El derecho como proceso normativo : lecciones de teoría del Derecho (2a. ed.). [2a ed.]
 9788481388831, 8481388831

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El presente libro, estructurado en forma de ocho lecciones, tras analizar los aspectos generales del Derecho y sus grandes concepciones, aporta una compresión del mismo en la que las normas jurídicas adquieren una especial relevancia. Desde este punto de vista, se aprecia que el Derecho está indisolublemente unido al poder en el sentido de que es posible que cree Derecho, al tiempo que éste también puede crear ciertos poderes. Sin embargo, no todo queda ahí: la legislación y la jurisdicción, la producción y la aplicación de las normas jurídicas son momentos de un proceso que se rige por la idea de racionalidad fundamentada en los valores superiores del ordenamiento jurídico, los cuales logran positivar los contenidos éticos que quiere conseguir el poder. A tales efectos, las teorías de la justicia nos sirven para realizar la justificación y crítica de la idea de Derecho sustentada.

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El Derecho como proceso normativo Lecciones de Teoría del Derecho

Virgilio Zapatero Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Alcalá

M.ª Isabel Garrido Gómez Profesora Titular de Filosofía del Derecho de la Universidad de Alcalá

Federico Arcos Ramírez Profesor Titular de Filosofía del Derecho de la Universidad de Almería

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1.ª edición: 2007 2.ª edición: 2010

El contenido de este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados. © Universidad de Alcalá, 2010 Servicio de Publicaciones Plaza de San Diego, s/n. 28801 Alcalá de Henares www.uah.es ISBN: 978-84-8138-883-1 Depósito Legal: M. 36805-2010 Realización: Gráficas/85, S.A. Gamonal, 5. 28031 Madrid Impreso en España - Printed in Spain

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ÍNDICE

Págs.

NOTA A LA SEGUNDA EDICIÓN ..............................................................

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INTRODUCCIÓN .........................................................................................

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CAPÍTULO I. LA ESFERA DE LAS NORMAS ..........................................

21

1.

EL DERECHO ................................................................................... 1.1. Una primera aproximación .................................................. 1.2. Distintas miradas sobre el Derecho .................................... 1.3. Las funciones del Derecho.................................................. a) Derecho e integración social ........................................ b) Derecho y conflicto....................................................... c) Derecho y cambio ......................................................... DERECHO, MORAL Y OTRAS NORMAS ............................................... 2.1. Las relaciones entre el Derecho y la Moral ....................... 2.2. Criterios para diferenciar el Derecho y la Moral............... 2.3. La legalización de la Moral ................................................ 2.4. La moralización del Derecho .............................................. 2.5. Otras normas ........................................................................ a) Las reglas del trato social y los usos sociales............. b) Un Derecho de baja intensidad ....................................

21 21 24 27 28 30 32 34 34 35 37 41 43 43 45

CAPÍTULO II. LAS GRANDES CONCEPCIONES DEL DERECHO .........

49

2.

1. 2.

EL IUSNATURALISMO ........................................................................ EL POSITIVISMO ............................................................................... 2.1. Tres modos de considerar el positivismo ........................... 2.2. El debate Hart-Fuller ...........................................................

49 55 57 61

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DERECHO Págs.

EL CONSTITUCIONALISMO Y EL POSTPOSITIVISMO ............................ EL REALISMO ................................................................................... 4.1. El realismo jurídico norteamericano ................................... a) La senda del Derecho ................................................... b) El escepticismo ante los hechos................................... c) El realismo doctrinal constructivo................................ 4.2. El realismo jurídico escandinavo ........................................

63 66 66 68 70 71 73

CAPÍTULO III. LAS NORMAS Y EL ORDENAMIENTO JURÍDICO .......

77

3. 4.

1.

2. 3. 4.

ÓRDENES, REGLAS Y PRINCIPIOS ...................................................... 77 1.1. El Derecho como conjunto de órdenes............................... 77 1.2. La crítica de la concepción del Derecho como órdenes.... 83 1.3. El Derecho como conjunto de reglas.................................. 86 1.4. El Derecho como conjunto de reglas y principios............. 89 LAS NORMAS COMO LENGUAJE PRESCRIPTIVO.................................. 93 LOS ELEMENTOS DE LAS NORMAS ................................................... 95 CARACTERÍSTICAS DEL ORDENAMIENTO JURÍDICO ............................ 99 4.1. Existencia y unidad ............................................................. 99 4.2. Plenitud ................................................................................ 105 4.3. Coherencia............................................................................ 110

CAPÍTULO IV. LAS NORMAS JURÍDICAS COMO FUENTES DEL DERECHO............................................................................................. 115 1. 2.

PLURALIDAD NORMATIVA Y ORDENAMIENTO JURÍDICO ..................... LAS FUENTES DEL ORDENAMIENTO JURÍDICO ESPAÑOL ..................... 2.1. La Constitución y el bloque de constitucionalidad............ 2.2. Los tratados internacionales ................................................ 2.3. La ley y el reglamento ........................................................ 2.4. La costumbre........................................................................ 2.5. Los principios generales del Derecho.................................

115 119 119 122 125 129 132

CAPÍTULO V. LA PRODUCCIÓN DE NORMAS JURÍDICAS POR LOS PODERES PÚBLICOS .......................................................................... 137 1. 2.

LA DECISIÓN NORMATIVA ................................................................. LA REDACCIÓN DE LAS NORMAS...................................................... 2.1. Determinación de los objetivos........................................... 2.2. Análisis de la propuesta, borrador inicial y estructura final del texto .........................................................................

137 141 143 145

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2.3. Redacción del texto normativo ........................................... a) El lenguaje legal y sus limitaciones............................. b) Precisión versus claridad .............................................. c) La delegación y los condicionantes políticos.............. 2.4. Practicabilidad de las normas.............................................. 2.5. Revisión crítica ....................................................................

147 148 151 153 154 157

C APÍTULO VI. LA INTERPRETACIÓN Y APLICACIÓN DE LAS NORMAS JURÍDICAS.............................................................................. 159 1.

2. 3.

LA INTERPRETACIÓN......................................................................... 1.1. Diferentes intérpretes y diferentes roles ............................. 1.2. Técnica legislativa e interpretación..................................... 1.3. Diagnóstico de los problemas ............................................. 1.4. Remedios para resolver las dadas ....................................... 1.5. Estudio de algunos criterios interpretativos........................ a) La interpretación literal................................................. b) La intención del legislador ........................................... c) El recurso al espíritu y finalidad de la norma............. LA APLICACIÓN JUDICIAL. ESPECIAL CONSIDERACIÓN DEL REALISMO JURÍDICO NORTEAMERICANO............................................................. LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA.........................................................

159 162 163 166 168 170 170 172 174 175 181

CAPÍTULO VII. LOS VALORES SUPERIORES DEL DERECHO COMO PROCESO NORMATIVO...................................................................... 187 1. 2.

ESTADO Y VALORES SUPERIORES ...................................................... LOS VALORES SUPERIORES SEGÚN LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA ..... 2.1. La libertad ............................................................................ 2.2. La igualdad .......................................................................... 2.2.1. Justicia e igualdad ................................................... 2.2.2. La igualdad ante la ley ........................................... 2.2.3. La igualdad en la ley.............................................. 2.2.4. Igualdad y redistribución de bienes ....................... 2.3. El pluralismo político .......................................................... 2.4. La seguridad......................................................................... 2.4.1. La seguridad en el Derecho ................................... 2.4.2. La seguridad del Derecho y sus elementos ........... 2.4.3. La seguridad como justicia formal ........................ 2.4.4. La seguridad como garantía de la justicia material

187 191 191 197 197 199 200 202 205 212 213 216 219 221

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DERECHO Págs.

CAPÍTULO VIII. LA JUSTIFICACIÓN Y CRÍTICA DEL DERECHO COMO PROCESO NORMATIVO: LAS TEORÍAS DE LA JUSTICIA 223 1. 2.

3.

4.

APROXIMACIÓN AL CONCEPTO DE JUSTICIA ..................................... EL UTILITARISMO ............................................................................. 2.1. La caracterización del utilitarismo y la definición de la utilidad...................................................................................... 2.2. Los atractivos del utilitarismo y los límites de la imparcialidad utilitarista................................................................ 2.3. Valoración crítica del utilitarismo ....................................... TEORÍAS DEONTOLÓGICAS DE LA JUSTICIA: LA ÉTICA KANTIANA ..... 3.1. El deontologismo kantiano .................................................. 3.2. El imperativo categórico ..................................................... 3.3. Valoración crítica de la ética kantiana................................ LA TEORÍA DE LA JUSTICIA DE RAWLS ............................................ 4.1. El contractualismo de Rawls: el constructivismo kantiano y la «posición original»....................................................... 4.2. Los principios de justicia .................................................... 4.3. La justificación de los principios de justicia: el equilibrio reflexivo ............................................................................... 4.4. La evolución de la teoría de la justicia de Rawls (I). El liberalismo político ................................................................ 4.5. La evolución de la teoría de la justicia de Rawls (II). El Derecho de Gentes...............................................................

223 224 224 227 231 232 232 233 235 237 238 241 242 243 245

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NOTA A LA SEGUNDA EDICIÓN

Los autores desean dejar constancia de que el presente volumen constituye la segunda edición del libro titulado El Derecho como proceso normativo. Lecciones de Teoría del Derecho, que vio la luz por primera vez en el año 2007. En esta versión se han corregido algunas erratas y se han actualizado algunos puntos; igualmente se ha incluido un último capítulo sobre «La justificación y crítica del Derecho como proceso normativo: las teorías de la justicia», cuyo autor es Federico Arcos, Profesor Titular de Filosofía del Derecho de la Universidad de Almería. En este sentido, debemos indicar que el trabajo sigue manteniendo la idea de que el Derecho se constituye conforme a un proceso normativo conformado por una diversidad de planos, cuyo núcleo central es que la racionalidad que los sustenta se funda en los valores superiores del ordenamiento jurídico. Así pues, hemos creído muy pertinente la inclusión del capítulo VIII, en él se advierte que, aunque no es el único valor desde el que calibrar la calidad ética del Derecho, la justicia continúa siendo el valor específicamente jurídico, el principal criterio utilizado al objeto de enjuiciar la moralidad o legitimidad de los sistemas y normas jurídicas. A tal efecto, observamos que lejos de ser un concepto unívoco, aparece como una noción dinámica y abierta de la que existen distintas concepciones en función de cómo se conciban sus relaciones con la libertad, la felicidad o la igualdad. Aun cuando contamos con otras aportaciones interesantes y, probablemente, fundamentales en la larga historia de la filosofía práctica, en este nuevo capítulo se examinan las teorías éticas deontológicas, la ética consecuencialista representada por el utilitarismo y la que, desde hace varias décadas, se ha convertido en la reflexión más estudiada sobre la justicia, ensalzada y a la vez criticada: la teoría de John Rawls. LOS

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INTRODUCCIÓN

Este trabajo estudia la relevancia que tienen las normas jurídicas a la hora de determinar el concepto de Derecho, siendo su interrelación tal que no se entienden por separado. La presente investigación se divide en siete capítulos: El primero analiza el Derecho en general y los distintos órdenes normativos; el segundo se introduce en las posiciones sobre el Derecho que mantienen las concepciones más destacadas; el tercero considera las normas jurídicas y sus elementos, distinguiendo las órdenes de las reglas y de los principios, junto a las características del ordenamiento; el cuarto reflexiona sobre aquellas normas jurídicas en cuanto constituyen fuentes del Derecho, y el quinto se ocupa del íter de la producción normativa. Desde estos puntos de vista, se aprecia que el Derecho está indisolublemente unido al poder en el sentido de que es posible que cree Derecho, al tiempo que el Derecho también puede crear ciertos poderes. Las definiciones del poder suelen referirse a la capacidad de un sujeto para que otro se comporte de una manera concreta1. Los medios que se pueden poner en funcionamiento para conseguir que otros se comporten de la manera deseada por quien lo detenta son muy variados, siendo citables el uso de la fuerza, los recursos económicos, los recursos psicológicos o la apelación a símbolos. Tratándose del poder político, entre sus herramientas no encontramos únicamente la fuerza, sino una variedad instrumental que se puede encuadrar en los conceptos de información, organización y recursos económicos2. Pero, aun cuando el Estado es posible que utilice estos instrumentos, una de las modalidades del poder político es el recurso a la autoridad, o sea, al Derecho. 1 R. DAHL, «The Concept of Power», Behavioral Science, 2, 1957, pp. 202 y 203; M. GARCÍA PELAYO, Obras Completas, vol. II, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1991, p. 1859; J. SCOTT, Power. (Critical Concepts), Polity Press-Blackwell Publishers, Cambridge (Reino Unido)-Oxford, 2004, p. 33; M. WEBER, Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva, edic. preparada por J. Winckelmann, nota preliminar de J. Medina Echavarría, trad. de J. Medina Echavarría, J. Roura Farella, E. Ímaz, E. García Máynez y J. Ferrater Mora, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2002, pp. 695 y ss. 2 Ch. HOOD, The Tools of Government, The Chatham House Publishers, Chatham (Nueva Jersey), 1986, pp. 21-40.

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Como se podrá apreciar, dos son los poderes que encontramos en un sistema político: el supremo, o soberano, y los subordinados. Ambas variables se expresan usando el Derecho, crean Derecho. Mas, sincrónicamente, ambas presuponen una norma jurídica que les constituya como tales. Es la existencia de una norma previa constitutiva del poder lo que diferencia al poder jurídico. A tales efectos, Kelsen3 distinguió el poder subjetivo y el objetivo; y Hart, en oposición a Austin, intentó diferenciar el poder fáctico (del ladrón) del jurídico (el que posee el policía). Como dijera Hart4, ante el nudo poder uno puede verse obligado a entregar sus pertenencias, sin embargo, sólo estará obligado si existe una norma que habilita a quien, por ejemplo, nos reclama una cantidad de dinero. Lo que permite calificar a un sujeto individual o colectivo como una autoridad jurídica es una norma de competencia que le autoriza a crear normas jurídicas. Cuestión más compleja es la de la relación entre el poder supremo (soberanía) y el Derecho. Dos son las cuestiones al respecto, la primera se refiere al proceso por el que surge ese poder soberano; la segunda es la vieja problemática de si el soberano está o no sometido al Derecho. De acuerdo con Bentham, soberano es, con las matizaciones que haremos en su momento, aquel poder que es obedecido generalmente por los miembros de un grupo social y no acata a ningún superior5. Algunas de las más recurrentes y sólidas justificaciones de este poder han venido ofrecidas históricamente por las teorías contractualistas de Hobbes6, Locke7 o Rousseau8. En ellas, se utiliza la idea del contrato previo como instrumento imaginado para explicar la institucionalización de un poder soberano. Contemporáneamente, el objetivo que persiguen se obtiene con argumentaciones más sofisticadas, pero no muy diferentes en su fondo, como es la teoría de los juegos. La necesidad de coordinación de esfuerzos individuales para alcanzar resultados racionales (tales son los problemas que ejemplifica el denomi3 H. KELSEN, Teoría pura del Derecho, trad. de R.J. Vernengo, Porrúa, México, D.F., 2007, pp. 49-50 y 158 y ss. 4 H.L.A. HART, El concepto de Derecho, trad. de G.R. Carrió, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2004, pp. 64 y ss. Sobre esta cuestión, cfr. J. FERRER BELTRÁN, Las normas de competencia. Un aspecto de la dinámica jurídica, prólogo de R. Guastini, Boletín Oficial del Estado-Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 2000, pp. 71 y ss.; R. HERNÁNDEZ MARÍN, «Autoridad-competencia», en E. GARZÓN VALDÉS y F.J. LAPORTA (eds.), El Derecho y la justicia, Consejo Superior de Investigaciones Científicas-Trotta, Madrid, 2000, pp. 117 y ss. 5 J. BENTHAM, Un fragmento sobre el gobierno, estudio preliminar, notas y trad. de E. Bocardo Crespo, Tecnos, Madrid, 2003. 6 Th. HOBBES, Del ciudadano, introducción de N. Bobbio, nota preliminar y trad. de A. Catrysse, Instituto de Estudios Políticos, Facultad de Derecho de la Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1966 (de la citada obra existe también la versión antológica de E. Tierno Galván, trad. de E. Tierno Galván y M. Sánchez Surto, Tecnos, Madrid, 2007). 7 J. LOCKE, Segundo tratado sobre el gobierno civil. Un ensayo acerca del verdadero origen, alcance y fin del gobierno civil, prólogo, notas y trad. de C. Mellizo, Alianza, Madrid, 2008. 8 J.J. ROUSSEAU, El contrato social o Principios de Derecho político, estudio preliminar y trad. de M.J. Villaverde, Tecnos, Madrid, 2009.

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nado dilema del prisionero)9, es decir, la necesidad de resolver los dilemas de la acción colectiva, es una de las justificaciones del poder político10 Para salir del estado natural, como decían los viejos contractualistas, o para resolver los problemas de coordinación, como se argumenta actualmente, es precisa la constitución de un Tertium inter partes, una agencia que resuelva las disyuntivas. Ese Tertium es el Poder, el Soberano. En este marco, una teoría que incide en las coordenadas descritas es la de Peces-Barba11, quien al suscribir que son realidades distintas y complementarias, debido a que el Derecho es un conjunto de normas cuyo último fundamento de validez es el poder soberano, esto es, son normas garantizadas por la fuerza de ese poder y, a la vez, el poder que pretende monopolizar el uso legítimo de la fuerza se vale del Derecho para racionalizar y organizar el uso de la fuerza; se pronuncia a favor de que, por esta causa, el poder es el hecho fundante básico del Derecho, completado con la idea de norma fundante básica de identificación de normas, la cual nos permite identificar las normas jurídicas válidas con los criterios formales y materiales que están en esa norma fundante. Aquél representa al poder, y ésta al Derecho. De otro lado, Laporta12 ofrece un buen resumen cuando, asumiendo la posición de Hart, explica la emergencia del poder y, con ella, del poder normativo. Dada una colectividad humana, la aparición reiterada de problemas de coordinación y conflicto tiende a producir la emergencia de ciertas prácticas sociales, prácticas en las que las acciones individuales están predefinidas por una estructura de reglas de comportamiento que coordinan las conductas individuales. En la medida en que se diversifican y hacen más frecuentes estos problemas y la necesidad de esas respuestas, las reglas de conducta que habrían de aportar una solución eficaz se hacen más cambiantes e inciertas y se requiere establecer una agencia fiable, rápida y cierta que las produzca y determine. Su constitución es, en el ámbito de lo que afecta a ese problema, la definición del poder social. Aquel hecho simple explicativo del poder fáctico en las sociedades humanas «es un conjunto de prácticas sociales complejas que incorporan reglas de conducta y criterios de identificación de una agencia a la que se confiere la función de emitir esas reglas, modificarlas cuando es el caso y determinar su alcance». En lugar de suponer una norma hipotética fundamental, como 9 E. ULLMAN-MARGALIT, The Emergence of Norms, Clarendon Press-Oxford University Press, Oxford, 1977, pp. 18 y ss. 10 M. OLSON, Auge y decadencia de las Naciones, prefacio de S. Giner y trad. de J.A. Iglesias, Ariel, Barcelona, 1986, así como ÍD., La lógica de la acción colectiva. Bienes públicos y la teoría de grupos, trad. de R. Calvet Pérez, Limusa, México, D.F., 1992. 11 G. PECES-BARBA MARTÍNEZ, Introducción a la Filosofía del Derecho, Debate, Madrid, 1991, pp. 294 y ss.; ÍD., con la colaboración de R. de Asís Roig, C.R. Fernández Liesa y A. Llamas Cascón, ver Curso de derechos fundamentales. Teoría general, Universidad Carlos III de Madrid-Boletín Oficial del Estado, Madrid, 1999, p. 344. 12 F.J. LAPORTA, «Poder y Derecho», en E. GARZÓN VALDÉS y F.J. LAPORTA (eds.), El Derecho y la justicia, Consejo Superior de Investigaciones Científicas-Trotta, Madrid, 2000, pp. 446 y 447.

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hiciera Kelsen, que dé razón del primer y más fundamental poder, la filosofía analítica, a partir de Hart, buscará el elemento fundante básico del Derecho en una práctica social compleja, la regla de reconocimiento, de la cual surge el título que hace del poder fáctico un poder jurídico, esto es, normativo. Es obvio, pues, que el poder normativo, con un origen que podría ser descrito como hemos visto, crea Derecho; no obstante, las preguntas que proceden son: ¿el poder soberano puede crear cualquier tipo de norma?, ¿tiene algún límite en su capacidad normativa?, ¿puede ser totalmente arbitrario? Se habla de una lógica del poder que es la de su autoconservación, una lógica que impone condicionantes a la capacidad normativa, conduciendo a una mínima racionalización del propio poder y, consiguientemente, del Derecho. Todo poder que crea Derecho y actúa según Derecho ha entrado ya en un ámbito de racionalidad. Más aún, todo poder, al crear Derecho, se limita a sí mismo y, aunque su contenido pueda ser tan monstruoso como las leyes de Nuremberg, implica una mínima previsibilidad13. Conectado con el poder normativo está el coactivo. Según la teoría tradicional, la fuerza es el medio para realizar el Derecho, es decir, es el instrumento del que se sirve el poder para obligar a los ciudadanos a seguir las pautas de comportamiento que ha marcado. Frente a esta tesis, visible en Hobbes, Bentham o Austin, se ha afirmado que la fuerza no es una herramienta para realizar el Derecho, sino, más bien, el contenido del Derecho y de las normas jurídicas14. En esta dirección caminan las opiniones de Kelsen, Ross, Olivecrona o Bobbio y, así, para Kelsen15, «si en lugar de realidad o de efectividad hablamos de fuerza, la relación entre la validez y la eficacia no es otra cosa que la relación entre el Derecho y la fuerza… Consideramos el Derecho como un modo de organizar la fuerza». Similares juicios mantiene Ross16 al sostener que «tenemos que insistir, por ende, en que la relación entre las normas jurídicas y la fuerza consiste en el hecho de que ellas se refieren a la aplicación de ésta y no en el hecho de que están respaldadas por la fuerza». En esa línea, opina Olivecrona17 que «es imposible mantener que el Derecho en un sentido realista esté organizado o protegido por la fuerza. La situación real es que el Derecho –el cuerpo de normas considerado Derecho– consiste principalmente en normas sobre la fuerza, normas que contienen modelos de conducta para el ejercicio de la fuerza». La definición del Derecho, en términos de normas que regulan el uso de la fuerza, es el resultado de la sobrevaloración atribuida a las secundarias resN.M. LÓPEZ CALERA, Filosofía del Derecho, II, Comares, Granada, 1998, pp. 69 y ss. El presente epígrafe sigue el planteamiento realizado por N. BOBBIO, «Derecho y fuerza», en N. BOBBIO, Contribución a la Teoría del Derecho, edic. a cargo de A. Ruiz Miguel, Debate, Madrid, 1990, pp. 335 y ss. 15 Ver, en general, H. KELSEN, Teoría para del Derecho, cit., pp. 44 y ss. 16 A. ROSS, Sobre el Derecho y la justicia, trad. de G.R. Corrió, EUDEBA, Buenos Aires, 2005, p. 80. 17 K. OLIVECRONA, El Derecho como hecho. La estructura del ordenamiento jurídico, trad. de L. López Guerra, Labor, Barcelona, 1980, pp. 115 y ss. 13 14

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pecto de las primarias. Ihering fue el primer teórico que afirmó que no son los ciudadanos los destinatarios de las normas, sino los órganos del Estado encargados de aplicar las sanciones. El Derecho –decía Ihering18– impone directamente deberes a los jueces, y sólo indirectamente a los ciudadanos. El principal argumento para poner el acento sobre las normas secundarias es que un ordenamiento compuesto sólo de normas primarias no se distingue de uno que sea moral; y un ordenamiento compuesto sólo de normas secundarias no sólo es jurídico, sino que hace inútil la formulación de normas primarias. Considerado el ordenamiento jurídico como conjunto de normas dirigidas a los jueces, la coacción no podía ser ya estimada como un medio para realizar el Derecho, sino como el contenido de las normas jurídicas. El Derecho regula únicamente los comportamientos coactivos, es decir, aquellos comportamientos dirigidos a obtener ciertos resultados por medio de la fuerza. La tesis de Bobbio19 es que el poder coactivo es una acepción genérica con la cual designamos cuatro formas de utilizar la fuerza: el poder de obligar (con la fuerza) a aquellos que no hacen lo que deberían hacer; el poder de impedir (con la fuerza) a aquellos que hacen lo que no deberían hacer; el poder de sustituir (con la fuerza) a aquellos que no han hecho lo que debían haber hecho, y el poder de castigar (con la fuerza) a aquellos que han hecho lo que no debían hacer. Pues bien, el Derecho, en cuanto conjunto de normas que regulan el uso de la fuerza, tiene respecto del poder coactivo cuatro tareas: a) determinar las condiciones bajo las cuales el poder coactivo puede y debe ser ejecutado; b) determinar las personas que pueden y deben ejecutarlo (normas atributivas de competencia); c) determinar el procedimiento con el que debe ser ejercitado dicho poder coactivo (normas procesales), y d) determinar el quantum de fuerza que puede y debe ejercer la persona encargada de efectuarlo. Decir, por consiguiente, que el Derecho regula el uso de la fuerza significa que «es el conjunto de normas que regulan el cuándo, quién, cómo y cuánto del ejercicio del poder coactivo». Esta tesis ha sido criticada con diferentes argumentos. Pérez Luño20 enumera la observancia espontánea de las normas, haciendo hincapié en que muchas son obedecidas sin que entre en funcionamiento la fuerza organizada, existiendo en todo ordenamiento normas sin sanción. El proceso al infinito, puesto que si una norma es jurídica porque está sancionada, también la que regula la sanción debe estar sancionada para ser norma, y así infinitamente. Y el choque de aquella teoría con disciplinas jurídicas enteras, como el Derecho internacional, que se basan en el acuerdo y/o en la conciencia colectiva de su obligato18 R. IHERING, La lucha por el Derecho, prólogo de L. Alas (Clarín), trad. de A. Posada, Civitas, Madrid, 1989, pp. 77 y ss. 19 N. BOBBIO, «Derecho y fuerza», cit., p. 324. 20 A.E. PÉREZ LUÑO, con la colaboración de C. Alarcón Cabrera, R. González-Tablas y A. Ruiz de la Cuesta, Teoría del Derecho. Una concepción de la experiencia jurídica, Tecnos, Madrid, 2009, pp. 162 y 163.

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riedad, e infravalora la trascendencia decisiva para todo ordenamiento de la adhesión o el cumplimiento espontáneo del Derecho. En definitiva, la teoría de la coacción incurre en graves quiebras lógicas (el regreso al infinito), fácticas (existencia de normas jurídicas no coactivas) y axiológicas (soslaya el cumplimiento espontáneo del Derecho). Apoyándose en estos contraargumentos, se ha propuesto eliminar la coacción, la fuerza, como nota del Derecho, y dar una definición en la que no haya que recurrir a ese elemento, pero la mayor dificultad consiste en encontrar un criterio que sirva para distinguir las normas jurídicas de las morales y las sociales. Un intento de dar una definición no coactivista del Derecho ha sido el de las teorías psicológicas, según las cuales una norma jurídica se distingue de una consuetudinaria porque la primera es obedecida con animus se obligandi. Mas, cuando se inquiere por qué ciertas reglas son consideradas obligatorias, se descubre que el sentimiento de obligatoriedad deriva de la convicción de que, si la norma no es obedecida, puede acarrear alguna consecuencia desagradable al infractor, aparte de esto, también las normas morales son obedecidas animus se obligandi. El segundo intento proviene de las teorías teleológicas que singularizan al Derecho en función de la idea que persigue fines como la justicia, el bien común, la paz, etc., no obstante, evidenciarse que las normas morales y sociales pueden tener tales fines. El único modo seguro de distinguir las normas jurídicas de las consuetudinarias, prescindiendo de la coacción, sería acudir al criterio de un posible contenido diferente. Se afirma entonces que las normas jurídicas, las morales y las sociales tienen un contenido diverso. El contenido de la gramática es el hablar; el de la lógica, el pensar; el de la retórica, el persuadir; el de la moda, el vestir…, sin embargo, ¿cuál es el contenido del Derecho? La respuesta en la que coinciden Kelsen, Ross, Olivecrona y Bobbio es la fuerza, la coacción. Las normas jurídicas son aquellas que regulan el uso de la fuerza, hallando una posición mucho más matizada y cercana al funcionamiento real de los sistemas jurídicos al examinar la obra de Hart21. La conclusión a la que llegamos es que el poder y el Derecho aparecen íntimamente unidos en un doble sentido: el poder no sólo genera Derecho (rex facit legem, decían los clásicos), sino que el Derecho crea ciertos poderes (lex facit regem). Aquél es el fruto de la actividad del Estado, mas el Estado es un producto del Derecho y, quizás, sea esta doble e inevitable relación lo que haya llevado a algunos a creer que es factible un concepto de Estado de Derecho sin sustancia alguna y a juzgar por error que todo Estado es un Estado de Derecho22. Sin embargo, lo expuesto hasta aquí sólo nos da cuenta del origen del H.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., pp. 26 y ss. E. DÍAZ, Estado de Derecho y sociedad democrática, Taurus, Madrid, 1998, pp. 44 y ss.; G. PECESBARBA MARTÍNEZ, Ética, poder y Derecho. Reflexiones ante el fin de siglo, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1995, p. 95. 21 22

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Derecho, debiéndose estimar, según demuestra el capítulo sexto del libro, que se exige una interpretación y una aplicación para conocer lo que realmente es. La tarea interpretativa evita la contradicción de las normas, contesta las cuestiones que pueden suscitarse en relación con su concurrencia, mide el alcance de cada regulación y delimita las esferas regulativas en los casos precisos23; resaltando que se refiere también a los hechos y no sólo tiene por objeto las normas que se han de aplicar24. Como veremos, dos casos característicos de las reglas de formación del discurso jurídico son la norma fundamental kelseniana y la regla de reconocimiento de Hart. Las dos definen qué expresiones lo integran válidamente, pero lo hacen por el camino de la designación de quiénes pueden decirlas. Los orígenes del poder en la sociedad, los lugares donde los conflictos sociales se crean, las formas en que se establecen las sumisiones no aparecen a simple vista. Con palabras de Bulygin25, el fundamento de una decisión es una norma general de la que aquélla es un caso de aplicación, habiendo una relación lógica de naturaleza no causal entre el fundamento (norma general) y la decisión. Una decisión fundada es aquella que se deduce lógicamente entre una norma general, junto con otras proposiciones fácticas y, a veces, también analíticas. En síntesis, se debe caminar hacia una concepción unitaria del Derecho, en la que intervienen distintos poderes y actividades, ya que la legislación y la jurisdicción, la producción y la aplicación normativas son momentos de un proceso que ha de orientarse por la idea de racionalidad. Finalmente, en el capítulo séptimo se estudian los valores fundamentadores de la concepción del Derecho como proceso normativo, entendida en el contexto del ordenamiento jurídico español, los cuales le dan sentido y sirven para presidir la interpretación y aplicación del mismo, consiguiendo una formulación de la relación poder-Derecho, una positivación de los contenidos éticos o de la justicia que el poder quiere conseguir a través del Derecho26. Uno de los aspectos que se evidencian es que las funciones que desempeñan son las de fundamentar las disposiciones constitucionales y del ordenamiento jurídico, orientar las actuaciones jurídico-políticas hacia objetivos específicos y hacer la crítica que permite llevar a cabo juicios valorativos de hechos o conductas27. Sobre la cuestión de si existe una jerarquía entre los valores que recoge el ar-

23 K. LARENZ, Metodología de la Ciencia del Derecho, trad. de M. Rodríguez Molinero, Ariel, Barcelona, 2001, pp. 308 y 309. 24 M. TROPER, Por una teoría jurídica del Estado, trad. de M. Venegas Grau, Instituto de Derechos Humanos «Bartolomé de las Casas» de la Universidad Carlos III de Madrid-Dykinson, Madrid, 2001, p. 68. 25 E. BULYGIN, «Sentencia judicial y creación del Derecho», en C.E. ALCHOURRÓN y E. BULYGIN, Análisis lógico y Derecho, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1991, p. 356. 26 E. GARCÍA DE ENTERRÍA, La Constitución como norma y el Tribunal Constitucional, Civitas, Madrid, 1981, p. 98. 27 G. PECES-BARBA MARTÍNEZ, Los valores superiores, Tecnos, Madrid, 1986, pp. 65 y ss.; A.E. PÉREZ LUÑO, Derechos humanos, Estado de Derecho y Constitución, Tecnos, Madrid, 2005, p. 294.

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tículo 1.1 de la Constitución, la postura defendida es que no hay una preferencia jerárquica entre ellos. El hecho de que se establezca una enumeración, especificándose la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, no quiere decir que la libertad sea más importante que el resto, o que la justicia sea superior en rango a la igualdad y al pluralismo político.

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1.1.

Una primera aproximación

Pocas preguntas referentes a la sociedad han sido formuladas con tanta persistencia y respondidas por los grandes pensadores de maneras tan diversas, extrañas y paradójicas como la de ¿qué es el Derecho?1. La cuestión, muy sencilla en apariencia, ha terminado por resultar una de las más difíciles de responder y, desde hace siglos, los filósofos del Derecho vienen debatiéndola sin que se vislumbre una respuesta unánime. Una de las razones de tales dificultades estriba en la adhesión mayoritaria de los juristas a una concepción esencialista sobre las relaciones entre el lenguaje y la realidad2; se piensa que el lenguaje refleja la esencia de las cosas, que las palabras son los vehículos con los que la naturaleza intrínseca de los fenómenos emana a la superficie y se nos manifiesta. Según esa concepción, una definición es válida sólo si logra captar la esencia de la cosa que se define. A esta visión mágica se contrapone la convencional, para la cual la relación entre el lenguaje y la realidad se basa en un puro acuerdo, más o menos explícito, sobre cómo nombrar cosas utilizando símbolos. Se trata de ponernos de acuerdo sobre qué términos emplear para referirnos a determinadas realidades. Lo importante, si nos queremos entender, es convenir el significado que damos a los términos que usamos3. H.L.A. HART, El concepto de Derecho, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2004, p. 1. C.S. NINO, Introducción al análisis del Derecho, Ariel, Barcelona, 2003, pp. 11 y ss. 3 Este carácter puramente convencional del lenguaje ya lo había visto Platón, cuando afirmaba que «nada impide que las cosas ahora llamadas redondas se llamen rectas y las rectas redondas, ni tendrán un valor menos significativo para los que las cambian y las llaman con nombres contrarios» (PLATÓN, «Carta VII dirigida a los parientes de Dión», en PLATÓN, Diálogos, VIII. «Leyes. Epinomis», trad., noticias preliminares, notas y estampa socrática de J.B. Bergua, Ibéricas, Madrid, 1958). Y, más modernamente, ver A. PINTORE, El Derecho sin verdad, trad. de M.I. Garrido Gómez y J.L. del Hierro, Instituto de Derechos Humanos «Bartolomé de las Casas» de la Universidad Carlos III de Madrid-Dykinson, Madrid, 2005, pp. 13 y ss.; A. ROSS, Sobre el Derecho y la justicia, trad. de G.R. Corrió, EUDEBA, Buenos Aires, 2005, pp. 164 y ss. 1 2

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Si adoptamos esta segunda perspectiva, la cuestión planteada es doble. Debemos examinar cómo se usa efectivamente la voz derecho en el lenguaje ordinario, esto es, a qué nos solemos referir cuando utilizamos este vocablo, y debemos aclarar con qué significado lo usamos nosotros. Pero el examen del uso ordinario de la expresión no nos puede suministrar suficiente luz porque la palabra derecho es ambigua, y en el lenguaje común la empleamos con referencia a realidades diferentes. Cuando testificamos que «en el Derecho español se persigue el tráfico de drogas», se hace mención al Derecho objetivo (como conjunto de normas válidas). Cuando sostenemos que «tenemos derecho a una vivienda digna», aludimos a los derechos subjetivos y fundamentales. Al exclamar «¡no hay derecho!», nos remitimos a la justicia. Cuando decimos que «estudiamos Derecho», nos ceñimos a la Ciencia jurídica. Además, la palabra es vaga, ya que no hay un acuerdo firme en torno a qué propiedades deben concurrir para poder aplicarse a un fenómeno. Para unos, será la coactividad; otros dirán que es la generalidad, que se trata de normas promulgadas por una autoridad, o que el Derecho sólo es tal si es fruto del espíritu del pueblo o se identifica con ideales de justicia4. Mas el mayor inconveniente es la carga emotiva, pues, a veces, las palabras tienen una significación emotiva favorable (libertad, democracia, derecho, etc.), o desfavorable (dictadura, tiranía, etc.) y, como considera Nino5, su significado cognoscitivo se ve perjudicado. Probablemente es tal carga, implicada en la voz derecho, la que provoca las grandes diferencias a la hora de llegar a un acuerdo respecto a su uso, como en la habitual polémica entre iusnaturalistas, positivistas y realistas de la que trataremos más adelante. Todo ello supone que usamos comúnmente la expresión para aludir a realidades distintas, y que, en unos supuestos, la empleamos neutralmente y, en otros, la cargamos de valoraciones. El segundo plano sobre el que se puede situar la controversia lingüística es el normativo, o sea, el referente a cómo debería utilizarse este término. El positivismo o, al menos, un cierto positivismo, ha defendido tradicionalmente 4 M. BONO LÓPEZ, «La racionalidad lingüística en la producción legislativa», en M. CARBONELL y T. PEDROZA DE LA LLAVE (coords.), Elementos de técnica legislativa, Universidad Nacional Autónoma de México-Porrúa, México, D.F., 2004, pp. 233 y ss.; G.R. CARRIÓ, Notas sobre Derecho y lenguaje, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1990, p. 29; J.L. COLEMAN y B. LEITER, «Determinacy, Objectivity and Authority», en A. MARMOR (ed.), Law and Interpretation. Essays in Legal Theory, Clarendon Press, Oxford, 1995, pp. 212 y ss.; C. LUZZATI, La vaghezza delle norma. Un’analisi del linguaggio giuridico, Giuffrè, Milán, 1990, pp. 12 y 13. 5 C.S. NINO, Introducción al análisis del Derecho, cit., p. 1. Las normas jurídicas que constituyen el Derecho se dan a conocer por medio de signos lingüísticos especializados dentro de una gran complejidad estructural. La obra de Hart nos puede servir para ilustrar la reflexión acometida, evidenciándose que caben diferenciarse el nivel puramente jurídico, en el cual se presuponen una serie de normas sociales efectivas que «atribuyen el significado de las acciones y situaciones sociales que las propias normas regulan»; y el meta-discurso analítico, que se precisa «para estudiar el significado de las palabras y comprender las acciones sociales, jurídicas y de los juristas» (J.R. DE PÁRAMO ARGÜELLES, H.L.A. Hart y la teoría analítica del Derecho, prólogo de G. Peces-Barba Martínez, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1984, pp. 15-16 y 25-26).

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que se debe definir el Derecho haciendo abstracción de sus propiedades valorativas, remitiéndose únicamente a las descriptivas, de forma que sea posible una comunicación eficaz y fluida entre juristas y, al diferenciar el Derecho que es del que debe ser, posibilite la crítica y el cambio del mismo. Estas son las razones, presumiblemente no concluyentes, aun cuando sí de algún peso, que aconsejan aportar una definición que aluda sólo a propiedades descriptivas. A este modo de aproximación se le ha denominado normativismo y será la perspectiva que seguiremos6. Sin embargo, la concepción normativista no puede suponer desconocer que el Derecho es algo más que norma creada por el titular de ciertos poderes. En una concepción más amplia y comprensiva –insiste E. Díaz7–, convergen tres perspectivas ya clásicas en la definición de lo jurídico: las perspectivas normativa, social y valorativa. Norma, hecho social y valor, constituirían las tres dimensiones esenciales del Derecho. El Derecho, en efecto, aparece de forma primaria e inmediata como sistema normativo, es el punto de vista que suele adoptar la Ciencia jurídica, atendiendo al conjunto de normas jurídicas. Pero también es producto social generado por la sociedad que repercute en los comportamientos de sus miembros, éste es el ámbito de la Sociología del Derecho. Y es un fenómeno conectado al mundo de los valores, puesto que toda legalidad es la encarnación de una legitimidad y, a la inversa, toda legitimidad aspira a realizarse a través del Derecho; en este sentido, es a la Filosofía jurídica a la que corresponde el análisis crítico de los valores subyacentes en un Derecho concreto, o que están presentes como moralidad positiva en un orden social8. Esta triple perspectiva que entiende el Derecho como norma, hecho y valor es una exigencia que debe satisfacer cualquier intento de visión global y totalizadora del fenómeno jurídico9. «No se entiende plenamente el mundo jurídico –afirma E. Díaz10– si el sistema normativo (Ciencia del Derecho) se aísla y separa de la realidad social en la que nace y a la cual se aplica (Sociología del Derecho) y del sistema de legitimidad que inspira a aquel sistema que debe siempre posibilitar y favorecer su propia crítica racional (Filosofía del Derecho). Una comprensión totalizadora de la realidad jurídica exige la complementariedad, o mejor la recíproca y mutua interdependencia e interacción de estas tres perspectivas o dimensiones que cabe diferenciar al hablar de Derecho: la científico-normativa, sociológica y filosófica». 6 M. TROPER, Voz «Normativisme», en A.-J. ARNAUD (dir.), Dictionnaire Encyclopédique de Théorie et de Sociologie du Droit, Librairie Générale de Droit et de Jurisprudence, París, 1993. 7 E. DÍAZ, Sociología y Filosofía del Derecho, Taurus, Madrid, 1993, pp. 50 y ss. 8 L. GARCÍA SAN MIGUEL, Notas para una crítica de la razón jurídica, Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, Madrid, 1985, pp. 114 y ss.; G. PECES-BARBA MARTÍNEZ, Introducción a la Filosofía del Derecho, Debate, Madrid, 1991, pp. 305 y ss. 9 M. REALE, Introducción al Derecho, trad. de J. Brufau Prats, Pirámide, Madrid, 1989, pp. 69 y 70, y su obra Teoría tridimensional del Derecho. Una visión integral del Derecho, trad. de A. Mateos, Tecnos, Madrid, 1997. 10 E. DÍAZ, Sociología y Filosofía del Derecho, cit., p. 52.

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Distintas miradas sobre el Derecho

Si aceptamos el punto de vista normativista y entendemos el Derecho como conjunto de normas, es claro que éstas pueden ser sometidas a tres valoraciones diferentes y que cada una de ellas es independiente de la otra. Tal es lo que ocurre cuando aplicamos para evaluarlas los parámetros de validez, eficacia y justicia, a los que se podrían añadir otros como los de efectividad y eficiencia11. Según veremos más adelante, desde Kelsen suele entenderse como validez la existencia de una norma. Sin embargo, con una aseveración así no hemos hecho sino comenzar a identificar los problemas que genera la noción, porque ¿qué quiere decir que una norma existe? Aquí –estima Prieto Sanchís12–, basta decir que un juicio de validez es un juicio descriptivo acerca de una prescripción, esto es, acerca de que un estándar o modelo de conducta se considera jurídicamente vinculante u obligatorio en una sociedad. De entrada, lo que queremos significar cuando sustentamos que una norma es válida es que existe como tal norma, que establece que un comportamiento es obligatorio, está prohibido o permitido. Uno de los primeros problemas que se plantea es el de las condiciones que debe reunir una norma para que podamos decir que es válida, siendo en este punto donde conviene distinguir entre la validez como pertenencia y como existencia. La primera entraña que una norma es válida o, lo que es lo mismo, que pertenece a un sistema normativo en el supuesto de que reúna condiciones como haber sido creada por una autoridad competente, haber observado para su creación ciertos procedimientos establecidos con antelación, no haber sido derogada con posterioridad y no resultar contradictoria con alguna otra superior. Ahora bien, presentada así la validez, o sea, como sinónimo de pertenencia a un sistema, el problema suscitado es que no explica el estatus de algunas normas que realmente existen en todos los ordenamientos, caso de la norma fundante básica de Kelsen o la regla de reconocimiento de Hart. Tampoco entra dentro de este concepto lo que se podrían denominar las patologías: las normas inconstitucionales, cuya inconstitucionalidad no ha sido declarada por el Tribunal Constitucional o las sentencias firmes que suponen una flagrante violación de los anteriores criterios. No reúnen los requisitos aludidos, no son válidas en este sentido de pertenencia a un sistema, pero existen13. Un segundo concepto de validez asume que una norma es válida cuando, de hecho o por la fuerza de los hechos, se aplica o resulta aplicable. Es lo que N. BOBBIO, Teoría general del Derecho, trad. de E. Rozo Acuña, Debate, Madrid, 1995, pp. 33 y ss. L. PRIETO SANCHÍS, «Aproximación al concepto de Derecho. Nociones fundamentales», en J. BETEGÓN, M. GASCÓN, J.R. DE PÁRAMO y L. PRIETO, Lecciones de Teoría del Derecho, McGraw-Hill, Madrid, 1998, pp. 11 y 12. Véase asimismo de L. PRIETO SANCHÍS, Apuntes de Teoría del Derecho, Trotta, Madrid, 2005, en los que reelabora y amplía sus anteriores trabajos sobre el tema. 13 H.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., pp. 201 y ss.; H. KELSEN, Teoría pura del Derecho, trad. de R.J. Vernengo, Porrúa, México, D.F., 2007, pp. 201 y ss. 11

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López Calera14 llama validez real de las normas. Prieto Sanchís15 extracta de este modo la cuestión: «esto nos muestra que los dos conceptos de validez o existencia son por completo distintos: el primero se basa en un juicio normativo y, en principio, no requiere que la norma válida sea observada por los ciudadanos ni aplicada por los operadores jurídicos, singularmente por los jueces; es, si cabe decirlo así, una existencia ideal o potencial. El segundo, en cambio, se basa en un juicio de hecho o de existencia empírica: cabe decir entonces que ella es generalmente obedecida y que quienes no la obedecen sufren alguna consecuencia indeseable». No obstante, no basta con considerar la validez de las normas, un segundo criterio de valoración es el de su eficacia. Este problema –recuerda Bobbio16– es el de si una norma es o no obedecida por sus destinatarios y, si en caso de desobediencia, se aplican las medidas coercitivas previstas para forzar su cumplimiento. Así pues, por eficacia viene entendiéndose la correspondencia entre el modelo de comportamiento previsto normativamente y el comportamiento real de los destinatarios. A la Teoría del Derecho le corresponde responder al interrogante, no muy pacífico, de quiénes son los destinatarios, y a la Sociología del Derecho, el de por qué unas normas son más o menos obedecidas17.

14 N.M. LÓPEZ CALERA, Filosofía del Derecho I, Comares, Granada, 1997, p. 88, donde se distingue entre validez formal, real y moral de las normas. Wróblewski estima que tienen que concurrir cuatro requisitos para que podamos hablar de validez formal: haberse aprobado y promulgado la norma jurídica en cuestión conforme al procedimiento debido; no haberse refutado; no entrar en contradicción con otra norma vigente que pertenezca al sistema; y, si hay contradicción, debe existir alguna regla aceptada para que se resuelva. En esta descripción, la segunda dimensión coincide con la eficacia o validez factual, es decir, que para que una norma sea válida, debe ser generalmente obedecida y/o aplicada socialmente. Y la tercera coincidiría con lo que llamaríamos validez axiológica, o aceptabilidad en el lenguaje empleado por Aarnio, haciéndose necesaria una valoración normativa (K. TUORI, Positivismo crítico y Derecho moderno, trad. de D. Mena, Fontamara, México, D.F., 1998, p. 123). 15 L. PRIETO SANCHÍS, «Aproximación al concepto de Derecho. Nociones fundamentales», cit., p. 17. 16 N. BOBBIO, Teoría general del Derecho, cit., p. 35. 17 Para un concepto más preciso de eficacia, ver P.E. NAVARRO, La eficacia del Derecho. Una investigación sobre la existencia y funcionamiento de los sistemas jurídicos, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1990. El término eficacia es sumamente ambiguo, pudiendo seguirse dos clases de criterios que lo especifican, éstos son: la conexión entre el Derecho como técnica de control social y las conductas que llevan a cabo los sujetos; y el nivel de incidencia de las normas en las conductas de los sujetos. En relación con el primero, la correspondencia citada es un aspecto de la relación semántica entre un contenido de proposiciones y un estado de cosas. En lo atinente al segundo, la relación implica que existe un sistema normativo, no pudiendo definirse la eficacia en el nivel de correspondencia entre acciones y prescripciones, integrando, a su vez, las condiciones precisas de la existencia del sistema (P. NAVARRO y M.C. REDONDO, Normas y actitudes normativas, Fontamara, México, D.F., 2000, pp. 22 y ss.). Debido a todo lo que acabamos de decir, Navarro y Redondo desarrollan una serie de conclusiones: a) Un concepto de eficacia que sea útil en el ámbito de la Teoría general del Derecho se ha de relacionar de forma lógica con el concepto de prescripción; b) el punto de enlace entre eficacia y prescripción precisan, además de la correspondencia, un elemento contrafáctico en cuanto a la incidencia de los sistemas normativos; c) la conceptuación de la eficacia en relación con los enunciados de correspondencia no expresa la naturaleza normativa de los sistemas jurídicos, y d) la unión del concepto de eficacia con los motivos de los sujetos sirve como criterio valorativo de la actuación de los sistemas jurídicos, manifestando que aquella cuestión no se desenvuelve con una concienciación de la situación de las cosas en su adecuación a los contenidos normativos (ibídem, pp. 29 y 30).

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Un tercer criterio es el de la justicia de las normas, o lo que López Calera conoce con el nombre de validez moral, atinente a las razones por las que son dignas de ser obedecidas. Plantear si una norma es justa o no es suscitar el problema en torno a la necesaria adaptación del ser al deber ser, el cual es uno de los más difíciles de responder, hasta el punto de que algunos piensan que es una tarea poco menos que imposible. Mas tratar de encontrar respuestas a esta cuestión capital es una parte importante de la función que cumple la Filosofía del Derecho. 18

Estos tres criterios, que dan lugar a tres problemas diferentes del Derecho –ontológico, fenomenológico y axiológico–, y a tres perspectivas distintas de su estudio –Ciencia del Derecho, Sociología del Derecho y Filosofía del Derecho– son independientes entre sí y ello hace, como señalara Bobbio19, que: a) una norma pueda ser justa sin ser válida; b) una norma pueda ser válida sin ser justa; c) una norma pueda ser válida sin ser eficaz; d) una norma pueda ser eficaz sin ser válida; e) una norma pueda ser justa sin ser eficaz, y f) una norma pueda ser eficaz sin ser justa. En la Filosofía jurídica, no siempre se han diferenciado estas dimensiones –validez, eficacia y justicia de las normas–, dando lugar a reduccionismos como el iusnaturalismo ontológico, el positivismo ideológico y el realismo jurídico. Sin embargo, estos criterios son deficientes o, al menos, no son los únicos que interesan ni a los ciudadanos ni al propio legislador. A ellos les preocupa cada vez más la efectividad de las normas, porque el legislador no las dicta con el simple propósito de modificar o reafirmar los comportamientos (o los sentimientos, en las simbólicas) de los ciudadanos. Para el legislador, los comportamientos son medios para alcanzar un estado de cosas, por lo que la norma pueda ser eficaz (obedecida) pero inefectiva (no consigue el objetivo perseguido). La eficacia tiene que ver con la actitud positiva o negativa que ante la misma adopten los ciudadanos; y la efectividad depende de que quien haya tomado la decisión normativa haya establecido correctamente la relación causal entre la conducta que se demanda a los ciudadanos y el resultado que se persigue. Un último parámetro con el que los ciudadanos juzgan cada vez más las normas es el de la eficiencia. En un contexto de escasez, el legislador racional ha de perseguir los resultados deseados al menor coste posible, «gobernar mejor con menores costes» es una exigencia de los ciudadanos de cualquier país si es verdad, como creemos, que la eficiencia es una condición, aunque deficiente, de la justicia20. El jurista tradicional se ha ocupado poco de la eficacia 18 N.M. LÓPEZ CALERA, Filosofía del Derecho I, cit., p. 89. Bobbio dice al respecto que «el problema de la justicia es el problema de la más o menos correspondencia entre la norma y los valores superiores o finales que inspiran un determinado orden jurídico» (N. BOBBIO, Teoría general del Derecho, cit., p. 35). 19 N. BOBBIO, Teoría general del Derecho, cit., pp. 35-37. 20 A CALSAMIGLIA, «¿Debe ser la moral el único criterio para legislar?», Doxa, 13, 1993, pp. 69 y ss. Sobre el tema de la eficiencia, ver también A. CALSAMIGLIA, «Eficiencia y Derecho», Doxa, 4, 1987, pp. 267-

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de las normas y muy raramente de su efectividad y eficiencia, pese a ser parámetros de necesaria consideración y cuyas diferencias no ha destacado suficientemente la Ciencia jurídica. Centrado en el estudio de la validez, y como mucho de la eficacia, no ha prestado atención a que la posible quiebra de este mecanismo de control social que es el Derecho no proviene sólo, ni fundamentalmente, del grado de obediencia o desobediencia, sino de la sospecha que se ha instalado en nuestras sociedades de que las normas son, a veces, escasamente efectivas, así como del temor a que sus costes no se conozcan o que, cuando se sepan, superen las ventajas prometidas. En suma, aunque no hay que perder de vista que tales críticas no son en todo caso inocentes y que detrás suele haber un intento de justificar políticas neoliberales de desregulación, crece la sospecha de que el Derecho es un instrumento de control social demasiado tosco y costoso que no siempre proporciona lo que se le pide, y que lo que aporta puede resultar bastante caro. 1.3.

Las funciones del Derecho

El concepto de funciones del Derecho es estudiado desde la Filosofía o la Sociología del Derecho21. Para la primera, que trata de responder a la pregunta de cuáles deben ser, se podrían identificar con los fines, objetivos o finalidades que se persiguen. Y, a pesar de que la respuesta depende de nuestro sistema de valores, no es extravagante postular que el gran fin del Derecho es lograr la justicia, siendo obvio que, tras esta sencilla contestación, hay otra pregunta –¿en qué consiste la justicia?– no tan fácil de contestar. Ahora bien, cuando nos interrogamos por las funciones del Derecho, a lo que nos referimos habitualmente no es a cuáles son los fines que debe perseguir, sino a lo que es o hace el Derecho en la realidad social. Nos movemos en el terreno de lo descriptivo y no del deber ser, aun cuando bien es verdad que lo que muchas voces se presenta como las funciones que cumple el Derecho (ámbito del ser), es más bien lo que en algunos sectores sociales y de la comunidad científica quieren o desean que cumpla, esto es, lo que debiera cumplir o realizar (ámbito del deber ser)22. La Teoría del Derecho, ocupada de los aspectos formales, no ha solido prestar la atención merecida a las funciones que cumple aquél. La razón del escaso interés que hasta ahora ha suscitado ha de enlazarse –dice Bobbio23– con el relieve que los grandes teóricos, de Ihering a Kelsen, han dado al Derecho como 287; L. HIERRO SÁNCHEZ-PESCADOR, Justicia, igualdad y eficiencia, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2002, pp. 63 y ss. 21 N.M. LÓPEZ CALERA, «Las funciones del Derecho», en E. GARZÓN VALDÉS y F.J. LAPORTA (eds.), El Derecho y la justicia, Consejo Superior de Investigaciones Jurídicas-Trotta, Madrid, 2000, pp. 457 y ss. 22 N.M. LÓPEZ CALERA, «Las funciones del Derecho», cit., p. 464. 23 N. BOBBIO, «El análisis funcional del Derecho: tendencias y problemas», en N. BOBBIO, Contribución a la Teoría del Derecho, edic. de A. RUIZ MIGUEL, Debate, Madrid, 1990, pp. 258 y ss.

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instrumento cuya especificidad no deriva de los fines a los que sirve, sino del modo en que los fines son perseguidos y alcanzados. Como teóricos, estaban interesados por la forma más que por la función. En esta línea, no es que se negara que el Derecho tuviera una o varias funciones, más bien se daba por supuesto que tenía una y que era distributiva o promocional. El dilema se generó cuando comenzaron a aparecer dudas cada vez más consistentes en torno a su necesidad en nuestra sociedad o al carácter de la función que podía cumplir. En efecto, la creciente potencia de los medios de socialización, el condicionamiento del comportamiento colectivo por los mass media y el previsible aumento de los instrumentos de prevención social sobre los clásicos de represión han permitido avanzar la hipótesis en algunas escuelas o pensadores de que, en la medida en que esta dinámica progrese, disminuirá la necesidad de medios coercitivos. El Derecho vendría a perder la función represiva que tradicionalmente se le ha atribuido. Otro elemento que ha generado preocupación ha sido no ya el examen de las disfunciones de las instituciones jurídicas, sino el de sus funciones negativas, es decir, la generación por algunas instituciones de efectos contrarios a los deseados (el ejemplo del sistema penitenciario es el más ilustrativo). Por último, en el pasado siglo, el interés ha sido provocado por la asunción del Estado social y democrático de Derecho de nuevos cometidos de naturaleza distributiva o promocional24. Asimismo, hoy en día, la erosión del Estado social en virtud del creciente neoliberalismo económico y el proceso de globalización obliga a plantearse el sentido que tienen el Estado y el Derecho en el nuevo orden económico internacional. Estas realidades, que entran de lleno en el campo de la investigación de la Sociología, obligan a extender la mirada a problemas que eran completamente desconocidos para las teorías generales del Derecho llevadas a cabo mediante el análisis estructural del ordenamiento jurídico. De ahí que sus análisis estructural y funcional sean necesarios y complementarios, sin que el primero, como ha ocurrido en el pasado, eclipse al segundo; ni el segundo, como puede ocurrir en una inversión total de las perspectivas, eclipse al primero25. a) Derecho e integración social La pregunta por la función social del Derecho ha generado dos variantes de respuestas según se adopte la concepción funcionalista o la conflictualista de la sociedad. Como juzga Atienza26, la funcional, que tiene sus orígenes en Durkheim y Weber, y cuyos representantes más caracterizados son Parsons, Evan, Bredemeier, Friedman o Luhmann, parte de la sociedad como un conjunto N. BOBBIO, «El análisis funcional del Derecho: tendencias y problemas», cit., pp. 262 y ss. N. BOBBIO, «El análisis funcional del Derecho: tendencias y problemas», cit., pp. 276 y ss. 26 M. ATIENZA RODRÍGUEZ, Introducción al Derecho, Club Universitario, San Vicente (Alicante), 1998, pp. 60 y ss. Véase igualmente El sentido del Derecho, Ariel, Barcelona, 2004, p. 152. 24 25

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de elementos en equilibrio. Se estima como un sistema compuesto por diversos elementos –las instituciones– que se coordinan e integran entre sí con el fin de preservar y mantener el orden social. Quienes parten de una concepción funcionalista de la sociedad estiman que la misión del Derecho consiste en mitigar los elementos potenciales de conflicto y lubricar el mecanismo de las relaciones sociales27. Lo conciben, por tanto, como un sistema de control social o conjunto de procedimientos y de medios para que los ciudadanos adopten ciertos comportamientos, asuman e interioricen normas y alcancen las metas propuestas por el grupo social28. La integración del individuo se realiza con la socialización (familia y educación) que, ante su insuficiencia, recurre a otros instrumentos para que la conducta se conforme29, viniendo a ser el Derecho ese instrumento que interviene para prevenir y/o reprimir las conductas no deseadas, y para promocionar y/o premiar las socialmente queridas. Mas, fuera de este enfoque forzosamente abstracto del Derecho cuando se le considera como un sistema de control social, una perspectiva funcionalista tiene que estudiar también sus funciones sociales, distando los resultados conseguidos de ser satisfactorios y soliendo proponerse un listado heterogéneo de funcionalidades30. Así, Llewellyn31 numera la composición de los conflictos, la regulación de los comportamientos, la organización y legitimación del poder en la sociedad, la estructuración de las condiciones de vida y la administración de justicia. A la vez que Summers32 ofrece el siguiente listado: refuerzo de la familia, promoción de la salud, mantenimiento de la paz social, resarcimiento de los daños, facilitación del intercambio, reconocimiento y ordenación de la propiedad privada, garantía de las principales libertades, protección de la privacy y control de las actividades jurídicas privadas y públicas. Añón Roig33 nos habla de ocho funciones: integración social, resolución de conflictos, orientación social, tratamiento de conflictos, legitimación del poder, distribución, educación y represión. Y Ferrari34 las reduce a las de orientación social, tratamiento de los conflictos declarados y legitimación del poder. 27

Ver R. TREVES, La Sociología del Derecho. Orígenes, investigaciones, problemas, Ariel, Barcelona,

1988. E. DÍAZ, Sociología y Filosofía del Derecho, cit., pp. 14 y ss. R.K. MERTON, Social Theory and Social Structure, Free Press, Glencoe (Illinois), 1968. Según Merton, la sociedad fija a los individuos una serie de objetivos y medios lícitos para alcanzarlos. Dada la relación entre los fines y la disponibilidad de los medios para obtenerlos, la acción del individuo puede ser conforme, desviante (en sus versiones de innovadora –que acepta los fines pero no los medios– y ritualista –que acepta los medios pero no los fines–) o rebelde. 30 N. BOBBIO, «El análisis funcional del Derecho: tendencias y problemas», cit., pp. 272 y 273. 31 K. LLEWELLYN, «The Normative, the Legal and the Law-Jobs: the Problem of the Juristic Method», The Yale Law Journal, 49/8, 1940, pp. 1355-1400. 32 R.S. SUMMERS, «The Technique Element in Law», California Law Review, 59, 1971, pp. 733-751. 33 M.J. AÑÓN ROIG, «Derecho y sociedad», en J. DE LUCAS (coord.), Introducción a la Teoría del Derecho, Tirant lo Blanch, Valencia, 1997, pp. 87 y ss. 34 V. FERRARI, Funciones del Derecho, Debate, Madrid, 1989, pp. 133 y ss. 28 29

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No parece probable que un listado común se pueda abstraer del examen de los distintos sistemas normativos. La generalidad de las respuestas que el planteamiento tiene que suministrar forzosamente sólo puede ser eliminada estudiando las funciones específicas que cumple un sistema normativo. Por eso, parece mucho más útil analizar la funcionalidad de cada uno y, más concretamente, de cada norma o institución, o sea, los objetivos perseguidos, su mayor o menor efectividad, las disfunciones y/o funciones negativas que se generen y las funciones no declaradas, pero reales, de cada sistema, institución o norma. Y es en este enfoque donde la investigación sociológica tiene un amplio campo que explorar35. b) Derecho y conflicto Frente a las concepciones funcionalistas, para las que el Derecho tiene en todo caso una o varias funciones positivas, algunos han mantenido un enfoque conflictualista del Derecho que lo percibe como una estructura de dominación o una ideología. En efecto, como expone Cotterrell36, la idea de que los miembros de una sociedad comparten un punto de vista común puede significar únicamente que están influidos por elementos de la cultura y de la experiencia que les distingue de los miembros de otras sociedades, o puede querer decir algo más al entenderlo como «fundamento del orden social establecido, y no simplemente como infraestructura sobre la que se da la lucha por el orden social; algunos insisten en el compromiso sobre valores últimos, tales como igualdad, libertad o realización individual». Es decir, para conseguir una sociedad estable, debe haber algún acuerdo general sobre los valores básicos compartidos. En este sentido, y apelando a Lord Devlin37 en la famosa polémica con Hart, el Derecho tendría como misión hacer cumplir la moralidad social compartida. Sin embargo, no siempre es fácil diferenciar el componente descriptivo de ese posicionamiento del prescriptivo. Si lo que se pretende sustentar es que todo Derecho recoge y legaliza una moralidad, hay elementos suficientes para aceptar la aserción38, mas, a veces, tras esas descripciones lo que se produce es un intento deliberado, y también ocasionalmente legítimo, de persuasión ideológica. Al respecto, fue Arnold quien, en The Symbols of Government (1935)39, mantuvo que el Derecho es un mecanismo de integración social basado en la proclamación y mantenimiento de algunos símbolos (valores, ideales, etc.), atribu-

Ver S. GINER, Sociología, Península, Barcelona, 2004. R. COTTERRELL, Introducción a la Sociología del Derecho, prólogo de A.E. Pérez Luño, trad. de C. Pérez Ruiz, Ariel, Barcelona, 1991, p. 93. 37 R. DEVLIN, The Enforcement of Morals, Oxford University Press, Oxford, 1989. 38 G. PECES-BARBA MARTÍNEZ, Ética, poder y Derecho. Reflexiones ante el fin de siglo, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1995, pp. 64 y ss. 39 T.W. ARNOLD, The Symbols of Government, Yale University Press, New Haven, 1935, más recientemente en Harcourt Brace & World, Nueva York, 1962. 35 36

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yendo a la doctrina la misión de crear una ilusión de unidad entre los miembros de la sociedad pese a la oposición de intereses. Este sentimiento de pertenencia y de identificación de símbolos comunes, proclamados y reforzados por el Derecho, sería uno de los elementos más poderosos. La idea de Arnold ha sido desarrollada y ampliada por Edelman40, respaldador de que el Derecho oculta el conflicto y ayuda a mantener el statu quo encubriendo relaciones de dominación. Conectada con esta concepción del Derecho como ideología, hay que recordar una que posee un gran predicamento, la que lo conceptúa como instrumento del poder de grupos o clases. Tal ha sido la concepción represiva del Derecho, aunque con una perspectiva de su desaparición final, que tiene en Marx y Engels a unos de sus más eximios representantes al aspirar a una comunidad caracterizada por la libertad de individuos asociados41. Profundizando en la tesis de Hegel, el marxismo observa que, con la llegada de la sociedad burguesa y la división de clases, se produce el advenimiento de un Estado que salvaguarda el orden socioeconómico vigente. Causa por la que la propiedad privada y el Estado son respectivamente los originadores de la desigualdad económica y de las coacciones políticas, y cuestión por la que es nuclear la relación entre la libertad y el orden general de la Economía que determina al Derecho, así como la garantía de dicho orden, que transporta la implicación individuo-Estado a la de individuo-sociedad. Desde una concepción materialista de la historia, el hombre es un ser de instintos sociales, y fundamento de toda existencia social humana es la producción dirigida a procurar los medios existenciales. Esas fuerzas productivas se despliegan dentro de la sociedad y chocan con relaciones de producción que obstaculizan su crecimiento, desempeñando el Derecho la dominación de una clase. Mientras esta contradicción divide a la sociedad, los hombres adquieren conciencia del conflicto y luchan por resolverlo, se abre una época de revolución social en la que hay que eliminar los factores alienantes. La variante burguesa de producción representaría la última de las etapas en la formación económica, desapareciendo ésta la prehistoria de la humanidad habrá concluido y subsistirá una asociación en la que el libre desarrollo de cada uno será la condición para el libre desarrollo de todos42.

M. EDELMAN, The Symbolic Uses of Politics, University of Illinois Press, Urbana, 1985. Véase U. CERRONI, El pensamiento jurídico soviético, trad. de V. Zapatero y M. de la Rocha, Cuadernos para el Diálogo, Madrid, 1977; F. ENGELS, El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado, trad. castellana, Fundamentos, Madrid, 1997; K. MARX, Miseria de la filosofía, trad. y prólogo de D. Negro Pavón, Aguilar, Madrid, 1979; K. MARX y F. ENGELS, Manifiesto del partido comunista, introducción y trad. de J. Muñoz, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000. 42 K. MARX, Contribución a la crítica de la economía política, nota preliminar de M. Dobbi, edic. de J.L. Monereo Pérez, Comares, Granada, 2004; ÍD., El capital. Crítica de la economía política (I, II), trad. de V. Romano García, Akal, Madrid, 2000; K. MARX y F. ENGELS, La ideología alemana, trad. de W. Roces, Universidad de Valencia, Valencia, 1922. 40 41

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c) Derecho y cambio ¿Es el Derecho un simple reflejo de la estructura social? ¿Es un factor de transformación? ¿Cabe una respuesta unívoca? Varias son las respuestas que se han dado, resumiéndolas La Spina43 en tres modelos: el legislador receptivo, el intervencionista y la legislación que se autorreproduce. Incide La Spina44 en que, desde la perspectiva del legislador receptivo, la decisión legislativa es aplicada haciendo referencia a intereses, relaciones de fuerza, factores externos al decisor o grupo de decisores. La importancia que se atribuye al componente voluntarista es mínima, por cuanto el legislador está determinado por las demandas sociales. Confluyen en esta visión las corrientes ideológicas más heterogéneas: desde el iusnaturalismo, al menos un tipo de iusnaturalismo, que concibe la función del legislador como un examen de la naturaleza para extraer de ella la ley, hasta las perspectivas marxistas, donde el Derecho es una pura determinación de condiciones materiales, pasando por las posiciones sociologistas de Gurvitch y Ehrlich. Dentro de esta posición receptiva, La Spina distingue dos legisladores: el pasivo y el reactivo. El legislador pasivo se adecua a la posición de los que, de acuerdo con Friedmann45, creen que el Derecho debe seguir a la sociedad y no guiarla. La pasividad hace que se confiera una mera sanción formal a modelos jurídicos que se encuentran ya confeccionados en la realidad social a través de las costumbres o los ordenamientos no estatales46. Por eso, Montesquieu47 cree que «las leyes, en su más amplio sentido, son las relaciones necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas», son declarativas, constatan y proclaman una realidad normativa preexistente. En la historia del pensamiento, esta concepción ha venido expresada con gran fuerza por Savigny48: todo Derecho nace como Derecho consuetudinario, es decir, todo Derecho es originado primeramente por la costumbre y las creencias del pueblo y, después, por la jurisprudencia y, por tanto, en virtud de fuerzas internas y no del arbitrio del legislador. El legislador reactivo interviene cuando la norma aún no está presente ni existe un modelo jurídico preconstituido que haya que crear en virtud de una necesidad, tal es la tesis de Ehrlich. En los citados supuestos, hay un problema que hay que resolver, no hay consenso y el Estado con su imperio dicta una norma, pero no ex nihilo, imponiéndola a la fuerza, sino que el legislador ha A. LA SPINA, La decisione legislativa. Lineamenti di una teoria, Giuffrè, Milán, 1989. A. LA SPINA, La decisione legislativa. Lineamenti di una teoria, cit., p. 15. 45 W. FRIEDMANN, El Derecho en una sociedad en transformación, trad. de F.M. Torner, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1966. 46 A. LA SPINA, La decisione legislativa. Lineamenti di una teoria, cit. p. 17. 47 Ch. DE MONTESQUIEU, Del espíritu de las leyes, introducción de E. Tierno Galván, trad. de M. Blázquez y P. de Vega, Tecnos, Madrid, 2007, I, I. 48 F.K. VON SAVIGNY, De la vocación de nuestra época para la legislación y la ciencia del Derecho, Aguilar, Madrid, 1979, p. 58. 43 44

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de apegarse al sentido de justicia de la sociedad. «El arte de regular los cauces de los ríos –decía Ehrlich49– no consiste en excavar un cauce nuevo desde el manantial hasta la desembocadura, sino en dirigir su corriente de forma que se cree por sí el nuevo lecho según las intenciones de los ingenieros. Del mismo modo, las leyes consiguen su objetivo sólo cuando son observadas, al menos por la mayoría de los ciudadanos, espontáneamente». Si según toda una corriente de pensamiento las normas no pueden pretender cambiar el orden social, ya que no son más que el reflejo de ciertas necesidades, otro enfoque piensa que el legislador interviene en la sociedad corrigiendo, promoviendo y gobernando las dinámicas sociales50. Es la perspectiva del legislador intervencionista que ha sido mantenida, entre otros muchos, por Platón, la Ilustración, el movimiento codificador y la concepción del trasfondo del Estado social y democrático de Derecho, consideradora de que se puede y se debe intervenir desde el poder para corregir los fallos del mercado y alcanzar determinados objetivos sociales (de libertad, igualdad y solidaridad) proclamados en los textos constitucionales. Como señala Cotterrell51, el Derecho «desde la óptica profesional y de buena parte de los ciudadanos, se percibe cada vez más como algo distinto y separado de la sociedad que regula; se hace posible hablar ahora de un Derecho que actúa sobre la sociedad, más que de un Derecho como un aspecto de ella; se tiende a interpretar el Derecho como instrumento independiente de control y dirección social, con un carácter autónomo; el moderno sistema jurídico aparece, así, como conjunto de mecanismos específicos de gobierno, que utiliza una doctrina racionalmente construida, que crean, interpretan y aplican organismos estatales especializados». Como colofón, hay quienes conciben el Derecho como autopoiesis, siendo Luhmann52 quien lo asume como un sistema autorreferencial que produce y reproduce por sí mismo los elementos que lo constituyen. Las normas generan otras normas o, como pretende Meny53, una acción pública puede nacer porque una política pública ya existente plantea dificultades, encuentra obstáculos o/y modifica situaciones que llevan a la autoridad a intervenir nuevamente a través de fenómenos de efectos ligados. Las tres respuestas –la del legislador receptivo, la del intervencionista y la de la legislación como autorreproducción– descubren una parte de la verdad. Y, de esta manera, unas veces el Derecho se limita a reflejar pautas socialmente existentes y operativas, dando vida, en ocasiones, a nuevos patrones y a relaciones sociales que, en gran parte, son el fruto de necesarios ajustes y reajus49 E. EHRLICH, Fundamental Principies of the Sociology of Law, trad. de W.L. Moll, Arno Press, Nueva York, 1975. 50 A. LA SPINA, La decisione legislativa. Lineamenti di una teoria, cit., pp. 25 y ss. 51 R. COTTERRELL, Introducción a la Sociología del Derecho, cit., p. 53. 52 N. LUHMANN, Teoría política en el Estado de bienestar, trad. de F. Vallespín, Alianza, Madrid, 2002. 53 I. MENY y J.-C. THOENIG, Las políticas públicas, trad. de F. Morata, Ariel, Barcelona, 1992, p. 112.

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tes de normas e instituciones jurídicas. Por consiguiente, más que a las aseveraciones genéricas sobre la relación entre el Derecho y el cambio social, hay que atender al examen, caso a caso, de dicha relación. 2. 2.1.

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Las relaciones entre el Derecho y la Moral

Trazar los límites del territorio del Derecho exige establecer sus fronteras con otros espacios cercanos de la normatividad, siendo uno de los ámbitos que históricamente se ha mostrado más resistente al deslinde la zona en la que el Derecho tiene como vecina a la Moral. El problema de estas relaciones posee, pues, una larga trayectoria, habiéndose suscitado encendidos debates entre los filósofos del Derecho, es, quizás, la gran cuestión de la Filosofía del Derecho. Como advirtiera Hart54, implica, por lo menos, cuatro problemas: el causal, el definicional, el de si es posible legalizar la Moral y si podemos someter a crítica el Derecho con parámetros morales. En primer lugar aparece, por tanto, el problema causal, consistente en averiguar si Derecho y Moral se influyen recíprocamente y cómo. Cuando se mira al pasado, es una cuestión histórica, mas, mirando al presente, tiene mucho que decir la Sociología del Derecho. E. Díaz55, en su conocida y justificada insistencia en la necesidad de darla un mayor peso en los estudios jurídicos, enumera las posibilidades que ofrece. Ocupada de las interrelaciones entre el Derecho y la sociedad, se entiende que una de sus ramas ha de centrarse en las relaciones entre valores jurídicos (sistema de legitimidad) y sociedad y, en ésta, deberán analizarse aspectos como la constatación de los valores jurídicos aceptados, el análisis del sustrato sociológico de los valores jurídicos y el análisis de la influencia de los valores jurídicos sobre la realidad social. En segundo lugar, se encuentra el problema definicional que podríamos plantear por medio de un sencillo interrogante (en la formulación), ¿puede definirse el Derecho sin necesidad de recurrir a términos o realidades morales? El interrogante, en su aparente simplicidad, encierra nada menos que el gran debate de la Filosofía del Derecho entre iusnaturalistas y positivistas, discusión que puede parecer definitivamente zanjada, pero que resurge periódicamente con renovadas fuerzas y con argumentos cada vez más afilados. En tercer lugar, surge el problema que ha ocupado y sigue ocupando a la reflexión filosófica, moral y política de si se puede y hasta qué punto se debe 54 H.L.A. HART, Derecho, libertad y moralidad. Las conferencias Harry Camp en la Universidad de Stanford (1962), estudio preliminar y trad. de M.A. Ramiro Avilés, Instituto de Derechos Humanos «Bartolomé de las Casas» de la Universidad Carlos III de Madrid-Dykinson, Madrid, 2006. 55 E. DÍAZ, Sociología y Filosofía del Derecho, cit., pp. 153 y ss.

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legalizar la Moral, esto es, si se puede y hasta qué punto se deben incorporar al mundo del Derecho, reforzando su protección con sanciones institucionalizadas, determinados sectores de la moral positiva o, incluso, de la crítica. Y, en cuarto lugar, estas conexiones conllevan preguntarnos por los criterios que podemos y debemos poner en juego para valorar y justificar el Derecho. Estos cuatro temas van a actualizarse a lo largo de las siguientes páginas, pero ahora nos limitaremos a realizar una breve síntesis de los tres últimos. 2.2.

Criterios para diferenciar el Derecho y la Moral

Básicamente, la pregunta de si es necesario recurrir a la Moral para definir el Derecho ha recibido dos respuestas, al decir de Garzón Valdés56, la de la vinculación y la de la separación. La tesis de la vinculación mantiene la necesaria conexión conceptual entre el Derecho y la Moral, bien porque se haga equivalente el Derecho y la justicia (San Agustín), bien por la equivalencia entre la ley injusta y la ley corrupta (Tomás de Aquino) o entre el punto de vista interno y el punto de vista moral (Sopar o Garzón), o porque se sostenga la relevancia especial de la pretensión normativa del Derecho (Viehweg) o por la relación entre la seguridad y un mínimo de moralidad (Brusiin). La tesis de la separación conceptual entre el Derecho y la Moral no es menos antigua ni tiene menos defensores. Fue inicialmente la Escuela racionalista del Derecho natural la que, bajo la preocupación de garantizar la libertad religiosa y de pensamiento, insistió en la necesidad de diferenciarlos con transparencia57. Por esta razón, no se trataba de inmoralizar o amoralizar el Derecho, lo que se deseaba era proteger a los miembros de aquellas sociedades de la pretensión de las Iglesias de imponer coactivamente (legalmente) una moralidad. Fue esta actitud de autodefensa frente a una especie de colonialismo moral lo que llevó a articular algunos criterios que permitieran poner las cosas en su sitio, reservando al ciudadano un ámbito de autonomía privada. Si en el Continente fue aquella Escuela la que dio los primeros pasos y, ulteriormente, lo hizo Kant, en el mundo anglosajón fueron Austin y Bentham quienes sentaron las bases para la distinción, cada vez más cuidadosamente elaborada, entre el Derecho y la Moral58. Uno de los nombres más notables que ha llevado a cabo el proyecto diferenciador en función de los actos regulados por ambos sistemas normativos es el de Tomasio59, quien afirmó que la Moral se refería sólo a lo interno (forum 56 E. GARZÓN VALDÉS, «Derecho y Moral», en E. GARZÓN VALDÉS y F.J. LAPORTA (eds.), El Derecho y la justicia, cit., p. 397. 57 E. DÍAZ, Sociología y Filosofía del Derecho, cit., pp. 17 y ss. 58 Ibídem. 59 Ch. TOMASIO, Fundamenta juris naturae et gentium, Scientia, Aalen, 1963, I, V, 17, 18 y 20.

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internan) y el Derecho a lo externo (forum externum). Distinción que fue retomada por Kant en su Fundamentación para la metafísica de las costumbres60, lugar en el que secundaba que la legislación moral convierte actos interiores y exteriores en deberes, mas el Derecho sólo se aplica a los exteriores. En idéntico sentido se pronunciaba Bentham, desde una perspectiva utilitarista, en los Principios de legislación61: La Moral es el arte de dirigir las acciones de los hombres de modo que produzcan la mayor suma posible de felicidad, y la legislación debe poseer el mismo objeto. Pero aunque estas dos artes o ciencias tengan un mismo objeto, se diferencian mucho en su extensión porque la Moral comprende todas las acciones públicas y privadas, y la legislación no puede hacer esto, y aunque pudiera, no debería. No obstante, esta distinción entre actos interiores y exteriores, en cierto sentido compartida por dos antagonistas como Kant y Bentham, es altamente discutible; en realidad, no hay actos puramente internos o puramente externos62. Ni siquiera la distinción entre intenciones (ámbito de la Moral) y resultados (ámbito del Derecho) sería satisfactoria, por cuanto el Derecho no prescinde de las intenciones (conductas dolosas) y la Moral (máxime si se trata de una concepción utilitarista) tampoco podría prescindir del resultado. Por ello, E. Díaz63 sugiere diferenciar, con terminología bastante generalizada, los actos interiorizados y los exteriorizados (que no niegan su dimensión interna). «De este modo, el Derecho se referiría solamente a los actos exteriorizados y en tanto en cuanto que se exteriorizan, aunque apreciando y valorando debidamente su carga interna cuando sea necesario. La Moral, en cambio, intervendría tanto en los actos interiorizados como en los exteriorizados». Otro recurso diferenciador se refiere a la autonomía de la Moral y a la heteronomía del Derecho. Se ratifica que la Moral es autónoma, mientras que el Derecho es heterónomo; ahora bien, el criterio necesita alguna precisión adicional, porque afirmar la autonomía de la Moral no puede suponer desconocer el componente social, olvidar que la Ética también supone la internalización de valores o normas sociales64. Por lo que se refiere a la heteronomía del Derecho, tampoco puede significar desconocer el componente de identificación y adhesión voluntaria que muchas veces acompaña a normas concretas, ni olvidar que, en un sistema democrático, las normas que elaboran y promulgan los poderes públicos tienen un pedigrí de legitimidad. 60 I. KANT, Fundamentación para una metafísica de las costumbres, estudio preliminar y trad. de R. Rodríguez Aramayo, Alianza, Madrid, 2008, A 97 y ss.; ÍD., La metafísica de las costumbres, notas y trad. de A. Cortina Orts y J. Conill Sancho, estudio preliminar de A. Cortina Orts, Tecnos, Madrid, 2008, Segunda parte, «Prólogo a los Principios metafísicos de la doctrina de la virtud», pp. 223 y ss. 61 J. BENTHAM, «Principios de legislación», en J. BENTHAM, Tratados de legislación civil y penal, edic. preparada por M. Rodríguez Gil, Edit. Nacional, Madrid, 1981, p. 75. 62 L. GARCÍA SAN MIGUEL, Notas para una crítica de la razón jurídica, cit., p. 133. 63 E. DÍAZ, Sociología y Filosofía del Derecho, cit., p. 19. 64 L. GARCÍA SAN MIGUEL, Notas para una crítica de la razón jurídica, cit., pp. 131 y ss.

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El recurso a la coacción es un criterio que se utiliza para diferenciar el Derecho y la Moral. Kant65 distinguía en toda la normatividad dos elementos: la conducta ordenada y el móvil, capaces de determinar la voluntad. La diferencia se situaba en el móvil que, en la Moral, era el cumplimiento del deber por el deber y, en el Derecho, era la sanción; no obstante, Kant estaba pensando en la moralidad pura; en la moralidad positiva existen obviamente sanciones, sean de la clase que sean, la diferencia estribaría no en su existencia, sino en la variante que ambos órdenes morales implican. Son las sanciones organizadas e institucionalizadas en el Derecho la clave de la diferenciación entre el Derecho y la Moral. Lo que caracteriza a aquél es un aparato coactivo organizado, capaz de garantizar el cumplimiento de las normas y, cuando ello no resulte posible, capaz de imponer sanciones al infractor66. 2.3.

La legalización de la Moral

Sin embargo, la diferenciación entre el Derecho y la Moral no puede significar la incomunicación entre ambos campos de la normatividad. Son normas diferentes que pueden estar íntimamente relacionadas en una doble dirección: porque se estima que el Derecho debe ajustarse a parámetros morales o porque se mantiene que el Derecho debe proteger, amparar o legalizar comportamientos exigidos por algún tipo de moralidad. ¿Debe el Derecho, por ejemplo –se preguntaba Bentham–, regular el juego, los excesos en la bebida o el ejercicio de la prostitución? Al tratarse de comportamientos que, en su opinión, dañan a quien los realiza, bastaría seguir los dictados de la prudencia para que tales conductas desaparecieran de las sociedades. Mas los individuos no siempre son –proseguía el autor– lo suficientemente virtuosos ni la amenaza del daño que se producen los seres humanos con tales conductas es lo suficientemente disuasoria. En algunos momentos, surgen voces pidiendo que el Estado, con la ayuda de las leyes, nos salve de nuestros vicios y debilidades. Llegados a este punto de la discusión, la pregunta que procede es: ¿debe el Estado intervenir en esos supuestos y legalizar los preceptos de una moralidad? Como buen liberal, Bentham pensaba, con acierto, que esta clase de intentos sólo terminan en la multiplicación de leyes, en un excesivo rigor y en unos remedios que inspiran más terror universal que soluciones. Por eso, proponía una regla sencilla67: «Dejad a los individuos la mayor amplitud I. KANT, Crítica de la razón práctica, trad. de R. Rodríguez Aramayo, Alianza, Madrid, 2007, I, I, I, 8. E. DÍAZ, Sociología y Filosofía del Derecho, cit., p. 29. 67 «Sería necesario que empezara haciendo una multitud de reglamentos: complicación de leyes, primer inconveniente gravísimo. Cuanto más fáciles sean de ocultar estos vicios, tanto más severas será necesario que sean las penas para contrabalancear con el terror de los ejemplos la esperanza de la impunidad: rigor excesivo de las leyes, segundo inconveniente no menos grave. Habrá tal dificultad de adquirir pruebas, que será necesario fomentar delatores y mantener un ejército de espías: necesidad de espionaje, tercer inconve65 66

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posible en todos los casos en que no puedan dañarse a sí mismos, porque ellos son los mejores jueces de sus intereses, y si se engañan es de presumir que después de conocer su error no persistirán en él. No hagáis intervenir el poder de las leyes sino para impedir que se dañen a sí mismos». Y, en todo caso, si la sociedad presiona pidiendo intervenir legalmente, que la intervención sea mínima, ya que, a veces, «basta para darles un color de ilegalidad que llame y provoque contra ellos la sanción popular». Hay un segundo mandato moral, llamado por Bentham probidad. Consiste en no dañar a los demás y guarda una conexión con la prudencia (no dañarse). Sin embargo, no siempre somos conscientes de cómo nuestro interés exige salvaguardar los ajenos68, y ahí es donde el legislador debe suplir la debilidad de este interés natural, añadiéndole uno artificial más sensible y constante, es decir, castigando a quienes no cumplan con el deber moral de no dañar a los otros. Es así cómo la norma moral de no dañar a nadie queda legalizada, esto es, viene reforzada con una norma jurídica que garantiza que los ciudadanos cumplan con la obligación de no dañar a los demás69. Finalmente, nos referiremos a una tercera obligación, la de hacer bien a los otros. A propósito de la legalización de la beneficencia, el dilema que se suscita es si cabe «erigir en delito la denegación o la omisión de un servicio de humanidad, cuando es fácil de hacer y de no hacerlo resulta alguna desgracia: abandonar, por ejemplo, a una persona herida en un camino solitario sin socorrerla; no advertir a alguien que maneja sustancias venenosas; no dar la mano a un hombre caído en un foso del que no puede salir sin que le ayuden; en estos casos y otros semejantes, ¿se podría censurar una pena que se limitara a exponer al culpado a un cierto grado de vergüenza o a hacerle responsable con sus bienes del mal que habría podido evitar?». Y la respuesta de Bentham es que sí cabe legalizar estas obligaciones de beneficencia, tema en el que «en vez de haber hecho demasiado, los legisladores ni aún han hecho bastante». Indudablemente, en estos casos, se trata siempre de accionas fáciles de hacer70. Ahora, el problema se complica al intentar establecer los límites del deber, es decir, hasta dónde estamos obligados a hacer el bien a los demás. ¿Cabe un deber moral de garantizar a todos los ciudadanos un nivel de vida? ¿Debe el Estado convertir estas obligaciones morales en deberes jurídicos? Con ello entramos en un problema sumamente actual ante la pujanza de ideologías neoliniente, peor que los otros dos. Compárense los efectos buenos y malos de la ley y de la culpa, del mal y del remedio: los delitos de esta naturaleza, si puede darse este nombre a algunas imprudencias, no producen alarma; pero el remedio inspirará un terror universal: inocentes y culpables todos temerán por sí o por los suyos: las sospechas, las delaciones harán arriesgada la sociedad; todos se huirán mutuamente, se buscará el misterio…» (J. BENTHAM, «Principios de legislación», cit., p. 76). 68 J. BENTHAM, «Principios de legislación», cit., p. 78. 69 J. BENTHAM incluso considera que debería penalizarse también la crueldad con los animales («Principios de legislación», cit., p. 79). 70 Ibídem.

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berales que ponen en tela de juicio el fundamento y justificación del Estado social. Laporta71 lo plantea así: el Estado social podría ser reinterpretado como un aparato normativo jurídico que incorpora a sus normas la dimensión específicamente moral de los deberes positivos particulares y generales, apelando a la ética. Pero cualquiera de estos problemas y posiciones suscita cuestiones teóricas y prácticas profundas. La postura, pues, de Bentham, partidario de una intervención mínima del Estado y del Derecho, consistía en que el último debe intervenir para evitar que los seres humanos dañen a sus semejantes, siendo excepcional y limitada cualquier otra intervención. Posiblemente fue J.S. Mill, discípulo de Bentham, quien depuró y expresó mejor estos principios de intervención mínima del Estado en su obra Sobre la libertad. El objetivo era proclamar que «el único fin por el cual es justificable que la humanidad, individual o colectivamente, se entremeta en la libertad de acción de uno cualquiera de sus miembros, es la propia protección»72. Por lo tanto, nadie puede ser obligado a hacer o abstenerse de hacer algo que no dañe a los demás, alegando que es por su bien, puesto que para aquello que no le atañe más que a él, su independencia es absoluta. Sobre sí mismo el individuo es soberano73. La tesis de J.S. Mill se podría expresar de manera que cuando una acción u omisión no dañe a otros, las normas jurídicas no pueden prohibirla o imponerla legítimamente a nadie contra su voluntad, aunque su realización o no realización sea en la opinión de otros moralmente adecuada, o mejor para o vaya a hacer más feliz a quien la lleve a cabo74. No obstante, pese a tan contundentes argumentos, el conflicto no se puede dar por cerrado y, periódicamente, surgen gobernantes o voceros de la moralidad positiva que pretenden hacer buenos a los seres humanos. Si Bentham se preguntaba, y rechazaba, sobre la intervención del Derecho para combatir la embriaguez y la fornicación, en la década de los sesenta en Inglaterra, se cuestionaban si convenía o no castigar la prostitución y las prácticas homosexuales; siendo de esta forma cómo se escribió un nuevo capítulo en torno a la posibilidad de moralizar el Derecho que tuvo a Lord Devlin y a Hart como destacados interlocutores. F.J. LAPORTA, Entre el Derecho y la Moral, Fontamara, México, D.F., 2000, p. 57. J.S. MILL, Sobre la libertad, prólogo de I. Berlin, trad. de P. de Azcárate, Alianza, Madrid, 2005, p. 68. 73 Hay dos matizaciones que hace J.S. Mill que conviene no olvidar: 1) Este principio de libertad del individuo no rige en los llamados «incompetentes» (niños e incapaces) ni en los estados atrasados de la sociedad en los que la raza puede ser considerada como menor de edad: «El despotismo –decía el autor– es un modo legítimo de gobierno tratándose de bárbaros, siempre que su fin sea su mejoramiento, y que los medios se justifiquen por estar actualmente encaminados a ese fin». Y 2) Hay algunas veces en que incluso a los adultos «competentes» se les puede obligar a hacer algo contra su voluntad, por ejemplo, «testificar ante un tribunal de justicia, tomar la parte que le corresponda en la defensa común o en cualquier otra obra general necesaria al interés de la sociedad de cuya protección goza; así como también la de ciertos actos de beneficencia individual. como salvar la vida de un semejante o proteger la vida de un indefenso contra los malos tratos». Y, por supuesto, se le puede castigar si no cumple con los actos benéficos individuales anteriores (J.S. MILL, Sobre la libertad, cit., pp. 68-70). 74 F.J. LAPORTA, Entre el Derecho y la Moral, cit., p. 48. 71 72

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El Wolfenden Report on Homosexual Offences and Prostitution (1957) había sugerido la no criminalización de las prácticas homosexuales en privado entre adultos que consienten libremente, al tiempo que había sugerido dos principios: la función del Derecho es la de preservar el orden público y la decencia, proteger al público de lo que le puede injuriar u ofender, y defender a los más vulnerables frente a la corrupción y la explotación; y hay un ámbito de moralidad privada en el que nada tiene que decir el Derecho75. Lord Devlin, en su obra The Enforcement of Morals76, se opuso a las conclusiones del Informe alegando que hay principios morales que nuestra sociedad requiere que se respeten, su violación supone un ataque a la propia sociedad. El Derecho ni puede castigar todas las inmoralidades ni puede aceptar algunas de ellas, por lo que se plantea si una sociedad tiene Derecho a emitir juicios críticos sobre cuestiones morales, si la sociedad, cuando tenga ese Derecho, puede utilizar la ley para imponer sus valores, y si el instrumento de la ley debe ser utilizado en todos los casos o sólo en algunos y, en el segundo supuesto, con qué principios. Lord Devlin creía que la moralidad (positiva) constituye una parte de las señas de identidad de una sociedad y que, cuando comienza a quebrarse, esa sociedad está en su derecho de reaccionar imponiendo sus valores, o sea, los de la mayoría social. Así pues, Lord Devlin contestaba afirmativamente a los dos primeros aspectos y el tercero suponía resolver cómo podemos llegar a conocer los juicios morales que deseamos imponer. Sugería que el punto de referencia había de ser el de los criterios que sustentan las personas bien formadas (rightminded man) y la inmoralidad a castigar sería la estimada como tal por aquéllas. Indiscutiblemente, Lord Devlin postulaba que el Parlamento debía ser tolerante para que pudiera coexistir la máxima libertad individual con el derecho de la sociedad a su integridad; que sólo lo que fuera más allá de estos límites debía ser castigado, límites que se alcanzaban cuando el comportamiento causara disgusto a las rightminded persons; que la privacidad debía sopesarse con la necesidad de aplicar la ley, y que la ley se había de referir a unos mínimos de moralidad. Ante este panorama, Hart reaccionó con su Derecho, libertad y moralidad (1957)77 y, en la línea de Bentham, rechazaba que el Derecho pudiera castigar determinadas conductas, aunque no dañaran a nadie, alegando su inmoralidad. Y recordaba a los legisladores que la moralidad de la que hablaba Lord Devlin era la positiva, que cambia con el tiempo y en el espacio, y que la moralidad de ciertas minorías se puede convertir en la moral positiva de toda una sociedad. Por otra parte, Hart argumentaría que la violación de un deber moral no necesariamente afecta a la integridad de la sociedad, defender que las prácticas homosexuales la pudieran destruir era una rotunda exageración. Realmente, Hart 75 76 77

L.B. CURZON, Jurisprudence, Pitman, Londres, 1988, pp. 40 y ss. P. DEVLIN, The Enforcement of Morals, cit., pp. 124 y ss. H.L.A. HART, Derecho, libertad y moralidad, cit., pp. 107 y ss.

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no hacía sino repetir las ideas que un siglo antes había anunciado Bentham y que habían constituido el leitmotiv de la gran obra de su discípulo J.S. Mill. A lo largo de la historia vemos cómo de forma recurrente determinados grupos pretenden imponer legalmente sus concepciones morales a toda la sociedad, es decir, convertir la Moral de un grupo en la moralidad positiva de toda la sociedad, en la ética pública. La lectura de Sobre la libertad de J.S. Mill78 puede ser el mejor antídoto para hacer frente a tales pretensiones, viendo que es verdad que todo sistema jurídico se fundamenta en ciertos valores morales; mas si este sistema jurídico tiene la pretensión de garantizar la libertad de los ciudadanos, la ética pública subyacente tiene que amparar, proteger y permitir el desarrollo de las éticas privadas que no dañen a los demás. Lo cual supone que deberá ser una ética pública de mínimos y no de máximos. 2.4.

La moralización del Derecho

Hasta aquí hemos expuesto cuáles son las posibilidades y los límites de que el Derecho refuerce con sus sanciones el cumplimiento de deberes morales por los ciudadanos, el no matarás, como mandato moral, es reforzado con el establecimiento de los oportunos tipos penales en todos los sistemas jurídicos. Pero, en ocasiones, también utilizamos la Moral para sostener que un sistema jurídico es justo o injusto, que debemos obedecer o no moralmente. Es decir, la pregunta sobre las relaciones entre el Derecho y la Moral nos conduce a la de la legitimidad y la justicia de un sistema jurídico, a cuándo podemos decir que es legítimo y debemos moralmente obedecer sus normas, porque la legitimidad hace referencia a todo ese conjunto de valores, principios y procedimientos que intentan operar como justificación de las instituciones. Un sistema jurídico es legítimo cuando sus normas coinciden con esa serie de valores, siendo la primera tarea con la que nos enfrentamos la de conocer exactamente cuáles son esos valores o criterios que nos pueden permitir enjuiciar la legitimidad o ilegitimidad de un sistema79. En nuestras sociedades occidentales, la democracia es el criterio de legitimación de cualquier sistema jurídico y el criterio de las mayorías es la regla de decisión más ética y más justa a la hora de tomar decisiones80. Mas las ma78 J.S. MILL, Sobre la libertad, cit., pp. 178 y ss. Una teoría relevante sobre el tema es la de G. PECESBARBA, expuesta en Ética, poder y Derecho. Reflexiones ante el fin de siglo, cit., pp. 75 y ss. 79 El tema de la legitimidad ha sido estudiado con detenimiento por E. Díaz. Entre otros trabajos suyos referidos al tema, son de obligada consulta: Legalidad-legitimidad en el socialismo democrático, Civitas, Madrid, 1978; De la maldad estatal y la soberanía popular, Debate, Madrid, 1984, y Ética contra política. Los intelectuales y el poder, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1990. Cfr. también M. WEBER, Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva, edic. preparada por J. Winckelmann, nota preliminar de J. Medina Echavarría, trad. de J. Medina Echavarría, J. Roura Farella, E. Ímaz, E. García Máynez y J. Ferrater Mora, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2002, pp. 30 y 31. 80 J. ANSUÁTEGUI ROIG, Poder, Ordenamiento jurídico, derechos, Instituto de Derechos Humanos

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yorías pueden equivocarse, la experiencia ha puesto de manifiesto –decía J.S. Mill81– cómo la voluntad del pueblo (que no es otra cosa que la voluntad de una mayoría) puede desear oprimir a una parte de sí mismo y contra él son tan útiles las precauciones como contra cualquier otro abuso del poder. Por eso, la legitimidad de origen (que las normas hayan sido aprobadas por nuestros representantes) no es suficiente. Es preciso que las normas, además de formalmente legítimas, respeten ciertos estándares en sus contenidos. Es preciso, pues, que sean legítimas procedimentalmente y justas, profiriendo otros, como Peces-Barba82, distinguir la legitimidad formal de la material al suscribir que la legitimidad democrática del poder es también la única legitimidad de un sistema jurídico, desde el punto de vista formal. Sin embargo, parece posible dar algún paso que permita una racionalidad de contenido que inspire las líneas generales de un sistema jurídico, siendo esa racionalidad la que proporciona la garantía de los derechos fundamentales. Por consiguiente, no basta para fundamentar la moralidad del Derecho con una legitimidad de origen de sus normas. No basta –sentenciaba Mill83– con una protección contra la tiranía del magistrado, se requiere también protección contra la tiranía de la opinión y de los sentimientos prevalecientes; contra la tendencia a imponer, por medios distintos de las penas civiles, sus ideas y prácticas como reglas de conducta a los que disienten. Si un orden jurídico quiere ser legítimo y justo, el origen democrático de las normas habrá de ser complementado con un profundo respeto de la mayoría a toda una serie de valores, con el llamamiento a los derechos básicos de los ciudadanos. Los llamamientos al principio de la mayoría y a los derechos fundamentales no pueden ser dos métodos alternativos para fundamentar la legitimidad del Derecho, sino complementarios. No hay auténtico respeto al principio si no se respetan derechos como el de expresión, participación en el proceso de toma de decisiones, etc. No hay respeto a los derechos fundamentales si, al propio tiempo, no se acata el principio de la mayoría, y hacer del primero el único criterio de legitimación puede suponer dejar en penumbra los aspectos referidos a la legiti«Bartolomé de las Casas» de la Universidad Carlos III de Madrid-Dykinson, Madrid, 1997, p. 49; E. DÍAZ, De la maldad estatal y la soberanía popular, cit., pp. 59 y ss. 81 J.S. MILL, Sobre la libertad, cit., pp. 83 y ss., y 127 y ss. No obstante, como apunta Bayón, dos prejuicios son los que hay que intentar eliminar, dado que la experiencia nos demuestra que, entre las dos posibilidades que habitualmente se muestran cerradas, hay una tercera opción denominada constitucionalismo débil, concesora de la última palabra a la mayoría parlamentaria ordinaria; al igual que nos demuestra que si la justificación del modelo que ha de seguirse como preferible se encuentra en el equilibrio entre sus valores intrínseco e instrumental, el que se ha de aceptar dependerá del contexto, por lo que no ha de valer de igual manera para todas las comunidades políticas, justificándose procedimientos de decisión distintos según las condiciones sociales que imperen en ese momento y lugar [J.C. BAYÓN MOHÍNO, «Democracia y derechos: problemas de fundamentación del constitucionalismo», en J. BETEGÓN, F.J. LAPORTA, J.R. DE PÁRAMO y L. PRIETO SANCHÍS (coords.), Constitución y derechos fundamentales, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2004, pp. 127 y 128]. 82 G. PECES-BARBA MARTÍNEZ, Libertad poder y socialismo, Civitas, Madrid, 1978, pp. 258 y ss. 83 J.S. MILL, Sobre la libertad, cit., p. 62.

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midad del poder, sin los cuales no es posible entender plenamente la referencia a la legitimidad del Derecho. 2.5.

Otras normas

a) Las reglas del trato social y los usos sociales Junto al Derecho y la Moral es constatable un tercer sistema normativo, el de las reglas del trato social y los usos sociales84. Para Sumner85, el hombre siempre ha intentado controlar y dominar su medio con pruebas que le iban suministrando valiosas experiencias (cómo cazar, conservar el fuego o los alimentos), experiencias y sensaciones que se desarrollaban en el seno de grupos sociales, que se intercambiaban y se aprendían, y que terminaban cristalizando en unos usos facilitadores del control y dominio del entorno. Los folkways son formas de hacer cosas, de resolver problemas, que se aprenden por tradición, imitación o autoridad, y que ayudan a resolver los más variados dilemas que tienen que encarar el hombre y la sociedad86. Tales usos sociales no normativos, o conjunto de estándares, operan como reglas de la experiencia que informan al miembro de un grupo sobre la mejor manera de alcanzar objetivos específicos (reglas sobre técnicas artísticas, profesionales…) y, comúnmente, suponen una expresión de la racionalidad teleológica o técnica de la clase de los imperativos hipotéticos. Estos modelos pueden alcanzar fuerza normativa al convertirse en mores o costumbres. Como ha sostenido Pérez Luño87, dentro de la categoría de los usos sociales se incluyen una heterogénea variedad de normas. Hay divergencias en cuanto a su origen: mientras que algunos sitúan su génesis en la esfera anónima de la sociedad (la gente, el pueblo), otros la sitúan en la imitación de las pautas que fijan líderes sociales, políticos o de cualquier orden. Los usos se diferencian en cuanto a su extensión: mientras unos insisten en su universalidad dado su carácter contagioso, principalmente visible en el proceso de mundialización que vivimos con su progresiva homogeneización de gustos, comportamientos y estilos, otros centran la atención en su particularismo (las modas de ciertas tribus urbanas, los estilos de vida de comunidades locales…). Los usos se distinguen por su diferente grado de conciencia y voluntariedad: para algunos, lo característico es su carácter mimético, repetitivo y no reflexivo, que hace que se afiancen y extiendan por la presión ambiental, y otros se fijan en el tránsi84 F. GONZÁLEZ VICÉN, «Los usos sociales. Un ensayo de sociología descriptiva», Anuario de Filosofía del Derecho, VIII, 1991, pp. 481-493. 85 W.G. SUMNER, Folkways. A Study of Mores, Manners, Customs and Morals, Dover Publications, Mineola (Nueva York), 2002. 86 R. COTTERRELL, Introducción a la Sociología del Derecho, cit., p. 33. 87 A.E. PÉREZ LUÑO, con la colaboración de C. Alarcón Cabrera, R. González-Tablas y A. Ruiz de la Cuesta, Teoría del Derecho. Una concepción de la experiencia jurídica, Tecnos, Madrid, 2009, pp. 149 y ss.

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to de los folkways a mores o costumbres con fuerza normativa. Igualmente, se recalca la disparidad respecto a la antigüedad: mientras que algunos ven en la antigüedad un rasgo característico, otros ven en la novedad y modernidad (las modas) uno de sus caracteres. Y, en quinto lugar, está su exigibilidad: mientras que algunos de estos usos no son más que meras regularidades o, incluso, hábitos (ir al fútbol los domingos o al cine los viernes), otros son auténticas normas, esto es, pautas de comportamiento que reclaman un seguimiento. Los últimos son los que nos interesan por cuanto rozan abiertamente las fronteras de la provincia del Derecho, esto es, tienen un sentido o relevancia normativa porque tratan de crear en los miembros del grupo un deber. No se trata –dice Hart88– de meras regularidades en los comportamientos humanos, sino de hábitos con fuerza normativa. A estos usos los conocemos como reglas del trato social y se pueden mover en las fronteras de las costumbres jurídicas y de la moralidad positiva de una sociedad, dado su carácter difuso y heterogéneo. Genéricamente, encontramos que las reglas del trato social regulan el mismo prototipo de acciones que el Derecho, las acciones exteriorizadas, que constituyen un orden heterónomo de regulación de la conducta, orden impuesto desde fuera por otros hombres; y que la sanción de las reglas del trato social es exterior al individuo y le viene impuesta desde fuera. No obstante, es la clase de sanción lo que marca la diferencia primordial respecto del Derecho: en éste, la sanción está institucionalizada; en las reglas del trato social, no. Además, mientras la del Derecho consiste en la aplicación de una fuerza física, la sanción a la que se refieren los usos sociales consiste, más bien, en la formación difusa de una opinión social desfavorable a un individuo, lo que, corrientemente, le causa perjuicios en su prestigio o economía89. E. Díaz90 condensa así lo que ha venido siendo un criterio compartido desde Austin hasta Kelsen: «Las reglas del trato social son normas imperativas que, por supuesto, como ocurre con todas las normas, pueden ser violadas, pero cuya violación va en todo caso seguida de una reacción de la sociedad contra la persona que obró contraviniendo dichas reglas: marginación o apartamiento del grupo, pérdida del honor, prestigio, crédito, etc. Y no puede decirse que la sanción social sea siempre menos grave y temida que la sanción jurídica (a veces lo es muchísimo más), aunque sea también cierto que, por lo general, el 88 H.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., pp. 11 y ss. Con referencia a este punto, Weber opinaba que una probabilidad real de regularidad en la orientación del obrar social debe llamarse uso, en el caso y en la medida en que la probabilidad de su permanencia dentro de un círculo de personas está dotado simplemente mediante un ejercicio real. Y el uso ha de llamarse costumbre –la cual es norma jurídica– cuando el ejercicio real descansa en un arraigo prolongado [W.G. RUNCIMAN (ed.), M. Weber. Selections, trad. de E. Matthews, Cambridge University Press, Nueva York, 1985, pp. 99 y ss.). Ver, además, A.E. PÉREZ LUÑO, con la colaboración de C. Alarcón Cabrera, R. González-Tablas y A. Ruiz de la Cuesta, Teoría del Derecho. Una concepción de la experiencia jurídica, cit., p. 149; L. RECASÉNS SICHES, Filosofía del Derecho, Porrúa, México, D.F., 1991, pp. 199 y ss. 89 L. GARCÍA SAN MIGUEL, Notas para una crítica de la razón jurídica, cit., pp. 136 y 137. 90 E. DÍAZ, Sociología y Filosofía del Derecho, cit., pp. 34 y 35.

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Derecho interviene cuando no basta la protección garantizada por las reglas del trato social. Lo que diferencia, pues, a una y otra normatividad es el diferente tipo de sanción que manejan y la forma en que dicha sanción es aplicada». Ratificando esta pauta y ponderando la coercibilidad, Recaséns Siches91 había manifestado que el Derecho, como orden jurídico positivamente vigente, dispone de un aparato de fuerza que impone el cumplimiento forzoso de una conducta sustitutoria, una pena o una medida subsidiaria, anulándose la voluntad contraria. La sanción por el incumplimiento de las reglas del trato social es sólo expresiva de una censura que puede llegar a excluir del círculo social correspondiente al infractor, pero no es jamás la imposición forzosa de la observancia de la norma. b) Un Derecho de baja intensidad Mas el fenómeno de la normatividad social no se reduce a las normas morales, reglas del trato social y normas jurídicas. Existe todo un conjunto de normas cuya importancia crece en volumen como híbrido entre los usos sociales normativos y las normas jurídicas. Son las de homologación, en las que no se muestra si estamos ante una privatización de la producción de normas jurídicas. Algunos consideran que hay razones para utilizar dicha terminología92 y otros prefieren hablar de una soft-law y de una hard-law, de una gradación o escala de la normatividad93, habiendo quienes explican estas realidades como la prueba de esa evolución que se vislumbra desde el Derecho sustantivo, propio del Estado social, a un Derecho reflexivo que se va afianzando en las sociedades desarrolladas94. Los ejemplos de estos procedimientos son cada vez más abundantes, mereciendo ser subrayado el de la normalización de productos y servicios como una nueva normatividad. El Informe del Parlamento de Canadá sobre Réglementation et compétitivité95 declara que el hecho de que las normas jueguen un papel importante en la economía no significa que sea automáticamente el Estado quien tenga que establecerlas. «Existen otros modos de crear normas y, de hecho, la mayor parte de las que están en vigor han sido creadas por el sector privado». Por su parte, la Ley federal sobre el Consejo Canadiense de Normas (1970) da idea de la dimensión que puede adquirir el fenómeno al atribuir a dicho Consejo el objeL. RECASÉNS SICHES, Filosofía del Derecho, cit., p. 208. I. BORRAJO INIESTA, «The Privatization of Legal Rules: Spain», Revue Europeenne de Droit Public, número fuera de serie, 1994, así como G. PUTTNER, «La privatisation des régles. Manifestation, problémes et portée juridique», Revue Europeenne de Droit Public, número fuera de serie, 1994. 93 G. TIMSIT, Les noms de la loi, Presses Universitaires de France, París, 1991. 94 G. TEUBNER, «Substantive and Reflexive Elements in Modern Law», Law and Society Review, 17/2, 1983, p. 239. 95 PARLAMENTO DE CANADÁ, Réglementation et compétitivité, Premier Rapport du Sous-Comité de la Réglementation et de la Compétitivité, enero de 1993, p. 73. 91 92

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tivo de «alentar y promover la normalización cuando todavía no sea obligatoria, en los siguientes campos: construcción, fabricación, producción, calidad, rendimiento y seguridad de edificios, productos manufacturados y otras mercancías, comprendidos sus componentes, con el objetivo de hacer progresar la economía nacional, mejorar la salud, la seguridad y el bienestar del público, ayudar y proteger a los consumidores, facilitar el comercio interior y exterior y desarrollar la cooperación internacional en materia de normalización». Esta tarea es, por su volumen y complejidad, tan impresionante, que no está ya al alcance de los poderes públicos, los cuales han terminado por delegarla en organismos y asociaciones privadas. La técnica de delegación en organismos privados comenzó internacionalmente en 1947 con la creación de la ISO (International Organization for Standardization) y las correspondientes organizaciones normativas nacionales de carácter privado como ANSI en los EE.UU., AFNOR en Francia, DIN en Alemania, BSI en Gran Bretaña, ACNOR en Canadá o AENOR en España. La envergadura que ha adquirido este sistema de producción normativa se pone de relieve en el examen del funcionamiento de AENOR: a lo largo de 1987 se crearon 116 Comités Técnicos, cuyo primer resultado fue la publicación del Catálogo de Normas UNE (1989), que ya en ese año contenía 7.885. Las normas en cuestión son voluntarias en tanto no se declaren oficiales; sin embargo, tienen un reclamo que garantiza su alto grado de efectividad, los productos fabricados según normas armonizadas garantizan que cumplen las Directivas comunitarias y, por tanto, serán admitidos en todos los Estados miembros de la Unión Europea. A partir del Acta Única, el nuevo enfoque comunitario ha supuesto una revitalización de los órganos de la Unión de normalización (el CEN, creado en marzo de 1961, y el CENELEC, creado en diciembre de 1972), los cuales tienen como objetivo facilitar el intercambio de bienes y/o productos eliminando toda barrera técnica. Para ello, se les ha encomendado desde hace tiempo la misión de: a) armonizar las normas establecidas por sus miembros y crear normas europeas, en los casos en que no exista alguna apropiada; b) poner a disposición de la Comisión de las Comunidades Europeas, de la Asociación Europea de Libre Cambio y de otras organizaciones intergubernamentales normas europeas a las que puedan hacer referencia en sus disposiciones legales u otros documentos oficiales; c) cooperar con las organizaciones gubernamentales, económicas y científicas en lo referente a la normalización y certificación; d) apoyar la normalización mundial en el seno de la Organización Internacional de Normalización (ISO) y de la Comisión Electrotécnica Internacional (CEI), colaborando, en Europa, en la aplicación uniforme de las normas internacionales ISO y CEI, y de otras normas o recomendaciones internacionales, y e) ofrecer servicios de certificación en base a la normativa europea. Es de este modo cómo las necesidades del comercio y la consiguiente cooperación internacional han conducido a tal producción por organismos pri-

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vados o semiprivados. Se trata de normas que son algo más que usos sociales no normativos, y tienen un mayor peso y vinculatoriedad que los usos normativos, sin que lleguen a ser normas jurídicas de acuerdo con el criterio positivista del pedigrí. En este plano, la Cámara de Representantes de Canadá ya ha avanzado que las empresas redactoras se orientan por criterios comerciales. Para hacer frente a los costes, que pueden ser elevados, las empresas tienen que obtener ingresos de sus clientes, ya sean empresas privadas u organismos públicos, lo que hace que la ley de la oferta y la demanda sea aplicable al proceso normativo. La búsqueda de beneficios puede dar lugar, entre otras cosas, tanto a lagunas en la regulación de un sector como a una inflación en dominios concretos. De otra parte, los Gobiernos acuden cada vez con más asiduidad a este método, proclamando oficiales normas creadas por dichas empresas o remitiéndose a ellas en sus leyes y reglamentos. Ahora bien, el Informe del Parlamento de Canadá sobre Reglamentación y Competitividad reseña que las establecidas por consenso no siempre representan el interés público, necesitan demasiado tiempo para su aprobación, y la delegación de responsabilidades que suponen plantea problemas de orden jurídico. Por añadidura, el procedimiento de elaboración puede no ser equitativo, «en una economía mundial habrá que decidir quién participa en la elaboración de las normas y qué organismos centralizan las actividades de normalización. La participación cuesta más cara a escala internacional que nacional. A medida que aumenten las normas fijadas a escala internacional, numerosas asociaciones de defensa de intereses públicos y pequeñas empresas no podrán ya participar en la elaboración de políticas, ni a escala nacional ni a escala internacional». Consiguientemente, comienzan a preocupar los mismos temas que en el ámbito de producción estatal: la participación de los interesados, el acceso de los ciudadanos, los costes que imponen y su control por el Parlamento. Mas, ¿hasta dónde puede llegar este sistema privado? Es difícil hacer previsiones, la dinámica hace que el control de los Estados se esté perdiendo en este punto, presentándose conflictos significativos, y no sólo teóricos, a la teoría política y a la Ciencia del Derecho.

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CAPÍTULO II

LAS GRANDES CONCEPCIONES DEL DERECHO

1.

EL

IUSNATURALISMO

La concepción iusnaturalista –dice Nino1– puede caracterizarse como aquella que mantiene conjuntamente dos tesis: una que sostiene que hay principios morales y de justicia universalmente válidos y asequibles a la razón humana, y otra acerca de la definición del concepto de Derecho, según la cual un sistema normativo o una norma no pueden ser calificados como jurídicos si contradicen los principios morales o de justicia. Si alguien rechaza alguna, aun cuando acepte la otra (suponiendo que sea posible), no será considerado iusnaturalista. Es dudoso que una buena parte de los pensadores, aunque asuma la síntesis que ofrece Nino, comparta la conclusión de que hay que aceptar ambas ideas, mas, muy al contrario, existen razones para pensar que, para un buen número, se puede mantener la primera y rechazar la segunda. En efecto, la idea de que existen principios morales y de justicia universalmente válidos y asequibles a la razón humana se sustenta desde los inicios de la humanidad. Sin embargo, no es indiscutida, tan antigua es esta creencia como la contraria que suscribe que no hay tales principios o que, de haberlos, no son cognoscibles. Pero dejando a un lado, por ahora, el problema del no cognitivismo en materia de valores2, es evidente que el iusnaturalismo, en cualquiera de sus acepciones, parte de una concepción cognitivista. Para el de corte teológico, el Derecho natural se integra en el orden del universo creado y regulado por Dios. Para el racionalista, deriva de la naturaleza humana y podemos acceder a su conocimiento mediante el uso de la razón. Y para las teorías modernas sobre la naturaleza de las cosas, ciertos aspectos de la realidad poseen fuerza normativa y conforman una fuente a la cual debe acudir el Derecho poC.S. NINO, Introducción al análisis del Derecho, Ariel, Barcelona, 2003, pp. 27 y 28. L. GARCÍA SAN MIGUEL, «Consideraciones sobre el Derecho natural en la sociedad industrial» y «Consideraciones sobre el no cognitivismo en filosofía moral», ambos en Hacia la justicia, Tecnos, Madrid, 1993, pp. 61 y ss., y 225 y ss., respectivamente. 1 2

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sitivo3. La respuesta ha sido diferente según los tiempos, y no es posible hacer justicia a más de dos mil años de reflexión en unas breves líneas que den cuenta de aportaciones tan dispares como el pensamiento griego, las concepciones estoicas o la teoría de Santo Tomás4. No obstante, si buscáramos una expresión sintética de las tesis del iusnaturalismo greco-romano y cristiano la encontraríamos enunciada admirablemente por Cicerón5: «La verdadera ley es una recta razón, congruente con la naturaleza, general para todos, constante, perdurable, que impulsa con sus preceptos a cumplir el deber y aparta del mal con sus prohibiciones; pero que, si bien no inútilmente condena o prohíbe algo a los buenos, no conmueve a los malos con sus preceptos o prohibiciones. Tal ley no es lícito suprimirla, ni derogarla parcialmente, ni abrogarla por entero, ni podemos quedar exentos de ella por voluntad del Senado o del pueblo, ni debe buscarse un Sexto Elio que la explique como intérprete, ni puede ser distinta en Roma o en Atenas, hoy y mañana, sino que habrá siempre una ley para todos los pueblos y momentos, perdurable e inmutable; y habrá un único Dios como maestro y jefe común de todos, autor de tal ley, juez y legislador al que, si alguien desobedece, huirá de sí mismo y sufrirá las máximas penas por el hecho mismo de haber menospreciado la naturaleza humana, por más que consiga escapar de los que se consideran castigados». Sin embargo, sea cual sea la orientación analizada, en base a la existencia de ciertos valores universales y objetivos, todas estas corrientes históricas6 creen en un Derecho suprapositivo7; los filósofos griegos y romanos derivaron este Derecho de la naturaleza universal, los teólogos medievales y modernos lo encontraron en la naturaleza divina y algunos filósofos seculares lo descubrieron en la naturaleza humana. Varían, pues, en las estrategias cognitivas, pero coinciden en la creencia de que hay valores accesibles de alguna forma para el ser humano. Consecuentemente, el iusnaturalismo tiene que hacer frente en este tema a los problemas de cualquier filosofía del Derecho de corte cognitivista. La otra tesis apuntada consistiría en que un sistema normativo o una norma no pueden ser calificados como jurídicos si contradicen aquellos principios 3 A.E. PÉREZ LUÑO, con la colaboración de C. Alarcón Cabrera, R. González-Tablas y A. Ruiz de la Cuesta, Teoría del Derecho. Una concepción de la experiencia jurídica, Tecnos, Madrid, 2009, pp. 70 y ss. 4 Véase, por ejemplo, A. TRUYOL Y SERRA, Historia de la Filosofía del Derecho y del Estado, vol. I (De los orígenes a la baja Edad Media), Alianza, 1998, pp. 101 y ss. 5 CICERÓN, Sobre la República, estudio preliminar y trad. de J. Guillén, Tecnos, Madrid, 2002, III, 22.33. Véase también E. FERNÁNDEZ GARCÍA, «El iusnaturalismo», en E. GARZÓN VALDÉS y F.J. LAPORTA (eds.), El Derecho y la justicia, Consejo Superior de Investigaciones Científicas-Trotta, Madrid, 2000, pp. 55 y ss. 6 Quien pretenda realizar un recorrido histórico a través de las concepciones explícita o implícitamente iusnaturalistas tendrá que citar en el pasado siglo las tesis de Rudolf von Stammler sobre «el Derecho natural de contenido variable», o el neotomismo de Rommen, Le Fur, Renard o Maritain. Y deberá referirse al resurgimiento del iusnaturalismo en casi todos los países tras la II Guerra Mundial que culminó en la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU en 1948 y la Convención Europea de los Derechos Humanos de 1950. 7 J. FINCH, Introducción a la Teoría del Derecho, trad. de F.J. Laporta San Miguel, Labor, Madrid, 1977, p. 44.

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morales o de justicia. Un enfoque clásico del problema axiológico del Derecho se ha centrado en las doctrinas del Derecho natural, ya que se refiere a la estructura ontológica del ser humano y de la vida social, y contiene una exploración sinóptica de los valores jurídicos que repercuten en la vida y que son una cualidad de su estructura. El problema del Derecho natural ha sido constante a lo largo de la historia, reflejando su preocupación en distintas orientaciones, de manera que, en la Antigüedad, el foco de atención era la oposición entre la naturaleza y la norma; en el Medievo, la preocupación era la polarización entre el Derecho divino y el humano, y en la época Moderna, lo que interesaba era la controversia entre la coacción jurídica y la razón individual8. Piensa Atienza9 que los argumentos esgrimidos contra el Derecho natural, en cuanto teoría de la justicia, se compendian en que la naturaleza se ha mostrado como un término absolutamente proteico y que se ha interpretado de todas las maneras imaginables. De ella se ha extraído la esclavitud y la igualdad de todos los hombres, la libertad religiosa y la persecución de los herejes, la propiedad privada y la comunidad de bienes. Lo natural ha sido, en ocasiones, un concepto empírico, una noción teleológica o metafísica y, con mayor frecuencia, una mezcla de todo ello. Lo anterior muestra también –se dice– el fracaso del iusnaturalismo en la búsqueda de un medio de conocimiento de la naturaleza mínimamente seguro. Aunque existiera un método digno de conocimiento de lo natural (lo que debería facilitar un consenso entre los autores, que no ha habido), no está claro que pueda avanzarse de esto es natural a esto es justo. Los autores –se arguye– no parecen haber logrado encontrar ningún principio universal e inmutable, salvo tautologías formuladas como «se debe hacer el bien y evitar el mal» o «dar a cada uno lo suyo». Verdaderamente –se declara–, no hay que excluir la posibilidad de llegar a acuerdos sobre ciertos principios y normas de justicia que no sean puramente formales, pero no hay por qué alegar que derivan de la naturaleza y, sobre todo, los derechos humanos no tienen un fundamento absoluto, simplemente lo tienen histórico10. Como mantiene Radbruch11, el golpe definitivo contra el Derecho natural se dio por la teoría del conocimiento y no por la Historia del Derecho ni por el Derecho comparado, por la Filosofía crítica y no por la Escuela histórica, por Kant y no por Savigny. Resurgiendo, posteriormente, gracias a Stammler, 8 G. AMBROSETTI, «La storia del diritto naturale nella storia dell’Occidente», Ius, III-IV, 1963, pp. 318 y ss.; y, en general, M. RODRÍGUEZ MOLINERO, Derecho natural e Historia en el pensamiento europeo contemporáneo, Ed. Revista de Derecho Privado, Madrid, 1973. 9 M. ATIENZA RODRÍGUEZ, Introducción al Derecho, Edit. Club Universitario, San Vicente (Alicante), 1998, pp. 109 y 1 10. 10 N. BOBBIO, «Argomenti contro il diritto naturale», en N. BOBBIO, Giusnaturalismo e positivismo giuridico, Comunità, Milán, 1988, pp. 163 y ss.; G.R. CARRIÓ, «Una reciente propuesta de conciliación entre el iusnaturalismo y el positivismo jurídico», en VV.AA., La teoria generale del diritto, Probleme e tendenze attuali, Estudios dedicados a N. Bobbio, Comunità, Milán, 1983, pp. 361 y ss. 11 G. RADBRUCH, Introducción a la Filosofía del Derecho, trad. de W. Roces, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2002, pp. 109 y ss.

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y al objetivismo jurídico, bien volviendo a la fórmula clásica de la Philosophia perennis, bien aportando nuevas modalidades. Centrándonos en la teoría stammleriana, se aduce que una norma de conducta es justa cuando su particular posición y pretensión concuerda con el ideal de la comunidad de hombres libres. ¿Cuál es éste?, nuestro autor habla del «Derecho natural de contenido variable»12. Por consiguiente, la tesis es formalmente separadora del Derecho y la justicia, el primero se define siguiendo un método puramente formal de ordenación de los datos de la experiencia jurídica, que a posteriori son confrontados con la idea de justicia. Esta postura tiene puntos de contacto con las de Aristóteles y Tomás de Aquino, según las cuales la naturaleza de una cosa es la que sería si actualizara sus posibilidades potenciales (su fin), en el que recae la perfección. Puntualmente, Santo Tomás propugnaba que el hombre cuenta con inclinaciones naturales hacia la propia conservación, la propagación de su especie, la persecución de la verdad y la vida en sociedad, prescripciones de las que son derivables máximas menos generales de valor universal. Como sentencia Larenz cuando interpreta esta postura, «para justificar la pretensión de validez tiene que bastar que todo el ordenamiento esté en el camino de lo justo»13. El Derecho natural queda reducido a la idea formalmente explicitada del Derecho que se llena de contenidos variables, con tal de que una situación satisfaga los criterios formales. Primeramente, aparece el Derecho como categoría de finalidad y, en segundo lugar, como concepto específico; aunque lo cierto es que para Stammler no hay más que una idea del querer, los ideales históricos son diversas cuestiones sometidas al patrón general, o diversas aplicaciones de éste. Doctrina que guarda algunas concomitancias con Suárez, quien articuló armónicamente las exigencias racionales universalmente válidas con las necesidades de cada situación social14. Con Kant finaliza la Escuela clásica del Derecho natural y comienza la Escuela racionalista o formalista del Derecho. El imperativo kantiano es un principio formal que no dice lo que se debe hacer, sino cómo y con qué intención se debe obrar, dando un nuevo giro a las relaciones entre la subjetividad y la objetividad. Coetáneamente, la Filosofía se orientaba en la dirección del racionalismo dogmático de Descartes, Spinoza y Leibniz, que secundaba que la ra12 R. VON STAMMLER, Economía y Derecho según la concepción materialista de la Historia. Una investigación filosófico-social, trad. de W. Roces, Reus, Madrid, 1929, pp. 539 y 540. 13 TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, vol. II, edic. dirigida por los Regentes de estudios de las provincias dominicanas en España, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 2006, I-II, q. 94 a 2 ad 3. Y ver la interpretación de M. SANCHO IZQUIERDO en «El Derecho justo de Stammler y la ley justa de Santo Tomás. Los conceptos fundamentales de lo justo y lo social en la doctrina tomista», Universidad, enero-marzo de 1926, pp. 99 y ss. Cfr. K. LARENZ, Derecho justo: Fundamentos de Ética jurídica, trad. de L. Díez-Picazo, Civitas, Madrid, 2001, p. 29. 14 R. VON STAMMLER, Economía y Derecho según la concepción materialista de la Historia. Una investigación filosófico-social, cit., pp. 151 y ss. Cfr., además, J. GÓMEZ DE LA SERNA, «Filósofos modernos del Derecho. Los neokantianos», Anuario de Filosofía del Derecho, 1953, pp. 194 y 282.

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zón podía extraer conocimientos de toda clase; y en la del empirismo (en Inglaterra y Escocia), representada fundamentalmente por Hume, la cual propulsaba que el conocimiento era producto de una facultad sensible. Dentro de estos paradigmas, Kant se educó bajo la influencia del racionalismo de Wolf y fue despertado del «sueño dogmático» por el escepticismo de Hume, proyectándose sobre las dos posiciones con el estudio de las condiciones y los límites cognoscitivos15. En este sentido, el obstáculo de las epistemologías empiristas era justificar un conocimiento racional (seguro) apoyado en la observación, causa por la que Kant fundó racionalmente los juicios de la experiencia y ratificó la división sistemática del Derecho en natural y positivo. El natural reside en principios a priori, está compuesto por los principios de justicia. El positivo proviene de la voluntad del legislador, lo configuran los imperativos constituidos por los mandatos de una voluntad externa y coercitiva que determina la vinculación16. Pero fue primordialmente la obra de Finnis17 la que hizo concluir a MacCormick18, desde la filosofía analítica, que era necesario abandonar nuestra versión caricaturesca de lo que es la teoría del Derecho natural. Para Finnis, la máxima lex iniusta non est lex carece de sentido y ha sido atribuida falsamente a Tomás de Aquino. Más aún, la ley inicua, en su interpretación de la tradición iusnaturalista, puede ser legalmente válida siempre que haya sido promulgada de acuerdo con los procedimientos constitucionales y sea utilizada por los tribunales con la finalidad de decidir las contiendas. La ley natural se limita a expresar un deber ser moral, que las leyes positivas han de respetar para hacer posible –nos dice Finnis– siete bienes humanos: la vida, el conocimiento, el juego, la experiencia estética, la sociabilidad, la razonabilidad práctica y la religión. Sin embargo, en las concepciones más modernas, el Derecho natural deontológico se emplea con una mayor dosis de humildad. Las versiones actuales de las teorías del Derecho natural se han diluido o fragmentado, diluido en el sentido de que las pretensiones de validez eterna y universal no se plantean siempre con tanta fuerza, y fragmentado en el sentido de que a ciertos aspectos de la naturaleza de las leyes se les atiende superlativamente, como ocurre con la 15 E.R. AFTALIÓN y J. VILANOVA, con la colaboración de J. Raffo, Introducción al Derecho, AbeledoPerrot, Buenos Aires, 1994, pp. 235 y ss.; J. MUGUERZA, «Kant y el sueño de la razón», en C. THIEBAUT (ed.), La herencia de la Ilustración, Crítica, Barcelona, 1991, pp. 9 y ss. 16 J.L. COLOMER MARTÍN-CALERO, La teoría de la justicia de Immanuel Kant, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1995, pp. 201 y 202; M. GASCÓN ABELLÁN, Los hechos en el Derecho. Bases argumentales de la prueba, Marcial Pons, Madrid, 2004, pp. 13 y ss.; S. GOYARD-FABRE, Kant et le problème du Droit, J. Vrin, París, 1975. Ver también I. KANT, La metafísica de las costumbres, notas y trad. de A. Cortina Orts y J. Conill Sancho, estudio preliminar de A. Cortina Orts, Tecnos, Madrid, 2008, Primera parte, «Introducción a la doctrina del Derecho», pp. 37 y ss. 17 J. FINNIS, Ley natural y derechos naturales, trad. de C. Orrego Sánchez, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2000; ÍD., The Fundamentals of Ethics, Georgetown University Press, Washington, 1983. 18 N. MACCORMICK, «Natural Law Reconsidered», Oxford Journal of Legal Studies, 1/1, 1981, pp. 99-109.

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estructura de la legislación o contenido mínimo de las leyes. Configuran una ética jurídica que mantiene la existencia del Derecho justo, sirviendo de fundamento legitimador junto a la regla de valoración, control y vigilancia del ordenamiento jurídico, desenvolviéndose como una teoría fundamentadora de los derechos humanos y haciendo de punto de encuentro entre la Moral y el Derecho19. Despojado, en consecuencia, el Derecho natural de su pretensión de constituirse en un sistema omnicomprensivo, determinador de la validez del Derecho legislado, y presentándose como criterio moral con el que enjuiciar las normas positivas, lo que viene a decir –recuerda Finch– es que sin razón y conciencia las cosas no marcharían bien. Sobre todo en los momentos difíciles, «los defectos del positivismo inflexible permanecerán ocultos solamente en esos períodos pacíficos y plenos de la historia del Derecho en los que las disfunciones entre el Derecho positivo y las ideas prevalecientes sobre la justicia son raras y poco corrientes. En tiempos de crisis, tensión social o gobierno tiránico, cualquier creencia complacida con el neutralismo ético del Derecho será inevitablemente destruida»20, lo que ocurrió a propósito de la II Guerra Mundial. Los terribles acontecimientos del régimen nazi pusieron de relieve hasta dónde, en etapas críticas, resurge con fuerza este Derecho natural deontológico y hasta dónde la polémica entre iusnaturalismo y positivismo en torno a las relaciones entre el Derecho y la Moral está lejos de estar zanjada. Así, a lo largo de siglos, el pensamiento iusnaturalista se presenta en esencia bajo dos perspectivas: como ontología y/o como deontología, o –esgrime Pérez Luño21– como Derecho natural dogmático y crítico. Para la concepción ontológica del Derecho natural, hay un Derecho superior al positivo, deducido de la naturaleza y que sirve como patrón con el que enjuiciarlo. Su versión más extrema, y no la más actual ni la más persuasiva, llegará a negar la consideración de Derecho a todo Derecho positivo que no se adapte al natural, que es el superior. Con esta meta, se concibió como un auténtico sistema completo (reconociendo en el legislador humano únicamente cierto grado de autonomía para regular las cuestiones indiferentes), universal e inmutable. Es a esta concepción ontológica hacia la que van dirigidas las duras críticas de pensadores como Kelsen22, Ross23 o las más matizadas y medidas de Bobbio24. 19 J. FINCH, Introducción a la Teoría del Derecho, cit., p. 46; E. FERNÁNDEZ GARCÍA, «En torno a la necesidad del estudio del Derecho natural», en E. FERNÁNDEZ GARCÍA, Estudios de Ética jurídica, Debate, Madrid, 1990, pp. 33 y ss. 20 F. WIEACKER, Privatrechtgeschichte der Neuzeit, pp. 327-328 y 348 y ss., citado por John Finch, Introducción a la Teoría del Derecho, cit., p. 91. 21 A.E. PÉREZ LUÑO, Lecciones de Filosofía del Derecho. Presupuestos para una Filosofía de la experiencia jurídica, Mergablum, Sevilla, 2002, pp.194 y ss. 22 H. KELSEN, «La doctrina del Derecho natural ante el tribunal de la ciencia», en H. KELSEN, ¿ Qué es justicia?, edición y trad. de A. Calsamiglia, Ariel, Barcelona, 1992, pp. 64 y ss. 23 A. ROSS, Sobre el Derecho y la justicia, trad. de G.R. Carrió, EUDEBA, Buenos Aires, 2005, pp. 319 y ss. 24 N. BOBBIO, «Algunos argumentos contra el Derecho natural», en VV.AA., Crítica del Derecho natural, introducción y trad. de E. Díaz, Taurus, Madrid, 1966, pp. 221 y ss.

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Por positivismo se entiende generalmente la negación del Derecho natural, aunque son diferenciables varias clases. García San Miguel25 propone distinguir, al menos, cuatro especies: el filosófico, el histórico, el sociológico y el legalista. Sin embargo, el término positivismo legal se usa aquí con referencia a una doctrina que rechaza toda clase de especulación metafísica en el estudio del Derecho26. Su versión más extrema es el legalismo normativista y lo estudia tal como es, sin referencia alguna a su contexto social, histórico o moral. El background ideológico de esta corriente en sus versiones más modernas, que como el iusnaturalismo tampoco presenta caracteres monolíticos, es, por una parte, el positivismo filosófico de Hume con su rechazo a deducir el ser del deber ser27, así como, más tarde, el positivismo lógico de Carnap, Ayer o Wittgenstein. En todo caso, no hay unanimidad a la hora de precisar qué es exactamente el positivismo legal. Summers28 ha identificado hasta diez posiciones que podríamos calificar como positivistas, y Hart29 distingue cinco significados de positivismo en la moderna jurisprudencia: «la afirmación de que las leyes son mandatos de seres humanos; la afirmación de que no hay una conexión necesaria entre ley y Moral o entre la ley tal cual es y la ley que debe ser; la afirmación de que el análisis de los conceptos legales es: a) algo que se debe hacer, y b) debe ser distinguido de las investigaciones históricas sobre las causas u orígenes de las leyes, de los estudios sociológicos sobre la relación entre la ley y otros fenómenos sociales, y de la crítica o valoración de la ley desde la perspectiva de la Moral, los objetivos sociales, las funciones, etc. La afirmación de que el Derecho es un sistema lógico cerrado en el que las decisiones legalmente correctas pueden ser deducidas por medios lógicos a partir de unas normas predeterminadas y sin referencia a objetivos sociales, políticas públicas, estándares morales…; y la afirmación de que los juicios morales no pueden ser establecidos o defendidos, como pueden serlo los jurídicos, mediante argumentos racionales, evidencias o pruebas (no cognitivismo en ética)». Mas no todos los autores positivistas comparten esas cinco aserciones. Como advertiremos más adelante, Austin aceptaría la primera, la segunda y la 25 L. GARCÍA SAN MIGUEL, Notas para una crítica de la razón jurídica, Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, Madrid, 1985, pp. 162-173. Mas recientemente, ver R. ESCUDERO ALDAY, Los calificativos del positivismo jurídico, Thomson-Civitas, Madrid, 2004. 26 H. KELSEN, Teoría pura del Derecho, trad. de R.J. Vernengo, Porrúa, México, D.F., 2007, pp. 71 y ss. 27 D. HUME, Ensayos políticos, estudio preliminar de J.M. Colomer y trad. de C.A. Gómez, Tecnos, Madrid, 2006; ÍD., De la moral y otros escritos, prólogo, trad. y notas de D. Negro Pavón, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1982. 28 R.S. SUMMERS, «The New Analytical Jurists», New York University Law Review, 41, 1966, pp. 861 y ss. 29 H.L.A. HART, Essays in Jurisprudence and Philosophy, Clarendon Press-Oxford University Press, Nueva York, 1983, pp. 57 y 58.

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tercera tesis, pero no la cuarta ni la quinta. Kelsen compartiría la segunda, la tercera y la quinta, pero no la primera. Respecto a la primera aserción, fue Austin quien defendió que las normas son mandatos puestos por algunos seres humanos, afirmación que sería matizada por Hart y Raz. La segunda tesis ha venido representando tradicionalmente la quintaesencia del positivismo, es la que se refiere a la separación entre el Derecho y la Moral, y podemos encontrarla en Austin30 al disponer que la existencia de una ley es una cosa, y su mérito o demérito es otra. Kelsen31, Hart32 o Raz33 pretenden diferenciar la ley que es y la ley que debe ser, sin que la Moral tenga ningún papel que jugar en la identificación y definición del Derecho. A pesar de ello, conviene apreciar que el positivismo propugna que no hay una conexión necesaria entre Derecho y Moral, no que nunca la haya o que no deba haberla. Como vimos, sólo se postula que los juicios de ser y los de deber ser son cuestiones diferentes que no se implican. La tercera tesis requiere poca discusión para comprenderse, siendo otro tema su fundamento para ser aceptado en la versión más extrema o normativista. El cuarto aserto es el centro de ataque del iusnaturalismo y, actualmente, de Dworkin con su teoría de los principios34. Y la quinta afirmación, perteneciente a la teoría ética del no cognitivismo de los valores o teoría emotiva, sustenta que los valores no pueden ser conocidos, no puede predicarse de ellos la verdad o falsedad; a título ilustrativo, son las tesis de Kelsen35 o de Ross36. No obstante, muchos juristas, entre ellos Kelsen, identifican el positivismo con la tesis de que no hay principios morales y de justicia que sean universalmente válidos o, por lo menos, cognoscibles por medios racionales. Kelsen, bajo el influjo de las concepciones filosóficas empiristas y de los postulados lógicos del Círculo de Viena, parte de que los únicos juicios de los que podemos predicar la verdad o la falsedad son los enunciados empíricos. Los enunciados valorativos no son empíricos y, por tanto, son subjetivos y relativos. Es este punto de arranque el que le permite abogar que la justicia no es más que un ideal irracional37, manifestando Ross38 que apelarla es lo mismo que dar un 30 I. TURÉGANO MANSILLA, Derecho y moral en John Austin, prólogo de J.R. de Páramo Argüelles, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2001, pp. 235 y ss. 31 H. KELSEN, Teoría pura del Derecho, cit., pp. 71 y ss. 32 H.L.A. HART, El concepto de Derecho, trad. de G.R. Carrió, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2004, pp. 193 y ss. 33 J. RAZ, La autoridad del Derecho. Ensayos sobre Derecho y moral, trad. de R. Tamayo y Salmorán, Universidad Nacional Autónoma de México, México, D.F., 1985, pp. 57-69. 34 R. DWORKIN, Los derechos en serio, trad. de M. Guastavino, Ariel, Barcelona, 2002, pp. 72 y ss. 35 H. KELSEN, «¿Qué es justicia?», en H. KELSEN, ¿Qué es justicia?, cit., pp. 35 y ss. 36 A. ROSS, Sobre el Derecho y la justicia, cit., pp. 267 y ss. Sobre las tesis que sustenta el positivismo, ver N. HOERSTER, «En defensa del positivismo jurídico», en N. HOERSTER, En defensa del positivismo jurídico, trad. de J.M. Malem Seña, revisión de E. Garzón Valdés y R. Zimmerling, Gedisa, Barcelona, 2000, pp. 11 y ss. 37 H. KELSEN, Teoría pura del Derecho, cit., pp. 79 y ss. 38 A. ROSS, Sobre el Derecho y la justicia, cit., pp. 333 y ss.

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puñetazo sobre la mesa, una expresión emocional. Ahora bien, el positivismo legal no implica aceptar la tesis del no cognitivismo de los valores; Austin39, partiendo de las teorías utilitaristas, cree en la posibilidad de construir una moral objetiva, y Hart40 acepta un contenido mínimo del Derecho natural. Esquemáticamente, «la creencia de que hay principios morales y de justicia universalmente válidos y racionalmente justificables es perfectamente compatible con la concepción positivista del Derecho»41. 2.1.

Tres modos de considerar el positivismo

Para Bobbio42, sin afán reduccionista, el positivismo jurídico se ha expresado a lo largo de su historia en tres formas: como un modo de afrontar el estudio del Derecho (positivismo metodológico), como una concepción del Derecho (positivismo como teoría) y como una ideología de la justicia (positivismo ideológico). Consecuentemente, lo que se presenta como una única doctrina contiene, más bien, tres enfoques sin una relación necesaria: «Tomar en cuenta esta distinción –dice Bobbio43– induce a formular dos criterios metodológicos que considero deben tenerse en cuenta a la hora de examinar las doctrinas del positivismo jurídico. El primer criterio se refiere al análisis descriptivo de la doctrina y se puede formular de este modo: caracterizar a un jurista como positivista jurídico respecto a la forma de considerar el Derecho no significa que lo tenga que ser respecto a la teoría y a la ideología del Derecho. El otro criterio se refiere al momento crítico o valorativo de la doctrina y puede ser formulado así: la aprobación o rechazo de uno de los aspectos del positivismo jurídico no implica la aprobación o rechazo de los otros dos aspectos». Veamos uno a uno. El positivismo como ideología representa la creencia en ciertos valores y, con fundamento en esa creencia y por el hecho de existir, confiere al Derecho tal cual un valor positivo, con independencia de su correspondencia o alejamiento de un Derecho ideal. Con esta finalidad, suele utilizar dos tipos de argumentos: el Derecho positivo por el hecho de existir es justo, y el Derecho positivo, con su existencia y con independencia del valor moral del contenido de sus normas, sirve a la consecución de algunos fines deseables, como el orden, la paz, la certeza y, en general, la justicia legal. De ambas posiciones se

39 J. AUSTIN, Lectures on Jurisprudence, vol. I, edic. de R. Campbell, The Lawbook Exchange, Clark (Nueva Jersey), 2005, pp. 218 y 268-269. 40 H.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., pp. 239 y ss. 41 C.S. NINO, Introducción al análisis del Derecho, cit., p. 32. 42 N. BOBBIO, «Aspetti del positivismo giuridico», en N. BOBBIO, Giusnaturalismo e positivismo giuridico, cit., pp. 104 y ss. 43 N. BOBBIO, «Aspetti del positivismo giuridico», cit., pp. 104 y 105.

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deduce que las normas deben obedecerse (como obligación moral, y en contraposición a la obediencia externa o por temor a los castigos)44. Hay que insistir –recalca Bobbio45– que no hay una conexión lógica entre el positivismo como teoría y el positivismo como ideología. Aquél es el reflejo en la conciencia de los juristas de la formación del Estado moderno, y la ideología positivista está conectada con la exaltación del Estado. A veces, han hecho juntos el camino, pero no son idénticos ni tienen por qué serlo. La crítica antipositivista más fuerte en nuestro siglo se ha centrado precisamente en esta concepción del positivismo como ideología, y se le ha hecho corresponsable de algunos dramas de la humanidad por su silencio ante el nazismo. Pero, ¿qué hay de verdad en la responsabilidad del positivismo por tales horrores? Es aconsejable recordar que la teoría de la obligación moral de obedecer las leyes (y la de la resistencia frente al tirano) ha sido alimentada por los iusnaturalistas, desde los más tradicionales a los más modernos. En lo atinente a este tema, Garzón Valdés46 ha investigado cómo cierto iusnaturalismo alemán se dedicó a justificar el sistema hitleriano, reiterando Bobbio47 que la aceptación de la obligación moral de obedecer la ley positiva no es ni iusnaturalista ni positivista, se deriva de la constatación de que ningún ordenamiento jurídico puede mantenerse en base a la obediencia obtenido por miedo a la sanción. Acto seguido, hay que distinguir la doctrina que defiende que hay que aceptar las leyes porque lo son de aquella otra doctrina que fundamenta la obligación moral de obedecer las leyes positivas (justas o injustas), ya que sirven para realizar valores sin los cuales ninguna sociedad podría sobrevivir, como el orden, la paz, la certeza y, genéricamente, la justicia legal. En este supuesto, la obligación de obediencia está condicionada a que se reconozca que esas leyes son idóneas para alcanzar aquellos fines y que los valores garantizados por el Derecho no entran en conflicto con otros superiores, como la vida, la dignidad humana o la libertad. Conviniendo no olvidar que principios como los de legalidad, orden y certeza fueron elaborados a partir del siglo XVIII para hacer frente a la tiranía, habiendo sido empleados por muchos demócratas para luchar contra las dictaduras. En definitiva, para Bobbio, la ideología positivista en abstracto no es ni mejor ni peor que la iusnaturalista. ¿Obedecer las leyes?, depende de qué leyes. Veamos ahora el positivismo como teoría. Por positivismo jurídico como teoría entiende Bobbio48 aquella concepción del Derecho que conecta el fenómeno jurídico a la formación de un poder soberano capaz de ejercer la coacN. BOBBIO, «Aspetti del positivismo giuridico», cit., p. 110. N. BOBBIO, «Aspetti del positivismo giuridico», cit., pp. 107 y ss. 46 E. GARZÓN VALDÉS, «Notas sobre la Filosofía del Derecho alemana actual», en E. GARZÓN VALDÉS, Derecho, Ética y Política, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993, como introducción general, cfr. pp. 237 y ss. 47 N. BOBBIO, «Aspetti del positivismo giuridico», cit., p. 115. 48 N. BOBBIO, «Aspetti del positivismo giuridico», cit., pp. 107 y ss. 44 45

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ción. Se trata de la identificación habitual del positivismo jurídico con la teoría estatalista del Derecho. Históricamente, esta postura ha estado unida o es la expresión del proceso de formación de los Estados modernos y presenta cinco notas: a) respecto a la definición del Derecho, la teoría de la coactividad según la cual se considera Derecho un conjunto de normas que o bien se hacen valer con la fuerza o regulan directamente el uso de la fuerza; b) en lo tocante a la definición de la norma, la teoría imperativista que propugna que las normas jurídicas son mandatos; c) en cuanto a las fuentes del Derecho, la proclamación de la supremacía de la ley sobre las demás fuentes y la reducción de estas otras (costumbre o jurisprudencia) a fuentes subordinadas; d) por lo que se refiere al ordenamiento jurídico, su valoración como sistema del que se predican la unidad, la plenitud y la coherencia, y e) respecto al método de la Ciencia y de la interpretación, la estimación de la actividad del jurista como lógica y la de la Ciencia como hermenéutica o dogmática. Esta concepción del Derecho no deriva de una necesidad lógica, sino que tiene una explicación histórica que la conecta con el surgimiento del Estado moderno. Pero, hoy en día, muchos juristas que se declaran positivistas no comparten la mayoría o comparten sólo alguna de aquellas cinco notas. Mientras que el rechazo al positivismo ha venido liderado por el iusnaturalismo, las críticas como teoría tienen su origen en la Sociología y en las corrientes realistas. El positivismo ha tenido que ir matizando o reformulando en este campo algunos de sus postulados, como el del dogma de la plenitud del Derecho, la imperatividad de las normas o la teoría de las fuentes. A la vista de los nuevos fenómenos que afectan a los Estados nacionales, es evidente que el positivismo teórico está gravemente herido, mucho más de lo que precisaba Bobbio49. Mas el positivismo también es una metodología concreta. Desde este enfoque se concluye la neta distinción entre el Derecho real y el ideal, y la convicción de que el Derecho del que debe ocuparse el jurista es el primero y no el segundo. Es una perspectiva que podríamos llamar científica, en cuanto una de las características de toda orientación de esta naturaleza en el estudio de los hechos viene representada antes que nada por la objetividad entendida como Wertfreiheit. «En este sentido –reafirma Bobbio50–, positivista es todo aquel que asume frente al Derecho una actitud avalorativa, u objetiva, o éticamente neutral; esto es, que asume como criterio para distinguir una regla jurídica de una no jurídica la derivación de hechos constatables...», como haber sido promulgada o aplicada por los jueces con independencia de que se adecue o no a ciertos valores. Por el contrario, el iusnaturalismo, y aquí Bobbio parece desconocer el deontológico, exigiría para calificar una regla como jurídica que coincidiera o realizara ciertos valores morales. Positivista, por consiguiente, será toda teoría del Derecho que parta del presupuesto de que el objeto de la Ciencia jurí49 50

N. BOBBIO, «Aspetti del positivismo giuridico», cit., pp. 124 y ss. N. BOBBIO, «Aspetti del positivismo giuridico», cit., p. 106.

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dica es el Derecho positivo. El acuerdo en este aspecto entre los positivistas es más amplio, puesto que en la distinción entre lo que es y lo que debe ser están de acuerdo el positivismo y el realismo. La acusación más fuerte que se dirige contra el positivismo metodológico es que no se puede mantener fiel a su punto de partida, ya que en los casos difíciles tiene que recurrir, en última instancia, a valores morales específicos. En efecto, una de las tesis más frecuentes del positivismo es la que corrobora que el Derecho no debe caracterizarse según propiedades valorativas, sino que ha de ser definido tomando en cuenta sólo propiedades descriptivas. Si fuera esto lo único que enfrentara al iusnaturalismo y al positivismo, los argumentos en favor de una definición del Derecho que recurriera con exclusividad a propiedades descriptivas y no valorativas serían, en opinión de Nino51, tres. En primer lugar, conviene definirlo de modo que podamos construir una Ciencia jurídica, la que, como toda Ciencia, debe ser puramente descriptiva y valorativamente neutra; no obstante –reconoce el autor–, los iusnaturalistas también podrían decir que el término Derecho no sólo lo utilizan los científicos del Derecho, usándose en actividades no descriptivas, como la administración de justicia. Más aún, se podría decir que la Ciencia jurídica no es sólo descriptiva, sino, según alguna dogmática, también lo es prescriptiva. En segundo lugar, sería imposible una comunicación eficaz y fluida si lleváramos a cabo una definición apoyándonos en valores, mas ya hemos visto que no todos los positivistas comparten el emotivismo ético. Y el tercer argumento a favor de una definición puramente descriptiva se centraría en las ventajas que se obtienen si se define el Derecho de tal modo que se pueda diferenciar el que es del que debe ser. La conclusión de Nino52 es contundente: el resultado de esta discusión nos permite concluir que hay razones de peso en favor de la posición adoptada por el positivismo metodológico o conceptual respecto de la definición del Derecho, pero nos percatamos de que la elección entre esta posición y la del iusnaturalismo implica tomar partido acerca de una mera cuestión verbal. Una controversia acerca del significado que tiene o debe darse a una palabra no representa ningún obstáculo insalvable para el progreso de las ideas. Y si las partes no se ponen de acuerdo, pueden entenderse si distinguen el significado que cada una asigna a la palabra y si traducen lo que se dice en un lenguaje al lenguaje alternativo. No parece fácil poner fin a la disputa entre el iusnaturalismo y el positivismo, ni identificar cuál de las perspectivas que se han presentado como positivistas conforman el núcleo de las doctrinas que adquieren esa denominación. Un intento muy representativo de hallarlo es el de Raz53 con su tesis de las fuentes. C.S. NINO, Introducción al análisis del Derecho, cit., pp. 40 y ss. C.S. NINO, Introducción al análisis del Derecho, cit., p. 43. 53 J. RAZ, La autoridad del Derecho. Ensayos sobre Derecho y moral, cit., pp. 55 y ss. Según Raz, las tres áreas de disputa que han estado en el centro de la controversia a la hora de definir el positivismo han sido 51 52

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El debate Hart-Fuller

El examen de uno de los debates más relevantes producidos a mediados del siglo pasado es muy útil para alumbrar algunas de las diferencias fundamentales que hay entre el positivismo y el iusnaturalismo54. Los ensayos de Hart y Fuller surgieron a raíz de algunos procesos seguidos en Alemania tras la liquidación del régimen nazi, consistiendo la posición de Hart en que hay que separar conceptualmente ley y moralidad, mientras que para Fuller tal separación era imposible y peligrosa. El proceso que suscitó el debate trataba sobre una mujer que, para deshacerse de su marido, oficial del Ejército alemán, lo denunció ante los tribunales por sus críticas contra aquel régimen. Las críticas estaban legalmente castigadas con penas que oscilaban entre la cárcel y la muerte, y el tribunal condenó a la pena capital al marido, si bien las necesidades de la guerra hicieron que se conmutara la sanción y se le enviara a luchar al frente ruso. Finalizada la conflagración, el marido de vuelta a Alemania denunció a su esposa, y la defensa de la esposa consistió en que exclusivamente cumplió la ley que obligaba a denunciar a cualquiera que criticara el sistema nazi vigente, delito que había cometido su marido. El tribunal, sin embargo, la condenó como culpable fundamentándose en que la ley que sancionaba las críticas no era una ley, ya que era contraria a la conciencia y sentido profundo de justicia de todos los seres humanos decentes. Hart55, cuyo compromiso con las libertades nadie ponía en duda, vio que dicha sentencia suponía una apelación a la doctrina del Derecho natural, e insistió en que «la ley es la ley» y sigue siendo ley aun cuando no se adecue a nuestros criterios de justicia. Esto no quiere decir que la injusta deba ser obedecida moralmente, el problema de la obediencia de las leyes injustas es distinto del conceptual del Derecho. Fuller56 replicó inmediatamente a estas tesis las referidas a la identificación del Derecho, al valor moral del mismo y al significado de sus términos clave. Se pueden denominar estas áreas como las tesis social, moral y semántica, respectivamente (dándose por sentado que los positivistas apoyan una o varias). «En términos más generales –dice Raz–, la tesis social del positivismo consiste en afirmar que la cuestión de qué cosa sea Derecho y qué no es Derecho es una cuestión fáctico-social (esto es, las distintas tesis sociales constituyen diferentes refinamientos y elaboraciones de esta formulación simple). Según la tesis moral, el valor moral del Derecho (tanto de una norma concreta como de un sistema) o el mérito moral que presenta es una cuestión contingente que depende del contenido del Derecho y de las circunstancias de la sociedad a la que se aplica. La tesis semántica, que puede ser estimada común a la mayoría de las teorías positivistas, es negativa; esto es, supone que términos como derechos y deberes no pueden ser usados con igual sentido en contextos morales y legales. De las tres tesis, la social es la más fundamental. Es también responsable de la denominación del positivismo que indica la opinión de que el Derecho es puesto, se convierte en Derecho debido a las actividades de los seres humanos». Así pues, lo que constituye el núcleo del positivismo es su tesis social. 54 La polémica puede encontrarse, por ejemplo, en L.B. CURZON, Jurisprudence, Pitman, Londres, 1988, pp. 47 y ss. 55 H.L.A. HART, «Positivism and the Separation of Law and Morals», Harvard Law Review, 71, 1958, pp. 593-629. 56 L.L. FULLER, «Positivism and Fidelity of Law. A Reply to Professor Hart», Harvard Law Review, 71, 1958, pp. 630-672.

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en el sentido de que la ley ha de tener una «moralidad interna», donde no existe, tampoco existe la legalidad, por lo que Hart no se había percatado de que bajo el nazismo no quedaba nada a lo que se pudiera calificar con propiedad como Derecho. En La moral del Derecho, Fuller57 intensificó su ataque a las tesis hartianas desde el estudio de la estructura formal de las leyes. Según él, todo Derecho tiene una «moralidad interna». Se imagina a un legislador hipotético –Rex– que en su intento de crear y mantener un sistema de normas legales puede fracasar de ocho formas: la primera se remite al «fracaso de establecer reglas de manera que cada supuesto tenga que ser resuelto con órdenes ad hoc». Pero hay otras vías equivocadas: «el fracaso de publicarlas o, al menos, hacer accesible a las personas afectadas aquellas reglas que se espera que observen»; «el abuso de la legislación retroactiva, que no sólo no puede servir de guía para la acción, sino que rebaja la integridad de las normas prospectivas, dado que las sitúa ante la amenaza de cambios retrospectivos»; «el fallo a la hora de elaborar leyes comprensibles»; «la publicación de normas contradictorias»; «las reglas que requieren un comportamiento que está más allá de las posibilidades del obligado»; «introducir cambios tan frecuentes en las reglas que el sujeto no pueda orientar sus acciones por ellas», y «un fallo de congruencia entre las reglas, tal y como están publicadas, y su real aplicación». Un fracaso total en alguna de estas direcciones no produce un mal sistema de Derecho, lo que produce es algo que no se puede llamar con propiedad un sistema legal. «Ciertamente, no hay ningún fundamento racional para declarar que un hombre tiene una obligación moral de obedecer una norma legal que no existe, o que se la mantiene en secreto, o que se la ha establecido después de que él hubiera realizado los comportamientos, o que era ininteligible, o que era contradicha por otras reglas, o que ordenaba algo imposible o que cambiaba continuamente». Cuando todo esto ocurre hay un drástico deterioro de la legalidad. Un Derecho que haya perdido esta moralidad interna no es –constata Fuller– auténtico Derecho. La polémica continuó con la publicación por Hart de El concepto de Derecho, en el que seguía insistiendo en que Derecho y Moral no son términos intercambiables. La validez de una norma no puede ser confundida con su moralidad58, aunque, desde posiciones analíticas, encuentra en el Derecho natural un «núcleo de buen sentido» que da razón a quienes mantienen lo inadecuado que resulta tratar de definir el Derecho en términos puramente formales, sin referencia a ningún contenido específico o a las necesidades sociales. Hay «reglas de conducta que toda organización social tiene que contener para ser viable… Tales principios de conducta universalmente reconocidos, que tienen una base en verdades elementales referentes a los seres humanos, a su circunstan57 58

L.L. FULLER, La moral del Derecho, trad. de F. Navarro, Trillas, México, D.F., 1967, pp. 148 y ss. H.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., pp. 238 y ss.

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cia natural y a sus propósitos, pueden ser estimados como el contenido mínimo del Derecho natural, en contraste con las construcciones más grandilocuentes y más controvertidas que a menudo han sido enunciadas bajo ese nombre»59. Hay hechos que suministran una razón para que el Derecho y la Moral deban incluir un contenido específico. La forma general del argumento es que sin tal contenido las normas jurídicas y la Moral no podrían llevar a cabo el propósito mínimo de supervivencia que los hombres tienen al asociarse entre sí60. En ausencia de ese contenido mínimo, los hombres no tendrían ninguna razón para asociarse ni para obedecer el Derecho. Mas nos hallamos ante un debate inconcluso. Aún más, ninguna de las posiciones da una respuesta indubitada a la cuestión práctica a la que se enfrentan los ciudadanos y los aplicadores del Derecho. Si se acepta la tesis de Hart en torno a la separación entre el Derecho y la moralidad, ¿cómo debería resolverse el problema suscitado por la mujer que denunció a su marido ante las autoridades nazis? ¿Es admisible una norma retroactiva para resolver este problema? Ahora bien, si se acepta la tesis de Fuller ante las leyes injustas, ¿cómo se debe tratar la desobediencia de las minorías ante cualquier ley que se considere injusta?61. Como esgrimiera Wieacker62, el problema no se plantea con tanta crudeza en la vida diaria de una sociedad democrática y estable; no obstante, vuelve a resurgir con toda su fuerza tan pronto como se enjuicien los desmanes de los responsables políticos de sistemas totalitarios. 3.

EL

CONSTITUCIONALISMO Y EL POSTPOSITIVISMO

En el siglo XIX, la codificación y el constitucionalismo supusieron la traslación al Derecho positivo del contenido del Derecho natural racionalista63. En la mentalidad que da lugar a este primer positivismo jurídico, coincidente con el positivismo como teoría a la que alude Bobbio64, la naturaleza es sustituida por el Código en el que el legislador racional ofrece una respuesta correcta a cualquier controversia que pueda presentarse en la realidad65. Es el momento del auge de la teoría de la subsunción como descripción del proceso de aplicación del Derecho.

H.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., pp. 239 y ss. Ibídem. 61 L.L. FULLER, La moral del Derecho, cit., pp. 43 y ss.; H.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., pp. 229 y ss. 62 F. WIEACKER, Privatrechtgeschichte der Neuzeit, cit., pp. 327 y 328. 63 Es preciso tener en cuenta los diferentes procesos constitucionales, ver M. FIORAVANTI, Constitución. De la Antigüedad a nuestros días, trad. M. Martínez Neira, Trotta, Madrid, 2001. 64 N. BOBBIO, El positivismo jurídico. Lecciones de Filosofía del Derecho reunidas por el Doctor Nello Morra, trad. de R. de Asís y A. Greppi, Debate, Madrid, 1993, p. 238. 65 L. PRIETO SANCHÍS, Ideología e interpretación jurídica, Tecnos, Madrid, 1993, pp.19-30. 59 60

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En este contexto de supremacía absoluta de la ley, no se confiere eficacia jurídica a la Constitución, siendo un documento de valor simbólico cuya realización vuelve a corresponder al legislador. Sin embargo, la situación ha cambiado. Primero, tuvo lugar la implantación del esquema constitucionalista kelseniano, en el cual la parte organizativa de la norma fundamental se aseguraba mediante un sistema de control de constitucionalidad que suponía el establecimiento de un órgano creado para llevarlo a cabo. Después de la II Guerra Mundial, este control se haría extensivo, en la Europa continental y frente a las precauciones de Kelsen66, a la parte material. Estamos, por tanto, ante un escenario en el que se ha modificado el peso otorgado en el funcionamiento del Derecho a los criterios sobre los que se asienta la legitimidad del poder en el Estado de Derecho: los derechos humanos y la democracia. A partir de este fenómeno histórico, se ha proclamado el desarrollo de una nueva teoría del Derecho que también se ha llamado constitucionalismo, conforme a la cual la validez de una norma en el marco del Estado constitucional depende de su justicia67. El fundamento de esta vinculación entre la validez y la justicia radica en la incorporación a las Constituciones de nuestro entorno de una serie de valores que –se juzga– expresan la ética de la sociedad democrática. Para sus defensores nace una conexión necesaria entre la moralidad correcta y el Derecho, que convierte en insuficiente al positivismo jurídico en cuanto a la descripción de cómo se identifica. Comúnmente, se trata de suscribir que aquellos valores forman parte del Derecho en virtud de su importancia material y no por estar incorporados a normas jurídicas, suponiendo el constitucionalismo, en algunas de sus declaraciones, una nueva concepción iusnaturalista, aunque no siempre sea así. Una de las construcciones de más éxito es la que lleva a justificar que, en el contexto del Estado constitucional, el razonamiento jurídico se integra en el razonamiento práctico general68. El argumento es que cualquier decisión jurídica debe estar justificada en los contenidos éticos incorporados a las Constituciones; en consecuencia, el razonamiento jurídico, ya sea hecho por el legislador o por el juez, se convierte en una prolongación del razonamiento práctico. Se suscribe la existencia de una conexión necesaria entre el Derecho y la Moral que surge en la justificación de la actividad jurídica69, resultando, de nuevo, incompatible con el positivismo jurídico. La obra de R. Dworkin Los derechos en serio70 constituye un hito postpositivista muy relevante en el desarrollo de las críticas al positivismo jurídico 66 H. KELSEN, «La garantía jurisdiccional de la Constitución (la justicia constitucional)», en H. KELSEN, Escritos sobre democracia y socialismo, selección, presentación y trad. de J. Ruiz Manero, Debate, Madrid, 1988, pp. 109-155. 67 M. ATIENZA RODRÍGUEZ, El sentido del Derecho, Ariel, Barcelona, 2004, pp. 309 y 310. 68 R. ALEXY, «Sistema jurídico y razón práctica», en R. ALEXY, El concepto y la validez del Derecho, trad. J. Malem, Gedisa, Barcelona, 2004, pp. 158-177. 69 M. ATIENZA RODRÍGUEZ, El sentido del Derecho, cit., pp. 309 y 310. 70 R. DWORKIN, Los derechos en serio, cit.

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que difícilmente pueden ser englobadas bajo la etiqueta iusnaturalista. Para presentar esta teoría utilizaremos el esquema hartiano al que se ha hecho referencia71. El planteamiento supone una crítica a cada una de las tesis que Hart estima definitorias del positivismo jurídico, crítica que se apoya en que no da cuenta de la comprensión que los juristas tienen de su actividad, además de suponer la legitimación de la aplicación retroactiva del Derecho y la falta de distinción entre las funciones legislativa y judicial: a) En lo atinente a la separación entre Derecho y Moral, Dworkin emplea la referencia a la distinción entre principios y normas para afirmar la existencia de una relación necesaria; b) en lo tocante a la tesis del origen social de las fuentes jurídicas, plantea la defensa de los principios como un tipo de estándares jurídicos que se integra en el Derecho por criterios diferentes de su origen, quedando fuera de la regla de reconocimiento, y c) en relación con la discrecionalidad, la referencia a los principios supone negar legitimidad a los jueces para crear Derecho. Dworkin diferencia dos sentidos de discrecionalidad, el fuerte y el débil. La discrecionalidad fuerte es la que tiene el sujeto, que puede decidir arbitrariamente. La discrecionalidad en sentido débil hace referencia a dos situaciones: aquella en la que se encuentra un sujeto que decide en última instancia, es decir, cuya decisión es inapelable, y la de quien tiene que discernir entre distintas soluciones posibles, viendo cuál es la que mejor se acomoda a las pautas de decisión. En opinión del autor, los jueces sólo tienen discrecionalidad en el tercero de los sentidos y, en determinadas circunstancias, en el segundo. La teoría de Dworkin avanza lo que serán los planteamientos mayoritarios de la teoría del Derecho en la actualidad, coincidiendo en la negación de la tesis de la neutralidad72. A grandes rasgos, se puede decir que el constitucionalismo supone entender que la supremacía constitucional en relación con la ley tiene un carácter diferente que la supremacía de la ley en relación con las normas inferiores. De un modo u otro, esta concepción sitúa a la Constitución más allá del texto de las normas; por consiguiente, en un sentido material. Desde este punto de vista, las normas constitucionales contienen principios de justicia que deben ser empleados como parámetros de validez de las restantes normas del ordenamiento, lo que obliga al intérprete-aplicador de la Constitución a llevar a cabo un razonamiento moral. De esta forma, dos de las tres tesis básicas del positivismo jurídico resultan claramente cuestionadas, existe una co71 H.L.A. HART, «El nuevo desafío al positivismo jurídico», trad. de L. Hierro, F.J. Laporta y J.R. de Páramo, Sistema, 36, 1980, pp. 3-18, en este trabajo, Hart presenta argumentos frente a las críticas de Dworkin. Ver también R. GUASTINI, «Reencuentro con Dworkin», en R. GUASTINI, Distinguiendo. Estudios de teoría y metateoría del Derecho, trad. J. Ferrer Beltrán, Gedisa, Barcelona, 1999, pp. 277-286. 72 L. PRIETO SANCHÍS (en Constitucionalismo y positivismo, revisión de C. Massa, Fontamara, México, D.F., 1999, pp. 51 y ss.) presenta algunas de estas teorías que, en su opinión, tienen en común la afirmación de que la comprensión del Derecho sólo es posible desde el punto de vista interno. En coherencia con lo anterior, se mantiene que la obligatoriedad de las normas sólo puede tener un fundamento moral y defender la existencia de una conexión necesaria entre el Derecho y la Moral.

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nexión necesaria entre el Derecho y la moralidad correcta que permite que el juez pueda encontrar siempre criterios para ofrecer una respuesta. Sin embargo, es factible seguir manteniendo la tesis de la separación conceptual entre el Derecho y la Moral también en el Estado constitucional; inclusive, esa distinción es la que permite la crítica moral al Derecho en dicho contexto73; habiendo llevado este mismo fenómeno del constitucionalismo a una polémica que enfrenta al positivismo jurídico excluyente con el incluyente74. El segundo postula la compatibilidad del positivismo jurídico con la descripción, como un hecho, de que en el contexto del Estado constitucional los criterios de identificación del Derecho son, a veces, morales. El positivismo incluyente sólo será una alternativa al excluyente si considera que esas referencias a la Moral incorporadas a la regla de reconocimiento en el constitucionalismo lo son a una moral correcta, en cuyo caso, además, debe aceptar un cierto objetivismo ético75. 4.

EL

REALISMO

El realismo jurídico ha llegado a ser presentado por algunos como una alternativa frente al iusnaturalismo y al positivismo, si bien se suele aducir que cobró carta de naturaleza en los inicios del siglo XX. Se pueden estimar cuasi realistas las orientaciones de la Jurisprudencia de intereses o de la Jurisprudencia sociológica; mas las que esencialmente se conocen como Escuelas de esta corriente son el realismo norteamericano y el escandinavo. 4.1.

El realismo jurídico norteamericano

Cotterrell76 postula que resulta poco productivo hacer generalizaciones sobre el realismo jurídico norteamericano, porque no es una Escuela, sino, más bien, un movimiento, un método y una técnica, pudiendo ser clasificado en tres grandes grupos77: el policy-science realism, el escepticismo radical ante las normas y el realismo doctrinal constructivo. Su aspecto distintivo se refiere a su actitud ante las normas. El policy-science realism no niega la utilidad del análisis legal normativo, de una teoría normativa, pero le interesa más el estudio e investigación de los hechos. Para el escepticismo realista, las normas carecen L. PRIETO SANCHÍS, Constitucionalismo y positivismo, cit., p. 96. J.J. MORESO MATEOS, «En defensa del positivismo jurídico inclusivo», en P.E. NAVARRO y M.C. REDONDO (comps.), La relevancia del Derecho, Gedisa, Barcelona 2002, pp. 93-116. 75 J.C. B AYÓN M OHÍNO , «Derecho, convencionalismo y controversia», en P.E. N AVARRO y M.C. REDONDO (comps.), La relevancia del Derecho, cit., pp. 57-92 y, especialmente, la p. 75. 76 R. COTTERRELL, The Politics of Jurisprudence. A critical Introduction to Legal Philosophy, cit., pp. 188 y ss. 77 R. COTTERRELL, The Politics of Jurisprudence. A critical Introduction to Legal Philosophy, cit., pp. 192 y ss. 73 74

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totalmente de interés, los jueces no actúan en función de ellas, ya que las emplean a posteriori para justificar su toma de posición. El realismo doctrinal constructivo no rechaza la necesidad de un enfoque normativo, no obstante, manifiesta que un enfoque normativo puro, al no tomar en cuenta otros factores o ingredientes jurídicos, no demuestra lo que el Derecho es en realidad. Si queremos concluir esta introducción, podemos preguntarnos qué es, según Llewellyn, el realismo jurídico. Pues bien, en conjunto, expresaba la insatisfacción frente al formalismo normativista de juristas prácticos y académicos. Sus representantes no desearon construir un sistema, solamente pretendieron llamar la atención de los estudiosos del Derecho respecto a la cara que queda oculta cuando nos limitamos a concebirlo exclusivamente desde una visión normativa. Por consiguiente, Llewellyn78 hace hincapié en que el movimiento realista tiene en común la concepción del Derecho como una realidad en permanente flujo y la concepción de la creación judicial del Derecho; la concepción del Derecho como un medio para fines sociales y no como un medio en sí, de forma que cualquier parte tiene que ser sometida a un constante reexamen en cuanto a sus propósitos y efectos; la concepción de la sociedad en movimiento, más rápido que el del Derecho, de tal modo que hay que estar examinando continuamente la adecuación entre el Derecho y la sociedad; el divorcio temporal, a efectos de estudio, entre el ser y el deber ser, debiendo el investigador permanecer incontaminado de juicios de valor; la desconfianza de que las normas y los conceptos legales tradicionales consigan su propósito de describir lo que actualmente están haciendo los tribunales, de ahí su insistencia en que las reglas son predicciones de lo que los tribunales harán; la desconfianza de la teoría que suscribe que las proposiciones prescriptivas legales son los factores operativos que engendran las decisiones judiciales; la creencia en la inutilidad de agrupar los casos y las situaciones legales en categorías tan amplias como ha sido costumbre en el pasado, lo cual tiene que ver con la desconfianza en las reglas verbalmente simples que a menudo cubren situaciones diferentes y de hechos no simples; la insistencia en la evaluación de los efectos del Derecho, y la persistencia de un enfoque sostenido y sistemático de los problemas del Derecho en torno a alguna de las líneas anteriores. No obstante, Cotterrell79 se pregunta por las razones de la escasa influencia del realismo norteamericano en la cultura jurídica británica y, a mayor abundamiento, en la continental europea. En esta línea, el sistema institucional americano presenta notables diferencias con el continental (principalmente, el papel histórico que en América desempeñan los tribunales). Este énfasis en los tribunales refleja una concepción del poder político como poder descentralizado 78 K. LLEWELLYN, Jurisprudence. Realism in Theory and Practice, The Lawbook Exchange, Union (Nueva Jersey), pp. 55-57. 79 R. COTTERRELL, The Politics of Jurisprudence. A critical Introduction to Legal Philosophy, cit., pp. 202 y ss.

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y disperso que, debido a su federalismo y pluralismo cultural, tiene dificultades para imponer soluciones uniformes en una nación de ese tamaño y diversidad. Así, el realismo fue la respuesta a una crisis de sobrecarga de la doctrina legal y de la dificultad que resulta de esa sobrecarga para resolver los problemas gracias al recurso de los precedentes y del tradicional modelo de Common Law. A finales del siglo XIX, la publicación de los Cases comenzó a alcanzar un volumen ingente y, cuando el número de los publicados se multiplicó, el sistema del precedente no podía funcionar. Junto a esta explicación hay que añadir una razón política: el New Deal del Presidente Roosevelt exigía una cooperación de todas las agencias públicas para hacer frente a la crisis social y económica de la era de la Depresión. Se trató, consecuentemente, de un movimiento que tiene sus raíces en las circunstancias peculiares de los EE.UU., pero sus más vigorosos escritores han demostrado el carácter problemático de cualquier intento de la teoría legal normativa de explicar el carácter del Derecho como doctrina, sin un serio examen empírico de las condiciones sociales y políticas dentro del cual se desarrolla e invocas80. a) La senda del Derecho El 8 de enero de 1897, Oliver Wendell Holmes pronunció una Conferencia en la Universidad de Boston, con el título La senda del Derecho, la cual estaría llamada a convertirse en el catecismo del realismo norteamericano. Si, como hemos dicho, cualquier generalización sobre el realismo corre el riesgo de necesitar continuas matizaciones y aclaraciones, es bien seguro que representa una ruptura con el enfoque exclusivista del Derecho como conjunto de normas. Para entenderlo –tal es el leitmotiv del realismo– es preciso comprender cómo opera en la realidad del funcionamiento de los tribunales y en la práctica de los abogados. Cuando se adopta esta perspectiva, muy pronto se percibe que las normas, las leyes y los reglamentos no son más que una parte del conjunto de factores que intervienen en el proceso de decisión. Al lado de estos factores, la personalidad, ideología o intereses de los operadores jurídicos y, en particular, de los jueces, son elementos que no pueden dejar de ser analizados si se quiere tener una visión completa y rigurosa del Derecho. En suma, ¿por qué estudiar sólo uno de los aspectos del fenómeno jurídico (la dimensión normativa), olvidando que el Derecho es algo más? Para Holmes, la función del abogado, del jurista, cuando son solicitados sus servicios por los ciudadanos, no es otra que la de prever las reacciones que tendrán los jueces ante cualquier supuesto que sea sometido a su consideración. Hay, por tanto, otro modo más realista de estudiar el Derecho que no está unido exclusivamente a una concepción normativa, sino a la idea de predicción.

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Así comienza la mencionada Conferencia de Holmes81: «Cuando estudiamos Derecho no estudiamos algo misterioso, sino una profesión bien conocida. Estudiamos para adquirir el conocimiento que necesitaremos cuando debamos comparecer ante los jueces o cuando tengamos que asesorar a otras personas acerca del proceder más adecuado para evitar enredos judiciales. La razón por la cual la práctica del Derecho es una profesión, el motivo por el que se remunera a los abogados por asesorar a sus clientes o representarlos en juicio, consiste en el hecho de que en sociedades como la nuestra el imperio de la fuerza pública, en determinados casos, ha sido confiado a los jueces y, de ser indispensable, todo el poder del Estado habrá de desplegarse para dar efectividad a sus sentencias y decretos. La gente desea saber en qué circunstancias y hasta qué punto correrá el riesgo de hallarse enfrentada con una fuerza tan superior a la propia; esto sólo justifica la consiguiente tarea de fijar los límites más allá de los cuales habrá que temer la materialización de aquel peligro. El objeto de nuestro estudio es, pues, la predicción: la predicción de la incidencia de la fuerza pública por mediación de los tribunales de justicia». Si queremos entender el Derecho, es imprescindible entender el funcionamiento de los tribunales; y si nos fijamos en el funcionamiento real de la maquinaria judicial, muy pronto llegaremos a la conclusión de que las normas jurídicas no son más que una parte de todos los elementos que operan dentro del sistema judicial. Eso es lo que se propone Holmes: lavar términos como derechos, deberes, normas, etc.82, «tenemos que traducir las palabras en los hechos que aquéllas simbolizan si queremos mantenernos en el dominio de la realidad y de la verdad». El nuevo enfoque predictivista de Holmes se fundamenta en la adopción del punto de vista del Bad Man, del ciudadano que ante una acción calcula las ventajas e inconvenientes que le pueden acarrear en el futuro. Para el Bad Man, lo relevante es poder prever tales consecuencias, es decir, si su conducta será sancionada y qué tipo de sanción le será impuesta, estudiar Derecho es educarse para hacer este tipo de predicciones. La confusión ponía en crisis concepciones supuestamente jurídicas, por ejemplo –sostenía Holmes83–, la pregunta ¿qué es el Derecho?, que ciertos autores dicen que es distinto de lo que deciden los tribunales de Massachusetts o de Inglaterra, que es un sistema de la razón, que es deducción a partir de principios de ética o axiomas universalmente aceptados, o algo parecido, que puede o no coincidir con las sentencias judiciales. Pero, desde el punto de vista del delincuente, se ve que le interesa conocer qué es lo que han de resolver probablemente esos tribunales. Lo que el autor entendía por Derecho eran «las profecías acerca de lo que los tribunales harán».

81 O.W. HOLMES, La senda del Derecho, prólogo de E.A. Russo, versión castellana, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1975, p. 15. 82 O.W. HOLMES, Collected Legal Papers, Harcourt, Brace and Howe, Nueva York, 1920, p. 238. 83 O.W. HOLMES, La senda del Derecho, cit., pp. 20 y 21.

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b) El escepticismo ante los hechos Frank siguió el sendero abierto por Holmes, propugnando que el cometido del jurista es prever el comportamiento de los jueces. Mas a Frank no le preocupaba la predicción de la interpretación de las normas, debido a que las mayores dificultades predictivas no provienen de su oscuridad, provienen de la incertidumbre ante los hechos. Si los tribunales superiores se ocupan de la interpretación del Derecho, son los de primera instancia e instrucción los que fijan los hechos. Aquéllos deciden cuestiones de Derecho, éstos resuelven las cuestiones fácticas, y en esa determinación es donde se acrecientan las dificultades de predecir el comportamiento de los jueces. El litigio se decide en la fijación de los hechos, y es aquí, y no tanto o no tan sólo, en su predicción, donde la certeza y la predecibilidad es más difícil. Todo lo que el juez o el jurado –reseñaba Frank84– puede hacer es formarse una creencia sobre esos hechos. Esa creencia se forma después de escuchar la declaración de los testigos que han observado (o pretenden haber observado) esos acontecimientos. Los hechos, a los fines de la sentencia, no son necesariamente los reales, sino la creencia que se forman los jueces al respecto. La verdad procesal frente a la verdad material. Y no hay seguridad alguna de que esa creencia del juez o del jurado se corresponda con la verdad de los hechos tal y como se produjeron en la realidad, puesto que el testimonio puede ser falible (los testigos no los percibieron bien, no los recuerdan con precisión, tienen dificultades para comunicarlos al tribunal o simplemente mienten) y los jueces pueden equivocarlos a la hora de apreciar tales testimonios. Por eso, Frank85 saca las siguientes deducciones del análisis de los pleitos resueltos en primera instancia: que los testigos no reaccionan uniformemente ante los acontecimientos pasados sobre los que atestiguan; que, en la mayoría de esos juicios, los testigos dan verbalmente al tribunal versiones contradictorias sobre los acontecimientos; que a los propósitos de la sentencia, lo que llamamos hechos de un caso derivan, a lo sumo, de la creencia del juez de primera instancia o del jurado respecto de la confianza que deben merecer algunos de esos testigos y no los otros; que hay pocas uniformidades en la formación de esas creencias de jueces o jurados y ninguna regla que sirva de ayuda; que esas creencias determinan la suerte de la mayoría de los litigantes porque, en los pocos supuestos que son apelados, los tribunales superiores aceptan usualmente las de los de primera instancia. Para que las cosas sean todavía más complicadas, esas creencias suelen ser aparentes y no siempre reales. Por añadidura, las creencias, reales o aparentes, usualmente no suelen informarse; si ocurre así y la sentencia es apelada, habitualmente el tribunal superior supondrá de 84

J. FRANK, Derecho e incertidumbre, trad. de C.M. Bidegain, Fontamara, México, D.F., 2001, pp. 26

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J. FRANK, Derecho e incertidumbre, cit., pp. 130 y 131.

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forma ficticia que el inferior tuvo una creencia, fundada en la selección de una parte del testimonio oral contradictorio que justifica su sentencia. Si se juntan todos estos resultados, se puede –en opinión de Frank– llegar a concluir que quienes hablan de predecir las sentencias futuras han exagerado grandemente la posibilidad de la certidumbre judicial. En suma, la mayoría de las sentencias futuras son no pronosticables, y la impredecibilidad de la mayoría de las decisiones antes del litigio resulta de la imposibilidad de conocer por anticipado la fijación de hechos por el tribunal de primera instancia y de la incertidumbre normativa, es decir, de la vaguedad de algunos precedentes o de dudas acerca de qué precedentes aplicarán los tribunales86. c) El realismo doctrinal constructivo De acuerdo con el planteamiento de Holmes y de muchos de sus seguidores, la función de la Ciencia jurídica no es más que la predicción de la conducta de los tribunales. Hablar de reglas y de normas es ocultar la verdad sobre la realidad del Derecho, pero esta concepción del realismo es una pura simplificación (Hart, entre otros, incurrió en ella) si se aplica a pensadores como Llewellyn. Su posición ante las normas es mucho más matizada. Llewellyn reelabora la distinción de Pound entre reglas de papel y reales. Las reglas reales, las auténticas normas –decía87– están concebidas en términos de conducta, son otros nombres, para las garantías, para las acciones de los tribunales. Son descriptivos, no prescriptivos, excepto hasta donde se pueda implicar que los tribunales deberían continuar con sus prácticas. Por auténticas reglas, pues, los científicos del Derecho entenderían las prácticas de los tribunales. Y para tales científicos los enunciados de Derechos serían enunciados de la probabilidad de que en una situación determinada actuaría un cierto tipo de acción judicial. Las auténticas reglas de Derecho son, así, descriptivas de predicciones; están en el terreno de lo que es y no de lo que debe ser. Las reglas de papel son lo que ha sido tradicionalmente tratado como reglas de Derecho. Sin embargo, ¿supone esta distinción que hemos de echar por la borda las normas jurídicas, las reglas de papel? De algún modo –insiste Llewellyn88– resulta obvio que no. «Tanto si son puras reglas de papel, o son el comúnmente aceptado tránsito de los funcionarios del Derecho, continúan presentes, y su presencia prosigue como un hecho actual –una actualidad de importancia–, pero una actualidad cuya importancia precisa, cuyo funcionamiento e influencia apa-

J. FRANK, Derecho e incertidumbre, cit., pp. 136 y 137. K. LLEWELLYN, «Una teoría del Derecho realista: el siguiente paso», trad. de P. Casanovas, en P. CASANOVAS y J.J. MORESO (eds.), El ámbito de lo jurídico. Lecturas de pensamiento jurídico contemporáneo, Crítica, Barcelona, 2000, pp. 262 y ss. 88 K. LLEWELLYN, «Una teoría del Derecho realista: el siguiente paso», cit., p. 264. 86 87

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recen con claridad». Hay que tener muy en cuenta que el realismo no es una filosofía del Derecho que pretenda dar una respuesta a su concepto89, sino que es un enfoque diferente del estudio del Derecho, una nueva perspectiva; no una filosofía, sino, más bien, una sociología jurídica que intenta iluminar las insuficiencias del normativismo. Ello no supone que no exista en Llewellyn una teoría del Derecho positivo, de la norma, como ponía de relieve su obra no terminada The Theory of Rules90. Ahora bien, estas reglas de papel han de verse como lo que son: reglas de un debe con autoridad, dirigidas a los agentes oficiales, que les dicen lo que deben hacer. Son, por tanto, por una parte, una afirmación de lo que los agentes oficiales deberían hacer, y, por otra, una predicción tácita de que van a actuar de acuerdo con su tenor91. En A Restatement of Llewellyn’s Theory of Rules92, Twining resume el pensamiento de Llewellyn sobre la función de las normas de la siguiente manera. Las reglas sustantivas del Derecho son utilizadas con los más variados propósitos entre los que destacan: guiar, controlar o limitar la conducta del ciudadano ordinario; guiar, controlar o limitar la conducta de los funcionarios; ayudar al asesor a desempeñar sus funciones de predecir el resultado de un litigio, redactar un documento o realizar una transacción; fundamentar las decisiones, en especial, las de los jueces; efectuar una conclusión en la argumentación de un abogado; describir la práctica de los tribunales y de otras agencias oficiales; soliendo operar como uno de los principales instrumentos para llevar a cabo los Law-Jobs. Finalmente, Llewellyn, como la mayoría de sus contemporáneos, puso un gran énfasis en afirmar que los Derechos legales son de escaso valor si no están asegurados por garantías efectivas. No obstante, ¿es posible la predecibilidad de las decisiones judiciales? El razonamiento de Llewellyn tiene en cuenta esquemáticamente que, desde los años 1950, se ha producido en América una crisis de confianza y los juristas estiman que las decisiones de los tribunales americanos son arbitrarias e impredecibles, careciendo la crisis de fundamento. En The Common Law Tradition93 se intenta demostrar que éstas son predecibles más allá de lo que se puede esperar de una institución encargada de resolver disputas. La predecibilidad de los tribunales de apelación se produce a pesar de que las fuentes del Derecho (leyes, precedentes…) sean lo suficientemente maleables como para permitir diferentes interpretaciones y se usen una gran variedad de técnicas interpretativas. Las decisiones son predecibles, al menos, porque hay un número de poderosos factores que tienden a promover la estabilidad y la predecibilidad; K. LLEWELLYN, Karl Llewellyn and the Realist Movement, Weidenfeld and Nicolson, Londres, 1985. K. LLEWELLYN, «A Restatement of Llewellyn’s Theory of Rules», en el Apéndice B de Karl Llewellyn and the Realist Movement, cit., pp. 488 y ss. 91 K. LLEWELLYN, «Una teoría del Derecho realista: el siguiente paso», cit., p. 264. 92 W. TWINING, «A Restatement of Llewellyn’s Theory of Rules», cit., 492 y ss. 93 Véase W. TWINING, «The Common Law Tradition», en W. TWINING, Karl Llewellyn and the Realist Movement, cit., pp. 203 y ss. 89 90

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está renaciendo lo que se denomina el gran estilo; y este estilo es apto para facilitar la predicción. El gran estilo no es arbitrario, sino racional, de lo que se deduce que el escepticismo denunciado carece de fundamento siempre que se desarrolle y consolide en los tribunales el recurso a él. 4.2.

El realismo jurídico escandinavo

El realismo escandinavo, promovido por Hägerström, Lundstedt y Olivecrona, y renovado por Ross, tiene el mismo espíritu y finalidad que el norteamericano. El lugar en el que convergen todos los autores es en el deseo de máxima racionalización del análisis del Derecho, excluyendo los elementos valorativos y contemplando el fenómeno jurídico como objeto de pura descripción. Se pretende analizar cómo actúa el Derecho en la realidad y a la ley se la tiene como un hecho social puro, separándose de los realistas norteamericanos en que interesa más el sistema jurídico que la acción de los tribunales94. El realismo jurídico escandinavo supuso una reacción contra la «quimera metafísica» y una atención al análisis de los hechos de la vida legal95. La metafísica se concibe como una pura supervivencia del misticismo, lo que no puede ser verificado no existe objetivamente, por lo que no hay valores objetivos y el bien es valorado como una mera reacción emocional de aprobación frente a estímulos concretos. Su objetividad y carácter absoluto es pura ilusión, por eso el Derecho natural es abiertamente rechazado, no es más que una ramera –dirá Ross96– a disposición de quien la solicite. La justicia no es más que un hábito generado por la costumbre y una ideología dominante que sugiere que el orden legal es correcto. Si la jurisprudencia quiere alcanzar el estatus de Ciencia, tiene que partir de la premisa de que no hay más conocimiento que el científico, y éste sólo es posible sobre hechos. La postura de Olivecrona97 es la de que una norma jurídica, en la medida en que es un instrumento para dirigir las conductas humanas, contiene una pauta imaginaria para ser cumplida por personas en situaciones imaginarias, y una forma lingüística en la que se expresa el modelo. La forma, sea indicativa o imperativa, carece de trascendencia, por cuanto lo que importa es siempre su función98; las acciones imaginarias se exponen a la gente de la forma más apta

94 A. HÄGERSTRÖM, Inquiries into the Nature of Law and Morals, edic. de K. Olivecrona, Estocolmo, 1953; W. LUNDSTEDT, Die Unwissenschaftlichkeit der Rechtswissenchaft, 1932-1936; ÍD., Legal Thinking Revised, 1956; K. OLIVECRONA, Law as Fact, 1939. 95 L. HIERRO SÁNCHEZ-PESCADOR, «El realismo jurídico», en E. GARZÓN VALDÉS y F.J. LAPORTA (eds.), El Derecho y la justicia, cit., pp. 77-86. 96 A. ROSS, Sobre el Derecho y la justicia, cit., pp. 319 y ss. 97 K. OLIVECRONA, El Derecho como hecho. La estructura del ordenamiento jurídico, trad. de L. López Guerra, Labor, Barcelona, 1980, p. 18. 98 K. OLIVECRONA, El Derecho como hecho. La estructura del ordenamiento jurídico, cit., p. 19.

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para lograr que sigan la conducta deseada, siendo acostumbrado que las normas utilicen la forma imperativa. Mas ello no supone que las normas sean declaraciones de voluntad ni mandatos. En efecto, un mandato no es una mera declaración de voluntad, como pretendieran Hobbes, Bentham o Austin, entre otros. La declaración de voluntad puede tener una función informativa de mi estado de ánimo, de mis sentimientos o deseos sin más; para que se convierta en una norma es necesario que quien la emite esté autorizado previamente por otra norma99. Olivecrona100 incidirá en que tampoco son un mandato o una orden, una orden en sentido propio implica una relación personal, se da por una persona a otra con palabras o gestos destinados a influir en la voluntad. Y, en ellas, ni existe un sujeto emisor determinado ni está determinado el destinatario, no hay tal relación personal. Rechazada la concepción de la norma como mandato u orden, la solución estriba en concebir las normas como imperativos independientes, esto es, como imperativos en los que no se da una relación personal entre quien los emite y los recibe101. Y en los que, junto a la pauta de conducta y la forma de ser expresada, cobran un valor primario y original los mecanismos psicológicos, el poder sugestivo inmediato que influye en el comportamiento y que nada tiene que ver con un mandato o una orden102. Esta capacidad sugestiva es la que provoca en los ciudadanos el conjunto de ritos y formalidades que rodean a la Constitución y a las normas derivadas103. Pero el realismo escandinavo no sólo se diferencia del iusnaturalismo y del positivismo en el tema de la definición de las normas, sino que, además, defiende una posición diferente en lo que comprendemos por su validez y eficacia. Por lo tanto, según Ross104, el Derecho es un sistema de normas que regulan el uso de la fuerza por los jueces y tribunales. Siendo el Derecho la regulación del uso de la fuerza, el test de la vigencia de las normas consiste en observar el comportamiento de los jueces de forma que se puedan entender sus decisiones como respuestas con sentido a condiciones dadas y, dentro de ciertos límites, seamos capaces de predecir estas decisiones de igual manera que las normas del ajedrez nos capacitan para comprender las movidas de los jugadores como respuestas con sentido y predecirlas. Así pues, sólo la aplicación del De-

99 «Las teorías de la voluntad ciertamente se han empeñado en derivar el sistema jurídico de la voluntad del legislador (explicado en formas diversas). La realidad parece ser que el legislador es, por el contrario, un operador del sistema jurídico preexistente» (L. HIERRO SÁNCHEZ-PESCADOR, El realismo jurídico escandinavo. Una teoría empirista del Derecho, F. Torres, Valencia, 1981, p. 252). 100 K. OLIVECRONA, El Derecho como hecho. La estructura del ordenamiento jurídico, cit., p. 28. 101 K. OLIVECRONA, El Derecho como hecho. La estructura del ordenamiento jurídico, cit., p. 127. 102 E. PATTARO, Elementos para una Teoría del Derecho, estudio preliminar y trad. de I. Ara Pinilla, Debate, Madrid, 1991, p. 190. En concreto, ver K. OLIVECRONA, El Derecho como hecho. La estructura del ordenamiento jurídico, cit., p. 92. 103 A. ROSS, Sobre el Derecho y la justicia, cit., pp. 34 y ss. 104 A. ROSS, Sobre el Derecho y la justicia, cit., pp. 39 y ss.

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recho por los tribunales es decisiva a la hora de fijar la vigencia de las normas jurídicas105. Una predicción que se hace mirando hacia el futuro, esto es, si se dan algunas condiciones, a la vista del ordenamiento en su conjunto y de la ideología judicial apegada a las normas. Si nos preguntamos por el legado y la vigencia que ha supuesto para la Filosofía del Derecho el realismo escandinavo, deberíamos concluir con L. Hierro106 que éste no parece tener ya entidad como escuela, pero que su crítica de la teoría de la voluntad, la introducción del análisis de los conceptos, la explicación institucional del Derecho, la definición de las normas por su pertenencia al sistema, la introducción de los conceptos de corrección o incorrección como propios de los conceptos y proposiciones científico-jurídicas son aportaciones críticas que provocaron la revisión del positivismo y abrieron paso al normativismo analítico.

105 106

A. ROSS, Sobre el Derecho y la justicia, cit., p. 41. L. HIERRO SÁNCHEZ-PESCADOR, «El realismo jurídico», cit., p. 85.

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1.

ÓRDENES,

REGLAS Y PRINCIPIOS

Frente a la idea medieval del Derecho como producto espontáneo de la vida en sociedad, desde los siglos XIII-XVI se fue afianzando el principio de su creación artificial por el Príncipe moderno1, proceso que culminó en una concepción estatalista y voluntarista2 (uno de los rasgos del positivismo jurídico que, durante centurias, fue la concepción dominante). Pero, coetáneamente, la evolución del Estado-nación, erosionado por los nuevos procesos de construcción de poderes supranacionales políticos y económicos, obliga a introducir matizaciones en aquella versión del Derecho, debido a que las nuevas realidades políticas han ido afectando, lógicamente, a su comprensión. 1.1.

El Derecho como conjunto de órdenes

La idea de que el Derecho se compone de un conjunto de órdenes que proceden del soberano y se dirigen a los súbditos la podemos ver expresada en la obra de Hobbes3, para quien la ley es el mandato del legislador y el mandato 1 M. GARCÍA PELAYO, «La idea medieval del Derecho», en M. GARCÍA PELAYO, Obras Completas, vol. II, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1991, p. 1086. 2 Es importante destacar la construcción del concepto de soberanía y de soberano de J. Bodino, en Los seis libros de la República, trad. de P. Bravo Gala, Tecnos, Madrid, 2006. Ver sobre el tema A. BRIMO, Les grands courants de la philosophie du droit et de l’État, A. Pedone, París, 1968; G. FASSÒ, Historia de la Filosofía del Derecho, vol. 2 (La Edad Moderna), trad. de J.F. Lorca Navarrete. Pirámide, Madrid, 1982; A. RUIZ MIGUEL, Una filosofía del Derecho en modelos históricos. De la Antigüedad a los inicios del constitucionalismo, Trotta, Madrid, 2002; A. TRUYOL SERRA, Historia de la Filosofía del Derecho y del Estado, t. II (Del Renacimiento a Kant), Alianza, Madrid, 1995. 3 Th. HOBBES, Del ciudadano, introducción de N. Bobbio, nota preliminar y trad. de A. Catrysse, Instituto de Estudios Políticos, Facultad de Derecho de la Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1966, p. 224 (de la citada obra existe también, entre otras, la versión antológica de E. Tierno Galván, trad. de E. Tierno Galván y M. Sánchez Surto, Tecnos, Madrid, 2007). Anejo a la soberanía va el poder absoluto de prescribir las reglas por las que los hombres saben cuáles son los bienes que pueden disfrutar y qué acciones pueden realizar sin

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es la declaración de voluntad del soberano. Sólo la orden del soberano4 es Derecho y sólo ella crea obligaciones, a diferencia de la costumbre5 o de la doctrina6. Asimismo, ya en Hobbes encontramos la idea de unidad del ordenamiento jurídico, explicada por la imputación de todas las normas a un único centro generador, el soberano. Por la misma razón, el ordenamiento tenía una clara vocación de plenitud, de dar respuesta a cualquier conflicto suscitado. De esta tarea quedaba encargado el juez, interpretando las leyes escritas en el supuesto de oscuridad, obviamente, en base no a la letra de la ley, sino a la intención del soberano7, y utilizando lo que más tarde llamará Hart la discreción judicial, por lo menos en uno de los sentidos débiles al que se refiere Dworkin: «Si el soberano nombra a un ministro público –propugnaba Hobbes8– sin darle instrucciones escritas sobre lo que tiene que hacer, el ministro se verá obligado a tomar por instrucciones los dictados de la razón; y si se trata de un juez, dicho juez debe de cuidarse de que su sentencia esté de acuerdo con la razón de su soberano, la cual, como se supone que siempre es equitativa, le obligará por ley natural». Mas hay un margen, pues todas las leyes escritas y no escritas necesitan interpretación y, a pesar de esta concepción estatalista sobre la naturaleza del Derecho, su imagen del juez nada tiene que ver con el que es «boca muda de la ley» ideado por los ilustrados9. Hobbes10 ofrece, en consecuencia, ser molestados por ninguno de sus cosúbditos (Th. HOBBES, Leviatán, o la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil, prólogo, trad. y notas de C. Mellizo, Alianza, Madrid, 2008, p. 163). 4 El legislador no será aquel por cuya autoridad las leyes fueron anteriormente hechas, sino aquel por cuya autoridad continúan siendo tales (Th. HOBBES, Leviatán, o la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil, cit., p. 234). 5 Cuando un uso prolongado adquiere autoridad de ley, lo que le da esa autoridad es la voluntad del soberano, que queda manifestada por su silencio (Th. HOBBES, Leviatán, o la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil, cit., p. 232). 6 Sobre la diferencia entre mandatos y consejos, cfr. Th. HOBBES, Leviatán o la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil, cit., pp. 223 y 224. Y sobre las sentencias judiciales, cfr. las pp. 240-242. 7 Th. HOBBES, Leviatán, o la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil, cit., pp. 242 y 243. 8 Th. HOBBES, Leviatán, o la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil, cit., p. 236. 9 Para Hobbes, un juez no tiene que ser necesariamente un letrado especialista, sino que es o debe ser un jurisprudente: «Las cosas que hacen de un hombre un buen juez o un buen intérprete de las leyes, son, en primer lugar, un recto entendimiento de esa principal ley de naturaleza llamada equidad. Dicho entendimiento, al no depender de la lectura de los escritos de otros hombres, sino de la bondad de la propia razón natural de un hombre y de su capacidad de reflexión, se presume que residirá en mayor medida en aquellos que han podido disponer de más tiempo y que tienen una mayor inclinación a meditar sobre ese particular. En segundo lugar, un desprecio por riquezas y honores innecesarios. En tercer lugar, la capacidad, a la hora de juzgar, de despojarse de todo miedo, indignación, odio, amor y compasión. En cuarto y por último, paciencia para escuchar; diligente atención a lo que se oye, y memoria para retener, digerir y aplicar lo que se ha oído» (Th. HOBBES, Leviatán, o la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil, cit., p. 244). 10 En él encontramos ya el planteamiento y, en ocasiones, la respuesta a los problemas que preocuparán a la filosofía positivista, analítica y no analítica, del Derecho: la teoría de las fuentes, las relaciones entre el Derecho justo y el Derecho positivo, la obediencia al Derecho o el papel del juez en la creación judicial. El Leviatán, en palabras de M. OAKESHOTT («Introducción» a Leviatán, or the matter, forme and power of a commenwealth ecclesiastical and civil, B. Blackwell, Oxford, 1960), es «la mayor, tal vez, la única obra maestra de la filosofía política escrita en inglés», pero, quizás –como ratificara R.H.S. CROSSMANN (en Biografía del Estado moderno, trad. de J.A. Fernández de Castro y C. Villegas, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2003, pp. 60 y ss)– la menos inglesa. La rechazaron en su momento católicos y anglicanos que se opu-

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un buen cliché de lo que fue una de las primeras concepciones positivistas sobre el Derecho y que todavía sigue suministrando sugerencias. Sin embargo, no es menor la influencia que ha ejercido a este respecto la obra de Bentham, quien compartía que el Derecho no es más que mandato del soberano dirigido a los ciudadanos. En efecto, la definición propuesta por Bentham11 era: «una ley puede ser definida como un conjunto de signos declarativos de una voluntad concebida o adoptada por el soberano de un Estado, con relación a la conducta que se debe observar en un supuesto determinado por una persona determinada o clase de personas que en el caso en cuestión están, o se supone que han de estar, sujetas a su poder». Definición en la que se puede observar igualmente como elemento indispensable una concepción imperativista y voluntarista del Derecho12, corrigiendo el soberano de Hobbes en dos puntos13: para Bentham14, era posible una soberanía limitada y el sometimiento del soberano a la ley. Consiguientemente, todo el Derecho no era más que un producto, directo o indirecto15, de la voluntad del soberano que se presenta en forma de ley; ley que puede consistir en órdenes coactivas (positivas o ne-

sieron a su concepción de las relaciones Iglesia-Estado; los partidarios de la Corona combatieron sus ideas sobre la soberanía y los seguidores de Cromwell vieron una defensa de la monarquía absoluta. Ya en los tiempos actuales, la moderna filosofía analítica, buscando sus raíces, no se remonta a Hobbes, sino, en una primera etapa, a Austin y, más tarde, a Bentham. Si bien en Hobbes estaban ya expresados, de forma explícita, algunos de los postulados más básicos de una concepción positivista del Derecho. 11 J. BENTHAM, «Of Laws in General», en H.L.A. HART (ed.), Collected Works of J. Bentham, Athlone Press, Londres, 1970, p. 1. 12 «La regla de acción es, en todas sus ramas, la voluntad expresamente declarada de la persona o personas que poseen el poder supremo» (J. BENTHAM, Manuscritos del University College, cit. por B. PENDÁS GARCÍA, Jeremy Bentham. Política y Derecho en los orígenes del Estado constitucional, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1988, p. 131). Dicha voluntad puede ser expresa (un mandato) o tácita (un cuasi mandato) (J. BENTHAM, Un fragmento sobre el gobierno, estudio preliminar, trad. y notas de E. Bocardo Crespo, Tecnos, Madrid, 2003, Cap. 1). 13 Soberano es «aquella persona o grupo de personas a cuya voluntad una sociedad política está dispuesta a obedecer antes que a la voluntad de cualquier otra persona» (J. BENTHAM, «Of Laws in General», cit., p. 18). En cuanto a la sociedad política, ésta es definida como la que tiene el hábito de obediencia (J. BENTHAM, Un fragmento sobre el gobierno, cit., Cap. 1, §§ 10 y ss.). 14 J.J. MORESO MATEOS, La teoría del Derecho de Bentham, PPU, Barcelona, 1992, p. 139. 15 Para Bentham, según J.J. Moreso (en La teoría del Derecho de Bentham, cit., pp. 140 y ss.), una norma es atribuible al soberano si cumple con uno de estos dos requisitos: 1) Es concebida por el soberano, y 2) es adoptada por él. Una norma es concebida por el soberano si es el fruto de una manifestación expresa de la voluntad de aquél. Una norma es adoptada por aquél si y sólo si ha sido emitida por una persona diferente del soberano y éste la hace suya por alguno de estos mecanismos: 1) Por recepción, el soberano recibe y acepta como válidas las normas emitidas por anteriores soberanos y por los soberanos de otras sociedades políticas, y 2) por preadopción, el soberano acepta como válidas de antemano aquellas normas que puedan emitir en el futuro determinados sujetos. Con esta teoría que expone Bentham en «Of Laws in General» se explica la permanencia a lo largo del tiempo del ordenamiento jurídico, más allá del cambio de sus titulares, así como de las normas dictadas por las autoridades inferiores y los particulares (mediante los contratos). El Common law, no puede tener otro origen que la voluntad del soberano, una voluntad tácita por la que adopta como válidas las resoluciones judiciales. Calificar este instrumento como un mecanismo de preadopción podría suponer reconocer a los jueces un poder normativo que es dudoso que Bentham estuviera dispuesto a reconocer.

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gativas) o permisos (leyes discoactivas)16, además de contener lo que ahora llamamos definiciones y que él denominaba materia expositiva17. No obstante, Austin fue uno de los filósofos del Derecho que más contribuyeron a divulgar esta concepción como conjunto de órdenes, a través de su obra El objeto de la Jurisprudencia. Según Austin18, toda ley positiva, o toda ley llamada así con propiedad, es un mandato directo o indirecto de un monarca o de un sovereign number en su carácter de superior político; es decir, un mandato directo o indirecto de un monarca o sovereign number dirigido a una persona o personas en estado de sujeción respecto del autor del mandato. Y siendo un mandato (y, por ende, derivándose de una fuente determinada), toda ley positiva es una auténtica ley o, hablando con propiedad, una ley. Derivativamente, su concepción del Derecho tenía cuatro pilares: mandato, obligación, sanción y la idea de soberanía. El mandato lo definía como «si alguien expresa o comunica un deseo de que yo haga o me abstenga de hacer determinado acto, y si me va a infligir un daño en el caso de que no satisfaga su deseo, la expresión o formulación de su deseo es un mandato»19. Al daño que se puede recibir en el supuesto de que alguien incumpla un mandato lo conocía con el nombre de sanción, cuya mayor o menor intensidad tiene que ver con su eficacia, pero no con su validez20. De16 «Por lo que toca –decía Bentham– a las acciones que el legislador no prohíbe ni ordena, no crea delito alguno, alguna obligación, algún servicio forzado; sin embargo, nos confiere un cierto derecho, o nos deja un poder que ya teníamos, el poder de hacer o no hacer según nuestra propia voluntad. Si sobre estas mismas acciones hubiera existido antes un mandato o una prohibición, y se revocase este mandato o esta prohibición, podría decirse sin dificultad que el derecho que de esto nos resulta, nos lo confiere, o nos lo restituye, la ley: la única diferencia es que ahora lo recibimos de su actividad, como antes lo habíamos debido a su inacción». El permiso es natural cuando este derecho a hacer o no hacer es el ejercicio de una facultad natural, y lo debemos a la ley en cuanto hubiera podido extender a estos actos la misma prohibición que a otros. Dicha distinción la denomina Moreso, por una parte, permisos con el sentido de provisiones alterativas de una obligación o de una prohibición previa y, por otra parte, permisos originarios. En ambos casos, «el derecho que ejerzo en estos actos lo debo a la ley; porque ésta es la que erige en delito toda violencia que se me haga para estorbarme hacer lo que quiero». El refuerzo de los permisos se produce, según Bentham, añadiendo una ley punitiva a la ley coactiva de la que el permiso es una revocación (J. BENTHAM, «Idea general de un cuerpo completo de legislación», en J. BENTHAM, Tratados de legislación civil y penal, edic. de M. Rodríguez Gil, Edit. Nacional, Madrid, 1981, p. 430). 17 «Pero –sustentaba Bentham– la mayor parte de las leyes encierran términos complejos que no pueden entenderse sino después de muchas explicaciones y definiciones. No basta prohibir el hurto en general, es necesario también explicar qué es propiedad, y qué es hurto… Estas materias explicativas son las que pertenecen principalmente al código civil, y la parte imperativa contenida en las leyes penales es la que constituye propiamente el código penal» (J. BENTHAM, «Idea general de un cuerpo completo de legislación», cit., p. 433). 18 J. AUSTIN, El objeto de la Jurisprudencia, estudio preliminar y trad. de J.R. de Páramo Argüelles, con una introducción de H.L.A. Hart, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 2002, pp. 144 y ss. 19 J. AUSTIN, El objeto de la Jurisprudencia, cit., pp. 36 y 37. 20 Cuanto mayor sea el eventual daño y mayor sea la probabilidad de que ocurra, mayor será la probabilidad de que el mandato sea obedecido y que el deber sea cumplido. Pero allí donde se produzca la mínima probabilidad de que surja el mínimo daño, la expresión de un deseo equivale a un mandato y, por ello, impone un deber. La sanción, si se quiere, es débil o insuficiente; pero sigue siendo una sanción y, por ello, está vivo el deber y el mandato (J. AUSTIN, El objeto de la Jurisprudencia, cit., pp. 14 y ss.).

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finido el mandato como expresión de un deseo y la sanción como daño eventual por su incumplimiento, podía ya precisar en qué consiste la obligación: si puedo recibir un daño en el caso de que no dé satisfacción a los deseos de alguien, estoy sujeto y obligado por el mandato, o estoy sometido al deber de obedecer. Si, a pesar de la perspectiva del castigo, no satisfago el deseo que se me formula, se dice que desobedezco su mandato o que incumplo el deber que me impone21. En esta dirección, para Austin, mandato y deber son términos correlativos, donde existe un mandato, existe un deber; donde hay un deber, existe un mandato. Ahora bien, Austin necesitaba un último concepto para completar su teoría. El problema que tenía que afrontar, una vez definido el Derecho como mandato y el mandato como expresión de una voluntad bajo la amenaza de una sanción, era cómo diferenciar la orden del recaudador de Hacienda, por ejemplo, de la orden de una organización mafiosa que exige un pretendido impuesto. De ahí que necesitara recurrir a la idea de soberanía; una orden, para ser Derecho, tiene que proceder de un soberano, de un superior respecto del cual existe un hábito de obediencia y que, a su vez, no deba obediencia a ningún otro. La unión de ambos requisitos, positivo uno y negativo el otro, es lo que convierte a un superior en soberano y a sus mandatos en Derecho22. En lo atinente a la teoría kelseniana, las normas jurídicas constituyen un mandato. Se sitúan en la esfera del deber ser, es decir, los individuos deben comportarse de una forma determinada. La técnica que se emplea para materializar la coacción se identifica con la sanción, cosa por la que todas las normas contienen una estructura compuesta por un acto ilícito y una sanción, las que no se adaptan a esa estructura no son independientes. Con esta visión, los destinatarios de las normas son los que están habilitados para aplicar el elemento sancionador (los funcionarios, jueces…), siendo los ciudadanos los destinatarios directos de las normas secundarias, que fijan las conductas contrarias a aquellas a las que está atribuido tal elemento23. Con más detenimiento, por la noción de sistema, el Derecho es ordenado en un conjunto de normas que regulan el uso de la fuerza, es forma de las relaciones sociales. Lo que hace Kelsen es investigar la estructura del Derecho y de la norma jurídica, siendo el elemento indispensable del ordenamiento que dista del orden contingente de la naturaleza. Gráficamente, «si es A es B», siendo inexorable el enlace entre la causa (A) y el efecto (B). Lo dicho no se identifica con el ámbito de las relaciones jurídicas en el que la relación entre A y B J. AUSTIN, El objeto de la Jurisprudencia, cit., p. 37. I. TURÉGANO MANSILLA, Derecho y moral en John Austin, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2001, pp. 322 y ss. 23 H. KELSEN, Teoría para del Derecho, trad. de R.J. Vernengo, Porrúa, México, D.F., 2007, p. 54: ÍD., Teoría general del Derecho y del Estado, trad. de E. García Máynez, Universidad Nacional Autónoma de México, México, D.F., 1995, p. 36. 21 22

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no es absolutamente necesaria, debido a que la intervención del arbitrio del hombre puede originar que, con el no cumplimiento de la norma, ésta no lleve a cabo el efecto previsto. Aquí A estaría articulada por el elemento fáctico, y B estaría formado por la consecuencia jurídica. El puente entre los dos vendría dado por la imputación. La norma no es «una prescripción o un imperativo», sino «un juicio o razonamiento hipotético», «un juicio descriptivo que ata la hipótesis de un supuesto a una consecuencia jurídica». Gráficamente, «si se da A», entonces «debe ser B». A representa la conducta ilícita, y B, la sanción. El deber ser es lo más relevante de las normas jurídicas, siendo afirmable que el Derecho es un conjunto de normas coactivas, coactividad que las distancia de las de otra clase24. Como se detallará, la razón validante de una norma descansa en otra superior que concierne a un sistema jurídico, la internormatividad se remonta a «gradas fundantes y fundadas». De aquí que, al final del recorrido, lleguemos a una que es la última y no permite apoyar su validez formal en otra posterior, ideándose la Grundnorm comprendida en lo que hay de fundamento de un orden jurídico, aparte de unificarlo y de decidir la pertenencia de las normas a un sistema. La norma fundamental es un juicio que ha de presuponerse en una hipótesis, hipótesis que realmente oculta la voluntad del poder, conforma el cierre del sistema jurídico y es el apoyo externo a su eficacia25; si bien, en su último trabajo, Teoría general de las normas, Kelsen medita sobre la Grundnorm como una ficción y no como una hipótesis26.

24 H. KELSEN, Teoría general del Derecho y del Estado, cit., pp. 41 y ss.; R. SORIANO DÍAZ, Compendio de Teoría general del Derecho, Ariel, Barcelona, 1993, pp. 39 y ss. Ver también A. CARRINO, L’ordine delle norma. Stato e diritto in Hans Kelsen, Edizioni Scientifiche Italiane, Nápoles, 1992. 25 H. KELSEN, Teoría pura del Derecho, cit., pp. 202 y ss.; C.S. NINO, Algunos modelos metodológicos de «Ciencia» jurídica, Fontamara, México, D.F., 1999, p. 26; G. PECES-BARBA MARTÍNEZ, «Prólogo», en J.R. DE PÁRAMO ARGÜELLES, H.L.A. Hart y la teoría analítica del Derecho, prólogo de G. Peces-Barba Martínez, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1984, p. XXII; ÍD., con la colaboración de R. de Asís Roig, C.R. Fernández Liesa y A. Llamas Cascón, Curso de derechos fundamentales. Teoría general, Universidad Carlos III de Madrid-Boletín Oficial del Estado, Madrid, 1999, pp. 346 y 347; A. ROSS, «El concepto de validez y el conflicto entre el positivismo jurídico y el Derecho natural», trad. de G.R. Carrió y O. Paschero, en P. CASANOVAS y J.J. MORESO (eds.), El ámbito de lo jurídico. Lecturas de pensamiento jurídico contemporáneo, Crítica, Barcelona, 2000, pp. 375-377. 26 H. KELSEN, Teoría general de las normas, trad. de H.C. Delory Jacobs, revisión técnica de J.F. Arriola, Trillas, México, D.F., 1994, pp. 206 y 207. Cfr. también D. CRACOGNA, Cuestiones fundamentales de la Teoría pura del Derecho, Fontamara, México, 1998, pp. 55 ss.; M.J. FARIÑAS DULCE, El problema de la validez del Derecho, Civitas, Madrid, 1991, pp. 66 y 67. Squella enumera los sentidos que Kelsen atribuye a la norma fundamental. En primer lugar, es una norma supuesta, lo que debe hacer la Ciencia jurídica es mostrar que presupone una norma básica cada vez que el sentido subjetivo de los actos creadores de Derecho del primer constituyente se interpretan además como su sentido objetivo. En segundo lagar, la norma básica es condicional, ya que sólo si se presupone se puede tener por válida la primera Constitución de un ordenamiento jurídico positivo. En tercer lugar, es relativa, pues no es uniforme para todos los ordenamientos. En cuarto término, es jurídica al servir de fundamento de validez a la primera Constitución histórica, y es metajurídica en la medida en que es externa al ordenamiento que fundamenta (A. SQUELLA NARDUCCI, Introducción al Derecho, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 2001, pp. 334-337).

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La crítica de la concepción del Derecho como órdenes

Hart elaboraría una síntesis de la concepción del Derecho como órdenes que, convenientemente modernizado, podría consistir en órdenes generales, ya que se aplican a todas las personas pertenecientes a una clase, frente a las directivas individualizadas; permanentes, no es preciso repetir la orden siempre que se produzcan las mismas circunstancias; son objeto de un hábito general de obediencia que hace que la mayor parte sea cumplida sin consideración de la existencia de una sanción; y están establecidas por el poder soberano, esto es, un poder singularizado interna y externamente por la independencia. En esta versión simple –dice Hart27–, donde quiera que haya un sistema jurídico es menester que exista alguna persona o cuerpo de personas que emitan órdenes generales respaldadas por amenazas y que sean generalmente obedecidas, y tiene que existir la creencia general de que las amenazas serán probablemente hechas efectivas en el supuesto de desobediencia. Esa persona o cuerpo de personas debe ser internamente suprema y externamente independiente. Si, de acuerdo con Austin, llamamos soberano a tal persona o cuerpo supremo e independiente de personas, las normas jurídicas de cualquier país serán las órdenes respaldadas por amenazas dictadas por el soberano o por los subordinados que le obedecen. Pero ¿es ésta una explicación suficiente de lo que entendemos por Derecho? El modelo del que hemos hablado y el mucho más refinado de Kelsen fueron sometidos a una rigurosa crítica por Hart28. Hart toma como punto de referencia la obra de Austin y analiza su insuficiencia y fracaso para reproducir algunas de las notas primordiales de los actuales sistemas jurídicos. La raíz de este fracaso estriba en que los elementos con los que Austin construyó su teoría (órdenes, hábito de obediencia, sanciones, soberano…) no incluyen la idea de regla, sin la cual no cabe comprender ni siquiera las formas más elementales del Derecho. El arquetipo del Derecho como órdenes generales respaldadas por amenazas coincide, en cierto grado, con las normas penales, aunque existen importantes clases de normas jurídicas no penales respecto de las cuales esta analogía con las órdenes coactivas no es adecuada. A título ilustrativo, gran parte del Derecho civil no impone obligaciones ni deberes, exclusivamente se limita a dar facilidades al otorgar facultades a los particulares para crear obligaciones. Otro conjunto de normas de cualquier ordenamiento se limita a crear órganos, atribuirles funciones y fijar el ámbito de su competencia, y es que, en el Derecho, junto a las normas que imponen obligaciones, hay otro tipo que sólo atribuye poderes o potestades. Quizás, a las primeras les convenga el prototipo austiniano, sin que parezca aplicable a las segundas. 27

H.L.A. HART, El concepto de Derecho, trad. de G.R. Carrió, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2004,

28

H.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., Capítulos III y IV.

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Austin aceptaba que hubiera normas que no crearan directamente obligaciones, como podían ser las constitutivas de órganos o las civiles, sin embargo, las reputaba meros fragmentos, su carácter jurídico dependía en última instancia de otra norma armada de sanciones. Y así podía reformular el Derecho como normas dirigidas a los jueces, ordenándoles la aplicación de un acto de fuerza siempre que se den determinados antecedentes descritos en algunas normas, siendo visto el Derecho como un sistema normativo dirigido al juez para que castigue al delincuente. Mas los sistemas jurídicos no funcionan según lo descrito, la mayoría de los ciudadanos toman en cuenta las normas como guías para orientar su conducta, como razones para la acción, no para calcular el tipo e intensidad de la sanción que supone su incumplimiento. Usualmente, el ciudadano medio quiere arreglar sus asuntos de acuerdo con las normas, siempre que se le indique con claridad cómo hacerlo. Por tanto29, las principales funciones del Derecho como medio de control social no han de ser vistas en los litigios privados o en las causas penales, han de ser vistas en las diversas formas en que el Derecho es usado para controlar, guiar y planear la vida fuera de los tribunales. Pero ni siquiera la ley penal, que es la que más se aproxima al modelo de Hobbes, Bentham o Austin, se acomoda a la estructura de una orden en la que uno manda y otro obedece. El Derecho se aplica también, y obliga, al que da la orden. Austin había explicado la obligación del soberano de obedecer sus propias leyes empleando la teoría del desdoblamiento, aquél era soberano que legisla y ciudadano que obedece sus normas, pero no son necesarias tales ficciones para dar a conocer, como veremos, su sometimiento a la ley. Semejantemente, el carácter normativo de la costumbre o el vinculante de las normas de otros soberanos anteriores planteaban problemas en el modelo de Austin; al final, la naturaleza normativa de la costumbre se explicaba por la voluntad tácita del soberano y, en cuanto a las normas anteriores, tenían validez en aras del artificio de estimar como órdenes suyas todas las de sus subordinados que no hubieran sido expresamente rechazadas por éste. Demasiadas ficciones y artificios para razonar lo que podía, a juicio de Hart, dilucidarse más fácilmente. En suma, y como señala De Páramo30, la crítica hartiana a la concepción del Derecho como órdenes coercitivas se articula en varios apartados: existe una diversidad de normas jurídicas, incluso, el modelo de la ley penal tiene un campo de aplicación mayor que las órdenes (esa norma puede imponer deberes a quienes la han dictado y a los demás). En todo ordenamiento hay normas que confieren potestades, no imponen deberes y ofrecen facilidades para la libre creación de derechos subjetivos y deberes jurídicos dentro de la estructura coercitiva del Derecho. Las reglas de Derecho que se originan en la costumbre no deben su estatus jurídico a ningún acto consciente de creación del Derecho. Hart rechaza la pretensión de Austin de identificar nulidad y sanción; semejantemente, 29 30

H.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., pp. 50 y 51. J.R. DE PÁRAMO ARGÜELLES, H.L.A. Hart y la teoría analítica del Derecho, cit., p. 201.

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rechaza la concepción de las reglas que confieren potestades como meros fragmentos de normas jurídicas completas; se opone a la tesis austiniana de la doble personalidad del legislador y a la ficción de la orden tácita del soberano. Según Hart31, tampoco resulta adecuada la definición de soberano en términos de hábito de obediencia, positivo en los ciudadanos y negativo en el soberano. Al definir la soberanía, el modelo de Austin creaba tres grandes problemas que no solucionaba convenientemente. El primer o mayor dilema del que no daba cuenta la construcción del Derecho como órdenes es el de la continuidad del Derecho en el tiempo. Aplicado literalmente el pensamiento de Austin resulta que, a la muerte del soberano, sus órdenes o mandatos desaparecerían como normas válidas. El viejo soberano, a quien se tenía el hábito de obedecer, ha desaparecido y todavía no hay un hábito de obediencia hacia los mandatos del nuevo. Si el posterior es obedecido, es porque hay una regla según la cual puede dictar normas y sus destinatarios están obligados a obedecerlas. Es la regla de reconocimiento que podríamos formular como «toda acción que prescriba el soberano debe ser realizada». Por consiguiente, la continuidad del Derecho, más allá del legislador, depende de una regla de reconocimiento que sea aceptada, y que especifique la facultad del soberano para dictar pautas de comportamiento obligatorias para los ciudadanos y para él. El segundo problema es el de la persistencia de las normas más allá del propio legislador, y que el arquetipo de Austin no lograba explicar convenientemente. Con la meta de resolver esta duda, Hart tiene que proceder a reemplazar la noción de hábito de obediencia, a un legislador ya desaparecido, por la existencia de reglas aceptadas que especifican las personas u órganos que pueden dictar pautas de comportamiento. Son las reglas de cambio. En tercer lugar, la limitación real de la soberanía en los Estados contemporáneos constituye una nueva insuficiencia. Aquí, el soberano no puede obedecer a nadie, carece de superior, siendo obvio que el modelo no se corresponde con la realidad de nuestro mundo internacionalizado, donde los Estados están limitados por una normativa supranacional. Asumir el prototipo austiniano supondría afirmar que España no es un Estado soberano porque está limitada por la normativa comunitaria o por el Derecho internacional. Al respecto, Hart rechaza, acertadamente, la idea de que la ausencia de límites sea una condición sine qua non para que haya un soberano. En definitiva, el análisis del Derecho en términos del soberano fracasa al dar cuenta de la continuidad de la autoridad legislativa de un moderno sistema legal, sin que sea posible que la persona o personas soberanas se identifiquen con el electorado o la legislatura de un Estado moderno32. Por estas causas, el 31 32

H.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., pp. 64 y ss. H.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., p. 77.

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modelo simple del Derecho como órdenes coercitivas del soberano no reproduce algunas de las características sobresalientes de los sistemas jurídicos33. La raíz de esta frustración es que los elementos con los que se ha intentado construir la teoría del Derecho (mandatos, sanciones y soberanía) no incluyen la idea de regla sin la cual no cabe describir ni siquiera las formas más básicas del Derecho. Lo que es decisivo para Hart34, y conforma una limitación insalvable del planteamiento de Austin, es la noción de regla que confiere potestades, que pueden ser limitadas o ilimitadas, a personas que reúnen requisitos para legislar mediante la observancia de un procedimiento. La idea de regla, pues, es ya esencial para entender el Derecho. En concreto, en lo tocante a las críticas a la teoría kelseniana, son reseñables, con la de Hart, las de Alchourrón y Bulygin, Bobbio, Calsamiglia, García Amado, Martínez Roldán, Nino, Peces-Barba o Raz35. Las más relevantes son que el sistema no está configurado por normas jurídicas, sino que la norma jurídica es una norma que pertenece a un sistema (lo que desemboca en dar prioridad a este concepto). Aparte de que en él no todas las normas reproducen la misma estructura, porque, por ejemplo, no se toman en cuenta las que confieren potestades. Además, es dudoso que sea apartable la forma del contenido de manera absoluta y que Kelsen haya logrado vaciarlas. Desde este sentir, la Grundnorm se presenta según un a priori puro, fuera de contenidos metafísicos y empíricos, pero, simultáneamente, su validez se condiciona a la eficacia general de un orden; el filósofo del Derecho introduce en su teoría materiales representados por los hechos reales y efectivos, rompiéndose el formalismo metodológico. Igualmente, se reprende el reduccionismo de la actuación sancionatoria y la confusión entre lo que es una norma y una proposición. 1.3.

El Derecho como conjunto de reglas

El punto de arranque para comprender el nuevo enfoque es la idea de obligación. Austin entiende que cuando un ciudadano entrega el dinero amenazaH.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., p. 99. H.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., p. 96. 35 N. BOBBIO, «Formalismo jurídico», en N. BOBBIO, El problema del positivismo jurídico, trad. de E. Garzón Valdés, Fontamara, México, D.F., 2004, pp. 21 y ss.; E. BULYGIN, «Kant y la filosofía del Derecho contemporánea», en C. ALCHOURRÓN y E. BULYGIN, Análisis lógico y Derecho, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1991, pp. 373 y ss.; A. CALSAMIGLIA, Kelsen y la crisis de la Ciencia jurídica, Ariel, Barcelona, 1978, pp. 24 y ss.; J.A. GARCÍA AMADO, Hans Kelsen y la norma fundamental, Marcial Pons, Madrid, 1996, pp. 124 y ss.; H.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., pp. 99 y ss., y 125 y ss.; L. MARTÍNEZ ROLDÁN, Nueva aproximación al pensamiento jurídico de Hans Kelsen, La Ley, Madrid, 1988, pp. 143 y ss.; C.S. NINO, Introducción al análisis del Derecho, Ariel, Barcelona, 2003, p. 95; G. PECES-BARBA MARTÍNEZ, Introducción a la Filosofía del Derecho, Debate, Madrid, 1991, p. 116; y J. RAZ, «La teoría de Kelsen de la norma fundamental», en J. RAZ, La autoridad del Derecho. Ensayos sobre Derecho y moral, trad. de R. Tamayo y Salmorán, Universidad Autónoma de México, México, D.F., 1985, pp. 157 y ss. Otras consideraciones importantes son las de M.J. FARIÑAS DULCE, El problema de la validez del Derecho, cit., pp. 76 y ss., y R. SORIANO DÍAZ, Compendio de Teoría general del Derecho, cit., pp. 39 y ss. 33 34

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do por el atracador, lo hace porque está obligado a hacerlo, operando el Derecho de forma similar. Un mandato más una amenaza hacen nacer una obligación. Sin embargo, en Hart hay un matiz que el modelo de Austin no consigue captar, no es lo mismo verse obligado a hacer algo que tener la obligación de hacerlo. Y así decimos con propiedad que el atracado se vio obligado a entregar el dinero, aunque no tenía obligación de hacerlo. Para que alguien tenga una obligación, poco importan las creencias o sentimientos que pueda poseer, puede creerse obligado a hacer algo (pagar un impuesto) y no tener obligación (por estar exento). Tampoco tiene nada que ver la mayor o menor probabilidad de sufrir un daño por incumplir una orden y la existencia de una obligación, hay obligaciones que existen con independencia de la improbabilidad del daño porque es imposible probar su incumplimiento materialmente. Para que haya una obligación, es inexcusable y suficiente con que exista una regla que contenga un modelo de comportamiento con la pretensión de ser obedecido; y se pueda decir que un comportamiento concreto cae dentro del ámbito que describe. Subsiguientemente, afirmar que una persona está obligada no supone ni predice si será sancionada o no, ni referirse a los motivos por los que cumplió o no con la obligación. Sucintamente, supone que una conducta entra dentro del comportamiento previsto en una regla. Ahora, si es cierto que se habla de la existencia de una obligación porque previamente existe una regla, no siempre que hay reglas podemos decir que hay una obligación. Hay normas de la moda o de la cortesía que no generan obligaciones y, para poder decir que una regla genera una obligación, es preciso que haya una cierta presión social para que adecuemos nuestro comportamiento a la regla; que la conducta exigida tenga una cierta trascendencia para la preservación de la vida en sociedad, y que dicho comportamiento, aunque pueda ser socialmente beneficioso, conlleve un esfuerzo o sacrificio mínimo del obligado. En consecuencia, todas las sociedades se mantienen gracias al cumplimiento de obligaciones derivadas de ciertas reglas. Las reglas de un grupo social son observables desde fuera (enunciados externos) o desde dentro (enunciados internos). Observadas desde fuera, nos permiten predecir en alguna medida los comportamientos sociales, dado un Código de circulación, es predecible que normalmente los ciudadanos se detendrán ante un semáforo en rojo. A esto es a lo que se llama adoptar el punto de vista externo ante una regla. No obstante, a los miembros de un grupo social las reglas les interesan no para hacer predicciones, sino para guiar su comportamiento. El semáforo en rojo supone una señal que les obliga a detenerse, esto es, la mayoría de la sociedad, desde el ciudadano hasta el juez, pasando por todos los funcionarios y profesionales, estiman y usan las reglas como guías para conducir la vida social, como fundamento para reclamaciones, demandas, reconocimientos, críticas o castigos. Hart36 estima que el punto de vista interno 36

H.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., pp. 110-1 13.

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es el de aquellas personas que aceptan las reglas y las convierten en pautas con las que juzgan como correctos o incorrectos los comportamientos propios y ajenos, siendo capital para entender el Derecho y absolutamente desconocido en el modelo de órdenes generales respaldadas por amenazas. Si la idea de regla es básica para resolver las lagunas e insuficiencias de la concepción del Derecho como conjunto de órdenes, para comprender cómo funciona hay que dejar claro que están presentes dos variantes. No es posible la existencia de un orden jurídico compuesto sólo por reglas que regulen los comportamientos humanos, sea en forma de mandatos, de prohibiciones o de permisos. Es verdad que este tipo de reglas primarias creadoras de obligaciones son esenciales en los ordenamientos, pero, junto a éstas, son necesarias normas de otra clase, denominadas secundarias por Hart. La explicación es que, en teoría, cabría imaginar una sociedad de esta condición, mas dicha sociedad hipotética se tendría que enfrentar muy pronto a tres graves problemas y articular, si quiere sobrevivir, las correspondientes soluciones. Los problemas serían: El primero vendría forjado por la falta de certeza. Si en la sociedad surge alguna duda sobre la existencia o no de una regla, sobre su alcance y sentido, no habrá procedimiento para solventarlo porque «tal procedimiento y el reconocimiento del texto o personas con autoridad, implican la existencia de reglas de un tipo diferente a las de obligación o deber que, ex hipothesi, son las únicas reglas de que dispone el grupo»37. El segundo problema sería el tocante al inmovilismo. En esa sociedad no cabe la evolución, la modificación, la adaptación a las circunstancias, porque el cambio presupone también una variante diferente de las reglas primarias. Y el tercer problema se centraría en las dificultades de hacer cumplir las reglas eficientemente, en todo caso, habrá discusiones sobre si han sido o no violadas; si la conducta en cuestión merece sanción; quién, cómo y cuándo debe aplicarlas. Habrá, consiguientemente, graves problemas de adjudicación. El remedio a estos tres defectos que encerraría un hipotético sistema normativo compuesto solamente de reglas primarias, sería el de completarlas con otras secundarias que no se ocupan de las acciones que los individuos deben realizar, sino de dar seguridad a las reglas primarias, facilitar su cambio y adaptación y hacer posible una aplicación más efectiva. Por eso, además de las primarias, los sistemas jurídicos tienen las secundarias, como son la regla de reconocimiento, las reglas de cambio y de adjudicación. La regla de reconocimiento especificará aquellas características que deben tener las normas para ser consideradas como reglas del grupo, resolviendo los casos de duda que pudieran suscitarse. Es una regla de identificación de las reglas primarias de obligación. El inmovilismo se resuelve mediante reglas de cambio que facultan a determinados funcionarios, órganos o ciudadanos modificar, derogar o crear reglas pri37

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marias de obligación. Las dificultades de cumplimiento se resuelven con reglas de adjudicación, éstas harán posible fijar de forma autorizada cuándo se viola una regla, qué sanción hay que imponer, cómo se debe aplicar, quiénes deben imponerla y cuándo se debe ejecutar38. Irrefutablemente, aquella idea del Derecho entendido como órdenes coactivas no da cuenta adecuadamente ni de la naturaleza de las obligaciones, ni de la existencia de reglas en el mundo del Derecho, ni de las que dispone tácticamente un sistema jurídico. Por tanto, para Hart39, la clave del Derecho está en la existencia de reglas y en su combinación: normas primarias de obligación y normas secundarias en sus tres variedades, de reconocimiento, de cambio y de adjudicación. 1.4.

El Derecho como conjunto de reglas y principios

A la afirmación de Hart de que el Derecho se compone de normas primarias y secundarias, tesis que parecía culminar la secular evolución de la teoría positivista iniciada en Hobbes y continuada con gran éxito por Bentham, Austin y Kelsen, se ha objetado últimamente su insuficiencia al no captar que hay en el Derecho, junto a las reglas primarias y secundarias, otras prescripciones que son los principios, de los que surgen obligaciones para los ciudadanos y que son aplicados por los jueces y tribunales. La diferencia entre reglas y principios consiste, primeramente, en que las normas dan una respuesta tajante, mientras que los principios marcan una dirección. Las normas –asienta Dworkin40– son aplicables a la manera de disyuntivas, si los hechos que estipula una norma están dados, o la norma es válida, hipótesis en la que la respuesta que da debe ser aceptada, o no lo es y no aporta nada a la decisión. La norma se aplica en la forma del «todo o nada», o el supuesto está previsto en ella y se aplica, o no lo está y no tiene aplicación. En este orden de ideas, las normas son estándares que determinan una respuesta única. Pero –sigue diciendo Dworkin41– no es de esta manera cómo operan los principios. Ni siquiera los que más se asemejan a las normas establecen consecuencias jurídicas que se sigan automáticamente cuando se satisfacen las condiciones previstas. Un principio enuncia una razón que discurre en una sola dirección, pero no exige una decisión particular. «Cuando decimos que un determinado principio es un principio de nuestro Derecho, lo que eso quiere decir es que el principio es tal que los funcionarios deben tenerlo en cuenta, si viene al caso». Tenerlos en cuenta como criterio no es lo mismo que encontrar la respuesta necesariamente en él. H.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., pp. 113-123. Para un repaso de las principales críticas al modelo de Hart, puede consultarse el trabajo de J.R. PÁRAMO ARGÜELLES, H.L.A. Hart y la teoría analítica del Derecho, cit., pp. 216 y ss. 40 R. DWORKIN, Los derechos en serio, trad. de M. Guastavino, Ariel, Barcelona, 2002, p. 75. 41 R. DWORKIN, Los derechos en serio, cit., pp. 76 y 77. 38 39

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Agregadamente, los principios tienen distinto «peso e importancia», las normas no. Cuando los principios entran en confrontación, por ejemplo, en la protección al consumidor y la defensa del medio ambiente, quien debe resolver el conflicto tiene que tener en cuenta el peso relativo de cada uno de ellos. Las normas no tienen esta dimensión, son válidas o no, son aplicables al caso o no, sea cual sea la posición jerárquica que ocupen en el ordenamiento, sin que la forma en que se expresan los principios y las normas ofrezcan demasiada luz respecto a si estamos en presencia de unos o de otras. Mas, una vez que identificamos los principios jurídicos como una clase de estándares aparte –sustenta Dworkin42–, distinta de las normas jurídicas, comprobamos que estamos completamente rodeados de ellos. Los profesores de Derecho los enseñan, los historiadores del Derecho los investigan, aunque donde parecen funcionar con la máxima fuerza es en los casos difíciles. Por otra parte, esos principios crean obligaciones. Éstas no sólo surgen de las normas que dictan los poderes normativos de cualquier sistema, sino que hay obligaciones que nacen de algunos principios. El de que «nadie puede beneficiarse de sus ilícitos» no es un estándar que los funcionarios y los jueces puedan dejar de aplicar: aun no habiendo sido legislado, obliga a todos los funcionarios públicos a justipreciarlo en sus decisiones. Son vinculantes para los jueces de modo que actuarían incorrectamente43, incluso ilegalmente, si dejaran de aplicar algún principio relevante en la solución del problema sometido a su enjuiciamiento. La constatación de que en todo ordenamiento hay principios que deben ser evaluados por el juez y los funcionarios, supone otra diferencia con el planteamiento de Hart44 respecto a la función de los jueces. Para Hart45, cualquiera que sea la técnica que se emplee para establecer modelos de comportamientos (v. gr.: reglas o precedentes), la textura abierta del lenguaje hace que supuestos concretos carezcan de solución cierta y determinada por la norma. SumariaR. DWORKIN, Los derechos en seno, cit., p. 80. R. DWORKIN, Los derechos en seno, cit., p. 82. 44 Podemos preguntarnos hasta qué punto esta distinción entre reglas y principios constituye, por sí sola, un punto diferenciador entre los planteamientos de Hart y de Dworkin. Ello sería así si Hart hubiera mantenido que el Derecho se compone de reglas y solamente de reglas, pero su planteamiento no es tan esquemático como lo dibuja Dworkin. Ya en El concepto de Derecho (cit., p. 209) habla de principios, reglas y estándares, y más tarde, en Essays in Jurisprudence and Philosophy (Clarendon Press-Oxford University Press, Nueva York, 2001, p. 107) dará por supuesta la existencia de tales principios. En efecto, para Hart, la decisión judicial no opera en el vacío, sino que se produce en el curso de la operación de un cuerpo operativo de reglas, una operación en la cual se reconocen continuamente como buenas razones para la decisión toda una multitud de consideraciones: «Éstas incluyen una amplia variedad de intereses individuales y sociales, propósitos sociales y políticos, así como estándares de moralidad y de justicia; y éstos pueden ser formulados en términos generales como principios, políticas y estándares». La cuestión, ciertamente, no es, como abogara MacCormick (H.L.A. HART, Essays in Jurisprudence and Philosophy, cit., p. 41), que Hart fracasara a la hora de percibir que no todos los estándares son reglas ni que los principios son diferentes de las reglas (un punto clave en la crítica de Dworkin frente a la teoría de Hart). El problema es que no llegó a clarificar la distinción que asumía, y que es lo que tratará MacCormick de aclarar partiendo del pensamiento hartiano. 45 H.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., pp. 168 y 169. 42 43

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mente, «la textura abierta del Derecho significa que hay áreas de conducta donde es mucho lo que debe dejarse para que sea desarrollado por los funcionarios y tribunales… Aquí, en la zona marginal de las reglas y en los campos que la teoría del precedente deja abierta, los tribunales desempeñan una función productora de reglas, una función que los cuerpos administrativos desempeñan centralmente en la elaboración de los estándares variables. En un sistema donde el stare decisis es firmemente reconocido, esta función se asemeja mucho al ejercicio por un cuerpo administrativo de potestades delegadas de creación de reglas». Así, aunque el juez está sometido a las reglas y es su aplicador, en destacados supuestos tiene lo que se ha catalogado de discreción, es decir, una amplia libertad a la hora de ejercer sus potestades legislativas. Sin embargo, esta libertad normativa, esta discreción judicial, es lo que cuestiona Dworkin. Lo que no está dispuesto a aceptar es que un juez pueda, sin una habilitación normativa previa, modificar, derogar y crear por su cuenta derechos y deberes. Según Dworkin46, si en un ordenamiento jurídico, junto a las normas que establece, existe un principio aplicable a la controversia, el juez no tiene la posibilidad de no valorarlo, está obligado a tomarlo en consideración para decidir sobre el supuesto. Incluso, llegado el momento, debe no aplicar la norma para seguir el criterio que le marca un principio. El juez, en consecuencia, no tiene discreción para aplicar una ley contraria a un principio superior, y ello es de esta manera porque, «una vez que abandonamos esta doctrina y tratamos los principios como Derecho, se plantea la posibilidad de que una obligación jurídica pueda imponerse tanto por principios como por una norma establecida… Existe una obligación jurídica siempre que las razones que fundamentan tal obligación, en función de diferentes clases de principios jurídicos obligatorios, son más fuertes que las razones o argumentos contrarios». Hart47 había mantenido que la textura abierta del Derecho deja un vasto campo para una actividad creadora que algunos llaman legislativa. Al interpretar las leyes o los precedentes, los jueces no están limitados a la alternativa entre una elección ciega y arbitraria, por un lado, y la deducción mecánica a partir de reglas con significado predeterminado, por otro. La decisión judicial, especialmente en materias de importancia constitucional, implica, a menudo, una elección entre valores morales. En estos asuntos, los jueces suelen desplegar virtudes judiciales como «imparcialidad y neutralidad al examinar las alternativas; consideración de los intereses de todos los afectados, y una preocupación por desarrollar algún principio general aceptable como base razonada de la decisión»48. No obstante, Dworkin49 rechaza que los jueces tengan tal capacidad legislativa. Es un deber del juez, incluso en los casos difíciles, descubrir los dere46 47 48 49

R. DWORKIN, Los derechos en serio, cit., p. 100. H.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., pp. 163 y 164. H.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., pp. 176-183. R. DWORKIN, Los derechos en serio, cit., p. 146.

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chos de las partes, en vez de inventar retroactivamente derechos nuevos. En efecto, ni siquiera en el más dificultoso de los casos difíciles, un juez tiene discreción para inventar retroactivamente la regla aplicable. Para cada supuesto existe en el ordenamiento jurídico una regla esperando ser descubierta. Esta tarea de descubrir el Derecho conlleva no reducirse al examen de las reglas promulgadas por el legislador, sino abrirse al examen de todo el Derecho (reglas más principios) para buscar la regla que se esconde en el sistema. Al hilo de esta argumentación, se haría bien en considerar de qué manera un juez filósofo podría elaborar teorías sobre qué es lo que exigen la intención de la ley y los principios jurídicos. «Para este propósito he inventado un abogado dotado de habilidad, erudición, paciencia y perspicacia sobrehumanas, a quien llamaré Hércules»50. Debe articular una especie de teoría política, jurídica y de la justicia que dé la mejor explicación posible de las instituciones de su comunidad y que permita hallar en el Derecho la respuesta, la única respuesta correcta, al problema controvertido. En la búsqueda de esta respuesta para el caso en cuestión, la teoría que construya dicho juez tiene que reunir dos requisitos: ser coherente con las decisiones políticas anteriores y ser justificable o tener solidez moral. Tal es el argumento de El imperio de la justicia51, en el que se explican estas dos tareas del juez Hércules recurriendo a la idea de una «novela en cadena», escrita por varios autores en diferentes momentos y que sabe preservar la máxima coherencia posible. Dworkin52 estima que los jueces que aceptan el ideal interpretativo de la integridad deciden los casos difíciles tratando de encontrar, en alguna serie coherente de principios sobre los derechos y deberes de la gente, la interpretación más constructiva de la estructura política y la doctrina legal de su comunidad. Su ideal del Derecho como integridad exige que el juez, a la hora de decidir un litigio sobre la base del Common Law, se considere a sí mismo como un eslabón de la cadena de dicho Common Law. Él sabe que otros jueces en el pasado estudiaron supuestos relacionados con el problema que ha de resolver, y ha de valorar las decisiones de aquéllos como parte de una larga historia que tiene que conocer y continuar de forma que tenga, de acuerdo con su propio juicio, el mejor desarrollo posible en el presente y en el futuro. La teoría de Dworkin representa, pues, una clara ruptura, como lo han sido y siguen siendo en el Continente europeo algunas concepciones iusnaturalistas, con la concepción estatalista del Derecho, que tuvo en Hobbes, Bentham y Austin a sus primeros portavoces y que fue modernizada por pensadores como Hart. R. DWORKIN, Los derechos en serio, cit., p. 177. R. DWORKIN, El imperio de la justicia. De la teoría general del Derecho, de las decisiones e interpretaciones de los jueces y de la integridad política y legal como clave de la teoría y práctica, Gedisa, Barcelona, 1997, pp. 166-168 y ss. 52 R. DWORKIN, El imperio de la justicia. De la teoría general del Derecho, de las decisiones e interpretaciones de los jueces y de la integridad política y legal como clave de la teoría y práctica, cit., pp. 165 y ss., y 239 y ss. Se trata de un planteamiento que tiene gran afinidad con la reivindicación de Llewellyn del gran estilo judicial. 50 51

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En síntesis, lo que nos viene a decir es que el Derecho se compone no sólo de normas primarias y secundarias directa o indirectamente legisladas, sino también de principios no legislados, pero igualmente normativos53. 2.

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El concepto de norma jurídica ocupa un lugar capital en la Ciencia y en la Filosofía del Derecho, hasta el punto de ser común la afirmación de que el Derecho se compone de normas54, y aunque se sigue debatiendo qué son éstas, suele haber una amplia coincidencia a la hora de sostener que constituyen la base para su caracterización y descripción55. Asimismo es cuestión pacífica la estrecha relación que existe con el lenguaje, enfocándose en primer término la teoría de las normas como teoría del lenguaje jurídico56. Una forma de concebirlas es caracterizarlas como el significado de ciertas expresiones lingüísticas, o sea, se diferencia entre expresión lingüística como conjunto de palabras y su significado. Dentro de este marco, Bobbio57 prefiere hablar de proposición y 53 Otra posición es la de Alexy, la cual defiende un orden débil de principios, caracterizado porque nos puede decir «qué es lo que ha que tomar en consideración, pero no qué es lo que tiene preferencia en cuanto al resultado» (R. ALEXY, «Sistema jurídico, principios jurídicos y razón práctica», en R. ALEXY, Derecho y razón práctica, trad de M. Atienza Fontamara, México D.F., 1993, pp. 9 y ss.). Así, el filósofo del Derecho propugna que los principios son «mandatos de optimización», son «normas que ordenan que se realice algo, en la mayor medida posible, en relación con las posibilidades jurídicas y fácticas», y las reglas son «normas que exigen un cumplimiento pleno, y en esa medida pueden siempre ser sólo o cumplidas o incumplidas» (ibídem). Sobre el tema, ver M.C. BARRANCO AVILÉS, La teoría jurídica de los derechos fundamentales, Universidad Carlos III de Madrid-Dykinson, Madrid, 2004, pp. 150 y ss. 54 C.E. ALCHOURRÓN y E. BULYGIN, «Norma jurídica», en E. GARZÓN VALDÉS y F.J. LAPORTA (eds.), El Derecho y la justicia, Consejo Superior de Investigaciones Científicas-Trotta, Madrid, 2000, p. 133. 55 Véanse al respecto las obras de J.C. BAYÓN MOHÍNO, La normatividad del Derecho: Deber jurídico y razones para la acción, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1991; C.S. NINO, La validez del Derecho, Astrea, Buenos Aires, 1985, y J. RAZ, Razón práctica y normas, trad. de J. Ruiz Manero, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1991. Los tres autores tratan de explicar la norma a partir de la idea de razones para la acción. 56 En este apartado se siguen los trabajos de F.J. ANSUÁTEGUI ROIG, «El Derecho como norma», cit.; N. BOBBIO, Teoría general del Derecho, trad. de E. Rozo Acuña, Debate, Madrid, 1995, pp. 13-140; ÍD., Contribución a la Teoría del Derecho, edic. de A. Ruiz Miguel, Debate, Madrid, 1990; J.R. CAPELLA HERNÁNDEZ, El Derecho como lenguaje. Un análisis lógico, Ariel, Barcelona, 1968; L. GARCÍA SAN MIGUEL, Notas para una crítica de la razón jurídica, Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, Madrid, 1985; C.S. NINO, Introducción al análisis del Derecho, Ariel, Barcelona, 2003; A.E. PÉREZ LUÑO, con la colaboración de C. Alarcón Cabrera, R. González-Tablas y A. Ruiz de la Cuesta, Teoría del Derecho. Una concepción de la experiencia jurídica, Tecnos, Madrid, 2009; G.W. WRIGHT, Norma y acción. Una investigación lógica, trad. de P. García Ferrero, Tecnos, Madrid, 1970. 57 N. BOBBIO, Teoría general del Derecho, cit., pp. 55 y ss. Superando la teoría dualista de la lingüisticidad de las normas jurídicas defendida por Bobbio, en la que se distinguen la proposición estricta y el enunciado, Alarcón Cabrera destaca tres concepciones lingüísticas. La norma como enunciado prescriptivo, situado en el plano sintáctico de las relaciones gramaticales entre los términos que componen lingüísticamente cada término. La norma como proposición prescriptiva, situada en el plano semántico de sus relaciones con los objetos que designa. Y la norma como acto lingüístico de enunciación prescriptiva de un enunciado, situado en el plano pragmático de sus relaciones con los sujetos que emplean el lenguaje normativo o se ven influidos por él (C. ALARCÓN CABRERA, Lecciones de lógica jurídica, MAD, Alcalá de Guadaira (Sevilla), 2000, pp. 70 y 71).

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enunciado, la proposición equivale al sentido o significado, y el enunciado, a la forma gramatical utilizada para expresarlo, sin que haya una correspondencia exacta entre ambos. Una formulación lingüística puede tener diferentes significados, y un significado puede ser expresado con distintas formulaciones lingüísticas. Ordinariamente, los juristas tendemos a concebir las normas como expresiones lingüísticas; no obstante, para la concepción semántica, no sean sino el sentido de las formulaciones normativas58 o los significados de esas expresiones59, a los que llamaremos proposiciones. Si tenemos en cuenta la forma y la función de las proposiciones, ellas se pueden clasificar por su forma en declarativas, interrogativas, imperativas y exclamativas60. Por lo que se refiere a su función, son muchas las cosas que es posible hacer con el lenguaje, agrupándose en torno a unos usos61: a) la función descriptiva, la cual se cumple cuando se utiliza el lenguaje para informar sobre la realidad, de su contenido se puede predicar la verdad o falsedad; b) la función expresiva, consistente en emplear las palabras para expresar emociones o sentimientos, o para provocarlos en el interlocutor; c) la función interrogativa, realizada cuando se usa el lenguaje en la búsqueda de informaciones por otro interlocutor; d) la función operativa, producida allí donde el uso de palabras (prometo, juro, declaro…) supone efectuar la acción que incorporan, y e) la función prescriptiva o directiva, que emplea el lenguaje con el objetivo de influir en el comportamiento del interlocutor. Normalmente, existe una correspondencia entre forma y función, sin embargo, puede suceder que la misma función sea expresada con varias y distintas formas, y que con la misma forma, según los contextos, se expresen funciones diversas. Conviene diferenciar, pues, las proposiciones descriptivas y las prescriptivas. Bobbio62 afirma que puede hacerse esta distinción respecto de la función: con la descripción intentamos informar a otros de algo, y con la prescripción lo que queremos es modificar su comportamiento, siendo patente que con la información podemos modificar el comportamiento de los demás. De ahí la importancia que cobran en nuestros sistemas las técnicas informativas como mecanismo de control social: en las proposiciones descriptivas y respecto a la actitud del destinatario, es posible sustentar que hay aceptación cuando éste lo cree. La prueba de la aceptación de una información es la creencia, y la de la 58 J.J. MORESO, «Lenguaje jurídico», en E. GARZÓN VALDÉS y F.J. LAPORTA (eds.), El Derecho y la justicia, cit., p. 106. 59 C.E. ALCHOURRÓN y E. BULYGIN, «Norma jurídica», cit., p. 135. El propósito de Hart es mejorar la comprensión del Derecho y de los conceptos jurídicos, estimando que el Derecho se refiere a las acciones humanas pensadas como «acciones sociales de pensamiento y lenguaje». Las normas jurídicas que constituyen el Derecho se dan a conocer por medio de signos lingüísticos especializados dentro de una gran complejidad estructural (J.R. DE PÁRAMO ARGÜELLES, H.L.A. Hart y la teoría analítica del Derecho, cit., pp. 15 y 16). 60 N. BOBBIO, Teoría general del Derecho, cit., pp. 57 y ss. 61 J.L. AUSTIN, Cómo hacer cosas con palabras, comp. de J.O. Urmson y trad. de G.R. Carrió y E.A. Rabossi, Paidós, Barcelona, 2004. 62 N. BOBBIO, Teoría general del Derecho, cit., pp. 59 y ss.

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aceptación de una prescripción es la ejecución u obediencia. Respecto a la valoración, de las proposiciones descriptivas se puede indicar que son verdaderas o falsas, siendo los criterios en las proposiciones prescriptivas la validez, la eficacia y la justicia. Las normas, jurídicas y no jurídicas, se presentan así como proposiciones prescriptivas, pero entender que el Derecho es un conjunto de normas no entraña sustentar que no pueda haber en un ordenamiento jurídico otro tipo de proposiciones. Un ejemplo –señalan Alchourrón y Bulygin63– son las definiciones, otro son las disposiciones derogatorias, al igual que las normas de competencia64. En lo tocante a las de conducta, son diferenciables las normas positivas (legislación y costumbre) y las naturales (defendidas por los pensadores iusnaturalistas); las generales y las individuales, y las categóricas e hipotéticas. Mas conviene traer a colación una última distinción, la que existe entre normas y proposiciones normativas, planteada ya por Kelsen65 entre Rechtssatz y Rechtsnorm. Cuando alguien dice «aquí no se puede fumar», puede estar emitiendo una norma o una proposición normativa. Si su intención ha sido prohibir que alguien fume, se trata de una norma, y si su intención consiste en informar que existe una norma que dispone «aquí no se puede fumar», se trata de una proposición normativa. Una norma prescribe siempre un comportamiento concreto, y una proposición normativa informa de la existencia de una prescripción. Las normas no son verdaderas ni falsas, sino válidas o inválidas, eficaces o ineficaces, justas o injustas, y las proposiciones normativas son verdaderas o falsas. La prueba de la aceptación de una norma es su obediencia, y el test de la aceptación de una proposición normativa es la verdad o falsedad de su significado66. 3.

LOS

ELEMENTOS DE LAS NORMAS

La obra de Von Wright Norma y acción. Una investigación lógica67 ofrece una descripción de los componentes de las normas prescriptivas que explica el tipo de prescripciones en que consisten las jurídicas. De acuerdo con Von Wright, los elementos de las normas, jurídicas y no jurídicas, son los siguientes: 63 C.E. ALCHOURRÓN y E. BULYGIN, «Norma jurídica», cit., pp. 137 y 138; D. MENDONÇA, Interpretación y aplicación del Derecho, Universidad de Almería, Almería, 1997, pp. 40 y ss.; H. SPECTOR, «Definiciones jurídicas», en E. GARZÓN VALDÉS y F.J. LAPORTA (eds.), El Derecho y la justicia, cit., p. 285. 64 J. AGUILÓ REGLA, «Derogación», en E. GARZÓN VALDÉS y F.J. LAPORTA (eds.), El Derecho y la justicia, cit., p. 199, y más extensamente, cfr. ÍD., Sobre la derogación. Ensayo de dinámica jurídica, Fontamara, México, D.F., 1995; V. ITURRALDE SESMA, Aplicación del Derecho y justificación de la decisión judicial, Tirant lo Blanch, Valencia, 2003, pp. 141-151. Y en cuanto a las normas de competencia, ver J. FERRER BELTRÁN, Las normas de competencia. Un aspecto de la dinámica jurídica, Boletín Oficial del Estado-Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2000. 65 H. KELSEN, Teoría pura del Derecho, cit., pp. 17 y ss. 66 Sobre este tema, ver E. BULYGIN, «Cognition and Interpretation of Law», en L. GIANFORMAGGIO y S.L. PAULSON (eds.), Cognition and Interpretation of Law, Giappichelli, Turín, 1995, pp. 11-35. 67 G.H. VON WRIGHT, Norma y acción. Una investigación lógica, cit.

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El primero de ellos es su carácter. Las normas se dictan para que algo (en el caso del Derecho, un comportamiento) se haga, no se haga o se permita hacer o no hacer. Cuando se dictan para que algo se haga, se denominan normas de obligación; cuando se dictan para que algo no sea realizado, se llaman normas de prohibición, y cuando se emiten para que algo pueda hacerse o no hacerse, estamos ante normas permisivas. Tales funciones se efectúan comúnmente mediante los operadores deónticos obligatorio, prohibido o permitido, soliéndose incluir, en consecuencia, los permisos dentro del mundo de la prescriptividad. No es fácil su caracterización, aun cuando se les conciba bien como derogación de normas imperativas (prohibitivas u obligatorias), bien buscando alguna conexión con las órdenes (ya que un permiso supone también la habilitación de una persona para ordenar lo opuesto). Pero, aun aceptando que los permisos guardan una estrecha conexión con el mundo de la prescriptividad, es cierto que no toda prescripción es una norma. No lo es la orden del atracador de entregarle dinero. Tampoco toda proposición normativa es una prescripción, discutiéndose permanentemente si todas las normas jurídicas son reducibles a imperativos positivos o negativos68. Es posible decir que un buen número se formula mediante prohibiciones, obligaciones o permisos, mas los textos legales están llenos de enunciados que, prima facie, ni ordenan, ni prohíben, ni permiten. En unos casos, son un conjunto de enunciados que lo único que tratan es de facilitar modelos de comportamiento que los destinatarios-usuarios pueden adquirir como si fueran trajes prêt-à-porter. No dicen cómo deben actuar los ciudadanos, sino que les ofrecen un abanico de posibilidades una vez que se opta por uno u otro modelo (una sociedad anónima o de responsabilidad limitada, por ejemplo), el Derecho anuda a esa opción (prescribe) consecuencias. En otras ocasiones, las proposiciones normativas definen términos, ya que el lenguaje jurídico está lleno de definiciones en relación con prescripciones determinadas69. Las anteriores observaciones han de servir para huir del reduccionismo que supone pensar que el lenguaje del Derecho está compuesto solamente de normas que prohíben, ordenan o permiten. Hay muchas más cosas en los textos legales y nada tiene sentido si se olvida que el Derecho es un instrumento de control social y que, como tal, el elemento prescriptivo es absolutamente indispensable. Definiciones, permisos, facultades o poderes…, sólo tienen sentido por su correlación con órdenes o prohibiciones. El segundo elemento de las prescripciones es el contenido, entendido como la acción o actividad que se prohíbe, permite u ordena. En principio, cualquier acción es apta como contenido de una norma; no obstante, si la concebimos como el medio del que se sirve el emisor para conseguir un resultado (manteN. BOBBIO, Teoría general del Derecho, cit., pp. 60 y ss. El hecho lo detectó ya Bentham. Cfr. J. BENTHAM, «Idea general de un cuerpo completo de legislación», cit. 68 69

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nimiento o modificación de un estado de cosas), cualquier acción humana que, directa o indirectamente, sirva para alcanzar tal resultado puede ser contenido. La historia del Derecho ofrece los prototipos más peregrinos, habiéndose pretendido, a voces, reducirlos a actos de fuerza. Es verdad que no cabe comprender el Derecho desligado del fenómeno de la coacción, no hay ordenamiento, como veremos, sin sanciones, sin embargo, sólo desde una posición totalmente reduccionista, como ha denunciado con agudeza Hart70, sería amparable que el contenido de la norma (de todas y cada una, por tanto) es la regulación del uso de la fuerza. Por eso –suscribe Bobbio71–, «cuando se habla de una sanción organizada como elemento constitutivo del Derecho, nos referimos no a la norma, sino al ordenamiento jurídico tomado en su conjunto, razón por la cual decir que la sanción organizada diferencia el ordenamiento jurídico de todos los demás tipos de ordenamiento, no implica afirmar que todas las normas de aquel sistema estén sancionadas, sino únicamente que lo estará la mayoría de ellas». El tercero es la condición de aplicación, o aquella situación que tiene que darse para que haya la oportunidad de llevar a cabo el contenido de una norma. En este apartado, las normas se dividen en categóricas e hipotéticas, distinción que se debe a Kant72 y reposa en la forma con la que la norma es expresada. Los imperativos categóricos son los que prescriben una acción que ha de ser ejecutada sin condiciones, y los hipotéticos son los que prescriben una acción apropiada para alcanzar un fin. A su vez, este fin puede ser libre (si quienes…) u obligatorio (puesto que has de…), lo que da lugar a que los imperativos hipotéticos se dividan en normas técnicas y pragmáticas. En un ordenamiento jurídico localizamos imperativos de uno y otro tipo. La autoridad es mencionada por Von Wright como cuarto componente de toda prescripción. La autoridad de una prescripción es el agente que la emite, pudiendo ser concreto, ya sea singular (un Ministro) o colectivo (el Gobierno), e impersonal (en el supuesto de la costumbre es habitual). Sin embargo, para Olivecrona y el realismo jurídico escandinavo73, las normas jurídicas son imperativos impersonales en los que sería difícil, cuando no imposible, precisar quién es el agente que la emitió. A estos efectos, otra distinción interesante es la que se establece entre imperativos autónomos y heterónomos: en los autónomos, quien establece la norma y el que la ejecuta es el mismo sujeto, y en los heterónomos, no coinciden. Esta distinción, debida como tantas otras a Kant, H.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., pp. 26 y ss. Sobre el tema, ver N. BOBBIO, Teoría general del Derecho, cit., pp. 124 y ss. 72 I. KANT, La metafísica de las costumbres, trad. y notas de A. Cortina Orts y J. Conill Sancho, estudio preliminar de A. Cortina Orts, Tecnos, Madrid, 2008, Primera parte, «Introducción a la metafísica de las costumbres», IV, y Segunda parte, «Introducción a la doctrina de la virtud», III. Ver también ÍD., Fundamentación para una metafísica de las costumbres, estudio preliminar y trad. de R. Rodríguez Aramayo, Alianza, Madrid, 2008, A 51. 73 L. HIERRO SÁNCHEZ-PESCADOR, El realismo jurídico escandinavo. Una teoría empirista del Derecho, trad. de L. López Guerra, F. Torres, Valencia, 1981, pp. 251 y ss.; K. OLIVECRONA, El derecho como hecho. La estructura del ordenamiento jurídico, Labor, Barcelona, 1980, p. 127. 70 71

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ha influido en la diferenciación entre el Derecho y la Moral. Según Kant74, la Moral se reduce a imperativos autónomos, mientras que el Derecho se resuelve en imperativos heterónomos. Tal disimilitud es útil, mas tiene sus puntos débiles, por cuanto la Moral puede contener imperativos y el Derecho no se agota en ellos, lo que es evidente en el Derecho privado y en el público. Como diría F. de los Ríos75, la autonomía o heteronomía de las normas jurídicas dependen en alto grado del mayor o menor carácter democrático de un sistema normativo, sirviendo posteriormente el elemento de su autoridad para plantearnos el problema de las fuentes del Derecho. Además, en las prescripciones hay que tener en cuenta el sujeto normativo, referido a los destinatarios de la prescripción que, desde Ihering76 y según algunos, al concebir el Derecho como regulación del uso de la fuerza, son las autoridades que tienen encomendada la función de juzgar y aplicar las sanciones previstas; y que, según otros, ese destinatario es múltiple porque las normas tienen una pluralidad de audiencias. Unas van dirigidas fundamentalmente a los órganos del Estado; otras, a los ciudadanos y, dentro de éstas, las hay que van dirigidas a todos los ciudadanos (generalidad de las normas) o a los colectivos (normas particulares). La distinción de Hart77 entre normas primarias y secundarias es esencial, pero todas tienen un sujeto. El sexto aspecto de las prescripciones es su ocasión, es decir, el momento o espacio en que debe cumplirse el contenido (la acción), hablando del ámbito temporal o territorial de aplicación de las normas. En lo atinente al ámbito territorial, las normas pueden ser aplicables a todo o a una parte del territorio sobre el que actúa la autoridad; y por lo que respecta al ámbito temporal, es cierto que (excepto las costumbres) tienen un inicio y raramente se les fija un término, aunque la ley de presupuestos generales del Estado tiene una vigencia temporal limitada a una anualidad. La promulgación es otro elemento de la norma, con el que se trata de hacer saber a los sujetos normativos por cualquier medio (sobre todo, el lenguaje) qué acciones están prohibidas, son obligatorias o están permitidas. Para Von Wright, la promulgación es más el vehículo de expresión de una norma que una pieza, y es un requisito destinado a conocer cuál es la voluntad de la autoridad insita en la prescripción, de modo que pueda llegar a ser obedecida. Y, finalmente, está la sanción, esto es, la amenaza de un castigo, explícito o implícito, por la desobediencia de la norma, habiendo sido éste uno de los 74 L KANT, La metafísica de las costumbres, cit., Segunda parte, «Prólogo a los Principios metafísicos de la Doctrina de la virtud», pp. 223 y ss.; ÍD., Fundamentación para una metafísica de las costumbres, cit., A 97 y ss. 75 F. DE LOS RÍOS URRUTI, Escritos sobre democracia y socialismo, edic. y estudio preliminar de V. Zapatero, Taurus, Madrid, 1974, pp. 276 y ss. 76 R. IHERING, La lucha por el Derecho, trad. de A. Posada, Civitas, Madrid, 1985; ÍD., El fin en el Derecho, estudio preliminar de J.L. Monereo Pérez, trad. de D. Abad de Santillán, Comares, Granada, 2000. 77 H.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., pp. 113 y ss.

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temas más debatidos en el ámbito de las normas de naturaleza jurídica, puesto que se ha pretendido hacer de él su criterio distintivo. Fracasado el intento de definir el Derecho en función del contenido, de los fines que persigue o de los valores subyacentes, se ha querido singularizar la norma jurídica en atención a lo que ocurre cuando se la desobedece, o sea, en atención a la amenaza de una sanción que se diferencia del resto (morales o estrictamente sociales) por estar institucionalizada. La amenaza de una sanción externa e institucionalizada –confirma Bobbio78, resumiendo una larga trayectoria del pensamiento–, es el carácter diferenciador de las normas jurídicas, aunque se hace de esa sanción un componente constitutivo del ordenamiento más que de las normas, por cuanto existe una gran cantidad que carece de sanción expresa, a la vez que aumenta la función promocional del Derecho que no puede producirse plenamente con el mecanismo sancionatorio. 4. 4.1.

CARACTERÍSTICAS

DEL ORDENAMIENTO JURÍDICO

Existencia y unidad

Hasta aquí hemos venido hablando de normas jurídicas, sin embargo, éstas aparecen formando conjuntos que regulan relaciones e instituciones constitutivas denominados ordenamientos jurídicos. No hay normas jurídicas si no es formando parte de un ordenamiento jurídico. Como vimos en su momento, para poder decir que una norma existe o es válida, hemos de examinar si ha sido creada de acuerdo con ciertos procedimientos ya previstos. Mas, ¿cómo podemos afirmar que existe un ordenamiento? A diferencia de lo que ocurre con la validez de las normas, un ordenamiento jurídico es válido, esto es, existe, cuando sus normas se suelen obedecer y aplicar. En este sentido, el concepto de sistema está muy ligado a la historia de la Ciencia jurídica y no es comprensible fuera de ella. En efecto, la concepción de la Ciencia del Derecho que aparece en los sistemas racionalistas de Derecho natural, desde autores como Grocio y Pufendorf hasta Kant y Fichte, se plasma en el ideal de la Ciencia racional, teniendo unas notas comunes, tales como partir de principios evidentes, siendo desarrollos deductivos de estos principios. Toda proposición jurídica se infiere lógicamente y deriva su verdad de ellos, con lo que la Ciencia jurídica cumple con las coordenadas de la evidencia y de la deducción. La Ciencia del Derecho no intenta describir las reglas que están efectivamente vigentes en la sociedad, sino las ideales que, con arreglo a las reglas de Derecho natural, deben regir, provocándose, llegado el siglo XIX, un cambio relevante en el concepto estudiado, influido por la Codifi78 N. BOBBIO, «Derecho y fuerza», en N. BOBBIO, Contribución a la teoría del Derecho, ed. a cargo de A. Ruiz Miguel, Madrid, 1990, pp. 334 y ss.

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cación, en Francia; la Escuela histórica de Savigny, en Alemania, y el utilitarismo de Bentham y Austin, en Inglaterra79. Durante el transcurso de este siglo, la Dogmática, asumiendo la Jurisprudencia de conceptos nacida de la Escuela histórica a través de la Pandectística, terminó en una posición abstracta y antihistórica concorde con la Europa estática de entonces. Aquélla reclamaba la prioridad y la autosuficiencia del conocimiento jurídico elaborado en el marco de un ordenamiento, habiendo pasado, con el desenvolvimiento normativizador, a estimarse predominantemente como la dilucidación teórica de las normas, con objeto de fabricar modelos dogmáticos a expensas de los creados por el legislador. Para la Jurisprudencia de conceptos, el Derecho era básicamente un sistema conceptual, constituido sobre el análisis de las normas positivas y la creencia en la logicidad inmanente en el ordenamiento jurídico positivo. En este contexto, se comprende el nacimiento de un pensamiento depurado de cualquier fuente de inseguridad. La Pandectística se ocuparía de buscar conceptos jurídicos generales analizando el Derecho positivo, y la Dogmática conceptualista estudiaría las normas jurídicas sin más, de las que se pudieran extraer conceptos comunes para todo ordenamiento que deben ser hallados, analizados, ordenados y sistematizados80. Más adelante, los paradigmas cambiarían; para Kelsen, la Ciencia del Derecho es una Ciencia normativa que describe normas mediante el principio de imputación. La Ciencia jurídica, por tanto, describe normas y, dentro de éstas, describe las coactivas. No obstante, avanzando más, hay que decir que un ordenamiento jurídico constituye un conjunto de normas jurídicas ordenadas que conforman un sistema. Aquí es destacable la neutralidad axiológica que se pretende. La teoría pura del Derecho desea ser una teoría general del Derecho positivo, es una teoría formal que parte de una separación total entre forma y contenido, y es el punto de arranque necesario para el desarrollo de cualquier crítica positivista o de nueva aportación de este tipo. Por otra parte, el normativismo kelseniano fue el que se ocupó de llevar la creencia descrita hasta el extremo, definiendo el Derecho por la forma en la que se presenta, y partiendo la ley impuesta de la norma como condición que faculta conocer el contenido del Derecho positivo81. Si bien en la primera mitad del siglo XX se proyectó fundar una Ciencia jurídica sobre una base empírica, como ejemplos son citables Geny, Heck, Kantorowicz, Duguit, Pound, Holmes, Cardozo, Gray, Llewellyn, Frank, Hägerström, Lundstedt, Olivecrona y Ross, los realistas pretendieron sacarla de la categoría de las Ciencias racionales pasándola a la de las empíricas82. Des79 C.E. ALCHOURRÓN y E. BULYGIN, Introducción a la metodología de las Ciencias jurídicas y sociales, Buenos Aires, Astrea, 2002, pp. 89 y 90. 80 G. FASSÒ, Historia de la Filosofía del Derecho, cit., vol. 3, trad. de J.E Lorca Navarrete, Pirámide, Madrid, 1996, pp. 45 y ss. 81 H. KELSEN, Teoría pura del Derecho, cit., pp. 83 y ss. 82 C.E. ALCHOURRÓN y E. BULYGIN, Introducción a la metodología de las Ciencias jurídicas y sociales, cit., pp. 89 y ss.

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de estas coordenadas, en el pensamiento moderno el estudio del sistema jurídico ha tomado dos caminos: el de la Escuela analítica inglesa (Hart y Raz) y el de la teoría institucionalista del Derecho (Santi Romano); una dirección más definida hacia la consideración sociológica se acentúa en Friedman, como representante de la Sociología jurídica norteamericana83. Hemos indicado en otro lugar que la definición de la validez formal de las normas singulares se agota en un enunciado de pertenencia. Como sostuviera Kelsen84, «una norma es considerada válida sólo bajo la condición de que pertenezca a un sistema normativo, a un orden que, considerado en su totalidad, es eficaz. Así pues, la eficacia es la condición de la validez, pero no la razón de la misma. Una norma no es válida porque sea eficaz; es válida si el orden al cual pertenece tiene, en general, eficacia». Con lo que la cuestión de la validez de una norma jurídica se remite a su pertenencia o no a un ordenamiento efectivo. No obstante, si tratándose de normas singulares podemos y debemos diferenciar con nitidez su validez y eficacia, cuando hablamos de un ordenamiento jurídico, validez y eficacia se confunden85. Para que sea válido es necesario que sea eficaz, sin precisarse que todas sus normas lo sean, sino que globalmente deben ser obedecidas con habitualidad. O, como dijera Kelsen86, «la validez de un ordenamiento jurídico depende así de su concordancia con la realidad, de su eficacia». Un ordenamiento jurídico no es un conglomerado informe de normas sin ninguna conexión entre sí, constituye un sistema por cuanto la validez de todas y cada una, por heterogéneas que sean, depende de una norma última que actúa como fundamento de todas. Una de las explicaciones más clásicas de esta condición de sistema de todo ordenamiento jurídico es, además de la de Hart, la que ofreció Kelsen. Kelsen diferenciaba entre sistemas estáticos y dinámicos. En los primeros87, la validez de las reglas son derivadas por inferencia de otras superiores hasta llegar a una primera cuya validez no deriva de ninguna otra, uno de los supuestos típicos son los sistemas morales. Por el contrario, en los dinámicos, se presupone que hay una primera norma cuyo único contenido consiste en fijar cómo se deben crear las normas generales o individuales en dicho sistema. Una norma cualquiera, por consiguiente, es válida o pertenece al sistema en el grado en que haya sido producida por los procedimientos establecidos en la norma primera o norma fundante88. 83 R. DAVID, Los grandes sistemas jurídicos contemporáneos, trad. de P. Bravo Gala, Aguilar, Madrid, 1973; M.G. LOSANO, Los grandes sistemas jurídicos. Introducción al Derecho extranjero y europeo, trad. de A. Ruiz Miguel, Madrid, Debate,1982. 84 Sobre la cuestión de la validez y la eficacia, cfr. H. KELSEN, Teoría pura del Derecho, cit., pp. 219 y ss. 85 H. KELSEN, Teoría pura del Derecho, cit., pp. 205 y ss. 86 H. KELSEN, Teoría general del Derecho y del Estado, cit., pp. 141 y 142. 87 H. KELSEN, Teoría general del Derecho y del Estado, cit., p. 131. 88 H. KELSEN, Teoría general del Derecho y del Estado, cit., p. 1 32.

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En este orden de ideas, el ordenamiento jurídico forma un sistema dinámico de normas, lo que supone que la validez de una norma derive no de tener un contenido concreto que se pueda inferir lógicamente de otra superior, sino de que hay una norma aún más superior que autoriza la creación de la primera. El ejemplo que sugiere Kelsen89 es el del acto coactivo del ajusticiamiento de una persona, el cual es un acto jurídico y no un homicidio porque ha sido establecido en una norma jurídica, en este supuesto en una sentencia. Si nos preguntamos por la validez de la sentencia, hallaremos que esa orden individual es válida porque ha sido dictada en aplicación de las previsiones de un Código penal (que contiene una norma según la cual en ciertas condiciones debe aplicarse la pena de muerte). Si nos seguimos preguntando por la validez de dicho Código, observaremos que ha sido aprobado por un Parlamento facultado para ello por la Constitución, y es así cómo el ordenamiento jurídico aparece construido en forma de pirámide de normas que son ejecución de otras superiores y crean normas inferiores. La cuestión más compleja es responder a la pregunta de por qué es válida la Constitución. Si nos interrogamos con ayuda de Kelsen por su validez y queremos evitar un regreso al infinito, tendremos que suponer la existencia de una norma última, básica y fundante de la validez de la Constitución y de todas las normas derivadas. El interrogante tiene que concluir en una norma que supondremos la última, la suprema, que tiene que ser presupuesta, o sea, que no puede ser impuesta por una autoridad cuya competencia tendría que basarse en una norma aún superior. «Su validez no puede derivarse ya de una norma superior, ni puede volver a cuestionarse el fundamento de su validez. Una norma semejante, presupuesta como norma suprema, será designada aquí como norma fundante básica. Todas las normas cuya validez puedan remitirse a una y misma norma fundante básica constituyen un sistema de normas, un orden normativo. La norma fundante básica es la fuente común de la validez de todas las normas pertenecientes a uno y el mismo orden»90. Por tanto, esa norma no es positiva, dictada por algún legislador supremo, es un presupuesto epistemológico, una hipótesis (o una ficción) que tiene que utilizar la Ciencia jurídica. Ahora bien, no es arbitraria, sólo tiene sentido aceptarla respecto de aquellos ordenamientos generalmente eficaces. La norma fundamental de un ordenamiento jurídico estatal –planteaba Kelsen91– no es el producto arbitrario de la imaginación jurídica. Su contenido viene determinado por los hechos. Es esta norma supuesta la que permite explicar la validez de todas las demás de un sistema, la existencia del propio sistema jurídico, así como su diferenciación respecto de los restantes.

89 90 91

H. KELSEN, Teoría pura del Derecho, cit., pp. 207 y 208. H. KELSEN, Teoría pura del Derecho, cit., pp. 208 y ss. H. KELSEN, Teoría general del Derecho y del Estado, p. 141.

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Una explicación más moderna de la existencia y unidad de un ordenamiento jurídico es la ofrecida por Hart. Según él, todo sistema jurídico está dotado de una regla de reconocimiento que proporciona un instrumento eficaz que especifica cuáles son las características que debe reunir cualquier norma para ser estimada válida. Dondequiera –secunda Hart92– que se acepte tal regla de reconocimiento, los particulares y los funcionarios tienen criterios con autoridad para identificar las reglas primarias de obligación. Esos criterios pueden figurar en normas promulgadas, en costumbres, en usos constitucionales, en decisiones judiciales dictadas en otro momento, etc. En un sistema jurídico moderno donde hay una variedad de fuentes del Derecho, la regla de reconocimiento suele incluir como criterios para identificarlo una Constitución escrita, las leyes dictadas por el Parlamento o los precedentes judiciales. En este sentido, una primera formulación podría sintetizarse en «es Derecho lo que dispone la Constitución y, de acuerdo con ella, el Parlamento y los tribunales». No obstante, en la vida ordinaria de un sistema jurídico, raramente es formulada expresamente como una regla. En la mayor parte de los casos –piensa Hart93–, la existencia de la regla de reconocimiento se muestra en la manera en que las reglas particulares son identificadas, ya por los tribunales y otros funcionarios, ya por los súbditos o sus consejeros. La regla de reconocimiento es la última de un sistema, es a la que se llega cuando, preguntando por la validez de una norma, la cadena nos conduce hasta la que aporta criterios para la determinación de la validez de otras reglas, pero no se subordina a los que establece ninguna otra94. Mas, entonces ¿cuál es la diferencia con la norma hipotética fundamental? Si nos limitamos, como hiciera Kelsen, a puntualizar que la norma básica es presupuesta, no describiremos correctamente que quien afirma la validez de una norma está usando una regla de reconocimiento que acepta como adecuada para identificar el Derecho; y que esta regla de reconocimiento no sólo es aceptada por él, sino que es aceptada y efectivamente empleada en el funcionamiento general del sistema. La regla de reconocimiento de Hart95 no es, como la norma fundamental de Kelsen, un postulado o hipótesis de la teoría del Derecho. Posee la naturaleza de «una regla consuetudinaria realmente seguida por las agencias de aplicación (low-enforcing agencies) del sistema jurídico». No hace falta presuponer una norma fundante básica, ésta existe como tal y, si alguien la pusiera en duda, podría ser mostrada por referencia a las prácticas efectivas, esto es, a la forma cómo los tribunales identifican lo que ha de considerarse como Derecho y a la aceptación general de esas apreciaciones. En definitiva, la existencia de la regla de reconocimiento es una cuestión de hecho, no de DeH.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., pp. 125 y 126. H.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., p. 127. 94 H.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., p. 133. 95 H.L.A. HART, «El nuevo desafío al positivismo jurídico», trad. de L. Hierro, F.J. Laporta y J.R. de Páramo, Sistema, 36, 1980, p. 8. 92 93

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recho. Es como una práctica compleja, normalmente concordante de los tribunales y demás funcionarios. Como cree Raz96, de acuerdo con Hart, a) una regla de reconocimiento es una regla que exige a los funcionarios que apliquen reglas identificadas por los criterios de validez incluidos en aquélla; b) todo sistema legal tiene, al menos, una regla de reconocimiento; c) ningún sistema legal tiene más de una regla de reconocimiento; d) toda regla de reconocimiento es aceptada y practicada por los funcionarios del sistema al que pertenece; e) no es necesario que los funcionarios aprueben esta regla como moralmente buena o justificada, y f) un sistema legal consiste en su regla de reconocimiento y todas las reglas que identifica. En síntesis, mientras que Kelsen trataba de encontrar una respuesta a la validez de la norma fundamental, Hart consideraba que no tenía sentido interrogarnos por la validez de la regla de reconocimiento, sería tanto como preguntarnos si el patrón metro mide realmente un metro. Para Hart, la única cuestión planteable respecto a la mencionada regla es si es o no aceptada por los funcionarios encargados de su aplicación. MacCormick97 recalca el diferente planteamiento de Kelsen y Hart: Kelsen indica que la norma fundante básica es una suposición de una norma básica no positiva, tiene un fundamento racional si las normas legales a las que atribuye validez son efectivamente aplicadas en un territorio. Dentro de este esquema, la tarea del jurista se centra en el conocimiento legal puro, no ocupándose de la descripción sociológica, psicológica, política, económica o ética. Hart ha reconocido su deuda con el análisis del ordenamiento que realiza Kelsen; sin embargo, su preocupación hermenéutica le conduce a una visión de la norma, de los deberes jurídicos, de la autoridad, etc., que conecta estos conceptos con contextos sociales particulares y con las actividades de ciertos grupos o individuos. Al actuar así, rechaza el programa de Kelsen de una teoría pura del Derecho, su deuda es, en última instancia, con Hume. Por consiguiente, ésa es la diferencia de fondo. Para Kelsen, el Derecho se basa en una norma que no es un fenómeno sociopolítico y, por el contrario, para la filosofía analítica, el fundamento último sí lo es: en Austin, el soberano al que se obedece y que no obedece a nadie, y en Hart, la regla de reconocimiento que es aceptada y aplicada por los funcionarios. Ésta es una distinción de fondo que no puede ocultar el intento de Raz98 de buscar los puntos comunes de ambas posiciones. Diferencia de la que surgen otras diversidades como las resumidas por Wacks99: Mientras que la regla de reconocimiento no depende de la coerción para su validez, la norma fundamental se basa en la coerción; mientras que la existencia de una regla de reconocimiento es una cuestión de hecho, la norma fundamental es un presupuesto lógico-trascendental; si 96 97 98 99

J. RAZ, Razón práctica y normas, cit., p. 146. N. MACCORMICK, H.L.A. Hart, E. Arnold, Londres 1981, p. 165. J. RAZ, La autoridad del Derecho. Ensayos sobre Derecho y Moral, cit., pp. 92 y ss. R. WACKS, Jurisprudence, Blackstone Press, Londres, 1993, p. 92.

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la función de la regla de reconocimiento es la identificación de las reglas, la función de la norma fundamental es validar la Constitución; la regla de reconocimiento es posible que incluya diferentes criterios, mas sólo existe una única norma fundamental; la regla de reconocimiento atribuye validez a las reglas dentro de un sistema legal al reconocer normas primarias y secundarias, atribuyendo la norma fundamental esa validez a un mandato normativo y siendo la fuente de todas las normas; la regla de reconocimiento proporciona unidad en un sistema legal, al tiempo que la norma fundamental permite a los científicos del Derecho interpretar todas las normas legales válidas como un dominio no contradictorio de significación; la validez de la regla de reconocimiento no puede ser demostrada, puesto que simplemente existe o no existe, y la norma fundamental es presupuesta en términos de efectividad; no hay una conexión necesaria entre la validez y la eficacia de una regla, a menos que la regla de reconocimiento contenga tal previsión entre sus criterios, no siendo la elección de la norma fundamental arbitraria y dependiendo de su eficacia. 4.2.

Plenitud

Para la teoría del Derecho que nace con el Estado moderno, un ordenamiento jurídico debe ser pleno. La plenitud se comprende como un ideal al que se debe tender, afirmador de que en un ordenamiento jurídico sus servidores (jueces, fiscales y demás funcionarios) pueden y deben hallar la respuesta precisa a cualquier problema que se les plantee. La idea de plenitud, presentada, a veces, como dogma, nació unida al Estado moderno, se desarrollo con él y está en crisis en un mundo en el que el Estado-nación parece ceder competencias a poderosas organizaciones supraestatales que limitan su soberanía. La relación del Derecho con el poder en el medioevo era muy distinta de la que hoy conocemos. García Pelayo100, entre otros, ha estudiado con detenimiento cómo, en la Alta Edad Media (siglos IX-XIII), el Derecho no era concebido como una creación de la voluntad racionalizada que la sociedad pudiera cambiar en función de su utilidad o conveniencia, sino que tenía, de un lado, un fundamento sacro y, de otro, era principalmente consuetudinario y, por consiguiente, se tenía por justo101. La función del Príncipe era esencialmente jurisdiccional, no legislativa. Hubo que esperar a la Baja Edad Media (siglos XIII-XVI) para que, frente a la idea del Derecho positivo como producto espontáneo de la vida comunitaria, se fuera solidificando el principio moderno de la creación artificial del 100 M. GARCÍA PELAYO, «Federico II de Suabia y el nacimiento del Estado moderno», en M. GARCÍA PELAYO, Obras Completas, cit., vol. II, p. 1119. 101 M. GARCÍA PELAYO, «La idea medieval del Derecho», en M. GARCÍA PELAYO, Obras Completas, cit., vol. II, p. 1073.

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Derecho por el Príncipe102. En este tema, correspondió en buena parte a Bodino expresar el nuevo paradigma empleando su teoría de la soberanía. Cuando Bodino103 enumeró los verdaderos atributos de esa soberanía concluyó que el elemento exclusivo no eran la jurisdicción, porque es común al Príncipe y al súbdito, ni el nombramiento o destitución de oficiales, el primer atributo del poder soberano es el poder de dar leyes a todos en general y a cada uno en particular. Había nacido el Estado moderno con la creencia de que estaba en su mano el monopolio de la creación del Derecho y del uso de la fuerza. La unidad política iba acompañada de la unificación progresiva de sus fuentes y la proclamación final de que la ley era la única fuente jurídica104. Pero si no se quería que, más pronto o más tarde, los jueces buscaran resolver los litigios basándose en otras normas, era preciso esgrimir el dogma de la plenitud del Derecho creado por el soberano. Y es de este modo como se fue asentando paulatinamente, a través de la Codificación y de la Escuela de la Exégesis, la idea de que en el ordenamiento jurídico era posible y obligado buscar la norma aplicable, siendo una ficción las lagunas jurídicas. La tesis que propugna la plenitud del ordenamiento se ha apoyado en la fuerza de la expansión lógica del Derecho positivo, o en la funcionalidad de una norma tácita complementaria que cierra el sistema cubriendo y abrazando (negativamente) todos los casos no previstos –Zitelmann, Donati y Kelsen–. No obstante, hay que comprender que la lógica es impotente para llenar todos los vacíos resultantes de la insuficiencia de los textos. La norma que cierra el sistema jurídico adolece de grandes problemas en la esfera de la práctica del Derecho positivo –Bergbohm–. A estos efectos, la evolución social ha demostrado que el Derecho es mucho más rígido y estático que la realidad, que los cambios sociales van en muchas ocasiones por delante del Derecho y que el legislador no tiene la capacidad de dar respuesta a los heterogéneos y cada vez más difíciles problemas que suscita el desarrollo económico, político y social. La imagen de un legislador omnipotente y omnisciente, un legislador con capacidad de saberlo y preverlo todo es una pura quimera. No obstante, además, la raíz de las lagunas no sólo proviene de la imprevisibilidad de los asuntos humanos o de la incapacidad del legislador de adelantarse a los acontecimientos, a veces, se producen por una mala redacción de la norma y/o porque el legislador ha pretendido no disipar inicialmente las zonas oscuras o de penumbra, y dejar que la solución se encuentre en un desarrollo posterior y en la fase de aplicación del Derecho. Hay, en consecuencia, lagunas voluntariamente generadas e involuntarias, mas, en todo caso, el Derecho (el legislado) presenta in102 M. GARCÍA PELAYO, «Bodino y su tiempo», introducción a Los seis libros de la República de Bodino, trad. de P. Bravo Gala, Instituto de Estudios Políticos, Facultad de Derecho de la Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1966, p. 49. 103 J. BODINO, Los seis libros de la República, cit., Libr. I, Cap. X. 104 Th. HOBBES, Behemoth. El Largo Parlamento, estudio preliminar y trad. de N. Hermosa Andújar, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1992, p. XI.

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evitablemente zonas oscuras, de penumbra, que se llaman lagunas, y que no son sino amplios campos de las relaciones sociales no regulados por los poderes públicos. Y si todo ordenamiento jurídico las posee, no es predicable la plenitud imaginada por los primeros ideólogos del Estado moderno105. Un ejemplo de su reconocimiento legislativo es el contenido en el Código civil (en adelante, C.c.) suizo de 1907, cuyo artículo 1 dicta: «La ley rige todas las materias a las cuales se refieren la letra o el espíritu de alguna de sus disposiciones. En defecto de una disposición legal aplicable, el juez fallará según el Derecho consuetudinario, y en defecto de costumbre, según las reglas que establecería si tuviese que actuar de legislador, inspirándose en las soluciones consagradas por la doctrina y la jurisprudencia». Y el número 4 manda respecto del poder de apreciación del juez que éste «… aplicará las reglas del Derecho y de la equidad cuando la ley reserva su poder de apreciación o le encarga pronunciarse, teniendo en cuenta bien las circunstancias, bien los justos motivos». En su momento, Kelsen106 ya criticó esta legislación al estimar que, de no prescribirse una solución a un caso concreto, se entenderá que se admite la conducta contraria. Por tanto, los Tribunales podrán establecer normas generales sin dejar de aplicar el Derecho, actuando en tanto haya una norma legislativa general de competencia. Cuando falte este fundamento, Kelsen juzga que los Tribunales no pueden crear normas generales porque carecen de la habilitación pertinente. Ahondando en este planteamiento, en el contexto de la aplicación de las normas jurídicas pueden concurrir lagunas de conocimiento y de reconocimiento, puesto que los supuestos que se dan en la vida real hay que subsumirlos dentro de alguna de las normas generales pertenecientes al Derecho positivo. De esta forma, encontramos que puede haber una falta de información acerca de los hechos del caso, una falta de información debida a una carencia de datos empíricos, lo cual es superable gracias a una serie de presunciones legales, y una vaguedad en los conceptos jurídicos que han sido utilizados, cosa corriente en los empleados por Ciencias que no son formales (la Lógica y la Matemática). Así, habrá lagunas de conocimiento de los supuestos concretos cuando por falta de conocimiento de las propiedades del hecho, no se sabe si pertenecen o no a una clase de casos (genéricos); surgiendo las lagunas de reconocimiento 105 K. B ERGBOHM , Jurisprudenz und Rechtsphilosophie, Datlev Auvermann, Glaushutten, 1973; P. CHIASSONI, «Lacune nel diritto», Materiali per una storia della cultura giuridica, XXVII/2, 1997, pp. 321 y ss.; D. DONATI, Il problema delle lacune dell’ordinamento giuridico, Società Ed. Libraria, Milán, 1910; V. ITURRALDE SESMA, Lenguaje legal y sistema jurídico. Cuestiones relativas a la aplicación de la ley, Tecnos, Madrid, 1989, pp.147 y ss.; H. KELSEN, Teoría pura del Derecho, cit., pp. 254 y ss M. SEGURA ORTEGA, «El problema de las lagunas en el Derecho», Anuario de Filosofía del Derecho, VI, 1989, p. 291; VV.AA., «Le problème des lacunes en droit», en Études publiées par Ch. Perelman, Bruylant, Bruselas, 1968; E. ZITELMANN, «Las lagunas del Derecho», trad. de C.G. Posada, Revista General de Legislación y Jurisprudencia, 140, 1922, pp. 540-559. 106 Sobre el tema, ver M. TROPER, Por una teoría jurídica del Estado, prólogo de G. Peces-Barba Martínez, trad. de M. Venegas Grau, Instituto de Derechos Humanos «Bartolomé de las Casas» de la Universidad Carlos III de Madrid-Dykinson, Madrid, 2001, pp. 53-57.

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de los casos individuales cuando, por falta de determinación semántica de los conceptos que caracterizan a un caso genérico, no se sabe si el caso individual pertenece o no al genérico en cuestión. Consecuentemente, apreciamos que las lagunas normativas son de naturaleza lógico-conceptual, y las de conocimiento y reconocimiento son semánticas107. Sin embargo, aunque el ordenamiento jurídico no sea pleno, mientras sea obligatorio para el juez y funcionarios fallar y resolver los asuntos que se les planteen (sin poder alegar oscuridad o silencio en las normas), habrán de diseñarse mecanismos y expedientes que permitan colmar las lagunas. Y, en esta línea, es afirmable que todo ordenamiento las tiene, pero que, al mismo tiempo, posee instrumentos para resolverlas108. En este campo, sólo son considerados impropiamente mecanismos de integración del Derecho la analogía, la costumbre, la jurisprudencia, la doctrina y los principios generales, aceptando el ordenamiento jurídico limitadamente que son fuentes normativas propias, por eso es integrador el procedimiento por el cual se aplican en defecto del Derecho legislado. No obstante, mayor interés tiene el mecanismo de la heterointegración consistente en buscar la norma aplicable fuera del ordenamiento estatal. En otras épocas, fue investigada en los Derechos romano, canónico o natural, aunque, en la actualidad, el mecanismo de heterointegración preponderante es el recurso a la técnica del reenvío, en virtud de la cual la norma aplicable se indaga en otro ordenamiento precedente (la ultraactividad), contemporáneo (la normativa de la Unión Europea, las normas de homologación, etc.) o internacional (el art. 96.1 de la Constitución española; en adelante, CE). De este modo, el Estado reconoce la insuficiencia de sus normas y obliga a los jueces o funcionarios a aplicar, para subsanar la laguna, normas externas a su ordenamiento, siendo así cómo el que es incompleto termina por lograr la pretendida plenitud109. Centrándonos en el procedimiento analógico, para Bobbio110 no se necesita de ningún tipo de límites lógicos, siendo la analogía una derivación de la nota racional del Derecho. Según el autor, por lo que se refiere a su estructura y función, es una especie dentro de los principios generales del Derecho, que colma 107 C.E. ALCHOURRÓN y E. BULYGIN, Introducción a la metodología de las Ciencias jurídicas y sociales, cit., pp. 61-65. Si conceptuamos la laguna en el sentido de que no hay una norma para resolver un caso, entonces el problema es cuál es el criterio que hay que utilizar para saber si realmente hay o no una carencia normativa. La defensa de la inexistencia de lagunas jurídicas está aparejada a la sobrevaloración de la ley como fuente del Derecho, lo cual en la actualidad no es del todo real, habiendo diferencias entre lo que es la existencia de lagunas y lo que es la posibilidad y la forma de resolverlas (R.A. CARACCIOLO, La noción de sistema en la Teoría del Derecho, Fontamara, México, D.F., 1994, pp. 27 y 28; M. SEGURA ORTEGA, «El problema de las lagunas en el Derecho», cit., p. 301). 108 A estos efectos puede consultarse la segunda parte de la obra de N. BOBBIO, Teoría general del Derecho, cit., titulada «Teoría del ordenamiento jurídico», pp. 221 y ss.; y J.A. GARCÍA AMADO, «Sobre el argumento a contrario en la aplicación del Derecho», Doxa, 24, 2001, pp. 85 y ss. 109 A. SQUELLA NARDUCCI, Introducción al Derecho, cit., pp. 206 y 207. 110 N. BOBBIO, L’analogia nella logica del diritto, Memorie dell’Istituto Giuridico, Turín, 1938. Sobre ello, cfr. M. ATIENZA RODRÍGUEZ, Sobre la analogía en el Derecho. Ensayo de análisis de un razonamiento jurídico, Civitas, Madrid, 1986, pp. 64 y 65.

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las lagunas; mientras que los principios generales del Derecho van más allá, pues desenvuelven sus funciones en conexión con la interpretación, la integración, la dirección y la limitación. Atienza111 desarrolla como resultado de haber estudiado la analogía en diversos autores –Bobbio, Klug, Kalinowski, Alchourrón, Perelman y Reisinger– una serie de conclusiones que se sintetizan en la comprensión variable de que consiste en «una semejanza entre relaciones», en un argumento que da la posibilidad de «pasar de lo particular a lo particular» y de «lo semejante a lo semejante», y en un atributo que se dice que poseen algunos términos conocidos con el nombre de vagos, borrosos, etc. De otra parte, posibilita adecuar la estructura de los ordenamientos jurídicos a las nuevas situaciones que van surgiendo en la sociedad, reduciendo el nivel de complejidad y conflictividad sin que la estructura normativa se modifique. Mas es necesario no perder de vista que esta clase de actividad no se ciñe a una actuación meramente lógica, sino que la lógica formal usada ha de complementarse con un componente axiológico indispensable. En este sentido, la semejanza no significa plena equivalencia, exigiéndose alguna creatividad, si bien la analogía no puede ser incluida entre las fuentes del Derecho. Puntualizando más, aplicar los precedentes no es lo mismo que seguir las reglas que existen previamente. En el primer caso, nos referimos a la forma de considerar razones para crear reglas, de lo que se deriva que hay que valorar una razón para otorgar una solución al caso similar al anterior, siendo de gran relevancia la analogía para dar solución a casos no estimados por el ordenamiento jurídico, construyendo reglas para interpretar las legales vigentes. Simplificadamente, la analogía se funda en el desarrollo del principio cuyo contenido dicta la tesis aristotélica de que «lo igual debe ser tratado igualmente, y lo desigual, desigualmente». No obstante, el argumento analógico requiere de un proceso aplicativo complejo que hace que haya autores que la estimen como una inferencia, como «una heurística para encontrar nuevas premisas» y, desde la perspectiva de un procedimiento, como el intento de conseguir «un equilibrio reflexivo entre la regla generalizada y los juicios particulares de la analogía»112. Con esta visión, el artículo 4.1 del C.c. español dicta que «procederá la aplicación analógica de las normas cuando éstas no contemplen un supuesto específico, pero regulen otro semejante entre los que se aprecien identidad de razón». Así, apreciamos que hay cuatro elementos en su operatividad: a) Una norma (N) reguladora de un supuesto (S1) al que se aplica la consecuencia (C); b) otro supuesto (S2), el cual no está regulado; c) entre los supuestos (S1) y (S2) existe una semejanza, y d) entre los supuestos (S1) y (S2) hay identidad de razón. De lo que se desprende que los problemas que se pueden encontrar 111 M. ATIENZA RODRÍGUEZ, Sobre la analogía en el Derecho. Ensayo de análisis de un razonamiento jurídico, cit., pp. 179 y ss. 112 A. PECZENIK, Derecho y razón, trad. de E. Garzón Valdés, Fontamara, México, D.F., 2000, pp. 96 y 97.

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se remiten a la existencia de lagunas jurídicas y a la determinación de la aludida identidad113. 4.3.

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Junto a la plenitud, se suele predicar la coherencia. Un ordenamiento coherente es aquel en el que sus normas están ordenadas de forma que son aplicables sin contradicción. Los elementos que han de contenerse en un sistema jurídico coherente los resume Peckzenik114, siguiendo a BonJour: el sistema ha de ser lógicamente consistente; poseer gran consistencia probabilística y un número significativo de conexiones de inferencia que sean relativamente fuertes entre las creencias concurrentes; existir una conexión relativa, o sea, no dividirse en subsistemas relativamente desunidos unos de otros; tener pocas anomalías que no hayan sido explicadas; y satisfacer el requerimiento de observación, es decir, contener leyes que otorguen un alto grado de confiabilidad a una variedad razonable de creencias cognitivamente espontáneas, encerrando creencias introspectivas. En consecuencia, se advierte que son necesarios paradigmas, convenciones, tradiciones y esquemas para construir una teoría de la coherencia de los sistemas jurídicos, mas habría que partir de la distinción entre dos conceptos: el de la coherencia perfecta, que requiere la consistencia lógica, y el de la coherencia razonable, que no la requiere. Por consiguiente, un análisis lógico formal riguroso no nos aportará la captación plena de la racionalidad jurídica. Aparte de lo descrito, parece claro que, sean cuales sean las expresiones empleadas, se debe distinguir una acepción negativa o, como la llama Conte115, privativa, de una acepción positiva de coherencia. Según la primera acepción, la coherencia equivale a ausencia de contradicciones; según la segunda, indica la conexión de las partes de un todo, su cohesión semántica y/o pragmática, el integrarse en el texto de más enunciados y/o de más enunciaciones. Conte116 matiza que «mientras que la consistency –la primera– no es una propiedad imprescindible de los textos, sino sólo una qualitas contingente (de hecho, hay textos que contienen contradicciones entre dos enunciados, o que se componen nada menos que de un único enunciado autocontradictorio), la coherence no es una qualitas, sino la quidditas misma de aquéllos, la condición constitutiva de su textualidad […]. Por paradójico que parezca, la inconsistency tiene como condición de posibilidad a la coherence (en este sentido, la inconsistency no 113 F.J. EZQUIAGA GANUZAS, «Argumentos interpretativos y postulados del legislador racional», Isonomía, 1, 1994, p. 75. 114 A. PECZENIK, Derecho y razón, cit., pp. 101-117. 115 M.E. CONTE, Condizioni di coerenza. Ricerche di linguistica testuale, La Nuova Italia Editrice, Florencia, 1988, p. 29. 116 Ibídem.

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excluye, sino que incluye la coherence –la segunda–)». Añadiéndose que la coherencia es comprensible a parte obiecti, como nota estructural que corresponde constitutivamente a cada texto en cuanto texto, o a parte subiecti, como principio-guía de su interpretación. Comprendida en este segundo sentido, no es puramente un elemento semiótico, en la interpretación intervienen (más allá de los conocimientos lingüísticos) también las actitudes epistémicas y doxásticas del intérprete, sus visiones del mundo, etc. Para esta segunda concepción de la coherencia textual, la interpretación es un proceso dinámico y dialéctico en el que el objeto interactúa con el sujeto. Si la coherencia se comprende subjetivamente, el texto se considera como una secuencia de instrucciones que dirigen al intérprete117. Obviamente, y como ocurría con la plenitud, la coherencia es un ideal y no una realidad de los ordenamientos modernos, ya que lo normal es que presente numerosas antinomias. Las antinomias se producen cuando dos o más normas regulan la misma conducta, con el mismo ámbito temporal, espacial, personal y material, de manera contradictoria, esto es, declarando una de ellas que X es obligatorio y otra que X está prohibido. O que es obligatorio y, al mismo tiempo, se permite negativamente; o que está prohibido y, simultáneamente, permitido. Cuando ocurre esto, decimos que el ordenamiento es incoherente118. En este punto sucede igual que con la plenitud, la cuestión no es que el ordenamiento no tenga antinomias (la coherencia plena es imposible de obtener en unos sistemas políticos donde los poderes normativos son múltiples), sino que hay que saber si tiene mecanismos adecuados para resolver esas contradicciones normativas, siendo evidente que nuestros ordenamientos jurídicos poseen varios criterios aplicables: el jerárquico, el cronológico y el de especialidad. Para resolver este tipo de situaciones, el planteamiento de Kelsen con su pirámide jerárquica es muy útil. El criterio de la jerarquía normativa (lex superior derogat inferior) supone que no todas las normas están situadas al mismo nivel, que tienen distinta fuerza. De ahí que, distinguiendo entre fuerza activa y pasiva de las normas, se asevere, con palabras de M. Gascón119, que entre dos normas de distinto grado jerárquico, por efecto de la fuerza activa, una de grado superior deroga a otra inferior con la que entra en contradicción (por ejemplo, una ley que contradice a un reglamento); y por efecto de la fuerza pasiva, una norma será inválida (nula) cuando contradiga a otra superior. En cuanto a la contradicción entre normas de idéntico rango, es el criterio cronológico

117 M.E. CONTE, Condizioni di coerenza. Ricerche di linguistica testuale, cit., p. 79. Sobre ello, ver A. PINTORE, El Derecho sin verdad, trad. de M.I. Garrido Gómez y J.L. del Hierro, Instituto de Derechos Humanos «Bartolomé de las Casas» de la Universidad Carlos III de Madrid-Dykinson, Madrid, 2005, pp. 132 y 133. 118 G. GAVAZZI, Studi di teoria del diritto, Giappichelli, Turín, 1993, p. 5. 119 M. GASCÓN ABELLÁN, «La estructura del sistema: relaciones entre fuentes», en J. BETEGÓN, M. GASCÓN, J.R. DE PÁRAMO y L. PRIETO, Lecciones de Teoría del Derecho, McGraw-Hill, Madrid, 1998, p. 231.

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el que se materializa (lex posterior derogat anterior)120. Algo parecido sucede cuando la contradicción surge entre una norma general y otra especial, prevaleciendo la especial (lex specialis derogat generalem). Pero no sólo cabe recurrir a estos principios para poder solucionar las antinomias entre las fuentes, sino que el intérprete tiene a su disposición, máxime en un Estado de estructura federal o autonómica, otro criterio: el de competencia o especialidad, pudiendo las normas de producción de normas fijar sus límites materiales (art. 81.1 de la CE) o limitar la competencia material de una fuente (art. 86.1 de la CE). Pues bien, la violación de una norma que limita o delimita el objeto de una competencia normativa da lugar a un vicio que puede ser sustancial (una ley cuyo contenido infringe una prohibición constitucional dirigida al legislador, como sería un decreto-ley que regulase el régimen de un derecho fundamental) y supone la nulidad de la fuente121. Lo mismo sucede en un Estado, como el español, cuando la norma de una Comunidad Autónoma invade las competencias del Estado, o la norma estatal no respeta el ámbito competencial de la Comunidad Autónoma. Como concluye M. Gascón122, «el criterio de la competencia hace referencia a la validez de las normas y, más concretamente, a la validez de los actos normativos, por lo que la infracción de una norma de competencia supone la nulidad del acto normativo y, por ende, de las disposiciones o normas producidas por el mismo». Claro está que estos principios no resuelven todos los conflictos posibles. No los resuelven cuando la contradicción se produce entre normas que son contemporáneas, están situadas al mismo nivel y son especiales o generales. En dichos supuestos, no es que se carezca de criterios para solucionar la antinomia, sino que hay varios aplicables que engendran resultados diferentes, siendo las antinomias más difíciles de resolver las de los criterios. Sobre el tema, Bobbio123 arguye que cuando se trata de un conflicto entre el criterio jerárquico y el cronológico, debe prevalecer el primero. La misma propuesta hace en caso de contradicción entre el jerárquico y el de especialidad (de eficacia limitada cuando son antinomias entre normas estatales y de las Comunidades Autónomas) y, en lo atinente al choque entre el criterio de especialidad y el cronológico, parece razonable pensar que debe primar el de especialidad. Derivado de un concepto estricto de norma y de la aplicación de las reglas de la lógica deóntica al Derecho, para que haya contradicción tiene que concurrir una incompatibilidad entre los operadores deónticos referidos a una misma acción. En consecuencia, para fijar cuándo existe una contradicción jurídica, es necesario tener presentes cuáles son esos operadores y cuándo se da entre N. BOBBIO, Teoría general del Derecho, cit., pp. 204 y ss. R. GUASTINI, Le fonti del diritto e l’interpretazione, Giuffrè, Milán, 1993, p. 55. 122 M. GASCÓN ABELLÁN, «La estructura del sistema: relaciones entre fuentes», cit., pp. 121 y 122. 123 N. BOBBIO, «Sobre los criterios para resolver las antinomias», en N. BOBBIO, Contribución a la Teoría del Derecho, cit., pp. 350 y ss. 120 121

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ellos esa relación de incompatibilidad. Mas no hay que dejar a un lado que la determinación de si hay antinomias no se puede llevar a cabo por un procedimiento lógico, ya que ha de precederla una labor interpretativa de los enunciados124. Por todo lo expuesto, son los aplicadores del Derecho (especialmente los jueces y los tribunales) los que tienen la misión de resolver sus incoherencias o antinomias. A los problemas de la falta de plenitud y coherencia se agrega el de la anomia, dado que el Derecho de las sociedades contemporáneas se presume conocido por todos, siendo inexcusables su error e ignorancia. Además, los hombres son libres e iguales ante la ley y están capacitados para la celebración de cualquier acto jurídico. Sin embargo, es evidente que en muchos supuestos los presupuestos indicados resultan auténticas ficciones, a la vez que surgen preguntas como ¿qué razón demanda la utilización de esas y otras ficciones en relación al funcionamiento del ordenamiento jurídico?, ¿qué obstáculos epistemológicos impiden que esos fenómenos se hagan temáticos en la teoría jurídica?, ¿qué circunstancias facultan que los hombres puedan actuar sus roles sociales, sin percibir acabadamente su sentido?125. La opacidad jurídica actúa de modo que los destinatarios de las normas no comprenden el sentido que encierran, y operan sin conocer realmente sus significados ni su alcance. La falta de conocimientos técnicos producidos por la pobreza, por la no especialización en temas jurídicos o por un desconocimiento parcial, incluso dentro de los profesionales del Derecho, conllevan la aparición de la anemia. Cárcova126 sintetiza esta situación cuando dice que el problema consiste en que los hombres sujetos de Derecho desconocen la ley o no la comprenden. Esto es, «desconocen el estatuto jurídico de los actos que realizan, o no lo perciben con exactitud, o no asumen los efectos generados por tales actos, o tienen confusión respecto de unos o de otras». Son formas del fenómeno de no comprensión o efecto de desconocimiento u opacidad del Derecho, que obedece a razones heterogéneas y que se manifiesta según las peculiaridades de cada formulación histórico-social y, naturalmente, de las condiciones sociales y personales de los individuos o conjunto de individuos. La ausencia de normas en una sociedad es interpretada por Ferrari como una patología que proviene de los que ostentan el poder, constituyendo un modo de justificación para intervenir por medio de excepciones encaminadas a normalizar la actividad desviada127. En contra, puesto que el Derecho tiende a esV. ITURRALDE SESMA, Aplicación del Derecho y justificación de la decisión judicial, cit., pp. 162-164. C.M. CÁRCOVA, «Sobre la comprensión del Derecho», en VV.AA., Materiales para una teoría crítica del Derecho, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1991, pp. 221 y 222. 126 C.M. CÁRCOVA, La opacidad del Derecho, presentación de J.R. Capella, Trotta, Madrid, 1998, pp. 20 y 21. 127 V. FERRARI, Acción jurídica y sistema normativo. Introducción a la Sociología del Derecho, prólogo de M.J. Fariñas Dulce, Instituto de Derecho Humanos «Bartolomé de las Casas» de la Universidad Carlos III de Madrid-Dykinson, Madrid, 2000, pp. 186 y 187. 124 125

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tablecer la paz entre sujetos relacionados en términos de libertad, igualdad o solidaridad, los titulares de los derechos fundamentales deben tener recursos a su alcance para garantizarlos y reparar los daños sufridos. Por tanto, de haber un conflicto, debemos saber cuál es la solución a la que se ha de llegar para solventarlo.

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1.

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Las normas sólo existen como partes de un ordenamiento que se halla inserto en un sistema en el que se ha dotado de competencia y capacidad a unos poderes para dictar preceptos jurídicos. La idea de un legislador único, capaz de satisfacer todas las necesidades reguladoras, no es concebible hoy ni la historia nos permite identificar períodos en los que así lo fuera. El proceso de creciente internacionalización y globalización de la vida económica, social y política, junto al compromiso de atender a la procura existencial que liga al Estado social con los ciudadanos y la necesidad de descentralizar el poder, hacen inimaginable las ideas de un regulador único y de un sistema compuesto por un escaso número de normas. El poder originario, impotente e incapaz de resolver los nuevos problemas a los que se enfrenta, tiene que proceder –recuerda Bobbio1– a reconocer como válidas normas generadas por otros centros de poder y/o a delegar en autoridades concretas la producción normativa. Sin entender el funcionamiento de estos mecanismos (los de recepción y delegación), no sería comprensible la compleja estructura de los ordenamientos jurídicos modernos. En la dogmática tradicional, la pregunta por el origen de las normas suele englobarse dentro de la teoría de las fuentes del Derecho, pero ocioso es recordar que la expresión es equívoca e insuficiente. Equívoca porque nos podemos estar refiriendo a un conjunto heterogéneo de acepciones de las cuales las más importantes han sido: a) fuente como origen último del poder; b) fuente como equivalente de fuerzas sociales que determinan el contenido del Derecho; c) fuente como poder del que emanan las normas (Gobierno, Parlamento, etc.), y d) fuente como categoría normativa a través de la cual se manifiesta el Derecho (leyes, reglamentos, costumbres, principios generales, etc.). Añádase a estas dificultades el que no siempre los juristas positivos distinguen con claridad 1 N. BOBBIO, «Del poder al Derecho y viceversa», en N. BOBBIO, Contribución a la Teoría del Derecho, edic. a cargo de A. Ruiz Miguel, Debate, Madrid, 1990, pp. 355-367.

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los enunciados jurídicos y las proposiciones, o las disposiciones (textos) y las normas, con lo que terminan por hacerse equivalentes las normas y las fuentes del Derecho, aumentando el grado de confusión. Como indica F. Balaguer2, las normas son las que disciplinan una materia, y las fuentes son unas categorías normativas generales cuya finalidad en nuestro ordenamiento es la de establecer su régimen jurídico (que no depende sólo de su origen). Mas antes de precisar el significado que estipularemos para la expresión fuente del Derecho, es preciso recordar que el problema del origen de las normas o de las fuentes es, ante todo, político, por una parte, y de índole sociológica, por otra3. Es político debido a que detrás de un debate un tanto abstracto sobre las fuentes lo que ha habido, y hay, es una discusión sobre el poder, sobre qué instituciones detentan el poder normativo y cuáles son sus relaciones y, en última instancia, sobre qué grupos o colectivos ejercen el poder político, social y económico de una sociedad. El debate sobre las fuentes encubre frecuentemente tras esta terminología una lucha por la hegemonía. Como dijera el profesor De Castro4, «el ardor con que se polemiza para conseguir el primer lugar en favor de una u otra fuente indica ya que no se trata sólo de una cuestión técnica, es el reflejo de una lucha de hondo sentido político en la que se juega el predominio de una fuerza social respecto de las demás». La polémica inicial suscitada por Savigny lo que planteaba no era una tensión entre dos instrumentos de hacer Derecho (costumbre o ley), sino entre un viejo orden feudalizante que se resistía a desaparecer y que, apoyándose en el Derecho consuetudinario, negaba legitimidad al Estado para modelar el nuevo orden social. La Escuela histórica, de la mano de Savigny, propugnaba que las fuentes jurídicas superiores son aquellas en las que se manifiesta, de modo más puro e inmediato, el espíritu del pueblo. La auténtica fuente del Derecho era para esta orientación conservadora el Volkgeist, que se expresa a través de la costumbre. Mediante su apelación se intentaba hacer frente a los excesos del liberalismo burgués, saldándose la polémica con la proclamación de la primacía de la ley (Parlamento) sobre la costumbre y sobre un Derecho natural que ya había perdido su fuerza como motor de los cambios5. De esta manera, ley, costumbre y principios generales del Derecho se convirtieron, por este orden, 2 F. BALAGUER CALLEJÓN, Fuentes del Derecho. (I) Principios del ordenamiento constitucional, Tecnos, Madrid, 1991, pp. 54 y ss. 3 L. DÍEZ-PICAZO, Experiencias jurídicas y Teoría del Derecho, Ariel, Barcelona, 1999, pp. 136 y ss. 4 F. DE CASTRO Y BRAVO, Derecho civil español. Parte general, Civitas, Mudad, 1984, p. 346. 5 El pluralismo jurídico había sido ya tratado por autores como Savigny, uno de los más importantes representantes de la Escuela histórica del Derecho. Para el autor, el Derecho constituye algo que es propio de cada pueblo y que se desarrolla, primeramente, por medio de actos simbólicos que exteriorizan los sentimientos de la colectividad. Progresa con el pueblo, se perfecciona y perece con él. La forma más espontánea vendría dada, así, por la costumbre, a la que se sobrepone el Derecho elaborado científicamente por los juristas. Siguiendo las pautas marcadas, el Derecho legislativo no debe poseer otra función que la de ser auxiliar de la costumbre, manteniéndola en estado puro, como voluntad efectiva que es del pueblo. Otra aportación es la de Ehrlich, quien suscribió que la mayoría del Derecho se origina en la sociedad mediante las leyes que elabora, en la medida que conforma el ordenamiento interno de las relaciones sociales en general sin que pueda

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en las fuentes del Derecho, únicos instrumentos normativos que pueden transportar normas jurídicas. Pero la aparición del movimiento constitucionalista en Europa abrió de nuevo la controversia sobre la posición de la Constitución en el esquema de fuentes. Tras la lenta, pero contundente defensa del valor normativo de la Norma fundamental, se ha manifestado la voluntad de los ciudadanos de implantar una nueva forma de entender el ejercicio del poder por las mayorías, a las que se les imponen límites constitucionales en el ejercicio de su potestad legislativa, a las que se las obliga en algunos supuestos a compartir el poder legislativo con unas minorías que pueden vetar decisiones mayoritarias, etc.6. En este punto, la aprobación en España de la Constitución de 1978 supuso la superación de la concepción iusprivatista y la exigencia de una revisión radical. A la trilogía compuesta por la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho, hay que añadir la Norma constitucional y los demás instrumentos de producción normativa que en ella se contemplan. Y es que los procesos de regionalización y de internacionalización de nuestra sociedad han supuesto la génesis de toda una novedosa tabla de fuentes7, siendo las realidades propias de las Autonomías, nuestra plena inserción en la Unión Europea y unas relaciones internacionales de las que nos mantuvimos apartados durante largo tiempo, las que han transformado la teoría tradicional. Todo ello conduce a que una teoría del Derecho apegada a la realidad tiene que partir de que existen nuevas y poderosas fuentes de producción normativa de carácter supraestatal, infraestatal y paraestatal, y que su tradicional jerarquización tiene que ser revisada. En consecuencia, ¿cómo podemos definir las fuentes? Aceptando las tesis de Bobbio8, Balaguer9 ofrece la siguiente definición: son «aquellos actos o hequedar reducido a normas jurídicas. El Derecho, como orden real de una sociedad, consiste en reglas según las que se comportan efectivamente en su vida los hombres. Estas reglas proceden de los hechos originarios del Derecho, es decir, de los usos, de las relaciones de dominio y posesión, y de las declaraciones de voluntad en las formas que son más significativas –los estatutos, los contratos y las disposiciones de última voluntad. 6 El constitucionalismo representa un fenómeno cultural y político que pertenece a la modernidad y expresa una forma de acercarse al conocimiento del Derecho o de concebir el propio Derecho. Sobre el tema, ver N. MATTEUCCI, Organización del poder y libertad. Historia del constitucionalismo moderno, trad. de E.J. Ansuátegui Roig y M. Martínez Neira, Departamento de Derecho Público y Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid-Trotta, Madrid, 1998, pp. 23 y ss.; A. PEÑA FREIRE, La garantía en el Estado constitucional de Derecho, Trotta, Madrid, 1997, p. 59; L. PRIETO SANCHÍS, Constitucionalismo y positivismo, Fontamara, México, D.F., 2005, pp. 7 y ss. 7 Si sumamos toda la producción normativa nacional de la década 1982-1992 y las 1.592 leyes aprobadas en esos años por las Comunidades Autónomas y las comparamos con los 5.071 tratados, reglamentos y directivas incorporados al Derecho interno hasta aquella fecha, se podrá observar que más del 40% de las normas se producen fuera de nuestras fronteras. J. AGUILÓ REGLA, Teoría general de las fuentes del Derecho (y del ordenamiento jurídico), Ariel, Barcelona, 2000; y A.E. PÉREZ LUÑO, El desbordamiento de las fuentes del Derecho, Real Academia Sevillana de Legislación y Jurisprudencia, Sevilla, 1993. 8 N. BOBBIO, El positivismo jurídico. Lecciones de Filosofía del Derecho reunidas por Nello Morra, trad. de R. de Asís Roig y A. Greppi, Debate, Madrid, 1993. 9 F. BALAGUER CALLEJÓN, Fuentes del Derecho. (I) Principios del ordenamiento constitucional, cit., p. 61.

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chos a los que un determinado ordenamiento jurídico atribuye la idoneidad (si se trata de hechos, como la costumbre) o la capacidad (si se trata de actos, en las fuentes formales) de producir normas jurídicas». De donde se desprende que el concepto de fuente debe centrarse en las diversas escalas normativas por las que se incorporan al ordenamiento las normas jurídicas, o en las estructuras normativas (ley, costumbre, reglamentos, directivas, etc.) aptas para transportarlas. En algún momento histórico, se produjo una perfecta equivalencia entre el órgano productor de la norma (Parlamento, Gobierno) y el tipo de norma producida (ley o reglamento), sin embargo, hoy es cada vez más necesario disociarlos, a efectos de ser estudiados, por lo que el régimen de cada categoría normativa no depende en exclusiva de su origen. De un órgano surgen normas diferentes, al tiempo que normas sometidas a un régimen jurídico pueden ser producidas por órganos distintos, siendo éste el sentido que utilizaremos al referirnos a las fuentes del Derecho, el de su comprensión como categorías normativas, como distintos soportes que confieren validez a los múltiples preceptos que componen un ordenamiento jurídico. La cuestión de qué características han de presentar para que reciban el título de fuente no es una cuestión unánime en la teoría del Derecho. La tesis de Pizzorusso10 parece convincente, sólo son las que transportan normas que son eficaces erga omnes, y no tienen esa consideración las que tienen una eficacia (un contrato) que se agota entre las partes. No obstante, formalmente, esta distinción no resulta en absoluto concluyente, hay actos normativos de alcance subjetivo muy restringido que han de conducirse con los soportes de las disposiciones de alcance general y están sometidos a idénticos controles, procedimientos y garantías. Además, no debe perderse de vista que todas las normas cuya eficacia parece agotarse inter partes, acaban afectando a intereses sustanciales de terceros y hasta a la sociedad. Toda esta variedad de normas, aflorada a través de un sistema complejo de fuentes, es lo que forma un ordenamiento jurídico del que se predican las características de unidad, coherencia y plenitud. O lo que es igual, esas normas jurídicas están estrechamente relacionadas entre sí, formando parte de un sistema que, al pretender ser coherente y pleno, permite al intérprete orientarse y buscar la norma aplicable al caso. Históricamente el sistema de fuentes venía regulado en el Código civil que desempeñaba un papel constitucional, habiendo reconocido reiteradamente la jurisprudencia del Tribunal Supremo que el Título Preliminar contenía pautas de interpretación y aplicación que eran extensibles a todos los sectores del sistema, con independencia del carácter público o privado de sus disposiciones. En la actualidad, la Constitución viene a complementar la regulación de las fuentes. Así, y en combinación con el artículo 1.1 del C.c. («Las fuentes del ordenamiento jurídico español son la ley, la costumbre y los principios generales del 10

vol. VI.

A. PIZZORUSSO, «Fonti (Sistema costituzionale delle)», en Digesto delle Discipline Pubblicistiche,

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Derecho»), la Norma fundamental supone para algunos autores la aportación de ciertas novedades: la idea de que es una norma jurídica, la norma normarum; la introducción en el sistema de fuentes de las leyes orgánicas y los Estatutos de Autonomía; la potestad reglamentaria del Ejecutivo; el reconocimiento de auténticas potestades normativas a las Comunidades Autónomas con una nueva tipología de fuentes, como son las leyes y reglamentos autonómicos; la constitucionalización de los convenios colectivos como fuente; las sentencias del Tribunal Constitucional, y un complejo sistema de reserva de ley y de delimitación de las competencias. A esta enumeración hay que agregar los tratados internacionales, el Derecho comunitario y otras expresiones jurídicas emanadas de agentes no estatales traducidas en normas que, aparte de ser valoradas por nuestro sistema, acaban obteniendo en él su eficacia. Piénsese en el Derecho de algunas confesiones religiosas, el Derecho deportivo o las normas espontáneas que regulan grandes sectores del comercio internacional y que son recopiladas o creadas por estructuras como la Cámara de Comercio Internacional, el Comité Olímpico o la Federación Internacional de Fútbol11, si bien nosotros sólo nos ocuparemos de las concernientes al ordenamiento jurídico español desde el punto de vista interno y según lo dictaminado por el Derecho oficial. 2. 2.1.

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FUENTES DEL ORDENAMIENTO JURÍDICO ESPAÑOL

La Constitución y el bloque de constitucionalidad

El término Constitución es empleado en el lenguaje jurídico, por lo menos, con los significados que a continuación se relacionan12. En primer lugar, como ordenamiento político liberal, constatándose que en su acepción originaria la Constitución no se refiere a una organización política de cualquier tipo, sino a la organización liberal en la que se garantizan los derechos fundamentales y hay una separación de poderes. Estado constitucional y Estado de Derecho fueron, desde este punto de vista, términos equivalentes. En segundo lugar, la voz Constitución se ha entendido también como conjunto de normas fundamentales. Para la teoría del Derecho, esa palabra se suele reservar a las normas que constituyen poderes y órganos que regulan sus relaciones recíprocas o entre órganos y ciudadanos, etc. A diferencia del anterior sentido, estamos ante un concepto neutro, manejado por el positivismo jurídico y sin ninguna connotación político-ideológica. Por último, el término Constitución se ha usado como sinónimo de una fuente del Derecho concreta. De esta manera, según la teoría de las fuentes, es un documento normativo, una fuente de Derecho 11 M. GASCÓN ABELLÁN, «La estructura del sistema: relaciones entre fuentes», en J. BETEGÓN, M. GASCÓN, J.R. DE PÁRAMO y L. PRIETO, Lecciones de Teoría del Derecho, McGraw-Hill, Madrid, 1997, pp. 94 y 95. 12 R. GUASTINI, Le fonti del diritto e l’interpretazione, Giuffrè, Milán, 1993, pp. 67 y ss.

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que se diferencia del resto, entre otros elementos, por su peculiar proceso de elaboración, por su contenido (habitualmente, normas que atribuyen derechos a los ciudadanos y poderes a los órganos), por sus destinatarios más sobresalientes (los ciudadanos y los poderes constituidos) o por el régimen, flexible o rígido, de su modificación. De otro lado, muchas son las variantes que ofrecen las fuentes del Derecho, pero, quizás, las más usadas son las que se refieren a los hechos, doctrinas e ideologías que en diversas modalidades influyen sobre las instancias creadoras del Derecho; y a los hechos o actos cuya realización es una condición para que surja una norma en un orden jurídico13. Como ha quedado demostrado históricamente, la cuestión de las fuentes no se ha referido a un problema metodológicamente unívoco. Con este propósito, Ross14 describe los problemas que se han contemplado conjuntamente, sin tener conciencia de sus disparidades. En primer lugar, aparece la vertiente sociológico-jurídica sobre las causas de que un sistema dado llegue a existir, planteamiento que es propio de la estimación de ciertas relaciones sociales y económicas de poder, de intereses de clase, costumbres, tradiciones históricas, concepciones religiosas o morales. En segundo lugar, cabe apuntar la dimensión ética del fundamento de la fuerza moralmente vinculante atribuible al ordenamiento jurídico. Y, por último, sobresale la duda teórico-jurídica de cuál es el fundamento para saber que algo es Derecho. Para Ross, si queremos hablar de fuente con propiedad, es necesario decantarse por el tercer planteamiento, porque es el único que entra en el ámbito del sistema de conocimiento específicamente jurídico. En síntesis, el concepto que nos ocupa depende de la idea de Derecho que se sustente. Pues bien, desde la perspectiva que analizamos, es evidente que la Constitución es una fuente del Derecho, más aún, es la suprema fuente del Estado (art. 9.1 de la CE), como de forma pionera insistió García de Enterría15. El fundamento de la supremacía constitucional deriva inequívocamente de la idea de soberanía que reside en los ciudadanos que la ejercen, configurándose en poder constituyente que es el que da origen y legitima a los poderes constituidos y a las normas que promulgan. Ninguna Asamblea (de representantes) puede tener más poder que los representados actuando como poder constituyente, de ahí que lo que produce un Parlamento se sitúe por debajo de sus dictados. En esta línea, hay que subrayar que no es sólo fuente, sino que es la fuente originaria y que constituye el cauce a través del que confluyen hacia el sistema jurídico las normas que se originan en el ámbito de la autonomía de los particulares, en el institucional y en el convencional. 13 R. TAMAYO Y SALMORÁN, Elementos para una Teoría general del Derecho. Introducción al estudio de la Ciencia jurídica, Themis, México, 1992, p. 131. 14 A. ROSS, Las fuentes del Derecho. Una contribución a la teoría del Derecho positivo sobre la base de investigaciones histórico-dogmáticas, trad. de J.L. Muñoz de Baena Simón, A. de Prada García y P. López Pietsch, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2007, pp. 356 y 357. 15 E. GARCÍA DE ENTERRÍA, La Constitución como norma y el Tribunal Constitucional, Civitas, Madrid, 2006.

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Para salvaguardar su primacía frente a posibles interferencias de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, se establece una jurisdicción especial, el Tribunal Constitucional. La existencia de este tipo de tribunales pretende garantizar que las Asambleas legislativas (y los jueces) respeten la Constitución, convirtiéndose en límite a la actuación del poder legislativo y en criterio orientador respecto al contenido (y los procedimientos de elaboración) del resto de las fuentes del Derecho. Pero en la tarea profiláctica que tiene encomendada el Alto Tribunal, no es la Constitución el único parámetro valorativo, se recurre, además, a lo que la doctrina francesa denomina bloque de constitucionalidad16, referido indirectamente por el artículo 18.1 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (en adelante LOTC), y formado por todas aquellas normas, sea cual sea su rango, que sirven para distribuir territorialmente el poder entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Es decir, junto a la Constitución, los Estatutos de autonomía, las leyes-marco, las leyes de transferencia y, en su caso, las leyes de armonización. La peculiaridad de la mayoría es que, sin ser constitucionales, sirven como parámetro para valorar la constitucionalidad de normas situadas al mismo nivel. En lo atinente a las sentencias del Tribunal Constitucional, éstas se pueden insertar perfectamente en el sistema de fuentes, pues, aparte de la eficacia que poseen en cuanto que dicho Tribunal es el intérprete de la Constitución, sus fallos tienen eficacia legislativa negativa, ya que pueden declarar nulos y, por tanto, derogar todos los preceptos legislativos que la vulneren17. De conformidad con el artículo 164 de la CE, tienen valor de cosa juzgada y eficacia erga omnes. Los citados principios son aplicables a todos los fallos constitucionales; sin embargo, cuando se producen en la esfera de los recursos de inconstitucionalidad, el resultado de ambos es una mutación normativa que incide en el ordenamiento. Por eso, en procedimientos de inconstitucionalidad, las sentencias tienen fuerza de ley18 presentando en cuanto fuente del Derecho algunos perfiles singulares. El artículo 164 puntualiza que tienen «valor de cosa juzgada», aserto que no descubre nada nuevo al encontrarlo en la Ley de Enjuiciamiento Civil y en los restantes cuerpos procesales. Mas la característica primordial es que impide a las Cortes Generales volver a dictar un precepto o una ley de contenido exactamente igual al declarado inconstitucional, o permite entender el efecto de legislador negativo que se ha atribuido al Tribunal Constitucional, siendo ello más paradójico en la medida en que el principio de cosa juzgada vincula al legislador, no al Tribunal, que puede rectificar su jurisprudencia. La segunda peculiaridad es que el principio ex tunc, que deriva del artículo 39 de la LOTC, 16 L. FAVOREU y F. RUBIO LLORENTE, El bloque de la constitucionalidad. (Simposium franco-español de Derecho constitucional), Civitas, Madrid, 1991. 17 I. DE OTTO Y PARDO, Derecho constitucional. Sistema de fuentes, Ariel, Barcelona, 2001, p. 295. 18 R. BOCANEGRA SIERRA, El valor de las sentencias del Tribunal Constitucional, Instituto de Estudios de la Administración Local, Madrid, 1982, p. 85.

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puede conllevar efectos sociales perturbadores que ha procurado aliviar el artículo 50 de esa Ley Orgánica y que la práctica del Tribunal Constitucional ha matizado. Y el tercer rasgo normativo de las sentencias constitucionales es que, a diferencia de las de los tribunales ordinarios, su eficacia erga omnes justifica que su publicación, por mandato constitucional, sea un requisito sustancial para tal eficacia, lo que contribuye a acentuar su naturaleza normativa19. Para acabar, hay que precisar el sentido que se asigna a la expresión eficacia legislativa negativa, puesto que si resulta reveladora e indicadora de la función que desempeña el Tribunal, puede dar origen a algunas confusiones que deben evitarse. Lo que ha de quedar claro es que no tiene competencia para derogar una norma en el sentido estricto que suele adscribirse a este término en Derecho. En efecto, la voz derogar suele comprenderse como cambiar o suprimir una proposición jurídica que existía, ya sea sustituyéndola por otra nueva o bien, simplemente, haciéndola desaparecer. Mas no es esto lo que hace el Tribunal Constitucional, su función principal estriba en determinar si un precepto posee validez jurídico-real al contrastarlo con la Constitución o con el bloque de constitucionalidad al que nos hemos referido. De entender que una norma es inconstitucional o que viola alguno de los derechos y libertades recogidos en el artículo 53.2 de la CE, lo que se declara es una oposición entre la norma y la regla de contraste, desprendiéndose la falta de valor jurídico del precepto analizado, radicando ahí la lógica de su valor ex tunc. No es que se retrotraigan los efectos de la sentencia a un momento anterior a la declaración, es que se afirma que nunca existió esa norma como tal por no cumplir los requisitos esenciales para tener validez jurídica, o porque, al sobrevenirle la inconstitucionalidad, dejó de existir, verificándose la existencia real de las normas que, teniendo apariencia legal, han suscitado dudas acerca de la eficacia jurídica20. 2.2.

Los tratados internacionales

Jurídicamente, los tratados internacionales presentan una naturaleza bifronte, variando si los analizamos desde el Derecho internacional o desde el Derecho interno. Desde el Derecho internacional, un tratado no es otra cosa que un negocio jurídico21, esto es, una manifestación de voluntad en donde las partes se comprometen a unas obligaciones de las que derivan derechos22. Esta comprensión de negocio jurídico y, más concretamente, de contrato, ha dado 19 R. BOCANEGRA SIERRA, El valor de las sentencias del Tribunal Constitucional, cit., pp. 235 y 236. Asimismo, J.L. CASCAJO CASTRO, «Artículo 164», en O. ALZAGA VILLAAMIL (dir.), Constitución Española de 1978, t. XII (arts. 159 al final), EDERSA, Madrid, 1988, pp. 283 y ss. 20 R. BOCANEGRA SIERRA, El valor de las sentencias del Tribunal Constitucional, cit., pp. 179 y ss. 21 M. DÍEZ DE VELASCO, Instituciones de Derecho internacional público, Tecnos, Madrid, 2005, p. 154. 22 A. REMIRO BROTÓNS, Derecho Internacional Público, vol. II («Derecho de los tratados»), Tecnos, Madrid, 1987, p. 29.

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lugar a diversos enfoques, puesto que para la postura monista, representada, sobre todo, por Kelsen23 y Verdross24, un tratado constituye una limitación de soberanía que viene no de una manifestación de la voluntad del Estado, sino de la voluntad del propio Derecho internacional. En tanto que, para los diversos enfoques dualistas, las obligaciones vendrían más de unas decisiones previas de cada sujeto de Derecho internacional que de una voluntad abstracta emanada de él, lo que comporta una categoría de fuentes, en cuyo seno las de Derecho interno proceden de la voluntad unilateral del Estado y las de Derecho internacional arrancan de la voluntad común de varios Estados25. En consecuencia, con uno u otro planteamiento, aunque el tratado es la fuente principal del Derecho internacional y es sumamente relevante para la codificación de un ordenamiento que ha tenido un fundamento consuetudinario muy intenso26, su sustancia jurídica originaria es más contractual que normativa, aun cuando la doctrina haya distinguido entre los tratados-contrato y los tratados-ley27. El tratado internacional, una vez que se ha ratificado siguiendo los cauces establecidos por la Constitución (art. 96) y se ha publicado oficialmente, se inserta en el ordenamiento español. A partir de ese momento, sus disposiciones se transforman en preceptos españoles y se integran en el sistema de fuentes en los términos establecidos por el artículo 1.5 del C.c. Para entender su posición en la pirámide jerárquica, hay que reparar que su objeto condiciona el procedimiento de elaboración y que su contenido condiciona el procedimiento de ratificación. Como ha puntualizado Remiro Brotóns28, tras la elaboración de los tratados internacionales está el problema del reparto de competencias entre los poderes del Estado, se trata de fijar quién detenta el treaty making power. En el Estado democrático representativo se ha ido consolidando un sistema dual en virtud del cual, si bien el Gobierno realiza toda la negociación política tendente a la formación del tratado, su aprobación definitiva se distribuye entre el Gobierno, en los supuestos de escasa importancia política, y el Parlamento, en los casos de verdadera trascendencia. Este dualismo se explica por la inserción de los principios de la democracia representativa en la tradición absolutista, en la 23 H. KELSEN, Teoría general del Derecho y del Estado, trad. de E. García Máynez, Universidad Nacional Autónoma de México, México, D.F., 1995, pp. 166 y ss. 24 A. VERDROSS, Derecho internacional público, trad. de A. Truyol y Serra, Aguilar, Madrid, 1976, pp. 23-26. 25 Ch. ROUSSEAU, Derecho internacional público, trad. de F. Giménez Artigues, palabras preliminares de J.M. Trias de Bes, Ariel, Barcelona, 1966, p. 10. 26 M. DÍEZ DE VELASCO, Instituciones de Derecho internacional público, cit., pp. 130 y 131. 27 M. DÍEZ DE VELASCO, Instituciones de Derecho internacional público, cit., pp. 153 y ss. 28 A. REMIRO BROTÓNS, «De los tratados a los acuerdos no normativos», en VV.AA, La celebración de tratados internacionales por España: problemas actuales, Actas del Seminario organizado por el Ministerio de Asuntos Exteriores, Ministerio de Relaciones con las Cortes y de la Secretaría del Gobierno y el Instituto Nacional de Administración Pública, del 13 al 16 de noviembre de 1989, Ministerio de Asuntos Exteriores, Madrid, 1990, p. 24.

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que la manifestación de obligarse internacionalmente correspondía al Monarca. Pero desde comienzos del siglo XIX, los Parlamentos comenzaron a reivindicar tal facultad, de modo que se fueron consolidando políticamente, siendo éstos, y no el Ejecutivo, los que asumen mayores competencias. Esta evolución se refleja en el sistema de fuentes del Derecho, adquiriendo el tratado autorizado por el Parlamento rango y fuerza de ley, y situándose el tratado acordado por el Gobierno en el nivel reglamentario. Sin embargo, siendo ciertas estas afirmaciones, poco ayudan para fijar la posición jerárquica del tratado en el sistema. Con independencia de que le adscribamos el carácter de ley o la naturaleza de reglamento, lo que no cabe duda es de que un tratado válidamente concluido no puede ser derogado por una ley (aunque le adscribamos nivel reglamentario) ni por una ley orgánica (aunque le reconozcamos rango de ley ordinaria). Y es que sólo puede ser modificado o derogado mediante su denuncia en los términos que establece el Convenio de Viena en materia de tratados, sin que ningún poder de un Estado parte pueda abolirlo o cambiarlo unilateralmente. Por lo tanto, intentar introducir al tratado en la pirámide jerárquica resulta un esfuerzo baldío, razón por la que la Constitución ha desviado su atención hacia otros puntos que consigan encontrar un equilibrio satisfactorio en relación con esta fuente normativa, estableciéndose tres categorías29: a) Tratados por los que se atribuye a una organización o institución internacional el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución, los cuales requieren forma de ley orgánica (art. 93 de la CE); b) tratados de carácter político, tratados o convenios militares, que afecten a la integridad territorial del Estado o a los derechos y deberes fundamentales establecidos en el Título I de la Constitución, que impliquen obligaciones financieras para la Hacienda Pública, que supongan modificación o derogación de alguna ley o exijan medidas legislativas para su ejecución. Estas categorías requieren la previa autorización de las Cortes Generales (art. 94.1 de la CE), y c) cualesquiera otros que sean distintos de los anteriores. En éstos, el Gobierno ha de informar inmediatamente a las Cortes de su conclusión (art. 94.2 de la CE). De la triple consideración se deducen algunas conclusiones. Primeramente, se sigue como criterio el objeto. Los tratados de mayor calado, los que suponen una cesión de soberanía y de competencias derivadas de la Constitución (entre ellas las legislativas), sólo pueden integrarse en el sistema jurídico español por un procedimiento complejo susceptible de reconducirlos al bloque de constitucionalidad. Para eso se utiliza la misma vía que se emplea para la aprobación de los Estatutos de autonomía y se confiere al Parlamento la última pa29 I. DE OTTO Y PARDO, Derecho constitucional. Sistema de fuentes, cit., pp. 124 y ss. Para una teoría general de la intervención del Parlamento en la aprobación de los tratados y sobre su posición en el sistema de fuentes, véase E. ZOLLER, Droit des relations extérieures, Presses Universitaires de France, París, 1992, pp. 218 y ss.

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labra, habiéndose limitado a negociar el texto el poder ejecutivo, pero será el legislativo quien tenga esa palabra, la cual habrá de pronunciarse de la forma más cualificada, o sea, con el procedimiento previsto para las leyes orgánicas. En segundo lugar, el constituyente tomó un dato relevante, el tratado no puede ser derogado por una ley, pero sí deroga a las leyes que se le opongan. Consecuentemente, todo tratado que pudiera ser susceptible de afectar a su vida o causar efectos en el sistema que únicamente pudieran ser causados por ella, requerirá una tramitación similar a la de esa ley. Si el Ejecutivo quisiera defraudar competencias legislativas, introduciendo en el sistema, por vía de un tratado, disposiciones que no conseguiría positivar a través de los trámites parlamentarios previstos, la Constitución se lo impediría haciéndole tramitar el tratado de la forma en la que tendría que tramitarse la derogación o el cambio de la ley. En fin, la Constitución se establece a sí misma como vértice de la pirámide normativa para evidenciar que está prohibido ratificar cualquier tratado que suponga una alteración de su tenor. Sólo podrá ratificarse si previamente se modifica, encajando las disposiciones del tratado en su esquema de ordenación (art. 95)30. 2.3.

La ley y el reglamento

La trascendencia de la ley como fuente del Derecho queda patente en los distintos usos del término ley que da Guastini31. Ordinariamente se la identifica con la fuente por antonomasia, conectándose la idea con una concepción del Derecho y del poder legislativo. Así, existe la convicción de que el primero debe entenderse como un conjunto de normas generales y/o abstractas, y que por poder legislativo debe comprenderse la creación de esas normas en un doble sentido: el legislativo no puede dictar disposiciones singulares y concretas, y el ejecutivo no puede elaborar disposiciones generales y abstractas. Pero la ley, en el lenguaje de la teoría general, tiene otra doble comprensión, cualquier acto o documento que provenga del órgano legislativo, con independencia de su contenido (ley formal), y cualquier acto o documento que, con independencia del órgano que los dicte, exprese normas generales y/o abstractas. Pues bien, en el lenguaje técnico de la doctrina, el término ley se usa siempre en sentido formal, lo cual no impide que tenga un contenido singular y concreto en ciertas circunstancias. A este plano formal es al que se refiere el artículo 66 de la CE cuando dictamina que las Cortes Generales ejercen la potestad legislativa, cosa que no impide que las Comunidades Autónomas dicten leyes 30 Para el análisis de estas fases, véase A. REMIRO BROTÓNS, Derecho internacional público, cit., vol. II, cit., pp. 69-70; J. RODRÍGUEZ-ZAPATA, «La elaboración de las leyes. Los tratados internacionales», en VV.AA., Las Cortes Generales, vol. I, Instituto de Estudios Fiscales, Madrid, 1987, pp. 236-239. 31 R. GUASTINI, Le fonti del diritto e l’interpretazione, cit., p. 83.

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autonómicas ni que el Gobierno cree decretos legislativos y decretos-leyes. La posición privilegiada de la ley, tras la Constitución, se expresa en el principio de legalidad reconocido en el artículo 9.3. Principio que, en sentido amplio, supone la obligación de la Administración de actuar conforme a Derecho, lo cual trae consigo no sólo la interdicción de la arbitrariedad y la prohibición de actos administrativos antijurídicos (contrarios al ordenamiento), sino que precisa de un previo apoderamiento legal para actuar, ya que carece de fines propios al margen de los que le asignan la Constitución y las leyes. En este nivel amplio, el principio analizado equivale al principio de juridicidad32. Por lo que se refiere estrictamente al principio de legalidad, se plantea el problema de la relación entre la potestad reglamentaria de la Administración y la ley. Esta relación se basa en la supremacía legal sobre cualquier norma proveniente de la Administración y la reserva de ley, que impide que aquélla entre a normar determinadas materias antes de que se haga legislativamente. La citada supremacía se refleja tanto en su fuerza activa (puede entrar a regular cualquier materia) como en su fuerza pasiva (inmunidad frente al reglamento, que será nulo si contradice la ley)33. Habida cuenta de que existe una reserva formal de ley y que es inmune al reglamento siempre que aquélla regule una materia en la que no haya reserva formal, se produce la congelación de rango, funcionando como una técnica legislativa ante la desconfianza parlamentaria hacia los Ejecutivos. Desde otro ángulo, con la llegada de los Estados sociales se ha perdido la generalidad y la abstracción de las leyes, apareciendo las leyes-medida, junto a un escalonado proceso de delegación y fragmentación que ha conducido a la creación de normas confusas y especializadas con un alto tecnicismo. En efecto, las diversas formas de incidencia legislativa sobre la economía y el trabajo, ligadas a la creciente burocratización, han hecho que la ley haya pasado a ser un instrumento resolutorio de problemas coyunturales que intenta satisfacer necesidades inmediatas. Ya no se ve como resultado de la razón, sino del equilibrio de intereses, desconfiándose del legislador, del poder ejecutivo y de la Administración pública. El Derecho como instrumento del Estado social, y su empleo con fines de integración y de actuación de políticas sociales, ha impuesto la racionalidad material sobre la formal. Dicho proceso materializador aspira a proteger posiciones mediante normas y realiza esas aspiraciones modificando algunas estructuras de poder y controlando el proceso socioeconómico. Pero no podemos hablar de un Estado de Derecho material que reúna un mínimo de condiciones formales para que haya un mínimo de seguridad jurí32 N. BARRY (ed.), Limited Government, Individual Liberty and the Rule of Law. Selected Works of Arthur Asher Shenfield, E. Elgar, Cheltenham, 1998; A. LATORRE SEGURA, Introducción al Derecho, Ariel, Barcelona, 2006, pp. 167 y 168. 33 E. GARCÍA DE ENTERRÍA, La lucha contra las inmunidades del poder en el Derecho administrativo. (Poderes discrecionales, poderes de gobierno, poderes normativos), Civitas, Madrid, 1995, pp. 31-49. En el mismo sentido, ver también ÍD., Democracia, jueces y control de la Administración, Civitas, Madrid, 2009.

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dica, si bien esa seguridad descansa, además, en razones materiales y racionales, de modo que el contenido regulativo de las normas debe buscarse en su adecuación a la ejecución que llevan aparejada y a los efectos que con ella se quieren alcanzar34. En síntesis, en lo que se ha de hacer hincapié es en la validez, que ha pasado de estar apoyada sólo en el cumplimiento de requisitos formales, como ocurría en el Estado legislativo unitario, a ajustarse a un complejo entramado por la crisis de la autoridad que elabora las leyes y de las fuentes del Derecho, condicionándose al legislador por el contenido de principios y derechos35. En lo tocante al ejercicio de la potestad reglamentaria, se suscita el grado de conexión entre el reglamento y la ley, conviniendo hacer un breve recorrido para situar bien la respuesta al interrogante. A estos efectos, la noción de poder ejecutivo como órgano ejecutor de la ley elaborada por el Parlamento, aunque históricamente incorrecta, ha imbuido todo el constitucionalismo occidental postrevolucionario36 y, salvo en raras ocasiones de corte más bien autoritario, como fueron las Ordenanzas previstas en la Carta francesa de 181437, la potestad reglamentaria se configuraba como un poder subordinado a la ley. Así se vio en los textos constitucionales del siglo XIX y parte del XX, confirmándolo la doctrina constitucionalista clásica como muestra, por ejemplo, La loi, expression de la volonté général de Carré de Malberg, en 1931. Esta concepción, que después de 1918 era difícilmente sostenible, sufriría un quiebro significativo cuando el constitucionalismo de la primera postguerra acogió la legislación de urgencia, que supone un reconocimiento de la potestad normadora independiente del Gobierno, si bien bajo forma legislativa y con control más o menos amplio del Parlamento. Mas el principio de legalidad siguió conservando su fuerza, sin que el tema de los reglamentos autónomos dejara de ser recurrente en la doctrina y hasta embebiera a autores impregnados de or34 A. GALIANA SAURA, La legislación en el Estado de Derecho, Instituto de Derechos Humanos «Bartolomé de las Casas» de la Universidad Carlos III de Madrid-Dykinson, Madrid, 2003, pp. 24, 71-72 y 103 y ss.; G. MARCILLA CÓRDOBA, Racionalidad legislativa. Crisis de la ley y nueva ciencia de la legislación, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2005, pp. 269 y ss. 35 Cfr. los trabajos de J.A. ESTÉVEZ ARAÚJO, La crisis del Estado de Derecho liberal. Schmitt en Weimar, Ariel, Barcelona, 1989; M. LA TORRE, Rules, Institutions, Transformations. Considerations on the «Evolution of Law» Paradigm, European University Institute, Florencia, 1995; L. PRIETO SANCHÍS, Ley, principios, derechos, Instituto de Derechos Humanos «Bartolomé de las Casas» de la Universidad Carlos III de MadridDykinson, Madrid, 1998, p. 45. En este marco, se supera la labor meramente garantizadora de antaño y se asumen tareas de gestión directa de grandes intereses públicos. Esa labor gestora requiere aparatos organizativos que efectúen las tareas según su propia lógica, determinada, como nos ilustra Zagrebelsky, por reglas empresariales de eficiencia, exigencias objetivas de funcionamiento e intereses sindicales de los empleados, por no hablar de las reglas informales que vienen dadas por los partidos políticos. A esto es a lo que se llama legislatividad de la organización, la cual, en razón de la dificultad que supone regular previamente la actuación administrativa, ha de permitir programaciones concertadas, negociadas y flexibles (G. ZAGREBELSKY, El Derecho dúctil. Ley, derechos, justicia, trad. de M. Gascón, Trotta, Madrid, 2009, pp. 34 y 35). 36 A. GALLEGO ANABITARTE, Ley y reglamento en el Derecho público occidental, Instituto de Estudios Administrativos, Madrid, 1971, pp. 251 -256. 37 P. BASTID, Les institutions politiques de la monarchie parlementaire française (1814-1848), Sirey, París, 1954, pp. 197-200.

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denamientos que se alejan de esta problemática, como ocurriera en el franquismo (lo que no dejaba de ser sorprendente, pues la ley y el reglamento emanaban de la voluntad del Jefe del Estado). Promulgada la Constitución, el tema de la vinculación positiva de la ley con el reglamento volvió a surgir, pero con plena justificación dogmática. En un primer momento, algunos autores minoritarios negaron totalmente la posibilidad de los reglamentos independientes, aunque pronto se abrió paso una concepción más amplia que, conectando con la jurisprudencia preconstitucional del Tribunal Supremo, aceptara sin reservas la plena armonía de organización38. Sólo cuando M. Bassols39 introdujo la noción de reglamentos praeter legem se pudo plantear una renovación de las concepciones tradicionales restrictivas, por cuanto se apuntó la posibilidad de que hubiera reglamentos reguladores de materias sometidas constitucionalmente a la reserva de ley, donde ésta aún no se hubiera dictado, y ello dentro de algunos límites. La evolución se consumó con De Otto40, ratificador de que, en la Constitución, coexisten unos poderes legislativos y reglamentarios de igual legitimidad democrática, de modo que los últimos son plenamente libres de actuar sin otro límite que la preexistencia de una ley que congele el rango de la materia. Con estos antecedentes, la naturaleza jurídica del reglamento en el Derecho español se puede caracterizar por los rangos definitorios que vamos a ver a continuación. De entrada, hay que advertir que nos encontramos ante una dificultad conceptual, mientras que la Constitución establece que son las Cortes las que aprueban las leyes e, incluso, existe un capítulo dedicado a su elaboración, infiriéndose un concepto relativamente fijo y cerrado de la ley; la noción constitucional de reglamento es mucho más indeterminada y, en absoluto, contribuye a su clarificación el artículo 97 al dictaminar que el Gobierno ejerce la función reglamentaria, sin olvidar que las Comunidades Autónomas también la poseen. No obstante, como resalta De Otto41, es la Constitución, y no la ley, el fundamento inmediato de esta potestad, por atribución directa e inmediata, de lo que se deduce que es la Constitución la que dicta dos poderes normadores distintos, el legislativo y el reglamentario, si bien, en este caso, está sometido jerárquicamente a la ley. Para De Otto42, el sometimiento jerárquico del reglamento acarrea más la prohibición futura de regular reglamentariamente esa materia contra lo establecido legislativamente que la congelación del rango de la materia regulada. En lo que el autor se separó de la doctrina más extendida que cree que el someti38 J. GARCÍA FERNÁNDEZ, El Gobierno en acción, Centro de Estudios Constitucionales-Boletín Oficial del Estado, Madrid, 1995, pp. 227-229. 39 M. BASSOLS COMA, «Las diversas manifestaciones de la potestad reglamentaria en la Constitución», Revista de Administración Pública, 88, 1979, pp. 128-130. 40 I. DE OTTO Y PARDO, Derecho constitucional. Sistema de fuentes, cit., pp. 215-233. 41 I. DE OTTO Y PARDO, Derecho constitucional. Sistema de fuentes, cit., p. 220. 42 I. DE OTTO Y PARDO, Derecho constitucional. Sistema de fuentes, cit., p. 223.

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miento a la ley supone la congelación de la materia regulada, que sólo podría retamar el reglamento desde supuestos de deslegalización o de desarrollo normativo43. De esta forma, el ámbito reglamentario queda configurado con un doble alcance. En los supuestos de desarrollo normativo, están los reglamentos ejecutivos, que obedecen a la noción de secundum legem y, en los supuestos de los reglamentos independientes, podríamos hablar de los organizativos, que no tienen más vocación que regular aspectos internos de la Administración, y de los praeter legem en sentido estricto, que pueden cumplir la función de colaborar con la ley (García de Enterría) o llenar los resquicios que ella no ha ocupado o que, ocupando esa materia, no ha cerrado normativamente (Otto)44. 2.4.

La costumbre

Junto al Derecho legislado existe otro tipo de Derecho generado por prácticas sociales que denominamos costumbres. Unas y otras, leyes en sentido amplio y costumbres, son producto de la actividad humana con la que se persigue fijar pautas de comportamiento. La ley y la costumbre han sido dos rivales en la historia45. La costumbre ha sido el método predominante de crear Derecho en las sociedades primitivas, y no tan primitivas, que carecían de un poder único y centralizado. Tal vez, por esta razón, la edad de oro del Derecho consuetudinario sea la Alta Edad Media, que reunía las notas de: a) carecer de Estado, es decir, de un poder con vocación de ser superior a cualquier otro; b) carecer de una burocracia de juristas al servicio de ese Estado capaz de diseñar una normatividad abstracta y racional, y c) carecer de una idea abstracta del destinatario del Derecho, siendo el tránsito a la modernidad el que anunció el ocaso de la costumbre como fuente del Derecho. La aparición del poder del Monarca que busca imponerse sobre las potencias supra e infraestatales y la aparición de los primeros teóricos de la idea de soberanía (Bodino y, más tarde, Hobbes), iniciaron un largo camino que culminó con el fortalecimiento de los Estados nacionales, el afianzamiento de las monarquías absolutistas, la liquidación o marginación de la poliarquía medieval, la centralización del poder, la burocracia estatal…, y la ley como expresión de la voluntad del soberano y primera e inequívoca fuente del Derecho46. La revolución liberal y el pensamiento ilustrado no harán más que 43 Por todos, E. GARCÍA DE ENTERRÍA y T.R. FERNÁNDEZ, Curso de Derecho administrativo, t. I, Civitas, Madrid, 2006, pp. 200 y ss. 44 E. GARCÍA DE ENTERRÍA y T.R. FERNÁNDEZ, Curso de Derecho administrativo, cit., t. I; I. DE OTTO Y PARDO, Derecho constitucional. Sistema de fuentes, cit. 45 L. PRIETO SANCHÍS, «La costumbre como fuente del Derecho», en J. BETEGÓN, M. GASCÓN, J.R. DE PÁRAMO y L. PRIETO, Lecciones de Teoría del Derecho, McGraw-Hill, Madrid, 1997, pp. 147 y ss. 46 J. BODINO, Los seis libros de la República, selección, estudio preliminar y trad. de P. Bravo Gala, Tecnos, Madrid, 2006; Th. HOBBES, Leviatán, o la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil, trad., prólogo y notas de C. Mellizo, Alianza, Madrid, 2008.

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presentar la costumbre como el reino de la oscuridad, la inseguridad y la desigualdad. «La absoluta prevalencia de la ley en que se pretendió asentar el Estado liberal –suscribe Prieto Sanchís47– perseguía un triple objetivo: un objetivo político, la unidad jurídica como primera expresión de la unidad nacional; un objetivo económico y social, garantizar mediante normas abstractas, generales y uniformes la seguridad y racionalidad de las relaciones jurídicas; y un objetivo jurídico, asegurar el sometimiento de todos los operadores jurídicos y, en particular, de los jueces a un único e indiscutible cuerpo de leyes escritas», siendo la costumbre incompatible con estas metas. En la actualidad, la costumbre ha perdido la batalla frente a la ley, si bien la ley la está perdiendo, como vimos, frente a otras fuentes del Derecho. Pero que la costumbre sea una fuente secundaria no significa que no tenga trascendencia en el Derecho internacional público, en sectores del Derecho mercantil, en prácticas del Derecho constitucional o en la recuperación, en España, de los Derechos históricos y forales. Aún, la ley tiene que acudir a la costumbre como fórmula de integrar y completar la regulación de algún sector, como Derecho supletorio o como prácticas sociales que pueden ayudar a definir conceptos indeterminados (buen padre de familia, buenas costumbres, orden público, etc.) que el Derecho escrito no ha precisado48. Respecto a su naturaleza jurídica, conviene citar el artículo 1.1 del C.c., que dicta que «las fuentes del ordenamiento jurídico son la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho», y en su número 3.º añade que «la costumbre sólo regirá en defecto de ley aplicable, siempre que no sea contraria a la moral o al orden público y que resulte probada». De lo que la doctrina suele deducir que concurren: independencia (en su formación como fuente del Derecho), subsidiariedad (respecto a la ley) y necesidad de prueba. Ahora bien, ya que hay un número ingente de costumbres en toda sociedad, hay que precisar cuáles son fuentes del Derecho, especificando cómo se diferencian las costumbres jurídicas de la moda, la cortesía, la urbanidad, etc., que no lo son. Con este planteamiento, para considerar jurídicas a las costumbres, la doctrina49 exige la existencia de una práctica social en la que estén presentes notas como la reiteración, antigüedad, generalidad, uniformidad, continuidad, frecuencia, publicidad o notoriedad y aprobación/no oposición del soberano; y la presencia de un elemento espiritual, psicológico interno, la opinio iaris seu necesitatis, o sea, la creencia de quienes practican dicha costumbre de que están cumpliendo con una norma, de que están en presencia de una pauta jurídica de comportamiento. L. PRIETO SANCHÍS, «La costumbre como fuente del Derecho», cit., p. 152. M.I. GARRIDO GÓMEZ, Criterios para la solución de conflictos de intereses en el Derecho privado, Dykinson, Madrid, 2002, pp. 61 y ss. 49 Sobre la costumbre, véase N. BOBBIO, «La consuetudine come fatto normativo», CEDAM, Padua, 1942; ÍD., «La consuetudine», en Enciclopedia del Diritto, vol. IX. 47 48

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Mas este elemento espiritual es el más difícil de precisar y se trata de un elemento poco concluyente. Al parecer de Ross50, «toda costumbre, incluso la que me lleva a presentarme con una vestimenta adecuada, es vivida (felt) como obligatoria, y el comportamiento que va contra ella, como algo que merece desaprobación». Sin duda, la conciencia de su obligatoriedad constituye un elemento valioso, pero el elemento psicológico también está presente en otras costumbres (algunas reglas sobre el saludo) que no son jurídicas. Así, la conciencia de la obligatoriedad es insuficiente. La insuficiencia de este criterio (opinio iuris seu necesitatis) ha inducido a buscar otro camino para diferenciar las costumbres jurídicas, éste es el austiniano del reconocimiento judicial. Un uso social se convierte en costumbre jurídica gracias a su reconocimiento por el juez, anteriormente a ser reconocido (por el legislador o el juez) no es sino moralidad positiva51. Esta tesis fue criticada por Kelsen52, para quien las costumbres internacionales se desarrollan con independencia de la práctica de los tribunales, estando ante un razonamiento circular, a veces, deben aplicar la costumbre jurídica que es la que reconocen como tal los jueces. Otra perspectiva es la que recurre a la teoría del ordenamiento53. Si se concibe como conjunto de normas garantizadas por la institucionalización de sanciones, una costumbre es jurídica si forma parte de ese ordenamiento, esto es, cuando es reconocida como tal por los órganos previstos y su cumplimiento puede ser impulsado con actos coactivos. El criterio de pertenencia se convierte, de esta manera, en el criterio nuclear para fijar cuándo hay una costumbre jurídica y cuándo no. No obstante, este criterio es susceptible de las mismas objeciones que las efectuadas respecto a las tesis de Austin y, en particular, elimina la posibilidad de las independientes (como serían las constitucionales), ya que si una costumbre precisa para considerarse jurídica ser acogida por alguno de los órganos del sistema, se transforma en otra fuente del Derecho, principalmente en ley o en sentencia. Antes de ser acogida es costumbre, pero no es jurídica; y, después, será jurídica, pero habrá dejado de ser costumbre54. La tesis que, ante esas insuficiencias, sugiere Prieto Sanchís55 es que una costumbre sólo puede ser calificada como jurídica (antes de pasar a incorporarse a una ley o a una sentencia) cuando presente en sí los rasgos de lo jurídico, es decir, cuando su observancia pueda ser sancionada por medio del uso de la fuerza. En definitiva, cuando sea costumbre aplicar la fuerza en algunas

A. ROSS, Sobre el Derecho y la justicia, cit., p. 124. L. PRIETO SANCHÍS, «La costumbre como fuente del Derecho», cit., pp. 314 y ss., refiriéndose a la teoría de J. Austin. 52 H. KELSEN, Teoría para del Derecho, Porrúa, México, D.F., 2003, pp. 326 y ss. 53 N. BOBBIO, «Consuetudine (teoria generale)», cit. 54 L. PRIETO SANCHÍS, «La costumbre como fuente del Derecho», cit., pp. 320 y 321. 55 L. PRIETO SANCHÍS, «La costumbre como fuente del Derecho», cit., pp. 323 y ss. 50 51

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circunstancias. A tales efectos, distingue entre costumbres independientes primarias, independientes secundarias y dependientes. Las primeras no se dan prácticamente en los Estados modernos, puesto que tratan de regular exhaustivamente los casos en los que procede el uso de la fuerza. El principio de legalidad, patrimonio de los Estados civilizados, es incompatible con la pervivencia de costumbres primarias independientes, donde se infiere que las únicas obligaciones imponibles a los ciudadanos sean las establecidas en la ley. Son costumbres independientes secundarias las constitucionales que regulan las relaciones recíprocas de los órganos de esa naturaleza56, siendo independientes porque no han sido establecidas legislativa o constitucionalmente, y secundarias porque no contienen normas de conducta dirigidas a los ciudadanos debido a que disciplinan las relaciones entre órganos. Dicha clase no tiene gran peso en los sistemas de Constitución escrita. Por último, las costumbres dependientes son las prácticas que adquieren valor jurídico merced a su recepción en el sistema mediante la ley o la actividad judicial. Marco en el que todas las costumbres son incorporables al mundo del Derecho con tal de que lo establezca una ley o lo decida un juez en las condiciones fijadas por ella. Sin embargo, surge la pregunta de ¿cuándo debe producirse esta recepción por el juez? Ross57 arguye que la razón básica por la que el juez toma en cuenta la costumbre es el elemento psicológico con el que la conducta consuetudinaria es vivida (experienced). La conducta exterior sólo es significativa como indicación externa y prueba de que ese sentimiento existe con tanta seriedad y vigor que es capaz de prevalecer de forma efectiva dentro de un grupo. «Vistas así las cosas, el juez no tiene por qué exigir que la costumbre haya sido observada durante un cierto intervalo, cuando las circunstancias proporcionen fundamento suficiente para creer que ha llegado a predominar una actitud ético-jurídica con cierto grado de estabilidad». En suma, debe aplicarse como una fuente del Derecho cuando a juicio del juez falte la ley, la práctica no sea contraria a la Moral o al orden público y esté suficientemente probada. 2.5.

Los principios generales del Derecho

La enumeración por el Código Civil de las fuentes del Derecho se refiere a los principios generales como fuente autónoma de la ley y de la costumbre58. 56 G. ZAGREBELSKY, Sulla consuetudine costituzionale nella teorie delle fonti del diritto, UTET, Turín, 1970. 57 A. ROSS, Sobre el Derecho y la justicia, cit., p. 127. 58 Para el presente tema, ver L. PRIETO SANCHÍS, «La doctrina de los principios generales del Derecho y la distinción entre principios y reglas», en J. BETEGÓN, M. GASCÓN, J.R. DE PÁRAMO y L. PRIETO, Lecciones de Teoría del Derecho, cit., pp. 307-333, así como R. GUASTINI, Le fonti del diritto e l’interpretazione, cit., y M. JORI, Saggi di metagiurisprudenza, Giuffrè, Milán, 1985.

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Los dogmas de la plenitud y la coherencia del ordenamiento, tan próximos a la cultura positivista, obligan al juez a fallar de acuerdo con las normas contenidas en el sistema. En este orden de ideas, era absolutamente necesario ofrecer que los jueces y tribunales pudieran hallar respuesta a cualquier pregunta, el recurso venía a ser la cláusula de cierre del sistema dentro del que, inexorablemente, había de moverse el aplicador, cumpliendo una función explicativa y suponiendo la expresión más abreviada de una norma o conjunto de normas, aunque son igualmente usados en la producción del Derecho y en la interpretación e integración del mismo59. En la producción, sirven para delimitar la competencia normativa de una fuente subordinada (la cual no podrá contener normas incompatibles con el correspondiente principio); y en la interpretación e integración, son útiles para adecuar la interpretación de una norma al contenido de un principio, así como para colmar las lagunas del ordenamiento en cuestión. De entrada, conviene diferenciar entre los principios expresos y los implícitos o no expresados. Son expresos aquellos que están explícitamente formulados en la Constitución o en una ley: el principio de igualdad, de irretroactividad de las leyes penales, de legalidad, etc.60. Por contra, son implícitos aquellos que no aparecen formulados en una disposición normativa, pero que son elaborados o construidos por los intérpretes: el principio de la separación de poderes, por aportar un ejemplo. En este tema, es obvio que los principales conflictos se plantean respecto a los segundos. Para Prieto Sanchís61, la aceptación de los principios implícitos depende de que, merced al razonamiento jurídico, son deducibles normas de otras normas, y de que la norma deducida de esta forma es nueva y distinta de las anteriores, adquiriéndose un principio a partir de una regla individual cuando se presupone una ratio, esto es, un objetivo que la norma trata de alcanzar62. También pueden deducirse principios no de una regla individual, sino de un conjunto de reglas o de todo un ordenamiento jurídico (el principio de la certeza del Derecho…). De acuerdo con la doctrina más general63, el método que se utiliza es el inductivo, un procedimiento que no es totalmente lógico, sino que, mayoritariamente, consiste en avanzar una conjetura altamente opinable en torno a las razones (objetivos, intenciones o valores) del legislador. Ahora bien, si los principios se deducen de las otras dos fuentes (leyes y costumbres), es difícil saber cómo pueden dar lugar a una norma diferente de las normas de las que se deduce, excepto que se reconozca que lo que el legislador hace es permitir R. GUASTINI, Le fonti del diritto e l’interpretazione, cit., pp. 458 y ss. R. GUASTINI, Le fonti del diritto e l’interpretazione, cit., p. 452. 61 L. PRIETO SANCHÍS, «La doctrina de los principios generales del Derecho y la distinción entre principios y reglas», cit., p. 176. 62 R. GUASTINI, Le fonti del diritto e l’interpretazione, cit., p. 453. 63 J.A. CRUZ PARCERO, «Los métodos para los juristas», en Ch. COURTIS, Observar la ley. Ensayos sobre metodología de la investigación jurídica, prólogo de M. Atienza, Trotta, Madrid, 2006, pp. 17 y ss. 59 60

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que el aplicador del Derecho cree otra norma por medio de un razonamiento similar a la analogía. Por eso, más bien parece que los principios generales suponen la delegación en los jueces de una capacidad normativa que éstos habrán de ejercer dentro del marco, más o menos estrecho, del ordenamiento jurídico positivo. Los principios que estamos analizando aparecen como entidades enigmáticas, a veces caprichosas, sobre cuya noción circulan las más diversas opiniones; siendo los principios normas, algunos, principalmente los constitucionales, de una fuerza superior, ha quedado superado el viejo debate sobre si eran pautas de comportamiento dirigidas solamente a los legisladores e intérpretes. Hay autores que defienden que se distinguen del resto de las normas por el puesto que ocupan en el ordenamiento jurídico, conociéndose como principios los que son considerados por el legislador o la jurisprudencia. Esto es, son normas que poseen una especial relevancia. Otra cosa es cómo entenderla, lo hacemos ¿desde el punto de vista de la jerarquía normativa?, ¿por qué de ellos se deducen otras normas?, ¿por qué establecen fines respecto de otras normas instrumentales?, ¿la justificación radica en los valores superiores que protegen?64. Para otros65, los principios se diferencian por su distinta formulación lingüística, mientras que no expresan unas consecuencias jurídicas automáticas, las demás normas serían aplicables en la forma del «todo o nada», aun evidenciándose que muchas lo son de objetivos manifestados con una notable vaguedad. Así, Bobbio66 configura los principios desde el punto de vista de la generalidad, pero igual ocurre con la vaguedad al ser conceptos graduables. Reglas y principios pueden ser más o menos generales. Por tanto, concebidos los principios como normas, el problema es caracterizar su tipo. Los criterios de fundamentalidad, generalidad y vaguedad no son concluyentes, de lo que se desprende la búsqueda de otros rasgos. Prieto Sanchís67 reflexiona sobre los criterios que se han suministrado: a) con arreglo a la distinción de Dworkin de la cualidad «todo o nada», las normas son aplicables disyuntivamente (o – o), y los principios se configuran como razones a tener en cuenta en la decisión que se tome; b) el carácter abierto de los principios y cerrado de las reglas en virtud del cual, antes de su aplicación, podemos discernir en qué supuestos debe observarse una norma (regla) y en qué supuestos no se dispone de esta posibilidad de precisión (principio); c) los principios como mandatos de optimización. Según Alexy68, el criterio decisivo que diferencia reglas y principios es que las primeras sólo admiten un cumplimiento 64 Por ejemplo, ver la posición de R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, trad. de E. Garzón Valdés, revisión de R. Zimmerling, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 2001, pp. 82 y ss. 65 R. DWORKIN, Los derechos en serio, trad. de M. Guastavino, Ariel, Barcelona, 2002, pp. 80 y ss. 66 N. BOBBIO, «Principi generali di diritto», en Novissimo Digesto Italiano, vol. XIII. 67 L. PRIETO SANCHÍS, «La doctrina de los principios generales del Derecho y la distinción entre principios y reglas», cit., pp. 339 y ss. 68 R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, cit., pp. 82 y ss.

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pleno, diseñando los segundos un cumplimiento gradual en función del contexto en que se tienen que aplicar, y d) los principios entran en conflicto de distinta manera a como lo hacen las reglas. Conforme a este enfoque, ambos siguen siendo válidos por más que se aplique uno y no otro; cuando las reglas chocan, o bien se declara inválida una de las reglas, o bien se la interpreta como una excepción, eliminándose el conflicto. De este modo, los tres argumentos principales que se han usado para distinguir las reglas de los principios han sido fundamentalmente tres: «Los principios no contemplan exhaustivamente los supuestos en que procede su aplicación»; «los principios admiten ser cumplidos en distinta medida», y «los principios entran en conflicto de un modo distinto a como lo hacen las reglas». No obstante, no sólo no hay diferencias lingüísticas, sino que es dudosa la conveniencia de mantener la tesis de la diferenciación lógica o cualitativa entre reglas y principios69. La pormenorización realizada de los principios no supone la confusión entre el Derecho y la Moral. No hay confusión en los explícitos y tan sólo a través de los implícitos pudieran penetrar en el ordenamiento jurídico ciertas valoraciones morales; sin que suponga una quiebra de la tesis positivista de las fuentes que los principios implícitos, únicos que podrían suponer la ruptura, sean generales del Derecho porque (y en la medida en que) se han deducido del ordenamiento jurídico en su conjunto, no por ser Justos. El aplicador no tiene que salir del ordenamiento para buscarlos, tiene que encontrarlos y fundamentarlos en las otras fuentes del Derecho (en la Constitución, en las leyes y en las costumbres).

69 L. PRIETO SANCHÍS, «La doctrina de los principios generales y la distinción entre principios y reglas», cit., p. 193.

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LA PRODUCCIÓN DE NORMAS JURÍDICAS POR LOS PODERES PÚBLICOS

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Habitualmente, la sociedad exige a los poderes públicos que intervengan para resolver los más variados problemas1. La asunción por los Estados de nuestro tiempo de crecientes compromisos en políticas de bienestar ha disparado las demandas de intervención para corregir los fallos del mercado. Como veremos, esta intervención no siempre se plasma en la promulgación de una norma, pero es lógico que, al tratarse de Estados de Derecho, las políticas se expresen en normas o se realicen dentro de un marco normativo. El artículo 87 de la CE dice que «la iniciativa legislativa corresponde al Gobierno, al Congreso y al Senado, de acuerdo con la Constitución y los Reglamentos de las Cámaras». Por otro lado, el artículo 97 establece que es el Gobierno quien «ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes»2. Ahora hien, ¿cómo nace realmente una norma? La planificación de la intervención legislativa forma parte de la metódica de la legislación, disciplina que se ha desarrollado a partir de las teorías de toma de decisiones de las Ciencias sociales y que se diferencia tanto del estudio del proceso legislativo constitucional, propio del Derecho parlamentario, como de la técnica legislativa stricto sensu3. 1 Nos referiremos fundamentalmente al proceso de elaboración de las leyes en sentido amplio, en el que incluimos la redacción de normas de rango inferior, como pueden ser los decretos o, hasta un determinado nivel, las órdenes; por ello, utilizaremos indistintamente las expresiones iniciativa legislativa e iniciativa normativa. Lo que nos interesa describir es el proceso tipo de la elaboración de normas; hay ámbitos, como el de la normativa comunitaria o el de la elaboración de acuerdos internacionales, que tienen su propia especificidad y que no tratamos aquí. 2 M. MARTÍN CASALS, «Planificación de la intervención legislativa», en GRETEL (Grupo de Estudios de Técnica Legislativa), Curso de Técnica Legislativa, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, pp. 233 y ss. 3 Otros, como J.J. GOMES CANOTILHO (en «Os impulsos modernos para uma teoria da legislaçao», Legislaçao, Cuadernos de Legislaçao, 1, 1991, pp. 7-14), prefieren denominar a esta disciplina como táctica legislativa, dedicada a estudiar el procedimiento externo de la legislación y englobando las tareas administrativas y legislativas en el procedimiento de elaboración de los proyectos de ley, disciplina que sufriría cambios en el Derecho administrativo y en el parlamentario.

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El proceso normativo se desencadena a partir de unos estímulos, demandas o presiones a los que denominaremos impulsos normativos, efectos a los que conviene comenzar distinguiendo entre la iniciativa legislativa (art. 87 de la CE) y un momento anterior, cual es el de aquel impulso. Denninger4 entiende por impulso legislativo el conjunto de razones, sujetos que influyen, factores que mueven a los cuerpos legislativos a ejercer su iniciativa normativa. Tales impulsos tienen un origen más variado, cabiendo señalar, sin ánimo de exhaustividad, la obligación de desarrollar la Constitución, el desenvolvimiento obligado de otras leyes, las demandas de otros órganos constitucionales (como el Congreso de los Diputados, el Senado, las Asambleas de las Comunidades Autónomas, el Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas, el Consejo General del Poder Judicial o la Fiscalía General del Estado), los compromisos internacionales o derivados de la participación en organismos internacionales, como el Consejo de Europa, Naciones Unidas, Organización Mundial de la Salud, etc., las peticiones de intervención por parte de grupos económicos y sociales, los medios de comunicación y los programas de los partidos. Si examinamos las normas desde la perspectiva de la demanda, toda norma comienza a partir de una exigencia, o compromiso, de intervención para resolver un problema, creando, modificando o eliminando un estado de cosas. No obstante, desde la perspectiva de la oferta, en nuestras democracias son los Gobiernos los que lideran la acción política. Son ellos los que no sólo ejercen la función ejecutiva y la potestad reglamentaria, sino que, incluso, desempeñan un papel decisivo en el proceso legislativo. En el primer supuesto, es por mandato constitucional (arts. 87 y 97), y en cuanto a su hegemonía, éste es uno de los signos característicos de los actuales Parlamentos. En efecto, más allá del tenor literal de los textos constitucionales, es el Ejecutivo quien desempeña a estos efectos el papel más importante5. Dos series de datos pueden ilustrar la situación: 1) en la mayoría de los países, la mayor parte de los textos presentados al Parlamento son proyectos de ley, esto es, elaborados en el seno de la Administración y remitidos por el Gobierno al Parlamento para su debate y aprobación en su caso. Las iniciativas legislativas redactadas por los Grupos parlamentarios (proposiciones de ley) son numerosas, aun cuando muy pocas son tomadas en consideración y dan lugar a una ley, y 2) el monopolio del Gobierno en el proceso legislativo se manifiesta, además, en que consigue con facilidad que el Parlamento apruebe las medidas que propone6. O, dicho en otros términos, prácticamente todos los proyectos de ley que presenta son aprobados por el Parlamento. 4 E. DENNINGER, «El procedimiento legislativo en la República Federal Alemana», Revista Española de Derecho Constitucional, 16, 1986, pp. 11-58. 5 CENTRE INTERNATIONAL DE DOCUMENTATION PARLEMENTAIRE DE L’UNION, Les Parlements dans le monde. Recueil de Données Comparatives, Bruylant, Bruselas, 1987, p. 995. 6 CENTRE INTERNATIONAL DE DOCUMENTATION PARLEMENTAIRE DE L’UNION, Les Parlements dans le monde. Recueil de Données Comparatives, cit., pp. 1046 y 1047.

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En definitiva, un examen del proceso normativo tal y como se produce en la realidad, y no sólo en los textos, nos lleva a la conclusión de que el peso esencial de la normación recae en el Gobierno. De ahí que las demandas de intervención legislativa de ciudadanos, organizaciones o instituciones se dirijan básicamente a ellos. Las demandas de intervención se plasman, a veces, en el Programa de Gobierno, que expresa aquellos compromisos que asume el candidato a Presidente, igualmente que en los compromisos que los Ministros suelen anunciar en su primera comparecencia parlamentaria. Pero esta programación legislativa no suele ser completa ni excluyente. Desde esta perspectiva, es el Gobierno la fuente de la mayor parte de la legislación; sin embargo, un examen más riguroso sobre la actuación gubernamental nos obliga a distinguir entre los proyectos que provienen de órganos estrictamente políticos y los que surgen de instancias administrativas. El programa electoral de los partidos constituye una fuente inicial de inspiración para la legislación, mas la proporción de leyes atribuible al elemento partidista es muy reducida. Se podría afirmar que la mayoría de las leyes son segregación de la actividad de la Administración o resultado de impulsos de los órganos constitucionales o administrativos que incitan al Gobierno a actuar normativamente. En todo caso, ya sea porque esté incluido en el programa legislativo del Gobierno, ya sea porque se trate de impulsos posteriores, las normas suelen surgir como reacción ante un problema social, económico o político que clama algún tipo de solución. Todo lo anterior sugiere una concepción instrumental de las normas donde no sean más que una de las herramientas de las que se sirven los poderes públicos para alcanzar unos objetivos consistentes en crear, modificar o eliminar un estado de cosas, teniendo en cuenta este carácter a la hora de su posterior interpretación. Si el Gobierno selecciona como relevante un problema, se inicia el análisis de los hechos, la investigación de sus causas y la fijación de unos objetivos, ya que hay que diagnosticar antes de prescribir7. Este diagnóstico es la primera gran dificultad del proceso normativo, porque los hechos que componen una situación, salvo que sea tan excepcional como simple, no se dejan captar sencillamente y no es fácil ponerse de acuerdo ni siquiera en la enumeración de cuáles son los que componen un problema social que hay que resolver. En política, la definición de los términos de un problema es un juego de poder en el que no se busca, como pudiera ocurrir en la comunidad científica, un conocimiento desinteresado de la realidad, debido a que se trata siempre de alcanzar un conocimiento orientado hacia la acción, a tomar unas decisiones que afectan a los ciudadanos. La descripción de un problema en política si no está dirigida a la acción, es pura retórica. En esta definición de los hechos en7

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tran en juego numerosos actores, con intereses contrapuestos o, al menos, no coincidentes, utilizando criterios distintos a la hora de calificar como relevantes unos u otros. No obstante, el legislador no puede quedar paralizado, atrapado en la perplejidad que le producen unos hechos simples y graves, o complejos. Normalmente, el Gobierno es incitado a actuar y, con demasiada frecuencia, no puede eludir su actuación, aceptándose que un responsable político se equivoque, no que afirme que no sabe cómo resolver una situación. Pese a las dificultades indicadas, ha de definir con el máximo rigor posible los términos de la cuestión, al igual que sus causas8. Esta determinación es lo que da una primera idea de la regulabilidad del problema, porque pudiera ocurrir que tales causas sean ajenas al ámbito de las competencias del Gobierno, o que se trate de motivos sobre los que no ya el Gobierno, sino la propia sociedad carezca de posibilidades de influir9. Muy probablemente, la tarea de definir los objetivos sea una de las más delicadas del proceso normativo. En la medida en que estén claros, si se opta por elaborar una norma, el jurista redactor podrá expresar con mayor fidelidad la voluntad del responsable político. Y en cuanto el redactor de la norma sepa expresar esa voluntad política, facilitará la interpretación y aplicación más correctas. Pero no siempre el mecanismo más idóneo para solventar un asunto problemático es una norma, determinado el problema, definidas sus causas y fijados los objetivos, el Gobierno se ha de preguntar cuál es el mejor instrumento aplicable o cuál es la mejor combinación posible de herramientas que hay que utilizar para su solución. En primer lugar, el recurso a la norma no es el único medio que tiene en sus manos, ni el más eficaz. El responsable político que tiene que decidir ha de saber que es una herramienta cuya eficacia, eficiencia y efectividad no siempre está garantizada. En numerosos supuestos, las leyes no han tenido ni los efectos beneficiosos que prometían sus promotores ni los efectos perniciosos con que amenazaban sus detractores. En segundo lugar, ha de tener en cuenta que el abuso de la norma, la inflación normativa de nuestros sistemas, ha mellado su eficacia. No sería extraño que también en la legislación funcionara una especie de ley de sus rendimientos decrecientes, donde la importancia y utilidad de cada una de ellas decrece conforme se incrementa el número. Con excesiva frecuencia se recurre a la actividad normativa sin investigar otras alternativas más eficaces y menos costosas. Antes de embarcarse en esta aventura, un Gobierno responsable debería investigar previamente otras opciones. Puede ser que convenga no hacer nada y esperar a que la dinámica social, económica o política resuelva; puede que baste dar la información pertinente para que los ciudadanos tomen el rumbo de8 El recurso cada vez más frecuente por parte de los Gobiernos a las Agencias u organismos de evaluación constituye una ayuda importante a la hora de definir con la máxima objetividad posible los términos del problema y de indicar a los órganos políticos las alternativas a su disposición. 9 M. MARTÍN CASALS, «Planificación de la intervención legislativa», cit., pp. 235 y ss.

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LA

REDACCIÓN DE LAS NORMAS

Tomada la decisión de intervenir normativamente, es mucho lo que se espera del redactor de una norma. El Gobierno espera que el texto normativo que encarga esté redactado de tal forma que sea efectivo, esto es, que alcance los objetivos para el que se dicta. El Parlamento espera que el proyecto de ley que presenta aquél se le ofrezca de forma que los parlamentarios puedan debatirlo, enmendarlo, rechazarlo o aprobarlo. Los ciudadanos tienen derecho a que las normas que les obligan sean comprensibles y definan con claridad los derechos que se les atribuyen, las obligaciones que se les imponen…, lo que se espera de ellos. Y en la lista de quienes están pendientes del trabajo del redactor no podemos olvidar a los funcionarios que implementarán la ley, los asesores que aconsejarán a sus clientes, los jueces que la aplicarán o los expertos encargados de su estudio y crítica. Muchos son los que escudriñan este trabajo y muchas y contradictorias son las demandas a las que se enfrenta el redactor. De él se espera que el producto que finalmente presente sea idóneo para alcanzar los objetivos perseguidos, cumpla con los trámites legales, se atenga al calendario establecido, haga posible la seguridad, sea comprensible, aceptable y breve, sea debatible por el Parlamento y se inserte armónicamente en el ordenamiento jurídico. Bennion10 se refiere a estas reivindicaciones como los parámetros que enmarcan el difícil cometido de la redacción: efectividad legal, legitimidad procedimental, oportunidad, certeza, comprensibilidad, brevedad, aceptabilidad, debatibilidad y compatibilidad con la legislación vigente. A estos efectos, sorprende que ante tan importantes reivindicaciones no reciban nuestros redactores mucha ayuda de los expertos y la doctrina. Lo que en los países anglosajones es ya una especiali10 F. BENNION, «Statute Law Obscurity and the Drafting Parameters», British Journal of Law and Society, 5/2, 1978, p. 235; ÍD., Statute Law, Oyez Longman, Londres, 1983, pp. 25 y ss.

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zación, el llamado legal drafting, en el Continente es todavía un campo apenas explorado. Preocupados por lo que hacen los jueces, nos olvidamos de lo que hacen los redactores de las normas. Ciertamente, no es esto lo que ocurre en la mayoría de los Estados en los que la redacción ha sido objeto de regulación: Inglaterra con las conclusiones de su Renton Report; Australia con su Clear Drafting Manual for the Office, el Plain English Guidelines de la Office of Legislative Drafting o el Legislation Handbook; y Canadá con su Drafting Convention of the Uniform Law Conference of Canada (1989). Esta cuestión se ha regulado también en prácticamente todos los Estados europeos, como pone de relieve la recopilación de Pagano sobre la normativa europea en torno a la técnica legislativa11; y por lo que se refiere a la doctrina, el legal drafting es objeto de estudio permanente en algunas Universidades12 y en otros Centros de investigación de numerosos Estados13. En España, la atención a la técnica de redacción de textos es muy reciente por parte de la doctrina y de los responsables públicos, contándose con una normativa mínima14, como son los Acuerdos del Consejo de Ministros sobre los cuestionarios de evaluación de los proyectos de ley y sobre la forma y estructura de las leyes, con una rigurosa literatura en torno a la técnica legislativa, siendo de esperar que estos trabajos abran el camino a nuevas investigaciones sobre la materia15. No es fácil y, quizás, sea imposible presentar un modelo sistemático de redacción de textos que dé razón de la práctica realmente seguida en España. La opción por el sistema continental desconcentrado, junto con la ausencia de una regulación más completa del proceso, compele a que la redacción dependa de circunstancias puramente subjetivas y coyunturales. Lo que hace que lo que sigue tenga más de intento de racionalizar experiencias concretas (con la mirada puesta en modelos muy consolidados de redacción normativa) que de sistematizar un prototipo a todas luces inexistente en España. Los profesionales y teóricos de la redacción de textos suelen desglosar el proceso en cinco fases diferenciadas: fijación de objetivos, análisis, planificación del texto, redacción y revisión del borrador. Tal es la división que presenta un clásico como Thornton16 y que, con mínimas variaciones, podemos encontrar en cualquier manual de redacción de normas. A esta clasificación nos atendremos a continuación. 11 R. PAGANO (dir.), Normative europee sulla tecnica legislativa, 2 vols., Cámara de los Diputados, Roma, 1988. 12 Pueden verse S. BARTOLE (dir.), Lezioni di tecnica legislativa, CEDAM, Padua, 1988. 13 El legal drafting no sólo comprende la redacción de proyectos de ley u otros instrumentos normativos del gobierno o del Parlamento, incluye también la redacción de textos legales como contratos o testamentos. Ver P. RYLANCE, Legal Writing and Drafting, Blackstone Press, Londres, 1994; o M. COSTANZO, Legal Writing, Cavendish Publishing, Londres, 1994. 14 Los Acuerdos del Consejo de Ministros más interesantes a nuestros efectos comienzan el 29 diciembre de 1989, y siguen el 26 de enero de 1990 y el 18 de octubre de 1991. 15 En España, los primeros trabajos sobre la materia se deben al Grupo GRETEL, con su Curso de Técnica Legislativa, cit. 16 G.C. THORNTON, Legislative Drafting, Butterworths, Londres, 1987.

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Determinación de los objetivos

Una de las primeras preguntas que plantea el Cuestionario de evaluación que deberá acompañarse a los proyectos normativos que se elevan al Consejo de Ministros (a partir de ahora, Cuestionario de evaluación) es ¿qué objetivos básicos pretende alcanzar el proyecto? Si el Gobierno no sabe responder a esta pregunta, es difícil que el redactor pueda realizar su cometido. Una norma es un ensayo de comunicación, se trata de conseguir con palabras un comportamiento de sus destinatarios y, para articular ese mensaje, el redactor tendrá que conocer previamente cuáles son los objetivos que persigue el Gobierno. Cuando nos referimos a los objetivos de un proyecto de ley, no lo hacemos a los motivos del responsable político, o sea, a la motivación que le induce promulgar una norma y que puede ser tanto el noble impulso de reducir el desempleo, como el no siempre confesado de ganar apoyos electorales17. Sin embargo, no son éstas las motivaciones que interesan particularmente al redactor de normas, lo que tiene que conocer son las consecuencias deseadas, el impacto esperado en el entorno económico, social o político sobre el que se actúa. La trascendencia de clarificar previamente los objetivos deriva de la constatación de que, en la medida en que estén claros, el redactor de la norma podrá expresar con fidelidad la voluntad del responsable político; el responsable político podrá comprobar hasta qué punto la política que propugna queda reflejada en el texto; la norma podrá ser debatida políticamente; la Administración podrá implementar la política subyacente; los ciudadanos podrán ajustarse en sus comportamientos a las previsiones de la norma; y será posible una posterior y necesaria evaluación de sus efectos. Singular importancia puede tener no ya el entendimiento de los objetivos, sino su fijación en el texto gracias a las disposiciones directivas en el proceso de interpretación de las normas. Rose-Ackerman18, en su intento de fundamentar una posición intermedia entre un activismo judicial, que actúa como decisor político y revisa y reformula las políticas aprobadas por el Parlamento, y un poder judicial, que es la boca muda del legislativo, propone que los jueces controlen la consistencia interna de las leyes. Es decir, los textos legales deben contener declaraciones directivas que reflejen los objetivos del legislador y sean tomadas en cuenta por los jueces, «todo lo que en el cuerpo de una ley sea inconsistente con la declaración de objetivos debería ser anulado por los tribunales. Los legisladores se verían así obligados a expresar los objetivos y a atenerse a los mismos en el cuerpo legal. Los tribunales no se mezclarían en análisis políticos cuando examinen las leyes, sino que insistirían en que los legisladores tienen que W. TWINING y D. MIERS, How to do Things with Rules, cit., pp. 192 y ss. S. ROSE-ACKERMAN, «Progressive Law and Economics and the New Administrative Law», The Yale Law Journal, 98/2, 1988, pp. 352-354. 17 18

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articular los propósitos y considerar la relación entre los medios y los fines». Lo que se pide es que la parte dispositiva de la ley sea consistente con los fines. Es obvio que, prima facie, los únicos que pueden y deben fijar los objetivos son los órganos políticos competentes; en este supuesto, el Gobierno. Es lo que sucede en los sistemas anglosajones, en los que la redacción de un proyecto de ley no puede iniciarse si no figura en el programa previamente aprobado por el Gabinete y si no se han aprobado formalmente las instrucciones que regulan el contenido del futuro proyecto19. No se trata solamente de un viejo procedimiento que se mantenga como homenaje a la tradición, inclusive, las últimas reformas al respecto insisten en que sea la autoridad política la que monopolice el establecimiento de objetivos20: «El Comité considera por ello que los Departamentos gubernamentales son los únicos que deben tener la responsabilidad de dar instrucciones a los redactores de proyectos de ley», y los redactores de la norma tienen que adecuarse a tales instrucciones. Esta diferenciación entre planificación y redacción normativa, con su correspondiente traducción en la organización gubernamental, es inexistente en general en el Continente. En España, la redacción de un proyecto de ley se puede comenzar y, de hecho, se suele iniciar, sin una decisión previa del Consejo de Ministros y, en muchas ocasiones, sin un conocimiento previo del titular del Departamento. El mecanismo es particularmente delicado por cuanto se corre, cuanto menos, un doble riesgo. Por una parte, nos encontramos con el peligro de la captura de los responsables políticos por el redactor de una norma, y, por otra, con el despilfarro del tiempo y de los recursos que supone la redacción de textos sin ninguna posibilidad de ser aprobados por no encajar dentro de los programas y prioridades del Gobierno. Mas tampoco conviene mitificar el mecanismo anglosajón de las instrucciones. La práctica real en estos sistemas pone de manifiesto que la determinación de objetivos no es algo que quede zanjado con la aprobación y comunicación de las aprobadas por el Gabinete. Es precisa toda una tarea de intercambio de ideas y debates entre el responsable político y el técnico de la Parliamentary Office que redacta, y por medio de la cual el objetivo último se irá modificando, decantando y perfilando hasta un nivel razonable de precisión. Por consiguiente, tampoco en el modelo anglosajón los objetivos de una norma son algo dado y cerrado por el Gobierno, sino que se van construyendo a lo largo de la elaboración normativa. No obstante, en los sistemas continentales el proceso es mucho más informal y no es obligado fijar los objetivos perseguidos por la norma con unas ins19 Ver, por todos, el Legislation Handbook del Gobierno australiano, en el que se regula quién puede dar instrucciones, cuándo las puede dar y cómo ha de darlas. 20 Clearer Commonwealth Law, Report of the Inquiry into Legislative Drafting by the Commonwealth, House of Representatives Standing Committee on Legal and Constitutional Affairs, Australian Government Publishing Service, Camberra, septiembre de 1993.

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trucciones previas, ni está tan nítidamente diferenciado el reparto de responsabilidades entre quienes deben decidir y quienes deben redactar los textos. Por esta razón, y salvo supuestos muy concretos, usualmente se parte de la constatación por el responsable político (dejamos a un lado a impulsos de quién o de quiénes) de un problema que hay que resolver; en la mayoría de los casos, conoce la orientación en que se debe buscar la salida, pero raramente es capaz de apuntar cuál es la solución preferida. De lo que se desprende que, en nuestros sistemas, el trabajo de redacción suela ser algo más difícil al no haber un documento inicial que fije la posición del Gabinete al respecto. Por tanto, su primera labor será colaborar a alumbrar el objetivo u objetivos de la ley. Estamos –como diría el Renton Report– en esa zona gris en la que se ha recibido un encargo y todavía no se tienen fijados con precisión los objetivos que se persiguen. 2.2.

Análisis de la propuesta, borrador inicial y estructura final del texto

Una vez precisados los objetivos, comienza una segunda etapa de exploración del ordenamiento vigente para conocer cómo se insertará en él la norma que se proyecta. No hay espacios jurídicos vacíos, toda nueva norma es de alguna manera una reforma del Derecho vigente, expresa o tácitamente, y salvo aplicación del criterio de competencia, la posterior deroga a la anterior. En este punto –decía Bennion21–, el redactor británico tiene un poder que queda demostrado en que «la soberanía del Parlamento le garantiza que su última palabra arrase a todas las leyes anteriores, si dejamos a un lado las nuevas restricciones que impone el Tratado de Roma». El redactor tiene, por ello, que revisar la compatibilidad de la norma que proyecta con todo el corpus iuris si no quiere correr el riesgo de derogaciones o modificaciones implícitas y no queridas. De forma semejante, si existen, el redactor de un instrumento legal ha de examinar de cerca los correspondientes instrumentos vigentes para ver qué es lo que hay que enmendar, qué es lo que hay que derogar y qué es lo que hay que complementar. Si no se hace así, el resultado supondrá derogaciones tácitas, solapamientos e incoherencias terminológicas, es decir, confusión. Particular relevancia adquiere esta fase en nuestros sistemas de redistribución de competencias hacia arriba (la Unión Europea) y hacia abajo (las Comunidades Autónomas). El este plano, una de las primeras cuestiones sobre la que se ha de reflexionar es el problema de la competencia, porque muchos de los fracasos legislativos se deben a un análisis defectuoso. Hablamos del test de la constitucionalidad al que se refiere con detenimiento Montoro Chiner22, el cual no puede quedar reducido a la exploración de F. BENNION, Statute Law, Cit., pp. 35 y ss. M.J. MONTORO CHINER, Adecuación al ordenamiento y factibilidad. Presupuestos de calidad de las normas, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, pp. 54 y ss. 21 22

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la competencia que se precisa para dictar una norma. «Debe examinarse, también desde un plano formal, la jerarquía normativa que la Constitución impone; y, desde el punto de vista de su contenido, analizar si la determinación que la norma establece, tanto en el enunciado o declaración, como en su ejecución, se ajusta y resulta compatible con el orden constitucional. Obligado será, así, referirse al examen de la limitación de los derechos fundamentales, a las exigencias materiales del Estado de Derecho (concreción, claridad, proporcionalidad y seguridad jurídica) y a su reflejo en el contenido de las normas». En conclusión, el Cuestionario de evaluación que se aplica en España debe ser complementado con un control de constitucionalidad para que la norma que se proyecta respete escrupulosamente los derechos y libertades de los ciudadanos. Una vez fijados los primeros objetivos de la propuesta y explorado el entorno normativo en el que se insertará, el tercer paso es desplegar un plan de organización, lo que podríamos llamar un boceto del proyecto23. Se trata de un esbozo muy provisional del texto que tiene como principales cometidos ayudar al redactor a ordenar las ideas sobre la norma que se proyecta, y facilitar su discusión y debate entre él y el responsable político. Mas nos encontramos ante un primer boceto de ordenación del material que tiene que dibujarse con la vista puesta en las pautas establecidas en relación a la forma y estructura definitivas que deben reunir los proyectos de ley para su elevación al Consejo de Ministros. La organización lo más rigurosa posible del texto normativo no sólo servirá de ayuda en la redacción de la norma, teniendo un significado singular en la facilitación de su comprensión e interpretación. Nowak24 ha escrito sobre la función interpretativa y reconstructiva del ordenamiento que cumple la ficción del legislador racional. Los intérpretes del Derecho hablan del legislador como si fuera un único individuo que dictara normas, imperecedero, consciente, omnisciente, justo, coherente, omnicomprensivo y preciso. Y estas notas, que difícilmente se encuentran en el legislador real, sirven para construir un modelo en cuya racionalidad basar las diversas interpretaciones textuales. La presunción de la racionalidad del legislador lleva a sostener que no puede dictar normas contradictorias, ni puede haber lagunas en su ordenamiento, ni haber ambigüedades ni vaguedades en sus palabras. Igualmente, de esta ficción del legislador racional la doctrina deduce la idea de que no hay desorden en el texto normativo, sino que el lugar que ocupan las palabras en el discurso es intencional y tiene un sentido que el intérprete tiene que descubrir. La envergadura de la ordenación de un texto normativo se desprende de que, sea o no racional en este punto el legislador real, el intérprete considerará que la ubicación de las palabras no es ociosa, ya que ha sido querida y tie23 R. DICKERSON, The Fundamentals of Legal Drafting, Little Brown and Company, Boston, 1986, pp. 59 y ss.; G.C. THORNTON, Legislative Drafting, cit., pp. 120 y ss. 24 E. NOWAK, «De la rationalité du législateur comme élément de la interprétation juridique», Logique et Analyse, 12, 1969, pp. 65-86.

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ne el sentido que su emplazamiento le atribuye. Tal es la función que desempeñan en la jurisprudencia constitucional española los argumentos sedes materiae y a rubrica. Como ha investigado Ezquiaza Ganuzas25, con el argumento sedes materiae «a una regla general se debe atribuir el significado sugerido por el lugar que ocupa en el texto legal del que forma parte», mecanismo que ha utilizado en varias ocasiones el Tribunal Constitucional. Otro argumento que se ha usado ha sido el llamado a rubrica, que supone la atribución de significación a un enunciado normativo en función del título o rúbrica que encabeza el grupo de artículos en que aquél se encuentra. En consecuencia, dada la alta valoración que adquiere la sistematización de los textos normativos, la necesidad de cuidarlos no deriva de un prurito estético, o de facilitar la tarea de redacción, viniendo exigida por la realización del principio de seguridad jurídica, proclamado por nuestra Constitución, y la mejora de nuestros sistemas de interpretación y aplicación de las normas. A tales efectos, numerosos sistemas normativos se han dotado de pautas o plantillas que regulan los problemas de división, clasificación y secuencia de las normas que componen un texto legal26. En nuestro país, fruto, parcialmente, del trabajo del Grupo GRETEL27, el Gobierno aprobó unas Directrices sobre la forma y estructura de los anteproyectos de ley28, los cuales suponen un indudable avance en la ordenación de los textos, una ayuda para el redactor y el lector de las normas y una herramienta con incidencia en su interpretación29. 2.3.

Redacción del texto normativo

Tanto en los sistemas concentrados como en los difusos de redacción, ésta suele atribuirse a juristas expertos del sector público o del privado. Se dice que Gladstone redactaba las leyes mano a mano con su First Parliamentary Counsellor, Lord Thring. Y en España, encontramos textos que han pasado a la historia, cuya paternidad se atribuye a responsables políticos del momento, aunque, hoy, no sólo es inusual que los redacten, sino que, cuando ocurre, es previsible el fracaso. La autoridad, pese a lo que puedan creer los interesados, no va unida siempre con la preparación y especialización que supone la redacción de un proyecto de ley, y más de uno de los grandes errores se debe a la pluma imprudente de algún Ministro. De este modo, la enseñanza que se deduce del 25 F.J. EZQUIAGA GANUZAS, La argumentación en la justicia constitucional española, Instituto Vasco de Administración Pública, Bilbao, 1987, p. 119. 26 Ver V. FROSINI, «Il messaggio legislativo: tecnica ed interpretazione», en R. PAGANO (dir.), Normative europee sulla tecnica legislativa, cit., vol. I («Introduzioni, normativa italiana statale e regionale»), pp. 52 y ss. 27 Ver el ya citado Curso de Técnica Legislativa. 28 Acuerdo del Consejo de Ministros de 18 de octubre de 1991. 29 Sobre estas cuestiones pueden verse, además de los trabajos del Grupo GRETEL, entre otros, las ponencias y artículos recopilados en Técnica normativa de las Comunidades Autónomas, Comunidad de Madrid, abril de 1990, así como F. SAINZ MORENO y J.C. DA SILVA OCHOA (coords.), La calidad de las leyes, Parlamento Vasco, Vitoria-Gasteiz, 1989.

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estudio del sistema anglosajón es la que nos dice que el drafting es una técnica para cuyo manejo se requieren conocimientos especializados. Numerosos Estados se han preocupado de regular la estructura de los textos normativos, el lenguaje y el estilo que han de utilizar los redactores, pero estos intentos positivos no pueden sustituir la práctica porque, como decía Oakeshott30, «únicamente en la práctica de una actividad podemos adquirir el conocimiento de cómo practicarla». a) El lenguaje legal y sus limitaciones Lo primero que tiene que saber un redactor de normas es utilizar el lenguaje. Legislar es comunicar a los ciudadanos mediante la palabra pautas de comportamiento que han de seguirse, siendo la palabra un elemento capital del Derecho como instrumento de control social. Prieto de Pedro31 fundamenta en las cláusulas del Estado democrático y en el principio de seguridad jurídica la necesidad de una mayor atención al uso del lenguaje por los juristas y, principalmente, por el redactor de normas cuyos errores están llamados a consolidarse y expandirse por ósmosis al lenguaje de la jurisprudencia, de la doctrina y de la práctica forense: el lenguaje de las normas tiende a imponer su huella sobre el desenvolvimiento de los otros lenguajes jurídicos, y sus aciertos y fallos se extienden progresivamente. «Hemos de reconocer, consiguientemente, una función paradigmática del lenguaje legal en la suerte de los demás lenguajes del Derecho, y ello es una razón decisiva para exigir un rigor extremo en la práctica del buen escribir». Escribir bien una norma implica tener particular cuidado ante algunos de los vicios ortográficos más corrientes32, como el uso de las mayúsculas, las abreviaturas, las siglas, los guiones y paréntesis, la ortografía de voces pertenecientes a otras lenguas, la escritura de las cantidades, el uso de las comas, etc. Sin embargo, sobre todo, se tiene que tener la preparación necesaria para hacer frente a los problemas sintácticos, lógicos (inconsistencia y redundancia) y semánticos del lenguaje. Y en este cometido tiene mucho que decir la Teoría del Derecho, cuyas aportaciones a la interpretación deben ser volcadas sobre los conflictos del proceso de legislación33. En esta esfera, no es exagerado conM.J. OAKESHOTT, Rationalism in Politics and Other Essays, Liberty Fund, Indianápolis, 1991, p. 101. J. PRIETO DE PEDRO, Lenguas, lenguaje y Derecho, Civitas, Madrid, 1991, p. 145. 32 J. PRIETO DE PEDRO pone en guardia al jurista sobre la proliferación de las mayúsculas con fines enfáticos o vacuos, contraviniendo las propuestas de la Real Academia, el uso habitual de abreviaturas, el uso desmedido de las siglas que, sólo cuando se refieren a órganos u organismos de existencia y denominación estables, son admisibles, el uso de paréntesis y rayas, la ortografía de palabras pertenecientes a otras lenguas (el principio es el de la traducción de todas las voces de otras lenguas vivas y, si resultare ineludible el uso del término no traducido, ha de hacerse en su propia grafía), y sugiere que las cantidades deben escribirse en letras y no en números, así como que se debe tener un especial cuidado con el uso de las comas, el signo de puntuación más vidrioso, «ya que su mal uso puede acabar en pleito» (en Lenguas, lenguaje y Derecho, cit., p. 162). 33 Ver A. ROSS, Sobre el Derecho y la justicia, EUDEBA, Buenos Aires, 2005, pp. 158 y ss. 30 31

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cluir que no cabe un buen redactor de normas que carezca de una sólida formación en Teoría del Derecho y en técnicas interpretativas. La herramienta que se usa no es otra que el lenguaje. Se trata de una herramienta que encierra grandes posibilidades, mas también algunas limitaciones naturales a las que tiene que enfrentarse el que quiera transmitir con palabras pautas de comportamiento. La principal limitación es la ambigüedad y la principal ventaja es la vaguedad, lo que se ha denominado «textura abierta del lenguaje», aunque puede degenerar en la hiperelaboración y la hipervaguedad. Ambigüedad, hipervaguedad o hiperprecisión e hipergeneralidad son las mayores enfermedades lingüísticas34. Muy frecuentemente, las palabras están aquejadas de ambigüedad, es decir, tienen dos o más campos de referencia, soliéndose distinguir tres tipos de ambigüedades: la sintáctica, la semántica y la contextual. La sintáctica surge cuando la estructura de la frase, el orden de las palabras y la manera en que se hallan conectadas generan significados diferentes. Sobre este tema, Ross35 advertía cómo se crean los problemas sintácticos de interpretación, cuyo estudio es relevante para la redacción y la interpretación del Derecho. Es el problema de las frases adjetivales, o el de si un adjetivo o frase adjetiva califica a dos o más palabras, el del uso de los pronombres demostrativos y relativos, o el de las frases de modificación, excepción o condición36. A su vez, la ambigüedad semántica surge cuando la palabra usada no es capaz de aportar un significado preciso porque puede tener varios. Por dicha razón, cuando se requiere emplear las palabras siempre con igual sentido (ideal de consistencia), se olvida que normalmente tienen diferentes significaciones. Precisamente, un diccionario no es más que la recopilación de los distintos significados que se pueden asignar a una palabra. La palabra nave puede referirse a cosas tan distintas como un almacén o un barco; naturalmente que esta clase de ambigüedad es relativamente fácil de resolver gracias al recurso del contexto, según se trate, por ejemplo, de una normativa sobre explotaciones agrarias o sobre transportes marítimos. Pero los casos aludidos son más homonimias que auténticas ambigüedades, surgiendo ellas cuando las incertidumbres de las referencias alternativas no se resuelven recurriendo al contexto; por eso, dado su potencial de decepción y confusión, una palabra ambigua no debe ser utilizada si su contexto no resuelve con claridad la ambigüedad37. En este sentido,

34 R. DICKERSON, The Fundamentals of Legal Drafting, cit., pp. 31 y ss.; ÍD., Materials on Legal Drafting, West Publishing, St. Paul (Minnesota), 1981, pp. 54 y ss. 35 A. ROSS, Sobre el Derecho y la justicia, cit., pp. 111 y ss. 36 Ver, por ejemplo, el mencionado trabajo de J. PRIETO DE PEDRO, Lenguas, lenguaje y Derecho, en el que se pueden encontrar recomendaciones muy pertinentes sobre los vicios más frecuentes del lenguaje legal. 37 Para R. DICKERSON, el contexto contiene, a su vez, dos elementos: 1) el modelo establecido de ideas y valores inmediatamente subyacente en el lenguaje; y 2) las presunciones colaterales y normalmente tácitas que comparten y tienen en cuenta la mayoría de los miembros de una comunidad lingüística. El primer ele-

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ha de evitar las palabras ambiguas siempre que el significado buscado pueda expresarse por otra palabra no ambigua. Por otro lado, hay también ambigüedades contextuales. En ocasiones, aun cuando ni las palabras ni la sintaxis generen ambigüedad, puede ser incierto su auténtico significado por cuanto no se sepa con exactitud la relación que tiene aquella frase con otros artículos de la norma o con otras normas. Nos estamos refiriendo a las inconsistencias, a las redundancias, tan estudiadas desde hace tiempo por la Teoría del Derecho38. En esta línea, adquieren singularidad las presuposiciones o implicaciones, a las que se refiere Bennion cuando indica cómo la búsqueda de la brevedad lleva al redactor de una norma a omitir ciertas palabras, un texto normativo será más corto si se omite lo obvio. Mas, lo que es obvio para el redactor, quizás, no lo sea para el lector. ¿Se entiende que lo no puesto está implícito, o se aplica la norma general exclusiva según la cual expressio unius est exclusio alterius? En relación con este aspecto, el contexto no siempre permitirá la respuesta. No obstante, si la ambigüedad de un texto normativo es un defecto, su vaguedad puede ser una ventaja. La vaguedad, a diferencia de la ambigüedad, se refiere a la incertidumbre del significado, puesto que su posible campo de referencia no es plural, sino indefinido. Sin embargo, precisamente, esa indefinición es posible que suponga una preciada ayuda para el redactor, que puede, acudiendo a un único término, referirse a clases de personas y de objetivos al mismo tiempo. Cualquiera que sea –dice Hart39– la técnica, precedente o legislación que se escoja para comunicar pautas o criterios de conducta, tendrán lo que se ha dado en llamar una «textura abierta». En efecto, cualquier vocablo de un lenguaje puede tener un núcleo claro de sentido y toda una zona de penumbra en su entorno. «La falta de certeza en la zona marginal –cree Hart– es el precio que hay que pagar por el uso de términos clasificatorios generales en cualquier forma de comunicación relativa a cuestiones de hecho. Los lenguajes naturales… muestran, cuando se les usa así, una irreducible textura abierta», y esta textura abierta es lo que permite redactar normas generales con el grado de vaguedad o de concisión que se requiera. Además, la vaguedad cumple una función preciosísima como técnica legislativa a la hora de lograr acuerdos políticos que legitimen decisiones normativas y que, sin una cierta vaguedad, serían impensables. Algún sector de la doctrina ha criticado la Constitución española como un texto defectuoso por esta causa. Concisamente, es una excelente ilustración de cómo la vaguedad mento del contexto le dice al redactor cómo seleccionar un lenguaje; el segundo le dice qué es lo que puede omitir, es el «lenguaje silente» de las normas. Por eso –dice R. Dickerson–, «está claro que a los efectos de la comunicación no es suficiente que el redactor y la audiencia compartan el instrumento legal. Tienen que compartir también los elementos relevantes del mismo entorno cultural general y, dentro de este entorno, los mismos conocimientos, valores y objetivos». 38 A. ROSS, Sobre el Derecho y la justicia, cit., pp. 146 y ss. 39 H.L.A. HART, El concepto de Derecho, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2004, p. 159.

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puede ser una técnica legislativa utilizada intencionadamente por el redactor de normas con el propósito de alcanzar objetivos más relevantes que los de la claridad y la precisión. Pero es posible que se manipule la vaguedad de las expresiones por el redactor usando la técnica de las definiciones40. Al respecto puede ocurrir que esté utilizando una voz vaga, pero que haya sido previamente definida por la jurisprudencia, como la del buen padre de familia. Cuando ocurre, se debe considerar si el término en cuestión ha sido ya definido por el legislador en otras ocasiones o si su contenido ha sido precisado por la jurisprudencia41. Si está de acuerdo con tales definiciones, o si prefiere reformar alguna de ellas, tiene que recurrir a la definición expresa en el texto; y, sobre todo, tiene que ser consciente de que, allí donde no se trate de un concepto definido legislativa o jurisprudencialmente, el uso de expresiones vagas supone delegar potestades normativas en los funcionarios, jueces y tribunales. b) Precisión versus claridad No es fácil para los redactores de las normas dar satisfacción a todo lo que se les pide42. En Austria se establece que «la formulación de las normas jurídicas debe ser concisa y simple y, en la medida de lo posible, expresada de forma activa». En Bélgica, la normativa sobre la redacción de textos declara que «la regla de Derecho debe ser concisa y exacta. Para su formulación sobra la imprecisión, la fantasía, lo superfluo y las ambigüedades». En Francia, «la redacción de un proyecto y de los documentos que lo acompañan (exposición de motivos y relación de presentación) debe ser clara, sobria y gramaticalmente correcta». En Alemania, «las leyes deben ser redactadas, desde el punto de vista lingüístico, en lo que se pueda, de modo comprensible para todos». Y en Canadá, «una ley ha de ser redactada sencilla, clara y concisamente, con el grado necesario de precisión y, en lo posible, en lenguaje ordinario». Con distintos términos, parece que todos demandan lo mismo: brevedad, claridad y precisión. Mas, ¿se trata de objetivos siempre compatibles? Un texto breve puede ser poco preciso; un texto preciso puede ser poco claro; y un texto claro puede no ser breve. Ahora bien, previsiblemente, los distintos usuarios de las normas no pidan lo mismo a sus redactores, puesto que el Gobierno que encarga la redacción quiere que el texto final quede de tal modo que permita alcanzar los objetivos que persigue. Para él, es más relevante la precisión que la claridad o la brevedad43. Los parlamentarios que tienen que dar su última aprobación demandan 40 P.S. CODERCH, «Definiciones y remisiones», en F. SAINZ MORENO y J.C. DA SILVA OCHOA (coords.), La calidad de las leyes, cit., pp. 157-182. 41 F. BENNION, Statute Law, cit., pp. 177 y ss. 42 Cfr. V. FROSINI, «Il mesaggio legislativo: tecnica ed interpretazione», cit., pp. 4 y ss. 43 D. RENTON, The Preparation of Legislation. Report of Committee appointed by the Lord President of the Council, Chairman: The RT Hon Sir David Renton, Sweet & Maxwell, Londres, 1975, pp. 37 y ss.

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que el proyecto sea debatible, esto es, ordenado y nítido en cuanto a la política que se les solicita que aprueben. Los ciudadanos requieren que las leyes sean entendibles, y eso esperan de las leyes quienes están llamados a aplicarlas. Para unos, el ideal puede ser la precisión; para otros, puede ser la nitidez. «Dado que distintos actores –dice Miers44– persiguen objetivos cuya realización puede ser incompatible con su orden de prioridad o respecto del orden de prioridad de otros, no es, acaso, sorprendente que lo que es percibido por un grupo como un fallo puede que no sea estimado así, o puede que no se le atribuya tanta importancia, por otro». El tipo de comunidad lingüística del que forma parte la audiencia determinará los conceptos que utiliza, el modo y los lenguajes específicos, el nivel de educación, el grado de conocimiento del problema, los prejuicios de los distintos destinatarios de las normas… En suma, el tipo de audiencia determina qué es lo que hay que decir y qué es lo que no es necesario (porque ya lo conocen y hay que darlo por puesto). El estilo, la precisión y el detalle con que hay que redactar la norma depende en buen grado de la audiencia a la que se dirige y del contexto de dicha audiencia45. Y –como sostuviera Lord Renton46– en la mayoría de las democracias parlamentarias, el redactor se enfrenta al conflicto entre la imperiosidad de alcanzar la certeza de la efectividad de la norma y la demanda ciudadana de usar un lenguaje ordinario que pueda entender el hombre de la calle. Si se prima lo primero, el riesgo es la hiperelaboración o detallismo; si se prima la claridad, el riesgo es la hipervaguedad. Peligros que parecen estar presentes, respectivamente, en los estilos británico y continental de redacción normativa. D. MIERS, «Legislation, Linguistic Adequacy and Public Policy», Statute Law Review, 7, 1986, p. 93. La Cámara de Representantes de Australia investigó en su día el problema de para quién deben redactarse las normas, y llega a las siguientes conclusiones: a) «El Comité acepta que, a menudo, hay numerosos grupos diferentes de lectores de las normas. Sin embargo, el Comité considera que es esencial que el redactor tenga en mente el volumen de lectores a la hora de redactar. b) El Comité considera que el problema de las audiencias múltiples ha de ser solucionado en lo posible, poniendo un énfasis primordial en redactar pensando en quiénes pueden ser afectados por una norma. Puede ser difícil conseguirlo en aquellos casos en que la serie de personas afectadas es muy amplia, por ejemplo, en el campo de la seguridad social. c) El Comité reconoce que personas diferentes pueden estar interesadas de forma distinta en algunas leyes, de suerte que los afectados por una norma pueden no formar una audiencia homogénea. Habría que cuidar, según la sugerencia del Dr. Penman, realizar una redacción distinta según la audiencia. d) Por contraste, puede haber algunos casos en los que es posible identificar, como un grupo singular con intereses comunes, la audiencia de las personas afectadas por la norma. En estas situaciones, el Comité considera que la redacción de las leyes en segunda persona puede constituir una valiosa ayuda para comunicarse con el lector. El Departamento encargado de impartir las instrucciones al redactor estará generalmente en mejor situación que el propio redactor para saber qué tipo de formación y conocimiento es probable que tenga la audiencia-objeto. Conviene por ello que la Agencia instructora le informe de la composición y atributos del grupo de personas a quienes va dirigida la norma». Ver Clearer Commonwealth Law, Report of the Inquiry into Legislative Drafting by the Commonwealth, cit., p. 95. 46 Lord RENTON, «Current Drafting Practices and Problems in the United Kingdom», Statute Law Review, 11/1, 1990, p. 15. 44 45

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c) La delegación y los condicionantes políticos Un sector de las dudas y oscuridades que presentan los textos normativos tienen su origen en los fallos o incompetencias de los redactores, si bien la mayoría de los problemas de comprensión que tendrán que sortear sus destinatarios se suelen deber a otras razones. Por ejemplo, a que el texto no dice todo porque hay aspectos que el Parlamento no puede decidir y ha de dejar la decisión en manos de otros. La denominación de este proceso es la delegación47. Los textos legales, particularmente los constitucionales, regulan el reparto de competencias entre los distintos órganos pertenecientes a la estructura del Estado, habiéndonos referido ya al examen de la competencia que exige el Cuestionario de evaluación. En idéntico sentido y en la recomendación del Consejo de la OCDE48 de 9 de marzo de 1995, este organismo recomienda que antes de dictar una norma se planteen, entre otras, dos cuestiones: ¿tiene la reglamentación un fundamento jurídico? y ¿cuáles son los niveles de administración apropiados para esta acción? Se trata, por lo tanto, de responder a dos preguntas que tienen una gran trascendencia en nuestros ordenamientos descentralizados, los aspectos de la legalidad de la competencia que se ejerce y del examen de la conveniencia de la delegación. El primero adquiere gran repercusión en la delimitación competencial de las Comunidades Autónomas o de la Unión Europea49. El test de la competencia permite tomar conciencia de los límites constitucionales que enmarcan ciertas actuaciones normativas, su correcta aplicación es responsabilidad inequívoca del redactor de una norma. Sin embargo, el segundo tema que plantea el Cuestionario de la OCDE se refiere no ya a la legalidad, sino, supuesta, a la necesidad de encontrar el nivel más adecuado de intervención normativa. La función del redactor de una norma no es sustituir al responsable público en la decisión de cuándo se da alguna de estas razones justificativas de la delegación. La decisión de delegar o no la regulación de una materia es una cuestión netamente política que debe ser solventada por los responsables políticos. Lo que puede hacer el redactor es advertir de tal posibilidad, llamar la atención sobre sus efectos políticos y regular los límites y garantías aplicables en la delegación. No es inusual que la doctrina critique como defectos o fallos del legislador lo que es el resultado de una limitación como el legítimo condicionamiento de la política. Coderch50 recuerda, con razón, cómo las mejores soluciones técniF. BENNION, Statute Law, cit., p. 101. OCDE, Recommandation du Conseil de l’OCDE concernant l’Amélioration de la Qualité de la Réglementation Officielle, 9 de marzo de 1995. 49 COMMISSION DES COMMUNAUTÉS EUROPÉENNES, SECRÉTARIAT GÉNÉRAL, Report to The European Council on the Adaptation of Existing Legislation to the Subsidiarity Principie, Edimburgo, 24 noviembre de 1993. 50 P.S. CODERCH, «Elementos para la definición de un programa de técnica legislativa», en GRETEL (Grupo de Estudios de Técnica Legislativa), Curso de Técnica Legislativa, cit., p. 15. 47 48

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cas no pueden conseguirse frecuentemente por limitaciones o urgencias políticas, teniendo que asumir el técnico el primado de la política. Se ha llegado a decir que lo mismo que las cuchillas están hechas para afeitar, las normas se redactan para ser aprobadas51. La técnica puede y debe cooperar con la política, mas no puede sustituirla. Por eso, el redactor tiene que estar dispuesto a fórmulas que si no son técnicamente perfectas, sí dan satisfacción a necesidades políticas. A veces, pues, la oscuridad de algunos textos es claramente intencionada y buscada, sucediendo cuando las partes implicadas (en el seno del Gobierno o del Parlamento) desean un mínimo acuerdo, no tienen tiempo o posibilidad de alcanzarlo en ese momento y recurren a la fórmula de aparentar un acuerdo realmente inexistente; o cuando la propuesta normativa se enfrenta a una fuerte contestación política y las autoridades optan por endulzarla mediante el recurso a expresiones o términos menos precisos pero más blandos52. Es lógico que, en estos casos, la técnica tenga que ceder el paso a la necesidad política de ampliar los consensos o hasta aparentarlos, como suele ocurrir con las políticas simbólicas. 2.4.

Practicabilidad de las normas

Si la norma tiene como objetivo provocar un impacto sobre el entorno, la preparación de un texto normativo no termina con su redacción, por más respetuosa que sea con los cánones de la técnica legislativa. Una ley lingüísticamente perfecta puede ser perfectamente inútil. Para evitar este destino, quien diseña una norma tiene que cuidarse solamente de obtener un texto bien redactado, y ha de prever aquellos aspectos organizativos y procedimentales que permitan cumplir el objetivo que se persigue. Se sabe desde hace mucho tiempo que algunas leyes son puramente simbólicas. Goodin53 diferencia en las prestaciones simbólicas típicas de este tipo de legislación las promesas de bienes futuros y las prestaciones puramente afectivas. Las primeras suelen ser usadas para sobornar a los ciudadanos con la promesa o la pura insinuación de que en un futuro lejano el problema quedará resuelto. Edelman54 incidía en que la anticipación de un futuro bienestar o de un peligro es crítico en el lenguaje político, que consiste muy ampliamente en promesas sobre los beneficios que se seguirán de cualquier causa, política o candidato al que apoya el orador. Las frases ambiguas reflejan el descontento de una sociedad en la cual los valores están distribuidos desigualmente. La gen51 Ver G. ENGLE, «Bills are Made to Pass as Razors are Made to Sell: Practical Constraints in the Preparation of Legislation», Statute Law Review, 4, 1983, pp. 7 y ss. 52 F. BENNION, Statute Law, cit., pp. 132 y ss. 53 R.E. GOODIN, «Symbolic Rewards: Being Bought off Cheaply», Political Studies, 25/3, 1977, pp. 383 y ss. 54 M. EDELMAN, The Symbolic Uses of Politics, University of Illinois Press, Urbana, 1985, p. 206.

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te angustiada quiere promesas de un futuro en el que las patologías del presente hayan sido eliminadas; cuando una promesa es ambigua, diferentes grupos pueden leer diversos sentidos. El lenguaje político vago es la expresión efectiva de diferentes aspiraciones, descontentos y formas de culpabilidad. En cuanto a las prestaciones afectivas, éstas no prometen nada, sino que se utilizan para reforzar la lógica de la identidad, asegurando algunos bienes intangibles, a veces tan valiosos para el ciudadano como otros bienes. No es irracional que un ciudadano prefiera el reconocimiento público, un honor o una distinción en lugar de una prestación económica elevada. Es característico –corrobora Edelman55– de un gran número de personas en nuestra sociedad pensar en forma de estereotipos, personalización o hipersimplificación, ya que no pueden reconocer o tolerar situaciones ambiguas o complejas que, conforme a ello, responden a unos símbolos que hipersimplifican y distorsionan. Tanto en unas como en otras leyes simbólicas (y no entramos a evaluar el riesgo de manipulación que esta legislación entraña) aparece una desconexión entre lo que prometen y los medios personales y materiales que ponen en funcionamiento los poderes públicos para lograrlo. Aquí, la efectividad de la norma se agota con el hecho de su promulgación y de sus efectos directos sobre la opinión pública sin necesidad de implementarla con una adecuada organización y procedimientos administrativos. La legislación simbólica ha sido y es una herramienta tan vieja como el género humano. Pero si dejamos a un lado esta clase de legislación, constatamos que el problema de la practicabilidad de las normas adquirió cuerpo doctrinal e institucional, máximamente, en la década de los setenta como un reflejo de la preocupación más general sobre la eficacia y efectividad de las leyes. Se tenía la impresión de que muchas no eran sino leyes manifiesto, como las llamaba la doctrina italiana, y se condenaban desde su nacimiento a la ineficacia y la inefectividad56. En 1977, el Archivio italiano di Sociologia del Diritto dedicó un número especial a las leggi manifesto, entendiendo por tales las que no tienen posibilidad de actuación administrativa. Este estudio abrió una vía de investigación de la que surgieron algunas iniciativas interesantes en la materia; por ejemplo, el Consejo Superior de la Administración Pública se dirigió a la Presidencia del Consejo de Ministros exponiendo, entre otras cuestiones, la «exigencia de dictar normas legislativas acompañadas de la llamada cobertura administrativa para evitar la desgraciada y difundida fenomenología de la inaplicabilidad de las normas, que asumiendo la forma de leyes manifiesto frustran las legítimas expectativas del ciudadano-usuario o de la colectividad de consumidores». A esta primera toma de posición le siguió la Comisión Giannini, que presentó en noviembre de 1979 un Rapporto sui principali problemi della ammiM. EDELMAN, The Symbolic Uses of Politics, cit., p. 40. R. BETTINI, Il circolo vizioso legislativo. Efficacia del diritto ed efficienza degli apparati pubblici in Italia, F. Angeli, Milán, 1983. 55 56

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nistrazione dello Stato57, reclamando ante tales leyes manifiesto bien la promulgación de una norma que obligara a la verificación a priori de la practicabilidad de todos los proyectos de ley, bien la creación de una Unidad en el seno del Gabinete con el encargo de examinar la factibilidad, previa a su aprobación por el Gobierno. Dos años más tarde se aprobó el Informe Barettoni Arleri sobre Fattibilità e applicabilità delle leggi 58 centrado en los aspectos referidos a la adecuada confección de las normas, así como al cálculo preventivo de los efectos indeseados con el análisis sobre la carga general de las leyes. Otra Comisión fue la nombrada en 1983 por el Gobierno Craxi, conocida como Comisión Cassese, que pretendía la búsqueda y eliminación de todas las normas carentes de justificación y de la que surgió la propuesta (aceptada) de la creación de una Oficina Central para la Coordinación de la Legislación. De esta forma, los tres grandes temas objeto de estudio en Italia han sido los referidos a la aplicabilidad de las normas, la técnica legislativa stricto sensu y el estudio del cálculo preventivo de los efectos indeseados. De los problemas de técnica legislativa ya hemos hablado, y a los de la cobertura presupuestaria nos referiremos en el próximo epígrafe, quedando la cuestión de la cobertura administrativa. Como pone de relieve Montoro Chiner, también la doctrina alemana se ocupaba aproximadamente por las mismas fechas de estos temas59. Desde ese punto 57 M.G. GIANNINI, «Rapporto sui principali problemi della Amministrazione dello Stato», Tipografía del Senado, Roma, 1979. 58 A. BARETTONI ARLERI, Fattibilità e applicabilità delle leggi, Maggioli, Rimini, 1983. 59 M.J. MONTORO CHINER, Adecuación al ordenamiento y factibilidad: Presupuestos de calidad de las normas, cit., p. 83. En el ámbito organizativo, Montoro Chiner sugiere que el redactor de una norma responda al siguiente cuestionario: – si el proyecto conlleva problemas de ejecución que sean detectables en esta fase, y puedan repercutir en la marcha de las diversas Administraciones; – si se ha tenido en cuenta la capacidad administrativa actual para atender la ejecución del proyecto; – si hay conflictos previsibles sobre su ejecución, desde el punto de vista de los objetivos de la norma; – si se ha previsto que las tareas de supervisión que la norma impondrá a la Administración puedan ser efectivamente asumidas; – si se han previsto las dificultades que surjan de su cumplimiento; – si se han agotado todas las posibilidades de descentralización o de delegación; – si la redacción del proyecto es clara y se ha considerado su futura automación, y, por último, – si mientras la norma entra en vigor, se ha previsto la posibilidad de preparar suficientemente a quienes han de proveer su cumplimiento. Por lo que se refiere a los procedimientos, M.J. Montoro indica que «en la fase de preparación debe revisarse si, abierta o veladamente, la norma va a contener aspectos procedimentales y, sea de una forma o de otra, afrontar ex ante las dificultades que se plantearán… En general, han de evitarse los dobles trámites procedimentales que obligadamente representan intervención de varios órganos administrativos; en especial, si los trámites no tienen otro objeto que el de la mera información. La aptitud del procedimiento para ser informatizado debe contar como factor de descarga, en beneficio y bajo el punto de vista de quien ejecutará la norma». Las cuestiones que sugiere que ha de plantearse el redactor son: – si el proyecto contiene partes en las que se introducen preceptos sobre procedimientos; – si la regulación sobre procedimientos que se ha introducido en el texto es renunciable en todo o en parte; – si se ha procurado evitar en lo posible la fragmentación del procedimiento; – si también en lo posible se ha procurado unificar el procedimiento, en aquello que sea admisible, para todas las Administraciones públicas.

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de vista, la practicabilidad hace referencia, al menos, a dos aspectos, el organizativo y el procedimental. Si el proyecto de norma no hace una correcta previsión a este respecto, corre el riesgo de convertirse en una norma impracticable o que suponga un incremento injustificado de la burocracia. Pues bien, esta preocupación por la practicabilidad de las normas ha sido compartida poco a poco por numerosos Gobiernos, que en sus listas de criterios incluyen cuestiones de esta clase. Singular atención pone el Gobierno alemán, que, en el punto 9.º de su Blau List, obliga al redactor de una norma a responder al interrogante de ¿es practicable la norma? Nada establece el Cuestionario de evaluación que se aplica en España60, sin embargo, es obvio que el redactor tiene que prever la creación de los órganos y el establecimiento de los procedimientos precisos para su efectividad. 2.5.

Revisión crítica

El redactor de una norma tendrá que estar dispuesto a revisar el borrador inicial tantas veces como la dificultad y complejidad del texto lo requiera. Tiene que estar dispuesto a llevar a cabo numerosas consultas con el responsable político y otros expertos y, de acuerdo con ellas, ir fijando lo que será el texto definitivo. La profesionalidad del redactor y, fundamentalmente, la redefinición y precisión de los objetivos por los responsables políticos provocarán la confección de sucesivos borradores. Pero hay un momento en el que hay que poner punto final a la continua redefinición de los objetivos61, fijar el último borrador y someterlo a una revisión crítica. La primera revisión debe hacerla el redactor con un examen de conjunto de todos los términos y conceptos empleados, al igual que de la congruencia de las definiciones utilizadas. La redacción artículo por artículo de una norma puede haber generado contradicciones, lagunas e inconsistencias entre las distintas partes que forman el texto normativo, el cual tiene que hablar con una sola voz a lo lar60 Un caso claro de imprevisión e impracticabilidad de una norma lo ha constituido la DA 3.ª de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, sobre Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. La citada disposición daba un plazo que venció el 27 de agosto de 1993 (tres meses para la entrada en vigor de la ley, más seis meses para producir su desarrollo) para adecuar a la misma los procedimientos administrativos, con indicación de los efectos estimatorios o desestimatorios de la falta de resolución expresa. Tanto en la fase de tramitación gubernamental como en los trámites parlamentarios, se advirtió insistentemente la escasez del citado plazo, pero el Gobierno insistió en que tenía tiempo suficiente para instruir a los funcionarios y proceder a dictar las normas de desarrollo. Un estudio posterior a la publicación de la ley puso de relieve la magnitud de la tarea comprometida (1.893 disposiciones debían ser reformadas en esa operación). La convocatoria de unas elección y la aprobación por la Cámara de la Ley Orgánica 9/92, de 23 de diciembre, de Transferencia de Competencias a las Comunidades Autónomas, fueron las razones alegadas por el Gobierno para dictar el Real Decreto-Ley de 4 de agosto de 1993, por el que se amplía el plazo de dieciocho meses. Imprevisión puesta de manifiesto por los Grupos parlamentarios en la convalidación del citado Decreto-Ley. 61 G. ENGLE, «Bills are Made to Pass as Razors are Made to Sell: Practical Constraints in the Preparation of Legislation», cit., pp. 10 y ss.

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go de sus artículos62. Para esto, Thornton63 recomienda realizar la tediosa revisión de los siguientes detalles: consistencia del lenguaje, referencias a otras normas, referencias a otras partes del texto, uso de definiciones, numeración y tabulación (lettering), uso de párrafos, letras mayúsculas, ortografía, puntuación, consistencia de las sanciones penales, ubicación de los artículos en lo que corresponda, fórmulas introductoras del texto, referencias geográficas y referencias a departamentos, corrección de la titulación, notas marginales y adecuación del título. Mas, sea cual sea la profesionalidad y seriedad de un redactor de normas, la mejor forma de proceder a la revisión de un texto es la que puede hacer otro profesional. En este punto, la redacción no es muy diferente de lo que ocurre con cualquier otra creación intelectual necesitada de crítica externa. Por eso, el consejo más unánime de los estudios sobre drafting es el requerimiento de someter el texto definitivo a la consideración y objeciones de otros profesionales que detecten los fallos que el redactor es incapaz de descubrir por más que lo revise. Particular importancia se ha de dar en esta última fase a la comprensibilidad del texto. Ello no supone que el lenguaje legal pueda reducirse –como pretendiera C.J. Cela64 en las Cortes constituyentes– a lenguaje común, aquél se compone de lenguaje técnico, jurídico y no jurídico. Dicha realidad no se traduce en que no pueda mejorarse sensiblemente la intelección de los textos, como ponen de manifiesto otros sistemas normativos en los que se forma a los redactores y se promulga una normativa sobre el uso del lenguaje. Otra de las técnicas que se está comenzando a usar es el recurso a los tests de legibilidad y comprensión. Pionero en este aspecto es el Parlamento de Australia, que ha estudiado su conveniencia. Si la legislación no puede ser eficaz ni efectiva cuando no se puede entender, la mejor forma de valorar este aspecto es someter su borrador a un test de comprensibilidad de los destinatarios, llegándose a la siguiente idea65: «El Comité estima que comprobar la compresión de una norma por los que serán sus usuarios supone considerables ventajas no sólo para asegurar que la legislación sea mejorada en su claridad al máximo posible, sino también para identificar las técnicas efectivas de la redacción sencilla del inglés. El Comité reconoce que consideraciones de confidencialidad en algunos casos, limitaciones de tiempo, de recursos…, hacen que no sea posible someter a este test todas las normas. Si bien el Comité constata los beneficios que supone establecer un programa al respecto más ambicioso que el vigente». Claro está que, previamente, habrá que definir quiénes son los potenciales usuarios primarios de un texto normativo, y esto, como vimos, no siempre es sencillo. R. DICKERSON, The Fundamentals of Legal Drafting, cit., pp. 64 y ss. G.C. THORNTON, Legislative Drafting, cit., p. 133. 64 C.J. Cela, senador real en las Cortes Constituyentes, presentó todo un paquete de enmiendas al Anteproyecto de Constitución para mejorar el uso del castellano por los ponentes. Pueden verse los comentarios al respecto de G. PECES-BARBA en La democracia en España: experiencias y reflexiones, Temas de Hoy, Madrid, 1996, pp. 195 y ss. 65 Clearer Commonwealth Law, Report of the Inquiry into Legislative Drafting by the Commonwealth, cit., pp. 96 y ss. 62 63

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El término interpretación suele ser utilizado en referencia a los más variados objetivos, a personas diferentes y a contextos particulares1. Por lo que se refiere a los objetos, se pueden interpretar actos, hechos o textos; y cuando recae en un acto o un comportamiento humano, interpretar puede significar tratar de descubrir el objetivo o propósito perseguido por el actor, o adscribir un significado o valor a dicho acto. En el mundo del Derecho, interpretar los hechos supone investigar si un hecho entra o no dentro del ámbito de aplicación de una norma2. A su vez, en el caso de que la referencia se haga a textos, lo que se hace es atribuir un sentido o un significado a un enunciado lingüístico. En resumidas cuentas, la interpretación jurídica pertenece fundamentalmente, aunque no de forma exclusiva, ya que también interpreta hechos, al género de la interpretación de textos normativos sobre la base de una previa y necesaria distinción entre texto normativo y norma. El término objeto de estudio no es utilizado por los juristas en un sentido unívoco y constante, pudiendo distinguirse, por lo menos, dos conceptos: uno amplio y otro estricto. La interpretación en sentido estricto supone atribuir un significado a una formulación normativa que ofrece dudas en relación a su sentido, sólo se interpreta el texto oscuro. Concepción que supone aceptar que hay textos claros. En sentido amplio, sin embargo, se llama interpretación a cualquier operación por la que se atribuye significado a una formulación normativa, con independencia de que existan o no dudas al respecto. La interpretación se produce siempre, en los casos difíciles y fáciles, porque no es más que una especie de traducción de un enunciado normativo a otro lingüístico que significa lo mismo. R. GUASTINI, Le fonti del diritto e l’interpretazione, Milán Giuffrè, 1993, pp. 324 y ss. D. MENDONÇA, «Aplicación del Derecho», en E. GARZÓN VALDÉS y F.J. LAPORTA (eds.) El Derecho y la justicia, Centro Superior de Investigaciones Científicas-Trotta, Madrid, 2000, pp. 267-282. 1 2

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Como esgrime Guastini3, ambas definiciones suponen configurar de forma diferente la actitud del intérprete. Quien adopta una concepción restrictiva tiende a ocultar el componente volitivo y decisorio de la actividad interpretativa, partiendo de la premisa de que los términos tienen normalmente una significación clara que el intérprete debe limitarse a descubrir y reconocer. Por el contrario, quien adopta una concepción amplia, parte de que el significado de las palabras viene atribuido por quienes ordinariamente usan esas expresiones. Por tanto, su significación es mudable y toda decisión interpretativa tiene algo de discrecional. De las dificultades constatadas, la cuestión de la naturaleza del lenguaje normativo se incluye más en el terreno de la interpretación. Al hilo de esta apreciación, Guastini4 sitúa la diferencia entre interpretación y aplicación, paralelamente a la que hay entre disposiciones y normas, al interpretarse las primeras y aplicarse las segundas. Cuando se usa una disposición normativa, se usa uno de sus posibles significados. El hecho de elegir un significado es interpretar, sin que sea adecuado hablar de casos fáciles o difíciles, ni de textos claros ni oscuros. El juez interpreta siempre y debe argumentar sus decisiones a favor de la interpretación que se ha hecho y del significado que se ha elegido. Por su parte, Tarello5 reflexiona sobre una interpretación en el Derecho como multiplicidad de modalidades interpretativas, siendo la interpretación de la ley un concepto restringido que atribuye un significado a un(os) documento(s) que explicitan normas jurídicas. Las normas serían precisamente el significado atribuido a esos documentos valiéndose de la interpretación. Al respecto existen tres grandes teorías: las cognitivas, las escépticas y las mixtas. Las teorías cognitivas sostienen que la interpretación es una actividad que supone buscar el significado objetivo de los textos normativos y/o la intención subjetiva de sus actores, perspectiva desde la que los resultados pueden ser verdaderos o falsos6. Esta concepción se fundamenta en algunas premisas falaces como que las palabras tienen una significación propia, o que el legislador tiene una voluntad unívoca y reconocible. Tales posiciones suelen ir acompañadas de la creencia de que el sistema jurídico es completo y coherente, que da respuesta a todas las posibles preguntas que se le puedan hacer y a una ideología que defiende la separación de poderes y la vinculación del juez al imperio de la ley. Por contra, las teorías escépticas sostienen que la interpretación es una actividad de valoración y decisión, no de conocimiento. Que todo texto tiene una R. GUASTINI, Le fonti del diritto e l’interpretazione, cit., pp. 335 y ss. R. GUASTINI, Le fonti del diritto e l’interpretazione, cit., pp. 327 y ss. 5 G. TARELLO, L’interpretazione della legge, Giuffrè, Milán, 1980, pp. 9 y ss. Sobre la interpretación de la ley frente a la interpretación del Derecho, ver I. LIFANTE VIDAL, La interpretación jurídica en la teoría del Derecho contemporáneo, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1999, pp. 40 y ss. 6 M. ATIENZA RODRÍGUEZ, «Argumentación jurídica», en E. GARZÓN VALDÉS y F.J. LAPORTA (eds.), El Derecho y la justicia, cit., pp. 231-238. 3 4

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pluralidad de significados y que, por tanto, los enunciados interpretativos no son ni verdaderos ni falsos. Las normas jurídicas no preexisten a la interpretación, son los jueces y demás aplicadores del Derecho quienes crean finalmente la norma7. Para las teorías mixtas, la interpretación es, en unos casos, actividad de conocimiento de las normas y, en otros supuestos, una actividad de decisión discrecional. Es la teoría de Hart8, para la cual todo término tiene un núcleo de significado claro y una zona de penumbra, entendiendo aquélla como una actividad cognoscitiva cuando nos movemos en el núcleo del sentido claro de un término, y para la que la actividad interpretativa conlleva una creación discrecional en la zona aludida. En definitiva, la interpretación supone descubrir el significado oculto o adscribirlo. En el primer supuesto, sus resultados pueden someterse al test de la verdad o falsedad; en el segundo, ni son verdaderos ni falsos, simplemente suponen la creación de una norma nueva. No obstante, más allá de las diferentes teorías, la cuestión de la que ahora nos debemos ocupar es la de cómo ha de acometerse el proceso interpretativo de las normas. En consecuencia, un buen procedimiento consistiría en seguir los pasos que a continuación se relacionan9. Primeramente, conviene identificar cuál es el problema que se debe resolver, siendo cuatro los tipos que se pueden presentan en esta fase10: a) problemas de relevancia que se producen cuando hay dudas respecto a la norma aplicable al caso; b) problemas de interpretación que surgen cuando hay dudas sobre cómo ha de interpretarse la norma; c) problemas de prueba que se suscitan respecto a si un hecho ha ocurrido realmente o no, y d) problemas de calificación, esto es, dudas sobre cómo ha de calificarse un hecho. En segundo lugar, y si las dudas surgen no de los hechos sino del Derecho, es preciso identificar la causa o causas que generan la duda a cuyo efecto puede, al principio, ser un buen procedimiento aplicar algún cuestionario. En tercer lugar, se trata de construir hipótesis interpretativas para resolver el problema que nos suscita la perplejidad. A tal efecto, la Ciencia jurídica ha ido articulando diferentes técnicas de interpretación para dar respuesta a las dadas. Y en cuarto lugar, habrá que evaluar el distinto peso de las hipótesis de solución y justificar racionalmente aquella por la que se opta, o sea, recurrir a la argumentación para persuadir y justificar la decisión que se propone.

07 H.L.A. HART, El concepto de Derecho, trad. de G.R. Carrió, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, Madrid, 2004, pp. 169 y ss. 08 H.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., pp. 159 y 160. 09 M. ATIENZA RODRÍGUEZ, «Argumentación jurídica», cit., p. 236. 10 N. MACCORMICK, Legal Reasoning and Legal Theory, Clarendon Press-Oxford University Press, Nueva York, 1994, pp. 195 y ss.

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Diferentes intérpretes y diferentes roles

Los modelos tradicionales de la interpretación parecen ocuparse casi en exclusiva de la de naturaleza judicial11. Ciertamente, ésta es sumamente relevante, pero no es la única. Los sujetos que tienen que interpretar las normas son plurales y diferentes, habiendo de llevar a cabo los jueces dicha tarea en el marco del proceso de aplicación del Derecho, mas también ha de interpretar, descubrir el ámbito y el sentido de las normas todo aquel que quiera guiar su conducta en conformidad con el modelo establecido por el legislador. Igualmente lo ha de hacer el Bad Man que intenta encontrar escapatorias para sus prácticas poco regulares, habiendo que recurrir a ella el ciudadano que las critica para cambiarlas o el que las justifica para conservarlas. A tal efecto, no es posible, ni necesario, hacer un listado completo de todos los actores que tienen que efectuar la interpretación como parte de su profesión o del rol que socialmente desempeñan. Legislar, asesorar, persuadir, investigar hechos, justificar decisiones, hacer cumplir las normas…, son algunas de las más relevantes, y las practican no solamente los jueces y funcionarios, sino un buen número de ciudadanos que cumplen roles sociales concretos. En el enfoque más clásico, la cuestión se refería a prever la interpretación que finalmente hace el juez. Aun admitiendo que hay una pluralidad de intérpretes, se entendía que la actividad era correcta en la medida en que adelantara la posición final del aquél, tal era la postura paradigmática del realismo jurídico norteamericano. Claro es que concentrarse en exclusiva en la interpretación judicial supone dejar sin ninguna orientación a la inmensa mayoría de los ciudadanos en la inmensa mayoría de las situaciones de duda a las que se enfrentan a lo largo de su vida, pues sólo una pequeña minoría de las normas terminan exigiéndola. Y, aunque en última instancia, cuando analizan una ley, los ciudadanos particulares, juristas y funcionarios tratan de predecir cuál será el comportamiento de los jueces si llegara el caso, al decidir sobre sus asuntos tomarán en cuenta otros factores, algunos de los cuales están íntimamente relacionados con sus respectivos roles. De ahí que la primera cuestión a plantear es definir quién es el que interpreta, cuál es su situación y qué es lo que pretende, porque el contexto explica la estrategia que se seguirá o se ha seguido. Dada una posición específica (acusador, acusado, fiscal, juez, etc.) caben diversas interpretaciones racionales. La racionalidad del acusado de haber cometido un delito o infracción implica una estrategia, negará los hechos o su participación en los mismos, o que supongan un delito o infracción normativa o, si no queda más remedio, argumentará que no son tan graves. La racionalidad del acusador privado y la del fiscal será diferente y conducirá a la estrategia opuesta, produciendo, quizás, la racionalidad del juez una interpretación distinta de la norma. El rol de cada uno de los actores pesa, indudablemente, sobre 11

W. TWINING y D. MIERS, How to Do Things with Rules, Butterworths, Londres, 1999, pp. 189 y ss.

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el proceso interpretativo, dando lugar a interpretaciones que pueden ser racionales a pesar de ser diferentes. Más aún, y como señalan Twining y Miers12, un asesor legal actuará de distinta manera; así, un abogado al que su cliente consulta sobre la legalidad de una operación antes de emprenderla, si la ley presenta zonas de duda, muy probablemente, tenderá a interpretar pesimistamente las posibilidades de su cliente. No obstante, ese abogado, realizada la operación y presentada la demanda judicial, procurará encontrar la interpretación más favorable y optimista. Ambas son correctas, dada la situación y el rol desempeñado. La interpretación depende, consiguientemente, de quién la hace, de en qué situación la realiza y de cuáles son los propósitos que se persiguen, ello es lo que explica las diferentes lecturas que caben ante un texto. Como constata Bennion13, «una persona mantiene que un texto tiene un único sentido, mientras que otra afirma que está segura de que el sentido es diferente… El peso a dar a cada argumento y a cada contraargumento es, en la mayoría de los casos, una cuestión únicamente subjetiva». 1.2.

Técnica legislativa e interpretación

En los modelos tradicionales, las normas, los hechos y la sentencia se concebían relacionadas a través de un razonamiento silogístico. Las normas constituían la premisa mayor, los hechos se presentaban como la premisa menor y el razonamiento lógico extraía de ambos una conclusión que era la sentencia. Se entendía que las relaciones entre el legislador y los intérpretes (el juez) eran de cooperación, constatando Fuller14 que legislador e intérprete deben cooperar para hacer realidad el ideal del mantenimiento de la legalidad. La función del juez es la de aplicar y hacer efectiva la voluntad del legislador. Como hemos visto, las incógnitas comienzan cuando se toma conciencia de que estamos en presencia de una pluralidad de intérpretes, y cuando, incluso, uno de los más relevantes, supuesto de los jueces, conciben su relación con el legislativo no como cooperación, sino como control. Tal es la posición de Dworkin, o más recientemente la expresada por Zagrebelsky15, para quien la relación del juez, en cuanto a la tutela de derechos, no es con la ley, sino directamente con la Constitución o con los principios. Y es evidente que, hoy en día, aquella función de cooperación entre legislador e intérprete en la que pensaba Fuller no se da en la práctica de muchos de nuestros sistemas, de ahí que haya que pensar en otros modelos, agravándose la situación cuando, como suele ocurrir, W. TWINING y D. MIERS, How to Do Things with Rules, cit., p. 190. F. BENNION, Statute Law, Oyez Longman, Londres, 1983, pp. 100 y 101. 14 L. FULLER, La moral del Derecho, trad. de F. Navarro, Trillas, México, D.F., 1967, pp. 94 y ss. 15 G. ZAGREBELSKY, El Derecho dúctil. Ley, derechos, justicia, trad. de M. Gascón, Trotta, Madrid, 2009, pp. 131 y ss. 12 13

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el operador tiene un notable margen de maniobra a la hora de precisar el ámbito de la norma o su aplicación a los hechos. Es corriente entre los juristas imputar a la incompetencia del legislador la oscuridad de cualquier texto normativo. Hart16, para quien la interpretación supone una elección entre alternativas abiertas, subraya dos razones que lo explican: los dos obstáculos que se nos presentan cuando pretendemos regular alguna esfera de la conducta con estándares generales, son nuestra relativa ignorancia de los hechos y nuestra relativa indeterminación de propósitos. Twining17, siguiendo la senda abierta por Hart, sustenta que son numerosos los factores que impiden concebir la tarea del intérprete como un puro razonamiento lógico. «La deliberada delegación de discreción, la ignorancia de los hechos, la indeterminación de propósitos, las limitaciones del lenguaje, la fluidez de las normas no escritas, los conflictos entre el valor de la consistencia interna dentro de un sistema y otros valores, y las divergencias de propósitos o de rol o de situación entre el legislador y el intérprete, no son más que algunas de las condiciones más comunes que dan lugar a los problemas de interpretación y aplicación de las normas». Es decir, no hay una única respuesta correcta, como pretende Dworkin, puesto que, ordinariamente, el texto normativo permite al intérprete una gama de posibles respuestas. Normalmente, tiene ante sí no una respuesta correcta única, sino, dentro de ciertos límites, una pluralidad de alternativas generadas, en unos casos, deliberadamente por el legislador y, en otros, provocadas por incompetencia o negligencia causadas, en ocasiones, por los límites del lenguaje18. La opción de alternativas interpretativas ante un texto normativo cualquiera depende, en buena parte, no de un método interpretativo, de una lógica que se imponga inexorablemente en el proceso interpretativo, sino, más bien, de la situación, posición, intereses y roles del intérprete. No hay una interpretación correcta, ya que son factibles varias respuestas igualmente racionales. Con un enfoque muy semejante, Bennion19 propone una nueva perspectiva que trata de establecer una conexión con el método de creación del Derecho. Para Bennion, cuando nos enfrentamos a un texto que ofrece dudas, lo que debemos preguntarnos inmediatamente es por su etiología, y sólo cuando hayamos comprendido la causa de la duda podremos intentar resolverla correctamente. Para él, toda norma contiene zonas de duda que traen causa de ciertos factores explicativos, entre los que destacan los siguientes: 16 H.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., pp. 155 y ss. Sobre el tema, ver I. LIFANTE VIDAL, La interpretación jurídica en la teoría del Derecho contemporánea, cit., pp. 192 y ss. 17 W. TWINING y D. MIERS, How to Do Things with Rules, cit., p. 199. 18 R. DWORKIN, El imperio de la justicia. De la teoría general del Derecho de las decisiones e interpretaciones de los jueces y de la integridad política y legal como clave de la teoría y práctica, trad. de C. Ferrari, Gedisa, Barcelona, 1997, pp. 279 y ss.; W. TWINNING, «The Common Law Tradition», en W. TWINNING, Karl Llewellyn and the Realist Movement, Weidenfeld and Nicolson, Londres, 1985, pp. 203-209. 19 F. BENNION, Statute Law, cit., pp. 99 y ss.

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En primer lugar, el redactor no puede decirlo todo. Uno de los parámetros operacionales que debe tener en cuenta es el de la brevedad. Sea cual sea el estilo normativo que se utilice, incluido el casuismo típico del mundo anglosajón, un texto no puede, ni debe, prever todos los supuestos, tiene que presuponer un conocimiento del destinatario de las normas del entorno normativo en que aquélla se va a insertar. La técnica de la elipsis es una herramienta indispensable en la tarea de gobernar mediante normas. En segundo lugar, el legislador no puede decidir todo. No sólo el redactor está constreñido por la brevedad necesaria de los textos; más allá de un punto, el legislador no puede ejercer su poder y tiene que dejar un margen de actuación a otros. El nombre que se da a esta técnica legislativa es el de la delegación, gracias a la cual asocia la tarea normativa al Gobierno y a los jueces. De esta forma, nuevamente se crea la duda. Hasta que se concreten los detalles, utilizando el ejercicio de la facultad reglamentaria o de la discreción judicial, no tendremos una comprensión exacta del sentido y alcance de las normas. En tercer término, es usual que la propia oscuridad sea buscada por el redactor o el legislador empleando fórmulas ambiguas a las que se recurre por las más variadas razones, entre las que conviene destacar las estrictamente políticas. La necesidad de hacer aprobar medidas duras e impopulares conduce a tales fórmulas con la conciencia de que se trata de una delegación encubierta a los tribunales, o sin tener conciencia de sus consecuencias. En cuarto lugar, hay que valorar el desarrollo imprevisible de los acontecimientos, pues una norma está viva mientras no se la derogue, siendo su lenguaje el de la época en que fue promulgada. Cada año que transcurre, el lenguaje puede ser objeto de matices en su significado, produciéndose nuevas invenciones y desarrollos tecnológicos, y constituyendo todo esto otro factor de dudas, un mismo texto ¿debe tener la misma lectura hoy que hace cien años? Y, en fin, el quinto factor generador es la falibilidad del redactor, debido a que los redactores de las normas, como cualquier usuario del lenguaje, cometen errores. En suma, si toda norma tiene, como pretendiera Hart20, un núcleo de sentido claro y una zona de penumbra, la zona de penumbra tiene una explicación diferente, con relevancia en la interpretación de que sea objeto, según haya sido generada por determinadas aplicaciones de técnica legislativa (elipsis, delegación, búsqueda de consenso), o haya sido provocada por la evolución social o por la incompetencia o errores de los redactores y legisladores. Y, desde este punto de vista, la actitud de imputar las oscuridades de las normas, sin ulteriores matices, a la incompetencia del legislador supone un desconocimiento real de la conexión entre legislación e interpretación, desconocimiento sobre el que no es posible construir una teoría rigurosa de la interpretación de las normas. 20

H.L.A. HART, El concepto de Derecho, cit., pp. 155 y ss.

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Diagnóstico de los problemas

Estamos, por consiguiente, en un momento en el que el intérprete tiene una clara concepción de su rol, mas posee algunas dudas sobre la aplicación de la norma a un supuesto. Por una u otra razón, no está satisfecho con la conclusión que una primera visión le sugiere. Lo primero que tiene que detectar, una vez fijado con claridad su rol, es cuál es el punto que le suscita perplejidades, es decir, identificar lo más claramente posible la naturaleza y la fuente de la dificultad. Por esta causa, la oscuridad del texto puede haberse producido en el proceso de planificación normativa cuando se decidió recurrir a una norma para resolver un problema. O puede haber acontecido en la fase de redacción porque su redactor no consiguiera acoplarlo con las intenciones del legislador, por la naturaleza del lenguaje, por una falta de dominio lingüístico, por una defectuosa delegación o por necesidades derivadas del proceso político. O puede tratarse de dificultades derivadas del contexto posterior, valores sociales que han cambiado, cambios en el significado de las palabras, etcétera. Diagnosticar el problema es el primer paso para su solución. Algunas veces, una vez detectado, la solución parece patente. Otras veces, descubierto dónde se halla el origen de la duda, se requiere una tarea hasta localizar la solución; y, con frecuencia, entendido el obstáculo, se descubrirá que no es fácilmente soluble. No obstante, antes de prescribir recetas de cómo ha de ser la interpretación, parece razonable articular los métodos precisos para fijar dónde reside aquél y en qué consiste. Sin ánimo exhaustivo, la operación de identificar en dónde y en qué consiste el conflicto a resolver se podría acometer con la ayuda de algún cuestionario como el siguiente: 1. ¿Es clara la política pública subyacente? a) ¿Cuál es el problema que pretende resolver la norma? ¿Está bien definido por el legislador? b) ¿Están claros en el texto cuáles son los objetivos? c) ¿Cuáles son las soluciones que articula para alcanzarlos? d) ¿Cuáles son los cambios que pretende producir en el mundo? e) ¿Se querían provocar estos efectos sociales, económicos o políticos? 2. ¿Las medidas previstas en la norma son las adecuadas para resolver el problema? 3. El ámbito de aplicación de la norma: a) ¿es coextensivo con el problema que se trata de resolver? b) ¿Es más restringido que el problema a resolver? c) ¿Es más amplio? 4. ¿Es clara la arquitectura del texto? 5. ¿Ha habido erratas en alguna fase de su tramitación? a) ¿Se quisieron utilizar estas palabras?

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b) ¿Se querían emplear las expresiones citadas con estos significados? ¿Presenta errores gramaticales o sintácticos que generan dudas? ¿Las dudas vienen provocadas por algún tipo de ambigüedad semántica o sintáctica? ¿Las dudas provienen de la vaguedad de ciertos términos? a) ¿Han sido definidos por el legislador en esta norma? b) ¿Han sido definidos por el legislador en otra norma del sistema? c) ¿Hay jurisprudencia sobre el significado del término? d) ¿Hay doctrina consistente sobre el mismo? e) ¿Se trata de una vaguedad deliberada? ¿Se trata de una antinomia? a) ¿Los objetivos son contradictorios? b) ¿Hay contradicción o inconsistencia entre los objetivos proclamados y las medidas articuladas? c) ¿Hay una antinomia normativa en el propio texto? d) ¿Se trata de una antinomia en relación a textos normativos del sistema? ¿Respeta la distribución de competencias a) establecida en la Constitución o en otra norma superior? b) ¿Respecto de la Unión Europea? c) ¿Atribuidas a otras instituciones internacionales? ¿Se trata de una laguna a) en el texto? b) ¿En el propio ordenamiento? La duda proviene de un ámbito discrecional provocado por a) una elipsis? b) ¿Una delegación expresa o táctica? ¿Las remisiones a otras normas son correctas? ¿Las derogaciones tácitas están claras? ¿Ha previsto la norma un régimen transitorio aplicable al caso controvertido? a) ¿Es un supuesto de ultraactividad? b) ¿Es un supuesto de retroactividad? ¿Se han producido cambios sociales o en los valores que hacen obsoleta o de difícil aplicación la norma?

Es un modelo similar y más sencillo que el que propone Twining21, muy parecido al que sugiere Bennion en su Statute Law.

21

W. TWINING y D. MIERS, How to Do Things with Rules, cit., pp. 220 y ss.

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Remedios para resolver las dadas

Identificada la causa o causas que oscurecen la claridad de la norma, se han de construir distintas hipótesis que permitan ofrecer una aplicación normativa adecuada. Al hilo de esta argumentación, los ordenamientos jurídicos suelen ofrecer algunos mecanismos para solucionar esas cuestiones: el recurso a las definiciones, a la jurisprudencia o la doctrina para resolver algunos de los dilemas provocados por la vaguedad del lenguaje; la aplicación de los criterios jerárquico, cronológico, de especialidad o de competencia para despejar las posibles antinomias, o algunos de los mecanismos previstos para integrar las lagunas, a través de la autointegración o heterointegración. Y cuando tales mecanismos son inaplicables o insuficientes, los ordenamientos también ofrecen algunos cánones que pueden contribuir a superar algunas, si no todas, las incertidumbres. Se trata de distintos criterios de interpretación, como los ofrecidos por el artículo 3.1 de nuestro C.c.: «Las normas se interpretarán según el sentido propio de las palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquéllas». Criterios que ni están jerarquizados entre sí ni son tan claros como para no precisar ser interpretado22. En términos generales, por interpretación literal se puede comprender la que atribuye a una disposición o a una palabra el significado más inmediato, es decir, el que sugiere su uso común. Como advierte Wróblewski23, sin razones suficientes no debería atribuirse a los términos interpretados ningún significado específico distinto del que poseen en el lenguaje natural común. Ahora bien, raramente las palabras tienen una significación unívoca y rigurosa. Unas voces porque estamos ante expresiones ambiguas; otras porque estamos ante 22 Véanse, entre otros, R. GUASTINI, Le fonti del diritto e l’interpretazione, cit. Asimismo pueden consultarse los trabajos de M. ATIENZA RODRÍGUEZ, Las razones del Derecho. Teorías de la argumentación jurídica, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1 997; F. BENNION, Statute Law, cit.; J. EVANS, Statutory Interpretation. Problems of Communication, Auckland, 1988; R. GUASTINI, «Redazione e interpretazione dei documenti normativi», en S. BARTOLE, Lezioni di tecnica legislativa, Padua, CEDAM, 1988; A. PECZENIK, The Basis of Legal Justification, Lund, 1983; C. PERELMAN, La lógica jurídica y la nueva retórica, trad. de L. Díez-Picazo, Civitas, Madrid, 1988; G. TARELLO, L’interpretazione della legge, cit.; J. WRÓBLEWSKI, Meaning and Truth in Judicial Decision, Juridica, Helsinki, 1983; ÍD., Sentido y hecho en el Derecho, trad. de J. Igartua y F.J. Ezquiaga Ganuzas, Universidad del País Vasco, San Sebastián, 1989. Otras clases de interpretación son: la subjetiva y la objetiva, la lógica, la consecuencialista, la de la conservación de las normas y la de la continuidad del ordenamiento, la de la plenitud, la de la no-redundancia, la del lugar material, la analógica, la de reducción al absurdo, la de la naturaleza de las cosas, la del contrapeso o la de la razón mayor (cfr. R. DE ASÍS ROIG, «La interpretación y la aplicación del Derecho», en G. PECES-BARBA MARTÍNEZ, E. FERNÁNDEZ GARCÍA y R. DE ASÍS ROIG, con la colaboración de M.J. Fariñas, A. Llamas, J. Ansuátegui, J.P. Rodríguez y J.M. Sauca, Curso de Teoría del Derecho, Marcial Pons, Madrid, 2000, pp. 238 y ss.). Sobre esta cuestión, cfr. R. DE ASÍS ROIG, Jueces y normas. La decisión judicial desde el Ordenamiento, prólogo de G. Peces-Barba Martínez, Marcial Pons, Madrid, 1995, pp. 183 y ss. 23 J. W RÓBLEWSKI , Constitución y teoría general de la interpretación jurídica, trad. de A. Azurza, revisión y nota introductoria de J. Igartua, Civitas, Madrid, 1985, pp. 65 y ss.

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términos vagos, especializados o tecnificados, habiendo que comprobar si esas voces no han sido definidas ya por el legislador o procesadas por la jurisprudencia o la doctrina24. El contexto normativo es otro de los cánones de la interpretación que se conoce como sistemático, o sea, se trata de deducir el significado de una norma a partir de su ubicación en el ordenamiento jurídico25. Esta clase de interpretación puede26 combinar fragmentos de textos normativos para formular una norma completa; deducir a partir de la sedes materiae el sentido de la disposición; o presumir la constancia terminológica del legislador y atribuir al término el significado que se le otorga en otro texto27. En lo atinente a los antecedentes históricos y legislativos, hay una nueva forma de referirse en parte a lo que clásicamente se denominaba voluntad del legislador. A cualquier disposición se le puede atribuir el significado que le otorgaron su autor o autores, o el que tiene esa disposición o expresión en el momento presente. Por lo tanto, se llama histórica a la interpretación que adscribe a una disposición uno de los significados que tenía en el momento de su emanación, y se llama evolutiva a la que la adscribe un significado nuevo y diferente del histórico28. La interpretación sociológica remite a que se debe tener en cuenta la realidad social existente en el momento de la aplicación de las normas, y es el medio por el que normas elaboradas en momentos anteriores se actualizan a la 24 J. W RÓBLEWSKI (ibídem) ofrece toda una serie de directivas lingüísticas de interpretación legal, casi comúnmente aceptadas en el actual Statutory Law: «a) Sin razones suficientes no se debería atribuir a los términos interpretados ningún significado especial distinto del significado que estos términos tienen en el lenguaje natural común; b) sin razones suficientes, a términos idénticos, que se utilizan en las reglas legales, no se les debería atribuir significados diferentes; c) sin razones suficientes, a términos diferentes no se les debería atribuir el mismo significado; d) no se debería determinar el significado de una regla de manera tal que algunas partes de dicha regla sean redundantes; e) el significado de los signos lingüísticos complejos del lenguaje legal deberá ser determinado según reglas sintácticas del lenguaje natural común». 25 R.J. VERNENGO, La interpretación jurídica, Universidad Nacional Autónoma de México, México, D.F., 1977, pp. 49 y ss. 26 R. G UASTINI , Le fonti del diritto e l'interpretazione, cit., pp. 378 y ss. 27 J. W RÓBLEWSKI (en Constitución y teoría general de la interpretación jurídica, cit., pp. 48 y 49) enumera las siguientes directivas sistemáticas comúnmente aceptadas en la interpretación: «a) No se debería atribuir a una regla legal un significado de tal manera que esta regla fuera contradictoria con otras reglas pertenecientes al sistema; b) no se debería atribuir a una regla legal un significado de tal manera que fuera incoherente con otras reglas legales pertenecientes al sistema; c) a una regla legal se le debería atribuir un significado que le hiciera lo más coherente posible con otras reglas legales pertenecientes al sistema; d) a una regla legal no se le debería atribuir un significado de manera que esta regla fuera inconsistente (o incoherente) con un principio válido del Derecho; e) a una regla legal se le debería atribuir un significado de modo que la regla fuera lo más coherente posible con un principio válido del Derecho». 28 J. W RÓBLEWSKI (en Constitución y teoría general de la interpretación jurídica, cit., pp. 50 y 51) ofrece las siguientes directivas funcionales comúnmente aceptadas: a) a una regla legal se le debería atribuir un significado de acuerdo con la intención del legislador histórico; b) a una regla legal se le debería atribuir un significado de acuerdo con la intención perseguida por el legislador contemporáneo al momento de la interpretación, y c) a una regla legal se le debería atribuir un significado acorde con los objetivos que esta regla debe alcanzar según las valoraciones del intérprete.

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hora de aplicarse hoy día si es que aún están vigentes. Este método es muy valioso porque permite llevar a cabo una adaptación del Derecho a los factores políticos, sociales, económicos y culturales, a la opinión pública y las creencias del tiempo en el que se ha de aplicar una norma jurídica, sin necesidad de tener que derogarla y, luego, crear otra nueva29. Son éstas, junto al recurso al «espíritu y finalidad de la norma», al que nos referiremos seguidamente, algunas de las técnicas principales que se ponen a disposición de los intérpretes. Identificado un punto oscuro, un factor de duda, estos recursos permitirán construir racionalmente las alternativas de solución del problema. La opción por una u otra dependerá en gran medida del rol que desempeña quien está interpretando el texto. Si se intenta, por ejemplo, en el caso del abogado, persuadir al que tiene que tomar una decisión respecto a la legitimación de la pretensión de su cliente, es obvio que escogerá la técnica cuyos resultados más le convengan. La cuestión se plantea de diferente manera si quien interpreta es un funcionario o un juez que tiene que aplicar oficialmente la norma, ¿tiene dicho funcionario o juez libertad para escoger la técnica que más le guste? De los criterios establecidos por el legislador en nuestro Código civil, ¿hay alguno que tiene especial relevancia y debe ser tenido en cuenta por los jueces y los demás funcionarios? 1.5.

Estudio de algunos criterios interpretativos

a) La interpretación literal Las razones que se suelen aducir para justificar la interpretación literal se refieren a la necesidad de respetar el principio de separación de poderes; si los jueces pueden ir más allá del significado literal de las palabras, no interpretarán una ley, sino que legislarán. Constataba Lord Simonds30 que los tribunales, una vez conocida la intención del Parlamento y la del Gobierno, tienen que proceder a colmar las lagunas de la ley. «El tribunal tiene que redactar lo que no ha redactado el Parlamento. Esta proposición, que reformula la opinión expresada por el Lord Justice en el caso anterior Seaford Court Estates Ltd. versus Asher (1950) A.C. 508 –al que se refiere Lord Justice– no se puede mantener. Esta construcción supone una usurpación total de la función del Parlamento bajo el simple disfraz de que se trata de una interpretación, y es todavía mucho menos justificable cuando se conjetura con qué contenido hubiera llenado 29 Sobre el llamado análisis interpretativo, ver A.-J. ARNAUD y M.J. FARIÑAS DULCE, Sistemas jurídicos: Elementos para un análisis sociológico, trad. de la segunda parte de R. Escudero Alday, Universidad Carlos III de Madrid-Boletín Oficial del Estado, Madrid, 2006, pp. 221-224. 30 Lord SIMONDS, en Magor and St. Mellons Rural District Council versus Newport Corporation, cit. por M. ZANDER, en The Law-Making Process, Butterworths, Londres, 1999, p. 189.

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la laguna si la hubiera descubierto a tiempo. Porque si se descubre una laguna, la solución estriba en reformar la ley». Todo lo que suponga, pues, ir más allá de la letra de la ley puede suponer una clara usurpación de las funciones parlamentarias. A esta fundamentación del liberalismo en el principio de la separación de poderes deben añadirse algunas otras ventajas de tipo pragmático. Hopkins31 insistía en que el liberalismo merecía algún reconocimiento mayor del que ordinariamente se le tributa. Aun reconociendo sus limitaciones, es lo cierto –subrayaba– que los jueces han venido actuando sobre la base de que el canon literal se fundamenta en verdades relativamente precisas, y sobre criterios suficientemente objetivizados en situaciones rutinarias y para un tribunal sobrecargado de asuntos. El significado patente es considerado la guía más segura para llegar al sentido latente de una ley, y el ámbito de discreción que extiende sobre la legislación es, si no completamente eliminado, sí reducido al mínimo. Pero ni la justificación ideológica apuntada ni las ventajas pragmáticas a las que se refería Hopkins pueden suponer obviar las severas críticas dirigidas a este enfoque en materia de interpretación, y que Zander32 enumera así: a) La principal objeción respecto a esta regla es que se basa en una premisa falsa, esto es, que las palabras tienen un significado claro y propio. Tesis que fue puesta en cuestión fundamentalmente por Hart33, como vimos en su momento. b) Quienes optan por el enfoque literal, dicen recurrir a menudo al diccionario, mas los diccionarios ofrecen comúnmente varias alternativas de sentido para las palabras. c) El enfoque del sentido propio no puede ser utilizado para interpretar términos generales que pueden tener varios significados. d) No es infrecuente que el tribunal diga que el sentido de las palabras es claro, si bien no está de acuerdo con tal interpretación por otras razones. e) La teoría del significado literal puede ser aceptable fuera de los tribunales, sin embargo, no en la interpretación judicial, porque aquí lo que hay son dos partes postulando la corrección de dos interpretaciones diferentes de una disposición o de un término. f) Este enfoque tampoco ofrece una mayor certeza cuando un juez se encuentre ante la obligación de aplicar una interpretación literal que conduce a resultados absurdos o manifiestamente injustos en su opinión, siendo probable que opte por buscar subterfugios que le permitan evitar hacer algo ridículo o injusto. E.R. HOPKINS, «The Literal Rule and the Golden Rule», Canadian Bar Review, 15, 1937, p. 689. M. ZANDER, The Law-Making Process, cit., pp. 106 y ss. 33 H.L.A. HART, «Positivism and the Separation of Law and Morals», Harvard Law Review, 71, 1958, pp. 593-607. 31 32

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Ciertamente, algunos de los problemas que plantea la interpretación literal son causados por lo que Bennion34 denomina falibilidad del redactor y pueden reducirse con una técnica legislativa mejor35. Pero otros conflictos no derivan tanto de los fallos en la redacción como de otras causas, caso de la textura abierta del lenguaje o de los factores que indica Bennion. Desde esta perspectiva, la interpretación literal no capta la rica realidad del proceso legislativo al que hay que enfrentarse con un instrumental mucho más complejo y flexible que el literalismo. No se tratará, por tanto, mayoritariamente, de buscar un sentido propio del término o disposición, sino de adscribirle un significado. El Código civil enumera las técnicas a las que se puede y debe acudir, todas ellas son admisibles y, aplicadas a un precepto, pueden dar lugar a interpretaciones contradictorias. Sin embargo, el Código civil no nos ofrece una jerarquización clara, se limita a enumerar un listado de métodos accesorios y a destacar como fundamental el método teleológico. b) La intención del legislador Para el jurista británico Lord Denning36, no hay ninguna duda de que la tarea del jurista, y del juez, es hallar la intención del Parlamento. Para hacer esto, hay que comenzar con las palabras de una norma, pero no quedarse ahí. Se requiere descubrir su sentido, «supondría ahorrar a los jueces un buen número de problemas si las leyes del Parlamento estuvieran redactadas con ciencia cuasi divina y claridad perfecta. A falta de esto, cuando el juez se encuentra ante un defecto, no puede cruzarse de brazos y limitarse a criticar al redactor. Tiene que acometer la tarea constructiva de encontrar la intención del Parlamento, y tiene que hallarla a partir no sólo del lenguaje de la norma, sino también de la consideración de las condiciones sociales que la dieron lugar y del problema que con ella se trató de solucionar». Suscribir que el intérprete tiene que hallar el sentido de los términos y las disposiciones a partir de la intención del legislador puede hacerse en base a consideraciones democráticas, como hace Marmor37. Mas siempre supone una concepción ideológica y política afirmar el principio de la separación de poderes y la necesaria coordinación entre ambos. Supone partir de una concepción de las relaciones entre jueces y Parlamento basadas en la cooperación. Según aseveraba Fuller38, legislador e intérprete deben cooperar para hacer real el ideal F. BENNION, Statute Law, cit., pp. 142 y ss. V. ZAPATERO, «Producción de normas», en E. DÍAZ y A. RUIZ MIGUEL (eds.), Filosofía política, t. II, Teoría del Estado, Consejo Superior de Investigaciones Científicas-Trotta, Madrid, 1996, pp. 176 y ss. 36 A.T. DENNING, The Discipline of Law, Butterworths, Londres, 1979, pp. 8 y ss. 37 A. MARMOR, Interpretación y Teoría del Derecho, trad. de M. Mendoza Hurtado, Gedisa, Barcelona, 2001. En contra de esta justificación, véase J. WALDRON, «Legislator’s Intentions and Unintentional Legislation», en A. MARMOR (ed.), Law and Interpretation. Essays in Legal Philosophy, Clarendon Press-Oxford University Press, Nueva York, 1995, pp. 44 y ss. 38 L. FULLER, La moral del Derecho, cit., p. 104. 34 35

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del mantenimiento de la legalidad, la función del juez es aplicar y hacer efectiva la voluntad del legislador. Los dilemas comienzan cuando estamos en presencia de una pluralidad de intérpretes y cuando los intérpretes-jueces conciben su relación con el legislativo en términos de control, no de cooperación. Tal es la posición recientemente expresada por Zagrebelsky39, siendo evidente que, en la actualidad, la función de cooperación en la que pensaba Fuller no se da en la práctica de muchos de nuestros sistemas. Aun cuando, además de este cambio de ideas en lo atinente a la conexión entre los jueces y el Parlamento, es preciso recordar que hay dudas sobre qué es lo que queremos decir cuando hablamos de la intención de los legisladores. Imaginemos una situación hipotética donde uno denominado X dictó hace ya muchos años una norma bien pensada, y supongamos que se trata de aplicarla ahora a una nueva situación, suscitándose incógnitas respecto a cuál fue exactamente su pretensión. Lo primero de todo es llegar a un acuerdo respecto a qué nos referimos cuando hablamos de ese deseo. Este aspecto lo estudió con detenimiento MacCallum40, para el que la cuestión fundamental sobre cuál fue la intención del legislador subsume un número de cuestiones más concretas: – ¿Tuvo la intención de dictar una norma? Es decir, ¿la promulgación de la norma no se realizó por casualidad, accidental, inadvertidamente o por error? – ¿Fue su intención dictar precisamente esta norma? Es decir, ¿fue éste el documento preciso que el legislador pensó que estaba aprobando? – ¿Quiso dictar exactamente esa norma? Es decir, ¿son las palabras que figuran en el documento las que supuso que figuraban cuando la aprobó? – ¿Tuvo la intención de dictar esta norma? Es decir, ¿estas palabras significan lo que suponía el legislador que querían decir cuando la aprobó? – ¿Cómo quería él que se entendieran estas palabras? – ¿Cuál fue su intención al dictar la norma? Es decir, ¿cuáles eran las consecuencias que deseaba que tuviera? – ¿Qué pretendía al aprobar la norma? Es decir, ¿qué es lo que quería conseguir con arreglo a su propia carrera? Y conforme al pensamiento de MacCallum, Twining41 cree que con la expresión intención del legislador nos podemos referir a ocho cuestiones: 1) si el legislador quiso elaborar una norma o se trataba de una simple opinión; 2) si quiso dictar precisamente esta norma; 3) si la dictó para resolver un problema real, o por motivos menos nobles o francamente innobles; 4) si quiso emplear 39 40 41

G. ZAGREBELSKY, El Derecho dúctil. Ley, derechos, justicia, cit., pp. 131 y ss. G. MACCALLUM, «Legislative Intent», Yale Law Journal, 75, 1966, pp. 204 y ss. W. TWINING y D. MIERS, How to Do Things with Rules, cit., pp. 204 y ss.

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las palabras que utilizó; 5) si la voluntad fue usar los términos con el sentido que la jurisprudencia u otras normas les habían atribuido ya; 6) si su intención era abarcar esta situación o no tenía una nítida intención respecto del ámbito de aplicación; 7) si tenía el deseo de que se produjera un determinado efecto derogatorio en el ordenamiento jurídico o no; 8) si pretendió que tuviera una consecuencia en las conductas o no previó esta consecuencia, sino otras; o 9) si dictó la norma pensando no tanto en las consecuencias, sino en la realización de valores. En definitiva, con la expresión intención del legislador o similares podemos estar refiriéndonos a si las palabras usadas fueron queridas o no; a la significación intencionada o no de las palabras; al ámbito de aplicación perseguido; a los efectos deseados; a las consecuencias pretendidas por las normas o a las razones para dictar una norma. Consiguientemente, el significado de la expresión analizada tiene una cierta ambigüedad debido a que nos podemos estar refiriendo a cuestiones diferentes que conviene aclarar, aparte de las dudas, injustificadas por su exageración, del realismo jurídico escandinavo, entre otros, sobre la posibilidad de que las personas jurídicas puedan tener una voluntad. c) El recurso al espíritu y finalidad de la norma El recurso a la búsqueda de la intención del legislador, si por intención se entiende su voluntad como mecanismo para hallar el significado correcto de una disposición, ha sido duramente criticado. Ahora bien, si es definido de un modo más amplio y más realista, entonces tiene una aplicación genuina a la situación, pues se trata de averiguar la política pública que subyace en la norma, toda norma es la exteriorización e instrumento de una política pública especificada por el órgano legitimado democráticamente para ello. Desde hace siglos, se vienen refiriendo en Inglaterra a la llamada Mischief Rule establecida en el Heydon’s Case (1584)42: «Y se estableció que, para una segura y auténtica interpretación de todas las leyes en general (sean penales o concedan beneficios, sean restrictivas o ampliadoras del Common Law) han de investigarse estas cuatro cosas: ¿cuál era el Common Law antes de ser aprobada la ley en cuestión?; ¿cuál era el problema o defecto al que no daba solución el Common Law?; ¿qué remedio ha establecido el Parlamento para curar este mal de la sociedad?; y la verdadera razón del remedio. Derivadamente, el cometido de cualquier juez será siempre elaborar una construcción como ésta que pueda eliminar el problema, aplicar el remedio y evitar las invenciones y evasiones sutiles que permitan su continuidad pro privato commodo, dando fuerza y vida a ese remedio de acuerdo con la verdadera intención de los legisladores, pro bono publico». En definitiva, cabe interpretar que, cuando el Código civil español indica que la interpretación debe estimar fundamentalmente el espíritu y finalidad de 42

M. ZANDER, The Law-Making Process, cit., p. 111.

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la norma, se está refiriendo a la búsqueda de esa política pública que subyace en el problema que se quiere resolver y para el cual el Parlamento, único legitimado al efecto, ha establecido unos remedios. Tal enfoque de la interpretación en nuestro sistema es el que está de acuerdo con la concepción de la ley como instrumento para resolver conflictos. Como piensan Twining y Miers43, desde el punto de vista del legislador, el concepto de propósito es indispensable. Las nociones de propósito u objetivos no son, en absoluto, precondiciones esenciales para interpretar una norma dada; sin embargo, es ampliamente aceptado que un examen cuidadoso de aquéllas constituye una ayuda vital para resolver las dudas interpretativas. Ello es evidente cuando se proyecta averiguar cuál es el ámbito de aplicación de la norma, para cuya clarificación puede ser necesario el recurso a la política pública que persigue el legislador. En efecto, puede ocurrir que la norma sea coextensiva con el problema a resolver; que la norma sea más amplia que el problema; que la norma sea más restringida; que la norma y el problema se solapen sin cubrir el mismo campo, y que la norma y el problema no coincidan. En un sistema democrático, del intérprete oficial (jueces o demás funcionarios) se puede y debe esperar que ayude a resolver de la mejor forma el dilema al que se enfrentó el legislador. Lo relevante para el intérprete oficial que quiere hacer realidad los valores y principios de la democracia representativa, o sea, de la Constitución, es averiguar cuáles fueron las consecuencias que el legislador quiso producir en la sociedad, esto es, el espíritu y finalidad de la ley. Tal es lo que los ciudadanos pueden esperar de sus jueces. 2.

LA APLICACIÓN

JUDICIAL.

ESPECIAL

CONSIDERACIÓN

DEL REALISMO JURÍDICO NORTEAMERICANO

La aplicación de las normas jurídicas exige una correspondencia entre los preceptos jurídicos y los casos de la vida real, decidiendo la prudencia judicial la aplicación determinada. Con palabras de Tarello, en los Estados de Derecho se protege a los jueces del predominio que pueden ejercer los representantes del poder legislativo y de la presión encaminada a una destecnificación, politización y efectividad de los miembros de la Carrera judicial44. Una diferencia muy útil es la que establece De Asís Roig45 entre la creación judicial de normas y la simple creación de normas. La primera posibilidad no sería admisible en los actuales sistemas jurídicos continentales, a causa de que iría en contra M. TWINING y D. MIERS, How to Do Things with Rules, cit., pp. 211 y ss. F. QUINTANA BRAVO, Prudencia y justicia en la aplicación del Derecho, Edit. Jurídica de Chile, Santiago, 2001, p. 241; G. TARELLO, Cultura jurídica y política del Derecho, trad. de I. Rosas Alvarado, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1 995, p. 149. 45 R. DE ASÍS ROIG, jueces y normas. La decisión judicial desde el Ordenamiento, cit., pp. 89 y ss., y 97 y ss. 43 44

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del principio de legalidad y de la obediencia a la ley que los jueces tienen que prestar en la realización de su actividad. Contrariamente, la segunda sí se permite, al centrarse en la deducción y extensión de normas jurídicas que previamente forman parte del ordenamiento. Frente a las posiciones que mantienen que las sentencias judiciales son catalogables como normas jurídicas individuales y que, al dictarlas, los jueces crean Derecho, son ilustrativas las cinco tesis que enuncia Bulygin46: a) las sentencias judiciales encierran normas jurídicas generales y singulares; b) el juez no crea normas individuales, sino generales, por lo menos en algunos supuestos; c) las citadas normas no son obligatorias, si bien pueden adquirir vigencia, formando, en este caso, parte del orden jurídico; d) en lo que se refiere a la creación judicial del Derecho, una aportación muy interesante es la formulación de definiciones de los conceptos jurídicos, y e) la jurisprudencia se conceptúa como «el conjunto de normas generales vigentes creadas por los jueces y de definiciones formuladas por ellos». La respuesta a los interrogantes que suscita la discreción judicial depende del sistema jurídico del que partamos. Dentro del sistema europeo-continental, toda decisión de los jueces termina con un fallo que debe justificarse en una norma general, sin que se produzca una auténtica creación. La resolución no puede ser arbitraria, se ha de deducir de las normas previas y de los hechos. Mas hay ocasiones en las que el juez crea normas generales, decidiendo desde varias normas y construyendo un enunciado a partir de ellas. Ahora, la pregunta que surge es la de si son parte del ordenamiento jurídico, apoyándose la respuesta negativa en los argumentos de la aplicación y de la no-incrustación. El primero se reafirma en que a los jueces les compete la aplicación de normas previas, y el segundo se conecta con la vinculación a los precedentes judiciales, manteniendo que, aun si reconocemos la posibilidad de que los jueces creen normas, éstas no son válidas, ya que una de las notas de la validez es la pertenencia, lo que acarrea la vinculación del precepto a casos que acontezcan posteriormente. Según el Derecho español, es conveniente no confundir lo que es considerado como solución derivada de la práctica judicial y la solución jurídico-positiva. En cuanto a la práctica judicial, estas instancias usan decisiones que se han dictado anteriormente para justificar sus fallos; sin embargo, en el campo jurídico-positivo no hay una obligación de hacerlo ni de justificar por qué no se hace47. Ahondando más en el tema, la teoría hartiana concibe el Derecho como un mecanismo que guía la conducta por el lenguaje, pero es consciente de que el 46 E. BULYGIN, «Sentencia judicial y creación de Derecho», en C.E. ALCHOURRÓN y E. BULYGIN, Análisis lógico y Derecho, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1991, p. 355. 47 R. DE ASÍS ROIG, «La creación del Derecho», en G. PECES-BARBA MARTÍNEZ, E. FERNÁNDEZ GARCÍA y R. DE ASÍS ROIG, con la colaboración de M.J. Fariñas, A. Llamas, J. Ansuátegui, J.P. Rodríguez y J.M. Sauca, Curso de Teoría del Derecho, cit., pp. 214 y ss.

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ámbito discrecional que deja puede llegar a ser muy amplio, produciéndose una conclusión que, aun cuando no sea arbitraria ni irracional, sea una elección. En la línea marcada –hagamos memoria–, Hart48 suscribe que da igual la técnica, el precedente o la legislación que se utilice para comunicar criterios de conducta y, por mucho que actúen sin ningún obstáculo en los casos ordinarios, en los puntos en los que se cuestione su aplicación, las pautas resultarán ser indeterminadas y tendrán una «textura abierta». Así, para ser resueltos, los casos difíciles requieren la actuación de una discreción fuerte como elección entre alternativas. En contrapartida, Dworkin49 contempla el Derecho desde la posición del que entiende el sentido de la práctica social en la que consiste, siendo necesario interpretar las pautas y los hechos en relación con el contexto de los principios que los justifican, además de conocer el propósito del Derecho. Los modelos de interpretación general serían dos: el conversacional y el constructivo, que se distancian por el método empleado, aunque, según esta teoría, es factible derivar el modelo conversacional a partir del constructivo. La interpretación constructiva trata de «imponer un propósito a un objeto o práctica para hacer del mismo el mejor ejemplo posible de la forma o género al cual se considere que pertenece… La interpretación creativa, desde una perspectiva constructiva, se ocupa de la interacción entre el propósito y el objeto», de modo que el razonamiento jurídico es un ejercicio de interpretación constructiva. Sobre lo expuesto, conviene hacer algunas precisiones históricas. Si nos situamos en el pensamiento del realismo jurídico norteamericano, describir el Derecho en términos de profecías supone una ruptura con el enfoque tradicional que conectaba de alguna forma el Derecho con la Moral y la lógica. Las palabras del juez Holmes50 vienen a confirmar la tesis realista de que lo que conviene estudiar es lo que los juristas hacen y no lo que dicen que hacen. Así, Holmes no intenta dar una definición del Derecho, sino un nuevo enfoque de su estudio, de la Ciencia del Derecho. Precisamente, lo que echa en falta es más Jurisprudencia, una concepción filosófica global que recupere la tradición kantiana y cartesiana, siendo más novedoso su planteamiento de lo que deben ser los estudios del Derecho que el concepto de Derecho, que no perfila bien. A lo que se invita es a concentrar el estudio sobre el comportamiento de los jueces, por cuanto lo que importa es el Derecho en funcionamiento y no en el papel. Éste fue el principal mensaje a los juristas y con él abrió una nueva vía a los estudios jurídicos. 48 H.L.A. HART (en El concepto de Derecho, cit., p. 159) dice que «en materia de reglas jurídicas los criterios de relevancia y proximidad de parecido dependen de muchos factores complejos que se dan a lo largo del sistema jurídico, y de los propósitos u objetivos que pueden ser atribuidos a la regla. Caracterizar esto sería caracterizar lo que tiene de específico o peculiar el razonamiento jurídico». 49 R. DWORKIN, El imperio de la justicia. De la teoría del Derecho, de las decisiones e interpretaciones de los jueces y de la integridad política y legal como clave de la teoría y práctica, trad. de C. Ferrari, Gedisa, Barcelona, 1997, pp. 49 y ss., y 64 y ss. 50 HOLMES, La senda del Derecho, prólogo de E.A. Russo, versión castellana, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1975, pp. 44 y ss.

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No obstante, Holmes51 no hubiera suministrado orientaciones metodológicas y metódicas de mayor valor si se hubiera limitado a señalar que la Jurisprudencia opera como el oráculo del Derecho. El autor va más allá, «las consideraciones verbales efectuadas por los jueces al dictar sus sentencias y dar razón de las mismas –opina– no corresponden habitualmente a las motivaciones reales, a los verdaderos factores, que inclinaron su ánimo hacia una determinada dirección. Estas razones permanecen ocultas». El Derecho no es lógica –dirá–. Si la primera falacia en que incurren habitualmente los estudios de Derecho es la de confundirlo con la Moral, la segunda suele consistir en reducir el Derecho a lógica y pensar que un sistema jurídico puede ser construido a partir de ciertos axiomas generales de conducta52. La forma y el método de la lógica satisfacen la certidumbre y tranquilidad que posee toda mente humana, «pero generalmente la certidumbre no es más que ilusión y la tranquilidad no es el destino del hombre». La tarea de la Ciencia del Derecho es la predicción del comportamiento judicial, no cabiendo si buscamos el apoyo únicamente en el estudio del Derecho legislado y en la lógica. Las motivaciones que inducen a los jueces son muy variadas y, por eso, el jurista debe ir más allá y estudiar también los condicionamientos sociales, políticos y económicos que influyen en la actividad jurisdiccional. Habrá que abrirse al estudio de todos los factores que gravitan a la hora de dictar una sentencia, tal es el núcleo de la concepción realista expresada, de forma embrionaria, en la citada conferencia de Holmes, titulada La senda del Derecho. Ella reflejaba, como decía Twining53, el sentimiento, cada vez más amplio, de un nuevo enfoque del Derecho que otorga un mayor papel a nociones como propósito, rol, función, decisión o técnica, junto a las tradicionales de soberanía, mandato, sanción, obligación, deber, etc., expresándose un escepticismo ante los hechos y las normas. Por otro lado, desde el punto de vista de Llewellyn54, las normas jurídicas son guías para la actuación de ciudadanos y juristas, afirmaciones o enunciados de lo que deben hacer aquéllos y predicciones de lo que harán. Sin embargo, «ni la afirmación ni la predicción son a menudo verdaderas in toto. Y el primer punto del enfoque que aquí se hace es el del escepticismo en relación a su verdad en cualquier caso». Ante una norma jurídica, lo que llama una regla de papel, conviene levantar «un ojo astuto y escéptico para ver si la conducta judicial es en realidad lo que la regla de papel pretende afirmar. Se bus51 J. CUETO RÚA, «Prólogo» a J. FRANK, Derecho e incertidumbre, trad. de C.M. Bidegain, Fontamara, México, D.F., 2001, pp. 3 y ss. 52 O.W. HOLMES, La senda del Derecho, cit., pp. 29 y ss. 53 W. TWINING, «Social Science and Difussion of Law», Journal Law and Society, 32/2, 2005, pp. 203-240. 54 K. LLEWELLYN, «Una teoría del Derecho realista: el siguiente paso», trad. de P. Casanovas, en P. CASANOVAS y J.J. MORESO (eds.), El ámbito de lo jurídico. Lecturas de pensamiento jurídico contemporáneo, Crítica, Barcelona, 2000, p. 265.

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ca la práctica real en el sujeto, mediante el estudio de cómo funcionan los casos efectivamente acontecidos. Se busca determinar hasta qué punto la regla de papel es real, hasta qué punto es meramente de papel». Este planteamiento implica una concepción concreta sobre las funciones del Derecho55. Una premisa básica del concepto de Derecho de Llewellyn es su interpretación como un medio para alcanzar fines sociales. Puede concebirse como una maquinaria inventada para alcanzar objetivos, objetivos (o fines sociales) que son la supervivencia de la sociedad dentro de dos aspectos ideales, la eficiencia y la justicia. En esta dirección, cualquier parte del Derecho (que no es sólo normas, sino también instituciones, personas…) debe ser examinada en términos de propósitos y resultados. El Derecho es, esencialmente, una técnica o una institución organizada en torno a la realización de tareas, estando su concepto como institución y la naturaleza de sus funciones (Law-Jobs) en el centro del análisis realizado por Llewellyn56: «Las funciones fundamentales del Derecho son eternas. Tal vez puedan ser expresadas en una sola formulación: arreglos y ajustes de la conducta de los ciudadanos tales que la sociedad (o grupo) perviva como sociedad (o grupo) y conserve la suficiente energía para cumplir su función como sociedad (o grupo)… Lo que se quiere decir es que para mantenerse como grupo, se tienen que controlar las tendencias centrífugas cuando se quiebra aquél y se tiene que ser capaz, preventivamente, de evitar tales quiebras». El Derecho, como institución compleja, se compone de normas y técnicas, de prácticas e ideologías. Todas tienen que ver con aquellas funciones del Derecho que tienen que ser desarrolladas si la sociedad quiere sobrevivir e intentar alcanzar la justicia. Para que la sociedad, o cualquier tipo de asociación, pueda sobrevivir y realizar sus funciones tiene que realizar las que a continuación se relacionan57: a) la solución de problemas; b) la canalización preventiva de las conductas y expectativas; c) la recanalización preventiva de la conducta; d) la determinación de la autoridad y el establecimiento de procedimientos que designan la acción como dotada de autoridad; e) la organización de la sociedad como un todo, de forma que garantice la integración, la dirección y los incentivos, y f) el juristic method como manifestación que sintetiza la tarea del manejo de los instrumentos legales, de forma que contribuyan a la realización de los objetivos del Derecho. Las sociedades, para desarrollar estas funciones, articularán algunas instituciones. Una de las principales es lo que Llewellyn denomina «ley y Go-

K. LLEWELLYN, «Una teoría del Derecho realista: el siguiente paso», cit., pp. 265 y ss. K. LLEWELLYN, «The Normative, the Legal and the Law-Jobs: The Problem of Juristic Method», The Yale Law Journal, 49/8, 1940, p. 1373. 57 Una formulación similar se puede encontrar en K. LLEWELLYN, «The Normative, the Legal and The Law-Jobs: The Problem of Juristic Method», cit., pp. 1355 y ss. 55 56

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bierno». Como resume Twining58, al poner el énfasis en el hecho de que ley y Gobierno no es el único medio de llevar a cabo estas funciones, Llewellyn proporciona un recordatorio útil en el sentido de que hay otros medios para llevarlas a cabo. Los especialistas del Derecho suelen olvidar que los Tribunales no son los únicos ni los mecanismos de solución más sobresalientes de las controversias en una sociedad, de forma semejante es útil recordar que las normas son una variedad de instrumentos que pueden ser utilizados para orientar la conducta y las expectativas. No sólo son necesarias para desempañar aquellas funciones la ley y el Gobierno, también son precisos los juristas (Law’s people), unas personas que se especializan en su desempeño. Esta especialización no incluye exclusivamente la preparación jurídica, sino que, de forma más amplia, cubre la tradición, la ética profesional, la especialización y el entrenamiento. La predecibilidad del Derecho no se puede obtener del examen de las normas, ésta se basa, más bien, en la especialización de todos los operadores jurídicos. Frente a las tesis escépticas, como las de Frank, Llewellyn reafirma la predecibilidad de las decisiones judiciales. Esta predecibilidad es función de la regularidad del comportamiento judicial, identificándose catorce factores que la promueven, a saber59: unos funcionarios condicionados por el Derecho; una doctrina legal; unas técnicas doctrinales conocidas; responsabilidad del personal judicial en la (realización) de la justicia; la tradición de una respuesta única para cada caso; opiniones escritas del tribunal que informan y aconsejan a los ciudadanos; a frozen record from below; asuntos limitados; procedimientos judiciales contradictorios; la práctica de decisiones colegiadas; la seguridad de la independencia judicial promovida por el ejercicio de funciones vitalicias, y a Know Bench, el estilo jurídico de la época y la conciencia del rol judicial. De todos estos factores, los más importantes cara a la posibilidad de predicción de las decisiones judiciales son el rol y el estilo judicial. Por lo que respecta al rol judicial60, el término que se usa como adecuado es la imparcialidad, un término que describe una condición: no inclinarse hacia una de las partes, carecer de interés personal en el resultado. Pero cuando se emplea esta palabra la referencia es algo más, se quiere decir, como adición a lo anterior, recto. O sea, una actitud positiva y activa; el juez tiene que hacer todo lo que esté en su mano para ver el asunto con imparcialidad y con la vista puesta en las partes litigantes y en todos nosotros. Con ello se hace referencia a otra actitud, a ser abierto, a estar dispuesto a oír, a ser informado, a ser persuadido, a responder con buenas razones. El rol judicial es tan relevante porque es el mayor frente al uso de la libertad judicial. El elemento humano no queda elimi58 W. TWINING, «Law in our Society», en W. TWINING, Karl Llewellyn and the Realist Movement, cit., pp. 200 y ss. 59 W. TWINING, «The Common Law Tradition», cit., pp. 203-269. 60 H. DAVIES y D. HOLDCROFT, Jurisprudence. Texts and Commentary, Butterworths-Heinemann, Londres, 1991, p. 460.

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nado, enmarcándose dentro de aquél, de lo que se espera que hará un juez que cumpla con su papel. El otro factor capital que permite o promueve la regularidad de las decisiones judiciales y, con ella, la posibilidad de predecirlas es el estilo judicial, la clase de razonamiento que se impone en cada época. No se trata, por tanto, del estilo literario, sino de los métodos que siguen los jueces para tomar decisiones. Dos son los posibles estilos: el formal y el gran estilo. El formal se basa más en las normas legales que en una percepción de las demandas de la política pública («la política es para los Parlamentos; lo nuestro son las normas»). El estilo formal es el que demanda una ideología ortodoxa de la que desaparece todo, salvo las normas que se aplican deductivamente al caso, mecánicamente. Por el contrario, el gran estilo deriva de la apelación del juez a la razón61. El gran estilo minimiza la incertidumbre y reduce todo tipo de conflictos entre las demandas de la justicia y los mandatos de las autoridades. Se parte del precedente (o normas), pero el precedente no se aplica mecánicamente, se le confronta con tres variantes de razones antes de ser aceptado y aplicado: la reputación del juez que elaboró la opinión; el principio en el sentido característico del gran estilo, es decir, no sólo como principio de ordenación o de sistematización, sino como principio que da sentido; y la política, referida al examen de las consecuencias de la regla. Se trata de una «constante búsqueda de la mejor regla aplicable, que guíe el futuro, regla que tiene que construirse sobre lo mejor que nos ofrece el pasado. La búsqueda consiste en un constante reexamen y reconstrucción de una herencia que puede generar no sólo solidez, sino remedio para el presente y para el día de mañana». Los jueces que adoptan el gran estilo muestran lo que Llewellyn denomina «sentido de la situación». Examinan cada caso no como individual, sino como un caso que puede suponer dotarnos de una regla como referencia en el futuro. Tal vez Dworkin, cuando habla del juez Hércules, esté pensando en el gran estilo de Llewellyn. 3.

LA ARGUMENTACIÓN

JURÍDICA

Con ayuda de la metodología descrita, se supone que hemos sido capaces de detectar los factores que nos causan perplejidad en un texto normativo. Conocemos el origen o la causa de nuestras dudas y tenemos a nuestra disposición técnicas interpretativas que a lo largo de la historia han ido formulando la doctrina, la jurisprudencia y los legisladores. Pero ello no resuelve el conflicto, ya que una cosa es diagnosticar bien una cuestión y otra diferente es darla una solución, porque, detectado un problema, el intérprete tiene que someter la duda que se le suscita en un proceso de justificación a las posibles interpreta-

61

K. LLEWELLYN, «The Common Law Tradition», cit., pp. 203 y ss.

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ciones, y tiene que proceder a construir y sopesar argumentos a favor y en contra de cada interpretación factible. De ahí que los procesos interpretativo y aplicativo de las normas jurídicas no sean posibles sin el recurso a la argumentación, o sea, a la justificación racional de la interpretación y de la solución por la que se opta, teniendo en cuenta que una de las herramientas más valiosas del jurista es su capacidad argumentativa. Mucho de lo que se puede decir de la argumentación jurídica pertenece al ámbito de la argumentación en general, por lo que bastaría hasta cierto punto remitirnos a las investigaciones y trabajos en el campo de la lógica. No obstante, parece conveniente enumerar algunas de sus especificidades. La argumentación en la interpretación es una especie del razonamiento práctico, es decir, trata de ofrecer y sopesar las razones a favor o en contra de actuar en un sentido concreto. Para MacCormick62, los argumentos en contextos prácticos se dirigen usualmente a persuadir, y subrayando el propósito práctico de la persuasión que tiene la argumentación jurídica hay igualmente una función de justificación de la demanda, de la contrademanda y de la decisión judicial. De ahí –estima MacCormick– que la noción esencial es la de dar (lo que se concibe y se presenta como) buenas razones que justifiquen las demandas, contrademandas y fallos. El proceso que conviene estudiar es el proceso de la argumentación como un proceso de justificación. Así pues, la argumentación jurídica no tiene que ver con la descripción o explicación de los hechos, sus conclusiones son normativas, se refieren a cómo debe actuar un sujeto. Esto es lo que hace que las conclusiones no se refieran a necesidades lógicas, la trascendencia de los argumentos prácticos provienen de su mayor o menor peso generado acumulativamente a favor de una u otra hipótesis interpretativa. Se suele decir que la argumentación jurídica abarca tres variedades de razonamiento: el deductivo, el inductivo y por analogía, pudiendo cada uno de los argumentos conducir a conclusiones iguales o diferentes. Se dice que la gente argumenta cuando, partiendo de premisas, se deduce una conclusión. La argumentación es un proceso de inferencia en virtud del cual por premisas conocidas o verdaderas se llega a otra verdad diferente, siendo ineludible la inferencia en el razonamiento deductivo y contingente en el inductivo. El razonamiento inductivo es aquel en el que las premisas no determinan necesariamente una conclusión, sino que la orientan o la apoyan. Es un argumento cuya conclusión es contingente, el hecho de que se disponga de varios supuestos resueltos de forma similar no significa que no pueda aparecer un supuesto nuevo que la altere. Como aportaran Twining y Miers63, pensando en el precedente, en el mundo de los hechos, el razonamiento inductivo tiene que ver con las probabilidades; en los contextos normativos es más preciso hablar de 62 63

N. MACCORMICK, Legal Reasoning and Legal Theory, cit., pp 14 y 15. W. TWINING y D. MIERS, How to Do Things with Rules, cit., p. 260.

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fuerza o compulsión (cogency) de razones (no conclusivas). De este modo, si son decisiones de un mismo tribunal, tener tres casos en apoyo de una proposición es más fuerte que tener uno solo. Mas el argumento por antonomasia en el razonamiento jurídico es el deductivo. En una inferencia válida deductivamente –considera Atienza64–, si las premisas son verdaderas, también es verdadera la conclusión. Esa noción de argumento parece, en principio, aplicarse a los diversos contextos jurídicos. Así, la decisión del juez, o de cualquier otro aplicador del Derecho, se suele presentar como el resultado de una operación lógica, a partir de la norma (premisa mayor) y de unos hechos que se estiman probados (premisa menor) se llega a la conclusión (fallo). De un fallo judicial que no adoptase esta forma deductiva diríamos que carece de justificación. No obstante y desde hace tiempo, se ha puesto de relieve la insuficiencia del razonamiento deductivo en la argumentación jurídica que Atienza65 extracta así: «1) No dice nada sobre cómo establecer las premisas, esto es, parte de ellas como de algo ya dado; 2) no dice en rigor tampoco nada sobre cómo pasar de las premisas a la conclusión, sino que únicamente da criterios sobre si un determinado paso está o no autorizado; digamos que no tiene valor heurístico, sino de prueba, no opera en el contexto de descubrimiento, sino en el de justificación; 3) es dudoso –o al menos, muchas veces se ha dudado– que quepa una inferencia normativa, esto es, una inferencia en que al menos una de las premisas y la conclusión sean normas (o sea, enunciados no susceptibles de ser calificados como verdaderos o falsos), como ocurre en el silogismo judicial (y, en general, en el silogismo práctico-normativo); 4) sólo suministra criterios formales de corrección: un juez que utilice como premisas, por un lado, una norma manifiestamente inválida y, por otro, un relato de los hechos que contradice frontalmente la realidad, no estaría atentando contra la lógica; 5) no permite considerar como argumentos válidos aquellos en los que el paso de las premisas a la conclusión no tiene carácter necesario, aunque sea altamente plausible; 6) no permite dar cuenta tampoco de una de las formas más típicas de argumentar en el Derecho (y fuera del Derecho): la analogía; 7) no determina, en el mejor de los casos, la decisión en cuanto tal (por ejemplo, ‘‘condeno a S a la pena Z’’), sino el enunciado normativo que es la conclusión del silogismo judicial (‘‘debo condenar a S a la pena Z’’): un enunciado como ‘‘debo condenar a S a la pena Z, pero no le condeno’’ no representaría una contradicción de tipo lógico; etcétera». Estas limitaciones del razonamiento deductivo han sido alegadas para poner de relieve sus insuficiencias y la necesidad de ampliar los recursos argumentativos. Es verdad que, en los supuestos más simples, la labor del juez pue64 65

M. ATIENZA RODRÍGUEZ, «Argumentación jurídica», cit., p. 232. M. ATIENZA RODRÍGUEZ, «Argumentación jurídica», cit., pp. 232 y 233.

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de culminar apoyándose en un razonamiento deductivo a partir de unas premisas constituidas por los textos normativos. Es lo que MacCormick denomina justificación de primer orden, la cual es factible y válida en la argumentación jurídica, siendo el primer e imprescindible recurso que ha de emplear el intérprete allí donde se encuentre con una regla aplicable al caso en cuestión y de la que pueda inferir una conclusión. Mas esta justificación puede no ser suficiente en supuestos que exigen otro tipo de justificaciones. A esta clase de justificaciones se refieren autores como Alexy66, Summers67 o Dworkin68. Para MacCormick69, cuando la justificación de primer orden es insuficiente, se debe acudir a una de segundo orden que tiene que suponer justificar opciones entre posibles decisiones rivales, éstas se han de producir en el seno del contexto específico de un sistema legal operativo que impone algunas limitaciones obvias al proceso. En efecto, el procedimiento para escoger entre las diferentes alternativas interpretativas es el de comparar las distintas interpretaciones, y rechazar aquellas que no consigan pasar el test aplicable70: el test de su coherencia con el mundo (make sense with the world) y el test de su coherencia con el ordenamiento jurídico. En el test de la coherencia con el mundo, se trata de examinar las consecuencias que producirá previsiblemente en la sociedad cada una de las alternativas que se le ofrecen al intérprete. Es, por consiguiente, un tipo de razonamiento que tiene las características71 de ser un modo consecuencialista de argumentación, en el sentido de que toma en cuenta las consecuencias, beneficiosas y perjudiciales, que se seguirían para la sociedad si se opta por una u otra alternativa. Es un modo de argumentar intrínsecamente evaluativo al preguntarse por su aceptabilidad o inaceptabilidad de acuerdo con criterios como la justicia, el sentido común, la política perseguida, la conveniencia… Y es un modo subjetivo, por lo menos parcialmente, puesto que los jueces, al evaluar las consecuencias, pueden dar un peso diferente a los criterios referidos con anterioridad, sin que sea sorprendente que los jueces difieran en sus conclusiones. Por lo que se refiere a su coherencia con el ordenamiento jurídico, MacCormick72 cree que la idea básica es la del sistema legal como un cuerpo consistente y coherente de normas cuya observancia asegura objetivos valiosos que pueden ser alcanzados inteligentemente. Por eso, la interpretación tiene que ser 66 R. ALEXY, Teoría de la argumentación jurídica, trad. de M. Atienza e I. Espejo, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1997. 67 R.S. SUMMERS, «Two Types of Substantive Reasons: the Core of a Theory of Common-Law Justification», Cornell Law Review, 63/5, 1978, pp. 707-788. 68 R. DWORKIN, El imperio de la justicia. De la teoría del Derecho, de las decisiones e interpretaciones de los jueces y de la integridad política y legal como clave de la teoría y práctica, cit.; ÍD., Los derechos en serio, trad. de M. Guastavino, Ariel, Barcelona, 2002. 69 N. MACCORMICK, Legal Reasoning and Legal Theory, cit., p. 101. 70 N. MACCORMICK, Legal Reasoning and Legal Theory, cit., p. 103. 71 N. MACCORMICK, Legal Reasoning and Legal Theory, cit., p. 105. 72 N. MACCORMICK, Legal Reasoning and Legal Theory, cit., p. 106.

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coherente y consistente, «utilizo –dice– la idea de un cuerpo consistente de normas en sentido estricto: por muy deseable que pueda ser desde la perspectiva de las consecuencias, una decisión no debe ser adoptada si es contradictoria respecto a alguna regla del sistema válida y vinculante». Uno puede imaginarse toda una serie de normas, ninguna de las cuales contradice a otra, sin embargo, tomadas en su conjunto, suponen perseguir una política o un valor ininteligible. Por ejemplo, sería consistente, pero incoherente, una norma que prohibiera circular a los automóviles amarillos a más de 100 kilómetros/hora y permitiera ir a los verdes a 120 kilómetros/hora. Este es el método interpretativo que sugiere MacCormick y que, en cierto grado, coincide con las propuestas de Summer y Alexy. Las propuestas expuestas deben contrastarse con estudios empíricos sobre el razonamiento que se emplea por los jueces de cada sistema. Este es el caso del trabajo de Ezquiaga Ganuzas73, que pone de relieve la variedad de argumentos usados por nuestros jueces constitucionales. En realidad, tanto los jueces como los abogados emplean los más variados argumentos a favor o en contra de una interpretación o una aplicación normativa. Ello es posible porque, como decía Wisdom74, el proceso de argumentación no es una cadena de un razonamiento demostrativo, las razones son como las patas de una silla. ¿Cuáles son las más convenientes? La situación es diferente para un juez (con una disciplina legal, por flexible que sea, de las técnicas a utilizar) o para un abogado, ya que no hay que olvidar que éste tiene como objetivo persuadir a los funcionarios de la corrección de las interpretaciones que más favorezcan los intereses de sus clientes. Por lo tanto, sus argumentaciones son una mezcla o combinación de argumentos puramente racionales junto con argumentos emotivos o persuasivos. De donde se desprende que, cara a la argumentación de los abogados, las tres reglas que se suelen dar son75: a) estudiar la composición del tribunal; b) concentrar los argumentos en lo principal, y c) tener siempre en cuenta que en la declaración de los hechos está la clave del proceso.

73 F.J. EZQUIAGA GANUZAS, La argumentación en la justicia constitucional española, Instituto Vasco de Administración Pública, Bilbao, 1987, pp. 35-383. 74 J. WISDOM, Logical Construction, Random House, Nueva York, 1969, pp. 102 y ss. 75 W. TWINING y D. MIERS, How to Do Things with Rules, cit., pp. 274 y ss.

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LOS VALORES SUPERIORES DEL DERECHO COMO PROCESO NORMATIVO

1.

ESTADO

Y VALORES SUPERIORES

Para abordar el estudio de los valores superiores de cualquier ordenamiento jurídico y, por lo tanto, del proceso al que se ven sometidas las normas jurídicas que lo componen desde el principio de su creación, hay que comprender correctamente el sentido del Estado en el que se encuadran, sin perder de vista la perspectiva histórica1. Desde Kant, no era una mera categoría formal, naciendo como una fórmula de compromiso que implicaba aunar diversas garantías formales con otras materiales. Frente a esta noción de Estado de Derecho, se fueron desarrollando otras orientaciones como la hegeliana, en la que la absolutización del Estado negaba la preeminencia de la soberanía nacional y de los derechos humanos, o la publicista alemana del siglo XIX que, abandonando la concepción kantiana del Estado limitado por la razón, fue eliminando progresivamente del concepto de Estado de Derecho las exigencias morales referidas para dejarlo reducido al que se limita por el Derecho, con independencia del contenido. El punto final de la degeneración de su idea primitiva lo conformó la pretensión de los sistemas totalitarios de presentarse como Estados de Derecho2. En efecto, en la época de los totalitarismos, se intentó dar una definición formal, prescindiendo de contenidos y valores concretos. Un sector de la cien1 L. HENSCHLING, État de droit=Rechtsstaat=Rule of Law, Dalloz, París, 2002, pp. 30 y ss.; A.E. PÉREZ LUÑO, Derechos humanos, Estado de Derecho y Constitución, Tecnos, Madrid, 2005, pp. 214 y ss.; D. ZOLO, «Teoria e critica dello statu», en P. Costa y D. Zolo (dirs.), Lo stato di diritto. Storia, teoria, critica, Feltrinelli, Milán, 2003, pp. 17 y ss. Igualmente, ver J. CHEVALIER, L’État de droit, Montchrestien, París, 1992; O. JOUANJAN (dir.), Figures de l’État de droit. Le Rechtsstaat dans l’histoire intellectuelle et constitutionnelle de l’Allemagne, Presses Universitaires de Strasbourg, Estrasburgo, 2001. 2 L.A. GONZÁLEZ PRIETO, «El franquismo y el Estado de Derecho», Sistema, 187, 2005, pp. 3-34. Y, en concreto, ver I. KANT, La metafísica de las costumbres, trad. y notas de A. Cortina Orts y J. Conill Sancho, estudio preliminar de A. Cortina Orts, Tecnos, Madrid, 2008, Primera parte, «Introducción a la Metafísica de las costumbres», IV, y Segunda parte, «Introducción a la Doctrina de la virtud», III.

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cia constitucional de aquel tiempo –corrobora Zagrebelsky3– tenía interés en enlazar con la tradición decimonónica y presentarse con un aspecto legal. Incluso se llegó a sostener que los regímenes totalitarios eran la restauración del Estado de Derecho como Estado que actuaba para imponer con eficacia el Derecho en las relaciones sociales frente a las tendencias a la ilegalidad nutridas por la fragmentación y la anarquía social. De esta forma, el calificativo de Estado de Derecho se podría aplicar a cualquier Estado, como el hitleriano, o a cualquier sistema fascista, siempre que excluyese la arbitrariedad y garantizase el respeto a las leyes, por monstruoso o infame que fuera su contenido. En conformidad con lo manifestado, el Estado de Derecho puede concebirse restringidamente, como gobierno de las leyes y separación de poderes, o ampliamente, incluyendo connotaciones sustantivas, como el reconocimiento y la garantía de los derechos fundamentales. De otro lado, se ha mostrado en primer término como Estado liberal de Derecho, en el que los derechos reconocidos y garantizados equivalían a los de libertad, identificados, en buena parte, con los de la burguesía. Eran los derechos frente al Estado, que simbolizaban el establecimiento de un ámbito de autonomía amplio en forma de derechos que impidiera la invasión estatal, plasmados en los derechos civiles para todos. Y en cuanto a la legalidad de la Administración, se pretendía erradicar las más flagrantes arbitrariedades de los poderes públicos y limitar su actividad. Aquélla, para intervenir en la esfera social o en el orden económico, tenía que estar especialmente habilitada por una ley. Su capacidad dependía de leyes de autorización, si para los ciudadanos todo lo que no estaba prohibido estaba permitido, a la Administración se le aplicaba el principio contrario y sólo podía actuar si previamente estaba habilitada por una ley4. Con la llegada de la democracia, el interrogante es ¿cuál es la relación que guardan el Estado de Derecho y el democrático? Se piensa que el Estado de Derecho implica la democracia, pero no es de esta manera, ya que ambos tienen su inicio en momentos históricos distintos, con lo que el primero no tiene que asumir el sistema democrático para seguir siendo tal. Además, a la democracia como fin (la igualdad) se contrapone el Estado de Derecho como medio (la seguridad de las normas); y al Estado de Derecho como fin (la libertad) es contraponible la democracia como medio (las reglas de juego)5. Por consiguien3

G. ZAGREBELSKY, El Derecho dúctil. Ley, derechos, justicia, trad. de M. Gascón, Trotta, Madrid, 2009,

p. 22. 4 E. Fernández diferencia dos tipos de liberalismo: el clásico, descrito por Locke en el siglo XVII y desenvuelto durante los dos siglos siguientes, en el cual el individuo es el que tiene la primacía sin admitir actuaciones de los poderes públicos que limiten su autonomía; y el consagrado en el siglo XX, que con el paso del tiempo dio lugar al Estado social o de bienestar social (E. FERNÁNDEZ GARCÍA, La obediencia al Derecho, Civitas, Madrid, 1998, pp. 229 y ss.; G. PECES-BARBA MARTÍNEZ, «Derecho y fuerza», en G. PECES-BARBA MARTÍNEZ, E. FERNÁNDEZ GARCÍA y R. DE ASÍS ROIG, con la colaboración de M.J. Fariñas, A. Llamas, J. Ansuátegui, J.P. Rodríguez y J.M. Sauca, Curso de Teoría del Derecho, Marcial Pons, 2000, pp. 108 y ss.). 5 R. GARCÍA COTARELO, En torno a la teoría de la democracia, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1990, p. 15; Ph. PETTIT, «Deliberative Democracy, the Discursive Dilemma, and Republican Theory»,

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te, cada uno tiene unas peculiaridades distintas6. No obstante, ¿significa lo dicho que contienen elementos contradictorios y, por eso, excluyentes? Pues bien, ello no es así, ya que no hay que olvidar que ambos participan de un contenido común, el de la libertad de los ciudadanos7. Avanzando en el hilo de la argumentación, la principal manifestación del Estado de Derecho es la que constituye una forma garantista que incorpora elementos finales por la regulación de los derechos fundamentales de la persona en la medida en que la trata como un fin en sí mismo. Incluso, no hay que dejar de ver que, desde la acción moral y de fines, la democracia se conjuga con el Estado de Derecho y postula fórmulas emancipatorias8. Más tarde, entre la I y la II Guerra Mundial, y frente a las primeras críticas contra el Estado liberal desde la vertiente autoritaria de C. Schmitt9, apareció en Europa el Estado social de Derecho, que conllevaba un nuevo enfoque de las relaciones Estado-sociedad y que convirtió los dos órdenes, independientes y autónomos, en dos órdenes tan interrelacionados que el Estado asumió la responsabilidad de la dirección social y de la procura existencial de la que hablaba Forsthoff10. Un marco en el que, dadas las insuficiencias e incapacidades, los famosos fallos del mercado, tuvo que asumir la función de lograr una sociedad más integrada, más equilibrada y más justa. En el plano jurídico-institucional, debió afrontar su cometido de remodelar la sociedad con pleno sometimiento a los condicionamientos y limitaciones del Estado de Derecho, pero suponía la consagración de un nuevo principio de legitimidad. El liberal la obtenía a través del respeto a los límites impuestos a su actuación, y el social se justificaba por sus acciones, por las prestaciones que promete el Estado y demanda como derecho el ciudadano. De forma que la lealtad ciudadaen J.S. FISHKIN y P. LASLETT (eds.), Debating Deliberative Democracy, Blackwell Publishing, Malden (Massachusetts), 2003, pp. 138 y ss. 6 La democracia –considera Böckenförde– se refiere a la formación, a la legitimación y al control de los órganos que ejercen el poder organizado del Estado y que llevan a cabo las tareas que se le encomiendan, siendo un principio configurador de carácter orgánico y formal. Por el contrario, el Estado de Derecho responde a cuáles son la esfera y la forma en las que debe ejercitarse el poder. Lo que le interesa es su limitación y sujeción para garantizar la libertad individual y social, principio que posee una naturaleza ambivalente de carácter sustantivo y procedimental (E.W. BÖCKENFÖRDE, «La democracia como principio constitucional», en E.W. BÖCKENFÖRDE, Estudios sobre el Estado de Derecho y la democracia, prólogo y trad. de R. de Agapito Serrano, Trotta, Madrid, 2000, p. 119). 7 E.W. BÖCKENFÖRDE, «La democracia como principio constitucional», cit., p. 121; R.M. GLASSMAN, Democracy and Equality. Theories and Programs for the Modern World, Praeger, Nueva York, 1989, pp. 157 y ss. 8 N. BOBBIO, Liberalismo y democracia, trad. de J. Fernández Santillán, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2009, pp. 32 y 33; ÍD., Igualdad y libertad, introducción de G. Peces-Barba Martínez, trad. de P. Aragón Rincón, Instituto de Ciencias de la Educación de la Universidad Autónoma de Barcelona-Paidós, Barcelona, 2000, p. 117; R. GARCÍA COTARELO, En torno a la teoría de la democracia, cit., p. 16. 9 J.A. ESTÉVEZ ARAÚJO, La crisis del Estado liberal de Derecho. Schmitt en Weimar, Ariel, Barcelona, 1989, pp. 123 y ss. 10 E. FORSTHOFF, «Concepto y esencia del Estado social del Derecho», en W. ABENDROTH, E. FORSTHOFF y K. DOEHRING, El Estado social, trad. de J. Puente Egido, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1986, pp. 71 y ss.

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na, que es condición para una legitimidad duradera, no se conseguía ya solamente mediante la referencia a unos valores, sino que era preciso añadir la eficacia en la producción y redistribución de bienes y servicios11. Todo esto acarreaba una reinterpretación, implicando formular un concepto más rico de ciudadanía, que exigía liberar a la Administración de un buen número de limitaciones que dificultaban su intervención en el orden social y económico. Si en el Estado liberal de Derecho el Parlamento era el órgano central del sistema, aquí el Ejecutivo se convierte en el gran protagonista12. Sin perder de vista lo expuesto, nuestra Constitución proclama que España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho. Sin embargo, la fórmula no es irrefutable, hay coincidencia en que el artículo 1.1 supera el Estado liberal y proclama el Estado social de Derecho, comenzando la polémica cuando nos preguntamos por el significado del término democrático. Para E. Díaz13, el Estado democrático de Derecho es una modalidad de Estado de Derecho diversa del Estado social, una alternativa todavía no realizada y superadora de sus insuficiencias. El orden de los términos tiene una significación diferente respecto de aquellas Constituciones que, como la Ley Fundamental de Bonn, hablan del Estado democrático y social de Derecho. Para otros, como Pérez Luño14, el distinto orden carece de importancia, por lo que la fórmula lo que pretende es reforzar algunos principios (participación, pluralismo, etc.) dentro del mismo modelo. Y de manera muy detallada, Peces-Barba15 describe las notas que debe reunir esta variante de Estado, si bien se trata de un modelo abierto y por construir: 1) soberanía popular, de la que emanan todos los poderes del Estado; 2) legitimación de los gobernantes por elecciones periódicas valiéndose del sufragio universal, y pluralismo de opciones; 3) sometimiento de 11 H. HELLER, Teoría del Estado, edic. y estudio preliminar de J.L. Monereo Pérez, trad. de G. Niemeyer, Comares, Granada, 2004; L. VON STEIN, Movimientos sociales y Monarquía, trad. de E. Tierno Galván, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1987. Al respecto, ver también G. PECES-BARBA MARTÍNEZ, «Los derechos económicos, sociales y culturales: apunte para su formación histórica y su concepto», en G. PECES-BARBA MARTÍNEZ, Derechos sociales y positivismo jurídico. (Escritos de Filosofía Jurídica y Política), Instituto de Derechos Humanos «Bartolomé de las Casas» de la Universidad Carlos III de Madrid-Dykinson, Madrid, 1999, pp. 34 y ss. 12 Ver algunas de las manifestaciones de T.H. MARSHALL, Social Policy in the Twentieth Century, Hutchinson, Londres, 1985; y la obra de J. MARTÍNEZ DE PISÓN, Políticas de bienestar. Un estudio sobre los derechos sociales, Universidad de La Rioja-Tecnos, Madrid, 1998. Sobre la crisis del Estado social, ver V. ZAPATERO, «El futuro del Estado social», en VV.AA., El futuro del socialismo, Sistema, Madrid, 1986, pp. 65 y ss. 13 E. DÍAZ, Estado de Derecho y sociedad democrática, Taurus, Madrid, 1998; ÍD., «El Estado democrático de Derecho en la Constitución española de 1978», Sistema, 41, 1981, pp. 41 y ss. Ver la crítica de A. GARRORENA MORALES, El Estado español como Estado social y democrático de Derecho, Tecnos, Madrid, 1998, pp. 224 y ss. 14 A.E. PÉREZ LUÑO, «Sobre el Estado de Derecho y su significación constitucional», Sistema, 57, 1983, pp. 51 -76; ÍD., Derechos humanos, Estado de Derecho y Constitución, cit., pp. 234-237 y, en especial, pp. 236 y 237. 15 G. PECES-BARBA MARTÍNEZ, Los valores superiores, Tecnos, Madrid, 1986, pp. 62-65. Desde un punto de vista sincrético, se pronuncia M. GARCÍA PELAYO, Las transformaciones del Estado contemporáneo, Alianza, Madrid, 2005, pp. 92 y ss.

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los gobernantes a la ley, jerarquía de las normas, control judicial de sus decisiones y responsabilidad por sus actos y decisiones; 4) preservación de la Constitución por el Tribunal Constitucional; 5) separación de poderes; 6) reconocimiento y protección de los derechos fundamentales, con incorporación de los nuevos derechos económicos, sociales y culturales; 7) función promocional de los poderes públicos que impulse las condiciones y remueva los obstáculos para la igualdad entre los ciudadanos; 8) intervención de los poderes públicos en la organización económica con posibilidad de planificación y con subordinación de toda la economía del país al interés general, y 9) potenciación de las organizaciones sociales y culturales de los sindicatos y de otras fuerzas sociales favoreciendo su participación en la educación, en la planificación y en el control de los servicios públicos que afecten a la calidad de vida de los ciudadanos. Esta fórmula política del Estado viene aunada con la existencia de los valores superiores del ordenamiento jurídico antes aludidos, los cuales constituyen su expresión jurídica, como da a conocer el artículo 1.1 de la CE, que estipula que los valores superiores del ordenamiento jurídico español son «la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político». En concreto, hay que matizar que la justicia material englobaría la libertad y la igualdad, y que la justicia formal vendría conformada por la seguridad, con algunas puntualizaciones porque se liga a los bienes jurídicos básicos cuyo aseguramiento se juzga social y políticamente necesario, siendo el pluralismo político una manifestación de la libertad16. 2. 2.1.

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Una de las características del Derecho es que delimita la esfera de la libertad de los ciudadanos, por lo que una de las valoraciones morales que se hace de él se refiere a la justificación del mayor o menor ámbito de autonomía que se deja en manos del ciudadano, y del mayor o menor espacio de intervención que se reserva el poder. La justicia o injusticia de un orden jurídico está, pues, íntimamente unida a la idea de libertad. 16 G. PECES-BARBA MARTÍNEZ, Los valores superiores, cit., pp. 26 y ss.; A.E. PÉREZ LUÑO, con la colaboración de C. Alarcón Cabrera, R. González-Tablas y A. Ruiz de la Cuesta, Teoría del Derecho. Una concepción de la experiencia jurídica, Tecnos, Madrid, 2009, p. 221. Sobre el tema, ver A. LLAMAS CASCÓN, Los valores jurídicos como ordenamiento material, prólogo de G. Peces-Barba Martínez, Universidad Carlos III de Madrid-Boletín Oficial del Estado, Madrid, 1993; y J. SANTAMARÍA IBEAS, Los valores superiores en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. Libertad, justicia, igualdad y pluralismo político, prólogo de G. Peces-Barba Martínez, Universidad de Burgos-Dykinson, Madrid, 1997. A lo largo del capítulo se advierte que, en la Constitución, la solidaridad no aparece reflejada en el artículo 1.1, aun cuando desempeña el papel en los Estados contemporáneos de valor superior de la organización jurídica de las sociedades y de fundamentación de los derechos de cuarta generación.

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A lo largo de la historia se ha cuestionado la posibilidad de la libertad humana. Frente a las grandes afirmaciones de Kant, o la más moderna y radical de Sartre, no han faltado concepciones deterministas del existir humano que, de la mano de Spinoza, y en cierto sentido de Montesquieu, sustentaban la existencia de una legalidad natural y una legalidad social que determinan, para algunos, o condicionan, para otros, el comportamiento del ser humano. Pero, en términos generales, a lo largo de la historia el ser humano ha tratado de fundamentar su derecho a la libertad, dando por supuesto que, aunque condicionados, sus actos y decisiones pueden y deben ser libres. Ha sido la pauta de la libertad la que ha movilizado a millones de seres humanos a lo largo de los siglos, siendo la lucha por ella la que ha dado grandes gestas de individuos, clases o colectivos. Es la conciencia de la posibilidad y necesidad de progresar en la liberación humana la que da sentido a las más ambiciosas filosofías políticas de la actualidad; sin embargo, esta presencia innegable del ideal de libertad no se basa en un concepto unívoco y permanente. La idea que explicita Pericles en su famosa oración fúnebre no es la de un J.S. Mill o un Tocqueville. Cada época, cada colectivo o cada clase social ha luchado por su libertad, aun cuando todas podrían reconducirse a dos grandes conceptos17. En febrero de 1819, en el Ateneo de París, Constant pronunció una conferencia titulada De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos18, llamada a tener un enorme influjo. Como hiciera ya con sus Principios de política, quiso contestar desde una perspectiva liberal al planteamiento de Rousseau, y del abate Mably, en torno a la soberanía popular. Según Constant19, cuando en El contrato social Rousseau mantuvo la concepción ilimitada de la voluntad general, sembró la simiente de un nuevo despotismo: «el reconocimiento abstracto de la soberanía del pueblo no aumenta en nada el monto de la libertad de los individuos y, si se dan unas dimensiones indebidas de esta soberanía, se puede perder la libertad a pesar del principio, o incluso a causa de este mismo principio». Cuando, en legítima pugna con el despotismo, se establece que la soberanía popular es ilimitada –insistía Constant– se crea, con independencia de quién sea su titular, un poder demasiado grande. Es cierto que ningún individuo y ninguna clase puede someter a la sociedad; no obstante, para Constant20, «es falso que el conjunto de la sociedad posea sobre sus miembros una soberanía ilimitada… Hay, por el contrario, una parte de la existencia humana que, necesariamente, permanece individual e independiente y que se encuentra, por derecho, fuera de toda competencia social. La soberanía sólo existe de una manera limitada y relativa, allí donde empieza la independencia y la existencia individual, se detiene 17 L. GARCÍA SAN MIGUEL, Notas para una crítica de la razón jurídica, Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, Madrid, 1985, pp. 139 y ss. 18 B. CONSTANT, «De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos», en B. CONSTANT, Estudios políticos, estudio preliminar, trad. y notas de M.L. Sánchez Mejía, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, pp. 257-285. 19 B. CONSTANT, «Principios de política», en B. CONSTANT, Estudios políticos, cit., p. 8. 20 B. CONSTANT, «Principios de política», cit., pp. 10 y 11.

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la jurisdicción de esta soberanía. Si la sociedad franquea esa línea, es tan culpable como el déspota cuyo único título es la espada exterminadora… Rousseau ignoró esta verdad y su error ha hecho de su contrato social, tan a menudo invocado a favor de la libertad, el auxiliar más terrible de toda clase de despotismo». Rousseau, con la teoría de la voluntad general, y Constant, con la de la soberanía popular limitada, ofrecen dos modelos de entendimiento que pueden sintetizarse, siguiendo a este último, como la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos. Para los antiguos –decía Constant21–, la libertad consistió en ejercer de forma colectiva y directa distintos aspectos del conjunto de la soberanía, pero a la vez que los antiguos llamaban libertad a esto, admitían compatiblemente la completa sumisión del individuo a la autoridad del conjunto. Entre los antiguos, el individuo era soberano en los asuntos públicos y esclavo en todas las cuestiones privadas, ya que la polis podía introducirse en los temas más íntimos y personales de la vida de cada ciudadano, basta con leer Las Leyes de Platón. La libertad de los antiguos consistía en la participación activa y continua en el ejercicio del poder, el objetivo era el reparto del poder social entre todos los ciudadanos de una patria22. Mas cuando se exponía y criticaba este concepto de libertad, se tenía en mente la teoría de Rousseau, y de Mably, sobre la soberanía popular, los cuales habían intentado trasladar a la época moderna un concepto que sólo tenía sentido para una sociedad de tamaño más pequeño, obligada a guerras continuas y de escasa actividad comercial con otras sociedades. Los hombres que encabezaron la Revolución francesa vivían –a juicio de Constant23– bajo el influjo de opiniones antiguas, y creyeron que todo debía ceder ante la voluntad colectiva y que las restricciones a los derechos individuales serían ampliamente compensadas por la participación en el poder social. Cuando los antiguos hablaban de libertad se referían a la libertad política; la libertad empezaba y terminaba con la articulación de instituciones libres y la posibilidad de participar activamente en la formación de la voluntad general. Sin embargo, vivimos en tiempos modernos –proclamaba Constant24– y «yo deseo la libertad que conviene a los tiempos modernos» con sociedades abiertas al comercio, que necesitan por ello la paz, que tienen unas dimensiones tan grandes que hacen que la posibilidad de que un individuo influya en las decisiones colectivas sea mínimo. Los modernos no pueden disfrutar ya de la libertad de los antiguos, consistente en la participación activa y continua en el poder conectivo, «nuestra libertad debe consistir en el disfrute apacible de la independencia privada…, el objetivo de los modernos es la seguridad en los disfrutes privados, y llaman libertad a las garantías concedidas por las institu21 22 23 24

B. CONSTANT, «De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos», cit., pp. 260 y ss. B. CONSTANT, «De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos», cit., pp. 268 y 269. B. CONSTANT, «De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos», cit., p. 273. B. CONSTANT, «De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos», cit., p. 278.

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ciones a estos disfrutes»25. «Somos hombres modernos, queremos disfrutar de cada uno de nuestros derechos, desarrollar cada una de nuestras facultades como mejor nos parezca, sin perjudicar a los otros, velar por el desarrollo de estas facultades en los hijos que la naturaleza confíe a nuestro cariño… La libertad individual, repito, es la verdadera libertad moderna»26. Cuarenta años más tarde, esto es, en 1859, J.S. Mill publicó su famosa obra Sobre la libertad 27, continuando la línea de reflexión abierta por Constant. A los intentos de limitar el poder despótico –decía Mill– les sucedió la creencia de que la mejor forma de garantizar la libertad de los individuos no era tanto imponer límites a los gobernantes, sino romper con la separación entre gobernantes y gobernados y que fuera el propio pueblo quien se gobernara a sí mismo. Pero pronto –apostillaría28– la experiencia comenzaría a poner de relieve cómo la voluntad del pueblo, que no es otra cosa que la voluntad de una mayoría, puede desear oprimir a una parte, siendo tan útiles las precauciones contra él como contra cualquier otro abuso del poder. La democracia es una cosa y la libertad es otra. Ésta requiere el respeto escrupuloso de los gobiernos y de la opinión pública de una esfera infranqueable de soberanía individual. Ser libre no es sino estar protegido de cualquier injerencia exterior ilegítima, la libertad es ausencia de coacción. La vida en sociedad impone limitaciones a lo que uno puede hacer, mas el objetivo del ensayo de Mill no era sino garantizar un máximo de independencia, de autonomía personal, limitando rigurosamente lo que la sociedad, sea cual sea la legitimidad de su poder, puede hacer. Con esta meta, propuso un criterio sencillo en su formulación29, la razón legítima para usar de la fuerza contra un miembro de una comunidad civilizada es la de impedirle perjudicar a los demás. En la parte que le concierne, su independencia es, de derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su cuerpo y espíritu, el individuo es soberano. Ella es la esfera de la libertad humana que comprende, en primer término, el dominio interno de la conciencia (libertad de conciencia, de pensar, de sentir, de opinar); en segundo término, la libertad de gustos y de inclinaciones, de organizar nuestra vida siguiendo nuestro modo de ser, y, en tercer lugar, la libertad de asociación entre los individuos para obtener cualquier fin. No se puede llamar libre a una sociedad que no tenga plenamente garantizadas estas libertades de una manera absoluta y sin reserva, puesto que «la única libertad que merece este nombre es la de buscar nuestro bien a nuestra manera, en tanto que no intentemos privar de sus bienes a otros o frenar sus esfuerzos para obtenerla. Cada cual es el mejor guardián de su propia salud, sea física, mental o espiritual. La especie humana ganará más en deB. CONSTANT, «De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos», cit., pp. 268 y 269. B. CONSTANT, «De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos», cit., pp. 277 y 278. 27 J.S. MILL, Sobre la libertad, prólogo de I. Berlin, trad. del prólogo de N. Rodríguez Salmones y del texto de P. de Azcárate, Alianza, Madrid, 2004. 28 J.S. MILL, Sobre la libertad, p. 61. 29 J.S. MILL, Sobre la libertad, cit., p. 68. 25 26

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jar a cada uno que viva como le guste más, que no obligarle a vivir como guste al resto»30. Cuando Mill reiteraba que la única libertad que merece este nombre es la de buscar nuestro bien a nuestra manera, estaba expresando algo similar a la idea de la libertad de los modernos de la que hablaba Constant. No obstante, fue Berlin quien, en su conocido ensayo Dos conceptos de libertad, expuso, sobre los pasos de Constant y Mill, su distinción entre dos ideas de libertad, la negativa y la positiva. Normalmente, se piensa que yo soy libre en la medida en que ningún hombre ni ningún grupo de hombres interfieren en mi actividad. Ser libre en este sentido –cree Berlin31– quiere decir para mí que otros no se interpongan en mi actividad. Cuanto más extenso sea el ámbito de esta ausencia de interposición, más amplia es mi libertad. Libertad equivale a no-interferencia y, sea cual sea el principio conforme al cual se determine la extensión de dicha no-interferencia (ley natural, utilidad, imperativo categórico, etc.), libertad significa estar libre de, que no interfieran en mi actividad más allá de un límite, que es cambiable, pero siempre reconocible32. Sin embargo, como reconoce Berlin33, no ha sido ordinariamente la lucha por este espacio vital individual por lo que tantos seres humanos estuvieron dispuestos a morir. Han luchado generalmente por el derecho a ser gobernados por ellos mismos o por sus representantes, como los espartanos, con poca libertad individual, pero de una manera que les permitiese participar, o en todo caso, creer que participaban, en la legislación y administración de sus vidas colectivas. Es el otro concepto de libertad, la positiva, entendida como la capacidad de un individuo, de una clase o de una nación, de autodeterminarse, de dirigir su vida, de ser los dueños de su destino. En el supuesto de la libertad negativa, se trata de responder a la pregunta de ¿qué amplitud tiene el ámbito en el que mando o debo mandar? En el de la libertad positiva, la cuestión se refiere a ¿quién es el que manda? Son, por tanto, dos preguntas distintas. Estos dos conceptos de libertad, negativa y positiva, no siempre han ido unidos. La tensión entre liberalismo y democracia así lo atestigua. Reducir la libertad a ausencia de interferencias, como hiciera el laissez-faire, conduce en última instancia a la negación de la libertad positiva de la inmensa mayoría de los seres humanos. Reducir la libertad a una libertad positiva y absolutizarla quiere decir –como denunciaran Constant, Tocqueville o Mill, entre otros– aniquilar ese ámbito de soberanía individual, sin el cual la vida pierde gran parte de su sentido34. Cabe un sistema liberal, pero no democrático; y cabe, obviamenJ.S. MILL, Sobre la libertad, pp. 78 y ss. I. BERLIN, «Dos conceptos de libertad», trad. de J. Bayón, en I. BERLIN, Cuatro ensayos sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1998, p. 202. 32 I. BERLIN, «Dos conceptos de libertad», cit., p. 226. 33 I. BERLIN, «Dos conceptos de libertad», cit., p. 268. 34 B. CONSTANT, «De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos», cit., pp. 257 y ss.; J.S. MILL, Sobre la libertad, cit.; A. DE TOCQUEVILLE, El Antiguo Régimen y la Revolución, trad. de D. Sánchez de Alea, Alianza, Madrid, 2004. 30 31

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te, un sistema democrático, pero escasamente liberal. No es una posibilidad meramente teórica, hay supuestos más que suficientes de sistemas liberales en los que no está reconocida la soberanía popular, ni la participación de los ciudadanos, o de una parte de los mismos, ya sean excluidos por razón de raza, sexo, creencias religiosas, etc., en las decisiones colectivas. A su vez, diariamente encontramos cómo los sistemas democráticos, por más perfeccionados que estén, no siempre son respetuosos con las libertades (negativas) de ciertos sujetos o colectivos. El peligro de la libertad antigua –pensaba Constant35– consistía en que los hombres, atentos exclusivamente a asegurarse la participación en el poder social, despreciaran los derechos y los placeres individuales. Al tiempo que el peligro de la libertad moderna consiste en que renunciemos con demasiada facilidad a nuestro derecho de participación en el poder político. La solución a los conflictos entre ambos modos de entender la libertad no puede buscarse en la renuncia de uno de ellos, sino, como hicieron siempre los grandes liberales y el socialismo humanista, en explorar un adecuado acomodo o compromiso. Porque si bien la libertad individual era la verdadera libertad moderna36, la política es su garantía. Por consiguiente, la libertad política es indispensable. De este modo, hoy el problema sigue siendo el de compatibilizar liberalismo y democracia, no en renunciar a uno/a en beneficio del/la otro/a. La verdad –argumenta con acierto Bobbio37– es que las dos libertades no son en absoluto incompatibles, sino que se refuerzan. Las dictaduras modernas se han encargado de demostrarlo, aboliendo tanto la una como la otra. Mas no es posible analizar la libertad, sea la de los modernos o la de los antiguos, la libertad individual o la política, sin referirnos a sus condiciones38. Para algunas personas son más urgentes unas botas o un litro de leche que toda la mejor literatura. Sin la satisfacción de ciertas necesidades básicas, muchos no pueden ejercer o disfrutar la libertad negativa ni la positiva, impidiendo el capitalismo desenfrenado la posibilidad de disfrutar de la libertad en cualquiera de sus formas. Para que sea real y efectiva, como dicta la Constitución española, es preciso que el Estado intervenga activamente. Una forma ya clásica de expresar los distintos desarrollos de la idea estudiada es por medio del concepto de ciudadanía, según hizo en su momento T.H. Marshall39. Ser ciudadano supone tener garantizados un conjunto de derechos por el sólo y simple hecho de ser parte de una comunidad nacional. Hay, por lo tanto, formas ricas y formas pobres, y la mayor o menor riqueza de la ciudadanía depende lógicamente del grado de universalización de los derechos reconocidos, teniendo cada época su ideal de ciudadanía. En el siglo XVIII se 35 36 37 38 39

B. CONSTANT, «De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos», cit., p. 282. B. CONSTANT, «De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos», cit., p. 278. N. BOBBIO, Igualdad y libertad, cit., p. 119. I. BERLIN, «Dos conceptos de libertad», cit., pp. 63 y ss. Ver la obra de T.H. MARSHALL, Social Policy in the Twentieth Century, cit.

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circunscribía al goce y disfrute de los derechos civiles: la igualdad ante la ley, el derecho a la seguridad para las personas y a la propiedad privada, la libre circulación de las personas, la libertad de empresa, el derecho a un oficio, etc. Todos los miembros de la nación tenían derechos civiles, no obstante, no todos disfrutaban de derechos políticos. En el siglo XIX, la lucha por la libertad alumbró un nuevo ideal, ciudadano ya no era sólo el titular de derechos civiles, la ciudadanía suponía, además, tener un conjunto de derechos políticos, entre los que resaltaba el de elegir y revocar a los gobernantes. Así, para reconocerse como miembro de una sociedad, para ser ciudadano, no bastaba la garantía de los civiles, consiguiéndose en gran parte la universalización de los políticos. Y ha sido en el XX cuando se ha dado un nuevo paso y la ciudadanía se ha comprendido como garantía de los derechos económicos y sociales, suponiendo un desarrollo innovador la nueva generación de derechos40. 2.2. 2.2.1.

La igualdad Justicia e igualdad

Es normal que la igualdad, como aspiración permanente de los seres humanos y objeto de los diversos tipos de teorías e ideologías, es usual que quede emparejada con la idea de libertad, y que los dos valores se presenten con un significado emotivo positivo41. Por lo que se refiere al valor de la igualdad, muy probablemente haya que buscar sus raíces en la filosofía estoica y su concepto de una naturaleza humana común, junto a la proclamación cristiana de un único Creador. Si bien las grandes plasmaciones de ese valor ético fundamental se produjeron en los textos constitucionales del siglo XVIII, como la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América de 1776, que acreditaba que «todos los hombres son creados iguales», o el artículo 6 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 al establecer que «La ley es expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen derecho a concurrir personalmente o por medio de sus representantes a la formación de aquélla. La ley… deberá ser la misma para todos tanto si protege como si castiga». Desde entonces, los grandes textos nacionales e internacionales en materia de derechos humanos vienen proclamando la igualdad como valor fundamental, junto a la libertad. Sin embargo, a diferencia de la libertad, que es una cualidad o propiedad de la persona, la igualdad es una clase de relación formal que se puede llenar 40 A.E. PÉREZ LUÑO, La tercera generación de derechos humanos, Thomson-Aranzadi, Cizur Menor (Navarra), 2006; M.E. RODRÍGUEZ PALOP, La nueva generación de derechos humanos. Origen y justificación, Universidad Carlos III de Madrid-Dykinson, Madrid, 2002. 41 N. BOBBIO, Igualdad y libertad, cit., p. 53.

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de los más diversos contenidos. Se es igual a otro u otros, y se es igual en algo, aun cuando nos tenemos que interrogar igualdad ¿entre quiénes y en qué?, siendo dos preguntas posibles y obligadas. La noción de igualdad –asevera Ruiz Miguel42– establece una relación entre dos o más personas, cosas o hechos que, aunque diferenciables en uno o varios aspectos, son considerados idénticos en otro u otros puntos conforme a un criterio relevante de comparación. Esta idea se puede expresar formalmente diciendo que «A y B son iguales en X». El concepto de igualdad presupone predicar una relación comparativa entre dos elementos cuya conclusión es la afirmación de que ambos son o no iguales. Como reafirma Ruiz Miguel, siguiendo a Westen43, suscribir que dos personas, objetos, cosas o hechos son iguales no equivale a que sean idénticos, pues dos elementos absolutamente idénticos son la misma cosa. Toda relación de igualdad supone que hay alguna diferencia entre los elementos comparados, a la vez que implica que en ellos existen elementos que son comunes y que comparten. Los seres humanos somos diferentes en edad, color, riqueza, estatura…, si bien compartimos algunos elementos como ser animales, bípedos, con capacidad de raciocinio… Si, por tanto, ninguna relación de igualdad implica identidad absoluta, se podría sustentar que viene a coincidir con la de semejanza. Pero al margen de la mayor o menor oportunidad de identificar a este respecto la igualdad con la semejanza, es primordial el tertium comparationis, o criterio relevante que se utiliza a efectos de establecer la relación. Las personas, tan diferentes, son iguales en algunas cualidades o propiedades, y son estas cualidades o propiedades a las que se dota de relevancia a efectos de establecer la comparación. Mas decir que A y B son iguales en algo nada aporta sobre su moralidad o justicia. Como estima Bobbio44, «que dos cosas sean iguales entre sí no es ni justo ni injusto», la igualdad consiste solamente en una relación y lo que la da un valor, es decir, lo que hace de ella una línea humanamente razonable es ser justa. Todo enunciado prescriptivo de igualdad implica escoger alguna o algunas de entre las plurales y diferentes características que comparten dos o más personas, establecer con ella una o varias clases (personas, hombres, mujeres, ancianos, etc.) y atribuir a dicha clase un mismo tratamiento normativo. Pérez Luño45 señala que lo que importa en cualquier juicio de equiparación es establecer el criterio de relevancia por el que se van a estimar los datos como esenciales o irrelevantes para predicar la igualdad entre una pluralidad de objetos, situaciones o personas. Se trata de no equiparar arbitrariamente 42 A. RUIZ MIGUEL, «Concepto y concepciones de la igualdad», en V. ZAPATERO (ed.), Libro Homenaje a Luis García San Miguel, Horizontes de la Filosofía del Derecho, t. I, Universidad de Alcalá, Alcalá de Henares, 2002, p. 686. 43 P. WESTEN, Speaking of Equality An Analysis of the Rhetorical Forte of ‘Equality’ in Moral and Legal Discourse, Princeton University Press, Princeton (Nueva Jersey), 1990. 44 N. BOBBIO, Igualdad y libertad, cit., pp. 58 y S9. 45 A.E. PÉREZ LUÑO, «El concepto de igualdad como fundamento de los derechos económicos, sociales y culturales», Anuario de Derechos Humanos de la Universidad Complutense de Madrid, 1981, pp. 266 y 267.

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las cosas entre las que se dan diferencias relevantes, o de no establecer discriminaciones entre aquellas cuyas divergencias deban ser consideradas irrelevantes. Lo que importa, en definitiva, no es cualquier relación de igualdad. La igualdad que interesa al Derecho y a la Moral es la justa, por eso, en el discurso moral y legal, la igualdad se confunde con la justicia. 2.2.2.

La igualdad ante la ley

La creencia de que todos los hombres son iguales es, como hicimos hincapié, antiquísima y son muchos y diversos los sentidos que se han venido atribuyendo al aserto que plasma un ideal tan resistente como el de la igualdad. Uno de los contenidos de la idea, tal vez, el tertium comparationis más antiguo y universalmente aceptado, es la defensa de que todos los hombres son iguales ante la ley. De alguna forma, el principio apareció proclamado en los mundos griego y romano, mas fue en la modernidad cuando quedó recogido en los grandes textos constitucionales franceses de 1791, 1793 y 1795, y ha pervivido hasta Constituciones más modernas, como la española de 1978, o la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, dictaminadora de que todos los seres humanos son iguales en dignidad y derechos. No obstante, según comenta Bobbio, este principio, pese a su universalidad, está lejos de ser claro y ha dado lugar a múltiples interpretaciones. Históricamente, hay una primera significación no controvertida de la igualdad ante la ley, comprendida como mandato dirigido a los operadores jurídicos exigentes de imparcialidad en el juicio. El principio supone que su interpretación y aplicación debe ser igual para todos, acepción que significa igualdad en la aplicación de la ley. La distinción es relativamente moderna, pero aceptada en los sistemas constitucionales vigentes. «En su sentido originario –corrobora nuestro Tribunal Constitucional46– del principio de igualdad se ha derivado, en la tradición constitucional europea, un derecho de los ciudadanos a la igualdad ante la ley, es decir, un derecho a que ésta sea aplicada a todos por igual, sin tener en cuenta otro criterio de diferenciación entre las personas o entre las situaciones que aquellos contenidos en la misma ley… Por eso, el principio de igualdad se identifica en la práctica con el principio de legalidad». Esto es, que un aplicador del Derecho no puede modificar arbitrariamente el sentido de sus decisiones en casos sustancialmente iguales. Como constata el Tribunal Constitucional47, «un órgano aplicador del Derecho (bien un órgano de la Administración, bien un órgano judicial) interpreta la norma pertinente en un supuesto determinado de manera distinta a como lo ha hecho anteriormente en casos sus46 STC 68/1991, de 8 de abril, FJ 4. En idéntico sentido de diferenciar entre igualdad en la ley e igualdad en la aplicación de la ley, véanse las SSTC 49/1982, de 14 de julio, FJ 2; 144/1988, de 12 de julio, FJ 1, y 73/1989, de 20 de abril, FJ 3, entre otras. 47 STC 73/1989, de 20 de abril, FJ 3.

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tancialmente iguales». Desde este punto de vista, el deber jurídico que pesa sobre los órganos aplicadores –afirma Rubio Llorente– «se confunde, como es obvio, con su deber de actuar secundum legem y, en consecuencia, tampoco genera para los ciudadanos ningún derecho que no sea el derecho a la legalidad, en la medida en que de tal cosa pueda hablarse». Éste ha sido el primer sentido del principio de igualdad ante la ley que se mantiene hoy día. Sin embargo, el principio de igualdad ante la ley ha recibido en el constitucionalismo moderno un nuevo sentido. Si bien, tradicionalmente, era oponible solamente frente a la Administración y a los tribunales, sin que el Parlamento se creyera vinculado, en el siglo XX se comenzó a considerar que también el legislador estaba obligado a respetarlo y que no sólo suponía igualdad en la aplicación de la ley, sino también igualdad en la ley o, en otros términos, que también el legislador está sujeto al principio48. De este modo, lo ha venido a proclamar desde fechas tempranas nuestro Tribunal Constitucional al apoyar que el legislador está obligado a observar el principio de igualdad, dado que su inobservancia puede dar lugar a la declaración de inconstitucionalidad de la ley49, siendo evidente que, con esta evolución doctrinal y jurisprudencial, se reconoce el doble significado aludido. 2.2.3.

La igualdad en la ley

Los problemas y desafíos que al régimen parlamentario plantea esta nueva significación de igualdad ante la ley son inmensos. El Parlamento no es ya el órgano soberano que puede establecer libérrimamente cualquier estándar de comportamiento. Contrariamente, el poder legislativo está sometido a toda una serie de condicionantes que dan lugar a diferentes, y complementarias, lecturas: la igualdad como exigencia de generalidad, de equiparación y de diferenciación50. El principio de igualdad en la ley implica que el legislador tiene que tratar igualmente a los iguales. Lo común es la igualdad, suponiendo, como postula Berlin51, que sólo la desigualdad requiere razones. Ello no quiere decir que el legislador no pueda establecer diferencias de tratamiento entre las personas, legislar es diferenciar los tratamientos normativos en función de las características de los que pertenecen a una u otra clase. Lo que se viene a prohibir es el tratamiento de colectivos o personas de forma desigual sin razón alguna, arbitraria, caprichosamente, recordando al legislador que toda diferencia tiene que estar justificada. 48 J. JIMÉNEZ CAMPO, «La igualdad jurídica como límite frente al legislador», Revista Española de Derecho Constitucional, 9, 1983, pp. 71 y ss. 49 STC 34/1981, de 10 de noviembre. 50 A.E. PÉREZ LUÑO, «El concepto de igualdad como fundamento de los derechos económicos, sociales y culturales», cit., pp. 262 y ss. 51 I. BERLIN, «La igualdad», en I. BERLIN, Antología de ensayos, edic. de J. Abellán, Espasa-Calpe Madrid, 1995, p. 154.

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Hay, pues, diferencias de trato que no atentan contra el principio, tal ocurre siempre que haya una razón objetiva y razonable, y una proporcionalidad entre la diferencia establecida y la finalidad perseguida que, por otra parte, ha de ser congruente con la Constitución. O sea, todo tratamiento normativo diferente tiene que pasar, al menos, dos tests, el de la finalidad y el de la adecuación52. De acuerdo con el primero, toda diferencia normativa tiene que ser congruente con la Constitución. De acuerdo con el segundo, tiene que haber una lógica interna entre la finalidad perseguida y la diferencia que se establece, postulado que ha sido recogido reiteradamente por el Tribunal Constitucional53: «De conformidad con una reiterada doctrina de este Tribunal, el principio constitucional de igualdad exige, en primer lugar, que las singularizaciones y diferenciaciones normativas respondan a un fin constitucionalmente válido para la singularización de la misma; en segundo lugar, requiere que exista coherencia entre las medidas adoptadas y el fin perseguido y, especialmente, que la delimitación concreta del grupo o categoría así diferenciada se articule en términos adecuados a dicha finalidad», habiendo de ser sus medidas concretas o, mejor, sus consecuencias jurídicas proporcionadas al requerido fin. Así, el principio de igualdad ante la ley queda equiparado con la exigencia de razonabilidad de cualquier diferenciación. Mas este principio, siguiendo lo expresado en Constituciones como la española, hace algo más que establecer el requerimiento de dar buenas razones para poder establecer cualquier diferencia de trato entre las personas, promulga un mandato antidiscriminatorio o criterios no susceptibles de ser utilizados por el legislador para establecer diferencias. «Los españoles son iguales ante la ley –prescribe el art. 14 de la CE–, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social». No hay –ha entendido la doctrina– una prohibición absoluta de usar tales categorías para establecer ciertas diferencias de tratamiento. En ocasiones, para alcanzar determinadas finalidades previstas expresamente en la Constitución (la defensa de la familia, la igualdad de la mujer, etc.), se pueden e, incluso, se deben utilizar tales criterios si se quieren fijar diferencias de trato. Lo que ocurre es que las circunstancias mencionadas expresamente en el artículo 14 son «diferenciaciones sospechosas» y, como tales, sometidas a un control más riguroso54. «Cuando exista agravio por violación del derecho a la igualdad –dice el Tribunal Constitucional55– compete a quienes sostengan la legitimidad constitucional de la diferencia ofrecer el fundamento. Y si esa carga de la demostración del carácter fundado de la diferenciación es obvia en todos aquellos casos que quedan genéricamente denJ. JIMÉNEZ CAMPO, «La igualdad jurídica como límite frente al legislador», cit., pp. 101-107. STC 158/1993, de 6 de mayo, FJ 2. 54 F. RUBIO LLORENTE, «La igualdad en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional», cit., p. 31. 55 STC 81/1982, de 21 de diciembre, Fj 2. Ver también las SSTC 39/2002, de 14 de febrero, FJ 4, y 27/2004, de 4 de marzo, FJ 2. 52 53

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tro del general principio de igualdad que consagra el artículo 14 de la Constitución, tal carga se torna aún más rigurosa en aquellos otros en los que el factor diferencial es precisamente uno de los típicos que el artículo 14 concreta para vetar que puedan ser base de diferenciación». Esto es, las circunstancias mencionadas no suponen una prohibición absoluta de alegación para fundamentar diferencias de tratamiento, sino la afirmación de que son «clasificaciones sospechosas» y, por lo tanto, se invierte y refuerza la carga de la prueba de su razonabilidad. 2.2.4.

Igualdad y redistribución de bienes

Sin embargo, aun con tratarse de evidentes y cruciales conquistas históricas, el ideal de igualdad no se reduce a la igualdad ante la ley. Los seres humanos han buscado una distribución justa de bienes, cargos, recursos, honores y dignidades, y las distintas ideologías han ofrecido sus modelos de distribución justa, su modelo de justicia distributiva, que es la justicia que trata de establecer criterios para el reparto de bienes escasos. Distintos son los criterios que se han ofrecido para proceder a una distribución justa de riqueza, honores, cargos y recursos. A tal efecto, García San Miguel56 hace un repaso de ellos: necesidad, esfuerzo, inteligencia, conocimiento o servicio. El criterio de la necesidad supone que «a cada uno según sus necesidades», pero no está claro cómo medir esas necesidades (subjetiva u objetivamente), ni todas tienen el mismo valor para las distintas personas. Y aunque califiquemos la necesidad como básica o absoluta, el criterio comporta un cierto relativismo que, aplicado en la práctica, puede conducir al empobrecimiento de la sociedad. El del mérito supone distribuir los bienes de acuerdo con él; no obstante, el problema que se suscita inmediatamente es cómo fijar ese mérito. Para unos se mide por el trabajo, por lo que la máxima equivale a afirmar «a cada uno según su trabajo»; para otros se ha de medir por el esfuerzo; otros piensan en el sacrificio que ha implicado, y así sucesivamente, sin que haya consenso y conduciendo a resultados distributivos diferentes. Quizás, el aparente callejón sin salida se deba a que pretendemos fundamentar la justicia distributiva en un único principio cuando, dada la naturaleza de los bienes a repartir, se precisan diferentes principios que tienen que ser armonizados. Es lo que han ambicionado algunas corrientes en el seno del comunitarismo que rechazan la pretensión liberal de elaborar racionalmente un concepto universal, ahistórico y abstracto de justicia57. No hay una justicia universal, a lo más hay diferentes justicias o principios de justicia. Un planteamien56 L. GARCÍA SAN MIGUEL, «Igualdad, mérito y necesidad», en L. GARCÍA SAN MIGUEL (ed.), El principio de igualdad, Universidad de Alcalá-Dykinson, Madrid, 2000, pp. 11 y ss. 57 R. GARGARELLA, Las teorías de la justicia después de Rawls. Un breve manual de Filosofía política, Paidós, Barcelona, 2004, pp. 134 y ss.

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to interesante es el de Walzer, en su libro Las esferas de la justicia58. En las investigaciones se suele buscar un principio o axioma fundamental que aplicamos a una acción para saber cuándo es o no correcta. No ha habido hasta el momento consenso al respecto, y para unos, los principios son el de la igualdad de tratamiento (las personas son tratadas con justicia cuando se las brinda la misma consideración en la asignación de recursos), el principio de merecimiento (las personas son tratadas justamente cuando se les da lo que merecen) y el principio del respeto de los derechos (las personas son tratadas con justicia cuando respetan sus derechos fundamentales). Aplicando uno u otro, según la teoría en cuestión, se pretende dar respuesta a cualquier problema de asignación de recursos, poder, empleos… La interpretación que hace Walzer59 es radicalmente distinta y de naturaleza pluralista, no hay leyes universales de justicia. La justicia no es más que la creación de cada comunidad que propone e internaliza una serie de criterios en torno a cómo deben repartirse el poder, la riqueza, los honores o los empleos. El pluralismo no significa solamente que cada sociedad tenga sus criterios al respecto, sino que, dentro de cada comunidad, cada bien se reparte de acuerdo con un criterio diferente, pues cada uno tiene su peculiar pauta de reparto. La igualdad aquí no consiste en aplicar la misma pauta para repartir todo tipo de bienes, sino en buscarla para cada bien. La igualdad que se busca no es la simple, sino lo que él llama la igualdad compleja, existiendo cuando son diferentes las personas que resultan beneficiadas en el reparto de cada bien. La función del teórico al respecto consiste en que, partiendo de una comunidad política concreta, se determinan cuáles son los bienes sociales a repartir y cuáles son los criterios socialmente admitidos para su reparto. Para ello, no se puede adoptar el punto de vista externo, de un espectador imparcial que sube a la montaña para divisar mejor el paisaje desde arriba; tiene que mezclarse con la gente e «interpretar para los conciudadanos el mundo de significados que todos compartimos», concepción que no está exenta de la crítica de mantener el statu quo. Los bienes sociales susceptibles de reparto son la seguridad y el bienestar, el dinero y los bienes materiales, los cargos, el trabajo duro, el tiempo libre, la educación, el parentesco y el amor, la gracia divina, el reconocimiento y el poder político. Cada uno de estos bienes sociales constituye una esfera de la justicia y cada esfera está gobernada por criterios derivados del significado social de cada bien60. Si comprendemos –dice Walzer61– qué es y qué significa para quienes lo consideran un bien, entonces comprenderemos cómo, por quién y en virtud de cuáles razones debería ser distribuido. Cada uno 58 M. WALZER, Las esferas de la justicia. Una defensa del pluralismo y la igualdad, trad. de H. Rubio, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2004. 59 D. MILLER y M. WALZER (comps.), «Introducción» a Pluralismo, justicia e igualdad, trad. de H. Pons, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1997, cuya síntesis se sigue. 60 M. WALZER, Las esferas de la justicia. Una defensa del pluralismo y la igualdad, cit., p. 23. 61 M. WALZER, Las esferas de la justicia. Una defensa del pluralismo y la igualdad, cit., p. 22.

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de estos bienes puede tener, en efecto, un significado diferente para diferentes comunidades, los bienes materiales no significan lo mismo para una sociedad budista que para una occidental, por ejemplo. De lo que se trata es de buscar la significación que tienen en una sociedad política para hallar su criterio específico de distribución. Cada uno de esos bienes sociales constituye una esfera de justicia, y cada esfera, su principio de distribución. Esta idea de Walzer está en radical contradicción con las tesis de Rawls de una idea universal de justicia, universal en cuanto a la aplicabilidad a todas las comunidades políticas y de repartir igualitariamente ciertos bienes básicos. Ni Dworkin ni Rawls toman suficientemente en cuenta –subraya Gargarella62– el hecho de que algunas comunidades pueden menospreciar los bienes que se desean distribuir, o pueden considerar que tales bienes deben distribuirse de acuerdo con pautas no igualitarias, o es posible que entiendan que no todos los bienes deben distribuirse de acuerdo con un mismo principio. Para hallar el principio de distribución (necesidad, merecimiento, mercado o igualdad de oportunidades), hay que descubrir los «significados sociales» de dichos bienes en una comunidad, y esto se ha de hacer examinando, por un lado, las instituciones y prácticas de esa sociedad y, por otro, las creencias de las personas sobre esas instituciones y prácticas, lo que piensan y dicen. Recurrir sólo a ellas supondría santificar el statu quo, investigar las opiniones y creencias también debe ser algo más que obtener el retrato de la opinión pública. La interpretación que hay que hacer supone no sólo eliminar las opiniones aberrantes y contradictorias, sino que las creencias que cuentan al respecto son las que resulten coherentes, opiniones concretas, si bien basadas en principios más generales. Es, de esta suerte, cómo examinando las instituciones y la mejor opinión llegaremos a captar el significado social de los bienes y, con ello, a descubrir el criterio distributivo del bien social en particular. Para unos bienes será el del merecimiento (como los cargos y los honores), para otros será la necesidad (como la atención sanitaria) o el mercado (como las mercancías), etcétera. La igualdad compleja que propone Walzer supone considerar autónoma cada una de las esferas y declarar los «intercambios obstruidos», esto es, tratar de repartir un bien aplicando el criterio aplicable a otro bien. Walzer63 presenta una lista de «intercambios obstruidos», cosas que no han de negociarse por dinero: seres humanos, poder político, decisiones judiciales y servicios legales, libertades básicas, derechos a contraer matrimonio y a la procreación, derecho de emigrar, exenciones al servicio militar, a participar en los jurados y a otros trabajos comunitarios, cargos políticos y posición profesional, servicios estatales básicos, cualquier servicio en situaciones desesperadas, premios y honores, gracia divina, amor y amistad y cualquier cosa cuya venta, existencia o 62 R. GARGARELLA, Las teorías de la justicia después de Rawls. Un breve manual de Filosofía política, cit., p. 1 35. 63 M WALZER, Las esferas de la justicia. Una defensa del pluralismo y la igualdad, cit., p. 111.

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posesión sea ilegal. Son categorías de bienes que tienen su significado social y su correspondiente principio de distribución que se vería destruido si se permitiera su intercambio por dinero. La igualdad se consigue haciendo autónoma cada esfera. «En términos formales, la igualdad significa que ningún ciudadano ubicado en una esfera o en relación con un bien social puede ser coartado por ubicarse en otra esfera, con respecto a un bien distinto. De esta manera, el ciudadano X puede ser escogido por encima del ciudadano Y para un cargo político, y así los dos serán desiguales en la esfera política. Pero no lo serán de modo general mientras el cargo de X no le confiera ventajas sobre Y en cualquier otra esfera –cuidado médico superior, acceso a mejores escuelas para sus hijos, oportunidades empresariales…–»64. Lo que proscribe la igualdad compleja es cruzar los límites y utilizar, por ejemplo, el dinero ganado lícitamente para obtener poder, o mejor atención sanitaria, o educación. Cuando esto se produce, el estado de cosas resultante es lo que Walzer denomina el predominio, los poseedores de un bien pueden convertirlo sistemáticamente en otros bienes y el predominio conduce a la tiranía. En consecuencia, para Walzer65 consiste no en que los ciudadanos manden y sean mandados, sino en que manden en una esfera y sean mandados en otra, donde mandar significa disfrutar de una porción mayor que otros individuos, sea cual fuere el bien distribuido, persiguiéndose preservar el mayor número de esferas de justicia. Donde una sociedad –comenta Miller66– reconoce muchas esferas separadas de distribución, los individuos se ordenarán de formas muy diferentes en las diversas esferas. Algunos tendrán éxito en ganar dinero; otros tendrán éxito en la política; algunos, en el arte; «en una sociedad que realiza la igualdad compleja, la gente disfruta de una igualdad básica de estatus que pasa por encima de su posición igual en esferas de la justicia particulares como el dinero y el poder»67. 2.3.

El pluralismo político

Si el pluralismo político se integra dentro del concepto de libertad, la razón de haberse reconocido como un valor independiente es la situación política vivida durante el franquismo, recogiendo la tradición liberal democrática expresada como una concepción relativista que hace factible la vida social con la participación de los ciudadanos. El pluralismo político supone la aceptación de M WALZER, Las esferas de la justicia. Una defensa del pluralismo y la igualdad, cit., pp. 32 y 33. M WALZER, Las esferas de la justicia. Una defensa del pluralismo y la igualdad, cit., p. 330. 66 D. MILLER, «Igualdad compleja», en D. MILLER y M. WALZER (comps.), Pluralismo, justicia e igualdad, cit., p. 268. 67 Para una crítica de las tesis de Walzer pueden consultarse, entre otras, las contribuciones de B. BARRY (Justicia esférica e injusticia global); J. ELSTER (El estudio empírico de la justicia); A. GUTMANN (La justicia a través de las esferas), y J. WALDRON (El dinero y la igualdad compleja), recogidos, junto a otros trabajos, en D. MILLER y M. WALZER (comps.), Pluralismo, justicia e igualdad, cit. 64 65

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un poder soberano, aunque limitado por la separación de poderes y el pluralismo en cuestión, rechazando los partidos únicos. Desde aquí se reconoce la existencia de diferentes opciones, superadoras de la mera libertad como autonomía, y la posibilidad de que puedan alcanzar el poder en aras de la decisión de los ciudadanos, mostrando su incompatibilidad con posiciones dogmáticas, mantenedores de una verdad única68. El pluralismo al que se refiere el artículo 1.1 de la CE tiene las vertientes Autonómica: Artículo 2: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas». Lingüística: Artículo 3.2: «Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos». Artículo 3.3: «La riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección». Simbólica: Artículo 4.2: «Los Estatutos podrán reconocer banderas y enseñas propias de las Comunidades Autónomas. Éstas se utilizarán junto a la bandera de España en sus edificios públicos y en sus actos oficiales». Y político-social: Artículo 6: «Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos». Artículo 7: «Los sindicatos de trabajadores y las asociaciones empresariales contribuyen a la defensa y promoción de los intereses económicos y sociales que les son propios. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos». Artículo 20: «Se reconocen y protegen los derechos: a) a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción; b) a la producción y creación literaria, artística, científica y técnica; c) a la libertad de cátedra, y d) a comu-

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G. PECES-BARBA MARTÍNEZ, Los valores superiores, cit., pp. 163 y ss.

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nicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión. La ley regulará el derecho a la cláusula de conciencia y al secreto profesional en el ejercicio de estas libertades». Artículo 22.1: «Se reconoce el derecho de asociación». Artículo 34.1: «Se reconoce el derecho de fundación para fines de interés general, con arreglo a la ley». Artículo 36: «La ley regulará las peculiaridades propias del régimen jurídico de los Colegios Profesionales y el ejercicio de las profesiones tituladas. La estructura interna y el funcionamiento de los Colegios deberán ser democráticos». Artículo 52: «La ley regulará las organizaciones profesionales que contribuyan a la defensa de los intereses económicos que les sean propios. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos». Artículo 129.2: «Los poderes públicos promoverán eficazmente las diversas formas de participación en la empresa y fomentarán, mediante una legislación adecuada, las sociedades cooperativas. También establecerán los medios que faciliten el acceso de los trabajadores a la propiedad de los medios de producción»69. En los sistemas jurídicos contemporáneos de nuestra área cultural, la representación política, aun cuando ha sido criticada por la doctrina, sigue siendo valiosa por la imposibilidad de tomar decisiones de otra forma dado el tamaño y la complejidad de las sociedades. Esto ya lo puso de manifiesto Montesquieu70 al sostener que, puesto que en un Estado libre todo hombre, considerado como poseedor de un alma libre, debe gobernarse por sí mismo, sería preciso que el pueblo en cuerpo desempeñara el poder legislativo. Sin embargo, «como esto es imposible en los grandes Estados, y como está sujeto a mil inconvenientes en los pequeños, el pueblo deberá realizar por medio de sus representantes lo que no puede hacer por sí mismo», recalcando esa postura Mill y Kelsen. Como subrayaba Rousseau71, el tema principal es encontrar una fórmula de asociación «que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado, y gracias a la cual cada uno, en unión de todos los demás, solamente se obedezca a sí mismo y quede tan libre como antes», lo que viene resuelto por el contrato social. 69 P. LUCAS VERDÚ, «Art. 1.º Estado social y democrático de Derecho», en O. ALZAGA VILLAAMIL (dir.), Comentarios a la Constitución española de 1978, t. I («Preámbulo y Artículos 1 a 9»), Cortes GeneralesEDERSA, Madrid, 1996, p. 124. 70 Ch. DE MONTESQUIEU, Del espíritu de las leyes, introducción de E. Tierno Galván, trad. de M. Blázquez y P. de Vega, Tecnos, Madrid, 2007, Libros XI y XII. 71 J.J. ROUSSEAU, El contrato social o Principios de Derecho político, estudio preliminar y trad. de M.J. Villaverde, Tecnos, Madrid, 2009, Cap. VI. Ver al respecto C.S. NINO, La constitución de la democracia deliberativa, trad. de R.P. Saba, Gedisa Barcelona, 2003, p. 133.

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En la línea apuntada al comienzo del capítulo, la relación entre el liberalismo y la democracia es muy dificultosa. La relación se resuelve en el vínculo que haya entre la libertad y la igualdad, mostrándose que la forma de igualdad requerida por la libertad es la igualdad en la libertad, todo lo cual se resume en la fórmula diseñada por Bobbio72 de que «cada cual debe gozar de tanta libertad cuanto sea compatible con la libertad ajena y puede hacer todo aquello que no dañe la libertad de los demás». La vinculación de la democracia a la libertad surgió con el concepto moderno de esta última, que incorporó la referencia a la libertad subjetiva como autonomía de los individuos. No obstante, se fueron produciendo cambios, puesto que la libertad como autonomía individual de las personas se convirtió en libertad democrática de participación, inclusiva del derecho y la libertad de cooperar a la hora de establecer el orden común al que cada uno está vinculado a través de los derechos fundamentales que sirven de garantía. Dentro de los derechos políticos, dejando a un lado los de sufragio y acceso a cargos públicos, se integrarían los de comunicación. Otro paso fue el que deriva de la libertad de participación a la libertad de la autonomía colectiva, al entrañar la libertad democrática una facultad de disposición sobre el orden político-jurídico73. Estas cosas hacen que, en primer lugar, un Estado democrático reclame una comprensión de la libertad en la que se participe activamente en los asuntos públicos, enmarcada por la igualdad política y proyectada en esferas como el sufragio, el acceso a cargos, la tributación, etc., con lo que el papel de los miembros de la sociedad política queda plasmado en varios puntos: a) pronunciarse a favor o en contra de algún principio o programa general de gobierno, mediante diversos procedimientos (plebiscito, aclamación, elección, manifestación, petición…); b) designar, aprobar o no apoyar a quienes ejercen el poder público, y c) repudiar normas, medidas o acciones de gobierno. De lo que colegimos una íntima correspondencia entre la regulación de los derechos y la organización democrática vigente para lograr de la forma más óptima una convivencia pacífica entre personas que son libres e iguales. De otro lado, no hay que olvidar que el pluralismo se deriva de la libertad, y significa la posibilidad de mantener opciones diferentes o contradictorias como instrumentos de participación en la sociedad dentro de la tolerancia74. Siendo las reglas del juego democrático las siguientes: a) todos los ciudadanos que hayan alcanzado cierta 72 N. BOBBIO, Liberalismo y democracia, cit., p. 41; A. TOSEL, Démocratie et libéralisme, Klimé, París, 1995, pp. 50 y ss. 73 E.W. BÖCKENFÖRDE, «La democracia como principio constitucional», cit., pp. 76-80. Cfr. también Z.F. ARAT, Democracy and Human Rights in Developing Countries, An Authors Guild Backimprint.com, Lincoln, 2003, pp. 55 y ss.; R. HARDIN, Liberalism, Constitutionalism, and Democracy, Oxford University Press, Nueva York, 1999, pp. 45 y ss.; y la obra de A. PINTORE, I diritti della democrazia, Laterza, Roma-Bari, 2003. 74 L. RECASÉNS SICHES, Filosofía del Derecho, Porrúa, México, D.F., 1991, p. 523. Ver también: J. DELGADO PINTO, «La función de los derechos humanos en un régimen democrático», en G. PECES-BARBA MARTÍNEZ (ed.), El fundamento de los derechos humanos, Debate, Madrid, 1989, pp. 135 y ss.; A. SQUELLA NARDUCCI, Positivismo jurídico, democracia y derechos humanos, Fontamara, México, D.F., 2004, pp. 67 y ss.

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edad deben tener los mismos derechos políticos; b) el voto de cada ciudadano debe ser igual al de los demás; c) las decisiones políticas colectivas y la elección de los representantes deben ser llevadas a cabo por el procedimiento de la mayoría; d) toda decisión debe tomarse en el marco de las libertades políticas; e) los ciudadanos deben estar en condiciones de optar entre alternativas reales; f) los representantes no pueden ocupar sus cargos públicos de forma indefinida, sino que deben ser elegidos periódicamente; g) ninguna decisión mayoritaria puede infringir los derechos de las minorías y, principalmente, el que les asigna la posibilidad de convertirse en mayoría75. La clave es que la democracia ha de penetrar en la sociedad y sus postulados han de asimilarse, pero, para eso, la tolerancia ha de ser estimada como uno de los valores más esenciales, y como un principio público de organización de la convivencia que influye directamente en las esferas política y jurídica76. Ante la diversidad de las sociedades contemporáneas, el liberalismo entiende que la identidad cultural se debe ceñir a la esfera privada, mientras que el Estado ha de mantenerse neutral. En el ámbito privado, los individuos poseen una autonomía plena para escoger los proyectos del buen vivir, y en el público se deben acordar unos principios de justicia que no manifiesten ninguno de esos proyectos77. Consiguientemente, la consideración que prima es la de que una atribución igual de derechos individuales es suficiente para garantizar la diversidad en las sociedades democráticas, propugnándose el respeto universal y formal de los relativos a la libertad negativa78. De las consideraciones que acabamos de hacer se concluye que el Estado democrático es plural y se expresa como forma de organización política y social, pero comporta la asunción de unas creencias que lo convierten en no neutral, por lo que la democracia es mucho más que una serie de reglas e instituciones que pretenden tomar decisiones políticas. Al respecto, ilustrativa es la opinión de Böckenförde79 sobre los elementos que conforman un Estado de75

J.F. MALEM SENA, Concepto y justificación de la desobediencia civil, Ariel, Barcelona, 1990, pp. 177

y 178. 76 P. COMANDUCCI, «Diritti umani e minoranze: un approccio analitico e neoilluminista», Ragion pratica, 2, 1994, pp. 32-54; L.J. DIAMOND, Civil Society and the Development of Democracy, Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales, Instituto Juan March de Estudios e Investigaciones, Madrid, 1997. 77 R. DWORKIN, La comunidad liberal, trad. de C. Montilla, Universidad de los Andes-Siglo del Hombre, Santafé de Bogotá, 2001, p. 26; R. SORIANO DÍAZ, Los derechos de las minorías, MAD, Sevilla, 1999, pp. 45 y 46. 78 M.J. AÑÓN ROIG, «La interculturalidad posible: ciudadanía diferenciada y derechos», en J. DE LUCAS MARTÍN (dir.), La multiculturalidad, Consejo General del Poder Judicial, Madrid, 2001, p. 226; M.J. FARIÑAS DULCE, Globalización, ciudadanía y derechos humanos, Instituto de Derechos Humanos «Bartolomé de las Casas» de la Universidad Carlos III de Madrid-Dykinson, Madrid, 2004, pp. 16 y 17. Cfr. también J. WALDRON, Liberal Rights, Cambridge University Press, Nueva York, 1992, pp. 203 y ss. 79 E.W. BÖCKENFÖRDE, «Democracia y representación», en E.W. BÖCKENFÖRDE, Estudios sobre el Estado de Derecho y la democracia, cit., p. 143; E. FERNÁNDEZ GARCÍA, «Estado, sociedad civil y democracia», en R. DE ASÍS ROIG, E. FERNÁNDEZ GARCÍA, M.D. GONZÁLEZ AYALA, A. LLAMAS CASCÓN y G. PECESBARBA MARTÍNEZ, Valores, derechos y Estado a finales del siglo XX, Universidad Carlos III de MadridDykinson, Madrid, 1996, pp. 131 y 132.

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mocrático. Tiene que ser posible una permanente remisión al pueblo del poder de decisión y de dirección de los órganos representativos que actúan por sí; los representantes del poder han de actuar conforme a una competencia que sea adecuada al cargo y esté limitada jurídicamente; y el poder representativo de decisión y dirección tiene que corregirse y contrapesarse democráticamente. La libertad natural se sitúa en la raíz del ideal democrático, la cual pretende la erradicación de la autoridad y del Estado, basándose en una igualdad que estima que los otros no son superiores a nosotros y no tienen derecho a mandarnos. Sin embargo, como propugnara Kelsen80, cuya influencia se deja sentir en alto grado en la Constitución española, se piensa que la sociedad ha de ser admitida como un imperativo de la naturaleza humana, puesto que no se puede vivir si no es dentro de alguna forma de asociación, puntualización que supone dos condiciones: organización del poder y normas de validez objetiva para todos, suscitándose el problema de la forma de conciliar los dos requerimientos. La respuesta de Kelsen es que hay una metamorfosis en el hombre que termina siendo una demanda para que los individuos dirijan la sociedad según su posición en ella, aunque el conflicto entre la libertad individual y el orden social sea insoluble, configurando la regla de la mayoría y, en particular, la de la mayoría absoluta, y reduciéndose al mínimo la heteronomía en la toma de decisiones. En relación a la verdad, ésta sigue siendo el valor más fundamental e independiente de la subjetividad humana. Como no podemos conocerla por anticipado en un Estado democrático, es el poder quien tiene el monopolio de su descubrimiento y declaración, con lo que nos vemos reconducidos al principio de la autonomía y del igual valor de las elecciones individuales en la esfera pública. En esta dirección, somos encauzados al acuerdo conseguido según las reglas del juego de la democracia81. Ahora bien, si lo dicho es cierto, entonces ¿no existe ningún criterio para diferenciar las proposiciones verdaderas de las falsas? Al respecto, dice Habermas82 que, para realizar la diferenciación, «tomo como referencia el enjuiciamiento de los demás, concretamente de todos los demás con los que yo pudiera entablar un diálogo (con lo que incluyo contrafácticamente a todos los interlocutores que yo podría encontrar si mi historia vital fuera coextensiva con la historia del género humano). La condición para la verdad de las proposiciones es el acuerdo potencial de todos los demás». De esa manera, la teoría del discurso otorga, en algunas situaciones, un criterio 80 H. KELSEN, Esencia y valor de la democracia, edic. y estudio preliminar de J.L. Monereo Pérez, trad. de R. Luengo Tapia y L. Legaz Lacambra, Comares, Granada, 2002, pp. 7 y ss., y 85 y ss. 81 A. PINTORE, El Derecho sin verdad, trad. de M.I. Garrido Gómez y J.L. del Hierro, Instituto de Derechos Humanos «Bartolomé de las Casas» de la Universidad Carlos III de Madrid-Dykinson, Madrid, 2005, pp. 223 y ss. 82 J. HABERMAS, Facticidad y validez. Sobre el Derecho y el Estado democrático de Derecho en términos de teoría del discurso, introducción y trad. de M. Jiménez Redondo, Trotta, Madrid, 2008, pp. 374 y ss., y lo que de él dice R. ALEXY, Teoría de la argumentación jurídica, trad. de M. Atienza e I. Espejo, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1997, p. 111.

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para la racionalidad de los procesos decisionales y de las decisiones que en ellos se producen83. Las posiciones relativistas infieren que ningún sistema de reglas puede pretender hacerse extensible plenamente a los demás sistemas, por lo cual no hay parámetros imparciales e independientes que otorguen el derecho a extenderse sobre y frente al resto84. Pero, a pesar de ello, la objetividad moral no se vería impedida por el imperativo de algunos relativismos, a saber: el relativismo inocuo, que gira en torno a si nuestros juicios serían válidos en igual sentido para seres capaces de tener creencias y actitudes, que son como nosotros y mantienen diferencias en otros sentidos trascendentes. El relativismo benigno, en el que las normas de nuestra moralidad ideal discriminan entre el conjunto de circunstancias de hecho y se acepta que lo que es moralmente correcto en un grupo social no lo es en otro. Este modelo se representa con «hacer x es correcto en la sociedad S1 con arreglo a la moralidad ideal M´», y «hacer X es incorrecto en la sociedad S2 con arreglo a la moralidad ideal M´». El relativismo como pluralismo, sustentador de que entre los planes de vida hay muchos que son valiosos, no estando reñido con una sola moralidad ideal. Esta tarea se logra delimitando los deberes relativos sin caer en el particularismo. Y el relativismo como indeterminación, que demuestra que el dominio de los conceptos morales no garantiza la ordenación de todas las acciones del hombre que encierran una relevancia de este tipo85. Por consiguiente, en la interrelación entre el Estado liberal y el democrático, en la dirección que va del liberalismo a la democracia, son necesarias algunas libertades para que el ejercicio del poder democrático sea aceptable; y en la línea que va de la democracia al liberalismo, se advierte que el poder democrático es indispensable para garantizar las libertades fundamentales. Quedando recalcado que sin democracia no concurren las condiciones mínimas para la solución pacífica de los conflictos, y que los súbditos se convierten en ciudadanos cuando se les reconocen ciertos derechos fundamentales. Ideológicamente, el principio de la mayoría se plasma como principio del imperio de la mayoría sobre la minoría, mas su sentido no consiste en que triunfe la voluntad del mayor número, sino en aceptar que los individuos que integran la sociedad se dividen en dos grandes grupos, el mayoritario y el(los) minoritario(s). La voluntad colectiva final deberá ser consecuencia de las influencias recíprocas entre esos grupos86. 83 J. HABERMAS, Facticidad y validez. Sobre el Derecho y el Estado democrático de Derecho en términos de teoría del discurso, cit., p. 375. 84 J.A. GARCÍA AMADO, «¿Por qué no tienen los inmigrantes los mismos derechos que los nacionales?», Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho, 7, 2003 (http://www.uv.es/CEFD/*.htm), p. 10. 85 J.J. MORESO MATEOS, «El reino de los derechos y la objetividad de la moral», Iura Gentium, Centro de Filosofía del Diritto Internazionale e della Politica Globale (http://dex1.tsd.unifi.it/juragentium/it/index. htm), pp.9 y 10. 86 N. BOBBIO, El tiempo de los derechos, trad. de R. de Asís Roig, Sistema, Madrid, 1991, pp. 109 y ss.; ÍD., Igualdad y libertad, cit., pp. 126 y ss.; G. KARDOS, «The Market, Human Rights, and Pluralism», en A. RO-

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Aun con las ideas que acabamos de expresar, es demandable la construcción de un paradigma moral universal que esté llamado a propagar un sistema de moralidad crítica válido para todos. Su validez descansaría en el papel desempeñado en las actuaciones de la Comunidad internacional y de los Estados nacionales, fundado en el consenso de los participantes conforme a reglas que estipulen una mínima objetividad. Con esta directriz, son de gran valía el perfil que Rawls concibe de un standard moral universal presente en todos los regímenes decentes que quieren actuar de buena fe en la esfera internacional; y la teoría del coto vedado de Garzón Valdés sobre un núcleo que es ajeno a toda transacción, dados un convenio social que salvaguarde intereses privados, y un convenio ético que salvaguarde el interés común87. 2.4.

La seguridad

Una vez superadas las connotaciones predominantemente conservadoras y burguesas que durante años padeciera y, como portadora de una emotividad claramente favorable, la seguridad ha recuperado un lugar destacado entre el conjunto de los principios, fines o valores que conforman el sistema de legitimidad de las instituciones jurídicas y políticas, comprendiéndose como la consagración de la justicia formal88. Aquélla ha dejado de ser percibida como un valor enemistado con el progreso, para convertirse en una aspiración o carencia de todo hombre que, como tal, ha de hacerse presente en la construcción y el diseño de lo que Rawls llama la estructura básica de la sociedad. Esta necesidad de seguridad se torna especialmente acuciante en una época marcada por motivos de inseguridad, tales como la amenaza nuclear, la degradación del medio ambiente, usos de la ingeniería genética o de la informática que, de acuerdo con Pérez Luño89, pueden desmentir la ilusión de una humanidad definitivamente emancipada y segura a través de las conquistas del progreso.

SAS y J. HELGESEN (eds.), con la colaboración de D. Goodman, The Strength of Diversity Human Rights and Pluralistic Democracy, M. Nijhoff Publishers, Dordrecht, 1992, pp. 123 y ss.; G. SARTORI, Teoría de la democracia, vol. I (El debate contemporáneo), trad. de S. Sánchez González, Alianza, Madrid, 2005. De igual manera, ver R. CABRILLAC, M.A. FRISON-ROCHE y T. REVET (dirs.), Libertés et droits fondamentaux, Dalloz, París, 2003. 87 J. GONZÁLEZ AMUCHASTEGUI, «¿Son los derechos humanos universales?», Anuario de Filosofía del Derecho, XV, 1998, p. 51. Ver también E. GARZÓN VALDÉS, «Cinco confusiones acerca de la relevancia o moral de la diversidad cultural», Claves de razón práctica, 74, 1997, pp. 10 y ss.; J. RAWLS, El Derecho de gentes y «Una revisión de la idea de razón pública», trad. de H. Valencia, Paidós, Barcelona, 2001, pp. 49 y ss., 93 y 94. 88 Cfr. para este epígrafe, F. ARCOS RAMÍREZ, La seguridad jurídica: Una teoría formal, Universidad Carlos III de Madrid-Dykinson, Madrid, 2000; G. PECES-BARBA MARTÍNEZ, «Legitimidad del poder y justicia del Derecho», en G. PECES-BARBA MARTÍNEZ, E. FERNÁNDEZ GARCÍA y R. DE ASÍS ROIG, con la colaboración de M.J. Fariñas, A. Llamas, J. Ansuátegui, J.P. Rodríguez y J.M. Sauce, Curso de Teoría del Derecho, cit., pp. 324 y ss. 89 A.E. PÉREZ LUÑO, La seguridad jurídica, Ariel, Barcelona, 1994, pp. 21 y 22.

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Estamos, sin duda, ante un concepto complejo, en el que los significados objetivos se confunden con los subjetivos y, aunque en mucha menor medida, idénticamente pasa entre los positivos y los negativos. De este modo, es frecuente distinguir entre la seguridad como sinónimo de certeza y ausencia de duda y la seguridad como sinónimo de ausencia de temor, como conciencia de que están seguras las cosas y protegidas las exigencias estimadas por el hombre como fundamentales90. Otros diferencian entre la seguridad como protección que produce orden y certeza, si la contemplamos desde una perspectiva objetiva, y como ausencia de duda y temor, si lo hacemos desde un punto de vista subjetivo91. Si bien ese anhelo de seguridad es un rasgo casi ontológico de la naturaleza humana, adquirirá una trascendental intensidad con el advenimiento de la modernidad. El cambio de mentalidad que lo caracteriza conforma la primera reacción histórica relevante contra amenazas tan constantes como el hambre, la peste o las catástrofes naturales. Mas, lo que es tanto o más importante, se produce un traslado del centro de gravedad de la seguridad, pasándose de una seguridad apoyada en el monismo ideológico y en la rigidez social a otra protegida por el monismo del Derecho estatal92. El nuevo orden que emerge con la modernidad ofrece la imagen de unos individuos cuyos lazos de unión no pueden nacer de unas mismas creencias religiosas o ideológicas, ya que han de hacerlo de algún elemento sustraído a la subjetividad o movilidad de los vínculos tradicionales93. 2.4.1.

La seguridad en el Derecho

La complejidad semántica aludida se vuelve aún más intensa al observar las significaciones que la seguridad posee en los diferentes contextos y discursos relacionados con el Derecho. En éstos se apela a seguridades aparentemente tan distintas como la personal, la de los consumidores y usuarios, la ciudadana, la de los datos informáticos, etc. Una pluralidad que, por lo común, el pensamiento jurídico parece reacio a admitir y trata de superar englobando todos esos sentidos bajo el denominador de la seguridad jurídica y una tendencia que se puede convertir en el origen de una mayor confusión debido a que, cuando se habla de la seguridad en el Derecho, se puede estar aludiendo a aspectos tan suficientemente diferenciados como los siguientes: 1. La seguridad como función jurídica. El Derecho aparece como un remedio contra, en principio, cualquier desorientación, miedo y desprotección que se experimente frente a distintas realidades, los demás hombres, el poder, la fragE. DÍAZ, Sociología y Filosofía del Derecho, Taurus, Madrid, 1993, p. 44. G. PECES-BARBA MARTÍNEZ, «La seguridad jurídica desde la Filosofía del Derecho» Anuario de Derechos Humanos de la Universidad Complutense de Madrid, 6, 1990, p. 215. 92 G. PECES-BARBA MARTÍNEZ, «La seguridad jurídica desde la Filosofía del Derecho», cit., p. 217. 93 Sobre este proceso de desintegración de los vínculos comunitarios y la importancia que adquiere el Derecho y su formulación y aplicación segura, véase R.M. UNGER, Law in Modern Society. Toward a Criticism of Social Theory, The Free Press-Collier Macmillan, Nueva York-Londres, 1977. 90 91

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mentación ideológica, el hambre, la enfermedad, los problemas medioambientales, etc. La seguridad sería una función de todo Derecho orientable, según el momento histórico, a cualquier contenido que una sociedad estime merecedor de aseguramiento. Lo que varía en la historia y en las diversas doctrinas filosóficas y políticas son los fines asegurados; pero, en cambio, es magnitud constante de todo Derecho el que una de sus funciones consista en asegurar aquellas condiciones o fines que la sociedad reputa de indispensable realización94. Dentro de tales funciones de seguridad, destaca la considerada como la razón de ser o función específica de lo jurídico. La aparición del Derecho como fenómeno de casi todas las culturas respondería al requerimiento de colmar una necesidad de seguridad que define la situación de todo hombre. En palabras de Recaséns95, el Derecho ha nacido en la vida humana para colmar la ineludible urgencia de seguridad y de certeza en la vida social. Sin embargo, hay que remontarse a la tradición contractualista para encontrar el origen de esta acepción como motivo primario de la existencia del Derecho. Como ha sostenido Pérez Luño96, la seguridad sitúa el origen de las instituciones políticas y jurídicas a partir de la exigencia (empírica o racional, utilitaria o ética, a tenor de las interpretaciones del estado de naturaleza y el pacto social) de abandonar una situación en la que el hombre posee una ilimitada, aunque insegura, libertad a cambio de otra limitada, pero protegida. La seguridad que está en la razón de la existencia del Derecho brota de un orden de paz entre los hombres, de la capacidad del Estado para dotar a sus leyes de fuerza suficiente con el objetivo de convertirlas en pautas de conducta merecedoras de confianza y conferir a los sujetos espacios de autonomía a salvo de la intromisión o ataque de terceros97. Ésta es una función de seguridad que el sistema jurídico puede realizar independientemente de sus contenidos, y que se convertirá en fundamento suficiente de la existencia del Estado y del Derecho y en argumento también suficiente para la obediencia al poder y a las leyes98. 2. La seguridad como fundamento de los derechos fundamentales. Aunque, ciertamente, no sea el valor más invocado para su fundamentación (son mucho más frecuentes las referencias a la libertad, la igualdad, la dignidad humana, la solidaridad o la satisfacción de las necesidades), habría razones para sostener que, tanto desde un punto de vista funcional como normativo e histórico, la seguridad puede ser considerada uno de los fundamentos y de las funL. RECASÉNS SICHES, Filosofía del Derecho, cit., pp. 15 y 221. L. RECASÉNS SICHES, Filosofía del Derecho, cit., pp. 618 y ss. 96 A.E. PÉREZ LUÑO, La seguridad jurídica, cit., pp. 24 y 25. 97 Th. HOBBES, Leviatán, o la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil, prólogo, notas y trad. de C. Mellizo, Alianza, Madrid, 2008, cap. XVIII. 98 No es lícito que el súbdito contravenga las leyes de su Príncipe a no ser que concurra pretexto de honestidad o justicia (J. BODINO, Los seis libros de la República, trad. de P. Bravo Gala, Tecnos, Madrid, 2006, I, VIII). F. GONZÁLEZ VICÉN, «La obediencia al Derecho», en F. GONZÁLEZ VICÉN, Estudios de Filosofía del Derecho, Universidad de La Laguna, La Laguna, 1979, p. 377. 94 95

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ciones de algunos derechos fundamentales99. En cierta medida, habrían ido surgiendo, y aún hoy lo seguirían haciendo, como respuesta a algunas de las más radicales necesidades de certeza y protección que definen cada tiempo y cada sociedad, siendo desde esta clave desde donde debería entenderse el derecho a la seguridad proclamado en las Declaraciones francesa y americana100. La seguridad se encontraría en la razón de ser de libertades civiles negativas, principalmente aquellas que de modo más directo desempeñan una función de protección frente a la agresión del poder político: las garantías procesales. Fioravanti101 las alude como distintas formas de la libertad como seguridad de la persona y los bienes propios y, más sucintamente, de la seguridad contra la arbitrariedad del poder que, de acuerdo con este autor, sería una de las notas distintivas del modelo historicista de los derechos fundamentales y, más concretamente, del constitucionalismo inglés. Los derechos fundamentales reconocidos en la Magna Charta (1215) y, en el siglo XVII, en la Petition of Rights y en la Bill of Rights, pertenecen a este tipo de derechos de seguridad. De igual modo, la seguridad se encontraría en la razón de ser de los derechos económicos y sociales que –remarca Peces-Barba102– deberían ser interpretados como el vehículo de una nueva forma de seguridad, la de que los débiles no son abandonados ante los más fuertes y cada uno puede estimar sus necesidades básicas resueltas, actuando la seguridad frente a la desesperanza. La fuerza normativa de la seguridad rebasaría su tradicional barrera objetiva en cuanto elemento informador del ordenamiento jurídico, para extenderse a la esfera subjetiva de los derechos fundamentales. A ello se orienta, por ejemplo, la reivindicación de un derecho a la seguridad. Este derecho no supondría sólo un límite a la actividad del Estado, una defensa frente a injerencias arbitrarias del poder público, sino que encauzaría la política estatal hacia determinados bienes jurídicos directamente vinculados con la libertad y la igualdad de los ciudadanos103. 3. La seguridad como cualidad del Derecho. Junto a los significados enumerados, parcialmente vinculado y superpuesto a ellos, mas en cualquier caso distinto, puede hablarse de un tercer modo de comprender las relaciones con el 99 G. PECES-BARBA MARTÍNEZ, con la colaboración de R. de Asís Roig, C.R. Fernández Liesa y A. Llamas Cascón, Curso de derechos fundamentales. Teoría General, Universidad Carlos III de Madrid-Boletín Oficial del Estado, Madrid, 1999, pp. 245 y ss. 100 El derecho a la seguridad aparece integrado dentro del catálogo de los derechos proclamados tanto en la Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia de 1776 como en la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789. La primera reconoce los derechos innatos de todos los hombres: «el goce de la vida y de la libertad, con los medios de adquirir y poseer la propiedad y buscar y obtener la felicidad y la seguridad». Un lenguaje muy similar emplea la segunda en su artículo 2: «la meta de toda asociación política es la conservación de todos los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son: la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión». 101 M. FIORAVANTI, Los derechos fundamentales. Apuntes de historia de las Constituciones, trad. de M. Martínez Neira, Trotta, Madrid, 2007, p. 35. 102 G. PECES-BARBA MARTÍNEZ, «La seguridad jurídica desde la Filosofía del Derecho», cit., p. 228. 103 A.E. PÉREZ LUÑO, La seguridad jurídica, cit., p. 67.

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Derecho, la seguridad del sistema de seguridad, del Derecho mismo. En ese supuesto, estaríamos ante lo que en el lenguaje más habitual de los juristas y en la Filosofía del Derecho se denomina seguridad jurídica. En estas coordenadas se sitúa la concepción defendida por Radbruch104: entendemos por seguridad jurídica no la seguridad por medio del Derecho, sino la seguridad del Derecho mismo. 2.4.2.

La seguridad del Derecho y sus elementos

La idea de seguridad jurídica surge como resultado de una toma de conciencia sobre la importancia de que el Derecho en sí sea una magnitud segura, como medio para evitar lesiones a la libertad y la dignidad de los sujetos de Derecho. El orden jurídico permite a sus destinatarios (ciudadanos y operadores jurídicos) saber a qué atenerse en virtud de principios como la publicidad, claridad o irretroactividad, que establecen cómo deben crearse, expresarse o aplicarse las normas jurídicas para evitar la sorpresa, la decepción o la arbitrariedad. Se trata, en consecuencia, de una seguridad para el individuo frente al Derecho lograda a través del mismo. En coherencia, estaríamos ante una seguridad reflexiva, producto de la comprensión por la cultura de una sociedad que deposita muchas expectativas en el sistema jurídico, siendo sustancial que sea seguro en su vigencia y administración. El control de los procesos de producción, interpretación o cambio de las directivas que configuran dicho orden traspasará, en un momento de la evolución jurídica, el plano de las aspiraciones, quejas o recomendaciones de jurisconsultos y filósofos para adquirir una entidad jurídica. Probablemente, uno de los últimos episodios de esa toma de conciencia sea la concepción de Hart105 del sistema jurídico como unión de normas primarias, que establecen las normas que forman el orden de la vida social, y secundarias, que regulan y controlan los procedimientos aludidos y relativos a las primeras. Definida como la seguridad del Derecho, podrían subrayarse como elementos centrales de su significado la certeza jurídica, la eficacia jurídica y la ausencia de arbitrariedad. Ellos representarían los términos más simples del lenguaje de la seguridad, de forma que todos los principios que suelen aparecer vinculados (publicidad, claridad, irretroactividad, etc.) pueden contemplarse como instrumentos de certeza y/o eficacia, y/o interdicción de la arbitrariedad: Un primer conjunto de significados de la seguridad del Derecho puede ser englobado bajo el término certeza jurídica. Aunque entre ellos hay una gran proximidad y, tácticamente, se superponen de manera parcial, es conveniente distinguir cuatro manifestaciones: la certeza de orientación, la certeza de existencia, la previsibilidad jurídica y la firmeza del Derecho. En relación a la cer104 G. RADBRUCH, Introducción a la Filosofía del Derecho, trad. de W. Roces, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2002, pp. 40 y 41. 105 H.L.A. HART, El concepto de Derecho, trad. de G.R. Carrió, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2004, pp. 99 y ss.

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teza de orientación y a la certeza de existencia, la seguridad del Derecho es, en primer lugar, certeza o certidumbre jurídica. Para Geiger106, sería la circunstancia de que se conozca lo que está en el ordenamiento, es decir, el saber acerca de las normas jurídicas o la cognoscibilidad de su contenido libre de dudas, lo cual permite a los ciudadanos conocer lo que está prohibido, impuesto o permitido, y poseer un conocimiento nítido de cuándo y cómo intervendrá el Estado en sus vidas. Esta certeza representa una necesidad de todo individuo que se rige en sus actos de conformidad con esas normas, una defensa frente a la arbitrariedad, un medio para evitar los conflictos jurídicos, así como una exigencia intrínseca del funcionamiento correcto de todo sistema. Sin embargo, no hay duda de que la certeza del Derecho ha sido y sigue siendo básicamente valorada por la seguridad de orientación que dispensa a los sujetos de Derecho a la hora de actuar, de proyectar y decidir poner en marcha un curso de acción107. La anterior es una certeza que brota del conocimiento del contenido de las normas jurídicas que podría llamarse certeza de orientación y que debe ser, por tanto, distinguida de la certeza de existencia, aspecto que depende de la conciencia de su existencia y vigencia, no de un acceso a los contenidos de la regulación jurídica108. Son, por consiguiente, dos aspectos separables, si bien la certeza de orientación no es posible sin una previa certeza de existencia de la norma, no implicando la última, necesariamente, el conocimiento del contenido. Mientras la primera depende de las cualidades del lenguaje jurídico que hacen comprensible el significado de la precisión, claridad, publicidad, etc.; la segunda demanda la concurrencia de todos los indicios que permiten estimar que una norma posee existencia jurídica, es decir, que es válida (publicación, ausencia de antinomias, jerarquía de fuentes…). Por otro lado, en la certeza de contenido y de existencia descansa lo que clásicamente ha sido y continúa siendo un concepto restringido de seguridad jurídica, la previsibilidad o predecibilidad del Derecho. La certeza de conocimiento permite a los ciudadanos conocer, con claridad y de antemano, lo que está prohibido y permitido y, en función de ese conocimiento, organizar su conducta presente y programar expectativas para su actuación jurídica futura bajo pautas razonables de previsibilidad109. Al hacer esta aportación, el Derecho crea seguridad y confianza en la vida de cualquier organización social y, como supo ver Bentham110, al hacer el futuro previsible, se une al presente creando un sentimiento de esperanza de lo venidero. 106 T. GEIGER, Estudios preliminares de Sociología del Derecho, introducción y bibliografía internacional de Sociología del Derecho por P. Trappe, trad. de A. Camacho, G. Hirata y R. Orozco, edic. de J.L. Monereo Pérez, Comares, Granada, 2001, p. 89. 107 T. GEIGER, Estudios preliminares de Sociología del Derecho, cit., pp. 88 y 89. 108 L. LOMBARDI VALLAURI, Saggio sul diritto giurisprudenziale, Giuffrè, Milán, 1975, pp. 574-577. 109 A.E. PÉREZ LUÑO, La seguridad jurídica, cit., pp. 29 y 30. 110 J. BENTHAM, «Principios del Código civil», en J. BENTHAM, Tratados de legislación civil y penal, edic. de M. Rodríguez Gil, Edit. Nacional, Madrid, 1981, pp. 117 y 118.

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Finalmente, la certeza jurídica incluiría la firmeza del Derecho vigente. Además del contenido de las normas, integra la ausencia de dudas acerca de la plena vigencia de ciertas decisiones, las cuales no pueden ser muchas veces sólo expresión de la razón, sino también una decisión, en principio definitiva o con pretensión de serlo, de aspiraciones o conflictos. En esta línea, Coing111 postula que la seguridad jurídica supone que los derechos, las posiciones de poder y de posesión, una vez fundadas, tienen que subsistir sin que nadie las discuta o perturbe, y que las decisiones jurídicas, una vez formuladas, deben ser mantenidas. Ello posibilita que se pueda confiar en el Derecho como una magnitud fija, sustraída a toda transformación caprichosa, en función de la que el hombre puede ordenar su vida y ponerla bajo su protección. Pero la seguridad jurídica no reclama solamente certeza de existencia y de cognoscibilidad, sino que requiere que el Derecho tenga una eficacia regular. Aparte de hacer factible la certeza de existencia, la eficacia es en sí una reivindicación de la seguridad jurídica que, de no ser satisfecha, dejaría sin sentido a la certeza, lo cual resultaría poco satisfactorio e insuficiente si lo que el Estado establece como Derecho soliera, en general, incumplirse112. De ahí que un Derecho desobedecido no genere certidumbre de orden, ni suministre a los ciudadanos un dato desde el que poder prever la conducta de los poderes normativos ni la de los demás individuos. Una norma jurídica desatendida no crea en su ámbito de regulación seguridad del Derecho, sino del no Derecho113. Si la certeza normativa hace posible la previsibilidad del Derecho y la certeza de la acción, la eficacia es necesaria para que haya confianza. Para Geiger114, la certeza del ordenamiento se refiere a qué es la norma; la confianza en el ordenamiento, en cambio, hace referencia a qué fuerza tiene. La confianza de los ciudadanos en el Derecho compele a que su eficacia no quede paralizada por hechos como la ignorantia iuris, la presencia de lagunas normativas o las dudas sobre la constitucionalidad de algún precepto. O sea, la seguridad jurídica, como principio de Derecho objetivo, impone a los operadores del sistema jurídico la máxima eficacia posible de sus disposiciones115. En la medida en que las normas se convierten muchas veces en los criterios de interacción y orientación seguidos por los ciudadanos, sólo podrán seguir desempeñando dicha función social si gozan de la máxima fuerza práctica. 111 H. COING, Fundamentos de Filosofía del Derecho, trad. de J.M. Mauri, Ariel, Barcelona, 1976, pp. 37-39. 112 J.M. RODRÍGUEZ PANIAGUA, Lecciones de Derecho natural como Introducción al Derecho, Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, Madrid, 1985, p. 15. 113 L. LOMBARDI VALLAURI, Saggio sul diritto giurisprudenziale, cit., p. 575. 114 T. GEIGER, Estudios preliminares de Sociología del Derecho, cit., pp. 89 y 90. 115 Como señala M. Corsale, la seguridad jurídica se considera más realizada cuanto mayor sea el grado de aplicación unívoca y de hecho de las normas (M. CORSALE, «Certezza del dititto e legitimazzione», Sociologia del Diritto, 1, 1984, p. 156). El autor considera la eficacia del sistema jurídico no ya como una exigencia central de la seguridad jurídica, sino como el verdadero fundamento de la certeza y previsibilidad jurídicas (M. CORSALE, Certezza del diritto e crisi di legittimità, Giuffrè, Milán, 1979, p. 38).

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Por otro lado, la seguridad del Derecho exige que los poderes públicos realicen actos de producción y aplicación de las normas jurídicas de una manera no arbitraria. La seguridad jurídica –asevera Henkel116– se opone a la incertidumbre, al azar, a la arbitrariedad y al desamparo frente a una situación de regulación. Por el contrario, donde reina la arbitrariedad, el poder representa una fuente permanente de inseguridad, convirtiendo al ciudadano en «un súbdito incapaz de organizar su vida, pendiente siempre de escrutar el rostro de sus gobernantes para averiguar sus buenos o malos humores y poder decidir en consecuencia»117. La certeza y la eficacia del Derecho se refieren a diferentes aspectos de la estructura formal, la duración y la existencia empírica de las normas. No obstante, la seguridad jurídica no descansa exclusivamente, ni siquiera ocasionalmente, en tales factores. También lo hace, quizá cada vez más, en la forma de los actos por los cuales son creadas o aplicadas esas normas. Podría afirmarse que, mientras que la certeza y la eficacia son la seguridad jurídica de la norma, la ausencia de arbitrariedad es la del acto (de producción, interpretación o aplicación). La seguridad jurídica no se agota en la certeza y en la eficacia, sino que, como recalcara el Tribunal Constitucional desde sus primeras sentencias, «es una suma de certeza y legalidad, jerarquía y publicidad normativa, irretroactividad de lo no favorable, interdicción de la arbitrariedad…»118. Más aún, para Gianformaggio y Habermas119, la interdicción de la arbitrariedad no es sólo uno de los significados esenciales de la seguridad jurídica, mostrándose como la única demanda capaz de dotarla de un contenido razonablemente realizable en la actualidad. 2.4.3.

La seguridad como justicia formal

Cada vez más, la seguridad ha dejado de ser contemplada como un valor enemistado con la justicia para pasar a ser vista como un conjunto de dimensiones éticas que vendrían a formar parte de la llamada justicia formal120. No hay duda, pues, de que las exigencias de la seguridad del Derecho constituyen un medio idóneo para garantizar el respeto de algunos valores cuya realización se estima imprescindible para el logro de un orden social justo. 116

H. HENKEL, Introducción a la Filosofía del Derecho, trad. de E. Gimbernat, Taurus, Madrid, 1968,

p. 546. T.R. FERNÁNDEZ, De la arbitrariedad de la Administración, Civitas, Madrid, 2002, pp. 244 y 245. STC 27/1981, de 20 de julio, FJ 10. En la misma línea, la STC 71/1982, de 30 de noviembre, FJ 4, dictamina que la seguridad jurídica requiere certeza en la regla de Derecho y proscribe fórmulas proclives a la arbitrariedad. 119 L. GIANFORMAGGIO, «Certezza del Diritto», en L. GIANFORMAGGIO, Studi sulla giustificazione giuridica, Giappichelli, Turín, 1986, p. 166; J. HABERMAS, Facticidad y validez. Sobre el Derecho y el Estado democrático de Derecho en términos de teoría del discurso, cit., p. 220. La negación más celebre de la seguridad jurídica se debe al realista norteamericano J. Frank. A través de una compleja interpretación psicoanalítica, este autor llegará a calificar su deseo como una manifestación de la pervivencia en el sujeto adulto del mito infantil del padre dispensador de protección y certeza absolutas [J. FRANK, Law and the Modern Mind, Anchor Books, Gloucester (Massachusetts), 1970]. 120 D. LYONS, «On Formal Justice», en D. LYONS, Moral Aspects of Legal Theory. Essays in Law, Justicie and Political Responsability, Cambridge University Press, Nueva York, 1993, pp. 13 y ss. 117 118

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La más alta consideración de las posibilidades morales de la seguridad del Derecho la encontramos en el pensamiento de Fuller121, fundamentalmente en su obra La moral del Derecho. El profesor estadounidense estaba convencido de haber hallado en principios tan clásicos de la seguridad jurídica como la publicidad, la claridad o la irretroactividad («la moral interna del Derecho»), un punto de conexión esencial entre el Derecho y la justicia, hasta el extremo de calificar a dichos principios de versión procesal del Derecho natural. En cualquier caso, no es preciso defender una postura tan extrema para reconocer que la seguridad jurídica posee una dimensión ética incuestionable, si no catalogada de valor moral intrínseco, al menos, tal y como estiman González Vicén y Atienza122, de valor instrumental o adjetivo respecto a otros valores materiales. De esta manera, las exigencias de la seguridad del Derecho permiten crear algunos de los presupuestos de la libertad. Esta es una de las características del liberalismo clásico, apreciada por Montesquieu123, Locke y, sobre todo, Humboldt124. Un orden jurídico estructurado con arreglo a esos requerimientos introduce en el ambiente de las relaciones públicas y privadas unos parámetros ciertos, fijos y previsibles, que posibilitan un ejercicio confiado de la iniciativa y libertad personales. Dentro de este marco, Rawls125 ha afirmado que un orden jurídico que cumpla del modo más perfecto los preceptos del Rule of Law asegura una base más firme para la libertad. Cuanto más públicas, claras, irretroactivas…, sean las leyes, más protegida estará la libertad de los individuos. La razón de esa creencia es que las normas jurídicas constituyen pilares mediante los que las personas confían unas en otras y ejercen sus derechos cuando sus expectativas no se cumplen. Si las bases de estas expectativas son inseguras, también lo son los límites de la libertad humana. Sus peligros son menores cuando la ley es administrada imparcial y regularmente y se sabe qué cosas castiga y qué cosas entran o no dentro de su poder de actuación, ya que los ciudadanos pueden entonces proyectar sus planes conjuntamente. De semejante modo, sobre los imperativos de la seguridad del Derecho se erige un orden jurídico que protege el valor de la igualdad. Muchos son, simultáL. FULLER, La moral del Derecho, trad. de F. Navarro, Trillas, México, D.F., 1964, pp. 116 y ss. M. ATIENZA RODRÍGUEZ, Introducción al Derecho, Edit. Club Universitario, San Vicente (Alicante), 1998, pp. 104 y ss.; F. GONZÁLEZ VICÉN, «La obediencia al Derecho», cit., p. 383. 123 Montesquieu vincula la libertad a la seguridad personal, y ésta, a la seguridad del Derecho. «La libertad consiste en la seguridad, o al menos en la opinión que se tiene de la propia seguridad…, la seguridad del ciudadano depende principalmente de que las leyes criminales sean buenas» (Ch. DE MONTESQUIEU, Del espíritu de las leyes, introducción de E. Tierno Galván, trad. de M. Blázquez y P. de Vega, Tecnos, Madrid, 2002, XII, 11). 124 Von Humboldt define la seguridad que debe proporcionar el Estado a los ciudadanos como la certeza de la libertad concedida por la ley. Se trata de una expresión sintácticamente ambigua, pero que, de acuerdo con el autor, debe interpretarse como la seguridad de aquella libertad que ya ha sido reconocida por el Derecho y no cualquiera otra que se reclame. W. VON HUMBOLDT, Los límites de la acción del Estado, estudio preliminar, trad. y notas de J. Abellán, Tecnos, Madrid, 1988, cap. IX. 125 J. RAWLS, Teoría de la justicia, trad. de M.D. González Soler, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2002. pp. 222 y ss. 121 122

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neamente, principios de igualdad formal, siendo la generalidad de las normas, la prohibición de las discriminaciones arbitrarias, la fuerza vinculante del precedente, algunas de las que conectan directamente con la igualdad entendida como igualdad de trato. O, probablemente, sea más correcto suscribir que algunos principios jurídicos tradicionalmente relacionados con la igualdad de trato son, concreciones o requerimientos de la seguridad jurídica. Que las normas sean generales y su aplicación uniforme constituye, más que una expresión del valor de la igualdad, una reclamación de la seguridad jurídica126. La certeza y la confianza de los ciudadanos en el Derecho no encajan fácilmente con un marco jurídico que introduce diferencias injustificadas en sus normas y actos de aplicación; de lo que se desprende que la seguridad jurídica actúe como un imperativo dirigido al Derecho con vistas a que se vertebre y funcione con regularidad, sin distinciones que puedan ser imprevisibles y arbitrarias. 2.4.4.

La seguridad como garantía de la justicia material

La concepción de la seguridad jurídica hasta aquí expuesta podría ser calificada de formal y restringida. Formal, al definirla como un principio que no afecta de un modo directo a los contenidos del sistema jurídico, sino, casi exclusivamente, a la forma de los actos y normas que lo integran. En consecuencia, contendría requerimientos de corrección jurídica y moral de carácter formal y no material. Y restringida, porque circunscribe el empleo del término para referirse a la seguridad que se predica del y frente al Derecho y que produce, como tal, estados de seguridad para los individuos en relación con él y no respecto a otras realidades127. Distinto es el significado que un sector de la doctrina iusfilosófica viene atribuyendo desde hace algún tiempo a la seguridad jurídica, referido a aquellos planteamientos tendentes a una materialización de la misma, a raíz de la inclusión no sólo de demandas de corrección formal, sino, y fundamentalmente, de justicia material: la protección directa de los derechos fundamentales, la democracia, el Estado social, la aceptación moral de las decisiones judiciales, etc. Dentro de estas coordenadas parecen ubicarse algunas voces destacadas de la filosofía jurídica contemporánea. Así se habla de la seguridad jurídica como de una seguridad frente a la necesidad (Peces-Barba128); de un deslizamiento hacia la seguridad de los bienes jurídicos como justicia social (Denninger129); de la capacidad de un ordenamiento jurídico para hacer segu126

M. GASCÓN ABELLÁN, La técnica del precedente y la argumentación racional, Tecnos, Madrid, 1993,

p. 59. F. ARCOS RAMÍREZ, La seguridad jurídica: Una teoría formal, cit., pp. 3 y 4. G. PECES-BARBA MARTÍNEZ, con la colaboración de R. de Asís Roig, C.R. Fernández Liesa y A. Llamas Cascón, Curso de derechos fundamentales. Teoría general, cit., pp. 256-258. 129 E. DENNINGER, «Der Präventions-Staat», Kritische Justiz, I, 1988, p. 1, citado por A.E. PÉREZ LUÑO, La seguridad jurídica, cit., p. 72. 127 128

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ros los valores de la libertad y la igualdad (Atienza130); de la demanda de que la legalidad realice una cierta legitimidad, esto es, un sistema de valores estimados imprescindibles en el nivel ético-social alcanzado por el hombre y considerado por él como una conquista histórica irreversible (E. Díaz131); de la concepción del Rule of Law como «el gobierno de una concepción pública correcta de los derechos fundamentales» (Dworkin132), etcétera. Otra forma de materialización de la seguridad jurídica se centra en el Derecho judicial y consiste en exigir que las decisiones judiciales sean muy previsibles y carentes de arbitrariedad, pero, además, en resultar aceptables desde un punto de vista moral. Congruentemente, se defiende la compatibilidad entre la seguridad jurídica y la equidad, valores que clásicamente se habían presentado como enfrentados133. Esta lectura la han defendido muy nítidamente Aarnio y Peczenik; según el primero134, la seguridad jurídica presupone no sólo la validez formal y la efectividad de las decisiones jurídicas, sino su admisibilidad moral, la expectativa de certeza stricto sensu implica que todo ciudadano tiene el derecho a esperar protección. Con otras palabras, el tribunal u otro órgano adjudicativo tiene la obligación de dar una respuesta cuando el ciudadano pide protección jurídica. Sin embargo, la expectativa de certeza puede ser también entendida largo sensu, siendo necesarias dos condiciones para que sea satisfecha. La primera, que la decisión no sea arbitraria, ya que la arbitrariedad es sinónimo de azar y de imprevisibilidad. La segunda, que sea una decisión sustancialmente correcta, lo que reivindica que esté en consonancia con el Derecho válido y con otras normas sociales no jurídicas. Por su parte, Peczenik135 define la seguridad jurídica como el compromiso óptimo entre la previsibilidad de las decisiones jurídicas y su aceptación desde la perspectiva moral. Generalmente, en la sociedad actual, la gente suele esperar que las decisiones jurídicas sean muy previsibles y muy aceptables moralmente, ceteris paribus, cuanto mayor sea el grado de previsibilidad, mayor será la posibilidad que tiene un individuo de planificar satisfactoriamente su vida.

M. ATIENZA RODRÍGUEZ, Introducción al Derecho, cit., p. 107. E. DÍAZ, Sociología y Filosofía del Derecho, cit., pp. 44 y 45. 132 R. DWORKIN, A Matter of Principie, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts), 1985, pp. 11 y 12. 133 K. ENGISCH, Introducción al pensamiento jurídico, introducción de L. García San Miguel, trad. de E. Garzón Valdés, Guadarrama, Madrid, 1967, p. 205 (posteriormente, existe la edic. de J.L. Monereo Pérez, Comares, Granada, 2001). 134 A. AARNIO, «Argumentation Theory and Beyond. Some Remarks on the Rationality of Legal Justification», Rechtstheorie, 14, 1983, p. 393; ÍD., Lo racional como razonable. Un tratado sobre la justificación jurídica, trad. de E. Garzón Valdés, revisión de E. Garzón Valdés y R. Zimmerling, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, pp. 26 y 27. 135 A. PECZENIK, «Derecho, moralidad, coherencia y verdad», en A. PECZENIK, Derecho y razón, trad. de E. Garzón Valdés, Fontamara, México, D.F., 2000, pp. 31 y 32.; ÍD., «Estado de Derecho, seguridad jurídica y legitimidad del Derecho», en A. PECZENIK, Derecho y razón, cit., pp. 133 y 134. 130 131

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LA JUSTIFICACIÓN Y CRÍTICA DEL DERECHO COMO PROCESO NORMATIVO: LAS TEORÍAS DE LA JUSTICIA 1.

APROXIMACIÓN

AL CONCEPTO DE

JUSTICIA

Como ha escrito Nino, pocas ideas despiertan tantas pasiones, consumen tantas energías, provocan tantas controversias y tienen tanto impacto en todo lo que los seres humanos valoran como la idea de justicia. Precisamente la emotividad del término justicia1, unido a la pluralidad de sus concepciones, explicaría las grandes dificultades que han venido presidido los diferentes intentos de definirla. La justicia sería un concepto dinámico y abierto, es decir, un concepto histórico cuyos contenidos materiales son puestos a la luz de ciertas circunstancias sociales, económicas, etc., de un determinado momento. Esto no impide apreciar la existencia de un cierto acuerdo en torno a su consideración como un valor específicamente jurídico, como el criterio o conjunto de criterios que cabe utilizar para valorar un sistema jurídico. La justicia vendría a ser una parte o especificación de los valores morales: aquéllos que hacen referencia a relaciones, normas o actos jurídicos. Desde luego, en la tarea de evaluar el derecho no hacemos intervenir únicamente la idea de justicia, sino también otras ideas o valores, como la libertad, la igualdad o la seguridad. Aquí vamos a partir de que la justicia es el valor totalizador de los otros valores jurídicos. Las ideas de igualdad, libertad y seguridad serían los componentes más simples, aunque no carentes de complejidad, de la idea de

* Este capítulo ha sido redactado por Federico Arcos Ramírez, Profesor Titular de Filosofía del Derecho de la Universidad de Almería. 1 C.S. NINO, «Justicia», en E. GARZÓN VALDÉS y F.J. LAPORTA (eds.), El Derecho y la justicia, Consejo Superior de Investigaciones Científicas-Trotta, Madrid, 2000, p. 467. Una de las expresiones más conocidas de esta emotividad es la famosa máxima de Ross de que «invocar la justicia es como dar un puñetazo sobre la mesa, una expresión emocional que hace de la propia exigencia un postulado absoluto». A. ROSS, Sobre el Derecho y la justicia, trad. de G.R. Carrió, EUDEBA, Buenos Aires, 2005, pp. 258-259. El principal defensor del emotivismo en la teoría ética sería Stevenson. Vid. C. STEVENSON, Ética y Lenguaje, trad. de E. Rabossi, Paidós, Buenos Aires, 1971.

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justicia que podría ser vista, de esta forma, como el equilibrio entre los diferentes valores a los que debe dirigirse la ordenación jurídica2. A la vista de estas consideraciones, la reflexión sobre las distintas teorías o concepciones de la justicia debería profundizar en las relaciones de ésta con otros valores, como el bienestar o felicidad, el orden, la eficiencia, la libertad, la seguridad, la igualdad, etc. Algunos de ellos parecen ser externos a la idea de justicia (el orden, la eficiencia, etc.), en el sentido señalado por Nino de que su satisfacción no implica necesariamente un estado de cosas más justo sino todo lo contrario. En cambio, algunos de estos valores sí parecen ser internos al de la justicia, puesto que su satisfacción sí parece ir en beneficio de ésta. Como vamos a poder apreciar, la existencia de diversas concepciones de la justicia no es sino la expresión de los diferentes modos de establecer la relación interna entre la justicia y valores como la libertad, la felicidad o la igualdad. Aunque existen otras aportaciones interesantes y probablemente fundamentales en la larga historia de la filosofía práctica (el iusnaturalismo, la ética analítica, el comunitarismo, el feminismo, etc.), hemos optado por examinar con un mínimo detalle las teorías éticas deontológicas (cuyo prototipo es la ética kantiana), la ética consecuencialista representada por el utilitarismo, y la que desde hace varias décadas es, con toda seguridad, la reflexión sobre la justicia más estudiada, ensalzada y a la vez criticada: la teoría de John Rawls. 2. 2.1.

EL

UTILITARISMO

La caracterización del utilitarismo y la definición de la utilidad

En su formulación más simple, el utilitarismo sostiene que el acto o la política moralmente correcta o justa es aquélla que genera mayor felicidad entre los miembros de la sociedad. El punto de coincidencia de las diferentes versiones del utilitarismo es valorar la justicia o injusticia de los actos por la felicidad o infelicidad que generan. Frente al egoísmo ético, que considera que cada uno debe perseguir su propio interés, para el utilitarismo lo que importa es la felicidad de todos y cada uno de los seres capaces de experimentar placer y dolor. Por tanto, deberíamos promover aquellas consecuencias que satisfagan el mayor número de deseos o preferencias entre los miembros de la sociedad. Lo que cuenta para el utilitarismo son las consecuencias que las normas o actos tienen no para el grupo o la comunidad, sino para los individuos considerados por igual y de un modo imparcial. Para el utilitarista, idénticas cantidades de utilidad tienen idéntica importancia, con independencia de la utili-

2 L. PRIETO SANCHÍS, Sobre principios y normas. Problemas de razonamiento jurídico, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1992, pp. 139 y ss.

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dad de que se trate. Nadie se encuentra en una posición privilegiada en esos cálculos, nadie tiene más derecho que otro a ser beneficiado3. Kymlicka estima que el utilitarismo podría ser descompuesto en dos partes. La primera, una concepción acerca del bienestar de la humanidad. La segunda, un mandato para desarrollar al máximo la utilidad de cada persona. Mientras este segundo componente constituye el rasgo distintivo del utilitarismo, existen diferentes concepciones de la utilidad que pueden combinarse con el mismo. Así el utilitarismo tradicional definió la utilidad de forma hedonista, en términos de felicidad. En toda la tendencia empirista y materialista de la Ilustración puede hallarse la reivindicación de la felicidad como asociada al placer sensible y opuesta al dolor. Aunque esta idea la encontramos en Inglaterra (Hartley, Priestley), es probablemente en Francia donde obtiene un mayor desarrollo. Así Helvetitus sitúa la motivación básica en el amor a uno mismo o egoísmo, pasión que identifica, a su vez, con la búsqueda del placer y la aversión al dolor físico. Por su parte, Diderot afirmará que «en el cálculo de la felicidad y de la desgracia es necesario referirlo todo al dolor o al placer porque son lo único real»4. Sin embargo, el prototipo de una concepción utilitarista hedonista es la posición de Bentham. Para él, todos los placeres son iguales, siempre y cuando sean placeres. En este sentido, es estrictamente neutral respecto a los que pueden constituir un bien intrínseco, aunque señala ciertas dimensiones para comparar y dar prioridad a ciertos placeres o dolores sobre otros: intensidad, duración, certeza de que ocurran, cercanía en el tiempo, fecundidad para producir sensaciones del mismo tipo, etcétera. Frente a este enfoque predominantemente cuantitativo de Bentham, Stuart Mill defiende un enfoque cualitativo, que establece diferencias entre unos placeres y otros. Discrimina entre placeres elevados y placeres bajos según su calidad y sostiene que los placeres espirituales son más valiosos, tienen más calidad. El pensamiento de Stuart Mill en este punto se resume en la famosa declaración «es mejor ser un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho; mejor ser un Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho»5. Mill insiste en que no todos los placeres humanos son igualmente deseados por los hombres medianamente ilustrados, sensatos y sensibles, reencontrándose, de esta forma, con las argumentaciones platónicas del libro final de La República. La diferencia entre Bentham y John Mill, por un lado, y Stuart Mill, por otro, queda expresivamente reflejada en el siguiente comentario de Berlin: «Bentham y Mill creían que la educación y las leyes eran los caminos más directos a la felicidad. Pero si hubieran llegado a descubrir un camino más corto, en forma de pastillas, téc3 W. KYMLICKA, «El utilitarismo», en W. KYMLICKA, Filosofía política contemporánea: una introducción, trad. de R. Gargarella, Ariel, Barcelona, 1995, p. 32. 4 Vid. J.M. COLOMER, El utilitarismo. Una teoría de la elección racional, Montesinos, Barcelona, 1987, pp. 23-24. 5 J.S. MILL, El utilitarismo, trad. de E. Guisán, Alianza, Madrid, 1994, p. 51.

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nicas de sugestión subliminal o cualquier otro medio de condicionar a los seres humanos, lo hubieran aceptado como una alternativa mejor, por más eficaz y menos costosa, que los medios que habían predicado»6. Por tanto, no todos los utilitaristas han aceptado la versión hedonista del mismo. De hecho, tal y como señala Kymlicka, existen al menos cuatro posiciones identificables respecto a esta cuestión. A) Hedonismo del bienestar. Mantiene que la experiencia o sensación del placer es el principal bien del hombre. Éste es el único bien que constituye un fin en sí mismo y con respecto al cual todos los demás bienes resultan medios. Esta definición del bien no parece corresponderse con la imagen que tenemos de una vida buena y ofrece una explicación dudosa de por qué preferimos unas actividades a otras. Robert Nozick ofrece un poderoso argumento para demostrar la incorrección de esta versión hedonista del utilitarismo. Nos propone imaginar que unos neurofisiólogos nos conectan a una máquina que nos inyecta drogas que crean el estado mental más placentero que pueda imaginarse. Si realmente el placer fuera el principal bien del hombre, todos nos ofreceríamos para ser conectados de por vida a tal aparato ya que, drogados permanentemente, no sentiríamos más que felicidad. Sin embargo, lejos de ser éste el mejor modo de vida, lo más probable es que dicha actividad ni siquiera pueda ser considerada una manera de vivir. Mucha gente diría que es una vida vacía, carente de valor7. B) Utilidad no hedonista de los estados mentales. No existe un único estado mental valioso (el placer), sino muchos tipos de experiencias valiosas, por lo cual, lo que deberíamos perseguir es un abanico de estados mentales valiosos: la experiencia de escribir poesía, la experiencia de enamorarnos, de sentir que hemos alcanzado en algo, etc., aunque no sean placenteros. Esta versión tampoco superaría el test de la máquina de las experiencias de Nozick, ya que, además de placer, se podría producir todo tipo de estados mentales deseados: el éxtasis del amor, la sensación de realización de escribir poesía, el sentido de la paz propio de la contemplación religiosa, etc. Lo que realmente queremos en la vida es algo más o diferente de la consecución de ciertos estados mentales. No queremos simplemente tener la experiencia de escribir poesía. Queremos escribirla. O, mejor dicho, queremos que el estado mental o sensación de escribir poesía, de estar enamorados, etc., no sea virtual o producto de la química, sino la vivencia de algo real fruto de nuestro esfuerzo y actividad. De ahí que, por ejemplo, no abandonaríamos nunca la oportunidad de enamorarnos o de alcanzar algo, aun a cambio de la experiencia garantizada de tales cosas mediante una máquina de experiencias. 6 I. BERLIN., «John Stuart Mill y los fines de la vida», prólogo a J.S. MILL, Sobre la libertad, trad.de P. de Azcárate, Alianza, Madrid, 2005, p. 15. 7 R. NOZICK, Anarquía, Estado y Utopía, trad. de R. Tamayo, Fondo de Cultura Económica, México, 1991, pp. 53 y ss.

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C) Satisfacción de preferencias. Conforme a esta versión incrementar la felicidad de las personas significa satisfacer sus preferencias, sean cuales sean éstas. Si las dos primeras posturas excluyen demasiados aspectos de la satisfacción del bienestar, esta tercera visión abarca demasiado. La satisfacción de nuestras preferencias no siempre contribuye a nuestro bienestar, ya que lo que es bueno para nosotros puede ser algo distinto de las preferencias que tenemos. Puede que carezcamos de la información adecuada o que hayamos cometido errores en el cálculo de los costes y beneficios de una acción particular. Las preferencias, por tanto, no definen aquello que es bueno para nosotros; más bien, representan predicciones de lo que es bueno para nosotros. Pero estas creencias pueden ser erróneas. Por ejemplo, alguien que planeó durante años ser abogado puede ingresar en la Facultad de Derecho y darse cuenta de que cometió una equivocación. Tal vez tenía una visión romántica de la profesión e ignoraba la competitividad y los esfuerzos requeridos para lograrlo. Tener una preferencia no la convierte en valiosa; por el contrario el que sea valiosa (de acuerdo con algo diferente al mero hecho de que yo la prefiera) constituye una buena razón para preferirla. La distinción de Dworkin entre «intereses de experiencia» e «intereses críticos» intenta dar cuenta de la insuficiencia de la satisfacción de las preferencias a la hora de determinar lo que las personas estiman como una vida buena8. D) Satisfacción de preferencias informadas. De acuerdo con esta versión, el utilitarismo pretende satisfacer aquellas preferencias racionales o informadas, esto es, basadas en una plena información y en juicios correctos, a la vez que rechaza aquellas preferencias que son erróneas o irracionales. Según James Griffin, para el «utilitarismo moderno» la utilidad se concibe mejor como la satisfacción de deseos informados, que son una combinación de deseos reales y de racionalización de los deseos, lo cual permite las comparaciones cuantitativas pero corrige los errores que las personas cometen al interpretar sus deseos9. Sin embargo, esta postura resulta extremadamente vaga. No pone límites a lo que podríamos considerar utilidad ya que existen muchos tipos de preferencias informadas, sin que exista una forma obvia de agruparlas. 2.2.

Los atractivos del utilitarismo y los límites de la imparcialidad utilitarista

El utilitarismo ofrece, sin duda, aspectos muy atractivos, especialmente en el contexto de las sociedades modernas, caracterizadas por su elevado grado de secularización, exaltación de la ciencia, pluralismo ideológico y cultural, etc. 8 R. DWORKIN, El dominio de la vida: una discusión acerca del aborto, la eutanasia y la libertad individual, trad. de R. Caracciolo y V. Ferreres, Ariel, Barcelona, 1994, pp. 262 y ss. 9 J. GRIFFIN, «Modern utilitarism», Revue Internationale du Philosophie, 141, 1983, pp. 331-375.

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(Kymlicka, Nagel, Nino). El primero sería su carácter laico, ya que el fin que los utilitaristas intentan promover no depende la existencia de Dios, del alma o cualquier otra entidad metafísica. El utilitarismo simplemente exige que la búsqueda en la sociedad de la utilidad o el bienestar humano se lleve a cabo de manera imparcial. Seamos o no hijos de Dios, tengamos un alma o una voluntad libre, todos podemos sufrir o sentirnos felices. El segundo atractivo del utilitarismo es su consecuencialismo. Este exige a todo el que condene algo como moralmente incorrecto que acredite a quién se perjudica, esto es, que demuestre de qué modo la vida de alguien resulta empeorada. De la misma manera, el consecuencialismo dice que algo es moralmente bueno sólo si mejora la vida de alguien. Lo único que se nos exige para saber si un acto es o no correcto es si el mismo genera felicidad o dolor y/o si la felicidad es mayor que el dolor. El utilitarismo no se presenta como un conjunto de reglas que digan a priori lo que es correcto hacer, sino que sólo admitirá como correctas aquellas acciones que superen a posteriori el test de la felicidad. En tercer lugar, el utilitarismo posee prima facie un carácter igualitario. Para muchos autores liberales, como Dworkin, el igualitarismo de esta posición representa el dato más interesante de la misma. El utilitarismo, en su pretensión de maximizar el bienestar general, tiende a contar como iguales las distintas preferencias en juego. Como ya hemos señalado, para el utilitarista, idénticas cantidades de utilidad tendrían idéntica importancia, con independencia de la utilidad de que se trate. Nadie se encontraría en una posición privilegiada en esos cálculos, nadie tendría más derecho que otro a ser beneficiado. Sin embargo, cuando no es posible satisfacer todas las preferencias, nuestras intuiciones no nos dicen que idénticas cantidades de utilidad deban tener el mismo respeto, que cada hombre cuenta como uno y nada más que como uno. Según Kymlicka, existen dos objeciones principales al modo utilitarista de tomar decisiones: que excluye las obligaciones especiales frente a determinadas personas y que incluye preferencias que no deberían tomarse en cuenta. En cuanto a las relaciones especiales, los cálculos utilitaristas asumen que todos los individuos se encuentran en una relación moral entre sí y esto no permite la posibilidad de que uno pueda tener relaciones morales especiales con sus amigos, familia, acreedores, compatriotas, etc.; que pueda tener con una mayor obligación hacia ellos que hacia otros posibles beneficiarios. Ello obedece a que, al menos en algunas versiones (Godwin, Smart, Kagan), el utilitarismo aparece como una ética defensora de una imparcialidad absoluta en cualquier tipo de deliberación moral. Se trata de lo que Fishkin denomina el consecuencialismo sistemático imparcial10. Sería el utilitarismo que encontramos en la famosa causa del incendio de Godwin. En ella plantea una situación en la que alguien se enfrenta a la necesidad de elegir salvar únicamente a una 10 Vid. J. FISHKIN, «Las fronteras de la obligación», trad. M. Atienza y J. Ruiz Manero, Doxa. Cuadernos de Filosofía del Derecho, 3, 1986, pp. 69-82.

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de las personas que se encuentran atrapadas en un edificio incendiado. Una de esas personas es Fenelón, el arzobispo de Cambrai, y la otra la criada del arzobispo, que quizá sea la esposa, madre o benefactora del que debe salvar a una de las dos personas. Godwin considera que la opción correcta en este caso sería salvar la vida de la persona que probablemente más beneficio vaya a reportar a la humanidad, que se presume que es el arzobispo: «la justicia me habría enseñado a salvar la vida de Fenelón a costa de la otra. Tratándose de un deber tan absoluto, siendo tan ‘‘estrictas e inflexibles las decisiones de la justicia, suponiendo que hubiese sido yo mismo la camarera, habría tenido que elegir la muerte antes que Fenelón hubiese tenido que morir’’ […] ¿Qué magia hay en el pronombre ‘‘mi’’ para vencer las decisiones de la verdad eterna? Mi esposa o mi madre pueden ser necias o pícaras. Si los son, ¿qué consecuencia tiene que lo sean mías»11. No obstante conviene aclarar que, tal y como se desprende de la lectura del Capítulo V de El utilitarismo de Stuart Mill, donde diferencia la justicia de la generosidad o beneficencia12, los utilitarios clásicos, al igual que Hume, no siguen el rumbo tomado por Godwin. Stuart Mill rechaza que el utilitarismo exija actuar siempre bajo la exigencia de promover la felicidad de la humanidad o del conjunto de la sociedad. A su juicio, «la gran mayoría de las acciones están pensadas no para el beneficio del mundo sino de los individuos a partir de los cuales se constituye el bien del mundo y no es preciso que el pensamiento del hombre más virtuoso cabalgue, en tales ocasiones, más allá de las personas afectadas, excepto en la medida en que sea necesario asegurarse de que al beneficiarse no está violando los derechos, es decir, las expectativas legítimas y autorizadas de nadie más»13. En cuanto a las preferencias ilegítimas, un segundo problema del utilitarismo es que no hay nada en la teoría tradicional como tal que proscriba negar los intereses básicos de una persona en orden a satisfacer los intereses relativamente triviales de otras muchas personas. Por ejemplo, que la utilidad general se vea beneficiada si, en un país cuya población es mayoritariamente blanca, se discrimine a los negros en el acceso a la educación o la sanidad, etc. De ahí que una de las críticas a las que ha tenido que responder el utilitarismo en los últimos años ha sido la de que no le importa, salvo indirectamente, cómo se distribuye la suma de satisfacción entre los individuos, que «no considera seriamente la distinción entre las personas»14, que ignora la importancia moral de la división de la humanidad en individuos separados (Hart), que no se toma 11 W. GODWIN, Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales, trad. de J. Prince, introducción por Diego A. de Santillán, Buenos Aires, 1945, p.58. Sobre la causa del incendio vid. J. BARRY, La justicia como imparcialidad, trad. de J.P. Tosaus, Paidós, Barcelona, 1997, p. 56. 12 J.S. MILL, El utilitarismo, cit., pp. 112-113 y 126-127. 13 J.S. MILL, El utilitarismo, cit., p. 64. 14 J. RAWLS, Teoría de la justicia, trad. de M.D. González Soler, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2002, p. 46.

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el individualismo suficientemente en serio15, ya que no se opone en principio a sacrificar los derechos de unos pocos si ello redunda en un mayor bienestar para el conjunto. La lógica del utilitarista asumiría que «como el número de los ganadores es necesariamente mayor al de los perdedores, no hay razón para dar prioridad a las preferencias de los perdedores sobre las más numerosas (o más intensas) de los ganadores»16. En este sentido, el utilitarismo sería una filosofía moral que no permite fundamentar los derechos humanos individuales que representan, por el contrario, exigencias morales no sometidas al cálculo de utilidad, un coto vedado a la aritmética del bienestar17. Al centrarse exclusivamente en la selección de «el mejor resultado impersonal»18, en defender que la acción correcta es aquella que maximiza la utilidad agregada para todas las personas afectadas por esa acción, la imparcialidad utilitarista se vuelve insensible a la distribución de esas utilidades entre la gente. Una distribución que dé todo a una persona y nada a otra sería, según este estándar, mejor que otra que dé igual parte a ambas, con tal sólo de que la suma de utilidad del primer caso resulte mayor que la del último19. En palabras de Williams, el utilitarismo se preocupa principalmente por estados de cosas y no por personas. La ética utilitarista sería, pues, una teoría teleológica, que define la corrección de un acto en términos de incremento de lo bueno. No obstante, los últimos problemas señalados podrían ser superados si, en lugar de suscribir un utilitarismo del acto pasamos a defender un utilitarismo de la regla. El primero, defendido por Bentham o Moore, sostiene que el acto moralmente correcto es aquel que tenga las mejores consecuencias, el que genere mayor felicidad. Frente a éste, el utilitarismo de la regla propone juzgar la corrección del acto no por sus consecuencias, sino por las consecuencias de la regla bajo la cual se realiza el acto particular. Esto es, sostiene que deberíamos aplicar el test de la utilidad a las reglas y, luego, realizar cualquier acto que fuese autorizado por las mejores reglas. Esta alternativa encierra, no obstante, una importante contradicción. Por un lado, el utilitarismo de la regla afirma que el conjunto de reglas morales justificado es el conjunto que elevará al máximo la utilidad. Por otro lado, sostiene que el conjunto justificado de reglas morales exigirá realizar actos que no elevan al máximo la utilidad. Así pues, parece aceptar y, a la vez, rechazar la utilidad como último estándar de la acción correcta (Wellman). 15 B. ACKERMAN, La justicia social en el Estado Liberal, introducción y trad. de C. Rosenkrantz, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993, p. 383. 16 W. KYMLICKA, «El utilitarismo», cit., p. 32. 17 J. RODRÍGUEZ-TOUBES, La razón de los derechos, Tecnos, Madrid, 1995, p. 282. 18 T. NAGEL, Igualdad y parcialidad, trad. de J.F. Álvarez, Paidós Surcos, Barcelona, 2006, p. 176. 19 El problema que se nos presenta es que el llamado principio de utilidad o principio de la maximización del bienestar es de hecho un principio de utilidad y, además, un principio de distribución. La segunda parte del mismo adopta un concepto igualitario de justicia: en la primera parte del mismo sólo pretende la maximización del bienestar. Ambos principios pueden entrar en conflicto sin que tengamos un criterio que nos recomiende moralmente optar por uno u otro. Vid. D. RAPHAEL, Filosofía moral, trad. de J.J. Utrilla, Fondo de Cultura Económica, México, 1986.

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Valoración crítica del utilitarismo

El utilitarismo, cuya teoría ética acabamos de analizar, ofrece, sin duda, aspectos muy atractivos, especialmente en el contexto de las sociedades modernas caracterizadas por un elevado grado de secularización, exaltación de la ciencia, pluralismo ideológico y cultural, etc.20. En primer lugar, parece que el principio utilitarista es mucho más realista que otros principios morales candidatos a principios morales últimos, en cuanto aparentemente se aproxima más a lo que es psicológicamente posible exigir a los hombres. Aun cuando se admita que el principio de utilidad no es demostrable racionalmente, ésta es la única postulación que debe aceptar en forma dogmática un utilitarista, en contraste con la multitud de principios y reglas últimas que deben suponer los partidarios de otras concepciones morales. En segundo lugar, el utilitarismo resulta atractivo por su aspecto igualitarista ya que, en esta concepción, cada hombre, incluso cada ser sensible, cuenta como uno, y todo placer, interés o deseo recibe, en igualdad de circunstancias respecto a la intensidad, etc., igual peso, independientemente de quién sea el titular. Por último, el utilitarismo parece la doctrina moral más adecuada para evaluar instituciones, medidas y cursos de acción en una sociedad pluralista. Aquél no juzga a priori acerca del plan de vida de cada individuo, sino que valora las acciones por su capacidad para satisfacer y no frustrar esos planes de vida que los individuos se proponen. Sin embargo, la concepción utilitarista de la justicia ha sido también objeto de importantes críticas por parte de Hart, Ross, Rawls, Nino, etc. Una de las principales es que, al derivar la moral de las inclinaciones naturales del hombre, estaría utilizando una idea iusnaturalista. Bentham también extrae la moral de la naturaleza incurriendo así en la falacia naturalista denunciada por G.E. Moore. De afirmar «tal cosa es natural» se pasa a afirmar «tal cosa es moral y, por tanto, debe hacerse». Por otra parte, Bentham y el utilitarismo en general parten de la idea de que los hombres se comportan egoístamente (cada uno debe conseguir su propia felicidad), pero, aún así, ordena actuar altruistamente, atribuyendo el mismo peso al placer de los demás que al de uno mismo (para que la suma total de felicidad en el mundo sea la mayor posible). Finalmente, no parece existir un método aceptable para calcular en términos de placer y dolor, las consecuencias de las acciones. A diferencia de lo que ocurre en la esfera económica, en la que el dinero ofrece una unidad de medida común, en el plano ético falta esa unidad de medida. Nuestras necesidades y deseos difieren, hasta el punto de ser inconmensurables.

20

C.S. NINO, Introducción al análisis del Derecho, Ariel, Barcelona, 2003, pp. 397-398.

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El deontologismo kantiano

Las teorías deontológicas buscan un estándar de moralidad más elevado que las simples consecuencias. La deontología se opone a la teleología porque describe una forma de justificación según la cual los primeros principios se derivan de un modo que no presupone ningún propósito o fin humano final, ni una concepción determinada de la bondad humana21. Se oponen igualmente a los consecuencialistas al describir la ética como integrada por ciertos deberes y prohibiciones categóricos que tienen prioridad incondicional sobre otras cuestiones morales y prácticas. Todo ello conduce a las teorías no consecuencialistas a abandonar la relación interna entre la justicia y la felicidad para sustituirla por la relación interna con otros valores: fundamentalmente el valor de la autonomía personal y, en menor medida, al menos por lo que respecta a Rawls, el valor de la igualdad. No hay duda de que la ética kantiana es la teoría deontológica más relevante que ha alumbrado el pensamiento moral. Es más, la filosofía moral no ha vuelto a ser la misma después de la obra de Kant22, hasta el punto de que, muy probablemente, para la mayoría de los filósofos posteriores, incluso los antikantianos, la ética se define en términos kantianos. En la actualidad, muchos filósofos de la moral se definen como kantianos o neokantianos (Rawls, Habermas, Appel, O’Neil, etc.)23. Kant parte de la base de que nuestras inclinaciones naturales, así como la búsqueda de la felicidad, pueden entrar en conflicto con lo que es correcto. Si el criterio de las consecuencias o el de seguir nuestros instintos o inclinaciones no constituye parámetro alguno para juzgar la moralidad de nuestras acciones, debe buscarse en otro lugar el fundamento de la moralidad. ¿Qué requisitos tiene que tener una acción para que podamos decir de la misma que es correcta? Para la filosofía tradicional, la bondad moral por antonomasia consistía en el orden de la naturaleza (estoicismo), en la voluntad o razón de Dios (ética teológica), en la felicidad general (utilitarismo). A diferencia de estas opiniones, Kant ve el bien por antonomasia en la «buena voluntad». Como dirá el de Könisberg, «una buena voluntad es una voluntad cuyas acciones son conformes al deber, no por inclinación, sino por deber, por respeto a la ley moral». Al inicio de La fundamentación de la metafísica de las costumbres escribirá que «no es posible pensar nada en el mundo, y tampoco fuera de él, que 21

M. SANDEL, El liberalismo y los límites de la justicia, trad. de M.L. Melon, Gedisa, Barcelona, 2000,

p. 16. 22 La ética de Kant está recogida en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785), Crítica de la razón práctica (1787), La metafísica de la moral (1797), así como en La crítica de la razón pura (1781). 23 Vid. O. GUARIGLIA, «Kantismo», en V. CAMPS, O. GUARIGLIA y F. SALMERÓN (eds.), Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, Trotta, Madrid, 1995, vol. II, pp. 53-72.

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pueda considerarse sin limitaciones, excepto una buena voluntad». No obstante, tal y como apunta O’Neil, aunque Kant comience identificando la buena voluntad como el único bien incondicional, niega que los principios de la buena voluntad puedan determinarse por referencia a un bien objetivo o telos (como la felicidad) hacia el cual tiendan. En vez de suponer una formulación particular del bien, y de utilizarla de base para determinar lo que debemos hacer, los principios éticos determinan en qué consiste tener una buena voluntad. De ahí que estos principios no existan como un ser sino como un deber ser, como obligaciones o imperativos24. En conclusión: una buena voluntad es siempre buena en sí misma, bajo toda condición, mientras que todo lo demás es bueno sólo bajo ciertas condiciones. Los principios fundamentales de la moral deben tener, a juicio de Kant, el alcance incondicional de los principios de la lógica (o sea, no estar condicionados por contingencias empíricas como los deseos o inclinaciones de los hombres) pero, al mismo tiempo, poseer el contenido sustantivo de los principios de la física. Para mostrar que los principios morales gozan de estas características, Kant los presenta como principios universalmente válidos para todos los seres racionales, independientemente de sus deseos, apetitos e inclinaciones. Kant piensa que la razón pura práctica existe y que es suficiente por sí misma para determinar la voluntad, independientemente de nuestras inclinaciones y deseos naturales25. Para hacerlo posible, Kant distingue en los hombres su condición de sujetos fenoménicos, sujetos a las leyes empíricas de la naturaleza y al influjo de deseos que obedecen a ciertas causas, y de sujetos noumenales o seres puramente racionales, no sujetos a las contingencias del mundo físico, y libres y capaces de guiarnos por las leyes universales de la razón práctica26. Se trata, como puede apreciarse, de una distinción muy próxima al dualismo platónico mundo sensible-mundo inteligible. 3.2.

El imperativo categórico

El uso práctico de la razón consiste en formular imperativos, esto es, en mostrar cómo se debe actuar. Kant distingue dos tipos de imperativos: los hipotéticos, que ordenan algo como un medio para alcanzar un cierto fin, y los imperativos categóricos, que ordenan algo como un fin absoluto, sin condición alguna. Para Kant, solamente los imperativos categóricos pueden integrar la moral porque solamente de ellos pueden derivarse deberes absolutos e incondi24 O. O’NEIL, «La ética kantiana», en P. SINGER (ed.), Compendio de Ética, trad. de J. Vigil Rubio y M. Vigil, Alianza, Madrid, 2007, p. 255. 25 J. RAWLS, Lecciones sobre Historia de la Filosofía moral, compilado por B. Hermman, trad. de A. de Francisco, Paidós, Barcelona, 2001, p. 167. 26 I. KANT, Crítica de la razón pura, edición abreviada, introducción y notas de J.J. García Norro y R. Rivera, trad. de M. García Morente, Tecnos, Madrid, 2002, Doctrina Elemental Trascendental, II, I, II, 3, pp. 239-244.

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cionados. En dicho aspecto se muestra la distancia entre Kant y el utilitarismo. Éste considera la felicidad el fin del hombre, siendo la ética el conjunto de imperativos que establecen los medios para alcanzar ese fin. Pero esto es, en opinión de Kant, un falseamiento del problema: al situar la ética en el terreno de la psicología, el eudemonismo muestra, en todo caso, cómo en los hombres se determina realmente a la acción, pero no cómo deberían determinarse. Frente a ello, Kant sostiene que las leyes o principios morales tendrían tres rasgos fundamentales. En primer lugar, ha de tratarse de imperativos autónomos, de leyes que uno se da a sí mismo con abstracción de los dictados de cierta autoridad humana o de nuestros propios deseos o impulsos. En segundo lugar, los imperativos de la ética deben ser categóricos. A diferencia de los principios de los imperativos hipotéticos del razonamiento prudencial, lo que ellos ordenan no está condicionado a que tengamos ciertos fines o deseos. Por último, han de ser también dictados universales. Si son los principios que queremos como puros seres racionales, con abstracción de nuestras inclinaciones y deseos contingentes que nos diferencian unos de otros, entonces se sigue que cada ser racional querrá la misma ley que querría cualquier otro ser racional y, por tanto, esa ley moral obliga a todos los seres racionales por igual. El requisito de la universalidad es el componente o exigencia fundamental de la ética kantiana. El mismo está contenido en el principio fundamental de toda la moralidad, el famoso imperativo categórico que, en palabras de Kant, reza «obra según una máxima que pueda valer a la vez como ley universal»27. Kant ofrece otras formulaciones distintas del imperativo categórico a las que, no obstante, considera como equivalentes: «Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca como un medio». Y cabe también una tercera formulación, que se plasma en la idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad universalmente legisladora, según el cual «deben rechazarse todas las máximas que no puedan compadecerse con la propia legislación universal de la voluntad». La aspiración de Kant era que de este principio formal del razonamiento práctico pudieran derivar principios morales sustantivos. Para Kant, las tres formulaciones del imperativo categórico no son distintas. A sus ojos, la universalidad y el respeto de las personas son dos aspectos de un mismo estándar moral y las tres maneras de presentar el principio de moralidad son otras tantas fórmulas de la misma ley, de las cuales una une en sí a las otras dos. Sin embargo, aunque no han faltado intentos de defender la equivalencia de las tres formulaciones28, no todos coinciden en esta apreciación. Lo que hacía moral a una máxima en la primera formulación era la universa27 I. KANT, La metafísica de las costumbres, notas y trad. de A. Cortina Orts y J. Conill Sancho, estudio preliminar de A. Cortina Orts, Tecnos, Madrid, 2008, Primera parte ´Introducción a la doctrina del Derecho», p. 33. 28 Vid. J. RAWLS, Lecciones sobre Historia de la Filosofía moral, cit., p. 201.

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lidad formal de la misma; la moralidad de la segunda formulación depende de cómo trate el agente racional al resto de las personas. Ese segundo principio, como apunta Onora O’Neil, en lugar de exigir que comprobemos que todos puedan adoptar las mismas máximas, requiere de manera directa que, al actuar, siempre respetemos, es decir, no menoscabemos, la capacidad de actuar de los demás (y de este modo, de hecho, les permitamos obrar según las máximas que adoptaríamos nosotros mismos)29. Estas críticas han conducido a Wellman a realizar las siguientes precisiones sobre el imperativo categórico30. En primer lugar, que éste no prohíbe tratar a las personas como medios, lo que prohíbe es tratarlas solamente como medios. La segunda, que el imperativo práctico requiere que todas las personas sean tratadas como fines en sí mismas; el agente debe respetar su propia humanidad tanto como la de otras personas. Por último, el agente debe tratar a todas las personas con respeto, como fines en sí mismas. Su deber no es buscar el perfeccionamiento moral de aquéllos, porque esto sólo lo pueden hacer ellos mismos, sino ayudarles a que persigan y alcancen sus propios fines. Los fines subjetivos de cualquier persona deben ser también mis propios fines, puesto que «si cada cual no trata de promover los fines de los demás en lo que de él depende, su coincidencia con la humanidad como fin en sí misma no es positiva sino negativa. Ya que los fines del sujeto, que es un fin en sí mismo, deben poder ser también mis fines, si esta representación ha de producir en mí todo su efecto»31. En conclusión, el imperativo categórico sería formal, ya que no prescribe ningún contenido ético, sino que indica únicamente la forma, las condiciones formales de la moralidad; a priori, esto es, independiente de la experiencia: actuar moralmente significa, necesariamente, actuar por puro respeto al deber, no por motivos empíricos; autónomo, en cuanto proviene de la propia conciencia del sujeto, no de instancias externas; universal, es decir, debe servir para todos los sujetos sin restricción y en cualquier ocasión espacio-temporal; y, por último, unívoco, en el sentido de que debe permitir a cualquier agente racional llegar a las mismas conclusiones respecto a qué normas o actos concretos son morales. 3.3.

Valoración crítica de la ética kantiana

Las debilidades y límites de la ética kantiana son evidentes. Habermas, Nino u O’Neil, entre otros, se han encargado de sistematizar las principales lí-

O. O’NEIL, «La ética kantiana», cit., p. 258. C. WELLMAN, Morales y éticas, trad. de J. Rodríguez Marín, Tecnos, Madrid, 1982, pp. 83 y ss. 31 Vid. I. KANT, Fundamentación para una metafísica de la costumbres, estudio preliminar y trad. de R. Rodríguez Aramayo, Alianza, Madrid, 2008, Capítulo II (Tránsito de la filosofía moral popular a la metafísica de las costumbres). 29 30

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neas de crítica en torno a tres aspectos de la moral del sabio de Könisberg: formalismo, rigorismo y abstracción. Formalismo. La acusación más común a la ética de Kant consiste en decir que el imperativo categórico está vacío, es trivial o puramente formal y no identifica principios de deber. Hegel fue el primero en criticar a Kant que, como el imperativo categórico demanda abstraer de todo contenido determinado de las máximas de acción y de los deberes, la aplicación de este principio moral no tiene más remedio que conducir a juicios tautológicos: «la sublime aptitud de la autonomía de la legislación de la razón pura –dirá Hegel– consiste en la producción de tautologías»32. La citada crítica conduce a O’Neil a interrogarse: ¿son verdaderamente universalizables principios como el «roba cuando puedas» o «mata cuando puedas hacerlo sin riesgo»? Esta reducción al absurdo de la universalidad se consigue sustituyendo el imperativo categórico de Kant por un principio diferente. La fórmula de la ley universal exige no sólo que formulemos un principio universal que incorpore una descripción del acto válida para un acto determinado. Exige, igualmente, que la máxima o el principio fundamental de un agente sea tal que éste «pueda quererla como ley universal». La prueba exige comprometerse con las consecuencias normales y predictibles de los principios a los que se compromete el agente, así como a los estándares normales de la racionalidad instrumental33. En este sentido, la concepción kantiana de la universalización se caracteriza por ser un procedimiento negativo, que identifica principios no universalizables para descubrir las limitaciones colaterales a los principios más específicos que pueden adoptar los agentes. Estas limitaciones colaterales nos permiten identificar principios de obligación más específicos pero todavía indeterminados34. Rigorismo. La ética de Kant, lejos de estar vacía y ser formalista, conduce a normas rígidamente insensibles a las diferencias en los casos y las consecuencias de su observancia. Sostener que el deber impuesto por ciertos principios morales (como los que ordenan cumplir con las promesas, decir la verdad, castigar a los malhechores, etc.) deben cumplirse, cualesquiera que sean las consecuencias, constituye una actitud formalista y fetichista frente a las reglas, que carece de justificación racional. La ética kantiana es, por ello, una doctrina incompleta. Se correspondería con lo que Weber llama la ética de la convicción, que tiene sobre todo presente la corrección de las intenciones y de las accio32 W.F. HEGEL, Sobre las maneras de tratar científicamente el Derecho natural: su lugar en la filosofía práctica y su relación constitutiva con la ciencia positiva del Derecho, introducción y trad. de D. Negro, Aguilar, Madrid, 1979, p.34. Sobre esta crítica vid. J. HABERMAS, Escritos sobre moralidad y eticidad, trad. de M. Jiménez Redondo, Paidós, Barcelona, 1998, p. 98. 33 Esta introducción de las consecuencias en el imperativo categórico ha llevado a Hare a interrogarse por la posibilidad de que Kant hubiera podido ser utilitarista. R.M. HARE «¿Podría Kant haber sido un utilitarista?», en Ordenando la ética. Una clasificación de las teorías éticas, trad. de J. Vergés Gifra, Ariel, Barcelona, 1999, pp. 163-182. 34 O. O’NEIL, «La ética kantiana», cit., pp. 261-262.

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nes emprendidas y la injusticia de la situación contra la que se actúa, pero no una ética de la responsabilidad, que, junto a lo anterior, tomaría también en consideración las consecuencias de aquellas acciones35. Abstracción. Kant identifica los principios éticos, pero esos principios son demasiado abstractos para orientar la acción y, por ello, su teoría fracasa a la hora de orientar el comportamiento moral. Esta es una de las críticas a las filosofías de inspiración kantiana que más se repite entre los comunitaristas (MacIntyre, Rorty, Miller)36. Frente a esta crítica, O’Neil recuerda que Kant no ofrece un algoritmo moral del tipo de los que podría por proporcionar el utilitarismo, si tuviésemos la información suficiente sobre todas las opciones. Como se ha comentado, los principios son abstractos porque son limitaciones colaterales y sólo pueden guiar (no tomar) las decisiones. La vida moral es cuestión de encontrar formas de actuar que satisfagan todas las obligaciones y no violen las prohibiciones morales37. 4.

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La teoría de la justicia del filósofo estadounidense John Rawls, uno de los más ingeniosos y valientes intentos de rescatar la reflexión ético-política del escepticismo y relativismo imperante en la filosofía práctica de la primera década del siglo veinte, ha protagonizado gran parte de los debates del pensamiento político y moral de las últimas tres décadas. Puede hablarse, incluso, de un antes y un después de Rawls en la filosofía práctica contemporánea. El presupuesto básico a partir del cual Rawls comienza elaborando su teoría es la conocida la prioridad absoluta de la justicia, a la que considera la primera virtud de las instituciones sociales, y que ha de prevalecer sobre otros criterios como la coordinación, la eficacia o la estabilidad38. En el fondo de esta afirmación yace otra idea fundamental: su visión de la sociedad como un sistema de cooperación basado en el beneficio mutuo o fair play, esto es, dirigido a la satisfacción óptima de los intereses de todos y cada uno de sus miembros39. Rawls no pretende elaborar una ética o una teoría de la justicia general sino, de un modo más restringido, una teoría de la justicia social: el objeto de la teoría de la justicia es la estructura básica de la sociedad, o sea, el modo en 35 M. WEBER, M., El político y el científico, prólogo de R. Aron y trad. de F. Rubio Llorente, Alianza, Madrid, 1998, pp.163-164. 36 D. MILLER, Sobre la nacionalidad, trad. de A. Rivero, Paidós, Barcelona, 1997, p. 78; A. MACINTYRE, ¿Es el patriotismo una virtud?, trad. de E. López Castellón, Bitarte. Revista Cuatrimestral de Ciencias Sociales, 1, 1993, p. 77; R. RORTY, Contingencia, ironía y solidaridad, trad. de Alfredo Sinnot, Paidós, Barcelona, 1996, pp. 128-129. 37 O. O’NEIL, «La ética kantiana», cit, p. 263. 38 J. RAWLS, Teoría de la justicia, cit., pp. 3-6. 39 J. RAWLS, Teoría de la justicia, cit., pp. 4 y 126.

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que las instituciones más importantes distribuyen los derechos y deberes fundamentales y determinan la división de las ventajas provenientes de la cooperación social. El diseño y puesta en funcionamiento de esta estructura básica es el cometido de las instituciones sociales como el Derecho y el Estado. Se trata, pues, de una concepción de la justicia social que establece criterios normativos para enjuiciar al orden político, económico y jurídico. Como teoría de la justicia social, la teoría de Rawls se presenta como una crítica y alternativa al utilitarismo y el intuicionismo. El primero basa la asignación de dichas cargas y beneficios de acuerdo con un cálculo de utilidad, de forma que los individuos pueden ser sacrificados correctamente en beneficio del interés de otros. Por contra, Rawls defiende que hay ciertos bienes que han de distribuirse antes de acudir a cualquier cálculo de utilidad. Al intuicionismo le objeta que no cuenta con un método para resolver y jerarquizar los principios morales y resolver las cuestiones éticas particulares. 4.1.

El contractualismo de Rawls: el constructivismo kantiano y la «posición original»

Para superar los defectos del utilitarismo y del intuicionismo Rawls propone, como afirma Paul, «una de las más bellas ideas de la historia de la teoría social y política»40. Esta pasa por recurrir a la tradición contractualista clásica de Hobbes, Locke o Kant, si bien con importantes variaciones41. Pero, más allá de compartir algunos de sus elementos característicos (la idea del acuerdo), el contractualismo de Rawls se caracteriza por ciertos rasgos muy particulares. Se trata, en primer lugar, de una versión idealizada, muy alejada, por ejemplo, de una aproximación hobbesiana en la que el acuerdo para formar la sociedad política es adoptado por hombres de carne y hueso completamente egoístas. Dentro de este tipo de contractualismo podemos situar a autores como Gauthier o Buchanan, que asumen que las reglas morales no dependen de otra cosa que de los derechos o preferencias de las personas42. Frente tales tesis, Rawls aboga por una versión idealizada y muy abstracta del contrato social, que lo presenta como un acuerdo hipotético, cuya fun40 W. PAUL, Para comprender a Rawls. Una reconstrucción y una crítica de «La teoría de la justicia», trad. de M. Suárez, Fondo de Cultura Económica, México, 1981, p. 23. 41 Como señalan Gargarella y Vallespín, la especial importancia del contractualismo se debe a que nos ayuda a responder de un modo interesante a tres problemas básicos de toda teoría moral y política: ¿qué nos demanda la moral; ¿por qué hemos de obedecer ciertas reglas?; y ¿cómo llegar a un acuerdo unánime sobre aquellos principios que han de organizar y encauzar el desacuerdo (conflicto de intereses)? A la primera pregunta el contractualismo responde que debemos obedecer las obligaciones que nos hemos comprometidos a cumplir. A la segunda pregunta, el contractualismo responde que la razón por la que debemos obedecer ciertas reglas es porque nos hemos comprometido a ello. R. GARGARELLA, Las teorías de la justicia después de Rawls. Un breve manual de Filosofía política, Paidós, Barcelona, 1999, p. 31; F. VALLESPÍN, «El neocontractualismo: John Rawls», en AA.VV. Historia de la Ética, Crítica, Barcelona, 1989, tomo III, p. 583. 42 Vid. D. GAUTHIER, La moral por acuerdo, trad. de A. Bixio, Gedisa, Barcelona, 1995.

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ción reside en poner a prueba de algunas intuiciones morales y cuyo sentido radica en que refleja la igualdad moral de las personas. Pues bien, esta concepción moral de la persona se va convertir en una de las claves de su teoría: lo que el propio Rawls califica como «constructivismo kantiano»43. Éste consiste en especificar una determinada concepción de la persona e intentar derivar de ella los principios de la justicia a través de un proceso de construcción. El elemento mediador entre tal concepción de la persona y los principios de justicia es la posición original. En su teoría, esta concepción contempla a las personas como libres e iguales a la vez; como capaces de actuar razonable y racionalmente y, por ello, capaces de tomar parte en una cooperación social entre personas así consideradas. Por racional se entiende aquella acción dirigida a la satisfacción de los deseos o los fines de un agente. Los fines o deseos de los otros únicamente entran en consideración como factores que pueden afectar a la promoción del propio interés. Por razonable se entiende, por el contrario, el reconocimiento del ejercicio de los fines propios a la luz de los fines moralmente justificados de los otros. Ello supone que el agente está dispuesto a gobernar sus acciones por un principio de equidad desde el que él y los demás pueden razonar en común. Esta capacidad para actuar razonable y racionalmente es manifestación del carácter moral de las personas como entes libres e iguales y se corresponde con sus dos poderes morales básicos: el poseer un efectivo sentido de la justicia (la capacidad para comprender, aplicar y actuar a partir de principios de la justicia) y la capacidad de formar, revisar y ejercer racionalmente una concepción del bien. Ambos poderes morales son igual de necesarios para la personalidad moral. El primero equivaldría al aspecto legislativo de la personalidad, mientras que el segundo constituiría su poder ejecutivo. Pese a esa igual necesidad, Rawls sostiene que lo racional está subordinado a lo razonable, que existe una prioridad de lo justo sobre lo bueno. Bajo esta prioridad de lo justo sobre lo bueno y, adecuadamente combinados, estos dos poderes construyen los principios de justicia. Lo razonable operaría como el marco de restricciones o límites formales que configuran la posición original; lo racional, la búsqueda del propio interés, como la principal motivación presente a la hora de elegir los principios de justicia ya dentro de tal situación. La posición originaria es una reunión imaginaria de seres puramente racionales y autointeresados que establecen por consenso los principios justos y equitativos para las sociedades ordinarias. Se trata de una elección que no está sujeta a nuestros intereses particulares, sino de una elección imparcial y unánime. Lo que garantiza que, pese a ser sujetos racionales, las personas en la posición originaria establezcan principios imparciales por unanimidad es «el velo de la ignorancia». Con esta expresión se hace referencia a que dichas per43 J. RAWLS, «El constructivismo kantiano en la Teoría moral», en J. RAWLS, Justicia como equidad. Materiales para una teoría de la justicia, trad. de M.A. Rodilla, Tecnos, Madrid, 1986, pp. 137-187.

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Los principios de justicia

Los principios de justicia que serían elegidos en la posición originaria serían los dos siguientes: 1) Toda persona debe tener un igual derecho al más extenso sistema de libertades básicas iguales, compatible con un sistema similar de libertades para todos. 2) Las desigualdades sociales y económicas deben estar ordenadas de tal forma que ambas estén dirigidas hacia el mayor beneficio de los menos aventajados, de acuerdo con el principio de ahorro justo, y vinculadas a cargos y posiciones abiertos a todos bajo las condiciones de una equitativa igualdad de oportunidades45. Los dos principios, de hecho, se desdoblan en tres: 1) principio de la libertad; 2) principio de igualdad de oportunidades; 3) el llamado principio de la diferencia. Rawls defiende también una regla de prioridad entre los dos principios y entre la segunda parte del segundo sobre la primera parte del mismo. El primer principio tiene absoluta prioridad lexicográfica sobre el segundo, lo que significa que debe satisfacerse completamente antes de pasarse a satisfacer el segundo. Así, una libertad menos extensa no puede justificarse por la obtención de beneficios económicos y sociales sino sólo en aras de fortalecer el sistema total de libertades. Las libertades tienen, pues, un peso absoluto con respecto a las razones de bien público y a valores perfeccionistas. En la práctica, la prioridad de la libertad significa que sólo puede negarse o limitarse una libertad básica en razón de una o más libertades básicas restantes46. Rawls aclara que la prioridad de la libertad sólo es defendible cuando se den condiciones culturales, sociales, económicas que permitan el ejercicio de estas libertades. Es lo que Rawls llama «condiciones razonablemente favorables», que vienen determinadas por la cultura de una sociedad, sus tradiciones, su nivel de desarrollo económico, etc.47. Por otra parte, aquél considera que la prioridad de la libertad se justifica en que, gracias a las libertades, parece posible el desarrollo de la personalidad moral. Por un lado, las libertades garantizan la igualdad en la cooperación social. Por otro, las libertades son la base del autorrespeto, sin el cual no es posible atender al propósito de todo ser racional, que consiste en acceder a los bienes o planes de vida particulares, es decir, acceder a estrategias de felicidad48. La igualdad de oportunidades es anterior al principio de que las diferencias están justificadas si con ellas se beneficia a los menos aventajados. Se acepta que las desigualdades de ingresos, honores, etc., están justificadas si, y sólo si, hubo una competición equitativa en la adjudicación de las funciones y situaciones que condujeron a tales beneficios. Para algunos, dejaría de existir igual45 46 47 48

J. RAWLS, Teoría de la justicia, cit., p. 82. J. RAWLS, Sobre las libertades, prólogo y trad. de V. Camps, Paidós, Barcelona, 1993, p. 37. J. RAWLS, Sobre las libertades, cit., p. 39. V. CAMPS, «Introducción», en J. RAWLS, Sobre las libertades, cit., p. 19.

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dad de oportunidades en el supuesto de que las circunstancias sociales (cultura, clase, parentesco, nivel de riqueza, nacionalidad, etc.) privilegien o discriminen a ciertos individuos en la distribución de bienes. Este tipo de desigualdades se basarían en un factor arbitrario desde un punto de vista moral, ya que lo justo es que los individuos tengan porciones desiguales de bienes en la medida en que dichas desigualdades hayan sido ganadas y merecidas por los individuos, esto es, en la medida en que sean el resultado de sus acciones y decisiones, no de factores inmerecidos, ajenos a su libertad y voluntad. Para Rawls, las circunstancias sociales no serían las únicas moralmente arbitrarias en la distribución de ventajas o riqueza. También lo serían los talentos y capacidades naturales. Nadie merece nacer con una discapacidad o con un coeficiente intelectual de 140, del mismo modo que no se merece nacer en una determinada raza, sexo o clase social. Las cualidades naturales y las circunstancias sociales son ambas cuestiones de azar, y las pretensiones morales no deberían depender de la suerte. Rawls habla de tres loterías: lotería social, que distribuye ambientes hogareños y escolares más o menos favorables; la lotería natural, que distribuye las dotaciones genéticas; y lo que Hobbes denomina «el trabajo secreto de Dios, que los hombres llaman Buena Suerte»49. Si bien Rawls reconoce que nadie merece una mayor capacidad natural, ni tampoco un lugar inicial más favorable en la sociedad, esto no es razón para eliminar esas diferencias. Hay otra manera de operar con ellas que es configurar la estructura básica de tal forma que estas contingencias operen en favor de los menos afortunados. Esto nos conduce, por tanto, al principio de diferencia, que es una derivación de la regla maximin. 4.3.

La justificación de los principios de justicia: el equilibrio reflexivo

Junto a la justificación basada en la posición originaria (los principios de justicia se justifican en una adopción imparcial, unánime y racional), el otro argumento que utiliza Rawls es el del equilibrio reflexivo. Su función es la de un test de validez de la concepción de la justicia como equidad50. Es en Teoría de la justicia y en «La independencia de la Teoría Moral», en donde el equilibrio reflexivo es analizado en mayor profundidad. En escritos posteriores, de manera significativa en «Justicia como Equidad: Política y no Metafísica»51, o incluso en El liberalismo político, la noción pasa a un segundo plano explicati49 Vid. B. BARRY, Teorías de la justicia, trad. de C. Hidalgo y C. Lourido, Gedisa, Barcelona, 2001, p. 243. Arneson habla, al respecto, de la intuición de que cuando las vidas de las personas van mal, sin que ello se deba a elecciones o faltas voluntarias propias, es de la incumbencia moral de los demás el ofrecer ayuda a los desaventajados en la medida en que su coste no sea excesivo. R. ARNESON, «Property Rights in Persons», Social Philosophy and Policy, 9, 1992, p. 209. 50 Vid. H. SELEME, «Equilibro reflexivo y consenso superpuesto», Isonomia, 8, 2003, pp. 189 y ss. 51 J. RAWLS, Justicia como equidad, cit., pp. 192-208.

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vo, mientras que se acentúa la calidad sólo práctica o política de la tarea de justificación. Marmor ha resumido brillantemente las claves del equilibrio reflexivo rawlsiano52. De acuerdo con este concepto, toda persona tiene una idea intuitiva de la justicia que, confrontada y añadida a la de los demás, nos permite definirnos sobre ella. A partir de esas ideas, podemos inferir algunos principios vagos y generales que es posible contrastar con los principios elegidos en la posición original. Esta confrontación se entiende como un proceso de ajuste continuo, como un ir hacia a atrás y hacia delante, hasta que se logra una perfecta concordancia entre todos ellos. La propuesta del equilibrio reflexivo exige que los conjuntos posibles de principios morales elegidos deban ser consistentes, no sólo entre sí, sino también en relación con un conjunto adicional de juicios, a saber, nuestras intuiciones más firmes. Como concede el propio Rawls, esto no proporciona una solución lógica al problema del carácter indefinido del número de posibilidades, pero, al menos, impone una restricción práctica. Si bien es muy poco plausible sostener que se podrían construir varias teorías que fueran coherentes con todas las intuiciones, también parece muy poco probable sostener que un único conjunto de principios coherentes pudiera dar cuenta de todas nuestras intuiciones morales reales. Nuestras intuiciones y principios morales deben ensamblarse entre tomando únicamente en cuenta las intuiciones que son firmemente sostenidas y cumplen condiciones determinadas. Mientras se va construyendo la teoría moral, algunas de nuestras intuiciones deben ser rectificadas o descartadas por razones de consistencia con los principios. Una vez que los principios han sido completamente articulados, podemos querer cambiar nuestras intuiciones iniciales o considerarlas desde una perspectiva diferente53. 4.4.

La evolución de la teoría de la justicia de Rawls (I). El liberalismo político

Las críticas vertidas por el feminismo, el republicanismo y el comunitarismo contra la Teoría de la Justicia llevaron al autor a desarrollar una radical reformulación de su teoría tal y como se desprende de la lectura de El liberalismo político. En la mencionada obra, Rawls ha recortado las pretensiones universalistas y sus rasgos metafísicos, hasta el punto de convertirla en una mera doctrina política54. Entre los elementos que definen una teoría política de la justicia merece destacarse el desplazamiento de la noción de verdad moral 52 A. MARMOR, Interpretación y Teoría del Derecho, trad. de M. Mendoza Hurtado, Gedisa, Barcelona, 2001. 53 J. RAWLS, Teoría de la justicia, cit., pp. 34-53. 54 R. GARGARELLA, Las teorías de la justicia después de Rawls, cit., p. 191.

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por la idea de lo razonable. Además de expresar un ideal de tolerancia, la primacía de lo razonable conduce a que la obtención de una base pública de justificación deba adoptar un punto de vista imparcial entre los puntos de vista de las doctrinas generales razonables. La combinación del pluralismo, la idea de lo razonable y la búsqueda de una base pública de justificación se traduce en la adopción de una estrategia consistente en comenzar con ideas implícitamente compartidas y convertirlas, mediante el equilibrio reflexivo, en una concepción política que pueda servir como eje de un consenso solapado. Rawls entiende ahora que la teoría de la justicia como equidad era el prototipo de ideal iluminista racionalista conforme al cual se podía esperar encontrar una doctrina filosófica capaz establecer los criterios de corrección de ciertas conductas que caen dentro del ámbito de la justicia55. El nuevo Rawls rechaza esta aspiración ilustrada considerándola ambiciosa y poco realista. La misma no distingue entre la moralidad general y la política, lo que impide afrontar un aspecto que, a su juicio, resulta ahora decisivo: el problema de la estabilidad. La única forma de asegurar el permanente respaldo hacia una de esas doctrinas es a través del uso opresivo de la fuerza estatal, que un régimen democrático sólo será duradero si cuenta con el libre y voluntario apoyo de sus ciudadanos políticamente activos. Como vemos, un elemento decisivo de la renovada propuesta de Rawls es el hecho del «pluralismo razonable». Según Rawls, una sociedad democrática moderna se caracteriza por la presencia de una pluralidad de doctrinas comprehensivas religiosas, filosóficas y morales. Ninguna de estas doctrinas es abrazada por los ciudadanos de un modo general. Tampoco debe esperarse que en un futuro previsible una de esas doctrinas, o alguna otra doctrina razonable venidera, llegue a ser abrazada por todos o casi todos los ciudadanos. El liberalismo político parte del supuesto de que, a efectos políticos, una pluralidad de doctrinas comprehensivas razonables pero incompatibles es el resultado normal del ejercicio de la razón humana en el marco de las instituciones libres de un régimen constitucional democrático56. Como vemos, el hecho del pluralismo razonable no constituye un mero accidente histórico, capaz de perder significación de un día para otro. Más bien, el mismo aparece como un rasgo permanente de la cultura política democrática, un hecho con el que debemos contar y que deriva de los límites naturales del conocimiento humano. Este énfasis en la diversidad moral característica de una sociedad justa constituye, tal y como señala Cohen, el rasgo distintivo de El liberalismo político. Dadas las circunstancias señaladas y las libertades y los recursos necesarios para ejercer esas libertades, resulta inevitable que los ciudadanos terminen suscribiendo concepciones religiosas y filosóficas diferentes. La razón práctica, operando bajo las

55 56

J. RAWLS, El liberalismo político, trad. de A. Doménech, Crítica, Barcelona, 1996, p. 14. J. RAWLS, El liberalismo político, cit., p. 12.

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favorables condiciones provistas por las libertades básicas, no produce una convergencia en las convicciones evaluativas de las distintas personas57. El propósito de Rawls es mostrar que, aún en ese contexto, es posible un acuerdo suficientemente amplio sobre la justicia como para comprender principios sustantivos y lo suficientemente profundo como para incluir concepciones de la persona y la sociedad. Con tal propósito Rawls presenta ahora su teoría como una «concepción política de la justicia»58. Por otro lado, Rawls apela ahora a un «consenso por solapamiento» (overlapping consensus) destinado a hacer posible que concepciones abarcadoras razonables y opuestas confluyan en ciertos acuerdos básicos. En virtud del consenso por solapamiento, podemos llegar a las mismas conclusiones a partir de premisas diferentes porque «suponemos que los elementos esenciales de la concepción política, sus principios, criterios e ideales, son teoremas en los que de algún modo convergen o se entrecruzan las doctrinas comprehensivas incluidas en el consenso»59. 4.5.

La evolución de la teoría de la justicia de Rawls (II). El Derecho de Gentes

En The Law of Peoples (1996 y 1999), Rawls ha intentado formular una concepción de la justicia internacional resultante de la extensión a dicho ámbito de los principios de «la justicia como equidad». Retomando la terminología clásica del ius gentium intra se, Rawls se refiere a ella como el «Derecho de gentes», al que define como «una concepción particular del Derecho y la justicia aplicable a los principios y normas del Derecho y la práctica internacionales»60. Plantear una teoría de la justicia internacional como la extensión de la justicia como equidad obedece a la necesidad de elaborar una teoría completa del principio liberal de tolerancia. Para lograr esa extensión y, de acuerdo con una estrategia similar a la adoptada en El liberalismo político, es preciso considerar al Derecho de gentes una teoría no comprehensiva (de carácter totalizante o globalizador) y no metafísica (basada en alguna concepción moral, religiosa o filosófica), sino puramente política61. Al igual que en El liberalismo político, The Law of Peoples está marcado por la preocupación por la posibilidad y practicabilidad de los ideales políticos cuando se enfrentan al pluralismo cultural e ideológico62. The Law of Peoples estaría presidido, pues, por la J. COHEN, «Pluralism and proceduralism», Chicago-Kent Law Review, vol. 69, 1994, p. 598. J. RAWLS, El liberalismo político, cit., pp. 43-44. 59 J. RAWLS, «La idea de un consenso por superposición», en J. BETEGÓN y J.R. DE PÁRAMO, Derecho y Moral, trad. de J.C. Bayón, Ariel, Barcelona, 1991, p. 71. 60 J. RAWLS, El Derecho de gentes y «una revisión de la idea de razón pública», trad. de F. Valencia, Paidós, Barcelona, 2001, p. 3. 61 J. RAWLS, «Derecho de Gentes», en S. SHUTE y S. HURLEY (eds.), De los derechos humanos, trad. de H. Valencia Villa, Trotta, Madrid, 1998, nota 2, p. 47. 62 T. MCCARTHY, «Unidad en la diferencia: Reflexiones sobre el Derecho cosmopolita», Isegoría, 16, 1997, p. 44. 57 58

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búsqueda de un término medio entre el liberalismo y la aceptación del pluralismo cultural e ideológico, entre la facticidad y la validez, entre el realismo y la utopía. Para elaborar su concepción de la justicia internacional, Rawls sigue los siguientes pasos. En primer lugar, construye una explicación para justificar cómo es posible extender «la justicia como equidad» hasta establecer un Derecho de gentes válido para las sociedades liberales. En segundo lugar, expone las razones que justifican extender el Derecho de gentes a las sociedades decentes no liberales. Este segundo paso se realiza mediante una doble estrategia: por una parte, adelgazando el contenido de la justicia liberal y, por otra, ampliando el contenido de la idea de justicia de las sociedades jerárquicas hasta hacerla casi enlazar sin solución de continuidad con la primera63. Como antes indicaba, esta segunda extensión está presidida por la idea de tolerancia, entendida no en un sentido negativo (como el abstenerse de sancionar militar, diplomática o económicamente a quienes entendemos que deben cambiar sus modos de vida), sino como el reconocimiento de que esas sociedades no liberales son miembros en plano de igualdad de la comunidad de pueblos64. Una de las claves de dicha tolerancia sería que las sociedades decentes no liberales también respetan los derechos humanos, si bien no todos aquellos que derivaban de los dos principios de la justicia como equidad sino los que lo hacen de la versión más abstracta y restringida de los mismos que expresa el Derecho de gentes integrada por los derechos mínimos y urgentes: el derecho a los medios de subsistencia y seguridad (derechos a la vida), a la libertad frente a la esclavitud, la servidumbre y la ocupación armada, a la propiedad personal y a la igualdad formal expresada en reglas de justicia natural65. Así, por ejemplo, no se exige a las sociedades jerárquicas (Estados confesionales) que reconozcan una libertad de conciencia completa sino que admitan una cierta cantidad, incluso si tal libertad no es, tal y como ocurre en los regímenes liberales, igual para todos los miembros de la sociedad66. Por tanto, los derechos humanos serían una clase especial de derechos de aplicación universal cuya principal función es señalar unos límites que ningún Estado puede traspasar y cuya violación, por el contrario, justificaría la intervención externa. Una de las principales ventajas de estos derechos humanos mínimos es que no pueden ser rechazados como peculiares de la cultura occidental, ya que no han de ser necesariamente derivados de la idea liberal que considera a las personas como individuos y ciudadanos libres e iguales y las trata con independencia de la cultura y la sociedad. También pueden ser entendidos como el re63 J. RUBIO CARRACEDO, «Justicia internacional y derechos humanos», en J. RUBIO CARRACEDO, J.J. ROSALES y M. TOSCANO, Ciudadanía, nacionalismo y derechos humanos, Trotta, Madrid, 1998, p. 198. 64 J. RAWLS, El Derecho de gentes y «una revisión de la idea de razón pública», cit., pp. 65 y 79. 65 J. RAWLS, El Derecho de gentes y «una revisión de la idea de razón pública», cit., p. 79. 66 J. RAWLS, «Derecho de Gentes», cit., p. 67.

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CAPÍTULO VIII.

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sultado de los requisitos de una justicia basada en el bien común y la buena fe de los funcionarios a la hora de explicar y justificar el ordenamiento jurídico que ha de satisfacer cualquier sociedad. En una sociedad que no se base en la tradición política individualista occidental, que no contemple a los ciudadanos como titulares de derechos en tanto que individuos sino más bien de deberes en tanto que miembros de una comunidad, los derechos humanos podrían ser contemplados como derechos de habilitación, derechos que capacitan a las personas para desempeñar sus deberes en los grupos a los cuales pertenecen (gremios, corporaciones, etc.). En tal sentido son políticamente neutrales67. Por otra parte, uno de los aspectos más debatidos en los últimos años de la teoría de la teoría de la justicia internacional desarrollada en Teoría de la justicia y posteriormente en The Law of Peoples parte de la presunción de que los Estados, además de ser la estructura institucional que hace posible la cooperación social, son autosuficientes y cerrados a las influencias externas. Este carácter fijo e inalterable hace que el contrato de segundo nivel del que surgen los principios del Derecho de Gentes tome una forma muy débil y restringida e impida tomar seriamente en consideración las desigualdades económicas y de poder entre los Estados y, por consiguiente, una redistribución económica entre los países ricos y pobres68. Rawls limita las materias sobre las que versaría el contrato a los «principios familiares y tradicionales de la justicia entre pueblos libres y democráticos»: el deber de no intervención, el derecho a la autodefensa, el ius in bello, el deber de respetar los derechos humanos, etc.69. Rawls rechaza, por tanto, un principio distributivo global para regular las desigualdades económicas y sociales entre los pueblos comparable al que rige en las sociedades domésticas. La forma en que la situación de pobreza y subdesarrollo de las sociedades menos favorecidas va a pasar a formar parte de nuestra incumbencia moral es a través del lenguaje de los deberes de ayuda o deberes de humanidad70. La finalidad del deber de ayuda es sólo asistir a las sociedades más desfavorecidas hasta que logren convertirse en sociedades decentes, esto es, en sociedades en las que se respeten los derechos humanos básicos, en lugar de ajustar o equilibrar los niveles de riqueza y bienestar entre las distintas sociedades71.

J. RAWLS, «Derecho de Gentes», cit., p. 72. Vid. C. BEITZ, Political Theory and International Relations, Princeton University Press, New Jersey, 1979; T. POGGE, «An Egalitarian Law of Peoples», Philosophy & Public Affairs, 23, 1994, pp. 195-224; F. ARCOS RAMÍREZ, La justicia más allá de las fronteras. Fundamentos y límites del cosmopolitismo, Tirant lo Blanch, Valencia, 2009, en especial cap.III. 69 J. RAWLS, El Derecho de gentes y «una revisión de la idea de razón pública», cit., p. 50. 70 A. BUCHANAN, «Rawl’s Law of Peoples: Rules for a Vanished Westphalian World», Ethics, 110/4, 2000, p. 710. 71 J. RAWLS, El Derecho de gentes y «una revisión de la idea de razón pública», cit., pp. 125-126. 67 68

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El presente libro, estructurado en forma de ocho lecciones, tras analizar los aspectos generales del Derecho y sus grandes concepciones, aporta una compresión del mismo en la que las normas jurídicas adquieren una especial relevancia. Desde este punto de vista, se aprecia que el Derecho está indisolublemente unido al poder en el sentido de que es posible que cree Derecho, al tiempo que éste también puede crear ciertos poderes. Sin embargo, no todo queda ahí: la legislación y la jurisdicción, la producción y la aplicación de las normas jurídicas son momentos de un proceso que se rige por la idea de racionalidad fundamentada en los valores superiores del ordenamiento jurídico, los cuales logran positivar los contenidos éticos que quiere conseguir el poder. A tales efectos, las teorías de la justicia nos sirven para realizar la justificación y crítica de la idea de Derecho sustentada.

ISBN 978-84-8138-883-1

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788481 388831

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El Derecho como proceso normativo

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DereProNor CUBI-2C

El Derecho como proceso normativo Lecciones de Teoría del Derecho 2.ª edición

Virgilio Zapatero M.ª Isabel Garrido Gómez Federico Arcos Romero