Diplomacia y Diplomaticos desde la Antiguedad hasta 1919
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DIPLOMACIA Y DIPLOMÁTICOS DESDE LA ANTIGÜEDAD HASTA 1919

Diplomacia y diplomáticos desde la Antigüedad hasta 1919

RIL editores bibliodiversidad

Alfredo García Castelblanco

Diplomacia y diplomáticos Desde la Antigüedad hasta 1919

327.83 García Castelblanco, Alfredo G Diplomacia y diplomáticos: desde la Antigüedad hasta 1919 / García Castelblanco, Alfredo. -- Santiago : RIL editores, 2014. 286 p. ; 21 cm. ISBN: 978-956-01-00979 1 diplomáticos-chile. 2 diplomacia.

Diplomacia y Diplomáticos Desde la Antigüedad hasta 1919 Primera edición: mayo de 2014 © Alfredo García Castelblanco, 2014 Registro de Propiedad Intelectual Nº 239.499 © RIL® editores, 2014 Los Leones 2258 cp 7511055 Providencia Santiago de Chile Tel. Fax. (56-2) 22238100 SJM!SJMFEJUPSFTDPNrXXXSJMFEJUPSFTDPN Composición, diseño de portada e impresión: RIL® editores *NQSFTPFO$IJMFrPrinted in Chile ISBN 978-956-01-0097-9 Derechos reservados.

Índice

Palabras preliminares

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Introducción

11

Grecia

19

Roma. Republicana e Imperial

31

Roma. Post-Imperial

45

Constantinopla

53

Edad Media

59

Renacimiento

87

Cisma y Reforma

143

Sistema francés

171

Siglo xviii

203

Diplomacia en transición

239

Atributos

257

Conclusiones

275

Bibliografía

281

Palabras preliminares

Este proyecto nace como resultado de muchas influencias. Por una parte, mi familia señora e hijos, que me instaban insistentemente a la vaga idea de «que escribiera algo», sin mayores precisiones, pero dando por sentado que se relacionaría con diplomacia, una actividad a la que he dedicado mi vida profesional y a la que quise estar vinculado virtualmente desde siempre. Por otra parte, pese a mi formación en derecho, la historia ha sido quizá la disciplina que más me ha apasionado desde mis tiempos escolares, influido en buena medida por un profesor que supo transmitirme su entusiasmo por los hechos, los personajes y el devenir de la humanidad. Por último, mantengo una deuda de gratitud con mi amigo, el entonces embajador de Brasil en Jamaica, quien me regaló un apasionante libro de historia diplomática que marcó la senda para decidirme por el tema. También han sido fundamentales los modernos sistemas de comunicación y transporte. Escribiendo desde Jamaica, habría sido imposible el acceso a la abundante bibliografía necesaria para encarar este proyecto sin internet y la invaluable y eficiente participación de Amazon y MailPac, que durante los últimos cuatro años han estado trasladando hasta Kingston —desde los más diversos orígenes— no solo los libros necesarios, sino hasta el netbook en que se ha compuesto este texto. Las páginas que siguen a continuación desarrollan un bosquejo sin mayores pretensiones de una vasta historia. Es un proyecto que toma como foco principal la experiencia diplomática europea —como cuna que es de la diplomacia moderna— y que utiliza los términos embajador, enviado, ministro, emisario o diplomático en su sentido más amplio. Se apunta 9

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a lo central de la historia diplomática, a la evolución de sus métodos y prácticas, a sus instituciones, y al rol muchas veces sorprendente que han cumplido los diplomáticos en el encuentro de civilizaciones. No se trata de un trabajo de erudición y no pretende sino actuar como una obra de iniciación para gente a la que el tema le sea de interés. En la medida en que se ha dispuesto de casos y anécdotas que iluminaran un período o institución determinada, se ha procurado introducirlas como una forma de dar amenidad a un relato que si no podría hacerse árido. De hecho, se ha evitado completamente recurrir a notas y apuntes, procurando alcanzar un texto autoexplicativo lo más directo posible. Si aun así se requirieran mayores precisiones u otras referencias, sugiero acudir a Google donde casi con certeza será resuelta cualquiera duda o necesidad de mayor claridad. Mis agradecimientos a mi colega y amigo de siempre, el embajador José Miguel de la Cruz Cross, por su paciente lectura del manuscrito y sus muchas sugerencias y correcciones; y a mi señora, Luz Santa María, por su comprensión y estoicismo, ya que durante largos meses virtualmente recluidos en casa, recibió respuestas monosilábicas y algunos gruñidos mientras me entretenía con el acontecer diplomático de los últimos tres mil años.

Kingston, junio de 2012

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Introducción

Una de las aproximaciones a las palabras diplomacia y diplomático es que etimológicamente se derivan del verbo griego diplóó, que significa «doblar, plegar un documento». Diploma, que tiene la misma raíz, y que del griego pasó al latín y de este a las lenguas contemporáneas, significa, pues, «documento plegado»; era el papel plegado acreditando u otorgando privilegios a los legados romanos o a los enviados imperiales. Sin embargo, vale la pena establecer desde un principio que en la etimología popular, diplomacia y duplicidad están asociados mediante esta raíz común en griego. El diploma, este documento plegado, y duplicitas, que caracteriza la ambigüedad o el doblez con que se asocia la profesión, se unen en una expresión como «lenguaje diplomático» en que el adjetivo implica no solo «inofensivamente cortés», sino también «engañoso». Así, las ciencias y artes diplomáticas, originalmente tendrían que ver con el estudio de documentos, diplomas, sobre cuya autenticidad se debía tener suficientes garantías. Se trataba de bulas, despachos, convenios, otorgamiento de privilegios u otros instrumentos, frecuentemente de carácter jurídico y con proyección bilateral o internacional, autorizados por el sello de la autoridad competente que en su caso, podía ser el soberano, un obispo, el Papa, etcétera. Los originales y copias autorizadas quedaban convenientemente archivados y constituían la referencia para situaciones de derecho. Por otra parte, el término latino diploma puede ser rastreado también hasta el orden que autorizaba el uso del sistema postal romano. 11

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Gradualmente, en la medida en que la acumulación de diplomas llegó a ser una importante función de las entidades políticas en expansión, se establecieron cancillerías para el manejo de los asuntos «diplomáticos». Incluso, en los años iniciales del Sacro Imperio Romano, y particularmente en el Imperio de los Ottos (936-1002), el control y la disposición de los diplomas equivalía al control del Imperio. No es posible precisar con exactitud la evolución de esta terminología hasta que adquirió la significación actual más frecuente, o sea, las artes y ciencias que tienen que ver con las relaciones entre las naciones y los Estados. La moderna palabra «diplomacia» tiene muchas connotaciones que pueden ser consideradas anacrónicas o prestarse a confusión en el contexto de la antigüedad. Puede significar el instrumento del moderno sistema de relaciones internacionales que se originara en el seguimiento de los contactos entre Venecia y Bizancio en la alta Edad Media, luego desarrollado por Francia durante los siglos xvii y xviii, y que continuó evolucionando en los diversos órdenes sociales, jurídicos y políticos, bajo la égida de la Liga de las Naciones y Naciones Unidas en el siglo xx, incluyendo la evolución de lo que han llegado a ser las Naciones y Estados contemporáneos. Estos instrumentos y convenciones incluyen —entre otros aspectos— política exterior formulada por gobiernos nacionales centralizados, control administrativo de las relaciones exteriores, misiones permanentes en el extranjero, diplomáticos de carrera, convenciones internacionales y la declaración diplomática como reconocimiento exclusivo de soberanía. Mucho de estos aspectos de la diplomacia moderna tienen su contrapartida en el mundo antiguo y medieval, pero no llegaron a ser institucionalizados como en la actualidad. Hay muchas definiciones de diplomacia. Los defensores de la escuela conductualista de relaciones internacionales podrían sostener oportunamente que el temprano uso en inglés del término diplomático por Thomas Astle en 1784, como aquella «ciencia, cuyo conocimiento permite la formación de un juicio adecuado sobre la época y autenticidad de manuscritos, cartografías, actas, y otros documentos de la antigüedad». Se cree comúnmente que no fue hasta 1796 que la palabra diplomacia fue usada por Edmund Burke como el «arte» que designa la conducción de las relaciones internacionales. No obstante, los clasicistas pueden sostener 12

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que fue Cicerón, Séneca y Tácito, escribiendo en el idioma que fuera la lingua franca de los primeros diplomáticos europeos, los que dieron a la palabra diploma la extensión que evolucionó hacia su actual significado. Los contactos diplomáticos, en su función más básica, proporcionan los medios de comunicación, de recolección de información y de observación de actitudes y opiniones. En su mejor expresión, pueden llegar a ser los únicos medios para evitar la violencia del conflicto e incluso la guerra. En último término, aúnan poderes y jerarcas en la prosecución de algún ideal común. Pero diplomacia en general puede significar igualmente «guerra por PUSPTNFEJPTv EBOEPVOHJSPBMBGBNPTBEFàOJDJÓOEF$MBVTFXJU[ MPRVF no sería una afirmación tan cínica, sino más bien un efectivo resumen de los medios desplegados por Estados no beligerantes para alcanzar seguridad o hegemonía, y un complemento específico y constante a la contienda militar efectiva. La diplomacia, en este sentido, es estratégica. Puede llegar a abarcar, por ejemplo, el pago de sobornos o subsidios a políticos clientelares, o participación en asuntos internos de otro Estado con el objeto de apoyar un régimen aliado. Asimismo incluye el empleo estatal de su potencial militar como fortaleza para negociar objetivos. Una definición estrecha de diplomacia sería… un intercambio de enviados acreditados por Estados, y una valiosa norma para el orden internacional Der Derian define la diplomacia como una mediación entre individuos, grupos o entidades distanciadas, normalmente organizados en Estados que interactúan en un sistema. También se identifica a la diplomacia como un sistema y flujo de comunicaciones. Martin Wight la define como «un reconocimiento certero sobre la manera en que debiera encauzarse la política internacional». A nivel local, como entre un embajador residente, su gobierno y el gobierno ante el cual está acreditado, diplomacia puede significar simplemente la recolección e intercambio de información y comentarios sobre la actualidad factual. Para Rohan Butler, diplomacia es la conducción de relaciones internacionales por negociaciones; siendo su actor principal, el embajador, que retiene su estatura formal como representante del jefe de un Estado acreditado en otro. Diplomacia, además, es la posición clave que nos permite 13

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ponernos en el lugar de gente viviendo en sociedades muy diferentes, y en consecuencia muy disímiles a nosotros. La diplomacia es mucho más antigua que la historia, tratándose de un sistema ordenado de conducción de relaciones entre un grupo de seres humanos y otro grupo extraño a ellos mismos. Ya sea individualmente o en grupos organizados, los hombres desde siempre han mantenido contactos unos con otros; cuando sus contactos no han adquirido el modo de contienda abierta o fuerza bruta, fue necesario establecer alguna forma de acomodo en las relaciones mutuas. En este sentido amplio, la actividad diplomática, como el arte para encontrar tal acomodo, es eterna. Pero en términos más actuales, una definición que se puede dar de diplomacia es la administración de relaciones entre entidades soberanas por medio de negociaciones conducidas por agentes apropiados. Las embajadas eran legationes en latín, y los enviados o embajadores eran legati o legatarii, aunque cada uno de estos términos tenía más de un significado en su época. En todo caso, a pesar de que la palabra «diplomático» tiene orígenes clásicos, no existía en la antigüedad un equivalente a esta expresión actualmente tan familiar. El manejo formal entre autoridades fue un rasgo generalizado en las civilizaciones clásicas y en la tardía antigüedad, aunque no existió un contexto para que el despliegue de esta destreza fuera distinguido con un título separado. En términos ideales, la diplomacia ha sido definida como la aplicación de la inteligencia y el tacto a la conducción de las relaciones entre gobiernos. Harold Nicolson sostiene que la esencia de la diplomacia «es el sentido común». Una definición quizá más pragmática y empírica sería el uso de la persuasión, argumentos y negociación en la medida en que una situación requiere concordia, compromiso o confrontación. Pero más allá de las definiciones, es evidente que la necesidad de comunicarse —y comunicarse con claridad y convicción— en ninguna parte es más cierta que en el contacto diplomático, donde como expresara Cicerón, «las armas ceden su lugar a la toga, y los laureles se rinden a la lengua». En Roma, el talento individual de comunicación de un enviado era parte de su paideia («formación») y un aspecto de negotium en su esfuerzo por desempeñar una embajada, en que las relaciones entre Estados y autoridades constituían una faceta de la res pública. 14

Diplomacia y Diplomáticos

Ahora bien, como decíamos, los orígenes de la actividad diplomática yacen ocultos en la oscuridad de los tiempos que precedieron a lo que podríamos denominar «los inicios de la historia». Llegó un momento en que los hombres que habitaban un conjunto de cuevas se dieron cuenta de que podría ser provechoso alcanzar algún tipo de acuerdo con grupos vecinos sobre los límites de sus respectivos territorios de caza. Estas convenciones limítrofes —tan extendidas hasta nuestros días y que afianzan la convivencia entre naciones— existen incluso en el mundo animal, y notablemente aun entre las aves. Prontamente nuestros ancestros cavernícolas debieron darse cuenta de que ninguna negociación podría alcanzar un término satisfactorio si los emisarios de cualquiera de las partes eran asesinados tan pronto llegaban. Consecuentemente el primer principio que seguramente quedó establecido fue el de la inmunidad diplomática, que por ejemplo se encuentra entre los aborígenes australianos y otros pueblos originarios, y que ciertamente rige hasta hoy, afianzada por la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas de 1961, y que como veremos en breve, era un principio reconocido incluso en los poemas homéricos, donde los heraldos eran considerados poseedores de una santidad especial concedida no solo por Hermes, sino por el mismísimo Zeus. Entre los más antiguos escritos sobre diplomacia se cuentan varios cientos de tablillas de arcilla denominadas Cartas de Amarna, que fueron descubiertas a fines del siglo xix. Sus borrosas inscripciones cuneiformes —principalmente en lengua acadia— dan cuenta de las relaciones entre los regentes de Egipto y los grandes y pequeños reinos del antiguo Cercano Oriente —Babilonia, Asiria, Canaán, y otros— durante el siglo xiv a.C. Dichas «Cartas» muestran a reyes mandando embajadores para protestar sobre el lenguaje desconsiderado de su contraparte, y sobre la ausencia de emisarios que se interesaran por su salud. Cuando los mercaderes de un rey son robados y asesinados por los súbditos de otro, pronta justicia es demandada, que los dineros sean restituidos y los culpables ejecutados. Un regente está completamente desolado cuando el nombre de su hermano es mencionado antes que el propio en una de las tablillas. Asimismo, un monarca le sugiere a otro que si va a darse la molestia de

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mandarle oro, que al menos se ocupe que sea de calidad decente y en las mismas cantidades que solía suministrar su padre. Como se ve, las Cartas de Amarna hace 3.500 años ya revelaban un acabado entendimiento del valor y alcance de la diplomacia, y daban cuenta de las motivaciones que muchas veces van a inspirar a las misiones diplomáticas: el establecimiento de comercio, el pago de tributos, la búsqueda de alianzas, la reprimenda de rivales. Son todas manifestaciones que están presentes, así como están también el orgullo, las rivalidades y la arrogancia, sin las cuales la diplomacia como actividad humana sería irreconocible. A lo largo de la historia los embajadores han estado en la vanguardia de los descubrimientos culturales y de la consolidación de los vínculos económicos. Han sido los proveedores de la más preciada de las mercancías diplomáticas: informes y observaciones de lugares y sociedades que ninguno o pocos de sus coterráneos contemporáneos iban a llegar a conocer alguna vez. Los diplomáticos eran los medios de comunicación y entendimiento a través de las fronteras, y serían complementados —para las grandes ocasiones— por príncipes, aristócratas o ministros. Durante el transcurso de los siglos, desde las civilizaciones de escritura cuneiforme del antiguo Medio Oriente hasta los imperios de la era moderna, han sido los diplomáticos los que han posibilitado que el mundo se conociera a sí mismo. Los enviados diplomáticos se embarcarían en misiones de fe y comercio, de política y pasión, y donde quiera que fueran informaban sobre todo lo que hallaban: la moral y los mitos, las plantas y animales, las modas y comidas; nada les era ajeno. Sus informes podían ser defectuosos, incluso algunas veces basados en prejuicios; pero estas observaciones imperfectas seguían siendo preferibles a ninguna información. Aún la forja de un garrafal e injusto estereotipo —era preferible y tan importante para la interacción de culturas— como las desapasionadas evaluaciones de la topografía o la dieta alimenticia de un país. Por supuesto, los diplomáticos raramente viajaban por intereses deportivos o por fascinación personal (aunque algunos, sin duda, lo hicieron). Los monarcas rara vez los reclutaban para algún cometido altruista, como acrecentar la riqueza del conocimiento humano, por 16

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ejemplo. Prácticamente eran enviados por el puro y duro interés de sus comunidades, y normalmente eran recibidos con aprensión por la sociedad huésped, ya que habitualmente representaban una manifestación tangible de civilizaciones extrañas. Hay mucha evidencia que las más tempranas relaciones diplomáticas fueron reguladas por la costumbre y los tabús; al tiempo que en las sociedades primitivas todos los extranjeros eran considerados como peligrosos e impuros. Cuando el emperador de Bizancio Justino II envió embajadores a negociar con los turcos selyúcidas, primero fueron sometidos a purificaciones con el propósito de exorcizar todo tipo de influencias dañinas, intentando por todos los medios y magias conocidas mitigar los peligros de infección. A lo largo de la historia los diplomáticos seguramente se enfrentaron a momentos de desencuentros e incomunicación, pero igualmente tienen que haber experimentado muchos instantes de claridad y entendimiento. Gracias a los esfuerzos de los diplomáticos las civilizaciones se comparan y contrastan entre sí, emergiendo afinidades y prejuicios que resultan en admiración o aversión según el caso. Asombrosas concepciones de ideas y productos son intercambiados, desde el café hasta la noción de la perspectiva en pintura, desde las tendencias de moda hasta la astronomía de Galileo, desde tulipanes hasta las teorías de Tolomeo. Aislados, y gente exótica con frecuencia, los diplomáticos raramente dejaban de causar una impresión en sus anfitriones. Los embajadores escribirían a casa, y regresarían con suficientes ideas de los puntos de vista de otros. Las divisiones y disputas vendrían de muchas fuentes: orgullo nacional, afianzadas posiciones negociadoras o prejuicios históricos. Ya fueran nobles o monjes, cirujanos o poetas del Renacimiento, aquellos embajadores eran portadores del peso enorme de representar su cultura toda. Fue a través de su intermediación, de sus aciertos y despropósitos, que las sociedades comenzaron a entenderse unas a otras. En resumen, los embajadores hacían y conservaban la paz, establecían un flujo entre naciones que era positivo para el comercio, y por mucho que estuvieran físicamente distantes unos de otros fundaban vínculos de afecto y amistad entre regentes y potentados. Pero además daban a conocer a las naciones el idioma, los modales, conductas, usos y costumbres de cada 17

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sociedad. Hasta bien entrado el siglo xviii, los diplomáticos permanecieron como un canal fundamental para la transmisión de un extremo a otro de Europa, no solo de una gran gama de bienes de lujo, como finos textiles, muebles, libros, caballos, etcétera, demandados por amigos o asociados políticos en casa, sino también de las modas, la información científica y técnica, artesanos y trabajadores especializados, e innovaciones culturales de todo tipo. Los diplomáticos podían ser viles, arribistas y estúpidos, o pudieron ser astutos, simpáticos e inteligentes; pero a lo largo de sus misiones los embajadores son una inevitable faceta de la historia humana, ofreciendo una manera obvia de lidiar con rivales, potenciar aliados o diseminar civilizaciones. Todas las civilizaciones del mundo antiguo, ya sean los vedas de la India, los cretenses minuanos y los griegos micénicos del Mediterráneo, los asirios y babilonios del Cercano Oriente, o las tribus de la Edad del Bronce europeo, incluso los incas y aztecas de las Américas han necesitado de los enviados, que fomentaban el comercio, agenciaban alianzas, transportaban tributos, y mucho más. Pero casi sin excepción, lo hicieron localmente, con sus vecinos inmediatos o no muy distantes. La era de los embajadores transcontinentales tardaría en llegar.

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Grecia

En los poemas homéricos, encontramos dos detalladas descripciones de una misión diplomática y una referencia a lo que se podría llamar «reglas de Ginebra». Hay una descripción de la embajada desempeñada por Menelao y Odiseo antes de la guerra, cuando van a Troya con la esperanza de asegurar la restitución pacífica de Helena. La misión fracasa debido a que Antímaco, sobornado por Paris, organizó en la Asamblea una mayoría que se opuso a la devolución de Helena a su marido. Antímaco llega tan lejos como para sugerir que se mate a los embajadores. Un fragmento que merece relatarse es aquel en que Odiseo adopta el irritante subterfugio diplomático de parecer estúpido: Homero relata… Cuando ante la Asamblea de los Troyanos los embajadores comenzaron a desplegar su red de oratoria y persuasión, Menelao, el más joven de los dos, habló fluida y lúcidamente, con pocas palabras, ya que no era hombre charlatán o entregado a divagaciones. Por su parte, el ingenioso Odiseo conservó sus ojos en el suelo cuando se paró para hablar, y mantuvo su bastón rígidamente en sus manos sin moverlo ni a derecha ni a izquierda, como si fuera de inspiración lenta. Uno lo habría considerado malhumorado o estúpido. Pero cuando se oyó su fuerte voz que retumbaba desde su pecho, mientras las palabras fluían una tras otra como copos de nieve en un día de invierno, uno se daba cuenta [de] que como embajador Odiseo era incomparable.

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Hay tres elementos en esta historia que resultan relevantes para nuestro tema. Se indica que, en el 800 a.C., las embajadas extranjeras eran recibidas generalmente por la Asamblea en pleno. Muestra además que estaban compuestas por al menos dos embajadores, y que cada cual daba su propio discurso. Y por último, demuestra que la propuesta de Antímaco sugiriendo violar la inmunidad diplomática de los enviados y matarlos, espantaba profundamente a la opinión contemporánea. Tanto es así que en una ocasión posterior, los dos hijos de Antímaco al caer de sus carros en batalla y encontrarse a merced de Agamenón, este rechazando sus gimoteos los decapitó en retribución a la vergonzosa sugerencia de su padre. La segunda descripción homérica de una misión diplomática se encuentra en el Canto ix de la Ilíada, que cuenta cómo Áyax, Odiseo y Fénix van en una misión de pacificación donde Aquiles, en su retiro entre las tiendas de los mirmidones. Este relato también nos ofrece tres útiles informaciones. Aunque estaban visitando a un aliado y amigo, fueron precedidos por dos heraldos a fin de asegurar inmunidad y darle sanción religiosa a la situación. No recibieron sus instrucciones de la Asamblea General, sino que del más restringido Consejo; en términos del sistema Westminster actual, no del Parlamento, sino del gabinete. Asimismo, aunque Fénix iba con ellos, hay evidencia que sugiere que solo Áyax y Odiseo tenían el estatus de embajadores acreditados. Parece entonces que la maquinaria diplomática de la antigüedad era más elaborada de lo que se presume actualmente. De la misma forma, se sugiere que existía una sanción religiosa que mitigaba los bárbaros excesos de la guerra, con disposiciones análogas a nuestras convenciones de Ginebra. Así es como Homero relata cuando Ilus «intimidado por los dioses», ignora a Odiseo cuando este le solicita veneno en el que untar las flechas. Entonces, aun en esas épocas heroicas, existían principios internacionales de fair play guerrero, cuya violación era contemplada con desagrado. Observamos así que los empeños diplomáticos en la Grecia clásica llegaban a demandar gran talento. En el sur europeo, Grecia gozó de un apreciable auge desde épocas tan tempranas como el siglo VIII a.C. La vida política estaba enraizada en la polis, la orgullosa y fieramente independiente ciudad-Estado. Aunque había mucho que unía a los cientos de 20

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comunidades a lo ancho del mundo griego —lazos religiosos, de parentesco, y sobre todo, el idioma—, también había mucho que los dividía. Los Estados más poderosos —Atenas, Corinto, Tebas y Esparta— eran rivales inevitables, y aunque la antigua Grecia no fue un teatro de guerras permanentes, era sin duda un lugar de cambiantes alianzas, riñas e intrigas. Los Estados se unían solidariamente frente a un enemigo común —con frecuencia el Imperio persa—, aunque la diplomacia era indispensable también para tratar disputas territoriales, querellas jurisdiccionales o rivalidades culturales dentro de la misma Hélade. Así, la antigua Grecia era un terreno propicio para la hazaña diplomática. Las embajadas estaban entre los más comunes fenómenos políticos de los Estados de la Grecia clásica. La multiplicidad de poderes griegos, sus ligas y alianzas, la extensión del Imperio ateniense, los contactos con Persia, Macedonia y Roma, necesitaban un constante intercambio de emisarios, por lo que estaban siempre recibiendo y despachando embajadas de carácter temporal o ad hoc. Los embajadores, que eran denominados «ancianos», eran escogidos por su reconocida respetabilidad y supuesta sabiduría, y en algunas ciudades estaba establecido que no debieran tener menos de 50 años. Se les daban credenciales por la Asamblea, y si una persona proclamaba ser embajador sin haber recibido la respectiva acreditación, era susceptible de ser condenado a muerte. Se cuenta con buenos registros de la práctica de despachar y recibir embajadas, principalmente de Atenas. Como la mayoría de los negocios públicos, las relaciones exteriores eran primero consideradas por el Consejo ateniense, antes de ser tratadas por la Asamblea General. Los enviados extranjeros eran recibidos por el Consejo de la Polis, que luego de oír los asuntos presentados, permitía que los agentes se dirigiesen a la Asamblea. El Consejo proponía una respuesta, que aunque no era vinculante para la Asamblea, usualmente era seguida. Por razones de conveniencia, el diseño de política exterior y la selección de los enviados que representaran a la ciudad eran funciones usualmente delegadas en el Consejo. El enviado, «autorizado por el Consejo y por el pueblo», ejecutaba los mandatos formales de estas instancias. Consecuentemente, los enviados eran sujetos de auditoría pública y sometidos a castigo por corrupción si no cumplían fielmente sus instrucciones. 21

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Más allá de una edad mínima, existían pocos requisitos que restringieran el ámbito para la selección de emisarios. A diferencia de otras funciones públicas, los enviados griegos no tenían la calidad de empleados formales. No existían restricciones que previnieran el reiterado nombramiento de un mismo enviado, o que limitaran la duración de su investidura, la que terminaba normalmente con el regreso luego de cumplida la misión. Mientras que los depositarios de la mayoría de las funciones públicas atenienses eran seleccionados por sorteo, los enviados eran escogidos por selección de la Asamblea, lo que les otorgaba un reconocimiento especial. De regreso de sus misiones, los enviados informaban al Consejo y a la Asamblea, y hacían recomendaciones. Sus discursos eran considerados tan importantes como aquellos de los rhetores, presentadores de propuestas en el Consejo o la Asamblea, y en consecuencia eran parte importante del proceso político ateniense. Los enviados se hacían responsables por las políticas que propiciaban, y sujetos al mismo escrutinio que debían enfrentar los empleados públicos al término de sus funciones. En consecuencia, los enviados eran considerados simultáneamente agentes especiales, tribunos de influencia política y empleados civiles. Si sus negociaciones eran exitosas y aprobadas por sus conciudadanos, eran recompensados con un collar de olivos, una invitación a comer en el consistorio, y a veces recibían una tablilla conmemorativa. Si fracasaban, les podían ser impuestas todas las formas de penalidades. En todo caso estaban obligados a someter sus cuentas de gastos ante la perentoria contraloría del Comité de Cuentas Públicas, y sus enemigos políticos podían aprovechar esa ocasión para acusarlos de corrupción o por «diplomacia incompetente». Así, queda claro que ser embajador de una ciudad-Estado griega no era ninguna prebenda. Consideraciones de política interna y exterior determinaban la elección de un enviado. La selección era principalmente un reconocimiento de respeto ciudadano al individuo correspondiente. En el momento de la selección eran consideraciones importantes el conocimiento que tuviera el enviado sobre el Estado receptor y sus contactos con personas de influencia en esa plaza. Las prácticas para recibir enviados extranjeros eran formales y basadas en la costumbre, pero en contraste con etapas posteriores —y con Roma 22

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en particular— se caracterizaban por un ceremonial simple y de gasto muy reducido. Ni el envío ni el recibimiento de embajadores parece haber estado marcado por muchas formalidades públicas. Los enviados podían anticipar el otorgamiento de las cortesías de hospitalidad tradicionales previstas por costumbres religiosas, y que por lo demás se extendían a cualquier huésped, y eran generalmente conferidas por individuos privados y no por el Estado. No se proveía alojamiento, transporte, ni suministros de ningún tipo a costa del erario público del Estado receptor. Excepto en Esparta, los enviados extranjeros parece que disfrutaban de la más completa libertad de movimiento, la misma de que dispondría por lo demás cualquier visitante. Muchas manifestaciones de hospitalidad tradicional —en particular la entrega de regalos— no eran practicadas por las autoridades públicas, por la potencial implicancia de sobornos. Solo al término de su cometido el enviado extranjero podía esperar participar en una cena formal como invitado del Estado receptor. Por lo demás, el enviado tenía que arreglárselas por sí mismo, ya sea suplementando con sus propios recursos el mínimo sueldo que le pagaba su propio Estado para gastos, o procurando hospedarse con un ciudadano local. La hospitalidad podía ser otorgada por un individuo con el que el enviado tuviera contacto personal previo a través de otros asuntos o conexiones familiares, y con el que compartiría atenciones de alojamiento y amistad. Una institución más formal que podía ayudar en las necesidades de los enviados era Proxenia o proxenos, una de las entidades más útiles desarrolladas por los griegos. Contrariamente a lo que normalmente sucede ahora, el proxenos, equivalente a los modernos cónsules, era nativo de la ciudad donde residía, y se esperaba que avanzara y protegiera los intereses de los ciudadanos del Estado por el que había sido designado. El nombramiento de proxenos era considerado como un honor, y muchas y distinguidas personalidades tenían la satisfacción de servir en tal capacidad. Proxenia se mantuvo como una institución esencialmente privada y la designación tendió a transformarse en hereditaria La institución servía no solo para atender a mercaderes que visitaban una ciudad extranjera, sino también suministraba apoyo a los enviados del Estado con el cual estaban conectados, y podían ser escogidos para actuar como enviados, considerando el prestigio del que ya gozaban localmente; incluso, iniciaban 23

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negociaciones diplomáticas para atemperar la intermitente aflicción con que el mundo heleno se rodeaba. Tal vez se trata del origen de los actuales cónsules honorarios. Como ya hemos visto, otra institución que contemplaba la administración diplomática griega era la tradición de los heraldos. Originados con anterioridad a tiempos históricos, la institución de los heraldos era fundamentalmente religiosa, y aunque realizaban funciones en representación de sus comunidades, no eran funcionarios estatales, sino funciones hereditarias que se transmitían dentro de una misma familia. Desde los siglos v y IV a.C., los heraldos fueron asociados principalmente con las formalidades de la guerra: entregaban declaraciones de beligerancia y solicitudes para la recuperación de muertos y heridos después de las batallas. Preceptos religiosos de protección a los heraldos en tiempo de guerra no se extendían regularmente a los enviados diplomáticos; sin embargo, estos enviados se trasladaban usualmente entre beligerantes con la salvoconducción de los heraldos. No obstante, aun sin la protección de los heraldos, por el acuerdo mutuo de todos los Estados, los enviados eran normalmente considerados protegidos de maltratos, aunque los orígenes de esta fuerza moral se desconocen. Normalmente el ámbito en que se desarrollaban las embajadas en la antigua Grecia era en último término un marco religioso y a la vez privado, es decir, no comprometía la esfera oficial ni gubernamental. Aunque las embajadas eran despachadas y a su vez recibidas por la Asamblea General, estas labores no eran asumidas como parte de una función oficial. Como ya vimos, el recibimiento y trato de un enviado extranjero era determinado por las obligaciones de hospitalidad o conexiones privadas; y en tiempos de guerra era una institución religiosa como la de los heraldos la que protegía a los emisarios. Había poca participación de los gobiernos en facilitar la comunicación entre los Estados. Aunque teóricamente cualquier ciudadano de los Estados democráticos griegos era elegible para ser seleccionado como enviado, la elección estaba en la mayoría de los casos restringida a los miembros más prósperos de la sociedad. Claramente, consideraciones prácticas justificaban esta restricción. Los enviados eran elegidos por su familiaridad y contactos con un Estado extranjero; ello implicaba intereses comerciales u otras conexiones 24

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generalmente asociadas con la elite más acomodada. En ocasiones, se hacían excepciones como en el caso de los actores, cuya actividad los llevaba por toda la Hélade. El entramado social era importante además, ya que ciudadanos prominentes buscaban ser designados en una embajada por el prestigio asociado con el nombramiento. La participación en embajadas era una valiosa expresión de ciudadanía para miembros destacados de la comunidad. Una gran proporción de los ciudadanos atenienses más activos en política sirvieron en misiones diplomáticas, algunos desempeñando dos y hasta tres embajadas. Ello proporciona una indicación tanto del honor que era asociado con las embajadas como la frecuente necesidad de los intercambios diplomáticos. La destreza oratoria también tendía a restringir los candidatos solo a miembros de la aristocracia, ya que contaban con una educación más cuidada. La tarea de los enviados era fundamentalmente «abogacía política», es decir, la promoción persuasiva de las propuestas de su polis, y en realidad raramente participaban en negociaciones. La diplomacia «de conferencias», reuniones de representantes autorizados para negociar un acuerdo, era apenas practicada, y aun así los llamados plenipotenciarios, autocratores, estaban solo empoderados para alcanzar acuerdos dentro de límites previamente establecidos y claramente —por decirlo de alguna manera— no se propiciaba la creatividad. La tarea de abogacía no puede ser menospreciada, ya que representaba mucho más que la sola comunicación de las decisiones de un Estado a otro. Las cartas llevadas por los enviados, que servían además como prueba de credenciales, probablemente únicamente se referían de modo escueto al mandato de la Asamblea. Era labor del enviado persuadir a sus interlocutores para que aceptaran las propuestas de su Estado. La importancia de la formación retórica formal en esta labor de persuasión puede ser apreciada siguiendo los cambios experimentados en la selección de personal como enviados, entre el siglo v y el IV a.C. En los inicios del siglo v a.C., la mayoría de los enviados atenienses eran generales activos o en retiro, mientras que un siglo más tarde como resultado de la creciente profesionalización, las embajadas fueron dominadas por rhetores, incluyendo políticos «profesionales», filósofos, y otras personalidades formadas en elocuencia. 25

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La retórica, el arte de hablar en público, era intrínseco a la vida política e intelectual griega y luego romana, y se mantuvo por siglos como una de las más importantes partes del currículum, aunque hay que reconocer que había excepciones. Los espartanos eran famosos por la brevedad de sus discursos, tanto así, que la palabra «lacónico» deriva de Laconia, el territorio donde estaba situada Esparta. Entonces la retórica no era solo una destreza práctica, sino era la máxima expresión de la mente educada. Consecuentemente, las habilidades oratorias fueron establecidas como un elemento esencial de las tareas diplomáticas, y como ya vimos Odiseo era el espejo del diplomático, elocuente y acucioso. Así, la asociación de elocuencia y representación diplomática fue mantenida a lo largo de toda la antigüedad. Tan suspicaz era la democracia griega de sus propios diplomáticos, que las misiones estaban compuestas por varios embajadores, representando diferentes partidos y puntos de vista. En lugar de la unidad de criterios que toda embajada efectiva debe proyectar, una misión griega parecía más bien una irascible concentración de animosidades partidistas. Por ejemplo sabemos que Demóstenes, al servir una importante embajada ante la Corte de Macedonia, estaba en tan malos términos con sus colegas que se negaba a sentarse con ellos en la misma mesa o a dormir en la misma casa. Era fácil entonces para aquellos que estaban negociando como contrapartes de estas peculiares embajadas, jugar con estas animosidades personales para dividirlos en su propio perjuicio. Incluso, a su regreso a Atenas, Demóstenes acusó a alguno de sus embajadores acompañantes de haber recibido sobornos del rey macedonio. Uno de los acusados, para destruir la reputación de otro que lo inculpaba, llegó al extremo de denunciarlo de haberse prostituido homosexualmente. Parece curioso que gente inteligente haya permitido que un método diplomático tan dañino pudiera subsistir. Como ya hemos visto, los numerosos miembros de una embajada, que en ocasiones llegaban incluso a diez embajadores para una misma misión, debían expresar su propio discurso ante el monarca o Asamblea; y si las negociaciones desembocaban en un tratado, sus términos eran grabados para conocimiento público en lengua ática pura en una tablilla. Su ratificación era perfeccionada por el público intercambio de juramentos. Así podemos decir que los griegos adoptaron el sistema de convenios abiertos 26

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libremente alcanzados. Cuando más tarde la influencia macedonia fue establecida, y la vieja lengua ática fue remplazada por la lingua franca griega, no todos los términos de los tratados fueron siempre publicados, con lo que se dio origen al pernicioso concepto de tratados secretos. Se podría suponer que las ciudades griegas, con sus exclusividades extremas, se podrían haber opuesto a cursos diplomáticos intermedios como la neutralidad o el arbitraje. De hecho, no fue así. La condición de neutralidad, que era designada con el vocablo «quedarse quieto», tenía un estatus bien definido; mientras que el arbitraje era un dispositivo muy acostumbrado para asegurar la pacífica solución de disputas. Aún existe el texto de uno de estos tratados entre Atenas y Tebas, que en su articulado establece que la ciudad de Lamia era designada como la «ciudad escogida» para actuar como árbitro entre ambas. A veces, se nominaba un individuo como árbitro, ya sea un filósofo de reputación internacional, o incluso un vencedor de los juegos olímpicos. Sin duda, hacia el siglo v, los griegos habían adquirido un aparato de intercambio internacional reconocible. Tenían sus consejos anfictiónicos, sus lenguajes y sus alianzas, mostrando al menos en teoría que reconocían el valor de integrarse; habían desarrollado principios aceptados que cubrían materias como la declaración de guerras, la conclusión de la paz, la ratificación de tratados, arbitrajes, neutralidades, el intercambio de embajadores, las funciones consulares y ciertas reglas bélicas. Incluso llegaron a alcanzar regulaciones que eran ampliamente observadas, definiendo la posición de extranjeros, la concesión de la nacionalidad, el derecho de asilo, la extradición y prácticas marítimas. No obstante, a pesar de estas excelentes nociones, los griegos hicieron un caos de su diplomacia, principalmente por tres razones. En primer lugar, fueron afectados con lo que algunos herodianos han denominado «la vieja enfermedad de los griegos: el amor a la discordia». Sus celos eran tan venenosos que llegaban a socavar, e incluso a paralizar, su instinto de autoconservación. En segundo lugar, los griegos por temperamento no eran buenos diplomáticos. Siendo gente realmente inteligente, asignaban un valor erróneo al ingenio y a la astucia, destruyendo consecuentemente las bases de confianza de toda negociación efectiva. Además, eran poco tácticos, 27

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charlatanes, carecían del sentido de oportunidad y deplorablemente indiscretos. Los cretenses, los tesalónicos, los parios, e incluso los espartanos, eran universalmente condenados por su diplomacia poco fidedigna. En tercer lugar, fracasaron en establecer una correcta distribución de responsabilidades entre el legislativo y el ejecutivo, tanto en sus asuntos externos como internos. Nunca descubrieron como conseguir un método diplomático en democracia que fuera tan eficiente como el del autoritarismo. Evidentemente, fue esta última falencia la que los llevó a la ruina. Una democracia cuando enfrenta un sistema despótico está siempre en desventaja, considerando que sus decisiones nunca podrán ser tan secretas ni tan veloces. Gracias al torpe método adoptado, los griegos magnificaban sus desventajas. Con las limitaciones que imponían, sus embajadores prácticamente nunca contaban con plenos poderes. Tenían que regresar a sus ciudades o mandar mensajeros a fin de obtener instrucciones adicionales tantas veces como fueran necesarias por el desarrollo de los acontecimientos. En aquellos tiempos de lentas comunicaciones, los consecuentes retrasos podían llegar a ser desastrosos. La misma Asamblea era irresponsable y volátil y, aunque sus embajadores se hubieran atenido estrictamente a sus instrucciones, podían ser fácilmente repudiados. Casi un perfecto ejemplo de los retrasos y confusiones inherentes a las diplomacias democráticas, es suministrado por la serie de negociaciones condicionadas por el pánico que se desarrollaron entre Atenas y Felipe de Macedonia en las vísperas de la catástrofe final. Por una parte, estaban las ciudades-Estado griegas, aterradas por los vastos nuevos ejércitos que Felipe había acumulado, pero aún renuentes a unirse y fortalecerse en la resistencia ante el bárbaro del norte, y cada uno se preparaba para vender al vecino a la primera oportunidad. Por el otro lado, tenemos al rey de Macedonia —resuelto, astuto y dueño absoluto de sus propios planes y ejércitos—, consciente del temor e inquietud que sus amenazas habían producido entre las comunidades helenas —convencido de que cada una de estas asustadas ciudades iba a darle la bienvenida, confiando en las promesas y seguridades que él con tanta esplendidez había distribuido— y al mismo tiempo muy dispuestas a prolongar conversaciones diplomáticas mientras las fuerzas macedonias ocupaban una a una vitales posiciones estratégicas. Simultáneamente, la Asamblea en Atenas condenaba a muerte 28

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a embajadores fracasados, mantenía turbulentas sesiones para discutir el despacho de nuevas embajadas con instrucciones frescas; aferrándose a promesas que sabían falsas o a esperanzas que sabían falaces, y destruyendo la poca confianza que sus aliados aun situaban en su sagacidad y temple. Al respecto, vale la pena transcribir un pasaje de la censura que el propio Demóstenes realizó de los métodos diplomáticos griegos: Los embajadores no tienen buques de guerra a su disposición, o infantería pesada, ni fortalezas; sus armas son las palabras y las oportunidades. En transacciones importantes las oportunidades son esquivas; una vez que se pierden no pueden ser recuperadas. Es una gran ofensa privar a una democracia de una oportunidad, aún más que privar a una oligarquía o a una tiranía. Bajo esos sistemas se pueden tomar acciones instantáneas con una voz de mando; pero con nosotros, primero tiene que ser notificado el Consejo y adoptar una resolución provisional, siempre y cuando los heraldos y embajadores ya hayan presentado una nota por escrito. Entonces el Consejo tiene que reunir a la Asamblea, y sólo en un día prestablecido. Luego el magistrado tiene que probar su caso al frente de una oposición ignorante y usualmente corrupta; y aun cuando este interminable procedimiento haya sido satisfecho, y una decisión haya sido alcanzada, más tiempo es perdido antes que las necesarias resoluciones financieras sean conseguidas. Entonces un embajador que, en una Constitución como la nuestra, actúa en forma dilatoria y provoca la pérdida de oportunidades, no está haciéndonos perder sólo oportunidades, nos está robando el control de los acontecimientos… Me parece a mí, hombres de Atenas, que ustedes se han transformado en apáticos absolutos, esperando ahí anonadados la catástrofe que está próxima a caer sobre todos. ¡Ahí se sientan, observando los desastres que abruman a sus vecinos sin tomar medidas para su propia defensa! Ni siquiera parecen conscientes de los elaborados métodos por medio de los cuales nuestro país está siendo socavado lentamente.

Se dice a veces que el mundo helénico no poseía una concepción de concordia o ética internacional, sin la cual hasta el más perfecto sistema diplomático está destinado a fracasar. Es cierto que la lealtad del griego 29

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promedio con su ciudad era tan intensa, que consideraba a los demás helenos como potenciales enemigos y a todos los bárbaros como potenciales esclavos. Es verdad, asimismo, que marcaban una aguda distinción entre moralidad pública y privada. Aun así, a pesar de su creencia en que la seguridad de su ciudad constituía la ley suprema, los griegos sí reconocían la existencia de ciertos principios ordenados por la divinidad que gobernaban conductas en asuntos internacionales. Los tratados estaban bajo la especial protección de Zeus y era delicado quebrantar un tratado sin buenas razones, o abandonar a un aliado en medio de una campaña. Era considerado impío emprender un ataque por sorpresa sobre un vecino, o comenzar lo que ellos denominaban «guerra sin tregua y sin heraldos». Las atrocidades cometidas contra los heridos o muertos en batalla, eran condenadas como hechos propios solo de bárbaros. Y aunque fuera superficialmente, se daban cuenta de que existían ciertos principios aplicables a la humanidad toda y que iban más allá de las leyes y costumbres mantenidas entre los miembros de la comunidad helénica. Quizá incluso, ocasionalmente, habrían concordado con el veredicto de Tucídides de que la guerra como medio para resolver disputas internacionales, «no era buena ni segura».

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Roma

Republicana e imperial Se podría suponer que los romanos, con su buen sentido práctico y su excelente capacidad de administración, podrían haber diseñado y mantenido un método diplomático más eficiente que el de la Hélade. Pero así como los griegos fracasaron debido a sus naturales falencias y deficiencias institucionales, también fracasaron los romanos debido a su excesivo autoritarismo. Lo que modernamente llamaríamos «imperialismo mesiánico»… La torpeza clásica de los poderosos al asumir que su poder representa el orden natural de las cosas, y que todo el mundo debe aceptar esa percepción. Pero ese poder tremendo, incluso aplastante, no garantiza necesariamente la paz y seguridad. Quizá la paradoja de tal poder es que el resentimiento que genera socava la misma paz que se supone intenta imponer. Como Tácito reconoce, el Imperio romano había sido ganado, y en último término era mantenido, por la fuerza. Como la mayoría de las sociedades de la antigüedad, Roma era inmensamente brutal; pero hay que reconocer que su brutalidad era practicada con mayor eficiencia que en la mayoría de los casos. Los romanos nunca mostraron duda alguna en declarar que sus guerras de conquista fueran justificadas y mostraban una similar confianza en su derecho a dominar a otros. La doctrina romana imperialista, la creencia de que era su destino imponer en las demás naciones los hábitos de la pax romana, de que era su obligación aplastar toda oposición y salvar solo a los que se rendían a su dominio, no les permitió establecer un sistema diplomático digno

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de ejemplo. Se puede reconocer que inculcaron un respeto teórico por la buena fe, y un entendimiento puramente práctico sobre la importancia de la seguridad contractual. No obstante, con su gran don de organización, ciertamente introdujeron algunas mejoras en las prácticas diplomáticas usadas, o maltratadas, por las ciudades-Estado griegas. Por ello, las relaciones diplomáticas hasta las postrimerías del Imperio romano, fueron conducidas dentro de un marco político y administrativo sustancialmente diferente de aquel de las ciudades de la Grecia clásica. Pero la modalidad diplomática, el modelo griego de un abogado elocuente como enviado, persistió desde la antigüedad y a lo largo del Imperio romano. Sus embajadores, que eran llamados nuntii u oratores, eran designados por el Senado que les otorgaba credenciales e instrucciones. Solo muy raramente se les acordaban plenos poderes, y un embajador que sobrepasara su autoritas podía ser destituido. Los embajadores eran normalmente de rango senatorial o escogidos de entre los más selectos nobles; en general, eran personas de creciente gravitación y apropiados representantes de la formidable dignidad de Roma. Sus misiones eran de corta duración y a su regreso informaban al Senado sobre el desempeño de sus cometidos, y se sometía a voto la aprobación del ejercicio. La Roma republicana, aun antes de su expansión, jugó un papel importante en el intercambio diplomático del mundo del Mediterráneo. Las primigenias relaciones diplomáticas romanas con otras entidades políticas fueron conducidas dentro de un orden religioso, ya que tanto la conducción de embajadas y la negociación de tratados fueron ejecutadas por sacerdotes del colegio de fetiales. Sin embargo, hacia el período republicano tardío, esta estructura estaba largo tiempo superada y los fetiales mantenían únicamente un rol religioso y ceremonial en la conclusión de los tratados, y el mando político romano cambió la conducción de las relaciones internacionales desde una esfera cuasi-religiosa hacia un contexto explícitamente militar y estatal. El Estado romano ejercía un control mayor sobre las embajadas que aquel ejercido por las ciudades griegas. Los enviados de los Estados extranjeros eran mantenidos a costa del erario romano; aquellos de potencias enemigas tenían que conseguir permiso para entrar a su territorio y eran excluidos del precinto central de la ciudad misma, y a veces se les exigía que viajaran con escolta romana. 32

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A diferencia de las ciudades griegas, exclusivamente el Senado era el que recibía a los enviados extranjeros, no la asamblea del populus romanus. Originalmente la política exterior fue predominantemente potestad del Senado, aunque en la República temprana el populus votaba la prosecución de la guerra o la conclusión de los tratados de paz. Las disposiciones que regulaban la recepción de embajadores extranjeros en Roma son de gran originalidad e interés. La inmunidad acordada por antiguas tradiciones, y por el ius gentium, a los embajadores visitantes, se extendía para incluir a su comites o «acompañamiento». Pero al parecer, no cubría su correspondencia diplomática, la que estaba expuesta a la revisión de los funcionarios postales romanos. Los miembros de una embajada visitante que cometieran alguna ofensa en contra de la ley eran generalmente mandados bajo custodia de regreso a su país de origen para que fueran procesados por sus propias autoridades. La inmunidad acordada a los embajadores y su personal no se extendía a su residencia ni a sus sirvientes. No obstante, hay que tener presente que en aquellos días no existían los embajadores residentes que tuvieran una embajada o residencia propia. Los embajadores visitantes eran acomodados a su llegada en un centro de acogida, llamado Graecostasis, y sus requerimientos domésticos, incluyendo personal de servicio, eran suministrados por el Estado romano. A medida que aumentaba la autoconfianza y el poder de Roma, las embajadas del extranjero fueron tratadas con distintos grados de infamia. Personajes o tribus enemigas, ansiosas de suplicar por paz, primero tenían que obtener permiso del general romano local para enviar una embajada al Senado. Sus embajadores debían esperar afuera de la ciudad en alguna pensión infestada de ratas hasta que el Senado se dignara a autorizar su ingreso. Su acogida, si es que se producía, se realizaba en el templo de Belona. Incluso una embajada de una potencia amistosa o teóricamente equivalente, al llegar a las afueras de la ciudad, estaba obligada a notificar su presencia al quaestor urbanues, solicitando permiso para ingresar. Si se les otorgaba, los embajadores y su comitiva eran acomodados en el Graecostasis, donde esperaban pacientemente hasta que fueran conducidos hasta la curia y autorizados a dirigirse al Senado, mediante un intérprete si era necesario. Una interesante innovación era que senadores individuales podían hacer preguntas a los embajadores después de sus 33

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discursos. La embajada era entonces conducida de regreso a sus alojamientos, y eventualmente convocados nuevamente a la curia para recibir la respuesta senatorial. Podía suceder que el Senado rehusara reconocer una embajada visitante o no atendiera lo que tuvieran que decir. En tal caso, eran despojados de su inmunidad diplomática, denunciados como espías o speculatores, y conducidos bajo guardia armada hasta la costa. Afortunadamente se trata de una práctica que no ha subsistido hasta nuestros días. Otra innovación, aunque menos admirable, fue la práctica desarrollada por los romanos de insertar en los tratados provisiones que contemplaban la entrega de rehenes como garantía de cumplimiento de lo pactado. Se trataba de una práctica que venía de antiguo. Ya Thutmose III, el más exitoso conquistador de Asia, dio inicio a la política de traer a Egipto como rehenes a príncipes palestinos, para asegurar el buen comportamiento de las ciudades de origen. Cuando, después de la Segunda Guerra Púnica, los romanos, siendo los indiscutibles dueños del mundo, ya no necesitaron reciprocidad en sus tratativas con otros países, demandaron rehenes de los pueblos y tribus conquistadas, aunque ellos bajo ninguna circunstancia entregaran garantías de ninguna naturaleza. Aun Julio Cesar, que era considerado por sus contemporáneos como el más gentil de los guerreros, extrajo hasta 600 rehenes de las tribus galas. Se incorporaban artículos en los tratados que establecían el número de rehenes, sus nombres y atributos, el sexo y grupo etario al que debían pertenecer, y si podían ser remplazados después de un cierto número de años. Mientras las tribus respetaran los términos de su derrota, los rehenes eran bien tratados y seguramente se beneficiaban de su estancia en Roma. Pero si los términos del tratado eran violados, los rehenes eran inmediatamente arrestados y tratados como prisioneros de guerra. Según Suetonio, aun cuando las tribus se rebelaran frecuentemente o mostraran particular mala fe, el castigo más severo dispuesto por Augusto era vender como esclavos a los prisioneros que hiciera, ordenando que fueran mantenidos a distancia de Roma y en condición de esclavitud por treinta años. Este sistema de entrega de rehenes como garantía de un tratado persistió por largo tiempo después de Roma, y desde esos días 34

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este recurso ha sido empleado más bien para propósitos militares que diplomáticos. Otra innovación interesante, pero que solo puede ser aplicada por una potencia dominante en tiempos de paz y guerra, era establecer un tiempo limitado a las negociaciones. Así, los embajadores macedonios que fueron a Roma en 197 a.C., fueron informados a su llegada que a menos que las negociaciones llegaran a un acuerdo en sesenta días, no serían considerados como una misión diplomática gozando de inmunidades, sino como espías o speculatores, y como tales, serían conducidos bajo guardia armada hasta la costa. La fundación del principado (27 a.C.) alteró el marco político no solo para la formulación de política exterior, sino también para la práctica diplomática romana. El poder de los triunviros fue reconocido por los gobernantes de las potencias colindantes, cuyos representantes buscaban el imperator que fuera más propenso que el Senado a otorgar los favores de Roma. Se regularizó la situación mediante la creación de una instancia y conducto a través del cual reyes y dinastías «clientelares» debían aproximarse. Hasta mediados del siglo II, el Senado ocasionalmente continuaba recibiendo enviados extranjeros, y a veces era consultado y asesoraba sobre tratativas del emperador con otras potencias. Pero ya a mediados del siglo I, el Senado formalmente autorizó la potestad del emperador para concluir tratados, una autorización que fue confirmada en sucesivas ascensiones imperiales. Ya hacia principios del siglo III, la función original del Senado en la creación y ejecución de la política exterior era materia de añoranza. El control imperial de las relaciones exteriores no era más que una consecuencia de la verdadera base de su autoridad: el control exclusivo del ejército. La fuerza militar empleada activamente o usada indirectamente como coerción, era el factor determinante en las relaciones internacionales romanas; la autoridad concentrada en la persona de Augusto y sus sucesores, inevitablemente confirió a los emperadores el rol central en las relaciones exteriores. Así como actuaban con exclusividad como comandantes en Jefe del ejército, únicamente los emperadores recibían representantes o gobernantes extranjeros, y despachaban la correspondencia diplomática. Un asesor del emperador romano Marco Aurelio listaba las obligaciones de un emperador romano como sigue: «Corregir las injusticias de la ley, 35

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mandar cartas a todo el mundo; mediante la coacción resistir a reyes de naciones extranjeras; reprimir por edictos las faltas de los provinciales, dar alabanzas por las buenas acciones, sofocar a los sediciosos y aterrorizar a los fieros». Desde fines del siglo II, y a medida que la delegación de mandatos especiales en generales de menor graduación se hizo menos común, se incrementó el carácter independiente de la potestad imperial en las funciones militares y diplomáticas. La Corte Imperial fue trasladada desde el centro italiano hacia las fronteras norte y oriental, teatro de las principales campañas del emperador y desde los tiempos de Marco Aurelio y Lucio Vero fue común compartir la autoridad imperial entre coemperadores, cada uno situado en una diferente frontera. Al mismo tiempo, cesaron completamente las ya de por sí raras ocasiones en que el Senado acogía a representantes extranjeros. Los emperadores tomaban el número de enviados que recibían como una indicación de su prestigio y poder. Embajadores de Alemania, del Norte de África y de Grecia no eran excepcionales. Objeto de mayor notabilidad eran los príncipes que actuaban como sus propios representantes —como Tiridates de Armenia que visitó a Nerón para recibir su corona de manos del propio emperador. Los embajadores exóticos eran aún más deseables. Si los enviados venían de tan lejos como Ceilán, como sucedió en el reinado de Claudio, era una clara señal de la extraordinaria fama de un emperador. Por ello Suetonio, alabando a Augusto, declara que tal era su reputación por su valentía y clemencia, que los propios indios y escitas —naciones conocidas solo de oídas en Roma— voluntariamente enviaron embajadores, rogando por su amistad y la del pueblo romano. Hay que considerar las distancias involucradas y la lentitud de los desplazamientos. Cuando los embajadores de uno de los gobernantes indios buscaron a Augusto en el año 20 a.C., el viaje de venida duró más de cuatro años, un logro respetable si se considera la curiosa carga que portaban: una serpiente de diez brazas de largo, una perdiz más grande que un buitre, y un joven sin brazos que podía tocar la trompeta con los pies. Pero aun así, no siempre eran bien tratados; el mismo Augusto al enterarse de que algunos embajadores de pueblos independientes o aliados eran libertos,

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no admitía que se sentaran en la tribuna del circo romano durante las presentaciones públicas. No solo el emperador recibía a enviados extranjeros, sino que también como parte de las prácticas diplomático-militares de los siglos II al IV, usualmente actuaba como representante del Imperio en encuentros personales con los líderes extranjeros en las fronteras del Imperio. Obviamente tales reuniones excusaban la diplomacia. Contactos iniciales entre los adversarios precedían estos encuentros, pero solo como diplomacia de campo de batalla con los antagonistas en cercana proximidad, no en negociaciones abiertas o a distancia. Por supuesto, los emperadores no estaban necesariamente presentes en las fronteras del Imperio para todos los acuerdos; pero cada armisticio, alianza o tratado negociado por un destacado general, normalmente requería la subsecuente ratificación personal del emperador y de un representante de alto rango de la otra parte en persona. Parece probable que existieran frecuentes comunicaciones diplomáticas más allá de los conflictos militares entre el Imperio y las muchas potencias adyacentes a sus confines; y ciertamente, las fronteras imperiales acogían un intercambio constante en términos de comercio. No obstante, sorprende que entre fines del siglo II y el IV existe muy poca evidencia de comunicaciones diplomáticas o de respuestas a Estados extranjeros desde el centro político del Imperio. Probablemente, los contactos iniciales y quizá la mayoría de las relaciones fueron presumiblemente realizados por gobernadores provinciales y especialmente por las avanzadas militares de frontera. Tal vez no se trate solo de un problema de silencio de fuentes, sino que las relaciones exteriores bajo el Imperio parecen ser romanocéntricas. Aun en sus relaciones con el entonces poderoso Irán sasánida, el gobierno imperial parece no haber mantenido una comunicación muy constante. Antes del relativamente bien documentado siglo IV, hay pocos ejemplos de emisarios despachados hacia pueblos extranjeros, y se argumenta que muchos de los contactos que sí ocurrieron entre territorios romanos y persas, fueron esencialmente el resultado de iniciativas privadas, tales como peregrinaciones religiosas; por ejemplo, más que iniciativas gubernamentales formales. No obstante, la evidencia del siglo IV sugiere que el uso de funcionarios civiles y militares como enviados a Persia y a los 37

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países bárbaros del norte, e incluso individuos privados, era un recurso sino constante, al menos una práctica común en tiempos de confrontación militar. Cuatro factores eran considerados en la selección de enviados imperiales hacia los gobernantes extranjeros. Así como en Grecia en el siglo v a.C., usualmente fueron enviados generales como emisarios ante antiguos contrincantes. En Roma, la elección de oficiales militares probablemente buscaba explotar sus experiencias con los persas, cuando habían comandado tropas en su contra y habían estado estacionados en la frontera oriental del Imperio. Asimismo, comandantes de alta graduación fueron destacados en otras embajadas, ya que era usual que el emperador seleccionara enviados entre «hombres que hubieran alcanzado distinción en el ejército, o magistri militum». Un segundo factor determinante en la selección de enviados eran hombres equivalentes a estas altas jerarquías militares, pero en el servicio civil. El rango era importante no como en las ciudades griegas, en que la posición individual en relación a sus iguales aristocráticos en la comunidad urbana era el rasero, sino que en Roma primaba el concepto de cercanía de servicio junto al emperador y la percepción de tal magistratura en el discernimiento del gobernante extranjero. Hubo casos en que una primera embajada fue desestimada considerando que sus miembros no eran suficientemente distinguidos, aun cuando una segunda misión con una composición casi idéntica sí fue aceptada. Tercero, es bien sabido que la administración romana no tenía el equivalente a un ministerio de relaciones exteriores para la elaboración e implementación de su política. Ninguna repartición en la burocracia imperial abarcaba las funciones de una diplomacia «profesional». Más bien, los funcionarios eran elegidos para cumplir misiones ad hoc a requerimiento del emperador o bajo recomendación de su consistorium. La sola proximidad con el emperador era un factor importante en la selección. El cargo de tribunus et notarius, aunque originalmente un taquígrafo, parece haber servido como un factótum para acceder al consistorio imperial, y no sorprende que poseedores de este cargo fueran escogidos como emisarios imperiales. A partir del siglo IV, magistri officiorum normalmente aparecen en informes de embajadas. Su papel, en todo caso, era ofrecer 38

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apoyo a las misiones y concertar audiencias del emperador con enviados extranjeros. El puesto no estaba investido con responsabilidades para la creación o implementación de política, aunque algunos magistri mostraron particular interés en las relaciones exteriores. El último factor era el talento de persuasión. La práctica clásica de seleccionar enviados por sus habilidades oratorias continuó operando bajo el Imperio romano. Aunque los filósofos y sofistas no fueron considerados frecuentemente como enviados a potencias extranjeras, la práctica retórica era fundamental para el éxito de una carrera en el servicio civil público. El emperador, al seleccionar a un representante, tenía a su disposición en el servicio imperial a un grupo de individuos con suficiente práctica convencional en retórica. Claramente la elocuencia era el rasgo más característico de los embajadores. A pesar de que los emperadores se comprometían frecuentemente en comunicaciones diplomáticas con potencias extranjeras, era mucho más corriente la acogida de embajadas formales del interior del Imperio: aproximaciones de ciudades, consejos provinciales y diocesanos, el Senado y otras instituciones. No hay distinciones terminológicas entre legationes del interior del Imperio y aquellas del exterior. Las mismas convenciones y concepciones regulaban ambas instancias. La aproximación formal al emperador por parte de sus súbditos fue un elemento intrínseco de la estructura administrativa del Imperio. En el siglo IV y v d.C., el emperador era personificado como «Su Majestad, Su Serenidad», e incluso «Su Severidad»; y las aproximaciones en sus recintos de audiencias eran rituales para preservar su distanciamiento. La Corte Imperial, ya sea que estuviera residiendo en Roma o en campaña, se mantuvo siempre atestada por multitudes de litigantes y emisarios provinciales. El senador Plinio el Joven, que compartía el sentimiento de odio de su clase al tiránico Domiciano, se solaza con el nuevo emperador, Trajano, y lo alababa por la eficiente manera en que manejaba sus asuntos. Vemos cómo enfrenta los asuntos de las provincias y aun las solicitudes de ciudades individuales. No se molesta en darles audiencias o postergarles su respuesta. Vienen ante su presencia de inmediato y de inmediato son

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despachados, y al fin las puertas del emperador ya no están asediadas por una multitud de embajadas que eran dejadas a la intemperie.

Para un aristócrata provincial ausentarse en una misión ante el emperador era aceptado como una tarea normal, aunque según la legislación imperial, los miembros de los consejos urbanos o provinciales que hubieran ejercido una embajada, quedaban exentos de servir en otra misión por dos años; lo que señala la frecuencia con que podían ser requeridos estos viajes hacia la Corte. Las embajadas de ciudades y provincias contribuían al ímpetu y dinamismo de la mayor parte de la actividad gubernamental, ya que el grueso de las acciones imperiales no militares fueron respuestas a iniciativas de comunidades locales, referidas a asuntos tales como disputas entre ciudades, reclamos sobre gobernadores provinciales, o solicitud de privilegios. La cohesión política del Imperio también se mantenía gracias a este tráfico, ya que los consejos urbanos y provinciales, como expresión de lealtad, despachaban delegaciones hacia el emperador en ocasiones ceremoniales —ascensiones imperiales, victorias, decennalias— y eventos dinásticos tales como matrimonios y nacimientos. Bajo el Imperio, individuos honorati o terratenientes, así como magistrados municipales y funcionarios imperiales, estaban acostumbrados a expresar sus puntos de vista al gobierno central vía delegados legati si era necesario, o bien directamente, o a través de las asambleas provinciales. Las ciudades y comunidades locales generalmente podían aproximarse al emperador directamente, saltándose —con algunas restricciones— a sus gobernadores provinciales. La solicitud directa al emperador fue una forma de administración paralela al sistema jerárquico de gobierno provincial, que más bien «ascendía» desde las provincias y que «descendía» desde las autoridades centrales. Gracias a esta fórmula, las necesidades de ciudades y asambleas provinciales llegaban a la atención del emperador sin la participación de su burocracia. El papel de la Corte Imperial era esencialmente pasivo y reactivo, una característica típica de la administración imperial romana. La burocracia imperial y las embajadas provinciales fueron reconocidas como elementos complementarios de la administración. Un subscriptio 40

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del emperador Caracalla en 213 establece que «aquellos que estaban ejerciendo las labores de una embajada disfrutaban de los mismos privilegios que aquellos ausentes en representación del Estado». Tanto así, que el éxito en el desempeño de una embajada podía significar que el emperador dispusiera el reintegro de los gastos. En el siglo IV, fue reglamentado el patrocinio y control imperial de las embajadas, con lo que los costos de las mismas ya no eran asumidos por el embajador o la comunidad respectiva, sino que eran reintegrados con caudales imperiales. Los enviados eran premunidos de licencias evectiones que les permitían viajar a través de las cursus publicus. Asimismo, la legislación imperial controlaba el gasto de las embajadas y proveía protección legal a los enviados. De esta manera, las solicitudes de las comunidades provinciales pasaron a formar parte de la estructura administrativa imperial. Las embajadas de ciudades de provincia se originaron como resultado de los requerimientos a Roma de ciudades libres y comunidades. La extensión del poder romano y el proceso de provincialización paulatinamente transfirieron los asuntos de mayor importancia política desde las ciudades —que eran la unidad de organización social en la mayoría del mundo mediterráneo— hacia la autoridad imperial. A fines del siglo I d.C., Plutarco observaba: En nuestros días, entonces, cuando los asuntos de la ciudad ya no incluyen el liderazgo en guerras, tampoco el deshacerse de tiranías, ni episodios de alianzas, ¿qué opciones quedan en el servicio público para un joven distinguido y brillante? Aún quedan el derecho público y las embajadas ante el emperador, que requieren hombres de temperamento ardiente que posean tanto valentía como intelecto.

La incorporación de numerosas regiones al Imperio romano transformó a las embajadas de ciudades «exteriores» a comunicaciones «interiores», aunque las fuentes contemporáneas no hicieran tal distinción. El ceremonial de embajadas extranjeras fue siempre mantenido por los entes provinciales en sus aproximaciones a los distintos emperadores e incluso al Senado. Antes de César y Augusto, las misiones a Roma se dirigían al Senado, pero tal como ya se señaló, a mediados del siglo II, tanto las 41

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embajadas provinciales como las de potencias extranjeras, ya no buscaban un encuentro con el Senado, ni siquiera como un gesto de cortesía, demostrando con este mismo tratamiento la identidad conceptual de las embajadas del exterior con las del interior de las fronteras. Tal como en la antigüedad, también en el Imperio romano la representación de la comunidad era prerrogativa de la aristocracia. Una embajada representaba tanto una carga, por los gastos envueltos y por las molestias del viaje, como un honor al representar a la comunidad y eventualmente acceder a recompensas personales otorgadas por el emperador. Por ambas razones, los consejeros provinciales escogían emisarios de entre sus pares en rango, aunque como ya se ha dicho, la calidad esencial determinante en la elección de un enviado seguía siendo la habilidad oratoria. El elemento esencial de una embajada era el discurso ceremonial, no el mero viaje a la Corte o la entrega de cartas al emperador. Cuando el emperador residía en Roma, a veces las comunidades provinciales mandaban un escrito a través de un mensajero a algún coterráneo que residía en la ciudad imperial, solicitándole que presentara una alocución ante el emperador; y era al orador —no al mensajero portador del encargo— a quien se le pagaba el viaticum, las expensas debidas a los enviados. La naturaleza oratoria de las misiones diplomáticas estaba en consonancia con la primacía otorgada a los parlamentos orales en todas las decisiones imperiales y otros asuntos públicos. Es verdad que en los tempranos días de la República los romanos alcanzaron tratados sobre bases de reciprocidad y que la Confederación Latina original comenzó como una coalición de iguales. Pero pronto se descubre —como hemos visto— que todos concurrían a Roma, que era donde se consultaban los auspicios en nombre de la Liga, y que las decisiones eran adoptadas sin el conocimiento o consentimiento de los aliados menores. Gradualmente las viejas formas de coalición evolucionan hacia fórmulas bajo las cuales los asociados debían rendir ante el Senado romano el control de su política exterior y defensa. En coaliciones que comprenden un poder dominante y un número de satélites subsidiarios —el método diplomático, que implica la aceptación del principio de recipro-

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cidad entre Estados independientes y soberanos—, tiende a languidecer y luego desaparece. A la luz de los hechos, la original visión romana del mundo fue sin duda inclusiva. Aunque es cierto que las legiones romanas podían marchar imponiendo su voluntad a lo largo de todo el mundo conocido, llegado el momento, la gente conquistada era expuesta a la cultura y a los beneficios económicos de la civilización romana, y muy frecuentemente, podían incluso aspirar a la ciudadanía. Todo esto es innegable, pero no contradecía el sentimiento de superioridad y de xenofobia romanos, en que la diplomacia existía solo para expandir sus propias esferas de influencia. Claramente, con tan vasto imperio, Roma estaba obligada a despachar muchos embajadores, ya fuera para buscar alianza, para mediar en disputas o para enfrentar problemas administrativos. En último término, sin embargo, la diplomacia romana era implacablemente directa. Preferentemente existían dos maneras de enfrentar a los enemigos y rivales. Idealmente, debían ser aterrorizados hasta la sumisión, ya sea por medio de la guerra o su amenaza. Alternativamente, podían ser sobornados. La noción de cautas y respetuosas negociaciones era frecuentemente mal vista. La diplomacia, para muchos, era el refugio de los débiles; la pobre, e incluso deshonrosa, alternativa a la conquista militar. Y si tenía que haber diplomacia, si una nación extranjera o bárbara tenía algo urgente que decir, la responsabilidad de iniciar los procedimientos recaía en ellos. De ahí el eterno desfile de enviados desde los confines del imperio hacia Roma. En sus relatos de campaña en las Galias, Julio César hace pocas referencias al despacho de embajadores romanos. Más bien, da cuenta de enviados extranjeros usualmente sollozando y postrados, viniendo al campamento romano. Los embajadores extranjeros, portadores de felicitaciones, condolencias, peticiones, o disculpas, se esperaba que fueran a Roma, y no viceversa. Habría que concluir que más que negociar sobre bases de reciprocidad, los romanos en la búsqueda de imponer su voluntad no desarrollaron un método diplomático de valor suficiente como para figurar entre los muchos legados que dejaron a la posteridad. Pero sin duda hay que reconocer que

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el Imperio romano y la Pax romana son magníficos legados por los que el mundo civilizado debiera estar eternamente agradecido.

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Roma

Post-Imperial Durante la fragmentación de Occidente las embajadas y enviados fueron importantes, ya que la descomposición no dio lugar solo a conflictos, sino también a un notable incremento en las comunicaciones. A lo largo de la antigüedad las relaciones entre los Estados y potencias mediterráneas habían sido administradas por la guerra, así como por comunicaciones pacíficas y alianzas. A lo largo de los siglos mientras toda la cuenca del Mediterráneo estuvo sometida al Imperio romano, las regiones otrora independientes interactuaban muy escasamente entre sí en términos políticos, mirando primariamente hacia el regente común: el emperador o sus representantes provinciales. Sin embargo, en el siglo v d.C., la mitad occidental del imperio se dividió en varias regiones autónomas bajo el control de monarcas que conformaron los reinos bárbaros. La unidad política del imperio fue remplazada por una multiplicidad de poderes, y nuevamente fue necesaria la constante interacción política entre sus antiguos segmentos. Así, diplomacia y negociación fueron productos inevitables del rompimiento, y resultaron fundamentales para el entorno de los reinos bárbaros y del Imperio romano en los siglos v y VI. Las relaciones entre Estados en el siglo v fueron establecidas de múltiples maneras, algunas continuando prácticas clásicas inalteradas y otras producto de los nuevos tiempos. El imperio y los reinos establecieron nexos formales, treguas, alianzas defensivas, ofensivas, y de amistad, que se semejaban a las de las ciudades griegas y a las de la República romana. 45

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Rehenes, como en la antigüedad clásica, eran retenidos a fin de garantizar compromisos. Según Los doce Césares, de Suetonio, Augusto para que se respetaran los acuerdos de paz, además de los juramentos de rigor, exigía en ocasiones un inusual tipo de rehenes, que fueran mayoritariamente mujeres, bien advertido que los bárbaros no se sentían comprometidos a respetar tratados garantizados solo por rehenes masculinos. Parece una cruel caución, no obstante los autorizaba a enviar sustitutos aceptables con tanta frecuencia como quisieran. Nexos pseudofamiliares trasplantados por la influencia de las aristocracias bárbaras, incluyendo tanto alianzas matrimoniales entre las élites reales, militares y civiles, y «adopciones en armas» de un gobernante a otro, fueron un nuevo desarrollo en las relaciones exteriores imperiales. La función de estas alianzas por matrimonios aristocráticos fue apreciada por los romanos no solo como la adopción de prácticas tradicionales mediterráneas, sino igualmente porque respondían al antiguo concepto de «diplomacia monárquica». Se trataba de vínculos establecidos entre ciudades o Estados mediante la obtención de descendientes comunes de gente históricamente prominente. La protección bautismal constituyó una nueva forma, cristiana, de diplomacia monárquica que habría de alcanzar una vigorosa continuidad a lo largo de la Edad Media. En todo caso, el instrumento básico de toda forma de contacto fue el enviado —el individuo que actuaba como representante de la autoridad— y como tal, el vehículo de comunicación. Aunque fueran formales, las cartas diplomáticas eran de importancia secundaria frente a los enviados que las empleaban como sus credenciales o como introducción a sus discursos. El cambio político del siglo v se desarrolló sobre los pronunciamientos y persuasiones de representantes despachados por emperadores, reyes, generales, obispos, ciudades y consejos provinciales. Las convenciones que cubrían las embajadas en la Grecia clásica y en la Roma imperial, y los arreglos administrativos de esta última, formaron el trasfondo para el diseño diplomático en los reinos del Occidente post-imperial. Muchas prácticas y actitudes tradicionales son evidentes en los siglos v e inicios del VI. Seguía siendo un honor representar a la ciudad ante el emperador, y estas funciones seguían recayendo principalmente en la aristocracia, funcionarios de corte, clérigos o magnates provinciales. 46

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El tráfico de embajadas era esencialmente en un solo sentido: embajadas de ciudades y provincias aproximándose al centro imperial y regresando con la respuesta de la autoridad. El gobierno central normalmente no requería delegar emisarios para hacerse representar en sus distritos. El hábito de legaciones civiles continuó entre las ex provincias occidentales aun después de haberse transformado en reinos bárbaros, y las fronteras de cada reino no constituyeron obstáculo para el tráfico diplomático. Hay evidencias que a principios del siglo v, los cuerpos municipales y provinciales negociaban con los monarcas bárbaros no como súbditos impotentes, sino incluso como entidades con cierta autonomía. Las ciudades podían organizar sus propias defensas y algo característico fue que buscaban a través de las embajadas evitar transformarse en teatro de guerra entre fuerzas en competencia, ya fueran imperiales o bárbaras. La fragmentación del poder político en Occidente a lo largo del siglo v, y el complejo entramado de autoridades y relaciones interestatales, dio origen a la necesidad de que las mismas Cortes reales adoptaran regularmente el uso de embajadas para comunicarse con otros regentes o con distantes comunidades regionales. Es así como incluso los gobernantes que se encontraban en los extramuros de los antiguos territorios romanos adoptaron las convenciones diplomáticas mediterráneas, tal como lo atestigua el uso por Atila de secretarios latinos. Al interior del antiguo imperio, los monarcas hicieron uso de los canales y convenciones de la «diplomacia interna» imperial para comunicarse con otros reyes y con la Corte Imperial, ya sea en Roma, Ravena o Constantinopla. Lo que durante el imperio fue un tráfico de las ciudades y provincias fundamentalmente hacia y desde Roma, ahora constituía un entramado mucho más complejo, ya que no solo era un intercambio romanicocéntrico, sino que además comprendía las comunicaciones entre los reinos y territorios entre sí. Cada reino bárbaro mantenía múltiples relaciones bilaterales con los poderes vecinos y distantes. Las políticas con relación a otros Estados podían ser interdependientes, como en la relación tripartita entres zuavos, godos y el imperio entre el 410 y el 450, o las relaciones podían ser separadas o simultáneas. Las grandes distancias no impedían las relaciones diplomáticas. La división de la mitad occidental del Imperio romano en reinos autónomos no resultó en aislacionismo; por el contrario, constantes 47

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y complejos intercambios remplazaron la reglamentada unidad imperial, creando en Occidente un sistema diplomático con fuerza política. No era raro encontrar obispos que asumían legaciones ante monarcas en representación de sus comunidades, lo que demuestra por un lado el incremento de la participación del episcopado en funciones públicas, y a la vez refleja la anexión de funciones arzobispales por miembros de la aristocracia provincial. Este fenómeno también permite apreciar un retroceso en la autoridad municipal e imperial, un vacío llenado forzosamente por la Iglesia. Quizá la principal razón para nombrar a los obispos como enviados era que además servían como receptores de juramentos. Normalmente después de la conclusión de las negociaciones que resultaban fructíferas, se intercambiaban juramentos entre la parte receptora de la embajada y el enviado, en quien su mandante había delegado este derecho, por lo que la eminencia episcopal constituía un apoderado confiable. La evidencia sugiere que al igual que en Grecia, era común que el liderazgo de las legaciones fuera confiado a dos e incluso a más enviados, que debían expresar oralmente el mensaje sustantivo. Despachar a dos o más colegas otorgaba acompañamiento en las labores de negociación y de viaje, así como un respaldo en la no tan rara situación que alguno muriera en ruta; y además posibilitaba un control mutuo en las tratativas con la otra parte. Aun cuando varios enviados asumieran una misma misión, normalmente solo uno de ellos era designado o asumía una posición de liderazgo. Asimismo, se acostumbraba mandar comitivas numerosas como una forma de exhibición de señorío dirigido tanto a la comunidad propia como hacia la contraparte. La Corte Imperial en Constantinopla proveía normalmente alojamiento a los enviados del emperador occidental, a los del obispo de Roma y a los del shah de Persia. Mientras que los enviados hacia la Corte de Occidente tenían que arreglárselas por su cuenta alojando en pensiones romanas o con ciudadanos privados destacados. En el caso de los obispos, en algunas ocasiones con la supuesta modestia de sus acomodaciones, pretendían dar cuenta de su humildad, aunque de hecho los prelados en funciones diplomáticas podían esperar recibir hospitalidad de sus pares, incluyendo transporte, alojamiento e invitaciones a comidas.

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El transporte por tierra se hacía a caballo, en carro tirado por bueyes o simplemente a pie, lo que en el caso de los clérigos, se decía habilitaba que «pisaran con sagrada humildad la pompa de sus orgullos». Las embajadas viajaban por rutas bien establecidas, ya fuera por mar, ríos o por tierra, y la evidencia disponible señala que los gobiernos de los reinos occidentales mantuvieron la disponibilidad de transporte y provisiones para embajadas que viajaran en comisiones oficiales, pero que la responsabilidad efectiva, proveyendo estos servicios y mercancías, se trasladó desde el gobierno central hacia los potentados locales. Los viajes podían ser rápidos. Un mensajero especial mandado el año 69 d.C. desde Mainz, en la frontera de Alemania, hasta Roma, hacía los 1.500 kilómetros en alrededor de nueve días. El emperador Claudio promedió cerca de 90 kilómetros diarios al cruzar la Galia en su viaje a la «conquista» de Britania en 43 d.C. El viaje marítimo no era predecible para aquellos deseosos de moverse rápido, ya que los vientos y el clima fluctuaban muy extensamente. Con respecto al recibimiento de los embajadores, el ceremonial envuelto reflejaba el mensaje de serenidad o intimidación que quisiera transmitirse. Por una parte, el ceremonial reflejaba el grado de respeto que el anfitrión quería expresar a la embajada y a su mandante; así como el rango del enviado, a su vez transmitía el nivel de honor que el mandante quería hacer llegar al receptor. Por otra parte, la falta de respeto o desagrado podía ser demostrada por medio de manipulaciones de protocolo que podían apuntar a socavar al enviado, o destinadas a dar un mensaje agresivo a su mandante. La señal más contundente era el rechazo a recibir una embajada completa, lo que podía expresar malestar con los enviados mismos, pero que normalmente era el equivalente al moderno rechazo de reconocimiento diplomático, una reacción reservada normalmente a representantes de usurpadores. Por otra parte, los rituales y disposiciones —o la exagerada escala de atenciones hacia los enviados visitantes— querían dejar en evidencia los recursos y fortalezas del anfitrión. Los anfitriones querían asegurarse por medio de la ostentación en banquetes y recepciones, e incluso mediante la arquitectura de sus palacios, que actuaran como vehículos importantes de mensajes políticos. Además, los anfitriones se aseguraban que los 49

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enviados fueran testigos de ceremonias distintas de aquellas dispuestas específicamente para su propio beneficio. Se manipulaba lo que los enviados podían llegar a presenciar, incluyendo restricciones sobre lo que podían ver o conocer. Pero habitualmente eran organizadas paradas militares como una demostración de fortaleza. Desde el punto de vista del anfitrión, que el enviado fuera testigo de una parada de las fuerzas militares era positivo, siempre que no pudiera darse cuenta en detalle del real poderío de tales recursos. Por ello no era raro que se recurriera al subterfugio de hacer pasar reiteradamente a las mismas tropas con cambios de indumentarias y armamento, abultando a ojos de las visitas la potencia bélica del anfitrión. El intercambio de regalos era normal dentro de los rituales ceremoniales de recepción de una embajada, y también el canje de presentes entre gobernantes por intermedio de sus embajadas, siguiendo una antigua tradición a lo largo de la región mediterránea, e Irán, que se destacaba además por lo exótico. Los emperadores de Oriente continuaron este tráfico con los shahs persas y gobernantes menores. El intercambio de regalos fue un elemento de tal regularidad en la recepción de embajadas persas que los funcionarios de las dependencias imperiales tenían la obligación de evaluar los regalos para ofrecer en reciprocidad presentes de valor similar, e incluso debieron habilitar puertas adicionales en el consistorium para acomodar la entrega de caballos. Pero no solo los regentes, sino también los enviados podían dar y recibir regalos, y como en otros aspectos de ceremonial, las alteraciones del protocolo normal de entrega de presentes podían significar un poderoso medio de negociación. A veces, la ofrenda no era en términos monetarios o metales preciosos, sino por ejemplo la entrega de prisioneros con ocasión de la negociación exitosa de una tregua. Resumiendo, queda claro así, que el desarrollo del siglo v, a medida que las provincias y prefecturas se separaban o fragmentaban en reinos autónomos, trajo cambios significativos al primigenio Occidente romano. Las Cortes reales se insertaron como una nueva instancia de autoridad en la complejidad de la administración gubernamental, cívica y eclesiástica. No obstante, estos cambios ocurrieron en el contexto de una activa tradición de comunicaciones políticas internas heredada del Imperio romano. Las flexibles convenciones de las embajadas formales fácilmente se adap50

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taron a las nuevas circunstancias. Las embajadas provinciales, que antes principalmente comunicaban expresiones de lealtad al gobierno imperial, o peticiones de ajustes menores a los regímenes impositivos, ahora buscaban apaciguar a reyes y emperadores que procuraban anexar, saquear o castigar a sus ciudades. Las Cortes centrales, antiguamente receptoras y dispensadoras de decisiones a las embajadas que recibían, ahora regularmente también despachaban funcionarios palaciegos o nobles para representar sus propios intereses. El tráfico de embajadas entre los reinos occidentales y el Imperio que se evidencia hacia fines del siglo VI, es un elemento visible de continuidad del pasado imperial; y efectivamente, este tráfico y sus convenciones mantuvieron una suerte de unidad al interior del «ámbito diplomático» del mundo mediterráneo.

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Constantinopla

El Imperio romano sobrevivió a la caída de Roma. En último término su pérdida —que pavimentó el camino para el surgimiento de Carlomagno— «salvó» al Imperio romano, una institución que había devenido en desfalleciente y facciosa. Una ciudad en el Bósforo, fundada por el emperador Constantino en el siglo IV d.C., emerge como el centro de una nueva civilización cristiana, aunque greco parlante. Desde sus inicios, Constantinopla fue tanto una rival como una aliada de Roma. Las dos ciudades sirvieron como capitales gemelas, cada una con su propio regente, en las mitades oriental y occidental del Imperio de los Césares. El hecho que un imperio con sus propios y distintivos valores surgiera en Oriente y se sostuviera como una entidad multicultural por más de mil años, era un logro notable; y ya han sido superados hace tiempo los comentarios del historiador irlandés William Lecky, quien en 1869 decía que «el universal veredicto de la historia sobre el Imperio bizantino era que constituía, con escasamente alguna excepción, la más concienzudamente asentada y despreciable forma de civilización asumida hasta entonces». Con la abdicación del último emperador occidental en 476, Constantinopla se transformó en la única heredera de una tradición imperial de siglos. La nueva Roma, quizá la más glamorosa y desarrollada metrópolis en el mundo de su tiempo —el centro de un imperio enraizado en Anatolia y Grecia— cuya influencia se proyectaba tan lejos como Venecia, Cartago y Menfis. El Imperio bizantino floreció por más de mil años, aunque es difícil concebir otra civilización que haya soportado una suerte más compleja. 53

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Bizancio puede habernos legado un asombroso patrimonio de logros culturales, artísticos e intelectuales, pero también una historia plagada de usurpadores, conspiradores y pretendientes imperiales. Aun así, las maquinaciones y traiciones de la política dinástica no eran comparables con las presiones y peligros externos a que Bizancio estuvo permanentemente sometido. Tal vez nunca ha existido una polis con tantos enemigos y rivales, y que sufrió la permanente amenaza de los hunos; Persia y los poderes islámicos hacia el este; los avar, los eslavos y, más tarde, los búlgaros en los Balcanes; luego los normandos en Sicilia y los turcos invasores de la Anatolia. Como era previsible con este hostil e intrincado entorno, la administración de los embajadores fue de suprema importancia. En 969, Otto I de Sajonia manda al obispo de Cremona como embajador a Constantinopla proponiendo el matrimonio de su hijo con la hija del predecesor del emperador. Desde el inicio la misión fue un desafío. Al llegar, luego de una miserable y despectiva recepción, al embajador se le asigna «el más sórdido y asqueroso alojamiento» disponible en la ciudad, lleno de aguas negras y con una cama más dura que el mármol. Tras innumerables peripecias y discusiones en que el emperador indistintamente honra o denigra al enviado, se produce el insulto final cuando en una cena —mostrando completo desprecio por la precedencia diplomática que le correspondía al emisario italiano— un embajador búlgaro es sentado mucho más cerca del emperador. El embajador simplemente se retira del banquete, ya que no se apacigua con la cabra rellena de ajos y cebollas que el emperador le envía en señal de disculpas. En la certeza de que su misión ha fracasado, el embajador solicita la venia del emperador, como era preceptivo, para dejar Constantinopla. Como última humillación, solo es autorizado a partir dos meses y medio más tarde. Antes de largarse el embajador destroza sus habitaciones, garabateando murallas y mesas advirtiendo a futuros visitantes: «Desconfíen de los griegos». Qué trágico, cavila el embajador, que una ciudad «que alguna vez fue rica y próspera» se haya transformado «en una ciudad famélica, llena de mentiras, trucos, perjurio y codicia; avariciosa y arrogante». Anunciando que esperaba encontrar a varios funcionarios bizantinos en el infierno, al fin parte de regreso a casa, llegando a su destino en Otranto, en el taco 54

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de la bota italiana, luego de casi dos meses de «viaje en burro, caminatas, cabalgatas, ayunos, sollozos y gemidos». Quizá este sea el primero, pero sin duda no el último ejemplo de diplomacia por insulto; pero sin duda se trata de un relato exagerado, ya que Constantinopla normalmente acostumbraba más bien a asombrar a los enviados visitantes que ofenderlos. Hacia el siglo ix y x su intrincado mecanismo de diplomacia había avanzado un largo camino. Desde sus primeros días, Constantinopla se había diseñado para impresionar. Las visitas oficiales entraban a la ciudad por el oeste, a través de la ceremonial Puerta Dorada, ubicada en los casi veinte kilómetros de la muralla de Teodosio que se extendía ininterrumpidamente desde el canal del Cuerno de Oro hasta el mar de Mármara. Los enviados eran escoltados entrando a la ciudad por la gran avenida central, pasando arcadas, plazas e imponentes edificios: la iglesia de los Santos Apóstoles, el acueducto de Valens, los foros de Teodosio y Constantino. Luego de un recorrido de algo más de cuatro kilómetros, llegaban a la plaza agustiniana, el centro del mundo bizantino, rodeada por la gran catedral de Hagia Sofía, el Senado, y el Palacio Imperial: un vasto complejo de galerías, patios, prados, cárceles e iglesias. La grandeza exterior de la ciudad era congruente con el diestro trabajo interior de su administración. A diferencia de los griegos, los romanos, o Carlomagno, el Imperio bizantino sí estableció instituciones diplomáticas permanentes. Tan temprano como en el siglo v, el Scrinium Barbarorum («Oficina para Bárbaros») coordinaba las relaciones bizantinas con las tribus fronterizas. Sus funcionarios tenían que ver con todo; desde alojamiento, alimentación y supervigilancia de enviados, hasta la ininterrumpida recopilación de información vital a lo largo del mundo bizantino y más allá. Estrujaban a los mercaderes, inmigrantes y peregrinos que retornaban, preguntándoles acerca de los lugares que habían visitado. A la cabeza de esta agencia estaba el logothete del drome, un funcionario cuyas responsabilidades se habían expandido desde el original control de las rutas postales imperiales a la supervisión de todo el aparato diplomático. Los embajadores, tal como en la antigua Grecia, normalmente eran seleccionados ad hoc, aunque el alcance de sus misiones era sin duda

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impresionante por lo vasto; desde los califatos rivales de Persia, Egipto y España, hasta las tribus balcánicas y los principados de Europa occidental. No obstante, la diplomacia bizantina era mucho más que eficiencia. Su pulso era ritual; había heredado su amor por el ceremonial del Imperio romano occidental. Cuando la Roma clásica estaba preparada para la guerra, no anunciaba el hecho simplemente. Mandaba representantes diplomáticos, sacerdotes conocidos como fetiales, a ventilar sus agravios ofreciendo a sus enemigos la oportunidad de arrepentirse. Expresaban las razones romanas para la guerra tres veces. Inicialmente en la frontera, luego a la primera persona que encontraran en territorio enemigo y finalmente, en el foro de la nación que se tratara. Al potencial enemigo se le daban treinta días para disculparse de cualquier crimen u ofensa que hubiesen cometido, y prometer que ahora los derechos romanos serían respetados. Si la oportunidad no era aprovechada, los fetiales regresaban a Roma, y una declaración formal de guerra era formulada. Los enviados regresarían a la frontera, la declaración oficial se anunciaría en voz alta y una jabalina endurecida a fuego y del color de la sangre era lanzada al territorio enemigo. Pero si el tiempo era escaso y la frontera distante, la misma operación era realizada en el templo de Belona, en plena ciudad de Roma, no importando que los enemigos se enteraran o no. El Imperio oriental valoró y aumentó esta tradición ritual. El emperador del siglo x Constantino Porfirogéneta llegó tan lejos como para componer su propio Libro de ceremonias, que delineaba los ritos específicos y protocolos que debían acompañar todos los aspectos culturales de la Corte bizantina. El poder no eran solo riqueza y la fuerza de las armas. Una gran civilización tenía que ser capaz de colmar a sus rivales y a sus embajadores con sobrecogimiento, a través «del loable sistema del ceremonial». Constantino, haciendo eco de los sentimientos de Carlomagno, continuaba: «El poder imperial se debe mostrar con la mayor belleza y magnificencia, logrando henchir de admiración tanto a las naciones extranjeras como a los propios ciudadanos»; y para que el ceremonial funcionara adecuadamente, tenía que ser organizado y codificado con precisión forense. Así, Bizancio estableció clasificaciones y reglamentaciones que abarcaban al resto de la humanidad. Cada nación era evaluada de acuerdo a su 56

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poderío, su grado de independencia, sus logros culturales, y explícitamente, por su utilidad para el imperio. De acuerdo a estos cálculos, cuando un embajador de estas naciones visitaba Constantinopla, disfrutaría diferentes niveles de acceso, más o menos libertad de movimiento, y una posición específica en la jerarquía de la precedencia, llegando al detalle de dónde se sentaría durante un banquete imperial, o cuántas invitaciones a cenar o al hipódromo podía esperar recibir. Asimismo, los gobernantes de diferentes naciones serían tratados en la correspondencia diplomática de acuerdo a su prestigio. Algunos serían saludados como hermanos del emperador, otros como hijos, o simplemente como amigos. Incluso la cantidad y calidad del oro usado en el sello de las cartas era determinado por el estatus del receptor. El emperador persa y el sultán de Egipto eran tenidos en la más alta estima, con el papa y los gobernantes de Europa occidental siguiendo en el orden de precedencia. Lo que compartían los embajadores de esas naciones era la exposición a la teatralidad bizantina. Cuando los enviados eran guiados a la presencia del emperador al inicio de sus misiones, eran saludados en una cámara cubierta de tapices e intrincados ornamentos metálicos, lleno de autómatas motorizados por aire o agua, representando a rugientes leones dorados, o pájaros agitando sus alas emplazados en árboles también dorados. Se esperaba que los embajadores se arrojaran al suelo en tres oportunidades —un suelo probablemente diseminado con laurel y hiedra, arrayán y romero— y mientras estaban postrados y su visión era impedida momentáneamente, el trono de Salomón ascendería por un ingenio mecánico, transportando al emperador a nuevas alturas, muy por encima de los normales dominios humanos. Por supuesto, hubo siempre diferencias entre las pretensiones imperiales y las realidades políticas. A nivel de teoría y propaganda, el emperador era el vicario de Dios en la tierra. Su corona y vestimentas ceremoniales no eran de origen humano, sino que habían sido donadas por un ángel. No obstante con frecuencia, el emperador era un político vapuleado, falto de dinero y hostilizado por los enemigos. En tales oportunidades, la diplomacia trataba menos de fabulosas ceremonias y más de despachar enviados a las tribus en las fronteras para lograr contribuciones disfrazadas de donativos otorgados voluntariamente. Lo sorprendente es que aun 57

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en los días más negros del Imperio bizantino seguía siendo respetado el mito de invencibilidad, incluso de superioridad divina. Los gobernantes proseguirían dirigiéndose al emperador como a un reverenciado padre, continuaban buscando prestigiosas esposas bizantinas para sus hijos, y títulos honoríficos bizantinos para ellos mismos. La maquinaria diplomática de la otrora Constantinopla era maravillosamente eficiente. Los enviados visitantes disfrutaban ceremonias y los enviados bizantinos esparcían su arte civilizador y cultura de un extremo al otro de Europa oriental y el Cáucaso. No obstante, lo que no logró ocultar la diplomacia fue el resentimiento que la influencia bizantina provocó, y el abismo cultural que separo a Bizancio del resto de la cristiandad, lo que terminó pagando muy caro como veremos más adelante.

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Edad Media

Los francos, aunque temporal y tardíamente, llenaron el vacío político dejado por la caída del Imperio romano occidental. Carlos I el Grande (742-814), llamado Carlomagno, mediante una combinación de poder militar y diplomacia llegó a ser el más grande soberano de su época, marcando profundamente la historia de Europa occidental. Expandió los distintos reinos francos hasta transformarlos en un imperio al que incorporó gran parte de Europa occidental y central. El imperio carolingio se extendía por el sur desde las fronteras españolas e Italia central, hasta Sajonia en el norte y Baviera por el este. Por medio de sus conquistas y sus reformas internas, Carlomagno sentó las bases de lo que sería Europa occidental en la Edad Media, sirviendo además como guardián del vulnerable papado, protegiéndolo de los avances de los reyes lombardos del norte de Italia. Carlomagno fue sin duda legendario no solo por sus logros en el campo de batalla, sino también por su perspicacia diplomática. Pero en la Edad Media europea si había algo que encantaba a la gente aún más que alabar a sus propios héroes, era denunciar al islam y a los musulmanes como dobles y avaros sinvergüenzas. La más famosa canción de gesta medieval el Cantar de Roldán, además de un imaginativo relato de la muerte de heroicos caballeros francos en el paso de Roncesvalles, es un claro ejemplo de denuncia de lo musulmán, con un mensaje que sostiene en último término que la mediación con el paganismo es fuente de todas las tragedias.

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La Chanson de Roland (el «Cantar de Rolando»), escrita alrededor del 1150 d.C., es considerada por algunos como una amalgama de historia, ficción y proselitismo eclesiástico; y según investigaciones recientes, se ha comprobado que refleja una distorsión enorme de los hechos del siglo VIII que supuestamente relata. Ofrece típicamente un desfavorecedor retrato del sistema de gobierno islámico, señalando la supuesta afición sarracena por trastocar los protocolos de los encuentros diplomáticos, lo que se reconoce como un elemento básico del discurso medieval europeo. Que embajadores musulmanes se las arreglaran para engañar a un emperador tan poderoso como Carlomagno solo manifestaba los niveles a que llegaba la «traición» islámica. Al principio del poema, Carlomagno y sus tropas han estado instalados en España por siete años; han ganado interminables batallas, pero la ciudad de Zaragoza aún se mantiene bajo el control musulmán. En su trono de mármol azul, el rey Marsil consulta a sus consejeros si hay alguna manera de evitar la derrota militar ante el ejército de Carlomagno. Uno de sus consejeros propone un artero plan, en que el rey debe pretender que está dispuesto a someterse a Carlomagno, incluso a ser bautizado como cristiano en el propio reino del emperador, prometiendo pagar tributo; exclusivamente para renegar una vez que los francos partieran de regreso a su feudo. Carlomagno sin duda requeriría rehenes como garantía de pago, y seguramente los ejecutaría cuando se diera cuenta del engaño, pero bien valía la pena el sacrificio, ya que era mejor perder las cabezas de los rehenes, a que los musulmanes perdieran la totalidad de España. Marsil escoge embajadores entre sus más astutos seguidores, y los envía hacia Carlomagno en diez mulas blancas, con bridas de oro y monturas con incrustaciones de plata. Carlomagno está de buen humor cuando los embajadores musulmanes llegan. Sus catapultas acababan de derrumbar las murallas de Córdova, asegurando con el consiguiente saqueo un fabuloso botín, mientras todos los infieles murieron o habían sido bautizados. El emperador se encuentra en un gran vergel rodeado de quince mil de sus seguidores. Los caballeros se sientan sobre blancas alfombras de seda, los ancianos juegan al ajedrez

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para distraerse y ágiles mancebos esgrimen sus espadas. Bajo un pino, cerca de una encina, se alza un trono de oro puro. Los embajadores se aproximan a Carlomagno echando pie a tierra saludándolo con amor y respeto, y se expiden con zalameros discursos. Marsil los manda con promesas de fastuosos regalos: leones, osos, lebreles y setecientos camellos, siempre que los francos regresen a sus tierras. Se aproximaba la puesta de sol, por lo que Carlomagno señala a los embajadores que amarren sus mulas y que se retiren a las tiendas que había dispuesto para ellos. A la mañana siguiente, luego de oír misa, Carlomagno cita a sus consejeros para discutir los acontecimientos del día previo. Las opiniones están divididas. El conde Roldán recuerda con preocupación a Carlomagno la situación similar vivida siete años antes, cuando Marsil había mandado embajadores portando ramas de olivo. En respuesta, dos embajadores imperiales fueron enviados al rey solo para que fueran decapitados. Insiste a Carlomagno que luego de siete años luchando, los cristianos debieran completar su campaña sitiando Zaragoza. Mientras Carlomagno acaricia su cara y atusa su barba, otro de sus barones sugiere que tal consejo de orgullo es equivocado, pues con recibir el homenaje de Marsil sería suficiente. Carlomagno se convence, y únicamente resta la selección de los embajadores que serán enviados a Marsil. Algunos son rechazados debido a que serían muy echados de menos, mientras que Roldan es considerado demasiado vehemente para una misión tan delicada. No obstante, Roldan logra que se designe a su padrastro, Ganelón, uno de sus peores críticos. Ganelón no está muy contento con su elección para una misión tan arriesgada, enrostrando a Roldán por su airada reacción nominando a su propio padrastro. Roldán ofrece ir en su remplazo, bien advertido que Ganelón nunca aceptaría una propuesta tan insultante. Carlomagno llama a Ganelón a su presencia y le entrega su bastón y guante, símbolos de su autoridad; pero Ganelón deja caer el guante —un desgraciado augurio— con el que los embajadores parten a Zaragoza. Los enviados sarracenos han tenido éxito en el plan urdido: Carlomagno ha sido engañado. Además han logrado sembrar la discordia en el campo de los francos, y Ganelón no olvidará la traición de su hijastro. Volverá a complotar con el rey moro, ayudando a que Carlomagno 61

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pierda en el desfiladero de  Roncesvalles  a toda su retaguardia y a su sobrino, Roldán. Se trata de un relato en que se compendian muchas de las instituciones de la diplomacia medieval. Además de la constante que muestra a la diplomacia como una alternativa a la guerra, llama la atención la exuberancia y boato de la autoridad: tronos de mármol azul y de oro puro, aparejos de oro y plata en las cabalgaduras, alfombras de seda en los campos, fabulosos regalos y animales exóticos. Los discursos de cada uno de los embajadores, la garantía de rehenes para el cumplimiento de lo pactado, la utilización de ramas de olivo como salvoconducto y de bastones y guantes como símbolos de autoridad y credenciales, el envío de nobles como embajadores ad hoc, el bautizo al cristianismo como señal de sumisión y el pago de tributos en metálico, son otra muestra de instituciones diplomáticas arraigadas. Lo que no resulta tan raro, ya que a lo largo de la historia, la seguridad y la entrega de tributos ha sido una de las tareas claves de la diplomacia. Las demandas de algunos regentes ambiciosos podían ser exorbitantes, como Atila en el año 443 que luego de un sitio apenas resistido por Constantinopla, forzó al emperador a un tributo anual de 900 libras de oro y a un pago punitivo inicial de cuatro mil libras del mismo metal. También había tributos curiosos como en 556, en que el rey franco Clotario I impuso un gravamen anual de quinientas vacas a las tribus sajonas que recientemente había derrotado. Pero regresando a Carlomagno, el emperador histórico fue mucho menos crédulo que lo que se insinúa en el «Cantar» y desarrolló un eficiente aparato diplomático de largo alcance, aunque se debe dejar en claro que en la Edad Media, considerando la anarquía generalizada, hubo pocas oportunidades para un sistema de contactos internacionales establecidos u ordenados, ya que el distanciamiento y la inseguridad fueron la tónica que plagó la época. El embajador carolingio —usualmente designado como missus o legatus— fue una figura familiar a lo largo de las Cortes europeas y más allá. Durante el reinado de Carlomagno y sus sucesores hubo un permanente flujo de enviados a Roma, Constantinopla, Bulgaria y Escandinavia, a los reyes de Umbría del norte, al emir de Córdoba y al patriarca de Jerusalén. 62

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Harold Nicolson, en la Evolución del método diplomático, reconoce que un importante prerrequisito de cualquier sistema diplomático es «la colección y arreglo ordenado de archivos»; una etapa que habría sido completamente conseguida en la cancillería carolingia. Tanto la contribución religiosa como política del temprano Sacro Imperio romano son citadas como contribuciones: «No es exagerado decir que fue en la cancillería papal y en otras […] que los usos de la diplomacia como una ciencia basada en precedentes y en la experiencia, vino primigeniamente a ser establecida». No obstante, Nicolson no llega a reconocer lo que sostienen otros académicos: que el sistema de legados de la Santa Sede fue el primer intento de representaciones permanentes. Interactuando en el Imperio carolingio, la latinización del lenguaje, la cristiandad, la ley romana, las costumbres germánicas y el ceremonial y ritual bizantinos, proveyeron elementos comunes de comunicabilidad en las relaciones feudales, preparando el terreno para un sistema soberano de comunicaciones: el missi. Se trataba de mensajeros que se constituyeron en los mediadores para las relaciones entre gobernantes de una variedad de rangos. Había dos categorías principales de enviados: el missus regis (real o mensajeros extraordinarios) y el menor missus comitis (de Corte o mensajeros ordinarios). La institución de los missi surgió primero en tiempo de Pepin II (635714 d.C.), que usaba estos enviados especiales para observar, y a veces, dependiendo de las circunstancias, ayudar a la supresión o unificación de ducados hereditarios. Ya en la época de Carlomagno los missi eran reclutados regularmente y despachados en parejas por todo el imperio. A diferencia de Carlomagno, que se supone era analfabeto, los missi debían leer y escribir, habilidades esenciales para mantener la red condal. En la temprana Edad Media, considerando que el alfabetismo era una ventaja y que su investidura les garantizaba cierta protección, los eclesiásticos llenaron mayoritariamente las vacantes del sistema de missi. El primer registro del uso de missi fue en 708 d.C., cuando Pepin II los mandó a la conquistada Aquitania a acordar los términos de su dependencia. Después de su coronación, Carlomagno reorganizó a los missi como una institución de la administración real, pero hacia 870 habían virtualmente desaparecido. 63

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Por el poder que se les otorgaba, es evidente que los missi no eran solo heraldos, oradores o miembros del séquito, puesto que incluso en ocasiones intervenían en asuntos judiciales que surgían entre los vasallos. Una de sus prerrogativas era el hospitium, en que el anfitrión estaba obligado a acomodarlos por la duración de su estadía, que podía ser de pocos días o varios meses, y aunque las permanencias extendidas eran comunes, aún no existía la práctica de los residentes permanentes. El más importante privilegio de los missi era la inviolabilidad, similar a la tractoria de los romanos, que era autorizada por el emperador en una carta sellada. Ahora, avanzando un poco, cabe señalar que las relaciones inglesas con Francia a partir del Tratado de París de 1259 hasta el estallido de la Guerra de los Cien Años, constituye un período curioso en la historia diplomática medieval. Se caracteriza por la primacía de los canales normales de negociación, sin que se recurriera tanto a los arrestos militares. El Tratado de 1259 inaugura así una nueva era en la diplomacia, creando una continua serie de intentos por resolver sus tortuosos problemas y coloreando la totalidad de la política exterior inglesa. Como resultado, el gobierno inglés se vio enfrentado a la necesidad de desarrollar un sistema adecuado de representación de sus asuntos ante las Cortes de naciones extranjeras. Ya no se podía sostener que los tratados se firmaban y olvidaban, que cada paso constituía una entidad en sí mismo, sin conexión con lo que se había hecho antes. Para que la labor de las embajadas fuera efectiva, se requería algún tipo de organización. La diplomacia devino en una actividad para archivistas que estaban capacitados con los medios y entrenamiento para seguir y aconsejar en las materias técnicas. Nace así el Custos Processum («custodio de procesos» o tratados), que constituía una especie de secretaría para asuntos con Francia, con copiosos archivos, que como parte de la función se ponían a disposición de los enviados ingleses tanto en Londres como en el extranjero. Esta oficina de asuntos exteriores surgía como una organización a cargo de una especie de subsecretario cuasi permanente de relaciones exteriores, siempre teniendo en cuenta que el ámbito de sus actividades era necesariamente limitado. Sometido a múltiples tareas a duras penas podía seguir paso a paso el devenir diario de los desarrollos diplomáticos: 64

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bastaba con que pudiera mantener sus archivos y tenerlos a disposición para el beneficio tanto de aquellos que formulaban como para aquellos que ejecutaban la política exterior. Si dicha función hubiera abarcado todo lo concerniente a la diplomacia, claramente no habría sido una institución medieval. Se superponían divisiones que tenían que ver con los enviados, los mecanismos normales de representación diplomática y las relaciones con las demás instituciones del reino, atribuciones que estaban repartidas entre varios departamentos de Estado, cada uno atendiendo algún aspecto de las relaciones exteriores sin una clara demarcación de funciones. La razón de mayor orden que subyace en la creación de esta oficina de Custos Processum llevó al mismo tiempo a la compilación de una serie de grandes libros manuscritos de documentos diplomáticos. Se resolvía así la imposibilidad práctica de manejar una gran cantidad de originales, combinada con la necesidad de solucionar la genuina condición de ruina de las principales recopilaciones; esto posibilitaba al mismo tiempo que los registros de uso constante pudieran estar disponibles con mayor facilidad. Como regla general, los originales se consideraban demasiado valiosos como para que estuvieran fuera de los confines del tesoro, por lo que la mayoría de los documentos en los archivos del Custodio de Tratados eran transcripciones. ¿Qué se consideraba un enviado diplomático en la mentalidad medieval? Varios tratadistas, basados en decretos papales, escribieron acerca de los legati del siglo xiii, refiriéndose principalmente a los legados papales más que a los diplomáticos seculares. Pues bien, a estas alturas bien vale la pena dejar establecido que durante la Edad Media, como una constante, no hubo claridad sobre la definición y denominación de los distintos tipos de enviados diplomáticos. Como casi todo el derecho medieval, las reglas que regulaban el reconocimiento y categorías de los protagonistas, el comportamiento e inmunidades de los agentes diplomáticos, las negociaciones, y la validez y observancia de los acuerdos diplomáticos, escapaban a cualquier cosa que se pareciera a una codificación sistemática. No eran actos formales, ni estatutos, edictos, o tratados de donde obtenían su legitimidad, sino de principios generalmente aceptados y de viejas costumbres establecidas por largo tiempo. 65

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El título más comúnmente usado en la temprana Edad Media era legatus o alguna variable de esta palabra básica; aunque otros nombres, tales como nuncius y missus también se registraban. Varios otros términos eran menos frecuentes; mandatarius es encontrado raramente, y entre los franceses messages es el exacto equivalente de nuncii. Ambas palabras pueden ser aplicadas a enviados de alto estatus y de gran responsabilidad. En la época no era contencioso que todos estos términos fueran equivalentes. La palabra legatus se mantuvo corriente para los diplomáticos papales, así como para los de otros jerarcas de menor rango, mientras que nuncius era aplicada en la diplomacia eclesiástica a enviados a los que se les confiaban asuntos de menor importancia. Muchas discusiones legalista o idealista se produjeron sobre el droit d’ambassade, el derecho a mandar y recibir agentes diplomáticos. Se decía muy apropiadamente que los derechos diplomáticos eran correlativos al derecho a la guerra; consecuentemente, aquel que podía hacer la guerra igual podía negociar directamente o por medio de representantes diplomáticos. Sin embargo, el argumento continuaba sosteniendo que solo el soberano era el que tenía derecho a hacer la guerra, y en consecuencia, ningún súbdito o vasallo podía mandar o recibir agentes diplomáticos, ya que las guerras privadas estaban prohibidas. Parece suficientemente lógico, pero no era cierto. Para Donald E. Queller, en El cargo de embajador en la Edad Media, la definición de Gulielmus Durandus es mucho más pertinente: Un legado es, o puede ser llamado, quien quiera que sea mandado por otro… ya sea por un Príncipe o por el Papa a otros […], o por cualquier ciudad o provincia a un Príncipe o a otro […] o aún por un Proconsul […]. En este caso un legado es llamado como sustituto del cargo de otro […]. Pero también nuncii que extranjeros nos manden son llamados legados.

Todo tipo de mandantes enviaban agentes diplomáticos a todo tipo de receptores. En consecuencia, el concepto de soberanía no servía. ¿Cuán frecuentemente fueron intercambiados enviados ingleses y franceses entre 1066 y 1453 sobre asuntos que se relacionaban con el soberano inglés no como rey de Inglaterra, o soberano, sino como vasallo del rey de Francia? 66

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Los reyes hacían tratados con sus propios vasallos y con los vasallos de sus vecinos. Recibían embajadas de sus propios súbditos y de los súbditos de otros príncipes. Un gobernante no hacía la guerra o desistía de ella de acuerdo a reglas acerca de la soberanía, sino considerando si la guerra servía —o parecía servir— a los intereses del Estado o gobierno. Igualmente, los agentes diplomáticos eran enviados donde los intereses imponían negociaciones. O según la lista de Bernard du Rosier, autor del más antiguo texto sobre diplomacia, Pequeño tratado sobre embajadores, de 1436, cuando se presentaba la ocasión para obtener ventajas con su uso, incluyendo: «para honrar la religión… y a la corona imperial, para proteger los derechos del reino, para ofrecer obediencia… para confirmar la amistad… para hacer la paz… para resolver pasadas disputas, y remover las causas de futuros agravios… para remover tiranos y retornar rebeldes a la obediencia», etcétera. En rigor, el derecho a embajada fue un método formal de comunicaciones privilegiadas entre los miembros de una sociedad ordenada jerárquicamente, y su ejercicio podía ser aceptado o negado de acuerdo a las relaciones de las partes involucradas y a la naturaleza de los asuntos a tratar. Por lo demás, la distinción entre lo público y privado, o entre lo político y diplomático, era extraordinariamente difícil de hacer en la Edad Media. Enviados diplomáticos se mandaban a toda clase de receptores, soberanos o no. Muy frecuentemente, reyes, nobles, o ciudades, mandaban enviados diplomáticos a los cardenales, habitualmente al completo Colegio romano con cartas credenciales separadas para cada cardenal. Cualquier cosa que pudiera efectuarse a través de la correspondencia podía hacerse también por medio de los nuncii. O como sucedía con ocasión de los bárbaros analfabetos de la época de las invasiones, los enviados transportaban un mensaje oral que era memorizado y repetido mecánicamente palabra por palabra. Como mensajero, el nuncius transportaba la voluntad de su mandante y no podía actuar de acuerdo a sus propios designios comprometiendo a su señor. Podía negociar acuerdos en forma de borrador, pero no serían obligatorios para el mandante sin que antes fuera consultado y obtenido una expresión de su voluntad para ser obligado. Cualquier cosa que pudiera hacer un nuncius se concebía como hecha directamente por el mandante. Actuaba personificando a su mandan67

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te de manera tal que el relacionamiento se establecía directamente con el representado, y no con el nuncius. En una era en que los relacionamientos diplomáticos eran bastante esporádicos, los nuncii fueron un adecuado instrumento diplomático. Pero también las negociaciones diplomáticas normalmente eran conducidas por los mismos gobernantes, y culminaban en un encuentro de soberanos. Considerando que las relaciones diplomáticas se limitaban principalmente a Estados vecinos, estas «reuniones o citas cumbre» eran relativamente fáciles de arreglar. Más tarde, el más amplio campo de las relaciones diplomáticas de los grandes Estados de la alta Edad Media, junto con la constante lentitud de comunicaciones, logró su culminación con un instrumento de diplomacia más flexible. Este es encontrado en el derecho romano, un procurador con plena potestas. El plenipotenciario actuaba en nombre propio, ejerciendo su voluntad en nombre de su mandante. Por un acto de representación en el ámbito de los poderes otorgados por su mandante, este era obligado. Incluso, un procurador con mandato especial o libera administratio podía garantizar el comportamiento de su mandante frente a las obligaciones de un pacto, haciendo un juramento que comprometía el alma de su señor. Sin referencia con su mandante, el procurador podía negociar y concluir. Veremos más adelante un ejemplo de enviados-cruzados en 1201, que originalmente destinados a conseguir transporte para el ejército cruzado, terminan aceptando la participación veneciana en la Cruzada a cambio de compartir la conquista. El mandante, no obstante, no estaba presente en la persona del procurador, y en consecuencia el procurador no poseía la representatividad ceremonial de un nuncius. Como la representación era una institución de derecho privado, los procuradores podían ser nombrados tanto por personas privadas como públicas. Según G.P. Cuttino, en Administración diplomática inglesa 12591339, el término legatus o embajador implicaba conforme las definiciones de la época, dos características esenciales: una persona acreditada apropiadamente de acuerdo a una fórmula establecida; y al mismo tiempo, empoderada para representar a su empleador no solamente para expresar sus puntos de vista y ejecutar sus deseos, sino que personificaban su dignidad. La condición de «personificar su dignidad» era la que marcaba la diferencia. 68

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La diplomacia se mantenía abierta para todos aquellos que poseyeran peso suficiente como para participar. El uso de nuncios no desapareció con el advenimiento en diplomacia del procurador. Las dos instituciones fueron usadas concurrentemente y el mismo enviado era frecuentemente nuncius y procurador, para que pudiera tener el carácter representativo del nuncius junto a los poderes discrecionales del procurador. Los enviados diplomáticos vinieron a ser llamados embajadores solo en la alta y tardía Edad Media, pero aun entonces su uso no fue consistente, ya que la palabra «embajador» no tenía un significado muy específico. Un embajador era solo alguien mandado en una misión, y esa persona bien podía igualmente ser llamada legatus o nuncius. Ambaxator, o su equivalente, orator, llegó a ser usado comúnmente para enviados de alto estatus; no obstante, a lo largo del período en cuestión, se encuentran embajadores mandados por entidades no soberanas en misiones que a veces no eran diplomáticas. René Maulde La Clavière, en La diplomatie au temps de Machiavel, encuentra mucha evidencia de este uso desordenado: Los nombres de embajadores, oradores, mensajeros son aplicados a cualquier persona encargada con una misión temporal de carácter público que tenga en vista una resolución pacífica. Se llamará embajador a un enviado del duque de Orleans a sus tierras piamontesas de Asti, al enviado de Isabel de Baviera ante los estados de Dauphiné, los diputados de los Cantones Suizos en la Dieta Federal, los agentes del gobierno suizo ante los connacionales en países extranjeros; le darán la misma denominación a todo enviado real, incluso principesco, en el interior del país. Irán tan lejos como para aplicárselo, en materia de guerra, a ciertos capitanes que negocien una capitulación, e incluso al comandante de un ejército de ocupación pacífica. La expresión tiene la misma elasticidad que la institución. En Italia, la palabra ambasciata significa cualquiera comisión; lo que sea.

Los embajadores, entonces, fueron enviados y recibidos por la más amplia variedad de personas y corporaciones, y para todo tipo de asuntos importantes o triviales, y no era clara la distinción que se hacía entre legatus y nuncius en los siglos xiii y xiv. Así, el nuncius podía ser el enviado 69

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de un individuo privado que como tal no tenía derecho a nombrar a un embajador, o una persona o entidad que teniendo tal derecho, decidía no ejercerlo al momento de nombrarlo. En tal caso se trataba simplemente del portador de un mensaje o una nota. Muy probablemente el nuncius specialis fuera idéntico a un legatus o embajador, mientras que la diferencia entre nuncius y legatus fuera posiblemente la misma que se hiciera en el siglo xv. Según Rosier, legatus y ambaxiadore son dos palabras para el mismo cargo: la primera usada en la antigüedad clásica y la otra de orígenes más recientes. Además de los principales grupos de enviados diplomáticos, habría que agregar numerosas personas cuyas labores se limitaban a portar mensajes escritos para ser entregados y leídos por otros. Estos mensajeros tenían asimismo otra importante función en el sistema inglés. Eran asignados como escoltas de enviados extranjeros que servían en Inglaterra, y en tal capacidad estaban destinados a hacer cumplir el salvoconducto real otorgado a tales dignatarios y a su vez contrarrestar cualquier intento de espionaje. Según G.P. Cuttino, cuatro grandes grupos componían el personal del servicio exterior inglés durante la Edad Media. El primero estaba compuesto por la alta nobleza y el alto clero, gente que estaba íntimamente asociada con los asuntos domésticos del Reino. El segundo grupo estaba formado por aquellos que siendo de menor nobleza, plebeyos, o funcionarios, no obstante mantenían posiciones de responsabilidad administrativa en el gobierno. El tercer grupo era el mayor y más heterogéneo. Entre sus miembros se contaban soldados, ciudadanos y mercaderes de Londres y otros condados, incluso algunos miembros del Parlamento. Muchos servían como jueces o abogados, mientras que otros eran funcionarios menores. Unos cuantos eran extranjeros, particularmente mercaderes de ciudades italianas. El cuarto era un grupo de especialistas que veremos más adelante. Siempre según Cuttino, entre 1327 y 1339 hubo algo así como 125 embajadores ingleses enviados al extranjero, ello sin tomar en cuenta el vasto número de funcionarios y otras personas que formaban el séquito de embajadas mayores. El primer elemento que llama la atención, comparado con otras ramas de la administración inglesa, es la continuidad del servicio exterior, ya que a pesar de las turbulencias políticas de la 70

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época, hubo pocas repercusiones en la esfera diplomática. Las clases y grupos de embajadores se mantuvieron relativamente estables gracias a que el monarca sostenía un servicio exterior con un esquema que en cierta medida permitía las promociones. Se produce así que funcionarios que servían en capacidades menores en una gran embajada, con el tiempo podían llegar a encabezar su propia misión. La sabiduría de tal práctica es obvia. Suministraba un personal que a la vez estaba bien adiestrado en la mecánica de la diplomacia, versado en su ceremonial, y conocedor de los asuntos del momento, tanto en la situación doméstica como exterior. La mezcla de nobleza y clérigos cumplía igualmente un propósito. El solo hecho que un prominente conde fuera empleado en una misión podía hacer impresionante una embajada, logrando que fuera atendida con respeto por las Cortes extranjeras. En estos casos, no era necesario que el encargado fuera versado en las materias técnicas de la diplomacia, pues los funcionarios administrativos con su formación profesional podrían atender esas materias. El primero representaba el impacto histriónico; los otros, el ámbito práctico de la diplomacia; aunque ambos eran esenciales. En la misma flexibilidad del sistema residía su efectividad. Así, los almirantes eran una elección ideal para embajadas destinadas a tratar problemas marítimos, mientras que los especialistas en lanas o temas financieros eran utilizados en materias comerciales. Asimismo, los mercaderes italianos, cuyos negocios los llevaban a los países con que Inglaterra tenía relaciones, podían atender convenientemente materias menos importantes. La combinación, entonces, de destrezas y capacidad de representación, de planificación y otras habilidades, contribuían para un admirable instrumento de presencia diplomática, uno que fue suficientemente satisfactorio hasta que las cambiantes condiciones internacionales produjeron nuevas necesidades. Esas cambiantes condiciones internacionales respondían a la transición de los principales Estados europeos desde un escenario de descentralización política hacia uno comparativamente de mayor unidad. A su frente se encontraban monarcas ansiosos de consolidar sus territorios e incrementar su prestigio personal con el engrandecimiento jurisdiccional. La resultante rivalidad internacional imponía la necesidad de adquirir más amplias y precisas informaciones sobre las acciones e intenciones de otros 71

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gobernantes. Desde mediados del siglo xv, consecuentemente, los representantes enviados ad hoc comenzaron a ser superados paulatinamente por los embajadores residentes. Como veremos más adelante, en general es aceptado que dicha práctica se originó en las relaciones mutuas entre los Estados italianos, y fue adoptada gradualmente por otros países europeos. En todo caso no se debe asumir, al menos en el caso de los embajadores residentes ingleses, que la institución surgiera súbitamente en completo desarrollo como respuesta a las necesidades del siglo xv: las raíces de la institución eran mucho más profundas. Aunque sus nombres sean desconocidos, hubo representantes ingleses cuasipermanentes tanto en las Cortes de Francia como de Roma desde un período muy temprano. La presencia de aquellos en Francia probablemente data de los prolegómenos de las disputas que precedieron al Tratado de París de 1259, y de aquellos en Roma, de la época en que los requerimientos reales de privilegios papales fueron más allá de demandas ocasionales. La naturaleza técnica de los asuntos tratados en ambas Cortes hizo que la presencia de tales representantes fuera esencial. Cada paso tenía que ser cuidadosamente analizado: funcionarios tenían que ser agasajados, intimidados o sobornados en el monto adecuado; las propuestas y los grupos opositores debían ser descubiertos y, de ser necesario, neutralizados. Para cumplir estas funciones se necesitaba un conocimiento íntimo del medio. Ningún extranjero sin instrucción, ningún enviado casual, podía pretender simplemente enfrentar tales desafíos. Los hombros sobre los cuales recaerían dichas tareas eran los pertenecientes a aquel cuarto grupo de personal del servicio exterior inglés que se mencionaba antes. Según Cuttino, eran especialistas altamente entrenados, casi todos formados en alguna rama legal, y la mayoría familiarizados con el derecho romano, y hasta doctores y profesores de derecho civil y teología. De dicho grupo provenían los procuradores (Proctors) reales en Roma y Francia cuyas funciones eran representar los deseos reales ante el Papa y en París, para realizar las gestiones necesarias para asegurar su cumplimiento. Con el paso del tiempo ambos vinieron a desarrollar funciones diferentes de aquellas que originalmente explicaban sus presencias en las respectivas Cortes. A la sede apostólica partían los representantes de todos los Estados de la cristiandad, y un agente emprendedor usualmente 72

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encontraba oportunidades para reunirse y conversar con estadistas de todos los países. La curia papal era una especie de Liga de las Naciones medieval —e igual de inoficiosa. No obstante, no es difícil imaginar que buena parte del trabajo en terreno era hecho en Roma o en los palacios galos. Estando en la escena, iniciados en la fina red de complicidades que era el mundo refinado, corrupto y excitante, sofocante y soberbio, de la vida social local, estos procuradores eran los potenciales instrumentos para resolver asuntos diplomáticos no suficientemente importantes para justificar el envío de una embajada especial. Asimismo, eran un instrumento capacitado para instruir a los enviados en procedimientos intrincados, y para proveer información política. En último término, se transformaron en los primeros representantes diplomáticos permanentes ingleses. En efecto, a medida que se intensifica el intercambio diplomático, se comienza a desarrollar una tendencia hacia el embajador residente y también a que la duración de las misiones fuera más prolongada. Como veremos en su momento, tan tempranamente como en 1269, los embajadores venecianos eran emplazados a permanecer en sus destinaciones hasta que se les otorgara permiso para regresar, con una tendencia de creciente dificultad para conseguir tal autorización. A medida que esto ocurre, la función de los embajadores tiende a cambiar. Mientras la ocupación principal de los enviados anteriores había sido transmitir mensajes o efectuar negociaciones entre Estados, para el residente, la función principal es la recolección de información y representación ceremonial, aunque por supuesto un embajador podía ser investido con plenos poderes haciéndolo un plenipotenciario. A medida que el intercambio de embajadores se hace más usual, o mientras se hacían residentes y se comunican más frecuentemente con sus gobiernos por medio de mensajeros, el otorgamiento de una gran autoridad discrecional se hace menos común. Plenos poderes eran otorgados, pero normalmente solo después que el otorgante mismo hubiera accedido, al menos en principio, a las obligaciones específicas que le serían impuestas. Sin embargo, la antigua práctica de obligarse por adelantado a cumplir cualquier promesa de sus enviados no fue abandonada por completo. En la premisa que la violación de un juramento era una ruptura de la ley moral, castigada con la excomunión, se elaboró toda una

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teoría de la santidad de los tratados, y sobre el uso de armas espirituales para asegurar su cumplimiento. Una vez que partía la embajada, Rosier recomendaba que debía viajar a una velocidad razonable, sin prisas indignas y de manera que señalara su carácter oficial, lo que en la práctica podía significar semanas, y hasta meses de viaje. Cómo se organiza la partida de un nuncio en el siglo xiii: Es sana costumbre que, después de la misa de maitines, el colegio de cardenales entero escolte al viajero hasta una legua de la ciudad; siempre hay mucha gente que se reúne para seguir a la comitiva o para contemplar el paso desde los bordes del camino, con lo que es necesario ir al paso de procesión, para conferir dignidad al cortejo. Después se hace un alto, y los cardenales se alinean en orden de importancia, y el nuncio da a cada uno un beso de la paz, con lo que la ceremonia consume buena parte de la mañana…

Al llegar la embajada debía hacer una entrada solemne. La Corte a la que estaba destinada mandaría a encontrarlos, a alguna distancia del lugar designado para su recibimiento, a «personas de rango y distinción apropiados a la posición del embajador y a la solemnidad de su embajada». Estas distinguidas personas enviadas a dar la bienvenida se esperaba que escoltaran a la embajada, después de una dignificante demora, en una pública procesión ceremonial hasta la presencia del soberano al que estaban mandados. Esta «entrada solemne» de una embajada especial era una de las costumbres más antiguas y usadas del intercambio diplomático europeo. Hay registros del recibimiento de legados papales tan temprano como en el siglo xii, y continuaba en práctica aún en la época de Luis xiv. Sus orígenes son ciertamente bizantinos, reminiscencias de las ceremonias con que los emperadores en el Bósforo buscaban impresionar a los bárbaros. El comité de bienvenida frecuentemente estaría encabezado por un gran magnate, hasta un príncipe quizá; las calles estarían engalanadas con estandartes y guirnaldas, y la procesión en sus más espléndidos atuendos avanzaría al son de la música (las embajadas realmente solemnes llevaban sus propios trompetistas), con las campanas al vuelo y el tronar de los cañones. Los ciudadanos puede que estuvieran dispuestos a desfilar con 74

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apropiadas alegorías; de las fuentes pudiera brotar vino, pero ciertamente el programa sería concluido con un suntuoso banquete oficial. Mientras en las etapas iniciales de la Edad Media un enviado podía ser despachado sin ningún documento, hacia el siglo xv el intercambio de embajadores usualmente era acompañado por una cantidad considerable de escritos. Los florentinos recibieron, en 1459, un assertus orator dirigido al Papa por el rey de Francia, que carecía de credenciales. El conde de Charoláis se sintió muy insultado, en 1466, cuando Luis xi le envió un embajador con credenciales orales solamente. El documento que era requerido comúnmente para investir un nuncio o un embajador eran las cartas credenciales. Se trataba de un documento de un formato establecido ya antes de 1400, escrito en pergamino, en latín, redactado en el mejor estilo de cancillería y lacrado con el sello del Estado. Saludaba al destinatario con todos sus títulos y estaba firmado con todos los títulos del remitente; pero el texto intermedio normalmente eran unas pocas líneas cuyo sentido era rogar al receptor que hiciera completa fe de lo que dijera el portador (normalmente nombrado) de parte del signatario. No obstante, no se requerían cartas credenciales si el enviado era un procurador, aunque los enviados frecuentemente obtenían tanto cartas credenciales como de representación. Algunas veces la redacción típica de cartas tanto de credenciales como de representación se encontraba mezclada en el mismo documento. Esto se suponía que investía al enviado como nuncio y procurador. Las cartas con instrucciones no eran esenciales en la diplomacia medieval, pero progresivamente se hicieron más comunes. Estos eran documentos menos formales y no trataban normalmente sobre las relaciones de un Estado con el otro, sino más bien sobre la vinculación entre el mandante y el enviado. Mostrar las instrucciones era considerado una muestra de relaciones amistosas. Se conocen instrucciones que fueron leídas a la contraparte y otras que en su redacción indicaban que expresamente tenían que ser leídas. Las instrucciones de una embajada de Padua, en 1308, fueron copiadas en el registro del Maggior Consiglio de Venecia. Un enviado también podía recibir instrumentos, o copias de documentos, que suministraban evidencias de su misión. Se sabe de embajadores que al partir se les suministraba gran cantidad de documentos oficiales; por ejemplo, 27 en un caso y 35 en otro. También, a veces, recibían cartas de 75

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protección, pasaportes y salvoconductos. En raras ocasiones, incluso se encontraban enviados diplomáticos que portaban pergaminos sellados, pero en blanco, en que pudieran escribir acuerdos que comprometieran a su mandante. En 1253, la condesa Margarita de Flandes despachó ante Tomás de Saboya, viudo de su hermana la condesa Juana, y al papa Inocencio IV, una embajada con sellos en blanco… que según la condesa fueron mal usados generándose un extenso pleito. El enviado diplomático podía portar alguno o todos estos documentos, o se le podían mandar posteriormente durante el desarrollo de su misión. El propósito de la mayoría de las embajadas era diplomático; esto es, alcanzar tratados y treguas, buscar alianzas, o arreglar finiquitos de acuerdos ya establecidos. Algunos, además, se dedicaban a asuntos comerciales, o a la reparación de agravios mercantiles. La duración de una embajada dependía naturalmente del carácter de los asuntos a ser tratados, la obstinación o buena voluntad de las partes comprometidas, la extensión del viaje, y la habilidad personal del enviado. En forma apreciable, estaba además determinada por al rango del diplomático: mientras más alto el rango de un embajador, más lento era su desplazamiento de viaje, ya que la ostentación del mismo debía estar en concordancia con su dignidad. Las embajadas inglesas más importantes eran un asunto de gran colorido, expresamente destinadas a impresionar a eventuales aliados con las riquezas y fortalezas del Reino de Inglaterra. Esta era una realidad que se repetía en todas las Cortes europeas. Pero la posición de un enviado no siempre era placentera. Se requería un salvoconducto del país a donde se viajaba, y los afanes de un monarca por proteger sus propios intereses, bien podían limitar severamente las actividades de un enviado que no pudiera ingeniar manera de circunvalarlas, complicándole seriamente la vida diaria. Todo tipo de personas de las clases altas o medias condujeron misiones diplomáticas medievales; no obstante, mientras más ceremonial fuera el carácter de una misión, más apropiado parecía enviar embajadores de alto rango social. No había una clase diplomática profesional propiamente tal, y ya fueran clérigos, funcionarios palaciegos, o nobles, eran escogidos según las necesidades. No obstante hubo una tendencia, y bien apreciable, a retornar enviados a lugares que ya hubieran visitado y conocido con 76

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anterioridad. Una de las más fructíferas fuentes de personal diplomático fue la clerecía. El aura religiosa que rodeaba a la diplomacia medieval llamaba a la participación eclesiástica. Además, hasta que no surgió una clase de laicos bien educados, los clérigos eran escogidos para esta y otras tareas gubernamentales porque tenían una mayor calificación educacional. Por otra parte, en tiempo de hostilidades se corrían serios riesgos aceptando misiones en un país enemigo. Por lo mismo, los eclesiásticos abundaban entre los enviados, ya que además de su experiencia administrativa, se mantenían relativamente a salvo bajo la protección de la Iglesia. Comenzando el siglo xv, la figura del apocrisario creció significativamente en importancia. Originalmente un funcionario enviado por el emperador para que lo representara en materias de vigilancia y administración, el apocrisario, fue adoptado por la Iglesia transformándolo en un representante de la autoridad eclesiástica frente a potestades civiles o religiosas. El primer pontífice que hizo uso de estos intermediarios fue Leo I (440-461), que envió a Giuliano, obispo de Kos, a la Corte bizantina en 453, con el fin de representar los intereses de la Santa Sede ante el emperador Marciano, y especialmente para atender materias de fe y poner coto a la propagación herética. De ahí en adelante, por casi tres siglos, la figura del apocrisario asumió una forma relativamente estable y desarrolló una función de gran prestigio. El apocrisario enviado a la Corte imperial fue siempre un hombre eminente y de autoridad. Entre aquellos que sirvieron en tal capacidad se incluye al papa Gregorio I (590-604), que representó a la Santa Sede en Constantinopla desde el año 579 hasta el 586. Por supuesto, en los cánones medievales no se trataba solo de diligencia y conocimiento; al diplomático se le demandaba además brillo social, ya que se concebía el arte de la diplomacia como el arte del espectáculo. Normalmente en la Edad Media, la diplomacia implicaba ceremonias religiosas. Las negociaciones eran abiertas con rituales religiosos y el beneficio de rezos. Los actos solemnes eran concluidos en iglesias, capillas, palacios episcopales, o abadías, santificados por el canto de misas bajo los humos de inciensos y ecos de coros. En lo secular, los enviados tenían que ser convencidos del poder y carisma del soberano, y a su vez los diplomáticos usualmente eran tratados no solo con respeto, sino con gran cortesía. Se indica que en Francia, 77

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los embajadores tenían derecho a respetos que se manifestaban en títulos honoríficos. Un simple embajador era normalmente llamado con el adjetivo magnificus, y no tan frecuentemente como spectabilis. En Venecia, se les trataba de clarissimo orator. El ceremonial, entonces y ahora, jugaba un importante papel en la diplomacia. Aun mucho más tarde, ningún cortesano sin importar qué tan íntimo fuera con Luis xiii, se atrevería nunca a dirigírsele sin bajar apropiadamente la vista, con reverencia, y el saludo de «Señor» o el más reciente de «Su Majestad». Igualmente, ningún noble de título, alto o bajo, prelado, consejero, o quién fuera, podía abstenerse de mostrar el respeto adecuado al monarca. En realidad, sus títulos, cargos, e incluso sus nombres, les habían sido concedidos por el rey y el Estado. En intercambios por escrito, ninguna carta u otro instrumento público podía ser compuesto o sellado sin los apropiados encabezamientos; y asimismo ninguna carta podía ser escrita a ningún individuo o institución que representara al soberano sin iniciarla y concluirla con las apropiadas muestras de respeto. En Nápoles, el conde de Lemos y Juan de Zúñiga llegaron a sacar espadas, ellos, sus séquitos y hasta sus criados, llegando a 150 contendientes con sus hierros, porque el uno llamó al otro «señoría» en vez de «excelencia», y el otro al uno «vuestra merced» en lugar de «señoría»… Las embajadas de gran importancia ceremonial eran enormes y muy elaboradas. El ya mencionado René de Maulde La Clavière sostiene que una embajada a una Corte mayor tenía que alcanzar al menos 150 caballos, aunque poderosas ciudades-Estado, tales como Milán y Venecia, aceptarían como suficiente muestra de respeto embajadas reales de 80 caballos, o 55 caballos y 25 lacayos. En 1441, se extiende un salvoconducto para 25 embajadores franceses con la absurda comitiva de 1.340 personas y caballos. Si se fallaba en demostrar lo que se consideraba un apropiado respeto por un embajador, teniendo en cuenta su carácter de representante, era estimado como una afrenta directa al mandante. Considerando que el ceremonial simbolizaba el mutuo respeto de las partes, podían producirse molestias en este sensible ámbito. Los moscovitas, siguiendo las costumbres mongolas, tenían una regla referente a los embajadores que a muchos occidentales les molestaba; se requería que no estuvieran armados al ser recibidos en audiencia. Como un señor feudal occidental consideraba su 78

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espada como parte de su tenida normal, frecuentemente reclamaban, pero todos eran obligados a cumplir. Además, como era normal, los embajadores de las distintas potencias luchaban por la precedencia, especialmente en Roma, que establecía el rasero para el resto de las Cortes cristianas. Teóricamente al menos, los enviados diplomáticos estaban en lo personal protegidos, igual que sus comitivas y sus bienes. También en gran medida, el diplomático estaba protegido en la práctica, ya que si los enviados no podían ir y venir con seguridad, el intercambio diplomático podía llegar a detenerse completamente. Aun así, los enviados regularmente llegaban a correr riesgos físicos; se hablaba de una actividad ardua et periculosa. Incluso las cartas de salvoconducto no siempre proporcionaban una protección efectiva. Por supuesto, las inmunidades de los embajadores podían en ocasiones ser transgredidas, pero estos casos eran notables excepciones. Pero estas excepciones bastaban para la reticencia de algunos enviados para partir a sus misiones, considerando los peligros, penurias y molestias a que estaban sometidos los viajes en el medioevo. El rey Juan, en 1205, planeó mandar a Roma diferentes nuncii llevando copias de la misma carta «considerando los muchos peligros del camino». Quizá el más famoso secuestro de legados en la historia medieval fue la captura por Federico II de más de cien arzobispos, obispos, nuncii, procuradores, prelados y embajadores de las ciudades lombardas rebeldes en 1241; pero frente a una indignada opinión pública, representada principalmente por San Luis, se vio obligado a liberarlos. Se pueden dar muchos ejemplos de malos tratos, tales como los reclamos de dos embajadores venecianos enviados al emperador, que fueron capturados, robados, mantenidos en prisión por más de 22 meses, hambrientos, sedientos y sometidos a vejaciones. En la diplomacia medieval… de grato, poco y nada. Además, enfrentaban serios problemas económicos. La financiación de embajadas no era un problema menor para los Estados medievales. A veces se esperaba que el Estado receptor costeara, al menos en parte, los gastos de una embajada. En algunos casos, Venecia proveía casas amuebladas, así como dinero para consumos de los embajadores visitantes; mientras en Bizancio se acostumbraba el completo sostenimiento de los mismos a expensas del emperador. No obstante, progresivamente el Estado que 79

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mandaba un enviado debía enfrentar el costo de la embajada, o exigirle al enviado mismo que lo hiciera. Los archivos medievales están llenos de los lamentos contra los gobiernos de enviados reciamente presionados, y de los esfuerzos de los gobiernos por evitar que los enviados transfirieran mayores compromisos financieros al Estado. En 1470, los embajadores venecianos recibían medio ducado por día por las expense oris de cada hombre y caballo; y en 1477, el reglamento autorizaba tres ducados al mes por un mayordomo, dos por el capellán, el barbero y el caballerizo; dos ducados y medio por dos sirvientes personales, y diez liras para cada uno de los restantes servidores. Regresando a Rosier, sabemos que era una práctica común en la cristiandad pagar a los embajadores un estipendio —que como ya vimos era usualmente muy modesto— sobre la base de un per diem. Era aceptado en la ley y en la práctica que un embajador tenía derecho a los gastos ordinarios de viaje, y a que le fueran indemnizadas las pérdidas que resultaran del mismo. Una vez que hubiera presentado sus credenciales, sus gastos ordinarios y los de su comitiva serían asumidos, se suponía, por el gobierno receptor, con lo que con su per diem, menos esos gastos, harían una remuneración razonable. Pero… comúnmente el per diem, o buena parte del mismo, no se pagaba hasta el regreso del embajador, y no habían reglas claras sobre el rembolso de los gastos iniciales, ni en los tiempos de Rosier, ni aún mucho después. Pero en ocasiones, la remuneración de los embajadores en el extranjero tomaban otras formas; por ejemplo, el derecho a incluir ciertas cantidades de bienes libres de impuestos en las valijas diplomáticas. Los embajadores venecianos en España, verbigracia, tenían desde la antigüedad el privilegio de importar vino, una prerrogativa subsecuentemente convertida en una asignación mensual de noventa doblas que se mantuvo inalterada hasta 1714. Aun para una embajada formal, los gastos en caballos y sus aparejos, en libreas para los sirvientes, en provisiones y ropa de cama, platería, tapices y demases, eran extremadamente pesados, y a veces era difícil desengañar a los funcionarios del tesoro de la idea de que los individuos confiados con misiones diplomáticas tenían que pagar por el honor conferido. Rosier rechazaba airadamente tal predicamento; ningún embajador, decía, debía partir a menos que estuviera seguro de que sería provisto adecuadamente. 80

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Quizá hablaba por experiencia propia, teniendo alguna cuenta pendiente de pago por las arcas reales, ya que al momento de escribir se desempeñaba como embajador francés en la Corte del rey Juan II de Castilla. Cuando la labor de un embajador finalizaba, naturalmente se esperaba que se despidiera cortésmente de su anfitrión y consiguiera licencia para su partida. Faltar a lo anterior era una chocante descortesía. El Dux veneciano en 1283 expresaba su estupefacción al Papa, ya que el enviado de S.S., el obispo de Grossetto, habiendo llegado a Venecia el 3 de junio y siendo recibido por el Dux y su pequeño Consejo al día siguiente, y habiendo leído la carta del Papa el día 6, había desaparecido el día 9 sin esperar la respuesta del Dux, o la carta que este esperaba mandar a Roma. Por otra parte, la partida de Venecia sin licencia de un nuncius de Ferrara fue probablemente un insulto calculado, ya que el mensaje mandado a continuación por el Senado de Ferrara fue un ultimátum. Enseguida veremos un ejemplo de tratativas diplomáticas para financiar una misión asociada a las Cruzadas, uno de los movimientos más caracterizados de la Edad Media y que se iniciaron a través de los esfuerzos de los embajadores. En 1201, luego de tres Cruzadas, Jerusalén aún se mantenía en manos de los infieles, por lo que Inocencio III estableció: «Todo aquel que tome la cruz y sirva en las huestes por un año, será liberado de todos los pecados que hubiera cometido y admitido en confesión». Como un contemporáneo informaba, «esta indulgencia era tan grande, que el corazón de los hombres fue conmovido, y muchos tomaron la cruz por la inmensidad del perdón». La nobleza francesa fue especialmente receptiva al llamado papal a las armas. Se realiza un encuentro en Soissons «para establecer cuándo deben partir y adónde dirigirse las huestes». Pero no logran ponerse de acuerdo, porque les parece que «no es suficiente la gente que ha tomado la cruz». El plan era navegar hasta Egipto, una base ideal para una incursión en el territorio de Saladino y también una rica fuente de suministros y botín. Todo lo que faltaba eran los medios para montar una expedición tan ambiciosa. Luego de muchas discusiones se decidió el despacho de embajadores para conseguir naves que pudieran trasladar a las fuerzas de la cristiandad hasta Egipto.

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«Se acordó que se debían enviar embajadores, los mejores que pudieran encontrarse, con plenos poderes, como si fueran los propios señores en persona, para que convinieran todo aquello que requiriera ser acordado». Thibaut, el conde de Champagne, eligió a los nobles Miles de Brabante y Geoffrey de Villehardouin, el autor del detallado relato EF FTUB *7 $SV[BEB  QBSB JOUFHSBS MB FNCBKBEB #BMEXJO  FM DPOEF EF Flandes, agregó a Conon de Bethume y Alard Maquereau, a los que se agregaron John de Friaise y Walter de Gaudoncille, los dos representantes del conde de Blois y Chartres. Cada uno de los hombres fue provisto con «cartas con los correspondientes sellos, a los efectos que emprendían y para que pudieran realizar cualquiera convención y acuerdo que los enviados pudieran requerir en todos los puertos marítimos, o dondequiera los enviados pudieran ir». Estos documentos otorgaban a los embajadores plenos poderes para negociar en nombre de sus señores, y obligaba a los nobles a acatar cualquier acuerdo que fuese alcanzado. Luego de algunas discusiones, los embajadores estuvieron de acuerdo en que la destinación más promisoria era Venecia, donde «esperaban encontrar un número de naves mucho mayor que en cualquier otro puerto». Llegaron a Venecia en la primera semana de Cuaresma de 1201, y parece que fueron impresionados muy positivamente por el Dux, Enrico Dandolo, iniciando de inmediato las negociaciones. El Dux y su Consejo fueron sorprendidos por las cartas que portaban los embajadores. Lo típico era que los enviados llevaran instrucciones muy detalladas, individualizando las demandas, expectativas y sugerencias de sus empleadores. De esta manera, los parámetros de cualquier negociación eran inmediatamente evidentes, y era virtualmente imposible que los embajadores se desviaran más allá de las intenciones de aquellos que los enviaban. No obstante, en esta instancia, «las cartas eran sólo Cartas Credenciales, y no declaraban más que los portadores debían ser acreditados como si fueran los condes en persona, y que los señalados condes darían por bueno lo que los seis embajadores asumieran». Al momento en que el acuerdo estaba a punto de alcanzarse, la asimetría de la situación era notable. El Dux había requerido varios días para obtener el consentimiento del Gran Consejo y de los Comunes antes de 82

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alcanzar ningún compromiso definitivo. Mientras que para los cruzados, la decisión de una de las más significativas transacciones de la Edad Media —lanzar una Cruzada— era dejada a seis hombres que no tenían ninguna oportunidad de consultar con sus líderes en Francia. Le agradecieron al Dux el otorgamiento de la audiencia y quedaron «de consultar entre ellos y que darían su respuesta al día siguiente». En efecto, consultaron «y conversaron el asunto durante la noche», acordando aceptar los términos ofrecidos. Por lo que al día siguiente se apersonaron ante el Dux y le dijeron: «Señor, estamos listos para ratificar el pacto». El Dux entonces contestó «que debía conversar el asunto con su gente, y cuando tuviera una reacción se la haría saber a los enviados». En todo caso, los alcances de la oferta de Venecia eran enormes: Construiremos transporte para trasladar cuatro mil quinientos caballos, y nueve mil escuderos, y barcos para cuatro mil quinientos caballeros, y veinte mil tropa de infantería. […] Y el convenio que estamos proponiendo, nos comprometemos a mantenerlo por un año a partir del día que naveguemos del puerto de Venecia al servicio de Dios y de la Cristiandad. Ahora, la suma total de los gastos ya mencionados llega a 85.000 marcos… Por amor a Dios, vamos a agregar a la flota cincuenta galeras armadas, a condición de de que mientras actuemos en sociedad, de todas las conquistas en tierras o en dinero, ya sea en el mar o en tierra firme, deberemos tener una mitad y ustedes la otra mitad.

Cuando los tratados estuvieron listos, los embajadores visitaron el Palacio Ducal una vez más, «donde el Dux entregó los Tratados a los enviados, se arrodilló sollozando y juró sobre reliquias sagradas que observaría fielmente las condiciones pactadas, y lo mismo hizo todo su Consejo, que alcanzaba a cincuenta y seis personas». Se enviaron mensajeros a Roma para asegurar la aprobación del convenio por el Papa, «la que concedió de buena gana», y los embajadores pidieron prestados cinco mil marcos «y se los dieron al Dux para que comenzara la construcción de los barcos». Lo que empezó como un triunfo diplomático, prontamente se transformó en una farsa política. Para los cruzados cada vez se hacía más 83

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evidente que no lograrían pagar a Venecia todo lo que debían. El Dux y el Senado, en lugar de lamentar la situación, vieron una oportunidad de transformarla en su favor para obtener ventajas. Los cruzados estaban en una encrucijada, hasta que las complejidades políticas de la Corte bizantina intervinieron. El depuesto Isaac II se aproximó a los desesperados cruzados con una generosa oferta de hombres y dinero si aceptaban, antes de emprender su empresa en el Cercano Oriente, remover al impostor que ocupaba el trono en Bizancio. Muchos cruzados estaban horrorizados con la propuesta de un ejército cruzado de la cristiandad cayendo sobre una ciudad cristiana, aunque ortodoxa; pero no veían otra salida al impasse. Así, una flota de casi quinientos barcos llegó al Bósforo, en junio del 1203, reinstalando a Isaac II, e inmediatamente presionando para recibir el pago prometido, manteniendo como virtual rehén al hijo del nuevo emperador como garantía de cumplimiento. Luego de una ocupación de casi un año, con la población bizantina completamente en contra, y sin esperanzas de cobrar, los cruzados lanzaron una serie de ataques contra la ciudad logrando romper las defensas. Miles de personas murieron, los altares fueron demolidos y antiguas estatuas reducidas a escombros en medio del saqueo. Fue un desastre que asombró a la totalidad de Europa. Esto no era para lo que habían sido creados los ejércitos cruzados. El hecho lesionó para siempre la relación entre el Imperio bizantino y la Europa católica romana. Pero regresando a nuestros seis embajadores y a la colosal responsabilidad que se había depositado en sus hombros, con la sola frase «con plenos poderes, como si fueran los señores en persona», marcó un cambio paradigmático en la historia de la diplomacia europea. El rol de los embajadores estaba en proceso de transformación. Antes de la tardía Edad Media casi siempre habían sido considerados como representantes de sus gobernantes, careciendo de autonomía. Podían suplantar a sus monarcas en importantes ocasiones, como en el siglo xv, cuando Galeazzo Maria Sforza, impedido de asistir a su propio matrimonio, despachó a su primo Tristán como su empoderado embajador, una tarea que este cumplió con ejemplar rigurosidad, aun entrando a la cama nupcial y palpando los níveos muslos de la novia.

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Pero en el más sobrio mundo de las negociaciones, los embajadores simplemente realizaban los deseos de sus superiores. Eran, como lo decía una frase corriente, «cartas vivientes», y poco más. Pero ahora, de pronto se hablaba de iniciativa, de poderes plenipotenciarios. Este modelo de embajadores autónomos se mantendría como la norma en la moderna era europea.

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Con la desintegración del Imperio romano y el surgimiento, tanto en Oriente como en Occidente, de un número de naciones bárbaras autónomas y agresivas, los viejos hábitos de sometimiento impuestos por la pax romana fueron remplazados por un nuevo espíritu de competencia. Todo lo que en Roma había representado ley, paz y orden, ahora se centraba en la fuerza y en las armas. La política ya no estaba limitada a las alternativas definidas por obediencia o revuelta, sino más bien por el ajuste de ambiciones rivales, y por el fortalecimiento de la seguridad nacional mediante la conciliación de enemigos y la adquisición de aliados. No obstante, una vez que el punto más bajo de la desintegración fue alcanzado, lenta y dolorosamente comenzó nuevamente la restauración y reconstrucción de la civilización. Un aspecto precursor de esta revitalización fue la renovación del comercio. Los comerciantes normalmente prefieren la negociación sobre el disenso, y considerando que los más importantes centros de comercio estaban localizados en Italia, naturalmente los pueblos y ciudades-Estado italianas cultivaron más que otros el pacífico arte del trato diplomático. Ello fue posible, ya que en la Italia del siglo xv se observaba un notable equilibrio de poderes entre las ciudades-Estado que rivalizaban en la península. No había conflictos religiosos de la dimensión de católicos contra protestantes, y una falta de conflictos ideológicos, que proveían un campo fértil para que los diplomáticos operaran exitosa y provechosamente. Se podría sostener que el resto de Europa iba a la zaga de Italia en habilidades diplomáticas igual que en todas las demás artes civilizadas.

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Claramente los elementos dominantes de la sociedad italiana preferían la diplomacia por sobre los mercenarios extraños que hacían la guerra y que podrían cambiar de bando en la próxima campaña. No se trataba de pacifismo… estaban encantados con las habilidades diplomáticas según su peculiar visión: la diestra anticipación de la próxima movida en el tablero, la sutil táctica que podía hacer la zancadilla a un oponente más poderoso, la conversión de un enemigo en socio contra un rival común, transformar la victoria ajena en una derrota, embaucándolos con persuasión y destreza mental; eran pericias con seguridad más admirables que la valentía bruta de los condottieri. La diplomacia era para los soberanos; la guerra para los hombres de alquiler. Al efecto, Nicolás Maquiavelo, el 29 de octubre de 1503, escribía desde Roma: Es evidente que el objetivo es más bien incrementar sus reputaciones que el número de sus tropas; ya que como consecuencia de las grandes enemistades que estos condottieri han despertado en las diferentes ciudades romanas, son considerados más bien como bandidos que como soldados. Siendo controlados enteramente por sus propias pasiones, no pueden servir bien a terceros; y los Tratados de Paz que concluyen entre ellos sólo duran hasta que se presenta una nueva ocasión para agraviarse. Quienquiera que esté en el lugar obtiene esta experiencia diariamente; y aquellos que los conocen sólo transigen hasta que se las pueden arreglar sin ellos.

Así, durante el siglo xv las metas e instituciones de la diplomacia europea experimentan un cambio descomunal. Una curiosa y nueva entidad política conocida para la historia como el Estado nacional comienza a desarrollarse, y hacia fines del siglo se sentirán las primeras resonancias de una revolución religiosa. De ese caos, el moderno entorno diplomático emergerá gradualmente. Era un nuevo desarrollo. Cuando se evalúa el Medioevo europeo, tiene poco sentido referirse a la nación de Inglaterra o la nación de Francia. Aunque a veces estaban unidas nominalmente bajo un único monarca, no eran de manera alguna naciones en el moderno alcance del término. 88

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Un rey tenía con frecuencia sustanciales dominios reales donde ejercía algo que se aproximaba a la completa autoridad. Pero más allá de sus fronteras estaban los nobles rivales y una mezcolanza de jurisdicciones eclesiásticas y municipales que se disputaban el dominio político del rey. A lo más el rey era un primus inter pares. Pero paulatinamente, ahora surgía una nueva unidad política. Las precursoras de estas recientemente unificadas naciones fueron las ciudades-Estado del Renacimiento italiano. En lugares como Florencia, Nápoles y Milán, comenzó a prosperar la noción de una singular e indisputada dinastía gobernante que operaba en un sistema de Estados independientes que coexistían en virtud de un equilibrio inestable. Esta Italia consistía en una caótica mezcla de ciudades-Estado, ducados, repúblicas y reinos; todas entidades políticas que tenían sus propios intereses y agendas. Solo la región norte de Italia contenía cientos de territorios feudales, controlados por docenas de diferentes familias de la nobleza italiana, que podían odiarse unas a otras, pero que tenían aún más desprecio por los no italianos. Era por lo mismo, un sistema anormalmente excitable, y la Italia del siglo xv fue maldecida con guerras casi endémicas. Hubo infinidad de tratados, así como infinidad de rupturas de los mismos que producían múltiples realineamientos políticos. En consecuencia, hacia fines del siglo, Italia se transformó en el campo de batalla de las grandes dinastías europeas, donde permanentemente se requerían los servicios de los embajadores. Un rasgo de unidad fue el latín, la lengua común de la cristiandad en el Renacimiento. Los trámites de la curia romana, sus actas consistoriales, sus decisiones teológicas y jurídicas, sus privilegios y nombramientos; todo era registrado en latín. Además, buena parte de las conversaciones diarias se hacían también en esa lengua, consiguiendo por ejemplo que los extranjeros que abundaban en Roma, el centro diplomático por excelencia, pudieran mezclarse y trabajar juntos. Asimismo, en la diplomacia renacentista cuando no existía un idioma compartido, el latín era usado cotidianamente en discusiones y negociaciones. Citas del latín eran introducidas con profusión en los flujos de comunicación, memorizadas desde los días escolares, en la universidad, o en las elaboradas Cortes del

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Renacimiento. Esas inteligentes adiciones eran moneda corriente, aun cuando su real contexto u origen se hubiera olvidado o fuera desconocido. La evolución en los siglos xiv y xv de las instituciones comunales y señoriales, y la transición de las figuras medievales de representación diplomática —nuncii, procuratore, legati—, progresó gradualmente hacia aquella del embajador. La función de embajador residente fue desarrollada en Italia durante el siglo xv, cuando las embajadas permanentes y los canales oficiales de comunicación fueron instrumentales en el mantenimiento del equilibrio de poderes en la península. La práctica luego se expandió a toda Europa. Así, el hogar de la moderna práctica diplomática fue Venecia que tempranamente inició un sistema de representación en el exterior y organizó lo que podría llamarse un servicio exterior permanente. No obstante, no hay unanimidad entre los autores de cuándo nace el embajador residente… Aunque no sería difícil encontrar ejemplos, incluso muy tempranos, de prolongadas permanencias, como la del notario florentino destinado a la curia papal en 1285, con la siguiente cláusula «y deberá permanecer ahí tanto como el Podestá, el Capitán, y el Superior lo deseen». Según Garrett Mattingly, en su obra Diplomacia del Renacimiento (1955), sostiene que a pesar de otras teorías, el embajador residente es claramente una institución de creación italiana: Se desarrolló en los cien años que antecedieron a 1454; y cualesquiera sean las sugestiones, los antecedentes posibles, y las analogías que puedan ofrecerse, en lo principal fue una solución empírica a un urgente problema práctico. Italia fundó primero el sistema organizado de relaciones interestatales que luego adoptó Europa, porque Italia, hacia el término de la Edad Media, estaba ya convertida en lo que se transformaría Europa después. […], en algún momento previo a abril de 1435, Zacharias Bembo, un experimentado diplomático, presentó sus credenciales como orador veneciano ante la Santa Sede […]; sería arriesgado asegurar que Bembo fue el primer embajador residente en la Sede Papal, y entonces el fundador de la primera embajada de larga residencia en la historia. Pero ciertamente no tuvo predecesores inmediatos […] y su nombramiento fue considerado una innovación. 90

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Por su parte, Nicolson sostiene que aunque desde el 453 d.C. el Papa había designado un representante permanente, o apocrisarius en la Corte de Bizancio, y sin desconocer que el arzobispo de Rávena había por largo tiempo mantenido un enviado o responsalis en la curia en Roma; el primer embajador residente en el sentido moderno del término sería el acreditado en 1450 por Francisco Sforza, duque de Milán, ante Cosme de Medici en Génova. El embajador escogido fue Nicodemo da Pontremoli, conocido por sus contemporáneos como el «dulce Nicodemo». "TVWF[ .BUUIFX4NJUI"OEFSTPO FOEl surgimiento de la diplomacia moderna, citando en parte a Mattingly, plantea: Filippo Maria Visconti, duque de Milán, había mantenido tan temprano como en 1425-1432 un representante residente en la Corte de Segismundo, rey de Hungría y electo Sacro Emperador Romano, mientras durante la mayoría del mismo tiempo Segismundo mantuvo un embajador similar en Milán: este fue probablemente «el primer caso en la historia de intercambio regular de embajadores residentes acreditados».

Lo que sí es claro, es que en los 15 años siguientes, este ejemplo fue seguido por prácticamente todos los Estados italianos y europeos. Es cierto que con anterioridad hubo la tradición medieval de mantener representantes permanentes en la curia papal, y que Venecia regularmente designaba a un bailío en Constantinopla para proteger los intereses de sus mercaderes. Si bien no eran estrictamente embajadores, los bailíos normalmente eran designados por un período de dos años y ejercían algunas funciones diplomáticas, representando al Dux en negociaciones comerciales y asegurando que los acuerdos vigentes se respetaran. En su gran mansión, con un séquito de cuatro escoltas, ocho pajes, un chef, dos mozos y un sacerdote, indudablemente eran dignos representantes de la totalidad de la comunidad veneciana, supervisando sus finanzas y salvaguardando los derechos legales de sus miembros. Por otra parte, la embajada de Milán en la Corte de Luis xi de Francia, en 1464, no era una simple embajada residente. Era permanente, y según Vincent Ilardi, la primera de tal carácter fuera de Italia. La embajada permanente puede ser definida como un destino continuado de funciones 91

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que puede permanecer vacante por un lapso, especialmente en períodos de crisis, pero previendo que será cubierta una vez restablecidas las relaciones normales. En su época, Milán fue el único Estado en Europa en hacer uso regular de las embajadas permanentes a partir de 1450. Iniciadas por Francesco Sforza, quien estableció los fundamentos de una vasta red de embajadas especiales, residentes y permanentes, en Italia y el extranjero, usándolas como un sistema de alerta temprana para crisis en gestación. En la primavera de 1464, el duque propone el establecimiento de una embajada residente en Francia «como una muestra de nuestra reverencia y honor hacia su majestad» (Luis xi). El rey rechazó la idea, respondiendo al enviado: Escriba a su señor que la costumbre de Francia no es similar a la de Italia, ya que en esta región si mantiene a su embajador aquí continuamente, se observará como un acto de sospecha de su parte y no como una expresión de amistad, mientras que en Italia sucede lo contrario. Entonces escríbale que no hay necesidad ni para él ni para mí, que se envíe a alguien por ahora. Cuando llegue la necesidad, podrá enviar a quién le plazca, que podrá venir e ir, pero sin quedarse aquí.

No obstante, al poco tiempo las objeciones reales fueron superadas y se eligió a Giovanni Pietro Panigarola como el primer embajador residente, una elección considerada enteramente fortuita. Era un joven mercader de veinte y pocos años, que nunca había tenido un puesto administrativo o diplomático, pero era miembro de una prominente y numerosa familia de notarios, mercaderes, banqueros e industriales. Había estado en Francia por cerca de un año en negocios privados, en el curso de los cuales entró en contacto con el rey. Había concluido sus negocios y planeaba regresar a Milán cuando fue elegido, ya que se trataba de un «joven inteligente, apto para la tarea». Sorprendido y halagado, Panigarola aceptó de inmediato quedarse. Aunque declaraba que no estaba inclinado hacia la diplomacia, el joven embajador aprendió la tarea rápidamente. Se trataba de una actividad fácilmente asimilable por los mercaderes del Renacimiento, 92

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con que se aprovisionó la mayoría de las designaciones de embajadores. Los frecuentes viajes de negocios los familiarizaban con el lenguaje y las costumbres del país anfitrión, mientras que la recolección de información y la negociación para cerrar acuerdos sin mostrar todas las cartas, eran habilidades mercantiles fácilmente transferibles a la diplomacia. En agosto de 1468, el rey francés abruptamente puso término a la embajada de Panigarola, ordenándole que retornara a Milán, luego de una residencia de tres años y medio, calificándolo como «un tan grande e inicuo sinvergüenza que parecía veneciano»; advirtiendo que sus relaciones con el duque quizá no se hubieran deteriorado si no hubiera sido por sus embajadores, que no informaban sino mentiras e intrigas. Luis sentía que los residentes milaneses habían dañado, tal vez inadvertidamente, sus relaciones con el duque al informar sobre deliberaciones preliminares y planes en elaboración, sin darse cuenta de que él frecuentemente encubría sus propósitos, simulando tomar decisiones contrarias a sus reales intenciones. Pero el embajador no podía evitar escribir con todo detalle, especialmente a un gobernante como el duque, que amenazaba de muerte a sus embajadores que no lo hicieran. En todo caso, Francesco llegó a la conclusión de que la objeción básica del rey a las embajadas residentes estaba basada en su temor a que se revelaran sus actos poco honorables, mientras que estaba siempre dispuesto a que se proclamaran universalmente sus obras de mérito. Por dos décadas, excepto por interrupciones bien explicables, los residentes milaneses se sucedieron unos a otros en la Corte real y normalmente no partían hasta que habían instruido a su sucesor. Durante estas interrupciones, ya sea amigos en la Corte real o embajadores, o agentes de otros Estados, como Florencia o del Banco Medici, eran requeridos para cuidar de los intereses milaneses en ausencia del residente. Asimismo, durante este período hubo al menos 35 enviados especiales, que vinieron a cumplir trabajos específicos, aun en momentos de interrupción de la embajada permanente. Aunque pueden haber dudas sobre cuál fue el primer embajador residente en términos modernos, los tratadistas coinciden en que los italianos fueron los primeros en crear un sistema diplomático organizado, llegando a ser considerados como la diplomacia más pulida y mejor informada 93

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de su tiempo. Hacia el término del siglo xv, las embajadas permanentes se propagaron decididamente, y este incremento fue coetáneo con el establecimiento de los ejércitos permanentes, siendo el uno antídoto del otro, y ambos dirigidos a una mejor defensa de los intereses del país. Por su parte, el papado, por su natural vinculación con numerosas y diversas entidades, también fue un precursor en el desarrollo del moderno arte de la diplomacia. Fue entonces cuando la diplomacia profesional propiamente tal se transformó en una de las ramas del arte de gobernar. A partir de aquí, lo que parece surgir es la pluralidad de los centros de poder envueltos en la red de las relaciones diplomáticas, y la variedad y flexibilidad de las legaciones. En resumen, la imposibilidad de fijar categorías para embajadores extraordinarios, los residentes, las legaciones, etcétera, válidos para cualquier situación. Se destacan el número y diversidad en términos de legitimidad, poder y representatividad de los actores que condujeron las relaciones supraestatales en la temprana era moderna. Es notable la diversidad y en ocasiones la naturaleza conflictiva de los protagonistas de la diplomacia italiana: el famuli cavalcanti de Ludovico Sforza, los oradores comunales, los nuncios papales, los embajadores hombres de letras despachados por las cortes principescas, los juristas comprometidos en las negociaciones más sensibles, los secretarios, los residentes; así como los enviados secretos, informantes y espías. En palabras de Carolus Paschalius, las embajadas de los príncipes italianos en el siglo xv «son un desgraciado producto de estos desgraciados tiempos». A pesar de que siempre existieron tensiones entre Constantinopla y Venecia, fueron los bizantinos los que enseñaron diplomacia a los venecianos, y estos los que establecieron el modelo para las ciudades italianas, para Francia y España, y eventualmente para toda Europa. Los emperadores bizantinos fueron los primeros en organizar un departamento de gobierno especial para manejar las relaciones exteriores y en formar negociadores profesionales para servir como sus embajadores en cortes extranjeras. A estos enviados se les entregaban instrucciones escritas y eran advertidos que debían ser invariablemente corteses en su relacionamiento con extranjeros y nunca criticar, sino más bien enaltecer las condiciones que observaran en otros países. Con ocasión de la investidura de un nuevo emperador, embajadas especiales eran despachadas para anunciar el acontecimiento, 94

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y el costo de estas misiones era solventado autorizando a los enviados a llevar mercancías que vendían por divisas locales al llegar. Este arreglo económico, aunque fue imitado por los venecianos en algunos casos, no sobrevivió en la futura práctica diplomática, ya que se estableció que aquellos embajadores cuyas misiones eran financiadas por este método, tendían a prestar mayor atención a las utilidades comerciales que a sus tareas de negociación. Sin embargo, otros hábitos bizantinos permearon el método diplomático por cientos de años. Como vimos en su momento, una de las debilidades bizantinas era la extrema importancia otorgada a las cuestiones de protocolo y ceremonial, tendencia que permaneció por siglos como un elemento consustancial a la diplomacia. Los venecianos, debido a su larga e íntima relación con el Este, fueron influenciados por la teoría bizantina y transmitieron a sus compatriotas italianos los defectos y virtudes de las prácticas orientales, como lo veremos más adelante en mayor detalle. Los venecianos fueron los primeros en preservar sus archivos oficiales en forma sistemática. Sus documentos diplomáticos cubren los novecientos años que van desde 883 hasta 1797 y contienen las instrucciones entregadas y los informes recibidos de los embajadores destacados en el extranjero. Un total de 21.177 expedientes son aún conservados; cada uno cuidadosamente resumido y clasificado en registros llamados rubricarii. Los archivos también contenían los informes dirigidos por los embajadores a la Señoría al término de sus misiones. Adicionalmente están lo que se llamaba avvisi, o «informativos», por medio de los cuales los embajadores en el extranjero eran informados de las novedades en casa. Tenemos entonces, que los venecianos fueron los primeros en darse cuenta de que los embajadores podían perder contacto con las realidades y opiniones en su propio país, y que por lo mismo, su valor de representación podía verse reducido. Por lo tanto, se les informaba regularmente del panorama completo de las relaciones diplomáticas, y no solamente del sector en que estaban directamente comprometidos. Esta invaluable práctica sostenida desde entonces por las Cancillerías, se ha visto muy facilitada en nuestros días por las infinitas posibilidades de los modernos e instantáneos sistemas de comunicación.

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Sin embargo, hubo otras prácticas venecianas menos dignas de imitación. Sus regulaciones destinadas al nombramiento y desempeño de embajadores datan de 1268 y 1288, y nos suministran indicaciones de lo que entonces se consideraba un correcto método diplomático. Al principio un embajador veneciano era nombrado por solo tres o cuatro meses, un período que en el siglo xv fue extendido hasta un límite de dos años. Tenemos, por ello, que el envío de embajadores, y su residencia en el extranjero por largo tiempo, fue uno de los instrumentos de «apertura» en las relaciones internacionales del Renacimiento. Pero estos embajadores no estaban autorizados a poseer ninguna propiedad en el país al que eran enviados, y cualquier regalo que recibieran tenía que ser entregado a la Señoría al regreso. No se les autorizaba ninguna licencia o vacaciones, y debían entregar su informe final antes de 15 días de terminadas sus misiones. Les estaba prohibido llevar a sus esposas, ya que podían ser indiscretas y chismosas, pero se les obligaba a llevar a su propio cocinero, porque los extranjeros podían tratar de envenenarlos. Y una vez designados, los diplomáticos debían enfrentar el traslado. Los viajes no solo eran largos, sino impredecibles y peligrosos. Las inclemencias del clima, dificultades en conseguir caballos y todo tipo de accidentes podían significar imprevisibles retrasos, sobre todo para una embajada completa que cargaba con sirvientes y equipaje. Una embajada a caballo en la Europa centro-oriental donde apenas había rutas, podía esperar avanzar en promedio un poco más de 30 kilómetros por día, algo más si iba en trineo en invierno, y mucho menos si iba en carromatos. Un viaje de Viena a Moscú llevaba poco menos de cuatro meses. Uno de los relatos más convincentes y realistas de las incomodidades que debían enfrentar los diplomáticos viajando en Europa oriental, lo suministra Antonio Possevino, el jesuita enviado por el papado en 1582 para mediar entre Rusia y Polonia. Este prelado diplomático escribió: Un enviado a Rusia tiene que tener una carpa para cuando no encuentre alojamiento disponible, y también una cama que cuando sea desenrollada quede contenida completamente en cuero o en tela de algodón. Esto para prevenir que el hollín que cae del techo de la habitación le caiga en la cara mientras duerme, como sucede en Moscú y Lituania, y para protegerlo de 96

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las moscas que muerden fieramente y, que a diferencia de otros lugares, son activas de noche logrando atravesar el lino para causar intensa molestia. Además, deberá tener unas cortinas negras que puedan ser usadas para dividir una habitación en secciones, ya que todos los miembros de la embajada pueden estar forzados a pasar la noche juntos en una sola habitación, incluso con los caballos para obtener calor en invierno, con lo que se crean grandes problemas de privacidad y decencia.

Además de estas dificultades, los diplomáticos de la época debían enfrentar serias limitantes económicas. En una era en que los ingresos raramente eran adecuados a los gastos —con alzas de precios, Cortes extravagantes, métodos fiscales obsoletos y financiamiento de caprichosas emergencias—, nunca había fondos públicos suficientes para lo que podríamos llamar en términos modernos el servicio exterior. Aun cuando hubiera dineros disponibles, la mecánica para transferirlos y cubrir considerables distancias con medios precarios, podían crear grandes dificultades. Por ejemplo, las trescientas libras pagadas por una nota de cambio al embajador inglés en Madrid, en octubre de 1561, no le llegaron sino hasta abril del año siguiente. De ahí los permanentes reclamos de retrasos en los pagos y acumulación de deudas que llenaban la correspondencia diplomática de la época. Para tomar un ejemplo quizá extremo, en 1580, el embajador francés en Copenhague, que por largo tiempo había sido pagado irregularmente, temía que inminentemente sería detenido por deudas; y al año siguiente se vio impedido de participar en las actividades de la Corte por los compromisos que acumulaba. En 1589, aún en el mismo puesto, fallece estando en bancarrota, con lo que sus papeles fueron incautados por sus acreedores. De ahí que se sostuviera, quizá razonablemente, que una sólida fortuna privada y una cuantiosa renta regular estaban entre las más importantes calificaciones para un embajador. Como otro ejemplo de penurias económicas, se transcriben a continuación cuatro pasajes que expresan las vicisitudes que enfrentó Maquiavelo en algunas de sus misiones: Nos vamos de aquí mañana de todas maneras siguiendo a la Corte; hemos sido obligados a postergar nuestra partida como resultado de 97

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haber llegado aquí privados de todo, teniendo que procurarnos al mismo tiempo caballos, ropa de vestir y sirvientes. Ello se ha tornado muy difícil debido a la reciente partida de la Corte que ha despojado los alrededores de todo medio de viaje y transporte. En consecuencia nos causa no poca ansiedad la pequeña compensación que recibimos y los pesados gastos a que estamos sometidos, con poca esperanza que nos sean rembolsados. Pero tenemos el más alto grado de confianza en el criterio y bondad de sus Señorías. Servitores, Francesco Della Casa, Niccolo Machiavelli. Lyons, 29 de julio de 1500.

[…] Habría sido un gran alivio para nosotros si hubiéramos estado en compañía de embajadores, ya que como estamos, nos vemos obligados a mantener dos sirvientes más. No vivimos en hospedajes, sino en casas particulares, donde tenemos que suministrar todas las provisiones y otras necesidades, y cocinar nosotros mismos. Adicionalmente, siempre hay gastos extraordinarios, tales como intendentes, porteadores y mensajeros, etc., etc., que todos juntos hacen una suma que nos es muy gravosa en nuestra posición. Encontrándonos entonces en la necesidad de dirigirnos a sus señorías por ayuda, hemos estimado apropiado informarles los detalles de nuestra situación; y en consecuencia rogar a sus señorías de la forma más respetuosa y confiada que tengan en consideración, primero, que con el salario que nos autoriza ocho liras por día para cada uno, nos es imposible cubrir nuestras necesidades sin agregar una porción de nuestros propios medios. Sus señorías deben tener en consideración que a nuestra partida de Florencia cada uno de nosotros recibió sólo ochenta liras, de las cuales cada uno gastó treinta para nuestro viaje a Lyon, y teniendo que proveernos allí de caballos, ropas, y otras necesidades, nos vimos obligados a pedir dinero prestado de nuestros amigos para retomar nuestra ruta, y luego de haber gastado aquello, nos hemos visto forzados a recurrir a París para préstamos adicionales. Servitores, Francesco Della Casa, Niccolo Machiavelli. Melun, 29 de agosto de 1500. […] Dieciocho ducados tuve que pagar por una mula, y por un traje de terciopelo dieciocho más. Por una capa española, pagué once ducados, y por un abrigo diez, haciendo un total de setenta ducados. Estoy viviendo en 98

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una posada que cuesta diez carlini diariamente para mí y dos sirvientes y la mula. Es cierto que sus señorías me dieron el salario que pedí; y yo solicité lo que suponía sería suficiente, sin saber lo caro que todo sería aquí. Tengo en consecuencia que agradecer a sus señorías, y reclamarme sólo a mí mismo. Pero habiendo conocido mejor el costo de vida aquí, ruego ahora a sus señorías que remedien la cuestión, si puede ser resuelta. Si mi salario no puede ser incrementado, al menos que se me reintegren los gastos de correo, como siempre ha ocurrido con todos los enviados. Niccolo d’Alessandro Machiavelli conoce mis circunstancias, y puede decirles si estoy en condiciones de sobrellevar tales pérdidas; y aunque pudiera, sus señorías saben que en este tiempo los hombres trabajan para tener éxito y no para retroceder. Me encomiendo a sus señorías, quae feliciter valeant. Niccolo Machiavelli, Roma, 22 de noviembre de 1503. […] Cierto, gasto más que el ducado diario que se me autoriza como salario; no obstante como en el pasado, y como siempre en el futuro, estaré satisfecho con cualquier cosa que sus señorías estén dispuestas a hacer por mí. Niccolo Machiavelli, Secretario. Verona, 22 de noviembre de 1509.

Por su parte, el famoso pintor devenido en embajador Pedro Pablo Rubens, que había gastado una considerable suma de sus propios recursos durante sus viajes a España e Inglaterra en representación de la infanta Isabella, y que estaba a la espera de su rembolso siendo enredado por una serie de burócratas, comentaba: «Esto me parece tan insufrible afrenta e insulto que casi podría renegar de este gobierno… estoy tan disgustado con la Corte que por un tiempo no intento ir a Bruselas». El nombramiento de embajador, al menos hasta el siglo xvi, no era entonces algo que se aceptara con mucho contento. Como ha sido siempre, incluso hasta nuestros días, a veces las embajadas podían ser espectaculares, pero también lograban ser aburridas, e incluso un fastidio. La nobleza veneciana tenía el hábito de retirarse a sus villas en la isla de Murano cuando se anunciaba que un nuevo embajador estaba por ser designado. No era para menos, ya que el nombramiento suponía grandes gastos, separación de los afectos y del confort doméstico; y la exposición a viajes incómodos, a bandidos, a posadas atroces, y a las muchas enfermedades 99

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que prevalecían en algunas regiones del extranjero. No sorprende entonces que la aceptación de embajadas tuviera que hacerse obligatoria. Un decreto de 1271 imponía una fuerte multa —aumentada por disposiciones posteriores— a cualquier veneciano que rehusara asumir una embajada cuando se le ordenara. En 1404, se decreta que los embajadores «despachados al extranjero por asuntos que afectaran el bienestar del Estado» no podían rehusar el nombramiento. La declaración más extrema de este predicamento era la declaración de algo parecido a una especie de estado permanente de necesidad que justificaba la completa red de relaciones diplomáticas. Asimismo encontramos una ordenanza similar en Florencia, que en sus «Regulaciones para embajadores» de 1421, disponía que cualquier ciudadano que al ser nombrado embajador no estuviera «dispuesto y obediente» para partir a su destino, quedaba expuesto a severas penalidades, incluso a la pérdida de sus derechos cívicos. Emblemático era el hecho de que un juramento especial debía ser efectuado por aquellos destinados a misiones en la curia papal o en las cortes imperiales o reales, en orden a prevenir que se beneficiaran «de la embajada con el objeto de obtener credenciales, o un empleo, o un nombramiento como Podestá, o privilegios de ninguna naturaleza». Amparándose en esta obligatoriedad, Venecia no tenía reparos en requerir viajes extenuantes aun a sus diplomáticos más ancianos. Un caso emblemático fue la designación, en 1539, de un oratore para negociar un acuerdo de paz con los turcos. La elección recayó en Pietro Zen, de 85 años, un destacado experto de la época en asuntos del Levante, pero que sucumbió a los rigores del viaje y murió en Sarajevo antes de llegar a destino. Evidentemente la República no reconsideró sus criterios de selección, ya que Zen fue remplazado por el veterano bailo Tommaso Contarini, quien a sus primaverales 84 años completó exitosamente la misión, y a su regreso a Venecia continuó con su actividad política por 10 años adicionales. Avanzando hasta el siglo xvi, encontramos al filósofo e historiador Francesco Guicciardini, amigo y crítico de Maquiavelo, que encontraba deplorable que los florentinos más importantes se las arreglaran para evadir ser enviados en misiones diplomáticas, y que el gobierno estuviera entonces obligado a reclutar a sus embajadores de entre los estamentos 100

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de oficinistas y administrativos. En el mismo sentido, en 1517, el experimentado diplomático Richard Pace recomendaba a la nobleza inglesa que tuvieran hijos «educados» y no simplemente criados «para soplar dignamente un corno, saber cómo cazar, y entrenar adecuadamente a un halcón. De lo contrario, serán hijos de campesinos los convocados para contestar a los embajadores». El año de 1492 es una fecha importante para la evolución del método diplomático. Murió Lorenzo de Medici y un Borgia se transformó en Papa. Hasta entonces, el gran florentino había sido reconocido como el guardián de la paz en Italia, mientras que el Santo Padre había sido reverenciado como un mediador espiritual entre las naciones, como el regente natural de una especie de tribunal arbitral designado por la divinidad. Así como el Papa era considerado el rector de las conciencias de la humanidad, el emperador del Sacro Imperio romano era considerado, al menos en teoría, como el representante de la vieja concepción de la soberanía universal. Una vez que el Papa comenzó a involucrarse en la política de poder, al tiempo que el emperador dejaba de tener una autoridad indiscutida, el campo quedó abierto para la desatada competencia entre los pequeños Estados italianos. Hasta el antiguo concepto de una cristiandad unida desplegada en contra de los infieles, sucumbió ante el creciente apetito de riquezas. Venecia y Génova competían por el establecimiento de las relaciones comerciales con el sultán otomano; y el 25 de febrero de 1500 un embajador turco fue recibido en el mismísimo Vaticano. Mientras tanto, Luis xi, declarándose un ungido soberano cristiano —pero independiente—, había establecido a Francia como una tercera fuerza en Europa. Fue él quien mucho antes que Maquiavelo estableció como principio que la «razón de Estado» estaba por sobre la moralidad, e introdujo la hipocresía como un elemento de la técnica diplomática. Al enviar embajadores a Bretaña les entregaba instrucciones desvergonzadas. «Si le llegan a mentir», decía, «asegúrese de mentirles mucho más». Aun así, el método diplomático que surgió en el siglo xv fue esencialmente un procedimiento italiano. Las comunidades italianas y los diversos sistemas que establecieron tenían una característica común: todas eran ciudades materialmente débiles, con la probable excepción de Venecia. No poseían nada comparable a un ejército o milicia nacional, confiaban su defensa al fluctuante apoyo 101

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de mercenarios, estaban internamente debilitadas por la presencia de peligrosas quintas columnas, y cuando la inevitable invasión extranjera venía a desafiar su falta de unidad, colapsaban casi sin atisbos de resistencia. Por ello buscaron complementar sus precarios sistemas, sus lamentables defensas, mediante combinaciones diplomáticas; aún hasta hoy la palabra italiana combinazioni mantiene un tono funesto. Sabiendo que su existencia era precaria, estos déspotas y oligarcas apuntaban exclusivamente a resultados inmediatos; no tenían idea del valor de políticas de largo plazo o de la gradual creación de confianzas. Para ellos el arte de la negociación era un juego de peligrosas apuestas inmediatas, que era conducido en una atmósfera de excitación, y con aquella combinación de ingenio, temeridad y rudeza que alababan como virtù. Las concepciones generales que animaban estas incesantes jugarretas con el equilibrio de poderes pueden ser deducidas de los trabajos de Maquiavelo. Reconocía en César Borgia la inquebrantable voluntad, el cálculo experto, la velocidad de decisión, que a su parecer podían salvar a Italia de ser esclavizada por los franceses, españoles o alemanes. Se asegura que no estaba escribiendo un manual para guiar a futuros diplomáticos; estaba solamente componiendo un «breve tratado de actualidad» en que analizaba con sorprendente claridad los padecimientos que soportaba Italia. No establecía una doctrina permanente, sino exponía la verità effettuale, como la experimentaba en su propia vida. Puede que esa sea la manera históricamente correcta de aproximarse a Maquiavelo, no obstante es desafortunado que su influencia haya sido tan extendida y prolongada. Sucesivos soberanos europeos, tales como Carlos v, Felipe II y Enrique IV, se conoce que tuvieron a El príncipe como libro guía sobre política. La teoría general que sostenía que la seguridad e interés del Estado tenía precedencia por sobre toda consideración ética, fue años después adoptada y expandida por grandes hombres, como Hegel y Treitschke, que como sabemos, trajeron resultados muy desafortunados. Ya en su época, El príncipe adquiría connotaciones nefastas. Reginald Pole, el último arzobispo católico de Canterbury, sostenía: Y tal es ese libro, como he descubierto, escrito por un enemigo de la raza humana. En él están establecidos todos los planes del enemigo y 102

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los métodos por medio de los cuales la religión, la piedad, y cualquier tipo de virtud, puede ser destruida con mayor facilidad. Porque, aunque osa tener el nombre y estilo de un hombre, tan pronto comencé a leerlo reconocí que el libro estaba escrito por la mano de Satanás… Para no mantener el suspenso por más tiempo, el libro está inscrito con el nombre de Maquiavelo, un florentino completamente indigno de tener como patria tan noble ciudad.

Ciertamente, las ciudades italianas propiciaban una aproximación pragmática a la diplomacia. Florencia y Milán eran descaradamente realistas, y quizá por ello un florentino como Maquiavelo fue el más realista de todos sus contemporáneos. Se sostiene en la actualidad que fue frecuentemente tergiversado, ya que los matices de su pensamiento fueron pasados por alto, y que sería erróneo ver a este gran escritor como un cínico; que debiéramos considerarlo como un iluminado patriota que soñaba con la unidad italiana. Un patriota destrozado por el terror de que la debilidad física y discordia en Italia destruyeran todas las libertades, y que se hicieran permanentes la disensión y las luchas contra la dominación de reyes extranjeros. Puede que esta sea una visión acertada; sin embargo, no se puede negar que en el fondo proyectaba una lóbrega visión de la naturaleza humana. Maquiavelo fue prohibido en los países católicos por su anticlericalismo y tratado como un papista anticristiano en los países protestantes, adquiriendo la reputación que goza, por ejemplo, en Inglaterra a partir del siglo xvi  FO RVF ESBNBUVSHPT UBMFT DPNP .BSMPXF Z 4IBLFTQFBSF rutinariamente retrataban a los italianos como intrigantes villanos, o caracterizaban a sus rufianes en torno a comportamientos «maquiavélicos»; presuntamente una característica italiana que, en combinación con un diestro y gozoso engaño, suponía la manipulación amoral de la política y la religión para beneficio personal. De acuerdo a la lectura que hace Gentili, Maquiavelo había sido calumniado; y el secretario florentino sería merecedor de nuestra mayor compasión: era un entusiasta de la democracia, el más ácido enemigo de tiranos y el más grande defensor de las libertades republicanas.

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La historia sería el tutor de Maquiavelo, y por sus apreciaciones esa misma historia estaba repleta de ejemplos de imbecilidad humana, avaricia y presuntuosas ambiciones. Los Estados eran necesarios porque los seres humanos eran egoístas e imperfectos. El «demonio» del gobierno era necesario para controlar los instintos humanos básicos. Los Estados, entonces, eran inevitables, y no guiaban sus acciones por una moralidad trascendente. La moralidad era un artificio, una invención social. Aquello que socavara los recursos estatales o dividiera al pueblo era lo que debiera considerarse verdaderamente inmoral. En un universo como ese, el sustento moral de la diplomacia era promover fundamentalmente el interés nacional. Ello significaba, según las circunstancias, halagar a las contrapartes, o a veces masacrarlas en batalla. Maquiavelo sostiene: Para que los Lucchese, teniendo que preocuparse de sus propias heridas, no pretendan tantear y sanar aquellas de otros, y que así lleguen a conocer los frutos de la guerra después de haber rechazado aquellos de la paz… Pero en todo esto se debe actuar con suma puntualidad, y antes que nuestro ejército haya olvidado cómo conquistar, o nuestros enemigos cómo ser derrotados, y antes de que circunstancias imprevistas puedan surgir de cualquier parte que tiendan a enfriar el ardor de los nuestros.

Maquiavelo mismo fue un diplomático veterano de misiones ante la Corte francesa, Roma y Alemania. Señalamos que su gobernante ideal era César Borgia; por su liderazgo ambicioso, inteligente y cruel, que simplemente hacía lo que consideraba necesario para su propio beneficio. Maquiavelo solo representó la encarnación más extrema de una filosofía política que dominaba la Italia del siglo xv. Era cínica, pero también era madura. Privando a la diplomacia de cualquier contenido sustancialmente ideológico, hizo el trabajo de los embajadores más eficiente y, en extremo, mucho más seguro. En 1495, Carlos VIII de Francia ocupó el reino de Nápoles. Los venecianos, el Papa y el emperador forjaron una alianza para expulsarlo de la península italiana, alcanzando un acuerdo en Venecia. Durante las deliberaciones, el embajador francés Philip de Commines residía en Venecia, 104

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y aunque los adversarios de Francia estaban complotando en contra de su rey, De Commines era tratado como el embajador profesional de un Estado enemigo; era ignorado y humillado por las extravagantes celebraciones de la nueva alianza, pero no era hostigado o perseguido. Poco después de que el Tratado fuera concluido, De Commines relata: «Todos los embajadores de la Liga se reunieron en botes para navegar (que siempre ha sido la gran entretención de Venecia)… y con pompa pasaron bajo mi ventana con sus trompetas y otros instrumentos musicales». Tales espectáculos diplomáticos estaban ahora vedados a De Commines. Aun el embajador de Milán, que con anterioridad había sido especialmente amistoso, «ahora no toma nota de mi presencia». Aunque las posibilidades de una afrenta eran en realidad muy escasas, pensando que era lo mejor para su seguridad y para su escolta, De Commines se mantuvo recluido por tres días. Los enemigos de Francia se pusieron a celebrar su nueva alianza por todo lo alto. «Al anochecer hubo extraordinarios fuegos artificiales desde las torres, campanarios y techos de las embajadas, se prendieron fogatas por doquier, y fueron disparados los cañones alrededor de toda la ciudad». El Domingo de Ramos, el Papa ordenó «que cada príncipe signatario y sus embajadores» llevaran un ramo de olivo «en señal de alianza y paz». Se erigió una plataforma que alcanzaba desde el Palacio Ducal hasta el final de la Plaza de San Marco. Después de la celebración de la Santa Misa por el Nuncio Papal, los embajadores marcharon juntos en procesión oficial, «todos vestidos espléndidamente. […] Muchas ceremonias festivas y sorpresas se exhibieron ante el público, [y] en una piedra porfídica ceremonial, donde normalmente se realizan estas cosas, se hizo la proclamación y se publicó la Alianza». Todo esto era extremadamente humillante para De Commines, pero no entrañaba peligro real. De hecho, fue incluso invitado a una de las fiestas de celebración. Naturalmente declinó, pero la invitación marcaba el inicio de la rehabilitación social del embajador. La Liga contra Francia ya había sido públicamente anunciada, y ya no había necesidad de rechazar a su embajador. De Commines permaneció en Venecia por un mes adicional, «y durante todo este tiempo fui tratado civilizadamente como antes de la publicación de la Alianza». No obstante, claramente tenía que abandonar la ciudad. Pidió al Dux permiso para regresar a su país, un pasaporte le 105

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fue otorgado, e incluso a costa de la República, fue escoltado hasta el refugio neutral de Ferrara. Es cierto que los contemporáneos y sucesores de Maquiavelo hicieron un daño permanente a la teoría o éticas del arte de la negociación, pero igualmente hicieron mucho para elaborar, y para mejorar en algo, el método diplomático actual que evolucionó de ideas y prácticas italianas desarrolladas durante el curso de los siglos xv y xvi. Hacia la tercera década del siglo xvi, una red de embajadores residentes había sido establecida en toda Europa, incrementando notablemente el tráfico de noticias, opiniones, recomendaciones, y rumores —detalles caleidoscópicos que los venecianos llamaban levate, «burbujas»—, ya que no siempre la información transmitida era política o militar. A mediados del xviii, Jean Jacques Rousseau describía el mismo fenómeno como esas pequeñas bagatelas, esas novedades efímeras, que corren sin saber por qué y mueren sin que nadie sepa cómo, sin que nunca nadie vuelva a pensar en ellas cuando dejan de ser motivo de charla. Así, los embajadores mantenían sus oídos constantemente alerta a las escasas migajas de chismes o a la más leve insinuación de un enunciado público que pudiera contener información de valor para sus gobiernos. El chismorreo público era entonces una fuente normal de noticias generales; pero la información derivada de otros embajadores era la que regularmente suministraba las mayores oportunidades de errores importantes, ya que normalmente era poco fiable. Difícilmente cualquier residente de una potencia era suficientemente influyente como para tener acceso a información trascendente, y además estar dispuestos a pasarla a sus colegas, con algún grado de veracidad digna de confianza. Los ingleses a veces estaban bien dispuestos a cooperar, pero normalmente estaban mal informados; los franceses y holandeses eran amistosos, y quizá mejor informados, pero habitualmente hablaban de generalidades; los españoles, «esos arrogantes y enlutados embajadores», de lejos los mejor informados, no podían contarse como amigos. No obstante, de modo frecuente los venecianos trasladaban a sus autoridades con supuesta veracidad e imparcialidad la información obtenida de sus contrapartes españolas; mientras que los embajadores españoles —según numerosas comprobaciones documentales— hacían una práctica normal desinformar a sus colegas venecianos, 106

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y comprobaciones puntuales indican que tales invenciones eran pasadas regularmente a Venecia, sin ninguna advertencia. Pero más allá de sus habituales funciones de información, muchas veces los embajadores fueron significativos difusores de conocimiento y cultura. Por ejemplo, el exiliado griego Janus Lascaris que se transformó en diplomático francés en la década de 1490, durante su misión en Italia produjo una serie de manuscritos de los clásicos griegos, de los que se publicaron varias ediciones. Así, el surgimiento de las embajadas permanentes significó que los embajadores bien podían permanecer en un destino por largo tiempo, incluso muy largos períodos, como el ejemplo extremo de Honoré de Caix, quien fue el residente francés en Portugal entre 1518 y 1559, aunque en el mismo lapso hubo seis embajadores franceses temporales y especiales a Lisboa. Además, como una tendencia natural, una vez probadas sus habilidades los gobiernos comenzaron a emplear a los mismos hombres en distintas embajadas. Un caso bien conocido es el de De Commines y otro notable es Segismundo von Herberstein, que en 38 años al servicio de la Austria de los Habsburgo fue empleado en algo así como 70 misiones, por supuesto la mayoría de corta duración. Aunque de acuerdo a repetidas disposiciones, las legaciones no podían durar menos de dos años; con el viaje de ida y de regreso, y el tiempo de espera para la llegada del remplazante, la duración promedio de una misión fuera de Italia llegaba normalmente a alrededor de tres años. Con ello, paulatinamente va generándose lo que con confianza podría denominarse la diplomacia profesional. Por supuesto, además de los residentes, cuando las crisis o cambios de alianzas elevaban las tensiones o abrían el camino hacia nuevos equilibrios de poder, se incrementaba el habitual ir y venir de embajadores especiales. En esta compleja y cambiante situación, el papado —con sus legados y nuncios— era en sí mismo una fuerza de motivación en la política secular. Se trataba de un período de guerras y conflictos excepcionalmente volátiles y peligrosos para todos los participantes, e incluso para aquellos que lograban negociar algún grado de neutralidad. El concomitante problema del avance turco hacia Europa y el surgimiento del protestantismo complicaban y a veces inflamaba aún más estas luchas y sus respuestas diplomáticas. 107

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Al principio, los enviados no fueron llamados «embajadores», sino «oradores residentes». Todavía a fines del siglo xv y principios del xvi las denominaciones variaban: orator, procurator, commissarius, nuncius, deputatus, legatus consiliarius, o alguna combinación de las mismas eran normales. No fue hasta avanzado el siglo xvi que el término orator y finalmente embajador suplantó a los anteriores. De hecho, Harold Nicolson sostiene que el título de embajador deriva de una palabra celta que significa «sirviente», usada primero, hasta donde se sabe, en el De bello Gallico, de Julio César, sobre la Guerra de las Galias —58 al 50 a.C. — y no llegó a ser corriente sino hasta el siglo xvi, cuando el emperador Carlos v decretó que tal denominación solo debía ser concedida a representantes de casas reales y de la República de Venecia, y que no debía ser usada para designar a representantes de otras repúblicas o ciudades libres. El rey Fernando el Católico de España fue uno de los primeros monarcas del Occidente europeo en adoptar el sistema diplomático italiano, y durante el período que va entre 1480 y 1500 estableció embajadas residentes en Roma, Venecia, Londres, Bruselas y ante la Corte itinerante del Sacro Imperio romano. Fernando concebía estas embajadas, que rodeaban a Francia, como un instrumento que ayudaba a la contención del expansionismo francés. Era un cuerpo de diplomáticos españoles especialmente formados que habrían de transformarse en el más impresionante servicio diplomático europeo de su época. Carlos v heredó este sistema de Fernando y pronto descubrió los beneficios derivados de tener representantes en puestos estratégicos, que a la vez eran fuente de acertada información política. Puede parecer extraño, pero inicialmente no se acostumbraba a elegir como embajadores a miembros de la nobleza o de la clase gobernante. Luis xi envió a su barbero en una misión ante María de Borgoña; Florencia mandó a un farmacéutico a Nápoles; y el Dr. de Puebla, que por veinte años representó a España en Londres, era tan sucio y descuidado que Enrique VII expresó la esperanza de que su sucesor fuera más apropiado para la sociedad humana. Incluso, también algunos de los primeros embajadores ingleses fueron gente de muy humildes orígenes. Fue la curia en Roma la primera en insistir en que los diplomáticos debían extraerse de las clases

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altas: en 1459, Pío II se negó a aceptar las credenciales de un enviado extranjero argumentando que no tenía calidad para embajador. En esos días no se consideraba indispensable que un embajador tuviera que ser de la nacionalidad del país que representaba. Enrique VIII empleó al italiano Spinelli como su ministro en los Países Bajos, y también existieron diplomáticos profesionales internacionales, tales como el polaco Laski, el español Rincón o el húngaro Frangipani, que sucesivamente sirvieron a diferentes señores. Aunque hubo casos como el de la diplomacia napolitana en que esta práctica, en que forestieri súbditos extranjeros seguían siendo nombrados en puestos diplomáticos, se transformaba en un elemento adicional de tensión en el heterogéneo cuerpo por el cual «su majestad es extremadamente mal servida». En casos excepcionales, a los mercaderes residentes en capitales extranjeras les era dado el reconocimiento de «subembajadores». En aquel tiempo, Venecia designó a dos sucesivos subembajadores en Londres, en lugar de enviar a uno de sus nobles, con el pretexto de que «el viaje a la isla inglesa es muy largo y muy peligroso». Los embajadores permanentes fueron por mucho tiempo observados con profunda sospecha, presumiendo de que podían aprovecharse de la inmunidad diplomática para actuar como espías. Francis Bacon, canciller de Inglaterra, cuenta que Enrique VII tenía tal antipatía a los embajadores extranjeros que permanecían en Inglaterra, que antes de morir estaba determinado a prohibir la práctica. Por su parte, nuestro conocido embajador y escritor francés Philip de Commines expresaba, en la segunda mitad del siglo xv, una opinión que circulaba hacía rato cuando escribió «no es nada de seguro, todo este ir y venir de embajadores, ya que usualmente malas cosas son tratadas por ellos, pero su envío y recibimiento no puede ser evitado». ¿Cuál es el remedio? La respuesta según el mismo De Commines era la siguiente: Para mí, los embajadores que vienen desde verdaderos amigos y que no levantan sospechas debieran ser bien tratados y tener permiso para ver al príncipe muy frecuentemente, teniendo sin embargo en cuenta que el príncipe mismo sea inteligente y honesto, ya que si no lo es, mientras menos se muestre mejor. Cuando sea expuesto, que esté bien vestido y bien informado de los asuntos a tratar, y que no se quede mucho tiempo. 109

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Si por otra parte, los embajadores vienen de príncipes llenos de perpetuo odio, como he visto muchos con los que he tratado, pienso que no es seguro que vengan. En todo caso deben ser honorablemente bien tratados; deben ser recibidos a su llegada, hospedados confortablemente, y se le debe ordenar a gente segura y sensible que los acompañe, porque así se sabe quiénes los rodean, y ya que en casa alguna todos están contentos, así se previene que gentes exaltadas y descontentas les den noticias. Deben ser bien agasajados, ofrecérseles regalos, prontamente escuchados y mandados de vuelta, «ya que es mala cosa mantener a los enemigos en casa». Mientras tanto, una continua vigilancia debe ser mantenida noche y día para saber con quiénes tratan.

Aún más esclarecedoras son las reglamentaciones impuestas por los venecianos como resultado del mismo convencimiento de que todos los extranjeros, y especialmente los diplomáticos, estaban para espiar. Una disposición de 1481 prohibía a los venecianos discutir informalmente de política con cualquier extranjero, o mencionar esos temas en su correspondencia privada. Al año siguiente, sentencias de destierro y una multa de 2.000 ducados fueron decretadas como penalidades para cualquier veneciano que se aventurara a discutir asuntos públicos con un diplomático extranjero. Esta costumbre sin sentido de considerar a las misiones extranjeras como peligrosos emisarios que debieran ser estrictamente evitados, perduró hasta la era de la Ilustración, aunque en tiempos más recientes haya revivido en algunas regiones del mundo. Tan avanzado como en 1653, el ministro suizo acreditado ante $SPNXFMMJOGPSNBCBRVFDVBMRVJFSNJFNCSPEFM1BSMBNFOUPRVFIBCMBSB con un embajador extranjero era probable que perdiera su escaño. Pero mucho antes, en 1500, un embajador veneciano ante Maximiliano I encontró su alojamiento estrechamente resguardado por soldados para que nadie pudiera hablarle. Los casos de desconfianza eran muchos y variados. En Moscú, en 1660, los diplomáticos extranjeros eran tratados casi como prisioneros de guerra, y en Turquía el Castillo de las Siete Torres se mantenía permanentemente preparado para acomodarlos. Por mucho tiempo esta sospecha sobre los embajadores extranjeros contaminó la estima con que los diplomáticos eran considerados incluso en sus propios países. Se 110

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temía que pudieran haber sido contagiados con formas de pensar extrañas, y que hubieran perdido su carácter nacional. Sería exagerado decir que esta atmósfera de sospecha está completamente superada en nuestros propios y globalizados tiempos, en que aún en ciertos ámbitos todavía un diplomático profesional es visto como un cosmopolita extraño. La creciente importancia de la diplomacia y la persistente visión del diplomático como poco más que un espía con licencia, significaba que su correspondencia quizá con más ahínco que antes, era objeto de esfuerzos por interceptarla y leerla. Las medidas para resguardarla de interferencias durante el camino o pérdidas por los accidentes de viaje eran, hacia fines del siglo xv, amplias y sistemáticas. Los mensajes importantes eran dentro de lo posible llevados por correos diplomáticos, y no confiados a los servicios postales normales o a mensajeros contratados localmente, ya que existía el peligro real que los correos fueran interceptados por la fuerza para robarles las cartas que transportaran. Incluso, los mensajes más sensibles eran frecuentemente confeccionados en duplicado, e incluso por triplicado, y enviados por diferentes rutas tal vez cosidos a las ropas del mensajero, disfrazado de mercader o de estudiante en viaje. Como muestra de otras prácticas de ocultamiento, el embajador Franciscus Vectori escribía desde Trento a las señorías en Florencia, el 8 de junio de 1508: «Ayer llegó Piero con vuestra carta del 17, que estando escrita en pergamino y escondida por Piero en un pan, donde primero se humedeció y luego se secó, sólo fue posible sacarla en pedazos; y en consecuencia no pude leer más que un cuarto de la misma, y eso en frases inconexas». El embajador de España en París que mandaba casi todos sus mensajes por correos diplomáticos, durante los primeros nueve meses de 1587 gastó casi 3.000 escudos. La compensación normal por transportar un paquete de mensajes desde París a Bruselas eran 35 escudos. La tarifa en ocasiones difería levemente conforme a las condiciones políticas y militares, la urgencia del mensaje, el punto de entrega y la probada competencia del correo. No obstante, en general, el sistema postal francés se consideraba barato. De los gastos extraordinarios del embajador español en Francia Bernardino de Mendoza, que rara vez usaba el sistema postal gubernamental francés, obtenemos una idea de los costos del servicio en 1588. En 111

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la importante ruta sur, el costo por un paquete desde Poitiers a Burdeos era de 6 escudos, 12 sueldos; por la extremadamente importante etapa a través de los Landes de Burdeos hasta la frontera española en Irún, el cobro era entre 6 y 12 escudos. En la ruta a Flandes, el corredor ParísBruselas era hecho por un costo de solo 1 escudo, 2 sueldos, y desde Lille a Bruselas por apenas 14 sueldos, 2 dineros. Qué podría significar en poder adquisitivo actual es extremadamente variable. Una libra de mantequilla en 1586 costaba 4 dineros y en 1590 costaba 65 dineros. El viaje desde Bruselas hasta Augsburgo, que consideraba 27 relevos o postas, en octubre de 1551, costaba 8 libras, 2 sols. Si el correo tomaba el recorrido fluvial, el costo sorprendentemente llegaba a 33 libras de la misma moneda flamenca. Hubo tal incremento del tráfico postal, y las cartas llegaron a importar a tanta gente más allá del servicio diplomático, que el correo real francés fue abierto al público general. No es de sorprender que los diplomáticos decidieran entonces usar sus propios sirvientes como correos. El pago supuestamente respondía a las distancias recorridas en 24 horas. Un mensajero o correo podía recorrer 10, 15 o 20 leguas, y en «diligencia» podía llegar a cubrir 30 leguas. Había también mensajeros a pie, a los que se les pagaba por meses, y el correo interno era conducido por mulas. Las diferencias de pagos eran notables. Un correo en «diligencia» recibía 8 reales la legua, uno yendo a la velocidad de 20 leguas recibía 3 reales y 3 cuartillos la legua. De Madrid a Roma en «diligencia» conseguían pagos diferentes, «ya que en todo tiempo no se puede servir de la misma manera». Al parecer hacia el siglo xiv, la posición social de los mensajeros medievales se incrementó por la creciente importancia funcional, pero ello siempre dentro del entorno real. Lo que ganaban dependía principalmente de la peligrosidad de la misión, la rapidez de la entrega y la importancia de la misiva. Los correos recibían la paga diaria, incluso por los tiempos de espera por respuestas, por transporte, o por la mejora del clima. Los tramos marítimos también eran medidos en leguas, y en la eventualidad de que el correo sufriera complicaciones como tormentas o naufragios, en el caso de los Países Bajos, el Consejo de Finanzas los compensaba.

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En la segunda mitad del siglo xvi, mientras Felipe continuaba tratando de resucitar el bloque cristiano de la Europa católica, sus comunicaciones con sus embajadores en los problemáticos Países Bajos, con su contraparte imperial en Viena y con el Papa, ya no eran sostenidas por la organización del correo oficial, sino por hombres a su propio servicio y sirvientes de los embajadores españoles. En Inglaterra hubo nuevas órdenes, en 1582, que apuntaban especíàDBNFOUFBMPTDPSSFPTEF-POESFTB#FSXJDL1BSBIBDFSFMTFSWJDJPNÃT eficiente, las postas en la ruta norte tenían que tener «tres buenos caballos de posta, equipados convenientemente, tres buenas y resistentes bolsas de cuero para acarrear los paquetes, y tres cornos para soplar en el camino». En las estaciones de postas los intercambios no debían sobrepasar los 15 minutos. Ningún correo podía cabalgar más de una etapa, y ciertamente no podían carecer de su corno, el que debían soplar tres veces por milla, cuando se encontraban con gente en el camino y al cruzar los pueblos. &ODPODMVTJÓO TFTVQPOÎBRVFVOQBRVFUFEF#FSXJDLB-POESFTEFCJFSB demorar 42 horas en verano, 60 en invierno y requerir alrededor de 1.000 toques de corno. No obstante, los embajadores isabelinos en el extranjero si bien hacían uso del «correo ordinario», tanto inglés como local, la mayoría de su correspondencia era transportada por hombres que conocían y en los que podían confiar, simplemente porque la organización isabelina era muy ineficiente. No es de extrañar entonces, que los diplomáticos en el exterior desconfiaran de los correos nativos domésticos y se confiaran en sus propios mensajeros; aunque sus correos también viajaban por medio del sistema de postas reales, y eran entonces afectados por cualquier cambio en las reglamentaciones. La información de los embajadores residentes debía ser transmitida a la Corte en casa, y nuevas instrucciones debían regresar, ya que muy pocos enviados tenían la suficiente libertad de acción para negociar. Por supuesto, muchos despachos eran remitidos por medio de los correos oficiales, pero más frecuentemente los embajadores enviaban a sus propios sirvientes con sus cartas, y algunos —notablemente Nicholas Throckmorton, el representante inglés en Francia— mandaban su correo utilizando gente de paso

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que considerara confiable; y siempre cabía usar mercaderes, banqueros, amigos y parientes que viajaran de ida o vuelta. Sin embargo, en su labor la persona del correo y los paquetes que transportaran eran reconocidos como inviolables, tanto por ley como por la costumbre. Al encontrarse fuera de servicio, el asunto era discutible, y durante los trastornos provocados por guerras, donde la fuerza hacía la ley, llegó a ser habitual la detención de mensajeros. Los correos eran personas especiales. Podrían ser sirvientes privados, pero un sirviente privado que transportaba un despacho de embajador ya no era una persona privada, aunque tampoco era un agente de gobierno. Oficialmente no tenían ningún estatus. En consecuencia, si tenía suerte podía convencer a alguna autoridad local de que era, en realidad, una persona privada; si no tenía suerte, sería arrestado o eliminado, o ambas cosas. En este último caso, no era mucho lo que se podía hacer, ya que la situación política era tal que si la guerra abierta no había sido declarada estaba en ciernes, y cada lado tenía el «derecho» de descubrir cómo progresaban los preparativos del otro. En consecuencia, todas las partes «suponían» que el otro iba a intentar detener los mensajes; y los correos bien sabían que en la práctica no tenían inmunidades. En épocas de fricción política, a lo largo del siglo xvi, hubo instancias en que los paquetes fueron forzados, directamente robados, asaltados en el camino, y una cantidad de correos asesinados. Normalmente algunas de estas cobardes acciones provocaban protestas y hasta recriminaciones, pero en general, aquellos que los mandaban y los correos mismos parece que estaban convencidos de que si el mensajero era detenido, se le haría la vida muy difícil, por decir lo menos, y cualquier protesta oficial no aportaría mucha ayuda inmediata. Don Juan de Austria trató de intimidar a los Estados de los Países Bajos cuando uno de los correos españoles que venía de Madrid había sido interceptado, siendo abiertos y descifrando los mensajes. Recibió la fría y calmada respuesta: «Mientras las ocasiones de desconfianzas se mantuvieran, Su Alteza no debiera extrañarse de estos u otros actos similares». Por su parte, Maquiavelo escribía desde Blois, el 29 de julio de 1510:

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Como Bartolomeo Panciatichi me ha escrito desde Lyon que todas las cartas eran abiertas en Lombardía, sin exceptuar las de sus señorías, hablé a Su Majestad sobre ello (Luis xii), en especial ya que vuestras últimas cartas me fueron entregadas abiertas, y le rogué que tuviera a bien ordenar al funcionario a cargo de tal asunto que descontinuara la apertura de las cartas desde y hacia sus señorías. Su Majestad señaló que sería dispuesto, y me pidió que se lo dijera a Robertet (secretario de Estado) en su nombre; ya que una orden general para la apertura de correspondencia había sido dispuesta antes de mi llegada, y que desde mi venida no habían pensado exceptuar las cartas de sus señorías de esta orden general. Desde entonces ya he hablado con Robertet sobre aquello, quien me ha prometido enviar las necesarias instrucciones sobre el particular, precisamente por el próximo mensajero.

A las anteriores vicisitudes se agregaba la confusión acerca de quién era o no un correo propiamente tal; lo que era de esperarse, ya que en realidad eran muy pocos a los que efectivamente se les otorgaba tal nombramiento. Por ejemplo, las instrucciones del embajador inglés en España, en 1560, incluían que debía llevar uno de los correos de la reina para informar a Londres por tierra: y cualquier otro correo disponible que debiera enviarse por mar. Giovanni Michiel, el embajador veneciano en Francia, se llevó a sus dos correos de regreso a casa junto a su entorno de 23 personas al partir de París en 1577. El archiduque Ernesto de Austria tenía una comitiva de 480 personas, de las cuales solo 2 eran correos oficiales. Es notable que mucho del correo diplomático fuera transportado por correos de otros embajadores, cuando entre ellos se encontraban en términos razonablemente amistosos. De hecho, sería posible decir que garantizándose un mínimo de estabilidad política, cuando un correo partía de Londres, París, Madrid o Viena —o de cualquiera otra ciudad de importancia—, probablemente llevaría mensajes de otras nacionalidades. A su llegada, traería las últimas noticias de primera mano y ello ciertamente sería muy bienvenido. No obstante, más importante aún, había una cierta cantidad de prestigio a ser ganado o perdido, dependiendo de la importancia y cantidad de paquetes que el correo trajera a un embajador determinado. Thomas Challoner, en Madrid —tan lejos del país y su 115

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reina—, no podía ocultar su decepción en una carta a Richard Clough. No había recibido ninguna carta de él por dos meses. Si aquello de por sí ya era malo, lo peor era que el último correo ordinario de Amberes, el antiguo territorio de Challoner, «que trajo infinitas cartas para toda la demás gente, no trajo nada para mí». Este estaba especialmente resentido, ya que ello le traía «molestias y desconfianzas en esta Corte»: molestias y desconfianzas por la pérdida de prestigio, pero aún más importante, Challoner no tuvo noticias para intercambiar. La forma más rápida de viajar para los correos —aunque no necesariamente la más segura— era a caballo. Lo que significaba que en su viaje tendrían que seguir la ruta de las postas y, en consecuencia, de hecho, estaban bajo permanente vigilancia. En ocasiones los correos viajaban de día y de noche, con lo que podían llegar a ser express. Hay numerosos ejemplos de correos diplomáticos que viajaban de noche para asegurar una entrega lo más inmediata posible, e indudablemente esperaban una recompensa adicional al final de la carrera. Los embajadores confiaban plenamente en sus sirvientes personales QBSBFMUSBOTQPSUFEFTVTEFTQBDIPT&EXBSE4UBGGPSE RVJFOTJSWJÓB*TBCFM en Francia desde 1583 hasta 1590, escribía a Francis Walsingham, secretario de la reina, reclamando el regreso de su correo, «ya que quiero mi mano derecha… no puedo tener otro que me dé en el gusto para cartas ordinarias» y en prosa más brillante recomendaba el correo como «el más confiable, honesto, secretista y resistente hombre para cualquier servicio». Los correos a veces transportaban no solo correspondencia, sino regalos y también grandes cantidades de dinero. Catalina de Medici recibió sedas desde España. La princesa de Portugal envió regalos a su hermana, la emperatriz, con un correo que fue asesinado en Francia: el cofre, envuelto en tela, nunca fue encontrado. Los correos igualmente eran enviados para traer caballos y perros para sus señores, y cuando la reina de España estuvo enferma, un correo fue prontamente despachado con un bálsamo especial en el que evidentemente Catalina de Medici ponía una confianza considerable. Los diamantes eran transportados por ciertos correos de confianza. Por ejemplo, Gamboa, en enero de 1568, fue despachado por el duque de Alba en los Países Bajos con un collar de piedras y diamantes que Felipe 116

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había mandado a su prometida bávara; mientras que Giles, el correo del emperador, desempeñó una función similar dos años más tarde. Tuvo que esperar especialmente en Madrid, en enero de 1570, para poder transportar «los poderes matrimoniales» para el embajador español en Viena, Thomas Perrenot de Chantonay, para concertar el matrimonio de Felipe con la princesa Ana. Era esta, obviamente, una misión de gran importancia, ya que conducía además un diamante valorado en 30.000 ecus para la princesa, y algunos anillos, así como un regalo de compromiso. Se le ordenó ir por mar a Marsella o Génova, evitando la problemática región del Languedoc hugonote. Partió desde Guadalupe, 120 millas al sudeste de Madrid, el 9 de febrero. Cartas fueron y vinieron por toda Europa, ya que Giles no llegaba a destino. Luis Venegas, el segundo embajador de Felipe en la Corte imperial, escribió, quizá prematuramente, que Giles aún no había llegado el 26 de febrero, ni tampoco al 8 de marzo. El 25 de marzo, Chantonay informaba a Felipe que las cartas enviadas para dar con Giles habían llegado vía Flandes: y desde Génova informaban que no se sabía nada del correo. Desde Nápoles, Chantonay contaba que se habían desencadenado tormentas en el mar. En abril, el duque de Alba desde los Países Bajos lo dio por perdido. Giles apareció perfectamente, el 8 de abril, es decir, luego de dos meses de viaje, y como había reportado Venegas, retrasado por tormentas en el mar y considerando «que había tenido que ser muy cuidadoso para que nadie se enterara de nada». Ya en la época del telégrafo, dos insatisfactorias rutas de comunicación entre París y Constantinopla estaban disponibles para el envío de despachos. Una corría vía el telégrafo de la Chappe a Marsella y luego por vapor a Malta y Tyro. Mientras que la ruta terrestre comenzaba en Estrasburgo y cruzaba Viena, para continuar por el Danubio en barcos fluviales o correos terrestres hasta Constantinopla. El primer método exponía los mensajes a los peligros del tránsito marítimo y a cuarentenas; y el segundo, a casi la certeza de que las cartas serían examinadas por la policía secreta de Metternich o expuestas al bandidaje. Bajo circunstancias ideales, en 1847, la ruta de Viena tomaba 13 o 14 días, aunque promedios de 18 y 20 días no eran raros. En consecuencia, los correos hacían sus viajes desde las Cortes a los embajadores y de regreso, y es sorprendente que fueran capaces de viajar 117

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con la velocidad que lo hacían con todas las regulaciones y dificultades sobrevinientes. La mayor parte viajaban por las rutas designadas, usaban las estaciones de relevos y empleaban los caballos de postas, y dormían y comían en las posadas de los mismos relevos. Gracias a esta organización básica fueron capaces de transportar correspondencia diplomática entre monarcas y embajadores tan exitosamente. Concomitantemente hubo un rápido desarrollo del uso de claves como un medio de proteger la información. A mediados del siglo xiii, simples sistemas de cifrados por sustitución comenzaron a ser usados en Italia, y el primer documento diplomático de ese tipo que se conserva en los archivos venecianos es de 1411. Sin embargo, hubo una marcada tendencia, ya sea por economía o inercia, a mantener el uso de la misma clave por largos períodos, lo que las hacía muy vulnerables. Normalmente permanecían en uso por años después de que habían sido quebradas por las potencias rivales. Por ejemplo, Chapuys, el embajador español en Londres, utilizó solo una clave en su correspondencia para todo su extenso período, que va desde 1529 hasta 1541, donde el cifrado había sido quebrado por el gobierno inglés al menos en 1535, si no antes. La mayoría de las claves españolas de fines del siglo xvi consistían en numerosos signos arbitrarios que sustituían las letras del alfabeto de acuerdo a una tabla prestablecida. Con el fin de incrementar la dificultad de quebrar tales claves, otras dos precauciones eran tomadas: se introducía un número adicional de símbolos para representar las vocales y consonantes de uso más frecuente, haciéndolas así extremadamente difícil de leer por análisis de letras frecuentes; y varios otros signos eran agregados como nulos, no teniendo ningún valor, con el objeto de confundir a cualquier interesado inoportuno. En noviembre de 1589, una patrulla de Navarra interceptó una valija con mensajes cifrados que el embajador español en París mandaba a Felipe II. Los documentos fueron entregados a François Viéte, el célebre matemático, contratado por Enrique de Navarra con el expreso propósito de leer los mensajes españoles. Este, después de un tiempo, tuvo éxito en quebrar la clave. En una carta desde Tours, fechada el 15 de marzo de 1590, Viète incluye las cartas españolas descifradas y las claves para el uso futuro de Enrique IV, y hace los siguientes comentarios acerca de ellas: 118

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Sin duda esto moverá a nuestros enemigos a cambiar sus claves, para mantenerlas más ocultas, procurando impedir que podamos serviros con ellas. Las han cambiado y recambiado muchas veces, y uno llega a asombrarse de sus astucias. Pero nuestra causa es justa y la de ellos es maligna. En consecuencia, Dios obstaculizará sus empeños y bendecirá los nuestros…

En todo caso, regresando a los métodos diplomáticos cultivados por los italianos del siglo xvi, hay que dejar constancia de que como procedimiento no eran del todo ejemplares. Sus embajadores eran normalmente premunidos de dos juegos de instrucciones: las primeras públicas y las segundas secretas. Eran instruidos a aclimatarse con las condiciones locales y evaluar qué tan lejos sería prudente avanzar para intervenir en las intrigas políticas internas. Los asesinatos, aunque algunas veces utilizados por los diplomáticos venecianos, no se consideraban la forma más segura de disponer de los oponentes. Era preferible socavar sus posiciones desacreditando sus motivos. En este sentido, Luis xi de Francia era considerado un maestro en la diseminación de sospechas. Aún más importante era el arte de adquirir amigos influyentes: la cordialidad no era por sí misma suficiente para este propósito, por lo que era esencial distribuir sobornos, subvenciones y otros incentivos con discriminación y tacto. En el siglo xvi, así como en los doscientos años que siguieron, no se veía como algo vergonzoso en sí mismo que un estadista o cortesano recibiera donativos en dinero de potencias extranjeras. Aun damas de la Corte, o cardenales de la curia, esperaban recibir obsequios de los embajadores extranjeros. Aquellos raros excéntricos que rehusaban los sobornos podían ser ganados a través de otros incentivos, tales como títulos, condecoraciones u honores heráldicos, académicos o cívicos. Cuestionables como eran estas prácticas, aun así existían algunas reglas del juego. Era mal visto recibir dinero con el propósito de traicionar efectivamente el interés del propio país; o aceptar un solo pago aunque fuera de varios miles de ducados; incluso así era más respetable que estar recibiendo una subvención o pensión periódica. En efecto, era una época convulsionada y por lo tanto la intriga tenía un campo inmenso. Con una cantidad de obispos en pugna a lo largo del 119

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valle del Rin, con las omnipresentes pero usualmente nebulosas pretensiones de un emperador y un papa electivos, con innumerables principados en Alemania e Italia accesibles a muchas razones (con las que la razón tenía poco que ver), las opciones para la corrupción eran incontables. Una infinidad de diminutos Estados con infinitas e insignificantes ambiciones, pequeñas guerras, pequeñas pacificaciones; Estados más grandes jugando a que los pequeños lucharan entre sí con toda la eficacia que esos diminutos países consiguieran; y conforme a las ideas de la época, pudieran ser repartidos, vendidos, entregados; sirvieran como promesa para un préstamo o para conseguir una princesa; y todo sin que los habitantes afectados fueran más consultados que sus propios rebaños. La suerte de multitud de gente y de cantidad de países fue cambiada por matrimonios; como el de Leonor de Aquitania con el futuro rey Enrique II de Inglaterra; o el de María de Borgoña, única hija de Carlos el Temerario de Francia, que se casó con el futuro emperador Maximiliano. Sin embargo, siempre hubo gente que se beneficiaba de estas turbulencias… El cardenal Thomas Wolsey, canciller inglés, encontró medios para asegurarse un equilibrio en las pendencias entre Francisco I de Francia y Carlos v de España, aceptando pensiones de ambos. Así, con la esperanza de ganar la ayuda de una nación sobre todo en tiempos de guerra, pensiones eran ofrecidas a los ministros, algunas veces hasta al rey, y a la Corte completa que entraba en éxtasis por el buen gusto y generosidad del proveedor. Los ministros no solo aceptaban, sino que en ocasiones insistían en incrementos de los sobornos por haber traicionado tan bien a sus países. Se decía que «el dinero abre hasta los más secretos gabinetes de príncipes» y que tales «gratificaciones» debían ser astutamente ofrecidas a los comisionados extranjeros con que un embajador tuviera que negociar un tratado. Había poca o ninguna distinción entre un soborno y una gratificación, o entre la seducción política y la asistencia económica a las amistades. El libro Embajada española, de autor anónimo del siglo xvii, comentaba: «Si es que (un embajador) carece de amigos o habilidad para descubrir la verdad y verificar sus sospechas, el dinero puede ayudarle, ya que es, y siempre ha sido, la llave maestra de los archivos más bien guardados». Auro clausa patent («con el oro se abren puertas»).

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Asimismo, los regalos estaban constantemente en movimiento, entre monarcas, ministros, embajadores, miembros de las asambleas públicas, etcétera, y no era materia fácil discernir hasta dónde llegaba la cortesía y dónde comenzaba la corrupción. Antes de partir se les recomendaba a los embajadores que se aprovisionaran con objeto de pequeño valor, pero que fueran raros y en consecuencia de gran estima a donde iban. Se sabe que Regnault Girard, enviado a Escocia en 1434 para recoger a la princesa Margarita, la prometida del futuro rey de Francia Luis xi, llevó como presentes «una mula mansa», tenida como una muy extraña bestia, ya que no habían; además, llevó seis barriles de vino y tres de castañas, peras y manzanas, pues también había poca fruta en Escocia. Pero no se podía ganar así la buena voluntad de una amante real; y los regalos enviados por Luis xiv a la duquesa de Cleveland, o a la duquesa de Portsmouth, no eran de naturaleza tan doméstica; pero claramente estas mismas señoras parece que no eran muy domésticas que digamos. Aunque se sostenía que ningún embajador debía consentir en recibir regalos, excepto cuando contara con el consentimiento de su príncipe, o cuando dejara el país. En 1466, Venecia prohibió a sus diplomáticos recibir donativos de ninguna naturaleza. Pero ya que era la costumbre usual para un embajador que se alejaba de la Corte que recibiera un regalo, la prohibición fue cambiada por la obligación de entregar este regalo al Senado, que entonces usualmente lo retornaba al diplomático en cuestión. Este regalo, que casi siempre era una joya, normalmente llegaba a ser un objeto de considerable valor sobre todo en las embajadas de carácter ceremonial. Aun así se decía «que como resultado de esta abstención debía rechazar cualquier regalo o presente, ya sea del príncipe ante el que se estuviera acreditado, o de cualquiera de sus súbditos por cualquier causa, a menos que ya se haya despedido, y esté a punto de montar su caballo». Pero los enviados en todo caso requerían algo a cambio como muestra de aprecio por sus servicios; tradicionalmente, al momento de despedida de un soberano ante el cual habían sido acreditados. Mientras los reyes de Cerdeña del siglo xviii entregaban retratos de ellos mismos en un marco tachonado de diamantes, los monarcas ingleses daban en el período 17161784 regalos en efectivo de 500 libras, en que el 10% era retornado al maestro de ceremonias. 121

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Aun así, claramente, había métodos que no hablaban bien de los procedimientos diplomáticos de los Estados italianos de la época, y por lo mismo ha permanecido históricamente una marcada tendencia a ver a la diplomacia con desconfianza y sospecha, usualmente asociando la profesión con los aspectos más peyorativos de la actividad política, tal como lo describe el epíteto «maquiavélico». Las cancillerías, de origen medieval reguladas por el típico procedimiento notarial, eran ahora remplazadas por secretarías de Estado mejor afinadas a las exigencias de la rápida transmisión y confidencialidad de la información, y reguladas por una relación privilegiada entre el secretario y el príncipe. Aunque el organismo aún preservaba su distintivo carácter de institución cultural del siglo anterior, estaba ahora reorganizada consiguiendo que las tareas fueran distribuidas más eficientemente y disponiendo de una distinción más clara entre asuntos normales y negociaciones extraordinarias. La práctica diplomática coincidía aquí con la doctrina política entonces en boga que sostenía que las calidades esenciales del «buen embajador» era la prudencia, con lo que se quería decir la constante observación de otros, en orden a intuir sus disposiciones e inclinaciones, y así obtener información valiosa para la conducción de negociaciones. Generalmente, los príncipes renacentistas designaban a sus nobles más leales como embajadores; y aunque los enviados recibían detalladas instrucciones, recibían poco o nada en términos de formación. Surgió en las Cortes del Renacimiento aquella cultura del cortesano que era un rasgo distintivo de la formación dada a los diplomáticos del ancient régime. El empleo de hombres de letras y cultura en misiones diplomáticas era una práctica común. Los literatos eran empleados en ocasiones como oradores considerando sus dotes oratorias, mientras que en otras oportunidades se les daba la tarea de escribir la historia de la dinastía o redactar elogios funerarios, discursos, cartas y memorias. Respecto a la selección para las misiones diplomáticas, el criterio fundamental era aún la lealtad a la dinastía, un requerimiento que en la práctica significaba que la función diplomática era casi enteramente monopolizada por las familias de gran nobleza, normalmente flanqueadas, especialmente en misiones hacia la Corte papal, por prelados, obispos y 122

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otros miembros de alto rango clerical. Por ejemplo, casi todos los embajadores residentes toscanos en el siglo xvi fueron reclutados de entre las familias principales del patriciado florentino, dando muestras y pruebas de sus habilidades para manejar asuntos políticos con gran inteligencia. Eran hombres refinados, algunos eran doctores en derecho civil y en ley canónica, y frecuentemente, incluso destacados hombres de letras. Muchos eran sacerdotes posteriormente elevados a la dignidad arzobispal en reconocimiento a su desempeño en el servicio diplomático. Excepcionalmente eran transferidos como cardenales a Roma, donde actuaban como actores fundamentales en las maniobras electorales de los cónclaves, y algunos de ellos subsecuentemente continuaban sus carreras en el servicio diplomático papal. Hubo una tendencia evidente a mirar el servicio diplomático como un foro de «intercambio» entre un príncipe constantemente en busca de personal idóneo y una clase noble que intentaba reforzar su hegemonía social con títulos, honores y recompensas materiales. Para el vástago de muchas familias, el servicio exterior devino en la carrera de elección obligatoria. Era un arte que aprendían desde jóvenes al acompañar a sus padres o a otros parientes en misiones, y que después ejercían en paralelo con otras ocupaciones privadas, o alternadamente con empleos públicos o nombramientos en la Corte. Ciertamente no era el sueldo dispuesto para tales misiones lo que atraía a los nobles a la diplomacia, ya que apenas era suficiente para cubrir los gastos. En cambio, la función diplomática era considerada como una forma de ganar acceso a los favores dispensados por el soberano y en consecuencia les permitía mejorar sus fortunas familiares. Como vimos en su momento, en la Edad Media los embajadores normalmente tuvieron una autoridad muy limitada, pero en la temprana era moderna, mientras los Estados establecían embajadas permanentes, el estatus de los embajadores se fue incrementando. Se transformaron en integrantes de las cortes que requerían reconocimiento y honores en nombre de los príncipes que representaban. Se necesitaba que el embajador, frecuentemente en el curso de una sola misión, actuara como negociador, orador, agente comercial, peticionario, comerciante, proveedor de bienes y servicios a la Corte, corresponsal con otras Cortes, informante y arbitrador. Esta mezcla de funciones políticas, económicas y culturales, que es 123

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posible encontrar exactamente en la misma forma en Ferrara, por ejemplo, suministra mayor evidencia de la confusión entre Estado y Corte, entre público y privado, tan distintivo de los «Estados señoriales». Los rituales diplomáticos devinieron aun en más elaborados, con los embajadores que protegían celosamente sus rangos y privilegios. Las ceremonias que contemplaban la participación de embajadores se transformaron en teatralidad política: en qué lugar se sentaran o permanecieran de pie los enviados en relación a los demás, servía de barómetro en las relaciones entre Estados y gobernantes. Por lo que además de la negociación de asuntos estatales en representación de sus príncipes, los embajadores debían sacar lustre a la imagen de sus soberanos. De hecho, hacia el siglo xvii, la proyección del poder estatal se había transformado en una de las funciones primordiales de un embajador. Se debe tener en consideración, que durante el ancient régime la red de relaciones internacionales era tejida por múltiples intercambios entre las dinastías unidas por vínculos matrimoniales, alianzas o parentescos. La diplomacia entonces no era solo una forma de representación entre Estados soberanos. Era también un apretado y multiforme entramado de redes de intercambios, acuerdos, alianzas, información, intereses y asuntos dinásticos; el vehículo prominente, y en consecuencia, la «política» del ancien régime y de sus muchos y diversos aspectos. Paulatinamente surge la designación de un selecto grupo de secretarios de cancillería para acompañar al orador, y también para realizar sus propias misiones confidenciales. Efectivamente, la mayor novedad fue el acompañamiento de los embajadores con secretarios de embajada. Los toscanos, por ejemplo, los designaron en la Corte imperial en 1537; en Roma, después de 1539; y en Francia, después de 1544. El siglo xvi vio la creación y progresivo fortalecimiento del cuerpo de secretarios de embajada. Normalmente se trataba de homines novi, con educación universitaria y profundamente leales al soberano. Con acreditación permanente como funcionarios de embajada, estos empleados se propagaron en el siglo xvi, desarrollándose como un elemento fundamental de la nueva diplomacia. Nombrados directamente por el soberano sin impedimentos institucionales, tendían a permanecer en sus destinos, aunque, como ocurría frecuentemente, los embajadores cambiaran. Actuaban como una larga 124

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«correa de transmisión» que implementaba las órdenes y representación del soberano, y en algunos casos bien documentados; incluso informaban subrepticiamente sobre el embajador residente. Venecia, tal como destaca Garret Mattingly, y al menos durante el Renacimiento, como «ningún otro Estado italiano desarrolló la función de secretario a tan alto nivel». Mientras en el poderoso servicio diplomático de Luis xiv, los secretarios no eran más que sirvientes del embajador, con el inminente peligro que sus secretos podrían ser divulgados si moría, en Venecia desde mediados del siglo xv en adelante, el oratore normalmente estaba acompañado por un funcionario que era designado y pagado independientemente. Si en Génova la obligatoriedad de escoger estos funcionarios solo de entre los ciudadanos del Estado fue formalizada por leyes promulgadas a principios del siglo xvii, ya en 1478, el Senado veneciano había explicitado un criterio similar de reclutamiento. La diplomacia de los Medici siempre usó gente de talentos sobresalientes, aunque provinieran de diversos orígenes sociales. El patriciado veneciano tuvo que confiar tareas que involucraban bastante más que simples funciones menores a hombres de clases diferentes a la aristocracia. Aún más omnipresente era el sistema de informantes que Florencia, como otros Estados, crearon en la exuberante maraña del mundo de los avventurieri. Estos hombres vivían de una red de relaciones clientelares que se extendía por toda Europa, alquilando sus plumas y oídos siempre en la búsqueda de patrones a quienes servir o traicionar. Una oportunidad de servir a la República en una misión particular era un privilegio disfrutado solo por los más aptos de los funcionarios no patricios. Normalmente sucedía al finalizar una carrera que, tal como la de los diplomáticos nobles, alternaba nombramientos diplomáticos con largos períodos de servicio en la cancillería ducal. Como hemos visto, todos los miembros de la cancillería eran reclutados de la clase «civil» de la población: un grupo social que comprendía a mercaderes, profesionales y servicio civil que consideraban que una buena educación era indispensable para cualquier tipo de carreras —tanto así que era común que niños de 4 o 5 años recibieran educación de tutores o atendieran clases otorgadas por sacerdotes.

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Las pruebas para el ingreso a la cancillería buscaban principalmente evaluar la educación humanista de los candidatos, centrada en estudios de latín, gramática y retórica. Este sistema que mezclaba meritocracia y clientelismo —único de la administración veneciana— creó un cuerpo de diplomáticos y funcionarios de cancillería de considerable estatura profesional. Completando el personal de la Secretaría de Estado estaban los cónsules, que eran ministros de rango secundario y que no podían disfrutar de los privilegios de los de primer rango; y los equivalentes a oficinistas, que también actuaban como mensajeros, desempeñando una función de gran importancia y delicadeza, que como ya vimos, incluso podía llegar a ser mortalmente peligrosa. Para la selección de personal se requería un manifiesto amor a la paz, una amistosa disposición hacia todos aquellos con que se tuvieran relaciones, y una aversión a la intriga internacional y a las riñas. El empleo de hombres de cultura en las cancillerías y secretarías significaba que un amplio rango de capacidades técnicas estaba disponible para el manejo de la correspondencia diplomática, para la administración de la información y su archivo, y para consultas de los problemas de mayor sensibilidad. Consecuentemente, el servicio al príncipe y su mecenazgo, deberes políticos, y clientelismo cultural, Corte y diplomacia, se entretejían en un diseño que era un rasgo distintivo adicional del «Estado renacentista». Se deben mencionar dos instituciones que eran vistas como fundamentales en el siglo xvi, y que ahora o bien han declinado en importancia, o han desaparecido por completo. En los días previos a la existencia de los diarios y cuando los corresponsales extranjeros eran desconocidos, un embajador era contemplado antes que nada como una fuente de noticias. Los archivos diplomáticos de la época están repletos de reclamos dirigidos por los gobiernos a sus enviados por haber fallado en avanzar detalladas informaciones; y también las patéticas excusas que los mismos mandaban de regreso. Así, en 1505, encontramos a Mauroceno, embajador veneciano en Francia, quien escribía que tenía toda la razón la Señoría en reclamar que nunca lograba llegar primero con las noticias, considerando que ellos a su vez, nunca se daban el trabajo de mandarle algún chisme de interés para que pudiera intercambiar por otras informaciones; y ya que estamos en esto, «¿por qué nunca me mandaron los halcones que le había 126

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prometido al cardenal d’Amboise? Ustedes abandonan a sus Oradores», reclamaba Mauroceno, al igual que innumerables embajadores por los siglos siguientes. Era primordial la importancia asignada a la rápida recepción de las noticias. Una función ejercida ahora por los modernos sistemas de comunicación, y que entonces era la principal razón del establecimiento de misiones permanentes y que imponía a los enviados la pesada carga de la constante presencia en la Corte. Se esperaba que siguieran al soberano ante el cual estaban acreditados, aunque estuviera en su pabellón de caza, aunque estuviera en campaña, aunque se hubiera retirado a alguna casa de campo, incluso cuando estuviera enfermo en cama. Esta necesidad era una tortura para los embajadores, manteniéndolos siempre sobresaltados, exponiéndolos a largos días a caballo y a noches en abominables hostales, pese a que también era una imposición a veces intolerable para los mismos reyes y ministros. Maquiavelo relata desde Mantua, el 12 de diciembre de 1509: El emperador, a diferencia de otros príncipes, es reacio a tener enviados de otros soberanos a su alrededor, y ya sea que despacha a los que vienen, o los confina a alguna localidad especial que no les permite abandonar sin sus órdenes. De este modo vemos que ha ordenado permanecer aquí a todos los que estaban con él en Trento, y a no partir sin su permiso.

Los monarcas de la época dedicaron mucho tiempo e ingenio a burlarse de los diplomáticos fastidiosos y a entretenerse exponiéndolos a esfuerzos y viajes innecesarios. Estas funciones, ahora en la era de la información instantánea, son ejercidas por periodistas y reporteros más jóvenes y aventureros. Todo lo que tienen que hacer los embajadores es comentar, en la tranquilidad de sus despachos, sobre los informes que estos distribuyen. Los tres volúmenes del macizo trabajo de René de Maulde-la-Clavière, en La Diplomatie au temps de Machiavel, constituyen una cantera, de donde se pueden extraer grandes bloques de información, junto a innumerables casos. Aprendemos cuán amplia y prestamente fue copiado por otras Cortes extranjeras el arte de la negociación según evolucionó en los 127

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Estados italianos del Renacimiento; y hasta dónde la moderna teoría y práctica diplomática se deriva de esa misma tradición. Siguiendo principalmente a Harold Nicolson examinaremos este modelo de negociaciones desarrollado durante los siglos xv y xvi bajo tres títulos: la negociación de tratados, el sistema de diplomacia de conferencias y la excesiva pero inevitable importancia atribuida entonces a las cuestiones de precedencia. La negociación de tratados, al menos durante el siglo xv, fue complicada por la sobrevivencia de tradiciones feudales y la concepción de la supremacía papal. Como ya vimos, un Estado protector podía reivindicar que algún pequeño Estado era legalmente su vasallo y que por lo tanto no tenía droit d’ambassade, o derecho a concluir tratados con otros Estados sin su aprobación. Esta era la contienda que el rey de Francia sostenía con Navarra, Berna y el país de Foix: no podían ser sujetos de negociación con otros Estados, ya que debían ser considerados parte de la política interna o doméstica de la Corte francesa. El Papa, por su lado, algunas veces reclamaba su derecho a intervenir bajo el principio de que ad Papam pertinet pacem facere inter príncipes christianos. A pesar de estas dificultades, las negociaciones eran frecuentes y los tratados asumían formas elaboradas. Además de tratados regulares en nuestro sentido del término, había «Protocolos de acuerdos», conteniendo una lista de puntos aceptados, pero usualmente no firmados por las partes contratantes. Había también endentures, es decir, documentos cortados en forma de zigzag en dos piezas, en que cada parte retenía una de las mitades. Adicionalmente había una forma de validación de los tratados por los notarios papales, que era considerada como la más vinculante, la validissima et amplissima forma de tratado a la que los franceses se referían como acte authentique. Únicamente el Papa podía liberar a un príncipe de sus juramentos, y SS sería quien excomulgara a aquel que rompiera el compromiso solemnemente autenticado por los notarios vaticanos. Así encontramos un tratado entre Luis xi y el duque de Bretaña que contenía una cláusula bajo la cual ambos príncipes explícitamente se comprometían a no solicitar al Papa la liberación de los juramentos intercambiados. Por su parte, la ratificación de los tratados asumía formas muy ceremoniales. Eran grandes hojas de pergamino que contenían no solo los términos del tratado, o simplemente los plenos poderes otorgados a los 128

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embajadores que lo negociaron, sino también largos pasajes de sentencias morales sobre la paz, la justicia y la virtud. Se daba por garantizado que un soberano no podía rechazar la ratificación de un tratado negociado por un embajador con plenos poderes, a menos que pudiera demostrar que se habían excedido flagrantemente sus instrucciones. Tanto Guicciardini como Maquiavelo expresan horror ante la acción de Fernando e Isabel al rehusar ratificar un tratado negociado y firmado con Francia por embajadores españoles premunidos de plenos poderes. Correctamente sugerían que si tales rechazos llegaban a transformarse en hábito, harían imposible toda negociación seria entre los Estados. Habría sido inconcebible para ellos, por ejemplo, que en 1919 el Congreso de Estados Unidos repudiara el Tratado de Versalles firmado por el Presidente en persona, que establecía además la Sociedad de las Naciones, una organización concebida e JNQVMTBEBQPSFMNJTNP8PPESPX8JMTPO Adicionalmente a los tratados políticos, había todo tipo de tratados comerciales, llamados Actes d’entrecours, que usualmente establecían en gran detalle, normas para el intercambio comercial mutuo. Un buen ejemplo de estos compromisos fue el Tratado de Comercio alcanzado entre Inglaterra y Florencia, en 1490, por el cual los ingleses otorgaban a los florentinos el monopolio del comercio de lanas en Italia, mientras Florencia autorizaba el establecimiento de una corporación comercial inglesa en Pisa amparada por su propio cónsul. Las disputas entre los ciudadanos de Pisa y los mercaderes británicos serían juzgadas por un tribunal mixto compuesto por el cónsul y el podestà. Aquí vemos la vieja concepción griega del Proxenos transformada en baglio, o cónsul, generalmente designado y pagado por los mercaderes locales de su propia nacionalidad, que ejercía ciertas funciones judiciales. Asimismo existió, hasta avanzado el siglo xvi, un sistema mediante el cual un mercader al que un comerciante extranjero le debía dinero podía obtener una «carta de represalia», que lo autorizaba a empeñar propiedades en su propio país pertenecientes a los mercaderes del país que lo había perjudicado. Entonces, un mercader inglés impedido de recuperar deudas de un mercader genovés, tenía derecho a embargar propiedades genovesas en Londres o Bristol. Este sistema derivó en muchas injusticias y amarguras. Su abolición fue aplaudida por una autoridad como René de Maulde-la-Clavière como «el 129

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más grande triunfo que la diplomacia puede registrar en el curso de siglos». Hubo otras tentativas para mitigar las caóticas desgracias a que estaba expuesto el comercio internacional, tales como el Consolato del Mare o las Tablas de Amalfi, que regulaban la ley mercantil entre naciones. Tales instituciones y disposiciones fueron, con toda seguridad, un avance sobre el viejo sistema de la piratería. Aun en el siglo xv, los diplomáticos profesionales observaban con gran aprehensión el método conocido como «Diplomacia de conferencias» (ahora sería de cumbres), que en aquellos días tomaban la forma de entrevistas personales entre los soberanos. Existía siempre la posibilidad de que un monarca pudiera secuestrar al otro, por lo que las entrevistas normalmente tenían lugar en medio de un puente, para que los dos monarcas pudieran intercambiar halagos a través de un robusto enrejado de roble erigido entre ellos. Este extraño dispositivo fue revivido por Napoleón, en 1807, cuando sostuvo una conferencia con Alexander I en la famosa balsa amarrada en el medio del río Niemel. Pero había otras desventajas inherentes a estas entrevistas personales. Eran enormemente caras, ya que cada parte competía con la otra en ostentación; podían despertar exageradas expectativas en casa y profundas sospechas en el exterior; levantaban una maraña de inquietantes rumores; y considerando que normalmente los acuerdos que pudieran alcanzarse serían verbales y no escritos, se abrían nuevas oportunidades para subsecuentes malos entendidos y tergiversaciones. Más aún, había siempre el peligro latente que dos soberanos que no estaban acostumbrados a tratar con iguales, y que probablemente no conocieran ni una palabra del idioma del otro, retornarían de la entrevista no solo enemistados, sino con sentimientos de perdurable aversión personal. Eduardo IV, que hablaba un excelente francés, en su entrevista con Luis xi a través de un enrejado en un puente sobre el Somme, no obtuvo ningún resultado diplomático de valor, mientras siete mil soldados británicos andaban desparramados por las calles de Amiens muertos de borrachos. Y otro tanto sucedió cuando el mismo y astuto rey francés se reunió con el rey de Castilla en un puente sobre el Bidasoa, en 1462, y nunca se recuperó de las antipatías que le produjo aquel breve pero áspero encuentro. Quizá el caso mejor conocido de reunión de soberanos es aquel de Enrique VIII y Francisco I en el Cam130

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po del Paño de Oro, en 1520, que a pesar de todas las declaraciones de amistad que lo marcaron, fue rodeado por el temor y la suspicacia. Hubo rumores que el contingente inglés iba a ser atacado por la flota francesa cuando cruzara el canal; y para su protección la artillería fue desplazada a la ciudad guarnición de Calais, cuyo gobernador informaba sobre los movimientos de tropas en el área. Hasta el momento mismo del encuentro hubo temores de traición en ambos lados, mientras unos y otros sospechaban que la contraparte tenía más soldados en el área que los que se habían acordado. No sorprende entonces, que Philip de Commines, que como ya hemos visto era un experimentado diplomático y escritor de la época, afirmara sobre la diplomacia de conferencias: «Dos grandes Príncipes que quieran establecer buenas relaciones personales entre sí, nunca debieran encontrarse cara a cara, sino que más bien debieran comunicarse a través de buenos e inteligentes embajadores». Otra desventaja legada por el método diplomático del Renacimiento fue la enorme importancia otorgada a cuestiones de ceremonial. Un embajador, al llegar, tenía usualmente que negociar por semanas todos los detalles de su recibimiento oficial y su presentación de cartas credenciales. ¿Debía el rey efectivamente bajar los peldaños del trono para recibir las cartas, o solo debía simularlo moviendo las piernas, indicando con ello su disposición teórica a hacerlo? ¿En qué etapa exacta del proceso debía el embajador sacarse o ponerse el sombrero? ¿Llegará el momento en que el rey invitaría al embajador, aunque sea por un momento, a sentarse en un taburete? ¿Si el embajador entregaba su discurso formal en latín, como era entonces costumbre, contestaría el rey en el mismo idioma, o usaría su propio lenguaje, o no habría respuesta? Tales asuntos, que hoy nos parecen poco relevantes, eran en ese tiempo objeto de largas reuniones e interminable correspondencia. Además, crecientemente se hizo costumbre enviar a nobles, a funcionarios de alta responsabilidad, e incluso a miembros de las familias gobernantes, en embajadas especiales como las de obediencia, mandadas ante el Papa —particularmente durante su ascensión— que mostraban una extrema obsesión por la apariencia. El tamaño de la embajada, el número de caballos y la cantidad de equipaje que traían, la riqueza de los ropajes del embajador y su comitiva, cadenas de oro, y toda demostración de ostentación de la riqueza y poder del mo131

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narca representado, eran particularmente importantes y cuidadosamente escudriñadas; y cualquier apariencia de mezquindad probablemente levantaría críticas y ridiculizaciones. Pero el problema de la precedencia era aún más serio. La teoría original era que los embajadores se ordenaban de acuerdo a la antigüedad del Estado que representaban. En la jerarquía internacional de la época, la posición de un gobernante o Estado dependía de numerosos factores, incluyendo la tradición histórica. En consecuencia, la clasificación de los soberanos de la cristiandad hecha por el papa Julio II, en 1504, mantuvo su importancia por mucho tiempo. Esta codificación es interesante por numerosas razones, no siendo la menor, que fue una de las últimas compuestas antes que la reforma protestante agregara las diferencias religiosas a otras dificultades para determinar el orden jerárquico. El emperador del Sacro Imperio y su electo heredero, el rey de los romanos, estaban clasificados por encima de todos los otros gobernantes. Luego seguía el rey de Francia, España (Castilla), Aragón, Portugal, Inglaterra, Sicilia, Escocia y Hungría, Navarra, Chipre, Bohemia, Polonia y Dinamarca. El orden de duques «soberanos» incluía Bretaña, Borgoña, Bavaria (conde palatino), Sajonia, Brandemburgo, Austria, Venecia, y así… seguía la lista hasta los pequeños duques, déspotas y príncipes, donde las restantes criaturas se distinguían solo por su grado de inferioridad. Era inevitable que con la declinación de la autoridad papal, la fluctuación comparativa de poderes, y el surgimiento de nuevas y marcadamente asertivas monarquías nacionales, esta lista de clasificación original fuera desafiada. Los españoles, por ejemplo, nunca aceptaron que sus embajadores tuvieran que ir después de los del rey de Francia. La serenidad de las Cortes, el efectivo progreso de las negociaciones o la firma de tratados, eran trastocados y ridiculizados por estas eternas controversias. Airados incidentes ocurrían permanentemente. Durante el Renacimiento se entendía que los embajadores eran la personificación virtual de sus monarcas; viajaban en esplendor y eran tratados con magnificencia. Considerando que el embajador era un «huésped», se esperaba que el soberano anfitrión cubriera sus espléndidos gastos. Previsiblemente, este enorme gasto se convirtió en un punto de roce. España 132

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llegó a establecer una normalización de gastos para los gobiernos extranjeros. Un elaborado sistema de protocolos fue desarrollado para cubrir los derechos y privilegios de la totalidad de la comunidad diplomática, desde los embajadores para abajo, ya que insignificantes agravios entre representantes podían escalar hasta incidentes internacionales mayores. Mientras, como muestra la literatura política de la época, los criterios para la legitimación y evaluación de los Estados cambiaban. Los recursos, población, volumen de comercio, finanzas y fuerza militar, ahora contaban mucho más en la determinación del orden jerárquico de los Estados que el esplendor de las Cortes, investiduras papales o imperiales, o el brillo de las descendencias dinásticas. De ahí la importancia de las ceremonias, títulos, procedimientos y la etiquette —esos elementos intrínsecos que en las viejas monarquías servían para enfatizar prestigio y primacía política. Es claro que los europeos de la temprana modernidad se preocupaban del ceremonial. Wicquefort incluso sostenía que las cortesías y ceremonias eran roles esenciales de una embajada, e incluso quizá de las más importantes. A principios del siglo xvii, un autor anónimo sostenía que «un embajador no debe permitir ni tolerar que nadie desafíe o llegue a ofender el honor de su príncipe, cualquiera sea el motivo». O como sostiene otro escrito anónimo de la época, «un embajador debe representar la grandeza de su señor». Tal vez el mejor ejemplo de las disputas sobre la precedencia sean las desarrolladas entre Francia y España. Desde al menos el siglo xv ambos monarcas estuvieron luchando sobre cuál tenía rango superior. Conflictos abiertos entre diplomáticos de ambas naciones ocurrieron tan tempranamente como en el Congreso de Mantua de 1459, en que el representante del rey de Castilla, furioso porque el embajador de Francia había tomado precedencia en la asamblea eclesiástica, entró con una escolta armada y a la fuerza expulsó al francés de su asiento a fin de quedárselo. A lo largo del siglo xvi y principios del xvii, los diplomáticos españoles generalmente mantuvieron una posición ceremonial igual o por sobre la situación francesa. El asunto llegó a mayores en Londres en 1661. En Inglaterra, la actividad central de la introducción de un nuevo embajador era una grandiosa procesión de carruajes ceremoniales que recorrían engalanados las calles de Londres. Era una práctica común que 133

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otros embajadores evitaran la ceremonia previniendo así disputas sobre la ubicación de cada carruaje en la línea de procesión. Cuando un nuevo embajador sueco estaba por llegar, Luis xiv de Francia ordenó a su embajador que tomara parte en la ceremonia y se asegurara de ir encabezando la procesión. Para no ser provocados, el embajador concurriría a la ceremonia acompañado por quinientos hombres armados. Para no ser superados, el rey de España entregó a su embajador en Londres idénticas instrucciones, solo que aumentó la escolta a dos mil soldados. El resultado era inevitable. Los dos embajadores batallaron fieramente por encabezar la procesión, disparos fueron intercambiados, y se perdieron unas cuantas vidas. La fracción española ganó la sangrienta batalla; se rompieron las relaciones diplomáticas y Luis xiv despachó inmediatamente un enviado a Madrid exigiendo disculpas, amenazando con transformarlo en un casus belli si Felipe IV no retrocedía y reconocía que el rey francés y, en consecuencia, sus embajadores tenían precedencia por sobre los españoles en todo momento y en todas las Cortes extranjeras. Tal era entonces el dominio político y militar francés que España no tuvo más opción que terminar capitulando. En marzo de 1662, el embajador español en París públicamente expresó el pesar de su señor, admitiendo en Versalles frente a la totalidad del cuerpo diplomático que el embajador de España en Londres había errado; leyendo en voz alta la humillante promesa que desde ahí en adelante, España «se abstendría de competir con los embajadores y ministros (de Luis) en todas las ceremonias públicas a que los embajadores (españoles) pudieran concurrir», reconociendo que los embajadores españoles no procurarían recibir un tratamiento igual al de los embajadores franceses. Considerando que los parientes de Felipe de Habsburgo en Viena continuaron dando precedencia al embajador español, rechazando reconocer este arreglo, y que los papas insistían en tratar al embajador francés y español como iguales, el asunto seguía sin resolverse a satisfacción de Luis xiv. Algunos esporádicos conflictos ceremoniales continuaron entre los diplomáticos españoles y franceses, aunque usualmente los embajadores de España simplemente dejaron de participar en actos en que estuvieran presentes sus pares de Francia, evitando así la necesidad de situarse en un lugar subalterno. 134

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Los embajadores eran los representantes de los reyes, y preservar sus dignidades era simplemente una forma más de competencia. Era el equivalente diplomático a tener más amantes o mejores músicos en la Corte, o construir Potsdam para rivalizar con Versalles. Pese a estas tensiones, la sociedad internacional, al igual que las sociedades al interior de los Estados individuales, requería un conocimiento general de las jerarquías para que las relaciones internacionales no se vieran reducidas al caos de rangos en competencia. A pesar de que como hemos visto no se trataba de un problema nuevo, bien podía transformarse en más agudo a medida que el número de Estados soberanos se incrementaba después de 1648. Este era exacerbado por la creciente diferenciación entre cabezas coronadas y no coronadas a fines de la Europa del siglo xvii y xviii, con ventaja para los primeros. Para aquellos que efectivamente lograron establecer el estatus de cabezas-coronadas adquirieron más prestigio y se abrieron a mayores posibilidades. El estatus de testas coronadas o trattamento reale podía también apuntalar pretensiones de soberanía doméstica. Había asimismo algunos principios generalmente aceptados de acuerdo a los cuales estos asuntos contenciosos podían ser resueltos, pero había aún, mucha confusión y desacuerdo. Asuntos de esta naturaleza podían determinar si los ministros eran enviados o no a las Cortes extranjeras. Por ejemplo, las relaciones de Saboya con España eran complicadas por la persistente negativa de Felipe v de dirigirse en documentos oficiales a Víctor Amadeo como «Muy Poderoso» o Potentissimus, un título otorgado normalmente a otros reyes. En 1737, la omisión del Príncipe de Gales del usual «Votre Majesté» en una carta a Carlos Emmanuel III provocó una prolongada interrupción de correspondencia entre el rey de Cerdeña y el heredero del trono británico. Tan tardíamente como 1768, en un baile de gala en Londres, el embajador francés, observando que el embajador ruso se había ubicado en un asiento preferencial de primera fila, al lado del embajador austríaco, escaló sobre los respaldos de las butacas y se insertó materialmente entre ellos, derivando en un duelo en que el embajador ruso terminó severamente herido. Como prueba de que la precedencia era un tema eterno, cabe dejar constancia de que Suetonio en los Doce Césares señala:

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Cuando los enviados germánicos visitaron por primera vez el teatro, fueron sentados entre la gente común; pero notando que los enviados parthos y armenios estaban sentados con los senadores en la orquesta, fueron y se sentaron con ellos —¿no eran acaso igual de valientes y nobles de nacimiento? Claudio, admirado por la simpleza de su confianza, dejó que se quedaran.

Estas sensibilidades con relación a la precedencia también complicaban la firma de los tratados internacionales, ya que cada representante aseguraba que la dignidad de su soberano sería ofendida si firmaba debajo de cualquier otro representante. Por cierto tiempo, esta dificultad fue superada por el absurdo mecanismo de firmar los tratados en forma circular, como en una rueda, no dando así a ningún signatario un lugar preeminente. La incomodidad de este sistema llevó a la adopción de un sistema llamado alternat, por el que varias copias del mismo tratado eran preparadas y cada plenipotenciario firmaba primero su propia copia. Pero este sistema requería mucho trabajo innecesario y producía retrasos. Nos parece extraño ahora, que se tuviera que esperar hasta 1815 para que los estadistas europeos se dieran cuenta de que este ridículo problema de la precedencia, que les fuera legado por la Edad Media, era completamente intolerable. El Reglamento del Congreso de Viena estableció cuatro clases de representantes diplomáticos: embajadores y legados papales, ministros plenipotenciarios, ministros residentes y encargados de negocios. La precedencia entre estas cuatro categorías se regularía en el futuro de acuerdo a la fecha en que cada enviado presentara sus cartas credenciales. El embajador más antiguo, aquel que ha estado por más tiempo en un destino, era investido como Decano, o Doyen, del Cuerpo Diplomático. No obstante, en aquellos países de tradición católica, normalmente el decanato se le otorga al nuncio de Su Santidad, cualquiera sea el tiempo de su acreditación en ese destino. En el Congreso de Aix-laChapelle, realizado tres años más tarde, se agregó la decisión de que los tratados se debían firmar en el orden alfabético de los Estados signatarios. Estas excelentes reglas resolvieron el problema por más de un siglo, hasta la Convención de Viena de Relaciones Diplomáticas de 1961, que zanjó

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definitivamente las espantosas controversias sobre precedencia que se heredaron del Renacimiento italiano. Se debe reconocer que a pesar de las muchas instituciones incorporadas a la diplomacia moderna desde los modelos renacentistas, sus métodos no eran del todo racionales, tanto en la teoría como en la práctica. Al enseñar que la justicia internacional debía estar siempre subordinada a la conveniencia nacional, y al inculcar los hábitos de engaño, oportunismo y deslealtad, los italianos hicieron mucho para ganar al arte de la diplomacia algo de su mala fama. En su deseo de conseguir resultados inmediatos en situaciones precarias, se complicaron en combinazioni transitorias e ignoraron lo que se puede llamar la «gradualidad» de las buenas negociaciones. Quedó para los estadistas de los siglos xvii y xviii el trabajo de desarrollar un método diplomático más sensible y por lo tanto más fiable. No obstante, antes de entrar al próximo capítulo, por su innegable interés dejamos como conclusión de este, un homenaje a Nicolás Maquiavelo, reproduciendo sus «Instrucciones confidenciales», en que con su habitual inteligencia resume parte de sus experiencias diplomáticas: Instrucciones confidenciales de Niccolo Machiavelli a Raffaello Girolami, ante su partida a España, el 23 de octubre de 1522, como embajador ante el emperador Carlos V.

Honorable Raffaello, Las embajadas se cuentan entre aquellas funciones que confieren gran honor a un ciudadano; y cualquiera incapaz de satisfacer tal desempeño no puede ser considerado competente para tomar parte en el gobierno del Estado. Tú estás partiendo como embajador a España, un país desconocido para ti, y materialmente diferente en conductas y costumbres de aquellas de Italia; y además es la primera vez que has sido encargado con una comisión de esta naturaleza. Así, si das buena prueba de ti mismo, como todo el mundo espera y confía, vas a lograr un gran honor, que será aún más grande en proporción a las dificultades con que tengas que enfrentarte.

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Como tengo alguna experiencia en asuntos de esta naturaleza, te diré lo que conozco sobre la materia, no por atrevimiento, sino que simplemente por el aprecio que te tengo. Todo hombre honesto sabe cómo desenvolverse fielmente en una misión que le haya sido confiada; la dificultad radica en hacerlo adecuadamente. Ahora bien, lo ejecuta adecuadamente quien conoce bien el carácter del soberano ante el cual es acreditado, y del de aquellos que lo conducen, y que sabe mejor como adaptarse a situaciones que puedan abrir y facilitar el camino a una favorable acogida. Por difícil que parezca cualquier empresa, el ganarse el oído del soberano puede facilitarla. Sobre todas las cosas un embajador debe dedicarse a conseguir un profundo afecto, lo que se obtiene actuando en toda ocasión como un hombre justo y bueno; teniendo la reputación de ser generoso y sincero, evitando ser mezquino y disimulador, y no ser conocido como persona que cree una cosa y dice otra. Esta sinceridad y franqueza son de gran importancia; ya que conozco algunos hombres que, siendo maliciosos y simuladores, han perdido tan completamente la confianza del príncipe, que ya nunca más pudieron negociar con él. Aun así, en ocasiones habrá necesidad de ocultar hechos con palabras, entonces deberá hacerse de manera tal que no parezca; y si se es descubierto, entonces debiera estar disponible de inmediato algún resguardo. Alessandro Nasi era tenido en gran estima en Francia por su reputación de sinceridad; mientras que otros, siendo considerados en contrario, eran tratados con gran desdén. Yo creo que te será fácil observar esta línea de conducta, ya que me parece que tu propia naturaleza te impulsará. Un embajador también obtendrá gran honor de la información que comunica a su gobierno; y esto comprende tres variantes, ya sean relativas a asuntos en curso de negociación, o materias que están concluidas y finiquitadas, o respecto a materias que aún están por hacerse; y lo importante es conjeturar acertadamente el tratamiento que probablemente tendrán. Dos de estas son difíciles, pero una es muy fácil. Ya que saber las cosas después de que son hechas, es generalmente hablando muy fácil, a menos que llegue a tratarse de una alianza que está siendo acordada entre dos príncipes en menoscabo de una tercera parte, y que pareciera importante mantenerla en secreto hasta que llegara el momento de divulgarla; como 138

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sucedió con respecto a la Liga entre Francia, el papa, el emperador, y España, concluida en Cambray, en contra de los venecianos y que resultó en la destrucción de la República Veneciana. Es muy difícil penetrar los secretos de tales desenlaces, y en consecuencia es necesario confiar en las propias conjeturas y juicio. Pero descubrir todas las intrigas, y suponer las cuestiones correctamente, es en realidad difícil, porque no tienes en nada en que basarte excepto deducirlo ayudado por tu propio juicio. Pero como las Cortes están generalmente llenas de entrometidos, que están siempre en la búsqueda de qué está pasando a sus alrededores, es muy deseable estar en términos de amistad con todos ellos, para poder aprender algo de cada uno. Sus buenas voluntades son fácilmente ganadas recibiéndolos en banquetes y juegos. He visto a caballeros de gran gravedad que autorizaban el juego en sus residencias con el solo propósito de tener esa clase de personas de visita, para estar en condiciones de conversar con ellos; porque lo que uno no sabe otro sí lo sabe, y muy frecuentemente sucede que entre todos ellos el asunto es dilucidado. Pero aquel que quiere que otro le cuente todo lo que sabe, debe a cambio darle alguna cosa que sepa, ya que la mejor manera de obtener información de otros es comunicándoles alguna información. En consecuencia si una República quiere que sus embajadores sean honrados, no puede hacer mejor cosa que mantenerlos ampliamente provistos con información; porque aquel hombre del que se sabe que se puede conseguir información va a provocar que le cuenten todo lo que se sepa. Te sugiero, en consecuencia, que recuerdes a Los Ocho, al Arzobispo y a los Secretarios, que te mantengan completamente avisado de todo lo que ocurra en Italia, aun los asuntos más nimios; y si algo de interés sucede en Boloña, Siena o Perugia, que te lo informen, y sobre todo que te mantengan informado de los asuntos del Papa, de Roma, de Lombardía, y del Reino de Nápoles. Aunque todas estas cuestiones no tengan nada que ver con tus asuntos, aun así es necesario que tú las conozcas, por la razón que te he dado más arriba. De esta manera será cómo podrás enterarte de las intrigas que se estén desarrollando a tu alrededor, y también aprenderás que algunas cosas son verdaderas y otras falsas, aunque probablemente, deberás so139

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pesarlas cuidadosamente con tu juicio y tomar conocimiento de aquellas que parecen a tu entender más próximas a la verdad, y no considerar las otras. Cuando concienzudamente comprendas y hayas examinado estas materias, estarás en condiciones de apreciar su propósito y objetivo, y comunicar tu juicio a tu gobierno. Pero para prevenir que tal juicio parezca presuntuoso de tu parte, se verá bien en tus informes, que después de describir las intrigas que se estén desarrollando y los hombres que están envueltos, emplees frases como estas: «Considerando ahora todo lo que he escrito, los hombres de inteligencia aquí juzgan que se producirán tales o cuales efectos». Este plan cuidadosamente seguido ha logrado, en mis días, gran honor a muchos embajadores, mientras que el curso contrario les habría traído vergüenza y culpa. Por otra parte, he conocido a otros que con el propósito de rellenar sus informes con más información, hacían una relación diaria de todo lo que oían, y en el curso de ocho o diez días preparaban un despacho con todas estas notas, tomando de esta recolección de noticias aquellas que les parecían más interesantes y probablemente más verídicas. También he conocido hombres, con experiencias en embajadas, adoptando el plan de poner ante los ojos de sus gobiernos, al menos cada dos meses, un completo informe del estado y condiciones de la República o Reino ante el cual estaban acreditados como embajadores. Tal información, cuando es exacta, otorga gran honor a aquel que la envía, y es de gran ventaja para aquellos que la reciben, ya que es mucho más fácil llegar a una decisión cuando se está completamente informado de estos asuntos, que cuando se los ignora. Para posibilitarte mayor precisión en el entendimiento de tus labores, te las explicaré en mayor profundidad. Llegas a España, y presentas y explicas tu comisión y cargo; entonces de inmediato escribes a casa y das noticia de tu llegada a destino, e informas de lo que has dicho al Emperador, y de la respuesta de éste, dejando para una carta posterior una relación más pormenorizada de los asuntos del reino, del carácter del soberano, y de todo aquello que en los pocos días de permanencia en el reino hayas podido recabar.

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Después de aquello, debes anotar con el mayor cuidado y elaboración todo lo que se refiera al Emperador y al Reino de España, y hacer un completo informe sobre la materia. Llegando a los detalles, yo diría que debieras observar detenidamente el carácter del individuo, si gobierna él mismo, o si se permite ser gobernado; si es avaricioso o desprendido, si ama la paz o la guerra; si tiene una pasión por la gloria o cualquier otra cosa; si es amado por su pueblo; si prefiere residir en España o en Flandes; qué clase de personas tiene como consejeros; si acaso sus ideas están divagando en torno a nuevas empresas, o si están predispuestos a complacerse en su buena fortuna actual, y que autoridad tienen sobre él; si es que los cambia a menudo, o los mantiene por tiempo, si el rey de Francia tiene amigos entre ellos, y si son susceptibles de ser corrompidos. Entonces será conveniente pensar también en los señores y barones que están en su entorno más próximo; descubrir qué poder tienen, y hasta dónde están satisfechos con él; y en caso de estar disgustados, cómo podrían perjudicarlo; y si sería posible para Francia corromper a alguno. También deberás descubrir sobre su hermano, cómo lo trata, si es amado por él, si está contento, y si puede causar problemas al reino, o en sus otros Estados. También deberás aprender del carácter del pueblo, y si la Liga que tomó las armas está totalmente tranquila, o si hay cualquier indicio de que podría alzarse nuevamente, o si Francia podría encender ese fuego nuevamente. Debes esforzarte en penetrar los proyectos del Emperador: cuáles son sus visiones de los asuntos italianos; si aspira a la posesión de Lombardía, o si pretende dejar ese Estado al provecho de los Sforza; si desea venir a Roma, y cuándo; cuáles son sus intenciones con respecto a la Iglesia; que confianza tiene en el Papa, si está satisfecho con él; y, en la eventualidad de su venida a Italia, qué bien o qué mal pueden esperar o temer los florentinos. Todos estos puntos, cuidadosamente considerados y hábilmente informados al gobierno, van a darte gran honor. No debe escribirse sólo una vez, sino será bueno cada dos o tres meses para refrescar las memorias, agregando a esto un recuento de los nuevos eventos que pudieran 141

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haberse desarrollado; pero con destreza tal que parezcan motivados por la conveniencia, y no por la arrogancia. Ahora sí, dejamos el método diplomático desarrollado por los italianos del Renacimiento, para adentramos en las titánicas tensiones que debió enfrentar la diplomacia enfrentando desatadas pasiones religiosas...

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Cisma y reforma

En el medio siglo que siguió a la reforma protestante, la sociedad europea fue dominada por absolutos ideológicos. Tanto para católicos como para protestantes los credos y afiliación religiosa no eran solo materias de creencias personales y culto, sino formaban parte de la estructura básica de la sociedad y agregaban intensidad a la general intolerancia de la época; y es bien conocido que los hombres nunca hacen el mal en forma tan completa y entusiasta como cuando lo hacen por convencimiento religioso. Pero además, por cuarenta años, Europa estuvo dividida entre los partidarios de sucesivos papas y antipapas. Francia, Escocia y España tomaron partido por Clemente; Inglaterra, muchas de las ciudades italianas y el Sacro Imperio romano se decantaron por Urbano. Parroquias, monasterios e incluso familias se dividieron mientras el «gran cisma», como se conoce esta fractura, socavaba las energías y estiraba la paciencia de la cristiandad hasta niveles inéditos. Hacia fines de 1378, tres cardenales italianos, altos dignatarios, reverendos príncipes de la Iglesia, recibieron una carta que los reprendía como nunca antes lo habían sido. Pietro Corsini, Simone da Borzano y Jacopo Orsini habían comprometido su apoyo al papa Clemente II, el impostor designado como rival de Urbano VI, el pontífice electo seis meses antes. Pero ni este gran cisma ni el cautiverio de Aviñón y el subsecuente ridículo y horrendo espectáculo de tres papas, todos maldiciendo, vilipendiando y excomulgándose mutuamente, lograron apagar el sentir occidental que toda la cristiandad, tanto laicos como eclesiásticos, debían tratar de vivir juntos bajo las leyes de Dios. 143

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«Queridísimos hermanos y padres en Cristo el dulce Jesús», comenzaba la carta. «Les escribo en su preciosa sangre para verlos retornar a la luz desde las oscuridades y ceguera en que han caído». Eran traidores, miembros cercenados del cuerpo que les había dado vida, hombres que habían «asumido la tarea de demonios». «¿Qué se han hecho, que no equiparan su dignidad con la virtud?», pregunta la carta. Se suponía que eran los campeones del Papa, no sus traidores. «Ustedes eran las flores cultivadas para llenar el jardín con el aroma de la virtud. Ustedes fueron establecidos como pilares para fortalecer la barca y la guardia del Vicario de Cristo en la tierra», señala. Y prosigue: «En su lugar, se han involucrado en maniobras políticas y faccionalismos, victimas del veneno del engreimiento que ha emponzoñado al mundo… Los han transformado desde pilares a algo peor que la paja, de dulces aromas, a flores hediondas que apestan al mundo». No han pecado desde la ignorancia. Han tomado parte en la elección del verdadero Papa, Urbano, y le han rendido homenaje en su coronación. Ahora, sostenían que solo lo habían elegido por temor. Era una mentira. Estaban motivados por la ambición y el interés. Eran «idiotas dignos de mil muertes… desagradecidos, cobardes y mercenarios», ingratos que habían dado las espaldas «como malos, miserables caballeros asustados de sus propias sombras». No obstante, aún podían ser salvados. No debían «ignorar el acoso de la conciencia que sé que los está continuamente acuchillando». Sus rebaños estaban orando para que se retracten. «Cedan al menos a las lágrimas y sudores que en tanta abundancia manan de los servidores de Dios, que podrían bañarse en ellas de la cabeza a los pies». ¿Quién tendría la audacia de escribir una carta como esta? No un rey, consejero u obispo, sino una joven mujer de Siena. Nacida en 1347, la hija de un tintorero, Catalina Benincasa, conocida como Catalina de Siena, fue una inusual clase de santa. A temprana edad rechazó lo mundano haciendo voto de castidad a los 7 años, adoptando una dieta de hierbas cocidas, y cortándose completamente el pelo cuando fue mencionado el asunto del matrimonio. «Cuán repulsiva es nuestra vida corporal», escribió, «con la hediondez que proporcionamos con todas las partes de nuestros cuerpos». El cuerpo es «simplemente un saco de excrementos, alimento para gusa144

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nos, alimento para la muerte». Aun así aunque crítica, era extrañamente mundana, alerta a la política secular y a los matices religiosos. Se unió a las Hermanas de la Penitencia de Santo Domingo, en 1363, y se retiró a una vida de penitencia y meditación, solamente hablando con su confesor. Hasta que un día tuvo una visión de Cristo llamándola más allá de los umbrales de su celda. Comenzó a atender enfermos, visitando a los condenados, acompañándolos en su camino al cadalso, y además sanando la ruptura de familias. También, a su manera, se transformó en toda una rareza —una embajadora— medieval. A mediados de 1370, con el apoyo de su piadosa reputación, estaban en gran demanda sus habilidades como mediadora. En 1375, fue enviada a Pisa y Lucca tratando de prevenir que ambas ciudades se unieran a la liga antipapal. La misma liga había distanciado a Florencia de Roma, pero cuando el Papa despachó a la ciudad al cardenal Roberto de Ginebra con el respaldo de un ejército, el gobierno florentino pareció convencerse de que parecía prudente una reconciliación con la Santa Sede. Pidieron a Catalina que sirviera como enviada, despachándola a Aviñón para negociar con el Papa, en junio de 1376. Prometieron delegar embajadores que ratificarían cualquier acuerdo que ella alcanzara; sin embargo, estos embajadores llegaron tarde y trataron con desdén a la Corte papal. Parecía que Florencia, ese «paraíso habitado por demonios», según Wotton, estaba ahora menos deseosa de hacer la paz. El Papa, desesperado por restablecer la armonía en Italia central, no estaba para ser disuadido fácilmente. En 1378, el Papa la manda a Catalina a Florencia para tratar una vez más de asegurar la reconciliación. A pesar de la turbulencia de los tiempos en la ciudad —es amenazada con violencia en más de una ocasión—, Catalina logra su objetivo y la disputa entre Florencia y el papado fue por fin superada. Con la llegada del gran cisma, Catalina se dedicó a reprender a los perturbadores de la unidad cristiana, una cruzada que recién sería coronada por el éxito muchos años después de su muerte. Los santos embajadores, sin duda, fueron una rareza; pero la comunidad cristiana estaba sujeta a enfermedades que eran inmunes incluso a sus venerables arbitrios. La religión era útil, razonaba Maquiavelo, ya que los sentimientos de piedad podían acotar la corrupción política. Incentivaban la unidad, e incluso si un gobernante no se dedicaba al credo religioso dominante, 145

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aun así debía alentarlo. Pero el celo religioso no cumplía papel alguno en el mundo de los embajadores. La ideología —de cualquier variedad que fuera— era la enemiga de una eficiente y moderada diplomacia, pues introducía fuertes lealtades y enemistades confesionales. Causaba decisiones apresuradas. Puede que Maquiavelo haya estado equivocado en muchas cosas, pero el siglo xvi iba a probar que sus preocupaciones eran completamente correctas en lo referente a las mortíferas influencias que las pasiones religiosas podían tener en diplomacia. Como veremos más adelante, la Reforma protestante estaba por enrarecer aún más el quehacer diplomático. Era lo último que Europa necesitaba, considerando que la labor diplomática estaba siendo perturbada y desafiada de muchas maneras. Los siglos xv y xvi fueron una era de revolución religiosa: una revolución que suministraría sus propios desafíos y rupturas a la diplomacia europea. Ya en 1529, el embajador de Venecia en la Corte de los Tudor, Ludovico Falier, observaba la creciente impaciencia con Roma de Enrique VIII sobre el asunto de su matrimonio con Catalina de Aragón: «Si el Papa no lo anula», tronaba Enrique VIII en marzo, «yo mismo lo voy a anular». Ya en junio, Falier observaba a Catalina «cayendo de rodillas ante el rey gritando que había vivido por veinte años como la legítima esposa de Su Majestad, manteniendo su fe en él, y que no merecía ser repudiada y puesta en vergüenza». Enrique VIII se mantenía inconmovible, convencido por los textos bíblicos que parecían condenar el matrimonio que había contraído en 1509 con la viuda de su hermano Arturo. «Si un hombre toma la mujer de su hermano», advertía el Levítico, «es una impureza. Han descubierto las desnudeces de su hermano y se quedarán sin hijos». Enrique comenzó a sugerir que el Papa no estaba autorizado a dispensarlo de esta prohibición cuando en su momento el matrimonio fue arreglado. Catalina no había dado a Enrique hijos desde 1516, y la falta de un heredero masculino era causa de grave preocupación del rey: «No seguirá en pecado mortal, como lo ha estado durante los últimos veinte años», observaba Falier. Era un confuso terreno legal, complicado además por un texto rival en el Deuteronomio que establecía la ley del levirato, es decir, un tipo de matrimonio en que la mujer se casa con uno de los hermanos de su marido a la muerte de este, si no ha tenido hijos, para continuar la línea 146

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sucesoria y la descendencia familiar. Parecía probable que en cualquier otro momento los expertos legales en Roma habrían podido alcanzar un compromiso que habría asegurado tanto la nulidad como el resguardo de la prerrogativa papal de hacer dispensas —un privilegio que los reclamos de Enrique amenazaban violar. No obstante, en ese momento particular, la política romana estaba dominada por el emperador Carlos v que se oponía al otorgamiento de cualquier nulidad, entre otras cosas porque Catalina era su tía. Tanto Enrique como Carlos despacharon sus obispos y embajadores de un extremo a otro de Europa, buscando apoyos y consejo académico. Venecia —que no estaba sola en esto— se mostraba renuente a tomar partido. Así se le informaba a un embajador inglés al requerir el consejo de eruditos jurídicos en mayo de 1530, «considerando los personajes involucrados, a los que parece deseable evitarles cualquier agravio», Venecia prefería guardarse cualquier consejo «en un asunto tan serio y poco común, una opinión otorgada a favor de una de las partes, necesariamente va a provocar un gran resentimiento en la otra». Los ingleses quedaron furiosos con esta dilación y para julio el Obispo de Londres estaba bramando al Dux y al Senado con «violento lenguaje», advirtiéndoles que no se hicieran enemigos de Enrique VIII. Finalmente el Senado autorizó a algunos expertos legales de la Universidad de Padua a meditar en el bien y el mal de la propuesta de divorcio de Enrique, pero solo debían hablar con el embajador imperial, no con el inglés, y «mantener el más profundo silencio en lo concerniente a este permiso». En último término, todos estos recados diplomáticos y discusiones jurídicas no sirvieron de nada. Enrique vivió y murió como un devoto católico. Apreciando su papel como defensor de la fe persiguió y a veces ejecutó a protestantes con tanto celo como Francisco I de Francia. No quería una reforma. Lo que quería era anular su matrimonio con Catalina de Aragón. Cuando el Papa en definitiva se mostró poco predispuesto, Enrique terminó cortando los lazos de Inglaterra con la Santa Sede y estableciendo una iglesia nacional que, al menos, le fuera más dúctil. Un resultado que no se compadecía con la tradición desarrollada hasta entonces. Tan tempranamente como en el siglo ix vemos que el emperador Luis II marcha sobre Roma a aterrorizar al papa Nicolás luego que este 147

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rehusara incluso a recibir a los legados del hermano del emperador, el rey Lothar II, de Lorena, que estaba procurando su divorcio. El papa Nicolás eventualmente ganó, y los futuros pontífices continuarían prevaleciendo en estos asuntos, al menos hasta este ignominioso encuentro con Enrique VIII. En septiembre de 1532, el embajador veneciano reportaba haber visto a Ana Bolena en Windsor saboreando su papel de novia de Eduardo, «con el cabello cayéndole sobre sus hombros y completamente cubierta con las más costosas joyas». Para el siguiente enero, el matrimonio de Catalina con Enrique había sido anulado y Ana la había remplazado como reina. El Papa, como era de esperar, excomulgó a Enrique, y en 1534, a través del Acta de Supremacía, Enrique, como también era de esperar, asumió el título de Jefe Supremo de la Iglesia de Inglaterra. Fue un acto político motivado por el orgullo, y seguramente también por el enamoramiento con Ana Bolena. No obstante la ruptura con Roma fue mucho más allá de las razones de Estado. Incitó la pasión religiosa a través de la sociedad inglesa y abrió la puerta de la revolución religiosa a aquellos con simpatías reformistas. Hacia el término del reinado de Enrique la ortodoxia católica había sido vapuleada, los monasterios habían sido suprimidos y los guardianes del rey-niño Eduardo VI habían escenificado un golpe litúrgico y devocional para transformar a Inglaterra en una radicalizada nación protestante. La reforma inglesa despreciada pero posibilitada por Enrique VIII, y llevada adelante por sus hijos Eduardo VI e Isabel I, vendría a subvertir la política europea por generaciones. Los embajadores no fueron solo testigos privilegiados, sino también sus víctimas. No solamente en Inglaterra, sino en todos los países europeos arrasados por la reforma, serán tratados en forma diferente y sus derechos, privilegios e inmunidades caerán bajo nuevas y más estrictas vigilancias. Como decíamos, el endurecimiento de las trincheras religiosas puso en peligro aun la seguridad de los propios embajadores. A principios de la primavera de 1587, el embajador de Felipe II en Francia, Bernardino de Mendoza, informaba que había sido desalojado de la casa que había ocupado desde el inicio de su embajada porque su arrendador, que era un acérrimo realista, temía que si continuaba acogiendo al embajador español, el rey (Enrique III) pudiera sospechar que perteneciera a la Liga Católica. 148

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Cuando procuró conseguir otro albergue, Mendoza quedó atónito al observar que otros tres propietarios también rehusaban admitirlo como inquilino por la misma razón. Protestaba que esta indignidad sobre él y su soberano eran de las más grandes humillaciones que jamás hubiera sufrido. Los archivos del período están llenos de informes por medio de los cuales diplomáticos extranjeros confrontan a las autoridades locales que rehusaban respetar el droit de chapelle que garantizaba a los diplomáticos el privilegio de culto cualquiera fuera la religión estatal. ¿Tenía derecho un embajador católico en la protestante Londres a practicar una religión en la privacidad de la capilla de su embajada, cuando esa religión era considerada completamente ilegal por las leyes locales? Quizá de modo sorprendente, considerando la venenosa naturaleza de la política durante la reforma, era normalmente aceptado que un embajador sí poseía tal derecho: tenía inmunidad ante cualquier legislación anticatólica. Pero se esperaba que fuera discreto. El gobierno inglés había utilizado enormes cantidades de energía y celo propagandístico en sus esfuerzos por socavar y menguar a la comunidad católica. Ir a misa había sido ilegalizado, y a medida que progresaba el siglo xvi, la negativa a participar en servicios anglicanos involucraba cada vez más pesadas penalidades fiscales, y también detenciones. Tener a un embajador extranjero descaradamente permitiéndose devociones católicas era algo como para fruncir el ceño; pero un gobierno podía perder toda paciencia cuando tal embajador además abría sus servicios religiosos a los ciudadanos ingleses. Los intentos por incluir católicos ingleses en la inmunidad personal de un embajador fueron considerados intolerables. En 1614, Elizabeth Moore, una viuda, confesó abiertamente «que era una papista que no cumplía con la ley religiosa y que semanalmente… acudía a la residencia del embajador español a las nueve o diez de la mañana, donde se quedaba una hora… que ingresaba a la capilla y cumplía sus devociones». Muchos católicos londinenses se habían acostumbrado a ser arrastrados ante las autoridades eclesiásticas acusados de atender servicios religiosos ilegales en capillas de embajadas. Eran los llamados popularmente «recusantes», por sostener comportamientos que no guardaban conformidad con la ley de observancia religiosa, a los que las autoridades trataban de mantener

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como una minoría inactiva, aunque había miles de criptocatólicos aún sin declararse. Ya en 1617 se reportaba que había «todos los días multitudes de más de un centenar de súbditos ingleses asistiendo a misa en la residencia del embajador francés en Durham House». Una severa comunicación se despachó al obispo de Durham, el propietario de la mansión transgresora. Su Majestad ha sido informada que diversos de sus súbditos se han tomado la gran libertad de presentarse a oír misa en Durham House, lo que es muy escandaloso para la iglesia y un mal ejemplo que se ha sufrido en el tiempo… no podemos sino tomar nota y rezar solicitando a su Ilustrísima que tome el asunto en sus manos. Aunque no deseamos que ninguna molestia o problema se cause a la residencia del embajador, en lo que respecta a los súbditos de Su Majestad que hasta ahora se presentan a misa, deseamos que se los detenga y se internen en prisión.

Instrucciones similares fueron despachadas a los juzgados de paz local, que a la vez eran advertidos de no hacer nada que pudiera transgredir la inmunidad personal del embajador. Algunos policías fueron instalados el domingo siguiente para detener a cualquier visitante ilegal que llegara a la capilla, pero no debían traspasar la propiedad del embajador. El gobierno inglés trataba de evitar una escena, pero el embajador francés tenía otras ideas. Estaba furioso, ya que el viernes anterior dos hombres habían sido arrestados en una cervecería cercana, inmediatamente después de visitar la capilla de la embajada. No iba a permitir que se ofendiera a católicos de esa manera sin al menos expresar alguna protesta. Temprano el domingo se preparó en Durham House «para privadamente presentar pelea». La policía inglesa tomó posiciones poco antes del término esperado de la misa, pero los sirvientes del embajador francés surgieron de la embajada, espadas en mano, «para cruzar por la fuerza a los papistas ingleses a través de la guardia». Tan pronto como los oficiales trataron de detener a los católicos, se originó un rudo enfrentamiento que produjo heridos en ambos bandos.

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Noticias del altercado se propagaron rápidamente, y un gentío «vino a amontonarse al portón de Durham House con palos y bastones». Fueron disuadidos de entrar a la residencia del embajador por el obispo de Durham en persona, quien trataba frenéticamente de calmar la situación. No obstante, estaba absolutamente claro que el embajador francés había mandado a sus sirvientes armados como un acto de provocación. El obispo exigió una audiencia, la que fue otorgada de inmediato. Pero el embajador se mantenía inalterable en su posición, asegurando que «hubiera querido que sus seguidores mataran policías, y que estaba triste que no hubiera muerto alguno, y que Su Majestad el rey pediría explicaciones al rey de Inglaterra por estos hechos contrarios a la ley de las naciones». Se retiró airadamente, dejando la habitación, y sus sirvientes comenzaron a patear a los ya heridos policías ingleses que habían acompañado al obispo a la presencia del embajador. El obispo no podía creer la audacia e ingratitud del embajador. Cuando este llegó por primera vez a Londres había solicitado alojamiento más cercano a Whitehall que las acomodaciones que le habían sido asignadas en Hampton Court. El obispo lo había invitado graciosamente a Durham House, apretándose junto a su familia (bastante numerosa) en las habitaciones más humildes de la casa, dejando todas las grandes y mejores… para el embajador. Aun así, no se tomaron acciones contra el embajador, ya que gracias a su inmunidad estaba aparentemente por sobre la ley. Desde los primeros días de la diplomacia, fue el temor de los embajadores —tanto real como imaginario— lo que forzó a las sociedades a ofrecerles protección. La inmunidad diplomática es uno de aquellos conceptos que permean casi todas las fases de la historia de la humanidad. Raramente se otorgaba por consideraciones altruistas; pero de alguna manera matar, herir o violentar a los embajadores era moralmente censurable. Era una materia de simple pragmatismo. Si la diplomacia tenía que florecer, sus agentes tenían que poder llevar a cabo sus deberes sin contrariedades, seguros en el conocimiento de que sus vidas y propiedades no estaban en demasiado riesgo. No es que fuera solo una gran ayuda, sino en realidad una necesidad para todos los involucrados. Hugo Grocio deriva de ahí el tratamiento que otorga a los privilegios diplomáticos, refiriéndose a la «reverencia» de las embajadas, la «sacralidad» de los embajadores y la 151

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«ley divina y humana» que santifica los derechos diplomáticos; descansando en último término en el «mito» de la extraterritorialidad reconocida mutuamente por las naciones. Estaba también la cuestión de la sensible dignidad de los gobernantes. Los embajadores eran sus representantes, y si eran atacados, por extensión era un ataque al soberano. Los monarcas normalmente tomaban estos asuntos con extrema seriedad. En el siglo xvii, un inglés desde Marruecos informaba que un embajador y su secretario habían sido «llamados por el emperador marroquí a explicarse por una pelea que habían protagonizado a bordo de un buque cuando regresaban desde Inglaterra». Habían sido condenados originalmente a muerte, «al secretario por agredir al embajador (que entonces representaba la persona del emperador), y al embajador por no disponer la ejecución del secretario en la misma instancia en que la afrenta se había producido». Felizmente, algunos de sus consejeros convencieron al emperador de sustraerlos de la pena original —ser descuartizados por caballos salvajes— «a cambio de amarrarlos a un árbol y que fueran azotados». Igual de importante era asegurarse de que los embajadores no abusaran de sus inmunidades. En noviembre de 1653, Pantaleone Rodrigues de Sa, un joven y noble portugués se involucra en una riña al considerar que uno de los parroquianos de un lugar de moda en Londres le ha ofendido. Al día siguiente regresa al lugar de los hechos en busca de venganza, esta vez acompañado de un contingente mucho mayor, escondiendo en sus coches pólvora y granadas, y teniendo en el Támesis botes preparados para una eventual y precipitada retirada. Sin encontrar al agresor del día anterior, igual se inicia un tiroteo en que muere un estudiante que casualmente se encontraba en el lugar, y nuestro joven y noble portugués se refugia en casa de su hermano, considerándose a salvo, ya que se trataba del embajador luso en Inglaterra, Joao Rodrigues de Sa. Las tropas inglesas rodearon la residencia del embajador, quien a pesar de sus protestas iniciales, no tuvo más alternativa que entregar a su hermano a las autoridades. Trasladado a la Torre de Londres, en julio de 1654, Pantaleone fue condenado a muerte por asesinato. El embajador reclama por la vida de su hermano «sobre la base de que era contrario 152

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a la ley de las naciones que un familiar suyo fuera juzgado por las leyes inglesas», pero los jueces desechan la petición, argumentando que la opinión legal predominante no concedía dicha amplitud. El 10 de julio, 1BOUBMFPOF GVF EFDBQJUBEP FO 5PXFS )JMM  QSPDFEJFOEP TV IFSNBOP B abandonar Inglaterra en desgracia. La inmunidad diplomática era valiosísima, pero no protegía a los miembros descarriados de las familias de los embajadores, ni se extendía a los católicos que iban a misa en la Inglaterra de Isabel I. Pero hubo coyunturas en que se trató de mitigar las tensiones y los jueces fueron advertidos de que fueran tan favorables en la medida de lo posible. El secretario de Estado, George Calvert, informaba al embajador inglés en Madrid que solo aquellos «que se comportan más escandalosa e insolentemente deberán enfrentar una sentencia». No obstante, al poco tiempo se imponía nuevamente la intransigencia y los perdones eran cancelados, la aplicación de la ley penal se volvía tan rigurosa como antes, y frecuentes insultos contra los embajadores españoles aparecieron nuevamente en los pasquines. En una era de luchas confesionales, ni siquiera la inmunidad diplomática podía defender de maltratos a un embajador manifiestamente impopular. De todos los diplomáticos del siglo xvi europeo, el embajador español en la Corte de Isabel I Álvaro de la Quadra quizá fuera el hueso más duro de roer. Naciones que se esperaba que fueran rivales naturales, habían ido mucho más allá transformándose en adversarias ideológicas. El protestantismo que Isabel impuso gradualmente en Inglaterra fue de una variedad moderada, e incluso confusa al decir de algunos. Sin embargo, igual era protestantismo, y anatema para España, la campeona de la revitalizada ortodoxia católica. Una presencia diplomática era vital, particularmente para que España pudiera contribuir al debate y a la competencia sobre con quién debía casarse Isabel. Pero ser el embajador español en Londres era ser vulnerable y sospechoso por definición. Aunque pocos embajadores españoles fueron tan rudamente tratados como Álvaro de la Quadra, quien llegó a su destino en la primavera de 1559. En todo caso, se debe decir como atenuante del comportamiento del gobierno inglés, que en parte De la Quadra se lo ganó a pulso.

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Un noble napolitano, De la Quadra había disfrutado de una ilustre carrera en la iglesia española, llegando a ser obispo de Venosa, y luego de Aquila. En estos primeros años del reinado isabelino, aún había mucha confusión sobre los acuerdos religiosos que se alcanzarían finalmente, pero el obispo De la Quadra temía lo peor. Al llegar a Inglaterra, a los obispos que habían servido a María I, la predecesora católica de Isabel, se les había ordenado permanecer en Londres, donde luego se enfrentaron a elegir entre jurar fidelidad al nuevo régimen o perder sus sedes. De la Quadra notó asimismo, que Inglaterra se estaba ganando rápidamente una reputación como refugio para protestantes perseguidos, y se quejaba por las cantidades de «flamencos heréticos» que llegaban al reino. Simplemente no podía estar de acuerdo con los miembros del Parlamento que habían «comparado a la Reina con Moisés, diciendo que había sido enviada por Dios para liberar al pueblo del cautiverio». Claramente iba a ser un reinado iluminado por la controversia religiosa. En febrero de 1560, De la Quadra informa de una pelea indigna que recién se había producido en la Corte. Dos nobles habían estado discutiendo acaloradamente sobre la obligación de asistir a misa, y luego de intercambiar «grueso lenguaje terminaron a puñetazos y agarrados de las barbas». Isabel intervino, convocando a ambos a escucharla mientras tocaba música. Sin embargo, incluso en sus etapas iniciales, la tensión en el país no sería suavizada con tanta facilidad. De la Quadra informaba de las controversias causadas por los católicos que asistían a misa en las capillas de las embajadas. Como informaba a uno de sus corresponsales, el gobierno ha «notificado a todos los ingleses que estaban asistiendo a misa en la embajada de Francia que serían arrestados. Lo que hacían con muy poco respeto por el embajador». Pero de acuerdo a los cálculos de De la Quadra, el respeto por los embajadores católicos era uno de los bienes más escasos en el régimen isabelino. «Nadie se atreve a entrar a mi casa», reclamaba De la Quadra, «por la desconfianza que se les manifiesta públicamente a todos aquellos que se asocien conmigo». En marzo de 1562 le llegan al embajador noticias de que su contraparte inglesa en Madrid estaba furiosa, ya que «sus baúles habían sido abiertos y todo había sido examinado, incluso sus papeles, y

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que parte de su gente había sido arrestada». De la Quadra no se mostró comprensivo. Después de todo, él las iba a pasar mucho peores. Una de las corresponsales regulares del embajador era la duquesa de Parma que residía en Flandes. Las cartas que él le mandaba normalmente se demoraban 12 días en llegar, pero en una ocasión, en la primavera de 1462, sus noticias eran suficientemente urgentes para justificar la utilización de mensajeros especiales que podían hacer el viaje en tres días. Partieron de Londres sin incidentes y al anochecer ya estaban en el pueblo costero de Gravesend. Al partir a la mañana siguiente fueron seguidos por cuatro jinetes que después de dos millas de camino los abordaron y los mantuvieron detenidos bajo estrecha custodia por dos días. Finalmente, a los correos les devolvieron sus pertenencias y fueron autorizados a continuar su camino. De la Quadra quedó convencido de que el gobierno inglés había arreglado la emboscada y usado los dos días para mandar sus cartas confidenciales a Londres para ser traducidas. Sus sospechas parecieron quedar confirmadas al visitar a Isabel para expresar su formal protesta. Ella alegremente le informó al embajador que si «sospechaba que algo se estaba escribiendo desde aquí en contra de sus intereses, en tales casos no dudaría en detener el correo y examinar lo que le concernía». De la Quadra quedó estupefacto, pero aún le esperaban peores insultos a su dignidad. Al poco tiempo, De la Quadra fue reprendido por la reina, acusado de «siempre estar escribiendo con animadversión sobre ella y sus asuntos». La simple respuesta del embajador fue que su obligación era observar su comportamiento y sacar sus conclusiones, ya fueran buenas o malas. Insistiendo en que su conciencia estaba muy tranquila. A continuación, De la Quadra fue conducido ante el Lord Chamberlain para otra ronda de interrogatorios. Fue acusado de describir a la reina como su enemiga mortal. El embajador explicó que no se estaba refiriendo a la persona de la reina, sino al gobierno como un todo, y en este contexto, agregaba bromeando «quizás lo dije, y seguramente con mucha verdad». ¿Pero no había también proclamado que la reina estaba promoviendo la herejía en los Países Bajos con la intención de socavar el poder español? Sí había dicho eso, admitía De la Quadra, ya que era cierto. Y en lo relativo a esparcir los rumores que Isabel se había casado secretamente con su amante, 155

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Robert Dudley, De la Quadra no estaba solo: «Por toda la ciudad la gente comentaba que el matrimonio se había realizado». No se podía esperar que solo el embajador se responsabilizara por el chismorreo imperante por la intrigante vida amorosa de la reina. Las discusiones con el régimen isabelino continuarían. En enero del año siguiente, «un hombre que había disparado un arcabuz a un sirviente de un noble francés se había refugiado en mi casa». De la Quadra insistía en que él no lo conocía, que no lo había invitado, y que inmediatamente había enviado a sus sirvientes a detenerlo. «Durante los cuatro años que he estado aquí», aseguraba el embajador, «ninguna clase de criminal ha entrado a mi casa, ni siquiera he tenido la más mínima disputa con oficiales de justicia». Pero el gobierno inglés, en la versión de De la Quadra, con regocijo ha «aprovechado el pretexto para sacarme de la residencia». Un funcionario había sido despachado para informar a De la Quadra que tenía que devolver todas las llaves de la propiedad. Iban a ser entregadas a una custodia que mantendría un registro detallado sobre quiénes visitaban al embajador y a qué hora. Las puertas que daban a la calle, al jardín y al río, iban a estar bajo constante vigilancia. Era un intento no muy sutil, conjeturaba De la Quadra, para alcanzar «lo que por largo tiempo han anhelado hacer; echarme del reino maltratándome; o a toda costa, desarmarme como opositor». Inicialmente De la Quadra se opuso a entregar sus llaves, diciendo a los funcionarios que «por treinta años los embajadores habían sido autorizados a residir en casas reales, y que siempre habían tenido las llaves de las casas donde residían». Sin inmutarse, el gobierno envió cerrajeros al día siguiente: su propósito «sin ninguna consideración o respeto», era «cambiar todos los cerrojos de las puertas y entregar las nuevas llaves a la custodia». En verdad, a estas alturas toda la paciencia de De la Quadra estaba agotada. Desde el inicio de su misión había dudado si sería posible implicarse en una diplomacia madura con una reina como Isabel I. Tan pronto como julio de 1558, estaba reclamando que «había perdido toda esperanza en el trato con esta mujer. Está convencida de la cordura de sus inestables poderes, y solo verá sus errores cuando esté irremediablemente perdida», señalaba en una carta. «En materias religiosas ha sido saturada desde su 156

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nacimiento con un odio amargo hacia nuestra fe, y su único objetivo es destruirla… Su lenguaje es tan tortuoso que negociar con ella es la cosa más difícil del mundo. Con ella, todo es falsedad y vanidad»… Cinco meses más tarde meditaba «que tan buen asunto será tener que tratar con esta mujer que creo debe tener cien mil demonios en el cuerpo, no obstante siempre me está diciendo que añoraba ser una monja y pasar el tiempo rezando en una celda». En otras palabras, siempre iba a haber tensión entre De la Quadra y el régimen, y el embajador ciertamente merecía parte de la culpa por el quebrantamiento de relaciones. En realidad, era completamente posible que De la Quadra fuera culpable de todo lo que el gobierno inglés lo acusaba, considerando que los embajadores españoles durante el siglo xvi habían probado ser inveterados agitadores y complotadores en contra del régimen. De la Quadra ciertamente se dio el trabajo de establecer una elaborada red de espionaje y era regularmente informado de los desarrollos de la Corte. Mientras tanto, los embajadores ingleses en Bruselas, Amberes y París, por sus propios medios, recogían información sugiriendo que De la Quadra iba camino al desastre. No obstante, hacia el fin de su misión, De la Quadra estaba más preocupado con las dificultades de sus propias finanzas personales, que de preservar la frágil relación anglo-española. A lo largo de toda su embajada rezongó eternamente sobre cuánto le estaba costando el honor de ser embajador. «El embajador del emperador ha sido mi huésped por seis meses», reclamaba en marzo de 1560, y había dejado que De la Quadra «lo alimentara a él y a todos aquellos que venían a visitarlo». Además, «no pasa un día en que no sea asediado por pobres clérigos y estudiantes» que, habiendo sido expulsados de sus beneficios y colegios, buscaban la ayuda financiera de él. Dos años más tarde, hablaba de la necesidad de «vender y deshacerme de mis propiedades», pero, se lamentaba, «ya me quedan pocas propiedades de valor». «He adquirido estas deudas», explicaba a Felipe, «en materias tan necesarias al servicio de Dios y Su Majestad que habría sido una violación a mis deberes no haberlas asumido. Pero aun así, se han transformado en un tremendo agobio». De la Quadra estaba agotado, y en abril del año siguiente explicaba a Felipe II que los «asuntos públicos aquí, y mis propios problemas y ne157

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cesidades privadas, me fuerzan a rogar a Su Majestad tenga la amabilidad de autorizarme a partir de esta Isla. Ya soy de poca utilidad aquí y mi permanencia es tan cara y onerosa que aparte de mi estado pecuniario, en que estoy en completa ruina, sufro mucho en salud y en lo demás». La petición llegó muy tarde. De la Quadra murió de la plaga en agosto de 1563. Se realizaron los preparativos para el envío de su cuerpo a Nápoles, pero los acreedores del embajador incautaron el cadáver, negándose a liberarlo mientras no se pagaran las deudas de De la Quadra. Permaneció insepulto en Inglaterra por un año y medio completo. Aun los más modestos servidores tenían sus quejas monetarias. Un mozo de cuadra irlandés llamado Nicholas demandaba las seis coronas que se le debían. Pedro el barbero «ha servido en la cámara por tres años y no se le ha pagado nada». Jacques Namures, el cocinero, demanda trece coronas y cuatro chelines, mientras que a una lavandera llamada Isabel se le debían considerables veintinueve coronas. La ilusoria grandeza de la embajada fue inhibida por los asuntos inconclusos que dejó De la Quadra. Pero mucho contribuyeron también las mutuamente destructivas peleas de la cristiandad que hicieron la vida de los embajadores mucho más incómodas, complicando con el cisma religioso la diplomacia europea del siglo xvi. Otra muestra de lo mismo, fue la misión de Henry Wotton en Venecia. Jaime I de Inglaterra lo nombra considerándolo el embajador ideal por sus condiciones, un experimentado viajero y un consumado lingüista con influyentes contactos por toda Europa. Cuando Wotton viaja a Venecia, el 19 de julio de 1604, es acompañado por el típico entorno de un embajador del siglo xvii. Un secretario jefe, responsable de fijar la agenda del embajador y mantener un registro de sus actividades, acompañado de dos secretarios asistentes, cuyo tiempo sería ocupado principalmente con la traducción de documentos. Completaban la partida un camarero encargado del gobierno de la casa y del mantenimiento de las cuentas de la misión, un capellán y un médico. El sostenimiento de la casa era de sola responsabilidad del embajador. Recibía un per diem de 3 libras 6 chelines y 8 peniques, así como asignaciones para viajes, traslados y gastos especiales. En teoría, este salario era suficiente para mantener una embajada en el extranjero. En la realidad, el gobierno de Jaime I era frecuentemente

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perezoso librando los pagos, un defecto que Wotton, como generaciones anteriores de embajadores, señalaron incansablemente. Cuando un embajador llegaba por primera vez a Venecia, como lo hizo Wotton, el 3 de septiembre, lo hacía sin mayor pompa. Se suponía que entrara tranquilamente a la ciudad, anunciara su llegada y esperara pacientemente las disposiciones del gobierno veneciano. Después de dos días sería conducido en góndola a la isla del Santo Spirito en la laguna, donde sería recibido por un grupo de senadores. Mientras más senadores fueran designados a participar, más importante se consideraba al embajador. Los senadores y el embajador luego remarían de regreso a Venecia, y al día siguiente sería arreglada una audiencia inicial con el Dux. En teoría, el poder político en Venecia residía en el Senado. En la realidad, pertenecía al Collegio, un cuerpo compuesto por el Dux y los 25 senadores más influyentes, que se reunía en el Palacio Ducal. Era ahí, y solo ahí, que los embajadores podían desarrollar sus asuntos. Un hombre como Wotton visitaría el Collegio, se sentaría al lado del Dux y formularía sus peticiones y argumentos. Se tomarían notas, el Dux consultaría con sus consejeros, y llegado el momento una decisión sería alcanzada. En teoría, el embajador estaba impedido de tener conversaciones diplomáticas con cualquier veneciano de influencia, aunque naturalmente estas reglas eran extraoficialmente quebradas con excesiva frecuencia. Como cualquier embajador astuto, Wotton necesitaba reunir su propia información, por lo que estableció una amplia red de informantes que cubría toda Venecia, y llegaba tan lejos como Roma, Turín y Milán. No es que estuviera por encima robándose los correos o insertando agentes en las comunidades jesuíticas, pero como explicaba en una carta a casa pidiendo fondos adicionales: «La parte invisible de mis gastos excederá las evidentes: ya que en este país lleno de necesidades, encuentro más truhanes estimables que hombres honestos». En una realidad espejo a los deberes de un embajador católico en la Inglaterra protestante, parte de las remesas de Wotton eran para proteger a los viajeros ingleses de los señuelos del catolicismo, como él mismo lo puso: «La contención de este repugnante contagio de los súbditos de Su Majestad en el extranjero». Genuinamente creía que sería capaz de trans-

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formar a Venecia en una república protestante. Era una idea ridícula, pero Wotton la siguió con considerable tenacidad. Las relaciones entre Roma y Venecia siempre habían sido tensas. Venecia aun en materias espirituales se preciaba de su independencia y se resentía de las interferencias papales. En años muy próximos, Roma se había escandalizado cuando Venecia sometió a impuestos a la clerecía local sin solicitar la autorización papal, y había criticado rotundamente las nuevas leyes que requerían la aprobación gubernamental antes que pudiera ser construido cualquier iglesia o monasterio. Pero Roma perdió la poca paciencia que le quedaba cuando en 1605, Venecia arrestó a dos sacerdotes negándose a entregarlos a las autoridades eclesiásticas. Las protestas de Roma fueron ignoradas, y el 17 de abril de 1606, el Papa emitió una bula de interdicción y excomunión. Ahora era ilegal para los católicos tomar la comunión dentro de las fronteras de la República. El Dux simplemente señaló a su pueblo que ignoraran la disposición papal y que continuaran normalmente con sus devociones. Los embajadores de Roma y Venecia fueron retirados de sus respectivas sedes, y la orden jesuita fue desterrada del suelo veneciano. Muchos católicos se vieron confrontados con una incómoda crisis de conciencia, una elección de lealtades entre sus gobernantes espirituales o temporales. Los benedictinos de la ciudad dieron con una elegante solución. Según informaba Wotton: Encontraron una manera notable de evadir la autoridad del Papa sin atreverse a negarla… ordenaron la construcción de un arcón sin cerrojo, clavado fuertemente por todos lados, dejando en la cubierta una abertura, por la que introducen, sin excepción, todas las cartas dirigidas al convento, para que no pudieran recibir una prohibición de su general, y así pretenden salvar sus conciencias por medio de la ignorancia.

Wotton no sufría de tales remordimientos y estaba sencillamente encantado con la amenaza de conflicto. Como un respetable diplomático, estaba en una posición ideal para distanciar aún más a Venecia de la Santa Sede. Siempre que su consejo fue solicitado en el Collegio, urgió al Dux a luchar por la independencia de Venecia. También le parecía que 160

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había encontrado un aliado en Paolo Sarpi, nombrado hacía poco como el teólogo oficial de la República y autor de un breve tratado virulentamente antipapal y antijesuita. Hacia el 8 de julio de 1606, Wotton estaba completamente convencido de que la guerra estallaría entre Venecia y el papado, y fue el momento crucial en que mostró más iniciativa que la que hubieran querido sus jefes en Londres. Sin consultar al gobierno británico, sugirió al Dux y a su Consejo que si Venecia tomaba las armas contra Roma, Jaime I de Inglaterra, Enrique IV de Francia, y un grupo de Estados protestantes alemanes, probablemente se unirían a la causa. Wotton simplemente había traspasado los límites de su autoridad, pero sus planes de una gran alianza habrían comenzado a flaquear con la llegada del embajador francés, cardenal Joyeuse. Francia no tenía más intenciones de las que tenía Inglaterra de luchar contra el Papa. Por el contrario, Enrique IV había despachado un enviado para mediar entre Venecia y Roma, procurando lograr un arreglo que conseguiría un considerable prestigio a Francia. La llegada del cardenal claramente fastidió a Wotton —ha «denigrado mis razones», informaba el 16 de febrero de 1607. Estaba intensamente celoso por la recepción del nuevo embajador: 60 senadores fueron a recibirlo a la laguna, «con sus mejores galas, con las barcas del príncipe, mientras que otros embajadores son comúnmente recibidos en góndolas». La nueva estrella del firmamento diplomático veneciano ha venido no solo a hacer naufragar los planes de Wotton de sustraer la ciudad del campo católico, sino que también parecía disminuir su prestigio personal. Joyeuse tuvo éxito en su campaña de reconciliación de Roma con Venecia. De hecho, la no autorizada promesa de Wotton de ayuda militar inglesa había reforzado la posición negociadora de Venecia, con lo que lograron un resultado muy satisfactorio: no habrían cambios en las leyes criticadas por Roma y la orden jesuita no fue autorizada a regresar. Por todo aquello, fueron meses difíciles para Wotton. Sin embargo, continuó soñando con la conversión de Venecia, incubando planes para establecer ceremonias protestantes y solicitando que algunos libros protestantes fueran embarcados desde Inglaterra a la República. Erróneamente continuó insistiendo en que Paolo Sarpi era de corazón receptivo hacia la causa protestante, y aún en septiembre de 1607 le mandó su retrato al 161

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rey, esperando que le diera «algún placer a Su Majestad contemplar a un verdadero protestante aunque sea en los hábitos de un fraile». Pero Wotton había malinterpretado completamente el clima religioso. Venecia era y continuaría siendo un bastión católico, pero era una realidad que Wotton no quería ver. En 1609, Jaime I publicó un libro defendiendo el juramento de alianza, que ahora debía ser pronunciado por todos los súbditos ingleses como una forma de desafiar la lealtad católica. Una premonición a todos los muy poderosos monarcas, reyes, príncipes libres y estados de la cristiandad, causó algo parecido a una conmoción. «El principal tema de discusión en la Italia actual», informaba Wotton, el 23 de julio, «es el excelente trabajo de nuestro buen señor». Jaime I había mandado copias del libro alrededor de Europa y había recibido críticas mixtas, y no era para menos, ya que en sus páginas se refería al Papa como el Anticristo. Pero, Wotton calculaba, que si se le ha impedido el ingreso a España, «aquí sin duda será besado». Era una presunción ridículamente ingenua. Wotton informaba que el Dux estaba «relativamente confinado a sus habitaciones por un humor que le había dado a una de sus piernas», mientras el embajador ansiosamente buscaba regalarle una copia del libro de Jaime I. Pero cómo podía esperarse que reaccionara un gobernante católico ante un escrito en que el líder espiritual de su iglesia era ridiculizado y difamado. Había pistas por toda Italia. El gran duque de la Toscana había ordenado la quema del libro, mientras que el duque de Saboya ni siquiera había permitido que cruzara sus fronteras. El 25 de julio, Wotton le regaló al Dux una copia ricamente adornada con empaste de oro y granate. El Dux estaba en una posición imposible. No quería ofender al Rey de Inglaterra, por lo que «besó el libro con un alegre e inocente semblante», y le dijo a Wotton que agradeciera a su señor por tomarse la molestia de mandárselo. Pero tan pronto Wotton partió, dio órdenes para que el libro fuera puesto bajo llave para siempre en la cancillería del palacio. Wotton no se daba cuenta del colosal error de juicio que había cometido. Dos semanas más tarde aún informaba que por toda Venecia la gente pedía copias del libro, diciéndole a Jaime I: «Pienso en conciencia que si uno de los mejores buques de Su Majestad fuera cargado con ellos 162

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y mandado a este puerto encontraríamos formas de descargarlos». No obstante, en una quincena el optimismo de Wotton estaba completamente destrozado. Claramente, el Dux no tenía intenciones de autorizar la circulación de tal libro en la ciudad. El 28 de julio, Wotton escribía a casa: «Puede que agrade a Su Majestad ser informado que desde la amable aceptación de su libro aquí [de lo que ya había advertido], se han dado órdenes a todos los libreros de la ciudad, desde la Oficina de la Inquisición, para que entreguen al Inquisidor General todas las copias que tengan o lleguen a tener». El embajador presumía que el nuncio papal era responsable de esta barbaridad, aunque evidentemente había sido decisión del propio Dux. Wotton percibió la prohibición del libro como un insulto absoluto al honor y dignidad de Jaime I, y el 11 de septiembre se dirigió tanto al Dux como a su Consejo. Les dije… que si el Rey de Gran Bretaña, mi señor, fuera el más desconsiderado príncipe de Europa, aun así por el amor que él le guarda a este Estado merecería más respeto que el que he encontrado en el tan justo reclamo que he hecho. Que se sufra ahora la prohibición de su libro es afrenta tan grande que no se puede aceptar… demandé de ellos ya sea la personal reprimenda del Inquisidor por un acto tan presuntuoso… o de otra manera, alguna equivalente demostración pública de sus respetos hacia Su Majestad.

Cuando no dieron ninguna disculpa, Wotton renunció y se retiró airadamente del Palacio Ducal. Fue una flagrante sobrerreacción, pero Venecia aún estaba deseosa de mantener buenas relaciones con Inglaterra. Un enviado especial fue despachado a Londres para reiterar el afecto de la República por Jaime I y, a su vez, el gobierno inglés reprendió a Wotton por su petulante comportamiento. Wotton se disculpó con Jaime I, «suplicando el perdón de Su Majestad por la inmoderación de mi comportamiento», y entonces hizo las paces con la República, asegurando al Dux que con el envío del embajador especial a Londres, el honor inglés había sido satisfecho.

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Por varios meses, Wotton continuó en sus funciones como un respetado, si bien algo maltrecho, embajador, pero era claro que su retorno a Londres probablemente satisficiera a todas las partes involucradas. En la primavera de 1610, partió, no sin antes informar de la llegada de Galileo Galilei al escenario científico italiano —o como Wotton lo describió—, «el profesor de matemáticas de Padua que por medio de un instrumento óptico (que tanto agranda como aproxima los objetos) inventado primero en Flandes y mejorado por él mismo, ha descubierto cuatro nuevos planetas circulando en torno a la esfera de Júpiter, además de otras estrellas fijas desconocidas». Así, después de una corta misión en Saboya, Wotton retornó por un tiempo a la vida cortesana de Whitehall, haciendo gala de su estoicismo, uno de los primeros requisitos psicológicos para que un cortesano/diplomático del Renacimiento sobreviviera saludablemente. Varios años antes, durante una visita a Augsburgo, en camino a su primera embajada en Venecia, y siempre deseoso de alardear de sus conocimientos, Wotton compuso una máxima en el libro de visitas de Christopher Flecamore, su anfitrión. «Un embajador», bromeaba, «es un hombre honesto mandado por su país a mentir al extranjero» (An Ambassador is an honest man sent to lie abroad for his country). En el original en inglés tenía un dejo de ingenio, ya que la palabra lie tenía el doble sentido de «residir» en el extranjero o «faltar a la verdad» en el extranjero. Pero cuando fue traducido al latín (Legatus est vir bonus peregre missus ad mentiendum rei publicæ causâ) ya había perdido toda su picardía y se había transformado en un frío y cínico comentario sobre la falsedad de los embajadores. Claramente más allá de un juego de palabras ingenioso, su sentido no honra a la profesión, pero es una de las citas más frecuentes sobre embajadores, y hasta Morgenthau la utiliza para ilustrar su proposición de que es ciertamente verdadero que moralmente el diplomático ha sido tenido en poca estimación a lo largo de la historia moderna. Regresando a los desarrollos del siglo xvi, estos impulsaron a la Iglesia católica a equiparse con un servicio diplomático de acrecentada eficiencia. La doble amenaza al mundo católico con el alza del protestantismo en la Europa centro-occidental y del islam en la cuenca del Mediterráneo, requería que la Iglesia no solo afianzara sus posiciones en asuntos doctri164

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narios, sino también creara una nueva estructura política que adhiriera más próximamente a la lógica del Estado: una innovación que vendría a tener profundas repercusiones en la historia subsecuente. El estatus de legado fue atribuido a los cardenales a los que el Papa signaba misiones especiales. El nuncio, en cambio, devino en el representante permanente del Papa en la Corte del Emperador, o en aquellas de otros Príncipes de la Sangre. El «internuncio» también era un representante permanente, pero eran enviados a gobiernos de menor importancia. Por su parte, los nuncios diferían profundamente de otros diplomáticos. Normalmente eran eclesiásticos de alto rango —en ocasiones podían ser laicos, e incluso humanistas—, pero siempre estaban dotados con estatus de representatividad muy superior que aquellos diplomáticos con meros poderes «mundanos», inspirados por la doctrina de las «dos espadas»: una espiritual y la otra temporal. Hacia el siglo xvii, la red de nunciaturas apostólicas había crecido considerablemente, y el cuerpo diplomático papal se «burocratizó» crecientemente. Distintas sendas de carrera fueron creadas que tomaban en cuenta tanto la experiencia de los enviados como a la sede a la que debían ser acreditados. Una carrera «típica» se desarrollaba en cinco escalones: abbreviatore, segretario, referendario, protonotario, auditore, que precedían un nombramiento de nuncio en una sede considerada de menor importancia y eventualmente a una de mayor categoría. La «burocratización» de la carrera diplomática igualmente eliminó la práctica de cambiar a todos los nuncios cuando moría el Papa, dando una mayor estabilidad al aparato diplomático vaticano. Típicamente, las relaciones con Inglaterra se mantuvieron sin rupturas después de 1713, aunque el asunto Mearns (1773-1774), brevemente amenazó con un serio rompimiento en tanto el gobierno británico presionaba para que se regresara al padre a una británica residente en Niza convertida al catolicismo. Por su parte, la competencia de influencias entre Inglaterra y el mundo católico produjo que por primera vez en la historia inglesa los enviados isabelinos fueran específicamente bien preparados para sus funciones, destacándose a partir de 1558 la ausencia de religiosos en las embajadas, llegando a ser un marginal 1% de las misiones. Ello gracias a que la ma165

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yor formación de los laicos permitió a los monarcas ingleses encontrar hombres suficientemente educados fuera de la clerecía, al tiempo que la formación en derecho se consideraba como un complemento deseable para la gestión diplomática. La existencia de un pequeño grupo de hombres cuyas carreras estaban dedicadas principalmente a la diplomacia, hacía crecientemente inexacto el común estereotipo sobre la incompetencia de los diletantes escogidos, y que supuestamente copaban los roles de embajadores. El gobierno isabelino mantuvo un creciente énfasis en la preparación diplomática, posiblemente ya que el rol de la diplomacia fue normalmente crucial en el reino y ciertamente porque la estructura de las embajadas mismas estaba cambiando. A su vez, hubo un cambio en el estatus social de los diplomáticos. Ahora, la gran mayoría no eran necesariamente nobles, aun cuando típicamente Isabel se hacía representar por sus pares en situaciones rituales o de carácter puramente simbólico. Los plebeyos costaban menos y eran de comportamiento menos independiente, y se podía esperar que sirvieran —sino muy gozosamente—, al menos resignadamente por extensos períodos en el extranjero, y ya no era extraño que las mismas personas fueran empleadas repetidamente. Thomas Randolph fue el primero en Inglaterra a quien se puede identificar positivamente como diplomático de carrera. Condujo, por ejemplo, 12 embajadas distintas durante sus 31 años de servicio público, un récord para los embajadores ingleses del siglo xvi y xvii. Se trata de misiones que comprendieron la mayoría de su vida laboral consagrada a la representación exterior. Tanto sus responsabilidades domésticas como sus repetidos empleos exteriores sugieren que Randolph era, en la Inglaterra isabelina, primordialmente un funcionario diplomático. Era un profesional, que junto a sus compañeros, fueron parte del desarrollo de facto del cuerpo que dominaba la actividad diplomática del reino. Los embajadores isabelinos, diferenciándose de sus antecesores, eran ahora acompañados por secretarios oficiales de legación para ayudarlos a atender sus funciones. Por primera vez, estos subordinados eran designados y pagados por el monarca en lugar de acompañar al embajador como sus sirvientes personales. Los secretarios de embajada devinieron en 166

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elementos insoslayables de las legaciones, rediseñando los fundamentos de la estructura de representación exterior. Aunque durante el período la correspondencia de embajadores de todas las naciones se repletaba de reclamos de empobrecimiento, esa generalización simplemente no sería válida para la Inglaterra isabelina. Desde finales de la década de 1560, existe mucha evidencia que los salarios diplomáticos, así como las facturas por gastos extraordinarios, eran pagados regularmente; y si bien la corona no cancelaba a sus sirvientes muy generosamente, al menos lo hacía adecuadamente y de manera puntual. Isabel, además de mantener embajadas en Francia, España y Países Bajos, lo hizo también en otras capitales extranjeras de particular importancia económica, como Constantinopla y Moscú, generando una notable expansión de la red de enviados en donde hasta entonces no había tenido representación. A partir de 1558 comienza una serie de relacionamientos diplomáticos y comerciales, incluyendo a «ese rudo y bárbaro reino» de… Rusia; al norte de África, Turquía, Flandes, Portugal, Polonia, Dinamarca, Suecia y el área balcánica y hanseática en general. La diplomacia seguía a la libra para proteger, facilitar y afianzar mercados. Pero a la vez, lo ideológico también jugaba su papel. Qué mejor manera de distraer a los poderes católicos antagonistas, que buscando aliados entre los príncipes protestantes del norte y entre los intereses no católicos en el Mediterráneo. Las embajadas isabelinas suministraban crucial inteligencia de varias capitales europeas para neutralizar eventuales agresiones militares, siendo un sistema de alerta temprana por si las amenazas externas se volvían demasiado serias; además, eran la primera línea de ataque para ganar ventajas dinásticas y estatales, superando el rol que se les asignaba en la mayoría de los otros regímenes de la época. La Inglaterra isabelina desarrolló, por un tiempo, tanto un cuadro profesional como una incipiente burocracia diplomática. Aunque, por cierto, no todas las embajadas isabelinas calzan en el molde de profesionalización, ya que varias seguían siendo la atolondrada elección del cortesano que se encontraba a mano, individuos de segunda selección que tanto preocupan a los diplomáticos de carrera. Pero esta caracterizada diplomacia isabelina fue en parte un fenómeno temporal, pues no logró proyectarse en el tiempo. 167

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Haciendo un aparte, vale la pena señalar los problemas médicos que enfrentaban los diplomáticos de la época, que se ven reflejados en las innumerables referencias a inconvenientes de salud en los archivos británicos, por ejemplo. Un típico patrón lo encontramos con William Trumbull, quien sirvió como embajador inglés en Francia (1685-1686) y Constantinopla (1687-1691), antes de ser secretario de Estado. Este en su diario relata numerosas anotaciones durante las negociaciones del Tratado de Nijmegen, detallando enfermedades propias y ajenas, tales como el embajador francés que «murió esta mañana… de gangrena bajo su vientre»; mientras el 15 de abril de 1689, señala que no podía dormir por un problema gástrico causado «por algunas ciruelas y miel de violetas», logrando solo media hora de sueño hasta que un terremoto lo botó de la cama. Más tarde el problema que significaba adaptarse a condiciones de clima, higiene, agua y alimentación distinta, seguía causando estragos entre la grey diplomática. En una carta que el embajador Lamb recibe de su señora mientras está destinado en Madrid (1826), ella escribe: «Estoy muy apenada de saber lo enfermo que has estado. Nunca creí que un clima cálido pudiera ser malo para alguien… estuviste enfermo en Frankfurt, en París, y en Londres, y entonces siempre me escribiste que querías un clima cálido». Por otra parte, se ha calculado —por las indicaciones de su diario— que G.W. Chad, embajador en Sajonia (1826) y Frankfurt (1830), estuvo enfermo, en promedio, un día de cada siete. Desde Teherán, en 1861, el enviado diplomático Charles Allison contaba que «pocas personas pueden soportar el aislamiento. Se alcoholizan o se deprimen, o sólo se hinchan con su importancia. El pobre abad (Mackenzie) es uno de estos últimos y temo que pronto se volverá demente». El mismo año, Austen Layard dirigió una investigación del servicio diplomático británico, que incluía una solicitud del embajador Malet desde Frankfurt, solicitando «vacaciones adicionales» para todos los diplomáticos «por un período de tiempo en Inglaterra», expresando preocupación por las generalizadamente pobres condiciones de salud». Aun hoy, algunos servicios exteriores modernos siguen tratando de conseguir lo mismo. Lo anterior responde a una de las constantes lecciones de la práctica diplomática hasta fechas no tan lejanas, señalando la permanente comprobación que los diplomáticos funcionaron en un contexto netamente 168

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humano y frecuentemente en muy difíciles condiciones que afectaban sus comportamientos; una circunstancia que usualmente no ha recibido mucha atención. Las insalubres y peligrosas condiciones en que los diplomáticos se desempeñaban ha sido un tema poco considerado. Las muertes de amigos, esposas, y particularmente hijos de colegas, fueron constantes. Ni siquiera los mismos diplomáticos eran exceptuados de los estragos de épocas en que los virus eran solo una teoría. Un informe que estudia 83 funcionarios del servicio exterior francés desde 1863 a 1869, encontró que en promedio murieron entre los 56 y 57 años. Pero ahora, dejando atrás una época de agudas tensiones y controversias religiosas, entraremos en un período de reordenamiento y progreso de las instituciones y prácticas diplomáticas.

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Sistema francés

Como ya hemos visto, las inestabilidades del sistema italiano resultaron en la declinación de la autoridad papal e imperial, un vacío que fue llenado por una sucesión de fluctuantes combinaciones. Estas prácticas caóticas llegaron a su fin principalmente gracias a la influencia y poder de dos hombres notables, un gran jurista internacional y un gran estadista nacional: el holandés Hugo Grocio y el cardenal francés Richelieu. Hugo Grocio de Delf fue un raro prodigio infantil, manteniéndose como un portento hasta su muerte a los 62 años. Mientras aún era un niño escribió hexámetros latinos de exquisita pureza y precisión, y editó los trabajos del abogado cartaginés Martianus Capella: a los 15 años sirvió como un muy joven diplomático bajo el conde Justin de Nassau en una embajada ante la Corte de Francia. Cuando ya tenía 17 años, había escrito tres obras de teatro en latín que fueron admiradas mucho más allá de los círculos humanistas holandeses. A los 20 años fue nombrado historiógrafo oficial de los Estados Generales, y a los 21 ya había completado el primer borrador de su gran abra, De Jure Belli et Pacis. No nos dedicaremos a Grocio como jurista, o a su creativa influencia en el desarrollo de la ley internacional. Nos detendremos en su contribución en la teoría general de la diplomacia y sobre los preceptos por los que abogó para la mejor conducción de las relaciones internacionales. De estos aspectos, se puede decir que Grocio fue el único artífice de cuatro importantes principios. En una época de agudos conflictos religiosos, afirmaba que no tenía ningún sentido que entre católicos y protestantes trataran de imponerse 171

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unos a otros sus especiales dogmas, y si solo pudiera pensar tranquilamente, en lugar de sentir furiosamente, la humanidad sería aliviada de muchos desperdicios inútiles y sufrimientos atroces. Afirmaba que sobre todas las animosidades doctrinales, sobre todas las ambiciones dinásticas y nacionales, existía un derecho natural que evolucionó de la conciencia y razón del género humano como si fuera orgánico. Era esta ley la predestinada sucesora de las antiguas disciplinas del papa y del emperador. Era independiente de reyes, gobiernos, o instituciones; era más antigua que estos, y mucho más duradera, ya que se derivaba de la racionalidad del hombre. A menos que la humanidad reconociera y aceptara este derecho natural, no habría nada que previniera la continua anarquía internacional. Sostenía que sin la obediencia general a este derecho natural, la teoría del equilibrio de poder probaría ser un peligro más que un principio tutelar. Ni siquiera tal equilibrio podría considerarse afianzado a menos que los gobernantes del mundo se dieran cuenta de la existencia de ciertos principios que iban más allá de la conveniencia nacional y que debían guiar sus políticas y sus actos. En cuarto lugar, Grocio fue el primer filósofo sistemático en proponer que debían establecerse algunas instituciones para que el derecho natural pudiera ser administrado y se forzara su cumplimiento. Su idea era que los poderes cristianos, ya fueran católicos o protestantes, debían crear «una especie de cuerpo, en cuyas asambleas las discrepancias de cada uno pudieran ser resueltas por el juicio de otros no interesados». Se daba cuenta de que dicho cuerpo no sería más que una asamblea deliberante a menos que se le diera el poder de imponer sanciones. Sugería en consecuencia, que se «buscaran medios para obligar a las partes a aceptar condiciones razonables». Tales principios, tales recomendaciones, estaban muy adelantadas al clima general de opinión de 1625. Casi tres siglos debieron pasar, y sufrirse muchas guerras, para que un estadista intentara poner sus ideas en práctica. No obstante, Richelieu, quien era antes que nada un realista, sí triunfó durante su propia vida, introduciendo ciertas reformas tanto en la teoría como en la práctica del método diplomático.

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Diplomacia y Diplomáticos

El cardenal Richelieu fue el primero en establecer que el arte de la negociación debía ser una actividad permanente y no solamente un esfuerzo apresurado. Los dos pilares de cualquier negociación efectiva debían ser orden y continuidad. En su testamento político estableció como principio que la diplomacia no debía apuntar a arreglos incidentales u oportunistas, sino a crear relaciones sólidas y duraderas. Aun una negociación que fracasaba no era un esfuerzo perdido, ya que siempre serviría como medio para adquirir experiencia y conocimiento. Así entonces, fue Richelieu el que primero dejó establecido el precepto que la diplomacia no era una mera operación ad hoc, sino un proceso continuo. Sin duda, un concepto importante. En segundo lugar, el cardenal Richelieu enseñó a sus contemporáneos que los intereses del Estado eran primigenios y eternos, y que estaban por encima de los sentimientos, de las doctrinas ideológicas o de los prejuicios y afectos. Si el interés nacional demandaba una alianza con un Estado detestable, incluso herético, entonces no debiera tolerarse ningún sentimiento, ya sea que se quiera o no, que desdibujara esa necesidad. En momentos de peligro se debían escoger los aliados no por su integridad o simpatía, sino por su valor físico o incluso su geografía. En una época de indisputado absolutismo, Richelieu fue original al establecer que ninguna política podía tener éxito a menos que tuviera el respaldo de la opinión nacional. No importando lo secreto que puedan haber sido los métodos practicados por él mismo y su confidente el sacerdote Joseph, sí se daba cuenta de que algunos pasos debían darse para informar, y sobre todo para instruir, a aquellos que influían los sentimientos y pensamientos del pueblo como un todo. Fue el primero en introducir un sistema de propaganda doméstica; los panfletos que disponía que se escribieran y circularan (que llamaba mes petits écrits), estaban diseñados para crear un cuerpo de opinión informada favorable a sus políticas. Una práctica que en cierto modo podría considerarse un avance en el método diplomático. El cardenal inculcaba reiteradamente a todos sus embajadores y subordinados la importante doctrina que un tratado es un instrumento muy serio y uno en que se debiera entrar solamente con la más grande cautela. Una vez que un tratado había sido negociado, firmado y ratificado, tenía 173

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que ser cumplido, y en palabras del propio Richelieu, «con religioso escrúpulo». Insistía en que a los embajadores y negociadores bajo ninguna circunstancia debía permitírseles sobrepasar sus instrucciones, ya que haciéndolo podrían estar comprometiendo la buena fe de su soberano. No se pretende sugerir que estos principios fueran observados invariablemente por la diplomacia francesa del siglo xvii, sino señalar que el más grande diplomático de la época insistía en los mismos propósitos no solamente éticos, sino también prácticos. La influencia de Richelieu en el pensamiento y práctica de la diplomacia de su tiempo fue determinante. Los modelos que estableció, las lecciones que inculcó no siempre fueron ejemplares; pero sí instauró la importancia del principio más esencial de todos los componentes de una sólida diplomacia: el elemento de certeza. No se trataba solamente que las negociaciones terminaran en acuerdos, con redacciones que fueran tan precisas que no dejaran resquicios para evasiones o malos entendidos futuros, sino también que cada parte en las negociaciones debía saber desde un principio que la otra parte realmente representaba la autoridad soberana de su país. A menos que existiera alguna certeza de que un acuerdo una vez firmado sería ratificado y ejecutado, se hacía imposible la mecánica transaccional de las negociaciones, y las conferencias internacionales degenerarían en asambleas para el intercambio de espectáculo, obviedades o propaganda. Richelieu observó, por lo tanto, que las negociaciones siempre serían ineficaces a menos que la conducción política y el control de los embajadores fueran centralizados en un Ministerio único. Percibió que cualquier dispersión de responsabilidades podría desconcertar no solo a sus propios embajadores, sino también a aquellos con los que tendrían que negociar. Hasta entonces varios ministerios consideraban que tenían derecho a incursionar en política exterior y recibir informes de los embajadores franceses en el exterior. Por decreto de 11 de marzo de 1626, Richelieu concentró todas las responsabilidades dentro del Ministerio de Relaciones Exteriores, sobre el cual él mismo mantuvo una constante supervisión. Así aseguraba que el mando en relaciones exteriores fuera ejercido por una sola voz, y no por un coro de voces discordantes. No obstante, este útil principio de centralización de responsabilidades no siempre fue observado por sus sucesores. 174

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Luego que los italianos marcaran su impronta en la diplomacia de los siglos xv y xvi, por los dos siglos siguientes fueron los franceses los que establecieron el modelo que fue imitado por todos los Estados europeos. Considerando que fue durante el reinado de Luis xiv que la influencia francesa se hizo predominante y universal en el método diplomático, es necesario examinar con algún detalle la maquinaria que fue creada y perfeccionada durante esos 70 años. Bajo Luis xiv, el secretario de Estado para Relaciones Exteriores era un miembro permanente del Gabinete o Consejo de Estado; nominado por el rey, generalmente por su experiencia diplomática previa, y mantenía su nombramiento mientras contara con la confianza real. Encontraba frecuentemente sus competencias usurpadas por el ministro de Finanzas, que a veces tomaba un interés demasiado cercano en los asuntos de relaciones exteriores. Era el secretario de Estado quien, en teoría al menos, recibía a los embajadores extranjeros en París y entregaba instrucciones a los embajadores franceses en el extranjero. Aunque a veces sería el rey mismo el que recibiría a los embajadores extranjeros sin la presencia de su secretario de Estado en la audiencia, y frecuentemente el rey escribiría a los embajadores franceses en el extranjero sin necesariamente informar al secretario de Estado sobre lo tratado. Luis xiv, aunque absolutista, no era desconsiderado con los ministros que designaba. Aunque era él quien fijaba la agenda para las reuniones de gabinete y era siempre el que tenía la última palabra, oía pacientemente y recibía con altura opiniones, e incluso críticas. Antes de recibir en audiencia a los embajadores extranjeros siempre tenía el cuidado de obtener por adelantado un memorándum del Ministerio de Relaciones Exteriores advirtiéndole sobre cuáles asuntos evitar. Se manejaba en tales ocasiones con tacto y discreción, sin que se tenga registro de instancias que hubieran comprometido a su ministro de Exteriores en cualquier promesa o avances imposibles. No obstante, Luis xiv también podía ocasionalmente conducir negociaciones secretas a espaldas de sus ministros responsables, aunque estas generalmente estaban confinadas a asuntos familiares y dinásticos. Fue en reinos subsecuentes en que los secret du roi y los secrets de l’empereur causaron mucha y triste confusión en la diplomacia francesa.

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Bajo el secretario de Estado se encontraba el Ministerio de Exteriores, consistente en unos pocos oficinistas, traductores y funcionarios de clave, nombrados por el mismo secretario de Estado y destinados a perder sus puestos cuando su patrón muriera o perdiera la confianza del rey. En las memorias de Brienne se relata, que un día en 1661, la totalidad del Ministerio fue convocado en pleno a Vincennes. Brienne, el mayor, fue en una silla de manos; Brienne, el más joven, fue en un carruaje acompañado de dos altos funcionarios o commis; y dos secretarios fueron a caballo, llevando tinta y papeles por si se necesitaba. No se requieren grandes habilidades matemáticas para concluir con estas cuentas que el Quai d’Orsay de aquellos días tenía entonces solo seis funcionarios. El servicio diplomático francés, por su parte, era más extenso que el de cualquier otra potencia. En 1685, los franceses poseían embajadas permanentes en Roma, Venecia, Constantinopla, Viena, La Haya, Londres, Madrid, Lisboa, Múnich, Copenhague y Berna; tenían misiones especiales en Würtemberg, ante el elector palatino, y ante el elector de Mainz. Ministros residentes fueron establecidos en Mantua, Génova, Hamburgo, Ginebra y Florencia. Estos numerosos enviados estaban clasificados en las siguientes categorías: embajadores extraordinarios, embajadores ordinarios, enviados y residentes. En años posteriores se consideró humillante ser designado «ordinario» y a todos los embajadores se les acordó el título de «extraordinarios», y por lo mismo este calificativo perdió su significado. Luis xiv no era partidario de emplear eclesiásticos en su servicio diplomático, ya que temía que pudieran estar bajo la influencia del Vaticano. Nuevamente surgió la vieja dificultad que personas prominentes no se entusiasmaban por ser enviadas en embajadas al extranjero, considerando el exilio y los gastos involucrados. En consecuencia se transformó en una práctica habitual escoger embajadores no de los rangos de la vieja nobleza cortesana, sino entre la gens de robe. Se estableció la idea de que los nobles, de rancias familias, debían ser enviados a Roma, Madrid, Viena y Londres, mientras que los funcionarios lo harían suficientemente bien en Suiza, Holanda y Venecia. Pero no siempre el envío de gente de menor nobleza era bien venido. Al pintor flamenco Peter Paul Rubens la infanta Isabella, cosoberana de los Flandes españoles, le encomienda en 1627 la misión de conseguir una alianza con la Corona inglesa, y sobre lo que 176

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Felipe IV de España escribe a su tía: «Estoy disgustado por entrometer a un pintor en asuntos de tanta importancia, ya que podrá comprender fácilmente cuán gravemente compromete la dignidad de mi reino, ya que nuestro prestigio necesariamente será menguado si hacemos a una persona tan insignificante el representante con el que enviados extranjeros deberán discutir asuntos de tan gran importancia». Aunque el mismo Felipe IV, en años posteriores, reconocería las habilidades diplomáticas del pintor, nombrándole primero secretario del Consejo Privado de los Países Bajos, y luego ennobleciéndolo con el título de «Caballero». Los embajadores, a menos que fueran flagrantemente incompetentes o contradictorios, permanecían en sus puestos por al menos tres o cuatro años; en caso de muerte de su propio soberano o del soberano ante el cual estaban acreditados, nuevas cartas credenciales debían ser confeccionadas. Si se declaraba la guerra cuando un embajador estaba aún en su destino, quedaba expuesto a grandes inconvenientes mientras se pudiera disponer su traslado; y su equipaje era casi invariablemente saqueado antes de llegar a destino. Durante el largo período en que Francia se mantuvo como modelo del método diplomático, gran importancia se les daba a las «instrucciones» escritas que se suministraban a los embajadores antes que partieran a un destino. Estos documentos, que eran compuestos en la forma más cuidadosa posible, contenían no solo un extracto de la política que debía seguir el embajador, sino también una completa cuenta de las condiciones políticas del país donde estaba acreditado. Delicados y a veces sarcásticos comentarios eran agregados sobre los orígenes, trayectorias y caracteres de los estadistas y colegas diplomáticos con los que tendrían que negociar. Ministros tales como Vergennes dedicarían horas de benditas energías a la composición de estas «instrucciones» que hasta hoy se mantienen como modelos de prosa clásica. Con el pasar de los años y con los ministros franceses llegando a estados cada vez más intoxicados con el licor de la expresión lógica, estas instrucciones llegaron a ser verdaderos ejercicios literarios de la mayor elegancia. En 1774, por ejemplo, el «Memorándum de Instrucciones para el Señor Barón de Breteuil, destinado a residir en Viena en calidad de embajador extraordinario» era un gran volumen, dividido en cinco capítulos, cubriendo la totalidad de la situación euro177

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pea e indicando la política a seguir no solo para Austria, sino ante todos los países continentales. Estas instrucciones, además contenían ciertos párrafos de reserva, expresando los más altos sentimientos religiosos y morales, urgiendo al embajador a que en sus despachos «no agregara nada a la verdad». La tradición diplomática francesa siempre asignó importancia al estilo. Por mucho tiempo los informes y notas de los embajadores franceses comparados con otros diplomáticos fueron considerados superiores por su lucidez y concisión. El idioma francés, que durante los siglos xvii y xviii se transformó en la lingua franca de la diplomacia, se consideraba como el que mejor se adaptaba a las negociaciones que requirieran la perfecta fusión de cortesía junto a precisión. Aunque quizá sea peligroso para funcionarios gubernamentales transfigurarse en las sensibilidades y encantos de las composiciones literarias, ya que pudiera llevarlos a ellos y a sus empleadores a suponer que una opinión expresada con cuidado y belleza tiene que necesariamente ser certera y perspicaz. Las instrucciones con que los embajadores franceses eran provistos igual contenían órdenes contemplando asuntos de etiqueta, precedencia y ceremonial en las que debían insistir, e indicaciones sobre el tipo de gente cuyo relacionamiento debía ser cultivado. Las instrucciones usualmente comprendían también las credenciales oficiales y cartas de introducción firmadas por el secretario de Estado dirigidas a gente prominente. Se incluían asimismo dos juegos de claves: una para la correspondencia ordinaria y otra para la correspondencia altamente secreta. El embajador era instruido a conservar esta última cuidadosamente en su cassette o caja fuerte privada. El personal de la embajada era seleccionado y pagado por el embajador mismo. Sus secretarios y agregados los seleccionaba de entre su círculo familiar y de amistades, y eran frecuentemente completamente inútiles para la función. Para efectos de prestigio nacional y particular, el personal que se suponía que debía acompañar a un embajador era tanto innecesario como extravagante. Pierre de Girardin, despachado como embajador a Constantinopla en 1686, llevó consigo «15 aristócratas», 2 secretarios, una dama de compañía para su señora, un camarero, y hasta 60 sirvientes, incluyendo a 10 músicos. Tenían que llevar sus propios muebles, cuadros, 178

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platería y tapicería, y al llegar estaban obligados a arrendar una residencia oficial de su propio peculio. Así estorbados por acompañantes y equipaje, el progreso de sus viajes a destino era lento y peligroso. A un embajador francés le tomó dos meses y medio de viaje continuo trasladarse desde París a Estocolmo. Así, se puede entender que el honor de ser embajador en un destino distante no fuera aceptado con mucho entusiasmo, y que el rey en muchos casos tenía que ejercer una presión formidable para lograrlo. Hasta aquí la relación sobre las características del servicio exterior francés en el extranjero durante el siglo xvii, para cubrir ahora el tratamiento acordado a los diplomáticos extranjeros en París, y el método utilizado para negociar tratados. Aunque parezca curioso, no se acostumbraba en el siglo xvii antes de despachar un embajador obtener el consentimiento o agrément del monarca o gobierno extranjero. Aunque ciertamente el nombre del nuncio que el Papa deseaba enviar a París fue consultado con anterioridad para la aprobación de Luis xiv. En otras ocasiones parecía como que el hombre llegaba caído del cielo intempestivamente. Luis xiv quedó furioso cuando, en 1685, William Trumbull, que parece que en ninguna compañía era una persona grata, llegó a París con plenas credenciales como embajador británico. Este gran monarca además tenía el hábito de marcar sus personales evaluaciones de los embajadores o sus soberanos, por la calidad de la recepción ofrecida y por el ceremonial observado. Es verdad que aún en aquellos tiempos había un funcionario equivalente al director de Protocolo, pero aun los más cuidadosos planes que el introducteur des ambassadeurs pudiera haber arreglado por adelantado podían ser desorganizados a último momento por el mismo soberano. Eventualmente los detalles de la llegada oficial y recepción serían arreglados, el embajador y su personal serían por el momento alojados en el Hotel des Ambassadeurs, en la calle Tournon, y se realizaría la visita oficial. Pero los embajadores extranjeros no eran aceptados en las ceremonias diarias en Versalles, tenían suerte si podían ver al monarca al término de la misa los domingos, y no se les reservaban asientos en los banquetes o conciertos de la Corte. Cuando una tarde, en 1698, el rey le pidió al conde de Portland que sostuviera el candelabro de su dormitorio, el episodio

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recorrió las Cancillerías europeas como un evento muy significativo, incluso quizá portentoso. Luis tenía otros métodos para mandar mensajes mediante el tratamiento especial que acordaba a los diplomáticos. Podía ordenar que las fuentes de Versalles fueran activadas por la visita de un embajador —un gesto significativo, ya que los 1.400 surtidores requerían una enorme cantidad de agua, y conseguir suficiente agua fue siempre un problema para el chateau. También podía ordenar que un ballet u ópera fueran representados especialmente en honor de un diplomático. Claramente un representante extranjero que concurría a una audiencia con el Rey Sol, subiendo las impresionantes escalinatas de los embajadores de Versalles, tendría que ser excepcionalmente despistado para no percibir el mensaje que Luis xiv era un monarca muy rico y poderoso, a quien no se podía tomar livianamente. Luis xiv, siendo un hombre de inteligencia y reflexión, no aprobaba de ninguna manera la diplomacia de conferencias. Consideraba que era un método de negociación lento, caro y embarazoso, y prefería las discusiones confidenciales entre expertos. Las «negociaciones abiertas», escribió, «inclinan a los negociadores a considerar su propio prestigio y mantener la dignidad, los intereses y los argumentos de sus soberanos con excesiva obstinación, lo que les impide acercarse a los frecuentemente superiores argumentos del momento». Con esto, se refiere por supuesto a que es mucho más fácil hacer concesiones en discusiones privadas, que cuando muchos observadores se encuentran presente alrededor de la mesa. Luis xiv ciertamente era de opinión que era menos probable que las relaciones internacionales se tensaran o exacerbaran si estaban manejadas por unos pocos profesionales; aunque permitía al Parlamento de París y a las asambleas locales publicar y registrar los tratados que él concluyera. Veía este proceso, por así decirlo, solo como algo notarial, y le habría sorprendido si cualquier miembro del Parlamento se hubiera aventurado a expresar algún tipo de opinión. Su perdurable principio era que las negociaciones debían permanecer tan confidenciales como fuera posible, lo que no debe considerarse necesariamente como un gran precepto diplomático. Desde el advenimiento del cardenal Richelieu al poder en 1616 hasta la Revolución francesa, es decir, por más de 160 años, el método diplo180

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mático de Francia se transformó en el modelo para toda Europa, y eso, considerando las ideas y circunstancias de la época, comprueba que era un excelente método. De sus experiencias con tal sistema, François de Callières escribió su gran obra De la manière de nègociér avec les souverains, que fue publicada por primera vez en 1716, y que hasta hoy se mantiene como uno de los mejores manuales de método diplomático. Sostiene: «El arte de la negociación… es tan importante que aun la suerte de los más grandes Estados usualmente depende de la buena o mala conducción de las negociaciones y del grado de capacidad de los negociadores utilizados». Lo examinaremos a continuación en algún detalle, agregando según el tema, comentarios adicionales de los muchos manuales y tratados publicados en gran número principalmente durante los siglos xvi y xvii. Muchos se titulaban El perfecto embajador y son de gran interés no solo por el objeto de estudio, sino porque permiten apreciar los modales y la moral de la época. Veremos así, además del De Callières, citas de Barbaro, Dolet, Braun, Maggi, Tasso, Paschalius, Hotman de Villiers, Gentili, Marselaer, Vera de Zúñiga, Bragaccia, Germonius, Wicquefort, Rousseau de Chamoy, Pecquet y Lescalopier de Nourat, entre otros, conforme la recopilación de Jean Jules Jusserand en La escuela para embajadores, de 1925. François de Callières nació en Thorigny, en 1645, hijo de uno de los generales de Luis xiv, que servía primero como agente secreto y luego como enviado acreditado en los Países Bajos, Alemania y Polonia. Como ministro plenipotenciario representó a Francia en las negociaciones que DPODMVZFSPOFOFM5SBUBEPEF3ZTXJDL'VFOPNCSBEPBDPOUJOVBDJÓOTFcretario del Gabinete, o Conseil d’Etat. Consecuentemente, fue alguien de larga experiencia práctica y sus reflexiones sobre el arte de la negociación merecen respetuosa atención. De Callières discrepaba completamente de la teoría que sostenía que el propósito de la diplomacia era el engaño. Por el contrario, consideraba que una sólida diplomacia se basaba en la creación de confianza y que la misma exclusivamente podía ser inspirada por la buena fe. Resumiremos algunos pasajes relevantes de su gran libro. Un diplomático debe recordar que las tratativas abiertas son la base de la confianza, y por lo tanto debe compartir todo libremente, salvo aquello 181

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que sea su deber ocultar… Un buen negociador nunca dependerá para el éxito de su misión en la mala fe, o en promesas que no pueda ejecutar. Es un error fundamental, y uno extensamente sostenido, que un negociador inteligente debe ser un maestro del engaño. El engaño es la real medida de la pequeñez mental de aquel que lo utiliza; prueba que no posee suficiente inteligencia para alcanzar resultados por medios justos y razonables. La honestidad es aquí y en todas partes la mejor política; una mentira siempre deja detrás gotas de veneno y aun el éxito diplomático más brillante obtenido por artimañas descansa en fundamentos inseguros, ya que despierta en la parte derrotada una sensación de irritación, un deseo de venganza y un odio que permanecerá como amenaza ante sus adversarios… El uso del engaño en diplomacia es limitado por su misma naturaleza, ya que no hay maldición que se instale más rápidamente que una mentira que ha sido descubierta. Aparte del hecho de que la mentira es indigna de un gran embajador, de hecho hace más daño que bien a una negociación, ya que si llega a conferir un éxito hoy, creará una atmósfera de sospecha que mañana hará imposible mayores adelantos… El negociador debe ser una persona íntegra que ame la verdad: de otra manera dejará de inspirar confianza.

Pero como en muchas cuestiones morales, la opinión de De Callières era una entre muchas, porque por siglos se ha discutido apasionadamente al interior de la profesión diplomática si por el bien de su país un embajador debe apartarse de la verdad. Más allá del juego de palabras de Henry Wotton en tiempo de Jaime I sobre la mentira diplomática, el tema permitió que innumerables moralistas en aquellos días tuvieran un espléndido campo para exponer sobre su ingenio, sobre sus conocimientos de autores clásicos y de precedentes, e incluso de la Biblia. Para unos pocos, no había dudas. Maquiavelo no podría imaginar que fuera algo cuestionable. Cuando el país está en juego, solo el resultado cuenta, y «ya no hay ninguna cuestión justa o injusta, misericorde o cruel, digna de elogio o vergüenza». Sin embargo, para muchos la cuestión tenía que ser discutida y, como buenos moralistas que eran, primero establecían perentoriamente que un embajador nunca debía mentir, ya que «la mentira es un pecado mortal»; y agregaban a continuación que sí podían hacerlo 182

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bajo ciertas circunstancias. Acto seguido se dedicaban a encontrar alguna coherencia en esta discordia, y su forma usual consistía en que después de haber declarado elocuentemente a favor de la verdad absoluta, agregaban un pequeño «pero» o un sutil distinguo. Muchos se salvan posicionándose en lo que denominan mentiras oficiosas, officiosa mendacia, con lo que quieren decir aquellas mentiras causadas por la función, officii causa. Braun primero rechaza las mentiras oficiosas, y luego las admite si no hay terceros que sufran. Tasso también recurre a un distinguo. Gentili, en su tratado De abusu mendacii, comenta que son innumerables los casos en que las mentiras son justificables, ya sea por parte de médicos, poetas, historiadores, teólogos y políticos. Como un admirador de Maquiavelo, concuerda en que la salvación del país es la ley suprema. Paschalius se declara decididamente en contra de la mentira, aunque agrega el usual pero: «Quiero que el embajador brille por la verdad, la más confiable de las virtudes… Pero no soy tan groseramente riguroso como para cerrar los labios de los embajadores a las mentiras oficiosas». Para el pomposo, pedante y retrógrado Marselaer, el embajador ideal debía ser de muy noble nacimiento, muy rico, y perfecto en disimular y mentir; tales eran las reglas del juego. El ensayo de Bacon «Sobre la verdad» se parece al de Gentili, ya que su contenido se muestra favorable a la mentira, sosteniendo que es una necesaria aliada a la pureza del oro de la verdad: «Una mezcla de mentiras nunca agrega placer», la verdad absoluta es «el honor de la naturaleza humana», pero tiene que admitirse que «una mezcla de falsedades es como la aleación en las monedas de oro y plata, que puede hacer que los metales trabajen mejor, aunque se corrompan». La cuestión de la falsedad pro bono publico no existe para Pecquet: nadie puede estar autorizado. Nadie está obligado a decir todo lo que sabe, pero nunca debe decir mentiras. «Usualmente ha sido el escollo de muchos negociadores ignorar o pretender ignorar que uno puede, sin la ayuda de falsedades, servir bien a su señor y a su propio país». Pecquet no acepta siquiera la definición política de la mentira, sostiene que «una mentira consiste en no decir la verdad a alguien que tiene derecho a conocerla». Considera que es una cuestión de corazón, en un siglo de sentimientos y sensibilidades, en que «las calidades del corazón en toda profesión son 183

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importantes, y especialmente en los negociadores». Sostiene luego que «su éxito dependerá principalmente de la confianza que inspire; sentimientos de inocencia, verdad y probidad le son indispensables. Se puede seducir a la gente por el brillo de los talentos, pero si no son regidos por la rectitud, pueden ser inútiles e incluso, un instrumento peligroso. Los hombres no perdonan ser engañados». Nada construido sobre falsedades puede durar, los hechos no tardan en dar luces sobre la verdad. «Estamos persuadidos de que hoy día ya no existen aquellos príncipes que se ufanaban de engañar a otros inteligentemente. No hay nada que un hombre celoso de su reputación deba evitar más cuidadosamente que misiones contrarias a la probidad». Vera y Bragaccia sobrepasan a todos los moralistas. De acuerdo a este último, «Pitágoras cuando fue consultado sobre cuando se asemejaban más los hombres a los dioses, contestó, ‘cuando dicen la verdad’, porque no hay nada que pertenezca tan propiamente a Dios como la verdad». Sin embargo, señala que «en caso de emergencia o por una buena razón», se puede consentir en no ser tan seráfico; sin embargo, hay muchas maneras de decir la verdad sin revelarla, «por ejemplo, cuando se incluye lo menor en lo más grande, como se pudiera decir, cuando se tienen diez coronas, decir que se tienen dos». Difícilmente puede dudarse de que la mentira oficiosa sea un pecado, pero hay circunstancias que pueden atenuar la falta. Vera, de manera alguna, era un moralista inferior. Para él, «no hay fin tan honesto que pueda causar que una mentira sea perdonada, o que pueda eximir al mentiroso del pecado mortal». Es verdad que gente de opinión diferente sostiene que las invenciones y artificios son indispensables contra «los venenos de un poderoso enemigo», y que son medios para transformar desigualdades en igualdad. También lo expresan «la naturaleza, y Dios su hacedor, que ha provisto con artimaña y astucia a aquellos animales a los que no ha armado de dientes y uñas, compensando así a los unos con los otros». Pero esta es una doctrina falsa, basada en autores paganos y en erradas interpretaciones de la Biblia. «Los embajadores deben evitar esta senda, y cuidar que los planes de su soberano no se desarrollen conforme a tales lineamientos», sostenía. Pareciera que se está en terreno firme; pero no hay tal. Vera ahora aparece con el normal distinguo, y se convence de que, «entre ambos ex184

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tremos, por ejemplo entre conducirse con descarada falsedad o absoluta verdad, se puede encontrar un camino medio que es la senda dorada de Horacio, y hay que desplazarse desviándose un poco de la línea recta de la pureza perfecta, pero sin caer en los abismos del mal». Siguen numerosos ejemplos de gente que, de acuerdo a Vera, en tiempos antiguos y recientes habían actuado de tal modo y que merecían alabanzas. Frente al disimulo, que está muy cerca de la mentira, Vera no tiene dudas: Si bien es condenable en la vida privada, es excusable en los asuntos públicos, ya que es imposible administrar bien los asuntos de gobierno si se está imposibilitado de disimular y fingir. Esta habilidad es reconocida como el verdadero atributo de los reyes, y desde siempre ha sido observado que aquel que no sabe fingir es inepto para reinar.

Para crédito de Hotman de Villiers, principal vocero de la temprana escuela diplomática francesa, se debe decir que refiriéndose a la Biblia y admitiendo que hay casos donde una falsedad es inevitable, siente al pensarlo punzadas de arrepentimiento que mucho lo honran. «Actuar así es duro», dice, «ya que al hombre de valía no le importa herir su conciencia en orden a ser considerado fiable; es duro para un alma franca y generosa que al mentir mancha su naturaleza; y no es de extrañar, ya que mentir y disimular es una señal indudable de individuo de mal corazón y bajo nacimiento». Y recordando el período en que sirvió en el extranjero, Hotman agrega de su propia experiencia personal: No hubo más elección sino que disfrazar a la Liga Suiza, a Alemania, Inglaterra y a los demás Estados y príncipes protestantes, la locura de la masacre de los Hugonotes en el día de San Bartolomé (1572); y sé que algunos de los que estaban a cargo, con gusto habrían traspasado ese deber a mentirosos más hábiles. ¿Pero qué tanto? Era por el servicio al rey y el deber de proteger a nuestra nación de una mancha que, en todo caso, agua alguna ha sido capaz de lavar desde entonces.

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La solución del problema sigue siendo remota. Bien avanzado el siglo xvii, aparece el característico trabajo ya mencionado del arzobispo Germonius, de gran autoridad en estas materias, siendo tanto intérprete de la ley canónica como embajador. Después de demostrar que «mentir es servil y no puede ser tolerado ni en los esclavos»; que «cualquier mentira es un pecado»; y que de acuerdo a Aristóteles, «la penalidad del mentiroso es que no será creído aun cuando diga la verdad»; no obstante, el versado autor a continuación valientemente muestra que tiene mucho que decir a favor de la mentira: «Lo que no es permitido por la razón natural, lo es por la razón civil; si no Príncipes y Repúblicas frecuentemente serían perturbadas y perecerían. Tal como es reconocido aún en las leyes de la antigüedad, siendo la más famosa, salus populi suprema lex ist, por la misma razón, para un embajador la seguridad de la República debe ser la ley suprema». ¿Podemos aspirar a ser más inteligentes que los griegos o los romanos? Preguntado por Neoptolemus si era vergonzoso mentir, Ulises contestó: «De ninguna manera, si la seguridad es el resultado». Nadie culpa a los médicos porque alientan a sus pacientes con falsas esperanzas. En la guerra, continuaba el arzobispo, las noticias falsas eran indispensables para mantener la moral de las tropas. El cardenal Richelieu claramente manifestaba: «Pero los embajadores pueden, sin escrúpulos, ocultar la verdad. Habiendo recibido instrucciones, no les es permitido no seguirlas; ya que significaría traicionar a su señor, y caer en un crimen imperdonable». Pero en todos los manuales sobre diplomacia que uno pueda consultar de esa época, una de las constantes es el supuesto que la disimulación puede tener éxito donde la fuerza podría fallar. La recomendación de Maquiavelo sobre la disimulación en los diplomáticos dice lo siguiente: Debe ser un gran simulador y disimulador: los hombres son de tal simpleza mental y tan dóciles a las necesidades inmediatas, que el impostor siempre encontrará a alguien dispuesto a ser embaucado […]; la palabra de un oponente no puede ser creída, y la fortuna favorece no sólo a los valientes, sino también a los inescrupulosos.

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Castiglione era más sutil que Maquiavelo y su disinvoltura, que podría definirse como naturalidad, o despreocupación, la que sería una de las estratagemas preferidas de los diplomáticos. La disinvoltura se transforma en un juego de bluff, y es obvio que era muy apreciada en diplomacia. La disimulación, falsa bonhomía, e intrigas sin fin, eran las supuestas «virtudes» del cortesano ideal; y en especial la disimulación era ampliamente contemplada por monarcas como una importante herramienta diplomática. Por su parte, Wotton recomendaba a un amigo que le pidió consejo antes de asumir su primera embajada: Risueñamente le dio el siguiente aforismo supuestamente infalible: para estar seguro personalmente, y ser de provecho al país, uno debiera siempre y en toda ocasión hablar la verdad (y parece una paradoja inesperada), ya que nunca serás creído y por este medio tu verdad te asegurará si alguna vez eres llamado a responder; y también pondrá a tus adversarios (que tratarán de rebatir) a perder todos sus logros y cautelas.

El abad Niccolo Strozzi, un canónico de la catedral de Florencia, en su manuscrito de alrededor de 1622, «Recomendaciones necesarias para un caballero», advertía a sus lectores que evitaran hablar en contra de las órdenes religiosas, particularmente, agregaba, de los jesuitas «y aunque tenga poca inclinación a quererlos, témales, y proclame de ellos todas las bondades del mundo, y así no podrá equivocarse». El inteligente abad sugería: «Ex avverso [por oposición], si hay alguien con quien no se lleva bien, y quiere acusarlo mientras aparentemente trata de ayudarlo, haga excusas para él. De esa manera lo estará dañando. En todo caso, yo no recomiendo aquello, ya que sería contrario a la caridad cristiana». Además, cabe señalar el antiguo aforismo que expresa que quien desea justificarse habla más de la cuenta, y un exceso de argumentos es peor que un prudente silencio. Strozzi urgía a sus «pupilos» a disimular a fin de nunca arriesgarse a recibir una respuesta negativa. Mientras el opúsculo del inglés Robert Johnson, en la misma época, en el acápite sobre affability, recomendaba 187

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que entre pares las promesas eran mejor que las escuetas negaciones. El mismo Johnson, en 1607, sostenía que nunca se debe decir no. Recuerda un ejemplo aún actual de lenguaje diplomático, y con él la definición de diplomático: Si un diplomático dice «sí», quiere decir «quizá». Si dice «quizá», quiere decir «no». Y si dice «no», no es diplomático. Un juego de palabras que deriva de una antiquísima definición de dama. Mientras, Torcuato Accetto, en su tratado De la honesta disimulación, publicado en Nápoles, en 1641, sostenía: Cuando aquellos indignos de comer tienen el poder de dar comida a los muchos, cuando el ignorante es reputado un genio por gente que sabe menos que él, cuando el indigno se solaza en honores, cuando el vil es considerado noble, cómo puede uno sobrevivir a menos que la disimulación haga que los sentidos se adapten a tan severa realidad.

Regresando a De Callières, este sostenía que el buen método diplomático era algo similar a las buenas prácticas bancarias, que estaban fundadas en el establecimiento del crédito. «El secreto de las negociaciones es armonizar los intereses reales de las partes interesadas», escribía. No debe haber amenazas o intimidaciones, así como no debe haber engaños; una expresión que nunca debe usarse es «triunfo diplomático». Leamos nuevamente sus sabias palabras: Las amenazas siempre hacen daño a las negociaciones, ya que habitualmente empujan a una parte a extremos a los que no hubiera apelado si no fuera por la provocación. Es bien sabido que las vanidades heridas a menudo aguijonean a las personas a derroteros que una sobria estimación de sus propios intereses los habría llevado a abstenerse… Los éxitos obtenidos a la fuerza o con fraude descansan en cimientos inseguros; en cambio, triunfos basados en ventajas recíprocas prometen incluso mayores logros por venir. Un embajador debe basar sus éxitos en procedimientos francos y honestos; si trata de ganar por sutilezas o arrogancia, se está engañando a sí mismo.

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De Callières también se refiere con solvencia a la maquinaría de negociaciones. Divide a los diplomáticos en cuatro categorías principales: embajadores, enviados, residentes y diputados o commissars. Un embajador representa a su soberano y tiene derecho a privilegios especiales, tales como permanecer cubierto ante la presencia real y a entrar en su carruaje hasta el patio interior del Louvre. Los enviados representan a sus gobiernos en lugar de sus soberanos y en consecuencia están obligados a descubrirse ante la presencia del rey y a no hacer una entrada oficial a la capital. Los ministros residentes eran considerados por De Callières como criaturas inferiores, mientras que a los diputados o commissars que representaban ciudades libres como Hamburgo o Lübeck, no se les debieran reconocer privilegios diplomáticos, siendo poco más que agentes de corporaciones comerciales. Es curioso encontrar a un hombre sensible como De Callières aún reclamando que los embajadores franceses debieran tener «como un derecho inmemorial» precedencia sobre los embajadores de otros Estados, incluido Austria. Es raro encontrarlo pedante y pasado de moda. De Callières, como pasa con aquellos que han servido por largo tiempo en una profesión, desconfiaba de los amateurs. Un soberano inteligente, sostenía, debe reclutar y entrenar un servicio diplomático profesional, cuidando que los jóvenes attachés fueran escogidos por sus méritos más que por sus conexiones familiares. «El nepotismo es la verdadera maldición del servicio», señalaba. Defiende con pasión la necesidad de que las relaciones exteriores sean manejadas por profesionales. Llama la atención sobre el cuento del duque de Toscana, quien después de reclamarle a un visitante veneciano sobre las falencias intelectuales del embajador de Venecia residente en su Corte, al recibir la respuesta: «No me sorprende, ya que en Venecia tenemos muchos estúpidos», el duque habría contestado: «También tenemos estúpidos en Florencia, pero tenemos cuidado de no exportarlos». Los eclesiásticos, en opinión de De Callières, no debieran ser incluidos en la profesión, ya que no pueden ser mandados a Cortes infieles, y no debían ser enviados a Roma. Los soldados no son buenos diplomáticos, pues un embajador debe ser un hombre de paz. La mente legal, aseguraba, no está adaptada a la diplomacia. «En general», escribía, «la formación de un abogado crea hábitos y disposiciones mentales que no favorecen 189

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la práctica diplomática». Según Nicolson. que recoge estas expresiones, pocas personas que hayan tenido la experiencia de abogados-diplomáticos van a negar la verdad de esta afirmación. Así equipado y seleccionado el embajador parte a su destinación. Nos apartamos nuevamente de De Callières: Dotado, tanto como la naturaleza y el estudio lo permitan, con sus muchas realizaciones, políticas, morales o literarias; habiendo comprado costosos carruajes, uniformes de librea y platería; asegurando lo mejor que pudo secretarios y expertos de clave confiables, y muy numerosos sirvientes, seleccionados algunos por su «taciturnidad» y otros por sus habilidades para desdoblarse como semi-espías, pero por lo demás de buena moral; el embajador entrará a su coche o montará su caballo dando así inicio a su misión (Dolet, 1541).

Los manuales no le quitan los ojos de encima al embajador y lo inundan de recomendaciones. ¿Cómo se debe comportar cuando llegue? ¿A quién tiene que visitar primero? ¿Deben las señoras ser objeto de su atención? Sí, dice Pecquet, siempre que no se enamore. De Callières, con claro espíritu francés, recomendaba que si la «oportunidad de conversar con las señoras se presentaba, el embajador no debiera desatenderlas para ponerlas de su parte, incorporándolas en sus placeres, intentando hacerse digno de su estima.» ¿Cómo debe ser su mesa, sus gastos, el estilo y objeto de sus informes, el ceremonial y las reglas de precedencia que debe observar? ¿Debe ser secretivo? Sí, dicen los manuales a este último punto, aunque con algunos límites. No hay que exagerar con los secretos; bastará con manejarse con cuidado. El embajador debe ser liberal en sus gastos, pero no llegar a la extravagancia; algunos enviados se comportan como si quisieran descollar por sobre los más grandes del territorio donde viven; así han molestado a la misma gente que supuestamente querían conciliar. El sentido de las proporciones es un don importante en el arte de la diplomacia, y es de valor cualquiera sea la ocasión. En la selección de los principales objetos de gasto, se deben considerar los gustos locales, tal como lo señala Hotman:

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Los gastos de la casa deben estar bien regulados, aunque espléndidos en todo sentido, principalmente en la mesa y cocina, a los cuales los extranjeros, especialmente los del Norte, prestan más atención que a otros aspectos. En España e Italia la mesa es frugal; pero se debe brillar en materia de caballos, carruajes, vestimentas y seguidores.

Ahora, en lo que respecta a las funciones mismas, que como hemos visto son de las más altas con que alguien puede ser honrado, cualesquiera sean las circunstancias y las tentaciones, nunca debe olvidar que la labor primordial de un embajador consiste en «celosamente actuar de manera tal que sea el hacedor de la paz y no de la discordia o la guerra». Su tarea será comparativamente fácil si es personalmente fiable y si representa una nación que también es confiable; de ahí la constante recomendación de cumplir las promesas. El embajador sabe por sus instrucciones que es lo que tiene que hacer, y si ha seguido los sabios consejos expresados tan tempranamente como en 1436 por el arzobispo Bernard du Rosier, habrá verificado antes de partir que fueran perfectamente claras y sencillas, ya fueran expresadas oralmente o por escrito. Estando además ya instalado en su puesto como embajador, tendrá poderes de apreciación adicionales; puede tener luces que su señor no tenga, y debe, bajo su responsabilidad seguirlas, lo que es tan válido hoy como en siglos pasados. Danès, Montaigne, Tasso, Hotman, Wicquefort, Rousseau, todos concuerdan: «Debe notarse», dice Montaigne, que si bien no escribió un tratado sobre embajadores, en cambio se muestra interesado en todo tipo de hombres y sus cosas, haciendo una variedad de observaciones: Debe notarse que la obediencia inquebrantable sólo corresponde a órdenes precisas y perentorias. De alguna manera los embajadores tienen que cumplir una tarea más libre y que en muchos aspectos depende enteramente de su propia disposición. No ejecutan simplemente; sino que forman y dirigen mediante sus consejos la voluntad de su señor. He visto en mi tiempo a gente de autoridad acusada por haber obedecido a la letra las cartas de su rey, sin tomar en cuenta los dictados propios de la situación en que se encontraban. 191

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Con referencia a las Istruzioni, por su originalidad se recogen aquellas destinadas a la Embajada de Nápoles en Madrid, insistiendo en el ejemplar comportamiento privado tanto para el diplomático como para su personal, con el interesante detalle de que se esperaba que mantuvieran una «capilla pública con apropiado decoro… asegurando que sirviera para la edificación y respetable modestia, imponiendo el pudor sobre todo entre los miembros de vuestra familia por el buen ejemplo a que están obligados por vuestra representación y por vuestra conciencia, particularmente en países donde cualquier cosa a este respecto es notada». La mantención de la capilla era de particular importancia, especialmente en los países protestantes: y se proveían anualmente 700 ducados para su sostenimiento. Mientras en Florencia se podían encontrar muchos casos de embajadores que seguían sus propias políticas, un fenómeno aún más manifiesto por la tradicional doctrina contraria que hacía eco de la advertencia de Savonarola a los embajadores que partían a sus misiones, «no sustraiga ni agregue… sea fiel a quienes lo mandan». Pero aun así, hubo denuncias del Senado veneciano, el 18 de julio de 1478, de la «extremadamente mala y dañina costumbre» de ciertos embajadores, que, en desobediencia de sus mandatos, «no dudan en mostrarse desvergonzadamente más perspicaces que sus propios superiores». Pero el comportamiento de estos diplomáticos era en la realidad guiado por la «internalización» de sus instrucciones, filtradas por su mentalidad, cultura, ideología, orígenes sociales, sentido de servicio y sentido del Estado. El embajador era ahora un real y apropiado funcionario, así como el receptor de poderes especiales, y se les daba algún grado de discrecionalidad, «ya que era imposible darles instrucciones tan detalladas para dirigirlos en toda situación: solo la discreción les enseñará a acomodarse al propósito general». Pero había excepciones. La falta de sentido de servicio que comprendía sacrificio y dedicación para el bien del rey y del Estado; ese sentido del honneur de servir que distinguía a los nuevos funcionarios públicos del absolutismo francés; y que se encontraba completamente ausente en el diplomático napolitano, por ejemplo, que veía el servicio diplomático solo como una oportunidad para construir su prestigio personal y para ganar honor para su familia. Hotman, poco después, escribe: 192

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Muchas cosas se deben dejar a la discreción de un prudente embajador, no amarrando su lengua ni sus manos. Así, cuando haya desempeñado el papel de un hombre de valía, sí llega a ser desautorizado, entonces ese príncipe no merece ser servido por gente de mérito, especialmente cuando lo han hecho para mejor. La industria y diligencia son nuestras; los éxitos son del cielo. La misma visión mantiene Rousseau de Chamoy un siglo más tarde: Así como está destinado a saber los intereses de su señor, el embajador debiera y debe hacerse a la idea conforme a los hechos (sin esperar por instrucciones), ya que esas son las ocasiones cuando el negociador inteligente y verdadero se distingue por sobre el hombre común, y el ministro corriente.

En las negociaciones, el embajador cuidará de no ser brusco, altanero, arrogante: La prudencia impone que escuche con gentileza y modestia las razones de los otros, sin enamorarse de las propias, sin ser absoluto en sus opiniones. Cuando se contradice la posición de otros en una conferencia, aunque la causa propia sea buena y bien justificada, las palabras deberán ser atemperadas de manera tal que en la oposición nadie se ofenda, y se note el respeto de los propios por el contradictor. Se debe a veces parecer sumiso, y luego utilizar el siguiente encuentro para amigablemente atraer a los otros a la causa de la justicia.

Como debe mantener su gobierno bien informado, el embajador no dejará pasar oportunidad para enterarse de lo que pasa, y como nada en el mundo es independiente, y todo tiene ramificaciones en todas partes, estará capacitado para hacer comparaciones. Algunos libros escritos hace mucho tiempo le recomiendan mantener una correspondencia fluida con los otros embajadores de su país en diferentes territorios, teniendo según la necesidad una clave especial para cuidar la confidencialidad. Debe también procurar mantenerse bien informado sobre lo que ocurre 193

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o amenaza suceder en su propio país, sin considerar tanto a su propio ministerio, usualmente moroso a este respecto, sino confiando en algunos amigos o aun en informantes pagados, «destinando doscientas o trescientas coronas anuales para esto si fuese necesario». Así estará en condiciones de contrarrestar propaganda enemiga, especialmente dañina a su país en tiempos de guerra. Si usa espías, como era costumbre entonces, debe estar muy alerta. A fin de ser pagados, los granujas le traerán emocionantes noticias en abundancia, aunque no haya novedades; siendo además gente sin conciencia, nunca dudarán en traicionar a un pagador para beneficio de otro o de ellos mismos. No debe entonces confiarse en sus afirmaciones, a menos que se les controle. El uso de espías es completamente despreciable. El enviado debe recurrir por información no a traidores, sino a lo que es un poco más difícil, a su propio cerebro y poder de observación: Los otros medios, consistentes en espías pagados y la corrupción de gente en posiciones de saber, no pueden considerarse dignos de elogio ni honorables. La mayoría de la gente, como es bien sabido, no tienen escrúpulos en usar estos medios con la esperanza de que sus señores lo consideren un mérito personal. [El mérito en todo caso es cero, el oro lo hace todo]. Quizás uno se arriesga a ser apedreado en el mundo político si procura prohibir estrictamente todo recurso a estas fuentes de información, pero al menos se debe restringir su uso a ocasiones en que todos los demás medios fallen.

Hay poco que elegir entre el desdén debido al seducido o aquel debido al seductor. Agréguese, además, que desde el punto de vista práctico, nunca hay ninguna seguridad en usar un traidor (Pecquet, Discurso sobre el arte de la negociación, 1737). Pero sobre todo, el embajador debe estudiar al país en que se encuentra, y hacer eso personalmente, visitando gente de todos los rangos y conversando con ellos, entender las tendencias de opinión y descubrir las distintas fuerzas en juego. Al respecto, en 1603, Hotman decía que

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esta tarea no era tan fácil para los embajadores franceses en el extranjero, como para los embajadores foráneos en Francia: Todo en Francia está desnudo a la curiosidad de los extranjeros, debido en parte a la natural libertad con que hablamos de cualquier asunto, y parcialmente por las facciones en el Estado y las divisiones en asuntos religiosos que han desgarrado al país por los últimos 40 años.

Los informes del embajador a su gobierno deben cubrir toda la información que pueda reunir. ¿Debe también mandar inteligencia en la seguridad de que molestará e irritará a su propio príncipe, jugando el desgraciado papel de portador de malas noticias? Sin duda debe, dice el severo obispo Danès, en sus Consejos a un embajador, de 1561: Mantenga como máxima que las cosas ingratas deben ser mandadas igual que las gratas, y el príncipe, al fin, si es un hombre de inteligencia y entendimiento, estará más satisfecho con el embajador que no le haya callado ningún asunto del que haya tenido conocimiento donde está destinado, que aquel que para evitarle enojos, se haya abstenido de escribirle sobre las cosas desagradables, pero que podrían haberle interesado en su momento.

Maquiavelo, por su parte, en distintas instancias expresa en su correspondencia: De acuerdo con los deseos de sus señorías, hemos escrito sin reservas, y muy cumplidamente acerca de los asuntos de aquí, como los vemos y los entendemos; y si nos hemos expresado demasiado osadamente sobre cualquier punto, ha sido porque preferimos exponernos antes que a pecar de cautelosos no escribiendo, y en consecuencia arriesgarnos a fallar en nuestros deberes ante nuestra República. Nos hemos arriesgado a hacerlo por nuestra confianza en la sabiduría de sus señorías, quienes, luego de cuidadoso examen de nuestras comunicaciones, pueden formarse un juicio más correcto sobre los puntos en cuestión, y en consecuencia llegar a una decisión más inteligente. Melun, 3 de septiembre de 1500. 195

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[…] Habiendo escrito todos los días, o al menos cada dos días, a pesar de los muchos sinsabores y peligros y mi máxima diligencia, así como el pesado gasto que ni el salario que me ha sido autorizado por sus señorías ni mis propios medios pueden soportar, lamento que pueda llegar a ser acusado de negligencia. En lo sucesivo, entonces, a menos que ocurra algo extraordinario, no pasarán tres días sin que despache un correo especial a sus señorías; aunque los espantosos caminos y la fatiga de los correos ocasionen que haya otros tan mal servidos como sus señorías. No hay nada nuevo aquí sino lo que ya he escrito. El Papa asume la Tiara mañana en la mañana, como ya lo he mencionado. Me encomiendo a sus señorías, Roma, 25 de noviembre de 1503. […] Muchas otras razones son discutidas que yo no menciono, ya que todo el asunto no tiene mayor interés para sus señorías, y porque este tipo de materias son difíciles de juzgar, así como lo son todas las otras cosas que dependen de la arbitraria voluntad y placer de los hombres. Urbino, 28 de septiembre de 1506.

El embajador, de acuerdo a Pecquet, debe ofrecer en sus informes nada más que la verdad sin impurezas, y el deseo de agradar a su señor nunca debe inducirlo a colorearla falsamente: El más esencial cuidado del enviado debe ser la exactitud en los hechos que informa; no debe debilitarlos ni cambiar su tono; sino establecer apropiadamente cuáles son ciertos a sus ojos, y cuáles dudosos… No debe halagar a su señor mediante la selección de los hechos que narra o por la manera de narrarlos. El objetivo de su misión no es descarriar a su jefe, sino iluminarlo.

Hotman concuerda, agregando sin embargo una advertencia: excepto cuando el suministro de tal información puede solo causar irritación inútil y disminuir las oportunidades de un buen entendimiento entre las naciones, que es como hemos visto el principal objetivo de la diplomacia.

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No obstante, si cualquier incidente adverso ha sido público, el embajador no tendrá elección: El asunto puede ser diferente si, ante el completo consejo del príncipe, o en el púlpito por un predicador, o en el escenario por comediantes, o por escrito o por sátiras, el embajador ve el honor de su príncipe difamado, entonces no tiene más remedio que mandar la información de inmediato y exigir justicia y reparación de aquellos que la deben, usando en todo caso moderación a fin de no crear aún más daño, ya que el caso es similar a aquellas damas que usualmente por defender demasiado su honor se prestan a más sospechas y dudas.

Claramente, dudas sobre si mandar toda la verdad escasamente existen del todo hoy, especialmente en países democráticos. Los embajadores, de acuerdo a los manuales, deben evitar dar cabida en sus despachos a incidentes sin importancia, por picarescos que sean; noticias de los amores de las damas de la Corte, sobre las peleas de sus admiradores, y objetos similares, aunque en gran demanda de parte de ciertos príncipes y sus buenos amigos «que quieren saberlo todo». Lo mejor, si no se puede evitar escribir de estos «asuntos frívolos sólo para entretener a gente ociosa», es comunicarlos en informes separados, ya que no serán tratados como asuntos oficiales. Los informes deben ser «graves, breves, comprimidos, conteniendo mucho en pocas palabras, redactados en términos sencillos más que extravagantes, sazonados, pero sólo a veces, con máximas y anotaciones». Para mejor comprensión de los hechos, será apropiado que cada asunto sea tratado en despachos separados, conforme los ejemplos de Monsieur de Villeroy (1737), si no los informes pueden parecer «grotescos» y artificiosos, «un trabajo de parches de diferentes pedazos». Una perversión muy facilitada ahora por el inefable copy paste. Regresando nuevamente a De Callières, sabiamente plantea que lo más esencial para un embajador es que por supuesto debe poseer la total confianza de su propio gobierno:

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El más perfecto enviado es inútil a menos que sus recomendaciones tengan peso con su propio Soberano o Ministro, y que ellos mismos a su vez le revelen la completa naturaleza de sus políticas y aspiraciones. En segundo lugar, el embajador debe conseguir el aprecio y amistad del país en que reside; no sólo por su honestidad debe ganarse la confianza de los círculos oficiales, sino que debe hacerse agradable a la sociedad como un todo. Teniendo esto en consideración, se deben alabar más que criticar las condiciones locales, y siempre se debe dar la impresión de que se disfruta de la vida que se lleva. Encontrará muy provechoso estudiar detenidamente la historia, arte y literatura del país en que resida, indicando con ello que como extranjero tiene mucho que aprender de sus propias formas culturales. Debe saber cómo distribuir sobornos y subvenciones con discreción y tacto. Descubrirá que frecuentemente es valioso dar dinero a personajes menores como bailarinas de ballet o a oficiales de órdenes que están generalmente endeudados, y que tienen acceso a gabinetes y príncipes. Aun así, un embajador nunca debe disponer personalmente de los fondos del servicio secreto a su disposición: debe dejar todo este aspecto del trabajo a los miembros menores de su personal, que debieran tener conocidos en todos los campos y en todas las capas de la sociedad. El embajador mismo nunca debiera enredarse con espionajes o tareas secretas, ni debiera vincularse con la oposición, excepto quizás en Inglaterra y Holanda.

Regresando a la ya conocida colección de autores… Tenemos que la corrupción, el uso de espías y un buen poco de intrigas eran admitidas como necesidades. Entonces se levanta la cuestión que tan frecuentemente los diplomáticos honorables han enfrentado como un problema moral. La pregunta es si en alguna circunstancia está justificado rechazar la ejecución de instrucciones recibidas del propio gobierno. ¿Le es permitido a un embajador intervenir en la política local en detrimento del soberano local? Tasso responde: «Si el príncipe ordena algo injusto», el enviado debe tratar de abrirle los ojos, y si no lo logra, debe obedecer. Vera de Zúñiga sostiene que es una lástima, pero decide igual, y salva las posibles dudas del embajador con nuevos ejemplos de su siempre abundante casuística: el enviado debe descartar cualquier escrúpulo diciéndose a sí mismo que, 198

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después de todo, a lo que apunta no es primariamente a la destrucción del príncipe ante el cual está acreditado, sino a la salvación del propio: Y si ocurre que la ventaja conseguida por el embajador a su señor viene a resultar en daño al otro príncipe, será suficiente para que el embajador no tenga cargos de conciencia, pensar que su objetivo e intenciones eran sólo proteger a su propio príncipe contra peligros que lo acechaban; igual que accidentes que no pueden ser evitados.

Pero aún había en aquellos días, algunos hombres con conciencias más estrictas que respondían tal pregunta con un «no»; el mismo Hotman destacaba entre ellos. De acuerdo a su posición, el embajador debía abstenerse completamente de las intrigas que dañaran al país donde estaba acreditado: Sin embargo, ¿qué pasaba si era mandado a actuar de otra manera?... ¿Estaba autorizado a excusarse, a calificar la justicia de las intenciones de su señor y la equidad de sus órdenes? ¿Podía penetrar los secretos o controlar los designios de su príncipe? Aquí el hombre de valía una vez más se encontraba en grandes aprietos… La solución del problema parece ser la misma adoptada por filósofos, juristas y teólogos sobre la obediencia debida por un hijo ante su padre, del esclavo ante su amo, del súbdito ante su príncipe, y del vasallo ante su señor feudal: ya que todos concuerdan en que esta obediencia no cubre a la que es de Dios, a la de la naturaleza y a la de la razón. Es claro que mentir, engañar, traicionar, atentar contra la vida del príncipe soberano, promover revueltas entre sus súbditos, robarle o complicar su Estado, aun en tiempos de paz, y bajo la apariencia de amistad y alianza, es directamente contrario a los mandamientos de Dios, contrario a las leyes de la naturaleza y de las naciones; es quebrantar la fe pública sin la cual la sociedad humana y, en verdad, el orden general del mundo sucumbirían. Y el embajador que secunde los designios de su señor en tales asuntos peca el doble, ya que tanto lo ayuda en el emprendimiento y ejecución de un hecho extraviado, y desatiende el aconsejarlo mejor, cuando está comprometido a hacerlo por sus funciones que conllevan la calidad de Consejero de Estado por 199

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la duración de su misión, aun cuando no haya tenido el honor de haber sido recibido con anterioridad como Consejero.

Ahora bien, regresando una vez más a De Callières, este insinúa —aunque no lo dice tan explícitamente— que un diplomático siempre debe cumplir las instrucciones que reciba de su soberano o ministro, considerando que ellos tienen el cuadro político completo, mientras que él solo puede conocer las condiciones existentes en ese momento en su propio destino. Pero De Callières sí hace una notable excepción. Un embajador debe negarse a obedecer instrucciones cuando impliquen hacer algo «contrario a las leyes de Dios o de la justicia». Entonces, debe negarse a instigar asesinatos o incluso a utilizar sus inmunidades diplomáticas para fomentar o proteger intrigas revolucionarias en contra del soberano ante el cual esté acreditado. Finalmente, escribe De Callières, debiera darse cuenta de que existe algo así como la hermandad del cuerpo diplomático y convendría que fuera cuidadoso en cultivar incluso la amistad de sus colegas menores: Un embajador encontrará muy probablemente que sus colegas en la capital donde reside pueden ser muy valiosos. Considerando que todo el cuerpo diplomático trabaja para el mismo fin, por ejemplo para descubrir qué está pasando, surge una cierta hermandad de la diplomacia, por la que un colega informa a otro de un próximo evento que por una afortunada coyuntura tuvo oportunidad de conocer.

Se debe por ello apreciar la solidaridad y cohesión de la comunidad diplomática en cualquier capital nacional. Más allá de las diferencias políticas, las embajadas y los círculos sociales que se allegan son potencialmente poderosos aliados. Por ello, las disputas sobre política nunca deben llevarse a los salones. Los desacuerdos discutidos en una mesa de negociaciones pueden efectivamente ser mitigados en una cordial conversación compartiendo una copa de champagne. Según Garret Mattingly, el concepto de cuerpo diplomático habría tenido sus orígenes en la década de 1460 en Roma, donde los Estados italianos mandaban a sus más conspicuos diplomáticos, los secretarios 200

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más promisorios y a sus legaciones más apuestas y mejor abastecidas. Estos embajadores, en su gran mayoría laicos en una ciudad de religiosos, contribuyeron al surgimiento de un creciente spirit de corps. La práctica papal de dirigirse a ellos colectivamente, asignándoles lugares juntos en todas las ceremonias importantes, y dirigiéndoles, de tiempo en tiempo, regulaciones para su gobierno común, contribuyeron aún más a esta naciente organización. En todo caso, es en Roma, y solo en Roma durante el Renacimiento, en que se encuentran los primeros signos de algo parecido a un cuerpo diplomático organizado, que desarrollaba un sentido rudimentario de solidaridad profesional, intercambiaba cortesías sociales, codificaba sus relaciones mutuas, e incluso en ciertas emergencias, actuaban unidos como cuerpo. Cuando la misión de un embajador termina, sus deberes continúan. Aunque por mucho tiempo se consideró que los papeles de la embajada eran de propiedad del embajador, y su responsabilidad personal, los conocimientos que ha adquirido no le pertenecen, sino son de su gobierno, debe resumirlos en un informe general que servirá de instructivo para quienes lo sucedan; y no lo publicará por temor a herir los intereses de su país. El público, generalmente curioso, sin ninguna ventaja para el Estado, posiblemente vea en esta reserva nada más que escrúpulos ridículos e inútil secretismo, en lugar de la discreción inspirada en la probidad y en el amor al país. El enviado no debe ceder, sino resistir un aliciente aún más peligroso, la autoestima y un deseo de lucimiento que puede inducirlo a encontrar cierta satisfacción en caer en este tipo de tentaciones.

Estos fueron los principios recomendados tanto tiempo atrás por François de Callières, en 1716. Se han tratado con cierta extensión considerando que probablemente no exista un escritor que haya entregado una definición del método diplomático tan clara, completa e incuestionable. No obstante, los ideales abogados por De Callières no fueron mantenidos en los años que siguieron. En su temprana madurez el principio del equilibrio de poderes representaba un balance entre las fortalezas del Imperio austríaco y las fuerzas de Francia. Sobrevivió lo suficiente para ver la emergencia de tres nuevas grandes potencias: Inglaterra, Rusia y Prusia. 201

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Fue el prusiano Federico II el Grande el que revivió la vieja teoría italiana de combinaciones para fines inmediatos, dañando permanentemente como teoría y método diplomático el excelente sistema del equilibrio de poderes. Hasta entonces, al menos en teoría, este sistema había sido esencialmente defensivo, buscando hacer peligroso para una potencia cualquiera intentar dominar Europa o suprimir las libertades de otros. Federico el Grande lo transformó en un sistema agresivo, una conspiración para saquear, por medio del cual el poderoso podía obtener accesiones de territorios a costa del débil. Se requirió casi medio siglo y una serie de guerras terribles antes que los estadistas del Congreso de Viena fueran capaces de restablecer el equilibrio de poderes como un fiable principio de política exterior y encontrar un sistema que preservara al mundo de guerras mayores por exactamente cien años.

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Siglo xviii

El siglo xviii, aunque usualmente llamado la «era de la razón», fue dominado por la pasión de príncipes y la violencia de guerras intermitentes, apreciándose al mismo tiempo profundos cambios y contradicciones en la comunidad internacional. El surgimiento de nuevos poderes, y potestades menores avanzando reclamaciones por tratamiento igualitario con las grandes potencias, mientras que estas últimas porfiadamente se aferraban a títulos y precedentes que, al menos formalmente, continuaban respaldando su propia supremacía política. El nuevo énfasis en los valores individuales se reflejaba en los poderes reales de Estados que desafiaban las jerarquías tradicionales y destacaban las distinciones entre las relaciones de naturaleza formal pertenecientes al ceremonial, y la naturaleza sustancial de aquellas pertenecientes a la política. Sin embargo, al mismo tiempo paradojalmente se exageraban las formalidades ceremoniales, cuya transgresión daba motivo a interminables disputas. A pesar de que la ley internacional moderna había estado en gestación por un siglo, la diplomacia italiana del siglo xviii seguía basada en criterios personales, exhibiendo relaciones directas entre embajadores y soberanos, o entre estos y los secretarios de Estado, y las redes de lealtades y obligaciones típicas de las prácticas políticas del ancien régime. No obstante las frecuentes reformas y reorganizaciones de las actividades diplomáticas, el estatus de los embajadores no sufrió ningún cambio sustancial en el siglo xviii al menos en Italia. La defensa de la plena soberanía del gobernante, la búsqueda de garantías internacionales de la inviolabilidad territorial, la proyección en la política exterior de los principios de «distinción» y 203

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«honor» que aún gobernaban la sociedad aristocrática a lo largo del siglo, fueron los factores que dominaron las relaciones entre los Estados de la península italiana entre ellos y con las potencias europeas. Esta preocupación por mantener las apariencias y equiparar la magnificencia de otros soberanos es una característica constante de las acciones diplomáticas italianas que llevaba a los embajadores a permanentes protestas por el agobio de los gastos que implicaban los nombramientos diplomáticos. De acuerdo a un anónimo informante del siglo xvii, Alvise da Molin, enviado a Viena «a fin de arruinarlo en la parte más sensible de su persona, es decir, la bolsa», enfrentó gastos de 20.000 ducados de su propio bolsillo, cuando sus ingresos anuales llegaban solo a 6.000 ducados. Hacia el final del siglo xviii, Zanetto Querini Stampalia gastó alrededor de 180.000 ducados durante su embajada en España, y como muchos nobles venecianos del período, su comportamiento fue muy contradictorio: daba mucha atención a los gastos más insignificantes mientras gastaba decenas de miles de ducados en juego. Una fuente de información que distingue «entre los vicios, a saber mujeres y juego», y gastos generales de mantención; es el autorizado testimonio del opulentamente rico Andrea Tron, que escribió desde París, en 1746, que gastaba 2.000 ducados por mes solo en su ménaje cuando su salario llegaba escasamente a 700 ducados. La «dignidad» y la importancia asumida por la «gloria» y la «reputación», en la acción día a día de los embajadores se demuestra con la misión a España de Gian Battista Ronchi, en 1630-1633. A su llegada a España, Ronchi escribió con orgullo a su duque «que en Madrid no había uniformes de librea comparables ni de cerca a los nuestros», y que el enviado del gran-duque de Toscana «utilizaba un coche miserable con libreas muy ordinarias». La embajada fue dotada con la misma ostentación, considerando que tenía un secretario residente, un secretario de embajada, y tres asistentes personales, de los cuales dos eran condes. Solo la casa que ocupaba Ronchi costaba 8.000 reales al año, y seguramente debe haber empleado una numerosa plantilla de empleados domésticos si se considera que después de los recortes introducidos para reducir costos, aun llegaba a 10 sirvientes. Las instrucciones de Ronchi indicaban que al menos cuatro lacayos, seis pajes, dos cocheros y un mayordomo debían ser la dotación de 204

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la embajada de Módena en España, ciertamente una de las designaciones diplomáticas más prestigiosas para súbditos de los Estensi. Sin embargo, el conspicuo gasto demandado a Ronchi por la Corte española lo obligó a solicitar a Módena fondos adicionales, y cuando estos se demoraban en llegar, debió recortar su presupuesto y reducir la pompa de su legación. En la primavera de 1631, Ronchi escribía que «los pajes y lacayos están reducidos a circunstancias tan calamitosas que viéndome imposibilitado de vestirlos no sé cómo dejarán la casa, y ellos no saben cómo podrán continuar sirviendo, tal es el estado en que están». En 1587, aún más espléndidamente ostentosa había sido la legación del obispo Salingardi, que se llevó a España a un secretario, dos capellanes, un mayordomo, un spenditore o tesorero, ocho pajes y lacayos, así como varios mozos y cocineros. Pero en este caso también el residente de los Estensi se vio obligado a economizar luego de sus iniciales muestras de magnificencia, debiendo contraer préstamos para financiar su misión. Así, Salingardi escribía desconsoladamente a su príncipe: «Compré los caballos que necesitaba para negociar. Pero, sospecho que voy a tener que venderlos para poder vivir». Pero ya a partir del siglo xvii un creciente número de nobles consideraba la función diplomática como un nombramiento público por el que se debía pagar adecuada compensación. En efecto, hubo una notable merma de casas nobles dispuestas a agregar sus recursos con el presupuesto estatal y usarlos para financiar los gastos de embajadas. En este sentido el aumento en el costo de las embajadas, que se destaca por la cada vez más frecuente negativa a hacer nombramientos diplomáticos, puede bien deberse al hecho de que en los siglos xv y xvi, muchos nobles silenciosamente enfrentaban tales gastos de sus propios bolsillos. No obstante, aunque se les pagara, aún había algunos que se resistían a asumir ciertas destinaciones más complejas o de menor brillo. Considerando que Dinamarca era aún intolerante y conservadora un hardship posting y disagiata («antipático»), cuando el joven duque de Cerisano es nombrado en representación de Nápoles en Dinamarca, en lugar de un puesto supuestamente de acuerdo con su estatus y sobre todo su mentalidad: una confortable posición como gran señor esperando que se le ofreciera la «llave de oro» (chiave d’oro) tan intensamente buscada por 205

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toda la nobleza. Enfrentado a la negativa a un cambio de destino, Cerisano simula aceptar su suerte, embolsándose mientras tanto los 7.000 ducados de aiuto di costa; pero constantemente postergando su partida con variados pretextos, hasta que la Corte danesa se sintió ofendida y suspendió las relaciones diplomáticas con Nápoles. Cerisano estaba más que feliz con el incidente diplomático, ya que cancelaba su partida indefinidamente, y en consecuencia renunció a su nombramiento; pero se negaba a devolver los 7.000 ducados, ya que sostenía que se le debían por los gastos incurridos durante sus preparativos para viajar a Dinamarca. En forma magnánima ofrecía a cambio indemnizar la suma con alguna destinación en una legación más cómoda, la de Roma por ejemplo. Fue necesaria la intervención de la Reggente della Vicaria antes que fuera persuadido a resarcir la suma aunque fuera en cuotas; sin embargo, después de cuatro años aún no rembolsaba. Como se vio en su momento, la noción de una diplomacia organizada y codificada, fue asumida primero por las ciudades-Estado italianas y proyectada después a la totalidad de las cortes de la Europa renacentista. Un embajador cuyas inmunidades fueran desafiadas en el siglo xvii, normalmente era capaz de citar con gran detalle, instancias de algún otro embajador cuyas inmunidades habían sido disputadas en términos similares hacía mil años. Muchas de las tareas y responsabilidades de una embajada perduraron por siglos. Pero los embajadores del siglo xviii europeo se encontraron habitando un mundo diplomático profundamente diferente al que cualquiera que sus predecesores hubiera conocido. De ahí surge la paradoja: en un nivel nada había cambiado; en otro, todo estaba en movimiento. Una catástrofe, que podría parecer sin sentido; una guerra en las primeras décadas del siglo xvii dejó como herencia un acuerdo de paz que implicó un realineamiento radical del paisaje político europeo. La Guerra de los 30 años (1618-1648) siempre se ha considerado una curiosa mezcla de enfrentamientos militares y diplomacia. Cada verano las tropas se trenzaban en batalla, y cada invierno —considerando que el clima hacía imposible las hostilidades— los embajadores se escabullían alrededor del continente, algunas veces buscando nuevos aliados, y a veces haciendo esfuerzos poco entusiastas para terminar el conflicto. A

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medida que la guerra se aproximaba a su conclusión, este curioso patrón se mantuvo. Las negociaciones finales comenzaron cuatro años antes del término de las hostilidades. En dos lugares diferentes dentro de Westfalia —Osnabruck y Munster—, los contendientes gradualmente se aproximan a un acuerdo, aunque los progresos eran irritantemente lentos. Los franceses ni siquiera sometieron su borrador de demandas hasta junio de 1645; pero una vez que este estuvo sobre la mesa, junto a la contrapropuesta de los Habsburgo, pudieron empezar las discusiones en serio. Los resultados del Tratado de Westfalia, producido en buena parte por la nueva clase de embajadores profesionales, son complicados y confusos. Las resoluciones más importantes involucraban la libertad religiosa en Alemania; Suecia aseguraba compensaciones financieras y el control de varios territorios alemanes; Francia obtenía derechos sobre Alsacia; y crucialmente, el desmantelamiento de gran parte de la maquinaria de gobierno del Sacro y romano Imperio. Fue esa maquinaria la que había posibilitado que por generaciones los Habsburgo de Viena intervinieran en la política interna alemana. Por consiguiente, fueron derribados antiguos juramentos de alianzas, el derecho imperial a cobrar impuestos, a dispensar justicia, a imponer la ortodoxia religiosa y a guiar las relaciones exteriores de los Estados germánicos. Esa interferencia supranacional —y aquí estaba el nuevo elemento decisivo— se consideraba ahora obsoleta. Algo había nacido en Westfalia en 1648, una visión optimista, quizá demasiado complaciente, que preveía una paz universal en la cristiandad. Sus preliminares declaraban: Que haya, por la salvación de la república cristiana […] una paz cristiana y una verdadera y sincera amistad entre las partes contratantes… Olvidemos el pasado y que una perpetua amnistía se establezca para todo lo que ha pasado desde el principio de los problemas. Que Dios se digne conservar para siempre el trabajo de los plenipotenciarios en su totalidad, logrando de ese modo que la más remota posteridad se beneficie […]. Una perpetua y universal paz debe ser establecida, así como una verdadera y sincera amistad.

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Los derechos adquiridos entonces por Alemania se dan por sentados en las naciones modernas, pero los Estados germánicos nunca los poseyeron y nunca antes habían sido articulados con tanta fuerza. El Sacro Imperio romano, una entidad política que había estado en declinación por siglos, fue obligada a abandonar la ficción de ser la heredera de la autoridad de los Césares. La disolución oficial no llegaría hasta 1806, pero para todos los efectos prácticos sucumbió en 1648. De ahora en adelante, Europa sería concebida como una comunidad de potencias autónomas. Los derechos otorgados a Alemania fueron rápidamente asumidos por cada uno de los gobernantes continentales. Habría guerras, disputas fronterizas, alianzas y enemistades, pero iban a ser perseguidas por naciones-Estado soberanas, lo que ya en sí mismo era toda una revolución. Así, fueron propuestas nuevas teorías sobre la naturaleza de las relaciones exteriores, y para bien o para mal, la diplomacia cambiaba y se transformaba en una actividad cada vez más burocrática y profesional. Para Occidente, que vivió a la sombra del Tratado de Westfalia y la elegante teoría del derecho natural de Hugo Grocio, fue un cambio que normalmente se asumió como beneficioso para la humanidad. Atractivas nociones de soberanía, comunidad de naciones e inalienables derechos humanos, ciertamente prevalecieron en el mundo civilizado de la época, aunque la gran mayoría del estado llano difícilmente hubiera sabido discernir qué significaban tales nociones, ya que estos sagrados preceptos de la naturaleza permanecieron por mucho tiempo desconocidos a las naciones. Para los antiguos no existió la noción de ningún deber hacia naciones a las que no estuvieran unidas por tratados de amistad. A la larga esta voz de la naturaleza llegó a ser oída entre las naciones civilizadas, percibiéndose que todos los hombres eran hermanos. Lo que queda por saber ahora es cuándo se comportarán como tales. Otro filósofo y gran diplomático que aportó conceptos fundamentales a la moderna práctica diplomática fue Emmerich de Vattel (1714-1767), nativo de Neuchatel, Suiza. Publicó su primer trabajo filosófico a la edad de 27 años, e inicia su carrera política sirviendo como embajador del elector de Sajonia en Berna, y posteriormente en una serie de puestos ministeriales en Dresden. Su gran contribución fue el texto de teoría internacional Derecho de gentes o «Ley de las Naciones», publicada en 1758. En el corazón 208

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de esta obra, entre otros conceptos, Vattel sostiene que las diferencias de poder entre las naciones no debieran producir discrepancias, ya que una pequeña república no es menos soberana que un poderoso reino. Para que las naciones pudieran avanzar en la creación de una iluminada comunidad internacional, Vattel propone como eje indispensable el desempeño de los embajadores. Comienza diciendo: «Es necesario que las naciones traten y mantengan interacciones a fin de promover sus intereses —para evitar dañarse mutuamente— y para ajustar y terminar sus disputas». El envío de embajadas era un derecho compartido por todas las naciones (e incluso por algunos territorios no soberanos y ciudades) y estaban «comprometidos por recíprocas obligaciones a consentir en tales comunicaciones hasta donde lo permitieran la situación de sus asuntos». Naturalmente, los reyes y gobernantes solo raramente tenían oportunidad de reunirse en persona, ya que esas entrevistas por lo común «eran impracticables» y estaban expuestas a sufrir interminables retrasos, gastos y problemas. En consecuencia, el único expediente que permanece para naciones y soberanos es comunicarse y tratar entre ellos mediante la participación de procuradores o mandatarios —delegados ungidos de sus mandatos e investidos de sus poderes— por así decirlo, ministros públicos. [Tales hombres eran] instrumentos necesarios en la administración de aquellos asuntos que los soberanos tenían que transar entre ellos, y canales de aquella corresponsalía a la que tenían derecho.

La guerra, admitía Vattel, «introduce otros derechos», pero al menos en tiempos de paz, el soberano que tratara de dificultar el envío de embajadores, «estaba atacando a una nación en uno de sus más valiosos derechos, y disputando un título otorgado por la naturaleza misma a toda sociedad independiente: está insultando a las naciones en general, y rompiendo los vínculos que las unen». Esas obligaciones no significaban que los regentes estuvieran forzados a soportar «todo el tiempo la residencia de ministros perpetuos, deseosos de mantenerse en la Corte del soberano aunque no tuvieran asuntos que tratar». Hay muchas y buenas razones para evitar autorizar demasiadas 209

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embajadas residentes en los dominios propios. La historia refiere muchos casos de embajadores que propagaban el disenso y corrompían a ciudadanos. No obstante tales precauciones, los embajadores estaban en el corazón mismo del sistema diplomático. «El carácter representativo del embajador lo constituye en un ministro de primer rango. Lo sitúa por encima de todos los otros ministros que no estén investidos con el mismo carácter, y les inhibe a que entren en competencia». Como tal, el funcionamiento de todo el sistema político mundial depende que sus derechos sean celosamente resguardados. Ya hemos revisado el asunto de la inmunidad, pero en Vattel fue desmenuzado hasta el último detalle, una tendencia que continúa hasta el día de hoy. En realidad, mucha de las ortodoxias de las inmunidades diplomáticas actuales están contenidas en el exhaustivo estudio del asunto que realizó Vattel. Él comienza estableciendo lo siguiente: «El respeto que se debe a los soberanos debe reproducirse hacia sus representantes, y especialmente hacia sus embajadores como representantes en primer grado de su señor». Luego asevera: Cualquiera que ofenda o insulte a un ministro público comete un crimen que bien merece un severo castigo, ya que así podría involucrar a su país y soberano en muy serias dificultades y problemas. Es justo que sea castigado por su falta, y el tal Estado debe, a costa del delincuente, dar completa satisfacción al soberano que ha sido ofendido en la persona de su ministro.

Sin tales garantías, el «derecho de embajadas deviene en precario, y el éxito en muy incierto». La persona que ataca a un embajador con ello no solo insulta a un soberano en particular, sino «también la seguridad y bienestar común de las naciones: se transforma en culpable de un atroz crimen contra la humanidad en general». Todos los visitantes extranjeros son en alguna medida de responsabilidad del país anfitrión. Tienen que ser protegidos de la violencia por ejemplo; pero mientras el soberano es libre de perdonar a uno de sus ciudadanos que ataque a un turista común, tiene muchos menos privile210

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gios cuando es un embajador el involucrado. «El poder de perdonar, en tales casos, no descansa en el príncipe en cuyos dominios fue cometido el crimen, sino con el de aquel que ha sido ofendido en la persona de su representante». Por supuesto, había diferencias entre intencionalmente atacar a alguien que se sabe es un enviado acreditado, o equivocadamente causar una ofensa que «esté completamente desconectada de la Ley de las Naciones, y que caiga dentro de las transgresiones ordinarias». Un grupo de jóvenes en un pueblo suizo, sin saber quién era el que vivía ahí, había maltratado durante la noche la residencia del ministro británico. El magistrado mandó un mensaje al ministro para saber qué satisfacción requería. Prudentemente éste respondió que era asunto del magistrado alcanzar la seguridad pública con los medios que le parecieran mejor, ya que por su parte no requería nada, no sintiéndose agraviado por personas que no tenían ninguna intención en su contra, no sabiendo que se trataba de su residencia.

Oficialmente, un embajador no iniciaba sus labores hasta que hubiera presentado sus credenciales ante el soberano anfitrión. No obstante, sus inmunidades se consideraban que actuaban tan pronto se cruzaran las fronteras nacionales. Similarmente, el pasaporte que normalmente portaría era considerado como una protección en todos los países por los que viajara camino a su destinación. Aun en tiempos de guerra, ciertas inmunidades permanecían válidas. Ciertamente, los embajadores eran más vitales cuando estallaban los conflictos: La necesaria e indispensable labor de preservar algunos recursos por medio de los cuales las partes beligerantes pudieran llegar a entendimientos mutuos y al restablecimiento de la paz, eran muy buenas razones para que la persona de los ministros, como instrumentos en las conferencias preliminares y en la reconciliación final, fueran aún más sagrados e inviolables.

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Crucialmente, tales inmunidades no se podían considerar solamente como asuntos propios de convenciones o conveniencias. Eran sagradas, porque eran demandados por la ley natural. La inmunidad era una de aquellas cosas «sin las cuales sería imposible para las naciones cultivar la sociedad que la naturaleza había establecido entre ellas, para preservar la correspondencia mutua, para tratar sus asuntos, o para ajustar sus diferencias». Los embajadores eran normalmente encargados de misiones desagradables: decir o hacer cosas que pudieran ser consideradas ofensivas. Claramente, si vivieran con temor a persecuciones, estarían menos deseosos y capacitados para cumplir con sus deberes. «En una palabra, si un embajador pudiera ser acusado por ofensas ordinarias, criminalmente perseguido, detenido, castigado —si pudiera ser demandado civilmente—, las normales consecuencias serían que no poseería el poder, la conveniencia, ni la tranquilidad mental que requieren los asuntos de su señor». Por supuesto, «esta libertad del ministro extranjero no podía convertirse en libertinaje. No lo excusaba de regirse por las leyes y costumbres del país en todas sus acciones externas —siempre es independiente; pero no tiene derecho a hacer todo lo que le plazca». Si una ley local prohíbe investigar una fortificación, o el paso sobre un puente determinado, entonces el embajador debe escrupulosamente evitar tanto el fuerte como el puente. Cuando un embajador deja de mostrar el debido respeto a un príncipe, en tales casos, el soberano está habilitado para pedir a su mandante que lo llame de regreso, quizás pidiéndole al mismo tiempo al afectado que se abstenga de concurrir a la Corte hasta que se tome una decisión. En casos de manifiesta descortesía, un embajador puede ser físicamente desalojado del país. Si un embajador es sospechoso de cualquiera actividad non santa, el derecho del príncipe a ser señor de sus dominios anula su obligación a mantener buenas relaciones con otras naciones. Aunque los soberanos generalmente están obligados a atender los acercamientos de potencias extranjeras y admitir a sus ministros, esta obligación termina completamente hacia un ministro que, siendo deficiente en los 212

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deberes asignados en su destino, se hace peligroso o sospechoso ante un soberano ante el cual sólo debiera venir en carácter de ministro de paz. ¿Puede un príncipe estar obligado a sufrir la mantención en sus dominios y la presencia en su Corte de un enemigo secreto que está promoviendo disturbios en el Estado y complotando su ruina?

Tal posibilidad era: directamente repugnante a todas las reglas de la virtud y probidad, y una flagrante violación a la ley de la naturaleza… El corruptor es sin duda culpable de un crimen por la miseria de quien seduce; y hacia el soberano cuyos secretos son traicioneramente explorados, no es sólo una ofensa cometida en su contra, es abusar de la acogida amistosa concedida en su Corte, y es sacar ventajas con el propósito de corromper la fidelidad de sus súbditos.

En tales circunstancias, el príncipe tiene todo el derecho de expulsar al embajador «y demandar justicia de su señor». ¿Pero era esa realmente la única sanción posible en manos del gobernante? ¿Podía un embajador ser sorprendido con impunidad conspirando contra el Estado donde residía, complotando buscando su ruina, levantando los súbditos a la revuelta, y descaradamente fomentando las más peligrosas conspiraciones bajo la seguridad de ser apoyado por su señor? ¿Si se comporta como enemigo no debiera estarse autorizado a tratarlo como tal? Si físicamente tomaba las armas contra el gobernante, entonces, sostenía Vattel, la ley de defensa propia sí autorizaba al soberano a responder en consecuencia. «La cuestión», especulaba Vattel, «es más difícil con respecto a un embajador que, sin recurrir a actos manifiestos, aborda complots de tendencia peligrosa». Ante tales hechos, el embajador mismo estaba efectivamente quebrantando la Ley de las Naciones, y justamente el príncipe —tal como el embajador— tenía que recibir la protección que la ley suministraba. ¿Qué hay del derecho del gobernante a no ser complotado? Vattel concedía el punto, pero le preocupaba que tal lógica pudiera llevar a un estallido de incidentes diplomáticos que socavaran todo el sistema de embajadas: 213

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Si en tales casos se le autoriza al príncipe ofendido el derecho a castigar al ministro extranjero, asuntos de competencia y ruptura entre soberanos se verían muy frecuentemente; y es de temer que el carácter de los embajadores cese de tener la protección e inviolabilidad que le son tan esenciales.

En tales instancias también era dificilísimo estar cierto de los hechos. «¿Cómo, en tales casos se puede estar seguro de los precisos límites de los diferentes grados de trasgresiones?» ¿Era la ofensa premeditada? ¿Era el embajador realmente culpable, o eran sus enemigos los que conspiraban en su contra? Ponderadamente, Vattel sugería que en el interés superior de la comunidad internacional, era prudente para un gobernante privarse del derecho a juzgar a un embajador descarriado. En casos más evidentes de hostilidades abiertas, por supuesto, el embajador se habría puesto a sí mismo como enemigo público, y en aquella instancia podía ser invocado el derecho de defensa propia del gobernante. Ciertamente, en gran medida los embajadores no se enredaban en tan indignos comportamientos. Continuaban protegidos tanto por la ley natural y los innumerables códigos de legislación humanitaria por todo el globo. Vattel notaba que los aztecas (cuyas ideas fascinaban a los europeos desde el siglo xvi), los chinos y los indios, todos habían apreciado las inmunidades de embajadores y enviados. Incluso el Corán «impone a los musulmanes el respeto a los ministros públicos; y si los turcos no han observado uniformemente este precepto, su violación es más bien imputable a la ferocidad de príncipes particulares que a las naciones en su conjunto». ¿Cuáles eran las inmunidades precisas que tenían los embajadores en el esquema de Vattel? Al momento de escribir, los ministros tenían derecho a practicar a través de Europa sus distintas religiones en las capillas de sus embajadas. Vattel aplaudía esto como un «privilegio fundado en la razón», pero argüía que tal dispensa no era estrictamente necesaria para que un embajador llevara adelante sus obligaciones. Por lo tanto, estaba protegido por las leyes locales más que por la ley de las naciones. Si algún soberano «por cualquier razón deniega (a un embajador) el permiso para practicar su religión de cualquier manera que pueda ser considerada objeto 214

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de notoriedad pública, la conducta de tal soberano no debiera presumirse condenable». Será lamentable, pero en último término, se consideraría como asuntos del soberano. En lo que respecta a la común práctica de exceptuar a los diplomáticos del pago de derechos de aduana, de nuevo esta es simplemente una convención, y no tiene nada que ver con la habilidad de un embajador para desarrollar su sagrada misión, facilitando la comunicación entre las naciones. «Si al soberano le satisface eximirlos, es una instancia de civilidad que el ministro no puede reclamar como derecho, no obstante su equipaje, o cualquier arcón o paquete que importe del extranjero, no debe ser revisado por la aduana». Sin embargo, la famosa inmunidad de la valija diplomática continuará siendo una constante fuente de irritación para los gobiernos. En 1865, Elgin la usó para exportar a Londres desde Chipre 35.000 piezas arqueológicas sin inconvenientes; y en un tono más frívolo, un afamado diplomático francés en 1823 se solazaba en Suiza sirviendo una cena en que destacaban pâté de périgueux y perdices rojas, también contrabandeadas por la valija diplomática. Con algo de razón entonces, se producían disputas entre el cuerpo diplomático y los funcionarios reales, que veían estos privilegios como un subterfugio para el fraude tributario. La lógica de Vattel comienza a aclararse: para preservar inmunidades y privilegios importantes, no se debe insistir en aquellos de carácter trivial o menos relevante. Este es un mensaje que los embajadores, hasta nuestros días, han sido renuentes a considerar. ¿Era realmente apropiado para una nación abolir «aquello que la costumbre general ha establecido con relación a los ministros extranjeros?». Tales convenciones eran ciertamente importantes y debían ser honradas por aquellos que se habían comprometido a regirse por las mismas. No obstante, si con el transcurso del tiempo, cualquier nación percibía que tales costumbres le estaban creando inconvenientes, estaba en libertad de declarar que había decidido no seguir aplicándolas; y una vez que hubiera hecho esta declaración explícita, de ahí en adelante no subsistía causa de reclamo en su contra por negarse a observar la costumbre en cuestión.

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Por supuesto, el resto de la comunidad de naciones debe ser advertida de este cambio de política, y cualquier diplomático que permanecía desde antes en el país, debía continuar disfrutando de los privilegios que se le reconocieron al momento de su llegada. En último término, en materias no fundamentales, todo Estado independiente tiene total libertad para ajustar sus posiciones. Sin embargo, algunas inmunidades eran sagradas, ya que eran cruciales para el éxito de una embajada. Los embajadores siempre debían estar exentos de la jurisdicción civil de un país y nunca podrían ser forzados a los tribunales civiles —después de todo, no eran ciudadanos locales. Dicho esto, era legítimo para un embajador presentarse voluntariamente ante las cortes. Si «elige renunciar a parte de su inmunidad, y someterse a la jurisdicción en asuntos civiles del país, indudablemente está en libertad de hacerlo, siempre que cuente con el consentimiento de su señor». Por supuesto, se consideraba que tales gestos eran apropiados para establecer la benevolencia entre las naciones. ¿Pero las inmunidades personales de un embajador se extendían hacia sus propiedades? Vattel sostiene: Todo aquello […] que directamente pertenezca a la persona en su carácter de ministro público —todo aquello que esté previsto para su uso, o que sirva para su propio sustento y el de su entorno—, cualquier cosa por el estilo, digo, que forme parte de las dependencias del ministro, está absolutamente exenta de toda jurisdicción en el país. Aquellas cosas, junto a las personas que las poseen, deben considerarse como si estuvieran fuera del país.

Aquí aparece nuevamente la complicada noción de extraterritorialidad. Estas dispensas no se extendían a los efectos personales que no estuvieran directamente relacionados con las actividades de la embajada. Si un embajador se relacionaba con emprendimientos privados, entonces, cualquier utilidad, deuda, o acciones legales subsecuentes, caían bajo el ámbito del gobierno receptor. Del mismo modo, si el embajador compraba

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propiedad privada, también recaía bajo la jurisdicción local como cualquier otra propiedad en el país. Diferentes reglas se aplican a los edificios en que el embajador conduce sus actividades oficiales: La independencia de un embajador sería muy imperfecta, y su seguridad muy precaria, si la residencia en que vive fuera accesible a los ordinarios funcionarios de justicia y no disfrutara de perfecta inmunidad. El embajador podría ser molestado con miles de pretextos; sus secretos podrían ser descubiertos investigando sus papeles, y su persona expuesta a insultos. Entonces, las mismas razones que establecían su independencia e inviolabilidad, igual concurrían para asegurar la independencia de su residencia. En todas las naciones civilizadas, este derecho es reconocido como inherente al carácter de embajador, y su residencia, al menos en todos los aspectos normales de la vida, al igual que su persona, debe considerarse como si estuviera fuera del país.

Vattel mencionaba un incidente ocurrido poco antes en el cual estos privilegios habían sido violados. El 3 de abril de 1752, 30 soldados entraron a la residencia del ministro de Suecia en San Petersburgo, «y arrestaron a dos de sus domésticos llevándolos a prisión, bajo el pretexto de que ambos habían vendido licor clandestinamente, un privilegio privativo de la granja imperial». Un enfurecido tribunal ruso había ordenado el inmediato arresto de los funcionarios responsables de este ultraje, mandando sentidas disculpas al ministro sueco y prometiendo a la totalidad de la comunidad diplomática que no volverían a repetirse tales incidentes. No se trata que los elementos irresponsables de una sociedad concibieran la residencia de una embajada como una opción de refugio. La inmunidad de los edificios solo se extendía al embajador y a su entorno familiar y de servicio inmediato. Un embajador no tenía derecho a ofrecer santuario a criminales o enemigos del Estado. Por supuesto, un gobernante inteligente mostraría discreción: faltas menores, tales como el albergue de personas de mala fama, aunque no estrictamente criminales, podrían ser disculpadas.

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Los carruajes de un embajador estaban incluidos asimismo en sus inmunidades personales, y no podían ser objeto de detención o registro. Dicho lo anterior, como en el caso de su residencia, esto no autorizaba al embajador para usar sus carruajes con propósitos deshonrosos: «Sería absurdo que un ministro extranjero tuviera el poder de transportar en su carruaje a un criminal de trascendencia —un hombre, en cuya captura el Estado estuviera altamente interesado». Vattel informaba que precisamente eso era lo que el embajador francés en Roma había tratado de conseguir. Había dado refugio en su residencia a rebeldes napolitanos y luego intentado transportar a algunos fuera de la ciudad. Con absoluta justificación, la guardia papal había detenido el carruaje en las puertas de la ciudad y apresado a los rebeldes. A diferencia de los rebeldes napolitanos, los miembros de una comitiva diplomática sí comparten las inmunidades de un embajador. Su esposa, sus secretarios y sus correos no podían ser perseguidos, o arrestados, sin el expreso consentimiento del embajador. No obstante, un embajador debía recordar que en todo caso sería altamente inapropiado que pudieran disfrutar de independencia absoluta, y estar en libertad para dedicarse a todo tipo de desórdenes licenciosos, sin control o escrúpulo. El embajador necesariamente debía tener el grado de autoridad para mantenerlos en orden, y algunos autores llegaban incluso a incluir el poder de vida o muerte sobre los mismos.

A continuación se recoge como Vattel concluye su revisión de las inmunidades diplomáticas, y con ello su amplísimo tratado sobre las relaciones internacionales: No me halago a mí mismo con la idea de haber alcanzado un perfecto, total y completo tratado sobre la ley de las naciones; ni siquiera ese era mi designio realmente; ya que habría sido una confianza desmesurada en mis propias habilidades hacer tal intento en un tema tan extenso y cuantioso. Debo pensar que he hecho mucho, si mis principios son probados como sólidos, luminosos y suficientes, posibilitando que personas 218

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inteligentes den soluciones apropiadas en cualquier cuestión de detalle que surja en casos particulares; y estaré satisfecho si el resultado de mis desvelos prueba ser de utilidad a aquellos hombres de poder que aman a la humanidad y respetan la justicia.

Sus conclusiones no dejaron de ser controversiales, y el mundo que soñó no tuvo la menor posibilidad de hacerse realidad. Razones de Estado, más que idealismos, continuaron dictando la naturaleza de las políticas europeas. Uno imagina que a pesar de las optimistas organizaciones supranacionales, así será siempre, y así probablemente debiera ser. Pero la contribución de Vattel a la teoría diplomática es aún uno de los hitos de la historia intelectual del siglo xviii. Algunas de sus obsesiones —la extraterritorialidad, por ejemplo— fueron abandonadas, pero muchas perduraron. Quizá su más grande logro fue la forma en que conceptualizó las relaciones entre las potencias. El Estado debía ser concebido como un individuo autónomo: «Delibera y toma resoluciones en común; consecuentemente llega a ser una persona moral, que posee entendimiento y un designio propio, siendo susceptible de derechos y obligaciones». Nos toca vivir en una era en que las naciones son alabadas o denostadas por sus triunfos éticos y sus defectos, estamos bien advertidos que el Estado como actor moral fue un concepto que perduró. Todo lo que resta por ver es cuánta de esta teoría pueda ser puesta en práctica. El mundo diplomático de la Europa del siglo xviii era tan extenso como reglamentado. La lección de diplomacia que Luis xiv dejó a sus herederos fue seguramente aprendida con sus experiencias con cortesanos en Versalles, así como con aquellos en el extranjero: El arte de gobernar con éxito no es necesariamente difícil o desagradable. Consiste simplemente en mantener un ojo en todo el mundo, estando al corriente de las noticias de todas las provincias y naciones, los secretos de todas las Cortes, las disposiciones y debilidades de todas las potencias extranjeras y de todos sus ministros; conocer los verdaderos pensamientos de todos los príncipes de Europa, y conocer todo aquello que la gente trata de ocultarnos, manteniendo una estrecha vigilancia sobre ellos. 219

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Los departamentos especializados en las relaciones exteriores comenzaron a surgir —la Oficina de Exteriores en Londres fue establecida en 1782; el Colegio de Relaciones Exteriores en San Petersburgo fue fundado en 1719— y el número de embajadores residentes se disparó. Inglaterra tenía 9 ministros en el extranjero en 1648, y 30 a mediados del siglo siguiente. Rusia no tenía ninguno en 1695, pero llegó a tener 21 solo 30 años más tarde. La preferencia por los enviados extraordinarios era generalizada en la Europa del siglo xviii, ya que eran más baratos, y los enviados eran también menos preocupados del ceremonial, pero disfrutaban de un acceso privilegiado a las Cortes denegadas a ministros «sin carácter». Mucho más tarde bajo Napoleón III, en 1853, aún había solo seis embajadas francesas en el extranjero: Londres, Viena, Madrid, Roma, San Petersburgo y Constantinopla. Para reclutar embajadores para las mismas, ministros para otros destinos, y muchos secretarios, el emperador utilizaba tres grupos. Estaban aquellos denominados por los diplomáticos veteranos como «intrusos», que normalmente eran amigos personales de Napoleón de los días del exilio. Pudiera que no tuvieran experiencia en diplomacia, pero disfrutaban de la completa confianza imperial. Un segundo grupo, y por lejos el más grande, era de origen noble «o considerados como tales»; y luego venía un pequeño tercer grupo de origen exclusivamente burgués. De los 70 diplomáticos que sirvieron como jefes de misión bajo el Segundo Imperio, el 12 por ciento fueron «intrusos»; más del 65 por ciento, de origen noble; y menos del 25 por ciento encontraban sus raíces en la clase media. El pedigree era aún el alfa y omega de la aceptación social, como se demuestra cuando el embajador austríaco en París alegaba por el nombramiento que hacía Francia de un inferior social como embajador en Viena. El embajador austríaco escribía: «El rey puede crear condes, marqueses y duques, pero no caballeros; y precisamente M. de Rayneval no lo es… parece un campesino». Ya desde antes comienza a hacerse patente la necesidad de una formación más sistemática. Importantes resultados y una práctica más amplia habían permitido que los principios rectores de la profesión fueran probados mejor, y un intento por enseñar a los diplomáticos estos prin220

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cipios en una escuela formal fue ensayado en el siglo xviii. Aparecieron manuales en que las recomendaciones del pasado fueron filtradas, las exageraciones fueron podadas y se perfilaron nuevas imágenes de cómo debiera ser el embajador moderno. Los mejores de estos retratos están tan bien concebidos, que aún hoy vale la pena prestarles atención, y seguramente seguirán manteniendo validez en el futuro, como se aprecia en el capítulo que se dedica al asunto. El rasgo más característico de los mismos es el incremento de la austeridad. La frivolidad, la brillantez, las pinturas y polvos pudieron ser la moda en cortes como la de Luis xv, pero ahora a los embajadores se les decía que con mayor rigor que en el pasado debían centrar sus inquietudes en su profesión, y seguirla con una devoción casi religiosa. Ya visible en Rousseau de Chamoy, en 1697, esta tendencia es notable en el destacable Proyecto de Estudios, diseñado en 1711 por el historiador y diplomático Abad Legrand, a pedido del marqués de Torcy, el entonces secretario de Estado, ex embajador, sobrino del gran Jean Baptiste Colbert e hijo de Charles Colbert de Croissy, para la creación de una especie de seminario donde los jóvenes diplomáticos pudieran aprender la profesión. Animado por sentimientos de veneración y ternura por la carrera a la que pertenecía, y a la que su padre y suegro habían pertenecido antes que él, Torcy explica en su Diario como se le había ocurrido la idea de una institución nunca antes intentada: «Hubo un consejo esta mañana, con poco que hacer. El clima ha retrasado la llegada de todos los correos… Leí una carta que me dirige el Cardenal Gualtieri. Me recomienda, en el último párrafo, un hombre que sirvió por tiempo como secretario de Sieur du Pré, el enviado del rey en Florencia». Ese secretario era tan pobre que no pudo regresar a Francia; el rey le asignó un donativo de 500 francos. Aproveché la oportunidad para comentar al rey que esta pobreza, y las condiciones inciertas de aquellos que sirven como secretarios en el extranjero, producen grandes inconvenientes al servicio, ya que estos hombres que estaban en el secreto de las negociaciones cuando estaban empleados —obligados a buscar medios de subsistencia a su regreso—, frecuentemente podían abusar de la confianza que sus señores les hubieran dispensado. Por ejemplo, yo mismo había visto a un secretario que 221

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había estado con el ex Marshal de Marsin en España, siendo al término de su embajada, secretario en los mismos términos con el embajador de Saboya; sería importante evitar estas problemáticas situaciones; que hubiera una cierta cantidad de secretarios que recibieran salario del rey y que fueran asignados a los embajadores o enviados cuando Su Majestad los mandara a países extranjeros.

A Torcy le habría gustado que una carrera regular para secretarios de embajada se hubiera establecido, con salarios fijos, como existen ahora en todos los países. Y continúa señalando: El inconveniente con secretarios reclutados de cualquier manera que sus jefes abandonan al término de sus funciones, fue considerado grave por el Consejo, pero nadie consideró apropiado aplicar un remedio como la creación de funciones regulares. El rey decidió que seis hombres aptos para servir en países extranjeros fueran seleccionados, y que cuando estuvieran desempleados recibieran de Su Majestad una asignación de mil libras, que se interrumpiría cuando estuvieran en una misión, ya que entonces estarían asalariados por el enviado o embajador que los llevara.

Esto, pensaba Torcy, era un principio que podría ser mejorado con el paso del tiempo. Pero inteligentemente consideraba que, ya que ser secretario de embajada iba a transformarse en una profesión, esa profesión tenía que ser aprendida: de ahí el Proyet d’Estude, que aún se conserva entre los manuscritos de la Biblioteca Nacional, en París, escrito a mano por su leal abad Legrand. Pocos meses antes había asegurado del rey la autorización para coleccionar los documentos diplomáticos de Francia, muchos de los cuales se encontraban dispersos, siendo la costumbre que los embajadores en retiro conservaran aquellos que correspondían a sus misiones, dejándolos como herencia a sus familias. A Torcy le habría gustado disponer de un edificio especial para salvaguardar la inmensa colección, pero el rey, como carecía de fondos en esos sus últimos años de su larga regencia, solo lo autorizó a utilizar algunos espacios disponibles en los altos del antiguo Louvre. Ahí envió el ministro todos los papeles pertene-

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cientes a su Departamento «hasta hace doce años», es decir, hasta la paz EF3ZTXJDL FO EFKBOEPFMSFTUPFO7FSTBMMFTQBSBFMUSBCBKPEJBSJP Pero no era suficiente, como se expresaba al inicio del Proyecto: Haber fortificado bien un lugar, haberlo aprovisionado con todo tipo de alimentos y municiones de guerra, si es que nadie es destinado a defenderlo. De la misma manera, no es suficiente haber reunido un gran número de memorias, informes y documentos, ubicándolos en un lugar donde no puedan ser extraviados; tiene que haber personas entrenadas para usarlos apropiadamente… Ninguna rama del gobierno ha sido hasta ahora tan abandonada, y hasta se podría decir que la desidia se ha incrementado haciendo que retrocedamos hasta la barbarie de los días iniciales de nuestra monarquía. Los tiempos han cambiado; el mundo cada día es más sutil y más atento a sus intereses. Haríamos un grave error si continuamos siendo tan descuidados como en el pasado.

En consecuencia, una escuela para jóvenes diplomáticos debía ser establecida, exclusivamente para unos pocos, ya que hay escasez de recursos, con el proyecto ampliándose cuando vengan mejores tiempos. Se consideraban seis estudiantes y otros seis supernumerarios. Eran llamados messieurs du cabinet, ya que trabajaban en los gabinetes del Louvre donde habían sido depositados los archivos. ¿Cómo se debieran seleccionar los integrantes? Aquí aparece muy claramente en el Proyecto la ya mencionada tendencia a la austeridad. «Mucho me temo que, enumerando las calificaciones que serían deseables en estos jóvenes, estaríamos describiendo un hombre imposible de encontrar», decía el consejero del ministro. Continúa, sin embargo, exponiendo sus ideas y demostrando cuán grandes eran ante sus ojos las características requeridas, que excedían en condiciones aún a los más brillantes. Aquellos aprendices de diplomáticos debían pertenecer a familias honorables y adineradas, pues la falta de una remuneración adecuada hacía de esto último una necesidad. «Tienen que haber hecho serios estudios, de buena moral, dotados de una mente bien dispuesta y flexible, pero al mismo tiempo firme y penetrante; con un corazón recto, lleno de elevados y nobles sentimientos».

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Tienen que ser vigilados y guiados por una «especie de jefe que les sea designado», ya que siendo jóvenes, pueden comenzar bien y luego decaer; el jefe no tiene que ser «pedagogo», sino un amigable consejero y líder. Desde un principio deben ser enseñados a evitar el irritante defecto de criticar todas las diferencias de los otros países con el nuestro. Tienen que comprender cabalmente que no hay nada más importante para el bien del servicio y para su propio beneficio, que labrarse una bien establecida reputación de hombres seguros y confiables, para que aquellos con que traten sientan que no serán traicionados y que cualquier secreto que les revelen será mantenido.

Lo que hayan aprendido en la universidad será suplementado con estudios especiales considerando sus profesiones: Grotius, Puffendorff, derecho internacional, muy descuidado en Francia; la historia diplomática del país, especialmente desde el reino de Luis xii (que comienza en 1498), cuando se adoptó el uso de embajadores permanentes. Por supuesto, los futuros secretarios deben aprender idiomas extranjeros, es decir, conforme al Proyecto: latín, italiano, castellano y alemán. (No se habla aún de inglés). Todo esto sin embargo será inútil si no tienen aptitudes para «hablar y escribir bien», un conocimiento de todo lo que sea necesario para la profesión, será nada y su servicio deberá ser descartado «si no tienen discreción: si no son de buena moral, y si sus fallas mentales los hacen inadecuados para la vida social». Resumiendo, aunque es la base de todo su sistema, Legrand insiste en la preeminencia más bien de las sólidas cualidades por sobre las condiciones deslumbrantes: Confieso que en lo que concierne a vivacidad, preferiré que estos jóvenes tengan más bien menos que más, siempre que sean industriosos, y no halcones de biblioteca que, abrumados con el griego, latín e historia, no puedan transformar sus conocimientos en quehacer. Por otro lado, aquellos muy espabilados se vuelven frecuentemente hacia la izquierda, e hilan muy delgado siempre tratando de demostrar que son más inteligentes que otros, y nunca logran nada. 224

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Asimismo, agregaba, que si los jóvenes eran serios, considerados y honestos trabajadores, con seguridad triunfarían. El cambio de reinado y de ministro, y la muerte del director de Saint Prez, produjo el cierre luego de ocho años de existencia de la Academia de Política. Pero muchos de los principios en que fue fundada sobrevivieron y la formación de secretarios fue, en diferentes períodos, reasumida con los mismos propósitos. Pero entre tanto, subsistían los nombramientos por conexiones familiares o sociales. El 4 de septiembre de 1743, a sus 31 años, Jean-Jacques Rousseau, el escritor y filósofo suizo-francés que con el paso de los años sería famoso, inicia sus funciones como secretario del embajador de Francia en Venecia, Pierre-François-Auguste, conde de Montaigu, a quien al poco andar descubre como un loco extravagante, cruel e inicuo. El conde contrata a rousseau por un sueldo de 1.000 francos —que nunca llegaría a cobrar del todo— y 20 luises para gastos de viaje; pudiendo disponer además del derecho del secretariado que se llamaba «la cancillería». Había guerra y por ello no dejaba de haber abundante expedición de pasaportes. Cada uno de estos pasaportes pagaba un cequí veneciano (unos 13 francos) al secretario que los expedía y refrendaba, tanto de franceses como de extranjeros; pero por diferencias con el embajador sobre la repartición de tales ingresos, se vio obligado a pagar de su propio dinero tinta, papel, lacre, velas, cintas e incluso el nuevo sello que mandó a confeccionar. Otra forma en que medraban los secretarios era el derecho de lista, es decir, los derechos y privilegios generados por la «extraterritorialidad» de las instalaciones de la embajada, incluyendo el asilo, que se prestaba para numerosos incidentes; pero Rousseau sostiene: «Nunca toleré que allí se refugiasen los bandidos, pese a que hubiera podido proporcionarme algunos gajes de los que su excelencia no habría despreciado una parte». Llega a Venecia encontrando montones de despachos, tanto de la Corte como de otros embajadores, cuyas porciones cifradas el conde no había podido leer aunque tenía todas las claves necesarias para ello. Como nunca había trabajado en ningún despacho ni en su vida había visto una clave de ministro, al principio tuvo miedo de verse en apuros, pero resultó que no había nada más sencillo: 225

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En menos de ocho días lo descifré todo, aunque a buen seguro no valía la pena; porque, además de que la embajada de Venecia siempre estaba bastante ociosa, no era a un hombre como aquel a quien se hubiera deseado confiar la menor negociación. Hasta mi llegada, había pasado verdaderos apuros porque no sabía ni dictar ni escribir en forma legible.

Según Rousseau, lo más razonable que hizo Montaigu fue trabar amistad con el marqués de Mari, el embajador de España: Hombre hábil y sutil, que lo hubiera manejado a su antojo de haberlo querido, pero que, dada la unión de intereses de ambas coronas, solía aconsejarle bastante bien; pero el otro echaba a perder sus consejos poniendo algo de su cosecha en la ejecución. Lo único que tenían que hacer juntos era comprometer a los venecianos a mantener neutralidad. Éstos no dejaban de hacer protestas de fidelidad en su observancia mientras públicamente suministraban municiones a las tropas austríacas e incluso reclutas so pretexto de deserción. El embajador a pesar de mis sospechas no dejaba de hacerme asegurar en todos sus despachos que Venecia no infringiría nunca la neutralidad.

En diferentes pasajes de sus Confesiones, Jean-Jacques Rosseau sostiene: La obstinación y la estupidez de aquel pobre hombre me obligaban a escribir y hacer en todo momento extravagancias cuyo agente forzoso era yo, puesto que él lo quería, pero que a veces me volvían insoportable e incluso casi impracticable mi oficio. Quería absolutamente, por ejemplo, que la mayor parte de su despacho al rey y de su correspondencia al ministro estuviese en clave, aunque ni uno ni otro contuviese absolutamente nada que exigiese semejante precaución. Le hice ver que entre el viernes que llegaban los despachos de la Corte y el sábado que salían los nuestros, no había tiempo suficiente para dedicarse a tanta clave, además de la mucha correspondencia que yo tenía que preparar para el mismo correo. Para resolverlo dio con un expediente admirable, que consistió en responder desde el jueves los despachos que 226

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debían llegar al día siguiente. Esta idea le pareció tal hallazgo, por más que le hablé de su imposibilidad y de lo absurdo de su ejecución, pero fue menester pasar por ello… También tenía otra rareza muy divertida, que daba a su correspondencia un tono ridículo difícil de imaginar. Consistía en volver a enviar cada noticia a su fuente en lugar de hacerle seguir su curso. Anunciaba al Secretario de Asuntos Extranjeros las noticias de la Corte, al Secretario de Estado de Marina las de París, al embajador en Estocolmo las de Suecia, al embajador en Rusia las de Petersburgo, y a veces a cada uno las que procedían de ellos mismos y que yo vestía con términos algo diferentes. Como de cuanto yo le ponía a la firma sólo echaba un vistazo a los despachos de la Corte, y firmaba los de las demás embajadas sin leerlos, poco a poco me volvía dueño de redactar a mi modo estos últimos y por lo menos hacía correr las noticias. Veinte veces por respeto a su gloria tuve la tentación de poner en clave algo distinto a lo que él había dicho; pero comprendiendo que nada podía autorizar semejante infidelidad, le dejé delirar por su cuenta y riesgo, satisfecho de hablarle con franqueza y cumpliendo por mi parte mi deber con él. Es lo que siempre hice con una rectitud, un celo y un valor que merecía de su parte una recompensa distinta a la que terminé recibiendo […], haciendo con el más total desinterés cuanto bien podía hacer […] en consideración con el puesto que ocupaba, donde las menores faltas no dejan de acarrear consecuencias, centraba toda mi atención en no cometerlas contra mi servicio; hasta el final obré con el mayor orden y la mayor exactitud en cuanto afectaba a mi deber esencial. Salvo algunos errores que una precipitación forzada me obligó a cometer al escribir en clave […]. El talento que creí sentir en mí para desempeñar mi puesto me hizo desempeñarlo con gusto… Trabajaba todos los días una buena parte de la mañana, y los días de correo a veces hasta la medianoche. Dedicaba el resto del tiempo al estudio del oficio en el que me iniciaba, y en el que confiaba, gracias al éxito de mis comienzos, encontrar más tarde un empleo más ventajoso. Tanto le costaba molestarse que el sábado mismo, día de casi todos los correos, no podía esperar para marcharse a que el trabajo estuviera 227

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terminado, y, acosándome sin cesar para enviar los despachos del rey y los ministros, los firmaba deprisa y luego corría no sé dónde, dejando la mayoría de las demás cartas sin firma, cosa que me forzaba, cuando sólo se trataba de noticias, a convertirlas en boletines; pero cuando se trataba de asuntos referidos al servicio del rey, era menester que alguien firmase, y firmaba yo. Como su excelencia no cenaba en casa, por las noches los gentilhombres (nobles de compañía) y yo teníamos una mesa particular donde también comía el abate y los pajes. En la taberna más asquerosa sirven con más limpieza y decencia y en manteles menos sucios, y se come mejor. Nos daban una sola velita completamente negra, unos platos de estaño y tenedores de hierro. Obligado a gastar mucho para mantenerme a la par de mis colegas y de forma conveniente en mi puesto, no podía ahorrar un céntimo de mis honorarios, y cuando le pedía dinero me hablaba de su estima y de su confianza, como si éstas debieran llenarme el bolsillo y proveer a todo. La mirada íntegra de un hombre honesto es siempre inquietante para los bribones… Con paciencia soporté sus desdenes, su brutalidad y sus malos tratos, mientras viendo en ellos mal carácter no creí ver odio; pero cuando vi el decidido designio de privarme del honor que merecía por mis buenos servicios, resolví renunciar a él […] tomé mi decisión y le pedí mi libertad, dándole tiempo para que encontrara un secretario […]. Después de torrentes de injurias abominables, y sin saber ya qué decir, me acusó de haber vendido sus claves. Me eché a reír y le pregunté en tono burlón si creía que había en toda Venecia un hombre lo bastante necio para dar un escudo por ellas. Esa respuesta le hizo echar espumarajos de ira. Hizo ademán de llamar a sus criados para que me tirasen por la ventana, según dijo […], sin subir a mi habitación, bajé la escalera en el acto y salí de inmediato del palacio para no volver a pisarlo (22 de agosto de 1744).

Claramente, la traumática experiencia de Jean-Jacques Rousseau con este excéntrico embajador demuestra que no obstante todos los esfuerzos, algunos aspectos de la diplomacia se mantenían un tanto caóticos. El edificio permanente de embajada aún no había sido inventado, lo que forzaba a los embajadores a perder mucho tiempo en tareas domésticas. 228

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En 1762, el cuarto duque de Bedford asumía su nombramiento en París. El embajador, de 52 años, «gordo, redondo y alegre», según se cuenta, utilizó buena parte de sus semanas iniciales en la capital francesa consiguiendo muebles. Después de comprar un escritorio de palo de rosa por 136 libras, espejos de baño, veladores y una cómoda de nogal, se puso a buscar dónde ponerlos. Al final se instaló en una casa en la calle St. Dominique, aunque estaba en condiciones un tanto ruinosas, y Bedford por consiguiente tuvo que conseguir maestros y decoradores, así como accesorios para su nueva residencia, baños, camas y estantes para libros. Cuando William Trumbull viajó a la Corte francesa durante el reinado de Jaime II, no podía contar con encontrar instalaciones preparadas para recibirlo. Entonces su entorno doméstico de cuarenta sirvientes acarreó hasta París, tal como cuenta y enumera a continuación: Un carruaje, una carroza, y veinte caballos… dos cofres llenos de platería, nueve cajas repletas de jarras de cobre y estaño, cincuenta cajas llenas de cuadros, espejos, camas, tapices, ropa de cama, uniformes de librea, y utensilios de cocina […], siete u ocho docenas de sillas y sitiales, veinte cajas conteniendo té, café, chocolates, vinos, cervezas, y otras provisiones; cuatro armarios grandes y tres chicos; seis arcas y seis cajas con las ropas de Sir William y Lady Trumbull; cuarenta cajas, baúles, jabas, valijas, y grandes maletas conteniendo otras ropas y enseres de casa.

Era una especie de administración doméstica que en buena parte en las embajadas de nuestros días normalmente está resuelta. Paulatinamente, la diplomacia sin duda se hizo más profesional. Si llegó a ser moralmente inmaculada como esperaba Vattel, ya es menos claro. Continuaban los antiguos debates sobre las características del embajador ideal. Se mantenían como favoritas algunas verdades supuestamente eternas. Siempre ha sido de gran ayuda que un embajador fuera apuesto, versado en idiomas, o «un hombre de cuna y cultura». Como explicaba una autoridad española del siglo xvii, también se esperaba que tuviera «un carácter y temperamento apropiado a la nación a la que sería enviado». «Mandar al Norte a un solemne y cauteloso recluso, o un enemigo de la nación, es pedir que nunca se ausente de su casa o no hable con nadie 229

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excepto con sus sirvientes: si nunca sale, nunca recibe visitas o escucha a nadie, difícilmente podrá hablar o conversar con cualquier autoridad sobre los negocios o novedades del reino». El buen embajador «debe tratar y acomodarse al carácter de los nativos, aun a costa de violentarse a sí mismo». Había atributos acerca de los cuales cualquiera estaría de acuerdo. Una pregunta más sensible era si un embajador debía ser un modelo moral —como parecía sugerirlo Vattel— o alguien más mundano; incluso un cínico operador político. Otros autores propugnan una descarada actitud realista ante la actividad diplomática. El embajador era «un espía honorable» y en ocasiones el vicio servía a sus intereses mucho mejor que las virtudes. La diplomacia ha sido siempre una actividad principalmente dedicada a recopilar inteligencia. A veces esta búsqueda se podía hacer por métodos moralmente neutros. En el Londres del siglo xvii esta práctica había adquirido casi un carácter ritual. Era la moda del momento, que se manifestaba en que la gente principal, señores, cortesanos y gentes de todas las profesiones se reunían en la catedral de San Pablo a las once, y caminaban por el pasillo central hasta las doce; y después de almuerzo, entre las tres y las seis, tiempo en el cual conversaban de negocios, además de las novedades. Todos los asuntos de interés eran discutidos durante estas «caminatas de San Pablo», que suministraban fuentes extraordinarias de noticias e inteligencia o, como se decía entonces, «el mapa de todo el mundo». El diplomático realista previsto por escritores como De Callières, se esperaba que recurrieran a extremos menos acreditados, incluso al espionaje, a fin de asegurar inteligencia. Por lo mismo, detrás de la pompa que rodeaba a los embajadores renacentistas en ocasiones solemnes, sus funciones fueron a menudo percibidas mucho más realísticamente como una especie de «honroso» espionaje. Ya en el siglo xv, en el Dizionario filosófico-politico-storico, el genovés Andrea Spinola aseguraba a sus lectores que «espiar los designios y secretos de los príncipes es el verdadero negocio de los embajadores, y especialmente de los residentes». Algo que raramente se había expresado tan explícitamente.

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El tradicional supuesto del rector y diplomático francés Bernard de Rosier —de acuerdo a su Ambaxiator brevilogus (1436)—, la función (officum) de los embajadores era la salvaguardia de la paz, para cuyo propósito su condición de «funcionario público» estaba conectada con la perentoria declaración de Ermolao Barbaro al término del siglo: «El propósito de los embajadores es el mismo que el de todos los funcionarios civiles: hacer, decir, discutir y prever todo aquello que juzguen útil a fin de mantener y acrecentar el bienestar de su ciudad». De acuerdo a Mattingly, esta es la voz de una nueva era. Y si la inteligencia era útil, la influencia era vital; si tenía que ser obtenida de manera heterodoxa, qué importaba. Louise-Renée de Penancoet de Kéroualle, más tarde la duquesa de Portsmouth, hija de un noble bretón, se inicia en 1670 en los servicios de Catalina de Braganza, esposa de Carlos II de Inglaterra. El acceso al rey era clave en la influencia diplomática, y como bien sabía el embajador francés en la Corte inglesa, las amantes de Carlos eran una senda probada y aprobada hacia la voluntad real. En octubre de 1671, el embajador arregló para que la De Kéroualle fuera JOWJUBEBBVOBàFTUBFO/FXNBSLFUBMBRVFFMSFZUBNCJÊODPODVSSJSÎB&M plan funcionó; la De Kéroualle atrajo las miradas del soberano, se transformó en su amante y como tal en una figura de notable influencia. Sus dependencias eran más lujosas que las de la mismísima reina y en corto tiempo probó tener una notable capacidad política, ayudando regularmente a cortesanos a ganar favores y ascensos. Para el embajador francés fue valiosísima. Después que Luis xiv le enviara un par de finos aros en 1675, ella comenzó a organizar encuentros privados en sus dependencias entre el embajador francés y el rey, donde asuntos cruciales sobre guerra y paz fueron discutidos mucho más abiertamente de lo que nunca habría sido posible en el foro público. A mediados del siglo xviii, la diplomacia se había transformado en una profesión. En Inglaterra fue establecida una estrechamente regulada jerarquía de funcionarios públicos. En la cúspide estaban los hombres que utilizaban realmente el título de embajador —aún una rara distinción, reservada normalmente para miembros de la nobleza—, quienes, además de la normal bolsa para gastos, podían esperar un sueldo de cien libras semanales. A continuación venían «los Enviados Extraordinarios 231

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y Plenipotenciarios», hombres que tenían misiones específicas (negociar un tratado, por ejemplo) e investidos de completa autoridad para actuar en nombre del gobierno. Estos diplomáticos recibían 8 libras por día, tres libras más que los enviados extraordinarios cuya autonomía estaba circunscrita. Los «residentes» ganaban 3 libras diarias, y sus secretarios, 2. La diplomacia era ahora una carrera, y llegaba a ofrecer la posibilidad de una jubilación en la vejez. John Murray, después de servir como residente en Venecia y Constantinopla entre 1754 y 1766, regresó a Inglaterra en 1770, recibiendo una pensión anual de 1.000 libras. En el caso de los italianos, un ejemplo del siglo xvi ilustra bien las diferencias entre embajadores extraordinarios y ordinarios. El embajador veneciano en Inglaterra tenía asignado un donativo de 1.500 ducados de oro y un estipendio mensual de 600 ducados de oro; mientras que sus colegas ordinarios recibían 1.000 en donativo y 200 por mes. A su vez, las remuneraciones para un residente llegaban a un donativo de 430 ducados (de menor valor, ya que no eran de oro) y una mensualidad de 160 ducados, mientras que el secretario de legación recibía 100 ducados anuales. El embajador residente —agente y símbolo de vinculación permanente para la conducción de asuntos normales— fue la más significativa proposición de la diplomacia moderna; y «agente» equivale a lo que entonces se denominaba «ministro»: hoy sería un Chargé d’Affaires con Carta de Gabinete. Los residentes intercambiados por las principales potencias naturalmente tenían el más alto rango de embajador: aquellos intercambiados entre España, Francia e Inglaterra, lo tenían por derecho propio. Enviados despachados hacia esas cortes por potencias supuestamente menores, automáticamente eran agentes, aunque por medio de sus simpatizantes locales generalmente usaban el título superior de embajador, y ocasionalmente también era empleado sin demasiado rigor en un sentido genérico. Una definición de entonces distinguía que «embajadores propiamente tales» se limitaban «a aquellos mandados por el Sumo Pontífice, por el Emperador, o por reyes coronados». Asimismo, agregaba: «Hay otros en la Corte de España, por ejemplo, que aunque son llamados y se llaman ellos mismos embajadores, no lo son; sino agentes de gobiernos o de potestades

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tales como Génova, Lucca, el duque de Saboya, el gran duque de Toscana, y los duques de Parma, Mantua, Urbino y Módena». El tercer tipo de «residente», irregular y temporario en naturaleza y diferente de los dos anteriores, era también frecuentemente llamado agente, pero solo en términos generales. Usualmente era un secretario de embajada, equivalente al moderno chargé d’affaires ad interim, dejado para mantener la vinculación y continuar las transacciones diplomáticas normales mientras el jefe de misión iba a casa por consultas o simplemente con permiso, o durante la pausa para el remplazo de un embajador por otro. No obstante, la función del chargé era especialmente importante en una época de lentas comunicaciones como esa, en que la más rutinaria ausencia era inevitablemente larga, y más aún en un período en que el financiamiento de entidades diplomáticas era casi universalmente inadecuado, lo que causaba frecuentes y sustanciales retrasos en el cambio de embajadores. Con el pago de sus salarios y gastos normalmente muy atrasados, el residente típico tenía que vivir con sus propios medios o con crédito; pero no podía viajar a su destino ya endeudándose, y normalmente tomaba un largo tiempo encontrar a alguien calificado y dispuesto a pagar sus propios gastos; y si nadie era encontrado, quizá tomaría aún más tiempo al gobierno conseguir los fondos necesarios. Mientras tanto, el chargé ad interim, como jefe subrogante de la misión, podía permanecer por un período muy extendido. Pero no siempre los chargé sufrían sus interinatos. Durante las frecuentes y prolongadas ausencias de su embajador, se sabe del caso de un diligente diplomático francés que usualmente cerraba la embajada y se iba a vivir al Traveller’s Club, residencia usual desde 1819 para diplomáticos de paso por Londres, reduciendo así la dotación de la embajada, y en consecuencia, ahorrando en cuentas de calefacción e iluminación. Con una asignación de 210 francos per diem cuando el embajador no estaba, nuestro encargado de negocios se beneficiaba magníficamente. Durante su encargaduría de octubre-noviembre de 1835, por ejemplo, se ganó 7.000 francos que fueron directamente a su bolsillo. Un año más tarde, sus ahorros se habían incrementado entre 10.000 y 11.000 francos, y se regocijaba diciendo que nunca había sido tan rico en su vida. 233

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Otra misión extraordinaria recurrente, pero mucho menos rutinaria, era la de toma de juramento formal por un monarca de un Tratado de Paz, lo que envolvía el envío recíproco de grandes, distinguidas y resplandecientes embajadas, comprendiendo docenas de nobles y cientos de criados; financieramente ruinosas de mandar y quizá peor de recibir, considerando el gran número de ostentosos regalos que se esperaban del anfitrión. El embajador extraordinario sería un personaje de inusual importancia, típicamente un alto miembro de la vieja nobleza o alguien personalmente en la más alta estima del gobernante, acompañado de tres o cuatro docenas de personajes y un cortejo total que bien podía llegar a las doscientas o trescientas personas, todo ello para asegurar un impacto en las percepciones de la opinión pública propia, y en los anfitriones. Algunas de estas misiones protocolares, además de ostentosas, se transformaban en una especie de prolongadas y apacibles vacaciones para la totalidad de la comitiva. Con el objeto de transportar la legación que en 1581 acudía a la circuncisión de Mehemet, hijo del sultán Amurat, fue necesario acondicionar dos barcos completos. Una típica ceremonia de la época es la descripción hecha por John Evelyn de la primera audiencia del embajador de Rusia en Londres, en 1662: La audiencia del embajador moscovita, que entra con extraordinaria pompa, siendo su comitiva muy numerosa, todos ataviados con chaquetas de diferentes colores, con borceguíes a la usanza oriental. Sus sombreros de pieles, y túnicas ricamente bordadas con oro y perlas, hacían un glorioso espectáculo. El rey estaba sentado bajo un dosel en el Salón de Banquetes, el secretario de la embajada iba delante del embajador con paso grave, sosteniendo en alto las cartas credenciales de su señor en un pañuelo de tafetán carmesí delante de su frente. El embajador luego las entregó con una profunda reverencia al rey, quien las cedió a nuestro Secretario de Estado: estaban escritas en un largo y majestuoso estilo. Luego entraron los obsequios conducidos por 165 miembros de la comitiva, consistentes en mantos y otras grandes piezas forradas con martas, zorros negros, y armiño; alfombras persas, tapices de oro y terciopelo, halcones, inigualables según dicen; caballos que señalan como persas, 234

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arcos y flechas, etc. Estos llevados por un tren tan largo en que todo parecía muy extraordinario, mientras música de vientos era tocada todo el tiempo en las galerías superiores.

La gran variedad de elementos —música, ricas indumentarias, altos personajes, raros y costosos presentes— eran puestos juntos para marcar la importancia de la ocasión. No obstante, los primeros enviados de Pedro el Grande a Occidente fueron descritos por un observador como «osos bautizados»; y la «gran embajada» del zar a Londres en 1697-1698, fue notoria no solo por su desprecio de las convenciones diplomáticas, sino además porque casi destruyeron la residencia en que fueron alojados. Pero el ambiente europeo estaba a punto de cambiar completamente. &MEFFOFSPEF FMDPOEF(PXFSFTDSJCÎBEFTQVÊTEFEFKBS1BSÎT «Nos ha tocado ser mensajeros de la más desagradable de las noticias que yo, o cualquier otro, haya estado en la obligación de comunicar». La revolución que había comenzado en Francia, en 1789, estaba entrando en su fase más radical, una que horrorizaba al embajador inglés que recientemente había completado su servicio ante la Corte francesa. La Convención Nacional, después de 34 horas de debates, había aprobado la ejecución del rey Luis xvi. (PXFS UFNÎB RVF jTJ 4V .BKFTUBE ZB OP FTUÃ NVFSUB  EJGÎDJMNFOUF pueda ser salvada. El día en que dejé París había miles de hombres en diferentes partes de la ciudad listos para cometer cualquier tipo de disturbios y amenazando destrucción si el rey no era ejecutado». Una vez más, los embajadores eran testigos privilegiados de la historia; y a su vez, víctimas de sus excesos. Los primeros que sufrieron con la revolución fueron las inmunidades y privilegios diplomáticos, como lo demuestran la negativa de Pitt y Granville a reconocer al nuevo ministro plenipotenciario Chauvelin de Francia, en diciembre de 1792; el abrupto despido por razones ideológicas de los enviados extranjeros por el Directorio francés, y el asesinato por húsares austríacos de dos plenipotenciarios franceses que regresaban del Congreso de Rastadt, en abril de 1799. Pero así como vivieron el caos de la Revolución, los diplomáticos fueron luego los llamados a reglamentar sus repercusiones.

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Por feroz que fuera el impacto de la revolución en el gobierno, la política exterior francesa continuó rigiéndose por las influencias tradicionales y por la posición relativa de Francia en el mundo. Una revolución, como una inundación, puede arrasar por un tiempo con las viejas y familiares características, pero a la larga estas reaparecen, aunque posiblemente en una forma algo diferente. Ninguna nación puede cambiar su posición geográfica, su clima, o sus recursos económicos, que son los elementos en los que se basa la política exterior en el largo plazo: lo que sí puede cambiar es la habilidad para poner en ejecución esa política. Es bien sabida la amplitud de la ayuda que en los días iniciales de la revolución los ejércitos franceses encontraban en el consejo dividido de sus oponentes, y las simpatías de muchos de los habitantes de los países que invadían. No obstante, durante los 12 años que Napoleón dominó como un coloso sobre Europa, tal posición se revirtió paulatinamente. El mismo nacionalismo que la revolución inculcaba se fue tornando en contra de Francia, hasta que se encontró luchando no contra príncipes, sino contra pueblos; mientras que sus oponentes, escarmentados por la amarga y sangrienta experiencia, aprendieron a cerrar filas hasta alcanzar la victoria. Tal era el trasfondo en el que se desarrolló la era napoleónica. Pocos períodos en la historia moderna ilustran tan bien la interacción de estrategia y diplomacia como la era que comienza con el Tratado de Amiens, en 1802, y se cierra con la abdicación de Napoleón en 1814. Puede que las comunicaciones hayan sido lentas, pero había grandes cerebros trabajando, y la velocidad con que sus decisiones eran puestas en práctica, así como la inmensidad de sus designios, no pueden sino fascinar y asombrar aún a generaciones que han visto por sí mismas conflictos titánicos; aunque sus figuras centrales difícilmente pudieran estar a la altura del corso. La posterioridad tiene mucho que aprender de los golpes y contragolpes del estadista y soldado que controlaba los destinos del mundo cuando Francia estaba haciendo su más grande, y último, esfuerzo por dominar Europa. No solo era guerra y política, sino un fascinante drama por todo lo alto.  Emulando la antigua estrategia de los Césares, Napoleón siempre se mostraba dispuesto a conversar de paz, e incluso a hacerla, pero siempre que fuera en sus propios términos. En efecto, la diplomacia napoleónica siempre asumía la misma forma: tratados separados con diferentes paí236

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ses, combinados con la expedita continuidad de agresiones, mientras las negociaciones se desarrollaban para forzar a la contraparte a aceptar la agresión, o a luchar en circunstancias desfavorables. En definitiva, este expediente llevó a Napoleón al desastre, ya que no supo apreciar que sus propias acciones terminaron por unir en contra de Francia, además de Gran Bretaña, a los tres poderes continentales: Rusia, Austria y Prusia; y hacia fines de 1815, Europa estaba nuevamente en paz con Napoleón exiliado. El Congreso de Viena de 1814-1815 buscaba redibujar el mapa de Europa en el despertar de las guerras revolucionarias y napoleónicas que la habían desgarrado desde 1790. Los términos y compromisos alcanzados en Viena no deben detenernos. Lo que realmente importa es que el Congreso había, con buenas razones, sido visto como el inicio de una nueva era en la diplomacia europea. Hombres como Castlereagh, Talleyrand y Metternich —los representantes principales de Inglaterra, Francia y Austria— reflejaban plenamente las características del diplomático moderno: modelos para cientos de embajadores y ministros que iban a llenar las cancillerías europeas por los cien años siguientes. Pero en último término, los acontecimientos en Viena no eran tan diferentes de las aventuras y actividades diplomáticas que se habían venido desarrollando por miles de años. El escenario era más grandilocuente y las apuestas más altas que las que acostumbraban las tribus de la Edad del Bronce o los enviados asirios, pero los propósitos eran los mismos: reunirse, conversar, y si las cosas se daban, alcanzar acuerdos. Las poses de los delegados también eran familiares. Cada mañana Talleyrand sostendría una audiencia pública donde la gente podría observar a sus dos barberos mientras acicalaban su extravagante peluca. Como muchos otros embajadores antes que él estaba alardeando, afirmando su propio estilo y la sofisticación cultural de su nación. La diplomacia frecuentemente esconde desconfianzas tras fachadas de civilidad. Así era en la antigua Grecia, cuando Demóstenes visitaba a Felipe de Macedonia; y era la misma en Viena. El esparcimiento concebido para los delegados era la grandiosidad ritual de Bizancio adaptado a una nueva época, eran fastuosos —bailes y banquetes, excursiones en trineo y cacerías, Beethoven conduciendo su Séptima Sinfonía—, pero la atmósfera de intriga era igual de palpable. 237

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El emperador austríaco recibía reportes diarios de los movimientos de las principales figuras del Congreso, suministrados por su jefe de policía, el barón Hager. Agentes cubrían la ciudad registrando cualquier movimiento de los influyentes reyes, príncipes o ministros. Cocheros y porteros, empleadas de casas y aun mendigos, fueron todos forzados al servicio, reuniendo información sobre las intenciones de las grandes potencias. «La misión británica», se lamentaba un día Hager, «debido a excesiva precaución, ha contratado a dos mucamas inglesas. Antes que pueda llegar a los papeles que arrojan en los canastos, debo ver si puedo contar con estas dos mujeres». No estaba tan lejos de las estrategias e intrigas de siempre, pero el genio y valor de la diplomacia ha estado invariablemente en que las naciones puedan encontrarse y conversar a pesar de tales distracciones. La duplicidad y doble juego solo venían a hacer más interesante la antigua dinámica.

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Diplomacia en transición

Tal como sostiene Kissinger en su libro Diplomacy: casi como respuesta a una ley natural, en cada siglo parece emerger un país con el poder, la determinación y el ímpetu intelectual y moral para remodelar completamente el sistema internacional de acuerdo a sus propios valores. En el siglo xvii, Francia bajo el cardenal Richelieu introdujo la aproximación moderna a las relaciones internacionales, basadas en el Estado-Nación y motivadas en último término por el interés nacional. En el siglo xviii, Gran Bretaña elaboró el concepto de equilibrio de poderes, que dominó la diplomacia europea por los siguientes doscientos años. En el siglo xix, la Austria de Metternich reconstruyó el concierto de Europa y la Alemania de Bismark lo desmanteló, transformando la diplomacia europea en un juego de política de poder a sangre fría. Encarar a los adversarios se transformó en el método estándar de diplomacia, conduciendo a una prueba de poder tras otra. El poder es el gran regulador de las relaciones entre los Estados. Pero se procuraba que en una situación en que existían varias potencias aproximadamente de un orden de magnitudes comparables, hubiera una convención aceptada por todos, en que tanto pequeños como grandes tuvieran igual derecho a la existencia; el equilibrio de poderes debía ser contemplado como una ley, o teoría, que nadie podía quebrantar con impunidad. Las sospechas de ambiciones de largo alcance de Luis xiv produjeron una coalición en su contra que tuvo éxito en limitar tales ambiciones; Napoleón se encontró eventualmente con un cuadro similar y lo mismo la Alemania previa a 1914. Ayudó a mantener esta teoría 239

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como práctica el muy real, aunque esquivo, sentido de comunidad que fue el legado del pasado a la Europa moderna. Los Estados luchaban por mejorar sus posiciones y asegurar ventajas a costa de unos y otros, pero encontramos que en el siglo xviii las guerras fueron contiendas de alcance limitado: la victoria total, la destrucción del adversario, derrotaba sus propios propósitos, ya que alteraría radicalmente el equilibrio de poderes y pondría en riesgo el gran derecho, reconocido universalmente, a la existencia de todos. Hubo excepciones, pero relativamente pocas: la repartición de Polonia por sus vecinos durante la parte final del siglo xviii es la más destacada y fue ampliamente condenada no solo como un traspié, sino también como un crimen. En su momento vimos el método diplomático francés originado por Richelieu, analizado por De Callières, y adoptado por todos los países europeos durante los tres siglos que precedieron a los cambios de 1919. Se consideraba como el método mejor adaptado a la conducción de las relaciones entre los Estados civilizados. Era amable y circunspecto, era continuo y gradual; asignaba importancia al conocimiento y a la experiencia; tomaba en cuenta las realidades de poder existentes; y definía la buena fe, la lucidez y la precisión como las cualidades esenciales de cualquier negociación sólida. Cuando se examinan sus fuentes, los errores, las locuras y los crímenes que durante esos trescientos años se acumularon en el descrédito de esta que llamaremos «antigua diplomacia», pueden ser trazados hasta malignas políticas exteriores más que a fallas en los métodos de negociación. Es lamentable que los desastres que se hicieron deshonraran las excelentes maneras en que fueron hechos. Al enaltecer las virtudes del método francés no se sugiere que debía desecharse toda la maquinaria de negociaciones existente y retornar a los sistemas de los siglos xviii y xix. Las condiciones en que se basaba la antigua diplomacia ya no existían. Al tiempo de reconocer cuáles eran sus méritos, también vale la pena revisar cuáles eran sus fallas. Veamos entonces las cinco principales características de la antigua diplomacia según Nicolson. En primer lugar, Europa era considerado como el continente más importante de todos. Asia y África eran consideradas como áreas para la 240

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expansión imperial, comercial o misionera; cuando surgió Japón, pareció como un fenómeno excepcional; Estados Unidos, hasta 1897, permanecía aislado detrás de su océano y su doctrina Monroe. Se sostenía que ninguna guerra podía transformarse en una guerra mayor a menos que alguna de las grandes potencias europeas se comprometiera. Entonces, era solo en las cancillerías de Europa donde la cuestión final de la guerra o la paz eran decididas. En segundo lugar, se asumía que las grandes potencias eran más importantes que las potencias menores, ya que poseían una mayor gama de intereses, y sobre todo, más dinero y más armas. Las potencias menores eran graduadas en importancia de acuerdo a sus recursos militares, su posición estratégica, su valor como mercado o fuente de materias primas, y su relación con el equilibrio de poderes. Ciertamente no había nada de estable en dichas categorías. Lugares como Tobago y Santa Lucía, otrora de señalado valor estratégico, perdieron toda significación con la invención de la navegación a vapor. En un momento, Egipto, en otro Afganistán, y aun en otro Albania, adquirían preeminencia como sitios de la rivalidad anglo-francesa, anglo-rusa, o eslovaco-teutona; en su momento el Báltico, en otro los Balcanes, se transformaron en foco de la preocupación diplomática. A lo largo de este período las potencias menores eran evaluadas de acuerdo a sus efectos en las relaciones entre las grandes potencias que pudieran conmover una política acordada por el concierto de Europa: había apenas alguna idea sobre sus intereses, sus opiniones, menos aún de sus votos. Esta proposición implicaba un tercer principio: que las grandes potencias poseían una responsabilidad común en la conducta y conservación de la paz entre las potencias menores. El principio de intervención, por ejemplo en Creta o China, era un principio generalmente aceptado. El clásico ejemplo de intervención conjunta por el concierto de Europa en una disputa entre potencias menores, fue la conferencia de embajadores sostenida en 1913 durante la guerra de los Balcanes. Esa conferencia, que evitó que una crisis entre potencias menores se transformara en una crisis entre grandes potencias, suministró el último, y quizá el mejor, ejemplo de la vieja diplomacia en acción. Ya lo veremos más adelante.

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La cuarta característica heredada del sistema francés fue el establecimiento en todos los países europeos de un servicio diplomático profesional basado en modelos similares. Estos funcionarios representaban a sus gobiernos en capitales extranjeras que poseían parecidos patrones de educación, análogas experiencias y objetivos afines, con un común acervo de experiencias muy profundo. Buscaban el mismo tipo de mundo. Tal como lo hacía notar De Callières, en 1716, tendían a desarrollar una identidad corporativa independiente a sus identidades nacionales. Normalmente se habían conocido por años habiendo servido juntos en algún destino durante la juventud, y todos creían —cualquiera fuera la opinión de sus gobiernos— que el propósito de la diplomacia era la conservación de la paz. Claramente, esta hermandad profesional probó ser de gran utilidad en las negociaciones. Por ejemplo, los embajadores de Francia, Rusia, Alemania, Austria F*UBMJB RVFCBKPMBQSFTJEFODJBEF&EXBSE(SFZ MPHSBSPODPOUSPMBSMB crisis de los Balcanes de 1913, representaban individualmente rivalidades nacionales que eran profundas y peligrosas. Aun así, poseían completa confianza en la probidad y discreción de cada uno, y en sus comunes pautas de conducta profesional, y sobre todo deseaban prevenir una conflagración general. No fue culpa de esta antigua diplomacia —es decir, del diplomático profesional del período previo a la Primera Guerra Mundial— que la supremacía europea fuera destrozada completamente por este conflicto. Fue desafortunado que las recomendaciones de estos hombres de sabiduría fueran descartadas en Viena y Berlín; que sus servicios no fueran empleados, y que otras influencias e intereses no diplomáticos asumieran el control de la situación. No es de extrañar si consideramos que la diplomacia de los Habsburgo era como un vals vienés: primero un giro hacia la derecha, luego a la izquierda, vuelta y vuelta, hasta que se llegaba nuevamente al punto de partida; siempre en movimiento para no llegar a ninguna parte. La quinta característica principal de la antigua diplomacia fue que como regla general toda negociación sólida debía ser continua y confidencial. Era un principio esencialmente diferente de las conferencias públicas itinerantes con que nos hemos familiarizado desde 1919 en adelante. El embajador que en una capital extranjera era instruido para negociar 242

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un tratado con el gobierno ante el cual estaba acreditado poseía ciertas ventajas. Estaba familiarizado con la gente con que tendría que negociar; podría por adelantado establecer fortalezas y debilidades; fiabilidad o por el contrario ausencia de credibilidad. Estaba completamente informado de los intereses locales, prejuicios o ambiciones, y sobre los obstáculos concretos que deberían ser superados. Sus repetidas entrevistas con el ministro de Relaciones Exteriores no atraerían atención pública especial, ya que serían consideradas visitas de rutina. Considerando que sus conversaciones serían privadas, podrían mantenerse tanto amables como racionales; al ser confidenciales, mientras se mantuvieran en progreso, no habría peligro de levantar expectación pública. Toda negociación consiste en etapas y un resultado; si las etapas se transforman en materia de controversias públicas antes que el resultado haya sido alcanzado, la negociación casi con certeza se hundirá. Una negociación es por definición objeto de concesiones y contraconcesiones, pero si las concesiones ofrecidas son divulgadas antes que el público esté advertido de las concesiones que se recibirán, podrían producirse agitaciones extremas y las negociaciones tendrían que abandonarse. Por ello, la necesidad que las negociaciones se mantengan confidenciales quedan suficientemente claras en la frase que dice: «El día en que el secreto sea abolido, las negociaciones de cualquier tipo se volverán imposibles». Un embajador que negocia un tratado de acuerdo a los métodos de la antigua diplomacia no estaba presionado por el tiempo. Tanto su gobierno como el gobierno con el que negociaba tenían amplia oportunidad para la reflexión. Una negociación que hubiera llegado a un punto muerto podía ser abandonada por unos pocos meses sin que las esperanzas se frustraran o se levantaran especulaciones. Los acuerdos que al final se alcanzaran no serían improvisaciones precipitadas o fórmulas vacías, sino documentos considerados y diseñados con exacto cuidado. Se puede citar como ejemplo la Convención Anglo-Rusa de 1907, cuya negociación entre el ministro ruso de Relaciones Exteriores y el embajador británico en San Petersburgo ocupó un año y tres meses. En ninguna etapa durante estas prolongadas transacciones se cometió alguna indiscreción o se traicionó la confidencialidad.

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Esas eran algunas de las características distintivas de la antigua diplomacia: la concepción de Europa como el centro de gravedad internacional; la idea que las grandes potencias que constituían el concierto de Europa, eran más importantes y más responsables que las potencias menores; la existencia en todos los países de un servicio diplomático entrenado que poseía pautas comunes de conducta profesional; y la presunción de que las negociaciones debían ser siempre un proceso más que un episodio, y que cada etapa debía permanecer confidencial. Por mucho que la antigua diplomacia pareciera un sistema atractivo que propiciaba el profesionalismo por sobre la improvisación, hay que tener claro que tenía fallas que eran amplificadas por el método mismo. La proposición que todas las negociaciones tenían que ser confidenciales ciertamente crearon un hábito de secretismo que indujo a personas de la más alta respetabilidad a entrar en compromisos que no divulgaron. No se debe olvidar que tan avanzado como 1914, la Asamblea Francesa desDPOPDÎBMBTDMÃVTVMBTTFDSFUBTEFMB"MJBO[B'SBODP3VTB PRVFB&EXBSE Gray, un hombre de escrupulosa integridad, no le parecía incorrecto ocultar al gabinete la exacta naturaleza de los arreglos militares alcanzados entre Francia y el Comando General Británico. A este respecto, solo cabe concluir que las negociaciones confidenciales que llevaban a compromisos secretos eran incluso peores que la diplomacia televisada que experimentamos hoy. Ya se dijo que la transición entre la antigua diplomacia y la nueva comenzó cien años antes que la revolución de 1919. De acuerdo a esta teoría, el cambio no debe ser atribuido al igualitarismo del presidente Wilson, o a la fe de Lloyd George en la diplomacia por conferencias, sino en la influencia de tres factores que por mucho tiempo estuvieron operando y que ejercieron su máximo efecto al término de las guerras napoleónicas. El primer factor fue el deseo de expansión colonial; el segundo, la intensa competencia comercial; y el tercero, la creciente velocidad de las comunicaciones. Cada uno de estos tres factores con seguridad ejercieron influencias en la evolución del método diplomático, pero esas influencias no fueron ni tan rápidas ni tan profundas como se ha sostenido. Estos tres factores necesitan ser considerados especialmente. Como los sucesores de Luis xiv descubrieron muy tarde, el deseo de expansión colonial tenía un profundo efecto en política exterior, aunque 244

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esas consecuencias no fueran tan grandes en el método diplomático. El principio de equilibrio de poderes, que fue el valor dominante en los siglos xviii y xix, produjo que los estadistas se dieran cuenta de que aunque se presentaran oportunidades, no parecía prudente adquirir demasiado. Entonces, en 1814, en un tiempo en que los británicos estaban en posición de anexarse los imperios coloniales de Francia y los Países Bajos, encontramos a Castlereagh escribiendo a lord Liverpool como sigue: «Sentiría dudas acerca de la adquisición con soberanía de tantas colonias holandesas. Estoy seguro de que nuestra exhibición en el Congreso de una muestra de fortaleza, poder y confianza, es por el momento mayor que hacer estas adquisiciones». Puede argumentarse que Castlereagh no era un imperialista y que las glorias de un extenso imperio recién asumieron sus más atractivas luminiscencias dos generaciones más tarde. Pero el deslumbrante principio que enunció Castlereagh no fue observado en la batahola por África que tuvo lugar a continuación. La antigua tradición de equilibro de poderes y el método diplomático que se había forjado fueron a partir de allí comprometidos y complicados por nuevos e incontrolados apetitos, por flagrantes hipocresías, por nuevos celos y sospechas; como la perversión que se observó al momento de la partición de Polonia, en que se pasó de una doctrina de justo equilibrio a una conspiración para el reparto del botín. Esta fase de aventurerismo imperialista fue, hasta donde nos concierne, llevada a su fin por la saludable convulsión de la guerra sudafricana. Es verdad que la apropiación de África afectó más las políticas que los métodos de negociación. Pero durante ese excitante período, el antiguo sistema diplomático sí recibió sus sacudidas y no consiguió mantenerse inalterable como hasta entonces. ¿Hasta dónde las empresas comerciales y la lucha por conseguir mercados y materias primas afectaron en su momento los antiguos esquemas de la diplomacia profesional? Como se mencionó durante el tratamiento del sistema veneciano, los intereses y ambiciones comerciales ejercieron una creciente influencia en la política exterior. Es relativamente reciente que llegó a producir alteraciones en el método diplomático. Hasta principios del siglo xx los antiguos diplomáticos seguían considerando impropio que se usaran las embajadas para conseguir ventajas comerciales o económicas. No se trataba solamente de que aquellos de antiguas tradiciones vieran 245

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como indigno que los diplomáticos se preocuparan con cuestiones comerciales. Se temía asimismo que si la competencia comercial era agregada a la rivalidad política, la tarea diplomática se iba a complicar aún más de lo que ya era. Se sostenía que los varios mercaderes debían competir entre ellos, por así decirlo extraoficialmente, y no debían recurrir a sus embajadas por alguna ayuda especial. Esta actitud puede haber estado influida por el hecho de que los antiguos diplomáticos se dieron cuenta de que ellos mismos no estaban preparados para manejarse con tales tecnicismos. Desde aquellos días, se ha creado una red de instituciones y agregados comerciales con resultados admirables para todos los involucrados. La creciente velocidad de comunicaciones ciertamente ha hecho mucho por alterar el antiguo sistema de negociaciones. En el pasado se tardaban muchos meses antes de que una comunicación fuera recibida y contestada. Se esperaba que un embajador usara su propio juicio e iniciativa en el cumplimiento de las políticas que le habían sido delineadas en las instrucciones que se le entregaron al momento de su partida hacia la destinación. Algunos embajadores se aprovecharon de esta latitud para desplegar su política personal. Otro llegó a declarar cínicamente que «nunca había recibido instrucciones que valieran la pena leerse», mientras que el resto se entusiasmaba con su independencia que les permitía darse gustos con excentricidades personales y situaciones románticas. Aun así eran casos excepcionales. La mayoría de los embajadores en el período de lentas comunicaciones vivían tan aterrados de exceder sus instrucciones, o de asumir una iniciativa que pudiera comprometer a sus gobiernos, que perdían oportunidad tras oportunidad, y gastaban el tiempo escribiendo brillantes informes sobre situaciones que habrían cambiado completamente cuando sus comunicaciones llegaran a destino. Hoy un ministro de Relaciones Exteriores desde su oficina puede llamar a seis o más embajadores en el curso de una mañana o incluso súbitamente podría caerles encima desde el cielo. ¿Significa esto que un diplomático no es más que un oficinista al extremo de la línea? Muchos diplomáticos reclaman por la pérdida «de espacio de maniobra», habiéndose transformado en el mejor de los casos en una especie de «gerentes»; y citando a un ex embajador francés, una combinación de «niño de los

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mandados, agente de viajes y hospedero». Claramente se trata de una presunción muy exagerada. Un embajador en el extranjero siempre será la principal fuente de información, pero sobre todo, el intérprete de las condiciones políticas, tendencias y opiniones del país en que reside. El rol de los diplomáticos es ser la primera línea de contacto entre el país anfitrión y la nación que representan, articulando los intereses de sus propios países, gestionando localmente la administración de las relaciones bilaterales entre los Estados. La interpretación que realizan los diplomáticos sobre la información que reúnen en el medio local y envían a sus empleadores, ayuda al diseño de políticas de sus propios gobiernos. En toda democracia, en cada gabinete o sindicato, el poder en un momento dado descansa solamente en pocos individuos. Nadie sino un embajador residente puede llegar a conocer íntimamente a esos individuos y estimar el aumento o caída de sus influencias. Siempre debe consignar en sus informes cuáles políticas son practicables en ese momento y cuáles no, para que su gobierno pueda basar sus decisiones. Esa es una función importante en sí misma y de responsabilidad. Pero el embajador también permanece como el canal principal de comunicaciones entre su propio gobierno y aquel ante el cual está acreditado. Igual debe decidir en qué momento y en qué términos puede ejecutar sus instrucciones. Es él, como destacaba Demóstenes, quien en gran medida está en control de la ocasión y consecuentemente, de los eventos. Aún más, se mantiene como el único intermediario que puede explicar los propósitos y motivos de un gobierno hacia el otro. Si es insensato, ignorante, vanidoso o dado a la bebida, puede perpetrar dañinas indiscreciones y producir grandes malos entendidos. De sus habilidades y tacto —y de las relaciones que durante su residencia haya sido capaz de cultivar y mantener— importantes resultados pueden obtenerse aun en la más casual de las negociaciones. Incluso así, no es todo. Un embajador debe poseer suficiente autoridad ante su propio gobierno para ser capaz de disuadirlo de un curso de acción que, considerando las circunstancias locales, sabe que sería desastroso. Por ejemplo, en tiempos de guerra los objetivos de la diplomacia son dos: tiene que ayudar a las fuerzas armadas a asegurar la adhesión de los aliados y prevenir el acceso de cualquier fortalezas al enemigo, como las 247

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que resultarían por la adhesión a la causa contraria de aquellos que hasta ese momento se mantenían neutrales. Por otro lado, no debe olvidar que el objetivo final de la guerra es la paz, y una paz dirigida al mejor interés de aquellos para los que se trabaja. Por lo tanto, muchas veces tendrá que oponerse a finiquitar acuerdos, o incrementar esperanzas, que parezcan justificadas por conveniencias militares inmediatas, pero que probablemente en último término generen delicadas consecuencias. Por lo mismo, aquellos gobiernos que aun con los teléfonos y aviones se hacen representar en capitales extranjeras por embajadores en cuyos juicios y recomendaciones no confían, están perdiendo el dinero de los contribuyentes y su propio tiempo. Ningún diario o corporación bancaria consideraría por un minuto ser representados en el extranjero por alguien en quien no tuvieran confianza. Por lo tanto, no parece que las impresionantes mejoras en los medios de comunicación modernos hayan disminuido esencialmente las responsabilidades de un embajador, o en cualquier caso, alterado la naturaleza de sus funciones. El notable diplomático francés Jules Cambon sostenía, en las primeras décadas del siglo pasado: Expresiones tales como «antigua diplomacia» y «nueva diplomacia» no tienen ninguna correspondencia con la realidad. Es la apariencia externa —si se quieren, los «adornos»— de la diplomacia los que están sufriendo un cambio gradual. La sustancia permanecerá: primero, porque la naturaleza humana nunca cambia; segundo, porque no existe otro método para regular las diferencias internacionales; y finalmente, siempre considerando que el mejor instrumento a disposición de un gobierno deseoso de persuadir a otro serán las palabras pronunciadas por un hombre honesto.

Estoy seguro de que cien años después, con la impresionante parafernalia tecnológica a disposición de la diplomacia moderna, Cambon, con justa razón, seguiría sosteniendo lo mismo. Puede que los medios utilizados por las comunicaciones diplomáticas hayan cambiado fundamentalmente por los avances en la tecnología, pero como hemos visto, la esencia de la diplomacia se mantiene intacta. 248

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Aunque, ante la evidencia del riesgo físico, y los cambios políticos y tecnológicos, los diplomáticos han sido incluidos en la lista de especies en peligro de extinción: el incremento de asaltos a misiones diplomáticas, la proliferación de comunicaciones instantáneas, y el creciente espionaje, son factores citados frecuentemente como conducentes a la inminente desaparición de la diplomacia. No obstante, se trata de una crisis que ya viene siendo anunciada desde épocas pretéritas. Pero claramente el factor velocidad tiene su influencia; cuando las comunicaciones y el tiempo de respuesta son instantáneos, la diplomacia llega a ser gobernada tanto por la velocidad de los hechos como por los eventos mismos. A medida que el tiempo remplaza al espacio como la mediación diplomática significativa, el manejo de la crisis usurpa el lugar de la toma de decisiones reflexiva. Ahora, volviendo a los fundamentos, más allá de representar y explicar, los diplomáticos a lo largo de la historia han estado involucrados en conversaciones privadas con funcionarios del país anfitrión en un cúmulo de asuntos nacionales e internacionales de interés mutuo. Confianza y confidencialidad son los cimientos del discurso diplomático; e informes, análisis y recomendaciones son su razón de ser. Por ello, utilizar las modernas tecnologías y las redes sociales digitales para la diseminación pública de miles de mensajes diplomáticos confidenciales, los famosos WikiLeaks, tiene consecuencias e impactos de largo alcance que van más allá de los fundamentales valores de libertad de expresión y transparencia. Frustra las capacidades estatales y pueden llegar a poner en riesgo la seguridad nacional de un Estado. Las filtraciones ciertamente estropean la normal franqueza en asuntos oficiales, lo que hace a la esencia de la diplomacia. El temor a que sean revelados mensajes que traten de asuntos sensibles y estratégicos, eventualmente podrían restringir la sinceridad, llegando a afectar la naturaleza misma del diálogo entre diplomáticos y funcionarios del país anfitrión. Más aún, las comunicaciones que suministran normalmente incisivos análisis, meditados comentarios, e ilustradas recomendaciones, corren el riesgo de verse transformados en insípidos y anodinos informes políticamente correctos. Tal resultado debilitaría la efectividad de las misiones diplomáticas y empañaría las relaciones bilaterales y multilaterales con amplias y negativas implicancias para la conducción diplomática. De ahí 249

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la gravedad de la filtración de despachos clasificados, que están destinados a transmitir al gobierno y funcionarios propios, las perspectivas locales y entresijos de un país en cuestión; y significativamente allegar antecedentes al crisol del proceso de toma de decisiones a los niveles que corresponda. El diálogo privado y confidencial con países extranjeros y con las cúpulas decisorias propias, son tareas fundamentales de los diplomáticos. Por ello, al poner en peligro estas funciones se priva a los diseñadores y ejecutores de la política exterior de valiosas perspectivas, diluyendo relaciones con amigos y aliados, y debilitando iniciativas con adversarios. La confidencialidad habilita la franqueza entre las partes y forja la confianza, y cualquier menoscabo de esta importantísima función puede afectar negativamente la interlocución diplomática. Sabemos ahora que incluso la traducción simultánea no significa necesariamente entendimiento instantáneo; que la velocidad de cobertura noticiosa puede en los hechos —más que calmar— realzar sentimientos de tensión, y que la comunidad de lenguaje no conduce necesariamente a los TFOUJNJFOUPTDPNVOFT$PNPTPTUFOÎB(FPSHF#FSOBSE4IBXFOBTVOUPT de terminología, Inglaterra y Estados Unidos son dos países divididos por un mismo idioma. Otro tanto se manifiesta en América Latina que pese a un idioma e historia común, ha sembrado de fracasos y escepticismo sus procesos de integración. No obstante los numerosos intentos y elevadas expectativas generadas por más de medio siglo, los diversos proyectos integracionistas continúan estancados. Los nacionalismos, la exacerbación de la diversidad, un creciente intervencionismo estatal proteccionista, las asimetrías, carencias de liderazgos, retórica y burocracia rampante, y especialmente las divergencias de políticas económicas e ideologismos, han conspirado en contra de este loable propósito. Pero más allá de cualquier adelanto tecnológico, la diplomacia sigue manteniendo la naturaleza esencial de sus funciones. En realidad no fueron los teléfonos los que de 1919 en adelante produjeron la transición entre la antigua y la nueva diplomacia. Se creía que era posible aplicar a la conducción de los asuntos exteriores las ideas y prácticas que, en la conducción de asuntos interiores, habían sido considerados por generaciones como esenciales en la democracia liberal. 250

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Era inevitable que después de la Gran Guerra se intentara tal experimento. Los ciudadanos comunes quedaron convencidos de que las mayorías en cada país compartían el odio a la guerra, atribuyendo el quebrantamiento de la paz a la perversión o estupidez de una pequeña minoría que en el futuro tenía que ser puesta bajo control democrático. El problema fue que los ciudadanos, que normalmente son pacifistas, llegaron al convencimiento de que la violencia podía ser moderada por la razón. No fue sino hasta cuando ya era muy tarde que entendieron que solo podía ser detenida por la fuerza. Los antiguos sistemas de autoridad, tales como el equilibrio de poderes, el concierto de Europa y la disciplina de las grandes potencias, habían sido desacreditados, mientras la nueva teoría de la razón se mostraba incapaz de controlar lo irracional; en lugar del viejo sistema de estabilidad, se introdujo la más grande inseguridad. Los diplomáticos continuaban sin desmayos intentando alianzas y combinaciones, grandes y pequeñas ententes, pactos y convenciones. Pero fueron introducidos dos grandes cambios en el método diplomático en el período que siguió a la guerra de 1914-1918. El primero fue el rechazo del legislativo de Estados Unidos a ratificar un tratado negociado y firmado por su propio presidente. Era sin duda una innovación de gran importancia que asestó un demoledor golpe a la santidad de los contratos y a la credibilidad de las negociaciones. El segundo fue el incremento de las complicadas prácticas del método de diplomacia por conferencias, el permanente estado de conferencias introducido por el sistema de la Liga y después por Naciones Unidas. Estas conferencias lograron poco en la satisfacción del vago deseo de la llamada «diplomacia abierta»; pero hicieron mucho por disminuir la utilidad del diplomático profesional y, en lo que supone mucha publicidad, muchos rumores, y grandes especulaciones —tentando a los políticos a alcanzar rápidos, espectaculares y normalmente ficticios resultados—, tendiendo a promover más que a disipar sospechas, y a crear estados de incerteza cuya prevención es el propósito de todo buen método diplomático. Ya en 1953, el político y diplomático británico George Nicolson (1886-1968) sostenía que los defectos, o quizá se deba decir las desgracias, de la nueva diplomacia eran magnificados en una pantalla gigante. La teoría que la diplomacia «debe siempre proceder franca y transparentemente» 251

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ha llevado a las negociaciones a ser transmitidas y televisadas, y a que toda discusión racional sea abandonada en pro de la interminable propaganda contenida en discursos que no están dirigidos hacia aquellos con los que se supone que se está negociando, sino hacia el propio público en casa. Según Nicolson, era un error considerar como ejemplo de método diplomático moderno las discusiones que son llevadas a cabo en el Consejo de Seguridad o en la Asamblea de Naciones Unidas. Nos puede molestar la pérdida de tiempo, energía y dinero; nos puede parecer lamentable, que al transferir a las relaciones exteriores el sistema de argumentación parlamentaria, no se haya elegido como modelo un sistema parlamentario más eficiente: tenemos que deplorar que las diatribas que son intercambiadas ahí se sumen al desconcierto y a la tensión humana. Aun así, sería incorrecto suponer que estas reuniones intentan servir propósitos de negociación. Muchas veces son ejercicios de propaganda y claramente no tienen como propósito experimentar en métodos de diplomacia. Las negociaciones como las que pueden ocurrir en Nueva York, no son necesariamente conducidas entre las cuatro paredes del alto edificio al lado del East River: son desarrolladas en otra parte, de acuerdo a los principios de cortesía, confidencialidad y discreción que por siempre debieran permanecer como los únicos principios conducentes a la pacífica solución de controversias. No es diplomacia por altoparlantes ni por insultos la que debemos considerar, ya que son una contradicción en sus términos. Se debe considerar si los cambios inspirados, más que introducidos, por el presidente 8PPESPX8JMTPO  FO   OP SFQJUFO Z FOGBUJ[BO MPT EFGFDUPT EF MPT sistemas previos, que tergiversaban los principios que siempre deben permanecer como el objetivo principal de la diplomacia, es decir, la estabilidad internacional. El presidente Wilson, con su inteligencia académica y espíritu misionero, creía que las desgracias de la humanidad eran causadas por los errores de los estadistas y expertos, y que los pueblos estaban siempre en lo correcto. No se daba cuenta de que aunque pueda ser difícil engañar a toda la gente todo el tiempo, es fácil engañarlos por el tiempo suficiente como para precipitar su destrucción. Entonces, si examinamos el método EJQMPNÃUJDPXJMTPOJBOP FODPOUSBSFNPTRVFPNJUFNVDIPEFMPTNÊSJUPT de los sistemas que hemos revisado y exagera muchas de sus fallas.

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La falla principal de la diplomacia democrática como era practicada por las ciudades-Estado griegas era su falta de certeza. No solo sus misiones diplomáticas estaban compuestas de delegados que se traicionaban unos a otros, sino que también sus decisiones finales residían en una asamblea cuyos miembros eran ignorantes, volátiles, impulsivos y dominados por el miedo, la vanidad y la sospecha. Ningún negociador puede tener éxito a menos que exista una razonable certeza que su firma será honrada por su propio soberano. Si tanto la conducción como los resultados de una negociación están sujetos a intervenciones irresponsables o al repudio por parte de una asamblea, o aun de un comité del Congreso, la incertidumbre se propaga. Por lo tanto, el primer problema de este método es que debilita la certeza. Siempre según Nicolson, las fallas del método practicado y perfeccionado por los italianos del Renacimiento era que carecía de toda continuidad de propósito y representaba un caleidoscopio de cambiantes combinaciones. Puede ser, por lo que se sabe, que el presidente de Estados Unidos, el Departamento de Estado, el Pentágono y el Comité de Relaciones Exteriores del Senado, tengan unanimidad en el objetivo a seguir, pero no necesariamente tienen unanimidad en los medios para lograrlo. La variabilidad del método diplomático empleado sugiere oportunismo más que continuidad. Esta es una impresión desafortunada, una impresión maquiavélica, inconveniente para una potencia bien intencionada, que se ve a sí misma como una superpotencia benefactora y altruista, todopoderosa e insustituible, cuya tarea esencial es salvar a la humanidad. Nicolson sostenía que el método francés poseía el gran mérito de crear una autoridad centralizada para la formación de la política exterior y un servicio profesional de expertos a través de los cuales la política podía ser implementada. La desgracia del sistema estadounidense era que ningún extranjero, y pocos norteamericanos, podían asegurar en un momento dado quién era el que tenía la primera y la última palabra; y aunque los estadounidenses en aquel entonces habían estado en el proceso de crear un admirable servicio de diplomáticos profesionales, estos expertos aún no poseían la necesaria influencia con su propio público o gobierno. La ilusión igualitaria de los americanos los tienta a desconfiar de los expertos y a creer en los amateurs, y aunque parezca anticuado, parece apropiado 253

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que en diplomacia los aficionados sean vistos con sospecha. Al respecto &EXBSE(SBZ BMRVFZBIFNPTOPNCSBEPFOWBSJBTPQPSUVOJEBEFT ZRVF era definido como un personaje macilento casi cadavérico, un tranquilo y reservado viudo con la vista en deterioro y voz perpetuamente cansada que, profesando aversión hacia los extranjeros, casi nunca viajaba fuera del país; lo que a ojos de los británicos de la época lo convertía en el perfecto secretario del Foreign Office (1905-1916), era quien decía: «La credulidad en diplomacia es un defecto infinitamente preferible a la desconfianza». Ahora que las antiguas disciplinas del papa y el emperador, los viejos correctivos del concierto de Europa y el equilibrio de poderes, han sido transformadas en prescindibles, era lamentable que la autoridad ejercida por Estados Unidos no fuera más consistente, convincente y fiable. Aun así, Nicolson era optimista frente a la evolución de su método diplomático, ya que los norteamericanos poseían más virtudes que cualquier superpotencia hasta entonces. Es sabido que, aunque pretendan ridiculizar las lecciones de la historia, eran sorprendentemente rápidos en digerir las experiencias ajenas. Por ello, los principios de una cabal diplomacia que son inmutables, prevalecerán al final, consiguiendo calmar el caos de la transición entre la antigua y la nueva diplomacia que por momentos desconcierta al mundo. Hasta aquí las apreciaciones expresadas por Harold Nicolson, y que aún mantienen gran parte de su vigencia. Ahora, según Kissinger, los países más importantes que deben construir el nuevo orden internacional no tienen ninguna experiencia con el sistema multilateral que está emergiendo, y nunca antes un nuevo orden había tenido que ser ensamblado de tantas percepciones diferentes, o a escala tan global. Tampoco ningún orden previo había tenido que combinar los atributos del equilibrio del sistema de poder con la opinión democrática global, y con la explosión tecnológica del período contemporáneo. En retrospectiva, todos los sistemas internacionales parecen tener una inevitable simetría. Una vez que fueron establecidos, es difícil imaginar cómo habría evolucionado la historia si se hubieran realizado otras opciones, o incluso si otras opciones hubieran sido posibles. Cuando un nuevo orden internacional llega a existir primigeniamente, muchas opciones puede que se mantengan abiertas para el mismo, pero cada nueva iniciativa restringe el universo de las opciones disponibles. Porque la complejidad 254

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inhibe la flexibilidad, las decisiones iniciales son cruciales. Ya sea que un orden internacional sea relativamente estable, como el que emergió del Congreso de Viena, o altamente volátil, como aquellos que surgieron de la Paz de Westfalia y el Tratado de Versalles, depende del grado en que reconcilien lo que hace que las sociedades que los constituyen se sientan seguras con aquello que consideran justo. El seguro sistema que surgió del Congreso de Viena tenía la ventaja de las percepciones uniformes, con estadistas aristócratas que veían los intangibles de la misma manera, y estaban de acuerdo en los fundamentos. El orden que está emergiendo ahora tendrá que ser construido por estadistas que representan culturas diametralmente diferentes. Administran inmensas burocracias y de tal complejidad que frecuentemente, la energía de estos mandatarios es consumida más bien por el servicio de la maquinaria administrativa que por la definición de propósitos. Llegan al poder por medio de características que no son necesariamente aquellas que se requieren para gobernar, y que son incluso menos apropiadas para construir un orden internacional. El único modelo disponible de sistema multiestatal fue uno construido por las sociedades occidentales, que muchos de los participantes actuales podrían rechazar. Hedley Bull, por su parte, plantea que la notoria disposición de los Estados de todas las regiones, culturas, persuasiones y niveles de desarrollo al abrazar procedimientos diplomáticos normalmente extraños y arcaicos, que surgieron en Europa en otra era, es hoy uno de los pocos signos visibles de la aceptación universal de la idea de sociedad internacional. Aun así, el auge y caída de órdenes mundiales previos basados en muchos Estados —desde la Paz de Westfalia hasta nuestros días— es la única experiencia de la que se podrían extraer alcances de los desafíos que enfrentan los estadistas contemporáneos. El estudio de la historia no ofrece un manual de instrucciones que pueda ser aplicado automáticamente; la historia enseña por analogía, proyectando luz en las probables consecuencias de las situaciones comparables. Pero cada generación debe determinar por sí misma qué circunstancias son de hecho comparables. 1BSB8PPESPX8JMTPO MBKVTUJàDBDJÓOEFMSPMJOUFSOBDJPOBMEF&TUBEPT Unidos era mesiánica: este país no tenía una obligación hacia el equilibrio de poderes, sino con la difusión de sus propios principios a lo largo y 255

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ancho del mundo. Durante la administración de Wilson, Estados Unidos emerge como un actor clave en las cuestiones mundiales, proclamando principios que, aunque reflejaban la esencia del pensamiento norteamericano, marcaban un revolucionario distanciamiento de la diplomacia de viejo cuño. Estos principios sostenían que la paz dependía de la difusión de la democracia, que los Estados debían ser juzgados por los mismos criterios éticos que los individuos, y que el interés nacional consistía en adherir a un sistema de derecho universal. Para los aguerridos veteranos de la diplomacia europea basados en el equilibrio de poder, parecían extrañas, incluso hipócritas, las visiones de Wilson sobre los supremos fundamentos morales de la política exterior. "VOBTÎ FMXJMTPOJBOJTNPIBTPCSFWJWJEPNJFOUSBTMBIJTUPSJBIBTVQFSBEP las reservas de sus contemporáneos. Wilson fue el originador de la visión de una organización universal del mundo, la Liga de las Naciones, que habría de mantener la paz a través de la seguridad colectiva en lugar de las alianzas. Aunque Wilson no logró convencer de sus méritos a su propio país, la idea sobrevivió. Es sobre todo al son del tambor de Wilson que la política exterior de Estados Unidos ha marchado desde su señera presidencia, y continúa marchando hasta hoy.

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Atributos

El debate acerca de los atributos de un embajador es casi tan antiguo como la diplomacia misma. En la antigua Mesopotamia del siglo IV a.C., se alababa a aquellos enviados que podían correr como carneros salvajes y volar como halcones. Para los antiguos griegos la elocuencia era suprema. En la oscura Edad Media europea, a mediados del siglo VI por ejemplo, la buena memoria era indispensable, ya que normalmente las partes no sabían leer ni escribir; y en una visión que los historiadores actuales no sostendrían, los teóricos del siglo xvi propugnaban que los primeros diplomáticos fueron los ángeles, considerando que servían como angeloi o mensajeros entre el cielo y la tierra. En el Renacimiento, Philippe de Bérthume realiza una descripción más mundana de las características deseables en los diplomáticos. Más bien, de los defectos que no debieran sobrellevar. No debieran ser mudos, ciegos, ni violadores de vírgenes consagradas, o profanadores de iglesias. No debieran tener ninguna imperfección conspicua, «como tener un solo ojo, ser cegatos, bizcos, rengos, jorobados, asquerosos o deformes. Además, no debían ser enfermizos o delicados, para que las incomodidades de viajes ni los cambios de aires los hicieran inútiles en el cumplimiento de los encargos de su señor». Concluye Bérthume señalando que la belleza física siempre ha de ser admirada, y el semblante de un embajador «debe ser grave y serio, aunque matizado con un aspecto agradable». Algunas veces, por supuesto, la necesidad de experiencia sobrepasaba el valor de la gallardía. Talento para los idiomas, un sólido conocimiento de los acontecimientos, una cabeza calma y un buen estómago, estaban 257

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también entre los atributos más comúnmente esperados en un exitoso embajador renacentista; así como discreción, afabilidad y simpatía. Una prodigiosa tolerancia al alcohol ha estado siempre entre los más útiles atributos de un diplomático. Como veremos a continuación, aquellos con hígados menos robustos arriesgaban momentos de indiscreción e incluso de humillación. Se cuenta que, en 1663, en la Corte persa dos embajadores rusos bebieron con tal exceso que casi perdían el sentido. Desgraciadamente en aquel momento, el shah propone un brindis por el zar, un honor al que los embajadores no podían rehusarse y ambos deben tomar largos tragos de sus enormes copas; pero uno de ellos siendo incapaz de digerir tanto vino, sintiendo la inminencia del vómito, y no viendo dónde arrojar, tomó la vaina de su fenomenal sable y la llenó hasta la mitad. Su mortificado colega lo increpa por su estúpido comportamiento en presencia del rey de Persia, y lo insta a abandonar el salón de inmediato. El otro, no sabiendo qué se le pide ni qué había hecho, saluda golpeándose la cabeza con la vaina, cubriéndose de inmundicias. Afortunadamente, el shah y su comitiva no se ofendieron, sino que estallaron en carcajadas que duraron largo rato; momento que aprovecharon los acompañantes del mugriento moscovita para levantarlo y sacarlo del salón a golpes de puño. Escribiendo a mediados del siglo xviii, el monarca prusiano Federico el Grande ofrecía una desvergonzada recomendación a cualquier ilusionado en servir como embajador en Londres. Tiene que ser un «buen libertino que preferiblemente sea capaz de beber mejor que un inglés y que, habiendo bebido, no diga nada que deba permanecer en silencio». Beber mejor que un inglés no era empresa fácil. Durante un viaje a Hanover, en el invierno de 1716, el secretario de Estado de Jorge I, James Stanhope, sirvió no menos de 70 botellas de vino a 13 diplomáticos invitados a cenar. A finales de la noche, todos excepto Stanhope —que ciertamente había consumido lo suyo—, estaban completamente borrachos. Stanhope dejó a sus invitados durmiendo sus excesos y se fue a comparar notas con el cardenal Dubois, representante del Rey-niño francés Luis xv, que había estado escuchando atentamente desde el otro lado del salón las reveladoras conversaciones de la mesa.

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Vale la pena ahora considerar cuáles eran las calidades especiales esperadas de un embajador en los siglos xv y xvi. Existen muchos manuales y memorias contemporáneas que indicaban que el equipamiento mental y moral de un buen diplomático debía contemplar al menos los siguientes nueve ingredientes. Debía ser un buen lingüista y sobre todo un maestro en latín, que era aún la lingua franca de entonces. Debía comprender que todos los extranjeros eran vistos con sospecha y por lo mismo debía ocultar su agudeza y pretender ser simplemente un placentero hombre de mundo. Debía ser hospitalario y tener un excelente cocinero. Debía ser un hombre de gusto y erudición, cultivando la asociación con escritores, artistas y científicos. Debía ser un hombre naturalmente paciente, deseoso de estirar una negociación y emular el exquisito arte de la prórroga tal como había sido perfeccionado en el Vaticano. Debía ser imperturbable, capaz de recibir malas noticias sin manifestar desagrado, o saberse calumniado o citado erróneamente sin la menor punzada de irritación. Su vida privada debía ser tan ascética como para no dar a sus enemigos ninguna oportunidad de esparcir escándalos. Debía ser tolerante con la eventual ignorancia e insensatez de sus propios gobernantes, y saber cómo atemperar la vehemencia de las instrucciones que recibiera. Finalmente, debía recordar que el manifiesto triunfo diplomático deja detrás sentimientos de humillación y deseos de revancha: ningún buen negociador podía nunca amenazar, intimidar o reprender. Además, parafraseando a San Alfonso, para tener éxito en una negociación diplomática debía disponer de un vaso de ciencia, una botella de sapiencia, un barril de prudencia, un lago de conciencia y un mar de paciencia. Lo veremos ahora en mayor detalle. Una profesión de tan antiguo linaje como la diplomacia, alcanzó en el siglo xv y siguientes tal preeminencia que fue objeto de numerosos tratados en latín, francés, italiano y castellano. Los mensajeros de la paz y disipadores de conflictos fueron objeto de una extraordinaria literatura de manuales sobre «el perfecto embajador» que junto con señalar sus deberes, le imprimían un carácter sacramental y cuasi sacerdotal a una misión cuyo objeto fundamental era por supuesto el servicio al país, pero además apuntaba a la paz y al bienestar universal. En consecuencia, una tarea tan fundamental como esa requería más y más requisitos a gentes de cuyas acciones tanto dependía. 259

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En la primera mitad del siglo xv, el prelado francés Bernard du Rosier, arzobispo de Toulouse, escribió uno de los primeros manuales para embajadores «para prevenir el envilecimiento de esa gran función», mientras que en el otro extremo, en la segunda mitad del siglo xviii, Lescalopier de Nourar escribió el suyo, a fin de mostrar que, suavizado por negociaciones, el camino a seguir por la humanidad se podía transformar «en el camino a la felicidad». El bienestar de las naciones está en manos de los embajadores; sus designios mantienen la calma o crean problemas; llenan de armas o pacifican países. Inmensa era la responsabilidad de estos hombres; inmensa la necesidad de que fueran bien escogidos; bien preparados para la tarea y que actuaran apropiadamente. No sorprende entonces, que nunca antes una carrera pública ocasionara tantos estudios y libros guía. Una colección bastante extraña ciertamente, con recomendaciones a veces contradictorias, siempre imperativas, enfatizadas con ejemplos bíblicos y con las casi igualmente irrefutables prácticas de la antigüedad. En la teoría de un arte tan importante para la humanidad nada era descuidado, desde la apariencia personal hasta las más excelsas virtudes morales y religiosas. De acuerdo a estos expertos, un embajador hasta donde fuera posible, debía ser apuesto; un hombre cojo «es recibido con risas», decía el famoso erudito y ex secretario de embajada Etienne Dolet, cuyas cáusticas observaciones no le acarrearon mucha benevolencia de parte de sus contemporáneos. El arzobispo Germonius insistía: «La belleza recomienda mejor que cualquier carta». El español Vera y Zúñiga toleraba la calvicie, por la simple razón de que César había sido calvo, y no se podía demostrar que el gran general no hubiera sido un gran embajador si lo hubiera intentado. Hasta se sostenía que un embajador debía tener una estatura mínima, para que no ocurriera lo que sucedió con el papa Bonifacio VII, que le pidió a uno que se levantara de su genuflexión en circunstancias de que este ya se encontraba de pie. Todos sin embargo, eran suficientemente inteligentes como para agregar que el talento es, después de todo, el principal atributo, y debía ser considerado antes que nada en la selección de un embajador. Mucho mejor si es apuesto, y si al menos es «moderadamente circunspecto» y posee «un nombre sonoro»; pero el mérito excedía en categoría a todo lo 260

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demás. Los méritos son de más importancia que los hechos de nuestros ancestros, «Para gobernar un barco», decía Blaise Pascal más tarde, «no se escoge al pasajero que pertenezca a la casa de mayor nobleza». Casi todos están de acuerdo en que el enviado no debiera ser ni muy viejo como para que fuera inactivo por los achaques propios de los años, ni tan joven como para mostrarse inmaduro o desconsiderado. Vera y Zúñiga ingenuamente se pregunta si no sería apropiado mandar, en algunos casos, dos embajadores, uno mayor que brillara por su sabiduría, y uno joven por su agilidad. Hotman, con todo buen juicio, sostiene que igual debiera ser considerado el temperamento del príncipe a donde el embajador va a ser enviado. Habría sido imposible mandar un protestante al Papa y un obispo ante la Corte de Turquía. Muchos de estos tratadistas escriben durante el Renacimiento o bajo su influencia, y aspiraban a que el embajador fuera muy cultivado y supremamente elocuente. Debía ser capaz de hablar admirablemente, ya sea en privado o en público, lo último, según Hotman, siendo especialmente importante en «Estados populares». Todos insisten en la elocuencia. El jurista italiano Maggi desea que su embajador perfecto posea «suprema elocuencia, el don más esplendido conferido a la humanidad por el Dios inmortal». Nadie, de acuerdo a Torcuato Tasso, que escribió un diálogo sobre embajadores menos famoso que su Jerusalén liberada, puede ser un perfecto embajador si no es al mismo tiempo un buen orador, y por esta razón los romanos habían llamado a sus enviados «oradores». Para Vera, la elocuencia «es la parte más esencial del embajador». Alberico Gentili, autor italiano protestante refugiado en Oxford, tiene un capítulo completo sobre el tema, «Legatus ut sit orator», en su obra De Legationibus Libri (1585). Algunos embajadores del período tenían entre su personal un orador profesional que les ayudaba con sus discursos. Pero habría que estar atento a la típica ilusión del diplomático renacentista, que creía que la historia podía ser hecha a punta de discursos. De ahí la sabiduría del Gran Dux de Venecia que, en 1476, estableció como práctica política, la prohibición de discursos largos en su presencia por considerarlos una verdadera pérdida de tiempo. Por ello, el embajador debe ser cuidadoso de no dejarse llevar por su propio don de palabra. Después de dejar establecido que «prudencia y 261

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TBCFSTPOEFQPDPWBMPSQBSBVOFNCBKBEPSTJOFMPDVFODJBv #SPXODVZP tratado, de 1548, dice: «Sin embargo, el nombre de la elocuencia se lo negaremos al orador afectado, al incontenible, al desconsiderado, al vacío y mentiroso; tal como los cortesanos de reyes y príncipes que son buscados para producir, promover, y llenar tierras y mares con el vano sonido de sus palabras», sentencia, para luego agregar: A ellos se les aplica el decir de las Escrituras: el idiota multiplica sus palabras». El orador realmente elocuente condiciona acertadamente su discurso a la ocasión: «Sus palabras no vienen de sus labios, sino de sus corazones». Capaz de hablar in extenso cuando haya necesidad, el embajador debe preferir ser breve. «Su manera de hablar», dice Hotman, «será grave, breve y ponderada, sin intercalar muchas citas como lo haría un maestro del arte, ni con palabras raras o anticuadas: he visto más de un fracaso por la afectación». De acuerdo con el mismo autor, el enviado debe ajustarse al auditorio al que se dirige; la exageración no es la manera de llegar a los suizos o a los holandeses. Debe preparar sus discursos con cuidado, pero nunca debe aprendérselos de memoria, por temor a que si se le escapa una palabra, pueda derrumbarse totalmente. De acuerdo a los más celosos y bien intencionados profesores, en lo se refiere a conocimientos, estos deben ser ilimitados en el caso de los embajadores. En su Utopía, Tomas Moro considera y selecciona a los embajadores como a los sacerdotes, «como pertenecientes a la orden de los sabios». Los embajadores deben ser lectores infatigables; de lo contrario, es seguro que fracasarán, como un soldado que fuera indiferente al ejercicio físico. La historia por supuesto debe ser su estudio principal; en eso todos concuerdan, pero esa es solo una de las materias de la enciclopedia viviente que tiene que ser un embajador. Maggi quería que fuera versado en las Escrituras, en el arte de la dialéctica, en ciencias civiles, es decir, en el gobierno de Estados y ciudades, en historia natural, astronomía, matemáticas, geografía; así como Platón había observado que la ciudad no será feliz hasta que los filósofos reinen o hasta que los reyes filosofen; deben conocer tierras y mares, y deben ser maravillosamente adictos a la música; y practicar la contemplación, ya que es la fuente de toda acción. Maggi, quien pintaba a sus embajadores como sus compatriotas italianos pintaban sus glorificados y endiosados príncipes en los cielos de 262

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sus palacios, había ido tan lejos que algunos protestaron. Hotman, por ejemplo, le reprochaba a él y a su ralea por hacer de sus diplomáticos «teólogos, astrólogos, dialécticos, excelentes oradores, erudito como Aristóteles y sabio como Salomón, un hombre imposible de encontrar en la tierra». Pero concordando que ser un experto en todo —sobre todo para un hombre de vida activa— era una imposibilidad, los críticos debieron reconocer el hecho, aún efectivo hasta nuestros días, que no existe ningún tipo de conocimiento, ciencia o habilidad que no pueda ser de utilidad en esta profesión; y entonces se deben adquirir todo tipo de conocimientos hasta donde lo permita nostra tam actuosa vita, usando las palabras de Maggi. Hotman, a pesar de todas sus críticas, quería que sus enviados supieran historia, filosofía moral y política, lenguas extranjeras, derecho civil romano, y —hablando en general— que fueran adictos a las letras; debían tener el suficiente entrenamiento intelectual que les «enseñara cómo hablar y contestar, calificar la justicia de una guerra, o la equidad de las pretensiones y requerimientos […] como sopesar la razón y escapar a los sofismas y sutilezas». Si el designado carece de tal educación, debe tratar de adquirir tanta como sea posible mientras trabaja, «aunque, la verdad sea dicha, es un poco tarde comenzar a cavar un pozo cuando ya se tiene sed… Deberá evitar especialmente mostrar desdén hacia la gente letrada, sino más bien mostrar consideración hacia hombres de erudición y experiencia, que son apreciados en todos los Estados civilizados». Una justa medida debe ser apreciada en todo, y cuidadosamente debe abstenerse de imitar, dice Wicquefort, el l’humeur contradisante de los pedantes. Un opúsculo escrito por un embajador del siglo xvi, uno de los pocos relatos sobre la profesión diplomática escrito por un miembro del patriciado veneciano, nos suministra interesante información en la materia. Además del lugar común de una «placentera y viril prestancia», que se encuentra en todos los panfletos de la época, el autor lista las calificaciones requeridas de aquellos que se inician en la «ruta de las embajadas»: una predilección por el estudio, las virtudes «honestas», un ilustre y honorable padre; y dos requerimientos adicionales que deben ser interpretados a la luz del sistema de selección veneciano: la posesión de numerosos parientes y de «muy próximos amigos». Pero la «mejor estrategia» era ganarse el afecto 263

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de «aquellos con autoridad», y esto solo podía ser logrado «mostrándose práctico en asuntos de Estado» y bien versado en relaciones exteriores. Los embajadores debieran aprender idiomas extranjeros, además del hecho de que necesariamente debían hablar latín, que era desde tempranas épocas el lenguaje común de las naciones cristianas; y francés, que había sucedido al latín, siendo hablado según Rousseau de Chamoy, por «casi todos los príncipes y ministros con que los embajadores de Francia tengan que tratar». En todo caso es una gran ventaja saber el idioma del país donde se está, y la gente agradece el esfuerzo. La idea, no obstante, que el inglés debiera ser uno de los idiomas a ser aprendidos, nunca se le ocurrió a nadie, y hasta donde se sabe, no aparece en ninguna lista de entonces, entre aquellos a ser estudiados. Además de italiano, latín, español, francés, alemán, la lista de Maggi incluye turco, pero nada de inglés. Aun la lista De Callières, que es de 1716, omite el inglés. En lo que se refiere a las virtudes morales de un embajador, los manuales del período no son menos rigurosos en sus aprendizajes. ¿No eran los embajadores una especie de sacerdotes laicos, con una tarea sagrada que cumplir y con un deber moral de interés para la totalidad de la humanidad? El Soberano del mundo debe guiarlo; en consecuencia, la piedad debe ser una de sus cualidades básicas, y en ello todos los manuales concuerdan. Bernard du Rosier señala, en el siglo xv, una lista de 26 virtudes con que este pacificador de conflictos debe estar adornado: se espera que sea «sincero, recto, modesto, templado, discreto, bondadoso, honesto, sobrio, justo», etcétera. Ermolao Barbaro, en el mismo siglo, quiere que tenga «manos y ojos tan puros como los de un sacerdote oficiando en el altar. Hay que recordarles que no se puede hacer nada más meritorio por la República que llevar una vida santa e inocente». La misma visión prevaleció en los siglos siguientes. «El embajador», decía el amigo de Rosard, el obispo Pierre Danès, que había enseñado griego en el Colegio de Francia y representado al rey en el Congreso de Trento, «debe parecer en su vida privada, pío, justo y amigo de la común tranquilidad». Dolet lo quiere irreprochable en su moralidad, aun en países donde la inmoralidad sea una elegancia y, siendo ampliamente practicada, su conformidad con la costumbre general posiblemente sería ampliamente aprobada más que censurada: evitando eso sí la hosquedad. Para Hot264

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man, el embajador debía sobre todo ser un hombre honesto, caritativo con el pobre, y confiable para todos, «cuidadoso en no comprometerse livianamente, pero cumpliendo religiosamente lo que haya prometido; ya que por supuesto, la gente se ofende menos por una negativa que por una perfidia». Bragaccia quiere que posea todas las virtudes, y dedica un capítulo separado en su inmenso tratado a cada virtud, recomendándole además a su enviado que en sus dificultades se encomiende, «primero a Dios, fuente de toda bondad». Déjenlo ser virtuoso, dice Germonius, «ya que no hay nada más querible que la virtud, nada que gane el amor de los hombres, tanto como amamos de alguna manera por sus virtudes y probidad, aun a hombres que nunca hemos visto». Un anónimo francés de alrededor del 1600, desea que los embajadores se muestren «grandes observadores y defensores de la religión, la justicia y la prosperidad común». Luis xiv tenía observadores que le informaban si sus embajadores iban a misa todos los días, y uno de ellos Barrillon, acreditado en Inglaterra, recibió una severa amonestación porque no lo hacía, y porque había sido visto conversando con su vecino durante el servicio. Esto sin embargo no era solo piedad, sino en una época de pompa, lazos dorados, pelucas y plumas, era una muestra más de la misma frivolidad. Una virtud fundamental en un embajador era y es la puntualidad. «Los troyanos mandaron a sus diputados donde Tiberio, a fin de ofrecerle condolencias por la muerte de su hijo, siete u ocho meses después de su deceso. En represalia por la tardanza dijo el emperador: ‘Yo también lamento profundamente la pérdida sufrida por ustedes de Héctor, vuestro buen y valeroso compatriota’, a lo que todos rieron, ya que Héctor había fallecido varios siglos atrás». Los buenos embajadores cuidarán sus palabras; nunca se burlarán del país donde estén, no desacreditarán al príncipe ante el que estén acreditados; aunque representen una monarquía, no deberán «denigrar las formas de gobierno popular», mucho menos deberán aventurar ninguna controversia en detrimento de su propio pueblo: «nuestro país es nuestra madre… debemos ser tan celosos de su honor como de la propia». Debido a los peligros que representaban ciertas misiones, un temperamento impermeable al miedo era considerado indispensable:

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Por la misma causa los romanos y otras repúblicas, bien advertidas del carácter peligroso de las legaciones, honraban con una estatua la memoria de aquellos que habían muerto en cumplimiento de tales misiones. De ahí la desafiante respuesta de un embajador ateniense al rey Felipe de Macedonia que lo amenazaba con cortarle la cabeza. «Si me decapitas, mi país me dará una cabeza nueva que será inmortal».

No obstante, Hotman observa: «No a todos sin embargo les atraería la oportunidad, y más de alguno preferirá mantener la suya». Pero no siempre eran los adversarios los decapitadores; una muestra más de los riesgos profesionales da cuenta de que luego de la primera reunión oficial entre romanos y parthos en el Éufrates en 92 a.C., los romanos que fueron representados por Sulla —quien fuera posteriormente dictador de Roma— juzgó mal a los parthos, asumiendo que sus embajadores habían venido a someterse como vasallos. Los trató con tal desdén que el embajador partho fue posteriormente degollado por tolerar tal humillación. Ya en el siglo xviii, en 1737, en su «Discurso sobre el arte de negociar, Pecquet aporta su visión a la interminable lista de habilidades necesarias para un embajador. Además del francés, «que se ha transformado en cierta manera en el idioma de toda Europa», es necesario el estudio de lenguas extranjeras, y a continuación sigue una impresionante lista de las aptitudes morales indispensables para cualquier miembro respetable, de esta a sus ojos, cuasi sagrada profesión. El embajador que él aprueba es justo y ponderado en sus juicios, evita vanas oscilaciones de entusiasmo o antipatía, es cuidadoso en «no confundir excitación (inquiétude d’sprit) con actividad», es paciente y valiente, nunca se descorazona: Sin descuidar nada que pueda asegurar el éxito de una iniciativa, todos los obstáculos deben ser considerados fríamente, manteniendo una posición de firmeza frente a aquellos que normalmente se encuentran a cada paso. El embajador nunca debe desanimarse, sino sentir satisfacción cuando ha dado todo lo humanamente posible, y sobre todo, no guardar rencor ni prejuicio contra gente que le ha puesto obstáculos en el camino, ya

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que en muchos casos no hacen otra cosa sino lo que él mismo hubiera hecho si se encontrara en su lugar.

La modestia personal debe ser practicada, agrega Pecquet: Ya que no es incompatible con la dignidad atribuida al carácter representativo del embajador; y sin la cual, es difícil contentar a los hombres. No todos los momentos de la vida de un enviado requieren ser dificultados por su carácter profesional; se transformaría en un agobio para sí mismo y para los demás… Los honores concedidos en su carácter de representante son fácilmente confundidos por los receptores como homenajes personales… La falla es frecuente en los principiantes; farsantean con que se han transformado en hombres nuevos; se consideran como reales príncipes, arrancan de todos y piensan que pueden prescindir de todo, su lenguaje pronto armoniza con tal actitud, y llaman dignidad a lo que no es más que orgullo y autosuficiencia.

El desinterés es de la más alta importancia; no solo los regalos siempre deben ser rechazados, aunque estén autorizados por la costumbre y por el gobierno propio, ya que ninguna ambición de riqueza o ganancias de ningún tipo puede ser tolerada en un embajador, excepto aquella de servir apropiadamente a su país. Además, hay que dejar que aquellos que abrigan otros deseos, miren a otra parte: en «una profesión tan importante», esos deseos son síntomas de un grave riesgo que debe ser evitado a toda costa: el riesgo de «corrupción del corazón». A estas alturas nos estamos ocupando de las calidades del corazón de un diplomático, y por lo tanto, distanciándonos más y más de Maquiavelo… De Callières, por su parte, sostiene que para ser un buen negociador, «no es suficiente tener todas las destrezas y dones del intelecto: la noción del ‘embajador ideal’ como una persona gobernada por su razón más que por sus pasiones…; es necesario además que tenga aquellas que resultan de los sentimientos del corazón, ya que no existe una función que requiera más altura y nobleza de conducta». El que entre a esta profesión sin desinterés, y que quiera «promover intereses distintos a la gloria de haber triunfado… es seguro de que jugará el papel de individuo muy me267

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diocre, y si cualquiera negociación importante tiene éxito en sus manos, el resultado deberá ser atribuido a alguna afortunada casualidad que le despejó todas las dificultades». La pompa, cintas de oro, bordados, gran fortuna, antiguo linaje, no son sino asuntos secundarios: «Hay embajadas temporales para la mera ostentación, como aquellas para ceremonias de matrimonios o bautizos, que para su realización no se requiere más que un gran nombre, y mucha riqueza… Pero cuando los asuntos tienen que ser negociados, se requiere un hombre, no un ídolo». Para De Callières, los embajadores tienen que haber viajado al extranjero y estudiado otras naciones, «pero no de la manera de nuestros jóvenes que, al término de la academia o de la universidad, van a Roma a admirar palacios, jardines, y las ruinas de antiguas edificaciones, o a Venecia a ver la Ópera y a los cortesanos: deben viajar un tanto mayores y más capacitados para meditar y estudiar las formas de gobierno de cada país». De Callières también quiere que el aprendizaje de los enviados sea considerable, aunque en condiciones que no los arruinen, o que hagan de ello su principal ocupación. Parece apropiado que «un negociador tenga un conocimiento general de las ciencias suficiente para alumbrar su entendimiento sin que sea poseído por el mismo, quiero decir que no deben hacer más por la ciencia de lo que deben hacer por la profesión, sino ver en ella un medio para ser más prudentes e inteligentes: absteniéndose del orgullo y de demostrar desdén por aquellos menos informados». Para Pecquet, los objetivos de la verdadera diplomacia son tan altos, la responsabilidad tan grande, que tal llamado tiene un carácter sagrado; para él aún más que para los tutores de épocas anteriores, es una especie de apostolado, e igual que en otras vocaciones sagradas, es indispensable comenzar desde la juventud un severo entrenamiento mental y especialmente moral. «La suerte de su país está en manos del negociador», sus funciones son de las más difíciles, ya que «todo en ellas son, por así decirlo, coyunturales», y requieren pensamientos más profundos que «materias que ofrecen puntos fijos y demostrables». Al igual que para la Iglesia, el aprendiz de embajador «si ha de llegar a ser superior, debe ser preparado desde la niñez para esta importante función», señala Pecquet. «Sus estudios tanto como sus entretenciones no deben tener otro objetivo; debe trabajar incansablemente para formar 268

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su juicio, acostumbrándose temprano a obtener ideas claras en todos los asuntos, y llenar su mente con principios capaces de guiarlo tan infaliblemente como sea posible en cualquier encrucijada». En consecuencia, cuando estudie historia —idealmente historia moderna que debiera ser su objeto principal de atención, pues ofrece tantos problemas cruciales— debe tratar de mantenerse imparcial: «ya que todo país ha tomado parte en eventos públicos, y es muy normal que al leer se juzgue a la propia nación favorablemente y sentir pasión por ella en detrimento de otras». De tales prejuicios «pueden fluir consecuencias de no poca importancia». Nunca es ventajoso caminar con los ojos vendados, sentencia. Pecquet concluye sus reflexiones diciendo que el juicio de ciertos hombres está predispuesto por consideraciones personales; nada puede ser peor en un embajador: Normalmente pasa que un enviado que no se cree suficientemente bien tratado o considerado adecuadamente en una Corte, envenena hasta las cosas más simples. En otros casos, si ve que no existe una buena disposición de entendimiento entre el príncipe al que sirve y aquel ante el que está acreditado, piensa que paga homenaje al primero amargando todo y dando recomendaciones violentas.

El deber de un negociador es «hacer completa abstracción de su propia persona». Harold Nicolson hace un resumen de lo que el experimentado diplomático francés François de Callières decía, en 1716, sobre las calidades específicas que un diplomático debía poseer: El buen diplomático debe tener una mente observadora, el don de la concentración para evitar ser distraído por placenteras entretenciones o frivolidades, un juicio certero para tomar la justa medida de las cosas, y dirigirse rectamente al objetivo por el sendero más corto y natural sin deambular en sutilezas y refinamientos sin sentido. El buen negociador debe tener un don de penetración tal, que le permita discernir los pensamientos de los hombres y deducir de los sutiles movimientos de sus facciones qué pasiones los conmueven internamente. El diplomático debe 269

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ser rápido e ingenioso, un buen escuchador, cortés y amable. No debe pretender ganarse una reputación de inteligente, tampoco debe ser tan discutidor como para divulgar información secreta con el sólo afán de ganar una disputa. Sobre todo, un buen negociador debe poseer suficiente autocontrol como para resistir los deseos de hablar antes de haber pensado bien lo que quiere decir. No debe caer en el error de asumir un aire de misterio que no es más que síntoma de una mente pequeña, en que los secretos son fabricados de la nada y una simple nimiedad es exaltada como asunto de Estado. Debe prestar atención a las mujeres, pero nunca perder su corazón. Debe ser capaz de simular dignidad aunque no la posea, y al mismo tiempo evitar todo despliegue de mal gusto. La valentía también es una cualidad esencial, ya que tímido alguno puede pretender coronar con éxito una negociación confidencial. El negociador debe poseer la paciencia de un relojero y ser ajeno a prejuicios personales. Debe tener una naturaleza calma, capaz de sufrir alegremente la estupidez, y no entregarse a la bebida, al juego, a las mujeres o a la ira, o a cualquier otro humor o fantasía caprichosa. Además, el negociador debe estudiar historia y memorias, estar familiarizado con instituciones y costumbres extranjeras, siendo en cualquier país capaz de discernir donde efectivamente reside la soberanía. Cualquiera que pretenda ingresar a la profesión diplomática debe saber alemán, italiano y español, así como latín, cuya ignorancia debiera ser una desgracia y vergüenza para cualquier hombre público, ya que es el idioma común de todas las naciones cristianas. Debiera también tener algún conocimiento de literatura, ciencias, matemáticas y derecho. Finalmente debe recibir maravillosamente, sin olvidar que un buen cocinero frecuentemente es un excelente conciliador.

Ciertamente es un formidable catálogo de calificaciones y capacidades. Pero debe observarse que el don de la retórica no figura entre los muchos talentos con que debía contar el diplomático ideal en el siglo xviii. La antigua concepción del embajador como un abogado u orador había por entonces desaparecido completamente. No fue hasta el resurgimiento del método diplomático democrático en el siglo xx, que las habilidades retóricas nuevamente asumieran su cansina marcha entre las artes de la negociación. 270

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Hay que señalar asimismo los defectos funcionales que tienden a desarrollar los diplomáticos profesionales, para lo que acudimos a las ilustradas observaciones de Harold Nicolson: Han observado la locura o el egoísmo humano operando en tan diferentes circunstancias que pueden llegar a equiparar serias pasiones con sentimientos transitorios y así subestimar las profundas emociones por medio de las cuales naciones completas pueden ser remecidas. Están tan acostumbrados al contraste entre aquellos que conocen los hechos, y aquellos que los desconocen, que olvidan que estos últimos constituyen la gran mayoría y son los legítimos depositarios de la decisión final. Pueden haber deducido por experiencia que el tiempo es el mejor conciliador, que las cosas poco importantes no importan, y que las cosas importantes se solucionan solas; que las equivocaciones son las únicas que son realmente efectivas; y pueden llegar a inclinarse hacia la falacia final; que no hacer nada es lo mejor en toda circunstancia [Es casi como estar oyendo al presidente Ramón Barros Luco 1910-1915, con su conocida frase «El 99% de los problemas se resuelven solos y el 1% restante no tiene solución»]. Pueden ser personas estúpidas o complacientes; pero hay pocos tipos humanos más deprimentes que el diplomático presuntuoso, reflejado en el personaje del Marqués de Norpois de Marcel Proust. Pueden ser de carácter débil, con tendencia a informar sólo lo que les parece agradable, en lugar de la verdad. Pueden ser vanidosos, un defecto que puede llegar a ser desastroso para todos los comprometidos. Y frecuentemente pueden llegar a ser «desnacionalizados» o internacionalizados; consecuentemente deshidratados, unas elegantes cáscaras vacías. Pero en todo caso, claramente una profesión no debe ser juzgada por sus fallas.

Aunque hay algunos conceptos que se repiten, parece interesante incluir aquí lo que resume John Knapp, siguiendo los escritos y epistolario del famoso diplomático francés Adolphe de Bourqueney (1816-1869), que sostiene que un diplomático debiera responder a las siguientes máximas: Entrénese. El cometido de la carrera es muy importante como para dejarlo a amateurs, exiliados políticos, o amigos personales de aquellos en el poder. La formación debe incluir la adquisición de varios idiomas, aguzar las 271

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capacidades memorísticas, y la habilidad de escribir bien. Informe fielmente. Antes que nada, un representante en el extranjero debe a su gobierno la verdad como la aprecie, por amarga que sea. Entienda las diferencias entre forma y sustancia, y que ambas son importantes. La diplomacia es un proceso, no solo un resultado. Dé pasos pequeños. «Nunca se apresure antes de los eventos». En el proceso diplomático reconozca el valor del proceso mismo. Saltar a una conclusión lógica no hace bien si no es lógica para los demás. Trate a los colegas como individuos. «Separe al ministro de su misión». Amistad y civilidad, extendidas y recibidas, son importantes, aún más cuando se negocia con un oponente, que con un aliado. Entienda el punto de vista y argumentos de los oponentes. Una aproximación sin dogmatismos suaviza y frecuentemente desarma incluso oposiciones acaloradas. Reúnase cara a cara siempre que sea posible. La palabra escrita no es sustituta de la hablada. La entrevista es la más alta expresión del arte diplomático, pues ofrece la oportunidad no solo de oír las palabras, sino también juzgar los gestos y analizar el ánimo del interlocutor. Vea la diplomacia como teatro. Enojo, resignación, temor y felicidad son todas emociones que pueden ser útiles en orden a ganar una discusión. Simuladas o reales son importantes armas; y consecuentemente, es necesario reconocer que el oponente las puede usar en nuestra contra. Sea flexible. -PRVF$MBVTFXJU[MMBNBjMBOFCMJOBEFMBHVFSSBvFTBQMJDBCMFUBNCJÊO en diplomacia. Las condiciones pueden revertirse en horas, todo lo que un diplomático puede hacer es estar preparado para cualquier eventualidad. Manténgase en segundo plano. El centro del escenario no es la ubicación para un diplomático eficaz, que debe por definición estar relativamente libre de motivos egocéntricos. Susurrando desde los márgenes se consigue más que sobresaliendo. Qué se necesita para ser un embajador exitoso a principios del siglo xx, el mismo Harold Nicolson propone en 1939 a una persona de experiencia, integridad, e inteligencia; un hombre de recursos, buen temperamento y valentía; sobre todo, que no sea dominado por las emociones o prejuicios, que sea profundamente modesto en todas sus transacciones, que sea guiado solo por su sentido de deber público, y que entienda los peligros de la agudeza y las virtudes de la razón, moderación, discreción, paciencia y tacto; y además, que sea capaz de manifestar todas estas difí272

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ciles cualidades al mismo tiempo. Sostiene asimismo que la base para una buena negociación es la influencia moral, y que tal ascendiente se funda en las siguientes virtudes diplomáticas: veracidad, no solo la abstención de conscientes declaraciones erróneas, sino el escrupuloso cuidado para evitar sugestión de falsedades o la supresión de la verdad; precisión, que incluye tanto la precisión intelectual como también moral; calma, no debe mostrar irritación cuando sea confrontado con la estupidez, deshonestidad, brutalidad o presunción de aquellos con que tenga el desafortunado deber de negociar, y deberá tragarse todas las animosidades, las predilecciones personales, todos los entusiasmos, prejuicios, vanidades, exageraciones, dramatizaciones, e indignidades morales; buen genio, o al menos debe ser capaz de mantener su genio bajo control; paciencia y perseverancia, que están entre las primeras virtudes diplomáticas; modestia, ya que los peligros de la vanidad difícilmente puedan ser exagerados, ya que se puede ofender por ostentación, esnobismo o por simple vulgaridad; y lealtad, que se manifiesta en varias formas e incluso a veces conflictivamente, lealtad con su soberano, con su gobierno, ministro y Cancillería, lealtad a su propio personal, con el cuerpo diplomático donde reside, con la colonia de sus connacionales, con los intereses comerciales de su país, y con el gobierno ante el cual está acreditado. Todo ello dando por descontado calificaciones como inteligencia, conocimiento, discernimiento, prudencia, hospitalidad, encanto, diligencia, valentía, e incluso tacto. Como contrapunto, el mismo autor plantea que las carencias de los diplomáticos amateurs, no profesionales, es que tienden a ser poco fiables no exclusivamente por su falta de conocimiento y experiencia, sino porque son propensos, ya sea por vanidad o por lo efímero de su ejercicio, a buscar el éxito rápido; que por falta de confianza tienden a ser muy suspicaces; inclinados a ser demasiado celosos y expuestos a tener ideas brillantes; no habiendo adquirido la humana y tolerante incredulidad, que es el resultado de una larga carrera diplomática; que son frecuentemente asediados por convicciones, simpatías, e impulsos; que suelen llegar con un profundo desprecio por las formalidades diplomáticas y con cierta impaciencia por sus convenciones; que pueden llegar a ofender cuando únicamente tratan de inspirar genialidad; y que en sus informes y mensajes buscan más bien

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demostrar su sagacidad y brillantez literaria antes que suministrar a sus gobiernos una cuidadosa y sensible relación de hechos. Ya para concluir, representando las postrimerías del siglo xx, incorporo una reflexión de monseñor Carlos Manuel de Céspedes GarcíaMendocal, vicario de la Arquidiócesis de La Habana. El diplomático profesional y sano es persona que no se refugia en la apariencia, ni en la inmediatez. Sabe que casi siempre, las raíces del problema encarado están más allá y, una vez discernidas, tiene el coraje de plantearlas, pues tiene la convicción que mientras no se llegue a ellas, el problema aparentemente resuelto en la inmediatez volverá a surgir una y otra vez. Un buen diplomático está llamado siempre al cultivo de la sabiduría de lo posible, siempre que lo posible no deje de ser bueno o verdadero. A título de realismo político no se puede cohonestar cualquier situación. El diplomático debe ser una persona dotada de una muy sólida «armazón» ética. 

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Conclusiones

Hay que dejar establecido que aunque la historia no se repite exactamente, la diplomacia es la práctica de características y calidades que sobreviven de evento en evento y de siglo en siglo, en que el pasado siempre se proyecta en un hilo de continuidad. Cambio y continuidad son una constante en las políticas exteriores de los países, y por lo mismo en el arte de la diplomacia. Como hemos visto a lo largo de las páginas precedentes, diplomacia es una palabra que en ocasiones aparece con una connotación positiva, relacionada con la capacidad para evitar conflictos personales, grupales o entre Estados, y en otras circunstancias aparece relacionada con el menoscabo de la verdad, con la simulación; en orden —es cierto— a evitar conflictos, pero a cualquier precio; o sea, al precio de mentiras o medias verdades que no son otra cosa que verdades deterioradas. En el primer caso sería una cualidad positiva a la que toda persona razonable y buena debiera aspirar; en el segundo, se trataría de un defecto emparentado con la hipocresía y con distintas formas de falsedad, que todas las personas sensatas y benevolentes deberían evitar. El fundamento de toda actividad diplomática, en último término, debiera ser la búsqueda de entendimientos y la solución pacífica de conflictos en el ámbito de las relaciones internacionales. Esta búsqueda de entendimientos supone un cierto grado de confianza recíproca, que no se logra sino con los espacios de verdad que se puedan crear y con el trato amable y respetuoso. Hay que contar con los errores de apreciación que son a menudo, precisamente, la fuente de conflictos. Pero «hablando se 275

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entienden los hombres» y hay un solo camino para esclarecer las apreciaciones erróneas: el diálogo. Lo que resulta inaceptable en el diálogo, en la búsqueda de confianza y entendimiento, es la mentira. Ir a la mesa de negociaciones armados de mentiras conscientes, es renunciar al éxito sostenido y provocar la búsqueda de las pseudosoluciones de la violencia. Un buen diplomático es la persona que tiene convicciones que considera verdaderas, pero que sabe que también puede equivocarse; que puede tener un conocimiento limitado y hasta erróneo de la realidad. Esto lo obliga a exponer su verdad de manera aceptable para el otro y a escuchar la verdad del otro con discernimiento y corazón abierto. Un diálogo no puede avanzar al paso de evidencias reales o ficticias que se lanzan al rostro de la contraparte como municiones de ataque. La argumentación reclama presentación serena, amable y disponibilidad para conceder la posibilidad de otros puntos de vista, en aras de caminar juntos; de lo contrario, haremos odiosa nuestra convicción u opinión. Para llegar a avanzar juntos es necesario proceder al ritmo que permita la aceptación progresiva de las propuestas expresadas razonablemente, con argumentos sólidos y con ánimo de servicio y de liberación, no de humillación. Los caminos de la buena diplomacia suelen transitar por la complementariedad enriquecedora, no por la uniformidad aplastante, dando por sentado eso sí que no toda tolerancia es tolerable.  Tal aproximación es indudablemente un ideal hacia el que todos los buenos diplomáticos debieran esforzarse. Pero siempre ha existido la escuela de pensamiento que considera que la seguridad e intereses del Estado propio constituyen la suprema ley moral; y que son meros sentimientos sostener que las convenciones éticas que gobiernan las relaciones entre individuos debieran ser aplicadas a las relaciones entre los Estados soberanos. Es un debate que perdura. ¿Para qué la diplomacia? ¿Por qué reglas debe regirse? ¿Qué es más importante cuando se conducen relaciones exteriores: rectitud moral o puro interés, cortesía o astucia, la urbanidad de un embajador o la sutil maestría de un asesino? ¿Realismo o idealismo? Cuando se exponen las reglas y exordios de la diplomacia, los idealistas insisten en que se deben regir por los dictados del orden moral universal, por los imperativos éticos que gobiernan la interacción entre sociedades. 276

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Por supuesto, los gobernantes invariablemente recurren a la diplomacia para avanzar sus propios intereses, pero aun así hay una buena y una mala forma de conducir las relaciones exteriores. La justicia y el juego limpio no son solo valores que merecen ser buscados por sí mismo, sino además porque promueven relaciones respetuosas y dinámicas. Los realistas consideran esto como una ingenuidad, y sugieren perseguir más bien el puro interés, considerando que la justicia absoluta es una quimera, y más que hacer genuflexiones a una benigna ley de las naciones, los líderes políticos debieran regirse por la fuerza de la ley de la naturaleza. El poderoso siempre dominará al débil, la búsqueda del poder e influencia es tan noble como necesaria, y si no se busca dominar a otros, entonces con el tiempo, otros seguramente terminarán dominándonos. Si miramos nuevamente hacia atrás por un momento, la clásica Atenas fue normalmente reconocida por su perspectiva decididamente realista. En 416 a.C., durante la Guerra del Peloponeso, Atenas lanzó una expedición en contra de la isla de Melos, una colonia espartana que porfiadamente se resistía a la alianza con el Imperio ateniense. Se despacharon enviados para negociar con el gobernador de la isla. «Por nuestra parte», comenzaron a señalar los atenienses, «no vamos a recurrir a frases delicadas», o sostener que Atenas se merece su imperio por los servicios que ha prestado en el pasado al mundo griego. Para alcanzar su decisión, los melianos deben evitar argumentar y «tratar de conseguir lo que es posible alcanzar… cuando las cosas son discutidas por gente práctica». El resultado justo es siempre determinado por el hecho de que «el fuerte hace lo que su poder le permite y el débil debe aceptar lo que se vea forzado a aceptar». En las presentes circunstancias «nosotros dominamos el mar, y ustedes son isleños, e isleños más débiles que el resto». Cualquier invocación a «cosas como juego limpio y tratamiento justo» serán desestimadas de plano. La «senda de la justicia y el honor» lleva al peligro; la senda del interés propio, a la seguridad. «No hay nada vergonzoso en ceder ante la más grande ciudad en la Hélade cuando ofrece términos tan razonables: alianza sobre la base de pago de tributos y libertad para que disfrutéis vuestras propiedades». Atenas simplemente se estaba comportando como el gran poder que era, asegurando la expansión de su influencia para prosperar.

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Los melianos no se convencieron. «Nuestra decisión, atenienses, es la misma que al principio. No estamos preparados para entregar en un momento la libertad que nuestra ciudad ha disfrutado desde su fundación hace setecientos años. Confiamos nuestra suerte a la fortuna que nos manden los dioses… y en la ayuda de los hombres, es decir, los espartanos». La confianza fue mal jugada y, luego de un período de sitio, «los melianos se rindieron incondicionalmente a los atenienses, que mataron a todos los hombres en edad militar y vendieron como esclavos a las mujeres y niños». Este relato, de los llamados «Diálogos melianos», proviene del historiador Tucídides (460-400 a.C.) normalmente señalado como el padre fundador de las teorías realistas. Indudablemente ofrece una relación sesgada del arte de gobierno griego. Tenía una particular visión de la naturaleza de la vida política griega, una precisa (y para algunos atractiva) teoría sobre cómo se gobernaban los asuntos de los hombres, y acomodaba sus historias consecuentemente. Pero si exageraba, Tucídides, como el gran historiador reconocido por el mundo que era, estaba seguramente en lo cierto al diagnosticar el puro interés como uno de los motores de la política griega. Así, inauguraba una tradición que habría de ser proyectada hasta nuestros días por pensadores tales como Nicolás Maquiavelo y Thomas Hobbes. Existe la tentación de rechazar esta teoría como innoble y reaccionaria, y contrastarla con la brillante pureza de la opuesta. Aun así, en los IFDIPTMBEPDUSJOBEFj.ZDPVOUSZSJHIUPSXSPOHvQSPEVDFVOQPEFSPTP llamado a muchos millones de personas suficientemente civilizadas; puede incluso estimular virtudes tales como el autosacrificio y disciplina; energiza y suministra a la diplomacia con directivas que son a la vez más potentes y más precisas que las vagas aspiraciones del iluminismo. Aun así, la experiencia práctica lleva a la convicción de que la diplomacia «moral» es en último término la más efectiva, y que la diplomacia «inmoral» derrota sus propios propósitos. No obstante, parece dudoso atribuir el desarrollo del arte de la negociación solo a impulsos éticos. Sería distorsionar las proporciones actuales del desarrollo a una escuela «buena» y la otra como «mala», quedando expuestos a los terribles peligros de una pretendida superioridad moral, parcialidad, e incluso indignación moral.

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Se dice entonces, que las peores clases de diplomáticos son los misioneros, los fanáticos y los legistas; y los mejores son los razonables y humanamente escépticos. En una era en que la personalidad se transforma en uno de los factores decisivos en política, el carácter e inteligencia de un embajador son de vital importancia, y los métodos con seguridad serán los mismos de aquellos que, en el curso de siglos, han sido siempre encomendados a hombres de humanidad y sentido común. El éxito está siempre fundado en los sólidos principios de moderación, trato justo, razonabilidad, crédito, compromiso, y la sospecha sobre toda sorpresa o extremos sensacionales, y por lo tanto, parece razonable RVFEBSTFDPOMBEFàOJDJÓOEF&SOFTU4BUPXj%JQMPNBDJBFTMBBQMJDBDJÓO de inteligencia y tacto a la conducción de las relaciones oficiales entre los gobiernos de Estados independientes». Cabe recordar que para los griegos, Hermes fue la deidad tutelar de la diplomacia; un dios que en la antigüedad simbolizaba las calidades de encanto, artimañas y astucia; ya que el mismo día de su nacimiento le robó a su hermano Apolo cincuenta cabezas de ganado, y luego de esconderlas en una caverna, retornó a dormir pacíficamente en su cuna. Esta capacidad de ingenio fue calurosamente celebrada por Zeus, quien de ahí en adelante lo utilizó en las más delicadas misiones diplomáticas, incluyendo el asesinato de Argos. Para los griegos, Hermes era considerado como el bondadoso pero inescrupuloso patrón de los viajeros, mercaderes y ladrones. Fue de él que los heraldos recibieron la fuerza de sus voces y la capacidad de retención de sus memorias. Llegó a ser considerado como el intermediario entre el mundo superior e inferior; pero aunque era ampliamente popular, no era profundamente respetado. Siglos más tarde, los diplomáticos frecuentemente han lamentado que alguien menos brillante pero quizá más fiable no hubiese sido escogido como deidad tutelar de un arte de abolengo y nobleza. Fue Hermes el que dotó a Pandora, la primera mujer, con el don de halagos y engaños; y según el escéptico François La Mothe Le Vayer (15881672), los embajadores se transformaron en una necesidad en el momento «o poco después» que ella abriera su fatídica caja poniendo término a la era dorada, esparciendo los demonios por el mundo, y estos prosperaron encontrando para su crecimiento «un fructífero y bien cultivado terreno». 279

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Así, nacida en el día en que los demonios escaparon de la caja de Pandora, la función diplomática cesará solamente en el feliz, pero tal vez distante día, en que los demonios regresen a su caja, como señala J.J. Jusserand. No obstante, mientras no llegue ese venturoso día, vale la pena contribuir a su advenimiento procurando aplicar en propiedad y con altura de miras el ideario del embajador chileno Enrique Bernstein Carabantes (1910-1990): No temo los juicios de la historia si he defendido con sinceridad y buena fe los intereses de mi patria. Prefiero que se me acuse de ingenuo en las negociaciones y no de perverso. Que no se diga que mentí, sino que fui honrado y honorable. Que fui caballeroso más que hábil. Prudente sí, pero desleal jamás. Que busqué el entendimiento y rechacé el enfrentamiento. Que me batí por una causa justa, pero siempre con armas limpias, rechacé las intrigas y triquiñuelas, y abominé del engaño.

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Bibliografía

En la construcción de esta obra se ha seguido en lo fundamental la estructura de dos grandes tributarios: The Evolution of Diplomatic Method, el pequeño gran libro de Harold Nicolson, y The Ambassadors, de Jonathan Wright; e incorporando el resto de la bibliografía conforme la época y la temática tratada. Albrecht-Carrié, R. (1958). A Diplomatic History of Europe. Londres: Methuen & Co. Allen E., J. B. (1972). Post and Courier Service in the Diplomacy of Early Modern Europe. La Haya, Holanda: Martinus Nijhoff, Anderson, M. S. (1993). The Rise of Modern Diplomacy 1450-1919. Inglaterra: Longman House. Blom, Ph. The Vertigo Years, Europe 1900-1914. Nueva York: Basic Books. Cuttino, G. P. English Diplomatic Administration 1259-1339 (1971). Oxford: Clarendon Press. De Céspedes García-Menocal, C. M. «La diplomacia. Buena cualidad o defecto, ciencia del arte de la verdad o la mentira». Revista Diplomacia No 98 de Abril-Junio 2004. Der Derian, J. On Diplomacy  0YGPSE 3FJOP6OJEP#BTJM#MBDLXFMM*OD Freeman, Ch. (1996). Egypt, Greece and Rome: Civilizations of the Ancient Mediterranean. Oxford, Reino Unido: Oxford University Press. Gillet, A. (2003) Envoys and Political Communication in the Late Antique West, 411-533. Cambridge, Reino Unido: Cambridge University Press. Gordon A., C. (2008). Tact and Intelligence, Essays on Diplomatic History and International Relations. Palo Alto, California: The Society for the Promotion of Science and Scholarship, Inc.

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DIPLOMACIA Y DIPLOMÁTICOS DESDE LA ANTIGÜEDAD HASTA 1919 Este libro abarca un período de tres mil quinientos años de historia diplomáƟĐĂ͗ĚĞƐĚĞůĂŶƟŐƺĞĚĂĚŚĂƐƚĂĞůƚĠƌŵŝŶŽĚĞůĂWƌŝŵĞƌĂ'ƵĞƌƌĂŵƵŶĚŝĂů͕ƐŝŐƵŝĞŶĚŽůĂĞdžƉĞƌŝĞŶĐŝĂĞƵƌŽƉĞĂĐŽŵŽƉƌĄĐƟĐĂƋƵĞĚŝŽŽƌŝŐĞŶĂůĂĚŝƉůŽŵĂĐŝĂ contemporánea. EŽƉƌĞƚĞŶĚĞƐĞƌƵŶƚƌĂďĂũŽĚĞĞƌƵĚŝĐŝſŶƐŝŶŽƵŶĂŽďƌĂĚĞŝŶŝĐŝĂĐŝſŶ͕ĂƉƵŶƚĂŶĚŽĂůŽĐĞŶƚƌĂůĚĞůĂŚŝƐƚŽƌŝĂĚŝƉůŽŵĄƟĐĂ͕ĂůĂĞǀŽůƵĐŝſŶĚĞƐƵƐŵĠƚŽĚŽƐLJ ƉƌĄĐƟĐĂƐ͕ĂƐƵƐŝŶƐƟƚƵĐŝŽŶĞƐ͕LJĂůƐŽƌƉƌĞŶĚĞŶƚĞƌŽůƋƵĞŚĂŶĐƵŵƉůŝĚŽůŽƐĚŝƉůŽŵĄƟĐŽƐĞŶĞůĞŶĐƵĞŶƚƌŽĚĞĐŝǀŝůŝnjĂĐŝŽŶĞƐ͘>ŽƐǀĞĚĂƐĚĞůĂ/ŶĚŝĂ͕ůŽƐĐƌĞƚĞŶƐĞƐ ŵŝŶƵĂŶŽƐŽůŽƐŐƌŝĞŐŽƐŵŝĐĠŶŝĐŽƐĚĞůDĞĚŝƚĞƌƌĄŶĞŽ͕ůŽƐĂƐŝƌŝŽƐLJďĂďŝůŽŶŝŽƐĚĞů ĞƌĐĂŶŽKƌŝĞŶƚĞ͕ŽůĂƐƚƌŝďƵƐĚĞůĂĚĂĚĚĞƌŽŶĐĞ͕ŝŶĐůƵƐŽůŽƐŝŶĐĂƐLJůŽƐĂnjƚĞĐĂƐ͕ŚĂŶŶĞĐĞƐŝƚĂĚŽĚĞůŽƐĞŶǀŝĂĚŽƐƋƵĞĨŽŵĞŶƚĂďĂŶĞůĐŽŵĞƌĐŝŽ͕ĂŐĞŶĐŝĂďĂŶ ĂůŝĂŶnjĂƐ͕ƚƌĂŶƐƉŽƌƚĂďĂŶƚƌŝďƵƚŽƐLJŵƵĐŚŽŵĄƐ͘ ^ĞŝŶŝĐŝĂĐŽŶůĂƐĂƌƚĂƐĚĞŵĂƌŶĂ͕ƋƵĞĚĂŶĐƵĞŶƚĂĚĞůĂƐƌĞůĂĐŝŽŶĞƐĞŶƚƌĞ ůŽƐƌĞŐĞŶƚĞƐĚĞŐŝƉƚŽLJůŽƐŐƌĂŶĚĞƐLJƉĞƋƵĞŹŽƐƌĞŝŶŽƐĚĞůŶƟŐƵŽLJĞƌĐĂŶŽKƌŝĞŶƚĞʹĂďŝůŽŶŝĂ͕ƐŝƌŝĂ͕ĂŶĂĄŶLJŽƚƌŽƐʹĚƵƌĂŶƚĞĞůƐŝŐůŽy/sĂ͕͘͘ƋƵĞ LJĂƌĞǀĞůĂďĂŶƵŶĂĐĂďĂĚŽĞŶƚĞŶĚŝŵŝĞŶƚŽĚĞůǀĂůŽƌLJĂůĐĂŶĐĞĚĞůĂĚŝƉůŽŵĂĐŝĂ͘ dĂŵďŝĠŶƌĞŇĞũĂŶƚĞŵƉƌĂŶĂŵĞŶƚĞĞůŽƌŐƵůůŽ͕ůĂƐƌŝǀĂůŝĚĂĚĞƐLJůĂĂƌƌŽŐĂŶĐŝĂ͕ƐŝŶ ůŽƐĐƵĂůĞƐůĂĚŝƉůŽŵĂĐŝĂĐŽŵŽĂĐƟǀŝĚĂĚŚƵŵĂŶĂƐĞƌşĂŝƌƌĞĐŽŶŽĐŝďůĞ͘ ů ĞƐƚƵĚŝŽ ĂďĂƌĐĂ͕ ĂĚĞŵĄƐ͕ ůĂ ĚŝƉůŽŵĂĐŝĂ ĚĞ 'ƌĞĐŝĂ͕ ZŽŵĂ͕ ŽŶƐƚĂŶƟŶŽƉůĂ͕ĚĞůDĞĚŝŽĞǀŽ͕ĚĞůZĞŶĂĐŝŵŝĞŶƚŽ͖ĚƵƌĂŶƚĞĞůŝƐŵĂLJZĞĨŽƌŵĂ͕ĚĞů^ŝƐƚĞŵĂ &ƌĂŶĐĠƐ͕ĚĞůƐŝŐůŽys///͕ůĂƚƌĂŶƐŝĐŝſŶĂůĂĚŝƉůŽŵĂĐŝĂŵŽĚĞƌŶĂ͕LJůŽƋƵĞƐĞĐŽŶƐŝĚĞƌĂďĂŶůŽƐĂƚƌŝďƵƚŽƐŶĞĐĞƐĂƌŝŽƐĚĞƵŶĚŝƉůŽŵĄƟĐŽĞŶĚŝƐƟŶƚĂƐĠƉŽĐĂƐ͘

ISBN 978-956-01-0097-9