo indecoroso entre Ernesto y Teodora, la joven esposa del banquero. Se dice que don Julián es objeto de las habladurías y burlas de la corte. He aquí el personaje «todo el mundo». Ernesto no aceptará el puesto que le ofrece don Julián y Severo conseguirá introducir las dudas en el ánimo de su hermano. Salió, pues, el sentido del honor, tan frecuente en tantas de las obras de nuestro autor. Ernesto piensa en poner tierra de por medio y proyecta marcharse a Buenos Aires. No parece que ello sea una buena solución, porque don Julián va a quedar mal de cualquier modo. Pero en ese «todo el mundo» siempre puede identificarse algún elemento más responsable, y en este caso será el vizconde de Nebreda (ya desde que escribiera su primer drama, La cortesana, a Echegaray le pareció que la condición de vizconde era la más idónea para retratar a un personaje siniestro), a quien Ernesto desafía en duelo. Estas cosas del honor presentan sus complicaciones, y don Julián no admite sentirse sustituido en este lance, ya que es él quien debe obtener la sangrienta reparación que es del caso. Después de las consabidas y prolijas peripecias, don Julián se bate con el vizconde, que lo deja malherido; Nebreda es a su vez derrotado por Ernesto. El daño a la fama de don Julián, de su esposa Teodora y de Ernesto es ya irreparable y su fama va por los suelos. En cualquier caso, don Julián muere y Ernesto se une a Teodora. 4.4. LOS DOS CURIOSOS IMPERTINENTES (DRAMA EN UN PRÓLOGO Y DOS ACTOS, EN VERSO; ESTRENADO EN 1882)

En esta tercera parte de la trilogía a la que antes se hizo referencia, cuyo título muestra claramente una alusión a una obra de Molière, vuelven personajes de las dos primeras partes. Gabriel y María van a casarse. Aparece otra vez la figura de un banquero, que en este caso es Gonzalo de Aranda —padrino de boda y compañero de infancia del novio—, a quien se califica de «tirano de la banca» (se supone que la tiene tiranizada, o sea que domina por completo el mundo financiero). Es evidente la sugerencia de que banca y ausencia de escrúpulos van por lo general unidas, puesto que se dice de Gonzalo que es

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hombre extraordinario. En la banca una potencia, en las bolsas un espanto, en todas partes un creso... [Andrés] Y en ninguna parte un santo.

Un banquero que gana millones de la noche a la mañana, bolsista impenitente, que llega tarde a la boda porque se entretuvo «en calcular, intereses, diferencias, lo de menos, lo de más...». El caso es que Gonzalo y Gabriel mantienen su amistad, y el primero se ha tomado la tarea de promocionar socialmente a su amigo. María no ve bien la influencia de aquél sobre su marido y se desarrolla un clima de sospechas mutuas en el seno de la pareja. Don Jaime, padre de Gabriel, tratará de sacar a su hijo de la relación con Gonzalo ofreciéndole un puesto de trabajo en una compañía ferroviaria italiana, pero será en vano. Finalmente, las dudas que atormentan al matrimonio conducirán al final dramático de la muerte de María, a manos de Gabriel, quien a continuación mata también a Gonzalo. Los comentarios de la pareja, momentos antes del desenlace, ponen los pelos de punta: «¡Puede matarme, es mi dueño! [...]. ¡Y porque lo soy te mato!» 4.5. CONFLICTO ENTRE DOS DEBERES (DRAMA EN TRES ACTOS Y EN VERSO; ESTRENADO EN 1882)

La acción de esta obra la sitúa el autor en Barcelona, durante el siglo XIX. Don Joaquín de Barrieta es un hombre de negocios prósperos. Tiene una hija, Amparo, a la que procura imprimir su propia cosmovisión, ponderando sus logros económicos y los esfuerzos que le han costado. No pasa desapercibida una referencia darwiniana a la «lucha por la existencia» en la que, por supuesto, don Joaquín se considera vencedor. En este caso, el éxito no se asocia con la ausencia de escrúpulos, pues se afirma que ha llegado a donde ha llegado «con más honra que riqueza». El secretario de don Joaquín, Raimundo de Varnuevo, proyecta marchar a América para probar fortuna. Su tío Prudencio se muestra crítico con esta idea, sosteniendo que su sobrino debe cuidar de él y de su hija; lo que le propone a don Joaquín es que envíe a Rai-

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mundo a alguna de las sucursales que tiene en diversos países europeos. Pero la verdadera razón del proyectado viaje de Raimundo no es otra que su amor por Amparo. La dignidad del secretario le sugiere que no siendo ella y él de la misma condición social no puede aspirar a este matrimonio. Sabedor de ello don Joaquín, parece que la solución es bien fácil, porque el hombre de negocios accede a la boda. Pero eso no convence a Raimundo. La trama comienza a complicarse. Aparece Dolores de Medina, antigua condiscípula de Amparo, cuyo padre fue también banquero de renombre y fortuna en Cuba, y que fue muerto y desvalijado en su casa. Tomás, el cajero de la banca, recogió a Dolores y a su hermano Baltasar. Ha muerto hace poco, dejándole a Dolores un pliego que contiene datos reveladores de aquel aciago suceso, con el encargo de que muestre dicho pliego a un abogado de confianza. El argumento de la obra determina que este abogado sea precisamente Raimundo. Se abre el pliego y Raimundo comenta que «Tomás presume conocer al asesino», encontrándose las pruebas en otro pliego cerrado que se adjunta. Resultará que el supuesto asesino del padre de Dolores es don Joaquín. El drama queda planteado ya al terminar el primer acto. Lo que sigue es un elaborado despliegue de los acontecimientos. El conflicto que se le plantea a Raimundo es defender el asunto que le ha confiado Dolores y que él ha aceptado, o salvar a don Joaquín. La solución es tan difícil que, en realidad, no existe solución. Don Joaquín se entera de todo y se defiende, pero deja la elección en manos de Raimundo. A todas estas llega Baltasar, de quien el ingeniero Echegaray traza un retrato explosivo: ese Baltasar que lleva en la sangre fulminato y dinamita en los nervios, y centellas en los labios... o revienta como bomba o estalla como petardo

Surge el inevitable desafío entre Baltasar y Raimundo, del que sale malparado el primero, aunque logra hacerse con las pruebas comprometedoras para don Joaquín, el cual se suicida disparándose un tiro. En cualquier caso, el drama ha tenido un final que no es feliz, aunque Raimundo se una a Amparo.

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4.6. DOS FANATISMOS (DRAMA EN TRES ACTOS Y EN PROSA; ESTRENADO EN 1887)

Esta obra presenta el contraste entre dos personajes fanáticos, del progreso y los negocios el uno, don Martín de Pedregal, y de una religiosidad cerrada el otro, D. Lorenzo de Cienfuegos. Antiguos conocidos, se encontrarán de nuevo por causa de la boda de sus hijos, Julián y Angustias. Don Martín es un hombre descreído que se dedicó a prospecciones mineras en California y que se ha labrado una desahogada posición económica. Aparte de estos elementos económicos y aprovechando la condición técnica de las actividades de este personaje, aparecen asimismo bastantes referencias al mundo de la tecnología, en la divulgación del cual fue ciertamente Echegaray un maestro consumado, que tiene en su haber la publicación de centenares de artículos en periódicos y revistas de España y América. Este drama es, probablemente, de todos los que escribió Echegaray, el que contiene un mayor número de referencias al mundo de la técnica. La aparición de Magdalena, madre de Julián y a quien éste consideraba muerta, complica la trama. Aunque aquí y allí surgen ribetes cómicos, la tensión va creciendo. Todo ello va minando la salud de Angustias (es diáfana la relación entre el nombre de la protagonista y su condición humana), por cuya vida empieza a temer el intrigado lector. Porque, en efecto, la novia muere antes de llegar al matrimonio. 4.7. UN CRÍTICO INCIPIENTE (CAPRICHO CÓMICO EN TRES ACTOS Y EN PROSA; ESTRENADO EN 1891)

Aquí no se trata de un drama. La obra versa sobre crítica dramática. Aparecen alusiones diversas al mundo de la banca (suspensión de pagos de la banca mundial) y también a los artilugios mecánicos y eléctricos que el siglo XIX vio nacer (locomotora, tranvía, telégrafo). 4.8. MARIANA (DRAMA EN TRES ACTOS Y EPÍLOGO Y EN PROSA; ESTRENADO EN 1892)

Nada que ver con Mariana Pineda, la heroína de la libertad, que es lo primero que uno puede pensar cuando considera que Echegaray

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se proclamó siempre como un campeón de los nuevos tiempos. Pues no. La protagonista es una viuda joven, de buena reputación y posición, hija de un acaudalado banquero fallecido en América. Sorprende la repentina aparición —la única propiamente de ciencia económica en la obra dramática de Echegaray— de una teoría del valor-coste-de-compra en boca de Trinidad, refiriéndose a la música del Teatro Real: «Allí me cuesta muy cara, luego debe ser muy buena. Sólo vale lo que cuesta». El resto de la obra no contiene especiales referencias a conceptos económicos o técnicos. Las peripecias que se describen versan sobre la historia de dos pretendientes que tiene Mariana, el joven Daniel Montoya y el menos joven don Pablo. Mariana se casará con este último, aunque quiere al primero. Después del preceptivo duelo a espada, que queda en tablas, el esposo mata a la esposa y se reinicia el duelo con Daniel, aunque esta vez a revólver. 4.9. EL PODER DE LA IMPOTENCIA (DRAMA EN TRES ACTOS Y EN PROSA; ESTRENADO EN 1893)

Aquí aparece otro tipo característico del mundo de los negocios, en una de sus versiones más sórdidas: el prestamista; rico, por supuesto. Se trata de don Pantaleón Rubiales y Granzules de Vera (es quizá el personaje de nombre más alambicado de toda la obra de Echegaray). Él y su esposa, a quienes se califica de «avaros repugnantes», que están «podridos de dinero», tienen en su casa a unos sobrinos, Paquita y Rafael, a quienes explotan sin ninguna consideración. Ambos jóvenes se quieren, pero los avaros pretenden casar a la chica con un buen cliente, don Remigio. La boda no tendrá lugar y ambos jóvenes quedarán, en palabras de Rafael, «destrozados [...], pero vivos». Esta obra fue recibida con frialdad por el público y el autor deja constancia en su edición de que la tesis del drama es que en el mundo hay muchos impotentes para lo que sea bueno, pero que tienen un gran poder a la hora de impedir que otros hagan el bien. Dice también Echegaray de que antes de la escenificación del tercer acto ya intuyó que no iba a tener el éxito de los dos primeros, a pesar del trabajo de gran calidad de la actriz María Guerrero en el papel de Paquita.

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5. VALORACIÓN FINAL Enlazando con el tema de los éxitos de Echegaray, claro es que no siempre sus estrenos fueron bien recibidos por el público o por la crítica, como él mismo recuerda; en cualquier caso, cierto es que no le agradaba en demasía ser criticado199. En conjunto creo que puede afirmarse que la economía real se halla relativamente representada en los dramas de nuestro autor, destacando aquellos personajes o tipos socioeconómicos, y aquellas situaciones, que Echegaray conocía más de cerca desde su experiencia de político y ciudadano. Destacan, ya se ha visto, las figuras de los banqueros y las operaciones de carácter hacendístico o financiero. Tampoco falta el tipo del empresario, incluso del empresario schumpeteriano, si forzando un tanto la interpretación queremos entrever algunos indicios de innovación en los diálogos y situaciones de alguna de sus obras.

BIBLIOGRAFÍA Echegaray, J. (diversos años). Teatro (10 vols.). Madrid: Imprenta de José Rodríguez (o de Cosme Rodríguez, sobrino del anterior). (1917). Recuerdos (3 vols.). Madrid: Ruiz Hermanos editores. Fornieles Alcaraz, J. (1989). Trayectoria de un intelectual de la Restauración: José Echegaray. Almería: Publicaciones de Cajamadrid y Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Almería. Pascual Escutia, J. (2001). «Algunas notas sobre la figura de José Echegaray como economista», en Fuentes Quintana, E. (dir.), Economía y economistas españoles, vol. 4, «La economía clásica» (535542). Barcelona: Círculo de Lectores-Galaxia Gutenberg/Funcas. Sánchez Ron, J.M., (ed.) (1990). José Echegaray. Madrid: Biblioteca de la Ciencia Española y Fundación Banco Exterior.

199. En sus Recuerdos alude a un anónimo lector de los mismos que le ha escrito diciéndole que sus «recuerdos son soporíferos», a lo que Echegaray responde tachándole de «imbécil» y amenazándole a continuación de calificarlo de «necio» (III, 257).

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La industrialización vasca en la literatura

Amando de Miguel

Hay un acuerdo tácito para repartir los objetos de estudio por especialidades académicas. A los historiadores les corresponde contar el pasado. Los economistas pueden hablar de la Historia de su disciplina e interpretar los grandes procesos económicos, como la industrialización o el desarrollo. A los científicos de la Literatura les compete analizar las obras literarias. Pero ¿qué ocurre si se trata de estudiar la industrialización vizcaína de hace un siglo a través de la Literatura? En vista de que no se sabe bien a qué dominio pertenece tal objeto, puede valer que un sociólogo se apreste a esa tarea. Como es sabido, la Sociología vale para un roto y para un descosido. Los historiadores Fernando García de Cortázar y Manuel Montero han calificado de «auténtico huracán histórico» el proceso de industrialización en Vizcaya a finales del siglo XIX y principios del XX (García de Cortázar, 1983, II, 37). No es una exageración. Ninguna otra provincia española ha experimentado una transformación industrial semejante en el lapso de una generación, a caballo entre los siglos XIX y XX. Ya entrando en el siglo XX, ese núcleo industrializador irradia su influencia a Guipúzcoa y Álava, y, en una segunda onda expansiva, a Santander, Burgos, Logroño y Navarra. Es preciso recordar el peso demográfico tan reducido de Vizcaya al comienzo de su industrialización. Al terminar la Guerra Carlista en 1876, Bilbao no alcanzaba los 30.000 habitantes. La provincia entera no llegaba a los 200.000. Nunca un núcleo tan reducido de población dio lugar a tantas figuras egregias de la industria. Está por ver cómo se refleja en la Literatura la primera explosión industrial de Vizcaya. Coincide en el tiempo con lo que se ha llamado la «edad de plata» de las letras españolas por la cantidad y calidad de las obras literarias que se acumulan en ese período. Su manifestación más conocida es la «generación del 1898», pero quizá ese grupo sea muy reducido como para merecer esa enfática etiqueta. Aun así, cabe anotar que en ese elenco figuran tres vascos: Miguel

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de Unamuno, Pío Baroja y Ramiro de Maeztu. Se asocian, respectivamente, a Bilbao, San Sebastián y Vitoria, si bien ejercieron, a efectos literarios, en Madrid. Esa circunstancia permite afirmar que la industrialización de una provincia no puede entenderse más que en el contexto de lo que estaba ocurriendo en toda España. Precisamente, a caballo de los dos siglos, el XIX y el XX, se constituye una verdadera «economía nacional», si bien los núcleos industriales son sólo unos pocos. La sociedad española seguía siendo abrumadoramente agraria. Son necesarias dos generaciones más para que se complete la industrialización. La sociedad agraria tradicional se distingue porque el dinero corre muy poco. La riqueza y la pobreza se transmiten de padres a hijos. Sólo se puede hacer uno rico por un golpe de suerte. Por ejemplo, un pariente lejano que deja una sustanciosa herencia, un hijo que sale torero de fama, un premio de la lotería, un tesoro que se encuentra. Son circunstancias raras, casi fantásticas. El mito del tesoro escondido por los romanos, los moros o los normandos es algo que subyuga la imaginación de los campesinos de Ibiza (Blasco Ibáñez, 1909, 269). El lugareño que se hace rico en vida es visto con suspicacia por los demás. Piensan que la opulencia repentina ha tenido que ser por robo, no por acumulación de esfuerzo (López Allué, 1900, 118). En definitiva, se trata de una norma de «suma cero» según la jerga actual. El paso de una sociedad burguesa significa que el dinero empieza a ser, para quien lo posee, símbolo de virtud. Es la tesis de Ramiro de Maeztu. Así piensa también un personaje barojiano en El árbol de la ciencia, una novela autobiográfica: «Para don Pedro el hombre rico era el hombre por excelencia; tendía a considerar la riqueza, no como una casualidad, sino como una virtud […]. [Sustentaba la] teoría del dinero equivalente a mérito: un desheredado tenía que ser sinónimo de miserable» (Baroja, 1911, 25-27). Es evidente la influencia de Heriberto Spencer en esa mentalidad que se llamó «darwinismo social». La creciente circulación del dinero en la sociedad burguesa tiene otro efecto: hace más visibles las diferencias sociales. Pío Baroja argumenta en La mala hierba que la sociedad campesina no permite mucha distancia entre las condiciones de vida de los agricultores más o menos ricos: todos se iluminan con candil. Entre ir a pie o a caballo no hay tanta diferencia como entre ir a caballo o en automóvil (Baroja, 1904, 205).

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El gran salto de la sociedad campesina de autosubsistencia a la sociedad industrial se produjo en los grandes centros urbanos españoles con ocasión de la Guerra Europea. Lo que se llamó «especulación de las navieras» —el fabuloso aumento de los fletes— multiplicó las fortunas de los «osados o inconscientes del país», según critica el escritor donostiarra José María Salaverría. Narra el caso de uno de esos «nuevos ricos» que «se compró cinco automóviles y estaba construyéndose dos palacetes en Tolosa» (Salaverría, 1924, 20). La incongruencia de estatus llega a la culminación en uno de los personajes retratados por Fernando Mora en Los hombres de presa. El individuo, un «nuevo rico», se resiste a utilizar el cuarto de baño, que se había hecho instalar, porque «toos los agostos se remojaban en el auténtico San Sebastián» (Mora, 1922, 72). El momento de la Guerra Europea supone un inesperado fenómeno: la tasa de inflación supera todos los grados que se recordaban. Esa brusca oscilación ocasiona grandes alteraciones de fortuna. Por ejemplo, muchos «covachuelistas» (funcionarios modestos con sueldo fijo) comprueban que, al cabo de poco tiempo, ganan menos que muchos obreros especializados, que se contratan a destajo (Belda, 1918, 210). Esos hechos producen fuertes alteraciones en los niveles de consumo. Paradójicamente, la prosperidad trae como consecuencia una pavorosa «crisis de subsistencias». Es el umbral de la sociedad dineraria, la nuestra. Pero antes de llegar a esa crisis es menester detenernos en los orígenes de la explosión industrial que tiene lugar en los últimos lustros del siglo XIX. La Literatura no deja de registrar ese acontecimiento con trazos que unas veces son de encomio y otros críticos. Vicente Blasco Ibáñez pinta el ambiente de euforia financiera hacia 1890, cuando se crea la Bolsa de Bilbao: «Gracias a la Bolsa corría el dinero y había prosperidad, y un hombre podía emanciparse de la esclavitud del mostrador [de un comercio], haciéndose rico en cuatro días» (Blasco Ibáñez, 1895, 121). El novelista valenciano relata el caso del enriquecimiento súbito que proporciona el negocio de la exportación de naranjas. Se trata de un negociante de Alcira que sabe comprar «con un solo golpe de vista la cosecha de huertas enteras, pagando por adelantado y en efectivo. La excelente coyuntura europea le proporciona fabulosas ganancias» (Blasco Ibáñez, 1900, 182).

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Los supuestos de agio y especulación, de enriquecimiento rápido, suponen el consiguiente quebranto repentino cuando cambian bruscamente los vientos de la coyuntura. En las novelas de la época se registra el fenómeno de los ciclos económicos. En su novela Las columnas de Hércules, Luis Araquistain emplea la nueva expresión «crisis económica» para dar cuenta de la ruina de muchos negocios tras el auge exportador de los años de la Guerra Europea (Araquistain, 1921, 70). En la época de la Restauración, operaban lo que hoy llamaríamos empresas «multinacionales», que entonces eran más bien «coloniales». El enriquecimiento sólito de muchos industriales y comerciantes españoles estaba ligado a la bonanza económica que acompañaba a esas empresas coloniales. La novelista montañesa Concha Espina presenta un cuadro muy expresivo de una de esas compañías extranjeras que operaban en España, la Riotinto de Huelva. «Es dueña absoluta, sin término ni condición, de la tierra, de las fincas, del subsuelo, del monte, del aire, de la ley, de la libertad. Señora de vida y haciendos por virtud de este moderno feudalismo, son suyas, con propiedad indiscutible, las calles, las plazas, la iglesia, el cementerio, los edificios públicos, las vías de comunicación, y suyos moralmente, casi todos los organismos populares, representados por personas que disfrutan, con privilegio escandaloso, cargos del Estado y de la Compañía» (Espina, 1920, 71). El ambiente bohemio de los escritores carga las tintas en la crítica despiadada que hacen del naciente capitalismo financiero, representado principalmente por los grandes bancos vascongados y madrileños. Véase la descripción del trabajo en un banco madrileño que hace Fernando Mora en su novela Los hombres de presa: «Tras las rejas [de las ventanillas], con la etiqueta correspondiente, veíanse tristes, callados, sometidos, a los empleados de Caja, a los de Cuentas Corrientes, sujetos, por escaso sueldo, al deber prometeico de ajustar en cerradas columnas la riqueza de otros […]. Era aquello, encuadrado, manso y silencioso, un rebaño cuyo redil lo formaban el mostrador brillante y la reja con cristalería y letreros [que podían ser nombres de animales]» (Mora, 1922, 47). La elaboración más completa de las ideas sobre el dinero por parte de un escritor español corresponde a Ramiro de Maeztu. Se contiene en una serie de artículos publicados entre 1922 y 1933. De una a otra fecha destacan sucesos tan notorios como el ascenso y

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caída de la Dictadura de Primo de Rivera o la crisis económica de 1929. Los artículos se suelen agrupar bajo el epígrafe de El sentido reverencial del dinero y así se han editado como libro, pero no constituyen un todo sistemático. Maeztu es el intelectual puro, en el sentido de que propiamente no escribió libros sino un conjunto de artículos, bastante heteróclitos, por cierto. Los que integran (es un decir) la serie de El sentido reverencial del dinero se refieren a diversos aspectos económicos, no sólo a la significación social del dinero. Los términos que emplea el autor son un tanto esotéricos, empezando por el título que da nombre a la serie. Todo ello hace que los críticos no hayan interpretado esas piezas periodísticas con el detenimiento que merecen. Lo mejor es seguir una secuencia cronológica, dada la significación tan distinta que supone el contexto político en 1922 y 1933. Luego veremos que los artículos sobre el dinero se comprenden mejor cuando se tiene en cuenta la obra anterior de Maeztu y su sugestiva biografía. Me interesa reseñar la aportación de Maeztu porque me parece la figura más ideológica, menos esteticista, de la llamada generación de 1898. No deja de ser sorprendente que, en el clásico estudio de Pedro Laín sobre esa generación intelectual (España como problema), apenas se destaque el pensamiento de Maeztu. La razón de esa ausencia tiene mucho que ver con la apropiación que se hizo durante el franquismo del último Maeztu, convertido a una especie de místico españolista. Laín se enfrentó personalmente a la facción de los católicos tradicionales que realizaron esa apropiación, pero le faltó valor para resaltar la figura del primer Maeztu tocado de socialismo. Quizá influyó también el hecho de que a Laín, como buen intelectual de su tiempo, las ideas económicas le traían sin cuidado. Fue una lástima esa decisión, que empequeñeció la personalidad ideológica y literaria del vascongado. Aquí compete rescatar la serie de artículos sobre el dinero, sin duda la aportación más completa de un intelectual a las ideas económicas. Comienza la serie Maeztu con una reflexión teológica. Este mundo —viene a decir— es parte de la vida perdurable. Luego importa mucho lo que hagamos aquí abajo, entre otras cosas, crear riqueza, «siempre que no sea a expensas de la pobreza ajena» (Maeztu, 1922, 672). El lector piensa inmediatamente en el terrateniente absentista, el usurero sin entrañas, el industrial explotador. Maeztu viene a descubrir que hay una forma contraria de ser propietario.

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El éxito en los negocios lo cifra nuestro autor en un tipo humano, el de los «directores de la vida económica» que sean «ascetas» y que «salgan de las universidades». En definitiva, se requiere «poner espíritus formados al frente de los grandes negocios» (Maeztu, 1924, 738). Seguramente, está pensando el autor en la quiebra del negocio de su padre, un rico hacendado en Cuba, circunstancia que le impidió al hijo seguir una carrera universitaria. Hay un modo tradicional de dirigir los negocios que Maeztu sitúa en Madrid, la sede de la aristocracia de propietarios absentistas. Consiste en «hacerse rico trasladando a los nuestros el dinero que haya en otros bolsillos». Se trata de la mera función especulativa, diríamos hoy, el juego de suma cero, emblemáticamente los juegos de azar. (Recuérdese que, al tiempo de ese escrito, la Dictadura de Primo de Rivera había cerrado el juego de los casinos). En su lugar, los «banqueros de alto estilo» son los que «tienden a aumentar y mejorar la producción» (Maeztu, 1925, 741). El tipo de banquero especulador e irresponsable lo identifica nuestro hombre con Francia. Se contrapone con Inglaterra, donde «la economía y la moral son inseparables. La prosperidad suele tomarse como un símbolo de moralidad» (Maeztu, 1925a, 753). Esa idea de que el dinero debe aplicarse al trabajo, a la producción, la identifica Maeztu encomiásticamente con el tipo de empresario puritano de los Estados Unidos. Maeztu realiza un viaje a ese país en 1925, circunstancia que viene a confirmar su exaltación del ánimo emprendedor en los negocios. Cita Maeztu expresamente la tesis de Max Weber, pero localizada en la cultura anglosajona. Su opuesto es la creencia en la lotería del hombre medio español, no ya el hombre de la calle sino el «hombre del tranvía». Aprovecha la doble noticia del día, la quiebra del Banco Español de Chile y la salida del premio gordo de la lotería el día en que publica el artículo (Maeztu, 1925b,759). Maeztu introduce la expresión «sentido reverencial del dinero» en el artículo «El dinero y el poder», publicado en El Sol, en marzo de 1926. (Poco tiempo después rompería con el equipo de ese periódico, auspiciado por Ortega). Contrapone dos formas de relacionarse con el dinero: la del indiano frente a la del juerguista. El indiano basa su fortuna en el «trabajo y la abstinencia», para al final donar una parte a las necesidades sociales de su pueblo de origen. El juerguista funde inmediatamente el dinero en lo que le proporciona pla-

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cer. El autor destaca la superioridad moral de la mentalidad del indiano, el «sentido espiritual» que da al dinero (Maeztu, 1926, 677). A los pocos días, vuelve Maeztu a explicar su paradójica idea del dinero, que tan mal entendida fue en su tiempo y en el posterior. Su queja es paralela a la de Ortega en La rebelión de las masas (que por entonces se empezaba a desgranar en forma de artículos). La diferencia es que Maeztu destaca la ausencia de minorías rectoras en materia económica: «Los hombres que no tenemos, pero que hacen falta, son los que consideran la economía como una de las regiones supremas del espíritu» (Maeztu, 1926a, 681). Ya era atrevida una declaración como esa en la España de entonces. Maeztu contrapone las dos culturas, la de los países protestantes y la de los católicos. La distinción está ya en el lenguaje: «Allá donde la palabra oficio significa al mismo tiempo vocación [en alemán, inglés y los idiomas escandinavos], los hombres trabajaron como si de su faena dependiese la salvación de su alma. Acá [en los países latinos], donde la vocación era una cosa y el oficio otra, los hombres no se afanaron sino meramente por ganarse la vida». Los primeros —concluye el autor— prosperaron; los últimos, quedaron rezagados (Maeztu, 1926b, 689). Cumple aquí la mayor exaltación de la figura del empresario que pueda encontrarse en la literatura de los intelectuales. Maeztu lo denomina «capitán de industria». Es una expresión exótica que todavía hoy no aparece en los diccionarios españoles, ni siquiera en los de uso. «Este hombre que alumbra o pudiera alumbrar una fuente de riqueza es el más útil para la sociedad. No hay ningún otro que pueda comparársele en eminencia […]. Es el verdadero aristócrata de los tiempos modernos» (Maeztu, 1926c, 770). Los artículos sobre temas económicos de Maeztu cobran un tinte pesimista a partir de su experiencia como embajador en Argentina (1928) y del estímulo de la crisis de 1929. Es consciente del «problema económico y financiero universal», pero lo ve desde España como una cuestión de patriotismo económico. Acusa a los exportadores de no cambiar muchas divisas por pesetas. Su propuesta es la de un nacionalismo económico, que es el antecedente de lo que, años después, será la autarquía. «Hay que preferir el comercio, la industria, los ferrocarriles, los balnearios nacionales a los extranjeros». Avanza la necesidad de un «movimiento nacionalista» que

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haga posible esa dirección patriótica (Maeztu, 1930, 780). Estaba al caer. Es el momento en que se diluye la primera actitud socializante de Maeztu, o quizá liberal, para asimilar un fuerte nacionalismo económico y político. En 1933, Maeztu reconoce que sus ideas sobre el sentido reverencial del dinero han sido mal comprendidas por los intelectuales. La verdad es que la terminología del vasco es poco convencional. Insiste en que la antinomia es entre el «sentido sensual» del dinero y el «sentido reverencial». El primero entiende el dinero para gastarlo alegremente. El segundo, reverencial o espiritual, utiliza el dinero para conseguir poder y libertad. Matiza ahora que el sentido reverencial del dinero no tiene por qué ser doctrina protestante. La prueba es que «se practica corrientemente en mi país vascongado» y también «en ciertos sectores de la población catalana y valenciana». Por lo mismo, es un espíritu que florece en algunas zonas de Italia, Francia o Bélgica (Maeztu, 1933, 669). En un artículo publicado en 1934, «Álava y Euzkadi», sostiene Maeztu que lo que distingue a los vascos no es la raza, la lengua o el territorio sino «la crianza», «una disciplina austera y honrada». Seguramente proyecta el autor su propia educación infantil, extraordinariamente exigente, dirigida por su padre, un empresario que se arruinó. Estamos ante una idea muy anglosajona, la de que la biografía es, ante todo, la educación del sujeto. Esa intuición es la base del concepto de «capital humano», que surgirá mucho después. Se podría pensar que Maeztu replicó la tesis clásica de Max Weber sobre La ética protestante y el espíritu del capitalismo, obra publicada en 1905. Según Weber, el origen del capitalismo debe mucho a la moral calvinista y otros grupos protestantes que insistían en la austeridad, la vida ordenada y el espíritu lucrativo. Pero Maeztu no sigue estrictamente esa tesis sino que le da la vuelta. No es fácil concluir, como hace José Luis Villacañas, que la tesis de Maeztu es «estrictamente weberiana» (Villacañas, 2000, 263). Maeztu descarta la centralidad del factor protestante y resalta más bien la mentalidad de ciertos grupos, perfectamente católicos, movidos por una concepción empresarial del dinero. Seguramente, Maeztu había tenido contactos con algunos prominentes hombres de negocios de Barcelona o Bilbao que eran católicos militantes, incluso integristas. En cuyo caso Maeztu estaría más cerca del principal crítico de Weber, Richard H. Tawney, en su obra La religión y el ascenso del capitalismo

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(1926). Para ese autor, fue efectivamente un tipo de moral individualista y frugal el que dio origen al capitalismo, pero con cierta independencia de la teología protestante. Repárese en que la obra de Tawney aparece en 1926, la misma fecha que corresponde a la mayor parte de los artículos de Maeztu referidos al «sentido reverencial del dinero». Realmente, la serie empieza en 1922 (artículos de El Sol), por lo que difícilmente se puede sostener que los argumentos de Maeztu procedieran enteramente del libro de Tawney. Sí debe destacarse que Maeztu residió en Inglaterra de 1905 a 1919 (con largos viajes por el continente). Se relacionó estrechamente con el grupo fabiano (socialista gremialista) impulsor de la revista The New Age. Lógicamente, Maeztu tuvo que conocer a Tawney (nacido en 1880, seis años más joven que el vasco), por entonces muy activo en el movimiento laborista. Tawney había publicado en 1920 La sociedad adquisitiva. Era una crítica del capitalismo del momento, en el que se resalta la idea de acumular bienes, erosionando el sentido finalista del dinero para crear trabajo. Como puede verse, esa condena de lo que más tarde se llamaría «consumismo» sí tuvo que estimular mucho la idea de Maeztu sobre el «sentido reverencial del dinero». Así pues, no es convincente la tesis admitida de que los artículos de Maeztu sobre el dinero procedieran de su viaje por los Estados Unidos en 1925. Tampoco se puede demostrar que el razonamiento de Maeztu sea una mera adaptación del libro de Weber. La actitud de encomio hacia el dinero la muestra Maeztu ya en sus primeros escritos. Jugando con las palabras exclama: «Cantemos al oro; el oro vil transformará la amarillenta y seca faz de nuestro suelo en juvenil semblante» (Maeztu, 1899, 223). Es una forma de dar la vuelta a las metáforas de Quevedo sobre el dinero. La primera etapa ideológica de Ramiro de Maeztu es formalmente socialista. Sin embargo, debe mucho más a la influencia de Costa, por lo que puede ser inicialmente considerado como un regeneracionista, a su manera, desde luego. Por ejemplo, el primer Maeztu sería más bien un liberal que un institucionista (de la Institución Libre de Enseñanza). Nuestro hombre desprecia profundamente a los políticos y funcionarios (la «golfería») y ensalza a «los hombres de acción, de pensamiento y de trabajo». Hay que entender que esa categoría incluye a los empresarios y a los intelectuales. Curiosamente, desconfía mucho de los comerciantes, quizá por la experiencia personal de la ruina del negocio familiar —un ingenio en Cuba— a manos

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de los comerciantes que ejercían de usureros. Maeztu ensalza «la raza de los hombres que conocen su oficio, raza superior que encuentra en el trabajo su placer» (Maeztu, 1899, 67). Esa declaración se escribe unos años antes de que se divulgara la famosa tesis de Max Weber sobre «la ética protestante y el espíritu del capitalismo» (1905). Maeztu especifica bien lo que estorba y lo que se necesita en la tarea regeneradora: «Para acometer tamaña empresa, no son partidos políticos, ni sentimentalismos literarios, ni ideales democráticos, ni tradiciones de orden, ni estados constituyentes, ni épicas glorias, ni marcha de Cádiz, ni profesores de humanidades, ni varones ilustres y probos lo que se necesita; sino bancos agrícolas, sindicatos capitalistas, ruda concurrencia, brutal lucha» (Maeztu, 1899, 170). La «marcha de Cádiz» era el símbolo de la retórica militarista. La expresión «sindicatos capitalistas» quizá aluda a las asociaciones patronales o a los sindicatos socialistas. La «ruda concurrencia, la brutal lucha» traduce muy bien lo que se llama darwinismo social, tan típico de la sociedad anglosajona y protestante. Conviene advertir que, en la fecha del texto citado, Maeztu todavía no había viajado a Inglaterra y a los Estados Unidos. De niño recibió una educación inglesa, lo que usualmente consideramos espartana (formación general, esfuerzo físico, disciplina de horario, emulación). Era su padre quien diseñaba ese estricto plan educativo. De todas formas, la madre de Maeztu era inglesa y protestante. En 1899 escribe Maeztu que a sus hijos no los va a educar ni con la enseñanza católica ni con la de los krausistas. «Prefiero educarlos a la inglesa, acostumbrándolos desde niños a saber lo que el dinero vale y cuesta» (Maeztu, 1899a, 82). Insiste en que a los hijos no hay que educarlos para ser funcionarios. «Les enseñaremos sencillamente a hacer dinero […]. Harán dinero engrandeciendo a España» (Maeztu, 1899a, 84). En otro artículo de la misma fecha alude a «la lengua sespiriana con que mi madre me enseñó a cantar los salmos» (Maeztu, 1899e, 135). Así pues, la influencia de su madre —una mujer muy activa— tuvo que ser definitiva. La obsesión dineraria de Maeztu tiene mucho que ver con sus vicisitudes familiares. Su familia de origen era francamente acomodada, pero se arruinó. Maeztu no pudo proseguir los estudios más allá del bachillerato, que concluyó a los 13 años. Tuvo que ponerse a trabajar en mil oficios hasta que dio en el periodismo. Después de todo, fue un self-made man, el tipo humano que siempre le atrajo.

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Antes de viajar a Inglaterra y a los Estados Unidos, el joven Ramiro de Maeztu despliega ya una gran admiración por el modo de vida estadounidense. Lo considera el polo opuesto al castellano. En ese caso su posición es la contraria a la de sus amigos, los de la llamada generación del 98 (Azorín, Baroja, Unamuno). «Las fortunas anglosajonas son las que tienen menos que temer de las acometidas socialistas, porque se fundan, más que en la herencia estúpida, en el ahorro cobarde o en la usura criminal —como las fortunas castellanas— en la iniciativa, en la audacia, en el esfuerzo, en la invención» (Maeztu, 1899c, 103). Nótese que esa admiración por el «bienestar de la raza anglosajona», basada en el «aumento incesante de la potencia productiva individual» se escribía en 1899. Eran unos años en los que el recelo antiyanqui penetraba en la opinión española. Ramiro de Maeztu y Whitney es uno de los pocos intelectuales que procede de lo que podríamos llamar clase media mercantil. A lo cual se añade una notable influencia de la cultura inglesa y estadounidense. La madre de Maeztu era inglesa y él mismo se casó con una inglesa. El primer trabajo del joven Maeztu fue hacerse cargo del ingenio que había sido de su padre en Cuba. Maeztu pertenece a la reducida serie de intelectuales (Pérez de Ayala, Marías) que tuvo interés por conocer con detenimiento la sociedad de Estados Unidos. Después de Maeztu hay intelectuales que se adscriben tanto al sentido «reverencial» como al «sensual» del dinero, aunque esa terminología no llegue a cuajar. En el fondo, resalta la vieja polémica de si es legítimo el lucro o si, por el contrario, «el dinero no pare dinero» como decían algunos escolásticos. Claro que una cosa es legitimar el lucro y otra justificar la corrupción, esto es, el ganar mucho dinero a costa del erario en connivencia con políticos o funcionarios prevaricadores. Un político y financiero bilbaíno, con veleidades literarias, José Félix de Lequerica, incorpora la doctrina de Maeztu para interpretar la figura del empresario vizcaíno: «El [empresario] vizcaíno concede un positivo valor moral al esfuerzo de adquisición de la riqueza y lo considera con reverencia y como piedra de toque en la conducta, sin ciertas alegres condescendencias para con la informalidad dineraria de otras gentes» (Lequerica, 1956, 29). Nos quedamos sin saber qué «otras gentes» son ésas, pero queda claro el orgullo del empresariado vasco. La industrialización vasca, a caballo

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entre los dos siglos (XIX y XX), es un fenómeno intensísimo que choca contra el ambiente bohemio de los escritores del momento. El juicio que merece la explosión fabril es por lo menos ambivalente. Tómese el caso de Pío Baroja, donostiarra, con vinculaciones familiares de pequeños empresarios, pero que se mueve en el ambiente literario madrileño. Algunos de los personajes barojianos entonan un canto a la industria: «El hierro es un metal honrado» (Baroja, 1900, 285). Sin embargo, en sus obras predomina un tono ácido para caracterizar a la pujante burguesía vasca, tratada como «cursi, insignificante, hambrona, rapaz» (Baroja, 1931, 285). Naturalmente, hay que introducir aquí el factor del carácter de Baroja, resentido contra todo el mundo, incluido el de sus colegas del oficio literario. A los del gremio panadero —al que perteneció un tiempo— simplemente no los considera. El españolista vasco Manuel Aranaz Castellanos y el valencianista radical Vicente Blasco Ibáñez, cada uno en un polo del espectro político, realizan la disección inmisericorde de la burguesía financiera bilbaína de finales del siglo XIX. Ambos critican el clima de agio que Jaime Vicens Vives caracterizó como «fiebre del oro» de finales del siglo XIX con el desplome de las cotizaciones de bolsa (Vicens Vives, 1961, 278-303). El último decenio del siglo XIX fue efectivamente de oro para la burguesía bilbaína. Se organizaban bailes exclusivos para esas nuevas clases, enriquecidas con la exportación de mineral de hierro y la importación de carbón. Uno de esos bailes de la alta sociedad bilbaína es el que tiene lugar en el balneario de Alzona, llamado precisamente El Establecimiento, según lo describe Manuel Aranaz Castellanos en su novela costumbrista Calabazatorre (Aranaz Castellanos, 1899). Es una expresiva adaptación de lo que empezaba a ser la burguesía establecida y endogámica. Ese mismo autor describe, con notable realismo, la «fiebre de negocios» que caracteriza la vida de Bilbao de los años finiseculares. El comienzo fue el «capitalito» que habían ahorrado bastantes indianos y que luego se repatria como consecuencia de la guerra de Cuba y del auge minero de Vizcaya. El mineral de hierro, con una altísima ley, se situaba a pie de puerto de la ría bilbaína. «En pocos meses se hicieron fortunas enormes» (Aranaz Castellanos, 1901, 133). Como ilustración del dinero fácil, ese autor relata el caso de un corredor de comercio que llegaba a sacar 25.000 pesetas al mes, esto es, el equivalente al jornal de un obrero

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especializado durante toda su vida. El corredor de comercio regala un abrigo de pieles a su mujer que le cuesta 7.000 pesetas, algo así como varios años de sueldo de un profesional (Aranaz Castellanos, 1901, 163). La industrialización repentina de la ría de Bilbao, fundamentada en las minas de hierro, hizo que apareciera de golpe el fenómeno de la movilidad social ascendente: se enriquecieron los que ya eran propietarios rurales y los comerciantes y también algunos miembros de la clase trabajadora. En la novela de Blasco Ibáñez El intruso se recoge, de pasada, el caso de «unos cuantos contratistas de las minas, lo más distinguido de Gallarta; antiguos jornaleros que iban camino de ser millonarios». El efecto de la movilidad ascendente es que a esos nuevos ricos ya no les era posible «coexistir con sus antiguos camaradas de trabajo», pero tampoco podían «tratarse con los burgueses de Bilbao» (Blasco Ibáñez, 1904, 7). El «distintivo de la riqueza» para los «ricos improvisados» eran los banquetes: «un interminable desfile de viandas vulgares rociadas, desde la primera a la última, con champagne de las mejores marcas». El champagne era «lo único que habían podido copiar de las clases elevadas». No sólo lo bebían sino que llenaban «las palanganas para lavarse la cara con el precioso vino, despilfarro que a los postres nunca dejaba de producir hilaridad» (Blasco Ibáñez, 1904, 11). Era un símbolo basto del triunfo social, una forma de lo que Veblen llamó «consumo ostentatorio» (conspicuous), referido a la sociedad norteamericana de comienzos del siglo XX. Le emigración hacia Bilbao, a finales del siglo XIX, constituye uno de los episodios de más intensa movilidad geográfica que son correlativos de la intensa industrialización. En El intruso figura un grupo de ocho trabajadores zamoranos del mismo pueblo. Eran pequeños propietarios rurales. Durante el verano residían en su pueblo de origen y recogían la cosecha. Pasada la sementera, se trasladaban a Bilbao y se colocaban en las minas con un salario de doce reales, siete para los pinches (adolescentes). Era más de lo que cobraban los jornaleros agrícolas. Se cobraba por día trabajado. Los días de lluvia fuerte, se interrumpía el trabajo (Blasco Ibáñez, 1904, 19). Todos ellos dormían en la misma habitación de una miserable chabola (Blasco Ibáñez, 1904, 33). Los antiguos aldeanos y trabajadores, convertidos en ricos intermediarios, eran el objeto principal del resentimiento acumulado de las nuevas olas de peones. La masa del peonaje tenía

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sólo una esperanza, la hipotética llegada de «la gorda», como llamaban coloquialmente a la revolución definitiva. La ansiada venganza se dirigía en primer lugar contra los contratistas que habían ascendido al rango de los burgueses. Eran «esos piojos resucitados que la echan de señores a costa de los pobres» (Blasco Ibáñez, 1904, 46). El intruso presenta un personaje fascinante, el doctor Aresti (seguramente la representación del doctor Enrique Areilza, el padre del político José Mª de Areilza). Es un poco el alter ego del novelista, lo que le permite observar críticamente los efectos de la industrialización bilbaína. Así, «el doctor [Aresti] recordaba la miseria de los peones de las minas, que les hacía huir de las fuentes de la montaña, porque sus aguas abren el apetito y facilitan la digestión. Preferían el líquido rojo e impuro de los lavaderos [de mineral] porque, ensuciando su estómago, hacía menos frecuente el hambre» (Blasco Ibáñez, 1904, 57). La crítica de Blasco resulta despiadada cuando se refiere a la alianza entre los empresarios bilbaínos y los jesuitas de la Universidad de Deusto. El símbolo de esa institución era «una imagen de San José, con un arco de focos eléctricos». Pone Blasco en boca del doctor Aresti su conocida actitud anticlerical: «El doctor [Aresti] hallaba natural que fuese San José el escogido para esta glorificación; el santo resignado y sin voluntad, con la pureza gris de la impotencia, hermoso molde escogido por aquellos educadores [los jesuitas] para formar la sociedad del porvenir» (Blasco Ibáñez, 1904, 59). Blasco dibuja el perfil de José Sánchez Morueta, que corresponde seguramente al de Víctor Chávarri y Salazar, uno de los capitanes de industria más notorios de la industrialización vasca. Fernando García de Cortázar y Manuel Montero afirman que «sin duda alguna, [Víctor Chávarri] durante el último decenio del siglo XIX, concentró en Vizcaya más poder que cualquier otra personalidad, grupo o asociación» (García de Cortázar, 1983, II, 55). Blasco lo presenta así: «la gran revolución moderna era obra de la religión del dinero, en la cual figuraba Sánchez Morueta como el más ferviente devoto […]. [Gracias a la acción del capital al servicio de la industria] el trabajador del presente gozaba de comodidades que no habían conocido los ricos de otros tiempos […]. Lo que más entusiasmaba a Sánchez Morueta, en esta secta oculta de universal poderío, era que sólo a la capacidad le estaba reservada entrar en ella […]. El hijo del capitalista, falto de capacidad, era expulsado por los malos negocios, y un nuevo individuo, aprovechando los residuos de su

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desgracia, venía a iniciarse en la poderosa secta» (Blasco Ibáñez, 1904, 120). Obsérvese el paralelismo de esa justificación del capitalismo y las ideas de Ramiro de Maeztu sobre el «sentido reverencial o espiritual del dinero». El doctor Enrique Areilza solía decir que los ricos de Bilbao sólo se permitían dos alegrías en el gasto: la ropa para los niños y el dispendio de las elecciones. Blasco insiste mucho en el aspecto de movilidad social, ascendente y descendente, que caracteriza al torbellino de la industrialización bilbaína: «El explotador de la mina había sido jornalero al lado de muchos que ahora eran sus peones; al dueño de la fábrica lo habían conocido los trabajadores casi tan pobre como ellos. El bracero que en su país [región de origen] miraba con tradicional respeto a los que eran dueños de la tierra por el nacimiento y la herencia, se revolvía aquí [en Bilbao] con audacia revolucionaria contra el compañero enriquecido. El obrero industrial […] irritábase a cada momento contra el gran patrono de reciente formación» (Blasco Ibáñez, 1904, 204). En definitiva, la intensa movilidad social creaba todo tipo de envidias y hacía «más viva y dolorosa la convicción del fracaso» (Blasco Ibáñez, 1904, 205). Blasco se asombra de la rara combinación del nuevo Bilbao: opulencia y austeridad. Retrata «el cuadro de la villa [bilbaína], aburrida sobre el montón de sus riquezas, bostezando con tedio monacal en medio de una prosperidad local. Los ricos aumentaban su fortuna, sin otro goce que el de la posesión; adornando sus casas con un lujo que nadie había de admirar, pues el retraimiento de la raza [vasca] y los escrúpulos religiosos se oponían a las fiestas de la sociedad» (Blasco Ibáñez, 1904, 207). El doctor Aresti hace un canto a los nuevos capitanes de industria: «Vizcaya no tiene apenas historia y por esto posee la energía de los pueblos jóvenes. Su grandeza empieza ahora […]. Su gloria es reciente y está en la ría [de Bilbao], en el puerto, en las minas y las fábricas, en los buques que pasean por todos los mares la bandera de su matrícula, en el esfuerzo colosal de dos generaciones que han transformado la naturaleza para explotarla […] Éste es un país que no ha dado en los tiempos pasados más que obispos y marinos. Ahora despuntan los únicos hombres notables que puede producir esta raza con sus especiales condiciones. [El empresario representado por Sánchez Morueta] es el verdadero héroe, el paladín moderno. Ha hecho él más por la gloria de Vizcaya con sus empresas

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industriales que todos aquellos Jaunes [señores] sucios, barbudos y llenos de costras» (Blasco Ibáñez, 1904, 309). La gran paradoja es que el formidable ímpetu de la industrialización vasca, a caballo entre los dos siglos (XIX y XX), coincide con el otro del nacionalismo vasco, una derivación secesionista del tradicionalismo. El nacionalismo vasco encuentra la enemiga de algunos novelistas de la región (Unamuno, Baroja, Aranaz Castellanos). El más incisivo es Manuel Aranaz Castellanos, escritor costumbrista y director de El Liberal de Bilbao. La más conocida es Begui-Eder, Nuestra Señora de los Ojos Hermosos. Exalta la vida rural vizcaína previa y contemporánea a la industrialización en la línea del «qué verde era mi valle», que se da en la Literatura de otros países. En España tenemos La aldea perdida de Armando Palacio Valdés, de 1911. Aranaz Castellanos traza la caricatura del bizcaitarra (nacionalista vasco) y su actitud racista respecto a los maketus (inmigrantes, los que llegaban de otras provincias con el hatillo o maco a la espalda): «Navajas disen que usan, y también ondas pa tirarse piedras. Pero cobardes son, muy cobardes […] lo esencial, como simiento pa la independensia de Euskadi, que ya casi tenemos ganada en Madrí con lo que le hemos asustao, ya sabéis lo que es. Haserle guerra a muerte al maqueto, guerra sin compasión. Porque el maqueto es bisco, es cojo, es delgao, es torsido y pálido. Y el que no es así por la apariensia, mucho peor es por drento» (Aranaz Castellanos, 1919, 262). Es muy ilustrativa la conversación entre marido y mujer, dos jebos o ingenuos campesinos. Dice el marido que «nasionalismo [quiere decir] pa conseguir cosas del Gobierno» hasta llegar a la «independensia». La mujer le arguye que, cuando se consiga la independencia de los vascos, los maketos se van a marchar del país y nadie va a hacer los trabajos duros» (Aranaz Castellanos, 1919, 304). Conviene advertir que el grueso de la literatura vasca de la época, la más influyente, es rotundamente crítica del nacionalismo, de sus dos componentes: el tradicionalismo y el capitalismo. Esa posición crítica no es sólo la de la «generación del 98» y aledaños: Miguel de Unamuno, Pío Baroja, Ramiro de Maeztu, José Mª Salaverría o Manuel Bueno. Al menos, como queda visto, Maeztu elogia el capitalismo, pero su españolismo va creciendo con los años. La misma vena antinacionalista se puede atribuir a la generación posterior de escritores bilbaínos: Rafael Sánchez Mazas, Ramón de Basterra, Julián Zugazagoitia, Pedro Mourlane Michelena. Pero ése es un ulterior capítulo que habrá que escribir.

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Miguel de Unamuno y la economía200

Fernando Méndez Ibisate

200. Agradezco la valiosa ayuda prestada por el profesor Manuel Jesús González. El profesor Carlos Rodríguez Braun me reveló un interesante dato. Y el profesor Pedro Schwartz enriqueció con sus anotaciones y sugerencias el trabajo. Igualmente agradezco los valiosos comentarios realizados por el profesor Ernest Lluch a la versión presentada en las V Jornadas sobre Historia del Pensamiento Económico, en homenaje al Prof. Dr. D. Fabián Estapé Rodríguez, en la Universidad de Zaragoza, el 11 y 12 de diciembre de 1997. Las bibliotecas Nacional, de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Complutense y del Banco de España me brindaron, con su acostumbrada amabilidad, ayuda y facilidades para llevar a cabo esta investigación. Por descontado, todos ellos quedan eximidos de cualquier responsabilidad sobre errores o faltas aquí contenidos. El presente capítulo es una versión revisada y ligeramente corregida del artículo del mismo título publicado en Cuadernos Aragoneses de Economía, vol. 8, núm. 1, 215-229, 1998.

Sorprenderá a muchos lectores el que ligue el nombre de Unamuno con la Economía. Es cierto que Miguel de Unamuno (1864-1936) mantuvo una relación con la Economía tangencial, en el mejor de los casos. Sin embargo, podemos mencionar alguna incursión insólita de nuestro autor en este campo. Pese a la afirmación del profesor Velarde de que Unamuno «es, al lado de Azorín, el miembro de la generación del 98 más preocupado por los problemas materiales del país, y, desde luego, el que más a fondo había estudiado esta ciencia, en la que se movió con notable soltura» (Velarde Fuertes, 1974, 30), mi opinión es que Unamuno apenas trató de economía en sus escritos, considerados éstos de manera global (ni tampoco en un tratado específico o monográfico); cuando lo hizo no empleó en absoluto un análisis teórico, y no pasó de una mera descripción de geografía económica local. Desde luego, cuando se adentró en la «estructura»201 económica, no «se movió con notable soltura» salvo en el aspecto de la descripción literaria, campo en el que era maestro y genio; y en cuanto a «su estudio a fondo» de la ciencia económica no pasó de algunas lecturas y escritos que, sin embargo, me parece interesante y original examinar202.

201. Entrecomillo el término porque me parece generosa esta calificación para lo que hacía Unamuno, que más bien tendría que ver con la Geografía Económica. 202. No dejan de sorprender algunas «inquietudes» que muestra Unamuno en relación a la economía, como dejo patente a lo largo de este artículo. Se entiende magníficamente su preocupación constante por ganar dinero, si se consideran —como señalo más adelante— sus circunstancias familiares. El profesor Lluch me señaló el especial interés que mostró Unamuno por la Bolsa, llegando a indicarme que en un conocido cuadro de nuestro personaje, en el que aparece sosteniendo unas cuartillas que no son notas de clase, ni lecturas religiosas o filosóficas lo que le ocupa, sino valores de Bolsa y su cotización. Si tuvo alguna relación con operaciones bursátiles u ocasionalmente realizó inversiones financieras, cabe señalar que no era extraño en la época, en gente de su posición y contactos, adentrarse en ese mundo, aunque profesionalmente no estuviese inmerso en el mismo.

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Lo que sí ocurre es que Miguel de Unamuno era hombre docto, de su tiempo, que contempló y entendió el proceso de industrialización acontecido en el País Vasco desde la segunda mitad del siglo XIX, con la consiguiente concentración social y económica en zonas urbanas, en convivencia con el mundo rural tradicional que a su vez había quedado afectado por dicho proceso de desarrollo industrial. Y, además, Unamuno había tenido ocasión de conocer de cerca algunos asuntos relativos a la actividad comercial y financiera, así como de los seguros relacionados con el sector naviero o marítimo. Tuvo Unamuno una curiosa relación con la economía. Y aunque desde una óptica general o conjunta de su pensamiento y su obra dicha relación no fue sino anecdótica, desde un estudio parcial y específico puede resultar sorprendente. Al menos así nos lo indican, según desarrolla este artículo, sus lecturas de economía y otras colaboraciones menores, una traducción suya de una obra de economía (en concreto, de historia del pensamiento económico) y, además, un texto escrito por Unamuno que está relacionado con la economía popular. Sus obsesiones, ya se ha dicho, eran los temas religiosos, la Filosofía —principalmente la Ética y la Metafísica— y la Literatura203. En el ámbito económico esto se tradujo en preocupaciones por cuestiones de justicia, caridad, beneficencia, y asuntos sociales (digamos el tema del socialismo y cristianismo). Existen escritos en torno a esta idea, deliberando acerca de si Unamuno era o no socialista. Después de indagar algunos textos creo que, durante su juventud, ese tipo de inquietudes acercaron a Unamuno hacia posiciones más socialistas pero sin mantener convicciones de marxista ortodoxo; y a medida que el tiempo transcurrió, sus lazos y creencias se fueron tornando hacia el cristianismo y sus exigencias morales. 203. Bien es verdad que de joven (entre 1880 y 1892) Unamuno leía todo cuanto caía en sus manos. En una carta dirigida a Federico Urales —que García Blanco fecha en 1901—, Unamuno admite haber leído obras de psicología, filosofía, física, química, fisiología, biología, y «hasta matemáticas»; pero no cita economía. En dicha carta señala Unamuno como sus mejores maestros a Hegel, Spencer, Schopenhauer, Carlyle, Leopardi y Tolstoi. Y añade, asombrosamente: «Pero le repito que en el torrente de mis lecturas me es muy difícil señalar las influencias. De españoles, desde luego, lo afirmo, ninguno. Apenas he recibido influencias de escritor español alguno. Mi alma es poco española» (Citado en García Blanco, 1965, 128).

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1. LAS LECTURAS ECONÓMICAS DE UNAMUNO Un libro de Mario J. Valdés y María Elena de Valdés204, que surgió como tesis doctoral, recoge una lista exhaustiva de libros, revistas y periódicos que pertenecían a Unamuno y que a su muerte estaban en su biblioteca, en la biblioteca de su yerno, Quiroga Pla, o en forma de fichas con notas que guardaba el propio don Miguel en un fichero entre 1900 y 1917. Esta lista de obras (el libro contiene unas 8.000 entradas, y 264 páginas sólo de libros) nos da una idea de cuáles eran sus lecturas, porque los autores añaden notas que indican si Unamuno subrayaba, marcaba, traducía parcialmente, anotaba o comentaba estas obras, cuándo lo hacía con intensidad, o si el libro ni tan siquiera había sido abierto. Al final de este trabajo se incluye un Apéndice con un listado de las obras de economía (o de economistas) más destacadas que aparecen en este libro. Pero baste citar como ejemplos curiosos y agradables de obras que Unamuno tenía muy trabajadas, con abundantes marcas en los márgenes, comentarios directos referentes al texto o con traducciones parciales al español, las de: A. Cournot, Traité de l’enchaînement des idées fondamentales dans les · sciences et dans l’historie. Henry Progress and Poverty. ·· CharlesGeorge, Gide, Cours d’economie politique. Hobson, Problems of Poverty. ·· John David Hume, Essays, Moral, Political, and Literary. Loria, La costituzione economica [m]odierna. ·· Achille J. Maynard Keynes, The Economic Consequences of the Peace. Marx, Das Kapital. Kritik der Politischen Oekonomie. ·· K.V. Pareto, Manuel d’economie politique. D. Ricardo, The Principles of Political Economy and Taxation. ·· Giuseppe Ricca-Salerno, La teoría del valore nella storia delle dottrine e dei fatti economici. Sin duda, resultan sorprendentes muchos de los títulos que tanto aquí como en el Apéndice se mencionan. Pero no olvidemos el dato de que estos libros aparecen entre una lista de 264 páginas de obras 204. Citado en la bibliografía.

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diversas, por lo que el índice de interés que sobre la economía mostraba Unamuno no parece elevado. Tampoco debemos pasar por alto el que no figuren las obras maestras de economistas como François Quesnay, Adam Smith, J. Bentham, J.B. Say, T.R. Malthus, J.S. Mill, y no digamos —salvo el insólito caso de Pareto— los economistas marginalistas (Menger, Von Thünen, Gossen, Dupuit, Marshall, Walras,...), muchos de ellos contemporáneos de Unamuno205.

2. ALGUNOS PRÓLOGOS Y OTRAS TRADUCCIONES Entre sus muchas colaboraciones, Unamuno prologó algunas obras que pudieran tener cierta relación con la economía. Así, prologó el libro de Arnaldo Larrabure Significación del seguro sobre la vida humana (Salamanca: F. Núñez, 1901). También prologó la obra de R. Turro, Orígenes del conocimiento. (El hambre), (Madrid: Publicaciones Atenea, 1921), si bien, pese al título, este libro contiene un enfoque biológico, más que económico, del problema del hambre, con implicaciones sociales. Prologó la traducción española del libro de G.K. Chesterton, Sobre el concepto de la barbarie, cuyo objeto es desvelar los horrores de ideas que racionalicen o justifiquen ciertas filosofías y comportamientos de un pueblo para acabar con otro (sobre todo en una guerra). En este mismo sentido prologó también la edición española de G. Hanotaux, Historia ilustrada de la guerra, 1915, donde Unamuno afirma categóricamente: Lo primero que se hace preciso es desechar la idea vulgar y grosera de que esta guerra [la I Mundial], como todas las demás, no obedece sino a apetitos de origen material o económico, a concurrencia industrial y mercantil [...]. El hombre es tanto o más un cerebro que un estómago, y es,

205. Jevons aparece en el Apéndice que incluyo al final, pero con su obra Money and the Mechanism of Exchange; y A.A. Cournot está incluido, pero con dos obras que no son de economía. Especialmente llama la atención la ausencia de obras de Adam Smith o de J.B. Say, autores con importante penetración y amplia difusión en España, al menos comparativamente con otros economistas.

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sobre todo, una conciencia; y un pueblo, [...] llega a dar su vida por su alma, es decir, por su personalidad206.

Además de esto, y dentro del campo de las ciencias sociales, Unamuno tradujo la obra de Thomas Carlyle La revolución francesa. Se trata de una obra de historia que relata —con el peculiar estilo de Carlyle, que Unamuno admiró207— los hechos acontecidos desde la muerte de Luis XV hasta el 6 de octubre de 1789, fecha en que muere Luis XVI. También tradujo varias obras del filósofo inglés Herbert Spencer, que al principio influyó en él, pero de quien luego fue alejándose paulatinamente. Del total de seis obras traducidas, la que lleva por título La beneficencia hace referencia directa a las posibles restricciones que puede haber a la libre competencia y a los contratos libres208. Además, como se recoge en el Apéndice de este trabajo, tuvo la labor de revisión y corrección de la traducción de Karl Kautsky, La cuestión agraria, realizada por Ciro Bayo209. Sin embargo, los dos trabajos de Unamuno más estrechamente ligados a la economía fueron su traducción del libro de John Kells 206. Véase el prólogo a dicha obra. Esta afirmación da una idea del lugar que ocupa para Unamuno la ciencia económica como explicación de fenómenos sociales y su escasa visión economicista, a diferencia de los autores que científicamente si se habían adentrado en esta materia con anterioridad o contemporáneamente a Unamuno. No obstante, cabe señalar que no es hasta la segunda mitad del siglo XX cuando comienza a asentarse, extenderse y generalizarse esa aplicación del análisis económico al comportamiento humano en todas sus facetas. 207. Carlos Clavería estudió la honda huella que dejó en el pensamiento de Unamuno la forma de hacer historia y de escribir de Thomas Carlyle. Unamuno dice a propósito de Carlyle: «Arma su tinglado, se adelanta, suelta un discurso, con muchas interjecciones y admiraciones, y puntos suspensivos y mucho de “ahora van a ver ustedes, señores, etc.”; descorre la cortina, saca sus muñecos, les hace hablar, accionar y obrar. Les increpa, les anima, les insulta, traba diálogos con ellos,... les pone motes, habla en primera persona, se mete en el escenario entre sus muñecos, interrumpe la representación para soltar un discurso, y añade: “Pero, volvamos a nuestro cuento.” Y todo esto entre un relampagueo de metáforas, de ingeniosidades y unas descripciones...» (García Blanco, 1964, 108. Véase, además, Clavería, 1951, 9-58). 208. Junto con algunos análisis acertados y cabales de Spencer, se pueden leer barbaridades como la que sigue: «La verdad de que una mujer quiere a menudo más a un hombre fuerte que la maltrata, que a uno débil que la trata bien, muestra qué equivocación tan grande es la del marido que acepta la posición de subordinado» (Spencer, sin fecha, 123). Aunque el libro aparece en la bibliografía de este trabajo «sin fecha», el prefacio escrito por Herbert Spencer está fechado en 1893. 209. También destaca entre sus traducciones —pero ya en el campo de la filosofía— la que realizó, directa del alemán, de la obra de Arthur Schopenhauer, Sobre la voluntad en la naturaleza, publicada en 1900.

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Ingram, Historia de la economía política210, y su colaboración al tomo II de la obra Derecho Consuetudinario y Economía Popular de España. Vizcaya. 3. LA TRADUCCIÓN DE LA OBRA DE INGRAM Dos fueron los motivos que impulsaron a Unamuno a realizar traducciones: «por libre impulso» y «pro pane lucrando». Sin duda la traducción del libro de John Kells Ingram, Historia de la economía política, entra dentro de la segunda categoría (la necesidad). Los emolumentos de los profesores nunca han sido elevados y Unamuno debió buscar una obvención en lo que comparativamente tenía ventaja —dado su capital humano211. Los criterios seguidos por Unamuno para sus traducciones los expone él mismo en una carta al profesor norteamericano Warner Fite, fechada el 28 de junio de 1927, con ocasión de la traducción al inglés de su novela Niebla: En general mi criterio es que al traducir se debe tender a conservar lo más posible el estilo del original, pero no de la lengua. Mi mayor hazaña de traducir fue poner en español la French Revolution, de Carlyle, sólo que me permití con el español las mismas libertades que él con el inglés, y donde él forjaba un vocablo inglés, yo forjaba uno español. (Tomado de García Blanco, 1964, 109)

Tradujo obras del alemán (que dominaba), del inglés, y del noruego y danés212. La obra de John Kells Ingram, que aquí menciona210. John Kells Ingram, Historia de la economía política, Madrid, La España Moderna, sin fecha. Traducido del inglés por Miguel de Unamuno, Rector de la Universidad de Salamanca. 328 páginas. 211. En torno a 1898 percibía Unamuno unos 12.000 reales al año con descuentos (unas 3.000 pesetas anuales), con las que tenía que sostener dignamente a una numerosa familia (cinco hijos), agobiada por la enfermedad de uno de sus hijos (Raimundín) y con la insoslayable obligación de seguir abasteciendo su biblioteca particular. (Véase Salcedo, 1970, 97-100). 212. También conocía Unamuno el sueco. Existe una curiosidad respecto a su relación con el inglés. El 29 de febrero de 1936 viajó Unamuno a Inglaterra con motivo del Doctorado Honoris Causa que le concedió la Universidad de Oxford, yendo también a la Universidad de Cambridge; en ambas impartió conferencias. Ésta fue la única vez que viajó a aquel país, meses antes de su muerte. En una carta previa al viaje, dirigida a su amigo Ramón Pérez de Ayala, por aquellas fechas embajador de España en Londres y que le alojó en la embajada, expresa Unamuno ciertos temores ante este acontecimiento, no sólo por su salud y estado de ánimo (había perdido en poco tiempo a su hija Salomé, a su esposa y a su hermana María), sino porque «aunque leo corrientemente el inglés —aun el más enrevesado— lo entiendo oído con gran dificultad, y no lo hablo. Pero esto no es obstáculo». (Citado en García Blanco, 1965, 126).

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mos, es una traducción directa del inglés, según consta en el libro. Fue encargada en agosto de 1894; y en diciembre, el editor de La España Moderna y amigo de Unamuno, José Lázaro, acusa recibo del texto «sin el prólogo que usted prometió hacer» (Citado en García Blanco, 1964, 103) 213. El libro es una historia de las doctrinas económicas en el más puro sentido de la palabra, por cuanto que recopila y describe las opiniones científicas de una serie de «escuelas» o períodos de pensamiento económico y las recomendaciones prácticas que defendieron los economistas adscritos a ellas. Como dice Ingram, «[e]l objeto de las siguientes páginas es presentar al lector el desarrollo histórico del pensamiento económico en sus relaciones con las ideas filosóficas generales»214. La traducción de Unamuno es buena. El contenido consta de un Prefacio y una Introducción, después de los cuales el libro aborda los Tiempos Antiguos (griegos y romanos), la Edad Media, los Tiempos Modernos (mercantilistas en un capítulo y el sistema de libertad natural en otro, distinguiendo antes y después de Adam Smith) y, finalmente, la Escuela Histórica, para acabar con las conclusiones. Pueden destacarse entre las curiosidades de esta edición traducida de Ingram las siguientes cuatro anécdotas. En primer lugar, de las historias especiales citadas como fuentes por el autor, la sección dedicada a España (en la página 7 de la obra) cita únicamente la obra de D. Manuel Colmeiro, Historia de la economía política en España (1863).

213. La observación del editor respecto al prólogo fue desatendida por Unamuno pues la obra carece por completo del mismo, a diferencia de otras obras traducidas por Unamuno. Pudiera ser también esto señal de un menor interés por los temas económicos en Unamuno o una actitud de mayor despego o de prudencia a la hora de adentrarse en los mismos. 214. Citado en el prefacio del libro, 5. Añade Ingram: «La Historia de la Economía Política tiene que distinguirse, por descontado, de la historia económica de la humanidad [...]. El estudio de la sucesión de los hechos mismos es una cosa, y otra el estudio de la sucesión de las ideas teóricas concernientes a estos hechos [...]. Pero estas dos ramas de indagaciones, aunque distintas, están, sin embargo, en la más íntima conexión la una con la otra» (Ingram, sin fecha, 10-11). La obra, sin duda, se encuadraría en lo que Blaug (1985, 1-9) denomina relativismo. Sin embargo, evita Ingram caer en lo que se ha dado en llamar el relativismo doctrinario (Méndez Ibisate, 1989, 5 y 10), ya que rechaza el dogmatismo doctrinario que construye la historia del pensamiento económico desde una determinada visión o doctrina de la cual se parte: «En vez de alabar o vituperar meramente esas ideas, según concuerden más o menos con un criterio predeterminado de doctrina, las consideraremos como elementos en series ordenadas, elementos que hay que estudiarlos, sobre todo con respecto a su filiación, su oportunidad y sus influencias» (Ingram, sin fecha, 11).

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En segundo lugar, en el conjunto de las historias generales citadas por Ingram como fuentes aparece la Guida allo Studio dell’Economia Politica, de Luigi Cossa (1876 y 1878). A esta obra se le añade el dato de la existencia de una traducción española que, o bien fue incluido por el editor, o por el propio Unamuno. La traducción de este libro aparece como Luigi Cossa, Guía para el estudio de la economía política, Valladolid, Impresión y Librería de la Viuda de Cuesta e Hijos, 1884 (2a edición corregida y aumentada). Traducción de José María de Ledesma y Palacios, Catedrático de la Universidad de Valladolid215. Además, en la página 297 del libro de Ingram existe una nota del traductor que Unamuno introduce a propósito del libro de Walter Bagehot, Lombard Street, que dice así: «Lombard Street, significa «calle de Lombardos», que es la calle [de] Londres donde está establecido el mercado de moneda». Y por último, algunos de los ejemplares traducidos contienen una curiosa errata en la página 97: en el margen superior de dicha página, donde aparece el nombre del autor («por Kells Ingram»), se sustituye por el de «Alfredo Marshall»216. 215. Me inclino porque la coletilla fuese añadida por el editor, José Lázaro, pues consultado el libro de Valdés y Valdés (1973), no consta el libro de Luigi Cossa en la relación de libros que recoge, ni que Unamuno tuviese noticia del mismo. Reproduzco un párrafo del citado libro de Luigi Cossa que refuerza mi opinión de que normalmente y salvo escasas y distinguidas excepciones (cuales son las del siglo XVI, o la de Gaspar Melchor de Jovellanos, por ejemplo), los economistas españoles merecen más nuestra atención por el apellido que por el nombre. Dice así: «De España puede decirse, que los compendios de economía no tienen defecto, pero que no se distinguen ni por amplitud y profundidad de doctrina, ni por agudeza de crítica, ni por rigor de método» (Cossa, 1884, 240). Ello no significa, sin embargo, que su estudio sea tarea vana o que caiga en saco roto, ya que nos permite ahondar acerca de los problemas y preocupaciones que ocupaban a nuestros antepasados, configurar una imagen de la España de su tiempo y, por qué no, extrapolar algunas conclusiones sobre las causas de nuestra ubicación en el terreno científico internacional. 216. Debe notarse que La España Moderna también hizo una traducción de los Principles of Economics de Alfred Marshall, en su colección Biblioteca de Jurisprudencia e Historia, con el título de Tratado de Economía Política por Alfred Marshall. Traducción directa del inglés por Pío Ballesteros. Madrid, La España Moderna (Impresión de Gabriel L. Horno), 3 volúmenes. He consultado tres ejemplares distintos del libro de Ingram y dos de ellos contienen la errata mencionada (así como una errata en la página 99 que dice «Pop [en vez de Por] Kells Ingram»), pero no el tercero. Siendo exactamente la misma edición hay un cambio de imprenta y encuadernación entre el ejemplar sin errata (Imprenta y encuadernación de Agustín Avrial, San Bernardo, 92. Tfno. 3074) y los dos con errata (Imprenta de Gabriel L. Horno, San Bernardo, 92. Tfno. 1922). Asimismo, entre una y otra impresión, la editorial La España Moderna cambió de dirección. En el ejemplar sin errata, en mi opinión anterior a los otros, se ubicaba en la Cuesta de Santo Domingo, 16; en tanto que en los ejemplares en que aparece la errata la dirección de la editorial es López de Hoyos, 6.

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4. UNAMUNO RELATOR DE LA ECONOMÍA POPULAR DE VIZCAYA La incursión más próxima del propio Unamuno por el mundo de la economía la realiza en una colaboración a la obra colectiva Derecho Consuetudinario y Economía Popular de España, Barcelona, Manuel Soler (editor), 1902. Unamuno escribe en esta ocasión la sección sobre Vizcaya, contenida en el tomo II de la citada obra217. Por delimitar el campo de estudio de este escrito, me atrevería, como mucho, a calificarlo de estructura económica local. En él, Unamuno da muestras de una cuidada prosa y de una ágil narrativa. El texto recoge una descripción de costumbres e instituciones vizcaínas que no figuran en la «ley escrita» o en el Fuero, «ciñéndome a aquellas instituciones consuetudinarias no encadenadas a letra ninguna preceptiva» (Unamuno, 1902, 41). Describe Unamuno las peculiares geografía y raza vizcaínas218, y las instituciones de la familia (muy cohesionada) y de la propiedad. Dada la orografía y pobreza del suelo, «el vizcaíno ha tenido que resignarse a cultivar las rocas, subiendo a ellas la tierra carga a carga y escalonando las laderas en bancales o tablares planos» (Unamuno, 1902, 42). El cultivo es «intensivo y en régimen acasarado [...]. No se hace la labor profunda con arado y yunta, sino con laya y a brazo [...]. Así es que las tierras labrantías no se miden por yugadas, sino por peonadas»219. En general, el labrador vizcaíno goza de un bienestar aceptable («regular», dice Unamuno), ya que «el trigo da en Vizcaya de 12 a 14 fanegas por una de sembradura; el maíz, hasta 60» (Unamuno, 1902, 43, nota 1). La propiedad es familiar y se halla muy repartida, siendo el caso «que con frecuencia tiene un propietario rural su hacienda compuesta de multitud de parcelas muy pequeñas, separadas unas de otras a 217. Derecho Consuetudinario y Economía Popular de España, Biblioteca de Autores Españoles y Extranjeros, Barcelona, Manuel Soler (editor), 1902, Tomo II, Secc. IV, Vizcaya, 35-66. A pie de página de la portada correspondiente a dicha sección aparece la siguiente nota: Revista General de Legislación y Jurisprudencia, t. LXXXVIII (1896), 42 y siguientes. Con toda probabilidad, indica el origen de donde está tomado este artículo de Unamuno. 218. «El suelo [es] cretáceo, con muy reducidos espacios de depósitos aluviales y algunos apuntamientos eruptivos [...]. La raza [...] tiene fama de vigorosa y trabajadora» (Unamuno, 1902, 42-43). 219. Hace Unamuno aquí una llamada acerca de las medidas agrarias empleadas en Vizcaya, entre las que cita como propias (diferentes de las de Castilla, que por lo demás son las que se emplean) el guizelan o peonada, «superficie que puede trabajar un hombre en un día, y que equivale a un celemín de grano» (Unamuno, 1902, 42 y nota 2).

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veces por largas distancias» (Unamuno, 1902, 43)220. Existe una enorme libertad para testar y transmitir bienes, en la que además de la ley interviene también la costumbre: El padre puede dejar a uno solo de los hijos toda la hacienda, apartando para los otros un tanto, poco o mucho, que ha sido fijado por la costumbre en un árbol y una teja, o un palmo de tierra y una teja. El padre reparte como quiere, acostumbrando elegir heredero de la hacienda familiar, bien por donación inter vivos o mortis causa, al que juzga más apto para llevar la casería, imponiéndole la obligación de satisfacer a sus hermanos en metálico, como dotes compensadores, las cantidades que estima necesarias para nivelar algo las fortunas. Al casarse el hijo nombrado heredero para llevar la heredad, continuar la jefatura de la casa y el cultivo y posesión de su hacienda, el padre del otro cónyuge entrega a su consuegro, por vía de compensación, un tanto proporcionado al valor de dicha casa y hacienda del heredero, y luego el padre distribuye en vida o en muerte con la mayor equidad. (Unamuno, 1902, 43 y nota 2)221

220. Unamuno puntualiza cómo ese cierto bienestar del que goza el labrador vizcaíno se debe «en gran parte a lo muy repartida que se halla la propiedad». El análisis tradicional tiende a contemplar como un sistema mucho más eficiente y productivo la concentración parcelaria, porque facilita la introducción de procesos de mecanización y de más capital en la agricultura, permitiendo la incorporación de mejores técnicas de cultivo y explotación en las granjas agrícolas. Sin embargo, a diferencia de este análisis y de forma curiosa, Unamuno no sólo defiende, sino que considera como elemento de mayor riqueza o bienestar, la dispersión de la propiedad: que esté en muchas manos o incluso que las parcelas sean suficientemente numerosas (y relativamente pequeñas) de manera que puedan repartirse o transmitirse en herencia con la mayor difusión. No cabe duda que, aunque Unamuno no lo señala, dadas las características técnicas del suelo y del terreno, descritas anteriormente por Unamuno, y dada la imposibilidad de utilizar técnicas de labranza «pesadas» (ya ha señalado que la tierra no es adecuada para realizar labores profundas), la dispersión de la propiedad o el hecho de que ésta se encuentre muy repartida se introduce como un elemento institucional para la creación de riqueza y el desarrollo, que en parte sustituye a esa carencia de condiciones técnicas adecuadas, convirtiéndose, en este caso, en una estructura de la propiedad más eficiente que la concentración de la misma. 221. Añade Unamuno con gracia el siguiente párrafo: «La boda es en tales casos uno de los más importantes negocios, ajustado no pocas veces por intervención de casamenteros de profesión, y después de largas y reñidas deliberaciones entre los padres de los prometidos. El día de la boda se lleva a la casería el ajuar de la novia (echepastia) en un carro, cuyas ruedas se frotan con resina para que rechinen mucho, y que va coronado de la rueca, ardatza; extiéndense luego ante los convidados las prendas y regalos, pregonándolos, así como su precio, y diciendo la pregonera, al concluir, que lleva además la novia, por su parte personal, con qué dar gusto al marido. En algunos lugares, el día de la boda empezaba la novia a tejer la mortaja» (Misma nota anterior que se extiende a la 44).

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Destaca Unamuno la importancia que ha tenido en Vizcaya la institución del dinero —como consecuencia del desarrollo y crecimiento experimentados—, a diferencia de Guipúzcoa: «Uno de los efectos del desarrollo que tomaron en Vizcaya la industria siderúrgica y el comercio, fue la abundancia de dinero relativamente a otras regiones de la Península; el que ya desde antiguo, gran parte de la riqueza haya consistido en Vizcaya en numerario; y sabido es cuán grande influencia ejerce el dinero en el proceso económico de las naciones [...] en Vizcaya casi todas las rentas se pagan en dinero, mientras que en Guipúzcoa perdura en gran parte el pago de ellas en especie; efecto innegable del mayor adelanto industrial y mercantil en la primera que en la segunda» (Unamuno, 1902, 46)222. Recoge también el texto pasajes sobre las ferias de ganado, donde destaca la exposición que realiza Unamuno de cómo se llega al precio de equilibrio por medio del «regateo», y la acomodación entre oferta y demanda (Véase Unamuno, 1902, 49 y nota 1 de dicha página)223; los «aprovechamientos» de montes comunes y la organización existente para su explotación, si bien «el aprovechamiento de los montes comunes en esta forma va desapareciendo, dicen que por efecto de los abusos que se cometían» (Véase Unamuno, 1902, 50-53)224; las prestaciones de trabajo mutuas» o en común (sobre todo para la siega, escarda de maíz, siembra de nabos y para 222. Destaca aquí Unamuno, con gran acierto, cómo el desarrollo y la expansión de la industria y el comercio van íntimamente asociados al desarrollo y expansión de la economía financiera y los servicios bancarios (además de los seguros, de los que luego hablará). 223. Expone Unamuno en este punto la existencia de ciertos acuerdos de tipo monopólico «nacientes, todavía no organizados, pero en que el interés individual bien sentido suprime la competencia entre los productores». (Unamuno, 1902, 49). Y cita como ejemplo los cosecheros de chacolí de Begoña, producto en donde la demanda excede a la oferta. Los caseríos en donde se cosecha y expende, que «no son tabernas, ni se dedican el resto del año a despacho alguno», establecen turnos de apertura de cada chacolí (así se llama también a la casa en que lo sirven) «de forma que no se abra [uno] sin que se haya cerrado otro» (Unamuno, 1902, 50). 224. No cabe duda que incide aquí Unamuno en la idea, cuya tradición se remonta a Aristóteles, de que el individuo tiende a preocuparse más de lo que le es propio que de lo que es del común, que en la actualidad se desarrolla bajo el título de «la tragedia de los bienes comunes o comunales», debida a Garrett Hardin (1968). El problema es que los participantes en el uso, aprovechamiento o explotación de este tipo de bienes comunales tratan de sacar el máximo provecho de ellos, pero los costes no quedan asignados individualmente a quien o quienes los usan o consumen, sino que se divide entre la totalidad de los que tienen acceso a los mismos (socialización de las pérdidas), dando lugar a una asignación ineficiente con resultados de sobreexplotación. Señala Unamuno al respecto que la despoblación forestal que han sufrido los montes, en general, ha sido «grandísima». «La desamortización —dice— ha causado en Vizcaya los mismos

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la laya y trilla de cereales) (Véase Unamuno, 1902, 54)225; y el régimen especial de contribuciones y cargas fiscales de que disfruta Vizcaya y, en general, todas las provincias Vascongadas y Navarra226. Especial mención merece la costumbre de la lorra, que Unamuno traduce por arrastre o «aportamiento» (aportación) y que consiste en un regalo o donación que los convecinos de una barriada (grupo de cinco a ocho caseríos) están obligados a hacer a un labriego cuando éste lo pide, bien porque está en apuros, o simplemente porque se haya trasladado de caserío y esté asentándose. Hay lorra de abono o estiércol (una carretada por vecino), lorra de ovejas o corderos (una por vecino) y lorra de madera («cuando un vecino trata de reedificar su casa, destruída por accidente»). Algunas veces estas aportaciones son del todo gratuitas, pero generalmente el necesitado corresponde con una merienda (llamada también lorra) en su misma casa o en la taberna227. «Llaman a esto “hacer lorra”». Y añade Unamuno: «no es la templanza la virtud que más reina en estos humildes banquetes populares; y así se explica que para decir de uno que se ha embriagado, se diga metafóricamente que “parece que viene de hacer lorra”» (Unamuno, 1902, 55-56)228.

estragos que en todas partes, no obstante haber habido pueblos que, para evitarlo, se repartieron entre los vecinos los montes comunes» (Unamuno, 1902, 50). Utiliza después Unamuno los montes comunes para describir cómo «mozos y mozas anudaban allí sus relaciones, ordinariamente terminadas en boda», con motivo de las reuniones de los vecinos para el corte de la hoja y las fiestas que después del trabajo se realizaban, si bien «en un sentido menos idílico» de lo que muchos suponían, ya que «con frecuencia se oye hablar de los deslices que ocurrían en las expediciones vecinales de corte de hoja» (Unamuno, 1902, 53 y nota 2). 225. Aquí «la prestación es proporcional, de modo que cada vecino paga a cada uno de los demás el servicio recibido de él y en la misma medida». 226. Las contribuciones se encuentran completamente descentralizadas, siendo en última instancia los municipios los que las recaudan (procurándose, así, al tiempo, los fondos necesarios para sus gastos). De esta forma, subraya Unamuno, los contribuyente no se entienden directamente con el Estado. «En Vizcaya no se conoce el recaudador de contribuciones, porque no son los individuos quienes contribuyen directamente al Estado; la provincia satisface por todos una cantidad fija, en virtud del llamado «concierto económico». La Diputación provincial arbitra los recursos necesarios para pagar la cuota concertada con la Hacienda, valiéndose de diversos medios, de los cuales, el más importante es una derrama a los pueblos, quienes tienen que contribuir al contingente provincial con la cantidad que dicha corporación les señala [...]. Las contribuciones pasan de nacionales a provinciales, y de provinciales a municipales» (Unamuno, 1902, 52). 227. Unamuno destaca la importancia de la taberna en la vida colectiva del pueblo rural vizcaíno (véase Unamuno, 1902, 49). 228. Anteriormente ya señala Unamuno que «en el famoso trío de los vicios, —las mujeres, el vino y el juego—, puede decirse que los vascos, cuando pecan, pecan más por los dos últimos que por el primero» (Unamuno, 1902, 44, nota 1).

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Finaliza este escrito con una descripción de las «Hermandades de seguro mutuo» o sociedades cooperativas de seguros (destinadas principalmente a asegurar el ganado) (Unamuno, 1902, 56-63)229, y una mención a la aparcería pecuaria (arrendamiento de ganado o de tierras con ganado), a la beneficencia (o caridad) y a las relaciones entre dueños («amos» dice Unamuno) e inquilinos. Especial interés merecen las Hermandades de Seguro Mutuo, a las que Unamuno dedica un análisis detallado, llegando incluso a reproducir —como ejemplo— el texto legal de uno de estos acuerdos, correspondiente a 1882. Destaca en su análisis, Unamuno, que en la práctica —y debido a los intereses e incentivos generados por estas sociedades— se convierten en «verdaderas sociedades protectoras de los animales, en cuanto que el interés colectivo mutuo vela porque la brutalidad de un dueño no se ejerza, en daño propio, sobre su propiedad semoviente» (Unamuno, 1902, 58 y nota 1). De modo que el interés común «sirve de moderador y de guía al interés individual». Y finaliza Unamuno este apartado con la importante contribución de la idea (que no del término) de riesgo moral (moral hazard)230; ya que explica cómo en las otras aplicaciones del seguro distintas a la expuesta, como por ejemplo los seguros a prima fija, aparece este coste de riesgo moral que debe deducirse de los beneficios globales del seguro: Adviértase la gran diferencia que existe entre el seguro mutuo y el a prima fija por Compañías mercantiles que se dedican a esta especialidad. Recuerdo a tal propósito lo que sucede con una casa naviera de Bilbao. Su dueño tiene asegurados los buques, y lo que le interesa es que lleguen en el menor tiempo posible a su destino, sin mirar el riesgo que puedan 229. Como puede apreciarse por el número de páginas, Unamuno se extiende sobre los detalles de las sociedades de seguros y sus diferentes ramos o aspectos que, se antoja, conocía bien. 230. El riesgo moral (también «abuso moral») se genera por el efecto que el seguro tiene sobre los incentivos de los agentes asegurados. Como el seguro cubre riesgos, también destruye los incentivos que los agentes pudieran tener a prevenir los riesgos de los cuáles están asegurados (bien pueden ser riesgos sanitarios, de accidentes, incendios, etc.). De modo que, los individuos asegurados tienden a tomar grados de precaución por debajo del nivel eficiente, dado que traspasan parte de los costes derivados de sus acciones o decisiones que comportan riesgo a las compañías aseguradoras, con el resultado de que emplean más los servicios sanitarios, de reparación de automóviles, de accidentes en general,... de lo que lo harían en caso de no estar asegurados.

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correr. Estimula a los Capitanes, otorgando premios al que llegue antes de la fecha normal; no recibe Capitanes casados, y halaga a los que, distinguiéndose por su temeridad e imprudente arrojo, ponen en peligro las vidas de los marineros. En este caso se ve claramente el seguro industrial causando inhumanos efectos al suprimir el riesgo económico. (Unamuno, 1902, 63, nota 1)231

5. CONCLUSIÓN Unamuno no podía entender la ciencia económica, pues sus inquietudes (casi angustias) metafísicas limitaron su acercamiento a esta ciencia y su concepción de la misma. Es exagerado querer establecer una conexión entre Miguel de Unamuno y la ciencia económica que vaya más allá de la mera curiosidad o de la necesidad de ingresos (que le exigió acometer proyectos y empresas en otras materias alejadas de su especialidad). Sin embargo, las ocasiones en que se adentró en temas económicos lo hizo de forma más que interesante, como he pretendido demostrar, y poniendo de manifiesto, también en este terreno, su inteligencia y capacidad. Pese a la dedicación residual que otorgó a la economía, hemos recogido tres datos que podrían aportar información nueva: sus lecturas de economía, sus traducciones de obras de economía y sus propias contribuciones escritas, que describían la estructura económica de la provincia de Vizcaya con alguna interesante aportación conceptual, cual es la del riesgo moral. Contribuirá todo ello, espero, a una visión novedosa de uno de nuestros autores de «la generación del 98», y de los problemas que preocupaban en aquella época, tal vez resumidos en la frase «me duele España».

231. El subrayado es mío.

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APÉNDICE Lista de libros de economía o de economistas, pertenecientes a la biblioteca de Miguel de Unamuno, que figuran en el catálogo de Mario J. Valdés y María Elena de Valdés

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SÍMBOLOS UTILIZADOS Los símbolos que a continuación se especifican, puestos al final de una obra, informan sobre contenidos particulares de la misma. Notas hechas por Unamuno indicando referencias bibliográficas sobre la materia tratada. C Comentarios directos de Unamuno referentes al contexto. I Marcas en los márgenes y entre líneas, que denotan interés general por el contenido. L Marcas indicando interés en el lenguaje (etimología, morfología, etc.) n/o Libro de la biblioteca particular de Unamuno que no ha sido abierto (las páginas se encuentran intactas). OP Libro leído y señalado por Unamuno pero que no pertenecía a su biblioteca particular, sino a la de su yerno Quiroga Pla. T Traducciones parciales al español hechas por Unamuno. Uc Indica que la entrada está tomada del fichero personal de lecturas de Unamuno; la obra no forma parte de su biblioteca y, por tanto, no estaba disponible para su examen. * Indica un uso intensivo de alguno de los símbolos anteriores. B

LISTA DE LIBROS Walter Bagehot, Literary Studies, 2 vols. 1916. I* C A. Agustin Cournot, Traité de l’enchaînement des idées fondamentales dans les sciences et dans l’historie, 1911. I* A. Agustin Cournot, Essai sur les fondements de nos connaissances et sur les caractères de la critique philosophique, 1912. I Henry George, Progress and Poverty, 1890. I* T* Charles Gide, Cours d’economie politique, 1909. I C Thomas Hobbes, Leviatan or the Matter, Form and Power of a Commonwealth Ecclesiastical and Civil, Routledge, sin fecha, I* John Hobson, Problems of Poverty, 1895. I* T B David Hume, Essays, Moral, Political and Literary, 1904. I* David Hume, A Treatise of Human Nature, Introd. A.D. Lindsay, 2 vols., sin fecha. Volumen I: I B

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William Stanley Jevons, Money and the Mechanism of Exchange, 1893. B* Gaspar Melchor de Jovellanos y Ramírez, Manuscritos inéditos, raros o dispersos. Dispuestos para la impresión J. Somoza García-Sala, 1913. Karl Kautsky, La cuestión agraria, Trad. Ciro Bayo, revisada y corregida por Miguel de Unamuno, Madrid, Rodríguez Serra, 1903. Karl Kautsky, La defensa de los trabajadores y la jornada de ocho horas, 1904. Uc J. Maynard Keynes, The Economic Consecuences of the Peace, Macmillan, 1920. I* P. Aleksyeevich Kropotkin, La conquista del pan, Madrid, Revista Nueva, 1899. C Achille Loria, Analisis della propietà capitalista, 2 vol. 1889. I Achille Loria, La costituzione economica [m]odierna, 1899. I* K. Marx, Das Kapital. Kritik der Politischen Oekonomie, 4 vols., 1890-4. Volumen I: I* C J.S. Mill, Considerations on Representative Government, 1861. T J.S. Mill, System of Logic, Ratiocinative and Inductive, 2 vols. 1800. Volumen I: I* J.S. Mill, L’Utilitarisme, 1883. Pantaleoni, Maffeo [aparece con el nombre de Matteo], Principii di economia pura, 1894. B V. Pareto, Manuel d’economie politique, Traduc. al francés de A. Bonet, 1909. I* B D. Ricardo, The Principles of Political Economy and Taxation, Introd. de F. W. Kolthammer, 1911. I* C* Giuseppe Ricca-Salerno, La teoría del valore nella storia delle dottrine e dei fatti economici, 1894. I* C* Gustav Friedrich von Schmoller, Política social y economía política, Traduc. de Lorenzo Benito, 2 vols., 1905. Uc C. Villalobos Domínguez, Nuestro feudalismo y la salvadora doctrina georgista, 1919. n/o C. Villalobos Domínguez, «Que la tierra debe ser confiscada y otros conceptos actuales y genuinos del georgismo», Revista Argentina de Ciencias Políticas, CXV-CXVII, (1920). Herbert G. Wells, Anticipations of the Reaction of Mechanical and Scientific Progress Upon Humanlife and Thought, 1902. I*

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Además de los libros aquí señalados, poseía también un libro que trataba de la figura de Rosa Luxemburgo. Tenía El Evangelio en triunfo o historia de un filósofo desengañado, México, Navarro 1852, (sin referencias que indiquen tan siquiera la identidad de su autor: Pablo de Olavide). Y aparece en la lista, bajo su posesión, un catálogo de la Universidad Nacional de Buenos Aires, de la Facultad de Ciencias Económicas. Se trata —según nos informan Valdés y Valdés (1973)— de un catálogo de Cursos de Seminario de Economía de los años 1915-1916, que consta de 73 páginas.

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El periodismo económico de Ramiro de Maeztu232

Jesús M. Zaratiegui

232. A lo largo de este capítulo, las obras de Maeztu estarán referenciadas por sus iniciales. Ejemplo: HE refiriéndose a Hacia otra España. La lista completa puede consultarse en el apéndice que sigue a la bibliografía.

1. INTRODUCCIÓN El 10 de diciembre de 1898 terminaba la guerra de Cuba con la firma del Tratado de París que significó la liquidación del imperio colonial español. En la metrópoli fue percibido como un desastre, un punto final, y se abrió paso un deseo de cambio. El «lo hemos perdido todo» del almirante Cervera no se limitaba a la flota de guerra: resultó ser la pérdida de una visión de España y de su historia. Los matices eran distintos: la crítica de escritores como Unamuno, Clarín, Ortega y Gasset; el cada vez más organizado y agresivo protagonismo de un proletariado militante (socialista y anarquista); y los escritos de la «generación del 98» (Baroja, Azorín). Para dar sentido a esta diversidad de tendencias se acuñó la expresión regeneracionismo, del que Joaquín Costa fue la expresión más genuina. A esa generación perteneció Ramiro de Maeztu233 (1874-1936), muerto al comenzar la Guerra Civil española y que ha sido asociado con los movimientos totalitarios de la época. Esto fue definitivo para su reputación: con frecuencia se contrapone su figura a la de García Lorca para mostrar que los dos bandos cometieron excesos y que ninguno era más anti-intelectual que el otro. Está por dilucidar si su muerte violenta le convirtió en símbolo de unas ideas diferentes de las que había expuesto en vida o si, por el contrario, murió como había vivido. El mito fue un invento del franquismo para demostrar que la barbarie de la guerra se había propalado en ambas zonas. Maeztu es conocido sobre todo por su faceta política, olvidando que fue a Inglaterra para informar sobre la propuesta de reforma

233. González Cuevas ha publicado (2003) la mejor biografía de Maeztu, superando la anterior —no exenta de mérito— de Marrero (1955). Sobre aspectos ideológicos se pueden consultar los trabajos de Fox (1976) y Villacañas (2000). Respecto a su labor periodística, destaca la aportación de Santervás (1987) que se centra en la etapa inglesa

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arancelaria de Chamberlain que afectaba a las exportaciones españolas y que uno de cada cinco de sus artículos se refiere a temas económicos, por lo que muchos empresarios le escribían para obtener información o para que diera publicidad a sus ideas. Su periodismo económico es un aspecto poco conocido de la actividad de Ramiro. Eso nos obligará a estudiar la formación de sus ideas, la influencia mutua con los economistas de su tiempo, y su papel en la recepción en España de las ideas neoclásicas, de Henry George y del historicismo alemán. Es cierto que Ramiro no es economista de profesión pero en obras como El sentido reverencial del dinero o Norteamérica desde dentro (1957) hace gala de un amplio repertorio de conocimientos económicos que él trata de acercar a sus lectores. Tampoco es escritor de libros, pero su relación con el periodismo era tan estable que, en cierto modo, era capaz de desplegar argumentos en series de artículos que así facilitaban su producción (Villacañas, 2000, 25). Artículos que podían pasar sin dificultad a formar parte de libros. Así surgieron Hacia otra España, La crisis del humanismo o Don Quijote, al igual que Defensa de la Hispanidad. Usando la ingente cantidad de artículos que publicó —especialmente prolífica fue su etapa londinense— mostramos cómo interpreta los hechos económicos a la luz de los acontecimientos políticos y sociales del momento. En el Maeztu periodista es vital el día a día, por eso hay que tener siempre en cuenta la fecha de los artículos. Este trabajo, a medio camino entre economía y literatura, tiene el inconveniente de que en él se tratan aspectos muy diversos, dentro incluso de la misma economía. Las críticas pueden adoptar la forma de fuego cruzado. Así, el economista lo considera vulgar divulgación de ideas económicas entre un público no académico (labor de un charlatán o predicador, en expresión de Stigler); y el literato tiende a menospreciar al articulista que escribe presionado por el tiempo, sin poder a veces confrontar sus fuentes. En ambos casos, se olvida que la propagación de las ideas se realiza normalmente a través de cauces que tienen poco que ver con las publicaciones académicas. Los estudios de Coats & Colander (1989) y Parsons (1989) han explorado cómo se abren paso las ideas económicas, y avalan la tesis de que los cauces informales, como la prensa, son los más eficaces. Comenzamos analizando su estilo periodístico, qué fuentes utiliza y cómo se forma en temas económicos. Su estancia en Londres

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(1905-1919) marca un antes y un después. Los años previos son de formación, en contacto con Miguel de Unamuno, lee a Nietzsche y Marx, simpatiza con los movimientos sociales, y forja su pasión por el ideal regeneracionista. Es en la etapa inglesa cuando cristalizan sus ideales, bajo la influencia de José Ortega y Gasset, y discurre entre un socialismo sui generis de tipo gremial y el capitalismo liberal que ya no abandona. Trata todos los acontecimientos europeos en función de su impacto sobre la economía y la sociedad española. A su vuelta, aislado entre los hombres de su generación, tomará como referente el modelo económico americano.

2. EL MAEZTU PERIODISTA Ramiro provocó con sus crónicas una sacudida en la aletargada sociedad española. La revista España publica que «la España contemporánea ha tenido en Maeztu el más poderoso transmisor de novedades de la inteligencia y el conocimiento» (10.7.19). El testimonio no es parcial ya que había abandonado precisamente esa revista para aceptar el puesto de corresponsal en Londres. R. Sánchez Mazas234 (El Sol, 17.11.20) hace notar ese cambio que se refleja, por ejemplo, en que la burguesía lleve a sus hijos a educar a Inglaterra y no a Francia: «para los intelectuales, Londres era la ciudad predicada por Maeztu» (Santervás, 1987, 92-93). Los principales periódicos españoles establecieron corresponsalías, a partir de 1908, en la capital británica a la vista del éxito que tenían sus crónicas. La única opinión discordante sobre el influjo de Maeztu en estos años es la de Ortega. El dato se hace eco de la polémica que había comenzado cuando aquel se puso de parte de Azorín frente a éste. Cuando éste habla de la «nula influencia» de Ramiro en los medios intelectuales de Madrid, Maeztu le responde que «nunca ha sido tan grande», solo que no la ejerce sobre «las cincuenta personas de hace diez años, sino sobre un numeroso público burgués y provinciano» (18.6.08). Maeztu trata de convencerle de que escriba con más cla-

234. Literato, nace en Madrid en 1894. Corresponsal en Italia, allí se impregna de las ideas del fascismo. Es uno de los fundadores de Falange. Padre del escritor Sánchez Ferlosio. Colaborador habitual de ABC y El Sol.

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ridad («es usted muy vidrioso, Don Pepe») para que pueda hacerse entender del «lector español de cultura escasa, pero de buena voluntad» (2.7.08). El esfuerzo productivo del vitoriano fue ingente ya que publicó unos cinco mil artículos. Comienza escribiendo en La Correspondencia donde sus artículos y telegramas llenan a veces tres largas columnas en la primera página235. Si se considera la gran tirada (unos 100.000 ejemplares) y sus cinco ediciones diarias, podemos imaginar el impacto en los lectores españoles. En 1909 lo deja para colaborar en la obra de «organizar las izquierdas de la sociedad española con mi pluma de periodista y mi cerebro de vulgarizador» (10.12.09). Se refiere al liberal El Heraldo, fundado por Canalejas: su primer artículo (9.12.09) lleva el pomposo título de Las ideas liberales. Volverá a escribir en La Correspondencia entre 1916 y 1920. Los otros periódicos en los que Ramiro publica asiduamente se benefician asimismo de una gran difusión (Santervás, 1987, 93). La revista España (1915-24) tenía una tirada de 50.000 ejemplares. El maurista Nuevo Mundo llegó a los 200.000 ejemplares, cifra descomunal para la España de entonces. En El Sol (nacido en 1917) publicó unos pocos artículos. Por último, La Prensa de Buenos Aires (el mayor del país) donde aprovecha materiales ya utilizados en otros artículos236. Él mismo aclara que escribe para la burguesía comercial y las clases medias, no para obreros. A pesar de sus simpatías por un socialismo moderado, no llega a ser un pensador socialista, pero sí defensor de las clases medias profesionales y empresariales: «la verdad es que no se me había ocurrido dirigirme a ellos [a los obreros].

235. La prensa de mayor influjo estaba en la capital y respondía a intereses partidistas (Mas, 1966: 4-5). El Correo y La Época eran respectivamente los órganos oficiosos de los partidos liberal y conservador, del mismo modo que El Tiempo, El Español y El Heraldo, servían de cauce para las disidencias de Silvela, Gamazo y Canalejas. Mantenían su independencia el ABC, conservador, y El Imparcial, liberal, unido desde 1900 a El Liberal, republicano moderado. De talante también independiente era La Correspondencia de España, que dirigió durante años Juan de Aragón. En 1917 aparecen El Sol de Nicolás Mª de Urgoiti, de orientación liberal, y el conservador La Nación. Otras dos publicaciones de gran divulgación fueron España y la maurista Nuevo Mundo. 236. Afirma que se gana la vida escribiendo: «puedo llegar a escribir 25 artículos al mes pero en detrimento de su calidad», y cobra entre 25 y 50 pesetas por cada uno (20.12.04). Fantasea con que «si yo tuviera en Inglaterra la firma periodística de que gozo en España, ganaría unas 4.000 libras anuales» (23.4.05). En 1925, sólo por sus colaboraciones en El Sol cobra Maeztu 10.505 pesetas, únicamente superado por el caricaturista Bagaría (14.435) y Corpus Barga, corresponsal en París (11.550), y por delante de su maestro Ortega y Gasset (9.500).

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Soy un español de clase media que escribe principalmente para españoles de clase media, entre otras razones porque estoy convencido de que son la sal y el provenir de España» (10.8.26). Se plantea cómo movilizar a esa clase, si es necesario formando los técnicos necesarios porque «el intento precipitado de industrializar a España fracasó hace diez años, sobre todo por falta de conocimientos técnicos por parte de industriales improvisados» (18.7.12). Sus años ingleses son un exponente de la revolución desde arriba que esta burguesía quería llevar a cabo pero que se apaga con la I Guerra Mundial. Es importante señalar el cambio que experimentó su visión de la burguesía, a la que había condenado por su incapacidad para solucionar los problemas españoles, pero a la cual verá desde 1919 como la base del proceso de modernización para sacar a España de su marasmo. La burguesía regeneracionista se vuelve a posturas más conservadoras, camino en el que la va a seguir Maeztu (Santervás, 1987, 78). Pero, frente al de Costa, su regeneracionismo carece de toda elaboración científica: desprecia la cultura que no sirva para la transformación inmediata de la realidad o para «acrecentar la fortuna». Asesora a la burguesía en temas financieros y da cuenta de las cotizaciones de bolsa: así, son ahora (30.3.06) «poco rentables» las acciones de las minas de Transvaal, «asunto que afecta a muchos españoles», que compraron caro; desaconseja invertir en valores rusos. Los empresarios españoles deben crear un estado de opinión para que las empresas extranjeras no disfruten en España de una «situación de privilegio por el miedo del Estado a las reclamaciones diplomáticas». Por razones económicas, rehúsa la intervención militar en Marruecos: los más interesados son un grupo de financieros franceses que tratan de ganar el apoyo de la industria catalana para explotar las concesiones del Marruecos francés (5.09.08). Las informaciones que envía desde Inglaterra son correctas, aunque no siempre están libres de simplificaciones debido a su propio carácter y al esfuerzo por vulgarizar. Exagera al hablar de «la amalgama de obreros e intelectuales socialistas y radicales que ya hoy domina en la Cámara de los Comunes con el nuevo gobierno, y que se prepara para dominar en todo el país en breve plazo» (31.7.06) cuando, en realidad, era una porción pequeña de la Cámara. Olariaga (1974, 49-50) dice que «fue ante todo un periodista y vivió de escribir para periódicos, de tener que escudriñar diariamente la

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actualidad en todos los aspectos y contar al público sus impresiones circunstanciales, aunque atañeran a los problemas más graves de la cultura, de la política o de la vida social —puesto que no fue nunca simple informador. Ello le llevó en todas las etapas de su existencia a tener que exteriorizar deprisa y sin el necesario sedimento lo que iba pasando por su mente». Insiste en dedicarse a los periódicos de gran tirada y se niega a «subir al plano de Ortega» (15.7.08), es decir, a las publicaciones académicas. Todo lo que aumente las responsabilidades de la prensa, dice, aumentará su prestigio, porque la gente creerá en lo que decimos y acabará por conferirnos el poder que nos corresponda. Trabaja en solitario: más en los periódicos y libros que en la información directa; le interesan los temas de otros países sólo en la medida en que afecten a España. En cuanto a sus fuentes de información, son de una gran variedad: sus lecturas, las noticias recogidas de contactos o de otros corresponsales en Londres, y de la prensa de la capital. Él mismo se presenta como un periodista autodidacta: «la prensa me da básicamente los hechos; los libros de ciencia e historia me permiten interpretarlos; los clásicos me proporcionan los valores con que contrastar los datos; y una o dos novelas al año» (11.6.15). Concluye: «los periodistas formamos nuestra cultura como buenamente podemos, leyendo los libros que caen en nuestras manos; la educación sistemática y ordenada nos es imposible». Con frecuencia recoge citas, opiniones, o resúmenes sin precisar su origen. En un intento por sistematizar las fuentes más fácilmente reconocibles, encontramos éstas: a) La City de Londres. Los dos centros de influencia en el mundo son «la City de Londres y las universidades alemanas» (8.5.13). Ramiro acude con frecuencia a sus contactos, sobre todo Olariaga (1974, 54) que «trabaja en un banco de la City»237. En otros casos, son sus amigos de la City los que solicitan datos sobre acontecimien-

237. Así se entera de la confusión que causa la subida del tipo de interés al 6% (25.10.06) por la salida de capital inglés hacia la especulación en terrenos en Egipto y Argentina; o que la escasez de compradores en la City (7.6.07) se debe de nuevo a inversiones especulativas en otros países y el menor ahorro de los ingleses; inversamente, el excesivo gasto de las clases altas y medias (20.8.07) provoca la caída de la deuda pública en Bolsa; pregunta cómo afectará financieramente la guerra mundial Argentina y lo transmite a sus lectores (3.1.15)

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tos españoles238. No parece preocuparle su escaso conocimiento de las finanzas porque «lo principal es enseñar a discurrir a nuestro pueblo en materias financieras a fin de que no se deje desollar como en la época de la construcción de los ferrocarriles» (25.3.06). Hay gran interés en Inglaterra por la inversión en España, y aunque la subida del valor de la peseta parece un obstáculo no lo es, dado que se interpreta en medios financieros como señal de la buena marcha de la economía española. El país se está recobrando rápidamente del colapso financiero acarreado por el crack bilbaíno de 1901. La confianza en los negocios industriales y mineros renace. Raro es el día en que el cronista no se encuentra en Londres algún español que se propone tender un ferrocarril, explotar alguna mina o estudiar los procedimientos que Inglaterra ha puesto en práctica para el mejoramiento de su ganadería, con objeto de implantarlos de vuelta a casa. Otros vienen en busca de capitales, que en Inglaterra no se muestran tan reacios como en España para los negocios industriales (1.4.06). La solicitud de créditos exige ciertos requisitos técnicos que Ramiro detalla239. Otro ejemplo: «la cotización de la peseta sube por la confianza que la boda real da a los inversores ingleses» (19.5.06). Años más tarde escribirá a Olariaga (1974, 51) que «ahora sí puedo asegurar que estoy capacitado para resolverle las dudas metódicas en el mundo de la economía, claro que sólo hablo de las dudas metódicas, que no son las más importantes» (25.05.14). b) Estadísticas publicadas por el Board of Trade240 . 238. Así ocurre con la súbita apreciación de la peseta en los primeros meses de 1906, desde el 75% de la paridad con el franco en el mes de enero hasta el 90% de mayo, que resultaba absolutamente inexplicable desde la interpretación monetarista simple dada la reducida variación de la circulación monetaria en tan poco tiempo. Maeztu desconoce las razones y trasmite la consulta al corresponsal financiero del periódico en Madrid. 239. Bien sabía nuestro corresponsal de qué hablaba porque él mismo se había introducido en operaciones de inversión, como relata a su hermana María: «¿No te ha dicho mamá que tengo entre manos negocios muy gordos? Pues uno de ellos, el del salto del Ter, está ya aceptado por una casa inglesa y con lo que produzca hay ya lo bastante para que todos salgamos de apuros. Estos negocios míos son todos buenos y legítimos y sin riesgo alguno. Consisten, como ves, en vender asuntos españoles a compañías inglesas que por ser más ricas, pueden hacerlos prosperar, y en cobrar la comisión estipulada. Por primera vez en mi vida entreveo diáfana y clara la probabilidad de hacerme rico y ya sabes que no soy optimista» (6.6.06). 240. Las compara con los datos de Estados Unidos cuya cosecha de maíz supera en valor a toda la producción agrícola e industrial inglesa (11.2.13). El censo industrial confirma el declive inglés pues si se repartiera su producto nacional sólo corresponderían a cada habitante 625 «francos» (11.6.14). Publica datos sobre salarios, rentas y precios de alimentos en 1912. Le llama la atención el constante desequilibrio entre salarios y precios con considerable aumento del precio de las materias primas, y de los artículos de primera necesidad (4.9.13).

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c) Prensa inglesa241; la Cámara de Comercio de España en Londres242; The Economist243. d) Lecturas personales: Ricardo Revenga244; E. Seligman245; Sombart246; Joaquín Sánchez de Toca247; Gustav Cassel248; H. M. Robertson249; P. H. Douglas250. 241. Da cuenta (14.4.05) del presupuesto de ese año, y apostilla que pagan el doble de impuestos que los españoles. Fin del trust del jabón (30.11.06). Describe el escándalo especulativo con las acciones de una empresa minera (oro) en Siberia (22.1.07). Aclara la caída de las acciones de compañías ferroviarias en New York, provocada por las maniobras del magnate E. H. Harriman. Deficiencias de los ferrocarriles norteamericanos frente a los ingleses (23.3.07). Quiebra el Birkbeck Bank a causa de una errónea política de inversiones (15.6.11). 242. Recibe información de E. Llanos (presidente) y R. Amigó (secretario) sobre exportaciones españolas a Inglaterra (6.2.05); y sobre comercio de Inglaterra y Francia desde 1900 (20.11.05). 243. La revista está a favor del presupuesto de 1909 (15.5.09); la subida del precio del caucho por el desarrollo de la industria del automóvil provoca en Londres una intensa especulación; la revista desaconseja comprar, Maeztu también lo ve como locura que terminará en crack (10.5.10); el reportaje del semanario sobre la industria del norte de Italia es un modelo para España (21.5.10); también da a conocer a sus lectores la existencia de El mercantil español, periódico de Francfort para los exportadores españoles de productos agrícolas (2.7.14). 244. Oficial del cuerpo de estadística y autor dramático, nacido en Valencia, donde dirigía el periódico El Álbum. Colabora en el Heraldo de Madrid desde 1903. Comenta su libro La jornada de ocho horas y se muestra favorable a reducir la jornada de trabajo porque «la vida de los hombres es el primero de los capitales» (13.7.03). 245. Edwin R. A. Seligman. Hacendista nacido en Nueva York (1861) y profesor de Economía Política en la Universidad de Columbia. Reseña (28.1.09) la traducción castellana de su La interpretación económica de la historia; a Ramiro le interesa sobre todo por su Two Chapters on the Medieval Guilds of England (1887). 246. Usa su Guerra y capitalismo para probar que la guerra retrasa el desarrollo del capitalismo (17.3.13). 247. Madrid 1852-1942. Político y hacendista conservador. Ministro en dos ocasiones, alcalde de Madrid en 1896 y 1907, Presidente del Senado (1910). Encargado en 1919 de formar gobierno, dimite al cabo de un año. Ayuda a que el país tome conciencia de la urgencia de enterrar la nostalgia del Imperio y de construir una sociedad moderna; la pérdida de las colonias, desde su punto de vista, debía considerarse como una ventaja; Maeztu usa La industria nacional y la Comisión protectora de las industrias nacionales (18.5.17) donde defiende que la industria y la agricultura españolas salen ganando con la guerra; en la misma línea, reproduce las ideas de Toca de que las «grandes fuerzas históricas son actualmente favorables a España» (30.7.19) y que «el Banco de España ha hecho más daño que la guerra» (23.11.26). Maeztu aprovecha para pedir la creación de una Escuela de Banca (17.3.25). Por lo que dice, debía conocer dos libros de Toca: Nuestro problema monetario: actuación y desarrollo del Banco de España (1913) y Organización bancaria del crédito industrial (1919). 248. Economista sueco (1866-1945). Su renombre crece tras la I Guerra Mundial al participar en las discusiones acerca de las indemnizaciones alemanas y de la restauración del patrón oro. Publica en 1921 The World’s Monetary Problems. Anti-keynesiano acérrimo, examina los posibles remedios contra el desempleo y rechaza los basados en aumentos directos del poder adquisitivo, en obras públicas o en aumento de los subsidios. Recoge las prescripciones de su Memorándum sobre los problemas monetarios del mundo a la Sociedad de Naciones que son básicamente: restauración del librecambio, trato comercial por igual con todos los países, demora de la deuda por indemnizaciones; añade Ramiro (4.10.20) que es lo que él viene diciendo desde 1918.

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e) Pero, en definitiva, Ramiro vive en el presente, es un informador que toma los datos directamente de cualquier experto y no se preocupa demasiado por justificaciones históricas ni de fuentes.

3. SUS IDEAS ECONÓMICAS Para hacernos idea cabal del origen, grado de arraigo y aplicación de sus ideas sobre temas relacionados con economía, conviene primero repasar su formación intelectual. En primer lugar, porque las aportaciones de orden económico aparecen habitualmente derivadas y en estrecha conexión con aspectos más amplios de su pensamiento; en ocasiones, le sirven como excusa para opinar sobre temas sociales o políticos de la vida española. Además, parte de sus ideas sobre economía la adquiere a través de las dos personas que más le van a influir, Unamuno y Ortega y Gasset251. Un común denominador marca su relación con Unamuno y Ortega, las mentes más poderosas que nuestro país produjo en el cambio de siglo: fanático seguidor primero, crítico hasta la ruptura después252. Por último, no podemos perder de vista la forma en que recibe esa formación, en

249. Critica The rise of economic individualism, a pesar de ser un ataque a las tesis de Weber que el mismo Maeztu había defendido (30.12.34). 250. Paul H. Douglas (1892-1976) sigue la teoría del valor y la distribución de Böhm-Bawerk. Es autor de Theory of Wages (1934), pionero de los estudios econométricos, más conocido por la fórmula Cobb-Douglas (1928) que mide la participación relativa de los factores productivos en el producto nacional. Conoce su teoría económica del «crédito social»; hay capacidad de producción y distribución justa y eficaz (consumo) (21.4.35). 251. En carta a María: «No hay más que Ortega y Gasset, pero tengo miedo a decirlo. Quisiera poder asociar su nombre a los de otros profesores». Porque «Azcárate no conoce a Ortega; Unamuno y Giner no quieren conocerle. Se resisten a la idea de que un muchacho sea el único que se ha enterado de dónde está el camino, que los demás lo hemos estado buscando y que él, Pepito, lo ha encontrado [...] mi hermano Ramiro cree en Ortega y Gasset como no ha creído nunca en nadie». Y en otra: «La seguridad en las ideas, el saber lo que se sabe y lo que no se sabe, y esto es lo que tiene Pepe Ortega y nadie más en España [...]. Saldrías del mundo de dudas y de buenas intenciones en que viven aún los mejores españoles, para entrar en el mundo de las certidumbres. Esto es lo que veo yo en Ortega. En resumen, para la ambición externa, la del prestigio y el puesto, el extranjero; para la ambición interna, la de la formación, de donde saldría la obra sólida, no Madrid, ni la escuela, sino Pepe Ortega». 252 Confía a su hermana que «sus artículos de El Imparcial son deleznables. En cambio el de El Faro «S. M. la Lengua Española» es estupendo. Creo que Ortega y Gasset tiene razón y que Unamuno es ante todo un magnífico propagandista político». Y el 14.10.09: «Unamuno me parece un tonto».

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ningún caso de modo sistemático, a golpe de lecturas253 y de los cursos que sigue en Alemania. A la influencia de un autor sigue la del otro, dando la impresión de que lo nuevo ha sustituido por completo a lo precedente, como si no le quedara huella. Pese a esa aparente falta de un hilo conductor, interesa señalar la influencia dominante en cada etapa de su vida para que su enumeración no parezca un elenco taxonómico de autores dispersos. Una primera aproximación permite distinguir tres etapas definidas en la evolución de su pensamiento. En los años que preceden a su marcha en 1905 a Inglaterra, Maeztu se mueve en la órbita intelectual de Unamuno. La etapa inglesa (hasta 1919) tiene como referente a Ortega y Gasset. También en las islas, se involucra de lleno en el socialismo fabiano de los esposos Webb y Bernard Shaw, y en el gremialismo guildista. De nuevo en España, Ramiro se desliza hacia un progresivo conservadurismo apoyado en la experiencia americana y una lectura «católica» de Max Weber. Ramiro no tuvo una formación universitaria sistemática pero su precoz pasión por la lectura suplió sobradamente esa carencia. Así entró en contacto con el socialismo marxista, el programa regeneracionista de Joaquín Costa y el positivismo de H. Spencer. Será Unamuno quien le aconseje leer a Nietzsche y buscar en este autor los prototipos que necesitaba España para salir de su decadencia254. En lo político, Unamuno consigue la adhesión de Maeztu a su versión científica del socialismo, independiente y crítica respecto a la dogmática

253 «Para estudiar hay que centrarse. Agarra un libro, uno, cualquiera, clásico. Estrújalo, métetelo dentro, sírvete de los otros libros como auxiliares. Saldrás de ese libro con una barra de acero en el espíritu. Los demás libros que te interesen te los asimilarás con relativa facilidad, por comparación» (6.8.11). «Ya sabes mi sistema: una sola cosa por estudiar y muchas horas diarias, pero concentradas en un solo punto» (cartas a María, 13.8.11). 254. «Stirner, Schopenhauer, Etievant, Malthus y, sobre todo, Nietzsche nos han señalado el derrotero. Gracias a ellos cuantas ciencias escapan al laboratorio, entran por nuevas vías» (HE, 219). Estudia alemán, traduce el Fausto de Goethe. Descubre que Nietzsche elige el terreno económico como ámbito de la lucha por la vida. Además, Don Miguel —conocedor de los trabajos de la escuela histórica alemana— le introduce en tres grandes problemas de economía: la batalla del método; el socialismo de cátedra; y el equilibrio general walrasiano. También será Unamuno quien le señale al economista alemán Roscher como un autor en el que puede encontrar respuestas al problema español: el problema común a los dos países era que la tierra seguía siendo un bien de prestigio, poco rentable, y con un precio demasiado alto para que mereciera la pena destinar a ella inversiones productivas (Villacañas, 2000, 77). El resultado estaba a la vista: latifundios, grandes extensiones improductivas. El influjo de Roscher reaparece cuando lee a Alfred Marshall, que toma prestadas ideas del economista alemán.

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del partido de Pablo Iglesias. Por eso, años después, le disgusta el cambio de Unamuno —con su acercamiento a las tesis oficiales del partido— a quien teme perder para la causa regeneracionista. Como otros hombres de su tiempo, Ramiro pagó su tributo a la confusión intelectual, como lo prueba el hecho de que en 1897 se declare socialista pero sin contenido doctrinal específico, además de antitradicionalista, anticlerical, anticonservador, antiseparatista, y defensor de la unidad nacional. La enumeración no hace más que poner de manifiesto el estado de desasosiego y confusión intelectual por el que atravesaba durante estos años. La marcha a Londres y el contacto con los aires liberales que corrían por Europa, precipitan su encuentro con Ortega y la adhesión a su programa reformista255. Ambos se desplazan en 1911 a Marburg (Alemania) para estudiar filosofía con dos neokantianos, Hartmann y Cohen256. Allí adquiere el entusiasmo por el racionalismo político y el dirigismo cultural alemán257 que tendrá toda su vida. Si se añade a ello la obsesión por restaurar el poder perdido de España, su militarismo y la búsqueda de modelos de poder (Japón, Inglaterra, Alemania, Estados Unidos se suceden en ese papel), tenemos un cuadro completo de su radiografía intelectual. La admi255. En Londres conoce a refugiados (Kropotkin) y frecuenta centros religiosos (como la Sociedad Londinense para el Estudio de la Religión, inspirada por Von Hügel, 23.6.25). Se despierta su preocupación por el alcance práctico del sentimiento religioso en los deberes mundanos. Durante un tiempo se involucra en el Movimiento Eugenésico que había promovido F. Galton y utiliza sus trabajos estadísticos aunque acabe calificando de utopía el intento de «mejorar la especie humana mediante el control de los matrimonios» (22.2.08). 256. «Tengo dos profesores, un alemán, Hartmann, al que pago, y un español, Pepe, a quien no pago. Hartmann y yo leemos unas siete horas semanales la Crítica de la Razón Pura. Hartmann es un filósofo formidable, aunque muy joven. Me va aclarando dudas, subrayando palabras y explicando la conexión histórica del pensamiento de Kant. Yo pongo naturalmente cinco o seis horas de trabajo para no estar muy bruto en la hora que paso con Hartmann. Después de Hartmann, Pepe me va explicando las dudas que me quedan. Ambos se esfuerzan mucho, pero yo soy muy bruto» (carta a su hermana, 6.8.11). 257. «Platón, Aristóteles, Kant y Hegel; los demás son unos infelices. Traigo entre manos a los cuatro. Acabaré por familiarizarme con ellos. Ya estoy llenando un cuaderno de notas interesantes», dice a su hermana. Y en otra carta: «Para llegar al mundo, para saber que nuestros ojos están hechos para ver la realidad, para huir de sueños y quimeras, hay que pasar por la Analítica de Kant». Confía a María que «aquí me doy 8 horas diarias de Kant. Me gusta atrozmente. Lo gozo más que una novela. Me parece imposible que haya vivido tantos años sin tenerlo en la cabeza»; y la empuja a estudiar el idioma: «tienes que aprender bien el alemán. Sin alemán no hay Kant y sin Kant no hay más que vaguedades» (21.7.11). «Pepe Ortega —añade— ha estado un mes atascado en media página de Hegel». Ortega y Gasset se quedó en Alemania hasta comienzos de 1912; Maeztu volverá en 1913 para facilitar los trámites de la llegada de su hermana.

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ración por la fuerza física y mental (ciencia) hace que su modelo sea siempre el triunfador: Japón en 1905, Estados Unidos en 1918. En lo económico, entra en contacto con la escuela histórica alemana a través de Schmoller, y con el impuesto único de George cuyas teorías se difundieron por Europa a través de su discípulo Oppenheimer. Luis de Olariaga (1974: 52) fue testigo directo del encuentro, controversias y, finalmente, ruptura entre dos caracteres que eran muy distintos: Maeztu intuición y sentimiento, Ortega racionalismo y mesura. Coincidieron durante un tiempo en la manera de interpretar la reconstrucción de España y fueron los dos activadores apasionados de aquel éxodo hacia las universidades europeas, que daban entonces el tono al saber científico. Pero, a la larga, la separación era inevitable258. Esta triple dirección que vemos en su evolución intelectual, se advierte también en relación con sus ideas económicas. Dejando de lado los primeros años, donde la lectura de obras marxistas y anarquistas constituye su fuente de inspiración, nos centramos en cuatro economistas que le influyen en los años ingleses (Olariaga, Schmoller, y Oppenheimer) y a su vuelta de los Estados Unidos (Carver). Luis Olariaga es figura clave en la conformación de las ideas económicas de Maeztu. Llegado a Londres en 1908 para conocer el sistema bancario inglés, inician una larga y «fraternal amistad», en palabras de Luis. Ramiro le pone en contacto con Ortega y le aconseja estudiar Derecho, consejo que sigue259. Ramiro reconoce que debe «el acceso a la Economía de Oppenheimer al entusiasmo comunicativo de Luis Olariaga, estudiante español» (23.3.14). Apoyándose en el presti258. «Olariaga me escribe lleno de simpatía. Lo que más me preocupa es la actitud de Pepe Ortega. Me escribió enviándome un manifiesto político escrito por él y firmado por una docena de institucionistas. Luego el asunto Altamira y la entrada de los conservadores han ahogado el efecto posible de su manifiesto. La presión ejercida sobre él habrá sido enorme. Estará sin saber a dónde ir y lleno de perplejidades. Con la conciencia de los defectos incorregibles de la Institución y por otra parte, de la soledad que espera en España a todos los que no son masones o jesuitas» (carta a su hermana, 20.11.13). Entre los libros de Olariaga destacan: En torno al problema agrario (1917) y Por la riqueza de España (1924). 259. Pese a la diferencia de edad y carácter, el enriquecimiento es mutuo: «durante cuatro inolvidables años pasé con él las tardes de los sábados y domingos, pues yo no tenía trabajo bancario» (Olariaga, 1974, 48). Maeztu orienta sus lecturas («nos prestaba libros a los jóvenes estudiantes españoles y luego los discutíamos con él») y, con su patrocinio, publica un primer artículo en la revista España sobre el funcionamiento del Banco de España (Olariaga, 1992, XII). Cuando Luis se marcha a Berlín, Ramiro sigue sus progresos desde lejos: «Esta Economía está aún en formación. Yo espero que no tardarán en crearla los profesores jóvenes —escribe en alusión a su amigo— que, armados del saber alemán, han dado recientemente nueva vida a nuestras clases de Economía política» (28.3.10).

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gio de éste, Maeztu se atreve a hablar del día en que «nosotros los economistas nos pongamos de acuerdo para echar los cimientos de la verdadera ciencia económica» (20.5.05). Olariaga le hace ver el trasfondo económico de muchos problemas filosóficos y sociológicos que preocupaban a Ramiro260. Había otros temas que les unían, como indica el profesor Juan Velarde en la Introducción a Escritos de reforma261. La relación se mantiene como se comprueba por la reseña (19.11.26) que hace Maeztu de un artículo de Olariaga en El Sol sobre el puritano capitalismo americano, aunque no entre en valoraciones morales262. Gustav von Schmoller (1838-1917) destaca en la escuela histórica alemana263, a la que pertenecen otros socialistas de cátedra como Roscher y Hildebrand. En protesta contra la apología de la búsqueda de beneficio privado —de la que culpa a los neoclásicos inglesesSchmoller llamó a su escuela «histórico-ética»264. Ramiro deduce 260. Desde Marburg escribe el 6 de agosto de 1911 a su hermana: «Olariaga me dice desde Vitoria que está estudiando a Platón, Kant, Croce, Schopenhauer y Cohen (filosofía), Bücher, Schmoller, Gide, Sombart (economía), Hobhouse y Hobson (política), y la Filosofía del Derecho de Giner». 261. «Tres preocupaciones económicas surgieron entremezcladas [entre Ramiro y Olariaga]. La primera fue el papel del gremialismo o guildismo, que en aquellos momentos acababa siendo un componente importante del movimiento sindical británico con influencias claras en el fabianismo y en el laborismo [...]. El mundo que se creaba por los fabianos interesaba muchísimo a ambos amigos. Era el instante en que avanzaban, tanto con sus trabajos historicistas como sobre cuestiones sociales, gentes como los Tawney y, por supuesto, fue el gran momento de acción de los esposos Webb. Era también el instante en que desde ese mundo se ponían los cimientos de lo que después iba a ser la célebre LSE [...]. La gran aportación de Max Weber: La ética protestante. Es el instante en que Maeztu comienza a articular sus ideas sobre El sentido reverencial del dinero. La profunda depresión económica que hizo que España no pudiese proyectar ya ninguna influencia política importante en el mundo occidental, angustiaba a los dos, y el fantasma inmediato del 98 se alzaba como una especie de consecuencia de la eficacia de esa ética protestante que, de algún modo, trataba Maeztu de nacionalizar en España». 262. Establece la relación entre el capitalismo y la gran industria que América habría recibido de Inglaterra. Ramiro piensa también (23.11.26) que el desarrollo del espíritu capitalista viene con la gran industria. Son en buena parte de Maeztu las ideas de Olariaga en su libro La desespiritualización de la sociedad moderna (1928) 263. Profesor en Berlín (1882-1913), su gran obra es el Tratado de economía política (1904), libro confuso, según Maeztu, del que señala sus contradicciones (19.3.14). El principal divulgador en España de la escuela alemana fue Antonio Flores de Lemus, figura dominante en la modernización de los estudios de economía en España. Pertenece a los economistas de la «generación del 98». Fue catedrático de economía política en las universidades de Barcelona y Madrid. De su magisterio en la capital se beneficia Olariaga. 264. «En vano le dirá Schmoller que la economía es una ciencia ética» (24.11.25), se queja Ramiro: «el hombre de la calle tiende a escandalizarse al chocar con la evidencia de que la economía se rige por normas morales». Eso obliga a estudiar la totalidad de las motivaciones humanas en su despliegue histórico, también las que están por encima del individuo y afectan a todo un grupo («éticas»). Maeztu toma su idea de que el hombre actúa movido por ideales morales, no por puro egoísmo.

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que no existe un orden económico normal sino que es distinto en cada período como resultado de la conjunción de factores naturales y técnicos con los morales265. Maeztu acaba negando que la economía sea una ciencia y que exista una «voluntad común» o colectiva (14.12.16). Es un reflejo de la distinta concepción de la economía y del papel de la libertad individual266. Schmoller y Oppenheimer267 representan para él lo mejor del espíritu alemán que tanto admira268. Thomas N. Carver (1865-1961), catedrático de economía en Harvard, y divulgador de la obra de Marshall. Especialista en problemas de distribución de la renta y la riqueza. Es pionero en los estudios de economía agraria. Discípulo de J. B. Clark (iniciador del enfoque analítico en economía), se advierte su influencia en Distribution of Wealth (1904). Su exposición de la teoría económica neoclásica iba unida a la predicación de un «evangelio» político-económico tanto científico como religioso: 265. Como Schmoller, valora el análisis histórico de los hechos económicos y desiste de buscar leyes comprehensivas del desarrollo histórico: «dentro de la teoría económica, las mejores cabezas han dejado de creer en el carácter universal de los principios económicos» (9.4.16). Niega la posibilidad de postular leyes en economía de validez en todo tiempo y lugar. Opina que no es una ciencia exacta sino histórica: «la economía ha dejado de ser una ciencia autónoma para convertirse en un aspecto de la Historia» (9.4.16) que no se rige por leyes sino mediante «normas prudenciales»; eso le obliga a usar «analogías» y no «identidades» (12.1.16). 266. Considera a Schmoller «el gran economista alemán» (25.12.27) al afirmar que, frente a Marx, han triunfado las reformas sociales (pensiones, seguros de paro y enfermedad) defendidas por aquél. Esa reforma se produce por medio de la acción pública: por eso su figura es importante para entender las doctrinas estatistas que propugnan la intervención del Estado mediante fórmulas no coactivas (Santervás, 1987, 1522-3). Maeztu comparte el moderado intervencionismo estatal de Schmoller y Oppenheimer, aunque ataque al último, tras asistir a sus clases, por tratar de resucitar la economía teórica inglesa «en la que el poder político no interfiere» (29.6.16). 267. Franz Oppenheimer (1864-1943) imparte clases de economía y sociología en Berlín (1909-1919) y Francfort. Agregado comercial inglés en esas ciudades, envía informes regulares sobre el despegue económico alemán que amenazaba la primacía inglesa. Propagador de las ideas georgistas en Europa, se opone a lo que él denomina «monopolio de la tierra» y pide la intervención estatal para desbloquearla. Socialista agrario, ataca el marxismo dogmático aunque acepta con reservas el análisis de Marx de las clases sociales y la ideología. Su obra principal es el Grundiss das theoretical oekonomik (1926). 268. Defiende Ramiro la propiedad privada pero pide al Estado que intervenga para combatir las desigualdades y la explotación. «Ábrase su Tratado de economía. Se verá que se inspira en la idea de que los intereses del capital y del trabajo son intrínsecamente inconciliables. Schmoller quiere evitar la revolución, que el capital y el trabajo puedan entenderse. La solución que preconiza es que medien en el conflicto otras clases sociales y que el Estado provea a los obreros de los socorros y seguridades que el capital le niega» (25.12.27).

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la tesis de que el régimen capitalista es la condición normal del bienestar humano y de que tiene la virtualidad, cuando no lo restringen obstáculos políticos o socialistas, de conducir a los hombres a un régimen de abundancia y de igualdad. Es la tesis de la economía clásica, que últimamente encuentra en Oppenheimer el más exacto resultado. (20.2.26)

Para Ramiro, se trata de un programa progresista de bienestar social, sostenido sobre principios esencialmente liberales: la iniciativa en el trabajo y el reparto justo de los beneficios (Villacañas, 2000: 142). La divisa procedía de Mill y sólo podía tener formas más radicales en una sociedad como la española, carente de iniciativa. Su héroe, todavía en 1900, es «el gran Mendizábal» que llevó a cabo la única obra liberal (3.00). Aunque los supuestos de Maeztu eran los de Costa. Carver defiende el capitalismo de libre empresa: ese modelo económico y el sistema democrático son el mejor remedio para lograr la riqueza de una nación269. El americano llevó a los problemas de la sociedad su carácter y mentalidad sencillos, en el estilo divulgador que tanto gustaba a Ramiro: Si El Capital de Marx ha llenado el mundo durante medio siglo, el de Carver, que no deja en pie ninguna de las conclusiones marxistas, tiene que originar el mismo interés. Pero es posible que el economista norteamericano haya cometido el mismo error que el alemán al buscar una ley de los hechos sociales independiente de los hombres. Lo que conduce a la riqueza es el espíritu moral de los hombres. El puritanismo no ha querido separar su idea de dinero de su idea de bien. (20.2.26)

Maeztu recurre a Adam Smith y Mill en su defensa del capitalismo. Remonta las ideas de Churchill y Lloyd George hasta Mill, y se

269. Maeztu se apoya en las estadísticas que aquél aporta en The Present Economic Revolution in the United States (1925) para justificar el origen de la riqueza del país (14.11.26). No escatima elogios: «es posible que la ciencia económica no haya producido hasta ahora un libro que supere al de Carver en claridad expositiva, en vigor de pensamiento y en entusiasmo por la economía. La dismal science, la “ciencia sombría”, abandona definitivamente su pesimismo en la pluma de Carver» (10.26).

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apoya para ello en el liberalismo intervencionista de Marshall270 (13.12.09); cita a éste y a Ricardo para explicar la crisis bancaria inglesa (18.2.31). Alaba el liberalismo de Mill («fue levadura de dos generaciones») pero no su individualismo (2.8.17); acude a su Gobierno representativo para demostrar que sin orden no hay progreso (5 y 7.2.27). Ataca a Ricardo y a Marx por creer «que la renta nace de un monopolio natural» (29.6.16), en parte por su condición de judíos (14.11.12). Leon Duguit, profesor de Derecho Político en Burdeos y defensor de un sindicalismo conservador, es quien despierta su interés por la organización económica gremial (5.5.12). Incluye a John Ruskin, autor de Unto his last (1862), entre los «eximios economistas» según los cuales «siendo tres los factores de producción: la tierra, el capital y el hombre, el más importante de todos es el hombre» (25.4.10). Ramiro ve con simpatía a este autor que critica de modo superficial al capitalismo y en el terreno de la economía se limita a añadir una generosa indignación a observaciones entendidas a medias y a lecturas mal digeridas, quizá porque Maeztu se veía reflejado. También las diversas variantes del socialismo: la henrygeorgista en la adaptación de Oppenheimer; Marx; el socialismo guildista; y su encuentro con la versión burocrática (fabiana). Por último, está su interés por los problemas económicos de los países de la América hispánica, evidente en su Defensa de la Hispanidad; junto con Olariaga, es el único estudioso español de la economía de esos países antes de 1936. En ocasiones, aparece en Maeztu una visión peyorativa de la economía: «A esto ha llevado a Sancho el estudiar economía. Pero si Don Quijote hubiera aprendido economía, esos hidalgos españoles, soldados de sí mismos, serían ahora los soldados del hombre» (4.1.12). Atribuye a la ciencia económica estar dominada por un determinismo ciego, por «inflexibles leyes naturales ciegas; hoy nos mandan la paz, pero la paz del industrialismo, de la ambición, de las Bolsas, del engaño y de la explotación del hombre por el hombre; al día siguiente nos arrojan a una guerra estúpida» (5.9.14). Por su falta de fundamentación antropológica afirma Maeztu que «nada hay más alejado de la concepción humanista de la vida que la interpre270. Las citas de Maeztu proceden de Principles (copia párrafos enteros) y quizá coincidió con él en alguno de los clubes de discusión de los que Marshall era miembro: el Economic Circle o el Hampstead Economic Discussion Society, de inspiración fabiana, donde se reunían personajes como P. Wicksteed, S. Webb, y G. B. Shaw.

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tación económica de la Historia. El hombre cesa en ella de ser el centro del mundo para convertirse en un satélite de una importancia que no vale la pena de evaluar» (12.1.16). El error estaría en buscar la razón de las actuaciones personales en generalidades económicas. «Lo general es una condición, pero no la causa de lo individual, todo intento de formalizar leyes históricas se basa en una confusión del concepto de condición con el de causa, no pueden explicarse los individuos históricos por medio de una ciencia generalizadora como pretende serlo la Economía». Su argumento es que la economía no puede interpretar la historia, porque la parte no puede explicar el todo. «Cuando se escriba la historia de las supersticiones europeas del siglo XIX figurará entre ellas la Economía Política», sentencia. El resultado es que se identifica, de modo erróneo, el ámbito político, militar y económico en una misma realidad social (14.12.16). Error de «hacer depender un hecho jurídico de uno geográfico; es el error de Marx y del materialismo histórico» (13.3.14); acaba afirmando que existen los latifundios por razones de orden geográfico. El pensamiento de Maeztu experimentó un cambio progresivo que se percibe de modo especial a su vuelta de los Estados Unidos cuando habla del papel educador de las «normas naturales del capitalismo» (17.11.25) y que son «los banqueros, cuando sirven las leyes de la economía, quienes están salvando a la humanidad» (1.12.25). «El movimiento de 1898 tuvo un sentido eminentemente práctico, y en él comenzó a asomarnos el sentido de la economía. Nos nació la idea de que el dinero es una cosa bastante importante. Lo que no se nos ocurrió fue la manera de asociar esta idea económica con la idea moral de que uno no se debe enriquecer sino enriqueciendo a los demás, de que no se debe gastar el dinero sino en tal forma que contribuya al incremento de la riqueza general o del espíritu del hombre» (5.11.26). «Hubo un tiempo en España —dice en Don Dinero— en que sólo los pillos o los tontos se ocupaban de asuntos económicos. Todavía en 1893, Pérez Galdós comentaba el hecho de que al discutirse los Presupuestos era cosa sabida que no asistía ni un alma a la sesión» (12.1.26). El encargado de los temas de Hacienda en los diarios era el que no servía para otra cosa. Desde Jovellanos hubo un creciente interés por lo económico hasta que «en 1898 dimos un salto en el

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camino. Tuvimos que aprender que sin la riqueza no hay poder. Hay cosas que nunca se acaban de aprender y porque una larga tradición de horror a la economía, como si fuera un pecado de judíos y moriscos, no se borra ni con un año de desastre» (12.1.26).

4. AÑOS FORMATIVOS (HASTA 1905) Ramiro nació en Vitoria el 4 de mayo de 1874, hijo de Jane Whitney, francesa aunque descendiente de diplomáticos ingleses271. Su hermana María será afamada pedagoga y directora de la Residencia de Señoritas en Madrid; su hermano Gustavo, pintor de renombre. El joven Ramiro marcha en 1891 para su aprendizaje mercantil a París; la experiencia le convence de que lo suyo no son las finanzas: «demasiado soñador para el comercio», lo califica Olariaga272. No parecía mostrar interés por seguir estudios superiores, pero su madre —que ve en él dotes literarias— le pone bajo la tutela de Fermín Herrán, director del periódico bilbaíno La Tarde273. En 1897, se traslada a Madrid donde entra en contacto con el grupo Germinal (Baroja, Azorín) y los republicanos de El País274. El grupo de Los Tres

271 Crucial es que Maeztu, por su madre inglesa, su esposa (Mabel), y sus viajes, está capacitado para beber la cultura económica anglosajona. Lo que digiera de ella, no cabe achacarlo al aislamiento de España. No creo que ésta sea una posición normal entre los economistas (o similares) españoles de su época. 272 Fue con el propósito de dedicarse a comerciante, pero se dedicó a escribir. Con todo, esa etapa de su vida reforzó su curiosidad por la economía. Regresa pronto para marchar a Cuba, donde se encontraba su padre intentando salvar el ingenio azucarero que había puesto en marcha su abuelo, Francisco de Maeztu, un emigrante de origen navarro. A la estancia cubana (1891-1894) alude en su conferencia de 1926 sobre El espíritu de la economía iberoamericana: «mi formación se hizo en el contraste de mis sentimientos nacionales con la crítica de hombres que iban a alzarse en armas contra España». Es un espíritu inquieto que ejerce todo tipo de oficios; encuentra tiempo para leer a los obreros de una fábrica de tabaco obras de Marx, Kropotkin y Nietzsche (14.8.08). Su regreso en 1894, sumido en una crisis vital e intelectual, precede en pocos meses a la muerte de su padre. 273 Se estrena en 1895 con una nota sobre el problema cubano, gustan sus artículos y sigue en El Porvenir Vascongado. La lectura de los editorialistas ingleses refuerza su vocación por el periodismo: «hace más de 40 años que leo el Times», dirá en 1935. 274 Su tema preferido en estos años es que hay que olvidar nostalgias para volcarse en la industrialización del país. «En 1898 —escribe en El Sol el 12 de octubre de 1923— no era más que un jovenzuelo con más pasiones que saber. Pero mi idea central era que la España nueva no ha de hacerse por los políticos; no incumbe a la política la capital empresa de mejorar la condición de nuestro suelo. Esta idea central fue repetida en mil artículos».

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—germen de la «generación del 98»— se da a conocer con un manifiesto de tono regeneracionista que contará con el apoyo de Unamuno275. La indiferencia general con que son acogidas sus reivindicaciones sociales, les hace desistir en parte de la acción directa, pero continúan en el periodismo. La referencia al 98 es obsesiva: marcará su trayectoria futura y él lo convertirá en el tema de su vida276. Los años 1897-1904 son de vacilación entre dedicarse a la política —para la que se cree dotado— o a la vida intelectual, que se decidirá en base a su preocupación social: no busca tanto poder como «infundir idealización en la vida española». Ramiro alude a varias oportunidades que ha dejado pasar para dedicarse a la investigación gracias a la ayuda de «un pariente, un amigo, o del Estado», en aras de la labor divulgadora en prensa (30.7.08). Duda asimismo entre la literatura o el análisis divulgador de cuestiones de actualidad, al que se siente más inclinado. Se plantea de modo práctico su trabajo periodístico y desdeña la «literatura pura». No quería ser literato al estilo de su admirado Espronceda. Tuvo intuición para reconocer que, por la vía del periodismo, se canalizaba la lucha política real (Villacañas, 2000, 68). En tono exagerado se presenta como «periodista vulgarizador con la misión de agitar el ambiente y mover a los hombres que han de regir nuestros destinos nacionales»277. Será pionero en este tipo de artículos en España, para un público ilustrado y burgués de clase media.

275. Aunque éste les advierte: «ni entiendo de enseñanza agrícola nómada, ni de ligas de labradores, cooperativas de obreros campesinos, cajas de crédito agrícola y pantanos, ni creo que sea eso lo más necesario para modificar la situación económica y moral de nuestro pueblo» (Marrero, 1955, 66). Maura les responde con un «ya maduraréis». El contenido del programa estaba inspirado en las ideas de Costa y su Liga Nacional de Productores. 276. Nadie —dice— ha vivido el desastre con tal intensidad como él, desde su temprana relación con los grupos independentistas cubanos. Pero es dudoso hablar de un «movimiento», parece más bien una reflexión personal de Maeztu, y no del grupo de Los Tres, aunque años después abuse del nosotros. Esa conciencia surge durante su estancia en los Estados Unidos. Laín satiriza al respecto que «los del 98 ponen una habanera antes que la civilización» 277. «Ortega es un profesor. Ése es su oficio. Yo no lo soy, ni quiero serlo, porque no está en mi vocación. Podré ser, aunque tampoco está en mi vocación, un agitador de ideas, por deber hacia España, pero tampoco eso es lo mío [...]. No me interesan ni la lógica, ni la ética, ni la estética, como teoría. Las teorías son para mí instrumentos de trabajo [...]. Marburg y la filosofía son para mí un rodeo. España misma es sólo un rodeo. Lo que me interesa es escribir; hoy, periodismo, mañana, teatro. Pero como el escribir es una cosa mucho más complicada de lo que otros imaginan, no me he contentado con leer diccionarios y hacer estilo. Primero he hecho mi vida, ahora hago ideas, luego, lenguaje y técnica y al fin, como debe ser, al fin y no al principio, vendrá la expresión, la obra» (carta a su hermana, 13.8.11).

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A raíz de unas conferencias que imparte en la Escuela Superior de Industrias de Vigo (1902), Valle-Inclán le pone el apodo de ingeniero literato, que no desagrada a Maeztu278. En los ingenieros confía como catalizadores del esfuerzo regeneracionista en la industria y el comercio: «¡cuán pocos los ingenieros, los sociólogos, los economistas que alientan el espíritu de secesión! Imposible mantener el desarrollo industrial de Cataluña mientras no se enriquezca la tierra castellana; imposible el desenvolvimiento de Castilla mientras no la ayuden los capitales de los más adelantados» (3.3.03). Le apena la poca inclinación que los castellanos sienten hacia la industria; los asocia con una futura «religión del patriotismo constructivo» (27.6.05). Unamuno critica la ilusión de fomentar la industria mediante la promoción de las ingenierías y las escuelas (Villacañas, 2000, 76). Esto para él equivaldría a confundir el efecto con las causas. La razón última de la vida económica, y de su lógica, es el tipo de homo oeconomicus, que se atiene en todo momento a su propio interés. Sin este hombre, el único que despliega la genuina ratio económica, no es posible generar un proceso productivo dinámico que demande mayor número de licenciados en las carreras técnicas. Así pensaba Maeztu. A ese homo oeconomicus intentará abrirle paso Maeztu con su campaña a favor del sentido reverencial del dinero. Pero Unamuno cree que ese hombre no puede dominar la realidad social española: la necesidad fundamental era difundir «los sanos elementos fundamentales de economía», la comprensión real de los propios intereses y la forma de luchar por ellos, aumentando la riqueza de cada uno, en el sentido práctico (OC, III, 695), y ordenando la hacienda y las contribuciones, en sentido público. El problema es que los propietarios sólo son capaces de identificar un interés inmediato. El núcleo de la causa regeneracionista está en el progreso económico (Santervás, 1987, 75-77, 1084-1085, 1134, 1665-1666). Ésa es la clave para

278 Allí apunta uno de sus temas favoritos: la innovación en maquinaria propia para no depender de patentes extranjeras (Santervás, 1987, 511). El contrapunto es de Baroja: «el día que venga esa nueva España con sus máquinas odiosas y chimeneas, me voy a Marruecos» (Marrero, 1955, 85). Establece una división de clases sociales y se inclina por los técnicos: las cuatro clases son «la propietaria irresponsable (accionismo), los parados (abismo), la gente que vive de las apariencias como políticos y periodistas (especuladores) y, por último, los ingenieros que acabarán imponiéndose». Señala un peculiar paralelismo con cuatro modelos económicos que, según él, había en España: el de los monasterios (ascetista); el que añade los cañones para defender el ascetismo (conservadores como Maura); el consumista; y el idealista, propugnado por él mismo (12.1.01).

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entender su peregrinaje por anarquismo, socialismo, capitalismo y gremialismo tradicionalista. Y del elogio de toda acción conducente a la modernización, sea impulsada por industriales o por socialistas. Con Durkheim piensa que los partidos políticos nacen de principios y las clases sociales de intereses económicos, de la división del trabajo social (2.6.13). Cuando el partido se identifica con los intereses de clase se convierte en algo estéril, como en la Alemania de esos años. Por eso, hasta tarde, no se identifica con ninguna ideología ni partido político. La desaparición del mercado colonial provocó la adopción de una política proteccionista, devaluación de la peseta, y cartelización del sector siderúrgico. Maeztu cree que la pérdida de los mercados cautivos de las colonias obligará a una racionalización de la producción, y con ello a una radicalización de las exigencias políticas por parte de los industriales y capitalistas. La industrialización de la meseta es tarea de «las clases industriales, no los políticos, bohemia leguleya»; los poetas han de cantar «la epopeya del negocio y del dividendo» (12.1.01). También los métodos serán capitalistas (bancos agrícolas, sindicatos), era necesario llevar el espíritu de empresa a la agricultura. En 1898 Maeztu piensa que lo más importante es que se lleve a cabo la industrialización de España porque «lo que importa es hacer habitable el país». El motor no será el patriotismo ni el sentido de equidad «sino el espíritu de lucro, para asegurar mercados a las fábricas, ayudado por el exceso de capitales que se da en esas regiones» (28.2.00). Todos son necesarios para levantar España: por eso, quiere que «la Iglesia, la Ciencia, la Democracia, el Socialismo y el Anarquismo se unan en un acuerdo utópico de trabajo para la regeneración» (28.2.00). Lo que no logró Pablo Iglesias en veinte años de agitación obrera lo realizará el nuevo espíritu de las clases conservadoras. Son años en que muchos intelectuales españoles abandonan sus posiciones socialistas. En cambio, Ramiro se tiene por tal al menos hasta 1909 cuando escribe a Ortega: «Yo también soy socialista; hace dos años que no he publicado una sola línea que no sea estricta y rotundamente socialista». El desacuerdo que percibe entre la política y los intereses reales de la gente le lleva a rechazar la capacidad de liderazgo regenerador de cualquier grupo social que no sea el de los industriales. La crisis de fin de siglo tuvo consecuencias diferentes en cada

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región. En Castilla está unida al año 1898 y es pesimista, con clara conciencia de la decadencia española y un sentimiento de rebeldía; es el grupo de Maeztu, Unamuno y Machado. En Cataluña, es otra fecha (1901) la del novecentismo y otro tono de optimismo burgués, europeizante y constructivo, unida a D’Ors, Prat de la Riba, y Pompeu Fabra. Maeztu preconiza una «europeización de España», que no significa una desnaturalización de lo hispánico ni se basa en el complejo de inferioridad que entonces aquejaba a muchos españoles. El resurgimiento de España que tiene en mente se basa en la laboriosidad de catalanes y bilbaínos, «los que conocen su oficio», resume Ramiro. El desarrollo industrial bilbaíno le impresiona vivamente (16.7.97). Tiempo después, seguirá poniendo como ejemplo el desarrollo industrial de la zona de Eibar conseguido a base de trabajo y adecuada formación. Propone la protección mediante aranceles de aquellas industrias que costeen escuelas de investigación científica e industrial (22.1.14). Maeztu vibra con ese espíritu industrial y, en una elaboración posterior de sus ideas, lo funde con el capitalismo y una ética puritana. El atraso es un problema de actitudes colectivas y no de recursos: «como todas las naciones viejas, España tiene abundancia de capitales, pero capitales improductivos». No faltaba dinero, pero sí capacidad e iniciativa empresarial. Afirma que «faltan en España los hombres de iniciativa y profundos conocimientos financieros que se encarguen de encauzar la corriente de capitales hacia las empresas beneficiosas para el capitalista y para la sociedad». En 1901, publica una serie de artículos vitales para entender su regeneracionismo, orientado del todo al desarrollo financiero, industrial y comercial del país (Santervás, 1987, 500). El título del primero (Bilbao. La capital de la nueva España, 3.8.01) marca la pauta: a la parálisis de la vieja España opone la actividad financiera e industrial de la nueva, de «septentrionales músculos de acero»279. El 279. Barcelona y Madrid no miran más allá de su área de influencia; en cambio, «Bilbao se ha erigido en la capital económica de la nación». La nueva aristocracia son los hombres de negocios, «que deben llegar al poder». Aboga por una revolución económica nacional que «arrancaría la propiedad a los actuales terratenientes y accionistas» (HE, 127), y anima a los empresarios vascos a desarrollar el resto de España, a «regar los llanos, industrializar la agricultura, nuestros intereses están en toda España» (La misión de los vascongados, 1.7.01). Hombres forjados en el trabajo: siempre habla con «respeto y reverencia de las grandes figuras de los negocios en Vizcaya: los Rivas, Chávarri, Echevarrieta, Urquijo, Sota o Echevarría» (25.1.27).

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vigor bilbaíno contrasta con la atonía de Madrid, que es un parásito de la economía española: consume pero no produce (Madrid canalla, 13.2.00) y su inoperante casta política se está derrumbando (1903) ante la presión de las nuevas formas económicas. En Madrid se atrincheran estos tipos humanos estériles (Villacañas, 2000, 64). La España que trabaja es Bilbao y Barcelona, las únicas que han aceptado la ley ineludible de la modernidad con heroica nobleza. Con el tiempo, su opinión cambiará y Madrid será una «ciudad encantadora» (27.9.19), el centro de la riqueza, donde se han reunido los hombres que, como Urgoiti, dirigen las principales industrias. Los obreros vascos (mayoritariamente socialistas) serán la otra gran fuerza impulsora. La emigración había provocado el arraigo del socialismo en esta población de aluvión. Para Maeztu, industriales y obreros vascos se convierten en el ejemplo inmediato de las dos fuerzas capaces de transformar al país (Santervás, 1987, 67-68). Los empresarios haciendo rendir al capital, los socialistas enseñando a los obreros a luchar, bien organizados, por metas asequibles lejos del utopismo anarquista280. Se da una simbiosis donde «el obrero ilustrado empieza a comprender que hay muchos “burgueses” necesarios a la economía universal. Necesarios son, por ejemplo, los financieros, los capitanes de industria, los comerciantes, los patronos» (2.11.10). Era preciso crear una alianza entre los obreros más responsables y la burguesía productiva para neutralizar el proceso de radicalización obrera. Un problema adicional es que el capital está paralizado en los bancos y no vitaliza la industria (26.6.05). La atmósfera de agitación social de esos años «asusta al dinero» que permanece estéril sin crear nuevas empresas y puestos de trabajo. Porque «capitales sobran, y si se dedicasen a la riqueza patria los que se pudren actualmente en las cuentas corrientes de los Bancos y los empleados en empresas extranjeras, se vería que el mal económico de España no es la falta de dinero, sino la congestión de fortunas» (30.3.06). No es 280. Ello no impide que el 20.10.09 interceda por el anarquista Ferrer Guardia: «He escrito para La Correspondencia un artículo a favor de Ferrer que tal vez me obligue a ir a España, pues me parecería indigno quedarme en el extranjero si el Gobierno lo persiguiese. Ahí tienes un caso de confusión entre la sinceridad y la veracidad, entre la opinión y el conocimiento. Los testigos y el Consejo de Guerra y el Gobierno, opinaban que Ferrer era culpable; pero no lo conocían. Falta a la condena la prueba de la culpabilidad. De ahí la protesta de toda Europa. Testigos, juzgadores y gobierno han sido sinceros, pero no veraces», confía a su hermana María.

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dinero lo que falta en España sino actividad y valor (31.3.09): «faltan los hombres de iniciativa y profundos conocimientos financieros que se encarguen de encauzar la corriente de capitales hacia las empresas beneficiosas para el capitalismo y para la sociedad».

5. ETAPA INGLESA (1905-1919) En 1905 llega a Londres como corresponsal de La Correspondencia de España. Esta experiencia «fue el suceso más importante de mi vida», vive allí quince años y forma su familia. El pragmatismo inglés le ayudó en su evolución intelectual y en la moderación de sus impulsos juveniles, los cuales toman un sesgo ideológico nuevo: el de un liberalismo renovado donde se armonizan orden y libertad. Aprende que el equilibrio armónico de las fuerzas sociales inglesas era resultado de no olvidar las lecciones del pasado. Su vida, un tanto desordenada y ambulante de periodista, se hizo más metódica en Londres. Sin perder agresividad verbal (Ortega le censura que su entusiasmo por las teorías que le convencían le llevaba a desquiciarlas hasta el absurdo281), su estilo adquiere mayor coherencia y mesura: un estado de ánimo calmado, ingresos saneados y el optimismo sobre el porvenir de España, pueden explicar el cambio (Santervás, 1987, 94-95). En Inglaterra se formó en el respeto a los hechos, actitud empírica que supo conservar siempre como base de sus reflexiones teóricas. Los temas que trata son de interés para un público interesado en la modernización política y económica de nuestro país: la campaña proteccionista de Chamberlain, las reformas sociales liberales, el socialismo fabiano y laborista, el sufragismo, el estado de la economía europea y americana (Santervás, 1987, 94). La revista España le saluda a su vuelta en 1919: «nadie ha hecho desfilar ente el público español un panorama de Europa más deleitoso, rico y fecundo durante quince años». Uno de los éxitos de su periodismo es la 281. «Hace cinco días que no veo nada mío en El Heraldo. Me parece muy mal, porque lo que he enviado en estos días está lleno de alma, todo ello, y no veo que se publique nada tan interesante como lo que yo he mandado. ¿Es que también en El Heraldo hay miedo a lo que tiene intensidad», confía a su hermana en 1909.

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comparación fácil de la realidad inglesa con la española, haciéndola familiar a sus lectores. Un ejemplo claro son los paralelismos entre políticos: Chamberlain es Maura; Balfour, Silvela; Keir Hardie, Pablo Iglesias. Publica sus ensayos en inglés, colabora en revistas como The New Age, junto a Wells y Maugham. Abre al público español una perspectiva nueva (antes sólo había corresponsales de prensa en París) al interpretar los valores anglosajones en clave de cultura española, cosa que Ramiro entendía bien por su madre inglesa. Está perfectamente informado de lo que pasa en España, desde los sueldos que cobran los obreros hasta que la familia Urquijo es la mayor fortuna (17.12.12). Junto a Olariaga, se propuso mostrar a España la realidad de una economía plenamente desarrollada y despertar los impulsos latentes en nuestra clase empresarial y financiera. A su llegada a las islas se suma a las tesis políticas del laborismo, en consonancia con su pasado socialista. Pero desde 1909 se pasa al ideario liberal a causa de su simpatía por Lloyd George, reduciendo el antagonismo de laboristas y liberales a «una mala inteligencia» e invocando a J.S. Mill como patrón del liberalismo que hace suyo (15.12.09). Para una economía democrática, socialistas y liberales deben caminar juntos. No parece nunca sentirse cómodo con las fórmulas convencionales: fue socialista pero no se afilia al PSOE; se declara laborista pero también liberal y fabiano. Pasemos a intentar una sistematización de las ideas —y de los artículos donde aparecen— de contenido económico. Para mayor claridad expositiva, ordeno los artículos económicos en cuatro grupos: 5.1. El debate entre proteccionistas y librecambistas que afecta a los intereses comerciales españoles puesto que Inglaterra era nuestro principal destino exportador; 5.2. La controversia sobre el impuesto único propuesto por Henry George, en la que intervienen los economistas ingleses más destacados; 5.3. El socialismo fabiano, las propuestas marxistas de política económica, y el gremialismo como sistema de organización de la economía; 5.4. Los problemas económicos derivados de la guerra, durante y después, donde J. M. Keynes tuvo un importante papel, sobre todo en lo relativo a las reparaciones del conflicto bélico.

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5.1. PROTECCIONISMO INGLÉS Y EXPORTACIONES ESPAÑOLAS

Cuando Maeztu llega a Londres en 1905, hacía dos décadas que los empresarios vascos mantenían estrechas relaciones comerciales con Inglaterra; por contra, eran menos dinámicas las exportaciones de vino, uva y frutas de Levante (4.3.05). Inglaterra era nuestro primer cliente. Los exportadores españoles seguían con preocupación las propuestas electorales del proteccionista Chamberlain, que de ser llevadas a la práctica significarían un evidente revés para esos sectores. Este interés por conocer mejor la opinión británica explica la creación de la corresponsalía de Londres por La Correspondencia. El ejemplo lo siguen otros medios y para 1913 han llegado también L. Araquistain282, S. de Madariaga283 y J. Pijoan284. La revista España, donde había trabajado hasta entonces, da la noticia el 4 de enero: «Maeztu marcha a Londres, encargado por La Correspondencia de España de estudiar los problemas económicos de Inglaterra, en relación con nuestro país». Su primer artículo presenta el problema del sistema arancelario inglés como decisivo ya que la exportación a Inglaterra era casi nuestra única fuente de divisas. Nada más llegar, comienza resumiendo el debate sobre el proteccionismo en la prensa inglesa y los argumentos para defenderlo: permite producir de forma más ordenada a precios más baratos y evitando paro (14.1.05). Chamberlain se queja de la ventaja que obtiene Alemania con un comportamiento que considera desleal, que se aprovecha de las economías de escala: «tiene su propio mercado de sesenta millones de habitantes que nos cierra con sus aranceles proteccionistas, nuestro mercado de cuarenta y dos millones está completamente abierto a Alemania así que este país tiene un mercado de cien millones y puede producir en mucha mayor escala que nosotros» (14.1.05). Propone que Inglaterra adopte la misma política incluyendo a sus colonias a las que se daría un trato de favor. Su programa consistía en tres puntos: (1) impuestos sobre los cerea282. Periodista y escritor, nacido en Bárcena (1886). Corresponsal en Londres de la revista España, que acaba dirigiendo a partir de 1916. 283. Literato, periodista y diplomático, nacido en La Coruña (1886). En 1916 se traslada a Inglaterra donde llega a ser redactor del Times. Además, colabora con periódicos y revistas de España, Francia y Estados Unidos. 284. Arquitecto y literato, nacido en Barcelona (1881). Autor de una magna Historia del Arte. Colaborador de los periódicos barceloneses Pel y Ploma (1903) y Catalunya (1904), entre otros.

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les y las manufacturas extranjeros; (2) represalias contra las naciones proteccionistas; (3) sistema diferencial en favor de las colonias (6.2.05). Tranquiliza Maeztu a los lectores españoles porque los liberales defienden la opción del librecambio (27.9.05) y tienen más fuerza que Chamberlain (como comprobará en las elecciones de 1906, un desastre para éste, (24.1.06). También las Trade Union en su congreso anual (11.9.05) rechazan el proteccionismo por abrumadora mayoría. Los terratenientes ingleses son los principales valedores de la propuesta; contra ellos carga Ramiro usando argumentos tomados de David Ricardo: con sus rentas encarecen los productos ingleses haciéndoles perder competitividad (12.7.05), el proteccionismo redistribuye la riqueza a favor de los ricos (29.01.10). Es lo que ha pasado en España: «estos veinte años de proteccionismo, en que los pobres han quedado más pobres y los ricos han duplicado sus riquezas, ¿eran el precio con que paga la democracia su decadencia en cuestiones económicas?» (6.9.10). Saltan de nuevo las alarmas en 1907, al incrementar Inglaterra sus importaciones de fruta de Australia. Ramiro advierte el peligro de la excesiva dependencia de un solo mercado exterior y, ante esa competencia, anima a los cultivadores españoles de naranja a desarrollar el mercado interior, especialmente a través de una mejora de las comunicaciones, talón de Aquiles de la economía española. Llega a pedir «la nacionalización de los ferrocarriles, pues las tarifas actuales, impuestas por accionistas que viven en París, son prohibitivas y desconocen la realidad nacional» (Santervás, 1987, 716, 720). Pero da seguridades a los productores de fruta: «mientras manden los liberales no corre otro peligro el mercado inglés que el de excesos en la producción y desorganización en la venta» (3.4.07). Hay nuevas restricciones a las importaciones durante la IGM por parte del Gobierno inglés que prefiere comprar a los aliados aunque tenga que pagar más por un sentido de ayuda mutua (Santervás, 1987: 1477). Maeztu recomienda una política exterior más aliadófila, consejo que se tiene en cuenta ya que llega a Londres una misión comercial española (17.2.16). Además, a Inglaterra el comercio con España le sale ahora más caro, pues antes suplía el déficit de la compra de productos con los ingresos por fletes e intereses por capitales que ahora no tiene. Ramiro insiste en la necesidad de diversificar los productos agrícolas que se exportan, lo mismo que los países de destino.

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La guerra se hallaba estancada tras los duros combates de Verdún285. En 1916, alerta sobre la propuesta australiana de crear una Liga Arancelaria de los aliados y sus colonias contra Alemania tras la guerra, rechazada por los ingleses ya que sería imponer una guerra económica que no haría sido preparar un nuevo conflicto. El militarista Maeztu no admite esas razones porque «los alemanes aprovecharon las ventajas del librecambio para crear un potente ejército» (2.4.16). En los países aliados existía la convicción, que él también albergaba, de que las reparaciones de guerra impuestas a Alemania ayudarían a financiar la reconstrucción de la posguerra. Repite la tesis de no dejar a Alemania desesperada y hambrienta en manos bolcheviques286. El debate sobre el librecambio volverá a ser el centro de las campañas electorales de entreguerras. Para Maeztu es un tema ideológico importante: como liberal, había identificado librecambismo con liberalismo y proteccionismo con conservadurismo. De ahí que sus ataques a los conservadores incluyan su bandera (el proteccionismo) por lo que se adhiere a «la libertad de tráfico, sin la cual ningún pueblo puede ser económicamente grande» (6.10.10). Ahora, aunque se defina como socialista, se coloca en una izquierda autoritaria, prólogo de su paso a la derecha. De ahí su «despedida» al librecambio (27.9.15).

285. Ramiro anuncia que Inglaterra envía dos representantes en 1916 a la conferencia de paz de París: un librecambista, Lord Runciman (que en 1938 negociará en Praga la cuestión checa con Hitler), y el proteccionista Bonar Law, lo que interpreta Maeztu como pérdida de fuerza del librecambismo en el gobierno inglés: «no quedan en Inglaterra más librecambistas que los economistas teóricos» (9.4.16). En París triunfa la tesis francesa de imponer sanciones a Alemania, lo que favorece a España ya que antes de la guerra vendía siete veces más a los aliados que a los alemanes, así que «nuestras opciones internacionales son mayores» (1.7.16). La «interdependencia económica» (librecambismo), defendida por su revista, es criticada por Ramiro ya que «no puede establecerse por la voluntad de una sola nación» (10.8.16). 286. Las visitas que en 1918-1919 realiza a Alemania le hacen ver las cosas de otra manera: contra los franceses (11.5.19), ahora defiende una paz «moderada», sin humillaciones ni cargas económicas imposibles de soportar, citando Las consecuencias económicas de la paz de Keynes (1.7.20). Una paz basada en la venganza y el odio no haría sino acumular afanes de revancha en el bando vencido; y anota proféticamente: «lo que suele provocar una presión imperialista sobre el pueblo que la padece es una reacción de carácter nacionalista. Y esto es probablemente lo que provocará en Alemania» (18.5.19).

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5.2. EL IMPUESTO ÚNICO

Entre 1880 y 1900, el Partido Liberal, con el apoyo de las sociedades fabianas, había impulsado en Inglaterra una política de reforma social de carácter radical. Ciudades como Birmingham extendieron el control municipal a sectores como el transporte, la educación, la sanidad, y la vivienda. Este «socialismo municipal» dependía del erario público así como de los impuestos sobre la propiedad. La propuesta de H. George de un impuesto único a la propiedad de la tierra había causado profunda conmoción en Inglaterra donde para 1884 ya había vendido 100.000 copias del libro donde exponía esta idea. Veinte años después, el impuesto único volvía a ser planteado por políticos liberales y radicales. Entregaron al ministro de Hacienda, Asquith (a quien Ramiro califica de «librecambista, manchesteriano y razonador de la Economía política», 11.4.08), la petición de 518 municipios para que el cálculo de la contribución territorial se basase en el valor declarado de la finca y no en las rentas producidas (4.3.06). Para Maeztu, ésa «es la revolución económica que España necesita para que sus riquezas se aprovechen» (2.12.05 y 27.1.07). El tema acabó en la Cámara de los Comunes donde se estaba debatiendo la propuesta del impuesto sobre el valor de la tierra de Lloyd George. Según Maeztu, además de evitar la especulación, favorecería la producción (14 y 29.7.09). El clímax se alcanzó en un mitin en Trafalgar Square donde «la multitud canta la canción de la Tierra y da vivas a George» (10.12.09). Ramiro lo apoya «para que pase de la oligarquía a la comunidad el poder económico» (21.9.10). Aunque él no es georgista, recomienda el libro ¿Protección o librecambio? de George, traducido por B. Argente (difusor de las ideas georgistas en España): «no es un tratado de economía, sino un gran libro de combate», dice Maeztu. Por consejo de Olariaga, Maeztu asiste en Berlín al curso que impartía Oppenheimer sobre Crítica del marxismo porque «son actualmente las que inspiran más interés entre los economistas del día de mañana» (6.6.14). Oppenheimer rechaza la teoría malthusiana como explicación de la pobreza; atribuye la despoblación de algunas provincias españolas al régimen jurídico de posesión de la tierra. Ramiro le sigue en este punto: «Marx se había olvidado de la tierra. Es el latifundio el que produce exceso de obreros, no un régimen eco-

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nómico sino uno jurídico» (7.2.14). La propiedad de la tierra es la causa última de toda desigualdad social (Santervás, 1987, 1254). Pero la firmeza de sus opiniones se resquebraja en el debate sobre la transmisibilidad de los impuestos sobre la tierra en las islas. El impuesto único tenía sentido en California (donde lo aplica George) pero no en Europa donde la tierra ya tenía dueño: la mayor parte de las veces la tierra es transmisible y cuando no lo es, se convierte en un impuesto más (Santervás, 1987, 1264, 1311). Polemiza con el georgista Sánchez Díaz citando a Ricardo: «alucinado por la teoría ricardiana de la renta, creyó [George] que el impuesto sobre el valor era intransmisible. Si fuera así, podía convertirse en instrumento de nacionalización de la tierra» (23.3.14). Considera la doctrina georgista un medio encubierto de nacionalizar la tierra: se nos ha deshecho la gran burbuja de jabón de las teorías de George. Lo que George se proponía: la nacionalización de la tierra, se lo habían propuesto antes y después de él pensadores como Spencer, Mill, Russel Wallace287, y actualmente Oppenheimer. El procedimiento que H. George preconizaba resulta evidentemente ineficaz. Y por eso andan los economistas a la busca de otro. (7.3.14) George no habría demostrado la intransmisibilidad del impuesto pese a buscar la autoridad de Mill quien a su vez se apoya en Ricardo (6.6.14). Ramiro prefiere la versión matizada de Oppenheimer que propugna limitar en el terreno jurídico los derechos de los propietarios: «ahí nos conduce la economía de Oppenheimer, que es la del socialismo liberal y gremial» (24.2.14). El artículo provocó gran revuelo entre los georgistas españoles: critican a «Maeztu y Olariaga que han ido a Berlín a descubrirnos lo que ellos llaman la renaciente economía liberal». Ramiro responde el 3.3.14: «las explicaciones de los marxistas no satisfacen ya a los economistas». Maeztu leyó a Marx en edad temprana y lo usa para explicar los bajos salarios agrícolas en Inglaterra: «los movimientos de los salarios están regulados exclusivamente por la expansión y contracción del ejército de reserva industrial, que corresponde a los cambios periódicos de los ciclos industriales» (El capital, vol. I, 654). También para rebatir sus teorías en favor de Oppenheimer: lo interesante era hacer constar que «el precio de los salarios en las industrias se fija en

287. A. R. Wallace (1823-1913). Naturalista unido a Darwin por su estudio sobre el origen de las especies.

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relación con el de los obreros agrícolas. Así es el peso secular del feudalismo lo que aún oprime al obrero de la ciudad» (20.4.14). Se refiere a las relaciones entre agricultura e industria (6.3.14), que piensa están mal explicadas por Marx, pero también por Smith, Ricardo y George (Santervás, 1987, 1257, 1261). Sus ataques y los de Olariaga (23.7.14) acabaron por enfriar el movimiento georgista español desde 1914. Otra cuestión impositiva atrae su atención nada más volver a España en 1919. Se trata del déficit presupuestario que él considera no debe ser solucionado mediante un mayor endeudamiento: «ningún político se va a atrever a subir los impuestos. Al dispararse los precios, los sueldos han seguido el mismo camino, comenzando por los funcionarios» (18.10.19). Analiza la relación de los precios con la cantidad de dinero en circulación y con la abundancia o carestía de productos, y concluye que mientras se siga pensando que la panacea para reducir el déficit son las nuevas emisiones de dinero, los precios seguirán aumentando (21.10.19). Culpa al proteccionismo y a los monopolios de la escasez que está haciendo subir los precios: «comerciantes y capitalistas están interesados en los precios, no en la producción, y por eso se organizan en monopolios» (28.10.19). 5.3. SOCIALISMO, FABIANOS, GREMIALISMO Y SINDICALISMO

Durante los años ingleses se produce en Maeztu un profundo cambio ideológico. «Es el enigma de un Ramiro “revolucionario” convertido en “reaccionario” a su vuelta a España después de una estancia de catorce años en Inglaterra ¿Qué pasó en Londres?» (Santervás, 1987, I, 211). Desde una adhesión crítica a la doctrina marxista en 1905 pasa al socialismo de Estado (fabiano) para terminar, a partir de 1915, en el gremialismo de tinte conservador288. La polémica con Araquistain (1912-1914), que ya pertenecía al PSOE, nos da la visión de un socialista moderado que delimita la verdadera ideolo-

288. Baroja, en sus Memorias (444-445), insiste: «No comprendo bien esos cambios de opinión, esas transformaciones bruscas en relación a las cosas o a las personas. Maeztu era católico, y leyó a Marx y se hizo comunista. Era marxista y se hizo tradicionalista. Era incrédulo y oyó al padre Ibarranguelua y se hizo creyente. En su comienzo era un nietzscheano furioso [...] comprendo que se evolucione y que se cambie, pero esos saltos de saltamontes no los comprendo». Pero ni era marxista cuando se fue a Londres, ni totalitario a su vuelta.

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gía política de un Maeztu elogiador del socialismo desde el liberalismo (12.01.10) pero que ante el desarrollo del socialismo de Estado gira hacia el sindicalismo gremialista que desemboca en lo que llama sociedad «funcional». Villacañas (2000, 162) señala el artículo Colectivismo (6.14) como punto de inflexión hacia un punto de vista donde el sindicalismo radical es inaceptable porque destruye la estructura socioeconómica. Esto explicaría la actitud de la nueva generación española que hará el vacío a un Maeztu intelectualizado con sus estudios filosóficos en Alemania, cuando regresa en 1919. Al margen de sus veleidades iniciales con anarquismo y marxismo, el socialismo de Ramiro es en la práctica un «liberalismo moderado» pese a su extremismo verbal: «el socialismo es la economía del liberalismo, pero el liberalismo es la moral del socialismo» (1907). Piensa que «hasta que no cambiemos las mentes no podremos tener socialismo; hasta que las multitudes no admiren el ideal de servicio público con más fuerza que el de la propiedad privada, el socialismo es imposible» (8.12.05). Nadie tiene derecho a los bienes privados si no es para un mejor aprovechamiento social: «La Ley podrá decirnos que los accionistas son propietarios de una factoría, pero el espíritu moral nos dice que la propiedad no puede ser más que una encomienda, esa propiedad tiene derecho a ser respetada en tanto la utilizan dentro de los cánones prescritos para defensa del bien común». Es una muestra de cómo entendía Maeztu la preocupación social por las clases a las que se niega el acceso a la propiedad privada de los bienes. En efecto, le preocupa la eficacia pero aún más la justicia: «soy socialista porque espero que libere la mente de los obreros de problemas económicos para el ejercicio de más elevadas actividades» (11.6.15). Se define como liberal socialista no marxista; sus posiciones son reformistas y contrarias al marxismo ortodoxo289. No duda en señalar y alabar los logros auténticos del marxismo: habría probado que los hombres entregados a sus instintos económicos no se conciertan armónicamente, como aseguran los clásicos, sino que tienden a separarse en ricos y pobres: «el marxismo ha entregado las

289. Hasta entonces, pensaba que en El Capital había un camino abierto para llegar al ideal socialista pero que Marx no lo había abierto (Marrero, 1955: 325). El valor de Marx, para Ramiro, no era tanto la crítica de la economía clásica, que sólo se ocupa del aumento de producción que procedía de valores humanos, sino haber visto que tendía a concentrar la riqueza en pocas manos. Luego buscará en los fabianos una vía alternativa.

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muchedumbres alemanas al dulce fatalismo económico» (2.5.11). De ahí su rechazo a la economía liberal, porque divide a las personas en clases y niega la posibilidad de una comunidad que respete la libertad (14.2.18). El socialismo se contradice cuando trata de armonizar dos elementos que son intrínsecamente opuestos, la economía colectivista y el liberalismo político: «ésta es la razón de que hayan fracasado cuantas sociedades han tratado de conciliar el principio comunista con el liberal» (30.6.19). El materialismo histórico incapacita a Marx para ver que la economía no es fin sino medio en la vida del hombre, que al final está la moral regulando el empleo de los medios. Para los fabianos, todo se resolvía dando mayores facultades a una burocracia científica, arrancándoselas a los representantes elegidos por sufragio (Marrero, 1955, 326-328). La lectura de anarquistas como Kropotkin le dejó huella en forma de aversión a la burocracia, con la breve excepción del socialismo fabiano. Piensa Ramiro que gracias a la labor de los fabianos en la administración local y en la política, el socialismo se hizo constructivo, transformando el programa del partido liberal. Pero no basta ni el misticismo de Marx ni la adoración fabiana de los burócratas: para él, son necesarias una mentalidad y una voluntad socialistas. En Inglaterra, su primer contacto con el socialismo se produjo a través del dramaturgo irlandés G. Bernard Shaw, y del hispanista Robert C. Graham. Ramiro va a encontrar un cauce natural para canalizar sus ideas en la Fabian Society. Creada en 1883, su objetivo es llegar al socialismo, pero no a través de la lucha de clases y la revolución social, sino de una manera evolutiva y gradual. Shaw y Webb están en ella desde sus inicios. El socialismo es «científico» y necesita más de los intelectuales de clase media que de los obreros para triunfar (24.3.07). Esa idea de socialismo (como escuela económica humanitaria y moral) despierta el interés de Maeztu. La verdadera inspiración del movimiento fabiano vino del matrimonio Webb. Impulsan la reforma del sistema educativo inglés: así, están detrás de las Balfour Education Acts (1902-1903) y de la creación de la London School of Economics. Beatrice dedicó sus esfuerzos a la reforma de las Poor Laws: Ramiro anota gozoso la noticia: «a los Webb ha correspondido tender los raíles para que puedan andar sobre ellos la locomotora socialista» (23.2.09). Fue la progresiva implicación de Webb con el Partido Laborista a partir de 1914, lo que motivó el distanciamiento entre ellos y Maeztu.

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Maeztu acaba rechazando la base marxista de la sociedad fabiana. En un texto de 1933 afirma que «la libertad económica, el socialismo y el Estado han sido un fiasco; aunque debe existir una cierta libertad, socialismo y regulación estatal. Pero, ¿dónde vamos a encontrar la elite (Iglesia, aristocracia, el Rey) para servir de guía a las masas?». Por esas fechas ya se había distanciado del socialismo burocrático de los Webb, acercándose al gremialismo (15.6.16). En 1915 se produce su paso del ideario fabiano al gremialismo, aunque ya desde 1912 se había interesado por las ideas corporativistas que dominaban en los círculos intelectuales (González Cuevas, 1999, 43). En el origen del gremialismo está A. Penty, autor de The Restoration of the Guild System (1906). La idea central era el control obrero de las fábricas y la organización de la vida económica sobre una base funcional de servicio público. Aplican soluciones de tipo gremial a los problemas del siglo XX, lo cual no implica la vuelta a métodos de producción artesanal. Ramiro se suma a esta idea de los gremios como grandes agencias controladas democráticamente para encargarse de la industria. El movimiento no alcanzó notoriedad hasta que en 1913 un grupo (G. Cole, W. Mellor y M. Reckitt) comenzó a invocar ideas guildistas en el recién nacido Daily Herald. El paso de Maeztu al gremialismo se produce cuando repara que el socialismo fabiano no es suficiente para frenar el poder de los burócratas. «El imperialismo no tiene su origen en el capitalismo sino en el aumento de los funcionarios que son los únicos interesados en la expansión territorial al ofrecerles más puestos de trabajo» (30.9.11). Es la vuelta del despotismo paternalista pero que no gobierna para el pueblo. El ambiente bélico provocó en las islas un mayor control de las empresas por parte de los sindicatos (acuerdo de Lloyd George con las Trade Union en 1915). La necesidad de un cambio en la organización industrial produjo ese acuerdo entre Gobierno, patronos y obreros para facilitar la producción bélica. «Tenemos ya el principio de los gremios» (22.3.15), dice gozoso Ramiro, sin darse cuenta que es un error pensar que una circunstancial producción de guerra tenga que ver con su gremialismo: «es la resurrección de los gremios y su aplicación a las industrias modernas» (3.4.15). Se trata de organizar la sociedad en torno a unos valores que determinen las funciones de los grupos sociales y de los individuos de manera inaltera-

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ble290. Maeztu acuña el término función que hará fortuna en la literatura gremialista: «organizar la industria y la guerra en función mutua, en forma concurrente y recíproca» (17.4.15). Marshall se hace eco en Industry and Trade (1919) donde describe el principio de función y las National Guilds. Ramiro hará del principio de función la base de la sociedad291. La descentralización del estado debe ser funcional (asignar a cada persona y asociación la función para la que esté mejor dotada). Frente a la peligrosa centralización socialista, propone diseminar los distintos poderes de modo que cada grupo y persona tenga un poco de poder pero insuficiente para su autonomía, y se vea obligado a cumplir con su deber y exigir lo mismo a los otros. Es un sistema de equilibrio de dependencia mutua posible con un sistema gremial que limite el poder de los individuos. Pero el mismo concepto de Guild socialism llevaba en sí el germen de su destrucción (Santervás, 1987, 1380-1381) porque socialismo y gremialismo son contradictorios. Maeztu intenta redescubrir la dignidad del hombre «frente al liberalismo que atomiza al hombre y el socialismo que anula su alma»: esa crítica le acarreará la hostilidad de liberales y socialistas. 5.4. PRIMERA GUERRA MUNDIAL (1914-1917)

Maeztu no supo ver la guerra que venía e incluso niega su mera posibilidad aduciendo razones económicas: «las finanzas internacionales forman un tejido muy complejo de interdependencias entre las naciones europeas que produciría el caos económico» (29.11.12). Previene a sus 290. Dedica su Authority, Liberty and Function (Londres, 1916) a criticar los desmanes del liberalismo clásico en economía, y apunta hacia su futura actitud antiliberal. Los hombres no se asocian espontáneamente (como dicen los liberales) ni forman unidades trans-individuales (como afirma Marx) si no es movidos por bienes colectivos y valores universales. Por eso se sorprende del alistamiento masivo en Inglaterra «a pesar de medio siglo de propaganda de los valores económicos» (12.12.14). De ahí que el libro, traducido en edición reelaborada al castellano como La crisis del humanismo, fuera ininteligible en España. 291. La crisis del humanismo recibió las críticas más dispares. Las alabanzas vienen de Salvador de Madariaga (califica la obra de «excelente») y Eugenio D’Ors («es una excelente y nueva teorización del gremialismo»). Pero cosecha duras descalificaciones de Luis Araquistain (es una regresión hacia un sistema teocrático), Fernando de los Ríos (el principio de función es puramente formalista, sin contenido real), Rivera Pastor (es una regresión intelectual). Más recientemente también ha tenido sus detractores: José Mª de Areilza, para quien es una predicción de los fascismos europeos; Madariaga, que ya no la encuentra tan excelente 40 años después (es precursor del falangismo y del fascismo); o Manuel Tuñón de Lara el cual opina que Maeztu se adelanta a Mussolini en la concepción de una sociedad sindicalista.

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lectores contra alarmismos innecesarios. Afirma: «prefiero Alemania con sus cascos prusianos [...] hay pensamiento, universidades que enseñan a pensar. Del pensamiento surge siempre la libertad, tarde o temprano» (12.6.13). Ramiro es testigo de la crisis vital e intelectual que la guerra provoca en las islas292. Él mismo pasó su crisis personal entre 1913 y 1916, crisis que le incapacita en los primeros meses para ver el conflicto con ojos imparciales: la obsesión con la guerra llevará a que Ortega le recomiende que se sitúe «sobre» la guerra y no «en» ella293. Siempre militarista, elogia la «cruzada» aliada pese a que no coincide con su ideología liberal. Asegura a Ortega que la guerra despertará a Inglaterra de su letargo: «el país estaba dormido en su dinero y en su rutina» (24.1.16). En otro lugar (Zaratiegui, 1996, 4461), abordó el alcance de esta complacencia de la clase empresarial inglesa. Tiene razón Ramiro cuando afirma que, antes de la guerra, Alemania era más innovadora294. Alemania habría provocado la contienda tras haberse contagiado de un «economicismo»295 que le 292. Una vez iniciado el conflicto se define aliadófilo, aunque en lo intelectual sea «germanófilo: después de la guerra seguiré gastando el dinero que me producen mis artículos en libros y profesores alemanes» (16.1 y 19.6.15). No hacía otra cosa que seguir la actitud de muchos intelectuales ingleses (entre ellos Alfred Marshall) para quienes Alemania era aún el país de la cultura y el pensamiento, y no el de las botas altas 293. Se debate entre la hermandad internacional que le dictan sus convicciones socialistas y la cruda realidad de la contienda. Por eso, se asombra de que el Congreso de las Trade Union apruebe por abrumadora mayoría (610 votos contra 7) la entrada de Inglaterra en la guerra: «¡y eran obreros!, es decir, muchos de ellos socialistas, pacifistas, internacionalistas» (16.9.15). Aunque no dude, más tarde, en criticar a los pacifistas: a los «objetantes» Keynes y Araquistain, a otros como Ramsay MacDonald a quienes augura erróneamente el fin de su carrera política (Santervás, 1987, 37); ataca el folleto «pacifista y extremado» de Clive Bell y con él a todo el grupo de Bloomsbury (14.1.16). Ramiro se encuentra cogido en medio del debate que, promovido sobre todo por sus amigos fabianos y radicales, tiene lugar en Inglaterra sobre la actitud hacia la guerra (21.1.16). 294. Luego cambia de opinión: «el pueblo inventor es Inglaterra y no Alemania» (3.8.15). Por haber seguido a los hombres de negocios (Bonar Law) y no a sus intelectuales (Balfour), «en lo industrial, comercial, político y espiritual ya no son lo que eran» (24.6.15). Ese efecto vitalizador al que se refiere Maeztu, se concreta en medidas como la reorganización del sistema consular para armonizar la política y el comercio exterior (9.2.17). 295. «Cada vez que encuentro un hombre que no sabe explicarse las acciones humanas más heroicas sino atribuyéndolas a un motivo económico, me entra una tristeza que me corta la palabra» (7.1.19). El calificativo «economicismo» es despectivo y de origen marxista: «Todo es economía. No hay bien ni mal. No hay más que intereses. Grandes servicios debe Alemania en esta guerra a Marx. Ha enseñado a los neutrales a conservar la neutralidad, porque era más económica que la intervención» (29.8.17). Denuncia al pensamiento marxista por reduccionista: «la expropiación de los trabajadores ha hecho surgir un mundo en el que las multitudes se han visto forzadas a interpretar económicamente la vida porque su incertidumbre material las ha obligado a no pensar más que en el pan de cada día».

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hizo olvidar los fines morales con el nuevo auge económico que experimenta el país (18.3.17). La admiración hacia lo germano ahonda su malestar por este cambio radical: «hasta ahora el pueblo norteamericano era el país de la economía y de la técnica; Alemania, el de la filosofía idealista; pero la guerra ha revelado la mudanza de ambos pueblos» (26.3.17). Los males de Alemania son los de España al confundir la industria con la voluntad de poder y de rapiña»296. Ramiro rechaza la interpretación de la contienda como confrontación entre visiones alternativas de la economía: capitalismo y planificación centralizada. Y la opinión de que «la guerra se ha librado para beneficio del capitalismo» (7.1.19). Le preocupa qué le pasará a Inglaterra tras la guerra: el peligro era que Wall Street desplazara a la City como centro financiero mundial (4.9.15). Prevé la formación de un bloque económico entre los aliados para comerciar entre ellos al acabar el conflicto, en detrimento de países neutrales como España (12.11.15), estableciéndose zonas proteccionistas: «al actual sistema de economías nacionales sucederá otro de economías aliadas» (27.12.15). El librecambismo no sobrevivirá: supone una armonía «natural» de intereses entre los diversos pueblos; si esa armonía no existe (guerra), es imposible (18.2.16). Termina Ramiro en 1923 con una profética afirmación sobre el futuro: «es posible que llegue un día en que los pueblos francés y alemán se cansen de sus antagonismos y acaben por entenderse, echando las bases de los futuros Estados Unidos de Europa». En 1908 Maeztu había entrado de lleno en la órbita de influencia que Ortega había buscado para unir esfuerzos en torno a un proyecto europeizador, conociendo la capacidad publicista y divulgadora de Ramiro, muy leído entonces por las clases medias comprometidas en la industrialización (Santervás, 1987: 215-6, 807). Luego vendría su critica a las posiciones políticas republicanas de Ortega, su acercamiento al partido de Lerroux, y la ruptura definitiva con el maestro en 1915.

296 «Éste fue el error del 98. Nos conformamos entonces con el ideal de la técnica. Pero la técnica nace del espíritu. Y el espíritu es una misma cosa con la fe» (SRD, 79). Habla con prisioneros alemanes y, en un alarde de imaginación, ve en ellos el prototipo del «hombre económico, inventado por los economistas y por su enemigo Carlos Marx; la economía pura, la interpretación económica de la Historia hecha carne: Sancho Panza sin refranes, ni ingenio, ni un Don Quijote a quien servir. La ausencia absoluta de toda moral y de todo ideal» (19.10.18).

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6. LA EXPERIENCIA AMERICANA (1925) En 1925 Ramiro marcha a Estados Unidos para impartir un curso sobre cultura española en el Middlebury College (Vermont), uno de los centros más prestigiosos del hispanismo norteamericano. El viaje se gesta a través de su hermana María, directora de la Residencia de Señoritas, y en contacto con instituciones americanas; tiene lugar en un momento de evidente contraste entre el auge de la economía americana y los problemas de los países europeos que no han salido de la depresión. 6.1. SUPERIORIDAD DE LOS PAÍSES ANGLOSAJONES

Han pasado seis años desde su vuelta desilusionado de Inglaterra, un país con enorme potencial por la solidez de su estructura industrial y financiera pero que vive de rentas (Santervás, 1987, 384). El impulso inicial ha desaparecido: «los ingleses no son creadores de riqueza, heredan la que crearon sus padres» (23.6.25). Espera responder allí a la pregunta ¿en qué consiste la superioridad de los anglosajones? «Porque la superioridad existe» (27.8.25). Influido por la obra de Max Weber, de quien Maeztu fue uno de los primeros lectores españoles, quiere comprobar si la teología calvinista ha dado allí frutos en forma de la laboriosidad de sus obreros. Marcha con prejuicios porque América «es sencillamente los medios sin el fin, la economía sin la ética» (12.9.11): para él, espiritualizar el dinero significa situarlo en la cercanía de la ética. Porque de eso se trata, del uso del dinero; y en este punto los anglosajones nos aventajan. Para empezar, son los acreedores del mundo, «todos les deben dinero y se hallan bajo su dependencia aunque no les tocó en herencia tierras más ricas: las de Estados Unidos no lo son más que las de Brasil» (27.8.25). Para Ramiro, «la diferencia no depende del territorio, sino de quien lo explota» (15.9.25), eficacia que proporciona el capitalismo. La democracia había conseguido en América «la selección de un término medio superior al de cualquier otro país». Por ello, «si el patrono se figura que el jornal del obrero ha de ser el de la ley bronce, es decir, el mínimo necesario para su mantenimiento y el de su prole, sean cualquiera (sic) los beneficios de la industria, creo que el trabajador hará perfectamente en procurar desencantarle» (4.1.27).

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Para Maeztu, en España domina un verdadero capitalismo de rapiña, causa fundamental del desarrollo del socialismo. Es un «error económico que ha hecho que los obreros se declaren en guerra contra el capital invertido en la industria, que es su amigo, su aliado natural. España sería el pueblo más rico de la tierra si hubiese invertido en la explotación de sus recursos naturales el dinero que trajeron los galeones» (18.1.27). Apela al patriotismo común de empresarios y obreros, que debía dictarles una política económica cooperativa, como única garantía de la paz social y de que acabe prevaleciendo la sensatez. Sigue a Weber al afirmar que el capitalismo se basa en la organización racional y voluntaria del trabajo libre. Maeztu consideró siempre que La ética protestante y el espíritu del capitalismo de Weber marcó época en la historia del pensamiento occidental y que, pese a sus deficiencias, había algo en la obra que resiste el paso del tiempo. El tipo humano que está en el fondo del capitalismo moderno se vincula al trabajo por libre iniciativa, su autoestima pasa por cumplir con esa tarea por sí misma impuesta (Villacañas, 2000, 276). Si esto no es espíritu, si se considera meramente utilitarismo, si se cree que este hombre sólo es sensible a la ventaja material, entonces es que no se tiene idea de lo que es el espíritu, concluye Maeztu: por ese desconocimiento los latinos son los verdaderos materialistas. El sistema capitalista en el que pone sus esperanzas se legitima por su función social productora, capaz de limitar la dimensión puramente especulativa de la riqueza: «ésta es la índole del capitalismo: educar a los hombres económicamente, hasta que llegue el momento en que todos trabajen, todos ahorren, posean todos» (17.11.25). Es capitalista porque cree que el dinero lo utiliza mejor el sector privado que «la sima sin fondo del Estado, para multiplicar las oficinas o los empleos públicos» (8.3.26). La iniciativa privada es creadora mientras que el Estado es económicamente parasitario. Como la ciencia económica se desarrolló dentro del pensamiento utilitarista, la idea de la persecución racional del propio interés se extendió tanto que el egoísmo ha pasado a pertenecer a la esencia de la actividad económica: aparecen inseparables los postulados de racionalidad y egoísmo. Pero, apunta, el secreto norteamericano no es el utilitarismo: «no es por utilitario, en el sentido de apegado al dinero, por lo que se ha enriquecido el pueblo norteamericano, sino por creador, por descubridor, por pionero, por organizador. Ésta es

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la razón de que los dos hombres más ricos de los Estados Unidos, Ford y Rockefeller, sean los más populares y admirados. No lo serían si su riqueza no hubiera enriquecido a otros» (12.25). El contrapunto es Inglaterra. «Frente a Inglaterra, que es liberal y aristocrática, la América aristocrática y puritana de la costa este encarna los valores de la sociedad funcional. De allí surgen las grandes organizaciones de la industria y del crédito, y el esfuerzo para adaptar la democracia a la organización industrial» (18.10.25). Es injusta una crítica simplista del utilitarismo norteamericano si se olvida el concepto de servicio que había hecho posible un ejercicio responsable de la libertad: esto era esencial para considerar la actividad económica, inseparable de la política. De ahí que plantee la dicotomía entre una riqueza mala (la de Astor especulando en Wall Street y en inmuebles de Manhattan) y otra buena (Ford que paga los salarios más altos de América) (3.10.22), distinción popular muy extendida por influencia de Veblen entre lo físico (producción) y lo pecuniario (especulación). La actividad puramente financiera no supone ganancia para nadie. La especulación es inmoral y anticapitalista, se debe invertir en el fomento de la riqueza general. Se confiere allí a la riqueza una dignidad superior, que está ausente en los países hispánicos, donde el dinero es algo que se persigue con conciencia de culpa. El modelo americano le sirve para mostrar que la riqueza se distribuye «por la acción misma de la economía». La necesidad de conquistar un enorme país había lanzado a la lucha por lo material a los mejores, quienes de ese modo se alejaban de las Universidades y de las tareas del espíritu (Zuleta, 2000, 11). «Es como si se enorgulleciesen de parecer obreros». De ahí el descrédito del intelectual en los Estados Unidos. Ramiro señala la unidad de lo económico y lo moral (22.12.25); y busca un ascetismo del dinero enlazado con los deberes de una vida moral: «en las raíces de la vida económica se encuentra siempre la moral. La economía es espíritu. El dinero es espíritu» (26.11.26). Sin riqueza no hay poder: ésa fue al menos la lección de 1898, frente a siglos en los que se había supuesto que el poder era el desprecio de las esferas mundanas de la vida (Villacañas, 2000, 270). El dinero como poder y el poder como espíritu. «El secreto de su prosperidad industrial se debe a la intimidad de la conexión entre economía y moral. La aplicación a la industria de los más estrictos principios morales es lo que permite al mismo tiempo rebajar el precio del pro-

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ducto, mejorar su calidad y aumentar los salarios y los beneficios» (26.1.26); y acabar con la «cuestión social». Ese sentido superior les permitía superar el nivel del crudo materialismo: buscan el dinero porque su poder era, en verdad, espiritual. Partiendo del prejuicio de que «todos los pueblos civilizados, menos los anglosajones, han separado la economía de la moral» (22.12.25), enfrenta dos tipos de sociedad según la valoración que hacen de la moral. En una, prevalece la idea de que el mundo económico es el de la necesidad natural (como la polis griega); la gente se enriquece con los monopolios o la usura. En la otra, es un aspecto de la vida moral, «se establece que las gentes no deberán enriquecerse sino alumbrando riquezas naturales o perfeccionando los métodos de trabajo; en una palabra, enriqueciendo a los demás» (12.1.26). Acaba dominando la que conjuga la legitimidad de la riqueza con el bien común: «el Norte pelea por el poder del dinero; el Sur por el dinero del poder». Un individuo puede enriquecerse inmoralmente pero nunca un pueblo «si no cultiva, al mismo tiempo que el ansia de riqueza, el afán de saber y el espíritu de solidaridad». Los valores o virtudes nunca se dan aislados. Para Maeztu, las virtudes comunes, constitutivas de la igual condición de los norteamericanos, base de su éxito, son la laboriosidad y el carácter. «Riqueza sin saber ni solidaridad social, no es sino el primer acto de la revolución» (12.1.26). El inglés no es más rico que el rifeño por ser más codicioso; al contrario, lo es menos. En los Estados Unidos la riqueza estaba unida a un deber ético y a una función social (5.11.26): «la manera de enriquecerse sin corromperse consiste en instituir para el rico la obligación del servicio social» (6.9.25)297. La educación en América ha convertido la práctica del trabajo, el ahorro y la inversión productiva en signos de grandeza moral (21.1 y 1.12.25), «hasta el punto de que el obrero pueda llamarse caballero del trabajo» (SRD, 86). En las escuelas es 297. «La organización moral del país exige al rico el servicio social», pero le ofrece, a cambio, el reconocimiento público por su trabajo. La falta de consideración social es un factor negativo para la aparición de empresarios: «el rico necesita justificar su dinero a los ojos de la sociedad. La propiedad se ha convertido moralmente en función social» (13.10.25). Sus modelos son C. Rhodes, A. Carnegie (millonario y filántropo escocés) (11.5.05), y J. P. Morgan, «sistematizador del capitalismo americano» (4.4.13). En América «el tipo normal de millonario es el del hombre que ha hecho su dinero creando nuevas fuentes de riqueza, que han enriquecido a sus ciudadanos. Los norteamericanos han encontrado la manera de moralizar el dinero, adinerando al tiempo la moral» (27.12.25).

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de lectura obligada Consejos a un joven hombre de negocios, de Benjamin Franklin: «hay pueblos educados en el sentido de que quien pierde una tarde, no pierde solamente la tarde y las monedas que invierte en la diversión, sino las monedas que pudo ganar y hasta los intereses. Pueblos que consideran que aquel que tiene un crédito, dispone no sólo de su bolsillo, sino del de sus amigos» (13.9.25). Hasta las citas proceden de Weber. Este alabar el ahorro y la previsión no era nuevo en Maeztu: fue en Inglaterra donde se convirtió en apóstol de la frugalidad298. La «cuestión social» no existe para él, sólo surge «cuando el dinero se retira de la producción hacia el despilfarro y el lujo» (1.12.25). Acude a ideas puritanas para refutar la tesis del economista List de que el lujo crea industrias que vitalizan la economía (11.5.26). El principio de «vicios privados, beneficios públicos» repugnaba a muchos ingleses al considerarla el credo egoísta de los industriales deseosos de destruir todos los obstáculos sociales a su enriquecimiento. Maeztu aduce la autoridad de Adam Smith: «ni el lujo, ni la especulación, ni la estafa, ni la inmoralidad, en general, son capaces de crear capitales. El origen de la riqueza es el trabajo, decía Smith» (31.3.25). El ahorro es control sobre el dinero y sobre uno mismo, «renunciar deliberadamente a cuanto nos ofrecen y no necesitamos. Porque este es el dilema en que el hombre se encuentra: domina las fuerzas económicas o se deja dominar por ellas; o afirma su voluntad frente al dinero, y no podrá afirmarla sino poseyéndolo, o el dinero se encargará de esclavizarlo» (17.11.25). La inversión es creadora de riqueza porque mejora el rendimiento del capital y del trabajo; y los salarios dependen de la capitalización de las empresas (25.5, 26.6 y 21.7.26). «Pero no basta ahorrar. Hay que sacarle interés a lo ahorrado». Maeztu emplea dos argumentos para justificar el ahorro y la inversión. Uno es smithiano: «los capitales no se multiplican por 298. En 1901 critica los hábitos consumistas de la mujer, que repite durante su estancia en Londres. Define la «sociedad funcional» como una colmena de producción donde se mide a cada persona por la cantidad de bienes que produce y consume: «¿consumes más de lo que produces?, luego eres un ladrón» (13.5.15). Preconiza una sociedad ahorradora al estilo de la que describe Marshall en la vida austera de la Roma antigua (4.5.15). Es un cliché ideológico de tono hobbesiano: «el valor positivo de una persona se mide por lo que produce, y su valor negativo por lo que consume» (11.3.16). Y extiende su argumento al ahorro que «se rige por una ley moral: los intereses vienen cuando se aplica a la producción de artículos necesarios al género humano» (24.11.25).

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la usura ni por el lujo, sino por el trabajo aplicado a la satisfacción de las necesidades humanas» (1.12.25). El segundo es puritano: «los españoles que invierten sus ahorros y ganancias en comprar la maquinaria que para el mejoramiento de su industria requieren, pueden estar seguros de que no solamente siguen el dictamen de sus intereses, sino que son el brazo de Dios en la tierra». Maeztu conocía la experiencia de los empresarios cuáqueros ingleses que fundaron muchos de los negocios más prósperos entre 1880-1914. El mundo de la economía es el de lo útil y lo inútil, no el de lo bueno y lo malo. El propio Adam Smith, a pesar de ser escocés, incurre en este yerro. Pero si hoy la ciencia económica ha proclamado, con Max Weber, que el capitalismo, como sistema económico, es un producto del puritanismo, la razón de ello es que los puritanos no creyeron que la economía era indiferente, sino que es en ella donde la moral se manifiesta. Si el continental piensa generalmente que el dinero no huele, por puercamente que se haya amasado, el puritano, en cambio, cree que el dinero no debe hacerse malamente sino aplicándolo a empresas de producción de artículos necesarios (22.12.25). En este momento, Ramiro está ya completamente imbuido de moral protestante: «en los países anglosajones se considera el oficio de cada hombre como el puesto de honor en donde ha de mostrar su amor al prójimo, por la excelencia de su trabajo, y hasta como el principal de los sacramentos» (22.12.25). Apela a la superioridad de una vida que integre todos los aspectos (personales y económicos). «Los mejores puritanos son hombres de negocios, que creen que la religión debe penetrar la totalidad de la vida. Este es un concepto extraño para nosotros. Nosotros nos desdoblamos. Una cosa es, en el mismo hombre, el negociante, y otra el creyente» (23.2.26). La consecuencia es clara: si un relojero arregla el reloj por dinero mientras otro ve ahí una señal de salvación, «no necesito de otro dato para explicarme el hecho de que se halle en Ginebra la industria relojera. El trabajo que se considere como sacramento será más concienzudo que el que se haga meramente para ganarse la vida» (23.2.26). La tesis es de origen weberiano y calvinista. De hecho, el pasaje donde Maeztu invoca el problema de la profesión está tomado libremente de una nota a pie de página de Weber (1998, 46-47). Con todo, el modelo social y político americano es problemático, y no era cuestión de ponerse a hacer una cruzada puritana en un

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país católico como España ya que el catolicismo lleva implícita una moral que no tiene en alta estima la economía: «los países católicos no podrán luchar con éxito con los protestantes, si los industriales católicos no ven en la industria más que un negocio, mientras los protestantes consideran en la escrupulosidad del trabajo industrial, además de un negocio, la certidumbre de su salvación» (25.8.25). Para las elites católicas, el trabajo no era un asunto indiferente, sino un elemento de desprestigio. Como dice Villacañas (2000, 266), Maeztu quería mantener la causa «el sentido católico de la vida» y eliminar el efecto «el desprecio por los bienes del mundo». Además, tal modo de pensar choca con la percepción del hombre de la calle: si de algo está convencido el hombre del tranvía es de que los negocios son los negocios, es decir, de que la economía nada tiene que ver con la moral; en vano le dirá un Schmoller que la economía es una ciencia ética. La moral le es molesta, por lo que quisiera reducirla a su peculiar esfera, con lo que ya se queda libre para hacer lo que le dé la gana, sin temor a ninguna censura. Y tiende a escandalizarse al chocar con la evidencia de que la economía se rige por normas morales. (24.11.25)

Maeztu recicla el modelo, basándose en la doctrina social de la Iglesia, para probar que el mundo católico ofrece ejemplos de desarrollo capitalista. Esos efectos benéficos pueden verse en la católica Florencia: «la razón de que haya sido la cuna del capitalismo moderno ha de encontrarse en su gran religiosidad; las cofradías servían de observatorio para que los hombres llegasen a conocerse, con lo que llegaban a disponer del dinero de todos los más capaces de manejarlo bien» (17.3.25). Nos previene contra «las investigaciones de economistas como Sombart y Weber, que han dado recientemente en la tesis de atribuir el origen del capitalismo a la mentalidad religiosa del calvinismo y del judaísmo. En España, por ejemplo, se está produciendo en estos años un capitalismo netamente católico. La región más católica de España son las provincias vascas y es la más capitalista» (19.8.18). Tres años después (27.5.21) la relación es neta y abarca tanto al área católica como protestante: «el dinero se ha producido siempre en países, ciudades o clases sociales caracterizadas por su religiosidad».

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Para esta versión castiza de capitalismo español echa mano de las Sociedades Económicas de Amigos del País (20.7.02), animadas por un aliento religioso (23.3 y 18.7.26). Pese a reconocer que «la España de Cánovas y Sagasta era un país agrícola que no conocía ni el capitalismo industrial, ni apenas el financiero» (1.10.17), se muestra esperanzado porque «en los pueblos hispanos se han dado ya los elementos de que puede surgir una síntesis salvadora de religión y economía» (9.3.26) (Santervás, 1987, 2094). Dentro de un programa más amplio de modernización económica y social, se pregunta: «¿Dónde están los hombres de las sociedades económicas?» (AD, 204), y su proyecto reformista coincide en lo económico con los de Costa y Primo de Rivera (3.2.27). Los españoles tienen una visión del dinero precapitalista: «¿es posible que nosotros que miramos la economía como un medio, pasemos a mirarla como un fin? Mientras creamos que es un medio, no daremos a ella más que hombres mediocres» (5.11.26). España es anticapitalista por esencia y no comprende que el dinero esté unido a los deberes de la vida moral. «Las almas generosas hacen entre nosotros votos de pobreza o se consagran a la revolución. Lo que nos haría falta es que se dedicasen a hacer dinero» (26.1.26). Se necesita un cambio en la sensibilidad económica hasta convencernos del sentido moral que puede tener el dinero aplicado al trabajo, a la producción, a la inversión; porque «aún quedan muchos españoles que consideran la economía y el poder mismo como meros medios para fines superiores. El dinero no se hace meramente con los músculos, sino con las neuronas. El paso siguiente será considerarlo como signo de talento y de virtud» (12.1.26). En otro momento contrapone el dinero y la nación al Estado y la Iglesia: la moral nietzscheana frente a «los soportes de las clases de las clases medias estériles, la golfería que se ha adueñado del país por medio de los presupuestos y las manos muertas» (AD, 105). La nación son las cámaras de comercio, las clases activas; el Estado es el «desmoche burocrático, militar o religioso» que retira recursos para el dinamismo económico a cambio de nada (Villacañas, 2000, 64). La conclusión se impone: es más patriota quien no paga a Hacienda e invierte ese dinero en su empresa, que quien alimenta a los devoradores del futuro de España. «El Estado no es la Patria», concluye Ramiro. El recio individualismo del dinero es lo único que puede meter en cintura al Estado dilapidador e inútil. Es la tesis del artículo «Dinero frente al Estado» (4.99). El dilema es: o el desarrollo capi-

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talista vence al Estado, o el Estado arruinará el desarrollo capitalista, destruyendo los hombres y los capitales (AD, 86). Maeztu no pierde de vista que el Estado es garante de la propiedad y del orden, pero su convicción es que el Estado de la Restauración se cobra demasiado caro estos servicios mínimos. De esta forma, detrae capitales que son necesarios para el desarrollo industrial: se ha convertido en un «asilo de bohemios, de tullidos y de vagos» (AD, 87). La solución es reducir el Estado al mínimo, para dejar libre el dinero capaz de ser usado por personalidades duras, independientes. 6.2. EL SENTIDO REVERENCIAL DEL DINERO

El tema del dinero interesó a Maeztu por relación con su filosofía del poder político. El dinero surge de una actividad productora que le confiere a la riqueza una dignidad superior que está ausente de los países hispánicos, donde se persigue el dinero con conciencia de culpa (Zuleta, 2000, 13). En 1933 acuñó el término de sentido reverencial del dinero. Maeztu se suma a Carlyle en su crítica a una civilización que «sólo nos brinda un ideal: el de hacer bastante dinero, y un infierno: el de no hacer bastante dinero», y cuyas limitaciones reconoce: «no puede ser moral un régimen económico fundado en el egoísmo. La explotación del hombre por el hombre es abominable» (25.8.05)299. Quiere sacralizar la vida económica y el trabajo, algo que no se entendió entonces en España ni tampoco después. La clave para entender su concepto de riqueza es que la actitud ante el dinero debe ser «reverencial o religiosa» (26.1.26). Cuando se mira el dinero, que es bueno, se reverencia un atributo divino300.

299. Pero, pasada la guerra, el capitalismo se instala pacíficamente en los países occidentales: «cuando se compara el régimen individualista con cuantos ensayos socialistas conocemos, excepto los religiosos, todo hombre de buena fe tiene que reconocer que el actual método es más adecuado que el socialista para el fomento de la producción» (7.4.19). En 1925 el capitalismo le parece pujante, y el socialismo un fracaso. En la «democracia intolerante» de los Estados Unidos ha cristalizado el primero, y admira la sociedad puritana como si fuera la realización de su sociedad funcional. Luego vendrá la españolización adaptada de la idea. 300. El trabajo es una virtud, aunque se pueda emplear mal. También el dinero merece reverencia porque es bueno y está ligado al bien general: «es poder, y el poder no es meramente conveniencia, sino deber; viene del Infinito y va al Infinito por reproducción y siembra cuando se emplea en la debida dirección» (19.1.26). Hará el bien si crece: «el dinero merece reverencia porque es bueno [...] lo que yo digo al hombre que ha podido reunir algún dinero es que se dedique a multiplicarlo hará tanto o más bien que si lo gasta en caridades» (SRD, 61-2)

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El dinero que se utiliza en inversiones productivas contribuye mejor que la caridad al desarrollo económico: «ha de invertirse de tal modo que no sólo ha de dar de comer a otras personas con su inversión, sino que la cosa en que se invierte ha de ser, a su vez, fuente de riqueza. A esto llamo sentido reverencial del dinero. Un artículo de lujo no produce riqueza. Por eso es antisocial el empleo del dinero en suntuosidades» (18.1.27; SRD, 110-111). No es meramente útil, es bueno en sí mismo. «Recomiendo a todos los cristianos que ganen lo que puedan y que ahorren también lo que puedan, lo que significa, en último resultado: que se hagan ricos» (6.9.25). Su sentido reverencial del dinero no es simple adaptación de ideas protestantes301. Hay un problema moral en la inversión: es indiferente cómo se gasta. Pese a las tesis de Sombart, «el mundo se asienta sobre las columnas invisibles de los valores éticos; podrá bambolearse de un lado para otro pero si se aparta de ellas cae en el abismo» (31.3.25). La inversión no es neutra, debe hacerse en «empresas que contribuyan al bienestar general», sin caer en la especulación. «Cualquier inversión de capital que no tienda a fomentar la general riqueza será considerada por el conjunto de la sociedad y por los capitalistas como inmoral, como anticapitalista, como una vida cancerosa que se desarrolla a expensas de la salud universal» (31.3.25). Pretende demostrar la raíz católica de ese concepto por el hecho de que «se practica corrientemente en mi país vascongado, y es lo que le ha permitido al cabo de dos guerras civiles y con escasas riquezas naturales convertirse en uno de los más ricos de España». La ética en el trabajo crea riqueza, lo mismo en países católicos que en protestantes (Marrero, 1955, 510). «Se encuentra en la Liguria, donde Génova es una ciudad rica y religiosa; en Cataluña y Valencia; y en el norte de Francia o en Bélgica» (17.12.33). A España se le habría asignado la tarea de realizar la «síntesis salvadora de religión y economía», de conjugar catolicismo con capitalismo, fundir a «Loyola con Peñaflorida [...] hasta que pensemos en la mejora del mundo como en la obra de Dios, y en la obra de Dios como en la mejora del mundo»

301. Hay una manera sensual de usar el dinero cuando se ve como un medio de satisfacer los apetitos; y otra reverencial si se considera el bien que puede hacerse con él, la libertad y poder que permite alcanzar. La actividad económica forma un continuo con el resto de la vida, todo lo contrario de lo que sostiene Smith cuando «dice que no debemos esperar nuestra cena de la benevolencia del carnicero» (17.12.33). La clave del asunto reside para Maeztu en que la cultura católica no era capaz de transformar esta idea natural y sensual en otra reverencial

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(SRD, 280-281). En efecto, junto con el dinero y con el trabajo, Ramiro atribuye virtudes reverenciales también al patriotismo: A hombres que no se inquieten por el porvenir de su patria no iría yo a encomendarles el sentido reverencial del dinero [...]. Pero a los que son capaces de estremecerse por la angustia colectiva les digo que el dinero es sagrado, porque es el poder, porque lleva implícita la independencia nacional, porque es demostración de la capacidad de atesorarlo, y porque crea el crédito en condiciones ventajosas, en virtud del principio frankliniano de que el hombre que cumple puntualmente sus obligaciones es dueño del dinero disponible de todos sus amigos. (SRD, 275)

España tendría a su cargo la tarea de llevar este sentido del trabajo y de la riqueza a los países americanos: «la absoluta necesidad de que cambiemos los pueblos hispanoamericanos nuestro concepto del dinero, no precisamente para adoptar el norteamericano, sino para crear un concepto propio que sea claro y lógico, y que nos permita salir de esta situación de inferioridad en que nos encontramos» (5.11.26). El cambio comenzará exportando capitales españoles: «en multiplicar en los países de lengua española los capitanes de industria, los agricultores modelo, los grandes banqueros, los hombres de negocios» (SRD, 177). Ya en 1926 pujaba Maeztu por la extensión internacional del capitalismo español, que permitiera superar los déficit de nuestra herencia política en aquellos países. En el contexto de su sentido del dinero se entiende mejor el anticlericalismo del que hace gala: ve una antinomia entre el dinero y la Iglesia302. Aquí el conflicto de su «maestro» Nietzsche con el pensa-

302. En El dinero frente a la Iglesia (23.6.99) quiere mostrar que ésta es un freno al desarrollo capitalista porque entierra dinero en obras improductivas y porque el «cáncer eclesiástico» detrae muchos recursos del presupuesto español, dificulta el desarrollo de la agricultura, la minería, la industria y los ferrocarriles. Ataca a la jerarquía y a las órdenes religiosas, que considera unidas a las clases dirigentes responsables del subdesarrollo: paralizan la riqueza impidiendo la industrialización (Santervás, 1987, 43-44). ¿Qué ha hecho la Iglesia en beneficio positivo de los obreros?, se pregunta. Mientras la Iglesia controle la educación, no se impondrá ese tipo humano libre, de criterio propio, creativo: «la educación católica produce santos y viciosos, católicos y anticatólicos, pero no hombres de voluntad y de inventiva, cualidades que mata el magister dixit y la obediencia y que son las únicas necesarias para hacer dinero» (AD, 81). Así pensaba Maeztu durante los primeros años de su vida.

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miento católico era inevitable. El de Ramiro es un anticlericalismo «patriótico y cristiano». Eso no le impide mostrar toda su dureza contra lo que entiende es un despilfarro de recursos y de personas: los ingleses no pueden darse cuenta de lo que representan en la vida de la península Ibérica sus ciento cincuenta o doscientos mil monjes de ambos sexos; otras tantas familias dilaceradas; otras tantas energías perdidas para el mundo; otros tantos soldados en guerra permanente contra la cultura, contra la riqueza y contra la vida civil; otras tantas máquinas que sorben, hasta agotarlas, las energías nacionales, siembran la discordia en los hogares, separan las mujeres de los hombres, los hijos de los padres, los comerciantes e industriales de sus clientes y los obreros de su trabajo. (16.10.10)

El cambio es notable en 1914, cuando se encuentra casi dentro del campo católico. Descubre que el medio para regenerar no es la lucha por el poder que había recomendado a los obreros a través del socialismo y a las clases empresariales apelando a su ambición contra aristócratas, clérigos y funcionarios (2.7.05), sino la religión (Santervás, 1987, 51, 1755). Descubrimiento que debe a Weber y Sombart, y a la admiración hacia los Estados Unidos, cuya mayor virtud y fuente de riqueza hace radicar en su puritanismo, aunque el capitalismo religioso de Japón y el País Vasco no le iba a la zaga. Pero su pasión regeneracionista le hace volver sobre el mismo tema años después, cuando piensa ya de otro modo, fustigando lo que no sean organizaciones productivas: la razón de que las virtudes del ahorro y la laboriosidad no hayan producido en los países católicos el mismo aumento de riqueza que en los anglosajones ha de verse en el carácter conventual de su religiosidad. Los conventos no son organizaciones productoras, sino consumidoras de riqueza. En cambio, los principios protestantes han producido la acumulación de riqueza en estos países. (6.9.25)

El sentido reverencial (religioso) del dinero no tiene nada que ver con «la creencia de que sirve para fundar conventos; los hombres

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que nos hacen falta son los que consideran la economía como una de las regiones supremas del espíritu» (30.3.26). Coincide con Weber en que el hombre profesional es el nuevo hombre superior, capaz de configurar una elite directora de la sociedad para estar en condiciones de atender a sus necesidades materiales. Contrasta con el mundo anglosajón, donde «se hacen legados a las universidades, en vez de hacerlos a instituciones desligadas del mundo» (16.8.25). 6.3. EL EMPRESARIO COMO NUEVO ARISTÓCRATA

El radicalismo inicial de Maeztu le lleva a rechazar la educación religiosa porque es «impotente para crear hombres capaces de bastarse a sí mismos; ningún empresario ha salido de un colegio de jesuitas» (26.3.99). Pone su esperanza en la escuela pública laica como motor de la regeneración democrática en nuestro país (1.10.10); y en la enseñanza obligatoria (22.7.15). De ahí sus alabanzas a la Institución Libre de Enseñanza: «lo que más vale en España, en cuestión de pensamiento, ha salido de la ILE» (10.6.26), y a las reformas de F. de los Ríos (25.12.27). La vinculación de la ILE con Alemania explica el empeño de Ramiro para que la Junta de Ampliación de Estudios envíe sus becarios a Inglaterra y Alemania, y no a Francia. Los primeros años de su estancia en Londres (1905-11) son un canto a la superioridad educativa inglesa que mezcla idealismo, capacidad de sacrificio y deportividad (16.9.06). El pueblo inglés está desengañado del «materialismo económico» y busca en «la bondad propia» la fuerza para competir (20.4.05). Canta (8.9.06) el modelo inglés de gobierno (y de hacer negocios) basado en el trabajo y el cumplimiento del deber. Querría exportar a España ese liberalismo reformista. La crítica al sistema educativo inglés comienza cuando llega a conocer bien la organización de las universidades alemanas. Las inglesas «únicamente producen snobs» (20.4.11). La cultura inglesa es cultura de hombres, frente a la alemana que lo es de cosas. De vuelta a España continúa su campaña en favor de una educación superior: «los directores de la vida económica de un pueblo deberán ser espíritus formados y educados. Han de saber dominarse a sí mismos para dominar la situación y sacar la cabeza de entre las oleadas de optimismo y de pesimismo que les sacuden en sus ocupaciones» (11.3.24).

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En América descubre que son los empresarios norteamericanos quienes están a la cabeza del movimiento moralizador de la riqueza. El texto que sigue tiene fuertes resonancias schumpeterianas: quizá haya uno en cada cien mil que sepa de la existencia de una riqueza que no se explota por falta de capital, o tenga una idea industrial aprovechable, o conozca un comercio que puede establecerse para dar salida a una riqueza que se pierde por falta de mercado, o haya visto una tierra que pueda multiplicar su rendimiento, en caso de emprenderse un cultivo que requiere capital para poder esperar sus rendimientos. Este hombre que alumbra o pudiera alumbrar una fuente de riqueza es el más útil para la sociedad. No hay ningún otro que pueda comparársele en eminencia y valor del servicio social que a sus semejantes rinde. Es el verdadero aristócrata de los tiempos modernos. (13.12.26)

Es más difícil levantar un negocio creador de riqueza que distribuir la fortuna entre los pobres e ingresar en un convento, viene a decir Ramiro. Requiere más valor (arriesga su fortuna en el negocio), abnegación (se pide el sacrificio de toda una vida en el trabajo) y caridad (es mejor enseñar a pescar que dar un pez al pobre). «Pero además el negocio requiere inteligencia, aptitud comercial, conocimiento de las necesidades del mercado, aptitud para satisfacerlas, con lo que es doble el servicio social», a los que obtienen un trabajo y al conjunto de la sociedad abaratando los productos que necesita (13.12.26). Por eso los empresarios son la nueva aristocracia. La antigua es la latifundista que arrebató sus tierras a los moros pero entendía su esfuerzo como un juego de suma cero: «los modernos enriquecen a todos, sin empobrecer a nadie. El capitalismo no habrá concluido su misión sino cuando todos los hombres sean ricos y hayan adquirido la conciencia económica». Ahora bien, hay una premisa ineludible: el éxito no se logra si no se honra. Para que estos tipos de capitanes de industria y alumbradores de riquezas se produzcan en nuestros pueblos, tenemos que aprender a honrarlos. En los Estados Unidos se les considera héroes nacionales. Entre nosotros se les envidia más que se les admira, y es porque todavía no hemos pensado suficientemente en la inmensa dificultad de la obra realizada por estos hombres (13.12.26).

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La legitimidad de su actuación queda sancionada por los valores y normas vigentes en la sociedad: «en los Estados Unidos el santo máximo es Ford porque la bondad se conoce en los resultados, no en las intenciones; Ford tiene doscientos mil obreros en sus talleres, con sueldos altos, y es el hombre que ha realizado mayor beneficio a todo el país» (5.11.26). Ésa es una diferencia entre el mundo anglosajón y el español más fácil de entender que las genéticas o de otro tipo: la consideración de empresarios y banqueros en América mientras que en Europa se valora más a la aristocracia (Marrero, 1955, 511). Debe ser honrada como se merece la persona que sabe hacer rendir el capital, y eliminar la infausta costumbre de muchas familias de impedir sistemáticamente a sus mejores cabezas acceder a las actividades económicas aunque tengan vocación. El prejuicio anti-burocrático de Ramiro encuentra que los americanos son más individualistas y se dedican menos a las carreras del Estado: «el imperialismo americano es bueno porque es industrial y comercial, no burocrático» (24.1.26). En Europa y en nuestro país, se desvía hacia las carreras burocráticas y hacia las profesiones liberales a los mejores espíritus, que acaso habrían realizado mejor labor y más patriótica consagrándose a la Banca, a la industria, a la agricultura o al comercio. Éste es peligro grave. Los norteamericanos dirigen la casi totalidad de sus empresas de negocios. ¿Y no es más sólida esta política que la de las provincias castellanas, donde no se dedican al comercio y a la industria sino los jóvenes que no han conseguido ingresar en las carreras del Estado? (27.12.25) No es materialista el ideal de hacer dinero, lo es pensar en él como placer. (14.11.26) No se trabaja bien sino en donde se dignifica el trabajo. El dinero no será bueno sino donde se le honre. Allá donde se le quita la dignidad que se le debe, se venga haciéndose destructivo, usurario, ocioso, antisocial. Para que las actividades de poder se desempeñen satisfactoriamente en un pueblo es necesario que se las honre. Si unos hombres desprecian la economía y otros la veneran, ¿cómo evitar que en el mundo económico florezcan éstos y se vean arrollados aquéllos? (30.3.26)

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Cuando sus alumnos piden a T. Carver, profesor de Harvard, que señale la actividad que rinde un servicio mayor a la sociedad, contesta sin dudar que la de banquero. Maeztu es lapidario: «a los españoles nos hubiera convenido que la profesión de banquero atrajese a los talentos» (25.1.27). El móvil más enérgico del hombre es el deseo del aplauso; hay muchos hombres de negocios para quienes el dinero suele no ser sino el medio, mientras que el aplauso es el fin verdadero de sus actividades. Si éste, desengañado de la vida, admira en primer término el cuidado del ultramundo, el país se distinguirá por sus anacoretas y sus santos. Carver quiere hacer banqueros a los mejores estudiantes de Harvard (25.1.27). En nuestro país se ve el dinero como cosa plebeya, se habla de él en tono despectivo (25.12.27). La complejidad de la industria de su época explica que los talentos vayan a los negocios: Un tintorero, en otro tiempo, podía ser cualquier peón. Actualmente ha de ser químico, con muchos años de serios estudios. La industria alemana es el resultado de 30.000 químicos dedicados en el laboratorio a trabajos de pura investigación. Los hombres que dirigen los grandes bancos ingleses, como los señores G. A. Goodenough (Barclays Bank) y R. Mac Kenna (Midland Bank), no son inferiores, sino superiores a los jefes de sus grandes partidos políticos. (25.1.27)

En su polémica con el escritor uruguayo José E. Rodó le achaca que no valore en lo que merece la labor de los empresarios: «los hombres de dinero, los generales, los capitanes de industria serán tolerados a título de criados útiles y aun necesarios, pero no se les permitirá desfilar en las grandes procesiones cívicas más que a la retaguardia y con trajes oscuros» (27.10.25). Tampoco notó que el ideal del poder sea tan moralizador como el del saber o el del amor, salvo cuando un país se constituye de tal modo que no hay otro camino de riqueza que el de la usura o los negocios sucios. El poder se obtiene arrancándolo a la Naturaleza inagotable, alumbrando nuevas fuentes de riqueza, o sacándolo del ingenio igualmente ilimitado, inventando nuevas herramientas de trabajo u organizando racionalmente las actividades de los hombres (27.12.25).

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No se trata de halagar toda forma de capitalismo pero es urgente el cambio de sensibilidad. «No diré que se le deba a la economía ningún primado. Lo que afirmo es que no admite el primado de ninguna otra actividad. No es eficaz sino cuando se la respeta» (30.3.26). El error de Rodó es el del pensamiento católico cuando desprecia la banca o la economía, desconociendo que tras estos fenómenos hay más espíritu que en la pura contemplación especulativa. Al final, el nuevo empresario (el superhombre de Nietzsche cristianizado) será «un tipo nuevo de financiero o promotor de empresas que sea un asceta para su gasto personal y un magnate para las exigencias de su obra. Un tipo de hombre en que se den, al mismo tiempo, el príncipe para la empresa y el dominico para su persona» (14.9.26; SRD, 176). Difícil simbiosis que pocos se atrevieron a intentar. El superhombre de Maeztu únicamente tiene en la modernidad un escenario a su disposición, el de la lucha económica: «hoy en día la personalidad de los pueblos sólo se afirma económicamente» (10.99). A su vuelta de Londres, Ramiro se encontrará aislado entre los hombres de su generación. Mientras siga en El Sol de Urgoiti aún se parecerá al hombre de cultura liberal inglesa. Tras marchar a La Nación en 1927 se decanta hacia posiciones conservadoras: «Hace tres años y medio que hay orden en España. Ya no sufren los industriales el pánico terror que les hacía acariciar la idea de abandonar sus ocupaciones, aunque con ello se quedaran sus operarios sin trabajo. Ahora pueden dedicarse los banqueros a ocupar el ahorro» (7.2.27). El puesto de embajador en Argentina (1927-30) es un destino dorado, un apartamiento protector por parte del poder. El cambio de rumbo político se confirma al presentarse a las elecciones de 1934 por el partido tradicionalista Renovación Española. El comienzo de la Guerra Civil le sorprende en Madrid. Conocido por sus artículos, fue detenido y fusilado el 29 de octubre en Aravaca, en una saca de presos en la que iba también otro Ramiro (Ledesma Ramos).

7. CONCLUSIONES Periodista de viejo estilo, que escribe sobre cualquier cosa que se ponga por delante, por afición y por inclinación familiar, Maeztu abordó temas económicos en más de dos mil artículos. Fue un acti-

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vo divulgador de ideas económicas. Conocemos bien su influjo en literatos como Ortega y Gasset o Unamuno; sin embargo, ha sido más difícil rastrear la influencia de sus escritos en hombres de negocios. Tantos artículos, y en medios de gran difusión, ayudaron a la introducción en España del modo americano de hacer negocios, de los nuevos estilos de management, y de las ideas económicas del primer cuarto del siglo XX.

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Las ideas económicas de Pessoa en su obra literaria y en sus Textos para los directores de empresas303

José Luis Ramos Gorostiza y Manuel Santos Redondo

303. Este trabajo fue discutido en el III Encuentro de la Asociación Ibérica de Historia del Pensamiento Económico, Granada, 12-13 de diciembre de 2003. Agradecemos sus comentarios a Luis Perdices de Blas, Carlos Rodríguez Braun, Joaquim Feio y los evaluadores anónimos.

INTRODUCCIÓN ¿Qué hay en la obra del poeta portugués Fernando Pessoa (18881935) que interese a los economistas? ¿Qué podemos decir los economistas sobre Pessoa que interese a los literatos? A las dos preguntas, nuestra respuesta inicial, en términos genéricos, es «mucho». La utilidad de la literatura para la comprensión de los fenómenos económicos y su contexto social es hoy comúnmente aceptada en el mundo anglosajón, y ha sido desarrollada en algunos trabajos publicados en revistas convencionales de economía y administración de empresas. Por otro lado, las grandes obras de la literatura interesan a los economistas porque conforman las ideas económicas de la opinión pública tanto o más que los textos de los profesionales (esto es, la literatura es una forma esencial de percepción de la realidad económica), al tiempo que la mirada profesional del economista puede ayudar a entender aspectos importantes de la obra de algunos escritores. Por último, es posible encontrar economistas que escribieron sobre obras literarias, así como literatos que además de escribir aprendieron a ganarse la vida en el mundo de los negocios y fueron un poco economistas304. La conclusión a este rápido repaso de los vínculos entre economía y literatura no sería un alegato difuso en pro de los estudios interdisciplinares ni un canto a las bondades estéticas de la literatura. Más bien sería casi lo contrario: la reverencial admiración con que vemos las artes en general, en este caso la literatura, nos hace muchas veces no someter lo que tienen de economía las obras literarias a los criterios exigentes de cualquier trabajo profesional. La principal diferencia con un estudio convencional de 304. Para un tratamiento más amplio de los vínculos entre economía y literatura, remitimos al lector a la primera parte de nuestro Documento de Trabajo 2004-2014, Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales, Universidad Complutense .

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economía está en que, si al tratar un problema económico las grandes obras de la literatura se alejan del rigor profesional, ese alejamiento sigue siendo un importante objeto de estudio, porque las ideas económicas que subyacen en las obras de arte llegan con fuerza a la mentalidad popular y no pocas veces a la profesional. Parafraseando a Keynes, podríamos decir que los artistas y literatos, que se consideran a sí mismos libres de las influencias del frío análisis económico, son no pocas veces esclavos de algún economista difunto. En el caso de Fernando Pessoa, diversos aspectos nos indican que la mirada del economista es importante para comprender su obra. Así, rompiendo con la tópica idea de incompatibilidad entre arte y negocios, su vida estuvo marcada por una larga serie de actividades vinculadas al ámbito del comercio y la economía. En su biografía encontramos una formación en comercio y contabilidad que le permitirá ganarse la vida como traductor de correspondencia en oficinas de importación y exportación, e incluso escribir directamente sobre temas económicos en una revista especializada, mostrándose un ciudadano preocupado por la vida económica y administrativa de su tiempo. En el terreno empresarial, promovió dos sociedades editoriales, e incluso intentó patentar varias invenciones con propósitos mercantiles. Y su biblioteca personal contenía algunos significativos libros de economía y ciencias sociales que revelan su interés y conocimientos en estas materias305. Estos rasgos biográficos no pueden separarse de su trabajo literario. En concreto, sus obras literarias más relevantes desde un punto de vista económico son el Libro del Desasosiego, supuestamente redactado por Bernardo Soares —un oscuro tenedor de libros de la ciudad de Lisboa—, y las grandes Odas futuristas del heterónimo Alvaro de Campos —ingeniero mecánico formado en Gran Bretaña. En ambos casos el tema económico es importante: en las Odas de Campos, como reflejo de unos valores sociales compartidos en la época, aparecen de forma destacada las máquinas y el progreso industrial, y en el Libro del Desosiego se subraya la tópica dicotomía entre la actividad mercantil y empresarial, y la sensibilidad poética y vital. Pero además, para escribir dichas obras resulta significativa la formación y práctica profesional de Pessoa en los negocios. Y

305. Véase el anexo situado al final de este trabajo, tras la bibliografía. Hay textos de Cannan, Smith, Bagehot, etc.

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es que, en contra de lo que su literatura y su mito parecen indicar, Pessoa era un economista competente; de no ser así, no podría haber construido personajes como el de Bernardo Soares, en el que tan importante es el aludido contraste entre el mundo prosaico de los negocios y el literario de los sueños.

2. PESSOA, ECONOMISTA Y HOMBRE DE NEGOCIOS 2.1. EL MUNDO DE LA EMPRESA Y EL COMERCIO EN LA BIOGRAFÍA DE PESSOA

De un modo u otro, la existencia de Fernando Pessoa (1888-1935) —siquiera en su aspecto más prosaico y superficial— estuvo ligada a la actividad mercantil. Esto es cierto tanto en lo referente a su formación como en relación al oficio con el que se ganó la vida. Pero además, el escritor probó suerte en varias iniciativas empresariales (siempre frustradas sin apenas haber llegado a desarrollarse), llegando incluso a fundar una revista relacionada con el mundo del comercio. De todo ello, quizá cabría deducir que el interés de Pessoa por las cuestiones económicas fue algo más allá de lo puramente marginal o de la mera conveniencia306. Desde 1896, Pessoa vivía en Durban, Sudáfrica, pues su madre se había casado en segundas nupcias con el cónsul portugués de dicha localidad y se había trasladado allí desde Lisboa. Tras terminar su educación escolar básica, a partir de octubre de 1902 y durante dos años, Pessoa decide seguir los cursos nocturnos de la modesta Escuela de Comercio de Durban, un pequeño establecimiento privado situado en un piso. Aunque ello le permitió disfrutar de una gran cantidad de tiempo libre para escribir y prepararse el ingreso en la universidad, lo normal hubiera sido que hubiese seguido volcado en sus estudios clásicos iniciados brillantemente tiempo atrás en la prestigiosa High School de la ciudad sudafricana. Para algunos estudiosos del poeta, el cambio debe atribuirse a su 306. En un libro reciente, A. M. Ferreira (2005) expone la idea de un Pessoa emprendedor y profesional ante un Pessoa que hace de la literatura una vocación y no una profesión. También subraya que a Pessoa le gustaba en gran medida lo que hacía para vivir, lo que rompe con la visión del Pessoa «gris» de la ya clásica biografía de Gaspar Simões (1987).

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padrastro, que prefirió que —al menos temporalmente— el muchacho siguiera estudios más prácticos con una rentabilidad inmediata, pero no hay unanimidad a este respecto (Bréchon, 1999, 63-65). En cualquier caso, fuera por ésta o por otra razón, lo cierto es que los conocimientos técnicos adquiridos en la Durban Commercial School iban a serle a Pessoa de gran utilidad en el futuro para ganarse la vida (de hecho, como se verá más tarde, la única actividad profesional que desempeñó el poeta durante sus más de veinte años de vida laboral en varias firmas lisboetas fue la de especialista en correspondencia comercial internacional). Asimismo, dichos conocimientos —sostenemos en este ensayo— fueron también importantes para su literatura y para construir sus personajes. En noviembre de 1903 Pessoa conseguirá aprobar el examen de ingreso en la Universidad de El Cabo, la única de Sudáfrica, que más que una universidad en sí era una administración rectoral que gestionaba la enseñanza superior impartida fuera de ella. Una vez superado el citado examen de ingreso, el Matriculation Examination (parte del cual era un ensayo en inglés por el que Pessoa recibió el «Queen Victoria Memorial Prize» en reconocimiento al mejor trabajo), los estudiantes obtenían plaza en un liceo para el Intermediate Examination. Por ello, Pessoa volvió a la High School de Durban. Una vez aprobado el Intermediate «in Arts» con las mejores notas de toda la colonia británica en diciembre de 1904, teóricamente debería de haber conseguido una beca para estudiar en una universidad metropolitana (Londres, Oxford o Cambridge). El hecho de no ser ciudadano británico probablemente se lo impidió, pero quizá él ya tuviera entonces clara la idea de volver a Portugal. Sea como fuere, lo cierto es que en agosto de 1905 el joven Pessoa se embarcó para Lisboa de donde ya no saldría durante el resto de su vida. Por tanto, en 1905 Pessoa ha optado por Portugal y su idioma, seguramente por una mezcla de vocación, indolencia y fuerza de los hechos307. Ya en Portugal, tras los años de formación en Sudáfrica, Pessoa —bien por desmotivación o por haberse visto involucrado en ciertos desórdenes estudiantiles— abandona definitivamente sus estudios universitarios de letras (curso 1906/07) e intenta ganarse la vida con un negocio ligado a su vocación literaria. Así, en 1907 el

307. El primer poema de Pessoa en portugués es de mayo de 1902, escrito con 14 años y titulado A palabra. No obstante, hasta septiembre de 1908 escribirá su poesía en lengua inglesa.

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dinero de la pequeña herencia que le había dejado su abuela Dionísia lo invierte en comprar toda la maquinaria de una imprenta en Portalegre (a doscientos kilómetros de Lisboa) y la traslada a la capital. El propio Pessoa —en el único viaje por Portugal que haría en los treinta años que van desde que regresara al país hasta su muerte— fue a Portoalegre para supervisar el citado traslado. El joven empresario de diecinueve años decidió completar el transporte con la compra de otras máquinas fabricadas en España, y a finales de 1907 puso en marcha la Empresa Ibis, imprenta y ediciones. Pero al poco tiempo, o quizá sin haber entrado siquiera en plena actividad, la tipográfica cierra sin que se sepan las razones concretas del fracaso. Según el biógrafo Bréchon (1999, 98), probablemente Pessoa no supo hacerse una clientela ni gestionar su empresa, ni siquiera utilizar las máquinas, y abrumado y arruinado se apresuró a buscar otro medio de vida. De este modo, en 1908 inicia un trabajo de corresponsal en francés y en inglés en una oficina de importación y exportación de la Baixa, barrio lisboeta de negocios. Desempeñará este empleo en distintas casas comerciales de la ciudad —a veces sirviendo en varias a la vez—, lo que le proporcionará un modesto sustento el resto de su desarraigada vida, en constante vagabundeo por sencillos cuartos de alquiler de la capital portuguesa. Según Ángel Crespo (1989, 28), Pessoa nunca se sometió a un horario fijo ni tuvo obligación de acudir a diario al trabajo. Se limitaba a permanecer en las oficinas comerciales el tiempo estrictamente necesario para despachar la correspondencia —traduciendo al portugués el correo que venía del extranjero— y para redactar ocasionalmente algunos originales a máquina. Por eso, más que un asalariado al uso, Pessoa era casi un profesional liberal: un experto que ponía sus conocimientos lingüísticos y comerciales al servicio de diversas empresas. El mismo Crespo (1995, 25) concluye que, «si bien no llegó a hacer fortuna en su trabajo, Pessoa fue una persona muy conocida en los círculos comerciales de Lisboa, en los que se le trataba con respeto y admiración». Por otro lado, también alude a las declaraciones de Luís Pedro Moitinho de Almeida, hijo del propietario de una de las sociedades en las que trabajó el poeta, que señalaba el gusto y las dotes de Pessoa para la publicidad. Así, por ejemplo, éste ideó para su patrón —importador de Coca-Cola— un llamativo eslogan: «Primero, es sorprendente. Y luego, detonante» (Primeiro estranha-se. Depois entranha-se). Parece

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ser que el citado lema debió resultar demasiado inquietante al ministro de Salud Pública, que decidió retirar todas las existencias del producto traídas de Estados Unidos aduciendo que la bebida contenía un estupefaciente que producía adicción. En 1921, coincidiendo con el inicio de una etapa de gran efervescencia e inestabilidad en Portugal, Pessoa vuelve a hacer una nueva intentona empresarial: crea con dos socios amigos una empresa editorial y comercial, Olisipo (nombre mítico de Lisboa que, según se decía, había sido fundada por el mismísimo Ulises). Sus oficinas están en la Baixa y se anuncia como sociedad de «agentes, gestores y editores». Pretende ser una firma comercial con una actividad diversificada. Así, entre sus clientes se menciona, por ejemplo, un negocio de venta de minerales raros por una importante suma, que no se sabe si llegó a concretarse (Bréchon, 1999, 390). Pero, sobre todo, el propósito de la sociedad es constituir una importante división editorial para desarrollar grandes proyectos (edición de obras de autores portugueses contemporáneos, clásicos extranjeros, textos del propio Pessoa —como algunos de sus poemas ingleses, etc.). El poeta editor y hombre de negocios parece confiar tanto en esta aventura empresarial, que llega al extremo de renunciar al empleo más importante que tiene en ese momento como encargado de correspondencia comercial en la Compañía Industrial de Portugal y las Colonias. Pero los logros parecen haber quedado muy lejos de lo esperado. Los consocios de Pessoa —que en principio poseían la experiencia en este terreno que a él le faltaba— colaboraron poco y cargaron en su amigo la mayor parte del trabajo. Ello, unido al escándalo provocado por algunas de las actividades editoriales de Olisipo, terminó por dar al traste con la empresa. Probablemente 1923 fue el último año de funcionamiento efectivo de la firma. Es importante matizar aquí que, aunque Olisipo fue básicamente una empresa editorial, en realidad Pessoa no funcionó en ella como el típico editor-empresario, sino más bien como autor y activista (político y de vanguardias literarias). Desde esta perspectiva, la actividad de la editorial resulta coherente y no cabe concluir que Pessoa lo hiciera mal al frente de ella. En enero de 1926, tras un período depresivo provocado por la muerte de su madre a comienzos de 1925, Pessoa funda junto a su cuñado Francisco Caetano Dias —especialista reconocido que había publicado ya varias obras de técnica comercial— la efímera Revista de Comércio e Contabilidade, que saldrá seis veces, hasta el vera-

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no. En ella el poeta participa activamente, escribiendo más de la mitad de los textos, con artículos sobre temas tales como la historia del comercio occidental, la ética de los negocios, la organización, la psicología empresarial, «la esencia del comercio», «la redacción de cartas a los bancos y a las sociedades anónimas», la relación entre «gestión, monopolio y libertad», o el «arte de ganar». En suma, intenta abordar de modo sistemático y riguroso todos los asuntos relevantes relacionados con la actividad comercial, de la teoría a la práctica. Para Crespo (1995, 25) estos artículos demuestran no sólo el interés que Pessoa sentía por su trabajo, «sino también la creencia de que sus conocimientos y sus reflexiones podían ser de gran utilidad para los empresarios portugueses»308. En la sección siguiente se analizarán brevemente los aspectos más relevantes de estos textos pessoanos «para dirigentes de empresas». A lo largo de su vida, Pessoa también tuvo una curiosa faceta de inventor que piensa en comercializar sus hallazgos: un nuevo tipo de máquina de escribir, un nuevo sistema de papel para cartas con sobre incorporado, un código de cinco letras, etc. En agosto de 1926, por ejemplo, solicitó la patente de invención de un «anuario indicador sintético, por nombres y cualesquiera otras clasificaciones, consultable en cualquier lengua». Además, llegó a idear una reforma ortográfica, y en un momento dado parece que incluso quiso abrir un gabinete de astrología y grafología. Por otra parte, las revistas literarias promovidas y dirigidas por Pessoa —como Orpheu (1915) o Athena. Revista de Arte (1924)—, de muy corta trayectoria pero de gran trascendencia cultural, pueden ser consideradas en cierto modo como iniciativas empresariales, o al menos, muestra de un espíritu siempre inquieto y emprendedor, dispuesto a asumir los riesgos asociados a nuevos retos en el terreno literario. 2.2. LOS TEXTOS PESSOANOS EN LA REVISTA DE COMÉRCIO E CONTABILIDADE (ENERO-JUNIO DE 1926)

En el primer número de la Revista, Pessoa (1969, 16) expone el propósito principal de la misma: unir teoría y práctica en el ámbito

308. El conjunto de artículos pessoanos de 1926 se reunió en un volumen en 1969 bajo el revelador título de Textos para los directores de empresas. Véase la referencia exacta en la bibliografía final.

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comercial y contable, pretendiendo ser de utilidad tanto a profesionales como a meros aficionados a estas materias. En este sentido, es cierto que muchos de los textos pessoanos tienen una temática muy específica. Por ejemplo, qué fórmulas seguir a la hora de llevar la correspondencia comercial, cómo organizar su archivo, cómo contabilizar las operaciones de importación-exportación de mercancías, cómo hacer más transparente la gestión de las sociedades anónimas mediante la práctica de la auditoría externa —ya habitual entonces en Gran Bretaña—, o qué consecuencias económicas podría tener la posible reforma del calendario debatida en el seno de la Sociedad de Naciones en aquellos años. Todos estos textos constituyen la mejor prueba de la competencia profesional de Pessoa y de su concentración en el trabajo con el que se ganaba la vida. Pero junto a este tipo de artículos tan específicos también hay otros que tratan de ideas económicas generales y de ciertos aspectos interesantes de la actividad empresarial. Aunque conocemos el contenido de su biblioteca, y en ella había algunos textos importantes de ciencias sociales (véase el anexo al final de este trabajo), es difícil deducir de este hecho y de sus textos en la Revista de Comércio e Contabilidade influencias específicas de teorías económicas concretas, más allá de una adscripción genérica al liberalismo económico. Pessoa defiende, en efecto, una concepción liberal de la economía de mercado. Así, lamenta la tendencia hacia un creciente intervencionismo desde el final de la Primera Guerra Mundial y teoriza contra la intervención del Estado en la vida económica: «los riesgos, y además los perjuicios, de la administración del Estado —viciosa por esencia— están evidentemente en razón directa de la extensión con que esa administración interviene en la vida social espontánea» (Pessoa, 1969, 44-45). Respecto a la función pública —el estatuto de funcionario— opina que debe estar reservada exclusivamente a las fuerzas armadas, pues en otro caso se acaba favoreciendo un aparato inoperante ligado a un proceso político entreverado de partidismo y compadreo309: «ningún individuo de verdadera energía y ambición entra al servicio fijo del Estado», de manera que al final los empleados públicos resultan ser «poco aptos para el 309 «Los Comisarios del Gobierno [...] son elegidos caprichosamente mediante oscuras maniobras de ajedrez partidista, en pago de servicios políticos, y para descansar todo el año en esta sinecura; son elegidos para no hacer nada, y eso es exactamente lo que hacen» (Pessoa, 1969, 79).

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desempeño competente de cualquier función administrativa» (Pessoa, 1969, 45) Firme partidario de la libertad de comercio y de la competencia, condena las restricciones estatales que puedan limitarlas. En general, señala Pessoa, toda legislación restrictiva del comercio, del consumo o de la producción —cualquiera que sea su especie— no consigue los objetivos que persigue ni beneficia a quien pretende beneficiar, sino que más bien acaba creando perjuicios importantes a la expansión de la vida económica de un país dada la interdependencia existente entre los diferentes sectores sociales. Para demostrarlo, discute en detalle algunos ejemplos (Pessoa, 1969, 35-42): la prohibición de la importación de artículos de lujo para evitar desequilibrios cambiarios, la prohibición a la exportación de determinados productos de primera necesidad para evitar que escaseen en el mercado interior, la limitación de horarios comerciales, jornadas laborales y condiciones de ejercicio de determinadas actividades comerciales e industriales para beneficiar al empleado, la prohibición o limitación de la venta de determinados artículos —como la cocaína o las bebidas alcohólicas310— para evitar abusos que perjudiquen al individuo, o la legislación proteccionista en general que pretende fortalecer la industria nacional. Como casos concretos, critica la absurdidad de muchas de las minuciosas limitaciones al consumo contenidas en la Defence of the Realm Act inglesa promulgada durante la Gran Guerra (Pessoa, 1969, 33), y destaca el efecto contraproducente de la ley seca en Estados Unidos: ha beneficiado esencialmente a los gánsters —que intentan que no sea derogada—, llevando a un aumento del consumo total de alcohol y a un importante grado de corrupción en la Administración Pública (Pessoa, 1969, 38-40). Pessoa se muestra asimismo contrario a cualquier tipo de monopolio. Los monopolios legales porque arrastran todos los vicios de la administración estatal (si bien algo atenuados por la especialización, la separación de las funciones de administración y fiscalización, y su carácter temporal). Y los naturales —como los grandes trusts americanos— porque, si bien nacen «del propio juego de las fuerzas económicas», caen «sobre la sociedad como una tempestad o un cataclismo» (Pessoa, 1969, 50). La opinión pessoana sobre los sindicatos 310. La opinión de Pessoa contra la prohibición de la venta de alcohol o de cocaína era la opinión general en la Europa de la época (1926). Es decir, su postura no llamaría la atención en aquellos años.

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también es pobre: dominados por los individuos más aptos para la política —y no por profesionales competentes que conocen su oficio— suponen un obstáculo al perfeccionamiento de los servicios comerciales o industriales y fácilmente tienden a hacer frente común contra los intereses del público. La postura pessoana en defensa del liberalismo económico (y en contra del intervencionismo y de toda forma de colectivismo), tan claramente expresada en los citados textos de la Revista de Comércio e Contabilidade, puede inferirse también de uno de sus textos literarios más singulares: El banquero anarquista, perteneciente a sus cuentos de raciocinio311. A pesar de la inequívoca posición de Pessoa a favor del sistema de libre empresa —del que resaltaba su capacidad para estimular la mejora técnica y mantener bajos los precios al consumo—, veía su principal defecto en la inestabilidad. Por otra parte, no parecía confiar plenamente en la capacidad coordinadora del mecanismo de mercado, pues consideraba que los problemas de ajuste asociados a la descentralización de decisiones eran importantes (Pessoa, 1969: 48-49). Además, el liberalismo de Pessoa en lo económico no parece haber tenido su equivalente en el terreno político (dada su admirativo ensayo sobre Carlyle y actitud favorable ante las dictaduras de Sidónio Pais [1917-1918] primero y de Salazar [1932-1968] después, al menos en los primeros momentos de esta última). Respecto a la actividad empresarial, se muestra fascinado por la organización como principio esencial de la gran firma moderna, con especial referencia a Norteamérica (Pessoa, 1969, 55). Aborda también la historia de las actividades comerciales en tres grandes etapas312, estableciendo una estrecha vinculación entre

311. Linde (El Banquero no bromea, 2003) considera que Pessoa está expresando, en El banquero anarquista, sus ideas individualistas y liberales, inspiradas en sus lecturas anaquistas: «Pessoa era, desde luego, un liberal en política, y aún más si cabe, un liberal económico. El cimiento de su liberalismo era el rechazo a cualquier intento de violentar desde el Estado el orden social espontáneo [...]. El banquero anarquista es, finalmente, una muy elaborada, radical y nada sentimental defensa del individualismo, del liberalismo político y económico y de la espontaneidad social frente al intervencionismo estatal y a toda especie de socialismo o colectivismo [...]. La defensa del capitalismo y de la sociedad burguesa es el paradójico y muy razonado resultado final de su radical rechazo» (36-38). 312. La primera etapa iría desde la Edad Media hasta finales del siglo XVIII, destacando especialmente el papel desempeñado por las ciudades italianas. El comercio tenía entonces, según Pessoa, una consideración social inferior, un componente importante de aventura, y un elemento organizativo poco desarrollado. La segunda fase arrancaría con la Revolución

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desarrollo comercial y cultural (Pessoa, 1969, 25). Ciertamente la periodificación pessoana resulta hoy un tanto arbitraria y simplificada, y bastante alejada de la que habitualmente se establece en historia empresarial. En la labor de presentar y distribuir un determinado producto y fijar su precio, Pessoa subraya —con ejemplos concretos— la importancia de estudiar cuidadosamente el mercado, las condiciones de competencia, los gustos, costumbres y modas del público al que se sirve, y las circunstancias político-institucionales. De hecho, el estudio de los mercados, para ser completo, debe revestir siempre tres órdenes: además del propiamente económico, el psicológico y el social (Pessoa, 1969, 19). Así, concluye que «un comerciante no tiene personalidad, tiene un comercio; su personalidad debe estar subordinada como comerciante a su comercio», y éste —a su vez— «está fatalmente subordinado a su mercado, esto es, a su público» (Pessoa, 1969, 22). Precisamente, en este sentido es interesante destacar la importancia que Pessoa concede a la publicidad como medio para atraer al público, discutiendo la efectividad y forma de carteles, anuncios y prospectos de propaganda (Pessoa, 1969, 105). Pessoa también dedica especial atención a los preceptos prácticos para la buena gestión de un negocio, —o para la consecución de la «excelencia empresarial», como diríamos hoy siguiendo el lenguaje empleado en la amplia literatura existente. Así, tras presentar como ejemplo ilustrativo los preceptos del fabricante de automóviles Henry Ford (Pessoa, 1969, 94), Pessoa pasa a exponer y explicar los suyos propios. Por ejemplo: «Para vencer tres cosas son precisas: saber trabajar, aprovechar las oportunidades y crear relaciones» (Pessoa, 1969, 97); o «No hay errores de empleados. Todo error de un empleado no es más que el error de tener empleados que cometen errores» (Pessoa, 1969, 101).

Francesa —al trastocarse la consideración social del comerciante y apuntalarse el individualismo—, y vendría marcada por el aumento de la actividad ultramarina, el advenimiento de la mecanización y la mejora progresiva de los transportes. Sería entonces cuando tomaría mayor importancia el componente organizativo en el comercio acompañado de una contabilidad sistemática y bien definida. La tercera etapa, que habría comenzado a principios del siglo XX, vendría marcada por una intensificación de las tendencias de la etapa anterior, por un incremento del poder sindical, y por el surgimiento de una organización «nacional» del comercio para competir en los mercado internacionales, ejemplificada en el caso alemán.

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3. PESSOA, CON OJOS DE ECONOMISTA 3.1. EL LIBRO DEL DESASOSIEGO: EL CONTABLE SOARES OBSERVA LA VIDA

El Libro del desasosiego, que ocupó veinte años de la vida literaria de Pessoa313, está escrito por el semiheterónimo Bernardo Soares, «ayudante de tenedor de libros en la ciudad de Lisboa», que trabaja en una empresa textil en el viejo centro comercial de la ciudad, la Baixa pombalina. Soares es un semiheterónimo —carece de biografía, al contrario que el resto de los personajes del drama em gente pessoano— porque Pessoa consideraba que su personalidad no era diferente de la suya propia, sino sólo una mutilación de ésta: Soares era en realidad él mismo sin el raciocinio y la afectividad, pero dotado especialmente de la capacidad de observación314. Taciturno y solitario, Soares —un modesto empleado anónimo de oficina, al igual que Pessoa— espía la vida exterior que se desenvuelve ajena a él, al tiempo que construye su propio mundo interior de asombrosa grandeza espiritual e intelectual, anotando reflexiones, meditaciones y pequeños apuntes de impresiones. Según Tabucchi (1997, 87), desde el caldo de cultivo de una cotidianeidad asociada al tedio, la pena, la turbación o la «incompetencia respecto a la vida», Soares afronta los grandes temas de la existencia humana (la identidad, la soledad, el sentido de la vida y la muerte, el tiempo y la trascendencia de las cosas, la belleza, etc.). En concreto, en el Libro del desasosiego pueden encontrarse numerosas referencias al trabajo contable que Pessoa conocía bien y que son parte importante del personaje Soares. Aun presentadas como arquetipo prosaico de la vulgaridad, la monotonía, la banalidad y la futilidad, tales referencias le sirven a Soares como punto de partida para la reflexión sobre los misterios de la vida, así como para desarrollar su ilimitada capacidad de soñar e imaginar. Aquí van algunos ejemplos: 313. El Libro del Desasosiego fue una obra siempre en preparación que ocupó buena parte de la vida literaria de Pessoa. En 1913 nace el primer fragmento, «En la floresta de la enajenación», firmado por Pessoa con su propio nombre e identificado como «del Libro del Desasosiego, en preparación». A éste siguieron casi otros quinientos, escritos ininterrumpidamente hasta la muerte del poeta. En vida sólo publicó doce. 314. Esta observación aparece en la famosa carta de Pessoa a Adolfo Casais Monteiro del 13 de enero de 1935, reproducida en múltiples antologías, en la que el poeta habla de sus heterónimos.

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Me inclino con nuevos ojos sobre las dos páginas blancas en las que mis números cuidadosos pusieron resultados de la sociedad. Y, con una sonrisa que guardo para mí, recuerdo que la vida, que tiene estas páginas con nombres de tejidos y dinero, con sus blancos, y sus trazos a regla y en letra, incluye también a los grandes navegantes, los grandes santos, los poetas de todas las épocas, todos ellos sin obra, la vasta prole expulsada de los que constituyen el valor del mundo. En el propio registro de un tejido que no sé qué cosa sea se me abren las puertas del Indo y de Samarcanda, y la poesía de Persia [...] hace de sus cuartetas [...] un apoyo lejano para mi desasosiego. Pero no me equivoco, escribo, sumo, y la escritura sigue, hecha normalmente por un empleado de esta oficina. (Pessoa, 2002, 20-21, fragmento 5) Escribo mi literatura como escribo mis asientos —con cuidado e indiferencia. Ante el vasto cielo estrellado y el enigma de muchas almas, la noche del abismo incógnito y el caos de no comprender nada —ante todo esto lo que escribo en el libro auxiliar de caja y lo que escribo en este papel del alma son cosas restringidas por igual a la Rua de Douradores, muy poco a los grandes espacios millonarios del universo. (Pessoa, 2002, 28-29, fragmento 13) Escribo con atención, curvado sobre el libro en el que voy haciendo asiento tras asiento la historia inútil de una firma oscura; y al mismo tiempo mi pensamiento sigue, con igual atención, la ruta de un navío inexistente por paisajes de un oriente que no existe. Las dos cosas tienen para mí la misma nitidez [...]: la hoja donde escribo con cuidado, en papel pautado, los versos de la epopeya comercial de Vasques y Cía., y el combés donde veo con atención [...] las largas sillas alineadas y las piernas que sobresalen de quienes descansan en el viaje. (Pessoa, 2002, 318, fragmento 302) Pienso muchas veces cómo sería yo si resguardado del viento de la suerte por el biombo de la riqueza, nunca hubiera acabado, de la mano de mi tío, en una oficina de Lisboa, ni hubiera ido ascendiendo de ella a otra hasta llegar a esta cumbre barata de buen tenedor de libros, con un trabajo con una cierta siesta y un salario que da para ir viviendo [...]. Sé

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bien que, si ese pasado que no existió hubiera existido, yo no sería hoy capaz de escribir estas páginas [...]. La banalidad es una inteligencia y la realidad, sobre todo si es estúpida y dura, un complemento natural del alma. Debo al ser tenedor de libros buena parte de lo que puedo sentir y pensar como la negación y la huida del cargo. (Pessoa, 2002, 146, fragmento 130) Monotonizar la existencia, para que la existencia no resulte monótona. Volver anodino lo cotidiano, para que la más mínima cosa constituya una distracción. En medio de mi trabajo de cada día, trabajo sin color, igual e inútil, tengo visiones de fuga, vestigios soñados de islas lejanas, fiestas en avenidas de parques de otras eras, otros paisajes, otros sentimientos, otro yo. Pero reconozco, entre dos asientos, que si tuviera todo eso nada de eso sería mío. (Pessoa, 2002, 190-1, fragmento 171) Dos únicas cosas me dio el Destino: unos libros de contabilidad y el don de soñar. (Pessoa, 2002, 192, fragmento: 172) Todos los que sueñan, aunque no sueñen en oficinas de la Baixa, ni delante de un escrito del almacén de paños —todos tienen un Libro de Caja ante sí— sea la mujer con la que se casaron, sea la administración de un futuro que les viene de herencia, sea lo que sea, siempre que positivamente sea. Todos nosotros, que soñamos y pensamos, somos ayudantes de tenedor de libros en un almacén de paños, cualquier tipo de paño, en una Baixa cualquiera. Escrituramos y perdemos; sumamos y pasamos; cerramos el balance y el saldo invisible es siempre en contra nuestra. (Pessoa, 2002, 428-9, fragmento 419)

El estrecho mundo de la oficina de la Rua dos Douradores en la que trabaja Bernardo Soares —seguramente fiel reflejo de las firmas comerciales en las que estuvo empleado el propio Pessoa a lo largo de toda su vida— sirven como trampolín constante para la reflexión abstracta. El triste interior del establecimiento y sus personajes (el jefe Vasques, el contable Moreira, el cajero Borges, el mozo Antonio, el empleado Vieira, etc.) son un motivo recurrente a lo largo de todo el libro:

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Hoy [...] me imaginé liberado para siempre de la Rua dos Douradores, del patrón Vasques, del tenedor de libros Moreira, de todos los empleados, del mozo, del muchacho y del gato [...]. Pero de pronto [...] una impresión de desagrado me asaltó el sueño: sentí que iba a tener pena [...]. No podría dejar todo eso sin llorar, sin comprender que, por malo que pudiera parecerme, era parte de mí lo que quedaba en todos ellos [...]. Y me retiro, como al hogar que los demás tienen, a la casa ajena, la oficina amplia de la Rua dos Douradores. Me incorporo a mi mesa como a un baluarte contra la vida. Siento ternura, ternura hasta las lágrimas, por mis libros ajenos en los que dejo mis registros, por el tintero viejo que utilizo, por las espaldas encorvadas de Sergio, que hace listas de envío un poco más allá. (Pessoa, 2002: 2223, fragmento 7) El socio capitalista aquí de la firma, siempre enfermo en partes nunca bien definidas, quiso, no sé por qué capricho de qué intermedio de su enfermedad, tener una foto de conjunto del personal de la oficina. Así que anteayer nos alineamos todos, por indicación del fotógrafo alegre [...]. Hay allí rostros realmente expresivos. El patrón Vasques está tal cual —la cara ancha placentera y dura, la mirada firme, el bigote tieso para completar. La energía, la agudeza del hombre —al final tan banales, tantas veces repetidas por tantos miles de hombres en todo el mundo— están sin embargo escritas en aquella fotografía como en un pasaporte psicológico. Los dos viajantes están admirables; el cajero está bien, pero quedó casi detrás del hombro de Moreira. ¡Y Moreira! ¡Mi jefe Moreira, esencia de la monotonía y la continuidad, parece mucho más persona que yo! Hasta el mozo [...] tiene una seguridad de cara, una expresión directa que dista sonrisas de mi apagamiento nulo de esfinge de papelería ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué verdad es ésta que una película no yerra?. (Pessoa, 2002, 70-71, fragmento 56) Pobres diablos siempre hambrientos —hambrientos de comida, o de celebridad, o de los postres de la vida. Quien los oye, y no los conoce, cree estar escuchando a los maestros de Napoleón y a los instructores de Shakespeare [...]. No conozco mejor cura para toda esta multitud de sombras que

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el exacto conocimiento de la vida humana corriente, en su realidad comercial, por ejemplo, como la que se encuentra en la oficina de la Rua dos Douradores. Con qué alivio regresaba yo de aquel manicomio de títeres a la presencia real de Moreira, mi jefe, tenedor de libros auténtico. (Pessoa, 2002, 297-298, fragmento 277)

Para el esteta Soares, el dinero no resulta ser ese «vil metal» despreciable que se contrapone al elevado mundo del arte y la cultura. El propio Soares, que se reconoce a sí mismo explotado (23, fragmento 7), exclama con asombro ante la penetración de unos leves rayos de sol por la ventana de la oficina: «¡Ocupaciones carcelarias! Sólo los enclaustrados ven así al sol moverse, como quien observa unas hormigas» (Pessoa, 2002, 450, fragmento 444). En vista de su esclava sujeción a la rutina del oscuro oficinista, la forma de ver el dinero por parte de Soares no sorprende: el dinero es la vía de escape hacia una libertad que se le antoja inalcanzable: Nunca debe envidiarse la riqueza si no es platónicamente; la riqueza es libertad. (Pessoa, 2002, 312, fragmento 294) El dinero es hermoso porque supone una liberación [...]. Los compradores de cosas inútiles son siempre más sabios de lo que imaginan —compran pequeños sueños. Son niños en el adquirir. Todos los pequeños objetos inútiles cuyas señales al saber que tenemos dinero hacen que los compremos, se apoderan de nosotros con la actitud feliz de un niño que recoge conchitas en la playa. (Pessoa, 2002, 312, fragmento 295) No es que el dinero lo pueda todo, pero el gran magnetismo, que sirve para obtener mucho dinero, lo puede, efectivamente, casi todo. (Pessoa, 2002, 161, fragmento 145)

Sin embargo, hacer dinero está reservado a los hombres de negocios como el patrón Vasques —«jefe, al margen de su dinero» (Pessoa, 2002, 24, fragmento 8). Vasques es un buen ejemplo del tipo de hombres prácticos o de acción, estrategas que no se pueden permitir el más mínimo sentimentalismo si quieren triunfar en la batalla competitiva de la vida económica. El hombre de negocios, por tanto, se ha de mover en el terreno de lo impersonal, sin poner rostros a sus acciones mercantiles, que necesariamente acabarán perju-

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dicando a otros en un juego final de suma cero. Pero la civilización industrial requiere la acción capaz de gobernar hombres o cosas, no los sentimientos: El mundo es de quien no siente. La condición esencial para ser un hombre práctico es la ausencia de sensibilidad [...]. Toda acción es, por naturaleza, la proyección de la personalidad sobre el mundo exterior, y como el mundo exterior está en buena y en su principal parte compuesto por seres humanos, se deduce que esa proyección de la personalidad consiste esencialmente en atravesarnos en el camino ajeno, en estorbar, herir o destrozar a los demás, según nuestra manera de actuar [...]. Para actuar es necesario, por tanto, que no nos figuremos con facilidad las personalidades ajenas, sus penas y alegrías. Quien simpatiza se detiene. El hombre de acción considera el mundo exterior como compuesto exclusivamente de materia inerte [...]. El máximo ejemplo de hombre práctico [...] es el del estratega. Toda la vida es guerra, y la batalla es, pues, la síntesis de la vida. Ahora bien, [...] ¿qué sería del estratega si supiera que cada lance de su juego lleva la noche a mil hogares y el dolor a tres mil corazones? ¿Qué sería del mundo si fuéramos humanos? Si el hombre sintiera de verdad no habría civilización. El arte sirve de fuga hacia la sensibilidad que la acción tuvo que olvidar [...]. El patrón Vasques hizo hoy un negocio con el que arruinó a un individuo enfermo y a toda su familia. Mientras estaba haciendo el negocio se olvidó por completo de que ese individuo existía, salvo como parte comercial contraria. Hecho el negocio, le sobrevino la sensibilidad. Sólo después, claro está, porque de haberle sobrevenido antes, el negocio nunca se habría cerrado [...]. [Pero] el patrón Vasques no es un bandido: es un hombre de acción [y] el que perdió el lance en este juego puede [...] contar con su limosna en el futuro. Como el patrón Vasques son todos los hombres de acción —gerifaltes de la industria y del comercio, políticos, militares, idealistas religiosos o sociales, grandes poetas y grandes artistas, mujeres hermosas, niños que hacen lo que les da la gana. Manda quien no siente. Vence quien piensa

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sólo lo justo para poder vencer. El resto, que es la vaga humanidad genérica, amorfa, sensible, imaginativa y frágil, no es más que el telón de fondo en que destacan estas figura de la escena hasta que la pieza de marionetas acabe. (Pessoa, 2002: 319-302, fragmento 303)

Todo el fragmento anterior se entiende por la propia posición que tuvo Pessoa en los negocios, sin creer en ellos, de acuerdo a un cliché «bohemio-burgués». Por otra parte, lo que expresa Soares guarda una gran similitud con la posición que Veblen había expresado en su Teoría de la empresa de negocios (1965 [1904])315. En uno de los fragmentos más reveladores, Soares nos transmite —casi «por demás»— los complejos vínculos e interdependencias que se esconden tras el más modesto resultado del capitalismo industrial, con su extensa división del trabajo social. El detonante es la observación casual de un sencillo vestido de mujer: Voy en un tranvía, y voy reparando lentamente, como acostumbro, en todos los pormenores de las personas que tengo delante de mí. [...]. En este vestido de la muchacha que está frente a mí descompongo el vestido en el paño del que está hecho, el trabajo con que lo hicieron —pues lo veo como vestido, no como paño— y el sencillo bordado que rodea la parte que contornea el cuello, [que] se me aísla en el hilo de seda con el que se bordó, y el trabajo que costó bordarlo. E inmediatamente, como en un libro elemental de economía política, se desdoblan delante de mí las fábricas y los trabajos —la fábrica donde se hizo el tejido; la fábrica donde se hizo la seda, de un tono más oscuro, con que rodea de cosas retorcidas su sitio cerca del cuello; y veo las seccio-

315. «La cabeza principal de una empresa industrial la mayoría de las veces está alejada de todo contacto personal con el conjunto de consumidores a quienes […] provee de bienes y servicios. Por tanto, la acción moderadora que el contacto personal puede producir en las negociaciones de hombre a hombre resulta en gran medida eliminada. Todo adquiere así un carácter un tanto impersonal. Con menor cargo de conciencia y sin tener del todo la noción de estar cometiendo una bajeza, puede sacarse ventaja de las necesidades de las personas a las que se las conoce sólo como a un conjunto indiscriminado de consumidores […]. La dirección de los negocios tiene la oportunidad de proceder con un cálculo moderado y sagaz de pérdidas y ganancias, sin verse perturbada por consideraciones sentimentales de afecto humano, de irritación o de honestidad» (Veblen, 1965 [1904], 47-48).

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nes de las fábricas, las máquinas, los obreros, las costureras, mis ojos vueltos hacia dentro penetran en las oficinas, veo a los gerentes intentar permanecer tranquilos, sigo, en los libros, la contabilidad de todo; pero no es sólo esto: veo, más allá, las vidas domésticas de los que viven su vida social en esas fábricas y en esas oficinas [...]. Toda la vida social yace ante mis ojos. Más allá de todo esto presiento los amores, [...] el alma de todos cuantos trabajaron para que esta mujer que tengo frente a mí en el tranvía use, en torno a su cuello mortal, la banalidad sinuosa de un hilo de seda verde oscuro sobre un paño de un verde menos oscuro. (Pessoa, 2002, 314, fragmento: 298) 3.2. EL INGENIERO CAMPOS, POETA SENSACIONISTA Y CANTOR DE LA ERA INDUSTRIAL

La Oda triunfal, junto a parte de la larguísima Oda marítima y de la inconclusa Paso de las horas, son las obras de Pessoa con una conexión económica más directa. Son composiciones extensas, que mantienen una tensión y una pujanza de ánimo sólo interrumpidas por súbitas introspecciones o recapitulaciones íntimas. En todo caso, como ya se ha apuntado, deben entenderse en el contexto del sensacionismo, variante portuguesa del futurismo en la que militó Pessoa junto a Mário Sa-Carneiro y —desde «una manera más moderna de sentir y de escribir» (Pessoa, 1986, 270)316— también José de Almada Negreiros. Por tanto, antes de pasar a discutir los citados textos poéticos, merecerá la pena detenerse brevemente —en el próximo apartado— en el significado del futurismo-sensacionismo pessoano. Pero ahora vamos a repasar los rasgos con los que Pessoa construye uno de sus pseudónimos dotados de vida propia —o «heterónimos», como él los llama317. Nos referimos a Álvaro de Campos, «autor» de las citadas Odas. Campos nació en Tavira, sobre la costa

316. Traducido de Paginas Intimas e de Auto-Interpretação, «Álvaro de Campos (Prefacio para una antología de poetas sensacionistas)» (septiembre-octubre, 1916). 317. A Pessoa le gustó siempre crear personajes ficticios de su invención, que al cabo fueron el origen remoto de sus heterónimos (Campos, Reis, Caeiro, etc.). Dichos heterónimos los creó para poder expresarse en registros literarios diversos dentro de lo que el autor llamó «poder de despersonalización dramática». Véase la introducción de Ángel Crespo a Pessoa (1989a).

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del Algarve, el 15 de octubre de 1890. Estudió ingeniería en Glasgow, primero mecánica y luego naval. Viajó por Oriente y otros lugares, y se instaló después en Lisboa sin ejercer su profesión. Era alto, delgado y con tendencia a encorvarse, y usaba monóculo. Tenía la tez entre blanca y morena, vagamente del tipo hebreo portugués, pero con pelo liso y raya a un lado. Con esta exactitud describe Pessoa a su heterónimo Campos en su famosa carta a Adolfo Casais Monteiro del 13 de enero de 1935, y según dichas indicaciones Almada Negreiros dibujaría en 1958 un boceto del supuesto ingeniero. Como señala Tabucchi (1997, 65 y 69), Campos fue el más activo y «real» de los personajes ficticios creados por Pessoa318, y el que tuvo una vida más prolongada, pues murió el 30 de noviembre de 1935, al mismo tiempo que su inventor. Pero además, con Campos Pessoa vivió la vanguardia, participó como militante en la cultura de su tiempo, mientras que Alberto Caeiro o Ricardo Reis —los otros dos grandes poetas heterónimos— son figuras que podrían situarse en cualquier época y lugar. Este heterónimo ingeniero se le ocurrió a Pessoa un día de 1914 en que compuso de un tirón y en la máquina de escribir, como al dictado y sin correcciones, la Oda triunfal, que se publicaría en el primer número de Orpheu. Este largo poema abre el período de las grandes odas de Álvaro Campos, entre 1914 y 1916, que Pessoa pensó reunir en un libro titulado Arco de Triunfo: junto a la citada Oda triunfal estarían la extensa Oda marítima —publicada en el segundo número de Orpheu—, los Dos extractos de odas, y los fragmentos de las inacabadas Saludo a Walt Whitman, Paso de las horas, Oda marcial y Partida. Aquí está el Campos sensacionista, excesivo, de imágenes vibrantes y coloridas, de violentos accesos y estridencias; y éste es también el Campos futurista del manifiesto Ultimátum escrito en 1915. Después vendrá un segundo Campos, existencialista, abiertamente doliente y fracasado, mostrando en todo momento su angustia metafísica, la conciencia de la derrota, el rechazo a cualquier ilusión y una desesperación irónica. Este Campos maduro compartirá con Bernardo Soares una misma matriz trágico-melancólica.

318. Así, por ejemplo, Pessoa llegó a utilizar al heterónimo Campos en su relación epistolar con Ophélia Queiroz, la única novia que tuvo el poeta y a la que conoció en una de las oficinas comerciales en las que estuvo empleado. Asimismo, la construcción del personaje de Campos es la más esmerada de las que hace Pessoa de sus heterónimos, con referencia a muchos detalles concretos relativos a supuestos viajes, amores y vida pública.

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3.2.1. Futurismo y Sensacionismo en el primer Campos El futurismo italiano, creado por Tomaso Marinetti (1876-1944), fue uno de los primeros ismos en Europa —su manifiesto data de 1909— y, entre otras cosas, supuso una reacción contra el academicismo artístico y una violenta ruptura antirromántica y antihumanista. Se apoyaba en dos fundamentos: la apología del movimiento, el dinamismo y el cambio, y la adhesión al mundo moderno, el maquinismo y la industria. Ambos principios se conjugaban a la perfección en la idea de velocidad —con el automóvil y el avión como símbolos supremos—, vinculándose a su vez la velocidad con la idea de fuerza. De ahí derivaba quizá el elogio marinettiano a toda forma de violencia, incluyendo la guerra, que se acompañaba de una preferencia por la acción frente a la psicología, y por la masa y sus jefes frente al individuo319. En Portugal, la manifestación más pura del futurismo se dio con la revista Portugal Futurista, cuyo único número, aparecido en 1917, provocó, dado su carácter radical en el terreno político, se inmediata prohibición. En el citado número, Pessoa/Campos participó con Ultimátum, un texto combativo lleno de exclamaciones y gesticulación verbal muy acordes con la ortodoxia futurista, a medio camino entre el panfleto y el manifiesto. Después de cargar contra todo lo establecido, Campos clama por un nuevo orden: «¡[Europa] está harta de ser apenas el arrabal de sí misma! ¡La Era de las Máquinas busca a tientas el advenimiento de la Gran Humanidad! [...]. ¡Oh Destino Científico, proporciona Homeros a la Era de las Máquinas, da Miltons a la Época de las Cosas Eléctricas!»320. A continuación establece la «Ley de Malthus de la Sensibilidad», según la cual existe un desfase entre los inventos, fenómenos individuales y estímulos de la sensibilidad, que siguen una progresión geométrica, y la cultura colectiva, o sensibilidad misma, que marcha apenas en progresión aritmética. Por ello, es precisa una «Adaptación Artificial» de la civilización al progreso, a través de una cirugía sociológica que suprima

319. Después de la Gran Guerra el futurismo sería descalificado por sus excesos. Además, era portador de valores que luego exaltarían los fascismos europeos. El ascenso del surrealismo también es un elemento clave para entender el fin del futurismo. 320. El texto completo del Ultimátum de Campos está recogido en la revista Poesía nº 7/8, Madrid, Ediciones Siruela—Ministerio de Cultura, mayo de 1995. La cita corresponde a la página 208.

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los prejuicios que la frenan, y que son propios del cristianismo, como la creencia en individuos separados, autónomos e irreemplazables. Se trata, por el contrario, de promover un tipo de hombre sintético e intercambiable, que encarne el término medio, la armonía entre las subjetividades ajenas. Finalmente, el extraño texto termina con tintes nietzscheanos, proclamando el advenimiento del superhombre apoyado en la ciencia: «¡Proclamo la necesidad de que advenga la Humanidad de los Ingenieros! [...]. ¡Proclamo, para un futuro próximo, la creación científica de los Superhombres!»321. Pero al margen de Ultimátum, en las obras estrictamente poéticas, el futurismo de Campos tiene para algunos estudiosos un carácter muy singular. Así, según Tabucchi (1997, 69-70), Pessoa «tuvo un amor a primera vista por un futurismo totalmente personal, introvertido y místico, de obscura formulación y fundamentalmente antimaritenettiano (a Marinetti, ya entonces académico de Italia, dedicó un soneto sarcástico [1930] con el sonido de un balón que se desinfla)». Octavio Paz (1991) también coincide en el carácter diferencial del futurismo pessoano, destacando los paréntesis de intimismo, introversión y sensibilidad metafísica que rompen ocasionalmente la desbordante emoción y las imágenes grandiosas y elocuentes de las odas de Campos. Sin embargo, en nuestra opinión, esta visión de Tabucchi y Paz, desligando a Pessoa-Campos de los aspectos más «negativos» del futurismo, no es convincente. Así, por ejemplo, las frases del Ultimátum transcritas anteriormente están en perfecta sintonía con la visión nietzschiana del superhombre tan en boga en aquellos años. En cualquier caso, el propio Pessoa marcó distancias con el futurismo con la creación de un derivado propio: el sensacionismo. Éste, carente del tono nacionalista del movimiento italiano, pretendía fundamentalmente una radiografía o análisis exhaustivo de las sensaciones, en una embriaguez de vivir. Trataba de descomponer las sensaciones de las cosas, esto es, lograr la descomposición de la realidad «en sus elementos geométricos psíquicos, [pues] la finalidad del arte [era] simplemente aumentar la autoconsciencia humana» (Pessoa, 1986, 260. Traducido de Paginas Intimas e de Auto-Interpretação, «Psicología del Sensacionismo», ¿1916?). La meta, en definitiva, consistía en «objetivar la subjetividad». En una de las muchas pági-

321. Ídem, 212.

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nas que dedicó Pessoa a desarrollar los postulados estéticos del sensacionismo, definió éste concisamente en torno a tres postulados: «1º Todo objeto es una sensación nuestra; 2º Todo arte es una conversión de una sensación en objeto; 3º Por tanto, todo arte es la conversión de una sensación en otra sensación» (Pessoa, 1986, 242. Traducido de Paginas Intimas e de Auto-Interpretação, «Los fundamentos del Sensacionismo», ¿1916?). 3.2.2. Las Odas: la exaltación del maquinismo industrial La Oda triunfal es sin duda el texto más jugoso de Campos desde una perspectiva económica. En ella, el ingeniero canta con entusiasmo la era industrial, la belleza convulsa de las máquinas, la modernidad y la violencia de la vida. Frente a Reis, amante de la Antigüedad Clásica, Campos es decididamente un enamorado de la modernidad que quiere «vivir al límite», «sentirlo todo de todas las maneras», conocer el «estado supremo del vértigo». El poeta se inspira asimismo en las aglomeraciones, cantando «todo lo que pasa, todo lo que para ante los escaparates». Esta tentación de multiplicidad es propia de la estética sensacionista, donde los poemas alcanzan una pronunciada multidireccionalidad. La larga «Oda triunfal» —auténtica epopeya de la civilización tecnológica— es estruendosa y está llena de onomatopeyas y estridencias que pretenden expresar el furor de la mecánica moderna. También pretende transmitir el ritmo frenético de la vida moderna, en la que el tiempo se convierte en un elemento clave. Vale la pena transcribir al menos un breve extracto: A la dolorosa luz de las grandes lámparas eléctricas de la fábrica tengo fiebre y escribo. Escribo rechinando los dientes, una fiera ante esta belleza, Ante esta belleza totalmente desconocida por los antiguos. ¡Oh ruedas, oh engranajes, r-r-r-r-r-r-r eterno! ¡Fuerte espasmo retenido de los maquinismos furiosos! [...] me arde la cabeza de querer cantaros con el exceso de expresión de todas mis sensaciones, con un exceso contemporáneo de vosotras, ¡oh, máquinas!

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Las referencias exaltadas al mundo del comercio —que también surgen en otras Odas— se mezclan con la glorificación de lo moderno y lo industrial, como parte de un mismo cuadro: ¡Abonos, trilladoras a vapor, progresos de la agricultura! ¡Química agrícola, y el comercio casi una ciencia! ¡Oh, muestrarios de los viajantes-de-comercio, de los viajantes-de-comercio, caballeros-andantes de la Industria, prolongaciones humanas de las fábricas y de las oficinas [tranquilas! ¡Oh telas en los escaparates, oh maniquíes, oh últimos figurines! ¡Oh artículos inútiles que todos quieren comprar! ¡Hola, grandes almacenes con varias secciones! ¡Hola, anuncios luminosos que se ven, parpadean y desaparecen! ¡Hola, todo aquello con lo que hoy se construye, con que hoy [se es diferente de ayer!

La segunda gran oda, la Oda marítima, fue considerada por el propio Pessoa en 1916 como su obra maestra. Es una extensa meditación a través de diversas imágenes evocadas por el mundo de la navegación. A lo largo del poema, como señala Bréchón (1999, 265), el dinamismo de la vida marítima queda simbolizado por «una rueda» que «gira» dentro del poeta. En un momento dado, Campos desciende de su ensoñación a la arena de lo concreto, al mundo del comercio marítimo real, de las compañías navieras de exportación e importación, de las mercancías y las máquinas, y considera que todo aquel complejo moderno y práctico, con sus talleres, oficinas, facturas y cartas comerciales, es poético y bello: Mi imaginación higiénica, fuerte, práctica, ahora sólo se preocupa de las cosas modernas y útiles de los navíos de carga, de los paquebotes y los pasajeros, de las fuertes cosas inmediatas, modernas, comerciales, [verdaderas. Modera su giro dentro de mí el volante. ¡Maravillosa vida marítima moderna, toda limpieza, salud y máquinas! ¡Todo tan bien arreglado, tan espontáneamente ajustado, todas las piezas de las máquinas, todos los navíos por los mares,

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todos los elementos de la actividad comercial de exportación [e importación combinándose tan maravillosamente que todo funciona como si obedeciese a leyes naturales, sin que ninguna cosa tropiece con otra!

En Paso de las horas, subtitulada Oda sensacionista, se encuentra ciertamente la más firme profesión de fe sensacionista de Álvaro de Campos. Así comienza: Sentir todo de todas las maneras, vivir todo por todos los lados, ver la misma cosa de todos los modos posibles al mismo tiempo, realizar en sí mismo toda la humanidad de todos los momentos en un solo momento difuso, profuso, completo y lejano.

A lo largo del poema, en efecto, el poeta vive una «cabalgata panteísta», recorriendo en su imaginación el universo entero, identificándose con todo lo que le rodea. Campos se siente en su «ser elástico, muelle, aguja, trepidación». Como ocurría en la Oda triunfal y en la Oda marítima, a pesar de utilizar el verso libre éste «se pone en movimiento como un motor, convirtiéndose de hecho el poeta en un volante-engranaje» (Montejo, 1998: 38). Hay una parte del texto donde el tono futurista es muy explícito, con las encendidas referencias a la velocidad, la exaltación del maquinismo y los modernos medios de locomoción, o el elogio a la potencia y las nuevas formas de energía: Cabalgata panteísta de mí por dentro de todas las cosas, cabalgata energética por dentro de todas las energías, cabalgata de mí dentro del carbón que se quema, de la [lámpara que alumbra, de todos los consumos de energía cabalgata de amperios cabalgata explosiva, estruendosa, como una bomba que revienta, cabalgata estallando en todas las direcciones al mismo tiempo, cabalgata por encima del espacio, salto por encima del tiempo, subo, caballo electrón —ion—, sistema solar resumido por dentro de la acción de los émbolos, por fuera del giro de [los engranajes.

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Dentro de los émbolos, convertido en velocidad abstracta y loca, trabajo a hierro y velocidad, vaivén, locura, furia contenida, atado a la estela de todos los volantes giro asombrosas horas y todo el universo rechina, estalla y se degrada en mí.

4. CONCLUSIÓN La biografía de Fernando Pessoa nos muestra a un hombre con oficio y formación en el ámbito administrativo y mercantil, con una clara iniciativa para los negocios —aunque éstos estuvieran marcados por el fracaso—, y con un vivo interés por la realidad económica y comercial de su época. Además, sus escritos en la Revista de Comércio e Contabilidade completan y refuerzan esta imagen, pues reflejan a un tipo con conocimientos prácticos y criterio de opinión respecto a algunas cuestiones básicas del mundo económico-empresarial de aquel tiempo: el papel del Estado en la economía, la evolución de las prácticas comerciales, el problema de los diferentes tipos de monopolios, la importancia del elemento organizativo en las empresas, la creciente relevancia de la publicidad, las claves de la excelencia empresarial, etc. Pues bien, los anteriores rasgos biográficos de Pessoa no pueden separarse de buena parte de su obra literaria. El futurismo —sensacionismo— de Álvaro de Campos, con su exaltación del maquinismo y de la era industrial, del movimiento y la modernidad, y también del mundo del comercio a gran escala, está íntimamente conectado con un conocimiento y un interés admirado por la realidad económica del momento. Del mismo modo, los textos de Bernardo Soares en el Libro del Desasosiego nacen a partir de los elementos que rodean el gris trabajo contable en una oficina comercial, trabajo que Pessoa conocía bien a cuenta de sus sucesivos empleos en distintas firmas lisboetas. Estos elementos, tan prosaicos y concretos, le sirven a Pessoa como eficaz punto de partida para lanzarse a la reflexión sobre los temas más elevados y abstractos. Y también son una pieza importante en la visión de Pessoa, que contrapone «el contable» (o el hombre de negocios o el líder político) a «el que tiene sentimientos».

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ANEXO - Biblioteca de Fernando Pessoa A continuación se dan los títulos de la biblioteca de Fernando Pessoa que hemos considerado más relevantes para conocer su formación en Economía Política. Dado el tipo de vida que llevó, cabe pensar que sus ideas económicas se formaran en buena parte durante sus estudios en Sudáfrica; pero añadimos este documento por considerarlo de interés. La lista completa de libros de la biblioteca de Pessoa, de todas las materias, puede consultarse en: «Catálogo do espólio bibliográfico de Pessoa, segundo a CDU (Classificação Decimal Universal)». Trabalho realizado por Elsa Conde http://www.instituto-camoes.pt/escritores/pessoa/biblioteca.htm. Los libros aquí recogidos figuran bajo los epígrafes «3 — Ciências Sociais. Direito. Administração» y «0 — Generalidades». Anselmo, Manuel — «O mutualismo como doutrina social». Conferência pronunciada a 21 de Janeiro de 1933 em Viana do Castelo e [novamente] a convite da Associação de Socorros Mútuos em Monção. Viana: Ti Comercial «A Aurora do Lima», 1933. 23 Bagehot, Walter — The English Constitution. London [etc]: Thomas Nelson and Sons, [1872]. 382 Bougle, C. — La sociologie de Proudhon. Paris: Lib. Armand Colin, 1911. XVIII, 333 Bury, J. B. — The idea of progress: an inquiry into its origin and growth. London: Macmillan and Co., 1920. XV, 579

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Cannan, Edwin — Wealth: a brief explanation of the causes of economic welfare. 2nd ed. London: S. King and Son, 1917. XXIV, 279 Costa, António Cândido Ribeiro da — Principios a questões da philosophia politica. Coimbra: Imprensa da Universidade, 1878. 2 v. Só existe o 1.° v.: «Condições scientíficas do direito de suffragio». 191 Eltzbacher, Paul — As doutrinas anarquistas. Trad. de Manoel Ribeiro. Lisboa: Guimarães, l908. 183 Sociológica; 2. Faguet, Émile — Le socialisme en l 907. Paris: Société Française d’Imprimer et de Librairie, 1907. 372 Funck-Brentano, Frantz — Grandeur et décadence des classes moyennes. 4ème ed. Paris: Lib. Bloud, 1907. 63 Science et religion: études pour le temps present. Questions de sociologie; 259 Hall, Arnold; Heywood, Frank — Shipping: a guide to the routine in connection with the exportation and importation of goods and the clearance of vessels inwards and outwards. London: Isaac Pitman Sons, [19-?]. 128 Hirst, Francis W. — The stock exchange: a short study of investment and. speculation. London: Williams and Norgate, [19-?]. 264 Home university library of modern knowledge Hobhouse, L. T. — Liberalism. London: Williams and Norgate; New York: Henry Holt and Co., [19-?]. 256 Home university library Horne, Alexander R. — The age of machinery: the forces of nature turned to the service of man. Glasgow [etc]: Blackie Son, [1—?]. 208 Jesus, Geraldo Coelho de — Bases para um plano industrial. Lisboa: Núcleo de Acção Nacional, 1919. XVI Jevons, W. Stanley. Logic. London: MacMillan Co., 1902. 135 Science primers MacDonald, J. Ramsay — The socialist movement. London: Williams and Norgate; New York: Henry Holt and Co., [19-?]. 264 Home university library of modern knowledge MacGregor, D. H. — The evolution of industry. London: Williams and Norgate; New York: Henry Holt and Co., [19-?]. 256 Home university library Pitman’s Commercial Dictionary of the English Language. With an appendix containing forms of addresses, chemical elements, ..., signs and symbols. London [etc]: Sir Isaac Pitman Sons, [1—?]. 187 a 3 colns. Pitman’s commercial publications Robertson, John M. — Modern humanists: sociological studies of Carlyle, Mill, Emerson, Arnold, Ruskin and Spencer: with an epilogue on social reconstruction. 4th ed. London: Swan Sonnenschein Co., 1908. 275

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Seilhac, Léon de — L’Utopie Socialiste. 3ème ed. Paris: Lib. Bloud, 1908. 71 : Science et religion: ètudes pour le temps present. Questions de sociologie; 482 Slater, J. A. — Pitman’s business man’s guide: a handbook for all engaged in business. 7th ed. London: Isaac Pitman Sons, [1—?]. 510 Smith, Adam — An inquiry into the nature and causes of the wealth of nations. 4th. ed. London: J. Richardson and Co., 1822. 3 vol. Só existem o 1.° e 3.° v. [John Reeder: es la edición que incluye la introducción y guía del conde francés German Garnier: «A view of the doctrine of Smith compared with that of the French economists; with a method of facilitating the study of his works; from the French of M. Garnier»]. Pessoa tuvo que comprarlo ya como libro antiguo. Spencer, Herbert — Social statics abridged and revised. London: Watts Co., im 1910. VII, 142 Wells, H. G. — Anticipations of the reactions of mechanical and scientific progress upon human life and thought. London: Chapman and Hall, 1914. 318

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Mercados libres y buena moneda (las ideas liberales de Josep Pla)322

Luis M. Linde

322. Este trabajo fue publicado por primera vez en Revista de Occidente, julio-agosto 2003, nº 266-267, 216-240.

El nervio de la posición política de Pla y de su entendimiento de la Historia fue su escepticismo en cuanto al progreso moral de los seres humanos y de sus sociedades y, de ahí, su rechazo, entre sarcástico e irritado, de cualquier ideal revolucionario. Pla se confesó, muchas veces, «conservador», pero es seguro que no lo era en el sentido habitual del término. «Viviendo en un país en el que se han destruido tantas cosas […] es natural que yo sea un conservador… a pesar del horror que me producen los conservadores oficiales que no han sabido conservar absolutamente nada y que no son sino inmovilistas de la peor especie» (Pla, 1966-1992, Vol. A, Per acabar, 418). En realidad, fue, desde muy joven, un liberal. Sus ideas sobre el Estado y la economía, elaboradas a lo largo de muchos años y dispersas a lo largo de su obra, justifican de sobra esta afirmación, aunque nunca las reuniera o las expusiera de forma ordenada. La primera (tanto en sentido cronológico, como sustantivo) de sus convicciones económicas, la importancia decisiva de la buena moneda, es decir, una moneda de valor estable para hacer posible la civilización y una vida no demasiado infeliz, no la aprendió en los libros, sino a través de su propia experiencia, en la Alemania de la hiperinflación de 1923323:

323. El Reichsbank suspendió la convertibilidad del marco en oro al inicio de la guerra, el 31 de julio de 1914. Entre esa fecha y enero de 1919, el índice general de precios aumentó en Alemania 2,6 veces (un 260%), un incremento parecido al registrado en el Reino Unido e inferior al de Francia. Entre enero de 1919 y julio de 1921, el índice creció 5,5 veces (un 550%). La hiperinflación se desató a comienzos de 1922 y se aceleró de manera enloquecida en enero de 1923, cuando Francia ocupó el Ruhr —entonces fue cuando llegó Pla a Berlín, según escribe en Notas Dispersas (Pla, 2001, 844)— y el gobierno alemán puso en marcha un programa de gasto público y subsidios para mantener las empresas ocupadas por Francia y hacer frente a las presiones sociales y políticas existentes. Entre enero de 1922 y noviembre de 1923, el índice de precios aumentó en más de 50 millones de veces (más de 5.000 millones por ciento) y el dólar norteamericano llegó a valer —un dato que Pla siempre recordaba— cuatro billones doscientos mil millones de marcos; la industria tipográfica alemana no tenía, literalmente, capacidad para producir todos los billetes necesarios y el gobierno tuvo que publicar un decreto —otro dato que Pla recordaba— para explicar a la población cuántos ceros tenía un billón.

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«Me di cuenta de la importancia que tiene la moneda, el precio de la moneda, en la vida humana. No puede haber ninguna forma de moral si la moneda no es fuerte y si no sirve para mantener la alimentación de la gente. Alemania, en la época de la República de Weimar, fue una jungla, llena de bestias feroces» (Pla, 2002, Notas del crepúsculo, 457). La mala moneda y la inflación mueven los regímenes políticos: «El descenso de la lira italiana abrió las puertas al fascismo de Mussolini» (Citado por Puig, 1998, 85); y afectan, incluso, al arte: para Pla, el expresionismo alemán fue la «tendencia pictórica de la inflación monetaria. Del dolor inmenso que produjo esa inflación por la eliminación en la vida humana de toda belleza…» (Pla, 1966-1992, Vol. 17, 384)324. Lo repitió muchas veces, de diferentes modos, pero la fórmula más contundente y, por eso, más citada es, probablemente, ésta: «El precio de la moneda es el fundamento de la moral práctica, que es la única que existe. Cuando una moneda se deteriora […] la golfería se extiende de una manera vasta, ineluctable y terrible» (Pla, 1966-1992, Vol. 17, 373)325. Como señala Valentí Puig en su L’home de l’abric (Puig, 1998, 198-199), Pla se atrevió a manifestar su admiración por Oliveira Salazar y su régimen, debido a su política de estabilidad monetaria a ultranza, sabiendo muy bien, claro, lo que eso significaba y cómo sería recibido en el ambiente intelectual de la España de los años 60 y 70.

1. ENTENDER LA ECONOMÍA Por la enormidad, la lucidez y el interés de su obra, por su aguda, a veces, extraordinaria inteligencia, que impresionó sobre todo a los intelectuales no catalanes que conoció en Madrid o en París antes de la Guerra Civil, Unamuno el primero326, Pla ocupa una posición sin-

324. Citado por Puig (1998, 98-99). 325. Citado por Castellet (1996, 193). 326. Unamuno dijo de Pla: «Es un periodista muy inteligente, pero con todo el carácter de un ampurdanés socarrón, cuyo sentimiento es difícil de adivinar» (Citado por Manent, 1973, 312). Que Pla era una persona extraordinariamente inteligente era una opinión común en los ambientes intelectuales y en las tertulias madrileñas y esta fama se mantiene después de la guerra. Puede verse el comentario de Antonio Díaz-Cañabate en su Historia de una tertulia,

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gular entre los escritores «peninsulares» (siempre que la cosa no fuera muy forzada, la verdad es que él prefería decirse «peninsular» antes que «español») y europeos del siglo XX327. Y, aún más singular si hablamos de economía. José M. Castellet señaló, ya en 1978 (Castellet, 1996, 184 y ss), que una de las características que hacen único a Pla entre los escritores españoles (y, podría añadirse, también europeos) del siglo XX es, precisamente, su interés por las cuestiones económicas y monetarias y su deseo de entenderlas, algo que el mismo Pla confesó a su modo. En 1957, cuando publica la segunda edición en catalán de su obra de 1929, Madrid un dietari, añade algo que no estaba en la primera edición: van él y su amigo Joan Crexells en el tren, camino de la capital (está relatando su primer viaje a Madrid, en 1921) y reflexionando sobre el paisaje y las incidencias y molestias del viaje, de pronto, sin venir muy a cuento, afirma que estuvo tentado de decirle a Crexells: «Hay que ponerse a estudiar economía […]. No entendemos nada de lo que está más allá de nuestras narices» (Pla, 1986, Madrid, 1921, un dietario, 31). Que sepamos, fue el único creador literario que se preocupó por entender a Keynes y que escribió un ensayo, que comentamos más adelante, bien hecho y bien informado, sobre su vida y el significado esencial de sus propuestas para la política económica de los países capitalistas. En 1966, el año en que se celebraba el segundo centenario de su nacimiento, escribió también una nota sobre Malthus y el aumento de la población (Pla, 1966-1992, «Record de Malthus en el seu aniversari», vol. 33, 471-475). Pero, esta nota es mucho menos interesante que la de Keynes, no sólo porque su comentario se limita a constatar el «acierto» de Malthus al señalar el problema del aumento de la población, sino porque parece aceptar, lo que es un tanto raro, dados su agudeza y escepticismo, el tópico de una Revolución Indusfechado en 1940, o el de César González-Ruano en sus Memorias, publicadas en 1951, o el de Francisco de Cossío, en sus Confesiones, Mi familia, mis amigos y mi época, publicadas en 1959. Baroja, sin embargo, si no estamos equivocados, no hace ninguna referencia a Pla en sus Memorias, a pesar de haberle tratado durante años; y tampoco Cambó, en sus Memorias, publicadas en España en 1987. Dionisio Ridruejo, primer traductor, junto a su mujer, Gloria Ros, al castellano del Cuaderno Gris, menciona a Pla en sus Casi unas memorias, pero sin juicios, ni comentarios. 327 Podrían ponerse muchos ejemplos. En su Pla de conversa, Josep Valls recoge la siguiente anécdota: Pla, ya a finales de los 70, está recordando su estancia en Italia cuando la toma del poder por Mussolini y dice: «Jo —i perdoni— sóc l’únic periodista espanyol, bueno, deixemho correr […], l’únic periodista, d’aixó, que va a estar a la Marcia sur Roma del Duce» (Valls, 1997, 308).

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trial que habría convertido bien alimentados payeses, habitantes de simpáticas casitas rurales, en hambrientos obreros industriales, habitantes de miserables chamizos en los suburbios de las nuevas aglomeraciones urbanas. Parece que aquí sus raíces de propietario rural y su fascinación estética ante la naturaleza le jugaron una mala pasada. Entre sus mejores amigos, entre los que Pla más respetó, estuvieron tres catalanes que influyeron en la política económica y monetaria española de los años 50 y 60: Joan Sardá, director del Servicio de Estudios del Banco de España cuando se prepara y ejecuta el Plan de Estabilización de 1959, del cual fue principal autor intelectual; Fabián Estapé, asesor de varios ministros y Ministerios en los años 60 y Comisario Adjunto del Plan de Desarrollo entre 1971 y 1975; y Manuel Ortínez, director del Instituto Español de Moneda Extranjera entre 1965 y 1970. Esta amistad le sirvió, entre otras cosas, para entender la importancia de las reformas acometidas por el régimen de Franco a partir de 1959, que abrían el camino a una profunda transformación económica, y también, aunque a más largo plazo, al cambio político328. En 1962, Pla, junto con algunos de sus amigos economistas, como Sardá, Estapé, Nadal, Caraben, Boixareu, y su gran amigo periodista Manuel Aznar, director entonces de La Vanguardia, colaboró en la revista mensual de Información Comercial Española, editada por el Ministerio de Comercio, en un número monográfico dedicado a Cataluña: era la primera vez después de la Guerra Civil que una entidad oficial trataba, aunque fuera por la vía de la economía, el «hecho diferencial» catalán, todo un símbolo del cambio de clima económico y político traído por el Plan de Estabilización y su éxito329.

328. Pla mantuvo siempre buenas relaciones con Demetri Carceller, ministro de Industria y Comercio entre 1940 y 1945, a quien había conocido antes de la Guerra Civil (la, ahora diríamos, compañera sentimental de Pla, Adi Enberg, fue su secretaria en Madrid a comienzo de los 30). No tuvo, que sepamos, ninguna relación con los otros dos ministros catalanes influyentes en Madrid en los años 60 y 70, Laureano López Rodó y Pedro Gual Villalbí. El primero, no muy alejado, en el fondo, de Sardá y Ortínez, estaba demasiado cercano al almirante Carrero y, por ello, al núcleo de poder del Régimen de Franco; el segundo, abanderado y publicista del proteccionismo catalán en los años 20 y 30, que Pla también defendió en muchas ocasiones, era un «franquista» proclamado y confeso, muy alejado de los intereses y de la sensibilidad liberales de Pla. Tampoco conoció a Alberto Ullastres, aunque se refiere a él con cierto respeto: Pla (2002), Notas para Silvia, 140. 329. Información Comercial Española, nº 342, febrero 1962. El artículo de Pla se titulaba «Cataluña, dialéctica y pactista». Como homenaje de ICE a Pla, este artículo se reprodujo íntegramente en marzo de 1981, en otro número monográfico dedicado a Cataluña, que estaba en preparación a su muerte.

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2. LAS IDEAS ECONÓMICAS DE LOS INTELECTUALES Las opiniones de Pla contrarias a cualquier ingeniería social, a todo proyecto constructivista, que se expresan a veces, en tonos, digamos, «anarco-capitalistas», están ya en el Cuaderno Gris330, escrito, supuestamente, entre marzo de 1918 y noviembre de 1919 y en apuntes de fecha muy temprana de las Notas Dispersas. Sin embargo, esto hay que tomarlo con precaución. Pla rescribió y corrigió el Cuaderno Gris y, podemos suponer, las Notas en años muy posteriores y es posible que algunas de las observaciones más penetrantes y, vistas desde hoy, más lúcidas, de ambos Dietarios fueran añadidas posteriormente. Por ejemplo, la observación, atribuida a su amigo Gori, Josep Bofill de Carreras, fechada en otoño de 1920 y según la cual «el comunismo en un capitalismo burocrático» (Pla, 2001, Notas Dispersas, 844), hace pensar en algo que escribió, supuestamente, mucho después: hacia 1968, Pla cuenta con mucha sorna: «Mi amigo Ortínez, del Instituto de la Moneda [se refiere, ya lo indicamos antes, al Instituto Español de Moneda Extranjera, el IEME, organismo que dependía del Ministerio de Comercio pero que trabajaba dentro del Banco de España] me contó que el Ministerio de Comercio envió a Varsovia, por motivos comerciales, a un joven funcionario muy propenso a leer a Marx, Engels y tutti quanti. Vivió allí dos años… De vuelta a Madrid, le dijo: Polonia, ¿comprende?, es una inmensa RENFE, literalmente fabulosa, insoportable» (Pla, 2002, Notas para Silvia, 229)331. Siguiendo con otro ejemplo de sospechosa lucidez, podemos citar el relato de una discusión en la tertulia de Palafrugell (aunque el episodio puede ser, en todo o en parte, una invención literaria), en 1919, es decir, muy poco después de la revolución rusa, Pla le hace decir al mismo Gori (Pla, 2001, Cuaderno Gris, 44-45): «[que el régimen capitalista es caótico, desordenado, irracional, caprichoso, dilapidador] es una verdad literal, axiomática, indiscutible. El régimen capitalista […] es además, un régimen de puro capricho y, por lo

330. Los cuatro principales Dietarios de Pla (Cuaderno Gris, Notas Dispersas, Notas para Silvia y Notas del Crepúsculo) están disponibles en castellano en magníficas traducciones: la del Cuaderno Gris, de Dionisio Ridruejo y Gloria de Ros (publicado por primera vez en castellano en 1975; reeditada en Pla, 2001) y la de los otros tres, de Xavier Pericay (Pla, 2001 y 2002). 331. El «joven funcionario», era el Técnico Comercial del Estado José Luis Ugarte (fallecido en 2005), compañero y amigo de quien esto escribe, bien conocido en los medios del oficio por sus irónicos y muy agudos análisis sobre las economías del «socialismo re(1998, 97-103)

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tanto, doloroso, cruel, triste […]. El régimen capitalista es todo esto […]. Y aún muchas otras cosas más desagradables. Nosotros podríamos pasar toda la noche acumulando maldiciones. Pero […] yo creo que estas invectivas demuestran la absoluta necesidad de defenderlo [el capitalismo] y mantenerlo en todos los terrenos. El capitalismo es irracional, caótico, incomprensible, desordenado, caprichoso, injusto, doloroso, triste, absurdo… Exactamente como la naturaleza y la vida […]. Vida y capitalismo es todo un mismo vino». Resulta curioso comparar este párrafo, que si no es de 1920 se escribió, en todo caso, hace bastantes años, con el siguiente, que Leszek Kolakowski ha escrito hace muy poco y que resume bien una idea ahora muy extendida: El deseo de detectar «leyes históricas» ha llevado a mucha gente a concebir «capitalismo» y «socialismo» como «sistemas» globales, diametralmente opuestos entre sí. Pero, no hay comparación posible. El capitalismo se desarrolló espontánea y orgánicamente a partir de la expansión del comercio. Nadie lo planeó y no tuvo necesidad de ninguna teoría omnicomprensiva, mientras que el socialismo fue una construcción ideológica. En última instancia, el capitalismo es la naturaleza humana en acción —es decir, la codicia de los seres humanos actuando en libertad—, mientras que el socialismo es un intento de institucionalizar e imponer por la fuerza la fraternidad. Parece obvio, a estas alturas, que una sociedad en la que la codicia es la principal motivación de los seres humanos, y a pesar de todos sus aspectos repugnantes y deplorables, es incomparablemente mejor que una sociedad basada en la hermandad obligatoria, ya sea en el socialismo nacional o en el internacional. (Kolakowski, 2002, «What is left of Socialism»)

Pla lo dijo hace mucho, y no peor. Las convicciones anti-revolucionarias de Pla encontraron su justificación y su cemento definitivos en las matanzas y destrucciones de la Guerra Civil española. Pero, ya mucho antes del desastre, la creencia progresista de que la Revolución resolvería todos los problemas y traería la felicidad le producía asombro. Las ideas de un librero anarquista conocido suyo, que estimaba que al día siguiente

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del triunfo de la Revolución todo estaría resuelto, le llevan a decir: «La vanidad, la envidia, el orgullo diabólico de estos primarios, ¿qué raíz tienen?» (Pla, 2001, Cuaderno Gris, 232). O, más adelante, «La ley de la Historia es la tendencia del hombre al olvido. Si esta tendencia a la fatiga de la memoria no fuese tan acusada, sería imposible imaginar la aparición intermitente de aventureros de gran volumen, de lo que se llama los personajes históricos» (Pla, 2001, Cuaderno Gris, 308). Sus convicciones anti-revolucionarias estuvieron siempre ligadas a su prevención contra los intelectuales. En la Europa y en la España de los años 20 y 30 esta asociación no era nada frecuente. En esto, también fue un solitario y, en cierto sentido, un precursor. A pesar de ser, en grado superlativo, un «intelectual profesional», prefería verse y pensarse —fue, probablemente, la única coquetería de su vida— como un «propietario rural que escribe». Esa imagen de sí mismo le gustaba, sin duda, más que la de «escritor profesional», amarrado a una permanente estrechez económica. Él mismo reconoce abiertamente que, con algunas excepciones, escoge la compañía de empresarios, políticos o profesionales antes que la de otros escritores o intelectuales. En 1927, en un amago de polémica con el poeta y gran traductor de lenguas clásicas Carles Riba, escribía: «Si ha habido progreso social no se debe agradecer al intelectual venal, vanidoso […] sino al político. Todo lo que se ha hecho en el mundo, mucho o poco, que tiene un sentido de higiene moral, se debe a los políticos»; y añade: «El pueblo siempre tiene miedo de que los intelectuales, postulando el derecho, la justicia y la dignidad, se coloquen en el campo opuesto» (Gustá, 1997, 427 y ss). En sus Notas para Silvia, se refiere a la primera de las tertulias a las que asistió en Barcelona y que fue, para él, la más productiva e interesante, la tertulia de la Peña del Ateneo, y su reflexión sobre algunos de los personajes que allí frecuentaba se resume así: «En aquellos años, cuando se daba en algunas personas la conjunción entre la ignorancia y alguna posibilidad de expresión, se abría un terrible espacio de destrucción. Los payeses eran unos infelices, unos puros cretinos. Los pequeños comerciantes, tenderos, la gente del mercado, eran unos ladrones indefectibles; el gran capitalismo —las personas que hacían algo— estaban considerados como una clase maléfica […] depredadores del común de la gente» (Pla, 2002, Notas para Silvia, 18). Y, más adelante, reflexionando sobre los intelectuales y su papel en la vida pública y en la vida política dice que se dio

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cuenta mucho después de que «la primera condición que debe reunir una persona que dispone de cierta capacidad de expresión es una mínima responsabilidad contraria a producir dolor y miseria en la vida de la gente. Muchos intelectuales de aquella peña [la del Ateneo] ni siquiera sabían que la política se había inventado para evitar la Guerra Civil y sus terribles estragos».

3. LA MONEDA ESTABLE Vayamos ahora a la moneda332. Pla contó muchas veces cómo había descubierto la función de la moneda estable y el significado de la inflación. Fue en Berlín, en 1923, durante la gran hiperinflación, cuando un exiliado ruso, huésped de la misma pensión que él, le explicó que había hecho una estupidez al cambiar de golpe todas las pesetas que había recibido de su periódico de Barcelona. El tipo de cambio variaba día a día —es decir, el marco alemán se depreciaba día a día, casi hora a hora, a la velocidad de la increíble subida de los precios, debido a la monstruosa emisión de moneda—, por lo que su precipitación le costaría, le advirtió el ruso, una buena cantidad de marcos. Pla pasó dificultades para terminar aquel mes y nunca olvidó la lección (Pla, 2001, Notas Dispersas, 672-673 y 794804): desde entonces, pensó siempre, aun con alguna matización, que una moneda estable, una moneda en la que se pueda confiar, es un elemento crucial de la civilización. Esto no quiere decir que Pla entendiera del todo la relación entre emisión monetaria, inflación, valor de la moneda y actividad económica o que, entendiéndola, no sufriera, a veces, algunas confusiones. Por ejemplo: «La abundancia de bancos significa que hay una enorme cantidad de billetes en circulación —o sea, miseria. Estos últimos años hemos visto cómo el Estado daba el dinero a paletadas y cómo se producía una inflación fabulosa. Es una forma de demagogia como cualquier otra, práctica y meditada voluntariamente. Eso ha sido posible porque la ignorancia existente en esta tierra sobre la moneda y su precio es vastísima. ¡No tenga deudas!» (Pla, 2002,

332. Valentí Puig, en su L'home de l'abric (1998, 97-103), dedica un capítulo a las opiniones de Pla sobre la moneda y la inflación. Aunque es un capítulo muy breve, está todo lo esencial.

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Notas para Silvia, 383). En este párrafo hay una afirmación perfectamente correcta —la conexión entre «dar dinero a paletadas» e inflación—; otra, totalmente errónea: la relación entre abundancia de bancos y abundancia de billetes en circulación, y una tercera, la invocación a no tener deudas, que sería, si hablamos del deudor y se trata, como parece, de protegerse de la inflación, un completo error (aunque es posible que ese consejo no estuviera relacionado con la frase anterior, o, aunque parece improbable, quisiera decir lo contrario de lo que parece, quisiera decir: ¡que no le deban dinero!). Sus ideas son también algo confusas cuando dice: «Estoy decididamente en contra del funcionamiento intensivo de la máquina de producir billetes. Todos los sueldos y jornales excesivos hacen que esta máquina funcione […]. Cuantos más billetes lleva uno en la cartera de forma injustificada [sic] menos valen los billetes […]. La primera obligación de un ciudadano no es ni la bandera, ni el honor retórico, ni las formas grotescas. La primera obligación de un ciudadano es mantener el precio de su moneda —y cuánto más elevado sea, mejor» (Pla, 2002, Notas para Silvia, 416). Y, más adelante: «Desde un punto de vista histórico, la depreciación de la moneda es la única defensa automática de la que dispone la gente contra la locura destructiva y revolucionaria» (Pla, 2002, Notas del Crepúsculo, 485). Pero, estos errores o confusiones no tienen importancia, porque a Pla lo que de verdad le interesa es el significado histórico y político del desorden monetario y, en cuanto a esto, no se equivoca. En las Notas del Crepúsculo (Pla, 2002, 418), recuerda que todas las revoluciones han destrozado la moneda con la inflación y explica cómo debe entenderse la relación entre subida de precios y valor de la moneda: «La gente está convencida de que el valor de las cosas sube y baja debido a las especulaciones efectuadas sobre este mismo valor. Pero este convencimiento es equivocado. Las especulaciones sobre el valor de las cosas aparecen cuando la moneda oscila, cuando sube o baja, sobre todo cuando baja. Si he escrito y he hablado de estas cosas es para que la gente no se deje engañar por la locura del Estado o por los aventureros que están siempre al acecho. En una sociedad normal y consolidada, la primera obligación de los ciudadanos tendría que ser pedir constantemente a sus dirigentes que mantuvieran una moneda buena, utilizable y eficaz. Esto tendrán que pedirlo sobre todo los pobres, que en este aspecto somos siempre los más perjudicados» (Pla, 2002, Notas del Crepúsculo, 484).

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En 1979, le comenta a un amigo: «cuidado con la moneda. Es mucho más importante, pienso yo, que los hijos, la familia o la religión. Así se lo dije a la Sra. del Rey, me dijo que exageraba […] pero me lo dijo riéndose» (Valls, 1997, 110). Pero, a pesar de su preocupación por la moneda estable, Pla no ignoraba los riesgos de la estabilidad a ultranza y de la deflación. Retratando a su muy aborrecido Miquel Mateu, el primer alcalde de Barcelona después de la Guerra Civil, escribió (Pla, 1966-1992, vol. 17, 536)333 que su administración de la ciudad sería recordada, si acaso, por «la incompatibilidad de sus ideas económicas —basadas puramente en la contabilidad estricta de un hombre de negocios particular— con el enorme y complejísimo fenómeno de la Guerra Civil peninsular. Mateu es un deflacionista sistemático y en Barcelona mantuvo este criterio sin inmutarse, aumentando así el número de pobres». Después, resumía de este modo la evolución económica española entre la Guerra Civil y el Plan de Estabilización: «El Estado, en la inmediata posguerra, fue deflacionista… pero es cierto que la posición se fue agua abajo (con retraso); se produjo la inflación y, cuando llegó el momento de poner las cosas en su lugar, hubo que establecer la cotización del dólar a sesenta [pesetas/dólar] después de un período de miseria, de estraperlo y de hambre, inenarrable y muy largo». En las Notas Dispersas, publicadas en 1969, introduce matizaciones a su defensa de las ventajas de la moneda estable: «Una cierta, moderada, tendencia a la inflación ha sido siempre un instrumento de gobierno. Depende de los límites en que pueda ser mantenida. Pero estos límites se superan a menudo […] y entonces la situación se vuelve difícil. Las dificultades, para la inmensa mayoría de la población, pueden llegar a ser abrumadoras; para una minoría de aventureros, brillantísimas» (Pla, 2002, Notas del Crepúsculo, 570). Y en las Notas para Silvia, publicadas en 1974, aprueba el reproche que Joan Sardá le hizo en cierta ocasión al alcalde de Barcelona, José Mª Porcioles —persona por quien Pla decía sentir gran admiración—, en el sentido de que Barcelona no había sabido aprovechar «la política de inflación llevada a cabo por el Estado español» (Pla, 2002, Notas para Silvia, 147), el mismo reproche, aunque dulcificado, que, 333. Aunque el artículo sobre Mateu está fechado en 1957, parece evidente que lo retocó después de 1959, puesto que hay una referencia al establecimiento del tipo de cambio de la peseta en 60 pesetas por dólar USA en julio de 1959.

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como hemos visto, él hacía también a Mateu. De modo que, cualesquiera que fueran los desplantes, las bromas y los exabruptos de Pla, sobre todo, en su vejez, no era ningún «fanático liberal». Estaba dispuesto a aceptar algunas transgresiones —suaves— a la estabilidad monetaria.

4. LA TEORÍA ECONÓMICA (Y POLÍTICA) DEL VIAJE EN AUTOBÚS: DEFENSA DE LA LIBERTAD CONTRA EL ESTADO INTERVENCIONISTA En julio de 1942, en plena guerra mundial y en plena y mísera posguerra española —«la vida que estamos arrastrando, el temporal que estamos capeando» (Pla, 1980, «Prólogo»)—, Pla publica una de sus obras maestras, Viaje en autobús. El telón de fondo y, a la vez, hilo conductor de su vagabundeo por el Ampurdán es la desolación, el hambre, la nostalgia del pasado, tan lejano y tan cercano y, desde luego, los contrasentidos del intervencionismo y la autarquía. El Viaje en autobús es una elegía de la libertad económica y de los mercados —«quintaesencia de la libertad, columna de la sociedad, barómetros de la seguridad de la vida» (Pla, 1980, 180)— y una protesta disimulada, cercana a una especie de humor negro, pero transparente, contra la parafernalia económica del Nuevo Estado, como se designaba a sí mismo el Régimen: el intervencionismo asfixiante, los cupos, la necesidad de permisos y salvoconductos para todo, la autarquía, de cuyos principios y resultados se recochinea abiertamente, el control de precios, el racionamiento, etc. Por supuesto, Pla no hace discursos. En uno de sus paseos, se detiene a comentar con un conocido el reciente y ostentoso enriquecimiento de un carnicero y le dice a su acompañante: «Ya comprendo. Desde que dejaron en libertad a la carne, habrá ganado unas pesetas» y aquél, supuestamente, le responde: «¡Ca hombre. Fue antes, cuando la tasa, que las ganó […]. Desde entonces [se entiende: desde el fin de la tasa de la carne] no hace más que quejarse» (Pla, 1980, 96). Los cupos, las preferencias autárquicas, los monopolios («aunque sean pequeños» [Pla, 1980, 177]) son los componentes clave de esa economía, cuyas reglas de juego no vienen del mercado, sino de la política —aunque fuera una política de muy

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miserable alcance—, de la Policía, del Fisco y de las influencias en los despachos de la Administración que vigila y, supuestamente, controla todo. La clave de los buenos negocios no está «en soñar fantasías y cosas de poca base, como se hacía antes, sino soñar concentraciones, en monopolios compactos utilizando el interés nacional como cemento armado» (Pla, 1980, 178), todo ello justificado, además, muchas veces, en la necesidad de proteger a la sociedad contra los intermediarios y contra el comercio ilegal, que entonces, como es bien sabido, se llamaban «estraperlistas». Un capítulo del Viaje en autobús, titulado «Misterios fisiocráticos», está dedicado a los tales estraperlistas (campesinos, la mayor parte, que pretendían vender sus productos por cauces no oficiales para evadir los precios tasados) que, igual que él mismo, viajaban en autobús «fisiocrático»: «Los fisiócratas decían: los elementos que se dedican a acercar las cosas del productor al consumidor merecen nuestro aplauso […]. Ahora es todo al revés. Dentro de muy poco […] aparecerá un control. La consigna del momento es ¡no pasarán» (Pla, 1980, 68). Tampoco cree en la letanía común contra los intermediarios. Después de referirse con ironía a los economistas «aparentemente candorosos» que combaten a los intermediarios, dice: «Lo que encarece las cosas —han dicho— es que pasan por demasiadas manos. Suprimamos los intermediarios y la vida se abaratará. Hemos suprimido los intermediarios y, sin embargo, las cosas son cada vez más caras. Cuando los mercados son florecientes, la vida es abundante. Cuando los mercados decaen, el hambre, para la mayoría, está a dos pasos» (Pla, 1980, 180). Los mercados son el fundamento del bienestar material y de la convivencia civilizada y no es posible vencer la escasez y progresar materialmente sin libertad comercial y económica, lo que exige el respeto a la propiedad privada y el menor intervencionismo estatal posible. A partir de 1945, la crítica liberal de Pla se hace menos anecdótica, más dura y más general, es decir, más política. En un artículo publicado en noviembre de ese año, «Sobre una profunda bobada» (Pla, 1966-1992, Vol. A, Per acabar, 160-163) dice: «El señor que se encarga de todo es el Estado… Se ocupa de las primeras materias, de las segundas materias y de las terceras materias. Se ocupa de precios y clientes, de jornales y subsidios, de horarios y fletes. Es una delicia. Nosotros, lo único que hacemos es rellenar unos papeles y, al final, cobrar»; y sigue: «Cada día son más visibles […] las ilimita-

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das intervenciones del Leviatán moderno […]. Implantan el socialismo con todas aquellas ilusiones que habían leído en los libros. Para asentar nuestra felicidad en el granito más puro resucitaron las doctrinas económicas de la edad de piedra y crearon la autarquía […]. Yo no sé qué va a ocurrir en la lucha contra la libertad y el capitalismo, lo cierto es que implantar el socialismo y caer en los defectos más absolutos de aquello que se trataba de enterrar, fue todo uno»; y termina con la siguiente, muy contundente, protesta: «A más control, más impunidad. A más socialismo, más frivolidad, menos contabilidad, más zonas de sombra y misterio […]. Y ahora no hablo de este país, ni de ningún otro país concreto. Hablo de Europa. Después de cincuenta años de propaganda puritana del socialismo, es natural que se hayan enamorado de este espantajo no pecaminoso todos los espíritus situados en aquella zona equívoca que hay entre la ingenuidad y la ambición, entre la ignorancia y la pedantería». Poco después, en 1946, en uno de sus artículos de sarcasmo más negro, escribe: «Vd. cree que el mérito de un comerciante, la justificación de su fortuna, es el trabajo, la actividad, la responsabilidad, la utilidad social. Yo creo que tiene mucho más mérito todavía hacerse millonario cerrando prácticamente la tienda, la oficina o el almacén y dedicándose a pasear, a tomar “cubas-libres” y almendras saladas» (Pla, 1966-1992, Vol. A, Per Acabar, «Sobre las sorpresas presentes», 164-168). Del mismo modo que el desastre de la Guerra Civil consolidó definitivamente sus convicciones anti-revolucionarias, el intervencionismo asfixiante, ineficaz y generador de pobreza y de corrupción de la posguerra reafirmó su fe en la libertad económica, en la iniciativa privada y en los mercados no intervenidos. Pero sus ideas van más allá. Está, además, su «teoría general de las propinas», que complementa y fundamenta su entendimiento liberal de la economía. En Humor honesto y vago, publicado en marzo de 1942, es decir, unos meses antes de Viaje en autobús, escribió: «La civilización consiste en la generosidad que irradiamos y en la generosidad que nos conceden. La civilización, en una palabra, es un grandioso sistema de propinas» (Pla, 1985, 185). Aunque, obviamente, es sólo una intuición, obsérvese que esto va más allá de la explicación de Adam Smith de por qué el carnicero, sin albergar sentimientos especialmente bondadosos o generosos hacia nosotros, hace, sin embargo, un trabajo que nos beneficia. Aunque se nos diga que vamos dema-

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siado lejos, que vemos más de lo que hay, ¿no es éste, en resumidas cuentas, el fundamento que da Hayek a su Gran Sociedad y a la civilización moderna, en la que cooperan millones y millones de personas sin conocerse entre sí? ¿Y no es ésta, en resumidas cuentas, la explicación que ofrece nuestra moderna teoría de juegos sobre la cooperación social? Pero, el tiempo fue pasando y Pla no se quedó en la moneda estable y en la elegía de los mercados libres. En los 50, Pla trató de entender lo que, además de ser una novedad intelectual y política en Europa y, desde luego, en España, se perfilaba como una opción liberal realista frente al avance del socialismo, las ideas de Keynes.

5. KEYNES En 1955, Pla escribió un breve ensayo titulado «Una noticia: John Maynard Keynes (Lord Keynes)»334 en el que, además de resumir la vida privada y la actividad pública de Keynes, explicaba, a su manera, pero sin cometer ningún error importante, lo esencial de la crítica de Keynes al análisis clásico, y sus propuestas para salvar el capitalismo y resolver el problema del paro. Pla no acostumbraba a informar a sus lectores acerca de sus fuentes, y en el ensayo que comentamos no hay ni una sola nota. No es posible, por ello, saber qué libros o revistas consultó. Es seguro que aprovechó las explicaciones de alguno de sus amigos economistas, probablemente, en todo caso, las de Joan Sardá. Pla explica estupendamente cuál fue la posición de Keynes en el problema de las reparaciones alemanas después de la I Guerra Mundial. Entendía que Keynes había acertado plenamente en sus críticas a las exigencias de los aliados, imposibles de satisfacer para Alemania, y que los desastres del nazismo y de la II Guerra Mundial se habrían, quizás, evitado si ingleses y franceses hubieran hecho caso a Keynes y, en vez de buscar el castigo de Alemania hubieran ido por la vía, escogida después de la II Guerra Mundial, de la reconstrucción y la ayuda.

334. Puig (1998, 203-205) hace un excelente resumen y comentario de este ensayo, sobre todo, en sus aspectos históricos.

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Pero, lo que más le importa a Pla es entender la aportación keynesiana al control de los ciclos económicos y a la consecución del pleno empleo: «Keynes vivió toda su vida obsesionado por un problema: el del paro obrero… [Keynes creía que el paro] tenía una razón y una causa […] era debido al sistema mismo» (Pla, 19661992, Vol. 33, 287). Puesto que la crítica de Keynes a la economía clásica era, y Pla lo entiende perfectamente, que el ajuste en el mercado de trabajo no podía hacerse como en los demás mercados, debido a la dificultad de hacer bajar los salarios y a los problemas políticos asociados a este mercado, y eso exigía la intervención del Estado, ¿cómo reconciliar esto con las posiciones liberales del propio Pla? Así: «Toda la vida [Keynes] se llamó liberal… pero Keynes fue un liberal sui generis. Fue un enemigo del laissez faire. Siempre consideró que la libertad económica es tan importante como la de pensamiento, expresión o de creencias. Es una libertad sagrada. Pero la libertad económica está amenazada por el despotismo del socialismo de Estado… Para salvar en la medida de lo posible la libertad económica… no hay más que un camino: aplicar la teoría del mal menor, recortarla un poco para salvar lo que pueda ser salvado. El dirigismo… es un mal, pero es preferible un poco de dirigismo, sobre todo si es inteligente y está basado en la realidad económica, que la pérdida total de libertad devorada por el socialismo de Estado» (Pla, 1966-1992, Vol. 33, 288). En un apartado de su «Noticia sobre Keynes», dedicado al «equilibrio entre inversión y ahorro» (Pla, 1966-1992, Vol. 33, 312315), Pla intenta explicar esta cuestión, una de las más oscuras, o peor expuestas, por más simplificadas, de la Teoría General de Keynes, y sale bastante airoso de la prueba. Pla no se detiene, desde luego, en las aclaraciones que los manuales de economía suelen hacer antes de entrar en la cuestión: la igualdad contable de ahorro e inversión (llamamos «ahorro» a la renta no gastada en bienes y servicios de consumo cuando consideramos el flujo de rentas desde el punto de vista del gasto, y la llamamos «inversión», incluyendo las variaciones en las existencias de bienes producidos, cuando lo consideramos desde el punto de vista de la producción o el ingreso), y los posibles desfases temporales entre ambos flujos. Va directamente a la relación entre ahorro e inversión que es significativa para determinar el nivel de demanda efectiva y empleo y la explica así:

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[La doctrina central de Keynes sobre el dinero] establece una distinción entre lo que denomina inversión, que equivale al capital libre o sobrante, de un lado, y ahorro, de otro. La decisión de invertir proviene de una parte de la sociedad; la decisión de ahorrar, de otra … Los economistas clásicos afirmaron que el ahorro de los particulares encuentra siempre su camino en esta forma de capital, hasta el punto de que el volumen total de la inversión será siempre igual al del ahorro. Keynes disiente y afirma que la inversión y el ahorro pueden tener volúmenes diferentes, de forma que cuando la inversión es superior al ahorro se produce la inflación, mientras que cuando el ahorro es superior a la inversión se produce la deflación y el paro. (Pla, 1966-1992, Vol. 33, 313)

Más adelante, dice: Una sociedad verdaderamente próspera y rica sólo puede basarse en una situación de permanentes beneficios [y esta situación] sólo puede conseguirse manteniendo un equilibrio entre el ahorro y la inversión, sorteando en cada momento la inflación y la deflación, tanto las subidas de precios como las bajadas, ambas igualmente fatales. (Pla, 19661992, Vol. 33, 314)

6. DE LA MONEDA ESTABLE A LA INFLACIÓN MODERADA: LA ECONOMÍA ESPAÑOLA EN LA II REPÚBLICA Las opiniones económicas menos ortodoxas y más «izquierdistas» que Pla expresó —siempre dentro de su escéptico pesimismo— estuvieron referidas a unos acontecimientos sobre los que no había tenido nunca, verdaderamente, veleidad «progresista» alguna: la II República y sus avatares, políticos y económicos. Aquí, su conversión keynesiana llegó bastante lejos, como ahora veremos. En efecto, en 1971 escribió un artículo (Pla, 1966-1992, Vol. A, 381 y ss) para tratar de algo que había vivido intensamente y sobre lo que había escrito centenares de crónicas siendo corresponsal par-

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lamentario en Madrid, entre 1931 y 1936, de La Veu de Catalunya, el periódico de la Lliga y de Cambó: la política y la economía de la II República. El motivo fue la publicación de un trabajo de Joan Sardá sobre la historia del Banco de España entre 1931 y 1962 (año de la nacionalización del Banco)335, que incluía un análisis de la política monetaria llevada a cabo durante la II República, de su posible impacto sobre las tensiones de la época y las conflictivas relaciones entre el Banco y los gobiernos republicanos de izquierda. Pla sentía por Sardá gran admiración y respeto, y acepta plenamente su tesis según la cual el Banco de España habría desarrollado, entre 1932 y 1936, una política deflacionista que llevó a la apreciación real de la peseta, favoreciendo la caída en la actividad y contribuyendo así al «malestar social de la época y quizás a la Guerra Civil» (Sardá, 1970, 424). Pla no se limita a aceptar esta imputación de responsabilidad, aun argumentada en los arcanos monetarios, contra las «posiciones anti-republicanas» que defendían una moneda «incólume, sólida, granítica» (Pla, 1966-1992, Vol. A, 387). Va más allá y enmarca las que llama «ideas ultraconservadoras» del Banco de emisión y su política deflacionista en la panoplia de ideas reaccionarias, asociadas normalmente por el mismo Pla a la política «castellana», que, a su vez, vienen a coincidir con los demonios de las explicaciones izquierdistas más tópicas: «La República, con toda su dimensión revolucionaria, no pudo ni con el Banco de España, ni con el partido militar, ni con los latifundistas, ni con la Iglesia… En fin, no lo pudo resolver, no tuvo suficiente habilidad. España es un país endemoniado» (Pla, 1966-1992, Vol. A, 386). Pero, ¿no era él, más bien, partidario de la moneda estable, incólume, sólida, granítica? ¿Hay, en sus centenares de crónicas parlamentarias, entre 1931 y 1936 (tres volúmenes de su Obra Completa), alguna atribución semejante de responsabilidad a los latifundistas, a la Iglesia, o a los militares por la progresiva degradación de la República y, sobre todo, por el fracasado intento revolucionario de Octu-

335. Sardá (1970). Aquel libro, El Banco de España, Una Historia Económica (Ruiz Martín, 1970), editado por el propio Banco de España, tuvo una vida muy conflictiva, debido a que el trabajo de Sardá daba por buena la tesis del agotamiento del oro enviado a la URSS en 1936 en el pago de las armas compradas por el bando republicano (436) tesis que los gobiernos españoles de la época no aceptaban oficialmente (y no han aceptado nunca formalmente). En su comentario, Pla evitó cuidadosamente referirse a esta cuestión, ni siquiera indirectamente.

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bre de 1934 que fue, como él mismo cree, el verdadero inicio de la Guerra Civil? Pla se da cuenta de que tiene que responder a estas preguntas de un modo no del todo incoherente con sus opiniones de siempre, y termina diciendo: «Yo no soy partidario de la inflación, pero la política no consiste sino en componer las cosas, un poco más o un poco menos. Ir tirando. Siempre he creído que la moneda es la clave de todo. Lo digo una vez más. Años más tarde [se entiende: después de la II República] la mentalidad inflacionista se impuso de una manera total» (Pla, 1966-1992, Vol. A, 387). Así que la moneda es la clave de todo, pero, a veces, es preferible que no sea muy estable.

7. LIBERALISMO Y PORNOGRAFÍA HUMANITARIA Las opiniones de Pla sobre la importancia de los desórdenes monetarios estaban ligadas a la repugnancia que le provocaban las promesas de felicidad y de redención de los dos grandes movimientos antiliberales que han llenado de horror el siglo XX, el comunismo y el fascismo en su variante más terrible, el nazismo. Lo expresó también de muchos modos, con diferentes grados de sarcasmo, ironía, desgarro, pesimismo, impaciencia o mal humor. Lo que él llamaba los «tópicos de la pornografía humanitaria» (Pla, 2002, Notas para Silvia, 83) le sacaban de quicio. Y, en una ocasión, escribió la siguiente estupenda recomendación (Pla, 2002, Notas del Crepúsculo, 568): «Si algún día se encuentran con un orador que les garantice la felicidad, el bienestar, la solución de todos los problemas gratis; si algún día se encuentran con algún cura laico, de dulce palabrería… hagan caso: abróchense la americana y tomen las de Villadiego lo más deprisa posible». Poco antes había escrito: «[Los totalitarios de este siglo] tuvieron la indescriptible cara dura de intercalar la palabra felicidad en el léxico político. En nuestro idioma, utilizamos una frase antigua y muy inteligente que dice así: Prometre no fa pobre» (Pla, 2002, Notas del Crepúsculo, 482). Pla era un liberal recalcitrante y articulado cuando en Europa la mayoría de los intelectuales tomaron un rumbo bien distinto. Lo proclamó y lo justificó de diferentes maneras, incluso en forma poética , en los versos que él hacía, extraños y deslavazados, sin ritmo, ni música, pero, aún así, nada vulgares:

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¿Usted es socialista? No, señor ¿Capitalista? Menos aún ¿Va a contracorriente? […] Yo soy individualista Si tengo sed, déjenme beber Si no tengo hambre, ¿por qué debo comer? Si me apetece mirar el cielo déjenme mirar el cielo Si no tengo sueño, ¿por qué debo dormir? Si no deseo cooperativizarme ¿por qué debo hacerlo? Si deseo ir a pie, déjenme ir Si he de mendigar ¿por qué no voy a hacerlo? Olvídenme, por favor Soy individualista -liberal Denme por muerto No me fastidien No aspiro a otra dignidad. (Pla, 2002, Notas para Silvia, 308)

El liberalismo de Pla no es, evidentemente, el de un apacible y satisfecho burgués. A veces, como en estos versos, parece un tanto primario, el liberalismo de un «anarco-conservador», según lo definió el poeta J. V. Foix (Puig, 1998, 240). «Una selección de las páginas antiburguesas escritas por Pla haría las delicias del anarquista y del socialista más exigente… Sin embargo, la crítica a la burguesía la hace Pla dentro del mismo sistema y considera que es, después de todo, el régimen que permite más libertad» escribió Jaume Miravitlles (Miravitlles, 1980, 226), compartiendo las opiniones de Joan Fuster. En todo caso, más allá de disfraces con los que, a veces, le gustaba presentarse y más allá de sus complejidades —su permanente esfuerzo de sencillez y claridad no sólo no significa que su pensamiento fuera lineal y de pocos elementos, sino, más bien, todo lo contrario— su liberalismo estaba muy meditado sobre los hechos y las realidades políticas que él había conocido en Europa y en España, y lo fue cultivando y reelaborando hasta el final de su vida, algo inevitable dada su insaciable voracidad intelectual y su pasión por leer y saber.

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En un artículo titulado «El ocaso del liberalismo» (Badosa, 1994, 268-269), publicado en 1933, decía: Todo el mundo sabe […] lo que es la libertad de prensa y la libertad de pensamiento y de reunión y la libertad de ser socialista —esto se sabe ahora en Alemania— y la libertad de comerciar con las cosas —esto se sabe en Rusia— y la libertad de ser liberal, que es lo que no se puede ejercer en Italia. Todas estas libertades son concretas y por tanto necesarias [subrayado nuestro]. De manera que cuando se pregunta: Libertad, ¿para qué?, se podría quizá contestar sin especiosidad de ninguna clase: ¿Y con qué derecho me quiere usted secuestrar las libertades? La frase es una frase típica de Guerra Civil… Y puede aceptarse menos cuando uno constata, cuando la experiencia histórica constata, que muchas veces se secuestran las libertades de un núcleo social y se aumenta paralelamente la miseria,… y todas las bajas pasiones que se ocultan detrás de las utopías aparentemente más armónicas pero prácticamente irrealizables.

En los años 50, después de un viaje a los EEUU, tuvo la lucidez suficiente para, separándose totalmente de la ola pro-comunista y anti-norteamericana que anegaba al mundo intelectual europeo, señalar que los norteamericanos sufrían el resentimiento de los europeos «tocados de totalitarismo» y añadía: «Estados Unidos es la más grande creación de la libertad humana y esto les desagrada [a los europeos]» (citado por Puig, 1998, 220). Muy pocos intelectuales y escritores europeos entendieron entonces, a mediados de los años 50, que esa era la enfermedad política e ideológica que padecía Europa frente a los EEUU. Y, de los pocos que lo entendían, aún menos se atrevieron a decirlo con tanta claridad. Pla fue, políticamente, sin duda, un muy convencido liberal. Pero, quizá, lo más interesante es señalar que su liberalismo tenía parte de sus raíces en su interés por entender los mecanismos básicos de la actividad económica y del capitalismo y en su respeto, y esto es fundamental, hacia sus actores y sus instituciones. En efecto, siendo muy joven se dio cuenta de que poca gente entendía de verdad —él tampoco— el funcionamiento de los mercados y de las instituciones del capitalismo, la importancia decisiva

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del valor de la moneda, los efectos de la inflación, el significado del tipo de cambio, la complejidad y delicadeza del tejido de intercambios. Realmente, le escandalizaba comprobar que a la mayoría de los escritores y periodistas que conocía todo eso les importaba un pito. Ni entendían, ni estaban dispuestos a hacer esfuerzo alguno para entender; preferían seguir con sus ideas simplistas, grotescas, infantiles. Muchos intelectuales se sentían felices proclamando, con total frivolidad, las mayores barbaridades económicas y, por consiguiente, políticas: era una actitud más literaria y artística que reconocer la propia ignorancia y tratar de entender el mundo real. Pla era demasiado inteligente y honrado intelectualmente como para sentirse cómodo descansando en esa poltrona irresponsable. Antes de la Guerra Civil, su entendimiento de las cosas económicas se centraba en el valor del dinero y la inflación y en la defensa de los principios del capitalismo liberal, es decir, propiedad privada, seguridad jurídica y libertad comercial. Después de la guerra tuvo excelentes maestros para ampliar sus intereses y sus conocimientos. Parece que Sardá, en primer lugar, pero también Estapé (2000, 239240), Ortínez, Caraben (Pla, 1966-1992, Vol. A, Per acabar, 714, 738) y otros le ayudaron a entender los problemas de los años 50 y 60. Con esta ayuda llegó a adquirir una, digamos, «conciencia económica» muy rara entre escritores y periodistas, que afloraba en sus reflexiones del modo más inesperado, es decir, desordenado. Habría muchos ejemplos; aportaremos uno que es muy curioso y revelador, nos parece, de la complejidad de su pensamiento y de su nunca dormida conciencia política. En 1966, en Buenos Aires, en las notas que toma para una especie de Diario, escribe que «la diferencia que hay entre una mujer honrada y una de la prostitución es la memoria [subrayado nuestro]» y, de pronto, sin transición alguna, añade: «Crear una comisión de economistas —Sardá, Ortínez, Caravén [sic], Trias— para tratar de saber si la autonomía [obviamente, de Cataluña] es posible sin subir excesivamente los impuestos. Si hay que subirlos demasiado, la gente se desinteresará de la cuestión, con todas las consecuencias. ¿Hasta qué extremo debe llegar la autonomía? ¿Con qué podríamos contar en el extranjero?» (Pla, 1966-1992, Vol. A, Per acabar, 714). No sabemos, claro está, cómo una idea le llevó a la otra. Pero, no parece disparatado pensar que, quizá, la palabra «memoria» le llevó a la pesadilla que para él fue, hasta su muerte, el recuerdo del desas-

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tre de la II República y la Guerra Civil. Pla era, por supuesto, partidario de recuperar el Estatuto de Autonomía, pero era, a la vez, muy consciente de que esa operación política conllevaría problemas económicos en los que alguien debía pensar. Pla tenía un gran miedo: que los políticos catalanes recayeran en la verborrea revolucionario-separatista, dando lugar a nuevas tragedias, ridículas o dramáticas. El entusiasmo con el que, tras la muerte de Franco, apoyó a Tarradellas y su política pactista puede ser una prueba de lo anterior. Su pesimismo sobre España no era menor a su temor por Cataluña y los errores políticos que los catalanes podían volver a cometer. En octubre de 1966, en Ginebra, ve en la estación de ferrocarril una sala de espera ocupada por una muchedumbre de emigrantes españoles, y anota, evidentemente, avergonzado y apesadumbrado por lo que ve: «Aspecto impresionante de los inmigrantes españoles… El último país de Europa» (Pla, 1966-1992, Vol. A, Notes per a un diari 1966, 860-861). Pla nunca abandonó su defensa de la moneda estable como uno de los fundamentos de la sociedad civilizada. Pero, su entendimiento de los asuntos económicos y su interés por ellos fue más allá, se matizó y se hizo más complejo: las instituciones del capitalismo, el papel de los mercados libres, el socialismo como generador de pobreza, la relación entre libertad económica y libertad política, la política económica keynesiana como opción liberal frente al estatismo. Incluso, su nacionalismo catalán se hizo algo «economicista». El autor ampurdanés fue testigo del derrumbe de las sociedades liberales europeas —incluida la española— y de los desastres y matanzas sin precedentes que ese derrumbe trajo consigo. Era ya un liberal bastante radical y un demócrata convencido antes de la Guerra Civil española y de la Segunda Guerra Mundial, pero, después, su convencimiento se hizo, si cabe, aún más firme y definitivo. Resistió todas las oleadas antiliberales —fascistas y socialistas en los años 20 y 30, y procomunistas después de 1945— desde una posición, a la vez, perfectamente lúcida y del todo marginal. Si hubiera vivido diez años más, se habría llevado alguna alegría.

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Azorín y la Economía

Juan Velarde Fuertes

El 5 de diciembre de 1896, tiene lugar un encuentro entre dos grandes colosos del pensamiento español, ambos relacionados con la que se ha llamado generación del 98. Por supuesto, me niego a entrar en la polémica de si existió, o no, esa generación. A mí, como persona vinculada con el mundo científico me gusta más hablar de Escuela. No puedo dejar de pensar, cuando me encuentro con personas tan señeras como son Azorín y Unamuno, que a ambas les conviene aquello que, sobre lo que significa la vinculación a una Escuela, escribe el premio Nobel de Economía George Stigler en sus Memorias de un economista: «Las escuelas de pensamiento surgen como respuesta a necesidades [intelectuales] [...], no se crean por acuerdo de la sociedad. Esto significa que sirven a una importante función [...]: mantener unido a un grupo de [personas] [...] que comparten una visión común acerca de una nueva dirección que consideran adecuada [...]. El grupo refuerza sus ideas comunes sobre cuál es el programa... más apreciado para su [labor] [...] a través de la autocrítica, aplicaciones a diversos campos, rectificación constante y controversia habitual con los [...] [puntos de vista] rivales». Cabalmente eso es lo que ocurría ese 5 de diciembre, al tener lugar ese encuentro en la Librería Fernando Fe. He aquí la crónica de aquella situación tal como la describe Azorín, y lo que viene a continuación encaja perfectamente en esas características de Escuela que he destacado: «Miguel de Unamuno me es simpático [...]. Pero hay en Unamuno cosas que no me gustan. Para ser socialista, como él pretende serlo —no socialista revolucionario, que no llega a tanto, a pesar de su colaboración en Ciencia Social—; para ser socialista hay que mirar más alto y ver más en concreto, tener más fe, tener más tesón del que Unamuno tiene». Ahora, sobre esa cuestión del socialismo en Unamuno, sabemos cosas fundamentales gracias a María Dolores Gómez Molleda. Pero ése no es el asunto que me interesa recoger aquí como embocadura. Ésa, si se quiere llamarla

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así, Escuela del 98, tenía en su interior críticas y debates muy importantes, que en el caso concreto de Azorín y Unamuno alcanzarían especial aspereza a causa del choque mantenido entre ambos centrado en la dura crítica efectuada por Azorín a la famosa obra unamuniana Paz en la guerra el 16 de enero de 1897, cuando comenzaban a cuajar los puntos esenciales de enlace entre los miembros del grupo. Si aceptamos, y yo creo que no viene nada mal hacerlo, que estas personas, y muy especialmente Azorín, constituían un grupo intelectual con cierta homogeneidad, el apartado siguiente, para tratar de indagar en lo sucedido como fuente informativa de cuestiones económicas, es el de preguntar si, realmente, Azorín estaba algo informado en esa materia. Creo que la contestación, para todo el que se haya enfrentado con textos del escritor de Monóvar, es bastante clara: Azorín examina con mucho cuidado la realidad económica; en algunos casos, casi minuciosamente. Recordemos, por ejemplo, su visita a Lebrija, recogida en Los pueblos. Le gusta informar sobre alguna fuente erudita y poco conocida. Por ejemplo, es bien sabido que, a través de Pío Baroja, había tenido noticia de Lucas Mallada. Como indica Julio Caro Baroja en Los Baroja (Memorias familiares), Mallada le resultaba simpático a su tío Pío «precisamente por su pesimismo y su misantropía [...]. El novelista vasco [...] saboreaba el acre humor de su interlocutor». Lucas Mallada, a más de ser un extraordinario geólogo, se adentró en las causas de la mala situación económica de España en su obra Los males de la patria y la revolución española, cuyo antecedente se encuentra en dos conferencias sobre las causas de la pobreza de nuestro suelo, pronunciadas en febrero y abril de 1882 en la Sociedad Geográfica de Madrid. Estas conferencias habían sido muy discutidas, como recoge el Boletín de la Sociedad Geográfica de Madrid, abril de 1882. Pues bien, en su libro Madrid, Azorín dedica el capítulo XXX a este trabajo de Mallada, y de él dice que era «el libro más representativo del momento», y añade: «Don Lucas Mallada, ingeniero, era amigo de don Serafín Baroja, ingeniero. Pío Baroja nos solía hablar de Mallada. Había publicado este señor un libro sombrío, pesimista sobre España. No conocíamos los escritores del grupo —salvo Baroja— el libro de Mallada. Pero siempre presentimos, por las palabras de Baroja, que el libro debía de ser tremendo. Percibo vagamente esta aprensión sobre los escritores del 98». Por eso, por la falta de conocimiento directo, Azorín lo calificaría de «libro fantasma».

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La realidad económica, en suma, es importante para Azorín, y por ello ha leído cosas al respecto, aunque no demasiadas, por lo que se ve, o incluso, no en el caso de Mallada, se ha enterado de cosas, pero en esto no ha profundizado tanto como le sucede a Unamuno. Un diálogo como el que éste tuvo con Zumalacárregui, incitándole y ayudándole para que fuese a estudiar en Francia el equilibrio general de Walras, así como todos los planteamientos de la Escuela de Lausana, es inimaginable en Azorín. Sin embargo, y esto es lo curioso, aportaciones concretas al conocimiento de la economía española tenemos, a mi juicio, más en Azorín que en Unamuno. El gran papel de Azorín me parece que se encuentra unido al lanzamiento de la Escuela de Madrid de economistas tan ligada a esta Escuela del 98. La Escuela de Madrid de economistas, es la que pone al día lo que hasta entonces, científicamente retrasadísimo, se enseñaba en las aulas. El cambio significó disponer de hallazgos tan importantes como haber elaborado Flores de Lemus, por primera vez en el mundo, un modelo econométrico de la economía de un país, en este caso de España, con el famoso «Dictamen de la Comisión del Patrón Oro», de 1929, por supuesto ya en vísperas de la constitución de la Sociedad Econométrica; o como los planteamientos macroeconómicos de la economía española del discípulo de Edgeworth, Francisco Bernis, sobre todo en su libro La Hacienda Española, en 1917, exhibidos mucho antes, ya se ve, de la irrupción de las orientaciones keynesianas; o como la cerrada defensa del neoclasicismo ante el neohistoricismo, al que negaba el carácter de ciencia, como efectuaba en su cátedra de Valencia Zumalacárregui, muchos años antes de que Popper nos obsequiase con esa joya metodológica que es La pobreza del historicismo. Pues bien, los tres miembros fundadores de esta Escuela de Madrid, habían vuelto ya a España en 1904, de sus estancias académicas en las Universidades de Tubinga, Berlín, Oxford, París, e incluso Nueva York. Concretamente habían ido a Norteamérica para otear en la Universidad de Columbia, por dónde se movía la Escuela institucionalista norteamericana, dentro de esa operación de ponerse al día en lo que se refería a la marcha de la ciencia económica. Ese año de 1904 va a ser esencial para esa Escuela y no me refiero sólo a la de Madrid de los economistas, sino a todo el conjunto de la del 98. Una Escuela siempre se opone a lo anterior, entre otras

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cosas, porque si no lo hiciera, sería, sencillamente, una prolongación de lo que preexistía. Esa oposición se exteriorizó en España en 1904, y de una manera tal que incluso bordeó el escándalo. Recordemos que en ese año recibió Echegaray el Premio Nobel de Literatura. Curiosamente, Echegaray, aparte de literato, era un político importante; un catedrático de la Universidad Central donde explicaba Mecánica Celeste en el doctorado de Ciencias; un economista solvente, que había seguido muy al día la revolución marginalista, gracias a sus conocimientos matemáticos; y también, un Ingeniero de caminos competente. Con motivo de ese Premio Nobel, se decidió ofrecerle un homenaje nacional. Reaccionó en contra un grupo intelectual, precisamente el que constituye esta escuela del 98. Se hizo pública esta postura en un manifiesto. En él, al lado de los Baroja, los Valle, los Azorín o los Machado, también se encuentra la firma de Antonio Flores de Lemus, uno de los economistas más significativos de la Escuela de Madrid. ¿Cuál fue la justificación de esta protesta por parte de Azorín? Precisamente una económica y no descaminada. El Banco de España se encontraba en un momento en el que pierde un privilegio: el monopolio de la emisión de billetes, como consecuencia de la Ley de Bancos de emisión, que era una de las varias disposiciones que explican la violenta conmoción generada por las disposiciones del bienio progresista —1855 y 1856—, en buena parte hijas del economista en tantos sentidos catalán, Pascual Madoz. No era chica ventaja la que hasta entonces existía en favor de una sociedad anónima privada como era, en aquellas fechas, nuestro Banco de España. Piénsese que un billete de banco era entonces una promesa de pago, en oro o en plata. La fórmula era «El Banco de España pagará al portador...». Pues bien, la gente se conformaba con esa promesa de pago; y, en el fondo, con extender la citada promesa de pago, el Banco de España liquidaba su deuda. Este privilegio era tan extraordinario que, en otros lugares, a cambio, se exigían al Banco emisor muchas otras cosas: vigilar y sostener el tipo de cambio de la moneda nacional, frenar los movimientos inflacionistas, regular la marcha del sistema crediticio y, desde luego, ser el elemento fundamental para el funcionamiento de un país en el Patrón Oro. En el caso concreto de España, esas exigencias hubieran debido ser, a la creación de la peseta en 1868, al inicio del Sexenio Revolucionario, la vigilancia, primero, de la conducta de nuestra moneda en el seno

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de la Unión Monetaria Latina y su patrón bimetálico oro-plata, y pronto, al venirse al suelo este sistema, sacar a la peseta del patrón bimetálico cojo, y en vez de conducirla hacia un monometalismo fiduciario plata, como sucedió efectivamente, llevarla al patrón oro. La realidad política lo impidió. La desastrosa política anticlericlal del Sexenio Revolucionario dio origen a un alzamiento con el que se inició la III Guerra Carlista. Simultáneamente, la absurda imitación del sistema confederal suizo, mezclado, en mayor medida de todo lo que se puede suponer, con el socialismo utópico derivado de Fourier, se encontraba detrás de otro alzamiento violento, el cantonal, que se extendía por las provincias costeras que se alinean desde Cádiz a Alicante. Además, en Cuba, una insurrección independentista cobraba especial fuerza. Los rifeños pasaron a intentar la conquista de Melilla. Finalmente, las andanzas de los piratas chinos y malayos cortaban las comunicaciones de Filipinas con la metrópoli, aparte de la perpetua violencia de los sultanatos musulmanes del archipiélago —los famosos «moros» de Filipinas—, lo que exigía otro esfuerzo bélico adicional. Financiar todo esto era arduo. Ya no existía la fácil solución de la venta de los bienes nacionales, como había sido el arbitrio de Álvarez Mendizábal en la I Guerra Carlista. La liquidación de activos del Estado —como la venta de Riotinto a los Matheson— no servía más que de lenitivo. De ahí que en 1874, Echegaray, como ministro de Hacienda, concediese de nuevo el monopolio de la emisión de billetes al Banco de España. La contrapartida era, sencillamente, facilitar la financiación del déficit del Estado. Pronto el Banco de España —la verdad es que, como frente a la fecha de 1883 dada por Sardá ha documentado el profesor Serrano Sanz, no se sabe a ciencia cierta cómo y cuándo eso tuvo lugar—, dejó de cambiar en oro sus billetes. A partir de las transformaciones de sus activos como consecuencia de la reforma fiscal de Villaverde, esta combinación de Banco Central de facto y abandono de la vigilancia del cambio, generó una copiosa riada de beneficios para sus accionistas. Téngase en cuenta que el Banco de España tenía como una de sus políticas habituales, la de especular contra la peseta. Sus grandes reservas de oro, inmovilizadas en sus sótanos, al no salir a los mercados para adquirir nuestra moneda, facilitaban su caída, con lo que ese oro valía cada vez más en pesetas. En la contabilidad del Banco, en el Activo subía así el valor de las reservas y, automáticamente, en

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el Pasivo, el saldo de sus beneficios. Y la buena gente era engañada con el disparate de que las reservas de oro garantizaban el poder adquisitivo de la peseta. De ahí que resulte lógico aquello que señaló en una intervención en el Senado Gumersindo de Azcárate: «¿Es el Banco de España o España del Banco?». Los economistas, y concretamente Flores de Lemus, con esa firma en el manifiesto citado, acusaban de eso a Echegaray, y por ello consideraban que no era precisamente merecedor de un homenaje nacional. Azorín lo registró perfectamente. Analizó el papel del Banco de España y cómo se enriquecía cuando la inmensa mayoría de los españoles se empobrecía. La crítica que en él late, cuando describe cómo un perro alzaba la pata ante las paredes del Banco emisor y, en el fondo, cómo era esto lo que se merecía dicha institución, es lo que se encuentra tras la protesta. Aunque Azorín no lo podía entender exactamente —el proceso, como acabamos de ver, no era fácilmente perceptible para quien supiese muy poco de economía—, sí era capaz de captarlo si se le explicaba. Él, como creador de ese movimiento contra Echegaray tuvo al maestro, evidentemente, en uno de los firmantes del manifiesto, Flores de Lemus. Por eso pudo entonces comprenderlo. En aquel momento su análisis de la realidad bancaria española fue perfecto. Lo curioso, o si se quiere, lo lógico, es que muchos años después, en la recopilación de sus trabajos que lleva el título de Madrid, confiesa que no sabe por qué atacó a Echegaray. Alguien puede decir que era una toma de posición contra el estilo literario de éste. No fue así, desde luego. El campo siempre le interesó a Azorín. En su obra literaria aparece una y otra vez. En aquellos tiempos, la agricultura era la base de la economía española. En el año 1900, el porcentaje del sector rural en el conjunto del Producto Interior Bruto, según Prados de la Escosura, era del 32%; y todavía en 1920, del 31%. En Azorín, por eso, abundan los comentarios, las duras críticas, y hasta las soluciones, aunque haya dicho José María García Escudero, con evidente apresuramiento, que «pedirle soluciones sería como pedir peras al olmo; casi lo mismo buscar en él problemas». No pretendo ser exhaustivo, pero voy a emplear los textos suficientes para probar que no resulta precisamente despreciable lo que, en relación con la economía, en busca de soluciones y planteamiento de problemas, debemos a Azorín.

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En primer lugar, Azorín se encuentra con un país que fue grande, potente y hoy se encuentra decaído. Decide investigar las causas que han originado tal situación. El método es plenamente adecuado y gozaría de la aprobación de cualquier economista. José María Valverde nos lo describe así: «Cuando Azorín entra noblemente en el periodismo político, recorre los campos de Andalucía, habla con los campesinos, uno a uno, apunta por céntimos lo que pueden gastar, lo que ganan, lo que dicen. Todo lo que escribieron los demás se ha quedado amarillo y trasnochado como oratoria de mitin; de las páginas de Azorín se levanta siempre el mismo jornalero curtido que no dice más que dos o tres palabras tristes cuando le preguntan. Y, con política o sin ella, las grandes tragedias de los pequeños hombres nos llegan perennes». El impacto inicial que produjo a su alma la mencionada impresión de decadencia vino originado por el bajísimo nivel de vida de los españoles en casi todos sus aspectos. He aquí algunos ejemplos de esto. En Antonio Azorín —cito por la edición de Renacimiento, 1913—, páginas 219-220, describe una comida atroz y malísima en Torrijos, y, cuando al reclamar más alimentos se le niegan, dice: Es verdad; me olvido de que estoy en la Meseta y soy un hombre de litoral; yo no debo, en Torrijos, querer comer más cosas.

Se contiene además aquí la división de dos dispares Españas: la periférica y la interior, que, en lo económico, había de exponer más adelante Perpiñá. Al referirse a Esquivias en Los pueblos, —cito por la edición de Losada, 1948—, lo hace en el mismo tono que habla de muchas otras publicaciones castellanas en Antonio Azorín: Suelo pobre y seco..., ni una sola (hectárea) de regadío; la gente vegeta mísera en estos caserones destartalados, o huye, en busca de la vida libre, pletórica y errante, lejos... (Losada, 1948, 27)

Cuando efectúa su informe sobre Lebrija, también en Los pueblos, analiza así el nivel de vida de sus habitantes:

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Este lebrijanito, descalzo... (Losada, 1948, 126)

Sólo hay una fonda en Lebrija (Losada, 1948, 126); marcha mal en el pueblo el problema de la alimentación de los habitantes (Losada, 1948, 129): La muchedumbre campesina no es mala; tiene, sencillamente, hambre; (Losada, 1948, 130)

Es espantoso el panorama sanitario a causa de la desnutrición y, su secuela, la tuberculosis (Losada, 1948, 139); en las páginas 142143 generaliza para toda España —englobando incluso la región de Levante— la mala situación de la agricultura, con su corolario de baja renta y desnutrición. ¿Dónde se encuentran las raíces de esta decadencia? A Ramón Serrano Súñer debemos una primera sistematización de cuáles son, para Azorín, las causas del gran desarreglo agrario español: «La soledad, el atraso —la cultura del grano y a dos y tres hojas—, la incuria, la ineducación, las supersticiones, la centralización burocrática y administrativa, la penuria, los latifundios, los baldíos, el absentismo, la falta de árboles, la decadencia de la ganadería, el cegamiento de veredas, cordales y cañadas; la falta de agua —¡sobre todo el agua!—, de caminos, la ruina». A ellas añadiremos nosotros algunas más tomadas de Antonio Azorín. En primer lugar se destaca la importancia del mal cultivo de las haciendas, por absentismo de los empresarios —propietarios—, que las dejan en manos de los mayordomos (Antonio Azorín, 1913, 249-250). También da importancia a las plagas y, en especial, a las de langosta, ofreciendo en las páginas 251-252 algunos datos muy curiosos sobre este problema. Analiza del mismo modo alguno de estos puntos de partida de nuestro atraso en Los pueblos: La sequía asoladora [...], la filoxera. (130)

Sin embargo, no creemos que de esta exposición atomizada surja clara la verdadera raíz, para Azorín, del retraso de nuestra agricultura. No es que no puntualice estos problemas y que ellos no hayan originado el marasmo en nuestras explotaciones campesinas. Pero todos tienen un común origen que pormenoriza y estudia adecuadamente.

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La vida campesina del interior de España se viene caracterizando por el mínimo rendimiento de muchísimas fincas. Las rentas del campo acaban concediendo a los trabajadores agrícolas un reducidísimo poder de compra de alimentos, vestido, calzado y habitación, restando un pequeñísimo remanente de ahorro, susceptible de invertirse en el equipo necesario para la buena marcha de los cultivos. No se encuentran, así, capitales para adquirir abonos, para practicar obras de riego, para combatir plagas, para adquirir buena maquinaria y semillas más selectas, o para educar más eficazmente a los labradores y ganaderos. Todo este problema fue estudiado y eficazmente analizado por los economistas de su generación y de la siguiente, que observaban además que España quedaba dividida en dos zonas absolutamente opuestas en lo que se refiere a la agricultura: la retrasada, de mínimos rendimientos y casi nula capitalización, por ejemplo, Castilla; y la adelantada y próspera, vinculada además muchas veces a actividades de exportación; Levante constituye el ejemplo típico de esta España progresiva y rica. Lo que ahora queremos destacar es que esto había sido ya comprendido y analizado por Azorín. Al principio cree que la no utilización de capital se debe a la especial idiosincrasia de los habitantes del interior de España, diferentes de los de la periferia: Entre estos hombres del centro, ininteligentes y tardos, y los del litoral, vivos y comprensivos, hay una distancia enorme. (Antonio Azorín, 1913, 222). Inercia, renunciamiento, ininteligencia.

En la página 229 de la misma obra: Qué diferencia entre estos pueblos inactivos de la Meseta y los pueblos rientes y vivos de Levante.

Afirma en la página 230: Levante es una región que se ha desenvuelto y ha progresado por su propia vitalidad interna, mientras que el Centro permanece inmóvil, rutinario, cerrado al progreso, lo mismo ahora que hace cuatro siglos... (230)

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Sin embargo, ya en la página siguiente, la 231, afirma algo nuevo, que le aproxima al recto saber: Y yo pensaba que todos los esfuerzos por la generación de un pueblo próspero serán inútiles mientras estos campos no tengan agua, mientras estas tierras paniegas no sean abonadas, mientras no desaparezca el sistema de eriazos y barbechos, mientras las máquinas no realicen pronta y esperadamente el trabajo de las industrias anexas.

Pero cuando muestra de modo magistral y perfecto este problema de la falta de capitalización de la Meseta, es en un estudio, a lo largo de las páginas 231-234, sobre las almazaras. Su análisis es tan agudo y perfecto que no vacilaría en firmarlo un economista. Los puntos geográficos analizados son: Torrijos y Maqueda en el interior de España, el Valle del Ebro —zona de transición— y, finalmente, Levante. La baja renta, pesando como factor que impide el progreso económico, surge en esta frase que oye en Maqueda: Las prensas de hierro —me dicen— se rompen y es preciso gastar dinero en componerlas. (233-234)

Las prensas de hierro son las únicas capaces de producir rentas elevadas al propietario de una almazara. En el interior se utilizan arcaicas prensas de madera. Sólo en las zonas ricas se gana lo suficiente para adquirirlas de los modelos más adelantados. La riqueza llama a la riqueza y la pobreza a la pobreza. Aparece con mucha claridad el efecto Mateo, en suma, como lo llamamos los economistas —de Mateo 13,12: «Al que tiene se le dará hasta que le sobre, mientras que al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene»—, o si se prefiere, el fenómeno de la causación acumulativa negativa de la que habló Myrdal por primera vez en The Negro Problem. Lo mismo se observa al hablar Azorín del problema del agua y de los abonos. El agua y los abonos son tan inversión como una máquina. Recalca así la sensación angustiosa de la falta de riegos en las páginas 222-223, 243 y 246-247 de Antonio Azorín. Pero no se olvida de puntualizar que el agua —me dicen— se come mucho las tierras.

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Si hubiese capacidad de compra de abonos, este fenómeno de comerse las tierras el agua no se produciría, y los campesinos castellanos serían decididos partidarios del riego. Pero explotar la tierra sin capitalizar —abonar y regar conjuntamente— conduce a su agotamiento (250-251). Al hablar de las bestias de tiro —otra especie de equipo capital—, observa del mismo modo Azorín que en el litoral mediterráneo cada propietario explota las suyas. En el interior, teniendo mulas, se dejan en ocasiones las tierras propias sin labrar, por alquilar los animales a otros propietarios. ¡Cuán bajo será el rendimiento de algunos de nuestros terrenos si da más beneficio no labrarlos o hacerlo mal, alquilando los animales de labor! He aquí, por tanto, la justificación de Castilla. A pesar de sus improperios, habituales en todo hombre de la periferia cuando recorre áridas e inmensas zonas del interior, su probidad le da argumentos suficientes para explicar lo que, de forma inmediata, parecía inexplicable entre gentes inteligentes: huir del agua, emplear prensas de madera... Él mismo nos lo dice: no podrán pensar y sentir del mismo modo unos hombres alegres que disponen de aguas para regar sus campos y cultivan intensamente sus tierras y tienen comunicaciones fáciles y casas limpias y cómodas, y otros hombres melancólicos que viven en llanuras áridas, sin caminos, sin árboles, sin casas confortables, sin alimentación sana y copiosa... (Antonio Azorín, 234)

Paralelamente a este planteamiento de dos Españas, una periférica, con rica naturaleza, prosperidad, abundante renta y capitalización suficiente, y otra interior, con malas condiciones naturales, baja renta, casi nula capitalización y subsiguiente retraso, Azorín apunta otra de las bases de la decadencia —los latifundios— bajo el epígrafe de desamortización, palabra famosa en España. Esta cuestión —véanse las páginas 102-103 de Antonio Azorín— parece suscitada por Verdú. Como señala Serrano Súñer, Verdú es Miguel Amat y Maestre, compañero de don Alejandro Pidal en la Unión Católica, quien fue un «gran orador, malogrado para el servicio de España». Las tendencias desamortizadoras son defendidas en principio, de acuerdo con Verdú, para la solución del problema forestal. Para evi-

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tar la destrucción de los montes públicos y conseguir su repoblación, pedía Verdú: «La completa y absoluta desamortización de la propiedad forestal» (página 102). Se esperaba que la acción del mercado sirviera de revulsivo contra la ruina de nuestras especies arbóreas. No opinaron lo mismo los ingenieros de Montes de la Escuela de Villaviciosa de Odón. Correspondió a Larraz, al crear, en 1935, el Patrimonio Forestal del Estado, el cohonestar ambas cosas. En la página 252 indica que una razón de la decadencia de España es la concentración de la propiedad, tanto eclesiástica como civil. Es significativo que en esta, pudiéramos llamarla, lucha contra la concentración del poder económico agropecuario, afirme Azorín en la página 251 que la decadencia de la ganadería se debe a encontrarse concentrada en pocas manos, en disputa y no en coordinación, con la agricultura, por todo lo cual se originan dificultades para expansionar las especies más convenientes. Se vinculan estas trabas a nuestro desarrollo ganadero con la carencia de protección arancelaria —frase muy significativa e índice de cómo los intelectuales tenían veleidades que empujaban al nacionalismo económico— y la roturación de pastos, el cegamiento de veredas, cordeles y cañadas, consecuencia de la crisis que en la propiedad adehesada produjo la desamortización. Destacamos esto como índice, además de la probidad científica de Azorín que, defensor de la desamortización, señala sus fallos cuando los encuentra. Al relatar Azorín la santa conducta de doña Teresa Enríquez, mujer del comendador mayor y contador mayor de los Reyes Católicos, se preocupa de puntualizar, como un detalle de tal santidad, que cede sus dehesas a los campesinos que quieran rotularlas y beneficiarse de ellas. En Los pueblos recalca aún más esta postura: En Lebrija existen grandes extensiones de terrenos incultos; esos terrenos son los que creemos nosotros que el Estado debe expropiar a sus propietarios y vendérnoslos a nosotros a largos plazos. (Afirma en la página 136 uno de sus interlocutores)

Hasta su muerte, le preocupó a Azorín el problema de la desamortización. Serrano Súñer nos relata en el número especial de Revista de homenaje a este gran escritor: «Hablando de la desamortización me decía Azorín, aún no hace muchos días —permítaseme referir la

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anécdota—, que no entendía por qué se había retirado la estatua de Mendizábal mientras se mantenía la de Espartero. Aquél, al fin y al cabo —decía—, no hizo otra cosa que realizar una medida económica, mientras que éste trató de separar de Roma a la Iglesia española. ¿Es que lo económico —pregunta Azorín— interesa más que lo espiritual? La observación está muy en su punto, porque resulta cierto que Espartero, al menos en grado de tentativa, fue un cismático, y la situación adquirió tal violencia —conozco el testimonio nada sospechoso de Menéndez Pelayo en su España en el siglo XIX— que se encarcelaron curas y personas eclesiásticas, se expulsó al Nuncio Apostólico, se cerró el Tribunal de la Rota y se presentaron en las Cortes proyectos del cisma que obligaron al Papa Gregorio XVI a levantar su voz en la encíclica Afflictas in Hispania Res». Párrafo éste muy digno de meditarse y de tenerse en cuenta. Dejamos a un lado, sin entrar en su entronque con lo que venimos diciendo —no es posible aquí verificar un análisis exhaustivo, minucioso, de las opiniones de Azorín sobre la economía española— algunas de sus interesantes afirmaciones sobre ella: la profundísima división entre las clases sociales en el interior de España, cuyo recuerdo y frutos aún perdura en muchas zonas, fuente de donde surge una posible explicación de las atrocidades cometidas durante nuestra Guerra Civil en el ámbito de pequeños pueblos castellanos, andaluces o extremeños; la emigración del interior a la periferia y al extranjero; el paro campesino y sus problemas; los inconvenientes del sistema que entonces imperaba de arrendamientos rústicos; las obras públicas como solución del paro; las trabas de una burocracia lenta y no preparada; los problemas de la usura y del crédito agrícola; finalmente, el mal sistema fiscal español, comparando Azorín los impuestos sobre el consumo con azotazos dados a los humildes. Centrémonos en unas pocas, interesantes, cosas. España tenía una economía agrícola depauperada, desequilibrada. Urgía una solución: Ya están cansados los buenos labriegos de Lebrija; ya están cansados los labriegos de toda Andalucía; ya están cansados los labriegos, los obreros, los comerciantes, los industriales de toda España. Ya estamos cansados los que movemos la pluma para pedir un poco de sinceridad, de buena fe, de amor, de reflexión a los hombres que nos gobiernan.

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¿Qué va a venir después de este cansancio? ¿No es ésta una interrogación formidable? (Los pueblos, 138).

La génesis en lo económico del descontento social que alcanzó su cumbre en 1936 queda así perfectamente trazada. Efectivamente, la apoteosis de la protesta de Azorín ante la realidad agraria se plantea en Los pueblos. Conviene, seguramente, hablar un poco más de él ante este libro. Azorín se había asentado de modo notable en un gran e influyente periódico, El Imparcial. Había conseguido una cierta popularidad con sus crónicas que después se recogerían en el libro La ruta de Don Quijote, pero, al mismo tiempo, el rechazo de la redacción. Lo relatará así en 1941, en el libro Madrid, con su causticidad característica, que era la que El Imparcial denominaba «original humorismo»: Cuando van llegando a la Redacción mis artículos escritos con lápiz, escritos, como Saavedra Fajardo cuenta que escribió sus Empresas, en las posadas y en los caminos, cuando llegan a la Redacción mis artículos, digo, Julio Burell los lee en voz alta y enfática ante los redactores. La entonación altisonante contrasta, infelizmente, con mi prosa menuda, detallista, hecha con pinceladas breves, y toda la Redacción acoge la lectura con protestas y risas: —¡Hombre, no! ¡No puede ser eso! ¡Es insoportable! Don Antonio, don Pedro, don Luis, don Vicente, don Gustavo, don Pablo, don Aniceto: ¿Adónde vamos a parar?

No está claro si el viaje a Andalucía lo programó o fue idea de la dirección del periódico. Conviene aclarar algo ese ambiente. Por aquellos tiempos el azote del hambre se había convertido en un tema de preocupación. Por un lado estaba la literatura que podríamos llamar regeneracionista. En el prólogo, redactado en 1902, de En torno al casticismo, Unamuno señala lo que sigue sobre El Hampa, tras unas alabanzas a la obra,—aún no se había generalizado lo del «lumpen»—, de Salillas. Dice Unamuno: Salillas, en su Hampa, traza la etiología del picarismo arrancando de la pobreza de nuestro suelo, que, dando mez-

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quina base de sustento, obliga a la vagabundez [...]. Esa misma pobreza del suelo es lo que obligó durante siglos a mantener los dedicados, en las mesetas centrales, a pastos y montes más que a tierras labrantías y de pan llevar. Y el pastoreo era en gran parte de trashumancia. Todavía, hasta hace poco, todos los años, allá por los meses de junio y fines de septiembre, despertaban a mis hijos por las mañanas, haciéndoles saltar de la cama para ir a recrearse en la contemplación del espectáculo, los sones de las esquilas de las ovejas merinas que paraban frente a casa, en un descanso de la antigua cañada. Y esto de las cañadas y veredas y del antiguo Consejo de la Mesta [...] todo esto es de primera importancia para explicarnos nuestra historia interior, o mejor que interna, íntima. Basta ver a un charro, con su cinto de media vara, la prenda más impropia para doblarse a coger la mancera, basta verle con su aire y porte de jinete, para comprender que es de raza de ganaderos, de pastores. Y si luego se recorre las dehesas, con su monte alto y bajo, y acá y allá, espaciadas, tal cual desperdigado campo de labor de arado, se afirma uno en ello. Como ni son labradores de sangre, ni la tierra son vegas que a ello se presten, sucede que quince o veinte familias apenas produzcan más que una sola en una hacienda dada, y no produciendo más no les sobre mayor margen para la renta, de dónde el caso de que el año (de poca producción) desahucie y eche a familias enteras y borre pueblos enteros para quedarse con un solo rentero que consumiendo menos le dé más renta. He aquí el origen de la despoblación sistemática.

En El Imparcial, por aquel entonces, se había planteado, con mucha viveza el fenómeno del hambre que reinaba en España, no ya por causas coyunturales, sino estructurales. Aparecieron en el periódico artículos y editoriales. Valverde nos proporciona las fichas de la que pudiera llamarse campaña periodística de El Imparcial sobre el hambre en España, desarrollada en 1905; el 13 de marzo, «Pueblos hambrientos»; el 16 de marzo, «La sequía y el hambre», firmado por Francisco de León; los días 22 y 24 de marzo, «Pueblos hambrientos»; el 24 de marzo, además, el editorial «Una España hambrienta»; el 25 de marzo, «La crisis del hambre»; el 27 de

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marzo, «Los meeting del hambre», donde alude a intervenciones públicas de Pablo Iglesias y Largo Caballero; los días 28 y 31 de marzo, el trabajo «Pueblos hambrientos»; el 3 de abril, no sólo «Pueblos hambrientos» sino, también, «Sin pan y sin gobierno». Es el día en que, además, empieza el primero de los artículos enviados por Azorín, «En Sevilla». Y además de los artículos de Azorín, el 4 de abril continúa la serie «Pueblos hambrientos»; el 5 de abril, sobre este asunto, se publica el editorial «La inconsciencia ante el peligro»; el 6 de abril —aparte, lo de Azorín— señala Valverde que hay nada menos que cuatro piezas sobre el hambre, editorial incluido; el 7 de abril prosigue la serie «Pueblos hambrientos» más una nota titulada «La subida de las patatas». El 13 de abril, el artículo «La sequía y las lluvias». El 18 de abril, el editorial «La lluvia no basta». El problema era especialmente serio en Andalucía. ¿Por qué se envía a Azorín para que relate esta realidad? He ahí la raíz de la serie de artículos «La Andalucía trágica» que este autor incluirá en el volumen Los pueblos. En el «Azorín» de José María Valverde, se indica cómo únicamente se publicaron unos cuantos de estos artículos. La realidad descrita por Azorín conducía, y además lo exponía explícitamente éste en «La Andalucía trágica», a una reforma agraria. Eso era intolerable para el papel sociológico que jugaba dentro de la Restauración El Imparcial, que sufrirá una crisis tras el artículo de José Ortega y Gasset, «Bajo el arco en ruina». Los textos de Azorín y Ortega y Gasset tenían, por fuerza, unas consecuencias que llevaban, en un sentido u otro, a una alteración profunda de aquel régimen político-socio-económico de la Restauración. Merece la pena, además por su exactitud, una cita tomada de un texto de Azorín sobre esta cuestión. Apareció en El Imparcial el 7 de abril de 1905. Se titulaba «Los obreros de Lebrija», y en él se podía leer: [...] —ha dicho Antonio— [...]. Hoy hay en el pueblo pequeñas parcelas de tierras arrendadas a los labriegos; pero estos arrendamientos no sirven sino para enriquecer a los intermediarios. Yo, por ejemplo, llevo una fanega de tierra arrendada; yo pago por ella treinta y una pesetas y veinticinco céntimos. La persona a quien yo entrego esa cantidad no es el dueño de la tierra; esta persona, a su vez, tiene arrendado ese pedazo y entrega por él al verdadero propietario tan sólo once pesetas. Y así, lo que va de diferencia entre lo

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que yo entrego y lo que él entrega es lo que yo creo que se me cobra injustamente. Y éste no es un caso extraordinario; he de advertir a usted que ya en Lebrija se va generalizando este sistema, y que los propietarios van arrendando sus tierras a unos pocos acaparadores que, a su vez, la subarriendan a los pequeños terratenientes. Y no es esto lo más grave de todo: lo más grave (y fíjese usted bien en ello) es que cuando se rotura una dehesa y es arrendada a un jornalero una parcela, este jornalero la cultiva con todo esmero, la limpia con cuidado, la hace producir lo más posible, y, entonces, cuando se halla en este estado, el dueño se la quita al jornalero para arrendarla en un precio mayor a otro solicitante; es decir, que el labriego ha trabajado durante unos años para mejorar unas tierras, y que cuando esta mejora se ha realizado resulta que sólo sirve para que el dueño de la tierra se enriquezca [...] Antonio ha callado un instante. —Pero, Antonio —le dije yo—, aun cuando esos terrenos incultos se expropiaran y repartieran, ¿qué iban ustedes a hacer con ellos? ¿No necesitarían ustedes medios para comenzar a cultivarlos? —No se nos oculta —contesta Antonio—; nosotros sabemos que el Estado no puede acometer esta reforma sin fomentar a la par el crédito agrícola. Faltan Cajas y Bancos que suministren a bajo precio dinero al labrador.

La conclusión de toda esta conversación en Lebrija la acaba por sintetizar Azorín: —Y esto que ustedes me dicen a mi ahora —resumo yo— ¿lo han pedido ustedes alguna vez en público? —¡Mil veces, mil veces! —gritan todos. Y Antonio, más vehemente, más exaltado: —Cuando nosotros pedimos esto, cuando nosotros solicitamos un permiso para celebrar una reunión, se nos mandan cuarenta o cincuenta guardias civiles. El Gobierno no conoce otro medio de solucionar la cuestión social.

Es interesante señalar que en esos párrafos se contiene uno de los factores que iba a hacer fracasar, bajo la II República, el intento de

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Reforma Agraria que parecía estar en sus banderas. Francisco Bernis redactó una nota, desde su puesto de secretario del Consejo Superior Bancario, en la que señalaba cómo la Banca privada protestaba ante la posibilidad de que surgiese cualquier tipo de Banco Agrario que compitiese con ella en el campo tanto por los activos como por los pasivos del negocio crediticio. Era, a la sazón, presidente del Consejo Superior Bancario, Augusto Barcia, quien, como Gran Maestre del Grande Oriente Español, había presidido la ceremonia de la iniciación como masón de Azaña, en la logia de la calle del Príncipe. Azaña dio marcha atrás, lo mismo que su partido, Izquierda Republicana. No se sabrá nunca si por miedo a las consecuencias que podrían tener para la República enemistarse con la Banca privada, o si por seguir el mensaje de Augusto Barcia. Pero el caso es que ahí, al morir el proyecto de Banco Agrario que había previsto Flores de Lemus, murió la Reforma Agraria de la II República. Lo que desde entonces se desarrolló por el Instituto de Reforma Agraria fue una caricatura esperpéntica, que sólo provocó irritación y que, al final, fue un fermento más que explica la dureza de la Guerra Civil. Lo poco serio que se llevó a cabo fueron las Obras de Puesta en Regadío de Prieto —las OPER de Leopoldo Ridruejo— con el apoyo de las Cajas de Ahorros, orientadas así por Largo Caballero. En torno a todo esto, existía en la vida de Azorín abundante literatura. El juicio y condena a los miembros de la Mano Negra ya había provocado una muy interesante aportación de Clarín en la Revista Política y Parlamentaria. El penalista Constancio Bernaldo de Quirós acabaría por publicar El espartaquismo agrario andaluz. Díez del Moral nos obsequió con el estudio referido a Córdoba de las rebeliones campesinas andaluzas. Bermúdez Cañete ofreció un estudio muy serio, poco conocido. Malefakis es el autor del mejor análisis existente sobre la Reforma Agraria. Martínez Alier, por ejemplo, sobre el fenómeno de «la unión» —otro mecanismo de rebeldía primitiva, si hacemos caso de los puntos de vista de Hobsbawm— escribió cosas valiosas. Juan Muñoz analizó muy bien lo sucedido en relación con los ruedos de los pueblos. Pero es imposible, sobre aquella situación, no añadir, además, estos dos párrafos de Azorín de hace exactamente un siglo: Si ustedes ganan tres reales de jornal y necesitan, tirando por bajo nueve reales y 24 céntimos, ¿qué hemos de hacer? ¿Cómo vamos a resolver este conflicto?

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El otro también escalofría: Los señores viven hoscamente metidos en sus casas; no quieren saber nada de los trabajadores; no tienen trato ni comunicación con ellos. Y el odio de estos labriegos acorralados, desesperados, va creciendo, creciendo.

A todo esto debe agregarse el incidente que existió entre Romero Robledo y Azorín, recogido en Parlamentarismo español y que se tituló «Romero Robledo en el robledal». Es difícil llevar los sarcasmos un milímetro más allá de donde los sitúa Azorín con el trasfondo de esta situación agraria. Romero Robledo era uno de los que sostenían una inmovilidad política y económica tal, unida a la corrupción que denunciaría Silvela, que carecía de sentido pensar que pudiera existir, en esta última etapa de la Restauración —la que se encuentra entre la mayoría de edad de Alfonso XIII y la Dictadura de Primo de Rivera— algún cambio importante capaz de resolver estos serios problemas. El intento de Maura, en su Gobierno largo —19071909— se orientó, sobre todo, hacia el mundo urbanoindustrial. En el agrario, con la colaboración de Ossorio y Gallardo, todo lo que se hizo fue implantar el principio de autoridad en el campo y, con ello, algún alivio hubo, pero únicamente muy de momento. El resto de los políticos, ni eso. Ya tenemos claro cómo el escalpelo de Azorín había puesto a la luz dos serios problemas de nuestra economía. Uno, que el Banco de España funcionaba mal; otro, que la situación campesina era extraordinariamente tensa. Pero faltaba algún otro dato negativo en el paisaje. Azorín fue uno de los pocos valientes que abordó el tema de la corrupción y sus consecuencias económicas. Los negocios oscuros de la etapa de la Restauración han sido descritos parcialmente algunas veces. Por supuesto, es preciso eliminar, en relación con cualquier planteamiento que merezca la pena, dos libros de los que toda seriedad ha huido. Uno es el de Antonio Ramos Olivera, El capitalismo español al desnudo, y el otro, el de Benavides, El último pirata del Mediterráneo. Son pura basura científica. En cambio, tuvieron muy poco eco las acusaciones de Olariaga, desde la revista España, y aún menos las que expuso, sobre todo en El chirrión de los políticos, Azorín. Los negocios oscuros de la Restauración se encuentran en lo ya dicho sobre la Banca y el Banco de

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España; pero además era preciso denunciar las subvenciones a las compañías con concesiones ferroviarias —Segismundo Moret también dijo sobre esto cosas muy duras—, y las ayudas al carbón, con unas informaciones que, a pesar de lo bien documentado que está, no recogió Perpiñá Grau en su Memorandum de la política del carbón. De este libro de Azorín, El chirrión de los políticos, se dijo que «era una justificación de la Dictadura». La atmósfera que existía queda bien clara en Azorín, en Lo intangible, al elogiar una campaña de La Cierva contra la participación extranjera en las empresas ferroviarias. Los párrafos que siguen son, a mi juicio, muy expresivos: Hace poco, un antiguo amigo nuestro —Vicente Blasco Ibáñez— recordaba los lejanos tiempos de escritor revolucionario del autor de estas líneas. ¿Lo hacía el autor de La Barraca con propósito un poco mortificante en el fondo pero irreprochable en la forma? Se equivocaba de medio a medio [...]. Vamos a evocar una vez más nuestros tiempos de revolucionario. Recordemos aquellos años de ingenuidad [...]. Sentíamos entonces una indignación profunda contra [...] instituciones que (creíamos) que no pueden ser discutidas. El Ejército, la Magistratura, la Iglesia [...]. Después hemos visto [...] que del Ejército, de la Magistratura, de la Iglesia, de todo, en suma, se puede hablar en España. Todo está libre para el examen, si; pero hay cosas que no lo están [...]. ¿Por qué en España no se puede hablar de los ferrocarriles? ¿Por qué, mientras se puede discutir el Ejército, la Magistratura, la Iglesia, son intangibles los ferrocarriles?

Esa atmósfera, de algún modo parecida a la que llevó a Cánovas del Castillo, no al partido moderado, sino a la Unión Liberal de O’Donnell, arrastrará a Azorín no hacia el partido liberal conservador, sin más, sino hacia el maurismo a través del ciervismo. El maurismo, sociológicamente, tuvo mucho parecido con la Unión Liberal. Ni la Dictadura ni la II República se pueden explicar históricamente sin esto. Y eso es lo que, a mi juicio, explica también que Azorín fuese republicano, primero, y muy leal servidor de Franco después. Su republicanismo tiene mucho de búsqueda de un enlace con una España nueva, búsqueda que existió en el Levante

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español. Recordemos los casos de Óscar Esplá, el autor del Himno Rural a la República española, o del alicantino Germán Bernácer, un notable economista que fue subdirector del Servicio de Estudios del Banco de España. Ambos colaboraron con la República creyendo en la llegada de un tiempo nuevo. Se decepcionaron antes del inicio de la Guerra Civil. En el caso de Azorín resulta todo esto muy claro cuando leemos su obra Pueblo. Novela de los que sufren y trabajan, publicada en 1930. Había desaparecido la Dictadura. Era tiempo de búsqueda de nuevas banderas. También es el momento en el que, con enorme virulencia, estalla la Gran Depresión, que, como consecuencia de la política de sostenimiento de la peseta y de una violenta reducción de los gastos en obras públicas, se transmitió con bastante fuerza a España. Es quizá la hora, en primer lugar, de condenar el sistema económico capitalista. Esa condena, Azorín la hará en el artículo «Cámara única» —sobre la cuestión del Senado en un momento constituyente—, aparecido el 26 de septiembre de 1931. Estaba en el ambiente a partir de la I Guerra Mundial, y la Gran Depresión parecía incitar la búsqueda de nuevos sistemas socioeconómicos por todo el mundo occidental, incluyendo a la Iglesia Católica. Azorín considera que «el dinero [quiere, evidentemente, decir el sistema capitalista] es lo más estúpido, lo más ininteligente que existe en el planeta. Queriendo ser inteligente y sensitivo, el dinero, como aquel animal fabuloso llamado catoblepas, se come sus propias patas sin saberlo», al apoyar medidas equivocadas. Si pensaba en el apoyo que los capitalistas españoles de entonces, casi sin excepción, dieron a los disparatados políticos de la II República, es evidente que tenía razón. Por esto, sin ideas sobre por dónde orientar su política económica, la República estaba perdida, porque el poder social no estaba en sus filas. Era una República burguesa, y por la izquierda, los anarquistas, los comunistas y unos socialistas con una rama largocaballerista cuasi comunista, no comulgaban con esas ideas. Pero por el otro lado, señalaba Azorín a principios de 1933, cuando se encontraba en erupción el asunto de Casas Viejas, en un artículo en Luz, los adversarios de la República podrían decir: «Sonreímos porque en nuestras manos está todavía el Poder social. Contamos con los Bancos, con las grandes Compañías, con las poderosas Empresas, con las redes de ferrocarril, con las Academias, con los Consejos de Administración. Tú has cambiado las formas del Estado, pero la estructura social es de nuestra perte-

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nencia todavía». En ese libro, Pueblo. Novela de los que sufren y trabajan, hay otra comprobación. Recordemos que no existía entonces seguro obligatorio de enfermedad. Un obrero enfermo sueña con lo que recibe, siempre, un rico cuando está doliente: inyecciones en ampollas de tonos diferentes; píldoras, grageas, pomadas, y todo ello en cajas, frascos, tubos, de formas y colores variados. El ansía, naturalmente, en poder, en algún momento, disponer de esa farmacopea. Desde 1942, esa soñada asistencia se puso en marcha, y hoy, el camino que iniciara Girón en ese año con el Seguro Obligatorio de Enfermedad y que se cierra tras la decisión de Ernest Lluch de poner en marcha el Sistema Nacional de la Salud, de acuerdo con el modelo anunciado igualmente en 1942 por Beveridge, todo eso se ha convertido en una realidad. El efecto Azorín, ese sueño que parecía imposible disponer de masas considerables de medicamentos, ha cristalizado en forma de una carga considerable para el gasto público. El tema del coste de los medicamentos, ante tan considerable presión de la demanda, ha pasado a convertirse en una de las cuestiones más arduas de nuestro Estado de Bienestar. Azorín, pues, analiza todo ese mundo creado por la I Restauración, y considera que en él existen fuertes planteamientos capitalistas vinculados a la política y la opinión pública, para, sencillamente, aumentar, a costa de amplias capas de la población, sus enormes beneficios. Pero es dudoso que intuya que España, al huir del mercado libre —con el proteccionismo, los corporativismos, los intervencionismos, las cartelizaciones—, sigue un mal camino. El 17 de abril de 1943 —antes ha recibido el homenaje organizado por Antonio Tovar en El Escorial, tras retornar a España en agosto de 1939—, señalará que en la Restauración estaban dominadas las Cámaras legislativas «por una fuerza incontrastable e irresponsable: la plutocracia». Todo esto andaba por sus planteamientos de 1939. El 6 de febrero de 1934, había publicado un artículo que se titulaba «Fascismo no, populismo». Lo que es el populismo, se acercaba a las formas de los nacionalismos autoritarios que surgían por entonces en Europa. Para entenderle del todo es preciso leer a Hannah Arendt, por un lado, y a Ernst Jünger y su movilización total de 1930 por otro, sin olvidar los planteamientos económicos de Manoilescu. En ese sentido, bien puede afirmarse que Azorín era un hombre de su época, atento a lo que imperaba hasta la II Guerra Mundial, desde el New Deal de Roosevelt al fascismo de Mussolini, desde la

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encíclica Quadragesimo Anno a Acción Francesa, por supuesto única y exclusivamente en la búsqueda de un nuevo modelo socioeconómico. Al volver Azorín a España, en agosto de 1939, escribe en ABC: «Lo que me resta ahora es ir leyendo, en el silencio de la anchurosa casa, un libro clásico». Cada vez abundan más en él los artículos literarios y, a partir de 1952, el cine se convierte en asunto favorito de su pluma. De tarde en tarde, alguna cuestión política, muy alejada de asuntos económicos. Pero, ¿esto quiere decir que Azorín había abandonado su preocupación por la economía en general y en concreto, por la economía española y su interpretación? Me atrevo a decir que no. Fue un gran amigo suyo, Ramón Serrano Súñer, muchos años después de la muerte de Azorín, paseando por el Club de Puerta de Hierro, quien me dijo: «Azorín, no demasiado antes de morir, me indicó que le interesaba mucho saber si la desamortización, la gran reforma agraria de la época de Isabel II había sido favorable o desfavorable para nuestra economía». Y dejando eso a un lado, lo que es claro es que, en una serie de cuestiones, Azorín dio en la diana. También en el consejo sobre dónde situar la economía. A mi juicio, lo hizo maravillosamente en el capítulo XXII de esa joya que es su Una hora de España (Entre 1560 y 1590), su discurso de ingreso en la Real Academia Española. Dice así este texto: Contaremos la más bella hazaña de D. Rodrigo. D. Rodrigo vive en una casa desmantelada. No cuelgan las paredes tapices ni cubren reposteros. Muebles hay pocos: una cama, tres o cuatro sillas y un arca. El criado que asiste a D. Rodrigo duerme en un duro cañizo. Mora en una callejuela apartada, y su único amigo es un espadero de la ciudad. El espadero conoce la pobreza del hidalgo. Sabe que muchos días transcurren sin que amo y criado prueben un bocado de pan [...]. En la tiendecilla del espadero ha entrado como todos los días D. Rodrigo. La espada del Caballero ha sufrido cierto menoscabo en la guarnición. La espada es magnífica. Fue labrada primorosamente en Milán. No posee riquezas el caballero, pero esta espada —adquirida en tiempos bonancibles— bien vale un tesoro. No habrá como ella dos en la ciudad. La espada ha acompañado desde mozo al caballero. Con ella ha reñido en Italia y en Flandes. El espa-

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dero la conoce; fácilmente la restaurará. D. Rodrigo la deja en la tiendecilla. Al día siguiente por la mañana entra en la tienda un cliente del espadero. [...]. En su pecho brilla una venera de diamantes. Tenía el espadero en la mano la espada de D. Rodrigo. El mozo la examina [...]. Y .... muestra deseos de adquirir la primorosa espada. Ha sonado la hora de la visita del caballero [...]. En la tiendecilla el maestro ha cogido a D. Rodrigo y se lo ha llevado a un rincón. Cuchichean los dos D. Rodrigo se pone pálido y mira a la bella espada que está sobre una mesa. Y de pronto se aparta del armero, coge la espada y en silencio, dignamente, más altivo que nunca, sale de la tiendecilla sin despedirse.

Los economistas aceptamos la lección. El paisaje económico de España se ha construido también con «gestos pequeños como los del caballero de la espada» Quizá por eso Azorín habló, complacido, del «paisaje severo y enérgico de España». Quizá por eso, el gran maestro de la economía que fue Lionel Robbins nos dijo en Naturaleza y significación de la ciencia económica: «Hay casos en que la disyuntiva es tener un pan o una azucena. La elección de lo uno importa el sacrificio de lo otro [...]. La Economía [...] nos hace ver en toda su amplitud ese conflicto de elección, característica permanente de la existencia humana. El economista es, en verdad, un redactor de tragedias».

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Valentín y Ramón, a este lado del paraíso336

Alfonso Sánchez Hormigo

336. El presente trabajo, aparecido originalmente en la revista El Bosque (Sánchez Hormigo, 1993, 91-109), trata de las relaciones que mantuvieron don Valentín Andrés Álvarez y el escritor Ramón Gómez de la Serna.

Por entonces, Díez-Canseco me presentó a don Antonio Flores de Lemus, con quien estuve estudiando Economía Política durante algunos años. Pronto comencé a ser infiel a la Economía, para coquetear de nuevo con la Literatura […] Ortega me dijo un día que yo soy el hombre que. siempre está dejando de ser algo. Valentín Andrés Álvarez. «Apunte autobiográfico» (1930)

Valentín Andrés Álvarez337 conoció a Ramón Gómez de la Serna en la tertulia de don José Ortega y Gasset, a su vuelta de París, en los primeros años veinte. A la ciudad del Sena había ido a perfeccionar sus estudios de física con el prestigioso científico Andoyer, becado por la Junta de Ampliación de Estudios, pero la verdad es que pronto el laboratorio fue sustituido por los veladores de las tabernas del barrio latino y la física dejó paso a la literatura, una vez que tomó contacto con el grupo dadaísta, del cual llegó a ser, al igual que todos los componentes del mismo, su presidente. La pasión por la literatura se vio complementada por una curiosidad creciente por la Ciencia Económica, que, según le gustaba relatar, había comenzado también en París, al caer casualmente en sus 337. Sobre la vida y la obra de don Valentín, son de obligada consulta García Gontán (19791981), Velarde (1980), García Delgado (1980), Fuentes Quintana (1978) y Beltrán (1983). Igualmente debe consultarse el suplemento monográfico que el diario asturiano La Nueva España dedicó a Valentín Andrés en su número de 20 de julio de 1991, en el que colaboraron Juan Velarde, José Luis García Delgado y Teodoro López-Cuesta. Yo mismo publiqué una obra resumen de mi tesis doctoral sobre don Valentín (Sánchez Hormigo, 1991). En el mismo año, y en conmemoración del primer centenario de su nacimiento, el Ministerio de Trabajo publicó una antología de textos de don Valentín con el título Libertad económica y responsabilidad social (edición a cargo de García Delgado y Sánchez Hormigo), y el Instituto de Estudios Asturianos una antología de textos periodísticos y literarios que eran de difícil localización (edición de Sánchez Hormigo).

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manos el Manual de Economía Política, de Vilfredo Pareto, en el que se explicaba el comportamiento de los agentes económicos a través de algo tan cercano y deseado para él como las matemáticas. La Economía y la Literatura marcarían en adelante su destino, e incluso lo hicieron simultáneamente durante toda la década de los veinte. Ya en Madrid, frecuentó la tertulia de Ortega, en la que conoció, entre otros, a Ramón Pérez de Ayala, a Manuel García Morente, a Xavier Zubiri y a Ramón Gómez de la Serna, a quienes profesó siempre una auténtica veneración: «Aquella época pudiera bien denominarse la de los “Ramones”, pues acaso los más destacados en ella, aparte del gran Ramón y Cajal, fueron Ramón del ValleInclán, Ramón Pérez de Ayala y Ramón Gómez de la Serna»338. De la mano de este último comenzó a asistir con asiduidad a las veladas de los sábados en ese lugar insólito que fue el Café de Pombo. Desde Goya y Mariano José de Larra, que lo frecuentaron, hasta Gutiérrez Solana, que plasmó su tertulia en uno de sus cuadros más conocidos, algún capítulo de la historia intelectual de nuestro país allí se escribió. A decir verdad, Valentín había traspasado la puerta de aquella vieja botillería sita en el número cuatro de la calle de Carretas, tiempo antes, al volver de París a finales de 1921. Ya el año siguiente aparece su nombre en la lista de asistentes al banquete que en ese café se celebró en homenaje a Enrique Díez Canedo, junto al de Sarrailh, el diplomático Sangróniz o Alfonso Reyes. Pero cuando de verdad trabó amistad con Ramón fue a partir de 1925, momento que coincide con su participación activa en la Revista de Occidente, a la que acudió, junto con su amigo Benjamín Jarnés, respondiendo a la llamada de su secretario, Fernando Vela339. Entre 1925 y 1930, publica en la citada revista varia narraciones, como Sentimental-dancing, más tarde editada por Calpe, Telarañas en el cielo; Dorotea, luz y sombra; igualmente verá la luz su obra de teatro Tararí, estrenada en el teatro Alcázar en septiembre de 1929, con un 338. Andrés Álvarez, V. «Memorias de medio siglo», Medicina Asturiana, 58. Las mismas memorias fueron reelaboradas y publicadas posteriormente tanto en la Revista de Occidente, como más recientemente en la Caja de Ahorros de Asturias. Nosotros a lo largo de este artículo nos referimos a ellas de forma genérica. 339. Valentín comentaba irónicamente en «Apunte autobiográfico», la incorporación simultánea suya y de Jarnés a la Revista: «Esta revista acogedora tiene mil puertas; lo mismo se puede entrar en ella por los cabarets de París como por el Seminario de Belchite» (Andrés Álvarez, V. (1930). «Apunte autobiográfico» en Naufragio en la sombra, 19 y 20).

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gran éxito de público y crítica, gracias a la cual fue galardonado con el Premio Nacional de Teatro. Son años en los que Valentín, dando un giro copernicano a su anterior formación, a la vez que frecuenta el Ateneo y las tertulias más importantes de la época, como la que regentaba don Ramón del Valle-Inclán en el Regina340, o la de Ortega en la Granja del Henar, realiza los estudios de Derecho para profundizar en la Ciencia de la Economía, disciplina que a la sazón impartía en Madrid don Antonio Flores de Lemus. La Economía y la Literatura convivieron con él durante toda la década, hasta que en 1930, al morir su tío, el catedrático de Historia del Derecho don Laureano Díez-Canseco, y quedar vacante la Cátedra de Economía Política de la Universidad de Oviedo por la jubilación de su titular don Isaac Galcerán, tomó la decisión de dedicarse por completo a la Ciencia de la Economía. Difícil fue para Valentín abandonar Pombo, del que escribió en sus memorias: «No creo que haya habido nunca una tertulia tan absurda, tan pintoresca y tan divertida como aquella. Entre los asistentes había locos pacíficos, inventores, poetas épicos, líricos y entreverados y, por supuesto, ingeniosos reventadores de todo» (Andrés Álvarez, «Memorias de medio siglo).

1. CANSECO Y LOS «RAROS DE POMBO» Don Ramón Carande, que fue buen amigo de Valentín, incluyó a un tío de este último, don Laureano Díez-Canseco, en su Galería de raros, retratándole de semejante guisa: Tuve ocasión de visitarle para recoger un libro que yo no conseguía encontrar. Fui una mañana a buscarle a casa; se tiró de la cama (dormía con camisa de pechera y puños almidonados); consiguió después de encender varias cerillas, que ardiese una colilla que le esperaba, y ligeramente inclinado ante la jofaina, salpicó la cara con los dedos procurando no

340. Max Aub (1982, 65) nos ha dejado el testimonio del paso de Valentín por esta tertulia en La calle de Valverde: «Canedo [en el Regina] se levanta tras apurar su martini; es día de clase, luego tiene que ir al Alcázar, donde los Pitoeff estrenan El hombre de las bofetadas, de Andreiev. Llegan, como siempre elegantes, Valentín Andrés Álvarez y Claudio de la Torre».

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apagar el chicote; acabó de vestirse; le ayudé a meterse el gabán, buscó el libro (entre muchos desordenados) y desde la calle de Bailén emprendimos sin rumbo, paso a paso, un largo recorrido […]. Aquella piel, y aquel cabello hirsuto, y aquella ropa, desconocían la caricia del jabón y del cepillo. Mordía el puro al hablar, después de intentar encenderlo varias veces; a los puros de Canseco les consumía, más que el fuego, la boca de don Laureano mordiendo y chupando lo que no quería arder. (Carande, 1982, 128)

Este hombre tan genial como insólito tuvo un ascendente decisivo sobre Valentín, quien siempre siguió sus cariñosos y acertados consejos; gracias a él pudo acceder a los más importantes cenáculos de la época en los que conoció a Ramón y Cajal, a don José Ortega y a don Antonio Flores de Lemus. Las ciencias, el pensamiento y la economía vinieron en diversos momentos de la mano de su tío Canseco, del que Valentín contaba siempre muchas anécdotas, incluso una que nunca dejó escrita y que merece recogerse aquí. Era Canseco aficionado a fumar grandes habanos durante sus interminables horas de lectura; después de apurarlos, los arrojaba a un bacín en el que los restos se empapaban frecuentemente en orines. En una ocasión descubrió que el portero de la finca en que habitaba recogía las colillas de los puros y las tendía en una cuerda, para, una vez secas, fumárselas. Al ver aquello, Canseco dejó de arrojar los puros al bacín, y cuál fue su sorpresa cuando, pasado un tiempo, el portero le dijo: «Don Laureano, ¿ha cambiado usted de marca de puros?», a lo que Canseco respondió que no, y, espoleado por la curiosidad, añadió: «¿Por qué?» El portero le dejó atónito al responderle: «Es que los de antes estaban más buenos». Pero si Carande incluyó al tío de Valentín en su Galería de raros, junto a un conjunto de personajes insólitos, Valentín en sus «Memorias» nos dejó su pequeña galería de retratos de algunos ilustres pombianos como el pintor Gutiérrez Solana, el dibujante Luis Bagaría, el diplomático venezolano Emilio Coll, o el inefable Iván de Nogales, que como botón de muestra de su insólita personalidad, ponía en sus tarjetas: «Iván de Nogales, Doctor en Horoscopia, Inventor de la Homología, Violinista aficionado, Alcalde de Ciudad Rodrigo y Fundador de Religiones». De Luis Bagaría recordaba Valentín que andaba siempre sin un duro, «impecune», como decía

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un pedante de la tertulia, y una noche dijo a Ramón y a los que cenaban con él: «El sábado próximo os convido a cenar». Ante la gran desconfianza con que se oyó este convite explicó que la Casa Calpe iba a editar un Quijote ilustrado por él; que la semana siguiente firmaría el contrato, cobraría una parte y tendría dinero para el convite. Pero al sábado siguiente, a la hora de la cena, no se presentó, y muy tarde ya, apareció mohíno y cabizbajo. Explicó que no había firmado el contrato, porque sólo le daban diez mil pesetas, «y yo —dijo— por diez mil pesetas no leo el Quijote» (Andrés Álvarez, «Memorias de medio siglo»). Bagaría ilustró los populares cuentos alemanes de Otto y Fritz, algunos de los cuales son recogidos por Ramón en su libro sobre Pombo; a Valentín, lo narra en sus memorias, se le quedó grabado uno de los chistes más absurdos: Otto y Fritz están de viaje y de juerga. Otto dice que tiene que marcharse porque aquel mismo día le espera su mujer. Fritz le dice que le ponga un telegrama diciendo que perdió el tren, y Otto pone el telegrama: perdí el tren hoy y mañana.

También recordaba el ambiente, en ocasiones enrarecido, agrio y cínico de la tertulia en la que «a uno que tenía un drama sobre el “retrógrado” y “reaccionario” Felipe Segundo le dijeron: “El título será, naturalmente, Felipe Segundo Derecha”» (Andrés Álvarez, «Memorias de medio siglo»). Junto a algunos personajes desquiciados, también había, en opinión de Valentín, personajes inteligentes y sensatos como el diplomático venezolano Emilio Coll del que recuerda esta intervención: «En mi tierra, durante el Carnaval, se disfrazan todos; hasta el Arzobispo» (Andrés Álvarez, «Memorias de medio siglo»). Pero, por encima de todos, el recuerdo más imborrable del Pombo para él fue el de Ramón, quien en las veladas de los sábados administraba y regalaba greguerías hasta la madrugada. Valentín recuerda con cariño y admiración algunas como: «Cuando se inauguró el acueducto de Segovia, el agua sabía a botijo nuevo» o la más tarde célebre: «Leyó en el testamento: a Manolo, para que me recuerde más que los otros, lo desheredo». Tanto calaron las greguerías ramonianas en Valentín que su influjo puede reconocerse con

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frecuencia en las novelas por él escritas y, especialmente, en Sentimental-dancing. Como hemos indicado en otro lugar (Sánchez Hormigo, 1991, 267), esta novela representa el paso de Valentín del ultraísmo, patente en su libro de poemas, Reflejos, publicado en 1921, al ramonismo. La novela coincide con las primeras visitas de Valentín al Pombo y con el momento más álgido de la relación con otros escritores vanguardistas como Benjamín Jarnés, Antonio Espina, César Arconada o Guillermo de Torre. Por ello, Sentimental-dancing, que está escrita muy a la manera de la época se entrega a un culto sistemático, a la alusión, a la metáfora y a la greguería ramonianas, si bien la huella ultraísta sigue estando presente en párrafos como los que siguen: «Como no cesaba un momento de hablar, cuando hincó sus dientes en los restos de la masa acaramelada, oímos el ruido que formó al pulverizarse, en el momento de decir: “vengo de Biarritz”, y sentimos que sobre la elegante ciudad caía una graciosa nevada de caramelo» (Andrés Álvarez, Sentimental-dancing, 13-14); «los trenes, como todo el mundo, se volvieron también un poco locos después de cuatro años seguidos de disciplina militar», o aquel en el que la metáfora ultraísta alcanza su máxima expresión, al describir a una cocotte del barrio latino: «Junto al mostrador, sentada en una altísima banqueta, estaba la danseuse Marcela, con los pies cogidos sobre el más alto travesaño. De cuando en cuando se movía en peligroso vaivén de equilibrista, pinchando el aire con sus rodillas. Aunque parecía puesta allí para anotar los tantos de una partida de tenis, en realidad sorbía un cock-tail». Cuando la metáfora ultraísta se abrevia, a veces se acerca o se confunde con la greguería: Así estuvo en continua agitación la inquietud ésta dentro de mi cabeza, como la bolita en un cascabel. Un reloj de la vecindad dio las diez y las campanadas se fueron disolviendo en el silencio de la noche como piedras de azúcar en café. Por esta calle venían hasta mí los rayos (del sol), que en haz de escoba barrían y lustraban el pavimento.

En obras posteriores a Sentimental-dancing, en las que la huella ultraísta es menor, se dejará sentir, sin embargo, con mayor fuerza la influencia de Ramón. En un breve relato de carácter autobiográfi-

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co publicado por Valentín en 1925 en Revista de Occidente, «Telarañas en el cielo», se pueden encontrar literalmente incrustadas algunas greguerías que hubiesen podido ser firmadas por el maestro pombiano: Napoleón, en este instante, está perdiendo la batalla de Waterloo a unos diez billones y medio de kilómetros de la tierra. El rastro luminoso que la tierra deja tras de sí es la Gran Película en que está filmada la Historia universal entera.

En obras posteriores siguió utilizando el tono y el estilo greguerístico, incluso puede afirmarse que en sus diversas memorias, antes aludidas, a pesar de estar escritas cuando contaba más de ochenta años, sigue apareciendo la huella imborrable de Ramón.

2. LOS MEDIOS SERES En diversos escritos sobre don Valentín se ha considerado que hubo un vuelco espectacular en su vida cuando, después de haberse dedicado a la literatura y al teatro durante toda la década de los veinte, súbitamente, tras el éxito alcanzado en 1929 con el estreno de su comedia Tararí, decide abandonar la actividad literaria para dedicarse ya para siempre a la Ciencia Económica (Nora, 1968, 280). Sin embargo, y como recientemente ha señalado Juan Velarde, uno de los mejores conocedores de la vida y de la obra del que fue su maestro, las cosas no se produjeron así (Velarde, 1992). Valentín no pasó de la literatura a la economía, abrazando una y abandonando otra, sino que vivió toda su vida compartiendo un interés apasionado tanto por la Ciencia Económica, con la que había tomado contacto ya desde los primeros años veinte, como por la Literatura; hasta momentos antes de su fallecimiento, a la venerable edad de noventa y un años, fue un infatigable lector, todavía inquieto por la cantidad de libros que le hubiese gustado leer sin tener tiempo para ello. La mejor prueba de lo anterior es que, como antes hemos relatado, nada más volver de París, a finales de 1921, coincidiendo con sus primeras publicaciones y la asistencia a diversas tertulias, se matriculó en la carrera de Derecho, la única por entonces en nues-

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tro país en la que se podía estudiar la Ciencia Económica a través de la asignatura de Economía Política. Y desde entonces, aunque haciéndole a sus estudios de economía algunos guiños con la literatura y el teatro, y viceversa, consagró su tiempo y su vida a la Ciencia Económica. Lo que posiblemente ocurría es que Valentín estaba fascinado por la intensa personalidad de Ramón y, como en alguna ocasión le he oído decir a otro gran conocedor de don Valentín —el profesor José Luis García Delgado, al que me permito hurtar aquí su idea—, en cierto sentido le hubiera gustado ser Ramón. Es bajo la influencia de Gómez de la Serna cuando Valentín intensifica su actividad literaria y llega a colaborar con él en actividades teatrales. 1925 y 1930 marcan los hitos de su primera relación, desde que se conocieron en la tertulia de Ortega hasta el viaje a París de Ramón tras el fracaso de este último con su obra teatral Los medios seres. Es precisamente con motivo de esta obra cuando se estrecha la relación entre ambos; en su libro de memorias Automoribundia, Ramón lo relata así: Un día Valentín Álvarez, autor de una comedia de gran éxito titulada ¡Tararí! me dio una prueba de gran amistad pidiéndome para estrenar inmediatamente en el teatro Alcázar un proyecto de farsa que yo tenía y que pensaba titular Los medios seres. —¡Pero si no tengo escrito más que el prólogo! —¿Cuánto necesita para acabar los dos primeros actos? —Una semana. —Pues iré con los primeros actores, Delgras y la Robles, para que nos los lea dentro de siete días. —Bueno, pues el lunes que viene en mi torreón a las tres de la mañana. Me puse a la obra, adquirí tres botellas de Jerez, solera del 70, y a las tres de la mañana tenía a los tres auditores en mi torreón de Velázquez. Salieron entusiasmados —después los cómicos achacarían al Jerez del 70 su entusiasmo— y a los tres días se comenzaba a ensayar la obra.

La idea de la obra había partido de un cuadro que Ramón tenía en su «torreón» y que había pertenecido al duque de Rivas. En la pintura se veía una dama mitad viva, mitad muerta, la primera muy

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bella y llena de alhajas, la segunda esquelética; las dos partes se veían reflejadas juntas en un espejo de mano en el que se contempla. De la misma forma, en Los medios seres los personajes aparecían divididos como por un eje, con un traje la mitad negro, la mitad como cualquier ciudadano que va por la calle. Los personajes no se percatan de ese lado de sombra que tienen, ya que éste es sólo observable desde la distancia del espectador. Según Ramón, los personajes partidos por el eje mostraban el doble fondo que tienen las palabras sin dejar de ser sencillas: El subrayado es poner una raya oscura bajo cosas dichas simplemente. No se subraya lo que ya expresa su enormidad; se subraya lo que apenas diría lo que dice si no estuviese subrayado […]. Los medios seres se huelgan en lo que les falta, son abnegados gracias a lo que carecen y respiran penosamente por la herida de estar partidos, siendo el lado inacabado el que poetiza a los humanos. (Gómez de la Serna, 1974, vol. 2, 509)

Margarita Robles, mujer y primera actriz de la compañía de Gonzalo Delgras, que fue la que puso en escena la obra, relata en sus escritos autobiográficos publicados bajo el título de Mis ochenta y ocho añitos, el escándalo que se produjo en su estreno, en el que, al salir el público, interrumpió la circulación delante del teatro Alcázar. Achaca el fracaso a lo inacabado de la obra, cuyo prólogo, que recitaba el apuntador volviendo la concha hacia el público, era genial. Lamentablemente el resto de la obra, plagada de greguerías, era menos consistente y todo quedaba en una parodia hamletiana en la que, a pesar del fracaso, el autor no perdió, como no podía ser de otra forma, el humor: «Sobre el ser o no ser que según Shakespeare es la cuestión vital más importante, flotará ahora por encima de todos otra cuestión tan grave: la de ser o no ser medio ser». Pocos días después, Ramón, a quien se le juntó el fracaso de la obra con fuertes complicaciones sentimentales con la que entonces era su compañera y la hija de ésta, a la que en sus memorias llama «la hija de la mujer de cera», marchó a París, con lo que Valentín dejó de verle con la asiduidad relatada, aunque bien pronto, en 1931, apareció una obra colectiva en Espasa-Calpe, en la que junto a Ramón y Valentín aparecían las firmas de Jarnés, Arconada,

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Botín, Díaz Fernández y Espina; se titulaba Las siete virtudes. A Valentín le correspondió la virtud de la templanza, y el relato por él escrito, que hizo las delicias, entre otros, de Gregorio Marañón, daba una curiosa versión, de naturaleza económica, sobre la templanza, recurso éste de utilizar la metáfora económica que, como se verá a continuación, gustaba especialmente a Valentín: Como máquina, es el hombre un motor térmico; para su alimentación energética se sirve con el tenedor y la cuchara hidratos de carbono, como el fogonero echa carbón con la pala. Ha adoptado el mismo combustible, el carbono, la economía humana y la ferroviaria. No sólo por interés individual se impone la templanza. Lo que come uno de más, lo come alguien de menos. Esta virtud nos estrecha entre la economía orgánica y la economía política.

3. LA ECONOMÍA «EN GREGUERÍA» Un fenómeno curioso de simbiosis entre literatura y economía lo ofrecen algunas narraciones de Valentín que, estudiando la economía política a la vez que escribía novelas, incrustaba conceptos y ejemplos económicos, utilizando para ello recursos ramonianos y, entre otros, la greguería. Ello vuelve a poner de manifiesto el influjo de Gómez de la Serna en la personalidad de Valentín que, como la mujer del cuadro al mirarse al espejo, se veía medio escritor, medio economista (Velarde, 1987, 76). Es en Sentimental-dancing donde aparece mayor número de alusiones de tipo económico, abarcando desde la ley de los rendimientos decrecientes a la de Gresham. En la novela aludida el autor compara irónicamente la relación amorosa de dos de los personajes centrales, Alina y Lorenzo Quesada, con la guerra de Marruecos: El comienzo de estas relaciones fue muy molesto para él. Alina tenía muy elevado concepto de sí misma, y era, además de orgullosa, cara y difícil, así que siendo mi amigo en estos asuntos hombre práctico e impaciente, se consumía y desesperaba entre los esfuerzos agotadores y esperanzas

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inútiles de tan larga lucha que, como la de Marruecos, desnivelaba su presupuesto sin importante progreso hacia los fines perseguidos.

La misma relación le servía para aplicar lo que los economistas conocen como frontera de posibilidades de producción, o curva de transformación, familiar en todos los manuales de introducción a la economía a través del tristemente famoso ejemplo de Göebbels de la elección entre cañones y mantequilla: Parece ser que a partir de cierto instante Alina principió a dar muestras de su naciente amor y redujo grandemente las cargas económicas que pesaban sobre su amiguito, quien, ante tanta felicidad junta, comenzó a ponerse pálido y alicaído, por lo cual me imaginé que si en esos mutuos deberes y obligaciones nacidos del amor habían disminuido para él las prestaciones en dinero, debieron haber crecido en cambio, enormemente, las prestaciones en especie.

Una muestra más de la utilización de alusiones económicas dentro de la novela, es la que ofrece Valentín al explicar el fenómeno del desplazamiento de los francos de plata por los billetes, en una escena en la que entre un cliente y una vendedora de entradas en una taquilla reconstruyen un tanto cómicamente la ley de Gresham: Era la época en que los francos plata comenzaban a huir ante la invasión de los pequeños billetes. Nuestro amigo, para pagar el importe en la taquilla, metió la mano en un bolsillo, pero apenas vio asomar unas piezas de plata las dejó hundirse nuevamente y dirigió su mano a la cartera, repentinamente atraída hacia allí por la económica gravitación de la ley de Gresham. La taquillera, una señora vieja y malhumorada, al ver aquella maniobra que alejaba la moneda deseada, pronunció esta frase terrible: «Ces sauvages des étrangers!».

Son muchas las incrustaciones de leyes y principios económicos que nuestro autor hace siempre con un trasfondo de ironía y mordacidad. Pero no es sólo en esta novela, escrita a la vez que estudia-

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ba economía, en donde podemos encontrarlas; en obras de teatro posteriores como Tararí (1929) o en sus propias memorias, siguen apareciendo ejemplos de esta naturaleza. Es quizás en Tararí, su drama más afortunado sin duda, en donde la economía le sirve para hacer las comparaciones más sangrantes, como en la escena en la que un hombre cuerdo entra en un manicomio y los locos le intentan convencer de que el verdadero loco es él, y Valentín le hace decir: Visitante: ¿Pero qué es esto, Dios mío? Yo que nunca he dudado de nada en este mundo, más que de la formalidad y del crédito de mis clientes, dudo ahora de todo. Dudo del Director, dudo de usted, ¡dudo hasta de mí mismo!

A lo que el cabecilla de los locos, don Paco, le responde: Tremendas dudas para un honrado comerciante de esta plaza. Pero eso es que usted comienza a superarse y ha pasado ya de la duda comercial contable a la duda metódica cartesiana.

Es, finalmente, también en Tararí, donde Valentín vuelve a utilizar una metáfora económica, esta vez con una ironía ciertamente crítica hacia el poder del dinero —idea que aparece constantemente en sus escritos— al poner otra vez en boca del cabecilla de los locos: Y ahora es cuando yo reconozco que la industria, el comercio, las deudas, las ganancias y las rentas dependen de principios que es menester mantener firmes. Aunque parezca mentira, todo principio, todo teorema, toda verdad científica tiene, más o menos remotamente, relación con las pesetas que uno lleva en el bolsillo. Por eso las grandes verdades han de ser inconmovibles y a quien las ataca hay que tenerle por loco… por si acaso… Las grandes verdades tienen que ser sagradas porque, amigos míos, además de verdades… son pesetas.

Como tantos otros lugares, Pombo dejó de ser el mismo después de la guerra. Ramón marchó a Argentina desde donde le escribió en

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varias ocasiones, añorando el mundo cultural de Madrid y pidiéndole le informase de los grupos existentes. Valentín, por su parte, se convirtió en uno de los economistas más importantes de su generación; catedrático de Economía Política de las universidades de Oviedo y Madrid, su labor fue ingente en la formación de las primeras generaciones de economistas. Ello no significó que abandonase su pasión por la literatura. Gran lector y conversador, conservó sus aficiones de antaño, fruto de las cuales fue la elaboración de diversos escritos de carácter autobiográfico a los que hemos aludido repetidamente y que a él siempre le gustó llamar «Memorias de medio siglo».

OBRA LITERARIA Y ENSAYÍSTICA DE VALENTÍN ANDRÉS ÁLVAREZ 1911 «El estado coloidal» (en colaboración con Juan B. Gomis y Miguel Campoy), Revista de Especialidades Médicas. La Oto-rino-laringología Española. 1921 «La paxarina», Grado 1921, Peña Ciclista Moscona «Tarangu». Reflejos. Madrid: Galatea. 1925 «Viaje», Plural, enero. «Sentimental-dancing», Revista de Occidente, año III, n.º XXII, abril. Sentimental-dancing. Madrid: Artes de la Ilustración. «Telarañas en el cielo», Revista de Occidente, año III, n.º XXX, diciembre. 1927 «Dorotea, luz y sombra», Revista de Occidente, año V, n.º XLIV, febrero. 1929 ¡Tararí!. Madrid: Revista de Occidente (Colección Nova Novorum). 1930 Naufragio en la sombra, precedido de «Apunte autobiográfico». Madrid: Ediciones Ulises. «Antoine Bibesco: Laquelle?… Quatour», Revista de Occidente, año VIII, n.º LXXXIII, mayo.

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1931 «La templanza», Revista de Occidente, año IX, n.º XCII, febrero. «La templanza», en VV. AA., Las siete virtudes, Madrid: Espasa-Calpe. 1934 «D. Juan de Tertulia: la Invitación al Convidado de Piedra», La Voz, 2 febrero. «¿Cuánto vale un hombre?», La Voz, 2 abril. «El “nazismo” sin “nazi” y sin “ismo”», La Voz, 9 abril. «Vagos de profesión y de afición», La Voz, 17 abril. «Las mujeres y las abstracciones», La Voz, 27 abril. «Política Práctica o Metafísica Teórica», La Voz, 3 mayo. «Diálogos de la feria», La Voz, 15 mayo. «Retórica y Poética», La Voz, 22 mayo. «Primaveral y Lírico», La Voz, 1 junio. «Zamora, el Gran Capitán», La Voz, 4 junio. «Buenos Trabajadores y Buenos Holgazanes», La Voz, 19 junio. «Estudiantina Desafinada», La Voz, 3 julio. «Sin Pies ni Cabeza», La Voz, 20 julio. «Filosofía Playera», La Voz, 23 agosto. 1948 «Cosas que pasan y palabras que quedan», Informaciones, 21 octubre. «El mundo al revés», Informaciones, 5 noviembre. ¡Tararí!; Pim Pam Pum; Sentimental-dancing, precedido de «Apunte autobiográfico». Madrid: Aguilar. 1950 «Otra vez D. Juan o el Español y su Teatro», Clavileño (Revista de la Asociación Internacional de Hispanismo), n.º 3, mayo-junio. 1955 Guía Espiritual de Asturias. Elogio de Asturias e ingenio de los asturianos, (tirada aparte de la revista Aramo), Oviedo. «Julián Cañedo y su época», en Cañedo, J. …De Toros (prólogo), Madrid: Aramo. 1956 «Teoría e historia o Apolo y Dioniso», La Torre (Revista General de la Universidad de Puerto Rico), número homenaje a José Ortega y Gasset, año IV, n.º 15-16, julio-diciembre. 1968 «Humorismo asturiano y seriedad castellana», Boletín del Instituto de Estudios Asturianos, n.º 63.

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1969 «Fantasía carbayona», I y II Ciclo de Conferencias sobre Oviedo, Sociedad Ovetense de Festejos, mayo. 1970 «Individuo y grupo», en VV. AA., Homenaje a Xavier Zubiri, Moneda y Crédito. 1973 «Memorias de medio siglo», Medicina Asturiana, marzo-abril. 1974 «Memorias de un economista jubilado», Bodas de plata. I promoción de Economistas de España. 1976 «Memorias de medio siglo», Revista de Occidente, (3ª época), n.º 5-6, marzo-abril. 1978 «Memorias de medio siglo», en VV. AA., Ciencia Social y Análisis Económico, Madrid: Tecnos. 1980 Guía espiritual de Asturias y obra escogida, Caja de Ahorros de Asturias, Oviedo. 1982 Guía espiritual de Asturias, Caja de Ahorros de Asturias, Oviedo. 1991 Libertad económica y responsabilidad social. Edición de José Luis García Delgado y Alfonso Sánchez Hormigo. Madrid: Ministerio de Trabajo y Seguridad Social. En serio y en broma. Edición de Alfonso Sánchez Hormigo. Oviedo: Instituto de Estudios Asturianos.

BIBLIOGRAFÍA Aub, M. (1982). La calle de Valverde. Barcelona: Seix Barral. Beltrán, L. (1983). «Valentín Andrés Álvarez», Moneda y Crédito, n.º 167 (diciembre), 3-6. Carande, R. (1982). Galería de raros. Madrid: Alianza Editorial. Fuentes Quintana, E. (1978). Discurso en homenaje a los profesores Valentín Andrés Álvarez y Emilio Alarcos Llorach. Universidad de Oviedo.

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García Delgado, J.L. (1980). «Un perfil biográfico: Valentín Andrés Álvarez», Papeles de Economía Española, n.º 4, 213-222. (1991). «Valentín Andrés Álvarez: una vida lograda», en Andrés Álvarez, V., Libertad económica y responsabilidad social (15-22), Madrid: Ministerio de Trabajo y Seguridad Social. García Gontán, V. (1979-1981). «Vida y obra de Valentín Andrés Álvarez», Boletín del Instituto de Estudios Asturianos, nº 97, 98, 99, 101, 102, 103 y 104. Gómez de la Serna, R. (1974). Automoribundia (vol. 2.). Madrid: Guadarrama. Nora, G. de (1968). La novela española contemporánea, tomo II, 2.ª ed. Madrid: Gredos. Sánchez Hormigo, A. (1991). Valentín Andrés Álvarez, un economista del 27. Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza. (1991). «Economía, libertad y Estado en Valentín Andrés Álvarez», en Andrés Álvarez, V., Libertad económica y responsabilidad social (23-46), Madrid: Ministerio de Trabajo y Seguridad Social. (1991). «Los «felices veinte» de Valentín Andrés», en Andrés Álvarez, V., En serio y en broma (7-17), Oviedo: Instituto de Estudios Asturianos. (1993). «Valentín y Ramón, a este lado del paraíso», El Bosque, n.º 4 (enero-abril), 91-109. Velarde, Juan (1980). Las aportaciones económicas de Valentín Andrés Álvarez. Universidad de Oviedo. (1987). «El adiós a Bloomsbury», Economistas, n.º 25. (1992). «Recensión a la obra Valentín Andrés Álvarez, un economista del 27», Revista de Historia Económica, año X, n.º 1 (invierno), 168-173.

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Borges, Cortázar y los sistemas económicos

Estrella Trincado Aznar

Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del Estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. (Cortázar, 1996, Instrucciones para llorar, 409)

1. INTRODUCCIÓN Nuestra intención en este ensayo es comparar la literatura de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar con fines tanto literarios como filosóficos. A través de la comparación de dos literatos tan paralelos y al tiempo tan distintos, podremos entrever el sentido último de su prolija e impresionante literatura que, sin duda, transcendió a sus propias personas —y personajes— y llegó a afectar a los sistemas, tanto políticos como económicos, impuestos en el siglo XX. Efectivamente, en muchas ocasiones la literatura tiene influencias en la vida político-económica, influencias que no se deben a la racionalidad económica que querríamos suponer influyente en la acción humana, sino a pulsiones y estados de conciencia subyacentes y de mayor trascendencia.

2. BORGES Y CORTÁZAR Jorge Luis Borges comenzó su labor literaria aclarando que tendría un objetivo general a lo largo de su obra: apoyar los argumentos escépticos del fenomenismo. «Berkeley usó de esos argumentos contra la noción de materia; Hume los aplicó a la conciencia; mi propósito es aplicarlos al tiempo» (Borges, 1989, Otras Inquisiciones, 766).

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El autor niega desde el principio el tiempo, algo que los años apaciguaron pero no obliteraron. «La realidad es como esa imagen nuestra que surge en todos los espejos, simulacro que por nosotros existe, que con nosotros viene, gesticula y se va» (Rodríguez Monegal, 1984). Como dice Rafael Flores (1999), en Borges «hay que advertir el filón demiúrgico, hacedor, consigo mismo y su obra. Siguiendo, unas veces irónico y otras místico, la doctrina de la unidad universal del yo (yo es simultáneamente los otros), abrió en ello un propósito literario-metodológico desde la primera juventud». Borges quiso crear una complicidad con el lector aunque identificando al lector a la nada: «nuestras nadas, en nada difieren». Afirmaba «la nadería de la personalidad» y que no hay un yo coherente: «entendí ser nada, esa personalidad que solemos tasar con tan incompatible exorbitancia» (Rodríguez Monegal, 1984). Borges quería crear un laberinto literario en el que el lector entrase para habitar en él... y del que le costase encontrar salida. Para él, la literatura es, como la vida, un laberinto, y la vida de allá fuera no debe afectarla. Insistió en la independencia de la obra artística frente a la política. Denigró la llamada literatura comprometida y, además, consideró que la literatura está eximida de las reglas éticas: sólo se debe a un proceso estético, ajeno al sentimiento de realidad. Eso es algo que Cortázar rechazaba. Para él, la literatura estaba al servicio de la filosofía —y del hombre—, y debe buscar un acceso a la realidad completa y satisfactoria. En palabras del Horacio de Rayuela «Sólo hay una belleza que todavía puede darme ese acceso: aquella que es un fin y no un medio, y que lo es porque su creador ha identificado en sí mismo su sentido de la condición humana con su sentido de la condición de artista. En cambio el plano meramente estético me parece eso meramente. No puedo explicarme mejor» (Cortázar, 1979, 539). Pero en algo se parecían Borges y Cortázar. Cortázar, en su abundante fantasía, vuela desde dentro de lo cotidiano creando recovecos, espejos, mundos paralelos, objetos inquietantes y misteriosos, tiempos circulares y espacios espirales, obsesiones y contradicciones. Y también laberintos... Pero en sus laberintos, Cortázar siempre ofrece una puerta de luz. Detrás de toda similitud de Borges y Cortázar, aparece el asentimiento de Cortázar a la realidad que Borges niega. El tiempo existe, aunque para Cortázar hay más de un tiempo: «Error de postular un tiempo histórico absoluto: Hay tiempos diferentes aunque paralelos. En ese sentido, uno de los

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tiempos de la llamada Edad Media puede coincidir con uno de los tiempos de la llamada Edad Moderna. Y ese tiempo es el percibido y habitado por pintores y escritores que rehúsan apoyarse en la circunstancia..., están al margen del tiempo superficial de su época» (Cortázar, 1979, 545). En realidad, Borges y Cortázar tuvieron tantas cosas en común como cosas que les distanciaban. Ambos fueron, ante todo, cuentistas. Su primera infancia y parte de su obra se desarrolla en la Argentina. Borges nació en Buenos Aires (1899); Cortázar en Bruselas (1914) pero en 1918 su familia se instala en Buenos Aires, huyendo de la Primera Guerra Mundial. Ambos fueron niños adelantados: Borges en 1914 ya escribía poemas en francés; Cortázar en 1923 escribió su primera novela. Ambos se desenvolvían en el mundo anglófono y francófono, y traducían el inglés y el francés (de hecho, Cortázar está enterrado en París). En ambas obras, sueño y realidad se confunden. Sin embargo, esta confusión hace que la realidad sea para Borges sueño; mientras que para Cortázar es ensoñación. Para Cortázar, el sueño forma parte de la realidad. «Vivo como habitado por lo imaginario, que se superpone a lo que me rodea, lo modifica y lo desplaza. Es un sentimiento a la vez maravilloso e inquietante, un período en el que se acumulan las coincidencias, y los encuentros, como si el libro y la realidad exterior se invadieran mutuamente hasta el día —siempre triste para mí— del punto final» (Barnechea, 1998). Cortázar acaba abogando por la pasión ante la realidad; Borges por el estoicismo. Borges se distancia de la política y critica los sistemas, pero su filosofía justifica el juego de máscaras. Cortázar se acerca a la política y, aunque critica los sistemas y el juego de máscaras, finalmente se vio absorbido por ambos. Una comparación entre los cuentos Las ruinas circulares de Jorge Luis Borges y La noche boca arriba de Julio Cortázar puede ilustrar la diferencia entre ambos autores (véase Rojas, 2001). En Las ruinas circulares, Borges describe una «realidad» en la que el sueño es una «obligación» y al mismo tiempo el «empeño más arduo que puede acometer un varón» (Borges, 1994, 134). En el cuento, un hombre (un mago) desembarca de una canoa de bambú sin que nadie le vea y se arrastra, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que es un templo. Allí duerme y advierte que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño. Los leñadores se encargan de subvenir a sus necesidades y, así, él puede consagrarse a la única

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tarea de dormir. Su propósito era soñar un hombre para imponerlo a la realidad. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo. En unos días, soñó con un corazón que latía. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. Pero, en un crepúsculo, soñó con la estatua del templo viva. Ese dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado despertó. El mago, gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Antes de nacer (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje. Pero al cabo de un tiempo lo despertaron dos remeros a medianoche: le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios: de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. Pero, cuando en un alba el mago vio cernirse contra los muros un incendio concéntrico, comprendió que la muerte venía a coronar su vejez. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia que otro estaba soñando. El cuento La noche boca arriba de Cortázar parece una réplica del de Borges. Se describen dos historias simultáneamente. La primera, una «realidad» apacible de un hombre que sale de un hotel conduciendo su moto y mientras conduce observa edificios y casas. De repente, una mujer se cruza en su camino, tienen un accidente y él se destroza un brazo, pierde el sentido y al salir del desmayo, se encuentra ingresado en un hospital, aunque bien. Lo han vendado y está en una cama con fiebre en un estado de sopor; entonces, se adormece y tiene un sueño. Sueña que es un indio mexicano de la época azteca, que está perdido entre la ciénagas. Se halla en la Guerra Florida, perseguido por una tribu enemiga que lo quiere sacrificar, los motecas. Aunque él huye y lucha por su vida, al final es capturado, atacado y arrastrado hacia la gran pirámide. Allí, un

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sacerdote lo espera con un puñal, para sacrificarlo, conforme a un rito de esa tribu. Se despierta repetidas veces, al principio aliviado pero luego confundido, las últimas veces tratando de evitar esa pesadilla hasta que descubre que el sueño en verdad era la realidad: él es el azteca que está soñando con el de la moto como huida a su inminente muerte. Al final, dice Cortázar, el azteca «sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un inmenso insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas» (Cortázar, 1994, 392). En el caso de Las ruinas circulares, a pesar de lo irreal de la situación de un hombre que vive sin trabajar porque milagrosamente consigue fruta y comida de los paisanos, como dice Rojas (2001), el lector da por hecho que él mismo está ubicado en la realidad, de lo cual se desprende como deducción lógica que el personaje también está situado en la realidad. Somos víctimas de nuestra idea subconsciente de que obviamente no somos «vana apariencia» y de que somos «almas que merecen participar en el universo.» Pero, de pronto, Borges nos dice que el personaje al que creíamos real es una figura meramente soñada. ¿Y si nosotros mismos sólo estamos siendo soñados? Entonces ¡qué humillación, qué vértigo! En el cuento aflora una visión dependentista del ser típica de la literatura borgeana. Se parte de un ser creado que está sujeto a su creador, pero que difieren en esencia. Hay, por tanto, una jerarquización y parece que el soñador, creyéndose real, es un elitista por creer al sueño inferior a sí mismo. Cortázar en La noche boca arriba nos engaña con un imposible. El azteca no puede conocer la actualidad de una ciudad en que una moto circula. La confusión se ve facilitada por el hecho de que el motero soñara con la «guerra florida» de los motecas —un evento real de la historia azteca—, lo que da una mayor autenticidad a la vida indígena del protagonista. El relato se presenta a través de un sueño y un soñador que ve su realidad cada vez mas fusionada con otra realidad fuera de su tiempo y de su lugar. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría,

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porque otra vez estaba inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía la muerte, y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano.

Evelyn Garfield menciona un artículo escrito por Julio Cortázar que se llama «Algunos aspectos del cuento», En el artículo, Cortázar compara la novela con la película, y el cuento con la fotografía. Una novela, como una película, tiene un orden detallado. Tiene muchos pedazos, como un rompecabezas, que al final, cuando están juntos, forman una historia completa. Por otra parte, una foto es limitada e inmóvil. Es un fragmento, y nosotros no podemos saber qué existe fuera del margen. Sólo podemos imaginar lo que se encuentra dentro el marco (Garfield, 1975a, 13). Pensando en esto, se puede decir que el intento de Cortázar al escribir cuentos como La noche boca arriba fue demostrar a los lectores que la vida humana también es como una foto. Sólo podemos saber la verdad de lo que pasa en los dos mundos que el protagonista ocupa en varios momentos. ¿El protagonista va a morir al final? Y, si muere, ¿qué pasará después? Si resulta que la pesadilla es la realidad, la muerte al final es como el margen de una foto. No sabemos qué pasa fuera del margen y tampoco sabemos nada de lo que pasa después de la última palabra del cuento. Si la pesadilla no fuera la realidad, podríamos considerar la muerte al final del cuento como una metáfora de lo desconocido (Morris, 2004). Igualmente, en nuestras vidas, sólo podemos saber lo que experimentamos individualmente. Además, a veces nuestros sueños parecen tan reales que no podemos distinguir entre el sueño y la realidad hasta que nos despertamos. Aquí se evidencia la influencia en Cortázar del surrealismo francés, que, dice Evelyn Garfield, tiene «como base esencial de su visión del mundo la creencia en una realidad dual. Por un lado existe la realidad visible, la realidad razonable en el ámbito de la vigilia y la conciencia [...]. Por otro lado hay la realidad intuida, la realidad de la imaginación en el ámbito del deseo y de la subconciencia» (Garfield, 1975b, 13). Es precisamente esta «realidad intuida» la que lleva a que una persona cuestione lo que existe fuera de sus pensamientos y de sus sentidos físicos. Los sueños pueden sugerir otro tipo de realidad que se esfuerza en explicar lo inexplicable.

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Como añadido, estas ideas son las de filosofía náhuatl que aparece en la poesía de Nezahualcóyotl, un rey y filósofo azteca. Nezahualcóyotl «se apartó del culto a los dioses de la religión oficial y se opuso, hasta donde le fue posible, al rito de los sacrificios de hombres» (León-Portilla, 1972, 59-60). Precisamente fue esta incomodidad ante la religión dominante de su cultura la que resultó en la formación de una filosofía que trató de explicar una realidad aparte (León-Portilla, 1963, 6-7). El indio que sueña que está en otro lugar mientras está a punto de morir se asemeja a los filósofos de la cultura náhuatl que también lidiaron con las inquietudes en torno a la realidad y la muerte, y cómo se las puede evitar si esta realidad se convierte en algo incómodo. Serra (1975) cita una descripción de la práctica azteca de saciar al dios tribal ofrendándole regularmente víctimas propiciatorias elegidas entre los prisioneros. Para evitar su propia muerte inevitable, el indio tiene un sueño en el que no está muriendo. Subyace la idea de la filosofía náhuatl de que cuando la muerte es inminente, el Dador de la Vida ayuda al individuo a llegar a un lugar de curación y paz. La noche boca arriba sirve para describir el proceso psicológico por el que formamos una noción del mundo en que surgen pensamientos sobre otra realidad aparte. En el cuento de Cortázar nos vemos atrapados, como en el de Borges, en el acto de ponernos por encima de otros por creernos «no soñados», sino que nos damos cuenta de que, aunque tuvimos la posibilidad de descifrar el engaño, hemos preferido aceptar la realidad en que muchas cosas son agradables, e incluso lo doloroso, como una operación o un brazo roto, no causan dolor, que una realidad menos acogedora y más peligrosa, como es la de los aztecas. En el sueño, el hombre se siente tranquilo (muy bien, casi contento: la vigilia lo protegía), aun a pesar de sus heridas y del sabor de la sangre de su ceja que cae y lame de sus labios. En la realidad, sin embargo, siente miedo («tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo», dice Cortázar cuando todavía pensamos que el sueño es la persecución azteca). Otra diferencia entre los dos cuentos es que Cortázar, al final de su obra, nos ofrece una decisión clara y escoge uno de los dos posibles mundos para declararlo realidad. Así pues, la realidad está ahí, por mucho que nos engañemos respecto a ella. Además, si decíamos que en el cuento de Borges hay un soñador-soñado y una jerarquización elitista, sin embargo, en el cuento de Cortázar, el que sueña no sueña a un hombre, sino que

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vive su sueño: es por tanto él, su conciencia, la que sueña y vive. La realidad, como el sueño, son realidad vivida. Cortázar es muestra de un tipo de literatura de los escritores de Boedo que consistía en ser realistas y comprometidos, y dar cuenta de los numerosos conflictos sociales de los sectores mas desaventajados, en este cuento con el ejemplo de las guerras indígenas. En la literatura del «boom» se evidencian los aportes de los movimientos de vanguardia, sobre todo el surrealismo y una apertura hacia lo fantástico, onírico y sobrenatural. En el ejemplo de La noche boca arriba se reflejan estas características: por ejemplo, el que creemos sueño del azteca. «Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano [...]. Huele a guerra». Cuando se levanta, el enfermo «sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros». En esta literatura también tiene cabida el mundo de lo mítico y maravilloso Latinoamericano (Virgillo et al, 1999). Borges fue influenciado más por corrientes existencialistas y partía de la inexplicabilidad del concepto de realidad, mientras que Cortázar se interesaba por lo surrealista y los aspectos subconscientes e irracionales para explicar la realidad. Se puede por consiguiente afirmar que para Borges la relativización de la diferencia entre sueño y realidad tiene un valor intrínseco y puede ser considerada como una meta en sí. Cortázar usa la idea de la relatividad de la realidad como herramienta para una crítica social, es decir que los seres humanos prefieren cerrar los ojos frente a la realidad antes que darse cuenta de su ingenuidad. Se puede interpretar su mensaje como un llamado a la acción a toda persona adormecida frente a una realidad política que requiere reacción activa. Para Borges, del sueño sólo se despierta dios; y con ello hace desaparecer cualquier esperanza de Edén. La realidad, para Borges, es un fruto de la imaginación. Para Cortázar, la realidad —y el sueño— es un mecanismo del tiempo, no de la imaginación. «Se ha elogiado en exceso la imaginación. La pobre no puede ir un centímetro más allá del límite de los seudópodos» (Cortázar, 1979, 162)341. Para Cortázar, el sueño se diferencia claramente de la realidad. 341. Fromm (1985) decía que el sueño es un lenguaje simbólico que nos desvela mucho de nosotros y, en él, el hombre se vuelve creador de cuentos, de relatos, de mitos. Esto se debe a que el soñante se halla despreocupado de las expectativas sociales y el inconsciente reaparece de su inhibición. «Vanidad de creer que comprendemos las obras del tiempo: el entierra sus muertos y guarda las llaves. Sólo en sueños, en la poesía, en el juego —encender una vela, andar con ella por el corredor— nos asomamos a veces a lo que fuimos antes de ser esto que vaya a saber si somos» (Cortázar, 1979, 523).

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Una certidumbre sola y terrible dominaba ese instante de tránsito dentro del sueño: saber que irremisiblemente esa expulsión comportaba el olvido total de la maravilla previa. Supongo que la sensación de puerta cerrándose era eso, el olvido fatal e instantáneo. Lo más asombroso es acordarme también de haber soñado que me olvidaba del sueño anterior, y de que ese sueño tenía que ser olvidado (yo expulsado de su esfera concluida). Todo eso tendría, me imagino, una raíz edénica.... la verdadera condena es eso que ya empieza: el olvido del Edén, es decir, la conformidad vacuna, la alegría barata y sucia del trabajo y el sudor de la frente y las vacaciones pagas. (Cortázar, 1979, 577)

3. BIOGRAFÍAS Borges (1899-1986) solía hablar de dos tradiciones heredadas de sus antepasados, una militar y otra literaria. Además, tuvo un padre culto, mujeriego, con ideas anarquistas, aunque no exitoso en sus ambiciones literarias. Georgie, como le llamaban, vivió años en Ginebra impregnándose de lenguas europeas y de modernidad literaria; luego residió en España de 1919 a 1921 y participó, junto a Cansinos Asséns, del movimiento ultraísta (escuela experimental de poesía que se desarrolló a partir del cubismo y futurismo, y que buscaba la metáfora florida y trabajaba con abundancia de adjetivación). La etapa ultraísta tiene gran relación con su primer fenomenismo. Las doctrinas fenoménicas se estaban extendiendo a las teorías del lenguaje de los movimientos expresionistas, con la idea de que no existe el sustantivo sino sólo símbolos en forma adjetival o verbal que representan sustantivos inexistentes (ver De Bustos, 2000, 98-102). En los treinta años siguientes, Georgie se transforma en Borges. Cansado del ultraísmo que él mismo había traído de España, intenta fundar un nuevo tipo de regionalismo, enraizado en una perspectiva metafísica de la realidad. Escribe cuentos y poemas sobre el suburbio porteño, sobre el tango, sobre fatales peleas de cuchillo (Hombre de la esquina rosada, El Puñal). Pronto se cansará también de

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este ismo y empezará a especular por escrito sobre la narrativa fantástica o mágica, hasta el punto de producir durante dos décadas, 1930-1950, algunas de las más importantes ficciones de este siglo (Historia universal de la infamia, 1935; Ficciones, 1935-1944; El Aleph, 1949; entre otras). Sobre el espectro de una ceguera anunciada desde largo tiempo, volvió —después de unos veinte años— a escribir versos. Agnóstico confesado, sin embargo, sus procedimientos estéticos no fueron ajenos a metodologías sustentadas por diversas tradiciones esotéricas (Flores, 1999). «Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez los libros y la noche». Si en una etapa ultraísta (principios de la década 1920) busca metáforas y adjetivación, en los años de madurez avanzó hacia lo simple, lo desnudo, lo sencillo. Tal vez enmascarando su timidez, comenzó a combinar la narración con el ensayo, el cuento corto con los ensayos breves, hasta que un día culminó en la publicación del texto de una novela (escrita en Bombay por un tal Mir Bahadur Alí) sólo existente en la inconfesada invención borgeana. El final de la anécdota fue que lectores amigos, incluso íntimos, del autor rioplatense, encargaron la novela de Bombay en su edición inglesa... En sus relaciones con el otro Borges (que relataremos después), Borges desestima la importancia personal frente a la tradición, al lenguaje. Aludió a sus deudas carnales y, aunque en ocasiones no las reconoció con precisión, como dice Rafael Flores (1999), algunas son fácilmente observables, como la metáfora del laberinto para representar la ciudad, aplicada antes —en el siglo XIX— a Londres por Thomas de Quincey. Cabalgando sobre sus propias «deudas», Borges sostiene una ficción que remite las repeticiones —o los supuestos plagios— a meros accidentes del yo universal. Como reconoce él mismo, muchos de los temas recurrentes de sus mitologías los extrajo de Papini (1984). Con el tiempo descubrió fábulas de este autor que él mismo creyó inventar, que tienen el idéntico ambiente de sus ficciones, estando ya en un librito de Papini la idea del otro, de que la vida es sueño, de que no somos nadie, del espejo, de los juegos con el tiempo, y el tiempo sucesivo como angustia. «Yo escribí un cuento de un individuo que se encuentra consigo mismo cuando era joven (El otro). Después descubrí que ese argumento yo lo había leído en un libro de Papini que se llama El piloto ciego, a los diez u once años. Lo había olvidado y luego creí inventarlo. Aunque

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la verdad es que lo había inventado, en el sentido etimológico de la palabra, ya que inventar quiere decir descubrir» (Bravo y Paoletti, 1999, 138). Otros de sus argumentos los descubrió de otras personas: por ejemplo, Emma Zunz se lo sugirió Cecilia Ingenieros. Si se nos permite decir alguna de sus borgerías, Borges decía «Creo que soy incapaz de pensamientos propios» (Bravo y Paoletti, 1999, 175). Sus copiosas citas falsas junto a otras verdaderas que remiten a la Enciclopaedia Britannica mostraban en no pocas ocasiones su ignorancia del tema y su búsqueda irónica del admirador poco avezado, «en un lenguaje que vacía de significación al propio pensamiento y que, por fin, lo sustituye» (Lafforgue, 1999, 318). El 27 de marzo de 1983 publica en el diario La Nación de Buenos Aires el relato Agosto 25, 1983, en que profetiza su suicidio para esa fecha exacta. Preguntando tiempo más tarde por qué no se había suicidado en el día anunciado, contesta lisamente: «Por cobardía». Jorge Luis Borges murió en Ginebra el 14 de junio de 1986. Arregló también el destino de sus restos, que hoy descansan allí. Quiso que lo enterraran allí, quizá para favorecer el retorno a la juventud en esa ciudad donde comenzó su carrera de escritor. Como dice Flores (1999), acaso quisiera retornar, igual a sí mismo, horrorizado otra vez por los espejos que acabarían ganándole la partida. Sin embargo, andando las páginas, Borges estampa una huella inconfundible para así «convertir el ultraje de los años en una música, un rumor, un símbolo». Julio Cortázar (1914-1984) nació en Bruselas. De padres argentinos, fue a Argentina a los 4 años. Su padre, de quien nunca quiso saber nada, le abandona y él se convierte en maestro de escuela. Empieza estudios universitarios que tiene que dejar por problemas económicos. En 1941, publica un artículo sobre Rimbaud en la revista Huella, y el 22 de octubre de ese mismo año aparece el relato Llama el teléfono, Delia en El Despertar de Chivilcoy, firmado con el seudónimo Julio Denis. En 1944 dará clases de Literatura Francesa en la universidad de Cuyo (Mendoza). Al año siguiente escribe su primer libro de cuentos, La otra orilla. Renuncia a su cargo docente en 1945, cuando Juan Domingo Perón gana las elecciones presidenciales argentinas. Ese mismo año regresa a Buenos Aires. Sigue publicando cuentos en revistas y trabaja como traductor de inglés y francés. En 1949, escribe su primera novela, Divertimento, que se publicará después de su muerte. Dos años después, empieza a trabajar como traductor para la UNESCO en París.

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Viaja a Italia en e 1954 donde empieza a traducir cuentos de Allan Poe. A continuación publica el libro de relatos Final del juego y después Las armas secretas. Éste último incluye El perseguidor, que marcó un giro en su narrativa. En 1963 publica Rayuela. Luego llegan los libros de relatos. En 1973 edita su novela Libro de Manuel que provoca polémica. En 1975, viaja a México para participar en la 3ª sesión de la Comisión Internacional de Investigación de los crímenes de la junta militar de Chile. Más tarde visita Nicaragua y apoya la revolución sandinista. El último libro de cuentos que publica en vida es Queremos tanto a Glenda. En 1984, muere de leucemia. Como decíamos, está enterrado en Paris.

4. IRREALISMO Dice Borges en su ensayo Otras Inquisiciones que dos argumentos le abocaron a la refutación del tiempo: el idealismo de Berkeley y el principio de los indiscernibles de Leibniz (Borges, 1989, 759). Negados el espíritu y la materia, que son continuidades, negado también el espacio —asegura el autor— no tenemos derecho tampoco a creer en la continuidad que es el tiempo. «La metafísica idealista declara que añadir a esas percepciones una sustancia material (el objeto) y una sustancia espiritual (el sujeto) es aventurado e inútil; yo afirmo que no menos ilógico es pensar que son términos de una serie cuyo principio es inconcebible como su fin» (Borges 1989: 761). El idealismo de Borges, como afirma Emir Rodríguez, «está apoyado en una visión solipsista del mundo que va más lejos que Berkeley (al fin y al cabo, éste creía en la existencia de Dios y Borges es agnóstico) y de Schopenhauer (que por lo menos creía en la voluntad) [...] Borges habrá de sostener que fuera del presente, el tiempo no existe, y que este mismo presente, que percibimos es de naturaleza ilusoria» (Rodríguez Monegal, 1984)342. Desde este momento, introduce Borges un principio de inactividad: 342. A pesar de su agnosticismo, como decíamos antes, el autor nos habla de la existencia de un dios que sueña al hombre: «Ser (o no ser): Amado Nervo ya dio la respuesta: Dios existe. Nosotros somos los que no existimos» (Bravo y Paoletti, 1999, 166), y nos cuenta tres momentos de eternidad que llama un «sentirse en muerte»: en El idioma de los argentinos, en Otras Inquisiciones y En el Jardín de los senderos que se bifurcan (Lagos, 1986). Sin embargo, el autor hace citas despreciativas a la religión católica: «Patetismo: En la cruz, Cristo sentía lo que decía. No jugaba al personaje histórico. Era muy incómodo estar crucificado, por más que él tuviera tendencia al patetismo» (Bravo y Paoletti, 1999, 147).

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Niego, en un número elevado de casos, lo sucesivo; niego, en un número elevado de casos, lo contemporáneo también. El amante que piensa «Mientras yo estaba tan feliz, pensando en la fidelidad de mi amor, ella me engañaba», se engaña: si cada estado que vivimos es absoluto, esa felicidad no fue contemporánea de esa traición; el descubrimiento de esa traición es un estado más, inepto para modificar a los «anteriores» aunque no a su recuerdo... Agrego: si el tiempo es un proceso mental ¿Cómo pueden compartirlo millares de hombres, o aun dos hombres distintos?» (Borges 1989; 762).

Finalmente dice: Ignoro, aún, la ética del sistema que he bosquejado [...]. El quinto párrafo del cuarto capítulo del tratado Sanhedrín de la Mishnah declara que, para la Justicia de Dios, el que mata a un solo hombre, destruye el mundo; si no hay pluralidad, el que aniquilara a todos los hombres no sería más culpable que el primitivo y solitario Caín lo cual es ortodoxo, ni más universal en la destrucción, lo que puede ser mágico. Yo entiendo que así es. Las ruidosas catástrofes generales —incendios, guerras, epidemias— son un solo dolor, ilusoriamente multiplicado en muchos espejos. (Borges, 1989. 763)

He aquí la primera ocasión en que Borges toma conciencia (aunque fuera sólo conciencia intelectual) de que el irrealismo promueve la impunidad y pasividad ante la injusticia — y los sistemas. Un segundo momento en que él se hace consciente de esa consecuencia del irrealismo es en el cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. En él, Borges no nos ofrece una opción distinta en la que la realidad exista — la realidad, dice, parece ordenada «de acuerdo a leyes divinas, traduzco: a leyes inhumanas — que no acabamos nunca de percibir» (Borges, 1997, 13-40), pero nos hace intuir los peligros de una teoría sin sustancia, imaginaria como la de Berkeley. Borges describe estas teorías fenoménicas como inscritas en un país imaginario, Tlön, en que la sustancia desaparece y todo se convierte en el reflejo de otra cosa, el reflejo de un espejo fantasmagórico —de ahí su recurrencia al símbolo del espejo. En palabras de Borges, el universo de Tlön es una mera ilusión y en él los espejos y la paternidad son abominables,

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porque lo multiplican y lo divulgan. Al principio, cuando era urdido por una sociedad secreta y benévola, que tenía entre sus afiliados a Berkeley, se creía que era un mero caos, pero ahora sus leyes han sido formuladas claramente como un cosmos de la fantasía. Sus epopeyas y leyendas son de carácter fantástico porque no se refieren jamás a la realidad. El mundo no es un concurso de objetos en el espacio, es una serie heterogénea de actos independientes, es sucesivo, no espacial. No hay sustantivos, sólo verbos impersonales o adjetivos monosilábicos que se refieren a miles de sustantivos inexistentes. Su cultura clásica comprende una sola disciplina: la psicología, a la que las otras se subordinan, dado que el universo se ve como una serie de procesos mentales que no se desenvuelven en el espacio si no de modo sucesivo en el tiempo. El tiempo mismo es negado por algunas filosofías de Tlön. Y es que saben, continúa Borges, que un sistema no es otra cosa que la subordinación de todos los aspectos del universo a uno cualquiera de ellos. Este monismo o idealismo, en el que el materialismo se ve como una doctrina herética, invalida la ciencia, un estado posterior del sujeto que une un hecho a otro. Todo estado mental es irreductible: el mero hecho de nombrarlo, importa un falseo. Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad, ni siquiera la verosimilitud: sólo el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. Todos los hombres son el mismo hombre, y ese sujeto único e indivisible es cada uno de los seres del universo que son los órganos y máscaras de la divinidad. No existe el plagio, porque todos los libros han sido escritos por el mismo autor, que es intemporal y anónimo. La enciclopedia que se ha encontrado de Tlön tiene miles de tachaduras, bajo su plan de exhibir un mundo que no sea demasiado incompatible con el real. La geometría de Tlön comprende dos disciplinas: la visual y la táctil. La última está subordinada a la primera. La base de la geometría visual es la superficie, no el punto; esta geometría desconoce las paralelas y declara que el hombre que se desplaza modifica las formas que lo circundan. La base de la aritmética es la noción de números indefinidos, y acentúan la importancia de los conceptos de mayor y menor, reflejo de la no-identidad de un número que no existe. Siglos y siglos de idealismo no han dejado de influir en la realidad. En Tlön no es infrecuente la duplicación de objetos perdidos. «Dos personas buscan un lápiz; la primera lo encuentra y no dice

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nada; la segunda encuentra un segundo lápiz no menos real, pero más ajustado a su expectativa. Estos objetos secundarios se llaman hrönir y son, aunque de forma desairada, un poco más largos.» La metódica elaboración de hrönir ha permitido interrogar y hasta modificar el pasado, que ahora no es menos plástico que el porvenir, prestando servicios prodigiosos a los arqueólogos. «Hecho curioso: los hrönir de segundo y tercer grado —los hrönir derivados de otro hrön de un hrön— exageran las aberraciones del inicial; los de quinto son casi uniformes; en los de undécimo hay una pureza de líneas que los originales no tienen. El proceso es periódico; el hrön de duodécimo grado ya empieza a decaer. Más extraño y más puro que todo hrön es a veces el ur: la cosa producida por sugestión, el objeto educido por la esperanza [...] Las cosas se duplican en Tlön; propenden asimismo a borrarse y a perder los detalles cuando los olvida la gente. Es clásico el ejemplo de un umbral que perduró mientras lo visitaba un mendigo y que se perdió de vista a su muerte. A veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro». Pero, en un momento determinado del pasado siglo, el mundo fantástico se entrometió en el mundo real. Fueron dos eventos sucesivos, dice el cuento: se encontró una brújula de Tlön en un cajón enviado a la casa de la princesa de Faucigny Lucinge; y un hombre apareció muerto en una pulpería. Se le había caído del tirador un cono de metal reluciente del diámetro de un dado, cuyo peso era intolerable. Esos conos pequeños y muy pesados (hechos de un metal que no es de este mundo) son imagen de la divinidad en ciertas religiones de Tlön. Casi inmediatamente, la realidad cedió en más de un punto. Se anhelaba ceder, bastaba cualquier simetría con apariencia de orden —el materialismo dialéctico, el antisemitismo, el nazismo— para embelesar a los hombres. Se necesitaba creer en un orden que no pertenecía al mundo real. Imposible decir que el mundo está ordenado, porque el hombre parece no querer comprender las leyes de ese orden. Necesita crearse un mundo de la imaginación, sin sustancia ni individualidad, donde el umbral de un totalitarismo que lo ordene esté siempre abierto343. Otra cosa que Borges hereda del fenomenismo es que considera la vida entretejida de hábitos: Hume, por ejemplo, decía que la

343. Para ver cómo las teorías de Hawking (1990) se acercan a este universo Tlön, ver Trincado (2003, 749).

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necesidad mental surge de la conexión acostumbrada, e incluso la idea de causa y efecto que hace posible la cognición es una inferencia de la costumbre (Hume, 1964b, Treatise II, III, I, 185). Zeus no podría desatar las redes / de piedra que me cercan. He olvidado / los hombres que antes fui; sigo el odiado / camino de monótonas paredes / que es mi destino. Rectas galerías / que se curvan en círculos secretos/ al cabo de los años. Parapetos / que ha agrietado la usura de los días. / En el pálido polvo he descifrado / rastros que temo. El aire me ha traído / en las cóncavas tardes un bramido / o el eco de un bramido desolado. / Sé que en la sombra hay otro, cuya suerte / es fatigar las largas soledades / que tejen y destejen este Hades / y ansiar mi sangre y devorar mi muerte. / Nos buscamos los dos. Ojalá fuera / éste el último día de la espera. (Borges, 1989, El Laberinto, 987).

Es cierto que Cortázar también juega con la irrealidad. Pero, como mostrábamos en La noche boca arriba, acaba afirmándola. Lo que Cortázar quería era romper con el mundo cotidiano y mostrar lo que hay más allá de la foto: la apertura a lo otro. Como dice Cremanti (2000), Cortázar presenta espacios marcadamente cotidianos, la casa, el jardín... espacios que se hallan recargados de significado. Son reductos que nos pertenecen y nos protegen de un universo externo y siempre de algún modo agresivo. La casa es un espacio vital, es la soledad que nos devuelve el espacio interno desde la cual el sueño, el vivir íntimo y subjetivo, se sostiene. A diferencia de Borges, que intentaba situar sus cuentos fantásticos en situaciones y tiempos distanciados de nuestra realidad a fin de ganar verosimilitud en la fantasía, Cortázar se propone hacer germinar lo fantástico desde lo cotidiano, y muchas veces desde los espacios que mayor protección, inmediatez y por ende indubitabilidad nos connotan. Si lo fantástico logra insertarse en esos espacios, logra un efecto más inquietante. Pongamos ejemplos: No se culpe a nadie sucede en un departamento en el piso número doce. Se muestran los ritos que puede llegar a contener lo cotidiano, revelando la tortura de las costumbres como actos absurdos y peligrosos bajo una apariencia inocente (la

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muerte latiendo y esperando dentro de un jersey azul, por ejemplo). Carta a una señorita en París transcurre en un departamento de la calle Suipacha. Como muchos de los cuentos de Cortázar, no hay tanta acción externa como sensaciones internas. El argumento es el siguiente: un hombre vomita conejos vivos hasta no poder controlarlos, lo que lo conduce al suicidio. Es relatado en primera persona con el acento puesto en un imprevisto resorte del absurdo: mientras el personaje pensaba que no pasaría de diez conejitos, todo le sonaba a normal, mas al producir el conejito undécimo, se veía excedido por lo insólito y sólo entonces recurría al suicidio (Benedetti, 1972, 58-76). Verano contiene la impresionante imagen de la gran cabeza de un caballo blanco aplastada sobre el cristal de la ventana, tratando de entrar en una casa. Surge un miedo irracional e intenso, emociones oníricas destrozando la realidad y la presencia paralela de una inocente niña durmiendo. En Sobremesa se presenta el tema de la clarividencia, enturbiado por la incredulidad que lo suele acompañar. De ahí surge el malentendido entre dos amigos que cruzan sus cartas en las que se relata una escena que pertenece al futuro. Se descubre, por los hechos sucesivos, que realmente ocurrió lo que parecía adivinarse, y por lo tanto lo que para uno ha sido ya vivido, para otro es una incomprensible consecuencia de algo aún no ocurrido. En Casa tomada, un habitante indefinido va ocupando la casa que dos hermanos paulatinamente van cediendo. Es la renuncia de la casa que, aunque lo desconocido la va ocupando, deja pasivos y resignados a los protagonistas. Con el Manual de Instrucciones de Historia de Cronopios y de Famas, Cortázar también nos redescubre acontecimientos habituales. Por primera vez parece sorprendernos, por ejemplo, cómo se sube una escalera. ¿O es que una escalera se sube a sí misma? Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas.

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5. EL YO Y LA MÁSCARA Decía Cortázar: «Parece una broma, pero somos inmortales. Lo sé por la negativa, lo sé porque conozco al único mortal» (Cortázar, 1996, Una flor amarilla, Final de Juego, 336-341). De hecho, la máscara del literato se hace, a veces, de mucha mortalidad. Y de eso no hay ejemplo más ilustrativo en la historia de la literatura que la figura del propio Borges, que dijo haber llevado toda su vida encajada una máscara, el «otro Borges». Al identificarse con el «no ser», Borges acabó creando un yo externo con el que chocaba a cada paso, creando una sensación laberíntica. Ese otro yo de Borges se convirtió en una cosa más, que aliena al hombre: el producto de la actividad del hombre —la que consiste en el mismo hombre— se impone a él y le domina, y le resulta extraño porque no se reconoce en él. En su extremo, se produce la duplicación del ego descrita por Borges y éste se hizo esclavo de su máscara. Veamos cómo relata Rodríguez Monegal (1984, 20-21) la forma en que Borges creó su máscara de escritor, alimentada por diversas confusiones dentro de las mistificaciones literarias. Como Whitman o Mallarmé, Borges también ha producido, paralelamente a su obra literaria, un personaje: el escritor Jorge Luís Borges, detrás del cual el individuo Borges se desvanece hasta la total extinción... Esta máscara que el escritor ha terminado por identificar, después de haberla usado por casi medio siglo, no ha surgido toda entera de su cabeza, como la famosa Minerva. Es el resultado de aventuras sucesivas y a veces contradictorias, que comienzan el día en que el niño Borges (Georgie, para su familia), de apenas nueve años, ve publicada en un periódico de Buenos Aires su traducción del Príncipe Feliz (The Happy Prince), de Oscar Wilde. Como su padre, profesor de psicología en un colegio inglés de Buenos Aires, también se llama Jorge (aunque Guillermo, no Luis), muchos de sus colegas creen que la traducción es suya y se apresuran a felicitarlo. La confusión es simbólica en más de un sentido: porque Borges (el hijo, es claro) habría de llevar al máximo de elaboración estética el arte de las falsas atribuciones y las mistificaciones literarias... Por otra parte, es justo que su primera obra publicada haya sido

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atribuida a su padre, pues la vocación del niño no es sino reflejo y confirmación de la del padre. (Rodríguez Monegal, 1984, 20-21)

En un prólogo a la segunda edición de Evaristo Carriego, Borges habla de su niñez, y con ello crea el personaje que disfrutaba exhibiendo: «la primera que inventa y ya en la infancia: la del lector» (Rodríguez Monegal, 1984, 23). La de niño, por tanto, fue la máscara de lector que fomentó su padre; la de joven fue la del poeta, que los círculos literarios que frecuentó fomentaron; la de adulto fue la máscara de prosista que fomentó su público. No perdió, por tanto, su necesidad de justificarse con una máscara, que la dependencia psicológica de su padre, que le introdujo en el idealismo y la literatura, había alimentado. «Padre» le reportó todas las ideas que se mantendrían en su literatura especialmente a partir de un accidente que tuvo. «El trauma de su muerte (de Padre) y la sensación de felicidad culpable de verse (al fin) libre de una tutela generosa, y por eso mismo irresistible, desatan cosas muy profundas en el hijo [...]. El accidente asume la forma simbólica de un suicidio (¿cómo él con su corta vista se atrevió a subir corriendo una escalera oscura? es lo que Borges nunca se preguntó) y de un renacimiento: el Fénix renace de las cenizas de la fiebre. A partir de 1939, Georgie será finalmente Borges, su máscara real» (Rodríguez Monegal, 1984, 29-30)344. Borges nunca perdió el «gusto por la mistificación, las máscaras, y la idea de que la literatura es un juego», pero en literatura sobre todo mantuvo «una idea más decisiva: la de que la obra literaria es no sólo producto del autor sino del lector», una imagen que quería hacer cómplice al lector (idea ya inserta en la nueva crítica post-formalista, estructuralista y post-estructuralista). Una complicidad, sin embargo, que en el caso de Borges, como dijimos, se ve deprimida por la sensación de nadería que anula y confunde a autor y lector. «A quién leyere. Si las páginas de este libro contienen algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios y yo su redactor [...] en el acto de la lectura, el autor y el lector se confunden, son 344. El accidente consistió en que el autor subió corriendo una escalera oscura, y se dio contra el batiente de una ventana abierta y recién pintada. La herida se infectó y le provocó septicemia. Borges utilizó esta experiencia para crear uno de sus cuentos, Sur.

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uno y el mismo» (Rodríguez Monegal, 1984, 30). Dice Borges que el acto de leer transforma el texto individual de un autor en obra de todos, volviéndose la literatura colectiva y, a la vez, anónima. El pensamiento de Borges exhibe una concepción panteísta y esotérica de la filosofía idealista, una concepción que, como decíamos, niega la individualidad del yo345. Defiende, por tanto, lo que relataba en el cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, aquello que consideraba generador de autoritarismo. El mismo procedimiento prosigue Borges en La Biblioteca de Babel, símbolo del caótico destino humano que contiene todos los libros posibles, pasados y futuros. Aparecen dos temas esenciales del autor, el del laberinto en que se pierden los hombres en busca del libro que les revelará su destino, y el del tiempo circular, puesto que ese laberinto los hará regresar a los mismos lugares en que ya estuvieron (Borges, 1977, 86-99). En el ensayo Del culto de los libros, Borges presenta la idea del mundo como texto cifrado y los hombres como letras o signos de este texto. A la idea de un texto cifrado por un Dios, se puede sumar la de un texto escrito colectivamente por todos, bajo la aspiración de un Espíritu, aquel Dios. La forma predilecta de Borges es el ensayo que comienza por una cita, entrecortada por otras citas. «No es, por eso, excesivo decir que el único personaje y el definitivo que ha terminado por producir este fabricante de ficciones es su propio personaje. Es Borges que ya es el otro» (Rodríguez Monegal, 1984, 34) La máscara borgeana se constató en una duplicación del ego que Borges describe en sus poemas, así como el enigma de los espejos, al que mira y que le mira desde sus ojos ciegos con los que, por desgracia, y como el mismo dice, no fue feliz346. ¿Por qué persistes, incesante espejo? / ¿Por qué duplicas, misterioso hermano, / El menor movimiento de mi mano? /

345. Decía Plotino que si el Uno se identifica con cada ser individual, entonces cada ser sería idéntico a cualquier otro y se eliminaría, como ilusoria, la distinción entre los seres, que es, sin embargo, una realidad manifiesta. La idea de uno solo tiene sentido cuando, conservándose la idea de sí mismo, se comparte una gratitud que Plotino relacionó con un sentimiento de luz (Copleston, 1971, 91) 346. «Los días y las noches / están entretejidos de memoria y de miedo, / de miedo, que es un modo de la esperanza, / de memoria, nombre que damos a las grietas del olvido. / Mi tiempo ha sido siempre un Jano bifronte / que mira el ocaso y la aurora; / mi propósito de hoy es celebrarte, oh futuro inmediato. / [...] todo eso estoy cantando y así mismo/ la insufrible memoria de Buenos Aires/ en los que no he sido feliz / y en los que no podré ser feliz» (Borges, 1989, East Lansing, El oro de los tigres).

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¿Por qué en la sombra el súbito reflejo? / Eres el otro yo de que habla el griego / Y acechas desde siempre. En la tersura / Del agua incierta o del cristal que dura / Me buscas y es inútil estar ciego. / El hecho de no verte y de saberte / Te agrega horror, cosa de magia que osas / Multiplicar la cifra de las cosas / Que somos y que abarcan nuestra suerte. / Cuando esté muerto, copiarás a otro / y luego a otro, a otro, a otro[...]. (Borges, 1989, Al espejo, El oro de los tigres)

Borges siempre hablaba de su tiempo como tiempo perdido. «Sin una eternidad, sin un espejo delicado y secreto de lo que pasó por las almas, la historia universal es tiempo perdido, y en ella nuestra historia personal —lo cual nos afantasma incómodamente» (Borges, 1960, Historia de la Eternidad). Si todo es tiempo que se desvanece y que se olvidará, todo momento podía haber sido «mejor» si lo comparamos con sus infinitas posibilidades. Pero, dado que el presente es lo único que existe, el hombre no siente nada genuinamente real. El «jamás» de retorno a este pasado produce un efecto de desesperanza y una necesidad de evasión. ¿Dónde estará mi vida, la que pudo / Haber sido y no fue, la venturosa / O la de triste horror, esa otra cosa / Que pudo ser la espada o el escudo / Y que no fue? ¿dónde estará el perdido / Antepasado persa o el noruego, / Dónde el azar de no quedarme ciego, / Dónde el ancla y el mar, dónde el olvido / De ser quien soy? ¿Dónde estará la pura/ Noche que al rudo labrador confía / El iletrado y laborioso día, / Según lo quiere la literatura? / Pienso también en esa compañera / Que me esperaba, y que tal vez me espera. (Borges, 1989, 1101). Su otro yo le llevó a Borges a refugiarse en la esperanza de olvido, guardián de su cárcel particular que le hablaba de sueños de libertad: «Una lima. / La primera de las pesadas puertas de hierro. / Algún día seré libre» (Borges, 1989, El prisionero, 1093). «Defiéndeme, Señor del impaciente / Apetito de ser mármol y olvido» (Borges, 1989, Religio Medici, 1103). «La meta es el olvido. / Yo he llegado antes» (Borges, 1989, Un poeta menor, 1091) «Sé que en la sombra

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hay otro, cuya suerte / es fatigar las largas soledades / que tejen y destejen este Hades / y ansiar mi sangre y devorar mi muerte. / Nos buscamos los dos. Ojalá fuera / éste el último día de la espera» (Borges, 1989, El laberinto, 987). Esa autocomplacencia en el laberinto tiene mucho que ver con su atracción a la nada y su lucha contra el tiempo y, sin duda, también se debió a la complicidad con su máscara de sus contemporáneos. En estas luchas contra el tiempo, Borges se llegó a salir de él a través de lo que llamaba el «mundo vacío» en que decía vivir. Éste probablemente consistiría en un rechazo de un creador distinto del observador del presente347. El Borges afamado quiso ser su propio dios, pero no pudo. Sin duda, huiría de este estado insostenible apegándose al duplicado de si mismo: Al otro Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson: el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eterna347. El hombre se cree autogenerado, se separa de la idea de generación «externa» y agradecida, e intenta ser su propio dios. En este caso, el hombre se sale hacia un «mundo vacío» en el que los cuerpos, sin identidad, se atraen, una experiencia que sólo puede ser temporal y que crea una incomodidad que normalmente se resuelve a través del reforzamiento de la máscara, a la que se le agradece la capacidad que tiene de sujetarnos al tiempo. En situaciones límite, los seres vivos parecen envejecer (lo que demuestra que la realidad es tiempo y contiene pasado, presente y futuro).

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mente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que algo soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página. (Borges, 1972, Borges y yo, 69-70).

En principio, cualquier duplicación del yo podría reproducir yoes que se superponen a uno real. Puede surgir una disociación del yo, excluyéndose las identificaciones, unas a otras, por medio de resistencias. Pero, aun sin llegar a este extremo, surgen entre las diversas identificaciones, en las que el yo queda disociado, conflictos que no pueden ser siempre calificados de patológicos. El problema de la psicología freudiana es que no nos ofrece un parámetro del yo fijo que nos asegure que estamos ante una patología o no. Pero comprobaremos la realidad del yo precisamente en nuestro paso por la literatura de Cortázar. El hombre no piensa tanto en la muerte como pensaba Borges348. En 1951, poco antes de embarcarse en su escritura, Cortázar escribía en una carta a su amigo Fredi Guthmann: «No quiero escribir, no quiero estudiar; quiero, simplemente, ser de verdad; aunque ello me lleve a descubrir que no soy nada» (carta del 26 de julio de 1951, ver Cortázar, 2000). En El Perseguidor, Cortázar (1996, 225-66) nos relata la vida de Johnny Carter, un cantante de jazz que toca magistralmente el saxo y busca en el arte —y las drogas— resolver el verdadero problema que le mortifica: el tiempo. Confía sus experiencias a Bruno, su biógrafo y amigo. De pequeño, cuando sus padres andaban de pelea en pelea, veía que el tiempo no acababa nunca. «Cuando el maestro me consiguió un saxo que te hubieras muerto de risa si lo ves, entonces creo que me di cuenta enseguida. La música me sacaba del tiempo, aunque no es más que una manera de decirlo. Si quieres saber lo que realmente siento, yo creo que la música me metía en el tiempo. Pero entonces 348. Como dice Freud, incluso el hombre más «mortal» olvida inconscientemente su propia muerte. Sólo pensamos en la «temporalidad», la «levedad», etc., cuando estamos «bajos de moral» o queremos llenar las horas huecas. Sino, simplemente, nos dejamos vivir.

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hay que creer que este tiempo no tiene nada que ver con... bueno, con nosotros, por decirlo así.» Ya de niño, la sensación de intimidad que lograba con la música le hacía sentirse cambiar de lugar, olvidarse del paso del tiempo y abstraerse de los problemas familiares. «No creas que me olvidaba de la hipoteca o de la religión. Solamente que en esos momentos la hipoteca y la religión eran como el traje que uno no tiene puesto; yo sé que el traje está en el ropero, pero a mí no vas a decirme que en este momento ese traje existe. El traje existe cuando me lo pongo, y la hipoteca y la religión existían cuando terminaba de tocar y la vieja entraba con el pelo colgándole en mechones y se quejaba de que yo le rompía las orejas con esa-música-del-diablo». En esos momentos en que estaba dentro del tiempo, sentía una intimidad que dilataba el espacio. «Me empiezo a dar cuenta poco a poco de que el tiempo no es como una bolsa que se rellena. Quiero decir que aunque cambie el relleno, en la bolsa no cabe más que una cantidad y se acabó. ¿Ves mi valija, Bruno? Caben dos trajes y dos pares de zapatos. Bueno, ahora imagínate que la vacías y después vas a poner de nuevo los dos trajes y los dos pares de zapatos, y entonces te das cuenta de que solamente caben un traje y un par de zapatos. Pero lo mejor no es eso. Lo mejor es cuando te das cuenta de que puedes meter una tienda entera en la valija, cientos y cientos de trajes, como yo meto la música en el tiempo cuando estoy tocando, a veces. La música y lo que pienso cuando viajo en el metro». Bruno escucha extasiado, casi adormecido y «entonces siento que hay algo que quiere ceder en alguna parte, una luz que busca encenderse, o más bien como si fuera necesario quebrar alguna cosa». Y para olvidar, Bruno intenta huir de lo real sujetándose a una imagen. «Cuando no se está demasiado seguro de nada, lo mejor es crearse deberes a manera de flotadores». Johnny, tras salir ileso de un incendio provocado por él mismo, se estremecía en el hospital al ver que todos los de su alrededor se sentían seguros, cuando bastaba callarse un poco para descubrir agujeros... Pero ellos eran la ciencia americana, ¿comprendes, Bruno? El guardapolvo los protegía de los agujeros; no veían nada, aceptaban lo ya visto por otros, se imaginaban que estaban viendo... Me da risa, porque en realidad son buenos muchachos y viven convencidos de que lo que estudian y lo que hacen son cosas muy difíciles y profundas. En el circo es

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igual, Bruno, y entre nosotros es igual. La gente se figura que algunas cosas son el colmo de la dificultad, y por eso aplauden a los trapecistas o a mí. Yo no sé qué se imaginan, que uno se está haciendo pedazos para tocar bien, o que el trapecista se rompe los tendones cada vez que da un salto. En realidad las cosas verdaderamente difíciles son otras tan distintas, todo lo que la gente cree poder hacer a cada momento. Mirar, por ejemplo, o comprender a un perro o un gato. Esas son las dificultades, las grandes dificultades. Anoche se me ocurrió mirarme en este espejito, y te aseguro que era tan terriblemente difícil que casi me tiro de la cama. Imagínate que te estás viendo a ti mismo; eso tan sólo basta para quedarse frío durante media hora. Realmente ese tipo no soy yo, en el primer momento he sentido claramente que no era yo [...]. Pero es como en Palm Beach, sobre una ola te cae la segunda, y después otra [...]. Apenas has sentido ya viene lo otro, vienen las palabras [...]. No , no son las palabras, son lo que está en las palabras, esa especie de cola de pegar, esa baba. Y la baba viene y te tapa, y te convence de que el del espejo eres tú. Claro, pero cómo no darse cuenta. Pero si soy yo, con mi pelo, esta cicatriz. Y la gente no se da cuenta de que lo único que aceptan es la baba, y por eso les parece tan fácil mirarse al espejo.

Bruno se queda inquieto, y quiere traerlo «a la realidad». A la realidad; apenas lo escribo me da asco. Johnny tiene razón, la realidad no puede ser esto [...] quizá lo que pasa es que Johnny es un hombre entre los ángeles, una realidad entre las irrealidades que somos todos nosotros. Y a lo mejor es por eso que Johnny me toca la cara con los dedos y me hace sentir tan infeliz, tan transparente, tan poca cosa, con mi buena salud, mi casa, mi mujer, mi prestigio. Mi prestigio, sobre todo. Sobre todo mi prestigio.

El realista final es que Bruno hace una biografía convencional en la que Johnny se ve como en un espejo, sólo la baba. Se limitó a la música; y le inquietaba, no su vida, sino que rebatiera las conclusiones de su libro y afirmara que su música era otra cosa, y que la gran

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teoría del jazz contemporáneo que tantos elogios le había valido en todas partes acabara desmintiéndose. Johnny se lo reprochó. Con su música sólo había querido entreabrir una puerta como cuando oyó a Miles y volaba. Me oía como si desde un sitio lejanísimo pero dentro de mí mismo, al lado de mí mismo, alguien estuviera de pie... No exactamente alguien... Era la seguridad, el encuentro, como en algunos sueños, ¿no te parece?, cuando todo está resuelto... Por un rato no hubo más que siempre...

Bruno se había olvidado del verdadero Johnny, lo había traducido a su «sucio idioma» porque era el que el público querría. El libro de Bruno se vendió muy bien, y él autojustificó su falsificación de la personalidad de su amigo con los elogios de gentes autorizadas. La gente no quería complicaciones, sólo la satisfacción momentánea y bien recortada. Superficial. Las manos que marcan el ritmo y la música que se pasea por la piel. Johnny murió consciente de que nadie le había escuchado. Sus últimas palabras fueron una frase de Dylan Thomas «O make me a mask». Una nota necrológica y las fotos del entierro con jazzmen famosos completaron la segunda edición de la biografía de Bruno, que ya busca ser traducida al sueco o al noruego. En este cuento, Cortázar busca el encuentro con un yo libre y creativo, más allá de la costumbre y el tiempo. La definición de ese tiempo es distinta de la «concepción vulgar de tiempo», y semejante al «tercer tiempo» de Ricoeur (1995, 27), el tiempo que aparece como competencia para seguir un relato con pasado, presente y futuro. Es, en definitiva la identificación subjetiva del hombre en el ámbito práctico del relato de sus actos349. Pero ese Johnny, ¿tenía algo de Cortázar? Cortázar reitera que desde la libertad se produce una forma especial de percepción que capta el presente en conjun-

349. También es el tiempo de filosofías orientales. La creación para Krishnamurti es «el milagro de lo nuevo» mostrándose en «lo que es» en cualquier momento del tiempo que nunca se repetirá. El hombre puede participar en ella, pero no se la puede apropiar... cuando intervienen el ego y los conceptos, deja de ser creación. «La creación está más allá del pensamiento y de la imagen, más allá de la palabra y la expresión [...]. Se puede sentir en la perceptividad total. No se puede utilizar y ponerla en el mercado, para que regateen por ella y la vendan» (Holroyd, 1991, 94-95).

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to, desde más allá del tiempo. Esta percepción es ubicua del presente y se distancia de los objetos, al mismo tiempo que está incrustado en ellos350. ¿No es acaso esta percepción la que busca el Horacio de Rayuela, una intimidad de la materia, de cobijo, de algo que «es» él y le contiene y resguarda. Déjate caer, golondrina, con esas filosas tijeras que recortan el cielo de Saint-Germain-des-Prés, arrancá estos ojos que miran sin ver, estoy condenado sin apelación, pronto a ese cadalso azul al que me izan las manos de la mujer cuidando a su hijo, pronto la pena, pronto el orden mentido de estar solo y recobrar la suficiencia, la egociencia, la conciencia. Y con tanta ciencia, una inútil ansia de tener lástima de algo, de que llueva aquí dentro, de que por fin empiece a llover, a oler a tierra, a cosas vivas, sí, por fin a cosas vivas. (Cortázar, 1979, 508).

En Rayuela, en un principio Horacio no sabe que busca algo. Pero ese ansia de buscar va creciendo porque al cabo de las páginas ya es consciente de que su deambular por París es la búsqueda de un no sé qué. A lo largo de la novela, no puede exclamarse más que «esto no tiene sentido». Pero, cuando el autor quiere poner un final al trayecto, el lector ya sabe que Horacio siempre había sabido lo que buscaba porque ya lo tenía consigo... «la última casilla, el centro del mandala, el Ygdrassil vertiginoso por donde se salía a una playa abierta, a una extensión sin límites, al mundo debajo de los párpados que los ojos vueltos hacia adentro reconocían y acataban» (Cortázar, 1979, 374). Aquí encontramos el manifiesto de Cortázar en lo que atañe a la literatura de liberación. Rayuela quiere que el lector invente su propia vida: un mismo libro puede ser inventado de distintas maneras. En este caso, el lector cómplice de Rayuela recorre y descorre las casillas para llegar al cielo abierto. Las aventuras parisienses de Rayuela («En el fondo, París es una enorme metáfora», escribe Cortázar) fueron una puerta a la trasgresión. En Rayuela, Cortázar contaba una historia de amor, con todos sus dolores y celos, y también con la intensidad de sus arrebatos y su ternura («Toco tu boca, con un dedo toco el borde de

350. Véase Trincado (2003).

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tu boca...»). Es un libro habitado por la melancolía y por un extraño dolor. Rayuela rompía esquemas, aunque, como dice Rojo tuviera también el peligro de que daba facilidades para convertir al lector en un auténtico pedante. Pero, precisamente «Por el humor se sabe dónde está el juego y comprobé más de una vez que el lector sin sentido del humor se quedaba enseguida fuera de juego, del hagan juego, en una novela cómica como Rayuela. Por el amor se sabe dónde está el fuego, todos los fuegos encendidos de amadores, que arden en Rayuela» (Castellet, 1957). La palabra clave de Rayuela es invención, la invención de cada día, al transformar cualquier cosa banal de la vida cotidiana en lo nunca visto, y lo que se las hacía de importante, en algo trivial. En su soledad de París, Horacio intenta la comprensión de ese otro ser paralelo, Morelli, el escritor sin amigos y sin lectores. Ante las acongojantes vicisitudes del siglo XX, el intelectual se encuentra en solitario, perseguido muchas veces por la izquierda y la derecha, por el gobierno constituido y por convenciones sociales. Para él, la mayoría de las ocasiones, solamente le queda el lector como meta de comunicación. Y, con él, debe buscar la intimidad que tanto buscaba Horacio: «Intimidad, qué palabra, ahí nomás dan ganas de meterle la hache fatídica [...]. Me acuerdo, con una nitidez fuera del tiempo, de los cafés porteños en que por unas horas conseguimos librarnos de la familia y las obligaciones, entramos en un territorio de humo y confianza en nosotros y en los amigos, accedimos a algo que nos confortaba en lo precario, nos prometía una especie de inmortalidad» (Cortázar, 1979, 448, 450). La percepción de la que hablábamos implica una sorpresa continua ante la realidad pero, ¿no es eso lo que representa el personaje de La Maga de Rayuela? Horacio llama Maga a una mujer que, simplemente, para él abría el tiempo a la sorpresa, a la ilusión, a la felicidad. Y «La felicidad no se explica, Lucía, probablemente porque es el momento más logrado del velo de Maya» (Cortázar, 1979, 151). Al lado de la Maga, Horacio se sentía como en un espacio de ensueño, de una realidad abierta. Lo que llamamos realidad, la verdadera realidad que también llamamos Yonder (a veces ayuda darle muchos nombres a una entrevisión, por lo menos se evita que la noción se cierre y se acartone), esa verdadera realidad, repito, no es algo por venir, una meta, el último peldaño, el final

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de una evolución. No, es algo que ya está aquí, en nosotros. Se la siente, basta tener el valor de estirar la mano en la oscuridad. Yo la siento mientras estoy pintando [...] —Está aquí —dijo Babs, tocándose la frente—. Yo la siento cuando estoy un poco borracha, o cuando... Soltó una carcajada y se tapó la cara. Ronald le dio un empujón cariñoso. —No está —dijo Wong, muy serio—. Es. —No iremos muy lejos por ese camino —dijo Oliveira—. ¿Qué nos da la poesía si no esa entrevisión? Vos, yo, Babs... El reino del hombre no ha nacido por unas pocas chispas aisladas. Todo el mundo ha tenido su instante de visión, pero lo malo es la recaída en el hinc y el nunc. (Cortázar, 1979, 508).

Horacio se abría a una realidad a priori, aunque se resistía a ella. La voz llegaba de tan lejos que parecía una prolongación de las imágenes, una glosa de letrado ceremonioso. Por encima o por debajo, Big Bill Broonzy empezó a salmodiar «See, see, rider», como siempre todo convergía desde dimensiones inconciliables, un grotesco collage que había que ajustar con vodka y categorías kantianas, esos tranquilizantes contra cualquier coagulación demasiado brusca de la realidad o, como casi siempre, cerrar los ojos, y volverse atrás, al mundo algodonoso de cualquier otra noche escogida atentamente de entre la baraja abierta. See, see, rider, cantaba Big Bill, otro muerto, See what you have done. (Cortázar, 1979, 14)

El hombre, dice Cortázar, parece poder recuperar esa realidad porosa351. 351. Schopenhauer decía que siempre vivimos en el presente (Piclin, 1975). Sin embargo, según este autor, el presente no es cognoscible y el hombre no participa de él (Savater, 1986, 139). Pero este presente no sólo existe, si no que también es cognoscible. La posición capaz de conocerlo es la del observador del recuerdo, que no vive en sucesión. Ya los filósofos griegos se sorprendían de que siempre vivamos en un presente, que al tiempo que inmóvil, también es cambiante y perpetuamente móvil (Egger, 1984). Es precisamente esta inmovilidad/movilidad la que lleva a que al hombre le «duela» el paso del tiempo porque se apega a las formas que acaba de producir el tiempo. La mente se hace una tabla táctil, un plano que el hombre considera «lo real para él» frente a «lo real para otros». Esta tabla requiere de un impulso «desde fuera» para actuar. El observador del presente actúa «hacia afuera» y es independiente. Se identifica con la ubicuidad y, como decía Ricoeur (1995, 53), está presente en el pasar.

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Dejábamos las bicicletas en la calle y nos internábamos de a poco, parándonos a mirar el cielo porque esa es una de las pocas zonas de París donde el cielo vale más que la tierra. Sentados en un montón de basuras fumábamos un rato, y la Maga me acariciaba el pelo, canturreaba melodías ni siquiera inventadas, melopeas absurdas cortadas por suspiros o recuerdos. Yo aprovechaba para pensar en cosas inútiles, método que había empezado a practicar años atrás en un hospital y que cada vez me parecía más fecundo y necesario. Con un enorme esfuerzo, reuniendo imágenes auxiliares, pensando en olores y caras, conseguía extraer de la nada un par de zapatos marrones que había usado en Olavarría en 1940. Tenían tacos de goma, suelas muy finas y cuando llovía me entraba el agua hasta el alma. Con ese par de zapatos en las manos del recuerdo, el resto venía solo: la cara de doña Manuela, por ejemplo, o el poeta Ernesto Morroni. Pero los rechazaba porque el juego consistía en recobrar tan sólo lo insignificante, lo inostentoso, lo perecido. Temblando de no ser capaz de acordarme, atacado por la polilla que propone la prórroga, imbécil a fuerza de besar el tiempo, terminaba por ver al lado de los zapatos una latita de Té Sol que mi madre me había dado en Buenos Aires. Y la cucharita para el té, cuchara-ratonera donde las lauchitas negras se quemaban vivas en la taza de agua lanzando burbujas chirriantes. Convencido de que el recuerdo lo guarda todo y no solamente a las Albertinas y a las grandes efemérides del corazón y los riñones, me obstinaba en reconstruir el contenido de mi mesa de trabajo en Floresta, la cara de una muchacha irrecordable llamada Gekrepten, la cantidad de plumas cucharita que había en mi caja de útiles de quinto grado, y acababa temblando de tal manera y desesperándome (porque nunca he podido acordarme de esas plumas cucharita, sé que estaban en la caja de útiles, en un compartimento especial, pero no me acuerdo de cuántas eran ni puedo precisar el momento justo en que debieron ser dos o seis), hasta que la Maga, besándome y echándome en la cara el humo del cigarrillo y su aliento caliente, me recobraba y nos reíamos, empezábamos a andar de nuevo entre los montones de basura en busca de los del Club. (Cortázar, 1979, 19).

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Cortázar lucha contra las máscaras, esa consideración de la persona como esencialmente simuladora (Cortázar, 1979, 617). «Desde Rayuela, los locos ocupan un lugar central en la obra de Cortázar [...] manifestación de la absurdidad esencial que anida en el mundo detrás de sus máscaras de racionalidad y sensatez. Los “piantados” de Cortázar [...] siempre dejan entrever algo que los redime y justifica: una insatisfacción con lo existente, una confusa búsqueda de otra vida, más imprevisible y poética» (Vargas Llosa en el prólogo a Cortázar, 1996)352. La acción de esta mascarada genera una sensación de soledad en la multitud «la gran ilusión de la compañía ajena, al hombre solo en la sala de los espejos y los ecos» (Cortázar, 1979, 121). Cortázar nos habla de los inconformistas de esa acción simulada que rechaza «todo lo que huele a idea recibida, a tradición, a estructura gregaria basada en el miedo y en las ventajas falsamente recíprocas» (Cortázar, 1979, 442). Realmente, Cortázar busca a tientas una acción no reactiva. Si la lucidez desembocaba en la inacción, ¿no se volvía sospechosa, no encubría una forma particularmente diabólica de ceguera?... Le hablo de todo eso a la Maga, que se había despertado y se acurrucaba contra él maullando soñolienta. La Maga abrió los ojos, se quedó pensando. —Vos no podrías —dijo—. Vos pensás demasiado antes de hacer nada. —Parto del principio de que la reflexión debe preceder a la acción, bobalina. —Partís del principio —dijo la Maga—. Qué complicado. Vos sos como un testigo, sos el que va al museo y mira los cuadros. Quiero decir que los cuadros están ahí y vos en el museo, cerca y lejos al mismo tiempo. Yo soy un cuadro, Rocamadour es un cuadro. Etienne es un cuadro, esta pieza es un cuadro. Vos creés que estás en esta pieza pero no estás. Vos estás mirando la pieza, no estás en la pieza. —Esta chica lo dejaría verde a Santo Tomás —dijo Oliveira. —¿Por qué Santo Tomás? —dijo la Maga—. ¿Ese idiota que quería ver para creer?

352. Los defensores del irrealismo dirán que no existe la locura.

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—Sí, querida —dijo Oliveira, pensando que en el fondo la Maga había embocado el verdadero santo. Feliz de ella que podía creer sin ver, que formaba cuerpo con la duración, el continuo de la vida. Feliz de ella que estaba dentro de la pieza, que tenía derecho de ciudad en todo lo que tocaba y convivía, pez río abajo, hoja en el árbol, nube en el cielo, imagen en el poema. Pez, hoja, nube, imagen: exactamente eso, a menos que... (Cortázar, 1979, 34)

6. LOS SISTEMAS Se decía en la conmemoración de su nacimiento que el siglo XX fue el «siglo de Borges»353. Y no del autor en sí, sino el siglo de la irrealidad y la imagen que han ocultado una cierta indiferencia o dejadez en lo que se refiere al valor de la vida. Él mismo decía haber usado la filosofía como instrumento literario, como pretexto de lo estético. Como dijimos, Borges afirmó ser, como su padre, un anarquista individualista y escribió notas en la revista El Hogar con ideas antifascistas y mostrando su distancia con el comunismo soviético. Pero más tarde defendería la dictadura. Políticamente, la tradición familiar abocaba a Borges al radicalismo, con el sueño del progreso indefinido, pero, según dijo el mismo autor, comprendió que su credo cuadraba con el de los conservadores y fue presuroso a alinearse con el Partido Conservador. Especialmente cuando pensó que los radicales se unirían a los comunistas. Decía que en la Argentina los comunistas eran curiosamente «intelectuales» y no gente de pueblo, y nacionalistas, con un sentimiento antiyanqui que Borges consideraba artificial, influencia mejicana, soviética, cubana — pero que siempre que podían apelaban a la ayuda de los EEUU. «Yo creo que la mayoría de la gente es bastante estúpida. Sin excluir a los intelectuales que, dicho sea de paso, no sé por qué los llaman intelectuales» (Bravo y Paoletti, 1999, 82). Borges, en los años de la primera dictadura militar y los gobiernos oligárquicos, no sintió la necesidad de expresarse políticamente. Insiste en la independencia de la obra artística frente a los sistemas

353. «El siglo de Borges», Letra Internacional, Madrid, Enero-Febrero, 1999.

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políticos. Denigra la llamada literatura comprometida que «la hace quien prefiere la política» y su concepción del arte según criterios propios la hizo a costa de ser rebelde para los revolucionarios y revulsivo para los conservadores, a través de una soledad de pensamiento, socarronería, y cambios de frente ideológico con efectos propagandísticos. La necesidad de expresarse políticamente aparece a la llegada del peronismo, una reacción generalizada en la clase media, partidos tradicionales, círculos literarios y científicos, y en la Universidad. Dado que Perón ganó legalmente, y sería reelegido por mayoría, Borges impugnó la democracia, un «abuso de la estadística», apelando al conservador Carlyle que decía que la democracia era «el caos provisto de urnas». De aquí arrancan cuarenta años de declaraciones contra la democracia en las que se mezclan sus pulsiones aristocráticas con la necesidad de negar a Perón, especialmente tras un hecho, que puede parecer intrascendente, pero que Borges consideró como una ofensa: el peronismo lo despojó de su cargo de bibliotecario, donde estaba aislado de los tumultos populares, y le nombró inspector de ferias municipales. Esta degradación burocrática despierta en los colegas de Borges una desmesurada indignación. Borges denostó al peronismo junto a Bioy Casares, con seudónimo, no tanto por su ideología, como porque nunca perdonó haber perdido ese cargo de bibliotecario que recobraría con el gobierno de la llamada Revolución Libertadora. Sería partidario de una dictadura ilustrada, que nos pusiera a salvo de hombres providenciales carentes de escrúpulos. En 1972, en EEUU, impacientaba a sus lectores con declaraciones políticas reaccionarias y racistas, donde abominaba de los negros, defendía la guerra sucia de Vietnam y el despotismo ilustrado, la Junta Militar y las dictaduras. Sin embargo, se seguía justificando ese humor despreciativo entre la clase media intelectual de Buenos Aires y los jóvenes que no querían parecerse a sus padres con el argumento: «Bueno, así es Borges», «El viejo» como le llamaban. Su público, dice Orgambide, era más borgeano que el mismo Borges (Lafforgue, 1999, 319). Aunque criticaban a otros que se permitían defender posturas menos extremistas, no querían perder al personaje. «Yo soy una superstición argentina. Por eso puedo decir impunemente cosas que otros no podrían decir sin correr peligro» (Rodríguez Monegal, 1984, 50). En 1973, el autor confesaba que no sabía por quién votar y que «su mamá» le aconsejó que lo hiciera

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por Nueva Fuerza, una agrupación insignificante y reaccionaria. Sus «mayores», sus antepasados, van a ser los que guíen la acción del escritor. Como se ve, el pensamiento político de Borges no fue coherente. Pedro Orgambide lo considera imbuido por su noción de irrealidad, la simplificación, la acumulación de datos como escamoteo u omisión de lo real, o su idea del libre albedrío, que para él consistía en la piedra de Spinoza que, si fuera consciente, se creería libre mientras cae (Lafforgue, 1999, 259). «Una dictadura no me parece censurable. A simple vista, parece que coartar la libertad está mal, pero la libertad se presta para tantos abusos [...]. Hay libertades que constituyen una forma de impertinencia» (Bravo y Paoletti, 1999, 104). Se decía a sí mismo individualista, pero en realidad se convirtió en solipsista. «Yo nunca he pensado, al escribir, en acercarme al pueblo. Bueno, en realidad no he pensado en acercarme a nadie» (Bravo y Paoletti, 1999, 175). Se le reprochó al final de su vida su alistamiento con los militares represores, como modo de decantarse hacia sus antepasados militares, hombres de acción; y que aceptara encuentros con Pinochet o Videla. Puso al servicio de la Junta Militar, tras 1976, un pensamiento político elitista, haciendo suyas declaraciones místicopatrióticas, aunque las enriqueciera con paradojas como forma de provocación. Pero, se decía «a veces el gobierno no dispone de toda la información acerca de lo que sucede en el campo de batalla», refiriéndose a los miles de desaparecidos, secuestrados y muertos... Era otra forma de simplificar y tergiversar los datos como escamoteo u omisión de lo real354. Tal vez por eso mismo, la irrealidad borgeana, que el autor cultivó para la posteridad con entrevistas y borgerías, también quería ser derrotada y, posiblemente, el hombre real hubiera preferido que no se hubiera atendido tanto al irreal, que intentaba colaborar a su propia derrota. Una irrealidad en la que se vio sumido por la complicidad y el deseado, pero perturbador, aplauso de su público, que

354. Sin embargo, algunos dicen que en la Argentina ya existía una cierta tradición de deshumanización (Flores 2000: 128-37). Dice Borges: «El argentino, a diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse a la circunstancia de que, en este país, los gobiernos suelen ser pésimos [...]. El mundo, para el europeo, es un cosmos en el que cada cual internamente corresponde a la función que ejerce; para el argentino, es un caos» (Borges 1937: 658-9).

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retumbaba en un yo inhabitable. «El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges» (Rodríguez Monegal, 1984). Reflexiona sobre el nazismo en una anotación de 23 de agosto de 1944 a Otras Inquisiciones: «Ser nazi [...] es, a la larga, una imposibilidad mental y moral. El nazismo adolece de irrealidad, como los infiernos de Erígena. Es inhabitable: los hombres pueden morir por él, mentir por él, matar y ensangrentar por él. Nadie, en la soledad central de su yo, puede anhelar que triunfe. Arriesgo esta conjetura: “Hitler quiere ser derrotado”. Hitler, de un modo ciego, colabora con los inevitables ejércitos que lo aniquilarán, como los buitres del metal y el dragón (que no debieron ignorar que eran monstruos) colaboraban, misteriosamente, con Hércules» (Lafforgue, 1999, 318-319). «El nacionalismo quiere embelesarnos con la visión de un Estado infinitamente molesto; esa utopía, una vez lograda en la tierra, tendría la virtud providencial de hacer que todos anhelaran, y finalmente construyeran, su antítesis» (Borges, 1989, Otras inquisiciones, Nuestro pobre individualismo, 658-659). Pero, como dice Aron, cuando recordamos la fe que inflamaba a los jóvenes alemanes en 1933 y traemos a la memoria algunos de los horrores del nazismo, vemos que «La historia es la tragedia de una humanidad que hace su historia, pero no sabe la historia que hace» (Weber, 1998, 35). Para adquirir responsabilidad de los hechos históricos es necesario, como dice Weber (1988, 154- 155), dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder el recogimiento y la tranquilidad, es decir, guardando distancia con los hombres y las cosas. En Cortázar, una vez que entramos en la irrealidad entramos en los sistemas, y en las neurosis. La neurosis del sistema en ocasiones se vuelve muy semejante a la de Ceferino Piriz, que Traveler lee en Rayuela para luchar contra el insomnio, con textos abstrusos y gramaticalmente incorrectos (Cortázar, 1979, 567-573). Y «quizá había otros caminos dulces de caminar y no los tomaron, o los tomaron a medias» (Cortázar 1979, 88). La acción del estado y la pasividad del individuo están finamente relacionadas. Una acción social como la de los sindicalistas se justificaba de sobra en el terreno histórico [...]. Conocía de sobra a algunos comunistas de Buenos Aires y de París, capaces de

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las peores vilezas pero rescatados en su propia opinión por «la lucha», por tener que levantarse a mitad de la cena para correr a una reunión o completar una tarea. En esas gentes la acción social se parecía demasiado a una coartada [...] la traición era de otro orden, era como siempre la renuncia al centro [...]. Entonces valía más pecar por omisión que por comisión. Ser actor significaba renunciar a la platea, y él parecía nacido para ser espectador en fila uno: Lo malo, se decía Oliveira, «es que además pretendo ser un espectador activo y ahí empieza la cosa». (Cortázar, 1979, 473)

Cortázar tuvo en su vida la acción que a Borges le faltó: «no era libresco, erudito, intelectual, a la manera de un Borges, por ejemplo, que con toda justicia escribió: «Muchas cosas he leído y pocas he vivido». En Julio la literatura parecía diluirse en la experiencia cotidiana e impregnar toda la vida, animándola y enriqueciéndola con un fulgor particular sin privarla de savia, de instinto, de espontaneidad» (Vargas Llosa en el prólogo a Cortázar, 1996). Esta acción creativa Cortázar la buscó en el juego. Probablemente, ningún otro escritor dio al juego tanta dignidad literaria ni hizo del juego un instrumento de creación y exploración artística tan dúctil y provechoso. El juego cortazariano es un refugio para la sensibilidad y la imaginación «la manera como seres delicados, ingenuos, se defienden contra las aplanadoras sociales o, como escribió en el más travieso de sus libros —Historias de cronopios y de famas—, “para luchar contra el pragmatismo y la horrible tendencia a la consecución de fines útiles”» (Vargas Llosa en el prólogo a Cortázar, 1996) . Julio Cortázar mantuvo desde siempre un compromiso con la política, ya desde el tiempo en que Juan Domingo Perón era Presidente de Argentina. Pero, aunque antiperonista, Cortázar no participó en grupos o asociaciones políticas. «Año y medio estuve en Cuyo, hasta que llegó el primer gobierno de Perón, y me marché». En 1961 comenzó sus viajes a Cuba: «La revolución cubana me mostró entonces el gran vacío político que había en mí, mi inutilidad política». Así, años más tarde, en el prólogo de Libro de Manuel, Cortázar afirma: «Más que nunca creo que la lucha en pro del socialismo latinoamericano debe enfrentar el horror cotidiano con la única actitud que le dará la victoria: cuidando precisamente, celosamente, la capacidad de vivir tal como la queremos para ese futu-

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ro, con todo lo que supone de amor, de juego y de alegría». En 1966, Cortázar publica Todos los fuegos el fuego y asume —con la publicación de su artículo «Para llegar a Lezama Lima»— su compromiso con la izquierda latinoamericana y su lucha de liberación. Al año siguiente aparece La vuelta al día en ochenta mundos, y en 1968 62, modelo para armar y Buenos Aires, Buenos Aires. En 1970, viaja a Chile para asistir a la investidura como Presidente de la República de Salvador Allende. En 1974, viaja a Roma como miembro del Tribunal Russell —una institución dedicada al estudio de la situación política y de los derechos humanos en Latinoamérica— y aparece Octaedro. Al año siguiente, participa en la Comisión Internacional de Investigación de los crímenes del régimen pinochetista, que tiene lugar en México, y pronuncia una serie de conferencias sobre la literatura latinoamericana en la Universidad de Oklahoma, recogidas —junto a otros dos textos— en The final island: The fiction of Julio Cortázar. También en 1975, publica Fantomas contra los vampiros multinacionales y Silvalandia. Desde una nueva visita a Nicaragua se compromete con la Revolución Sandinista, además de conocer en Panamá a Omar Torrijos. En realidad, Cortázar estaba cambiando. Su repulsa a los sistemas acabó absorbiéndole en los propios sistemas. A pesar de que «Cortázar inspiraba además otro menos frecuente: la devoción» (García Márquez, 1984), cuando en 1967 se separa de Aurora Bernárdez dice García Márquez: «con su nueva pareja, era otra persona. Se había dejado crecer el cabello y tenía unas barbas rojizas e imponentes de profeta bíblico. Me hizo llevarlo a comprar revistas eróticas y hablaba de marihuana, de mujeres, de revolución, como antes de jazz y de fantasmas». Había caído en las redes de los sistemas políticos y, al final de su vida, su máscara también le ganaba la partida. «El cambio de Cortázar, el más extraordinario que me haya tocado ver nunca en ser alguno [...] ocurrió, según la versión oficial —que el mismo consagró— en el Mayo francés del 68. Se le vio entonces en esos días tumultuosos, en las barricadas de París, repartiendo hojas volanderas de su invención y confundido con los estudiantes que querían llevar “la imaginación al poder”. Tenía cincuenta y cuatro años. Los dieciséis que le faltaban vivir sería el escritor comprometido con el socialismo, el defensor de Cuba y Nicaragua, el firmante de manifiestos y el habitué de congresos revolucionarios que fue hasta su muerte.

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En su caso, a diferencia de tantos colegas nuestros que optaron por una militancia semejante pero por esnobismo u oportunismo [...] esta mudanza fue genuina, más dictada por la ética que por la ideología (a la que siguió siendo alérgico) y de una coherencia total» (Vargas Llosa en el prólogo a Cortázar, 1996). Nota inconclusa de Morelli: No podré renunciar jamás al sentimiento de que ahí, pegado a mi cara, entrelazado en mis dedos, hay como una deslumbrante explosión hacia la luz, irrupción de mí hacia lo otro o de lo otro en mí, algo infinitamente cristalino que podría cuajar y resolverse en luz total sin tiempo ni espacio, como una puerta de ópalo y diamante desde la cual se empieza a ser eso que verdaderamente se es y que no se quiere y no se sabe y no se puede ser [...]. Mi cuerpo será, no el mío Morelli, no yo que en mil novecientos cincuenta ya estoy podrido en mil novecientos ochenta, mi cuerpo será porque detrás de la puerta de luz (como nombrar esa asediante certeza pegada a la cara) el ser será otra cosa que cuerpos y, que cuerpos y almas y, que yo y lo otro, que ayer y mañana. Todo depende de... (una frase tachada). (Cortázar, 1979, 413)

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Índice Onomástico A Ahrens, Heinrich 343, 344, 345, 357 Alas, Leopoldo (Clarín) 12, 13, 27, 331, 333-337, 339, 342, 343, 345-364, 435, 570 Alban de Villeneuve Bargemont, Conde de 343 Alcalá Galiano, Vicente 11,195, 202, 219, 225 Aleixandre, Vicente 21 Alemán, Mateo 39, 56, 58-66 Alfonso el Sabio (Alfonso X) 24, 171 Alfonso XII 348 Alfonso XIII 571 Alfredo [La última noche] 379, 381 Alina [Sentimental-dancing] 588, 589 Allende, Salvador 633 Almada Negreiros, José de 511, 512 Almenar, Salvador 341 Alonso de Marañón [Don Quijote de la Mancha] 82 Alphand, Jean-Charles Adolphe 308, 311 Alscher, Peter J. 131 Altamira (asunto de) 446 Alvar Esquerra, Alfredo 47, 50, 58, 67 Álvarez Corujedo, Juan 27 Álvarez Mendizábal, Juan 449, 557, 565

Álvarez Osorio y Redín, Miguel 49 Álvarez, José Luis 85 Amadeo de Saboya 371 Amadis de Gaula [Amadis de Gaula] 46 Amat y Maestre, Miguel 563 Ambirajan, Srinivasa 242 Amigó, R. 442 Amparo [Conflicto entre dos deberes] 384, 385 Ana Ozores [La Regenta] 361, 360 Anderson, Douglas 112, 120, 121 Andoyer, Marie-Henry 579 Andreiev, Leonidas 581 Andrés Álvarez, Valentín 14, 15, 27, 577, 579-591 Angus [Ela de Garveloch] 270-274 Angustias [Dos fanatismos] 386 Anselmo, Manuel 522 Antonio [El libro del desasosiego] 506 Antonio [El mercader de Venecia] 110-116, 118, 120, 123, 124, 126-134 Anzano, Tomás de 202, 205, 206, 211, 216, 225 Aragón, Juan de 438 Aranaz Castellanos, Manuel 402, 403, 406 Araquistain, Luis 394, 460, 465, 469, 470 Archía [Ela de Garveloch] 269, 271-274 Arconada, César 584, 587 Areilza, Enrique 404, 405 Areilza, José María 404, 469 Arendt, Hannah 574

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Argensola, Lupercio Leonardo de 80 Argente, Baldomero 463 Argumosa y Gándara, Teodoro Ventura de 11, 195, 200, 201, 207, 208, 225 Aristide Saccard [La Curée] 305, 311-314, 323 Aristóteles 351, 423, 445 Arnall [Vida en territorio salvaje] 259, 260 Aron, Raymon 631 Arroyal, León de 11, 195, 196, 202, 219, 225 Artful Dodger [Oliver Twist] 235 Asquith, Herbert 247, 463 Astor, Jhon Jacob (antes Johann Jakob) 474 Astrana Marín, Luis 188 Atila 323 Aub, Max 581 Azaña, Manuel 570 Ázcarate, Gumersindo de 335, 336, 346, 349, 443, 558 Aznar Cardona, Pedro 71 Aznar, Manuel 530 Azorín (José Martínez Ruiz) 13, 14, 401, 413, 435, 437, 452, 551, 553-556, 558-566, 568-576

B

Babs [Rayuela] 625 Badosa, Cristina 546 Bagaría, Luis 438, 582, 583 Bagehot, Walter 420, 429, 494, 522 Bain, Alexander 245, 247 Balfour, Arthur 459, 467, 470

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Ballesteros, Pío 420 Baltasar de Medina [Conflicto entre dos deberes] 385 Balzac, Honoré de 12, 279, 281-294, 300, 347, 363 Barbón y Castañeda, Guillén 38, 49 Barcia, Augusto 570 Barnechea, Alfredo 599 Baroja (los) 556 Baroja, Pío 392, 401, 402, 406, 435, 452, 454, 465, 529, 554 Baroja, Serafín 554 Barón Hartmann [Au Bonheur des Dames] 306, 312, 313 Barrabás [Jew of Malta] 110 Barros, Alonso de 62, 63, 65 Bart, Lionel 235 Bartholomew, James 247 Bartolo [El entremés de los romances] 82 Basanio [El mercader de Venecia] 112, 113, 115, 117, 118, 121-126, 129, 133 Basso, Gerardo 39, 49, 183 Basterra, Ramón de 406 Bastiat, Frédéric 27, 336, 362, 377 Baudrillart, Henri Joseph Léon 351 Baudu [La Curée] 307 Baum, Frank L. 23 Bazard, Saint-Amand 344 Becker, William E. 24 Belda, Joaquín 393 Belgrand, Marie-FrançoisEugène 308, 310 Belianís de Grecia [Don Quijote de la Mancha] 46 Bell, Clive 470

Beltrán, Lucas 579 Benavides (ver Domínguez Benavides, Manuel) Benedetti, Mario 613 Benevolo, Leonardo 304, 305 Benston, Alice N. 124, 126, 130 Bentham, Jeremías 208, 239, 416 Berganza [Coloquio de los perros] 44, 51, 61, 67, 98-101 Berger, Harry Jr. 121, 322 Berkeley, George 597, 608-610 Bermúdez Cañete, Antonio 570 Bernácer, Germán 573 Bernaldo de Quirós, Constancio 570 Bernard [Hilland de Valley] 264 Bernard, Claude 301 Bernárdez, Aurora 633 Bernardino de Velasco [Don Quijote de la Mancha] 70 Bernis, Francisco 555, 570 Berzosa, Carlos 28 Betsy [Vida en territorio salvaje] 259 Beveridge, William H. 247, 248, 574 Big Bill Broonzy [Rayuela] 625 Binswanger, Hans Christoph 24 Bioy Casares, Adolfo 629 Biringuccio, Vannoccio 148 Black (del diario Morning Chronicle) 242 Blanco González, María 12, 295 Blasco Ibáñez, Vicente 392, 393, 402-406, 572 Blasco, Javier 60 Blaug, Mark 419 Bleda, Jaime 71

Bofill de Carreras, Josep (Gori) 531 Böhm-Bawerk, Eugene 443 Boixareu, Ramón 530 Bonar Law, Andrew 462, 470 Booth, Charles 247, 248 Borges [El libro del desasosiego] 506 Borges, Jorge Guillermo 614 Borges, Jorge Luis 14, 189, 595, 597-601, 603-619, 628-632 Botín, Antonio 588 Botrel, Jean-François 346, 347 Boucicaut, Aristide 306 Bougle, Célestin 522 Bourras [Au Bonheur des Dames] 303 Bouvier, René 282, 283, 286 Boyer, George R. 244 Brams, Steven J. 120 Bravo, Pilar 607, 608, 628, 630 Bréchon, Robert 496-498 Bretón de los Herreros, Manuel 372 Briot, Charles 370 Brookman, Leopoldo 373, 375, 379 Brownlow [Oliver Twist] 235 Bruno [El Perseguidor] 619-622 Bryan, William Jennings 23 Bücher, Karl 447 Bueno, Manuel 406 Buller, Charles 255 Bumble [Oliver Twist] 236, 237, 239 Burell, Julio 566 Burkhardt, Sigurd 109 Bury, John B. 522 Bush, George W.22 Byron, George Gordon, Lord 85, 87

639

C

Cabarrús, Francisco 11, 195, 197, 206, 225 Cabrillo, Francisco 7, 8, 10, 12, 107, 127, 279, 290 Cacho Viú, Vicente 339 Cadalso, José 11, 195, 196, 197, 200, 201, 206, 209, 215-218, 225 Caeiro, Alberto (heterónimo de Fernando Pessoa) 511, 512 Cairn 334 Cairnes, John Elliot 349 Callum [Ela de Garveloch] 269273 Cambó, Francesc 529, 543 Campomanes, Pedro Rodríguez, Conde de 11, 49, 195, 197, 209, 216, 218, 227, 228 Campos, Alvaro de (heterónimo de Fernando Pessoa) 494, 511-518 Campuzano [El casamiento engañoso] 102 Canalejas, José 438 Canavaggio, Jean 59, 67, 90, 95, 99 Canga Argüelles, José 11, 195, 217, 218, 221, 225 Cannan, Edwin 494, 523 Cánovas del Castillo, Antonio 333, 348, 353, 479, 572 Cansinos Asséns, Rafael 605 Cantor, Paul A. 109 Capitán Adams [Vida en territorio salvaje] 259-261 Carabé Ribó, Armand 530, 547 Carande, Ramón 147, 581, 582

640

Carceller, Demetri 530 Cardete Agudo, Juan Antonio 27 Carlos II 55 Carlos III 206, 228 Carlos IV 216 Carlos V 40, 149, 150, 153, 176, 177, 180, 184-186, 189 Carlota (esposa de Fernando VII) 202 Carlyle, Thomas 26, 414, 417, 418, 480, 502, 523, 629 Carnegie, Andrew 475 Caro Baroja, Julio 554 Carrasco [Don Quijote de la Mancha] 69 Carrasco Vázquez, Jesús 169 Carrera i Pujal, Jaume 157, 176 Carrero Blanco, Luis 530 Carver, Thomas N. 446, 448, 449, 487 Casais Monteiro, Adolfo 504, 512 Casares Ripol, Javier 24 Cassel, Gustav 442 Castellet, Josep M. 528, 529, 624 Castillo Solórzano, Alonso de 90 Caunedo Sánchez, José 373 Cavillac, Michel 62, 64 Caxa de Leruela, Miguel 48 Ceferino Piriz [Rayuela] 631 Cerdá, Ildefonso 310 Cervantes y Saavedra, Miguel de 10, 11, 20, 25, 26, 37-39, 42, 44-47, 49-53, 56- 62, 64, 66-71, 77, 79-103, 377

Cervera, Pascual, Almirante 435 César Birotteau [César Birotteau] 287 Cézanne, Paul 297 Chadwick, Edwin 243 Chamberlain, Neville 436, 458-461 Charlie Bates [Oliver Twist] 236 Charriot [La Purée] 323 Chauchard, Alfred 306 Chaurand, Lydie 311 Chávarri y Salazar, Víctor 404, 456 Chesterton, Gilbert Keith 416 Chevalier, Michel 308, 343 Churchill, Winston 449 Cide Hamete Benengeli [Don Quijote de la Mancha] 69 Cipión [Coloquio de perros] 44, 51, 61, 68, 98, 99 Clarín (ver Alas, Leopoldo) Clark, John Bates 448 Clavería, Carlos 417 Clerget, Yves 297, 304, 309, 310, 322 Clinton, Bill 244 Close, Anthony 58 Coats, Alfred William 436 Cobb-Douglas (fórmula de, por Paul Douglas y Charles Cobb) 443 Cognacq y Jay (Ernest Cognacq y Marie-Louise Jay) 306 Cohen, D.M. 110 Cohen, Herman 445, 447 Cohen, Walter 111 Colander, David C. 436 Colbert, Jean Baptiste 226

Cole, George Douglas Howart 468 Colins, Barón de 343 Coll, Emilio 582, 583 Colmeiro Penido, Manuel 50, 71, 345, 419 Colón, Cristóba l88 Comenge Puig, Miguel 24 Conde, Elsa 522 Constanza [La ilustre fregona] 102 Cooper, John R. 131 Copleston, Frederick 616 Corpus Barga (Andrés García de Barga y Gómez de la Serna) 438 Corral y Arellano, Diego 55 Cortadillo (Diego Cortado) [Rinconete y Cortadillo] 50, 51, 61, 80, 96, 97 Cortázar, Julio 14, 595, 597605, 607, 612-614, 619, 622-628, 631-634 Cortés, Juan B. 24, 85 Cossa, Luigi 420 Cossío, Francisco de 529 Costa, Ántonio Cândido Ribeiro da 523 Costa, Joaquín 399, 435, 439 Courcelle-Seneuil, Jean Gustave 349 Cournot, Antonio Agustin 27, 335, 415, 416, 429 Cousin, Victor 345 Covarrubias, Sebastián de 38, 42, 43, 45 Cowardly Lion [El mago de Oz] 23 Cremanti, Alfredo 612 Crespo, Ángel 497, 499, 511 Crexells, Joan 529

641

Crick, Bernard 233 Croce, Benedetto 447 Cromwell, Oliver 245 Cros, Edmond 62, 64 Cruickshank, George 233 Cuartas Rivero, Margarita 38, 40, 42

D

D’Ors, Eugenio 456, 469 Dameth, Claude Marie (llamado Henry) 351 Daniel Montoya [Mariana] 387 Danvila y Villarrasa, Bernardo Joaquín 11, 195, 201-203, 208, 213, 219, 225 Darimon, Alfred 304 Darwin, Charles 240, 301, 464 David Séchard [La comedia humana] 287, 293 Davies, Miles (en Rayuela) 622 Davinson [Hill and the Valley] 266 Davis, J. Madison 110 De Paulis, T. 304 Del Campo, Salustiano 7, 8 Delambre, Jean-Baptiste 320 Delgras, Gonzalo 586, 587 Delibes, Miguel 21 DeMott, Benjamin 26 Denis, Julio (seudónimo de Julio Cortázar) 607 Denise [Au Bonheur des Dames] 303, 307, 329 Dias, Francisco Caetano 498 Díaz Fernández, José 588 Díaz, Elías 339, 345 Díaz-Cañabate, Antonio 528

642

Dickens, Charles 11, 26, 232240, 245, 246, 250, 281 Dickson Clissold [The World of William Clissold] 23 Diderot, Denis 199, 226 Díez Canedo, Enrique 580 Díez del Moral, Juan 570 Díez-Canseco, Laureano 579, 581 Dionísia (abuela de Fernando Pessoa) 497 Doctor Aresti [El intruso] 404, 405 Dolores de Medina [Conflicto entre dos deberes] 385 Domínguez Benavides, Manuel 571 Domínguez Ortiz, Antonio 153, 183, 184 Don Bernardino de Velasco, conde de Salazar [Rinconete y Cortadillo] 70 Don Bernardo [Lo que no puede decirse] 381 Don Carlos (Ozores) [La Regenta] 361, 362 Don Carlos [La última noche] 379381 Don Diego de Carrizo [La ilustre fregona] 102 Don Jaime [Los dos curiosos impertinentes] 384 Don Jaime de Aguirre [Lo que no puede decirse] 381, 382 Don Joaquín de Barrieta [Conflicto entre dos deberes] 384 Don Juan de Acedo [El gran galeoto] 382 Don Julián de Zaragoza [El gran galeoto] 382

Don Lorenzo de Cienfuegos [Dos fanatismos] 386 Don Martín de Pedregal [Dos fanatismos] 386 Don Paco [Sentimental-dancing] 590 Don Pedro [El árbol de la ciencia] 392 Don Quijote [Don Quijote de la Mancha] 37-39, 45-47, 52, 57, 59, 60, 62, 64, 68, 70, 71, 82, 84-86, 88, 89, 451, 471 Don Ramiro (rey) (en El chitón de las Tarabillas) 165 Don Remigio [El poder de la impotencia] 387 Don Rodrigo [Una hora de España (Entre 1560 y 1590)] 575, 576 Don Severo [El gran galeoto] 382, 383 Don Víctor Quintanar [La Regenta] 361 Doña Manuela [Rayuela] 627 Doña Teresa [La última noche] 379, 380 Dormer, Diego José 50 Dorothy [El mago de Oz] 23 Douglas, Paul H. 443 Duguit, Leon 450 Dull [Vida en territorio salvaje] 261 Dumas, Alejandro (padre) 373 Dupuit, Jules 27, 372, 378, 416 Durkheim, Émile 455

E

Echegaray Eizaguirre, José 13, 27, 367, 369-383, 385-388, 556-558

Echegaray, Miguel 373 Echevarría (los) 456 Echevarrieta (los) 456 Edgeworth, Francis Ysidro 555 Egger, Carlos 625 Eglington, Lord 87 Eguílaz, Luis de 372 Eisenberg, Daniel 81, 89 El Caballero del Verde Gabán [Don Quijote de la Mancha] 60 Ela de Garveloch [Ela de Garveloch] 268-274 Elena [La última noche] 380, 381 Eliot, T.S. (Thomas Stearns) 22 Elliot, John Huxtable 146, 166, 172, 188 Eltzbacher, Paul 523 Emerguncio [Don Emerguncio o la vocación] 363 Enberg, Adi 530 Enfantin, Prosper 308, 344 Engels, Friedrich 531 Engle, Lars 113, 119 Enrique VIII 234 Enríquez, Fray Francisco 48, 49 Enríquez, Teresa (en Los pueblos) 564 Ernesto [El gran galeoto] 382, 383 Ernesto Morroni [Rayuela] 626 Esaú 120 Espartero, Joaquín Baldomero Fernández 382, 565 Espina, Antonio 584 Espina, Concha 394 Esplá, Óscar 573 Espronceda, José de 453

643

Esquilache (motín de, por Leopoldo de Gregorio Esquilache) 226 Estapé, Fabián 341, 342, 411, 530, 547 Etienne [Rayuela] 627 Etievant, Georges 444 Evensky, Jerry 136 Everyman [El mago de Oz] 23

F

Fabra, Pompeu 456 Fagin [Oliver Twist] 235, 236 Faguet, Émile 523 Fakkar, Rouchdi 344 Farnam, Henry W. 111, 114, 116, 118 Faucigny Lucinge [Tlon] 611 Fausto [Fausto] 24 Favre, Jules 304 Fawcett, Henry 349 Federico [Lo que no puede decirse] 381 Feijoo y Montenegro, Benito Jerónimo de 11, 195, 197, 205, 226 Feio, Joaquim 491 Felipe II (Felipe Segundo) 38, 40, 55, 56, 62, 63, 71, 151154, 158, 176, 177, 180, 184-186, 189, 583 Felipe III (Filipo Tercero) 11, 39, 53-55, 59, 62, 67, 70, 153-155, 158, 163, 167, 170, 175, 177, 179, 185, 186, 189 Felipe IV 11, 54, 55, 145, 156, 158, 159, 165, 166, 182, 183, 185-187, 189

644

Fénelon (François de Salignac de la Mothe) 198-200, 212, 226 Fergus [Ela de Garveloch] 269271, 273 Fermín de Pas [La Regenta] 361 Fernández de Castro, Pedro, Conde de Lemos 58, 80 Fernández de Mora, Gonzalo 54 Fernández de Moratín, Nicolás 196 Fernández de Navarrete, Pedro 48, 55 Fernández Guerra, Laureano 374 Fernando el Católico (Rey don Fernando) (ver también Reyes Católicos) 57, 176, 177, 180, 181 Fernando IV 28 Fernando VII 202 Ferreira, Atonio Mega 495 Ferrer Guardia, Francesc 457 Ferry, Jules 324-326 Fichte, Johann Gottlieb 336 Figuerola, Laureano 345 Fite, Warner 418 Flaubert, Gustave 300, 347 Flores de Lemus, Antonio 14, 447, 555, 556, 558, 570, 579, 581, 582 Flores, Rafael 598, 606 Flórez Estrada, Álvaro María 221, 226 Foix, Josep Vicent 545 Fontenelle, Bernard Le Bouvier de 245 Forbonnais, François Véron Duverger de 199, 226

Ford, Ford Maddox 87, 88 Ford, Henry 474, 486, 503 Fornieles Alcaraz, Javier 371 Foronda, Valentín de 219, 226 Fourier, Charles 567 Fox, Charles 253, 256 Fox, Edward Inmam 435 Fox, William J. 256 Franca de Rojas, Ana 81 Franco, Francisco 530, 548, 572 Franco, Gabriel 341 Franklin, Benjamin 476 Frédéric de Nucingen [Cesar Birotteau] 288, 289 Freud, Sigmund 121, 619 Friedman, Edward H. 24 Fromm, Erich 604 Fuentes Quintana, Enrique 54, 341, 342 Funck-Brentano, Frantz 523

G

Gabriel [Los dos curiosos impertinentes] 383, 384 Gaitán, Juana 81 Galcerán, Isaac 581 Gallard, Diego María 216, 218, 219, 226 Gallego Abaroa, Elena 12, 251 Galton, Francis, Sir 445 Gamazo, Germán 438 Gándara, Miguel Antonio de la 205, 209, 214, 226 García Alas, Leopoldo (ver Alas, Leopoldo) García Blanco, Manuel 414, 417-419

García de Cortázar, Fernando 391, 404, García del Paso, José Isidoro 11, 28, 55, 143, 146 García Delgado, José Luis 579, 586 García Escudero, José María 558 García Gontán, Virginia 579 García Guerra, Elena María 55, 176 García Gutiérrez, Antonio 372 García Lorca, Federico 435 García Márquez, Gabriel 633 García Mercadal, José 334 García Morente, Manuel 580 García San Miguel, Luis 357 Garfield, Evelyn P .602 Gaspar Gregorio [Don Qujote de la Mancha] 52 Gekrepten [Rayuela] 626 Géneviève [Au Bonheur des Dames] 303 George [Vida en territorio salvaje] 260 George, Henry 415, 429, 436, 446, 459, 463-465 Gibson, William 24 Gide, Charles 415, 429, 447 Gil Cremades, Juan José 339, 363, 364 Giner de los Ríos, Francisco 345, 346, 350, 443, 447 Gioia, Dana 22 Girard, Louis 306, 326 Girón, José Antonio 574 Göebbels, Joseph 589 Goethe, Johann Wolfgang von 24, 444

645

Gómez de la Serna, Ramón 14, 577, 579, 580, 586-588 Gómez Molleda, María Dolores 339, 553 Gómez-Acebo, Isabel 107 Góngora, Luis de 58, 80 González Cuevas, Pedro Carlos 435, 468 González de Cellorigo, Martín 38, 43, 45, 50, 53, 56, 59, 70 González, Manuel Jesús 411 González-Ruano, César 529 Gonzalo de Aranda [Los dos curiosos impertinentes] 383, 384 Goodenough, G.A. 487 Goodwin, Craufurd 20, 24 Gossen, Hermann H. 416 Goya, Francisco de 237, 580 Graciano [El mercader de Venecia] 118, 123, 129 Graham, Cary B. 130 Graham, Robert C. 467 Gray, Austin K. 121 Greenblatt, Stephen 131 Gregorio XVI 565 Gresham (ley de, por Thomas Gresham) 588, 589 Grey, Lord 243 Grice-Hutchinson, Marjorie 50 Gross, Joe 132 Guadalajara y Javier, Marcos de 71 Gual Vallbí, Pedro 530 Guimerá, Ángel 377 Guiness, Alec 235 Guthmann, Fredi 619 Gutiérrez Nieto, Juan Ignacio 56

646

Gutiérrez Solana, José 580, 582 Guzmán de Alfarache (Guzmanillo) [Guzmán de Alfarache] 61, 64, 65

H Halio, Jay L. 121, 130, 131 Hall, Arnold 523 Hamilton, Earl J. 150, 177, 185 Hamilton, Marci A. 131 Hampson, Lori 121 Hanotaux, Gabriel 416 Hansen, Bradley 23, 24 Hardin, Garrett 423 Harriman, Edward Henry 442 Harrison [Vida en territorio salvaje] 261 Hartley, James E. 28 Hartmann, Nicolai 445 Hartzenbusch, Juan Eugenio 372 Hauser, Arnold 25 Haussmann, Eugène 12, 295, 298-300, 302, 304, 305, 307, 308, 310-312, 318, 320-329 Hawking, Stephen William 611 Hayek, Friedrich August von 540 Heckel, Max von 341 Hegel, Georg Wilhelm Friedrich 414, 445 Hémon, Louis 304 Henri IV 309 Hércules 631 Hériot, Auguste 306

Herrán, Fermín 452 Herrera, Juan Antonio de 62 Heywood, Frank 523 Hildebrand, Bruno 447 Hill [Vida en territorio salvaje] 261 Hirschfeld, Julius 129 Hirst, Francis W. 523 Hitler, Adolf 462, 631 Hobbes, Thomas 429 Hobhouse, Leonard Trelawny . 447, 523 Hobsbawm, Eric 570 Hobson, John 415, 429, 447 Hogarth, Mary 233 Hohenzollern, Leopoldo 370 Holland, Peter D. 118 Hollis [Hill and the Valley] 264 Holmer, Joan Ozark 116 Holroyd, Stuart 622 Homero 513 Horacio [Rayuela] 598, 623-625 Horne, Alexander R. 523 Hügel, Friedrich von 445 Hume, David 198-200, 206, 212, 226, 415, 429, 597, 611, 612 Hurtado de Mendoza, Antonio 188 Hutchcraft, R.B.jr. 129 Hutchison, Terence W. 349

I Ibarranguelua, Padre 465 Iglesias, Pablo 445, 455, 459, 568 Ihering, Rudolf von 128 Innerarity, Vicente 349 Ingenieros, Cecilia 607

Ingram, John Kells 27, 418420 Iriarte, Tomás de 197 Isabel I 234, 240 Isabel II 575 Isabel la Católica (ver también Reyes Católicos) 57 Isabel, Reina de Inglaterra 131 Isabela [La española inglesa] 92, 93 Ivanhoe [Ivanhoe] 87

J Jacob 114-116, 119, 120 Jaluzot, Jules 306 James Fry [Hill and the Valley] 266 Jarnés, Benjamín 580, 584, 587 Jauralde Pou, Pablo 67 Jesus, Geraldo Coelho de 523 Jevons, William Stanley 27, 335, 349, 350, 372, 378, 416, 430, 523 Jiménez Landi, Antonio 339 Jiscá 115 John Amstrong [Hill and the Valley] 263-268, 276 Johnny Carter [El Perseguidor] 619 Johnson, Carroll B. 25, 51, 52, 71, 83, 96 Johnson, Edgar 237 Jordan, William Chester 130 José Sánchez Morueta [El intruso] 404, 405 Jovellanos, Gaspar Melchor de 11, 15, 195-197, 200, 202, 207, 208, 214, 227, 420, 430, 451

647

Juan [La última noche] 380 Juan de Cárcamo [La gitanilla] 102 Judas 47, 161 Julia [Lo que no puede decirse] 381 Julián [Dos fanatismos] 386 Juliana la Cariharta [Rinconete y Cortadillo] 98 Jünger, Ernst 574 Jurado Sánchez, José 11, 193, 204 Justina [Rinconete y Cortadillo] 96

K Kant, Imanuel 445, 447 Kasper, Hirschel 23, 24 Kate [Vida en territorio salvaje] 262 Kautsky, Karl 417, 430 Keir Hardie, James 459 Kermode, Frank 120, 130 Keynes, John Maynard, Lord 7, 10, 23, 29, 248, 415, 430, 459, 462, 470, 494, 529, 540-542 Kish-Goodling, Donna M. 28, 110, Koelb, Clayton 132 Kolakowski, Leszek 532 Kooser, Ted 22 Kornstein, Daniel J. 129 Kranowski, Nathan 303 Krause, Karl Christian Friedrich 343, 344 Krishnamurti 622 Kropotkin, P. Aleksyeevich 430, 445, 452, 467

648

L La Cierva, Juan de 572 La Maga [Rayuela] 624, 627 La Regenta (ver Ana Ozores) Labán 114, 115, 119 Lafforgue, Martín 607, 629, 630, 631 Lagos, Ramona 608 Laín Entralgo, Pedro 395, 453 Laird (el) [Ela de Garveloch] 269274 Lamadrid, Teodora 374 Lampen Thomson, Dorothy 254, 256 Lanzarote [El mercader de Venecia] 118, 120, 124 Largo Caballero, Francisco 568, 570 Larra, Mariano José de 580 Larrabure, Arnaldo 416 Larraz, José 564 Larroque Allende, Luis 52, 79, 91 Larsonneau [La Curée] 315, 316 Lasalle, Ferdinand 358 Law, John 24 Laynez, Pedro 81 Lazarillo de Tormes [La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades] 44, 61, 83 Lázaro, José 419, 420 Leah [El mercader de Venecia] 115, 121 Lean, David 235 Ledesma Ramos, Ramiro 488 Ledesma y Palacios, José María de 420

Leibniz, Gottfried Wilhelm 608 León, Francisco de 567 Leonisa [El amante liberal] 94, 95 León-Portilla, Miguel 603 Leopardi, Giacomo 414 Lequerica, José Félix de 401 Lerma, Duque de (Francisco Gómez de Sandoval y Rojas) 53-55, 58, 62 Lerner, Lawrence 110 Lerroux, Alejandro 471 Leslie [Hill and the Valley] 264 Leslie, Cliffe 334, 349 Levy, David M. 26 Lewalski, Barbara Kiefer 115, 129 Lía 115 Linde, Luis María 13, 502, 525 Liñán y Verdugo, Antonio 90 Lissorgues, Yvan 346, 347, 353, 357 List, Friedrich 336, 476 Littlefield, Henry 23 Llanos, E. 442 Lloyd George, Walter Selwyn 247, 449, 459, 463, 468 Lluch, Ernest 341, 370, 411, 413, 574 Lope de Vega, Félix 58, 62, 80, 90 López Allué, Luis Miguel 392 López Cuesta, Teodoro 579 López de Ayala, Adelardo 372 López Rodó, Laureano 530 López, Rodrigo 131 Lora-Tamayo Ballvé, Marta 305, 308, 310, 319, 321, 323 Lorenzo [El mercader de Venecia] 119, 124, 127, 129, 130

Lorenzo Quesada [Sentimental-dancing] 588 Loria, Achille 415, 430 Louis XIV (ver también Luis XIV) 309 Louis-Philippe de Orléans 319 Loyola, San Ignacio de 481 Lozanne, Claudia 176 Lucía [Rayuela] 624 Lucien de Rubempré [La comedia humana] 286, 287 Lucius Tarquinius 310 Luis XIV (ver también Louis XIV) 290 Luis XV 417 Luis XVI 417 Luxemburgo, Rosa 431 Luxon, Thomas H. 110, 126 Lynch, John 66

M Mabel (esposa de Ramiro de Maeztu) 452 Mac Kenna, Reginald 487 Macanaz, Melchor Rafael de 214, 227 Macaulay, Thomas 232 MacDonald, J. Ramsay 470, 523 Macgregor, D. H 523 Machado, Antonio 456 Machado (los) 556 MacKay, Maxine 135 MacLeod, Henry Dunning 349, 352 Madariaga, Salvador de 460, 469

649

Madoz, Pascual 556 Maeztu, Francisco de 452 Maeztu, Gustavo de 452 Maeztu, María de 418, 441, 443-445, 452, 457, 472 Maeztu, Ramiro de 13, 27, 392, 394-401, 405, 406, 433, 435-457, 459-489 Magdalena [Dos fanatismos] 387 Mahamut [El amante liberal] 94 Malefakis, Edward 570 Mallada, Lucas 554, 555 Mallarmé, Stephan 614 Malo Guillén, José Luis 343345 Malthus (Ley de la sensibilidad) 513 Malthus, Thomas Robert 12, 241, 242, 274, 416, 444, 529 Mandeville, Bernard 198-200, 207, 208, 212, 227 Manent, Albert 528 Manikutty, Sarakan 89 Manoilescu, Mihail 574 Mansfield, Katherine 282 Marañón, Gregorio 588 Maravall, José Antonio 56 Marceau, Félicien 288, 289 Marcet, Jane 255, 256 March, James G. 85, 89 Margaret Blake [Hill and the Valley] 264, 265 María [Los dos curiosos impertinentes] 383, 384 Mariana [Mariana] 387 Mariana, Juan de, Padre 28, 50, 54, 55, 58, 171, 184, 186, 189 Marías, Julián 401

650

Marinetti, Tomaso 513, 514 Marlowe, Christopher 110, 131 Marrero, Vicente 435, 453, 454, 466, 467, 481, 486 Marshall, Alfred (Alfredo) 416, 420, 444, 448, 450, 469, 470, 476 Martín de Pedregal [Dos fanatismos] 386 Martín Martín, Victoriano 66 Martín Rodríguez, Manuel 344 Martineau, Harriet 12, 29, 251, 253-260, 263, 268, 274-276 Martineau, Thomas 254 Martínez Alier, Joan 570 Martínez Cachero, José María 348 Martínez de Mata, Francisco 49, 50, 209, 213 Martínez Pastor, Eugenio 109 Martínez Vara, Tomás 35 Marx, Karl (Carlos) 24, 84, 127, 336, 415, 430, 437, 448-452, 463-467, 469-471, 531 Masciandaro, Donato 130 Mateo (efecto) 562 Mateu, Miquel 536, 537 Matheson (los) 557 Maugham, William Somerset 459 Maura, Antonio 453, 454, 459, 571 McClelland, David 85 McCloskey, Donald 114 McCulloch, John Ramsey 242 McLean, Renwick 89

Méchain, Pierre Francois 320 Mefistóteles [Fausto] 24 Mejía, Carlos F. 35 Melbourne, Lord 232 Meléndez Valdés, Juan 11, 195-197, 200, 227 Mellor, William 468 Melon, Jean François 198, 200, 207, 212, 225, 227 Mencía de Quiñones [Don Quijote de la Mancha] 82 Méndez Ibisate, Fernando 13, 27, 411, 419 Mendívil 373 Menéndez Pelayo, Marcelino 565 Menger, Carl 335, 350, 416 Merchán Cantos, Carmen 26, 85 Merchant, Moelwyn 116, 117, 124, 128 Mercurio 132 Micó, José Miguel 62, 64 Mignon [La Curée] 323, Miguel, Amando de 10, 13, 389 Mill, James 256 Mill, John Stuart 12, 84, 208, 242, 245, 247, 250, 254, 334, 348, 351, 416, 430, 449, 450, 459, 464, 523 Milton, John 513 Minghetti, Marco 351 Mir Bahadur Alí [El acercamiento a Almotásim] 606 Miravitlles, Jaume 545 Mistral, Fréderic 369 Moitinho de Almeida, Luís Pedro 497

Molière (Jean-Baptiste Poquelin) 383 Molina, Tirso de 90 Moncada, Sancho de 71 Monckton Milnes, Richard 255 Monipodio [Rinconete y Cortadillo] 51, 96, 97 Monk [Oliver Twist] 236 Montayne, James A. 115 Montejo, Adolfo 117 Montero, Manuel 391, 404 Montero, Rosa 26 Montesquieu, Charles Louis de Secondat, Barón de 200, 206, 208, 212, 227 Mora, Fernando 393, 394 Moreira [El libro del desasosiego] 506-508 Morelli [Rayuela] 624, 634 Moret, Segismundo 572 Morgan, John Pierpont 474 Morris, Kelly 602 Mouret [Au Bonheur des Dames] 305 Mourlane Michelena, Pedro 406 Mr. Patrick [Lo que no puede decirse] 381 Mr. Riah [Our Mutual Friend] 237 Muñoz Molina, Antonio 89 Muñoz, Antonio (seudónimo de Enrique Ramos) 204, 211, 214 Muñoz, Juan 570 Murdoch [Ela de Garveloch] 270273 Mussolini, Benito 469, 528, 529, 574

651

Myrdal, Alva 249 Myrdal, Gunnar 249, 562

N Nadal Oller, Jordi 530 Nadal Escudero, José 354 Napier, McVey 242 Napoleón (Napoleón I) 288, 308, 315, 320, 507, 584 Napoleón III (Louis-Napoléon Bonaparte) 298, 301, 302, 308, 312, 320, 321, 329, 375 Nathan, Norman 115, 119 Navarro Zamorano, Ruperto 344, 345 Necker, Jacques 363 Nelson, Benjamin H. 113 Nerisa [El mercader de Venecia] 112, 129, 130 Nezahualcóyotl 603 Nietzsche, Friedrich Wilhelm 437, 444, 452, 482, 488 Noah Claypole [Oliver Twist] 236 Nogales, Iván de 582 Nora, Eugenio G. de 585 Nordau, Max 373 Núñez de Herrera, Alonso 131

O O’Donnell, Leopoldo 382, 572 O’Donnell, Margaret G. 28 Ojima, Fumita 118

652

Olariaga, Luis de 27, 439-441, 446, 447, 450, 452, 459, 463-465, 571 Olavide, Pablo de 197, 431 Oldrieve, Susan 112, 131 Olivares, Gaspar de Guzmán y Pimentel, Conde Duque de 11, 28, 54, 145, 165, 166, 169-171, 182, 183, 186 Oliveira [Rayuela] 625, 627, 628, 632 Oliveira Salazar, Antonio 502, 528 Oliver Twist [Oliver Twist] 233236, 240 Ollivier, Émile 304 Oppenheimer, Franz 446, 448450, 463, 464 Oresme, Nicolás 127 Orgambide, Pedro 629, 630 Orovio, Manuel 348, 353, 362 Ortega y Gasset, José 396, 397, 435, 437, 438, 440, 443-446, 453, 455, 458, 470, 471, 489, 568, 579-582, 586 Ortínez, Manuel 530, 531, 547 Ortiz, Luis (de) 41, 56 Orwell, George 232-234 Ossorio y Gallardo, Ángel 571 Ovidio 84

P Pablo [Doctor Sutilis] 363 Pablo [Mariana] 387 Pablos [Historia de la vida del Buscón] 96 Pacheco, Francisco de Asís 334

Pagasartuondua 373 Pais, Sindónio 502 Palacio Valdés, Armando 406 Palacios, Catalina de 81 Pantaleón Rubiales y Granzules de Vera [El poder de la impotencia] 387 Pantaleoni, Maffeo (Matteo) 430 Paoletti, Mario 607, 608, 628, 630 Papini, Giovanni 606 Paquita [El poder de la impotencia] 387 Pareto, Vilfredo 415, 416, 430, 480 Parsons, Talcott 436 Parten, Anne 129 Pascual Escutia, Jordi 13, 27, 367, 372 Patte, Pierre 309 Paul [Hill and the Valley] 264, 266, 267 Pavía, Manuel 363, 376 Paz, Octavio 514 Pecqueur, Constantin 343 Pelayo 170 Penty, Arthur 468 Peña, Teodoro 333 Peñaflorida, Javier María Munibe Idiáquez, Conde de 481 Peñalosa y Zúñiga, Clemente 203, 204, 208, 227 Peñaranda y Castañeda, Javier 216, 219, 227 Perdices de Blas, Luis 8, 9, 10, 35, 50, 56, 101, 217, 491 Péreire, Émile 308 Péreire, hermanos 306

Péreire, Isaac 308 Pérez de Ayala, Ramón 401, 418, 580 Pérez de Herrera, Cristóbal 39, 61-65, 70 Pérez Galdós, Benito 26, 451 Pericay, Xavier 531 Perón, Juan Domingo 607, 629, 632 Perpiñá Grau, Román 559, 572 Perrota, Cosimo 56, 66 Pessoa, Fernando 13, 21, 491, 493-508, 510-516, 518, 522 Pi i Margall, Francisco 354 Picard, Ernest 304, 323 Piclin, Michel 625 Picon, Antoine 308 Pidal, Alejandro 563 Piernas (y) Hurtado, José María 37, 52, 62 Pierrot, Roger 286 Pijoan, José 460 Pineda, Mariana 386 Pinochet, Augusto 630 Pipota [Rinconete y Cortadillo] 98 Pitoeff (los) 581 Pizarro, Francisco 83 Pla, Josep 14, 415, 525, 527-548 Platón 351, 445, 447 Plessis, Alain 308, 309 Plotino 616 Poe, Edgar Allan 608 Polanski, Roman 235 Pollard, Arthur 25 Pollock, Frederick 129 Polonio [Hamlet] 110 Popkin, Richard H. 131 Popper, Karl 336, 555

653

Porcia [El mercader de Venecia] 109, 112, 113, 118-121, 123-130, 132-135 Porcioles, José Mª 536 Posada, Adolfo 346 Posner, Richard A. 110, 114, 128, 129, 135 Prados de la Escosura, Leandro 558 Prat de la Riba, Enric 456 Preciosa [La gitanilla] 102 Primo de Rivera, Miguel 395, 396, 479, 571 Proudhon, Pierre-Joseph 343 Prudencio [Conflicto entre dos deberes] 384 Puig, Valentí 528, 534, 540, 545, 546

Q Queiroz, Ophélia 512 Quesnay, François 37, 416 Quevedo, Francisco de 11, 24, 28, 39, 42, 43, 47-49, 55, 58, 67, 85, 145, 161-163, 165, 168, 170-172, 174, 176-189, 228, 399 Quijada, Alonso 81 Quincey, Thomas de 606 Quint, David 84 Quiroga Pla, José María 415, 429

R Rafael [El poder de la impotencia] 387

654

Raimundo de Varnuevo [Conflicto entre dos deberes] 384 Ramón y Cajal, Santiago 580, 582 Ramos Gorostiza, José Luis 11, 13, 17, 25, 35, 77, 491 Ramos Olivera, Antonio 571 Ramos Vallejo, Ángela 27 Ramos, Enrique (Antonio Muñoz) 11, 195, 204, 208, 211, 214, 227 Rankin, Elizabeth 254 Raquel 115, 119, 121 Reckitt, Maurice 468 Reeder, John 10, 11, 35, 101, 217 Regueral, Salustiano (Salustiano González Regueral y Blanco) 373 Reina Victoria (Queen Victoria) 232, 496 Reis, Ricardo (heterónimo de Fernando Pessoa) 511, 512, 515 Rejón y Lucas, Diego Ventura 11, 195, 202, 203, 206, 209, 227 Renée [La Curée] 314, 316, 329 Repolido [Rinconete y Cortadillo] 98 Revenga, Ricardo 442 Revilla, Manuel de la 346 Reyes Católicos (ver también Fernando el Católico e Isabel la Católica) 57, 146, 149-151, 177, 179, 180, 184, 564 Reyes, Alfonso 580 Rhodes, Cecil 475

Riba, Carles 533 Ricardo [El amante liberal] 94, 95 Ricardo Corazón de León 110 Ricardo III [Ricardo III] 131 Ricardo, David 12, 242, 274, 415, 430, 450, 461, 464, 465 Ricaredo [La española inglesa] 92, 93 Ricca-Salerno, Giuseppe 415, 430 Richard [Vida en territorio salvaje] 261 Richards, Sylvie L. F. 110 Rico, Francisco 82, 84, 89, 104 Ricoeur, Paul 622, 625 Ricote [Don Qujote de la Mancha] 39, 52, 67, 69, 70 Ridruejo, Dionisio 529, 531 Ridruejo, Leopoldo 570 Rimbaud, Arthur 607 Rinconete (Pedro del Rincón) [Rinconete y Cortadillo] 51, 61, 80, 96, 97 Ríos, Fernando de los 469, 484 Riscal, Marqués de 353, 355 Rivas, Ángel Saavedra, Duque de 586 Rivas (los) 456 Rivera Pastor, Francisco 469 Robb, Graham 286 Robbins, Lionel 576 Robertson [Vida en territorio salvaje] 262 Robertson, Hector Menteith 442 Robertson, John M. 523 Robles, Juan 66 Robles, Margarita 586, 587 Rocamadour [Rayuela] 627 Rocher, Wilhelm 336

Rockefeller, John Davidson 474 Rockoff, Hugh 23 Rodó, José E. 487, 488 Rodríguez Braun, Carlos 10, 11, 26, 107, 109, 134, 411, 491 Rodríguez Monegal, Emir 598, 608, 614-616, 629, 631 Rodríguez Rubí, Tomás 372 Rodríguez, Gabriel 371, 372 Rogers, Alex 20, 24 Rojas (bienhechor de Cervantes) 58 Rojas Esponda, Tania 599, 601 Rojas, Mauricio 249 Rojo de Flores, Felipe 206, 210, 228 Rojo, José Andrés 624 Romá y Rosell, Francisco 11, 195, 205, 210, 218, 228 Romero Robledo, Francisco 571 Romero Tobar, Leonardo 348, 353, 361 Ronaldo [Ela de Garveloch] 269271 Roosvelt, Franklin Delano 247, 248, 574 Roover, Raymond de 112 Ros, Gloria (de) 529, 531 Rosado, Ana 35 Roscher, Wilhelm 444, 447 Rose Maylie [Oliver Twist] 233 Rossi, Pellegrino 334, 348, 351 Rothschild, James (también llamado Jacob), Barón de 289 Rothschild, Emma 136

655

Rougon-Macquart [Los RougonMacquart] 298, 301, 302, 307, 314, 329 Rousseau, Jean-Jacques 199, 200, 205, 207, 220, 228 Rubí (ver Rodríguez Rubí, Tomás) Rubin, Paul H. 26 Ruiz Martín, Felipe 543 Ruiz Zorrilla, Manuel 371 Runciman, Lord 462 Ruskin, John 132, 450, 523 Russell (tribunal) 633

S Saavedra Fajardo, Diego 43, 48, 566 Saavedra, Isabel de 81 Sa-Carneiro, Mário 511 Sagasta, Práxedes Mateo 333, 348, 479 Sagra, Ramón de la 343 Saillard, Simone 339, 346, 353, 354 Saint-Simon, Claude-Henry Rouvroy, Conde de 308, 343, 344 Salamanca, José de, Marqués de 375, 379 Salas Barbadillo, Alonso Jerónimo de 90 Salaverría, José María 393, 406 Salazar Rincón, Javier 83 Salazar, Antonio (ver Oliveira Salazar, Antonio) Salazar, Catalina de 81 Salazar, Fray Hernando de

656

166, 188 Salcedo, Emilio 418 Salerio [El mercader de Venecia] 111, 123 Salillas, Rafael 566 Sampedro, José Luis 28 San Antonino 127 Sánchez de Toca, Joaquín 442 Sánchez Díaz 464 Sánchez Ferlosio, Rafael 437 Sánchez Hormigo, Alfonso 12, 14, 27, 339, 344, 577, 579, 584 Sánchez Mazas, Rafael 406, 437 Sánchez Ron, José Manuel 370, 371 Sancho Panza [Don Quijote de la Mancha] 52, 57, 59, 61, 62, 69-71, 82, 83, 88, 91, 450, 471 Sandoval y Rojas, cardenal 58 Sangróniz 580 Santervás, A. Rafael 435, 437439, 448, 454, 456-458, 461, 464, 465, 469-472, 479, 482, 483 Santiago Fernández, Javier de 55 Santo Tomás (en Rayuela) 627 Santos Redondo, Manuel 8, 9, 11-13, 17, 27, 35, 77, 331, 343, 348, 349, 362, 363, 491 Sanz del Río, Julián 343-345, 347 Sardá, Joan 530, 536, 540, 543, 547, 557 Sargent, Thomas J. 146 Sarrailh, Jean 580

Savater, Fernando 625 Saxe, David B. 129 Say, Jean Baptiste 221, 228, 416 Scaron, Pedro 127 Schiller, Friedrich von 374 Schmoller, Gustav Friedrich von 430, 446-448, 478 Schopenhauer, Arthur 414, 417, 444, 447, 608, 625 Schouten, John W .22, 25 Schumpeter, Joseph Alois 25 Schwartz, Pedro 10-12, 229, 411 Scott, Walter 87, 117 Scott, William O. 123, 125, 129, 131 Seilhac, Léon de 524 Seligman, Edwin R.A. 442 Sempere y Guarinos, Juan 11, 49, 195, 203, 206, 207, 209, 214, 228 Senior, Nassau William 243, 334, 349 Serra, Edelweis 603 Serra, Narciso 372 Serrano (maestro) 376 Serrano Poncela, Segundo 189 Serrano Sanz, José María 557 Serrano Suñer, Ramón 560, 563, 564, 575 Sevilla Arroyo, Florencio 82 Shakespeare, William 20, 109112, 114, 115, 117, 124, 129, 130, 131, 134-136, 374, 507, 587 Shapiro, James 110 Shaw, George Bernard 237, 247, 444, 450, 467 Shell, Marc 109, 120, 136

Sherry, John F. Jr. 22, 25 Shylock [El mercader de Venecia] 11, 109-111, 113-116, 118121, 123-128, 130-135 Sieber, Harry 90, 97 Sikes [Oliver Twist] 235, 236, 238 Silvela, Francisco de 438, 459, 571 Simões, Gaspar 495 Simon, Jules 308 Singh, Sanpat 89 Slater, John Arthur 524 Smith, Adam 11, 37, 134-136, 213, 220, 226, 228, 256, 274, 290, 349, 416, 419, 449, 465, 476, 477, 481, 494, 524, 539 Smith, Robert F. 28 Soares, Bernardo (heterónimo de Fernando Pessoa) 494, 495, 504, 506, 508, 510, 512, 518 Sobejano, Gonzalo 339 Sócrates 86 Solanio [El mercader de Venecia] 111, 119, 123 Soler, Manuel 421 Sombart, Werner 442, 447, 478, 481, 483 Sota (familia) 456 Soto, Domingo de 66 Soto, Hernando de 65 Soubeyroux, Jacques 203, 206, 209 Spencer, Herbert (Heriberto) 392, 414, 417, 444, 464, 524 Spinosa, Charles 121, 129 Stagg, Geoffrey 82 Stevens, Wallace 22

657

Stevenson, Robert Louis 618 Stigler, George 24, 436, 553 Stirling, Grant 110 Stirner, Max 444 Stockwell, W.B. 28 Stone [Vida en territorio salvaje] 260, 261 Struzzi, Alberto 50 Szatek, Karoline 109, 117, 119, 124, 129, 132, 134

T Tabucchi, Antonio 504, 512, 514 Tamayo Baus, Manuel 372 Tarradellas, Josep 548 Tawney, Richard H. 398, 399, 447 Teira, David 107 Tenger, Zeynep 28 Teodora [El gran galeoto] 383 Thomas, Dylan 622 Thünen, Johann Heinrich von 416 Tinwoodman [El mago de Oz] 23 Tolstoi, Lev 414 Tomás [Conflicto entre dos deberes] 385 Tomás de Avendaño [La ilustre fregona] 102 Tomás Rodaja [El licenciado vidriera] 82, 83 Torre, Claudio de la 581 Torre, Guillermo de 584 Torres Villarroel, Diego 11, 195, 201, 205, 210-212, 228 Torrijos, Omar 633

658

Toutin-Laroche [La Curée] 314, 315 Tovar, Antonio 574 Traveler [Rayuela] 631 Trejo (Cardenal) 167, 172 Trias, Ramón 547 Trilling, Lione l26 Trincado Aznar, Estrella 14, 595, 611, 623 Trinidad [Mariana] 387 Túbal [El mercader de Venecia] 116, 120 Tuñón de Lara, Manuel 469 Turner, Frederick 109, 110, 112, 116, 121, 127, 130-135 Turro, Ramón 416 Twain, Mark 87

U Ugalde, Pedro 87 Ugarte, José Luis 531 Ullastres, Alberto 530 Unamuno, María 418 Unamuno, Miguel de 13, 27, 392, 401, 406, 411, 413-426, 428-430, 435, 437, 443-445, 453, 454, 456, 489, 528, 553-555, 566 Unamuno, Raimundín 418 Unamuno, Salomé 418 Urales, Federico 414 Ureña, Enrique M. 336, 343 Urgoiti, Nicolás María de 438, 457, 488 Urí Martín, Manuel 146, 161, 189 Urquijo (familia) 456, 459

Urrutia, Juan 107 Uztáriz, Jerónimo de 205, 217, 218, 228

V Valdés, Alfonso de 64 Valdés, María Elena de 415, 420, 428, 431 Valdés, Mario J. 415, 420, 428, 431 Valle, Eusebio María del 344, 345 Valle-Inclán, Ramón María del 454, 556, 581, 580 Valles, Francisco de 62 Valls Grau, Josep 529, 536 Valverde, José María 559, 567, 568 Van Gogh, Vincent 21 Varela, Pedro 216-218 Vargas Llosa, Mario 627, 632, 634 Vasques [El libro del desasosiego] 505-509 Veblen, Thorstein 24, 203, 403, 474, 510 Vela, Fernando 580 Velarde Fuertes, Juan 8, 10, 13, 14, 335, 336, 343, 413, 447, 551, 579, 585, 588 Velde, François R. 146 Verdú [Antonio Azorín] 563, 564 Vicens Vives, Jaime 402 Vico, Antonio 379 Videla, Jorge Rafael 630 Vieira [El libro del desasosiego] 506 Vilar Berrogaín, Jean25, 43 47

Vilar, Pierre 53 Vilches de Frutos, María Francisca 27 Villacañas, José Luis 398, 435, 436, 444, 449, 453, 454, 457, 466, 473, 474, 478, 479 Villafranca, Ana de (ver Franca de Rojas, Ana) Villalobos Domínguez, C. 430 Villaverde (reforma fiscal de) 557 Vincent, Jean-Luc 301 Virgilio 84 Vives, Juan Luis 63 Vizconde de Nebreda [El gran galeoto] 383 Voltaire (François-Marie Arouet) 136, 198, 200, 208, 212, 215, 228

W Wallace [Hill and the Valley] 264267 Wallace, Alfred Russel 464 Walras (equilibro general de) 555 Walras, Léon 27, 335, 349, 350, 373, 378, 416 Ward, Bernardo 214, 228 Waswo, Richard 124 Watts, Michael 23, 25, 28, 29, 112, 134 Webb (esposos) 444, 447, 467, 468 Webb, Beatrice Potter 467 Webb, Sidney James 450, 467 Weber, Max 396, 398, 399,

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400, 443, 444, 447, 472, 473, 476-478, 483, 484, 631 Weisberg, Richard H. 131 Wells, H.G. (Herbert George) 23, 430, 459, 524 White, Edward J. 112, 116, 117, 122, 123, 127-129 Whitman, Walt 614 Whitney, Jane 401, 452 Wicked Witch of the East [El mago de Oz] 23 Wicksteed, Philip 247, 450 Wilde, Oscar 7, 614 William Clissold [The World of William Clissold] 23 Williams, Jennings Bryan 119, 120 Wilson, Angus 232 Wilson, Thomas, Sir 117 Wong [Rayuela] 625 Woodham-Smith, Cecil 246 Worthington, John 254

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Y Yago [Otello] 131 Yésica 115, 119, 124, 127, 129

Z Zafra, Álvaro de 345 Zaratiegui, Jesús M. 13, 27, 433, 470 Zayas, María de 90 Zola, Émile 12, 24, 281, 282, 295, 297-302, 305-307, 311313, 316, 323, 326, 328, 329, 347 Zoraida [Don Quijote de la Mancha] 68 Zubiri, Xavier 580 Zugazagoitia, Julián 406 Zuleta, Enrique 474, 480 Zumalacárregui, José María 555 Zunz, Emma 607 Zurita [Zurita] 333, 334, 336, 362