Una Filosofia Del Derecho En Modelos Historicos

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mía filosofía del derecho odelos históricos tíc ia anligiieelad aJo s.iu ip io s del cc-hs ím icioiialisnio

E D IT O R IA L T R O T T A

C O L E C C IÓ N EST R U C T U R A S Y P R O C E SO S S e r i e O e re c h o C o n se jo A s e s o r :

Perfecto A n d rés Joaquín A paricio A ntonio Baylos Juan-Ram ón Capella JuanTerradÜlos

Primera edición: 20 02 Segunda edición revisada: 20 09 © Editorial Troita, 5.A., 2002,. 2 0 0 9 * Ferraz, 55. 2 8 0 0 8 Madrid. Teléfono: 91 54 3 03-61 .Fax: 91 543 14 88 E-mail: [email protected] http://www.trotta.es © Alfonso Ruiz Miguel, 2002 ISBN: 9 7 8-84 -81 64-570^5 Depósito Legal: M -4 2 .24 8 -2 0 0 9 Impresión Fernández Ciudad, S.L

CONTENIDO

P resen tación ..................................................................................................

11

1. L a É p o c a C l á s i c a ................................................................................ I. El iusnaturalismo antiguo............................................................... II. Las concepciones del Derecho en el pensamiento romano ..

17 57

2 . L a E dad M e d ia ..............................................................................................

'75

I. La ciencia del Derecho m edieval................................................ II. El modelo iusnaturalista m edieval..............................................

75 110

3 . L a E d a d M o d e r n a ............................................................................... I. El modelo iusnaturalista moderno .............................................. II. El Derecho y el Estado racionales..............................................

169 169 239

B ibliografía ..... .............................................................................................. Indice de au tores ......................................................................................... Indice de m a terias ................................................................................ . Indice g en era l ................................. .............................................................

307 315 323

17

293

A E lia s D íaz, y a « v iejo m aestro»

PRESENTACIÓN

Yo, pues siempre que pude, me conduje con el mayor empe­ ño como amante e investigador de la antigüedad; de donde aconteció que al enseñar cosas antiguas inauditas para mu­ chos, fui llamado inventor de cosas nuevas. Francisco Sánchez, El Brócense, Paradoxa (1582)

Este libro tiene un origen y una finalidad didáctica. Los tres capítulos que lo componen constituyen una primera entrega de un curso com­ pleto de Filosofía del Derecho enfocado históricamente. Después de haberlo explicado en las clases de un curso cuatrimestral a partir de 1993, sin pasar nunca de la Edad Moderna, durante los dos pasados cursos ha estado disponible una versión en Internet que, salvo algu­ nas sesiones para debatir problemas y dudas, me ha permitido empe­ zar las explicaciones por el siglo X IX . Parte de las razones que me llevaron a adoptar un enfoque histórico para enseñar la Filosofía del Derecho tienen que ver con la multiplicación de asignaturas a que dieron lugar los nuevos planes de estudio en la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid. Sin necesidad de entrar en detalles menores, el análisis predominantemente conceptual propues­ to en los programas de Filosofía política, Metodología y teoría de la argumentación jurídica, Etica y derechos humanos e, incluso, Socio­ logía jurídica, animaba a evitar repeticiones mediante la adopción de un enfoque distinto. Que ese enfoque fuera el histórico tiene que ver con la otra parte de las razones que me llevaron a adoptarlo, que reside, sencillamente, en la convicción de la importancia de la pers­ pectiva histórica para una cabal comprensión de los problemas de los que se ha ocupado siempre la Filosofía del Derecho.

Aun así, desde un principio, el modo de abordar los temas que adopté pretendía estar más preocupado por los conceptos y su análi­ sis que por la historia misma, incluido el contexto general y político de cada época. Eso es en parte inevitable en cualquier historia de la filosofía, aunque sea del Derecho, si (según creo recordar) tenía ra­ zón Maitland, el historiador del Derecho, cuando dijo que había em­ pezado a estudiar historia muy tarde porque sus primeros estudios de historia de la filosofía no contaban como historia. En otra parte, sin embargo, era perfecta y deliberadamente evitable, si por historia de la filosofía del Derecho se entiende hacer un recuento práctica­ mente exhaustivo de todas las corrientes y autores que en el mundo han sido. Por eso, el esquema básico seguido estudia grandes mode­ los históricos de pensamiento antes que autores o, si se quiere, mo­ delos que se encarnan en ciertos autores antes que autores sin más. Luego, con la intención de ayudar a los estudiantes — al riesgo, quizá dudoso, dé desmentir a Maitland— , me ha parecido imprescindible ir añadiendo aquí y allá algunas referencias, si bien someras, a la historia general, sobre todo en sus aspectos políticos y jurídicos. En su estructura, este libro sigue la división de las grandes épo­ cas en las que es convencional dividir a la historia occidental, que aquí abarcan tres capítulos dedicados a la época clásica, a la Edad M edia y a la Moderna. Tomando tales épocas a modo de simples perchas y no de trajes que deban ajustar como un corsé, se propone una selección de los grandes modelos teóricos que las caracterizan: el modelo de justicia aristotélico, la jurisprudencia romana, el mo­ delo iusnaturalista medieval, el modelo de ciencia jurídica medie­ val, el iusnaturalismo moderno, el modelo de Derecho kantiano y la codificación y el constitucionalismo. En ese estudio se da parti­ cular relevancia, cuando es oportuno, al estudio de algunos autores que, a veces, configuran casi en solitario el paradigma del modelo, como ocurre con Aristóteles, Tomás de Aquino o Kant. Otras ve­ ces, sin embargo, la escena se llena de un mayor número de perso­ najes sin un protagonista señalado, y así ocurre en los modelos de jurisprudencia romana y medieval y en el modelo político del ius­ naturalismo. Pero junto a la división en épocas se ha utilizado otra, dentro de cada época, para presentar en paralelo la historia de dos objetos distintos, que configuran las dos partes en que se divide cada capítu­ lo: la historia de las teorías de la justicia, que en gran medida se identifica cón la de las ideas políticas y que afecta sobre todo al ámbito del Derecho público; y la historia de las doctrinas sobre el Derecho, centradas en su concepto o naturaleza y en los métodos de

su interpretación y aplicación, que tiene un carácter más propiamen­ te jurídico y ha tendido a estar más próxima al ámbito del Derecho privado. Se trata, en realidad, de dos partes muy relacionadas, y en ocasiones entrelazadas en distintas direcciones. Así, mientras el mo­ delo de justicia griego y romano influye más en el modelo de juris­ prudencia romano que a la inversa, y algo similar ocurre en el caso del modelo iusnaturalista, en el pensamiento medieval las concepcio­ nes sobre la política, la justicia y el Derecho se entreveran tanto en el pensamiento ..teológico-filosófico como en el jurídico. Por eso en el caso medieval era posible, además de oportuno, invertir el orden del pri­ mero y del tercer capítulo y comenzar por el modelo de ciencia jurí­ dica medieval en vez de por el modelo sobre la justicia. En su contenido, los modelos analizados en cada época tienen, naturalmente, sus particularidades históricas, y así debe destacarse en la exposición de las visiones concretas que los caracterizan: así, sería imposible dar cuenta del modelo aristotélico sin hablar del finalismo o del tomista sin el referente teológico, de igual modo que en la jurisprudencia romana ha de subrayarse su carácter casuístico y en la medieval el dogmático, o en el modelo racionalista los rasgos del individualismo y el contractualismo. Sin embargo, junto a las particu­ laridades, el enfoque del libro, y del curso del que forma parte, insiste en unos pocos hilos conductores que constituyen fragmentos centra­ les de la historia occidental de las ideas político-jurídicas: los funda­ mentales son, aparte de la evolución básica de las ideas de justicia y de interpretación jurídica, la eterna discusión sobre la objetividad o convencionalidad de los valores, la compleja y cambiante visión de las relaciones entre sociedad y Estado, la también compleja relación entre Derecho, costumbre y ley, el debate sobre el papel de la volun­ tad y de la razón en el Derecho, el surgimiento moderno de la idea de derechos y su plasmación jurídico-política, la evolución de las con­ cepciones sobre las formas de gobierno, el inicio del contraste entre el principio liberal y el democrático, las variables posiciones sobre la obediencia y la desobediencia al Derecho o, en fin, el nacimiento y desarrollo de la idea de Derecho internacional y del concepto de soberanía. No por casualidad, se trata de los principales temas que deben aparecer en cualquier programa sistemático de Filosofía del Derecho y de sus materias aledañas. Sin sujetarlos a tal orden siste­ mático, ésos son los conceptos fundamentales que se irán exponiendo en esta historia. Aclarado de antemano el enfoque'que he creído preferible adoptar, no se me oculta su disputabilidad. En la historia del pensamiento, como en la historia en general,, se puede buscar sobre todo lo particular, esto

es, lo que resulta peculiar y específico en un momento y lugar o en autor o corriente, como también cabe tratar de descubrir lo universal o, al menos, los hilos comunes y convergentes que van tejiendo ideas que fraguan de un modo que tiende a trascender lugares y épocas. Esa oposición se manifiesta en la tensión entre la visión que privilegia los momentos de transformación y aun de revolución y la que atiende so­ bre todo a la continuidad y la tradición. Ambos polos son legítimos, por más que el distinto peso que se ponga en uno u otro dé lugar a posiciones opuestas sobre la historia, que tanto puede verse como una inconmensurable colección de momentos con valor por sí mismos y en realidad difícilmente comprensibles desde fuera cuanto como una su­ cesión de antecedentes y consecuentes que giran recursivamente bajo el imperativo de que no hay nada nuevo bajo el sol. Si fuera forzoso elegir entre los dos puntos de vista, elegiría el segundo recordando aquel pen­ samiento de Maquiavelo de que «el mundo siempre ha estado habitado por hombres que siempre han manifestado las mismas pasiones». No obstante, también moderaría esta opinión con la convicción de que, invirtiendo la idea de Rimbaud de que la sociedad no puede cambiarse pero el hombre sí, algunas instituciones sociales, sólo algunas, pueden hacer mejores a los hombres. Junto a lo anterior, la relación entre nombres y conceptos está plagada de trampas, pues a veces las viejas ideas aparecen en odres nuevos y las nuevas ideas en odres viejos. En la historia del pensa­ miento nombres y temas aparentemente inalterados tienen en reali­ dad diferentes contenidos, mientras que conceptos y teorías viejos pueden seguir siendo actuales bajo distintos nombres; tal vez tenía razón Tocqueville en que «la historia es una galería de cuadros con pocos originales y muchas copias». La gracia está en lograr ver las modificaciones y contrastes que entre originales y copias la imagina­ ción humana ha producido al servicio de diferentes ideales y modelos del hombre y la sociedad. Aunque este libro tiene una primaria y evidente función didácti­ ca, admite varios niveles de lectura, y particularmente dos: uno más básico, que se sigue con el texto en el tipo de letra más grande, y otro más detallado, que incluye también las notas a pie de página y algu­ nas de sus remisiones y ampliaciones, que son sólo «para nota»1. Pero 1: Debo precisar — en nota, naturalmente—■que en el curso hay esencialmente dos tipos de notas al pie: las de ilustración, que completan la información del texto con alguna cita relevante o con algún dato de interés o curioso para cualquier lector, y las de precisión o erudición, que incluso en un texto dirigido a estudiantes el autor no se ha resistido a evitar por no saber escribir sin imaginarse a veces a su espalda los comentarios y gestos de sus colegas ante afirmaciones quizá demasiado simples o expe-

junto al texto en letra grande se espigan abundantes citas textuales, destacadas en párrafos sangrados con un tipo de letra más pequeño, casi siempre de los clásicos estudiados. A pesar de que la experiencia de clase me dice que, en su mayoría, los estudiantes suelen atender mucho menos a la lectura de estas citas que a mis explicaciones y glosas, debo desalentar esa tendencia recomendando su lectura como básica, aunque sólo sea porque tales citas son más ricas y brillantes que mis explicaciones, que ya quisieran sentarse en los hombros de los clásicos. Pero tales citas están pensadas también para invitar a una lectura mucho más profunda: la lectura directa de los clásicos. En el soberbio ensayo Por qu é leer los clásicos, que a su vez invito a leer, . Italo Calvino propone hasta catorce definiciones de las que, para abrir boca, cabe aquí recordar algunas: 2. Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez. 6. Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir. 8. Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discur­ sos críticos, pero que ia obra se sacude continuamente de encima. 13. Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo (Por qué leer los clásicos, pp. 13-20).

Pero la razón con la que más profundamente se puede identificar este curso, en su contenido y en su forma, la ofrece el mismo Calvino en una aclaración que, no tolerando glosa, bien merece concluir esta presentación: ditivas. Aunque uno y otro tipo puedan parecer similares, cada lector que se adentre en ellas sabrá distinguirlas conforme al interés y la comprensión que le susciten. Casi no hará falta añadir que soy bastante partidario de poner notas al pie, y de dar esa libertad a los autores a cambio de dar a los lectores la correlativa libertad para leerlas o dejarlas: alguien adverso a las notas ha dicho que, para el lector, son como oír un ruidillo en el sótano cuando se está haciendo el amor, pero, aparte de lo desmesurado de esta segunda comparación, una llamada a nota es apenas un corto y suave sonido que avisa al lector de que hay un paréntesis lo suficientemente largo como para estor­ bar en el texto y en el que puede adentrarse o dejarlo pasar. Lo anterior significa que, salvo alguna contada excepción, no se encontrarán notas dedicadas a referencias bibliográficas, que se hacen en el texto entre paréntesis lo más brevemente posible, usando las mínimas palabras indicativas del título e, inclu­ so, sin referencia al título cuando no se trata de clásicos y el autor figura en la biblio­ grafía con una sola obra. A la eventual hora de buscar alguna de las referencias en la bibliografía, téngase en cuenta que en ella se han separado las obras de los clásicos de las restantes obras citadas.

Naturalmente, esto ocurre cuando un clásico funciona como tal, esto es, cuando establece una relación personal con quien lo lee. Si no salta 'la chispa, no hay nada que hacer: no se leen los clásicos por deber o por respeto, sino sólo por amor. Salvo en la escuela: la escuela debe hacerte conocer bien o mal cierto número de clásicos entre los cuales (o con referencia a los cuales) podrás reconocer después «tus» clási­ cos. La escuela está obligada a darte instrumentos para efectuar una elección; pero las elecciones que cuentan son las que ocurren fuera o después de cualquier escuela. Los Peñascales, 9 de julio de 2 0 0 2

I. EL IUSNATURALISMO ANTIGUO

La primera teoría de la justicia que merece tal nombre está asociada al proteico concepto de Derecho 'natural. Teoría de la justicia y Derecho natural nacen con la filosofía griega. En un esquema idea­ lizado y, por tanto, simplificador de la evolución de la filosofía griega a propósito de la idea de justicia y del Derecho natural, se puede tomar como central lo que se ha llamado «modelo aristotélico» de justicia iusnaturalista. En ese modelo se contienen ya algunos de los rasgos más importantes de una concepción que abarca incluso el pensamiento dominante en la Edad Media, hasta el punto de que se ha podido contraponer el modelo aristotélico al modelo iusnatura­ lista moderno considerando a la filosofía medieval como un mero desarrollo del primero (Bobbio, «Modelo», p. 97). A pesar de ello, aquí se ha preferido hacer un lugar aparte al modelo medieval porque la teologización del pensamiento y los importantes cambios políticos y jurídicos de esa época marcan significativas diferencias que convie­ ne destacar. En la primera parte de este capítulo, dedicada a la concepción clásica del Derecho natural, la exposición se divide en tres epígrafes: 1) a modo de antecedentes del modelo aristotélico, síntesis de la evolución desde el llamado período cosmológico de la filosofía griega hasta Platón; 2) el modelo aristotélico; y 3) síntesis de la evolución posterior a Aristóteles, bajo el título sintético de «estoicismo y cris­ tianismo».

1. D e l

p e r ío d o c o s m o l ó g ic o a

Pla tó n

Es un lugar común citar la indistinción de naturaleza (physis) y sociedad (n o m o s: literalmente, «norma») en los comienzos del pen­ samiento griego. Ese lugar común no sólo es clarificador sino también importante, porque la compleja relación naturaleza-sociedad — o, mejor, las distintas formas de verla o entenderla— expresa un motivo recurrente que, con sus variantes y complejidades, constituye un elemento duradero en el enfoque de la pregunta por la justicia que estará presente en Aristóteles, en el estoicismo y en la escolástica medieval. En su significado más simple y primitivo la unidad entre natu­ raleza y norma social es el producto de una concepción precientífica que concibe al mundo natural a imagen y semejanza del humano. Tal concepción antropomórfica o animista del mundo natural hu­ maniza a la naturaleza y a los dioses, usualmente indiferenciados de los fenómenos naturales, como el sol, la lluvia, el viento, etc., que se creen movidos, por pasiones similares a las humanas (Conford, cap. 1; y Guarraccino, § 2.5). Esta concepción, propia de visiones mágicas o mítico-religiosas, es seguramente universal en todas las culturas, y puede observarse también en la Biblia, por ejemplo en el diluvio o en las siete plagas de Egipto como castigos divinos. Si atendemos al testimonio de Hesíodo, el poeta griego de finales del siglo VIH a.C., la justicia, D ike, aparece personificada como una virgen hija de Zeus y de Them is (orden) y el apartamiento por parte de los hombres de lo que aquélla ordena provoca males naturales en la sociedad: [...] la justicia termina prevaleciendo sobre la violencia, y el necio aprende con el sufrimiento [...]; cuando IaD i¿e [la justicia] es viola­ da se oye un murmullo allí donde la distribuyen los hombres devoradores de regalos [los malos gobernantes^e interpretan las normas con veredictos torcidos. Aquélla [Dike] va detrás quejándose de la ciudad y de las costumbres de sus gentes, envuelta en niebla, y cau­ sando mal a los hombres que la rechazan y no la distribuyen con equidad (Trabajos y días, 215-224). Grábate tú esto en el corazón; escucha ahora la voz de la justicia (Dike) y olvídate por completo de la violencia. Pues esta ley (nomos) impuso a los humanos el Cronión [Zeus]: a los peces, fieras y aves voladoras, comerse los unos a los otros, ya que no existe justicia entre ellos; a ios hombres, en cambio, les dio la justicia, que es mucho mejor (ibid., 275-279).

Esta indistinción entre leyes naturales y sociales, entre el mundo natural y el humano, hoy nos es extraña por el proceso de «desencanta­

miento» del hombre moderno como efecto del mayor conocimiento científico, que apenas deja sitio al mito (Weber, pp. 198 ss.). Por eso hoy distinguimos casi sin pensarlo entre las relaciones de causalidad y las de im putación (Kelsen, ¿Qué es’j usticia?), conforme a las que inter­ pretamos de manera bien distinta el accidente y la multa como conse­ cuencias del exceso de velocidad. Sin embargo, ese proceso de diferen­ ciación ha sido largo y, precisamente, comienza con la filosofía griega, que nace como progresiva separación del pensamiento de la concep­ ción mítico-religiosa. Y, precisamente, en ese proceso de separación la relación en tie nom os y physis se constituye como uno de los principa­ les focos de discusión, dando lugar a propuestas a veces de distinción, como en los sofistas, y a veces de compleja interrelación, aun con dis­ tintos acentos, cómo en Heráclito, Platón, Aristóteles o el estoicismo. 1.1. E l períod o cosm ológico (siglos vr-va.C .): H eráclito Hacia los siglos VI y V a.C., con lo que suele considerarse el comien­ zo de la filosofía — en el llamado período cosmológico, que se pre­ gunta por el origen físico de las cosas— , la indistinción entre physis y nom os se presenta de una forma más elaborada y abstracta que en las visiones animistas y en una relación inversa: en vez de humanizar a la naturaleza, que es lo propio del animismo, los primeros filósofos griegos más bien tienden a naturalizar al hombre y a la sociedad, que comienzan a ser vistos como sometidos a leyes equivalentes a las re­ gularidades naturales entonces observables, como la alternancia entre el día y la noche o la recurrencia de las estaciones del año y de los períodos lunares. El elemento clave y nuevo en este sometimiento del hombre a lo natural está en la aparición de la idea de razón, o logos, entendida como orden que se atribuye a la divinidad y al conjunto del mundo, incluido el mundo humano y social. Así, filósofos como Pitágoras y sus seguidores o Heráclito expresan la unidad de natura­ leza y sociedad en una concepción de las leyes humanas como deriva­ das del orden cósmico general. En particular, Heráclito (ca. 535-470 a.C.) introduce la idea de logos — que se puede traducir no sólo por «razón», sino también por «lenguaje» y «pensamiento»— como ley eterna o principio divino origen de las leyes humanas: Todas las leyes humanas se nutren de la ley única, la divina, la cual manda tanto cuanto quiere, y basta a todo y es superior a todo (Fragmento 114).

Esta relación entre naturaleza y ley anticipa ya dos ideas típicas y fundamentales del modelo aristotélico de justicia: de un lado, implí-

citamente — es decir, no todavía en el nombre pero sí en la idea— prefigura la formulación de una ley natural como origen y funda­ mento inspirador de las leyes positivas, entendidas aquélla y éstas como fenómenos estrechamente relacionados entre sí; y, de otro lado, presenta al hombre y a la sociedad como productos naturales, ordenados, armónicos, lo que anuncia ya una concepción organicista de la sociedad. 1.2. E l período antropológico (siglos V y IV a.C.) a)

Los sofistas, Sócrates y los socráticos menores (cínicos y cirenaicos): ruptura entre physis y n om os; primeros atisbos de individualismo

Entre el período cosmológico y Aristóteles se suele situar el lla­ mado período antropológico de la filosofía griega, que abarca los siglos V y IV a.C. y se inicia con los sofistas y Sócrates (469-399), seguidos por Platón y por los llamados socráticos menores (cíni­ cos como Diógenes y cirenaicos como Áristipo). Aristóteles, que vive en el siglo IV a.C. y es contemporáneo de Diógenes, puede ser incluido también dentro del final de ese mismo período. Esquemá­ ticamente dicho, aun dentro de sus diferencias, casi todos estos fi­ lósofos • — y especialmente los sofistas— introducen una revolución en el pensamiento anterior en la medida en que tienden a separar lo natural y lo legal, como contraste entre lo fáctico y permanente y lo artificial o convencional y variable. Esta ruptura entre physis y nom os tiene también una manifestación literaria importante en la Antígona de Sófocles (escrita a mediados del siglo V a.C.), cuya protagonista había enterrado a su hermano Polinice, desafiando la prohibición de su tío, el rey Creonte, al que Antígona interpela con estas palabras: No fue Zeus en modo alguno el que decretó esto, ni la Justicia, que cohabita con las divinidades de allá abajo; de ningún modo fijaron estas leyes entre los hombres. Y no pensaba yo que tus proclamas tuvieran una fuerza tal que siendo mortal se pudiera pasar por encima de las leyes no escritas y firmes de los dioses. No son de hoy ni de ayer sino de siempre estas cosas, y nadie sabe a partir de cuándo pudieron aparecer. No había yo,-por temer el parecer de hombre alguno, de pagar ante los dioses el castigo por esto (§ 450).

Esa conciencia del contraste entre las leyes naturales y las humanas es el origen de una primera concepción iusnaturalista que distintos

sofistas expresaron con diferentes formas y pretensiones concretas pero bajo una común función crítica hacia las leyes existentes. En efecto, el contraste entre lo natural, considerado como patrón ideal, y lo convencional dio lugar en algunos sofistas a una actitud crítica de carácter igualitario, como aparece en estas ideas atribuidas a Hipias en uno de los diálogos de Platón: Amigos presentes, dijo, considero yo que vosotros sois parientes y fami­ liares y ciudadanos, todos, por naturaleza ¡physis], no por convención legal [nomos]. Pues lo, semejante es.pariente de lo semejante por natura­ leza. Pero la ley, que es el tirano de los hombres, les fuerza a muchas cosas en contra de lo natural (Protágoras, 337c-d);

como aparece también en estas otras de Antifonte: la mayor parte de los derechos que emanan de la ley están en oposi­ ción a la naturaleza (Sofistas, Testimonios, fragmento I-A, col. II). por nacimiento somos todos naturalmente iguales en todo, tanto grie­ gos como bárbaros. Y es posible observar que las necesidades naturales son igualmente necesarias a todos los hombres. Ninguno de nosotros ha sido distinguido, desde el comienzo, como griego ni como bárbaro. Pues todos respiramos el aire por la boca y por las narices, y comemos todos con las manos (ibid., fragmento I-B, col. II).

Con una similar función crítica, si bien en un sentido específico opuesto, mostrando así la ductilidad de unas mismas categorías abs­ tractas para servir a diferentes usos ideológicos, Platón atribuye a otro sofista al que llama Calicles1 el uso del mismo patrón ideal de lo natural para criticar el igualitarismo democrático introducido por las leyes positivas de algunas ciudades griegas: según mi parecer, los que establecen las leyes son los débiles y la multi­ tud [...] Pero, según yo creo, la naturaleza misma demuestra que es justo que el fuerte tenga más que el débil y el poderoso más que el que no lo es. Y lo demuestra que es así en todas partes, tanto en los animales como en todas.las ciudades y razas humanas, el hecho de que de este modo se juzga lo justo: que el fuerte domine al débil y posea más. [...]. Pero yo creo que si llegara a haber un hombre con índole apropiada, sacudiría, quebraría y esquivaría todo esto y, pisoteando nuestros escritos, enga­ ños, encantamientos y todas las leyes contrarias, a la naturaleza, se suble-

1. Al parecer, Calicles no fue un sofista histórico, sino un personaje ficticio en el que Platón personifica a su tío Critias, sofista ateniense y cruel dirigente del partido oligárquico (Menzel, pp. 113 ss.; y Sofistas, Testimonios , pp. 395 ss.).

varía y se mostraría dueño este nuestro esclavo, y entonces resplandece­ ría la justicia de ia naturaleza (Platón, Gorgias, 483b-484a).

Junto a lo anterior, y significativamente, tanto en la mayoría de los sofistas como, en especial, en Sócrates y en cínicos y cirenaicos, aparecen ideas que pueden calificarse de individualistas, al menos en tres sentidos diferentes: 1) Apuntando a la idea de contrato social, la organización político-social ya entonces fue vista no como natural sino como el producto de una convención o acuerdo para salvaguardar los intere­ ses de los hombres, como lo prueban estas palabras que Platón atri­ buye al sofista Glaucón en uno de sus diálogos: Se dice, en efecto, que es por naturaleza bueno el cometer injusti­ cias, malo el padecerlas, y que lo malo del padecer injusticias supera en mucho a lo bueno del com eterlas. De este modo, cuando los hombres cometen y padecen injusticias entre sí y experimentan am­ bas situaciones, aquellos que no pueden evitar una y elegir la otra juzgan ventajoso concertar acuerdos entre unos hombres y otros para no cometer injusticias ni sufrirlas. Y a partir de allí se comienzan a implantar leyes y convenciones mutuas, y a lo prescrito por la ley se lo llama «legítimo» y «justo». Y éste, dicen, es el origen y la esencia de la justicia, que es algo interm edio entre lo m ejor — que sería cometer injusticias impunemente— y lo peor — no poder desquitarse cuando se padece injusticia— ; por ello lo justo, que está en medio de ambas situaciones, es deseado no como un bien, sino estimado por los que carecen de fuerza para cometer injusticias; pues el que puede hacerlas y es verdaderamente hombre jamás concertaría acuer­ dos para no cometer injusticias ni padecerlas, salvo que estuviera loco (República, 359a-b).

2) Anunciando la idéa de autonomía kantiana, la moral llega a aparecer co m o criterio subjetivo, esto es, co m o criterio propio del sujeto individual, más allá de las opiniones sociales dominantes, se­ gún la gran enseñanza de Sócrates en el diálogo platónico Gritón, donde razona así sobre la obligación de obedecer la sentencia que le. ha condenado a muerte: Porque yo, no sólo ahora sino siempre, soy de condición de no prestar atención a ninguna otra cósa que al razonamiento que, al reflexionar, me parece el mejor. Los argumentos que yo he dicho en tiempo ante­ rior no los puedo desmentir ahora porque me ha tocado esta suerte, más bien me parecen ahora, en conjunto, de igual valor y respeto... (Critón, 46b); [...] no debemos preocuparnos mucho de lo que nos vaya a decir la

mayoría, sino de lo que diga el que entiende sobre las cosas justas e injustas, aunque sea uno sólo, y de lo que la verdad misma diga (ibid., 48a); [...] no se debe responder ni hacer mal a ningún hombre, cualquiera que sea el daño que se reciba de él. Procura, Critón, no aceptar esto contra tu opinión, si lo aceptas; yo sé, ciertamente, que esto lo admiten y lo admitirán unas pocas personas. No es posible una determinación común para los que han formado su opinión de esta manera y para los que mantienen lo contrario [...]. Examina muy bien, pues, también tú si estás de acuerdo y te parece bien, y si debemos iniciar nuestra deliberación a partir de este principio, de que jamás es bueno ni cometer injusticia, ni responder a la injusticia con la injusticia, ni responder haciendo el mal cuando se recibe el mal. ¿O bien te apartas y no participas de este principio ? En cuanto a mí, así me parecía antes y me lo sigue pareciendo ahora [...] {ibid., 49c-e).

3) Y, en fin, prefigurando formas modernas del individualismo como la despreocupación por los asuntos colectivos en favor del interés por lo individual, cabe también recordar las propuestas de apartamiento a la vida privada que, en versión hedonista, hicieron los cirenaicos y, en versión ascética, los cínicos, como queda bien refle­ jado en Ja anécdota de Diógenes cuando contestó al emperador Ale­ jandro, que se había acercado a su tonel para preguntarle si deseaba algo, que se apartara porque no le dejaba ver el sol. Estas distintas versiones individualistas avanzan ideas que, aun de ■ modo incipiente, constituyen anticipaciones de algunos aspectos del modelo del iusnaturalismo racionalista o protestante, que se desarro­ llaría 2000 años después. b) Sócrates y la obediencia al Derecho La gran figura de Sócrates (469-399 a.C.), importante por muchos conceptos en la historia del pensamiento como el que se acaba de mencionar a propósito del individualismo moral, merece también una mención especial por sus ideas en favor de la obediencia a las deci­ siones jurídicas de la comunidad. Sócrates expresó tales ideas, de un modo exquisitamente imparcial, en relación con la sentencia que le condenó a muerte, votada por una mayoría de 280 del Consejo de los 500 de Atenas. Los argumentos de Sócrates, recogidos en el Critón en su diálogo con el discípulo de ese nombre que le animaba a huir para escapar a la sentencia, desarrollan los tres motivos fundamenta­ les por los que siempre se ha defendido que el Derecho — hoy en día especialmente el Derecho democráticamente aprobado— ha, de ser obedecido aun por quien discrepa moralmente de él: el interés gene­ ral, los beneficios recibidos y el consentimiento.

1) El interés general. La desobediencia al Derecho puede tener •malas consecuencias para el mantenimiento del orden político, en la medida en que si debiera prevalecer el juicio individual a propó­ sito de si las normas aprobadas oficialmente deben ser o no obede­ cidas es improbable que éstas pudieran tener la eficacia suficiente para mantener un sistema jurídico-político necesario y justo en su conjunto: Si cuando nosotros estemos a punto de escapar de aquí [...] vinieran las leyes' y el común de la ciudad y, colocándose delante, nos dijeran: «Dime, Sócrates, ¿qué tienes intención de hacer? ¿No es cierto que, por medio de esta acción que intentas, tienes el propósito, en lo que de ti depende, de destruirnos a nosotras y a toda la ciudad? ¿Te parece a ti que puede aún existir sin arruinarse la ciudad en la que los juicios que se producen no tienen efecto alguno, sino que son invalidados por particulares y quedan anulados?». ¿Qué vamos a responder, Critón, a estas preguntas y a otras semejantes? ¿Acaso les diremos: «La ciudad ha obrado injustamente con nosotros y no ha llevado el juicio recta­ mente»? ¿Les vamos a decir eso? (Critón, 5 Oa-c).

2) Los beneficios recibidos. Ante la respuesta de Critón de que eso es lo que merece la ciudad por su injusta sentencia, Sócrates replica con el nuevo argumento de que la ciudad ha producido para sus ciudadanos beneficios que éstos han de retribuir para mantener la reciprocidad en que consiste la justicia, y tanto en las duras como en las maduras: Quizá dijeran las leyes: [...] «¿Te pasa inadvertido que [a la patria] hay que respetarla [...]; que hay que convencerla u obedecerla haciendo lo que ella disponga; [...] que si ordena recibir golpes, sufrir prisión, o llevarte a la guerra para ser herido o para morir, hay que hacer esto porque es lo justo, y no hay que ser débil ni retroceder ni abandonar el puesto, sino que en la guerra, en el tribunal y en todas partes hay que hacer lo que la ciudad y la patria ordene, o persuadirla de lo que es justo? [...] En efecto, nosotras [las leyes] te hemos engendrado, criado, educado y te hemos hecho partícipe, como a todos los demás ciudada­ nos, de todos los bienes de que éramos capaces» (Critón, 50c-51c).

, 3) Til consentim iento al sistema y sus leyes. Sócrates, en fin, remata su razonamiento con un argumento diferente2, que comienza mencio­ 2. Para ser riguroso, conviene precisar que Sócrates enlaza este tercer argumen­ to con el anterior de manera mucho menos distinguible de lo que se expone en el texto, pero se trata de argumentos conceptualmente diferentes que merecen conside­ rarse por separado, pues así como se pueden recibir beneficios no consentidos también cabe consentir normas no beneficiosas para quien consiente.

nando una cierta idea de pacto entre la ciudad y los individuos que la componen y concluye apelando a la existencia de un consenti­ miento tácito por el hecho de vivir en la ciudad bajo su protección y con la posibilidad de participar en la aprobación de las leyes: Quizá dijeran las leyes: «¿Es esto, Sócrates, lo que hemos conve­ nido tú y nosotras, o bien que hay permanecer fiel a las sentencias que dicte la ciudad? [... las leyes] proclamamos la libertad, para el ateniense que lo quiera [...] de.que si no le parecemos bien, tome íó suyo y se vaya adonde quiera, [...] El que de vosotros se quede aquí viendo de qué modo celebramos los juicios y administramos la ciudad en los demás aspectos, afirmamos que éste, de hecho, ya está de acuerdo con nosotras, en que va a hacer lo que nosotras ordenamos. Nosotras proponemos hacer lo que ordenamos y no lo imponemos violentamente, sino que permitimos una opción entre dos, persuadirnos u obedecernos; y el que no obedece no cumple ninguna de las dos. [...] respóndenos si decimos verdad al insistir en que tú has convenido vivir como ciudadano según nuestras normas con actos y no con palabras, o bien si eso no es verdad [...] ¿No es cierto :— dirían ellas— que violas los pactos y los acuerdos con nosotras, sin que los hayas convenido bajo coacción o engaño y sin estar obligado a tomar una decisión en poco tiempo, sino durante setenta años [la edad de Sócrates], en los que te fue posible ir a otra parte, si no te agradábamos o te parecía que los acuerdos no eran justos?» ( Critón , 50c-52e).

Los anteriores argumentos no agotan el debate sobre el eterno problema de la obediencia a las leyes injustas, de una parte porque hay algunas variantes interesantes que Sócrates no consideró (como la .del consentimiento hipotético que merecería un sistema político básicamente justo) y de otra parte porque los argumentos de Sócra­ tes pueden recibir más y mejores réplicas que las de Critón, espe­ cialmente en cuanto a sistemas políticos que no son de pertenencia tan voluntaria como el de la Atenas del siglo V antes de Cristo. Pero el mérito de la primera elaboración y presentación de unos argu­ mentos que en buena parte todavía se siguen discutiendo es de Sócrates. c) Platón: justicia como concepto objetivo y como orden Platón (427-347 a.C.), que como Aristóteles vive la decadencia de la polis en una actitud conservadora y poco proclive al gobierno demo­ crático, no sólo reacciona contra propuestas individualistas como las . que se han comentado, sino también contra la simple oposición de la sofística entre naturaleza y convención legal. Propone así una con­ cepción de la justicia mucho más ambiciosa y objetivista, ligada a un

modelo de justicia natural diferente, de carácter idealista y no na­ turalista. Muy resumidamente, destacaré las dos aportaciones más importantes de Platón a la idea de la justicia. Por un lado, en el plano metodológico, Platón inaugura una con­ cepción idealista del conocimiento según la cual las ideas o conceptos son la verdadera esencia de las cosas, de manera que esta o aquella mesa que vemos y tocamos es tal por ajustarse a la forma, esto es, al patrón o modelo de mesa que existe en el eterno mundo de las ideas, el verdadero mundo real sobre el que se forma el mundo en el que vivimos, meramente aparente. Platón ilustra esta concepción mediante el conocido mito de la caverna, en la que, a semejanza del mundo en el que vivimos, los hombres sólo alcanzarían a ver el refle­ jo de las sombras de unas estatuas que representan a las cosas reales, las cuales sólo a la luz del sol, fuera de la caverna, podrían verse en su verdadera forma. Pues bien, en aquel mundo de las ideas, más allá de la oscuridad de nuestro pobre mundo sensible, se hallaría también la idea de justicia, como concepto o modelo del comportamiento correcto entre los seres humanos, un modelo objetivo en el sentido de eterno y trascendente y no en el de obtenido a partir de los hechos comprobables ni, en especial, de lo común y permanente en las cos­ tumbres de diferentes lugares. Por otro lado, en el plano de los contenidos, el ideal que Platón defendió de organización política y social —al menos en la Repúbli­ ca, su diálogo político más importante— es un orden jerarquizado y total bajo el modelo del organismo individual (462c-e). En él, junto a la comunidad de bienes y a la igualdad entre hombres y mujeres, deberían existir tres clases de ciudadanos, según sus capacidades na­ turales fueran la habilidad para el trabajo (los artesanos y trabajado­ res), la valentía para el combate (los guerreros o militares) o la sabia dirección de la sociedad, papel de los guardianes o gobernantes, que en cuanto consejeros son la parte del Estado «más pequeña por natu­ raleza» (428e-429a) y cuyo ideal es el del filósofo-rey: A menos que los filósofos reinen en los Estados, o los que ahora son llamados reyes y gobernantes filosofen de modo genuino y adecuado, y que coincidan en una misma persona el poder político y la filoso­ fía, y que se prohíba rigurosamente que marchen separadamente por cada uno de estos dos caminos las múltiples naturalezas que actual­ mente hacen así, no habrá, amigo Glaucón, fin de los males para los Estados ni tampoco, creo, para el género humano; tampoco antes de eso se producirá, en la medida de lo posible, ni verá la luz el sol, la organización política que ahora acabo de describir verbalmente (República, 473d-e).

Pues bien, en la estructura jerárquica y esencialmente desigualitaria en que consiste el Estado platónico cada cual debe someterse a la posición a la que le destinan sus capacidades naturales, de manera que es justa la sociedad en la que cada persona y cada clase cumple los deberes que le corresponden por naturaleza: Establecimos, si mal no recuerdo, y varias veces lo hemos repe­ tido, que cada uno debía ocuparse de una sola cosa de cuantas conciernen al Estado, aquella para la cual la naturaleza lo hubiera dotado mejor. [...] parece que la justicia ha de consistir en hacer lo que corresponde a cada uno, del modo adecuado. [...] lo que con su presencia hace el Estado bueno al máximo consiste, tanto en el niño cómo en la mujer, en el esclavo como en el libre y en el artesano, en el gobernante como el gobernado, en que cada uno haga sólo lo suyo, sin mezclarse en los asuntos de los demás, [...] la dispersión de las tres clases existentes en múltiples tareas y el intercambio de una por la otra es la mayor injuria contra el Estado y lo más correcto sería considerarlo como la mayor villanía (Repú­ blica, 433a-d y 434b-c).

Este criterio de justicia, que anuncia ya el romano de «dar a cada uno lo suyo», linda también con la idea aristotélica de la esclavitud por naturaleza. Pero que cada cual ocupe el lugar que le corresponde es el reverso de toda ética universalista e igualitaria, para la que cada cual ha de ponerse en el lugar del otro. 2. E l

m o d e l o iu sna tu ralista a r ist o t é l ic o

Lo que se ha llamado modelo aristotélico del Derecho natural es una concepción del hombre, la sociedad, la política y la justicia en la que, aunque interrelacionados en Aristóteles (384-322 a.C.), conviene distinguir dos elementos, uno de carácter metodológico, relativo a la pregunta «¿qué y cómo podemos saber?», y otro de carácter ético, que responde a la pregunta «¿cómo hemos de comportarnos?». 2.1. Aspectos m etodológicos En el aspecto metodológico, el modelo aristotélico puede caracteri­ zarse por dos rasgos básicos que crearán escuela: su teleologismo y su concepción no dogmática del conocimiento práctico. a) El teleologismo aristotélico En un clásico libro sobre Aristóteles, Werner Jaeger elaboró una in­ terpretación del pensamiento del filósofo griego bajo el prisma de

una marcada evolución desde un inicial platonismo, marcado por una visión mas idealista y con dominantes rasgos racionalistas, hasta una posición más independiente y realista, de carácter más bien empirista. De todas formas, incluso la filosofía del Aristóteles menos plató­ nico y más maduro puede ser vista, con Cornford, como una síntesis de racionalismo y de empirismo, esto es, que usa la abstracción y la deducción, al modo de la. M etafísica, pero también la observación y la inducción, como aparece en sus descripciones de los animales o, por lo que sabemos, en su perdida recopilación de las distintas consti­ tuciones de 158 ciudades-estado griegas, de la que sólo ha sobrevivi­ do la relativa a la Constitución de Atenas. De esa doble faz, segura­ mente el legado recogido por la filosofía posterior —y no sólo por la medieval sino también por la cartesiana— fue sobre todo el raciona­ lismo, pero, con todo, el mayor interés de Aristóteles hacia la varie­ dad de los hechos dio a su pensamiento un tono realista y pluralista diferenciable del racionalismo platónico. La clave del racionalismo aristotélico es la comprensión de las cosas en función de fines, no de causas, esto es, en función del desti­ no al que las cosas se dirigen antes que del origen del que proceden. Este teleologismo puede entenderse como visión metafísica general del mundo según la cual la esencia de las cosas es el movimiento o paso de la potencia al acto, un movimiento dirigido por el telos o fin de cada cosa, que es, precisamente, su naturaleza esencial. Así, las cosas son lo que su causa final, por la que se pueden definir descu­ briendo su esencia: la llave es un instrumento para abrir; el ojo es el órgano para ver...3. Donde esta concepción tiene títulos para ser más razonable, sin incurrir en el riesgo de antropoformizar la naturaleza inanimada e irracional, es en la interpretación del mundo humano y social, esto es,-en la filosofía política y moral. Las palabras con las que se abre la E tica nicom áqu ea son: 3. El teólogo español del siglo X V I Francisco de Vitoria resume muy claramente esta concepción, ahora ya cristianizada, en el siguiente texto: «es necesario tener en cuenta [...] lo que dice Aristóteles: que no sólo en los seres naturales, sino, sobre todo, en las cosas humanas la necesidad ha de ser considerada en relación al fin, que es la primera y principal de las causas. [...] Los antiguos filósofos [...] atribuían la necesidad de las cosas a la materia [...], como si pensaran que una casa ha sido construida ne­ cesariamente así, no porque así conviniese para el uso de los hombres, sino porque por su propia naturaleza las partes pesadas van abajo y las partes más ligeras arriba. [...] De este principio surgió la doctrina de Epicuro y de su discípulo Lucrecio, que afirmaban que ni los ojos estaban destinados a ver, ni los oídos a oír, sino que todo había sucedi­ do de modo fortuito y debido a la concurrencia múltiple de los átomos [léase genes, para modernizarlo] que pululan por el vacío infinito, con tal osadía que no puede decirse ni imaginarse nada más necio y aberrante» {De potestate, I, 2, pp. 8-9).

Toda arte [tejné] y toda investigación, y del mismo modo toda acción y elección, parecen tender a algún bien; por esto se ha dicho con razón que el bien es aquello a que todas las cosas tienden (Et. nic., 1094a).

Para Aristóteles, a partir de su consideración del hombre como animal racional y político, el fin último de los actos humanos, que coincide con su bien último, es la felicidad, la eudaim onía o «buen espíritu» —originariamente, «vigilado por un buen daimon», esto es, un.buen «demonio» en el sentido de genio o espíritu— , entendida como vivir y obrar bien, o sea, como vida virtuosa que por serlo es también placentera (Et. nic., 1095a). Ahora bien, en la concepción de la felicidad de Aristóteles hay una cierta oscilación, producto de su «concepción dual de la naturaleza humana» (Guthrie, p. 154), según se piense en el hombre como ser racional o como ser político. De esa oscilación depende la distinción entre el conocimiento teórico y su virtud y el conocimiento práctico y sus virtudes: en el primero, el fin es la contemplación o sabiduría, esto es, la racionalidad teórica, propia del hombre en cuanto animal racional, como actividad más virtuosa, aunque sólo para el filósofo y no para el vulgo, por ser «algo divino», mientras que en el segundo el fin lo marcan virtudes como la prudencia, la justicia, etc., propias de la política y la ética, que aluden a una racionalidad práctica, propia del hombre en cuanto animal político, que como compuesto de alma y cuerpo necesita de virtudes «simplemente humanas». Y es este segundo sentido del fin o bien humano el que Aristóteles presenta como el objeto de estudio de la ciencia política, la ciencia «suprema y directiva en grado sumo» (Ét. nic., 1094a)4. b ) El conocimiento práctico como no dogmático o retórico La concepción aristotélica del conocimiento práctico es declarada­ mente no dogmática: en el estudio de la política y de la ética, es decir, de los bienes y fines humanos, hay que contentarse con un tipo de investigación no completamente rigurosa: la nobleza y la justicia que la política considera presentan tantas diferen­ cias y desviaciones, que parecen ser sólo por convención y no por natu­ raleza. Una incertidumbre semejante tienen también los bienes por haber 4. Seguramente no será ocioso observar entre paréntesis que esta concepción, que identifica finalidad y bien, no es indiscutible ni evidente por sí misma: por ejem­ plo, en una concepción como la existencialista, que destaca la naturaleza del hombre como ser para la muerte o para la nada, la finalidad del hombre no es más que su destino, su final.

sobrevenido males a muchos a consecuencia de ellos; pues algunos han perecido a causa de su riqueza, y otros por su valor. Por consiguiente, hablando de cosas de esta índole y con tales puntos de partida, hemos de darnos por contentos con mostrar la verdad de un modo tosco y esque­ mático; hablando sólo de lo que ocurre por lo general y partiendo de tales datos, basta con llegar a conclusiones semejantes. Del mismo modo se ha de aceptar cuanto aquí digamos:-porque es propio del hombre instruido buscar la exactitud en cada género de conocimientos en la medida en que la admite la naturaleza del asunto; evidentemente, tan absurdo sería aprobar a un matemático que empleara la persuasión como reclamar demostraciones a un retórico (Et. nic., 1094b).

Se propone así la diferencia entre razonamiento demostrativo y razonamiento retórico y dialéctico. El primero, la dem ostración , es visto por Aristóteles como deducción lógica o silogística y se obtiene cuando el razonamiento parte de cosas verdaderas y primordiales [o evidentes, es decir, [...] que tienen credibilidad, no por otras, sino por sí.mismas (Tópicos, lOOa-b).

En cambio, el razonamiento retórico, al igual que el dialéctico, es el tipo de razonamiento «construido a partir de cosas plausibles» (o éndoxoi, derivado de doxa u opinión), que son aquellas que parecen bien a todos, o a la mayoría, o a los sabios, y, entre estos últimos, a todos, o a la mayoría o a los más conocidos y reputados (Tópicos, 100b).

Detengámonos un momento en esta segunda forma de razonamiento, que para el filósofo griego es la propia del conocimiento sobre la política y la justicia. La ’disputabilidad de sus argumentos, esencial­ mente asociada a su plausibilidad o capacidad de persuasión, es la sustancia común a la dialéctica y la retórica, que sin embargo no son para Aristóteles del todo idénticas, sino «correlativas» o paralelas, debido a su distinta forma y uso: mientras la retórica, como arte de persuadir mediante la palabra hablada, es una técnica o arte del dis­ curso o monólogo, cuyo principal ejemplo es la oratoria forense, en cambio, la dialéctica, como arte del razonamiento probable, es una técnica o arte de la discusión, del diálogo, esto es, de la argumenta­ ción «dialógica» (Retórica, 1 3 5 4 a -1 3 5 6 a ; véase también García Ama­ do, cap. I). Dicho sea entre paréntesis, también la oratoria forense puede verse en sentido amplio como una forma de diálogo, puesto que se enfrentan dos argumentaciones, la del acusador y la del defen­

sor, entre las que el juez ha de extraer una conclusión, pero cuando Aristóteles habla de argumentación dialéctica sin duda está pensando en las discusiones filosóficas al modo de los diálogos platónicos, ca­ racterizados por una secuencia de preguntas y respuestas y de afirma­ ciones y réplicas que, formalmente al menos, no constituyen un dis­ curso unitario como los del defensor o el acusador. Pues bien, la anterior concepción aristotélica aparece, por un la­ do, en los Tópicos, esto es, en un estudio dedicado a analizar los «lugares comunes» útiles para la discusión de cuestiones opinables, donde Aristóteles desarrolla su tratado de dialéctica, que, también a través del influjo posterior de Cicerón, terminaría por ser el modelo de la enseñanza del Derecho medieval, como método de estudio a través de la controversia y del análisis de puntos de vista opuestos. Pero, por otro lado, aquella misma concepción se completa, precisa­ mente, en otra obra de Aristóteles, la Retórica, en la que ejemplifica cómo se pueden dar razones de una opinión y su contraria con argu­ mentos de la oratoria forense, diciendo que cuando la ley escrita condena un hecho el defensor apelará al Derecho natural y a la equi­ dad, mientras que si es favorable al caso argüirá en favor de aplicarla (.R e t 1375a-b). Ha de precisarse, sin embargo, que la posición de Aristóteles sobre el razonamiento no demostrativo no es cínica o in­ diferentista, pues deja bien claro que la retórica — con un criterio aplicable también a la dialéctica-— se caracteriza por «ser capaz de persuadir sobre los contrarios», pero sin que ello implique que las opiniones contrarias sean iguales, pues «siempre lo verdadero y bue­ no son naturalmente de razonamiento mejor tramado y más persuasi­ vo» (Ret., 1355a). En todo caso, lo que esta propuesta metodológica mantiene es que los estudios sobre el hombre y la sociedad, esto es, lo que hoy llamamos filosofía política y moral, pero también muchos contenidos de lo que denominamos ciencias sociales, como la sociología, la his­ toria, la ciencia política o la economía, y, desde luego, la interpreta­ ción jurídica, no. son susceptibles de un conocimiento exacto, demos­ trativo, racional en el sentido fuerte de esta palabra, sino únicamente aproximativo, persuasivo o argumentativo, razonable meramente. Y se trata de una tesis que a partir de Aristóteles recorre todo el pensa­ miento medieval y, aunque prácticamente sucumbida ante el raciona­ lismo de la Edad Moderna, se ha venido a recuperar desde el siglo X IX a hoy en cada discusión a propósito del diferente carácter de las ciencias sociales e históricas, recientemente por obra de un incisivo filósofo como Alasdair Maclntyre, que la ha vuelto a revitalizar con nuevas y agudas razones (Tras la virtud, cap. 8).

2.2. Aspectos éticos a)

«Naturaleza» en sentido fáctico y en sentido teleológico

De la vasta construcción ética de Aristóteles — en la que hay amplias y agudas reflexiones sobre virtudes como la amistad, la prudencia, la valentía, etc.— aquí interesa destacar sólo algunos rasgos referentes a dos ideas centrales: la de sociabilidad humana y la de justicia. Sin embargo, antes de nada debe tenerse en cuenta que este filósofo ma­ neja un concepto doble y ambiguo de «naturaleza» (physis), fáctico y teleológico, doble sentido a veces utilizado, confusamente, en el mismo texto (Lloyd, pp. 140-141 y 152 ss.). Por un lado, el concepto que se puede llamar fáctico o empírico, que alude a la naturaleza como conjunto de hechos sometidos a re­ laciones de causalidad y, en el ámbito humano, como pauta general o común debida a algún rasgo físico o psíquico o a una inclinación instintiva — biológica o genética, diríamos hoy— que funciona como causa de determinados efectos: la naturaleza equivale aquí a causa efi­ ciente, como el instinto sexual es causa de la reproducción animal, que es el sentido en el que Aristóteles dice, al principio de la Política, que se unen de modo necesario, los que no pueden existir el uno sin el otro, como la mujer y el varón para la generación (y esto no en virtud de una decisión, sino de la misma manera que los demás animales y plantas, que de un modo natural aspiran a dejar tras sí otros semejan­ tes), y el que por naturaleza manda y el súbdito (Pol., 1252a).

Por otro lado, el concepto que puede llamarse teleológico o fi­ nalista alude a la naturaleza como modo de ser de una cosa según lo conforma la finalidad para la que la cosa está dispuesta, por donde la naturaleza de la llave es abrir puertas y la del sabio-es el conocimiento. Aquí la naturaleza se identifica con la form a en el sentido aristotéli­ co, esto es, con la causa final de las cosas, que es el sentido en el que Aristóteles dice: La comunidad perfecta de varias aldeas es la ciudad, que tiene, por así decirlo, el extremo de toda suficiencia, y que surgió por causa de las necesidades de la vida, pero existe ahora para vivir bien. De modo que toda ciudad es [= existe] por naturaleza, como lo son las comunidades primeras [= la familia y, después, la aldea]; porque la ciudad es el fin de ellas, y la naturaleza es fin. En efecto, llamamos naturaleza de cada cosa a lo que cada una es, una vez acabada su generación, ya hablemos del hombre, del caballo o de la casa (Pol., 1252b -12J3a).

En el primer sentido, fáctico, lo natural es lo normal — esto es, lo regular o típico— en contraposición a lo excepcional, lo extraordina­ rio, lo milagroso. En el segundo sentido, teleológico, lo natural es lo bueno y se contrapone a lo antinatural o anormal, considerado como malo. Por ejemplificarlo, conforme al primer significado lo natural es dejar seguir su curso a la enfermedad sin oponer resistencia, mientras conforme a lo segundo puede ser natural combatir las enfermedades con todos los medios, sean naturales o artificiales. b) La sociabilidad natural del hombre La idea de la tendencia natural a la sociabilidad humana es predo­ minantemente teleológica y enlaza las ideas de sociabilidad, raciona­ lidad y moralidad de una forma muy incisiva. Justo a continuación del texto que se acaba de citar, el hombre es descrito como politikón zóon , que debe traducirse como «animal social» pero incluyendo lo político en lo social, pues en la visión aristotélica — y, en general, griega y romana— la comunidad de ciudadanos incluye prácticamen­ te todo tipo de relaciones públicas y privadas, hasta el punto de que, como recuerda Passerin D’Entréves, «la polis es, a un mismo tiempo, un “Estado” y una “Iglesia”» (.Dottrina, p. 46; trad. cast., p. 53): De todo ello resulta, pues, manifiesto que la ciudad es una de las cosas naturales, y que el hom bre es por naturaleza un animal social (ttoAitlkov ¡;üo v ) [...]. La razón por la cual el hombre es, más que la abeja o cualquier animal gregario, un animal social es evidente: la naturaleza, com o solemos decir, no hace nada en vano, y el hombre es el único animal que tiene la palabra. La voz es signo del dolor y del placer, y por eso la tienen también los demás animales, pues su natu­ raleza llega hasta tener sensación de dolor y de placer y significársela unos a otros; pero la palabra es para manifestar lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto, y es exclusivo del hombre, frente a los demás animales, el tener, él sólo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, etc., y la comunidad de estas cosas es lo que constituye la casa y la ciudad (Pol., 1253a).

La anterior hilazón entre lenguaje (y racionalidad, pues no se olvi­ de que logos es también razón), sociabilidad y moralidad ■—de la que, si se me permite una apostilla levemente malévola hacia nuestra época, la filosofía moral de Jürgen Habermas podría verse como una extensa glosa, a veces en exceso prolija y enrevesada— se sustenta sobre todo en la idea de una naturaleza finalista más que meramente empírica. Ese es el sentido en el que Aristóteles, un poco más abajo de la afirmación de que el desarrollo histórico de las asociaciones humanas va de la casa

o familia a la aldea y después, por fin, a la ciudad, puede sostener que lo que es anterior en el tiempo (lo natural fáctica o empíricamente) es en realidad posterior — en el sentido de inferior— en el fin o valor (lo natural finalista o teleológicamente): La ciudad es por naturaleza anterior [= superior] a la casa y a cada uno de nosotros, porque el todo es necesariamente anterior a la parte [...] Todas las cosas se definen por su función y sus facultades [...] Es evi­ dente, pues, que la ciudad es [= existe] por naturaleza y es anterior al individuo, porque si el individuo separado no se basta a sí mismo será, semejante a las demás partes en relación con el todo, y el que no puede vivir en sociedad, o no necesita nada para su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios. Es natural en todos la tendencia a una comunidad tal, pero el primero que la estableció fue causa de los mayores bienes (Pol., 1253a).

Cabe insistir aquí en dos idea clave, relacionadas entre sí, que son básicas y recurrentes en la historia del pensamiento filosóñco-político. Por una parte, la idea de la sociabilidad natural del hombre, según la cual la organización social y política estáprima~facie justificada, inclu­ so desde un punto de vista moral, como algo necesario y bueno (Keyt,' «Three»), Y, por otra parte, la idea de la preeminencia de la comuni­ dad sobre los individuos, que Aristóteles confirma expresamente en otro lugar afirmando que «ningún ciudadano se pertenece a sí mismo, sino que todos pertenecen a la ciudad» (Pol., 1337a) y que suele aso­ ciarse casi inevitablemente a la consideración de la comunidad como un cuerpo u organismo que tiene necesidades, funciones y facultades independientes y superiores a las individuales, en contraposición a toda visión atomista, o atomizada, de la sociedad como conjunto o suma de individuos que tienen derechos e intereses frente a la comunidad5. Una y otra idea pueden sintetizarse en un cierto antiindividualismo — en el lenguaje actual, un cierto comunitarismo— , en claro contraste con un tipo de concepciones individualistas que, como se dijo antes, ya comen­ zaron a apuntar en el pensamiento griego pero que se desarrollarían sobre todo con el iusnaturalismo racionalista, a partir del siglo XVII. En contraste con la aristotélica, estas otras concepciones presuponen la existencia de un individuo asocial anterior a la organización política que contrata o pacta en condiciones de igualdad con otros individuos 5. Se debe precisar que Aristóteles sólo expresa un criterio que era general en la antigüedad y ya antes formulado por Platón: «ni vosotros ni el patrimonio ese os pertenece a vosotros mismos, sino a todo el linaje que hubo antes de vosotros y que habrá en lo por venir, y más aún, el linaje entero y su patrimonio son a su vez de la ciudad» (Leyes, 923 a).

para dar lugar a un sistema de protección política de ciertos derechos individuales y que, en tal función, no es en principio superior a los indi­ viduos, los cuales aparecen como razón justificadora de la ciudad o Estado, al contrario que en Aristóteles, donde son, como hemos visto, «posteriores» a la ciudad, en el sentido de subordinados y menos vahosos que ella. c) La justicia aristotélica En contraste con la anterior, la doctrina aristotélica sobre la justicia tiene como elemento dominante el concepto fáctico de «naturaleza», aunque a veces dentro de una no declarada ambigüedad con el teleológico. ¿Qué es la justicia? La respuesta de Aristóteles — que sigue siendo el molde en el que todavía nos debatimos hoy (Hierro, «Con­ cepto», §§ 1.2 y 1.3)— comienza con la identificación de la justicia con el orden de la ciudad, en el sentido de su buena ordenación u organización. Esta idea aparece ya como conclusión de los primeros párrafos de la Política que se acaban de citar sobre la sociabilidad humana y el valor de la ciudad: así como el hombre perfecto es el mejor de los animales, apartado de la ley y de la justicia es el peor de todos: la peor injusticia es la que tiene armas [...] Por eso, sin virtud, es el más impío y salvaje de los animales, y el más lascivo y glotón. La justicia, en cambio, es cosa de la ciudad, ya que la justicia es el orden de la comunidad civil [Pol., 1253a).

Pero ¿en qué consiste ese orden? Según Aristóteles, hay dos gran­ des tipos de justicia: Parece que es injusto el transgresor de la ley, pero lo es también el codi­ cioso y el que no es equitativo; luego es evidente que el justo será el que observa la ley y también el equitativo. De ahí que lo sea lo lejjaly lo equitativo [= igualitario], y lo injusto, lo ilegal y lo no equitativo (Et. rúe., 1129b);

es decir, que hay una forma de justicia según la ley y otra según la igualdad. Veamos una y otra por separado, si bien en la exposición que sigue se invertirá el orden anterior para hablar primero de la justicia como igualdad. 1) La justicia según la igualdad se condensa en la conocida fór­ mula de lo igual para los iguales y lo desigual para los desiguales (cf. P ol., 1280a). Estas dos relaciones dan lugar a lo que Aristóteles lla­ ma, respectivamente, justicia correctiva, la aplicable entre iguales, y

justicia distributiva, la aplicable entre desiguales. Veamos ambos ti­ pos,-invirtiendo también aquí el orden de exposición. La justicia distributiva, de lo desigual para los desiguales, corres­ ponde al otorgamiento o reparto de honores y bienes, especialmente los cargos políticos, conforme al criterio del mérito: De ahí que se susciten disputas y acusaciones cuando aquellos que son iguales no tienen o no reciben partes iguales y cuando los que no son iguales tienen y reciben partes iguales. Y esto está claro por lo que ocurre con respecto al mérito; pues todos están de acuerdo que lo justo en las distribuciones debe estar de acuerdo con ciertos méritos, aunque no todos coinciden en cuanto al mérito mismo, sino que los demócratas lo ponen en la libertad, los oligárquicos en la riqueza o nobleza y los aristócratas en la virtud (Et. nic., 1131a).

Como se puede ver, Aristóteles relaciona las distintas concepciones de la justicia distributiva precisamente con los distintos tipos de constituciones políticas, que se caracterizan por la diferente atribu­ ción de las magistraturas y funciones políticas, de modo que la jus­ ticia distributiva es principalmente la justicia p o lítica , esto es, la relativa a las relaciones verticales, de arriba abajo, entre gobernan­ tes y gobernados, si bien, aunque más secundariamente, afecta tam­ bién al reparto de bienes y por tanto a las relaciones, igualmente verticales, entre ricos y pobres. Además, Aristóteles sostiene que la justicia distributiva sigue la regla de la proporción geométrica, que se caracteriza por la identidad de ratio entre dos relaciones: así, simplificadamente, si en la división 9/3 la ratio es 3, entonces en la división 15/x, x valdrá 5. Ejemplificado en términos políticos, en el régimen oligárquico, si la riqueza de A es tres veces mayor que la de B, el voto de este último también debe valer tres veces menos, o la duración de su cargo debe ser tres veces inferior (Keyt, «Theory», pp. 2 4 6 -2 4 7 ) .

Por su parte, la justicia correctiva — a la que Tomás de Aquino denominará «conmutativa»— , que atribuye lo igual para los iguales, corresponde a las relaciones contractuales o voluntarias y al castigo de los delitos o relaciones involuntarias (involuntarias, claro, entre las partes, es decir, para el perjudicado, no para el causante). Ambos aspectos de la justicia correctiva, el civil y el penal, tienen en común su posibilidad de determinación mediante juicio, de modo que la justicia correctiva equivale a justicia judicial. Por lo demás, esas dos formas de justicia correctiva coinciden también en referirse a relacio­ nes sociales, de carácter horizontal, más que a relaciones políticas o de poder, siempre en último término de carácter vertical:

en las relaciones entre individuos, lo justo es, sin duda, una igualdad y lo injusto una desigualdad, pero no según aquella proporción [geomé­ trica], sino según la aritmética. No importa, en efecto, que un hombre bueno haya despojado a uno malo o al revés, o que un hombre bueno o malo hayan cometido adulterio [es decir, no importan los méritos o las virtudes]: la ley sólo mira a la naturaleza del daño y trata ambas partes como iguales, al que comete la injusticia y al que la sufre, al que perjudica y al perjudicado. De suerte que el juez intenta igualar esta clase de injusticia, que es una desigualdad {Et. nic., 1131b-1132a).

Esta relación de igualdad no es ya de proporcionalidad geométri­ ca, ni en realidad de proporcionalidad alguna, sino — como en el caso de la ley del Talión, «ojo por ojo y diente por diente»— de simple igualdad aritmética: 2 = 2, 4 = 4, etc.6. No obstante, la distinción aristotélica entre justicia distributiva y correctiva está lejos de ser perfecta en su teoría, pues tropieza en los delitos «políticos», donde Aristóteles ya no aplica la igualdad ante la ley, sino la proporción 'geométrica, rechazando la doctrina pitagórica de la reciprocidad pe­ nal mediante este ejemplo: si un magistrado golpea a uno, no debe a su vez, ser golpeado por éste, pero si alguien golpea a un magistrado, no sólo debe ser golpea­ do, sino también castigado {Et. nic., 1132b).

2) L a justicia según la ley es la derivada de la existencia de un cierto orden en la sociedad política, esto es, en la forma de organiza­ ción de la ciudad, que puede ser de distintos tipos según la distinta forma de gobierno: todo lo legal es en cierto modo justo, pues lo establecido por la legislación es legal y cada una de estas disposiciones decimos que es justa. Pero las leyes se ocupan de todas las materias, apuntando al interés común de todos o de los mejores, o de los que tienen autori­ dad, o a alguna cosa semejante; de modo que, en un sentido, llama­ mos justo a lo que produce o preserva la felicidad o sus elementos para la comunidad política» {Et. nic., 1129b).

Esta justicia de la ciudad es dividida por Aristóteles a su vez en natu­ ral y legal, es decir, que la justicia según la ley, o «legal» en sentido

6. Aunque en el texto que se acaba de citar Aristóteles habla de «proporción aritmética», unos párrafos más adelante es más preciso denominando lo que en reali­ dad explica, más que como proporción, como igualdad aritmética, cuando dice que la justicia política «existe, por razón de la autarquía, en una comunidad de vida entre personas libres e iguales, ya sea proporcional ya aritméticamente [KaxávcLAoyíav r¡ icarapiG^ióv]» (Ét. nic., 1134a).

amplio, puede ser de dos tipos: justicia legal en sentido estricto y justicia natural. La justicia legal en sentido estricto es «la de aquello que en un principio da lo mismo que sea así o de otra manera, pero una vez establecido ya no da lo mismo» (Et. nic., 1134b), aludiendo, pues, a la establecida mediante la ley humana (nomos), esto es, a la justicia por convención. En tal sentido, la justicia legal puede ejemplificarse en lo que modernamente se denominan reglas de coordinación, como las que regulan las formas de,.adquisición de la propiedad, los plazos para la reclamación, los sistemas procesales o la dirección de la circu­ lación de los vehículos. Por su parte, de manera más amplia, en la Retórica Aristóteles denomina a esta forma de justicia «ley particu­ lar», definiéndola como «la que cada pueblo se ha señalado para sí mismo, y de éstas unas son no escritas y otras escritas» (Ret.3 1373b), por donde se puede colegir que era perfectamente consciente de la existencia de costumbres convencionales, en el sentido de que no son comunes a todos los pueblos. Asimismo, el realismo aristotélico pre­ figura en este concepto de justicia legal lo que -mucho más adelante en la historia se conocerá como positivismo ideológico, esto es, la discutible concepción que tiende a ver al Derecho existente como justo (la ley es la ley), sea porque su existencia implica algún punto de vista sobre la justicia — que parece ser la relativista posición de Aris­ tóteles, tal vez meramente descriptiva, en el texto antes citado— , sea por proporcionar una seguridad mínima presuntamente preferible a la ausencia de leyes. Por su lado, la justicia natural es, en palabras de Aristóteles, la que tiene en todas partes la misma fuerza, independientemente de que lo parezca o no («la que tiene en todas partes la misma fuerza y no está sujeta al parecer humano», en la traducción de Pallí) (Et. nic., 1134b),

esto es, la correspondiente a la justicia que en la R etórica Aristóteles considera «ley común», definida allí como «la conforme a la' natu­ raleza» (.Reí., 1373b). Es importante indicar aquí que lo natural no siempre es entendido por Aristóteles como absolutamente inmutable, pues en la E tica nicom áquea al menos dice que «toda justicia es variable» (1134b), lo que se puede relacionar con la diferencia entre dos criterios de justicia natural que corresponden a la ambigua no­ ción aristotélica de «naturaleza» ya comentada: la justicia natural como criterio tendencial, que entronca con el concepto fáctico o empírico de naturaleza, y como juicio crítico, que apela a la idea de naturaleza en sentido teleológico (véase Miller, cap. 12). En efecto,

uno y otro concepto de naturaleza llevan a distintas consecuencias, dándose una m ayor flexibilidad en el prim ero, que explica que la justicia natural pueda ser variable, al igual que la justicia legal o con­ vencional, y una m ayor rigidez en el segundo, el teleológico, que no parece adm itir variabilidad. Así puede verse en la com paración entre el segundo y el tercer inciso del siguiente texto (cuyo prim er inciso perm ite entenderlo m ejor): [1] hay una justicia natural y sin embargo toda justicia es variable; con todo, hay una justicia natural y otra no natural. Pero es claro cuál de entre las cosas que pueden ser de otra manera es natural y cuál no es natural sino legal o convencional, aunque ambas sean igualmente mutables. La misma distinción sirve para todo lo demás: [2] así, la mano derecha es por naturaleza [es decir, por inclinación normal, fácticamente] la más fuerte, aunque es posible que todos lleguen a ser ambidiestros. La justicia fundada en la convención y en la utilidad es semejante a las medidas, porque las medidas de vino y de trigo no son iguales en todas partes, sino mayores donde se compra y meno­ res donde se vende. [3] De la misma manera las cosas que son justas no por naturaleza sino por convenio humano, no son las mismas en todas partes, puesto que tampoco lo son los regímenes políticos, si bien sólo uno es por naturaleza [es decir, por su finalidad, teleológicamente] el mejor en todas partes (Et. nic., 1134b-1135a). Además, y esto es particularm ente im portante, m ediante el uso in­ distinto del térm ino «naturaleza» en ambos sentidos, en el paso del concepto de naturaleza fáctico al concepto teleológico Aristóteles da un salto lógicam ente ilegítim o del hecho al valor — es decir, de lo natural a lo m oral o, si se quiere, de las afirm aciones que describen algo a las propuestas que prescriben o valoran algo— que se ha deno­ m inado falacia .naturalista y que m erece un análisis más detallado.

d) L a falacia naturalista en A ristóteles (a propósito de la esclavitud) E l salto del uso fáctico al valorativo en la idea de naturaleza puede analizarse claram ente en la concep ción aristotélica sobre la esclavi­ tud hum ana, cuya más com pleja argum entación aquí sim plifico para ilustrar la falacia naturalista (Sm ith, «Aristotle’s», pp. 1 4 2 ss.). Según A ristóteles existen esclavos por naturaleza: el amo no es del esclavo otra cosa que amo, pero no le pertenece, mientras que el esclavo no sólo es esclavo del amo; sino que le per­ tenece por completo. De aquí se deduce claramente cuál es la natu­ raleza y la facultad del esclavo: el que por naturaleza no pertenece a sí mismo, sino a otro, siendo hombre, ése es naturalmente esclavo (Pol., 1254a);

esa naturaleza teleológica de esclavo, o sea, esa forma de ser a la que algunos seres humanos estarían destinados depende, siempre según Aristóteles, de determinadas condiciones de hecho, es decir, de la idea fáctica de naturaleza: Todos aquellos que difieren de los demás tanto como el cuerpo del alma o el animal del hombre (y tienen esta disposición todos aquellos cuyo rendimiento es el uso del cuerpo, y esto es lo mejor que pueden aportar) son esclavos por naturaleza {Pol., 1254b). Pero, como es evidente, del supuesto hecho de que haya hom­ bres que no puedan aportar más que el uso de su cuerpo no se deduce que pertenezcan ni deban pertenecer a quienes están más capacitados para usar su inteligencia. El error que parece cometer Aristóteles es una manifestación de lo que en el pensamiento filosó­ fico contemporáneo se suele denominar falacia naturalista y, de manera más precisa, una violación de la llamada ley de Hume, por la que de una expresión con un «es» no se puede derivar lógicamen­ te ninguna expresión con un «debe». Por ejemplificarla, esta ley, de carácter lógico o conceptual, viene a decir que del hecho de que los seres humanos sean violentos, o egoístas, no se deduce que deban (o no deban) serlo, una idea que John Stuart Mili expresó de una manera muy eficaz: La seca verdad es que casi todos los delitos por los que se cuelga o se encarcela a los hombres son obra cotidiana de la naturaleza. Por lo demás, en ese sentido al menos, lo natural es dejarse morir sin combatir la enfermedad por medios artificiales, cuando en general toda la cultura es alteración de la naturaleza y no necesariamente nociva. Para ver más claramente en qué consiste la falacia en que se incurre cuando se viola dicha ley, cabe esquematizar el argumento anterior de Aristóteles con esta secuencia aparentemente lógica: — Unos hombres son naturalmente mucho menos inteligentes que otros — Luego los muy poco inteligentes deben ser esclavos. Este tipo de posiciones no son cosa del pasado: además de su uso vulgar especialmente en materias de moralidad sexual (la homose­ xualidad es antinatural, luego es inmoral, etc.), en el campo jurídico ha tenido y sigue teniendo cierta influencia una resurrección contem­ poránea del iusnaturalismo, especialmente en Alemania, conocida como doctrina de la naturaleza de las cosas, que utiliza una argumen­

tación esquemáticamente similar7. Ahora bien, cabría preguntarse si el razonamiento de Aristóteles es tan burdo como para caer en la mencionada falacia, y si no hay alguna manera de rescatarlo de ella. Hay una manera que, sin embargo, no termina de dejar en una posi­ ción cómoda a Aristóteles y a quienes han seguido después sus pasos. En efecto, aquí aparece una dura alternativa: o bien se comete la mencionada falacia naturalista, en el sentido de que se incurre en el imposible lógico de deducir valores a partir de hechos — lo que, insisto, obligaría a aceptar que puesto que existe la tendencia a la vio­ lencia y al egoísmo tales actos son buenos— , o bien, para soslayar tal acusación, hay que presuponer que en el argumento hay una premisa implícita, como premisa mayor de carácter normativo o valorativo; en esta segunda opción el ejemplo que antes usé se reformularía así: — La mayor inteligencia natural da derecho a dominar [naturaleza teleológica] — Unos hombres son naturalmente mucho menos inteligentes que otros [naturaleza fáctica] — Luego los muy poco inteligentes deben ser esclavos;

esta deducción es formalmente válida porque no pretende extraer una valoración o una prescripción de un hecho, sino que a partir de una determinada valoración o prescripción — en este caso la valora­ ción (por cierto claramente discutible) de que la mayor inteligencia dé derecho a dominar a otras personas— concluye derivando la va­ loración o prescripción aplicable dados los hechos constatados, de forma similar a como también resulta lógicamente válido el silogismo que, a partir del precepto del código penal que castiga el homicidio como premisa mayor y de la constatación del hecho probado de que X h a matado como premisa menor, concluye deduciendo el fallo por el que se condena a X a una pena. Ahora bien, eñ una consideración final, si se apura el argumento,’ se caerá en la cuenta de que la ley de Hume y la crítica a la falacia naturalista son mucho más demoledoras de lo que sugiere la anterior

7. Según esta doctrina, que tiene su inspiración en la filosofía estoica y en el Derecho romano inspirado en ella, las situaciones de la realidad social tendrían unas determinadas «estructuras lógicas objetivas», que «demandan» una determinada y es­ pecífica regulación, la cual derivaría de la propia naturaleza de los hechos sociales con­ siderados: así, la existencia social de daños por el consumo de productos elaborados negligentemente exigiría una regulación que garantice la indemnización por parte del fabricante, lo cual sería, sobre todo, un criterio para el juez en la aplicación del Dere­ cho (para una ampliación del tema es clásica en castellano la monografía de Garzón Valdés; véase también Bobbio, «Naturaleza», así como infra, p. 64).

respuesta. Porque, una vez evitada la falaz e imposible deducción de un valor a partir de un hecho, es decir, una vez admitido que en el principio del razonamiento figura no un hecho sino un valor o una norma, ¿cómo se justifica ese valor o esa norma? La ventaja que tienen los hechos es que no hay que justificarlos, se observan o constatan y, si su afirmación es verdadera, se acepta. Pero las normas y valores no son observables ni constatables, no son susceptibles de verdad al modo de las afirmaciones de hecho, sino correctos, aceptables o váli­ dos con arreglo a patrones no empíricos y, en cuanto no sometibles a pruebas fácticas, siempre sometidos y sometibles a discusión. Todo ello pone de manifiesto, en fin, no ya sólo la hoy evidente disputabilidad de la concepción aristotélica sobre la desigualdad de las perso­ nas, sino la conveniencia de distinguir, en Aristóteles y en cualquiera que consciente o inconscientemente use sus categorías, la confusión entre la noción fáctica de naturaleza, que es comprobable pero no incorpora valores, y la teleológica, que es valorativa, pero no es com­ probable y es sometible a discusión. é) Justicia según la ley y formas de gobierno Como antes se ha dicho, Aristóteles identifica nociones como justicia según la ley y justicia de la ciudad o «justicia política» (Et. nic., 1134a), que también relaciona muy estrechamente con la idea más general de justicia distributiva, que es la aplicable en las relaciones entre gober­ nantes y gobernados. El desarrollo de esta noción de justicia en lo que toca a las formas de gobierno es otro de los temas en los que Aristóteles fijó categorías y esquemas conceptuales que han tenido una influencia extraordinaria en el pensamiento político posterior (so­ bre lo que sigue: Bobbio, Form e di govem o, cap. III; y Fioravanti, Constitución, pp. 15-25). Antes de exponer brevemente su teoría de las formas de gobierno conviene advertir que, co m o ocurre en otros puntos de su obra, en éste existen algunas discordancias entre su tratamiento general, claro y esquemático, y el desarrollo específico de cada una de las formas de gobierno, que si resulta mucho más rico y matizado, a veces no deja de entrar en conflicto con el algo rígido esquema general. Veremos enseguida una manifestación de ello. El esquema general de las formas de gobierno, o constituciones, que es como se puede traducir el término utilizado por Aristóteles de politeia —por cierto, de forma deliberadamente ambigua, pues con él se refiere tanto a la idea de constitución en general como a una de sus seis formas concretas— , se presenta con claridad en este pasaje de la Política:

necesariamente será soberano o un individuo, o la minoría, o la ma­ yoría; cuando el uno o la minoría o la mayoría gobiernan en vista del interés común, esos regímenes serán necesariamente rectos, y aque­ llos en los que se gobierne atendiendo al interés particular del uno, de los pocos o de la masa serán desviaciones [...]. De los gobiernos unipersonales, solemos llamar monarquía al que mira al interés co­ mún; al gobierno de unos pocos, pero más de uno, aristocracia, sea porque gobiernan los mejores (áristoi) o porque se propone lo mejor (aristón) para la ciudad y para los que pertenecen a ella; y cuando es la masa la que gobierna en vista del interés común, el régimen recibe el nombre común a todas las formas de gobierno: politeia [...]; en esta clase de régimen el poder supremo reside en el elemento defensor, y participan de él los que poseen las armas. Las desviacio­ nes de los regímenes mencionados son la tiranía de la monarquía, la oligarquía de la aristocracia, la democracia de la politeia. La tiranía es, efectivamente, una monarquía orientada hacia el interés del mo­ narca, la oligarquía busca el de los ricos, y la democracia el interés de los pobres, pero ninguna de ellas busca el provecho de la comunidad (1279a-b).

El criterio originario de la clasificación aristotélica es el puramen­ te cuantitativo del quién gobierna, que ya Herodoto había utilizado para distinguir entre las primeras tres formas de gobierno. Aristóte­ les, sin duda aceptando las críticas de Platón a la democracia y, en general, a los gobiernos que no miran al interés general, superpuso el segundo criterio, ya cualitativo, del cóm o se gobierna, por el que cada una de las tres formas tiene una versión buena y una mala. Junto a la clasificación anterior, Aristóteles siguió una curiosa si­ metría en su valoración de las seis formas de gobierno: mientras la mejor es la monarquía, la peor es la tiranía, y entre ambas espreferible la aristocracia a la politeia y la democracia a la oligarquía (Et. nic., 1160a-b; y Poh, 1289a-b); así pues, la jerarquía aristotélica, de mejor a peor, es la siguiente: monarquía, aristocracia, politeia, democracia, oligarquía y tiranía. La explicación más sencilla de esta jerarquía, al menos en la segunda tríada, es que el interés de uno está más lejano del interés general que el interés de pocos, al igual que el de los mu­ chos es precisamente el más cercano al interés de la ciudad o, como se denominaría más adelante, al bien común. En el desarrollo particular del anterior esquema general destaca una idea que contrasta con su claro diseño pero que, desarrollada después más claramente por Polibio y por Cicerón, estaba destinada a tener una larga vida en la historia de las teorías de las formas de gobierno: la ponderación del gobierno mixto como constitución más estable, que, además, no deja de corresponder a la virtud como tér­ mino medio entre extremos. Y, en efecto, cuando Aristóteles habla

con más detalle de la p oliteia com o form a de gobierno dice que «es una m ezcla de oligarquía y dem ocracia», de m odo que, sorprenden­ tem ente, la unión de dos form as malas puede producir una form a buena. Y ahora tam bién añade que lo que en ésta se une no es sin más el gobierno de los m uchos y los pocos, sino el de los ricos y los pobres, o de la riqueza y la libertad (Pol., 1 2 8 0 a y 1 2 9 3 b -1 2 9 4 a ). Entre los varios m odos que Aristóteles com enta para conseguir una «p oliteia bien mezclada» buscando el térm ino m edio entre la oligar­ quía y la dem ocracia, m erece destacarse su propuesta de superar el contraste entre el sistem a oligárquico de elección de los cargos, por el que accedían sólo los propietarios, y el sistem a d em ocrático del sorteo, que incluía a todos los ciudadanos: lo propio [...] de una república será tomar un elemento de cada ré­ gimen: de la oligarquía, el que las magistraturas se provean por elec­ ción; de la democracia, el que no se basen en la propiedad (Pol., 1294b).

La discusión sobre si resulta deseable un sistema político que provea los cargos representativos por elección y no por sorteo sin estar basa­ do en la propiedad o la riqueza hoy la tenem os por definitivam ente resuelta, p ero, com o irem os viendo, tardó m ucho tiem po en ser una convicción generalizada.

3 . E s t o i c is m o

y c r is t ia n is m o

D esde finales del siglo iv a .C ., y tras Platón y A ristóteles, filósofos defensores de una p olis ya en ocaso, se abre el llam ado períod o he­ lenístico, que coincide prim ero con el Im perio m acedonio y que, después, con la hegem onía política rom ana, sirve de puente entre G recia y R om a, cuya cultura resulta a su vez hegem onizada por el pensam iento griego8. En este período helenístico, que se suele situar

S. Tanto Platón y Aristóteles como las escuelas de cínicos y cirenaicos viven en el período de «ocaso de la ciudad-estado» (Sabine, p. 100): desde principios del siglo IV a. C. (387-386) — cuando enseña Antístenes, fundador de la escuela cínica y anterior a Platón— las ciudades-estado griegas pierden su soberanía en materias de guerra en favor de Persia, una hegemonía rota al comenzar el último tercio del siglo por la toma de poder en Grecia por Filipo II de Macedonia tras la batalla de Queronea, en 3 3 S a.C., y convertida en Imperio por su hijo Alejandro Magno, que fue discípulo de Aristóteles. Tras la posterior división del Imperio macedonio (que desde la muerte de Alejandro, en 323, hasta 280, se debate en luchas sucesorias que dan lugar a tres

en los tres siglos que van desde la muerte de Alejandro Magno (323 a.C.) hasta el principado de Augusto, se desarrollan sobre todo dos escuelas filosóficas, el epicureismo y el estoicismo, que serán el nexo de unión más importante, primero, entre la filosofía griega y la cultura romana y, después, en especial el estoicismo, entre el pen­ samiento antiguo o clásico y el pensamiento cristiano. En la esquematización por modelos que aquí se pretende, de los casi diez siglos que configuran los períodos helenístico y romano (desde finales del siglo IV a.C. al VI d.C., por concluir en Justiniano), se destacarán cuatro aspectos: 3.1) algunos rasgos generales de las dos filosofías dominantes en esa época, estoicismo y epicureismo; 3.2) la idea del Derecho natural en el estoicismo; 3.3) el ideal del gobierno mixto republicano en Cicerón; y 3.4) las conexiones y diferencias entre el estoicismo y el cristianismo. 3.1. Rasgos com unes a epicureism o y estoicism o Entre los rasgos comunes al epicureismo y al estoicismo — que pro­ ceden en parte de los cínicos y los cirenaicos— pueden señalarse dos: por una parte, la mayor preocupación por la ética que por la filosofía teórica, esto es, por la epistemología (el problema del conocimiento) o la ontología (el problema de la naturaleza o esencia de la realidad)5; y, por otra parte, en reacción contra la defensa platónica y aristo­ télica, ya crepuscular, de los ideales de la ciudad-estado, la defensa de un cierto individualismo y, a la vez — sobre todo en el estoicis­ mo— , de un cierto cosmopolitismo, dos actitudes complementarias y en correspondencia con una cierta retracción de lo político en favor de lo privado, de lo individual, entendido no sólo en sentido hedonista y egoísta, sino también como preocupación por los ideales de autoperfección personal.

Imperios: Macedonía, Asia Anterior y Egipto), será Roma quien tomará el relevo, extendiendo su dominio a la península griega en el siglo II a.C. (en 197 Roma derrota a Filipo V de Macedonia, aunque al año siguiente proclama la autonomía de las ciuda­ des griegas). 9. Los estoicos tomaron de la escuela aristotélica la idea de sistema filosófico, con la división de la filosofía en lógica, física y ética, entendidas en progresión, de tal modo que la posterior recibe sentido de la anterior y la amplía, para ser la ética el objetivo final de la filosofía (García Borrón, p. 212). Por su parte, Epicuro, aunque autor de una extensa obra perdida Sobre la naturaleza y otra Sobre los átom os y el vacío, puso menos interés en la lógica y, en todo caso, concibió la filosofía, incluido el conocimiento de la naturaleza, al servicio de la vida humana y, como Sócrates, de la «curación (o cuidado) del alma» (García Gual, pp. 54 ss.).

Por poner un par de ejemplos ilustres de este talante se puede recordar, por parte del epicureismo, la actitud de indiferencia ante la muerte que mostró el propio Epicuro (341-270 a.C.) en su célebre descripción de la Carta a M eneceo: «mientras nosotros vivimos no existe, y cuando está presente nosotros no existimos» [Obras, p. 59), pero también el desapego estoico hacia la política presente en el De la vida retirada de Séneca o en este pensamiento del emperador y filó­ sofo estoico Marco Aurelio: nos es común la razón que nos dice qué debemos hacer y qué no, y por lo tanto, también la ley es común para todos; De ello nos viene ser ciudadanos y participar de una ciudadanía. Y si esto es así, el mundo es entonces como ■ una dudad, pues ¿qué otra ciudadanía común comparte el género humano? (Meditaciones, IV, 4)10. Los rasgos anteriores, de los que se pueden encontrar anteceden­ tes en el individualismo moral socrático y en el ascetismo de Diógenes, se han relacionado con la escisión entre el individuo y la organi­ zación político-social cuando se pierde una comunidad de tipo cara a cara11 y con el «desamparo del hombre ante poderes exorbitantes» (Guthrie, p. 157), aunque estas observaciones también pueden ser vistas como explicaciones externas de teorías cuyas razones e influen­ cias internas, en este como en otros casos, siempre son susceptibles de valoración al margen de su contextualización con tales o cuales fenómenos sociales o históricos. Teniendo presentes los anteriores rasgos comunes a epicureismo y estoicismo, cabe dejar a un lado la primera como una filosofía que ha dejado menos huella en la historia

10. Como contrapunto, viene aquí al caso recordar esta observación del historia­ dor de las ideas George Sabine: «Ningún otro sistema griego era tan apropiado como el estoicismo para ensamblar con las virtudes originarías del dominio de sí mismo, devoción al deber y espíritu público de que se enorgullecerían especialmente los roma­ nos, y ninguna concepción política estaba tan bien cualificada como la doctrina estoica del Estado universal para introducir un cierto idealismo en el. negocio, demasiado sórdido, de la conquista romana» (p. 121). 11. En su Historia de la ética Maclntyre, contemporáneo defensor del comunitarísmo frente al individualismo, comenta esto así: «En la sociedad griega, el foco de la vida moral fue la ciudad-estado; en los reinos helenísticos y en el Imperio romano, la aguda antítesis entre el individuo y el Estado es inevitable. Ya no se pregunta en qué formas de la vida social puede expresarse la justicia, o qué virtudes deben ser practica­ das para crear una vida comunitaria en que ciertos fines puedan ser aceptados y alcan­ zados. Ahora se interroga sobre lo que cada uno debe hacer para ser feliz, o sobre qué bienes se pueden alcanzar como persona privada. La situación humana es tal que el individuo encuentra su medio moral en su ubicación en el universo más bien que en cualquier sistema social o político» (p. 103).

del pensamiento político-jurídico12, también porque se basó más en la virtud de la amistad que en la de la justicia, para centrarnos en el estoicismo, cuya influencia posterior en esa área del pensamiento es particularmente notable. 3.2. E stoicism o y ley natural El estoicismo, que nace en Grecia con el chipriota Zenón de Citio (ca. 335-263 a.C.) y cuyos principales representantes griegos fueron Crisipo, Panecio y Posidonio, tuvo enorme influencia en Roma a tra­ vés de autores como Cicerón (106-43 a.C.), Séneca (4 a.C.-65), Epicteto (55-135) y Marco Aurelio (121-180). La aportación del estoicis­ mo a la historia de la idea de justicia reside ante todo en la nueva, compleja y dilemática síntesis sobre el Derecho natural que transmite al pensamiento cristiano, una síntesis compuesta de dos elementos, uno ideal, la recta razón, y otro empírico, el consenso entre los dis­ tintos pueblos (cf. Welzel, pp. 33 ss.). a) El logos y la recta ra tio : ley universal, natural y humana En primer lugar, los estoicos comparten con Heráclito, Platón y Aris­ tóteles una imagen finalista del mundo, en la que lo natural se corres­ ponde con la finalidad racional y coincide con la bondad moral. Para ellos, y en esto más en la estela de los dos primeros que del tercero, el logos aparece como ortos lógos — en latín, recta ratio— , esto es, co m o ley racional universal, en el sentido de plan o designio, pero también de destino o fatum , que gobierna y da sentido al kosm os. El logos, en efecto, es visto como razón-destino y como fin-virtud in h e-' rente a todas las cosas, según lo expresa este texto de Marco Aurelio: La naturaleza universal sintió el impulso de crear un mundo. Todo lo que llega a existir lo hace por consecuencia, y si no es así los princi­

12. Epicuro, que vuelve sobre la idea ya avanzada por Protágoras de la justicia como producto de un pacto útil para los seres humanos, es un indudable antecedente del utilitarismo, tanto por su propuesta del placer como criterio moral básico cuanto por su visión de la justicia como criterio dictado por la utilidad (aunque también, a la vez, por la reciprocidad, lo que puede remitirse más bien a las concepciones de raíz contractualista); valga como suficientemente expresivo de este último aspecto el si­ guiente texto: «Aquellas leyes consideradas justas que dan testimonio de lo convenien­ te en las necesidades de las relaciones recíprocas constituyen lo justo, tanto si son iguales para todos como si no. Pero, siempre que se dicta una sola ley que no contem­ ple lo conveniente en las relaciones recíprocas, ésta ya no posee la naturaleza de lo justo» (Máximas capitales, X X X V II, en Obras, p. 74).

pales fin es (a los que el p rin cip io re c to r d irige sus im pu lsos) ca re ce n de ra z ó n (M ed ita cio n es , V II, 7 5 ).

La ley u n iversal , o ley del cosmos, en cuanto que el hombre forma parte del cosmos y de la naturaleza se manifiesta en la ley n atu ral o universal aplicable a los hombres, ley que a su vez ha de plasmarse en las leyes h u m an as. En esa estructura conceptual puede verse ya incipientemente prefigurada la tríada de la escolástica católica ley eterna, natural y humana, si bien la divinización del cosmos del es­ toicismo es panteísta y no personalizada en un Dios. Pero, sobre todo, el estoicismo restauró así la unidad entre physis y n o m o s , don­ de la naturaleza es sinónima de ley justa universalmente. De este modo, aunque en un plano más abstracto y elaborado que en el ani­ mismo, los estoicos vuelven a humanizar a la naturaleza, entendida como lo g os u orden universal, atribuyéndole a éste un carácter nor­ mativo y hasta jurídico. Con una idea que no había aparecido en Platón ni, menos, en Aristóteles, el orden universal y natural sería una suerte de república bien constituida y organizada, hasta el punto de llegar a invertir la relación entre la naturaleza y las normas jurídi­ cas y sociales de una manera hasta entonces inédita: lo que no es natural-racional, o justo, no es legal. En todos los elementos anteriores — así como en la transmisión del motivo aristotélico de la sociabilidad natural del hombre— ya cabe ver una gran conexión entre estoicismo y cristianismo: aun de­ biendo evocar aquí la caracterización de Gustave Flaubert de esta época — «cuando los dioses ya no existían y Cristo no había apareci­ do aún, hubo un momento único, desde Cicerón a Marco Aurelio, en qué sólo estuvo el hombre»— , también ha de recordarse que, en buena parte, la doctrina cristiana se comenzó a escribir en griego con influencias estoicas, como ocurre en el evangelio de Juan, que co­ mienza con la frase «En el principio era el verbo [/ogos]», y, aunque es más discutido, también en Pablo de Tarso. b) El con sen su s om n iu m gen tiu m

Junto al elemento ideal de la recta ratio, los estoicos también pusie­ ron su vela a la realidad, definiendo igualmente lo natural mediante elementos fácticos, especialmente destacando la idea de que existen costumbres comunes a los distintos pueblos. De este modo, el estoi­ cismo propone una nueva y otra vez ambigua síntesis de lo racional y lo empírico, que une la ética pura de la conciencia y la ética de lo instintivo, de lo consuetudinario y común. Este último aspecto es

claro en la conocida definición del Derecho natural del jurisconsulto estoico Ulpiano: El derecho natural es el que la naturaleza enseñó a todos los animales, pues tal derecho no es privativo del género humano, sino común a todos los animales que nacen en la tierra, én el mar e incluso a las aves. De ahí procede la unión del macho y la hembra, que nosotros llamamos matri­ monio y de ahí la procreación de los, hijos y su educación; puesto que vemos también que todos los demás animales, incluidas las fieras, se cuentan entre quienes tienen conocimiento de este derecho [ius naturale est, quod natura omnia animalia docuit: nam ius istud non humani generis proprium, sed omnium animalium quae in térra, quae in mari nascuntur, avhtm quoque commune est. Hinc descendit maris atque feminae coniunctio, quam nos matrimonium appellamus, hinc liberorum procreatio hinc educatio; videmus etenim cetera quoque animalia, feras etiam istius iuris peritia censer,i\ (Digesto, 1, 2-4). Por su parte, la ambigüedad entre lo racional y lo empírico se observa en la influyente fórmula de Cicerón del consensus om nium gentium como voz de la naturaleza racional en la conciencia de todos los hombres, que implica que cualquier hombre, y no ya sólo los más sabios, tiene impreso por instinto en su corazón lo que racional­ mente debe hacer: lo que Cicerón llamará la «voz en mi pecho», Marco Aurelio lo objetivará con la imagen del «soberano interior». Sin embargo, lo racional-final, como recta i;atio o criterio ideal, pue­ de ser una cosa y lo que los hombres y pueblos reconocen de hecho por costumbre otra diferente: el ejemplo clásico lo proporciona la idea de esclavitud, aceptada en el mundo antiguo y en el Derecho romano como práctica común pero considerada críticamente por el propio Cicerón, quien a propósito de la «ínfima [...] condición y suerte de los esclavos» dice que no piensan mal quienes aconsejan que se les considere como jornale­ ros, exigiéndoles su trabajo y otorgándoles la debida recompensa (De Officiis, I, 41). En todo caso, detrás de esta concepción de la común naturaleza hu­ mana aparece ya la idea de la igualdad básica de todos los hombres, que el propio Cicerón formuló muy claramente: Nada hay tan semejante, tan igual, a otra cosa como los hombres entre nosotros mismos. [...] Y no hay hombre de raza alguna que, tomando la naturaleza por guía, no pueda alcanzar la perfección (De legibus, I, 29-30).

c) Universalidad y superioridad de la ley natural Como resultado de todo lo anterior, se puede sintetizar la más im­ portante aportación del estoicismo al pensamiento filosófico-jurídico mediante dos rasgos básicos de la idea de «ley natural» que permane­ cerán en el modelo católico, propio de la época medieval: 1) el carácter de u n iversalidad de la ley natural, universalidad entendida como inmutabilidad en el tiempo y en el espacio, que Ci­ cerón formuló así: Hay una ley verdadera que consiste en la recta razón [recta ratio], conforme con la naturaleza, universal, inmutable y eterna, que con sus mandatos llama al hombre al bien y con sus prohibiciones le disuade del mal y que, ya mande ya prohíba, no se dirige en vano al hombre probo, pero no consigue conmover al malvado, a pesar de sus mandatos y prohibiciones. No puede anularse ni derogarse en todo o en parte, ni siquiera por la autoridad del Senado o del pueblo podemos ser dispen­ sados de la misma, ni necesita glosador o intérprete. No es una ley diferente ni es una ahora y otra después, sino que la misma norma eterna e inmutable regirá para todos y en cualquier tiempo, así como hay un solo maestro común y señor de todos, Dios, el inventor, árbitro y dispensador de esta ley; quien no la obedece huye de sí mismo y, des­ preciando la naturaleza humana, sufre por ello las mayores penas aun cuando escape a las sanciones humanas (De re publica, III, 22);

2) el carácter de su p eriorid ad de la ley natural, superioridad en­ tendida incluso como esencialidad, esto es, como atribución del ver­ dadero carácter jurídico a las leyes naturales frente a las leyes injus­ tas, que no serían propiamente Derecho, idea que ya Cicerón formuló también de manera suficientemente explícita: si fuesen Derecho las decisiones de los pueblos, los decretos de los príncipes o las sentencias de los jueces, sería Derecho el robar, el adulterar y el hacer testamentos falsos si así hubiera sido aprobado por los votos o los plebiscitos de la multitud (De legibus, 1 ,16). 3 .3 . L ib e r ta d y ley : la fo r m a d e g o b iern o rep u blican a

Además de la idea estoica de la ley natural, cuya importancia es central en buena parte de la filosofía posterior, comenzando por la me­ dieval, hay otra concepción transmitida por Cicerón que también haría fortuna, quizá de manera menos profunda pero al fin y al cabo más per­ durable, a través de diversos filósofos políticos de sucesivas épocas, in­ cluida la nuestra. Se trata de la defensajiel ideal del gobierno mixto,

que ya había apuntado incipientemente Aristóteles y que había desarro­ llado el siglo anterior el historiador griego Polibio (200-118/126 a.C.), también próximo a los círculos estoicos. Siguiendo la clásica sistema­ tización aristotélica de las seis formas de gobierno, Polibio había ela­ borado una teoría «histórica» según la cual, a partir de la m"onarquía, las tres formas de gobierno buenas se habían ido alternando con las malas y eso había ocurrido repetidamente, en una visión cíclica o cir­ cular un tanto rígida de la historia política de las ciudades griegas. Pero Polibio introdujo la posibilidad de un remedio a la inestabilidad de las formas constitucionales mediante una forma de gobierno mixto que reuniera las tres formas buenas mediante el equilibrio entre las magis­ traturas y poderes: y, precisamente, ejemplificó en la República roma­ na ese modelo estable porque los cónsules reflejaban el elemento mo­ nárquico, el Senado el aristocrático y los comicios populares el democrático (Polibio, a diferencia de Aristóteles, denominó «demo­ cracia» a la forma buena de gobierno popular) (véase, también sobre lo que sigue, Bobbio,Form e d igovem o, cap. IV; Fioravanti, Constitución, pp. 25-31; y Manin, pp. 62-70). El gran sintetizador que fue Cicerón, justamente cuando la Repú­ blica romana ya exhalaba su último suspiro, recogió la defensa de la forma republicana de gobierno enmarcándola en una fundamenta­ ción retórica basada en una cierta idea de libertad que haría gran fortuna en pensadores tan diferentes como Tomás de Aquino, M a­ quiavelo o Montesquieu. Ligando la vida de la libertad tanto a la existencia previa de la ley como al poder y el bienestar general del pueblo, Cicerón puso en circulación ideas destinadas a tener un largo y persistente recorrido histórico. En el discurso Pro Cluentio la liber­ tad aparece en una paradójica pero penetrante conexión que la sitúa no en el área permisiva donde la ley no obliga o prohíbe sino, al contra­ rio, justamente en el sometimiento a la ley: legum serui sumus ut liberi esse possim us («somos siervos de las leyes para poder ser li­ bres»). Claro que esa ley ha de ser la de un gobierno justo, sometido a la ley natural y, en la línea abierta por Aristóteles, dedicado al bien común, que ése es ahora también uno_de los significados de la res publica o cosa pública. Más todavía, en su obra D e re publica hay un texto por el que se diría que para Cicerón la ley que garantiza la libertad y el bien común se realiza eminentemente a través de la forma democrática de gobierno: Pues la libertad no tiene su sede más que en una ciudad en la que lasuma potestad es del pueblo: ya que ciertamente nada puede ser más dulce que aquélla, la cual, si no es igual, tampoco es libertad [Itaque

milla alia in civitate, nisi in qua populi potestas summa est ullum domi-

ciliu m libertas h a b et: qu a qu idem certe nihil p o test esse dulcius et quae, si a eq u a n o n est , n e lib erta s q u id em est ] (D e re p u b lic a , I, 47).

Ahora bien, a pesar de la literalidad de este texto, Cicerón no de­ fendió realmente el sistema democrático —cuya referencia central en­ tonces no podía ser otra que el de la periclitada democracia atenien­ se— , sino el sistema republicano romano, que, como había dicho Polibio, mezclaba el elemento democrático de los comicios o asambleas populares con el aristocrático del Senado e, incluso, con el regio o monárquico de los cónsules (si bien, y no casualmente, los cónsules eran dos). Cicerón, prosiguiendo también el temor esquematizado por Polibio hacia la tendencia a la degeneración de las formas de gobierno buenas, dejó bien claro en distintos lugares su preferencia por una for­ ma de gobierno mixto, que presentó de dos maneras diferentes. En una de ellas uno de los participantes en el diálogo De re publica (aunque no el que refleja las ideas de Cicerón) relaciona la forma mixta de gobier­ no con la propia estructura social de la comunidad, en Roma netamen­ t e dividida entre patricios y plebeyos, así como con la disposición a pactar sobre sus distintos intereses: así, son tiranos todos los que tienen poder sobre la vida y la muerte del pueblo, aunque prefieran llamarse reyes por el nombre de Júpiter máxi­ mo. Cuando además algunos dominan la república por su riqueza, su nobleza y otra ventaja, se forma una facción, aunque se llamen nobles [op tim ates]; cuando el pueblo tiene todo el poder y todo se gobierna a su arbitrio, se le llama libertad pero realmente es licencia. Pero cuando uno tiene temor de otro, un individuo de otro individuo y una clase de otra, entonces precisamente porque nadie tiene confianza en sí mismo, se establece una especie de pacto entre el pueblo y los poderosos, del cual surge ese tipo mismo de comunidad que elogiaba Escipión; pues de hecho la madre de la justicia no es la naturaleza ni la voluntad, sino la debilidad (D e re p u b lica , III, 13; sobre la indeseabilidad del gobierno popular puro, véase también I, 26-28).

Pero la favorable descripción del gobierno mixto que Cicerón asume es básicamente institucional, relativa a la distribución de competen­ cias entre diferentes órganos políticos: Conviene, pues, que en la república haya algo eminente y regio [regale], que algunos poderes sean impartidos y atribuidos a la autoridad de los nobles [op tim ates] y que algunas cuestiones se reserven al juicio y vo­ luntad de la multitud [m idtitu din is ] (D e re p u b lica , I, 45).

Y es en esta segunda forma en la que Cicerón admiró la constitución republicana de los «tiempos gloriosos», cuando uno de los primeros

cónsules, Publio Valerio Poblícola, «mantuvo la autoridad de los prin­ cipales ¡principian] dando también una moderada [m ódica] libertad al pueblo» (De re pu blica, II, 31). Quedaba así bien claro que, inclu­ so dentro de aquella constitución mixta, la insistencia ciceroniana no estaba precisamente en el gobierno por el pueblo: Así pues, en aquella época el Senado mantuvo la república de manera que aun en un pueblo libre se hicieran pocas cosas por el pueblo y la mayoría según la autoridad, la decisión y la tradición del Senado, y que los cónsules tuvieran, en el límite de sólo un año, un poder de carácter regio por su naturaleza y de Derecho (De re publica, II, 32).

3.4. D el estoicism o a l cristianismo a) Teologización, voluntarismo y pesimismo antropológico No obstante las señaladas y claras conexiones entre estoicismo y cris­ tianismo, no cabe olvidar al menos tres rasgos diferenciales significa­ tivos entre uno y otro13: 1) T eologización del pensam iento. El cristianismo, al partir de la creencia en un Dios personal al que se debe fidelidad absoluta — a diferencia del panteísmo estoico, que diviniza a la naturaleza— , tien­ de a subordinarlo todo, incluido el pensamiento, a la religión, de modo que la filosofía comienza a aparecer como sierva de la teología (philosophia, ancilla theologiae). Con ello, que sirve al reforzamiento de ideas estoicas como la de la igualdad de los seres humanos, her­ manados ahora en cuanto hijos de Dios, también se sientan las bases para la aparición de dos tipos de distinciones desconocidas en la cultura greco-romana: por un lado, la distinción, incluso separación, entre razón y fe, que hace posible el «creo porque es absurdo» (credo quia absurdum }A), que habría resultado incomprensible para un grie-

13. Sobre los contrastes entre la cultura romana y la religión cristiana aprovecho para remitir a un clásico: la fascinante y magna The Decline and Fall o f the Román Empire del ilustrado inglés Edward Gibbon, de la que hay dos ediciones diferentes, incluso en castellano, una completa (Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano, Madrid, Turner, 1984, vol. II, caps. X V y XVI), y otra abreviada, de Dero A. Saunders (Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, Barcelona, Alba, 2 0 0 0 , cap. VIII). 14. La frase, propia de los creyentes cristianos que antepusieron la fe a la razón, es de autor desconocido, aunque se ha atribuido al teólogo Tertuliano (ca. 1 5 J-2 2 0 ), de quien consta una frase muy parecida: credibile quia ineptum est («creíble por ser inapropiado»).

go; y, por otro lado, la distinción, y también a veces separación, en­ tre política y religión, que introduce la posibilidad de la tensión entre el Estado y la Iglesia. Por éso la añadidura del nuevo punto de vista teológico a la vieja concepción teleológica tuvo importantes efectos innovadores: el mundo antiguo, donde lo ético, lo político y lo social van unidos, se contrapone al mundo cristiano, donde lo ético-político se escinde entre el Estado y Dios, provocando así también la escisión entre el ciudadano y el hombre. No obstante, ambos tipos de diferenciación sufrirán distintas vicisitudes: la tensión entre razón y fe variará sobre todo según los teólogos, pues unos defenderán su mera distinción, sin contradicción entre ambas, mientras que otros la verán como separación-, y la escisión entre el hombre y el ciudadano variará, sobre todo según los momentos históricos, pues tras la cris­ tianización del Imperio romano a principios del siglo IV, con Cons­ tantino, se abre un largo período de estrechas relaciones entre la Iglesia y el Estado, a veces conflictivas y a veces convergentes. 2) A parición d el voluntarism o. Como consecuencia de la influen­ cia en el cristianismo del Dios bíblico, que interviene personalmente en los asuntos humanos con sus mandamientos y con su voluntad (recuérdese la entrega de las tablas de la ley a Moisés o la orden a Abraham, luego revocada, de sacrificar a su hijo Isaac), aparece el nuevo elemento del voluntarismo, esto es, la creencia de que en las decisiones divinas (y derivativamente también en las humanas) hay un elemento racionalmente inmotivado aunque no necesariamente injusto. Esta concepción, que suministra una nueva motivación para la obediencia a las leyes, es nueva respecto del pensamiento clásico, que, aun dentro de las distintas concepciones de la razón según unos u otros filósofos, fue más «intelectualista». En esa medida, fue críti­ co, si no ajeno, a la posibilidad de que algo pudiera ser justo por el mero hecho de haber sido ordenado, viniendo a sostener más bien que era o debía ser ordenado por ser justo. Incluso el estoicismo, el más inmediato antecedente del cristianismo, había tendido a man­ tener la tesis de la ineluctabilidad del logos, viendo a la razón como, necesidad, de modo que no habría voluntad que pudiera oponerse a la razón, según lo expresa la bella y lapidaria sentencia estoica fa ta volen tes ducunt, n olen tes trahunt (los hados, esto es, el destino, con­ ducen a los que consienten y arrastran a los renuentes) (sobre este tema, véase infra, pp. 135 ss.). 3) Pesim ism o an tropológico. Ei pensamiento cristiano introduce también una visión novedosa en la consideración tendencialmente pesimista del hombre, cuya-naturaleza se considera corrompida por el pecado original, un punto de partida con mayor o menor peso

según distintos teólogos pero que llegó a sus extremos en el luteranismo y el calvinismo. En todo caso, esta consideración más bien negativa de la condición humana da lugar a una nueva explicación y justificación de la organización política que tiende a entrar en ten­ sión con el argumento aristotélico de la inclinación de los seres humanos a asociarse entre sí. Esa nueva explicación se basa en la idea de que el poder político es p o en a et rem edium p ecca ti (pena y remedio del pecado), por la que el Estado no aparece como algo connatural al hombre y directamente bueno, sino como un mal menor y necesario, un instrumento que, de no haber sucumbido el hombre a la soberbia de querer ser como Dios, habría resultado superfluo. Como contrapunto extremo de esta concepción surgirá más adelante, desde el Renacimiento, el pensamiento utópico, que propondrá un modelo de sociedad entre seres humanos que, redi­ midos del pecado, pueden volver a una nueva especie de paraíso terrenal. b) Pablo de Tarso: ley natural, igualdad humana y obediencia al poder La primera elaboración del núcleo de las ideas cristianas sobre el poder y la justicia es obra de Pablo de Tarso (ca. 10-62), que, aunque de formación judía, seguramente no desconoció las ideas estoicas15. Tales ideas se pueden sintetizar en tres rótulos: la asimilación de los Diez Mandamientos de Moisés a la ley natural estoica, la pro­ puesta de una cierta igualdad humana universal y la adopción de un criterio de legitimidad del poder político (Gómez Caffarena, pp. 2 9 7 ss.). • Pablo de Tarso, en primer lugar, propone ya explícitamente la identificación analógica entre la ley natural teorizada por los estoicos y el decálogo mosaico, Pues cuando los paganos [o gentiles], que no tienen Ley [la ley de Moisés], cumplen de una manera natural lo que manda la Ley, ellos mismos son su propia Ley [es decir, que su razón natural coincide con la ley mosaica]. Y con ello muestran que llevan la Ley escrita en sus corazones, según lo atestiguan su conciencia y sus pensamientos (Epístola a los rom anos , 2 , 14-15).

15. En Los H echos de los Apóstoles , donde se dice que en Atenas «algunos filósofos epicúreos y estoicos conversaban con él» (17, 18), Pablo de Tarso predicó en el Areópago la idea del Dios cristiano de manera inteligible para los griegos,'que sólo se sorprendieron de la doctrina de la resurrección de los muertos, de la que algunos se burlaron (ibid., 17, 32).

En segundo lugar, Pablo también asume la igualdad entre todos los seres humanos, si bien sus afirmaciones no dejan de admitir una lectura religiosa y más conformista para el mundo real, en la que la igualdad se ofrece sobre todo para los cristianos y, sobre todo, se aplaza para el otro mundo: todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; pues los que habéis sido bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo. No hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, sois descendientes de Abraham, herederos según la promesa (E p ístola a los g álatas, 3, 26-29). Mujeres, estad sumisas a vuestros maridos, pues eso. es lo que debéis hacer como creyentes. [...] Esclavos, obedeced a vuestros amos tem­ porales; ño sólo cuando os ven, como para quedar bien con ellos, sino de todo corazón y por respeto al Señor. [...] Al que comete injus­ ticia le darán la paga de sus injusticias, pues ante Dios somos iguales. Amos, practicad la justicia y la equidad con los siervos, puesto que sabéis que también vosotros tenéis a vuestro amo en el cielo (E p ístola a los co lo se n se s , 3, 11-25 y 4, 1; véase también E p ísto la a los efes io s , 5, 22-24 y 6, 5-9).

En fin, aun con el trasfondo de la ambigua contestación de Cristo ante la capciosa pregunta de si había que pagar impuestos a los roma­ nos • — «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Evangelio de Marcos, 12, 13-17)— , que permite matices implícitos que algunos teólogos posteriores explotarían, Pablo de Tarso expre­ sa una sólida justificación religiosa de la obediencia al poder político: Que cada uno se someta a las autoridades que están en el poder, por­ que no hay autoridad que no venga de Dios; y los que hay han sido puestos por Dios. Así que el que se opone a la autoridad, se opone al orden puesto por Dios [...]. Los gobernantes no están para amedren­ tar a los que obran bien, sino a los que obran mal. [...] la autoridad está al servicio de Dios para ayudarte a portarte bien. Pero site portas mal, échate a temblar, porque no en vano la autoridad lleva la espada y está al servicio de Dios para castigar al delincuente. Por lo cual es necesario que os sometáis no solamente por temor al castigo, sino más bien por un deber de conciencia. También por esta razón pagáis los impuestos (E p ístola a los ro m a n o s , 13, 1-6).

Esa justificación, basada en la idea de la inescrutable voluntad divina, llegará a servir a la doctrina del origen divino del poder monárquico, que comenzaría a tener importancia en la Edad Media y se extende­ ría hasta el final de la Edad Moderna.

H. LAS CONCEPCIONES DEL DERECHO ENELPENSAMENTO ROMANO 1. C asuismo y justicia e n la jurisprudencia rom an a

1.1. D erecho y ciencia jurídica; D erecho público y privado Es innecesario decir que es en Roma donde por vez primera se toma al Derecho como.objeto fundamental de estudio: allí aparece algo similar a lo que hoy conocemos como ciencia del Derecho, que desde entonces hasta finales del siglo XIX será predominantemente ciencia del Derecho privado. La distinción entre Derecho y ciencia jurídica ha de tenerse aquí presente, pues el Derecho, muy anterior a Roma, preexiste a su ciencia como la construcción de puentes a la ingeniería, la curación de enfermedades a la ciencia de la medicina o la práctica del cálculo a la matemática. Y la misma distinción sirve para ver la diferencia entre Derecho privado y público, pues aunque el Derecho público existe como realidad y como concepto ya en Roma, la ciencia jurídica es durante muchos siglos estudio del Derecho privado. En efecto, por más que la división entre Derecho público y privado fue ya conscientemente formulada por los juristas romanos'6, no dio lu­ gar sin embargo a estudios de ciencia jurídica similares a los realiza­ dos sobre el Derecho privado, sino que sólo a finales del siglo pasado, con Gerber, Laband-y Jellinek, nacería una ciencia del Derecho pú­ blico similar a la jurídico-privada tradicional17. Con todo, teniendo en cuenta esa más liviana teorización tradicional, las referencias y concepciones a propósito del Derecho público serán también de inte­ rés para nosotros en adelante.

16. Las Jnstitutiones de Justiniano dicen que «el Derecho público se refiere a la situación de Roma, el privado a la utilidad de los particulares» (publicum ius est, quod ad statum rei Romanas spectat, privatuni quod ad singidorum utilitatem pertinet ); también en el Digesto se afirma que «el Derecho público concierne a las cosas sagradas, a los sacerdotes y a los magistrados» {publicum ius in sacris, in sacerdotibus3 in magis-

tratibus consistit). 17. Aparte de las referencias al Derecho romano de los juristas medievales y sus sucesores, como antecedente de ese momento surgen cátedras y textos de Derecho público en universidades alemanas desde la primera mitad del siglo xvil, aunque en Francia un estudio diferenciado del Derecho privado y el público se demora hasta la segunda mitad del siglo X V III; tal estudio se centraba en las regaita (regalías o derechos del rey), las relaciones entre la Iglesia y el Estado y entre éste y los súbditos, pero sin ordenación adecuada ni completa y con una cierta confusión entre el Derecho romano y la teoría política de raíz aristotélica (Caenegem, pp. 2-5).

a) Los tres períodos de la jurisprudencia romana: republicano, clásico y postclásico Para situar históricamente a la jurisprudencia romana conviene decir que, en cuanto estudio'del Derecho, probablemente nació antes de la elaboración de la L ey d e las X II T ablas , que fueron aprobadas en la mitad del siglo V a.C., recogiendo costumbres — los m ores m aiorum — y reglas en buena parte del conocimiento reservado del cole­ gio sacerdotal de los pontífices-, el «Colegio de los Pontífices» — de p on tem facere-, hacer puentes— estaba formado por tres sacerdotes con competencias para pronunciar e interpretar el Derecho oracu­ larmente y para publicar anualmente en unas tablas de madera los nombres de los cónsules y los hechos más relevantes. Mediante un proceso de larga evolución desde la inicial unidad entre religión, magia y Derecho, que corresponde al cultivo ritual del saber jurídico por tales pon tífices , la jurisprudencia terminará haciéndose laica en el siglo III a.C., a partir de la llegada al cargo de Pontífice Máximo de un plebeyo, Tiberio Coruncario (véase Schiavone, II, caps. 1 y 2). Tras él se comienza a dar respuestas públicas al margen del colegio pontifical y se separa el fa s, como licitud de un acto a los ojos de la divinidad, del ius, como licitud humana. Tras ello, la madurez de la jurisprudencia romana se alcanza a mediados del siglo II a.C., hacia el 150 por poner una fecha memorizable, cuando mediante una «re­ volución intelectual» aquélla pasa definitivamente de la oralidad a la escritura, comienza a utilizar conceptos jurídicos abstractos en el marco de las técnicas clasifieatorias de la dialéctica (se aclarará esto enseguida) y, en fin, tiende a presentarse como un saber autónomo respecto de la religión y de la política (Schiavone, pp. 180-182). Desde entonces se suele dividir su evolución en tres períodos, que dejaré ahora esquematizados para rellenarlos después de algunos contenidos: 1) El p eríod o repu blican o, que comprende los casi 150 años que van desde la caída de Cartago (146 a.C.) hasta Augusto, cerca ya. del comienzo de nuestra era (exactamente, su principado empieza el 7 a. C.), con juristas como Manlius Manilius, Marco Junio Bruto y Publio y Quinto Mucio Scaevola o Servio Sulpicio Rufo. 2) El p eríod o clásico, que abarca los 250 años que van desde Augusto hasta la muerte del emperador Alejandro Severo (año 235, cuando comienza una época de «anarquía militar» que dura hasta Diocleciano, ya en el 284), con juristas como Labeón, Sabino, Casio y Próculo, así como — minusvalorados por la crítica actual pero más conocidos como divulgadores— Pomponio, Papiniano, Paulo, Ulpia-

no y Gayo; se considera que el último de los jurisprudentes romanos fue Modestino, que muere poco después de Alejandro Severo. 3) El período postclásico, que comprende casi 350 años (desde el segundo tercio del siglo III hasta el último tercio del siglo v i, con la codificación de Justiniano), cuando desaparecen los jurisprudentes propiamente dichos, siendo sustituidos por juristas-burócratas al ser­ vicio del emperador; este último período viene a coincidir con el llamado Derecho romano bizantino, que recibe su nombre de Bizancio, nombre original de la ciudad que h oy— y desde su conquista por los turcos en 1453— llamamos Estambul y que sería la capital de la parte oriental del Imperio romano desde el 330, cuando Constantino la denominó Constantinopla. En esta primera sección me referiré a los dos primeros períodos, dejando el tercero para la siguiente y última sección (infra, pp. 69 ss.). b) La labor de los jurisprudentes Con la anterior diferenciación de etapas en el trasfondo, conviene añadir ahora cómo actuaban los jurisprudentes o jurisconsultos, que. en principio tuvieron una función en materia de Derecho privado que no tenía carácter público u oficial, si bien era gratuita, como expresión de la nobleza de su actividad cuando no también de la de sus cultivadores. Además, era una función anterior y distinta a la del abogado y la del juez, que también actuaban como particulares, pues en el proceso judicial romano de las dos épocas aquí consideradas el único sujeto que intervenía con carácter público era un cuarto perso­ naje: el pretor: Estamos en el período del procedimiento per form ulas o formulario, que nace con la L ex Aebutia de form ulis (149 a.C.) y suaviza el rígido formalismo del procedimiento anterior, per legis action es, donde sólo determinados intereses debidamente califica­ dos tenían protección, de modo que en el procedimiento formulario, debido a su iurisdictio o facultad de «decir el Derecho», el pretor podía conceder acción mediante fórmulas que iban introduciendo matices y excepciones en las reglas formales tradicionales, abriendo así la posibilidad de proteger nuevos intereses. Ha de recordarse que entonces, y hasta la época bizantina, el proceso civil romano tenía dos partes. En la primera (in iure) las partes comparecían ante el pretor y éste calificaba la pretensión en una form u la o escrito breve que resumía el pleito, indicaba las garan­ tías comprometidas y ordenaba al iudex (o al colegio de varios de ellos) que decidiera en favor del pleiteante si se probaban los hechos (la fórmula contenía como conclusión un texto similar al siguiente:

«Si resulta que Ticio debe x a Cayo, a menos que haya habido dolo por parte del acreedor, condena, juez, a Ticio a pagar x a Cayo»: Villey, D roit rom ain, p. 28). La segunda fase, cipud iudicem , era precisamente de prueba de los hechos ante el juez o jueces, que en realidad eran particulares designados por acuerdo de las partes o por sorteo y que, con competencias sólo sobre la questio facti, emitían no un mandato sino un parecer o sententia (así pues, en el significado moderno del término, más que jueces, de un lado, actuaban más bien como jurados al modo inglés y, de otro lado, eran árbitros); p o r su parte, los abogados, advocati, como expertos en retórica, actuaban en esta fase en nombre de las partes. En ese marco, los jurisprudentes intervenían en el proceso sólo indirectamente, pues nunca comparecían en él. En un principio fue­ ron meros consultores jurídicos de las partes, aunque andando el tiempo sus dictámenes (responso.) para resolver los distintos casos concretos fueron adquiriendo gran autoridad y llegaron a ser acepta­ dos por el pretor como fórmulas o soluciones que daban acción para litigar ante asuntos nuevos. Más adelante todavía, debido a su cre­ ciente prestigio, los jurisprudentes terminaron por actuar de hecho como miembros del consilium del pretor, que operó como órgano no oficial pero influyente. Durante la época republicana el responsum o dictamen del jurisprudente consistía en la formulación, generalmente no motivada, de una regla para solucionar un caso concreto, de lo que pueden servir como ejemplo las siguientes: Si un esclavo muere por las heridas causadas por otro, éste puede ser perseguido por homicidio [y no meramente, según se preguntaba, por lesiones] si no ha ocurrido por ignorancia del médico o por despreocupa­ ción del dueño; Ni el aborto casual ni el provocado se entiende que constituyen parto; Nadie puede morir en parte testado y parte intestado; El testamento del que está en poder del enemigo, hecho allí, no vale aunque hubiera retornado.

Los jurisprudentes fueron siempre un conjunto selecto de conoce­ dores del Derecho, un saber que transmitían de manera directa, a modo de clases particulares, a discípulos que continuaban su labor. Ya avanzada la época republicana, y especialmente en el siglo i a.C., con objeto de facilitar su enseñanza, sobre el conjunto de reglas jurí­ dicas de sus responsa realizaron un cierto trabajo de sistematización mediante una aplicación específica del método de la dialéctica griega, que entre los top oi o lugares comunes propios de las discusiones proponía analizar ciertos temas mediante divisiones sucesivas de gé­ neros y especies: por ejemplificarlo, según esa propuesta, así como el

ser se clasificaba en vivo e inanimado, el vivo en animal y vegetal, y el animal en racional e irracional, las garantías jurídicas se dividían en personales (como la cautio o fianza) y reales, y las reales en fiáucia, pignus (prenda) e hypotheca (hipoteca); también se ha observado la misma influencia en la clásica tripartición de las Institutiones de Gayo entre personas, cosas y acciones18. Ahora bien, salvo en algu­ nos textos dedicados a la enseñanza, como precisamente en dichas Institutiones, esta forma de sistematización no afectó al conjunto del Derecho civil, que se siguió ordenando según criterios arcaicos y sin orden clasificatorio, sino a sectores muy concretos, de modo que el uso del sistema tendió a limitarse a la ordenación de instituciones particulares (las clases de tutela, de hurto, de posesión, de acciones, etc.), para aplicarles las reglas generales (del género, precisamente) y especiales (dercada especie, dentro de un género) que se considera­ ban apropiadas (Kaser, pp. 39-46). c) Jurisprudencia republicana y clásica: casuística y sistemática La distinción entre la jurisprudencia republicana y la clásica se debe a varias razones, de las que mencionaré dos. En primer lugar, a que desde Augusto o Tiberio a los jurisconsultos más ilustres les fue con­ ferido el ius respondeitdi ex auctoritate principis (esto es, el derecho de responder o emitir responsae por la autoridad del príncipe), de modo que —aunque los especialistas discuten sobre su verdadero al­ cance— parece que adquirieron una especie de facultad oficial de de­ cidir en lo que se refiere a la questio iuris. De tal modo, el juez estaba obligado a dictar sentencia conforme al responsu??t si los hechos, la questio facti, resultaban probados. Desde Adriano, el juez quedaba así obligado únicamente en caso de que ambas partes llevaran responsa coincidentes, lo que andando el tiempo fue ocurriendo con menos frecuencia (Cannata, p. 66; y Schiavone, p. 192). En segundo lugar, pero el más importante, aunque la sustancia de la jurisprudencia clásica siguió siendo similar a la republicana, consistiendo en ambas en la enunciación de una regla para un caso concreto, se han destacado dos diferencias: de un lado, que en el período clásico se pretendía obtener la regla no como 'deducción del 18. Sobre las observaciones anteriores y las que siguen, más en general, véase Villey, Droit romain, p. 4 4 ; yWieacker, Fundamentos, pp. 15-16 y 19 ss., cuyas preci­ siones permiten conectar este uso de la idea de dialéctica con la retórica aristotélica en la medida en que, según dice, el sistema dialéctico así aplicado por los juristas no era axiomático, como los Elementa de Euclides, sino basado en la plausibilidad retórica

(éndoxa).

sistema dialéctico de géneros y especies sino, por inducción, directa­ mente de lo que se considera justo en el caso concreto y, de otro lado, que la regla no se presentaba como categórica sino como mera­ mente probable o plausible (Cannata, pp. 62-63). En todo caso, lo más significativo de las elaboraciones de los juristas romanos, y muy especialmente en el período clásico, es su estrecha relación con la práctica, con la solución de casos concretos. Es una labor que se caracteriza adecuadamente como concreta y ca­ suística, mejor que como abstracta y generalizadora, o también, como tópica o problemática mejor que como analítica y sistemática (Vieweg, pp. 72-78). Eso no significa que faltaran obras en alguna medida sistemáticas, pues junto a la literatura más característica y dominante de carácter concreto y casuístico — como los comentarios sobre pro­ blemas jurídicos concretos o sobre normas como el edicto del pretor, los libros de aforismos (regulae, definitiones, sententiae, opiniones) y las colecciones de dictámenes y discusiones (responsa, epistolae, quaestiones, disputationes), todos ellos de naturaleza casuística— , existieron también algunos manuales de enseñanza jurídica elemental de carácter sistemático (enchiridia [manuales], institutiones, como las famosas de Gayo) y extensos tratados, como los X V III Libri iuris civilis de Quintus Mucius Scaevola, desaparecidos, pero de los que se discute si organizaron la materia mediante la división en géneros y especies derivada del método dialéctico griego. Sea cual sea su influencia, parece que el alcance de esta última forma de aplicación específica de la dialéctica griega es muy localiza­ do y limitado, tanto en el tiempo, en el siglo I a.C., al final de la época de la jurisprudencia preclásica o republicana15, como en su desarrollo teórico, tendiendo a sistematizar no el conjunto del Dere­ cho civil sino partes específicas de él. Por ello, se ha podido decir que esta influencia de la dialéctica no transformó el tono general de los estudios jurídicos, siempre de carácter más casuístico que abstracto19. Precisamente en ese momento vive no sólo Scaevola, sino también Cicerón,* que parece haber mostrado su insatisfacción ante el modo casuístico de estudio del Derecho, diciendo en De oratore : «Si yo, como hace tiempo vengo pensando, o algún otro pudiera dividir todo el Derecho civil en géneros, que son pocos, y luego analizar los miembros, diríamos, de aquellos géneros, y explicar mediante definición el con­ cepto de cada uno, tendríais el arte perfecta del Derecho civil»; y, en efecto, parece que Cicerón escribió una obra sistemática, perdida, con el título De iure civile in artem redigendo. Algo paradójicamente, dadas sus grandes diferencias políticas, esa propues­ ta sistematizadora de Cicerón parece que vino a coincidir con los designios codificado­ res de Julio César y los juristas que le apoyaron, que, con todo, tras el fracaso y muerte de aquél, fueron por completo desestimados por Augusto y sus sucesores, que fomen­ taron el tradicional método casuístico (Schiavone, pp. 183-187).

sistemático20. Además, la importancia de esta relación entre el modo de conocer y el de aplicar el Derecho por los jurisprudentes se re­ conoce abiertamente en un texto de Pomponio, jurisprudente del siglo II, que, dando cabal idea de la capacidad de influencia de aquéllos, ca­ racteriza al ius civile como el que fue compuesto sin escritura por los [jurisprudentes y no consiste nada más que en la interpretación de los [jurisjprudentes [íquod sine scripto venit compositum a prudentibus e in sola prudentium interpretatione consistit] (Digesto , 1,2,2,12).

d) Ius, justicia y reglas El modo casuístico de considerar y enseñar el Derecho se debe rela­ cionar estrechamente con la concepción romana del Derecho subya­ cente, que no fue expresamente formulada ni, mucho menos, teoriza­ da. Aun partiendo de determinados conceptos básicos (compraventa, arrendamiento, prenda, etc.) y aun asumiendo el valor jurídico de determinadas fuentes del Derecho (mores m aiorum o costumbres, X II Tablas, edicta, senatusconsulta, leges, opiniones de los juriscon­ sultos, etc., según distintas épocas), los jurisprudentes romanos no tomaron el Derecho como un dogma, considerándolo un cuerpo ce­ rrado a modo de conjunto unitario, coherente y completo. Más bien, el ius civile se tuvo por un acervo de criterios «diffusum.et dissip'atum» (Cicerón, De oratore, 11,33), modificable e integrable mediante una interpretación caso por caso en la que ya se llegó a diferenciar entre el significado literal o verba y la voluntas o m ens de los textos jurídicos. Nada de ello quiere decir, sin embargo, que tal tipo de interpretación caso por caso fuera ajena a toda pretensión de mante­ ner una visión coherente de las soluciones jurídicas, como en un régimen de justicia meramente intuitivo y arbitrario21. 2 0 . Viehweg, así, ha sostenido que Scaevola y Gayo son excepciones, aparte de que su interés era didáctico y no cognoscitivo, y que Cicerón, siendo crítico del estilo jurídico tradicional, «no se encuentra en un terreno distinto del de los juristas que critica, sino en el mismo» (Tópica y jurisprudencia , p. 79), y, ciertamente, Cicerón es también autor de una Tópica muy influyente en el pensamiento jurídico posterior. Una interpretación distinta, de Cario Cannata, pero que conduce a lo mismo, ha consistido en recordar que Cicerón no fue jurisconsulto, sino abogado y político, por lo que sus propuestas no serían reveladoras del pensamiento de los juristas (cf. ibid., pp. 50-51 y 55-56). 2 1 . Así, se ha dicho que en la casuística romana laten normas y conceptos que forman un sistema interno o no explícito con miras a «constituir una unidad llena de sentido» (Kaser, pp. 14-15). Por su parte, según dice Alberto Burdese, aunque «a falta de la elaboración de un verdadero y propio método interpretativo, la jurisprudencia,

La predominante función práctica de la interpretación de los ju­ risprudentes, como forma de asesoramiento privado y, en la jurispru­ dencia clásica, público, ha permitido insistir desde distintas perspec­ tivas en la idea de que el ius de los romanos no fue normativo, en el sentido de ligado a la noción de ley como norma vinculante del po­ der político, sino que más bien fue visto como acervo de soluciones de conflictos concretos. Así, el ius sería, según M ichel Villey, q u o d iustum est en cada caso concreto, lo que al contacto con la filosofía estoica daría lugar a figuras como la de la natura rerum o naturaleza , de las cosas22. Esta idea puede ilustrarse con una frase del jurispru­ dente Paulo con la que el historiador del Derecho italiano Cario Cannata ha caracterizado la relación entre regla y Derecho en la jurispru­ dencia clásica: n on ex regida ius sum atur, sed ex iure. q u o d est regula fia t, que literalmente propone que no se deduzca o derive el Derecho de la regla, sino que la regla se haga a partir del Derecho23: si esto se tradujera literalmente bajo la concepción jurídica actual, la conclu­ sión parecería poco menos que la tesis positivista del silogismo judi­ cial, pero ius ha de entenderse ahí como solución del caso concreto, de modo que el texto defiende más bien todo lo contrario, propo­ niendo resolver primero los casos «justamente» para después extraer de esa solución vista como justa la regla aplicable a casos futuros (salvo que no se considerara «justa» en el caso concreto, y así sucesi­ vamente). N o está claro, sin embargo, hasta qué punto tal búsqueda de lo «justo» operaba sobre la mera intuición del jurisconsulto o se­ guía el procedimiento de atender a casos anteriores similares con los que el caso presente tuviera una similitud relevante: Kaser ha defen­ dido la prim era posición (pp. 16 ss.), pero W ieacker ha destacado

a partir de la edad tardo-republicana, se sirve, según el caso, en la línea de la retórica y la filosofía, de argumentos gramaticales, etimológicos, lógicos o fundados en valora­ ciones de oportunidad o en juicios de valor, según un modo de proceder tópico, sobre todo en el ám bito de una búsqueda de coherencia del sistema normativo, y que se hacen prevalecer, según los casos, uno respecto al otro, en función de la solución que en definitiva aparezca más razonable y equitativa, por medio de procedim ientos inte­ lectivos susceptibles de discusión» (p. 52). 2 2 . D icho sea a modo de ejemplo, la figura aparece así en el siguiente texto recogido en el Digesto: «es de la naturaleza de las cosas que quien se beneficie de las ventajas soporte también los inconvenientes» (50, 17, 10). 2 3 . Las frases adyacentes a este texto aclaran bien su sentido: Regula est, quae

rem quae est breviter enarrat. Non ex regula ius sumatur, sed ex iure quod est regula fiat. Per regulam igitur brevis rerum narratio traditur; es decir: «La regla es la que explica brevem ente cóm o es la cosa. El Derecho no se extrae de la regla sino que la regla se hace a partir del Derecho. Pues mediante la regla se transmite una breve narración de las cosas» (véase Cannata, pp. 6 3 -6 4 , y Schiavone, p. 200).

que el modo de trabajo de los jurisprudentes dio lugar a un «saber de rationes deciden di» (Fundam entos, p. 27). Si esta última descripción es acertada, la jurisprudencia romana habría practicado algo semejante a la imagen típica y tradicional deí case law anglosajón, conforme a la cual el juez decide el caso te­ niendo en cuenta los precedentes pero sin sujetarse en exceso a ellos mediante la utilización flexible de las categorías de la ratio decid en d i, los obiter dicta (o afirmaciones de pasada, sin carácter central) y del distinguíshing (la distinción entre algún rasgo del caso actual y el anterior que justifica una solución diferente), que sirven para ajustar y reformular para un caso concreto los criterios generales preesta­ blecidos (véase infra, pp 109-110). Igualmente, ese modo de pensar jurídico de los romanos se puede también comparar con el modo de razonamiento ético no dogmático, que no parte de determinados criterios tenidos por absolutos, como los Diez Mandamientos, que aplica directa y literalmente a los casos reales, sino que reflexiona so­ bre cada caso considerando las razones para seguir uno u otro de los criterios establecidos tratando de llegar a un equilibrio entre los prin­ cipios generales y los aspectos y problemas del caso concreto. En el campo de la interpretación jurídica, la sustancia de este mismo méto­ do — aun con restricciones y refinamientos complejos y, sobre todo, con un grado de teorización impensable en Roma— se encuentra en las revalorizaciones contemporáneas de la tópica (Viehweg, Esser), así como también puede verse en la crítica a la comprensión del De­ recho como sistema de reglas en nombre de una interpretación basa­ da en principios jurídicos que incorporan criterios éticos (Dworkin). Volviendo al pensamiento jurídico romano, y como.consecuencia de la concepción casuística del Derecho, no es de extrañar que en éi no exista una teorización elaborada sobre lo que es el Derecho en ge­ neral que pueda compararse, ni aun vagamente, a las actuales teorías generales del Derecho o a las partes generales de las distintas disci­ plinas jurídicas. No obstante, la falta de una teorización más desa­ rrollada no quita signific'atividad al hecho de que lo poco que puede encontrarse de elaboración abstracta sobre el concepto de Derecho, a través de algunas definiciones notorias, denote una concepción ju­ rídica fuertemente marcada por la justificación político-moral de las instituciones jurídicas vigentes y por una marcada relación entre el Derecho y la moral, en particular con la virtud de la justicia y la no­ ción de equidad. Trataré de ilustrarlo con dos comentarios. En general, la separación hoy existente en los sistemas liberales entre Derecho y moral privada, trasunto de la distinción entre Estado y sociedad, es desconocida en Roma, donde existía toda una magis-

tratara, la de los censores, entre cuyas funciones figuraba la de velar por las costumbres y la moralidad de los romanos: así, en su reali­ zación del censo, que servía para estimar los bienes y situación de cada ciudadano con fines tributarios y de adscripción a una tribu o centuria o al Senado, estos magistrados «ponían» notas censorias so­ bre el comportamiento de los ciudadanos con sus hijos y esclavos, su religiosidad, sus divorcios, etc., denunciando públicamente las con­ ductas no perseguibles penalmente, como las infidelidades matrimo­ niales, el abuso de la bebida o del juego, la vagancia, etc. (Fernández de Buján, «Conceptos», pp. 19-24). Más en particular, en cuanto a concepciones expresadas sobre el Derecho, en los contados casos en los que autores romanos definen al Derecho en general aparece una estrecha conexión entre ley y jus­ ticia. Así ocurre en la obra de Cicerón, como puede verse claramente en este texto: en el mismo sentido de la palabra «ley» [in ipso nomine legis] está ínsito en sustancia el concepto del saber seleccionar lo verdadero y justo [iusti et veri] [...]; hay muchas disposiciones populares perversas y funestas que no llegan a merecer más el nombre de ley que si las sancionara el acuerdo de unos bandidos [...]; la ley es la distinción de las cosas justas e injustas, expresión de aquella naturaleza original que rige universalmente, modelo de las leyes humanas, que castigan a los malvados y defienden y protegen a los virtuosos (De legibus, II, 5, 11 y 13).

Y también se da una conexión semejante entre Derecho {ius) y jus­ ticia en las dos definiciones famosas del Derecho que aparecen en toda la extensa producción jurídica romana, ambas influidas por el estoicismo: una, del jurisconsulto del siglo II Celso: ius est ars boni et aequt [el Derecho es el arte de lo bueno y de lo justo]24;

una definición ésta tan relacionada con la nocióa de Derecho natural que Paulo, un siglo después, la utilizaría para definir a este último con sólo añadirle un «siempre»: 24. En relación con la discusión de si el estudio del Derecho es científico o no, del que este texto puede leerse como un primer punto de vista, conviene precisar aquí que nuestro término «arte» traduce muy mal el ars latino, que a su vez traducía el grie­ go tecbné, que quizá un poco más fielmente traducimos por «técnica»; en todo caso, no parece que la diferencia entre ars y scientia fuera vista por los romanos (Viehweg, Tópica y jurisprudencia, pp. 87-88), aunque tuvo importancia en el pensamiento jurí­ dico medieval.

ius naturalis est id quod semperaequum ac bonum est [el Derecho natural es lo que siempre es justo y bueno];

y la otra definición, de Ulpiano (como Paulo, del siglo III), que relacio­ na estrechamente las nociones deiu stitia, de ius y de iurisprudentia: iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi. Iuris praecepta sunt haec: honeste vivere, alterum non laedere, suum cuique tribuere. Iurisprudentia est divinarum atque humanarum rerum notitia, iusti atque iniusti scientia [la justicia es la voluntad constante y perpetua de dar a cada cual lo que es su derecho. Los preceptos del D erecho son éstos: vivir honradamente, no dañar a otro y dar a cada uno lo suyo. La jurisprudencia es el conocim iento de todas las cosas divinas y humanas, la ciencia de lo justo y de lo injusto].

Por lo demás, la estrecha relación, si no confusión, entre el D e­ recho y la justicia alude no sólo a una función justificadora del Dere­ cho romano positivo, sino también a una función integradora del D erecho, esto es, de com plem entación y adaptación e, incluso, corrección, que la idea iusnaturalista estoica cumplió a través de la iurisprudentia: así se desprende de construcciones como las de la b o n a fid es o la iusta causa y, sobre todo, de la virtud judicial de la aequ itas como medio de corrección e integración del ius civile (Bloch, cap. 6). Esta trabazón entre las nociones de Derecho y de justicia, así como la propia función de corrección e integración del Derecho natural sobre el Derecho positivo, han marcado una profunda huella en el pensa­ miento político-jurídico occidental. 1.2. E l ius gentium Un segundo legado del Derecho romano, que alude a un tema con una compleja historia de interés en la nuestra, está relacionado con el Derecho internacional. M e refiero al ius g en tiu m , que, como la ma­ yoría de las aportaciones romanas al Derecho, fue un producto con­ creto y pausado derivado de las necesidades prácticas y tampoco fue objeto de mayor teorización. El ius gentium fue, sencillamente, un conjunto de reglas recogidas en su edicto por el pretor peregrino • — de p er agrum , aludiendo a quienes llegaban a la civitas atravesando los campos— , una magistratura que se crea a mediados del siglo III a.C. (en el 2 4 2 , exactamente) para atender el tráfico mercantil de una Roma con un millón de habitantes, muchos de ellos extranjeros. En­ tonces aparece el ius gentiu m como una especie de Derecho de hos­ pitalidad, que reunía las reglas que regulaban los actos jurídicos, cot merciales y familiares de los extranjeros que habitaban el territorio

romano tanto en sus relaciones entre sí como con los ciudadanos ro ­ manos. A pesar de que más adelante la expresión terminaría identifi­ cando el Derecho internacional público, el ius gentium romano estu­ vo más cercano, si acaso, del Derecho internacional privado, pues era también Derecho interno romano, si bien en vez de reglas de conflicto estableció reglas propias directamente aplicables considera­ das comunes a to d o s lo s pueblos. No tuvo, en cambio, propiamente relación con el Derecho internacional público, del que en la antigüe­ dad no hay propiamente conciencia, aunque hubiera reglas sobre las negociaciones y alianzas entre distintas ciudades — a las que en Roma se denominó ius fe c ia le — , así como disputas y criterios éticos sobre la guerra (Mommsen, V, vii, y Sumner Maine, pp. 4 1 -5 1 ). El contenido de las reglas del ius gen tiu m , eminentemente de Derecho privado, fue en gran parte extraído del propio Derecho romano, simplificando muchas de sus fórmulas y procedimientos, en especial para extender las instituciones jurídicas romanas a los ex ­ tranjeros. El ius gen tiu m «se articulaba en torno a cuatro contratos fundamentales: de compraventa, de arrendamiento, de sociedad y de m andato, y en torno a tres principios rectores, destinados a con ­ vertirse en otros tantos ejes de todo desarrollo jurídico posterior: el consensualismo [...]; la buena fe [...]; y la reciprocidad» (Schiavone, p. 178). Pero también se tuvieron en cuenta las costumbres comunes a los pueblos no romanos, fundamentalmente del ámbito mediterrá­ neo, y ésa es la razón de que, por ejemplo, la esclavitud fuera consi­ derada una institución de ius gentium . Esa última referencia a las costumbres comunes a los distintos pueblos recuerda el criterio estoi­ co del consensus om n iu m gentium como principio del Derecho natu­ ral y sugiere la pregunta por la relación entre iusgentivim y ius natura le, que es compleja. En un primer sentido, ambos conceptos aparecen relacionados en Rom a no sólo por la coincidencia a través del recién citado criterio ciceroniano del consensus om n iu m gen tiu m como rasgo propio del ius naturale', sino sobre todo porque la referencia al Derecho natural es casi explícita en la definición propuesta por Gayo del ius gentium como q u o d naturalis ratio in ter o m n es h om in es con stitu it (el que la razón natural establece entre todos los hombres), frente al ius civile, que es q u o d qu isque p op u lu s ipse sibi con stitu it (el que cada pue­ blo establece para sí mismo)25. Sin embargo, en un segundo sentido,

25. Ulpiano precisa un poco la definición de Gayo cuando dice: «derecho de gentes es el que es usado por los pueblos humanos. El cual se puede comprender fácilmente que se diferencia del natural, ya que éste es común a todos los animales, y

opuesto al anterior, podría ser erróneo identificar o relacionar de­ masiado estrechamente ius naturale y ius gentium en la medida en que pudieron diferenciarse respectivamente como Derecho teórico o ideal, propio de los filósofos, y como Derecho práctico o efectivo, propio de los juristas, entre los cuales probablemente no hubiera gran conexión (aunque no se formulara todavía como dicotomía entre ius naturale y ius positum o positivum ), de modo que definiciones como la de Gayo serían más bien retóricas. Sea como sea, ése es el principio de la historia de la expresión ius gentium , que, como se verá, estaba destinada a tener un largo y tortuoso recorrido posterior.

2. De

l a j u r i s p r u d e n c i a c l á s ic a a

J

u s t in i a n o

Con la llamada jurisprudencia postclásica (a partir del 235) comienza un período de decadencia tanto de, los estudios jurídicos en Roma como, en buena parte, dej Derecho mismo, que se puede conside­ rar en paralelo a la propia decadencia del propio Imperio romano occidental. Comentaré primero el proceso en el plano de la ciencia jurídica para referirme luego al ámbito de los cambios en el sistema jurídico mismo. 2.1. L a burocratización de los juristas y la ascende7tcia d e las leyes im periales En el plano de la ciencia jurídica el proceso de decadencia comienza cuando con el jurisconsulto Modestino termina el ius respondendi ex auctoritate principis y se empieza a abrir paso la burocratización de los juristas. En realidad, ya en la segunda mitad del período de la jurisprudencia clásica, hacia los siglos II y III, parece que en algunos jurisconsultos como Gayo, Juliano y Papiniano comienza a afianzarse la idea de que la fuente jurídica por excelencia es la ley como deri­ vada del im perium del populus, idea que culmina en la famosa y lar­ gamente influyente doctrina de Ulpiano de la voluntad del príncipe como fuente de la ley: «Quod principi placuit, legis habet vigorem», porque el pueblo le ha conferido su imperio y potestad26. Esta tenaquél sólo a los hombres entre sí» [ius gentium est quo gentes bum anae utuntur; Q uod

a ?taturale recedere facile intellegere licet, quia illud ómnibus animalibus, hoc solis hominibus inter se comm une 5 / í]. 26. El texto completo, que volveremos a encontrar varias veces en este libro, reza así: Q uod principi placuit, legis habet vigorem: utpote cum lege regia, quae de imperio

dencia culmina en el Derecho romano bizantino, donde se establece claramente la distinción entre la interpretación jurídica del empera­ dor, única auténtica y vinculante, y la doctrinal, de los juristas, que carece de toda obligatoriedad. En particular, ya desde Constantino, el emperador se reservó en exclusiva la interpretación innovadora del ius y en algunas constituciones imperiales del siglo V se tacha de infamia la actividad de «interpretar astutamente» el Derecho por particulares y jueces (Burdese, p. 58). En el proceso de decadencia de la jurisprudencia, cabe destacar dos rasgos entrelazados. Por un lado, el Derecho no es ya una so­ lución casuística, para casos concretos, extraída de distintas fuentes consuetudinarias y legales pero sobre todo, a fin de cuentas, del sen­ tido jurídico del jurisconsulto, sino que es producto de la ley, esto es, de un acto de voluntad emanado del príncipe, si bien, al menos decla­ radamente, en nombre del pueblo, lo que en Roma venía constituyen­ do tradicionalmente una creencia más de tipo jurídico que político, esto es, más dirigida a buscar un centro de unificación de la variedad de fuentes jurídicas que a justificar un régimen democrático o algo si­ milar (Passerin, D ottrina, p. 117; trad>c^st., p. 104). Y, por otro lado, la idea de la supremacía de la ley como libre voluntad del príncipe, conforme a la cual las decisiones de éste no están sometidas a la ley: Princeps legibus solutus est, esto es, el príncipe está suelto o desligado-. — libre o exento— de las leyes, según reza un texto de Ulpiano reco­ gido en el D igesto. Esta tesis, sin duda ideológica y no lógica, de que quien da las leyes no puede estar sometido a ellas, configurará des­ pués la noción de soberanía estatal, especialmente a partir de Bodino, ya en el siglo XVI, y prácticamente hasta nuestros días. En todo caso, el anterior proceso de afianzamiento del carácter supremo de la lex como fuente jurídica que comienza ya con la ju­ risprudencia clásica, culmina en el período postclásico en una con­ cepción casi (enseguida explicaré este «casi») plenamente legislativa o legalista, para la que el Derecho es sobre todo un conjunto de textos previamente existentes para el jurista, que se encuentra abso­ lutamente subordinado como funcionario al servicio del emperador, sea como consultor o como aplicador del Derecho pero sin autoridad propia para interpretarlo de manera creativa y especialmente autori­ zada. El «casi» que he formulado procede de que la jurisprudencia de

eius lata est, populus ei et in eum omne'suum imperium et potestatem conferat [Lo que al príncipe place tiene fuerza de Jey, puesto que el pueblo, con la ley regia, que otorga por su imperio, le ha conferido a aquél todo su imperio y potestad] (Ulpiano, Digesto, 1, 4, 1 pr.).

los juristas clásicos, los iura, siguió considerándose Derecho vigente en el período bizantino, en buena parte porque las leyes imperiales afectaron menos al Derecho privado y, por tanto, a muchas de sus soluciones jurídicas. Junto a esa concepción legalista, es en las es­ cuelas jurídicas postclásicas, de los siglos V y VI, donde se desarrolla en mayor medida la sistematización dialéctica del material jurídico conforme a la clasificación de géneros y especies, que parece haber tenido una momentánea e incipiente aplicación en el siglo I a.C., introduciéndose así en las fuentes numerosas regulae, definitiones, differentiae y distinctiones, que, al decir de M ax Kaser, no elaboraron un verdadero sistema cerrado, en el que axiomáticamente pudiera encontrarse una solución unívoca para cualquier problema, pero sí contribuyeron a irlo preparando (pp. 45-46). 2.2 . L a vulgarización del D erech o rom an o en O ccidente y la recop ilación de Justin iano En cuanto al plano del Derecho mismo, el proceso de decadencia se manifestó de manera diferente en la parte occidental y en la orien­ tal del Imperio, cuya separación comenzó de hecho en el 286, con Diocleciano, y se hizo oficial a la muerte de Teodosio, el 395. En Occidente, a partir del siglo III comienza a desarrollarse-el fenómeno de la «vulgarización» del Derecho romano, esto es, la adaptación y simplificación del Derecho romano clásico a las costumbres locales de las provincias romanas, a modo de decantación en usos prácticos que terminó por manifestarse sobre todo como Derecho consuetudi­ nario. Ese Derecho romano vulgar — del que Hespanha ha dicho que «es al Derecho romano clásico lo que las le'hguas neolatinas o roman­ ce al latín» (p. 73)— permitió, como beneficio histórico, una cierta continuidad jurídica entre la antigüedad y la Edad Media europeooccidental, pues ése fue el sustrato jurídico en el que se desenvolvie­ ron los pueblos germánicos que ocuparon los territorios del Imperio romano occidental. Por su lado, tras la separación entre el Imperio de Oriente y el de Occidente, y más aún tras la deposición del último emperador romano de la parte occidental por Odoacro en 4 76, la cultura jurídica clásica pasó a Bizancio, donde se consumó el fenóme­ no ya indicado de la burocratización y el predominio de la ley sobre el variado conjunto de las fuentes clásicas del Derecho romano. Según se quiera interpretar, sea como expresión suprema de esa decadencia, sea en contraste con ella o sea como momento-con sus inevitables luces y sombras históricas, el instante de gloria del Dere­ cho romano oriental fue la gran recopilación que Justiniano realiza

entre el 5 2 9 y el 5 6 5 , formada por las cuatro obras siguientes27: 1) el D igesto o P an dectas2S, en el que dieciséis juristas dirigidos por Triboniano recopilaron ordenadamente muchas de las opiniones (esto es, responso) de los principales juristas romanos, en las que hicieron una notable labor de selección y de corrección — las interpolaciones— hasta ser considerados inválidos y no dignos de cita los textos no aceptados; 2) las In stitu tion es, que, tomando como base el modelo de Gayo del mismo nombre, tienen el curioso rasgo de ser una obra didáctica con valor normativo; 3) el C ódigo (C odex), que recopila constituciones o leyes imperiales desde Teodosio hasta el 5 3 4 ; y 4) en fin, las N o v ela s (N o v ella e), que recogen las nuevas leyes dictadas por el propio Justiniano entre 5 3 4 y 5 6 5 , fecha de su muerte. Esta recopilación — llamada C oip u s iuris civilis desde finales del siglo XV I — tendría consecuencias decisivas para la continuidad futura de la influencia del Derecho romano, incluso clásico, muy especial­ mente en el D igesto, la parte más prestigiosa e influyente. Aun así, por destacar su ambiguo carácter histórico, por un lado, no es pro­ piamente un corpus en el sentido de un sistema codificado o código al modo de los actuales, ni en conjunto ni en cada una de sus obras (con la parcial excepción de las In stitu tion es, que tenían mayor ca­ rácter sistemático y que, de hecho, aun por un camino complejo, term inaron por inspirar la propia ordenación del código civil fran­ cés), sino que, formalmente al menos, tiende a recoger el modo ca­ suístico y concreto de entender el Derecho que los juristas romanos clásicos25. Pero, por otro lado, materialmente, fue también expresión 27. Com o dato curioso, cabe recordar aquí que una condición técnica importan­ te para la realización y puesta en vigor de esta recopilación fue el cambio en el medio de escritura que se produce a partir del siglo n, cuando los largos rollos, de hasta nueve metros, de hojas de papiro pegadas entre sí comenzaron a ser sustuidos por los códices, palabra que originariamente designaba a un conjunto de pieles de animal cosidas por un lado — es decir, el libro, sólo que hasta la invención de la imprenta, hacia 1 4 5 0 , escrito a mano— , una form a que permitía una ordenación y una consulta mucho más fáciles (Schiavone, p. 2 33). ■2 8 . Las dos denominaciones tienen un significado originario diferente: los diges­ tí (literalm ente, «ordenaciones», del verbo digero3 «dividir», «separar» y también «ordenar») eran libros o tratados que durante la época clásica de la jurisprudencia romana recopilaban ordenadamente las responsa de los jurisconsultos; en cambio, la denom inación de pandectae (literalmente, «colección de leyes») no había sido utiliza­ da en la literatura jurídica ni en la práctica legislativa. 29. En el proem io de los Basílicas o Basílicas (Basiliká: compilación de leyes reales de fines del siglo I X ) , que en realidad son un resumen reorganizado y ampliado de la recopilación justinianea, se consideraba como defecto de ésta el tratar del mismo objeto en distintos lugares; sin embargo, las propias Basílicas seguían la ordenación sistem ática del Código de Justiniano, que a su vez correspondía al orden de exposición del edicto del pretor.

de un modo ya legalista y burocratizado de entender el Derecho, modo que resulta bien reflejado en tres significativos preceptos que circundaron la recopilación; en primer lugar, la declaración como inválidos de las normas y criterios no recogidos en ella, que sancionó el principio legalista de la prioridad de la ley posterior sobre el con­ suetudinario de la prioridad de la costumbre más antigua; en segundo lugar, la prohibición decretada por Justiniano de que la recopilación fuera objeto de interpretación, naturalmente inútil desde el primer momento30, prohibición que pretendía dar a la voluntad del soberano una primacía completa sobre el criterio del aplicador y que anticipa ya la visión de Montesquieu del juez como mera boca que pronuncia las palabras de la ley31; y, en tercer lugar, la prohibición de la obliga­ toriedad de los precedentes judiciales (C odex 7.45.13), que venía a insistir en la idea anterior p o r otro cam ino, establecien do un criterio em inentem eirte respetuoso con los textos legales destinado, aun con la n otable excepción británica, a arraigar con fuerza en la cidtura jurídi­ ca europea posterior.

3 0 . Ya desde 5 3 3 , cuando Justiniano organizó los estudios jurídicos en cinco años e impuso el conjunto de su recopilación como libros de texto exclusivos, los juristas comenzaron a introducir inmediatamente comentarios y anotaciones en sus traduciones al griego (Schiavone, pp. 2 5 1 -2 5 2 ). Por lo demás, la imposibilidad de una prohibición semejante ha sido generalizada y justificada de forma brillante aunque no indiscutible por un juez británico: «The law, as laid down in a code, or in a statute or in a thousand eloquently reasoned opinions, is no more capable of providing all the answers than a piano is capable of providing music. The piano needs the pianist, and any two pianist, even with the same score, may produce very different music» (McCluskey, p. 7). Pero esto quizá lleva demasiado lejos la comparación entre interpretación jurídica y musical: una cosa es que el Derecho necesite al jurista como el piano al pianista y otra que las diferencias entre pianistas sean tan grandes como entre juristas, pues para distinguir entre dos ejecuciones com ­ petentes de una misma partitura hace falta un oído muy fino, mientras que las distintas y aun opuestas interpretaciones de las mismas leyes, sea cual sea su calidad, me temo que son apreciables para cualquiera. 3 1 . El texto justinianeo, que considera toda interpretación com o «perversión» de la ley y presupone una tajante distinción entre creación y aplicación de la ley, deja lugar a pocas dudas sobre el alcance político del conflicto entre el poder de legislar y el de interpretar: «puesto que de hecho en el momento actual se ha concedido al único emperador el hacer las leyes, es necesario que también su interpretación sea digna solamente del poder imperial» (Codex 1 .1 4 .1 2 .3 ; también constituciones Tanta, 2 1 , y Deo auctore, 7; cf. Schiavone, pp. 2 2 6 , 2 4 6 -2 4 7 y 2 52).

I. LA CIENCIA D EL D EREC H O M EDIEVAL 1 . L a e v o l u c i ó n d e l D e r e c h o y e l E s t a d o y e l m o s tta licu s

No está claro entre los especialistas si la renovación de los estudios jurídicos hacia el método más próximo al actual en la Europa con­ tinental, esto es, el heredero de la pandectística decimonónica inau­ gurada sobre todo por Savigny, se produce o no en la Edad Media europeo-occidental. Por dar un nombre representativo entre varios, para un historiador como Franz W ieacker es a partir del siglo X II, con el llamado «renacimiento» de los estudios jurídicos por obra de los glosadores y, más tarde, de los llamados postglosadores, cuando nace «la Ciencia del Derecho por antonomasia» (p. 10) y se produ­ ce la transformación hacia una nueva forma de entender el Derecho y su estudio que ya prefigura las grandes construcciones abstractas y sistemáticas de la pandectística alemana del siglo X IX . En cambio, el civilista Theodor Viehweg ha mantenido que los juristas medie­ vales siguieron ligados al pensamiento casuístico y problemático romano sin avanzar en absoluto hacia el método característico de la época contemporánea en la Europa continental. Sea cual sea el. resultado de esta alternativa, sobre lo que se hablará enseguida mas por extenso, la misma existencia del debate muestra que la forma medieval de estudiar el Derecho es un paso obligado, intermedio y, en todo caso, decisivo, dentro de los más de veinte siglos de historia durante los que se ha desarrollado el pensamiento jurídico europeo.

1.1. Rupturas y n ex os entre R om a y la A lta E d a d M edia Para entender los antecedentes de la indiscutida vitalidad medieval de los estudios jurídicos conviene recordar la severa ruptura en la cultu­ ra y en el Derecho que se produce en Europa occidental durante la Alta, o vieja, Edad Media, que se sitúa desde el siglo V hasta finales del X . La ruptura se produjo a partir de la ocupación de las distintas tribus germánicas y afectó tanto a la relación de Occidente con el Imperio rom ano oriental — imperio que todavía sobrevivió diez si­ glos más, hasta la conquista turca de 1453— como a la cultura grecolatina que se había cultivado en Roma. No obstante, como la historia no suele dar saltos bruscos del todo limpios que no dejen mirar ni incluso volver atrás, tal ruptura no estuvo exenta de algunos factores de continuidad, en una cierta mezcla que dio lugar a nuevas formas sociales, jurídicas y políticas. a) El pluralismo jurídico: Derecho romano vulgar y Derecho consuetudinario Con el establecimiento de distintas tribus germánicas en la parte occidental de Europa, la ruralización y el empobrecimiento de las formas de vida social, económica y cultural fueron las consecuencias más aparentes que siguieron a la caída del Imperio romano occiden­ tal. Su efecto jurídico más inmediato fue la difusión de una forma de producción del Derecho no estatalista ni legalista, sino eminen­ temente consuetudinaria, que se manifestó en un alto grado de plu­ ralismo jurídico (Grossi, pp. 7 1-74). La época altomedieval se carac­ teriza por la gran dispersión de las normas jurídicas, variables tanto según las distintas localidades (los fueros como normas escritas sin­ gulares para una determinada localidad) cuanto, incluso, según las personas1 y, en particular, según la «nación» (originariamente, el lugar de n a cim ien to propio o de los antecesores), la religión (recuérdese la convivencia entre cristianos, judíos y musulmanes en diversas’partes

1. Téngase en cuenta que, si tomamos el ámbito hispano com o ejemplo, los visigodos aplicaron su propio Derecho sólo para sí mismos, dejando a las comunidades locales, hispano-romanas, regirse por su Derecho propio (Tomás y Valiente, pp. 1.0 1 5 1 .0 2 3 ; véase también, sobre la diversificación del Derecho altomedieval, pp. 1.0301 .0 3 2 ). P or lo demás, la propia titulación de los reyes fue personal durante muchos siglos: sólo hacia el 1200 el rey de los francos (o los franceses) pasa a ser llamado rey de Francia, y lo mismo el rey de Inglaterra o los condes de Holanda (o Flandes, antes condes de los flamencos) (Caenegem, p. 76).

de la España altomedieval) o el estatus o estamento (ante todo, con la aplicación del Derecho canónico a los clérigos y con ulteriores dis­ tinciones, dentro de los laicos, entre nobles, artesanos, mercaderes, siervos...). Aun así, un cierto nexo de unión permaneció con el mundo ro­ mano por la pervivencia del Derecho romano, que, como se vio en el capítulo anterior, durante los primeros siglos de nuestra era se había asentado en las provincias romanas — esto es, en el conjunto de la Europa central y.del sur— hasta «vulgarizarse» en el contacto con las costumbres locales. Tal Derecho romano vulgar fue eminentemente romano, y no germánico, constituyendo la masa jurídica en la que se desenvolvieron la ocupación germánica y sus instituciones políticojurídicas2. En todo caso, especialmente durante la Alta Edad Media, el Derecho se considera formado por costumbres, siendo las leyes o de carácter penal o, en parte al menos, recopilaciones de costumbres o de dicho Derecho romano vulgar, y valiendo sólo, cuando valen, en cuanto Derecho consuetudinario. Ha de tenerse en cuenta aquí que el Derecho consuetudinario no sólo es distinto del legal por su forma de expresión, no escrita, sino también por su justificación, al suponer un criterio jurídico diferente: ei^ particular, porque invierte el principio lex p osterior derogat priori tiesta mantener que las costumbres más antiguas merecen mayor con­ sideración. Todavía en las Constituciones de Melfi — de Federico II de Suabia, en el siglo XIII— ■se dice: «Quedan abolidas [ ...] las leyes y costumbres contrarias a estas Constituciones p o r antiguas que sean», dejando claro el gran valor que aún tenía entonces el Derecho tradi­ cional (García Pelayo, D el m ito, p. 1.112). Pues bien, entre el modelo consuetudinario y el legalista, en la Edad Media se extiende un largo período de indefinición durante el cual las leyes y costumbres más an­ tiguas tendían a sobrevivir si no eran abiertamente contradichas por las nuevas, de modo que el pluralismo jurídico se manifestó también en la existencia de estratos temporales distintos pero simultáneamen­ te vigentes (Hespanha, pp. 104-105).

2. Tal es el sustrato básico de lo que durante el siglo X I X y buena parte del nues­ tro se consideró como Derecho germánico, creyéndolo autóctono de las tribus norte y centroeuropeas que ocupan el Imperio romano y traído por ellas, pero que, según asegura la más moderna historiografía, no fue más que el resultado de ios desarrollos consuetudinarios y locales del Derecho romano vulgar (Cannata, p. 1 4 0 ; sobre el tema, en referencia a la época visigoda, véase también Tomás y Valiente, cap. V).

tí) El pluralismo político y el Sacro Imperio Reyes y leyes Ju n to al pluralismo jurídico también puede hablarse de pluralismo político, en el sentido de que en la práctica política altomedievalel rey es, al modo feudal, un prim us ínter pares, siendo sus pares o iguales los nobles y los jerarcas eclesiásticos3. La relación entre el predominio del Derecho consuetudinario y el sistema feudal es muy estrecha, pues, como ha dicho Cannata, el feudalismo no sólo sirvió como terreno fértil para la formación de costumbres, sino que a su vez fue un producto consuetudinario (p. 129). Como resultado de la conjunción de la doctrina jurídica que favorecía la primacía de la costumbre y de la organización política pluralista propia del feudalismo, en estos primeros siglos de la Edad Media se invierte el papel que se había terminado dando en Roma y Bizancio al príncipe y a la ley. Del qu od principi placuit, legis habet vigorem y del princeps legibus solutus se pasa a concebir el poder del rey con dos nuevos rasgos característicos, y relacionados entre sí: por un lado, su poder se considera limitado por la ley — en vez de rex facit legem, lex facit regem (esto es, la ley hace al rey, en vez de el rey la ley), según la expresión del jurista inglés del siglo XIII Henry de Bracton— ; y, por otro lado, puesto que, como dice un aforismo medieval, legem servire, h o c est regnare (servir a la ley, eso es reinar), ese poder regio es esencialmente judicial y administrativo — y sobre todo, judicial: iudex id est rex, rey es igual a juez, dice otra fórmula medieval— , destinado sobre todo al cumplimiento tanto de las viejas leyes y las costumbres, incluidas las nuevas, como las que ya más avanzada la Edad Media darían lugar al Derecho mercantil, cuanto de los fueros jurados en el pacto feudal con los súbditos de este o aquel lugar, donde la importancia de los Derechos locales o Derecho municipal cierra el círculo entre el pluralismo político y el jurídico (Passerin, D ottrina, pp. 12 4 -1 2 9 ; trad. cast., pp. 110-113; y Grossi, cap. VIII).

3. Seguramente el ejemplo más bello de esta igualdad — aunque lamentable­ mente parece tratarse de una leyenda creada ya avanzado el siglo X V I — es el famoso juram ento medieval que el Justicia de Aragón pedía al Rey en nombre de las Cortes, una de cuyas versiones más redondas puede ser la siguiente: «Nos, que valemos tanto com o Vos, y que juntos podemos más que Vos, os hacemos nuestro Rey y Señor, con tal que nos guardéis nuestros fueros y libertades, y si no, no» (sobre ello véase Giesey).

L a idea im perial Ahora bien, frente a la ruptura entre Roma y el mundo medieval que supuso el pluralismo político, en ese mismo plano político subsistió un segundo nexo de unión entre ambas épocas que se debe añadir al ya mencionado de la pervivencia del Derecho romano vulgar: la institución del Sacro Imperio Romano, que partió de la idea de la translatio im perii a los emperadores carolingios, es decir, la idea de la transmisión a éstos del título de emperador del Imperio romano occidental. De aqüel Sacro Imperio se comienza a hablar a partir de la Nochebuena del año 800, con la coronación de Carlomagno, y se afirma su transmisión de los reyes francos a los germánicos a partir del siglo X, con Otón I, cuando la condición de rey germánico (deutscher Konig) y la de emperador romano (róm ischer Kaiser) empiezan a coincidir bajo el nombre de Sacro Imperio Romano-Germánico. Esta idea imperial, que transmite a la Edad Media la idea de or­ denamiento jurídico-universal que habían presupuesto los romanos, respondía al modelo de Europa como universitas christiana y fue más una construcción ideal, una ideología, que una realidad política efectiva, en especial a partir del siglo xin. Pero fue una ideología constantemente mantenida en cuanto al reconocimiento del título de emperador, hasta el punto de que se ha dicho que «el cristianismo occidental tuvo un único emperador, del mismo modo que sólo tuvo un único papa (Cannata, p. 132). Y aunque debilitada, fue una ideo­ logía destinada a durar, pues terminó sólo cuando Napoleón, ya tras la Revolución francesa, obligó al emperador germánico Francisco II a renunciar al,título de emperador romano. c) La privatización del Derecho público La continuidad entre el Imperio romano y el Sacro Imperio, sin em­ bargo, fue incompleta en un aspecto importante, pues en la Edad Media no sobrevivió en la práctica la distinción romana entre el ius publicum y el ius privatum . Ello se tradujo en una privatización del poder político que cabe relacionar con su dispersión y debilitamien­ to: durante los primeros siglos de la Edad Media el emperador, los reyes y los restantes señores feudales ostentan de modo indiferenciado el poder político, el jurídico y el económico, formando todos esos poderes parte de su patrimonio personal, como tal divisible por herencia (así se dividió inmediatamente el Imperio de Carlomagno, debilitándose enseguida). Un rasgo de esta concepción, que se. exten­ derá incluso hasta la Edad Moderna, está en que los títulos de reyes y reinas, tras un período de caracterización personal, se terminaron

por referir a sus territorios, de lo que se derivó la importancia deci­ siva de las dinastías y de las uniones matrimoniales como las formas básicas no bélicas en la configuración territorial de los reinos y en las relaciones internacionales (Anderson, p. 34). Esta indistinción entre Derecho público y privado, si bien al cabo de los siglos fue en parte matizándose progresivamente en la doctri­ na jurídica, especialmente a partir de comentaristas como Bartolo, en la práctica tendió a mantener un núcleo duro que influyó duran­ te toda la Edad Media y hasta más allá de ella (Gierlce, p. 2 33). En algún aspecto incluso, como el de la venalidad o venta por parte del rey de los cargos públicos, la privatización se desarrolló sobre todo durante la Edad Moderna, terminando sólo tras la caída del absolu­ tismo monárquico. En general, sin embargo, ya durante el siglo XVI se va asentando una cierta .separación entre lo público y lo priva­ do — que, por ejemplo, establece la inalienabilidad del patrimonio real— como consecuencia de la propia idea absolutista de la supe­ rioridad del Derecho público sobre el privado, aunque entonces, precisamente como reflejo de tal superioridad, los actos públicos del príncipe quedan exentos de las leyes y de la justicia. Salvo en Inglaterra, donde todos los actos del rey continuaron sometidos al co m m o n la w y a los tribunales, en el resto de Europa aquella separa­ ción, una vez aceptado en el siglo X IX el principio de que también la administración debe estar sujeta al control judicial, terminará dan­ do lugar sin embargo al nacimiento de una jurisdicción administra­ tiva independiente de la ordinaria, civil y penal (Caenegem, pp. 2-3 y 3 6 -3 9 , que además se-ñala cómo la separación tuvo también el efecto de mantener una cierta independencia y garantía para el D e­ recho privado, como esfera inmune a la omnipotencia del Estado). d) La cultura: la Iglesia y el Derecho canónico En el plano cultural, como nada hay garantizado para siempre en la historia, tras las invasiones germánicas la Europa occidental prácti­ camente volvió al estadio mítico y mágico-religioso anterior al surgi­ miento de la filosofía en Grecia. Mientras la cultura dominante privi­ legia la creencia en la acción terrena de demonios, espíritus y brujas, en las virtudes de las ordalías o juicios de Dios como medio de prue­ ba o en la atribución de sequías y calamidades al castigo divino4, las 4. Frente a la imagen tópica de la Edad Media transmitida por el cine, se ha lla­ mado la atención sobre el anacronismo de adelantar las epidemias de peste en Europa antes de bien andado el siglo X IV y de las cazas de brujas antes de casi terminado el siglo X V ; así, la persecución de brujas habría sido más propia del Renacimiento y de

élites políticas de los primeros siglos del medievo apenas desarrollan más artes que las relacionadas con la guerra y la caza: ha de recordar­ se que Carlomagno, ya a principios del siglo IX , no sabía leer, si bien parece que apreció la importancia de la escritura y alentó su uso du­ rante su reinado. El saber quedó reservado en el Occidente europeo a los conventos y monasterios que, aunque más ocupados en asuntos religiosos y teológicos— no siempre ajenos a patrañas como las ci­ tadas— , también mantuvieron viva la llama de una parte del saber greco-romanor-En-esa trasmisión prestaron una labor fundamental los llamados Padres de la Iglesia, La patrística, cuya elaboración teoló­ gica — que se inicia en el siglo I y se extiende hasta el siglo vil— sirvió para desarrollar y mantener el concepto estoico de Derecho y la do­ ble tríada entre, por un lado, ley eterna, natural y temporal, asentada por Agustín de Hipona (354-430) y, por otro, Derecho civil, Derecho de gentes y Derecho natural, recogida por Isidoro de Sevilla (560636), categorías todas ellas, como se verá más adelante, integradas en la síntesis de Tomás de Aquino (1225-1274). La Iglesia, junto a la soterrada influencia del Derecho romano vulgar y a la recuperación de la idea imperial, fue el tercer factor im­ portante de continuidad entre el mundo clásico y el medieval, prime­ ro por la mencionada labor de mantenimiento y transmisión cultu­ ral, pero también en un plano distinto, político-jurídico, debido a la ideología según la cual el papa, como cabeza de la Iglesia con su sede en Rorna, se consideró -llamado a mantener una cierta continuidad con el Imperio romano occidental desde los primeros momentos. El papado fue, en efecto, un elemento de unificación en la tendencia a la dispersión de la Alta Edad Media europea en cuanto mantuvo con éxito la hegemonía religiosa, llegando incluso en ocasiones a preten­ der no sólo la espada espiritual sino también la temporal, esto es, la preeminencia en el ámbito político. La cuestión de la relación entre el poder eclesiástico y el civil fue objeto constante de discusiones teológicas y políticas a partir de la la Edad M oderna que del medievo, hasta el punto de que la persecución religiosa de las brujas — que se relaciona con el empeoramiento en la situación de las mujeres en la misma época— habría comenzado oficialmente en 1 484, sólo seis años antes de la fecha de partida más consagrada de la Edad M oderna, mientras que su persecución civil no terminaría en Francia hasta después de 1660 (Guarracino, pp. 1 6 0 -1 6 4 ). No obstante, ha de tenerse en cuenta que la creencia en diversas formas de brujería es un rasgo de las culturas antiguas y también del temprano cristianismo medieval, que desde Carlomagno al menos la castigó con la pena de muerte («Occultism. W itchcraft in Histórica! Cultures. Western Christendom», E ncyclopaedia Britannica CD 9 5 ); por lo demás, la fecha de uno de los procesos de brujería más famosos, el de Salem, Massachusetts, 1 692, es todavía posterior a la citada por Guarracino.

salomónica doctrina inicial de las dos espadas, que ya en el siglo V formuló el papa Gelasio bajo el criterio de que «hay dos poderes por los que este mundo se gobierna: la autoridad sagrada del sacerdocio y la autoridad de los reyes». De esta manera la respu blica christiana sería una sociedad con dos partes, cada una de las cuales diferente y autónoma en su esfera, aunque llamadas ambas a cooperar entre sí. En oposición teocrática a esa doctrina, una importante línea de teólo­ gos seguidores de Agustín de Hipona — línea por ello conocida como agustinismo político— , que sería la sustentada oficialmente por el papado y la Iglesia, mantendría durante los siglos siguientes que las dos espadas habían sido entregadas por Dios a la Iglesia mediante el otorgamiento al papa de la p len itu do potestatis o plenitud del poder, quien habría delegado en el poder civil una de las espadas para su. uso conforme a la doctrina eclesiástica. Frente a esta posición, en cambio, en el lado imperial y monárquico se defendió la tradicional doctrina de las dos espadas, y la consiguiente autonomía del poder civil ante el eclesiástico, hasta que, ya en el siglo xrv, Marsilio de Padua invirtió los términos de la cuestión y, frente a la tendencia teocrática de la Iglesia y los papistas, sostuvo la reducción de todo poder político al civil y el sometimiento a éste del papado. Entre los siglos X y xii sobre todo, Ja_pretensión eclesiástica de supervisar los asuntos políticos, junto con la opuesta propensión a la intervención de los reyes en los asuntos eclesiásticos, dio lugar a constantes y agudos conflictos entre el poder eclesiástico y el civil, como el de las investiduras, en la que el papado logró acabar con la potestad de los príncipes cristianos de nombrar e investir a los obis­ pos5. Visto en períodos muy largos, y sin duda del todo al margen de las intenciones de sus protagonistas, estas luchas entre el poder ecle­ siástico y el civil, presentadas a veces como contraste entre lo espiri­ tual y lo temporal — lo que da mala cuenta tanto de lo que de terre­ 5. Este conflicto, en efecto, se resolvió en favor de la Iglesia tras la Reform a de Gregorio V II (papa entre entre 1073 y 108 5 ), por la que se" estableció el nombramien­ to papal de los obispos, la prohibición del matrimonio de los sacerdotes, el celibato o la condena de la simonía o cobro por los servicios religiosos. El resultado de tal reform a ha sido interpretado como una primera form a de separación entre Iglesia y Estado (Caenegem, An H istórica! lntroduction, pp. 6 8 -7 1 ), si bien, teniendo en cuenta que en el Dictatus Papae de 1075 el pontífice romano se atribuía a sí mismo el poder de deponer a los reyes y de liberar a los súbditos del deber de obediencia, el modelo resultante a corto plazo fue más bien teocrático (Hespanha, p. 94). A largo plazo, sin embargo, como se dice a continuación en el texto, es aceptable la tesis de que la reivindicación de la autonomía espiritual frente al poder temporal, especial­ mente tras la Reform a protestante, pudo ir sentando las bases del liberalismo moder­ no y de su defensa del respeto a la conciencia individual.

nal tenían las pretensiones de la Iglesia como de lo que de idealista pudiera haber en los afanes políticos de la época— , bien pudieron servir para afianzar una nueva cultura: una cultura cuya creencia en la posibilidad de autonomía frente al poder político, más adelante, tras la ruptura de la unidad religiosa causada por la Reforma protestante y la dura experiencia de las guerras religiosas, terminaría por dar lugar a la doctrina moderna de la libertad individual (Sabine, p. 152). Por su parte, volviendo a la Edad Media, la importancia política del papado tuvo también su manifestación jurídica en la relevancia del Derecho canónico, que se fue desarrollando mediante costumbres y reglas de la Iglesia hasta terminar por ser recopilado sistemáticamente hacia el 1140 en el D ecreto de Graciano4. Esta recopilación, a partir del siglo xvi llamada también Corpus Iuris C anonici, llevaba como título original el de C oncordia discordantium canonum , pues inten­ taba concordar los cerca de 4.0 0 0 cánones y textos que, tras cerca de mil años de legislación y enseñanza eclesiásticas, sufrían discordancias entre sí. El D ecreto de Graciano, — que en lo sustancial, aun con adi­ ciones sucesivas, fue el sistema normativo de la Iglesia católica hasta la aprobación del primer C odex Iuris Canonici en 1917— llegaría a adquirir una importancia fundamental en el proceso de cohesión jurí­ dica que se produciría ya avanzada la Edad Media con el fenómeno de la recepción del ius com m u n e, sobre lo que se habla a continuación. 1.2. Mos italicus y recepción del ius commune en la Baja E dad M edia En los anteriores procesos, que se refieren sobre todo a la Alta Edad Media, se produce un punto de inflexión a partir del siglo X I, cuando se abre el período de la llamada Baja Edad Media, que se puede dar por sobradamente concluido en el siglo XVI7. Ese período, en el que se prepara el paso al mundo moderno, puede caracterizarse resumi­ damente mediante tres rasgos, sin duda interrelacionados: a) el desa6. Graciano fue un monje benedictino deí que no se sabe a ciencia cierta cuándo ni dónde nació y murió (aunque antes de 1159) y poco más sobre su vida salvó que desarrolló su tarea en la primera mitad del siglo X i i , que enseñó en un monasterio d e Bolonia y que sufrió la influencia jurídica de los glosadores boloñeses y la teológica de la escolástica francesa. 7. Subsumo en esta periodización a la época del Renacimiento, que abarca parte del siglo X IV y los siglos X V y X V I , por tratarse de un fenómeno más restringido, tanto geográficamente, al localizarse principalmente en Italia, como temáticamente, al refe­ rirse sobre todo ai campo de la cultura, especialmente al arte y a la filosofía. Por ello, el fenómeno del humanismo, muy asociado a la época renacentista y también'relacio­ nado con la evolución de los estudios jurídicos, será estudiado dentro de este capítulo (sobre tal época, es clásico el libro de Burckhardt)'.

rrollo de las ciudades medievales o «burgos», asociadas a una nueva clase social, la burguesía, situada entre la nobleza y el campesinado y con una pujante actividad económica de producción artesanal y de comercio; b) el creciente proceso de afianzamiento de los reinos medievales en los países europeos más importantes, que tienden a adquirir gran dimensión territorial y, a la vez, pugnan por la cen­ tralización del poder político en la Corona, con la correspondiente lucha por la supremacía legislativa del rey frente a la pervivencia de la costumbre y a la influencia de los parlamentos, representativos de la nobleza, el clero y la alta burguesía de las ciudades, y c) en fin, en el plano más estrictamente jurídico, el desarrollo y recepción del ius com m u n e o Derecho común, de contenido romano-canónico, como Derecho positivo y principal elemento del lento y complejo proceso de unificación de la variedad de ordenamientos jurídicos locales8, proceso que, con mayor o menor fuerza o retraso, termina siendo un fenómeno general en la mayoría de los países europeos desde el siglo XIII, de Italia a Escocia o Portugal, o a Francia, Alema­ nia y, por supuesto, España. a) El ius co m m u n e El ius commvine tuvo dos componentes: el Derecho romano justinianeo, relativo a los asuntos «temporales», y el Derecho canónica, for­ mado por las doctrinas de los Padres de la Iglesia y las normas apro­ badas por los concilios y los papas romanos, que, aun con menor peso que el primero, se consideró como Derecho común para los asuntos «espirituales» propios del ámbito eclesiástico. Se debe recordar que el proceso de hegemonía y de unificación conseguido por el ius com m u ­ ne estuvo lejos de ser completo, pues no sólo coexistió siempre, en mayor o menor influencia recíproca, con cada Derecho local, o ius proprium — formado tanto por los distintos Derechos consuetudina­ rios tradicionales, generalmente de carácter municipal, como por el Derecho real, que los distintos reyes irían sancionando cada vez más frecuentemente, por sí solos o con el Parlamento o Cortes correspon­ dientes— , sino que este último terminaría siendo de aplicación prefe­

8. Así, en España, siguieron coexistiendo hasta el siglo X I X tres tipos de sistemas normativos: los derechos tradicionales, de carácter consuetudinario y local, el Derecho real, emanado usualmente del rey y las Cortes de los distintos reinos, y el Derecho común, que, con distintas vicisitudes e intermediaciones, fue usualmente tenido por Derecho supletorio y, en algunos casos, aplicado por los juristas con preferencia a otros (Tomás y Valiente, pp. 1 .1 2 7 ss.).

rente, quedando el ius com m u n e como supletorio, según el criterio jurídico lex sp ecialis d erogat generali. El fenómeno de la recepción del ius-com m u n e fue producto del éxito de las universidades y de la influencia de los juristas dentro y fuera de ellas: en efecto, la unidad de ese Derecho común procede del intercambio intelectual producido por el estudio de los juristas europeos en las mismas universidades, con los mismos textos y méto­ dos y en la misma lengua, el latín, hasta incorporar en él las interpre­ taciones-de los-juristas, «la doctrina de los doctores». Pero el éxito no habría podido ser completo si esos mismos juristas no hubieran estado al servicio de los príncipes medievales, contribuyendo a poner en práctica, mediante sentencias y leyes, ese Derecho de juristas que, a su vez, pasaba a ser estudiado en las universidades (Tomás y Valiente, p. 1 .1 1 5 ; Piano M ortari, pp. 244-2,45; Hespanha, p. 70 y Ullmann, p. 281). Por lo demás, conviene tener presentes las tres fases que, según resume Hespanha, caracterizan la evolución de las fuentes del D ere­ cho en el tránsito del medievo a la modernidad: la primera, que corresponde a los siglos XII y XIII, se caracteriza por el predominio del ius com m u n e, que es de aplicación preferente sobre otras normas; en la segunda, entre los siglos xrv y xvi, se afirman los iura p rop ria de los distintos reinos, ya en formación como Estados modernos, aun­ que la validez de aquéllos es todavía concurrente con el ius c o m m u ­ n e ; en fin, la tercera fase, a partir del siglo X V II, es la de la indepen­ dencia completa de los iura p rop ria, que relegan al ius co m m u n e a derecho subsidiario (p. 140, nota). b) El «Renacimiento medieval» y los glosadores El comienzo de los estudios jurídicos medievales se produce en lo que se ha llamado «Renacimiento medieval» del siglo X II, al que se ha con­ siderado el más jurídico de todos los siglos5, alrededor del cual comien­ zan a nacer las universidades en Europa10. Se trata de un fenómeno

9. «De todos los siglos, el X I I es el más jurídico. En ninguna otra época, desde los clásicos días del Derecho romano, se ha dedicado a la jurisprudencia tanta parte del total del esfuerzo intelectual» (Pollock y M aitland, p. 111). Una extensión de esta idea es la caracterización de Paolo Grossi de la época medieval como esencialmente jurídica (p. 3 5 ), que, en mi opinión, deja en la sombra el predom inio de lo religioso. 10. Las universidades medievales — que, en efecto, nacen entre finales del siglo X I , como la de Bolonia, y el X I I , como Oxford o París (la prim era española, en Palencia, se crea en 1 2 0 8 , pasando a Salamanca en 1 239)— tienen su antecedente inm ediato en las escuelas episcopales o catedralicias, donde desde el siglo I X habían empezado a

preparado ya desde el siglo IX, cuando se inicia el estudio filosófico y humanístico en las escuelas episcopales o catedralicias, época que co­ mienza a romper con el enclaustramiento del saber en los conventos y que se halla dominada por la utilización de los métodos de la especu­ lación dialéctica — alrededor de la división de la materia en géneros y especies y de las controversias con especial apoyo en el argumento de autoridad— y del razonamiento silogístico — esto es, la deduc­ ción lógica a partir de principios tenidos por evidentes, más que de comprobaciones empíricas sobre la realidad— , es decir, por un méto­ do de pensamiento predominantemente sistemático e intelectualista que culminaría, ya en el siglo xili, en la obra de Tomás de Aquino11. La causa inmediata del renacimiento de los estudios jurídicos en el siglo XII está en el «redescubrimiento» del D igesto en Bolonia y en la tarea filológico-jurídica allí promovida desde fines del siglo XI por Irnerio (c a . 1055-ca. 1125), el primero de los glosadores, como se denomina a los primitivos juristas medievales de la Escuela de Bolo­ nia1?. El modo de estudiar el Derecho por parte de los glosadores, estudiarse materias seculares bajo la dirección de un clérigo, al que, entre otros, se dio el título de scholasticus, de donde procede el término «escolástica». En cuanto a la diferencia entre la form a de enseñanza en estas universidades tardomedievales y la nuestra Burckhardt advirtió: «El trato personal, las controversias, el constante uso del latín y, en no pocos, del griego, el frecuente cambio de maestros y la rareza de los libros, daban a los estudios un carácter para nosotros difícil de imaginar» (p. 163). 11. En ello tiene importancia la recuperación medieval, a través de la Iglesia, de la siete artes (disciplinas o técnicas) griegas, que en la Edad Media, probablemente con Alcuino de York (735-804), se dividieron en dos partes: el Trivium (Gramática, Retó­ rica y Dialéctica) y el Quadrivium (Aritmética, Geometría, Música y Astronomía, las cuatro consideradas desde Arquitas de Tarento, del siglo V a.C., estudios matemáticos: la primera, de los números en reposo, la segunda, de las magnitudes en reposo, la ter­ cera, de los números en movimiento, y la cuarta, de las magnitudes en movimiento); las artes del Trivium, que eran las únicas que se habían aceptado en Roma como elementos para la educación de las personas libres, por lo que se denominaron también artes libe­ rales, fueron, ya desde Roma, las fundamentales en la educación de los juristas. Anota­ ré también, porque tiene interés para algo que se dirá más adelante en el texto, que las tres disciplinas del Trivio se consideraron artes sermoniciales, conducentes ad eloquentiam, esto es, a la elocuencia en los discursos y diálogos (que es lo que significa ser­ mones en latín), mientras que las del Cuadrivio fueron consideradas artes reales, con­ ducentes ad sapientiam, esto es, al saber de las cosas (Cannata, p. 5 0 , n. 3 6 , y p. 208, n. 2 3 ; Losano, p. 64, n. 4 ; Viehweg, Tópica y jurisprudencia, p. 9 7 ; y M uñoz, p. 49). En todo caso, lo característico de la enseñanza jurídica en Bolonia, de la que se habla en el texto a continuación, es que allí comenzó un estudio especializado del Derecho, diferente del Trivio y del Cuadrivio (Piano M ortari, p. 15). 12. Com o ha dicho Paolo Grossi, se trata de un «redescubrimiento» relativo por dos razones: de un lado, por la pervivencia del Derecho romano vulgar y, de otro lado, por la utilización del Derecho romano por la Iglesia; lo que se redescubrió, concluye Grossi, fueron unos textos considerados'entonces auténticos (pp. 162-163).

situables entre los siglos X II-X III, fue pronto secundado por los cano­ nistas (o décretistas), que desarrollaron una labor similar en relación con el D ecreto de Graciano. Y aun con algunos cambios, ese método llegó a pervivir otros dos siglos, a partir de comienzos del siglo XIV y hasta el X V , en la escuela sucesiva de los llamados comentaristas o postglosadores: entre los más importantes de los glosadores figu­ ran, además de Irnerio (ca. 1055-ca. 1130), Odofredo o Godofredo (f 1256), Azzone (ca. 1150-1230) y Accursio (ca. 1180-ca. 1260), autor de la G lossa M agna, que recoge una selección de las glosas anteriores y con la que se da por cerrado ese primer período; y, entre los postglosadores, Ciño da Pistoia (1270-1336), el influyente Barto­ lo da Sassoferrato (1 3 1 4 -1 3 5 7 )13 y Baldo degli Ubaldi (1327-1400). Todos ellos componen lo que tradicionalmente se denomina m os italicus, o modo italiano de estudiar el Derecho. El citado redescubrimiento del D igesto — junto con otros' fac­ tores sociales y económicos, como el desarrollo de la vida urbana o la expansión del comercio, sumados a la preexistencia en Italia de una cierta tradición de escuelas jurídicas— señala el comienzo de. un tratamiento de los textos recopilados por Justiniano como textos dogmáticos, casi sagrados. El texto justinianeo, en efecto, se considera por la escuela de Bolonia de modo similar a como los, es­ colásticos medievales consideran a la Biblia y, en el plano de la filo­ sofía, a Aristóteles — a quien se citaba con la expresión ipse dixit, «el mismo dijo» o sin más como el Filósofo— , esto es, bajo el dominio del principio de autoridad. De ahí la pretensión de los glosadores de que la interpretatio es mera exégesis que descubre el verdadero signi­ ficado del texto (lo que, sin embargo, dado su mayor interés práctico que filológico, no siempre cumplieron, y a veces conscientemente). "Wieacker ha sostenido que hay en ello la misma visión de la relación entre razón y fe que en el tomismo, como fenómenos compatibles y concurrentes: el Derecho romano pasa a ser ratio scripta, al igual que la Biblia, el verbum D ei o palabra de Dios, es ratio divina porque ,el dogma es racional y puede ser entendido racionalmente. Entre la actitud jurídica medieval y la teológica, además, no hay tan sólo un mero paralelismo, sino que se da una verdadera convergencia mediante la conversión del Derecho romano en un Derecho natural

13. Tan influyente que en Europa hasta el siglo xvm se estudiaba Derecho con sus escritos, habiéndose acuñado el dicho nem o turista nisi bartolista (nadie_es jurista si no es bartolista) (Hespanha, p. 110). Y, por cierto, que a causa del trasiego físico de sus textos por los estudiantes en España ha quedado la expresión «llevar los bártulos», que mantiene la esdrújula de la pronunciación italiana de «Bartolo».

escrito y la utilización de similares métodos en su estudio. En la Edad Media el Derecho romano llegó a adquirir «fuerza, autoridad y tradición de D erecho natural» y para su estudio — al igual que para el Derecho canónico, la otra parte del ius com m u n e— los juristas medievales siguieron similares métodos de pensamiento que los teó­ logos: actitud dogmática, principio de autoridad y sistematización bajo la inspiración de la retórica y la dialéctica (Wieacker, pp. 37 y 37-43). Con todo, según Wieacker y otros historiadores de prestigio como Piano Mortari, el tipo de estudio de los glosadores no se li­ mitó a la escueta glosa exegética ni a seguir el modo de pensar y de exponer escolástico14, sino que se acompañó de exposiciones amplias del sentido racional general de los textos basadas en ¡conexiones si­ logísticas mediante las que se escribían textos como las Sum m ae, por más que en un principio, al igual que en los juristas romanos, no se tratara de exposiciones de todo el Derecho (Wieacker, pp. 43 y 47); o, dicho de otro modo, las glosas podían ser muy simples, indicando el sinónimo de una palabra, o más complejas, remitiendo a textos paralelos y aportando amplias interpretaciones (Schiavone, p. 292). Un ejemplo indicativo lo proporciona el siguiente texto, que compila varias glosas de Irnerio en un «exordio» o introducción a las Institutiones de Justiniano: Puesto que la intención general es conseguir las cosas buenas no sólo mediante el miedo de las penas sino también por el estímulo de los premios, [Justiniano] trata primero de la justicia, sin la que nadie puede ser bueno. Y debes observar que en la definición de justicia él pone la definición de su género, esto es, de la virtud. Pues cuando dice «constante» se entiende del intelecto [mentís'] bien constituido, no en­ tendiéndose la constancia más que en su significado bueno; y cuando también dice «perpetua» se entiende hábito, pues el hábito es la vo­ luntad difícilmente alterable y permanente en vida; como s¡ dijera: la

14.

Dice W ieacker que «son corrientes en los glosadores del siglo X II y comienzos casi todos los usuales silogismos y figuras aristotélicas: así, la causa próxim a y rem ota, form alis y casualis, propria e impropria, genus y species, divisio y subdivisión (p. 4 2 ). Piano M ortari, por su parte, afirma que «[l]a superación del puro y simple estudio analítico y fragmentario llevada a cabo por los glosadores para alcanzar el do­ minio total de las materias jurídicas, su visión sintética, orgánica, unitaria, son puestos de relieve de manera particularmente clara en la idea que los glosadores tuvieron del orden jurídico com o conjunto de unidad y armonía», insistiendo en que «[u]n espíritu sintético era el alma de la exégesis analítica de los glosadores», que buscaron las rela­ ciones sistemáticas y la unidad entre el conjunto de los textos mediante la deducción con un «valor creativo» tal que «la ciencia de los glosadores constituye los inicios de la ciencia jurídica occidental» (pp. 29 y 1S-21). del

X II I

justicia es el hábito del intelecto bien constituido de dar su derecho a cada cual. Unicamente eso es la definición de la justicia propiamente dicha. De cuya especie el género es la virtud, pues la virtud tiene cuatro especies principales: justicia, prudencia, fortaleza y templanza, que, aunque diversas, son especies del mismo género. Y sin embargo tienen un orden cierto, pues la una sin la otra y la otra no es virtud, lo que no se encuentra en otras especies. De manera similar, en la defini­ ción de jurisprudencia [prudentie iuris] pone la definición general y la especial, como si dijera que el hombre es sustancia animada sensible, racional y mortal. Por eso también trata de la justicia inmediatamente "antes qué'deTDerecho, porque sin ella no podemos practicar la ciencia del Derecho [iuris scientiam exercere]. Verdaderamente en esta defini­ ción también se incluye la definición de Derecho, esto es, el arte de lo bueno y de lo justo. Lo bueno y lo justo no se puede desarrollar más que con la ciencia de lo justo y de lo injusto (Exordium Institutionum secundum Irnerium, en Kantorowicz y Buckland, p. 2 4 0 ; téngase en cuenta que este manuscrito no es estrictam ente original de Irnerio, sino que, según Kantorowicz, está «torpemente compuesto por algún jurista o copista desconocido» sobre glosas de Irnerio: p. 37).

A lo anterior se debe añadir, como ha destacado Cannata, que el modo de trabajo de los glosadores no es casuístico, de búsqueda in­ ductiva de soluciones justas a partir de casos concretos, sino que con ellos aparece ya un tipo de pensamiento dogmático de solución de­ ductiva a partir de los textos jurídicos romanos y canónicos que refle­ jaría la misma reverencia hacia el texto de la ley que cultivarán los juristas positivistas de .los siglos X IX y X X , que, en este punto, no habrían hecho más que continuar la estela abierta por los primeros civilistas y canonistas medievales (p. 146). c) De los glosadores a los «postglosadores» L a interpretación del ius proprium y la extensión de la interpretado La ten d en cia sistem atizadora iniciada p o r lo s g losad ores se con firm a y desarrolla con los postglosadores-o comentaristas. Hay cierta polé­ mica entre los historiadores sobre la relación entre unos y otros. El término «postglosadores» ha sido impugnado porque, si bien estos juristas mantuvieron como rasgo común la veneración hacia el Dere­ cho romano como razón escrita, se ha destacado que no fueron me­ ros epígonos de los glosadores al menos por dos razones: de una parte, porque ex ten d iero n la interpretación jurídica qu e los glosado­ res habían dirigido sólo al ius com m u n e también al ius prop riu m , abarcando así todo el conjunto de las fuentes jurídicas vigentes, so­ metidas a reglas de interpretación similares; y, de otra — y ésta sería

una razón de mucha mayor sustancia para diferenciarlos de los glosa­ dores— , porque ampliaron el método de la interpretatio, incluyendo en ella no ya sólo la labor de más o menos estricta glosa sino tam­ bién la reelaboración y ampliación del Derecho dado, esto es, no sólo la com p reh en sio legis, sino también la extensio legis (Cannata, pp. 1 4 7-148): o, como lo formuló yaUguccione da Pisa, un canonista que vivió entre la segunda mitad del siglo X II y principios del x i i i , mientras la glosa es exposición a d litteram , según la letra de las pala­ bras, el comentario n on con sid érat sed sensum , esto es, no considera más que su sentido (cit. por Piano M ortari, p. 44). Sin embargo, como después se precisará, aunque quizá el término «postglosadores» no haga justicia a la riqueza de sus aportaciones, tampoco su diferen­ ciación con.los glosadores parece que pueda extremarse tanto como para considerar a estos últimos meros precursores de aquéllos. Así, Accursio, el último de los glosadores, ya había recogido ideas sobre la interpretación que eran de uso común al menos entre sus coetáneos y que, por tanto, desmienten una ruptura tajante con los comentaristas: interpreto, esto es, corrijo [...]. También explico la palabra en su sentido más evidente, también atribuyo, también amplío y, en contra, corrijo, esto es, añado [interpretar, idest corrigo [...]. Item verbum apertius

exprimo [...] ítem arrogo, ítem prorogo, sed contra corrigo id est addo] (cit. por Grossi, p. 179).

El estilo de los comentaristas sigue siendo dialéctico o argumen­ tativo, de discusión de cuestiones en sus pros y contras, conforme a argumentaciones de leges, ration es et au ctoritates, esto es, de los tex ­ tos romanos, Tas razones de ellos y los intérpretes anteriores. No obstante, avanzaron sobre los glosadores en la medida en que desa­ rrollaron también el pensamiento inductivo y sistematizador15. Con­ forme a él, partiendo de casos o problemas concretos y comparando distintas situaciones, llegaban a soluciones jurídicas de validez más general. Además, la obediencia al argumento de autoridad en la bús­ queda de tales soluciones no fue ciega ni acrítica en los comentaristas, que tuvieron a su disposición una vía de escape, paradójicamente, en la autoridad misma de su primer maestro, Ciño da Pistoia, quien no había tenido inconveniente en razonar así: 15. La form a de interpretación de los comentaristas aparece en tres tipos de obras: los Com m entaria, obras exegéticas pero que tratan de ir, más allá de su letra, a la ratio de los textos; los Consilia, o dictámenes dirigidos a los jueces o a los litigantes; y el Tractatus , en el que discutían problemas jurídicos de una materia delimitada, com o ab intestato materia o pactorum m ateria, con un cierto tratamiento sistemático (Tomás y Valiente, pp. 1 .1 0 9 -1 .1 1 1 ).

lo han dicho los doctores de la glosa, y el mismo O d ofred o, y por muchos que fueran, por miles que lo dijeran, se equivocarían todos.

Por su parte, un Bartolo da Sassoferrato sabría llevar a sus últimas con­ secuencias esta actitud, que utilizó con maestría para innovar el Derecho incluso en materias de alcance político relevantes, como propugnar la independencia de las ciudades-república italianas, cuando escribió: N o debe causar sorpresa si yo no sigo las palabras de la G losa [de Accursio] cuando me parecen contrarias a la verdad, o contrarias a la razón o a la ley (cit. por Skinner, Fundamentos, I, p. 2 9).

Una actitud como ésta ha de relacionarse con el interés que la mayo­ ría de los juristas medievales tuvieron en interpretar los textos roma­ nos no tanto para analizar filológicamente su significado auténtico, sino con la mira puesta en resolver los problemas de su tiempo, es decir, en hacer estudios de carácter práctico y no meramente teórico. E l inicio d e lo s estu dios d e m eto d o lo g ía ju rídica Precisamente, en los estudios de los comentaristas — y, aunque más incipientemente, de los glosadores— un aspecto especialmente digno de mención desde el punto de vista de la filosofía jurídica es que con ellos dan comienzo las reflexiones metodológicas sobre el Derecho y su conocim iento, es decir, esa labor autocrítica, literalmente de «re­ flexión», como mirándose al espejo, sobre su propia labor de estudio­ sos, en que consiste la teoría del conocimiento jurídico, o de la ar­ gumentación jurídica, también denominada más tradicionalmente metodología jurídica. En los estudios de metodología jurídica se suelen diferenciar dos tipos, y con buenas razones, conforme a sus dos diferentes objetos: de un lado, la reflexión sobre los métodos de interpretación o las formas • de argumentación sobre el Derecho, que se refiere a la naturaleza y clases de la interpretación de las normas y a las formas de argumenta­ ción, dando lugar a lo que tradicionalmente se den om in aba-m etodolo­ gía d el Derecho-, y, de otro lado, la reflexión sobre la propia naturaleza de la labor de interpretación teórica, esto es, sobre el modo de conoci­ miento del Derecho en su relación con otros conocimientos, su carác­ ter y funciones, reflexión que da lugar ala tradicionalmente denomina­ da m eto d o lo g ía d e la cien cia d e l D erech o, o, si quiere, teoría de la ciencia jurídica. Pues bien, ambos aspectos, aunque sin diferenciarlos expresamente entre sí, fueron tratados específicamente por estos juris­ tas medievales, que por vez primera dirigieron su mirada no sólo hacia

el Derecho sino también hacia su propia actividad intelectual (sobre lo que sigue, véase Piano M ortari, cap. IV). Por comenzar por las reflexiones sobre la in terpretatio iuris, ya los glosadores habían comentado textos del D igesto o del D ecreto de Graciano, y con criterios poco apegados a la letra de los textos: así, ya en la G lossa M agna de Accursio se dice: Observa que se ha de examinar más el espíritu y la causa de la ley que sus palabras [...]. También se debe proceder de lo similar a lo similar [esto es, por analogía] [Nota magis mentem sive causam legis inspi-

ciendam quam verba [...]. Item quod de similibus ad similia procedatur] (cit. por Grossi, p. 173). Y no mucho después de la muerte de Accursio, hacia finales del siglo X III, el jurista francés Jacobo de Révigny ya había derivado la buena in­ terpretación neo ex verbis n ec ex m en te legislatoris, sed ex ration e (no de las palabras ni del espíritu del legislador, sino de la razón) (cit. por Grossi, p. 175). Más adelante, varios comentaristas italianos dedicaron tratados específicos al tema, desarrollando más ampliamente ese tipo de reflexiones sobre la interpretación jurídica. En ellos trataron de ela­ borar de manera completa y sistemática la teoría de la interpretación jurídica, distinguiendo las figuras de la interpretación declarativa, res­ trictiva y extensiva, analizando los rasgos de la analogía o argum entum c: m nili, diferenciando el efecto vinculante de las interpretaciones le­ gislativa y consuetudinaria respecto al no vinculante de la judicial y la doctrinal, o, en fin, debatiendo sobre la relación ya considerada por los juristas rom anos entre v erba y m ens, que refleja el contraste entre la interpretación literal y la esencial, sobre lo que Baldo dejó definitiva­ mente claro el criterio en favor de la m en s o ratio legis: la ciencia [de las leyes] consiste en la médula de la razón y no en la corteza de lo escrito [scientia [legum] consistit in medulla rationis, et non in cortice scripturarum] (cit. por Piano M ortari, p. 2 0 6 ).

Como síntesis de esta reflexión metodológica, un comentarista a ca­ ballo de los siglos xv y xvi, Andrea Gammaro ( f 1528), podía presen­ tar la siguiente imagen de la interpretación teórica de las leyes, basa­ da en la concepción medieval de la dialéctica: Y puesto que es imposible abarcar todos los casos por la ley escrita, aparece la interpretación de la ley, que deduciendo de sus principios, como otras ciencias, los argumentos y razones de las leyes escritas, gene­ ra un hábito científico que abre muchas conclusiones [Et quoniam per

legem scriptam impossibile est omnes casus comprehendere, subintrat

legis in teip re ta tio , q u ae d ed u c en d o arg u m en ta e t ra tio n es a legibu s scriptis sicu t a lia e sc ie n tia e a suis p rin cipiis, g en er a t h a b itu m scien tificu m a p e r ie n d o m u ltas c o n c lu s io n e s ] (cit. por Piano M ortari, p. 209).

La anterior apreciación invita a pasar a comentar la concepción sobre la naturaleza de la ciencia jurídica, la scientia iuris, de Bartolo y sus seguidores. Aunque el término scientia en la filosofía escolástica aludía al conocimiento d e lo eterno y necesario, también se aplicó al Derecho en atención al carácter eterno de su objeto, la justicia, sin duda siguiendo la definición de la iuris prudentia de Ulpiano como ius ti atque m iusti scien tia, ciencia de lo justo y de lo injusto. Ahora bien, los estudios jurídicos procedían y seguían a la parte del saber que en la cultura clásica y medieval se había considerado práctico o no especulativo, el Trivium, esto es, la Gramática, la Retórica y la Dialéctica (o Lógica), por lo que ya Isidoro de Sevilla, en el siglo VII, había calificado a la segunda como scientia iuris peritorum , ciencia de los jurisperitos (cit. por Viehweg, T ópica y jurisprudencia, p. 97; véase también supra, p. 86, nota 11). Y esa doble faz, ser conocimien­ to de algo eterno, merecedor de ser conocido por sí mismo, pero también ser conocimiento con fines prácticos, es lo que caracteriza a la jurisprudencia según los comentaristas (sobre ello, y para las citas que siguen, véase Piano Mortari, pp. 161-162). Así, Paolo di Castro (t 1441) dirá de ella que esta ciencia es verdadera y no simulada filosofía y más noble que to ­ das las demás puesto que tiende a hacer buenos a los hombres» [h a ec sc ie n tia e s t v era p h ilo s o p h ia e t n o n sim u lata , e t n o b ilio r o m n i a lia p o s tq u a m ten d it a d fa c ie n d o s h o m in e s bonos]-,

o Giovanni da Imola: [...] esta ciencia del derecho no es simplemente práctica, sino en par­ te práctica y en parte especulativa- [h a ec sc ie n tia iuris [...] n o n est [...] s im p lic ite r p ra c tic a , s e d p a r tim p r a c tic a p a r tim sp e cu la tiv a ].

Sólo el prestigioso Baldo degli Ubaldi, aunque sigue hablando de scientia, parece poner todo el peso en su vertiente práctica: el saber en nuestra ciencia no es para saber [sino] para hacer lo bueno y lo equitativo» [scire [...] in n ostra scien tia n o n est p r o p te r scire [...] est [...] p r o p t e r o p era ri b o n u m e t a eq u u m ].

Pues bien, el carácter práctico del conocimiento de los juristas, que en el medievo incluso avalaba su n obilitas, ha permanecido como

algo difícilmente discutible hasta la actualidad, por más que todavía hoy puede seguir siendo objeto de debate si ese carácter práctico va acompañado de un inescindible conocimiento teórico que, en el lenguaje actual, justifica su caracterización como ciencia o si, cornosugirió Baldo, es el elemento esencial o dominante, hasta el punto de que la dogmática jurídica debería considerarse más bien una téc­ nica o una tecnología, si bien, al igual que la medicina clínica, no exenta de ese toque de sabiduría práctica que seguimos llamando arte. d) Las discrepancias contemporáneas sobre la naturaleza de la ciencia jurídica medieval Sobre la naturaleza de la ciencia jurídica medieval hay algunas dis- • crepancias entre autores, contemporáneos. Mientras, como hemos visto, historiadores del Derecho como Wieacker — así como Piano M ortari o, más recientemente, Cannata o Hespanha— consideran que tanto los glosadores como, en mayoi; medida, los comentaris­ tas o postglosadores iniciaron un método de estudio del Derecho que usa y alienta significativamente el pensamiento sistemático, en cambio, Viehweg, civilista y no historiador, ha interpretado que los juristas del m os italicus ejercitaron un pensamiento similar al de los jurisprudentes romanos, problemático y eminentemente casuístico y no sistemático, ligado a un modo de entender el Derecho desde los problemas concretos y a partir de un método tópico, esto es, de bús­ queda inductiva de criterios o lugares comunes opinables para hallar una solución justa en el caso concreto, y no como ejercicio deductivo a partir de un criterio dado previamente en un sistema axiomatizado (Viehweg, T ópica y jurisprudencia, cap. V; véase también su T ópica y filosofía). ¿Qué se debe concluir sobre estas dos posiciones, aparentemen­ te tan separadas? Como suele ocurrir en estos casos, en la realidad interpretada, en este caso en el m os italicus, parece haber elementos que avalan parcialmente ambas tesis, aunque a fin de cuentas creo que la razón está del lado de los historiadores. Pero, además, como también suele ocurrir en muchas discrepancias teóricas, buena parte de ésta procede de malentendidos en el planteamiento analítico de los conceptos utilizados, lo que en este caso creo que afecta especial­ mente a Viehweg. Veámoslo por partes, primeramente la historiográfica y después la conceptual, porque la cuestión está lejos de ser úni­ camente «meramente» histórica, hasta afectar a temas y problemas de permanente relevancia y, por tanto, de actualidad.

L a fa c e ta historiogrdfica: análisis y síntesis sistem ática En lo que se refiere a la faceta historiográfica, por un lado, parece cierto que el modo de trabajo habitual de los glosadores fue en su base más analítico que sistemático. Su denominación proviene de las glosas o aclaraciones con las que acotaban los pasajes de los textos justinianeos, especialmente del D igesto, de modo que su tarea ahí fue eminentemente de análisis exegético de las reglas casuísticas, y no bien sistematizadas, del Derecho romano transmitido por Justiniano. Esto se manifiesta en varias obras típicas de los glosadores, como los vocabularios jurídicos y, especialmente, en los comentarios [com m en ta] y lecciones [lecturae], donde glosaban el D igesto según su orden textual, apenas sistemático. Como reconoce Piano M ortari, sería ana­ crónico atribuir a los glosadores la elaboración de sistemas deducti­ vos externos al material jurídico como los del iusnaturalismo, pues aceptaron los textos tal y como eran, aun tratando de conciliarios lógicamente entre sí «en el curso de una investigación eminentemente analítica» (Piano M ortari, pp. 126 y 2 2 5 -2 2 7 ). Pero, por otro lado, tanto los glosadores com o, en mayor medi­ da, los comentaristas, también iniciaron una amplia labor de síntesis y de sistem atización, acom etiendo la discusión de problem as ju ­ rídicos en los que, según el modelo dialéctico de la escolástica, con la discusión de argumentos de autoridad en pro y en contra de una opinión proponían soluciones que presentaban como conformes a los textos y, por tanto, como justas. Los dos tipos de obras relevantes para observar este tipo de elaboración doctrinal más sintética y siste­ mática son las S u m m ae, o resúmenes generales con fines didácticos de una obra del C orpus iuris civilis o de una parte de ella, y las Q u aestion es d ispu tatae, que planteaban un problema, lo analizaban en sus pros y sus contras y lo resolvían con una solución doctrinal.. Para ilustrar el modo de trabajar de estos juristas medievales, mucho más sistemático de lo que podría pensarse, puede ser útil traer a colación dos de sus modelos tradicionales de estudio de los proble­ mas jurídicos: las introducciones a las S u m m ae y las ocho operacio­ nes usuales de la exégesis. En primer lugar, los glosadores solían introducir las S um m ae con un tratamiento sistemático de las siguien­ tes seis partes: materia, modus tractandi, intejitio, utilitas, cui partí philosophiae supponatur, causa operis [objeto, modo de tratarlo, intención, utilidad, qué parte de la filosofía presupone y origen de la obra] (Accesus Iñstitutionum , de autor anónimo; cit. por Kantorowicz y Buckland, p. 37; para la explicación que sigue, pp. 3 7 -3 8 );

en ellas conectaban el tema tratado con las divisiones del D erecho, disentían las reglas de interpretación utilizables, comentaban la in­ tención del autor del texto y su utilidad o finalidad, lo relacionaban con la filosofía, particularm ente con la ética, y, en fin, aludían al origen del texto y a su autor en términos históricos. En segundo lugar, la exégesis medieval de los textos jurídicos seguía un orden sistemático que, algo más adelante, en 1 5 4 1 , el tardío comentarista Gribaldi M o fa form uló en un dístico m nem otécnico con ocho ope­ raciones en el que aparecen muy equilibradas las labores de análisis, (puntos 1, 2 , 4 y 5) y las de síntesis y sistematización (puntos 3, 6, 7 y 8): Praemitto, sánelo, summo, casumque figuro, Perlego, do causas, connoto, obiicio [es decir, (1) encuadramiento preliminar del problema, (2) división de las cuestiones contenidas en el texto, (3) recapitulación sintética bajo la referencia a autoridades y decisiones, (4) ejem plificación de supuestos tomados del texto o imaginados, (5) nueva lectura e inter­ pretación del texto, (6) fundamentación de la interpretación median­ te la enumeración de las causas aristotélicas, (7) generalización de los principios y analogías derivados del texto, y, en fin, (8) discusión de objeciones]16.

16. W ieacker aiirm ó que por este cam ino los glosadores «han establecido el método que hasta hoy pasa por el propio de la especialidad jurídica» (p. 48 ). Y, a pesar de la aparente lejanía entre el anterior modo de estudiar el Derecho y el actual, seguramente puede verse una continuidad entre ambos en la medida en que, salvadas las distancias y su inserción en marcos diferentes y más elaborados, parecen seguirse practicando aún hoy formas similares de argumentación en la exposición de cada institución, com o el depósito, la prenda, la sucesión intestada, etc. Antonio M anuel Hespanha es de esta opinión muy decididamente, hasta un punto que no estoy nada seguro de suscribirla si se tienen en cuenta, por un lado, las importantes innovaciones introducidas por la dogmática de los siglos X I X y X X , tanto en el campo privatístico como en las áreas penal, administrativa, procesal o tributaria, y, por otro lado, la más reciente y creciente influencia de métodos com o el análisis económ ico, sobre todo en el ámbito del Derecho privado. Este historiador del D ere­ cho ha afirmado que los procedim ientos de los comentaristas «constituyen todavía hoy un com ponente importante del material del discurso jurídico», hasta el punto de qiie esos juristas «culminan una obra de construcción dogmática que permanece en pie, sin grandes alteraciones, hasta nuestra época. Todavía hoy, a pesar del creciente m ovimiento de reacción contra la dogmática “escolástico-pandectística”, se puede decir que es utilizada por la aplastante mayoría de los civilistas e incluso de los cultivadores de otras ramas del Derecho»; y añade Hespanha en nota: «Los juristas de hoy todavía utilizan (mecánicamente, sin embargo, y a veces sin la conciencia de su historicidad) el aparato lógico y conceptual forjado por los comentaristas. Los argu­ mentos, los conceptos y los principios generales (dogmas), la manera de recabarlos, presentan en realidad un carácter de impresionante continuidad» (p. 140 y nota).

¿Cabe diferenciar esencialmente entre glosadores y comentaris­ tas? W ieacker llamó a los glosadores- «los padres de la literatura ju­ rídica europea» (pp. 4 8 -4 9 ), mientras Cannata ha afirmado de los comentaristas que ellos «fueron los verdaderos fundadores de la juris­ prudencia continental» (p. 147). Pero, como ha insistido Piano M or­ tari, aunque los comentaristas no sean meros epígonos sino continua­ dores creativos, más bien parece que su obra no es sino un paso más — un importante paso más, si se quiere— sobre el también importan­ te dado por los glosadores. Y, al igual que en las obras de éstos, la mezcla de lo viejo y lo nuevo permite presentar sus métodos como un similar momento intermedio en un largo y complejo desarrollo histórico, entre el pensar jurídico romano y el de la dogmática deci­ monónica. Aunque desarrollando con más libertad y holgura las ten­ dencias sistematizadoras ya presentes en los glosadores, y al igual que estos últimos, los comentaristas no fundan sino que sólo anuncian las sistematizaciones decimonónicas: hay que insistir en que en el m o s italicus no se llegó a proponer un sistema total para el conjunto del Derecho civil y que las elaboraciones interpretativas de los comenta­ ristas se refieren a cada institución (el dolo, la ignorancia de hecho y de derecho, la dote, etc.) conforme al orden del D igesto, que no tenía más ordenación que la escasamente sistemática del edicto del pretor. Ahora bien, más allá de la posición pacificadora que hace de los estudiosos del m os italicus unos juristas de transición entre el pensamiento jurídico romano y el contemporáneo, hay dos aspectos muy relevantes en su labor interpretativa que casan mucho más con el método sistemático ulterior que con el casuístico romano: en pri­ mer lugar, los glosadores y postglosadores adoptan una actitud jurídi­ ca más próxima a la ciencia jurídica moderna que a la romana en su consideración del corpus jurídico romano como dogma17, y, en se-

17. Cannata, p. 146. Más aún, Hespanha ha afirmado que «[p jarajo s com enta­ ristas, como para los glosadores, el ordenamiento jurídico representaba un dato fun­ damentalmente indiscutible» (p. 112), lo que es especialmente significativo en el caso de los comentaristas, que tuvieron presente no sólo el ius com m une sino también el ius proprium , con propósitos prácticos de coordinación y actualización normativas». N o obstante, no debe confundirse la actitud dogmática con la interpretación literal, de la que, como puede deducirse de su rica y abierta reflexión metodológica, los juristas medievales no fueron esclavos. Paolo Grossi, presentándolo como conflic­ to entre una aceptación formal de textos antiguos autorizados pero no siempre utilizables y una interpretación a veces forzada para lograr su adaptación a la época, ha llegado a destacar sobre todo la libertad interpretativa que se habrían tomado glosado­ res y comentaristas hasta afirmar que el Derecho justinianeo fue para ellos «como un recipiente vacío que los nuevos contenidos deforman despiadadamente» (pp. 174, 166 ss. y 2 2 6 ). En justificación de esta tesis — que en sí misma no desmiente el carácter

gundo lugar, tuvieron una imagen del Derecho coherente y unitaria, como «conjunto de normas concadenadas por relaciones de carácter lógico-jurídico», de modo que atendieron a la sistemática interna del propio Derecho sin forzar la creación de un sistema externo (Piano Mortari, pp. 219 y 2 2 4-227). Todo ello significa que, mientras que los juristas romanos clásicos fueron casuistas en el sentido de que re­ solvieron con técnicas no dogmáticas problemas jurídicos, actuando, por decirlo así, a modo de legisladores de casos concretos, los juristas medievales tomaron los textos jurídicos como reglas autorizadas y ensambladas en un todo lógicamente único, de una forma que prepa­ ra ya el método con el que los juristas de siglos sucesivos tendieron a considerar el Derecho, a modo de materia unitaria, coherente y com­ pleta cuyas relaciones pueden sistematizarse deductivamente, ahora ya sí con categorías externas, en el sentido de no necesariamente explícitas en el Derecho mismo. L a fa c e ta con cep tu al: tóp ica y sistem a deductivo En cuanto a la faceta conceptual de esta discrepancia doctrinal, la contraposición entre tópica y sistemática, tal y como la plantea Vie­ hweg adolece de una básica malinterpretación de la noción de sis­ tema axiomático y de distintas ambigüedades y confusiones a pro­ pósito del papel de la lógica en la argumentación jurídica18. Pero, sobre todo, está lastrada por el prejuicio central de que los estudios jurídicos no deben intentar elaborar sistemas deductivos de carácter cerrado y basados en criterios preordenados y abstractos, y de que intentar tal cosa está llamado al fracaso. Bajo tan categórico criterio, sistemático de la interpretación de los juristas medievales— Grossi destaca la anécdota de que el gran Bartolo primero formulaba la solución para pedir después a su amigo Tigrino que buscara qué texto romano podía justificarla (p. 176). Si esta anécdota fuera representativa de un tono general, lo que no estoy en condiciones de afirmar, la sistematización dogmática realizada por los juristas medievales habría sido sólo una mera cobertura formal de un modo de pensar sustancialmente casuístico'. ..... 18. En lo esencial, por una parte, la idea de sistema axiomático que Viehweg * maneja parece ignorar el concepto actual de axiomática, que no supone la postulación de axiomas definitivos e inamovibles ni necesariamente la imposibilidad de argumen­ tar retóricamente en favor de adoptar unos u otros; por otra parte, su visión sobre el papel de la lógica en la interpretación jurídica adolece de distintas confusiones: así, entre la forma de argumentación lógica, que ha de respetarse en cualquier reflexión racional, y los contenidos de la argumentación, que nadie sensato ha sostenido que puedan ser suministrados sólo por la lógica; o entre el carácter no lógico del Derecho mismo, que parece indiscutible, y el del razonamiento de los juristas sobre él, que es otra cuestión, y mucho más discutible (García Amado, pp. 22 2 -2 2 3 y caps. IV-VI; véase también Atienza, pp. 57-63).

el método tópico y problemático no sólo sería el único aceptable para estudiar el Derecho, sino, en realidad, el modo prácticamente inevitable que termina por introducirse aun contra las pretensiones de los cultivadores sistemáticos19. Pero esta valoración metodológica, aparte de resultar discutible en sí misma, en su visión de todo o nada tiende también a proporcionar una imagen distorsionada de las dis­ tintas modalidades de reflexión jurídica, pues del mismo modo qiie son posibles amplias sistematizaciones del Derecho más y menos ce­ rradas o abiertas y más y menos relacionadas, incluso conscientemen­ te, con los criterios ético-sociales que sustentan sus interpretaciones, también es perfectamente posible el desarrollo de formas tópicas de pensar jurídíco basadas en criterios arbitrarios, éticamente superados o incoherentes con soluciones aceptables de otros problemas simila­ res. Como también es perfectamente posible y viable un tipo de pen­ samiento jurídico que a partir de un método inicialmente problemá­ tico y tópico va progresivamente elaborando relaciones y principios abstractos sobre el material jurídico que pueden ser el sustrato de un sistema doctrinal organizado de forma deductiva, que es lo que, se­ gún Hespanha, ocurrió con la aportación de los juristas medievales: si miramos las cosas con una perspectiva histórica, lo que las escue­ las tardomedievales llevarán a cumplimiento es la construcción de aquellos principios más generales del Derecho que más tarde, en los siglos XVH y x v ii i , serán adoptados por las escuelas iusracionalistas como axiomas a partir de los cuales se podrá proceder deductiva­ mente (p. 133).

Para sintetizar, cabe concluir que los juristas medievales consti­ tuyen un paso intermedio entre la jurisprudencia romana y la cien­ cia jurídica contemporánea que ya anuncia de manera muy decidida algunos rasgos típicos del método jurídico de la pandectística del siglo X IX : la actitud dogmática ante los textos jurídicos y la conside­ ración unitaria del material jurídico, que ya en ellos comienza a ten­ 19. En Tópica y jurisprudencia , el famoso y acaso inicialmente sobrévalorado libro de Viehweg, la crítica al pensamiento deductivo-sistemático va acompañada dei reconocimiento, diseminado en varios puntos del libro, de que tópica y lógica de­ ductiva pueden ser compatibles en la medida en que esta última se limite a conectar problemas concretos y soluciones semejantes entre sí, a sistematizar temas próximos con vistas únicamente a la enseñanza o a presentar los resultados obtenidos gracias al método tópico (pp. 63, 6 8 , 103 y 109-110). Como sé puede ver, si, en cuanto intento de elaboración sistemática (o axiomática) del Derecho, al método deductivo le cumple el papel de villano, en forma de contramodelo o contraideal del método señero e inevitable de la tópica jurídica, en cambio, en su utilización com o instrumento subor­ dinado a la tópica, según Viehweg, le cabe el papel de siervo útil aunque limitado.

der, aunque de manera parcial, a una ordenación deductiva y siste­ mática. Por lo demás, no se debe olvidar que, respecto del contenido de sus estudios, la dedicación temática preferente al D igesto por par­ te de los juristas medievales marcaría indeleblemente, en la Europa continental y hasta finales del siglo X IX al menos, al Derecho civil como modelo del conjunto del Derecho y de su estudio.

2. E l

m o s g a l l ic u s y e l h u m a n is m o j u r í d i c o

2 .1 . M os gallicus y jurisprudencia eleg an te Al modo de estudio del Derecho conocido como m os italicus, propio de los glosadores y comentaristas, se contrapone — durante los si­ glos XV y XVI, solapándose en parte con la época de los segundos— un modo diferente, que se desarrolla en Francia y se conoce bajo el nombre de m o s gallicus. Su origen está en la doble influencia, por un lado, de los ultramontanos, una escuela jurídica paralela en el tiempo a Ja boloñesa, surgida en el siglo XI en la propia Francia (es decir, al otro lado de los Alpes, vistos desde Italia), y , por otro lado ■ — y como fenómeno cultural mucho más significativo, en el que me detendré a continuación— del humanismo renacentista. El m os gallicus derivó a partir del siglo XVI en lo que se conoce como jurisprudencia elegante o escuela de los cultos, asociándose también entonces al calvinismo frente al catolicismo, hasta el punto de que llegó a ser condenado por la Iglesia católica. 2 .2 . E l h u m a n ism o ren acen tista y su in flu en cia ju rídica El humanismo, principal movimiento cultural con el que se suele caracterizar el tránsito desde la época medieval a la modernidad y que se encuentra estrechamente asociado al Renacimiento, se extien­ de desde finales del siglo XIV hasta el xvi (Burckhardt, III y IV parre). Además de un comienzo de desteologización y secularización del pensamiento que pone en el centro al hombre — y de ahí su denomi­ nación— , el humanismo significó una actitud de enfrentamiento con­ tra la fe en la autoridad y los métodos escolásticos de enseñanza, dentro de los que se encontraban los estudios y prácticas de los juris­ tas. Una muestra clara de esa actitud crítica la proporciona el E log io d e la locu ra, donde Erasmo de Rotterdam (1469-1536) duda entre los médicos y los leguleyos como cultivadores de profesiones ajenas a la razón (cap. X X X III), o la ironía del también humanista, escéptico y

siempre actual y digno de relectura y disfrute M ichel de M ontaigne (1533-1592): «nous ne faisons que nous intergloser», no hacemos más que glosarnos unos a otros20. Esta actitud de distancia de la cultura medieval se ve clara en la pretensión de los humanistas de rescatar la antigüedad clásica, espe­ cialmente en el campo estético, y supuso en principio una reacción contra el propio modo teológico y jurídico de ver las cosas, tan carac­ terístico del medievo. Hubo sin embargo también una manifestación del humanismo éri 'el ámbito específicamente jurídico, especialmente en el siglo X V I, cuando, como ha dicho Cannata, aquella actitud se reconcilia con una nueva forma de estudios jurídicos con el ítalo-fran­ cés Andrea Alciato (1492-1550). En él ámbito jurídico, frente a la an­ terior reivindicación de textos como los recopilados por Justiniano, que a los ojos de los humanistas eran decadentes tanto en sentido his­ tórico como estético debido a sus interpolaciones, c\ m osgallicus apa­ rece como una nueva forma de estudio del Derecho caracterizado por la defensa de la pureza filológica en el establecimiento de los textos romanos clásicos, muy anteriores y diferentes a la versión justinianea. Pero junto a ello, el nuevo método ponía también en cuestión las inter­ pretaciones de glosadores y comentaristas, a quienes se criticó ahora por su método filológicamente poco riguroso y escasamente fiel al sen­ tido auténtico de los textos romanos, que habían retorcido para adap­ tarlos a necesidades prácticas ajenas a las originales. Paradójicamente, esta preocupación por un'conocimiento jurídico más teórico e históri­ co que práctico condujo a los cultivadores d e lm o s g a llic u s en una di­ rección del todo opuesta a la fidelidad al método original de los juristas romanos. Y fue así como se profundizó la tendencia — ya iniciada en el m os italicus, como se ha dicho antes— a un tipo de estudios jurídicos no sólo más decididamente sistemáticos sino también más abstractos,

20. «Hay más trabajo en interpretar las interpretaciones que las cosas, y más libros sobre los libros que sobre otro tema. No hacemos más que glosarnos mutua­ mente. Todo pulula en comentarios, pero de autores hay gran escasez. El principal y más famoso saber de nuestros siglos, ¿no consiste en entender a los sabios?» («De la experiencia», en Ensayos, III, xiii, p. 2 35). «¿Quién no dirá que las glosas aumentan las dudas y la ignorancia, pues que no se ve ningún libro, humano o divino, en que la interpretación extinga la dificultad? El centésimo comentador transmítelo al siguiente más espinoso y escabroso que lo en­ contró el primero. ¿Cuándo hemos convenido en que acerca de un libro no hay más que decir? Pero esto viene m ejor en la leguleyería, donde se da autoridad legal a infi­ nitos doctores e infinitas sentencias y a otras tantas interpretaciones. ¿Hállase alguna vez fin a la necesidad de interpretar? ¿Hacemos algún avance y progreso hacia la tranquilidad? ¿Necesitamos menos abogados y jueces que cuando esa masa de leyes estaba aún en su primera infancia?» (i b i d p. 2 3 4 ).

en el sentido de extraídos de una noción ideal de Derecho antes que de los textos tradicionales. Es significativo que el humanismo jurídico pre­ tendiera sustituir la organización de la materia conforme al D igesto, que había sido la seguida por los glosadores y comentaristas, por un sistema diferente que vuelve los ojos a laslnstitutiones de Justiniano, es decir, a un texto de intención didáctica y tenido por menos valioso doctrinalmente que el D igesto, si bien más adaptado a la «construcción de “sistemas” jurídicos generales» basados en los «mecanismos del ra­ zonamiento deductivo» (Hespanha, p. 146; sobre todo lo anterior, véa­ se también Bobbio, «Modelo», pp. 81-82; Cannata, pp. 146-150; Skinn e r,F u n dam en tos, I, pp. 129 y 2 2 7 -2 3 5 ; y Tuck, pp. 13 y 33-43). 2 .3 . A n teceden tes d e la co d ificació n civil fran cesa y d el iusnaturalism o racion alista Así pues, la primera y más inmediata derivación del humanismo en el Derecho está'en el m o s g allicus y en la jurisprudencia elegante francesa, que con su estilo de sistematización abstracta y el tipo de interpretación que comportaba, ya menos centrada en la exégesis de los textos romanos que en la coherencia y la trabazón del sistema en su conjunto, prepara la codificación napoleónica. Esa preparación se hizo mediante las sistematizaciones del Derecho común que desde la época del humanismo y durante los siglos siguientes fueron llevando a cabo juristas como Frangois Duareno o Duarenus (1 5 0 9 -1 5 5 9 )21, Hugues Doneau o Donellus (1 5 2 7 -1 5 9 1 ), Jacques Cujas o Cujacius (1 5 2 2 -1 5 9 0 ), Jean Domat (1 6 2 5 -1 6 9 6 ), de quien es fundamental su obraLes lois civiles dans leur ordre naturel (1689-1694) y, en fin, ya en el siglo xvm, Robert Joseph Pothier (1 6 9 9 -1 7 7 2 ), cuyo T ratado de D erech o civil fue el principal inspirador de las soluciones del C ode civil francés de 1804, hecho elaborar y aprobar por Napoleón. Junto a lo anterior, y como resultado de las persecuciones reli­ giosas y la emigración de juristas calvinistas franceses a Holanda en el último tercio del siglo XV I22, ese mismo estilo Jurídico influirá en. el nacimiento del iusnaturalismo racionalista, en especial a través de 2 1 . Duarenus escribió unos Com entarios que se abren con la afirmación de que en ellos «se expone ordenadamente y con arte lo que Triboniano ha puesto junto sin orden bajo los únicos dos títulos de Pandectas e Instituciones» (cit. por Strom holm , p. 4 7 7 ). 2 2 . La persecución de los hugonotes — o protestantes franceses, muy influidos por Calvino a partir de 1 559, siendo oscuro el origen del término, aunque se les aplica ya a mediados del siglo X V I — comienza ya de form a severa con Enrique II (15471559) y es históricamente famosa la masacre de la noche de San Bartolom é, el 23 de agosto de 1 5 7 2 , tras la que muchos de aquéllos huyeron (véase infra, pp. 17 7 ss.).

la figura de Hugo Grocio y, aunque de manera más indirecta, tam­ bién en la jurisprudencia alemana de los siglos XV II y X V III, conocida bajo el nombre de usus m o d em u s Fan d ectaru m , esto es, uso moder­ no de las P an dectas (o D igesto), que se caracteriza por la preocupa­ ción por el Derecho alemán, y tanto para la sistematización del en­ tonces vigente como en la búsqueda de sus raíces en la recepción del Derecho rom ano, lo que avanza ya el proceder de la pandectística del X IX (Hespanha, p. 153). Pero el usus m o d em u s P an dectaru m se relaciona también con el iusnaturalismo racionalista alemán y, espe­ cialmente a través de Johann Gottlieb Heinecke o Heinecio (16811741), será el caldo de cultivo jurídico-doctrinal de las codificaciones centro-europeas de finales del siglo XVIII, en concreto en Baviera, Prusia y Austria. Con todo ello se explica cómo, según afirma W ieacker, el humanismo jurídico «va preparando el giro de la moderna ciencia del Derecho al sistema idealista, al racionalismo exento de autorida­ des del Derecho natural de la Razón» (Wieacker, p. 60).

3.

El

D

e r e c h o p ú b l ic o

y ju r íd ic o s d e l n a c im ie n t o d e l

:

r a s g o s p o l ít ic o s

E sta d o

m o d ern o

Aunque el más importante resultado práctico inmediato de los es­ tudios jurídicos medievales está relacionado con la ya comentada recepción del ius com m u n e, sin embargo, la pretensión de que el D e­ recho romano y el canónico en él unidos operaran como lazo jurí­ dico común a la cristiandad medieval, uno en el Imperio y otro en la Iglesia, no terminó de pasar de la ideología a la realidad. En efecto, debe recordarse que la cristiandad medieval, incluso en la Baja Edad Media, estuvo; en los hechos más lejos que cerca de la unidad. En primer lugar, por el casi permanente conflicto entre el Imperio y el papado y, en segundo lugar, por las rivalidades de los distintos reinos entre sí y con el Imperio, cuyo resultado fue la construcción de los Estados modernos (una buena síntesis en Gabriel, pp. 36-43). Este último proceso enlaza particularmente con nuestra historia de la cien­ cia jurídica medieval porque tanto los glosadores y comentaristas como los juristas del m o s gallicu s, a pesar de que dejaron su más decisiva impronta en el ámbito del Derecho civil, jugaron también un papel decisivo en el Derecho público y, por tanto, en el campo de la política. En un principio, los glosadores fueron decididos partidarios del poder del emperador, a quien atribuyeron el carácter de legibus solutus. ■ En algunas glosas al «Q uod prin cipi placu it, legis h a b e t vigorem ...»

de U lpiano ya se avanza un c o n c ep to volu n tarista del p o d er p o lítico en e l-q u e la sum m a p otestas a p arece «com o elem en to distintivo y ca ra cte rístico de la a so cia ció n p o lítica» (Passerin, D ottrina, p. 1 3 7 ; trad . cast., p. 1 1 9 ). Por lo dem ás, en g eneral, co m o ha resum ido Tom ás y V alien te, «la im agen del p rín cip e leg islad or fu e reco n stru i­ da y d ifund id a p o r g losad ores y com entaristas» (p. 1 .2 1 2 ) , lo que co n tra sta co n la visió n más p u ram en te altom ed ieval del rey co m o so m etid o a la ley, y del D erech o co m o p rim o rd ia lm en te fo rm ad o p o r costu m b res. Ju n to a e llo , la p rim itiva alianza en tre el em p erad or y los ju ristas -—p o r la que algunos glosadores co n sid eraro n a aquél dom inus m undi y lex viva o lex an im ata— , com ien za a tra n sfo rm a r­ se más tard e en ap o y o de los ju ristas a los m o n arcas de los d istintos rein o s eu ro p eo s. P orq u e, en e fe c to , desde al m enos el siglo XII los reyes eu ro p eo s co m ie n zan a to m a r el m o d elo del e m p era d o r co m o señ ores a b so ­ lutos en sus re in o s (plen itu do potestatis), lo que im p licab a la d oble v e rtie n te de co n c e n tra c ió n del p o d er in terio r, ad q u irien d o m ay o r p re d o m in io so b re la n o b leza, y de in d ep en d ización del p o d er im ­ p erial (ex em p tio ab Im perio). Ya a finales del siglo XIII se extie n d e p o r las co rte s eu ro p eas una fó rm u la ju ríd ica , co n v e rtid a en lugar co m ú n , segú n la cual el rey no re c o n o c e a nadie co m o su p erio r y es e m p e ra d o r en su re in o (rex superiorem non recognoscens in regno suo est im perator). Q u ien es ela b o ra n esta d o ctrin a — m uy apoyada p o r el p ap ad o p ara d eb ilita r al Im p e rio , que está en fra n co d eclive desde el sig lo XIII— , fu ero n los ju ristas fo rm ad os en el m os italicus y, p a ra d ó jica m e n te , c o n ap o y o en los m ism os te x to s e in te rp re ta cio n e s del D e r e c h o ro m a n o antes ap licad os en fav o r del em p erad or. Y ahí se e n cu e n tra n las raíces m ed ievales de la idea de so b era n ía , cuyo o rig e n p a re ce estar en la d eriv ación del fra n cés souverain desde el citad o superiorem non recognoscens a trav és del vu lgarism o la tin o

superanus11. L a su p erio rid a d p o lítica del m o n a rca , ta n to h acia fu era co m o h acia d en tro del re in o , tu vo su m a n ifesta ció n ju ríd ica más d estacada en la d o ctrin a que co m en zó a co n sid erar a la ley, en cu an to n o rm a e x p resa m e n te m and ad a p o r el rey, co m o el m ed io su p rem o y ce n tra ­ lizad o de g o b ie rn o , o , p o r d ecirlo en leng u aje m ás actu al, com o la 23. El térm ino «soberano» aparece y a en el siglo X II I en un texto del comenta­ rista francés Beaum anoir — «chascuns barons est souverains en sa baronie»— , que sin embargo todavía no utiliza el término en el sentido moderno, que es absoluto y no relativo, porque aplica a los barones la parte del brocardo que dice «en su reino es emperador», pero no la de que «no reconoce superior» fuera de su reino (Grossi, p. 68 y nota 15; así com o Ferrajoli, «Soberanía», p. 158, nota 1).

fuente del Derecho jerárquicamente superior a cualquier otra. Esa primacía de la ley terminaría por invertir su relación anterior con la costumbre, que en el medievo había tendido a predominar no sólo en defecto de ley (costumbre praeter o extra legem), o para su desarrollo o especificación (secundum legem ), sino incluso frente a la letra ex­ presa de la ley (costumbre contra legem). En ese renovado protago­ nismo de la ley tuvo importancia la discusión de los juristas medieva­ les sobre la subordinación o no de la costumbre a la ley, que giró en torno á la'interpretación del pasaje de Ulpiano sobre la lex regia, que merece recordarse aquí por entero: Lo que al príncipe place tiene fuerza de ley, puesto que el pueblo, con la ley regia, que otorga por su imperio, le ha conferido a aquél todo su imperio y potestad [Q u o d p rin c ip i p la cn it, legis h a b e t v ig or e m : u tp o te cu m lege regia, q u a e d e im p erio eiu s la t a est, p o p u lu s e i et in eu m o m n e sn um im p eriu m e t p o te s ta te m c o n fe r a t ] (D ig e sto ,

1 ,4 ,lpr.).

Pues bien, algunos juristas medievales interpretaron que la transfe­ rencia de la autoridad al príncipe por parte del pueblo había sido una mera delegación por la que éste no había renunciado a su imperio y potestad originaria y continuaba controlando el poder legislativo del monarca, entre otros medios a través de la capacidad derogatoria de la costumbre (es la doctrina de la concessio im perii, en la que el pueblo mantiene la titularidad originaria del poder). Otros juristas, en cambio, interpretaban que la transferencia había sido completa y definitiva, con renuncia irrecuperable del imperio y la potestad ori­ ginaria por el pueblo, y concluían que la costumbre había perdido su fuerza de abrogar las leyes (es la doctrina de la translatio im perii) (Piano M ortari, pp. 186-189). Con la consolidación de los reinos y su construcción como Estados centralizados y autoritarios, no es ne­ cesario añadir cuál de las dos tendencias terminó venciendo la dispu­ ta en los hechos. En lo político y lo jurídico, tales fueron los rasgos esenciales que caracterizaron la creación del Estado moderno, que comienza a sur­ gir en Europa a partir del siglo XVI, al mismo tiempo que aparece su primer defensor teórico: el jurista y humanista francés Jean Bodin, o Bodino (1530-1596), contemporáneo de Cujas y educado en el m os gallicus pero pronto distanciado de esa escuela, cuando descubrió a Bartolo, Baldo y otros comentaristas como «príncipes de la ciencia jurídica» (Bravo, Pedro: «Introducción» a Bodino, L o s seis libros..., pp. 19-20; 2 .a ed., pp. X X lll-X X iv ). Seguramente, ese descubrimiento del m os italicus no es ajeno al método y al contenido de su obra, la

cual, apoyada también en el aristotelismo, echa sus raíces en el me­ dievo pero, a la vez, también crece en el momento ya moderno del comienzo de las guerras religiosas que siguen a la Reforma protes­ tante (por ello, dejo pendiente el análisis de la aportación de Bodino hasta más adelante: infra, pp. 170 ss.). Como el pasado tendemos a verlo con una cierta sensación de’ ineluctabilidad, no siempre caemos en la cuenta de que esta organiza­ ción europea mediante Estados territoriales no era la única forma en la que podían haber desembocado — y con gran éxito prácticamen­ te hasta hoy, en que comienza a estar en crisis— las organizaciones políticas medievales. Durante la Edad Media otras dos formas riva­ lizaron con los reinos, antecedentes de dichos Estados territoriales: las ciudades — que tuvieron especial importancia en Italia, Alemania y los Países Bajos, pero que posteriormente sólo darían lugar a una peculiar federación en el caso suizo— , y el Imperio, que perviviría parcialmente en Alemania y en España, o en Rusia y en Turquía (Habermas, «Ciudadanía», p. 621).

4 . L as

v a r ia c io n e s d e l

D erech o

b r it á n ic o

4 .1. L a form ación d el common law co m o D erecho judicial Para concluir esta parte del capítulo, y a modo de contrapunto, haré algunas referencias generales á la historia jurídica de Gran Bretaña, donde la influencia del Derecho romano, salvo en Escocia, fue muy escasa. Ante todo, la dominación romana, extendida durante los pri­ meros cinco siglos de nuestra era, no dejó rastros jurídicos en Inglate­ rra similares a la vulgarización consuetudinaria del Derecho romano en Alemania, Francia o España. De ahí que el sistema jurídico inglés fuera no sólo consuetudinario y local sino también esencialmente autóctono hasta el siglo XI, cuando con la conquista normanda de la isla británica salvo Escocia — con la batalla de Hastings; en 1066, ganada por Guillermo el Conquistador— , comienza a formarse el com m on láu/. El com m on laiu puede caracterizarse por dos rasgos iniciales. En primer lugar, fue también un derecho autóctono, prácticamente ajeno, a pesar de su denominación, al ius com m une de raíz romana que tanta importancia adquirió en la Europa continental, si bien más adelante llegaría a existir una cierta influencia del Derecho romano en Inglaterra, especialmente debido al contacto en las universidades entre los juristas continentales y los británicos. Y, en segundo lugar,

se trató de un sistema jurídico que, aunque no sustituyó por comple­ to a los Derechos locales, se logró imponer como sistema jurídico centralizado (para Inglaterra y Gales) antes y en mayor medida de lo que ocurrió con los Derechos locales en la Europa continental. El com m on law es, en efecto, el producto de una fuerte centrali­ zación de dos tipos: de un lado, centralización administrativa, conse­ guida dentro de la jerarquización feudal por los reyes normandos, en buena parte gracias al D om esday B o o k , un registro catastral de los ha­ bitantes y sus bienes iniciado en 1085 y famoso por su precisión en el control fiscal; y, de otro lado, centralización judicial, en la que resul­ tó decisivo el proceso de unificación de los criterios jurídicos llevado a cabo por los tribunales del rey, entre los que tuvo gran importancia la organización de un cuerpo de jueces itinerantes dependientes del poder central, que aplicaban el Derecho real mediante writs o breves, esto es, mandatos al vizconde local (sheriff) o al señor feudal que resolvían reclamaciones judiciales24. Con esos procedimientos, y me­ diante la utilización de la analogía y de los precedentes en un sistema judicial centralizado, se fue desarrollando el com m on law como un Derecho consuetudinario, pero no sólo en el sentido de que estaba formado por las leges et consuetudines Angliae, sino también por los criterios anteriores de los jueces en sus sentencias. El com m on law resultó ser así un Derecho tempranamente centralizado a partir del. siglo XII por obra de la importancia política del estamento de los jue­ ces, en cuanto juristas prácticos, sin apenas intervención de los juristas teóricos, una vez más a diferencia del Derecho europeo-continental. Junto a lo anterior, conviene tener presente que la expresión com m on law. contiene una fuerte ambigüedad, pues, según los con­ textos, puede oponerse a cuatro distintos tipos de Derecho: a) el Derecho «común» a Inglaterra y Gales en oposición a los derechos

24. A modo de ejemplo, el mandato de un writ rezaba así: «Eduardo, rey de In­ glaterra por la gracia de Dios, señor de Irlanda y duque de Aquitania, saluda a Eduar­ do, conde de Lancaster. Os mandamos que hagáis plena justicia a A., de B., respecto de una casa y veinte acres de tierra, junto con las pertenencias en J ., que él pretende haber recibido de vos por el libre servicio de un penique al año en total y de los que W. de T . le desposeyó. Y si vos no lo hacéis, dejad que lo haga el vizconde [sheriff] de N ottingham, que no queremos oír más quejas sobre esto por falta de justicia. Dado por mí en Westminster el octavo día de octubre dei duodécimo año de nuestro reino»; o «El Rey etc, saluda al vizconde [sheriff] de N. Mandad a A. que justamente y sin dilación devuelva a B. cien chelines que le debe y que retiene injustamente, como él dice. Y si no lo hace, y si el antedicho B. os da seguridad para perseguir su reclamación, citad al antedicho A. mediante buenos emplazamientos para que esté ante nuestros jueces en Westminster en tal fecha para decir por qué no lo ha hecho. Y que lleve las citaciones y este breve» (Baker, pp. 6 1 2 -6 1 5 ; así como Cannata, p. 212).

locales o consuetudinarios; b ) el Derecho hecho, o declarado, por las Coitrts o f C om m on L a w and Equity, en contraste con el Derecho legislado, que es superior conforme a la doctrina de la supremacía del Parlamento, que se va formando desde al menos el siglo X V y queda asentada a partir del XVII (Baker, pp. 2 3 5 -2 4 6 ); c) el Derecho de los Tribunales de C om m on L a w en sentido estricto, en contraste con el utilizado por la jurisdicción de la Equity, que se fue formando entre los siglos XIII y XV mediante decisiones de justicia del L ord C hancellor, el guardián del sello de Inglaterra, y que en el siglo xvil se declara preferente al com m on law (este criterio lo sancionaría el Judicature A ct de 1873, que sin embargo unificó ambas jurisdicciones); y d) el conjunto del Derecho de Inglaterra y Gales, incluido el legislado, en contraste con cualquier Derecho extranjero (Eddey, pp. 1 7 1 -172; así como Losano, pp. 170-173). 4.2. L o s estudios jurídicos En consonancia con la autónoma tradición anterior y a diferencia del resto de Europa, los estudios jurídicos que en Inglaterra influye­ ron en la creación y la aplicación del Derecho, consolidando el co m ­ m on law , no fueron los desarrollados en las universidades, sino los de carácter práctico, organizados en los mismos tribunales por parte de jueces y abogados. Entre ambas profesiones siempre ha existido allí una gran relación, pues los jueces se nombraban, y todavía se nombran, de entre abogados prestigiosos. Además, los juristas in­ gleses más prestigiosos han sido tradicionalmente no profesores de Derecho sino jueces, como Henry de Bracton (f 1268) o Edward Coke (1 5 5 2 -1 6 3 4 ). Incluso William Blackstone (1 7 23-1780), el pri­ mer profesor que enseñó el Derecho inglés en una universidad ingle­ sa, en concreto en la de Oxford, tuvo una intensa actividad forense como abogado y juez. De tal modo, y a diferencia de Escocia, el conocimiento del Derecho inglés no fue sensiblemente influido du­ rante muchos siglos ni por los estudios jurídicos de las universidades, basados en el Derecho romano pero aislados de la práctica forense, ni por el modo de estudio medieval de los juristas europeo-continen­ tales y sus desarrollos posteriores. Y fue un rasgo destinado a durar, hasta el punto de que Frederick William Maitland, uno de los más importantes historiadores del Derecho inglés, todavía en 1888 pudo decir que el Derecho inglés es no escrito por el tradicional aislamiento de su es­ tudio de cualquier otro estudio y porque los juristas ingleses no saben ni les interesa nada de lo que sucede en el Derecho continental.

La mayor consecuencia del mantenimiento de una tradición sepa­ rada del resto de Europa es, desde luego, la peculiaridad de muchas de las regulaciones del Derecho inglés, que van desde el sistema procesal, con su característica institución del jurado, hasta las regulaciones sus­ tantivas mismas, que incluyen figuras privativas como los trusts (que atribuyen una propiedad formal a alguien en beneficio de un tercero) o ramas desarrolladas de forma original como los torts (o D erecho de daños), pasando por el en parte diferente régimen de fuentes, con el característico sistema de precedentes o stare decisis. En contraste, más polémico resulta concluir, como han hecho tres historiadores del D e­ recho británicos, si otra consecuencia del aislamiento inglés no ha sido un cierto retraso histórico en los estudios jurídicos: A pesar de Bracton, a pesar de las tímidas referencias de Blackstone al Derecho natural en el siglo xvill, los juristas ingleses han mirado am­ pliamente a su propio pasado, a la magia del sello y a la vaca sagrada del jurado; su habilidad e ingenio les han conducido laboriosamente a fines que podrían haber alcanzado siglos antes si hubieran compartido el curso del desarrollo jurídico europeo (Robinson, Fergus y Gordon, p. 1 5 2 ).

4.3 . Common law, leyes y preced en tes La form a de estudio práctico y no especialm ente sistem ático del com ?non laiu, unida al propio desenvolvimiento casuístico, de ra­ zonamiento concreto y por precedentes, explica la diferente evolu­ ción posterior del .sistema jurídico anglosajón, donde el D erecho consuetudinario — y judicial, aunque éste llegó a considerarse como declaratorio o descubridor de un D erecho consuetudinario preexistente— tuvo frente a la ley una fuerza desconocida en la Europa continental de las monarquías absolutas. Es verdad que tam bién en Inglaterra la ley • — aprobada por el Rey con el Parla­ m ento, no se olvide—•se impuso com o superior, pero siem pre dando por supuesto al c o m m o n la w como substrato preexistente, hasta elp u n to de que el juez inglés ha tendido siempre a conside­ rar el D erecho legal como excepcional y a interpretarlo restricti­ vamente, aplicando en lo posible el co m m o n la w (Alien, pp. 6 5 8 663). La práctica judicial y su tradición interpretativa, así com o el propio estilo de las leyes, tradicionalm ente de lenguaje más enu­ merativo y prolijo que abstracto y sistematizado, tam poco facilita­ ba a los jueces el trabajo de.interpretación de textos legales. En aquella tradición los jueces siempre se encontraron m ejor prepara­ dos y dispuestos para la interpretación de textos judiciales previos

que resolvían casos concretos, lo que dio lugar al sistema de prece­ dentes, que se fue afianzando, como casi todo en Inglaterra, de ma­ nera muy gradual: Los jueces del siglo XIV tenían bastante claro que estaban creando De­ recho además de aplicarlo, pero lo decisivo era la communis opirtio de los jueces y abogados [serjeants] en Westminster Hall, no determi­ nadas decisiones previas. No fue hasta avanzado el siglo xvi cuando se dio peso a ciertas decisiones pasadas, y hasta el siglo XIX no surgió por completo la doctrina del stare decisis como la característica pecu­ liar del Derecho inglés (Robinson, Fergus y Gordon, p. 139)23. • En teoría, conforme al sistema del stare decisis — que todavía si­ gue operando hoy de forma similar en todos los sistemas jurídicos de raíz anglosajona— , las decisiones judiciales se adoptan buscando un caso anterior igual o similar al que se tiene sobre la mesa y dándole la misma solución. En la práctica, sin embargo, este rígido esquema, que aplicado al pie de la letra impediría la evolución del ordenamien­ to jurídico salvo mediante modificaciones legislativas, ha resultado flexibilizado por la utilización de ciertas técnicas interpretativas ca­ racterísticas del sistema, básicamente a dos: de un lado, la distinción en las sentencias entre su ratio deciden di, circunscrita en ocasiones de¡ forma muy limitativa, y los obiter dicta, que, en cuanto afirmaciones incidentales, no tienen fuerza obligatoria; y, de otro lado, la práctica del distinguishing o distinción entre los hechos de los casos anteriores y los del presente hasta encontrar algún elemento relevante diferente que permite eludir la aplicación del precedente y, a la vez, utilizar una regla nueva.

II. EL MODELO IUSNATURALISTA MEDIEVAL 1. D erech o

y ley n atural en

T

omás de

A q u in o

Adoptaré la teoría de la justicia de Tomás de Aquino (1225-1274), el mayor filósofo católico y el más importante de la Edad Media, como representativa de lo que puede llamarse modelo del iusnatura­ lismo medieval. Su filosofía es en buena parte una adaptación de ideas

25. Todavía a mediados del siglo X V II, cuando publica el Leviatdn , Hobbes puede escribir «que aunque la sentencia del juez sea ley para las partes en litigio, no lo será para cualquier otro juez que le suceda en el cargo» (X X V I, p. 226).

aristotélicas y estoicas al pensamiento cristiano, que ya había sido sometido a un primer ajuste con la filosofía clásica, y especialmente con el platonismo, por los llamados Padres de la Iglesia. Estos autores — entre los que cabe citar a Clemente de Alejandría (ca. \SQ-ca. 250), Tertuliano (c a . 160-220), Orígenes (ca . 185-ca. 254), Lactancio (ca. 2 4 0 -ca. 320), Agustín de Hipona (354-430) e Isidoro de Sevilla (560636)— , configuran del siglo II al VII el llamado período de la patrísti­ ca. La patrística no sólo por la época sino también por razones de mé­ todo se diferencia de la escolástica, que, nacida con las universidades, se sitúa entre los siglos XII y XIV (o XVI si se quiere incluir a la tardía escolástica española), culturalmente mucho más ricos, y se caracteriza por un método más sistemático. Precisamente, Tomás de Aquino es el más importante exponente de ese método escolástico, sobre el que habrá ocasión de hablar. 1.1. E l con cep to y las clases de ley Para dejar el esquema sentado desde el principio, avanzaré el cuadro de las clases de ley en Tomás de Aquino. Si la principal tríada sobre la ley en el estoicismo y en Agustín de Hipona-es la realizada entre ley eterna, ley natural y ley temporal, en Aquino se complica un poco el cuadro:

Eterna (en sentido estricto = cósmica) Eterna Natural Antiguo Testamento (Diez Mandamientos)

Ley Divina

Positiva Nuevo Testamento Humana

Si se tiene presente que, como después se desarrollará, en Tomás de Aquino las nociones de ley y Derecho (¡ex y ius) n o coinciden por completo ni se relacionan en el significado común que hoy da-

mos a esas palabras, podemos pasar a desarrollar las distinciones del cuadro anterior, que se refieren únicamente al primero de esos conceptos. a) Finalismo y ley eterna Para entender el concepto de ley del teólogo italiano hav que tener, en cuenta que él recoge de Aristóteles una concepción finalista de todo el universo, uniéndola también a la idea estoica de orden cós­ mico racional. Pero ese orden es visto ahora no como una especie de espíritu identificado panteísticamente con lo natural, al modo estoico, sino al modo judeo-cristiano, como dirigido por un Dios p,ersonal y creador de todas las cosas. Ese Dios, que crea las cosas de la nada, las crea, como agente libre, orientándolas a una finalidad. Y esa finalidad es la que está inscrita en la ley etern a, entendida en sentido amplio, como la «razón de la divina sabiduría en cuanto dirige toda acción y todo movimiento», o, en la expresión original de Aquino: lex aeterna nihil aliud est quara ratio divinae sapientiae secundum quod est directiva omnium actium et motionum (Sum m . T b ., I-II, 93 ,1 );

las dos últimas palabras indican que en la ley eterna está incorpora­ da tanto la ordenación de todo el cosmos — m otionum alude a los movimientos físicos, tanto de los seres inanimados, como los astros, cuanto los de los animales no humanos— como la del mundo huma­ no o social, a lo que alude actiu m , donde aparece la noción de libre albedrío. Traducido a términos modernos, en este modelo teleológico el universo aparece como una gran empresa o compañía divina en la que tanto el mundo inanimado y animado como el humano están sometidos a leyes similares en su universalidad y dirigidas a un bien final establecido por un supervisor perfecto, con la única diferencia de que los seres humanos participan en tal empresa de forma libre y cooperativa (Schneewind, pp. 176-185). Y, en efecto, Aquino es bien consciente de que hay dos manifestaciones de la ley eterna, siempre en sentido amplio, que comportan dos significados de naturaleza, pues dice expresamente que las cosas pueden dirigirse a su fin último de dos modos: moviéndose por sí mismas hacia su fin, como el hombre, o movidas por otro [... de modo tal que] los seres dotados de razón se mueven por sí mismos hacia el fin [... mientras que] los que carecen de razón tienden al fin por inclinación natural (Sum m . T b ., I-II, 1,2);

Esta distinción venía a rectificar la definición romana delz'ws naturae como «quod natura omnia animalia docuit», en la que el hombre quedaba asimilado al resto de los animales, para dar una importancia especial a la racionalidad como rasgo definitorio de lo natural en el hombre en detrimento de lo natural como inclinación instintiva. Por eso, ahora la lex naturalis se limitará a lo que la naturaleza, conforinc al eterno designio de Dios, imprime en la conciencia racional del hombre26. b) Ley eterna y ley natural De la anterior diferencia, en efecto, procede la distinción, dentro de la ley eterna en sentido amplio, entre ley etern a en sen tid o estricto y ley natural, donde la ley natural no es otra cosa que la participación de la ley eterna en la criatura racional \lex naturalis nihil aliud est quam participatio legis aeternae in rationali creaturd\ (Summ. Th., I-II, 91,2). Es enormemente significativa esa estrecha relación, a través de la misma noción de ley y de la derivación de la ley natural a partir de la eterna como participación en ella, entre lo que hoy distinguimos bien como leyes físicas o científicas y leyes o normas sociales, aun­ que, con todo, sigamos utilizando el término común «ley», pero sa­ biendo que no tienen el mismo carácter. En Aquino, en cambio, ambos tipos de leyes tienen una original unidad en cuanto forman parte de un mismo designio, pues tanto el orden humano como el de las cosas y los animales — si bien el primero «de una manera muy superior a las demás» criaturas y cosas— quedan integrados en un mismo plan divino y eterno, unificados bajo la providencia de «Dios como monarca del universo» (Summ. T h., I-II, 9 1 ,1 -2 ).

26. Sobre la racionalidad de la conciencia en la teología tomista, un buen análisis es el de W esterman, que distingue tres elementos diferenciados: a) la sindéresis, o capacidad de captar las verdades morales últimas sin indagación, como con ojo de ángel; b ) la conciencia, o actividad de aplicación racional de los principios a casos particulares por deducción, esto es, per conclusionem ; y c) la prudencia, o capacidad de razonar bien en materia moral, modelando la actuación moral conform e a los principios morales cuando la aplicación no se puede deducir sino que hay que elegirla per determ inationem , escogiendo la m ejor de las posibilidades (cap. II). El uso del término «sindéresis», derivado del griego synteresis , tiene una historia curiosa, pues su significado originario es «conservación», pero se introdujo por una defectuosa trascripción del término syngidesis o «conciencia» (sobre ello, y sobre todo este epígrafe, véase también Alvarez Turienzo, pp. 4 1 6 -4 1 7 ).

Tal unidad, sin embargo, no significa identidad, pues el teólogo católico también reconoció la diferencia que he señalado hace un momento a propósito del libre albedrío en el ámbito de la ley natural o social, y — siguiendo una vez más la distinción de Aristóteles entre conocimiento demostrativo y retórico— aceptó la diferencia metodo­ lógica relativa a la mayor seguridad en el conocimiento por parte de la razón del orden de lo natural no humano (que en Aquino puede incluir también, y sobre todo, lo sobrenatural) que en el de lo huma­ no o práctico. Así, en efecto, diferencia la razón especulativa de la práctica, pues la primera versa sobre cosas necesarias, que no pueden comportarse más que com o lo hacen [... expresando] verdades que no admiten excepción. La razón práctica, en cambio, se ocupa de cosas contingen­ tes, cuales son las operaciones humanas, y por eso, aunque en sus principios comunes todavía se encuentra cierta necesidad, cuanto más se desciende a lo particular tanto más excepciones ocurren; [de ahí que ...] en el orden práctico, la verdad o rectitud práctica no es la misma en todos en cuanto al conocimiento concreto o particular, sino sólo en cuanto al conocim iento universal [esto es, de los principios primeros o más generales] (Summ. Tb., I-II, 9 4 ,4 ; véase también 95 ,2 );

De las anteriores diferencias deriva la distinción entre la ley eter­ na en sentido estricto y la ley natural, expresión esta última que, como hemos visto en la definición citada hace un momento, Tomás de Aquino reserva a la esfera humana y racional. En principio, ade­ más, esta diferencia entre ambas hace pensar en una superación de la ambigüedad que aparecía en Aristóteles entre lo natural como em­ pírico y lo natural como racional: ahora, tal y como la plantea el teólogo dominico: bajo la dirección de la ley de Dios, las distintas criaturas tienen distin­ tas inclinaciones naturales, de tal m odo que lo que para una es, en cierto modo, ley, para otra es con trario a la ley; y así sucede, por ejemplo, que mientras la fiereza es, en cierto sentido, la ley del perro, es, en cambio, contraria a la ley de la oveja o de'cualquier otro animal manso. Pues bien, la ley del hombre, derivada de la ordenación que Dios imprime en él según su propia condición, consiste en obrar de acuerdo con la razón (Sumtft. Th., I-II, 9 1 ,6 ; véase también 9 4 ,4 ).

Este texto se inserta dentro de una cuestión en la que se niega la existencia de una ley del fomes (fom es significa impulso o apetito desordenado de la sensualidad, producto del pecado original), de modo que Aquino parece negar claramente que las inclinaciones na­ turales del hombre tengan por sí mismas valor moral, evitando así

caer en la falacia naturalista. No obstante, esta conclusión ha de pre­ cisarse en alguna medida, pues el teólogo italiano no fue del todo coherente con la distinción entre lo natural racional y lo natural ins­ tintivo cuando aceptó que la sodomía es un pecado contra natura (Summ. Th., I-II, 94,3) o que el suicidio es «absolutamente ilícito» entre otras razones porque todo ser se ama naturalmente a sí mismo, y [...] el que alguien se dé muerte va contra la inclinación natural [...y] de ahí que el suici­ darse sea siempre pecado mortal por ir contra la ley natural (Summ. Th., II-II, 64,5).

c) Ley positiva, promulgación y costumbre A la ley eterna en sentido amplio, incluida en ella la natural, se con­ trapone la ley p ositiva, que es una norma prom ulgada de forma ex­ presa o propia, esto es, dada a conocer mediante su publicación, en el sentido de hacerse pública, sea oralmente o por escrito. Es sobre todo con este concepto de ley positiva con el que debe relacionarse la famosa definición de la ley de Tomás de Aquino27: 27. Soy consciente de que la atribución de esta definición a la ley positiva fuerza un tanto la exposición de la Suma teológica , tanto en su sistemática como en su litera­ lidad, pero parece el m ejor modo, si no el único, de mantener la distinción de Aquino entre ley positiva y natural de la manera más coherente y fiel a su concepción y sin hacer del todo superfluo el rasgo de la promulgación, que, de seguir dicha literalidad, sería propio de toda ley sin faltar a ninguna de sus clases, incluidas las costumbres. En efecto, sistemáticamente, la definición citada a continuación en el texto aparece en la primera cuestión del «Tratado de la ley en general», la cuestión 9 0 , dedicada a la «esen­ cia de la ley», esto es, de cualquier ley, sea o no positiva. Además, literalmente, Aquino resuelve allí dos objeciones contra su definición diciendo expresamente que también la ley natural es promulgada mediante su implantación por Dios en la mente de ios hombres (I-II, 9 0 ,4 ) y que la ley eterna se promulga de palabra y por escrito «porque eterna es la Palabra divina y eterna es la escritura del libro de la vida» (I-II, 9 1 ,1 ); estas dos respuestas, sin embargo, proponen dos analogías que parecen más bien sofismas, o salidas del paso, para escapar a una objeción pertinente. En contraste con lo anterior, ^s concorde con lo sostenido por mí en el texto la afirmación que aparece en otro lugar de la Suma teológica de que existen preceptos morales tan evidentes para la razón na­ tural «que no necesitan de promulgación» (justamente, los que Dios también promulgó mediante las tablas de los Diez Mandamientos, sólo conocidos por ios judíos y los cristianos, y que los paganos podrían conocer por su sola razón) (I-II, 1 00,11). Según este criterio, con independencia de su presentación sistemática y literal, la concepción implícita en Tomás de Aquino parece ser que la ley positiva , sea humana o divina, es la puesta expresam ente , esto es, la promulgada por una autoridad, de manera que la ley eterna (y, dentro de ella, la natural) se diferenciaría de la positiva por no haber sido promulgada propiamente. Un criterio distinto por el que podría pensarse que en la Suma teológica se diferen­ cia entre la ley natural y la positiva, sea de forma alternativa o complementaria con el

Ley es cualquier ordenación de la razón dirigida al bien com ún y ^promulgada por quien tiene el cuidado de la comunidad [Lex est quae-

dam ordinatio rationis ad bonum com m une et ab eo, qui curam com munitatis habet, prom idgata ] (Summ. Tb., I-II, 9 0 ,4 ). E sta d efin ició n de ley , que p a re ce sob re to d o ap licab le a la ley h u m a ­ n a, tie n e u n cla ro sa b o r id e a lista y é tic o , p u esto que se a trib u y e el - o rig en o fu n d a m e n to de la ley a la razó n y su fin alid ad al b ien c o ­ m ú n. E n to d o ca so , d en tro de la n o c ió n de ley p o sitiv a se in clu y en d os clases d istin tas de ley : la d ivina y la h u m an a. L a ley d iv in a es la q u e D io s, que eis q u ien tie n e a su carg o el cu id ad o de la co m u n id a d cristia n a , h a e x p resa d o o «p ro m u lg ad o» a trav és de la re v e la c ió n en las E scritu ra s, fu n d a m e n ta lm en te ta n to en los D ie z M a n d a m ie n to s c o m o en lo s m a n d a to s de C ris to , y q u e, sig u ien d o a P a b lo de T a r s o , A q u in o c o n s id e ra que co in c id e en b u e n a p a rte c o n la ley n a tu ra l23. L a ley h u m a n a , p o r su p a rte , a b a rca a las n o rm a s p ro m u lg ad as p o r lo s g o b e rn a n te s p a ra el cu id ad o de la co m u n id a d a la que d irig en . E n este p u n to h a de o b serv arse que el au to r d o m in ic o , en cie rta c o n tr a d ic c ió n c o n su e x ig e n c ia de p ro m u lg a c ió n , u tiliz a un c o n c e p ­ to m uy ám p lio de ley, n o re d u cié n d o la a la escrita , sin o in clu y en d o ta m b ié n las co s tu m b re s 59, cuya valid ez, ad em ás, n o só lo a ce p ta en

anterior, es que mientras la primera sería meramente preceptiva, mandando o prohi­ biendo, la segunda añadiría además el temor de la pena o castigo para su cumplimiento (en tal sentido, véase I-II, 9 1 ,4 y 9 1 ,5 para la ley divina positiva, y I-II, 9 5 ,1 y 9 6 ,5 para la ley humana). N o obstante, dos obstáculos al menos dificultan esta interpretación: de una parte, tampoco en este punto la sistemática de Aquino es rigurosa ni concluyente, pues — justo después de las cuestiones en que considera a la promulgación como requisito de toda ley y en que distingue entre las distintas clases de ésta— afirma que uno de los actos o efectos de las leyes en general es el de castigar, junto a mandar, prohibir y perm itir (I-II, 9 2 ,2 ); de otra parte, la distinción fundamental que Aquino propone dentro de la ley divina positiva entre la ley antigua y la nueva— es decir, entre los preceptos del Antiguo y del Nuevo Testamento— es que la primera, como ley de temor, «inducía a la observancia de los preceptos mediante la conm inación de ciertas penas, mientras que la segunda, como ley de amor, «tiene promesas espirituales y eternas, las cuales son objeto de la virtud, principalmente de la caridad» (I-II, 107,1). 2 8 . Digo «en buena parte» porque la ley divina positiva es más amplia que la natural en la medida en que incorpora también preceptos religiosos, como los relati­ vos al cuito, así com o consejos evangélicos de p erfección, com o el de la pobreza y la castidad absoluta de los religiosos, sólo cognoscibles para los cristianos {Summ. Th ., I-II, 9 1 ,4 -5 ; 9 8 ,5 ; y 9 9 ,4 ). 2 9 . Dice, en efecto: «Toda ley emana de la razón y de la voluntad del legislador [...]. A hora bien, la voluntad y la razón del hombre, en el orden operativo, no sólo se expresan con palabras, sino también con hechos; [...] también con los actos, sobre todo los reiterados, que engendran costumbre, se puede cambiar y desarrollar la ley, e incluso producir algo que tenga fuerza de ley» {Summ. Th., I-II, 9 7,3).

defecto o en desarrollo de la ley (praeter y secundum legem ), sino también con fuerza derogatoria de la ley (contra legem ), bien porque cuando el poder reside directamente en la autoridad superior se en­ tiende que si la tolera es que aprueba la imposición de la costumbre contraria a la ley, o bien porque cuando el poder reside directamente en el pueblo (como en las antiguas ciudades democráticas griegas o en las ciudades medievalesjieLnorte y elcentro de Italia) el consenso expresado en la costumbre vale más en orden a establecer una norma que la autoridad del prín­ cipe, cuyo poder para crear leyes radica únicamente en que asume la representación del pueblo (Summ. Th., I-II, 97,3).

Esta aceptación de la costumbre contraria a la ley, que incluye el valor de la desuetudo o desuso, es trasunto de la primacía de la cos­ tumbre sobre la ley escrita y no ha de extrañar en el contexto jurídico medieval, ya que tal fue la tesis más aceptada por glosadores y co­ mentaristas, aun con algunas excepciones como la del mismo Irnerio. La discusión se originó por la discordancia.entre dos textos romanos, uno del Digesto que reconocía la relevancia del desuso30 y una poste­ rior constitución de Constantino que situaba a las normas imperiales por encima de la costumbre. Pero, al parecer, la mayoría de les juris­ tas medievales, como Tomás de Aquino, se las arreglaron para eludir este segundo criterio en favor del que bien claramente expresaron L as Partidas de Alfonso X al decir que la costumbre «puede tirar las leyes antiguas que fuesen hechas antes que ella» (1,2,6). Y, así, espe­ cialmente en el plano doctrinal, la particular preponderancia que la costumbre tuvo sobre la ley en la ordenación jurídica medieval sólo comenzará a invertirse a partir de la centralización política asociada al nacimiento del Estado moderno (Grossi, pp. 189-192)., 1.2. E l D erecho a)

Derecho y justicia

Hasta aquí he hablado sobre todo de la ley y ahora me referiré tam­ bién a la concepción tomista sobre el Derecho, que, como se irá 30. Argumentando que las leyes no obligan más que por la aprobación del pue­ blo, el jurisconsulto del siglo II Salvio Juliano había concluido que «también se admite acertadamente que las leyes sean abrogadas no sólo por el sufragio del legislador sino también por desuso con el consentimiento tácito de todos» [rectissime etiam illnd re-

ceptum estj ut leges non solum suffragio legis latoris, sed etiam tácito consensu omnium per desuetudinem abrogentur ] (D. 1 ,3 ,3 2 .1 ; una versión castellana del texto completo, con observaciones sobre su alcance en el Derecho romano, puede verse en Fernández de Buján, «Conceptos», p. 25).

viendo, es entendido en un significado más restringido que el de ley, dentro del cual puede ser incluido. Del Derecho trata Aquino dentro del estudio de la virtud .de la justicia, porque para él el ius es el obiectu m iustitiae, el objeto de la justicia. M ás todavía, el Derecho es identificado con lo justo: ius sive iustum (donde sive significa un «o» entre sinónimos, como en «el protagonista o primer actor»). Esta identificación entre el Derecho y la justicia, entendida como virtud, procede de la doble influencia en Aquino de la concepción de la justicia de Aristóteles y de las definiciones del Derecho de los juris­ consultos romanos influidos por el estoicismo. En su contraste con la noción de ley presenta un interesante problema interpretativo, al que trataré de responder enseguida, que fue planteado por Michel Villey en los términos de una tajante contraposición entre dos formas diferentes de entender el Derecho: el modo hebreo, mosaico, legalis­ ta e imperativista, del Derecho como ley o mandato general (T orah ), y el modo griego y romano, aristotélico y estoico, descriptivista, del Derecho como lo justo en un situación concreta (D ik a io n ) (Villey, Critique, pp. 37 -3 8 ). Pero antes de entrar en esta cuestión veamos cómo Aquino desarrolla la idea de que el Derecho se identifica con la virtud de la justicia. b) Alteridad e igualdad del Derecho Para Tomás de Aquino, en general, el Derecho, el ius sive iustum, sea natural o positivo, tiene dos componentes: uno relativo a la alte­ ridad del Derecho y otro a la igualdad. En primer lugar, el Derecho es identificado por él con una virtud social o relacional y no indivi­ dual, esto es, con un tipo de criterio que regula lo obligatorio respec­ to de los demás, por lo que tradicionalmente se ha caracterizado a lo jurídico mediante el rasgo de la llamada «alteridad», que, por ejem­ plo, hace que la soberbia o la gula sean pecados que violan la ley natural pero no la virtud de la justicia ni, estrictam ente, el D ere­ cho natural. Este rasgo de la alteridad del Derecho procede en parte de la visión aristotélica de la justicia como virtud social y política por excelencia (recuérdese: «La justicia [...] es cosa de la ciudad, ya que la Justicia es el orden de la comunidad civil» [P olítica, 1253a]) y en parte de la definición de Ulpiano de la iustitia como constans et perpetua voluntas iussuuip quique tribuere, pues el dar a cad a uno su D erech o implica siempre relaciones entre personas distintas. Junto a la idea de «alteridad», el Derecho se caracteriza por una segunda nota, también recogida de la otra definición de justicia de Aristóteles: la justicia como igualdad, que, si se mira bien, también

incorpora el rasgo de la alteridad en la medida en que las relaciones iguales no se pueden dar con uno mismo (y así se reconoce en Summ. T h., IÍ-II, 5 8 ,2 ). En todo caso, partiendo de la asociación entre Dere­ cho e igualdad, Aquino recoge también la distinción aristotélica entre justicia distributiva y, como ahora la llama, conmutativa, distinción que, como se recordará, refleja las dos formas básicas de justicia como igualdad: la proporcional y la estricta. Aquino, uniendo ahora las dos notas de la alteridad y la igualdad, define el Derecho como una cierta acción adecuada a otro según alguna forma de igualdad [ialiquod opus adaequatum alteri secundum aliquem aequalitatis modum] (Summ. Th., II-II, 57,1). A partir del anterior concepto amplio de Derecho, establece tam­ bién la distinción entre Derecho natural y positivo, que recupera la otra forma de justicia aristotélica, la justicia según la ley, donde Aris­ tóteles distinguía entre lo justo natural y lo justo legal en sentido' estricto, esto es, entre lo que es justo por naturaleza y universal y permanente y lo que es justo por convención y variable: en esa línea, según el teólogo medieval, el Derecho existe bien por disposición natural, aludiendo al Derecho natural o lo justo natural, bien por acuerdo entre particulares, o por disposición del pueblo o del prínci­ pe, que es el Derecho positivo o lo justo legal (donde, por cierto, aparece otra diferencia entre Derecho y ley, pues si hay una ley divi­ na positiva no parece que el Derecho positivo pueda ser más que humano). 1.3. L ey y D erech o : bien y corrección Para ir sintetizando los elementos hasta ahora vistos, podemos entrar ya en la diferencia entre ley y Derecho en Tomás de Aquino, que se pone de manifiesto sistemáticamente por los distintos y separados luga­ res en que trata de ambos en su Sum m a T heolog iae, en las secciones III y-II-II, respectivamente. Simplificando algo, pues hay variadas defini­ ciones de una y otro en su obra no siempre fácilmente coordinables entre sí, cabe decir que, al contrario que en el uso actual — donde la ley es más bien una parte o manifestación del Derecho, como, conjunto de leyes pero también de costumbres, principios, criterios jurisprudencia­ les, etc.— , en la concepción tomista la noción de ley es mucho más amplia que la de Derecho. La razón más importante de la diferencia está en que para Tomás de Aquino la ley abarca toda ordenación, sea del mundo natural no humano, esto es, el mundo físico y los animales, sea del humano o social, incluidas en este último todas las pautas mo-

rales, relativas a todas las virtudes y tanto con carácter de mandatos como'de consejos, al modo de los evangélicos de consolar al enfermo, ayudar al pobre o visitar al preso. En cambio, el Derecho puede redu­ cirse sucesivamente a dos grandes grupos de leyes: de un lado, dentro de un primer círculo, a las relativas a los hombres, únicos seres capa­ ces de libertad, y de otro lado, dentro de un segundo círculo, a las relatiws~adavÍTtud~deia-jTrsticia, 110 inxponiendo-proria-coaeeión-losTeri— terios de otras virtudes como la caridad, la prudencia o la amistad. Según esta interpretación, y contra la pretensión de Villey de que Aqui­ no ha redescubierto «un concepto autónomo de ius» respecto de la idea de ley (Critique, p. 40)31, las dos categorías, aunque distinguibles, están en él estrechamente imbricadas, pudiendo integrarse el Derecho en la noción más general de ley (se volverá sobre el tema al hablar del legalismo tomista: infra, pp. 128 ss.). La anterior relación entre ley y Derecho en general, de todo a parte, es aplicable también a los ámbitos de la ley y el Derecho natu­ rales, pues mientras este último se restringe a la justicia, en cambio, la ley natural, en sus distintos grados y derivaciones, comprende des­ de luego preceptos de justicia, que es la virtud social por excelencia, pero también preceptos de otras virtudes: básicamente, además de la justicia, la prudencia, la fortaleza y la templanza, que son virtudes más bien dirigidas hacia uno mismo y el propio perfeccionamiento moral. Dicho de otro modo, en Tomás de Aquino la ley natural es una ordenación racional de la conducta humana en todos los ámbi­ tos, tanto en el social como en el meramente individual, que rige, pues, no sólo las relaciones interpersonales e igualitarias, que son las propias de la virtud de la justicia, sino también las conductas propias de otras virtudes de perfección personal: en términos modernos, si la justicia es sólo una parte de la moral y el Derecho natural se agota en la justicia, el Derecho natural es una parte d e la moral — el mínimo .ético esencial para la convivencia humana, cabe calificarlo— , mien­ tras que la ley natural expresaría el conjunto de la moral. Una distinción como la anterior, que reserva al Derecho el míni­ mo ético, tiene una gran importancia para diferenciar a grandes ras­ gos lo que debe ser impuesto jurídicamente, las relaciones de justicia, y lo que debe ser dejado al ámbito de la libertad individual, lo que se 3 1. Frente a esta tesis, Tierney ha replicado que en la Summa T heologiae se usan ius y lex intercam biablem ente con profusión, y muy relevantemente en II-IIj 5 7 ,2 , justo el artículo que sigue a aquel en que define el ius (Tierney, p. 2 4 ). Ese uso intercam biable, sin embargo, no significa que Aquino tome siempre los dos términos como sinónimos, siendo compatible con la interpretación que propongo en el texto del ius com o parte de la lex.

ha denominado «criterios de bien o de bondad», esto es, para operar una diferenciación entre lo correcto y lo bueno que, paradójicamen­ te, ciertas corrientes contemporáneas políticamente liberales y bien lejanas de la tradición tomista consideran esencial para excluir del control estatal la esfera de la moralidad privada y de las distintas opciones religiosas, esto es, un tipo de intervención que ha sido co­ mún en la tradición católica inspirada por el teólogo medieval._E.n„ contraste con esa tradición, y en aplicación de aquella distinción entre lo correcto y lo bueno, puede entenderse cómo Tomás de Aquino mantuvo una posición muy «liberal» sobre la moralización a través del Derecho, pues para él, siguiendo a Agustín de Hipona, no todo lo bueno o deseable debe imponerse jurídicamente: D e aquí que también deban perm itirse a los hom bres im perfectos en la virtud muchas cosas que no se podrían tolerar en los hom bres virtuosos. A hora bien, la ley hum ana está h echa para la m asa, en la que la m ayor p arte son hom bres im perfectos en la virtud. Y p o r eso la ley no prohíbe todos aquellos vicios de los que se abstienen los virtuosos, sino sólo los más graves, aquellos de los que puede abste­ nerse la m ayoría y que, sobre to d o , hacen daño a los demás, sin cuya prohibición la sociedad hum ana no podría subsistir, tales com o el hom icidio, el robo y cosas semejantes (Sum m. T h., I-II, 9 6 , 2 ; véase tam bién I-II, 9 1 ,4 y 9 2 ,1 ).

Por lo demás, Aquino también avanza la distinción entre D ere­ cho y moral en otra dirección, en la medida en que atribuye a la ley humana la tarea de regular la conducta exterior, dejando a la ley divina la de considerar el foro interno de la conciencia (Summ. Th., I-II, 91,4, así como II-II, 5 8 ,9 ). No obstante, esta concepción, tradicional en la filosofía cristiana, fue perfectamente compatible con las persecucio­ nes religiosas, llevadas a cabo por los Estados cristianos, en conniven­ cia con la Iglesia católica primero y con las protestantes después, mediante el expediente de remitir al brazo secular la tarea de castigar conforme a la ley humana a los herejes, aunque, por cierto, de una forma muy inhumana, la hoguera, de clara inspiración en la tradición judeo-cristiana. 1.4. L a ev olu ción d el co n cep to d e ius gentium, en tre e l D erech o n atu ral y e l p ositiv ó Para concluir esta sección, una mención aparte requiere el concepto de ius g en tiu m en Aquino, sobre el que los intérpretes han sufrido verdaderos quebraderos de cabeza por la ambigüedad en que incurre al considerarlo a veces Derecho natural y otras veces positivo. Aquí

no nos interesa tanto resolver esa cuestión como destacar el sentido de esa misma ambigüedad, que cumple un importante papel en las complejas y largas transformaciones que el concepto de ius gentium sufre desde Roma hasta el incipiente nacimiento del Derecho interna­ cional en la escolástica española de los siglos XVI y xvn. Lo resumiré en cuatro momentos. a) El ius gentium en Roma El primer momento corresponde a Roma, donde, como se recordará, el ius gentium había sido creado por los romanos como un derecho civil especial aplicable a los extranjeros que vivían o comerciaban en Roma, es decir, como un tipo de Derecho positivo, pero siendo a la vez teorizado también como una especie de Derecho natural. Recuér­ dese la definición de Gayo: q u o d naturalis ratio inter om n es hom ines constituit, esto es, «el que la razón natural establece entre todos los hombres». b) El ius gentium en Isidpro de Sevilla Como segundo momento, entre los conceptos romanos y Tomás de Aquino merece una atención especial Isidoro de Sevilla (560-636), que en sus E tim olog ías {ca. 630) introduce dos novedades significati­ vas sobre la noción romana de ius gentium . Primera, hace una tripar­ tición del Derecho en natural, de gentes y civil, en la que el segundo ocupa un lugar intermedio y ambiguo entre los otros dos: mientras el natural es el «común a todas las naciones» y el civil «el que cada pueblo o ciudad establece para sí», el ius gentium es «usado por casi todas las gentes» o naciones. Y, segunda y más importante, el obispo de Sevilla ya atribuye al ius gentium un contenido muy similar al actual Derecho internacional público, al identificarlo prácticamente con el Derecho de guerra y de paz: E l ius gentium es el asedio, la ocupación de territorios, la edificación, las fortificaciones, las guerras, las tomas de prisioneros, la esclavitud, las repatriaciones, las alianzas de paz, las treguas, el carácter sagrado de la inviolabilidad de los legados y la prohibición de casarse con extranjeros. Y de ahí Derecho de gentes, porque de este Derecho usan casi todas las naciones32. 32. El texto original de lo arriba citado es el siguiente: «Ius autem naturale [est], aut civile, aut gentium. Ius naturale [est] commune omnium nationum, et quod ubique instinctu naturae, non constitutione aliqua habetur; [...] Ius civili est quod quisque

c) El ius g en tiu m en Tomás de Aquino

Como tercer momento, y en el marco de las definiciones romanas y del obispo sevillano, Aquino oscila entre considerarlo natural o po­ sitivo, pero en lo esencial lo configura como una especie de escalón intermedio entre los principios generales y autoevidentes del Dere­ cho natural, que el ius g en tiu m concretaría por deducción, de for­ ma inmediata o sucesiva, y la variedad de Derechos civiles mediante los cuales los distintos pueblos concretan los principios naturales de forma más mediata o indirecta33. En esa estructura escalonada, que distingue los tres niveles por su mayor o menor grado de concreción, Aquino no hace especial hincapié en la otra propuesta de Isidoro de Sevilla de reducir el ius g en tiu m a un contenido específico, como el Derecho de guerra y paz, sino que habla de él en general y se fija úni­ camente, y sólo a modo de ejemplo, en la institución de la esclavitud, a la que considera de derecho de gentes y a la que, por tanto, trans­ mite la ambigüedad de si es natural o positiva. Lo anterior, sin embar­ go, no quiere decir que Tomás de Aquino no se ocupara de un. tema central para el posterior Derecho de gentes, como la justificación de la guerra, que, siguiendo la estela de Cicerón y de Agustín de.Hipona, trató como una cuestión moral al margen de aquel Derecho. Hasta tal punto que Aquino es uno de los grandes defensores medievales de la doctrina de la gu erra ju sta , considerada como aquella públicamen­ te declarada, emprendida por la autoridad legítima en respuesta a un agravio de otro príncipe y combatida con la debida proporción entre el daño recibido y el producido (Summ. T b ., II-II, 40,1). d) El ius g en tiu m , hacia la escolástica española

Como cuarto momento, cuyo desarrollo queda pendiente para el ca­ pítulo siguiente, la colocación tomista del ius gen tiu m entre el Dere­ cho natural y el civil (o positivo) se mantendrá en las primeras teorías

populus vel civitas sibi proprium humana divinaque causa constituit. Ius gentium est sedium, occupatio, aedificatio, munitio, bella, captivitates, servitutes, postliminia, foedera pacis, indutiae, legatorum non violandorum religio, connubia ínter alieníge­ nas prohibita. Et inde ius gentium, quia eo iure omnes fere gentes utuntur» (E tym ologiarum, Y, iv-vi). 33. Esta diferenciación entre ius gentium y ius civile aplica la distinción más general entre dos formas distintas de desarrollo de los principios del Derecho natural: per conclusianem o por deducción silogística, y per determinationem o por elección de una de las especies posibles dentro de un género, distinción a la que he aludido antes en la nota 2 2 (p. 113) y que se vuelve a comentar infra, p. 127.

amplias sobre el Derecho internacional público — obra sobre todo de teólogos españoles como Francisco de Vitoria o Francisco Suárez, seguidos pronto por el jurista holandés Hugo Grocio— , cuando, tras el descubrimiento de América, estos autores recuperen decididamen­ te la posición de Isidoro de Sevilla sobre el contenido del ius g en ­ tiu m , hasta considerarlo como el relativo a la regulación de las re­ laciones caire naciones o Estados (guerra y paz, ocupaciones, conquistas, libertad de los mares, etc.).

2. La

u n iv e r s a l id a d d e l

D

erec h o n atu ra l:

MINIMALISMO Y LEGAL1SMO EN MORAL

En esta sección y la siguiente profundizaremos en algunos rasgos y consecuencias del modelo medieval de la idea del Derecho natural analizando la concepción de Tomás de Aquino a propósito de los dos rasgos característicos que de tal Derecho aparecían ya en el estoicis­ mo: su universalidad y su superioridad. La u n iv ersalid ad de la ley natural — de la que deriva, en lo rela­ tivo a la justicia, el Derecho natural— se presenta en el teólogo domi­ nico como procedente de Dios, según ya dije, a modo de especifica­ ción para el hombre de la ley eterna. En ese designio divino la ley natural puede conocerse por la sola razón como participación del hombre en el orden teleológico del cosmos conformado por la divi­ nidad, que ha impreso indeleblemente en la naturaleza humana una serie de tendencias naturales-finales de las que pueden extraerse los principios de la ley natural: el más general de esos principios, «el primer principio de la razón práctica» y, a la vez, el «primer precep­ to» de la ley natural, es el mandato, aparentemente vacío, de bon u m facieitdm n j m alu m vitandum , esto es, «debe hacerse el bien y evitar el mal»; pero Aquino concreta más cuando cita los tres «preceptos de la ley natural» que corresponden «al orden de las inclinaciones natura­ les», que son tres: a) en común con todos los seres o sustancias, la tendencia a la conservación del propio ser, que existe en todos los seres o sustan­ cias y que en el caso del ser humano apoya la conservación de la vida humana, de donde deriva que «pertenecen a la ley natural todos los preceptos que contribuyen a conservar la vida del hombre y a evitar sus obstáculos»; b) en común con todos los animales, la tendencia a «las cosas que la naturaleza ha enseñado a todos los animales» (algunos autores posteriores la han resumido como tendencia a la perpetuación de la

especie), cosas de las que cita la «unión [con iu n ctio ] de los sexos» y la educación de los hijos; y c) como específicamente humana, en cuanto racional, la tenden­ cia «a buscar la verdad acerca de Dios y a vivir en sociedad», según la cual «pertenece a la ley natural todo lo que atañe a esta inclinación, como evitar la ignorancia, respetar a los conciudadanos y todo lo demás j:elacÍQnado^co.rLeslo»J¡5i¿m2Hi2^Ü!:,rLn,jM,2).;_esti.am.algamaj;ecoge las dos finalidades de la vida humana según Aristóteles: la vida con­ templativa, del hombre como racional, y la vida activa, del hombre como miembro de una comunidad política. En realidad, la confianza de Aquino en la idea de la naturaleza racional de los hombres como fundamento de la moral se enfrenta al mismo dilema que vimos ante el concepto de naturaleza aristotélico (supra, pp. 3 9 -4 2 ): o bien hace hincapié en lo natural en cuanto ten­ dencia empírica, en cuyo caso incurre en la falacia naturalista, o bien — y éste es el camino que con alguna vacilación parece preferir el teólogo medieval— hace hincapié en lo natural en cuanto finalidad racional establecida por Dios, pero entonces tales fines no tienen más apoyo que la garantía de una determinada concepción sobre Dios, lo que, con el tiempo, terminaría constituyendo una base no universalizable para la moral. Por lo demás, conceptos como los utilizados por Tomás de Aqui­ no para fundar la moral, enormemente vagos en principio, pueden caracterizarse y precisarse mediante tres rasgos del iusnaturalismo to ­ mista que han sido vistos por muchos de sus partidarios como grandes méritos de esta concepción y que presentan opciones básicas someti­ das a discusión, en buena parte casi desde la época en que se form ula­ ron: el minimalismo ético, el legalismo jurídico-moral y el intelectua­ lismo jurídico. 2 .1 . E l m in im alism o en la ética y en la relación en tre D erech o n atu ral y positiv o El iusnaturalismo escolástico ha sido alabado en confrontación con el iusnaturalismo posterior, racionalista o protestante, por su concep­ ción minimalista del Derecho natural y, en general, de la ética. Pero puede hablarse de «minimalismo» en dos sentidos algo diferentes. En un primer sentido, dentro del plano mismo de la argumenta­ ción ética, es cierto que, en las declaraciones metodológicas al menos, hay en Tomás de Aquino una cierta cautela hacia el maximalismo en cuanto que afirma la pérdida de seguridad en el conocim iento de los criterios morales a medida que se desciende o concreta desde los pri-

meros principios. En efecto, para el dominico, tales principios son desarrollados por otros principios secundarios, es decir, de aplicación a casos concretos, en los que a medida que avanza la concreción au­ menta también la inseguridad y, dice Aquino, «pueden ocurrir algunas excepciones» {Summ. T h., I-II, 9 4 ,4 ; véase también II-II, 57,2). Este primer aspecto de la tendencia minimalista puede relacionarse con la cautela aristotélica de que en materias político-morales hay un cierto espacio para la opinión, al menos en cuestiones concretas, y con la di­ ferencia antes referida entre razón especulativa y razón práctica (infra, p. 114). De tal manera, para Aquino, cuanto más generales son los prin­ cipios morales son también más evidentes, de modo que su especifica­ ción es materia de interpretatio y no sólo de d em on stratio. Sin embar­ go, esta cautela aparece sobre todo en las declaraciones metodológicas de Aquino, pero luego, cuando se leen sus criterios y consideraciones sobre las distintas virtudes, pasiones, vicios y pecados — de la fe a la caridad, de la misericordia a la prudencia, de la concupiscencia a la en­ vidia, de la herejía a la blasfemia, del homicidio a la usura— tanto el grado de detalle como el de firmeza en los criterios permiten poner en duda que, de hecho, el iniciador de la filosofía tomista fuera tan fiel a su programa minimalista. Para muestra baste un botón, elegido al azar en la II-II de la Sum m a T h eolog iae, en respuesta a la pregunta de si «es lícito en algún caso mutilar un miembro»: así como por el poder público puede uno ser lícitam ente privado totalmente de la vida por ciertas culpas mayores, así también puede ser privado de un miembro por algunas culpas menores. Pero hacer esto no es lícito a cualquier persona privada, ni aun consintiendo el mismo a quien pertenece el miembro, puesto que con ello se com ete injuria a la sociedad, a la que pertenece el hombre mismo y todas sus partes. Mas, si un miembro dañado corrompe todo el cuerpo, enton­ ces es lícito amputarlo por la salvación de éste con consentimiento de aquel de quien es el miembro, pues a cada uno está encomendado el cuidado de su propia salud. Igual razón hay si se hace la mutilación por voluntad de aquel a quien corresponde cuidar de la salud del que tiene el miembro corrupto. Fuera de estos casos, es absolutamente., ilícito mutilar a alguien un miembro (Summ. Th., II-II, 65 ,1 ).

Junto al anterior, un segundo sentido de minimalismo aparece no ya en el campo de la argumentación moral en sentido estricto, sino en lo que se refiere a la visión de Tomás de Aquino y los autores esco­ lásticos sobre la relación entre Derecho natural y Derecho positivo. En efecto, en ese punto admitieron una razón distinta a la anterior para explicar una cierta variabilidad de los criterios morales a la hora de su aplicación y especificación por los distintos Derechos positivos,

entendiendo que el Derecho positivo tiene que completar y rellenar los huecos que el Derecho natural, por su generalidad, no puede ni pretende cubrir. El legislador positivo, reconocieron, puede desarro­ llar el Derecho natural de diferentes maneras, por ejemplo, organi­ zando la propiedad en privada o común, admitiendo o no la esclavi­ tud o imponiendo esta o aquella pena por tal o cual delito (Summ. Th., I-II, 94,5 y 9 5 ,2 ): Esta forma de aplicación de los principios del Derecho natural es denominada por Aquino especificación p er determ in ation em , por determinación, a modo de concreción desde el género a alguna de las posibles especies (Summ. Th., I-II, 95,2). Sin embargo, tampoco conviene exagerar la flexibilidad de este recono­ cimiento, pues el teólogo dominico también pensaba que, en parte, muchos preceptos jurídicos pueden deducirse no por determinación sino p er con clu sion em , por conclusión, esto es, mediante deducción lógica de carácter silogístico. Y, así, con el apoyo de la Biblia, extraía preceptos de Derecho natural bien detallados en su alcance, como la condena del homicidio salvo en legítima defensa, la prohibición absoluta del suicidio o la indisolubilidad del matrimonio monogámico34. De nuevo a modo de ejemplo, éstas son las tres razones que arguye para excluir toda licitud al suicidio: primera, porque todo ser se ama naturalmente a sí mismo, y a esto se debe el que todo ser se conserve naturalmente en la existencia [... de modo que] el que alguien se dé muerte va contra la inclinación natural [...]. Segunda, porque cada parte, en cuanto tal, pertenece al todo; y un hombre cualquiera es parte de la comunidad [...]. Por eso el que se suicida hace injuria a la comunidad [...]. Tercera, porque la vida es .un don divino dado al hombre y sujeto a su divina potestad, que da la muerte y la vida. Y, por tanto, el que se priva a sí mismo de la vida peca contra Dios (Summ. Th., II-II, 64,5).

34. Un ejemplo curioso de ia disputabilidad de las concreciones de los primeros “p rincipios lo proporcionará algunos siglos después el también dominico Francisco de Vitoria cuando en su obra La ley comenta la questio 94, articulo 5, de la I-II de la Suma teológica, razonando sobre los tipos de matrimonio: «Los que no son primeros principios perfectamente pueden cambiarse; por ejemplo, el tener varias mujeres, que es contra la ley de la naturaleza, podría cambiarse, porque no es evidente para todos ios hombres. El fin del matrimonio es la generación de la prole. El tener varias mujeres no va directam ente contra ese fin, pero de algún modo le es contrario porque no se consigue con comodidad; más aún, de algún modo se impide la generación de la prole, porque m ejor conciben dos mujeres de dos hombres que de uno solo» (p. 3 3 ); parece que Vitoria quiere decir, en defensa de la monogamia, que mejor concibe cada mujer de un hombre distinto que dos mujeres de un mismo hombre, pero sin tener en cuenta la poliandria, donde cada mujer todavía tiene más posibilidades de concebir.

2 .2 . La concepción legalista de la m oral y el D erecho

Un segundo rasgo distintivo importante del universalismo propuesto por el iusnaturalismo medieval es su concepción eminentemente le­ galista del Derecho y la moral. En un primer aspecto, el legalismo es m anifestación de la concepción general, procedente del estoicisr.’. o, .según la cual todo lo creado está sometido a ley, en el sentido de razón que ordena en tanto que organiza (que es el significado originario de o rd o). Pero en un segundo aspecto, como aplicación. específica de tal orden al mundo humano, el legalismo consiste en la comprensión del orden jurídico-moral al que están sometidos los hombres en términos de preceptos o reglas que en lo esencial obligan y prohíben conductas, donde la ley ordena en tanto que m an d a. Como antes indiqué, Michel Villey defendió la esencial diferencia entre dos concepciones del Derecho, una en términos de justicia objetiva que surge de una situación y otra en términos de ley impe­ rativa impuesta por un legislador. La primera, que sintetiza bajo el término griego D ik a io n (lo justo) y sería la concepción aristotélica, griega y romana, ve al Derecho como proporción justa — id q u o d iustum est— entre los bienes distribuidos entre las personas, propor­ ción que tendría una racionalidad objetiva propia que el juez ha de descubrir en el caso concreto y declarar en términos descriptivos. La segunda, que Villey sintetiza bajo el término hebreo T orah 35 (ley) y que procedería sobre todo de la tradición bíblica, ve al Derecho como conjunto de leyes, entendidas como prescripciones o imperativos que determinan las conductas debidas o prohibidas. Pues bien, según Villey, la teología cristiana habría equivocado el camino recto a partir de la patrística, y especialmente de Agustín de Hipona, al aceptar la concepción hebrea, que, según él, termina conduciendo, de un lado, a una inapropiada reducción del Derecho a la ley y de la ley a voluntad del legislador y, de otro lado, a la sustitución de una noción de Derecho basada en la objetividad de la justicia como racionalidad interna a las relaciones humanas mismas a otra dominada por la idea de derechos subjetivos que, como poderes individuales protegibles por las leyes, estaban destinados a disolver el orden de justicia en que el Derecho debería consistir en una miríada de deman­ das y criterios egoístas en perpetua lucha (Villey, Seize essays, cap. X ; y C ritiqu e, caps. I y II).

35. La T orah (o T ora ) se contiene básicamente en el Pentateuco (en griego, «cinco libros»), nom bre que el teólogo cristiano Orígenes dio a los cinco primeros libros de la Biblia: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronom io.

En la anterior caracterización, que tiene el valor de haber defen­ dido una tesis a contracorriente y, con ello, de formular provocativa­ mente el contraste entre una serie de temas centrales en la secular discusión sobre la naturaleza del Derecho, hay sin embargo una amal­ gama de elementos que deben mantenerse analíticamente diferencia­ dos. Y, precisamente, la posición de Tomás de Aquino es útil para introducir, al menos, tres distinciones relevantes, que comentaré en el siguiente orden: legaíismo vs. casuismo, Derecho objetivo vs. dere­ chos subjetivos, e intelectualismo vs. voluntarismo. a) Legaíismo vs. casuismo La primera distinción afecta a la relación entre Derecho y regla, que puede plantearse de muchas maneras y entre ellas, desde luego, como contraste entre la concepción casuística romana, en que el Derecho tiende a obtenerse más bien inductivamente y respecto de casos con­ cretos,|y la legalista o imperativista, que, como vimos, ya aparece en el tardío Imperio romano y es más bien deductivista y generalizadora en cuanto que las leyes operan como reglas generales que se imponen obligatoriamente sobre los casos que regulan (muy discutible, en cam­ bio, resulta la afirmación de Villey de que en la primera concepción se opera mediante declaraciones y no, como en la segunda, también mediante prescripciones). Pues bien, en este primer sentido creo que la concepción tomista se sitúa en el campo legalista36, sin que en Tomás de Aquino reaparezca «un concepto autónomo de ius» inter­ pretable en el sentido del mencionado casuismo, sino que más bien propone un concepto prescriptivista del Derecho como ley en el sen­ tido de regla o pauta general. Es cierto que Aquino, honrando una vez más los textos aristoté­ licos, identifica el Derecho con la justicia, pero la justicia no es para él sino una virtud que, como cualquier otra, está ord en a d a por las leyes divina, natural y humana. Y tales leyes — más allá de la ya comentada ambigüedad del término «ordenación» y sus derivados, que pueden aludir al proceso y al resultado tanto de organizar como de mandar— son vistas por él como prescripciones, caracterizándose 36. W esterm an ha dado una interpretación diferente, que parte de la tesis de que la clave del edificio filosófico de Aquino se basa en la estética y en la figura de Dios como artista, cuya ley eterna sería un modelo o estilo artístico y no un precepto o conjunto de preceptos (pp. 2 6 ss.). Sin embargo, aunque la de W esterm an fuera la interpretación más correcta, lo que es discutible conform e a los argumentos que se ofrecen en el texto a favor de la imperativista, esta última ha sido la históricamente más influyente y la relevante a ios efectos aquí pretendidos, de proporcionar el m odelo medieval de la teoría iusnaturalista.

por imponer conductas d ebid as, esto es, por establecer obligaciones o prohibiciones. Y esto es así, incluso, en los dos sentidos de justicia aceptados por Aquino, uno como «virtud especial», que es el referido a las relaciones de alteridad e igualdad regidas por el Derecho, y otro «en sentido general», en cuanto la justicia «ordena al hombre al bien común», que la identifica con el conjunto de todas las virtudes (que para él son hábitos, esto es, disposiciones creadas mediante la repeti­ ción de conductas). Pues bien, en ambos casos la justicia es entendida en términos legalistas, como lo indica su respuesta positiva a la pre­ gunta de si el «primer p recep to » de la ley natural, hacer el bien y evitar el mal, es parte de la justicia: Si hablamos de lo bueno y lo malo en sentido general, hacer el bien y evitar el mal, pertenece a toda virtud, y en este concepto no pueden calificarse como partes de la justicia a no ser refiriéndose a la justicia que es toda virtud. Aunque también la justicia así entendida mira al bien bajo un aspecto especial, esto es, en cuanto que es debido en orden a la ley divina o humana. Mas la justicia, considerada como virtud especial, contempla el bien bajo su aspecto de debido al prójimo. En este sentido, pertenece a la justicia especial hacer el bien bajo su aspecto de debido al prójimo y evitar el mal opuesto, esto es, aquello que para el prójimo sea nocivo (II-II, 7 9 ,2 ; véase también 5 8 ,5 ; y I-II, 9 4 ,2 ; cursivas mías).

b) Derecho objetivo vs. derechos subjetivos Villey tiene esencialmente razón — y además le corresponde el méri­ to de haber sido de los primeros en rastrear los orígenes de este cambio histórico y en destacar su importancia— al señalar que la noción de derecho subjetivo en su significado moderno es ajena al mundo griego y romano (como también al hebreo, cabe añadir, aun­ que no sea esencial a la distinción de Villey, pero sí útil para mostrar cómo este autor amalgama ideas con orígenes y componentes diferen­ tes). Ni griegos ni romanos, dice Villey con razón, utilizaron la idea de d ik a io n y de ius en el sentido de «facultad», «poder» o «título de disposición» — que es el significado central de las ideas de «derechos naturales» del pensamiento racionalista y de «derecho subjetivo» en el positivismo jurídico decimonónico— , porque al no concebir el Derecho como ley, sino como relación justa interna a una situación dada, no podían derivar del concepto de ley la idea de permiso, que es uno de los componentes esenciales de las facultades, poderes o títulos individuales en que consisten los derechos subjetivos. No se trata, precisa Villey, de que en el sistema jurídico romano no existan poderes y facultades (dom inia, im peria, p otestates, etc.), sino de que

tales nociones no se colocan bajo una misma categoría general ni se entienden como derechos su bjetivos en el sentido de que se conside­ ren cualidades de los individuos que vienen reconocidas y garantiza­ das por el Derecho y, todavía menos, atributos de todos los hombres en cuanto tales, esto es, como derechos naturales37. Y Tomás de Aqui­ no, concluye Villey, gracias a su concepción sobre el Derecho (ius) como justicia en vez de como ley (lex ), estaría todavía en esa misma línea, secularmente ajena a los derechos naturales, que sólo se que­ braría a partir de Guillermo de Occam, en el siglo X IV , para desarro­ llarse con la escolástica española de los siglos XV I y XVII hasta triunfar con el iusnaturalismo racionalista de los siglos XV II y XVIII (Villey, Seize essays, pp. 1 4 0 -1 4 2 y 1 4 7-158). En lo que concierne a Tomás de Aquino, a mi modo de ver, V i­ lley acierta sólo en parte: es verdad que su concepción es ajena a la noción de derechos subjetivos y naturales, pero no por las razones que éste dice, sino por el tipo de legaíismo objetivista que aquél mantiene, basado esencialmente en la idea de ordenación de manda­ tos y prohibiciones más que en la de permisos, pues para Aquino la ley es regla y medida de los actos según la cual se induce a alguien a actuar o a abstenerse de actuar [lex quaedam regula est et mensura

37. Com o ha dicho Brian Tierney, confirmando la posición de Villey, «[l]os juristas romanos no concibieron el orden jurídico como esenciamente una estructura de derechos individuales a la manera de algunos modernos» (p. 18; de acuerdo tam­ bién, con una más detallada discusión, Tuck, pp. 7-13). Aunque en algunos textos romanos clásicos pueda dar la impresión de que se utilizan términos como ius o tura en un sentido que equivale a facultad o derecho subjetivo, en realidad el término significaba tanto lo que otros deben a uno como lo. que uno debe a otros: así, la famosa definición de justicia de Ulpiano, suum'ius cuique tribuere, se ha de traducir com o «dar a cada cual lo que le corresponde conform e al Derecho», de modo que si se traduce com o «dar a cada cual su derecho», ha de tenerse en cuenta que en tal sentido el derecho del parricida era ser arrojado al T íber en un saco con víboras (Tierney, p. 16, que recoge observaciones de Villey); esto se confirma en'un texto de Gayo que dice: «Los iura de las fincas urbanas son el ius de levantar un edificio más alto y de obstruir la luz del edificio de un vecino o el de no construir para que la luz del vecino no sea obstruida» (Institutiones, II, 14), donde el ius de no construir equivale, evidentemente, a la prohibición de construir (Tuck, p. 9 ; así comoFinnis, N atural Law , p. 2 0 9 ; aunque el punto ya había sido mostrado por Villey en 1 9 4 6 , según lo indica Tierney, p. 16). A la luz de lo anterior, la m ejor traducción al castellano de tal noción de ius equivaldría, me parece, a lo justo en el sentido de «lo que corresponde» o «la parte correspondiente», que alude tanto a deberes como a facultades (aunque raro, y en utilizaciones no jurídicamente cultas, en castellano se puede oír a veces un doble uso similar del término «derecho», cuando una misma persona dice tanto que «yo tengo derecho a hablar» como «tú tienes el derecho de respetar mis ideas»).

a ctu u m , secu n d u m q u am in d u citu r a liq u is cid ag en d u m , v el a b a g en d o retrahitu r] (Sum m . T h., I-II, 9 0 , l ) 3a.

La mayor insistencia en los deberes es característica del tipo de pen­ samiento que observa la política de arriba abajo, desde el poder, ex parte principis, por más que se considere a Dios como el primer prín­ cipe y al pueblo como depositario último del poder (se vuelve sobre esto hifra, pp. 145 ss.). En ello contrasta con la insistencia opuesta, que, al menos en principio, mira la política de abajo arriba, desde los ciudadanos, ex parte popu li, especialmente si se piensa en el pueblo como conjunto de individuos con distintos intereses. En realidad, a la mentalidad medieval más característica, bien representada por Aqui­ no, el individualismo le es del todo ajeno: los hombres medievales no ven individuos, sino funciones y oficios relativos a la tierra y a las cosas o entes colectivos y corporaciones de tipo estamental, religioso, profesional, mercantil, etc., de modo que los individuos se insertan en las formas comunitarias'como seres imperfectos e inferiores a ellas (Grossi, pp. 9 0 -1 0 0 y 198). De este modo, el iusnaturalismo tomis­ ta, que influye de manera dominante desde la Edad Media hasta la época contemporánea en el núcleo del pensamiento político católico, dará un firme fundamento a una tendencia ajena — y a veces incluso contraria— a la idea de derechos naturales pero, a la vez, acorde con la concepción legalista del Derecho. Por decirlo más claramente, la insistencia del iusnaturalismo tomista en la ley y en los deberes en vez de en los derechos no sólo da cuenta de una importante diferencia con el individualismo del iusnaturalismo racionalista — sobre la que se habrá de hablar más por extenso en el capítulo siguiente— , sino que también explica por qué una ideología jurídica autoritaria y negadora de las más básicas libertades, como la del franquismo, acogió precisamente este modelo del iusnaturalismo medieval, despreciando la carga potencialmente crítica presente en la doctrina de los dere­ chos naturales del iusnaturalismo protestante39. 3 8 . Seguramente, un antecedente de esta definición puede hallarse en la visión ciceroniana de la «ley verdadera [...] que con sus mandatos llama al hombre al bien y con sus prohibiciones le disuade del mal y que, ya mande ya prohíba...» (De re publica , III, 2 2 ; véase supra , p. 50). 3 9 . En su reciente libro sobre la filosofía práctica de Tomás de Aquino, Joh n Finnis ha defendido con destreza la tesis de que la construcción tomista sobre la justicia puede rcformularse en términos de una justificación'moral de los derechos humanos más básicos, en la medida en que las razones para prohibir el homicidio o la mentira o para obligar al cumplimiento de las promesas remiten a los intereses y beneficios de­ bidos a todas las personas, en definitiva, a sus derechos^ Y llega a decir que «[a]unque nunca usa un término traducible como “derechos humanos”, Aquino claramente tiene el concepto» (Aquinas , p. 136 y cap. V, esp. pp. 133-137).

Por lo demás, aunque aquí no tiene tanta importancia, la s inves­ tigaciones historiográficas sobre el momento en que surge la noción moderna de derecho subjetivo, entendido como poder o título jurídi­ co individual a algo, han venido atrasando la fecha hasta hacerla an­ teceder a la época de Tomás de Aquino., en concreto, a Graciano y los canonistas que comentaron su D ecreto, desde mediados del siglo XII40. Esta modernización de la filosofía tomista, por lo demás intelectualmente muy respetable, muestra el gran éxito y expansividad de la apelación a los derechos hu­ manos. Sin embargo, por avanzar sintéticamente algunos de los principales puntos débiles de esta posición, diré, primero, que el significado de «derecho subjetivo» que rescata Finnis es el muy débil y casi trivial de tal noción como correlativa a la de deber (de acuerdo con ello, los Diez Mandamientos a Moisés también formularían derechos, por ejemplo a ser honrado por los hijos, a la vida o a no ser engañado, aunque quepa preguntar quiénes son los titulares de los derechos correspondientes a la prohibición de las formas de fornicación que no dañan a nadie, o de las obligaciones de amar a Dios y de celebrar el culto en las fiestas). En segundo lugar, la pretensión de que el edificio moral tomista se puede fundamentar en derechos da primacía a un tipo de cri­ terio, el del respeto básico a todo individuo, que — aunque aquí haya espacio para el debate— me parece una interpretación forzada de una concepción que teológicam en­ te otorga la primacía a los designios divinos y políticamente se basa primariamente en la noción de bien común, sin contar que, como ha destacado Tuck, el Derecho natural de Aquino es neutral sobre dos temas como la esclavitud y la propiedad privada, de modo que sostiene que no hay derechos naturales ni a la libertad ni a ia propiedad, lo que es un rasgo esencial de las teorías basadas en tales derechos (pp. 1 9-20). Y, en tercer lugr.r, en la supuesta construcción tomista faltarían algunos derechos básicos y sobrarían otros: entre los que se echan de menos, además de la libertad natural, derechos elementales relativos a la igualdad de los seres humanos, dados muchos de los comentarios de Aquino sobre las mujeres y la esclavitud — que Finnis, cuando no puede salvar, no tiene más remedio que considerar erróneos o manifiestamente mejorables («open to notable improvement», dice en pp. 1 7 5 -1 7 6 )— , o a la libertad religiosa e ideológica, por no mencionar los derechos de igual participación democrá­ tica; y entre los derechos humanos o básicos que sobrarían se encuentra, desde luego, el derecho a ia fidelidad conyugal o, tomado genéricamente, a no ser mentido (por cierto dos de los tres temas con los que, junto al m ejor escogido del respeto a la vida humana, Finnis ilustra su tesis, lo que resulta extremadamente sorprendente porque más bien constituyen complejas obligaciones morales que, según distintos criterios, deben dar lugar o no a derechos legales, y desde luego sólo en algunos pocos casos a derechos básicos, como en los protegidos por los delitos contra el honor); en fin, en la hipotética construcción tom ista también sobrarían, com o ajenos a la tradición de las teorías sobre los derechos naturales, derechos correlativos a otros vicios o peca­ dos contra la justicia estudiados por Aquino, como el derecho (¿del Estado?, ¿de la sociedad?) a que el reo no mienta, el derecho a no ser maldecido o el derecho a no ser objeto de usura.

40. Al parecer, Graciano habló ya de los iura libertatis, aunque sin el significado de derechos naturales, lo que abrió debates entre los canonistas durante la segunda mi­ tad de ese mismo siglo que, según Tierney, van produciendo traslaciones de significado hasta dar con un uso genuino de derecho subjetivo (cap. 2; véase también Reid). Aunque no puedo aquí más que dejar apuntadas mis dudas, la tesis de Tierney no resulta tan evidente como parece, pues ni los iniciales significados «subjetivos» del ■\ n n

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Con todo, otro momento decisivo lo marcan en el siglo XIV, además de Juan Duns Escoto, las argumentaciones de Marsilio de Padua y Gui­ llermo de Occam a propósito de la compleja discusión sobre el dere­ cho de propiedad de los frailes de las órdenes mendicantes41. En para­ lelo, también es relevante para esta historia el nominalismo del propio Occam (ca. 1285-1347/49), esto es, la concepción de que lo único real­ mente existente son las cosas y los individuos particulares, siendo los conceptos generales meros nombres y no esencias ideales o racionales, pues tal concepción pudo apoyar filosóficamente el posterior desarro­ llo del individualismo y de la noción de la sociedad como suma de in-dividuos concretos cuyos, derechos se deben proteger. En fin, dos mo­ mentos ulteriores importantes los proporcionan, primero, Juan Gerson (1363-1429), cuya concepción del ius como poder o facultad disposititérmino ius pueden identificarse con la noción de derecho subjetivo ni muchos de los textos que cita tienen como única traducción de aquel término la de derecho subjeti­ vo, sino la misma que el texto de Ulpiano ius suum cuique tribuere , que alude a lo justo como lo que le corresponde a alguien, en el doble sentido de serle debido y de deber suy¿o. Por lo demás, aunque el concepto de derecho subjetivo en sentido moderno aparecietra ya en tales textos, en ellos no hay no ya sólo una teoría general de tales derechos como derechos naturales de todos ltís individuos, sino ni siquiera una mínima teoría sobre la noción, que si acaso se limitan a usar, y no siempre claramente, en el nuevo sentido. 41. Esta discusión — recogida en la novela de Eco E l nom bre de la rosa, cuya acción se sitúa en 1327— surgió con la interpretación de la regla franciscana, elaborada por el propio Francisco de Asís en 1221 y 1223, que decretaba una pobreza absoluta para los «frailes menores» (el nombre originario de los franciscanos), que les impedía «tener nada propio, ni siquiera la mísera ropa que llevan puesta». Desde el decenio de 1230 hubo interpretaciones papales de la cuestión, siendo las dos más importantes la del papa Nicolás III — que en 1279 había distinguido entre la propiedad sobre los bienes de uso y consumo, a la que Cristo y sus apóstoles habrían renunciado por completo, y su «simple uso»— y la de Juan X X II, que a principios del siglo X IV mantuvo la imposibili­ dad de separar el simple uso y el derecho subyacente al uso, declarando herética la posición franciscana. En la réplica del franciscano Occam a este papa, su Opus nonaginta dierum (escrita en no se sabe qué noventa días entre 1 3 3 2 y 1 334), además de declararle a su vez hereje, elaboró una compleja defensa de la posición de Nicolás III en la que, entre otros significados, aparecía la noción de ius- com o-facultad jurídico— positiva de reivindicar lo propio, que sería renunciable y permitiría a los franciscanos negar que tuvieran tal tipo de derecho (Villey, Seize essays, pp. 158-178 ; así como Formation, pp. 2 4 0 -2 6 2 ; Tuck, pp. 20-2 4 ; y Tierney, caps. 4 y 5). A hora bien, com o ha mostrado Tierney, Occam no es tan innovador en esta materia com o se ha dicho, pues a propósito de la pobreza evangélica ya unos pocos años antes Hervaeus Natalis, general de los dominicos — si bien con propósitos ideo­ lógicamente opuestos a los de Occam— , y el propio M arsilio en el D efensor pacis, escrito en 1 3 2 4, utilizan similares conceptos de ius en sentido subjetivo; más aún, M arsilio parece ser el primero en formular expresamente la distinción entre el sentido objetivo y el subjetivo de ius, que teoriza con agudeza y amplitud [Defensor pacis , II, X III, 10-15): sobre todo ello, véase Tierney, cap. 5.

va fue doctrinalmente muy influyente en el siglo XV y principios del xvi, y, ya en este último siglo, Francisco de Vitoria (c a . 14831546), que atribuyó a los españoles una serie de derechos individua­ les en su penetración en el nuevo mundo (ius com m unicationis, ius peregrinandi, ius com m ercii, ius occupationis, ius migrandi...) (Tuck, pp. 24 -2 9 , y Ferrajoli, «Soberanía», p. 129). Todos esos momentos, sin embargo, no tejen un hilo conductor único sino que son hitos distintos en el tortuoso camino por el que la idea de derecho subjeti­ vo fue preparando el subsuelo para el protagonismo de los derechos naturales como centro de las concepciones ético-políticas del iusna-' turalismo racionalista, ya en los siglos XVII y XVIII42. c) Intelectualismo jurídico vs. voluntarismo La tercera distinción que está pendiente de comentar versa sobre dos distintas concepciones de la ley, y por tanto también del legalismo, al que Villey tiende a identificar sobre todo con una sola de ellas, la voluntarista. Pero, en realidad, el legalismo se caracteriza por' consi­ derar el ámbito ético y jurídico como dominado por la idea de ley en cuanto prescripción general. Que luego se entienda que las leyes tienen o deben tener su fu n dam en to en la razón (o en razones) o en la voluntad, que es lo que diferencia a intelectualistas y voluntaristas, no añade ni quita nada al carácter prescriptivo que el legalismo éticojurídico atribuye al Derecho y a la moral. En tal sentido, el conjunto de la filosofía práctica cristiana es legalista, por más que dentro de ella se puedan hallar distintas variantes entre los dos extremos de las formas puras de intelectualismo y de voluntarismo. Por lo demás, tie­ ne gran interés considerar analíticamente las principales variantes de ambas doctrinas, teniendo en cuenta también su desarrollo histórico. E l intelectualism o greco-rom ano Se ha dicho que el punto de partida de la cuestión, antes del cris­ tianismo, es plenamente intelectualista, pues los filósofos griegos y romanos no conocieron el voluntarismo, en la medida en que para 42. Como ha reconocido Brian Tierney, el gran defensor del origen medieval de la categoría del derecho subjetivo, «[d]esde los días de Hobbes y Locke (al menos) el concepto de derechos individuales ha sido de importancia central en ei pensamiento occidental» (p. 4 3 ). Y, en efecto, antes ni el pensamiento político se organiza en torno a la idea central de los derechos naturales de todos los individuos ni mucho menos pue­ de considerarse generalizada tal teoría como para que sea de importancia central (por lo demás, el «al menos» de Tierney puede valer como cautela de historiador siempre dispuesto a rastrear precedentes, pero en este caso, en mi opinión, está de más).

ellos los crite rio s y d ecisiones m orales eran p ro d u cto de la razón, quizá con algún co m p o n en te instintiv o, p e ro sin re fe re n cia alguna a la idea de un q u erer in ten cio n a l lib re en el sen tid o de inm otivad o (W elzel, pp. 4 5 - 4 7 ) . N o ob stan te — p o co nuevo b a jo el sol in clu so en este asunto— , P lató n ya h ab ía avanzado un p ro b lem a m uy sim ilar en su d iálogo E n tifr ó n , que gira en to rn o a esta p reg u n ta cen tral: ¿Acaso ;o p:o es quorido "esto es, deseado] por los dioses porque es pío, o es pío porque es querido por los dioses? (1 0 a -lla ). A unque P la tó n se esfuerza a lo largo del d iálogo e n dar argu m entos en favor de la p rim era parte del d ilem a, su m ayor m érito está en h ab er p lan tead o la p regun ta m ism a. L a te o lo g ía m ed ieval no varió la su stancia de la p reg u n ta, que giraría en to rn o a la a ltern ativ a de si algo es b u en o p o rqu e D io s lo quiere o D io s lo q u iere p o rq u e es b u e­ n o . Lo q u e o cu rrió es que, a h ora tam b ién con argu m entos b íb licos, se m u ltip licarían las respuestas hasta a fe cta r de una fo rm a nueva a la cu estión del fu n d am en to de las leyes m orales y de la razó n p ara ob ed ecerlas. Y esas respuestas ten d rían tam b ién nuevas e im p ortan tes d eriv acion es en la cu estión del fu nd am ento de las n orm as ju ríd icas y del deber de ob ed ecerlas.

L a a m b ig ü ed a d d e Agustín d e H ip o n a L a p rim era y más influyente n o ció n de ley p ro p o rcio n a d a p o r la te o lo g ía ca tó lic a , p ro d u cto del p en sam ien to de A gustín de H ip o n a , p ro p o n e una so lu ció n in term ed ia y am bigua. E ste filó so fo , sin d ejar de m e n cio n a r la razón divina, dio ta m b ién im p o rta n cia a la idea de volu ntad , u n a idea más con so n an te que la de la razón c o n el v alor q u e atribu ía a la gratu id ad del am or y la lib ertad de D io s, al definir la lex a e ter n a co m o

ratio divina val voluntas Dei ordinem naturalem conservan iubens, perturban vetans [razón divina y voluntad de Dios que manda con­ servar el orden natural y prohíbe perturbarlo] (Contra Faustum , X X III, 2 7 ).

E n tal c o n c e p ció n , se en tien d a que la c o n ju n ció n v el in d ica la id e n ti­ dad en tre la razón y la v o lu ntad divina o que am bas, siend o co n c e p ­ tu alm en te d istintas, co in cid e n de h ech o en D io s, lo significativo es la a p arició n en la n o ció n de ley de un ing red ien te más o m enos e xten so de qu erer lib re que co n tra sta p o d ero sam en te con el p u n to de vista in telectu alista de la filo sofía clásica.

E l intectualism o m edieval: d e T om ás d e A quino a G regorio deR ím i?ii La ambigua posición del obispo de Hipona estaba destinada a decan­ tarse en todas las direcciones. En Tomás de Aquino, como hemos visto con cierto detalle, el fundamento de las leyes es la razón, sien­ do el más importante exponente escolástico del intelectualismo, y no sólo er¡ su concepción ético-jurídica, sino también en su filosofía ge­ neral, como lo muestra su visión de las relaciones de compatibilidad entre la razón y la fe. De todas formas, su intelectualismo no fue extremo, en cuanto también mantuvo que toda ley emana de la razón y de la voluntad del legislador: las leyes divina y natural, de la voluntad razonable de Dios; la ley humana, de la voluntad del hombre regulada por la razón (II-II, 9 7 ,3 );

de manera que la voluntad, aun sometida a la razón, es necesaria para que exista la ley. De otro modo, difícilmente habría podido mantener Aquino, como hemos visto, una concepción legalista del Derecho, entendiendo las leyes como prescripciones que vinculan a sus destina­ tarios desde su promulgación. La tesis intelectualista, defendida por muchos teólogos m edie­ vales, tendría continuidad en el racionalismo moderno, a partir de Descartes, y en el iusnaturalismo protestante, donde en algunos fi­ lósofos llega a desaparecer el requisito de la voluntad para ciertas leyes de la razón, que valen con independencia de que estén posi­ tivamente reconocidas o no. Obsérvese además que, llévado a sus últimas consecuencias, el intelectualismo puede prescindir no sólo de la contribución de la voluntad y la autoridad, sino de la misma rele­ vancia de Dios en los asuntos morales, puesto que si éste debe querer lo racional es innecesario que lo quiera y, en la medida en que se juzgue al hombre capaz de racionalidad, también se le juzgará capaz de descubrir por sí solo lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. En el límite, pues, el intelectualismo hace innecesario a Dios desde el punto de vista moral, como lo es desde el lógico o el matem ático — que lo blanco no es negro, o que la suma del cuadrado de los catetos equivale al cuadrado de la hipotenusa, son verdades independientes de la existencia de Dios— , un paso que ya dio un teólogo contem­ poráneo de Occam, Gregorio de Rímíni (f 1358), y que casi tres siglos más tarde recogería Grocio en su afirmación de que el Derecho natural existiría «aunque concediésemos que no existe Dios» (Welzel, p. 9 4 y nn. 2 3 4 -2 3 5 ).

E l voluntarism o m edieval: D am iani, D ’Ailly, O ccam En el extremo opuesto, la tesis voluntarista más extrema tuvo su­ cesivos defensores, desde Pedro Damiani (1007-1072), para quien la omnipotencia de Dios es tal que su voluntad no está limitada ni siquiera por el principio de no contradicción, hasta Pierre d’Ailly (1350-1420), que afirmaría que «la divina voluntad no tiene ninguna razón por la que esté determinada a querer» (divina voluntas nullam h abet rationem propter quam determ inetur ut velit), pasando por Guillermo de Occam, para quien Dios, aunque limitado por el prin­ cipio de no contradicción, puede no sólo dispensar sino incluso orde­ nar lo contrario a lo preceptuado por los Diez Mandamientos. Bajo esta doctrina, que dos siglos después seguiría Lutero, se deben obe­ decer las órdenes de Dios no por ser justas sino por ser sus órdenes. En tal concepción de extremo voluntarismo cabe propugnar, des­ de luego, la existencia y la primacía de las leyes divinas, si bien sólo como cognoscibles a través de su promulgación en las Sagradas Escri­ turas y siempre susceptibles de dispensa43, pero tiende a quedarse sin lugar ni papel el Derecho natural, entendido como razón de Dios im­ primida en el mundo y de la que los hombres puedan participar. Y, así, la moralidad de las acciones pierde toda objetividad, no dependiendo de ninguna esencia racional o de la naturaleza de las acciones mismas sino de la voluntad de quien puede decidir que son buenas o malas, de modo que vale la voluntad en vez de la razón: statpro ratione voluntas. Un voluntarism o lim itado: Duns E scoto En una posición intermedia entre el intelectualismo y el voluntarismo — o, mejor, en una forma más matizadas de voluntarismo—-, tiene in­ terés dar cuenta de las tesis de Duns Escoto, que ilustran la relación de 43. Esta idea se apoyaba en distintos pasajes bíblicos, que, aunque para refutarla en la Línea tomista, resume así el dominico español y discípulo de Vitoria Domingo de Soto: «Está prohibido en el Decálogo el homicidio, pero de este precepto dispensa ál' juez castigador de los malhechores. Y también dispensó Dios con Abraham para que sacrificase a su hijo queridísimo. Y con Sansón para que se matase juntamente con los filisteos. Y con Eleázaro, que sucumbió aplastado por el elefante, al que mató. Del mismo modo se forman argumentos sobre la fornicación y el hurto. Porque permitió, y hasta mandó, a Oseas, que tomase por esposa a una prostituta; y a los hijos de Israel, que tomasen furtivamente las vasijas de los egipcios [...] El matrimonio entre herma­ nos está prohibido por derecho natural: del cual, sin embargo, leemos en el Antiguo Testamento haberse dispensado: como>es cierto que acaeció entre los hijos de Adán, y entre Abraham y Sara es muy probable. [...] finalmente: La observancia del Sábado es un precepto del Decálogo, e inviolable para los judíos: es así que se dispensó antigua­ mente de él a los Machabeos...» (De iustitia et iurei II, 3 ,8°, pp. 3 5 0 -3 5 1 ).

esta disputa teológica, aparentemente metafísica y abstracta, con cier­ tas consecuencias jurídicas de carácter bien práctico y concreto. Juan Duns Escoto (ca. 1266/1274-1308) hizo un hueco a la ley na­ tural, como racional o necesaria, al afirmar que aunque todo lo natural es bueno sólo porque Dios así lo ha querido y no por ninguna otra ra­ zón, su voluntad no es arbitraria y se encuentra limitada, además de por su propia bondad, por las leyes de la lógica y el principio de no contradicción. A partir de tales presupuestos, Escoto recogió de los santos católicos Bernardo de Claraval (1 0 9 1 -1 1 5 3 ) y el franciscano Buenaventura la distinción entre dos partes del decálogo mosaico: los mandamientos de la primera tabla, que imponen los deberes hacia Dios, serían necesarios e inderogables, siendo su violación pecado de manera absoluta, es decir, algo prohibido por ser malo (p roh ibita quia mala)-, en cambio, los deberes de la segunda tabla, que afectan a los hombres entre sí, dependen de la voluntad divina, de modo que, al ordenar con­ ductas debidas porque Dios las quiere, sin que las quiera por ser bue­ nas o justas en sí mismas, su violación es mala porque está prohibida (m ala quia prohibita) y su cumplimiento puede ser dispensado. Aplicada a las leyes humanas, la distinción entre acciones prohi­ bidas por malas y acciones malas por prohibidas dio juego en el pensamiento jurídico posterior para mantener una mayor flexibilidad y laxitud en la obligación de cumplir las leyes relativas a la segunda categoría (Juan Altusio, ya en el siglo X V II, recoge la distinción en su monumental P olítica, X X I, 2 2 -2 9 , pp. 2 7 8 -2 8 2 ), pero incluso la filo­ sofía jurídica contemporánea la viene a reproducir cuando, para con­ siderar el problema de la obligación de obedecer al Derecho, distin­ gue entre razones dependientes del contenido de las normas, que'si existen suministran una base suficiente para la obediencia (su conte­ nido equivale a las acciones p ro h ib ita quia m ala, como el delito de asesinato, que habría razones para no cometerlo aunque no estuviera prohibido por el Derecho), y razones independientes de dicho conte­ nido, que se refieren a justificaciones más indirectas y débiles, como la. aprobación por la autoridad, los daños indirectos por su incumpli­ miento y similares, de modo que su contenido equivale a las acciones m ala qu ia p roh ibita, según ocurre con delitos como la desobediencia a la autoridad o la bigamia. D el volu n tarism o divino a l h u m a n o : M arsilio d e Padua Pero el desarrollo de la polémica entre intelectualismo y voluntarismo destinado a tener más relevancia práctica en la historia del pensa­ miento se produjo al margen de la discusión directa sobre la natura-

leza racional o no de las leyes divinas, cuando Marsilio de Padua (c a . 128 0-ca. 1343) argumentó que las leyes humanas valían en cuanto ordenadas por la autoridad secular, con indendencia de su acuerdo o desacuerdo con la razón. De esta manera, este filósofo medieval es el primero que defiende la doctrina que hoy conocemos como positivis­ mo jurídico. Además de comenzar a prescindir de la idea de Derecho natural, que sólo menciona incidentalmente sin otorgarle relevancia44, él fue el primer autor que aplicó la tesis voluntarista a las leyes hu­ manas, desconectando así su fuerza obligatoria tanto de la razón, humana com o de la razón y la voluntad divinas. En efecto, Marsilio afirma que se llama «ley, según su última y propia significación [... a] la regla coactiva» (D efensor pacis, IIa, IX ,3), de modo que la ley humana existe sólo cuando «se da un precepto co­ activo con pena o premio en este mundo» (Ia, X ,4 ). Por su parte, las leyes divinas son tales porque también ellas están apoyadas por las pe­ nas y premios ultraterrenos, pero precisamente por ello su aplicación corresponde al otro mundo y no a éste, y en ningún caso al papa y de­ más jerarquías eclesiásticas (IIa, VIII,4, y IX ). Y así, lo que era una tra­ dicional distinción entre ley divina y humana se torna en Marsilio se­ paración entre ambas, pues no sólo su régimen de sanciones coactivas se da en dos mundos distintos, éste y el más allá, sino que sus mismos contenidos y finalidades son en gran parte diferentes: con un criterio que viene a separar el Derecho de la moral, el aspecto interno o inten­ cional de los actos es asunto de la ley divina inaccesible a la humana, mientras que ésta regula muchos actos para el fin de la paz o tranquili­ dad civil que la,ley evangélicano comprende (IIa, I X ,11-12). En este marco conceptual, lo justo no es legal ni obligatorio en lo que afecta a este mundo si no está en él coactivamente preceptua­ do, de modo que la ley humana obliga a su observancia en cuanto tiene la «forma debida», procedente del apoyo de la autoridad civil (I, X ,5 -6 ). D e ahí que el hereje no pueda ser castigado salvo que así lo establezca la ley humana, que es condición necesaria y suficiente del castigo, pues éste sólo puede imponerse una vez aprobada aquélla y mientras no haya sido derogada (IIa, X ,7 , así como V,7, y IIIa, 11,30). Aunque, estas tesis no aparecen en Marsilio exentas de matices45, ya 4 4 . M arsilio despacha con rapidez la noción de «Derecho natural» com o «dicta­ men de la recta razón en las cosas agibles», diciendo que-es noción expuesta a «equí­ vocos» porque «muchas cosas son conformes con el dictamen de la recta razón que, sin embargo, no aparecen a todos como por sí evidentes, ni son consiguientemente, como tales, sostenidas, y de hecho no son tenidas como honestas por todas las N acio­ nes» (D efensor pacis , IIa, X II,S). 4 5 . En efecto, dice que «la ley perfecta» exige la justicia y, de manera paralela, que por «la autoridad de gobernar que se ha establecido por lá elección [de la totalidad

se encuentran en ellas los cimientos de la apodíctica sentencia hobbesiana auctoritas, non veritas, facit legem , esto es, la autoridad, y no la verdad, hace la ley. Y así, la separación que viene a establecer Marsilio entre Derecho y moral, sumada a sus indicaciones sobre la obligatoriedad de las leyes con independencia de su contenido y a su insistencia en la paz civil como razón del gobierno, apuntan ya todas ellas hacia una concepción que se desarrollará por algunos de los iusnaturalistas racionalistas, y muy en especial por Hobbes, para ter­ minar desembocando en la plena negación de todo Derecho natural por parte del positivismo jurídico.

3. La

s u p e r io r id a d d e l

D

e r e c h o n a t u r a l : l e y in ju s t a ,

LEGITIMIDAD DEL PODER POLÍTICO Y DESOBEDIENCIA LEGÍTIMA

3.1. E l p roblem a de la ley injusta Junto al rasgo de la universalidad, el otro carácter ciceroniano de la superioridad del Derecho natural, que convierte en verdadero Dere­ cho al Derecho natural, adquiere en la escolástica medieval un va­ lor fundamental y muy relevante en la práctica en relación con los límites de la obediencia al Derecho injusto. El punto de partida es aquí, una vez más, Agustín de Hipona, a partir del cual se convierte en fórmula de estilo afirmar que non videtur esse lex quae insta non fu erit, esto es, no parece que sea ley la que no es justa. El presupuesto agustiniano de esa tesis se encuentra en un bello texto que es también el origen de la recurrente pregunta por la diferencia entre la norma jurídica y la orden del bandido, que en una continuada tradición que .jDasa por Locke llega hasta Kelsen y Hart:

de los ciudadanos, o de su parte prevalente ...] se constituye en acto el gobernante, no por su ciencia de las leyes, prudencia o virtud moral, aunque sean éstas las cualidades del gobernante perfecto» (Defensor pacis, Ia, X V ,1). Además, quizá la atribución por M arsilio de la autoridad última a la comunidad, que es la condición que suele dar por supuesta, podría constituir un límite a la injusticia de las leyes más o menos racio­ nal. Sin embargo, aparte de lo poco explícito de tal presuposición en su obra (que un estudioso como Passerin d’Entréves no considera: M edieval , p. 62), lo decisivo es que, de un lado, M arsilio deja claro que las leyes injustas no por ello dejan de ser leyes, com o las de «los países de algunos bárbaros» (Ia, X , J -6), y, de otro lado y sobre todo, que su concepción general es que el precepto coactivo, sea en esta vida o en la otra, es condición necesaria y suficiente de la ley, sea humana o divina, la cual debe dar lugar al'castigo correspondiente sólo si ha sido puesta (IIa, X ,7 ): de ahí que afirme, como ya he citado en el texto, que «la ley, según su última y propia significación, se dice de la regla coactiva» (IIa, IX ,3).

Pues, desterrada la justicia, ¿qué son los reinos sino grandes bandas de ladrones?, y las mismas bandas de ladrones, ¿qué son sino peque­ ños reinos? [...]. Con tanta elegancia como verdad respondió un pira­ ta apresado por Alejandro el Magno. Pues como el rey le preguntara a este hombre qué le parecía el haber infestado el mar, él le respondió con libre orgullo: «Lo que a ti el haber infestado la superficie de la tierra; pero como yo hago lo mismo en un pequeño barco me llaman ladrón, mientras que a ti, con tu gran ejército, te llaman emperador» [R em o ta ita q u e iustitia, q u id su nt regna n isi m ag n a latrocin ia? , qu ia e t ipsa la tr o c in ia q u id su nt n isi p a rv a regna? [...]. E le g a n ter en im et v er a citer A lex a n d r o illi M agn o q u íd am co m p reh en su s p ira ta respon dit. N a m cu m id em rex h o m in e m in terrogaret, q u id e i videretur, ut m a r e h a b er et in festu m , ille.lib era co n tu m a cia « Q u o d tibi», inquit, «ut o r b e m terra ru m ; s e d q u ia id eg o ex ig u o n avigio fa c ió , latro v o c o r ; q u ia tu m ag n a classe, im p era tor» ] {C ivitas D ei, IV, 4 ) .

Esta concepción del Derecho natural se ha denominado, con ra­ zón, iusnaturalismo ontológico, porque identifica el ser o esencia del Derecho con el Derecho natural, o, dicho de otro modo, define al Derecho natural como único real y verdadero, ya que el Derecho po­ sitivo no es tal si no coincide con el Derecho-natural o, al menos, si no lo desarrolla sin oponerse a él (Díaz, Sociología, pp. 266 ss.). En esa tradición, Aquino apostilla, y seguramente matiza46, la fórmula agus¿ tiniana del non videtur esse lege... con expresiones como magis sunt__ violentiae quam legis o non lex sed corruptio legis (son más violencia que leyes, no es ley sino corrupción de la ley: Summ. Th., I-II, 92 ,1 ; 9 3 ,3 ; y 95,2), que se insertan en una concepción conformista sobre la legitimidad de la autoridad política, en la línea dé Pablo de Tarso: La ley humana tiene carácter de ley en cuanto se ajusta a la recta razón, y en este sentido es claro que deriva de la ley eterna. Por el contrario, en la medida en que se aparta de la razón se convierte en ley inicua y, como tal, ya no es ley, sino más bien violencia. Sin embargo, en la 46. Joh n Finnis, aceptando el usual cargo de autocontradictoriedad en la idea de que «la ley injusta no es ley» (ya que para ser ley injusta antes ha de ser ley), ha argumentado que Tomás de Aquino dio «interpretaciones más matizadas»-de la sen­ tencia de Agustín de Hipona y mantuvo que las leyes injustas no son Derecho, pero dando por supuesta la distinción — de la que también habría sido consciente el propio Agustín— entre, de un lado, un sentido «focal» o propio del término «Derecho», de carácter moral y relevante pára quien lleva a cabo críticamente un razonamiento prác­ tico con las reglas jurídicas, y, de otro lado, un sentido secundario o por analogía, que permitiría describir com o Derecho, sea sociológica o históricamente, sea en interpre­ taciones jurídicas intrasistemáticas, leyes injustas pero jurídicamente válidas (Natural Law, pp. 3 6 3 -3 6 6 ; conform e con Finnis, Westerman, p. 70). No obstante, por señalar una incoherencia menor en la interpretación de Finnis, no termino de ver por qué Aquino habría debido matizar a su antecesor si éste también había dado por supuesta la distinción entre el citado sentido focal y el secundario.

misma ley inicua subsiste cierta semejanza con la ley, al estar dictada por un poder constituido, y bajo este.aspecto también emana de la ley eterna, pues como se lee en Rom 13,1: «toda potestad procede de Dios nuestro Señor» [non est potestas nisi a Deo] (Summ. Th., I-II, 93,3). Sea cual sea la interpretación de la posición tomista, sin embargo, la lectura que históricamente ha tendido a tener el non videtur esse lege... ha sido más bien literal, entendiéndose que las leyes injustas no son leyes, esto es, no son válidas ni siquiera jurídicamente, por más que en una versión más moderada la tesis se reduciría a afirmar que no valen moralmente, no obligando en ningún caso «en el foro de la con­ ciencia». Aparte de algún texto académico contemporáneo que viene a recoger esa interpretación tradicional, siquiera sea aceptando sólo su versión más moderada, de la versión radical, que niega carácter de ley a las injustas, se hizo eco la encíclica de Juan Pablo II Evangelium vitae, donde se consideran antijurídicas las normas positivas que de­ claran lícitos la eutanasia o el aborto47. En resumen, el mensaje básico de la visión tomista usualmente transmitida de la relación entre De­ recho natural y Derecho positivo está en concebir la superioridad.del primero como absoluta y por razones de contenido, de manera que las normas jurídicas positivas, para ser propiamente Derecho, deben derivarse de manera directa o indirecta a partir del Derecho natural. Como ya he sugerido, esa interpretación de la superioridad del Derecho natural sobre el Derecho positivo es una de las dos claves de la cuestión a propósito de la obligación de obedecer al Derecho y de sus límites, esto es, del problema de la licitud de la desobediencia o resistencia frente al Derecho injusto. Pero antes de entrar en el detalle de ese problema, conviene desarrollar la otra clave fundamental que está detrás de esa cuestión: el tema de la legitimidad del poder político. 3.2. L o s criterios de legitim idad d el p o d er p olítico Sintetizando los elementos fundamentales de la concepción del po­ der político en Aquino — y, en general, en la escolástica católica— , cabe destacar dos componentes fundamentales: el primero, recogi­ do de las fuentes aristotélicas, es la sociabilidad natural de los seres 47. En esta encíclica, de 25 de marzo de 1995, se apela de manera expresa a tex­ tos de Tomás de Aquino como los citados en el texto precisamente para afirmar que «una ley civil que autoriza el aborto o la eutanasia cesa ipso facto de ser una ley civil verdadera, moralmente obligatoria» (§ 7 2 ), no existiendo «obligación en conciencia de obedecer tales leyes, sino, al contrario, una grave y clara obligación de oponerse a ellas m ediante objeción de conciencia » (§ 73) (un texto académico como el aludido es el de Fernández Galiano, pp. 133-137).

humanos, que les inclina a reunirse en diversas agrupaciones sociales cuyo culmen es la asociación política; el segundo, de inspiración bí­ blica y con raíces complejas en diversas doctrinas altomedievales, el fundamento divino del poder político y su atribución última al pue­ blo. Veámoslos por partes, aunque con mucho mayor detenimiento en la segunda; a) La sociabilidad natural del hombre La tesis de la sociabilidad natural del hombre, una vez más proce­ dente de Aristóteles, da por supuesto que hay una secuencia natural entre la existencia de una comunidad política y su gobierno, de modo que si la asociación política no necesita especial justificación, tampo­ co en principio lo necesita el gobierno, al menos en el sentido de que la carga de la prueba corresponde a quien quiere mostrar que el poder político no está justificado. En Aquino, incluso, la transición va rápidamente de la natural sociabilidad humana a la monarquía como m ejor forma de gobierno: puesto que, como ya señalamos, el hombre es un animal sociable por naturaleza que vive en comunidad, la semejanza con el régimen divino se encuentra en él no sólo en cuanto a que la razón rija las demás partes del hombre, sino también en cuanto a que la sociedad es regida por la razón de un solo hom bre, cosa que pertenece en especial a la tarea del rey (De regno-, II, 1).

No obstante, a diferencia de Aristóteles, casi no hace falta decir que en Aquino se ha pasado de la p o lis a las dos formas básicas del Estado medieval: la ciudad y el reino. Al Estado — esto es, a lo que los autores medievales denominaban todavía civitas o res p u b lic a — le atribuye las virtudes que el griego había atribuido a la ciudad, hasta considerarlo una «sociedad perfecta», en el sentido de que debe satis­ facer todas las necesidades humanas, bajo la finalidad de q u o d h o m in es n on solu m vivant sed q u o d b en e vivant, esto es, «para que los hombres no sólo vivan, sino que vivan bien», que, por lo demás, no hace más que poner en verso latino el pasaje donde Aristóteles dice que la ciudad «surgió por causa de las necesidades de la vida, pero existe ahora para vivir bien» (P o lítica , 1252b ). Y a lo que esta idea de «bien vivir» remite fundamentalmente en Aquino es a la noción de bien común, que en él incorpora de nuevo otra idea aristotélica sobre la relación, más bien autoritaria y en todo caso absorbente y escasamente liberal, entre la comunidad y el individuo: así como en Aristóteles el todo, la ciudad, es superior a las partes, los ciudada­

nos que la componen, en Aquino el bien común difiere esencial o cualitativamente del individual, siendo distinto y más importante que éste: el bien propio no puede existir sin el bien común, sea de la familia, sea de la ciudad o del reino [b o n u m p rop riu m n o n p o test esse tiñ e b o n o c o m m u n i vel fa m ilia e vel civitatis a u t regni ] (Sum m . Th., II-II, 47 ,1 0 ).

Y, como consecuencia de ello, el bien común es mayor y mas sagrado [m aju s et divin iu s ] que el de una sola persona y por ello se impone un mal a uno cuando se convierte en bien de muchos, como se ejecuta al ladrón para conservar la paz general (De Regno , I, 9, § 29 ; véase también S u m m . Th., II-II, 3 1 ,3 )48.

Pero sobre la noción de bien común se vuelve de nuevo enseguida, a propósito de la atribución tomista de la titularidad originaria del poder político al pueblo. b) La atribución divina del poder originario al pueblo L a titularidad originaria d el p o d er p o r el p u eblo: con cepcion es descendentes y ascendentes del p od er La concepción tomista sobre el fundamento del poder está lejos de ser lineal. En su visión teocéntrica del mundo, el origen último del poder no puede ser otro que divino, estando inscrito en el plan previsto por Dios para los hombres. Ahora bien, la atribución de ese poder a los gobernantes no es directa, sino a través del pueblo, que es su deposi­ tario originario, al menos en el sentido de que la finalidad del gobier­ no es su «vivir bien», esto es, el bien común de la comunidad política. Junto a ello, en la visión tomista el mismo origen divino del poder y el fin último de todos los cristianos, incluidos sus gobernantes, de con­ seguir la salvación eterna, otorgaba a la Iglesia y, a su cabeza, al papa • — cuyo poder concebía como directamente derivado de Dios— un papel de dirección y, de ser necesario, de corrección del poder secular. Esta doctrina política constituye una original combinación de tres concepciones distintas sobre el poder que, de manera más o menos 48. Hay cierta oscilación en distintos textos de Aquino sobre la diferencia entre ambos tipos de bien, lo que ha permitido una interpretación más benévola sobre la acomodación' entre bien común y bienes individuales (véase Passerin D ’Entréves, M e­ dieval , pp. 2 7 -2 9 ; para la interpretación más favorable, véase también Finnis, Aquinas, pp. 1 2 0 -1 2 3 ).

larvada, estuvieron en tensión durante toda la Edad Media. Según la ya clásica formulación de Walter Ullmann en Principios de gobiern o y política en la E d a d M edia, esta época conoció tres doctrinas distintas sobre el poder político mutuamente excluyentes en su pureza, dos descendentes y una ascendente. La que primeramente hizo su apari­ ción fue la teoría descendiente del poder papal, que, apoyada sobre todo en el texto evangélico en el que Cristo da a Pedro el poder de_ atar y desatar en el cielo lo que decida en la tierra (Mt 16, 18-19), fue sustentada por los papas y la doctrina católica medieval como justificación de la titularidad de un poder personal universal y pleno (la plenitudo potestatis del papa49), no sólo por encima de la Igle­ sia, piramidalmente jerarquizada, sino también de los poderes de los príncipes seculares, sobre cuya espada, llegado el caso, predominaba la espada de la Iglesia, blandida legítimamente sólo por el papa50. En frontal oposición a la anterior, aun con similares pretensiones de apoyo en pasajes de las sagradas Escrituras — incluido el famoso texto de Pablo de Tarso sobre el origen divino de la autoridad secular (véase sitpra, p. 56)— , los reyes pronto tomaron ejemplo de la misma imagen piramidal y jerárquicamente descendente comenzaron a rei­ vindicar su título «por la gracia de Dios» y su poder como no sometido a leyes51, aunque no les fue fácil asentar esa doctrina bien por la fuer­ za de la nobleza en sistemas feudales como el inglés bien por la gran capacidad de atracción del poder eclesiástico allí donde la nobleza

49. Como relata Ullmann, la curiosa teoría de la plenitud de poder en el papa se basó también en la institución jurídica romana de la herencia, entendiéndose que cada papa recibía su poder jurisdiccional como heredero directo del apóstol Pedro y no del papa anterior. Entre otros curiosos supuestos necesarios de la teoría, destaca que la elección papal por la Iglesia no implica que ésta sea superior al papa ni que le pueda revocar, pues ella es sólo un mero medio para articular la designación divina. También llama la atención que dicho poder jurisdiccional se distinguiera del poder de ordenar obispos y sacerdotes, lo que cualifica a cualquier católico seglar como elegible al papado: dice Ullmann que en la Edad Media fue frecuente la consagración de papas como obispos y, lo que es más sorprendente, que la doctrina sigue vigente hoy (cap. 2). 5 0 . Así, la bula Unam Sanctam, dictada en 1 3 0 2 por el papa Bonifacio VIII, aun­ que recogía la afirmación tradicional de la existencia de las dos espadas, la espiritual y la temporal, subordinaba la segunda a la primera dejando claro que el poder último de ambas espadas estaba en manos del vicario-de Cristo (Skinner, Fundamentos , I, p. 3 5 )^ así como supra, pp. 8 1-82). ! 51. Ya en las postrimerías de la Edad Media, en 1439, el rey de Castilla Juan II, padre de Isabel la Católica, expresa perfectamente esta doctrina en un texto que llama a todos a obedecer «con toda humildad y reverencia», pues según las leyes del reino «tan grande es el derecho del rey que todas las leyes y todos los derechos tiene so sí, y no lo ha de los hombres, mas de Dios, cuyo lugar tiene [— ocupa] en las cosas tempo­ rales» (cit. por Tomás y Valiente, p. 1.213).

fue más débil. N o obstante, el poder cada vez más efectivo de algu­ nos reyes dio lugar a repetidos conflictos con el papado — de los qué el más importante fue el de provocado sobre todo con Francia y Alemania en los siglos X I y x i i por el rechazo de la Iglesia al nom­ bramiento e investidura de los obispos por los príncipes (véase supra, p. 82)— que, en los hechos al menos, sirvieron para neutralizar entre sí las dos pretensiones opuestas de poder descendente hasta el punto de que ninguna alcanzó una hegemonía duradera en el medievo. Sólo tras el nacimiento del Estado moderno y la Reforma protestante se afianzaría, sobre todo en’ el continente europeo, la concepción teocrá­ tica del poder real, llevada hasta sus últimas consecuencias por la doctrina del derecho divino de los reyes. Aunque las concepciones descendentes del poder fueron las do­ minantes en la Edad Media, Ullmann destaca la creciente rivalidad de la concepción ascendente del poder, de la que considera antece­ dentes tanto a la Roma republicana como al sistema de gobierno de las tribus germánicas (p. 2 5)52. Junto a ciertas formas de poder desde abajo ejercido en entidades menores enclavadas de los reinos, como las aldeas — un buen ejemplo fueron los concejos abiertos en Castilla, que «a campana tañida» reunían a todos los vecinos— y, ya desde el siglo X II, las ciudades y las asociaciones y corporaciones gremiales de artesanos y comerciantes, también las instituciones feudales, sin ser en sí mismas expresión de un poder popular, contribuyeron al debi­ litamiento de los gobiernos reales. Por su parte, los levantamientos de campesinos, artesanos y comunidades religiosas heréticas, que tam­ bién proliferaron a partir del siglo X II, fueron un contrapeso incómo­ do tanto para los reyes como para el papado. Y, en fin, también en esa misma época comienzan a aparecer en el ámbito de la cultura formal doctrinas que dieron algún peso a los principios del poder popular. Tomás de Aquino, M arsilio de Padua y Bartolo da Sassoferrato son los tres nombres principales que sucesivamente figuran en esa parte de la historia destacada por Ullmann: desde la teología, Aquino dio un cierto papel al pueblo en la legitimación del poder; desde la polémica política y teológica, Marsilio de Padua argumentó más decididamente en favor de la legitimidad popular del poder, tan­ to en el ámbito civil como en el eclesiástico, defendiendo la teoría conciliarista de la prioridad de los concilios sobre el papa; y, en fin, desde la interpretación jurídica, Bartolo justificó la autonomía de las

52. Ullmann no menciona la democracia ateniense, acaso por entender que el poder en ese sistema no asciende ni desciende, pues, al carecer propiamente de la idea de representación, es básicamente horizontal.

ciudades italianas y sus gobiernos republicanos respecto de cualquier jurisdicción superior. Sin embargo, esta construción de Ullmann, de simetría induda­ blemente elegante, quizá ofrece una imagen de las concepciones ascen­ dentes demasiado modernizada. En realidad, incluso las teorías as­ cendentes tenían un punto de partida teocrático y descendente, pues era de Dios de quien en todo caso se hacía proceder el fundamento de todo poder. Además, no ya sólo en el más moderado Tomás de Aquino sino también en el más radical M arsilio de Padua, sería an a-. crónico identificar la atribución del poder originario al pueblo con la anticipación de la idea de la soberanía popular o de la democracia como se conocería a partir de las revoluciones liberales, acaecidas cuatro o cinco siglos después. Pero para llegar a estas conclusiones hay que recorrer un itinerario más entretenido, que se fijará con es­ pecial detalle en las doctrinas de los dos autores que acabo de men­ cionar. F u n d am en to divino d el p o d er y d erech o divino de los reyes Para Tomás de Aquino el poder deriva en último término de la ley eterna y la natural, que someten a la providencia divina todo cuanto ocurre en el mundo, incluidas las leyes de los gobernantes humanos: expresamente dice Aquino que siend o la ley etern a la razón o plan de g ob iern o e x iste n te en el suprem o gobernante, todos los planes de gob iern o existen tes en los gobernantes inferiores necesariam ente han de derivar de la ley etern a (Summ. T h., I-II, 9 3 ,3 );

de lo cual, com o ya vimos, extrae la más bien conservadora conclu­ sión de que incluso en la misma ley inicua subsiste cierta semejanza con la ley, al estar dictada por un poder constituido, y bajo este aspecto también emana de la ley eterna, com o se lee en Rom 1 3 ,1 : toda potestad procede de D ios nuestro Señor (Summ. Th., I-II, 9 3 ,3 ).

Ahora bien, el carácter tendencialmente absoluto de la doctrina de Pablo de Tarso, aceptado en este texto, no puede sobrevivir ante criterios com o los vistos sobre las leyes injustas, que dibujan una posición que admite el derecho de resistencia, que fue la más típica del pensamiento medieval.' Por eso, a pesar del texto anterior, el fundamento divino del poder ha de atribuirse, tanto en Aquino como en el conjunto de la escolástica, al poder legítimo.

Por lo demás, la expresión «fundamento divino del poder» es profundamente ambigua y resulta conveniente distinguir en ella, con Passerin d’Entréves, tres nociones bien distintas: la primera, la que se acaba de ver, podría denominarse doctrina del origen divin o del po­ der político y va desde el aparente absolutismo de Pablo de Tarso a las posiciones condicionadas de la escolástica; la segunda noción, anterior en el tiempo, que podría denominarse del ca rácter divino del poder, es la que se expresó en la divinización de los grandes emperadores orientales de la antigüedad, adoptada por los del Impe­ rio romano hasta la conversión de Constantino; la tercera, en fin, que se desarrolla de forma plena con el Estado absoluto a partir de los siglos xvi-xvii, siendo formulada primero por el rey británico Jacobo I Estuardo y recogida después por Bossuet, puede caracterizarse como doctrina del d erech o divino d e los reyes y resumirse en la triple pretensión de que la monarquía es la única forma de gobierno san­ cionada por Dios, de que el rey recibe de Dios un pod.er absoluto que exige la obediencia incondicional de los súbditos y, por último, de que el título del rey dinásticamente legítimo es inalienable e inde­ pendiente de la voluntad de los súbditos (Passerin, D ottrina, pp. 2 5 7 2 6 2 ; trad. cast., pp. 21 6 -2 2 0 ). E l bien com ú n La consideración del pueblo como titular o sujeto primario del poder político legítimo, recibido en último término de Dios, tiene en Tomás de Aquino más que ver con la noción del bien común como finalidad del poder que con la democracia como forma de ejercicio, aunque deja un cierto papel al consenso popular, siempre mediado y dirigido por los estamentos superiores, la nobleza, el alto clero y, quizá, algunos «ciudadanos» notables, esto es, los más ricos burgueses o habitantes de los burgos o ciudades medievales. En general, ha de tenerse en cuenta que, en esta época, «[e]l térm inop opulu s designaba al conjunto de la sociedad con su correspondiente estructura política (y no al “pueblo” en el sentido moderno)», de manera que el hecho de que los juristas medievales afirmaran «que una ciudad independiente (opopulus) po­ día legislar no implicaba nada acerca de la distribución interna del poder» (Black, p. 21). Además, hay que insistir en que en la mentalidad medieval los individuos no son vistos más que a través de su pertenen­ cia a colectivos y que éstos predominan siempre sobre los intereses individuales. Por ello, en este contexto el «pueblo» no es un sujeto co­ lectivo semejante a la «nación» o el «pueblo» de las actuales constitu­ ciones, organizado mediante un sistema de representación que garanti-

ce el voto a los individuos, sino una idea más abstracta que refleja a la comunidad en cuanto res pu blica, esto es, en cuanto cuerpo a la vez político y social, una noción que autores como Agustín de Hipona y Tomás de Aquino recogieron expresamente de Cicerón: pueblo no es una unión de hombres reunidos de cualquier modo, sino una unión de gente asociada por el acuerdo sobre el Derecho y por una comunidad de intereses [populus autem non omnis homi-

num coetus quoquo modo congregatus, sed coetus multitudinis iuris consensu et utilitatis communione sociatus] (Cicerón, De re publica, I, 25; véase también Agustín de Hipona, Civitas Dei, II, 2 1 ; y Aquino, Summ. Th., I-II, 105,2). Para entender cómo la atribución al pueblo de la titularidad ori­ ginaria del poder político no es propiamente democrática importa distinguir entre titularidad y ejercicio del poder, aunque Aquino no lo exprese literalmente así: el pueblo es titular pero no necesaria­ mente ejerce el poder. Es verdad que en su obra hay algunas refe­ rencias al pueblo también como eventual ejerciente del poder, por ejemplo, como antes se vio, en su defensa de la desuetudo, o cuando plantea la cuestión «¿Puede un individuo particular crear leyes?», donde afirma que «ordenar algo al bien común corresponde ya sea a to d o el p u eblo, ya a alguien.que haga sus veces» (Summ. Th., III, 9 0,3). Ahora bien, si en un texto como éste Aquino no se está refiriéndo otra vez a la creación consuetudinaria del Derecho, muy probablemente esté recogiendo la doctrina romana que atribuye al pueblo la originaria pero delegable potestad de legislar53, esto es, la titularidad no necesariamente acompañada del ejercicio54. En el más favorable de los casos quizá pueda aludir también, descriptivamente,

5 3 . En esta questio Aquino hace una referencia explícita a un texto de las Etim o­ logías de Isidoro de Sevilla que sin duda alude a la noción romana de ley: «La ley es una determinación del pueblo sancionada por los ancianos junto con la plebe», que en el original continúa así: «Pues lo que el Rey o el Emperador manda se llama constitu­ ción o edicto» [Lex est constitutio populi , quam maiores natu cum plebibus sancierunt. N am qu od Rex vel Im perator edicit3 constitutio vel edictum vocatur ]: Etymologiarumi II, X , l ; también, con leves diferencias, ibid., Y x , donde, como definición de lex, se en­ cuentra entre las de ius Quiritum y scita plebium (plebiscitos o decisiones de la plebe) y la de senatusconsidtum. 5 4 . Recuérdese el texto de Ulpiano sobre la lex regia (conocido por Tomás de Aquino, que cita su comienzo pocas páginas antes, en I-II, 9 0 ,1 ): «Q uod principi pía~

cuit, legis h abet vigorem: utpote cum lege regia, quae de imperio eius lata est, populus ei et in eum om ne suum imperium et potestatem conferat » [«Lo que al príncipe place tiene fuerza de ley, puesto que el pueblo, con la ley regia, que otorga por su imperio, le ha conferido a aquél todo su imperio y potestad»].

a formas de gobierno popular como las de la Grecia clásica o las de las ciudades republicanas de la Italia central y septentrional de su época, pero sin que su concepción central ni sus preferencias estuvie­ ran de ese lado5i: ante todo, por su central definición general de ley, que exige la promulgación «por quien tiene a su cargo la comuni­ dad», pero además por su utilización de la clásica metáfora organicista de la comunidad como cuerpo humano — en el que no todos los órganos son iguales, sino que hay uno principal, la cabeza o el cora­ zón, «que mueve a todos»— , que le sirve para mostrar que «es preci­ so que en toda sociedad haya algo que la dirija» (De regno, I, 1, § 4). Si todo ello se une a su defensa de la monarquía como form a.de gobierno más apta para mantener la unidad y la paz, y del rey como «pastor» que busca el bien común de la'sociedad (De regno, I, 1, § 7, y I, 2 , §§ 8 -9)i6, el resultado es una visión jerárquica y hasta paternal del poder político. En suma, el pueblo es el cuerpo político-social en abstracto, la comunidad en conjunto, que es la titular y, a la vez, la destinataria o beneficiaría del bien común, que debe ser garantizado por quienes ejercen el poder político, sea el rey o un consejo de notables. La legitimidad que se atribuye al pueblo en cuanto conjunto de indivi­ duos es inexistente en lo que se refiere a elecciones o votaciones y, en todo caso, su papel es meramente pasivo: ya Irnerio había dejado claro el criterio de distinción entre el pueblo como universitas o corporación y como singulis o conjunto de individuos, porque el pri­

5 5 . Según Quentin Skinner, Aquino «muestra una considerable admiración por las repúblicas autónomas de su Italia natal» («Ciudades», p. 7 2 ), pero el texto al que remite, leído en su contexto, es una confirm ación de las preferencias monárquicas de Aquino (por lo demás, nacido en un castillo cerca de Nápoles, lejos de cualquier ciudad-república): en ese texto, plausiblemente pensando en las ciudades italianas del norte y el centro, aduce Aquino que «la experiencia demuestra que una sola ciudad gobernada por dirigentes elegidos anualmente tiene más poder que cualquier rey aun­ que tenga tres o cuatro ciudades semejantes a aquélla», pero para señalar inmediata­ mente que el modelo clásico de ese tipo de gobierno, la República.romana, por tratar de evitar el peor mal de la tiranía descartó el «mejor gobierno del rey», para concluir arruinado por las guerras civiles (De regno , I, IV, § 14). 56. No obstante, el asunto de las formas de gobierno es bastante más complejo en T om ás de Aquino, porque no sólo osciló entre la monarquía electiva y la heredita­ ria, sino que junto a textos en los que defiende la monarquía como m ejor form a de gobierno, en otros, siguiendo a A ristóteles, interpreta como modelo del Antiguo Testamento un tipo de gobierno m ixto en el que el monarca preside sobre todos, hay una aristocracia que participa en el régimen por su virtud y el pueblo tiene capacidad de elección y de ser elegido en las magistraturas (véase Summ. Th., I-II, 105,1). Sobre el tema, y la fluctuante term inología de Aquino, véase el «Estudio preliminar» de Robles y Chueca a la versión castellana de D e regno , pp. X L V -X L V III).

mero «dispone» (o prescribe) mientras el segundo sólo «promete y se compromete», lo que ilumina un texto de Alberto Magno, el maestro de Aquino, según el cual la ley se da para el beneficio del pueblo, que se limita a consentirla — hay que entender que pasivamente— y a obedecerla, de modo que es dictada para el pueblo, ñopo?'el pueblo, sino por el príncipe y los juristas que le auxilian57. Bajo 1a idea di: bien común, la función del gobierno se puede ver como un fideicomiso, un encargo de buena fe que la comunidad encomienda mediante un pacto tácito a los gobernantes para su salva­ guardia y felicidad (Sabine, p. 189). Esa idea de fideicomiso, que durante la Alta Edad M edia — esto es, entre los siglos V y X — había sido el centro de la institución feudal del vasallaje, como pacto ex­ preso de fidelidad y protección entre señor y vasallo, ya en la Baja Edad M edia — esto es, por seguir la misma convención antes estable­ cida, entre los siglos X I y XVI — estará detrás de una concepción «pactista» del poder político que tuvo gran importancia en el plano de instituciones como los parlamentos medievales. Por su parte, en el plano doctrinal, quien sin duda llevó más lejos la idea del bien común como producto de la titularidad origina­ ria del poder .en el pueblo fue Marsilio de Padua, que sin duda, aparentemente al menos, formuló la doctrina más democrática de la Edad Media. Pero como se va a ir viendo enseguida, ni los parlamen­ tos medievales ni la concepción de Marsilio pueden ser considerados sin importantes cualificaciones como manifestaciones del ideal de­ mocrático o como precedentes de las democracias modernas. E l p a c tis m o m e d ie v a l E n el p la n o de las in stitu c io n e s, el p a ctism o m e d iev a l n o d eja de ser un d e sa rro llo de la v ie ja v in cu la ció n feu d al e n tre señ o re s y vasallo s, v in cu la ció n e n la que la je ra rq u iz a ció n en tre los d istin to s esta m en to s, en e sp ecia l e n tre señ o re s y sierv os, es ta n ríg id a y rig u ro sa co m o lim ita d a y te n u e d en tro del m ism o e sta m e n to (recu érd ese q u e el rey no es sin o u n n o b le m ás, só lo p rim u s in te r p a r e s , esto es, p rim e ro 57. Los textos m encionados dicen literalm ente, el de Irn erio: «el pueblo en cuanto conjunto orgánico dispone y en cuanto conjunto de individuos promete y se compromete» [populus universitatis iure praecipit> idem singulorum nom ine prom ittit et spondet]\ y el de Alberto M agno: «la ley es una disposición establecida por el consentim iento, la utilidad y la obediencia del pueblo, por la invención y redacción de los juristas y por la sanción de la autoridad del príncipe» [lex est constitutio populi per consensus et utilitatem et observationem , iurisconsulti autem est per inventionem et ordinationem> et principis per aucioritaris santio7tem\ (cit. por Grossi, pp. 2 0 0 y 150, .respectivamente).

entre iguales). Cuando la monarquía comienza a organizarse de ma­ nera más centralizada y necesita especial apoyo financiero o militar, acude a los parlamentos o Cortes medievales, que van surgiendo des­ de el siglo X III como extensión de las asambleas y curias o consejos que desde hacía siglos venían reuniendo al rey con la nobleza y el alto clero como medio de confirmación de que las leyes eran conformes con las costumbres de la comunidad (Grossi, p. 106). Lo que distin­ gue a los parlamentos es sobre todo la representación de las ciudades dependientes del rey y su papel de contrapeso y control políticos ante monarquías en condiciones de debilidad, desarrollando también las funciones más tradicionales de reparación de agravios, negociación y aprobación de subsidios e impuestos y comunicación con los conce­ jos representados. En los parlamentos medievales se puede decir que todo el mun­ do está «representado», pero al modo medieval, que comprendía la aquiescencia tácita o dada en un pasado remoto (Black, p. 92) y que, sobre todo, era representación corporativa y de arriba abajo, confor­ me a la cual mientras los miembros de la alta nobleza (o del alto clero), llamados a título personal, hablan y se pronuncian por el conjunto de los nobles (o de los clérigos), incluidos los de menor rango y, desde luego, por los siervos de su jurisdicción, por su parte, las ciudades suelen enviar como representantes a miembros de la oligarquía local elegidos sólo por ella misma, usualmente los com er­ ciantes más ricos o los funcionarios y militares más poderosos, todo ello sin que vote el 99 por ciento de la población (Martín, pp. 7 2 -7 7 y 9 1 -9 3 ; y Birch, cap. 2 ; sobre el pactismo, Tomás y Valiente, pp. 1.1 4 0 ss.. y 1 .2 1 5 -1 .2 1 6 ; y Fioravanti, D erechos, pp. 27-31). Junto a ello, no estará de más añadir que la gran diferencia entre la represen­ tación parlamentaria medieval y la contemporánea estriba en que mientras aquélla era, en uno de los varios significados dé la palabra, represen tación del pueblo ante el monarca como poder político fo r­ mal, donde el parlamento actuaba como un intermediario que, por decirlo en términos actuales, estaba fuera del Estado, en cambio, los parlamentos modernos representan al pueblo en el sentido de que están jurídicamente autorizados para realizar en su nombre e interés actos como aprobar leyes o elegir y controlar al gobierno, formando así parte — incluso la parte más importante, según la doctrina demo­ crática— del propio Estado (Sartori, p. 230). En el modelo medieval, saturado de jerarquías y privilegios para unos pocos, el pacto entre el poder político y el pueblo propiamente dicho difícilmente va más allá, en el mejor de los casos, de la mera aceptación tácita, que — como ocurrió durante siglos con el sistema

inquisitorial y ha seguido ocurriendo hasta hoy en muchos de los sistemas dictatoriales— puede ser más o menos pasiva pero en abso­ luto «democrática», incluso en. el sentido mínimo y elemental de con­ trol del poder mediante el ejercicio repetido del voto popular. Natu­ ralmente, nada de lo anterior pretende negar que los parlamentos medievales son el germen de los actuales parlamentos democráticos, entre otras cosas porque la historia inglesa muestra la continuidad en­ tre ambos mediante una lenta y compleja evolución. Pero entre el nacimiento medieval de los parlamentos y su desembocadura en los siglos X IX y X X no es sólo que la idea de democracia moderna tardará tiempo en aparecer como doctrina y en plasmarse en la realidad, sino que las mismas mutaciones en los parlamentos y en la forma de concebir la representación han sido tan profundas que hacen pensar en aquella navaja que, a fuerza de cambiarle muchas veces la hoja y las demás piezas, terminó por no ser la misma navaja. M arsilio y la d em ocracia Por su parte, en el plano doctrinal, aunque Marsilio de Padua es segu­ ramente el pensador medieval que parece mostrarse más cercano a las ideas democráticas, conviene cuidarse de los peligros de anacro­ nismo de tal interpretación. En realidad, la atribución de la legitimi­ dad del poder político al pueblo por Marsilio de Padua no deja de ser una variación, nueva y extrema si se quiere pero variación al fin y al cabo, sobre el modelo medieval de legitimación política, pues partici­ pa de unos presupuestos y conceptos similares a los de Tomás de Aquino, con su idealización del pueblo, su vinculación con la idea de bien común y su remisión última de todo poder a la ley divina58. A partir de esa identidad de cimentación, sin embargo, hay que recono­ cer dos diferencias de tono en Marsilio que anuncian ya motivos que se desarrollarán con el Renacimiento y la Reforma: de una parte, su acentuación del momento de l,a legitimación popular, a través de la clara distinción entre el pueblo como legislador y el gobernante como ejecutor, un criterio que aplicó también al ámbito eclesiástico defen­ diendo la primacía del concilio general frente al papa; y, de otra 58.

Esta última idea, sobre la que no insistiré, aparece claramente en un texto del

D efensor pacis en el que se dice que el príncipe es «juez coactivo en este siglo [esto es, en el mundo] por ordenamiento de Dios, aunque inmediatamente por alguna institu­ ción del legislador humano» (II, X X X , 4). Si se atiende a su carácter indirecto o en último térm ino , tal remisión a la ley divina — nada extraña en esa obra, cuya, segunda parte apela con profusión al Evangelio contra la primacía del poder papal— puede concordarse con el incipiente positivismo jurídico de M arsilio (supra , pp. 139 -1 4 1 ).

parte, su novedosa negación no 7 a sólo de la primacía sino incluso de toda autonomía del poder eclesiástico sobre el civil, con la exigencia de subordinación de los oficios eclesiásticos al nombramiento y re­ moción del poder civil del territorio correspondiente. Aquí interesa comentar sobre todo el primer punto. En su obra mayor, el D efen sor pacis (1 3 2 4 ), Marsilio de Padua atribuye el fundamento del poder político alp op u lu s seu civium universitas, a u t eius v alen tior pars, esto es, al «pueblo o totalidad de los ciudadanos, o bien a su parte prevalente» (I, X II, 3-4, entre otros, muchos pasajes). Y, ciertamente, tal fundamento del poder no es en este caso, como en el de Tomás de Aquino, predominantemente for­ mal, sino que se manifiesta de manera bien explícita en dos funcio­ nes: legislar y nombrar al gobernante.. Con la consabida m etáfora orgánica procedente de Aristóteles, la parte gobernante es el corazón de la ciudad o reino, su pars p rin cipan s o parte principal, y debe ser, elegida por el pueblo o su v alen tior pars o parte prevalente (D e­ fen so r p a cis, I, X V , 2 y 4-6). Bajo la preocupación fundamental de mantener la paz y, para ello, la unidad del poder gubernativo, no debe entenderse en ningún caso que aquí se está anticipando idea alguna de división de poderes entre órganos distintos del Estado, pues, aun prescindiendo del ancronismo de semejantes términos en la época, el legislador es la comunidad misma como un todo que auto­ riza al poder gubernativo como único poder político efectivo (D efen ­ sor pacis, I, X V I-X V II)í5. Ahora bien, como es fácil sospechar, buena parte de la desconfianza hacia el democratismo de Marsilio proviene de la referencia a la v alen tior pars o parte prevalente de los ciudada­ nos, expresión enigmática de la que las principales indicaciones que aparecen en su obra son las siguientes: digo la parte prevalente, atendida la cantidad y la calidad de las perso­ nas en aquella comunidad para la cual se da la ley (Defensor pacis, I, X II, 3). La parte prevalente de los ciudadanos conviene fijarla con arreglo a las honestas costumbres de las comunidades civiles, o determinarla según la opinión de Aristóteles, en el 6 ° de. Política, cap. 2 [lo que parece 59. En el expresivo capítulo final, que resume el D efensor pacis, se dice que la conservación de la paz y de la libertad dependen de la aceptación del criterio de que sólo al príncipe, sea una persona o una asamblea, «le compete la autoridad de mandar a la multitud [...] y de castigar a cada uno, si es preciso, según las leyes dadas, y de no hacer nada fuera de ellas, sobre todo en lo dificultoso, sin el consentimiento de la multitud sometida, o del legislador, ni provocar a la multitud ni al legislador, porque en la expresa voluntad de éste estriba la autoridad del principado» (III, III; véase sobre ello Skinner, Fundam entos, I, pp. 82-83).

remitir al siguiente texto aristotélico: «la democracia que más parece merecer ese nombre [...] consiste en que todos tengan numéricamente lo m ism o, y lo mismo es que no gobiernen más los pobres que los ricos»] (I, X II, 4). la m ejor ley es la que se da para la utilidad común de los ciudadanos. [...] esto se hace del m ejor modo sólo por la totalidad de los ciudada­ nos o por su parte prevalente. que se tom a como una misma cosa con aquella (I, X II, 5).

Con los textos anteriores parece suficientemente claro que, ade­ más del modelo griego, Marsilio no podía dejar de tener presentes las formas de gobierno republicanas de las ciudades italianas, que, como enseguida veremos, eran más aristocrático-oligárquicas que propia­ mente democráticas, ni, probablemente, experiencias de control de los reyes por los parlamentos de distintos reinos europeos, tal vez comenzando por la capitulación ante la nobleza de Inglaterra por el rey Juan Sin Tierra, que se plasmó en los relevantes límites al poder real que concedió la C arta M agna (1215). Y sumadas las costumbres de la época a la identificación que Marsilio hace entre la parte preva­ lente y la totalidad y a su referencia a la «calidad» de la valen tior pars o parte prevalente, no parece que quepa entender al pie de la letra su criterio de que las leyes «deben ser propuestas en la asamblea de todos los ciudadanos para su aprobación o reprobación», de modo que aquéllas se den «con la audición y el consenso de toda la multi­ tud» (D efen sor pacis, I, X III, 8 ; y X II, 5, respectivamente)60. Téngase en cuenta además que en la época en que vive Marsilio, junto al modo republicano de gobierno de algunas ciudades italianas, existen reinos territoriales de gran extensión (Inglaterra, Castilla, Fran­ cia, etc.), sobre los que se superponían todavía con cierta eficacia política las dos viejas estructuras del papado y el Imperio. En ese contexto M arsilio utiliza frecuentemente la expresión civitas sive regn u m para referirse a las formas políticas de su tiempo, tomándolas 60. Resulta difícil no entender tal referencia a la «calidad» como una exclusión del voto del «vulgo», al que en uno de los pasajes iniciales del D efensor pacis parece minusvalorar al recoger la distinción aristotélica — relativa al régimen perfecto, que para el filósofo griego no era el democrático— entre las clases que «son por excelencia parte de la ciudad [... o] partes honorables» (sacerdotes, jueces y consejeros), y las «partes en sentido lato [... o] vulgo» (agricultores, artesanos, soldados y tesoreros) (I, V, 1). No obstante, el D efensor pacis se resiste a las interpretaciones fáciles, pues cuando establece las condiciones de la ciudadanía, aunque sólo excluye a «los niños, los esclavos, ios forasteros y las mujeres», también define al ciudadano como «aquel que en la comunidad civil participa del gobierno consultivo o judicial según su grado » (ibid., I, X II, 4 ; para la interpretación de que M arsilio excluye a los artesanos de la ciudadanía, de acuerdo con la ordenación de las ciudades italianas, véase Quillet, p. 28).

claramente como equivalentes61. Si a ello se añade que los regna del momento se regían todavía antes por costumbres que por leyes (o, en todo caso, por leyes que recogían reglas tradicionales), es decir, por normas basadas en cierto consenso popular, es difícil tomar al pie de la letra la exigencia de la audición y consenso de la multitud del pueblo reunida en asamblea. Así, es indudable que Marsilio no pretendí:! impugnar en lo más leve la forma de elección del empera­ dor del Sacro Imperio Romano-Germanico por los príncipes de los reinos que componían el Imperio (D efensor pacis, II, X X V I, 11), que fácilmente podían reputarse como la valentior pars de aquella comu­ nidad política. En realidad, el modelo de democracia directa pura era difícilmente viable en su época no sólo en el Imperio y los demás extensos reinos, sino incluso en las ya entonces pujantes ciudades (las grandes ciudades como París, Milán, Florencia, Venecia o Nápoles rondaban por entonces los 100.000 habitantes). Si todo ello se une al hecho de que Marsilio excluye expresamen­ te que la función de aprobar la legislación, a diferencia de su elabo­ ración previa, sea delegable (Defensor pacis, I, X III, 8), lo único que de verdad se puede tomar al pie de la letra es su identificación entre la vale7itior pars y la universitas de los ciudadanos bajo un modelo ajeno al mecanismo de la elección popular, como el de la represen­ tación corporativa típica del medievo, conforme a la cual «el consejo de la ciudad es directamente la ciudad» y el «pueblo» no es un con­ junto de individuos, sino-de agrupaciones (barrios, cuerpos, oficios, universidades, confraternidades) a través de las cuales se otorgaba la ciudadanía a una limitada parte de los habitantes de la ciudad como un privilegio excepcional (Costa, p. 27). Si.esto es así, cuando M arsi­ lio descarta que pueda corresponder el dar leyes a una minoría en vez de «a la totalidad de los ciudadanos o a su multitud prevalente» (por ejemplo I, X III, 3, y XIA^ 8), lo que hay que entender es que descarta por definición que una minoría pueda constituir la parte prevalente, esto es, porque la parte prevalente, aun siendo de hecho una exigua minoría, una vez configurada con arreglo a las «honestas costumbres de la época» o al régimen popular aristotélico, simplemente queda identificada con la totalidad o la mayoría de los ciudadanos. Por todo lo anterior, creo que tienen razón quienes se han opues­ to como engañosa a la visión de Marsilio de Padua como el primer gran defensor medieval de la democracia moderna o de la soberanía

61. Marsilio dice expresamente que el regnum no es más que un conjunto de civitates y que la diferencia entre uno y otras reside sólo «en la cantidad» (D efensor pacis, I, II, 2; véase también Gewirth, p. lxxvi).

popular y han considerado que su doctrina, ajena tanto a la idea de igualdad básica de los ciudadanos como a cualquier visión del pueblo como conjunto de individuos que poseen el poder constituyente y deciden de manera soberana, no tiene gran cosa de innovadora ni de precursora, siendo nada más que la expresión, «en términos más drás­ ticos e indeterminados, del juicio y la práctica normales de la Edad Media»62. A ello se une, como ha destacado Passerin d’Entréves, que Marsilio tampoco es un liberal, en el sentido de que su concepción del poder político no reconoce, ni siquiera implícitamente, intereses o derechos individuales que puedan operar como límites al poder legislativo de la comunidad. Y si bien Marsilio confía en que ésta, o su parte prevalente, se ajustará de hecho a los criterios de justicia y al bien común, tampoco avanza un ápice en defender un criterio liberal tan básico como la libertad de conciencia, pues admite abiertamente, como se dijo, la punición civil de la herejía. Lo que sobre todo le pre­ ocupó a Marsilio fue la reducción de todo poder, y particularmente el de la Iglesia, al poder civil, que es el hilo conductor del D efensor p acis, aunque no tanto con el objeto esencial de defender, al modo de Dante, el ideal del imperio universal, sino sobre todo el de las ciudades y los reinos entonces existentes63. Y en esa preocupación, ciertamente, no aparecen ideas que puedan relacionarse con el con­ tractualismo moderno ni con la doctrina de los derechos naturales, 62. Passerin, M edieval , pp. 56-57; véase también Fioravanti, Constitución , pp. 5 2 -5 5 , que insiste en que Ja intervención popular en M arsilio no afirma al pueblo com o soberano, sino como mero legitimador y limitador dei poder político, bajo la mentalidad medieval de que el gobernante es sólo una parte, por más que la pars principans , que debe estar sometida al todo de la comunidad. 6 3. La tesis sostenida por Quillet de que la pretensión esencial de M arsilio fue defender el Imperio (pp. 2 0 -2 2 y 45-4 7 ) parece discutible a la luz de dos claros tex­ tos del Defensor pacis en los que su autor no se muestra partidario de la utilidad de disponer de «un único administrador de todo el universo» (I, X V II, 10; y II, X X V III, 15, de los que Quillet interpreta sesgadamente parte del segundo sin mencionar el pri­ mero, al que el propio Marsilio remite en aquél). Ahora bien, como en otros puntos, las ambigüedades de M arsilio tampoco dejan de aparecer aquí: en los hechos, en él ’ conflicto entre Luis X IV de Baviera y el papa Juan X X II — abierto en los años en los que se escribe el D efensor pacis (1 3 1 8 -1 3 2 4 ) y culminado con la coronación de Luis como emperador en 1 3 2 8 — M arsilio tomó decididamente el partido del emperador, en cuya corte sirvió como consejero y médico desde 1 326, el año anterior a su conde­ na papal como hereje, hasta su muerte hacia 1 3 4 3 ; por su parte, volviendo al D efensor pacis , aunque en el último capítulo, cuyo rótulo es «Del título de este libro», comienza diciendo claramente que el «defensor de la paz» es el propio estudio (III, III), en el primer capítulo encomienda a Luis de Baviera llevar a los hechos las reflexiones del es­ tudio (I, I, 6). Todo sumado, aunque M arsilio de Padua seguramente está trazando un marco flexible y general sobre las comunidades políticas, ese marco tampoco excluía la idea del Imperio, quizá como un reino más, aunque de mayor importancia.

que, como se verá, son el substrato más directo del liberalismo político y de los sistemas democráticos que lo ponen en práctica. Para resumir brevemente lo dicho hasta ahora, la idea m edie­ val de la titularidad del poder político por el pueblo es más bien una form a de aludir al bien común, insertada en una manera de ver la representación más de arriba abajo que al contrario. Y ello no sólo parece así en la doctrina de Tomás de Aquino, sino tanto en el pactismo y la práctica institucional de los parlamentos medievales como en M arsilio de Padua, el autor que entonces más lejos llega en la atribución del poder al pueblo pero que, en realidad, no se aleja tanto de Aquino. Por parafrasear la conocida frase de Abraham Lincoln, en los tres casos el gobierno es, al menos en las pre­ tensiones, para el pueblo, pero en ninguno es ni pretende ser de modo efectivo y generalizado d e l pueblo, ni, sobre todo, p o r e l pueblo. E l repu blican ism o d e las ciu dades italianas: las tran sform acion es d e la teoría d e las fo rm a s d e g obiern o d e M arsilio a M aqu iavelo Aunque la doctrina medieval de la atribución del poder originario al pueblo no pueda ligarse directamente a una concepción democrática en sentido moderno, hay sin embargo una linea de conexión más genuina entre aquella idea y la tradición del republicanismo. Comen­ tar brevemente el alcance de este concepto permitirá no sólo recupe­ rar el hilo esencial de la discusión histórica sobre las formas de go­ bierno, sucintamente apuntada en el capítulo anterior a propósito de Aristóteles y de Polibio y Cicerón (supra, pp. 4 2 ss.), sino también precisar un poco más la relación entre la idea de república y la de democracia. La categoría de republicanismo es en realidad una reconstrucción muy reciente, de los últimos años del siglo X X , de una idea compleja y no siempre con iguales insistencias según los distintos autores que la defienden. Sus elementos fundamentales, sin embargo, proceden del rescate de una tradición de pensamiento larga aunque discontinua que, no sin componentes aristotélicos, se suele hacer remontar hasta Cicerón, da un salto a la defensa del modo de gobierno de las ciudades-repúblicas italianas por parte de Marsilio de Padua y Barto­ lo da Sassoferrato en la Edad Media y, en el Renacimiento;, de M a­ quiavelo y otros humanistas italianos, ingleses y holandeses, pasa después, ya en el siglo XV II, por el modelo de república presentado en su O céan a por James Harrington y, en el siglo xvill, viene a culminar, en aportaciones muy distintas entre sí, como las diferentes correccio­

nes de Montesquieu y Rousseau a la Ilustración francesa o el federa­ lismo-de un James Madison en el marco de la Revolución americana. Los conceptos fundamentales de la tradición republicana son tres: en primer lugar, el presupuesto de que la existencia de una co­ munidad política es imprescindible para garantizar la libertad de sus ciudadanos, tanto hacia el exterior, como independencia respecto de las de más_comjjjiidades políticas, cuanto hacia el interior, don de se ha de establecer un sistema de gobierno que permita eí vivere libero en segundo lugar, la identificación de tal sistema de gobierno con-la república, que se entiende como una forma de gobierno mixto que viene a componer las tres formas clásicas y puras de la monarquía, la aristocracia y la democracia; en tercer lugar, en fin, la propuesta de que la libertad republicana, tanto externa como interna, sólo puede realizarse mediante una noción de ciudadanía que exige un compro­ miso fuerte de los ciudadanos con su comunidad política y, por tanto, el cultivo de ciertas virtudes comunitarias como el amor a la patria para defenderla de sus enemigos externos, la búsqueda del bienestar colectivo antes que el propio o un cierto espíritu de comunidad entre los conciudadanos, que para algunos de los republicanos, aunque no para todos, implicó una fuerte igualdad en sus riquezas (sobre este último aspecto, Skinner, Fundam entos, I, p. 195). En los hechos, la Europa de los siglos X I a XV , y especialmente la Italia central y del Norte, fue, en palabras de Antony Black, «la edad de oro del gobierno en pequeña escala y de la independencia cívica» (p. 181). Ahora bien, el sistema de gobierno de las ciudades-república evolucionó en esos siglos en una dirección crecientemente oligárqui­ ca. Si en los siglos XI y X II, aun dentro del predominio de los nobles y ricos, el cuerpo de ciudadanos era relativamente numeroso, la ciuda­ danía fue convirtiéndose cada vez más en un privilegio. A esto debe añadirse que la preferencia por el sorteo para la designación de las magistraturas durante esos dos primeros siglos se invirtió después en favor de la elección. De tal modo, precisamente en la época en la que vive Marsilio de Padua, en el paso entre los siglos XIII y XIV, se produce en muchas ciudades italianas la transformación del sistema de gobierno de los com u ni, gobernados por consejos de nobles en­ zarzados en las luchas de güelfos y gibelinos (esto es, papistas y pro emperador), al régimen de la signoria, de gobierno unipersonal he­ reditario. Y aunque las dos más grandes ciudades italianas, Venecia y Florencia, mantuvieron todavía el gobierno republicano — la primera hasta su disolución por Napoleón en 1 7 9 7 y la segunda durante el siglo XIV y el primer tercio del X V , hasta el comienzo del dominio de los Medici— , lo hicieron en ambos casos con claros rasgos oligárqui-

eos. En efecto, justo a partif .de finales del siglo XllLadquiri.ó; im por­ tancia el movimiento i dehpop-olo, formado por las corporaciones y gremios,.que pudieron acceder .al gobierno por un tiempo y -que en Florencia, entre 1293 y. 129 5 , lograron una más duradera reforma có.nstitucional:que..situó:enjel'poder político a.süs representantes:-el p o p o lo grasso o pueblo gordo, formado por ¡os magistrados y letra­ dos y los banqueros, y comerciantes, más, ricos (Quiliet, pp. 1 2 -1 5 , Skinrier; ¿Fundam entos; I, pp. 2 3 -2 4 , 2 9 , 4 3 -4 6 y 86-87, asi com o «Ciudades», pp. 7 0 -7 1 ; para una descripción más rica; deda; evo hj.ciqn del complejo sistema florentino, que combinó.elecciones y sorteos en formas cambiantes, y del veneciano, más estable en el tiempo pero también más decididamente oligárquico^ véase Manin,,pp..7 4 7 8 8 ).;:. De ral uuklo, el sistema de gobierno de las.ciudades que terminó prevaleciendo desde,la época en que rescribe .Marsilio, incluida la de Bartolo,.ño era propiamente democrático, en él sentido: clásico, sino que se caracterizó por los .dos rasgos que en la antigüedad clásica, con.Aris­ tóteles como famoso testigo, se habían considerado típicos del gobier­ no oligárquico: la atribución de la ciudadanía y de los cargos políticos por la riqueza y ei. sistema de gobierno por elección (Black, p. 1 8 1 ; y Manin, pp.: 70 ss.). Así pues, en relación con los antiguos, el republica­ nismo de Marsilio de Padua, lauto por su insistente defensa de! sistema electivo como por su constante referencia a ¡a v a la n tio r p ars de la co­ munidad, debe ser considerado más en la línea oligárquica que en la democrática. Y ese mismo fue el sentido en el que terminó cristalizan­ do, ya bastantes años después de Marsilio, la oposición entre sistema de sorteo y electivo que, especialmente en la Florencia del siglo X V I; enfrentó a la facción popular; defensora del.democrático sorteo, con la nobleza, partidaria de !a oligárquica elección (Manin, pp. 79 83). ' ■ Ahora bien, si en ese punto Marsilio se anticipa efectivamente a los sistemas democráticos modernos,, que son electivos, lo hace exclu­ sivamente en ese punto, pero no además en. otro que desarrollaría sobre todo eLrepublicanismo renacentista: la teoría del gobierno, m ix­ to, que contrasta netamente con la insistencia de Marsüio en la uni­ dad del poder político. En el Renacimiento la defensa del gobierno m ixto, que tiene, sus raíces en la visión de. la Roma republicana de P.olibio y ^Cicerón, partió de una novedosa simplificación de las fo r­ mas de gobierno a ¡a república y al principado, una distinción que Nicolás Maquiavelo (1 4 6 9 -1 5 2 7 ) dejó sentada en la frase con la que comienza E l príncipe y sobre la que discurre toda su obra. La sustan­ cia de. la distinción, es,ahora la contraposición entre gobierno libre y despótico: en -palabras de Maquiavelo, «o mediante la libertad o mediante e! principado» (Discorsi, 1, 16). A diferencia del principado,

la república permite el vivere civile o libero, que es independencia del exterior y autogobierno de la ciudad gracias al gobierno mixto, que combina el principio monárquico, el aristocrático y el popular en las instituciones64 (D iscorsi, I, 2). Ahora bien, que tampoco hay lugar en este modelo para un sistema democrático puro, al modo clásico, queda claro por la preferencia de Maquiavelo hacia el go­ bierno mixto de Esparta, una ciudad autogobernada pero famosa por su carácter autoritario y oligárquico, sobre el democrático de Atenas (Discorsi, I, 2). De este modo, el vivere libero de una ciudad reclama­ ba, además de la independencia hacia el exterior, una forma de auto­ gobierno no especialmente exigente con las libertades de los indivi­ duos que componían el pueblo65. Junto a la confianza de los humanistas en la educación y la virtud — con un lugar prominente para el patriotismo— antes que en las instituciones (Skinner, F u n d am en tos, I, pp. 65-69, 2 0 0 y 2 55), ese descuido de los derechos individuales sigue siendo probablemente una de las diferencias importantes que separan el modelo de los re­ publicanos renacentistas y el de las democracias representativas de la época contemporánea, que en cambio secundaron el ideal del gobier­ no m ixto en el que tanto insistieron aquéllos y su criterio, mucho más discutido pero al final victorioso, de la superioridad del procedi­ miento electivo sobre el sorteo de los cargos. 64. M aquiavelo añade tam bién com o positiva la tensión entre la plebe y el patriciado en el plano social, aduciendo que «todas las leyes que se hacen en favor de la libertad nacen de la desunión» entre las «dos tendencias [umori ]» de toda república: «la del pueblo y la de los grandes» (Discorsi, I, 4 ). No obstante, en otros momentos también hace observar que el vivere civile exige una cierta igualdad básica que excluye la existencia de una clase com pletam ente ociosa, que es enemiga de toda civiltá {ibid., I, 55). 65. En el extremo, sobre el limitado y pobre sentido que para Maquiavelo tenía la libertad del pueblo es suficientemente expresivo el contenido que en un pasaje atribuye al deseo del pueblo de ser libre, que parece identificar con el vivere sicuro e contento', «una pequeña parte de ellos desea ser libre para mandar, pero todos los demás, que son infinitos, desean la libertad para vivir seguros. Porque en todas ías repúbli­ cas, de cualquier modo que estén ordenadas, los puestos de mando no superan nunca los cuarenta o cincuenta ciudadanos» (Discorsi, I, 16). N o obstante, dos capítulos después Maquiavelo alaba la libertad de palabra que todos los ciudadanos romanos tenían en la propuesta de leyes, que fue un buen sistema, dice, hasta que «sólo los poderosos proponían leyes, no para la común libertad sino para su poder, y contra las cuales nadie podía hablar por miedo a aquéllos, de modo que el pueblo venía o engañado o forzado a decidir su ruina» (I, 28). Para resolver el contraste entre los dos pasajes debe tenerse en cuenta que la pretensión fundamental de M aquiavelo de analizar la política en términos técnicos o estratégicos en ocasiones entra en tensión con sus valoraciones subyacentes (sobre el pensam iento de M aquiavelo rem ito a Aguila, ap. I-II).

3.3. L a s d octrin as sobre la d eso b ed ien cia a l p o d er injusto Volviendo al modelo medieval de legitimidad política, los dos con­ ceptos sobre los que se ha hablado hasta ahora — la sociabilidad na­ tural de los seres humanos y la titularidad última del poder por el pueblo de origen divino66— , junto a la noción de la superioridad del Derecho natural sobre el positivo, configuran los elementos que per­ miten responder a la pregunta por la obediencia al Derecho injusto, que, dada la complejidad de las anteriores posiciones, tampoco pue­ de ser simple. De antemano, una idea previa y fundamental que di­ mana de todas las doctrinas comentadas es la presunción favorable al poder que admite prueba en contrario. Ulteriormente, la notable mul­ tiplicidad de soluciones que la escolástica medieval y la posterior Escuela hispánica dieron al problema de la obediencia al poder injus­ to procede de la combinación de dos criterios: qué tipo de violacio­ nes se admiten como pruebas en contrario y qué consecuencias se atribuyen a tales violacion es. L as co m b in a cio n es básicas se p u ed en ordenar en cuatro pasos de menor a mayor gravedad en la configura­ ción de esas consecuencias, conforme al siguiente esquema: pasiva (1) (= -I— desobediencia civil)

Resistencia

ante tiranía por título y anticatolicismo (2) activa

por iniciativa colectiva o del titular poder tiranicidio

ante tiranía por , el ejercicio (3)

por iniciativa individual (4)

66. Francisco de Vitoria expresa en dos lugares muy cercanos una síntesis de todos estos motivos: «si hemos demostrado que el poder público se constituye por derecho natural, y el derecho natural reconoce por autor sólo a Dios, queda claro que el poder público tiene su origen en Dios. [...] Y si las repúblicas y sociedades humanas están constituidas por derecho divino o natural, también lo estarán aquellos poderes sin los que no podrían subsistir las repúblicas» (De potestate civili, I, 6); «el origen de las ciudades y de las repúblicas no es una invención de los hombres, y [...] no hay que considerarlo algo artificial, sino como algo que brota de la naturaleza que sugirió este modo de vida a los mortales para su defensa y conservación. De este mismo capítulo se infiere enseguida que los poderes públicos tienen ese m ism o fin y esa m ism a necesidad. Pues, si las comunidades y sociedades de los hombres son necesarias para la salvaguar­ dia de los mortales, ninguna sociedad puede tener consistencia sin una fuerza o poder que la gobierne y la proteja» {ibid., I, 5).

a) La resistencia pasiva El mínimo común denominador, esto es, el primer paso y el más mbderado;en la tipología1dé las doctrinas frente ái poder ilegítimo, es la idea de qué la s ; leyes injustas,1a! no ser propiamente leyes,' no obligan. Ante tod o,-tal falta de obligación es primariamente moral, pero también tiene carácter jurídico, dada la identificación entre Derecho y justicia. Como ya se ha dicho antes, la injusticia de una ley implica su Invalidez y comporta que no debe ser aplicada por los jueces, pues dice-Aquino claramente: si la ley escrita: contiene algo contra él derecho naiurai, es injusta y no tiene fuerza para obligar, pues el derecho positivo sólo es aplica­ ble cuando es indiferente ante el derecho .natural el, que una cosa sea hecha de uno u otro m odo [...],. De ahí. que tales :escritur.as .no se llam en leyes sino más bien corrupciones de la .ley, com o se h ad ich o antes, y, pór consiguiente, no debe juzgarse según ellas (Sümm.. Th., II-II, 6 0 ,5 ).

Por otro lado, y en general, esa falta de obligación afecta también a los súbditos, que no están obligados en conciencia a obedecer leyes injustas. Aquí es donde la doctrina del Derecho natural implica, en p rin cip io , com o primer paso, la licitud moral de la llamada «resisten­ cia pasiva» — equivalente, de manera aproximada, a la actual «desobe­ diencia civil»— , es decir, la desobediencia a las leyes injustas aceptan­ do sus san ciones, cuya im posición, en principio, tam bién sería m oralmente lícita. Por eso la resistencia pasiva no es más que la otra cara de la moneda de la «obediencia pasiva», como también se ha de­ nominado a esta doctrina (Passerin,D ottrina, p. 2 59; trad. cast., p. 218). Ciertamente, autores como Aquino y muchos de sus seguidores no to­ maron a la ligera ni siquiera esta forma pasiva,de resistencia, que llena­ ron de cautelas, como su limitación propíer vitandum scandalum , vel pericu lu m (S u m m . T h., I-II, 9 6 ,5 ), es decir, obligando a la obediencia total en caso de ser necesario para evitar e! desorden por la extensión del ejemplo, o para evitar riesgos mayores, como las discordias en ia co­ munidad o la sustitución por un nuevo tirano peor (De regno, i, 4, § 18). b) La resistencia activa ante el tirano anticatólico y el usurpador ‘ Con todo, parte de la escolástica,; con Aquino.,ala cabeza, además de juristas- com o Bartolo, también dieron 1un segundo'y n iás.decidido paso frente al poder ilegítimo al admitir también, al menos en dos casos, la resistencia activa, esto es, la desobediencia tanto al precepto

como a la sanción, hasta llegar a la rebelión: en primer lugar, en caso de violación de las leyes divinas, cuando el gobernante prohíbe el culto católico o instaura una religión falsa, y, en segundo lugar, respecto de la forma más intolerable de tiranía, la tiranía por el títu­ lo u origen del poder (ex defectu tituli), del llamado usurpador, la cual, frente a la simple tiranía por el ejercicio del poder (ex p a rte ::&^e?'£#H-)^5rJueT.e0nsiderada-más3gmveTquizá-.porque^se4uzgaba que quien llega al poder ilegítimamente, además de poner en peligro la paz civil, también carece de razones y frenos para ejercerlo legítima­ mente (posteriormente, la historia ha dado ejemplos para otras posi­ bilidades: si casos como los de Franco o Pinochet son ilustraciones modernas suficientes del criterio medieval, en cambio H itler ejerció tiránicamente el poder sin ser formalmente un usurpador y, en el extremo opuesto, la Gloriosa Revolución de 1688 se produjo por una usurpación de la Corona inglesa por Guillermo y M aría de Orange, que estableció una legítima monarquía constitucional). c) La resistencia activa ante el tirano por el ejercicio Junto a la anterior posición, otros filósofos y teólogos medievales dieron todavía un tercer paso más en la aceptación de pruebas contra la legitimidad del poder cuando justificaron también el derecho a la resistencia activa o rebelión contra cualquier tirano, esto es, también contra el monarca legítimo en origen, pero tirano por el ejercicio del poder: el antecedente de esta posición se encuentra ya a mediados del siglo X II, con anterioridad a la propia formulación de la distinción entre la tiranía por el origen y por el ejercicio, en el primer defensor explícito del tiranicidio, el inglés Juan de Salisbury (ca. 1115/201180), obispo en Chartres, quien, aunque sintetiza la idea en una fórmula lapidaria aparentemente referida al usurpador — quitar la vida al tirano no sólo es lícito , sino equitativo y ju sto, porque el que toma la espada merece perecer por la espada68 (Policraticus, III, 15)— ,

6 7 . El origen de esta distinción parece ser tomista, apareciendo en los C om enta­ rios a ¡as sentencias de Pedro Lom bardo (II, dist. xliv, q. ii, cit. por Passerin, M edieval, p. 38), pero hay ya algún oscuro atisbo de ella en Aristóteles (véase Política, 1295a). 6 8 . Dando a entender claramente la identificación entre tirano y usurpador, el texto continúa así: «Entiéndase “tom arla” del que la ha tomado por su propia osadía, no del que recibe potestad de Dios para empuñarla. Cierto, el que recibe la potestad de manos de Dios, sirve a la ley y a la justicia y es siervo del Derecho. En cambio, el que la usurpa, oprime los derechos y somete las leyes a su personal arbitrio».

sin embargo, al mismo tiempo considera tirano genéricamente a quien no ejerce el poder conforme a las leyes divinas: La única o principal diferencia entre el tirano y el príncipe consiste en que éste obedece a la ley y, conforme a ella, rige al pueblo del que se estima servidor (Policraticus, IV, 1). Siglos más tarde, ya asentada la diferenciación conceptual entre las dos formas de tiranía, la de origen y la de ejercicio, expresó esta posición bien nítidamente Francisco Suárez (1558-1617), quien tam­ bién recogió una segunda distinción importante en este punto, entre la iniciativa pública — esto es, del Estado en su conjunto, representa­ do por sus órganos o corporaciones consideradas legítimas, como el Parlamento o la Iglesia— y la privada, de un individuo o de cualquier grupo de ciudadanos: según Suárez, frente el usurpador o «tirano en cuanto a su dominio y poder», el Estado en cuanto tal, y aun cualquiera de sus miembros, tiene derecho a levantarse contra el tirano; cualquier ciudadano podrá vengar al Estado de esta tiranía y matar al tirano {De bello, VIII, 2); en cambio, frente al tirano por el ejercicio, que «es verdadero sobera­ no», no considera aplicable la misma doctrina, expresamente conde­ nada por el concilio de Constanza (1415), de modo que no puede levantarse cualquier particular sino sólo «el Estado como tal», esto es, una rebelión de la comunidad en su conjunto. Como puede verse, en una posición como la anterior se entrecruzan dos distinciones con­ ceptualmente diferentes: por un lado, la de las formas o clases de tiranía y, por otro lado, la de la iniciativa de la rebelión, según fuera pública o privada. d) El tiranicidio por iniciativa privada En fin, aplicando de otra forma las dos distinciones a que me acabo de referir, la versión más extrema de la doctrina medieval de la resistencia activa dio el cuarto y más grave paso en el juicio sobre el poder ilegítimo, llegando a admitir frente a cualquier forma de tira­ nía la licitud del tiranicidio ejecutado por iniciativa privada. Esta doctrina es la que mantuvieron protestantes como el inglés John W ycliffe y el checo Jan Hus, ambos condenados en el concilio de Constanza, o, ya a finales del siglo X V I, un católico español, el jesuita Juan de Mariana, que admite la iniciativa privada con la única reser­ va de que la calificación del tirano sea establecida en una declaración

colectiva o, si no son posibles las reuniones públicas, cuando la tira­ nía sea notoria65. En cambio, en Aquino y en la mayoría de los auto­ res, si acaso, la muerte del tirano sólo se consideró lícita a consecuen­ cia de la rebelión, dentro de los disturbios por ella generados, o por iniciativa del titular legítimo del poder, como pena de muerte tras el correspondiente juicio por los delitos del tirano.

69. M ariana, que se encuentra ya en plena contrarreform a y refleja en eí campo católico el radicalismo de algunos protestantes, puede ser visto como un tardío repre­ sentante del pactismo medieval, defendiendo la tesis de que la comunidad ha delegado su poder en el gobierno, que por ello está sometido a tres «leyes fundamentales»: la que regula el orden de sucesión en la Corona, la relativa a la votación de los impuestos por las Cortes y la que asegura el respeto a la religión propia del pueblo; en esta línea, Tom ás y Valiente escribió que «es claro que M ariana trata de proteger los privilegios fiscales de los estamentos de la nobleza y clero, así como también la religión y con ella a la Iglesia como poder establecido» (p. 1.215).

I. EL M O D E LO IUSNATURALISTA M O D E R N O

Los autores fundamentales del iusnaturalismo racionalista, que se ex­ tiende sobre todo entre los siglos XV II y XV III, tuvieron básicamente dos profesiones: o fueron juristas como Joh n Selden (1 5 8 4 -1 6 5 4 ), Hugo Grocio (1 5 8 3 -1 6 4 5 ) y sus seguidores directos o indirectos, Samuel Pufendorf (1 6 3 2 -1 6 9 4 ) y Christian Thomasius o Tom asio (1 655-1728), o fueron filósofos como Tilomas Hobbes (1 5 8 8 -1 6 7 9 ), Baruch Spinoza (1 6 3 2 -1 6 7 7 ), John Locke (1 6 3 2 -1 7 0 4 ), Gottfried W ilhelm Leibniz (1 6 4 6 -1 7 1 6 ), Christian W olff (1 6 7 9 -1 7 5 4 ), JeanJacques Rousseau (1 7 1 2 -1 7 7 8 ) e Immanuel Kant (1 7 2 4 -1 8 0 4 ); y lo mismo ocurre con los herederos más directos del iusnaturalismo ra­ cionalista, los ilustrados franceses e italianos del siglo X V III: recuérde­ se, entre los filósofos, a Voltaire (1 6 9 4 -1 7 7 8 ), Denis Diderot (17131784), Jean D ’Alembert (1 7 1 7 -1 7 8 3 ), Condorcet (1 7 4 3 -1 7 9 4 ), etc., y, entre los juristas, a Cesare Bonesana, marqués de Beccaria (17381794), Gaetano Filangieri (1752-1788) o, ya a caballo con el siglo X IX , Gian Domenico Romagnosi (1 7 6 1 -1 8 3 5 )1.

1. Entre iusnaturalismo racionalista e Ilustración hay notables solapamientos: si bien la Ilustración se suele contraer al siglo X V III, no sólo muchos de sus representantes siguieron las doctrinas de aquella corriente, sino que Rousseau y Kant pueden consi­ derarse autores comunes a ambos; por lo demás, la coincidencia no es absoluta, pues hay importantes ilustrados del todo ajenos al modelo iusnaturalista, com o M ontesquieu o los más notables de la Ilustración escocesa, de Adam Ferguson o Adam Smith a David Hume.

N o estará de más observar que, al igual que la mayoría de este tipo de categorías historiográfícas, también esta del iusnaturalismo racionalista tiende a seleccionar algunos rasgos distintivos hacia fuera — sobre todo, hacia atrás o antes y hacia adelante o después— , así como comunes hacia dentro, seguramente a costa de oscurecer algu­ nos rasgos de diferenciación interna. Por ello, y para evitar una vi­ sión excesivamente unilateral, tras un epígrafe de introducción en el que se encuadra el iusnaturalismo racionalista en el marco del naci­ miento del Estado moderno y,de la Reforma protestante, el núcleo de la exposición de esta parte del capítulo se organiza en tres epígrafes más, de los que el primero y el tercero destacan sobre todo los rasgos comunes al iusnaturalismo racionalista, mientras el segundo, aun ma­ nejando un esquema común, intenta subrayar algunas de sus diferen­ cias internas: en el primero se diferencia entre el modelo medieval y el moderno; en el segundo se analiza la tríada estado de naturaleza, contrato y sociedad civil para indicar distintos elementos diferencia­ les dentro del iusnaturalismo racionalista; y en el tercero, a modo de síntesis, se estudian los dos rasgos comunes al iusnaturalismo ra­ cionalista: contractualismo e individualismo.

1. E l

m a r c o p r e v io

:

el

E sta d o

m o d e r n o y la

Refo rm a

1.1. La idea d e soberan ía y el E stad o m o d ern o: B od in o El Estado moderno es el nuevo sustrato político en el que se desarro­ llará la doctrina del iusnaturalismo racionalista.Aunque nacido más o menos dos siglos antes que esa doctrina por presiones históricas que arrancan de la Edad Media y teorizado en sus primeros pasos también con independencia de ella, sin embargo el Estado moderno estaba des­ tinado a ser consolidado ideológicamente por el iusnaturalismo racio­ nalista. Como punto de partida, veamos brevemente el origen doctrinal del Estado moderno en la teorización de la soberanía realizada por el jurista y filósofo político francés Jean Bodin, o Bodino (1530-1596). El nacimiento del Estado moderno va unido a la idea de sobera­ nía, que, como muchos otros conceptos jurídico-políticos, tiene sus raíces en la época medieval pero caracteriza típicamente a la moder­ nidad (véasesupra, pp. 103 ss.). El primer teorizador de la soberanía es sin duda Bodino, quien, influido por el pensamiento aristotélico y por los grandes juristas medievales, asistió sin embargo a las luchas religiosas con las que, tras la Reforma, se abre la modernidad. En su extenso tratado L es Six L ivres d e la R épu bliqu e Bodino define la

soberanía como «la puissance absolue et perpetuelle d’une Republique» (I, viii, p. 179) — esto es, el poder absoluto y perpetuo de una república , o, según dice en su propia y algo diferente versión latina, majestas est summa in cives ac subditos legibusque soluta potestas [la soberanía es la potestad suprema y exenta de leyes sobre ciudadanos y súbditos].

La idea del soberano como legibus solutus es aquí ya decisiva, y en las dos manifestaciones fundamentales en las que el concepto de soberanía estatal se ha manifestado desde entonces: la. exterior, don­ de cada Estado es considerando como independiente y libre respecto de los demás Estados, situados todos en pie de igualdad, lo que impli­ có también su emancipación de las pretensiones medievales de tutela por parte del Imperio y del papado; y, sobre todo, la interior, donde el soberano tiene jurisdicción sobre todo el territorio y es libre de ordenar a voluntad, por encima de cualquier otro señor y sin sujeción a sus propias leyes2 ni a las de sus predecesores3:

2. La razón que Bodino alega para justificar esta exención es que «es imposible por naturaleza darse una ley a uno mismo, al igual que mandarse a uno mismo lo que depende de sii voluntad» (I, viii, p. 192). Este argumento es puramente circular y falaz. En efecto, si dar leyes consiste en ejercer un poder ilimitado, la ley que limita tal poder no es propiamente una ley, pero no estamos obligados a aceptar tal idea de ley, pudiendo partir perfectamente de la idea alternativa de la ley como ejercicio de un poder limitado. Pues el argumento de que uno no puede autolimitarse, esto es, imponerse obligaciones que limitan su voluntad, es claramente falaz, como lo prueba la posibilidad de obligarse de cualquier persona mediante una promesa. Aquí resulta instructivo añadir que, como vio claramente Kelsen precisamente en referencia a este argumento de Bodino, «[e]s una treta característica de un método dis­ cutible pero que goza de favor entre los juristas presentar com o lógicamente imposible aquello que, en realidad, sólo es políticamente indeseado porque se opone a ciertos intereses» (Kelsen, Paz, p. 80). 3 . Ha de precisarse que en Bodino sólo es absoluta la exención de las leyes ci­ viles, de lo que hoy denominaríamos el Derecho positivo, pues en otros sentido" c! poder político está rodeado de precisiones y cualificaciones: en efecto, el soberano está sometido a las leyes divinas y naturales, así como a las leyes fundamentales que atañen a la sucesión en la Corona, al igual que no puede «establecer impuestos a su placer, ni tampoco apoderarse del bien ajeno», incumplir «las justas convenciones y Tratados» fir­ mados por él o alterar el valor de la moneda {Six Livres, I, viii; y VI, iii; las citas textua­ les, en pp. 201 y 2 1 4 ). Ahora bien, las violaciones de tales obligaciones son o bien pe­ cados ante Dios no exigibles en esta vida o bien faltas que afectarán sólo a la reputación interior o exterior del soberano. El principio general de Bodino es que «no le es.lícito al súbdito contravenir las leyes de su príncipe so pretexto de honor o dií justicia [...], por­ que la ley que prohíbe es más fuerte que la equidad aparente, si la prohibición no es di­ rectamente contraria a la ley de Dios y de la naturaleza» (;ibid., I, viii, pp. 2 1 6 -2 1 7 ); no

las leyes del príncipe soberano, por más que se fundamenten en bue­ nas y vivas razones, no dependen sin embargo más que de su pura y franca voluntad (SixLivres, I,viii, p. 192).

Esta doctrina venía a sancionar el proceso de la construcción efectiva del Estado m oderno, ya abierto en las grandes monarquías europeas desde finales del siglo X V , cuando comienzan a implantarse de manera esiable varias instituciones características de tal forma de Estado: la supremacía legislativa del rey, la administración burocrá­ tica central y el sistema fiscal estable y centralizado, las relaciones diplomáticas continuadas y los ejércitos permanentes (si bien de mercenarios en gran medida extranjeros, y no de servicio obligatorio nacional hasta Napoleón) (Anderson, pp. 2 4 ss.; y Tomás y Valiente, p. 1 .0 9 5 ) .

De todos esos rasgos, sin embargo, la libérrima capacidad de legislar era para Bodino el primer, y aun el único, «atributo (m arqu e) del príncipe soberano»: Bajo este mismo poder de dar y anular la ley están comprendidos todos los demás derechos y atributos de la soberanía, de suerte que, hablan­ do en propiedad, puede decirse que no hay más que este atributo de la soberanía (Six Livres, I, x, p. 3 09).

Es claro también, desde el punto de vista jurídico, cómo esta doctri­ na com portaba ya definitivamente la primacía de la ley sobre la cos­ tumbre, pues la ley puede anular las costumbres, pero la costumbre no puede dero­ gar la ley [...] la costumbre sólo tiene fuerza por tolerancia y en tanto que place al príncipe soberano, que puede hacer de ella una ley aña­ diéndole su homologación. Y de este modo, toda la fuerza de las leyes civiles y costum bres reside en el poder del príncipe soberano (Six

Livres, I, x, p. 308).

De igual modo, aunque Bodino aceptaba la posibilidad del régimen popular y del aristocrático, su preferencia era la monarquía hereditaobstante, la última salvedad carece de más especificaciones ni consecuencias, y cabe pensar que su sanción se remite de nuevo a Dios, el único juez de los príncipes. Por lo demás, en Bodino conviene distinguir entre su concepto de República, según el cual también el tirano es soberano, que es el reflejado en el texto y el que fraguó su fortuna en los siglos posteriores, y su modelo de República justa, sometida no sólo a los límites anteriores sino limitada también por la autoridad del Senado y las libertades de los súbditos, según el cual Bodino maneja un «concepto de soberanía nada absolutista» (Pardos, p. 2 4 5 , que destaca casi exclusivamente el segundo aspecto, seguramente menos obvio y más menesteroso de luz, pero, en mi opinión, sin necesi­ dad de dejar tan en penumbra el primero: ibid., pp. 2 3 5 -2 4 6 ).

ria,.y en quien piensa casi siempre como soberano es en el «príncipe», que «no debe juramento más que 'a Dios, por e! que mantiene ¿1 cetro y el poder», sin requerir en absoluto el consentimiento, del pueblo a través del parlamento (Six Livres, I, viii, p. 2 0 6)4. ‘ . -En el ámbito político, la consecución de -la'.supremacía 'legisla­ tiva de los reyes y príncipes -fue, aun con la relativa excepción de Jnglat^ixajLujLpmces^LgerieraJLen Eurx¡pa„q.iie^p,u£Lde„e)£inpij_fi.carse. brevemente en la historia de España, donde la doctrina absolutista que permite; a l ,rey. dictar leyes¡ por. encima de, las .leyes de Cortes comienza a tener éxito con Juan II de Castilla, el padre de Isabel la Católica — en concreto en 1445, con el O rdenam iento de O lm edo—y, y se afianza en el abundante uso que de tales leyes, llamadas «Pragmá­ ticas», hicieron ios Reyes Católicos, tradicionalinente considerados los iniciadores del primer Estado moderno, en el paso del siglo XV al XVI. El modelo más puro de éste procesó de unificación soberana del poder político en el monarca como legislador es el lisiado absolu­ to, de los siglos,xvíl y-XVijl, bien resumido en la famosa frase atribuida al rey francés Luis XIV: «EJEstado soy yo».. . No será ocioso.apuntar équ i dos.detailes terminológicos, el.primero sobre la palabra l :.sLado y el segundo sobre a b so lv ía . La prime­ ra palabra, al parecer, no comienza’a usarse en una acepción, similar a ja actual hasta la, primera mitad del siglo XIII, en la época dé. To­ más de. Aquino, como forma simplificada de .ciertas plegarias de los monjes en agradecimiento por regalos de Tos .monarcas, en las que se comenzó rezando pro statu regni, por, el estado o situación -del reino, hasta que .se redujo a una plegaria p r o statu., s. Ta misma época'en la que el glosadoJAcursio. también caracteriza al Derecho público como destinado ad statum conseryandum , ne pareaL, esto es, para la conser­ vación del Estadq y que no perezca (Caenegem, pp. 5-6)\ No obstán-

4. Sobre ello dice también Bodino: «Y es en eso donde se conoce la grandeza [grandeur] y majestad de un verdadero príncipe soberano, cuando los estados de todo el pueblo-'están 'reunidos, '-presentando peticiones -y'súplicas ;'a:"su;'príncipe''con toda humildad, sin tener poder alguno’de-mandar :nadá, til d é decidir,- ni vo¿ para deliberar,' sirio que 'lo qué le place al rey cor.señár o diséntir;-mandarlo ‘prohibir,’ es tenido por ley,’edicto u ordenanza1[Jl.];r;püds si- eipríncipe-sóberarib'está:sóihétido' a ios estados. no1es- ni príncipe ni' soberáno, y-’ 1a república no es ni ‘reino ni -monarquía; sino'-uria aristocracia pura de’ varios señores' edri igúat poder» '{Six hivrés, l , viii,' :pp.f 19 S -1 9 9 ).Sobre la-decidida preferencia de Bodino por la :nc::arq::!a hereditaria,'véase ibid. , I, iv-v. ■ 51í Caenoge::: precisa que aunque en aigún texto romano se habla del status nú Romanan ¡es decir, dél estado de las cosas romanas) y enUás cartas medievales delstatus regni'(estado del reino), él-’sigriificado'eri' ambos ca so se ra —-al; igual que en, la plégária:eitáda en el :t'ex tó ^ : dé'«sitük'cióri»,: eh-'él-'mis'moi'sénüidó 'en que se utiliza hoy en el llamado debate parlamentario sobre el estado de la ñácíón'.1'

te, el comienzo de la generalización del término se atribuye a M aquiavelo, cuya obra II prin cipe (publicada postumamente, en 1532) comienza precisamente así: Tutti li stati, tutti e ’ dominii che hanno avuto et hanno imperio sopra li uomini, sono stati e sono o republiche o principati [Todos los estados, todos los dominios que han tenido y tienen imperio sobre los hombres han sido y son o repúblicas o principados]. En los siglos xvii y XVIII, gracias a autores como el propio Bodino, el alemán Samuel Pufendorf y su traductor al francés Jean Barbeyrac, o el inglés Thomas Hobbes, el término E stado o sus equivalentes entra­ rán en el lenguaje político corriente en Europa ya con el significado de organización política impersonal, no identificada con la persona del gobernante ni con el conjunto de los gobernados (Passerin, D ottrina, cap. III; y Skinner, F u n dam en tos, II, pp. 3 6 2 -3 6 9 )s. En cuanto al término a b so lu to , y sus correspondientes en las lenguas europeas, procede del término latino solutus, que en castella­ no dio lugar primero a «absuelto», que — según el D iccionario etim o ­ lógico de Corominas— en el siglo XIII significaba todavía sólo desatar y absolver, pero que ya desde el XV deriva en «absoluto», en el senti­ do de exento de limitaciones. Ha de matizarse, sin embargo, que el absolutismo monárquico no fue la única manifestación de la idea de Estado moderno, que también se plasmó en el sistema político británico a pesar de que allí el poder de los reyes, aun con los impulsos centralizadores y autori­ tarios que manifestó la dinastía de los Tudor a lo largo del siglo XVI, siempre tendió a estar moderado por el co m m o n law , los poderes locales y, sobre todo, el parlamento. En particular, los monarcas ingleses tuvieron que compartir con el Parlamento el poder legislati­ vo durante la Edad Media y la Moderna, especialmente tras el fracaso

6. Aunque Passerin d’Entréves excluye a Bodino de esta.historia, pues usa el término tradicional de república, privilegiado incluso en el título de su obra, también es cierto que el jurista francés introduce el término estado para aludir tanto a la form a de la república como a la república misma: «Tras de lo que hemos dicho de la sobera­ nía y de sus derechos y atributos, es necesario ver quiénes son los que en cualquier república poseen la soberanía, para juzgar cuál es su estado [estat ]: si la soberanía reside en un solo príncipe, la llamaremos monarquía; si en ella participa todo el pue­ blo, diremos que el estado es popular; y si no está más que la parte menor del pueblo, juzgaremos que el estado es aristocrático» (Six Livres, II, i, p. 7 ; conform e, Skinner, Fundam entos, H, p. 3 65). A pesar del distinto significado del término república en uno y otro, no hay que excluir la influencia en este punto de Maquiavelo, cuyos principales escritos Bodino en todo caso parece conocer bien (Six Livres, VI, iv, p. 148).

de los intentos absolutistas de la dinastía Estuardo durante el siglo definitivamente cerrados en 16 8 9 , tras la-llamada Gloriosa Re­ volución, en favor del primer sistema político liberal, bajo la forma de monarquía constitucional.

X V II,

1.2. L a R efo rm a p rotestan te El iusnaturalismo racionalista, también llamado protestante, no se puede comprender sin la Reforma protestante, de la que fue uno de sus principales frutos, es verdad que lentamente madurado. En efecto, la Reform a se origina en el primer tercio del siglo XV I — exactamente en 1 5 1 7 , si se quiere fijar una fecha y se toma la de la publicación, quizá legendaria, de las 95 tesis de Lutero sobre las indulgencias— , mientras los escritos más relevantes de la nueva corriente iusnaturalista no aparecen hasta bien pasado un siglo, extendiéndose durante los siglos X V II y XV III. Pero la Reforma es la condición necesaria para esta nueva forma de pensamiento ético-político, básicamente por dos ra-' zones: en el plano teórico, por la libertad de pensamiento individual que fomentó mediante el criterio de la libre interpretación de la Biblia, en contraste con la precedente subordinación al saber teológico y, en general, al criterio unificador de la jerarquía católica; y, en el plano práctico o ético, por el protagonismo que el valor de la tolerancia adquirió sobre todo como consecuencia positiva de las persecuciones y guerras de religión entre protestantes y católicos y entre las distintas confesiones protestantes entre sí en varios países de Europa durante los siglos xvi y xvii. a)

Lutero y Calvino

Antes de hacer una referencia más extensa a la construcción de la idea de tolerancia, conviene aludir, siquiera sea brevemente, a las doctrinas de Lutero o de Calvino, que por sí mismas fueron tan intolerantes con la herejía y, en general, estuvieron tan impregnadas de nociones teológicas, en ocasiones a cuál más peregrina, como las de Tomás de Aquino7. E l primer artífice de la Reforma, Martín Lutero (1473-1546), originariamente fraile agustino, mantuvo un pensamiento obsesionado

7. T al es la tesis fundamental del clásico estudio de Troeltsch, El protestantis­ mo, donde propone la distinción fundamental entre el protestantismo viejo, de Lute­ ro, Calvino y Zwinglio, y el nuevo, de la teología humanista de arminianos y socinianos, el baptismo y el esplritualismo místico (véase esp. caps. II-IV). En general, sobre las doctrinas políticas del protestantismo rem ito a Skinner, Fundam entos , II.

p o r las escisio n es en tre fe y razó n , gracia y n atu raleza y, en fin, rein o o-rég im en esp iritu al y re in o te m p o ra l, p o r las que a trib u y e1á ¡a fe y a la lib erta d in te rio r o de c o n c ie n cia la salv ació n e sp iritu a l o u ltrate rre n a . E n co n tra ste , d esconfiand o de la razón («ram era de! D ia ­ blo») co m o co n se cu e n cia del p eca d o orig in al, som ete p len a m en te a la ú n ica esp ada del p o d e r p o lític o la n a tu ra lez a 'p eca m in o sa d e lo s h o m b res p a ra salvaguardar su co n v iv en cia civil. E n su d efen sa del so m e tim ien to al p o d er te m p o ra l/ I.n tero fue in icia lm en te m uy fie! a la d o ctrin a de Pablo de T arso sob re-el fu n d am en to divino del p o d er de .los príncipes,' h asta n eg ar :el d erech o de re siste n cia a lo s súbd itos salvo ante las- ó rd en es co n tra ria s a: la f e ; y en tal .caso só lo de. fo rm a m eram en te pasiva, Como sim p le negativa a o b ed ecerla s p e ro sin re ­ sistirse a ellas m ed ian te la fu erza. Así, en un p rin cip io sostu vo L u tero que si los -p rín cip es’in ju stos son in stru m en to s de D io s an te Los p e ca ­ dos del p u eb lo ,-ta m b ién las re b e lio n es'p o p u la re s pueden ser form as d e l’ castig o d iv in o p ara los príncipes m alvados, aunqu e d espachó el lev a n ta m ien to de cam p esin osían ab ap tistás a lem an es de ¡5 2 5 coi: uri d uro a leg a to C ontra ia i'ban d as-lad ron as y 'asesinas, de los cam ­ pesin os (Escritos p o lítico s , cap. IV ). Sin em barg o, después de 1 5 3 0 , L u lero y sus n:ás ce rca n o s segu id ores a cep ta ro n l a s ‘d o ctrin a s’ de la re siste n cia a ctiv a o v io le n ta ' frérite al p o d er In ju s to — en- aquéllos m o m en to s, el d e los g o b ern a n tes c a tó lic o s, ya es; p ié : de gúérra— ,' q u e'd esp u és serían más secundadas en e l cam p o '-del calvin ism o que en el del p ro p io lu terán ism ó (Slcin néí , Fündam erítós, II, ;pp. 2 3 - 2 6 , 7 7 , 8 1 - 8 2 y 2 0 0 - 2 1 5 ) . En un ráp id o cierre de: síntesis, ju n to a si: a u to rita rism o relig io so y p o lític o , L u te ro fue ta m b ién esp ecialm en te co n se rv a d o r en m a teria so cia l y e co n ó m ica , d efen d ien d o la división estam en tal y las restrictiv as d o ctrin a s m ed ievales -sobre el co m ercio y los p ré stam o s. Por su p a rte , Ju a n ('a lv in o ( 1 5 0 9 - 1 5 6 4 ) , un ju rista edu cad o por hu m anistas, m antuvo diversas d iferencias con L ú té ro en asuntos te o ­ ló g ico s, e n 1su co n c ep ció n p o lítica — m á s: a risto crá tica y republicana que m o n á rq u ica , a l a v e ¿ que m ás básad a en la ciudad que en el re i­ n o — y en su actitu d m ás m o d ern a ante las actividad es com erciales. Sin em b arg o , en cu an to al d erech o de resisten cia d el;p u eblo, C alvino sostu vo p o sicio n e s am biguas y en rodo caso más bien m oderad as, m uy sim ilares en un p rin cip io a las que co m en zó d efen d ien d o L u ­ te ro . Y au n qu e los calvinistas m ás radicales d esarrollarían a lo largo del siglo XVI una d o ctrin a d e la rebelión co n tra la tiran ía — no del p u eb lo en ‘su co n ju n tó , y m en os a in iativá individual, sino b ajo 1a d i­ re cció n de lo s «m agistrad os in fe rio re s» , es decir, 1a nobleza m ilitar y de toga— , se h a n d ad o.bu en os argu m entos p ara m o strar que tal d o c­

trina tiene su fundamento—-en parte a través del luteranismo— en la escolástica católica de los siglos XIV y XV8. En otro apretado resumen final, como el luteranismo, también el calvinismo fue en un principio eminentemente' dogmático:en materia religiosa, ‘persiguiendo;.a sus Herejes comía intolerancia: y: el fanatismo propios de quienes se creen señalados por Dios para imponer, su .verdad al mundo. •Pár.a concluir: si la influencia^ dominante y más dintela d¡*. !;¡ R e­ forma fue el fomento de das monarquías absolutistas, (Skinner, Fun­ dam entos. II, p. 119), también ¡ cumplió un papel., más subterráneo en sentido opuesto. Porque, en contraste con las doctrinas de las cabezas de las dos iglesias protestantes1más importantes, tanto varios de.los teólogos,;filósofos: yjuristas seguidores de, Lutero: y .Calvino como, .sobre.todo,'otros de confesiones, protestantes minoritarias, fueron sentando las bases del .pensamiento racionalista moderno, cuya primera-, manifestación s s, sin; duda,, la construcción de la idea de:tolerañcia.: b) La coi'.sirücción tic !a idea de tolerancia Trazos de. la .historia, de la, tolerancia , Durante.: toda Aai Edad: Media la unidad d d ; Occidente, europeo en la religión católica fue mantenida siempre, incluso afrontando,a sangre y fuego Jo s pertinaces brotes , heréticos que acompañaron al cristia­ nismo desde sus inicios. Aunque en aquélla época hubo momentos de grave división — el más importante fue el. Cism a,de. Occidente, entre los últimos años del siglo XIv y. los; primeros del XV—, sólo la Reforma protestante rom pió; definitivamente ¡cqn la, unidad, de, los cristianos: impulsado; también por. intereses pp .espirituales, el poder político, que siempre había jugado un papel decisivo en aquellas,vicir siiudes, adquiere ahora un mayor,protagonismo en,las persecuciones y guerras religiosas,, que:harán; dq la mayor parte de Europa occiden­ tal tde,los siglos XV¡, XV"! y, aunque en mucha menor medida, XVIÍI un espacio hostil para las minorías perseguidas .que lograron sobrevivir y penoso en general para las nu :r;erosas póbiaciones que sufrieron las guerras,y conflictos de la. época., - 8. Véásé Skinner, Fundamentos, >11, esp. cáps, IY -V IIy lX , así como p p .-331-333 y;3.43--344. Skinner concluye:su-argament.o sobre este'asunto señalando que el'círculo de;lá-.originaria.-influencia.católica,so.bre., el.protestantismo se cierra cuando, a .finales del;s„iglp xyi(se terminan por aceptar en el campo católico doctrinas sobre la resistencia tanto ¿"incluso más'rádicales'qüe'en el lado, opuesto, según ocurre de:mariera’señalada en Juan de Mariana {ibid-, pp. 35 5 :-3'5'7;'v:éá'se también süpra, pp. 1 66-167). '

Por ilustrar breve y simplificadamente esas guerras y conflictos, así como los primeros pasos de la idea de tolerancia, recordaré cómo en ia Francia del siglo XVI el poder real emprendió la persecución ke los calvinistas o hugonotes en nombre del catolicismo, persecución que comenzó ya hacia la mitad del .reinado de Francisco I (15151547), fue especialmente severa durante el de Enrique II (15471559) y culminó en las guerras civiles del último cuarto del siglo que siguieron a la famosa masacre de la noche de San Bartolomé, el 23 de agosto de 1572, donde murieron unos 1 2 .000 hugonotes por orden expresa del rey Carlos IX (para esa cifra, Skinner, Fundam entos, II, p. 2 5 1 ; más en general, véase Peces-Barba y Fernández, caps. II y IX ; y Rodríguez Paniagua). Tras ese largo período de persecuciones, el primer hito histórico en el .camino hacia la tolerancia religiosa lo constituye el Edicto de Nantes, dado en 1598 por el rey francés En­ rique IV — rey de Navarra que para reinar en Francia se convirtió al catolicismo, con cuyo motivo se le atribuye el dicho «París bien vale una misa»— y con el que los católicos moderados pacificaron el país garantizando a los calvinistas sus derechos civiles y el respeto a su religión. Ese hito, sin embargo, sólo fue un alto en el más largo camino de las persecuciones religiosas, que en Francia continuaron, intermitentemente durante el siglo siguiente, hasta el punto de que en 1629 el cardenal Richélieu anuló las cláusulas políticas del Edicto de Nantes y en 1686 Luis X IV lo revocó por completo, obligando a emigrar a cerca de 2 5 0 .0 0 0 protestantes a Inglaterra, Prusia, Holan­ da y América. En el conjunto de Europa, por su parte, la primera mitad del siglo XVII fue escenario de la Guerra de los Treinta Años, una de las más devastadoras de la historia de la Edad Moderna, que reúne las graves luchas que se extendieron desde 1618 hasta 1648 entre la mayoría de los países europeos, si bien afectó sobre todo a las po­ blaciones del centro de Europa, donde se calculan pérdidas de entre el quince y el veinte por ciento de los habitantes. Aquella guerra terminó con la Paz de Westfalia (1648), que además de consagrar la hegemonía francesa en el continente europeo, de sellar la decadencia del imperio español al garantizar la independencia de los Países Bajos respecto de la Corona española y de reforzar la fragmentación de los principados alemanes, vino a configurar el orden político euro­ peo — formulado también como ius publicum europaeum — bajo el criterio de la soberanía estatal, con sus dos manifestaciones básicas ya comentadas: en el plano exterior el principio de igualdad básica entre los Estados, declarados exentos de la tutela papal e imperial, y en el interno la soberanía territorial de cada Estado.

La soberanía del Estado hacia su interior todavía se manifestó durante un buen período como unidad religiosa en el territorio esta­ tal, de acuerdo con el principio cuius regio eius religio (de cada rey, su religión), ya asentado desde la Paz de Augsburgo, en 1555, según el cual la religión del rey determinaba la de sus súbditos, dando al menos el derecho a emigrar de los disidentes cuando cambiaba la religión del reino. Este principio, como se puede advertir, contenía una regla de tolerancia religiosa en las relaciones internacionales, evitando idealmente las guerras interestatales, pero en sí mismo no implicaba necesariamente idea de tolerancia alguna dentro del Esta­ do, despreocupándose, por decirlo así, de la posibilidad de los con­ flictos civiles y de las persecuciones internas. N o obstante, durante la segunda parte del siglo XVII y el siglo siguiente, los distintos países europeos lograron mantener la paz interna por dos vías bien diferen­ tes entre sí, según el lugar y, a veces, según el momento: de un lado, el absolutismo y, de otro, la tolerancia religiosa y, más tarde, también política. La primera vía resulta amplia y suficientemente ejemplificada por la historia de la monarquía española, marcada por la Contrarreforma y la intolerancia religiosa, aunque fue una vía también transitada en varios momentos de esta época por los demás países europeos, de Francia a Austria y Prusia, pasando por Inglaterra, que durante los reinados de los últimos Tudor y los primeros Estuardo fue un hervi­ dero de luchas religiosas en las que prevalecieron las persecuciones y la imposición religiosa9. Por su parte, la otra vía, esto es, el proceso de afianzamiento legal y social de la tolerancia religiosa, que aunque de forma temporal se había abierto en Francia a finales del siglo XVI con el mencionado Edicto de Nantes, tiene otro hito importante en el Acta de Tolerancia aprobada por el Parlamento inglés el 2 4 de mayo de 168 9 , que garantizó la tolerancia religiosa a todas las sectas pro­ testantes tras la Gloriosa Revolución de 1688. Por tal nombre se conoce la victoria y deposición del rey católico Jacobo II por parte del calvinista Guillermo III de Orange — casado con la hija de aquél, M aría II Estuardo— , que también tuvo como decisivo fruto político el B ill o fR ig h ts de 1689, base de la monarquía constitucional inglesa, caracterizada por un poder real limitado y compartido con el Parla­ 9 . El período al que me refiero abarca prácticamente los siglos X V I y X V I I, desde Enrique V III, que rompió con Rom a en 1 5 3 2 y 1 534, hasta el final del reinado de Jacob o II, con la Gloriosa Revolución de 1 6 8 8 ; por lo demás, incluso en el interregno del protectorado de Oliver Cromwell, durante la República inglesa (1 6 4 9 -1 6 6 0 ), cuan­ do se declaró la tolerancia religiosa, se hizo sólo para ¡as sectas puritanas, persiguiendo a los católicos.

m en tó . P o r su parce, .el: d espotism o ilustrado ca ra cterístico del si­ glo XVIII. tam b ién dio. lugar :a disposiciones legales .en fa v o r ;d e.la t o ­ le ra n cia : religiosa' y puede 'c ita rs e : en .esa Im eá'-a ¡ io s ..d o s : m o n arcas eu ro p eo s segu ram ente más. rep resen tativ os de aquella fórm u la p olirica: el em p erad or de Austria Jo s é II, que g ob iern a-d e 1 7 6 5 a 1 7 9 0 y q u e.a la vez que re c o n o c ió el d erech o a la to leran cia ¡cb g io sa lim i­ tó sev eram en te .los d erech o s de. la Iglesia ca tó lica (;n ¡en n as su .suce­ sor. L eo p o ld o II, en sus dos años de rein ad o , m antuvo la to le ra n cia religiosa para,: las d istin ta s; ig le sia s:p ro testan tes, p e ro .e x clu y en d o ,a los ca tó lico s ), :y F ed erico :II de Prusia, que -gobierna¡vde ,1740;' a 1 7 8 6 garantizand o J a : libertad de co n c ie n cia a p ro testan tes y ca tó lico s, si b ien ta m b ié n :p o r razo n es p o lítica s, que. se sum aroh a su d n d iferen ciá escép tica: h acia la relig ió n . \:

Dé: la to ler a n cia c o m o m odus viverui: a la toleran cia c.otno d erec h o E n tre los autores que más influyeron en el p ro ceso hacia la to le ra n ­ cia relig io sa ha-de_ m encionarse.! a 'lom as M o ro , Jo a n M ilto n . F ierre Bayie y Y o lta irc , así co m o a iusnaturalistas racionalistas co m o üaruch Sp in o za, J o h n .L o c k e y .C h ristian T om asio. C o n to d o , :en los pasos a n te rio re s h a c ia ,la g aran tía de la to lera n cia religiosa puecie resultar llam ativ a la ten d en cia a su lim itación a las distintas iglesias p ro tes­ tan tes. Incluso. Jo h n L ócke,. uno de los más celebrados d efensores de: la to le ra n c ia , exclu y ó siem p re la o b lig a ció n de to lera r a ios ateos, los. ca tó lico s y los. m usulm anes.. A unque la íak a de to leran cia hacia los . cató licos, se e x p liq u e p o r la correlativa..in tolerancia.:d e la- iglesiai ro m an a::h acia tod as las: dem ás relig ion es, que im puso el cato licism o co m o re lig ió n exclusiva en.-los p a íses.relig io sa m en te hegem on izados p o r ella, así co m o p o r razones de seguridad ele! propio listad o ante sú bd itos cuya: fidelidad- esencial se consid eraba dirigida h acia un so ­ b era n o e x tra n je ro ,i el p ap a1-,: n o cabe d u d a de la insuficiencia de estos, p rim e ro s p ásos . de laddea:.de la .to leran cia: religiosa.: E n realid adj dee sa.in su ficien cia ca b e e x tra e r una enseñanza im p o rta n te .m ediante;la. d istin ción de d 0 s.:signifiead 0 s :0 .interpretaciones- de;.la idea de .to le­ ran cia, . e n tre .-.los q u e -h istó ric a m e n te ;se fu e pasando .más o. m enos gradualm ente, del p rim e ro al segan do. E n el p rim e ro , en e fe c to , la to le ra n cia ap arece co m o un sim ple m o d u s v iv en d i cu yo v alo r es m eram ente negativo, esto es, co m o un

. .1 0 . . Esta m ism arazón ^ esto es, la o b e d ie n ci al m ufníde Gonstant:inopla )Vde­ rivadamente, a l. emperador otomano, -jüstificaba;Ipara -Locke la . incqleráncia-.oqn:; los musulmanes (A Letter Concerning Toleration, p. 142).

régim en para evitar los co n flicto s en el que nad ie, p ero sobre to d o q u ien c o n c e d e el d erech o ,a la. d isidencia .religiosa, tie n e p o r qué re­ n u n ciar a su p u n to de vista sob re la verd ad de sus p ro p ia s.creen cia s, que ta l vez desearía que d om in aran sob re.tod as las dem ás y a las que só lo p o r razones p rag m áticas.so p o rta o , ju stam en te,,ío/ era, ;en suísign iíicad o o rig in ario y más in m ed iato : y de ah í, p o r c ie rto , que en este régim en sea p erfectam en te co h e re n te m an ten er una re lig ió n .o ficia l y fav o re ce rla esp ecialm en te fre n te a las:d em as:iya¡en el siglo. XVL¡,Bodin o e je m p lifie a :b ie rb e s te p u n to .d eiv ista cu an d o , a p artir de! p rin cip io general de q u e no se d ebe «sufrir» a las sectas m in oritarias, a las que el so b eran o debe «arruinar» ;si;le es.p osible, recom ien d a ¡10 e m p lea r la fuerza co n ira ellas «¿tu p eril et d an g er d e l ’eslat», es decir, si hay ries­ go para el E stad o, co m o cu an d o los súbd itos están divididos.en sectas (Six L ivres, III, vil. p. 2 0 4 , así c o m o ta m b ién IV, vii, pp. 2 0 '! - 2 0 6 ) r\ E n el seg u n d o 1significad o,^en .cam bio,;.la;tolerancia.: se p re sen ta ya co m o u n . sistem a en el que las p erso n as tien en el d e r e c h o ,in ­ d ividual a profesan sus. cre e n cia s , p o rq u e se. co n sid era o b ien que en ta l resp eto a la c o n c ie n c ia individ ual .hay ¡algo in trín se ca m e n te v alioso,, o b ien que la p ro p ia e x iste n c ia de. c re e n cia s d istin tas es p o ­ sitiv am en te valiosa p a ra .la c o le c tiv id a d ^ ; en uno y o lr o ca so , este seg u n d o .m o d e lo tien d e id ea lm en te a ia acp nfesional.id ad de! E sta d o y a un ira to n eu tral p o r p a rte de éste p ara con las d istin tas cre e n cia s p ro fesad as p o r .lo.s; ciu d ad an os. N a tu ra lm en te, es co n el seg u n d o sig n ificad o, y no con el p rim e ro , co n el q ue la to le ra n c ia a p a rece no co m o un m ero m ed io p ara el íin de la paz civil, sin o ,ta m b ién co m o un v alo r en sí m ism a , p re sen tá n d o se e n to n c e s corno c rite rio

11. Otra variante.de la misma actitud procede de quienes buscaban alguna suerte de unificación religiosa, como 'lo muestra Lelbniz en uno de 'sus' escritos, ‘donde para superár el cisma religioso britxe-protestantés y católicos'propone’ ir más alia dé «lá víá de la tolerancia mutua y de -una;paz civil», que no es,más:qX3e uji comienzo'«para paliar y no para suprimir su causa», aunque reconociendo*también.que «la vía del rigor» esto es, la de la intolerancia, «no es, en todos los casos, ni lícita, ni segura, y que no siempre alcanza su objetivo» (lo que, por cierto, ilustra a continuación con el más que dudoso ejemplo de los judíos conversos en España,.«que siguieron practicando su religión durante varias genéiracionés»): .véase^D e lo s ’ métodos' de /reünificáción»‘ .en Escritos políticos , pp. 2 2 0 -2 2 1 . 12... El.Juterano.Felipe. Camerarins (153.7-1624) .atribuyó, a .Solimím el M agnífico esta consideración: «Al igual que'ésta distinta, diversidad' de hierbas y flores, no daña en absoluto',"antes bien récréá ni ár av ijío sam ente la vista y é l olfatoV así-las diversas reli­ giones enrñi império'son rriás' bien "ayuda que carga,' con- tal- dé :qüe mis subditos vivan pacíficamente.y en;.todo, lo; demás obedezcan mis .leyes.: Es preferible ¡dejarles, yivir a su modo.ry según su.religión,[....].que.pro,mover alborotos y ver a. mi.;Estado..desolado. Pues ¿no sería esto querer arrancar todas estas flores y no clejar más que.las de un solo color?» (cít. en'Peces-Barba y'Fernández, p; i :5 0).

extendible a todas las religiones, y aun a las creencias no religiosas, para transformarse insensiblemente en el derecho a la libertad de conciencia e ideológica. Por concluir con una coda contemporánea, no cabe creer que los problemas que afrontaron los europeos de la época moderna han quedado ya definitivamente superados. En realidad, la pluralidad de creencias religiosas y morales y su potencialidad de conflicto sigue apenas invariable en el mundo actual. Ello es así, de manera bien obviaren el ámbito mundial, donde la diversidad de culturas puede ser a la vez un freno y un acicate para la tensión y la confrontación: un freno no tanto por el respeto que tal diversidad genera cuanto por la separación geográfica y los mecanismos de equilibrio internacional impuestos por la hegemonía occidental, pero un acicate susceptible de ser fácil y rápidamente avivado ante situaciones de conflicto. Pero también dentro del ámbito de la cultura occidental, incluso en el inte­ rior de los Estados democráticos, el consenso que tanto el sistema político y económico como la cultura de masas tienden a generar, seguramente nunca ha llegado a los estratos más profundos de las creencias básicas, sean directamente religiosas o político-morales, que se manifiestan en diferentes concepciones del bien incompatibles en­ tre sí y cuya coexistencia puede ser puesta a prueba por el fenómeno de la emigración. En ese ámbito, John Rawls, juzgando positivamen­ te la inevitable existencia de cierto pluralismo porque la uniformidad sólo se podría intentar imponer coactivamente, ha sostenido que sólo, precisamente, unos principios democrático-liberales exigentes garan­ tizan la estabilidad de un sistema estable y justo de convivencia (Politica l L iberalism , pp. xviii-xxv, 4, 3 6 -3 7 y 146-149). En el ámbito internacional, sin embargo, Rawls se ha conformado básicamente con una estructura jurídica como la actualmente existente («Law of Peoples», pp. 14-15), pero ello no hace sino plantear el problema de si semejante organización de lá tolerancia y sus límites es realmente suficiente y, sobre todo, satisfactoria.

2 . D el

iu s n a t u r a l is m o m e d ie v a l a l r a c io n a l is t a

Aunque como antes se sugirió, si atendiéramos estrictamente a los contenidos, esto es, a las doctrinas sustantivas concretas defendidas por los distintos iusnaturalistas, desde Aristóteles hasta la actualidad, las diferencias entre los distintos autores impedirían seguramente cualquier clasificación o agrupáción operativa, hay sin embargo ras­ gos generales que, tendencialmente al menos, pueden considerarse

como bastante diferencíadores del iusnaturalismo clásico-medieval y del m oderno13. Para analizarlos, seguiré la caracterización ya utiliza­ da a propósito de los iusnaturalismos estoico y medieval sobre el distinto modo de entender, por un lado, la universalidad y, por otro, la superioridad del Derecho natural. 2 .1 . L a u n iversalidad d el D erech o natural En cuanto al elemento de la universalidad e inmutabilidad del Dere­ cho natural, desarrollando un claro esquema de Bobbio («Hobbes», pp. 1 5 2 -1 5 6 ), pueden aducirse cuatro rasgos diferenciales entre el iusnaturalismo medieval y el moderno: los dos primeros, de carácter m etodológico, se refieren a su distinta concepción de la razón y a la diferente configuración del Derecho natural; los otros dos, de conte­ nido, afectan a la diferente concepción sobre la naturaleza humana y sobre el Derecho y la ley. a) La distinta concepción de la razón Las más importantes transformaciones intelectuales y culturales que se producen entre la Edad M edia y la Moderna pueden ser sintetiza­ das alrededor de la distinta concepción que sobre la razón mantuvie­ ron, respectivamente, los pensadores medievales y los modernos. Esos cambios pueden ponerse de relieve mediante tres contrastes diferen­ tes, que deben tomarse únicamente como tipos ideales, esto es, como modelos conceptuales que señalan con las aristas más agudas los caracteres definitorios de dos épocas que, a veces mediante rupturas y otras veces mediante cambios paulatinos — o que parecieron tales— ,' terminaron por estar intelectual y culturalmente muy distantes entre sí. Esos tres contrastes contraponen la razón secularizada e individual vs. la teológica y eclesial, la razón causal vs. la teleológica o finalista y, en fin, la razón demostrativa vs. la interpretativa. 13. Algunas de las diferenciaciones que recogeré a continuación pueden ser discutidas bien respecto del iusnaturalismo medieval (así, se podría precisar que, co m o ya se dijo en su mom ento, su minimalismo es limitado, por el detalle de Jos estudios escolásticos sobre las virtudes y por su tendencia casuística), bien respecto al m oderno (así, la pervivencia de rasgos escolásticos, como el principio de autoridad o de la fundamentación nominalmente teológica en muchos de sus autores, o la concep­ ción de Leibniz, protestante próxim o al catolicismo y en muchos aspectos filosóficom orales un continuador y renovador de la escolástica tradicional). Sin embargo, aunque no todos y cada uno de los rasgos están presentes en todos y cada uno de los respectivos autores, creo que los rasgos distintivos que siguen sí son indicativos de una m anera aproximada y suficiente de dos diferentes épocas y doctrinas.

R azón secu la riz ad a e in div id u al vs. teo ló g ica y eclesia l ' C o n el p en sam ien to m o d e rn o la ratio, originada en la recta ratio e sto i­ ca, y te o lo g iz a d a y so m e tid a al m ag isterio de la jerarq u ía eclesial en el p en sam ien to m ed ieval, se secu lariza, Siletc th eologi iri m uñere alieno — callad, te ó lo g o s, en te rrito rio ajen o — sen ten cio el ju rista A lb erico G e n tili en 1 6 1 2 , cerran d o sim bólicam en te to d a el p erio d o en el que los te ó lo g o s habían sido los señores de¡ p en sam ien to . Y G ro c io , en 1 6 2 5 , p ro cla m ó que el D e re ch o natu ral .existiría- etiam si darem us non esse Deus, e sto- és, aun qu e supusiéram os q u e n o existe D io s 14. N a tu ­ ralm en te, n o es q ::e con la m odernid ad se generalizara la.d escreen cia religiosa, ni ta m p o co qüe d esap arecieran de p ro n to en, los escrito s de los racio n alistas las ap elacion es a D ios y a las E scritu ras, cosa que o cu rre más en los-ilu strad os que en la m ayoría cíe los iusnatu ralistas, que fu ero n , sin cero s p ro te sta n te s,. Sin em barg o,; ta le s,a p e la c io n e s o b ien eran defensivas y sib ilin am en te críticas, co m o p arece cla ro en las argu m en tacio n es del d escreíd o H o b b es, o bien eran b ásicam en ­ te co n firm ato ria s de los arg u m en tos,.racion ales, que a h o ra ,v e n ía n a o sten tar la p rim acía que antes te n d iero n a te n e r los re lig io so s15.

14. Esta idea, que suele ser cicada como uno dé los lernas de ruptura del raciona­ lismo moderno, tiene en realidad precedentes en'Platóny en eluntélecnialismo medie­ val; sin contar con que G rocio parece por. varios'conceptos más un.autor 'de'.transición que un racionalista pleno.-Y precisamente-.el .-contexto .de_.su famosa .frase, apunta a sus influencias clásicas y.medievales: ..«Ciertamente,./o que hemos.dicho, .tendría lugar aunque admitiéramos, lo que no puede hacerse.sin cometer el mayor delito, que.Dios no existe ó'que'no se preocupa de las cosas humanas»'(«Ethaec-quidem quae jam diximus locum aliquem haherént, etíamsi darenius, quod siñe summó scelere dári-ñequit, non esse-Deunv-aut non curari ab eo .negotia.humana»: D e irire belli3. «Proleg.>vS 11). Con ia referencia a «lo que hemos dicho», Grocio está remitiendo a.los. dos parágrafos anteriores,, en los que defiende la visión aristotélica y medieval del Derecho natural c'omb procedente de la vis' süeialis ,''"o impulso "a: asociarse, y présüpórie una idea de razón como prudencia práctica de simiiares-influencias.' •• • 15. Una excepción; clara- -^-casi siempre hay .una excepción—: es Leibniz, quien mantuvo una concepción explícitamente más cercana al modelo aristotélico-tomista que al moderno, concibiendo 1a justicia como necesariamente derivada de la razón divina: así,, aunque :Leibniz consagró largo espacio «a.las experiencias físicas y a las demostraciones'geométricas»', tam bién pretendió «restablecer en'cierta manera la. an­ tigua filosofía»llegand o a afirmar que ¿nuestros filósofos-modernos no^ hacen justicia a Santo Tomás ni á otros hombres grandes de aquella'época,-y que:en las opiniones de Ios-filósofos escolásticos y teólogos hay^más solidez que la-que^ellos imaginan» (D/scours de m étaphysique , § 1 1 ) . •' -" ■.'v.v : • - Por su parte, aunque la construcción-de Locke se ha considerado basada en último y esencial término, en supuestos' religiosos (así, Hampsh'er-Monk, pp. 1 0 4 -1 0 9 ),: que: efec­ tivamente utilizó de forma profusa para oponerse a Robert- Fiimer, sin duda.admite una lectura laica, seguramente más fundamental, sin la cuai,:por lo demás* sería extraordina­ ria la amplia y duradera aceptación quehasta'hoy han tenido los criterios iockeanos.:

Lo decisivo de la modernidad es que, con la ruptura del magisterio romano por la Reforma — que, gracias a la imprenta (ca. 1450), permi ­ te unainterpretación individual, o, personaLde la ¡Biblia,,,por primera vez accesible en las lenguas vernáculas— , puede aparecer la razón como instrumento individual y, a la vez, como esencialmente igual en todos los hombres. En este punto es obligado recordar la influencia delD/'s-

_cwr^deiimé£Qi¿cL(i£32LXLCuy.acogi£Q^í^SMm^aLasen-tarftoda-cÓ.nQ:'-cim ientoy percepción en una autoevidencia individual del propio pen­ sar v existir, socavó no sólo la fundamentación, del saber en la teología, sino, también la referencia a cualquier autoridad que no estuviera co­ rroborada por la razón individual. Y ese mismo es el sentido con el que, en la culminación de estaip.oca histórica, en 1784, en su escrito es la Ilustración?, Kant responde así a,tal pregunta: I.a ilustración es la liberación d el hom bre de su cu lpable incapacidad. L a incapacidad significa la in^posibilidad de .seryirse de su inteligencia sin la guía,de o tro . E sta incapacidad es culpable p o rq u e su causa no reside en la falta dé inteligencia sirio dé decisión y valor par;¡ servirse p o r sí mismo de ella sin la tutela de otro. Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia ra z ó n !: -he aquí el lem a de la ilustración.

R azón cau sal vs. teleolpgicd En segundo lugar, la ratio de¡ iusnaturalismo medieval es, como se recordará, el principio i’ormal-final del hombre, según el: clásico pun­ to de vista tel-eológico, donde \ aratio es el plan, finalidad o desig­ nio divino para el mundo y el hombre, del que el hombre mismo, en cuanto criatura racional, puede conocer y participar corno regalo de Dios, siendo un conocimiento derivado de la fe o, al menos, estrecha­ mente relacionados con ella y que se presenta sobre todo com o un resultado o contenido imprimido por Dios en la naturaleza humana. Frente a ello, el pensamiento moderno se inaugura con Descartes cuando define la razón como instrumento apropiado para la intelec­ ción de lanaturaleza física,- la clara-et distinta p ercep tio , y comienza a ser: vista en términos de causas y efectos, y no de fines y tendencias impresas por una inteligencia superior. Frente a la razón ideológica, sobre todo contenido o resultado fiable, la razón causal equivale más bien a «razonamiento», esto es, a capacidad o instrumento discursivo o de raciocinio, privilegiando elmétodoídedüctivo^y matemático para el entendimiento de la realidad. Con la contundencia que le caracte­ riza, Hobbes lo vio claro cuando sentenció que la recta razón no es «una facultad infalible, sino el acto de razonar»- y que tal acto, el raciocinio, no es sino mero cálculo (com p u tatian ); es decir, «lo mis-

mo que la ad ición y la sustracción» (De cive, VI, 2 0 ; y D e corp ore I, 2, respectivamente). Esta concepción de la razón como procedimiento, como proceso, que Spinoza tan bien dibuja «como una escalera a través de la cual ascendemos al lugar deseado» (Tractatus brevis, II, 2 6 ,6 ), es la más apropiada para el conocimiento de las relaciones empíricas, de causa a efecto, observables en los fenómenos naturales. Es la actitud que ya a principios del siglo XVI había reflejado la mirada desencantada de Maquiavelo hacia el mundo social y político, que pretendió descri­ bir la veritá effectu ale d elle co se, la verdad efectiva de las cosas. Esa misma mirada se encuentra también estrechamente asociada al naci­ miento de la ciencia moderna, que, en palabras de Galileo, propone ver escrito el libro de la naturaleza en caracteres matemáticos. Esta concepción será llevada a sus últimos extremos por David Hume (1 7 1 1 -1 7 7 6 ) a mediados del siglo XVIII, llegando a socavar no sólo la razón medieval, sino también los cimientos mismos del racionalismo iusnaturalista, con su defensa de los principios empiristas: Cuando recorremos las bibliotecas persuadidos de estos principios, ¿qué estragos no deberíamos hacer? Si cogemos uíi volumen cual­ quiera, por ejemplo, de teología o de metafísica escolástica, pregun­ témonos: ¿Contiene algún razonamiento abstracto acerca de la can­ tidad o el número? N o. ¿Contiene algún razonamiento experimental acerca de cuestiones de hecho y existencia? N o. Pues entonces arro­ jém oslo a las llamas, porque no puede contener más que sofismas y engaños (An Enquiry concerning Human Understanding, p. 192).

R azón dem ostrativa vs. interpretativa En fin, el racionalismo toma el camino inverso respecto a la visión aristotélica y tomista de la ética y la política como asuntos opinables, sostenidos en el ámbito de la interpretatio gracias a argumentos retóri­ cos, que se apoyan en la tradición o en la autoridad, aunque sea la del consensus om n ium , el consenso de todos, que son argumentos a posteriori, fundados no en la razón sino únicamente en la experiencia y, por tanto, falibles como nuestros sentidos. La ética racionalista, en cambio, pretende ser una ética rigurosa, deductiva, geométricamen­ te dem ostrada— como reza el título de la E th ica in ordin e g eo m étri­ c o d em on strata (1677) de Baruch Spinoza— , que pretende moverse en el ámbito de la d em on stratio, del razonamiento lógico-matemáti­ co, cuyos argumentos son a priori, esto es, basados en la razón y, por tanto, autoevidentes, universales, eternos, independientes incluso de la voluntad divina.

Este cambio de método va inevitablemente acompañado del des­ prestigio del argumento de autoridad, pues el racionalismo ya no considera aceptable ni necesaria la cita de los autores clásicos. Salvo Grocio — que todavía sigue apegado a la influencia de los escolásticos españoles y se fía mucho del argumento a p osterioriu— , los libros de los iusnaturalistas modernos se pueden leer y entender como los ar­ tículos de opinión de la prensa actual. Su estilo escueto, claro y direc­ to, dirigido sobre todo a argumentar y desarrollar demostrativamente uno o unos pocos principios, se asemeja más al lenguaje sintético del Derecho, de la ley codificada o, mejor, de la sentencia silogística, como corresponde al sometimiento del mundo humano al tribunal de la razón que los racionalistas buscan. Todo ello se puede comprobar fácilmente hojeando — y mejor, desde luego, leyendo— cualquier libro de H obbes, Spinoza, Locke o Rousseau, pero para dejar aquí una muestra breve pero intensa de este estilo, bastará citar estas expe­ ditivas frases de Leibniz: como la teoría del derecho es una ciencia, y la causa de la ciencia es la dem ostración, y como el principio de la demostración es la defini­ ción, antes de pasar adelante debemos investigar cuál es la definición de las palabras Derecho, Justo y Justicia ([Elementa iuris naturalis, § 12, p. 71).

Por lo demás, el rechazo del principio de autoridad por parte del racionalismo se asienta en un más general rechazo de la tradición qüe también ha de relacionarse con la primacía de la ley, la ley racional, que el iusnaturalismo racionalista y la Ilustración privilegiarán sobre la costumbre, la «opinión de los doctores» y las demás formas de expresión jurídica. Una primacía que, a la vez, las monarquías abso­ lutas de la época irán asumiendo y llevando a la práctica como crite­ rio jurídico perfectamente adaptado a sus designios políticos. b) La distinta configuración del Derecho natural: el maximalismo ético Como se vio en el capítulo anterior, el modo escolástico-tomista de ver el Derecho natural fue, aun con los matices que se expresaron, tendencialmente minimalista, en un doble sentido: de un lado, afir­ 16. En efecto, aunque program áticam ente G rocio muestra algunos atisbos de distancia hacia el argumento de autoridad, incumple después d e'form a palmaria su doctrina, pues su prosa abusa tanto de las citas de clásicos y menos clásicos como lo s . autores escolásticos (De iure belli, «Proleg.», §§ 4 0 , 4 2 , 4 5 y 46).

m ab a co n gran firm eza los p rim ero s p rin cip io s del D e re c h o n atu ral y algun-as de sus d ed u ccio n es, p e ro c o n m e n o r seg u rid ad los c rite rio s m ás c o n c re to s , ta m b ié n de D e re c h o n a tu ra l, d eriv ad os de a q u e llo s p rim e ro s p rin c ip io s ; y, de o tro lad o , n o p re te n d ía q ue el D e re c h o n a tu r a l l o re g u la ra to d o , sin o - q u e d ejab a un c ie rto esp a cio a las c o n c re c io n e s :propias:' del D e re c h o p o sitiv o . En: c o n tra s te ,: las: c o n s ­ tru ccio n e s ra c io n a lis ta s d e l D erech o : n a tu ra l tien d en a ser m ás b ien n a x im a iis ta s , lleg an d o a fo rm u la r n o só lo los p rim e ro s p rin cip io s y sus derivados,, sin o d etalládas reg u lacio n es de to d o un sistem a é tic o o ju ríd ico ,- en o ca sio n e s h a sta en; sus m e n o res p o rm e n o re s. -P u ed en 'ilu stra rlo ; en .prim er té rm in o , los tratad o s de los iusnatu ralistas. juristas^ q ue están en el orig en d e.las co d ific a c io n e s ilu strad as d el D e r e c h o p riv a d o , según pu ed e verse, por e je m p lo , en los títu lo s d e .lo s ca p ítu lo s I X a X V I d el-L ib ro I de D e offic-io h o m in is e t civis juxta- legem n atu ralem libri d ú o (1 6 ? '3 ), de S am u el P u fe n d o rf, q u e p rá c tic a m e n te d esa rro lla un có d ig o civil: IX . De los deberes dé las: partes contrátarites en general. X . Del deber de los hom bres en el u sod el lengüaje. X I. De! deber de los que prestan juram ento; X II. De! deber en lo que respecta a la adquisición de prop ied ad. X III. De los deberes que resultan de la posesión de buena fe. X IV . Del valor. X V . De los con tratos que presuponen los p recios de las cosas y de los deberes que de ello se derivan. X V I. De los m é to d o sp a ra rev ocar o anular las.obligaciones que. surgen de los co n trato s17.

ü n .seg u n d o tu g ar, en ei a rea a e ios m o so ro s p o lítico s, p u e a e u u strars e .lo m ism o fá cilm e n te c o n ,e s c rito s c o m o .la E tica de S p in o z a , o el m ism o .L e v ia tá n , del q u e a q u í p u ed e serv ir de e je m p lo el ca p ítu lo titu la d o , «D e los c rím e n e s, e x im e n te s y a te n u a n tes» , que co n clu y e e sta b le cie n d o u n a ,esp e cie de b a rem o de lo s «grados de crim e n » , se ­ gún d istintos criterio s, co m o la prem ed itación , el escán dalo p ro d u cid o o la p e rso n a agraviad a: 1 7. En su desarrollo, estos capítulos son una especie de mezcla de manual y de código civil; un. ejem plo claró lo suministra eLcápítúlo X III, donde se enumeran tres deberes y siete detalladas «Conclusiones» con .las obligaciontis del poseed or de •buena fe respecto de la.restitución de la cosa perecida y de los,frutos, del régimen de transmisión de la cosa a terceros de buena fe, etc.; un ejemplo del tono lo da el § 10: «Un poseedor de buena fe que ha adquirido mediante un título insuficiente lo que es propiedad de otro está obligado a restituirlo, sin que pueda reclam ar a su dueño lo que haya gastado, sino sólo a la persona de: la cual haya recibido la cósa; sálvo en el caso dé que el d u eñ o 'n o hubiera1probablem ente recuperado la 1posesión de su propiedad sin algún gasto o de que:voluntariamenre haya ofrécidó úna recom pensa por inform ación».

De los hechos contra la ley que se cometen contra individuos particu­ lares, elm ayoridelito es: aquel-que,: según la generalizada opinión de los.hombres, implica un .dañojoiás notable. Por consiguiente, M atar en con tra de la ley és'm ayor delito, qiie cualquier o tra injuria éií que l a Vida 'qüédá,presérvada.‘ !

Y matar con tonnenro es mayor deliro que matar simplemente. Y la mutilación de un miembro, mayor que el despojar a un hombre de sus bienes. Y despojar a un hombre de sus bienes aterrorizándolo-con amena­ zas de muerte o de daño físico, más grave que hacerlo sustrayéndose­ los clandestinamente. ... Y. hacerlo, por sustracción.clandestina, más grave que. mediante con­ sentimiento obtenido, de manera fraudulenta. Y la violación dé la castidad por la fuerza, mayor que si sé háce por seducción.' ‘ Y a una mujer casada, mayor que a una mujer no casada. ( P or lo. común^todos .estos.delitos están .así jerarquizados, aunque algunos, hombres son más sensibles,;y.otros menos, a -una misma ofensa. Pero, la ley np considera inclinaciones particulares,, sino, la inclina­ ción general de la humanidad. [...] Un delito.cometico ¿óniía un individuó privado se agrava mucho si se tiene en cuenta 1a persona afectada y las circunstancias de tiempo'y lugar. Pues matar al propio padre es un criméñ.riíayúr que matar a otro Y::robar a nu hombre pobre es delito más .grave que robar a un rico, pues elitjobre notará más el.daño (Ltwiathan. X X V IL d d . 246-2471.

c) La distinta concepción d.e,1a naturaleza humana:, de la sociabilidad al aislamiento E l iusnaturalismo -medieval,, cómo se vio; sigue el modelo aristotélico déla: sociabilidad natural del hombre, donde se defiende la existen­ cia dé una variedad de conjuntos ó agrúpácioñés sqciáles, formada por elementos plurales e iñterrelacionados entre sí, como ¡a familia, la tribu o el clan, la ciudad, el reino, etc., que han sufrido transfor­ maciones lentas y naturales, en el sentido de independientes de la expresa voluntad humana. En cambio, la mayoría délos iusnaturalis­ tas ¡modernos no-considera, que, el hombre sea, naturalmente sociable^ sino más bien asocial y apolítico, hasta el punto de que en su cons­ trucción teórica las formas de relación y agrupación humanas apare­ cen dentro de una dicotomía cerrada, excluyente y,antitética: o esta­ do de naturaleza o sociedad civil, donde el primer término, «estado», significa simplemente situ ación , sin presuponer organización social o política alguna, mientras que el segundo, «sociedad civil», equivale a organización política o E stad o. Si el modelo no es por completo dicotómico ¡es p.orqiie.. éntre ambas situaciones hay un momento de cambio radical, debido.no a la evolución ;iatural sino a la voluntad

humana: el contrato social, que permite pasar del estado natural al social y político. De lo anterior se deriva un determinado tipo de justificación del Estado, que aparece como instrumento, incluso como artificio, al servicio de los derechos e intereses individuales, como ve­ remos tras comentar los detalles de la tríada estado de naturalezacontrato-sociedad civil. d) La distinta concepción del Derecho y la ley: los derechos individuales Mientras el iusnaturalismo antiguo y medieval insiste en la ley como regla que establece sobre todo obligaciones y prohibiciones, esto es, como portadora de deberes para los hombres en función del bien' común, el iusnaturalismo moderno tiende a hacer preceder los de­ rechos individuales sobre la ley y los deberes. Si se quiere, por decirlo de otra manera, en la escolástica el ius es lex, Derecho objetivo, y en el iusnaturalismo racionalista se convierte en iura naturalia, en dere­ chos naturales y subjetivos. Aun con la parcial excepción de Hobbes, que se comentará, los derechos naturales, en el sentido de propios del estado de naturaleza, toman la prioridad como fundamentos del po­ der político, que queda legitimado al servicio de su respeto y garan­ tía. Un texto que sintetiza bien este nuevo modo de ver las cosas, que llega incluso a aplicar la categoría de derecho subjetivo al propio • poder político, puede encontrarse en John Locke: Para comprender qué es el derecho al poder político y cuál es su verdadero origen hemos de considerar cuál es el estado en que los hombres se encuentran por naturaleza, que no es otro que un estado de perfecta libertad para ordenar sus acciones y disponer de sus pertenencias y personas según consideren conveniente, dentro de los límites impuestos por la ley natural, sin necesidad de pedir licencia ni depender de la voluntad de otra persona (Tu/o Treatises, II, ii, § 4).

Como se ve, la idea de ley natural, como la de Derecho natural, no ha desaparecido, sino que ha sufrido una profunda transformación hasta llegar ahora a acoger en ella a los derechos naturales. 2 .2 . L a su perioridad d e l D erech o natural: e l iusnaturalism o d eon tológ ico a) D e la moral como Derecho al Derecho natural como moral En cuanto al otro gran rasgo caracterizador de la categoría Derecho natural desde sus primeras formulaciones en el estoicismo, esto es, la

superioridad de tal Derecho, también cambia el modo de entenderla tras el paso a la modernidad. El iusnaturalismo medieval ha sido ca­ racterizado como «ontológico» por mirar al Derecho esencialmente bajo el prisma de la justicia hasta sostener que el Derecho natural es el verdadero modelo o esencia al que se debe ajustar el Derecho posi­ tivo para ser propiamente Derecho. Podría decirse, así, que al consi­ derar al Derecho natural como el verdadero ser de todo Derecho, el núcleo de tal iusnaturalismo ontológico es moralizar esencialmente el Derecho, esto es, considerar como Derecho a la moral o, al menos, a esa parte de la moral identificada con la justicia. El iusnaturalismo moderno, en cambio, ha sido visto como deontológico, en el sentido de que considera al Derecho natural — o, mejor, a los derechos na­ turales— más bien como el referente o deber ser ideal del Derecho positivo que como su esencia o modelo conceptual y definitorio. En este modelo, por tanto, es sólo el Derecho natural el que se presenta como moral, que queda más como referente ideal del Derecho posi­ tivo que como su concepto esencial. En esta nueva dirección aparece también una nueva propuesta de distinción, que en algunos iusna­ turalistas se presenta incluso como separación, entre la moral y el Derecho (positivo). La construcción de la nueva diferenciación entre Derecho natu­ ral y positivo en el iusnaturalismo moderno tiene que ver, ante todo, con la afirmación de una concepción de este último como conjunto de normas sostenidas coactivamente por el poder político y no ne­ cesariamente concordes con la moral18, pero cuya existencia permite superar la situación en la que, al regir únicamente el Derecho natu­ ral, los seres humanos vivirían sin suficiente seguridad. Y así, el tema de la distinción entre moral y Derecho está ya claramente implícito en la separación, común a casi todos los iusnaturalistas modernos, entre el estado de naturaleza, donde rigen los criterios morales de un Derecho natural no garantizado coactivamente por un poder social común, y el estado civil, en el que el Derecho positivo impone coac­ tivamente ciertas reglas que no siempre coinciden con las propias del Derecho natural, de modo que pueden llegar a conculcar los dere­ chos naturales de los individuos. Antes de Kant, de quien se hablará más por extenso en la segunda parte de este mismo capítulo, fue seguramente Tomasio el iusnaturalista racionalista que formuló la 1 8. Incluso Leibniz, marcadamente intelectualista, reconocía que «es frecuente que el derecho civil se oponga al natural» («Retrato de un príncipe», en Escritos polí­ ticos, p. 1 1 3 ; sobre su intelectualismo véase su crítica al voluntarismo de Pufendorf en «Algunas observaciones sore las ideas fundamentales de Samuel Pufendorf, dirigidas a G. ~W. M olano» [1 7 0 6 ], en Escritos de filosofía jurídica).

distinción entre moral y Derecho de una manera conceptualmente más neta: mientras Ja . moral, o Derecho natural, está formada por co n sejo s, caracterizados por una forma de obligación interna — en el sentido de conexión necesaria entre la: acción y sus consecuencias propias (la felicidad como consecuencia del bien obrar, por ejem­ plo)— , en cambio, el Derecho:positivo está formado por im p o sicio „z2eí,„caxaj;terizada^pjoxuna_fo.nTia„deja.hligaíióíi:e5SCemíi,-.esiaes.>.pQr_ una conexion entre, la acción y -una sanción. coactiva establecida convencionaimente por una autoridad superior {l:u n d a m en la inris, esp. IV,' §§ 5 0 5 7 , 61-63 y .99, y V, § 34), . Pero, junto a lo anterior, el carácter deontológico del iusnatura­ lismo. moderno tiene también que ver con: la actitud hacia la legitimi­ dad de los poderes existentes. Quizá por la aceptación.- de. que entre ser y deber ser, entre Derecho :y m oral, existía una b ien , marcada distancia no sólo en la práctica sirio también en la teoría, los valedo­ res del racionalismo — con la. excepción de Locke, ,al menos entre los grandes— apenas brillaron com o,especialmente críticos-y, todavía menos, como, críticos radicales que! tendieran a justificar de forma automática o ligera el derecho de resistencia ante las monarquías absolutas de las que fueron súbditos, según veremos m ás‘adelante-. Seguramente es una paradoja, pero ello contrasta con el hecho de que el iusnaturalismo medieval no fuera necesaria y esencialmente justifir cador del poder político., en especial por la principal obediencia al papa de los teólogos y filósofos (aunque no .de todos, y baste recordar a Guillermo. de: Ockam y: a Marsilio; de Paduá).; En- ese marco,: ;u-na dramática ejemplificación ;de‘ la 'diferencia- entre el .pensámiento^medievar y e lm o d e rn o se puede observar en el contraste:entre los dos siguientes textos, elprimero: de Bartolomé de las Casas. (1484415;66), seguidor de -Francisco’;de Vitoria y Domingo: de Soto-y-,erií última instancia claramente deudor del modelo tomista, y el segundo de Immanuel Kant, claro exponente por su parte del iusnaturalismo ra­ cionalista: N ingún rey o gobernante, por soberano que sea, puede ordenar o m andarhinguna cosá concerniente a lacómunidád-política;;en;perjuÍT ció o detrimento del pueblo o de los súbditos,'sin haber obtenido antes, el consentimiento, de los ciudadanos, en forma.legal y adecuada. Y si se hiciera otra cosa, no tendría absolutamente ninguna validez jurídica. Se prueba la primera parte de la conclusión por autoridad y argumentos racionales. Racionalm ente, ¡porque el pueblo fue la causa eficiente y ' también final de los reyes y gobernantes. De donde resulta que bar. de subordinarse al pueblo ordenándose a su bienestar y a ios intereses de la comunidad como a finalidad propia.'En consecuencia, los reyes no

xienen jurídicamente ningún poder para establecer, ordenar o anular nada que vaya contra los intereses de los ciudadanos o en perjuicio y detrimento del pueblo. [...] En tercer lugar, ningún gobernante puede, lícitam ente, sin motivo justificado,- inferir perjuicio alguno a la liber­ tad de sus pueblos. Ahora bien, si alguien decidiera en contra de los intereses colectivos del pueblo, sin contar con su expreso consenti­ miento, perjudicaría la libertad del pueblo y de sus ciudadanos. Luego serían nulas las decisiones del rey que perjudican al pueblo. L;i liber­ tad es r.n valor más preciado y estimado que todas las riquezas que un pueblo libre pudiera tener, según ley del Digesto. Por tanto, el gober­ nante que atentará contra la libertad del pueblo obraría contra la jus­ ticia (Las Casas, De imperatoria, § V III, 1 y 3 )19. La idea de una constitución en armonía con los derechos naturales del hom bre, a saber, aquella en que los qué obedecen a la ley, al mismo tiem po, reunidos, deben dictar leyes, se halla a la base de todas las formas de Estado, y el ser común que, pensando con arreglo a ella por puros conceptos de razón, se llama un ideal platónico (respiiblica noum en o n ), no es una vana quim era, sino la norm a eterna de to d a constitución política en general y que aleja todas las guerras. Una so­ ciedad civil organizada a tenor de esa idea, la hace patente según leyes de libertad mediante un ejemplo de la experiencia (respublica phaenomenon) y puede lograrse penosamente sólo después de múltiples lu­ chas y guerras; y esta constitución [...] constituye un deber trabajar por ella, y provisionalmente (puesto que no es realizable tan de pronto) obligación de los monarcas gobernar en republicano (no democrática­ mente) aunque reinen como autócratas, es decir, que deben tratar al pueblo según principios adecuados a las leyes de la libertad (tales com o las que un pueblo de razón madura se prescribiría a sí mismo) aunque no se pida, a la letra, un refrend o del pueblo (Kant, Si el género hum ano se halla en progreso constante, b a d a m ejor [1 7 9 8 ], en F ilosofía de la historia , p. 113).

Además de a la consciencia de los iusnaturalistas racionalistas sobre las grandes distancias entre los sistemas racionales de D ere­ cho natural que estaban proponiendo en sus obras y la realidad jurídico-política frente a la que formulaban sus propuestas, acaso este contraste deba atribuirse también a una época que anhelaba o agradecía las autoridades fuertes frente a la inseguridad religiosa y política. 1 9. D icho sea como curiosidad, este tratado, publicado en 1 5 7 1 , cinco años después de su m uerte, parece ser la última obra que escribió Las Casas, y aunque tradicionalmente ha habido dudas sobre su autenticidad, al parecer es producto de su pluma, con la que no obstante plagió directa y generosamente la obra In tres posterio­ res libros C odici Iustiniani del jurista italiano Lucas de Penna [... 1 3 4 3 -1 3 8 2 ...] (véase sobre todo ello el «Estudio preliminar» a la edición citada en la bibliografía, pp. C X IV -C X X V III).

b) Los avatares de la falacia naturalista El amplio uso que los iusnaturalistas racionalistas hicieron de la idea de naturaleza y de Derecho natural no implica necesariamente, a pe­ sar de la similitud en los nombres, que por ello incurrieran en lo que, en sentido amplio, se denomina falacia naturalista — insisto, n a­ turalista y no iusnaturalista— , que, en cambio, sí aparecía claramen­ te en algunos textos de Aristóteles y Tomás de Aquino. Para verlo conviene partir de la formulación canónica originaria de tal falacia, la denominada ley d e H u m e, que el filósofo escocés expuso en este famoso texto: En todo sistema moral de que haya tenido noticia, hasta ahora, he podi­ do siempre observar que el autor sigue durante cierto tiempo el modo de hablar ordinario, estableciendo la existencia de Dios o realizando obser­ vaciones sobre los quehaceres humanos, y, de pronto, me encuentro con la sorpresa de que, en vez de las cópulas habituales de las proposicio­ nes: es y no es, no veo ninguna proposición que no esté conectada con un debe o un no debe. Este cambio es imperceptible, pero resulta, sin embargo, de la mayor importancia. En efecto, en cuanto que este debe o no debe expresa alguna nueva relación o afirmación, es necesario que ésta sea observada y explicada y que al mismo tiempo se dé razón de algo que parece absolutamente inconcebible, a saber: cómo es posible que esta nueva relación se deduzca de otras totalmente diferentes. Pero como los autores no usan por lo común de esta precaución, me atreveré a recomendarla a los lectores: estoy seguro de que una pequeña re­ flexión sobre esto subvertiría todos los sistemas corrientes de moralidad, haciéndonos ver que la distinción entre vicio y virtud ni está basada meramente en relaciones de objetos, ni es percibida por la razón (A Treatise o f Human Nature, pp. 689-690).

Con independencia de lo que realmente quisiera decir Hume en este pasaje, que es cuestión discutida, su interpretación tradicional afirma algo correcto e indiscutible: que de la mera observación de un hecho no se puede deducir un deber o un valor, es decir, que de la afirmación de que algo «es» no se extrae lógicamente que «deba ser». Y, en efecto, que no pueden derivarse sin más normas y valores a partir de hechos es tan obvio que parece mentira que tardara tanto tiempo en formularse explícitamente, pues que el ser humano tenga de h e c h o tendencias violentas no prueba en absoluto que d eb a tener­ las, porque un hecho es sólo un hecho y si es bueno o malo no depende de su existencia. Si la moral, que proporciona pautas de conducta ideales, se pudiera deducir de los hechos no sólo perdería sus funcio­ nes de crítica y de referente ideal del comportamiento existente sino

que, más aún, carecería de sentido en cuanto tal. Por ello, en suma, deducir un valor a partir de un hecho violaría la citada ley de Hume, comportando una falacia lógica que suele calificarse como falacia naturalista20. Aunque Hume fue en general un crítico del racionalismo iusna­ turalista, la ley citada no afecta a la mayoría de los autores de este movimiento en la medida en que no suelen identificar los derechos naturales con meras tendencias naturales o fácticas que a la vez son positivamente valoradas, sino que es más bien el carácter negativo de las tendencias que atribuyen a la condición humana — como el egoís­ mo, la envidia, la agresividad, etc.— lo que para ellos, supuesto el fin moral de garantizar la seguridad o la libertad mutua, justifica la organización social y política21. Los derechos naturales, según unos u otros iusnaturalistas, o bien son tendencias humanas en principio moralmente indiferentes o distintas de la moral, como en Hobbes o Spinoza, o bien son facultades o bienes de carácter moral derivados antes de la razón que de la naturaleza, como en Locke o en Kant. Por ejemplificar una y otra opción a propósito de los derechos na­ turales, una buena expresión de la primera puede verse en la concep­ ción de Spinoza sobre el Derecho natural — por cierto, expuesta bastante antes de que naciera Hume— , Derecho que, como dice aquél, permite que el pez grande se coma al chico y que en cada individuo «se extiende hasta donde llega su poder», de modo que el derecho y Ianorm a natural, bajo la cual/todos los hombres nacen y viven la mayor parte de su vida, no prohíbe sino lo que nadie desea y nadie puede; no se opone a las riñas, mi a los odios, ni a la ira, ni al engaño, ni absolutamente a nada de cuanto aconseje el apetito. Nada extraño, dado que la naturaleza no está encerrada dentro de las leyes de la razón humana (Tractatus politicus,rl^$% 4 y 8).

2 0 . En rigor, la ley de Hume sólo en un sentido amplio coincide con la «falacia naturalista», teorizada por el filósofo británico de principios del siglo X X G. E. M oore, quien mediante esa expresión criticó cualquier concepción que rem ita el significado de los térm inos m orales, com o «bueno» o «correcto», a propiedades naturales o fácticas, lo que parece correcto, pero para sostener la muy discutible tesis de que tales térm inos, de m anera sem ejante a los colores, pueden ser captados con suficiente objetividad mediante esa particular «vista interna» que es la intuición (véase M oore, caps. I-II). 2 1 . Para un ejem plo, véase infra , nota 2 4 y el texto correspondiente. De todas form as, la observación del texto no deja de ser una generalización, y un análisis porm enorizado de cada uno de los iusnaturalistas sin duda obligaría a matices que aquí no son del caso: para un ejemplo de falacia naturalista en H obbes, véase De cive , V I, 2 0 ; así com o, más en general, la excelente exposición de H am psher-M onk, pp. 78 ss.

D espu és de H u m e , este m ism o co n tra ste en tre n a tu ra le z a y ra z ó n apareee tam b ién en K a n t, quien separa ta ja n tem en te el m u n d o del ser (lo n a tu ra l), so m e tid o a la cau salid ad y a la n e cesid a d , y el m u n d o del d eber ser (lo m o ra l), so m e tid o a la ra z ó n y a la lib e rta d . A p a rtir de ello , sin e m b a rg o , K a n t e je m p lific a la o tra o p c ió n h a ce p o c o a lu ­ d id a, pues p ara él, c o m o v erem o s m ás ad ela n te c o n m a y o r d eta lle, só lo la ra z ó n , y n o las te n d e n cias n atu rales, p u ed e justificaiú.a_.e;?dsr_ te n cia de u n d e re c h o in n a to o n a tu ra l en to d o s los h o m b re s, el d e re ­ ch o a la lib e rta d . U n c o n te m p o rá n e o de K a n t, el en say ista y lite ra to inglés W illia m H a z litt, co n d e n só b ien m u ch as de las id eas a n te rio re s en esta b e lla sen te n c ia : El hom bre es el único animal que ríe y llora, pues es el único animal^ que puede darse cuenta de la diferencia entre las cosas com o son y com o deberían ser.

3. La

t r ía d a e s t a d o d e n a t u r a l e z a , c o n t r a t o s o c ia l

Y SOCIEDAD CIVIL

E l esq u em a fo rm a l de la ju stifica c ió n del p o d er p o lític o es, d en tro de algunas v a ria n te s de c o n te n id o , sim ilar en to d o s lo s iu sn a tu ra lista s ra cio n a lista s y re sp o n d e , co m o ya se d ijo , a la d ic o to m ía e sta d o de r.a tu ra l-s o c ie d a d civ il, e n tre la que se in te rp o n e el c o n tr a to s o c ia l, io que co n fig u ra u n a tría d a . E l análisis de lo s c o m p o n e n te s de esta .tría d a — sigu ien d o fo rm a lm e n te el esqu em a p ro p u esto p o r B o b b io en su estud io s o b re «E l m o d e lo iu snatu ralista»—- n os p e rm itirá c o n sid e ­ ra r algunas de las d iferen cia s d en tro del p ro p io m o d e lo seg u id o p o r los au tores iu sn a tu ra lista s. V eá m o slo p o r p artes.

3 .1 . E l esta d o d e naturaleza E l estad o de n a tu ra lez a es el p rim e r p resu p u esto in d iv id u a lista del e sq u em a iu sn a tu ra lista . C o m o situ a ció n m ás o m e n o s h ip o té tic a o real, los in d ivid u o s a p a recen en él co m o titu lares de d erech o s n a tu ra ­ les, o d erech o s m o rales — b ásicam en te, aun co n v a ria cio n e s según los a u to re s, la v id a, la seg u rid ad , la lib e rta d y la p ro p ie d a d — , p e ro sin que g o ce n de u n a o rg a n iz a ció n esp o n tá n ea n i de un a p a ra to e sp e cífi­ co d estin ad o a p ro te g e rlo s , es d ecir, sin u n a o rg a n iz a c ió n so c ia l ni p o lítica . E sta fa lta de so cied a d y de E sta d o que c a ra c te riz a al estad o de n atu raleza p o n e de m a n ifiesto el c a rá c te r aso cial y en p e rm a n e n te c o n flic to , al m e n o s p o te n c ia l, que esta c o r rie n te a trib u y e a la c o n d i­ ció n h u m an a cu a n d o n o e x iste un p o d er co m ú n .

La figura dei estado de natu raleza tien e anteced entes culturales m uy variad os, que van desde la Edad de O ro de los T rabajos y días de H esío d o hasta el paraíso terren al de la B ib lia y, en el surco de este ú ltim o, desde algunas referen cia s de la p a trística hasta ju ristas m ed ie­ vales co m o B a rto lo da S asso ferrato (Tom ás y V alien te, p. 9 8 6 ) . Hay, sin em bargo, una d iferen cia in icial y fu nd am ental en tre sem ejan tes

-aníeGed&ní&s-yTeJ-estede-de-na-t-uíaJeza-teor-iaado-por-l'Os-msTratUTaiis^ tas racion alistas: que m ien tras en los p recu rsores el estado p rim ig e­ nio se configu ra co m o p ositivo e in clu so id ílico , en los m o d ern o s es negativo o al m enos deficien te y en ningún caso un estado ideal. El con traste es b ien claro resp ecto del equ iv alente ju d eo -cristia n o que tu viero n p resen tes los teó lo g o s esco lásticos, el p araíso terren a l de la B ib lia, del que se sale n o p o r un p a cto sin o p o r el p ecad o orig inal, de m o d o que si se quiere integ rar ese m o m en to b íb lico en el m o d elo p ro testan te, el estado de n atu raleza del racion alism o viene después del p araíso, con la co rru p ció n de la n atu raleza hum ana p o r el pecad o original. Si se q u ieren e n co n tra r p recu rsores más p ró x im o s a la visió n n e ­ gativa del estad o de n atu raleza que tu v iero n los racion alistas hay que rem itirse, ap arte de a la d o ctrin a de algún ca n o n ista m edieval sob re la p ro p ied ad privad a22, a un te x to de C ice ró n que, al parecer, llegó a ser un lugar com ú n en tre los hu m anistas del siglo XVI, en el que se hab la de un tiem p o en el que los h om bres v ivieron y se p ro p ag aro n de fo rm a salvaje, guiados p o r su fu erza y no p o r la razó n , del que hab rían escap ad o gracias a la e lo cu en cia de un gran h om bre sabio (De invei'ítione, I, 2 ; un te x to sim ilar en D e o r a to re , I, 3 3 ). A h o ra b ie n , ta m p o co en este caso la con tin u id ad co n los racion alistas es ni m u cho m enos co m p le ta , p u esto que en esa figura cicero n ia n a y de los hu m anistas no sólo no se sale del estado p rim itivo m ed ian te un 22. Sobre los antecedentes en algún jurista medieval, véase Tierney, cap. 6, es­ pecialmente, p. 139, donde se recoge cómo el canonista Rufino sostuvo que tras la caída de Adán ios hombres vivieron como besti&s, en un estado natural negativo, hasta que, mediante pactos, llegaron a asociarse entre sí y a regirse por el Derecho, que es básicamente el mismo diseño que aceptará Pufendorf siglos después sobre el estado de naturaleza (véase infra> nota 29). Ahora bien, la propia argumentación de Tier­ ney — siempre deseoso de mostrar que en la Edad Media aparecen ya muchas de las categorías del iusnaturalismo racionalista— deja ver lo excepcional de la historia de Rufino: de un lado, en el Decreto de Graciano el período de dispersión que sigue a la expulsión de Adán y Eva del paraíso terrenal dura, en términos históricos, el escasísi­ mo lapso de tiempo que su hijo Caín pudo tardar en construir una ciudad; y, de otro lado, el punto de referencia fundamental de glosadores y teólogos para las discusiones sobre el carácter colectivo o privado de la propiedad era el paraíso terrenal, es decir, un estado de naturaleza considerado histórico y, sobre todo, ajeno a la negatividad con que aparece en el iusnaturalismo protestante (Tierney, pp. 145 ss.).

pacto o acuerdo de todos, sino que tampoco se supone que en él existan en absoluto derechos naturales. Así pues, el modelo de estado de naturaleza propuesto por los racionalistas defensores de los derechos naturales, considerado en su conjunto, es una construcción nueva con funciones explicativas o justificativas propias de esa corriente de pensamiento. Los rasgos de esta nueva forma de ver el estado de naturaleza pueden analizarse en tres problemas interpretativos que se plantean en ese primer momen­ to de la tríada: su carácter histórico o hipotético, su carácter social o asocial y su carácter belicoso o pacífico. a) El carácter histórico o hipotético del estado de naturaleza Entre los importantes, sólo algunos iusnaturalistas — los menos, como Locke, quizá Leibniz y, aun con cierta ambigüedad, Rousseau— consi­ deraron el estado de naturaleza como un hecho histórico universal23. 23. Sobre la posición de Locke, véase Two Treqtises, II, viii, donde argumenta algo confusamente sobre los orígenes históricos de los gobiernos, mencionando desde Asiría, Persia y Rom a hasta los indios americanos, sin olvidar a los israelitas, aunque siempre con el objetivo claro de negar la tesis de Robert Film er de que el poder civil procede del poder paterno o patriarcal, que tendría a la vez carácter natural y origen divino. Leibniz, que raramente utiliza la tríada estado de naturaleza-contrato-sociedad civil, parece suponer la existencia histórica de un «estado de naturaleza salvaje», esta­ do legítimo en el que existiría sólo el derecho de propiedad y todos los hombres se considerarían iguales; más tarde, añade, mediante pactos entre los hombres, «cada uno cederá parte de sus derechos» para constituir asociaciones entre ellos y llegar al fin a establecerse el Estado, como sociedad destinada al bien común de los asociados («So­ bre los tres grados del Derecho natural y el de gentes» [1 6 7 7 -1 6 7 8 ], en Escritos de filosofía jurídica, pp. 116-1 1 7 ). En cuanto a Rousseau, en el Discours sur l'origine et les fondem ents de l'inégalité panni les hom m es pretende extraer la verdadera naturaleza o condición humana bus­ cando el modo de ser de los hombres «primitivos» o «salvajes» por el procedimiento de aventurar algunas «conjeturas» sobre cómo sería el ser humano de su tiempo si se le despojara de lo «artificial» de la civilización (O emires com pletes, p. 123). Sin embargo, la «suposición de esta condición primitiva» (p. 82) tiene allrdos significados: por un lado, la de conjetura como hipótesis imaginaria con función regulativa o crítica, que es el sentido en el que acepta que tal estado natural «no existe ya, que quizá no ha existido nunca y que probablemente no existirá jamás y del que sin embargo es nece­ sario tener nociones justas para juzgar bien sobre nuestro estado presenten (p. 123; cursiva m ía); por otro lado, la de conjetura como hipótesis teórica con función des­ criptiva, que parece ser el sentido en el que, en el mismo Discurso, afirma que la suposición de la condición primitiva pretendía «mostrar en el cuadro del verdadero estado de naturaleza cómo la desigualdad, incluso natural, está lejos de tener en este estado tanta realidad e influencia com o pretenden nuestros escritores» (p. 160) y que cuando la historia no es capaz de establecer la verdadera sucesión de los hechos corresponde a la filosofía conjeturar «los hechos semejantes que pueden ligarlos» (p. 163).

Para la mayoría, en cambio, era o bien una situación universal pero sólo en cuanto h ip otética— esto es, que sin haber existido nunca de forma generalizada debía considerarse como si hubiera existido en todas las naciones— o bien una situación real pero no universal, es decir, histórica pero sólo en algunas circunstancias o lugares, como la sociedad internacional, la guerra civil y los pueblos salvajes de Amé­ rica (así, en Hobbes, Leviathan, XIII, p. 108). Pufendorf distingue per­ fectamente entre el estado de naturaleza como ficción y como realmen­ te existente y mientras dice que «es manifiesto que el conjunto de la raza humana nunca ha estado al mismo tiempo en el estado natural», situación que se supone sólo como ficción, añade que, como hecho, Tal es la condición [status ] que existe ahora entre las diversas ciuda­ des [civitates ] y entre los ciudadanos de los diferentes Estados [rentmpublicarum ], y que antiguamente se dio entre los paterfamilias separa­ dos entre sí (De officio hom inis, II, i, 6 ; véase tam bién II, i, 7).

En rea lid a d , la fuerza del expediente del estado de naturaleza viene de su carácter hipotético, que Selden formuló con plena con­ ciencia: suponemos tal estado de ilúfiitada libertad para el propósito de nuestra argumentación, del mismo modo que en geometría se suele extender una línea infinitamente para demostrar algo (De Iure 'Naturali et Gen­ tium iuxta disciplinam Eb^aeorum, Opera, I, col. 1 0 5 ; cit. por Tuck, pp. 9 0-91).

Hobbes, el más grande continuador de Selden, enriqueció esa misma idea cuando configuró el estado de naturaleza contrafácticam ente — esto es, bajó la hipótesis de que n o existiera el Estado— mediante esta despiadada y contundente argumentación: A quien no haya ponderado estas cosas, puede parecerle extraño que la naturaleza separe de este m odo a los hom bres y los predisponga a invadirse y destruirse mutuamente; y no fiándose de este razonamiento deducido de las pasiones, quizá quiera confirm arlo recurriendo a la experiencia. Si es así, que considere su propia conducta: cuando va a emprender un viaje, se cuida de ir armado y bien acompañado; cuan­ do va a dorm ir, atranca las puertas; y hasta en su casa, cierra con candado los arcones. Y actúa de esta manera aun cuando sabe que hay leyes y agentes públicos armados que están preparados para vengar todos los daños que se hagan. ¿Cuál es la opinión que este hom bre tiene de sus prójim os cuando cabalga armado? ¿Cuándo atranca las puertas? ¿Qué op inión tiene de sus criados y de sus hijos cuando cierra con candado los arcones? (Leviathan , X III, p. 108).

b) ¿Un estad o de n a tu ra lez a social? S ó lo G ro c io .m a n tie n e d ecid id a m e n te la te o ría a ris to té lic a de q u e en el estado de n a tu ra lez a los h o m b re s tie n e n el a p p e titu s s o c ie ta tis que de m an e ra n a tu ra l les im p u lsa a esta r o rg a n iz a d o s so c ia lm e n te . Sin em b arg o, ta l tesis re su lta a típ ica , y aun p e rtu rb a d o ra , en el iu sn atu ralism o ra c io n a lis ta , h a sta el p u n to de que se h a c o n sid e ra d o que la altern a tiv a e n tre estad o s o c ia l o a so cia l es in a d e cu a d a e n 'ta l c o r r ie n ­ te y q u e G ro c io es to d a v ía un a u to r de tra n sic ió n e n tre el m o d e lo m ed iev al y el m o d e rn o . E n el esq u em a d el iu sn a tu ra lism o ra c io n a lis ­ ta , el estad o de n a tu ra lez a h a de ser, si n o c o m p le ta m e n te , al m e n o s p re d o m in a n te m e n te a so c ia l, d isp o n ie n d o el ser h u m a n o só lo de la cap acid ad s u fic ie n te , in stin tiv a o ra c io n a l, p a ra salir de él p o r d istin ­ tas razo n es según los d istin to s a u to re s, desde el c á lc u lo in te re sa d o (H o b b e s y L o c k e ), a la n e cesid a d (S p in o za) o al d eb er (P u fe n d o rf y K a n t). E n la d o c trin a está n d a r, en el estad o de n a tu ra lez a p u ed en e x istir in stin to s o in c lin a c io n e s n a tu ra les, c o m o el d eseo de a u to p re serv a ció n en H o b b e s , S p in o z a , L o c k e o P u fe n d o rf, p e ro n o — o al m en o s n o c o m o d o m in a n te ni relev an te h a sta el p u n to de h a c e r de tal estad o u n a fo rm a c ió n so cia l— el in stin to n a tu ra l de a so c ia c ió n . Pues p re cisa m e n te p o rq u e el se p im m a n o es n a tu ra lm e n te a so cia l, sien d o ese rasgo algo que le p g fju d icaX es ra c io n a l q ue se a so cie. Incluso Pufend orf, que p ro p o n e jy a a im agen com pleja del ser hu m a­ n o , co m o egoísta y agresivo p e ro tam bién co m o ad aptable a la asocia­ ció n y, u n a vez asociad o, capaz de grandes virtudes, d estaca sob re to d o la im b ec ilita s — esto es, el d esam p aro e in d ig en cia— n a tu ra l del h o m ­ b re cu an d o se le im ag in a so lo , y es sob re ta l su p o sició n sob re la que ju stifica el deb er-n ecesid ad , de a so cia ció n , un d eb er y n ecesid ad que serían superfluos si la ten d en cia a vivir sociablem ente fu era d om in ante: el hombre es el animal más preocupado por su propia preservación, más desvalido por sí mismo, más incapaz de conservarse sin la ayuda de sus semejantes y sumamente idóneo para prom over el beneficio mutuo; pero, p or otra parte, también malicioso, petulante y fácilmente irritable, y tan in clin ad o a infligir daños a los dem ás co m o vio len to . De lo que se deduce que, p a ra esta r a salvo, es n ecesario p a ra é l se r s o c ia b le [ut sit salvus, n ecesse esse, u t sit so cia b ilis ], es decir, unir fuerzas con otros hombres com o él y conducirse de tal manera con los demás, para que no haya causa o m otivo de agravio [...] resulta evidente que la ley natural fundamental es la siguiente: Que todo hom bre debe h acer tanto com o pueda para fom entar y preservar la socialidad (De officio hom inis, I, iii, 7 y 9 ; véase tam bién, II, i, 6 y 9 ; cursiva m ía)24. 24.

El texto en cursiva pone de manifiesto cóm o el esquema argumental de

Y, en fin, una similar ambigüedad aparece en Kant cuando carac­ teriza al hom bre por su «insociable sociabilidad», que sin em bar­ go resuelve al fin y al cabo en favor de la idea liberal de que el hom bre y la historia cambian y m ejoran mediante el antagonismo humano25. Por lo demás, se debe precisar que la caracterización del esta-do-de.natu-^l.ezarp.OT-etatóla-H^Ht0 ryytarifisoeiabilidad-b:umanos-escompatible con el reconocim iento histórico por parte de algunos iusnaturalistas de que los hombres siempre han necesitado vivir en agrupaciones familiares más o menos extensas, de la «pequeña fa­ milia», de que habla Hobbes, a los sistemas patriarcales en Pufen­ dorf o en Locke, sea porque, como en este último, el aislamiento es limitado y la insociabilidad potencial, o sea porque, cómo en los otros dos, la referencia a tal estado no es sino una form a de hablar de la condición humana. En todo caso, la existencia de tales agru­ paciones naturales no excluye para ellos la situación de aislamiento e insociabilidad humanas propia del estado de naturaleza, aplicable a las familias más o menos extensas y sólo superable con la socie­ dad civil, que no se considera existente en aquel estado ni constitui­ da por mera prolongación de él, sino sólo mediante el contrato entre los distintos individuos, que, no por casualidad, pueden ser sólo los varones y propietarios, justamente en representación de las familias. c) Guerra y paz en el estado de naturaleza Aunque se ha distinguido entre concepciones optimistas, bien repre­ sentadas por Locke, y pesimistas, cuyo paladín sería sin duda H ob­ bes, Bobbio ha señalado que describir para el primer grupo al estado de naturaleza como pacífico es desorientador, pues se trata siempre

Pufendorf puede leerse de una manera que no incurre en la falacia naturalista: de la descripción de las tendencias naturales del hombre, en cuanto hecho, puede deducir la necesidad de la asociación política porque si no, de hecho, no sobreviviría, y, a la vez, puede concluir tal deber bajo la premisa previa de que «estar a salvo» es bueno. 25. Kant explica la ¡dea de «insociable sociabilidad de los hombres» como «su inclinación a form ar sociedad que, sin embargo, va unida a una resistencia constante que amenaza perpetuamente con disolverla»; y es en esta última disposición, caracte­ rizada como antagonismo humano, en la que Kant pone el acento como medio del que se sirve la «Naturaleza» para el progreso de la historia humana, donde «[e]l hombre quiere concordia; pero la Naturaleza sabe mejor lo que le conviene a la especie y quiere discordia» (Idee, p. 48).

de un estado negativo y deficiente del qué se debe salir («Modelo», p. 108). De ese carácter negativo no cabe la menor duda en el extre­ mo pesimista, patéticamente formulado por Hobbes como guerra de todos contra todos: en la naturaleza del hom bre encontramos tres causas principales de disensión. La primera es la competencia; en segundo lugar, la descon­ fianza; y en tercer lugar, la gloria. La primera hace que los hombres invadan el terreno de otros para adquirir ganancia; la segunda, para lograr seguridad; y la tercera, para adquirir reputación. [...] De todo ello queda de manifiesto que, mientras los hombres viven sin ser con­ trolados por un poder común que los mantenga atemorizados a todos, están en esa condición llamada guerra, guerra de cada hombre contra cada hombre. [...] En una condición así, no hay lugar para el trabajo [...]; no hay cultivo de la tierra; no hay navegación [...]; no hay cons­ trucción de viviendas [...]; no hay conocim iento en toda la faz de latierra, no hay cómputo del tiempo; no hay artes; no hay letras; no hay sociedad. Y, lo peor de todo, hay un constante miedo y un constante peligro de perecer con muerte violenta. Y la vida del hombre es solita­ ria, pobre, desagradable, brutal y corta (Leviathan , X III, pp. 107-108).

Y muy cercano a ese mismo punto de vista está Spinoza, para quien las pasiones hacen que los hombres sean «enemigos por naturaleza» ('T ractatus p oliticu s, II, § 14). Pero en el otro extremo, el más optimista, en Locke, también el estado de naturaleza es al fin y al cabo negativo. Es verdad que Locke comienza contraponiendo estado de naturaleza, como estado pacífi­ co, y estado de guerra26, pero pocas líneas más abajo termina por admitir que en el estado de naturaleza, «una vez que da comienzo el estado de guerra, éste no cesa», de modo que el estado de naturaleza es a fin de cuentas p oten cialm en te un estado de guerra. Por eso puede concluir afirmando que evitar ese estado de guerra [...] es una de las grandes razones que mue-

26. Para Locke, en el estado de naturaleza, tomado por sí sólo, no falta la ley natural, con sus derechos de libertad, propiedad e igualdad, sino únicamente la ley posi­ tiva y el juez para aplicarla, mientras que el estado de guerra se caracteriza por el hecho de que una persona utilice la fuerza o amenace con utilizarla contra otra persona «sin que ningún superior sobre la tierra pueda servirle de apoyo», incluso aunque sea momentáneamente, como cuando, también viviendo en sociedad, nos asalta un la­ drón y utilizamos la legítima defensa frente a tal agresión injusta (Two Treatises, II, iii,

S 19).

Kant, po r su parte, mantiene una posición muy similar sobre el estado de natura­ leza como deficiente no por falta de definición de los derechos de cada cual, sino también por falta de juez (Metaphysik der Sitten, p. 141).

ven a los hombres a reunirse en sociedad y salir del estado de natura­ leza (Tw o Treatises, II, iii, §§ 1 9 -2 1 ).

Sólo en Rousseau, bajo el modelo del buen salvaje, el estado de naturaleza es de felicidad, compuesto por hombres benevolentes que no necesitan a los otros. Pero, en realidad, el primer elemento del es­ quema iusnaturalista se divide en Rousseau en tres, que él supone que han sucedido históricamente, de modo que en su concepción la tríada iusnaturalista se convierte en una secuencia de cuatro elementos: 1) es­ tado de naturaleza; 2) institución de la propiedad privada; 3) sociedad civil; y 4) contrato social y República. En esa secuencia, mientras el cuarto momento es una propuesta de deber ser ideal y para el futuro, los tres primeros momentos son una inversión de la tríada iusnaturalis­ ta estándar que vienen a concluir en una situación negativa, equivalente al estado de naturaleza, que debe ser superada mediante un sistema de gobierno justo o republicano regido por un nuevo y diferente contrato social. En efecto, de un lado, Rousseau cambia el significado de la ex­ presión «sociedad civil», que en él aparece en realidad como sociedad civilizada, pero con un valor moralmente negativo, hasta el punto de que viene a corresponder al estado de naturaleza negativo de los denías iusnaturalistas; pues, de otro lado, la civilización es para él un resulta­ do de la pérdida de un primitivo estado salvaje naturalmente benévolo y hasta feliz, pérdida debida a la institución de la propiedad privada, establecida precisamente mediante un primer pacto social pero aje naturaleza injusta. Esos tres prim eros m om entos se reflejaruenJ^Ds siguientes textos, todos del D iscours sur l ’origine et les fon d em en ts de l’in égalité p arm i les h o m m e s: (1) se nos repite sin cesar que nada habría sido tan miserable com o el hombre en ese estado [primitivo ...]. Ahora bien, me gustaría que me explicasen cuál puede ser el género de miseria de un ser libre cuyo • corazón está en paz y el cuerpo en salud. [...] Pregunto si alguna vez se ha oído decir que un salvaje en libertad haya siquiera pensado en quejarse de la vida y en darse muerte. [...] es oportuno suspender el juicio que podríamos hacer sobre tal situación y desconfiar de nuestros prejuicios hasta que, con la balanza en la mano, se haya examinado si hay más virtudes que vicios entre los hom bres civilizados [...] o si, todo considerado, no estarían en la más feliz situación de no tener que tem er mal ni esperar bien de nadie en vez de estar som etidos a una dependencia universal y obligados a recibir todo de quienes no están obligados a darles nada (Oeuvres com pletes, pp. 1 5 1 -1 5 3 ). (2) El primero que, tras haber cercado un terreno, o s ó decir: esto es m ío, y encontró gente lo bastante sim ple com o para creerle fue el

verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos, miserias y horrores no habría ahorrado al género humano quien, arrancando las estacas o rellenando la zanja, hubiera gritado a sus semejantes: Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y que la tierra no es de nadie! (p. 1 6 4 ) ” .

(3) ... la mayor parte de nuestros males son obra nuestra y los habríaTmrsTíW £tóo“casfíodos7coHservaIldcFlalñaiTeralle7vivir s lñ ^ e p lm fo f1" me y so litaria que nos fue prescrita por la N atu raleza. Si ella nos destinó a ser sanos, casi me atrevo a asegurar que el estado de re ­ flexión es un estado contra la Naturaleza y que el hombre que medita es un animal depravado. Cuando se piensa en la buena constitución de los salvajes [...], uno se siente inclinado a creer que se haría fácilmente la historia de las enfermedades humanas siguiendo la de las sociedades civiles (p. 138).

En el anterior marco es perfectamente coherente que Rousseau pro­ ponga un verdadero y justo contrato social entendido no como un acto concreto que instaura un gobierno justo, sino como el perma­ nente ejercicio de la voluntad general o racional de los ciudadanos, capaz de mantener vivo un sistema democrático, que denomina R e­ pública, en el que «dándose cada uno a todos no se da a nadie» (Da co n tra t s o c ia l, I, vi, p. 361). Así pues, por resumir el caso en el conjunto del iusnaturalismo racionalista, no siendo pacífico el estado de naturaleza, sino, cuando menos, potencialmente conflictivo o, en todo caso, insuficiente, cabe concluir que lo que hace racionalmente útil (Hobbes y Locke), necesa­ rio o debido (Spinoza y Kant, así como Pufendorf) salir del estado de naturaleza^s su carácter negativo o insuficiente, bien para eliminar su conflictividad — la guerra real o posible en Hobbes y Spinoza o la sim­ ple tendencia al conflicto en la práctica en Locke y Kant— , bien para evitar la falta de cooperación, que es lo que produce la indigencia y la infelicidad en ql estado de naturaleza de Pufendorf. Tal salida del esta­ do de naturaleza se opera mediante el contrato social, que es el segun­ do elemento individualista del modelo iusnaturalista racionalista. 27. En el artículo «Economie politique», que Rousseau escribió para la E nciclo­ pedia de D id erot y D ’Alem bert, el nacim iento de la sociedad es visto com o una especie de pacto impuesto por el rico al pobre: «Vous avez besoin de moi, car ye suis riche et vous étes pauvre; faisons done un accord entre nous: je permettrai que vous ayez l’honneur de me servir, á condition que vous me donnerez le peu qui vous reste, pour la peine que je prendrai de vous commander» [Vos me necesitáis, puesto que yo soy rico y vos sois pobre; hagamos pues un acuerdo entre nosotros: yo os haré el honor de permitiros que me sirváis, a condición de que me deis lo poco que os queda por el trabajo que me tomaré en mandaros] (Discours sur 1‘économ ie politique , p. 273).

3 .2 .

E l co n trato so cia l

C o m o en el caso de la categ oría del estado de natu raleza, tam b ién la de co n tra to social tien e muy lejan os y variad os a n teced en tes en la h isto ria del p ensam iento occid en tal. E n tre los filósofos antiguos la idea de co n tra to o p acto fue utilizada con distintas form as y p ro p ó ­ sitos p o r sofistas co m o Protágoras o G iau có n , así co m o por S ó cra tes o el p ro p io P lató n y tam b ién p o r E p icu ro o C ice ró n (para algunas referen cias, véase su pra, pp. 2 2 , 2 4 - 2 5 y 4 7 , n o ta 1 2 ; así co m o B o b ­ b io , «M o d elo », pp. 1 1 6 -1 1 7 ) . Pero aunque ese tip o de fo rm u la cio n es giraran alred ed or de la ju stificación de la ju sticia, de la socied ad o del go b iern o , su carácter incid ental y p o co elab orad o y, sob re to d o , la falta de re fe re n cia a los derechos naturales existen tes p reviam en te al p a cto h acen m uy superficial su relació n con el m o d elo d esarrollad o p o r los iusnaturalistas racionalistas, quienes elevaron la idea de c o n ­ trato al lugar cen tral de su te o ría p o lítica. Y algo sim ilar debe decirse de los p reced en tes m ás cerca n o s en el tiem p o , desde el p actism o de la Edad M e d ia hasta los p acto s so c io religiosos p racticad os p o r algunas iglesias p ro testan tes d uran te los siglos XVI y XVII. Por lo que se refiere a la E d ad M e d ia , aunque, co m o se vio, la idea de p acto tuvo un papel im p ortan te p rim ero en la o rg a ­ n izació n feudal del p o d er y después en los p arlam en tos m ed ievales, se tratab a allí de acuerdos d en tro de los p o d eres existen tes con el o b je to de m an ten er y convalid ar costu m b res y privilegios estam en ta­ les o, después, de te n e r alguna aud ien cia ante el p o d er del rey, p e ro n u n ca de aco rd ar los derechos que ra cio n a lm en te co rresp o n d en a to d o s los individuos en tre sí y en su rela ció n co n el p o d er p o lítico (supra, pp. 1 5 2 - 1 5 4 ) . Por su p arte, ya en los p rim eros siglos de la E dad M o d e rn a , si b ien hay una m ay or p ro xim id ad en tre la a p lica ­ ció n p rá ctica p o r los calvinistas del ejem p lo de las alianzas de la B i­ b lia en tre D io s y el p u eblo h e b reo com o m o d elo p ara la co n stitu ció n de sus propias com unid ades, ta m p o co están ah í p resen tes ni la idea del estado de n atu raleza p revio ni la de co n tra ta ció n sob re los d ere­ chos natu rales individuales, a la que esa ten d en cia relig iosa íu e ajen a (Jellin e k , pp. 9 9 - 1 0 2 ; H a m p sh er-M o n k , p. 6 2 ; y Tu ck, pp. 4 3 - 4 4 ) . A sí se puede ver claram en te en la m an ifestació n más fam osa de este tip o de p acto s, el T he M a y flo w er C o m p a ct, firm ado en 1 6 2 0 p o r los p rim eros em igrantes ingleses a A m érica — los pilgrim fa th er s, o p a ­ dres p ereg rin os— en su viaje a P lym outh, que d ice: En el nombre de Dios, amén, los abajo firmantes, súbditos leales de nuestro augusto soberano Jacob o, por la Gracia de Dios Rey de Gran Bretaña, Francia e Irlanda, defensor de la fe [...], habiendo emprendi-

do, para mayor gloria de Dios, la propagación de la fe cristiana y el honor de nuestro Rey y de nuestra Patria, un viaje con el fin de asentar la prim era colonia en las regiones del norte de Virginia [aunque en realidad llegaron a Plymouth, en Massachusetts], por la presente con­ venimos y disponemos mutua y solemnemente en la presencia de Dios, que nos unimos en un cuerpo político para la mejor defensa y orden y para mejor conseguir los fines arriba expuestos; en virtud de ello pro­ mulgaremos Leyes, Ordenanzas, Constituciones y Cargos justos y equi­ tativos, de tiempo en tiempo, según convenga para la buena marcha de la colonia, a los cuales prometem os todos sumisión y obediencia. Y para confirmarlo tenemos a bien inscribir nuestros nombres en el Cabo de Cod, a 11 de noviembre del año de gracia de 1620.

Veamos ahora el desarrollo de la idea de contrato social en los iusnaturalistas racionalistas comentando tres puntos fundamentales en los que no dejó de haber importantes discrepancias entre los dis­ tintos defensores del modelo: la consideración del contrato social como un hecho histórico o más bien como un expediente hipotético con finalidad justificatoria; su configuración como un contrato único o doble, es decir, com o desdoblable en realidad en dos contratos; y, en fin, el contenido mismo del contrato respecto del alcance de los derechos naturales que se conservan en el paso a la organización po­ lítica o sociedad civil. a) El carácter histórico o justificatorio del contrato: consentimiento expreso, tácito y presunto En cuanto al contrato social mismo, Hobbes, Spinoza o Kant no lo concibieron como realmente existente, sino sólo como una idea regu­ lativa al servicio de la justificación del Estado28. En cambio, Locke lo 28. Hobbes, tras decir que el único modo para que los individuos garanticen su seguridad es que confieran sus derechos naturales al Estado com o poder común, concluye que así se constituye «una verdadera unidad de todos en una y la misma persona, unidad a la que se llega mediante un acuerdo de cada hombre con cada hombre, com o si cada uno estuviera diciendo al otro: Autorizo y concedo-el derecho -

de gobernarm e a m í mismo, dando esa autoridad a este hom bre o a esta asam blea de hombres, con la condición de que tú también le concedas tu propio derecho de igual m anera » (Leviathan , X V II, p. 1 4 4 ; la cursiva del «como si» es mía). La posición de Spinoza es en buena medida similar a la de Hobbes, pues ve al Estado bien como una suma de los derechos o poderes naturales restados a los indivi­ duos que «se ponen mutuamente de acuerdo y unen sus fuerzas» (Tractatus politicus, II, §§ 13 y 1 6 ; y III, § 2), bien como el resultado de una transferencia de los derechos naturales que se realiza a quien tiene el poder supremo «por fuerza o espontáneamen­ te», esto es, mediante un pacto incondicionado que todos los individuos han tenido que hacer «tácita o expresamente» (Tractatus theologico-politicus, X V I, pp. 3 3 7 -3 3 8 ). E n Kant, en fin, mientras el Derecho natural «sólo se basa en principios a priori »,

creía un hecho histórico ('Two Treatises, II,viii, esp. §§ 100-104) y Pufendorf supuso que los pactos, siquiera tácitos, habían tenido un importante papel tanto en la constitución de las primeras organiza­ ciones políticas como en la instauración del derecho a la propiedad privada29. Para Rousseau, en fin, el contrato social destinado a legiti­ mar su república democrática debería ser un hecho, si bien un hecho continuado y renovado en el tiempo, pero en el futuro. Hecho histó­ rico o no, sin embargo, para todo el iusnaturalismo racionalista el contrato es el expediente justificador básico de la asociación política. Conforme a la idea de contrato, el consentimiento de losTsdóviduos se destaca como el primer criterio fundamental de legitimación'~del^ poder entre los hombres, por más que no siempre agote todas las' condiciones de legitimación, pues, en algunos de los iusnaturalistas al menos, no vale cualquier consentimiento sino el otorgado, efectiva o hipotéticamente, para garantizar los derechos que se han de proteger mediante la organización política. En realidad, la relación entre el criterio del consentimiento y el carácter histórico del contrato pone en apuros a una posición como la de Locke, puesto que la fuerza del argumento contractual no puede proceder del acuerdo de unos hombres en el pasado al que las gene­ raciones sucesivas quedan vinculadas sin su consentimiento. Rous­ seau fue bien consciente de este aspecto y en D u con trat so cia l defen­ dió la expresión renovada de la voluntad general y, por así decirlo, la

el Derecho positivo aparece como consecuencia del «contrato originario» — que hay que considerar puramente hipotético— por el que el pueblo se convierte en Estado (Metaphysik der Sitien, pp. 48 y 146). 29. Pufendorf, tras decir que el conjunto de la raza humana no se ha encontrado al mismo tiempo en estado de naturaleza porque en un principio existió la autoridad patriarcal, precisa que tal estado «apareció entre algunos hombres» más tarde, tras su dispersión por la tierra, llegando así a descubrir «el inconveniente de la vida aislada» y, después, a evitarla formando «ciudades, pequeñas prim ero y después mayores, por la unión de varias de las más pequeñas voluntariamente o por la fuerza» (De officio honiinis, II, i, 7 ); igualmente sostiene que, si bien la propiedad de las cosas fue prim ero com ún, más tarde se dividió «para evitar disputas y establecer un buen orden»; y fue entonces cuando «se hizo también el acuerdo [conventio] de que lo que había quedado en común por esa primera división de las cosas pudiera en adelante ser del primero que lo demandara para él. De esta manera, la propiedad de las cosas [proprietas rerum] o dominio [dominium] se introdujo por la voluntad de Dios, con el consentimiento [consensus] entre ios hombres desde el principio y con al menos un pacto [pactum ] tácito» (ibid., I, xii, 2). También para Selden el contrato social había que encontrarlo en los precedentes jurídicos de la comunidad, introduciendo así una cuña historicista en el” m odelo iusnaturalista que luego aprovecharía Edmund Burke, ya en sentido decididamente no racionalista (sobre Selden, véase Tuck, pp. 82 ss.).

constante reactualización del contrato mediante la reunión periódi­ ca e irrevocable de asambleas populares. Que la fuerza principal del mecanismo contractual como fundamento del poder político está en el consentimiento no tanto como hecho empírico cuanto como supo­ sición o hipótesis es lo que llevó Kant a un enfoque del todo ajeno al requerimiento de voluntad efectiva alguna, hasta el punto de contentar­ se con que el gobernante actuara co m o si contara con el consenti~rnréirnjTarÍorsM^l'pTieb'lo”otorgado en un contrato originario. Y ob~ sérvese que la expresión «consentimiento ra cio n a l» presupone en realidad la superfluidad del consentimiento, sea expreso o tácito, porque lo que ahí importa no es el h ech o de que tal consentimiento se otorgue, sino la hipótesis de que tal consentimiento se d eb e otorgar por cualquier ser racional, de manera que si hubiera alguien que por ventura no quisiera realmente otorgarlo, su negativa no sería racional •y resultaría al fin y al cabo irrelevante. Las anteriores argumentaciones reclaman la diferencia entre con­ sentimiento efectivo o propiamente dicho y consentimiento hipotéti­ co. El primero, sea expreso o tácito, valdría con independencia de las razones que lo sustenten y, por tanto — y ésta es, naturalmente, la crítica que habitualmente se hace a la posición que no pone límites al valor del consentimiento— , puede darse por capricho e, incluso, con­ tra la moral, según ocurre, por ejemplo, con el pacto de matar a otro. Por su parte, el consentimiento hipotético o presunto en realidad no es primaria ni propiamente consentimiento, puesto que sólo se supo­ ne — e, incluso, se impone— cuando existen razones que lo justifican, por lo que aparece como resultado postulado pero en realidad ficticio e innecesario. T al es el caso cuando alguien consiente en lugar de otro porque no se puede saber lo que éste habría aceptado, de modo que lo que a fin de cuentas se presume e impone es el criterio del tercero, como ocurre ante una alternativa médicamente difícil en favor de un pariente inconsciente, por ejemplo. Para dejar clara la distinción entre esas distintas formas de con­ sentimiento cabe añadir que en el consentimiento expreso se atri­ buye valor de aceptación a una acción — la expresión de un signo, sea oral, escrito o meramente gestual, como levantar el dedo en una subasta— y en el tácito tal valor se atribuye a una omisión — el no decir nada en una reunión en la que uno puede expresar su opinión libremente, aplicándose, pues, el criterio de que quien calla, otorga— , de modo que en ambos casos se identifica el consentimiento con algo efectivamente ocurrido. En el consentimiento hipotético, en cambio, no hay acción ni omisión del sujeto a quien se atribuye la aceptación, que en realidad es indiferente que se haya o no dado de hecho — y en

el límite, si la presunción es absoluta, hasta que se haya denegado— , sino que todo lo pone la presunción, suposición o ficción de que tal aceptación se ha dado o se debería dar si concurren tales o cuales condiciones, como la aceptación familiar en el ejemplo del enfermo inconsciente o la existencia de un gobierno no elegido popularmente pero respetuoso con los demás derechos de los individuos, según creyó Kant que bastaba para considerarlo justo-10. Por lo demás, la distinción entre consentimiento efectivo e hipo­ tético propone-una diferencia importante entre dos versiones diferen­ tes de la justificación contractualista que hasta hoy mismo vienen reproduciendo el viejo tema del voluntarismo frente al intelectualismo, esto es, de la primacía de la autoridad o de la razón en la validez de las leyes: por una parte, la de quienes consideran que el contrato vale y es racional por ser querido por sus firmantes — stat pro ration e volu n tas (vale la voluntad por la razón)— , lo que sólo parece de­ fendible bajo el supuesto de que la racionalidad consiste en el acuer­ do en la prosecución de los propios intereses, tal y como cada cual los defina; y, por otra parte, la de quienes consideran que el contrato vale por ser racional sin más, de modo que es por su racionalidad por lo que es y, sobre todo, debe ser aceptado por los obligados por él, con independencia de que de hecho consientan o no. b) ¿Uno o dos contratos? Los orígenes de la distinción entre Estado y sociedad civil Por la forma o modo de realización del contrato social, aun en sus formas hipotéticas, los/iusnaturalistas racionalistas siguieron una u otra de dos diferentes/Versiones, una por la que el contrato social se desdobla en dos y otra de contrato único. Para la versión del contrato doble31, que es la de Pufendorf, Lo3 0 . Por ejemplificar la anterior distinción de otra manera, una ley de protección de datos puede establecer tres regímenes distintos: a) para ceder datos íntimos puede exigir la firma del interesado, esto es, el consentimiento expreso ; b) para el uso de los demás datos, puede establecer que se entenderá tácitam ente otorgado el consenti­ miento sí el interesado, una vez advertido de ello, no se ha opuesto form almente; y c) para usar datos personales relacionados con la ejecución de un contrato o con la prestación de un servicio solicitado por el interesado la ley puede presumir otorgado el consentimiento aunque en ningún momento se haya hecho referencia a dicho uso. 3 1 . Se ha dicho que Francisco Suárez fue quien primero propuso esta distinción, anticipando así el contractualismo, pero en realidad, moviéndose entre la tesis aristo­ télica de la sociabilidad natural del hombre y la>tomista de la titularidad originaria del poder en la comunidad, el jesuíta español afirma sólo que «la multitud humana» puede considerarse que «se reúne en un cuerpo político con un vínculo de sociedad»,

cke y Kant32, se produce primero un p actu m societatis, que tiene la función de crear la propia comunidad social en cuanto agrupación de individuos todavía sin organización política alguna. Es mediante ese primer pacto por el que una multitud se convierte en un pueblo, en una relación de carácter horizontal en la que los individuos antes aislados aparecen como asociados. Y en Locke al menos, tal asocia­ ción se produce sólo tras el consentimiento de todos y cada uno, esto es, por unanimidad. Después, en un segundo momento, se celebra, o se supone que se celebra, un pactu m subiectionis, por el que la comu­ nidad social ya constituida establece el poder político, al que se some­ te. Y es sólo entonces cuando el pueblo se convierte en una ciudad o Estado y los hombres en ciudadanos agrupados bajo ese poder, en una relación de carácter vertical que en Locke aparece ya como de­ mocrática, pues «la m a y o ría adquiere el derecho de actuar y decidir por los demás» ('Two Treatises, II, viii, § 9 5 ; véase también §§ 9 6 :S>7). Bajo esta distinción de los dos pactos subyace en germen la distinción liberal ulterior entre agrúpación social y organización política, que abrirá paso no sólo a la importante y compleja distinción entre Es­ tado y sociedad civil — «compleja» porque’tendrá también significa­ dos diferentes, no particularmente liberales, en especial de Hegel a M arx y Gramsci— , sino también a la idea contemporánea de nación como sinónimo de pueblo con caracteres diferenciados y conceptual­ mente distinta de la idea de Estado. Para la versión simple, mantenida por Hobbes, Spinoza y Rous­ seau, existe un solo contrato, el p actu m unionis, que es a la vez un acto de asociación, de carácter horizontal, y de sometimiento al po­ der político, de carácter vertical. Según esta fórmula, el pueblo se constituye como tal pueblo y en el mismo acto, sin necesidad de hacer otro pacto, se organiza políticamente, bien sometiéndose a un tercero, sea éste un rey o un parlamento, bien — en el caso más bien precisando enseguida que pretender una cosa sin la otra, esto es, asociarse sin formar un cuerpo p olítico y dotarse de una autoridad, sería contradictorio-e-. inútil ..(De legibus, III, ii.4 , así como i.3 -4 y ii.3; la tesis que comento, en Pérez Luño, p. 106). 32. K ant habla de un solo «contrato originario», que es el que constituye el Estado, pero también presupone un estado de naturaleza carente de juez para dirimir las disputas y del que se debe salir para entrar en el estado civil; en ese m arco, en su argumentación cabe distinguir implícitamente los dos pactos por su diferenciación entre el estado civil o status civilis, como «estado de los individuos en un pueblo en mutua relación», y el Estado o civitas o res publica, como pueblo organizado jurídica y políticam ente: mientras que el primero lo componen todos los individuos, en el segundo participan sólo los ciudadanos (M etaphysik der Sitten, pp. 1 3 9 -1 4 5 , donde también form ula la distinción entre ciudadanos e individuos o «componentes del Esta­ do» mediante la distinción entre ciudadanos activos y pasivos).

excepcional de Rousseau— para someterse democráticamente a sí mismo como comunidad política. Esta versión del pacto único es más coherente con posiciones no estrictamente liberales, sean autoritarias (como en Hobbes, para quien el contrato es entre los individuos en fav or de un tercero, el soberano) o democráticas (como en Rousseau o, en parte, en Spinoza). Pero sobre todas estas distinciones se habla un poco más ordenadamente a continuación. c) El contenido del contrato: liberalismo, autoritarismo y democracia En cuanto al contenido del contrato, se trata esencialmente de trans­ ferir al Estado una parte mayor o menor de los derechos que los individuos tienen en el estado de naturaleza. Con algunas importan­ tes variaciones según los autores, tal transferencia se produce por la correspondiente renuncia de los individuos a varios o a todos los derechos naturales, que, siempre con variaciones según los autores, el Estado puede restablecer y los ciudadanos recuperar en mayor o menor medida en forma de derechos positivos o civiles. En conexión con esas variaciones, es precisamente en la naturaleza y extensión del contenido del contrato social donde más claramente se manifiestan algunas importantes diferencias en el tema de las formas de gobierno entre los distintos iusnaturalistas, pudiéndose hablar de tres distintos modelos: el liberal, el autoritario y el democrático. En el modelo liberal puro, o lockeano, los individuos conservan todos los derechos a la libertad y la propiedad — así como a la vida y a la igualdad— , con la excepción de los estrictamente necesarios para mantener el orden en la sociedad y, en especial, la renuncia al derecho de hacer justicia por propia mano. No es casual, por ello, que Locke sea la principal fuente de inspiración de un filósofo polí­ tico contemporáneo como Robert Nozick en su intento de justificar un Estado mínimo o ultraliberal, en el que todo impuesto destinado a la redistribución económica aparece como una explotación obtenida por la fuerza que instrumentaliza a las personas limitando injusta­ mente su libertad (Nozick, cap. VII). En Locke esta propuesta liberal es compatible con la defensa de un modelo de gobierno democrático, basado en las decisiones de la mayoría, pero bajo el presupuesto de que la mayoría no ha de violar los derechos individuales. Si hubiera que sintetizar el núcleo de esta propuesta en un breve texto de Locke, el siguiente podría ser un buen candidato: Pero aunque los hombres, ai entrar en sociedad, renuncian a ía igual­ dad, a la libertad y al poder ejecutivo que tenían en el estado de­ naturaleza, poniendo todo esto en manos de la sociedad misma para

que el poder legislativo disponga de ello según lo requiera el bien de la sociedad, esa renuncia es hecha por cada uno con la exclusiva inten'ció n de preservarse a sí mismo y de preservar su libertad y su propie­ dad de una manera m ejor (Two Treatises, II, ix, § 1 3 1)33.

En el modelo autoritario, eminentemente representado por H ob­ bes, los individuos ceden a un tercero prácticamente todos los dere­ chos a su libertad o poder natural — salvo el de la vida y seguridad, que sus titulares se reservan frente al poder para algunos casos extre­ mos34— en aras de preservar su vida y seguridad, que es, precisamen­ te, la finalidad de la cesión: Cada uno de los ciudadanos que pacta entre sí dice: «Por consiguiente, transfiero mi derecho a aquella persona para que tú transfieras el tuyo a la misma» (De cive, VI, 20). El único modo de erigir un poder común que pueda defenderlos [a los hombres] de la invasión de extraños y de las injurias entre ellos mis­ mos, dándoles seguridad que les permita alimentarse con el fruto de su trabajo y con los productos de la tierra y llevar así una vida satisfacto­ ria, es el de conferir todo su poder y toda su fuerza individuales a un solo hombre o a una asamblea de hombres que, mediante una plurali­ dad de votos, puedan reducir las voluntades de los súbditos a una sola voluntad. [...] D e este m odo se genera ese g ra n L eviatán , o, m ejor, para hablar con mayor reverencia, ese dios m ortal a quien debemos, bajo el D ios inm ortal, nuestra paz y seguridad (L eviathan , X V II, pp. 144-145).

3 3 . Sobre la ambigua posición de Locke a propósito del consentim iento necesa­ rio para que el poder disponga legítimamente de la propiedad individual, que no está claro si corresponde a la mayoría de la sociedad o a cada persona afectada, que tendría un derecho o poder de veto frente a la comunidad, véase Two Treatises, II, xi, §§ 1 3 8 -1 4 0 . 3 4 . H obbes justifica prácticamente cualquier form a de Derecho positivo, en la medida en que «nada de lo que el representante soberano pueda hacer a un súbdito, por las razones que sean, puede ser llamado injusticia o injuria, pues cada súbdito es autor de todo aquello que el soberano hace» (Leviathan , X X I, p. 176). N o obstante, aun sin com portar derecho alguno de resistencia para los súbditos, por un lado, añade inmediatamente la cualificación de que el soberano «es súbdito de Dios, lo cual le obliga a observar las leyes de la naturaleza», que mandan buscar y defender la paz, cum plirlos pactos, ser agradecido, deferente, magnánimo, etc. {ibid., X IV -X V ); y, por otro lado, deja la defensa de la propia vida de cada súbdito com o relativo límite al poder del soberano, quien, según H obbes, no puede obligar a ningún hom bre a matarse a sí mismo o a no resistirse a que le maten o asalten, ni, salvo que sea necesario para salvar al Estado, a matar a otro en la guerra (ibid., X IV , pp. 1 1 2 -1 1 3 ; X V , p. 1 2 9 ; y X X I, pp. 1 7 9 - 1 8 0 ); pero, com o he subrayado, estos últim os lím ites son relativos en H obbes, porque también afirma expresamente en esos mismos pasajes que si el soberano no puede obligar a nadie a matarse, sí le puede matar por sus delitos, así como castigarle con la muerte por negarse a matar en la guerra.

El contraste entre el modelo liberal y el autoritario tiene una raíz en la discusión de los juristas medievales a propósito de si, mediante la lex regia, el pueblo romano sólo había concedido delegadamente su imperio y potestad al príncipe o si se los había transferido defini­ tivamente sin posibilidad de recuperación (véasesu p ra , p. 105). Pero aquí merece ser resaltada otra raíz diferente, también con antecedenres medievales, en dos interpretaciones opuestas de la idea de liber­ tad como capacidad de renunciar a los propios derechos. Los autores que, como. Grocio o.Hobbes, admitieron que la superación del esta­ do de naturaleza podía hacerse mediante'la renuncia a todos o a la mayoría de los derechos naturales admitían con ello la posibilidad de una severa limitación de la libertad, que podía llegar a ser total, una vez instaurada la sociedad civil. En cambio, quienes como Locke consideraron que no existe la libertad para renunciar a derechos como la vida o la propia libertad, negaron la posibilidad de la esclavitud voluntaria y ataron al poder político establecido mediante el contrato social a la garantía de los derechos naturales. Formulado en una sin­ tética y aparente paradoja — que, dicho sea de paso, reproduce en otro plano la cuestión de las limitaciones a la soberanía del legisla­ dor— , quienes defendían la libertad natural más ilimitada estaban permitiendo un gobierno capaz de limitar en extremo la libertad, mientras que quienes caracterizaban la libertad natural como ina­ lienable estaban protegiendo una esfera intangible de libertad civiP^. En fin, frente a los dos anteriores, en el modelo democrático puro, o rousseauniano — en parte avanzado ya por Spinoza— , la libertad del estado de naturaleza se mantiene sustancialmente inalte­ rada en su alcance en la sociedad civil. En este modelo, en efecto, los individuos ceden todos sus derechos naturales a la sociedad para, en y por ese mismo acto, recuperarlos y disfrutarlos en cuanto miem­ bros de la sociedad política como derechos civiles, empleada ahora esta palabra sobre todo en el sentido de derechos p o lítico s: «¿Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda 35. Por lo demás, junto a la diferente fundamentación del poder político, el debate sobre si era o no posible o aceptable la esclavitud voluntaria — esto es, según lo defendió expresamente Grocio, la renuncia de alguien a su propia libertad para con­ vertirse libremente en esclavo— , en aquella época tenía su literal traducción en prác­ ticas como el tráfico de esclavos negros, siempre bajo la extraordinaria suposición de que habían sido comprados en las costas de África por los europeos — portugueses y holandeses sobre todo— tras haber renunciado librem ente a su libertad ante sus primeros captores, también africanos (sobre esta discusión y sus antecedentes en la escolástica española, véase Tuck, pp. 49, 5 2 -5 7 ; para las diferencias entre G rocio y el más moderado Hobbes de el Leviatáfi, véase pp. 78 y 127 -1 2 9 ).

la fuerza com ún a la persona y los bienes de cada asociado y por la cual cada uno, al unirse a los demás, no se obedezca sin embargo más que a sí mismo y permanezca tan libre como antes?». Tal es el proble­ ma fundamental al que el contrato social da la solución. [Y tal contrato consiste en] la alienación total de cada asociado con todos sus dere­ chos a toda la comunidad [... de modo que] dándose cada uno a todos no se da a nadie (Du contrat social, I, vi, pp. 3 6 0 -3 6 1 ).

Obsérvese bien que en este diseño de Rousseau, como vio bien Cassirer, «no es el individuo, sino la totalidad, la v o lo n té général, la que tie­ ne determinados derechos fundamentales, que no pueden cancelarse ni ser transmitidos a otros» (pp. 293-294). Puede parecer que entre las tres posiciones anteriores hay más ele­ mentos en común de los que se han destacado, especialmente porque los autores más representativos de cada una de ellas, como por lo de­ más muestran los textos citados, aceptan la compatibilidad de su pro­ puesta doctrinal con una u otra forma de democracia, sea directa sea a través de una asamblea legislativa. Sin embargo, para reforzar la ante­ rior descripción destacando todavía más los rasgos más puros o extre­ mos de cada doctrina, conviene añadir que la primera, la liberal, se diferencia claramente de las otras dos porque no aceptaría que el po­ der legislativo, lo ejerza quien lo ejerza — un monarca, un consejo, una asamblea legislativa o directamente el conjunto del pueblo— , pudiera limitar legítimamente los derechos a la vida, la libertad y la propiedad de los ciudadanos. Por su parte, aunque tanto la posición autoritaria como la democrática son ajenas a la necesidad de admitir tales límites, se diferencian claramente entré ellas porque mientras en la primera la transferencia de los derechos individuales al soberano es completa y definitiva, sin posibilidad de recuperación, en la segunda, en cambio, se supone que los individuos mantienen sus derechos sin más renun­ cias que las que, siempre sometibles a revisión, puedan ser aprobadas colectivamente mediante el ejercicio de la voluntad general. 3 .3 . L a so cied a d civil o E sta d o : los lím ites d el p o d er y e l d erech o de resistencia Entre los temas que plantea la concepción de la sociedad civil — esto es, de la organización política— en el modelo del iusnaturalismo ra­ cionalista me voy a centrar en el de los límites del poder político y del derecho de resistencia de los súbditos, sobre el que ya se ha avanzado algo al hablar del carácter deontológico del iusnaturalismo moderno. En teoría, la lógica implícita en el modelo iusnaturalista conduce a la tesis de que el poder político se justifica en tanto que garantiza los derechos naturales, de manera que su falta de protección y, con

mayor razón todavía, su violación directa p o r parte del Estado ha­ bría de constituir un quebrantamiento del contrato social que dejaría a los súbditos en libertad de desobedecer y oponerse al poder. Sin embargo, entre los iusnaturalistas más influyentes sólo Locke acepta la «apelación al cielo», es decir, la tradicional solución del derecho de rebelión ante el poder injusto, cuando el incumplimiento del pac­ to por parte/del detentador del poder político le sitúa en estado de guerra con/sus súbditos, volviéndose así al estado de naturaleza. Los demás iusnaturalistas racionalistas más relevantes, junto a muchos de menor renombre, no sólo convivieron bastante apaciblemente con el absolutismo político de su tiempo, sino que tendieron a negar con mayor o menor intensidad el derecho de resistencia. Entre sus más radicales negadores se encuentra sin duda Hobbes, quien usa la es­ tructura iusnaturalista para justificar una concepción prácticamente positivista en la que el Derecho positivo es no sólo el único existente sino también el único legítimo, pues el soberano es el único legiti­ mado para decidir sobre lo que es justo o injusto. Pufendorf, por su parte, llega a afirmar que aun cuando la autoridad suprema les amenace con la más atroz de las injurias, los individuos habrán de protegerse huyendo o soportan­ do cualquier injuria o daño antes de desenvainar sus espadas contra quien sigue siendo el padre de su país, por severo que sea (De officio' hominis, II, be, 4).

Y, en fin, también el mismo Rousseau se encuentra entre los negadores radicales del derecho de resistencia; llegando a propiciar que en la sociedad sometida a su contrato social ideal cualquiera que rehúse obedecer la voluntad general será obligado por todo el cuerpo social: lo que no significa otra cosa sino que se le for­ zará a ser libre (Du contrat social, I, vii, p. 364).

Tampoco iusnaturalistas- menos autoritarios, como Spinoza o Kant, pasaron de la moderada posición del «obedece puntualmente y critica libremente», pero sin que la negación de la libertad de crítica por parte del poder diera derecho a desobedecer en absoluto. Así, en su Tractatus theologico-politicu s Spinoza se emplea en justificar la libertad d e pensamiento pero excluyendo expresamente el paso a la acción como inaceptable rebeldía: Supongamos, por ejemplo, que alguien prueba que una ley contradi­ ce a la sana razón, y estima, por tanto, que hay que abrogarla. Si, al mismo tiempo, somete su opinión al juicio de la suprema potestad (la

única a la que incum be dictar y abrogar las leyes) y no hace, entre .tanto, nada contra lo que dicha ley prescribe, es hombre benemérito ante el Estado, com o el m ejor de los ciudadanos. M as, si, por el con­ trario, obra así para acusar de iniquidad al magistrado y volverle odio­ so a la gente; o si, con el ánimo sedicioso, intenta abrogar tal ley en contra de la voluntad del magistrado, es un perturbador declarado y un rebelde (T ractatus tb eo lo g ico -p oliticu s, X X , pp. 4 1 1 -4 1 2 ). estamos obligados a cumplir absolutamente todas las órdenes de la potestad suprema, por más absurdas que sean, a menos que queramos ser enem igos del Estado y obrar con tra la razón, que nos aconseja defenderlo con todas las fuerzas (XVI, pp. 3 3 8 -3 3 9 ; no obstante, con más m atices, véase tam bién T ractatu s p oliticu s, III, § 8 ; y FV, § 6).

Y un siglo después, en una línea muy semejante, en su escrito Q u é es la ilustración Kant acepta el dicho de Federico II de Prusia: «Razonad cuanto queráis y sobre lo que queráis, p ero obedeced», en el que no resulta en absoluto casual dónde está el «pero», como lo muestran estas dos conservadoras consideraciones que aparecen en otros textos kantianos: Es dulce cosa imaginarse constituciones políticas que correspondan a las exigencias de la razón (especialmente en lo que se refiere a la justicia); pero exorbitante proponerlas en serio, y punible incitar a un pueblo a que derogue la existente (Si e l g én e ro h u m a n o se h a lla en p rog reso con stan te h a cia m ejo r , e.n F ilo so fía d e la historia, p. 1 2 2 , nota 5). el pueblo debe soportar un abuso del poder supremo, incluso un abuso considerado como intolerable (M etaphysik derSitten, p. 152).

En general, difícilmente puede considerarse que — aun con ex­ cepciones com o los N iv elad ores36— los iusnaturalistas racionalistas, 36. Los Levellers fueron un grupo de defensores de una república liberal-dem o­ crática que, en el marco de una concepción racionalista y contractualista, surgieron durante la guerra civil inglesa, eri la década de 1640 (frente a lo que su nombre pudiera sugerir, fueron valedores de la propiedad privada y se opusieron expresamente a la nivelación económ ica, insistiendo en cambio en la igualdad política). Conocemos sus ideas por diversos manifiestos y documentos, com o el Agreement o f the People, de 1 6 4 9 , que es prácticam ente una Constitución, y ejemplar, así como por las transcrip­ ciones de los llam ados D ebates de Putney , que tuvieron lugar en 1 6 4 7 entre oficiales del ejército de Cromwell en ese lugar, entonces a las afueras de Londres. Sus posicio­ nes entonces radicales, en cuya defensa destacaron Jo h n Lilburne, Richard Overton, Jo h n W ildm an y Thom as Rainsborough, fueron desechadas por la fuerza en aras de la más m oderada visión de Oliver Cromwell y Henry Ireton (véase Tuck, cap. 7 ; los D ebates están recopilados en W oodhouse, pero he manejado la edición italiana de Revelli, que incluye también el Agreement-, puede verse también la reciente recopila­ ción de estudios de M endle).

a diferencia de muchos de los ilustrados, fueran radicales y, menos aún, revolucionarios, ni siquiera en el caso de Rousseau, por más que su pensamiento fuera utilizado por los revolucionarios franceses, de modo similar a como Locke no deja de ser un moderado por más que alimentara doctrinalmente a los padres de la independencia ame­ ricana y, de forma más deliberada y directa, justificara la Gloriosa Revolución inglesa de 1688 — no casualmente también llamada i-J/oodless R evolu tion , o revolución sin sangre— con sus D o s tratad os s o ­ bre e l g obiern o (1690). Con todo, la actitud práctica del conjunto de la corriente iusnaturalista, más bien moderada hacia el despotismo más o menos ilustrado realmente existente, no niega en absoluto la capacidad crítica que el modelo construido por ella proporcionó como fermento de las revoluciones liberales de finales del siglo xviil y en el sistema político democrático-liberal que, lenta y a veces tor­ tuosamente, se fue asentando a partir de entonces. Como vieron Horkheimer y Adorno, comparando a los artistas de aquella época y de la nuestra: En otro tiempo éstos firmaban sus cartas, como Kant y Hume, designán­ dose «siervos humildísimos», mientras minaban las bases del trono y del altar. Hoy se tutean con los jefes de Estado y están sometidos, en cual­ quiera de sus impulsos artísticos, al juicio de sus jefes iletrados (p. 177).

4 . CONTRACTUALISMO E INDIVIDUALISMO

Para sintetizar en dos ideas clave los principios básicos y típicos del iusnaturalismo moderno debemos hablar de dos rasgos o caracteres comunes a todos los iusnaturalistas racionalistas — siempre con la excepción parcial de Rousseau— , ambos estrechamente relacionados entre sí: el contractualismo y el individualismo. Tras comentar cada uno de ellos, concluiré con un breve balance general del modelo ius­ naturalista racionalista. 4 .1 . Tres p arad ojas d el con tractu alism o El contractualismo se caracteriza por la utilización de la noción de contrato o pacto, que, como antes se vio, otorga una particular re ­ levancia al consentimiento como expediente fundamental para la justificación del poder político. Ahora bien, se han señalado tres paradojas de distinto relieve y alcance en esta utilización del contra­ to para justificar el poder político: la primera en relación con el viejo contraste a propósito de la prioridad de la voluntad o la ra-

zón, la segunda por la subordinación de la esfera pública a un de­ signio individualista y la tercera por la imposibilidad de construir una organización colectiva racional a partir de la búsqueda de inte­ reses individuales. a) El voluntarismo: racionalismo e intelectualismo La primera paradoja plantea el problema de cómo el contrato, una categoría caracterizada por la primacía de la voluntad, ha sido pri­ vilegiado por una corriente de pensamiento racionalista. Sin embar­ go, de antemano, como ya dije, la apelación al consentimiento por una parte de los iusnaturalistas modernos no fue particularmente voluntarista en la medida en que su visión del contrato social como mecanismo justificador del poder político no dio especial primacía y autonomía a la voluntad con independencia de la razón. Todos ellos, y más coherentemente quienes insistieron en la defensa de un consen­ timiento hipotético, estaban pensando en realidad en la voluntad ra cio n a l y, por tanto, reservando a la razón un decisivo papel como fundamento ideal de la organización política. Asimismo, en lo que se refiere a la libertad como autonomía individual — el valor moral que el contractualismo racionalista tiende a privilegiar y que en Kant es central— , también se pensaba en una voluntad racional y no arbitra­ ria o caprichosa (véase supra, pp. 2 0 8 -2 0 9 ). Junto a lo anterior, hay otro sentido en el que la Contraposición entre voluntarismo y racionalismo resulta engañosa, pues es perfecta­ mente posible defender a la vez el racionalismo y la posición volunta­ rista más radical, hasta dar valor moral obligatorio a ciertos pactos, promesas o normas, como hizo Thomas Hobbes. Para ver este otro aspecto hay que diferenciar entre racionalismo e intelectualismo y se­ ñalar que el voluntarismo se opone al segundo y no, al menos no nece­ sariamente, al primero. El racionalismo, en efecto, puede verse como un m éto d o de pensamiento y de justificación del conocimiento que, en oposición al arracionalismo y al irracionalismo y de forma exclusiva o muy predominante, considera a la razón, especialmente deductiva y matemática, como instrumento de todo conocimiento, con exclusión de la fe, las tradiciones, las emociones, la voluntad desnuda, etc. Bajo esta consideración, hay un continuo de carácter gradual desde el racio­ nalismo hasta su extremó opuesto, de modo que se puede ser más o menos racionalista y más o menos irracionalista: así, mientras el rigor conceptual de Descartes o Hobbes, que a partir de principios iniciales tomados por evidentes desarrollan un complejo sistema filosófico, re­ fleja bien el máximo racionalismo, en cambio puede situarse en una

posición menos racionalista a un Aquino, con sus permanentes ape­ laciones a la fe y a la autoridad de sus predecesores. Por su parte, y en contraste con lo anterior, el intelectualismo y el voluntarismo pueden verse como concepciones sobre el fundamento de obligar del Derecho, en la época moderna especialmente del positivo, dado el carácter racional entonces atribuido al natural (sobre los orígenes medievales de esta distinción, véase supra, pp. 135 ss.). Con ese con­ tenido como referente, y presentándose frente al voluntarismo como distinción categórica — esto es, de todo o nada—■, el intelectualismo sostiene que las normas jurídicas son válidas sólo si son conformes con criterios de justicia, o de razón, sin que baste que hayan sido ordenadas por la autoridad o pactadas por los interesados, de forma que una norma injusta o una promesa inmoral carecen de validez. Y tanto la doctrina intelectualista como la voluntarista son indepen­ dientes del mayor o menor racionalismo en el método de justifica­ ción y presentación de la filosofía en que se inserten, como lo pone de manifiesto el que autores poco racionalistas c o m o Agustín de Hipona o Tomás de Aquino adoptaran posiciones distintas en cuanto al carácter intelectualista o voluntarista de las leyes. Si se tiene en cuenta la distinción anterior, cabe perfectamente un racionalismo voluntarista o no intelectualista, como lo es el de Hob­ bes, que justifica con criterios racionales la primacía de la voluntad del soberano, una concepción que contrasta no sólo con la de Tomás de Aquino sobre la ley como «ordenación de la razón», sino también con la visión de Rousseau de las leyes como resultado de una voluntad general que es esencialmente justa. En realidad, salvadas excepciones como la anterior, el iusnaturalismo racionalista en su conjunto, con Hobbes como abanderado más extremo, fue eminentemente volun­ tarista en su concepción sobre el Derecho positivo, admitiendo como algo plenamente normal que las leyes positivas puedan ser inmorales. De otro modo, de haber pensado que las normas jurídicas han de ser racionales o justas para ser válidas, la concepción de los iusnaturalis­ tas modernos sobre el derecho de resistencia ante las normas injustas habría sido muy diferente. El núcleo de su propuesta estuvo en poner el método racionalista al servicio de la justificación de un poder polí­ tico que, sobre todo idealmente, debía tener en cuenta, aunque fuera de manera hipotética, el consentimiento y, por tanto, la libertad de los gobernados. b) Contrato, Derecho público e individualismo La segunda paradoja pretende poner de relieve la centralidad que en el iusnaturalismo adquiere una categoría de Derecho privado, como

el contrato, para justificar el poder político y, en suma, el conjunto del Derecho público. Pero se trata de un malentendido que se puede deshacer con cierta rapidez. La crítica a esta paradoja procede en primer lugar de Hegel, a quien, infundido por la autoridad y majes­ tad del Estado frente a la insignificancia de los hombres corrientes, aquella utilización de lo privado para justificar lo público le parecía -unarrm-ve-Kiéa^ne&iieehiMíTrSiHTefflbai^Qptampeeei-a^eaat-r-adieeióa ni paradoja alguna en la utilización de una categoría jurídico-privada para considerar bajo su luz toda la organización pública si se conside­ ra que precisamente el designio latente, y para muchos el mérito, del iusnaturalismo racionalista es precisamente ése: fundar una visión individualista del poder político en la que éste se halla al servicio de todos los individuos, donde, por tanto, el Derecho en general, y también el Derecho público, está destinado sobre todo, por así decir­ lo, a proteger el Derecho privado. No obstante, cabe precisar que, al lado de aquel más o menos claro designio latente, sólo los iusnatura­ listas liberales concibieron expresamente el Derecho público ■ — esto es, la organización política, el Derecho penal y el aparato judicial y administrativo— como medio de defensa de la propiedad y la liber­ tad de los ciudadanos. c) El dilema del prisionero, la pregunta del idiota y el problema del listillo La tercera paradoja, que ya no es tan fácil de disolver como las ante­ riores, afecta menos al conjunto que a una parte de la fundamentación iusnaturalista — sobre todo a la teoría hobbesiana o, si se quiere, a una interpretación de tal teoría— , en la medida en que ésta basa en la con­ vergencia de los distintos intereses individuales el establecimiento de un sistema de protección común capaz de definir, mediante las leyes positivas, lo justo y lo injusto. El problema es que una situación como la del estado de naturaleza hobbesiano no ofrece realmente incentivos a cada individuo para salir de él, de manera que la fundamentación contractualista que se propone del Estado, basada en el mero interés individual, resulta paradójica y a fin de cuentas inviable. Y, alternati­ vamente, aunque se suponga la existencia previa de tal sistema de pro­ tección, el problema resurge en la imposibilidad de mantenerlo por esa razón, pues la mera adhesión autointeresada a un poder común como única motivación de to d o s y ca d a uno de los individuos es insuficiente para preservarlo y conduce al estado de naturaleza. Para ver todo esto más claramente, conviene comentar el llama­ do «dilema del prisionero» — el ejemplo más famoso de la teoría de

juegos, o de racionalidad estratégica (Davis, pp. 122 ss.)— , que tiene el interés añadido de aplicarse a muchas situaciones cotidianas simi­ lares al estado de naturaleza y que, sobre todo, permite explicar por qué instituciones como el Estado, el Derecho, el mercado o, incluso, la moral, no pueden aparecer y subsistir espontáneamente, como me­ ros productos de la convergencia de intereses individuales. El dilema

Prisionero A C o o p erar (callar)

Cooperar (callar)

2 2



1

.° " -

N o co o p erar (confesar)



4 .0

^ ^

Prisionero B 4 .° N o coop erar (confesar)

^

" " ^ 3 .° " -



1 .° = 0 años; 2 .° = 1 año 3 .° = 5 años; 4 .° = 2 0 años

Ahora contemos la historia del dilema, que, como se verá, más bien deberíá llamarse «de los prisioneros»: dos sospechosos de un delito — de robo a mano armada, supongamos— son detenidos por la poli­ cía y encerrados sin comunicación entre ellos; se les pone ante las tres siguientes posibilidades: a) si uno confiesa a cambio de su liber­ tad (resultado 1.° o mejor) mientras .el otro calla, el que calle será condenado a 2 0 años (resultado 4 ° o peor); b) si ninguno de los dos confiesa, uno y otro serán condenados a 1 año por tenencia ilícita de armas (resu ltado 2.°); y c) si ambos confiesan, cada uno será con ­ denado a 5 años por robo a mano armada pero con la atenuante de colaborar con la justicia (resultado 3.°). El dilema presupone que no existe ninguna razón o regla externa al juego que les incite a coope­ rar entre sí — esto es, a callar— , como puede ser el código del ham ­ pa (en realidad, si se introdujera un factor .como ése el juego pasaría a ser otro, con reglas y pagos que definirían una situación diferente), por lo que cada uno debe optar por cooperar o no cooperar con el otro teniendo en cuenta só lo los resultados citados y la previsión de la decisión del otro, naturalmente buscando el propio interés. En tal sentido, el dilema propone un tipo de racionalidad que se denomina

prudencial, o autointeresada, en contraste con la racionalidad moral, basada en un criterio imparcial con miras al interés común o general. ¿Cuál es la estrategia más racional, en dichos términos pruden­ ciales, para cualquiera de los prisioneros? Si para cada uno de ellos la alternativa es o bien callar —y si el otro calla tiene un año de cárcel pero si el otro confiesa recibe veinte años— , o bien confesar — y si el otro también confiera obtiene cinco años pero si el otro calla sale libre— , parece claro que la opción más racional desde el punto de vista de cada uno es confesar, esto es, la solución de no cooperar entre sí. La razón es que el resultado peor de no cooperar es preferible al resultado peor de la estrategia cooperativa (5 años vs. 2 0 años), mientras que el resultado m ejor de no cooperar es preferi­ ble al m ejor resultado de cooperar (libertad vs. 1 año), es decir, que no cooperar permite seguir tanto la estrategia de mínimo riesgo, que es evitar el peor resultado posible (que uno coopere si el otro no coopera, corriendo con todo el coste), cuanto la estrategia de máxi­ mo beneficio, que es conseguir el m ejor resultado (la libertad si el otro coopera). Por eso el punto de equilibrio previsible — esto es, lo que es más probable que ocurra tras la decisión racional de cada uno— está en la esquina inferior derecha del cuadro. En cambio, el punto de equilibrio deseable, el más racional para ambos conjunta­ mente, sería la esquina superior izquierda. El dilema, naturalmente, reside en que si, como es previsible, los dos agentes actúan racionalmente desde su punto de vista individual, es decir, no cooperativamente, el resultado que se obtiene es peor (5 años de cárcel), el tercero peor para uno y otro, que si a m b o s actuaran irracionalmente desde dicho punto de vista (1 año), que es el segundo mejor para uno y otro. Pero, insisto, el dilema está en que intentar alcanzar este resultado sería irracional para cada uno, que asumiría el riesgo de obtener el peor de todos, los 2 0 años, sin tener la posibilidad de aprovecharse de la posible irracionalidad del otro y obtener así el m ejor resultado, la libertad. De tal modo, lo que ilus­ tra este dilema es que la solución óptima o racional ara ca d a jn d iv i-, dú o p o r s í s o lo es la de no cooperar, cuando la solución cooperativa sería la colectiv am en te óp tim a o racion al, y «colectivamente óptima» en el sentido de m ejor para todos y cada uno de los individuos con­ juntamente considerados y no para la colectividad como algo diferen­ ciado de los individuos, si tal cosa existiera. El dilema del prisionero tiene aplicación en la práctica — y de ahí su interés — en las situaciones, realmente muy comunes, defini­ das por la circunstancia de que la actuación racional de distintos individuos desde su propio punto de vista conduce a soluciones que

son irracionales desde el punto de vista del propio conjunto de los individuos afectados. Hay numerosas situaciones de interacción estra­ tégica con varios o muchos individuos de las que este dilema puede dar cuenta. Y el ejemplo más sencillo lo suministra el estado de natu­ raleza hobbesiano, donde si imaginamos dos personas (o dos Estados) en situación de hostilidad permanente que pretendan llegar a un des­ arme mutuo, resulta que, justo en el momento para el que han acor-, dado tirar lejos de sí sus garrotes (o destruir sus arsenales), cada cual debe considerar que es preferible seguir armado, porque si el otro no cumple el acuerdo y él se desarma lo puede perder todo, mientras que si lo cumple permanecer armado le permitirá ganarlo todo. Hob­ bes fue plenamente consciente del problema (aunque no de la insufi­ ciencia de su propuesta de solución): Si se hace un convenio en el que ninguna de las partes cumple en el momento de acordarlo, sino que se fían mutuamente, dicho convenio, si se apalabra, en un estado m eram ente natural, que es un estado de guerra de cada hombre contra cada hombre, queda anulado en cuanto surja alguna razón de sospecha. [...] Porque el que cumple primero no tiene garantías de que el otro cumplirá después, ya que los compromi­ sos que se hacen con palabras son demasiado débiles como para refre­ nar la ambición, la avaricia, la ira y otras pasiones de los hombres, si éstos no tiene miedo a'alguna fuerza superior con poder coercitivo, cosa que en el estado natural, donde todos los hombres son iguales y son los jueces que deciden cuándo sus propios temores tienen justifi­ cación, no puede concebirse. Por tanto, quien cumple primero no hace otra cosa que entregarse en manos de su enemigo, lo cual es contrario a su derecho inalienable de defender su vida y los medios de subsisten­ cia (Leviathan, X IV , p. 116).

El dilema del prisionero, así pues, explica por qué la estrategia racional para cada persona (o para cada Estado) es mantenerse arriiado, aunque sería mejor para todos el desarme conjunto, puesto que un desarme unilateral— es decir, la acción cooperativa de uno— po­ dría dar lugar al peor resultado posible si los demás deciden no co­ operar, quedando el desarmado a merced de ellos, mientras que la acción no cooperativa de uno, si los demás no fueran racionales y decidieran cooperar desarmándose, permitiría dominarlos y obtener el m ejor resultado posible. N o sólo la creación y el mantenimiento del Estado o la supera­ ción de la carrera de armamentos parecen inexplicables en términos de racionalidad prudencial o autointeresada, sino que también lo son situaciones muy variadas, entre las que destacan la creación y mante­ nimiento de «bienes públicos» en el sentido económico. Tales bienes tienen dos rasgos: una vez creados son, primero, de consumo abierto

— el bien no se agora por ei hecho de compartirlo, de modo que el consumo de uno no disminuye la posibilidad de consumo de los de­ más— y, segundo, de imposible exclusión de los usuarios — de modo que en cuanto el bien está disponible no es fácil excluir a nadie de su consumo— ; son ejemplo de ellos la defensa del país, la calidad del medio ambiente, las reservas de recursos escasos o las infraestructu­ ras básicas, com o el alumbrado público, las carreteras, un sistema educativo y sanitario universal, etc. Junto a los anteriores, hay otros bienes e instituciones que también resultan inexplicables sólo me­ diante la racionalidad prudencial, desde las promesas hasta la crea­ ción y mantenimiento de asociaciones altruistas, desde la moderación verbal y económ ica en las campañas electorales hasta el ejercicio del voto en las elecciones políticas. Ocasionalmente, puede ocurrir que la situación de dilema del prisionero, aunque perjudicial para un gru­ po particular, resulte beneficiosa para un grupo más amplio o más débil, com o ocurre con los acuerdos entre empresas para evitar la com petencia, que tienden a ser inestables porque el que los rompe obtendría enormes ventajas si los demás mantuvieran el acuerdo so­ bre precios más altos. El protagonista del dilema — el individuo que calcula conforme a su propio interés en situaciones de interacción como las anteriores— está definido de tal manera que actúa como lo que Hobbes llamó un «idiota»37. Una vez más, Hobbes planteó bien el problema — aunque, erróneam ente, creyó también que su contrato social lo resolvía— en un pasaje que da perfecta cuenta del posible conflicto entre la con­ ducta m oral y la conducta racional38: El idiota se dice en su corazón que no existe tal cosa como la justicia; y a veces lo dice también con su lengua. Y alega, con toda seriedad, que, com o la conservación y la felicidad de cada hom bre está en co-

37. La palabra que Hobbes emplea, fo o l , se ha traducido por «tonto», «insensa­ to», «necio», pero creo que la más ajustada es «idiota», al menos si se toma no en el sentido vulgar, com o imbécil, sino en el etimológicamente originario, del griego idiotés, que aludía precisamente a quien se apartaba de la vida y los intereses sociales. 3 8 . La m ayor defensa contemporánea de la convergencia de la moral y la racio­ nalidad autointeresada o prudencial la ha intentado Gauthier en M oráis by Agreem en t ; sobre ello, puede verse un esclarecedor conjunto de estudios del propio Gau­ thier, M artin D . Farrell, Ruth Zimmerling — precisamente con el título «La pregunta del tonto y la respuesta de Gauthier»— y Albert Calsamiglia, en D oxa. Cuadernos de F ilosofía d el D erecho, n. 6, 1 9 8 9 , pp. 1 7 -9 4 ; hay una buena exposición de esta cuestión en lo que respecta a Hobbes en H am psher-M onk, pp. 70 ss.; y sobre la relación entre prudencia y moralidad en general, véase la excelente discusión de B a yón, cap. 5.

mendada al cuidado que cada cual tiene de sí mismo, no puede haber razón que impida a cada uno hacer todo lo que crea que puede condu­ cirlo a alcanzar esos fines. Y así, hacer o no hacer convenios, cumplir­ los o no cumplirlos, no es proceder contra razón, si ello redunda en beneficio propio. El idiota no niega, ciertamente, que haya convenios, y que éstos son unas veces respetados, y otras no, y que su incumpli­ miento puede llamarse injusticia, y que su observancia es sinónimo de justicia; pero se hace todavía cuestión de si la injusticia — dejando a un lado el teir.or de D ios, pues ese misino idiota se ha dicho en su corazón que Dios no existe— no podrá a veces ser compatible con esa razón que dicta a cada uno buscar su propio bien, particularm ente cuando conduce a un beneficio tal que no sólo pone a un hom bre en situación de despreciar los ultrajes y reproches de otros hombres, sino tam bién el poder de éstos (Leviathan, X V , p. 1 2 2 ; he sustituido la traducción «insensato» por «idiota»).

La teoría de juegos, pensando en situaciones como las del dilema del prisionero en las que existen muchos jugadores y que a pesar de todo logran ponerse en marcha con una solución cooperativa, ha deno­ minado al jugador no cooperativo free rider, lo que se ha traducido por «gorrón» o «aprovechado». Y es así como el idiota se convierte más bien en un aprovechado listillo cuando existe el suficiente número de indi­ viduos que participan en una acción cooperativa, de modo que él se puede beneficiar de ella sin pagar el precio correspondiente. Pongamos el consabido ejemplo de las restricciones voluntarias de agua ante una sequía: si hay una suficiente mayoría que sigue la pauta de reducir su consumo de agua, seguramente algunos listillos podrán consumir ili­ mitadamente sin poner en riesgo el objetivo de mantener reservas sufi­ cientes hasta que llueva. Es evidente, sin embargo, que cuantos más listillos haya menos reservas quedarán y mayores restricciones volunta­ rias habrá que proponer a los cooperadores. Pero, naturalmente, si el comportamiento de los listillos cunde, extendiéndose la solución no cooperativa, es fácil que llegue el momento en el que los suministrado­ res de agua deban imponer duras restricciones forzosas, esto es, la so­ lución más perjudicial para todos los consumidores (ejemplos simila­ res, que explican el mayor precio de los productos correspondientes, son los de las fotocopias de libros y las copias de programas informáti­ cos y de CD musicales, donde la eficacia de la prohibición legal es re­ lativamente escasa). A estas alturas se podría preguntar cóm o, a pesar de todo, los individuos llegan a soluciones cooperativas en situaciones definibles mediante el dilema del prisionero. En todos los casos, la explicación puede proceder sólo de la introducción de una instancia externa a la propia definición de la situación que cambia las reglas del juego has-

ta fomentar la estrategia cooperativa. En algunos de los ejemplos que se han ido mencionando, tal instancia externa es el aparato jurídico y las sanciones frente a las conductas no cooperativas. Sin embargo, ¿qué ocurre con la propia existencia y mantenimiento del aparato jurídico y estatal, así como con los otros varios casos comentados en los que la cooperación entre los individuos es voluntaria porque el Estado no obliga a cooperar o lo hace muy débil e imperfectamente? Desde luego, no puede ser operativa la razón como autointerés, se­ gún pretende Hobbes, pues más bien conduce al punto de vista del idiota o el gorrón. Si se tiene en cuenta que, por hipótesis, estamos hablando de situaciones en las que no existe coacción organizada por el Estado, los incentivos externos capaces de cambiar la definición de las reglas del juego y de permitir escapar al dilema del prisionero pueden ser variados: uno puede ser, sin más, la fuerza más o menos bruta aunque desorganizada que aparece en forma de sanciones infor­ males por parte de los demás actores35, pero, en todo caso, segura­ mente un factor decisivo en muchas ocasiones es la moral, esto es, la creencia de los individuos de que su deber es actuar en el sentido cooperativo con independencia de que ello maximice o no su interés individual. Y esta última posibilidad indica no sólo que la moral y el autointerés pueden ir por distintos caminos, sino también que parece francamente desencaminada la pretensión de explicar — y, con mayor razón, la pretensión de justificar moralmente— la existencia y pervivencia de instituciones cooperativas como el Estado mediante la ape­ lación al mero autointerés. En ese punto la estrategia argumental del modelo hobbesiano parece estar destinada al fracaso. Por ello, si el Estado ha de justificarse como medio de superación de la insociabili­ dad humána, tal justificación parece que sólo puede ser moral. 4.2. E l individualism o iusnaturalista En el modelo iusnaturalista del racionalismo hay distintos elemen­ tos que confluyen en la defensa de una visión individualista de la sociedad y el Estado, desde la preeminencia de los derechos e inte­ reses individuales sobre los colectivos, clave tanto en el estado de 39. Este tipo de sanciones pueden explicar las colusiones entre empresas para limitar la competencia, incluso a pesar de las sanciones legales previstas contra ellas, es verdad que usualmente poco feficaces. El problema, sin embargo, es que el propio mecanismo de aplicación de dichas sanciones informales es una acción cooperativa que se halla asimismo en situación de dilema del prisionero, lo que permite explicar por qué, en ocasiones al menos, la Ubre competencia termina por imponerse..., al menos hasta que llega un nuevo acuerdo de colusión que a su vez tiende a romperse, etc.

naturaleza como en la sociedad civil, hasta la propia referencia a la voluntad o consentimiento de las partes, crucial en la categoría del contrato, pasando, en fin, por la confianza en la razón individual como criterio decisorio en materia religiosa, m oral y política. En realidad, en cuanto fenómeno cultural, el individualismo moderno tiene sus raíces en la Italia de los siglos xrv, x v y X V I, de acuerdo con la tesis central del clásico libro de Burckhardt L a cultura d el R en a cim ien to en Ita lia . Con todo, la Reform a protestante aportó nuevos ingredientes a esa actitud renacentista hasta terminar conflu­ yendo en el iusnaturalismo racionalista y en el más amplio movi­ m iento cultural de la Ilustración. Muchos autores han repetido que el individualismo del raciona­ lismo, tanto iusnaturalista como ilustrado, refleja la ideología del liberalismo y del capitalismo emergente en la época moderna al me­ nos en dos sentidos: por una parte, en cuanto dicho individualismo fundamenta el pensamiento político liberal, basado en la primacía de los derechos de libertad y de igualdad ante la ley; y, por otra parte, en cuanto concibe las organizaciones colectivas como artificios destina­ dos a salvaguardar y potenciar, conforme al liberalismo económico, los intereses de individuos a la busca de su propio provecho40. Ambos sentidos, aunque están conceptualmente relacionados entre sí, no son del todo idénticos, pues responden a presupuestos y acentos diferen­ tes. Para observarlo conviene comenzar por ver el significado más amplio de la compleja noción de individualismo, que nos permitirá introducir después una diferenciación entre el liberalismo político y el económico y, en fin, concluir comentando algunas importantes limitaciones del liberalismo iusnaturalista. a ) Mecanicismo vs. organicismo: el Estado y la sociedad como sumas de derechos e intereses individuales Ante’todo, el iusnaturalismo racionalista puede considerarse indivi­ dualista por su propia concepción de la sociedad y del Estado como formas de organización a fin de cuentas voluntarias, e incluso artifi­ 40. En una interpretación en esta línea, especialmente del iusnaturalismo racio­ nalista inglés, la tesis básica de M acpherson es que en aquella teoría «[l]a sociedad consiste en relaciones de intercambio entre propietarios. La sociedad política se con­ vierte en un artificio calculado para la protección de esta propiedad y para el m ante­ nim iento de una relación de cambio debidamente ordenada» (p. 17), no viendo al individuo como un «todo moral» ni como parte de un «todo social más amplio», sino com o «el propietario de su propia persona o de sus capacidades, sin que deba nada por ellas a la sociedad» (p. 1'6).

cia les41, fo rm a d a s p o r individ uos in d ep en d ien tes que b u scan realizar sus d eseos e in tereses y que para ello han de co n sid era r ra cio n a l re ­ u n irse so cia l y p o lític a m e n te . Es d ig no de re c o rd a rse a q u í el d ib u jo de la p o rta d a orig in al d e l L e v ia tá n , d o n d e, d o m in a n d o e n o rm e sob re un p aisaje en el que se ve u n a ciud ad , ap arece un rey, c o n su c e tro y co n su esp ad a, cu yo cu erp o está fo rm a d o p o r m in ú scu lo s in divid uos.

E s ta v isió n in d iv id u alista del iu sn atu ralism o m o d e rn o ha sido en o ca sio n e s c rítica m e n te ca ra cte riz a d a co m o a to m ista , p ara p o n er de re lie v e q u e co n sid era a la so cied a d y el g o b ie rn o co m o u n a m era sum a de in d ivid u o s a je n a a la b ú squ ed a del b ie n com ú n . Sin em ­ b arg o , lo c ie rto es q ue en tal c o n c e p c ió n se in v ierte la tra d icio n a l v a lo r a c ió n del b in o m io in d iv id u o -so cied a d p ara co n sid era r al to d o co m o co m p u e sto p o r las p artes — al E sta d o co m o resu ltad o de las p artes, e sto es, de las v o lu n ta d es o in tereses ind ivid u ales— , en lugar de al to d o co m o su p e rio r y d istin to a las p a rte s42. 4 1 . Que yo sepa, la idea del poder como artificio aparece explícitamente no sólo en Hobbes (Leviatban, X V I-X V II y X X I, pp. 134, 144 y 175), sino también en Rous­ seau (Du contrat social, I, vii, p. 364). 4 2 . M acpherson considera que el individualismo iusnaturalista «es necesaria­ mente un colectivismo (en el sentido de afirmar la supremacía de la sociedad civil

Tal oposición suele representarse bajo el binomio mecanicismo vs. organicismo porque este último, manifiesto en la concepción tradicional, de inspiración platónica y aristotélica, tendía a conce­ bir al todo social como un organismo cuyas partes ejercen distintas funciones para la realización de un bien común que no tiene por qué identificarse necesariamente con el de los miembros de la sociedad, mientras qn¡:. i:r, cambio, para la aproximación mecanicista el bien común no es un bien superior y distinto de ía suma de los bienes individuales e, idealmente al menos, no puede conseguirse a costa de atropellar los derechos naturales de los individuos43. Ahora bien, la anterior concepción mecanicista, e incluso atomista, presupuesta por los iusnaturalistas racionalistas puede manifestarse en dos direcciones que, si bien convergentes en al­ gunos aspectos y en ciertos autores, apuntan a visiones en parte diferentes del ser humano. Digo diferentes sólo en p arte porque, como insistí al hablar de su visión del estado de naturaleza como de­ ficiente, todos los autores iusnaturalistas mantienen una concepción inicialmente negativa de la condición humana, según la cual, aun con distintos matices, él hombre es naturalmente mermado para lo social, egoísta y competitivo, cuando no incluso agresivo. En reali­ dad, esta concepción es la base de la justificación iusnaturalista del Estado, esto es, del poder coactivo, como instrumento necesario para la garantía de los derechos e intereses individuales, que sin la coacción estatal se verían amenazados o aniquilados precisamente por las tendencias asociales del ser humano. Sin embargo, esa vi­ sión atomista y agonística del ser humano no agota necesariamente las concepciones de los distintos iusnaturalistas, cabiendo ulterior­ mente al menos dos posiciones diferentes: aquella visión negativa podía ser contrapesada mediante la defensa de la posibilidad de un modelo ideal de ser humano que, como ocurre en Locke, y sobre todo en Kant, destaca su libertad como esencia de la dignidad hu­ mana, o, por el contrario, y ésta fue la posición de Hobbes, podía ser remachada con una imagen de nuevo pesimista y desencantada sobre cualquier individuo)» (p. 2 1 S ), pero un significado tan amplio de «colectivismo» hace irrelevante la distinción del texto en la medida en que, salvo la acracia, toda jus­ tificación del gobierno sería «colectivista». 43. Por ejemplificar esta contraposición de>manera efectista, véase lo que dice el comentador Francisco Peña en la actualización de finales del siglo X V ¡ de E l m anual de los inquisidores de Nicolau Eim eric (siglo X I V ) , rezumando el criterio organicista más antiindividualista: «Pero si el hereje sigue blasfemando como un demente bajo la tortura y mientras le conducen al patíbulo, ¿no conviene sobreseer e inducirle a que se arrepienta, para que, al perder la vida, no pierda también su alma? Podría parecerlo, pero hay que recordar que la finalidad primera del proceso y de la condena a muerte

en la que el hombre, lobo para el hombre, aparece siempre como un ser egoísta que busca sobre todo realizar sus deseos e intereses44. Pues bien, la anterior diferencia puede relacionarse con la distin­ ción entre el liberalismo político y el económico. b)

El consentimiento individual: los derechos de libertad y de igualdad ante la ley y el liberalismo político

La insistencia de los iusnaturalistas en el consentimiento individual es el substrato básico de la aspiración a que las formas de vida de los seres humanos y de su organización política no dependan del naci­ miento, de la adscripción a un estamento o de la condición personal, sino de los propios méritos y acciones libres de cada individuo. Tal propuesta puede sintetizarse en el paso del status al contrato, por usar libre y extensivamente la clásica distinción de Sumner Maine, que consideró como la mayor transformación de la historia del Dere­ cho privado la sustitución de la categoría del status, síntesis de la sujeción al padre de las mujeres, los hijos y los esclavos en el Dere­ cho antiguo, por la del contrato, basada en el consetimiento indivi­ dual del Derecho moderno (pp. 117-118). La transición del status al contrato se puede relacionar también con la contraposición ilustrada entre la tradición y la voluntad, enfrentadas como el peso de la vieja dominación frente a la liberación de la razón, porque en la Edad Moderna la voluntad del individuo se comenzó a ver como decisiva tanto para configurar libremente su vida y sus relaciones privadas mediante una contratación libre en condiciones de igualdad cuanto para aceptar como racionalmente necesario el Estado como medio de protección de sus derechos e, incluso, en las versiones más democráticas, para contribuir a la formación de la ley — a su vez, y no casualmente, vista por la mayoría de los racionalistas como expresión de una voluntad racional— mediante esa manifestación de la voluntad individual constituida por el ejercicio del libre sufragio (no obstante, la misma exigencia de libertad fue utilizada también para denegar el voto a las mujeres y a los no propietarios conforme al argumentó dé M ontesquieu de que hay personas en tal estado que «no se considera que tengan voluntad propia»: D e Vesprit des lois, X I, vi). no es salvar el alma del acusado, sino procurar el bien público y aterrorizar al pueblo (ut alii terreantur)» (p. 151). 44. Dicho sea como curiosidad, si no estoy equivocado, Hobbes utiliza sólo una vez la famosa y clásica expresión hom o hom ini lupus (que procede de la Asinaria del dramaturgo romano del siglo II Plauto), y es en los primeros párrafos de la Epístola dedicatoria del De cive , dirigida al conde de Devonshire, donde, curiosamente, la aplica a las relaciones no entre los individuos sino entre los Estados.

Reducida a su esencia, la reivindicación de la voluntad indivi­ dual, con su apelación al valor del consentimiento individual, está detrás de dos ideales fundamentales que se proclamarán como dere­ chos tras la Revolución Francesa: de un lado, la libertad individual, por la cual, en la formulación canónica de Kant, la ley debe garan­ tizar a cada individuo la posibilidad de hacer todo aquello que no interfiera en la libertad de los demás; y, de otro lado, la igualdad jurídica o ante la ley, que en principio excluye sobre todo las separa­ ciones jurídicas basadas en los privilegios estamentales, que afectaban sobre todo a los cargos políticos y a las cargas fiscales. A pesar de sus quiebras e incumplimientos, que muestran el buen trecho que ya desde el ideal proclamado hasta, una vez leída la letra pequeña, la realidad efectiva, ambos derechos son el núcleo más permanente y valioso del liberalismo político. c) Los intereses individuales y el liberalismo económico Pero algunos iusnaturalistas racionalistas, junto con otros racionalis­ tas o ilustrados que no abrazaron las categorías contractualistas del iusriaturalismo, propugnaron también una forma de individualismo liberal más económica que política que, insistiendo menos en la no­ ción de derechos como garantías debidas por la esencial libertad e igualdad humana, entronca más bien con la necesidad de proteger a los seres humanos de sí mismos en atención a sus propios intereses egoístas. Este enfoque se encuentra claramente ejemplificado por Hobbes, que cuando quiere describir «las cualidades de la humani­ dad, que tienen que ver con la pacífica convivencia y la unidad entre los hombres», dice: C on este fin, debem os considerar que la felicidad en esta vida no consiste en el reposo de una mente completamente satisfecha. No exis­ te tal cosa como ese finis ultimus, o ese sum7nun bonum de que se nos habla en los viejos libros de filosofía moral. Un hombre cuyos deseos han sido colmados y cuyos sentidos e imaginación han quedado estáti­ cos, no puede vivir. La felicidad es un continuo progreso en el deseo; un continuo pasar de un objeto a otro. Conseguir una cosa es sólo un medio para lograr la siguiente (Leviathan, X I, p. 86).

La conclusión que con férrea lógica extrae Hobbes es la contundente caracterización del ser humano por la pasión de la búsqueda insacia­ ble de poder: doy como primera inclinación general de toda la humanidad un deseo perpetuo e incansable de conseguir poder tras poder, que sólo cesa

co n la m u erte {Levíathan, X I , p. 8 7 ; rectifico Ja trad u cció n que en general vengo siguiendo, que dice erróneamente «inclinación natural»)43.

Y fue este tipo de concepción — por lo demás, cargada de sugerencias tan interesantes como la de la insaciabilidad o renovabilidad de los deseos humanos— , que acentúa mucho más la satisfacción de los de-seos-q-üe-la-di^n-üiadjd^autQnomía individual, la que sería aplicada a la esfera económ ica por los liberales ilustrados.46 Y, en efecto, insistiendo no tanto en los d erech os naturales como en los in tereses individuales47, el modelo clásico del liberalismo económ ico se puede caracterizar por defender la idea de que, den­ tro de un sistema de reglas ciertas y equitativas con libertad de com ercio, la conjunción de los intereses egoístas de cada individuo es capaz de producir como resultado el bienestar general. La prim e­ ra form ulación que expresó esa transform ación de lo privado en público la ofreció el holandés Bernard de Mandeville en un largo poema satírico cuyo título es suficientemente expresivo de su pre-

4 5 . H obbes precisa en al menos dos textos los componentes de esta idea de poder: por un lado, en un capítulo anterior del Leviatán afirma que «[l]as pasiones que más afectan las diferencias de ingenio son, principalmente, el mayor o menor deseo de poder, de riquezas, de conocim iento y de honores. Todas las cuales pueden reducirse a la prim era, es decir, al deseo de poder. Porque las riquezas, el conocim ien­ to y el honor no son sino diferentes tipos de poder» (VIII, p. 68 ); y, por otro lado, en el mismo párrafo de la cira del texto propone como ejem plo al poder de los reyes y Hice que el poder llama a más poder para ser asegurado y, que una vez eso logrado, surge un nuevo deseo: «En algunos, es el de adquirir fama mediante nuevas conquis­ tas; en otros, el de la comodidad y los placeres sensuales; en otros, el de suscitar admiración sobresaliendo en algún arte o en otro menester de la mente» (XI, p. 87). D e todo ello, y en una interpretación coordinada de ambos textos, cabe deducir que, además del poder por sí mismo o en sentido estricto, hay otras tres pasiones que configu­ ran el poder en sentido amplio: las riquezas (como medio para los placeres sensuales), el conocim iento y el honor (o fama o admiración). 46. La idea de la insaciabilidad de los deseos humanos, crucial para la teoría económ ica y sociológica, es el punto de partida del notable estudio de Albert O. Hirschman Interés privado y acción pública, dedicado a dar razón de las oscilaciones en la atención social al bienestar privado y a los asuntos públicos. Ahí se recuerda que el historiador ruso Karamzin dijo haber oído a Kant: «Demos a un hombre todo lo que desee y en ese mismo momento sentirá que ese todo no es to d o » (p. 19). 4 7 . Las categorías de «derecho (subjetivo)» e «interés» pueden ser coincidentes o no según el concepto de derecho subjetivo que el autor adopte: así, mientras en Locke se puede sustituir un término por otro porque tiende a identificar el derecho con un interés a algo (com o el derecho a la vida, irrenunciable para él), en Hobbes o en Kant, en cam bio, los derechos son facultades o manifestaciones del poder o la voluntad de cada cual, con independencia de que respondan o no a sus intereses, (sobre el naci­ miento y desarrollo de la idea de «intereses» remito al libro de Hirschman, com o todos los suyos muy estimulante, L as pasiones y ¡os intereses.)

tensión: L a fá b u la d e las abejas. O vicios privados3 ben eficio s p ú b li­ cos (1714). Pero la explicación que pasaría a la historia como teoría del desarrollo económico del capitalismo es mérito de Adam Smith (1723-1 7 9 0 ), un racionalista que, en la línea de otros ilustrados esco­ ceses, como Hume, no fue en realidad un iusnaturalista, aunque sí un liberal, y tanto en lo económico como en lo político. Especial­ mente en su obra L a riqu eza d e las n a cio n es (1 7 7 6 ), Smith analizó aquella transformación de los intereses privados en interés general como un mecanismo social producido por una especie de mano invi­ sible, como puede verse en conocidos textos como los siguientes: N o es de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero de la que esperam os nuestra cena, sino de la con sid eración de su propio interés. N o apelamos a su humanidad sino a su autointerés \self-love] y nunca les hablamos de nuestras propias necesidades sino de sus beneficios (Wealth ofN atio n s , I.ii.2, pp. 26-27). [Ningún individuo] pretende, en realidad, promover el interés público, ni sabe hasta qué punto lo está prom oviendo. Al preferir apoyar la industria doméstica a la extranjera únicamente pretende su propia se­ guridad; y al dirigir tal industria de tal form a que su producto pueda ser de mayor valor, sólo pretende su propia ganancia, y en este, com o en otros muchos casos, es conducido por una mano invisible a promo­ ver un fin que no entraba en su intención. Lo que no siem pre es lo peor para la sociedad. Al perseguir su propio interés frecuentem ente promueve el de la sociedad de una manera más efectiva que cuando pretende promoverlo (IV.ii.9, p. 45 6 ).

No estará de más precisar que en la medida en que funcionan — y efectivamente lo hacen en algunos ámbitos y circunstancias— , los mecanismos de mano invisible establecen formas de cooperación en­ tre individuos autointeresados que son justo el extremo opuesto de las situaciones de dilema del prisionero, pues dan lugar a un juego de suma positiva, esto es, en el que todo el mundo gana más de lo que pone. Y eso es así porque en realidad, como por cierto sabía muy bien Adam Smith, entre las condiciones ineludibles, aunque no siem­ pre suficientes, para que puedan producirse sumas positivas en el ámbito económico se encuentra precisamente la existencia del Estado y de una reglas jurídicas claras y estables que, entre otras cosas, ga­ ranticen una cierta igualdad y libertad entre las partes, la libre com ­ petencia y el cumplimiento de los contratos. Es de notar también que en esta visión de la relación entre, de un lado, los individuos y, de otro, la sociedad y el Estado, no hay un espacio autónomo propio para los cuerpos intermedios, esto es, para

la acción colectiva mediante asociaciones, sea de tipo político e ideo­ lógico o económico y profesional. En esto un liberal ajeno al iusnaturalismo como Smith, que defendía más bien al empresario individual y que consideraba las reuniones y acuerdos entre fabricantes y comer­ ciantes como conspiraciones contra el público48, compartió una des­ confianza común con los iusnaturalistas, que tendieron a entender el derecho de libertad en términos estrictamente individuales. Y en esta materia, además, no hubo diferencias entre iusnaturalistas liberales y, digámoslo así, demócratas, hasta el punto de que el más claro expo­ nente de estos últimos, Rousseau, es también el mayor defensor de la voluntad colectiva justa como composición exclusiva de las opiniones y voluntades individuales: Si cuando, suficientemente informado, el pueblo delibera, los ciudada­ nos no tuvieran ninguna comunicación entre sí, del gran número de pequeñas diferencias resultaría siempre la voluntad general y la delibe­ ración sería siempre buena. [...] Para tener bien el enunciado de la voluntad general im porta, pues, que no haya sociedad parcial en el Estado y que cada ciudadano no opine'm ás que por sí mismo (Du contrat social, II, iii, pp. 3 7 1 y 3 7 2 ).

Paradójicamente, por cierto, esta desconfianza hacia las asociacio­ nes fue recogida en la legislación que siguió a la Revolución Fran­ cesa y, además de sentar la prohibición de los gremios medievales, sirvió también al liberalismo conservador del siglo X IX para intentar contener las formas de organización sindical y política de los traba­ jadores, que se adhirieron más a los principios democráticos que a los liberales. d ) Un universalismo demediado: seres humanos, propietarios y mujeres En realidad, el liberalismo defendido por el iusnaturalismo raciona­ lista fue, especialmente en su vertiente política, bastante limitado y moderado, y en varios sentidos. Limitado, porque el liberalismo po­ lítico no fue una posición obligada y absolutamente general en la corriente, como lo muestra de forma eminente la doctrina hobbesiana, cuya reducción de los derechos naturales a la búsqueda de la seguridad individual sirve para intentar fundamentar cualquier Esta­

48. «La gente de la misma profesión raramente se reúne, incluso para disfrutar y divertirse, sin que la conversación termine en una conspiración contra el público, o en alguna maquinación para subir ios precios» (Wealth o f N ations, I.x .2 , p. 1 4 4 ; véase también IV.ii, pp. 4 8 3 -4 8 4 ).

do, fuera liberal o autoritario. Y moderado, al menos por dos razo­ nes: de un lado, como vimos al hablar del derecho de resistencia, incluso entre los iusnaturalistas modernos importantes que defendie­ ron los derechos de libertad, sólo alguno llegó a mantener posiciones prácticamente críticas con el absolutismo político vigente en su tiem­ po; y, de otro lado, porque en su concepción de los derechos natura­ les el liberalismo iusnaturalista, como hace poco avancé y voy a desa­ rrollar ahora, fue insuficientemente universalista y, como el vizconde de la novela de ítalo Calvíno, quedó partido por la mitad. En sus formulaciones más inmediatas y despreocupadas, el iusnaturalismo vino a expresar una concepción universalista que atribuye estos o aquellos derechos naturales a to d o s los seres hu m an os. Ante todo, debe reconocerse que este universalismo más o menos clara­ mente proclamado en los principios defendió una forma de indivi­ dualismo igualitario, aunque abstracto, en la mayoría de los iusnatu­ ralistas, en este caso con la clara excepción de Rousseau. Para aclarar este punto cabe acudir a la clara distinción elaborada por von Wiese (cap. IX , esp. p. 44) entre dos formas diferentes y hasta contrapuestas de individualismo: en primer lugar, el que precisamente dio por su­ puesto el racionalismo moderno, conforme al cual la razón indivi­ dual, llamada a decidir en asuntos religiosos, morales y políticos, se considera igual en todos los hombres, esto es, como razón común o indistinta que da lugar a una igu aldad d e lo genérico-, en segundo lugar, una form a de individualismo singularista que, aun con antece­ dentes en la teología protestante y en Rousseau, se desarrolla sobre todo desde finales del siglo XVIII por el movimiento romántico en oposición al racionalismo abstracto del iusnaturalismo y la Ilustra­ ción y conforme al cual cada individuo es un sujeto diferenciado por sus sentimientos llamado a desarrollar su individualidad de forma propia (esta concepción, una vez que el historicismo sustituyera a los hombres individuales por los pueblos como sujetos relevantes de la historia, terminaría por situarse en las antípodas del universalismo, el individualismo y el liberalismo). Ahora bien, la proclamación en los principios de aquel genérico individualismo universalista no tuvo en los iusnaturalistas racionalis­ tas una exacta correspondencia en sus desarrollos más concretos, donde aparece una importante quiebra en aquel universalismo. En efecto, los iusnaturalistas más relevantes no llevaron hasta sus más elementales consecuencias la noción de ser humano de la que partie­ ron. Aunque casi no se diga expresamente, en el núcleo duro de esa tradición hay al menos dos exclusiones de la ciudadanía bien cla­ ras, por más que culturalmente situables en la mentalidad de la épo­

ca: de un lado, la exclusión como titulares de derechos políticos de las personas no autónomas económicamente — es decir, además de las mujeres y los niños, de los no propietarios— , una exclusión que Kant hizo explícita mediante la distinción entre «ciudadano activo y pasi­ vo», ante la que reconoce que «el concepto de este último parece estar en contradicción con la definición del concepto de ciudadano en genera!», pero para terminar concluyendo que la dependencia [de los ciudadanos pasivos] con respecto a la voluntad de otros y esta desigualdad no se oponen en modo alguno a su libertad e igualdad c o m o h om b res, que juntos constituyen un pueblo (M etap h y sik d e r S itien , pp. 1 4 4 -1 4 5 ; véase también U ber den G em ein spru ch, p p . 3 4 -3 S ) 49;

de otro lado, la atribución de los derechos sólo a los varones, que Spinoza ejemplifica con contundente claridad: las mujeres no tienen, por naturaleza, un derecho igual al de los hom bres, sino que, por necesidad, son inferiores a ellos. N o puede, por tanto, suceder que ambos sexos gobiernen a la par y, mucho m enos, que los varones sean gobernados por las mujeres (T ractatu s p o liticu s, X I, § 4).

En lo que se refiere a esta última limitación, sin embargo,, debe precisarse que, en el seno mismo de la tradición racionalista se pue­ de encontrar una coherente defensa de los derechos de las mujeres que resulta completamente familiar para los oídos actuales. Junto a filósofos importantes que, como D ’Alembert o D ’Holbach, ya co­ menzaron a atribuir las desigualdades femeninas a la educación y no a.la naturaleza, hay tres personajes que tienen un especial protagonis­ mo en la defensa de la igualdad de derechos de las mujeres y que merecen comentario: el marqués de Condorcet, Olimpia de Gouges y M ary W ollstonecraft50.

4 9 . Com o ejemplos de ciudadanos pasivos, en ese mismo pasaje, Kant cita los siguientes: «el m ozo que trabaja al servicio de un com erciante o un artesano; el sirviente (no el que está al servicio del Estado); el menor de edad (naturaliter vel civiliter ); todas las m ujeres y, en general, cualquiera que no puede conservar su existencia (su sustento y protección) por su propia actividad, sino que se ve forzado a ponerse a las órdenes de otros (salvo a las del Estado), carece de personalidad civil y su existencia es, por así decirlo, sólo de inherencia». 5 0 . Véase W ollstonecraft, A Vindication o f t h e Rights o fW o m a n , y la excelente recopilación de Alicia Puleo de textos de todos los autores y autoras citadas en el texto y algunos más, com o M ontesquieu, Anne de Lam bert, M adam e d’Epinay, Choderlos de Lacios, etc., en Condorcet y otroSj La Ilustración olvidada.

En los años de la Revolución Francesa — y no mucho tiempo después de que Rousseau hubiera defendido en su E m ilio el modelo patriarcal tradicional según el cual «la mujer está hecha para agradar y ser subyugada» (V, Ixxiv, p. 6 9 3)51— , Condorcet (174 3 -1 7 9 4 ), uno de los más significados defensores ilustrados de la idea del progreso indefinido de la humanidad como consecuencia del desarrollo de la --r-aaén^d^fead-i-ézeQnrafgUEne-níQs^pe-rfeet-a-m&B-te^aGt-u-a-lgSrla-i-gualdad

de derechos entre los sexos y una instrucción pública igual y común para ambos como condición y efecto de aquel progreso (véase L a ilustración o lv id a d a , pp. 9 4 -1 0 6 , así como E squisse, p. 2 4 0 ). Por su parte, Olimpia de Gouges (1848P -1793) — al igual que Condorcet, girondina y víctima del terror de Robespierre— redactó una. D ecla ra­ ción d e los d erech o s d e la m u jer y de la ciu d ad an a que reescribe la D eclaracióit d e d erech os d el h o m b re y d e l ciu d ad an o de 1789, entre la sustitución y la complementación de unos u otros derechos, bajo la crítica a la «tiranía perpetua» de los hombres hacia las mujeres52. Por último, M ary W ollstonecraft (1759-1797) — madre de M ary Shelley, tras cuyo parto murió, y, por tanto, «abuela» de Frankestein— englo-

5 1 . Prácticamente todo el libro V de esta obra, bajo el tirulo «Sofía o Ja mujer», es una monumental exhibición del machismo rousseauniano que — me atrevo a adver­ tir—■resulta difícil de leer hoy sin cierta irritación o, quizá según el sexo, hasta franca cólera. Por cierto que, según Condorcet, las opiniones de Rousseau fueron en su época bien acogidas por las propias mujeres, se entiende que por muchas m ujeres cultas (en La Ilustración olvidada , p. 99). 5 2 . La D eclaración de De Gouges contiene algunos artículos que simplemente complementan, en aras de la igualdad femenina, los derechos concedidos genérica­ mente al hombre en la del 89 (así, mientras el artículo 1 de esta última dice que «[ljos hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos...», aquélla dice que «[l]a m ujer nace libre y permanece igual al hombre en derechos...»; o el artículo 6, que en la Declaración de 1 7 8 9 dice que «[l]a ley es la expresión de la voluntad general; todos los ciudadanos tienen el derecho de participar en su form ación personalmente o por me­ dio de sus representantes...», mientras en la de De Gouges dice que de «[l]a ley d eb e ser la expresión de la voluntad general; todos los ciudadanos y ciudadanas deben partici­ par en su form ación personalmente o por medio de sus representantes...»); otros artí­ culos, en cam bio, sustituyen más crítica y reivindicativamente el texto originario (así, el artículo 4 de éste dice que «[l]a libertad consiste en poder hacer todo lo que no daña a otros: así, el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene más lím i­ tes que los que aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de los mismos derechos«, mientras que el de Olimpia de Gouges afirma que «[1]a libertad y la justicia consisten en devolver todo lo que pertenece a los otros; así, el ejercicio de los derechos naturales de ia m ujer sólo tiene po r límites la tiranía perpetua que el hom bre le opone»; o, en fin, donde la del 89 garantiza la libertad de opinión y de religión, De Gouges proclam a que «la m ujer tiene el derecho de subir al cadalso; debe tener también igualmente el de subir a la Tribuna») (véase Condorcet y otros, L a Ilustración olvidada , pp. 1 5 5 -1 6 0 ).

bó su defensa de los derechos de las mujeres en una reflexión más amplia sobre su educación y su papel social que hace de ella una de las primeras teóricas del movimiento feminista53. Con aportaciones como las anteriores, que suplementaron críti­ camente las demediadas propuestas de los iusnaturalistas racionalis­ tas, las categorías e ideales puestos en circulación por éstos termina­ ron por ser más poderosos que los prejuicios de la cultura dominante en aquella época. Con el tiempo fueron tomando una fuerza que per­ mitió abrir un proceso de superación — todavía hoy no concluido en todos los aspectos señalados, especialmente en el ámbito internacio­ nal— de las insuficiencias e incoherencias por las que algunos de sus defensores iniciales limitaron su alcance al ceder a las creencias do­ minantes en la sociedad en la que vivieron. Por eso, podría afirmarse que en realidad las concepciones individualistas y universalistas del iusnaturalismo moderno no se comenzaron a declarar jurídicamente y a cumplir — aun de manera insuficiente— hasta en un período más cercano a nuestra propia época que a la de su formulación originaria, especialmente desde que en 1948 se abre un nuevo proceso de internacionalización de los derechos humanos, todavía muy incompleto pero en un'a buena dirección. 4.3. Iusnaturalismo antiguo y m odern o: para un balan ce general Como conclusión general, puede proponerse un breve balance críti­ co del modelo iusnaturalista moderno comparándolo con el modelo clásico y medieval. Reducida a su última síntesis, la gran diferencia entre ambos modelos se encuentra en la visión de la relación entre los individuos y la organización social y política, vista como natural y superior a los individuos en el modelo clásico y medieval y como voluntaria y al servicio de los individuos en el moderno. Se podría preguntar cmál de los dos modelos es el más adecuado. M i respuesta es que depende: depende de a qué refiramos la adecua­ ción. Si lo que queremos es describir la historia humana y las tenden­ cias sociales básicas, seguramente el modelo aristotélico está mucho más cerca de la realidad, pues los seres humanos nacen en comu­ nidades «naturales» — en el sentido de no voluntarias— que tienen pautas preestablecidas y autoridades, aceptadas «naturalmente» y 53. Sobre su aportación, véase la documentada «Introducción» de Isabel Burdiel a la Vindication de Mary Wollstonecraft, especialmente pp. 50 ss.; para una compa­ ración entre Condorcet, De Goyges y "Wollstonecraft, véase Folguera, pp. 2 4 8 -2 5 0 ; . para una excelente y reciente historia del pensamiento feminista, me remito a Sánchez, «Genealogía de la vindicación», pp. 17 ss.

que tienden a comportarse como totalidades orgánicas, con derechos propios y superiores a los de sus componentes. Ahora bien, si lo que se pretende es ju stifica r éticamente la organización social y política, la anterior descripción no puede ser satisfactoria: ¿qué si la autoridad natural es despótica?, ¿qué si las normas impuestas son opresivas de las formas más básicas de libertad y la igualdad?, ¿basta para justifi­ car tales cosas la existencia de las pautas tradicionales y de las auto­ ridades naturales? De ahí la importancia normativa, en el plano de la justificación, del modelo iusnaturalista moderno, cuya invención de un estado de naturaleza y un contrato social, que hoy bien podemos tomar por meras hipótesis o ficciones regulativas, conlleva también la de la categoría de los derechos humanos. Y con ello se sentaron las bases de la más poderosa forma de limitación del poder político y de garantía de los individuos que se haya podido practicar a lo largo de la historia. Por tanto, por sintetizarlo en una fórmula, desde mi punto de vista, Aristóteles y Tomás de Aquino tenían razón en los hechos, pero Locke y Kant tenían razón en las justificaciones.

II. EL D E R E C H O Y EL ESTAD O RACIONALES

En esta segunda parte del capítulo, dedicada a la teoría jurídica de la época moderna, el protagonista no puede ser otro que el iusnaturalis­ mo racionalista, aunque visto ahora desde otra perspectiva. Frente a la continuidad en casi todos los países europeos de un tipo de estu­ dios jurídicos ya no creativos, meramente repetitivos de los métodos medievales en la enseñanza del ius co m m u n e, la teoría iusnaturalista apareció en un principio con cierta desconexión del estudio y de la práctica jurídicos. Sin embargo, sus construcciones influirían de ma­ nera decisiva tanto en los profundos cambios que el propio Derecho sufre a partir de finales del siglo XVIII como, de manera en parte reactiva, en la ciencia jurídica que se desarrollaría durante el siglo x ix. M ientras la exposición de este último aspecto queda fuera de este capítulo, en los tres epígrafes de esta parte se abordan tres mani­ festaciones diferentes de la importancia del iusnaturalismo para la doctrina jurídica moderna: en primer lugar, a modo de síntesis de la teoría jurídica iusnaturalista, se resumen los grandes trazos de la con­ cepción kantiana del Derecho; en segundo lugar, tomando también el cosmopolitismo kantiano como culminación del período, se esque­ matiza la evolución de las doctrinas modernas sobre el Derecho in­ ternacional; y, en tercer lugar, se analiza la influencia del iusnatura­ lismo en las dos grandes ideas transformadoras del propio sistema

jurídico que sellan el cambio de la época moderna a la contemporá­ nea: la codificación, desarrollada sobre todo en el campo del Dere­ cho privado, y el constitucionalismo, en el del Derecho público. El paso de la teoría política iusnaturalista a la jurídica, del Esta­ do al Derecho, es todo menos brusco. El sentido fundamental del iusnaturalismo racionalista ha sido reducido por Bobbio a una efectiv^f™óYnmlF^lm^Tro^la^BTrst3nicx¿5rpd'e=uTia^teería-d:aeioa:a'l-:del~E5:t-a-^ do racional («Modelo», p. 140). Esta caracterización puede desglo­ sarse en dos elementos: tal iusnaturalismo es, en cuanto al método, una teoría racional — o, mejor, racionalista— del Estado y, en cuanto al resultado, una teoría del Estado racional, o sea, una doctrina de justificación del Estado como fórmula política conforme a la razón en la que los individuos pueden desarrollar plenamente sus derechos, ejercer su libre consentimiento y realizarse como seres racionales. En ello Hobbes prefigura la gran justificación hegeliana del Estado como ente absolutamente racional cuando dice: fuera de la sociedad civil cada individuo tiene una libertad completa, pero no puede gozar de ella. [...] fuera del Estado reinan las pasiones, la guerra, el temor, la pobreza, la crueldad, la soledad, la barbarie, la ignorancia, el salvajismo; en el Estado reinan la razón, la paz, la segu­ ridad, la riqueza, la belleza, la sociabilidad, la elegancia, las ciencias, la benevolencia (De cive, X , 1).

Pues bien, tal teoría racional de un Estado racional tiene su corre­ lato jurídico en lo que puede denominarse una teoría racional del Dere­ cho racional, y empleo deliberadamente el término «correlato» — como «correlación» o «relación recíproca entre dos cosas»— porque, en efec­ to, el iusnaturalismo racionalista produce una doctrina estatalista del Derecho como instrumento racional en la que la ecuación Estado-De­ recho aparece en casi perfecta correspondencia, y no sólo en sus expre­ siones más características, los códigos y las constituciones, sino inclu­ so, como se verá, en lo que respecta al Derecho internacional. Ya en el siglo X I X , la plasmación de estas ideas se sintetizará en la importante noción de Estado de Derecho (Díaz, «Estado de derecho», § 2). Seguramente, la formulación más acabada de semejante teoriza­ ción racionalista de un Derecho racional aparece enrel universalis­ mo de la doctrina kantiana, que M arx caracterizó como «la filoso­ fía alemana de la Revolución Francesa». Tal filosofía tiene como m anifestaciones fundamentales los dos temas, ya antes anunciados, que se desarrollan sucesivamente en los dos primeros epígrafes del capítulo. La primera, que pone de relieve su u n iversalism o ju rídic o -m o r a l, es la teoría del D erecho — natural o ideal— , que Kant

elabora bajo una noción de ley cuyo fin es coordinar las libertades individuales: tal teoría, como se ve, presenta dos elementos — la visión del Derecho como ley, idealmente reflejo de la voluntad racio­ nal, y la preeminencia de ¡a libertad o capacidad de acción individual como derecho básico para cuya garantía la ley es instrumento— que no sólo sintetizan la aportación fundamental del iusnaturalismo ra=eiena4ist^a“la~teoüfcju-ríd-rea7^rro”que^roporci'cmaTÍaiF:el-rconteriido ideológico fundamental de la ciencia jurídica alemana del siglo X IX . ~Lá~seguñdá manifestación de la filosofía kantiana que merece destacarse aquí es que, en cuanto universalism o ju ríd ico-p olítico, su propuesta parte de la necesidad del Estado para proponer una co­ munidad internacional pacífica en forma de una asociación universal pero meramente voluntaria de E stados constitucionales, de modo que también por el lado del Derecho internacional el Estado, si bien un Estado que hoy llamaríamos democrático, sigue siendo el prota­ gonista último de la doctrina jurídica del iusnaturalismo que Kant sintetiza. Con una y otra acepción del universalismo se relacionan estre­ chamente la codificación y el constitucionalismo — que, como ya he dicho, son el objeto del tercer epígrafe del capítulo— , esto es, los dos fenómenos que culminan y cierran la época moderna, cuyo espíritu geométrico y racionalista conducía en el campo del Derecho a la necesidad de las ideas de código y de constitución. A la vez, códigos y constituciones sellan el comienzo de la época contemporánea, en la que durante todo el siglo XIX, aun bajo otras coberturas doctrinales y con una compleja evolución, sigue ésa misma estela de espíritu co­ dificador y de constitucionalismo de la que todavía hoy disfrutamos, no sin problemas, muchas de sus rentas.

1. U n iv er sa lism o , iusn a tur alism o d e l D e r e c h o e n I