El amor, la soledad

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PAIDÓS CONTEXTOS Títulos publicados: 32. S. Hays, Las contradicciones culturales de la maternidad

33. S. Wilkinson y C. Kitzinger, Mujer y salud

35. F. M. Mondimore, Una historia natural de la homosexualidad 36. W. Maltz y S. Boss, El mundo íntimo de las fantasías sexuales

femeninas

37. S.N. Austad, Por qué envejecemos

·

38. S. Wiesenthal, Los límites del perdón

39. A. Piscitelli, Post/televisión 40. J. M. Terricabras, Atrévete a pensar

41. V.

E. Frankl, El hombre en busca del sentido último

42. M.-F. Hirigoyen, El acoso moral

43. D. Tannen, La cultura de la polémica

44. M. Castañeda, La experiencia homosexual

45. S. Wise y L. Stanley, El acoso sexual en la vida cotidiana

46. J. Muñoz Redón, El libro de las preguntas desconcertantes 47. L. Terr, El juego: por qué los adultos necesitan jugar 48. R. J. Sternberg, El triángulo del amor

49. W. Ury, Alcanzar la paz

50. R. J. Sternberg, La experiencia del amor

51. J. Kagan, Tres ideas seductoras

52. I. D. Yalom, Psicología y literatura

53. E. Roudinesco, ¿Pdr qué el psicoanálisis? 54. R. S. Lazarus y B.N. Lazarus, Pasión y razón 55. J. Muñoz Redón, Tómatelo con filosofía

56. S. Serrano, Comprender la comunicación

57. L. Méro, Los azares de la razón

58. V. E. Frankl, En el principio era el sentido

59. R. Sheldrake, De perros que saben que sus amos están camino de casa 60. C. R. Rogers, E/proceso de convertirse en persona 61. N. Klein, No logo 62. S. Blackburn, Pensar. Una incitación a la filosofía

63. M. David-Ménard, Todo el placer es mío

64. A. Comte-Sponville, La felicidad desesperadamente 65. S. Muñoz Redón, El espíritu del éxtasis

66. U. Beck y E. Beck Gernsheim, El normal caos del amor 67. M.-F. Hírigoyen, El acoso moral en el trabajo 68. A. Comte-Sponville, El amor la soledad

ANDRÉ COMTE-SPONVILLE

. EL AMOR .LA SOLEDAD Entrevistas con: Patrick Vighetti Judith Brouste Charles Juliet

Tírulo original: L'amour, la solitude Publicado en francés, en 2000, por Albin Michel, París Traducción de Godofredo González

Cubierta de Mario Eskenazi

Obra publicada con la ayuda del Ministerio francés de Cultura Centre National du Llvre Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en'las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

© 2000 Editions Albin Michel © 2001 de la traducción, Godofredo González © 2001 de todas las ediciones en castellano, Ediciones Paidós Ibérica, S. A., Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona y Editorial Paidós, SAICF, Defensa, 599 - Buenos" Aires http://www.paidos.com

ISBN: 84-493-11.36-5 Depósito legal: B-40.725/2001 Impreso en A & M Griific, S.L.,

081.30 Sta. Perpetua de Mogoda (Barcelona) Impreso en España - Printed in Spain

Sumario

Prefacio .

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Más allá de la desesperanza Entrevista con Patrick Vighetti.

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Violencia y delicadeza Entrevista con fudith Brouste

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El esfuerzo de vivir Entrevista con Charles Juliet.

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Prefacio

Este libro se publicó por vez primera en 1992, en las ediciones Paroles d'Aube, recién nacidas por

en­

tonces y cuya vida habría de limitarse a unos pocos años. Eso hizo que fuera muy difícil encontrarlo, lo que justifica esta nueva edición, revisada y aumenta­ da. Se mantiene fiel a la antigua, pero la completa o la esclarece en cierto número de puntos y constituye la edición definitiva. El volumen, en su primera edición, se hallaba en una colección dedicada por entero a las entrevistas: un escritor -de ordinario un poeta- respondía a las preguntas de algunos de sus lectores o amigos. ¿Por qué acepté yo participar en esa aventura? En primer lugar, por simpatía hacia quienes la habían emprendi­ do y pedían mi colaboración. Despúés, porque me gustan las entrevistas, por ese juego, imprevisible y es­ timulante a la vez, de preguntas y de respuestas. En

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EL AMOR LA SOLEDAD

fin, porque era una oportunidad de escribir de otr�

forma y para otro público. La idea era hacer un libre

que no fuera simplemente un libro de filosofía, sine

más bien el libro de un filósofo sobre lo que la filoso­ fía y la vida le habían enseñado, sobre lo que él habfa

aprendido... Me llenaba de ilusión dirigirme a un pÚ· blico como se dirige uno a un amigo, sin precauciones:

sin elaboración posterior, sin erudición, sin máscara:

sólo algunas ideas recién nacidas, o renacidas, sólc

unos recuerdos, como las huellas de un itinerario, en·

tre confidencia y reflexión, entre pensamiento y rela·

to... «Yo no enseño, yo cuento», decía Montaigne. Ése es un ejemplo que yo he querido seguir, pero de lejos. Este librito es todo lo contrario de un sistema o de

ur.

tratado, sin llegar a ser un ensayo. Son entrevistas, le

que Montaigne hubiera llamado conferencias («El má�

fecundo y natural ejercicio de nuestro espíritu, a

m

parecer, es la conferencia»), o dicho de otro modo

conversaciones. ¿Un arte menor? Sin duda alguna pero eso forma parté de su encanto. Aquí la verdac importa más que la belleza, el placer más que el traba­ jo, la vida más que la obra. ¿Qué camino seguir? Lo más sencillo hubien sido pasar por la palabra, grabar nuestras conversa· dones, transcribirlas, corregirlas... Pero ése es un tra· bajo ingrato y casi siempre decepcionante. Yo opt( por lo contrario: comenzar por la escritura y, median· te ella, en ella, tratar de hallar algo propio de la pala­ bra, de su espontaneidad, de su fragilidad, de su li­ vi_andad, de su libertad..., a lo que mis interlocutorei no tuvieron dificultad en adaptarse. Sus pregunta1 me llegaban por correo;· yo respondía a vuelta de co-

PREFACIO

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rreo, escribiendo en lo posible a vuelapluma, sin un plan preconcebido, sin preparación, sin cotejar mis referencias y mis citas, casi sin retoques. La improvi­ sación form�ba parte del juego, tanto más imprevisi­ ble cuanto que era una improvisación a varias bandas. Era una especie de correspondencia o de diálogo epistolar, como los que me gusta leer, y me ilusionó, esta vez como autor, aventurarme por ese camino. Eso tenía sus peligros. Así es como, citando de me­ moria, atribuí a Pavese una idea que nunca he podido hallar en él y que pertenecía probablemente a Ador­ no, cosa que no pude comprobar hasta mucho más tarde. Había leído los Mínima

moralia de este último muchos años antes, casi a la vez que el]ournal de Pa­ vese, y esos dos recuerdos habían terminado por en­ tremezclarse con el tiempo... Naturalmente, aprove­ cho esta edición tanto para corregir el error como

para retocar o explicitar algunas ideas que, tras su lec- . tura, me parecía que lo requerían. Pero no he querido ni escribirlo todo de nuevo ni cambiar lo esencial: este libro me satisface -y ojalá satisfaga también a los lectores- tal como está, frágil e imperfecto. Esta fra­ gilidad forma parte de la vida. ¿Por qué no habría de ocupar su lugar también en los libros? No me queda más que agradecer aJudith Brous­ te, a Charles Juliet y a Patrick Vighetti el que acepta-. ran acompañarme en este paseo. Este libro les debe mucho, y quizá más de lo que parece. Sin ellos hu­ biera sido muy distinto, o incluso ni siquiera habría existido.

Más allá de la desesperanza Entrevista con Patrick Vighetti

André Comte-Sponville, hagamos tabla rasa de todo y comencemos de/z"niendo: ¿qué es la filosofía? ¿ Qué es un filósofo? ¿ Qué papel debe desempeñar en la socie­ dad hoy en día? ¡Eso sí que es un comienzo filosófico! En el fon­ do, ¿no será el filosofar precisamente eso: si no hacer tabla rasa (no hay ninguna prueba de que eso sea po­ sible), al menos intentar desembarazarse de todo lo que nos estorba, de los hábitos, de las ideas precon­ cebidas, etc., o dicho de otro modo, intentar pensar de nuevo? Sí, pudiera ser que la filosofía fuera ante todo ese acto de interrogación radical, como un co­ mienzo de la razón, o un volver a comenzar; que la fi­ losofía fuera el pensamiento nuevo, el pensamiento li­ bre, el pensamiento liberado y liberador ... Se dice con frecuencia, citando a Hegel, que la lechuza de Miner­ va levanta el vuelo en el crepúsculo, y no es falso.

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Pero levanta el vuelo, y eso viene a ser, cada vez, como un amanecer del espíritu. ). Pero no: el periodista me dice que se trata de una frase de un es­ critor del siglo xx, Nikos Kazantzakis, de quien tanto me gustaban en mi adolescencia Zorba el griego y Cris­ to de nuevo crucificado .. De Dernonax a Kazantzakis. ¡Es la misma lengua, el griego, y casi la misma idea, lo que yo llamo la desesperanza! Este encuentro después de tantos siglos me llena de alegría y da luz a mis ideas. .

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MÁS ALLÁ DE LA DESESPERANZA

Por fin, hace dos o tres días, un amigo, o más bien un lector que se ha convertido en amigo ( ¡ eso ocurre con frecuencia! ), me envía la fotocopia de una entre­ vista a Merab Mamardachvili, ese filósofo georgiano muerto en Moscú en 1990. Es superfluo decirte que yo no he leído nada de ese señor, de quien, por lo demás, no se había traducido nada hasta hace muy poco. Pero en esta entrevista, tras haber evocado «el silencio y la soledad» ( ¡ya ves, no soy yo sólo ! ), Ma­ mardachvili habla también de la desesperanza. Le preguntan si le preocupa el futuro, y él responde: «No, no tengo miedo. Más bien estoy contento. . . Yo, filósofo por temperamento y no por profesión, he vi­ vido toda mi vida sin esperanza. Si has llegado hasta el punto límite de la desesperanza, entonces se abre ante ti una llanura serena, yo diría incluso que gozosa. Se disfruta de un humor equilibrado y hasta se puede sentir alegría». Estas frases me conmueven. Es todo lo contrario de los mañanas que cantan, de las utopías, de las religiones, de todas esas esperanzas que avivan las guerras y los fanatismos. . . Este desconocido es para mí como un hermano. «No hay esperanza sin te­ mor ni temor sin esperanza», decía Spinoza. Yo diré también: no hay serenidad sin desesperanza, ni hay verdadera desesperanza sin una parte de serenidad. Esa desesperanza de que hablas, esa desesperanza serena, ¿no será más bien inesperanza? Tú utilizas esa Palabra al menos una vez antes de descartarla. . . , , e "'

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Ésta es una pregunta que me han hecfio con frecuencia. ¡ La palabra desesperanza lleva tal carga de

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EL AMOR LA SOLEDAD

tristeza! ... Pero resulta que la palabra inesperanza no ha tenido éxito y a mí los neologismos me horrorizan. Sobre todo, hablar de inesperanza sería dar a enten­ der que uno puede instalarse de entrada en ese estado sereno, que se puede ahorrar uno la decepción, la de­ silusión, el sufrimiento ... y yo no lo creo así. La espe­ ranza va siempre primero; por lo tanto, es menester perderla (es lo que indica la palabra desesperanza), y eso es siempre doloroso. La desesperanza es una car­ ga, como el duelo en Freud, y en el fondo es la misma. Comprendo perfectamente que todos prefieran la pa­ labra inesperanza. ¡Estaría tan bien poder ahorrarse el trabajo, el sufrimiento, la desilusión! La inesperanza sería como una sabiduría prefabricada: sería como un duelo sin carga o sin trabajo. Pero eso no es posible, es un duelo que falta aún por hacer. . . Por eso he con­ servado la palabra desesperanza, porque indica al me­ nos la dificultad del camino . . . Observo además que la palabra duelo en Freud presenta la misma ambigüe­ dad, el mismo titu�o, que es el de la vida, la misma tensión, el mismo proceso; que la alegría no vuelve a ser posible sino más allá del sufrimiento, lo mismo que la dicha tampoco lo es, a mi modo de ver, sino más allá de la desilusión. Nunca nos ahorraremos el duelo; nunca nos ahorraremos la desesperanza.

Sin embargo, se dice que la esperanza da vida. . . ¡ Sí, eso no e s del todo falso! Quiero decir que hay muchos que sólo son capaces de soportar sus decep­ ciones sucesivas consolándose cada vez con nuevas es-

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peranzas... De este modo la vida transcurre para ellos de esperanza en decepción y de decepción en esperanza ... No les condeno: cada uno se las arregla como puede. Pero si la esperanza da vida, efectivamente, da una vida mala: a fuerza de esperar, no se vive nunca, o bien sólo se vive esta alternancia de esperanzas y de d..e..c.e_p_CÍQ!?.es en laCTiaierteffior (puesto que no hay esperanza sin te­ 'mfilf;;�-deja a;oprimimos . Vale más salir de este círculo, y en el fondo es lo que yo llamo la sabiduría o la desesperanza. De hecho, no es la esperanza la que da vida, es el deseo, del que la esperanza no es sino una de sus formas, jpero no es la única ni la principal! .

.

¿Cuáles son las otras? Está ante todo el deseo físico, por ejemplo el se­ xual, lo que podríamos llamar el apetito o la apeten­ cia, que no es tanto una carencia, en contra de lo que se cree de ordinario, cuanto una pura potencia de existir (como dice Spinoza) o de gozar. Se da por su­ puesto que puede ir acompañada de esperanza, pero eso no es una fatalidad. El cuerpo nos enseña más bien lo que hay de desesperación, y a veces de dulce desesperación, en el deseo. j La erección no es una es­ peranza! j Y comer con buen apetito, no es lo mismo que tener la esperanza de comer! Después están el amor y la voluntad. La diferencia entre la voluntad y la esperanza está en que no se espera más que lo que no está en nuestro poder, mientras que no se puede querer más que en el ámbito de una acción inmediatamente posible. Para

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EL AMOR LA SOLEDAD

hablar al estilo estoico: no se espera más que lo que no depende de nosotros y no se quiere más que lo que sí depende de nosotros. Trata de tener la esperanza de caminar... ¡ Eso jamás ha hecho que nadie se mo­ viera! Por lo demás, ¿ quién habría de tener la espe­ ranza de caminar excepto el paralítico? Nadie espera aquello de lo que sabe que es capaz, y eso dice Ínucho al respecto sobre la esperanza. «No es más que impo­ tencia del alma>>, decía Spinoza, y ése era el espíritu del estoicismo, espíritu aún vivo. «Cuando hayas desapren­ dido a esperar -venía a decir Séneca-, yo te enseñaré a querer...» Y es cierto que ambas cosas van juntas: se �era tanto más cuanto menos capaz se es de acción, y :��e)espera tanto menos cuanto más se sabeactu�r. ' Por o que respecta al amor, la diferencia es otra. o se espera más que lo irreal o lo desconocido; no se ama más que lo real, y sólo a condición de conoce�­ menos en parte. ¿Cómo se podría amar lo que no exis­ te o lo que se ignora por completo? ¿Cómo se podrían amar, por ejemplo, los hijos que no se tienen aún? Eso sería amar la propia esperanza, en cuyo caso uno sólo se ama a sí mismo... Será necesario un gran esfuerzo para pasar de ese amor narcisista de los hijos soñados al -mucho más rico y difícil- de los hijos reales... ¿Tra­ bajo del duelo? Sin duda alguna, pero también trabajo del amor, o el amor mismo como trabajo. En todo amor hay desesperanza, y tanto más cuanto menos ilusiones se hace uno. «Hay que amar a la gente como eS>>, se dice con frecuencia. ¡Sí, pero no hayelección ! Hay gu� �la como es o�arla, ar.::arla �mo es o n ªr sino los propios sueños, amarla como es o esperar que sea de otra forma y reprocharle siempre el que nos de-



MÁS ALLÁ DE LA DESESPERANZA

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cepdone... La esperanza y el rencor van siempre uni­ dos como unidos van el amor y la misericordia. Eso indica el camino. No se trata en absoluto, en contra de lo que algunos han creído entender, de re­ nunciar al deseo. Si el deseo es la esencia misma del hombre, como decía Spinoza y como yo mismo creo, ¿cómo se podría renunciar a él y por qué habría que hacerlo? ¡Dejar de desear sería dejar de vivir! No se trata de suprimir el deseo, sino de transformarlo, de convertirlo, de liberar de la mejor forma posible su potencia: desear un poco menos lo que falta y un poco más lo que hay; � un poco menos lo que no de;, pende de nosotros y_un Qoco más lo que sí depen2'e ... &resumen, se trata de esperar un poco menos y de querer un poco más (en lo que depende de nosotros), de esperar un poco menos y de amar un poco más (en lo que no depende de nosotros) ... Es el camino de la sabiduría, una sabiduría de la acción, una sabiduría del amor. Se trata de aprender a desprenderse o, como decía Spinoza, de hacerse «menos dependiente» de la esperanza y del temor... Naturalmente, esto jamás se termina por completo, por lo que nadie es sabio en toda la extensión de la palabra. Pero la sabiduría está ya en el camino que conduce a ella. En una palabra, se trata de vivir, en lugar de esperar vivir... Esto nos lleva al inicio. ¿Qué es filosofar? Es aprender a vivir y, si es posible, ¡ antes de que sea de­ masiado tarde! Aunque me estoy expresando mal. Siempre es demasiado tarde en cierto sentido, el poe­ ta tiene razón, y sin embargo jamás es demasiado pronto ni demasiado tarde, como decía Epicuro: la vida no cesa de aprenderse ella misma, de inventarse

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EL AMOR LA SOLEDAD

ella misma, hasta el final, y la filosofía no es en el ser humano sino una de las formas de este aprendizaje o de esta invención. Así pues, es la vida lo que vale. La filosofía sólo tiene importancia en la medida en que se pone a su servicio: es la vida pensada en hecho y en verdad. ¿ Y la sabiduría? ¡Es la vida vivida, aquí y ahora, en hecho y en ver­ dad! Dicho de otro modo, es nuestra vida real, tal como es: la verdadera vida, la vida verdadera ... Pero de ella nos separan casi siempre nuestros discursos [sobre ella] ( ¡ sobre todo nuestros discursos filosófi­ cos ! ), nuestras esperanzas, nuestros sueños, nuestras frustraciones, nuestras angustias, nuestras decepcio­ nes... Eso es lo que habría que dejar atrás, superar, di­ sipar. La sabiduría no es otra vida que hay que alcan­ zar: es la vida misma, la vida sencilla y difícil, la vida trágica y dulce, eterna y fugitiva ... En ello estamos: no nos queda más que vivirla.

Violencia y delicadeza Entrevista con Judith Brouste

Durante mucho tiempo creí que me gustaba la lite­ ratura. Toda la literatura, pero sobre todo la novela. De pronto, un día leí a Ka/ka y sentí como si el relato se desgarrara, se me hizo patente el corazón del libro, a lo vivo, la experiencia viva -o soñada- del hombre que escribe. Entonces me di cuenta de que lo que me gustaba era el «núcleo duro» de la novela, lo que la había engen­ drado. Las novelas, las historias imaginadas pueden ser hermosas, distraídas, inteligentes. Pero son vanas si no son el resultado de una necesidad interior. ¿Se puede también percibir, experimentar eso en filosofía? ¿ No es esta historia, esta cara oculta, este desgarro interno lo que ata a hombres como Montaigne o Pascal? André, ¿quéfue lo que te hizo nacer a la filosofía?

EL AMOR LA SOLEDAD

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¡ Pudo ser la novela! Y después el hastío de las no­ velas . . . ¿Sabes?, al principio me gustaba la literatura apasionadamente: era para mí la verdadera vida (como dice Proust, pero aún no había leído nada de él) , y la única válida. De adolescente leí libros que me da la impresión de que apenas se leen ya: Martin du Gard, Koestler, Somerset Maugham ... y también Gide, des­ pués Sartre, más tarde Céline y finalmente Proust, ha­ cia los dieciocho años ... En fin, he leído no sé cuántas novelas, y como quería ser escritor, lo que quería es­ cribir eran también novelas ... Pero resulta -me di cuenta bastante pronto- que es un talento que yo no poseo. Inventar historias, personajes, todo eso que es la sal de las novelas que yo admiraba (olvidaba decir que las primeras novelas que me fascinaron, incluso mucho antes de la adolescencia, eran las de Dumas), yo me sentía incapaz de hacerlo. Sin duda por falta de imaginación o por exceso de escrúpulos ... Tengo que decir que la misma admiración que sentía por al­ gunos grandes novelistas -especialmente por Céline y Proust- me empujaba a renunciar: no me sentía ca­ paz de rivalizar con ellos . . . Pero hubo algo más. A la larga, me di cuenta de que cada vez leía menos nove­ las, cada vez con menos interés y cada vez con menos fe .. LaJ!l9§9Ü�,..s� h?RÍ�"rrie#dg qe , por meqi()� p�ro no ��IQella:, ¡ tall1Q��I1Ja vida, sobre todg �Ua,,esa viqa ¡¡�.sencilla, tan verdadera, y tan 'difícil ! A su lado las noveias'm� par.�cí� casi t�da� mel:itirosas, ;; ,�b�rridas y ridículas. ¿De qué sirve inventar historias? ¿De 'que sirven todas esas frases a cuál más hermosa y a cuál más inútil? Las novelas son útiles cuando se es �JQY�.D:.:J� Y:ü:l.a.,h� que soñarla anre;�:r; vi\7ii::la, sf .

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VIOLENCIA Y DELICADEZA

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¿Y después? Como novela, basta la vida, ¿o no? Pero no trato de hacer de esto un caballo de batalla. Cada uno es muy libre, por supuesto, de entusiasmarse con las novelas. Pero, ¿por qué habría de compartir yo ese gusto o esa pasión? Hace ya mucho tiempo que no leo ni siquiera a Proust o a Flaubert. A los poetas, sí. Los diarios íntimos, las memorias, las correspondencias, también, a veces. Pero las novelas, no. Me limito a ho­ jear las que recibo: rara vez voy más allá de algunas páginas. La mayoría de las veces tengo la impresión de que esas novelas no se justifican más que por las ganas inmensas que tenía el autor de publicar un libro . . . Que le aproveche, pero, ¿a mí qué me importa? Si tiene algo interesante que decir, ¿por qué no lo dice directamente? ¿A qué vienen todos esos rodeos y todos esos circunloquios? La abandono sin tardar demasiado. La vida es demasiado breve, el campo es muy hermoso, el trabajo muy absorbente, los hijos es­ tán muy presentes ... Siempre tengo otra cosa que ha­ cer. Una novela nunca es más que una distracción, di­ ría Pascal, ¡y yo conozco tantas otras más agradables ! ¡Vaya ! Como ves, ya me he ido a Pascal, y a la otra cara de la cuestión, a la cara oculta como tú decías, al sufrimiento ... Sí: amo a los hombres por sus heridas, por su fragilidad, por su parte de noche o de desespe­ ranza. «Mi gran amor, mi gran herida. . . » Me da la im­ presión de que eso vale también para los artistas, in­ cluso los más brillantes, incluso los más alegres, los más livianos, los más aéreos ... ¿Qué más conmovedor en Mozart que esta fragilidad, esta pasión, esta gracia radiante y desesperada? Y eso vale también para mis amigos: prefiero que me digan dónde les duele en vez

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de atrincherarse, como casi todos, en una satisfac­ ción de mando. � gente. dice, la mayoría de las veces, no strve mas que para protegerse: razonam1eniüs:1usilñcáC!oileS,"ñegatiV a&:7¿Pari'qu6?-Vaidría mas ��tiferesa �� ��-�9.�� T aña�;.I;p;J �io de una protección: un riesgo, tina apertura, ���l2ri:�!lll �Ilfid�cia::-�,M�,gu�üiqu�"'áiguien hable lo mismo que se desnuda, no para que le vean, como creen los exhibicionistas, sino para dejar de esconderse ... Sé que eso no es posible con . cual­ quiera; jpero los amigos, just���.3.Sl����s con quienes es posible, con g_,uienes es necesario! En -cu;mtüa·10s-hfóSoros ...�'f�bfé;-t;y�·üñic1105�·qlie···s� protegen, y muchos no han inventado su filosofía más que para eso. Un sistema es un vestido que protege y enmascara. Me gusta más la desnudez de los cuerpos y de las ideas. Yo decía hace un momento acerca de la palabrería común que todo se reduce a razona­ mientos, justificaciones, negativas... ¡ Qué cierto es eso también respecto a la mayoría de esas verborreas so­ fisticadas que se llaman filosofías ! Voy a confesarte una cosa: apenas leo tampoco a los filósofos (excepto para preparar mis clases). ¿Para qué inventar un sis­ tema? No es más que una novela un poco más aburri­ da... La filosofía no tiene ninguna importancia .. Sólo sirve en la medida en que te acerca a la vida o a la ver­ dad, y es cierto que a veces sí que acerca, mediante la eliminación de algunas ilusiones. Pero acerca a la vida o a la verdad en la medida en que va derecha a la he­ rida, en vez de dar vueltas en torno a ella , como suce­ de casi siempre, o en vez de tratar de disimularla. Me gustan los filósofos que es.tán cerca de su propio su•

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frimiento: Lucrecio, Montaigne, Pascal ... y Spinoza, cuando se le sabe leer. Éste es su comienzo explícito: «La experiencia me había enseñado que todos los acaecimientos más frecuentes de la vida ordinaria son vanos y triviales ...» ¡ Y esta «tristeza extrema», corno dice también él, que viene «tras el deleite», o cuando quedarnos «frustrados en nuestra esperanza»! Ésos han dejado de fingir. Todavía Spinoza es víctima de sus demostraciones, lo mismo que Lucrecio de las de Epicuro. Montaigne y Pascal son más lúcidos, y ésos son ios que yo leo una y otra vez con más gusto. Sinceramente, ¿conoces una novela que mantenga el tipo, al lado de los Pensamientos o de los Ensayos?

Responde primero a mi pregunta: ¿qué te ha hecho nacer a la filosofía? El dolor, por supuesto, la angustia, el hastío, la desesperanza... Sabrás que mi madre era una gran de­ presiva, y yo creo que comencé a ftlosofar para huir de su sufrimiento, y del mío. Pero para eso no sirve la filosofía, naturalmente; para eso no hay nada que sir­ va: el sufrimiento está ahí, hay que vivir con él. Si hay una posibilidad. de liberarse de él es con la condición previa de aceptarlo. Después está el hastío, la melancolía, la languidez . del día a día, la vida que pasa y que se diluye, la insig­ nificancia o la trivialidad de todo ... Hay algunos poe­ mas de Jules Laforgue que dicen eso mismo, por los que yo daría todo Balzac, a pesar de su fuerza, e in­ cluso muchas de las novelas de Stendhal, que tanto

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me gusta. «¡Qué triste es la vida y qué lentamente trascurre! » Sí, ya me doy cuenta (si es que se les pue­ de comparar: Laforgue murió a los veintisiete años) de que Balzac o Stendhal son genios mayores, pero, ¿qué importa el genio? Me gustan sobre todo quienes no son víctimas del suyo, o los que piensan incluso que carecen de él. A propósito, escucha estos versos: ¡Oh, cuán cotidiana es la vida.'. . .

Y nada recuerdo más cierto, ¡Qué pobre y qué simple he sido.'

Sigue siendo de Laforgue, y yo he pasado domin­ gos enteros repitiéndomela... Ser amigo de Laforgue debía de ser algo gratificante. Pero, ¿amigo de Bal­ zac? ¡ Qué aburrimiento! Por lo demás, ¿tenía amigos Balzac? ¿Quieres que te diga la verdad? La filosofía no tie­ ne ninguna importancia. L�s n_gy�ht;n;;Jk;;�� �i;;-m� ñaíñiport�ncia·. ·�gj¿;·c�;�t� l� amist�Q;.§ólo cu�nta el �0·¡:�·D��§cz�.J!!4§J:�i.�n.:.)�cSJq,.cu.�n�::ip�el :;imor. � Ja soieCiaa O aún mejor: sólo cuenta la vida. Los libros f;;;;; � parte de ella, sí, y eso es lo que les salN"a. Pero no por eso la vida deja de seguir su curso ... Los libros forman parte de �lla pero, ¿cómo podrían contenerla? Hablan de ella pero, ¿cómo podrían reemplazarla? A lo sumo pueden decir la verdad de lo que vivimos, esa verdad que no está en los libros o que no puede .estar en ellos más que porque está primeramente en nues­ tra vida. Verdad del sufrimiento y de la alegría, de la entereza y del cansancio, verdad del amor, verdad de la soledad... ¿Para qué sirve si no la filosofía? ¿Para "'

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VIOLENCIA Y DELICADEZA

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qué sirve la literatura? Y sin amor, ¿de qué sirve vi­ vir? Sigo citando a Laforgue: « ¡Qué solos nos encon­ tramos! ¡Qué triste es la vida!». Sin embargo, ahí nace el amor, y la alegría, la única auténtica alegría, que es la de amar. Es lo que he leído en Spinoza y lo que la vida me ha confirmado. Todos los acaecimientos más comunes de la vida son vanos y fútiles, y sólo el amor es extraordinario, cuando se llega a amar, y eso sucede a pesar de todo. Al menos un poco, al menos alguna vez, incluso mal, incluso de forma mezquina y triste... La cuestión no está en saber si la vida es bella o trágica, ridícula o sublime (es lo uno y lo otro, natu­ ralmente), sino si somos capaces de amarla tal como es, es decir, de amarla. Eso deja a la literatura en su puesto, que no es ni el primero ni el último. Los libros no valen más que en la medida en que nos ensenan a atñar;p-0resoatgünas·oorasffiaesrras-soñíireempfo� ·2a5Ies: y por eso tantos libros no valen nada -¡y las novelas de amor, salvo excepciones, menos aún!-. «Eso es una novela», se dice a veces, cuando se quie­ re decir: eso es una sarta de necedades y de mentiras. Pues sí, la mayoría de las novelas no son más que «una novela». Tengo algo mejor que hacer: tengo algo mejor que vivir. Lo más urgente es dejar de men­ tirse. La verdadera vida no es la literatura: la verdade­ ra vida es la vida verdadera.

La vida verdadera no se da. Llega tras haberse de­ sembarazado de todas las «mondaduras» de uno mis­ mo. Se llega a ella tras haber atravesado zonas de som­ bra, tras un cierto morir a sí mismo. Llega tras este

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paso. La vida verdadera es casi siempre una resurrec­ ción. Quizá sea eso fo·que se llama el cielo en la tierra, la gracia: vivir un presente que dura. Quiérase o no, in­ cluso sin Dios, eso tiene una dimensión mística. . .

Tienes razón, la vida verdadera no s e da ( ¿ a quién se le habría de dar, y por quién?); se vive, es viva, es el don de sí misma, la que da· y la que recibe, por eso no se da nada ni a nadie. Sin embargo, la vida es algo real: el ego se apodera de ella y quisiera que fuera su rega­ lo, su bien, su cosa ... Lo cierto es lo contrario. El yo pertenece a la vida, no la vida al yo. Por eso es me­ nester morir a sí mismo o, más bien, por eso habría que morir a sí mismo. Sólo el ego muere, lo que no se hace si no es eliminando las propias «mondaduras», como dices. Quien fuera capaz de desh;cerse de ellas ( ¡ quien fuera capaz de mondarse por entero! ) sería más libre y estaría más vivo que nunca. La verdadera vida no está ausente, o nosotros no estamos separados de ella más que por nosotros mismos. Auséntate: ¡la vida sigue estando, cuando tú ya no estás! Esta ausen­ cia no es dispersión, sino disponibilidad; no es sepa­ ración, sino acogida. Esto, hi más ni menos, es el mis­ terio de la atención, o más bien su evidencia propia: que no se puede estar atento si no es olvidándose, y en lo que, sin la menor duda, como decía Simone Weil, '"' a_uña'conversación. �EitestctG?tsquéa"ti"'de lo más lejano, hay quienes pa­ san de las palabras: los músicos. Los pintores. ¿Qué re­ laciones guardas con la pintura? ¿Qué has mantenido de ellas? ,.�,-�

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¡ Naturalmente que un libro puede cambiar una vida! Incluso yo diría que sólo con esta condición vale la pena leerlo o escribirlo ... Pero eso no es sino una confirmación de que los libros no valen por ellos mis­ mos ni para ellos mismos: ¡no valen más que para· quienes viven, no valen más que por la vida que contienen, que suscitan o que pueden transformar! Yo he hecho la misma experiencia que tú, con otros autores, con otros encuentros ... Sí, hay libros que me han marcado para siempre, que me han transforma­ do: Baudelaire, Rilke, Pascal, Spinoza, Hume, Mon­ taigne, Aristóteles... También Proust y Céline ... Pero, antes que todos esos, Los Thibault, de Martín du Gard, y Los alimentos terrenales, de Gide. Como ves, es un todo bastante heteróclito, tremendamente

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dispar, y de un valor más bien desigual. Martín du Gard... en fin, a veces es mejor no decirlo, pero no es Proust ... ¿Qué importa? El efecto de un libro depende tanto de quien lo lee y del momento en que lo lee, como de su contenido o de su valor propio. Yo he leído a Gide y a Martín du Gard muy pronto, entre catorce y dieciséis años, es decir, en el mejor momen­ to, el del entusiasmo («Nathanael, yo te enseñaré el fervor. .. ») , el de la mayor disponibilidad... A otros, en cambio, los he leído demasiado tarde como para que pudieran marcarme o conmoverme realmente. Me da la impresión de que eso es lo que pasó con Kafka: cuando lo leí, todas esas historias ya no me interesa­ ban, excepto su diario, y no es una casualidad ... En cuanto a Lautréamont, quizás ocurra lo contrario: he debido de leerle demasiado pronto, por lo que no conservo de él más que un pálido recuerdo de adoles­ cencia, pero tú haces que, de repente, me entren ga­ nas de volver a él... ¡Cuánto azar en todo esto! Una vida de lectura, una vida de encuentros ... Pero tienes razón: esos encuentros nos forman y nos deforman, a veces, tanto o más que los otros ... ¿Puedo hacerte una revelación ridícula? El libro que más me ha marcado, es decir, más profunda y más definitivamente, creo que es Veinte años después, de Dumas. Cuando se ha admirado a Athos como yo lo he admirado, a los diez u once años, y después durante la adolescencia (creo que es el primer libro que he releído una y otra vez), no hay ningún género de cosas que no pueda quedar definitivamente excluido: el optimismo, por supues­ to, el humanismo necio, y también el nihilismo, la fri­ volidad, la sofística, la mentira, la pusilanimidad, la

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vulgaridad, la bajeza, la entrega a las modas o a los conformismos del momento ... En cambio hay otras cosas que caen por su peso: la gravedad, la soledad, el sentido de la amistad, una cierta idea de la nobleza y de la valentía, una cierta desesperanza... A veces pien­ so que todo lo que he escrito desde hace quince años, esos centenares de páginas, no tienen más sentido que otorgar a Athos la filosofía que se merece. Sin embar­ go, sé muy bien que si descubriera hoy Los tres mos­ queteros, Veinte años después y El vizconde de Brage­ lonne, apenas me causarían impresión: ¡lo más seguro es que no los leería hasta el final! Lo que los griegos llamaban el kairós, el tiempo adecuado, el momento propicio, la ocasión favorable, también vale para la lectura. Hoy mi admiración se dirige a Proust o Flau­ bert, y yo sé muy bien cuán profundamente me han marcado ellos también. Pero, en todo caso, menos que Dumas, y por razones que nada tienen que ver con la literatura, sino con la vida, con la mía en este caso, con todo lo que eso supone de contingencia y de irreversibilidad ... ¿Búsqueda de lo más lejano? Sí, sin duda. Dumas me hizo soñar, casi delirar: ¡yo he pasado horas, in­ cluso días, a caballo o en la corte, en el siglo xvn, en­ tre el ruido de las espadas, con Athos y D'Artagnan! Yo era Bragelonne o Luis XIV, nada menos (Athos, nunca: jamás me hubiera atrevido), y ésas son quizá las horas más felices o las más exaltadas que he vivi­ do ... La infancia es un milagro y una catástrofe, y ese milagro es efectivamente un sueño, y ese sueño es una catástrofe ... Pero, en fin, he crecido. Los sueños me interesan cada vez menos: hoy prefiero los libros que

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me llevan a la realidad, a la verdad, a la lucidez ... An­ tes, una vez más, los filósofos o los poetas que los no­ velistas, y preferiblemente los que no creen ni en la filosofía ni en la poesía. Montaigne, Pascal, Valéry, Alain, Simone Weil, Wittgenstein, Bobin, Laforgue ... Ése es mi panteón de momento: eso cambiará, puesto que no existe panteón alguno. La literatura, natural­ mente, no es una religión y los escritores no son dio­ ses, porque de ser así yo también soy ateo de esa religión. �uant�§_!p.��.����2-.�:d2.�_J!pfQ�_1!l��gs he creícrc;eñ ellos. Es una forma de desesperanza, si · p��fi�r;;,p;�� q;� �onifica, que es alegre y sana. Tras los libros, la vida; tras las palabras, el silencio. Tú co­ noces la fórmula de Valéry: «Lo bello es lo que deses­ pera>>. Así pues, un bello libro debe desesperarnos también de los-librOS.-Ese· eser más � �-el:iie�gunos grandes escritores: me li-· beraron de ellos liberándome de mí, o me liberaron de mí, al menos un poco, al liberarme de ellos ... Tú ya sabes, cuando se retira la mar, en la marea baja, cuan­ do se camina por toda la orilla: esa suavidad repenti­ na, esa tranquilidad, esa libertad... Se diría que algo de nosotros se va con ella, a lo lejos, nos abandona, y eso viene a ser como una nueva paz, como una nueva ingravidez. Se respira mejor, se camina mejor. j Qué grande es la playa! ¡ Qué hermoso es el cielo! Ahí es­ toy yo: leo cada vez menos; me paseo, descalzo, sobre la arena... En fin, lo intento, y no me gustan más que los libros que me ayudan a ello. En lo que respecta a la pintura o a los músicos, ocurre algo de lo mismo, sólo que más claro. Schu­ bert y Chardin han cambiado mi vida, y no poco a

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poco, como los filósofos o los novelistas, sino de gol­ pe. Creo que era el año después de haber obtenido la cátedra. Yo daba la impresión de vivir y de ser feliz, pero cada vez con menos éxito, cada. vez con menos convicción: llevaba la vida estúpida y vana de un jo­ ven intelectual parisiense. Pero un día bajaba por el bulevar Saint-Míchel con mi mejor amigo de la época y nos detuvimos ante los expositores de una casa de discos. Mi amigo me enseñó un disco que se saldaba: «¿Lo conoces?». No, no lo conocía: era La doncella y la muerte, de Schubert, por el Cuarteto húngaro. «Cómpralo -me dijo mi amigo-, ¡no es nada caro y es genial!» Y lo compré. Tan pronto como entré en casa, me puse a escucharlo en el viejo tocadiscos que tenía: me pareció árido, cargante. P�roJ'.:.���,..,-::: �o y depositaba aj:_�-��onfianz�q_u�ti.__._, mí mismo: escuché una y otra vez ef� así hasta � veces, en pocos días ... La emoción llegó muy pronto, y con ella la admiración, y después las lá­ grimas... ¡ Qué gravedad, qué profundidad, qué belle­ za! En contraste.son agutllo, veía mi vi�o .A. o_enlo..que era: absurda, frívolb..ik,§.g.ra.cia.da...quell I_!le � cupah.a..sólo_qUÍQce días_an.t.es..me.p.areció..ridicu lo. Todos esos libros, todas esas películas, todas esas -di;cusiones, todos esos proyectos ... Torné enseguida la determinación, por ejemplo, de no leer más libros �os que se pudieran comparar, sin demasiado demérito, con La doncella y la muerte .. ¡Ya puedes imaginarte la selección que eso supone! ¡Adiós a las te­ sis y a los pequeños ensayos brillantes! ¡Adiós a las últi­ mas novelas y a las críticas de vanguardia! Algo quedó roto allí, algo que me ha separado de la modernidad .

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del momento, que me ha alejado de muchos amigos, a veces de forma dolorosa, para enviarme hacia mí mis­ mo, a la infancia, a la soledad, a Athos... Entonces en­ tré en un período estetizante y arcaizante del que ha sido preciso que saliera después (el arte también es una trampa, tanto más temible cuanto que en ella sólo se tienen en cuenta las más altas cumbres) , pero que me ha liberado al menos del parisinismo y del intelec­ tualismo en que estaba sumergido ... En esta misma época, y gracias a Schubert, descubrí a Chardin. Re­ sulta que aquel año, cuando a mí sólo me interesaba el arte, hubo dos grandes exposiciones retrospectivas simultáneas, en dos museos diferentes, consagradas una a Magritte y otra, quizá lo recuerdes, a Chardin. En torno a mí, por supuesto, se hablaba sobre todo de Magritte... Vi las dos exposiciones casi el mismo día. Magritte me decepcionó: no era tan bonito como en las tarjetas postales. Chardin, en cambio, me con­ movió por completo: ¡ hasta tal punto era más hermo­ so, más verdadero, más profundo, más sutil, más rico, más liviano, más precioso, más luminoso no sólo que las pocas reproducciones que yo conocía de él, eso es obvio, sino incluso que todo lo que jamás había sabi­ do ver o admirar! Por ejemplo, era la primera vez, yo era muy ignorante, que comprendía lo que era la ma­ tería para un pintor, qué relación tiene con la verdad, con el tiempo que pasa o que no pasa, digamos con la eternidad, y qué puede haber en ella de inagotable, de maravillo so, de desgarrador. Yo, que hasta entonces me declaraba admirador sobre todo de Van Gogh y de Picasso, descubrí que era otro, con unos gustos que yo mismo ignoraba: rebosante de delicadeza, de ..

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simplicidad, de verdad, de humildad... Fue un período extraño, ¿ sabes?, y creo que si quisiera contártelo no terminaría nunca: habría que hablar también de Mo­ zart y de Beethoven, de Vermeer y de Corot, de Cor­ neille, de Rilke, de Víctor Rugo, de Miguel Ángel, de Ravel, de Bach . . Y de una mujer, por supuesto. Lo ciert� es que el arte y el amor me han curado de la vida vana y engañosa que llevaba hasta t:;n�9nces1_de ].9.�E��.��:.::_¿Qgi�rL�.�:�� no comprender y darse demasiado fácilmente la razón. Cuando se ha renunciado a la superstición del li­ bre albedrío, a la idea de que la gente es lo que es por propia voluntad, el odio se calma. ¿Para ceder el puesto al amor? No soñemos. Para ceder el puesto más bien, poco a poco, a la misericordia y a la com­ pasión. Sería mejor el amor, seguramente, pero, ¿so­ mos capaces de ello? ¡ Tan poco, tan raramente, tan mal ! ... La misericordia y la compasión están más a nuestro alcance. Er;i esto el mensaje de Buda, menos ambicioso o apasionante que el de Cristo, es sin duda más realista... Las bienaventuranzas, si no se cree en el más allá, son mucho pedir, ¿o no? En fin, cada uno hace lo que puede, y se puede muy poco. Pero eso es justamente lo que nos lleva · de nuevo al odio: tengo demasiada conciencia de lo poco que somos y que podemos, demasiada conciencia de nuestra miseria, como dice Pascal, demasiada conciencia de nuestra debilidad, demasiada conciencia de los determinis­ mos que pesan sobre c�QftJJJ.:lo_ae.JJ.Q�otrús!-deI�ar que nos f};;?�··y-ño� deshace, como para pod�r dctestar verdaderamente. ¿CómQ_q_di�J-a un '"añiiñaTr¿Y ----""""'''--".._. � .,..-� ...,,,,,_,._-.....,,�,,.,.,.,,,._"�"-' """'"''""·'•"'"""'"' �-·-----. """ -

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