Economia Politica Y Capitalismo

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Versión española de E m ig d io M a r t ín e z A d a m e

VTA U R l L E

D O D D-

ECONOMIA POLITICA Y

CAPITALISMO

FONDO DE CULTURA ECONOMICA M ÉX ICO ---- BUENOS AIRES

Prim era edición en inglés, 1 9 3 7 Segunda edición en inglés, 1 9 4 0 Prim era edición en español, 1 9 4 5 Segunda edición en español, agosto de 1961

L a edición original de esta obra fue registrada por G eorge R outledge & Sons L td ., de Lond res, con el título P oíitica1 E c o n o m y and C apitaíism . Soine Essays ia E c o n o m ic T radition. D erechos reservados co nform e a la ley © 1 9 4 5 , F o n d o d e C u ltu ra E co n ó m ica Av. de la U niversidad, 9 7 5 —

M éxico 1 2 , D . F .

Im preso y hecho en M éxico P rin ted and m a d e ia M éxico

PREFACIO Un intento de exploración por todo el territorio de la economía con un vehículo tan frágil como, son ocho breves ensayos, podría ser prueba suficiente de una dispersión condenada a la superficialidad. Sí estos ensayos tuvieran pretensión semejante, no habría modo de eludir ese cargo. Pero aunque su recorrido aparente es amplio, no aspiran sino a explorar ciertos aspectos del terreno, ignorando deli­ beradamente grandes sectores qúe muchos considerarían más dignos de estudio. La selección de los temas no ha sido, sin embargo, arbi­ traria. Se ha inspirado en el criterio de que la Economía Política y las controversias de que es objeto tienen significado como respues­ tas a ciertos problemas de carácter esencialmente práctico, como, por ejemplo, el de la naturaleza y conducta del sistema económico que conocemos con el nombre de capitalismo. E n la selección ha inter­ venido también la creencia de que esta clase de problemas es fun­ damental, tanto para la plena comprensión del desarrollo del pensa­ miento económico como para las relaciones entre ese pensamiento y la práctica. E n las últimas fases del desarrollo de una teoría se tiende, por lo general, a ignorar y olvidar los problemas originales; de ahí que se pierda y oscurezca su significado esencial.. Lo que da la unidad a que estos ensayos aspiran, y lo que explica su gran preocu­ pación por la interpretación y la crítica, es la creencia de que si se quiere que el pensamiento económico tenga un significado realista, debe ser liberado de muchas nociones que hoy día entorpecen su desarrollo. E l libro, en lo principal, está necesariamente destinado a los que tienen cierto conocimiento de la literatura y de las discusiones eco­ nómicas. Se tuvo mucho cuidado de evitar, al mismo tiempo y hasta donde el tema lo ha permitido, las preocupaciones técnicas de los economistas profesionales, para hacer accesible el estudio a un círculo más amplio que el de aquellos que tienen un vivo sentido de la íntima relación que existe entre el pensamiento económico y la prác­ tica del mundo contemporáneo y que disponen de poco tiempo para lo que es meramente oropelesco, sin ser constructivo. Lo que he es­ crito aquí puede dar a veces la impresión, no de una idea acabada, sino de un mero pensar en voz alta; téngase presente, sin embargo, que la idea en ningún caso es esporádica, sino que ha ido madurando con los años. Durante la presente investigación he contraído una deuda con Dennis Robertson y con Piero Sraffa, que leyeron algunos de estos ensayos, y con W . E . Armstrong, con el profesor Erich Roll y con H. D . Dickinson, que leyeron todo, o la mayor parte, en diversas etapas de su desarrollo, y cuyas críticas desvanecieron buen número de puntos confusos que de otra manera habrían aparecido en el texto. Clemens Dutt, A. G . D . W atson y George Barnard también me die7

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PREFA C IO

ron valiosos consejos y gracias a ellos pude corregir algunos puntos especiales. Pero a ninguno de ellos pueden imputarse, ni los errores cometidos, ni las opiniones que aquí se expresan. M . H. D . Cambridge, ju lio , 1 9 3 7 .

A D V ER T E N C IA A LA SEG U N D A E D IC IÓ N E n la edición revisada introduje algunas alteraciones sustanciales a la segunda mitad del capítulo iv, con objeto de desarrollar un poco más algunos aspectos de la teoría marxista de las crisis que en la pri­ mera edición fueron descuidados. Las últimas doce páginas del ca­ pítulo vi también fueron objeto de algunas alteraciones, producto de un pensamiento más maduro. E n el resto, aunque demasiado cons­ ciente de sus errores y deficiencias, me limité a hacer algunos cam­ bios de poca importancia. M . H. D .

inüsgljisfTO rBFT^ Hay quienes adoptan una actitud hacia la Economía Política clásica que puede resumirse en la declaración de que nada se gana exami­ nando los errores elementales de los economistas de hace un siglo. Expresada en forma tan extrema esta actitud, probablemente sea rara. Pero existe, aunque menos impaciente, una opinión, similar muy extendida en los círculos académicos, según la cual los economistas clásicos son los burdos, aunque brillantes, “primitivos” de su arte, y de quienes poco tiene que aprender nuestra compleja edad contem­ poránea. Si la Economía Política clásica — se dice— pudo plantear . correctamente diversos problemas acercándose con brillantez: a la verdad, su técnica analítica era inadecuada para dar soluciones lógica­ mente satisfactorias, aparte de que la precisión del pensamiento y la solución de problemas más importantes se dificultaba por algunas confusiones elementales. E l genio de Ricardo quedó empobrecido por su adhesión a la estrecha e imperfecta teoría del valor-trabajo, y por su “desconocimiento del conciso lenguaje del cálculo diferen­ cial” . ¿Acaso no se ha dicho de Marx que con unas cuantas lecturas superficiales y mal digeridas de Ricardo como todo bagaje intelectual se vio conducido por sus loables, aunque desequilibradas “simpatías por los que sufren”, a posiciones que una reflexión más madura debe rechazar inevitablemente? La moderna teoría del valor, producto prin­ cipalmente de las últimas décadas del siglo xix, separa tan profunda­ mente a la economía de hoy de la de hace cien años, como los prin­ cipios de Newton dividieron los trabajos de sus sucesores de los físicos pre-newtonianos. Ricardo y Smith podrían ser los Pitágoras y los Aristóteles de la ciencia económica; pero fueron poco más que eso. Dicha actitud ha llegado a ser una parte tan esencial de la contextura del pensamiento económico, que discutirla es hacerse sospechoso de ignorancia o aparecer como víctima de perversas obsesiones para las que no hay lugar en la ciencia. E n la actualidad existe cierta tendencia a sostener que los primeros economistas no sólo carecían de madurez, sino que se extraviaron en sus investigaciones. E l mismo concepto de utilidad, que original­ mente fue proclamado como un concepto que no sólo procuraba una solución más adecuada de los problemas que se plantearon los clási­ cos, sino que abarcaba una mayor generalidad de casos, se descarta frecuentemente como insostenible u ocioso. Hoy día está de moda decir, con Cassel, que es innecesaria una teoría del valor, y que to­ das las proposiciones necesarias pueden enunciarse sencillamente en téjminos de una teoría empírica de los precios. Se nos dice que una teoría que representa las relaciones de cambio como funciones de ciertas preferencias humanas expresadas en la conducta del hombre, es todo lo que una verdadera ciencia económica debiera tener o, por lo menos, todo lo que necesita tener. Semejante teoría — se agrega— constituye, ¿pso facto, la única teoría del valor que puede existir cuan­

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do el valor se define con propiedad. Para la economía, dice Mises, el estudio de los propósitos o de los fines es tan indiferente como lo es el estudio de los costos reales, y la única teoría del valor necesaria para -el estudio económico es un sistema de ecuaciones que genera­ lice las relaciones que deben prevalecer entre medios escasos y deter­ minados fines en cualquier situación.1 E l profesor Myrdal ha de­ clarado recientemente que la búsqueda de una teoría del valor de parte de los viejos economistas, apoyada en los conceptos de costo real o utilidad, representa una obsesión por los problemas éticos y políticos; y que sólo el abandono de esa búsqueda ilusoria ha permi­ tido establecer la economía sobre una base científica.2 Un escritor norteamericano ha dicho, dirigiéndose en especial a los socialistas, que Marx no había entendido los requisitos de una teoría del valor, y que la doctrina moderna, debido a su objetividad superior y a su mayor generalidad, es una teoría económica más apropiada a una economía socialista que la teoría del valor de Ricardo y Marx.3 Es evidente que cualquier decisión sobre este problema, y hasta la simple comprensión de lo que implica, requiere una respuesta a esta pregunta: ¿qué condiciones debe satisfacer una correcta teoría del valor? Pero antes es necesario dar respuesta a esta otra: ¿cuál es la importancia de una teoría del valor para la estructura de las proposi­ ciones que constituyen la Economía Política? Croce ha dicho que “un sistema de economía en el que se omi­ tiera el valor, sería como una lógica sin concepto, una ética sin deber, una estética sin expresión”.4 Pero esta analogía no es convincente si no se definen con más precisión los propósitos de la investigación económica. Es claro que puede formularse un número de proposicio­ nes respecto a ciertos hechos económicos sin la previa postulación de un principio de valor y aun sin el establecimiento de las “condi­ ciones adecuadas” para una teoría del valor. Todavía más, es posible hacer algunas afirmaciones acerca del comportamiento de los precios sin atender a consideraciones a priori respecto de la adecuación for­ mal. Si ese conjunto de postulados es verdadero y consistente ¿no podría constituir nuestra teoría del valor? Si una teoría del valor se concibe como algo más que esto ¿no se correrá el riesgo de convertirla en algo metafísico e indiferente para los problemas positivos que tie­ nen frente a sí los economistas? ¿Por qué no discutir simplemente los principios empíricos que deben establecerse por ser fiel reflejo de los hechos y no acerca de la adecuación formal? Cuando se habla de la adecuación formal de una teoría en este sentido, se alude a las condiciones que debe satisfacer si se quiere 1 D ía G em eiaw irtschaít, traducido al inglés co n el nom bre d e Socialisra, pp . 1 1 1 ss. 2 G . M yrdal, D a s P olitische E ie m e n t m d er N afiona/olconom iscíiea D oktiinBildung ( 1 9 3 2 ) , caps. 3 y 4 . 3 p . M . Sweezy en el E co n o m ic F o r u m , correspondiente a la prim avera de 1 9 3 5 . 4 B en ed etto C ro ce, H istórica! M aterialista and th e E con om ics o í K a il M a rx , p. 138.

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que sea capaz de sustentar corolarios de un cierto grado de genera­ lidad. Se quiere aludir, también, a„las relaciones entre las proposi­ ciones y las predicciones que pueden hacerse con apoyo en aqué­ llas. Es una cuestión del nivel de conocimiento constituido por un conjunto de postulados, esto es, de hasta dónde puede llegar ese cono­ cimiento. Es muy conocido el hecho de que la investigación dentro de cualquier rama del conocimiento científico comienza con la des­ cripción y clasificación de los fenómenos que tienen lugar en un campo un tanto vago e indeterminado. Con apoyo en esa clasifica­ ción, el análisis puede formular, en una etapa posterior, ciertas gene­ ralizaciones limitadas. Pero puede ser que esas generalizaciones sólo sean aplicables, por largo tiempo, a una situación particular o a un sector limitado del terreno, e incapaces, por tanto, de sustentar pre­ dicciones de carácter más general que se refieran simultáneamente a fenómenos más importantes y que permitan, a la vez, determinar la configuración del sistema en su conjunto. Para lograr lo último se requiere que las generalizaciones alcancen cierto grado, no sólo de comprensión o amplitud, sino de refinamiento. Y también cierto nivel de abstracción. Semejantes conquistas se han logrado, por ejemplo, en la Química con el concepto del peso atómico de los elementos químicos, y en la Física, con la ley newtoniana de la gravitación. E n Economía Política puede decirse que con anterioridad a la publi­ cación de la Riqueza de las Naciones, el estudio de los problemas económicos no había superado su etapa descriptiva y clasificatoria: la etapa de la generalización primitiva y de la investigación concreta. Sólo la obra de Adam Smith y la sistematización más rigurosa que de ella hizo Ricardo, pudo crear ese principio cuantitativo unificador de la Economía ¡Política que le permitió formular postulados en términos del equilibrio general del sistema económico, esto es, 'principios deterministas acerca de las relaciones generales existentes entre los elementos principales del sistema. Este principio unificador o sistema de principios generales presentados en forma cuantitativa constituyen, en Economía Política, una teoría del valor. E l problema de la adecuación de una teoría del valor, por consi­ guiente, no es otro que el de las condiciones que debe satisfacer ese conjunto de principios si éstos han de ser capaces de determinar el equilibrio o movimiento de todo el sistema. La respuesta pura­ mente formal a esta cuestión es bastante conocida. E l conjunto de principios debe tener la forma ( 9, por lo menos, poder ser expresado en la forma) de un sistema de ecuaciones en el que el número de éstas, es decir, el de las condiciones conocidas, sea igual, ni más ni menos, al número de variables desconocidas dentro del sistema. Éste es, sin embargo, el requisito puramente formal. Para que la teoría pueda ser una base de predicciones relacionadas con el mundo real, no sólo debe tener forma, sino también contenido. Además de ser elegante, debe tener “sustancia” . Y lo que se requiere más concreta­ mente, cuando esas condiciones se expresan en términos realistas,

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es menos familiar, y hasta puede decirse que es más frecuente igno­ rarlo que conocerlo. Un sistema de ecuaciones quiere decir que se hallan definidas cier­ tas relaciones que gobiernan, o conectan, a todas las variables dentro del sistema. Éstas son las generalizaciones de que se compone la teoría. Una condición formal para que este sistema de ecuaciones sea susceptible de solución, esto es, para que se puedan “despejar” las “incógnitas” , o para asignarles valores concretos cuando se cuente con suficientes datos de la situación, es la de que se disponga, dentro del sistema, de ciertas cantidades de carácter “constante” . E l sistema en su conjunto se determina, por supuesto, tanto por las relaciones que definen esas ecuaciones, como por aquellas “constantes” . Pero las' “constantes” son, en un sentido muy importante, la clave que da valores numéricos al conjunto. Son los datos que, conocidos en un caso particular, nos permiten calcular, por medio de las ecuaciones, la posición de todo el resto. La importancia de una “constante” no reside en el hecho de su necesaria inalterabilidad,5 sino en que es una cantidad que, en un caso particular, puede ser conocida indepen­ dientemente de cualquiera de las otras variables del sistema. La “constante” tiene que ser algo que pueda postularse independiente­ mente del resto. Es una cantidad, como si dijéramos, traída de fuera del sistema de hechos a que se refieren las ecuaciones; y, en un sen­ tido importante, de ese factor externo es del que se hace depender toda la situación. Cuando se le conoce, puede calcularse plenamente la “forma” y “posición” de la situación, en virtud de que todas las incógnitas se expresen, en último análisis, en términos de su relación con ella, aunque, a su vez, no pueda ser expresada en función de cualesquiera de esas incógnitas. La cantidad representada como cons­ tante es, por tanto, determinante y no determinada, por lo que se refiere a este conjunto particular de circunstancias. Por ejemplo, la “constante de gravitación” que figura en la física newtoniana expresa la aceleración de un cuerpo como (en parte) una función de la masa, y en la medida en que la masa puede considerarse como algo inde­ pendiente de la velocidad, aquélla es válida. No obstante, si (como parecen indicar las más recientes concepciones) la masa de un cuerpo varía, a su vez, con su velocidad, esta constante resulta inadecuada, en esa medida, como base para calcular los cambios de velocidad. Tomar un pedazo del mundo real y analizarlo en esta forma equi­ vale a declarar que ese pedazo es un “sistema aislado”, en el sentido que sólo se halla conectado con el resto de los acontecimientos mun­ diales a través de ciertos eslabones definibles, de manera que si cono­ cemos lo que acontece en cualquier instante a esos eslabones, pode­ 5 E l profesor R agn ar Frisch ha dicho que cuando la teoría económ ica se expresa en una form a dinám ica, y no estática, esto es, cuando se refiere al m ovim iento lo m ism o que al equilibrio, algunos de estos “ coeficientes que ejercen influencia” tienen un carácter de "fu n cion es dadas de tiem po” (R eview o f E c o n o m ic S tu d ies, vol. I I I , n 1? 2 , p. 1 0 0 .)

r e q u is ito s

d e u n a te o r ía

d e l v a lo r

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mos calcular lo que acontecerá al resto del “sistema aislado” . Como ha dicho el profesor Whitehead, ello quiere decir “que existen ver­ dades respecto a este sistema que sólo deben referirse al resto de las cosas por medio de un plan sistemático y uniforme de relaciones. De ese modo, la concepción de un sistema aislado no es la concepción de una independencia sustancial respecto del resto de las cosas, sino de la ausencia de una dependencia casual y contingente de otras cir­ cunstancias dentro del resto del universo” .6 Es posible, por supuesto, crear abstractamente una infinidad de “sistemas aislados”. Se pueden construir sistemas coherentes y salu­ dables de ecuaciones observando únicamente las reglas formales e inventando las constantes necesarias que se requieren para determi­ nar el conjunto, esto es, suponiendo como independientes ciertas cosas, lo sean o no en realidad. E n esta forma puede idearse un buen número de teorías del valor, sin que haya modo de elegir entre ellas a no ser por su elegancia formal. Éste es un juego fácil, demasiado fácil. Pero hay que reconocer que en el mundo de la realidad no existen “sistemas completamente aislados” . Es de esperarse, por con­ siguiente, que una ley del valor, aunque debe estar sujeta a una crí­ tica realista y no meramente formal, sea algo más que una aproxima­ ción a la realidad, capaz de servir de base a cierta clase de predicciones — no a todas— y de lograr el más alto grado de generalidad compa­ tible con la complejidad de los fenómenos que se investigan. E l cri­ terio último debe ser las exigencias de la práctica: la clase de pro­ blema concreto que trate de resolverse, el propósito que se tenga en la investigación. Cuanto menor es el grado de generalidad que requiere el proble­ ma, más fácil es, frecuentemente, encontrar un principio adecuado al caso. Cuanto más particular y menos general es el problema, mayor será el número de condiciones circundantes que justificadamente pueden suponerse constantes. D e ese modo el problema de deter­ minar el resultado es relativamente sencillo, a condición de que pue­ da conocerse bastante de las circunstancias del caso. (Es verdad que, en caso de extrema particularidad, en la práctica se conocen ge­ neralmente muy pocas de las condiciones necesarias para predecir el resultado, de manera que puede ganarse en aparente simplicidad más de lo que se pierde de conocimiento insuficiente.) Por ejemplo, si se quiere determinar el preció a que se venderá el pescado en cierto mercado y en cierto día, sólo podremos saberlo si conocemos la oferta de pescado en el lugar, los pasajeros deseos de las amas de casa y la cantidad de dinero que éstas están dispuestas a gastar en ese día. Todos estos elementos pueden ser tratados razonablemente como independientes entre sí, y del precio a que se vende el pescado. Si, por otra parte, tomando un ejemplo de plazo más largo, se tratara de una mercancía particular aislada del resto, se podría considerar el nivel de salarios, el de ganancias y el de la renta como factores 6 S c ien ce and th e M odern W o r ld , pp. 58-59.

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independientes, como parte de los datos conocidos del problema y,- en ese caso, bastaría una simple explicación basada en el “costo de producción” (dada una condición de “rendimientos constantes” ) para determinar el resultado. Pero cuando se trata de la mayor parte de las mercancías o, por lo menos, de grandes grupos, o cuando se con­ sidera no un corto periodo de tiempo, sino uno largo, estos supuestos simples se vienen abajo, ya que no es posible seguir considerando como factores independientes aquellos que consideramos como tales en el caso particular. E n el nuevo ya no habría justificación para usar el nivel de salarios, el de ganancias y la renta como constantes determinantes, por la razón de que el valor de las mercancías ejer­ cerá influencia sobre esos niveles al mismo tiempo que éstos influirán sobre aquel valor. De esto se desprende, por consiguiente, que una condición esencial de la teoría del valor es que ha de resolver el problema de la distribución (que determine, esto es, el precio de la fuerza de trabajo, del capital y de la tierra), así como el problema del valor de las mercancías. Esto tiene que ser así, no sólo porque lo primero es una parte importante y hasta esencialísima de la investiga­ ción práctica de que se ocupa la Economía Política, sino porque lo uno no puede determinarse sin lo otro. E n otras palabras, ni la dis­ tribución, ni el intercambio de mercancías, pueden ser estudiados co­ rrectamente como “sistemas aislados” . Para expresarlo en términos más generales, un principio del valor que sólo exprese éste en tér­ minos de cualquier otro valor particular es inadecuado: las cons­ tantes determinantes deben expresar una relación con una cantidad que no sea ella misma un valor. Ésta fue la razón por la que Ricardo rechazó las simples explicaciones en términos de “oferta y demanda”, y por la que Marx desdeñaba la teoría del “costo de producción” de j . S. M ili. Esas teorías buscaban una explicación del valor en tér­ minos de cantidades que sólo podían ser consideradas como indepen­ dientes en circunstancias que quitaban al principio toda su genera­ lidad. E n el caso de M ili, en términos de cierto nivel de salarios y de cierto tipo de ganancia para los cuales no aducía ningún princi­ pio independiente de determinación.7 Ésta es la razón, también, de por qué Ricardo se empeñaba tanto en demostrar lo inapropiado del intento de Malthus para representar el valor de las mercancías en términos del valor de la fuerza de trabajo,8 y de por qué Marx hizo a un lado tan bruscamente el relativismo de Bailey.9 7 V e r infra, pp. 1 8 -1 9 , 9 7 . 8 V e r infra, pp. 63 ss. 9 C om entan do favorablem ente a Bailey, un escritor se ha referido reciente­ m en te a las “ disquisiciones irracionales que dependen de una concepción cualitativa o m onista de la naturaleza del valor de cam bio” y se lam enta de que la teoría del valor “no baya sido más influida por la proposición de que elvalor objetivo de cam bio de una m ercancía h a d e hallarse en las otras m ercancías p o r las que puede cam biarse (y no en una cualidad inh eren te diversa)” . (K arl B o d e, en E co n ó m ica, agosto de 1 9 3 5 .) Parece que este com entario ignora la cuestión esencial en la crítica d'e Baile}-. E l valor de cam bio podría defin irse m uy correctam en te com o

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Existe, además, un requisito que merece una mención explícita, aunque sólo sea porque se olvida muy frecuentemente. Parece induda. ble que, dada la naturaleza de su objeto y la clase de afirmaciones que necesita postular, una teoría económica debe ser cuantitativa por su forma. Si ello es así, es necesario que la relación o relaciones deter­ minantes que figuran en el sistema de ecuaciones sean susceptibles de expresarse en términos de entidades cuantitativas del mundo de la realidad. Dichas relaciones tienen que poder expresarse en dimen­ siones reales que permitan conocerlas y tocarlas materialmente. Esto es elemental, aunque no siempre se observa por aquellos que formu­ lan principios sobre líneas puramente formales. Esto no quiere de­ cir, forzosamente, que una teoría del valor necesite poner en relación el valor de cambio de las mercancías con alguna dimensión particular o con alguna entidad real, aunque en la práctica funcione como si esto tuviera que hacerse. Pero para formular cualquier postulado cuan­ titativo completo, esas entidades o dimensiones reguladoras a que se hallan conectadas las variables de precios deben estar a su vez rela­ cionadas en tal forma que sea posible reducirlas a un factor común. Por ejemplo, si las ecuaciones tuvieran que expresar el precio de una mercancía como una función particular de dos cantidades, U y V , se necesitaría saber qué relación existe entre U y V para que el princi­ pio tuviera algún significado preciso. (Si sabemos que la mercancía A, por ejemplo, es igual a 51/ y a IV , en tanto que la mercancía B es igual a 1U y 5V, sería imposible, sin un mayor conocimiento de las relaciones entre U y V , afirolar que A es mayor que B , o que B es mayor que A.) Esto quiere decir, simplemente, que U y V deben ser susceptibles de expresión numérica. Por esta razón no sería sufi­ ciente para una teoría-costo del valor expresar éste como una función, digamos, del trabajo y la abstinencia, o de la cantidad de fuerza humana y de la cantidad de elementos naturales usados en la pro­ ducción, a menos que la teoría fuera capaz de abarcar otra condición o dato que nos proporcionara un factor común para los dos ele­ mentos del costo. Y con este propósito no sería legítimo asimilar el trabajo y la abstinencia o la energía humana y los elementos naturales en términos de sus valores de mercado, puesto que esto equivaldría a hacer depender las constantes determinantes, o los datos cono­ cidos del problema, de las incógnitas por despejar. Del mismo modo, un principio que hace del valor una función del “deseo” y de los “obstáculos”, necesita incluir otra condición como el postulado de que, en equilibrio, los coeficientes diferentes del “deseo” y de los “obstáculos” (subjejtivamente estimados) son iguales. Éste es, eviden­ temente, el significado del énfasis que pone Marx en el tan mal construido primer capítulo de E l Capital, respecto a la necesidad de encontrar una cantidad uniforme, que no sea ella misma un valor, “las otras m ercancías por las que (un a cosa determ inada) puede ser cam biada” ; y de ese m odo lo definieron R icardo y M arx. Pero de esto no se desprende que una teoría determ inada del valor pueda formularse puram ente en esos térm inos.

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en téiminos de la cual pudiera ser expresado el valor de cambio de las mercancías. Y esto explica también una afirmación de Marx en una carta a Engels acerca de que, en su opinión, la aportación más im­ portante de su primer volumen consistía en la diferenciación de fuer­ za de trabajo y trabajo,10 la primera como una mercancía representada por su valor y el último como una representación objetiva de la acti­ vidad humana y como una entidad susceptible de expresión cuanti­ tativa independiente. Esto parece dar la explicación de por qué las dos teorías del valor más importantes que se han disputado el campo económico han procurado cimentar su estructura sobre una cantidad ajena al sistema de las variables de precios, e independiente de ellas: en un caso un elemento objetivo en actividad productiva; en otro, un factor subjetivo subyacente en el consumo y en la demanda. La Economía Política clásica encontró esta “constante-valor” fun­ damental en una relación de costo. E l valor de cambio de una mer­ cancía se definió en el sentido puramente relativo de la cantidad de otras mercancías por las que se acostumbraba cambiar. Pero la solu­ ción de este sistema de relaciones de cambio se buscó en el principio de que esas relaciones se hallaban regidas, en último análisis, por la cantidad de trabajo requerida (en determinadas condiciones de la so­ ciedad y de la técnica) para producir las mercancías en cuestión. Ésta fue la solución que constituyó la famosa teoría del valor-trabajo. Antes de Ricardo, este principio no había sido enunciado en una forma completa y clara. Con mucha frecuencia se formulaba oscura y hasta ambiguamente. Adam Smith se había referido tanto a la can­ tidad como al valor del trabajo usado en la producción.11 La con­ cepción del trabajo de Ricardo y Marx era de carácter objetivo; se le concebía como el gasto de una determinada cantidad de energía hu­ mana, por más que, corriendo el tiempo, esa concepción fue tradu­ cida a términos subjetivos como el “sacrificio” mental o la “pena” psíquica que implica el trabajo. Examinada objetivamente en esta forma, la relación determinante no es una relación de valor, sino de carácter técnico. E n cualquier situación técnica determinada existe 10 M arx-Engels C orrespondence, pp. 2 2 6 y 2 3 2 . 11 P o r ejem plo: el valor "es igual a la cantidad de trabajo que pueda adquirirse o de que pueda d isp on er” ; y “ el precio real de cualquier cosa, lo que realm ente le cuesta al hom bre que quiere adquirirla, son las penas y las fatigas que su adquisi­ ción supone” (investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las na­ cio n es, F .C .E ., M éxico , 1 9S 8, p. 3 1 ) . R icardo al're fe rirse a esto, decía que A dam Sm ith habla algunas veces “no [de] la cantidad de trabajo em pleada en la pro­ ducción de cualquier objeto, sino la cantidad que puede ejercer su capacidad adqui­ sitiva en el m ercad o : com o si am bas fueran expresiones equivalentes y com o si, debido a que el trabajo d e un hom bre se ha hecho doblem ente eficiente y él pudiera producir en consecuencia doble cantidad de un bien, tuviese que recibir, a cam bio d e. éste, el doble de la cantidad que antes recibía” (Principios de eco n o ­ m ía política y tributación, F .C .E ., M éxico , 1 9 5 9 , p. 1 1 ) . E n sus L e tte rs to M a lthu s (e d . B onar, p. 2 3 3 ) , R icardo escribe: “D ice usted que una m ercancía es cara porque puede disponer de una gran cantidad de trabajo; yo digo que sólo es cara cuando se ha consum ido una gran cantidad de éste en su producción.”

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un factor conocido, sinónimo del grado de productividad del tra­ bajo, e independientemente del valor de la fuerza de trabajo (es decir, el nivel de salarios). Por otra parte, es una relación susceptible de ser expresada en términos de “más grande” o de “menos grande” . Y si se suponen condiciones de “rendimientos constantes”, aquella relación es, también, independiente de la demanda: la productividad del trabajo en términos de las mercancías A o B no se afecta por más demanda que haya de A y poca de B, o mucha de B y poca de A. Este principio de la identidad de las relaciones de valor con las relaciones de trabajo descansa en las condiciones que definen la na­ turaleza de las tendencias dominantes en una sociedad en que im­ pera el cambio. E n una sociedad como ésta, caracterizada por la división del trabajo, por la competencia y por la movilidad de los recursos, la competencia se encarga de la distribución del trabajo entre las diversas ramas de la producción, de tal manera que esas relaciones sean iguales. Dependía, por consiguiente, de una concep­ ción particular del equilibrio de semejante sociedad, dependía de la concepción de un nivel de salarios uniforme para el trabajo de calidad uniforme, aunque no de que ese nivel fuera constante. Sin embargo, el principio quedó sujeto a dos salvedades importantes. Primero, res­ pecto a la tierra, sólo era verdadero en condiciones marginales de producción o respecto de la producción en las condiciones naturales imperantes menos favorables. Esto tenía que ser así, ciertamente, por lo que se refiere a cualquier forma de la teoría-costo. Segundo, impli­ caba el importante supuesto simplificador de que la relación entre el trabajo y el capital empleado en las diferentes ramas de la producción era igual en todas partes: lo que Marx llamó igualdad de la “com­ posición orgánica del capital”, o lo que economistas posteriores ha­ brían de bautizar con el nombre de la uniformidad de los “coeficien­ tes técnicos” . Este supuesto quería decir que el valor sólo era una aproximación abstracta a los valores de cambio concretos. Se ha sostenido, en general, que esto tenía que ser fatal para la teoría. Fue éste, además, el cargo que Bohm-Bawerk hizo a Marx. Y, sin em­ bargo, todas las abstracciones continúan siendo simples aproxima­ ciones a la realidad (ésa es su naturaleza esencial), y no es una crítica de la teoría del valor decir sólo que son eso. La cuestión de si seme­ jantes supuestos están o no autorizados, depende del carácter o natu­ raleza del problema a que el principio pretende aplicarse. La crítica sólo es válida si demuestra que los supuestos implícitos no permiten que la generalización sirva de base a aquellos corolarios que debe sustentar. Frecuentemente se dice que Ricardo no apreció, por lo menos en la primera edición de sus Principios, la importancia de los supuestos implícitos en ellos. Se ha llegado hasta a sugerir que Marx no se dio cuenta de la salvedad fundamental, y que, para eludir una dificultad que no había observado previamente, escribió su tercer volumen, cuyo resultado fue la sustitución de la teoría anterior por una nueva que era imposible distinguir de la teoría del “costo de

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producción” de M ili.12 Pero éstas son presunciones infundadas y hasta temerarias. Es mucho más razonable suponer que Ricardo sólo mencionó de paso la hipótesis calificativa en su primera edición, no porque la desconociera, sino porque la consideró poco importante para el propósito que se había señalado. Hoy día muy rara vez se recuerda que la Economía Política clásica se ocupaba de lo que podemos llamar los problemas “macroscópicos” de la sociedad eco­ nómica, y sólo muy secundariamente de los “microscópicos” en forma de movimiento de precios de mercancías particulares. Y Ricardo nunca pretendió que su principio fuera adecuado para determinar los últimos. Pero, más que otros, Ricardo se ocupaba ante todo de los problemas de distribución (del movimiento de los más grandes ingresos de la sociedad: renta, ganancia y salarios) y de los valores de las mercancías en relación con ésta.13 Por consiguiente, no se ocupaba de los valores de mercancías particulares, sino de grupos muy amplios de mercancías como las comprendidas en la producción agrícola o en la manufactura, o de las mercancías de un lado y del dinero por otro. Consideraba que su aproximación era adecuada para esta clase de problemas y que tenía el grado de generalidad que ellos requerían. Así sucedió con Marx respecto al alcance del problema tal como lo formuló en su primer volumen. Cuando estudió el pro­ blema de los precios de mercancías particulares en su volumen III por medio de una aproximación posterior en la forma de su teoría del “precio de producción”, había esta diferencia esencial respecto de la teoría del costo de producción de M ili. Marx ha criticado esta última porque dejaba sin explicar el propio “costo de producción” . M ili había definido el costo de producción como los salarios pagados por el trabajo más un tipo medio de ganancia, sin dar ninguna ex­ plicación de la determinación del tipo de ganancia mismo.14 E n la teoría del “precio de producción” de Marx, la ganancia figura como una cantidad determinada por medio de la ley de la primera aproxi­ mación, tal como quedó formulada en el volumen I. La ganancia dependía del excedente o diferencia entre el valor de la fuerza de trabajo y el valor de las mercancías terminadas. En este punto fun12 Q ue este punto de vista es incorrecto, queda suficientem ente dem ostrado por el hecho de que en su M iseria de ¡a filosofía, publicado varios años antes del pri­ m er volum en del C apital, M arx sostuvo que una elevación d e salarios ten d ría efectos diferentes sobre diferentes industrias, dando lugar a una elevación de precios de los artículos en algunas y reduciéndolos en otras, debido al hecho de que “ la relación entre el trabajo m anual y el capital fijo no es la m ism a en las diferentes industrias’'. V e r in fia, pp. 55-56. 13 R icardo escribía a M alth u s: "u sted cree que la E co n o m ía P o lítica es una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza; yo, por m i parte, considero que m ás bien podría llamarse una investigación de las leyes que determ inan la división de los productos de la industria entre las clases que concurren a su for­ m ació n ” . (L etters to M a lthu s, p. 1 7 5 .) E n el prólogo de sus Principios, escribe: " L a determ inación de las leyes que rigen esta distribución es el problem a prim ordial de la E co n o m ía P o lítica” (Principios, ed. cit., p. 5 .) i-t V e r infra, p. 9 7 .

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clamen tal, la segunda aproximación dependía de la primera (como dependen, por ejemplo, en física las sucesivas aproximaciones de la ley de proyectiles), sin que hubiera contradicción en sus aspectos esenciales. Se consideraba que la solución del problema “microscó­ pico” dependía de la solución del problema “macroscópico”, es decir, que el fenómeno microscópico era gobernado (con las modificaciones apropiadas) por la ley macroscópica. La teoría de la gravitación no es ni absurda ni inútil sólo porque requiere una modificación sustan­ cial para explicar por qué las aeronaves pueden sostenerse en el aire. La importancia esencial de este principio del valor-trabajo con­ sistía en que podía ser empleado para determinar el valor de la misma fuerza de trabajo (dentro de ciertas condiciones dadas). La cuestión fundamental, al modo de ver de Ricardo y Marx, era ésta: ¿qué determina la diferencia entre la fuerza de trabajo y el valor de las mercancías en general? Por ejemplo ¿si los salarios se elevan, se reducirá la diferencia o subirán parí passu los precios de las mercan­ cías? La ganancia, y a la vez el tipo de ganancia, dependían de esa diferencia. Si ésta podía ser determinada, entonces no sólo se encon­ traba la clave del problema de la distribución, esto es, del problema de las variaciones de los ingresos de las clases sociales, sino que los elementos constitutivos del “costo de producción” de M ili y los del “precio de producción” de Marx, quedaban también determinados. Puede decirse, sin embargo, que éste seguía siendo todavía un modo formal de estudiar el problema. A un nivel suficiente de abs­ tracción, cualquier principio puede llegar a tener una consistencia formal, sin que ello quiera decir que tenga valor real. ¿Por qué la teoría-costo del valor basada en el trabajo, que es reconocidamen­ te uno solo de los factores de producción de la riqueza, habría de tener una categoría superior a cualquiera otra teoría-costo que pueda ima­ ginarse, por ejemplo, la que toma el capital o la tierra como la cantidad determinante? Considerar solamente el trabajo es, induda­ blemente, un dogmatismo arbitrario. ¿No es dejar implícitas las con­ secuencias en este supuesto inicial sin aportar un fundamento inde­ pendiente para comprobar que esas consecuencias son verdaderas? En último análisis, ésta es, ciertamente, una cuestión práctica y no for­ mal. La exactitud de un principio económico consiste en que, no obstante hacerse abstracción de ciertos aspectos del problema, se hace para centrar la atención en las características fundamentales de esa parte del mundo real a la cual pretende aplicarse la teoría. E n el caso de la tierra y del capital había evidentemente muy serias objeciones prácticas para tomarlos como base, las cuales ha­ brían sido superiores a cualquiera de las que se presentaban a la teoría del valor-trabajo. La Economía Política clásica había llamado ya la atención sobre el carácter heterogéneo. de la tierra, y las diferentes calidades de ésta, junto con su escasez, servían precisamente de base a la teoría clásica de la renta. Entre una hectárea y otra hay más diferencias que entre las horas-hombre de trabajo. E n el caso del

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capital había una objeción todavía de mayor peso: la de que, en sí mismo, es un valor que depende de otros valores, particularmente de las ganancias por obtenerse; ¿cómo, pues, podía usarse como base esta cantidad para dar una explicación clara y precisa de la ganancia? Si, por otra parte, había que usar el término para designar no un valor, sino las cosas concretas — máquinas, estructuras, etc.— que los valores-capitales representan, entonces sólo podrían tener, en este sentido, una significación cuantitativa como “trabajo acumulado” . E n cuanto a la combinación de estos factores para constituir un principio compuesto del costo se presentaba, además, la objeción de la falta de un término común mediante el cual establecer una rela­ ción entre estas diversas cantidades. Semejante principio había que­ dado viciado por un dualismo esencial. Aun atribuyendo a la tierra un carácter homogéneo ¿cómo compaginar, por ejemplo, las horashombre, las hectáreas y las unidades de capital? Existe, sin embargo, una razón práctica todavía más decisiva. Que el trabajo constituye un costo en un sentido único es, naturalmente, un supuesto; pelo un supuesto nacido de un punto de vista particular acerca de lo que es la esencia del problema económico. Como tal no es una definición arbitraria, sino un intento de poner al descu­ bierto la forma esencial de los acontecimientos reales. Para juzgarla hay que tener en cuenta, en último análisis, su eficacia para conse­ guir su propósito. Toda teoría del valor constituye necesariamente una definición implícita de la forma general y del carácter del te­ rreno que se ha decidido llamar “económico” . Lo esencial del pro­ blema económico, de acuerdo con esta teoría y con la opinión tradicional, consiste en la lucha del hombre con la naturaleza para arrancarle el sustento según las diferentes formas de producción a través de las diferentes etapas de la historia. Como lo dijo Petty, el trabajo es el padre y la naturaleza la madre de la riqueza. E l con­ traste entre la actividad humana (dotada de gran significación como la iniciadora y generadora del cambio y del incremento) y el pro­ ceso de la naturaleza es fundamental para esta relación. Si cuando hablamos del problema económico nos referimos no a su carácter formal, sino a su contenido real, e intentamos señalar un elemento común a las diversas formas que ha adoptado la lucha económica en las diferentes etapas de la historia, es difícil encontrar un principio que no incluya como elemento fundamental esta relación siempre cambiante entre el trabajo y la naturaleza, y el contraste fundamental entre estos dos factores. Y si tratamos de dar una expresión cuan­ titativa a esta relación — el dominio de la naturaleza por el hombre— es difícil hallar otra noción simple que no sea el gasto de energías humanas (en un determinado estado de la sociedad) como requisito para producir cierto resultado. Una de las primeras distinciones de la Economía Política fue la de “riqueza” y “valor”, cuya importancia residía en señalar que mientras la actividad humana y la naturaleza producían riqueza, el valor, siendo una relación social, es atributo

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de la actividad humana y no de la naturaleza. La esencia del valor, en otras palabras, por contraste con la riqueza, se concibió como cos­ to, en tanto que el trabajo, por contraste con la naturaleza, como la esencia del costo. E l trabajo concebido objetivamente como el pro­ ducto de la energía humana, era la medida y la esencia de la “difi­ cultad o facilidad de la producción” de que hablaba Ricardo. E ste contraste entre trabajo y naturaleza, concebido paralelamente al con­ traste entre valor y riqueza, era, francamente, una noción primaria, respecto de la cual la consideración de que el hombre es un animal que emplea herramientas y que construye instrumentos para aumen­ tar su poderío sobre las fuerzas naturales (de donde se deriva la distinción entre trabajo dedicado a la creación de instrumentos y trabajo dedicado al uso de éstos) era secundaria. Todo esto es de­ masiado elemental. Pero al mismo tiempo es suficientemente fun­ damental para cualquier concepto de valor que desconozca que estas nociones simples tienen un alcance muy limitado para sustentar afir­ maciones respecto del proceso esencial del mundo real. Por consiguiente, la decisión de si el trabajo es un costo en un sentido único, es una cuestión práctica, no lógica. Cierto, la acti­ vidad humana es, por una parte, el trabajo que se incorpora en las herramientas e instrumentos y, por otra, el trabajo que se destina al uso de estos instrumentos para la producción directa y ordinaria de mercancías. Pero si la obtención de los instrumentos y su posterior mantenimiento y reparación, representa un costo en este sentido fundamental, no existe un costo comparable en el mero uso (dis­ tinto de su desgaste) de estos-instrumentos, o en el mero aplaza­ miento de su uso en el tiempo.15 Como el mismo Bohm-Bawerk-ha dicho (criticando la teoría-uso del interés), “por la transformación de la energía disponible en trabajo es como el hombre puede ‘usar’ los bienes”; no existe ningún otro sentido del “uso” que el de “emplear fuerzas físicas” o energía; y “para cualquier uso de los bie­ nes distinto del de los servicios naturales materiales que pueden prestar no hay sitio ni en el mundo de las ideas lógicas ni en el de la realidad” .16 Por consiguiente, apoyándose en esta simple pero fun­ damental caracterización de la actividad económica, el principio del trabajo no nos proporciona meramente un concepto formal; formula una importante declaración cualitativa acerca de la naturaleza del problema económico (declaración cualitativa que a menudo se con­ funde con una de carácter ético), impartiendo las implicaciones de esta declaración a sus corolarios. Lo mismo puede decirse, ciertamente, de la teoría basada en la utilidad, aunque el principio cualitativo que formuló era de un orden completamente diverso, ya que se refería no a relaciones de producción, sino a la relación de las mer­ 15 L a cuestión del "co sto real” considerada subjetivam ente com o algo psico­ lógico y, por consiguiente, de la llam ada "abstinencia” , es un problem a distinto que exam inam os separadam ente m ás adelante. 18 C apital e Interés, F .C .E ., 1 9 4 8 , libro I I I , cap. n.

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cancías con la psicología de los consumidores. Al expresar el valor como una función de la utilidad, caracterizaba el equilibrio — al de­ finirlo como equilibrio de una clase específica— relacionándolo, en cierto modo, con un “máximo” de utilidad (principio que tiene un significado completamente independiente de todo postulado ético o m oral). E l principio implícito en la teoría del valor-trabajo es el de que los valores de cambio tienen cierta relación con la producción y el gasto de energía humana, procurándonos de ese modo un término que dio algún significado a la distinción entre producto bruto y pro­ ducto neto, lo mismo que al concepto del excedente. Nos procuraba, también, un criterio para diferenciar una clase de ingresos de otra. De ese modo es posible distinguir, en esos términos, las relaciones de cambio que representan una transferencia de valores equivalentes de aquellas que no tienen ese carácter, como sucede, por ejemplo, en la venta de la fuerza de trabajo que supone el cambio de un ingreso por las energías humanas consumidas en la producción, en contraste con la venta de los derechos de propiedad sobre el uso de recursos escasos, en la que no hay transferencias de equivalentes y que no constituye un ingreso “necesario” en el sentido fundamental en que es necesario un ingreso para la subsistencia de los trabajadores o para reintegrar a la máquina un valor igual al de su desgaste (en un sentido físico). Y si existe una distinción tan radical como ésta, ¿no es muy importante determinar el comportamiento de los diferentes in ­ gresos de las clases sociales y la reacción de los cambios económicos sobre ellos? Sin un concepto de valor como éste, la teoría económica no puede establecer las distinciones fundamentales de esta clase. Con otro principio de valor distinto desaparecen; y, como veremos más adelante, en la moderna teoría subjetiva del valor, el mismo con­ cepto del excedente, en contraste con el costo, pierde todo signi­ ficado esencial, lo que nos priva de un criterio para establecer cualquier distinción fundamental entre los ingresos de las clases sociales. Ricardo sólo percibió vagamente los requisitos que debe satisfacer una teoría del valor. Por lo menos, no hay prueba de que apoyara ésta en ninguna metodología desarrollada. Pero a pesar de todo es evidente que, en lo esencial, el instinto de su mente, robustamente analítica, era certero. Es indudable, sin embargo, que Marx fue mucho más sensible al problema metodológico que sus contemporáneos y todavía más que la mayor parte de sus sucesores. Su análisis de la sociedad capitalista arrancaba de una filosofía general de la historia en la que, puede decirse, quedaron combinados el énfasis descriptivo y clasificatorio de la escuela histórica, y el énfasis analítico y cuanti­ tativo de la Economía Política abstracta. Más destacadamente que en Ricardo, su preocupación era el curso que seguían las principales fuentes de ingreso de las clases sociales, que consideraba como la clave de “las leyes del movimiento de la sociedad capitalista” y cuyo análisis se había propuesto revelar antes que nada. Para este propó­ sito consideró que su principio del valor era tan completamente adé-

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cuado como necesario. Que tanto él, Marx, como Engels, se daban plena cuenta de las limitaciones y de los requisitos de las abstrac­ ciones que usaban, lo revelan los siguientes pasajes en los que su teoría común de las funciones de la abstracción en el pensamiento y en la práctica se pone de manifiesto. “ . . .Pretender formarse una ima­ gen ideal exacta del sistema del mundo en que vivimos, es una quimera, y lo mismo que lo es para nosotros lo será para los tiempos venideros. . . Los hombres se ven, pues, colocados ante esta contra­ dicción: de una parte, acuciados a investigar el sistema del mundo, apartando todos sus nexos y concatenaciones y, de otro lado, en el trance en que les sitúa su propia naturaleza y la naturaleza misma del sistema del mundo, de no poder resolver jamás por completo ese pro­ blema. . . E l hecho es que toda imagen conceptual del sistema del mundo es y seguirá siendo siempre objetivamente, por imperio de la situación histórica, y subjetivamente, por quererlo así la contextura física y espiritual de su autor, una imagen lim itada.. . Las matemáticas puras versan sobre las formas en el espacio y las relaciones cuantitativas del mundo exterior, y, por tanto, sobre una materia muy real. E l hecho de que esta materia se nos presente bajo una forma sumamente abstracta, sólo superficialmente puede hacemos creer que no tiene' su origen en el mundo exterior. Lo que ocurre es que para poder investigar esas formas y relaciones en toda su pureza, es necesario desligarlas completamente de su contenido, dejando éste a un lado como indiferente” .17 E n una carta a Conrad Schmidt, discutiendo específicamente la teoría del valor de Marx, Engels escribía: “La concepción de una cosa y su realidad corren lado a lado como dos asíntotas, acercándose siempre, pero sin tocarse jamás. Esta diferencia es la que impide que el concepto llegue a ser directa e inmediata­ mente realidad y que la realidad llegue a ser inmediatamente su propio concepto. Sin em bargo.. . [el concepto] es algo más que una ficción, a menos que quiera usted declarar ficciones todos los resul­ tados del pensamiento” .18 Pero no muchos años después de la publicación de E l Capital, apareció una teoría del valor rival que había de conquistar el campo con muy poca resistencia. Era la teoría de la utilidad que parece haber germinado simultáneamente en muchos cerebros, y la cual fue enunciada por Jevons en Inglaterra y por Menger, Wieser y BohmBawerk, de la escuela austríaca. La nueva teoría tenía el atractivo de la ingeniosidad y de la elegancia, combinadas con el de la novedad (aunque, como muchas ideas, ya se había vislumbrado). Su descu­ brimiento se debió, en parte, al uso de los conceptos del cálculo diferencial, con su énfasis sobre los incrementos de una cantidad y sobre el ritmo de ese incremento. Parece claro que, por lo menos Bohm-Bawerk, se dio cuenta del problema que la teoría clásica in­ 17 En gels, Antí-D iihríng, pp. 2 6 -2 8 . T rad . drid, 1 9 3 2 . 18 M arx-Enge/s C orrespondence, p. 52 7 .

española, E d .

C én it,

S. A.

M a­

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tentaba resolver. Muy parco, y hasta mezquino, para rendir tributo a Marx, siquiera por haber formulado el problema con exactitud,, todo indica que su teoría fue construida para dar directamente una respuesta distinta a las cuestiones que Marx había planteado. Por lo menos, es un hecho muy curioso que dentro de los diez años que siguieron a la aparición del primer volumen de El Capital, no sólo se enunciara independientemente por varios escritores, sino que el nuevo principio encontrara una tan extraordinaria receptividad que sólo muy pocas ideas de novedad semejante han encontrado. La influencia de Marx sobre la teoría económica del siglo xix, aunque sólo sea por la oposición que suscitó, parece ser mucho más profunda de lo que es elegante admitir. La utilidad, como algo individual y subjetivo, era la cantidad en que esta nueva teoría empotraba el valor. Éste se expresaba como una función, no de la utilidad considerada como un agregado, sino del incremento de utilidad en el margen de consumo. E n lugar de una relación objetiva de costos, que existe detrás de la producción, se señaló una relación subjetiva entre las mercancías y los estados in­ dividuales de conciencia como la constante determinante del sis­ tema de ecuaciones. Como lo ha dicho el profesor Pigou, las “cons­ tantes económicas” se conciben como “dependiendo de la conciencia humana” .19 D e este modo, se decía, se logra un mayor grado de generalidad del que era posible para la Economía Política clásica. La nueva teoría era aplicable independientemente de cualesquiera que pudieran ser las combinaciones técnicas de los factores de producción, sin que, por tanto, se viera restringida por supuestos como el de “la composición orgánica del capital” . Por esta razón, era suficiente para determinar simultánea y completamente tanto la configuración “macroscópica” como la “microscópica” de la sociedad económica. Muchos se apresuraron a sostener que puesto que los instintos fun­ damentales de la conciencia humana seguían siendo los mismos, el principio era válido para cualquier clase de sociedad económica. Para los economistas académicos llegó a ser, como ha dicho Wicksell, algo así como una revelación. Pero al mismo tiempo establecía ciertos supuestos limitativos propios de carácter y significación muy diferente a los del principio clásico. Entre esas limitaciones una se destaca particularmente. Puesto que los estados de conciencia, se decía, sólo pueden encontrar expresión en términos de valor, usualmente en términos de dinero, tiene que hacerse abstracción de las diferentes posiciones resultantes de los ingresos de los diferentes individuos. Los consumidores tenían que ser considerados abstracción hecha de su carácter de productores, y viceversa. E l problema del valor había que tratarlo como si pudiera ser resuelto independientemente de los efectos de la distribución de los ingresos sobre la demanda. De no hacerlo así, la c u r a de la demanda no podía ser considerada solamente 19 E con om ics of W e lfa re , p . 9 .

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como una función de la utilidad y como independiente del valor de las meicancías y de los agentes de la producción. Esto había de conducir a muchos escritores a sostener que el principio sólo podía ser íntegramente aplicable a una sociedad de ingresos iguales, es decir, a una sociedad en la que no fuera menester explicar el problema de la distribución. W ieser se vio orillado a definir el “valor natural” como la relación de cambio que regiría en una sociedad comunista. Es más, tomando como fundamento un hecho de la conciencia in­ dividual, el principio no sólo separa los atributos de una persona considerada como consumidor de los que tenía como productor y receptor de ingresos, sino que hacía abstracción de todas las influen­ cias sociales sobre el carácter del individuo, es decir, de todas las reacciones de la sociedad de que forma parte y de las relaciones eco­ nómicas en que interviene de acuerdo con sus deseos y aversiones, sus placeres y sus esfuerzos. La importancia de esta abstracción será estudiada después con más amplitud; pero era completamente ine­ vitable que los corolarios de semejante principio habían de tener un sesgo individualista, puesto que los supuestos que le servían de so­ porte encerraban una descripción individualista de la sociedad hu­ mana. Que esta descripción sea o no justificada, no es una cuestión formal o lógica, sino una cuestión de hecho. Se ha discutido si la utilidad así definida puede ser considerada propiamente como una cantidad. Nosotros no necesitamos inter­ venir en la discusión por la escasa importancia que tiene para el propósito que nos proponemos. Quizá lo más acertado sea definirla, independientemente de su carácter de hecho mental, en cierta forma que nos permita atribuirle lo que Kant llamaba “magnitud inten­ siva” y concebirla, así, en términos de “mayor o menor” .20 Si una vez definida de ese modo nos preguntamos si es algo que existe, tenemos que respondernos que eso es otra cuestión. Por el momento, el problema de su existencia como una entidad no debe preocupar­ nos. Si existe, sólo puede tener importancia económica cuando se la exprese objetivamente a través de la conducta de un individuo en el mercado, en un acto concreto de compra o venta. La actividad mental inmediata que tiene lugar detrás de un acto semejante de compra se considera algunas veces como un “deseo” (los behavioristas, posi­ blemente, la llamarían una reacción de la conducta) para distinguirla del hecho más fundamental de la conciencia al que se aplica el término satisfacción o utilidad. E n Inglaterra la teoría subjetiva del valor ha descansado por mucho tiempo en una base tan endeble que Marshall la escondía en una nota al pie de una página. Pero el hecho, para sorpresa nuestra, ha pasado inadvertido para muchos. Su premisa consiste en la identificación del “deseo” con la “satisfacción”. Como 20 Consúltese un artículo de O . Lan ge, publicado en R eview o f E co n o m ic Studies, de junio de 1 9 4 3 . T am b ién una réplica a ese artículo en la m ism a revista, correspondiente a octub re de 1 9 3 4 , así com o un artículo de W . E . A rm strong, en T h e E c o n o m ic Journal, de septiem bre de 1 9 3 9 .

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ha dicho Marshall: “tenemos que volver a la medida que suministra la economía, o sea la del móvil o de la fuerza que mueve a la acción, y podemos hacerla servir, con todos sus defectos, tanto para los deseos que engendran actividades, como para las satisfacciones que de ellos resultan” .21 E l profesor Pigou ha defendido esta identifi­ cación como una aproximación suficiente, verdadera, por lo demás, respecto a la “mayor parte de las mercancías, especialmente aquellas de amplio consumo que son necesarias^ para la alimentación y el ves­ tido” .22 Sin este simple supuesto no hay fundamento para expresar la demanda como una función de la utilidad ni para conectar, por consiguiente, el fenómeno del valor con esa cantidad. Hasta qué grado es posible considerarlos conectados aún con una menor aproxi­ mación, será objeto de nuestra crítica en otro capítulo. Como se ha dicho, cada día va estando más a la moda descartar la utilidad por considerarla una entidad imprecisa o superflua. La “satisfacción” y otros estados mentales más profundos se abandonan a la psicología o la ética y se busca un fundamento material en la trama más resistente de los deseos, de las escalas empíricas de prefe­ rencia y de las reacciones de la conducta. Los precios son la resul­ tante de ciertas curvas de precios de demanda, de ciertas ofertas del mercado empíricamente observadas, en tanto que la economía, o cien­ cia “cataléctica”,* se presenta como la última palabra de la pureza anormal y de la objetividad científica. Pero ¿es legítima esta vál­ vula de escape? ¿Es compatible con los requisitos que debe satisfacer una teoría del valor? En un plano puramente formal, por supuesto, se puede hacer que las ecuaciones sean completamente adecuadas: las “constantes” necesarias pueden definirse como “constantes”, y ésa es la conclusión lógica del asunto. Pero otra cuestión muy di­ ferente es la de que esas ecuaciones, cuando se les da una interpre­ tación realista, puedan resultar congruentes con los corolarios que es necesario establecer. ¿Qué otra cantidad nos queda, independiente­ mente de los movimientos del valor, sobre la cual podamos hacer descansar nuestro sistema? ¿Cómo determinar la demanda si ésta deja de ser una función de la utilidad? ¡Mediante las escalas de preferen­ cia empíricamente observadas que tienen una sospechosa apariencia de ser la misma entidad con un nombre diverso! Estas escalas de preferencia no descansan necesariamente en el instinto ni en una racionalidad básica. ¿Qué garantía tenemos de que sean las creadoras más bien que las criaturas del precio de mercado? ¿No serían apli­ cables a este caso la mayor parte de las objeciones que se hacen a las explicaciones del tipo “oferta y demanda”? ¿No es esto peligro21 P rincipios, vol. I , p. 1 4 0 . T raducción española, B iblioteca de C ultura E c o ­ n ó m ica, B arcelona. 22 E con om ics of W e lfa re , prim era edición, p. 2 5 . * E l filósofo y econom ista inglés R ichard W h a te ly hace observar que el nom bre “ m ás descriptivo, y en conjunto m enos expuesto a objeciones” , para la econom ía p o lítica , es el de "cataléctica” o ciencia del cam bio. [T .j

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sámente parecido al intento de formular la “constante de la gravi­ tación” sin el concepto de masa, sustituyéndolo, digamos, por otro como el de la “propensión a la atracción” de un objeto? Si esta crítica es válida, lo que nos queda, entonces, es una técnica formal que puede emplearse para explorar las implicaciones de ciertas defi­ niciones y para hacer una descripción y una clasificación de ciertas clases de relaciones de valor que permitan fijar tendencias realistas y hacer pronósticos apoyados en los datos proporcionados por la realidad en el caso de ciertos problemas particulares examinados se­ parada y aisladamente, pero que es impotente para emitir un juicio respecto a los fenómenos “macroscópicos” de la sociedad económica. Una ley económica no es meramente una sentencia condicional que declara que si una situación se define de este o de aquel modo, debe tener necesariamente este o aquel atributo. Eso no sería más que una tautología. Como ha dicho Cannan al estudiar la “ley de los rendi­ mientos decrecientes”,28 una ley o tendencia económica debe ex­ presar la probabilidad de que los acontecimientos tomen determinado camino. Y para hacer afirmaciones de esta clase, es para lo que debe ser adecuada una ley del valor. De lo contrario, cualquiera que sea su elegancia formal, no es acreedora a ese nombre. Ya hemos mencionado que existe un aspecto fundamental en el que cualquier clase de teoría-demanda, bien o mal fundada, parece ser necesariamente inferior a un principio basado en el costo como base de interpretación de los hechos económicos. Y es que el con­ cepto de excedente sólo puede llegar a tener significado en términos de este último. Sin ese principio (o algo semejante a él) no puede existir un criterio de diferenciación entre los ingresos de las clases sociales. La razón de ello es que el principio del costo hace funda­ mentalmente una declaración respecto a la naturaleza de las acti­ vidades productivas (respecto a la relación entre los hombres y la actividad productiva), en tanto que una teoría-demanda es una gene­ ralización acerca del consumo y del cambio, acerca de la relación entre los hombres como consumidores y las' mercancías resultantes de la producción. Cualquier problema que incluya el concepto de excedente es un problema acerca de la conexión entre un ingreso dado y la actividad productiva. Lleva implícito, por consiguiente, un concepto de costo. Costo y excedente figuran aquí como términos correlativos. Un principio que interpreta el valor puramente en tér­ minos de demanda sólo puede definir la “contribución” productiva de una persona o de una clase de acuerdo con el valor de lo que resulta; no puede definirla de acuerdo con la actividad o proceso en que la contribución se origina, puesto que no incluye ninguna decla­ ración acerca de una relación productiva de esta clase. Por consi­ guiente, cualquier participante en la producción que logra un precio, 23 H istoria de las teorías de la producción y distribución, 2 $ e d ., F .C .E ., M éxico , 1 9 4 8 , pp. 1 8 5 ss.

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cualquier agente que figura en el mercado, tiene que haber hecho necesariamente una “contribución”, considerando ésta como sinó­ nimo del valor que los consumidores han atribuido a su servicio directa o indirectamente. E l valor que contribuye al proceso de la producción, no sólo está representado por el trabajo de los tejedores, por la lana que alimenta los telares y por la depreciación de la ma­ quinaria, sino también por el uso de los recursos escasos. Aun cosas como la reputación o buen nombre, el tiempo y los riesgos, pueden representar contribuciones de valor, puesto que éstas consisten en la suma total de condiciones que, además de ser esenciales para la producción, son escasas. Si una cosa logra un precio, es que necesa­ riamente presta un servicio. La suma total de valores con que se ha contribuido (por lo menos en condiciones de competencia) debe ser igual al valor del resultado, y toda la investigación concerniente a la “plusvalía” pierde, por ello, todo significado. Pero la investigación pierde su significado por la forma en que se plantea el problema y no porque deje de referirse a algo del mundo real. Ciertamente, los conceptos de costo y de excedente no son meras categorías abstractas, producto de cierto modo de pensar, sino que son de los más importantes y de los primeros que fueron ob­ jeto de la investigación económica. Existían ya cuando la Economía Política se hallaba todavía en su etapa puramente descriptiva. M ien­ tras que el costo y el producto bruto pudieron ser representados en términos de la misma cosa, el concepto pudo expresarse fácilmente sin la intervención de una teoría del valor. E n una granja se con­ sume cada año cierta cantidad de granos para el sostenimiento de hombres y animales. Anualmente se siembra también determinada cantidad de semilla. Al terminar la estación, la cosecha resulta su­ perior a lo que se ha consumido para producirla. La diferencia cons­ tituye el excedente, o producto neto, en el que tanto énfasis pu­ sieron los fisiócratas considerándolo como el nervio de la sociedad y el determinante del nivel de civilización que puede alcanzar una sociedad. Pero cuando se trata de la lana que alimenta los telares, de la harina que consumen los tejedores y de la tela que se obtiene como resultado, la diferencia entre la primera cantidad y la última sólo puede ser expresada en términos de valor. E l problema que se plantea inmediatamente es el de averiguar por qué existe esa dife­ rencia de valor y, en caso de persistir, qué es lo que la origina. ¿Por qué la competencia no eleva los valores originales de los elementos constitutivos hasta igualar los valores finales, o reduce éstos hasta igualar aquéllos?24 Este problema de la creación y de la disposi­ 24 Bohm -Baw erk, por ejem plo, planteaba la cuestión en esta form a al discutir las razones para la existencia de una "plusvalia” del capital: “ ¿P o r qué la presión ejercida por la com petencia sobre la participación del capitalista no puede llegar a ser nunca tan fuerte, que reduzca el valor de esta participación del objeto m is­ m o . . . ? C o n lo cual desaparecería la plusvalía y se elim inaría con ella el interés ” (O p . c i t , p . 1 9 1 .)

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ción de la plusvalía fue esencial en la Economía Política clásica, como tiene que serlo, ciertamente, para cualquier teoría de la distri­ bución. E l principio del valor-trabajo, y en eso residió su importancia, dio un contenido cuantitativo a la aportación original de valor que se hacía al proceso productivo en un sentido que permitía establecer una diferencia entre esa aportación y el valor final del producto. Como un principio del costo, valoraba una contribución productiva en términos del desgaste material de algo que tenía que ser reempla­ zado por actividad humana. Si el trabajo o la actividad requeridos para reemplazar lo que le había sido desgastado era menor que el trabajo incorporado en el producto total, aparecía un remanente. La cuestión fundamental consiste, pues, en determinar si este exce­ dente se distribuye en proporción al esfuerzo productivo de los par­ ticipantes en la producción (en proporción a la parte de cada uno en el costo), o si, por el contrario, existe una clase cuya contribución productiva para incrementarlo es nula o muy pequeña, y, en caso afirmativo, cómo y por qué. Ésta no es una investigación ética ajena al campo de la rigurosa definición científica, no obstante lo cual la economía moderna ha conseguido eliminarla. Una parte de los razonamientos de capítulos subsecuentes consistirá en demostrar que esta cuestión ha sido eliminada, no por accidente, sino por una razón fundamental: la de que la economía subjetiva, obsesionada por la demanda y el cambio, se preocupa poco o nada de la acti­ vidad productiva, con excepción de la existencia de ciertos agentes de la producción que son necesarios y escasos.

II. LA ECONOMÍA POLÍTICA CLÁSICA No es extraño que la Economía Política clásica haya conmovido a su época y ejercido una influencia revolucionaria sobre las nociones y la práctica tradicionales. En la historia del pensamiento en las ciencias sociales, su aparición marca una etapa porque formuló el concepto de sociedad económica como un sistema determinista, es decir, como un sistema regido por leyes propias, de acuerdo con las cuales podían hacerse cálculos y predicciones de los acontecimientos. Se demostró por primera vez que en las cuestiones humanas existía un determinismo de ley, comparable al determinismo de las leyes naturales. Subrayando así la unidad esencial de los hechos económicos, la Economía Política recalcaba al mismo tiempo la interdependencia de los diferentes elementos de que se compone el sistema. Intro­ ducir una alteración en cualquier punto era poner en movimiento una cadena de cambios interconectados en el resto del sistema. Esos movimientos adoptaban cierta forma y también cierto orden de am­ plitud en relación con la magnitud del impulso inicial. La forma y magnitud de esos cambios interconectados se expresaban en una serie de relaciones funcionales mediante ecuaciones que, como ya hemos visto, constituían la teoría clásica del valor. Así, pues, la teoría del valor era un rasgo esencial, y no puramente accidental, de la E co­ nomía Política clásica. Sosteniendo no sólo que esa interdependencia existía sino que, además, adoptaba cierta forma, la teoría hacía algunas inferencias que eran de importancia fundamental para la práctica. Negativamente implicaban que cierta clase de explicaciones eran inapropiadas para interpretar una situación y que cierta clase de actos gubernamentales eran impotentes para lograr sus fines. Positivamente implicaban que la verdadera explicación de los fenómenos estaba restringida a ciertas causas específicas, las únicas a que podían atribuirse directamente esos fenómenos. Hoy día, después de ciento cincuenta años, existe una tendencia, no poco común, a desconocer tanto el sorprendente efecto de esta concepción de un determinismo económico sobre el pensamiento de su época, como la privilegiada posición que ocupó en el desarrollo de la doctrina económica. Existe cierta propensión a olvidar las ver­ dades fundamentales incorporadas en la estructura clásica y su sig­ nificación no sólo como base de simples corolarios que hoy han llegado a ser tradicionales, sino quizás de todo pensamiento y 'pre­ dicción deterministas en el campo económico. Los últimos años han sido testigos de una reanudación de las críticas a la Economía Política tradicional y hasta de una impaciencia iconoclasta por arrasar las estructuras clásicas. E n esa reacción contra nociones que se habían endurecido hasta el dogmatismo y que habían llegado a ser los pun­ tales de un sistema apologético de pensamiento, hay mucho de vi30

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goroso y saludable. Sin crítica, el pensamiento se estanca y las ideas se marchitan hasta el escolasticismo, y es innegable que en la herencia del pensamiento, económico hay mucho que debe ser arrancado de cuajo. En algunas de estas críticas modernas, sin embargo, la impa­ ciencia parece haber acabado con la discriminación. Al rechazar todas las nociones clásicas considerándolas como el xesultado de un supuesto de la fantasía, parece que hay el peligro de no someter a un examen riguroso las verdades económicas que pueden ser fun­ damentales, no meramente para un conjunto de conclusiones, sino para toda predicción dentro del terreno económico. Existe el peligro, particularmente, de confundir muy fácilmente ciertas verdades per­ manentes que fueron la contribución esencial de la Economía Po­ lítica clásica, así llamada con toda propiedad, con las formas que subsecuentemente dieron a estas nociones manos más escolásticas o apologéticas. Cuando estas piedras angulares clásicas no se sustituyen por otras de igual calibre, y cuando — como sucede con demasiada frecuencia— el mismo hueco que dejan pasa inadvertido, hay razón para temer que el campo esté siendo despejado para dar lugar a una especie de misticismo económico que habrá de dominar en un mundo abandonado al azar en el que puede ocurrir cualquier milagro a condición de que haga su aparición un hechicero. Esto no quiere decir, por supuesto, que haya que lamentar toda crítica a la doctrina clásica por su tendencia a sustituir la certidumbre dogmática por la duda. Éste debe ser el primer efecto de toda crítica. Lo único que se quiere decir es que se deben distinguir dos especies de crí­ tica que con frecuencia se confunden. La primera es la crítica de la Economía Política que hace retener algunos de los rasgos esenciales de la estructura clásica como elementos muy importantes de la ver!ad, al mismo tiempo que subraya relaciones adicionales que tienen el efecto de remodelar la estructura y revolucionar la significación práctica tanto del conjunto como de las partes. De esta clase es, como veremos, la crítica de la Economía Política clásica que formuló Marx, quien no titubeó en recurrir a ella para refutar los sofismas de Proudhon. La segunda es la crítica que rechaza la totalidad de la estructura clásica y cierra los ojos a la necesidad de crear nuevos principios estructurales adecuados para llenar el hueco que dejan aquellos que se rechazan. Semejante crítica tiene una tendencia esen­ cialmente nihilista. • E L reino de la ley formulada por la Economía Política era acep­ tado con dificultad por sus contemporáneos. Lo que podía creerse de los cuerpos inanimados era más difícil de aceptar en el terreno social, donde los acontecimientos son el resultado de la actividad humana y de la voluntad sin trabas del hombre. Sostener que un sistema de cambio y de producción de mercancías podía funcionar, por sí mismo, sin regulación colectiva o sin designio particular, pa­ recía increíble al principio. Afirmar que un sistema de visible anar­

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quía económica estaba regulado por una ley, parecía un milagro muy extraño. ¿Cómo podía surgir el orden de un conflicto entre millones de voluntades independientes y autónomas? La respuesta que dieron los economistas se hizo depender del hecho de la competencia. Cuan­ do se trataba de un solo vendedor, entre muchos que intervenían en el mercado, sus propias acciones no podían ejercer sino una in­ fluencia insignificante sobre la situación general de dicho mercado. Por ello se veía forzado a tomar como dados los valores del mercado y a conformar sus actos a esos valores. Cada uno, separadamente considerado, estaba sujeto a los valores del mercado y no éstos a los vendedores. De ahí que si su deseo los conducía a aumentar sus ganancias correspondientes a la situación en que cada uno se ha­ llaba, todo tendía a responder de un modo uniforme al movimiento de valores. Lo que a la postre sucedía en el mercado era, por su­ puesto, el resultado de la totalidad de las acciones separadas en las que, sin embargo, la voluntad de cada uno era indiferente, tanto porque su aislamiento resultaba impotente, como porque desconocía la situación en su conjunto. Ésta es la explicación de por qué el mercado parecía estar gobernado por una “mano invisible” que obli­ gaba a cada uno a servir un propósito y a lograr un resultado com­ pletamente diferente del que había concebido e intentado obtener la voluntad individual. Ésta era la alquimia que permitía mezclar los vicios particulares y obtener beneficios para la comunidad. Pero la teoría implicaba algo más. No sólo suponía que eran muy numerosos los individuos que en cada mercado competían entre sí, sino también que los individuos y los recursos eran móviles y los precios flexibles (por lo menos dentro de las fronteras de un país, y considerando un periodo de tiempo suficiente). Podía decirse, en consecuencia, que los propios valores de cambio se conducían de cierto modo: observaban ciertas uniformidades y se ajustaban a ciertas relaciones esenciales.1 Estas relaciones controladoras no eran sino re­ I P u ede decirse, ciertam ente, que todos los elem entos de la situación “ pueden determ inarse m u tuam ente” entre sí (co m o M arshall lo , subrayó al criticar a B 6h m B aw erk ). Pero eso se puede decir de todas las cosas del universo en un m om en to dado. E llo no quiere decir, sin em bargo, que deje de ser cierto (co m o se dijo en el capítulo anterior) que, en lo concern iente a nuestro conocim iento de la situación y de la p ráctica, existen ciertos factores que son la “ clave” de todas las otras variables y que, por consiguiente, deben destacarse com o factores esenciales y de­ term inantes. D e otro m odo todo principio causal sería imposible. E s interesante señalar que Engels observaba que ‘l a causa y el efecto son representaciones que sólo rigen com o tales en su aplicación al caso co n creto , pero que, situado el caso co n creto en sus perspectivas generales, articulado con la im agen total del universo, se diluyen en la idea de una tram a universal de acciones recíprocas en que las causas y lo s efectos cam bian constantem en te de sitio y en que lo que ahora o aquí es efecto, cobra luego o allí carácter de causa, y viceversa.” (A nti-D ühring. p. 9 , ed. C é n it, M adrid, 1 9 3 2 .) E sto no le im pedía referirse a la “ prim acía” (p o r ejem ­ p lo ) del factor económ ico en la historia com o base de interpretación y predicción en un caso histórico particular. E l reconocim iento de la interacción no im plica la im posibilidad de un principio causal, sino el reconocim iento d e qu e cualquier prin-

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laciones entre hombres en su carácter de productores. E l hecho de que los hombres y los recursos productivos que manejaban habían de distribuirse entre las diferentes ramas de la producción en bus­ ca de las máximas ventajas, aseguraba que no sólo los salarios y las ganancias tendían a uniformarse en todas las industrias, sino tam­ bién que la proporción en que se cambiaban las mercancías en el mercado tendía a corresponder a la proporción existente entre sus costos reales. Estos últimos representaban el valor “normal” o “na­ tural” de las mercancías. Las relaciones de cambio reflejaban, por consiguiente, relaciones de producción y se hallaban controladas por esos valores. La Economía Política llegó a ser, fundamentalmente, una teoría de la producción. Como Marx había de expresarlo más tarde: “en principio no existe intercambio de productos, sino inter­ cambio de trabajos que compiten en la producción. E l modo de cam­ bio de los productos depende del modo de cambio de las fuerzas productivas” .2 Varios principios fundamentales que han ocupado sitio muy im­ portante en la discusión clásica y que han sido especial blanco de la crítica reciente, se hallaban implícitos en este punto de vista. De acuerdo con el primero, la cantidad de dinero, considerado éste como patrón de valores y como medio de cambio, era indiferente para la determinación de cualesquiera de estas relaciones esenciales. Puesto que el dinero representaba meramente una técnica conve­ niente de cambio, ya para el cálculo, ya como intermediario, era in­ diferente para las relaciones productivas esenciales y, por tanto, no podía afectar (en último análisis) el sistema de las proporciones de cambio. Un aumento o disminución de la cantidad de dinero no podía afectar la relación existente entre los precios, puesto que tendía a afectarlos a todos por igual: se operaba, simplemente, una elevación o disminución uniforme del precio de todas las cosas (in­ cluyendo la tierra, la fuerza de trabajo y los bienes de producción); pero su proporción de cambio seguía siendo la misma. Este prin­ cipio fue usado particularmente por Ricardo para atacar la vieja noción (nuevamente puesta en circulación hoy día) de que el tipo de interés dependía de la abundancia o escasez de dinero; como fue usado, además, por Say para atacar la opinión de que el “capital se multiplica por las operaciones de crédito”, fundándose en que el “capital consiste de valores positivos invertidos en cosas materiales y no en productos inmateriales, que son completamente incapaces de ser acumulados” .3 Al formular las proposiciones centrales de la Economía Política podía hacerse abstracción del dinero y de la mecipio sem ejante aísla necesariam ente ciertas influencias determ inantes com o las m ás im portantes en un caso dado. 2 M isére de la P hilosophie (ed . 1 8 4 7 ) , p. 61. 3 Say, T reatise on Political E co n o m y ( 1 8 2 1 ) , vol. I I , p. 1 4 5 . Y a en la prim era edición ( 1 8 0 3 ) de su T raite hab ía criticado a Locke por haber dicho que el tipo de interés dependía de la oferta de dinero.

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dición de la demanda en téiminos monetarios. Es más, si esto no hubiera sido posible, los economistas clásicos no habrían podido postular una cosa como el equilibrio de las relaciones de cambio sin, por lo menos, introducir como dato alguna condición adicional y suficiente respecto al comportamiento del dinero.4 E l segundo principio se hallaba incorporado en la famosa ley de los mercados de Say. Aunque la historia le ha dado el nombre de Say, la enunciación del principio quizá debe tanto, y aún más, a James Mili. Apadrinado por Ricardo, lo encontramos en todos los escritos de la escuela ricardiana.5 Puesto que según ese principio el cambio — proceso bilateral— debe ser considerado, en último aná­ lisis, como una serie de operaciones entre dos grupos de productores, en las que cada uno de ellos cambia sus productos con el otro, nunca puede plantearse el problema de un exceso general de productos. Puede haber, es cierto, un exceso de ciertas clases de artículos a cuya producción se ha destinado relativamente una gran parte de la fuerza de trabajo de la sociedad. Esto se traducirá en una caída del precio de estas mercancías particulares por abajo de sus “valores normales”, y en la emigración de productores hacia otras industrias. Pero si el aumento de la producción fuera general en todas las industrias, no podría haber exceso (a condición de que el aumento tuviera las proporciones “convenientes” ) , ya que ambas partes de todas las ope­ 4 L a oposición d e Keynes a esta doctrina, en su T e o ría general de ía ocupación, eí interés y e l d inero (cap . 1 3 ) , se aplica, p o r supuesto, a una situación en la que hay recursos desocupados y en la que, por consiguiente, existe la posibilidad de un cam bio de la producción si aum enta la dem anda. E n su apéndice al capítulo 1 4 declara (p . 1 8 6 ) , que eso se aplicaría a un equilibrio a largo plazo, dado que los “salarios m onetarios son flexibles” . D ebe señalarse que en su proposición (p . 1 6 5 ) de que M = L ( r ) (en la que M representa la “ cantidad total de dinero” , L la preferencia de liquidez, y r el tipo de in te ré s), M se define com o dinero m edido en unidades de salarios (es decir, con relación al precio de la fuerza de tra b a jo ), de m anera que la ecuación com prende el caso en que los salarios y los precios se elevan proporcionalm ente a M . L o que la ecuación se propone subrayar es que cuando los factores de la producción son susceptibles de una o ferta elástica, un aum ento de M es capaz de alterar la producción y no los precios, influyendo en las inversiones a través de r. L a escuela ricardiana estaba justificada, sin em bargo, en su ignorancia de esta posibilidad, pues p erten ece a una época en que la industria fabril estaba en su infancia y no existía un a reserva crónica de equipo en la escala en que existe hoy día. o E n la prim era edición ( 1 8 0 3 ) del T ra ite d ’É c o n o m ie P o litiq a e, de Say, el capítulo “ Des D ébouchés” (cap . 2 2 del to m o I ) , no tenía m ás de tres páginas, y sólo se ocupaba de refutar la opinión m ercantilista de que los m ercados consisten en la abundancia de dinero y que el increm ento de la riqueza depende del aum ento de las exportaciones. E l germ en de la futura doctrina se halla contenido en estas palabras: "N o es la abundancia de dinero lo que facilita las ventas, sino la abun­ dancia de otros productos en general” (p . 1 5 3 ) . L a segunda edición, cuando volvió a escribir el capítulo am pliándolo a 1 6 páginas (cap . 15 del t. I ) , no apareció sino hasta 1 8 1 4 . E n tretan to el C om m erce D e fe n d e d , de M ili, había aparecido en dos ediciones en 1 8 0 8 . Allí se elaboraba la doctrina y se subrayaba su im portancia res­ p ecto del problem a de la sobreproducción. R icard o , sin em bargo, siem pre atribuyó la doctrina a Say.

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raciones bilaterales entre productores (y en ello consiste el cam bio), aumentarían paralelamente, de manera que el mayor deseo de cada parte de cambiar sus productos estaría equilibrado por el mayor deseo de la otra. James M ili formulaba la cuestión muy clara y dogmáti­ camente: “La producción de mercancías es la causa universal y única que crea un mercado para las mercancías producidas. . . E l poder de compra de una nación se mide exactamente por su producción anual. Cuanto más se aumenta la producción anual, más se amplía, por ese mismo hecho, el mercado n acional.. . La demanda de una nación siempre es igual a la producción de esa nación” .6 J. B . Say afirmaba que “la producción es la que crea la demanda de los productos. . . Decir que las ventas son flojas debido a la escasez de dinero, es tomar el efecto por la causa. . . No puede decirse que las ventas son flojas porque el dinero está escaso, sino porque otros productos lo están. . . Tan pronto como se produce un artículo, se abre un mercado para otros con una amplitud igual al propio valor de aquél. D e ese modo la mera circunstancia de la producción de un artículo abre inmediatamente una salida para otros productos” .7 A primera vista semejante razonamiento parece ser de un dog­ matismo completamente arbitrario y casi sin relación alguna con la realidad. ¡La oferta y la demanda nunca pueden ser desiguales por­ que se las define de tal modo que siempre son iguales! No obs­ tante, el principio era algo más que una tautología en la medida que implicaba una descripción de la sociedad económica caracterizada por esta clase particular de interrelación. Y como tal, era carne de la carne del sistema ricardiano. Del mismo modo que el dinero podía dejarse de tomar en cuenta para la determinación de los valores de cambio, lo mismo podía hacerse, y por la misma razón, con el “volumen de la demanda” (considerado como una cifra absoluta) en su carácter de factor determinante del proceso de la producción y del cambio. E l “mercado”, como un factor independiente del pro­ blema, desaparecía tan pronto se consideraba el proceso económico como un todo unificado. La demanda se convertía entonces en una variable dependiente, no independiente. En cada operación, separa­ damente considerada, había siempre, por supuesto, dos términos: oferta y demanda, bienes y dinero, productor y mercado. Pero inferir de esto que los dos mismos términos debían aparecer como factores independientes en la situación considerada en su conjunto, habría sido incurrir en la falacia de composición, es decir, habría sido ig­ norar el hecho de que esa transacción concreta no era sino la 6 C om m erce D e f e n d e d ( 1 S 0 S ) , pp. SI y 83. V Say, T rea tise o n Política1 E co n o m y , trad. Prinsep, 1 8 2 1 , vol. I , pp. 1 6 5 y 1 6 7 . Say llegó aún a decir (lo que era una cuestión del todo diferente) que “ una ram a de ia producción raras veces dejaría atrás a las dem ás abaratándose sus productos de m odo desproporcionado si se dejara la producción por entero a su suerte” , en tan to que su traductor agregó que “ n o es posible que la producción sobrepase al consu­ m o, m ientras éste sea libre” . (Ib id ., pp. 1 6 9 y 1 7 8 .)

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mitad de un par de transacciones, en la que la “demanda” o “el mercado”, expresados en dinero, aparecían como un término común. Como Marx había de expresarlo después:8 el cambio es, fundamen­ talmente, una serie de operaciones del tipo M — D — M , en las que el dinero es un simple intermediario entre operaciones que esencial­ mente son una. E l tercer principio consistía en la afirmación de J. S. M ili acerca de que la “demanda de mercancías no equivale a demanda de brazos” , cuya “completa comprensión”, al decir de Leslie Stephen, es, “quizá, la mejor prueba a que puede someterse a un economista”, y que el mismo Mili describía como “una paradoja [que], y hasta entre los economistas políticos de reputación, escasamente puedo indicar al­ guno, salvo Ricardo y Say, que no lo haya perdido nunca de vista” . “Aquélla determina en qué rama particular de la producción se em ­ pleará el trabajo y el capital, determina la dirección del trabajo, pero no el más o el menos del trabajo en sí, o del mantenimiento y el pago del trabajo. Éstos dependen de la cantidad de capital u Otros fondos directamente dedicados a sostener y remunerar el trabajo” .9 Por “demanda de trabajo” M ili entiende, por supuesto, no una de­ manda en términos de dinero, sino en términos de mercancías. E n otras palabras, pensaba en la determinación de los salarios reales, no de los nominales. Haber dicho que la “demanda de mercancías”, concebida como una suma total del gasto monetario de los consu­ midores, no podía influir permanentemente la relación de los valores de cambio (incluyendo el valor de cambio de la fuerza de trabajo), habría sido repetir, con una particular referencia, el primero de los dos principios que acaban de ser descritos. Es claro que M ili procu­ raba darle a su proposición un contenido adicional, y cuando hablaba de la “demanda de mercancías” le daba un sentido puramente rela­ tivo: el único significado distinto que podría haber tenido en este contexto. Usándola en este sentido relativo, evidentemente intentaba referirse tanto a que la demanda de alguna mercancía particular en comparación con otra no ejercía influencia apreciable sobre el nivel 8 M arx sostenía que esto era cierto respecto a una "sociedad simple de cam bio” (es decir, constituida por pequeños productores ind ependien tes). C o m o verem os m ás adelante, tam bién sostenía que se había introducido una m odificación fundam ental en una econom ía capitalista, esto es, en u n a econom ía caracterizada por la existen­ cia de una clase cuya sola función consiste en la inversión del capital en una serie de operaciones del tipo D — M — D ’ (en donde D ’ es > D en una cantidad igual al tipo de g an an cia). E s to introducía una oposición en la aparente unidad del proceso de cam bio, y creaba la posibilidad de una ruptura y división del proceso en sus dos partes. 9 P rincipios, F .C .E ., M éxico , 1 9 5 1 , pp. 9 2 -9 3 . Jevons, que atacó esta doctrina (P rincipies o f E con om ics, pp. 1 2 6 - 3 3 ) , sostenía que su origen se hallaba en R icardo, en la tercera edición de sus Principios. Pero lo que aquí sostuvo R icardo era que la dem anda de m ano de obra depende del m o d o de gastar d e los consum idores (debido a las diferentes relaciones del trabajo y del capital en las diferentes ocup a­ cio n e s), lo que era m atizar el principio d e M ili m ás b ien que anticiparse a él. (R icard o , Principios.)

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de salarios, com o a que un aumento de la cantidad que generalmente gastan los consumidores en mercancías en relación a lo que invierten, no aumenta la parte del producto que corresponde al trabajo, sino más bien al contrario. La primera de estas dos proposiciones era una repetición de la conocida doctrina clásica acerca de que la confi­ guración de la demanda es indiferente para la distribución del pro­ ducto entre ganancias y salarios (excepto en la medida en que pueda acelerar la tendencia de los rendimientos decrecientes de la tierra, elevando, por consiguiente, el costo de la subsistencia). Como tantos razonamientos ricardianos, descansaba en un supuesto particular: que la proporción entre capital y trabajo era igual en todas las indus­ trias. Sin este supuesto, el razonamiento no habría sido válido. Sin embargo, puede sostenerse para expresar esta importante ver­ dad: que a menos que el desplazamiento de la demanda registre un profundo sesgo en dirección de las industrias que usan más o menos mano de obra (es decir, hacia industrias cuya “composición de capital”, como decía Marx, sea más alta o más baja) el cambio puede ser considerado como indiferente para la determinación del valor de cambio de la fuerza de trabajo. La segunda proposición (relativa a la proporción del ingreso gastado comparada con la del ingreso ahorrado) dependía, sin em­ bargo, de un punto de vista particular acerca de la naturaleza del capital y de la relación entre capital y trabajo en el proceso de pro­ ducción. Esto plantea problemas que discutiremos separadamente en un capítulo posterior. Pero como los economistas clásicos estaban acostumbrados a considerar que el capital consistía esencialmente en “anticipos al trabajo”, la proposición tenía un significado sencillo y (dentro de ciertos límites) importante: que el nivel de salarios dependía del volumen de capital, considerado como un fondo de salarios, proporcionalmente a la oferta de brazos. Puesto que un aumento de la proporción del ingreso gastado implica una menor acumulación de capital, se concluía que la demanda de mano de obra, correctamente examinada, tendería a bajar más bien que a aumentar.10 Por último, tenemos el principio considerado por Ricardo como el corolario principal de su teoría del valor. Dicho principio se halla sintetizado en la afirmación que, analizada por separado, ha sido tan frecuentemente ridiculizada como una simple tautología: “cuando los salarios suben, las ganancias bajan” . La verdad que encierra esta afirmación tiene una formulación más completa en otra hecha por 10 E xistía, por supuesto, la posibilidad de que el cam bio del gasto pudiera tra­ ducirse en un cam bio equivalente y contrario del “atesoram iento” de dinero. E n este caso no se produciría ningún cam bio de la acum ulación de capital. Pero al parecer, los econom istas clásicos consideraban el atesoramiento (m uy rara vez lo m encionaban) com o un sim ple retiro de dinero de la circulación, con su efecto equivalente a cualquier cam bio en la cantidad de dinero, a saber, una igual reper­ cusión sobre todos los precios.

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Ricardo: “las ganancias dependen de que los salarios sean altos o bajos, y de nada más” .11 E n otras palabra,s, las ganancias se determi­ nan únicamente por la relación entre el valor de la fuerza de trabajo y el valor de las mercancías en general, en la inteligencia de que estas "dos cantidades pueden moverse independientemente una de otra. Esta relación es aproximada y no exactamente (debido al fenómeno de la renta) equivalente a la proporción de la fuerza de trabajo de la sociedad que es necesario dedicar a la producción de las sub­ sistencias de los trabajadores.12 Esta proposición era evidentemente fundamental no sólo para las conclusiones prácticas que Ricardo derivó de su doctrina económica, sino también para ciertas proposi­ ciones subsidiarias que hoy día son consideradas como virtualmente axiomáticas, y sin las cuales el economista se hallaría en un mundo semejante al de Alicia en el país de las maravillas. D e acuerdo con esa proposición, el tipo de ganancia (considerado como “una rela­ ción de valores” ) no podía aumentar ni con un incremento de la cantidad de dinero (a no ser temporalmente) ni con un aumento del consumo, como sostenía Malthus. Ricardo la utilizaba para de­ mostrar que, contra la afirmación de Adam Smith, la expansión del comercio exterior sólo podía elevar el tipo de ganancia en la medida en que, abaratando el costo de la subsistencia de los trabajadores, permitía reducir los salarios.13 Por su parte Marx la usaba para refutar la afirmación de Proudhon acerca de que una elevación de salarios se traducía en una elevación equivalente del precio de las mercan­ cías, de donde se derivaba que el sindicalismo no hacía sino andar a la caza de su propia cola. La importancia medular de esa afirmación para el razonamiento económico puede ser juzgada por el hecho de que, si no fuera verdadera, no habría razón para concluir que una elevación del nivel de salarios tiende a fomentar el uso de la ma­ quinaria, en tanto que una baja tiene el efecto contrario.14 Si el precio de la mano de obra pudiera elevarse sin provocar una caída del tipo de ganancia (considerado como el rendimiento del capital) el costo de las máquinas subiría (a causa del mayor precio de la 11 R icardo em pleaba la expresión “salarios altos” com o sinónimo de una elevada "p roporción del valor de la producción to tal n ecesaria para m antener al trabajador” . (N otas a los principios de econom ía política d e M a lthu s, F .C .E ., M é x ico , 1 9 5 8 , p. 1 7 8 .) Jam es M ili sostenía que si la ganancia se em pleara "p a ra den otar la rela­ ción de valores (es decir, el tipo de g an an cia), podría dem ostrarse que, en este sentido, las ganancias dependen com p letam en te de los salarios” . (Political E c o n o m y , pp. 5 8 -9 .) F u e esta últim a afirm ación, com o verem os m ás adelante, referente al tipo de ganancia (cosa m uy distinta a la ganancia t o t a l ) , la que M arx enm end ó con su co n cep to de la "com posición orgánica del capital” . 12 C uando el profesor Pigou, en su T h e o r y o f U n em p /oym en t, considera la cantidad de trabajo en lo que él llam a industrias que producen bienes que consum e preferentem ente la d ase trabajadora (w age-goods industry) y en las que producen otra clase de bienes (nonwage-goods industry) co m o un a relación fundam ental y determ inante, utiliza, p o r supuesto, un a concepción m uy sem ejante a la de R icard o . 13 V e r ínfra, pp . 1 5 4 -1 5 5 . 1 4 C onsúltese W ick sell, L ectu res, vol. I , pp. 1 0 0 , 16 7 .

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fuerza de trabajo necesaria para su fabricación) proporcionalmente al costo del alquiler del trabajo. E l costo del proceso mecanizado aumentaría, también, al parejo del costo del proceso que depende únicamente del trabajo directo. Pero semejante resultado supondría que todos los precios y salarios aumentan simultáneamente. La doc­ trina clásica, sin embargo, suponía la posibilidad de una elevación de salarios sin una equivalente elevación de precios, con el resul­ tado de una baja de las ganancias. Es más, suponía que algunos pre­ cios caían realmente como resultado de una elevación de salarios, aunque otros, sin embargo, subían. Los precios de las mercancías que requerían poco trabajo directo y relativamente un gran capital para financiarlas, mostraban una tendencia más acentuada a caer, y puesto que ésta es la característica esencial de la maquinaria que ahorra trabajo, su adquisición y uso tenía que aumentar considera­ blemente.15 Pero estos principios eran sobre todo incidentales. E l principio medular de la Economía Política era el gran precepto del laissez fairé. Con éste la importante unidad de la Economía Política como sistema teórico, se convertía en un congruente sistema de la doctrina prác­ tica. Los principios abstractos quedaban dotados de una acción viva para la política real, y la interpretación esquemática del mundo ex­ terno se fundió con el precepto y la acción. La Economía Política había creado el concepto de la sociedad económica como un sistema autónomo, regido por leyes propias. Haciendo funcionar estas leyes, el sistema “caminaba por sí mismo”, independientemente del cui­ dado del gobierno y del capricho del soberano y del estadista. Llegó a sostenerse que la regulación por el Estado, previamente considerada como esencial para suprimir el caos y establecer el orden, era innece­ saria. Se creía que esa regulación era positivamente perjudicial porque entorpecía el funcionamiento de las fuerzas económicas, provocaba el desequilibrio donde podía reinar la armonía y porque no había ningún indicio de que pudiera lograr resultados más efectivos para 15 K eynes h a dicho (T eo ría genera] de Ja ocupación, el in terés y e l d in ero , p. 1 8 6 ) , que m uchas de estas proposiciones clásicas descansan en el supuesto de una “ ocupación plena” com o una condición necesaria, y que, p o r consiguiente, no pueden ser aplicadas a condiciones de producción cam biante o a desviaciones del equilibrio. E s indudable, e im portan te, que algunas de esas proposiciones requieren una m odificación sustancial para poder ser aplicadas a una situación en la que existen recursos n o utilizados. P o r ejem plo: un cam bio de la dem anda de dinero puede alterar la producción to tal en vez de agotar su influencia en una alteración de precios. Pero n o parece inferirse que estas proposiciones clásicas no tengan aplicación al m und o real, a m enos que se suponga que en el m undo real todos los recursos son de una oferta perm anente e infinitam ente elástica. L o que parece claro es que lo que los econom istas clásicos se inclinaban a suponer era la existencia d e tendencias hacia una posición de plena ocupación. D e ahí que consideraran que sus proposiciones establecían los factores que lim itan al desarrollo económ ico durante un periodo largo. Algunas de estas proposiciones clásicas tam bién dependían de otros supuestos (qu e afectaban la estabilidad del sistem a) y a los que nos referirem os en el capítulo vr.

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el interés general, sino al contrario. La descripción de cómo funcio­ naba el sistema llegó a ser, ipso facto, una presunción de cómo ha­ bría que dejarlo funcionar. Es cierto que la Economía Política clásica no demostraba concluyentemente que el Jaissez faire producía el re­ sultado óptimo para el bienestar humano. Esto habría de hacerlo (muy falazmente) cincuenta años después, en términos hedonísticos, el principio de la utilidad.'Los economistas quedaban satisfechos con afirmar que el laissez faire era la condición suprema para la producción y para el aumento de la riqueza: una afirmación que les preocupaba mucho demostrar en contraste con la situación de los monopolios apoyados por el Estado, o con las restricciones oficiales impuestas al comercio exterior. Existía una predisposición a creer que un sistema que lograba el equilibrio como resultado de la coherencia interna de sus elementos, funcionaba mejor, abandonado a sí mismo, que cuan­ do se interfería estúpidamente en su marcha. Por lo menos, ésa era la creencia generalizada en la época en que todo lo que anunciaba el reinado de la “ley natural” era considerado implícitamente como semidivino. Intimamente relacionada con esta doctrina práctica existía una violenta crítica que la Economía Política hacía valer contra las polí­ ticas de su tiempo. Como teoría esencialmente de la producción, llevaba aparejado el supuesto implícito de que una clase consumidora sin relación activa con la producción de artículos materiales — que succionaba un ingreso, pero que no aportaba ninguna contribución productiva en el sentido de incurrir en algún “costo real” como equivalente— no desempeñaba ningún papel positivo en la socie­ dad económica. Su existencia significaba una disipación de riqueza más bien que una creación de ella, y como sus intereses dominaban las instituciones estatales constituía un obstáculo y un grillete. Éste fue el ángulo desde el cual la Economía Política, por lo menos en su tradición ricardiana, enfocaba los intereses de los terratenien­ tes que dominaban el Parlamento aún no reformado, que restrin­ gían la movilidad de la mano de obra por medio de limitaciones regionales y del sistema Speenhamland, y manteniendo la ley de granos para la protección del precio del trigo y de las rentas de las tierras. Además del trabajo, el único elemento activo de la pro­ ducción era el capital, que financiaba el progreso de la técnica y de la división del trabajo.18 E n tanto que los salarios eran la fuente de vida de los trabajadores, y de su reproducción, las ganancias eran la fuente y el incentivo de la acumulación del capital en manos de una clase activa, íntimamente relacionada con la industria y que encontraba en ésta la satisfacción de sus intereses y ambiciones. La 16 Jam es instrum entos de ta l (p . 8 4 ) . N o ser considerado del trabajo” (p .

M ili, en sus E le m e n to s o í Política1 E c o n o m v ( 3 ? e d .) habla de “ dos producción: uno prim ario, otro secundario”, es decir, trabajo y capi­ obstante, la ren ta era “algo com p letam en te extraño a lo que puede com o el rendim iento de las operaciones productivas del capital v 6 8 ).

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renta, por contraste, era el precio del derecho de propiedad de los recursos naturales escasos: era la extracción de una parte de los fru­ tos de la producción para mantener una clase pasiva e improductiva. La “renta — decía Ricardo— es siempre una parte de las ganancias previamente obtenidas de la tierra. Jamás es una nueva creación de recursos, sino una parte de los ya creados con anterioridad”.17 E n la medida en que los rentistas ahorraban y acumulaban sus rentas transformándolas en capital para la industria, el pago de las mismas, aunque podía ser ocioso, no representaba un perjuicio: se reinte­ graban a la producción en calidad de capital nuevo para financiar un nuevo ciclo productivo. Pero los rentistas, por naturaleza y tra­ dición, se hallaban menos inclinados a hacerlo que la burguesía in­ dustrial. Si invertían, sentían más inclinación por los valores oficiales o por las compañías comerciales monopolistas que por la industria. (¿Acaso un escritor como Lord Lauderdale no había defendido la existencia de la deuda nacional aduciendo que sema de sólida inver­ sión para esos fondos?) Y en la medida en que las rentas se gasta­ ban en la conservación de edificios y en el sostenimiento de la servidumbre doméstica, para que esa clase continuara viviendo en la ociosidad, representaban un gravamen sobre el sistema productivo en aras del consumo improductivo. Rara vez se aprecia cuán hondamente preocupaban a los eco­ nomistas clásicos, aun en sus análisis más abstractos, interpretaciones prácticas como éstas. W illiam Spence (en contra de -quienes James M ili escribió su C om m eice D efended) había fundado su principal defensa de los intereses de los terratenientes diciendo que el consumo era una condición previa de la producción y que, por consiguiente, el gasto conducía hacia la riqueza nacional. En 1808 había escrito: “Es claro, entonces, que el gasto y no la parsimonia, es la obligación de esta clase terrateniente, y que la producción de la riqueza na­ cional depende del fiel cumplimiento de ese deber. . . E l aumento constante de la prosperidad de la comunidad requiere por fuerza que esta clase aumente progresivamente sus gastos.” 18 Malthus se inclinaba hacia ese punto de vista; y su doctrina de la “demanda efectiva” estaba claramente dirigida a la conclusión de que los te­ rratenientes no debían ser condenados como una clase de consu­ midores improductivos sino que, al contrario, debían ser aclamados como un elemento de necesario equilibrio dentro de una sociedad sana: un equilibrio entre los instintos acumuladores del industrial y el mercado para sus productos que ofrecía una clase consumidora. Contra este punto de vista, el principio de que la demanda era indiferente para la determinación de valores (y, por consiguiente, para la de las ganancias), de que el proceso productivo creaba su 17 Essay on th e I n ílu e n c e o í a L o w P rice o í C o ra o n t h e P io íits o í S tock (1 8 1 5 ), p. 15. 18 Brítain In d e p e n d e n t o í C om m erce, pp. 36-7.

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propia demanda, y de que la parsimonia — no el consumo— era un acto creador, proporcionó un arma polémica directa. Y a lo largo de todo el siglo x ix la herejía clásica, cuya refutación estaba en la mente de todo profesor de economía, fue la de que los gastos de los ricos beneficiaban la industria. Otros muchos puntos de controversia entre Ricardo y Malthus fueron, asimismo, relacionados directamente con este problema central. Malthus escribió su Investigación sobre la naturaleza y progreso de la renta (1815) fundamentalmente para criticar la opinión de “algunos escritores modernos” que “consideran la renta y las leyes que la gobiernan, como muy semejante al exce­ dente del precio por arriba del costo de producción, que es la carac­ terística del monopolio” y para demostrar que las rentas elevadas (o las circunstancias que las engendran) representan una ayuda para el mejoramiento de la tierra.19 E n la discusión acerca de los efectos de las mejoras de la agricultura sobre la renta de la tierra, Ricardo, por una parte, sostenía que originaban la baja de las rentas (por lo que resultaban contrarias al interés de los terratenientes como clase), en tanto que Malthus sostenía que aquéllas originaban su elevación.20 Como una crítica enderezada simultáneamente contra el autorita­ rismo de un Estado autocrático y contra los privilegios e influencia de la aristocracia terrateniente, la Economía Política, en sus co­ mienzos, desempeñó un papel revolucionario. Como sistematizadora del pensamiento en una esfera vacía — por entonces— • de prin­ cipios coherentes, fue como una revelación, en tanto que como de­ fensora de la libertad en el campo económico, su influencia sobre las revoluciones burguesas del siglo xix difícilmente fue superada por aquellas filosofías de los derechos políticos que encendieron la antor­ cha del liberalismo en el Continente europeo. Sólo más tarde, en su fase posricardiana, pasó del ataque al privilegio, y la restricción a la apología de la propiedad. Entre sus conceptos fundamentales se hallaba la noción de la determinación de las relaciones de valor por las relaciones entre los hombres como productores, y la distin­ ción entre lo que era necesario para la producción y lo que era innecesario para las actividades humanas concretas. Estas relaciones de producción reguladoras eran las formas concretas que adoptaba la división social del trabajo en ciertas condiciones de la demanda y de la técnica. Que estas relaciones hayan sido consideradas correcta­ mente como fundamentales es, por supuesto, una cuestión práctica. Pero el hecho de que la teoría económica de la naciente burguesía industrial haya tenido este énfasis encuentra su evidente explica­ ción histórica como una expresión del papel que esa clase desempe­ ñaba en la sociedad: la perspectiva desde la cual contempló esta clase 19 P p . 2 y 2 7 -3 0 . M arx llam ó a este ensayo "u n alegato en favor de los terra­ tenientes y en contra del capital industrial” . (Historia crítica de Ja teoría de Ja plusvalía, Fon d o de C u ltu ra E co n ó m ica, M éxico 1 9 4 5 , vol. I I I , p . 5 3 .) 20 C onsúltese L e tt e is o f R icard o to M a lth u s, ed. B o n ar, pp. 9 4 ss., y M alth u s, Principios de econom ía p olítica, F .C .E ., M éxico , pp . 1 6 0 ss.

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el proceso del cambio social que le permitió alcanzar aquella concep­ ción realista y esencial. Pero esta razón histórica implicaba, al mismo tiempo, una limitación. E n las relaciones de producción entre los hombres se halla incluida la relación de clase entre capitalistas y tra­ bajadores. La Economía Política daba esto por sentado, pero no pro­ fundizó el estudio de esas relaciones; se conformó con describirlas y con incluirlas entre sus condiciones, pero sin analizarlas. Consideraba la división en clases, bien como parte del orden de la naturaleza, o simplemente como una forma que adoptaba espontáneamente la di­ visión del trabajo en una sociedad libre, y no como un producto histórico de tipo especial. Como los economistas no llegaron a cono­ cer la esencia de esa relación, no pensaron que las características de esta relación única podrían afectar el funcionamiento de sus leyes económicas, y transformar radicalmente las interpretaciones y pre­ dicciones apoyadas en esas leyes. Sus sucesores, como veremos des­ pués, se desviaron sin hacer ese reconocimiento impulsados por su cada vez más acentuada tendencia a hacer desaparecer del panorama estas relaciones entre los hombres considerados como productores o, en el mejor de los casos, conservándolas como meros espectros de su antiguo ser.

III. LA ECONOMÍA POLITICA CLÁSICA Y MARX E l análisis de los economistas clásicos sólo descubrió, según Marx, la mitad del problema. Como dice Engels en un pasaje muy impor­ tante de su Anti-Düfiríng, sólo mostraron el lado positivo del capi­ talismo, en contraste con los sistemas anteriores. Al demostrar las leyes del laissez-fairé, lo que habían hecho era una crítica de los órde­ nes sociales anteriores; pero no una crítica histórica del capitalis­ mo mismo. Esto quedaba por hacerse, a no ser que el capitalismo fuera considerado como un orden estable y permanente de la na­ turaleza o como el inalterable punto final del desarrollo social. Seme­ jante tarea quedaba por realizar con. objeto de situar al capitalismo en el lugar que le correspondía en la evolución histórica, así como para dar una clave para predecir su futuro. Ahora, decía Engels, la ciencia económica “arranca de la crítica de los restos de las formas feudales de producción y de intercambio, pone de relieve la necesi­ dad de cancelar esos restos sustituyéndolos por formas capitalistas, desarrolla las leyes del régimen capitalista de producción, con sus formas congruentes de intercambio, en el aspecto positivo, es decir, en el aspecto en que contribuyen a fomentar los fines generales de la sociedad”. Igualmente necesaria era la integración dialéctica de la Economía Política con una “crítica socialista del régimen de pro­ ducción del capitalismo o, lo que tanto vale, con la exposición de las leyes que lo presiden en su aspecto negativo, con la demostración de que este régimen de producción se acerca por la fuerza de su propio desarrollo a un punto en que su existencia se hace imposible”.1 Lo esencial era un interpretación precisa de la ganancia como una categoría del ingreso. Los economistas habían precisado las con­ diciones que regulaban los valores de cambio de las mercancías. Éstos quedaron explicados en términos de una teoría del costo; pero tam­ bién se había formulado lo que era virtualmente una teoría-costo del valor de la fuerza de trabajo misma. La ganancia fue considerada, por consiguiente, como una cantidad residual cuya magnitud se de­ terminaba por estos otros factores conocidos: el valor del producto y el valor de la fuerza de trabajo. Hasta aquí la explicación podría haber parecido bastante satisfactoria. Pero tal como se había formu­ lado, era muy incompleta, ya que la ganancia quedaba como un ele­ mento residual que no había sido explicado. La naturaleza de la ga­ nancia, el motivo y causa de su existencia como una categoría de ingreso, seguía siendo un secreto, y hasta que este secreto fue reve­ lado no sólo quedaron sin respuesta problemas prácticos importantes, sino que no podía haber seguridad de que los términos de la relación que se decía determinaba la ganancia (es decir, los salarios y el valor del producto) podían ser considerados con propiedad como inde­ pendientes. En la teoría de la renta, la oferta limitada de tierra y la 1 A nti-Diihring, p. 1 5 7 , ed. C én it, S. A ., M ad rid , 1 9 3 2 . 44

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consecuente escasez de la disponible, se aducía como la causa de su aparición y de su adquisición por el propietario. La teoría clásica no había aducido ninguna razón paralela para explicar la aparición de la ganancia y su adquisición por el capitalista. Simplemente se había supuesto su necesidad. Pero el problema subsistía: aun cuando pueda existir una diferencia entre los gastos de producción y el valor del producto, ¿por qué había de corresponder al capitalista y a sus socios más bien que a cualquier otro? ¿Por qué razón dentro de un régimen de libertad económica y de libre competencia no tendía ese exce­ dente a disolverse en renta o en salarios? Si su persistencia tenía que ser explicada en términos de una teoría basada en el costo, ¿cómo podía ser congruente con la teoría del valor-trabajo? ¿O había que hacer una interpretación en términos análogos a los de la teoría de la renta? Que esto no era una investigación superflua puede verse por la importancia de la cuestión práctica que dependía de ella: ¿cuál habría sido, por ejemplo, el efecto de un gravamen sobre las ganan­ cias o el de un aumento de salarios que las redujera o el de un tipo decreciente de las mismas? ¿O constituía el sostenimiento de una clase capitalista estimular una carga improductiva para la industria como aseguraban los ricardianos que lo era la existencia de una clase terrateniente? ¿Llegaría el interés que tenía esa clase en la protec­ ción de la ganancia a convertirse en un grillete de las fuerzas pro­ ductivas como lo era el que tenían los terratenientes por proteger sus rentas? Al darse cuenta de esta laguna de su estructura, los economistas, particularmente los sucesores de Ricardo, intentaron dar una explica­ ción de la ganancia de dos modos diversos. En primer lugar, inven­ tando una nueva categoría: la del “costo real”, de acuerdo con la cual, la ganancia era el equivalente que se recibía a cambio de aquél. Por otro lado, en términos de una pretendida “productividad” especial del capital (y de ahí, por imputación, de su creador el capitalista). Éstas fueron las oscuras e incongruentes teorías que proporcionaron la prueba principal de la decadencia de la Economía Política después de Ricardo que tantos comentaristas se han negado a reconocer y que sugirieron a Marx el nombre de “economía vulgar”. Contra estos con­ ceptos dirigió Marx sus más acerbas críticas, que Bohm-Bawerk cali­ fic ó 2 de “potentes ataques” contra la teoría de la productividad del capital. Para Marx, la explicación de la ganancia no se halla en nin­ guna propiedad inherente del capital, ni en el costo real, ni en la actividad productiva del capitalista (del mismo modo que la renta de la tierra no podía explicarse en términos de las propiedades de la naturaleza ni de la actividad de los propietarios), sino en la estruc­ tura de clases de la sociedad existente, es decir, en la división de clases entre propietarios y desposeídos que se oculta tras la aparien­ cia de igualdad, libre contratación y “valores naturales” en términos 2 C apital and In terest, p . 1 7 3 .

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de los cuales habían sido formuladas las leyes de la Economía Polí­ tica. D e acueido con el punto de vista que de la historia tenía Marx, el progreso había sido un desfile de diversos, sistemas clasistas, cada uno de los cuales creó sus condiciones técnicas particulares y sus consecuentes modos de producción, las cuales, a su vez, condicionan el sistema. Los antagonismos de clase, resultado de las relaciones de los diferentes sectores de la sociedad y los métodos dominantes de pro­ ducción, habían sido los motores fundamentales del proceso, de la transición de un sistema a otro. E l capitalismo, como llegó a demos­ trarse después de un examen de sus orígenes, es también un sistema de clases, y aunque diferente de los anteriores en aspectos muy im­ portantes, seguía cimentando en una dicotomía entre amos que tienen todo y servidores que nada poseen. Era natural, pues, que Marx bus­ cara las peculiaridades de esta relación de clases para encontrar la clave del ritmo esencial de la sociedad capitalista, para descubrir, esto es, su desequilibrio, sus tendencias al movimiento, no sólo sobie la base de esa sociedad, sino en su base, detrás del velo de las armonías económicas que parecía descubrir un análisis que sólo se fijara en las relaciones de cambio en un mercado abierto. En contraste con la igualdad jurídica, se puso al descubierto la desigualdad económica, y en contraste con la libertad de contratación, la dependencia econó­ mica y la compulsión. La esencia de esta relación entre capitalista y trabajador, sobre la que gira la aparición de la ganancia, mantenía una analogía más es­ trecha con las relaciones existentes entre propietario y trabajador en las primitivas formas de la sociedad dividida en clases, por ejemplo, entre amo y esclavo o entre señor y siervo. E n esas formas primitivas de la sociedad no había duda acerca del carácter de la relación, ni acerca de la naturaleza del origen de los ingresos de la clase poseedora. La relación era de fuerza y de explotación, y por virtud de la ley o de la costumbre, la clase poseedora se apropiaba el producto exce­ dente, por encima- de la subsistencia de sus trabajadores. La relación se presentaba abiertamente tal como era; pero en la sociedad capita­ lista no acontece así. Las relaciones adoptan exclusivamente una forma de valor. No existe un producto excedente, sino sólo una plusvalía, que al parecer está controlada por la ley del valor que funciona en un mercado de competencia donde el cambio normal es una trans­ ferencia de equivalentes. ¿Cómo explicar, pues, la aparición de una plusvalía en semejantes circunstancias? ¿Cómo hacerla compatible con la teoría del valor que es, en sí misma, una expresión abstracta del funcionamiento de un mercado abierto y competitivo? La fórmula del cambio en un mercado libre es M — D — M . Nadie, al parecer, pue­ de adquirir un ingreso monetario sin ofrecer previamente en cambio M , es decir, un equivalente de valor expresado en mercancías. La posi­ bilidad de los compradores y vendedores de moverse libremente de un extremo a otro del mercado y hasta de ir a otros, aseguraba que en ninguna de esas dos mitades del ciclo de cambio ni en M — D ni

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D — M , pudiera aparecer la plusvalía. ¿Cómo, pues, podía empezar una clase, con D , una cantidad de capital en dinero, y al introducirla luego en el ciclo de cambio sacar un valor mayor del que había intro­ ducido originalmente: D — M — D ’? “Para explicar la naturaleza ge­ neral de la ganancia — decía Marx— debe partirse del teorema de que, en promedio, las mercancías se venden a sus valores reales, y que las ganancias se obtienen al venderlas a sus valores reales. Si la ganancia no puede explicarse partiendo de este supuesto, no puede explicarse de ninguna manera.” 3 Ni los monopolios de la época de los Tudor ni los derechos feudales sobre el trabajo de otros.podían ya servir para explicar cómo una clase obtenía ingresos sin contribuir con alguna actividad productiva. La suerte o la habilidad individual no podían ejercer una influencia permanente en un régimen de “valores normales” . Dentro de un orden de libre contratación ya no era po­ sible que los no productores siguiesen engañando persistentemente a los que sí producían. E l engaño, cuando más, podía explicar las ventajas y pérdidas individuales de los miembros de la clase capi­ talista: lo que uno ganaba lo perdía otro, pero sin que ello explicara el ingreso de toda la clase. Por consiguiente, explicar la ganancia como la explicaba tan simplemente Sismondi como una “expoliación del trabajador”, agregando que el empresario la obtenía “no porque la empresa produce más de lo que le cuesta producir, sino porque no paga todo lo que cuesta, es decir, porque no da al trabajador una compensación suficiente por su trabajo”,4 o explicarla como Bray diciendo que era producto de “un sistema de cambios desiguales”,5 no era explicarla suficientemente, ya que al no dar respuesta a la difi­ cultad fundamental, dejaba en pie la contradicción. James M ili había llamado la atención sobre la analogía entre el sistema de salarios y el de esclavitud. “¿Cuál es la diferencia — pre­ guntaba—■entre un hombre que trabaja con obreros que reciben un salario (en lugar de poseer esclavos)?.. . Lo mismo que el manufac­ turero que ocupa esclavos él es propietario del trabajo. La única dife­ rencia reside en la forma de comprarlo. E l propietario de esclavos compra de golpe todo el trabajo que el hombre puede ejecutar en el resto de su vida; el que paga salarios sólo compra el trabajo que un hombre puede ejecutar en un día, o en cualquier otro periodo de tiem­ po estipulado. Siendo tan propietario del trabajo así comprado como el propietario de esclavos lo es del trabajo de éstos, el producto obte­ nido de ese trabajo, combinado con su capital, es igualmente suyo.” 6 3 E n V alu é, P rice and Profif. T am b ién decía, respecto a la com paración entre el sistem a de salarios y el de la esclavitud: “D entro del sistem a de salarios, aun el trabajo no pagado p arece ser pagado. E n el sistema de la esclavitud, por el contrario, aun la parte del trabajo que se paga, parece no ser pagada.” E n el prim er caso, “la naturaleza de toda la operación se halla com pletam ente desfigurada por la presencia de un contrato y por el pago recibido al fin de la sem ana” . 4 N o u v ea u x Principes, vol. I , p. 92. 5 L a b o u t’s W ro n g s and Lab ou r’s R em ed y, p. 50. 6 E le m e n ts o í Poíitical E co n o m y , pp. 2 1 -2 2 . C onsúltese tam bién a R ichard

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E n tanto que M ili abandonaba aquí la cuestión, paia Marx ahí co­ menzaba lo importante. La solución que dio a este problema funda­ mental se traducía en la distinción, que él consideraba tan impor­ tante, entre trabajo y fuerza de trabajo. La raigambre histórica de la producción capitalista residía precisamente en la transformación de la misma actividad productiva del hombre en una mercancía. La fuer­ za de trabajo llegó a alinearse entre las cosas que podían ser vendi­ das y compradas; y llegó a tener, por sí misma, un valor. Desposeído de la tierra y de los instrumentos de producción, el proletario no tenía otra alternativa para ganarse el sustento. Y aunque la obligación legal de trabajar sometido a otro había desaparecido, subsistía la pre­ sión de las circunstancias en que se hallaba la clase. Como el traba­ jador individual (por lo menos cuando no formaba parte de una orga­ nización o asociación] no contaba ni con otra alternativa ni con un “precio de reserva”, la mercancía que vendía, como las demás, adqui­ ría un valor igual al trabajo que costaba crearla, esto es, el trabajo requerido para producir lo necesario para la subsistencia del traba­ jador. De ahí que la aparición de la ganancia tuviera que ser atribuida, no a ninguna cualidad creadora del capital per se, sino al hecho his­ tóricamente condicionado de que el trabajo en acción era capaz de lograr un producto de mayor valor (lo que dependía de la cantidad de trabajo) que el poseído por la fuerza de trabajo como mercancía. Por tanto, la transacción entre trabajador y capitalista era y no era, al mismo tiempo, un cambio de equivalentes. Dadas las bases sociales que hacían de la fuerza de trabajo una mercancía, lo que tenía lugar era un cambio de equivalentes que satisfacía los requisitos de la ley del valor: el capitalista anticipaba la subsistencia al trabajador y ad­ quiría, a su vez, fuerza de trabajo por un valor equivalente. E l capi­ talista adquiría la fuerza de trabajo del obrero; éste obtenía, en cam­ bio, lo suficiente para reemplazar, en su propia persona, el desgaste físico que supone el trabajo. La justicia económica quedaba satisfecha. Pero de no ser por la circunstancia histórica de que la clase trabaja­ dora disponía como único medio de vida del producto de la venta de su fuerza de trabajo, considerada como mercancía para poder con­ certar con el capitalista esa transacción remuneradora, el capitalista no habría estado en posición de apropiarse la plusvalía. Las interpretaciones opuestas de Lauderdale y de Malthus, formu­ ladas en función de la productividad del capital, suponían una recaída en el misticismo o en las superficialidades de las explicaciones del tipo “oferta y demanda”, que Marx, juntamente con Ricardo, habían Jones, Introductory L e c t u ie s o n Po lítica! E co n o m y ( 1 8 3 3 ) , pp. 5 8 -5 9 . E s ta “ única diferencia” , sin em bargo, puede hacer la posición del asalariado económ icam ente inferior a la del esclavo, o hacerla m ejor, ya que si el trabajador no es propiedad del am o, éste no tendría un interés perm anente en la conservación de aquél (e l des­ gaste del trabajo y su depreciación no es un costo para el patrón, com o lo es el desgaste de su m aq u in aria). P o r consiguiente, el interés del patrón pu ede consistir en tratar a un trabajador libre m enos bien de lo que trata a un caballo o a un esclavo.

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condenado.7 Marx nunca pretendió negar que el capital o, más bien, los instrumentos concretos en los que el trabajo acumulado se incorporí, fueran creadores de riqueza: haberlo negado habría sido franca­ mente absurdo. E n realidad, afirma explícitamente que “es falso de­ cir, hablando del tr a b a jo ..., que es la única fuente de riqueza”.8 Ricardo, por su parte, tampoco negó que las tierras, aun las no culti­ vadas, pudieran prestar algún servicio. Pero eso no era decir que la tierra o el capital fueran creadores de valor. E n realidad, cuanto más pródiga en frutos fuera la naturaleza, menor valor tendrían, quizá, estos últimos, y menores serían las probabilidades de que la tierra produjera una renta. E l valor, subrayaba Marx, no es un misterioso atributo intrínseco de las cosas: es, meramente, la expresión de una relación social entre los hombres. Es un atributo de que los objetos están dotados por virtud de la forma en que se ha utilizado el tra­ bajo humano en las diversas ramas de la producción a través del pro­ ceso de la división del trabajo en toda la sociedad. Esta utilización de la fuerza de trabajo social no es arbitraria, sino que está sujeta a una definida ley del costo gracias a la “mano invisible” de las fuer­ zas competidoras a que se refería Adam Smith. Por consiguiente, ex­ plicar la plusvalía en términos de las propiedades de un objeto (capi­ tal), era volver a caer en lo que Marx había llamado el fetichismo de las mercancías, una especie de animismo en el que la “economía vul­ gar” posricardiana se vio cada día más enredada, que consistía en atribuir a las cosas en abstracto la causa de las relaciones de cambio cuando, en realidad, no eran sino el mero resultado de las relaciones sociales entre los hombres. Ello equivalía a explicar una representa­ ción de marionetas exclusivamente en términos de las cualidades y de la conducta de las marionetas. “Lo que aquí reviste, a los ojos de los hombres, la forma fantasmagórica de una relación entre objetos materiales no es más que una relación social concreta establecida en­ tre los mismos hombres.” 9 “La existencia de la renta, tal y como se presenta en la superficie de las cosas, aparece desglosada de las rela­ ciones en que descansa y de todos los. eslabones intermedios. D e este modo la tierra se presenta como la fuente de la renta del suelo, el capital como la fuente de la ganancia y el trabajo como la fuente del salario.” 10 Una Economía Política que se expresaba en estos térmi­ nos, que usaba como constantes las propiedades de los objetos, con abstracción de los individuos y de las circunstancias de clase de esos individuos, sólo podía ocuparse de cosas superficiales, sólo podía pro^ porcionar un análisis parcial del fenómeno y, por consiguiente, postu­ lar leyes y tendencias que no sólo eran incompletas, sino hasta contra­ dictorias y falsas. Ante semejante nivel de abstracción no podía haber "t V e r supra, p. 14. 8 C rítica de Ja econom ía p olítica, p. 3 1 . E d . española, F . G ranada y C ía . 9 M arx, E l C apital, 2 ? ed ., tom o I , F .C .E ., M éxico, 1 9 5 9 , p. 38. 10 M arx, Historia crítica de la teoría de la plusvalía, Fon do de C ultura E c o ­ nóm ica, M éxico , 1 9 4 5 , vol. I I I , p. 3 7 5 .

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diferencia porque ninguna de las cualidades esenciales díferenciadoras estaban incluidas en los supuestos. Los factores de la producción sólo eran considerados en su aspecto técnico como indispensables para el conjunto y, por consiguiente, indispensables entre sí: otra abstracción de la que resultaba una demostración ex hypothesi de una armonía esencial entre ellos. No era sorprendente, pues, que en este plano de razonamiento no figurara ni el concepto de la renta ni el de exce­ dente. Por ello los equivalentes debían cambiarse siempre por equi­ valentes, ya que la situación estaba definida de tal modo que había de ser así. Quizá pueda citarse un ejemplo más reciente de la falta de signifi­ cado atribuido a ciertos conceptos fundamentales cuando las relaciones de cambio son consideradas independientemente de los hombres como productores y de su relación con un txasfondo de instituciones socia­ les. Pareto ha señalado la importante distinción entre las “actividades de los hombres enderezadas a la producción o transformación de los bienes económicos” y las enderezadas' a “la apropiación de los bienes producidos por otros” . Es claro que, si se considera el problema eco­ nómico simplemente como una pauta de relaciones de cambio, aparte de las relaciones sociales de los individuos de que se trata, es decir, considerando a las personas que intervienen en el cambio simplemente como tantas más cuantas X e Y, realizando ciertos “servicios”, pero haciendo abstracción de sus relaciones concretas con los medios de pro­ ducción (trátese de propietarios o de no propietarios, de rentistas pasi­ vos o de trabajadores activos), entonces la distinción de Pareto puede carecer de significado en un mercado de libre competencia. “La apro­ piación de los bienes 'producidos por otros” sólo puede ser resultado de la acción monopolista, del fraude o de la fuerza extra-económicos. Está excluida del régimen de valores de cambio “normales”, por la misma definición de lo que es un mercado libre. Ésta es, en efecto, la res­ puesta que ha dado el profesor Pigou. Después de citar la distinción de Pareto, afirma que los “actos de mera apropiación” pueden ser excluidos por el supuesto de que “cuando un hombre obtiene bienes de otro, se tiene la idea de que los obtiene mediante un proceso no de violencia, sino de cambio en un mercado abierto, donde los intere­ sados son razonablemente competentes y razonablemente conocedores de las condiciones” .11 Puede decirse que esta conclusión es perfecta­ mente congruente con el alcance de la investigación. Pero ¿acaso la misma respuesta que ese alcance exige no nos está revelando la irrealidad de semejantes límites y la esterilidad de un análisis tan es­ trecho, por lo menos en cuestiones fundamentales para los problemas de la Economía Política? No obstante, toda la tendencia de la ciencia económica desde los días posricardianos ha consistido en reducir de este modo el alcance de la investigación económica. Pero, al mismo tiempo, se persistía en hacer afirmaciones sobre problemas funda­ mentales similares a los que preocuparon a los economistas clásicos. U E con om ics o f W eJfare, p. 1 3 0 .

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Supongamos que el peaje fuera una institución generalizada y arraigada por la costumbre o por el derecho. ¿Podría negarse razona­ blemente que existe un sentido importante en el que los ingresos de la clase exactoxa representan “una apropiación de bienes producidos por otros” y de ningún modo el pago por una “actividad enderezada a la producción o transformación de bienes económicos?” Es más, los peajes tendrían que ser fijados en competencia con rutas alternativas y, por tanto, quizá representen precios fijados “en un mercado abier­ to, en el que los interesados son razonablemente competentes y cono­ cedores de las condiciones”. ¿No llegaría a ser .la creación y supresión de peajes un factor esencial de la producción, de acuerdo con las defi­ niciones más ordinarias de lo que es un factor de la producción, con tanta razón, por .lo menos, como se consideran hoy día muchas de las funciones del empresario capitalista? Podría decirse, entonces, que este factor, como otros, está dotado de una “productividad marginal”, y considerar su precio como la medida y equivalente del servicio que presta. Pero de cualquier modo ¿en qué lugar se podría trazar una división lógica entre los peajes y los derechos de propiedad sobre los recursos escasos en general? Quizá se diga que la distinción depende de si el que establece el peaje construyó el camino. Si así fuera, ello sería entrar precisamente al cerco restringido de las relaciones de cambio abstractas tratando de encontrar una definición en términos de la actividad productiva de la persona en cuestión, separadamente, y como algo más fundamental, de la creación y supresión de peajes. Pero las naciones que se confinan al círculo de las puras relaciones de cambio no son capaces de superar la sabiduría de un crítico con­ temporáneo de Ricardo, que al atacar a Quesnay y a Smith declaró, redondamente, que como nadie puede cobrar un precio sin prestar en cambio un servicio, todas las clases que obtienen un ingreso deben ser, ipso íacto, “productivas”, y su ingreso la medida de su valor para la sociedad.12 Ouizá se diga que semejantes distinciones no son del dominio de la economía, pero si nos sometiéramos a esta limitación, la economía se vería privada de la mayor parte de sus resultados prác­ ticos y se convertiría en algo radicalmente diferente de lo que sus fundadores se propusieron e intentaron. No debe pensarse que al criticar estas abstracciones, Marx atacaba todas las abstracciones desde un punto de vista de crudo empirismo. Criticaba un método particular de abstracción con fundamento en que éste desconocía lo esencial, tomando la imagen por la sustancia y la apariencia por la realidad. Cualquier generalización, por su pro­ pia naturaleza, debe hacer abstracción, por supuesto, de ciertos ele­ mentos y, vistas desde este ángulo, la “teoría” y la “realidad” deben ser necesariamente diferentes. Es más, el método de Marx era, como 12 G eorge Purves, A ll Classes P ro d active o f N ational W e a lth ( 1 8 1 7 ) . E s te caballero había com enzado p o r declarar que “la cuestión fundam ental de la que toda la ciencia de la estadística depende m ás o m enos”, es la de “si todas las clases producen riqueza o si algunas son im productivas” .

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hemos visto, un método tan abstracto como lo fue el de los economis­ tas clásicos. La teoría del valor que Marx tomó de la Economía Po­ lítica clásica, y que desarrolló en aspectos muy importantes, era una abstracción que descansaba no sólo en ciertas características generales de toda economía de cambio, sino sobre rasgos esenciales del capita­ lismo considerado como un sistema de producción de mercancías. Cuando se critica a Marx porque no da en E l ¿Capital una “prueba” adecuada de su teoría del valor, se olvida generalmente que no se proponía formular una doctrina nueva y poco conocida, sino adoptar un principio que era parte de la tradición de la Economía Política clásica y sin el cual consideraba imposible toda afirmación definida. Es evidente que en estas circunstancias no tenía intención de co­ menzar su análisis de la producción capitalista más que con una defi­ nición y contraste de ciertos conceptos básicos como los de valor, valor de cambio y valor de uso. Estos y otros conceptos semejantes son reconocidas' abstracciones que sólo tienen una representación más o menos imperfecta en el. mundo de la realidad. Pero en esto, su mé­ todo no era ni más ni menos abstracto que el de sus predecesores. La competencia misma era una abstracción, y lo era, también, el “mer­ cado perfecto” en el que surgían “valores normales” . Los “valores normales”, como los puntos y las líneas rectas euclidianas, sólo se encontraban en el mundo de la realidad como “casos límites” . Las dos abstracciones que han alcanzado más revuelo entre los críticos de Marx — el concepto de “trabajo simple”, homogéneo, y el supuesto del volumen I de E l Capital acerca de la igualdad de la “composición orgánica del capital” en todas las ramas de la pro­ ducción— ■eran también comunes en los economistas anteriores y en los contemporáneos, siendo, además, el fundamento de muchos de sus más destacados corolarios. E l último supuesto, como hemos visto, figuraba prominentemente en Ricardo. En la teoría del comercio internacional, por ejemplo, era la base de la proposición de que un alto o bajo nivel de salarios en un país no afecta a la relación de intercambio, sino que sólo da origen a un cambio contrario y equiva­ lente del nivel de ganancias.13 Como también hemos visto, se halla implícito en el dictum de John Stuart M ili acerca de que “la demanda de mercancías no significa demanda de mano de obra”. E l supuesto de la homogeneidad de las unidades de un factor de la producción sigue siendo común al método económico hasta hoy. Sin él no tiene significado la concepción de un rendimiento “normal”; tácita o ex­ plícita, es parte de cualquier estudio del “nivel general de salarios” o de una teoría de la “ganancia normal” . Al admitir Marx en el 13 Puesto que si la "com posición del capital” es igual en todas las industrias, un cam bio de salarios no afectará la proporción de costos com parativos. P ero si este supuesto no es exacto, un cam bio de salarios afectará m ás a aquellas industrias con una alta proporción de trabajo en relación a la m aquinaria que a aquellas que te n ­ gan una proporción m enor, alterándose, p o r consiguiente, las proporciones com pa­ rativas del costo.

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volumen III de E l Capital que el supuesto de una igual “composición del capital”, la base de su principio del valor en el volumen I, era sólo una aproximación, dio pie al gran alboroto que hizo BohmBawerk respecto a la “gran contradicción” entre la primera aproxima­ ción del volumen I y la última del volumen III. Esta gran contra­ dicción — declaraba triunfalmente— ■hace que todo el sistema marxista se desplome. Últimamente ha dicho un escritor que “no existe en letra de imprenta un milagro de confusión semejante” al del sistema marxista.14 Y, sin embargo, todo razonamiento deductivo se desen­ vuelve a través de un proceso de aproximaciones. “Contradicciones” semejantes pueden hallarse en todos los casos de aproximaciones suce­ sivas, o entre cualquier aproximación y los hechos. Es una cuestión de los usos a que se destina una aproximación. Lo importante es si los corolarios deducidos de la aproximación quedan o no invalidados por las salvedades que requiere una aproximación más cercana, esto es, si las alteraciones introducidas en el volumen II I implican una diferencia sustancial respecto de las conclusiones derivadas de los supuestos de que se parte en el volumen I. D el mismo modo que Ricardo, Marx concedía mucha importan­ cia al análisis del movimiento de los ingresos de las clases sociales. Tanto interés, en verdad, puso Ricardo en la distribución de la riqueza, que no dejó de suscitar la cólera de un escritor como Carey, que llegó a decir que “el sistema de Ricardo es un sistema de discor­ dia. . . Tiende a sembrar la hostilidad entre las clases y las nacio­ nes . . . Su libro es el verdadero manual de los demagogos que aspiran a conquistar el poder mediante la confiscación de la tierra [agrarianism], mediante la guerra y el saqueo” .15 Últimamente, ha dicho un escritor que Marx, al tejer “un canevá de sofismas económicos” sobre “una nota de profética y justa indignación”, se propuso “demostrar que el odio de clases es justificado”,16 Tan candentes veredictos pueden so­ nar muy extraños; pero lo que subrayan a este respecto es exacto: que Marx concentró su atención en las relaciones de clase, expresadas en los ingresos de cada una de ellas, como la relación que define el ritmo normal de la sociedad capitalista y que es fundamental para cualquier predicción del futuro. Pero sería equivocado decir que su interés se redujo a la esfera de la distribución, lo mismo que considerar su aná­ lisis esencialmente como una teoría de la distribución. Aunque la producción, el cambio y la distribución pueden ser diversas facetas, no es posible considerarlas como categoríás separadas de las relaciones económicas. Y, como Marx insiste en su Critica de la economía polí­ tica, están ligadas por una unidad esencial. La ley del valor es un principio de relaciones de cambio entre mercancías, incluyendo la fuerza de trabajo. Es, simultáneamente, una 14 15 crítica 16

A . G ray, D evelop m en t o í E co n o m ic D o ctrin e, p. 301. C arey, P ast, Presen t and T h e F u tu re ( 1 8 4 8 ) , p. 7 4 , citado en de la teoría de ia plusvalía, vol. I I , ed. cit., p . 11. E . H allet C arr, K arl M a rx, p. 2 7 7 .

Historia

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«^¿terminante del modo en que se distribuye el trabajo entre las dife­ rentes industrias por medio de la división general del trabajo social y de la distribución del producto entre las clases. Decir que las mer­ cancías tienen cierto valor de cambio equivale a decir, en otras pala­ bras, que la fuerza de trabajo de la sociedad se divide entre las ocu­ paciones en cierta forma, y que (incluido en la última afirmación) el producto social se distribuye en ciertas proporciones entre subsistencia de los trabajadores e ingreso de los capitalistas. (Por ejemplo, una afirmación respecto de los valores del trigo y la seda es, al mismo tiem­ po, una afirmación acerca de las proporciones en que se divide el trabajo entre la producción del trigo y de la seda. Si el trigo y la seda fueran las dos únicas mercancías producidas, la primera consu­ mida por los trabajadores y la última por los capitalistas, la afirma­ ción de que el trabajo se divide entre la manufactura de la seda y el cultivo del trigo en ciertas proporciones, equivaldría a decir que el ingreso social se distribuye entre trabajadores y capitalistas de un modo correspondiente.) E n el volumen I, Marx adoptó, como lo hicieron los economistas clásicos, el supuesto simplificador de una economía capitalista “pura” : de una economía de “competencia pura” y de un modo de producción basado en una relación simple entre capitalistas y obreros, en la que los últimos ejecutan todas las activi­ dades productivas esenciales y los primeros figuran simplemente como capitalistas, como poseedores de derechos de propiedad y como com­ pradores de fuerza de trabajo.17 Esto daba una idea de la forma gene­ ralizada de todas las sociedades capitalistas existentes (para las que indiscutiblemente el concepto de un capitalismo “puro” sólo era una aproximación), del mismo modo que los puntos, círculos, cubos y líneas euclidianos podían representar las características esenciales de las relaciones tridimensionales espaciales. E l motivo inspirador de ese volumen fue analizar la relación entre los ingresos de esas dos clases y explicar el origen y naturaleza de la ganancia capitalista. En el volumen III, Marx señaló que cuando se tomaba en cuenta el hecho de que la proporción entre trabajo y maquinaria (o, con más precisión, entre capital variable y capital constante) era diferente en diversas industrias, el cambio de mercancías se realizaba, no de acuerdo con el principio tal como se había formulado en el volu­ men I, sino de acuerdo con lo que él llamaba su precio de producción (salarios más la ganancia “normal” o media). Sin embargo, sostenía que el principio expuesto en el volumen I seguía siendo el determi­ nante de lo que el valor de las mercancías era en el agregado y, por 17 E n una carta a En gels ( 1 8 5 8 ) , M arx recapituló de la siguiente m anera los supuestos que hizo para los propósitos del vol. I : se “supone que los salarios que corresponden al trabajo son constantem en te iguales a su nivel m ás b a jo . . . P o r otra parte, la propiedad de la tierra se considera — 0 . . . É s te es el único m edio de no tener que tratar con todas las cosas en cada relación particular” . D e acuerdo co n estos supuestos, el valor es “una abstracción " que figura en “ esta form a abs­ tracta n o desarrollada” por oposición a sus “determ inaciones económ icas m ás con­ cretas” (M a rx-E ngels C o iresp o n d en ce , p . 1 0 6 ) .

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consiguiente, el determinante del tipo de ganancia y, a la vez, de los precios de producción mismos. Al hacer esta afirmación no cometía la estupidez de asentar que un total es igual a otro total, cargo que le hizo Bohm-Bawerk.18 Lo que indudablemente tenía en la cabeza era la relación entre el valor de las mercancías terminadas, considera­ das como un agregado, y el valor de la fuerza de trabajo, relación fundamental de la que, junto con Ricardo, hacía depender la ganan­ cia. Sostenía que seguía siendo cierto que la distribución del producto total entre obreros y capitalistas (y, por consiguiente, el volumen v tipo de ganancia) dependía de la relación entre estas dos cantida­ des; y que (a condición de que se pudiera suponer que la “composi­ ción dei capital” en el grupo de industrias productoras de artículos pira la subsistencia no fuera muy diferente de la composición media de la industria toda) podía seguirse considerando que esta relación fundamental se determinaba en la sencilla forma descrita en el volu­ men I. Si esto era así, el análisis de la plusvalía y de las influencias que la determinaban, no quedaba invalidado por las consideracio­ nes que se hacen en el volumen III. Los ingresos de la clase capita­ lista y sus fluctuaciones seguían siendo regulados por las mismas causas, a pesar de que su distribución entre las diversas industrias se realizara de distinto modo al que se había señalado en la “primera aproximación” .19 Supongamos, para usar una analogía, que preten­ diéramos enunciar la teoría de la renta partiendo del hecho de que codas las tierras son de calidad homogénea, y de que las rentas fueran iguales a la diferencia entre el costo de producción y el precio de venta del trigo (este último determinado por el costo de producción en el margen intensivo). La introducción de una nueva circunstancia — la heterogeneidad de las tierras— (y, por tanto, la existencia de diferentes costos de producción en cada granja y en cada hectárea) 18 íCar! M arx and the C ióse o f his System , pp. 6 8 -7 5 . 19 E s del todo evidente que M arx conocía muy bien la naturaleza y significa­ ción de las consideraciones que se hacen en el volumen III y en qué m edida afecta­ ban los corolarios que habían de deducirse de los supuestos del volum en I. En gels, en su Prefacio a la edición de 1891 de Salarios, trabajo y capital, d ice: “ Si hoy día, por consiguiente, decim os con los econom istas com o R icardo, que el valor de una m ercancía se determ ina por el trabajo necesario para su producción, hacem os siem ­ pre, aunque im plícitam ente, las reservas y las restricciones que hizo M aní.” C o n m ucha anterioridad M arx había tom ado por su cuenta a Proudhon por haber sos­ tenido que una elevación de salarios conduciría a un alza general de precios. "S i todas las industrias em plean el m ism o núm ero de trabajadores proporcionalm ente al capital fijo o a los instrum entos que utilizan, una elevación general de salarios provocará una reducción general de ganancias sin que los precios ordinarios sufran alteración alguna.” “ Pero co m o la relación entre el trabajo m anual y el capital fijo no es la m ism a en todas las industrias, las que em plean una cantidad relativam ente más grande de capital fijo y m enos trabajadores, se verán obligadas, tarde o tem ­ prano, a reducir el precio de sus artículos” y, a la inversa, en las industrias que em plean “una cantidad relativam ente m ás pequeña de capital fijo y m ás trabaja­ dores . . . P o r consiguiente, una elevación del nivel de salarios conducirá, n o co m o Proudhon afirm a, a un aum ento general de precios, sino a la efectiva reducción de algunos de ellos, especialm ente los de los bienes cuya producción requiere un am plio neo de la m aquinaria” . M isé re d e la Pbilosophie (ed. 1 8 4 7 ) , pp. 1 6 7 -6 8 .

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como una aproximación posterior, no daría lugar a diferencias esen­ ciales respecto de los corolarios apoyados en el supuesto más simple, a condición de que el costo de producción del trigo, en promedio, siguiera siendo el mismo y guardara la misma relación respecto de su precio. Por otra parte, los corolarios de la primera aproximación encamarían ciertas verdades esenciales acerca de la naturaleza y de­ terminación de la renta (las conectadas con lo que podría llamarse el aspecto de escasez de la renta, por oposición a su aspecto diferen­ cial) que ninguna formulación de la teoría de la renta podría im­ plicar sin hacer alguna referencia a esta relación entre el costo medio y el precio medio de venta.20 Eran muchos los corolarios cuya validez no se alteraba con la in­ troducción de estas últimas consideraciones y entre ellos se hallaban los más importantes para el propósito principal ¿pie Marx se había propuesto: descubrir “la ley del movimiento de la sociedad capita­ lista”. La doctrina de Ricardo acerca, de que “si los salarios suben, las ganancias caen”, y con ella la conclusión de que una elevación de salarios estimula a los capitalistas para sustituir el trabajo humano por maquinaria, no se alteraba. Lo mismo puede decirse de las in­ fluencias que alteran el tipo de ganancia, incluyendo la explicación de Marx acerca de la “tendencia decreciente del tipo de ganancia”, que después examinaremos, y a la cual es evidente que Marx atribuía una significación considerable al precisar la tendencia a largo plazo de la sociedad capitalista. Pero también existe un corolario menos conocido que hoy día tiene más importancia que cuando fue formu­ lado: el que se refiere a los efectos del monopolio. Marx había dicho que el monopolio no puede aumentar el tipo de ganancia en general (aunque reconoce que sí puede elevarlo en algunos sectores y redu­ cirlo en otros), excepto en aquellos casos en que su efecto es reducir los salarios. A menos que el monopolio afecte la relación entre el valor de la fuerza de trabajo y el valor de las mercancías (es decir, si altera el “grado de explotación” ), es impotente para elevar el tipo de ganancia en términos generales. Aparte de esos efectos del mono­ polio que comprimen los salarios reales por abajo de su nivel normal, el desarrollo del monopolio “no haría sino transferir a las mercancías gravadas con el precio de monopolio una parte de la ganancia de los otros productores de mercancías. Se produciría indirectamente una per­ turbación local en la distribución de la plusvalía entre las distintas ramas de producción, pero el límite de esta plusvalía quedaría intac­ to” .21 E n un capítulo posterior veremos que esta conclusión tiene una importancia particular para ciertos problemas del imperialismo. 20 E s bastante curioso que Bohm -Baw erk, al construir su propia teoría del capita], use com o una prim era aproxim ación algo que equivale al m ism o supuesto que condena en M a rx : el de que "prevalecerá sim ultáneam ente sobre todas las ocupaciones un periodo de producción igualm ente prolongado” . (Positive T h eo rv o í Capital, pp. 3 8 2 y 4 0 5 .) 21 E l Capital, vol. I II , ed. cit., pp. 7 9 5 -6 .

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La diferencia esencial entre Marx y la Economía Política clásica reside, por consiguiente, en la teoría de la plusvalía. Si su signifi­ cación no es de carácter ético ¿en qué consiste, entonces, su impor­ tancia práctica? Su importancia como base para una crítica del capi­ talismo era análoga en muchos aspectos a la que tuvo la teoría de la renta para una crítica de los intereses de los terratenientes en manos de la escuela ricardiana. La teoría de la renta había sido el punto de apoyo para sostener que la política que tendiera a reducir el tipo de ganancia y a retardar consecuentemente la acumulación del capital y el progreso industrial, aumentaría al mismo tiempo el ingreso de la clase terrateniente, inflando la carga del consumo improductivo sobre la riqueza nacional.22 Como de acuerdo con la teoría de la plus­ valía los dos ingresos de clase, ganancias y salarios, eran tan diversos en cuanto a su carácter esencial y a la forma de su determinación, la relación entre ellos tenía que ser, necesariamente, una relación de antagonismo en un sentido que la hacía cualitativamente distinta de la relación entre los compradores y vendedores ordinarios que intervienen en un mercado abierto. La clase capitalista se hallaba tan vivamente interesada en perpetuar y extender las instituciones de una sociedad dividida en clases que mantuviesen al proletariado en una si­ tuación de sometimiento y creasen la plusvalía como una catego­ ría de ingreso, como lo estuvieron anteriormente los terratenien­ tes en mantener la ley de granos. Por su parte, el proletariado tenía un interés paralelo en el debilitamiento y destrucción de estos derechos de propiedad fundamentales. Cualquier alteración de la ganancia, considerada como el ingreso de una clase de cuyas decisio­ nes y expectativas depende el funcionamiento de la industria, habría de tener un efecto sobre el sistema económico completamente dife­ rente del que podrían tener las alteraciones de cualquier otro in­ greso — una diferencia que, como veremos, tiene una particular im­ portancia para la teoría de las crisis de M arx— . Por- otra parte, el capital podría estar interesado en retardar el desenvolvimiento de las fuerzas productivas y promover una política perjudicial para la pro­ ducción de la riqueza, siempre que esa política tendiera a multiplicar las oportunidades de explotación y a aumentar sus ingresos. Esta posibilidad se transformó en probabilidad debido a la propia natura­ leza de las bases técnicas sobre las que fue edificado el capitalismo industrial. E l proceso de acumulación progresiva del capital, que descansaba en la organización maquinista y en la técnica de pro­ ducción en gran escala, tendía constantemente a ampliar esa base. Estimulando la concentración progresiva y la centralización del capi­ 22 E l razonam iento ricardiano consistía en que los rendim ientos decrecientes de la tierra provocarían, con el transcurso del progreso, una elevación de las rentas y, al aum entar el costo de la subsistencia de los trabajadores, provocaría una re­ ducción de las ganancias. E l único m edio de conjurar esto y de m antener, por consiguiente, las posibilidades de acum ulación del capital y de expansión indus­ trial, consistía en abrir de par en par las puertas al com ercio exterior y en tolerar la com petencia de artículos im portados.

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tal, aquel proceso preparaba sólidamente la base de sustentación del monopolio. E l cuadro que trazó Marx de este desenvolvimiento es muy conocido. Con el desarrollo de los monopolios, el antagonismo de clase no se mitigó, sino que se tomó más agudo. E l ingreso de la clase propietaria llegó a ser más y más abiertamente el fruto casi exclusivo de la política monopolista. Pero el mismo proceso que esta­ bleció el creciente “carácter social” del proceso productivo mismo, forjó el instrumento que había de romper los grilletes de la “apro­ piación individual” . “Las fuerzas productivas que se desenvuelven dentro del marco de la sociedad burguesa crean, al mismo tiempo, las condiciones materiales para la liquidación de ese antagonismo.” Creaban también la homogeneidad, la disciplina y la organización del proletariado industrial como una clase, hasta que ésta, en un antagonismo cada vez más agudo con un sistema de relaciones de propiedad que había llegado a constituir un obstáculo tan visible para la producción, se decida a exigir e imponer su emancipación me­ diante la expropiación de sus explotadores. Puesto que un régimen de producción en gran escala y de complejas relaciones de pro­ ducción no podría regresar a la pequeña propiedad y a la producción en escala reducida, el acto negativo de la expropiación debe tomar necesariamente la forma positiva de la socialización, en el sentido de la transformación de la propiedad individual de la tierra y del capital en propiedad colectiva de un Estado de trabajadores. Este acto revolucionario de los obreros organizados que establezca la pro­ piedad colectiva sería de hecho la Carta Magna de la igualdad y de los derechos individuales en los que tanto había soñado el libera­ lismo del siglo xix, pero que había sido incapaz de alcanzar. Sería la única Carta real de los derechos individuales precisamente porque (en las palabras del Manifiesto Comunista) “en la sociedad burguesa el capital es independiente y tiene una individualidad, en tanto que los seres humanos viven en un estado de sometidos y carecen de ella”, y porque sólo suprimiendo el poder de una clase para explotar otra mediante la supresión de la propiedad privada de la tierra y del capital, que crea ese poder, podrá alcanzarse la libertad sustancial para todo el pueblo.

IV . LAS CRISIS ECONÓM ICAS Para Marx, la aplicación más importante que puede hacerse de su teoría es, sin duda alguna, el análisis de la naturaleza de las crisis económicas. E n su tiempo, el estudio de este fenómeno se hallaba todavía en su infancia. Sismondi había hecho algunas fecundas obser­ vaciones, aunque asistemáticas, en relación con los efectos pertur­ badores de la competencia y la producción para un vasto merca­ do. Malthus y Ricardo ya habían tenido, por entonces, su clásica discusión acerca de si la plétora y la depresión podían atribuirse a una deficiencia del consumo y, en Alemania, Rodbertus había formulado su teoría del infraconsumo para explicar el fenómeno de lajL crisis. Pero por lo que se refiere a la escuela ricardiana y a sus herederos, puede decirse que las crisis no ocuparon virtualmente lugar alguno dentro de su sistema: las depresiones debían atribuirse a interfe­ rencias del exterior que impedían el libre juego de las fuerzas econó­ micas o el proceso de la acumulación de capital, más bien que a los efectos de un mal crónico interno de la sociedad capitalista. Los sucesores de esta escuela estaban lo suficientemente obsesionados con esta idea para buscar otra explicación fundada en causas naturales (como las fluctuaciones de las cosechas) o en “el velo monetario” . Pero para Marx era evidente que las crisis estaban asociadas a las características esenciales de la economía capitalista en sí misma. Esas dos características fundamentales eran lo que él llamaba “la anarquía de la producción”, esto es, la multiplicidad de productores que deci­ dían autónomamente lo que debía producirse, y el hecho de ser un sistema de producción no con propósitos sociales conscientemente determinados, sino de lucro. Debido a la primera característica, tu­ vieron validez las leyes clásicas del mercado y, por ello, también adoptaron la forma particular que asumieron.1 A esta característica, según Marx, debía atribuirse la existencia, no sólo de las tendencias pertubadoras del equilibrio, sino también las tendencias hacia su res­ tablecimiento, únicas a las que dieron importancia los economistas clásicos. Fue por la segunda característica de la sociedad capitalista por lo que la obtención de la plusvalía, y los factores que favorecían su incremento, adquirieron una importancia tan grande que se con­ sideraba que una alteración de la ganancia — el ingreso de la clase dominante— estaba destinado a ejercer una influencia sobre los acon­ tecimientos como no la podía ejercer ningún cambio en cualquier 1 Q uizá sea necesario aclarar que M arx, al decir que la producción individual era “ anárquica” , no tuvo inten ción de usar el térm ino com o sinónimo de caótica. E n ten d ía el térm ino en su sentido literal, subrayando que si bien era responsable de las influencias perturbadoras, era tam bién el m edio de que se valía la “ m ano invisible” para gobernar el m ercado. E n una reciente discusión entre G . B . Shaw y H . G . W e lls, el prim ero sostenía que W e lls sólo veía en el capitalismo una ausencia de sistem a y de allí su prurito por sistem atizarlo, cuando en realidad es un sistema gobernado por leyes propias. C reo que M arx habría suscrito este punto de vista. (V éase T h e N ew Statesm an, de 3 de noviem bre de 1 9 3 4 .) 59

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otra clase de ingreso. Por otra parte, era evidente que Marx consi­ deraba las crisis, no como desviaciones incidentales de un equilibrio predeterminado, ni como el abandono veleidoso de un sendero esta­ blecido al que se debía retomar sumisamente, sino más bien como una forma dominante de movimiento que forjaba y modelaba el des­ arrollo de la sociedad capitalista. Estudiar las crisis significaba, por eso mismo, estudiar la dinámica del sistema; pero este estudio sólo podía emprenderse correctamente como una parte del examen de la evolución de las relaciones entre las clases sociales (lucha de clases) y de sus ingresos, que eran la expresión de aquellas relaciones en el mercado. Un aspecto del problema agitó particularmente a los economistas por algún tiempo, suscitando un buen número de explicaciones ri­ vales. Ese aspecto fue la tendencia decreciente del tipo de ganancia del capital. E l cambio de circunstancias modificó la actitud frente a esta cuestión. E n el siglo xvm esa tendencia decreciente era re­ cibida, en general, como un síntoma saludable, acaso porque los eco­ nomistas habían examinado la cuestión fundamentalmente desde el punto de vista del prestatario de capital. Pero en el siglo xix, con el florecimiento de la Economía Política burguesa por excelencia, la admiración tornóse en aprensión. Tan famosa llegó a ser la discu­ sión, que Marx pudo decir que “el misterio en torno a cuya solu­ ción viene girando toda la economía política desde Adam Smith y que, desde este autor, la diferencia existente entre las diversas es­ cuelas consiste precisamente en los distintos intentos hechos para resolverlo” .2 Hume (que hablaba tanto del tipo de interés tratándose de un préstamo en dinero como del término más ampliamente genérico de ganancia) decía que “mientras exista dentro del Estado una clase media agrícola y campesina, los prestatarios serán numerosos y alto el interés”, a causa del desenfreno y “la ociosidad de los terratenien­ tes”. En tales condiciones la industria se estanca y se progresa poco. Por el contrario, los comerciantes constituyen “una de las castas más útiles para estimular la industria y para "llevarla a todos los con­ fines del E sta d o .. . E l comercio, haciendo producir en grandes canti­ dades, reduce el interés y la ganancia, y a la disminución de uno siempre contribuye el hundimiento proporcional de la otra. Podría agregar que como la reducción de ganancias se debe al crecimiento del comercio y de la industria, a su vez, sirven de estímulo para su aumento, al abaratar las mercancías, al fomentar el consumo y al im­ pulsar la industria” .3 Para Adam Smith, como para Hume, un alto nivel de ganancias era un signo de retraso de la acumulación de 2 E l Capital, vol. I II , p. 2 1 5 , ed. cit. E n una carta dirigida a E n gels, en 1 3 6 8 , M a rx se lefería al problem a de la “ tendencia de la cuota de ganancia a d ecrecer a m edida que progresa la sociedad” com o al “pons asini de toda la E co n o m ía an terio r". (Ib id ., p. 8 3 6 ) . 3 H um e, E s h y s (ed . 1 8 0 9 ) , vol. I , 2^ parte, cap. rv, pp. 3 1 6 , 3 1 8 y 3 2 0 .

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capital, en tanto que una reducción del tipo de ganancia general­ mente era considerada como resultado del progreso de esa acumu­ lación. La explicación que daba, en términos de oferta y demanda, fue acaloradamente discutida por la escuela ricardiana, y quizá eso contribuyó no poco a alimentar su apasionado desdén por las simples explicaciones en términos de “oferta y demanda” . “E l aumento de capital — escribía Adam Smith— , que hace subir los salarios, pro­ pende a disminuir el beneficio. Cuando los capitales de muchos comerciantes ricos se invierten en el mismo negocio, la natural com­ petencia que se hacen entre ellos tiende a reducir su beneficio; y cuando tiene lugar un aumento del capital en las diferentes activida­ des que se desempeñan en la respectiva sociedad, la misma compe­ tencia producirá efectos similares en todas ellas.” 4 Pero como la revolución industrial, en pleno apogeo, modificó las perspectivas, la cuestión comenzó a verse de modo distinto. E l conflicto con los intereses de los terratenientes alcanzaba su fase más aguda en la controversia sobre la ley de granos. La ganancia, ingreso de la clase capitalista y, por consiguiente, fuente de la acumu­ lación del capital e incentivo del progreso y de la invención, llegó a adquirir una importancia que no había tenido antes. Con Ricardo y su escuela la ganancia ocupó el centro de la escena. E l problema se presentaba, naturalmente, así: ¿cómo puede ser favorable al pro­ greso una reducción de aquel ingreso? Si el sistema, por su propio desarrollo, genera una tendencia decreciente de la ganancia ¿no hay en él algo de extrañamente contradictorio? Al generar la semilla de su propio retraso y decadencia ¿no resulta, de ese modo, un sis­ tema transitorio?5 Semejantes cuestiones, implícitas más bien que explícitas, parecen haber sido el origen de la severa crítica a que dio lugar la interpretación de Adam Smith. Esa crítica no negaba la tendencia, trataba simplemente de explicarla, no por una caracterís­ tica interna del sistema o del' proceso de acumulación del capital, sino por un factor externo. Esa explicación se encontró en la famosa “ley de los rendimientos decrecientes” . Este límite externo del progreso lo entrevio Sir James Steuart diez años antes de la aparición de la Riqueza de las naciones, quien había sostenido que el “aumento del valor de las subsistencias debe nece4 Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de ¡as naciones, F .C .E ., M éxico , 1 9 5 8 , p. 85. 5 V e r M a rx : "L o s econom istas que, com o R icardo, consideran el régim en capi­ talista de producción com o régim en absoluto, advierten al llegar aquí que este régim en de producción se pone una traba a sí m ism o y no atribuyen ésta traba a la producción m ism a, sino a la naturaleza (en la teoría de la ren ta) ( E l Capital, vol. I II, p. 2 4 0 , ed. c i t .) . E n otra parte M arx d ice: “E l hecho de que la sim ple posibilidad pa caída progresiva del tipo d e ganancia] de ello inquiete a R icardo es precisam ente lo que dem uestra su profunda com prensión de las condiciones e n que se desenvuelve la producción cap italista. . . L o que a R icardo le inquieta es el obser­ var que la cu ota de ganancia, el acicate de la producción capitalista, condición y m oto r de la acum ulación, corre peligro por el desarrollo mismo de la p ro d u cció n ." (Ibid., p. 2 5 6 ) .

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sanamente elevar el precio de toda clase de tra b a jo ... tan pronto como el progreso de la agricultura requiera un gasto adicional que no sea recompensado por el rendimiento natural a los precios ya in­ dicados de las subsistencias” .6 E n 1815, W est usó estas ideas para criticar la teoría formulada por Adam Smith, tanto para explicar el hecho del poder productivo más limitado de la agricultura compa­ rado con el de la industria (que Adam Smith habia atribuido a las menores potencialidades de la división del trabajo en la agricultura), como la tendencia decreciente de la ganancia. Calificó de sofística la teoría de Adam Smith que atribuía la reducción del tipo de ga­ nancia, no sólo en una industria, sino en todas, a la competencia del capital. Tampoco creía posible “explicar satisfactoriamente la dis­ minución progresiva de las ganancias del capital por un aumento de los salarios” . La reducción no debía atribuirse principalmente a una elevación de salarios debida al progreso, sino a una reducida productividad del capital destinado a la agricultura. “E l principio consiste simplemente en que debido al perfeccionamiento de los mé­ todos de cultivo, la cosecha de los productos va siendo progresiva­ mente más costosa; o, en otras palabras, que la proporción entre el producto neto de la tierra y el producto bruto disminuye continua­ mente. . . La proposición consiste en que a cada cantidad adicional de capital invertido corresponde un rendimiento menos que propor­ cional y, consecuentemente, a mayor capital invertido corresponde una menor proporción de ganancia.” 7 Ricardo fue aún más explícito. Desarrolló de tal modo su razo­ namiento, que se convirtió en el punto de apoyo de su crítica de los intereses de los terratenientes. Como ya hemos visto, entre los prin­ cipios básicos de su sistema se hallaba el de que el valor no depen­ día ni de la demanda ni de la abundancia de mercancías (a lo que llamaba “riqueza” por contraste con “valor” ), sino de la “difi­ cultad o facilidad de producción” . D e esto infería que la ganancia, o valor del producto neto, no dependía ni de la magnitud del “producto bruto” ni de la productividad del capital, sino de la pro­ porción del trabajo social requerido para procurar la subsistencia de los trabajadores, es decir, de la diferencia entre salarios y valor del producto.8 Por consiguiente, la afirmación de que “cuando los sala­ rios suben, las ganancias bajan”,9 que a primera vista parecía una 8 A n Inquiry in to íh e P rincipies o í Political E co n o m y , 1 7 6 7 , p- 2 2 6 . T u rg o t, el fisiócrata, aproxim adam ente el m ism o a ñ o, tam bién hab ía llam ado la atención sobre este hecho. C on súltese C annan , H istoria de las teorías d e la producción y d istribución, 2® ed. (F o n d o de C u ltu r a 'E c o n ó m ic a , M éxico , 1 9 5 8 , pp. 1 6 3 -4 ) 7 Essav on th e A pplication o í Capital to L a n d , por un m iem bro del University C ollege, 1 8 1 5 , pp. 2 , 3, 19-20. 8 E l cargo que R icardo hizo a Say se debió a que éste confundía "riqueza” y "v alo r” . U n a crítica d e m en o r im portancia a Sm ith se debió a que “ exagera cons­ tan tem en te las ventajas que u n país deriva de un fu erte ingTeso b ru to , m ás que la d e un fuerte ingreso n eto ” . P rincipios, ed. c it., cap. x v m , p. 2 5 9 . s Véase supra, p. 37.

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simple tautología, en todas sus implicaciones respecto de que la ga­ nancia se determina por esas dos cantidades (el costo de producción de las subsistencias y el costo de producción de los productos en general), era mucho más que una tautología. Como, por otra parte, el capital era concebido fundamentalmente como “anticipos de sa­ larios” a los trabajadores, la afirmación fue todavía interpretada en el sentido de que el tipo de ganancia (es decir, el volumen de ganan­ cia en relación a la inversión original) debía depender únicamente de las mismas dos cantidades. Toda causa que influyera sobre el tipo de ganancia sólo podía hacerlo alterando la proporción entre salarios y el valor del producto bruto. “Ninguna acumulación de capital re­ ducirá permanentemente esas utilidades, a menos que haya alguna causa permanente para la elevación de los salarios.” 10 Al adoptar la ley de la población de Malthus, Ricardo no podía considerar una deficiente oferta de mano de obra como una causa bastante para elevar el precio de la fuerza de trabajo, al menos como un factor permanente a la larga. La población trabajadora sólo está en espera de nuevas oportunidades de ocupación derivadas de cual­ quier incremento de capital. Le parecía, por consiguiente, que dentro de las relaciones de capital y trabajo no había razón para que las cantidades adicionales de capital, invertidas en ofertas adicionales de trabajo productivo y en ciclos de producción cada vez más amplios, dejaran de seguir extrayendo, por lo menos, el mismo tipo de ga­ nancia que antes. Por tanto, la única causa eficiente de una caída del tipo de ganancia, mientras continúa el proceso de acumulación del capital, sólo puede consistir en la intervención de un factor con tendencia a elevar el precio de la fuerza de trabajo y, con ello, el valor de la subsistencia de los trabajadores. Ese factor, para él, era la ley de los rendimientos decrecientes de la tierra. E n sus Principios escribía: “Si los artículos necesarios para el trabajador pudieran ser incrementados constantemente con la misma facilidad, no podría haber una alteración permanente en la tasa de utilidades o salarios, cualquiera que fuese la cuantía del capital acumulado. . . Adam Smith, al parecer no advierte que, al mismo tiempo que el capital aumenta, el trabajo a realizar por el capital aumenta en la misma proporción.. . Que estas producciones incrementadas, y la consiguiente demanda que ellas ocasionan, disminuyan o no las uti­ lidades, depende únicamente de la elevación de los salarios; a su vez, esta elevación, excepto por un periodo limitado, depende de la faci­ lidad de producir alimentos y artículos indispensables para el tra­ bajador. Digo que excepto por un periodo limitado, porque ningún punto está mejor establecido que ése de que la oferta de trabaja­ dores se hallará siempre, en último término, en proporción a los medios de sostenerlos.” 11 10 R icardo, Principios, cap. x x i , p. 2 1 6 , ed. cit. 11 P rincipios ed. cit., pp. 2 1 6 , 2 1 8 . V e r tam bién lo relativo a 'la s utilidades tienden naturalm ente siem pre a decrecer” (p . 9 2 ) .

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En una carta a Malthus, Ricardo le decía: “Sostengo que no existen causas que, durante cualquier periodo de tiempo, hagan dis­ minuir la demanda de capital, por más abundante que éste pueda llegar a ser, excepto un precio comparativamente elevado de los ali­ mentos y de la mano de obra. E n otras palabras, que las ganancias no se reducen necesariamente debido a un aumento del volumen de capital, ya que la demanda de éste es infinita y se gobierna por la misma ley de la población. Ambas hallan un freno en la elevación de los precios de los alimentos y en la consecuente elevación del valor de la mano de obra. Si dicha elevación no existiera ¿qué podría im­ pedir el aumento ilimitado de la población y del capital?12 De esto deducía la conclusión sobre la que descansaba la prueba de su ataque a los intereses terratenientes: “creo que puede comprobarse satisfacto­ riamente que en toda sociedad que aumenta su riqueza y su pobla­ ción . . . , las ganancias, en general, deben caer, a menos que progrese la agricultura o que el trigo pueda ser importado a un precio más reduci­ do” .13 Como ambas condiciones son contrarias a los propietarios de la tierra, “se concluye que el interés del terrateniente siempre es contrario a los intereses de cada una de las otras clases sociales. Su situación nun­ ca es tan próspera como cuando los artículos alimenticios son escasos y caros, no obstante que todo el resto de la población se beneficia considerablemente con la baratura de los artículos alimenticios” .14 Fueron estas discusiones sobre los intereses de los terratenientes lo que suscitó la crítica de su amigo Malthus, y la cuestión de la ten­ dencia decreciente del tipo de ganancia lo que constituyó el centro principal de su desacuerdo.15 Malthus sostenía que la ganancia podía caer no a consecuencia de una elevación de salarios, sino de una reducción del precio de las mercancías como resultado de una de­ manda deficiente, y que esto tendría que ocurrir probablemente si la acumulación de capital era demasiado rápida,- sobre todo si tenía lugar a expensas de una reducción del consumo. En contraste con la ley de los mercados de Say, Malthus sostenía que era posible que la producción dejara atrás al consumo, en el sentido de provocar una reducción de precios y ganancias y una consecuente “plétora” y depresión económica, sí el equipo de producción se aumentaba a 12 L e tte rs of R icardo to M a lthu s, 1 8 1 0 -2 3 , ed. B onar, p. 1 0 1 . C uand o M althus d ecía que la rápida acum ulación de capital debe conducir a la sobreproducción, R icardo com entaba que en las circunstancias específicas descritas por M althus (dism inución de ganancias y dem anda in su ficien te), ‘l a falta específica sería la de dem anda de población” (N o tas a M a lthu s, F on d o de C u ltu ra E co n ó m ica , 1 9 5 8 , p. 2 2 6 ) . 13 Essay on th e In ílu e n c e o í a L o w P n c e o í C o m o n th e P toíits o í S t o c í, 1 8 1 5 , p. 2 2 . E s to es lo que M arx describía co m o un aum ento de la "‘plusvalía relativa” (un a reducción del valor de la fuerza de trabajo relativam ente al valor del p ro d u c to ). 14 I b id ., p. 2 0 . 15 V éase M althus, Principios, pp . 1 8 1 0 -2 3 , e d . B onar, pp. 1 8 6 -1 9 1 .

1 6 3 -1 7 3 , y L e tters o í R icardo to M althus,

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expensas del consumo. “La frugalidad, o conversión de ingresos en capital, puede darse sin ninguna disminución del consumo si el in­ greso aumenta prim ero.. . {sin gmbargo], ninguna nación puede enriquecerse por una acumulación de capital que provenga de una disminución permanente del consumo; porque, al acumularse más de lo que se necesita para satisfacer la demanda efectiva de productos, una parte perderá en seguida su utilidad y su valor y dejará de poseer el carácter de riqueza.’' 16 E n contraste con Say y Ricardo, soste­ nía que la reducción de valor, en relación al trabajo, era una tendencia natural de todas las mercancías, supuesta una creciente acumulación, por más que no está muy claro cómo reconciliaba este punto de vista con su propia doctrina acerca de que la población tendía constantemente a aumentar hasta los límites de subsistencia. “Algunos escritores muy inteligentes han pensado que si bien no es difícil que se produzca un abarrotamiento de ciertas mercancías, no es posible que éste sea g eneral.. . Sin embargo, me parece que si se aplica esta doctrina con caracteres de generalidad, no tiene ningún fundamento. . . E n realidad, no es cierto que las mercancías se cam­ bien siempre por mercancías. Muchísimos productos se cambian di­ rectamente por trabajo productivo o por servicios personales; y no cabe duda que esa masa de mercancías, comparada con el trabajo por que ha de cambiarse, puede bajar de valor como consecuencia de un abarrotamiento, igual que una sola mercancía baja de valor debido a un exceso de la oferta en comparación con el trabajo o el dinero.” 17 Esto, junto con los escritos de Sismondi, que habían anticipado una crítica semejante,18 estaba destinado a ser el venero de donde habían de manar las diversas doctrinas del infraconsumo que hoy día son nuevamente el motivo central de las controversias. Con el triunfo de la tradición ricardiana en la Inglaterra victoriana, esta doctrina de Malthus se hundió por mucho tiempo en la oscuridad, y sólo se la recordaba como ejemplo del destacado sofisma de que 16 Principios, pp . 2 7 4 -2 7 5 . 17 Principios, p. 2 6 6 . E l desacuerdo entre M althus y R icardo respecto a la teoría del valor estaba íntim am ente conectado con este problem a. M althus pretendía definir el valor en térm in os de ‘l a cantidad de trabajo de que una m er­ can cía puede disponer” , en tanto que R icardo insistía en su propia definición que h acía consistir el valor en la can tid ad de trabajo requerida para producir la m er­ can cía en cuestión. E n térm inos de la definición de M althu s, cualquier reducción de la ganancia se trad u cía en un a caída del valor de las m ercancías; pero de acuerdo co n la d e R icard o , el valor de las m ercancías sólo caía si las m ejoras perm itían producirlas c o a m enos trabajo que antes; y esa caída sólo podía tra­ ducirse en un tipo de ganancia m ás reducido si la fuerza de trabajo era la única entre todas las m ercancías cuyo valor no se reducía. (V e r L e tteis to M a lthu s, p. 2 3 3 .) 1S H . G rossm an, en su S ism o n d e d e Sismondi et ses T h éo ríes Économ iques, p retende qu e Sismondi no considera el infraconsum o com o una causa de las crisis, sino co m o su resultado (p . 5 5 ) . Pero es difícil acep tar que ésa se a la interpretación que se desprenda de pasajes co m o los de los N ouveaux Príncipes, vol. I , pp. 1 2 0 -3 2 9 ; y co m o los de los S tu d es, vol. I , pp. 6 0 ss.; vol. I I , p. 2 3 3 . V e r tam bién los com entarios de M . T u an , Sism ondi as an E con om ist, pp . 6 8 ss.

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el lujo crea oportunidades de ocupación y de que era mejor gastar que ahorrar. Unos treinta años después, en Alemania, Rodbertus le dio una nueva forma, y a través de él y de su influencia sobre Lassalle, Diihring y la naciente escuela del socialismo alemán llegó a implantarse fírme y francamente en el pensamiento socialista. Por una ironía del tiempo, la doctrina aderezada originalmente para jus­ tificar a los terratenientes y a los tenedores de bonos en su calidad de “consumidores improductivos” se transformó en un arma en ma­ nos del proletariado que le servía para criticar un sistema que im­ ponía la pobreza y restringía el consumo de la gran masa de produc­ tores. E n los últimos años ha sido resucitada, y aun puede decirse que hoy día está en boga. Esto debe atribuirse, en gran parte, a la defensa que de ella ha hecho durante un buen número de años J. A. Hobson, exponiéndola en una forma novedosa, a pesar de que muchos de los aspectos son esencialmente tradicionales. Todavía más recientemente, G. D . H. C o lé 19 ha salido a su defensa, en tanto que J. M . Keynes nos asegura que el “principio de la demanda efec­ tiva” de Malthus es una contribución fundamental para el entendi­ miento de las cuestiones económicas que ha sido menospreciada.20 Repudiada por Marx y Engels,21 por lo menos en su forma rodbertiana, llegó a tener una considerable popularidad en círculos marxistas. Rosa Luxemburgo le dio una variante “marxista” especial y criticó a Marx por menospreciar indebidamente este aspecto.22 Es difícil que para el-simple sentido común, libre de ilustradas complicaciones, pueda haber duda acerca de cuál de las doctrinas, la ricardiana o la del infraconsumo, se halla más cerca de la verdad. E l propósito de la producción, hay que suponerlo, es el consumo. La 19 V e r P rincipies o f E c o n o m ic P la nn in g, pp. 5 0-51. 20 V e r E co n o m ic Jou rn al, de junio de 1 9 3 5 . 21 V er En gels, A n ti-D ü h rín g, pp. 3 1 2 ss. (E d . C é n it, S. A ., M adrid, 1 9 3 2 .) M arx escribía lo siguiente: “ E s una pura tautología el decir que las crisis se pro­ ducen por falta de capacidad d e pago del co n su m o . . . E l que las m ercancías no puedan venderse, no significa o tra cosa sino que n o se encuentran com pradores que puedan pagarlas (a no ser que las m ercancías en últim o térm in o se com pren para el consum o productivo o ind ivid ual). P ero si se quiere dar a esta tautología un sentido m ás hondo diciendo que la clase obrera percibe una parte m uy pequeña de su propio producto y que el m al se rem edia tan pronto com o perciba una parte m ayor, es decir, que su salario aum ente, habrá que objetar a esto tan sólo que las crisis se preparan cada vez por un periodo en que el salario sube en general y la d ase obrera realiter recibe una m ayor participación en la parte del producto anual destinado al consum o.” U n a nota a este pasaje agrega: “A d notam de ciertos secuaces de la teo ría de las crisis de R odbertus. F . E . ” E l C apital. 2^ ed., vol. I I , p. 3 6 6 ( F .C .E ., M éxico , 1 9 5 9 .) 22 L a acum ulación del capital. L a m ism a R osa Luxem burgo criticaba alguna de las form ulaciones tradicionales de la teoría del infraconsum o, pero sostenía que M arx había puesto m uy poco énfasis en lo que ella llam aba la “ realización de la plusvalía” a través de la venta en el m ercado y, por consiguiente, en el poder de consum o de la sociedad. E s to la condujo a su fam osa teoría de las “ terceras personas”, esto es, que el capitalism o requiere siem pre, o una clase "m ed ia” , o colonias paTa po d er disponer del exced ente de m ercancías. V e r J . Z. Salz, D as W e s e n des ImperiaKsm us, pp . 4 0 -4 4 .

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realización de la ganancia del productor depende de la existencia de mercados donde poder vender. Si el desarrollo desproporcionado de unas industrias respecto de otras fuera posible, es decir, si la expan­ sión de la capacidad productiva en ciertas direcciones resultara exce­ siva respecto de la demanda, parecería muy razonable sostener, como lo hizo Malthus, la posibilidad de una desproporción general entre todos los artículos de consumo en relación con la “demanda efectiva” . La doctrina, a la que ya nos hemos referido,23 de que la producción y el cambio, considerados como un todo, debiera ser correctamente tratada como un proceso continuo de trueque de bienes contra bienes y de que, por consiguiente, la demanda total tiene que aumentar al parejo de la oferta total porque son idénticas, parecía ser una evasión abstracta del problema real. E l ingreso total podría ser suficiente para cubrir el costo total de todos los bienes de consumo producidos, si aquel ingreso fuera gastado realmente en artículos de consumo. Pero si se ahorra una parte, ésta tendría que invertirse, no en la compra de artículos de consumo, sino en la de bienes de produc­ ción, lo que contribuiría a aumentar aún más la corriente de bienes de consumo en el futuro. Si el ahorro continuara ¿dónde se podría hallar mercado para este flujo adicional de productos, si los precios no declinaran hasta un punto en que las ganancias no sólo comen­ zaran a caer, sino hasta desaparecer? ¿Acaso los bienes no se produ­ cen, en último análisis, para ser consumidos, por más “largo” y “prolongado” que sea el proceso de producción? ¿Acaso la ganancia del capital y los salarios del trabajo no se “derivan”, reconocida­ mente, del valor de los bienes de consumo? ¿Acaso la demanda final de los consumidores no se “deriva” del valor de esos mismos bienes de consumo? Sólo la fantasía de un economista puede considerar po­ sible la existencia de un mundo (en la infortunada frase de J. B. Clark)24 “en el que se construyan fábricas que sólo servirán para hacer más y más fábricas indefinidamente”, sin que llegue a haber plétora. E l punto de vista tradicional tenía para esto dos respuestas. La primera fue la de Ricardo, enderezada contra Malthus. E n sus Notas a Malthus, comentando los párrafos que hemos citado, escribe: “Niego que las necesidades de los consumidores disminuyan por lo general con la frugalidad; son transferidas, con la capacidad de con­ sumir, a otro sector de consumidores. . . Por acumulación de capital procedente del ingreso se entiende el aumento del consumo por trabajadores productivos en vez de por trabajadores improductivos.”25 En un famoso pasaje, Adam Smith había dicho que “lo que cada año se ahorra se consume regularmente, de la misma manera que lo 23 V e r supra, pp. 3 4 ss. 24 E n su prefacio a la traducción# inglesa de O rer-production and Críses, de Rodbertus. 25 N otas a M a lthu s, ed cit., pp. 2 1 9 y 2 3 1 . V e r tam bién Jam es M ili, C om m erce D efended , p. 7 8 .

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que se gasta en el mismo período, y casi al mismo tiempo también, pero por una clase distinta de gente” .26 La fuerza de esta respuesta dependía claramente de la simplificada concepción del capital como “anticipos a los trabajadores” . Si un capitalista o un terrateniente “ahorraban”, ello podía concebirse como una entrega — en forma de salarios— de parte de su ingreso con el propósito de ampliar el proceso de producción: pero el consumo a que renunciaban lo rea­ lizaban, en su lugar, trabajadores adicionales. Por consiguiente, el ahorro no implicaba en absoluto una reducción de la demanda de los consumidores. Si una parte de la inversión tomaba la forma, no de “capital circulante”, sino de “capital fijo”, es decir, si no se utili­ zaba directamente en el pago de trabajadores, sino en la compra e instalación de maquinaria, el resultado indicado no se percibía ni tan clara ni tan directamente. Pero un análisis más cuidadoso per­ mite aclarar que a este respecto no hay diferencia fundamental entre los dos casos: que la compra de una máquina es una transferencia de poder de compra — en este caso a los obreros que hacen la má­ quina y a los capitalistas que les dan ocupación— , como lo es una inversión de capital que toma la forma de ocupación directa de mano de obra (aunque las circunstancias no son indiferentes, como vere­ mos, para los efectos de la inversión sobre la demanda de mano de obra y sobre la ganancia). La segunda respuesta estaba dirigida a la otra mitad del laberinto del infraconsumo: ¿qué sucedía con los bienes adicionales producidos pot los nuevos trabajadores o por la nueva maquinaria? La contesta­ ción era que, o bien el ingreso de la sociedad aumentaba con la ampliación del mecanismo de la producción al contar con más tra­ bajadores que antes (y, por consiguiente, aumentaba el ingreso dis­ tribuido en forma de salarios y de ganancias), o bien, si la inversión tomaba la forma de una transferencia de obreros para hacer má­ quinas, el aumento resultante de la producción de artículos, siendo el fruto de una mayor productividad del trabajo, venía acompañado de una reducción de costos de producción, de modo que, aunque más abundantes, los bienes podían venderse sin pérdida, a precios más reducidos.2,7 Lo que quizá pueda llamarse la forma rudimentaria de la teoría del infraconsumo (esto es, que la inversión, por sí misma, origine una plétora), tal como se halla formulada en los escritos de Sismondi y de Rodbertus, parece haber sido considerada por Marx como de­ 26 R iqueza d e las naciones, ed. c i t , p. 306. 27 V e r E . F . M . D urbin, Purchasing Pow er and T rad e Depression, p p . 7 5 -7 6 , donde se destaca este razonam iento. E s ta argum entación nos procura una respuesta, por ejem plo, a la pretensión de M althu s de que la “ parsimonia” aum enta de tal m odo la producción de m ercancías que éstas no pueden encon trar com pradores “ sin una reducción del precio que haga q sizá bajar su valor a m enos de lo que representan los gastos” . (Principios, ed. cit., p. 2 6 6 .) D urbin hace n otar que su costo de producción se reduce tam bién co m o un resultado de la inversión de capital. E l hecho de que se reduzca proporcionalm ente es otra cuestión.

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masiado superficial para dar una respuesta adecuada a la clásica ley de los mercados. Considerando la demanda como si fuera un factor aislado, descuidaron la relación que mantiene con la producción: el hecho de que la sociedad como consumidora, con una determinada cantidad de poder de compra, es simplemente una faceta de la so­ ciedad como productora. Refiriéndose a Sismondi, Marx decía que, “aunque enjuicia magníficamente las contradicciones de la pro­ ducción capitalista, no comprende sus causas y, no comprendién­ dolas, no puede comprender tampoco el camino para resolverlas”; pero lo que en particular ignora es el hecho de que “las condicio­ nes de producción vigentes no son sino un aspecto distinto de las condiciones de producción imperantes”.28 Indicaba, además, la nece­ sidad de un análisis mucho más riguroso del que se había hecho hasta entonces del proceso de la acumulación del capital. Desgraciadamente su propio análisis no quedó terminado, aunque su trazo esencial fue suficiente para marcar una época, adelantándose a los trabajos de economistas posteriores sobre el mismo problema, y supliéndolos a tal grado que el desprecio con que lo tratan los académicos resulta realmente asombroso. Puede decirse que el punto de partida del examen que hizo Marx del problema descansa en dos nociones fundamentales olvidadas. La primera, una enmienda, y la segunda, una ampliación de la doctrina ricardiana. Aquélla consistía en la división del capital en “constante” y en “variable”, y la segunda en su concepción de un “aumento de la plusvalía relativa” . La primera era una importante calificativa de la noción de capital considerado como simples “anticipos a los traba­ jadores” . E l uso que de esa noción hacían los primeros economistas, estaba lejos de ser preciso. Es cierto que tenían una noción tolera­ blemente clara de la diferencia entre capital fijo y capital circulante (correspondiendo, como lo advirtió Marx, a los avances primitives y a los avances armuelles de los fisiócratas), así como del hecho de que en las diferentes ramas de la producción estos dos elementos se hallaban combinados de modo diverso. Ricardo se había dado cuen­ ta de la importancia de la durabilidad en el caso del capital fijo, ha­ biendo observado que, “en la medida que el capital fijo es menos duradero, se aproxima a la naturaleza del capital circulante”, ya que “será consumido en un tiempo más corto” . Pero cuando los econo­ mistas pasaban de una industria aislada a la economía en su con­ junto, daban la impresión, en general, de haber retornado a la noción de que todo el capital, en último análisis, se reducía a los “anticipos de salarios” a los trabajadores. Parece que el significado de este punto de vista no fue claramente definido. Es de presumirse que con ello no querían decir que todo el capital podía reducirse a esa forma en un ciclo dado de la producción. Sin embargo, condujo a Ricardo a iden­ tificar el tipo de ganancia (la relación entre capital total y ganancia) con la relación entre ganancia y salario, y a J. S. M ili a sostener que 28 H istoria crítica d e la teoría d e la plusvalía, ed. cit., vol. I I I , p. 4 9 .

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el tipo de ganancia dependía únicamente de la proporción de lo producido que correspondía al trabajo. (MeCulloch, sin embargo, no había visto tan claramente como Longford que dependía de la pro­ porción entre la ganancia y el capital total). Marx hizo ver que la distinción entre capital fijo y circulante giraba propiamente, no sobre el tiempo que requería el capital para circular, sino sobre la dife­ rencia entre el papel concreto que desempeñan en la producción los instrumentos y los objetos del trabajo, los primeros circulando poco a poco durante el proceso de depreciación de las máquinas y los se­ gundos incorporándose como un todo y en un solo acto al producto. ( “E l ganado considerado como ganado de labor, es capital fijo; con­ siderado como ganado de matanza es materia prima, destinado en último resultado a entrar en la circulación y actúa, por tanto, no como capital fijo, sino como capital circulante” ) 29 Consideraba, sin embargo, que esta distinción era menos fundamental que la que existe entre trabajo “acumulado” o “muerto” de ambos tipos y tra­ bajo activo o “viviente”,,y a que esta última distinción para la eco­ nomía en su conjunto corresponde a la que existe entre el poder productivo heredado del pasado y la producción corriente de valor neto o añadido. E l capital invertido en equipo o en materias primas era, para Marx, el capital constante, y el destinado a la compra de fuerza de trabajo, considerado como un fondo corriente de salarios, capital variable. Esto lo condujo a sostener que el tipo de ganancia (relación entre la ganancia y el capital total, en un período dado) no dependía exclusivamente de lo que él, por contraste, llamaba “tipo de plusvalía” (la relación entre ganancia y salarios o entre la plusvalía y el capital variable).30 Si ocurría un cambio de la proporción en que el capital existente se hallaba dividido entre esas dos formas (lo que él llamaba la “composición orgánica del capital” ), el tipo de ganancia podía cambiar aunque el tipo de plusvalía permaneciera constante. La influencia del progreso técnico tendía a alterar esta proporción general, aunque no invariablemente, en dirección de una elevación 29 E l Capital, ed. cit., vol. I I , p. 1 4 4 . V e r tam bién vol. II, p . 1 4 0 : “ E l valor así adherido va disminuyendo co n stan tem en te hasta que el m edio de trabajo queda fuera de uso y su valor se distribuye, p o r consiguiente, durante un periodo de tiem po m ás o m enos largo, entre una m asa de productos qu e brotan d e una serie de procesos de trabajo co n stan tem en te repetidos.” E n el curso de su discusión acerca del capital fijo, M arx se detien e a considerar el problem a del m antenim iento, citando a Lardner en el caso de los ferrocarriles para dem ostrar que ‘l a línea divisoria entre las verdaderas reparaciones y las reposiciones entre los gastos de conservación y los gastos de renovación, es un a línea m ás o m enos in cierta.” (Ib id ., p. 1 5 8 ) . 30 M arx tuvo m ucho cuidado en dem ostrar que lo im portante para la deter­ m inación del tipo anual de ganancia no era la relación entre ganancia y salarios en cada rotación del capital, sino el “ tipo anual de plusvalía” ; hallándose este últim o en relación^ con el tipo sim ple del ciclo de rotación del capital variable. E l ciclo de rotación del capital variable llegó a ser, p o r consiguiente, un fa cto r separado para la^ determ inación del tipo de ganancia. (E l Capital, vol. I I , pp. 2 6 2 2 8 5 . V er tam bién el capítulo sobre "C ó m o influye la rotación sobre la cu ota de beneficio”, E l Capital, vol. I I I , pp. 8 4 - 9 0 ) .

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de la proporción del capital constante respecto al variable. Por consi­ guiente, la tendencia del progreso industrial se apuntaba en el sen­ tido de-reducir el tipo de ganancia, aun cuando el tipo de la plus­ valía no declinara. Ésta fue su respuesta a la afirmación de Ricardo de que sólo el mecanismo de los rendimientos decrecientes de la tierra era capaz de explicar la tendencia decreciente del tipo de ganancia. Pero Marx se apresuró a señalar la existencia de “tendencias opuestas” cuya influencia era en dirección contraria. Entre éstas se destacaba el “aumento de la plusvalía relativa”, al que ya nos hemos referido. Esto ocurre cuando un aumento de la productividad del tra­ bajo, habiéndose extendido a la producción de las subsistencias, se traduce en una reducción del valor de la fuerza de trabajo y del valor de las mercancías en general. E l resultado es un aumento del tipo de la plusvalía, debido al hecho de que se requiere una proporción más pequeña de la fuerza de trabajo social para producir las subsistencias del trabajador, de manera que “el producto neto” aumenta por parejo en valor y en cantidad. O como lo expresó Marx más directamente; debido al hecho de que se requiere una porción más pequeña de la jomada de trabajo de cada obrero para reemplazar el valor de su propia fuerza de trabajo, quedando una parte mayor de la jomada para producir la plusvlaía del capitalista. Ricardo había apuntado esta posibilidad, aunque no la analizó en detalle. Su obsesión por la amenaza de los rendimientos decrecientes de la-tierra lo había con­ ducido a menospreciar la importancia de aquella posibilidad, aunque se la daba tratándose de la apertura de mercados extranjeros y de la importación de trigo más barato. Pero este aumento de la produc­ tividad del trabajo era, en sí mismo, uno de los efectos del progreso técnico, y la posibilidad de su extensión a la agricultura, lo mismo que a la industria, era otra razón para que Marx negara que los ren­ dimientos decrecientes fueran un factor importante con influencia sobre el tipo de ganancia y sobre las crisis económicas. Más adelante volveremos a examinar esta influencia y su relación con la “tendencia decreciente del tipo de ganancia” . La noción de la “composición orgánica del capital”, expresando como expresaba una relación entre trabajo “acumulado” o pasado y trabajo “viviente” o presente, puede ser considerada como la pre­ cursora de las ulteriores nociones austríacas del “periodo de produc­ ción” o de la “intensidad del capital” .31 No obstante, Marx ha sido criticado frecuentemente por no haber tenido una concepción del 31 N o obstante que el orden cronológico tiene su im portancia, creo que n o ha sido destacado por los historiadores del pensam iento económ ico. E l vol. II de E l C apital apareció en 1 S 8 5 , y la Positive T heorie, d e Bohm-Baweríc, en 1 8 8 9 . L a diferencia fundam ental reside en que M arx n o opera con una conexión entre los diferentes periodos de la rotación y la productividad del trabajo, que era la prin­ cipal preocupación de Bohm -Bawerlc y uno de sus intentos de “ justificación” de la plusvalía. Para M arx sólo el valor del capital constante y la rotación del variable afectaban directam ente el tipo de ganancia.

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papel del tiempo en la producción y por confundir el ritmo del flujo de capital con su volumen, como si la segunda parte del volumen II de E l Capital, que se refiere a estas cuestiones, nunca hubiera sido escrita. Marx aclaró que “el ciclo de rotación del capital invertido” dependía de la amplitud del tiempo ocupado por el “proceso de trabajo” — el tiempo durante el cual el trabajo se aplica directamente a la fabricación de un producto— y también del tiempo durante el cual “los bienes en proceso” están madurando por razones técnicas. Cita como ejemplos los “granos de invierno [que] necesitan alre­ dedor de nueve meses para madurar” y la explotación de maderas ya que en algunos casos “la semilla puede necesitar cien años para transformarse en un producto acabado, periodo durante el cual re­ quiere muy pequeñas contribuciones de trabajo” . Por otra parte, no limita el concepto al “capital de trabajo” wickselliano, sino que tam­ bién lo aplica explícitamente a los instrumentos de trabajo, indi­ cando que como el capital fijo imparte su valor al producto “poco a poco”, generalmente tiene un ciclo más prolongado de rotación que el capital de operación, aunque no sucede así invariablemente, como lo demuestra el ejemplo de la explotación de maderas.32 E l punto de •divergencia con ulteriores economistas reside en el decidido apego al énfasis que puso en el volumen I para sostener que, no obstante la influencia del ciclo de rotación del capital sobre el tipo de ganancia, el agregado de plusvalía seguía determinándose únicamente por la relación entre el valor de la fuerza de trabajo y el valor del producto, la relación de explotación fundamental, que era la base de su estructura. Pero éstos no eran más que los prolegómenos de la parte tercera del volumen II que consagró al análisis de los efectos de la acumu­ lación del capital sobre la división de las fuerzas productivas entre las industrias de medios de producción y las de bienes de consumo. La demanda de las primeras dependía del ritmo ordinario de reno­ vación del capital constante (“trabajo acumulado” ) y del ritmo de aumento de su volumen existente, de manera que cualquier cambio súbito del ritmo de acumulación de capital o de las proporciones entre capital constante y variable tenía que traducirse, probablemente, en una desproporción entre esas dos ramas industriales. Marx atri­ buía una importancia fundamental al proceso de cambio entre los dos departamentos y el análisis que de él hizo representa otra notable contribución al pensamiento económico. Es indudable que lo que el Tableau Économique, de Quesnay, había sido para la agricultura y para el artesanado del siglo x v i i i , lo fue el esquema departamental de Marx para el proceso económico más complejo introducido por la revolución industrial. Ambos eran un intento para dibujar un mapa 32 I b id ., p . 8 0 2 : “ se h a desprendido, en general, que según la distinta m ag­ nitud de los periodos de rotación habrá que anticipar capitales-dinero de m uy dis­ tinta m agnitud para po n er en m ovim iento la m ism a m asa de capital productivo circulante y la m ism a m asa [de fuerza] de trabajo, con un grado igual d e explo­ tació n del trabajo” .

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del proceso real como base de un análisis y una generalización más desarrollados. Es indudable que para la formulación de su propio es­ quema Marx se inspiró, y mucho, en el Tableau Economique. Es interesante hacer notar a este respecto que en una carta dirigida a Engels en 1863 ya exhibía los lincamientos esenciales de este esquema como su propio Tableau Économique, aplicándolo primero a lo que él llamaba “la reproducción simple”, o las condiciones estáticas de la reposición del capital sin una nueva acumulación del mismo, con objeto de descubrir cuál sería el equilibrio necesario entre ambos de­ partamentos y los diversos ingresos en cada uno, si el intercambio entre ellos debía tener lugar sin interrupción.33 En los últimos años de la década del setenta, cuando ya su salud declinaba, Marx des­ arrolló el tema; pero a su muerte sólo dejó algo más que notas y citas: “una presentación preliminar del tema”, como decía Engels, “fragmentaria” e “incompleta en diversos lugares”. Fue este manus­ crito inconcluso el que Engels puso en orden en 1885, después de la muerte de Marx, el que había de constituir la tercera sección de E l Capital, volumen II. Los manuscritos que fueron publicados más tarde en el volumen II I y que se refieren a la tendencia decreciente del tipo de ganancia, fueron escritos antes, a mediados de la dé­ cada del sesenta, aunque también no eran sino “un primer intento” y “muy incompleto” . E l propósito principal de estos esquemas era doble. E n primer lugar mostraban claramente la diferencia entre el producto bruto y el neto, entre la suma total de transacciones con mercancías y el ingreso de los individuos. Desprendiéndose, como se desprendían, de la discusión de una proposición de Adam Smith acerca de que “el valor de cam bio. . . de todas las mercancías que constituyen el producto anual del trabajo en cada país se resuelve e n . . . tres partes que se dividen entre los diferentes habitantes del país, ya sea como salarios por su trabajo, como ganancias por su capital o como renta por su tierra”, Marx los ideó, en parte, para demostrar cómo podía ser verdad, al mismo tiempo, que el valor de cada mercancía era igual al valor de la fuerza de trabajo necesaria para su producción más la plusvalía más el valor del capital constante consumido, y que el valor neto producido por el sistema económ ico era igual, sim­ plemente, a los salarios más la plusvalía.34 En segundo lugar postu33 V e r M arx-Engels C orrespond ence, pp. 153 ss. L a condición requerida p a ta el equilibrio en el caso de la “reproducción simple” es la de que el capital cons­ tan te usado durante un periodo de tiem po dado en el departam ento 2 (el que produce bienes de consum o) ¡ debe ser igual en valor al capital variable m ás la plusvalía durante el m ism o periodo en el departam ento 1. É s te era un simple corolario del principio de qu e el producto to tal del departam ento 1 , expresado e n valor, debía ser igual al cap ital constante consum ido en amfeos departam entos. Las condiciones de equilibrio para ‘l a reproducción ampliada” son similares, aun­ que m ás com plejas (v er E l Capital, vol. I I , p. 3 5 2 ss.) 34 E i C apital, vol. I I , pp . 3 3 0 ss. F an H un g, en T h e Reviesv of E co n o m ic S tu d ies, de octubre de 1 9 3 9 , traza un paralelo en tre el análisis d e M arx y la dis­ tinción que hace Keynes en tre costo d e uso y costo de factores.

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laban las relaciones que debían mantenerse entre las industrias de bienes de producción y las de bienes de consumo por una parte y, por otra, entre la demanda de las industrias para la sustitución de equipos y de materias primas y la división del ingreso de los trabaja­ dores y de los capitalistas entre el consumo y la inversión.35 Esto daba, implícitamente, una respuesta a la rudimentaria teoría del infraconsumo, demostrando que la acumulación del capital podía continuar sin provocar ningún problema dentro de la esfera del cam­ bio, a condición de que esas relaciones fueran observadas. Marx se apresuró a agregar, sin embargo, que bajo la producción individualista destinada al mercado, estas relaciones necesarias sólo podían mantenerse por “accidente”, aclarando que en una situación móvil el proceso de cambio quedaba sujeto continuamente al peligro de una interrupción debido a la ausencia de un mecanismo adecuado dentro de la economía capitalista que permitiera mantener las pro­ porciones requeridas. Cualquier cambio de alguna importancia en el sistema económico y, en particular, un cambio de la técnica o del ritmo de la acumulación, tendería normalmente, y no por mero acci­ dente, a una ruptura del equilibrio. Que esto es asi, se desprende del hecho de que la producción (interdependiente en sus diversas ramas) está sujeta a un control atomístico de un buen número de decisiones autónomas sin relación entre sí, cada una de las cuales se adopta con desconocimiento de las que simultáneamente se toman en otras partes.36 E l mercado es impotente para coordinar estas deci­ siones antes de que el equilibrio se rompa y sólo puede coordinarlas después de que se ha roto, es decir, sólo puede hacerlo a través, pre­ cisamente, de la presión del cambio de precios que provoca la ruptura inicial del equilibrio. Una crisis opera como una catarsis y como un justo castigo, como el único mecanismo mediante el cual, dentro de esa economía, puede restablecerse el equilibrio una vez que ha sido roto. Es evidente que las proporciones entre esos dos grandes departa­ mentos de la industria se rompen de dos modos en el curso de una rápida acumulación de capital, y hay razón para pensar que Marx tenía en la cabeza esas dos formas cuando se refería a la “despropor­ ción” del desarrollo de las dos ramas. Un aumento de la acumulación, si es un aumento discontinuo, supone un periodo de transición du­ rante el cual la demanda de bienes de consumo (como una propor­ ción del poder de compra ordinario) disminuye, en tanto que la mano de obra y otros recursos se desplazan hacia la fabricación de medios de producción. Esto tendrá que ser así a íoitiorí si la acumu­ lación está acompañada por un cambio notable de la composición 35 E l D r. K aleck i h a h ec h o n o ta r q u e M arx sosten ía v irtu alm en te e n es te caso lo m ism o que ciertas proposiciones re cie n tes acerca de la identidad d el “ah orro” y la “inversión” ex p ost. (Essays ia t h e T h e o r y o í E c o n o m ic F luctu a tion s, p . 4 5 .) 38 E s te problem a y su relación con la generación de fluctuaciones económ icas se desarrolla m ás am pliam ente después (cap . v i y pp. 1 8 5 ss.).

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orgánica del capital. Como expresión de este hecho, las ganancias tenderán a disminuir en las industrias de bienes de consumo, apa­ reciendo la desocupación. A primera vista podría parecer que ésta no es una razón para provocar una crisis general, y que la reducción de ganancias y del volumen de ocupación en uno de los departa­ mentos se compensará por el aumento de las ganancias y de la ocu­ pación en el otro, en el de bienes de producción. Puede preguntarse por qué un cambio de esta naturaleza habría de tener algo más que efectos transitorios y parciales, algo más que cambios de la demanda de los consumidores que continuamente ocurren trasladando el “peso” de las diferentes industrias dentro del grupo de las que pro­ ducen bienes de consumo, cambios que implican un abandono del algodón por la seda artificial, de los ladrillos por el cemento, del gas por la electricidad. Sin embargo, una disminución de la actividad generalizada en las industrias de artículos de consumo tiene conse­ cuencias especiales por la razón de que las industrias que fabrican instrumentos de producción dependen de las que producen artículos de consumo, y la demanda de aquéllas es, en cierto sentido, “deri­ vada” de la de éstas. Esto constituye una importante calificativa de la afirmación de que la “demanda de mercancías no es una de­ manda de mano de obra”; e implica que, como lo ha subrayado re­ cientemente Durbin,37 un cambio de la demanda de bienes de con­ sumo comparativamente a la de medios de producción, tiene una significación más destacada que cualquier cambio de la demanda dentro de las industrias mismas de bienes de consumo. Cuando en .éstas se registra una declinación de las ganancias, ello, probable­ mente, revela una disminución de la demanda de instrumentos de producción que puede llegar a traducirse en una crisis general. Tal es la parte de verdad que ha descubierto la teoría del infraconsumo. Este caso es un importante ejemplo de desarrollo desproporcionado que surge del hecho de que en cualquier situación concreta, en cual­ quier momento dado, el capital se halla cristalizado en formas más o menos durables, y adaptadas a usos particulares y sólo a esos usos. E l cuadro pintado por J. B . Clark, respecto a la construcción “de fábricas que sólo servirán para hacer más y más fábricas indefinida­ mente”, nunca puede tener realidad, porque las fábricas se hallan siempre especializadas para satisfacer una corriente particular de de­ manda conectada con el consumo en un futuro inmediato y no una demanda que se proyecta hacia un futuro indefinido y remoto. Por consiguiente, cuando el consumo cambia, sus efectos repercuten hacia atrás a lo largo de la corriente de la demanda hasta llegar a todos los procesos intermedios conectados y adaptados a ella.38 3 ' E . F . M . D urbin , Pu rchasing Pow er and T rade D epressio n, 3S E s cierto que lo q u e aqu í se ha dicho sólo se apüca a ¡a capital existente. E s to no quiere decir que el nuevo capital, nuevos y m ás baratos m edios de producción (fom entados por industrias que fabrican m edios de p ro d u cció n ), no puedan ganar

p. 83. ganancia sobre el invertido en los la ampliación de el tipo anterior

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Pero si bien esta forma de desproporción puede ser la causa que dé origen a una crisis general, no puede decirse que ésa sea la causa necesaria. La raptara del equilibrio puede venir de un sector opuesto, mostrándose primeramente en una declinación de la ganancia y de la actividad en las industrias de bienes de producción. Existe, cierta­ mente, un buen número de pruebas de que ésta es la forma más frecuente en que se presenta una crisis. E l profesor J. M . Clark, revisando los datos norteamericanos de que se dispone, nos dice que “hasta donde lo demuestran las observaciones, éstas nos conducen a la conclusión de que la demanda general de los consumidores no dirige, sino que obedece los movimientos de la producción de bienes de consumo, la cual se mueve hacia arriba o hacia abajo debido, principalmente, a que los cambios del ritmo de producción aumentan o disminuyen el poder de compra ordinario de los trabajadores. . . E l movimiento inicial tiene lugar en un punto colocado más allá de donde está situado el consumidor, es decir, dentro de la etapa de la producción y no en la de la venta al menudeo” .39 Las “nóminas” o “listas de raya” parecen aumentar más rápidamente en las últimas fases del auge que en las primeras, en tanto que la producción in­ dustrial, y particularmente la producción de bienes de producción, muestran un ritmo de aumento más flojo a medida que continúa la expansión.40 Pero volviendo al esquema de la “reproducción ampliada” de Marx, es instructivo destacar los supuestos implícitos en su ma­ nejo, puesto que un examen de ellos conduce inmediatamente a otros dos elementos de su teoría de las crisis económicas que, en cierto, modo, son más importantes. E n primer lugar parece que Marx su­ ponía que las nuevas inversiones no introducen ningún cambio en la composición orgánica del capital, es decir, que aquéllas se destinaban exclusivamente a lo que Hawtrey ha llamado recientemente “am­ pliación”, por oposición a “profundización”, de la estructura del capital.41 Tal era el caso (en el que esta condición no se cumplía) que ocupó su atención en la parte inicial del volumen III. E n se­ gundo lugar, comienza por suponer que la “reproducción ampliada” (o inversión neta) se efectúa a un ritmo constante. Tan pronto de ganancia (a m enos que haya causas que tiendan a dism inuir el tipo general de g an an cia). P ero en el m om en to que tiene lugar la caída de la dem anda d e bienes de consum o, estos nuevos m étodos de producción todavía n o están d isp on ibles; y la depresión en las industrias de bienes de consum o intervendrá para fren ar lá dem anda y la expansión de las industrias de bienes de producción, im pidiendo, de ese m od o, la inversión en esos nuevos m étodos de producción. 39 Strategíc F acto rs in B u sin ess C y cles, pp . 4 8 y 5 3 . 40 Ib id ., p p . 5 0 -5 3 . 41 D ebo reconocer m i deuda con el D r. Kalecki p o r haberm e llam ado la atención sobre este p u nto. E s te supuesto n o se halla necesariam ente im plícito en los cuadros de M arx, puesto que la relación entre capital constante y variable, e n esos ejem plos, se refiere al cap ital co n stan te consum ido y n o a su existencia to tal. P ero cuando da ejem plos num éricos acerca de có m o se distribuye el capital nuevam ente invertido entre esos dos tipos de capital, es claro qu e M a rx h a c e ese supuesto.

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como se abandona este supuesto, escogiéndose un ejemplo ya sea de reproducción a un ritmo creciente o de ahorro en escala general sin ningún acto concurrente de inversión,42 surge el llamado problema de la “realización” de la plusvalía, que fue el principal tema de Rosa Luxemburgo. Marx plantea la cuestión en esta forma: si los capi­ talistas deciden acumular (o ahorrar) parte de la plusvalía que antes gastaban en la adquisición de bienes de consumo, entonces los ven­ dedores de estos bienes de consumo se quedan con artículos no vendi­ dos. ¿De dónde adquieren, por consiguiente, estos vendedores de bienes de consumo el dinero para invertir? Si mediante la venta de estos bienes no se puede “sustraer dinero de la circulación para atesorar o para constituir un nuevo capital-dinero virtual”, no habrá demanda de nuevos bienes de producción y el proceso de acumulación quedará interrumpido. E n las palabras de algunos economistas mo­ dernos, “el impulso de ahorrar habrá abortado” . Éste es “un nuevo problema cuya mera existencia tiene que resultar asombrosa para quienes comparten el punto de vista corriente de que se cambia [¿siempre?] mercancías de una clase por mercancías de otra clase” .43 Marx se reservó la solución de este laberinto hasta el último párrafo del volumen II. Dicha solución consistía en que las industrias de bienes de consumo podían encontrar mercado para sus artículos en los productores de oro, al realizar con ellos una transacción unilateral de bienes contra dinero. La “reproducción ampliada” con un ritmo creciente podía tener lugar suavemente en la medida, pero sólo en la medida, en que se introdujera nuevo dinero al sistema económico. Si bien esta respuesta puede tener un parecido superficial con la de Rosa Luxemburgo (quien sostenía que la acumulación requiere un mercado extemo que permita “realizar” por un acto de venta la plus­ valía acumulada por los capitalistas) difiere en dos puntos fundamen­ tales. La dificultad sólo se refiere, como ya hemos dicho, al caso en que el ritmo de ahorros aumenta; y Marx habla de una venta de bienes contra oro como una solución del problema, en tanto que Rosa Luxemburgo se refiere a una exportación de bienes contra bie­ nes, que no resuelve necesariamente el problema del excedente no vendido de bienes de consumo.44 42 L o que él llam aba una "v en ta unilateral de sus m ercancías no acom pa­ ñada de com pra” que im plica ‘la s reservas de dinero deben acum ularse, es decir, sustraerse a la circulación, en m uchos puntos, en parte para hacer posible la form ación de nuevo capital-dinero” . (E l C apital, vol. I I , p. 4 4 2 , y tam bién pp. 4 4 7 -4 8 , ed. F .C .E ., M éxico , 1 9 5 9 .) 43 I b id ., p . 4 5 1 . V e r tam bién Sartre, Esquisse d’une Théon'e M arxiste d es C lises. 44 E s de observarse que un a exportación de capital (co n una consecuente ex­ portación exced ente de bienes) proporcionaría una solución sem ejante a la que M arx se refiere; un acto de cam bio en el m ism o sentido, en este caso, contra valores en vez de oro. M arx n o form uló explícitam ente las condiciones en que tendría lugar una suave “ reproducción ampliada” con un ritm o constante, aunque de sus cuadros se desprende con claridad que esas condiciones eran que la parte gasta de V -f- P en el dep artam ento 1 debería ser igual a C la parte ahorrada de S en el departam ento 2 .

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Sin embargo, el supuesto de que la acumulación podía seguir por largo tiempo sin ningún cambio en la “composición orgánica del capital”, era muy abstracto. Desde luego implicaba un ejército de reserva industrial inagotable, si el capital variable tenía que aumentar con el mismo ritmo con que se hacía la inversión total; y, en cir­ cunstancias normales, antes de que esta “ampliación” del capital fuera muy lejos, el agotamiento de la reserva de mano de obra crearía una acentuada tendencia ascendente de los salarios que acabaría por precipitar la caída del tipo de ganancia.45 Por consiguiente, la con­ secuencia habitual de la acumulación del capital es una elevación de su composición orgánica; y este cambio, a menos que sea neu­ tralizado por un aumento del “tipo anual de la plusvalía”, precipitará una caída del tipo de ganancia. Parece claro que Marx consideraba esta tendencia decreciente del tipo de ganancia como una importante causa subyacente de las crisis periódicas y como un factor que con­ figura la tendencia a largo plazo: como una razón fundamental de por qué el proceso de acumulación y expansión es, por sus efectos, destructor de sí mismo, teniendo que padecer, por consiguiente, una recaída inevitable. Pero ¿qué decir de las tendencias en sentido contrario a que aludía el mismo Marx? Se ha dicho que el análisis de Marx no pro­ porciona ninguna base lógica para decidir cuál de las dos tendencias acaba por prevalecer, que Marx no hizo sino enumerar las “ten­ dencias en sentido contrario” colocándolas al lado de su análisis anterior como razones de por qué, en la realidad, “esta baja [del tipo de ganancia] no es mayor o más rápida” .46 No hay duda, pues, de que Marx tenía la seguridad de que el tipo de ganancia tendría que seguir cayendo en tanto que la acumulación del capital y los cambios técnicos tuvieran lugar. Pero el hecho de que no diera una prueba a priori acerca de cuál grupo de influencias tendría necesariamente que sobreponerse al otro, fue una omisión que, a mi modo de ver, 4 “ Algunos escritores m odernos sostienen el punto de vista de que un alza de los salarios nom inales a m edida que la reserva de m ano de obra se agota, da origen a un trastorno de la situación, n o en esta form a, sino lanzando al sistem a hacia un estado de violenta inestabilidad y precipitando una “liiperinflación” . (V e r Joan R obinson, Essays in tb e T h eo ry o í E m p lo y m e n t.) N o obstante, parece claro que M arx suscribía el pu nto de vista ricardiano de que un alza en ¡os salarios nom inales conduce generalm ente a una elevación de los salarios reales y a una caída de la ganancia. E n un pasaje critica a quienes sostienen que un alza de los salarios nom inales engendra un alza equivalente de los precios, argum entando que la m ayor dem anda de artículos ordinarios de consum o da lugar a una em igración de los recursos destinados a la producción d e artículos de lujo y, por consiguiente, a una m ayor oferta de los prim eros y a un a declinación de la de los últim os. 46 E l Capital, vol. I I I , p. 2 3 2 , ed. cit. A dem ás de un aum ento de la plusvalía relativa, a que nos referim os arriba, M arx incluía entre las tendencias en sentido contrario lo que él llam aba un “ abaratam iento de los elem entos del capital cons­ tan te” , debido a u n aum ento de la productividad del trabajo. T am b ién se refería a la creación de “ una sobrepoblación relativa” , que podía ten er un efecto depri­ m en te sobre el nivel de salarios y, por últim o, el com ercio exterior (q u e exam i­ narem os en un capítulo p o sterio r).

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se cometió deliberadamente y no porque el volumen III de E l Capital haya quedado sin terminar. Decimos deliberadamente porque habría sido contrario a todo su método histórico sugerir que podía darse una solución en forma abstracta o que alguna conclusión de apli­ cación universal podía deducirse mecánicamente de los datos rela­ tivos a los cambios técnicos examinados in vacuo. Sin duda, Marx concibió una situación en la cual los cambios de valores que tenían lugar eran el resultado de la interacción de cambios técnicos y de la particular configuración de las relaciones de clase que prevalecían en un momento y fase determinados. Todo el énfasis de su análisis lo ponía en la influencia dominante de estas relaciones al dar forma a la “ley que mueve a la sociedad económica”. (Entre los factores destacados de estas relaciones de clase determinantes se hallaban las condiciones de la oferta de fuerza de trabajo, independientemente de que los obreros se hallaran organizados o no en sindicatos, etcé­ tera) . Esta ley motora no podía recibir una interpretación puramente tecnológica, es decir, no podía ser considerada como un simple coro­ lario de una generalización relacionada con la naturaleza de los cam­ bios de la técnica de producción. E l resultado real de esta interacción de elementos en conflicto podía ser, en una situación concreta, dife­ rente del que era en otra diversa. Con mucha frecuencia se tiende (y no creo que el último libro de John Strachey sobre el problema escape a la observación)47 a considerar el punto de vista de Marx sobre esta cuestión como demasiado mecánico, describiéndolo como si descansara en la predicción de que la ganancia decreciera en forma de una curva continuamente hacia abajo hasta alcanzar un punto en el que el sistema tendría que pararse bruscamente, como una má­ quina a la que faltara vapor. La verdadera interpretación parece ser que Marx consideró la tendencia y las fuerzas en sentido contrario como elementos en conflicto de los cuales surgía la dirección general del sistema. E l conflicto de fuerzas acababa por hallar un equilibrio y, por tanto, un movimiento uniforme sólo que “por accidente”, y el cual daba lugar a esas bruscas sacudidas del equilibrio acompa­ ñadas de fluctuaciones que en las circunstancias concretas de la eco­ nomía capitalista toman la forma de crisis. Quizá las condiciones técnicas sean el esqueleto, los canales por los que discurren los acon­ tecimientos, exactamente como los huesos son el esqueleto del cuerpo humano, pero sin ser todo el cuerpo. ¿Puede decirse algo más preciso acerca de las condiciones en que la tendencia acabará probablemente por imponerse a las fuerzas en sentido contrario? Supongamos un estado de cosas en el que exista una gran “sobre47 L a naturaleza de las crisis capitalistas (F o n d o de C ultura E con óm ica, M éxico, 1 9 3 9 .) P o r otra parte, ciertos escritores han descrito la teoría de M arx com o si fuera solam ente una teoría de desproporciones, ignorando la tendencia decreciente de la ganancia. V e r especialm ente la n o ta sobre las crisis de J . B orchardt, en T h e P eo p le’s M arx.

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población relativa”, es decir, una considerable abundancia de mano de obra que resulte excesiva por comparación a la que puede em­ plearse.48 Esto puede ser atribuible al hecho de que el ritmo natural de incremento de la población haya sido superior al ritmo de la acumulación de capital, o a que la mano de obra haya sido desplazada por la maquinaria más rápidamente de lo que la inversión en nuevas industrias permite absorberla o porque ciertos sectores de la economía se hallen todavía en la etapa de lo que Marx llama la “acumulación primitiva”, bajo la cual el campesinado o los pequeños productores están siendo desposeídos y proletarizados. Esta situación sería la misma que describe Ricardo como el dorado camino del capitalismo; cada nueva ola de capital acumulado podía ser invertida repitiendo y ampliando los procesos productivos precedentes extrayendo estratos adicionales de fuerza de trabajo a un precio no mayor que los ante­ riores y sujetando estos nuevos estratos a una explotación del mismo tipo de plusvalía que antes. E n otras palabras, el campo de explo­ tación podría ampliarse al parejo de la acumulación de capital.49 E n consecuencia, no se necesita que el tipo de ganancia caiga y, por la misma razón, no hay motivo, ceteiis paiíbus, para ninguna alte­ ración de la composición orgánica del capital.50 Cada ciclo de pro­ ducción sería mayor que el anterior; pero la proporción en que el capital se halle dividido en capital constante y capital variable seguirá siendo la misma. Por otra parte, no habría problema de “venta” de los productos siempre que la proporción entre la industria de bienes de producción y la de bienes de consumo siguiera correspondiendo a la proporción en que el ingreso monetario de la sociedad se destinara a la inversión (incluyendo reparaciones y reposiciones) y al gasto en bienes de consumo. Si la situación llegara a complicarse más debido al invento de un nuevo procedimiento técnico, gracias al cual la maquinaria se tomara más eficiente o se le descubriera un nuevo uso, entonces sí habría un motivo de cambio de la composición orgánica del capital: se invertiría más proporcionalmente como capital constante y menos como capital variable, para sustituir al hombre por las máquinas, es decir, el “trabajo viviente” por el “trabajo acumulado”. Pero en esta situación el cambio no tendrá que traducirse necesariamente en una 48 E s to es lo que los econom istas de hoy día considerarían com o una con­ dición de la oferta de m ano de obra infinitam ente elástica para la industria en general. Suponem os tam bién que las m aterias prim as y los alim entos son de una oferta perfectam ente elástica. 49 V e r M a rx : “L a creación de plusvalía n o tropieza [d e s co n ta d a .. . la sufi­ ciente acum ulación del capital] co n m ás lím ite que la población obrera, siem pre y cuando que se parta com o un facto r dado de la cu ota de la plusvalía, es decir, del grado de explotación del trabajo.” ( E ¡ C apital, t. I I I , p. 2 4 2 .) 50 E s to quizá se explica porque los em presarios capitalistas han distribuido previam ente su capital para com prar fuerza de trabajo, m áquinas, m aterias prim as, etcétera, en las proporciones que, a su m odo de ver, son las m ás provechosas. A m enos que el precio de alguna de estas cosas cam bie, no habrá m otivo para que el capital se distribuya en proporciones diferentes.

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caída del tipo de ganancia. Si suponemos que el nuevo procedimiento es susceptible de aplicación a todas las industrias, incluyendo las agrícolas y las que producen medios de producción, es posible que el tipo de ganancia no sólo no caiga, sino que suba. Porque, a condición de que no exista una influencia que tienda a elevar los salarios reales (condición que se tiene ex hypothesi por el excedente de mano de obra) el valor de la fuerza de trabajo tendrá que caer paralelamente a la reducción del valor de la subsistencia, aumentando de ese modo “la intensidad de la explotación o el tipo de plusvalía”,51 en tanto que el aumento de la productividad reducirá en mayor o menor grado el valor de las máquinas y de las materias primas. En otras palabras, las fuerzas en sentido contrario que tienden a aumentar la “plusvalía relativa” y hacia un “abaratamiento de los elementos del capital cons­ tante” pueden reprimir la tendencia decreciente del tipo de ganancia latente en el cambio inicial de la proporción del capital constante respecto del variable. Por otra parte, la tendencia a aumentar la “sobrepoblación relativa” de los inventos que ahorran trabajo puede tener, además, el efecto de hacer bajar los salarios a un nivel inferior al que tenían previamente.52 Supongamos ahora, en cambio, una distinta situación del mercado de mano de obra. A saber: que la “sobrepoblación relativa” sea pequeña y se halle en vías de agotarse debido a la expansión de la industria, que el proceso de proletarización de los estratos sociales intermedios sea lento o se halle detenido o que, por último, los tra­ bajadores se hallen organizados tan vigorosamente que puedan resistir cualquier acción tendiente a reducir sus salarios monetarios y aun puedan aumentarlos en todos aquellos casos en que la competencia de los patronos por la mano de obra lo permita. En esta situación, a medida que aumenta la acumulación del capital y el excedente de 51 E l argum ento de Tugan-Baranovski (TJieorie und G esch ich te der H andelkrisen in En glan d , pp. 2 1 2 - 1 5 ) , que cita el profesor K. Shibata en K yoto University E c o n o m ic R ev iew , de julio de 1 9 3 4 , para dem ostrar que una elevación de la com ­ posición orgánica debe traducirse en una elevación del tipo de ganancia, descansa en un supuesto especial: el de que el tipo de la plusvalía (en el ejem plo citado) se duplica co m o resultado del cam bio. E s te resultado se consigue reduciendo a la m itad de lo que era antes la cu enta total de salarios reales (co n la m ism a pro­ ducción t o ta l) , un supuesto especial en el que, naturalm ente, la conclusión se halla im plícita. E l supuesto es paralelo al que hicim os arriba en el prim ero de ios dos casos que citam os; pero es incom patible con el segundo de esos casos, en el que el precio de la fuerza de trabajo perm anece constante, el precio de los p ro ­ ductos acabados cae páralelam ente al aum ento d e la productividad y el tipo de plusvalía no se altera. E n un a n o ta m atem ática no publicada sobre este problem a, que he tenido el privilegio de leer, H . D . Didcinson da una prueba para dem os­ trar que aun en el prim er caso el tipo de ganancia puede caer. E l asunto gira sobre la relación en tre la m ayor productividad del trabajo y la im portancia de los cam bios de la com posición orgánica. 52 Si este efecto adicional es considerable, puede revertir, parcial o to tal­ m en te, la tendencia inicial a elevar la proporción entre capital constante y va­ riable. E n otras palabras, desplazará una de las condiciones del equilibrio (el precio de la fuerza de trab ajo ), y hará costeable una reversión, com o lo decía M arx, a m étodos técnicos m ás prim itivos, a pesar de los nuevos inventos.

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fuerza de trabajo disponible en el mercado comienza a agotarse (lo que se necesita es una aproximación al límite de agotamiento, aunque no se alcance), la competencia del capital para obtener fuerza de trabajo dará origen a una tendencia ascendente de su precio, si no necesariamente universal, sí, por lo menos, dentro de ciertos tipos de trabajo y dentro de ciertas industrias. Esta situación es bastante fre­ cuente cuando se acerca el “pico” de un auge industrial. E n otras palabras, la acumulación del capital, en este caso, tiende a dejar atrás cualquier posible extensión del campo de explotación, y a falta de medios para intensificar la explotación del campo existente, el tipo de ganancia por unidad de capital tiene que caer. E l nuevo capital, tropezando con reservas limitadas de mano de obra barata, tiende cada vez más a colocarse en forma de capital constante, fluye, es decir, hacia nuevos procesos técnicos que se traducen en una ele­ vación de la composición orgánica del capital. E n este caso, la alte­ ración de la relación entre capital constante y variable está asociada a una caída del tipo de ganancia, puesto que el mismo cambio se expedita por un estado de escasez relativa en el mercado de trabajo que impide una “compensación” inmediata o, por lo menos, equi­ valente a esta caída, en la forma de un aumento de la “plusvalía relativa”.53 La importancia que Marx atribuía a esta tendencia decreciente del tipo de ganancia puede ser apreciada por el énfasis que ponía en sus críticas a Say y Ricardo por no haber tomado en cuenta el hecho 53 L a distinción que se hace aquí corresponde a la distinción entre inventos “autónom os” e inventos “ derivados” (in d u ced j, de J . R . H icks (T h e o iy o í W a g es, p. 1 2 5 ) . L os prim eros constituyen una nueva adquisición del conocim iento, los últim os un m étod o técn ico, previam ente conocid o, pero n o costeable con an te­ rioridad, debido a la relativa baratura de la m ano de obra. D eb e notarse que la otra clase de “co m pensación", el abaratam iento del cap ital constante, n o puede sel suficiente para neutralizar la tendencia decrecien te de la ganancia en este caso, porque si este abaratam iento fuera equivalente al cam bio de la relación entre la m aquinaria, e tc ., y el trabajo, entonces la relación entre cap ital constante y capital variable no cam biaría en térm inos de valor, la invención n o sería estrictam ente d a las que “ ahorran trabajo” , la cu ál, de h ab er sido conocida, hab ría sido costeable adoptarla previam ente. E l razonam iento de D urbin (o p cit.) de que el tipo de ganancia anterior seguirá siendo el m ism o debido a que el au m ento de la p ro ­ ductividad será proporcional al aum ento de las inversiones, parece depender de un supuesto especial en el que se halla im plícito este resultado: vm “ ritm o de nuevas inversiones” proporcional al “ ritm o de ahorros” . D e ahí que la caída pro­ porcional de los costos a que llega sea u n resultado inseparable d e los ahorros m ás los nuevos inventos. ¿Se aplicará, igualm ente, lo que dice en el capítulo siguiente acerca de los resultados d e un ritm o crecien te de ahorros al ritm o constante de ahorro y a las condiciones estáticas de la técn ica? N i los supuestos de D urbin, ni aquellos del prim ero de m is dos casos señalados arriba, son com patibles, n atu­ ralm en te, con lo que se llam a “ equilibrio com pleto” ( M I eq u ilib iiu m ). P o r o tra parte, si las condiciones de la oferta en los m ercados de trabajo fueran de tal naturaleza que m antuvieran constantes los salarios reales (o ferta elástica) y si las condiciones fueran tam b ién de tal carácter que perm itieran abaratar las subsis­ tencias proporcionalm ente a las otras m ercancías, no habría ningún incentivo para los "inventos derivados” .

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de que el sistema capitalista es un sistema no de “producción social” (motivada por fines sociales), sino de lucro. D e ahí que la conside­ ración importante no fueran los límites abstractos para el cambio, sino los límites para invertir y producir a cierto tipo de ganancia. Reprochaba a la ley clásica de los mercados el hecho de conceder una importancia tan exclusiva a la. interdependencia de la producción y el consumo, de la oferta y la demanda, hasta llegar a considerarlos como idénticos virtualmente y omitir, por consiguiente, las verda­ deras causas capaces de producir el desequilibrio entre estos elementos. Describiendo el cambio simplemente como un proceso de M — D —M (mercancía-dinero-mercancía), aquellos autores menospreciaban el hecho de que la producción capitalista se hallaba caracterizada por la relación de D — M — D ’ (capital-dinero: la mercancía, fuerza de trabajo: capital-dinero más ganancia), y que si las condiciones para obtener la ganancia esperada de esta transacción cerrada se inte­ rrumpían, tendría que suspenderse, rompiéndose, además, un amplio círculo de otras transacciones de cambio dependientes. “Ricardo — es­ cribía Marx—■concibe la producción capitalista como una forma ab­ soluta de producción cuyas condiciones particulares nunca se oponen ni estorban al propósito de la producción en general: la abundancia.. . Cuando hablamos de valor y de riqueza debemos concebir la sociedad como un todo; pero cuando hablamos del capital y del trabajo, es claro que el ingreso bruto sólo tiene significado con objeto de esta­ blecer un ingreso neto.” “Para negar las crisis [los economistas ricardianos] hablan de unidad donde hay contraste y oposición. . . Todas las objeciones hechas por Ricardo, etc., a la sobreproducción, tienen la misma base: consideran la producción burguesa como un modo de producción en el que no hay diferencia entre compra o venta (cambio directo), o consideran que la producción tiene un carácter social, en la cual la sociedad divide sus medios de producción y sus recursos productivos de acuerdo con un plan: en las proporciones que son necesarias para la satisfacción de diferentes necesidades.” Pero precisamente porque la producción capitalista es una producción para el lucro, “la sobreproducción de capital” llega a ser posible en el sentido de un volumen de capital acumulado que es incompatible con el mantenimiento del nivel primitivo de ganancia.54 “Lo que sí ocurre es que se producen periódicamente demasiados medios de tra­ bajo y demasiados medios de subsistencia para poder emplearlos como medio de explotación de los obreros a base de una determinada cuota de ganancia.. . No es que se produzca demasiada riqueza. Lo que ocurre es que se produce periódicamente demasiada riqueza bajo sus formas capitalistas, antagónicas... [El sistema capitalista] por eso, tropieza con límites al llegar a un grado de expansión de la pro­ ducción, que en otras condiciones sería, por el contrario, absoluta­ mente suficiente. Se paraliza, no donde lo exige la satisfacción de las 54 M arx, H istoria crítica de la teoría d e ¡a plusvalía, ed. cit., vol. I I I , p. 4 8 ; vol. I I , pp. 5 1 7 -1 9 ; tam bién vol. I I , p. 4 8 S.

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necesidades, sino allí donde lo im pone la producción y realización de la ganancia.”55 La tendencia decreciente del tipo de ganancia a medida que au­ menta el equipo de capital (capital-equipment) desempeña un papel prominente en ciertas teorías recientes del ciclo económico (como la de Keynes y la del Dr. Kalecki); pero consideramos que su re­ lación con las causas de las crisis no requiere aquí una mayor elabo­ ración. Algunas veces se ha pensado, sin embargo, que la teoría de Marx es incompleta porque a falta de pruebas de que el tipo de in ­ terés subiría al mismo tiempo (o, por lo menos, de que perma­ necería rígido) en lugar de caer, no explica por qué una caída del tipo de ganancia habría de provocar una disminución de las inver­ siones. Algunos han llegado hasta sugerir que las crisis deben atri­ buirse a que el tipo de interés no baja más bien que al hecho de la caída de la ganancia. Pero me inclino a creer que aquí se halla implícito el deseo de afirmar que las perturbaciones no son atribuibles al capitalismo per se, sino que, por el contrario, pueden ser elimi­ nadas mediante una política monetaria apropiada que haga caer parí passu el tipo de interés mientras continúa el proceso de inversión. Cierto, Marx no se refiere explícitamente en ninguna parte a la relación entre ganancia, tipo de interés y volumen ordinario de inver­ siones; no obstante, distingue con toda claridad la influencia separada de los dos, distinción que, como el profesor Hayek lo ha hecho ob­ servar,56 ha sido abandonada erróneamente por economistas poste­ riores. Y en un capítulo subsecuente sobre el tipo de interés, Marx aduce razones de por qué en el momento preciso en que una crisis está germinando, el tipo de interés tiende a subir. Sobre la cuestión de si el énfasis de Marx fue correcto, baste decir aquí que hay cierta razón para pensar que los cambios del tipo de interés para frenar un auge desempeñan un papel mucho más modesto de lo que algunos escritores habían creído anteriormente57 y que existe un vigoroso fundamento que nos hace dudar de la capacidad de una política mo­ netaria para influir en el grado necesario y a largo plazo sobre el tipo de interés.58 Si la teoría de Marx difiere en importantes aspectos de la mayor parte de las versiones de la teoría del infraconsumo, ¿cuál es la reía­ is E l Capital, vol. I I I , pp. 2 5 5 -5 6 , ed. cit. (L a s cursivas son m ías.) M a rx adm itía que sem ejante sobreproducción podía calificarse propiam ente de relativa, m ás bien que de absoluta: relativa para ciertas condiciones de clase y para u n cierto nivel de ganancia. 56 P io íit, ín te re s t and In v estm en t, p. 5. M ane consideraba el tip o d e in terés com o gobernado parcialm en te ( a la larga) p o r el tip o de ganancia, pero gobernad o tam bién en cu alquier m o m e n to por la o fe rta y dem anda d e capital-d inero, o fon d os destinados a ser prestados. ( V e r F a n H u n g , lo e. cit., y S . A lexan der, ib id ., feb rero d e 1 9 3 9 .) M arx negaba q u e existiera u n “ tip o natural d e in terés” , d eterm in ado por “facto res reales”, esto es, p o r los facto res d e la produ cción . 57 V e r D r. Kaleclci, o p . cit. 58 V e r H arrod, T ra d e C y cle, pp. 1 6 8 -7 0 , e tc.

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ción precisa entre ambas? ¿Existe alguna razón para interpretar su teoría como se interpreta con tanta frecuencia, como una teoría de infraconsumo? Creo que no puede resolverse fácilmente esta cuestión, puesto que su solución requeriría un análisis y una clasificación más rigurosos de los que se han hecho hasta ahora de las diversas variantes de la teoría del infraconsumo. La verdad es que su teoría no es una teoría de infraconsumo ni en el sentido de que la inversión provoca necesariamente la sobreproducción si no se abre una nueva fuente de consumo, ni en el sentido de que un aumento de salarios basta para prevenir la crisis y para aliviar 3a depresión, ni en el sentido de que una deficiencia del consumo es siempre la causa que precipita la crisis, con lo que se quiere decir que ésta comienza en las industrias de bienes de consumo. Es evidente, asimismo, que estaba lejos de atribuir al nivel de consumo una influencia insignificante como un factor límite de 3a realización de la ganancia. Ya nos hemos referido a un caso en el que Marx considera que la crisis»se origina no “dentro de la esfera de la producción”, sino en un elemento de desequi­ librio dentro de la esfera de la circulación o cambio. Ese caso era el de un aumento del ritmo de ahorros que da lugar a una plétora en las industrias de bienes de consumo, aunque hay pasajes que dan la impresión de que Marx consideraba la demanda de bienes de con­ sumo como un factor límite en un sentido más fundamental que éste. Los dos pasajes que se citan con más frecuencia por aquellos que interpretan su teoría como una teoría de infraconsumo, son los siguientes; “La razón última de toda verdadera crisis es siempre 3a pobreza y la capacidad restringida de consumo de las masas, con las que contrasta la tendencia de la producción capitalista a desarro­ llar las fuerzas productivas como si no tuviesen más límite que la capacidad absoluta de consumo de la sociedad.” 39 Este párrafo se en­ cuentra en el desarrollo de una crítica que hace Marx al punto de vista de que las crisis se deben a la escasez de capital. Su contexto inmediato es oscuro y no nos ayuda a determinar su significado. Aisladamente ese pasaje quedaría expuesto, sin duda alguna, a ser considerado como una simple variante de la teoría del infraconsumo semejante a la de Malthus y de Rodbertus. Pero teniendo en consideración todo lo que Marx dice en otros lugares, particularmente en vista de la explícita repudiación de la opinión de Rodbertus acerca de que las “crisis se producen por falta de capacidad de pago del consumo” y que “el mal se remedia [cuando] su salario aumente”,6“ es indu­ dable que no podemos darle esa interpretación. E l segundo pasaje es éste: “Las condiciones de la explotación directa y las de su reali­ zación no son idénticas. N o sólo difieren en cuanto al tiempo y al lugar, sino también en cuanto al concepto. Unas se hallan limitadas solamente por la capacidad productiva de la sociedad, otras por la 59 E l Capital, t. I I I , p. 4 5 5 . 60 C itad o supra, pp . 6 6 ss. P o r o tia p aite, este últim o pasaje del vol. II fue escrito en fecha posterior a la del pasaje del vol. I I I . (V e r supra pp . 7 3 ss.)

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proporcionalidad entre las distintas ramas de producción y por la ca­ pacidad de consumo de la sociedad, Pero ésta no se halla determinada ni por la capacidad productiva absoluta ni por la capacidad absoluta de consumo, sino por la capacidad de consumo a base de las con­ diciones antagónicas de distribución que reducen el consumo de la gran masa de la sociedad a un mínimo susceptible sólo de varia­ ción dentro de límites muy estrechos.” 61 Lo que parece razonable suponer es que al escribir esos pasajes Marx tenía en la mente la siguiente proposición, la cual creo que recibiría una franca y amplia aceptación hoy día. E l volumen de ganancia que puede^ obtener el capital existente siempre depende no sólo de la perfección con que este capital se halle distribuido entre las industrias de bienes de producción y las de bienes de consumo en relación con la inversión y consumo dominantes, sino también del volumen total de consumo más el de la inversión en ese momento. Aumentar el consumo sería la forma más duradera de incrementar la ganancia, porque además de su efecto momentáneo, aumentaría la demanda de futuros bie­ nes de producción (al dar lugar para una “ampliación” de capital) y ejercería, de ese modo, una influencia dilatoria sobre la tendencia de las nuevas inversiones (agotando las oportunidades de inversión) a provocar la caída del tipo de ganancia.62 Sin embargo, cualquier aumento del consumo de la masa, de la población como resultado de una elevación de salarios, sólo haría desaparecer en sus oscilaciones las ventajas obtenidas indirectamente: elevaría los costos tanto como la demanda. Por consiguiente, dentro del capitalismo hay pocas pers­ pectivas de aumentar el consumo proporcionalmente al incremento de la productividad. Por otra parte, el incremento de las inversiones, aunque podría tener temporalmente un ejemplo similar aumentando la demanda, precipitaría el problema de la cambiante composición del capital y, por consiguiente, la caída del tipo de ganancia en el futuro inmediato. E n este sentido el consumo es un incidente, aun­ que importante, en el planteamiento total, y el conflicto entre la productividad y el consumo sólo una faceta de la crisis y un elemento de la contradicción que encuentra su expresión en un colapso perió­ dico del sistema. Parece evidente, además, que para Marx la contra­ dicción dentro de la esfera de la producción — la contradicción entre la creciente capacidad productiva, consecuencia de la acumulación, y la lucratividad decreciente del capital, entre las fuerzas produc­ tivas y las relaciones de producción de la sociedad capitalista— es la parte esencial del problema.63 61 M arx, E l Capital, ed. c i t , vol. I I I , p. 2 4 3 . 62 Pu esto que el nivel de consum o lim ita la m agnitud de las industrias de consum o y , p o r consiguiente, la cantidad de equipo existente en esas industrias, un volum en dado de inversiones p ro n to se traducirá necesariam ente en una profundización de la estructura del capital — en una elevación de la com posición orgánica— a m edida que el consum o sea m en o r. E n el lenguaje d e u n capítulo posterior, la “ saturación de cap ital” se alcanza m ás pronto con un ritm o dado de inversión cuanto m enor es el nivel de consum o. 63 E . Varga, por ejemplo, en su G ie a t Crisis and its P olitical Consequences,

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Pero si el consumo puede ser un factor que limita la “realización” de la plusvalía, es evidente que la oferta de mano de obra es un factor fundamental que limita su creación en primera instancia, y como tal lo consideró Marx. Para él una crisis no era simplemente una dislocación transitoria, sino algo que jugaba un papel positivo en la configuración de las tendencias a largo plazo del sistema, algo que reaccionaba sobre el nuevo equilibrio hacia el que, después de la crisis, tendía a estabilizarse. Su opinión se explica, en gran parte, por la influencia que las crisis ejercen sobre lo que él llamaba “sobrepoblación relativa” o “ejército industrial de reserva” . “Las crisis son siempre soluciones violentas puramente momentáneas de las con­ tradicciones existentes, erupciones violentas que restablecen pasajera­ mente el equilibrio r o to ."6í Un efecto principal de la crisis es el de volver a crear, o aumentar, este “ejército industrial de reserva” que, a su vez, reducirá el precio de la fuerza de trabajo. E l vigor y la rapidez con que opere ese efecto dependerá de los diversos fac­ tores que determinan la fuerza de resistencia de los trabajadores para oponerse a la reducción de salarios. Es cierto que el efecto in­ mediato de semejantes reducciones de salarios puede ser la agudi­ zación de la crisis, debido a las consecuencias deflacionistas de esa reducción sobre la demanda y sobre el precio de los bienes de con­ sumo. Pero en la medida que representa una disminución del precio real de la fuerza de trabajo, crea la condición necesaria para un au­ mento del tipo de plusvalía, preparando, de ese modo, la base para reanudar el proceso de inversión. Este abaratamiento de la fuerza de trabajo reaccionará también, en cierto modo, sobre la tendencia an­ terior a elevar la composición orgánica del capital: servirá para retardar el proceso de cambios técnicos, haciendo costeables nueva­ mente los métodos técnicos primitivos. Este reclutamiento periódico del “ejército industrial de reserva” aparece, por consiguiente, como el punto de apoyo de que se vale el sistema para resistir cualquier intrusión grave sobre el valor del capital y compensar, además, la tendencia de la acumulación de ca­ pital a reducir el tipo de ganancia. Esto es lo que Marx llamaba “la propia ley de la población del capitalismo”, la cual explica la desocupación y la pobreza tal como existe, no porque la capacidad productiva del hombre fuera insuficiente para arrancar a la natu­ raleza su propia subsistencia, sino debido a los límites impuestos a la ocupación y a los salarios por las condiciones de la extracción de la plusvalía; no porque la población sea redundante en un sensostiene que M arx define las crisis com o el conflicto entre la "capacidad productiva” y ‘l a capacidad de co n su m o ", interpretándolo, por tanto, en un sentido aparen­ tem en te luxem burguiano co m o un problem a de los m ercados y de la venta de las m ercancías, aunque adm ite, sin em bargo, que esto es expresar el problem a en una “ form a considerablem ente sim plificada e in com p leta". U n a tendencia similar puede percibirse en el libro de Lew is C orey, T h e D ecline o í Am erican Capitalism , espe­ cialm ente en sus pp . 6 6 y 7 1 . 64 E l C apital, ed . t i t , vol. I I I , p . 2 4 7 .

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tido absoluto, sino porque el capital es excesivo con relación a las posibilidades de obtención del tipo de ganancia que se espera. La crisis como la reacción uniforme del capital frente a perspectivas de lucro no realizadas, opera, por consiguiente, como si la clase capi­ talista actuara al unísono, como un solo monopolio vis-a-vis de la clase trabajadora. Tenemos este cuadro: tan pronto como se alcanza una condición cercana a la plena ocupación, tan pronto como la inversión comienza a utilizar los métodos técnicos existentes más allá de cierto margen, tan pronto como la masa de productores se halla, de ese modo, en el umbral de cualquier mejoramiento con­ siderable de su participación en los beneficios del progreso, se le arreba­ tan de la mano los frutos, y la ley inexorable del mercado de trabajo lo hude una vez más en la humillación. Hemos hecho una distinción entre desarrollo extensivo e intensivo del campo de inversión. La distinción es, según creo, de importancia fundamental, no sólo por la luz que arroja sobre la historia de las crisis, sobre las circunstancias que las motivan y sobre las nuevas condiciones que crean, sino también en relación con la teoría de los salarios de Marx y, por consiguiente, con la forma cambiante que adopta la lucha proletaria en diferentes etapas de su desarrollo. E n la edad de oro del capitalismo competitivo, el reclutamiento perió­ dico del “ejército industrial de reserva” bastaba para mantener inten­ sivamente el campo de explotación para una acumulación creciente de capital. Ese reclutamiento quizá pueda ser considerado como el método clásico del capitalismo para preservar el tipo de ganancia. Pero ya para el último cuarto del siglo pasado, con la fuerza creciente de la organización del trabajo y con la “rigidez” consecuente del mercado de mano de obra, este método clásico comenzó a perder parte de sus efectos; y las ventajas de los precios decrecientes de los artículos alimenticios importados durante las décadas del 70 y del 80 parecen haberse traducido para el trabajador en una elevación de los salarios reales y en una disminución del precio nominal de la fuerza de trabajo para el capitalista. Se supone con mucha frecuencia que Marx apoyó su teoría de los salarios, como lo hizo Ricardo, en la ley malthusiana de la población.65 Sin embargo, Marx lo negaba explíci­ tamente. Es evidente, por otra parte, que para Marx el supuesto de que los salarios se mantenían al nivel de subsistencia, sólo era una “primera aproximación” y de ningún modo una “ley del bronce” universal, válida para cualquier situación del mercado de trabajo. Es más, en su discusión66 sobre los sindicatos con un tal W eston en una sesión de la Primera Internacional, repudió explícitamente seme­ jante interpretación. Por tanto, si a diferencia de la de Ricardo, su teoría no descansaba en esa ley de la población, puede parecer que no explica por qué el precio de la fuerza de trabajo no se eleva hasta 65 Bertran d Russell, por ejem plo, h ace esta afirm ación en F re e d o m a n d ganizaíioii, pp. 2 3 1 -3 2 . 66 Publicada en un panfleto con el nom bre de V afor, precio y beneficio.

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igualar el valor del producto. ¿Qué podía impedir que la acumulación del capital, con la creciente demanda de mano de obra a que daba origen, elevara el nivel de salarios hasta una altura en que la plusvalía desapareciera de modo que el capitalismo, por su propio impulso, acabara por extinguir la desigualdad de clases de que se alimentaba? Esta cuestión, como hemos visto — la razón de la persistencia de la plusvalía— - ha ocupado un lugar central a través de la historia de la Economía Política y ha dado lugar a tan numerosas como super­ ficiales soluciones apologéticas. E l factor fundamental que operaba aquí, de acuerdo con la teoría de Marx acerca del mecanismo defen­ sivo de que se valía el sistema para evitar su propia destrucción, con­ sistía en la doble reacción mediante la cual se reclutaba periódica­ mente el ejército industrial de reserva: la tendencia de la economía capitalista hacia cambios que “ahorran trabajo” 67 y la tendencia que retarda la acumulación y retrae las inversiones cuando aparece cualquier síntoma de una apreciable reducción del tipo de ganancia. Por una parte, este reclutamiento intensivo de la reserva de trabajo — un factor que operaba, por así decirlo, del lado de la demanda en el mercado de trabajo— y, por otra, el reclutamiento extensivo de las nuevas ofertas de mano de obra derivadas del aumento de la po­ blación, de la proletarización de las capas sociales intermedias y de la penetración de las inversiones en los territorios coloniales vírgenes, eran los factores que operaban continuamente para deprimir el precio de la fuerza de trabajo a un nivel que permitía obtener la plusvalía. La ope­ ración de uno o de ambos factores era la condición indispensable para la continuación de la producción capitalista. Por consiguiente, desde el punto de vista del capital, el progreso se detiene y las crisis ocurren debido a que los salarios son “demasiado altos”, y ésta es la forma en que el problema se ha expresado tradicionalmente en la lite­ ratura económica. Pero semejante afirmación es, por supuesto, estric­ tamente relativa al supuesto de que es “necesario” cierto rendimiento mínimo del capital, y sólo tiene algún significado en este contexto. Sería más exacto decir que las crisis ocurren debido a que la ganancia y el interés son demasiado elevados, ya que semejante afirmación enfoca la atención sobre el hecho fundamental de que, por com­ paración con un sistema de “las condiciones sociales de producción”, el ‘Verdadero lím ite de la producción capitalista es el mismo capital”.6* E n las primeras etapas del desarrollo capitalista era más fácil reclutar “el ejército industrial de reserva”, ya que no había que hacer mucha presión sobre el mercado de trabajo del lado de la demanda. E l campo de explotación se ampliaba continuamente mediante el proceso de la “acumulación primitiva”, es decir, mediante el despojo de los pequeños productores, de los campesinos y de los artesanos. Por consiguiente, las crisis de esos primeros periodos, si bien podían ser agudas y violentas, eran de corta duración y susceptibles de fácil 67 V e r J . R . Hicfcs, T h eo ry o í W a g e s , pp. 1 2 3 -2 ?. 68 E l Capital, ed. cit., vol. I I I , p. 2 4 8 .

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curación. Pero a medida que el capitalismo se desarrollaba, la fácil con­ dición de su infancia desaparecía. La oferta de mano de obra ya no podía inflarse, por lo menos en la misma escala de antes, mediante la expropiación de la pequeña burguesía. Con el desarrollo de la or­ ganización del trabajo y con la agudización del conflicto de clases, la explotación intensiva tropieza con crecientes obstáculos. Y la diferencia entre la facilidad y la dificultad de estas formas básicas de compensación del tipo decreciente de ganancia es lo que parece constituir la distinción fundamental entre las crisis de los primeros tiempos y las de las etapas posteriores de la economía capitalista. Había que ensayar nuevos métodos de ampliación de los campos de explotación, extendiéndolos más allá de sus primitivas fronteras hacia nuevos e inviolados sectores. Pero cuando estos campos también co­ menzaron a agotarse, fue necesario descubrir todavía nuevos métodos — coercitivos— para intensificar el desarrollo de los campos domés­ ticos, tales como esos que la historia contemporánea nos revela con una lógica tan brutal. Hoy día el capital hinca sus dientes de dragón lo mismo en su propia tierra que en las colonias. Y el pueblo re­ coge la cosecha.

V. LA TENDENCIA DE LA ECONOMÍA MODERNA Una vez resuelta la cuestión formal de la congruencia interna, la aceptación o repudiación de una teoría depende del concepto que se tenga de la justeza de la abstracción particular sobre la que se halla sustentada. La cuestión es necesariamente práctica y depende de las características del terreno, de la naturaleza del problema y de la ac­ tividad con quqr se pretenda relacionar la teoría. Con frecuencia se afirma que una teoría tiene mayor grado de generalidad que otra; y, frente a ella, ese dictado nos parece bastante convincente. Pero lo mejor en estos casos es una actitud un tanto escéptica respecto a ese dictado, por lo menos hasta convencerse de la que la mayor genera­ lidad no ha sido obtenida con grave detrimento de la realidad. Para hacer abstracción de ciertos elementos en una situación concreta hay, en general, dos posibles caminos. E n primer lugar, se puede hacer una abstracción excluyendo ciertos elementos de una situación real, ya porque sean los más variables o porque cuantitativamente sean de menor importancia para determinar el curso de los acontecimientos. Dejarlos de tomar en consideración convierte el resultado en una im­ perfecta aproximación a la realidad; pero con todo, resulta una guía mucho más segura de lo que sería si los factores más impor­ tantes hubiesen sido omitidos y sólo se hubiesen tomado en consi­ deración los menos destacados. Ésa sería la situación creada por la abstracción de un proyectil que se mueve en el vacío — cosa com­ pletamente ajena a la realidad— , con el fin de estimar cuáles serían los factores dominantes que determinan la trayectoria de un objeto lanzado a través de un medio resistente. La corrección o incorrección de los supuestos particulares escogidos sólo puede ser determinada por la experiencia: por el conocimiento de cómo se comportan las situaciones reales y por el de las verdaderas diferencias derivadas de la presencia o ausencia de varios factores. Este método, considerado en su conjunto, proporciona resultados válidos (a condición de que los supuestos estén seleccionados correctamente), siempre que la presencia de factores secundarios que se introduzcan en las subse­ cuentes aproximaciones sólo tengan el efecto de agregar ciertos pará­ metros adicionales a las ecuaciones originales y no el de alterar la estructura de las mismas ecuaciones.1 E n segundo lugar, se puede apoyar la abstracción no en una prueba de hecho respecto a las características que son esenciales y a las que no lo son en una situación, sino simplemente en el pro­ cedimiento formal para combinar las propiedades comunes a una variedad heterogénea de situaciones y construir la abstracción por 1 É s te es, según creo , el caso que J . S. M ili señaló com o uno de aquellos en que se aplica el principio d e la com posición de causas. V e r , para un a refe­ rencia m ás am plia, pp. 1 3 1 . s.

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analogía. Esto es parecido a lo que un antiguo escritor describía como “una definición general de las cosas mismas de conformidad con su naturaleza universal.. . [descansando] en términos generales que no [tienen] un gran fundamento en el conocimiento”, y utili­ zada para “tejer tramas más sutiles” con “datos reunidos sin una información suficiente de las cosas mismas”.2 Dentro de ciertos lí­ mites, por supuesto, ese método no sólo es perfectamente válido, sino que es un elemento esencial para cualquier generalización: una generalización no es sino una hipótesis imaginaria a menos que lo que generalice sea algo común a los fenómenos a que se refiere. E l peligro del método consiste en llevarlo demasiado lejos, más allá del punto en que los factores que abarca dejan de ser los factores principales que determinen la naturaleza del problema de que se trata. Lo que la abstracción gana en amplitud, lo pierde con exceso, por así decirlo, en piofudidad, por lo que se refiere a su significación para las situa­ ciones particulares que son el centro mismo del interés. Y el peligro es tanto mayor en la medida en que se va más allá de ese punto sin advertirlo. Frecuentemente este método de progresivo refinamiento de la analogía ha conducido a sofismas que no por poco importantes son menos culpables de confusión. E n un dominio en el que la generalización puede tomar una forma cuantitativa, el método puede parecer más razonable y, sin duda, menos propicio a que se abuse de él. Y es posible que, aun en sus formas más abstractas, el método pueda alcanzar un elemento de verdad, puesto que en la medida en que las abstracciones que emplea retengan cualesquiera elementos que sean comunes a las situaciones reales, las relaciones que se postulan deben representar algún aspecto de la verdad en cada problema particu­ lar. Podría citarse, quizá, la teoría de las probabilidades aplicada a las características que son comunes a todos los juegos de azar; o como un ejemplo probablemente más estéril, los intentos que se han hecho para formular reglas generales de filología válidas para todos los idio­ mas. Otro ejemplo todavía más estéril que podría citarse es el in­ tento del economista Barone para construir una serie de ecuaciones para demostrar que las mismas leyes que rigen el mundo del Jaissez faire deben subsistir en una economía colectivista. Pero en todos esos sistemas abstractos, existe el serio peligro de atribuir existencia real a los conceptos de uno mismo; de considerar las relaciones postuladas como las determinantes en cualquier situación real y no como contin­ gentes y determinadas por otros factores y, por ende, suponer, con demasiada ligereza, su aplicabilidad a situaciones nuevas e imperfec­ tamente conocidas, con el resultado de un dogmatismo abstracto. Hay el peligro de introducir, sin advertirlo, supuestos puramente imagi­ narios y hasta contradictorios y, en general, de ignorar qué significado limitado deben tener los corolarios derivados de estas proposiciones abstractas, y de desconocer las calificativas que puede introducir la 2 Sprat, citado por el profesor L . H ogb en en S c ie n c e and Society. Y o rk , vol. I , a 1? 2 .)

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presencia de otros factores concretos (que pueden ser las principales influencias en esta o en aquella situación particular). Con demasiada frecuencia las proposiciones derivadas de este modo de abstracción tienen, cuando más, un escaso significado formal y, en el mejor de los casos, revelan que una expresión de tal o cual relación debe encontrar lugar en cualesquiera de nuestros sistemas de ecuaciones.3 Pero aquellos que usan esas proposiciones deduciendo de ellas algu­ nos corolarios, rara vez perciben esta limitación y al aplicarlas como “leyes” del mundo real, invariablemente deducen de ellas más con­ secuencias de las que su falta de contenido real permite deducir. No parece ser una mala regla en materia tan llena de problemas prácticos y complejos como la Economía Política, mantener los pies firmemente plantados en la tierra, aun a costa de cierta elegancia lógica de definición y de precisión en la formulación algebraica, tan impresionante, aunque responsable frecuentemente de errores. E n general las abstracciones empleadas por los economistas clásicos y por Marx fueron del primero de los dos tipos que hemos mencionado. La concepción del mercado perfecto, del trabajo homogéneo, de la igual composición del capital, tenía por objeto generalizar cuáles eran, en realidad, los factores más esenciales que determinaban los valores de cambio. Patten ha hecho notar que Ricardo era fundamental­ mente un pensador de lo concreto,4 y que Marx tenía un especial deseo de hacer que su teoría abarcara los rasgos característicos de la sociedad capitalista más bien que los de cualquiera otra. Si se admitía abiertamente que una influencia perturbadora, y hasta una influencia refleja, era ejercida por otros factores no considerados en la situación, se le atribuía una importancia secundaria en la determinación de la tendencia general de los acontecimientos. E l interés se enfocó en los aspectos peculiares de un sistema determinado de relaciones econó­ micas, aun a costa de generalizaciones más amplias, aunque quizá no tan fecundas. Creo, sin embargo, que no es incorrecto decir que, a partir de entonces, los esfuerzos del análisis económico se encami­ naron principalmente por el segundo camino. Al abstraer los fenó­ menos de cambio de las relaciones productivas, y de la propiedad y las instituciones de clase, que no son sino la expresión de aquéllas, se ha intentado llegar a generalizaciones válidas para cualquier tipo de economía de cambio. Marshall hace notar que }. S. M ili parecía atri­ buir a las leyes de cambio “algo muy semejante a la universalidad de las matemáticas”, aun cuando admitía que la distribución se ha­ llaba en relación con instituciones transitorias.5 D e las relaciones ge­ nerales de un mercado abstracto pasamos a abstracciones aún más perfectas, y hoy día se hacen respecto a relaciones que necesariamente 3 Tales em peños se defienden frecuentem ente alegando que para análisis subsecuentes. T a l vez sea cierto que éste es su aun las “herram ientas” son m ejores cuando su m anufactura m ente subordinada a los usos a que se destinan. 4 Q uarterfy Journal o í E c o n o m ics, 1 8 9 3 . 5 J . S. M ili, Principios, 2 ? ed . F .C .E ., M éxico , 1 9 5 1 , p.

son "herram ientas” uso principal; pero se halla com pleta­

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tendrán que prevalecer en cualesquiera situaciones en que haya “me­ dios escasos susceptibles de usos alternativos para satisfacer fines de­ terminados”. En esta sutil definición queda todavía algo del mundo real, aunque no lo bastante para hacemos creer que las proposiciones resultantes puedan tener un carácter imperativo respecto a los pro­ blemas de aquel mundo. Si una ley económica es una declaración de lo que tiende a suceder realmente y no un mero enunciado de relaciones entre ciertas variables implícitamente definidas, entonces esas proposiciones pueden ser valiosas guías para determinar la “ley que mueve la sociedad capitalista”, o aun para cualesquiera otras cues­ tiones sobre las que se pretenda hacer un juicio económico. Un elemento importante de la teoría de Marx era el de que en una sociedad dividida en clases, las ideas abstractas, modeladas sobre la base de una sociedad dada, tienden a tomar un carácter fantástico o fetichista, en el sentido de que al considerarlas como representa­ ciones de la realidad, nos describen la sociedad invirtiéndola y adul­ terándola. Por ello no sólo ocultan a los ojos de la humanidad la naturaleza real de la sociedad, sino que la falsean. Los ejemplos ci­ tados por Marx fueron tomados, principalmente, de los conceptos de la religión y de la filosofía idealista. Algunas ideas y conceptos que en sus respectivas épocas pudieron haber sido un factor impor­ tante para el progreso como instrumentos de crítica, se volvieron contra el sistema de ideas e instituciones de la época anterior, y se convirtieron, más tarde, en ideas y conceptos reaccionarios y oscu­ rantistas, precisamente porque se les consideró como elementos cons­ titutivos de la esencia real de la sociedad contemporánea y no sólo como su reflejo abstracto y parcial. Con ello la realidad quedaba cubierta con un velo. E n el campo del pensamiento económico (don­ de menos pudiera sospecharse a primera vista) no es difícil descubrir una tendencia paralela. Podría pensarse que sin grave daño se puede hacer abstracción de ciertos aspectos de las relaciones de cambio con objeto de analizarlas aisladamente de las relaciones sociales de pro­ ducción. Pero lo que de hecho ocurre es que, una vez hecha la abs­ tracción, se le da una existencia independiente como si representase la esencia misma de la realidad y no una simple faceta contingente de ella. Se atribuye realidad a los conceptos y la abstracción adquiere, para usar la frase de Marx, un carácter fetichista. Aquí parece estar el peligro fundamental de este método y el secreto de las confusiones en que se ha enredado el pensamiento económico moderno. Hoy día, no sólo consideramos las leyes de las relaciones de cambio ha­ ciendo abstracción de las relaciones sociales de producción que sin duda son más fundamentales; no sólo las describimos haciendo apa­ recer que las primeras dominan a las segundas, sino que llegamos a tratar las relaciones de cambio en su aspecto meramente subjetivo — en términos de los reflejos mentales sobre el campo de los deseos y las elecciones individuales— y a describir enrevesadamente las leyes

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que rigen la sociedad económica real, haciéndolas consistir en rela­ ciones abstractas aplicables a este mundo de fantasía. La línea divisoria en la historia del pensamiento económico del siglo x ix se traza, ^generalmente, en la -década del setenta, con la aparición de las nuevas teorías de la utilidad de Jevons y de la es­ cuela austríaca. Pero si fijamos nuestra atención menos en el cambio de forma y más en la tendencia hacia nociones subjetivas y hacia el estudio de las relaciones de cambio independientemente de sus raíces sociales, veremos que los cambios esenciales en el pensamiento tuvie­ ron lugar en el primer tercio del siglo o que, por lo menos, prin­ cipiaron a apuntarse tendencias que después adoptaron una forma más definida. E n efecto, Marx menciona 1830 como el año en que se puso término a la última década de la “economía clásica” y abrió las puertas a la “economía vulgar”,6 y al ocaso de las glorias de la escuela ricardiana. Ésa fue la época en que el nuevo capitalismo in­ dustrial, tanto económica como políticamente, comenzaba a conso­ lidarse, y cuando, al mismo tiempo (como los sucesos de la década de los treintas lo atestiguan) el proletariado y su crítica de la sociedad capitalista adquirió, por primera vez, una fuerza social coherente. A partir de entonces ningún postulado respecto a la naturaleza del sistema económico podía permanecer “neutral” .7 Los economistas 6 P o r supuesto, M arx no usaba este térm ino en su sentido sim plem ente des­ pectivo, com o se supone con h arta frecuencia, sino en un sentido descriptivo, m uy conocido en la filosofía del C o n tin en te europeo usado por oposición a lo "clásico ” . "E n tien d o por E co n o m ía P o lítica clásica -—dice M arx— toda la E co n o m ía que, desde W . P etty , investiga la concatenación interna del régim en burgués de pro­ ducción, a diferencia de la E co n o m ía vulgar, que no sabe más que hu rgar en las concatenaciones ap aren tes. . . y que por lo dem ás se conten ta con sistem atizar, pedantizar y proclam ar com o verdades eternas las ideas banales, y engreídas que los agentes del régim en burgués de producción se form an acerca de su m und o.” (E l Capital, ed. cit., vol. I , p. 4 5 .) M arx pensaba, a lo que parece, en M cC u llo ch , Sénior, B astiat y , si no en Say, por lo m enos en los “intérpretes” de Say y sus discípulos. E l profesor G ray se equivoca com pletam ente al dejar suponer que A dam Sm ith y R icardo estaban incluidos en el rubro de “econom ía vulgar” . 7 E s to era especialm ente cierto respecto de la teoría de la ganancia. E s in te­ resante h acer notar aquí que Bolim-Ba'.verk se refiere a la posición de A dam Sm ith respecto al interés com o una posición de “perfecta neutralidad” , agregando que “ en la época en que vivió A dam Sm ith todavía las condiciones de la teoría y de la p ráctica consentían esta posición de neutralidad. Pronto sus continuado­ res se verían en la im posibilidad de seguir abrazándola” . (C apital e interés, p. 9 9 .) Sin em bargo, la afirm ación de C annan de que “James M i l i . . . m ostraba deseo de fortalecer la posición del capitalista co n tra el obrero, m ediante la justificación de la existencia de ganancias” (H istoria d e las teorías d e la p ro d u cció n y distribu­ ció n , p. 2 2 5 , F .C .E ., M éxico , 1 9 5 8 ) , parece m ás discutible. Jam es M ili tuvo la capa­ cidad para hacer ciertas caracterizaciones excesivam ente francas de la naturaleza de la producción capitalista, las cuales es difícil imaginarse que pudieran haberse h ech o veinticinco años m ás tarde. U n o de los m ejores ejemplos del cam bio fue la actitud subsecuente hacia el "e rro r” com etido p o r R icardo en su tercera edición. R icardo fue lo suficientem ente fran co para agregarle un capítulo sobre “ m aquinaria” para exponer su conversión al pu nto de vista de que la introducción de la m aquinaria podía perjudicar los intereses del trabajo. E sto ch ocó a M cC u llo ch , y sus discí­ pulos se apresuraron (y lo consiguieron casi por todo el siglo) a ech ar un velo sobre esta falta de buen gusto.

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cada vez más obsesionados con la apologética del sistema, tendían más y más abiertamente a omitir todo examen de las relaciones so­ ciales básicas y a estudiar solamente el aspecto superficial del fenó­ meno del mercado, a circunscribir su pensamiento, es decir, dentro de los límites del “fetichismo de las mercancías”, y a generalizaciones sobre las leyes de una “economía de cambio”, llegando a sostener, por último, que éstas no eran determinadas, sino que, por el contrario, determinaban el sistema de producción y las relaciones productivas. E n su Prefacio a la segunda edición (18 73 ) del volumen I de El Capital, Marx se refiere a la Economía Política inglesa, situándola dentro de “un periodo en que aún no se ha desarrollado la lucha [pro­ letaria] de clases” . Del periodo de 1820 a 1830, dice que “se carac­ teriza en Inglaterra por una gran efervescencia científica en el campo de la Economía Política. Es el periodo en que se vulgariza y difunde la teoría ricardiana y al mismo tiempo, el'periodo en que lucha con la vieja escuela. Se celebran brillantes torneos. . . Las condiciones de la época explican el carácter imparcial de estas polémicas” . Pero esto, aunque era una reminiscencia del vigor intelectual anterior al 1789 en Francia, no fue “al modo como el veranillo de San Martín re­ cuerda a la primavera” . Después de 1830 “la lucha de clases co­ mienza a revestir, práctica y teóricamente, formas cada vez más acu­ sadas y más amenazadoras. Había sonado la campana funeral de la ciencia económica burguesa. . . los estudios científicos impartíales de­ jaron el puesto a la conciencia turbia y a las perversas intenciones de la apologética”. Aun investigadores honestos se vieron restringidos por el ambiente general de compromiso y de intentos eclécticos “en armo­ nizar la Economía Política del capital con las aspiraciones del prole­ tariado, que ya no era posible seguir ignorando por más tiempo. Sobrevino así un vacuo sincretismo, cuyo mejor exponente es John Stuart M ili”. La nueva desviación del pensamiento económico que se operó durante el último cuarto del siglo, no despertó gran interés en Marx y Engels, pues apenas la mencionan de pasada.8 Es probable que al hacerlo así la hayan considerado, contra la opinión corriente, más como una continuación de las tendencias ya latentes en los “economistas vulgares” que como una novedad revolucionaria dentro del pensamiento económico. Después de todo, como siempre lo dijo Marshall, la nueva desviación consistía más en un cambio de forma que de sustancia. E l hecho mismo de que tantos de los economistas del último cuarto del siglo pregonaran su mercancía como una no­ 8 En gels, en su prefacio al vol. I II de E l Capital, escrito en 1 S 9 4 , se le fie ie incid entalm ente a la nueva teo ría de Jevons y de M enger co m o la "p ied ra” sobre la cual G eorge B em ard Shaw edificaba una nueva especie de socialism o y la "iglesia fábiana del porvenir” (p . 1 4 , ed. c it.) P e ro fuera de esto parece que n o hicieron otra m ención de ella. E s to parecerá extraño e n vista de la im portan cia que tenía para el nuevo socialism o fabiano, h ech o del que, com o lo dem uestra esta única referencia, E n gels estaba p erfectam en te enterado. L o s Principies, de Jevons, aparecieron en 1 8 7 4 ; M arx m urió en 1 8 8 3 ; L o s ensayos íabianos aparecieron en 1 8 8 8 ; Engels vivió hasta 1 8 9 5 .

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vedad que haría época y que hayan arremetido tan amenazadoramente contra sus antecesores, parece tener una explicación tan obvia como poco lisonjera: la del uso peligroso que Marx había hecho reciente­ mente de las ideas de Ricardo. Creo que es muy revelador del estado de ánimo de los economistas, el hecho de que Foxwell hubiera de­ clinado en una ocasión pronunciar el discurso presidencial sobre Ricardo ante la Real Sociedad Económica, dando como explicación que su acusación contra el autor de la herejía del conflicto de inte­ reses entre el capital y el trabajo habría tenido que ser demasiado violenta.9 Era muy revelador, también, que el deseo de refutar a los socialistas haya sido mayor entre los líderes de la escuela austríaca que en Inglaterra. E l problema esencial para Marx, como hemos visto, era la ex­ plicación de la plusvalía; y como los sucesores de Ricardo eludían completamente este problema o le daban soluciones muy inadecuadas suscitaron el desprecio y la condenación de Marx. Consideraba que la teoría del “costo de producción” de J. S. Mili, era una evasiva superficial del problema. Considerar el valor como determinado por el precio del trabajo (salarios) más un tipo medio de ganancia, no constituía un refinamiento de la teoría de Ricardo, y como no incluía explicación alguna de la ganancia, representaba un abandono del pro­ blema fundamental que el sistema de Ricardo había planteado sin haberlo resuelto. La teoría del valor fundada en el “costo de produc­ ción” nada resolvía, pues dejaba sin explicación la determinación del “costo de producción” .10 Pero hubo otros, menos ingenuos que J. S. M ili para reconocer la dificultad fundamental, que intentaron dar una explicación de la ganancia, por más superficial e insostenible que fuera. Estos intentos pueden clasificarse, en términos generales, dentro de dos tipos. Por una parte, aquellos que trataron de explicar la ga­ nancia en función de alguna propiedad creadora inherente al capital, es decir, en términos de su productividad; por otra, aquellos que in­ tentaron explicarla en términos de una especie de “costo real”, análogo al trabajo, con el que contribuían los capitalistas, debido al cual la ganancia no era una plusvalía, sino un equivalente. E l intento de explicar la ganancia en función del “servicio” pres­ 9 V e r J . M . Keynes, E co n o m ic Journal de diciem bre de 1 9 3 6 , p. 5 9 2 . 10 C o n respecto a la actitu d de J. S. M ili, C annan ha dicho que “ Sénior m erece la alabanza de haber visto que las ganancias no habían sido explicadas s a tis fa c to ria m e n te ... P o r o tro lado, parece que J. S. M ili no se dio cu enta para nada de que faltara algo.” (H istoria de las teorías de h producción y distribución, 2 ? ed., p. 2 3 3 , F o n d o de C ultura E co n ó m ica, M éxico , 1 9 4 8 .) Bohm -Baw erk clasificó a J . S. M ili (jun to con Jevons y R osch er) entre los eclácticos, por lo que se refiere a su teoría del interés, que no hizo más que añadir uno o dos elem entos a la teoría nada satisfactoria de Sénior. (C apital and In terest, pp. 2 8 6 , 4 9 8 , e tc .) E n su haber hay que decir que M ili lech azó la teoría-productividad de la ganancia, soste­ niendo que “la única fuerza productiva es la del trabajo". (Essays on som e tm settled questions, p. 9 0 .) E n sus Principies (libro II, cap. x v ) parece adoptar la teoría de la abstinencia de Sénior sin exam inarla o sin som eter el problem a a un análisis m ás cuidadoso.

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tado por el capital a la producción ya se había hecho por algunos contemporáneos de Ricardo, particularmente por Lauderdale y M al­ thus, y también por Say, “aquel maestro de las frases pulidas y re­ dondas”, como lo llamó Bóhm-Bawerk. E l trabajo ayudado por la maquinaria, decía Lauderdale, puede producir en una hora una suma mayor de valores de la que produciría sin esa ayuda. “E n el momento en que alguien invierte una parte de su capital en la adquisición de un azadón, queda capacitado evidentemente para preparar, en el curso de un día, una extensión de tiena para la siembra semejante a la que podrían preparar cincuenta hombres con sus uñas.11 La dife­ rencia representaba la “productividad” del capital. La objeción fun­ damental a esto, como a cualquier otra forma de la teoría de la pro­ ductividad es que, como Marx lo hizo notar, establece un vínculo ilegítimo al atribuir al propietario la “productividad” de las cosas que posee. “Una relación social entre los hombres adopta la fantás­ tica forma de una relación entre las cosas”, y el modo ae conducirse de las cosas no sólo se personifica en virtud de una propiedad innata a dichas cosas, sino que se atribuye a la influencia de aquellos indi­ viduos que ejercen derechos de propiedad sobre ellas. E n estas con­ diciones no podía existir diferencia entre la “productividad” de un capitalista y la de un terrateniente, para negar lo cual, por lo menos en parte, se había formulado la teoría. Pero tampoco podía estable­ cerse ninguna diferencia entre el ingreso del patrono de un trabaja­ dor “libre” y el de un propietario de esclavos. La “productividad” del último, presumiblemente, era la mayor de las dos, puesto que se deriva de la productividad de sus posesiones animadas lo mismo que de las inanimadas. Otra dificultad ha sido expuesta por Cannan de la siguiente manera: “Si en ausencia de capital el ingreso de Inglaterra fuese uno en vez de cien, de aquí no se sigue que sean ganancias el total de 99/100. E l punto débil de la explicación de Lauderdale y Malthus de las ganancias es que, si bien ponen de ma­ nifiesto con bastante claridad que la existencia y uso de capital son ventajosos para la producción. . . no señalan por qué se ha de pagar por esa ventaja, por qué los ‘servicios’ del capital no son gra­ tuitos, como los del sol.” 12 Bohm-Bawerk, con toda precisión, resume así las teorías-productividad del interés: “Todo lo que la fuerza productiva puede hacer es crear mucho producto e, indirectamente, también mucho valor, pero nunca más valor, plusvalía. E l interés del capital es un remanente, un resto, lo que queda después de deducir del minuendo ‘producto del capital’ el sustraendo ‘valor del 11 Lauderdale, Inquiiy in to t h e N a tu re o í P u b lic W e a ít h , p. 1 6 3 . Lauderdale adm itía, sin em bargo, que “ en algunos casos [puede] decirse con m ás propiedad [que la ganancia] ha sido adquirida m ás bien que producida” (p . 1 6 1 ) . Say, p o r otra p arte, d ecía: “E l capitalista que presta, vende el servicio, el trabajo de su instrum ento.” (L etters to M r. M alth u s, E d . R ich ter, 1 8 2 1 , p. 1 9 ) . ¡E n su T reatise on Political E co n o m y {vol. I , E d . Prinsep, p. 6 0 ) habla del “ trabajo o servicio productivo de la naturaleza” y del "trabajo o servicio productivo del capital” ! 12 C annan, op. cit., pp . 2 2 3 -2 4 .

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capital mismo consumido’. Por tanto, la fuerza productiva del capi­ tal puede tener como resultado el acrecentar el minuendo. Pero, por lo que de ella y solamente de ella depende, no puede hacerlo sin acrecentar al mismo tiempo y en idéntica proporción el sustraendo. . . Si hundimos un tablón flotante en un curso de agua, el nivel del río debajo del tablón será, indudablemente, más bajo que encima de él. Ahora bien, ¿cuál es la causa de que el agua, por la parte de arriba, se halle a un nivel más alto que por la parte de abajo del tablón? ¿Es, tal vez, la cantidad de agua que lleva el río?. . . Pues bien, lo que es la cantidad de agua con respecto a la diferencia de nivel de ésta lo es la productividad del capital con respecto a la plusvalía.” 13 La verdad es que si para producir un resultado deter­ minado se requiere necesariamente la presencia de diversos factores al mismo tiempo, tiene tan escasa importancia comparar el grado de “necesidad” de estos factores para la creación de la riqueza, como la de tratar de averiguar si el macho, o la hembra, es más necesario para la creación de un hijo. Aun si fuera posible dar significación a tal “productividad” separada, ello no tendría necesariamente rela­ ción con la aparición del valor. Para esto último tendrían que buscarse inevitablemente las características que afectan la oferta, y cualquier diferencia entre los ingresos tiene necesariamnte que bus­ carse no en términos de “servicio”, sino en términos de costo. E l intento para encontrar una explicación de la ganancia como algo análogo a los salarios considerados como un costo necesario de la producción y que al mismo tiempo la pusiera en contraste con la renta de la tierra, se halla representado por la famosa teoría de la “abstinencia” de Sénior. La teoría constituye un importante jalón en el pensamiento económico porque introdujo una especie de “costo real” puramente subjetivo. Con ello quedó desplazado el fondo de la discusión más radicalmente de lo que se creyó en la época o de lo que se ha creído desde entonces. La “abstinencia” es susceptible de ser definida objetivamente, es cierto, en términos de las cosas de que uno se abstiene; pero tal abstención puede no tener significado alguno como costo — del mismo modo que ningún otro acto de libre cambio—•a menos que se suponga que en la abstención de esas cosas se halla implicada cierta “pena” especial para su propietario. Y si la “abstinencia”, como el equivalente subjetivo de la ganancia, había que concebirla en un sentido psicológico, lo mismo había que hacer, presumiblemente, con el trabajo: el trabajo como un costo por el cual se pagan salarios debía ser considerado no como una acti­ vidad humana que supone un gasto determinado de energía física, sino como la fuerza de la repulsión psicológica para trabajar. Había que hacer abstracción de la actividad humana, de sus características y de sus relaciones, y sólo tomar como dato para la interpretación económica sus reflejos sobre la mente. Entre algunos escritores anteriores ya había síntomas de una in13 C apital e interés, p. 2 1 1 .

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clinación, aunque sólo la mostraban ambiguamente, a concebir la noción del “costo real” como algo subjetivo más bien que como algo objetivo. Adam Smith había usado la frase “trabajo y pena” (toil and trouble), mientras que M cCulloch se refería al hecho de que las cosas que cuesta adquirirlas el mismo “trabajo y pena” implican “el mismo sacrificio” . De ello concluía que deben ser tenidas en igual “estima” y ser “precisamente del mismo valor real” .14 Con la introducción de la “abstinencia” de Sénior, ya no podía haber duda de que el cambio de dirección había ocurrido. D e ese modo la pregunta y la respuesta se habían transformado sutilmente. Pero como una ex­ plicación de la ganancia, aun dentro de su esfera restringida, la teoría tropezó con una dificultad esencial. Marx se apresuró a decir que no había conexión alguna entre “la abstinencia” del capitalista y la ga­ nancia que obtenía y que, si acaso existía, la relación era completa­ mente inversa. No había más que comparar la ganancia y la “absti­ nencia” de un Rothschild para percibir que la llamada “explicación” no requería mayor refutación. Este defecto no era sino un aspecto del dilema fundamental con que tropieza cualquier intento de formular una teoría del costo en términos subjetivos, pero a esto volveremos más adelante. ¿Dónde fijar el límite de esa “abstinencia” sí no se incluían en ella la venta o el alquiler de toda clase de cosas, atribuyendo de ese modo un “costo real” a cualquier medio que permita adquirir un ingreso en un régimen económico de cambio? Si admitimos la “abstinencia” del capitalista que posee una fábrica heredada, o que es dueño de un canal o de un puente, ¿cómo no admitirla también tratándose del dueño de una tierra que la da en arrendamiento por una renta? Sénior se dio cuenta de la dificultad, puesto que afirmaba que si el ingreso del dueño de un puente o canal se considera como la “recompensa por la abstinencia de su propietario al no venderlo y gastar su precio en cosas de disfrute personal”, la misma observación podría aplicarse a cualquier especie de propiedad transferible, por lo que “la mayor parte de lo que todo economista ha considerado como renta debe llamarse ganancia” .15 Por ello decidió excluir de su definición todo capital heredado. Sin embargo, esto equivale a caer en el otro cuerno del dilema, es decir, que, en este caso, la “abstinencia” no puede ser considerada de ningún modo como una explicación de la ganancia. O como lo decía Cannan, la teoría de Sénior terminó por “considerar como renta ‘la mayor parte de lo que todo economista ha denomi­ nado’ ganancia” .16 La réplica de Marx a Sénior quedó victoriosa hasta que en las postrimerías del siglo se introdujo el concepto, tomado del cálculo diferencial, de los incrementos marginales, como un intento para dar mayor precisión a las nociones económicas. La “desutilidad” de Je14 Principies o f Política1 E co n o m y ( 1 S 2 5 ) , pp. 2 1 6 -1 7 . 15 Sénior, Po lítica! E c o n o m y (ed . 1 8 6 3 ) , p. 1 2 9 . 16 C annan, op. cit., p. 2 1 6 .

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vons, y el “esfuerzo y sacrificio” de Marshall, sólo eran el “costo real” subjetivo de M cCulloch o de Sénior presentados en una forma mejor acabada. Es cierto que Marshall tuvo buen cuidado de des­ prenderse del desacreditado término de “abstinencia” sustituyéndolo por el más neutral de “espera”; aunque como designación del con­ cepto subjetivo de costo real retiene las características esenciales de su antecesor.17 Sin embargo, con la introducción del concepto de los incrementos marginales, el nuevo tratamiento tiene esta diferencia: la relación entre “esfuerzos y sacrificios” y su precio sólo existía en el margen y si se consideraba que el interés pagado y el sacrificio tendían hacia la identidad en la unidad marginal de capital propor­ cionado, no había necesariamente relación entre el ingreso total re­ cibido por el capitalista y su “sacrificio” total ya se tratara de un individuo o de toda una clase. E l rico que hereda una fortuna y que, teniendo más de lo que convenientemente puede gastar, la ahorra, puede obtener un ingreso completamente desproporcionado a cualquier “sacrificio” que haga. Pero, sin embargo, tendería a prevalecer una igualdad entre el precio del capital y la desutilidad que implica el ahorro de la libra esterlina marginal invertida y agregada a la-can­ tidad existente de capital, ya que si el primero fuese mayor que la segunda, aumentaría la acumulación de capital. En el caso contrario principiaría la reducción del capital hasta que la igualdad quedara res­ tablecida. D e ahí, pues, que el interés fuera considerado como el precio necesario para mantener la oferta requerida de capital. E l trabajo y los salarios recibían un tratamiento semejante. Los salarios tendían a ser iguales a la desutilidad implícita en la unidad más 17 D ándose cu enta M arsball (Principios, to m o I , p. 3 2 4 . E d . B ib lio teca C ultura E co n ó m ica) de la objeción que M arx h acia al concepto de abstinencia, definió el térm ino "espera” com o aplicable, no a la “abstención” , sino al sim ple hecho de que “ una persona se abstiene de consum ir algo que está en su poder consum ir, con objeto de aum entar sus recursos para el futuro” . E s to deja suponer que el concepto n o quedaba lim itado por la salvedad de Sénior al excluir la propiedad heredada y que podía aplicarse con igual corrección a la tierra: al hecho de que un terraten iente arriende su tierra para que sea cultivada, en lugar de usarla para su propio disfrute personal o de sujetarla él m ism o a u n cultivo "exhaustivo” . E n este caso, com o categoría del “ costo real” era tan general que perdía todo significado distintivo. Si n o ten ía por objeto im plicar la existencia de una “p en a” psicológica, asociada al acto del aplazam iento (co m o parece sugerirlo el com entario acerca de la “ abstención” ) , entonces resulta ser un a simple descripción del acto de invertir, lo cual enriquece poco nuestro conocim iento de la naturaleza y causa de la ganancia. E n o tra parte, sin em bargo, M arshall d ice: “el aplazam iento de satis­ facciones supone, en general, un sacrificio por parte del que las aplaza, lo propio que u n esfuerzo adicional por p arte del que trabaja” ; tal sacrificio es lo que justifica el “interés com o una recom pensa” . (I b id ., to m o II, pp. 3 5 3 -5 4 .) U n escritor que publicó recien tem en te un artículo en el Q u a iteñ y Jou rn al o f E c o n o m ics, sostiene que M arshall identificó “ dos cosas totalm en te diferentes, bajo el rubro de costo real” ; aunque considera que n o ten ía la inten ción de hacer figurar prom in entem ente en su co n cep to de trabajo y de espera el elem ento hedonístico, la “pena” positiva. (T a lco tt Parsons, volum en X L V I , pp. 1 2 1 -2 3 .) Si tuvo la inten ción de hacerlo figurar p rom in en tem en te o n o , parece haber sido, de acuerdo co n diversos pasajes, una p aite im portante de los fundam entos de las teorías del valor y de la distri­ bución d e M arshall.

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pesada o gravosa de una determinada cantidad de esfuerzo, aun cuan­ do el trabajador tuviera predilección por su trabajo y repulsión por el descanso y fuese lo suficientemente afortunado para recibir el salario íiormal correspondiente a su tarea, no obstante la pequeña pena psí­ quica que pudiera padecer.18 E l terrateniente, sin embargo, se hallaba en una categoría distinta, puesto que la oferta de la tierra no impli­ caba, ni siquiera en el margen, desutilidad alguna, ya que, por hipó­ tesis, la tierra — don gratuito de la naturaleza— no depende de nin­ guna voluntad o acción humanas. Sin embargo, aun las cualidades naturales del suelo pueden agotarse con un cultivo exhaustivo, y hasta puede “robarse” tierra al mar; mientras que, por otra parte, tratán­ dose de la oferta de capital hay lugar para un elemento sustancial que Marshall llama el “excedente del capitalista” (savers’ surpíus). Por consiguiente, la diferencia entre la remuneración del capital y el rendimiento de la tierra es sólo de grado. “La renta de la tierra” , en una famosa frase de Marshall, “se considera no como una cosa en sí misma, sino como la especie principal de un gran género.” La influencia de esta teoría durante más de la mitad de un siglo, ha sido utilizada, sin duda, para desacreditar la teoría marxista de la plusvalía, y para sugerir que el interés es una categoría tan “necesaria” del ingreso como lo son los salarios y muy semejante en su origen. Sin embargo, un escritor como J. A. Hobson, trató de dar un nuevo giro a la teoría, convirtiéndola en la base de un elaborado concepto de “costos sociales” y de “excedentes”, que ha sido aclamada en algu­ nos sectores, como un intento de vestir la “plusvalía” marxista con un nuevo ropaje. Pero el dilema con que tropezó la teoría de Sénior no se resuelve con este concepto más general de la desutilidad, y sólo la vaguedad de su enunciación es lo que ha impedido descubrir 18 V e t M arshall, Princip ios, to m o I I , p . 2 5 (E d . B ib lio teca de C u ltu ra E c o ­ n ó m ica) : "L o s esfuerzos de todas las distintas clases de personas que tienen parte d irecta o indirecta en su producción jun to con las ‘abstinencias’ o , m ejor dicho, “las esperas’ requeridas para ahorrar el capital utilizado en ella, todos esos esfuerzos y sacrificios juntos se denom inarán el costo real de producción de la m ercancía. L as sumas de dinero que tiene que pagarse a esos esfuerzos y sacrificios se den o­ m inarán su costo de producción en dinero o , para abreviar, los gastos de pro­ d u cció n ; son las sumas que han de pagarse para obtener una cantidad adecuada de los esfuerzos y esperas requeridos para producir la m ercancía; en otras palabras, son su costo de producción.” E l dualismo esencial de esta teoría del costo real fue adm itido por M arshall cuando, en un artículo escrito en 1 8 7 6 , se refirió al hecho de que sólo era posible m edir "u n esfuerzo y una a b s tin e n cia .. . en términos de una unidad com ún” , m ediante algún “m od o artificial de m edirlos” , esto es, a través de sus valores de m ercado. (F o rtn igh tly R ev iew , 1 8 7 6 , pp. 5 9 6 -9 7 .) C o n ­ sideraba que esta dificultad se presentaba igualm ente en la m edición de “ dos es­ fuerzos diversos” . A unque la dificultad en este últim o caso es m ucho, m enor que cuando se trata de dos cosas com pletam ente distintas, com o son el "esfuerzo” y la “abstinencia”, ^ el problem a subsiste en form a m ás aguda cuando el esfuerzo se concibe en térm inos subjetivos que cuando se concibe objetivam ente, en tér­ m inos de la producción física de energía. L a relación en tre diferentes tipos d e costo real subjetivo sólo podía considerarse co m o equivalente a la relación d e sus m edi­ ciones en dinero, a condición de que las mism as personas ofrecieran am bos tipos.

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desde hace mucho y con más amplitud de lo que se ha hecho, su carácter completamente impropio. O el concepto es demasiado estrecho — definido estrictamente— para poder dar una explicación completa; o demasiado amplio — definido más generalmente— para dar una gran significación al “costo real” subjetivo. Si se quiere que el “sacrificio” que implica la “espera” tenga algún significado, por lo menos un significado análogo al costo subjetivo que implica el tra­ bajo, entonces sólo debe aplicarse a actos de consumo pospuesto a los cuales se halla asociada una pérdida psicológica o pena, además de la pérdida temporal de los bienes a cuyo consumo se renuncia. Podría decirse muy bien que esa pérdida adicional se supone en un hombre que come poco para poder educar a sus hijos, o en cualquier otro caso en que se sacrifica la utilidad mayor presente por una futura menor. Es difícil, sin embargo, decir que aquella pérdida se halla implícita en los actos más ordinarios de ahorro e inversión que suponen general­ mente un acto de cambio de utilidades presentes por una cantidad igual, por lo menos, de utilidades futuras. Ello sería afirmar que hay una pérdida única inherente a la posposición, que sólo acompaña a la elección hecha en el tiempo y no a ninguna otra. Pero, ¿es que la experiencia nos enseña que la simple espera de nuestros frutos nos llega a ocasionar siempre una positiva incomodidad, a menos que se tenga la incertidumbre de obtenerlos o de que durante el intervalo sienta uno la angustia del hambre?19 A menos que la “espera” sig­ nifique realmente “abstención”, es difícil describir lo que verdadera­ mente significa. Por otra parte, si la simple posposición es todo lo que el “sacrificio” representa (como las afirmaciones de Marshall lo sugieren en algunos lugares), entonces es difícil determinar dónde debe trazarse el límite preciso de todos y cada uno de los actos de elección que impliquen alternativas, una de las cuales tiene que “sa­ crificarse”, cualquiera que sea la elección que se haga. Como Marx replicaba a Sénior y a M ili, “todo acto humano puede concebirse como ‘abstención’ del acto contrario” .20 D e cualquier manera, si la posposición del consumo ocurre en un acto de nuevo ahorro, debe sostenerse que ocurre también cuando se pospone el consumo del ca­ pital existente y del heredado; y si así es en el caso de la propiedad heredada de la historia, ¿por qué no también en el de la propie­ dad que se hereda, al mismo tiempo, de la naturaleza y de la historia, como el caso de la tierra? (E l terrateniente que vende su tierra y vive del fruto de la venta reduce tanto el capital total de la sociedad como un capitalista que vive de su capital, aun cuando la oferta de la tierra no se afecta.) E n realidad, parece que Marshall adoptó aquí la solución empírica de tomar todos los casos de posposición por los que los individuos exigen una recompensa, como idénticos a aque19 L a respuesta a esta pregunta n o es necesariam ente la misma que a esta o tra : si pudiéramos escoger librem ente ¿optaríam os por ten er el fruto en este m om en to o esperarlo? 20 E ! C a p ita !,-e d . c it., I , p. 5 0 3 .

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Uos que implican un “sacrificio”, es decir, tomando en su valor nominal las actitudes individuales respecto al ahorro, y aceptando el hecho empírico de la resistencia que inspira el acto de posposición como una prueba de la existencia de un “sacrificio” real inherente al acto, y el cual era una causa fundamental.21 Esta distinción puede ser conve­ niente y recomendable. Sin embargo, deja en pie el dilema funda­ mental. Si se sostuviera que “algo más” queda detrás del mero hecho empírico de la resistencia que inspira la posposición, no sólo sería muy difícil atribuirle un significado preciso, sino que hasta podría dudarse de su existencia. Si, por otra parte, lo único que se soste­ nía era el hecho empírico de la resistencia, entonces esa solución qui­ taba todo contenido a la noción de “costo real” e impedía distinguirlo de lo que más tarde había de llamarse “costo de oportunidad” (opportunity cost), es decir, el costo de las alternativas sacrificadas (esa “perogrullada aritmética”, como la calificó D urbin).22 Esa cantidad, por sí misma, no da explicación alguna, porque no es independiente, sino un tanto dependiente de la situación total; y lo que ha hecho esa definición es retrotraer la investigación al examen de la naturaleza de la situación total, de la que la ganancia y este llamado “costo” son las resultantes simultáneas. E l hecho de que una persona exija un pago por determinado acto (el hecho, es decir, de que.-tenga un “pre­ cio de oferta” ) depende de si puede exigir el pago; y esto, a su vez, depende de la situación total de la que es parte. Adoptar este criterio, es hacer que la existencia o no existencia del “sacrificio” de­ penda no de la naturaleza del acto, sino de la naturaleza de las cir­ cunstancias que rodean al individuo o a la clase de que se trata. Sólo puede incurrirse en un “sacrificio” cuando es posible darse el lujo de renunciar a una o varias alternativas. ¡Sin oportunidades, no hay sacrificios! Solamente Lázaro no tiene nada que sacrificar; mien­ tras que Dives,* con el mundo y la abundancia a sus pies, puede sacrificar todos los días lo suficiente para lavar los pecados de la hu­ manidad. Concebido subjetivamente, cualquier concepto del costo tiene que perder su identidad en un mundo de alternativas y de posibilidades, en el que cada faceta de las alternativas es una utilidad y la otra un “sacrificio” o “costo de oportunidad”, en tanto q re la 21 M arshall adm itía, sin em bargo, que n o había m otivo para suponer que la relación del costo real en dos casos fuese idén tica a la relación de sus m edi­ ciones en dinero, ni siquiera para suponer (co m o y a nosotros lo hicim os n o tar) que debería atribuirse algún significado a una cantidad de “ costo real” . (F o itn ish tlv R eview , 1 8 7 6 , pp. 5 9 6 -9 7 .) 22 F orm alm ente puede distinguirse de la do ctrina del “ costo de oportu nidad ", en los térm inos de su form ulación ordinaria, en la m edida en que éste representa norm alm ente la oferta de factores de producción com o cantidades determ inadas m ientras que la teoría del costo real sostiene que la oferta de ellos es (e n p a rte ) una función de sus precios (y de ahí que tengan ‘‘un precio de oferta” ) . P ero en ninguno de los dos casos se sigue postulando una causa m ás fundam ental de su oferta o de su no o ferta (en la form a de un costo real que "inevitablem ente” requiere una retrib u ció n ). * N om bre con el cual se designa en Inglaterra al hom bre rico . [T .]

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desutilidad no tiene significado a no ser el de una utilidad que se renuncia. Supongamos, sin embargo, una pérdida subjetiva o una pena apa­ rejada al simple acto de la posposición. Aun así, no parece haber ninguna razón convincente para identificar el costo real con la ob­ tención del interés, para suponer (excepto en un sentido tan su­ perficial que le quita todo significado) que la incidencia del costo tiene lugar sobre la clase social cuyos ingresos están constituidos por los intereses. La razón que habitualmente se da para defender esta identificación es la de que los que reciben los intereses son los que to­ man la decisión inmediata de la que depende el acto de “ahorro” . No obstante, hoy día ya es un lugar común el de que la habilidad para ahorrar (en la forma de un ingreso de cierta magnitud) es el factor más importante para determinar el volumen del ahorro, si bien con harta frecuencia aquellos que sostienen que es el rico quien soporta la carga de la abstinencia, son los que con más vigor afirman que si los ingresos fueran distribuidos menos desigualmente y se aumentara el consumo del pobre, la acumulación del capital declinaría. Si esto último fuera cierto, habría que concluir que la incidencia final del costo del ahorro la soporta no el rico, sino el consumo restringido del pobre, que es lo único que permite la obtención de altos ingresos de los cuales proviene la mayor aportación para la inversión. Si tratá­ ramos de determinar el resultado de la inversión en una economía socialista igualitaria, no tendríamos dudas respecto a la respuesta: di­ ríamos que uno de sus resultados sería la restricción relativa del con­ sumo presente, cuya incidencia sería uniforme sobre la comunidad en general. No obstante, en la sociedad dividida en clases de hoy día los propagandistas de las teorías de la abstinencia, nos quieren hacer creer que la restricción del consumo presente, consecuencia de la inversión, recae sobre los ricos y no sobre los pobres, de cuyo con­ sumo restringido depende la enorme habilidad de ahorrar de los pri­ meros. Si acaso pudiera sostenerse que la abstinencia constituye un “costo real” habría que concluir que quien la practica es el prole­ tariado que no recibe recompensa por sus penas, más bien que el capitalista que obtiene un interés como precio de la restricción del consumo de otros. Afirmar lo contrario es aceptar la culpa de argu­ mentar con un círculo vicioso, al suponer que el ingreso del capi­ talista es, en cierto sentido, “natural” o “inevitable” para demostrar que la parte que invierte de su ingreso es el resultado único de su abstinencia individual al privarse de hacer lo que más le agrada. Además de estas dificultades fundamentales de la noción subjetiva del costo real, hay otra razón por la que cualquier teoría-costo de este tipo es incapaz de explicar el interés como un fenómeno concreto del mundo exterior. La acumulación de capital en el mundo de la rea­ lidad es un proceso continuo y en él la producción no se realiza con un volumen constante de capital cuya remuneración o interés se halle en “equilibrio” con un cierto “precio de oferta de la espera” .

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Sí realmente existiera tal equilibrio, entonces no podría haber nuevas acumulaciones de capital. D e ahí que el elemento “excedente” del interés, aun en el sentido restringido en el cual se emplea el término “excedente del capitalista”, es, en realidad, mucho mayor de lo que la teoría de Marshall lo representa: para cualquier volumen de ca­ pital ni siquiera existe una igualdad entre la remuneración de ese capital y el “precio de oferta de la espera” en el margen.23 E n la teoría del interés de Bohm-Bawerk no existen ni estas am­ bigüedades ni estas dificultades especiales. Explícitamente abandonó todo intento de explicar al valor en términos de costo. Para BohmBawerk el costo fue siempre un elemento determinado, no determi­ nante, que representa simplemente un costo de oportunidad o una al­ ternativa desplazada, y que depende de la fuerza de las demandas concurrentes. De ese modo el costo se retrotraía, en última instancia, a la demanda y a la utilidad. Bohm-Bawerk, por consiguiente, no se ocupaba de lo que él consideraba, en esa forma, la cuestión sin sen­ tido de si en la oferta de capital había implícito un costo real sub­ jetivo. De lo que se ocupó solamente fue, por una parte, de la cues­ tión de si el acto de posponer el consumo (es decir, de la elección a través del tiempo), tenía alguna peculiaridad que hiciera que una cantidad dada de utilidad presente fuera considerada generalmente como equivalente de una cantidad mayor de utilidad futura; y, por otra parte, de si el factor tiempo tenía algún significado para la pro­ ductividad del trabajo. Concluía que las elecciones a través del tiem­ po, teniendo la peculiaridad de ser un resultado de la indecisión de la voluntad, característica psicológica general de los seres humanos, hacía que los objetos y los sucesos distantes en el tiempo siempre fueran descontados cuando se equilibran subjetivamente con objetos y acontecimientos equivalentes que se encuentran más a mano. Con­ cluía, además, que el tiempo tiene un significado para la producción en el sentido de que el trabajo aplicado a procesos productivos que requieren tiempo (métodos de producción prolongados, largos o in­ directos) por lo general es más productivo que el trabajo directamente aplicado a la producción inmediata. Estas dos influencias son las que 23 V e t F . P . R atnsey: si el tipo de interés es superior al tipo d e 'd e scu e n to del futuro, “no habrá equilibrio, sino ahorro, y puesto que no pueden ahorrarse grandes cantidades en corto tiem po, pasarán siglos antes d e alcanzarlo y h asta es posible que nunca llegue a alcanzarse, sino que sólo nos aproxim em os a él asin tó ticam en te. . . V em o s, pues, que el tipo de interés está regido, principalm ente, p o r e l precio de dem anda y puede exced er considerablem ente la recom pensa necesaria para incitar la abstinencia” . ( “A M athem atical T heory o f Saving” , en T h e E c o n o m ic Journal, de diciem bre de 1 9 2 8 , p. 5 5 6 .) V e r tam bién Pigou, E e o n o m ies o f Stationary States, pp . 2 5 9 -6 0 . N aturalm ente, hay un equilibrio en el m argen; pero sólo se aplica a las nuevas inversiones, ya que el ingreso corriente lo absorbe "e l ahorro” hasta que se logra el equilibrio (en el m argen) entre los gastos presentes restringidos y el ingreso futuro anticipado (d esco n tad o ). E sto es lo que el profesor Pigou llam a “ un equilibrio subordinado” . P ero nunca hay una igualdad en tre el interés que ordinariam ente se recibe y el “ precio m arginal de la oferta” del volum en existente de capital; si la hubiera no habría nuevas inversiones.

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principalmente dan origen al hecho de que un mercado competitivo siempre otorgue una prima a los bienes presentes sobre los futuros, tanto porque los primeros son m ás. estimados y, por consiguiente, de más valor, como porque la posesión de bienes en el presente (por ejemplo, la subsistencia de los trabajadores) permite emplear la mano de obra en procesos indirectos de producción de los que se obtiene una producción mayor de la que se obtiene del trabajo empleado en períodos cortos para la producción inmediata y corriente. Uno de los factores opera del lado de la oferta y el otro del lado de la demanda, para establecer un descuento permanente, ceterís paribus, del precio “futuro” de cualquier cosa sobre su precio “presente” (spot price) Esta prima o agio sobre los bienes presentes es el fenómeno del interés que dio origen al problema de la “plusvalía”. No ha sido la “previsión humana”, como dice Marshall, sino la fragilidad de la pre­ visión ordinaria del hombre — o lo que el profesor Pigou ha des­ crito tan atinadamente como una deficiencia de la facultad telescó­ pica—• es la que explica el misterio que ha tenido perplejos a los economistas durante medio siglo. Difícilmente puede negarse que esta ingeniosa teoría contiene elementos positivos que aclaran, descriptiva y analíticamente, ciertos aspectos del proceso de acumulación del capital. Aun cuando el tiem­ po o la duración (roundaboutness) no es la única, ni siquiera la con­ dición más importante de la productividad de los procesos técnicos, es, evidentemente, un elemento importante; y puesto que el tiempo es irrevertible, la duración o dimensión de los diferentes procesos pro­ ductivos adquieren una importancia particular para determinar el or­ den en que se adoptan sucesivamente esos procesos. Por otra parte, el concepto de “trabajo acumulado”, representado por un periodo de tiempo adicional (el lapso durante el cual se acumula), era un obje­ tivo independiente de la teoría subjetiva del valor, en el cual se había encuadrado el resto de la teoría. Pero vista en su conjunto, como explicación de la plusvalía, la teoría dependía para su validez de la teoría subjetiva del valor de la cual era simplemente una parte y una aplicación particular. Aceptada la validez de esta más amplia teoría, su propia validez parecía hallarse implícita, puesto que demostraba que el interés es simplemente el producto de una estimación sub­ jetiva general como lo es cualquier otro valor, en este caso, una esti­ mación subjetiva de las cosas separadas por el tiempo. Si la primera era válida como una explicación general del valor, también lo era la última como una explicación de un valor particular; si, por el con­ trario, la primera no era válida, tampoco lo era la última.24 24 C ierto , Bdhm -Baw erk sostenía que cada uno de los factores exam inados por él era suficiente, p o r sí m ism o, para explicar el fenóm eno del interés. P o r esta razón podría sostenerse que su teo ría no dependía de la teoría subjetiva del valor, puesto que la subestim ación subjetiva del futuro es sólo una de las razones de la existencia del interés. Sin la influencia de este factor subjetivo, sin em bargo, la sim ple “superioridad técn ica de los m étodos indirectos” sería visiblem ente inca­ paz; de explicar el interés co m o u n fenóm eno perm anente y, por tan to , com o una

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Sin embargo, después de esta crítica tan impresionante de las teorías anteriores del interés, es extraño que la debilidad de la suya y su incapacidad para resolver cuestiones esenciales, haya pasado des­ apercibida para su autor. Pero lo particularmente extraño es que haya creído haber encontrado una solución adecuada al problema tal como lo planteó Marx, y con ello, una refutación a la solución que éste le dio. ¿Cómo explica esta teoría el fenómeno del interés? Desde luego en un sentido que difícilmente permite asimilarlo al salario, ya sea por su origen o por la forma de su determinación o por su “necesidad” universal como una categoría del ingreso. Equivale a una 'explicación en términos de escasez relativa, o de aplicación limitada, del traba­ jo desarrollado en usos particulares; esto es, en la forma de trabajo acumulado incorporado en procesos técnicos que implican un largo “período de producción” : una escasez que persiste debido a la miopía de los seres humanos. Como resultado de este desarrollo a medias de los recursos productivos, la propiedad del capital-dinero que en la sociedad existente es el único medio para emprender procesos produc­ tivos prolongados, lleva aparejado el poder de obtener una renta por esa escasez. Así como el terrateniente puede extraer el precio de una escasez impuesta por la naturalza “objetiva”, así también el capi­ talista puede extraer el precio de una escasez impuesta por la natu­ raleza “subjetiva” del hombre. Si tenía algún significado establecer esas analogías dentro de los limites de esta teoría, ¿no lo tenía, acaso, establecerla entre el interés y la renta más bien que entre el interés y los salarios? Como Ricardo y Marx, Bohm-Bawerk condenó la insuficiencia de las explicaciones formuladas en términos de “oferta y demanda”.25 ¿Pero acaso su teoría, confinada en lo esencial en el limitado círculo de las relaciones de cambio entre factores de produc­ ción, independientemente de las relaciones sociales más importantes, resultaba más apropiada para explicar los fenómenos? Es cierto que introdujo en su teoría un supuesto muy importante acerca de la pro­ ducción: un hecho técnico, asociado a la dimensión del tiempo. Pero, ¿por qué escogió este hecho técnico aisladamente del resto y por qué no tomó en cuenta las relaciones sociales que determinan el lugar del hombre en la producción y su asociación a la técnica? E l factor decisivo de la oferta de capital, de acuerdo con su teoría, es la consecuencia necesaria de elem entos constantes del problem a económ ico. P o r sí m ism a, su categoría n o es m ás elevada que la de cualquier o tra d e ¡as explicaciones basadas en la productividad qu e el m ism o Bohm -B aw erk condenaba. L a m ayor pro­ ductividad de los “m étodos indirectos” no es suficiente para explicar por qu é el trabajo aplicado a un uso particular produce una plusvalía, sin o tra razón adiciona] que explique por qué la aplicación del trabajo a ese uso se halla restringida y, por tanto, relativam ente escasa. P o d ría haber sido suficiente para explicar la plusvalía com o un fenóm eno tem poral y transitorio atribuible al tiem po requerido para la construcción de estos “m étodos indirectos” m ás productivos; pero no com o un fenóm eno com patible co n u n com pleto equilibrio. 25 “Si cuando se pregunta a una persona qué es lo que determ ina un precio, nos contesta que la oferta y la dem anda, 1o que nos ofrece es la cáscara, n o la nuez.” (C apital e Interés, ob. c it.)

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subestimación subjetiva del futuro. No solamente es éste un factor que no existe necesariamente fuera de una sociedad individualista y cuya existencia, aun dentro de esa sociedad, ha sido negada por algu­ nos, sino que el grado de la subestimación subjetiva es, en sí mismo, dependiente de la distribución del ingreso y, por lo tanto, de las relaciones de clase de la sociedad. E l interés depende, por consiguien­ te, de estas últimas en un doble sentido: la magnitud de los ingresos de la clase capitalista, en relación a sus niveles acostumbrados de con­ sumo, determina su actitud respecto al ahorro y a la inversión, en tanto que la pobreza de las masas determina el precio a que se hallan dispuestas a vender su fuerza-trabajo a cambio de un ingreso inmediato. En consecuencia, el interés depende para su determinación precisamente de la clase de relaciones e instituciones sociales histórica y no universalmente determinadas. Fue de ellas de las que Marx se ocupó. Como veremos en un capítulo posterior, en una sociedad socialista no habría razón ni para la subestimación del futuro que da origen al interés como fenómeno persistente, ni para la existencia del interés como categoría de ingreso. Como solución al problema del in­ terés en un sentido pertinente para estas cuestiones, esta teoría es ilusoria y vacía. Por otra parte, es imposible suponer que su autor no tuvo la intención de sostener que su teoría, en este sentido, era una solución más fundamental y que simplemente pretendía reunir descriptivamente algunas de las variables importantes que cualquiera explicación tendría que tomar en cuenta. En su Positive Theory o í Capital, presenta explícitamente estos corolarios importantes de su teoría: “la esencia del interés no es la explotación”, sino que, por el contrario, es “un fenómeno enteramente normal, y, en realidad, una necesidad económica”; es, además, “no una categoría accidental ‘histórico-legal’, que sólo existe en nuestra sociedad individualista y capitalista”, sino que “no desaparecerá ni en un Estado socialista”.26 Pero en esta misma aplicación de la noción de utilidad surge una extraña contradicción que nos coloca inmediatamente en la médula del problema de la teoría subjetiva del valor. Para que la utilidad pueda ser un soporte suficientemente sólido de una teoría del valor, aun formalmente considerada, es necesario concebirla como la expre­ sión de un aspecto bastante permanente de la psicología humana. Esto no implica la necesidad de suponer que las preferencias humanas son inalterables; basta que no sean tan contingentes y tan veleidosas que llegue a ser muy discutible su independencia de otras variables dentro del sistema que se proponen determinar.27 En la medida en que la utilidad puede recibir un tratamiento hedonístico como una 26 p p . 361 y 3 7 1 . 2 7 E l profesor J. M . C lark expone su creencia diciendo que “ esta clase de teorías adquiere significado en la m edida en que se vincula con una prem isa res­ pecto a cóm o se elige en la realidad''. (Essays in H onour of J. B . Ciarle, pp . 54 ss.) Sin em bargo, para este propósito n o es suficiente precisar cóm o se hace la elec­ ción: es necesario establecer que el m od o de hacer la elección (o algunos elem entos en ella im plícitos) es independiente del m ovim iento de los precios del m ercado.

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“satisfacción” fundamental, puede sostenerse razonablemente, como hemos visto, que llena esta condición. Podría sostenerse entonces que un proceso de selección racional entre los objetos sujetos a elección haría que la elección económica se ajustara a ciertos rasgos fundamen­ tales de la psicología humana. Aun cuando la traducción de esas elec­ ciones a la acción económica depende de la distribución del ingreso, las elecciones reales mismas podrían ser consideradas como independientes de los precios del'mercado. Pero si no se puede seguir vinculando “el deseo” (la volición inmediata o el acto de elegir) con “la satis­ facción” (el hecho psicológico más fundamental), entonces la validez del supuesto de independencia se torna muy discutible. ¿Por qué no considerar tales “reacciones de la conducta” como permanente­ mente determinadas y modificadas por las condiciones del mercado con que se enfrentan? Bohm-Bavverlc no pretende sostener que la preferencia por bienes presentes, que es la base de su teoría del in­ terés, representa una “satisfacción” superior inherente a los bienes presentes: unas vacaciones el año próximo nos darán tanta felicidad como unas vacaciones dentro de un mes, sólo que las primeras apare­ cen más difusas en nuestra imaginación. Si preferimos el presente al futuro, es sólo por una cuestión de imaginación, de racionalidad defectuosa y de efímero deseo. E l profesor Pigou, por cierto, ha sin­ gularizado este caso de sobrestimación subjetiva de los bienes pre­ sentes como el ejemplo más importante en que “el deseo” y “la sa­ tisfacción” difieren en detrimento del bienestar económico. E n un sentido muy directo, esta actitud subjetiva hacia el presente y el futuro, depende — y no puede dejar de depender— de la estructura de los precios del mercado, es decir, que varía claramente al parejo del ingreso del individuo o de la clase de que se trata, puesto que esa estructura condicionará el grado de urgencia de las necesidades pre­ sentes y la fuerza con que exciten y obsesionen la imaginación. Un ejemplo de esto lo hallamos en el hecho de que un grupo o una comunidad puede llegar a ser más y más pobre, debido a que, te­ niendo una mayor preferencia por el presente, llega a ser progre­ sivamente menos capaz de aprovisionarse para el futuro. Por tanto, en términos de sus actitudes subjetivas, nada determinado puede pos­ tularse o predecirse. Por otra parte, esta actitud puede variar de tantos modos y debido a tan numerosas influencias, que casi sus­ cita tantas dudas respecto de su universalidad como de su constancia. Puede variar con la clase de mercancías ofrecidas en el mercado, y con los métodos de venta. Puede variar, también, según que la per­ sona sea joven y fácilmente impresionable o de mayor experiencia. Puede variar según que la persona haga su elección como individuo aislado o iii loco parentis famiüae, o como persona colectiva en su calidad de miembro de un colegio, de un club o de una compañía comercial. Y ello no obstante, tratando de dar una solución al pro­ blema fundamental de la plusvalía, Bóhm-Bawerlc aplicó las nociones subjetivas a un caso en que su debilidad y poca consistencia eran

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más evidentes. Pero la poca consistencia que aquí se manifiesta es­ pecialmente sirve para atraer nuestra atención sobre un defecto ge­ neral a toda la estructura. Cuando Bailey decía que el valor implicaba “una sensación o un estado de la mente que se manifiesta en la determinación de la vo­ luntad”, expresaba una noción que para fines del siglo ya había de figurar entretejida en todo un sistema. La teoría de la utilidad ex­ plicaba el valor de una mercancía y, por derivación, el de todos los factores necesarios para producirla, en términos del servicio prestado al satisfacer los deseos de los consumidores. Pero la relación no era directa entre el valor y el agregado de servicios (o utilidad to ta l): éstos se hallaban frecuentemente en relación inversa, como lo habían observado los primeros economistas. La relación directa era entre el valor y la utilidad en el margen, en tanto que el factor funda­ mental lo era el incremento de la satisfacción que se proporcionaba a los consumidores por el incremento final o marginal de una oferta dada. Una ama de casa cuyo propósito es la máxima satisfacción, lo consigue distribuyendo su dinero en tal forma que la satisfacción proporcionada por el último centavo gastado en cada dirección sea igual, porque de no lograrse esta igualdad, habría ganado bastante menos en una dirección y más en otra. Éste es un ejemplo de lo que Jevons llamó el principio de la indiferencia. Pero de este principio se desprende otro: el de que los precios de diversas mercancías en un mercado deben estar en relación con sus utilidades marginales, es decir, con las satisfacciones proporcionadas a los consumidores por la unidad marginal o final de cada una de ellas. Si los precios no se hallan en esa relación, los consumidores se aprovecharán pidiendo más de algunas mercancías (de aquellas en las que la relación de la utilidad marginal respecto al precio sea relativamente alta) y menos de otras (de aquellas en las que esa relación sea relativamente baja), hasta que se logre el equilibrio. Pero esto deja en pie una cuestión: ¿qué es lo que fija la posición misma del margen? La respuesta es que ésta es fija por la oferta dis­ ponible, lo que, a su vez, da lugar a otro nuevo problema: ¿qué es lo que determina el límite de la oferta? Si la oferta de todas las cosas fuera ilimitada, no habría deseos insatisfechos, ni utilidad marginal, ni precios. Por consiguiente, el precio sólo puede existir a causa de las limitaciones impuestas a la oferta de las mercancías por la limi­ tación de los factores de producción necesarios para producirlas, una limitación que se expresa en forma de costos. Existen dos variantes de la teoría subjetiva del valor que corres­ ponden a la idea que se tiene acerca de cómo se determinan esas limitaciones. Por una parte, la escuela austríaca daba por sentado que dentro de un conjunto dado de condiciones, la oferta de esos factores productivos es fija.28 Estando limitados por una escasez inal­ 28 sentado,

E stricta m en te h ablan do, ios austríacos no daban, n i necesitaban d ar p o r qu e la o ferta de lo s factores básico s de la producción fuera in alterable,

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terable (en el momento), estos factores, como cualquier mercancía, adquieren un precio igual al servicio marginal que prestan a la pro­ ducción. Dichos precios no son sino los elementos constitutivos del costo. Por otra parte, Jevons y Marshall sostenían que (con excepción de los recursos naturales) la oferta de estos factores fundamentales de la producción puede variar; pero que su variación se halla condicio­ nada por la desutilídad o el “esfuerzo y sacrificio”, que cuesta su creación. De ahí que, en equilibrio, tengan que recibir un precio equivalente a la desutilidad (en el margen) que supone su oferta. Como decía Jevons: “el costo de producción determina la oferta; la oferta determina el grado final de utilidad (o ‘utilidad marginal’ ); el grado final de utilidad determina el valor”; a lo que agregaba: “el trabajo determina el valor, pero sólo de una manera indirecta al variar la utilidad de una mercancía debido a un aumento o limitación de la oferta”.29 Pareto ha sintetizado esta noción diciendo que el valor es la resultante de un conflicto entre los deseos y los obstáculos que impiden su plena satisfacción. Pero las últimas determinantes de ambos grupos de fuerzas — ambas hojas de las tijeras, en la frase de Marshall— , son consideradas como de naturaleza subjetiva, producto de estados mentales. Esta estructura parece descansar en un supuesto fundamental: el de que la voluntad individual es autónoma e independiente en el sen­ tido de que no está sujeta a la influencia de las relaciones del mercado en que interviene el individuo, ni de las relaciones sociales de que es parte. Naturalmente, nadie puede negar, por lo menos, alguna in­ fluencia de esta clase. Si es insignificante y se reduce a unos cuantos casos especiales, puede aceptarse sin dificultad y sin negar la legi­ timidad de considerar la voluntad humana y sus características como determinantes de las relaciones económicas: pero si la influencia de la interacción social es considerable, la validez del supuesto se tam­ balea, y este tratamiento atomístico necesariamente se derrumba. No sólo es probable que al tratar de pasar de lo individual al conjunto se caiga en falacia de composición, sino que los estados de la volun­ tad o de la mente no podrán ser considerados como “variables inde­ pendientes” en la determinación de los hechos. Sin duda, ese supuesto parecía completamente natural en un siglo de individualismo, y puede parecerlo así, hoy día, al burgués aislada­ mente considerado, orgulloso y ufano de su independencia exenta de influencias y ligas sociales. Pero un análisis menos superficial de la estructura de la sociedad mostrará el sinnúmero de modos en que la voluntad individual, lejos de ser autónoma e independiente, se halla modelada continuamente por las complejas relaciones sociales y eco­ nómicas en que interviene. E n primer lugar, la naturaleza real de las preferencias del individuo, lo mismo que la forma en que las traduce sino únicam ente que la cantidad de ellos se hallaba determ inada por condiciones ajenas al m ercado y que, p o r tan to , podían ser consideradas co m o independientes. 29 T h e o iy o f P o lítica/ E co n o m y , p. 16 5 .

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en dinero, quedan sujetas a la influencia de su posición dentro de la sociedad y a la del ingreso que recibe. Por ejemplo: su prefe­ rencia por el presente en oposición al futuro, como lo hemos visto, o su preferencia por el descanso en oposición a las mercancías y, por consiguiente, el “sacrificio” en que incurre al tener que trabajar o ahorrar, dependerá de su ingreso, con el resultado circular de que la naturaleza de los costos fundamentales que afectan el valor de las mercancías y la remuneración de los factores de la producción estarán determinadas, a su vez, por la distribución del ingreso. Un hombre desprovisto de tierras estimará el “sacrificio” o “desutilidad” que supone alquilar su trabajo en mucho menos de lo que lo estima un campesino dueño de una parcela y de instrumentos de producción, puesto que la pobreza del primero le hace atribuir una valoración subjetiva menor a su trabajo en términos de los artículos necesarios para la vida. Lo mismo acontecerá cuando se trate de trabajadores organizados en sindicato en contraste con los trabajadores desorga­ nizados y con un nivel de vida tradicionalmente bajo. Por consi­ guiente, la postulación de cualesquiera valores normales, requiere la postulación previa de una cierta distribución de los ingresos y, por tanto, de una cierta estructura de clases. Dar una forma precisa a las relaciones de cambio de una sociedad determinada requiere, no simplemente la disposición mental de un individuo abstracto, sino también el complejo de instituciones y de relaciones sociales de las cuales el individuo concreto es una parte. Tras la búsqueda de una generalidad espuria, esos factores “se consideran dados” en la teoría moderna del valor; en un sentido formal se está en libertad de su­ poner lo que se quiera acerca de ellos. En el mejor de los casos, esto equivale a formular las leyes de la física y de la astronomía sin la “constante de la gravitación” . Pero en la práctica, se comete un error más positivo cuando se considera que en los términos que se halla formulado el supuesto, es una descripción de la sociedad eco­ nómica real. Como una descripción positiva es falsa por su misma parcialidad, ya que implica que los fenómenos económicos se hallan regidos por una serie de relaciones contractuales libremente contraídas por una comunidad compuesta de individuos independientes, cada uno de los cuales sabe bien lo que desea y tiene acceso a, y cono­ cimiento de, todas las alternativas posibles. Y como en la premisa, por arte de magia, se ha puesto armonía, armonía se encuentra tam­ bién en la conclusión. Puede sostenerse, sin embargo, como ya hemos dicho, que los elementos esenciales que intervienen en las elecciones humanas son susceptibles de ser postulados independientemente de la distribución del ingreso y de la posición social del individuo. Las células de las preferencias — las “curvas de indiferencia” fundamentales de Pareto— no se hallan afectadas por la situación del individuo, ya esté ham­ briento o satisfecho, ya sea rico o pobre. Por consiguiente, las acti­ tudes subjetivas, por lo menos en este sentido, pueden ser postuladas

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como bases independientes para una determinación del problema del valor. Pero ante todo debe hacerse notar que, aun cuando esto sea así, esos factores no bastan, por sí mismos, para determinar el pro­ blema, y que se requiere postular algo más respecto a la posición del individuo si hemos de saber en qué forma tendrán que tradu­ cirse estas actitudes básicas en elecciones y demandas reales, es decir, qué clase de curvas de la demanda se construyen con apoyo en un conjunto dado de curvas de indiferencia.30 E n segundo lugar debe decirse que estas actitudes mentales básicas son precisamente las que parece imposible postular cuando se carece de una definición hedonística de la utilidad o de un supuesto semejante. D e otra ma­ nera ¿qué significado podría darse a estas cédulas de preferencias que definen la actitud del individuo frente a cualquier grupo concebible de alternativas, ya sea que haya experimentado estas alternativas o no? ¿Nos dirían esas cédulas de preferencias, escritas quizá en algún lugar de la mente, si pudiéramos descubrirlas por introspección, cómo valorizaría el millonario el descanso y el ingreso si llegara a conver­ tirse en un mendigo, o cómo se conduciría uno de esos que reciben el socorro oficial si súbitamente adquiriese una fortuna? Si, como suponían las primitivas nociones de la utilidad, los “deseos” que provocan actos inmediatos de elección coinciden con una “satisfac­ ción” algo más fundamental proporcionada por el objeto elegido, es probable, entonces, que pudiera .darse un significado al supuesto de un conjunto constante de actitudes mentales de esta clase. Pero si los “deseos” difieren de las “satisfacciones”, éstas, aun cuando exis­ tan, no regirán la conducta y su importancia para el problema eco­ nómico será escasa. Ahora bien, si se consideran los “deseos” aisla­ damente, separados de las raíces más profundas que puedan o no tener, no es posible sostener que ostentan semejante constancia o independencia. Ésto nos conduce de la mano a una segunda razón contra el su­ puesto de que la voluntad individual es independiente: la influencia de lo convencional y de la propaganda. Ambos factores, a juzgar por la poderosa influencia que tan evidentemente ejercen sobre los actos de elección, parecen ser los responsables de una divergencia considerablemente mayor entre “deseo” y “satisfacción” de la que tradicionalmente han admitido los economistas. Dentro del primero deben incluirse todas aquellas complejas influencias que ejercen en el individuo los deseos y los gustos de otros, incluyendo la que ejerce el nivel de clase y la emulación social sobre los cuales llamó 30 É ste es, sim plem ente, un ejem plo del h ech o , expresado en el fam oso caso de trueque de M arshall, de que, dado un sistem a d e curvas de indiferencia, es necesario postular la posición del plano desde el cual cada individuo com ienza a realizar transacciones d e cam bio, antes de que se puedan construir las curvas reales de la dem anda (o las de la o ferta) que habrán de configurar el curso de la operación. M arshall define esta posición en térm inos de las existencias de cada m ercancía; pero el principio tien e una m ás am plia aplicación que la restringida a este simple caso.

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tan vigorosamente la atención Thorstein Veblen. Dentro del segundo deben incluirse todos aquellos medios de publicidad y de sugestión para la venta, que han llegado a constituir una característica tan des­ tacada de nuestra época. Su éxito depende de su capacidad para moldear y despertar el deseo; y en la medida en que tienen éxito, la elección de los consumidores se convierte en una variable depen­ diente de la acción de los productores. Además, los deseos de los consumidores se hallan expuestos, evidentemente, a la influencia de las sugestiones en las formas más variadas. La mera existencia de una oferta, convenientemente presentada a la mirada del público, puede despertar un deseo que no existía antes; el volumen y la sagacidad de la propaganda de los vendedores pueden ser decisivos para de­ terminar si por Navidad hay que regalar libros, o guantes, o pañuelos, o sombrillas; si la dieta debe componerse principalmente de plátanos, de pescado o de leche; si debe preferirse para veranear “la región más seca de Inglaterra” o Comish Riviera. Cuando la propaganda lo­ gra influir sobre los convencionalismos de grupos sociales, el maridaje de estas influencias puede ejercer un redoblado poder sobre las eleccio­ nes que hacen los individuos, como lo demuestra ampliamente la esclavitud de la moda, en donde menos que en cualquier otro caso puede decirse que el individuo sea dueño de su voluntad. En la es­ fera del comercio internacional, puede advertirse hoy día la influencia creciente, directa e indirecta, de la propaganda sobre la demanda. Las campañas de “compre productos ingleses”, “compre productos del Imperio”, “compre productos alemanes”, determinan las preferencias de los consumidores que quizá habrían sido otras de no existir esas campañas. Una poderosa influencia económica, aunque menosprecia­ da, es la divulgación de las culturas nacionales más allá de sus fron­ teras, para cultivar el gusto por aquellas cosas que figuran prominente­ mente en los hábitos de consumo de la nación debido a la especial facilidad de que gozan para producirlas. Cuando se toma en cuenta toda la amplitud de estas influencias en el mundo de hoy día, difícilmente puede dudarse de que son un factor importante para la determinación de la demanda en el caso de casi todas las mercan­ cías, excepto la de los artículos que satisfacen las necesidades de alimentación y abrigo. La influencia de lo convencional tampoco puede considerarse como de importancia secundaria. E l gusto humano, más allá del ni­ vel más primitivo, se ha desarrollado evidentemente a través de un proceso de educación en el cual la costumbre y lo convencional han jugado un papel principal, junto con otros factores del medio ambien­ te social. Lo que puede considerarse, cuando más, como innato al estado “natural” del individuo, son ciertos deseos primarios, o ten­ dencias, de una categoría no muy diferenciada. E n la historia de cada individuo, la configuración precisa de esa compleja escala de prefe­ rencias (aun suponiendo que exista semejante entidad) con la que se supone que entra a la vida adulta, es un resultado evidente de la

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influencia de la sociedad que lo rodea, la cual queda sujeta poste­ riormente a continuas modificaciones atribuibles a esa influencia. Cuando la seda artificial llega a ser barata, toda obrera encuentra que las medias de seda son un elemento necesario de su vida porque otras las usan. E l vestido hecho “a la medida” se convierte en una necesidad del caballero, a tal grado que sin él se sentiría privado de una gran satisfacción debido a que una época de la vida se halla convencionalmente sellada por un estilo determinado de trajes. La mayor parte de los gastos en decoración interior, en muebles y en diversiones, están evidentemente controlados por las imposiciones de ciertas normas sociales. La gente toma té o cocktails por la tarde y se sentiría privada de satisfacción si, individualmente, tuvieran que abstenerse de ello. Los hombres disfrutan de la austera incomodidad de una camisa dura o de un cuello almidonado, porque la imitación lo impone. Sus mujeres coleccionan objetos de plata para la vitrina y, hace algunos años, cortinas de muselina, palmas o aspidistras para el salón como símbolos de respetabilidad burguesa. Con frecuencia se desea un automóvil, tanto por la posición social que revela, como por el servicio que presta. Hace algunos años se discutió en las pági­ nas de Economica si podía atribuirse algún significado a “la utili­ dad total” de los zapatos, medida en términos de lo que un gen fie­ man pagaría si se viere obligado a ello — quizás 10, 20 o 30 libras esterlinas— , antes que ir descalzo a su oficina o a su club. Se llegó a la conclusión de que el problema no tenía sentido puesto que, si el par de zapatos tuviera un precio universal de 10 libras esterlinas o más, nadie, a excepción de los muy ricos, podrían usarlos, en tanto que el término medio de las personas no verían mal usar sandalias y hasta ir descalzas siempre que todos sus vecinos e iguales acostum­ braran hacer lo mismo. Que había la intención de tomar este supuesto de la voluntad individual autónoma, independiente de las relaciones sociales, como una descripción de la sociedad económica, queda evidenciado por un significativo corolario implícito en la teoría de la utilidad. Y el celo manifiesto con que se subrayaba este corolario nos revela qué lejos se hallaba de ser una inocente obsesión apologética la elección de supuestos que hacían los economistas. Este corolario, que consistía en demostrar que un régimen de libre cambio logra el máximo de uti­ lidad pata todas las partes, fue proclamado como un refuerzo decisivo del laissez íaiie. E l argumento era bueno, dados sus velados supues­ tos, y aun hoy día, cuando se ha demostrado frecuentemente parte de su falacia, parece que se resiste a morir y continuamente reaparece con un nuevo disfraz. La forma más clara de demostrar su justifica­ ción es recurrir al caso simplificado de cambio entre dos vendedores de dos mercancías, A y B , que se desprende como una versión alter­ nativa del principio al que ya nos referimos arriba, según el cual el cambio entre ellos continuará hasta llegar a un tipo de cambio en el que la utilidad de ambas mercancías (la cantidad de mercancía

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de que uno se desprende y la cantidad de mercancía que se adquiere) sea igual para cada una de las dos partes. Hasta este momento cada parte obtiene una utilidad mayor de la que se desprende al continuar el cambio de A por B. Más allá, cualquier cambio privará a una o a las dos partes de una utilidad mayor de la que adquiere y, conse­ c u e n t e m e n t e , no puede haber tipo de cambio que satisfaga a las dos. E l punto de equilibrio del trueque — el tipo de cambio que se esta­ blecería en un mercado abierto— estará, por consiguiente, en el punto (como dice Jevons) en que “ambas partes queden satisfechas” y en el que “cada una de las partes haya obtenido todo el beneficio que es posible” . Si ese precio es el que proporciona mayor beneficio a cada una de las partes, debe ser, en consecuencia, el que proporcio­ na mayor beneficio a todos: los precios establecidos dentro de las condiciones de un mercado abierto aumentan la utilidad a su máxi­ mo para todas las partes que intervienen. Este corolario más bien implícita que explícitamente enunciado en la presentación de la teoría de Jevons, k> subrayan más vigorosamente Walras y Pareto, Auspitz y Lieben, en su R echeiche sur la T héoiie du Prix.31 Alguna duda debe de haberse suscitado respecto al significado de ese máximo cuando la discusión subsiguiente dilucidó el hecho de que había, no uno, sino varios tipos de cambio en que esta condi­ ción (la igual utilidad de ambas mercancías para cada una de las partes) quedaba satisfecha. E n las simples condiciones del trueque citado por Jevons, el equilibrio podía establecerse en cualesquiera de estos puntos, de acuerdo con lo cual las partes obtenían la ventaja en las fases preliminares de la operación; en la inteligencia de que cualesquiera de estos puntos podía igualmente ser la posición de “satis­ facción” . Pero cualesquiera de estas posiciones de “satisfacción” evi­ dentemente son relativas respecto a la situación del individuo en el momento en que se realiza la operación. En cualquier situación dada, los recursos y la elección de alternativas que se ofrecen al individuo son restringidos, y en una sociedad capitalista, aún más restrin­ gidos por las condiciones de la clase a la cual pertenece el indivi­ duo. E n esta situación dada en que se encuentra el individuo, pue­ de haber un camino compatible con su mayor ventaja, y ése será el que le convenga seguir. Ahora bien, ese camino está determinado por circunstancias externas; pero habría seguido uno distinto de haber sido otra la situación. Un máximo relativo de esta clase sólo puede aproximarse a un máximum maximoium, dotado de un sig­ nificado absoluto, en el supuesto de que cada individuo tuviera a su disposición una amplia esfera de oportunidades, y de poder tomar el camino después de haber pesado y estimado el resto de las alternativas existentes. Y esto es lo que no puede decirse de la so­ 31 E l interés de W alras p o r la teoría económ ica parece haber sido estim ulado, en realidad, por un a discusión con un sansimoniano y por el deseo de proporcionar una prueba simple de que el libre cam bio en un m ercado concurrente proporciona el resultado óptim o. (V e r W ick sell, Lectures, vol. I , pp. 7 5 -7 4 .)

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ciedad capitalista; y es la falta de este postulado, más aún, la exis­ tencia de otro totalmente contrario, el de la división de clases, lo que constituye el punto de partida necesario para comprender el carácter específico de la sociedad capitalista. Y , sin embargo, ése fue precisamente el postulado que introdujeron ilícitamente los pro­ genitores de la escuela de la utilidad. Que el postulado está destinado todavía a pasar inadvertido lo revela el hecho de que hasta hoy es el que apoya tácitamente la mayor parte de las comparaciones de los efectos de un régimen de libre concurrencia y los de un régimen de monopolio, los de un régimen capitalista y los de un régimen so­ cialista, que se hacen en los tratados de economía.32 Conscientes de las dificultades de la concepción de la utilidad, los economistas se han ido inclinando más y más en los últimos años, o bien a abandonar ese concepto, o bien a definirlo nuevamen­ te en un sentido puramente empírico. Se postula el hecho empírico de que los deseos individuales se manifiestan en elecciones que pue­ den ser observadas en un mercado, y tomando como datos esas elec­ ciones, se construyen ecuaciones para determinar los acontecimientos económicos, independientemente de las raíces de esas elecciones, sean psicológicas o sociales. Dentro de esta tendencia, Pareto, que princi­ pió usando el concepto de utilidad, más tarde lo abandonó por el de ofeíímidad,33 y Cassel, que gustaba de hacer desfilar viejas ideas con nuevos uniformes, abandonó la palabra para siempre. E l profesor Robbins niega la posibilidad de comparar la utilidad que derivan dos individuos (aunque visiblemente usa la negación para refutar ciertas implicaciones de la ley de la utilidad marginal decreciente, por lo que se refiere al perjuicio que ocasiona al bienestar económico el re­ parto desigual de la riqueza) y afirma que todo lo que la economía, como “ciencia positiva”, puede suponer, es que cada individuo arre­ gla los objetos de su elección de acuerdo con una cierta escala de preferencias.34 La economía se convierte en una especie de teoría “cataléctica” en la cual “no existe una penumbra de aprobación. E l equilibrio es el equilibrio” .33 Podría creerse que de lo que se trata es de eludir el problema esencial, retirándose hacia un puro formalismo, y que la teoría, defi­ nida de este modo y, por ello, vacía de contenido real, ha alcanzado 32 E l profesor Pigou sostiene que "to d as las com paraciones en tre diferentes im puestos y diferentes m onopolios qu e em piezan con un análisis d e sus efectos sobre' el excedente de los consum idores, suponen tácitam en te que el precio-dem anda es tam bién la m edida m onetaria d e la satisfacción” . (E c o n o m ics o f W e ífa re , p . 2 4 .) V e r tam bién CoIIechVist E c o n o m ic P la nn in g, editado p o r H ayek. 33 V e r M a n u e l d ’É c o n o m ie P o litiqu e (ed . 1 9 0 9 ) , p. 1 5 7 . 34 Ensayo sobre ia naturaZeza y significación de la ciencia econ ó m ica , 2 * ed ., M éxico , F .C .E ., pp . 1 8 5 ss., 1 9 5 1 . E l profesor R obbins re d a m a para la m oderna teoría económ ica la superioridad sobre el sistem a ricardiano de que la prim era ‘ ‘se detuvo en las estim aciones del m ercado sin llegar a las del i n d i v i d u o ...” (Ib id ., página 4 4 .) ¿P ero no sería m ejor lam en tam os de que n o liaya avanzado m á s a llí d e las estim aciones del individuo? 33 Ib id ., pp. 1 9 0 -1 9 1 .

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un nivel tal de abstracción que no le permite formular ningún juicio importante sobre los asuntos de carácter práctico o, por lo menos, sobre los problemas peculiares a un sistema particular de sociedad económica. Si todo lo que se postula es simplemente que los hom­ bres eligen sin decir cómo eligen o qué es lo que determina su elec­ ción, la Economía no podría proporcionamos más que una especie de álgebra de las elecciones humanas, nos indicaría ciertas formas más o menos evidentes de las relaciones entre las elecciones; pero nos diría muy poco respecto al modo como se desarrolla una situación real. Por otra parte, si como ya hemos visto, la “cédula de la de­ manda” de los individuos no se concibe apoyada en algo más fun­ damental, no puede servir como soporte sólido para un sistema de equilibrio del mercado. Si la demanda puede cambiar al soplo de cual­ quier viento sobre el mercado, como puede acontecer si no postula­ mos más que deseos empíricos ¿qué nos autoriza a suponer que tales deseos no son íntegramente creaturas de los movimientos de los pre­ cios? Es más, si para esta teoría “el equilibrio sólo es equilibrio”, lo único que nos procura es una mera definición generalizada del equi­ librio. Semejante esclarecimiento de definiciones quizá sea una tarea extraordinariamente útil y hasta esencial, Pero ¿podrá damos algo más que la cáscara vacía de una teoría de la Economía Política, con­ siderada como el estudio de los problemas de una sociedad económica real y de la clase de problema que suscita? E n la primera edición de su Ensayo, el profesor Robbins declaraba que los corolarios de la teoría económica no dependen de la experiencia o de la historia, sino que se hallan “implícitos en nuestra definición del objeto de la Cien­ cia Económica en su conjunto” : 36 declaración que parece caracteri­ zar suficientemente la teoría como un sistema de tautologías. En su segunda edición, abandona esta confesión reveladora; y en su lugar sostiene que la teoría económica no es “puramente formal” , que descansa en postulados que son, ciertamente, generalizaciones ele­ mentales de todas y cada una de las actividades económicas y que sus corolarios representan “conexiones necesarias” que, lejos de ser de naturaleza “histórico-relativo”, son válidas para todos y cada uno de los tipos de sociedad económica.37 Pero para muchos debe ser difícil tranquilizarse con esta reformulación cuando se enteren de que el débil substratum del hecho que sirve de soporte a estas leyes de apli­ cación universal reside simplemente en el postulado de las elecciones individuales. La elección, por supuesto, no está confinada a 3a clase de actividades que tradicionalmente se conocen como “económicas” . Aquélla deja traslucir que se nos está dando una abstracción tan 30 Prim era edición en inglés de Ensayo sobre la naturaleza y significación d e Ja ciencia econ ó m ica , p . 7 5 . 3T Ib id ., segunda edición, pp. 7 4 , 9 4 , 1 1 7 , M . D . H enderson tam bién ha sostenido que la teoría económ ica postula leyes cuya validez es la m ism a, a pesar del ir y venir de “ com erciantes aventureros, com pañías, trust, grem ios, gobiernos y soviets” y que funcionan “bajo todos ellos” . (L as leyes d e la oferta y la de­ m anda, 2 ? ed ., p. 1 5 , M éxico , F o n d o de C ultura E con óm ica, 1 9 5 3 .)

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general, que abarca rasgos característicos comunes a cualquier clase de actividad, humana. Esto lo admite francamente el profesor Robbins. “Todo acto que requiere tiempo y medios escasos para lograr un fin, supone la renuncia a usarlos para alcanzar otro fin. Por tanto, ese acto tiene un aspecto económico.” 38 E l profesor von Mises es aún más preciso: “Es ilegítimo considerar lo ‘económico’ como una esfera definida de actividad humana que -puede delimitarse con toda precisión de otras esferas de acción. La actividad económica es una actividad racional. . . La esfera de la actividad económica es colin­ dante de la esfera de la acción racional.” 39 Los principios aquí enun­ ciados y sus “implicaciones inevitables” se refieren consecuentemente, y sólo se refieren, a un aspecto de todas las clases de actividad humana: a cocinar y dirigir la casa, al juego y a la diversión, a proyectar unas vacaciones, al escoger entre ser filósofo o matemático, así como a lo que generalmente se conoce como problemas específicos de la pro­ ducción y del cambio. Pero si esto es así — si los principios económicos son reconocidamente una abstracción tan sutil de un aspecto, entre todos, de las actividades humanas— , hay suficiente justificación para dudar de si el carácter imperativo de los corolarios que es posible derivar de esa teoría pueden ser de un elevado orden de importancia para los problemas específicos a que dan origen las características peculiares de este o aquel tipo de sociedad económica. La búsqueda de definiciones lógicamente concisas del objeto de un estudio, tan popular hoy día, generalmente es estéril, y llevada al extremo, se traduce en vaciar las ideas de todo su contenido real y en un dogmatismo árido y escolástico. Esta tendencia parece ser el resultado, no simplemente de una moda pasajera, sino de un de­ fecto más fundamental. Lo que muchos evidentemente ignoran hoy día es la lección que Marshall tuvo especial empeño en enseñar en el principio hegeliano de la continuidad que reiteró en el clásico pre­ facio a la primera edición de sus Principios (en comparación con el cual muchos trabajos económicos modernos parecen superficiales y simplistas): 40 el de que en el mundo real no existen líneas divisorias 3S Ensayo so bre Ja naturaleza y significación de la ciencia económ ica, 2 ? ed., página 3 6 , 1 9 5 1 . 39 D ie G cm em w irtsch aít, tiad. inglesa, p. 1 2 4 . 40 "S i la obra tiene algún carácter especial particular, éste puede decirse que consiste más bien en la im portancia que concede a esta aplicación del principio de contin uidad. . . Siem pre se han sentido tentados los autores a clasificar los bienes económ icos en grupos claram ente definidos, acerca de los cuales pudieran sentarse cierto nú m ero de proposiciones breves y concisas, para satisfacer el deseo de precisión lógica que alim enta el que estudia y la afición popular a los dogmas que tienen aire de profundidad, sin dejar por ello de poder ser m anejados fácil­ m en te. Pero el caer en esa ten tació n , estableciendo líneas generales artificiales allí donde la naturaleza no las ha puesto, parece haber causado m uch o daño. C u an to m ás sencilla y absoluta sea una doctrina eco n ó m ica, tan to m ayor será la co n fu sión . . . si las líneas divisorias a que se refiere no pueden encontrarse en la vida real.” (Principios, to m o I , pp. 6 , 8 y 9 . E d . B ib lio teca de C u ita ra E c o n ó m ica .)

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precisas, como las hay en el pensamiento, y que la discontinuidad y la continuidad inevitablemente se entrelazan. Es cierto, sin duda, que en la obra de Marshall algunos aspectos de la continuidad recibieron un énfasis exagerado y unilateral, y que en su lema: natura non facit saltan , ese énfasis era conservador. Sin embargo, en comparación con la mayor parte de los escritos modernos, su manera de abordar los problemas intelectuales, por lo menos, tiene el sello de un rea­ lismo saludable: una virtud a la que, a mi modo de ver, puede atribuirse mucho de lo que a sus críticos les ha parecido eclecticismo y oscuridad, y la cual debe su origen a la circunstancia de que Marshall disponía de un suficiente bagaje filosófico para apreciar el carácter complejo de la relación entre las ideas abstractas y la realidad, y para mantener sus pies bien puestos en la tierra. Sólo sacrificando seria­ mente la realidad pueden lograrse las definiciones precisas del tipo de las que hoy están de moda. Es claro que cualquier definición rea­ lista de un estudio como el de la ciencia económica debe formularse fundamentalmente en términos de los problemas concretos que cons­ tituyen su objeto (como en cualquier otra ciencia): la definición debe hacerse por tipos más bien que por delimitación. La defini­ ción de la economía nos la debe dar la parte del mundo real de que se ocupa, y las generalizaciones que crea, para ser adecuadas, deben presentar las características esenciales de su esfera de acción real. Que tenga éxito o no para lograr esta atinada mezcla de generalidad y rea­ lismo, es una cuestión de hecho: el culto por el epigrama para abs­ traer sólo ciertos aspectos de los hechos y guardarlos después como reliquias, aislados del resto, puede lograr una apariencia de espléndida generalización, sólo que a expensas de la realidad. La precisión quizá sea el ingrediente más precioso del pensamiento y hasta el más esen­ cial, como lo es el filo para el cuchillo. Pero cuando el filo del cuchillo y la exactitud de sus resultados se confunden, cuando la pre­ cisión se halla santificada como el fin del pensamiento y se convierte en la piedra de toque de la verdad, entonces el pensamiento se achata y se toma estéril, y las ideas, ya vacías, pierden toda sustancia vital. Pero aun el más abstracto de los economistas, no sólo pretende decimos que los seres humanos “escogen”, sino otras muchas cosas más acerca del mundo real. Como dice el profesor Robbins, existen “postulados subsidiarios” que, según él mismo lo admite (un tanto a regañadientes), se “derivan de un examen de lo que con frecuencia puede designarse legítimamente como material histórico-relativo” . La .verdad parece ser que la Economía Política propiamente comienza con estos “postulados subsidiarios” . De cualquier modo, de esos pos­ tulados dependen los corolarios realistas derivados por los economis­ tas. Menos que a nadie se podría reprochar al profesor Robbins por un desprecio de las implicaciones prácticas de la teoría económica, por más abstracta que sea su definición de esta última. Pero es pre­ cisamente con estos “postulados subsidiarios” con los que se intro­ ducen implícitamente esos supuestos acerca de la sociedad económica

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que son tan sustancialmente parecidos a los de los primeros econo­ mistas: los de la autonomía e independencia de' la voluntad indivi­ dual. En efecto, la misma forma en que se expresan los postulados abstractos acerca de las elecciones de los individuos, los convierte en una descripción adulterada de las verdaderas fuerzas que controlan el fenómeno económico en la sociedad capitalista, a menos que queden radicalmente condicionados en cuanto se refiere a las relaciones so­ ciales que regulan las elecciones de los individuos y gracias a los cua­ les pueden diferenciarse las elecciones de las ciases en la sociedad capitalista. La mera ausencia de ese condicionamiento quiere decir que la afirmación de que los individuos escogen, tan pronto como se concreta en la forma en que los individuos escogen en una forma especial, se convierte en la afirmación falsa de que los individuos escogen libiem ente, y que los hechos que son el resultado de estas acciones individuales no están afectados por esas relaciones de produc­ ción fundamentales — relaciones de clase conectadas con la propiedad económica—■que son las características distintivas de la sociedad capi­ talista. Los supuestos ocultos o velados son testarudos, y a pesar de la esperanza de Wicksteed, de que la exposición matemática pudiera servir como reactivo para “precipitar los supuestos contenidos en la solución de la verbosidad de nuestras disquisiciones ordinarias”, la eco­ nomía cada vez más matemática de nuestra época todavía reposa esencialmente sobre las mismas premisas fundamentales. La diferen­ cia, por lo que se refiere a su influencia apologética, estriba en que la habilidad del prestigiador ha mejorado hoy día de tal manera, que los corolarios a que llega después de mucha palabrería acerca de la “neutralidad ética”, y con una gran elegancia técnica, dan la impresión a su auditorio de haber sido creados a priori de principios científicos de validez universal. Y , sin embargo, los supuestos secretos están ahí todo el tiempo, implícitos en la propia formulación de la cuestión. Y aunque la “utilidad”, ya pasada de moda, puede ser proscrita del escenario, los deseos de un hombre que actúa libremente siguen considerándose como los reguladores del mercado, en tanto que esta “soberanía” (como recientemente la ha llamado un escri­ tor) 41 del consumidor autónomo sigue siendo la base de todas las leyes que se postulan y de todas las predicciones que se hacen. Así como los economistas habrán de seguir comparando la autonomía del consumidor bajo el capitalismo, con el “autoritarismo económico” de una economía socialista.42 La verdad es, por supuesto, que las 41 E l profesor W . H . H u tt, en S o u th A írican Journal o í E co n o m ics, m arzo d e 1 9 3 4 , donde sostiene que el principio es fundam ental para la ciencia econó­ m ica. V e r tam bién su E c o n o m ists and t h e P u b lic, pp . 2 5 7 ss. 42 U n ejem plo particularm ente ingenuo d e esto ocurre en el siguiente pasaje: "q u e el consum o del rico se asiente m ás pesadam ente en la balanza que el con­ sum o del p o b re. . . es, en sí m ism o, un resultado de la elección, puesto que en un a sociedad capitalista la riqueza solam ente pu ede adquirirse y conservarse m edian­ te una actitud que corresponda a las exigencias d e los consum idores. A s! la riqueza de prósperos negociantes siem pre es el resultado d e un plebiscito d e los consu-

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valoraciones del mercado bajo el capitalismo representan un alto grado de autoritarismo. E ste supuesto que gobierna la economía sub­ jetiva de hoy día (y que la gobierna no simplemente en calidad de un “supuesto adicional” incidental, sino en virtud de la propia for­ ma en que se plantea necesariamente todo el problema), es paralelo a un supuesto semejante en que se sustenta la teoría tradicional de la política y del Estado: la de que el Estado es la expresión de una especie de voluntad general construida con la multitud de voluntades autónomas de individuos libres e iguales. E n la esfera económica, como en la política, los hechos de una sociedad dividida en clases desmienten este cuadro idílico. Lo que es el poderío de la prensa capitalista en un caso, lo es el del anunciante en el otro. Lo que es la influencia de clase en uno, lo es el convencionalismo de clase en el otro. En ambas esferas, las diferencias de posición, y la dependencia económica del desposeído frente al poseedor, son los factores domi­ nantes. Por otra parte, en el terreno económico, la “pluralidad de votos” (derecho que otorga más de un voto a determinadas personas) es la regla, y no la excepción; y es una pluralidad que equivale a mil o diez mil votos de una parte contra uno de la otra. Sin embargo, la mayoría de los escritos económicos hablan del imperio del consumi­ dor como resultado de la existencia de un mercado, con una inge­ nuidad igual a la que se necesitaría para creer a Hitler cuando nos habla de su Estado totalitario como producto de la voluntad popu­ lar, nada más porque hizo un plebiscito. Como era de esperarse, es en la llamada teoría de la distribución donde se encuentra la prueba más directa de conceptos abstractos formulados con fines apologéticos. Difícilmente se exagera al decir que la economía moderna no tiene una teoría de la distribución acreedora de ese nombre, sin que con ello se quiera negar la exis­ tencia de algunas pretenciosas teorías que aspiran a ocupar ese ran­ go. La principal, entre todas, ha sido la teoría de la productividad marginal. Lo que es instructivo en esta teoría, que ostenta más des­ tacadamente el sello del método matemático, es que ha prestado un gran servicio práctico para responder a los críticos del sistema capita­ lista; y si bien hoy día se admite generalmente que la importancia de la teoría, cuando se formula correctamente, es de carácter pura­ mente formal, ha sido usada y sigue usándose como una solución al problema para el cual Marx formuló su teoría de la plusvalía y, por m idores y , una vez adquirida, la riqueza sólo puede conservarse si se em plea en la form a que los consum idores consideran la m ás benéfica para ellos" (M ises, op. c i t , p . 2 1 ) . Si en una com unidad en que la pluralidad de votos o el voto p o r dele­ gación estuvieran autorizados, un grupo de ambiciosos lograra reunir valiéndose de todos los m edios, buenos y m alos, un a m ayoría, y en elecciones sucesivas procediera a votar la conservación de la pluralidad de votos, es d e suponerse que el profesor M ises consideraría este sistem a com o una sólida dem ocracia, puesto que todo el proceso sería u n resultado de la elección y tendría que aprobar los actos de los gobiernos autodesignados alegando que reflejaban las decisiones de un plebiscito respecto a lo que es provechoso para la m ayoría.

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LA t e n d e n c i a d e l a e c o n o m í a m o d e r n a

consiguiente, como una refutación o, por lo menos, como un buen sustituto de esta última. La teoría de la productividad marginal es un descendiente directo de las más viejas teorías de la productividad del capital; aunque ya sin las imperfecciones más ostensibles de aqué­ llas, gracias a la aplicación del concepto de los incrementos diferen­ ciales a la “productividad” de los diferentes factores. Y , sin embargo, fue este mismo refinamiento el que, de hecho, acabó por quitarle hasta la más débil aspiración a resolver el problema práctico de la plusvalía que había tenido la rudimentaria teoría de la productividad. Al afirmar la teoría que el precio de un factor de la producción (ya se trate de la tierra, del trabajo o del capital) en un mercado de líbre concurrencia tiende a igualar la diferencia que resulta en el producto total (medido en valor) por la adición de una unidad mar­ ginal de ese factor (como el precio de una mercancía es igual a la utilidad de una unidad marginal), no hacía sino damos una formu­ lación más precisa de las explicaciones tradicionales formuladas en términos de oferta y de demanda. Y como Marshall se apresuró a señalarlo, no podía constituir “una teoría completa de la distribu­ ción”, porque dejaba sin resolver el problema relativo a la naturaleza y determinación de la oferta de los diversos factores de la produc­ ción. Virtualmente representaba un paso más en el camino de con­ siderar no sólo las mercancías, sino también los instrumentos ani­ mados e inanimados de la producción, simplemente como objetos que se cambian en el mercado, con abstracción completa hasta de las actividades concretas de la producción, para no mencionar las rela­ ciones sociales fundamentales de las que eran una parte. Sin embar­ go, la teoría fue proclamada inmediatamente como una solución in­ tegral del problema clásico de la ganancia, con lo que Ricardo y Marx se relegaron al olvido. J. B. Clark la proclamó como una “ley de la naturaleza” recién descubierta, y aunque hoy día son pocos los eco­ nomistas que convienen con él en afirmación tan arrebatada, un número importante de ellos, a mi modo de ver, suscribirían el punto de vista de que hay un cierto sentido en el que puede decirse que la teoría demuestra que el régimen de la competencia “otorga a cada factor de la producción el equivalente de lo que crea” . D e todos modos, cualesquiera que sean las creencias particulares de los econo­ mistas profesionales, no parece exagerado decir que el 9 9 % de su auditorio se da cuenta de que una conclusión semejante se halla implícita. La labor de los críticos de la nueva doctrina, en lugar de aclarar las cosas, introdujo al principio una mayor confusión debido a su atención sobre lo que se reveló ser un problema puramente formal: el llamado “problema de la suma” (adding-up problem ). La pregun­ ta que formularon fue la de saber si cuando cada uno de los factores tiene un precio de acuerdo con su “productividad marginal”, tal como se definía ésta, el precio de todos ellos sumados sería igual, ni más ni menos, a la producción total. Al continuar tan escolástica

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investigación, sostenían que si esta condición podía satisfacerse, la teoría podría tener importancia como una teoría de la distribución. Tal fue la crítica que formuló J. A. Hobson al sostener que un fac­ tor de la producción no podía ser remunerado con un valor equiva­ lente a su productividad marginal, sino que tenía que serlo de acuerdo con su productividad media. A menos que fuese cierto esto último, la suma de los ingresos obtenidos por cada uno de los factores de la producción no podía ser igual a la producción total. La respuesta a esta crítica fue simplemente definir la situación en términos más precisos y abstractos, y demostrar que cuando la competencia se de­ fine como “equilibrio normal”, se supone que los costos marginales de cada empresa son iguales a los costos medios (en un punto en el que los costos medios son un mínimo), de manera que la condición fundamental quedaba satisfecha con la misma definición de los pre­ cios de competencia. No carece de significado, a mi modo de ver, que Wicksteed, a quien se debe gran parte del refinamiento matemático de esta teoría, la haya usado principalmente para atacar la teoría de la renta de Ricardo y para demostrar que cualquier concepto de plusvalía es insostenible. Lo que olvidó subrayar o que aparentemente dejó de ver, fue que la misma forma de la afirmación que privaba, en térmi­ nos de esta teoría, de todo significado al concepto de plusvalía, se lo arrebataba también a todos aquellos corolarios prácticos que justifi­ caban su pretensión de ser una teoría realista de la distribución, los cuales, según el mismo, se hallaban implícitos en la teoría. Wicksteed sostuvo que la explicación que Ricardo daba de la renta, formalmente considerada, era una “teoría residual” . Formulada en términos mate­ máticos, pretende que “siendo el producto total F (x), y siendo F ’ (x) la tasa de remuneración por unidad que satisface al capital más el trabajo, la cantidad total que obtendrá el capital más el trabajo será x. F ’ (x), y el remanente F (x) — x.F’ (x) será la renta. Ahora bien, ésta es simplemente una afirmación de que cuando todos los otros factores de la producción han sido pagados, el “excedente” o residuo puede ser reclamado por el terrateniente.43 Sí S = x + y + z y si, por otra parte, x + y son conocidas, debe concluirse necesaria­ mente que z se determina como igual a S — (x + y). Semejante tautología matemática, decía Wicksteed, podría aplicarse igualmente a x, a y, a z. Dentro del mismo razonamiento, el precio del capital o del trabajo podían ser considerados como “excedentes residuales” : todo dependía de saber cuál factor era el que se tomaba como “cono­ cido” y cuál como la variable residual por determinar. Pero Wicksteed (como sus actuales discípulos) no se dio cuenta de que lo que hace de la teoría de la renta una tautología matemática, es el modo pura­ mente formal de formularla que él adoptó; y que este modo formal de establecerla también hace de toda la teoría, como una teoría de 43

pp. 17-18.

P . H . W ick steed , Co-ordínation o í th e Laivs o í Produciion and D istríbution,

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L A TEN DEN CIA DE L A E CO N O M ÍA MODERNA

la distribución, una tautología, después de que el concepto de com­ petencia ha sido definido.44 Naturalmente, no puede existir diferencia entre los factores de producción en el plano puramente formal: x, y, z son símbolos que no difieren sino por el modo de representarlos. La renta y la ganancia no se distinguen de los salarios por las reglas del álgebra. Si hay que distinguirlos, tiene que ser por sus propias características, que se hallan asociadas a las actividades reales que se desarrollan detrás de estos fenómenos de los precios. Wicksteéd sos­ tiene, en efecto, que la teoría tal como él la expone, trata de descu­ brir las leyes de la distribución “no en la naturaleza especial de los servicios que prestan los diferentes factores, sino en el hecho común del servicio prestado”,45 lo que evidentemente equivale a admitir, por hipótesis, que las principales cualidades diferenciales de los factores de la producción han sido excluidas y que la teoría ha sido fincada simplemente sobre la premisa de que los factores en cuestión son esenciales a la producción y que, por consiguiente, tienen demanda. Sobre esta base, sostener que existe una armonía esencial de intereses entre las clases sociales, negar la existencia de la “plusvalía” y de “la explotación”, etc., etc., es simplemente un caso de petición de prin­ cipio.46 Investigar si un factor de la producción está siendo pagado por arriba o por abajo de su “productividad marginal”, tiene sustan­ cialmente el mismo significado (y no más) que preguntar si en el mercado prevalecen o no condiciones de competencia. Por otra par­ te, mediante una apropiada re-definición el concepto podría llegar a ser aplicable a la fijación de precios de los factores de la producción en condiciones de monopolio.47 44 E s evidente que W ick steed pensaba de o tra m anera. C re ía que la teoría podía ofrecer “sugestiones respecto a la línea de ataque que debe seguirse al tratar de los m onopolios y de la verdadera socialización de la producción” , las cuales eran “de m agníficas promesas” . (Ib id ., p. 3 8 .) E n o tro lugar considera com o m uy significativa la crítica del m onopolio que sostiene que los m onopolistas reciben “m ás de su porción distributiva en el p ro d u cto, m edida en térm inos de su eficien­ cia marginal industrial” . E n realidad de acuerdo con la definición de la “ eficiencia m arginal industrial” que h ace esta teo ría, la afirm ación n o tie n e m ás alcan ce que el de sostener que los m onopolistas reciben m ás de lo que recibirían en un régim en de com petencia. 45 Ib id ., p. 7. 46 H asta qué pu nto h a llegado a ser p u ram en te form al la diferencia en tre los factores de la producción, queda bien dem ostrado por el h ech o de que W ick ste e d , adem ás de sugerir que los arados, los abonos, los caballos, e tc ., deben ser consi­ derados com o factores separados de la p roducción, tam bién sugiere la inclusión (para propósitos de integridad form al) de la “ clientela y sus deseos” , y aun el “ em puje com ercial”, el "b uen n om bre” y la “notoriedad” , com o factores de la producción, cada uno con un precio apropiado a su productividad m arginal (o p . c it., pp. 3 3 - 3 5 ) . L a señora R obinson h a definido un facto r separado, com o todo aquello que se diferencia técn icam en te de cualquier o tro requisito de la producción, esto es, co m o algo que no tiene un sustituto p erfecto , definición que h a m erecido el aplauso del profesor R obbins por su elegancia form al y su concisión. (V e r E c o nom ies o í I m p e rie c t Competifa'on, pp. 1 0 8 -1 0 9 .) Sem ejantes definiciones son, cier­ tam en te, elegantes; pero tam bién bastante vagas. 47 V e r Joan R obinson, T h e E c o n o m ic Journal, septiem bre de 1 9 3 4 .

L A TE N D EN CIA DE L A ECO N O M IA MODERNA

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Lo que se ha dicho aquí en un sentido crítico, no pretende ne­ gar que la economía matemática puede haber contribuido considera­ blemente al refinamiento de las implicaciones y a la clarificación de los supuestos. Tampoco se pretende negar que las actitudes subje­ tivas de los individuos jueguen el papel de eslabones de la cadena de hechos económicos y, por consiguiente, que tengan un lugar en cual­ quier análisis completo de los fenómenos económicos. Lo que se quiere decir es que, en tanto que la técnica matemática esté al ser­ vicio de un modo particular de pensamiento, los conceptos que formule estarán calculados para ocultar, más que para descubrií, la realidad. E l modo de pensar que se oculta en la teoría subjetiva del valor, primero crea un reino en el que la libre imaginación se halla en comunión con objetos etéreos de elección y, después, inconsciente de la distancia entre este mundo abstracto y la realidad, intenta representar las relaciones que encuentran en este reino como regu­ ladoras de las relaciones prevalecientes en la sociedad económica real y como controlando la forma que los acontecimientos deben te­ ner bajo todos y cada uno de los sistemas sociales. Esto es confundir el pensamiento y adulterar la realidad. Es poner de cabeza todas las cosas. Emancipar el pensamiento económico de esta herencia es una tarea que está pendiente desde hace mucho tiempo.

VI. FRICCIONES Y EXPECTATIVAS: ALGUNAS TENDENCIAS RECIENTES DE LA TEORIA ECONÓMICA Uno de los rasgos más destacados del pensamiento económico de los últimos años, y particularmente de la última década, ha sido la decli­ nación del viejo dogmatismo, un escepticismo más profundo y un mayor encono de las controversias. Lo que hace unos cuantos años se consideraba como una doctrina bien establecida que requería, cuando más, cierto refinamiento de sus inferencias y su aplicación a problemas especiales, hoy día se discute y se pone en tela de juicio la veracidad de los supuestos básicos en que descansa. Los sistemas del'pensamiento cuya forma era considerada perfecta a excepción de unas cuantas cuestiones insignificantes, han sido sometidos nueva­ mente al crisol de un análisis más riguroso. No es difícil ver refle­ jados en esta evolución del pensamiento los sorprendentes aconteci­ mientos del mundo en las dos últimas décadas. Desde el punto de vista práctico este escepticismo más hondo ha consistido en la vir­ tual conclusión del laissez faire como un cuerpo doctrinal, y hasta podría decirse que en esto ha consistido esencialmente la transfor­ mación de la doctrina, cambio que ha seguido — no precedido— al ocaso deL laissez faire en el mundo. Hoy día esta doctrina, por lo menos en su forma tradicional, sólo tiene unos cuantos partidarios, aunque destacados. Pero puede decirse que ahí donde la vieja fe y la certidumbre han sido suplantadas, reina mucha confusión y eclec­ ticismo. Estos cambios recientes de perspectiva, a mi modo de ver, se re­ ducen principalmente a dos modificaciones importantes de los supues­ tos tradicionales. Ambas parecen hallarse conectadas, una directa, otra indirectamente, con las características de una nueva era de mo­ nopolio. La primera consiste en una crítica o, por lo menos, en una reconsideración del concepto tradicional de la competencia y en un intento de reformulación de las condiciones del equilibrio en función del monopolio o de la presencia de elementos monopolistas. La se­ gunda consiste en el énfasis sobre las calificativas que es necesario introducir al análisis tradicional del equilibrio — a la formulación de leyes y tendencias económicas— en situaciones en las que las expectativas de los individuos pueden ejercer una influencia impor­ tante sobre los acontecimientos. La doctrina tradicional del laissez faire se basaba, como hemos visto, en el efecto armonioso y autoregulador de la competencia, ya expresada en términos de la ley clásica del costo o de acuerdo con la teoría subjetiva del valor en términos de la igualdad de la utilidad marginal y el costo. Si en rea­ lidad no es éste sino otro equilibrio diferente el que existe, los resul­ tados del laissez faire tienen que ser diferentes de aquellos que ha­ bían sido imaginados. Es más, de acuerdo con la teoría clásica, lo 128

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que ocurre en última instancia es independiente de los deseos sub­ jetivos o expectativas de los empresarios individuales. Si esto no es de este modo y las expectativas son un factor determinante independien­ te, se frustra, en esa medida, el libre juego de la “mano invisible” . De ahí que los resultados del laissez faire tengan que ser distintos de los que, con anterioridad, se habían inferido. Ambas innovaciones se referían a la importancia de los factores que ordinariamente se conocen con el nombre de “fricciones” . Se ha admitido tradicionalmente que donde la competencia ha sido susti­ tuida por una situación de monopolio absoluto o algo muy próximo a él, el precio se determina (dentro de ciertos límites) por la vo­ luntad del monopolista, sin que pueda aplicarse el principio del costo a lo que es una situación de escasez creada deliberadamente. Pero en todas las situaciones intermedias en que los vendedores (y com­ pradores) son numerosos, los elementos que hacen “imperfecto” el mercado y lo desvían del ideal abstracto de la competencia son con­ siderados simplemente coma fricciones que, o bien aplazan la conse­ cución del equilibrio, sin alterar la naturaleza de la posición que habrá de alcanzarse finalmente, o bien introducen diferencias espa­ ciales en el precio, que son, en sí mismas, una función simple y di­ recta del elemento de fricción. Se considera, por ejemplo, que el desconocimiento del mercado o la inercia de los productores aplaza el juego de las fuerzas de la competencia y permite que el precio se desvíe de la normal por largo tiempo, a pesar de lo cual, y trans­ currido el tiempo necesario para realizar los ajustes, el equilibrio vuelve nuevamente a establecerse, aunque más tardíamente de lo que en otras circunstancias habría sido el caso. Por otra parte, el costo de los movimientos entre distintos lugares de un mercado, separados por el tiempo o por el espacio, introducen diferencias perceptibles de precio a medida que se aleja la fuente de la oferta, las cuales varían su relación precisa respecto al costo de los movimientos tradu­ cidos a términos de precio. De acuerdo con teorías más recientes — y en esto consiste su novedad— , los efectos de algunos de estos factores, tales como la ignorancia, la inercia o el costo de los movi­ mientos, no tienen el carácter de una mera fricción, sino que alteran la naturaleza de las fuerzas equilibradoras y el equilibrio finalmente lo­ grado. ¿Cuál es, pues, el criterio para determinar cuándo una fric­ ción no es una fricción o, mejor dicho, cuándo es algo más que una fricción? ¿Cómo determinar que ciertas “influencias perturba­ doras” desajustan simplemente la idoneidad de una aproximación en forma insignificante y calculable o que, por el contrario, su pre­ sencia transforma la situación en un sentido cualitativo? Podría pare­ cer a primera vista que esto es una cuestión de matiz, de grado o de magnitud de la fricción perturbadora comparada con la fuerza de los otros factores que intervienen. Pero también hay implícita una dife­ rencia de esencia, que afecta la naturaleza de la fricción en relación con la situación en que se introduce.

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FR ICCIO N ES Y EXPECTATIV AS

La introducción de un nuevo elemento puede alterar la situación de modos diversos. E n primer lugar, si bien puede tener el efecto de debilitar o retardar la acción de algunas de las influencias determi­ nantes, retardando de ese modo la acción de las fuerzas equilibradoras después de que ha ocurrido un desplazamiento inicial, puede sostenerse que es indiferente para el equilibrio final que se alcanza porque no afecta la naturaleza de las fuerzas determinantes. D e este tipo es la influencia de la ignorancia y de la inercia de acuerdo con la vieja teoría. E n este caso el nuevo elemento es de tal naturaleza que puede considerarse que no altera ninguna de las variables de las ecuaciones que definen el equilibrio. Así, por ejemplo, un estre­ chamiento del conducto que conecta dos cisternas no podrá alterar el hecho de que el agua se ponga al mismo nivel en las dos, por más que se retarde el proceso mediante el cual se consigue la igual­ dad de niveles. E n segundo lugar, el nuevo elemento puede ocasionar un cam­ bio de la situación en una simple y determinada cantidad. La fric­ ción, en este caso, no aplaza simplemente sino que modifica el equi­ librio que se logra; aunque su efecto es simple y adicionador. E l nuevo factor de la situación se considera como si fuera una constante adi­ cional, que altera en una cantidad dada el valor de una o más de las variables de las ecuaciones determinantes, del mismo modo que, de acuerdo con el viejo punto de vista, el efecto de los costos de movi­ miento sobre el precio se consideraba, virtualmente, como una adición al precio de oferta o como una sustracción al precio de demanda. Su influencia es, pues, del mismo tipo que la de cualquier otro de los elementos. Si su importancia cuantitativa es pequeña en relación a la de otros factores que la teoría abarcaba en su primera aproxima­ ción, entonces puede ser considerado con toda propiedad como un simple factor perturbador que disminuye la precisión, pero que no perjudica la exactitud esencial de la generalización anterior. Sea como fuere, si bien su presencia o ausencia puede alterar, los valores que arrojan las ecuaciones, su presencia o ausencia no altera la forma esencial de las mismas. E n tercer lugar, la introducción del nuevo elemento puede trans­ formar la situación de un modo mucho más radical, en el sentido de alterar el carácter de las relaciones reales que existen entre diversas cantidades. Su influencia ya no puede ser considerada correctamen­ te como una fricción que retarda o desplaza la situación, sino más bien como la de un nuevo elemento químico cuya presencia altera el carác­ ter y la acción de otros elementos, transformando de ese modo toda la composición. Su efecto ya no tiene un carácter simple y adicio­ nador, y su presencia sólo puede recibir un tratamiento correcto si se considera que cambia realmente una o varias de las ecuaciones (que expresan condiciones dadas o que postulan relaciones entre can­ tidades). Pero la nueva situación, como la vieja, es susceptible de ser determinada a condición de que el número de ecuaciones (o el

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de las relaciones separadas que se conocen acerca de ella) pueda lle­ gar a ser igual al número de las variables dependientes. Ésta es la clase de influencia que algunos factores como la inercia o los costos de movimiento, tienen en algunas recientes teorías de la “competen­ cia imprfecta” .1 Podrá parecer que la diferencia entre los primeros tipos es, par­ cialmente, una diferencia de grado. E l que un determinado elemento de fricción pueda considerarse como uno de aquellos que simple­ mente retardan o como uno de los que desplazan la situación es, con frecuencia, una cuestión del punto de referencia en cuanto al tiempo, esto es, de tener a la vista acontecimientos próximos o leja­ nos, o el equilibrio de un periodo breve o prolongado. Por otra parte, si nuestras afirmaciones son de carácter dinámico y se refieren a la trayectoria de un movimiento y no meramente a una posición está­ tica de reposo (es decir, si alguna de nuestras ecuaciones expresa va­ riables en función del tiempo), cualquier fricción que debilite o re­ tarde la acción de algunas fuerzas modificará, ipso facto, la subsecuente trayectoria de los acontecimientos. "La diferencia esencial para nuestro presente propósito es la que existe entre los casos del primero y segundo tipos, por una parte, y el tercero, por otra. E l ejemplo más simple de una transición de los primeros al último es aquel en que la influencia de la fricción que retarda o desplaza es suficientemente vigorosa para eliminar por com­ pleto la influencia de uno o más de los principales factores deter­ minantes, del mismo modo que una obturación parcial del conducto entre dos cisternas, puede retardar meramente la corriente entre ellas, pero que si llega a ser suficiente para impedir totalmente la corrien­ te, el nivel del agua en una cisterna puede llegar a ser independiente del nivel de la otra. Lo que es de importancia fundamental en las críticas recientes del viejo concepto de competencia, es que la pre­ sencia, aun en pequeña escala, de fricciones en el mercado, tales como la ignorancia, la inercia o el costo de movimiento, se conside­ ra como responsable de un cambio del tercer tipo. Su presencia no sólo puede dar origen a que los precios en las diferentes partes del mercado difieran de la “normal” en una cantidad equivalente a la magnitud de la fricción, sino que puede dar lugar a que el nivel del “precio normal” en todo el mercado sea completamente diferente de lo que 1 Ejem plos de este tercer tipo parecen ser aquellos a los que dejaría de apli­ carse el principio de la “com posición de causas”, de J . S. M ili. Son casos tam ­ bién a los que se refiere el profesor J . M . Clark com o aquellos en que la intro­ ducción de cam bios produce diferencias de “ carácter cualitativo o quím ico” por oposición a las puram ente “ cuantitativas” . (E con om ic Essays in H onour of J. B . Clark, pp. 4 6 -4 7 .) Sin em bargo, no entiendo lo que quiere decir cuando afirm a que en el análisis económ ico las “ fuerzas adaptables” (adaptive forces) necesitan confinarse “ a aquellas que se autolim itan y que no son de carácter acum ulativo” (p . 4 8 ) . ¿Q u errá decir que las que “se autoüm itan” o que son "acum ulativas” sólo pueden aplicarse a la naturaleza de la situación total y no a los factores individuales que intervienen en ésta?

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habría sido en otras condiciones. E l efecto de la fricción sobre el precio será doble: uno directo que da lugar a las diferencias espaciales, otro indirecto que altera el nivel del equilibrio mismo. E l enunciado tradicional del “precio normal” en un mercado perfecto, descansaba en el supuesto de que la acción individual, siendo una entre muchas, sólo puede ejercer una influencia despreciable sobre el precio del mercado. E l individuo tiene que tomar este precio tal como lo en­ cuentra y considerarlo como independiente de cualquier acción propia consistente en ampliar o reducir las ventas o las compras. Por consi­ guiente, como vendedor nunca puede obtener un ingreso total o un ingreso neto mayores mediante una restricción de la producción (siempre y cuando el precio sea superior al costo marginal), pero se beneficiará siempre ampliándola hasta el extremo en que el precio de venta (y, por consiguiente, sus ingresos adicionales derivados de sus mayores ventas) sea igual a su costo marginal. Podrían hacerse análogas consideraciones si fuera un empresario que compra facto­ res de producción en un mercado perfecto. Esto equivale a decir que la demanda de lo que el individuo vende y la oferta de lo que el individuo compra, es infinitamente elástica. Sin embargo, si estu­ vieran presentes ciertos tipos de fricción, este supuesto dejaría de ser válido, puesto que la presencia de la fricción tendría, precisamente, el efecto de hacer que la demanda de lo que vende y la oferta de lo que compra fueron inelásticas en cierto grado. Por ejemplo, el costo de comprar a un vendedor situado a medio kilómetro, o la inercia, o la ignorancia de las facilidades que ofrece, daría origen a una pre­ ferencia a surtirse del tendero más cercano y conocido a pesar de que sus precios fueran más elevados. Lo mismo acontece con los traba­ jadores que aceptan salarios más reducidos antes que trasladarse y buscar ocupación en otra región o ciudad. Si esta inelasticidad fuera apreciable ciaría nacimiento a una zona dentro de la cual el vendedor individual tendría la posibilidad de aumentar sus ingresos netos res­ tringiendo sus ventas, aun cuando el precio se mantuviera a un nivel supeñoi a su costo marginal, y análogamente, por lo que se refiere a un comprador individual que restringe sus compras. D e ahí que el principio de la libre competencia de que el precio tiende a ser igual a su costo marginal haya sido reemplazado por el principio que la señora Robinson ha llamado2 la igualdad del ingreso y el costo mar­ ginales. En otras palabras, cada individuo habrá de sujetar sus actos al principio monopolista de reducir su producción hasta un punto en que su ganancia llegue al máximo. Como un principio subsidiario puede derivarse el de que las unidades productoras, representadas por la escala de operaciones de un empresario individual, tenderán a ser más pequeñas que la unidad de magnitud más eficiente, y no iguales a ella (estimadas en términos de los valores corrientes del mercado), como la teoría tradicional de la libre competencia lo suponía. Por consiguiente, de acuerdo con este punto de vista, el principio de la 2

En

T h e E con om ics o í Im p erfect

C o m p etitio n .

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libre competencia sólo tendrá aplicación en un mercado libre de toda fricción. En otras palabras, sólo se aplicará en el más raro, y en cierto sentido, en el más “artificial” de los casos del mundo real (por ejemplo, en los mercados organizados de productos). Si existen fric­ ciones de cierta magnitud, no sólo pueden diferir los precios entre las diferentes partes del mercado, sino que el nivel de equilibrio mismo se determinará de modo diverso: de acuerdo con el principio del monopolio.3 E l pensamiento parece haber tomado esta trayectoria por lo que se refiere a Inglaterra, con un artículo de Sraffa en T h e Econom ic Journal de 1926* que cambió la ruta, aunque por algún tiempo la importancia de su contenido parece no haber sido debidamente apre­ ciada.4 Este artículo sostenía que como la mayor parte de los merca­ dos de productos industriales se hallan divididos en “mercados pri­ vados” más o menos separados para cada firma o empresa, la situación debía ser considerada propiamente en términos de la teoría del monopolio más bien que de acuerdo con la teoría clásica de la libre competencia. Se sostenía, además, que este predominio de la restric­ ción monopolista, considerada como una característica general y no puramente excepcional de la industria capitalista, aun en aquellos casos en que existe aparentemente la competencia, es un factor que explica la incapacidad de la industria para aprovecharse de todas las ventajas de la producción en gran escala o de los “rendimientos crecientes”, así como el aprovechamiento crónicamente insuficiente de los recursos productivos. Este punto de vista ha sido desarrollado en trabajos posteriores, en particular por la señora Robinson y por el profesor Chamberlin, quienes formularon independientemente una teoría de lo que la primera llamó “competencia imperfecta” y el se­ gundo “competencia monopolista” para sustituir el análisis tradicio­ nal del equilibrio, resultado de la libre competencia. 3 U n b u en ejem p lo del cam b io d e tratam ien to podría hallarse en la im por­ tancia atribuida a la “ m ovilidad m arginal” de M arsh all. Ú ltim a m en te se h a sos­ tenid o que los obstácu los al m o v im iento no obstruyen la fin a l co n secu ción del eq uilibrio resultado d e la lib re co m p eten cia siem pre qu e exista cie rta m ovilidad en el m argen (p o r e jem p lo , unas cuantas amas d e casa perspicaces en el m ercado y unos cuantos trabajadores alertas y m ó v ile s). E l nuevo pu n to d e vista parece im plicar q u e esta m ovilidad m arginal sería im p o ten te para im ped ir la fija ció n de un precio de m on op olio a través de to d o el m ercado si la m ovilidad d el resto de los com pradores o vendedores fu era n ula o m uy pequeña. * E l artículo fue publicado en el 3 4 de E l T rim estre E co n ó m ico , M éxico , Fon d o de C ultura E co n ó m ica, con el nom bre de “Las leyes de los rendim ientos en condiciones de com petencia” . [T .] ' E n el año de 1 9 2 5 el autor del presente libro citaba el m anuscrito de un artículo anterior de Sraffa para un periódico italiano en el que se hacía referencia al “ m ercado privado” de cada p ro d u ctor y en el que señalaba su im portancia para el papel que desempeñaba el prestigio com ercial en la teoría de la ganancia. (C apitalism E n terp rise, p. 8 8 .) P ero después he descubierto que Sraffa estaba m uy lejos de apreciar, y todavía m ás, de subrayar, todo su significado. M arshall, es cierto, se refería a una consideración similar com o un factor lím ite de la re­ ducción de precios en un m ercado que declina; aunque el alcance que le conce­ día no iba m ás allá de la im portan cia que podía ten er durante un corto periodo.

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Las implicaciones prácticas de esta nueva generalización son, evidentemente, de gran importancia. Se considera que la ganancia contiene siempre un elemento apreciable de beneficios provenientes directamente de una situación de monopolio (esto es, ganancias .adquiridas por medio de la restricción). E n efecto, el importante elemento del prestigio o fama comerciales en todos los negocios es considerado amplia, si no enteramente, como la representación de la capitalización de esos elementos de monopolio. Al confrontar el Jaissez faire con el mundo de la realidad y no con el de la libre com­ petencia abstracta, se descubría que estaba destinado a justificar una situación en la que los recursos productivos podían permanecer eco­ nómicamente semiutilizados, ignorados los recursos disponibles, y las unidades de producción obligadas a adoptar una magnitud insufi­ ciente aun de acuerdo con su restringida definición de economía y eficiencia.5 Pero una vez alcanzada esta posición, se abrieron inmedia­ tamente mayores perspectivas todavía más intranquilizadoras para las nociones aceptadas. Si la presencia en el mercado de estos elementos de “fricción” creaba oportunidades para una ganancia proveniente del monopolio, y podían ser capitalizados como “reputación” en los negocios, quedaba por averiguar si podían ser creados por los em­ presarios. E n el extraño universo, parecido al país de las maravillas de Alicia que se abría a la mirada de los economistas, las “fricciones” casi llegaban a ser una especie de mercancías que podían tener un costo de producción, dar una ganancia y, por consiguiente, ostentar un precio. Que pudieran ser consideradas como cosas útiles, aun bajo su disfraz de mercancías, ya era muy dudoso, pues desde el punto de vista de la sociedad y no del individuo, lo indicado era conside­ rarlas más bien como elementos de despilfarro que de riqueza, como Luciferes de la restricción, más que como Gabrieles de la creación. No obstante, parecían superar esta contradicción mediante la pose­ sión del suficiente dominio para obligar a la otra parte a efectuar la transacción, ya fuera como consumidor o como trabajador, y pagar el precio de su existencia en la forma de un precio de monopolio (ya en dinero, ya en fuerza de trabajo) de las cosas útiles. E l profesor Chamberlin concedió particular atención a este aspec­ to del problema en su análisis de la importancia de la propaganda y de los costos de venta, así como a sus efectos sobre el precio. E l “anuncio” o propaganda y los procedimientos de venta son, general­ mente, los métodos que pueden usarse para influir en los factores del mercado tales como la ignorancia, la inercia o la miopía, en el espacio o en el tiempo, y para suscitar entre los consumidores espec­ taculares preferencias por los productos de una firma o empresa de5 E l análisis del profesor Pigou y otros han abierto ya una brecha en discusión tradicional del laissez {a ire, estableciendo que aun en el supuesto de una “ com petencia pura” , la producción está restringida por abajo del o ptim um , en ciertos casos de “ rendim ientos crecientes” en que prevalecen “ econom ías exter­ nas” . Pero la teoría de la “ com petencia im perfecta” ha venido a agregar una “ excepción” m ás, sólo que la “excep ción” se convierte, virtualm ente, en la regla.

la

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terminada.6 E l moderno procedimiento de la “marca registrada” y el de los “artículos patentados” son un caso especial de esto, si bien el papel cada vez más importante que juega en el mundo mo­ derno el aparato y los costos distributivos son su resultado inevitable. En otras palabras, “las fuerzas de la competencia”, que en la teoría clásica desempeñaban una función social y positiva como instru­ mentos por medio de los cuales los intereses individuales quedaban supeditados al interés social, abaratando los productos y fomentando las innovaciones, hoy día no son, fundamentalmente, sino un aparato costoso para hacer frente a la “mano invisible” del interés social y para establecer derechos restrictivos de monopolio. La importancia de todos estos artificios de la competencia mo­ nopolista consiste en que están destinados a aumentar y a hacer me­ nos elástica la demanda de los individuos particulares y hasta de todo un mercado por medio de una mezcla de coerción, adulación y sugestión propagandista.7 E n la medida en que consiguen esos propó­ sitos y crean, de ese modo, un mercado privilegiado para un ven­ dedor particular, o para un grupo de vendedores (o de comprado­ res), semejantes métodos son “ventajosos” . Aquí nos hallamos, al parecer, con una nueva y sorprendente especie de aparato de “oferta y demanda” por medio del cual la oferta puede crear la demanda, y ésta incitar aquélla. Evidentemente éste es un nuevo tipo de gastos que tan pronto como se generaliza llega a ser “necesario”, y el cual no se puede distinguir de ningún otro renglón del costo de produc­ ción pero que, ello no obstante, es completamente relativo a la com­ petencia monopolista que lo genera y a la política particular que 6 Paralelam ente a esto, en el m ercado de trabajo encontram os diversos arti­ ficios y procedim ientos para atar m ás firm em ente al obrero con su em presa, los cuales van desde los “ servicios” o “prestaciones” adicionales, e tc., ideados para re­ ducir “la rotación del trabajo” (iabour tu m o v ei) hasta la organización de "sindi­ catos blancos” . Su im portancia radica en que son los medios para com batir la influencia de la organización sindical y de la contratación colectiva sobre los sala­ rios, o para aum entar, en la frase de M arx, el “ tipo de p lu sv a lía .. . al reducir ios salarios por abajo del valor de la fuerza de trabajo” . 7 F recu en tem en te se dice en defensa de esta propaganda que puede desem ­ peñar una función constructiva al inform ar al consum idor de las alternativas de que no está enterado. (A dem ás de que puede estim ular la expansión en casos de “ rendim ientos crecientes” y así incitar la producción, aunque no hay razón alguna para suponer que, en general, estim ulará aquellas industrias en las que los rendi­ m ientos crecientes son m ás acentuados, ya que puede fom entar a sus expensas otras industrias.) E s indudable que con frecuencia se obtiene algún resultado de esa “inform ación” . P ero la “inform ación” (es decir, la que hace que un m ercado sea m ás y no m enos "p e rf e c to ") acreedora de ese nom bre tiene que ser general e incluir todo (co m o las listas de hoteles y los precios de las habitaciones que publican ciertas agendas extranjeras de tu rism o ). Pero la propaganda n o incluye todo, sino que, por el contrario, es "exclusiva” : pregona una m ercancía particular con el propósito de distraer la atención de las otras. T al es su característica esencial. E n tre los instrum entos coercitivos que tienen propósitos y efectos sem e­ jantes hay que enum erar los "co n trato s que obligan a com prar a una empresa determ inada” (tying-contract), el b o ico t y la influencia política de todas clases.

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deciden adoptar los competidores en esta materia.8 Como ha dicho el profesor Chamberlin: “Al incurrir en los costos de venta — y en cierta medida se incurre en ellos en casi todos los bienes— el resolver el problema del precio en función de una demanda ‘competitiva’ y de las curvas de costos no es sólo inexacto, sino imposible. . . En condiciones de competencia pura no existirían gastos de v e n ta .. . La posición de la curva de demanda varía con cada variación del total de los gastos de venta. E n resumen, la curva ‘competitiva’ de costos que incluye costos de venta es incompatible consigo misma, es erró­ nea y carece de utilidad o significación.” 9 Al perder aquí otro sólido amarre tenemos la sensación de que ante una multiplicidad tan desconcertante de variables dependientes nada concluyente puede resultar. La teoría clásica de la competencia parece zozobrar ante esta contradicción básica: cuando la compe­ tencia se define concretamente funcionando en medio de la diver­ sidad de fricciones que el mundo real encierra, el “equilibrio deri­ vado de la competencia” no puede definir la situación ni siquiera por aproximaciones. ¿Nos hallamos realmente en una situación, como parece ser el caso, en la que podría ingeniarse una ilimitada eleva­ ción de precios si los gastos de venta aumentasen suficientemente y si el sistema capitalista pudiera subsistir de modo indefinido gra­ cias a sus propias fuerzas? Es posible crear, ciertamente, un orden en medio del caos aparente a condición de que puedan establecerse ciertas relaciones entre los gastos en que se incurre con motivo de los métodos de venta y los resultados concretos que producen des­ plazando las curvas de la demanda y abriendo oportunidades para mayores ganancias,10 siempre y cuando pudiera formularse una es­ pecie de teoría generadora de fricciones, cuyos ingredientes fueran el costo de producción y la productividad. Pero semejantes construc­ ciones, si bien elegantes e ingeniosas, parecen tener una validez limitada cuando se las aplica a la realidad, y sólo son apropiadas para problemas aislados de dimensiones muy limitadas para resolver difi­ cultades más o menos serías. Sin duda pueden procuramos un mé­ todo válido y útil para analizar mercados particulares de una clase especial de productos sobre supuestos bastante rígidos, ceteris paribus, con relación a otras industrias, otros precios y otros gastos de venta. Pero para hacer afirmaciones en términos del equilibrio general del sistema en su conjunto — para los problemas macroscópicos de la sociedad económica— su validez parece ser muy dudosa. Es dema­ siado fácil dar por supuesto el conocimiento de ciertas relaciones; lo más difícil es ver traducido ese supuesto en algo más tangible. Las mismas relaciones importantes parecen depender de tantas variables 8 V e r profesor F . Z euthen, P m b le m s o í M o n o p o ly and E c o n o m ic W e lfa ie , p. 6 0 : “Las posibilidades reales de una ganancia proveniente de un m onopolio llegarán, de ese m odo, a ser parte de los costos de otras em presas.” 9 C ham berlin, T eoría de /a com petencia m o nopólica, 2 ? ed., F .C .E ., M é x i­ co, 1 9 5 6 , pp. 1 7 9 -8 1 . 10 I b id ., pp. 9 2 ss.

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en la situación que es muy dudoso poder generalizar con toda ampli­ tud sobre esa base sin incurrir en contradicciones. Por ejemplo, la mayor parte de los efectos de los métodos de propaganda dependen de su carácter diferencial, es decir, de la ausencia de métodos rivales. Si esos métodos se han generalizado en una industria, y a íoitioii en toda la industria, es de presumirse que una parte indefinida de ellos tendrá el efecto (como el de un empujón en una multitud) de neutralizar simplemente la influencia de los procedimientos em­ pleados por otros. Si bien estos gastos de venta son necesarios para que cada vendedor pueda retener su presente porción de mercado, no necesariamente le producirán una ganancia adicional distinta de la que obtendría en statu quo. La influencia de un determinado gasto de venta sobre la demanda, en cualquier caso particular, será, pues, una función compleja de la cantidad y de la forma de los gastos de venta en que se incurra en todas las otras mercancías, así como de los cambios de la utilidad marginal del ingreso de los consumidores como resultado de los cambios de precio consecuencia de los costos de venta, y de la sugestión que puedan ejercer sobre los consumidores los artificios de venta de que se trata. La cuestión fundamental sigue siendo la de precisar quién es el que paga los costos adicionales de venta una vez que se han generalizado y que, por consiguiente, han llegado a ser “necesarios” . E n otras palabras, el problema con­ siste en determinar la incidencia de esos costos. ¿Se pagan con cargo a las ganancias de monopolio como una parte del costo que repre­ senta mantener el prestigio y el buen nombre comerciales? Si así es, los empresarios procurarán evidentemente reducir su producción o sus gastos de venta, o ambos, a menos que cada uno d e . ellos espere adquirir una nueva ventaja diferencial aumentando más aún sus gas­ tos de venta, con la esperanza de que sus rivales no sigan su ejemplo. Porque de seguirlo principiará un nuevo ciclo de la guerra de ventas. Si la inflación general de los gastos de venta se traduce en una re­ ducción de la producción, la carga representará una restricción del consumo de la comunidad. Lo que habrá ocurrido entonces será una de estas dos cosas, o ambas. Es posible que las ganancias no sean mayores y hasta puede que sean menores que antes, pero también lo es que una parte de la mano de obra y de otros recursos hayan sido trasladados de las actividades productivas normales hacia las improductivas de los mercados de competencia para procurar el dis­ fraz indispensable para el “atraco” (lacketeeting) económico. Lo que alternativamente puede haber ocurrido es que los empresarios, como clase, hayan acentuado la explotación de los otros factores de la pro­ ducción obligándolos a aceptar una remuneración real más reducida. E n otras palabras, la ganancia, en general, habrá aumentado gracias a una reducción de los precios a que los trabajadores están dispuestos a ofrecer su fuerza de trabajo, o de algún otro modo, gracias a una presión semejante sobre un sector intermedio de la sociedad. Que éste sea el resultado final, y en ese caso, de qué magnitud o "alcance,

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depende de las relaciones sociales que determinan hasta qué punto pude ser intensificada esta clase de explotación. E n consecuencia, cualquier intento para generalizar esta situación tomada en su conjunto, nos hace volver a la clase de relación funda­ mental de que se ocupaba la Economía Política clásica. ¡Y ello en un dominio en el que según todas las apariencias los métodos modernos de análisis han obtenido las más grandes conquistas! Tal parece que se nos hace volver a estas formulaciones originales más simples preci­ samente porque tan pronto como se admite la posibilidad de que las elecciones de los consumidores sean determinadas por la acción de los vendedores, se aclara completamente que la teoría subjetiva del valor es incapaz de damos un punto de apoyo estable que permita establecer principios bien determinados acerca del sistema en su con­ junto. “Los deseos de los consumidores” son el punto de partida de una teoría del valor y, al mismo tiempo, las “variables dependientes” , determinables mediante la escala y naturaleza de los gastos de venta en que incurren los productores. Volver a hablar en términos de una relación más simple, como el “tipo de plusvalía” de Marx, no es, por supuesto, revelar una fórmula mágica de la que se pueden deducir algunos hechos acerca de los efectos de la competencia monopolista que de otro modo no conoceríamos. Semejante conocimiento no se obtiene a priorí, sino por experiencia. Pero a menos que vaciemos nuestro análisis en términos de ciertas relaciones fundamentales de esta clase y que las relacionemos a consideraciones más complejas, es muy poco probable que se llegue a obtener un cuadro completo de la situación. Los árboles impedirán que veamos el bosque. La importancia que recientemente se ha concedido a los efectos de las expectativas sobre la formación de los precios, si pudiera, fi­ jarse su genealogía, debe atribuirse a dos motivos fundamentales. Por una parte es una consecuencia, a lo que parece, del estudio de los problemas concernientes al “corto plazo” con especial referencia a los efectos de los grandes costos indirectos; y, por otra, es el resultado de un análisis más cuidadoso de las causas de los movimientos del nivel general de precios, por oposición al problema de los precios relativos de mercancías particulares. Como ya hemos visto, la Econo­ mía Política clásica se inclinaba a considerar los movimientos del nivel general de precios como un problema monetario distinto, sin re­ lación con la determinación de los valores de cambio relativos ni con los problemas de la producción. Los grandes movimientos de precios del último cuarto del siglo xix y los que tuvieron lugar durante la guerra y la posguerra, atrajeron nuevamente la atención sobre el problema. Lo que dio un nuevo interés y una nueva dirección a este estudio fue el desarrollado de la opinión acerca de que, por una parte, los cambios del nivel general de precios no podían ocurrir excepto en la forma (por lo menos temporalmente) de un cambio de los precios relativos (y, por consiguiente, con efectos sobre la producción y la distribución) y de que, por otra, las expectativas son una causa sufi-

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cíente para provocar un cambio permanente del nivel de precios. La publicación del libro del profesor J. M . Clark, The Economics oí Oveihe ad Costs, estimuló considerablemente el estudio del primer pro­ blema. Su examen no sólo ha sido un estímulo que ha contribuido al interés por un nuevo análisis de la libre competencia y del mono­ polio, sino que ha suscitado dudas acerca de la validez y de la perti­ nencia de la teoría tradicional del equilibrio a largo plazo. Esa teoría dependía, de un modo u otro, de los costos considerados como un factor determinante. Pero en los casos en que una gran proporción de los costos estaban representados por “cargos indirectos” de los esta­ blecimientos y equipos de carácter permanente o duradero, en esta medida, eran indiferentes para la fijación del precio durante considera­ bles periodos de tiempo.11 E n cualquier momento dado y en cualquier “corto plazo” determinado, el precio puede diferir mucho de la “nor­ mal”. Se consideraba que el precio que rige durante un “corto plazo” dependía parcialmente de las expectativas de dos modos diversos: de las expectativas respecto al futuro que habían impulsado las inversio­ nes originales en forma de establecimientos fijos, determinando de ese modo su volumen actual, y de las expectativas presentes de los em­ presarios respecto a los movimientos de precios del inmediato futuro que determinaban la intensidad con que debía utilizarse el equipo existente para la producción corriente. ¿Cómo podía uno estar se­ guro de que estas divergencias a corto plazo de los precios tenderían a regresar, finalmente, a la “normal” de los plazos largos? ¿Qué se­ guridad podía haber de que esas fuerzas a largo plazo de que ha­ blaba Marshall, operando en un segundo plano para hacer volver las cosas a un equilibrio predeterminado, habrían de funcionar sin flexionarse para nada a consecuencia de una influencia recíproca de la situación a corto plazo? ¿No es posible, acaso, que los fenómenos de la situación a corto plazo contribuyan a configurar los propios factores de que depende el equilibrio final? Si así fuera, el mundo exterior no sólo sería una sucesión de plazos cortos que nunca alcanza el “plazo largo”, sino que aun las tendencias a largo plazo que no dejan de actuar constantemente acabarían por ser modeladas por los acontecimientos de la situación a plazo corto y resultar, así, supedi­ tadas, no determinantes. Esto seria como un juego de “sillas musica­ les” en el que no sólo nunca se logra el equilibrio (sentarse) mien­ tras suena la música, sino que se permitiera a los jugadores cambiar las sillas de lugar. Si las expectativas pudieran afectar lo que ocurre durante un plazo corto, también podrían influir sobre la forma per­ manente de los acontecimientos. Para que la competencia pueda funcionar parece necesaria la in11 L o s costos indirectos "in tro d u cen ambigüedad y duda en los servicios de costos económ icos m ás esenciales” , de m anera que el econom ista “ se ve privado de uno de sus m etros más expeditos de exactitud económ ica” . D e ahí que no pueda confiarse com pletam ente en las “ empresas privadas y en su contabilidad” . (J . M . Clark, en E co n o m ic Essays in H onour o f J . B . Ciarle, p . 6 4 .)

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tervención de un elemento retardatario de rozamiento. Como lo ha hecho notar el profesor Maurice Clark, parece que en la “competencia perfecta”, como concepto, existe una contradicción hegeliana, puesto que sí la competencia funcionara a la perfección, sin rozamiento alguno, el vendedor nunca tendría interés en reducir sus precios, puesto que todos sus competidores seguirían inmediatamente su ejem­ plo privándolo de la ganancia que habría podido obtener con la re­ ducción.12 Pero en la realidad, por supuesto, la competencia nunca opera instantáneamente. Lo esencial del asunto es que la existencia de un lapso introduce la incertidumbre del individuo respecto al futuro curso de los precios, debido a la ignorancia en que se halla respecto a la conducta de sus rivales. En todo caso, si sólo es uno entre muchos, es natural que suponga que los actos de éstos y, por consiguiente, el precio futuro, no se afecte por su propia conducta. En. consecuencia, tomará sus decisiones respecto a la producción y a las ventas teniendo en consideración los precios existentes en el mo­ mento, modificados por una presunción más o menos fundada res­ pecto a su futuro curso. Cualquier línea de acción que adopte sólo podrá tener una influencia despreciable sobre la situación general del mercado, de ahí que las expectativas de un solo individuo sean indiferentes para el resultado final. Pero, ¿qué decir de los efectos de las expectativas combinadas de un grupo de individuos, suponien­ do que se hallen bajo la influencia de expectativas semejantes? ¿Te­ nían razón los economistas clásicos al suponer que también esto es indiferente para la determinación del precio? Es claro que una expectativa común a todo un mercado o a un grupo muy numeroso de compradores o vendedores puede influir en los precios actuales o del futuro inmediato. Cada fluctuación que se registra en el mercado atestigua este hecho. Por otra parte, en los casos en que se requiere bastante tiempo para que las decisiones pro­ duzcan sus resultados (como en los ciclos prolongados de produc­ ción), o se hallen incorporadas en objetos muy durables, como ocurre especialmente con las que se refieren a la acumulación del capital y a la inversión, las expectativas pueden ejercer una influencia sobre la situación que no sólo se extiende al inmediato futuro, sino que se prolonga por años y aun por décadas. Pero esto no quiere decir que su influencia deje de ser puramente temporal, por más que la dura­ ción transitoria sea bastante prolongada; tampoco quiere decir que puedan alterar necesariamente la naturaleza de la “normal” a largo 12 J . M . Clark, E c o n om ics o í O v erh ea d C osts, pp. 4 1 7 y 4 6 0 . E l profesor C h am berlin agrega: “L a com petencia p erfecta, al parecer, da lugar al m ism o precio que el m onopolio p erfecto .” (O p . cit., p. 4 .) E s to es co rrecto si se supone que el equi­ librio se alcanza partiendo de un precio m á s elevado que el precio de m onopolio. P o r consiguiente, es exacto que la situación descrita p o r el profesor C ham berlin (e n la que nadie espera una ganancia p o r iniciar una reducción de precios) im ­ pide la reducción de precios. P ero en dicha situación no puede haber ninguna tendencia a elevar el precio partiendo de un nivel previo inferior, excep to en caso de acuerdo.

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plazo, a la cual tienden a conformarse finalmente los valores de cambio. La razón por la que la teoría clásica consideraba que las expecta­ tivas, aun tratándose de las que tienen un carácter general, son indi­ ferentes a la determinación del equilibrio a largo plazo, radica en la naturaleza objetiva de su teoría del valor. Los factores que determinan el “valor normal” son de tal naturaleza que no están sujetos a la influencia de expectativas ni a la de ningún otro de los efectos de las fluctuaciones de precio a corto plazo. Así, pues, no hay posibili­ dad de que las expectativas den origen a un desplazamiento acumu­ lativo. Los “valores normales” representan el arreglo y la distribución del trabajo y de otros recursos que. dentro de las condiciones exis­ tentes de la demanda y de la oferta de mano de obra y de otros recursos, constituyen la posición más provechosa para el empresario individual. Si un individuo aisladamente se desvía de esa posición, incurre en pérdidas (o, por lo menos, deja de obtener la cantidad de ganancia que habría obtenido de otro modo). Si la desviación es resultado de un abandono general de la posición, ya en el sentido de una reducción, ya en el de una expansión, las pérdidas serán gene­ rales, o anormales las ganancias o, por último, unas empresas ganarán mucho y otras perderán, con el resultado de que las fuerzas tendrán que ponerse en movimiento para invertir las tendencias a la contrac­ ción o a la expansión, y volver una vez más a la posición “normal”. Suponiendo que las condiciones fundamentales del costo y de la de­ manda permanecieran inalterables, las expectativas no ajustadas a la situación objetiva tendrían que ser automáticamente rectificadas por los cambios de precios provocados por los actos consecuentes a esas expectativas.13 Si bien las expectativas, alimentadas por el descono­ cimiento de la situación general, no son indiferentes a la creación de fluctuaciones económicas, lo son respecto al curso final de cada una de ellas, lo mismo que respecto a las tendencias hacia el equilibrio que gobiernan el desarrollo a largo plazo de los acontecimientos. Es evidente, sin embargo, que este punto de vista debe quedar sujeto a modificación en dos aspectos esenciales. 13 N aturalm ente que cuando los com pradores tam bién obran de acuerdo con las expectativas de los precios futuros (p o r ejem plo, en un m ercado puram ente especu­ la tiv o ), puesto que sólo com pran con la intención de volver a vender, existe una posibilidad indefinida de m ovim ientos de precios en cualquier dirección impulsados por una expectativa inicial de un lado o de otro . Pero los prim eros teóricos de la utilidad, por lo m enos, descartaron im plícitam ente esta posibilidad del m ercado de consum idores al suponer que la dem anda de éstos estaba relacionada con un cálculo de la utilidad que no podía ser influido por los cambios de precios esperados. Aun así, p o r supuesto los consum idores pueden posponer tem poralm ente su consum o con la esperanza de una reducción de precios, acentuándola de ese m od o; pero probablem ente con el solo propósito de com prar m ás, proporcionalm ente, en una fecha posterior. Las teorías tradicionales de la especulación han ignorado el h ech o de que cuanto m ayor es el elem ento de los cam bios especulativos en el sistema, m ayor es la inestabilidad de precios, pues su atención la concentraron principal­ m ente en el aspecto apologético de las transacciones especulativas.

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E n primer lugar, tiene que ser modificado en la medida en que cualquiera de las condiciones reguladoras contengan un elemento convencional susceptible de ser influido por cambios del in­ greso de una clase determinada o dependan, de cualquier otro modo, del ingreso de un grupo o de una clase. Es claro que ninguna de las determinantes del valor, en los términos de la teoría del valor-tra­ bajo, son susceptibles de ser influidas de ese modo, aunque sí podían serlo algunas de las determinantes de los precios de produc­ ción de Marx. Así, por ejemplo, en la medida en que el valor de la fuerza de trabajo se determina parcialmente por lo que puede lla­ marse el elemento convencional o social incorporado en la concep­ ción de un nivel necesario de vida, un cambio de salarios debido a circunstancias transitorias puede alterar el precio de oferta de la fuerza de trabajo o su “valor normal” para el futuro.14 E n un caso, el cambio puede atribuirse a la acción sindical en momentos de una creciente demanda de mano de obra, o en el otro, a la reducción de salarios como consecuencia de la desocupación. Semejante cambio de las condiciones de la oferta de fuerza de trabajo podría reaccionar sobre la posición de equilibrio hacia la cual tratarán de regresar las cosas más tarde: alteraría el volumen y el tipo de ganancia (y, asi­ mismo, las rentas), estableciéndose, de ese modo, una nueva serie de relaciones de cambio normales. E n la teoría de Ricardo esta con­ sideración recibió poca atención, probablemente porque creía que la ley de la población era bastante poderosa para lograr que los sala­ rios se ajustaran a un nivel de subsistencia después de un suficiente periodo de tiempo. Pero en la teoría de Marx tiene mucho mayor importancia. Precisamente porque una alteración de salarios puede modificar el equilibrio futuro sobre cuya base habría de continuai la producción y la expansión capitalista es por lo que Marx atribuía tanta importancia a la crisis y al “ejército industrial de reserva” como factores que configuran el desarrollo futuro del capitalismo. Para él la ley que mueve a la sociedad capitalista no es una ley de la natu­ raleza que puede ser deducida mecánicamente de unos cuantos sim­ ples datos y proyectada luego hacia el futuro por cien años: por el contrario, es una ley configurada por las relaciones de clase entre el capital y el trabajo, y por los cambios de esta relación. Consideraciones semejantes pueden hacerse respecto a la oferta de capital. E l volumen de la acumulación de capital depende clara­ mente en forma muy directa de los ingresos de la clase capitalista. Por consiguiente, cualquier cambio a corto plazo que afecte el ingreso de esta clase, repercutirá sobre el volumen de la acumulación de capital durante éste y el periodo inmediatamente siguiente: por ejem­ plo, una expectativa de los empresarios que los haga seguir una línea W E s te elem ento convencional es al que se referían R icardo y M arx; aquél, considerándolo com o un facto r de “ háb ito” ; éste, com o el elem ento “social” que determ ina el “costo de producción de la fuerza de trabajo” .

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de conducta que se traduzca realmente en una pérdida.15 Esto tiene gran importancia en el caso del capital porque la acumulación del mismo y las innovaciones que la acompañan son un proceso esencial y constante de la producción capitalista. De ella depende, no transi­ toria, sino permanentemente, el volumen de producción de bienes capitales y el equilibrio entre las diferentes ramas de la actividad productiva.16 Como veremos más adelante, los cambios monetarios pueden también afectar la oferta de capital dejando de ese modo, que las condiciones técnicas de la industria, el equilibrio entre las indus­ trias y la configuración de los precios relativos, sean permanentemente diferentes de lo que eran con anterioridad.17 E n segundo lugar, es muy posible que las expectativas afecten el nivel general de precios, si pueden influir en cualesquiera de los dos factores monetarios que (dadas las transacciones efectuadas con las mercancías) determinan este nivel: la cantidad de dinero y la veloci­ dad de su circulación. Hasta qué punto pueden afectar la cantidad de dinero en circulación depende, en parte, de la política bancaria. Pero la velocidad de la circulación del dinero existente puede ser afectada por esas expectativas en forma directa o inmediata en la medida en que su primer efecto sea el de usar los saldos monetarios existentes, en un caso, haciendo una succión de ellos para financiar las expectativas optimistas y, en otro, para dar lugar a que los pro­ ductos de la venta de mercancías aumenten los saldos ociosos resul­ tado de expectativas pesimistas. Si la expectativa es general, tenderá 15 Podría parecer que las expectativas acerca del futuro de los precios relativos tam bién ejercen una influencia directa e inm ediata sobre el volumen del capital invertido, y que esta influencia ha de ser clasificada dentro del rubro señalado arriba. P ero la im portancia en este caso es diferente: es el tipo de acción que, ceteris paríbus, quedará sujeta a revisión porque la realidad no corresponde a la expectativa; no así el cam bio de inversión que es el resultado del cam bio de los ingresos y, por consiguiente, del cam bio del “precio de oferta” del capital. 16 Si consideramos que lo que los austríacos llam an ‘1a estructura-tiem po de la producción” se alarga contin uam ente con el tiem po, entonces cualquier cambio a plazo corto que altere el ritm o de las inversiones debe alterar la velocidad de este proceso de alargam iento y dar lugar a que esta “ estm ctaia-tiem po” sea diferente en cualquier m om ento del futuro de lo que habría sido en otras condiciones. E l hecho de considerar la acum ulación del capital com o un proceso continuo siempre ha cons­ tituido una de las dificultades con que ha tropezado la opinión que considera el capital com o un factor últim o de la producción. E l capital participa de una doble característica: es un fondo (stock) y al mismo tiem po una corriente (cu rrent ílow ) que alim enta ese fon do; el “precio de oferta” de estas dos cosas es diferente, sólo de una de ellas puede decirse que es igual al rendim iento corriente; y m uy le­ jos de ser independiente de la últim a, este precio de oferta cam bia continuam ente con ella. V e r A rm strong, Saving and Investm ent, pp. 2 4 7 -4 8 , y supra pp. 1 0 5 -1 0 6 . 17 É ste es visiblem ente el fenóm eno al que los economistas suecos se refieren cuando hacen notar, enm endando a W ick sell, que un cam bio de precios (originado por una divergencia entre el tipo “natural” del interés y su tipo m on etario) puede dar lugar a una desviación del propio "tip o natural” . V e r Lindahl y M yrdal, citado por Brinlev Thom as, M onetary P olicy and P n ces , pp. 7 8 -7 9 y 8 5 ; y M yrdal, M onetary Equilibrium .

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a producir el mismo cambio de precios que se esperaba o que se temía.18 . Esto no quiere decir, sin embargo, que el cambio de precios sea necesariamente permanente y, mucho menos, continuo. Todo de­ pende de si la expansión (o contracción) de los gastos se traduce en cambios que confirmen o frustren la expectativa inicial. Si el resul­ tado se traduce en pérdidas para los empresarios (o, en el caso con­ trario, en ganancias anormales) entonces el movimiento habrá sido contraproducente y la no coincidencia entre las ganancias esperadas y las realizadas será el correctivo que hará volver a la posición original. Si en la nueva posición las ganancias que se consideraban normales en la antigua se realizan todavía (aunque no aquellas ganancias o pérdidas anormales cuya expectativa dio impulso al movimiento origi­ n al), entonces no habrá necesariamente ninguna tendencia a regresar a la vieja posición, sino una simple tendencia para permanecer allí, una vez alcanzado el nuevo nivel. Pero si el resultado del movimiento original no es otro que el de lograr las mismas ganancias (o pérdidas) que se esperaban — la coincidencia de la ganancia esperada con la realizada— entonces el movimiento, una vez iniciado, continuará. E n el primero de estos tres casos la posición original es de equili­ brio estable; en el segundo, tanto la vieja como la nueva son posicio­ nes de equilibrio indiferente, mientras que en el tercero, la posición original es de equilibrio inestable. Una situación en la que el movimiento inicial probablemente tenga efectos contraproducentes es aquella en que los individuos de­ sean y tratan de mantener sus saldos monetarios al mismo nivel de antes (medidos en términos de valores reales). E n este caso una ele­ vación (o caída) inicial de precios no sólo está destinada a ser con­ tenida, sino contrarrestada (por ejemplo, a través de una elevación de los tipos de interés). Si, no obstante, el hecho de que el cam­ bio de precios dé origen por sí mismo a la expectativa de un ritmo constante de cambio en la misma dirección — el proceso de lo que Wicksell llama una elevación de precios “que crea su propia fuerza generadora”— ejerce una influencia permanente sobre la velocidad de la circulación, es probable entonces que el cambio no sólo per­ sista, sino que continúe. E n los últimos años los economistas han atribuido una impor­ tancia creciente a la posibilidad de que un cambio del nivel de pre­ cios, iniciado en esta forma, llegue a ser acumulativo, debido a que la misma elevación de precios alimenta la expectativa de un alza posterior y a que la expectativa tiende cada vez a producir la eleva­ ción esperada. D e ahí que haya comenzado a describirse el sistema económico como un sistema extraordinariamente inestable. E l pro­ fesor Hicks ha hecho notar recientemente que esta inestabilidad es resultado del hecho de que, en condiciones dinámicas, no se puede atribuir validez al supuesto fundamental de que “la escala de prefe18 V e r W ick sell, In terest and P rices, p. 9 7 .

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rendas del individuo es independiente de los precios que se fijan en el mercado”,19 supuesto tácito de todas las versiones de la teoría subjetiva del valor que hemos tenido ocasión de discutir en capítu­ los anteriores de este libro. Tan pronto como se reconocen los efectos de los cambios de precios que han tenido lugar en el pasado inmediato sobre lo que los individuos esperan que ocurra en el futuro y, por consiguiente, sobre sus preferencias a través del tiempo, este supuesto de independencia desaparece: el movimiento acumulativo en direc­ ción de una inflación o de una deflación continuas de todos los pre­ cios llega a ser posible. E n realidad, nos hallamos frente a una situa­ ción completamente opuesta a la que tradicionalmente ha sido objeto de la ciencia económica. E n lugar del tradicional cuadro de un sis­ tema económico dotado de un grado de estabilidad tan alto que hasta es difícil explicar el fenómeno del ciclo económico si no se recurre a una influencia especial desequilibradora externa al sistema, tenemos el cuadro de un sistema económico mucho más inestable de lo que realmente es el sistema capitalista y de cuyos pasos más importantes poco puede decirse por medio de una predicción determinista. Una razón de por qué en el pasado se ha negado esta inestabilidad ha sido, a lo que parece, la creencia de que un cambio del nivel ge­ neral de precios de la clase a que nos venimos refiriendo, no puede ocurrir sin que haya también un cambio de los precios relativos, pero de tal naturaleza que defraude la expectativa original cuya consecuen­ cia habría sido el movimiento de precios. Por consiguiente, la pér­ dida del equilibrio tiende a sex “auto-conectiva” porque se traduce en cambios de precios que obligan a revisar la acción original. La forma principal en que las expectativas influyen en una situación dentro de la economía capitalista, es a través de las expectativas y de la conducta de los empresarios. En consecuencia, esta influencia ope­ rará a través de los cambios de inversión, y puesto que el acto que los origina toma esta forma, se traducirá, de parte de los empresarios, en un cambio de la demanda de una clase particular de bienes. La demanda adicional representará una demanda de fuerza de tra­ bajo, de materias primas y de instrumentos de producción, y no una demanda, en primera instancia, de bienes de consumo. E l resultado (si existe una situación de completa o casi completa ocupación) será que los precios de estos últimos bienes tenderán a subir. La eleva­ ción inicial de precio, por consiguiente, toma la forma de una ele­ vación de los precios de las cosas que representan un costo para el empresario, y en la medida que esta serie de precios suba relativa m ente al precio de sus artículos acabados, se estrechará el margen existente entre ellos, frustrándose, eeteris paribus, no sólo sus “anor­ males” y recientes expectativas de ganancia, sino también las “nor­ males”. Puede suceder, es cierto, que los precios de los artículos aca­ bados aumenten subsecuentemente20 tan pronto como los asalariados 19 J. R . Hieles, V alo r y capital, 2 ? e d , p. 2 6 7 , M éxico , F .C .E ., 1 9 5 4 . 20 D eb e tenerse en cu enta que nuestro razonam iento es independiente de si

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y otros sectores de la población principien a gastar su mayor poder de compra. Pero aun en el caso de que estos precios suban en la misma cantidad absoluta en que han aumentado los costos, el margen entre ellos será menor proporcionalmente al nivel más alto de los precios de venta, de manera que la elevación de los últimos no será una compensación suficiente para el empresario que observa que sus gastos totales (en términos de dinero) han aumentado. Para ilustrar esta argumentación imaginemos, por ejemplo, una comunidad en la que sólo se producen y en la que (forzando la imaginación) sólo se compran zapatos. Supongamos, además, que la esperanza de una mayor ganancia se traduce en la decisión de los empresarios de invertir sus saldos monetarios en la compra de más pieles y equipo para aumentar su producción. E l resultado será que la nueva demanda de recursos (materiales, pieles, fuerza de trabajo, etcétera, etcétera) viene a competir con la demanda existente ele­ vando el precio de esos recursos.21 Con el tiempo, el precio de los zapatos aumentará en una cantidad equivalente (a medida que los sa­ larios, etc., comiencen a gastarse). E n otras palabras, los ingresos provenientes de la venta de zapatos aumentarán en la misma canti­ dad en que hayan aumentado los costos; pero aumentarán en pro­ porción más pequeña. Entretanto el desembolso de capital será mayor que antes, puesto que ha aumentado en una cantidad equivalente a la elevación de los costos, de manera que las ganancias que puedan obtenerse sólo bastarán para cubrir un tipo menor de ganancia sobre las inversiones y frustrar, por consiguiente, la expectativa con que se hizo la inversión original.22 Sin embargo, la misma elevación de este retraso es largo o corto, y hasta de que exista o no ese retraso. Si existe, el razonam iento del texto se vigoriza todavía m ás. 21 Si existen reservas de estas cosas, entonces la elevación de precios será p e ­ queña, y hasta nula, si se trata de una oferta infinitam ente elástica de esos recur­ sos. E n este caso el aum ento de la producción total de zapatos será proporcional al aum ento de los gastos m onetarios, y por ello no se elevará el precio de venta. E s cierto que el tipo de ganancia no se reducirá com o resultado de la esperada am pliación de la producción. P ero si existe alguna inelasticidad de la oferta de recursos, los costos aum entarán en cierto grado con relación al precio de venta de los artículos acabados (dados los supuestos a que nos hem os referido arrib a ). 22 L a cuestión puede expresarse en esta form a. Las inversiones industriales aum entan en x. Para m ayor sim plicidad hagam os a un lado el hecho de que parte de la inversión adoptará la form a de establecim ientos perm anentes, y supongamos que todo se invierte en pieles. D e ese m odo el aum ento de la inversión será equi­ valente a un aum ento de los costos ordinarios de los zapatos. Ahora bien, si origi­ nalm ente los costos de las pieles y del trabajo eran X , los ingresos provenientes de las ventas de zapatos Y , y la ganancia resultante Y — X = y, el tipo de ganancia

y

sería — . Ahora bien, tanto X com o Y aum entan en x, por tanto, la diferencia entre X

y

y. Pero el tipo de ganancia será ahora — ---------------X + x E l resultado sería sem ejante si, en una com unidad que practica el trueque, un agricultor, esperando una m ejor cosecha, decidiera dar m ás trigo a cam bio de traellas sigue siendo =

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costos será una causa para que, en gran medida, el propósito de crear nuevos establecimientos y adquirir más fuerza de trabajo y materia­ les, no se realice. Pero es esta misma frustración la que impide ese aumento de producción que habría permitido realizar los pro­ pósitos de lucro de la inversión. Puede ser, no obstante, que el efecto de una expectativa que da origen a un movimiento hacia la expansión o hacia la contracción sea modificado por la rigidez de ciertos elementos de la situación. Esta rigidez puede afectar a los salarios nominales que no logren subir frente a un aumento de la demanda de mano de obra, o a ciertos contratos a largo plazo en los que se estipula una cantidad fija de dinero como, por ejemplo, los contratos de préstamo en los que el efecto del movimiento inicial de precios puede consistir meramente en “exprimir” (o, por el contrario, conceder una prima o subven­ ción) a los rentistas. Hasta donde éste sea el caso, podría parecer, a primera vista, que las ganancias obtenidas en la fase ascendente son mayores de lo que habrían sido en otras condiciones, y a la in­ versa, en la fase descendente. (Podría parecer, ciertamente, que por haber construido sobre la base de una conclusión como ésta fue por lo que el punto de vista tradicional optaba, frente a los cambios del nivel general de precios, por un tipo plástico de salarios más bien que por uno de carácter rígido). Pero esta conclusión no se obtiene por fuerza si los gastos de estos grupos dotados de ingresos fijos es correspondientemente menor de lo que habría sido en otras condicio­ nes. Esta consideración nos revela, por tanto, que ninguna solución a esta clase de problemas puede ser suficiente a menos que se co­ nozca algo de la reacción de los consumidores frente a la elevación de precios. Y a esto no hemos prestado atención todavía. En esta etapa de nuestro estudio debiera ya parecemos evidente que por debajo de todo el razonamiento acerca del movimiento de los precios relativos se halla el supuesto de que las expectativas de los empresarios son las que juegan el papel activo, mientras que la con­ ducta de los consumidores no se afecta, o se afecta poco, por las bajo o prom etiera a los peones una parte m ayor de los productos de la cosecha. É sta dejaría de ser m ejor, por eso m ism o, que la del año anterior, con el resultado de que el agricultor se hallaría en peores circunstancias debido a sus com prom isos optim istas, si bien los peones habrían consum ido ese año una m ayor proporción de la producción ordinaria. E l resultado (para volver a nuestro ejem plo de los zapatos) n o sería sustan­ cialm ente diferente si una parte de las inversiones ya increm entadas se destinara a establecim ientos adicionales o nuevos. E n estas condiciones tend ría que suceder una de dos cosas: o el precio de la maquinaria y del equipo aum entaría (co n un efecto sem ejante por lo que se refiere a la elevación de precio de las pieles y del trabajo en nuestro caso m ás sim ple) o, si el trabajo em igra hacia las industrias de bienes de producción en tal cantidad que se m odifique la técnica de la industria en dirección de una m ayor proporción de capital respecto al trabajo (la “ com posición orgánica del capital” m ás elevada de M arx o los “procedim ientos de producción m ás indirectos” de los au stríaco s), se reduce el tipo de ganancia por esta razón. E l resul­ tado práctico podría ser una m ezcla de estos dos fenóm enos: la existencia del pri­ m ero prom overía la del segundo.

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expectativas de los precios. Y es evidente que las descripciones tra­ dicionales de un sistema estable dependen de semejante supuesto. Porque, en este caso, tan pronto como los precios comienzan a subir, aquellas personas cuyos ingresos monetarios no han aumentado to­ davía (por ejemplo, las no asalariadas), tendrán que reducir sus compras, con la idea de posponer su consumo. Pero si éste no es el caso — si una elevación de precios hace que los consumidores, a seme­ janza de los empresarios, lleguen a creer en la posibilidad de que continúe el tipo de cambio o, por lo menos, que el nuevo y más alto nivel será permanente28— entonces los consumidores ampliarán sus gastos monetarios, en un intento de comprar, por lo menos, tantas mercancías como antes. E l resultado será que los precios de los bienes de consumo aumentarán, por lo menos, en la misma proporción en que han aumentado los costos; no habrá alteraciones de los precios relativos, ni reducción del margen de ganancia ni, por consiguiente, una frustración necesaria de las expectativas de los empresarios. Tanto los consumidores como los empresarios, aumentando sus gastos, ha­ brán dado origen al cambio de precios que esperaban, y sus ingresos monetarios habrán aumentado al parejo de los precios en general y al parejo de sus propios gastos. E l movimiento habrá sido justifi­ cado, no contraproducente. Si, no obstante, tomamos en cuenta el hecho de que la situación normal del sistema es de desocupación y de capacidad no usada, te­ nemos un nuevo factor que introduce un alto grado de inestabilidad en el ritmo de las inversiones y, por consiguiente, en la actividad del sistema económico y en el volumen de ocupación. Lo importante de esta consideración es que si en el sistema existe una reserva de fuerza de trabajo y de otros recursos, tenemos que ocupamos de las fluctuaciones no sólo del monto de las inversiones de los empresarios en términos de dinero (que en condiciones de plena ocupación sólo podrían traducirse en fluctuaciones de precio), sino también de la actividad real de las inversiones (por ejemplo, la producción de artícu­ los de producción). Semejantes fluctuaciones de la actividad real introducen un factor acumulativo que refuerza lo que ya dijimos arriba. La influencia acumulativa consiste en el hecho de que las ganancias que obtiene el capital existente dependerán del nivel de la demanda y, por consiguiente, de la actividad: en consecuencia de­ 23 E l profesor H icks describe esto co m o un caso en el que la “ elasticidad de las expectativas” es igual o m ayor que la unidad (O b . cit., p. 2 2 3 .) É s te es tam bién el caso (en el que ‘l a dem anda de los consum idores no asalariados es com pleta­ m ente inelástica” ) que considero m uy im probable, en una larguísima n o ta d e las páginas 11 2 -1 3 (el lecto r puede hallar la traducción de dicha n o ta en el A pén­ dice I , pp. 2 2 8 -2 9 [ T .] ) , de la edición original de estos ensayos al discutir las opinio­ nes de Keynes, de H arrod y de L e m e r. A h ora m e hallo convencido de que este caso no es tan rem oto com o pensaba y que, de h ech o , puede corresponder estrecham ente a la realidad en fases im portan tes del ciclo económ ico. Pero al m ism o tiem po sigo creyendo que no puede ser considerado necesariam ente com o apegado, en lo genera1, a la realidad, com o algunos escritores lo suponen sin m ayor reflexión.

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penderá, ínter alia, del propio ritmo de las inversiones. Un aumento de este ritmo (o mutatis mutandis, una caída de él) aumentará los deseos de inversión, estimulando con ello un nuevo aumento del rit­ mo de inversiones. Que esto será así, depende del supuesto, en primer lugar, de que el precio de venta mantenga una relación defi­ nida con el costo marginal y, en segundo, de que a medida que el equipo existente se utilice más intensivamente, la productividad del trabajo que usa ese equipo disminuirá, en tanto que los costos mar­ ginales aumentarán. Esta elevación de precios (consecuencia del aumento de los costos marginales24 motivará una reducción de los salarios reales25 y un aumento de las ganancias. Sin embargo, no es probable que esta tendencia acumulativa sea de duración permanente debido a que, mientras prosiguen las inversiones, conduce a un aumento del volumen real de capital invertido en equipo (sin ningún aumen­ to equivalente del “capital variable” de Marx) y, por tanto, a una reducción final del tipo de ganancia producido por una masa deter­ minada de esta ganancia.26 E n consecuencia, es probable que, en un momento dado, la tendencia decreciente del tipo de ganancia neu­ tralice la tendencia ascendente de la ganancia total, de manera que el aliciente para aumentar las inversiones, primero comienza a detener su paso y en seguida a actuar en sentido inverso. (Sucederá lo con­ trario a medida que las inversiones disminuyan acumulativamente durante una depresión). Lo que probablemente origine este factor será, por consiguiente, un movimiento oscilatorio de considerable amplitud, con desviaciones hacia arriba y hacia abajo, que al principio “crea su propia fuerza generadora” a paso veloz, pero en el curso de ese desarrollo germina una influencia contraria que finalmente supera a su predecesor e invierte la dirección del movimiento. 24 D ebe hacerse n otar que esta elevación es independiente de (y adicional a ) cualquier aum ento del costo que pueda ocurrir debido a la elevación de los precios de los factores de la producción atribuible a un aum ento de la dem anda de los em presarios, a lo cual ya nos hem os referido antes. 25 Si fren te a esta situación los asalariados reclam an una elevación com pensa­ dora de sus salarios nom inales, la posibilidad de que, pesar de ello, aum enten las ganancias, dependerá de que esta elevación de los salarios nominales se traduzca o no en una elevación proporcional d e los precios de venta, y esto dependerá de las condiciones discutidas en el párrafo anterior. E sta cuestión la he discutido con m ás am plitud en su aplicación especial a una econom ía socialista, com o si ésta tuviera que operar con un sistem a de form ación de precios sem ejante al del capitalismo, en T h e E co n o m ic Jou rn al, diciem bre de 1 9 3 9 . (E s te articulo se traduce en el Apéndice I I I , pp . 2 3 8 ss. de este libro [T .].) 26 E l profesor Hayek h a destacado otra influencia que a su m odo de ver fun­ cionará de un m odo sem ejante para dar contram archa a la expansión antes de m ucho, quizá antes de que se haya logrado un a “ com pleta ocupación” . E sa influencia es la reducción de salarios reales y el aum ento de la ganancia, que desalientan las inversio­ nes en los m étodos que ahorran trabajo y fom entan una tendencia hacia las form as de producción que requieren m ás m ano de obra (un “acortam iento” del periodo de producción, de acuerdo con su term in ología: una reducción de la com posición del ca­ pital, en la term inología de M a r x ) . P o r consiguiente, la inversión declinará final­ m en te a causa de los m enores alicientes para “ congelar” capital en equipos costosos y muy duraderos. (V e r P io íit, In te ie s t and In v estm en t.)

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E l resultado de este análisis parece ser el de que las expectativas, por lo menos las expectativas de negocios de los empresarios, juegan un papel preponderante en la causación de las fluctuaciones, tanto de los precios como de la actividad industrial, que les permite ejer­ cer una influencia importante, aunque estrictamente circunscrita, so­ bre la determinación del equilibrio a largo plazo. Esto representa una modificación importante de la teoría clásica y del enunciado de sus leyes económicas, pues apenas si deja en pie algunas de las “armonías económicas” del Iaissez fairé. De particular importancia es el énfasis que pone en las tendencias que se alejan del equilibrio y que son inherentes a una economía individualista, tal como fueron desta­ cadas por Marx, en contraste con las tendencias hacia el equilibrio señaladas por la escuela ricardiana, así como sobre la circunstancia de que esas mismas rupturas de equilibrio desempeñan un papel activo y no meramente pasivo respecto al futuro. Se nos proporciona una descripción de un sistema particularmente inestable muy diferente al sistema tan bien equilibrado del que nos han hablado tradicional­ mente los economistas. Nos hallamos, en realidad, muy lejos de la noción clásica del movimiento económico como un simple resultado de ciertas fuerzas motrices mecánicas (como el aumento del capital y el crecimiento de la población), y mucho más cerca de una con­ cepción de ese movimiento en función de conflictos, y de acciones y reacciones recíprocas. Hasta aquí el derrumbe parcial del determinismo mecánico de la doctrina clásica tiene para nosotros un valor positivo: aclara nuestra visión de la realidad. Pero eso no es todo. La ciencia económica subjetiva que intenta hacer una interpretación de los hechos econó­ micos en términos de la conducta psicológica de los individuos, se halla frente a un caos de indeterminación en el que todo, o casi todo, es posible. Habiendo colocado las expectativas en un trono, se encuentra gobernada por ellas y allí donde las expectativas mandan, cada una de sus manifestaciones es ley. Esa ciencia nos ha colocado en un mundo de fluctuaciones acumulativas y de equilibrio inesta­ ble en el que la predicción a largo plazo es imposible, y en el que una escandalosa campaña económica puede ejercer no sólo una in­ fluencia definida, sino ilimitada. Es evidente, pues, que en ningún caso podemos estar satisfechos con esta situación, ya que el punto de vista nihilista en que nos coloca, si fuera exacto, haría que el sistema económico se tornara más inestable de lo que realmente es. Los economistas parecen ha­ llarse en peligro hoy día de imponer mentalmente a la realidad una indeterminación del mismo modo que antes le imponían sus pro­ pias concepciones del equilibrio mecánico. Es evidente que no pode­ mos estar conformes en suplantar la orgullosa estructura de la E co­ nomía Política clásica por un sujetivismo que anda a tientas y que, como ha dicho tan cautelosamente el profesor J. R . Hicks, si bien puede ser “admirable para analizar el impacto del efecto de las causas

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perturbadoras, es menos seguro para analizar efectos más distantes y lejanos”, además de que nos deja expuestos al “peligro, cuando se le aplica a largos periodos, de echar a perder todo el método” .27 La naturaleza y la extensión precisas de la inestabilidad a que evidente­ mente se halla sujeto el sistema capitalista es, por supuesto, una cuestión práctica que debe decidirse por medio del estudio de las situaciones reales y del estudio comparativo de esas mismas situaciones a medida que cambian. E l razonamiento basado en el conocimiento de las características generales del sistema nunca pueden darnos más que una solución provisional que, aunque de gran importancia práctica, y a falta de estudios inductivos más completos, puede lle­ gar a ser el razonamiento con el que debemos conformarnos. Para generalizar con más confianza en esta materia, y para descubrir una guía en medio de este caos de indeterminación al que amenaza con­ ducirnos la economía subjetiva, necesitamos evidentemente salir del estrecho círculo de las relaciones de cambio — del círculo que hoy día ha llegado a definirse estrechamente como las factores “económi­ cos”— dentro del que se plantea usualmente hoy día el problema de que se ocupan los economistas. Nosotros tenemos la impresión de que sería mejor que los economistas estudiaran las conexiones existentes entre las condiciones económicas y sociales en que se hallan colo­ cados los individuos (condiciones institucionales y de clase, y rela­ ciones concretas de los grupos sociales con el proceso de producción) y los motivos y acciones a que dan origen estas condiciones, en lu­ gar de complicar más aún el álgebra de los impactos del sistema de expectativas sobre la constelación de los precios. Una cosa, por lo menos, aparece con toda claridad, la cual es, además, de fundamental importancia. Lo que da a las expectativas la influencia que hemos venido discutiendo y que alimenta las vio­ lentas fluctuaciones del sistema, es el tipo particular de incertidumbre que caracteriza un régimen de producción individual (por opo­ sición a uno de producción social). La difusión atomística de las decisiones económicas dentro de un sistema individual de producción para un mercado, es l a que da poderío a las expectativas. Conectada con esto hay una distinción que parece ser fundamental para la meto­ dología de la ciencia económica: la distinción entre la clase de ley que es posible postular en un mundo en que se puede prever a ía perfección y la ley que se establece, y el grado de deterninismo, en un mundo en que prevalecen los más diversos tipos de incertidumbre. Naturalmente, los sistemas económicos sólo difieren en el grado de previsión de que son capaces aquellos que toman las decisiones, aunque a este respecto (como se sugiere en un capítulo posterior) la diferencia entre una economía capitalista y una economía socialista planeada es suficientemente grande para considerarla como una dife­ rencia de esencia. Lo que importa aquí, por lo que hace a la causa de las fluctua27 T h e E co n o m ic Journal, ¡unió de 1 9 3 6 , p. 2 4 1 .

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dones, es el desconocimiento que tiene el empresario individual — que toma las decisiones respecto a la producción y a la inver­ sión— del curso de los acontecimientos en el futuro inmediato y de la medida en que lo afectan a él mismo. Una cuestión completa­ mente diferente es la de saber si una situación es de tal naturaleza que el hombre de ciencia o el economista, colocado, por así decirlo, fuera del sistema y que lo observa en su conjunto, pueden prever el futuro. Aun en el caso de que estos observadores puedan predecir el resultado, conocidos los datos necesarios, ello no quiere decir que el empresario pueda hacerlo, puesto que en una economía indi­ vidualista, por definición, se halla en una situación en la que necesa­ riamente ignora los actos de sus rivales. E n la medida en que se halla a ciegas, sus expectativas y las de sus rivales ejercerán una influencia que se traducirá en fluctuaciones tanto más amplias y de efectos más duraderos, cuanto más permanente sea la forma en que se corporizan, por así decirlo, las decisiones. E l nacimiento de estas fluctua­ ciones es, por consiguiente, parte de la naturaleza esencial de una economía individualista y no un simple accidente derivado. Nos hallamos ante esta paradoja. Si el empresario pudiera prever los actos de sus rivales, dejarían de ser válidas las leyes de la economía política en su forma tradicional, y no obraría del modo que la teoría de la concurrencia supone que obra. Sin embargo, es la-existencia de esta ceguera esencial la que da margen a la influencia de las expectati­ vas con las desviaciones del equilibrio que esta influencia engendra y con el elemento de indeterminación que introduce. Sólo en virtud de la incertidumbre en que se halla cada uno respecto de los actos de los demás, tienen validez las leyes tradicionales del mercado; sólo por la apariencia de libertad prevalece la necesidad económica y el automatismo; la facultad de predecir toda una situación de que se halla dotado el economista, se debe exclusivamente a la ignorancia esencial de cada empresario. Como dijo en una ocasión Engels, la “ley natural” de los economistas “descansa en la inconciencia de las partes interesadas” . E l régimen de la “ley natural”, basada en la “inconciencia” es, como se aventuró a descubrir la Economía Política clásica, un régimen de la ley que se santifica como la música de una armonía inmanente. Lo que la Economía Política no había visto antes era que esta propia ignorancia atomística de cada uno respecto a las intenciones de los otros, a través de la influencia que da a las expectativas, lleva aparejada, al mismo tiempo, la inevitabilidad de las fluctuaciones _económicas, que a su vez generan una importante influencia modificadora, además de una poderosa fuerza motriz, que configura el futuro del sistema económico.

VII. IMPERIALISMO La Economía clásica y, muy particularmente, su teoría del comercio exterior, inflamó la pasión de sus contemporáneos y conquistó su lugar en la historia, ante todo, como una crítica del mercantilismo. Atacar el mercantilismo como sistema y refutar el razonamiento falaz de sus apologistas, fue la pasión que dominó los escritos de Adam Smith, de James M ili y de Ricardo. Si se tiene en cuenta la seme­ janza entre el mercantilismo y el imperialismo moderno resulta muy sorprendente que los economistas de nuestros días se ocupen tan poco del segundo y hasta lleguen a considerarlo como ajeno al objeto de sus estudios. Esta semejanza entre el colonialismo del siglo xvm y el de hoy, por lo menos en sus aspectos superficiales, ha sido destacada a veces (entre los primeros, según creo, por Thorold Rogers en la década de los ochentas). La semejanza reside no sólo en el hecho de que ambos se ocupan de un sistema colonial, sino en el empleo de ciertas prácticas monopolistas paralelas, y en una antítesis simi­ lar de que participan sus ideologías respecto a las doctrinas de la Economía Política clásica. Los primeros economistas se forjaron pocas ilusiones sobre el mercantilismo, y sus análisis revelaron con toda claridad las relaciones esenciales en que descansa su complicada superestructura de regla­ mentación económica y los razonamientos para su explicación y defensa. Se dieron cuenta de que el carácter esencial del mercantilis­ mo era una forma especial de la política monopolista y de que las ganancias que de él se obtenían eran también de carácter mono­ polista y, sobre todo, destinadas a una clase limitada. James M ili, que había descrito las colonias como “un vasto sistema de enrique­ cimiento extramuros para beneficio de las clases altas”, escribía que “la madre patria, al obligar a la colonia a venderle mercancías a me­ nor precio delque podría obtener en otros países, no hace más que imponerle un tributo; no directo, en verdad, pero no por su disfraz, menos real”;1 en tanto que Say, al describir el sistema como “edifi­ cado sobre la compulsión, la restricción y el monopolio”, declara­ ba que: “la metrópoli puede obligar a la colonia a comprarle todo lo que necesite; gracias a este monopolio, o privilegio exclusivo, los pro­ ductores de la madre patria obligan a las colonias a pagar por las mercancías más de lo que valen” .2 Adam Smith, autor de la discusión clásica de esta materia, denunció el sistema en estos términos: “E l monopolio del comercio colonial deprime, del mismo modo que los demás arbitrios mezquinos y nocivos del sistema mercantil, la acti1 E le m e n ts o í P o litícal E c o n o m y , tercera edición, p. 2 1 3 . T reatise on Poiiticaí E co n o m y ( 1 8 2 1 ) , vol. I , p. 3 2 2 , y C a tech ism o í P o ­ li t i c é E co n o m y , pp. 1 2 9 -3 0 . V e r tam bién T o rren s, P roduction o í W e a lth ( 1 S 2 1 ) , pp. 2 2 8 ss. T o rren s no vacila en referirse en términos alentadoram ente vigorosos a la "poderosa junta de propietarias de buques y m ercaderes, cuyos intereses privados se oponen a los del público” co m o la responsable de las reglam entaciones colo­ niales (p . 2 4 8 ) .

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vidad de todos los demás países, y principalmente la de las colonias, sin aumentar en lo más mínimo. . . , disminuyendo la de la nación en cuyo favor se cree establecido. . . Ciertamente, el monopolio eleva el tipo de las ganancias mercantiles y, por consiguiente, aumenta algo las utilidades de nuestros comerciantes. . . Al fomentar el interés de cierta clase de personas, perjudica los intereses de todos los demás habitantes del país y de todos los ciudadanos de otras naciones.. . De este modo los salarios del trabajo, que son una de las grandes fuentes originarias de ingreso, quedan disminuidos con el monopolio, o resultan menos abundantes de lo que serían en otras circunstancias” .3 Tanto Smith como Ricardo examinaron los efectos del comercio exterior sobre el tipo de ganancia. Ambos estuvieron de acuerdo en que podía elevar este tipo en la madre patria, aunque por razones opuestas. Adam Smith sostenía que el comercio colonial podía lo­ grar ese aumento desviando el capital hacia las ramas de la industria sometidas a un monopolio parcial, y en las que, en consecuencia, se podían obtener ganancias más elevadas. Pero esta desviación del capi­ tal tenía que elevar también el tipo de ganancia en todas las otras ramas (debido a que en éstas la competencia del capital tenía que ser menos aguda), así como el precio de las mercancías de la me­ trópoli. Adam Smith se sirvió de este argumento para demostrar que el sistema mercantil lesionaba tanto a la madre patria como a la co­ lonia.4 Ricardo, sin embargo, lo negaba, al sostener que era posible “que el comercio con una colonia puede ser regulado de tal manera que sea, al mismo tiempo, menos beneficioso para la colonia y más ventajoso para la metrópoli que si existiera un libre comercio perfec­ to” . De todos modos, “se verá que un cambio de un comercio exterior a otro, o del comercio interior al exterior, no puede, en mi opinión, afectar la tasa de utilidades. . . Habrá una peor distribución del capital general y de la industria y, por lo tanto, se producirá me­ nos . . . [Pero] que aun cuando se produjo el efecto de elevar las uti­ lidades, no sobrevendrá la menor alteración en los precios, que no son regulados ni por los salarios, ni por las utilidades” .5 La única forma en que el comercio exterior podía elevar las ganancias, era a través de los efectos que una abundante importación de artículos alimenti­ cios baratos tendría sobre el precio de la mano de obra; pero esto se podía conseguir más fácilmente mediante la libertad de comercio y por la mayor amplitud del mercado. Marx enumera el comercio exterior entre las influencias que con­ trarrestan la tendencia decreciente del tipo de ganancia y hace refe­ rencia a la discusión entre Smith y Ricardo. En esta cuestión parece 3 L a riqueza d e las n aciones, ed . c it., pp. 5 4 3 -4 5 . V e r tam bién las observacio­ nes de Sismondi sobre el sistem a colonial bajo el cual ‘l a m etrópoli se reserva para sí todas las ganancias derivadas del m onopolio, sólo que de un m ercado m uy res­ tringido” , y tan to , que a la larga, el com ercio libre hab ría sido preferible para la m etrópoli y para la colonia. (N o u v ea u x P ríncipes, 1 8 1 9 , I , p. 3 9 3 .) 4 R iqueza de las n aciones, ed. cit., pp. 5 3 9 ss. 5 P rincipios, F .C .E ., pp. 2 5 5 -5 7 .

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haber hecho causa común con Smith en contra de Ricardo (lo que en él era excepcional). E l comercio exterior no sólo podía elevar el tipo de ganancia abaratando las subsistencias, sino también “aba­ ratando los elementos del capital constante”* Además de esto, el capital invertido en el comercio exterior y a íoitioii, en el comercio colonial reglamentado, podía obtener un tipo más alto de ganancias; “no es posible comprender por qué las elevadas cuotas de ganancia que obtienen así y retiran a sus metrópolis los capitales invertidos en ciertas ramas de producción no entran. . . en el mecanismo de nivelación de la cuota general de la ganancia, contribuyendo, por tanto, a elevar proporcionalmente esta cuota. E l país favorecido obtie­ ne en el intercambio una cantidad mayor de trabajo que la que en­ trega, aunque la diferencia, el superávit, se lo embolse una determi­ nada clase, como ocurre con el intercambio entre capital y trabajo en general. Por tanto, cuando la cuota de ganancia sea más alta por serlo siempre en los países coloniales, esta cuota más alta puede per­ fectamente coincidir, si en los países coloniales se dan las condiciones naturales propicias para ello, con precios bajos de las mercancías. Se opera una nivelación, pero no a base del nivel antiguo, como Ricardo entiende” . Esta ganancia extra que por la competencia de los capitales tiende finalmente a entrar al tipo general de ganancia en la metró­ poli, es lo que Marx llama superganancia, haciendo notar que se tra­ taba de algo análogo a las ganancias del “fabricante que pone en ex­ plotación un nuevo invento antes de que se generalice” .6 No se ha puesto en claro si la intención de Marx fue la de apli­ car esto a los casos de simple intercambio, reglamentado o no, entre dos unidades económicas nacionales, y a los casos en que la relación entre ellas comprende la inversión de capital que una hace en la otra. Evidentemente, éstos son dos casos distintos; y, con respecto al pri­ mero, parece que Ricardo tenía toda la razón, esto es, que la ventaja del intercambio obtenida por el país con una productividad más alta de trabajo no se manifiesta, necesariamente, en una elevación del tipo de ganancia, que es una relación de valores, ya que la resultante atracción de oro que ejerce el sistema monetario de este país podría tener el efecto de elevar todos los precios por igual, quedando in­ tactos los precios relativos. Las ganancias del comercio tenían que aumentar el tipo de ganancia sólo en el caso de que se tradujeran en un abaratamiento de las subsistencias o de las materias primas e ins­ trumentos de producción.7 Pero en lo que sin duda pensaba Marx era en las relaciones entre la madre patria y la colonia, que incluían el hecho de una inversión de la primera en la última. Aquí la opi­ nión de Adam Smith parecía estar justificada: el tipo de ganancia 6 E ! Capital, ed. cit., vol. I II , pp. 2 3 7 -3 8 . 7 Podría tener tam bién un efecto sobre las ganancias — el cual no fue m encio­ nado— si de él resulta la especialización de ese país en ramas de producción con diferentes condiciones técnicas y, por consiguiente, con una “com posición orgánica del capital” distinta de la que, p o r térm ino m ed io , existe anteriorm ente.

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en la metrópoli tenía que elevarse sin duda alguna en este caso de­ bido a que el campo de inversión de su capital se había ampliado. No es posible, por supuesto, trazar una línea rígida entre estos dos casos; deben considerarse, más bien, como dos tipos de relaciones entre países, cuyos efectos se confunden en la zona de su conjunción. No es probable que las relaciones comerciales entre dos países dejen de tener algunos efectos sobre el abaratamiento de los artículos ali­ menticios y sobre las materias primas en el país más desarrollado, especialmente en el caso del comercio entre una región industrial y otra agrícola; por eso puede decirse que, en esa medida, el campo de inversión del capital del primer país se ha dilatado. Por otra parte, si realmente se ha invertido capital fuera del primer país, es proba­ ble que el tipo de ganancia se eleve, independientemente de sus efectos incidentales sobre los precios relativos. Se ve, pues, que no es fácil definir con precisión la relación económica que caracteriza al colonialismo. E n esta materia no son de esperarse definiciones que aíslen los fenómenos con la rigidez de una separación lógica. La superganancía, en el sentido marxista, puede surgir, según parece, tanto del intercambio libre y no reglamentado entre países de productividad distinta, como del intercambio reglamentado o d e ja s inversiones ex­ tranjeras. De ahí que, en cierto modo, sea un resultado de casi todo comercio internacional. Si hemos de dar una definición característica de esta relación económica, debe formularse en términos de algo más estrecho que esto; y la definición económica más conveniente y sa­ tisfactoria de colonia y colonialismo parece consistir en una relación entre dos países o regiones que implica la creación de super-ganancias en beneficio de uno de ellos, ya sea por medio de un comercio regla­ mentado en términos monopolistas, o por la inversión de capital de uno de los países en el otro, con un tipo de ganancia superior al que prevalece en el país inversionista. Cada uno de estos tipos de relaciones representa una forma de explotación de una región por otra (a través del comercio o de la inversión) que en aspectos impor­ tantes es distinta de las relaciones comerciales entre dos regiones sobre la base de un comercio líbre y no reglamentado.8 Lo que caracterizaba al mercantilismo era una relación de co­ mercio reglamentado entre la colonia y la metrópoli, ordenado en forma tal que sus términos siempre eran a favor de la última y en contra de la primera.9 E n este sistema las inversiones en la colo­ 8 L a concepción del com ercio exterior libre de todo elem ento m onopolista es, por supuesto, tan abstracta com o la concepción de la 'lib r e com petencia” en el com ercio interior, y tan raro uno com o otra. A l usarla aquí es con fines fundam en­ talm ente analíticos. 9 E sta situación ten ía sus precedentes en la relación que persistió e n tre e l capi­ tal com ercial y el cam pesinado y el artesanado durante los últim os años de la E d a d M edia y en el periodo d e la “acum ulación prim itiva” . Las diversas estipula­ ciones monopolistas de los grem ios m ercantilistas, reforzadas frecuentem ente p o r la política de los gobiernos m unicipales, que equivalían a un a especie d e “ colonialis­ m o ” respecto a las regiones rurales circunvecinas, dieron origen a un a relación

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nia, si bien se realizaban, parecen haber desempeñado un papel se­ cundario. E l imperialismo de nuestros días repite esta característica de la explotación por medio del comercio; y si bien en sus primeras etapas puede haber sido menos marcada de lo que fue en el sistema colonial de los siglos xvn y xvnr, en etapas posteriores adquiere una gran importancia creciente bajo la forma de la política neo-mercantilista de la “autarquía” de los países imperialistas. Pero entre el mer­ cantilismo y el imperialismo hay, por supuesto, toda la diferencia que existe entre una fase primitiva del desarrollo del capitalismo y la etapa más avanzada de la técnica industrial de producción en gran escala, de integración de las finanzas con la industria y de organiza­ ción y política monopolistas. En consecuencia, en la última etapa la exportación de capital desempeña un papel dominante, y con ella la exportación de bienes de producción y la hipertrofia de las industrias que producen estos últimos.10 E n efecto, entre las diferencias que distinguen al antiguo del nuevo sistema colonial, la principal parece ser el hecho de la inversión de capital en las regiones coloniales. Como esta inversión adopta las formas más variadas, pretender represen­ tarla como una inversión exclusiva o predominantemente de capital industrial para la explotación directa de un proletariado colonial, es dar un cuadro exageradamente simplificado y erróneo del proceso real. Las inversiones en la colonia toman frecuentemente la forma de préstamos de dinero en gran escala o de explotación de formas primitivas de la producción, como sucedió con el capital mercantil en la Europa occidental en los días del sistema Veríag.11 Por otra parde explotación de esta especie que parece haber constituido una form a im portante de acum ulación prim itiva. E n el sistem a V eríag (trabajo a do m icilio ), alcanzó una etapa m ás elevada, logrando finalm ente su m adurez y su form a “ pura” en la explota­ ción de un proletariado por el capital industrial y en la creación de la plusvalía industrial (ver Capitalist E n terp rise, de M aurice D obb, caps, xrv-xvr, x v m x r x ) . E s interesante observar que este tipo de relación constituyó en 1 9 2 5 la base de la discusión en la U .R .S .S . acerca de las relaciones entre la industria y la eco­ nom ía cam pesina y de la teoría de la “acum ulación socialista prim itiva” de Preobrajensky. (V e r Russ/an E c o n o m ic D e v e lo p m en t, de D obb, pp. 1 6 0 ss.) 10 E l valor total de la exportación de capital británico, en 1 9 1 3 , se h a esti­ m ado en 4 0 0 0 0 0 0 0 0 0 de libras esterlinas, de las cuales la m itad se invirtió en el Im perio británico, la quinta parte en los Estados Unidos de N orteam érica, otra quinta parte en C en tro y Suram érica y sólo la vigésima parte en E u ropa. L os siguientes porcentajes de distribución de las exportaciones combinadas de Alem ania, G ran Bretaña y los Estados U nidos son ilustrativos: B ienes d e producción 1 8 0 0 ..................................... 1 9 0 0 ..................................... 1 9 1 3 .....................................

26% 39% 46%

B ien es d e consum o 74% 61% 54%

(International C h am b er o f C o m m erce, Internationa! E c o n o m ic R eco n stru ctio a, 3 0 -3 2 .) 11 Ejem plos de ello los hallam os en la N iger C om pany y en el Sudan Flantation Syndicate o en la m ayor parte del Á frica Ecuatorial francesa, donde el capi­ tal extranjero explota la econom ía prim itiva por m edio del com ercio o del prés­ tam o en dinero, sin que haya la m enor tendencia de industrialización de esa zona.

pp.

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te, la característica fundamental de las inversiones coloniales ha sido, desde sus comienzos, la inversión privilegiada: es decir, las que llevan implícita alguna ventaja diferencial, preferencia o monopolio de he­ cho, en forma de concesiones o de garantías jurídicas privilegiadas. Gran parte del atractivo de las inversiones coloniales parece haber consistido siempre en derechos monopolistas y en prácticas restric­ tivas, no muy diferentes a los que se hallaban en vigor en la Ingla­ terra de los Estuardos, los cuales, también, han sido algunos de los ingredientes esenciales del imperialismo como sistema de extracción de ganancias de zonas muy extensas. Como el proceso de inversión en regiones coloniales representa una transferencia de capital a lugares donde es fácil obtener privile­ gios semi-monopolistas, donde el trabajo es más abundante y barato y donde la “composición orgánica del capital” es más baja, cons­ tituye un factor importante que opera en sentido contrario a la ten­ dencia decreciente del tipo de ganancia en la madre patria.12 Más aún, ejerce esta influencia por una doble razón. No sólo significa que el capital exportado a las regiones coloniales se invierte a un tipo de interés superior al que se habría obtenido en la metrópoli, sino que también da origen a una situación dentro de la cual el tipo de interés (en el país imperialista) tiende a ser más alto de lo que habría sido en otras condiciones. Esto último ocurre porque la plétora de capital que busca inversión en la metrópoli se reduce por razón del lucrativo desahogo colonial al disminuir la presión sobre el mer­ cado de traba jo y porque el capitalista puede comprar, en su propia patria, fuerza de trabajo a menor precio. La exportación de capital, en otras palabras, es un medio de volver a crear el ejército industrial de reserva en la metrópoli gracias a la apertura de nuevos campos de explotación fuera de ella. Por consiguiente, el capital obtiene una doble ventaja: un tipo de ganancia más alto en el extranjero y un “tipo de plusvalía” más elevado que puede imponer en la metrópoli. Esta doble ventaja es la razón por la que, fundamentalmente, los intereses del capital y del trabajo se hallan en pugna a este respecto y por la que la economía capitalista tiene necesidad (que no tiene la economía socialista) de una política imperialista.13 Su significación P o r ejem plo, J. S. M ili, q u e escribió desde m ediados del siglo x d c , hace esta sorprendente declaración sobre la exportación de cap ital: “ C reo que ésta h a sido desde hace m uchos años una de las principales causas que han detenido la baja de las ganancias en Inglaterra.” (Principios, ed. cit., p. 6 3 3 .) C o n respecto a la “com pensación” resultante del desarrollo colonial en form a de im portación de artículos alim enticios m ás baratos, sobre la que frecuentem ente se llam a la atención, un autor bien inform ado h a form ulado recien tem en te la si­ guiente conclusión: “ U n a divergencia laten te de intereses entre los trabajadores y los capitalistas se hacía cada vez m ás aguda. A pesar de que los capitalistas no habían sido los únicos que se aprovechaban de las ventajas de la exportación de capital, la clase trabajadora había participado m ás por accidente que por designio. F u e sólo por una rara coincidencia de intereses por la que los riesgos m ás lucra­ tivos fructificaron en artículos alim enticios y m aterias prim as cada vez m ás bara­ tos.” A dvierte, adem ás, que la edificación de palacios para sultanes, la apertura

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puede apreciarse si el proceso se lleva al extremo: si se supone que en las colonias existe una población proletaria ilimitada que explotar (y recursos naturales inagotables), y si se supone también que han sido suprimidos todos los obstáculos a la exportación de capital. La terminación lógica del proceso (si se tiene cuidado de llevar hasta el fin una hipótesis puramente abstracta) sería la de reducir las tarifas de salarios (por lo menos las de los “salarios eficiencia” ) en los países capitalistas más antiguos al nivel reinante en las regiones coloniales, y siempre que existan nuevas regiones que abrir a la ex­ plotación para mantener la masa de población de todo el mundo sobre ese nivel de vida. Por diversas razones concretas, el proceso no llega, ni se aproxima siquiera, a este límite abstracto (que implicaría la “descolonización” de la colonia y la desindustrialización parcial de las metrópolis imperiales). Pero la tendencia sigue siendo una ten­ dencia restringida, a pesar de que otros factores operen en sentido contrario.14 Con frecuencia se destaca este contraste entre el sistema mercantilista y el colonialismo moderno (esto es, el hecho de invertir capi­ tal en las colonias), hasta el grado de negar que el tipo especial de explotación característico del primero existe en la actualidad. Por ello se hace hincapié en el efecto industrializador del imperialismo en los países retrasados por oposición al efecto restrictivo que el mer­ cantilismo ejercía sobre el desarrollo económico de las colonias. Se de m inas de diam antes, la construcción de ferrocarriles estratégicos, la com pra de buques de guerra, no representan esa “ com pensación” . M ás aún, "cu a n to m ayor era el núm ero de países nuevos, más aparente se hacía el conflicto de clases. Las probabilidades de que las inversiones extranjeras redujeran el costo de las im por­ taciones británicas eran m ucho m enos abrum adoras, en tanto que el tem or de que fueran fom entadas las industrias com petidoras de las nuestras se hizo m ás i n t e n s o ... E ra visible que las inversiones en el extranjero podian reducir el nivel de vida en lugar de elevarlo” . (A . K . C aim cross, en Review o í E co n o m ic Studies, vol. I II, n ? 1 .) 14 E s to , por supuesto, no es todo. L a clase trabajadora de la m etrópoli puede obtener ventajas incidentales, ya sea para algunos sectores de ella o aun para toda la clase durante un periodo. P o r ejem plo, puede obtener beneficios de la im porta­ ción de artículos alim enticios m ás baratos com o resultado de la apertura de re­ giones no desarrolladas. P u ed e ser tam bién que un grupo particular de trabajadores logre algunas ventajas por la am pliación del m ercado para los productos de la industria en que trabaja. P u ede ser, adem ás, que obreros bien organizados parti­ cipen del fru to de ciertas prácticas monopolistas, propias del im perialismo, que serán descritas m ás adelante. Y es que existe siem pre un sentido estrictam ente relativo en el que un esclavo puede beneficiarse con la prosperidad de su am o: en el sen­ tido no de com parar su condición de esclavo y de hom bre libre, sino en el de set un esclavo de un am o m ás o m enos próspero. (Eviden tem en te, este “beneficio” debe quedar subordinado a la pérdida m ucho m ás im portante que sufre p o r su condición de esclavo.) Así, pues, si el capitalismo encuentra una escapatoria parcial en el colonialism o, puede evitar form as de opresión de la clase trabajadora de la m etrópoli a las que habría tenido que recurrir en condiciones diferentes. C om pa­ rativam ente con esta últim a alternativa, puede decirse que el proletariado m etro­ politano se beneficia con el im perialism o. E s to es particularm ente im p ortan te res­ pecto de un aspecto del fascism o que se m encionará m ás adelante.

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pinta, además, un cuadro en el que aparece reproducido en las re­ giones coloniales el capitalismo industrial maduro de tipo normal, el cual conduce a una progresiva “descolonización” de los países atra­ sados. Esta perspectiva es hija del desconocimiento de los rasgos comunes entre el imperialismo y el viejo sistema colonial a que nos hemos referido, así como de las características del desarrollo colonial asociadas a una era de organización y política monopolistas. Es cier­ to que el imperialismo ejerce un efecto revolucionario más acentuado que el que ejercía el mercantilismo en las regiones coloniales (que se limitaba, en lo fundamental, a las relaciones comerciales y al fomento de las plantaciones agrícolas) .15 Puesto que el capital ha de invertirse como capital industrial, debe crearse un proletariado allá donde toda­ vía no exista, lo que implica la desintegración de las antiguas formas económicas, tribales o semifeudales, mediante un proceso de “acumu­ lación primitiva” . E l imperialismo requiere, como condición para ampliar el campo de inversión, una revolución parcial de los medios de transporte, el control de los recursos naturales y, en algunos casos, aunque no invariablemente, cierto grado de unificación política y económica del país. Sin embargo, esto queda sujeto a importantes calificativas, y el papel positivo que el sistema desempeña en las re­ giones coloniales, aun en sus primeras etapas, parece estar más con­ siderablemente limitado, en relación con las posibilidades actuales, que el papel desempeñado por el capitalismo nativo en los primeros países industriales. Con frecuencia, por razones políticas, el impe­ rialismo apoya y no suplanta, las formas sociales y políticas reaccio­ narias (por ejemplo, los estados nativos en la India; la perpetuación de la desintegración política de C hina), especialmente cuando ne­ cesita aliados contra algunos rivales, dentro o fuera de la colonia. Del mismo modo que en algunas de las primeras etapas de la his­ toria del capitalismo, el capital mercantil se entendía con los inte­ reses feudales o semifeudales, o con la corte, aliándose contra una burguesía industrial advenediza (como en la Inglaterra del siglo x v n ), los intereses imperialistas se alian a menudo con las supervivencias de las viejas clases gobernantes del país colonial en contra de los designios de una burguesía nativa cuyos intereses radican en una intensiva industrialización. Como ya hemos dicho, la inversión de capital en las colonias es, en gran medida, una inversión privilegiada, protegida por derechos semimonopolistas y por algunas restricciones, si bien en muchos casos toma la forma "de explotación y, por con­ siguiente, de perpetuación, de los métodos de producción relativa­ mente primitivos. Esta tendencia, además, será fomentada por la pobreza misma de la colonia y por la baratura de su mano de obra. 15 D ebe hacerse n otar que, al hablar aquí d e colonias, nos referim os a las que lo son propiam ente en la época im perialista. Las partes del Im p erio b ritánico que constituyen los llam ados D om inios no son, propiam ente, colonias en este sentido — son las antiguas colonias del periodo m ercantilista, que de entonces acá han logrado una considerable independencia. (Suráfrica, con su enorm e población na­ tiva explotada, se encuentra, a su vez, en una situación especial.)

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Sin embargo, el fomento de las inversiones en ciertas clases de pro­ ducción colonial que compita con la ventaja exclusivá de que ésta disfruta previamente en la madre patria, puede ser contrario a los intereses de la clase capitalista del país imperial. Pronto se presenta en escena, por consiguiente, un elemento monopolista que desalien­ ta las formas del desarrollo colonial que pueden rivalizar con otros intereses imperialistas. A ello se debe que el desarrollo industrial de la colonia se limite frecuentemente a la producción complemen­ taria, no rival, de la de la metrópoli.16 Puesto que una industria naciente requiere, por lo general, cierto estímulo de carácter diferen­ cial para encauzarla, la mera falta de fomento especial a la industria colonial puede ser suficiente para mantener la industrialización den­ tro de límites estrechos. Es probable que el imperialismo recurra muy pronto a prácticas muy semejantes a las del mercantilismo debido a una característica peculiar del sistema. Si bien la mera exportación de capital no depen­ de de una reglamentación complicada del comercio entre la colonia y la metrópoli, como acontecía en el mercantilismo, ya que hasta puede medrar con la llamada polítíca de “puerta abierta”, sí necesita, contrariamente al sistema colonial primitivo, ejercer un gran control político sobre las relaciones internas y sobre la estructura de la eco­ nomía colonial. Esto es necesario, no sólo para “proteger la propie­ dad” y garantizar que los productos de la inversión queden a salvo de cualquier riesgo político, sino para crear las condiciones esencia­ les de la inversión lucrativa del capital. Entre estas condiciones se halla la existencia de un proletariado suficiente para suministrar una mano de obra abundante y barata, de manera que donde no existe es necesario modificar convenientemente las formas sociales pre­ existentes. Ejemplos de ello son la reducción de las “reservas” de tierra de las tribus y la introducción de impuestos diferenciales sobre losnativos que viven en las reservas tribales del África Orien­ tal y del Sur.17 La base de esta lógica política imperialista, como lo revela su historia, parece radicar, pues, en el control más estrecho que ejerce la metrópoli sobre la política interna de la colonia, y que va de la “penetración económica” a las “esferas de influencia”, de las “esferas de influencia” a los protectorados (o control directo) y de los protectorados ocupados militarmente a la anexión. Tan pronto como aparece el control político como auxiliar de la inversión, se presenta la oportunidad para las prácticas monopolistas y prefe­ 16 Para expresarlo en térm inos abstractos, el interés de la clase capitalista de la m etrópoli en su conjunto consistiría en adoptar la línea de conducta que seguiría un m onopolista que lim ita sus inversiones en la colonia con objeto de sostener en ella un tipo m ás elevado de ganancia, evitando la com petencia con la producción de la m etrópoli. 17 “ E n todas las posesiones tropicales africanas ban sido exigidas por los co lo ­ nizadores y capitalistas blancos, la expropiación, la explotación y la esclavitud virtual de la población nativa, y con excepción del Africa O ccidental británica, esto ba sido realizado en todas partes.” (L eo n ard W o o lf, E con om ic Im períalism , p. 6 8 .)

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rentes; y si ese control se utiliza, será probablemente para promover los intereses particulares que representa. E l proceso de inversión y el desarrollo económico de la colonia no tendrán lugar, ciertamente, en un ambiente idílico de laissez faire. Estos aspectos restrictivos y monopolistas del imperialismo llegan a tener una particular importancia en posteriores etapas de su des­ arrollo y a constituir un elemento esencial de las relaciones entre la metrópoli y la colonia. Al principio, cuando el campo de inver­ sión es virgen y fácil la caza de concesiones, la atención se dirige principalmente, a aprovechar las oportunidades que se hallan a la mano y a roturar nuevos campos. Ésta es la etapa de los precursores, cuando todavía hay lugar para todos. La lucha por apoderarse de Africa en la década de los ochentas, con todo un Continente que repartir, no suscitó por entonces agudas rivalidades. Es cierto que muy pronto, antes de terminar el reparto, tuvo lugar — presagio de tor­ mentas futuras— el incidente Fashoda. Pero quedaba aún campo suficiente para aplicar el principio de “compensaciones” entre los rivales, como se hizo, por ejemplo, para suavizar la rivalidad francobritánica en el África del Norte. La codicia de los bandidos por el “reparto del mundo” adjudicándose “territorios” exclusivos, encon­ tró todavía tierras vírgenes de que nutrirse. E l incidente marroquí de 1911 fue un presagio más grave; y tan pronto como se desarrolla­ ron las regiones del interior del Africa Oriental británica y del África Oriental alemana, la rivalidad latente en el Africa Central se tornó más aguda. A pesar de todo, fue probablemente en el Cer­ cano Oriente, a lo largo de la ruta de Bagdad, Teherán y la India, más bien que en Africa, donde se desarrollaron los más peligrosos acontecimientos que culminaron en agosto de 1914. Pero aun en esta primera etapa nada hay que se parezca a la libre competencia de la doctrina clásica en la lucha para obtener oportunidades de inversión y concesiones. En el juego figuran, en primer término, preferencias de las más diversas clases y la influencia política desempeña un papel principalísimo en el establecimiento y mantenimiento de esas preferencias. La historia de este desarrollo ofrece numerosos ejemplos en los que la influencia política ha sido decisiva para determinar a cuál de los grupos nacionales en com­ petencia ha de otorgarse una concesión determinada. Tales son los casos de China, de Suramérica, del Cercano Oriente, de Egipto, de Trípoli, de Marruecos.18 Una vez logrados, los derechos especia­ les de que disfrutan corporaciones como la South Africa Company, la British and Germán East Africa Companies, la Niger Company, la Sudan Plantation Syndicate, la Bagdad Railway Co. de la pre-guerra (para citar sólo los ejemplos más notables), constituyeron monol s C onsúltense obras com o las de L . W o o lf , E m p ire and C o m m e t c e in A frica; E arle, TurJcey, th e G rea t Pow ers a nd t h e Bagdad Railway; Brailsford, W a r o í S teel and G o ld ; N earing y F reem an , L a diplom acia del dólar; T . W . O v eilacK Foreign F inancial C o n tro l in C h in a.

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polios virtuales sobre zonas muy extensas. Lo que es cierto de los empréstitos, de los contratos para construcciones y de las concesiones mineras, es cierto también, aunque en menor grado, del comercio de mercancías y quizá tiende a ser más característico del comercio colonial a medida que se desarrolla la colonia. Como ha dicho el profesor Pigou: “Hay oportunidades para invertir muy lucrativa­ mente en empréstitos a favor de gobiernos débiles (cuyos funciona­ rios pueden ser corrompidos o adulados con lisonjas), los cuales se destinan a la construcción, en condiciones favorables, de ferrocarriles, para desarrollar los recursos naturales de los campos petroleros, o para establecer plantaciones de hule en tierras tomadas a los africanos y trabajadas por africanos forzados o ‘estimulados’ con salarios verda­ deramente bajos. Cuando el gobierno de algún país civilizado se ha anexado una región atrasada, o la está protegiendo, o ha establecido en ella una esfera de influencia, estas valiosas concesiones van a parar, aunque no les estén formalmente reservadas, a manos de ricos y poderosos financieros del país protector, los cuales tienen a su servicio la prensa y los medios de influir en la opinión pública y de ejercer presión sobre los gobernantes.” 19 La teoría clásica del comercio exterior sostiene que los países tienden a especializarse en aquellas mercancías para cuya producción gozan de alguna ventaja comparativa, y que las ventajas del comercio se dividen de acuerdo con la elasticidad de las demandas nacionales correspondientes (expresadas en función de las mercancías que cada uno exporta para adquirir las mercancías que necesita importar). No sería incorrecto del todo decir que hoy día ocurre precisamente lo contrario: que cada país trata de crear para sí la demanda de aquellas cosas para las que tiene facilidad de producir, y la hege­ monía económica estriba en el éxito que se tenga para lograr dicho propósito. ¿Cuál es la significación económica de la difusión de la cultura, de los hábitos y de las costumbres de una nación determinada en las “regiones atrasadas”, sino el propósito de despertar el gusto por las cosas que aquélla produce y que por ello, históricamente, ha llegado a apreciar y desear? Este proceso está sujeto, naturalmen­ te, a salvedades importantes. Una nación que no cuenta con carbón, difícilmente podría difundir a sus colonias gustos que excluyeran por completo su uso. Sería muy difícil, también, que un país que no produce textiles logre conseguir que los pobladores de sus colonias anden desnudos y, que en vez de comprar ropas, compren, por ejem­ plo, joyas. Sin embargo, una colonia bajo la influencia o dominio de la Gran Bretaña probablemente prefiera, por diversas razones, per­ sonal e ingenieros británicos para su industria, y es probable que empresas con personal británico tengan preferencia por las patentes e inventos ingleses y porque los contratos de construcción se suscriban con firmas británicas. También es probable que la moda en una colonia inglesa (salvo que haya poderosas razones en contrario) tienda 19 Po lítica! E co n o m y o í W a r , pp. 21 -2 2 .

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a adoptar las telas y los estilos británicos, cosa que no sucederá en una colonia alemana, francesa o japonesa, donde se adoptarán las modas de sus correspondientes metrópolis. E l efecto de tal influencia será, por supuesto, el de que los financieros, concesionarios, contra­ tistas, compañías comerciales, etc., disfruten de precios de venta más altos y de precios de compra más bajos de los que existirían sin estas preferencias y si sus transacciones hubieran tenido lugar en un mer­ cado de competencia más perfecta. E n otras palabras, las “condiciones del comercio” entre la metrópoli y la colonia se tornan en favor de la primera. E l aforismo de que “el comercio sigue a la bandera” cristaliza la verdad esencial de que un aspecto muy importante del papel que desempeñan las colonias en la economía internacional es el de constituir en gran parte “mercados privados” de los intereses del grupo nacional que las controla, aun en donde prevalece la polí­ tica de la “puerta abierta” . E l número y la amplitud de los privi­ legios de que puede disfrutar un capitalismo nacional determinarán en muy buena medida el tipo de ganancia que puede lograr y el lugar que pueda ocupar en la economía mundial. E n este sentido la “búsqueda de mercados”, a que se refieren los partidarios de la teoría del “infra-consumo”, tendrá un significado independiente: el de la búsqueda de mayores oportunidades para obtener ganancias monopolistas mediante "la explotación comercial por oposición a la extracción de una plusvalía “normal” . Pero en la actualidad, el mismo mantenimiento nominal de la política de “puerta abierta” va siendo cada vez más raro. Los pactos que determinan esferas de influencia coexisten con los pactos terri­ toriales que celebran los cárteles internacionales para dividirse el mercado en regiones muy bien determinadas. La fuerza política se utiliza directamente para influir en la demanda, y así vemos que los trusts se sirven de los prejuicios políticos para eliminar productos rivales (como, por ejemplo, en la escandalosa campaña contra el pe­ tróleo ruso de hace unos cuantos años). La política y la economía se hallan tan íntimamente entrelazadas, que la simple perspectiva de una concesión petrolera ha bastado para sembrar la confusión, por lo menos, en una conferencia internacional de potencias. La política actual de “autarquía” y nacionalismo económico, con su elevación de barreras aduanales en torno a los países o a los imperios, y la multitud de convenios estableciendo “cuotas”, persiguen simple­ mente el ideal de un mercado restringido y de una reserva monopo­ lista de forma más perfecta; en tanto que los acuerdos sobre saldos comerciales, ahora tan en boga, y el resucitado evangelio de los exce­ dentes de exportación, son un reconocimiento explícito de ese neomercantilismo que siempre ha estado latente en el imperialismo mo­ derno. Las perturbaciones monetarias, sobre las que principalmente se ha fijado la atención de los economistas, parecen intervenir en este proceso más bien como efecto que como causa, por ejemplo, la baja del tipo de cambio como uno de los instrumentos de rivalidad en

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materia de exportación; y la oposición de sistemas monetarios rivales, tales como el bloque-oro y el bloque-esterlina y el bloque-dólar, como un aspecto de las maniobras para consolidar posiciones mediante la creación de zonas económicas protegidas y aisladas. Cuando un Hitler o un Mussolini pregonan la necesidad de territorios coloniales, no es plenitud sino restricción, no es abundancia para el pueblo, sino re­ giones monopolizadas para la gran industria, lo que realmente desean. La cuestión fundamental sigue siendo la de averiguar por qué este nuevo colonialismo apareció precisamente en la etapa de la his­ toria en que apareció. Lenin sostuvo que el imperialismo era la •característica del capitalismo en su etapa monopolista, particular­ mente en la etapa en que tiene lugar la integración de las finanzas con la industria, dentro de la cual las iniciativas o decisiones indus­ triales quedan subordinadas a la estrategia financiera y que Hilferding ha llamado, la etapa del “capital financiero” .20 Por consiguiente, el imperialismo implica no sólo una exportación de capital hacia nuevas regiones en las que, rejuvenecido, intenta rehacer su historia, sino también una expansión del capitalismo a nuevas zonas en condicio­ nes específicas, con la consiguiente aparición de elementos completa­ mente nuevos en la situación. Por otra parte, como han demostrado los últimos acontecimientos (en España, por ejemplo), esta codicia por nuevos territorios no se contrae a los países “atrasados” de Asia o Africa, sino a regiones vecinas sobre las que el control económico puede procurar ventajas monopolistas,21 y de esta asociación del imperialismo con el tránsito del capitalismo metropolitano a una etapa monopolista, no sólo hay abundantes pruebas prácticas, sino la presunción del razonamiento abstracto. La simultaneidad de la aparición del imperialismo moderno en los países de la Europa occidental es un hecho notable que ha sido mencionado con frecuencia. Durante la década del setenta y los primeros años de la del ochenta del siglo pasado, las naciones capita­ listas más avanzadas, la Gran Bretaña, Alemania y Francia (con la primera a la cabeza y un tanto más afortunada que las otras), mos­ traron, con la más sorprendente coincidencia, un renovado interés por las colonias. Las manos ansiosas se extendieron para repartirse todo el Continente africano, que en poco más de una década quedó fragmentado y repartido entre unas cuantas grandes potencias.22 Re20 21

L en in , E i im perialism o; R . Hilferding, Capital financiero. E s te deseo de obtener los frutos del control m onopolista d e zonas ya des­ arrolladas ha alcanzado tal preponderancia que bien podría ocurrir que la exporta­ ción de capital en el futuro desem peñe un papel m ucho m enos im portante que en la época de la pre-guerra. T éngase presente la observación del profesor B . O h lin . “Las condiciones son tan distintas de lo que fueron en el siglo x r s que los movi­ m ientos del capital internacional desem peñarán un papel m ucho m enos im portante del que han desem peñado.” ( E n International E co n o m ic R econstruction, p . 7 5 .) 22 “ E n los diez años com prendidos entre 1S 80 y 1 8 9 0 , cinco m illones de millas cuadradas de territorio africano, con una población de m ás de sesenta m illones, fueron subyugadas por los estados europeos. E n Asia, durante la m ism a época, la G ran B retaña se anexionó Birm ania y som etió a su dom inio la Península de

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sucitó el interés por China y por el Lejano Oriente, y la rivalidad por las “esferas de influencia”, allí y en el Cercano Oriente, no tardó en reproducir los acontecimientos de África. Esta mudanza a nuevos métodos fue tan repentina como simultánea. Al parecer no se había preparado con un abandono gradual de la política anterior, repre­ sentada por el ideal cobdenita del libre comercio internacional. D u­ rante treinta años la corriente política británica se habr-¡ caracteri­ zado por su propósito de aflojar los lazos entre la Gran Ere "aña y sus viejas colonias del periodo mercantil. E l reparto de África tuvo lugar inmediatamente después de los triunfos más señalados de Gladstone al proclamar el libre cambio, y a continuación, también, de la Gran Exposición y de una serie de tratados comerciales que fueron saluda­ dos como la aurora de un mundo de libre cambio. Para explicar esta repentina desviación, parece necesario algo más que la elocuencia de un Disraeli. Pocos años después comenzó a hacer su reaparición un lenguaje proteccionista bajo el lema de “comercio razonable y justo, no comercio libre” (fair trade not free trade); Joseph Chamberlain, poco después, había de dar el grito de rebelión contra el partido liberal, en tanto que en Francia y en Alemania, como en la Gran Bretaña, el valor de las colonias para la madre patria fue redescu­ bierto en la teoría y en la práctica. Italia, a donde la Revolución Indus­ trial no llegó hasta fines del siglo, mostró un tardío interés por África del Norte, y los Estados Unidos, por razones especiales de su propio desarrollo, no tomaron el camino colonial sino hasta los últimos años del siglo xix.23 E l Japón fue el último de los países que se presentó en escena; pero su transformación, hacia fines del siglo, en un país capitalista moderno, fue realizada con tan extraordinaria rapidez que ahora imita y mejora k política seguida de hace veinticinco a cin­ cuenta años por las potencias europeas y por los Estados Unidos. La historia revela que el imperialismo se halla asociado a la madurez del capitalismo en un país hasta cierta etapa de su desarrollo y que flo­ rece rápidamente cuando llega a ella, y no antes. Los dos rasgos del desarrollo capitalista con los cuales parece más razonable asociar esta nueva tendencia expansionista, son los si­ guientes: por una parte, el agotamiento o una situación muy cercana al agotamiento de las potencialidades de lo que llamamos en el caM alaca y Beluchistán; en tan to que F ran cia dio los prim eros pasos para som eter o despedazar a C hina apoderándose de A nnam y de T onkín. A l m ism o tiem po, tuvo lugar el reparto de las islas del P acífico entre las tres G randes P otencias.” (L . W o o lf, E c o n o m ic Im peria lism , pp. 3 3 -3 4 .) 23 E n tanto que la industrialización del litoral del A tlán tico de los Estados U nidos com enzó casi a principios del siglo pasado, el capitalismo industrial m aduro y bien desarrollado no llegó al oeste y al sur sino relativam ente tarde. A m i m odo de ver, hay indicios de que en casi todo el siglo x t x el capitalism o norteam ericano adoptó una form a de “ colonialism o interno” , en el que sus propias regiones agrí­ colas desem peñaron el papel de zonas coloniales para el gran capital atrincherado en el este. H ay que hacer n o tar, p o r lo m enos, que los Estados U nidos no dejaron de ser, en térm inos generales, im portadores de artículos m anufacturados hasta fines del siglo.

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pítulo anterior el reclutamiento “extensivo” del “ejército industrial de reserva” dentro de las viejas fronteras nacionales y, por otra, la ele­ vación del nivel técnico, o composición orgánica del capital, que fue estimulada por aquel agotamiento hasta un punto en que se requiere un desarrollo considerable de las industrias pesadas. Estos desarrollos paralelos están asociados, probablemente, a una tendencia decreciente muy acentuada de los rendimientos del capital; en tanto que el desarrollo técnico de los medios de producción había de sumi­ nistrar una base para esa concentración del capital de la que tienden a surgir las grandes agrupaciones monopolistas. E l capitalismo, en la frase de Lenin, ha “madurado” excesivamente en el sentido de que “no dispone de un terreno apropiado suficientemente vasto” para “co­ locar” el capital.24 D e ser cierto que estos desarrollos se caracterizan por una disminución acentuada de los rendimientos del capital, este hecho tiene que ser un estímulo, a la vez, para la adopción de una política monopolista en la industria nacional y para la búsqueda de nuevas inversiones en el extranjero, en tanto que el desarrollo de grandes agrupaciones monopolistas, especialmente si están asociadas a las finanzas, suministrará el único tipo de organización capaz de acometer las conquistas económicas en gran escala en el extranjero. Hay, además, otra razón por la que el monopolio y el colonialismo se hallan lógicamente unidos. Si bien el monopolio de una industria o grupo particular de industrias puede lograr que aumente el tipo de ganancias, es impotente, tan pronto como se generaliza, para elevar ese tipo de ganancia en todos los negocios, a menos que pueda re­ ducir el precio de la fuerza de trabajo o exprimir alguna clase eco­ nómica intermedia nacional.25 Buscando un escape satisfactorio, por consiguiente, está obligado inexorablemente a proyectar su esfera de explotación sobre el extranjero. Como ya dijimos más arriba, Marx estaba muy lejos de sostener que su análisis de la sociedad capitalista suministrara unos cuantos principios simples de los que pudiera deducirse mecánicamente el futuro de la sociedad. Lo esencial de su concepción consistía en que el movimiento proviene del conflicto de elementos opuestos en esa sociedad, y en que de esta interacción y movimiento surgían nuevos elementos y nuevas relaciones. Las leyes de la etapa superior del desarrollo orgánico no pueden ser necesariamente deducidas, cuando menos en su totalidad, de las correspondientes a la etapa inferior, a pesar de que las primeras tienen una relación definible con las últi­ mas. Lo que da gran parte de su importancia al análisis de Lenin so­ bre esta nueva etapa del desarrollo, es haber precisado claramente los puntos en que esta nueva etapa modifica o transforma ciertas relacio­ nes características de la fase inicial pre-imperialista, modificaciones que se aducen frecuentemente como opuestas a la predicción marxista. Pero si bien el imperialismo introdujo, indudablemente, situa24 E l im perialism o, p. 8 5 . 25 V e r supra, p. 56.

(E d . B iblioteca M arxista.)

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dones que no fueron y no podían haber sido previstas o anticipadas a mediados del siglo xix, estas situaciones tienen caracteres que, en último análisis, parecen reforzar, más que invalidar, la parte medular de la predicción hecha por Marx. E l primero de estos importantes resultados del nuevo imperialis­ mo, fue su efecto sobre las relaciones de clase en la metrópoli. Las superganancias y la nueva prosperidad que la nación afortunada podía adquirir crearon la posibilidad de que la clase trabajadora de la me­ trópoli o, cuando menos, sectores privilegiados de ella, participaran, en cierto grado, de las ganancias de esta explotación, aun cuando sólo en forma de una relajación de la presión sobre los salarios a la que probablemente hubiera tenido que recurrir el capitalismo de no tener otra salida. Donde la organización del trabajo era vigorosa, podía lograr concesiones con más facilidad y asegurarse una posición privilegiada. Esto explica, en gran parte, la existencia de lo que ha dado en llamarse una “aristocracia del trabajo”, es decir, una clase laborante en una posición preferente con respecto al proletariado del resto del mundo, en la Gran Bretaña y en los Estados Unidos y, en menor grado, en Francia y Alemania. Se trata de los “esclavos palaciegos” de la metrópoli, que, en contraste con los “esclavos de las plantaciones” de la periferia del Imperio, sienten una identidad parcial de intereses con sus amos y cierta renuencia a alterar el statu quo: hecho, al parecer, reflejado en toda una época (la época de la Segunda Internacional y de la Social-Democracia) del movimiento laborista de aquellos países. En el prefacio a la segunda edición (1892) de La situación de la clase trabajadora en Inglaterra, Engels hizo su bien conocida declaración sobre el movimiento laborista bri­ tánico: “Durante el periodo del monopolio industrial en Inglaterra, la clase trabajadora inglesa ha participado, hasta cierto punto, de los beneficios del monopolio. Estos beneficios, sin embargo, estuvie­ ron muy desigualmente repartidos; la minoría privilegiada se embolsó la mayor parte, pero, no obstante ello, la gran masa tuvo, por lo menos, una participación temporal, y ésta es la razón por la que desde que se inició la declinación del owenismo no ha habido socia­ lismo en Inglaterra. Con la terminación de ese monopolio la clase trabajadora inglesa perderá su posición privilegiada y se hallará, en lo general, al mismo nivel que sus compañeros de trabajo en el ex­ tranjero. Y ésta es la razón por la que volverá a haber socialismo en Inglaterra.” Ante los acontecimientos de 1914, Lenin se refirió con mordacidad a la “tendencia del imperialismo (en Inglaterra) a dividir a los trabajadores, a reforzar entre ellos el oportunismo, a inocular en el movimiento laborista una gangrena temporal” tal como “se manifiesta a fines del siglo x ix ” . D e paso, calificaba a los líderes de la Social-Democracia de ese tiempo, a los tribunos de los “esclavos palaciegos” metropolitanos más mimados, de “escuderos del capital incrustados en las filas del trabajo” . Al mismo tiempo, en los países imperialistas comenzó a desarrollarse una llamada “clase

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media” muy numerosa cuya subsistencia dependía, directa o indirecta­ mente, de la conexión imperialista, y que comprendía desde los em­ pleados de oficinas en las ciudades, hasta administradores coloniales, y un elemento rentista que medraba con las inversiones en el ex­ tranjero. E n segundo lugar, el papel histórico del imperialismo ha sido el de crear en las regiones coloniales una estructura de clases seme­ jante a la de los viejos países capitalistas. Como una condición pre­ via de las inversiones industriales se requería un proletariado rural y más tarde una proletariado urbano; y a medida que progresaba la industrialización, comenzó a aparecer también una burguesía colo­ nial, con una gama de compradores,26 intermediarios, usureros, es­ peculadores en tierras, organizadores de la industria doméstica y campesinos acomodados que habían de convertirse en empresas in­ dustriales. Parecía tan inevitable que esta clase, al resentir los privi­ legios monopolistas del capital extranjero y la influencia de los intereses ausentistas, se convirtiera en rival de los intereses impe­ rialistas, como lo parecía la campaña antimonopolista que tuvo que emprender el capital industrial advenedizo en la Inglatera del si­ glo xvii y que culminó en una guerra civil. Aquí se halla, en el deseo de despojar al capital extranjero de sus privilegios y de establecer un sistema de protección estatal al desarrollo de la industria nativa, el germen del movimiento colonial nacionalista, que habrá de repro­ ducir, con un marco histórico distinto, los caracteres de los movi­ mientos burgueses democráticos de la Europa de 1789, 1830 y 1848. Del mismo modo que el mercantilismo condujo a la rebelión de las colonias americanas, el imperialismo conduce a la rebelión colo­ nial, hoy en Asia, mañana, quizá, en África. E l imperialismo, como se ha dicho, representa no una relación simple, sino compleja, entre la metrópoli y la colonia. No representa una reproducción en la colo­ nia del tipo “puro” de capitalismo industrial, con una relación sim­ ple entre el proletariado colonial y el capital industrial, ya sea nativo o extranjero. (Si así fuera no habría ninguna razón económica para el nacionalismo colonial, a no ser como un movimiento pura­ mente proletario y socialista.) E l imperialismo encierra también una relación de explotación monopolista por medio del comercio con la economía colonial en su conjunto. De ahí que amplios sectores de la grande y pequeña burguesía coloniales tengan raíces económicas que las asocien al movimiento nacionalista; y de ahí, también, que el nacionalismo colonial represente el vigoroso movimiento de una clase mixta. E l siglo xx, por tanto, está destinado a presenciar un nuevo fenómeno histórico en la forma de una rebelión nacionaldemocrática en las provincias del Imperio, junto a la rebelión prole­ taria en la metrópoli de la que había hablado Marx, para echar abajo los pilares del régimen capitalista. Y no es difícil que en la nueva época el mismo centro de gravedad llegara a desplazarse, de manera 26 E n español, en la edición inglesa.

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que la primera, más bien que la última, sea la que imponga el ritmo de los acontecimientos. Una tercera consecuencia del imperialismo sobre el curso de los acontecimientos económicos mundiales fue la de acentuar la des­ igualdad del desarrollo de los distintos países y regiones. En el si­ glo xix parecía que la marcha de la industrialización ejercía un cíccto “nivelador” sobre las distintas partes del mundo. E l crecimiento de los mercados mundiales, tanto de mercancías como de capital, fue considerado como un factor que tendía a disminuir las diferencias nacionales y a nivelar cada vez más el desarrollo técnico de los di­ versos países, así como sus patrones de vida. Es cierto, sin embar­ go, que siempre hubo que hacer salvedades a esta manera de ver las cosas. Pero con la aparición del nuevo sistema colonial surgieron nuevos motivos de desigualdad que resultaron muy importantes por •su influencia, tanto sobre la estructura interna de clases como sobre la estabilidad interior de varios grupos nacionales. Superficialmente considerado, podría creerse que el monopolio representa la unificación, la coordinación y un grado superior de planeación. Esto puede ser parcialmente cierto dentro de la esfera de un control monopolista particular. Pero el monopolio significa, esencialmente, privilegio, y el privilegio económico significa restricción y exclusión. Significa ne­ cesariamente preferencia sobre alguien, exclusión de alguien, y en ello se encuentra, desde luego, la semilla de la desigualdad y de la riva­ lidad. Aquellas potencias que tienen más éxito en su política colonial pueden asegurarse una nueva prosperidad (por lo menos temporal­ mente) y una mayor estabilidad interna. Cuando la rivalidad se torna en abierto conflicto y éste en guerra, la expansión territorial para un grupo sólo puede obtenerse a expensas de otro. Así acontece en las guerras de conquista, en las que el “territorio” se amplía primero mediante la anexión de zonas vírgenes, aunque después sólo puede lograrse arrebatándolo a un grupo rival. E l Tratado de Versalles, con sus traspasos al por mayor de las colonias de los vencidos a los ven­ cedores, parece revelar que esta etapa se había alcanzado ya en 1914. Lenin deriva dos conclusiones de estas nuevas desigualdades y riva­ lidades de la época imperialista. La primera consiste en la imposibi­ lidad de lo que había dado en llamarse “super-imperialismo” (un internacionalismo de las potencias imperialistas para explotar el globo conjunta y pacíficamente), y la segunda, en la posibilidad objetiva de que la rebelión proletaria contra el capitalismo y el triunfo del socialismo, surgieran primero, no en los más viejos países capitalistas, que por haber sido los primeros y más afortunados en la carrera co­ lonial se habían asegurado un nuevo respiro de prosperidad, sino en los países que por estar menos desarrollados industrialmente, consti­ tuían los “eslabones más débiles” al estallar una crisis severa, como la Guerra Mundial, que minara toda la estructura. E n esta última conclusión encontró no sólo una justificación para su propia política en Rusia, sino una respuesta para la que había sido calificada insis-

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tentempnte “la gran paradoja del marxismo”, acerca de que la revo­ lución profetizada por Marx setenta años antes se hubiera realizado primero en Rusia y no en los países del Occidente. Esta concepción del imperialismo, con su latente rivalidad y su lógica interna de expansión, ofrece un interesante paralelo respecto al análisis de una economía esclavista hecho por Caimes en su Slave Power. Caimes subraya el hecho de que en los estados del sur de los Estados Unidos la única forma de hacer nuevas inversiones y ga­ nancias consistía en la adquisición de más plantaciones y más es­ clavos. De ahí que la agitada economía de los estados del sur se haya movido continuamente por la urgencia de expansión para adqui­ rir más esclavos y ampliar hacia el Oeste el sistema de plantaciones. La inevitabilidad de un choque con los estados del norte radicaba en las limitaciones que finalmente acabaría por tener ese proceso. Una codicia expansionista semejante se encuentra evidentemente en la esencia misma de la economía capitalista, la cual no puede saciarse indefinidamente. La misma contracorriente que genera en forma de nacionalismo colonial da lugar al establecimiento de barreras cada vez más altas a toda intensificación de su política monopolista, y hasta sirve para aflojar la cohesión del Imperio. E l capitalismo, con­ siderado como un todo, sólo puede hallar en el colonialismo un respiro transitorio. Si se aduce la crisis económica de la posguerra y se opone a este planteamiento, surge una interpretación distinta y a la vez más lu­ minosa de la que se hace habitualmente. Un planteamiento seme­ jante, en verdad, parece esencial si quiere descubrirse un sentido a la pesadilla de los acontecimientos recientes, es decir, si se quiere des­ cubrir la verdadera y última causa, los causae causantes, y si no nos conformamos con la descripción superficial suministrada por un sim­ ple análisis de las “causas inmediatas” . Contemplado en esta pers­ pectiva más amplia, el mal de nuestro mundo de la posguerra tiene evidentemente raíces mucho más hondas que las simples “dislocacio­ nes de la producción de tiempo de guerra”, “las restricciones guberna­ mentales al comercio y a la iniciativa”, “las perturbaciones moneta­ rias” y otras cosas semejantes que han figurado tan prominentemente en las discusiones tradicionales de la cuestión, y que para muchos economistas parecen ser el límite de su campo de investigación. Así empieza a destacarse, con más claridad, una “crisis general”, mucho más profunda que el movimiento cíclico. Fue Marshall quien dijo que “en economía, ni aquellos efectos de causas conocidas, ni aque­ llas causas de efectos conocidos que son más patentes, son general­ mente las más importantes” . A menudo es más útil estudiar “lo que no se ve”, que “lo que se ve” . “Esto ocurre especialmente cuando se trata de una cuestión de interés meramente local o temporal, pero que ha de servir de guía en la construcción de una línea de conducta previsora para el bien público.” 27 27 Principios, p. 6 0 5 . E d . B iblioteca de C ultura Econ óm ica.

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Refiriéndose a los acontecimientos de 1929-30, el profesor Robbins ha dicho (en 1 9 3 4 ): “Vivimos no en el cuarto, sino en el décimonoveno año de la crisis m undial.. . Junto a la depresión [de 1929] todos los movimientos anteriores de naturaleza semejante palidecen tanto en magnitud como en intensidad. . . La Oficina Internacional del Trabajo calculaba que en 1933 había en todo el mundo, aproxi­ madamente, treinta millones de personas sin trabajo. La historia eco­ nómica moderna ha presenciado muchas depresiones, pero se puede asegurar que ninguna puede compararse a la actual.” 28 Ya en 1927 el profesor Cassel había hecho la advertencia de que “el peligro de que la desocupación llegue a ser una característica permanente de nuestra sociedad es mucho más inminente de lo que suele admi­ tirse” .29 Varios años después de que habían desaparecido del campo económico por lo menos los más terribles efectos de la guerra, sur­ gió la nueva crisis de 1929 como un perdido eco, para burlarse de los economistas que habían asegurado que las crisis tendían a dismi­ nuir de intensidad. Y el hecho de que esta depresión haya dado lugar a tantos paralelos con las crisis del periodo del imperialismo naciente es algo más que una simple coincidencia. Si algo de lo que se ha dicho arriba es cierto, una interpretación de estos aconteci­ mientos que aspire a dejar de ser superficial, debe arrancar, eviden­ temente, de un hecho fundamental como lo es el de que las posi­ bilidades de inversión lucrativa del capital son mucho menores de lo que fueron hasta los históricos años de 1914-18. E l campo de in­ versión es más reducido, no tanto porque se hayan alcanzado los límites absolutos de la explotación colonial, como por los límites impuestos por la misma tensión creada por el imperialismo. Durante la guerra y aun después de ella, el nacionalismo colonial llegó a ser una poderosa fuerza y la cohesión con el Imperio se aflojó en mu­ chos aspectos o, por lo menos, llegó a un grado de tensión desconocido hasta entonces. La notable expansión de las fuerzas productivas en Asia y América fue una característica sobresaliente del gigantes­ co auge inversionista mundial del quinquenio 1925-29. E n los Esta­ dos Unidos la producción de bienes de producción entre 1922-29 se elevó en un 7 0 % , en tanto que la de artículos de consumo sólo en un 2 3 % ; la producción por trabajador en la industria manufacturera aumentó en un 43% en la década anterior a 1929, en tanto que el aumento de la ocupación no fue paralelo al crecimiento de la po­ blación, y el porciento de la renta nacional destinado al pago de salarios acusó una declinación.30 E n Asia, al hacer su aparición las industrias coloniales nativas estimuladas por un sistema proteccio28 T h e G reat D epression, pp. 1 , 10 y 1 1 . 29 “ R e ce n t M onopolistic T en d en cies” , R evista d e 'la Liga d e las N a cio n es d e 1927. 30 V e t H ugh-Jones y R ad ice, A n A m erica n E x p e rim e n t, pp. 4 3 a 5 1 , y C o u rse and Phases ot the W o rld E c o n o m ic D epressíon, de la L ig a de las N aciones, p á­ ginas 1 2 0 -2 5 , donde se afirm a q u e: “E l auge fue m ás bien típicam ente inversionista que de consum o.”

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nista, comenzaron a minar la supremacía de la metrópoli y a arreba­ tarse sus mercados coloniales. A la propia India, por ejemplo, ha te­ nido que concederse cierto grado de autonomía en materia de tarifas. Además de que la riqueza mineral de Siberia ha sido sustraída a la órbita de la inversión capitalista, China se ha ido cerrando cada vez más a los viejos imperios por una “Doctrina Monroe” japonesa; y el equilibrio del Cercano Oriente ha sido afectado drásticamente por la aparición de una Turquía y de una Persia nacionalistas, dispuestas a buscar una alianza con la Unión Soviética, así como por la consi­ guiente inestabilidad de los diversos reinos de Arabia. En el caso de la Gran Bretaña, el intento de levantar una muralla aduanal en tomo al Imperio se ha frustrado tanto por conflictos económicos internos de la unidad imperial como por el hecho de su imperfecta composi­ ción para integrar una ventajosa unidad económica. E n particular, la fuerza de las colonias semi-emancipadas del periodo mercantilista fue suficiente para asegurar que dentro del sistema de la “preferencia imperial’' fueron ellas más bien que el capitalismo británico las que consiguieron una ventaja económica. Relacionado con esta restricción de los límites de la superganancia colonial, hay otro hecho más: el aumento mismo de las restriccio­ nes y barreras monopolistas ha tenido el efecto de estrechar el campo para ulteriores inversiones. La ganancia derivada de la restricción en la primera etapa, se adquiere mediante la exclusión de capitales que de otra suerte hubieran tratado de invadir el campo; así, pues, el efecto acumulativo de tales restricciones es el de amontonar esos capitales en otros campos con la consiguiente reducción de los rendimentos que cosechan en otros lugares, de haber sido otras las cir­ cunstancias.31 En consecuencia, como una “solución” para la difi­ cultad fundamental en un sentido tiene el resultado de empeorarla en otro, pues se traduce en una política de “pídale a mi vecino” . En parte, por supuesto, la carga más pesada la han tenido que sopor­ tar los “pequeños” y no los “grandes negocios”, es decir, el “peque­ ño capital” que radica en los territorios no monopolizados o menos restringidos. Es probable que, al mismo tiempo, no hayan dejado de tener efectos sobre las grandes organizaciones del capital finan­ ciero. Más aún, precisamente esta limitación del campo de inversión dentro de las zonas monopolizadas, recrudece el deseo de exportar capital a otras regiones, puesto que esa exportación es, a la vez, la única salida del capital excedente y la condición necesaria para man­ tener el régimen monopolista. E n estas circunstancias apenas puede causar extrañeza, haciendo a un lado la crisis agrícola (que parece haber tenido, en parte, causas propias), que el gran auge de inversiones de 1925-29 se haya estre­ llado contra las agudas aristas de factores tan importantes como estos que minaron el nivel de las ganancias tras de las cuales se había fincado todo el auge. Lo que Marx había llamado “sobreproducción 31 V e r Robbins, op. cit.

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de capital” se manifestó inevitablemente, en una forma aguda. La cesación repentina de las inversiones, tanto internacionales como do­ mésticas, fue el principio de la parálisis progresiva de 1930 y 1931. Y una vez iniciada la depresión, las taxativas monopolistas, al pare­ cer, acentuaron y prolongaron el resultado. Pero de lo que parecen haber sido responsables, particularmente, es del enorme aumento del despilfarro puramente material de esta depresión y de haber arrojado sobre los trabajadores y con una brutalidad sin precedente, todo el peso de aquélla en forma de desocupación y de trabajo a jomada reducida. Este sabotaje restrictivo tuvo lugar no sólo en forma de taxativas al comercio exterior, que redujeron tan drásticamente la exportación y que continúan asfixiando la recuperación limitada de los últimos cuatro años, sino también en la de un control de precios impuestos por cárteles y trusts,32 organizados con el propósito de sostener el tipo de ganancia del capital. Para sostener los precios se necesitaba restringir la producción, y ello fue la causa de una tan honda transformación de la crisis en otra de exceso de capacidad y de desocupación, con su tremendo despilfarro de fuerza humana y de capacidad industrial. Si la ampliación del campo de inversiones a través de la explo­ tación colonial queda bloqueada y, sobre todo, de manera inespe­ rada, en la metrópoli vuelve a surgir en forma aguda el problema del “ejército industrial de reserva” . E l capital destinado anterior­ mente a inversiones extranjeras se hace redundante y permanece ocioso, o bien se invierte en campos parcialmente ocupados. Más arriba hemos dicho que el capital monopolista sólo dispone de dos medios para elevar el tipo general de ganancia por medio de la acción monopolista pér se: abaratando la fuerza de trabajo y explo­ tando alguna clase económica intermedia en la metrópoli, o amplian­ do o profundizando el campo de explotación de que dispone en el extranjero. Si se obtura este último camino, no le queda más alterna­ tiva que volver al primero. Privado de sus fáciles oportunidades en el extranjero, no le queda más camino que intensificar una política monopolista en la propia metrópoli que le permita sostener las ga­ nancias a expensas de los pequeños productores, de los pequeños rentistas y de elementos de la “clase media” que puedan ser fácil­ mente “exprimidos” en su calidad de receptores de ingresos o de consumidores. Puede, también, abaratar la fuerza de trabajo o, como ha dicho recientemente un escritor, “derribar ese último baluarte de 32 P o r ejem plo, en Alem ania (ún ico país del que se tienen d a to s), la baja de los precios de las m ercancías “cartelizadas” (q u e com prenden, aproxim adam ente, la m itad de las m aterias primas industriales y de los artículos sem im ar.ufacturados) entre enero de 1 9 2 9 y enero de 1 9 3 2 , fue sólo de 1 9 % , en tanto que la de las m ercancías no cartelizadas llegó a ser hasta de 50 % . U n o de los efectos de este fenóm eno parece haber sido la característica de esta crisis: el precio de los bienes de producción bajó m enos rápidam ente que el de los artículos de consum o. (W o rld E co n o m ic Survey, de la Liga de las N aciones, 1 9 3 1 -1 9 3 2 , pp. 1 2 7 -3 3 .)

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rigidez que son las tarifas de salarios".33 Podría parecer que esto últi­ mo no constituye un serio problema en vista del enorme ejército de desocupados que existe en todos los países industriales. Pero la sola existencia del “ejército de reserva” no basta; es necesario, además, que pueda hacerse efectivo para los propósitos a que está destinado. Y aquí nos hallamos frente a una diferencia importante entre la posi­ ción de hoy y la de la época clásica de principios y mediados del siglo xix: en la medida en que la clase trabajadora dispone de fuertes organizaciones defensivas capaces de ofrecer resistencia, la antigua ley clásica del “ejército industrial de reserva”, abandonada a sí misma, deja de funcionar. Ésta es, en verdad, la esencia de la queja que se halla prendida en los labios de la mayoría de los economistas desde 1920, cuando hablan de la necesidad de restablecer la “flexibilidad” y la “plasticidad” de los diversos aspectos del sistema económico y, en particular, del mercado de trabajo. Apelar en nuestros días a este recurso exige medidas extraordinarias para romper esta resistencia en la que difícilmente pudo haber soñado el liberalismo del siglo xix. A falta de un inesperado invento “autónomo” para ahorrar trabajo y a falta de nuevas perspectivas coloniales, ésta es la alternativa a la que se ve arrastrado el capitalismo en un número cada vez más grande de países. Se dice que cuando los primeros discípulos de Adam Smith em­ pezaron a enseñar Economía Política en la Universidad, su referencia a cosas vulgares como “trigo” o “rebajas de impuestos” era consi­ derada como una “profanación” de la tradición académica, en tanto que el mero título de Economía Política se hacía sospechoso de “proposiciones peligrosas” .34 En nuestros días la reacción tiende a ser muy semejante cuando un economista se refiere explícitamente a los acontecimientos políticos actuales. Y , sin embargo, hoy día la econo­ mía y la política se hallan entrelazadas más íntimamente que en los días de Smith y de Ricardo: los acontecimientos políticos tienen causas económicas manifiestas y la prognosis económica gira en la órbita de los movimientos políticos. Para comprender bien a fondo lo que es posible hacer y lo que está aconteciendo, ni el economista puede excluir las conexiones políticas de los acontecimientos econó­ micos ni el político puede pasar por alto las conexiones económicas. La conexión entre ciertos movimientos políticos de los últimos años y las características de la crisis económica, tal como las hemos des­ crito, parece ser particularmente íntima. Nos hallamos aquí en un campo donde gran parte de las pruebas no han sido depuradas, y en donde la generalización descansa en interpretaciones particulares de 33 Fraser, G reat Britairt and the G o ld Standard, p. 1 1 5 . L a conexión entre un colonialismo “obturado” y ia intensificada “ m onopolización interna” ha sido seña­ lada por P . Braun en Fascism M a te o r B rea!: cuando dice: “Para com pensarse de la falta de m onopolios coloniales, el capital financiero trata de establecer m onopo­ lios industriales en su propia ‘m ailie patria’ . . . , exigiendo m ás monopolios o superganancias en la m etrópoli” (pp. 9 - 3 0 ) . 34 Introducción a Steivarps B io g n p h ic s , ed. H am ilton, pp. t.i-ld .

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los acontecimientos políticos, en tanto que aquéllas, a su vez, des­ cansan en el punto de vista personal sobre los sucesos contemporá­ neos. Por el momento esto debe ser una cuestión de criterio, pues enumerar aquí los fundamentos de éste sería muy tedioso, y ello debe reservarse, además, para otro lugar. Los dos acontecimientos de los últimos años que arrancan más claramente de las perturbaciones del capitalismo de la posguerra, son el fascismo y la desintegración de amplios sectores de la llamada “clase media” . Entre el fascismo como ideología del nacionalismo político y económico, y el imperialismo como sistema característico de una época, existe una conexión indiscutible. Sin embargo, y a pesar de que el carácter preciso de esta conexión es bastante nítido en su esencia y de que lo es cada vez más a medida que se desarro­ llan los acontecimientos, no siempre se reconoce así, ni siquiera ahora. Los sucesos de los últimos años son pruebas bastantes para demostrar que el papel histórico del fascismo es doble. E n primer lugar, el de disolver y desbandar las organizaciones independientes de la clase trabajadora, y ello no en interés de la “clase media” o del “hombre medio”, sino, en último análisis, en interés de los grandes negociantes. E n segundo, el de organizar a la nación espiritualmente, mediante la propaganda intensiva y, prácticamente, mediante los pre­ parativos militares y la centralización autoritaria para una ambiciosa campaña de expansión territorial. Es cierto que emplea para estos propósitos, y especialmente para el primero, una demagogia única de “radicalismo”, complementada con una maquinaria de propaganda altamente modernizada, procurando establecer una base social para sí mismo en las organizaciones de la masa creadas en tomo a esta de­ magogia. Esto, en realidad, constituye una característica distintiva del fascismo como fenómeno histórico. Pero la “revolución”, cuando llega, es a lo más una “revolución' palaciega” , y una vez que el “Estado fascista” queda establecido, son las masas, y no el capital, las que quedan sometidas; es el programa radical, no la plusvalía, la que se arroja por la borda. Si el Estado corporativo tiene otra signi­ ficación económica distinta de la de ser un medio para controlar los conflictos de trabajo, es la de constituir una maquinaria para dar la sanción y el apoyo del Estado a una organización monopolista más completa y rígida de la industria.35 Pero la conexión entre el fascismo y el colonialismo no se reduce simplemente a que el último aparece como un producto incidental del primero. La conexión es más íntima y no sólo tiene que ver con los resultados, sino con el origen y con las raíces sociales de este movimiento. E l fascismo ha sido llamado hijo de la crisis. E n cierto sentido, lo es; pero el aforismo resulta demasiado simple. Es hijo 3» V er los hechos citados por R . Pascal en N azi D icfatorship; H . F in e r, en M ussolini’s Italy; E rn s t H enry, en H itler over E u ro p e; R . Palm D u tt, en F ascism ; G . Salvemini, en Bajo e¡ hacha d el fascism o (d e esta últim a obra existe traducción española).

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de una clase especial de crisis, y un producto complejo de caracte­ rísticas especiales de esa crisis: la del capitalismo monopolista que deriva su especial gravedad del hecho de que el sistema encuentra bloqueado el camino tanto para un desarrollo extensivo como inten­ sivo del campo de explotación.36 Para franquear los obstáculos que se interponen, es necesario poner en ejecución nuevas y excepcionales medidas de dictadura política que caracterizan el panorama de hoy día. Si se desea resumir brevemente los requisitos históricos del fascismo, deben señalarse, a mi modo de ver, tres factores fundamen­ tales: la desesperación del capital por encontrar una solución normal a la dificultad creada por la limitación del campo de inversión; una numerosa y oprimida “clase media” constituida por elementos déclassé, que a falta de otro punto de apoyo, se halla madura para ser incorporada al credo fascista y, finalmente, una clase trabajadora lo suficientemente privilegiada y fuerte para resistir una presión normal sobre su nivel de vida, pero bastante desunida y carente de conciencia de clase (por lo menos en su dirección política) y por ello débil políticamente para hacer valer sus derechos o para resistir el ataque. E l primero de estos factores es, quizá, más característico de un país imperialista privado de los frutos coloniales de que antes disfrutaba. Respecto a los otros dos, puede decirse que las capas sociales me­ dias, nutridas antes directa o indirectamente por las conexiones imperiales, son las que habrán de sentir con mayor intensidad el aguijón de las nuevas condiciones; y es más probable que aquellas na­ ciones cuyas economías han descansado antes en el colonialismo, sean las que den nacimiento a una “aristocracia del trabajo”, con una ideología y un movimiento político correspondiente. No es, evidente­ mente, una mera coincidencia el hecho de que el fascismo se halle alojado en dos países cuyas ambiciones coloniales se encuentran tan lejos de haber sido satisfechas por los resultados de la Gran Guerra. Es posible, también, que sea en la Gran Bretaña donde aparezcan tendencias semejantes, no obstante haber sido la cuna de la demo­ cracia parlamentaria y del sindicalismo, acompañadas de la primera aparición grave de “desocupación de los elementos de la clase me­ dia”,37 y de los primeros signos alarmantes de la decadencia de su posición como centro financiero y exportador. Esta presunción se robustece por la asociación real de los elementos de la política de los estados fascistas a que nos hemos referido. E n tanto que el primer paso de la política fascista ha sido la disolución de los sindicatos, el segundo ha consistido en la resurrección de las conquistas mili­ tares y en la adquisición de colonias. E l nacionalismo político y eco­ nómico que constituye la médula de la ideología fascista, es un nacionalismo de unidades imperiales y de hegemonía racial, el sueño 30 V e r su p ra, pp. 8 9 -90 . 37 V e r, por ejem plo, el R e p o rí o í t h e University G ia n ts C o m m ittee, de 1 9 2 9 1 9 3 0 a 1 9 3 4 -1 9 3 5 , pp. 2 9 -3 0 .

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de un imperialismo reconstruido, no liquidado, como algunos han afirmado. Ciertamente, la política económica de los estados fascistas repre­ senta la esencia del imperialismo en su forma más madura, tal y como hemos tratado de describirlo. E n la economía interna, al mismo tiempo que la clase trabajadora se halla sujeta a una reglamentación y a una explotación más intensa, la organización monopolista de la industria alcanza un grado más alto, recibe la sanción del Estado y hasta se impone y sostiene coercitivamente. E l comercio exterior se realiza de acuerdo con rígidas líneas mercantilistas, de manera que sus condiciones resulten favorables al país, y en tanto que las tari­ fas y la restricción de cuotas elevan el nivel de precios en la metró­ poli, la exportación se subvenciona frecuentemente, en forma abierta o disimulada. Al mismo tiempo, en el Estado fascista se despierta una codicia de expansión territorial, no sólo hacia los países atrasados, como antes, sino también hacia territorios vecinos, cuyo control puede procurar ventajas monopolistas a la gran industria de la me­ trópoli. Más aún, dentro del marco de estas ambiciones coloniales, la voracidad por fáciles ventajas monopolistas toma a orgullo apode­ rarse de lugares privilegiados y hasta exclusivos. Así, Italia se apodera de África, Japón de Manchuria y Mongolia, y Alemania de los re­ cursos minerales de Marruecos y España, al mismo tiempo que vuel­ ve sus ojos a Ucrania, a los estados Bálticos, a Austria y a los Balkanes. Tras la ambición territorial viene, muy de cerca, el rearme, y con éste la organización de la economía nacional sobre una base guerrera virtual, el establecimiento de un control y de un ínflacíonismo finan­ ciero de tiempos de guerra.38 E l escenario queda así mejor preparado que nunca, y hasta se ha levantado ya el telón para una guerra de pillaje por el reparto del globo. Pero hay características de estos acontecimientos recientes que están ejerciendo ya una influencia tan honda sobre la estructura social de las metrópolis que constituyen, un aspecto político de importancia. SS H ace un año el E con om ist citaba, tom ándolos del F ran k fu rter Z eitu n g, los siguientes cambios en los índices económ icos de Alem ania entre 1 9 3 2 y fines de 1 9 3 5 : un aum ento de la producción de bienes de producción (principalm ente debido al estím ulo del rearm e) de 1 1 3 % , contra sólo un 1 4 % de aum ento en la pro­ ducción de artículos de consum o; una reducción de 5 % en el prom edio de sala­ rios por hora para trabajadores hom bres, y un aum ento de la cuenta total de salarios y sueldos de 2 1 % , contra un aum ento de la producción (en valores) de 5 3 % (E co n o m ist, abril 38 de 1 9 3 6 ) . E n tanto que los salarios nom inales han m ostrado una tendencia a la baja, el costo de la vida parece haber aum entado entre 1 9 3 3 y 1 9 3 6 de un 15 a un 2 0 % . (V e r D ep artm en t of Overseas T rad e R e p o rt on G erm any, 1 9 3 6 , páginas 2 2 9 -3 1 , y tam bién E co n o m ist, enero 2 6 y julio 13 de 1 9 3 5 .) L a intensa actividad de arm am entos representa, aproxim adam ente, las dos terceras partes de la producción de bienes de producción (com parativam ente a 1 9 2 8 , en que representaba una quinta p arte) que, al parecer, sólo ha sido posible establecien­ do raciones para el uso de los m etales y m ediante la prohibición de nuevas inver­ siones y construcciones en toda una serie de industrias, com o la textil, la de papel, la de tubos de acero, la del plom o, la de celulosa y la de radios. (D . O . T . R ep o rt, pp. 8 3 , 8 4 , 1 2 1 ) .

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M e refiero al efecto disolvente de los últimos acontecimientos polí­ ticos. sobre los diversos estratos medios de la economía metropolitana. La posición económica de estas capas sociales tiene muchas ligas, di­ rectas e indirectas, con el sistema colonial; de modo que cualquier reducción de la superganancia colonial pone en peligro esa posición, antes tan privilegiada. Pero, a la vez, estas capas sociales son adversa­ mente afectadas en gran medida, por la nueva etapa del desarrollo monopolista intensificado de la metrópoli y, en particular, por el cre­ ciente énfasis del aspecto puramente restrictivo de ese desarrollo, como el nacionalismo económico y la parálisis del comercio exterior, el control de precios mediante cárteles y los planes restriccionistas, que tienden a repercutir con especial gravedad sobre los pequeños pro­ ductores, lo mismo que sobre el consumidor. Un hecho revelador que se halla conectado con una modificación fundamental de la po­ sición económica de la llamada “clase media” en la sociedad contem­ poránea y al cual se ha prestado muy poca atención, es la creciente radicalización de grandes sectores de esa clase que presenciamos hoy día, así como su buena disposición para alinearse (por primera vez desde 1848) con el proletariado en un “frente popular” organizado de “la izquierda”. Esta tendencia de los sectores sociales, antes privi­ legiados, a adoptar una posición de verdadero antagonismo respecto al sistema capitalista que constituye la base de una nueva y más extensa unidad popular opuesta al monopolio, se robustece por el hecho de que, hoy por hoy, el mecanismo de la sociedad capitalista se muestra cada vez más tal como es. Tan pronto como se abandona el guante blanco de la política, la realidad económica se deja ver a través del velo del ilusionista. Y éste es un mal que no es fácil re­ mediar. Todo esto se debe a que el sistema funciona de tal modo que su verdadero propósito ya no puede seguir oculto. Los remedios mismos a que puede recurrir traicionan cada vez más su carácter, al denunciarlo como un sistema “edificado sobre la compulsión, la restricción y el monopolio” que impone un tributo sobre los pueblos del mundo, como un sistema “vil y perverso” que arroja por la borda el progreso industrial y social para beneficio de “los mezquinos inte­ reses de una reducida clase de hombres”. Apenas puede causar extrañeza descubrir que, contra las aplastan­ tes pruebas de la verdadera naturaleza del imperialismo, su ideología trate de representar la realidad en forma tan desfigurada. En el pa­ sado, el fundamento económico del sistema se ocultaba tras un idea­ lismo político que ha representado los propósitos del colonialismo exclusivamente en términos de un ardor por la hegemonía política o racial. Pero en los últimos años se ha venido señalando con más insistencia otro de sus aspectos. Una nación necesita colonias, se ha dicho, a causa de la sobrepoblación en la metrópoli; sólo así, se agrega, puede asegurar a su pueblo el acceso a la tierra y a los recursos naturales de que carece. Es el interés del pueblo todo el que se pre­ senta como la razón de ser del deseo de conquistas, es aquel interés

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el que se ha esgrimido para explicar las ambiciones coloniales de las principales naciones expansionistas de nuestros días: el Japón, Italia y Alemania, no los privilegios monopolistas y las esferas privilegiadas de inversión, ni “los pequeños intereses de una reducida clase de hombres” . A juzgar por su fácil aceptación, la explicación parece resultar correcta; aunque, sin embargo, es incapaz de resistir el aná­ lisis más superficial de los hechos. E l argumento de que una nación necesita colonias que le den acceso a los recursos naturales sería más convincente si fuese cierto que los países (fuera de los tiempos de guerra) se niegan a vender a otros los productos de sus colonias, o aun a hacer una marcada discriminación de los precios a que los venden. De esta actitud existen pocas o ningunas pruebas. No son derechos de exportación, sino de importación, lo que los países impe­ rialistas suelen imponer. Son los mercados, las concesiones y las opor­ tunidades de inversión, lo que un país imperialista trata de reservar para sí, no el derecho de venderse a sí mismo sus productos colonia­ les. Si fuera cierto que el deseo de poseer colonias se explica por la presión de la población metropolitana, debería esperarse que las únicas zonas disputadas por los imperios serían aquellas cuyo suelo y clima fueran propicios para el establecimiento de los habitantes de la me­ trópoli. Pero, muy por el contrario, las regiones coloniales más codi­ ciadas suelen ser las menos propicias para la colonización desde ese punto de vista;39 y las concesiones mineras, que habrán de ser tra­ bajadas por los nativos, son las que preocupan más frecuentemente al promotor imperialista y no los hogares y los bienes de los que carecen de trabajo en la metrópoli. Semejante explicación es comple­ tamente alrevesada ya que pone las cosas de cabeza. La fuerza oculta tras la expansión colonial no es el excedente del trabajo con respecto al capital, sino el excedente de capital con respecto a la fuerza de trabajo. 39 Allí está, por ejem plo, el caso de A frica, del cual ha dicho W o o lf lo si­ gu ien te: “Argelia y Suráfrica han estado en m anos de los estados europeos du ran te un siglo o m ás; son fund am en talm en te “países de hom bres blancos” y, sin em bargo, en am bos lugares los europeos constituyen sólo una pequeña m inoría de la población. E l com pleto fracaso de los europeos para colonizar el A frica se ve más claram ente en el caso de las posesiones tropicales africanas de los estados europeos. E n 1 9 1 4 las cu atro colonias africanas de A lem ania tenían un área de 9 3 0 0 0 0 millas cuadradas y una población de cerca de 1 2 0 0 0 0 0 0 ; el total de la población blanca era sólo de 20 0 0 0 . Si tom am os las cuatro posesiones británicas, Á frica O riental, Nyasalandia, N igeria y la C osta de O ro, encontram os que el área es, aproxim adam ente, de 7 0 0 0 0 0 millas cuadradas, y la población total de cerca de 22 0 0 0 0 0 0 ; la población europea es de 11 0 0 0 ” . (L . W o o lf , E co n o m ic Im p en a lism , p p . 5 4 - 5 5 ) . Sir N orm an Angelí h a señalado que las colonias japonesas escasam ente pobladas de C o rea y F orm osa han absorbido durante cuarenta años “ un total m ucho m enor al aum ento de la población japonesa du ran te un año” ; que en 1 9 1 4 había “m ás alem anes ganándose la vida en la ciudad de París, que en todas las colonias alemanas juntas en el m undo entero” ; en tan to que en la E ritrea italiana, “después de cin cuenta años de dom inación, había en las 2 0 0 0 millas cuadradas del territorio m ás adecuado para residencia de europeos con que cuenta E ritre a , y de acuerdo con el últim o censo, tan sólo 4 0 0 italianos” . T h is H ave and H ave-not Business, pp . 1 1 5 -1 1 7 .)

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Existe otra interpretación del imperialismo a la que deberíamos, quizá, hacer referencia para concluir, tanto porque ha conquistado cierta popularidad entre los críticos del imperialismo, como porque tiene cierta semejanza con la que hemos bosquejado arriba: la inter­ pretación de las tendencias expansionistas del capitalismo en términos del infraconsumo en el mercado doméstico. J. A. Hobson, el princi­ pal exponente de esta opinión, atribuye el deseo de expansión colo­ nial al hecho de que “los intereses comerciales de la nación en su conjunto están subordinados a los intereses de ciertos sectores que usurpan el control de los recursos naturales y los utilizan para su propio provecho” . Pero lo fundamental de su teoría radica en de­ mostrar que este “propio provecho” consiste en el acceso a los mer­ cados del extranjero, pues en el interior carece de ellos, debido al limitado consumo de la masa de población metropolitana. “Todo lo que se produce en Inglaterra — dice— puede ser consumido en Inglaterra a condición de que los ingresos o la capacidad de demanda de artículos se hallen correctamente distribuidos. Una comunidad progresista inteligente. . . puede encontrar empleo para una canti­ dad ilimitada de capital y trabajo dentro de los límites del país que ocupa.” 40 De esta opinión puede concluirse que una solución alter­ nativa podría consistir en la prosecución de una política de reforma social y de altos salarios en la metrópoli que eliminaría la necesidad expansionista de abrir nuevos mercados en el extranjero. Más reciente­ mente, G. D . H. Colé ha sostenido un punto de vista algo seme­ jante, y al aplicarlo a una interpretación del fascismo como movi­ miento fundamentalmente de la clase media, cuyo propósito esencial es mejorar los intereses de esta clase y reconciliar el capital con el trabajo, escribe: “ ¿Será capaz la autocracia capitalista de superar su oposición instintiva hacia las peticiones de la clase obrera hasta el grado de seguir entregando a los trabajadores derrotados (es decir, en un Estado fascista) los salarios cada vez más altos que se requieren para proporcionar una salida conveniente a la creciente producción de la industria? D e no serlo, la vieja contradicción capitalista volverá a presentarse.” Es de presumirse que lo que este pasaje implica es que si el capitalismo siguiera los consejos de Colé, suprimiría, por un lado, las causas de las crisis económicas y, por otro, la necesidad de aven­ turas coloniales. Semejante interpretación depende, a todas luces, del análisis de las crisis económicas en términos de las teorías del infraconsumo que se han discutido en un capítulo anterior. Si se impugna su vali­ dez como explicación de las crisis, mal podría recomendarse su apli­ cación en este caso particular. Pero aparte de su coherencia lógica como una teoría, la prueba decisiva debe consistir en comprobar su aptitud para generalizar hechos esenciales; y entre las pruebas de los hechos que tienen alguna importancia para comprobar su validez son pocas las que apoyan una presunción en favor de esta hipótesis y 40 Im perialism , pp . 7 6 -7 8 ss.

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de sus corolarios y muchas las que apoyan una presunción contraria. La historia reciente de los estados corporativos o totalitarios difícil­ mente puede damos la más ligera prueba a favor de la interpretación de G. D . H. Colé (que tal vez corregiría hoy), y sí muchas que la invalidan. No hay indicio de que los países donde se pagan salarios más bajos sea donde la codicia por las colonias sea más grande o haya aparecido primero. Tampoco parece haber ningún caso conocido de un sector importante de la clase capitalista (distinto de los que manufacturan artículos para el consumo de la clase trabajadora) o de un Estado capitalista que trate seriamente de seguir una política de elevación de salarios en la metrópoli como alternativa para las delicias del Imperio. Muy al contrario, con una creciente y asombrosa unanimidad, la clase propietaria de todos los países, por muy diversas que sean sus actitudes en otros asuntos, parece unificarse espontánea­ mente, como movida por un instinto animal, para suprimir toda ame­ naza seria para su dominio colonial, así como para resistir cualquier movimiento revelador de un robustecimiento sustancial de la posi­ ción política y económica de sus trabajadores. Puede decirse que esto se debe a que el instinto de propiedad es persistentemente ciego para ver su propio interés, aun cuando le ha sido señalado repetidas veces por los partidarios de la teoría del infraconsumo. Pero se nece­ sitarían pruebas mucho más abundantes de las que se han ofrecido para convencernos de que puede ser cierta una contradicción tan universal y persistente entre la conducta y el interés. La verdad pa­ rece ser, más bien, que si un capitalista determinado puede bene­ ficiarse si otros pagan a los clientes de aquél un bonito salario, es difícil que pueda sacar provecho si es él quien da a la gente dinero con que comprar sus propias mercancías. Si bien el principio de lord Brassey de “la economía de los altos salarios” puede aplicarse dentro de ciertos límites, y si también es cierto que ni siquiera al más ambi­ cioso de los monopolios conviene agotar la fuente de que se nutre, la verdad esencial sigue siendo que la regla de la ganancia monopo­ lista es dar lo menos posible para adquirir lo más. E n una economía socialista invertir y producir para elevar el nivel de vida del país sería, ciertamente, una alternativa de la expansión colonial. Para una economía con propósitos sociales, la inversión en el extranjero resultaría más bien un estorbo que una ayuda, puesto que al distraer capitales podrían utilizarse en la resolución de problemas urgentes para el país. Pero esta analogía con una economía capitalista cuya razón de ser no es el beneficio social, sino el enriquecimiento de un sector muy limitado de la sociedad, sólo puede acarrear confusión. “Mientras el capitalismo es capitalismo, el exceso de capital no se consagra a la elevación del nivel de existencia de las masas, pues esto significaría la disminución de los beneficios de los capitalistas, sino al acrecentamiento de esos beneficios mediante la exportación de capital al extranjero, a los países atrasados.” 41 41 Len in, E ¡ im perialism o, p.

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(E d . Biblioteca M arxista.)

VIII. EL PROBLEMA DE LA LEY ECONÓMICA EN UNA ECONOMÍA SOCIALISTA E l concepto de una economía socialista ha sido empleado de tiempo en tiempo por los economistas como un término abstracto de compa­ ración mediante el que se ponen de relieve los caracteres específicos de una economía individualista, o bien (como ocurre más frecuente­ mente) para ilustrar la pretendida universalidad de las leyes econó­ micas. Tales comparaciones, en la época de la preguerra, fueron invariablemente de tipo abstracto, basadas en una definición del socialismo y del capitalismo en términos de uno solo de sus aspectos distintivos, con exclusión de los demás. Hoy día, sin embargo, no hay excusa para un tratamiento semejante. E l desarrollo de la econo­ mía soviética en los últimos años, su capacidad, por otra parte, para sostener una expansión con ritmo constante de “auge” por más de una década, los enormes éxitos constructivos que ha alcanzado y la sustitución de un estado de exceso por otro de escasez de mano de obra, no sólo han avivado el interés, el estudio y la controversia, sino que han procurado una base concreta de comparación de que ante­ riormente se carecía. Cualquier examen de una economía socialista, si ha de ser concreto, debe partir, sin duda, de este hecho esen­ cial: que la característica fundamental del socialismo consiste en la abolición de las relaciones de clase que constituyen la base de la pro­ ducción capitalista, mediante la expropiación de la clase propietaria y la socialización de la tierra y el capital. De esta transformación de la base de la propiedad se deriva su carácter específicamente social como una forma de producción en la cual la coordinación de las partes constitutivas del sistema se logra por métodos más directos que la influencia del mercado. Una sociedad fundada en lo que Engels llamaba la “apropiación individual de los medios de producción”, pue­ de tratar de imitar aquella coordinación, pero sin lograrla jamás debido a los derechos de propiedad atomizados en que descansa el sistema. Como ha dicho el profesor Robbins: “La planeación implica un control centralizado y éste excluye el derecho de apropiación individual.” 1 E n cuanto a lo que puede llamarse la mecánica de cada sistema (materia principal de este capítulo), el contraste esencial'se encuentra entre una economía en la cual cada una de las decisiones múltiples que regulan la producción se toman independientemente y una economía en la que esas decisiones son coordinadas y uni­ ficadas. Frente a la agitación revolucionaria que amenazó el orden capi­ talista durante los años de la posguerra, cierto sector influyente lanzó un contraataque teórico al socialismo que tuvo alguna reper­ cusión en el Continente europeo y que últimamente ha ejercido una 1 T h e G rea t D ep iessio n , p. 1 4 6 . V e r tam bién Barbara W o o tto n , Pían o r no Plan, pp. 3 1 8 -2 1 .

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influencia limitada en Inglaterra, dando lugar a grandes discusiones. E l ataque fue bastante duro. E l profesor Von Mises, de Viena, re­ uniendo críticas anteriores, hizo la declaración de que se podía demos­ trar, como un corolario directo de la teoría económica, la imposibilidad a priori del socialismo, con fundamento en que, faltando las valua­ ciones del mercado individualista, el cálculo económico y el reinado de la racionalidad económica tienen que desaparecer. Con toda su apariencia de racionalidad superior, el socialismo está condenado a desembocar en el caos y en el imperio del capricho burocrático. “E n lugar de una economía de la producción ‘anárquica’ habría que re­ currir a la insensata producción dirigida por un aparato absurdo. Las ruedas girarían, pero sin resultado alg u no .. . Sería como caminar a tientas y en la oscuridad.” 2 Conceptos semejantes, aunque más cautelosos, se expresaron simultáneamente por Brutzlcus en Petrogrado, en 1920. En una forma menos dogmática la doctrina ha sido reproducida en Inglaterra por los profesores Hayek y Robbins.3 Se ha discutido mucho si puede sostenerse que la teoría económica tradicional lleva implícito semejante corolario, y no parece haber ninguna razón sólida para suponer que la teoría subjetiva del valor, aun en su forma más inflexible, pueda sostener tal conclusión. Pero existe una implicación más sutil de la teoría económica tradicional que ha conquistado mayor aceptación y que ha sido prohijada apa­ rentemente sin discusión por la mayoría de los que se han sumado al reto lanzado por el profesor Mises. E s aquélla según la cual, tanto en una economía socialista como en una capitalista, rigen, en lo esen­ cial, las mismas leyes económicas de manera que el problema debe tener la misma forma general y resolverse por mecanismos similares en los dos sistemas. Se ha dicho que una diferente distribución del ingreso tan sólo representa un cambio de datos que tiene precisa­ mente la misma significación que cualquier cambio en los gustos o en la demanda. Desde este punto de vista, la diferencia entre el so­ cialismo y el capitalismo no es una diferencia de esencia, sino sólo de grado, la cual no es más que un resultado de los cambios en la distribución de los ingresos que ocurren todos los días. Semejante cambio de datos no altera ni las ecuaciones mismas, ni la naturaleza de las condiciones determinantes. Por lo que hace a los efectos des­ equilibradores de la incertidumbre, la esencia de éstos será la misma en tanto que los casos fortuitos y la incalculable incidencia de los descubrimientos técnicos estén de nuestro lado y la caprichosa elec­ ción de los consumidores no se halle sujeta a reglamentación. En 2 Mises en C ollectivist E c o n o m ic P la nn in g, edición H ayek, pp. 1 0 6 y 1 1 0 . S L . M ises, D ie G em ein w iitscha ft, traducido al inglés con e! nom bre de Socialism ; Collectivist .E c o n o m ic P la nn in g, edición H ayek; B . Brutzkus, E c o n o m ic Planning in Soviet R usia; L . R obbins, T h e G reat D ep iessio n , pp. 1 4 5 ss. Para la subsecuente discusión, ver H . D . D ickinson, en E c o n o m ic Journal da junio de 1 9 3 5 ; A . P . L e m e r, en R ev iew o í E c o n o m ic S tu d ies, de octub re de 1 9 3 4 ; O . Lange, ibid., octubre de 1 9 3 6 ; E . F . M . D urbin en E c o n o m ic Journal, de diciem bre de 1 9 3 6 ; etcétera.

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esta forma el “problema de la producción” queda abstractamente separado del “problema de la distribución”, declarándose (como J. S. M ili lo declaró originalmente) que el socialismo se preocupa predominantemente de esta última. Como un sistema de producción y de cambio, una economía socialista no debe tratar de conducirse de una manera muy diferente a una economía capitalista, aun cuan­ do, en la primera las formas de organización y de propiedad, y con ellas las de distribución de los productos y los fines sociales a que sirve la producción, sean radicalmente transformadas. D e conformi­ dad con este punto de vista, la mayor parte de los críticos socialistas del profesor Mises han sostenido de un modo u otro que una econo­ mía socialista .puede eludir la irracionalidad que se le atribuye si con­ sigue (y sólo así) imitar cuidadosamente el mecanismo del mercado de competencia y consiente regirse por los valores de este mercado. Lo que este punto de vista parece no tomar en cuenta es el signi­ ficado pleno de la diferencia entre socialismo y capitalismo y, espe­ cialmente, la significación decisiva de una economía planeada que consiste en la unificación de todas las decisiones fundamentales que rigen la inversión y la producción, por oposición a otra caracte­ rizada por la atomización de sus decisiones. La diferencia consiste en que en una se pueden calcular los acontecimientos y en otra no, independientemente de la diferencia que existe en la forma que tienden a adoptar esos acontecimientos. Un mundo cambiante en el cual existe una certidumbre per­ fecta respecto al futuro es, por supuesto, una creación de la imagina­ ción, aun cuando sea una norma ideal que la racionalidad trata siem­ pre de alcanzar. Los acontecimientos que no pueden ser previstos ni por los más expertos y perspicaces, siempre darán lugar a des­ viaciones e introducirán desequilibrios temporales hasta que pueda hacerse un reajuste. Formalmente considerados, esos cambios impre­ visibles corresponden a lo que podría llamarse la teoría de los des­ plazamientos, los cuales no introducen ningún elemento nuevo en el enunciado de las leyes económicas. Si esos desplazamientos concurren a un ritmo más veloz del que se necesita para hacer los reajustes, en­ tonces el sistema puede, a medida que pasa el tiempo, alejarse pro­ gresivamente, de su ruta “normal”, del mismo modo que la auto­ biografía de Tristram Shandy* se alejaba de su conclusión a medida que avanzaba su vida. Pero aun en este caso, si los desplazamientos muestran alguna regularidad en su incidencia, es probable que habrá de tomárseles en cuenta para el futuro, y pasar así de lo desconocido e imprevisible a lo probable y a lo parcialmente anticipado. Pero si bien esos desplazamientos imprevisibles de los datos dan lugar a desajustes cuando ocurren, no por fuerza dan origen a una oscilación o fluctuación. * Fam osa novela del hum orista inglés Lorenzo S tem e. Su prim er volumen apareció en 1 7 5 9 y no fue sino hasta 1 7 6 7 , un año antes de la m u erte del autor, cuando vio la luz el noveno y últim o. [T .]

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Siempre que haya un elemento imprevisible, las conjeturas acerca de lo que probablemente ocurra serán, por supuesto, un factor que configure lo que acontece antes del desplazamiento y que contribuye a dar forma a lo que sucede después. Sin embargo, como se sugirió al final del capítulo vi, es en una economía individualista donde lo que podría llamarse la teoría de las ganancias esperadas adquiere su especial importancia, debido al tipo peculiar de incertidumbre, que es una parte tan esencial del mecanismo de esa economía, del mismo modo que la teoría de las fricciones adopta la forma especial discutida en aquel capítulo debido a las características del sistema individua­ lista. E l “ajuste automático” y “el imperio de racionalidad” que se considera como la virtud especial de un mercado de competencia, sólo puede operar a través de la influencia de los cambios de precio después del suceso. Cada conjunto de hechos ocurre como un resul­ tado de decisiones tomadas a ciegas de otras decisiones y, por con­ siguiente, sobre la base de conjeturas acerca de cuál será su resultado total. Solamente después de que estas decisiones se hayan trans­ formado en actos, los movimientos de precio resultantes pondrán al descubierto los caracteres de toda la situación, ofreciendo así un correctivo automático.4 Pero cuando las decisiones tienen que tomarse con cierta anticipación a los sucesos del mercado en los cuales llegan por así decirlo a cristalizar, como es particularmente cierto, y quizá cada vez más cierto, de todos los actos de inversión, este correctivo de los movimientos de precio resultantes puede no ocurrir por algún tiempo y tal vez por muchos años. Como mientras tanto las conje­ turas tienen que sustituir al conocimiento, se seguirán tomando de­ cisiones equivocadas que habrán de transformarse en hechos. Como, por otra parte, una vez tomada una decisión, y una vez que se ha traducido en un acto durable de inversión, no puede hacerse una revisión precipitada de ella, el error puede persistir con el consi­ guiente desajuste por años y aun por décadas, como se demuestra en los casos de construcción de ferrocarriles, perforación de minas, pla­ nificación de ciudades. Esa falla o retraso dará lugar a que los resul­ tados de la conjetura original sean exagerados, así como a extensas y devastadoras fluctuaciones. La competencia necesariamente implica no sólo la difusión, sino también la autonomía de decisiones separa­ das; y es la autonomía de las decisiones individuales la que da lugar a esos resultados. Si fuera posible, como algunos lo desean, imitar en una economía socialista esa competencia con sus ajustes “auto­ máticos”, el sistema tendría necesariamente que heredar también las tendencias al desequilibrio y a la fluctuación que son el resultado de la anarquía económica; del mismo modo que, a la inversa, un 4 V e r E . F . M . D urbin, en E c o n o m ic Journal, de diciem bre de 1 9 3 5 . E n un régim en de libre com petencia el em presario “ desconoce la reacción de la oferta de sus com petidores sobre el cam bio de precio que es com ún a aquél y a éstos, así com o el efecto de los cam bios de su producción que provocan am bos sobre el precio de m ercado. E n estas condiciones las industrias se hallan en la imposibi­ lidad de hacer los ajustes convenientes para un periodo largo” (p . 7 0 4 ) .

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intento para injertar algunos elementos de la planeación en un siste­ ma capitalista no pueden suprimir la anarquía fundamental que es la esencia misma del sistema, precisamente porque esa “planeación” tiene que respetar la autonomía de los derechos de propiedad indi­ viduales y hasta convertirse en sirviente de los intereses monopolistas existentes, como parece demostrarlo la-experiencia ordinaria. Una de dos: o la planeación significa la supeditación de la autonomía de las decisiones aisladas, o no significa absolutamente nada. Aquellos que sueñan en el maridaje del colectivismo y la anarquía económica, no deben aspirar, de ningún modo, a que la progenie de esta extraña asociación herede solamente las virtudes de sus disímiles progeni­ tores. Hemos dicho que por ley económica debe entenderse una des­ cripción generalizada de cómo se desarrollan los fenómenos en el mundo real. Si tal es nuestra idea, entonces se aclara inmediatamente que la pretendida identidad de las leyes económicas que rigen la economía capitalista y la economía socialista se apoya en una ana­ logía abstracta que arranca del supuesto de un mundo laissez faire en que impera una certidumbre perfecta (excepción hecha de ciertos “desplazamientos” objetivos) y dentro del cual no pueden ejercer ninguna influencia apreciable ni las fricciones ni las expectativas. Esta afirmación se parece mucho a decir que un sistema ferroviario sin horarios y en el que cada maquinista fuera autónomo, funcionaría muy semejante al sistema ferroviario reglamentado que conoce­ mos. Es verdad que en el primero acabaría por establecerse espon­ táneamente un cierto equilibrio en el tránsito. Pero esto se lograría solamente después de algunos accidentes y demoras debidas a la congestión del tránsito y después de que los diversos cambios y mo­ dificaciones incidentales realizados hubieran surtido todos sus efectos. Es posible que después de una serie de accidentes y congestiones en los momentos de mayor intensidad de movimiento y a las horas de mayor competencia, como las del mediodía, se hicieran algunas mo­ dificaciones, dando lugar a que durante algún tiempo los maquinis­ tas decidieran precipitadamente hacer viajes a medianoche y en se­ guida hacerlos a mediodía, impulsados por la creencia alternativa de que uno u otro momentos eran los de tránsito menos intenso, etc. Para que la analogía sea más estrecha, se necesita suponer que el maquinista no puede alterar ni su tiempo ni su ruta, en un momento dado; sino que, así como lo hacen los autobuses en las carreteras, tie­ nen que anunciar sus horarios para uno y a veces para varios años. Es cierto que, finalmente, acabaría por establecerse cierta distribu­ ción del tránsito, algo así como un horario espontáneo forjado por la experiencia y materializado por la costumbre y por tácitos acuerdos. Sin embargo, cualquier equilibrio semejante al así logrado sería esen­ cialmente inestable, ya que cualquier cambio de la demanda, o la apertura de nuevas rutas y la clausura de otras, o un cambio de

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la potencia y velocidad de las locomotoras introduciría nuevamente la incertidumbre y el efecto móvil de las conjeturas.5 Cada decisión tomada por un empresario con relación a la pro­ ducción constituye, en cierto sentido de la palabra, un acto de in­ versión. Pero cuando se habla de actos de inversión atribuyéndoles una importancia predominante en la determinación, por un lado, de la naturaleza y amplitud de las fluctuaciones y, por otro, de la tra­ yectoria del desarrollo a largo plazo, se alude a la inversión en capital fijo, es decir, a la construcción de establecimientos y equipos más o menos permanentes. Dentro de la teoría de las expectativas de ga­ nancia (pioíit-expectations), esto es de suma importancia, tanto por el “periodo de gestación” más prolongado de tales actos (para usar la frase de D . H. Robertson), como por la durabilidad del resultado. Además de factores como la demanda y el curso futuro de las inven­ ciones técnicas, semejantes decisiones dependerán para su “correc­ ción” de cuatro tipos principales de hechos, en relación con cada uno de los cuales, dentro de una economía individualista, los que toman la decisión de invertir desconocen parcial o totalmente, en primer lugar, los actos de inversión paralelos rivales que se realizan simultáneamente, o que se efectuarán en breve, en la misma rama de producción o en otra rama competidora. E n segundo, los actos de inversión que se realizan o se realizarán en procesos complemen­ tarios (verbigracia, en las industrias subsidiarias o de aprovechamiento de los subproductos, en las de transporte o de energía eléctrica, e tc.). E n tercero, el volumen de ahorros e inversiones que ordinariamente se hacen en todo el sistema económico y, en cuarto, el curso futuro de la acumulación del capital (y, por consiguiente, del tipo de inte­ rés) durante el periodo de vida económica del capital fijo de que se trata. E l resultado de la ignorancia del primer grupo de hechos es bas­ tante conocido en la forma de una tendencia competidora hacia la sobreinversión en ciertas industrias durante el optimismo del auge. A menudo se insiste en que, tratándose de una demanda fluctuante, las inversiones tienden a responder a la demanda máxima, de donde resulta que la industria se sobrecarga de establecimientos y equipos que permanecen parcialmente ociosos la mayor parte del tiempo. Algunos ejemplos de ello son la duplicación caótica de las rutas ferro­ 5 Se afirma frecuentem ente que el conjunto de “ equivocaciones” en un m undo individualista tiende a ser pequeño debido a que las expectativas individuales, dis­ persas sin orden n i co n cierto , tiend en a contrarrestar en tre sí sus efectos. P e ro es un hecho conocido que en la realidad, p o r un a diversidad de razones, las expec­ tativas equivocadas de una m asa de individuos no sólo tienden a ejercer su influen­ cia en tal o cual dirección en un m om en to dado, sino que tam bién tienden, hasta cierto p u nto, a reforzarse en tre sí. A dem ás de esto, ahí donde prevalece la incertidum bre, si bien la expectativa m edia tiene m ás probabilidades de llegar a la posición “ co rrecta” que a cualquiera o tra d e las n posiciones posibles, habrá m uchas m enos probabilidades de que llegue a esta posición que a alguna d e las n posiciones posibles, y si n o se co m eten errores será p o r una m era coincidencia.

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viarias, la frecuente duplicación de los servicios públicos, el aumen­ to pasajero de las compras y de los centros de diversión en los nuevos distritos urbanos donde (cuando menos con respecto a las tiendas) el ritmo de desaparición de los negocios parece ser extraordinariamente alto. Pero otro aspecto de esto — los efectos que conducen a una sub-inversión— ■que también es un efecto del segundo tipo de igno­ rancia, parece haber recibido menos atención, quizá porque su im­ portancia ha sido subestimada. E l temor de que intervengan com­ petidores y se apoderen del fruto de una inversión, puede ejercer un efecto desalentador importante, particularmente cuando se requieren grandes inversiones en costosos establecimientos de carácter más o menos permanente. E n el caso de nuevos inventos, el peligro de esta influencia desalentadora se neutraliza con la concesión de un mono­ polio temporal mediante leyes de patentes. Pero el mismo peligro puede existir en el caso de cualquier inversión en grande escala; y los ejemplos de ello son, sin duda, más importantes de lo que gene­ ralmente se cree, ya que no se presentan a nuestra vista tan ostensi­ blemente como los resultados de la sobreinversión, que atraen nues­ tra atención. Las industrias de transportes y de energía también nos procuran aquí los ejemplos más evidentes. Un caso particular lo cons­ tituye la poca disposición de las compañías ferroviarias para elec­ trificar los transportes suburbanos de Londres alegando el riesgo de que la inversión pierda parte de su valor debido a la construcción de nuevas vías, por ejemplo, para tranvías subterráneos.6 Un ejemplo de los efectos en los casos del segundo tipo, se encuentra probable­ mente en el desarrollo primitivo que tuvieron en Inglaterra los com­ plicados procedimientos para aprovechar el carbón, muchos de los cuales dependían estrechamente de otros desarrollos complementarios; o, también, la imposibilidad de una industria para encontrar una nueva y más económica localización, debido a que cada empresa se resiste a cambiarse y perder las ventajas de la proximidad de indus­ trias o procesos subsidiarios, en tanto que éstos últimos, a su vez, vacilan en correr el riesgo de cambiarse hasta que toda la industria se traslada previamente. E n espera de que alguna se cambie pri­ mero, resulta que ninguna se cambia. Pero la ignorancia de los hechos más generales comprendidos en el tercero y cuarto tipos es la que tiene mayor importancia, no obs­ tante lo cual se aprecia menos su significación. La diferencia entre estos dos casos consiste tan sólo en el tiempo a que se refieren, y aquí los hemos separado simplemente porque si bien ambos son importantes para la distribución de las inversiones presentes, el se­ gundo se relaciona especialmente con el género de inversiones a tra­ vés del tiempo. E n ambos casos, el conocimiento de toda la situación es de vital importancia para la decisión individual, porque el nivel de costos y el de la apropiada demanda para cada caso individual, depende de la totalidad de decisiones de inversiones presentes y futu­ 6 V e r G . J . Ponsonby, L o n d o n Passenger T ran sp oit Probfem , pp. 4 7 -4 8 .

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ras, y de la naturaleza de estas decisiones. Para ilustrar esta conexión supongamos, que ciertas decisiones para invertir en una industria se han tomado sobre la base de la expectativa de que el volumen total de nuevas inversiones y su aproximada distribución sería la mis­ ma, durante el presente año y los años siguientes, que la observada en el periodo anterior. Supongamos que su volumen total aumenta efectivamente en los años siguientes, tanto porque el ingreso nacio­ nal total es mayor como porque existe una tendencia general a con­ sumir una proporción menor del ingreso. A consecuencia de ello ocurrirán cuatro cambios principales de los datos en que se basaron las decisiones originales para invertir en la industria de que se trate, decisiones que ahora, en lo general, son irrevocables. E n primer lu­ gar, uno derivado de la modificación del nivel de consumo, que pro­ bablemente hará que la demanda de sus productos sea menor de lo que se esperaba; en segundo, otro debido al aumento de las inver­ siones y al aumento y abaratamiento de la producción de mercan­ cías en otras industrias, lo que dará lugar a un nuevo cambio de la demanda (tal vez aumentándola, tal vez disminuyéndola) de sus productos; un tercero, debido al efecto del aumento de las inver­ siones y de las construcciones sobre el nivel de costos en general que probablemente hará que los costos de producción en esta industria particular sean más altos de lo que se había esperado. Por último, es probable que haya algún cambio de la demanda de los productos de esta y otras industrias debido a una distinta distribución del ingreso como un resultado neto de estos cambios. En efecto, si la cuestión se examina desde este ángulo, quedaría de manifiesto que una parte muy considerable de las fluctuaciones de la demanda que figuran en tantas discusiones como el acompañamiento inevitable de la libertad de elección de los consumidores son, realmente, el resultado de la distinta distribución de ingresos producida ya por fluctuaciones o por cambios de este género que son inciertos en un sistema indivi­ dualista. Un ejemplo particular de gran significación es la demanda de todos los productos de las industrias de bienes de producción, la cual depende directamente del volumen total de inversiones. Es una de­ manda peculiarmente fluctuante, ya que el ritmo de esta fluctua­ ción se deriva en una forma exagerada del ritmo de la actividad de la industria en general. La incertidumbre respecto a esta demanda, combinada con sus fluctuaciones, impone un pesado costo sobre estas industrias en vista de la imposibilidad de adaptar los equipos de pro­ ducción a la demanda, la cual se manifiesta en forma de un exceso recurrente de capacidad.7 Recientemente se ha sugerido que ésta es V e t J . M . C lark, Strategíc F acto rs ín Business C ycles, p. 4 2 : “ U n cam bio de 3 a 6 % en la producción de la m ercan cía puede dar lugar a un aum ento de 4 0 a 5 0 % en la cifra m enor que representa los requisitos para la producción de bienes de producción (capitaJ-equipm ent). E l profesor R agn ar F risch ha seña­ lado que una expansión de la dem anda de bienes de producción no se traduce forzosam ente en una sobreproducción en las industrias d e aquellos bienes. (Journal

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una poderosa razón que hace mucho más pequeño el “optimum fi­ nanciero” (cuando se tiene en cuenta la incertidumbre) que el “opti­ mum técnico” en la industria del acero, lo cual impide que los establecimientos que lo producen se construyan sobre la escala más eficiente.8 Un programa de inversiones constante y conocido de ante­ mano, podría suprimir no sólo las fluctuaciones de la demanda, sino la incertidumbre. Podría parecer a primera vista que los hechos del cuarto tipo — cambios que ocurren en el futuro— no tienen nada que ver, desde un punto de vista social, es decir, desde el punto de vista de la “pro­ ducción social” o el interés general, con la corrección o incorrección de una inversión anterior, sino únicamente con las ganancias que el capitalista pueda obtener en conclusión. Pero no es así. Y precisamen­ te porque no es así es por lo que el problema de las inversiones en una economía socialista tendrá que ajustarse a un principio distinto del que rige en una economía capitalista. Una economía socialista tiene que regularse por el propósito de aumentar su capitalización con un paso más o menos rápido hasta alcanzar el “punto de satura­ ción” de capital-equipo, es decir, hasta que ya no sea posible aumen­ tar la productividad derivada de la transformación de mano de obra en “trabajo acumulado” . Llegado este momento todo se reduciría a conservar, usar y sustituir el equipo existente, de donde se sigue que toda la producción neta ordinaria del trabajo correspondería a los trabajadores para su consumo corriente.9 Si fuera posible una previ­ sión perfecta, el interés del Estado socialista consistiría en planear su programa de inversiones de tal modo que el progreso de la construc­ ción y el de las innovaciones técnicas siguiera una trayectoria de ordenado desarrollo en el futuro hasta alcanzar esta meta ideal de la saturación de capital. E n realidad la previsión perfecta no existe ni podría existir, de modo que cualquier programa de construcción que se diseñara para el futuro quedaría sujeto a diversas modificaciones a medida que se presentaran circunstancias imprevistas. Pero en la medida en que ese Estado pudiera proyectar un programa de inver­ siones para varios años, en esa medida, también, tendría que modio í Political E co n o m y , 1 9 3 1 , p. 6 4 6 . V e r tam bién Fow ler, D epreciafion o í Capital, pp. 5 0 -5 2 .) Pero esta salvedad sólo es válida si el ritm o de aum ento de las inver­ siones se controla de tal suerte que sólo sea m enor en el grado en que la de­ m anda de reem plazam iento del equipo aum ente a causa de las nuevas construc­ ciones, un equilibrio que, si no im posible, es por lo menos im probable. S V e r B ritain w ithout Capitalists, pp. 382 y 39 0 . C o n un program a de inver­ siones planeado resulta económ ico construir plantas de la m agnitud de las de M agnitogorsk y Kusnetskstroi. 9 P o r supuesto que si los descubrim ientos técnicos continuaran, quizá nunca se alcanzaría este estado de cosas; aunque seria una m eta a la que nos iriamos acercando continuam ente. L a cuestión podría definirse con m ás exactitud diciendo que el punto en el que el producto adicional resultante de una aplicación adicional de trabajo en form a de “ trabajo acum ulado” es igual al que resulta de una apli­ cación adicional de trabajo en form a de "trabajo corrien te” . V e r la n o ta sobre este capítulo en el Apéndice II.

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ficarlo más sustancialmente cada año, en comparación con las modi­ ficaciones que habría que hacer en una sociedad capitalista en la que no es posible tal grado de certidumbre respecto al futuro. Para precisar esta diferencia de programas de inversión, debe te­ nerse presente que desde el punto de vista de una economía socialista, lo que para una economía capitalista es un problema de ahorro y de inversión, en aquélla constituye, directa y conscientemente, un pro­ blema de distribución del trabajo entre varios tipos de producción, cada uno de los cuales se halla en relación con diferentes momentos. Con esta relación quiere expresarse el momento en el que el trabajo de que se trata da su fruto final en forma de mercancías manufactura­ das para el consumo. Hablando en términos generales, esto significa el modo en que el trabajo se distribuye entre lo que Marx llamó industrias que producen bienes de consumo e industrias que produ­ cen medios de producción. Pero dentro de estas últimas existirán grados de acuerdo con el tiempo fijado a los medios de producción que se están construyendo, ya sean nuevos telares automáticos que pueden terminarse y quedar instalados el año entrante, ya sea la cons­ trucción de altos hornos para producir materiales de construcción para una nueva planta de energía eléctrica que no estará completa­ mente terminada y en uso sino dentro de diez años. Como las industrias tienen distintos “niveles” técnicos ( “com­ posición orgánica de capital” diferente), ello implica, al mismo tiem­ po, cierta distribución de trabajo entre distintas industrias en cual­ quier momento dado y entre industrias que hacen maquinaria y equipo para las primeras. La decisión íntegra es de carácter com­ plejo, y necesariamente tiene que ser una decisión unificada si los distintos elementos que la constituyen han de ser coherentes entre sí, unificada, es decir, en el sentido de hacerse simultáneamente y (en su forma final) por una sola autoridad, ya que sólo de esta manera pueden tomarse las diferentes decisiones con pleno conoci­ miento de todas las otras que se toman al mismo tiempo. Si esas decisiones particulares se toman independientemente, por fuerza se toman con desconocimiento parcial de las demás. De ahí que en cualquier momento (salvo en casos muy raros de coincidencia), re­ sultarán incompatibles entre sí. Esa incompatibilidad sólo podrá ser corregida, después, a tirones, que, por añadidura, quizá den origen a fluctuaciones. E n otras palabras, la proporción del ingreso nacional que se ahorra, las proporciones en que se producen bienes de consu­ mo y bienes de producción,10 el equilibrio entre industrias de distintos niveles técnicos, y la distribución de trabajos de construcción entre proyectos de distintos tipos con respecto a su relación con el futuro, 10 Estas proporciones del ingreso nacional supuesto, idénticas, a m enos que las inversiones (y presar la inversión bruta, incluyendo reparaciones y n o se supone esa identidad, sino únicam ente que dependen entre sí en un grado m ayor.

gastado y ahorrado no son, p o r los ahorros) se usen para ex­ reposiciones. E n realidad, aquí los dos grupos de decisiones

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todos están íntimamente ligados entre sí, pues desde el punto de vista lógico no son sino aspectos distintos de una sola decisión concer­ niente a la distribución del trabajo para la producción. E l volumen actual de producción de artículos de consumo y, por consiguiente, el nivel de los salarios reales, no puede fijarse independientemente del conocimiento que se tenga de la productividad del “trabajo acu­ mulado” adicional dedicado a aumentar la producción dentro de los dos, tres, cuatro o cinco años siguientes, como tampoco puede deci­ dirse correctamente el comenzar a establecer plantas destinadas a producir artículos de consumo dentro de un periodo de tres, cinco o diez, sin conocer cuál será la producción total de artículos de consumo en esos años y cuántos proyectos habrán de madurar en ese periodo, los cuales se pondrán en ejecución durante el próximo año, durante el siguiente, y así sucesivamente. Estas cosas no pueden decidirse separada e independientemente, de la misma manera que una ama de casa, al ir al mercado, no puede decidir qué cantidad de su dinero debe gastar hoy, qué cantidad ha de gastar mañana o la semana entrante, sino hasta que conozca los precios que rigen en el mercado y cuáles son las alternativas que se le ofrecen.11 Podría parecer que en una economía capitalista existe una ten­ dencia a subestimar el efecto de la acumulación de capital en el futuro sobre la reducción del tipo de interés. En la medida que esto sea así, habrá una tendencia constante a sobreinvertir en los proyectos que produzcan el tipo de interés dominante y que, por consiguiente, sean apropiados a la situación del momento inmediato, pero que serán impropios en el futuro próximo y hasta parcialmente anticua­ dos, debido al hecho de que en el futuro, siendo más rico en capital, se estará en posición de utilizar un equipo de un tipo más “avanza­ 11 E s fundam entalm ente por esta razón por lo que la esencia de la producción socialista no puede alcanzarse, m ientras los dos aspectos: el del “ ahorro” (decisiones que gobiernan el nivel de consum o) y el de la “inversión” (decisiones relativas a la producción de bienes de producción) se hallen separados y establecidos autó­ n om am en te; es decir, conectados por un tipo de interés sobre préstam os, com o po­ dría seguir siendo el caso, de acuerdo con lo sugerido por algunos, en el socialismo. C iertam en te, si ese interés sobre préstam os fuera continuam ente ajustado, podría finalm ente producir cierto equilibrio transitorio entre los dos grupos de decisiones, aunque tardíam ente y com o correcciones post facto de los errores y fluctuaciones. P o r ejem plo, si se dejara a cada uno de los directores de las diferentes empresas en libertad de com petir por la cantidad de capital que estimasen poder em plear productivam ente a un tipo de interés dado, podrían em barcarse en proyectos de producción con desconocim iento de lo que acontece en otros sectores, y solam ente más tarde, después de que sus actos y, los de los otros hubieran reaccionado sobre el tipo de interés, estarían en posibilidad de descubrir su error. P o r otra parte, si una econom ía socialista adoptara el sistema de precios y la descentralización de las decisiones que caracterizan al capitalism o, no habría razón para que no que­ dara sujeta a la m ism a clase de inestabilidad que discutim os al final del capítulo v i: inestabilidad debida especialm ente al hecho de que las ganancias (y, por consi­ guiente, la dem anda de capital) dependerán cada vez m ás del ritm o de inversión m ism o. Las razones para pensar así se discuten m ás am pliam ente por el autor en un artículo publicado en el E co n o m íc Journal, de diciem bre de 1 9 3 9 . (V e r A pén­ dice I II [ T .] ) .

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do” .12 Esta tendencia quizá se fortalece porque el deseo es padre del pensamiento: el deseo de que el rendimiento del capital no dismi­ nuya rehusándose a admitir esa baja hasta el grado de no hacer inver­ siones en proyectos que, de acuerdo con los indicios de que se dis­ pone, prometen un tipo más elevado de ganancia. Por otra parte, aquí interviene la misma razón que mueve a un industrial durante un auge a ensanchar su producción a sabiendas de que el mercado está saturándose de mercancías y que los precios tenderán finalmente a bajar: esa razón es la incertidumbre respecto al momento preciso de la baja, que da lugar a la posibilidad de que el industrial sea el primero en entrar al mercado, combinada con el conocimiento de que sus propios actos ejercerán una mínima influencia en la determinación de lo que pueda ocurrir. E l resultado de esto será la tendencia a seguir haciendo inver­ siones de un tipo particular por un periodo demasiado largo y más allá del punto en que la situación real (particularmente el volumen del capital que madura o que está en proceso de inauguración y el movimiento futuro del ingreso real), requiere que se hagan otra clase de inversiones, así sean menos remuneradoras. A medida que la acu­ mulación de capital sigue su curso trazando una trayectoria a través de distintas clases de inversión, existirá una tendencia constante a la sobreinversión en cada una de aquellas clases debido al desconoci­ miento de la situación total y de los futuros cambios de los ingresos reales y de los tipos de interés. E l resultado será un envejecimiento más rápido y un mayor despilfarro de los equipos del que habría en otras condiciones, principalmente en aquellos periodos de tiempo de transición técnica de un tipo de inversión a otro, que dan lugar a “tirones”, los cuales, a su vez, provocan fluctuaciones exageradas debido a la relativa sobreinversión en los tipos más anticuados, des­ tinados a producir en cierto momento del futuro, y a la correspon­ diente sobreinversión en los nuevos tipos que producen un interés más bajo, particularmente en aquellos cuya producción es esperada para un momento más distante del futuro.*3 E n consecuencia, el ritmo del 12 O lo que los austríacos llam an m étodos de producción “ más largos” , o “ más indirectos” . M e refiero aquí solam ente al efecto de la creciente acum ulación de capital dentro de una situación constante de los conocim ientos técnicos, y a la ineficacia de los viejos m étodos debido a esto. L a ineficacia resultante de nuevos descubrim ientos técnicos es otra cuestión. (Inciden talm en te, los nuevos inventos tenderán al principio a volver a m étodos “m ás cortos” , m ás bien que a m éto ­ dos "m ás largos” . V e r A rm strong, Saving and ínvestm ent, pp. 1 6 4 -6 6 .) P ero aun en el caso de nuevos descubrim ientos técnicos, una económ ía socialista, con una investigación industrial planeada, sin descubrim ientos y procesos m antenidos en secreto, es indudable que estaría en m ejor posición para prever los descubrim ientos y, por lo m ism o, para contar de antem ano con sus efectos, aun en el caso de que tales descubrim ientos sean un facto r en desarrollo m uy difícilm ente previsible. 13 Podría parecer a prim era vista que m ientras esto puede dar origen a un retardo continuo de la transición a nuevos tipos, no m odifica el ritm o de enveje­ cim iento del antiguo equipo que tiene que seguir en uso hasta que haya sufi­ ciente equipo nuevo con el cual reem plazarlo. Pero ello no es así, puesto que la inversión en el equipo viejo se hizo sobre la base de una sobrestim ación del pre-

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desarrollo siempre andará con retraso a través del tiempo. Pero aun en el caso de que no sea cierto que una economía capitalista tiende persistentemente a subestimar la futura declinación de los tipos de in­ terés (y es cierto que aunque tenga tal tendencia, este hecho puede ser parcialmente compensado por el efecto de la subestimación de los nuevos descubrimientos técnicos), seguirá siendo cierto que semejante economía, desconociendo en gran parte los movimientos futuros de las inversiones y de los ahorros, cometerá errores constantemente al decidir sobre la dirección de las inversiones, errores que forzosamente darán origen a alteraciones y oscilaciones. De cualquier' modo, es evidente que una economía socialista, en la medida en que ex natura puede tener una visión más amplia, distribuirá sus inversiones entre distintos tipos de nuevas construcciones de acuerdo con un diferente modelo a través del tiempo. Esto no quiere decir necesariamente que hará inversiones en una gran variedad de clases de construcción den­ tro de una misma línea de producción técnicamente homogénea (una “clase” se define por su referencia a un punto determinado de tiem­ po en el futuro y, por tanto, por su productividad en relación con el tiempo que dura en convertirse en un producto final); pero sí quiere decir que podrá siempre mantener en uso, y a fortiori en uso y en construcción, una considerable variedad de clases aun dentro de una línea homogénea de producción, y que pasará más pronta y suave­ mente de la construcción y del uso de una clase a la siguiente.14 La cuestión importante que surge aquí es la de si sería racional que una economía socialista invirtiera simultáneamente en proyectos de una gran variedad de clases, o si, por el contrario, lo sería invertir en cualquier momento dado en una clase particular de proyectos apropiados a las condiciones dominantes en esc momento y pasar después, gradual y sucesivamente, a proyectos más nuevos y compli­ cados. ¿Sería correcto dispersar las inversiones en proyectos apropiados a la situación del futuro inmediato y de la situación (que sería dis­ tinta tanto porque la productividad.y el ingreso serían mayores) que existiría dentro de los cinco, diez, veinte o aun cincuenta años si­ guientes? 15 Así, por ejemplo, “durante el primer Plan Quinquenal cío de los productos term inados en el futuro. C uando subsecuentem ente el inespe­ rado volum en de inversiones se m anifiesta en la form a de un nivel m ás alto de salarios y (o ) en precios de los productos más bajos de lo que se esperaba, buena parte de las viejas fábricas dejará de tener un uso rem unerador. 14 L ern er ha liecho n otar que si una econom ía individualista tuviese el m ism o grado de presciencia, se podría lograr la m ism a distribución de inversiones m ediante las manipulaciones apropiadas de los tipos de interés aplicables a cortos y largos plazos. (R cv icw o í E c o n o m ic S tudics, vol. II, n1? 1 .) E sto es, naturalm ente, exacto siempre que las diferencias de los tipos de interés fuesen graduadas suficientem ente de acuerdo con el periodo de las inversiones. Pero sem ejante hipótesis im plica una contradicción, pues en la naturaleza m ism a de una econom ía individualista está el que no pueda tener este grado de presciencia. L ern er postula una situación en la que las expectativas no tuvieran ninguna influencia y en la que no hubiera fluctuaciones, para explicar el efecto de las expectativas y las causas de las fluc­ tuaciones. 15 E n un artículo publicado en T h e E co n o m ic Journal, de diciem bre de 1 9 3 3 ,

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(en la U R SS) el tipo principal de locomotora para trenes de carga llegó a ser el tipo “E ” cuyo poder de tracción es 7 5 % mayor que el de la locomotora más usada en la Rusia anterior a la Guerra Mundial. Dentro del segundo Plan Quinquenal la producción de locomotoras del tipo “E ” . . . se está suplementando con la manufactura de loco­ motoras de tipo “F .D .” cuyo poder de tracción excede al del tipo “E ” en un 3 0 % .16 ¿Existe un principio general para determinar el ritmo que resultaría económico para reemplazar el tipo de locomo­ tora anterior a la guerra por el “E ” y éste por el “F .D .”, así pomo para determinar si “E ” ha de ser el tipo en que se hagan las inver­ siones hasta que haya reemplazado al tipo de preguerra y sólo hasta entonces comenzar a construir el tipo “F .D .” , o si, por el contrario, las locomotoras “F .D .” deben construirse desde el principio y al mismo tiempo que las de tipo “E ” y aun cuando todavía se sigan fabricando algunas del tipo de preguerra? Parece que no es posible dar una respuesta general a esta pregunta, ya que habrá de depender no sólo de la política que se siga con respecto a los ingresos del futuro inmediato y del futuro más distante, sino de la situación técnica con que se enfrenta la economía. Si la pérdida que supone la restricción del consumo durante el futuro inmediato resulta más que compensada por lo que se gana en productividad en años poste­ riores, entonces una política destinada a revolucionar la técnica para lograr la productividad máxima en el tiempo más corto posible, sería la política apropiada; y en ciertas condiciones técnicas este propósito quedará satisfecho (por razones que se discuten en una nota a este capítulo que aparece en el Apéndice II) por medio de inver­ siones simultáneas en proyectos de una gran variedad de tipos, aun en una sola industria homogénea. Pero donde se requiera un progreso más gradual de la productividad, la política de inversiones tiene que seguir el curso más conocido del orden cronológico para elegir la clase de inversión, pasando sucesivamente de una a otra a medida que se desarrolla la situación en su conjunto. La gráfica de inversiones en estos diferentes tipos trazada a través del tiempo, tendría que ser sustancialmente distinta de la correspondiente a una economía capi­ talista. La naturaleza de esa gráfica sólo puede ser brevemente defi­ nida, creo yo, diciendo que permite que la transición a nuevos m é­ todos se verifique gradual y continuamente sustituyendo el equipo viejo por uno más nuevo, a medida que aquél llega al fin de su vida natural, y no por “olas” de envejecimiento que afectan al equipo antiguo que aún se halla en buenas condiciones físicas, envesostuve que el principio conform e al cual un a econom ía socialista distribuiría sus inversiones, sería el de la co nstru cción o producción sim ultánea de equipos y esta­ blecim ientos productivos de distintos tipos de interés (en co ntraste con el prin­ cipio de interés uniform e en cualquier periodo de tie m p o ). A h ora estoy conven­ cido de que esto n o necesariam ente tend ría que ser así. Sin em bargo, creo que lo que sostuve entonces seguiría siendo exacto en ciertas situaciones que de ningún m odo son imposibles o de escasa im portancia. 18 T h e Second F iv e -Y e a r Plan, ed. G osplan, x x x v n .

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jeciniiento que debe atribuirse al hecho de que esa clase de equipo fue construida con exceso. Es de hacerse notar que, en la medida en que la depresión del equipo viejo en este último caso se deba a la demora de la transición hacia nuevos tipos de inversión y no a una transición demasiado rápida, debe ser asociada a un retraso general del desarrollo técnico y no a la aceleración del mismo. Para usar una sencilla analogía, supongamos que un hombre ha de heredar una fortuna dentro de cinco años. Si desconoce el hecho, es posible que comience hoy a construirse una casa, la cual, tan pronto como reciba la herencia, le resultaría superflua, porque entonces será lo suficientemente rico para poder vivir en una mansión. Pero si de antemano estuviera enterado de su herencia, entonces, claro está, no emprendería la construcción de la casa: en su lugar, probablemente, emplearía el dinero para construirse una habitación más barata, y si pudiera decirse, transitoria, que le sirviera para cinco años, y al mis­ mo tiempo empezar a echar los cimientos de la mansión con el objeto de cambiarse a ella lo más pronto posible después de recibir la he­ rencia.17 E n otro lugar he usado la analogía de la llamada curva de la perse­ cución para ilustrar la diferencia que existe entre las dos sendas del desarrollo apropiado a los dos tipos de economía. Se la puede usar también como una ilustración general de la adaptación a una situa­ ción cambiante por medio de reacciones automáticas a cada instante por contraste con la adaptación a la misma situación como resultado de la previsión y del cálculo racional. Un perro se encuentra colocado a cierta distancia del sendero que recorre su amo a caballo. E l perro corre hacia su amo, pero como resultado de las reacciones automáticas, siempre corre hacia el punto en el cual ve a su amo, por el momento. E l camino hacia su amo, por lo tanto, es una cu ra , cuya forma pre­ cisa es una función de su propia velocidad y de la de su amo, así como del ángulo y distancia que media entre el sendero y el lugar desde el cual inicia su carrera. Sin embargo, si el perro pudiese obrar con previsión y cálculo, conociendo tanto su propia velocidad como la de su amo, seguiría una línea recta hacia el punto del sendero a que su amo subsecuentemente llega. De esta manera lo alcanzaría más pronto con una economía de esfuerzo. Esta analogía, por supuesto, no debe tomarse de una manera demasiado literal. En ciertas circuns17 E s casi seguro que term inará la construcción de la casa m ás m odesta antes de com enzar a echar los cim ientos de la m ansión. E s probable, adem ás, que en la construcción com binada de ambas gaste, en los cinco años, m enos de lo que habría gastado en la casa que prim eram ente había pensado construir. L os cam bios resultantes de las inversiones son una doble consecuencia de las expectativas de un m ayor ingreso en el fu tu ro : del conocim iento de que gozará de m ayores com odida­ des al fin de los cinco años y de que, por lo tan to , tend rá una necesidad m enos urgente de dinero de la que ahora tiene, y del conocim iento de que, p o r esta razón, le será practicable construir una m ansión. D e ahí que prefiera la casa m ás m odesta y m enos cóm oda para el futuro inm ediato, pero sin im ponerse tantas privaciones com o lo habría h ech o en otras condiciones.

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tandas, como hemos dicho, la finalidad de una economía socialista podría ser la de llegar al punto de la saturación de capital en el menor tiempo posible, desentendiéndose de la restricción del nivel del consumo que se produjera en los años intermedios; y en ciertos periodos de transición técnica o social ésta podría ser la política apropiada para un periodo determinado de tiempo. Sin embargo, como una política a largo plazo, es posible, y aun probable, que una economía socialista se fijara como objeto lograr año con año un incre­ mento más lento, pero continuado, de la producción de artículos de consumo con el ritmo más alto que sea dable, pero compatible con el equilibrio entre las necesidades presentes y futuras. Si tratára­ mos de reflejar en una gráfica la acumulación real de capital mi­ diendo el tiempo a lo largo de un eje y el agregado de capital en términos de su productividad, o alguna cantidad semejante, a lo largo del otro eje, entonces la trayectoria apropiada del desarrollo para una economía socialista todavía sería una curva, aunque conti­ nua, en contraste con la curva discontinua sujeta a los movimientos ondulatorios de la economía capitalista. Es obvio, naturalmente, que ninguna economía socialista podrá llegar a estar representada por esta curva continua ideal, debido, en parte, a la imperfecta planificación y, en parte, a los desplazamientos resultantes de eventos imprevisi­ bles. Sí tendrá, sin embargo, la tendencia de que carece la economía individualista, a aproximarse a esa curva. Es posible que un motor no pueda alcanzar la velocidad que podría tener de acuerdo con cierta “norma” ideal de eficacia y hasta puede ser que, bajo ciertas circuns­ tancias, resulte más lento que un triciclo por más que no sea posible poner en duda su diferente potencialidad como instrumentos de mo­ vimiento. Lo que hasta aquí se ha dicho es independiente del ritmo de la acumulación del capital. E n otras palabras, no se ha hecho ningún supuesto acerca del principio que lo determina en una economía socialista, y el cual puede ser mayor, menor o igual al que podría prevalecer en una economía capitalista. Es claro que esto es de fun­ damental importancia, ya que, si es distinto, el equilibrio entre dife­ rentes industrias y la distribución del trabajo entre ellas, así como la inclinación de la curva del desarrollo constructivo hacia el punto de saturación del capital, habrá de sujetarse a otras modificaciones. Una vez más, el intento indiscriminado de aplicar las categorías eco­ nómicas de una economía capitalista a una de carácter socialista, parece haber conducido a una confusión del pensamiento. Frecuentemente se ha sostenido que como en una economía socialista no se contaría con un mercado libre de préstamos, tampoco habría modo de “des­ cubrir” el “tipo natural de interés”, ni se podría tener, por tanto, un criterio para fijar la proporción adecuada del ingreso nacional que debería invertirse en bienes de producción. No habría medio, final­ mente, para lograr que la política de inversiones corresponda a los “ahorros reales” de la comunidad.

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En una economía capitalista el ritmo de la acumulación del capi­ tal se determina por dos factores principales: por la distribución del ingreso, que determina la magnitud del ingreso de la clase inversio­ nista, y por los niveles de consumo acostumbrados por dicha clase. De estos factores depende principalmente lo que se ha llamado la “preferencia-tiempo”, o el tipo a que se descuenta el futuro por opo­ sición al presente. Todo incremento del ingreso de los capitalistas tiende a reducir esta preferencia-tiempo, o descuento del futuro y, de ese modo, a aumentar el ritmo de acumulación del capital; mientras que, al contrario, todo aumento de sus niveles de consumo acostum­ brados (intensificando los deseos por los frutos inmediatos del ingre­ so) tiende a aumentar esta preferencia-tiempo. Por consiguiente, aquí, más directamente que en otras esferas, el “veredicto espontáneo” del mercado refleja la influencia de factores históricos e institucionales “arbitrarios” . Si bien es cierto que la acumulación de capital, mien­ tras sigue su curso, al aumentar la masa de plusvalía tiende a generar un aumento continuo de nuevas inversiones, no lo es menos que esa tendencia se halla constantemente frenada por los crecientes niveles de gasto de los ricos que parecen seguir muy de cerca el aumento de ingresos. De ahí que la propiedad privada y la acumulación privada de capital, que en los primeros tiempos parecía ser un instrumento de acumulación rápida, subsecuentemente llegarán a convertirse en un freno del ritmo del desarrollo del capital. Además, como ya lo he­ mos visto en conexión con las crisis y con el imperialismo, el sistema capitalista naturalmente da origen a diversas resistencias que se opo­ nen a toda baja brusca del tipo de ganancia, ya sea que estas resis­ tencias tomen la forma de una presión directa sobre los salarios, o la de una política monopolista o de expansión colonial. De cualquier manera, existen influencias muy precisas que operan contra toda tendencia hacia lo que hemos llamado el punto de la saturación de capital. Todo paso hacia ese punto (que implicaría una baja de los tipos de interés hacia cero) equivaldría a una visible reductio ad absuidum de la sociedad capitalista. Si, por el contraste, se quiere precisar el principio que regiría el ritmo de la acumulación de capital en una economía socialista, parece evidente que aquél tiene que consistir en una actitud de iguaí estimación del presente y del futuro, c eteris paríbus, lo que, en otras palabras, equivale a la ausencia de la preferencia-tiempo que es ca­ racterística de la economía capitalista. Éste es, al menos, el único principio que no implicaría incongruencia o contradicción. Supondría un ritmo más intenso de acumulación de capital del que prevalece en una economía capitalista y (particularmente en las etapas más avanzadas de desarrollo) una trayectoria con tendencia a aproximarse con mayor rapidez hacia el punto de la saturación de capital. Pero, como ya lo hemos dicho, esto no implicaría necesariamente un ritmo de inversiones de capital que se propusiera alcanzar este punto en el menor tiempo posible, ya que, de aplicarse lógicamente, implicaría

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el absurdo de invertir el 100% del ingreso nacional, esto es, de dedi­ car toda, la fuerza de trabajo de la sociedad a la inmediata construc­ ción de los equipos más modernos y a poner en práctica los métodos técnicos más adelantados (en el sentido de ser absolutamente los más productivos) en un momento dado. Hacer esto (o algo muy parecido) equivaldría realmente a dar mayor importancia al futuro que al presente, significaría descontar el presente, en favor de la meta futura. Pero sí puede suponer muy bien la consecución de la máxima productividad en el menor tiempo que fuera dable y compatible con ía provisión 'de cierto nivel mínimo de ingresos en los años interme­ dios. Por lo menos implica claramente una mayor estimación del fu­ turo y un progreso más rápido que el conocido en las sociedades indi­ vidualistas.18 Es indudable que puede haber circunstancias que introduzcan algu­ nas excepciones a este principio. Por un lado, es posible que un desarrollo más lento fuera impuesto por la necesidad de elevar (so­ bre todo si se tiene en cuenta el descuido de las necesidades humanas peculiar de una sociedad dividida en clases) el nivel de vida de una manera más rápida en el futuro inmediato en lugar de invertir en equipos, aun a costa de un ritmo de aumento menos rápido en el futuro más distante. Por otro, las circunstancias podrían exigir una transacción entre este principio y el de lograr un desarrollo superior de las fuerzas productivas en el menor tiempo posible. Éste podría ser el caso, por ejemplo, de un periodo de transición en una econo­ mía escasamente industrializada, ya que cierto nivel de industriali­ zación es una condición previa del funcionamiento eficaz de una economía socialista y de la liquidación de las empresas particulares y de los capitalistas individuales (como sucedió en la U .R.S.S. du­ rante el primer Plan Quinquenal), o de la duración de una transición industrial compleja y en gran escala. E n este caso la trayectoria del desarrollo sería más directa y más rápida, y las inversiones ordinarias se “extenderían” hacia una gran variedad de tipos de construcción. La analogía de la línea recta que habría de seguir un perro dotado de racionalidad para llegar a la futura posición de su amo, sería enton­ ces muy exacta. La distribución de los recursos apropiada para este desarrollo no debe ser algo que tenga que calcularse sobre la base de un tipo de interés que a su vez haya de ser determinado con los datos del mer­ cado. La decisión acerca de la cantidad de fuerza de trabajo social que debe invertirse en bienes de producción de un tipo particular, el equilibrio entre las diversas líneas de producción, y el nivel de los salarios reales tendrán que ser aspectos de una sola decisión que por sí misma constituya la actitud de la economía socialista respecto a los ingresos presentes y futuros, tendrán que ser, esto es, distintos aspec­ tos de la distribución del trabajo entre la producción para el presente 18 V e r A rm strong, op. cit., pp . 21 ss. V e r tam bién F . P . R am sey, en E c o n o m ic Journal, de diciem bre de 1 9 2 8 , y la n o ta a este capitulo en el A péndice II.

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y la producción para el futuro. Habrá necesidad de que exista, por supuesto, una consistencia interna entre los distintos aspectos de esta decisión. Pero los datos requeridos para dar forma concreta a tal de­ cisión, habrán de consistir, principalmente, en una escala cuantitativa de necesidades y de su plena satisfacción, en la productividad de las distintas clases de equipos, en el costo y tiempo necesarios para su construcción, y en los recursos disponibles. Pero para ninguno de estos datos es necesario que recurramos a los valores registrados por “un mercado de capitales” .19 Como ya hemos visto, el profesor Mises y su escuela pretenden que una economía socialista, careciendo de los valores registrados en un mercado de competencia, estaría incapacitada para hacer cual­ quier cálculo o, cuando mucho, lo estaría para hacerlos de modo com­ pletamente arbitrario, que le sirvieran de base para la distribución de los recursos productivos entre sus distintos usos. Careciendo de un registro de valores, también carecería de un metro para medir los cos­ tos. La jactanciosa “medición y cálculo” de los esposos W ebb, y la estricta “contabilidad económica” exigida por Lenin, no tendrían base cuantitativa. De ahí la imposibilidad de determinar cuál de los métodos rivales de producción es el más económico, ya que toda comparación entre costos y su productividad de valores sería impo­ sible. E n vista de la extrema arbitrariedad que acompaña a los valo­ res de un mercado abierto de laissez faire, aquella pretensión, si fuera cierta, tendría poca fuerza para condenar una economía socia­ lista como menos racional que una economía capitalista. La preten­ sión de dicha escuela sólo podría prosperar debido a una falsa inteli­ gencia. Es cierto, por supuesto, que para hacer cualquier comparación de cantidades económicas, las diferencias entre bienes cualitativa­ mente distintos deben ser reducidas a términos cuantitativos. En otras palabras, para comparar zapatos y pan, o telas de seda con saxófonos, es necesario asignarles una magnitud y expresar su importancia rela­ tiva en términos cuantitativos. Pero, en primer lugar, para lograr 19 P o r ejem plo, L . E . H ubbard, refiriéndose a la U .R .S .S . durante el prim er Plan Quinquenal, afirm a que “el gobierno no estaba capacitado para decir con exac­ titud científica si era m ás ventajoso consum ir en el interior una tonelada de t r i g o .. . que venderla en el exterior para la adquisición de m ercancías extranjeras” . (Soviet M oney and F in alice, p. 2 8 9 .) Sin em bargo, ningún m ercado abierto habría podido dar una respuesta "cien tífica” a esta pregunta. E l Estad o exportaba trigo para com prar, digamos, tractores para producir m ás trigo el año próxim o. N ecesitaba saber, evidentem ente, si la cantidad de trigo que habría de producirse en el futuro con el tracto r sería superior al precio del tracto r expresado en térm inos de trigo. P ero la cuestión de si la transacción era ventajosa o n o , dependía enteram ente de la valuación h ech a por el propio Estad o con respecto a la pérdida actual fren te a la ganancia futura. L a decisión de llevar adelante la transacción (a m enos de que fuera com pletam ente irracional) era, presum iblem ente, la expresión de aquella va­ luación. E s verdad que si la elección tuviera que hacerse entre exportaciones de trigo e im portaciones de té, los precios relativos del m ercado de trigo y de té (bastarían los precios internos) habrían sido un índice de su im portancia relativa; pero d e nin­ guna m anera un criterio definitivo o “ científico” .

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esto, cualquier escala de prioridades, no importa cómo sea determi­ nada, sería suficiente. Suficiente, claro está, para hacer posible el cálculo cuantitativo. Semejante escala de prioridades podría cons­ truirse de distintos modos, muchos de los cuales darían resultados menos arbitrarios que la formación “espontánea” de una escala de valores del mercado en un mundo de Iaissez faire. Podría construirse de una manera autoritaria, del mismo modo que un doctor prescribe una dieta para su paciente, o sobre la base de escudriñar la opinión pública por medio de cuestionarios20 o por medio de informes sumi­ nistrados por sociedades cooperativas, o mediante una combinación de estos métodos. Esto podría arreglarse de tal manera que la prefe­ rencia popular tuviera oportunidad de manifestarse ampliamente en forma verbal, aunque es cierto que existe el serio peligro de deter­ minarla de un modo demasiado burocrático, si se confía en estos métodos exclusivamente, y es cierto, también, que el método de cues­ tionarios probablemente no daría resultados con un alto grado de precisión o finura. Pero, en segundo lugar, no hay razón para supo­ ner que no existiría en una economía socialista un mercado libre que registrara las preferencias de los consumidores, salvo en periodos excepcionales de transición o de acentuada escasez. Es cierto que Marx se refería a una “etapa superior de socialismo”, o comunismo, en que los ingresos serían distribuidos “a cada uno de acuerdo con sus necesidades” sin la intervención de un sistema de precios. Pero tuvo mucho cuidado en agregar que esa etapa no habría de llegar con una invocación al cielo, sino mediante “el dominio de las fuerzas pro­ ductivas” que permita superar el problema de la escasez. “La justicia no puede elevarse jamás por arriba de las condiciones económicas de la sociedad y del desarrollo cultural condicionado por ellas.” Pero, en lo que él llamó “la primera etapa o etapa inferior del socialismo”, tendrán que pagarse distintos salarios nominales en proporción a las distintas cualidades y cantidades de trabajo ejecutado, y como un corolario lógico de esto, existirá naturalmente un mercado abierto en el que los consumidores habrán de gastar tales ingresos.21 Se afirma, sin embargo, que un mercado en el que se fijaran los precios de los bienes de consumo no bastaría por sísolo. Sin un mer­ cado para productos intermedios y para factores de la producción, los últimos no podrían ser valuados, de modo que no habría base para representar los costos.22 Pero una vez más esta argumentación parece descansar sobre un desconocimiento de la naturaleza del problema en una economía socialista. En el caso de una economía individualista la ley del mercado obliga a cada empresario autónomo a someterse a 20 U n m étodo em pleado por las grandes unidades de las industrias del vestido y del mobiliario en la U .R .S .S ., particularm ente con respecto a nuevos diseños, consiste en hacer exposiciones de distintos m odelos y pedir al público que las visita su o pinión respecto al orden de su preferencia por los diversos m odelos. 21 V e r M arx, C rítica del Program a de G ofha. 2 2 V e r P ro f. G . H alm , Collectivist E c o n o m ic P lanning, pp. 1 5 0 -5 1 ; M ises, op. cit., p. 119.

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las condiciones de la situación total por medio de la presión de los movimientos de precios, incluyendo los movimientos de los precios de los factores de la producción y los de los productos intermedios que compra. Si éstos no estuvieran sometidos al proceso de la fijación competitiva de precios, no habría manera de obligar al empresario a “mantenerse en la línea” ni de hacer prevalecer el “principio del cos­ to”. Pero el movimiento de costos no es más que un instrumento apro­ piado a una situación en que las decisiones con respecto a la pro­ ducción se toman de manera atomística. Es el vehículo mediante el cual el problema más fundamental de la distribución de los recursos se resuelve. Para el empresario en una economía individualista, figu­ ra necesariamente como un problema de costo. Para quien examina la situación en su conjunto, se presenta como un problema de distri­ bución y, por lo tanto, como un problema de la productividad rela­ tiva en diversos usos. Y en una economía planeada el problema se convierte esencialmente en esto. Para resolver el problema, dada la cantidad de recursos disponibles y el valor relativo de los productos terminados, lo que se necesita conocer es la productividad real de estos recursos aplicados a diversos usos; y esto es un caso de infor­ mación concreta de carácter técnico, para describir o reflejar la cual no se requiere la intervención de un mercado. No se trata, pues, de tener que descubrir primero lo que son los costos, y después median­ te su comparación con las produtividades relativas resolver el problema de la distribución. Sólo sobre la base de estos datos que se refieren a las productividades relativas pueden determinarse correctamente “los costos” : y cuando estos datos son conocidos, el problema de la dis­ tribución queda resuelto ipso facto. Es verdad que en una economía individualista el mercado para el capital, por ejemplo, sirve para gene­ ralizar estos datos en la forma de un precio, y es a través de este precio como distribuye “automáticamente” los recursos entre los empresarios; pero éste es el único instrumento que existe dentro de esa economía para manejar el problema. Pensar que en una econo­ mía socialista los directores de establecimientos, tras de haber des­ cubierto los datos necesarios acerca de las productividades, tendrían que usarlos para enzarzarse después en el complicado juego de pujar en el mercado y obtener capital, en lugar de trasmitir los informes a la autoridad planificadora, es una idea bien excéntrica difícil de tomarse en serio. Tiene, además, la positiva desventaja de que al hacer ese juego los directores de empresas socialistas se hallarían en una ignorancia tan completa respecto a las decisiones concurrentes que se toman en otras partes, como lo están los empresarios priva­ dos de hoy; lo cual los deja expuestos a un grado semejante de incertidumbre respecto a la competencia. La decisión de la autoridad planificadora con respecto a esa dis­ tribución no necesita ser tan anormalmente compleja, en tanto que se puedan generalizar los datos acerca de las productividades rela­ tivas y mientras pueda descentralizarse la aplicación detallada de

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cualquier decisión general. Por ejemplo, los datos se presentarían a la autoridad planificadora más o menos en la forma siguiente: una asignación de capital adicional de X pesos a la industria textil la capacitaría para incrementar su programa de producción en Y metros de tela, mientras que una asignación de X capital a la industria del calzado la capacitaría para incrementar su programa de producción en la cantidad de Z pares de calzado, etcétera. Quizá los datos re­ queridos para una decisión final tendrían que ser algo más comple­ jos. La cuestión podría presentarse así: una asignación de X pesos a la industria textil podría producir Y metros de tela, si, al mismo tiem­ po, fuera capaz de procurar una cantidad Z de mano de obra adicional, en la inteligencia de que produciría Y —N metros de tela si la mano de obra adicional no pudiera obtenerse. E l problema también podría consistir en elegir entre diversos tipos alternativos de construcción de la industria; uno implicando la asignación de X ± toneladas de ma­ terial A, otro de X 2 toneladas de material B y otro X 3 toneladas de material C. Pero si las productividades relativas de los métodos rivales de construcción pueden estimarse, no sería una tarea impracticable para la autoridad planificadora comparar estas estimaciones con los datos relativos a los usos alternativos de los materiales A, B y C , y de esta manera hacer una selección de ellos con la idea de asignar prefe­ rentemente cada material al uso en el cual su productividad neta sea la mayor. Es de presumirse que la industria textil debe contar con una detallada información respecto a cada una de las fábricas que integran esa industria, que le permita distribuir de la mejor manera posible los recursos que se le han asignado entre sus diferentes esta­ blecimientos y secciones. Es de suponerse también que la generaliza­ ción original acerca de la productividad del capital en la industria des­ cansa en aquellas informaciones detalladas; pero no es necesario que estos detalles distraigan o perturben la autoridad superior planifica­ dora. E n otras palabras, las autoridades centrales sólo deben intervenir en las asignaciones que tengan alguna importancia; la distribución detallada de las grandes asignaciones habrá de quedar descentralizada en manos de autoridades subordinadas que disponen de informes y datos más minuciosos. Debe hacerse notar que la autoridad plani­ ficadora superior no necesita tener ante sí los datos de las produc­ tividades relativas en cada combinación imaginable de todas las si­ tuaciones posibles: “el millón de ecuaciones” del que los profesores Hayek y Robbins hablan con tanto desdén. E n la práctica la cuestión se presenta siempre en un momento dado como un movimiento que arranca de una situación preexistente. Ahora bien, la productividad relativa de los cambios en las proximidades de esta situación inicial es todo lo que sería necesario y, quizá, todo lo que en cualquier sis­ tema puede conocerse. Las autoridades planificadoras no tendrían una mayor necesidad de conocer la productividad de cada una de las com­ binaciones imaginables de recursos de la que tienen los empresarios

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particulares de conocerlas hoy día para decidir el uso que habrán de dar a sus recursos. E n una economía en la que todos los detalles de la distribución de los recursos, inclusive la fuerza de trabajo, obedecieran a un plan, la forma de calcular los costos para los propósitos de contabilidad no tendría, a lo que parece, ninguna importancia. Para resolver si los recursos podrían ser mejor empleados en un lugar distinto del que se encuentran, sería necesario conocer las productividades relativas de esos recursos en ese sitio y en-otros distintos. Para comparar una administración eficaz con otra que no lo fuera se necesitaría simple­ mente conocer el volumen de la producción y la cantidad de los re­ cursos asignados y comparar el resultado con el de otra fábrica se­ mejante, o si se quiere, comparar la producción con los resultados de la experiencia anterior o con los que se habían calculado. Para facilitar tales comparaciones habría que expresar las relaciones en tér­ minos de dinero; pero a condición de que el método de expresar las cosas en términos de dinero fuera uniforme, cualquier medio de expresión, a lo que parece, sería suficiente para comparar cosas seme­ jantes. E n realidad, resultaría estorboso e innecesario fijar o estimar cada detalle referente a los recursos de acuerdo con un plan uni­ forme. Lo esencial para una economía socialista sería, indudablemen­ te, la distribución de equipos, materias primas fundamentales y fuer­ za motriz en esa forma. Las decisiones relativas a la compra y al uso de factores de menor importancia, podrían dejarse a la discreción de los directores de fábricas. Quizá el empleo de la mano de obra (con ciertas limitaciones) quedaría comprendido en esta última catego­ ría. E n la medida en que estas cosas se obtuvieran por las empresas de una manera descentralizada, “fuera de plan” (es decir, en los casos en que una fábrica contrata directamente con una granja o con otra fábrica por iniciativa propia), el problema de “la fijación de precios” de estos bienes se presentaría nuevamente como un factor decisivo que determina su utilización e, igualmente, como una base para calcular subsecuentemente la eficacia o ineficacia de tales operacio­ nes. Pero en aquellos en que se generalizara esa práctica, tendría que existir ipso raeto cierta forma de mercado competitivo para tales bienes. En la práctica, por consiguiente, el cálculo del costo monetario de los bienes sobre la base de los salarios pagados durante el pro­ ceso de su producción (incluyendo el costo de reparación y amor­ tización del equipo) sería un factor muy importante de la conta­ bilidad socialista. Se supone frecuentemente que dicho cálculo sería muy incompleto si no incluyera un renglón correspondiente a la renta o interés teniendo en cuenta la escasez o durabilidad de los factores de la producción. Pero de acuerdo con un principio económico bien conocido, una vez que esos instrumentos durables (edificios o equi­ pos) han sido asignados e instalados — tal como hemos supuesto que deben serlo a través de un plan ordenado de decisiones basadas en una

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estimación de las productividades comparativas, y no a través del “imperio del tipo de interés”— el cálculo de los “costos indirectos” provocados por ellos no tiene importancia alguna para su uso co­ rriente. La productividad máxima, por otra parte, sólo queda satis­ fecha si la producción se eleva hasta un punto en que el precio de lo producido es igual a su costo marginal. Aun tratándose de recur­ sos productivos móviles, como las materias primas, cuya asignación o distribución haya sido determinada por una forma de relaciones de mercado y no por medio de un plan, la productividad máxima queda­ ría suficientemente satisfecha si a dichos recursos se les fijara un precio equivalente al costo marginal expresado en términos de tra­ bajo en todas las etapas de su producción. E n efecto, intentar hacer un presupuesto de un renglón como el de “costos indirectos” frecuen­ temente impedirá el uso más económico de los establecimientos y equipos al limitar su utilización intensiva: una forma de restricción antieconómica que sin duda ocurre hoy día en una escala nada des­ preciable.23 23 V e r mi libro Russian E co n o m ic D eveíop m en t, pp. 1 7 6 -8 0 . Para una des­ cripción muy lum inosa del sistem a de “costos planificados” y “ precios contables” en la econom ía soviética, ver la obra de W . B . R eddaway, Russian F in an cial System . L a expresión “ costos indirectos” , necesariam ente se lia em pleado aquí de una m a­ nera un tanto im precisa. E l principio a que se refiere exigiría que en cualquier situación a corto plazo no fueran tom ados en cuenta m uchos otros renglones, ade­ más del m ero interés y la renta co m o, por ejem plo, en el caso de tom ar pasajeros adicionales en un tren sem i-vacío, cuando ni siquiera los salarios del m aquinista y del fogonero quedarían incluidos en la cu ota cobrada; o en el caso de un hotel con cuartos desocupados, en el que a los huéspedes que llegan ya m uy avanzado el día sólo se les cobrara el costo del lavado de la ropa de cam a. L a aplicación plena y lógica del principio, por consiguiente, difícilm ente resulta congruente con un sistema de precios, por lo m enos con cualquier sistema de precios uniform es y estables. E n el ejem plo citado, sin em bargo, no debe concluirse que el tren debe co ntin uar haciendo su recorrido durante todo el año si solam ente fuera posible con­ seguir pasajeros m ediante cuotas de pasaje tan bajas que no cubrieran ni los salarios del m aquinista y del fogonero. E n una fábrica, un caso análogo sería el de los sueldos del personal de oficinas y el de los trabajadores auxiliares: para cualquier clase particular de producción, éstos figurarían com o un “costo ind irecto” . P o r lo tanto, toda línea divisoria que se trace, tien e, por fuerza, que ser arbitraria. Y si se form ula una regla general, la transacción m ás satisfactoria parece ser la sugerida más arriba, que incluye los sueldos y salarios dentro de la estim ación de costo, pero no la renta ni el interés. D urbin ha planteado el problem a de las reparaciones y m antenim iento de las fábricas y su equipo. (E co n o m ic Journal, diciem bre de 1 9 3 6 .) E s cierto que el pro­ blem a lleva aparejadas dificultades especiales de contabilidad; pero no estov con­ vencido, contra lo que él opina, de que constituyan un problem a m edular. E l problem a, tal com o él lo plantea, consiste en que el m antenim iento no puede sepa­ rarse de los costos primarios de la producción corriente. Si no puede ser separado, entonces lo correcto sería incluir una estim ación de él, junto con otros costos indi­ rectos a medias, com o los salarios de trabajadores auxiliares, al h acer la estim ación de los costos m arginales, separando la depreciación de los cargos por concepto de interés. Si la producción se estuviera vendiendo a un precio que cubriera estos costos de m antenim iento, eso sería entonces una presunción de la costeabilidad de conservar el equipo de que se trata. N o tienen , a m i m odo de ver, considerable im portancia los casos en que esto pudiera estorbar el cam bio a una instalación m ás

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E l hecho de que la existencia de un mercado permita a los con­ sumidores elegir libremente y procure el instrumento por medio del cual la elección pueda influir sobre la producción, no quiere decir que una economía socialista reconozca necesariamente su soberanía ilimitada. Si bien un mercado daría quizá la base más importante para valorizar los bienes entre sí al establecer una escala de su importancia social relativa para satisfacer necesidades, ello no quiere decir que no podría ser modificada, y hasta superada por otros criterios.24 E n el caso de nuevas necesidades y del desarrollo de nuevas clases y calida­ des de bienes, el mercado no puede darnos ninguna guía directa, sino después de su aparición. Aquí el autoritarismo necesariamente tiene que imperar. La elección de los consumidores expresada a través del mercado, por fuerza resulta limitada a la elección dentro del margen de las alternativas de que se dispone. La iniciativa vendrá forzosa­ mente, y en primer lugar, del productor, a menos que llegue a con­ tarse con medios especiales — que hoy día no existen virtualmente— fuera del actual sistema que constituye el mercado y que permitan al consumidor expresar alguna iniciativa.25 E l criterio subsecuente del mercado tampoco es un factor decisivo en esta materia y el hecho de que no lo sea da lugar a un problema todavía más amplio: eLproblepequeña y m enos costosa, de donde resultaría una producción dem asiado pequeña para una planta demasiado grande, ya que cualquier reconstrucción en grande y m ás o m enos duradera de los equipos debe distinguirse de los costos primarios corrientes, y ya que las decisiones acerca de esas reconstrucciones deben tom arse en la misma form a en q u e se tom an las decisiones respecto a las nuevas inversio­ nes. D e todos m odos, ese despilfarro incidental probablem ente será m uclio m ás pequeño que el despilfarro que hoy día se deriva de la restricción que im pone un m ercado im perfecto a las em presas que tratan de obtener los m áxim os rendi­ mientos de su capital. C reo que D urbin está com pletam ente conform e con esto; sin em bargo, podría probarse tam bién que aquel despilfarro es m enor al que resulta de una restricción indebida de la utilización motivada por el intento de fijar un precio que incluya las “ganancias norm ales” de que habla D urbin. E s de hacerse n otar que este problem a de calcular tan sólo los costos m argi­ nales al decidir sobre la intensidad del uso de los establecimientos y equipos, se aplica no sólo a los casos de producción de una sola línea de establecim ientos (co m o parece sugerir R . L . H all, en T h e E co n o m ic System in a Socialist S ta te ), sino a cualquier caso en que la oferta de ese equipo no está “perfectam ente” ajustada a la dem anda ordinaria, que es lo que tie n d e , a constituir la regla, y n o la excepción en un m undo en el que la dem anda cam bia y fluctúa. 24 E l profesor Hayek m e ha interpretado atribuyéndom e el deseo de h acer des­ aparecer por com pleto la elección de los consum idores y de sustituirla por un con­ sumo rígidam ente reglam entado. (C oi/ectivisí E con om ic Píanning, p. 2 1 5 .) Y ello sólo porque sostengo: a) que la elección de los consum idores no es libre dentro del régim en capitalista, b) que el dictado de la dem anda individual expresada en dinero, com o es el caso de un m ercado al m enudeo, no es invariablem ente la m ejor guía y no necesita ser la guía exclusiva de la producción en un régim en socialista. L a interpretación del profesor Hayelc difícilm ente puede parecer razonable, y en ningún caso correcta. 25 V e r R . G . Haw trev, en T h e E co n o m ic Probíem , p. 2 0 3 : “ L a elección (de los consum idores), por regla general, resulta absolutam ente lim itada a los artículos que están a la venta, y entre éstos a aquellos de los cuales se pueden obtener infor­ mes en el m ercado.”

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ma de las alternativas no disponibles. E l hecho de que un artículo lanzado al mercado se compre por los consumidores y pueda, de ese modo, cubrir sus costos de producción, no es una prueba de que ése es, precisamente, el artículo que los consumidores hubieran prefe­ rido que se produjera con los recursos productivos de la comunidad. Puede ser que lo compren, del mismo modo que el público compra leche de mala calidad o alimentos mal condimentados o casas mal construidas, sencillamente por faíta de algo mejor. De tres artículos distintos, A, B y C , que pudieran haber sido lanzados al mercado, es probable que los consumidores, si fueran sometidos a una prueba, hubieran preferido ostensiblemente el artículo C. Pero como los pro­ ductores, en quienes descansa la iniciativa, solamente ofrecen el artícu­ lo A, los consumidores gastan su dinero adquiriéndolo. D e allí que el artículo A logre anotarse un éxito comercial, sencillamente porque aquéllos no tienen medios de expresar su preferencia por C. Es po­ sible que la mayoría de las elecciones registradas en el mercado sean, en realidad, preferencias de un orden secundario comparadas con las preferencias que los consumidores hubieran expresado si hubieran te­ nido otras alternativas a su disposición. Pero, además del problema de las nuevas necesidades, existen dos importantes aspectos en los cuales la elección de los consumidores expresada individualmente en el mercado no puede ser considerada como un criterio adecuado para determinar la utilidad social. E n pri­ mer lugar, la elección individual padece de una miopía inevitable, de­ bido, precisamente, a la limitada perspectiva de espacio y de tiempo desde la cual el individuo aislado se ve forzado a contemplar el cam­ po de las alternativas disponibles. Esta limitación con respecto al tiempo es bastante conocida, y ha sido bautizada como la deficiencia de la “facultad telescópica” del individuo con respecto al futuro, de­ ficiencia que el individuo idealmente racional no tendría.26 Pero esta deficiencia de visión parece aplicarse por igual a las oportunidades que se hallan distantes en el espacio y a las que se hallan distantes en el tiempo; y como el consumidor individual jamás tiene a la vista, excitando sus sentidos (o, por lo menos, dándole la certidumbre de su presencia de que carecen casi siempre las imágenes de las alterna­ tivas distantes), sino un margen restringido de alternativas sobre las que ejercer su facultad de elección, la preferencia individual se hallará casi siempre viciada por un cierto grado de miopía e irracionalidad. Ésta es, en verdad, la circunstancia de que se apro­ vechan tan hábilmente los vendedores al crear preferencias por los objetos que someten a la .vista del consumidor. Es éste, también, el hecho que permite que las compras colectivas o las que dirige un experto, hagan una elección que el individuo acabará por admitir como superior a la que él mismo habría podido hacer. T al es la razón, por ejemplo, de que el menú de un club o de un hotel dé más satis­ 26 V e r Pigou, E c o n om ics o í W e í/a r e , pp. 2 4 -6 7 .

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facción que los alimentos que el individuo medio hubiera elegido al impulso de su propia iniciativa. En esta medida la elección colectiva puede modificar, en alguna forma, la expresión individual de gustos o preferencias de parte de los consumidores. E n segundo lugar, existe toda una clase de cosas con respecto a las cuales el interés individual por adquirirlas, tal como se registra atomísticamente en el mercado, si no se encuentra en conflicto, por lo menos difiere del interés social o colectivo de los consumidores en general. Este caso incluye todos aquellos en los que no puede con­ ferirse un beneficio a un individuo sin beneficiar27 simultáneamente a otros, de tal suerte que el beneficio no puede ser otorgado separada­ mente a cada individuo. Los ejemplos más comunes de este tipo de cosas son los servicios continuos, más bien que los bienes separados, muchos de los cuales corresponden, y así se reconoce generalmente aun dentro de una economía individualista, al campo de la oferta colectiva basada en principios distintos de los que rigen en el mer­ cado. Ejemplo de ellos son la salud, la educación, la investigación científica, la conservación y el alumbrado de las calles, la protección contra incendios y contra el crimen. Pero esta categoría no se limita a tales servicios, pues quizá incluye muchos artículos que general­ mente son objeto de ventas en el mercado, en tanto que su oferta queda sujeta a la demanda individualista, por ejemplo, los extinguidores de fuego que compra un propietario para apagar incendios en su propia casa, no obstante lo cual evita al mismo tiempo que los edificios próximos se incendien; los silenciadores de los escapes de los automóviles; las casas cuyo aspecto puede contribuir a embellecer o a echar a perder una parte de la ciudad. Por otro lado, lo que se aplica a la salud y a los servicios de educación, bien puede aplicarse a la oferta de artículos de primera necesidad para la masa del pue­ blo, o de artículos de lujo que tienen una influencia educativa, o al contrario. Otros ejemplos incluidos dentro de esta categoría son aquellas cosas cuya oferta está sujeta a un costo decreciente a medida que aquélla aumenta, debido a la existencia de grandes unidades indivisibles de equipo no utilizadas en toda su capacidad o debido a la economía derivada de la especialización consecuente a la produc­ ción en gran escala.28 En estos casos, que son comunes y numerosos, un individuo, al aumentar sus compras, está confiriendo un beneficio incidental a los demás el contribuir a que la oferta se abarate (por ejemplo, en el uso de los transportes, o de luz eléctrica o fuerza mo­ 27 E s te b e n e ficio pued e ser, n atu ralm en te, negativo o positivo. 28 E strictam en te hablando, este argum ento no se aplica por fuerza a todos estos casos, sino sólo a aquellos que están m is sujetos a un costo decreciente a m edida que aum enta la producción. Si todas las líneas de producción estuvieran sujetas a un costo decrecien te en un grado igual y continuo, la expansión de cuales­ quiera de esas líneas n o representaría una ventaja social, ya que ello no sería sino la transferencia de m ano de obra y recursos de una a otra línea de producción, de m odo que el aum ento de costo en una, sería proporcional a su disminución en otra.

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triz; o, inversamente, en el uso de carreteras, o de los sanatorios en los que cada usuario adicional, al congestionar los servicios, representa un costo adicional para los otros). Cuando consideramos tales casos en detalle, junto con todos aquellos casos paralelos en que el deseo individual de obtener una cosa es, en gran parte, convencional y depende del hecho de que otros la desean y la poseen, descubrimos que son mucho más numerosos de lo que generalmente se cree, y hasta que es posible que compren­ dan la mayor parte de los gastos de los consumidores. Pero hay dos ejemplos especiales de este caso general que son de mucha importan­ cia, y que ameritan una mención detallada, así sea porque se les olvida con tanta frecuencia. Esos dos ejemplos consisten en el deseo de variedad y de variación, en cada uno de los cuales el interés indi­ vidual separadamente considerado en el mercado puede estar en con­ flicto con el interés colectivo de los consumidores. E n el caso de una demanda variable, la variación tenderá a incluir un costo adicional para los productores, debido a la incertidumbre con respecto al nivel de demanda con que se podrá contar y a la consiguiente incapacidad para ajustar la oferta y el equipo productivo en la forma más eco­ nómica. Del mismo modo, el gusto por la variedad de parte de los consumidores (que exige una gran diversidad de clases y tipos) pue­ de ser un motivo de que los artículos sean producidos a costo más elevado del que tendrían si su producción fuera más estandarizada. Cada consumidor, al expresar su demanda por algún tipo nuevo, estará sujeto simplemente a la influencia de la consideración de si su pre­ ferencia por un tipo frente a otro es igual a la diferencia de precio entre el tipo nuevo y el viejo y no se guiará por el hecho de que su conducta, al impedir que la producción llegue a ser tan estandarizada como podría serlo, pueda elevar el costo general de la producción de este y de otros tipos tanto para él mismo como para los demás con­ sumidores. D e cuando en cuando, igualmente, cubrirá su demanda de un tipo a otro (en el supuesto de que los precios de las varie­ dades sean los mismos) si esta variación le otorga alguna ventaja sin preocuparse de equilibrar esta ventaja con el costo extra que su versatilidad pueda representar para la industria en su conjunto que, en última instancia, le afectará tanto a él como a los demás consumi­ dores. Esta razón induce a creer que en el mercado individualista existe una tendencia hacia una mayor variación y hacia una más amplia variedad de la que requiere el interés colectivo. Esto no quiere decir, por supuesto, que la interferencia colectiva deba o tenga que acabar con la variación o variedad, sino simplemente que por encima del veredicto del mercado sería necesario dar cierta preferencia al interés colectivo si aquéllas han de limitarse a lo que el verdadero in­ terés de los consumidores demanda. No cabe duda que la teoría de la utilidad ha desviado mucho el examen que los economistas han hecho de todo este problema, creando la presunción, como la han creado, de que la demanda tiene sus

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raíces en la satisfacción final, y que los valores en un mercado abierto interpretan estas satisfacciones en su forma “óptima”. E l resultado ha sido el de conceder a este problema del “ajuste a la demanda” una importancia mayor de la que probablemente merece. En reali­ dad el ajuste de la oferta a las virtudes generadoras de bienestar que tienen distintos artículos de consumo es, en el mejor de los casos, una aproximación tan burda en cualquier sistema de mercado, que es de creerse que se ganaría más sacrificando las nimiedades del ajus­ te a un incremento genera 1 más rápido que impidiéndolo por medios enderezados a obtener un ajuste finísimo entre lo que se produce y la demanda tal como se manifiesta en el mercado. Esto no significa que la demanda no tenga cierta importancia, y en casos extremos, una muy considerable: lo único que se quiere decir es que su impor­ tancia cuantitativa quizá ha sido exagerada. Claro que es importante que la gente disponga de una variedad para escoger, y que los indivi­ duos puedan escoger de acuerdo con su gusto. Existen, además, cier­ tas clases muy amplias de artículos que los consumidores deben tener (lo que es muy importante) en proporciones bastante bien defi­ nidas: por ejemplo, la carne, en comparación con las legumbres y los cereales; habitaciones y muebles, y diversiones y alimentos. Si estas proporciones se alteran seriamente, el público puede sufrir de modo considerable. Pero de esto no se puede concluir que si los distintos artículos o variedades, dentro de estos grandes grupos, y muchos de los cuales se sustituyen entre sí, no son provistos precisamente en cantidades que correspondan a las preferencias iniciales, los consumi­ dores sufrirán un daño de orden mayor. Y, sin embargo, cuando los economistas hablan acerca de las complejidades del problema de los ajustes frente a la demanda, generalmente se refieren a estos finísi­ mos ajustes dentro de los grupos principales de artículos de consumo. Si bien yo podría quejarme de que la carne llegara a escasear, o porque me viera obligado a comer carne de puerco todos los días, me parece que ni siquiera vale la pena hablar de ello si mi cocinera me sirve carne de puerco muy a menudo, y came de res y de ternera con menor frecuencia de lo que hubiera preferido si yo mismo ordenara mi propio menú. Puede ser que yo llegara a respetar su elección eco­ nómica por encima de la mía; pero de ninguna manera podría yo llegar a afirmar que mi bienestar se lesiona apreciablemente por la divergencia entre su distribución y mi elección ideal. E n otras pala­ bras, si una demanda de carácter inelástico no queda satisfecha en las proporciones deseadas, ello constituye una falla importante. Pero ésta, en realidad, es la demanda de artículos de consumo indispen­ sable de un tipo más amplio cuyo grado de necesidad es más fácil­ mente calculable y que, por lo general, es de una uniformidad tan constante como inelástica, de manera que la oferta puede ser ajustada rápidamente sobre la base de la experiencia. Por otra parte, los artícu­ los de lujo y la multitud de variedades de cada uno de los grandes tipos de consumo, en los que la estimación de la demanda y sus

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cambios constituyen, sin duda, problemas más complicados son, pre­ cisamente, las cosas caracterizadas por una demanda elástica, de ma­ nera que la pérdida en que se incurre por un ajuste de la oferta que da a los consumidores demasiado de una cosa y muy poco de otra, resulta pequeña en términos relativos. En los casos en que el ajuste de la oferta a las preferencias es importante, es al mismo tiempo, relativamente fácil, y en aquellos en que es difícil, su impor­ tancia es menor también relativamente. Nuestra conclusión, por lo tanto, parece ser que las leyes de una economía socialista serán distintas, en lo esencial, de las de una eco­ nomía capitalista, por la razón de que los factores que, por hipótesis, son desconocidos e incognoscibles para quienes toman las decisiones determinantes en esta última, son conocidos dentro de la primera, así como porque algunas de las que se consideran como variables dependientes en la economía capitalista y, por tanto, como acciones y hechos determinados por los datos conocidos, en la economía so­ cialista llegan a estar controladas y sujetas a decisiones conscientes; de ahí que sean susceptibles de clasificarse dentro de los datos mis­ mos del problema. ¿Quiere decir esto, entonces, que no se puede postular ninguna ley económica de un sistema socialista, que los he­ chos dentro de ese sistema tendrán que ser arbitrarios y que todo lo imaginable puede ocurrir? ¿Quiere esto decir que la simple espera de la tempestad bastará para desatarla? Es evidente que no. Cuando Engels se refiere a la transición histórica del capitalismo al socialismo como a una transición “del reino de la necesidad al reino de la li­ bertad”, es claro que no aludía al reinado absoluto de la libre e ilimitada elección. Es de creerse que se refería a que en la economía capitalista la voluntad individual es ciega y los seres humanos in­ conscientes agentes de las leyes objetivas del mercado; mientras que en la economía socialista el hombre, poseyendo colectivamente los instrumentos de su destino, se halla consciente de las leyes que lo limitan. Por ello, también, conscientemente ajustará su conducta a sus propósitos. ¿Cuáles serán, entonces, esas leyes que limitarán los hechos eco­ nómicos y cuyo conocimiento permitirá, a la vez, un control más perfecto de esos hechos? Es claro que esta pregunta no puede con­ testarse a pliori, excepto en términos de analogías tan generales y abstractas que su uso resulte muy limitado. Lo que serán tales leyes en su plena concreción sólo podrá averiguarse teniendo a la vista los problemas reales de una economía planeada, así como la clasificación y análisis de la experiencia que aquéllos ofrezcan. Sin embargo, algo puede decirse con respecto a la forma general que tendrán dichas leyes. Con apoyo en nuestro conocimiento de los elementos esen­ ciales de una economía socialista, es posible, además, definir algunas de las relaciones que necesariamente quedarán incluidas. E n una so­ ciedad individualista las leyes económicas postulan que, dadas ciertas condiciones de la naturaleza y de la técnica, y ciertas preferencias

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de los consumidores, los seres humanos, en su calidad de productores, se conducirán de cierto modo y que su conducta se expresará en cier­ tas relaciones de valor. E n una economía socialista, por el contrario, postulan que, dado cierto propósito, una determinada dirección de la conducta habrá de lograrlo en vista de la naturaleza de las relaciones que existen entre los objetos materiales, y entre estos objetos y la organización humana. Mientras que la Economía Política que nos­ otros conocemos se preocupa de precisar la forma de la conducta de los seres humanos (conocidos ciertos datos respecto a la situación), es de presumirse que las leyes económicas del socialismo habrán de preocuparse del modo de conducirse de los materiales que maneja el hombre, ya que ellos serán los que determinen las fuerzas de éste, y también (dados los propósitos) sus acciones. Es en este sentido, a mi modo de ver, en el que se puede decir que las relaciones deter­ minantes que gobernarán la actividad económica serán predominan­ temente de carácter técnico. Podría parecer, a primera vista, que esta diferencia, tal como se acaba de expresar, es una diferencia de forma y no de sustancia; v que si primero se postula el propósito y después se descubre la si­ tuación material que engendra, es una simple reversión del proceso de estudiar las situaciones para luego deducir los resultados a que darán origen a diversos tipos de situaciones materiales. En un sentido restringido esto es cierto; pero es muy importante recordar que, cuan­ do aquí hablamos de “propósito”, éste no puede concebirse como algo arbitrariamente postulado, sino que el “propósito” mismo estará con­ dicionado y seleccionado por la situación de la cual forma parte. Pero no ir más lejos sería negar que la acción humana y las formas que adopta son parte integrante de la situación; sería negarles toda influen­ cia independiente sobre los hechos. En realidad, el orden de las dos afirmaciones de la ley al que nos hemos referido no es una cuestión puramente formal; y sostener que los dos son idénticos es desconocer el hecho de que la diferencia en el orden de sus afirmaciones implica una diferencia real: la de que en una economía socialista surgirán ciertas nuevas relaciones y, por tanto, nuevas posibilidades en la for­ ma de un nuevo tipo de organización social. E l hecho mismo de que se comience con el propósito y en seguida se proceda a postular la conducta apropiada a la situación, implica que existe una nueva relación entre los hombres que otorga al propósito colectivo un nue­ vo significado. E l contraste puede asimilarse, tal vez, al problema de calcular la ruta de un barco abandonado al azar y la de otro gobernado por su capitán y su tripulación. E n el primer caso, el derrotero se determinará gracias a los datos necesarios relativos a los vientos y corrientes. Cualquier concepto de voluntad o de pro­ pósito es indiferente, aun si a bordo del barco hay uno que otro náufrago. En el segundo caso, los datos relativos a los vientos y co­ rrientes siguen teniendo importancia; pero los propósitos y los ins­ trumentos de que disponen ya no son indiferentes. No quiere ello

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decir que sean omnipotentes: muchos propósitos según los datos serán imposibles, en tanto que otros habrá que rechazarlos por su escasa posibilidad de realización.29 Pero el hecho mismo de que el propósito figure como un factor importante, depende de la existen­ cia de nuevas relaciones entre el hombre y los elementos y de la po­ sibilidad de que ocurran nuevos tipos de hechos (por ejemplo, la posibilidad de navegar en contra del viento); y dado el propósito ele­ gido, por una parte, y la naturaleza del viento y del mar, por la otra, y dado también el tipo de nave y de sus velas, es posible determinar una línea de acción que realice el propósito del modo más efectivo. Existirá, entonces, una ciencia de la navegación, que será algo más que las leyes de los vientos y de las mareas. Cuando se plantea la pregunta: ¿un plan económico es un programa de lo que se intenta o es, simplemente, una previsión científica?, la respuesta sólo puede ser que es ambas cosas. Lo que se olvida frecuentemente es que el género de previsión sobre el cual se basa un plan tiene que incluir entre sus datos la consideración de que el plan mismo es una de las influencias que determinan la constelación de hechos. Probablemente se diga que las leyes de este género no corres­ ponden propiamente a la esfera de la economía, sino al campo de la tecnología, aunque parece no existir ninguna razón válida que jus­ tifique este punto de vista. Por supuesto, que habrá un género de problemas que no es idéntico al de los problemas de la tecnología tal como se acostumbra considerarlos: una clase de problemas cuyo nombre más adecuado podría ser, quizá, el de estadísticas económi­ cas. Hoy día ya existen estudios que parecen ser un prototipo de lo que será esa ciencia más amplia. M e refiero a las investigaciones sobre la alimentación, el presupuesto familiar, la población, así como a los estudios sobre la capacidad productiva que van adquiriendo una im­ portancia creciente, y que van pasando del estado preliminar de la descripción pura al de la construcción de generalizaciones elementales capaces de constituir el germen de una ciencia futura. Es de presu­ mirse que una economía socialista requiera y fomente un gran des­ arrollo de tales estudios con el propósito de recopilar y generalizar los datos para el trabajo de planificación, de establecer las relaciones entre los distintos elementos de una situación dada, y de formular principios para determinar lo que, en dicha situación podría y no podría hacerse, y qué actos serían capaces de producir un resultado determinado. Las leyes económicas, consideradas como generaliza­ ciones del comportamiento de situaciones particulares, habrán de ser el resultado de estudios concretos de las situaciones particulares mis­ mas. E l conocimiento de cómo planificar habrá de adquirirse por medio de la experiencia sistematizada de la planificación real y efec29 P o r supuesto que si los propósitos se definen con bastante precisión, por ejem plo, llegar a un puerto determ inado en una hora y día dados, ni antes ni después, lo m ás que se podrá lograr será uno de ellos en cualquier situación par­ ticular, y dada la situación, tanto la acción co m o el propósito serán determ inados.

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tíva, no de otra manera. Querer adivinar lo que tales leyes serían y, aun más, intentar formularlas dogmáticamente sobre la base de falsas analogías con las situaciones totalmente distintas del mundo capi­ talista, no puede dar ningún buen resultado y sí puede dar lugar a erróneas interpretaciones. Si se preguntara qué función desempeñaría la Economía Política considerada como una teoría del valor, me atrevería a responder que su papel sería muy pequeño y hasta nulo; pero en todo caso, rápida­ mente decreciente. Una vez más, toda posición dogmática negativa sería tan inconveniente como cualquier posición afirmativa. Sin em­ bargo, en algunas partes de este libro se ha sostenido que la teoría tradicional del valor fue un intento de describir el funcionamiento de la economía individualista en una forma determinista, para demos­ trar lo cual descansaba en la postulación de ciertos datos peculiares de un sistema individualista. La teoría describía las relaciones “nece­ sarias” que en una situación dada surgen “automáticamente” como resultado del juego recíproco de numerosas fuerzas independientes .que actúan en el mercado, y sin proponerse ese resultado consciente­ mente. La teoría del valor apareció como una teoría de la libre com­ petencia, y aunque se han introducido modificaciones subsecuentes para dar cabida a los elementos de monopolio, las afirmaciones de­ terministas que hace descansan todavía, para su validez, en la exis­ tencia de grandes áreas abiertas a la competencia (en el sentido de decisiones independientes y difusas) dentro del sistema económico.30 Pero lo esencial de una economía socialista consiste en que las prin­ cipales decisiones que gobiernan la inversión y la producción están coordinadas y unificadas y no se encuentran dispersas entre numerosos individuos autónomos. Es cierto que pueden quedar algunos sectores de competencia dentro de una economía socialista. Por una parte, los consumidores que hacen sus compras en un mercado libre que vende al detalle y, por otra, la influencia que ejercen sobre los tra­ bajadores, al elegir ocupación, las diferencias de salario. Pero el con­ traste fundamental reside en que éstos sectores de competencia son externos al mecanismo mediante el cual se toman las decisiones prin­ cipales, que implican los problemas más vitales del sistema econó­ mico: las decisiones que en una sociedad capitalista figuran como decisiones de los empresarios, en tanto que en una economía socia­ lista constituyen el plan económico. A menudo olvidamos que los postulados más importantes de la ley del valor se refieren a la con­ ducta de los empresarios, esto es, al modo en que su conducta se ve afectada por ciertos cambios, como los impuestos, o la alteración de los costos y de la demanda. Sus actos, como reguladores de la 30 A un en el hipotético “ m undo de los monopolios” de la señora R obinson existe una com petencia entre los m onopolizadores de las diversas industrias. (E c o n o m ics o í I m p e ríe c t C o m p etítio n , p. 3 0 9 .) Ed gew orth sostenía que, aun en este caso, 1os datos no bastarían para producir un resultado determ inado si los m on o­ polios com petidores fueran unos cuantos. (V e r C oilected Papers, vol. I , pp. 1 3 6 -3 8 .)

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producción y, a la vez, su efecto sobre la participación de los dis­ tintos factores de la producción, han constituido el foco de interés. Es precisamente acerca de esta esfera de la que nada importante podría decirnos ninguna teoría del valor en una economía socialista, aun si algo le quedara por decir acerca del medio ambiente dentro del cual funciona el mecanismo planificador. Supongamos que en la economía capitalista se fusionaran todas las decisiones de los em­ presarios, y que toda la producción estuviera controlada por un enorme monopolio (a íoitiorí si se supone que también es el dueño de todo el capital y de todos los recursos naturales): ¿quedaría algo de ver­ dadera importancia que pudiera agregar la teoría económica tal como existe hoy, excepto que este monstruo trataría de extraer de nos­ otros todo el provecho posible a cambio de la menor retribución, y que esto podría lograrlo más fácilmente tratando por separado con cada uno de nosotros de acuerdo con las variaciones de nuestros gustos y aversiones, de nuestros ingresos y de nuestro estado físico?31 No hablo aqui de una teoría del valor como una simple álgebra de las elecciones humanas o como una pauta de toda acción racional. Lo que ésta tiene que decir parece hallarse bastante atenuado, cual­ quiera que sea la forma de sociedad; y cualquier facultad de pre­ dicción que pueda poseer será probablemente tan pequeña, y no más, en una economía socialista, que la que tiene actualmente. Esto no equivale a negar que ciertas piezas del aparato que usan los eco­ nomistas, (por ejemplo, elasticidades y funciones de producción) se emplearían como parte del esqueleto de generalización. Ese aparato, de carácter formal, fue tomado de las matemáticas y no es, en modo alguno, la creación peculiar de los hechos económicos; pero tampoco es el esqueleto de la estructura, sino el contenido real, lo que cons­ tituye la ley y determina la diferencia entre una ley y otra. Tampoco ha de negarse, por fuerza, que pueden postularse por simple deduc­ ción y analogía cualesquiera relaciones con respecto a una economía socialista. Creo que es posible describir desde luego ciertas relacio­ nes. M e atrevería a decir, simplemente, que tales postulados son ele­ mentales, y que apenas pueden considerarse como los prolegómenos de estudios futuros. No pueden hacer más que definir las condicio­ nes de congruencia entre las distintas categorías en cuyos términos definimos el problema. No bastan para predecir cómo habrá de comportarse todo el sistema en su conjunto. Aceptarlos equivale, sim­ plemente, a decir que las partes integrantes del sistema serán interdependientes, y que esta interdependencia tendrá características par­ ticulares. Aun así, las afirmaciones de esta clase deben considerarse como provisionales, ya que un conocimiento más profundo podrá 31 L a señora R obinson concluye que si en su "m u n d o de los m onopolios” los diversos m onopolizadores hicieran causa co m ú n , “ el poderío de los m onopolios sería entonces tan grande que su ejercicio sólo podría ser restringido por el tem or de provocar una revolución, sin que podam os hacer un análisis preciso de lo que podría ocurrir. (O p. cit., p. 3 2 6 .)

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descubrir que las categorías por medio de las cuales hemos definido la situación son falsas o incompletas. E l primero de esos postulados es el axioma simple de que el valor total en dinero de los artículos para el consumo, debe ser igual al ingreso-salario total durante un periodo determinado (suponiendo que los salarios son la única forma de ingreso monetario personal y que ninguna fracción de este ingreso se atesora voluntariamente). Si esta igualdad no se mantiene, entonces el mercado de consumo, en un caso, tendrá que acumular existencias de artículos no vendidos, o en otro, tendrá que limitarse medíante alguna forma de raciona­ miento que imponga una acumulación del margen de ingreso no gas­ tado. Esto puede expresarse en la fórmula:

x = I -

G.

en la que G representa el valor de los bienes de consumo, I el ingresosalario total, en tanto que x, si es positivo, representará el margen de ingreso acumulado no gastado, y si es negativo, la acumulación de existencias de artículos no vendidos. D e esto se desprende que si, cuando I = G, los individuos deciden voluntariamente atesorar una

y proporción de su ingreso representada por — (por ejemplo, aumen­ tado los depósitos en bancos de ahorro), sucederá una de dos cosas: o se- acumulará una porción de G como existencias de artículos no vendidos, o los precios de los artículos se reducirán por fuerza en una cantidad media igual a:

Continuando dentro del supuesto de que los salarios pagados durante el proceso de la producción (incluyendo transporte, adminis­ tración, distribución) constituyen la única forma de ingreso mone­ tario personal, se comprenderá que I será una simple función del volumen total de la fuerza de trabajo (T ) , del nivel de salarios (s) (ya sea sobre la base de trabajo a destajo o trabajo por tiempo) y la cantidad de trabajo ejecutado por unidad de tiempo por el traba­ jador medio (que indicaremos con la letra Je). Si una proporción de la fuerza de trabajo se emplea en nuevas construcciones o en aumen­ tar las existencias de mercancías semi-acabadas en proceso de pro­ ducción, habrá que concluir entonces que la industria en general obtendrá una ganancia igual a G , después de tomar como costos los salarios pagados en la producción ordinaria y los costos-salario de la reparación y mantenimiento ordinarios del equipo. E n otras pala­ bras, la relación entre costos y entradas respecto a todas las mer­ cancías producidas en el periodo, dependerá de la proporción de la

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fuerza de trabajo que se transfiere a las nuevas construcciones o que se destina a aumentar la corriente de mercancías en proceso de pro­ ducción que no han alcanzado todavía su última forma.32 E n los casos en que