Discursos del 98: Albores españoles de una modernidad europea 9783865279958

Investiga la modernidad española de principios del siglo XX, periodo en que la modernidad estética está a menudo eclipsa

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Spanish; Castilian Pages 442 [441] Year 2012

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Discursos del 98: Albores españoles de una modernidad europea
 9783865279958

Table of contents :
Índice de contenido
I. Prefacio
Discursos del 98: albores españoles de una modernidad europea
II. Discursos intelectuales del 98
Grupos y posiciones intelectuales del 98
El debate sobre hispanocentrismo o europeización: la crisis de 1898 en España
La dialéctica identidad / diferencia en Miguel de Unamuno
Discursos latinoamericanos en torno a la Generación del 98: el hispanismo
Del problema de España al problema de Europa: la crítica orteguiana del 98
Los pilares de la Hispanidad: la España imaginaria de Ramiro de Maeztu
¿Radicalismo político o estética radical?
III. La reinterpretación de la tradición: los mitos
Los símbolos colectivos en el 98
El «Quijote» como mito político y símbolo de identidad en la Generación del 98
Mitos de la Generación del 98: Don Juan
La vida es sueño: del discurso ortodoxo calderoniano al discurso existencialista unamuniano
IV. La cuestión de la modernidad: simbolismo, modernismo, decandentismo
La estética del 98: albores españoles de una modernidad europea transversal
La ambivalencia de las formas de la percepción en la obra de Miguel de Unamuno
Temporalidad y alteridad: la arqueología de Castilla en la obra de Antonio Machado
Discursos (con-)fluentes en dos novelas de Miguel de Unamuno
La modernidad silenciada: la cultura española en torno a 1900
El cuerpo tiene la palabra: influencias simbolistas en el teatro español hacia 1900
Santa / Satanás: discurso deífico / diabólico en Sonata de primavera
La conformación del simbolismo español
V. Arte y medios de comunicación
Entre la tradición y las vanguardias: la estética del 98
La música española en el entorno del 98: tradición y modernidad
Azorín como precursor de la escritura fílmica de la vanguardia: un estudio del discurso intermedial de los años 20
Los discursos cinematográficos del 98: del europeísmo a la españolidad
VI. Dos fines de siglo
El 98 y el proyecto moderno: dos momentos finiseculares
Escenas de traducción simultánea: la identidad cultural y el sujeto (pos)moderno en dos fines de siglo (Miguel de Unamuno, Antonio Muñoz Molina, Javier Marías)
VII. Datos bio-bibliográficos

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Jochen Mecke (coord.)

Discursos del 98 Albores españoles de una modernidad europea

Jochen Mecke (coord.)

Discursos del 98 Albores españoles de una modernidad europea

Iberoamericana • Vervuert 2012

Impreso con la ayuda de la Universidad de Ratisbona y del Centro de Estudios Hispánicos de la Universidad de Ratisbona/ Gedruckt mit freundlicher Unterstützung der Universität Regensburg und des Spanienzentrums der Universität Regensburg

Reservados todos los derechos © Iberoamericana 2012 c/Amor de Dios, 1 E-28014 Madrid © Vervuert 2012 Elisabethenstr. 3-9 D-60594 Frankfurt am Main [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-648-7 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-702-2 (Vervuert) e-ISBN 978-3-86527-995-8 Depósito legal: Diseño de la cubierta: Marcela López Parada Foto de la cubierta: Darío de Regoyos y Valdés: Vendredi Saint en Castille, 1904 © de la fotografía Museo de Bellas Artes de Bilbao Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico blanqueado sin cloro. Impreso en España

Índice de contenido I.

Prefacio

Jochen Mecke. Discursos del 98: albores españoles de una modernidad europea

II.

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Discursos intelectuales del 98

E. Inman Fox. Grupos y posiciones intelectuales del 98 Walther L. Bernecker. El debate sobre hispanocentrismo o europeización: la crisis de 1898 en España José Luis Abellán. La dialéctica identidad / diferencia en Miguel de Unamuno Walter Bruno Berg. Discursos latinoamericanos en torno a la Generación del 98: el hispanismo Francisco José Martín. Del problema de España al problema de Europa: la crítica orteguiana del 98 Norbert Rehrmann. Los pilares de la Hispanidad: la España imaginaria de Ramiro de Maeztu Richard A. Cardwell. ¿Radicalismo político o estética radical?

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III. La reinterpretación de la tradición: los mitos Michaela Peters. Los símbolos colectivos en el 98 José Rafael Hernández Arias. El «Quijote» como mito político y símbolo de identidad en la Generación del 98 Martin Franzbach. Mitos de la Generación del 98: Don Juan Gudrun Wogatzke. «La vida es sueño»: del discurso ortodoxo calderoniano al discurso existencialista unamuniano

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IV. La cuestión de la modernidad: simbolismo, modernismo, decadentismo Jochen Mecke. La estética del 98: albores españoles de una modernidad europea transversal Sabine Friedrich. La ambivalencia de las formas de la percepción en la obra de Miguel de Unamuno

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Vittoria Borsò. Temporalidad y alteridad: la arqueología de Castilla en la obra de Antonio Machado Annette Paatz. Discursos (con-)fluentes en dos novelas de Miguel de Unamuno Germán Gullón. La modernidad silenciada: la cultura española en torno a 1900 Serge Salaün. El cuerpo tiene la palabra: influencias simbolistas en el teatro español hacia 1900 Robert C. Spires. Santa / Satanás: discurso deífico / diabólico en «Sonata de primavera» Jorge Urrutia. La conformación del simbolismo español

V.

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Arte y medios de comunicación

José Luis Bernal Muñoz. Entre la tradición y las vanguardias: la estética del 98 Rainer Kleinertz. La música española en el entorno del 98: tradición y modernidad Dagmar Schmelzer. Azorín como precursor de la escritura fílmica de la vanguardia: un estudio del discurso intermedial de los años 20 Rafael Utrera. Los discursos cinematográficos del 98: del europeísmo a la españolidad

331 363 373 393

VI. Dos fines de siglo Gonzalo Navajas. El 98 y el proyecto moderno: dos momentos finiseculares Ulrich Winter. Escenas de traducción simultánea: la identidad cultural y el sujeto (pos)moderno en dos fines de siglo (Miguel de Unamuno, Antonio Muñoz Molina, Javier Marías)

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VII. Datos bio-bibliográficos

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En memoria de Inman Fox y Norbert Rehrmann

I. Prefacio

Jochen Mecke Discursos del 98: albores españoles de una modernidad europea España era el problema y Europa la solución. (José Ortega y Gasset)1 Al pasar revista a los trabajos de crítica literaria sobre la literatura española en torno a 1900, surge una aparente contradicción. Si, por un lado, se reconoce generalmente que la derrota de los buques españoles en la guerra de 1898 marcó un momento decisivo en la historia cultural de España, por el otro, cabe constatar que la noción historiográfica del mismo nombre no tuvo el mismo éxito. Como es sabido, la etiqueta que lleva el nombre de esta fecha simbólica, es decir, la llamada Generación del 98, es objeto de importantes objeciones.2 Por supuesto, los motivos de estas críticas son múltiples, pero uno de los más frecuentes se debe a la sospecha de que esta noción historiográfica aísla la literatura española de la modernidad europea y crea la impresión de ser algo completamente aparte. Ya Ricardo Gullón, en su conocido artículo La invención del 98, criticó que la noción de Generación del 98 había conducido a aislar la literatura española de su contexto europeo.3 En efecto, el célebre lema de Ortega y Gasset citado arriba se puede aplicar también a la historiografía de la literatura: Si «la Generación del 98» es el problema, un enfoque que la sitúe en el contexto europeo de la modernidad puede quizás contribuir a la solución de este problema de la historia literaria. Si, a pesar de todas las diferencias teóricas y metodológicas que los caracterizan, los trabajos presentados aquí comparten una convicción, es seguramente la necesidad de «modernizar» y «europeizar» la literatura española del principio del último siglo, es decir, investigar sus dimensiones europeas y modernas, dimensiones, por consiguiente, que una excesiva insistencia en sus particularidades «españolas» había 1 La cita completa dice: «Verdaderamente se vio claro desde un principio que España era el problema y Europa la solución.» (José Ortega y Gasset Ortega y Gasset: «La pedagogía social como programa político», en: Obras Completas I (1902-1916). Madrid: Revista de Occidente 1966, pp. 503-521, aquí p. 521). 2 Incluso si se puede dudar de la gravedad de las consecuencias económicas para el país, ya que cabe tener en cuenta que el regreso del capital invertido en las colonias regresaba a España y podía contribuir a una reinversión y un recrecimiento de la economía española, lo que es innegable es el impacto que tuvo el desastre militar sobre la identidad política y cultural de España (v. José Luis García Delgado / Juan Carlos Jiménez Jiménez: «La recuperación económica tras la pérdida de los mercados del ultramar», y Seco Serrano, Carlos: «Implantación y evolución de un modelo político: el Estado canovista», en: Laín Entralgo, Pedro / Seco Serrano, Carlos: España en 1898: las claves del desastre. Barcelona: Galaxia Gutenberg, pp. 261-276; pp. 21-64). En su ensayo España frente a Europa (Barcelona: Alba 1999), Gustavo Bueno lleva la evaluación de las consecuencias hasta la tesis que el desastre del 98 había invalidado una identidad política española tradicionalmente basada en la noción del imperio. 3 Ricardo Gullón: La invención del 98 y otros ensayos. Madrid: Gredos 1969, p 7.

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contribuido a ocultar. Sin embargo, esta ampliación de la perspectiva hacia la modernidad europea no significa que las obras y los autores en cuestión no tuvieran nada en común o que la noción del 98 se debiera abandonar. Al contrario, la noción misma del 98 sugiere la idea de que forman parte de un discurso que se manifiesta tanto en las posiciones intelectuales como en las prácticas estéticas. Así, al mismo tiempo que se extiende la perspectiva para investigar las características que los discursos del 98 tienen en común con la modernidad europea, es necesario indagar sobre los rasgos característicos compartidos por los autores y las obras del 98. Asimismo, los artículos reunidos en este volumen se han propuesto abrir la cerca historiográfica en que cierta crítica había encarcelado la literatura española de la época para situar la modernidad española en su contexto moderno. Se trata por consiguiente de enfocar las obras y los autores del 98 desde una perspectiva claramente europeísta para revelar su fondo moderno y para demostrar que la literatura española de ese momento no es otra cosa que la expresión española de la modernidad europea. Esto no impide analizar también sus particularidades, pero estas últimas serán tenidas en cuenta sin, por lo tanto, aislar las obras del 98 de su entorno moderno. Y dado que este fenómeno no concierne solamente a la literatura, el presente volumen incluye también los discursos intelectuales, el arte y la música.

1. Discursos del 98 Además de aislar la literatura española de su contexto europeo moderno, se objeta también a la Generación del 98 la mezcla de preocupaciones intelectuales e intereses estéticos. De ahí la preferencia por la noción más literaria del «modernismo». De hecho, según la crítica tradicional, las obras de los autores rubricados como pertenecientes a la Generación del 98 se definen sobre todo por un tema, a saber, España o el supuesto «problema de España», y por una actitud ambigua hacia ella que consiste en la coexistencia contradictoria de una crítica acerba del país y de su vindicación incondicional, de un anhelo de europeizar a España y, al mismo tiempo, de conservar la identidad tradicional del país.4 En cambio, los artículos de este volumen distinguen entre el discurso intelectual y el discurso literario con el objetivo de analizarlos separadamente para enfocar después sus interrelaciones múltiples. Esta orientación metodológica permite, por un lado, examinar el discurso intelectual y político con mayor libertad y, por el otro, concentrarse en el potencial moderno de aquellas obras. De esta manera, se puede demostrar que las obras literarias, pertenezcan estas a la Generación del 98 o al modernismo, fluyen también por el cauce de la modernidad en su acepción más amplia. Así, se puede contribuir a una refutación de la tesis, demasiado reductora, de un supuesto retraso, cuando no ausencia, de la modernidad en la cultura 4

V. por ejemplo el libro de Pedro Laín Entralgo que puede considerarse a justo título como la «vulgata» del noventayochismo y su insistencia en el amor amargo hacia España y la actitud del dolorido sentir (Pedro Laín Entralgo, La generación del 98. Madrid: Austral 1997: Cap. VI, pp. 183-288).

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española alrededor de 1900. Esta tendencia a centrar el interés del estudio en torno a los aspectos literarios sui generis es acompañada por otra que le es complementaria y que consiste en una ampliación considerable del campo de investigación hacia otras artes y hacia el contexto socio-cultural. Así, la sociología de la literatura ha establecido ya una relación entre la literatura del 98 y la crisis de la pequeña burguesía, mientras que otros trabajos han indagado las condiciones de producción y recepción culturales, en particular la influencia de los medios de comunicación, como por ejemplo los periódicos, las revistas y el cine, sobre las prácticas estéticas. Además, el presente volumen se ha propuesto reintegrar diferentes enfoques y aspectos del fenómeno del 98 y analizar el conjunto de sus mutuas relaciones. En efecto, los autores del 98 integraron varias prácticas discursivas muy influyentes en la historia de la cultura española moderna y que iban a dominar el campo intelectual durante muchos años, como por ejemplo un discurso filosóficoteológico que sienta las bases de un existencialismo prematuro, una práctica estética de la modernidad que revoluciona el campo literario y determina su estructura para las próximas décadas, un discurso historiográfico con una categoría (generación) y un esquema específicos (sucesión de generaciones en vez de «ismos») que domina la historiografía de la literatura española hasta los años sesenta y aun más allá. Si, a pesar de las ya mencionadas críticas a la fórmula Generación del 98, la noción del 98 se conserva en estas páginas bajo la forma de discurso(s) del 98, no es para suscitar otra vez una discusión –dicho sea de paso bastante infructuosa– acerca de las nociones concurrentes de Generación del 98 y modernismo, sino más bien para hacer hincapié en el hecho de que se trata no sólo de una práctica estética, sino también de un conjunto de prácticas discursivas cuyas interacciones están todavía por analizar. La compleja relación entre España y Europa, una problemática central del discurso del 98, constituye aquí uno de los principales objetos de investigación. De hecho, los escritores de la llamada generación se encontraban ante un dilema crucial: la derrota de los buques españoles en la bahía de Santiago hizo sentir la necesidad urgente de modernizar España en todos los campos, tanto en el campo político como en el dominio cultural, una modernización entendida bajo el signo de la europeización. Sin embargo, si modernización significa europeización de España se plantea inmediatamente un problema de identidad: ¿Cómo preservar la identidad cultural de España ante la necesidad cada vez más imperiosa de transformarla profundamente? La propuesta de nuestro volumen consiste en examinar obras literarias, artísticas y musicales, así como ensayos filosóficos en el marco de la modernidad europea. Para realizar este objetivo, desempeña un papel importante la relación entre tradición y modernidad, entre identidad española y modernidad europea, un problema que –por lo demás– no es completamente ajeno a las preocupaciones tanto del noventayocho como del modernismo, puesto que ya el término modernismo transforma lo que es la condición a priori de una época literaria en un objetivo alcanzable a posteriori a través del cumplimiento de un programa. Ahora

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bien, si la compleja relación entre el anhelo de preservar la identidad cultural de España, por un lado, y la necesidad de una modernización, por el otro, se manifiesta en todas las prácticas del discurso del 98, se impone un análisis de estas prácticas en relación con este problema. Según esta hipótesis, la dificultad de impulsar una modernización sin perder la identidad cultural en el camino se plantea tanto en el discurso literario mismo como en la reflexión filosófica o en la descripción del paisaje castellano. De ahí que parezca prometedor el procedimiento de analizar también las prácticas estéticas del 98 como intentos de encontrar una solución a este problema de la modernidad.

2. Dimensiones modernas del 98 Conforme a esta concepción, los artículos reunidos aquí abarcan varios aspectos del discurso del 98. 2.1 Discursos intelectuales del 98 La primera sección está dedicada a los discursos intelectuales. En su artículo sobre Grupos y posiciones intelectuales del 98, Inman Fox reconstruye las condiciones previas del compromiso intelectual, como por ejemplo el contexto económico, las estructuras políticas, el analfabetismo y también las instituciones como el Ateneo o la Institución Libre de Enseñanza, que constituye uno de los orígenes de la acción intelectual de los autores del 98, para determinar después algunas posiciones políticas. Su contribución es también un alegato a favor de una visión en conjunto de las obras literarias y del compromiso intelectual del 98. Por su parte, en su contribución El debate sobre hispanocentrismo o europeización, Walter Bernecker integra las posiciones del 98 acerca de Europa en una vista de conjunto para comprender mejor las condiciones históricas y también la evolución del discurso europeísta del 98. Su artículo reconstruye la historia del autoaislamiento español como condición previa y hace hincapié en la ambigüedad fundamental de las posiciones intelectuales hacia el 98 de la que hacen muestra por ejemplo los textos de Maeztu o Unamuno. El historiador incluye también el discurso regeneracionista en su reflexión para pasar después a las posiciones de los intelectuales ya europeizados como Ortega y Gasset o Eugenio d’Ors que se daban cuenta del retraso científico del 98. En La dialéctica identidad / diferencia en Miguel de Unamuno, José Luis Abellán también coloca las posturas intelectuales del 98 en un contexto más vasto, esta vez el de la continuidad histórica con el siglo XIX, en el que ya hubo un movimiento crítico y de regeneración de España y cuyos continuadores son los autores del 98. El ensayo analiza la teoría de la identidad inherente en la concepción unamuniana de la intrahistoria y en qué medida esta puede contribuir a solucionar el problema de la modernización de España sin, por lo tanto, perder la identidad cultural del país. Así Unamuno considera la intrahistoria como sustancia

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del progreso tan necesitado, sin poner en peligro la identidad cultural de la nación. Walter Bruno Berg opta en su artículo Discursos latinoamericanos en torno a la Generación del 98: el hispanismo por un método diferente para acercarse a la problemática del 98. Primero, echa un vistazo desde fuera, es decir desde Argentina, sobre los problemas españoles; segundo, se sirve de textos no canónicos; y tercero, desarrolla una concepción diferente de la identidad. De hecho, su análisis de poemas de Rubén Darío, escritos con ocasión de la visita de un grupo de teatro español, con la famosa actriz María Guerrero; del ensayo El solar de la raza, del novelista Manuel Gálvez; y de un texto de Unamuno, demuestra que, al mismo tiempo que el desastre del 98 despierta una crisis de identidad en España, nace en Argentina un nuevo proyecto de autodefinición que está basado, por cierto, en el hispanismo, pero que enfoca esta identidad más desde una perspectiva de alteridad. En su ensayo Del problema de España al problema de Europa: la crítica orteguiana del 98, Francisco Martín investiga las razones para la separación entre el noventayocho y Ortega. El autor demuestra que el cambio de rumbo orteguiano coincide con su estancia en Alemania y, sobre todo, con su descubrimiento del neokantianismo, que le revela que el individualismo subjetivo de los autores del 98 les impide ver la realidad de su país con cierta objetividad y participar en proyectos colectivos. Además, el radicalismo político de la juventud del 98 les hacía incapaces de aceptar compromisos. De ahí que Ortega no pudiera participar en el proyecto de reconstrucción de la identidad española por medio de la invención de una supuesta alma del país y tampoco en la tentativa de buscar la verdadera identidad del país en el pasado, en la literatura, en el paisaje, con el objetivo de generar una renovación desde dentro, es decir a partir del alma española bien definida en los límites del «Volksgeist». En su artículo Los pilares de la Hispanidad: la España imaginaria de Ramiro de Maeztu, Norbert Rehrmann también enfoca el fenómeno del 98 desde una perspectiva latinoamericanista y coloca las concepciones de la hispanidad desarrolladas por Ramiro de Maeztu en el contexto de varias culturas y religiones, como por ejemplo América Latina, los judíos y los musulmanes, que servían como diferencias con respecto a las cuales se podía establecer la identidad española. El artículo retrata la evolución intelectual de Maeztu desde sus posiciones críticas respecto de la tradición española en su juventud hasta su nacional-catolicismo en los años 30. Rehrmann muestra que la relación con otras culturas como la anglosajona, la judía o la musulmana siempre desempeñó un papel importante en el intento de determinar la identidad española y eso independientemente de la posición adoptada respecto a la cuestión de si esta era positiva o negativa. Por su parte, Richard Cardwell analiza la relación entre el discurso intelectual y la posición literaria de los autores en cuestión en ¿Radicalismo político o estética radical? Su ensayo sobrepasa las divisiones entre 98 y modernismo mostrando –mediante el análisis de un texto de Azorín– que los escritores del 98 y del modernismo compartían todos el mismo lenguaje estético, de hecho muy cercano al simbolismo, y que participaban todos en los movimientos modernos

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europeos. Desde la perspectiva europea, la pasión por los viajes y la descripción del paisaje no aparece como una particularidad del 98, ya que esta preocupación se encuentra también en Juan Ramón Jiménez. Además, Cardwell proporciona una explicación para la búsqueda frenética de una nueva identidad propicia a compensar el complejo de inferioridad causado por la derrota y el retraso del país. De esta manera, desaparece el antagonismo entre modernismo y 98 ante la modernidad literaria y la búsqueda de una nueva dignidad del país. 2.2 La reinterpretación de la tradición: los mitos Una parte importante de la obra del 98 consistía en una nueva interpretación de los mitos que constituye el tema principal de la segunda sección del presente libro. Así, en Los símbolos colectivos en el 98, Michaela Peters presenta un análisis de los mitos del 98, sirviéndose del método del análisis de los símbolos colectivos preconizado por el teórico de la literatura Jürgen Link. Así, a pesar de las diferentes posiciones concretas, desde el famoso «¡Muera Don Quijote! ¡Viva Alonso Quijano, el bueno!» hasta la santificación del Quijote, el personaje y el libro del Quijote, tanto como la Celestina y Don Juan, servían como base común e intersección de los diferentes discursos especializados de la España del 1900. En su análisis del «Quijote» como mito político y símbolo, José Rafael Hernández Arias investiga los motivos de la fascinación ejercida por el Quijote sobre los autores del 98. Para él, el mito del Quijote respondió a una crisis «metapolítica» que conllevaba una crisis de identidad individual y colectiva, que era también el tema de la novela cervantina. Así, independientemente de las posiciones a veces contradictorias que tomaban los autores, el Quijote constituía, sin embargo, una de las coordenadas mediante las que toda una generación de autores intentaba expresar su búsqueda de una nueva identidad española y personal. En su lectura crítica de los Mitos de la Generación del 98: Don Juan, Martin Franzbach analiza la gama de las interpretaciones de la figura del Don Juan, desde la imagen conservadora desarrollada por Azorín y la instrumentalización abierta de Ramiro de Maeztu, pasando por la inversión del mito practicada por Unamuno, para quien Don Juan es la víctima pasiva del asedio de las mujeres, y por la interpretación filosófica de Ortega y Gasset, hasta la desmitificación de esta figura emblemática por Antonio Machado y Ramón del Valle-Inclán. En todos estos casos e independientemente de su interpretación conservadora o liberal, el personaje de Don Juan funciona cada vez como la encarnación de las virtudes y los males de España. Gudrun Wogatzke investiga igualmente el funcionamiento de un mito literario, esta vez el de Calderón, en los ensayos y textos literarios de Miguel de Unamuno. Su artículo La vida es sueño muestra toda la ambigüedad que manifiesta este escritor respecto al autor barroco por excelencia y expone cómo en los ensayos el discurso calderoniano se transforma en un discurso moderno y existencialista.

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2.3 La cuestión de la modernidad: simbolismo, modernismo, decadentismo La tercera sección trata principalmente los problemas de la modernidad. Así, en La estética del 98: albores españoles de una modernidad europea transversal, Jochen Mecke después de desarrollar una concepción de la modernidad basada en algunos principios, intenta determinar la posición noventayochista respecto de la modernidad mediante el análisis de dos novelas de Miguel de Unamuno. Su trabajo hace hincapié en la ambigüedad del autor salmantino que, por cierto, utiliza abundantemente técnicas literarias modernas, pero cuya estética contiene, sin embargo, elementos tradicionales, poniendo de esta manera en escena el «agon» entre tradición y modernidad en la novela misma. Concluye que la poética agónica unamuniana constituye una verdadera puesta en abismo del conflicto entre tradición y modernidad que determina también su poética novelesca. Sabine Friedrich, en su artículo sobre La ambivalencia de las formas de la percepción en la obra de Miguel de Unamuno, enfoca los discursos del 98 desde un planteamiento epistemológico que parte de los cambios modernos en la estructura de la percepción que define como fragmentación, perspectivismo y simultaneidad, un cambio que se refleja también en la literatura moderna. Mediante el análisis de los poemas unamunianos, el artículo muestra que, a pesar de su rechazo a la modernidad en sus escritos poetológicos, su práctica estética está marcada por una profunda ambigüedad, ya que está contagiada por formas modernas de la percepción y se resiste, sin embargo, a ellas. Una categoría clave de la modernidad literaria es el tiempo. Vittoria Borsò demuestra en su contribución, Temporalidad y alteridad, que Antonio Machado participa de lleno en la modernidad, ya que su obra está profundamente anclada en una temporalidad moderna. Mediante un análisis detallado de los poemas machadianos desde Soledades hasta Campos de Castilla, la crítica logra demostrar que el principio estético de estos poemas reside en una tensión productiva entre lirismo y casticismo, y entre subjetividad y objetivismo, y que la base común entre ambas tendencias se encuentra en la experiencia de la discontinuidad temporal. En su ensayo sobre Discursos (con-)fluentes en dos novelas de Miguel de Unamuno, Annette Paatz parte de la idea de que el estudio de las novelas de Miguel de Unamuno es un medio idóneo para comprender su pensamiento. Su lectura socio-política de Niebla y Abel Sánchez demuestra que, por cierto, las novelas son el resultado de un alejamiento progresivo de las preocupaciones sociales de sus inicios y corresponden en esto a las posiciones políticas de la burguesía liberal, pero que constituyen al mismo tiempo un complejo de discursos estéticos confluentes que dialogan entre ellos en la novela misma. Al fin y al cabo, Paatz considera la novela unamuniana como una anticipación de los logros de los novelistas norteamericanos del siglo XX. Es justamente en este contexto del redescubrimiento de las estructuras modernas de la literatura española alrededor del año 1900 donde se sitúa el trabajo de Germán Gullón sobre La modernidad silenciada: la cultura española en torno a 1900. La crítica principal del autor se dirige contra una tradición de la crítica

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literaria y universitaria que, por haberse centrado demasiado en la dimensión española de esta literatura, ha oscurecido en parte el potencial moderno de las obras en cuestión. Así, el enfoque de Gullón consiste en una ampliación de la perspectiva para revelar los rasgos esencialmente modernos y europeos de estos autores. Gullón interpreta las actitudes del decadentismo como una tendencia hacia la emancipación de la literatura con respecto a la sociedad, con el objetivo de conquistar cierta autonomía relativa para analizar después los cambios de la percepción debidos a la técnica moderna y los nuevos medios de transporte y de comunicación, condición imprescindible para el nacimiento de una literatura finisecular, cuyo principio consistía –según Gullón– en desarrollar el significado del texto a partir de una reconfiguración del mapa sensorial humano. Sobre estas bases asienta una crítica de la oposición entre modernismo y noventayocho que ha contribuido a silenciar la diferencia y la modernidad de la literatura finisecular en España. Esta redefinición conlleva una propuesta para ampliar la connotación del 98 y considerarla como vertiente española de la modernidad europea. En su artículo El cuerpo tiene la palabra: influencias simbolistas en el teatro español hacia 1900, Serge Salaün opta por la misma ampliación, esta vez en el dominio del teatro. Para él, la separación entre simbolismo y modernismo es una falacia crítica porque crea la impresión de que se trata de un movimiento completamente diferente del simbolismo europeo. Lo mismo vale para modernismo y 98, ya que para el crítico francés son rigurosamente complementarios. Después de reconstruir los logros más importantes y los principios estéticos tal como se manifiestan en la poesía, consagra su estudio al teatro en torno a 1900, un teatro que opera una ruptura con el realismo y sufre una nítida influencia simbolista, incluso si las obras de teatro simbolistas muy a menudo no llegaban a la escena en su momento. También Robert Spires, en Santa / Satanás: discurso deífico / diabólico en «Sonata de primavera», enfoca la literatura finisecular desde una perspectiva declaradamente europea. Su artículo investiga la heteroglosia fundamental de la Sonata de primavera en la que intervienen no sólo discursos modernistas, sino también posmodernos. Spires muestra cómo las diferencias y jerarquías tradicionales en España, así como la oposición entre tradición y modernidad, se ven invalidadas o más bien deconstruidas en y por la novela de Valle-Inclán, una deconstrucción que genera una nueva forma estética y un nuevo modo de ver la realidad. En su artículo sobre La conformación del simbolismo español, Jorge Urrutia investiga también la compleja relación que la literatura española finisecular mantiene con la modernidad europea. Así muestra cómo los movimientos europeos influyeron en los autores del 98 y cómo su estética radicaba –según una idea de Juan Ramón Jiménez– ya en Gustavo Adolfo Bécquer. Lo que caracteriza al trabajo de Jorge Urrutia, como a todos los demás de esta sección, es el intento de enfocar el noventayocho desde una perspectiva claramente literaria y no solamente como movimiento ideológico.

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2.4 Arte y medios de comunicación Con el artículo de José Bernal Muñoz, Entre la tradición y las vanguardias: la estética del 98, se abre otra sección de este libro dedicado al arte, a la música y a las relaciones entre literatura y cine. De hecho, el autor insiste a justo título en que si la Generación del 98 fue considerada esencialmente como un grupo de intelectuales preocupados por el futuro de España y que trataban de ética, política, regeneracionismo y filosofía en ensayos a veces impregnados de pesimismo, es porque muy a menudo se ha borrado completamente su dimensión sensitiva y estética. En su contribución, Bernal Muñoz demuestra que no sólo la Generación del 98 no fue ajena a las artes plásticas sino que, todo al contrario, fue en las artes plásticas donde encontró algunos de sus argumentos esenciales e incluso manifestaciones de su ideología. El autor demuestra que esto fue posible porque pintores como Zuloaga, Sorolla, Darío de Regoyos y otros más compartían la misma preocupación por la identidad nacional que los autores en cuestión e intentaron dar una respuesta mediante sus cuadros. En su artículo sobre La música española en el entorno del 98: tradición y modernidad, Rainer Kleinertz examina la producción musical alrededor de 1900 como expresión de la misma búsqueda de una identidad española y de una apertura hacia la modernidad tal como se expresa también en la literatura. Su artículo deja muy en claro que si, por cierto, compositores como De Falla, Granados o Albéniz buscaban el verdadero carácter nacional a través de sus composiciones, contribuyeron al mismo tiempo a la superación de este discurso investigando la modernidad musical europea. Dagmar Schmelzer considera a Azorín como precursor de la escritura fílmica de la vanguardia. Su análisis, inspirado en la teoría de la intermedialidad, intenta reconstruir el discurso contemporáneo sobre el cine y también la percepción del cine por los coetáneos y servirse de ello como punto de referencia para la determinación de técnicas intermediales. El artículo demuestra claramente que, para Azorín, las técnicas cinematográficas le permitieron distanciar irónicamente los modelos de un realismo obsoleto sin, por lo tanto, dedicarse enteramente a las técnicas modernas. Así, su obra es la manifestación de una posición ambigua entre tradición y modernidad. La misma ambigüedad constituye el objeto del estudio de Rafael Utrera sobre Los discursos cinematográficos del 98. Por un lado, el autor insiste en el hecho de que la Generación del 98, o más bien los autores a principios del siglo, eran también una especie de generación del 95 o 96, ya que –y esto independientemente de sus posiciones respectivas en pro o en contra del nuevo medio del cine– se encontraban en una situación que les forzaba a tomar posición con respecto a estas nuevas coordenadas. Incluso si Machado y Unamuno rechazaban –cada uno por motivos diferentes– el nuevo medio, Utrera constata que, en cambio, Azorín y Valle-Inclán están defendiendo el cine, lo que influye también en la práctica estética de algunos autores, incluso los que ofrecieron sus novelas para una adaptación cinematográfica.

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2.5 Dos fines de siglo La última sección de este volumen investiga las afinidades entre los dos últimos fines de siglo. Así, en El 98 y el proyecto moderno, Gonzalo Navajas compara el penúltimo con el último fin de siglo con el objetivo de destacar las semejanzas y las diferencias, a saber, una modernidad ya asegurada a pesar de su relativa juventud, con una modernidad en crisis. De esta manera intenta echar un vistazo «posmoderno» sobre el noventayocho. De hecho, ambas situaciones se caracterizan por la disparidad de sus elementos estéticos, pero el artículo muestra que mientras la disparidad del 98 todavía estaba en busca de una homogeneidad, la posmodernidad ya ha renunciado a la idea misma de una tal unidad superior. El artículo desarrolla este interesante aspecto también en el plano temporal y espacial. Así para Gonzalo Navajas parece erróneo atribuir los rasgos característicos del noventayocho solamente a algunos autores españoles y los interpreta más bien como expresión española de la modernidad europea, cuyo significado no se limita a un análisis de la situación en España. Si Gonzalo Navajas emprende un análisis del 98 desde una perspectiva posmodernista, Ulrich Winter intenta un enfoque inverso en Escenas de traducción simultánea, ya que su contribución trata de analizar dos novelas contemporáneas y posmodernas a la luz de la estética noventayochista. En ambos casos la identidad personal e individual está íntimamente relacionada con la identidad cultural de España. En su intento de comparar los discursos de identidad de las dos épocas, se perfilan claramente dos modelos diferentes. Mientras ambos movimientos surgen de un análisis de la aniquilación inminente de la identidad individual por los cambios que la modernidad conlleva, Unamuno parte –según Ulrich Winter– todavía de un modelo esencialista de la identidad, modelo obsoleto en la época ulterior. El artículo opone este modelo de individualidad a otro que se desarrolla en las novelas posmodernas de Javier Marías y Antonio Muñoz Molina y que ya no se basa en un modelo sustancialista, sino en la búsqueda de una identidad basada en el principio de una coherencia adquirida a través de contextos.

3. Agradecimientos Si estos discursos del 98 encuentran hoy acomodo entre las cubiertas de un libro, se debe a la preciosa ayuda de algunas instituciones y personas: la Universidad de Regensburg, su Centro de Estudios Hispánicos, que han subvencionado la publicación; la editorial Vervuert que ha aceptado el libro en su programa; Anne Wigger de la misma editorial, que ha coordinado la impresión; Lluís Múrcia i Tordera y Hubert Pöppel, que han corregido los artículos; y Sabine Buresch, que ha realizado el formateo y paginación. No se nos queda más que agradecérselo cordialmente y desear una lectura agradable a los lectores interesados en la modernidad temprana en España.

II. Discursos intelectuales del 98

E. Inman Fox Grupos y posiciones intelectuales del 98 Hacia finales del siglo XIX, España se encontraba en plena transición entre una estructura económica de índole pre-industrial y la industrialización, transición que traía consigo una cambiante estructura social definida por la consolidación de una burguesía adinerada, una emergente clase obrera organizada y la inestabilidad de la pequeña burguesía tradicional. Por otro lado, la estructura política, caracterizada por una administración ineficaz y un sistema electoral corrompido –el caciquismo y oligarquía tan comentados–, no permitía que se desarrollase en España una democracia capitalista de nivel europeo. Al mismo tiempo, el país se veía involucrado en unas guerras coloniales que acabaron en la derrota de la metrópoli y la hacienda de la nación gravemente disminuida. Estrechamente relacionadas con la realidad socio-histórica, sin embargo, destacan dos novedades en la actividad intelectual española durante el último cuarto del siglo pasado. Nace una nueva clase de intelectuales con preocupaciones nacionales, muchos de los cuales fueron asociados con el Ateneo de Madrid y la Institución Libre de Enseñanza. Entretanto, asumen importancia la ciencia y el positivismo como filosofía, llevando al debate particularmente caldeado sobre la importancia relativa entre la ciencia y los valores espirituales. De modo que a partir de 1876 hasta finales del siglo, los debates en el Ateneo se generalizaron en torno a esta cuestión y a otras parecidas. El hecho es que durante la Restauración y hasta muy entrado el siglo XX, la vida religiosa en España era escasamente culta, y la cultura religiosa de escasa vigencia, sobre todo entre la burguesía en el poder y la clase obrera (Pérez Gutiérrez 1993: 509-654). La reacción frente a los cambios sociales y las nuevas mentalidades contribuyó a endurecer en buena medida la institución eclesiástica. Ya que casi todos los liberales eran sinceramente cristianos, católicos, creyentes al fin y al cabo, el conflicto del catolicismo español consistió en decidir si la convivencia política y social del país radicaría en la «Iglesia-institución», que se quedaba distante de las realidades sociales del pueblo, o en la «Iglesia-comunidad». La jerarquía y el clero nacionales eran unánimes en la defensa de la unidad religiosa por razones de política eclesiástica, mientras que los católicos liberales se inclinaron del lado de la libertad de culto por razones religiosas (520). Sea lo que sea, hacia finales del siglo la influencia del clero disminuía progresivamente, empezando por las clases altas y los intelectuales. La actividad pastoral era muy pobre, la ignorancia de la teología moral era algo generalizado, el culto caracterizado por un desconocimiento de la liturgia, sin espíritu, y el clero se desentendía de las obras de caridad. A la vez, se iba estableciendo la influencia de Francisco Giner de los Ríos y la Institución Libre de Enseñanza en la educación y cultura

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nacionales, debido, en parte, a la resistencia por parte de la Iglesia a formar una política educativa para responder a las circunstancias de la realidad social de España. Como manifestación de la actitud de gran parte del pueblo ante la Iglesia, sirva de ejemplo la cuestión clericalismo-anticlericalismo de los años 1900-1909. No fue un invento de los liberales, socialistas o anarquistas, fue un efecto, un reflejo colectivo, de un pueblo con una singular historia religiosa, obispos integristas y eclesiásticos apologéticos (538-539). En cualquier caso, el perfil negativo de la vida y la enseñanza religiosas llega a ser tema y preocupación destacados de la literatura española, sobre todo en la obra de los intelectuales liberales que más contribuyeron a la cultura y a la identidad nacionales: Pérez Galdós, Electra; Azorín, La voluntad; Baroja, Camino de perfección; Unamuno, Vida de don Quijote (y varias otras); Pérez de Ayala, A.M.D.G.; ensayos de Ortega; Azaña, El jardín de los frailes; y Miró, El obispo leproso. De todas formas, entre los intelectuales más importantes preocupados por el «problema de España» se reconocía que todo elemento progresista en España debía enfrentarse a la falta del uso suficientemente generalizado de técnicas científicas en la vida social y económica. Con dos terceras partes de la población activa dedicadas a la explotación de la riqueza agrícola, había una auténtica proletarización de la gran mayoría de la población por falta de uso de técnicas de trabajo modernas. En las industrias más importantes el desfase técnico con Europa era patente; en la universidad se desconocía prácticamente la enseñanza de técnicas científicas modernas, lo cual originaba la mala preparación de los científicos y los profesionales. Y peor todavía, el porcentaje de analfabetismo en torno al año 1876 alcanzaba entre el 75% y el 80% de la población, mientras que el 60% en edad escolar no estaba escolarizada, y el presupuesto militar era diez veces superior al de educación. Ahora bien, al lado del problema religioso y la cuestión social los anhelos autonomistas de Cataluña y el País Vasco constituyen los problemas más graves a los que hubieron de enfrentarse los gobiernos alrededor del desastre de 1898, sin conseguir dar a ninguno de ellos definitiva solución. El catalanismo como tal creció enormemente en los años alrededor del desastre colonial. Fue, en el fondo, según Pierre Vilar, «el deseo frustrado de forjar el grupo español a imagen de la nación moderna, sobre la industria y el mercado nacional, el que lanzó a los doctrinarios y a los hombres de acción catalanes». La burguesía catalana era una burguesía periférica, condicionada por un mercado interior débil, pero indispensable. Otras fuentes nombran cuatro corrientes que formaron el catalanismo político, que, por cierto, caló poco en las clases menestral y obrera: proteccionismo económico, federalismo político, tradicionalismo (el carlismo, pensadores como Balmes, el periodista Mañé y Flaquer, el sacerdote Torras i Bages y Durán y Bas, jurista que revalorizó la vigencia de los derechos forales), y el renacimiento cultural basado en la lengua. El ideario político del movimiento catalanista a la vuelta del siglo se encontraba en las Bases de Manresa (1892), documento que propugna para España una organización política de carácter federal, que permitiría a Cataluña ejercer el pleno dominio de su administración interna. Fue esta política la que llevó años más tarde

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a la creación de la Mancomunidad Catalana, que se aprobó en 1914, y que luego fue acosada bajo la dictadura de Primo de Rivera. A partir de la presentación de las Bases de Manresa el tema del nacionalismo / regionalismo catalán vuelve a aparecer con frecuencia en el Ateneo de Madrid y en las Cortes. Y en 1900-1901 llegó a ser una actividad especialmente importante en el Ateneo cuando se realizó un curso de siete conferencias sobre «Centralización, descentralización y regionalismo». A raíz de esta actividad en el Ateneo, la fundación como partido político de la Lliga Regionalista y la discusión que tuvo lugar en las Cortes acerca del nacionalismo catalán en 1901, La Lectura, revista de gran envergadura entre los intelectuales, publica en 1902, un número extraordinario sobre el tema, con la colaboración, entre otros, de Francisco Silvela, Azcárate, Luis Domenech y Montaner (uno de los redactores de las Bases de Manresa y miembro de la Lliga de Cataluña y la Unió Catalanista) y Joan Maragall. Entre los catalanes se afrontaba la cuestión del concepto de Estado con la idea de que la mentalidad del pueblo catalán es completamente distinta a la de los pueblos centrales de la Península. En cuanto a las aspiraciones y empresas políticas, el espíritu catalán siempre se ha caracterizado por los intereses materiales, el comercio, lo mercantil, lo económico. Según ellos, el apartamiento de Castilla es un hecho y queda patente que la parte de España que en igual proporción contribuye a las cargas del Estado, la más avanzada, rica y más relacionada con los demás países civilizados, apenas tiene representación en el gobierno del Estado. Al mismo tiempo, los problemas económicos, sociales, industriales, públicos y administrativos no se resuelven. Al final, sin embargo, insisten los catalanes en que Cataluña no busca la separación, sino una autonomía que, a la larga, sería un núcleo positivo de regeneración para España. Por otro lado, los de Madrid están de acuerdo, en principio, con el proyecto de ley propuesto por Antonio Maura que descentraliza la administración municipal, lo que aliviaría uno de los agravios más hondos que tiene el pueblo español –el desgobierno y la mala administración debidos, en parte, a las trabas de la centralización–. Pero la cuestión para Gumersindo de Azcárate es cómo armonizar la vida local con la nacional, ya que, según el programa de Manresa, la única patria para los catalanes es Cataluña, no España, y por otro lado el regionalismo catalán reviste, por circunstancias locales, un carácter reaccionario y clerical. En cuanto al País Vasco, la abolición definitiva de los Fueros en 1876 contribuyó al desarrollo de un espíritu nacionalista embrionario, provocando una breve pero intensa reacción de defensa de la lengua y la cultura vascas. Pero parece ser que la transformación de la sencilla idea de una identidad previa entre los vascos en la ideología de un movimiento nacionalista encuentra sus orígenes en los profundos cambios sociales y económicos que experimentó Vizcaya entre 1886 y 1900. La explotación industrial de sus minas de hierro acabó en un taller continuo de altos hornos, astilleros, industrias químicas y metalúrgicas, y la concentración fabril más densa de España. La industrialización trajo consigo una masiva inmigración de trabajadores no vascos (unos 60.000 sólo entre 1887 y 1900), rompiendo la homogeneidad cultural, lingüística y étnica que había

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caracterizado históricamente a la región, e introduciendo un alto grado de conflictividad laboral, una militante clase obrera y un dinámico movimiento socialista. Este desarrollo industrial y urbano causó el retroceso de los caseríos y de las formas de vida tradicional y la reducción importante del porcentaje de vascoparlantes, sobre todo en las áreas urbanas e industriales. En las minas, los obreros vizcaínos estaban en exigua minoría. El euskera se hallaba gravemente amenazado en Bilbao, en las zonas industrial y minera. Por otra parte, había un alto nivel de religiosidad popular. Desde 1900, se crearon numerosos colegios religiosos de enseñanza media, llegando a un verdadero monopolio de la educación. Todo ello debido a una vigorosa Iglesia vasca, nutrida fundamentalmente de los pueblos de las zonas rurales y vasco-parlantes. El nacionalismo vasco, entonces, fue originalmente un fenómeno político urbano y específicamente bilbaíno. Fue, principalmente, un nacionalismo caracterizado por una reacción de una identidad cultural tradicionalista amenazada por la abolición de los Fueros en 1876, la industrialización, y la inmigración masiva de trabajadores no vascos y la conflictividad que trajo consigo la nueva sociedad industrial. La definición de los rasgos diferenciadores de la identidad vasca (lenguaFueros), con la nacionalidad vasca, fueron prácticamente elaborados por Sabino Arana Goiri (1865-1903), nacido en el seno de una familia de fanáticos carlistas. La ideología nacionalista de Arana se basaba en etnicidad, euskaldunismo y catolicidad. Era profundamente clerical y antiliberal por creer que el liberalismo es pecado y enemigo de la Iglesia (Granja Sainz 1995: 32-33). Para Arana, el euskera era el idioma nacional de la vascos (que, por la variedad de lenguas vascas, difícilmente se podría identificar) y los Fueros, sus códigos nacionales de soberanía. Arana promulgaba una idea romántica de una nación vizcaína, al igual que una nación castellana o española, que existía desde la más remota antigüedad. Así justificaba la aspiración de la nacionalidad vasca a su independencia. El pueblo vasco formaba una nacionalidad porque reunía los cinco elementos: raza, lengua, gobierno y leyes, carácter y personalidad histórica. De hecho, la raza, la singularidad étnica de los vascos (más que sus costumbres o su religiosidad), era para Arana el fundamento del nacionalismo. En resumidas cuentas, Arana propagaba un nacionalismo fuertemente étnico y ultrarreligioso, y fundamentalmente racista, que se realizaría mediante la enseñanza del euskera, el fomento del folklore, y el estudio y difusión de viejas tradiciones y costumbres del país (Fusi 1994: 195-197 y Elorza 1978: 81-96).

1. Las instituciones de los intelectuales en el cambio de siglo: el Ateneo de Madrid El propósito del Ateneo se concibe dentro del marco de un Estado liberal que depende de la educación e instrucción de los gobernados y de la acción político-

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cultural de los ciudadanos. Y la realización del propósito depende, entre otras cosas, de la diseminación de conocimientos útiles, la propagación de la opinión a través del periódico, y la acción dirigente de una elite educada. La influencia krausista se manifiesta en el Ateneo cuando el krausista Emilio Castelar, futuro Presidente de la primera República en 1873-1874, lanza unos ataques anticlericales a la Iglesia y sus prácticas. El positivismo aparece públicamente en el Ateneo en 1874-1875, con una discusión en la que participan importantes krausistas como Azcárate. El hecho es que continúa creciendo notablemente la presencia de los influidos por el krausismo en las actividades del Ateneo. Ya en 1885, Segismundo Moret, demócrata y más tarde Presidente del Gobierno durante la Restauración, es Presidente del Ateneo, y a lo largo de los cursos 1885-1886 y 1886-1887 da una serie de conferencias sobre la historia de España en las cuales toma como guía a Spencer y otros representantes de la sociología positivista (Villacorta Baños 1985: 37-41). Hacia 1895, parece ser que la Sección de Ciencias Históricas del Ateneo fue dominada por los krausistas y krauso-positivistas, preocupados más que nada por la regeneración de España en un contexto histórico y nacionalista. Esto fue debido, principalmente, a la actividad de Joaquín Costa y Rafael Altamira, contribuidores importantes a la propagación de una cultura nacional española y dos de los discípulos más apreciados de Giner de los Ríos, líder indisputable por aquellas fechas del movimiento krausista. Ya en 1884, el entonces Presidente del Ateneo y del Gobierno conservador del país y arquitecto de la restauración de la monarquía, Antonio Cánovas del Castillo, se aprovechó del acto inaugural en el Ateneo para edificar la política de la Restauración. A partir de entonces, los actos inaugurales se politizaron a menudo; y en la última década del siglo –durante la crisis nacional española– el Ateneo se convirtió en un centro importante para la creación de la opinión pública, debido a la atención especial que prestó la prensa a los intelectuales que eran críticos con la España oficial (129132). Así es que el Ateneo proporciona un excelente ejemplo para examinar el impacto sobre la función social del intelectual en España, producido por la emergencia y consolidación de la clase media como una fuerza económica e ideológicamente dominante. Como institución representaba el conglomerado político-cultural de la burguesía comercial e industrial que caracterizó a la elite intelectual del primer liberalismo en España. Como ha sido el caso de Europa durante el siglo XIX, hasta en sociedades constitucionales dominadas por aristocracias oligárquicas y militares, la política «ideal» o ideológica fue producto de unos intelectuales con afinidades y simpatías burguesas. Por otra parte, hubo algunos que atacaban la hegemonía de la política liberal: por ejemplo, los que querían incorporar el «pueblo» al proceso socio-político, o la minoría disidente de los krausistas y otros liberales democráticos bajo el régimen que había forjado Cánovas.

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2. La Institución Libre de Enseñanza Con la Restauración de la monarquía constitucional, en 1875, se suprimía la conquista de la libertad de cátedra en las universidades, ganada con la Revolución de 1868, prohibiendo en la Universidad la enseñanza de tema contrario al dogma católico o algún ataque directo o indirecto a la monarquía constitucional. Como resultado, bajo la influencia de Giner de los Ríos y Azcárate se fundó la Institución Libre de Enseñanza, una institución de enseñanza de espíritu y constitución libres, principalmente para alumnos selectos de la Universidad con ideales reformistas que hacían falta para la modernización del país. Después de dos años de dificultades con los programas universitarios, sin embargo, se decidió dedicar la Institución a la enseñanza primaria y secundaria, dando comienzo a una experiencia pedagógica de extraordinaria importancia en la historia de la cultura española de finales del siglo XIX y principios del XX (Cacho Viu 1962: 163-185). Los institucionistas crean un círculo de enseñanza y de convivencia intelectual imbuido de aquellas cualidades que desearían ver arraigadas en el conjunto de la sociedad –tolerancia, laicismo, espíritu democrático, talante científico– y lo consagran a la formación de minorías activas que, según el esquema de su ideario, actuarían como núcleos expansivos de cristalización de aquel renovador concepto de España. A partir de principios del siglo XX, la influencia de los institucionistas había penetrado en el gobierno de España, sobre todo durante el gobierno reformista de José Canalejas y el Partido Liberal. La creación del nuevo Ministerio de Educación Pública y las organizaciones culturales y de investigación, como la Junta para Ampliación de Estudios (1907), el Centro de Estudios Históricos (1910), la Residencia de Estudiantes (1910), y la Dirección General de Enseñanza Primaria (1911), fueron todas iniciativas inspiradas y ejecutadas por institucionistas (Villacorta Baños 1985: 94-110). Es evidente, entonces, la importancia del Ateneo de Madrid y de la Institución Libre de Enseñanza como instrumentos de su institucionalización –es decir, lograr el status de una cultura nacional–. El hecho es que a finales del siglo XIX y principios del XX, el krausismo o el institucionismo había llegado a influir, de una manera u otra y en un número significativo, a los más destacados autores, artistas, filósofos, historiadores y críticos literarios y de arte del país. De lo anterior, entonces, se puede ver que los orígenes del trasfondo intelectual del 98 radican, principalmente, en la manifestación de las preocupaciones por el fracaso de la Restauración que se encontraban en los debates del Ateneo y en los periódicos y revistas durante los últimos años del siglo XIX. En el fondo, la reacción ante el llamado «Desastre» o la derrota en las guerras coloniales de 1898 ha sido más bien una toma de conciencia de la crisis que sufría España, ya que gran parte del pueblo apoyaba la autonomía de las colonias.

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3. Los de la llamada «Generación del 98» De gran importancia es que los escritores del 98 pertenecieran al primer grupo de intelectuales en España que intentó asumir un papel rector en la formación de una especie de conciencia pública en oposición a la situación en que se encontraban la política y la sociedad burguesas. Siguiendo a los dreyfussards en Francia, fueron decisivos en la introducción en la lengua española por primera vez del uso de «intelectual» como sustantivo, elevándose así simbólicamente a una clase en la vanguardia política y social (Fox 1988). De hecho, ya desde muy a principios de siglo, se habla a menudo en los periódicos y revistas de una generación de intelectuales de 1898 –distinta, por cierto, de la generación literaria que inventó Azorín en 1913– que se definía por su protesta contra la política y la sociedad de su país. Y a esta generación de intelectuales políticos pertenecían tanto los escritores como Azorín, Baroja y Unamuno, por ejemplo, como los periodistas, profesores universitarios y políticos como Jaime Vera, José Verdes Montenegro, Julián Besteiro, Aldolfo Posada, Tomás Elorrieta, Federico de Onís, Pere Corominas y Luis Zulueta. Es, entonces, una equivocación desasociar la literatura de los escritores españoles de su compromiso intelectual con las direcciones sociales y políticas de su país. A ellos mismo –como pondremos en evidencia– no se les ocurrió considerar las dos actividades como excluyentes, y en los tiempos en que vivían se vino a aceptar la función en la sociedad del escritor como intelectual político. Así es que hacia finales del siglo aparece en España un grupo importante de intelectuales que se definen por una actitud de disentimiento basada en una creciente falta de confianza en los resultados del liberalismo decimonónico y la evolución de la sociedad burguesa, sobre todo con respecto a la eficacia de sus instituciones políticas: partidos políticos, parlamento, elecciones, etcétera. A la vuelta del siglo, se puede identificar entre los intelectuales en España, no siempre mutuamente excluyentes, que se encararon con la crisis de la Restauración a los siguientes: 1) los «regeneracionistas», algunos de los cuales son finalmente asimilados por el sistema («la revolución desde arriba»); y 2) los que están activamente involucrados en la creación de alternativas a los «partidos turnantes»: los socialistas, anarquistas, republicanos democráticos, nacionalistas catalanes, etcétera. Entre algunos, la situación de España dio lugar al movimiento del regeneracionismo cuando hacia el cambio de siglo, actuando como catalizador el desastre del 98, pasaron a primer plano de la política española una serie de estudios que ofrecieron a la nación, en un momento de fracaso, un programa de soluciones en lenguaje pragmático y cientifista y con carácter de neutralidad política, soluciones concretas a problemas concretos, casi todas de carácter económico y educativo. Estos estudios regeneracionistas –entre los cuales se destacan Los males de la patria y la futura revolución (1890) de Lucas Mallada; El problema nacional (1899) de Macías Picavea; Del desastre nacional y sus causas (1899) y La moral de la derrota (1900) de Luis Morote; Reconstitución y europeización de España

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(1900) y Oligarquía y caciquismo (1901) de Joaquín Costa; y Psicología del pueblo español (1902) de Rafael Altamira (Tierno Galván 1961)– se caracterizan por la utilización de estadísticas, observaciones sociológicas y análisis económicos. En general, se les podría considerar como el grupo que ensayó la aplicación de la ciencia positivista a fines del siglo XIX a la resolución de los problemas nacionales. Los más importantes son escritos por los krauso-positivistas asociados con la Institución Libre de Enseñanza cuyas soluciones recomendadas son científicas en su orientación: mejor administración, desarrollo y modernización de la agricultura, política económica basada en los mercados, etcétera. Culmina la importancia del movimiento en la información de Costa sobre Oligarquía y caciquismo, publicada en 1902. Por otra parte, dada la importancia para la intelectualidad española de la relación entre la historia, la identidad del pueblo y la política, no es sorprendente encontrar que estos tratados, en los que se proponen ideas para la regeneración nacional, a menudo interpreten las condiciones del «problema de España» en el contexto del pasado de la nación: la promesa de la Edad Media española progresista y la creación del Estado-Nación por los Reyes Católicos y la política económica arruinadora del reinado autocrático e intolerante de los Habsburgos. Es decir, que hasta los programas para la modernización del país se planteaban a veces en términos de la identidad nacional inventada. Dos figuras importantes del regeneracionismo en cuya obra se destaca la interconexión entre la historiografía, la política y la identidad nacional son Joaquín Costa y Rafael Altamira. Costa creía en la necesidad de indagar en la psicología colectiva del pueblo español, y ahí es donde encuentra los grandes defectos de España: la incapacidad de organizar instituciones modernas de gobierno y administración («el mal gobierno»), el atraso intelectual, la incultura, el analfabetismo, la carestía de las subsistencias, etcétera. El texto de índole regeneracionista más importante de Altamira es Psicología del pueblo español. La derrota de 1898 produjo dos movimientos opuestos, según Altamira: 1) uno, pesimista, que encontró en la raza una falta de capacidad esencial para adaptarse a la civilización moderna, y hasta una indiferencia por el estudio; y 2) el regeneracionismo. Su contestación es la regeneración a través de la reforma de la enseñanza y la intensificación y difusión de la cultura, en una campaña por la educación popular, entendida en el sentido técnico. La cuestión que propone Altamira, entonces, es determinar a través de hechos en el pasado español las cualidades reveladoras que contribuyeron a la decadencia y cuáles son corregibles y la historia ha demostrado, efectivamente, que se corrigen. Entre los remedios, sabemos que algunos intelectuales importantes en España en los años siguientes a 1898 preconizan la dictadura. Pero Altamira no favorece esta opción. Según él, hay que volver a todos los españoles, a un esfuerzo colectivo, y más que nada a la obra educativa. La cuestión social es una cuestión pedagógica: la regeneración

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depende de la educación del agente humano (la vida económica, la ciencia, y la ética, por ejemplo).1 En las dos últimas categorías de intelectuales se encuentra un buen número de escritores relacionados con la llamada generación literaria del 98 –Azorín, Baroja, Maeztu y Unamuno, entre otros– cuya obra y papel, ideales y preocupaciones como intelectuales comprometidos –que pesan mucho en lo que escriben– han sido mal interpretados o ignorados por críticos literarios igual que por historiadores. Son de sobra conocidas la postura crítica de los jóvenes del 98 frente a la sociedad y la política de la Restauración, y su participación en algunas protestas públicas contra el Gobierno, sobre todo la protesta contra los procesos de Montjuïc, pero no se han tomado demasiado en serio. Más, quizás, lo fueran la militancia de Unamuno en el Partido socialista hacia finales del XIX y su colaboración asidua durante varios años en La Lucha de Clases, órgano del partido; o la propaganda anarquista de José Martínez Ruiz, el futuro Azorín, y su afiliación al movimiento federalista; y el texto revisionista de Maeztu, Hacia otra España. No obstante, se suele creer que la actividad pública de los del 98 fue más bien cosa de juventud, y que ya para 1905, al ver sus ideales frustrados, se evadieron del medio inmediato, inclinándose hacia una visión estética o metafísica de la existencia, sin preocupación histórica, de talante más o menos conservador. Así, se habla del escepticismo de Baroja, de la «pequeña filosofía» contemplativa de Azorín, y de la crisis religiosa de Unamuno que le lleva hacia un espiritualismo trascendente y una actitud antieuropeísta. La verdad, sin embargo, es que el radicalismo de las manifestaciones políticas –con la participación de Unamuno, Azorín, Baroja y otros– que acompañaban la protesta contra los procesos de Montjuïc (1898-1899); el anticlericalismo de 19011902, y las huelgas de Barcelona en 1903, seguía haciéndose notar en ocasiones propicias –y siempre con la colaboración de los intelectuales y muchas veces bajo su liderazgo–: el homenaje nacional a Echegaray y el primer gobierno Liberal bajo Alfonso XIII (1905), la Ley de Jurisdicciones (1906), el proyecto de Ley contra el terrorismo (1908), la guerra de Marruecos y la política que culminó en la Semana Trágica de Barcelona (1908-1909), el fusilamiento de Ferrer (1909), y la destitución del mismo Unamuno como rector de Salamanca (1914), etcétera. Y se destaca el hecho de que en estas protestas van a intervenir intelectuales de distintas orientaciones y generaciones: krausistas, noventayochistas como Unamuno, Baroja, 1

El estudio de José Álvarez Junco (1994), confirmado a través de los periódicos, principalmente los madrileños El País y El Progreso, y La Publicidad de Barcelona, revela las mismas características que venimos esbozando en la cultura nacional propagada por las instituciones liberales del país y la obra de los intelectuales más canonizados en el escenario cultural del momento. En el fondo, esta colusión no debe sorprender, ya que gran parte de los escritores e historiadores más destacados eran de orientación política republicana. Los periódicos republicanos proyectan una política social y cultural democrática, con énfasis en la unidad nacional, caracterizada por el «racionalismo», el fomento de la ciencia, la reforma de la enseñanza, el progreso, la moralidad, la justicia, la idealización del pueblo y lo popular. La fórmula política de los republicanos implica, entonces, la formación de una conciencia nacional, incluyendo la integración de las masas populares en un mito cultural: la nación. Así, todo se convierte en la afirmación colectiva de una regeneración nacional.

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Azorín y Maeztu, socialistas, y jóvenes de la generación de Ortega. Lo que parece haberles unido fue la necesidad que veían de reformar el Estado español, caracterizado –según todos– por su carácter oligárquico y su plutocracia.

4. La invención de «La Generación de 1898» Ya a partir de 1899 se empieza a comentar en los periódicos y revistas sobre «la juventud intelectual», «la gente nueva», o «la nueva generación» que nace a raíz de la crisis de fin de siglo en España, cuya manifestación más dramática, claro está, fue la política de la Restauración y la consiguiente derrota militar de 1898. Al principio, estas denominaciones se utilizaban para definir grupos muy amplios de intelectuales, escritores y políticos que se caracterizaban más bien por una protesta contra lo establecido, una tendencia hacia el conocimiento de lo nuevo y un afán regenerador, político y cultural. Y fue común, como ahora sabemos, que colaborasen juntos literatos, pensadores, políticos en una misma empresa –revistas y periódicos– para abogar por la renovación cultural y política de España.2 Algunos de los escritores mencionados como miembros de la generación –Maeztu, Unamuno y Baroja– han ignorado la definición de la «Generación del 1898» inventada por Azorín en 1913. Y en artículos publicados poco después, insisten más bien en que el 98 se orientaba hacia intelectuales reformistas, sin prestar atención a los juicios azorinianos sobre sus intereses literarios. Parece que Maeztu veía al 98 como un grupo más bien de intelectuales que se levantó ante el «orgullo nacional anticrítico». Según él, el problema de España era «no preguntar» («El alma de 1898» y «La obra de 1898», Nuevo Mundo, III-1913). Lo mismo se puede decir de Unamuno que en «Nuestra egolatría de los del 98» (El Imparcial, 31-I-1916) dice que fue una denuncia del derrumbamiento moral de la patria, «una gritería de protesta contra la pobre y triste política». Baroja niega la existencia de una generación al principio, opinión, sin embargo, que retira casi en seguida. Resulta, entonces, que en el fondo nos encontramos con un grupo caracterizado por unas preocupaciones nacionalistas. En un artículo publicado en 1936 en Ahora, el Azorín republicano sale a la palestra para hablar otra vez de la Generación de 1898, dando otro matiz a sus ideas sobre el 98 al incluir esta vez a los reformadores activos en la política. «La generación de 1898 –escribe– rechaza lo oficial, las marañas parlamentarias, todo, en fin, lo que representa un Estado caduco. Y se aspira a la unión íntima, amorosa y profunda con una España eterna y

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Buen ejemplo de este tipo de actividad de la juventud intelectual de principios de siglo, fue el órgano periodístico Juventud, fundado en 1901 por Azorín y Baroja, que anuncia números especiales sobre temas tan variados como «El espíritu de protesta en la literatura», «La poesía nueva», «La Democracia», y «La Patria», y que cuenta entre sus colaboradores, al lado de los dos fundadores, a Unamuno, Maeztu y Valle-Inclán, a Giner de los Ríos, Joaquín Costa, Rafael Salillas, Adolfo Posada, Dorado Montero, etc.

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espontánea. Los componentes de la generación de 1898 eran diversos» (Azorín: Dicho y hecho, 182-184).3 De todas formas, si volvemos ahora al significado de la Generación del 1898, llega a ser claro que consiste en una generación de intelectuales y escritores cuya obra se caracterizaba por una preocupación por el «problema de España» en el contexto de su futuro a nivel europeo, tanto político y social como cultural.

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3 Escrito a raíz de la conferencia leída por Salinas en el P.E.N. Club de Madrid, en la sesión del 6 de diciembre de 1935 –el texto de la cual es el que comentamos arriba–.

Walther L. Bernecker El debate sobre hispanocentrismo o europeización: la crisis de 1898 en España En el año 1998 se decidió qué estados formarían de entrada parte integrante de la Unión Monetaria Europea. Desde hace años, España se estaba esforzando por cumplir con todos los criterios de Maastricht. Resulta evidente que Madrid quería ser de los primeros en la carrera europeísta. España ha necesitado mucho tiempo hasta llegar a esta conciencia europea. El camino ha sido zigzagueante y, a veces, contradictorio. Se remonta a siglos pasados, a los comienzos de la modernidad en la Era de la Reforma y ha tenido, indudablemente, un punto culminante en el debate europeísta o anti-europeísta de los noventayochistas.

1. El progreso europeo y la «decadencia» española Para centrar correctamente este debate finisecular, es necesario volver la vista a los siglos de la era moderna, ya que el debate sobre las relaciones de España con Europa es tan antiguo como la «disyunción» de la Península Ibérica dentro del desarrollo general de Europa. Los españoles mismos caracterizaron la diferencia de su país respecto a Europa en forma dicotómica como retraso versus progreso, aunque –según la postura–, adjudicándole a ello diversos valores: sea rebajando el papel de su civilización ante la superioridad científico-racional europea, sea realzando su actitud espiritual y moral ante el fetichismo del progreso material. Las diversas interpretaciones únicamente parecían estar de acuerdo en que el «Sonderweg» español estaba relacionado con el problema de la «decadencia», el subdesarrollo económico del país, y éste, a su vez, con la gerencia económica, con la actitud hacia el trabajo y su legitimación. A partir de los estudios religioso-sociológicos hechos por Max Weber (1988), la investigación postula una conexión entre la ética del protestantismo (especialmente el calvinismo) y el auge del capitalismo temprano en el siglo XVI. La España contrarreformista de Carlos V y Felipe II no se conformaba con atacar las nuevas creencias religiosas; se aislaba visiblemente de todo desarrollo económico-espiritual basado en la racionalidad y las ciencias naturales, permaneciendo atrapada en enseñanzas escolásticas, negando cualquier tipo de razonamiento de utilidad inmanentemente mundana en el terreno de la economía. España apartó la vista de Europa y concentró sus energías en la conquista y sumisión del Nuevo Mundo. Jaime Vicens Vives (1996: 17) habla, en este contexto, del «problema de conciencia no resuelto», según el cual España fue incapaz, hasta los años cincuenta del siglo XX, de «seguir el rumbo de la civilización occidental, orientada hacia el

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capitalismo, el liberalismo y el racionalismo, según criterios económicos, políticos y culturales». Las expulsiones de los siglos XV y XVI, que como consecuencia inmediata se remiten a la «decadencia» española comenzada poco después, son prueba de la actitud de rechazo contra potenciales peligros de «extranjerización» que en adelante aparecieron frecuentemente: contra protestantes e ilustrados, liberales y socialistas, masones y demócratas.1 España se aisló del desarrollo europeo. Ramón Menéndez Pidal (1979: 33) ha hecho hincapié en esta enemistad española contra el desarrollo, a través del juego de palabras novedad = no verdad. De esto al terco grito de rechazo a las innovaciones: ¡que inventen ellos!, exclamado después por Unamuno (Del sentimiento trágico), no quedaba más que un paso. El retraso español se hizo aún más evidente durante el Siglo de las Luces y la Revolución francesa. «España vegetaba entonces en la pobreza, superstición e ignorancia» (Goytisolo 1982: 84).2 El gobierno español se esforzó cuanto pudo en constituir un cordón sanitario a lo largo de los Pirineos, para aislarse de las ideas «francesas», que eran calificadas de amenaza contra la seguridad y el orden. Esta actitud frente a la Ilustración y la Revolución tuvo consecuencias importantes para España: la nación se dividió en dos grupos que durante los siglos XIX y XX se combatirían despiadadamente. Tanto el pensamiento ilustrado como la lucha por su erradicación produjeron, en el siglo XVIII, dos corrientes ideológicas, que fueron denominadas por Marcelino Menéndez y Pelayo (1947) «los heterodoxos» y los «antiheterodoxos». Los primeros eran los renovadores ilustrados, los otros, los conservadores defensores de la España tradicional y tradicionalista. Menéndez y Pelayo responsabilizó a aquellos políticos que en la época de la Ilustración seguían a los enciclopedistas, remarcando que trataban de «descristianizar» al país y que servían de ejemplo a liberales y krausistas, acusándoles de la «división» de España en dos ideologías. Identificaba la ortodoxia con los «tradicionales» y los «españoles», y la Ilustración con los «extranjeros» y «heterodoxos». La superioridad de desarrollo de Europa aumentó en el siglo XIX. Mientras la industrialización de Gran Bretaña, Francia, Bélgica y Alemania provocaba un crecimiento económico desconocido hasta entonces, con todas sus consecuencias a nivel estatal y social, España seguía dividida por la pugna política entre tradicionalistas y liberales. Durante todo el siglo XIX fueron los principios de «tradición» e «innovación liberal» los que decidieron la historia española. Las disputas internas eran reflejo de las distintas actitudes respecto a Europa. Mientras tradicionalistas antiliberales como Juan Donoso Cortés denominaban a España «un baluarte contra la secularización y el modernismo», y escolásticos como Jaime 1 Vicens Vives (1996: 90) caracteriza la reacción española ante la política europea, y en general, exterior, de Carlos V, con la siguiente observación: «De aquella gran excursión hacia Europa, del brazo del Emperador, Castilla regresó con una pronunciada repulsión contra Francia, odio hacia otras iglesias, y gran desprecio por la perversa sociedad europea». 2 Acerca de la discusión sobre España en la publicística y la opinión pública del siglo XVIII, así como sobre la reacción española, v. Mestre (1984: 241-274).

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Balmes orgullosamente proclamaban la diversidad española como una misión cultural, acrecentando así el ya existente resentimiento hacia Europa, grupos como los allegados a la corriente filosófica del krausismo, y la Institución Libre de Enseñanza, muy relacionada con aquél, hacían alianza con elementos progresistas, defendiendo el progreso social en España hasta convertirse en el símbolo de la cultura política inspirada en ideas liberal-democráticas (v. Franzbach 1988: 30-44). Julián Sanz del Río, introductor del krausismo en España, exigía como base de toda ciencia una antropología que se basara en el axioma de la razón y de la libertad de religión y conciencia.

2. La ambigüedad europeísta de la Generación del 98 El no resuelto «problema español» volvió a recrudecerse a finales del siglo XIX. La chispa fue la pérdida de las últimas colonias españolas ultramarinas (Cuba, Puerto Rico, Filipinas) en la guerra de 1898 contra los Estados Unidos. Ningún otro suceso tuvo tantas consecuencias para la monarquía de la Restauración, y en general para la historia española del siglo XX, como la pérdida de dichas colonias. Aún hoy se titulan estos hechos en la historiografía española «el desastre del 98». No se trataba solamente del fin de España como potencia colonial: a los contemporáneos les parecía el derrumbe del sistema de la Restauración; para muchos era prácticamente una forma de finis Hispaniae; la «decadencia española», a menudo citada, y la «pérdida de la grandeza de España», tomaban carácter simbólico con la derrota del 98. José Álvarez Junco ha resaltado que la pérdida de Cuba y los demás restos del imperio se interpretó traumáticamente como una demostración de impotencia colectiva, especialmente humillante en el momento en que los europeos «normales» –según se percibía desde España– demostraban en Asia y África a golpe de cañonazo la superioridad de su civilización. «Definitivamente –concluyeron las mentes preocupadas por el destino colectivo–, no éramos como los demás europeos, éramos incapaces de adaptarnos a la modernidad, no pertenecíamos a las razas superiores» (Álvarez Junco 1996: 14). De pronto los intelectuales y políticos comprendieron que España se hallaba en un punto álgido, y que debía haber cambios inmediatos en lo político, lo intelectual y lo moral. Numerosos observadores españoles establecieron la relación existente entre las diversas actitudes históricas, culturales y religiosas ante los valores modernos, la racionalidad y el progreso por una parte, y el derrumbamiento del Imperio, por la otra. La guerra también fue interpretada como un choque entre la «raza» germano-anglosajona y la latino-romana, concediéndole la superioridad material o intelectual a los «nórdicos», y dudando de la «capacidad de modernismo» de la «raza latina».3 3 Como resultado de las múltiples publicaciones con motivo del centenario del año 1898 se puede hablar de una revisión historiográfica de lo que verdaderamente había pasado a finales del siglo XIX. En una reseña colectiva de aproximadamente una veintena de libros, Santos Juliá llegó (en El País, 12-XII1998, 6-9) a la conclusión de que el desastre del 98 «no fue para tanto y los contemporáneos de

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La gran crisis de 1898 no era solamente el momento en que España, tras siglos de hegemonía y de contienda, perdía sus últimas posesiones en ultramar.4 Surgieron dos preguntas: una acerca de lo que se había hecho secularmente mal para un final de tal porte; y otra, si España debía estar y aferrarse allí, en ultramar, o si su sitio tenía otro enmarque llamado Europa. La crisis de 1898 es uno de los momentos claves para la comparación de España con Europa. Los intelectuales de entonces «sacaron los pañuelos y se echaron a llorar» –como dijera Ramiro Rico–, retomaron y profundizaron el tema de España, las causas de su decadencia y sus posibilidades de futuro. Europa comenzó a vislumbrarse como alternativa, se hablaba de la necesidad de ser «europeizante» como empresa colectiva (si bien siempre elitista). El despertar del sueño imperial desató en España un poderoso movimiento de orientación en parte intelectual-literaria, en parte político-reformadora. Filósofos y escritores veían a España en una gran crisis de la que sólo podría liberarse regresando a su «verdadera razón de ser» o a una «europeización del país». La desesperanza nacional5 de la Generación del 98 trajo consigo las más variadas visiones del futuro, metas y «consejos» políticos. En el ámbito de acción entre regeneración a través de la reflexión sobre los propios valores, o una apertura crítica hacia Europa, se pueden apreciar las contradicciones y los denominadores comunes de la Generación del 98. También en el caso de la Generación del 98 se puede afirmar que su autorreflexión y autocrítica eran resultado de su relación con Europa, y que Europa entonces exageraban». Más que de crisis habría que hablar de «psicosis de crisis», ya que España no era tan diferente de las otras naciones, ni estaba tan atrasada, ni la crisis fue tan excepcional. «El desastre» era un caso claro de exageración o percepción sobredimensionada de unos acontecimientos de limitada importancia en sí mismos. No hay «literatura del desastre» (habría que sustituir el concepto 98 por el de fin de siglo), ya que lo que pasaba en la creación literaria desde varios años antes del 98, y lo que seguiría ocurriendo en los años posteriores, no tenía nada que ver con el desastre; en lo que a literatura, arte y ciencia se refiere, todo habría ido más o menos igual. No había «98», sino «fin de siglo»; no se puede hablar de una peculiaridad española, sino que hay que hablar de variantes respecto a tendencias generales en Europa. Ahora bien: la prensa de la época sí vino a dar por muerta y enterrada a la nación española tras la guerra con los Estados Unidos; aparecieron multitud de libros terapéuticos que exigían «cirujanos de hierro». La tónica general de la revisión historiográfica es que aquel llanto por España fue un desatino, una exageración. Santos Juliá relativiza este resultado concluyendo: «no hubo crisis sino conciencia de crisis, se afirma, como si fuera tan sencillo distinguir la realidad de su percepción, como si la conciencia no fuera la sustancia misma del ser en sociedad. Tan fuerte fue la crisis, y a zonas tan profundas de la conciencia alcanzó, que todavía hoy, tras argumentar que no la hubo, seguimos dando vueltas a sus consecuencias sobre la política, la sociedad y la cultura.» Los libros reseñados incluyen: Pan-Montojo (1998), Revista de Occidente (marzo 1998), Romero Tobar (1998), Núñez Florencio (1998), Elorza / Hernández Sandoica (1998), Laín Entralgo / Seco Serrano (1998). 4 Para lo que sigue, v. Ramírez (1996: 39 y ss.). 5 Sobre los rasgos pesimistas y resentidos de la Generación del 98, v. de Miguel / Barbeito (1998). El libro se compone de dos partes: en la primera, se analizan los textos de los intelectuales y literatos que se agruparon en torno al «desastre» de 1898, siguiéndose el rastro de sus preocupaciones generacionales. En la segunda, el libro repasa el lado negativo de los actuales estados de ánimo, sentimientos y valores de los españoles. Para ello se sirve de una encuesta para la que se entrevistó a dos mil personas de toda España. La tesis de la obra es que España está al final de un largo ciclo secular de pesimismo.

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constituía el parámetro de sus criterios. En las divergentes posturas de los miembros de esta corriente se patentiza la fragmentación del país, tanto en lo referente a la catástrofe del 98, como en la posición que debía ser adoptada ante Europa. «No faltaban diagnósticos y recomendaciones para el problema nacional, que, en la esperanza de un renacimiento, oscilaban entre ensueños cosmopolitas, utopías y reflexiones sobre las profundidades secretas de la hispanidad eterna» (Briesemeister 1986: 16). Ángel Ganivet, considerado un precursor del movimiento, buen conocedor del incremento material de la Europa occidental a través de varios puestos diplomáticos, encontraba el retraso español extremamente penoso. En su ensayo Idearium español, escrito en 1897, hizo un intento de auto-interpretación. Como síntoma principal de la «enfermedad española» diagnosticó la falta de voluntad. Su consejo terapéutico consistía en un «saludable» auto-aislamiento, bajo el solaz lema: Noli foras ire; in interiore Hispaniae habitat veritas. Su receta anti-europea y aislante se fundaba en la comparación entre los «países de progreso utilitarista» y la «substancia eterna» del espíritu español (personificado en la figura de don Quijote): «De la misma forma en que creo que muchos pueblos europeos nos superan en las aventuras del dominio material, creo también que no hay otro pueblo con tantas capacidades naturales para la creación intelectual como el nuestro». Y, más explícitamente todavía: Ni por el Norte, ni por el Occidente, hallará España una promesa de engrandecimiento mediante la acción política exterior […] Una restauración de la vida entera de España no puede tener otro punto de arranque que la concentración de todas nuestras energías dentro de nuestro territorio. Hay que cerrar con cerrojos, llaves y candados todas las puertas por donde el espíritu español se escapó de España para derramarse por los cuatro puntos del horizonte, y por donde hoy espera que ha de venir la salvación (Ganivet: Idearium español, 139-151).

Ramiro de Maeztu tomó una postura casi antitética en su temprana obra Hacia otra España, escrita en el año 1899, en la que propone la industrialización como fuerza motriz del desarrollo necesario en España. Los españoles debían aprender a valerse de máquinas, dinero y fábricas, si querían ser europeos. Maeztu afirmaba que era necesario olvidar la propia historia y concentrarse en un futuro al estilo europeo; europeización significaba para él progreso, ciencia, técnica y economía.6 Durante las diversas fases de su vida, Maeztu personificó las extremas posiciones de la Generación del 98. En 1899 abogaba a favor del socialismo, pero en 1934, en su tardío ensayo Defensa de la Hispanidad, se presenta como defensor de la imagen histórica tradicionalista, de la restauración de la monarquía hereditaria, para convertirse finalmente en apologeta y guía ideológico del fascismo. Miguel de Unamuno, quizás el representante prototípico del movimiento, es a la vez un magnífico ejemplo de la división existente en la relación de España hacia 6

Briesemeister (1986); acerca de la Defensa de la Hispanidad de Maeztu, v. también Franzbach (1988: 147-150).

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Europa, ya que reunía en su persona todas las contradicciones y extremos de los componentes del grupo. En la serie de ensayos En torno al casticismo, proveniente de su temprana fase socialista del año 1895, es decir, antes del shock de la pérdida de las colonias, el «Excitator Hispaniae» (Ernst Robert Curtius) se presentaba como un defensor de la apertura hacia Europa, afirmando que España sólo se recuperaría abriéndose hacia Europa. La miseria intelectual española era producto del aislamiento en que el país se encontraba debido a su actitud «inquisitorial y proteccionista». Continuamente se quejaba de lo lentamente que se había producido en España la europeización que «era muy de superficie y cáscara». El programa de recuperación propuesto entonces por Unamuno rezaba: «Europa está por descubrir, y sólo la descubrirán españoles europeizados [...] nuestro deber es europeizar» (En torno al casticismo, 866-867). Unamuno volvió una y otra vez sobre la necesidad de la europeización de España. La tarea modernizadora y europeizadora correspondía, en su opinión, al Estado quien debía romper las «aduanas espirituales» para imponer en España «la moderna cultura europea, la cultura liberal, género de importación en gran parte». Más tarde sufriría una crisis religiosa, y con motivo de los acontecimientos del 98, Unamuno entró en una fase de cálculo escéptico acerca del posible aporte de Europa para una regeneración de España. En 1898 expresó claramente su actitud de rechazo al progreso, y su huida de la civilización, basada en su nostalgia por el cristianismo medieval: ¿Viven mejor, con más paz interior, los ciudadanos concientes de una gran nación histórica que los aldeanos de cualquier olvidado rincón? El campesino de Toboso que nace, vive y muere, ¿es menos feliz que el obrero de Nueva York? ¡Maldito lo que se gana con el progreso que nos obliga a emborracharnos con el negocio, el trabajo y la ciencia, para no oír la voz de la sabiduría eterna, que repite el vanitas vanitatum! Este pueblo, robusta y sanamente misoneísta, sabe que no hay cosa nueva bajo el sol. ¿Que yace en atraso? ¿Y qué? Dejad que los otros corran, que ellos pararán al cabo! (La vida es sueño, 941-942).

Unamuno vuelve la espalda definitivamente a Europa en 1906 con su ensayo Sobre la europeización. Si ya antes se había expresado sarcásticamente acerca de la decadente burguesía y el agresivo capitalismo burgués, ahora tomaba una actitud totalmente crítica ante Europa y llena de pesimismo frente a la cultura; prevenía contra la alienación y hacía un llamamiento a reunir las propias fuerzas. Unamuno contraponía los términos «europeo» y «moderno», ciencia y razón, a los términos «nuestra vieja sabiduría africana», religión, fe y «verdad profunda»; esto fue explicado a través de términos como sentimiento, pasión, corazón, alma y muerte. Bernhard Schmidt (1975: 160-205) ha afirmado que en las posturas dicotómicamente contrapuestas de Unamuno se reflejaba el resentimiento europeo de toda la burguesía española. La imagen que Unamuno tenía de España era sólo un juego de contrastes de su negativo cliché europeo. Temía que Europa dirigiera su ratio superficial y materialista contra el «ente eterno» español. Los razonamientos hispanocéntricos unamunianos desembocaron en la quijotesca fórmula de una «hispanización de Europa», una cruzada intelectual que

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sirviera, según el filósofo vasco, de función catalizadora para encontrar lo verdaderamente español: Tengo la profunda convicción por arbitraria que sea –tanto más profunda cuanto más arbitraria, pues así pasa con las verdades de la fe–, tengo la profunda convicción de que la verdadera y honda europeización de España, es decir, nuestra digestión de aquella parte del espíritu europeo que pueda hacerse espíritu nuestro, no empezará hasta que tratemos de imponernos en el orden espiritual de Europa, de hacerles tragar lo nuestro, lo genuinamente nuestro, a cambio de lo suyo, hasta que no tratemos de españolizar a Europa (Sobre la europeización, 936).

Para Unamuno, como para muchos de sus correligionarios, era don Quijote una figura simbólica, en la que se reflejaba el restablecimiento y el renacimiento de España. En 1905 confesó Unamuno ver en don Quijote al héroe nacional del idealismo caballeresco y portador de una «religión nacional tradicionalista» [...] Don Quijote había descubierto el ‹alma medieval› en sí mismo y en su tierra. «¡Nuestra salvación está en el regreso al misticismo, pero sin dar por perdido el pensar moderno!» (1905), esta exigencia, quizás debido a la intransigencia reinante, vino a dar en un «cada vez me convierto más en un español encarnizado, y un enemigo de Europa» (1911), para finalmente llegar a la propaganda retadora de una «africanidad» como elemento nacional nativo, y por lo tanto contribución para una Europa estable más sincera que cualquiera de los alienamientos con que se pretendía llenar España (Niedermayer 1952: 474).

En 1915, Unamuno rogó a Dios por «la derrota de la técnica, y hasta de la ciencia», de todo ideal involucrado en el enriquecimiento, placer terrenal y engrandecimiento del comercio y las propias fronteras. Al mismo tiempo daba la bienvenida a una «nueva era romántica»; aún corriendo el riesgo del regreso a la superstición, era de cualquier modo mejor que aquella Europa de los técnicos y especialistas.7 Al hacer esta contraposición entre España y Europa no hay que olvidar que el modelo de una Europa ideal-moderna a la que nebulosamente se refería la mayoría de los intelectuales no existía en la realidad. Esto se hizo especialmente evidente durante la Primera Guerra Mundial, cuando España declaró su neutralidad, mientras que en el interior reinaba una gran división política e intelectual: las apasionadas tomas de posición eran o en favor de los aliados y por Francia, por parte de los izquierdistas, la mayoría de los intelectuales y la oposición nacionalista, o en favor de las potencias imperiales, por parte de los conservadores, los oficiales y la derecha en general. La actitud ante los alemanes y su cultura daba la pauta de la ideología por antonomasia. En lo referente a la neutralidad, hubo una polarización de opiniones entre los admiradores de la «cultura» y los seguidores de la «civilización».8 7

Benítez (1949), aquí citado según Niedermayer (1952: 474). Díaz-Plaja (1973), Longares Alonso (1976: 34-45; 1977); con mayor énfasis en Alemania, v. Carden (1987) y Gelos de Vaz Ferreira (1966); v. también Albes (1996). 8

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Un discurso del político radical-liberal Manuel Azaña del año 1917 es una significativa toma de posición en aquel airado debate en el cual historiza la división interna española durante la Primera Guerra, presentando una contribución al tema de las «dos Españas» desde la perspectiva de las relaciones EuropaEspaña. Azaña, posteriormente presidente de la Segunda República, se pronunció claramente en aquella ocasión contra los conservadores: Hay en España, como sabéis, un núcleo de gentes, cada vez más pequeño, que viene oponiéndose por sistema a la introducción en nuestro suelo de toda novedad, y que aborrece, en punto a ideas, cuanto trae el marchamo extranjero; son gentes bastante ilógicas, porque aceptan todos los inventos, mejoras y adelantos en orden material que la civilización produce, y condenan, en cambio, las fuentes espirituales que, con un nuevo concepto de la vida, han suscitado esos adelantos, empujando a los hombres por las vías de un progreso continuo. Contra esta clase de gentes viene haciéndose desde hace siglo y medio la historia de España, que es, sobre todo, desde que hace cien años se planteó la cuestión en el terreno político por la instalación del régimen constitucional, un combate sin tregua para romper las trabas que se oponen al reinado de la libertad y de la tolerancia en nuestro país. [...] Pero en todas las formas que haya ido mudando, reconoceremos siempre a ese núcleo de gentes por su aversión a Francia, en quien ha visto con fundamento, el vehículo propagador de las ideas que aborrecía (Los motivos, 147s.).

¿Qué significó, pues, en términos generales, la crisis de 1898 para la relación España - Europa? La respuesta es ambigua, como lo son las posturas de los noventayochistas. Francisco Ayala afirma tajantemente: La España inventada por la generación del 98 quiso, con su nacionalismo tardío, incorporarse a ‹las naciones modernas› cuando, en vísperas de la catástrofe bélica que puso término a la Modernidad, éstas estaban ya a punto de periclitar. Fue el último y patético episodio de la desconexión de España con la Europa moderna. Previamente, el régimen de la Restauración [...] había constituido [...] el primer proyecto razonable para homologar a esta península con la Europa de las naciones soberanas, y ciertamente resultó ser un proyecto exitoso. Consistía en superponer, a la manera de aparato ortopédico, una constitución política liberal provista de instituciones democráticas sobre un país cuyas estructuras de poder estaban todavía lejos de prestarse al juego de la democracia parlamentaria: y durante el casi medio siglo que ella estuvo en vigor manteniendo la ficción de ese juego («la hipocresía es el principio de toda virtud»), dio lugar, en efecto, a un notable desarrollo modernizador de esa sociedad, y por consiguiente a su creciente participación en la cosa pública, desarrollo que por fin pondría en cuestión al régimen tal como venía funcionando (Ayala 1997: 13).9

Ayala concede, pues, un alto grado de modernidad política, es decir de europeísmo, al sistema restauracionista, mientras que el 98 fue para él muestra de la «desconexión de España con la Europa moderna». Más crítico aún con la 9 Acerca de la «invención» de España por los noventayochistas, v. Fox (1997). En esta obra, Fox ofrece varios trabajos sobre diferentes escuelas de pensamiento liberal (intelectuales de la historiografía liberal, krausismo, Generación del 98, Generación del 14, Institución Libre de Enseñanza, Centro de Estudios Históricos) unidas por el común designio de construir una identidad nacional.

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postura de los noventayochistas es Juan Goytisolo. En un mordaz comentario escribe: El común de los ‹críticos› acríticos e historiadores poltrones sostiene que el Noventa y Ocho fue una oportuna reacción a la decadencia española simbolizada por la pérdida de los últimos restos de nuestro imperio colonial. ¡Extraña reacción, que atribuía al capitalismo industrial, entonces portador del progreso, los males de una patria eterna e inalterable; que rechazaba la europeización defendida por la maltrecha corriente liberal y proponía, con maleado y espurio quijotismo, la españolización de Europa; que proclamaba con ciego heroísmo lo de ‹que inventen ellos›, repitiendo al cabo de un siglo de tentativas reformistas fallidas lo de ‹lejos de nosotros la peligrosa novedad de discurrir›! Lo que combatía esa nebulosa de escritores era precisamente la modernidad por la que luchó la maltrecha corriente liberal: reacción, pues, si se me excusa la redundancia, política y culturalmente reaccionaria, embebida de anhelos trascendentes y aferrada a unos valores castizos que serían después los de la España que se alzó en armas contra las iniciativas e innovaciones tardías de la Segunda República. [...] En un país de una endogamia pertinaz como el nuestro, el ensimismamiento noventayochista no podía sino robustecer una tradición cultural de inmovilismo fundada precisamente en el rechazo de lo foráneo y una triste sucesión de descuajes y extrañamientos (Goytisolo 1997: 13).

Pero, junto a esta lectura pesimista del 98 sobre las expectativas españolas como pueblo europeo hay otra que sostiene que en esa fecha arrancó un proceso regeneracionista que terminaría instalando el país «en la normalidad de la Europa contemporánea» –como dijo el antiguo Ministro Exteriores Abel Matutes–. Todo el problema español, decía Manuel Azaña cuando aún palpitaba el recuerdo del 98, consistía en saber si España sería capaz de «incorporarse a la corriente general de la civilización europea» de la que, según creencia muy compartida por su generación (y no solo por ésta), habría quedado descabalgada desde el siglo XVI. Y Ortega, con su característico aplomo, expresó la convicción de muchos contemporáneos en una célebre sentencia: «España es el problema, Europa la solución» (La pedagogía social, 521).

3. El Regeneracionismo 1898, con su revisión radical del sistema de valores reinante, no solo marcó el fin intelectual del siglo XIX en el pensamiento español, sino que significó también, institucionalmente, el principio de una nueva fase, pues el sistema tradicional de liberales y conservadores alternándose en el gobierno cayó en crisis. En materia política, 1898 tuvo un efecto catalítico. Por todas partes se exigía revisión y «renovación», inspirado por el clima de fin de siècle reinante; el Regeneracionismo

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se iba abriendo paso.10 Los primeros presupuestos posteriores al 98 incluían recortes como solución al problema deficitario estatal; proyectos de ley iban dirigidos a la reforma fiscal y legislación social, descentralización administrativa, autonomía universitaria y política energética. El conservador Antonio Maura, varias veces jefe de gobierno, exigía una «auténtica revolución desde arriba». Las críticas al sistema de la Restauración (existentes ya antes del 98) aumentaban insistentemente en los primeros decenios del siglo XX, pero no podían unificarse en ningún denominador común y, por tanto, se neutralizaban unas a otras. Pese a todo, las fuerzas reformistas se vigorizaban: catalanistas, republicanos, socialistas, todos tenían como meta política una «modernización» y democratización de España, significando para ellos el término «modernización» un acercamiento a las ideas políticas y económicas de los otros países europeos.11 El principal representante intelectual del regeneracionismo, Joaquín Costa, fuertemente influido por el krausismo, exigía como medicina para curar las enfermedades españolas un «cirujano de hierro» (por esta razón se le ha considerado como predecesor de la ideología fascista). Pensaba Costa que se debía poner fin a la vacía retórica de la Restauración, sustituyéndola por «prácticas realizaciones», tales como escuelas técnicas, cooperativas de producción, reforestación, sistemas de riego, repartición de tierras, erradicación del caciquismo, una escuela obligatoria general y el fin de la aventura imperialista en África. Su meta era una «Reconstitución y europeización de España», según reza uno de los títulos más conocidos del gran regeneracionista; estaba dispuesto a detener la «africanización», mediante la cual España se distanciaba cada vez más de Europa. Decía: Españoles, sí, pero europeos […] de tener una agricultura sahárica, escuelas propias de Kabylia y caricaturas de universidad; tan ajenos á la formación de la ciencia y de la historia contemporánea como la tribu más ignota del África central; […] bajo un régimen de mandarinismo, decorado con nombres europeos; […] marcados en la frente con un sello de inferioridad, condenados á envidiar […] á ingleses, franceses, suizos, alemanes, belgas, su libertad, su prosperidad, sus tribunales, sus escuelas, sus instituciones de previsión y de progreso, su cultura; […] ludibrio del mundo; […] con un horizonte espiritual y físico que se encoge más y más á cada hora que pasa […] Que la historia de España tome nuevos rumbos, sustituyendo la actual orientación de África por la de Europa, y si no sabe ó no quiere, que la historia de España cese: todo menos seguir como hasta aquí […] (Costa: Reconstitución, 160-161).12

10 En referencia al «movimiento regeneracionista», v. compendiadamente (con referencias a la literatura de los principales regeneracionistas) Harrison (1979: 1-27); v. también Tuñón de Lara (1970: especialmente 59-78). 11 V. Balfour (1997), obra en la que el autor se centra en la primera década del siglo XX, examinando, sobre todo, las repercusiones del 98 sobre la clase media (progresivamente alejada del sistema monárquico), el auge de los movimientos antisistema (obreros y republicanos), la aparición de los nacionalismos periféricos (catalanismo y vasquismo), la frustración militar. Balfour califica el cúmulo de problemas como «insoluble». Sobre una reinterpretación de los hechos del 98, v. también el número especial de Cuadernos Americanos (1998). 12 V. también Pöppinghaus (1999: 57).

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El presupuesto estatal para la «europeización», que en el caso de Costa significaba modernización infraestructural del país y activamiento de la productividad, debía ser aumentado, y el presupuesto armamentista disminuido. La lucha no era contra un enemigo externo, sino contra la pobreza, el retraso y la ignorancia. «Cerrad la tumba del Cid con un candado triple» exigía Costa a aquellas fuerzas cuya visión evocaba la grandeza del pasado y que eran incapaces de hacer algo para allanar los obstáculos del momento.13 La crítica del «desastre del 98» no iba dirigida contra los militares, sino contra los políticos y las instituciones de la monarquía de la Restauración. Círculos cada vez más amplios exigían la desarticulación del caciquismo, a la vez que un sistema político que fuera verdaderamente representativo, y no sólo en apariencia. El representante político más importante de este movimiento de renovación era Antonio Maura, cuya meta era la revitalización de la política; deseaba que la «verdadera» España y la España «oficial» se acercaran, y que las «masas neutrales» tomaran parte en la política. A pesar de una reforma en el sistema electoral y otros proyectos, Maura no tuvo éxito con sus intentos reformistas; la revolución regeneracionista «desde arriba» fracasó por completo.14 De la misma forma que muchos miembros de la Generación del 98, que de condenar irrefrenablemente las antiguas tradiciones españolas pasaron a ser sus ciegos panegiristas y enemigos estrictos de la europeización, también el impulso regeneracionista se paralizó hasta desaparecer como consecuencia de la crisis de crecimiento durante la Primera Guerra Mundial. Como una ironía de la historia, fue el dictador Miguel Primo de Rivera, quien en 1923 mediante un golpe de estado eliminó el sistema constitucional reabriendo así el abismo político entre España y los estados democráticos de Europa, el que puso en práctica no pocas de las propuestas reformistas de los regeneracionistas realizando de esa forma el acercamiento a Europa en materia infraestructural. Su «revolución» –así llamaba el dictador, evocando a los regeneracionistas, su toma del poder– quería ser una «revolución nacional y patriótica hecha desde arriba» tal como la anunciaban Costa, Maura y otros: España debía renovarse.

13 Sobre el Regeneracionismo como «profesión de fe que el cambio era posible», es decir que había solución a los problemas finiseculares, v. Andrés-Gallego (1998). Acerca del revisionismo historiográfico sobre el fin de siglo, v. también el dossier de Hernández Sandoica (1998: 103-234), con un conjunto de artículos sobre la historia cultural, política, militar, colonial y de las relaciones internacionales. 14 Tampoco pudieron establecerse las bases de una economía moderna; no existió «despegue» en el sentido que otorga Walt Rostow al término, es decir, la regeneración no fue acompañada por una aceleración sustancial en el ritmo de crecimiento de la renta per capita en los años posteriores. V. Gómez Mendoza (1997: 75-84).

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4. El período de entreguerras: polarización de las posiciones Mientras que la Generación del 98 todavía dudaba entre un acercamiento a y un alejamiento de Europa, tuvo lugar de forma radical la erupción de la «otra España» hacia el espacio europeo al dirigirse los hijos espirituales de aquella generación finisecular a universidades europeas; constituyó el momento en que los profetas filosofantes fueron reemplazados por expertos eruditos. En el período de entreguerras, la elite académica hizo suya la oportunidad de pasar temporadas en el extranjero, completando estudios en distintos países europeos (sobre todo, en Alemania) y contribuyendo así a la consiguiente propagación del ideario europeo en las universidades españolas. Se habla de una generación entera de europeizados a diferencia de los europeizantes de la Generación del 98 (Krauss 1972: 23ss.). A esta elite intelectual de viajeros por Europa (en la mayoría de los casos, específicamente por Alemania) pertenecen Ramiro de Maeztu, el novelista Ramón Pérez de Ayala, el socialista Luis Araquistáin, el médico, y después político socialista, Juan Negrín, el pedagogo José Castillejo, el novelista e historiador del arte Eugenio d’Ors, el científico literario y escritor Salvador de Madariaga y muchos otros. Con ellos se puso de manifiesto la toma de conciencia del atraso científico español. Lo que esta elite pretendía encontrar en el extranjero eran avances científicos, técnica y método. Con ellos, apareció en el horizonte del pensamiento español una línea europeizante y moderna. Werner Krauss menciona en su historia de la ideología en España a aquella elite intelectual extranjerizante, de la manera siguiente: Los nuevos métodos provenientes del extranjero proyectan la situación de las naciones altamente capitalizadas como imagen ideal del futuro español. Nuevamente se revela como característico que la avanzadilla del capitalismo español patentiza de este modo la inexistente relación con la realidad limitada de su país, continuando la orientación idealista de los krausistas y anteponiendo perceptiblemente el aspecto históricoespiritual a las actividades de las ciencias exactas (Krauss 1972: 20).

De entre los sucesores de la Generación del 98 cabe citar también a José Ortega y Gasset, cuya mención por separado está justificada ya que reivindicó como ningún otro español del siglo XX la «europeización» de España y su enlace con la Europa occidental desarrollada. Existían –según Ortega y Gasset– más que suficientes razones para dicha reivindicación; y así opinaba que toda la historia de España ha sido la historia de una decadencia. Los últimos tres siglos, en particular, solo fueron una «perdurable modorra de idiotez y egoísmo» (España invertebrada, 70).15 Veía la «sustancia española enferma hacía siglos», y afirmaba: «Para un hombre nacido entre el Bidasoa y Gibraltar, es España el problema primero, plenario y perentorio». Para Ortega y Gasset, Europa era ciencia; por lo tanto, la misión a cumplir rezaba: «Tomando el bastón de hacer camino echémonos por el mundo [...] Y luego, a nuestra vuelta, encendamos la pura alma del pueblo con las 15

V. también Laín Entralgo (1948: 113); Curtius (1950: 250).

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palabras de idealismo que aquellos hombres de Europa nos hayan enseñado» (Los problemas nacionales, 118).16 Al mismo tiempo, el filósofo de la cultura se hizo portavoz de la conciencia tradicional europeizante de los intereses de la burguesía española. Dietrich Briesemeister ha resumido el desarrollo de Ortega con respecto a la relación cambiante entre España y Europa en una síntesis histórico-cultural: Su planteamiento fundamental rezaba: «Sólo mirada desde Europa es posible España». Ya en una recensión programática de la revista «Europa» (1910) entendía Europa no como la mera antítesis y negación de la España de su tiempo, sino como fundamento de una convivencia en diálogo y como punto de partida para la superación del bajo nivel nacional. Europa era para él la condición para España. España constituía una oportunidad europea. La europeización mostraba caminos y modos de obrar para levantar una nueva España y para solucionar el «problema España» [...] En la creación de los Estados Unidos de Europa veía Ortega la única posibilidad para la supervivencia y la protección ante el totalitarismo (Briesemeister 1986: 19).17

La liquidación de cuentas con la hipocresía de la política anterior tuvo lugar en el ensayo orteguiano España invertebrada. La petición de regeneración a partir de modelos europeos desembocó, sin embargo, en una «teoría de germanización» de corte elitista. Para propagar las ideas avanzadas provenientes del extranjero, fundó Ortega en 1923 la Revista de Occidente. Debido fundamentalmente a su ensayo La rebelión de las masas, el filósofo fue aclamado como heraldo de la unificación de Europa que ya tempranamente había reconocido las posibilidades de la integración económica del continente. Debe añadirse, limitando lo anteriormente dicho, que el papel de Ortega como profeta de una unificación de Europa fue considerado mucho más modestamente desde perspectivas contemporáneas a las suyas; el elitista «Ortega avistaba una única esperanza» a la vista de la significación del fascismo y comunismo para Europa, «si el destino del continente se encontraba encomendado a hombres verdaderamente ‹modernos› cuyo corazón estaba en el pulso del pasado» (Franzbach 1988: 139). El concepto orteguiano de Europa como idea nacional conservadora en un sentido cultural debe entenderse conjuntamente con su teoría elitista –las masas desorientadas deben seguir a un dirigente–, su acentuado antisocialismo e ideas neoimperialistas. También los europeístas españoles de aquella época quedarían marcados por los primeros arranques supranacionales del período de entreguerras (Sociedad de Naciones, Movimiento Paneuropeo); algunos de ellos –por ejemplo, Eugenio d’Ors y Salvador de Madariaga– tomaron parte activamente en dichas experiencias institucionales. Y cuando en 1931 se constituyó la Segunda República, pareció haberse impuesto definitivamente en la vida española aquella tendencia políticoespiritual que defendía una orientación al extranjero con un giro hacia Europa. El predominio transitorio del «modelo europeo» basado en la democracia parlamen16

V. también Ramírez (1996: 45). También referido a Ortega, v. König (1988: 242-247); Papcke (1985: 24-26). Ortega vuelve a aparecer otra vez como convencido europeo en su obra: Europäische Kultur und europäische Völker. Sobre la relación entre Ortega y el espíritu del 98, v. la original interpretación de Cacho Viu (1997). 17

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taria, el pluralismo, la economía de mercado y la implantación del estado del bienestar tomó cuerpo por doquier en la política y la cultura tras la implantación de la Segunda República. Sin embargo, las apariencias engañaban, ya que entre los sucesores espirituales del 98 y de los regeneracionistas no se encontraban únicamente los reformadores ilustrados y demócratas, sino también los fascistas de la Falange, en cuyo ámbito ideológico no cabía Europa, ya que pretendían conseguir sus metas mayoritariamente a través de un chovinismo agresivo. El programa de la Falange de 1934 rezaba así (art. 3): «Tenemos voluntad de Imperio. Afirmamos que la plenitud histórica de España es el Imperio. Reclamamos para España un puesto preeminente en Europa. No soportamos ni el aislamiento internacional ni la mediatización extranjera».18 La apertura hacia Europa se presentaba de manera hispanocéntrica; su equivalente se encontraba además en los ideales de la «Hispanidad» que apenas lograban encubrir su actitud de imperialismo cultural. Incluso en 1932 ya había condenado Ernesto Giménez Caballero –católico militante y filofascista– el estado liberal en su libro Genio de España y había exigido para España un César siguiendo el ejemplo de Mussolini. El llamamiento a un «Estado Nuevo» de catolicidad fascista se hizo oír. La crisis estructural del estado liberal y la pretendida ineptitud funcional de la democracia debían ser combatidas por medio de nuevas concepciones totalitarias. En las disputas ideológicas de los años 30 resurgieron los temas debatidos desde principios de siglo. Los fascistas, por ejemplo, insultaban a la España «podrida», invocaban a los jóvenes a restablecer la grandeza de España y oponían a la proclamada libertad del Estado liberal-republicano el cometido histórico de volver a ser una «Nación de soldados heroicos». Reivindicaban grandeza imperial y justicia social, la devolución inmediata de Gibraltar, el dominio sobre todo el Norte de África, así como el respeto al liderazgo de España en el mundo hispano. Manifiestamente, este nuevo estado español fascista debía apartarse en política exterior de la Europa liberal para volcarse en dirección a Hispanoamérica y al Norte de África. En la mitificación del pasado colonial así como de los ideales misioneros y nacionales de cristianización también puede reconocerse una tendencia de la Generación del 98.19 El consenso político que servía de base a la Segunda República era extremamente frágil, lo que se debía a la exigua base social que tuvo esta primera democracia española. Debe recordarse que la dictadura de Primo de Rivera había constituido el último intento de la oligarquía conservadora decimonónica para preservar sus privilegios en el marco de un estado y una sociedad que no habían conseguido llevar a cabo con éxito su «revolución burguesa». Ahora bien: con la Dictadura también habían colaborado grupos burgueses de Cataluña y la burguesía financiera, que se beneficiaban de los intentos de crear un capitalismo nacional 18

Citado según Nellessen (1965:113 y s.). Sobre la adaptación de ideas esenciales de los intelectuales conservadores (y liberales) de la Generación del 98 por parte del fascismo español, v. Franzbach (1988). 19

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modernizante, así como los obreros organizados en la UGT. El apoyo paradójico que la Dictadura obtuvo de tan diversos grupos sociales se explica no sólo por la crisis estructural del estado, sino también por la carencia de soluciones económicas y sociales en la fase anterior. La única posibilidad de éxito de la Dictadura consistía, pues, en conseguir crear una moderna estructura capitalista que reemplazase a la oligarquía terrateniente en el poder y que presentase soluciones económicas a los empresarios, mediante las cuales se modernizasen las estructuras industriales y agrarias. Al fracasar este intento, y como las clases medias seguían sin disponer de una estructura estatal que correspondiera a su desarrollo y su ansiado papel en política –de acuerdo con el «modelo» europeo– los sectores modernizantes del país optaron, en lugar del modelo autoritario, por la república democrática.20 La proclamación de la República significaba la toma del poder por parte de las clases medias y asalariadas. En primer lugar, debía crearse un estado liberal y laico que pusiese en práctica las ideas burguesas. Se aspiraba a conseguir una Constitución democrática, la reforma militar, la limitación del poder de la iglesia, la reforma de la educación. Los socialistas fueron atraídos mediante la realización de reformas sociales, fundamentalmente en el sector agrícola. La ejecución de estas medidas llevaría a un aislamiento del gobierno y a una polarización socioideológica en el país. La oligarquía terrateniente así como la iglesia entendieron la reforma agraria y el estado laico, respectivamente, como un ataque frontal a sus derechos seculares; el modelo «tradicional» y el «moderno» se encontraban enfrentados de manera irreconciliable. En esta situación visiblemente polarizada, los reformistas del «centro» perdieron el apoyo que todavía habían detentado al principio. Mientras la oligarquía, y también un amplio sector de campesinos «medios», se apartaban del Gobierno, sucedía que los trabajadores y jornaleros encontraban las reformas –sobre todo las realizadas en el sector agrícola– insuficientes, por lo que también se alejaron visiblemente de la República. Y en cuanto la derecha hubo recuperado su facultad de organización política, aspiró, a través de sus nuevas representaciones, a un cambio del sistema en sentido reaccionario-corporativo o fascista (Preston 1973 y 1984). Como el sistema parlamentario no facilitaba ningún mecanismo para que conservasen su posición privilegiada, las elites tradicionales recurrieron a los militares para el restablecimiento por la fuerza de su posición anterior a la democracia. Entre 1931 y 1936 se vio claramente que el problema fundamental de la sociedad española era que la modernización y ejecución de una «revolución burguesa» era imposible en España debido a la confrontación entre la oligarquía terrateniente con sus aliados, por un lado, y los trabajadores de la industria y del campo, por el otro. Los primeros no estaban dispuestos a ningún cambio en la tradicional posición privilegiada que mantenían desde el siglo XIX. Los segundos 20

V. los resultados de investigación contenidos en Bernecker (1990: 245-259).

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veían en la República el vehículo para la superación de su tradicional discriminación, pero al reconocer que no llegarían cambios rápidos en su situación se decepcionaron y se apartaron de la República democrático-burguesa tal como sus «enemigos de clase» lo habían hecho ya antes. La Guerra Civil fue el resultado de esta contradicción insuperable y el intento desesperado, primero de la derecha y luego también, como reacción, de la izquierda, de conseguir por la fuerza lo que por medios pacíficos y reformistas no era posible lograr: el modelo de sociedad, economía y estado que cada uno defendía. La guerra decidió el fracaso del Reformismo modernizante y «europeizante».

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José Luis Abellán La dialéctica identidad / diferencia en Miguel de Unamuno Es un lugar común muy repetido por la crítica y la historiografía reciente decir que la Generación del 98 –suponiendo que sea todavía válido utilizar esta designación– se caracterizó por la obsesión por el llamado «problema de España» como común denominador, pero en realidad esa preocupación venía ya de antes cuando los positivistas del siglo XIX detectan lo que van a llamar la enfermedad española: un proceso de «degeneración» al que se contrapone la «regeneración» del país; de ahí nace el movimiento regeneracionista, capitaneado por Joaquín Costa, y continuado por Lucas Mallada, Luis Morote y Ricardo Macias Picavea, entre otros. Hoy sabemos que los hombres del 98 se sentían continuadores de aquel movimiento, como lo dice explícitamente Azorín en sus famosos ensayos de 1913, con estas palabras: Existe una cierta ilusión óptica referente a la moderna literatura española de crítica social y política; se cree generalmente que toda esa bibliografía ‹regeneradora›, que todos esos trabajos formados bajo la obsesión del problema de España, han brotado a raíz del desastre colonial y como una consecuencia de él. Nada más erróneo; la literatura regeneradora producida en 1898 hasta años después, no es sino una prolongación, una continuación lógica, coherente, de la crítica política y social que desde mucho antes a las guerras coloniales venía ejerciéndose. El desastre avivó, sí, el movimiento, pero la tendencia era ya antigua, interrumpida (Clásicos y modernos, 180-181).

Aunque se ofrecieron diagnósticos muy diversos, y aún contrapuestos, para formular la enfermedad española, creo que el que más se acercó a lo que pudiera ser un planteamiento actual del problema fue Miguel de Unamuno en su libro En torno al casticismo; en la temprana fecha de 1895 este autor cayó en la cuenta de que en España se había producido una inflación de los caracteres nacionales que han definido secularmente su identidad. Estos tenían su fundamento en la forja de la unidad política sobre la unidad religiosa como describió magistralmente Menéndez Pelayo en el epílogo de su Historia de los heterodoxos españoles, con aquellas palabras de digna recordación: España evangelizadora de la mitad del orbe; España martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; esa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectones, o de los reyes de taifas (Historia, II, 1194).

El cultivo de estos caracteres, encarnados en la acción política y cultural de Castilla, es lo que había conducido al casticismo, ya que castizo es –según dice el propio Unamuno en el libro citado– «lo de vieja cepa castellana», puesto que para él «Castilla es la verdadera forjadora de la unidad y la monarquía españolas; ella las hizo y ella misma se ha encontrado más de una vez enredada en las con-

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secuencias extremas de su obra» (Unamuno: En torno al casticismo, en: Ensayos, 52). Y hasta tal punto –podemos añadir nosotros– que ese cultivo sistemático de la identidad histórica ha conducido a una cierta arteriosclerosis. España, víctima de sí misma, permanece agarrotada por el casticismo. A salir de esa esclerosis y de ese agarrotamiento va a contribuir en gran parte la crisis de 1898, que es, a nuestro juicio, la crisis de la clase social que vivía del comercio con las colonias y mantenía la hegemonía ideológica del país, bajo los supuestos de la identidad histórica a que antes nos hemos estado refiriendo. Las reflexiones de Unamuno al respecto tienen su origen en la preocupación que encuentra en su entorno por la invasión de elementos culturales extraños que van extranjerizando nuestra cultura y «zapando poco a poco, según dicen los quejosos, nuestra personalidad nacional» (25-26). Según dicen estas voces críticas, hay peligro de adulteración para nuestros valores castizos, lo que les lleva a defender un exclusivismo cultural cultivador de la propia identidad; y la voz de Unamuno se levanta contra tales criterios, que sólo pueden conducir a la endogamia involutiva, y así los dice: Querer enquistar a la patria y que se haga una cultura lo más exclusiva posible, calafateándose y embreándose a los aires colados de fuera, parte del error de creer más perfecto al indio que en su selva caza su comida, la prepara, fabrica sus armas, construye su cabaña, que al relojero parisiense que, puesto en la selva, moriría acaso de hambre y de frío (29).

Es necesario, pues, someter el cultivo de la identidad al contraste con la diferencia, ya que sólo así dejará de ser aquella algo inerte. La dialéctica identidad / diferencia, hoy tan actual, aparece, pues, en Unamuno con genial anticipación a fines del siglo pasado. Al objeto de precisar su pensamiento, introduce la distinción entre dos conceptos-clave de su pensamiento: historia e intrahistoria. La primera se corresponde con los sucesos y acontecimientos que constituyen el diario vivir de los hombres y van dando perfil a su acontecer superficial; la segunda es el fondo misterioso, profundo e inconsciente del que brota ese histórico acontecer. Unamuno compara ambas con el mar, del cual las olas serían la historia y el fondo abisal la intrahistoria. Las olas de la Historia –dice–, con su rumor y su espuma que reverbera al sol, ruedan sobre un mar continuo, hondo, inmensamente más hondo que la capa que ondula sobre un mar silencioso y a cuyo último fondo nunca llega el sol. Todo lo que cuentan a diario los periódicos, la historia toda del «presente momento histórico», no es sino la superficie del mar, una superficie que se hiela y cristaliza en los libros y registros, y, una vez cristalizada así, una capa dura, no mayor con respecto a la vida intrahistórica que esta pobre corteza en que vivimos con relación al inmenso foco ardiente que lleva dentro... Esa vida intra-histórica, silenciosa y continua como el fondo mismo del mar, es la sustancia del progreso, la verdadera tradición, la tradición eterna, no la tradición mentida que se suele ir a buscar al pasado enterrado en libros y papeles y monumentos y piedras (37-38).

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Aparecen ahí ya los conceptos de tradición eterna y tradición histórica que van a servir de base a la meditación unamuniana, donde aquélla debe constituir el norte de nuestra pesquisa, por ser la fuente original de la que mana ésta: En este mundo de los silenciosos, en este fondo de mar, debajo de la Historia, es donde vive la verdadera tradición, la eterna, en el presente, no en el pasado muerto para siempre y enterrado en cosas muertas. En el fondo del presente hay que buscar la tradición eterna, en las entrañas del mar, no en los témpanos del pasado que al querer darles vida se derriten, revertiendo sus aguas al mar [...] La tradición eterna es lo que deben buscar los videntes de todo pueblo, para elevarse a la luz, haciendo consciente en ellos lo que en el pueblo es inconsciente, para guiarle así mejor. La tradición eterna española, que al ser eterna es más bien humana que española, es la que hemos de buscar los españoles en el presente vivo y no en el pasado muerto (39-40).

La casta histórica –que Unamuno encarna en los cristianos viejos, como luego dirá Américo Castro–, necesita remozarse mediante la inmersión en la intrahistoria, identificada con lo humano en general; sólo promoviendo el cambio podrá mantenerse viva y fecunda, sin convertirse en un caparazón esquelético y vacío, y el cambio sólo se incentiva en la comunicación y el intercambio con otras culturas. Sólo en diálogo con lo diferente podemos mantener nuestra identidad. La dialéctica identidad / diferencia se va a enriquecer en Unamuno con otra dialéctica de signo parejo: la de individualidad / personalidad, que desarrolla con detalle en su ensayo «El individualismo español». Mediante el cultivo de la individualidad los hombres insisten en la distinción, supuestamente original, por el gesto, la mueca, la caricatura, es decir, los rasgos externos, mientras los que cultivan la personalidad enfatizan lo originario –que es lo verdaderamente original–, es decir, en el aspecto más hondo y profundo de la persona, que es siempre su fondo más humano. Esta distinción puede equipararse a la que formula la antropología contemporánea con los nombres de endogamia / exogamia, para distinguir a las tribus que se casan entre sus miembros o las que eligen pareja entre los miembros de otra tribu. Es sabido que un cultivo exclusivo de la endogamia conduce al aislamiento esclerotizante y, por tanto, a la degeneración, mientras que la práctica ilimitada de la exogamia conduciría inexorablemente a la desaparición del propio grupo. Así es necesario para la salud de los individuos y de las sociedades mantener un equilibrio entre endogamia –es decir, cultivo de la individualidad– y exogamia –o cultivo de la personalidad–, haciendo ambas equivalentes a la necesaria dialéctica entre historia e intrahistoria. Y así ocurre que, manteniendo el énfasis en la tradición histórica –nuestros caracteres individuantes– venimos a desviarnos de los mandatos supremos de la tradición intrahistórica y eterna o, lo que es lo mismo, del desarrollo enriquecedor de nuestra personalidad. Por eso dice Unamuno que «el mismo furor que, por buscar lo diferencial y distintivo, domina a los individuos, domina también a las clases históricas de los pueblos» (40). Es decir, que buscando ser diferentes de los otros nos mantenemos idénticos a nosotros mismos, eludiendo la savia nutricia que supone el contacto con los que son otros. Y así, persiguiendo la permanencia de la casta histórica, viene a producirse una exaltación de los «caracteres nacionales», acicate de una

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estúpida vanidad nacional, al tiempo que en detrimento de la salud y la riqueza como pueblo. A partir de los anteriores presupuestos, Unamuno va a realizar su análisis del casticismo español. Su punto de partida es la lengua –«receptáculo de la experiencia de un pueblo y el sedimento de su pensar» (51)– que para él –a pesar de ser vasco– no puede ser otra que la lengua castellana. «En la literatura española, escrita y pensada en castellano» –dice–, «lo castizo, lo verdaderamente castizo, es lo de vieja cepa castellana», pues «si Castilla ha hecho la nación española, ésta ha ido españolizándose cada vez más, fundiendo más cada día la riqueza de su variedad de contenido interior, absorbiendo el espíritu castellano en otro superior y más complejo: el español» (52). Una vez más el mito de Castilla, que sirve de aglutinante a la Generación del 98. Ahora bien, si «lo castellano es, a fin de cuentas, lo castizo», es en la literatura castellana donde habrá que buscar las posibilidades de regeneración nacional. Por eso ocupará el resto de su disertación en una caracterización del espíritu castellano –a través, sobre todo, del teatro de Calderón– y de la filosofía castellana –que, para él, está representada eminentemente en la mística y en el humanismo renacentista–, tratando de perfilar los rasgos más sobresalientes de uno y otro. En lo que se refiere al primero, Unamuno distingue la disociación entre realismo e idealismo, donde se salta de los hechos sensibles (Sancho Panza) a la inteligencia abstractiva (Don Quijote), sin apenas matizaciones ni claroscuros, dando productos típicos como el tenebrismo, en pintura, o el culteranismo-conceptismo, en literatura. A esa tendencia dicotómica hay que atribuir también los héroes de nuestra novela y nuestro teatro: [c]aracteres los de esta casta –dice Unamuno– de individualidad bien perfilada y de complejidad escasa, más bien unos que armónicos, formados los individuos por presión exterior en masa pétrea, personas que se plantan frente al mundo y le arman batalla sin huir del peligro, que en la ocasión se moverán guerra a sí mismos sin destruirse, y que si se dejan morir es matando, como Sansón con todos los filisteos (81).

Es consecuencia del triunfo de la voluntad y de la dimensión imperativa que la voluntad impone: «A la presión exterior, oponen, cual tensión interna, una voluntad muy desnuda, que es lo que Schopenhauer gustaba en los castellanos por él tan citados y alabados» (80). En estos caracteres ve Unamuno las consecuencias de un determinismo geográfico. ¡Ancha es Castilla! ¡Y qué hermosa la tristeza reposada de ese mar petrificado y lleno de cielo! Es un paisaje uniforme y monótono en sus contrastes de luz y sombra, en sus tintas disociadas y pobres en matices. Las tierras se presentan como en inmensa plancha de mosaico de pobrísima variedad, sobre que se extiende el azul intensísimo del cielo. Faltan suaves transiciones, ni hay otra continuidad armónica que la de la llanura inmensa y el azul compacto que la cubre e ilumina (61).

El cultivo de los caracteres individuantes e individualizadores es la actitud que nos hará perder la personalidad más castiza, pues ésta lo será verdaderamente cuando reciba su impulso de la tradición eterna, es decir, de la casta que alimenta el

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auténtico amor a la Humanidad. Así se explaya nuevamente en las ideas que le vimos exponer al principio: Cosquilleos de fuera despiertan lo que duerme en el seno de nuestra conciencia. El que se mete en su concha, ni se conoce ni se posee. La misma diferenciación interior, no la externa, es efecto del ambiente; el mismo regionalismo, ministro de enriquecimiento íntimo, cobra fuerzas del aire extranjero[...] El desarrollo del amor al campanario sólo es fecundo y sano cuando va de par con el desarrollo del amor a la patria universal humana [...] Hay que mantenerse en equilibrio con el ambiente, asimilándose lo de fuera; la mutualidad brota de suyo porque necesariamente es recíproca toda adaptación. No hay idea más satánica que la de la auto-redención; los hombres y los pueblos se redimen unos por otros (119).

El resultado de toda la teoría unamuniana del casticismo es que «lo castizo eterno sólo obrará olvidando lo castizo histórico en cuanto excluye» (120). Nada más perturbador, por tanto, que los que identifican el carácter de un pueblo con su desarrollo histórico, como ha ocurrido tradicionalmente en España, donde [p]ara preservarse, la casta histórica castellana creó el Santo Oficio, más que institución religiosa, aduana de unitarismo casticista. Fue la razón raciocinante nacional ejerciendo de Pedro Recio de Tirteafuera del pobre Sancho. Podó ramas enfermas, dicen; pero estropeando el árbol... Barrió el fango... y dejó sin mantillo el campo (121).

A España le ocurrió lo que a todos los pueblos que en sus encerronas y aislamientos hipertrofian en su espíritu colectivo la conciencia histórica a expensas de la vida difusa intra-histórica que languidece por falta de ventilación: el pensamiento nacional, trabajando hacia sí, acalla el rumor inarticulado de la vida que bajo él se extiende. Hay pueblos que en puro mirarse al ombligo nacional caen en sueño hipnótico y contemplan la nada (137).

Como es precisamente esto lo que le ha ocurrido a España, la receta se impone por sí misma, y Unamuno la extiende unas pocas líneas después: [A]brir de par en par las ventanas al campo europeo para que se oree la patria. Tenemos que europeizarnos y chapuzarnos en pueblo. El pueblo, el hondo pueblo, el que vive bajo la historia, es la masa común a todas las castas, es su materia protoplasmática; lo diferenciante y excluyente son las clases e instituciones históricas. Y éstas sólo se remozan zambulléndose en aquél. ¡Fe, fe en la espontaneidad propia, fe en que siempre seremos nosotros, y venga la inundación de fuera, la ducha! (138).

Sin embargo, y a pesar de esta actitud tan razonable expresada en 1895, Unamuno acabará defendiendo la actitud contraria; ya en 1906 en su artículo «Sobre la europeización» habla de «españolizar a Europa», actitud que en 1909 lleva a su máximo extremo en polémica con Ortega y Gasset, al que incluye entre los «papanatas del regeneracionismo europeizante». Y es que Unamuno –quizá como consecuencia de las presiones sufridas a raíz del llamado «desastre» de 1898– se ha dejado llevar por el nacionalismo imperante, que de alguna forma ya estaba presente en el casticismo del libro aquí tantas veces citado. «Son» –dice Francisco de Ayala, aludiendo a estos ensayos– «la pieza maestra de esta meditación, en la cual

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participarían, como en unos ejercicios espirituales, cada cual a su manera, todos los miembros del grupo noventayochista» (Ayala 1973: 17). Se trata, en cualquier caso, de la expresión de una preocupación nacionalista, pero de un nacionalismo peculiar. El problema es, en un primer momento, en qué consiste dicha peculiaridad. En cualquier caso, en la afirmación de que el fenómeno «casticista» es una forma de nacionalismo no parece que pueda existir la menor duda. Así lo afirma Ángeles Prado, que ha dedicado un libro al tema (Prado 1973), y así lo corrobora Ayala, que prologa dicho libro, con estas palabras: «Esa generación intelectual ha sido, en España, la primera a la que puede considerarse nacionalista de un modo pleno y cabal» (Ayala 1973: 17). Afirmado el fenómeno, habría que buscar su peculiaridad, y según los autores citados –con los que estamos de acuerdo– ésta hay que situarla en el hecho de que se trata de un «fenómeno complejo que en España alcanza a desplegarse sólo de manera irregular, esporádica y virulenta, y cuya maduración ideológica es tardía» (28). Precisamente ahí, en el hecho de que sea un fenómeno tardío, habrá que buscar la explicación de sus otros rasgos. Francisco Ayala ha expuesto con gran claridad la situación. El empujón napoleónico de comienzos del XIX arrumba el aparato de las monarquías europeas tradicionales y esto pone en marcha el principio de la soberanía nacional sobre el que se construirá el edificio de las nuevas «naciones» europeas. Como vimos en otro lugar (Abellán 1984), España fue una adelantada de aquel impulso, pero le faltaba el estrato social apropiado –una burguesía liberal sólida y con empuje– que le permitiera consolidarlo; en el anterior tomo de dicha obra seguimos paso a paso las peripecias de una burguesía urbana muy precaria que se iba afirmando con enorme lentitud frente a los intereses teocráticos, señoriales y autoritarios del Antiguo Régimen. Como dice Ayala: Sólo al final del siglo, cuando el crecimiento burgués empieza a ser menos precario en el seno de la sociedad española, parecen afirmarse las posibilidades de una España moderna, de una España nueva, y a manifestarse con ellas un pensamiento nacionalista de formación autóctona, aunque, por muy tardío, muy lastrado con las influencias contradictorias del pasado y del presente europeos. En realidad, la generación del 98 es la primera generación intelectual española de neta actitud nacionalista (Ayala 1977: 138).

En efecto, es con esa generación con la que empieza a manifestarse un nacionalismo que busca para su expresión teórica apoyo en la idea romántica del «espíritu del pueblo» (Volkgeist), según la cual cada nación posee un espíritu propio, que es expresión de lo más inalienable y distintivo de su personalidad. Ahí tendría su razón de ser la meditación sobre el «problema de España» y la búsqueda de la identidad nacional que mueve a todos los autores del 98, casi siempre girando en torno a la significación de Castilla y del espíritu castellano. En esto el precursor que fue Ganivet marcó la pauta para el resto cuando desde las páginas del Idearium español se preocupaba por buscar la esencia del «alma nacional», a través de una meditación del «espíritu territorial», que le conduciría a su vez a una afirmación del senequismo como almendra mística de la supuesta virginidad española. «Esto es español» –clamaba– «y es tan español, que Séneca no tuvo que inventarlo porque lo encontró inventado ya; sólo tuvo que recogerlo y darle forma perenne, obrando como obran

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los verdaderos hombres de genio» (Ganivet: Idearium español, 6). Es curioso que, precisamente coincidiendo con la fecha de 1898, se le ocurriese a Rafael Altamira realizar la traducción de los famosos Discursos a la nación alemana, del filósofo Fichte, una de las fuentes fundamentales de todo el nacionalismo europeo de origen romántico; índice muy claro de la orientación ideológica que mueve a todo el grupo que tuvo su origen en aquella época. Es muy claro, a raíz de lo que decimos, la tendencia neorromántica de este primer y tardío nacionalismo español. Y sin embargo, a pesar de todo lo escrito hasta aquí, Unamuno no las tenía todas consigo. Una vez más, en diversos escritos vuelve a denunciar el sacrificio de la persona en aras de la identidad colectiva: sacrificar el pueblo a la nación para darle carácter e individualidad histórica y hacerle así que viva en la cultura y tenga sitio de honor entre los Kulturvölker. «Horrible cosa» –añade– «es esa especie de suicidio moral de los individuos en aras de la colectividad. Pretender sacrificar a todos y cada uno de los españoles a España, ¿no es pura idolatría pagana acaso?» (Unamuno: La vida es sueño, 230). Desde luego, no tarda en encontrar la causa, y es que, como él mismo dice se buscó [la unidad de la patria] en la religión. La desgracia fue que no fuese sobre un credo amplio y sobrio, austero y sencillo, algo así como un Islam cristiano, bajo un concepto, y mejor que concepto sentimiento de la Divinidad, que por su poca comprensión y mucha sencillez le permitiera una extensión vasta, [...] En vez del ‹acto de noticia confusa, amorosa, pacífica y sosegada›, para decirlo con decir de nuestro San Juan de la Cruz, nos dio el latino un tejido de dogmas, fórmulas, rúbricas y prescripciones, muy lejano de la libertad y de la sencillez evangélicas, una trama codificada en que el espíritu se ahogaba. Y así, concluida la Reconquista, acabó de romanizarnos la invasión cluniacense, se desterró a judíos y moriscos, no en nombre de Dios, que nos era común, sino en nombre de una teología peor o mejor interpretada y encubridora de bajas pasiones, y la Inquisición brotó al cabo. Y este poder tétrico, surgido de una tan natural cuanto nativa raíz, ahogó al alma misma que le diera comienzo. Contra él se rompe la marea de renovación íntima; sucumbió el espíritu bajo la letra en que se encarnara. Dos veces nos ha vencido Roma (España y los españoles, 289-290).

Y este deseo de conservar nuestra individualidad histórica –es decir, nuestra diferencia– es el origen del fanatismo religioso y del posterior marasmo de la patria. Se impone así el espíritu inquisitorial como salvaguarda del espíritu histórico nacional, el cual reacciona contra la europeización. Por eso dice: Los caracteres que en otra época pudieron darnos primacía nos tienen decaídos. La Inquisición fue un instrumento de aislamiento, de proteccionismo casticista, de excluyente individuación de la casta. Impidió que brotara aquí la riquísima floración de los países reformados, donde brotaban y rebrotaban sectas y más sectas, diferenciándose en opulentísima multiformidad. Así es que levanta hoy aquí su cabeza calva y seca la vieja encina podada... Fue grande el alma castellana cuando se abrió a los cuatro vientos y se derramó por el mundo; luego cerró sus valvas y aún no hemos despertado. Mientras fue la casta fecunda no se conoció como tal en sus diferencias; su ruina empezó el día en que

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gritando: ‹¡Mi yo, que me arrancan mi yo!›, se quiso encerrar en sí (En torno al casticismo, en: Ensayos, 135-137).

Una vez más la dialéctica identidad / diferencia hace su aparición sin que Unamuno tome partido, debatiéndose entre europeización y españolización, que para él no son opuestas. Como dice en uno de sus ensayos: Tengo la profunda convicción, por arbitraría que sea, de que la verdadera y honda europeización de España, es decir, nuestra digestión de aquella parte del espíritu europeo que pueda hacerse espíritu nuestro, no empezará hasta que no tratemos de imponernos en el orden espiritual de Europa, de hacerles tragar lo nuestro, a cambio de lo suyo, hasta que no tratemos de españolizar a Europa (Sobre la europeización, en: Ensayos, 918).

Esto es, españolizar a Europa es el único medio de europeizarnos pues ambos términos están profundamente imbricados de la misma manera que una persona no puede diferenciarse de otra, si no se mantiene idéntica a si misma. Hay, pues, una dialéctica entre ambos términos, que en realidad es la que obsesionó a todos los miembros de la Generación del 98: ser europeos sin dejar de ser españoles; ser actuales sin olvidar lo castizo; incorporar a su vida los valores de la modernidad, pero sin traicionar a los ideales de la tradición. Y Unamuno, con su dialéctica entre contrarios, no sólo no fue una excepción, sino un verdadero paradigma de lo que todos pensaban.

Bibliografía Abellán, José Luis (1984): «Liberalismo y romanticismo (1808-1874)», en: Historia crítica del pensamiento español. Madrid: Espasa-Calpe, tomo IV. Ayala, Francisco (1973): «Prólogo», a: Prado, Ángeles: La literatura del casticismo. Madrid: Editorial Moneda y Crédito. Ayala, Francisco (1977): España a la fecha. Madrid: Editorial Tecnos. Azorín (1959): «La generación del 98», en: Clásicos y modernos. Buenos Aires: Editorial Losada. Ganivet, Ángel (1944): Idearium español. Madrid: Victoriano Suárez. Menéndez Pelayo, Marcelino (1965/1966): Historia de los heterodoxos españoles. Madrid: B.A.C., Editorial Católica, tomo II. Prado, Ángeles (1973): La literatura del casticismo, Madrid: Editorial Moneda y Crédito. Unamuno, Miguel de (1955): España y los españoles. Madrid: Afrodisio Aguado. Unamuno, Miguel de (1958): Ensayos. Madrid: Aguilar, tomo I.

Walter Bruno Berg Discursos latinoamericanos en torno a la Generación del 98: el hispanismo 1. El hispanismo en América La consigna del nuevo interés por España, tal como surge a fines del siglo XIX en varios países latinoamericanos, no es una simple vuelta al pasado. Muy al contrario, no cabe duda de que el hispanismo finisecular latinoamericano debe ser entendido, ante todo, como una respuesta ante los signos inequívocos del creciente imperialismo de Estados Unidos, pero también ante nuevos problemas sociales en el seno mismo de las jóvenes naciones. Así pues, esta corriente de pensamiento forma parte de un nuevo proyecto de auto-definición, mejor dicho, constituye un nuevo proyecto de identidad que gana importancia en esos años. Sin embargo –he aquí la tesis que voy a sostener a continuación–, a diferencia del pan-hispanismo, ideología dominante en algunos de los miembros de la Generación del 98 en España, el hispanismo latinoamericano se presenta como una forma de identidad a la que es lícito atribuir el término de alteridad.1 En efecto, esta corriente no es sino uno de los rasgos destacados de una nueva conciencia multicultural que viene a perfilarse en esos años precisamente bajo el título de ‹América Latina›. El corpus de textos que me permite estudiar la cuestión no es muy canónico. En efecto, no voy a ocuparme ni de Ariel de José Enrique Rodó ni de Nuestra América de José Martí –por mencionar sólo dos casos–, entre otras cosas porque ya lo hice en otro lugar (Berg 1995: 159-184). Antes bien, para estudiar el fenómeno del hispanismo latinoamericano, voy a referirme en primer lugar a un conjunto de textos aparecidos entre 1897 y 1898 en el diario bonaerense La Nación con motivo de la visita de un grupo de actores españoles a la capital argentina, encabezado por la famosa actriz María Guerrero. Tiene peculiar interés el hecho de que entre los que toman la palabra se encuentre el laureado poeta modernista Rubén Darío. A su vez, el segundo escrito que se estudia es el ensayo El solar de la raza del novelista argentino Manuel Gálvez, publicado en 1910. Se termina con una breve mirada a una intervención del propio Miguel de Unamuno a propósito del debate sobre ‹hispanismo› y ‹argentinidad›.

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Identidad y alteridad era precisamente el tema de un vasto proyecto de investigación interdisciplinario de la Universidad de Friburgo. Dentro de este proyecto, dirigí un subproyecto sobre aspectos innovadores de los géneros literarios en Latinoamérica, o sea, sobre el papel que desempeñan éstos en la formación de la identidad cultural del continente. Ahora bien, los resultados obtenidos inducen a suponer que el discurso de la identidad latinoamericana en la mayoría de los casos se hace eco de una experiencia cultural conforme al modelo de la alteridad. Se entiende por ‹alteridad› una experiencia cultural determinada por una pluralidad de modelos heterogéneos, mientras que se considera que la experiencia europea de identidad más bien está conforme a un modelo de mismidad.

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Veamos, pues, primero los textos aparecidos en La Nación de Buenos Aires con motivo de la visita de la mencionada compañía de teatro española en 1898. Durante meses ésta es documentada y comentada. El 5 de julio la compañía se despide con un acto solemne en el teatro Odeón. María Guerrero es la encargada de declamar unos textos que al día siguiente aparecen publicados en el citado periódico. Los dos primeros fueron redactados por miembros de la propia compañía. Un tercero es firmado –como ya hemos dicho– nada menos que por el propio Rubén Darío, que reside en Buenos Aires desde hace tiempo.2

2 Las consideraciones que siguen se sitúan dentro de la llamada historia de los discursos. No pretenden esbozar –ni mucho menos– una historia del teatro (español o latinoamericano) en general. No cabe duda de que la Guerrero, desde el punto de vista de esta última, fue la representante de un teatro clásico y tradicionalista que no tuvo nada que ver con el nuevo teatro de cepa vanguardista de un Valle-Inclán ni con el teatro argentino popular, cuyo éxito en los teatros bonaerenses iba creciendo cada día (v., a este propósito Schäffauer 1999: 137-176). He aquí la línea directriz de una apreciación moderna del arte dramático de la Guerrero: «A principios de siglo, la escena española estaba dominada por grandes compañías, que dictaban la ley de la programación. Elencos como María Guerrero / Fernando Díaz de Mendoza eran capaces de imponer sus gustos a los empresarios, verdaderos artífices de la regresión de nuestra escena. Estos grandes actores no permitían, en general, ser dirigidos por nadie, asumiendo ellos mismos ese cometido. Su papel de divos, procedentes del siglo XIX, se vio así reforzado. Ellos eran los que vendían fundamentalmente la mercancía artística, con unos hábitos anticuados y poco o nada desarrollados, habida cuenta la carencia de escuelas y centros en donde aprender. Algunos contactos con directores artísticos, por ejemplo, el de los citados Guerrero / Díaz de Mendoza con Valle-Inclán, no llegaron a felices resultados. Ese tipo de primeros actores también fueron empresarios y, como tales, no se arriesgaron en programaciones innovadoras. Tragedias rurales, alta comedia, dramas modernistas en verso o algún clásico refundido formaban la gran oferta del teatro profesional de entonces» (Oliva 1988: 191-193). Ahora bien, la apreciación de los contemporáneos fue muy diferente: «Una de las características del jenio de María Guerrero es su enorme, su increíble flexibilidad. A este respecto, la actriz española supera a casi todas las artistas de nuestro tiempo. Recorre con igual maestría y absoluto dominio desde la obra clásica de Lope de Vega o Calderón, desde la singular creación de la Nina Boba y la Dona Leonor del Médico de su Honra, hasta las trájicas figuras de Sardou y las complicadas psicolójias modernísimas de Connay y de Berstein. Merced a esta cualidad su repertorio es variadísimo y satisface todos los gustos y tendencias. [...] María Guerrero tiene todavía sobre cualquiera otra de las grandes artistas italianas o españolas que hemos visto, la incontestable superioridad de que nadie se ha preocupado como ella de la propiedad escénica, de los trajes y el decorado, de los muebles, las armas y cuanto contribuye a hacer viva la representación teatral. Mas aún, es la única ‹estrella› que ha puesto empeño en rodearse de una buena compañía» (El Mercurio, Santiago de Chile, 3 de octubre de 1908; ortografía de la época). Llama la atención en esta apreciación contemporánea la falta absoluta de distinciones tales como «arte popular» versus «arte de elite», o sea –dentro de la misma vena– aquella entre «arte tradicional» y «arte vanguardista». Veremos más adelante que tales distinciones le resultan ajenas hasta a un «modernista» consagrado como Rubén Darío. Parece que la Guerrero, cuanto más tradicionalista, tanto más adecuada era como símbolo de un hispanismo eterno y transcultural: «He ahí la labor de María Guerrero, de su esposo, de la compañía que los rodea: son los sacerdotes de un culto, son los guardadores del fuego sagrado de la gran tradición española, que pacientemente, trabajosamente a veces, van por estas tierras, que también son castellanas por la lengua y la raza, enseñándonos los tesoros que posee nuestra literatura, y despertando en nosotros el gusto por lo que constituye el fundamento de nuestra cultura, mal que le pese al moderno afán de ignorar lo castizo y buscar lo forastero sólo porque lo es» (El Mercurio, 6 de diciembre de 1908). Vamos a ver el tratamiento variable que recibe ese presupuesto tan simple en los textos que presento. Agradezco a la profesora María de la Luz Hurtado (docente en la Escuela de Teatro de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago)

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2. Perspectivas españolas (1) El primero de los textos publicados en La Nación es firmado por un tal «Dr. Javier Santero».3 El título académico que lo acompaña parece señalar que no se trata de un actor. Por otra parte, él mismo se llama «artista». Lo cierto es que sus décimas son tan correctas como el pensamiento que expresan, o sea, un gesto dictado por las reglas fundamentales de la cortesía, nada más. El principal y único tema de estos versos es la «loa» –para decirlo en lenguaje dramatúrgico– de la nación hospitalaria a la que llama «pueblo hidalgo y caballero» (línea 2). En cuanto al tema que nos interesa, es decir, las relaciones entre latinoamericanos y españoles, se trata de versos que no se apartan de la convención más estricta. En especial, llama la atención el hecho de que falta la más mínima alusión a lo específico que puede caracterizar estas relaciones desde el punto de vista histórico-cultural. De reemplazarse el nombre propio, la segunda estrofa, los mismos versos hubieran podido servir también para expresar la gratitud ante un público –digamos– inglés o alemán. También el tono del segundo texto, es decir, el de las 27 redondillas de Calixto Oyuelo es panegírico. Su destinatario, empero, no es por de pronto el público argentino, sino este «arte hispano» que «llegamos así a ofreceros»: El que con manos geniales Esculpió a la grande España, Y que en las ondas se baña De los nuevos ideales (estrofas 2-3).

Sólo en la cuarta estrofa pasa Oyuelo, igual que Santero, al elogio del público. Ahora bien, la magnífica recepción –los «aplausos dando a porfía/ A intérpretes y creación» (estrofa 4)– tiene una explicación simple: Lo que a traeros vinimos Pues era vuestro también (estrofa 5).

He aquí un nuevo aspecto. Consiste en la suposición de una comunidad de valores que se extiende desde la madre patria hacia las comarcas remotas del nuevo continente. A esta comunidad creada por el idioma común, pero sobre todo por la dinámica de un «arte castellano» (estrofa 11) con vocación de cosmopolitismo, no pueden menos que adherirse los «pueblos jóvenes» de la América del Sur. Este «arte universal» (20) no es sino la sinécdoque de la cultura hispánica considerada en su aspecto general, y cuya fuerza irresistible se expresa mediante un conjunto de metáforas biológico-naturales. Así es comparada con un «raudal inmenso y profundo» (11), con «una misma corriente» (12), con el «fuerte tronco» (14) de un árbol, con un gran «torrente» que, sin embargo, no se olvida del «manantial transparente» (19) que le dio origen, y por fin, con una «gran familia» (20). El elogio de este hispanismo universal alcanza su punto culminante en una cuádruple por haberme facilitado los documentos concernientes a la gira de María Guerrero por Chile. 3 Para los textos completos, v. el «Apéndice».

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invocación ditirámbica del «arte» (21-24), considerado en términos de un ideal trascendente, a cuyo culto es preciso rendir cuerpo y alma: Para él vivimos, a él La existencia consagramos, Y con el alma animamos Lo que labró su cincel (estrofa 22).

Estamos ante una nueva raza de conquistadores en misión cultural, que aquí se torna reconocible por el gesto de depositar sus viejos instrumentos de guerra a los pies del nuevo ideal: ¡Rindámosle, pues, la espada Y colguemos, para ejemplo, Como trofeo, en su templo, Las glorias de esta jornada (estrofa 24).

El consentimiento previo de los conquistados les asegura el fin pacífico de la empresa: Y vosotros, que alentéis Gentiles nuestra misión, Tomad nuestro corazón, Que así lo vuestro tomáis... (estrofa 25).

3. Perspectivas americanas: Rubén Darío Veamos ahora los dos textos de Rubén Darío. El primero es un curioso documento, porque se trata, según La Nación, de «lo que escribió Rubén Darío y lo que dijo María Guerrero», o sea, que se trata de un poema escrito por Rubén Darío para ser recitado por María Guerrero en el acto de despedida. María Guerrero se despide, pues, con la voz de Rubén Darío. A primera vista, lo que el poeta nicaragüense hace decir a la actriz española recuerda bien lo ya dicho por los compatriotas de ésta. También el poema de Darío está compuesto en redondillas; también prevalece el tono panegírico. No obstante hay una particularidad del texto que el poeta pone de relieve constantemente, a saber, la situación de una doble enunciación –para decirlo en términos lingüísticos–. Frescos, fragantes y finos Nutridos de savia ardiente, Hoy acarician mi frente Los laureles argentinos (estrofa 2).

Al leer estos versos firmados por Rubén Darío, el receptor automáticamente los va a referir al laureado poeta que fue Rubén Darío, residente desde hacía meses en Buenos Aires, ‹capital› en ese entonces del modernismo. Al escucharlos recitar, empero, en el teatro Odeón por María Guerrero, el espectador no puede sino referirlos a la actriz española. A menos de suponer que se trate de la torpeza de un

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gostwriter poco diestro, la ambivalencia es, así, intencional. En efecto, Rubén Darío escribe como si fuese María Guerrero y, por otra parte, hace hablar a María Guerrero como si ella fuese Rubén Darío. Vine, vi, si vencí yo La victoria conseguís: Estaré en otro país, Pero en otra Patria, no! (estrofa 6).

También estos versos son aplicables a la situación del poeta nicaragüense en Buenos Aires; lo que se sugiere, sin embargo, es que son asimismo aplicables a la situación de María Guerrero. En otras palabras, todo ocurre como si Rubén Darío le atribuyese a la actriz española una identidad latino-americana. Al suponer esto, ¿en qué consiste esta identidad?4 Pues bien, desde el punto de vista de su contenido, no cabe duda de que estamos, una vez más, frente a un modelo que se define en términos de hispanismo. Y es que vuelven a aparecer los mismos conceptos, las mismas metáforas que ya observamos en Calixto Oyuelo: Así Argentina es «tierra en que renace España» (estrofa 1); «la sangre de Cervantes/ De Moreto y Calderón» (3) corre por los «corazones» de su gente; vuelve a aparecer el «árbol cuya semilla/ Plantara el Conquistador» (5), así como la referencia a la «lengua» como elemento constitutivo de la «raza» (4), etc. Si los enunciados son, pues, prácticamente los mismos, la diferencia del hispanismo a la latino-americana con respecto al hispanismo a la española radica en otro tipo de enunciación. «Vine, vi, si vencí yo/ La victoria conseguís [...]»; ya lo escuchamos. Veni, vidi, vici es un dicho del conquistador prototípico: Julio César. Pero se constata una ruptura en el simple clímax conquistador. La conquista depende de una condición. Y ésta no es otra que el libre consentimiento de los conquistados, de tal modo que el mérito de la victoria –si hay victoria– les incumbe paradójicamente a ellos. Por eso hasta el «árbol cuya semilla/ Plantara el Conquistador» lleva el atributo «libre»: [...] ¡lleno de frescor, Libre bajo el cielo brilla El árbol cuya semilla Plantara el Conquistador (estrofa 5).

Es «libre» el árbol sembrado por el conquistador porque se ha convertido, con la Independencia, en un árbol de libertad. La virtual inversión de los roles entre conquistados y conquistadores es también el tema de la estrofa 11: Que sois gentiles, es fama, Mas vuestro afecto conquista A la dama y a la artista Como artista y como dama.

La fuerza conquistadora de los aficionados argentinos al teatro español –expresada aquí por la figura de la paradoja por excelencia que es el quiasmo– lleva todavía a 4 En cuanto al problema de la definición de la identidad latinoamericana en términos de alteridad, v. mi artículo (Berg 1998a); v. también nota 1.

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otro tipo de inversión: aquella de un verdadero quid pro quo de la «dama», es decir, de la mujer sensible con la «artista». Estamos lejos de la concepción del hispanismo a la española tal como se expresaba en las redondillas de Ojuelo. Allá, el arte español, sinécdoque de la cultura hispánica considerada a la par de una fuerza natural, conquista nuevamente el continente. Aquí, los verdaderos conquistados son los mismos artistas españoles que se quedan maravillados ante el hecho de que los bienes de la cultura que han traído ya han desarrollado una vida propia e independiente: La Niña Boba en Castilla Más afamada no fue, Ni la desventura de Doña Estrella de Sevilla (estrofa 8).

A la concepción universalista del hispanismo a la española Darío le opone, pues, la concepción de un hispanismo –por así decir– perspectivista; hispanismo de-centrista en cierta medida porque el aporte propiamente español se queda reducido a la función de uno de los elementos dentro de un todo.

4. Rubén Darío en prosa «Hasta luego, corazones/ Argentinos, hasta luego», concluye el poema. En efecto, María Guerrero vuelve a Buenos Aires. Así, la conquista será perfecta. Y es que la artista va a quedarse. Por iniciativa suya se construye el actual Teatro Cervantes, hasta hoy en día uno de los centros del arte dramático de Buenos Aires. Cuando vuelve, en junio de 1898, Rubén Darío está todavía en la capital argentina. El día 12 aparece una crónica de él en La Nación, intitulada simplemente «María Guerrero». Darío escribe en prosa, sin los rodeos de la cortesía, sin la ficción de la doble enunciación, sin el adorno del estilo modernista. Si bien el tema del artículo es la crítica teatral, toda la primera parte –más de un tercio del texto– se dedica a una amplia toma de posición –«un examen de consciencia» (Darío: «María Guerrero»)– frente al problema de España. A pesar del tono irónico con que se inicia el artículo, llama la atención la seriedad de la argumentación –seriedad no exenta de pasión y, por eso, de contradicciones: «[...] una vez roto el vínculo primitivo [...] la madre España [...] se metió en su Escorial y olvidó cuidar la simiente moral que aquí dejaba»–. Si hay, pues, internacionalización rápida de Latinoamérica, si «nuestra desespañolización estaba casi realizada» en la época de los Ignacio Ramírez5 y Sarmiento,6 todo eso ocurrió por «culpa» de «la madre España». El único puente que existe todavía de continente a continente se reduce a aquel «que podría sostener unas cuantas 5 Ignacio Ramírez (1818-1879) –junto con Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893)– es uno de los representantes más destacados del liberalismo mexicano. 6 Se trata del argentino Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), autor del famoso ensayo Facundo. Civilización y barbarie en las Pampas Argentinas (1848).

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telarañas gramaticales tendidas desde la madrileña calle de Valverde». Pero aunque los ya mencionados Ignacio Ramírez y Sarmiento «no sabían mucha gramática» y que la apertura hacia «las naciones extranjeras» iba progresando, la consciencia persiste de que «nuestro idioma sería siempre el español; más o menos adulterado, vivificado, o corrompido, como gustéis; pero el español». Al parecer se trata, pues, de una querella de familia: se diría, de un hijo camino a la adultez en busca de nuevos padres –simbólicos, por supuesto–. De ahí las contradicciones internas de la argumentación: todo ocurre como si la Emancipación se hubiese hecho a pesar de los que la llevaron a cabo efectivamente, como si la «desespañolización» hubiese sido un proceso iniciado por los mismos españoles. No cabe duda, así, de que el sujeto que nos está narrando esta novela de familia sigue sintiéndose profundamente español. Lo que se apunta al principio del segundo párrafo es el tema de la «decadencia española». Quien espera una argumentación histórico-social, se ve desengañado: estamos otra vez dentro de la novela de familia. Lo que se le reprocha a España a este nivel es, por una parte, la actitud del desdén, y por otra, el «aire de protección mental». Al mismo tiempo, sin embargo, Darío no es ciego ante el hecho de que el desdén de la madre provoca el del hijo. Hay, entonces, desdén mutuo, o sea, desdén por el desdén según el título de la obra de Moreto y Cavana representada por María Guerrero en el Odeón. Así la conclusión de la mayoría de los intelectuales latinoamericanos de que «¡España ha muerto!» es tan falsa como la costumbre de los «peninsulares» de «[revolver] en un mismo cesto la muchedumbre de nuestras medianías y nuestra aristocracia intelectual». Ahora bien, frente a este panorama lúgubre, la aparición de la Guerrero en la escena porteña constituye una verdadera revelación. No es otra cosa que «la resurrección de España»: ¡Oh Dios! la adorable rica-hembra con su traje esponjado, renovado de Velázquez, como una gran rosa viviente, sonriendo con una sonrisa dueña de las más lindas perlas, haciendo relampaguear la negra mirada de sus ojos españoles bajo la fina peluca rubia, irresistible de gracia en [un] gestear encantador, y en su voz armoniosa y vibrante la música de Lope, el hechizo arcaico de la obra pura de la España grande! (Darío: «María Guerrero»).

Es como una vuelta al orden: en lugar de ser conquistada por el público porteño –lo que Darío había imaginado en las redondillas de la despedida– la actriz vuelve ahora plenamente a su rol de conquistadora. Pero la inversión, al mismo tiempo, persiste: porque si es verdad que María Guerrero –para Darío una de las más grandes actrices de la época, comparable a las Ristori, Duse y Sarah Bernard–, si es verdad que ella ha conquistado al público americano, ¿a quién más tiene que conquistar? Evidentemente: a sus propios compatriotas: ¡Ah, si los escritores españoles siguieran el ejemplo de su joven actriz! ¡Si se asomasen a la ventana del castillo feudal! [...] Fecundarían así a la generación que viene, trabajarían por la resurrección de la patria, y por lo que a América se refiere, destruirían las antipatías existentes y ayudarían a concluir la obra luminosa y noble que hoy inicia ésta en verdad grande de España y del arte: María Guerrero («María Guerrero»).

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Se puede, entonces, concluir que la verdadera función de la misión cultural de la Guerrero consiste en restituir una especie de imagen prototípica de la España grande, consustancial, a lo que parece, a la consciencia latinoamericana.

5. Perspectivas argentinas: Manuel Gálvez Diez años más tarde –el modernismo ya en franca agonía– el escritor argentino Manuel Gálvez (1882-1962) se encuentra en el apogeo de su carrera literaria. Tiene reputación de «realista», y está afiliado a la derecha nacionalista que acaba de formarse a raíz del aluvión inmigratorio que está a un paso de quebrar las estructuras tradicionales del sistema liberal. Donde mejor se expresa la ideología de Gálvez es en su ensayo El solar de la raza de 1913, un tratado sobre las raíces hispánicas de las naciones latinoamericanas.7 Como varios miembros de la Generación del 98, Gálvez desarrolla sus ideas sobre España a partir de una serie de viajes: «Tierras de Castilla», «Segovia la vieja», «El dolor de Toledo», «Salamanca», «El misticismo de Ávila», etc. ¿Dónde radica para Gálvez el interés por España? Ya desde la entrada se nos da una respuesta rotunda: España es para él el país del «espiritualismo». No voy a detenerme en un análisis crítico del concepto en sí. Y es que no lo merece. Gálvez no es, en efecto, filósofo; es ideólogo, pero a veces además un observador atento. ¿Qué significa, entonces, «espiritualismo» para el ensayista argentino? Paradójicamente, el espiritualismo de España es algo que, en cierta medida, ya no tiene existencia ‹real›. Representa, pues, de manera prototípica un ‹discurso›. «Podría compararse a la España castiza», nos explica Gálvez al recorrer las calles de Toledo, «con uno de aquellos órganos prodigiosos, ahora arruinados y en desuso, que conservan algunas de sus antiguas catedrales.» (El solar, 97). «Porque la cultura española», dice a propósito de Salamanca, «como conjunto y como entidad, casi no existe hoy día. Ruinosa y envejecida, ha dejado de influir en el mundo» (113). No hay que confundir, entonces, el «espiritualismo» con ese «fervor religioso», efectivo, «que el observador sin prejuicios» (49) encuentra hoy día en otras partes de Europa. Es que «a España no han llegado aún estas nuevas corrientes ideológicas y sentimentales [...]» (142). Entonces se trata ante todo de una visión histórica. Veamos al respecto otra cita. Su referente, una vez más, es la ciudad de Salamanca: El recuerdo de Salamanca durará siempre en mi alma; porque la ciudad secular es fuente de espiritualidad; porque ha revelado a mi subconsciencia las raíces de la raza; porque toda ella no es sino arte hecho piedra; y, finalmente, porque fue la última visión que han tenido mis ojos de la fuerte, de la eterna España (El solar, 117).

Manuel Gálvez no es, claro está, John Ruskin ni, mucho menos, Marcel Proust, quien en la misma época, y con los libros de Ruskin en la mano, recorre el norte de 7

Utilizamos la quinta edición de 1920, publicada en Madrid por la editorial Saturnino Calleja.

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Francia a la búsqueda de la belleza de las catedrales sumergidas (para decirlo con un título de Debussy). El espiritualismo estetizante de ese hispanismo a la argentina tiene funciones –políticamente hablando– muy concretas. Se lo considera un eficaz baluarte contra el «materialismo» de los inmigrantes, o sea –en términos más generales–, contra el culto rendido a «ese cruel tirano que se llama el Progreso» (91). El comentario más provocativo a este respecto se encuentra en el capítulo dedicado a la ciudad de Segovia, la cual «tiene la vejez de los mendigos [...] que, a las puertas de las iglesias segovianas, mientras salmodian una oración, nos extienden las manos flacas y sarmentosas» (82). Según Gálvez, «los mendigos, entre los esplendores de nuestras ciudades [...], realizan la más eficaz enseñanza de filosofía y de moralidad», es decir, «[...] nos hacen ver el fin de nuestras vanidades, nos procuran excelentes ocasiones de ejercer la caridad y la compasión» (92). Ahora bien, el oscuro panorama de la realidad nacional del país escindido en dos partes antagónicas: una que vive en la miseria, otra que se dedica a hacer obras de filantropía, implacablemente diagnosticado por Benito Pérez Galdós en su novela Misericordia, de 1888, como síntoma de la decadencia de España (v. Berg 1998b: 275-293), al escritor argentino no sólo le parece un sello inconfundible de «espiritualismo», sino que le sirve, más bien, para una especie de traslado espectacular a escala internacional: de la misma manera como en la mencionada novela de Galdós el devoto burgués Carlos Moreno Trujillo, haciendo obras de caridad con la «escuadrilla de miseria» (Pérez Galdós: Misericordia, 63) que ocupa la entrada de su iglesia, piensa ganarse la vida eterna, es ahora la Argentina, «país joven» (Gálvez: El solar, 91) por excelencia, al que le incumbe la tarea de salvar de su propia miseria a la vieja madre España, venida a menos. He aquí el rol histórico que le corresponde a la joven nación, es decir, el de convertirse en tierra prometida para estos miserables –cuyas huellas el viajero encuentra en todas partes– que han decidido dejar atrás, definitivamente, la «desolación» (125) de los Campos de Castilla. En palabras del propio Gálvez: Las tierras de Castilla sugieren al viajero la esperanza de que aquella raza, fuerte, noble y profunda, en otro clima y otro suelo, –los de nuestra Argentina– hará renacer en el porvenir las viejas glorias de la estirpe (El solar, 79).

6. Perspectivas españolas (2): Miguel de Unamuno Voy a terminar con una cita de Miguel de Unamuno8 que demuestra que ese discurso que he denominado hispanismo a la americana y que encontramos primero en Rubén Darío, y que también está presente a su manera en Manuel Gálvez, no es privativo de América Latina. También se encuentra en la península: en 1910, Unamuno publica un artículo en La Nación de Buenos Aires con el significativo título «Sobre la argentinidad» en que hace el elogio de un autor al que se le debe, en cierta medida, el haber acuñado el término mismo de «argentinidad», es decir, 8

Agradezco la referencia a Unamuno a Markus Klaus Schäffauer.

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Ricardo Rojas, titular de la primera cátedra de literatura argentina que acaba de fundarse en el país. Después de referirse en términos sarcásticos al hecho de la evidente «incuriosidad europea» («Sobre la argentinidad», 544; las cursivas son mías) por los asuntos de América, incuriosidad de fondo apenas disimulada por el activismo de quienes, en la hora actual, movidos por intereses meramente mercantiles, tratan de enarbolar la bandera de la pretendida «fraternidad hispanoamericana» (545), Unamuno se refiere a un intercambio epistolar con Rojas, en que el argentino le había pedido un informe a propósito de uno de sus libros. Cito: Al fin del informe que me pidió Rojas, y que en su obra inserta, informe en que hacía yo constar que ahí, en la Argentina, empiezan a dar fruto gérmenes que siendo muy castizos y peculiares nuestros, aquí se han malogrado, y en que decía cómo estoy convencido de que cuando se quiera ver la historia en argentino, en nativo, se acabará por verla en español; al final de este informe escribe Rojas: «Cree el señor Unamuno que cuando los argentinos veamos nuestra propia historia en argentino concluiremos por verla en español, y yo creo que cuando los españoles la vean con esa clarividencia terminarán por verla en argentino, coincidiendo unos y otros en sus apreciaciones.» (546).

Hasta ahí la cita de Rojas citado a su vez por Unamuno. «Conforme de toda conformidad», concluye el insigne salmantino. No cabe duda del carácter marcadamente utópico de esta apreciación mutua porque, claro está, ninguno de los dos interlocutores está hablando en términos personales; no es que el aprecio individual del uno por el otro esté en juego. Ambos autores son conscientes de hablar en nombre de una colectividad: «los argentinos», «los españoles»; se trata de ver la historia «en argentino», «verla en español». En otras palabras: lo que se tematiza aquí es la existencia (o la no-existencia) de un discurso. Llamémoslo discurso del reconocimiento mutuo. Parece que en 1898 las condiciones de posibilidad de este discurso son estrictamente ‹poéticas›: gracias a la existencia de individuos excepcionales (en nuestro caso: Rubén Darío, María Guerrero, Manuel Gálvez, Ricardo Rojas, Miguel de Unamuno), la poesía –el arte en general– se muestra capaz de anticipar la historia. Por el contrario, cuando estos mismos individuos hablan en términos ‹prosaicos› (v. arriba el «examen de consciencia» de «Darío en prosa»; v. a Unamuno tildando la «incuriosidad» de sus contemporáneos), se transforman en críticos implacables de la realidad circundante. En 1998, la situación ha cambiado profundamente. Ya nadie pone en duda la existencia del discurso que postulan Rojas y Unamuno. Ahora se halla aun en boca de las más altas autoridades, a ambos lados del Atlántico.9 9 Así, la infanta doña Margarita, duquesa de Soria, en la sesión del XIII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, el 7 de julio de 1998, se expresa de la siguiente manera: «España tiene una deuda inmensa con los hispanistas, y la Fundación Duques de Soria, en la medida de sus posibilidades, pretende participar en la respuesta de gratitud que desde España debe darse a quienes dedican sus esfuerzos al estudio y a la difusión de la cultura hispánica. Cultura que, en nuestra opinión, no es patrimonio exclusivo de nadie, sino riqueza común que compartimos los miembros de las naciones hispánicas con los demás hispanohablantes y con los hispanistas del mundo entero, y que, a su vez, nuestra Fundación no concibe sino como una parte de la cultura universal y como contribución al entendimiento entre los pueblos» (Fundación Duques de Soria, Memoria 1997; hoja suelta del discurso de la Infanta).

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Ahora bien, si las autoridades, los especialistas, las asociaciones –cada uno por su cuenta– al unísono asumen un discurso, el crítico de los discursos no puede sino volverse escéptico. Es su oficio. Prosaicamente –como Rubén Darío– pregunta por la práctica social que está detrás de los discursos. ¿Ha cambiado ésta a la par de la evolución de los discursos? No me parece desacertado buscar una respuesta a estas preguntas en un volumen dedicado precisamente al análisis exclusivo de los discursos.

Apéndice Décimas del Dr. Santero Adiós, decirte no sé, pueblo hidalgo y caballero; el primer pueblo extranjero que como artista pisé. Pero, ¿extranjero? ... No sé por qué he de llamarte así, pues desde que estoy en ti, tanta prueba he recibido de tu cariño, que has sido cual mi patria, para mí. Por eso el abandonar este hospitalario suelo, de tristeza un denso velo el alma viene a enlutar. De ti me podrá apartar la dura luz del destino pero, nada en mi camino borrará de mi memoria, la gratitud y la gloria que debo al pueblo argentino.

3

El que con manos geniales Esculpió a la grande España, Y el que en las ondas se baña De los nuevos ideales.

4

Mas recibisteis el don Con tal cordial simpatía, Aplausos dando a porfía A intérpretes y creación.

5

Que, ufanos de tanto bien, La causa luego entendimos: Lo que a traeros vinimos, Pues era vuestro también.

6

De la escena castellana Vuestras, sí, las glorias son, Su vibrante inspiración, Su frase ingenua, o galana.

7

Vuestro el ingenio, reacio A todo estéril sosiego, De Entre bobos anda el juego Y El vergonzoso en palacio.

Calixto Oyuelo: Despedida del público de Buenos Aires 1

Desde la región distante De nuestra patria española, Atrájonos la aureola De esta comarca brillante.

8

La gracia de María, en quien Sabrosa es la hipocresía La fina psicología De El desdén con el desdén.

2

Llegamos así a ofreceros Tesoros del arte hispano, El antiguo, el soberano, Y el que hoy busca otros senderos;

9

La alteza, en fin, con que brilla, Ceñido el manto imperial, La hermosura sin rival De La Estrella de Sevilla.

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Si es el idioma expresión De cuanto la mente agita, En vuestro labio aún palpita El alma de Calderón.

20

Así, armónica y genial, Nuestra gran familia cunda, Y su palabra fecunda Lleve [sic!] al arte universal.

11

Es el arte castellano Raudal inmenso y profundo Que lleva de mundo a mundo Su oleaje soberano.

21

¡El arte! ¡Ráfaga pura Que de las cimas desciende A tierra baja, y la enciende En resplandor de hermosura!

12

Y quien se arroja a el valiente, Ve reflejarse sin velos Varios y espléndidos cielos En una misma corriente.

22

Para él vivimos, a él La existencia consagramos, Y con el alma animamos Lo que labró su cincel.

13

Se funden así en un beso Consecuencia y libertad, Carácter y novedad, La tradición y el progreso.

23 Por él, tras largos desvelos, Vuestro fervor merecimos, Y colmados aquí vimos Nuestros más hondos anhelos.

14

El fuerte tronco español, Que a las edades resiste, Nuevas ramas y hojas viste A nuestro radiante sol.

24 ¡Rindámosle, pues, la espada Y colguemos, para ejemplo, Como trofeo, en su templo, Las glorias de esta jornada.

15

Allá, los excelsos montes Que al cielo lanzan sus cumbres; Aquí, la inquieta lumbre Y los amplios horizontes.

25

Y vosotros, que alentéis Gentiles nuestra misión, Tomad nuestro corazón, Que así lo vuestro tomáis ...

16

Amparo es la tradición Contra exóticos antojos, Que si deslumbran los ojos, Dejan frío el corazón.

26

Mas... vano fuera seguir, Que todo espíritu ardiente Es mucho más lo que siente Que lo que alcanza a decir.

17

Pueblo joven y triunfante De la comarca argentina, Atento a la voz divina Que os grita siempre: «¡Adelante!»

27

Derrámense en dulce riego Mil venturas sobre vos! ... Mas no os decimos: ¡Adiós! Os decimos: ¡Hasta luego!

18

Tenéis allá, donde riega El Guadalquivir famoso, Rico suelo y abundoso, Vuestra casa solariega.

19 ¡Vuestro amor no lo olvidó, Como no olvida el torrente El manantial transparente Que impulsos a sus ondas dio!

Lo que escribió Rubén Darío y lo que dijo María Guerrero 1

Al partir, justo es que os diga Cómo a mí no ha sido extraña Tierra en que renace España Por hidalga y por amor.

Discursos latinoamericanos en torno a la Generación del 98 2

Frescos, fragantes y finos Nutridos de savia ardiente, Hoy acarician mi frente Los laureles argentinos.

9

Vuestro afecto se aquilata, Y vuestro mental tesoro Se ufana en bajel de oro Sobre el Río de la Plata.

3

Vuestros corazones son Armoniosos y vibrantes Por la sangre de Cervantes De Moreto y Calderón.

10

Sabéis honrar las brillantes Máscaras, que mi alma adora Y a Talía vencedora Coronada de diamantes.

4

Y fuera en vosotros mengua Que desdeñarais un día Con vuestra propia hidalguía Vuestra raza y vuestra lengua.

11

Que sois gentiles, es fama, Mas vuestro afecto conquista A la dama y a la artista Como artista y como dama.

5

Mas no, ¡lleno de frescor, Libre bajo el cielo brilla El árbol cuya semilla Plantara el Conquistador!

12

La noble sangre latina Y la lengua castellana Juntan con el alma hispana La joven alma argentina.

6

Vine, vi, sí vencí yo La victoria conseguís: Estaré en otro país, Pero en otra Patria, no!

13

Y, dichosa mensajera, Ya voy a decir a España, Que en vuestra cordial campaña Flota una misma bandera.

7

Aquí la musa divina De Calderón halló rosas; Y tuvo palmas fastuosas La de Tirso de Molina.

14

Mantengamos ese fuego Que calienta ambas naciones... Y, hasta luego, corazones Argentinos, hasta luego.

8

La Niña Boba en Castilla Más afamada no fue, Ni la desventura de Doña Estrella de Sevilla.

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La Nación, 10.07.1897

Bibliografía Berg, Walter B. (1995): Lateinamerika. Literatur Geschichte Kultur. Eine Einführung. Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft. Berg, Walter B. (1998a): «Identidad y alteridad en América Latina: ¿un problema de género (literario)?», en: II° Congreso Europeo de Latinoamericanistas «América Latina: Cruce de culturas y sociedades. La dimensión histórica y la globalización futura». Universidad de Halle-Wittenberg, 4 al 8 de septiembre.

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Berg, Walter B. (1998b): «Dialektik der Barmherzigkeit: Benito Pérez Galdós’ Misericordia, eine Interpretation», en: Briesemeister, Dietrich / Schönberger, Axel (eds.): Ex nobili philologorum officio: Festschrift für Heinrich Bihler zu seinem 80. Geburtstag. Berlin: Domus Editoria Europaea, pp. 275-293. Darío, Rubén (1898): «María Guerrero», en: La Nación, 12 de junio. Gálvez, Manuel (1913): El solar de la raza. Madrid: Saturnino Calleja 51920. Oliva, César (1988): «1898-1936: Ocaso de un siglo y amanecer de las vanguardias», en: Escenarios de dos mundos: inventario teatral de Iberoamérica. Madrid: Centro de Documentación Teatral, tomo II. Pérez Galdós, Benito (1991): Misericordia. Edición de Luciano García Lorenzo. Madrid: Alianza Editorial. Schäffauer, Markus Klaus (1999): «Un idioma del diablo: la oralidad en el género chico criollo», en: Berg, Walter B. / Schäffauer, Markus K. (eds.): Discursos de oralidad en la literatura rioplatense del siglo XIX al XX. Tübingen: Gunter Narr. Unamuno, Miguel de (1968): «Sobre la argentinidad», en: Obras Completas. Nuevos Ensayos. Madrid: Escelicer, tomo III.

Francisco José Martín Del problema de España al problema de Europa: la crítica orteguiana del 98 Al final del esquema sobre las crisis históricas, trazadas ya con precisión, por tanto, las líneas maestras de los procesos de esclerotización, bizantinización y falsificación de la cultura, Ortega, abandonando por un momento la abstracción estructural del esquema, con una pincelada en passant que buscaba una salida hacia el presente, reconocía en su propia época las notas distintivas de la crisis. Su tiempo era, como el Renacimiento y el Romanticismo, un tiempo de crisis (Ortega 1933: 80):1 una crisis epocal que deja al hombre suspendido en la divisoria de dos mundos, uno que ya sabe caduco e inservible, y otro que no alcanza a divisar aún en la lejanía del horizonte. Una crisis que se arrastra desde atrás, que Ortega ni siquiera inaugura, pues nace ya en ella, dentro de ella, inmerso en la inquietud ambiental de un horizonte por hacer. Una crisis cuya comprensión por parte de Ortega había de variar en función de la marcha y desarrollo de su pensamiento: entendida, primero, como crisis nacional dentro del marco que constituía entonces el «problema de España», tanto en su versión regeneracionista como noventayochista, y sólo después entendida en toda su amplitud y radicalidad como crisis de la modernidad. Cabría preguntarse por la relación de Ortega con esta crisis, por su vivencia, personal e intelectual, dentro de ella. Ello habría de promover, quizá, una más adecuada valoración de aquella confrontación polémica con el 98. Desde sus bien tempranos primeros escritos, el joven Ortega da muestras de un fuerte convencimiento personal de contribución a una nueva época, de participar en una contienda en la que estaban en juego algo más que los destinos personales o las ideas estéticas de moda (piénsese, por ejemplo, en la durísima crítica a Valera y al siglo XIX, o en el saludo empático con que recibía los libros de Azorín, Baroja o Machado). Es fácilmente detectable en su obra un íntimo convencimiento juvenil de formar parte de una causa más amplia tendente a la renovación y regeneración moral e intelectual de España. El joven Ortega, cultural e intelectualmente, nace en la «cultura de la crisis» que el espíritu noventayochista había empezado a plasmar;2

1 Ortega publicó en 1942, con el título de Esquema de las crisis, las lecciones V-VIII de su curso de 1933 (En torno a Galileo), anticipando así la publicación completa del mismo, lo que sólo advino en 1947. El esquema de las crisis iba a ser posteriormente completado y enriquecido con la distinción entre «ideas» y «creencias» (Ortega 1934b). 2 «Ortega tomó como punto de partida la misma crisis de ideas y creencias de la que hablaba la Generación del 98» (Shaw 1989: 253). Empleo los términos «98» y «noventayochismo» con un carácter meramente referencial y convencional, sin entrar en el mérito de su propiedad semántica y de su pertinencia crítica. La caracterización de nuestro final de siglo en términos de modernismo o noventayochismo, además de no hacer fiel justicia a aquel proceso sustancialmente unitario de crisis (en

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en efecto, la individuación de la crisis de la cultura española y su toma de conciencia respecto a ella advino en Ortega por la vía de los entonces también jóvenes (aunque menos) escritores del 98.3 Ortega, en su salida intelectual al mundo, pues, se suma a un movimiento ya iniciado en el que la abulia ganivetiana, en la que también insistirá Maeztu, el marasmo unamuniano, los personajes apáticos y abúlicos de Azorín y Baroja, la melancolía radical de Machado o ValleInclán, etc., configuran los elementos de una protesta a la vez que los síntomas de una inquietud epocal y un impreciso diagnóstico sobre la realidad española. En Moralejas, una serie de tres artículos publicados en El Imparcial en 1906, se puede detectar todavía la filiación del joven Ortega con el espíritu del 98: en el primero de ellos, se descubre la amplitud con que Ortega concibe la tarea del crítico literario, cómo ésta abraza un proyecto de reforma nacional basado en un análisis de los males de España («el pecado español») de clara huella noventayochista; el segundo, no sólo termina elogiando el epílogo de Los pueblos, de Azorín, sino que contiene una expresión de indudable sentir noventayochista («España cruje de angustia»); el tercero exalta la función pedagógica del paisaje –nótese que el redescubrimiento literario del paisaje será uno de los rasgos definitorios del 98–. La cultura, entonces, Ortega (1906: 46) la entendía como «el canje mutuo de estas maneras de ver las cosas [cosmovisiones] de ayer, de hoy, del porvenir»; cultura era comunicación, contacto, ruptura del aislamiento, es decir, el antídoto al célebre individualismo español. Con posterioridad a esta fecha puede detectarse fácilmente en la obra del joven Ortega un progresivo distanciamiento del espíritu noventayochista, un alejamiento que acabaría en franca ruptura y en decidida oposición a sus primeros compañeros de viaje. En su polémica con Maeztu, por ejemplo, Ortega da un corte neto con la comprensión de la raíz de los males patrios en términos de abulia: nuestra enfermedad es envaguecimiento, achabacanamiento, y la inmoralidad ambiente no es sino una imprecisión de la voluntad oriunda siempre de la brumosidad intelectual. [...] de abulia no cabe hablar sino cuando se ha demostrado la normalidad de las funciones representativas. Un pueblo que no es inteligente no tiene ocasión de ser abúlico. Sin ideas precisas, no hay voliciones recias (Ortega 1908b: 113).

Ortega achaca al 98 una falta de rigor intelectual, un exceso de «literatura» en sus análisis y en sus diagnósticos –sólo en este sentido debe ser entendida la frase «o se hace literatura o se hace precisión o se calla uno» (113)–. Frente a Maeztu, a quien había considerado un amigo fraterno e incluso un «hermano mayor» (Ortega

el que obviamente confluían varias y variadas direcciones) tiene el inconveniente de dejar la cultura finisecular española un tanto aislada de la cultura europea. 3 Siguiendo el modelo orteguiano de las «generaciones históricas» (la comprensión no sucesiva de las mismas, sino como interrelación de tres generaciones coexistentes en todo momento histórico), resulta sumamente esclarecedor el análisis que hace Cacho Viu de la diversa incidencia que tuvo el Desastre del 98 en la conciencia española en función de la pertenencia a una generación u otra de las coexistentes entonces (maduros cuando el desastre, jóvenes cuando el desastre, adolescentes cuando el desastre), v. Cacho Viu (1997: 97-115).

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1908a: 439),4 Ortega reclama, con insistente convicción, sistema y ciencia,5 es decir, lo que en su juicio ha faltado siempre en España, y que de seguir faltando no se podría poner fin a su secular decadencia ni al retraso que la separaba de Europa. Al año siguiente, frente al «africanismo» unamuniano, Ortega (1909: 128) hará del «¡Salvémonos en las cosas!» su grito de batalla y la bandera de su europeísmo: «En esta palabra [Europa] comienzan y acaban para mí todos los dolores de España». Europa era entonces, para Ortega, sinónimo de ciencia, de precisión y de sistema, de disciplina y de rigor intelectual.6 A esta época pertenece un concepto de cultura que presenta ya claros puntos de divergencia respecto al que hemos señalado anteriormente: «¿Qué es la cultura sino la valoración cada vez más exacta de los hechos?» (Ortega 1910d: 160). De una concepción (inconcreta y un tanto romántica, por cierto) de la cultura como lugar de relación y canje, se pasa a una precisa definición de la misma. ¿Qué es lo que ha pasado entre estos dos momentos? ¿Cuál es el motivo desencadenante del alejamiento y posterior ruptura de Ortega con el 98? Los factores, sin duda, habían de ser múltiples, y así parece si se rastrean minuciosamente aquellas polémicas. El fracaso político de los noventayochistas, en parte debido a su incapacidad para reunir consensos alrededor de sus propuestas, y el consiguiente viraje de algunos de ellos sólo nos revelan una cara de la medalla. Algo pasó también con Ortega, una experiencia decisiva para su formación intelectual: su estancia en Alemania. Desde principios de 1905 hasta finales de 1907, el joven Ortega cumplirá un viaje de estudios por tierras alemanas: Leipzig, Berlín y Marburgo, sobre todo esta última, serán las etapas principales de su viaje. Y será precisamente en Marburgo, entonces la ciudad-fortaleza del neokantismo, donde encontrará la atención y el interés de quienes habían de ser su maestro (Hermann Cohen) y sus compañeros (Hartmann, Scheffer, Heinsoeth).7 En Marburgo Ortega entra en contacto, sí, con 4 Todavía en 1914, Ortega dedicará su primer libro, Meditaciones del Quijote, a Ramiro de Maeztu «con un gesto fraternal»; la desaparición de esta dedicatoria en las ediciones sucesivas de la obra nos da una pista de eso que Julián Marías (1983: 139) ha llamado el «descontento intelectual» de Ortega hacia Maeztu. 5 «Sistema es la unificación de los problemas, [...]. El sistema es la honradez del pensador» (Ortega 1908b: 114). «La verdad no tiene otro camino que la ciencia: la fe sólo lleva a creer. Benditas nos son las buenas intenciones; pero preferimos los buenos métodos. [...] aquí [en España] es lícito todo, salvo ser exacto, buscar la precisión, pesar las palabras, rectificar las comparaciones» (Ortega 1908c: 122). 6 «España era el problema y Europa la solución» (Ortega 1910c: 521). «Europa, señores, es ciencia antes que nada: ¡amigos de mi tiempo, estudiad! Europa es también sensibilidad moral, pero no de la vieja moral subjetiva, de la moral cristiana –acaso más bien jesuítica– de las intenciones, sino de esta otra moral de la acción, menos mística, más precisa, más clara, que antepone las virtudes políticas a las personales porque ha aprendido –¡Europa es ciencia!– que es más fecundo mejorar la ciudad que el individuo» (Ortega 1910a: 118). 7 Bastantes años después, el propio Ortega (1934a: 20 y 27) habría de referirse con honda emoción a aquellos sus años alemanes: «He estudiado en Marburg y en Leipzig y en Berlín. He estudiado a fondo, frenéticamente, sin reservas ni ahorro de esfuerzo –durante tres años he sido una pura llama celtíbera que ardía, que chisporroteaba de entusiasmo dentro de la Universidad alemana. [...] Marburg era el burgo del neokantismo. Se vivía dentro de la filosofía neokantiana como en una ciudadela sitiada, en perpetuo: ¡Quién vive! Todo en torno era sentido como enemigo mortal: los positivistas y los psicologistas, Fichte, Schelling, Hegel. Se les consideraba tan hostiles, que no se les leía. En Marburg se

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una filosofía que habría de dejarle una huella más o menos duradera y perceptible en su obra,8 pero, sobre todo, entra en contacto con un modo riguroso y disciplinado de ejercer y de entender el pensamiento y, a la vez, con una elevada comprensión de la tarea filosófica. Su reclamación de «ciencia» y de «sistema», de «método», hay que entenderla en función de esta adhesión suya al neokantismo y, principalmente, en función de un consiguiente proceso de sustantivación de la cultura que la convierte en un valor objetivo para Ortega.9 Es el momento de su feroz oposición al subjetivismo español (la proclamada «sinceridad» noventayochista): «La moral, la ciencia, el arte, la religión, la política, han dejado de ser para nosotros cuestiones personales; nuestro campo de honor es ahora el conocido campo de Montiel de la lógica, de la responsabilidad intelectual» (Ortega 1909: 131-132). En la filosofía de la cultura del neokantismo marburgués, en su primacía de los valores y de los ideales, en su privilegio de la comunidad sobre el individuo, iban a encontrar concreción satisfactoria los anhelos orteguianos surgidos a raíz de su implicación intelectual en el problema de España. Antes de que Ortega entrara en liza, en la España de entresiglos confluían dos diversas formulaciones y, por consiguiente, dos diversas comprensiones del «problema de España»: la regeneracionista, estrechamente ligada en su nacimiento, a raíz del fracaso de la Revolución de Septiembre, al krausopositivismo institucionista, y la noventayochista, que se asentaba sobre bases regeneracionistas, pero que iba más allá del regeneracionismo en lo que era la pretensión de los rasgos definitorios de la «identidad» y «esencia» de los españoles. La discrepancia de fondo entre el regeneracionismo y el noventayochismo radicaba en la diferente relación que ambos grupos mantenían con el positivismo: el regeneracionismo construía su formulación del problema de España desde la plena vigencia de la cosmovisión positivista, asentada en una sólida fe en la razón y en la ciencia, mientras que los noventayochistas lo hacían, sí, con elementos del positivismo, pero no vividos ya desde la aceptación de su cosmovisión, sino desde la clara conciencia de su crisis (nótese, al respecto, la diferencia que corre entre, por ejemplo, El problema nacional de Macías Picavea o La moral de la derrota de Luis Morote y el Idearium español de Ganivet o En torno al casticismo de Unamuno). El cientificismo de los regeneracionistas afrontaba el problema de España desde la metáfora del «organismo enfermo»: la enfermedad española debía leía sólo a Kant y, previamente traducidos al kantismo, a Platón, a Descartes, a Leibniz». Sobre el neokantismo marburgués puede verse Philonenko (1989). 8 Cerezo Galán (1984: 25) sitúa en el año 1911 el punto de inflexión en el que el pensamiento orteguiano vira hacia posiciones que se alejan del neokantismo. Con la comprensión de las cosas propias que nos da la mirada retrospectiva, Ortega (1924: 25), algunos años después, había de referirse al aspecto ambivalente de las consecuencias de su periodo marburgués: «Durante diez años he vivido dentro del pensamiento kantiano: lo he respirado como una atmósfera y ha sido a la vez mi casa y mi prisión». Un año después aún iría un poco más lejos en su intento de precisar aquella época como una etapa de su pensamiento ya cerrada y clausurada: «Toda mi devoción y gratitud a Marburg están inexorablemente compensadas por los esfuerzos que he tenido que hacer para perforarlo y salir de su estrechez hacia alta mar» (Ortega 1925b: 433). 9 Este proceso de sustantivación de la cultura en Ortega ha sido tratado por Morón Arroyo (1968: 337) y Cerezo Galán (1984: 18-25).

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ser tratada de igual modo que el médico trata la enfermedad de sus pacientes, es decir, diagnóstico, patogenia, tratamiento (hechos, causas, remedios);10 el discurso de los noventayochistas, en cambio, aun conservando la metáfora de la enfermedad, ampliaba el radio de acción de la misma en una dirección incompatible con el positivismo: sin dejar de ser «fisiológica», pasa a ser, también y principalmente, «enfermedad del espíritu», y el espíritu (o alma) representaba el lado oscuro de la ciencia, los límites de una comprensión rigurosamente científica del universo, pues la realidad espiritual se desvanecía ante el ojo analítico de la ciencia positiva. Del cientificismo regeneracionista, positivista en cuanto método y cosmovisión, se pasa a ensayar nuevas vías en lo que es ya, en el noventayochismo, la conciencia y la vivencia de la crisis del positivismo: magno ejemplo, en este sentido, el ensayado por Martínez Ruiz en El alma castellana, donde la secuencia lineal hechos-causas-remedios viene sustituida por un portentoso ejercicio de reconstrucción hermenéutica del pasado. Con el avanzar de esta crisis del positivismo en la España finisecular y la aparición del nihilismo en el horizonte cultural de la joven generación, la separación entre unos y otros, regeneracionistas y noventayochistas, no hará más que acrecentarse. Como afirma Shaw: Atrapados en la estrecha fórmula de Costa –la reforma educativa y agraria–, para el que el capital no existía, los noventayochistas, desilusionados, enfocaron sus pensamientos hacia otro lado. Uno a uno, Ganivet, Unamuno, Azorín y Maeztu, renunciaron al ideal de europeización y a las reformas prácticas, en favor de un mito del Volksgeist en el que la regeneración debía provenir de dentro, desde el «alma española» operando a un nivel espiritual, o bien subordinaron el ideal al mito (Shaw 1989: 27).

Así pues, en la reacción orteguiana contra el 98 no hay que ver sólo su adhesión intelectual al neokantismo, sino también el intento de superar la cultura de la crisis en la que los noventayochistas se habían instalado. Nada tan contrario al nuevo europeísmo neokantiano recién ganado por Ortega que aquel giro anti-europeo de los noventayochistas persiguiendo la salvación de España en el rescate y revitalización del «espíritu de la raza» y del «alma nacional». El ataque orteguiano al 98 no comporta, como podría parecer en principio, un acercamiento a las tesis del regeneracionismo: «Costa, que había adquirido una vastísima erudición, no perdurará, probablemente, como científico. La ciencia de Costa necesita, como su España, de europeización» (Ortega 1911a: 171-172). Aquí radica su separación y crítica del regeneracionismo: la efectiva superación orteguiana del positivismo por vía neokantiana. A su regreso de Alemania, pues, frente a la doble formulación del «problema de España», el joven Ortega manifiesta, con su doble crítica, la insuficiencia de ambas posturas: ni el positivismo de los regeneracionistas, ni la cultura de la crisis de los noventayochistas constituían ya un marco adecuado para un eficaz tratamiento del problema. Y sin embargo, la nueva posición de Ortega, su neokantismo, no es equidistante de las formulaciones 10

«Hechos, causas, remedios: he aquí las tres etapas cardinales que hallamos en nuestro trabajo. ¿Son las angustias de un enfermo las que nos solicitan? Luego a la clínica médica debemos pedir nuestro plan. Diagnóstico, patogenia, tratamiento: no hay otra manera de proceder» (Macías Picavea 1996: 38-39).

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regeneracionistas y noventayochistas. El radicalismo político de los jóvenes noventayochistas les cerró el paso para poder operar prácticamente en el terreno de las reformas (el anti-utopismo orteguiano hay que colocarlo políticamente en el ámbito de las reales posibilidades efectivo-circunstanciales de mejora); en este sentido, el fracaso político de los del 98 significó para Ortega una interrupción de esa línea liberal-reformista que arrancaba de la Institución Libre de Enseñanza y avanzaba entre las filas del regeneracionismo. Por eso, la crítica orteguiana del 98 tenderá a levantar, desde el neokantismo, un puente con esa línea liberalreformista, de la que él, ahora, siente recoger la herencia. «Regeneración» y «europeización» seguirán marcando, por el momento, el signo de sus proclamas ante el problema de España; ahora bien, esto ya no se hará ni desde el positivismo ni desde la crisis del mismo, sino desde el nuevo rigor científico-sistemático del neokantismo marburgués. Queremos la interpretación española del mundo. Mas, para esto, nos hace falta la sustancia, nos hace falta la materia que hemos de adobar, nos hace falta la cultura. Una secular tradición y ejercicio de lo humano ha ido sedimentando densas secreciones espirituales: Filosofía, Física, Fisiología. La enorme acumulación se eleva como un monte asiático; desde lo alto se dominan espacios ilimitados. Esa altura ideal es Europa [...]. España es una posibilidad europea. Sólo mirada desde Europa es posible España (Ortega 1910b: 138).

Europa representa, como se ve, la posibilidad de salvación de España, la resolución del secular problema español; ahora bien –y esto ya comienza a verlo Ortega con claridad–, Europa no puede prescindir de España sin renunciar al pleno desarrollo de sus posibilidades. España y Europa se necesitan; su relación deja de ser unidireccional. Suele verse este neokantismo del joven Ortega como una «etapa» definida de su pensamiento, cuyo final se hace coincidir aproximadamente con su segundo viaje a Marburgo en 1911. Quizá fuera más fructífero ver este alejamiento del neokantismo como su efectiva «asimilación» por parte de Ortega: no ver ya la fecha de 1911 como un punto de ruptura, sino como el inicio de un progresivo distanciamiento. Un distanciamiento que acontece, precisamente, desde los sucesivos intentos de Ortega por re-pensar el «problema de España» desde el horizonte neokantiano. Habría, por tanto, que considerar el contacto de Ortega con el neokantismo como una inicial «prisión» (así lo iba a considerar él mismo después), cuyas paredes habría de ir demoliendo poco a poco para poder ganar una posición propia, el raciovitalismo, dentro de la naciente fenomenología, capaz de acoger la dinámica interrelación entre la vida y la cultura. El problema de España, en cualquier caso, no presupone un exceso de españolismo; se trata, más bien, de una cuestión europea, en el sentido de que era siempre Europa el patrón incuestionado con el que se medían nuestras carencias patrias. El problema de España une, pues, por un lado, con Europa y, por otro, con toda una tradición hispánica que ha hecho de lo europeo la bandera de sus protestas. Para Ortega, el problema de España constituía la prueba de fuego, el experimento crucial para otorgar validez al pensamiento. En este sentido, responde

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mejor a cómo fueron efectivamente las cosas el intento de ver la obra del joven Ortega como un único proceso que se perfila alrededor del centro de irradiación que constituye el problema de España. En la recensión que hace Ortega en 1912 a Lecturas españolas de Azorín se lee: Azorín se pregunta aquí con palabras de Larra: «Dónde está España?». Y Larra se preguntaba: «Dónde está España?» Y así se preguntaba Costa, y antes Cadalso y Mor de Fuentes, y antes Saavedra Fajardo. Y es esta pregunta como un corazón sucesivo que fuera pasando por una fila de pechos egregios; como un dolor, siempre el mismo, que proporcionara a esos individuos, tras de sus particularidades, una identidad profunda y seria (Ortega 1912: 240).

Aún en 1914, en las Meditaciones del Quijote, Ortega declara su propósito de escribir una «meditación» sobre Larra (Ortega 1914b: 325), y esto, considerando el contexto en el que suele referirse a Larra, sólo podía significar una meditación sobre el problema de España. Téngase en cuenta que Larra, como los autores citados, le llegan a Ortega a través de la recuperación que hace de ellos «el 98», principalmente Azorín. Recuérdese el carácter simbólico y programático de la peregrinación que el núcleo de aquel grupo de jóvenes noventayochistas hizo a la tumba de Larra el 13 de febrero de 1901.11 Ortega, como testimonian sus escritos, fue desde el principio de su vida pública un convencido europeísta. Ahora bien, al volver de su primer viaje a Alemania, su europeísmo se había teñido de neokantismo, es decir, se había llenado de una serie de palabras (ciencia, método, rigor, disciplina, etc.) que marcaban ya una neta diferencia respecto al europeísmo de los regeneracionistas y noventayochistas (sin contar con el trasvase a posiciones contrarias de algunos de estos últimos): Europa era, simplemente, la salvación. Ortega era consciente del «problema de España», de nuestra «crisis» particular, pero no había alcanzado a ver todavía la magna crisis que asolaba a Europa, y de la que la nuestra no era más que un mero detalle. Europa, para los neokantianos, era un valor incuestionado. Poco a poco, ahondando en el neokantismo, intentado aplicarlo a los problemas concretos del suelo español, primero, distanciándose después de él para hacer, en su concreción circunstancial, «experimentos de nueva España» (Ortega 1914b: 328), Ortega irá tomando conciencia de la Krisis, de la magna crisis que asolaba a Europa. Años después, ya en plena madurez, habría de reconocer lo siguiente: yo sé que esta vez el defecto, aunque innegable, no procede de nuestra sustancia. Esta vez la causa está fuera, en Europa. Algún día se verá claramente cómo España, en el momento de lanzarse a su primer vuelo espiritual, tras siglos de modorra, fue detenida por un feroz viento de desánimo que soplaba del continente (Ortega 1932b: 353).12

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Este episodio, después, habría de ser recordado y recreado literariamente por J. Martínez Ruiz (Azorín) en La voluntad, IIª parte, cap. IX. 12 «Creíamos ser herederos de un pasado magnífico y que podíamos vivir de su renta. Al apretarnos ahora el porvenir un poco más fuertemente que solía en las últimas generaciones, miramos atrás buscando, como nos era habitual, las armas tradicionales; pero al tomarlas en la mano hallamos que son espadas de caña, gestos insuficientes, atrezzo teatral que se quiebra en el duro bronce de nuestro futuro,

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El neokantismo, al no permitir el cuestionamiento de Europa, dejaba a Ortega encerrado entre las redes del problema de España; sólo la posterior evolución a posiciones fenomenológicas consentirá, cuestionando los logros y valores de la modernidad europea, abandonar el problema de España en beneficio de una superior conciencia de la Krisis. La obra de Ortega, hija intelectual del 98, se diferenciará de la de éste en que sus límites van más allá de la simple expresión de una cultura de la crisis: es una respuesta a ella, el ensayo continuado de una posibilidad de salida. A Ortega, se le podrá imputar, acaso, el no haber sabido reconocer en los síntomas noventayochistas una filiación europea, el desassossego del individuo ante el Untergang de la cultura: un proceso in crescendo que desvela al «más siniestro e inquietante de todos los huéspedes» de la cultura europea, como llamó Nietzsche al nihilismo; que hace del nihilismo el suelo y la intemperie, quizá también el hogar, del hombre europeo contemporáneo; que liga nuestra abulia noventayochista, hacia atrás, con el spleen y, hacia adelante, con el sentimiento de anxiety, de disagio, de étranger y de absurde, en una cadena que desde Baudelaire a Beckett, pasando por Pirandello, Pessoa, Auden, Camus, etc., marca el lento desarrollo de una crisis radical. Nuestra crisis. Cuando Ortega intuya todo esto, o lo vislumbre, empezará a reclamar, con fuerza, una nueva cultura. La preocupación nacional del joven Ortega es tan fuerte, es tan sentida su intervención polémica contra el 98, que, durante algún tiempo, su pensamiento iba a quedar atrapado, prisionero, entre las redes del planteamiento del «problema de España». Este apego patriótico inicial de su pensamiento no le iba a dejar ver (o simplemente no lo favorecía) el alcance real de la crisis, su dimensión europea y globalizante, radical. La crisis, el «instante crítico» al que se refiere en Vieja y nueva política, se entiende sólo dentro del marco teórico diseñado por el problema de España. En un texto de 1911, a menudo citado por la crítica, La estética de «El enano Gregorio el Botero», Ortega reconoce la máxima utilidad del «europeísmo» en su impulso para mejor determinar y aquilatar la formulación del problema de España; es cierto, por un lado, que el problema de España, como hemos visto, conecta la vida nacional española con Europa, pone en relación a España con Europa en su intento de poner fin al secular aislamiento cultural español, pero, por otro lado, no es menos cierta su incapacidad para desvelar la Krisis, puesto que Europa es el valor incuestionado con el que se «mide» la problemática circunstancia española. En el artículo citado, el problema de España viene reformulado del siguiente modo:

de nuestros problemas. Y súbitamente nos sentimos desheredados, sin tradición, indigentes, como recién llegados a la vida, sin predecesores. [...] Nuestra herencia consistía en los métodos, es decir, en los clásicos. Pero la crisis europea, que es la crisis del mundo, puede diagnosticarse como una crisis de todo clasicismo. Tenemos la impresión de que los caminos tradicionales no nos sirven para resolver nuestros problemas. Sobre los clásicos se pueden seguir escribiendo libros indefinidamente. Lo más fácil que puede hacerse con una cosa es escribir un libro sobre ella. Lo difícil es vivir de ella» (Ortega 1932a: 396-397).

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es la española una raza que se ha negado a realizar en sí misma aquella serie de transformaciones sociales, morales e intelectuales que llamamos Edad Moderna. [...] la historia moderna de España se reduce, probablemente, a la historia de su resistencia a la cultura moderna (Ortega 1911b: 542-543).

El espíritu de la modernidad aún no se cuestiona, ni se ponen en tela de juicio los pilares sobre los que se ha levantado esa misma modernidad europea. Frente a ella, España representa la voluntad de incultura: si ser hombre es un «perenne superarse a sí mismo», el español, en cambio, es el hombre que «hace alto en el camino de perfección»; el enano de Zuloaga representa las fuerzas elementales del ser hispánico, la naturaleza, lo espontáneo, la sangre siempre pronta a derramarse sobre la historia, «la cual [sangre] es un fuego que enciende las pasiones, pone los odios crespos y consume los nacientes pensamientos» (544). Los anhelos de Ortega, en cambio, se van configurando en una dirección diametralmente opuesta: equilibrar las pasiones (con el consiguiente fomento del ejercicio de la razón), eliminar los odios (con el fomento de una cultura del amor), creación de pensamientos nuevos (capaces de afrontar en su dinamicidad la problemática circunstancialidad). Meditaciones del Quijote es, entre otras cosas, un repensamiento radical del problema de España. Al final del prólogo, Ortega declara explícitamente la preocupación patriótica que anima a su empresa: El lector descubrirá, si no me equivoco, hasta en los últimos rincones de estos ensayos, los latidos de la preocupación patriótica. Quien los escribe y a quien van dirigidos, se originaron espiritualmente en la negación de la España caduca. Ahora bien; la negación aislada es una impiedad. El hombre pío y honrado contrae, cuando niega, la obligación de edificar una nueva afirmación. Se entiende, de intentarlo. Así nosotros. Habiendo negado una España, nos encontramos en el paso honroso de hallar otra (Ortega 1914b: 328).

Disociándose de la simple voluntad negadora,13 Ortega se pone más allá de la cultura de la crisis propia del 98 y coloca su intento (ensayo de nueva España) en una dimensión superadora de la misma.14 En la economía del texto de la meditación preliminar, los elementos descriptivos del bosque de La Herrería (profundidad, superficie, escorzo, etc.), gracias a la potencia de la metáfora, se convierten en la columna vertebral que sustenta la teoría orteguiana de la realidad y de la verdad.15 A su través, el problema de España aparece con perfiles nítidos: la 13 «Los escritores de esa generación [del 98] se diferencian tanto entre sí que apenas si se parecen en nada positivo. Su comunidad fue negativa. [...] En esto coincidían todos: todos poseían la conciencia de que una España fuerte no podía salir por evolución normal de la vieja España. Se imponía una peripecia cultural, una catástrofe psicológica: un nuevo Dios, un nuevo lenguaje, una barbarie redentora. [...] Lo que había en ellos de valor nuevo era su mentalidad catastrófica. [...] De aquí que lo específico de su acción fuera negativo» (Ortega 1910e: 494-496). 14 Es en este sentido que debe entenderse el proyecto político que aglutinó en torno a Ortega a los intelectuales novecentistas, la Liga de la Educación Política Española, presentada en sociedad por el mismo Ortega en el Teatro de la Comedia el 23 de marzo de 1914 con su conferencia Vieja y nueva política. 15 Es la potencia de la metáfora la que permite una serie de traslados sucesivos hasta lograr la plena configuración de la theoría: de la descripción del bosque al «bosque textual», y de éste a la teoría de la

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nuestra es «la cultura salvaje, la cultura sin ayer, sin progresión, sin seguridad» (Ortega 1914b: 355); una cultura fronteriza, tan en el límite que pierde (porque no llega a ganar) las notas distintivas de esa cultura que Ortega se apresta a defender. Cultura –dirá Ortega (355)– «es lo firme frente a lo vacilante, es lo fijo frente a lo huidero, es lo claro frente a lo oscuro. Cultura no es la vida toda, sino sólo el elemento de seguridad, de firmeza, de claridad». Y a renglón seguido añade que el concepto es un instrumento «no para sustituir la espontaneidad vital, sino para asegurarla».16 La española es una cultura impresionista y superficial, éste es el diagnóstico de Ortega, la enfermedad que padece España; su antídoto, en cambio, está en la profundidad y en el concepto. Porque el concepto asegura las impresiones, impidiendo su evanescencia y su aislamiento; el concepto vive en una estructura de relaciones, y es en ella que se gana el sentido de las cosas, por eso dirá del concepto que es un «rito amoroso» (351). A través del concepto, Ortega reclama una real integración de los elementos constitutivos de la vida española, un nivel superior de cultura capaz de integrar y vertebrar estos elementos, capaz de anular nuestra secular tendencia disgregadora e individualista –ésta es la perspectiva desde la que se analizan los «males de España» en España invertebrada (Ortega 1921: 124)–.17 En la cultura de superficies y de impresiones, el hombre está condenado a ser un «eterno Adán», a partir siempre de cero; en la cultura de profundidades y conceptos, en cambio, el hombre es heredero, es decir, nace ya en un ámbito que lo sustenta (en el doble sentido de dar sostén y alimento). Profundidad y concepto son, en la consideración de Ortega, dos elementos propios de la cultura germánica; a ésta se opone la cultura mediterránea o latina, una cultura de superficies e impresiones. Ahora bien, conviene matizar este presunto germanismo orteguiano: es cierto que Ortega reclama para España una raíz germánica y, con ella, la posibilidad para España de una cultura de profundidades y conceptos (no se trata, pues, de importar nada de fuera, sino de abrirnos el paso hasta nuestras raíces más profundas y olvidadas). No hay que entender esto, sin embargo, como la sustitución de las impresiones por los conceptos, ni de las superficies por las profundidades; el ideal de cultura que preconiza Ortega es integrador: profundidad-superficie, impresión-concepto en verdad y de la realidad. La atención a la metáfora y a los elementos retóricos presentes en el texto orteguiano desvela una función no ornamental de los mismos, sino esencial para la plasmación del pensamiento. La retórica del discurso orteguiano, por tanto, no puede ser relegada a una mera función embellecedora o seductora, como el mismo Ortega da a entender en ocasiones (una función pedagógica en estrecha conexión con su patriotismo, v. McClintock 1969), sino que reclama una preeminencia en el orden del pensamiento. Por otro lado, el marco adecuado para poner en evidencia toda la potencia retórica de los textos orteguianos no puede ser el del racionalismo-idealismo (recuérdese cómo Descartes, en lo que suele considerarse como el momento fundacional de la filosofía moderna, condena las artes literarias y la retórica expulsándolas del camino de la filosofía, v. Discours de la méthode, I, 79), sino la tradición humanista, como he tratado de mostrar en Martín (1999). 16 «Cultura no es otra cosa sino esa premeditada, astuta, vuelta que se toma con el pensamiento –que es generalizador– para echar bien la cadena al cuello de lo concreto» (Ortega 1914a: 284). 17 España invertebrada se apoya en los planteamientos desarrollados en Vieja y nueva política, es decir, en la crítica de la Restauración y en la asunción del problema de España no como simple problema político, sino como «problema histórico».

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permanente interrelación, en perfecto equilibrio dinámico. Si Ortega grita «concepto» no es para negar las impresiones, sino para responder a una concreta situación de desequilibrio entre la impresión y el concepto propia de la circunstancia española: «La misión del concepto no estriba, pues, en desalojar la intuición, la impresión real. La razón no puede, no tiene que aspirar a sustituir la vida» (Ortega 1914b: 353). El concepto de cultura que anima las Meditaciones del Quijote sólo se comprende en su amplitud si se pone en relación su desequilibrio expresivo con el problema de España; desde esta clave aparece claro que el propósito de Ortega es perfectamente integrador. Lo firme frente a lo vacilante, lo claro frente a lo oscuro, etc., no significa la negación de lo elemental espontáneo, sino, más bien, la afirmación de un momento de seguridad que permita el desarrollo de las potencialidades de lo elemental-espontáneo. Años después, al volver sobre este tema, liberado ya de la urgencia y de la perspectiva del problema de España, Ortega vería en este fondo barbárico,18 elemental y primitivo, el elemento verdaderamente creador de cultura; en este sentido, una cultura que se cierra el paso a las fuerzas elementales de la vida, está condenada a esclerotizarse y perecer: de la barbarie procede, pues, la savia siempre nueva capaz de dinamizar el mundo de la cultura, capaz de mantener siempre viva la dinámica relación entre la vida y la cultura (Ortega 1920). La relación vida-cultura empezaba a ser, alrededor de los años de Meditaciones del Quijote, el tema más discutido en los ambientes universitarios alemanes (Morón Arroyo 1968: 117). Ortega, poco a poco, principalmente de la mano de Georg Simmel, se va adentrando en esta problemática; con ella gana un problema de reflexión filosófica que transciende los estrictos límites de la circunstancia española. Ortega nunca abandonará la «preocupación nacional», como harto nos repite a lo largo de su obra, pero lo que sí va a abandonar al entrar en el debate vida-cultura es la forma y la formulación que hasta entonces había tenido su preocupación nacional: el problema de España. Desde las Meditaciones del Quijote hasta El tema de nuestro tiempo el pensamiento de Ortega se lanza en una modulación que hace propia la problematización de las relaciones entre la vida y la cultura, modulación que acabará plasmando una respuesta concreta en la configuración de la doctrina / método del raciovitalismo. Y será precisamente ahondando y recorriendo los meandros de esta relación entre la vida y la cultura como Ortega (1923: 174) llegará a la plena conciencia del problema de Europa: «Nunca han faltado a la vida humana sus dos dimensiones: cultura y espontaneidad, pero sólo en Europa han llegado a plena diferenciación, disociándose hasta el punto de constituir dos polos antagónicos». El problema de Europa es la evidencia de la crisis de la modernidad, entendida ésta como la escisión radical a que da lugar la creciente separación entre la vida y la cultura. Desde la relación vida-cultura, Europa deja de ser el valor incuestionado que era desde el horizonte del problema 18

«La cultura no nace de la cultura, sino de potencias y virtudes preculturales que dan en ella su fruto. Toda cultura tiene su raíz en la barbarie, y toda renovación de la cultura se engendra en ese fondo de barbarie, y cuando éste se agota, la cultura se seca, se anquilosa y muere» (Ortega 1925a: 428).

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de España, pasando a mostrar, ahora, una histórica debilidad constitutiva que Ortega (1933: 14) no dudará en sentenciar: «la tierra de la Edad Moderna que comienza bajo los pies de Galileo termina bajo nuestros pies. Éstos la han abandonado ya». El raciovitalismo, en la consideración de Ortega, quiere situarse en el espacio que abren los pies que han dejado atrás la modernidad. La crítica filosófica suele centrarse (y contentarse) en señalar la inspiración alemana del raciovitalismo; urge, sin embargo, prestar más atención a lo que el propio Ortega (1914b: 323) declara cuando dice que «Pío Baroja y Azorín son dos circunstancias nuestras», a su efectivo significado. Sin disminuir su indudable huella germánica (las nacientes corrientes fenomenológicas), es necesario añadir que una de las influencias más fecundas del raciovitalismo orteguiano fue, sin duda, la trágica escisión entre la razón y la vida que se abría en la obra de los jóvenes escritores del 98. Lo que Ortega iba a poner en marcha no era una síntesis de posturas extremas, vitalismo y racionalismo, sino una doctrina y un método que intentaban, precisamente, la superación del enfrentamiento de ambas posturas, ganar una perspectiva más amplia capaz de desvelar el error de la contraposición entre la razón y la vida. Se trataba de volver a juntar lo que nunca debió estar separado, de denunciar, por un lado, la flagrante impostura de aquellas ansias de pureza de la razón, y, por otro, la traición de lo humano en la renuncia a vivir al margen de la razón. El raciovitalismo es crítica tanto del racionalismo cuanto del vitalismo. El tema de aquellos tiempos consistía, para Ortega, en devolver la razón a la vida, en el restablecimiento de un equilibrio perdido entre ambas: la razón debía de mancharse las manos en el tráfago cotidiano porque su ejercicio tenía que ser para la vida, tenía que estar al servicio de la vida. La insistencia orteguiana en los valores de la vida, sin embargo, no hace del raciovitalismo una forma más o menos tenue, más o menos radical de vitalismo (de la misma manera que la crítica de la razón tampoco lo convierte en irracionalismo): esta insistencia hay que entenderla en la asunción plena de la situación filosófica real en la que Ortega se encontraba, es decir, un desequilibrio en desfavor de la vida. Insistir en la vida es responder al intento de volver a colocar la vida al mismo nivel que la razón; Ortega no es un vitalista, aunque sí lo sea el héroe del que se sirve para sus propósitos (Don Juan). El fin último de Ortega es restaurar un equilibrio perdido, y para ello: «La razón pura tiene que ceder su imperio a la razón vital» (Ortega 1923: 178). Si, como decía Azorín en Madrid, «las influencias pueden ser de dos clases: por adhesión y por hostilidad», no cabe duda que la escisión vida / razón que proponían trágicamente las obras noventayochistas tuvo que funcionar como un auténtico revulsivo para el joven Ortega. En la obra de los jóvenes escritores del 98, esta escisión se proponía con fuerza y sin visos claros de solución; piénsese, por ejemplo, en Camino de perfección de Baroja o en La voluntad de Azorín, ambas de 1902: en ninguna de ellas la solución apuntada hacia el final de las novelas resulta ser, efectivamente, resolutiva de la oposición, sino, más bien, renunciataria a la misma. Fernando Osorio y Antonio Azorín, los personajes principales de ambas novelas, acaban por abandonar la oposición que rige sus vidas y se entregan a un estado que reivindica el fracaso como única situación vital

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posible: la abulia y el tedio son, en este sentido, síntomas de la doble y correlativa enfermedad del sujeto y de la sociedad. El marasmo español, la apatía y la abulia que dominaban la vida nacional, precisaban, en la consideración de Ortega, una acción decidida y decisiva; aquí radica la vocación práctica del pensamiento que Ortega reclama, la impostura de todo pensamiento que no acabe por desembocar en acción concreta sobre las concretas circunstancias. Ortega no será nunca un exponente de la «cultura de la crisis», sino que su pensamiento se encamina decididamente en una dirección superadora de la misma. Una vez que el planteamiento cultural de Meditaciones del Quijote se libere del estrecho marco del problema de España, Ortega, como hemos visto, empezará a intuir las dimensiones reales de la crisis, pasando ésta a configurarse, ahora, como crisis del racionalismo y de la modernidad. Ya en el prólogo de 1922 a la segunda edición de España invertebrada, Ortega (1921: 40) declara: «Es, en efecto, muy sospechosa la extenuación en que ha caído Europa». En este sentido, el raciovitalismo es, por un lado, el acta notarial de la crisis de la modernidad, entendida ésta en su aspecto más significativo como crisis de la razón y del intelectualismo.19 Pero, al mismo tiempo, en tanto que intento de superación de ese conflicto creciente entre la razón y la vida que ha caracterizado la modernidad y que ha hecho que esta misma modernidad entre en crisis, el raciovitalismo es, también y sobre todo, la concreta respuesta de Ortega a esta nueva dimensión (recién descubierta) de la crisis.

Bibliografía Cacho Viu, Vicente (1997): Repensar el noventa y ocho. Madrid: Biblioteca Nueva. Cerezo Galán, Pedro (1984): La voluntad de aventura. Barcelona: Ariel. Macías Picavea, Ricardo (1996): El problema nacional. Madrid: Biblioteca Nueva. Marías, Julián (1983): Ortega. Circunstancia y vocación. Madrid: Alianza. Martín, Francisco José (1999): La tradición velada. Ortega y el pensamiento humanista. Madrid: Biblioteca Nueva. McClintock, Robert (1969): «Ortega o el estilista como educador», en: Revista de Occidente 75. Morón Arroyo, Ciriaco (1968): El sistema de Ortega y Gasset. Madrid: Alcalá. Ortega y Gasset, José (1983): Obras completas. 12 vols. Madrid: Alianza, Revista de Occidente. Para mayor claridad, las referencias a las obras de Ortega se dan según el siguiente esquema: año de publicación o composición, título de la obra, volumen de las Obras completas en que se encuentra incluido y páginas correspondientes. 19

«El problema es éste: el siglo XIX y la organización del mundo que él nos ha legado es en verdad la conclusión de la Edad Moderna. Es una incitación también, pero en toda incitación fenece un pasado. Por vez primera después del siglo XVII hay que volver a inventar: en ciencia, en política, en arte, en religión» (Ortega 1930: 722).

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[1906]: «Moralejas», I, 44-57. [1908a]: «¿Hombres o ideas?», I, 439-442. [1908b]: «Algunas notas», I, 111-116. [1908c]: «Sobre una apología de la inexactitud», I, 117-123. [1909]: «Unamuno y Europa, fábula», I, 128-132. [1910a]: «Los problemas nacionales y la juventud», X, 105-118. [1910b]: «España como posibilidad», I, 137-138. [1910c]: «La pedagogía social como programa político», I, 503-521. [1910d]: «Una polémica», I, 155-163. [1910e]: «Pío Baroja: anatomía de un alma dispersa», IX, 477-501. [1911a]: «La herencia viva de Costa», X, 171-175. [1911b]: «La estética de El enano Gregorio el Botero», I, 536-545. [1912]: «Nuevo libro sobre Azorín», I, 238-243. [1914a]: Vieja y nueva política, I, 265-307. [1914b]: Meditaciones del Quijote, I, 309-400. [1920]: «El Quijote en la escuela», II, 273-306. [1921]: España invertebrada, III, 35-128. [1923]: El tema de nuestro tiempo, III, 141-241. [1924]: «Reflexiones de un centenario», IV, 25-47. [1925a]: «Notas de vago estío», II, 413-450. [1925b]: «La metafísica y Leibniz», III, 431-434. [1930]: «Revés de almanaque», II, 719-741. [1932a]: «Pidiendo un Goethe desde dentro», IV, 395-420. [1932b]: «Prólogo a una edición de sus obras», VI, 342-354. [1933]: En torno a Galileo, V, 9-164. [1934a]: «Prólogo para alemanes», VIII, 11-58. [1934b]: «Ideas y creencias», V, 383-409. Philonenko, Alexis (1989): L’École de Marbourg (Cohen, Natorp, Cassirer). Paris: Vrin. Shaw, Donald (1989): La generación del 98. Madrid: Cátedra.

Norbert Rehrmann Los pilares de la Hispanidad: la España imaginaria de Ramiro de Maeztu 1. La Historia como «faro de la Humanidad»: la promesa del pasado «La Historia nos separa y el presente nos une» –así rezaba el credo del joven polígrafo a principios de este siglo (Maeztu: Artículos, 208) cuando los restos de un ‹pasado glorioso› habían llegado a su fin definitivo y muchos contemporáneos de Maeztu se debatían entre el estupor y el legendario «dolor por España». Sin embargo, a diferencia de aquellos intelectuales y políticos que veían en la pérdida de las últimas colonias una especie de callejón sin salida, Maeztu parecía dispuesto a liberarse, de una vez para siempre, del lastre de la Historia –no sólo de su dimensión de ultramar– y encarar el futuro: «Hay algo», escribe sobre el dominante nationbuilding hasta entonces en boga, «[...] que hace dudar de la eficiencia de la historia en la obra de hacer patria» (207). Su crítica acerba de las «naderías muertas» (207) de la historia (y de la historiografía) implicaba también, en aquel entonces, una crítica no menos dura del spiritus rector de esta historiografía enmohecida, es decir, de «este triste coleccionador de [las] muertas naderías» (83) arriba citadas: Menéndez y Pelayo. Junto a Pelayo estaba en la mira del joven iconoclasta toda aquella España tradicional y grotescamente tradicionalista que, en palabras del autor de los Heterodoxos Españoles (Fox 1997: 188), había sido «martillo de herejes», según la sarcástica terminología de Maeztu (Artículos, 205) más bien un «paraíso para las cortesanas, los obispos, los decadentes, los marquesitos, los toreros y los aristocratizados hijos de fabricantes». Es sabido, sin embargo, que este impetuoso furor regeneracionista del joven Maeztu no duró mucho. Si bien, algunas facetas de su pensamiento juvenil sobrevivirían la pubertad política y su correspondiente radicalismo verbal –era incluso partidario del socialismo porque «sólo en él está la salvación» (61) –, su madurez está impregnada de un tradicionalismo recalcitrante que, y esto no sorprende, va emparejado con una revalorización a ultranza de la historia católica –de una historia en gran parte inventada, según una feliz expresión de Eric Hobsbawm (1992)–. En los años posteriores a la adolescencia ‹revolucionaria›, Maeztu lamenta, pues, la falta de una conciencia histórica y ve en la repulsa a la tradición uno de sus mayores pecados: «Allá en 1898 padecía yo», escribe en 1935, «un ataque de progresismo exacerbado por las desgracias de mi patria, que me hizo decir cosas de las que luego tuve que arrepentirme» (Maeztu: Autobiografía, 64). Este mea culpa de haber vuelto «la espalda a nuestra tradición» (102), vale, según sus palabras, para toda la Generación del 98 y también para las generaciones anteriores: «Desde hacía dos siglos habíamos renunciado a nuestra propia alma»,

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escribe en 1931, «para imitar mejor las habilidades y comodidades de otros pueblos. Pero ello no lo sabíamos en 1898» (103). Tengo muy serias dudas de si esta afirmación sobre el antitradicionalismo de la generación corresponde a la verdad, por lo menos en lo tocante a algunos pilares de la historia más o menos nacional que voy a tratar a continuación. Por eso, me parece, que Maeztu tiene razón cuando, en otro artículo, reduce más bien el registro de pecados de su generación: «¿Porqué se ha de condenar a toda una generación», pregunta, «por los pecados de uno de sus hombres?» (68). Pero tampoco Azorín, el destinatario de esta crítica, se había liberado del todo de varios mitos históricos. Más bien, al contrario, como reza una cita de Maeztu en su artículo sobre «El alma de 1898»: «La generación de 1898», había escrito Azorín, «no ha hecho sino continuar el movimiento ideológico de la generación anterior ...» (79s.). Por razones de tiempo y espacio no puedo profundizar las visiones históricas de los demás miembros de la generación. Estas visiones, sobre todo en lo tocante a la época tricultural y su impacto en la España posterior, son tratadas en otro ensayo (Rehrmann 1999b). En lo que se refiere a Maeztu es, de todos modos, más que evidente su retorno, casi incondicional, al casticismo histórico y, al mismo tiempo, a la revalorización de la historia como «faro de la Humanidad» (Maeztu: Defensa, 201). Las referencias a la historia son casi innumerables y parecen ser una especie de panacea para todos los males del presente: «La Historia» (¡con mayúscula!), puntualiza en la Defensa de la Hispanidad, «está llamada a transformar nuestros panoramas espirituales y nunca ha carecido de buenos cultivadores en nuestros países» (38). No queda ninguna duda a qué elementos de la historia Maeztu se refiere: Las «dos fuentes históricas de la comunidad de los países hispánicos» eran, son y serán «la religión católica y el régimen de la Monarquía católica española» (36). No sorprende, por lo tanto, que el retorno a las fuentes más puras de la hispanidad esté acompañado por una revalorización, no menos espectacular, de Menéndez y Pelayo. Ahora, más allá de los «ataques de progresismo», Pelayo es «el hombre que devolvió a los españoles intelectuales el respeto de España» (Autobiografía, 120). En la Defensa de la Hispanidad (161) aparece incluso como «nuestro libertador» que, al morir en 1912, había logrado «el comienzo de su victoria definitiva». Veamos un poco más de cerca en qué consistía, según la óptica de su fiel alumno, esta victoria definitiva de la Hispanidad que «comienza su existencia», asegura Maeztu (236) en tono triunfante, «el 12 de octubre de 1492».

2. «La gran comunidad espiritual»: visiones americanas El rien ne va plus colonial de 1898, eco lejano de los cañones de Ayacucho, es, sin duda alguna, un acontecimiento central que reveló a toda la generación el estado de decadencia y postración de su país –en tiempos mejores «la plaza mayor de la Hispanidad»–. Aunque las reacciones al desastre y su impacto en los miembros de la generación fueron bastante heterogéneos, nadie, dentro y fuera de la generación,

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se mostraba, sin embargo, del todo libre de las premisas básicas del panhispanismo. Tampoco Maeztu, que incluso cuestionaba el significado de la fecha como bautismo generacional: Para hablar de la generación del 98 –escribe a una distancia de más de treinta años– sería necesario empezar por demostrar que los sucesos trascendentales de aquel año ejercieron sobre los hombres incluidos en la aludida ‹generación› alguna influencia decisiva. ¿Quiere decir alguien dónde está la influencia de la pérdida de las colonias sobre los señores Baroja, Valle-Inclán y Azorín? Sobre mí la tuvo y enorme (Autobiografía, 65).

De hecho, al producirse la derrota de 1898 Maeztu era el único de la generación que había vivido en América Latina1 –precisamente en Cuba entre los años 1891 y 1894– donde, además, su padre sufrió una derrota económica muy personal que tuvo también consecuencias muy serias para la movilidad social de su hijo. Quizás sea esta situación económica una de las razones que explican su «caso excepcional» (Blanco Aguinaga et al. 1978: 225) dentro de la generación: su conversión al fascismo. No sorprende, por lo tanto, que sus experiencias personales le hubiesen quitado buena parte de las telarañas panhispanistas que solían cegar a la mayoría de sus contemporáneos: «[...] se olvida», advierte ya en 1897, «que la revolución cubana, como todas las revoluciones, es un hecho eminentemente social» (Maeztu: Artículos, 59). La única solución al problema cubano la ve Maeztu en la ordenada retirada a tiempo, en cortar el «brazo canceroso [...] antes de que la enfermedad llegara al tronco [...]» (63). Esta propuesta encontró, como se sabe, más bien oídos sordos en la clase política dominante. Pero también Maeztu, en vez de conformarse con el destino español en ultramar, a todas luces previsible, optó, sin embargo, por una pose heroica. En su legendario artículo «El ‹sí› a la muerte» exige de sus compatriotas en armas un último gesto sobrehumano: [...] si los cañones yanquis han de borrar el plus ultra de nuestra raza, quiero, al menos, como español y como artista que nuestra caída sea bella; quiero al menos que, si no hemos sabido decir ‹sí› a la vida, sepamos decírselo a la muerte, haciéndola gloriosa, digna de España (España, 33ss.).

Más allá de la pompa verbal del momento que parece evocar el espíritu guerrero de Navas de Tolosa y Lepanto, vuelve, sin embargo, a un análisis más racional. Todavía en 1904 escribe con lucidez: «El régimen colonial era un pacto entre los políticos de Madrid, las comunidades religiosas y los grandes especuladores de toda España» (Artículos, 244). Lo que no hizo –dicho sea de paso: tampoco los demás autores de la generación– fue cuestionar, ni siquiera en lo más mínimo, el papel histórico del colonialismo español, a pesar de su coqueteo pasajero con el socialismo. La historia imperial, «nuestras gloriosísimas conquistas» (España, 37), como escribió ya en 1898, no tenía nada de sospechosa para el futuro trovador del 1

Valle-Inclán y Benavente, quienes también la conocían personalmente, estuvieron sólo de paso.

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imperio. Puede, insinúa, que «por haber consagrado a ella nuestras iniciativas hemos sufrido la decadencia agrícola» (37) –pero el brillo de las gestas históricas vale más–. En otras palabras, los pilares fundamentales del panhispanismo que, según Frederic Pike (1971: 5), formaban una especie de «consenso básico» entre liberales y conservadores durante la Restauración, quedaban en pie. Más aún: el abanico ideológico de este consenso iba tomando ribetes cada vez más tradicionalistas y el enfoque relativamente crítico de los años de postdesastre se iba diluyendo casi por completo. Uno de los aspectos cardinales de su reconciliación con la historiografía tradicionalista consiste en la revalorización del catolicismo como «una segunda naturaleza» (Obra, 667) de los españoles. El 12 de octubre, escribe en 1931 (Defensa, 101), no es sólo el comienzo de la Hispanidad, también un 12 de octubre estaban «el apóstol Santiago el Mayor a la orilla del Ebro, cuando se le apareció Nuestra Señora (la Virgen del Pilar, N. R.), rodeada de ángeles que llevaban consigo un pilar de jaspe». Es allí, en un contexto marcadamente religioso, donde sitúa –y esto es otro elemento básico de su mito de la Hispanidad– los motivos del descubrimiento: «[...] América fué descubierta», reza su legendaria interpretación, «porque los españoles creíamos que los habitantes de las tierras desconocidas [...] podían convertirse y salvarse, lo mismo que nosotros» (Autobiografía, 229). Y frente a los que dicen, escribe en la Defensa de la Hispanidad, «que fuimos a América por codicia del oro y de la plata y no por el celo de la predicación, ahí están nuestras cartas de nobleza» (205). A estas interpretaciones extremadamente unilaterales, sigue otro tópico del panhispanismo, a diferencia del anterior, en gran parte compartido también por corrientes más bien liberales: una versión catolizante del llamado mestizaje americano. El régimen español en ultramar no fue racista porque creó la «unidad de raza» y gracias a esta «fusión», afirma (España, 103s.), «en que los elementos inferiores acabarán bien pronto por desaparecer, absorbidos por el elemento superior», se llegó a «la unidad del espíritu». Esta visión de una commonwealth cristiana donde todos, los de abajo y los de arriba, viven en una harmoniosa democracia espiritual, es para Maeztu el fundamento de la gran casa de la Hispanidad y lo repite hasta la saciedad: «Los climas de la Hispanidad son los de todo el mundo. Y esta falta de características geográficas y etnográficas, no deja de ser uno de los más decisivos caracteres de la Hispanidad» (Defensa, 35). No sorprende que el autor de estas visiones históricas no tenga muchas simpatías por los críticos de estas ficciones, particularmente por Las Casas. Al «apóstol de los indios» no le perdona su afán de «agrandar y ponderar las crueldades inevitables a la Conquista y en exagerar también las dulzuras y bondades de los indios, con los cuales nos hizo un flaco servicio a los españoles, pues fué el originador de la Leyenda Negra [...]» (105). Las llamadas exageraciones de Las Casas eran tanto más absurdas, afirma Maeztu, cuanto los indios, por ejemplo los guaraníes, eran seres humanos sumamente abyectos: «[...] ignoraban la propiedad», va sumando su registro de pecados imperdonables, «ignoraban también la familia monogámica; vivían en un estado de promiscuidad sexual;

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practicaban el canibalismo; no solamente por cólera, cuando hacían prisioneros en la guerra, sino también por gula [...]» (127s.). Este imaginario americano de Maeztu no es, por cierto, muy original. Porque lo mismo, casi textualmente, escriben, décadas más tarde, autores más bien liberales (Rehrmann 1996). Tampoco es muy agresivo en lo que se refiere a los sueños imperialistas con que algunos de sus parientes ideológicos o epígonos enriquecían el caleidoscopio de la Hispanidad. Para aventuras de esta índole Maeztu era demasiado prudente o realpolitiker. Si bien, rechazaba (Defensa, 63) el credo de Ganivet del noli foras ire, no pensaba, ni siquiera con la ayuda de Acción Española, en emprender una nueva conquista física de las ex-colonias. Abogaba más bien por una conquista pacífica, es decir, religiosa y cultural que, esa sí, iba a tener muchos seguidores: «Acción española aspiraba a ejercer una influencia saludable entre los hispanoamericanos» (Autobiografía, 327), formula su legado panhispanista, pero la «salvación de los pueblos hispanoamericanos ha de ser, ante todo, obra suya y no de España. Pero como ha de consistir principalmente en el fortalecimiento de su conciencia hispanoamericana, la faena ha de ser común». Si estas convicciones articulaban también el credo de muchos panhispanistas, solamente quitándoles, en lo referente a las corrientes liberales y socialistas, su dimensión ultra-católica, otras facetas de este credo tenían un carácter más bien pionero. Me refiero, entre otras cosas, a su actitud hacia un país que en 1898 había entonado el canto de cisne al torso territorial de la Hispanidad: los Estado Unidos. Mientras el temido y odiado «coloso del Norte» seguía siendo el blanco preferido de un sinnúmero de invectivas antiyanquis, Maeztu optaba por un camino más racional: «Lo más grave en aquellas perplejidades», escribe en 1931, «es que no sabíamos de los Estados Unidos sino que era un pueblo más rico e industrializado que el nuestro. No teníamos la menor idea de los resortes religiosos y morales que habían multiplicado sus riquezas» (100). Su actitud hacia este país es también, en gran medida, una clave para entender su visión de Europa que, obviamente, es mucho menos mitológica que sus ficciones panhispanistas y, además, mucho menos fluctuante que, por ejemplo, el ideario europeísta de Unamuno.

3. «Cantemos al oro»: el mundo anglosajón y Europa Ya en su lejana juventud, precisamente en las páginas de su libro Hacia otra España, el apasionado regeneracionista había dejado bien asentado un credo marcadamente materialista que, durante toda su vida, viviría en contradictoria harmonía con las visiones arriba esbozadas: «Cuando sobre la espada del militar, sobre la cruz del religioso y sobre la balanza del juez, ha triunfado el dinero», había escrito en aquel entonces, «es porque entraña una fuerza superior, una grandeza más intensa que ninguno de esos otros artefactos. ¡Torpe quien no lo vea! Cantemos al oro [...]» (Hacia, 253). Este canto al «patriotismo económico», como diría más tarde (Obra, 780), siempre estaba acompañado de elogios a «la superioridad de los anglosajones» (694s.) y de la crítica acerba de aquellos

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españoles que se obstinaban en negar estas realidades: «No se me venga con la patochada de que esta superioridad es inexistente». Para Maeztu, esta superioridad del mundo anglosajón –que incluye, si bien sólo en parte, también a Francia (España, 41)– se basa, primordialmente, en su ‹filosofía del dinero›, la ultima ratio de la superioridad anglosajona: «Mientras los otros pueblos no han visto en el dinero más que su lado útil», puntualiza (Obra, 694), «los ingleses encontraron, y los norteamericanos impusieron, la manera de poderlo creer bueno». Para Maeztu que, en lo tocante a Inglaterra, disponía también de experiencias personales in situ, esta filosofía es la clave de su poder: «El hombre que crea que el dinero es bueno», escribe (695), «no podrá resignarse tan fácilmente a la pobreza como el que meramente lo cree útil, porque éste podrá desdeñar la utilidad y contentarse con vivir tan pobremente como vive el peón mejicano». Aunque también éste tiene, como ya sabemos, su lugar en la gran comunidad espiritual de la Hispanidad, su estado de pobreza implica, sin embargo, una amenaza que Maeztu quiere evitar – en última instancia también para el bien del citado peón: «Sin dinero, mejor dicho, sin poder», justifica el cantor del oro sus inclinaciones poco espirituales con oropeles de caridad, «no hay bondad efectiva, sino meramente buena voluntad o buenas intenciones». Por eso, no basta con reconocer la necesidad instrumental del dinero, porque degradamos el mismo valor que reconocemos, y al degradarlo se nos escapa de entre los dedos. Para llegar a ser los dueños del dinero hay que dedicarle nuestros mejores hombres y lo mejor de nuestro espíritu, lo que no conseguiremos si no lo dignificamos hasta considerarlo como uno de los valores finales, y no meramente instrumentales (696).

Es fácil de suponer que estos elogios del mammon y de América del Norte, su máximo representante, causaban un cierto malestar entre aquellos discípulos del pensamiento de Maeztu quienes entendían sus ideas de una gran comunidad espiritual más bien al pie de la letra. Quizás por eso se veía obligado a introducir algunos paliativos haciendo hincapié en la compatibilidad con su otro credo básico, el catolicismo: «Pero el sentido reverencial del dinero», advierte (669) a sus posibles críticos, «no es doctrina protestante. Se practica corrientemente en mi país vascongado [...] uno de los más ricos de España». Además, en los Estados Unidos mismos «hay una profunda vida religiosa, y que en la hora de las resoluciones graves no se hace allí apelación al interés, sino al honor y al sentimiento religioso» (España, 129). Y otro efecto, para Maeztu nada despreciable, consiste en el hecho de que en los Estados Unidos «disminuyen con rapidez en número e influencia» (Obra, 709) los socialistas ... No se puede negar, por lo tanto, que su constante crítica (Artículos, 150) de «nuestra anglofobia» como algo «funesto» e «imbécil», no carece de cierta coherencia. Tanto más cuanto esta crítica está acompañada de una crítica no menos coherente de las causas principales de la decadencia española: ¡Qué duda cabe –escribe todavía en 1927– [...] de que España sería el pueblo más rico de la tierra si hubiese invertido en la explotación de sus recursos naturales el dinero que

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los galeones de América trajeron, en vez de derrocharlo en los lujos increíbles de aquellas grandes casas, que contaban por decenas de miles sus platos de plata (Obra, 727).

Claro está que esta explicación de la decadencia, que podría ser tomada de una novela de Galdós –«Y galdosiano lo sigo siendo», escribe todavía en 1934 (Autobiografía, 74)– no va, precisamente, en perfecta harmonía con su canto a la monarquía católica y su defensa de la Inquisición (306). Quizás por eso haya ‹olvidado› en su descripción de la decadencia arriba citada «los lujos increíbles» de otro tipo de «grandes casas», es decir, de las catedrales y fortalezas, símbolos supremos de la alianza entre trono y altar. Queda preguntarse, si se le olvidó hablar, también, de otra faceta de la historia que, como se podría desprender de su concepto del dinero, no fue menos decisiva para la decadencia que las causas arriba citadas: la expulsión de moros y judíos.

4. «Contra moros y judíos»: entre antisemitismo y morofilia romántica Una lectura parcial de aquella parte de su obra en la cual entona su «canto el oro» nos podría hacer creer que incluye un canto a los judíos, supuestamente, también para Maeztu, sus máximos representantes. Una tal lectura sería tanto más plausible cuanto otros autores de la época que compartían gran parte del abecé ideológico de Maeztu, por ejemplo Ernesto Giménez Caballero (Rehrmann 1998), no se cansaban de elogiar las posibilidades de una «salvación nacional» precisamente con la ayuda de los judíos. Si bien, estos elogios se referían en primer lugar a los judíos sefardíes, los «españoles sin patria», según la terminología de Ángel Pulido, el iniciador de la famosa campaña sefardí (Rehrmann 1999a), incluían también, por lo menos en parte, las supuestas riquezas de todos los judíos del mundo. Y el mismo Ramiro de Maeztu (Obra, 739) parece dispuesto a recurrir a esta ayuda cuando exige «que se funde alguna escuela superior de banca; pero si no se encuentra un [...] Mendelssohn para su dirección, valiera más que nos cuidásemos nosotros mismos de elegir con todo cuidado las personas que van a manejar nuestros dineros». Sin embargo, estas apariencias filosemitas engañan. Si bien, Maeztu advierte a sus compatriotas que deben liberarse de «una larga tradición de horror a la economía, como si fuera un pecado de judíos y moriscos» (761), no queda duda alguna de que también él está convencido de estos pecados. Porque «el carácter materialista del judío», escribe (676), no se puede igualar con el materialismo por él defendido, ya que se trata de «un concepto de la riqueza que yo he llamado el cínico o canalla, porque no piensa en el dinero en términos de poder, sino en capacidades de placer». Y esto último, parece insinuar, es, de hecho, un pecado –y una amenaza, como se desprende de las siguientes afirmaciones: «No me sorprende tampoco», escribe en 1930 (779), «que sea cierto lo que se dice de altos personajes puestos al servicio de la banca judía que actualmente parece tener declarada la guerra a la peseta»–. Cinco años más tarde justifica incluso «la labor de Hitler» con los judíos alemanes (Autobiografía, 310). El supuesto racismo de

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Hitler, escribe, no lo toma en serio porque no le parece sino «un pretexto para destruir la influencia espiritual de los judíos, que creo más dañina para Alemania que su inmenso poder económico». Estereotipos de la índole citada que evocan al eterno judío rico y el constante peligro de su conspiración, impregnan también aquellas páginas de la obra de Maeztu que están dedicadas al papel de los judíos en la historia española. Aunque tampoco aquí se le puede negar una cierta coherencia: Porque a diferencia de muchos de sus contemporáneos, llámense Menéndez Pelayo, Unamuno o Baroja, Maeztu nunca sintió inclinaciones a favor de los sefardíes, por glorioso que fuese su pasado en la península. Al contrario, también la supuesta aristocracia judía tiene para él las típicas características de todos los judíos. En primer lugar, como escribe en su ensayo sobre La Celestina (Don Quijote, 141), su afán de enriquecerse: «El rabinismo no es tan sólo glorificación de la riqueza [...] sino también escuela excelente para aprender a adquirirla [...]». La misma mentalidad, afirma, se hace patente en la citada obra literaria: «Si hay algo característico y diferencial en la ética de la religión mosaica, que el autor de La Celestina ha abandonado, es su indulgencia para la codicia [...]» (145). Más allá de este estereotipo central, el pensamiento antisemita de Maeztu contiene casi toda la gama de acusaciones que podemos considerar como típicas de la historiografía tradicionalista. Por ejemplo, la defensa incondicional de la Inquisición y del estatuto de la limpieza de sangre que procedían, como escribe afirmativamente, «sino del deseo de asegurar en lo posible la fidelidad del servicio mediante la pureza de la fe, en vistas del gran número de conversos insinceros que había» (Defensa, 91). También forma parte de este arsenal ideológico la versión completamente descabellada de una conspiración política de conversos y judíos, «dirigidos por hombres poderosos que acariciaban el pensamiento de alzarse con España por Israel, y muy capaces, por sus talentos y sus medios de acción, de llevarlo a la práctica [...]» (Don Quijote, 198). Esta amenaza, sugiere, era tanto más probable cuanto «el principal cuidado de la religión de Israel es mantener la pureza de la raza. [...] Son una raza. [...] Son la raza más pura del mundo, porque ha evitado cuidadosamente mezclarse con las otras desde los tiempos de Esdras [...]» (212). Y ya que «un judío sigue siendo judío aún cuando abjura de su fe», no les quedaba otro remedio a los cristianos: «Por ello precisamente nos (!) obligaron a establecer la Inquisición». Queda, por último, preguntarse qué opinaba Maeztu de los musulmanes, de la otra minoría peninsular que sufrió un destino parecido a los judíos, cuyo ‹legado› cultural fue, sin embargo, mucho más aceptado entre los intelectuales de los siglos XIX y XX. Por lo menos en parte, Maeztu parece compartir algunas facetas de la morofilia romántica que Washington Irving y sus seguidores habían iniciado en las primeras décadas del siglo XIX. Así critica, por ejemplo, «el yerro de nuestros antepasados al destruir las casas de baños fundadas por los árabes ..., [porque] de su seno ha salido el mejor plantel de nuestros profesores, de nuestros pensadores de nuestros investigadores ... ¿Es aún poco?» (Artículos, 258). Si bien, estos elogios a la cultura islámica en la península datan de principios de siglo, todavía en

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1924 siente «la máxima emoción» al visitar la Alhambra (España, 57). En un artículo no fechado lamenta incluso que «[n]o sabíamos nada de los moros, y ésta es la razón de lo mucho que nos cuestan» (75ss.). Si bien, este lamento obedece, en parte, a razones estratégicas de cara a «las operaciones en Marruecos», en el fondo es una llamada a estudiar esta parte de la historia y a asumirla: «[...] porque me parece imposible», reza su anticipación de las tesis de Américo Castro, «que lleguemos a conocernos a nosotros mismos en tanto que desconozcamos a los moros». Pero al igual que su coqueteo pasajero con el socialismo, la morofilia de Maeztu se trocó finalmente en una profunda antipatía. En la Defensa de la Hispanidad pone de vuelta y media a todo el pasado islámico: Los árabes –como los denomina– a pesar de sus grandes poetas y místicos, fueron unos salvajes que nunca tuvieron más civilización que la de los pueblos dominados por ellos: sirios, egipcios, persas y españoles. Su crueldad fué siempre tan notoria como la relajación de sus costumbres. Y en el siglo XV, cuando los echamos de Granada –termina su ajuste de cuentas– nos eran tan extraños e incompatibles con nuestros sentimientos europeos como ocho siglos antes, al entrar en España (198).

Si la época musulmana, la judía inclusive, cuyo redescubrimiento era un tema muy discutido entre los intelectuales antes de la Guerra Civil, tenía algún significado positivo para Maeztu, entonces consistía en el hecho de haber espoleado la historia: «El carácter español», afirma, «se ha formado en lucha multisecular contra los moros y contra los judíos» (210).

5. Consideraciones finales ¿Es ‹moderno› –me pregunto al final– el ideario de Maeztu aquí esbozado? Eludiendo una respuesta, me limito a decir que fue, por lo menos, muy efectivo. Fue asumido inmediatamente por la iglesia que sentó las bases ideológicas del nacionalcatolicismo de las décadas siguientes. Durante años, el repertorio ideológico del franquismo se nutriría, aunque cada vez en menor grado, entre otras fuentes del ideario de Maeztu y aseguraba así impactos ideológicos de larga duración (Pageaux 1988). Por lo menos algunas facetas de su pensamiento habrán ‹contagiado›, es de suponer (Varela 1999: 73), también a autores políticamente no afines a Maeztu –sobre todo de cara al concepto de Latinoamérica–. Una vez pasados los años más negros del franquismo, se esfumó también la «imbécil anglofobia», por lo menos en el terreno económico. Si Maeztu hubiera sobrevivido a la Guerra Civil, tampoco le hubiera disgustado mucho, supongo, el futuro rumbo del panhispanismo, incluyendo a no pocos autores del exilio del 39 (Rehrmann 1996). Sólo el coqueteo de Franco con los judíos sefardíes (1999a) le hubiera parecido, es de suponer, una alta traición a la Hispanidad. En suma, un balance nada despreciable. Con esto, el «papel decisivo» (Fox 1997: 111) de la literatura a la hora de ‹inventar› España salta, una vez más, a la vista.

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Richard A. Cardwell ¿Radicalismo político o estética radical? La estrecha relación o vinculación de la nueva generación de escritores progresistas españoles con el Desastre de 1898 se ha establecido como un hecho común en las historias de la literatura, en el currículo de las universidades y colegios e incluso en la mente del gran público. Todavía queda una resistencia popular para abandonar tal acoplamiento. También se acepta, aún más tenazmente, la idea de un enfrentamiento entre una supuesta Generación del 98 con otro grupo esteticista y cosmopolita, el grupo modernista.1 No obstante, respecto a la relación de una supuesta generación con el Desastre, el testimonio del supuesto impacto del Desastre sobre la joven generación no es convincente: «Para hablar de la generación del 98», observó Maeztu en 1913, «sería necesario empezar por demostrar que los sucesos trascendentales de aquel año ejercieron sobre los hombres incluidos en la aludida generación alguna influencia decisiva. ¿Quiere decir alguien dónde está la influencia de la pérdida de las colonias sobre los señores Baroja, Valle-Inclán y Azorín?» (apud Granjel 1959). «Con 1898, época del desastre colonial español», escribe Baroja en «Tres generaciones» en 1926, «yo no me encuentro tener relación alguna» (O.C., V, 568-584). Respecto al segundo argumento, en lo que sigue quisiera esbozar brevemente algunos argumentos en contra de la etiqueta consabida de una Generación del 98. Quisiera ofrecer algunos planteamientos para sostener una visión total finisecular, de una entera generación literaria, al rechazar la siempre falsa etiqueta de un «modernismo frente a noventayocho». Tal «invención del 98», concepto articulado por Ricardo Gullón en 1969, ocurrió en una fecha muy temprana. Fue Ortega (O.C., X, 226-231), y no Azorín (pace Díaz-Plaja, Granjel y Ramsden), quien inventó la etiqueta «Generación del 1898» en 1913 refiriéndose a «los mozos» de 1898, es decir, a su propia generación y no a la de Baroja, Machado o Unamuno.

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Para el testimonio de esta, todavía aceptada, posición, v. las reediciones de los estudios de Laín Entralgo, La generación del noventa y ocho, publicado por primera vez en 1945 y reeditado en 1989, y Shaw (1975), The Generation of 1898 in Spain, también reeditado y suplementado en 1998. El título de las dos ediciones del tomo VI de Historia y crítica de la literatura española, (1980 y 1994) reza Modernismo y 98, aunque el editor, José-Carlos Mainer, rechaza tal enfrentamiento. Para la posición revisionaria v. la introducción de Mainer a la edición de 1994 y los siguientes estudios citados en la bibliografía: Blasco Pascual (1993, 1998, 2000); Mainer / Gracia (1997) y los ensayos de Mainer, Jarauta, Juaristi, Lozano, Gracia y Cardwell en el mismo volumen. Este estudio incluye también un manifiesto: «Contra el 98». En 1998 Mainer reformuló y enfatizó su posición contraria en su ponencia plenaria leída en el Simposio «1898: Entre la crisi d’identitat i la modernització» (Mainer 2000); v. también Javier Varela en su ponencia, «Los motivos de la aliadofilia: Unamuno y la Gran Guerra», leída en el Congreso Internacional Miguel de Unamuno, Salamanca, junio de 1898, y los dos números especiales de Ínsula: «El 98, a nueva luz», 613, 1998 y «La regeneración literaria del 98», 614, 1998. Mis propios trabajos, que ponen en tela de juicio la posición enfrentista tradicional en las historias de literatura, se citan a través de las notas infra y en la bibliografía.

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Casi inmediatamente, Azorín (O.C., II, 896-914) contestó en dos artículos (el 10 y el 18 de febrero) para apropiarse de tal etiqueta, para aplicarla a su generación, para identificar sus figuras, su visión literaria, su rebeldía y su esteticismo. Convenientemente, Azorín olvidaba que cada nueva generación desea hacerse un espacio y diferenciarse de sus precursores; olvidaba que, precisamente en el momento finisecular, hubo una convivencia bastante estrecha entre la generación de la Restauración y su propia joven generación. Las dos compartieron las revistas importantes del momento y publicaron sus obras para el mismo público, como ha demostrado Cacho Viu. Convenientemente también, Azorín olvidaba que gran parte de las supuestas nuevas características fueron compartidas, incluso fomentadas, por la gente de la Institución Libre de Enseñanza, los grupos krausistas e intelectuales como Costa, Macías Picavea, Altamira y Mallada, entre otros. Y también hace falta observar que las posturas del Azorín radical de 1898 habían cambiado hasta afiliarse, en aquel entonces, a las listas del conservadurismo de Maura y Juan de la Cierva. Dos años antes, en «Dos generaciones» (ABC, mayo de 1910, O.C., IX, 1136-1140) Azorín había hablado de su propia generación sin mencionar la fecha funesta de 1898 y creando una oposición: un elemento decadente en la generación actual que vuelve las espaldas a los grandes problemas de la vida y a la estética (no cita ningún nombre) y un grupo joven (cita específicamente a Antonio Machado y a Villaespesa) que parece haber heredado el reformismo social y estético de la mayor parte del grupo. Margina a una minoría irresponsable y privilegia a la gran mayoría; el segundo grupo, extraordinariamente, incluye a un poeta simbolista y otro simbolista-decadente. Pronto encontramos a Manuel Machado también rechazando una parte de la actividad de su generación. Como Azorín, Machado se había afiliado al conservadurismo por estas fechas (Blasco Pascual y Celma 1981). En La guerra literaria (112) de 1913 (año muy significativo) Machado trata de minimizar los «excesos» de la nueva literatura y reducir el impacto de la decadencia a una innovación meramente formal. «El modernismo (notemos esta etiqueta), que realmente no existe ya,» escribe, «no fue en puridad más que una renovación literaria de carácter puramente formal». Esta afirmación tiene un estrecho parecido con lo que diría Salinas en dos ensayos de 1935 y 1938 (Salinas 1949) donde repite la división completamente artificial entre dos grupos finiseculares continuando una tradición establecida por Azorín y Manuel Machado. El modernismo, según Salinas, casi repitiendo las palabras de Machado, no fue más que «la renovación del concepto de lo poético y de su arsenal expresivo» (14). Pero la discriminación de éste no corresponde a la de Azorín ni exactamente a la de Machado. Lo que sí tenemos en todos estos críticos es la formación de una oposición binaria. En la gran historia de Valbuena Prat (1940) y en el entonces prestigioso y erudito estudio de Díaz-Plaja (1951) encontramos el mismo proceso, proceso que continuará a través de los estudios de una gran cáfila de críticos hasta hoy, proceso todavía representado por la segunda edición de La generación del 98 de Donald Shaw (1998). El título del libro de Díaz-Plaja, Modernismo frente a noventayocho expresó claramente esa oposición. Concluye éste que las diferencias

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entre los dos grupos son «algo más que una disención estilística, que una diversa forma literaria; es una radicalmente opuesta actitud ante la vida y ante el arte» (Díaz-Plaja 1951: 108). Representa este tipo de oposición binaria una resistencia a una crítica que acepte lo que Derrida llama las «diferencias», es una crítica ideológica que se mantiene por medio de una metafísica de la presencia en busca de «verdades», «estatus», «valores». En 19912 puse este tipo de historia literaria en tela de juicio para preguntar si sus análisis representan una historia inocente, objetiva, estético-literaria, científica. Mi repuesta fue negativa. Primero, fueron inmersas, consciente o inconscientemente, dentro de un discurso ideológico. Tomemos como ejemplo la gran Historia de la literatura española de Valbuena Prat. Se publicó en 1940, año de la formulación de la nueva orden del Movimiento Nacional, en Barcelona, sede de la reciente derrota republicana, en una época de máxima censura ideológica y racionamiento del papel (los tres tomos de la Historia constan de más de 800 páginas cada uno) mientras que su autor quedaba en el exilio interno impuesto por la autoridad franquista. En la misma época se publicaron: Opera Omnia Lyrica de Manuel Machado, patrocinada por la Delegación Nacional de Defensa y Propaganda, las obras completas de Zorrilla (el poeta de «Dios, Patria y Rey») y un voluminoso estudio de Narciso Alonso Cortés sobre el poeta con motivo de la celebración en Valladolid, anterior sede de Franco durante la Guerra, del Quinto Centenario de Castilla. La aparición de estos libros no representa un acto apolítico ni mucho menos objetivo. A través de ellos, y en las historias de Díaz-Plaja, Dámaso Alonso, Granjel, Laín Entralgo (reeditada en 1998), etc., vemos la sombra ideológica de la Academia franquista aceptando y continuando las reivindicaciones conservadoras del periodo de 1912-1913. Su control se manifiesta en la operación del sistema binario. El sub-texto es la contraposición de elementos positivos frente a los negativos. Empieza el discurso del poder y del control por medio de posturas que distan mucho de ser literarias o estéticas. Son, en efecto, psicológicas. Para Salinas y Valbuena, el 98 es realista, serio, analítico, intelectual. Los modernistas son hiper-refinados, anormales, obsesivos, con temperamentos débiles. El 98 tiene un papel público específico, un «examen de conciencia nacional» en busca de «verdades». Los modernistas son alienados, escapistas y buscan su inspiración fuera de España, principalmente en Francia. El 98 es robusto, varonil, concienzudo; los modernistas son enfermizos, femeninos, decadentes (Cardwell 1991). Pero hace falta preguntarse: ¿Pertenecen estos discursos al proceso de investigación científica, a la crítica literaria o al estudio de la estética? ¿Representan un lenguaje adecuado o apropiado para analizar la estilística o la prosodia? Claro que no. Son discursos ideológicos arraigados en el discurso poderoso de la medicina y la psicología: decadente, morboso, enfermizo, temperamento, actitud. Sugerí en 1991 que los dis2 El presente artículo fue leído hace algunos años. Desde aquel entonces (e incluso antes), varios planteamientos referidos aquí se habían desarrollado en más detalle y en otros lugares. A través de este estudio cito artículos y estudios míos que desarrollan varios aspectos del debate enfrentista. Los cito para suplir los presentes argumentos y para prevenir repeticiones en el testimonio ofrecido y, así, las inevitables distracciones frente al argumento de este ensayo. Pido la tolerancia del lector.

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cursos de la patología y la psicología, muy fuertes en el momento finisecular, cundieron su efecto sobre juicios estéticos y literarios hasta formar un nuevo planteamiento o discurso crítico. En efecto, la impronta de las ciencias biológicas y la medicina sobre la generación de escritores del fin de siglo, además de señalar diferencias, como veremos más adelante, supondría, a mi modo de ver, un acercamiento que sería valioso plantear en el marco de la configuración de una identidad finisecular. Si rechazamos una crítica histórica ideológica y la «necesaria» invención del 98, ¿cómo interpretamos el grupo finisecular? ¿Tiene este grupo alguna relación con el Desastre? 1. Consultemos los periódicos del mismo 1898. En las revistas importantes, Blanco y negro, Madrid Cómico, La Ilustración Española y Americana, El Imparcial, Vida Nueva, Revista Contemporánea –(Germinal, Revista Nueva, Electra, La Lectura, Gente Vieja no aparecieron hasta después del Desastre)–, se testimonia la casi ausencia de contribuciones de una supuesta Generación del 98.3 Narraciones, diálogos humanos, crónicas, crítica teatral y literaria, ensayos, sí. Pero absolutamente ningún comentario político, ni mucho menos sobre el Desastre. Aparecieron los nombres de Ganivet, Unamuno, Valle-Inclán, Azorín, Benavente, etc., alrededor de treinta veces sin ningún comentario sobre los eventos históricos trascendentales. Una preocupación por el problema de España o el Desastre, problema concreto, político, social, no parece haber sido una característica fundamental ni recurrente. 2. Si no se encuentra ningún comentario político ¿de qué manera reaccionaron? El día 10 de enero de 1898, casi un mes antes de la llegada del acorazado Maine al puerto de La Habana en un momento de grandes agitaciones políticas, la amenaza de una posible invasión yanqui, entre grandes debates sobre los estatutos autonómicos, meses antes de las humillaciones gemelas de Cavite y Santiago de Cuba, J. Verdes Montenegro, novelista, crítico y comentarista, publicó un artículo en El Imparcial bajo el rótulo de «Restauración estética». Y no fue, en absoluto, una idea excéntrica ni única. En 1896, en el Discurs llegit amb motiu dels Jocs Florals de Granollers, Rusiñol, un supuesto moderniste, había predicado un mensaje mesiánico y artístico en el proceso de construir una identidad cultural para Cataluña. Primero enfatiza el papel profético del poeta en el despertar del pueblo, o mejor, la manera en que él puede guiarlo por un camino luminoso (nótese el escondido discurso religioso-místico) que todavía desconoce: el camino de la luz del Arte: Són molts que per primera vegada saben lo que és poesia, senten l’aire de l’art, se n’adonen de que hi ha una vida espiritual darrera de la miserable prosa; són molts que a la sola veu del poeta senten ansies de quelcom desconegut, [...] són molts que aquest dia resen per única vegada a l’any, i sa oració s’encamina a les fibres a on tremola el foc Sant de la Poesia. 3 He consultado los valiosos e indispensables estudios de María Pilar Celma Valero (1989, 1991 y 1993) que ofrecen un panorama crítico de las revistas del fin de siglo.

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Y continúa: Necessitem, sobretot, refer-nos, i ser homes i cridar-los a la cara que solament enlaira el nom d’un poble, no la intriga que gasta, sinó les virtuts que el vesteixen i els ideals que li bressan sos somnis. Aquests ideals creiem veure’s nosaltres encarnats en el modernisme. La reacció espiritual que ens promet [...] ha d’omplir-nos d’esperança a tots els que el Gran Exemple de l’art dels temps que foren ens acompany i el camí del pervindre. [...] Tant com fer versos, sembreu Poesia; tant com fer tremolar les cordes de la vostra lira, procureu augmentar la colla d’idealistes; i si això mai logreu, la nostra Catalunya, a más de pàtria estimada, serà un racó de terra a on els llumets de milers d’intel.ligències faran la claror d’un farell, i el progrés de l’esperit farà senyalar aquest bocinet de món com raconet de cultura (Rusiñol: O.C., II, 604 y 606).

Al año siguiente, en el Cau Ferrat de Sitges, Rusiñol repitió la idea de un «raconet de cultura» no sólo como punto de partida para una regeneración espiritual / artística sino como el arsenal de una «Santa Lluita» y un refugio para los que han perdido sus ilusiones: «un cau d’il.lusions i esperançes que sigui refugi per a abrigar an els que sentiu fred al cor i [...] posada de la Santa Poesia» (611). Mientras que este programa artístico «moderno» se dirige a una regeneración del espíritu y a la creación de una identidad cultural nacional catalana antes que «al problema de España», el sostén y base ideológico devendrá no sólo común, sino también familiar, incluso en el uso de términos biológicos, orgánicos y religiosos. Toma como punto de partida un grupo marginado (refugi, raconet) que sufre la pérdida de ideales (fred al cor), personales y nacionales (los dos inseparables), que forma una elite de artistas (intel.lectuals) que sembrará la semilla (sembreu) de la Poesía o que buscará (peregrino) el Santo Grial del arte o que luchará en una Cruzada (cruzados) para realizar el Nuevo Reino de «la Santa Poesia», el modernisme. La voz autoritaria de Joan Maragall (segunda sólo a la de Miguel de Unamuno en aquel entonces) también expresó argumentos similares, especialmente respecto a la misión redentora del intelectual (Cardwell 2005a). En el mismo año Rubén Darío publicó Los raros, una serie de artículos anteriores en forma de libro que daban fe de su visión de la vida artística y del papel del poeta en la sociedad (Cardwell 1997b). En estos programas notamos la combinación extraordinaria de los discursos de la teología desplazada, de las ciencias biológicas, y la integración de la ética y la estética. Pronto las ideas de Rusiñol, tan típicas del simbolismo europeo y de las preocupaciones culturales del momento, se vieron re-articuladas en el supuesto modernismo español (Cardwell 1981b, 2000b). Tampoco es en absoluto coincidencia que Ganivet estableciera la Cofradía del Avellano con el mismo propósito que había hecho nacer al grupo del Cau Ferrat, dado su estrecho contacto personal y su amistad con Rusiñol. En efecto, ambos compartieron una visión artística similar (Cardwell 1998a). En 1897, en Idearium español, Ganivet había sugerido un plan reformador de tipo psicológico, «la restauración de la vida espiritual de España», basado en una estética espiritual frente a los males de la patria. Escribe: «El paso principal del combate, creo yo, deben llevarlo las personas inteligentes y desinteresadas que comprendan la

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necesidad de restablecer nuestro prestigio». En el Quinto Trabajo de Los trabajos del infatigable creador Pío Cid, de 1898, enfatiza el papel del intelectual-artista, el arte y la belleza, junto con el poder de la voluntad personal como componentes en el desarrollo moral del hombre, al hablar de «el arte de vivir... [y] ... el arte de trabajar» (Ganivet: O.C., II, 433 y 435). Rechaza cualquier reforma concreta y práctica como «componendas inútiles», ya que «lo bello sería obrar sobre el espíritu de los hombres ... Los héroes del porvenir triunfarán en secreto, dominando invisiblemente el espíritu y suscitando en cada espíritu un mundo ideal» (436); «pongo el centro en el espíritu ... en camino de ser un verdadero hombre» (439). «Busquemos la alegría en lo hondo y en lo íntimo de nuestro espíritu» (466), recomienda, donde hallará el hombre una paz que también encontrará en la comunión con, y en la contemplación de, «las bellezas naturales» (447). Notamos, inmediatamente, la confluencia de varias pautas decimonónicas: el papel mesiánico del poeta establecida por Shelley, Víctor Hugo y Baudelaire, el discurso de la teología ascética de Kempis y Francisco de Asís, tan diseminada entre el grupo finisecular, la espiritualidad laica y personal, el panteísmo romántico, la idea de la voluntad creadora nietzscheana (Correa Ramón 1998) y, sobre todo (especialmente en su referencia a «lo hondo» y «en camino de ser») como resultado del poder de la voluntad, el discurso determinista y evolucionista que Ganivet heredó de Hippolyte Taine y Spenser (Ramsden 1974). En 1899, en «Nicodemo el fariseo», rechazará Unamuno soluciones económicas para problemas religiosos y espirituales, y expresará su temor a «planes jacobinos» (Unamuno: O.C., IV, 1047), es decir, el miedo común a las masas que sintió casi toda la generación, combinado con el deseo del intelectual de regenerar la nación. Aunque la prensa discute las ideas de Bakounine, Kropotkine y Stirner, las verdaderas aficiones de la nueva generación se orientaron hacia Carlyle, Emerson, Amiel, Ruskin y el krausismo. Entre casi todos ellos se encuentra la misma actitud de elitismo intelectual, la fe en el poder del arte, la búsqueda de un ideal espiritual antes que práctico, ideal que llevará a la nación a una ética-estética, una moral creada por medio del arte. Lo que antes la Iglesia le había ofrecido al pueblo, la posibilidad de una regeneración espiritual, ahora se lo ofrece el artista por medio de su Arte. Cada persona lleva en sí una posible redención que sólo el artista puede fomentar y realizar. Escribe Unamuno, como antes Ganivet: «Hay en cada uno de nosotros cabos sueltos espirituales, rincones del alma... Llevamos todos ideales y sentimientos potenciales que sólo pasará de la potencia al acto si llega el que nos los despierta» (III, 1027 y 1032). Estos intelectuales despertadores serán «los poetas de mañana». «Aviva ... con los jóvenes ideales el espíritu colectivo ... que duerme esperando un redentor» (II, 303). En 1900 Benavente, hermanando moral y arte, escribe: «Si somos buenos, la expresión de nuestra vida será la bondad, si somos artistas la expresión de nuestro arte será de belleza». Juan Ramón Jiménez («Apuntes») dirá en 1902, «Había que soñar a la poesía como una acción, como una fuerza espiritual que anhelando ser más, ... creara con su propia esencia una vida nueva,.. una vida de amor y piedad». Para Machado la «poesía es un yunque de constante actividad espiritual». Él

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encuentra en Arias tristes de Jiménez «una sensibilidad fina y vibrante, que acaso llega a lastimar al alma, antes de despertarla» (Poesía y prosa, III, 1469). Tanto para Machado como para otros artistas, el dolor es la expresión de un «noble deseo de renovación», «las palabras plañideras y elegíacas de la juventud más lírica ¿qué son sino expresión del mismo descontento y ansia de nueva vida?» (1481). Si necesitamos un tema que ligue a toda una generación será posible encontrarlo en la búsqueda del nuevo arte redentor, idealista y ético (Cardwell 1993). 3. Ramsden ha destacado la fuerte presencia del determinismo y evolucionismo en un supuesto «1898 Movement». No niego el testimonio o la fuerza de sus argumentos, pero me parece que es necesario matizar sus conclusiones. Ramsden reconoce el elemento psicológico que impulsa a gran parte de la literatura del supuesto «Movement». Pero el mismo fenómeno artístico donde el artista se contempla en la pantalla o en el espejo de objetos o paisajes, puede encontrarse en artistas que no cita (Cardwell 1981a y 1984). Además, la presencia del elemento psicológico, una seriedad científica dada por la impronta biológica del determinismo, se remonta, más allá de Taine, hasta las fuentes filosóficas de las cuales bebió el propio francés, es decir, hasta el romanticismo. Es un lugar común que la generación finisecular heredó del romanticismo el sesgo metafísico del dolor, del escepticismo y de la duda (Shaw 1967 y 1993; Jrade 1983; Cardwell 1970, 1972, 1974, 1976, 1977, 1978, 1985, 1987). También hace falta reconocer la importancia, heredada de las rimas de Bécquer y del romanticismo alemán, de la doctrina del poder de la imaginación y la búsqueda para expresar lo que Jiménez llamaría «el nombre exacto de las cosas». Pero queda otro elemento, hasta hoy casi completamente desatendido en la crítica, que también tiene sus orígenes en el romanticismo alemán. Se trata de una idea poderosa e influyente, importada por Böhl von Faber y desarrollada por Agustín Durán a través de sus colecciones de teatro y romances, y que entró de lleno, fomentada por el auge del krausismo y el determinismo de Taine entre otras influencias, para plasmarse en la obra de un gran número de jóvenes artistas, e incluso de historiadores (Altamira, por ejemplo) finiseculares. Me refiero al paradigma romántico alemán del Volksgeist que, a su vez, creó la idea de Volkskunde. El fracaso del consenso cultural y político a finales del siglo XVIII en Alemania y en España fue muy similar. La derrota del antiguo sistema político-social, el vacío espiritual y el sentido de inferioridad frente a las otras grandes naciones de Europa –Inglaterra y Francia– hicieron que los intelectuales buscaran nuevas pautas y normas para una reconstrucción nacional, o mejor, para una regeneración psicológica. Y la base para el nuevo paradigma la buscaron en el pasado, en la tradición, y dentro de su propia cultura. En efecto, volvieron a sus raíces. Los intelectuales alemanes encontraron en la cultura española testimonio para sostener que la literatura escondía las pautas necesarias para descubrir elementos –lengua común, religión, actitudes, costumbres, maneras de ser, ideas, etc.– que sirvieran para establecer una base ideológica o psicológica para una posible futura regeneración espiritual de la nación. Pronto tuvo lugar en España un proceso de

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aculturación de este paradigma, principalmente a través de las glosas de los ensayos de los hermanos Schlegel publicadas por Böhl von Faber y, luego, por Agustín Durán (Tully 1996). Esta empresa empezó primero con una auscultación de la herencia cultural y, pronto, después de haber identificado un Geist (o alma), escondido en la cultura de la nación, se pasó a explicar la sociopolítica con los mismos términos. En breve, los pensadores alemanes rechazaron los contratos sociales de las Luces en favor de un acercamiento supuestamente organicista y se dirigieron hacia un concepto de las naciones que se basaba en jerarquías claras y en los principios del deber y la responsabilidad moral hacia abajo. Pero había otro elemento, formulado por Herder, que esbozaba el concepto de la sociedad como una estructura orgánica. La visión herderiana se revela apolítica cuando no jerárquica, aspecto que se encuentra en casi todas las filosofías que derivan de este impulso organicista inicial, incluso en el krausismo, que alcanzó una influencia enorme sobre los escritores progresistas del fin de siglo en España. Herder consideró al estado como poco indicado para el desarrollo de las comunidades organicistas que constituyen un pueblo (Volk). Lo importante en esta teoría social es que cada miembro debe «actuar cooperativamente» en el cumplimiento de sus papeles «naturales». Las reglas tradicionales deben respetarse en todos los grados sociales, y todos deben someterse a la ley de lo que Herder denominó Naturordnung (la Ley de la Naturaleza). Aquí nos encontramos con la idea que fomentaría en sus posteriores trabajos, el concepto que arraiga una idea o espíritu del pueblo dentro del ambiente natural. Es un sentido descrito por Isaiah Berlin (1966) como «belonging» (formar parte íntegra o sentirse cómodo). La comunidad confía en que cada miembro cumpla su papel, que actúe en armonía con el medio ambiente, como factor determinante en el desarrollo del carácter de un pueblo. Las teorías herderianas se formularon en términos de una comunidad de hombres con un abolengo y una lengua comunes, con modos de vivir similares, los mismos modos de pensar y una cultura común ya evolucionada en la misma dirección, siempre guiada por un grupo selecto de intelectuales. Sus teorías marcaban una reacción, psicológica antes que ideológica, a una crisis política específica y la necesidad de crear una identidad nacional y cultural. Pronto desarrollaron una manera distintiva y altamente influyente de concebir la sociedad y la cultura. La generación finisecular, como los románticos antes, buscaron una freudiana escena primaria (Urszene), el sitio deseado anterior a la fragmentación del supuesto y (por ser imposible) deseado idilio nacional y cultural (la España anterior a la época Napoleónica o al año 1898), su subliminal concepto arraigado en la conciencia cultural decimonónica, herencia del impacto romántico alemán. Todos estos sueños y nostalgias son analogías o «suplementos» del paradigma cultural o intertexto cultural que anhelaban. Como observó Hobsbawm en su ensayo «Inventing Traditions», las condiciones necesarias para establecer tradiciones o mitos son: a) las que establecen o simbolizan la cohesión social o que establecen grupos o comunidades reales o artificiales, b) las que establecen instituciones, estatus o relaciones de autoridad, y c) las que crean las normas para la socialización o la

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presencia de creencias, sistemas de valores o convenciones de costumbres (Hobsbawm 1994). Por dondequiera que miremos, encontraremos, como ha demostrado Labanyi (1994) desde otras perspectivas, las mismas pautas, la búsqueda del alma de España en la historia (o en la intrahistoria), en la gente humilde, en la arquitectura, en la decoración de las casas, en el atuendo tradicional, en el campo, en la lengua o el verso populares. Por eso, es posible incluir a Machado y Álvarez, a Costa, Macías Picavea, Mallada, al lado de Unamuno, Azorín, Antonio Machado, Jiménez o el Blasco Ibáñez de las novelas valencianas (Cardwell 1997a, 1998b, 2000a, 2000b, 2000c). Claro que tenemos que señalar las diferencias de matiz, sus énfasis, etc., pero, en el fondo, compartieron la misma visión y el subconsciente –o inconsciente– suplemento o traza. 4. Sería interesante comparar la cosmovisión de los artistas finiseculares con la de otros intelectuales, especialmente los historiadores y los historiógrafos. Rafael Altamira, una de las más destacadas figuras científicas de su día, recapitulando en nuevos términos las interpretaciones de Durán y Böhl von Faber quienes, a su vez, habían recapitulado la teoría del Volksgeist del los románticos alemanes, sugirió en su Psicología del pueblo español (1902) que sería posible encontrar debajo de la historia, que sólo refleja los cambios temporales, una serie de «notas constantes». Al estudiar la Historia, agrega haciéndose eco de sus precursores filosóficos románticos, es posible formular una ley universal. Al mismo tema vuelve en 1927, en Epítome de historia de España (52) «Tal pueblo ha sido esto o lo otro en la Historia, y tiene por notas constantes o preferentes tales o cuales». Para Altamira el deber del historiógrafo es interpretar la historia, especialmente la interna, social e intelectual, buscando señales para guiar los actos de sus líderes. Aún en 1950 (un lustro después del estudio de Laín Entralgo y un año antes de Modernismo frente a noventayocho de Díaz-Plaja), añadió esta sentencia: Nada puede haber más emocionante y angustioso para un buen patriota como ignorar la sustancia espiritual de la nación a que pertenece y vivir obsesionado por la dolorosa pregunta que no logra contestación en lo que más le importa saber; no para amar a su patria, porque de todos modos la amaría, sino para conocerla a fondo y, así, poder dirigir con acierto su cooperación individual en el buen cumplimiento de lo que corresponde ese fondo [...]. Muchos hombres cultos y diestros en la observación histórica y psicológica, no saben bien todavía cómo son el alma y historia de nuestro pueblo (Los elementos, 18-19).

Esta afirmación explicaría la obsesión de los escritores finiseculares (incluido el supuesto torremarfileño Juan Ramón y el simbolista Machado [Cardwell 1984, 1997a, 2000a]) por el paisaje y los viajes. Para Menéndez Pidal, filólogo, historiador y estudioso, escribiendo en su Historia de España en 1947 (I, IX), lo que importa es establecer la «permanente identidad» de España a través de los siglos, «sin poder renovar estudios especiales que modernamente se han hecho, nos limitaremos a destacar algunos caracteres hispanos que consideramos como raíz de los demás.» Encontramos el mismo tema en Claudio Sánchez-Albornoz:

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«Todos y cada uno de los pueblos del mundo muestran características más o menos disímiles», afirma en la primera frase de España, un enigma histórico de 1956. «Son incuestionables las singularidades de la contextura vital hispánica», continúa (Sánchez-Albornoz 1956: I, 9-10; v. Ramsden 1974). Su deseo es dar testimonio de la creación de «nuestra peculiar herencia temperamental» que diera las pautas necesarias para el porvenir. Si aquí encontramos muchos ecos de En torno al casticismo o de Idearium español no es coincidencia en absoluto. Casi toda la generación finisecular, la generación de Ortega, que la sucedió, y, como he demostrado en otro lugar (Cardwell 1993), la generación intelectual de la posguerra franquista, bebieron de la misma fuente intelectual o, (en términos foucaultianos) mejor dicho, sus discursos revelan el mismo archivo. Ramsden ha notado que, aunque este tipo de planteamiento amenguó durante los años 1920 y 1930 al ritmo del decaimiento de tal postulado en otros países de Europa, en España experimentó un resurgimiento con la llegada del conservadurismo franquista por los años 1940, veta que continuaría hasta hoy (Ramsden 1974: 133). Este hecho explicaría el porqué de la reformulación, en 1938 (y más fuertemente entre 1940 y 1951), de las premisas del fin de siglo y de 1912-1913. Así que, tanto los escritores como los críticos, todos heredaron inconscientemente, las teorías hegelianas y schlegelianas del Volksgeist y Volkskunde, es decir, la creencia en un alma nacional y en una cultura nacional. La búsqueda de los intelectuales finiseculares –escritores, críticos, historiadores, historiógrafos, sociólogos, médicos, músicos y pintores– fue la identificación del alma, o el carácter, o la psicología, española. La intervención en sus discursos de las teorías evolucionistas y organicistas de los románticos alemanes, las teorías deterministas y biológicas de Taine y Spencer entre otros, sólo sirvieron para consolidar, desde un punto de visto científico y médico, el archivo inconsciente y el paradigma romántico. Dada la impronta psicológica y organicista, cada uno proyectó sus íntimos deseos sobre sus evocaciones de España, tanto literarias como históricas o pictóricas. ¿Por qué buscaban ese fondo, esas «notas constantes», «lo eterno de la casta», «las singularidades de la contextura vital hispánica», «nuestra peculiar herencia temperamental», «el alma española»? Notemos de paso la huella del discurso psicológico. Si bien los románticos alemanes y españoles experimentaron sendas crisis en el fin de siglo anterior –la invasión napoleónica, el sentido de inferioridad frente a la hegemonía cultural francesa, etc.– también, y quizás más poderosamente, los intelectuales finiseculares sintieron el retraso total de España frente a Europa, especialmente frente a Inglaterra y Alemania. El nacionalismo, y es éste el fenómeno del que se trata, brota de un sentido de dignidad vulnerada, de un deseo de reconocimiento. Exactamente como los modernistes catalanes construyeron una cultura nacional a partir de 1880, evocando el paisaje y el pasado medieval catalanes, mezclando sus evocaciones con elementos europeos, mayoritariamente del Prerrafaelismo inglés, de la misma manera la generación finisecular española trató de reconstruir una literatura nacional mezclando elementos nacionales con los más avanzados elementos europeos (Cardwell 2005a y b).

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La generación finisecular sufría un sentimiento de inferioridad, de exclusión de la elite de las naciones desarrolladas, de soledad y de aislamiento, de la destrucción de esa solidaridad que sólo pueden ofrecer a sus ciudadanos las sociedades homogéneas y unidas. Lo que buscaban (e incluyo a los supuestamente archimodernistas y decadentes, Jiménez, los Machado, Valle-Inclán, Martínez Sierra, etc.) era un sistema, o núcleo, o «contextura vital» que representara la unidad y armonía perdida o fracasada, el amor y el respeto del cual depende toda sociedad humana. Frente a la sensación de resentimiento o aislamiento, reaccionaron psicológicamente de una manera clásica. Concentraron en sus propias virtudes –para Menéndez Pidal la sobriedad, por ejemplo, para Unamuno lo castizo–, virtudes superiores con respecto a otros países. El pasado español, su herencia histórica y literaria, todo se presentaba más rico que en las culturas extranjeras. Creyeron que sería posible recuperar la salud espiritual (y quizás material) sólo por medio de una vuelta a las antiguas fuentes que, una vez, habían hecho grande y noble a la nación, la habían creado poderosa, envidiada, admirada. Por eso la generación se lanzó a descubrir y describir una realidad psicológica. El paisaje, la historia, la literatura y sus figuras excelsas –especialmente don Quijote–, el espíritu colectivo, casas, costumbres, el espíritu nacional de sobriedad representado en ellos, se ofrecieron como temas obsesionantes. Unamuno en sus viajes por tierras de España y Portugal, Antonio Machado por las tierras de Castilla, Ortega en Berlanga del Duero, Azorín en la Mancha y Riofrío de Ávila, todos (incluso Valle-Inclán, Jiménez, Baroja, etc., y los historiadores Altamira, Menéndez Pidal o SánchezAlbornoz en sus historias) buscaban en el paisaje español y en su pueblo, un núcleo. 5. Hans Jeschke, hace más de cincuenta años, destacó una serie de elementos estilísticos comunes en un gran número de artistas finiseculares en una tentativa para identificar una supuesta Generación del 98. Si estudiamos sus conclusiones, encontraremos que el estilo que describe es, en efecto, un estilo familiar y común en el momento finisecular. La forma literaria de sus evocaciones no es noventayochista ni modernista. Es una mezcla de los géneros dominantes del momento, realismo, naturalismo, simbolismo, dominada por el último. El empleo del recurso del marco y el marco dentro de una serie de marcos (un mise en abyme) (Cardwell 1989b), la evocación del sueño y la memoria, la proyección del propio yo en la pantalla de una realidad ensoñada, son tropos y recursos típicamente simbolistas y pertenecen a la gran tradición europea del simbolismo (Cardwell 2002a). Para Azorín, en 1905, la visión que evoca refleja sus íntimos deseos psicológicos, la necesidad de un punto de unidad y armonía: «Y luego, cuando salimos a la calle, vemos que las anchas y luminosas vías están en perfecta concordancia con los interiores. [...] son los pueblos anchurosos, libres, espaciados, de la vieja gente castellana» (Azorín: O.C., II, 259). «Quería desentrañar el misterio de aquella tierra esquilmada, rasa y humilde, que había sabido sujetar a su feudo otras tierras más ricas, más ágiles y mejor dotados por la naturaleza», escribió José María Salaverría en 1907 en Vieja España: Impresión de Castilla. En

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1912 Unamuno evocó a su tierra de una manera similar: «Recorriendo esos viejos pueblos castellanos, tan abiertos, tan espaciosos, tan llenos de un cielo lleno de luz, sobre esa tierra, serena y reposada, junto a estos pequeños ríos sombríos, es como el espíritu se siente atraído por sus raíces a lo eterno de la casta» (Unamuno: O.C., I, 370). Notemos el fuerte deje literario (los repetidos adjetivos, las repetidas construcciones de frase, etc.), a la par que reconocemos que varios detalles aparentemente realistas (abiertos, espaciosos, anchurosos, espaciados, libres, llenos de luz, serena, reposada) son elementos que evocan un humor antes que una realidad, es decir, que son elementos psicológicos antes que materiales. Revelan el deseo íntimo del artista, un deseo nunca satisfecho, reflejado en la forma en la cual está expresado: una cadena de formas repetidas en la cual cada nueva forma trata de explicar, refinar y aumentar la fuerza de la anterior, pero no llegando nunca a expresar el deseo expresado. Estas repetidas frases tratan de analizar, o realizar, el deseo inconsciente, pero siempre quedan fuera del alcance, en una cadena de significantes que buscan el último significado. Este tipo de auto-reflexión, la revelación del sentido y emociones interiores a través del espejo o pantalla de la realidad – «Qué tarde triste, tarde triste y cenicienta» dirá Machado– es, sostengo, completamente simbolista. Para detallar este argumento quisiera analizar un fragmento de La ruta de don Quijote de Azorín, escrito a raíz del tercer centenario de la aparición de la Primera Parte del Quijote en 1605, evento también celebrado por Unamuno, Ortega, Jiménez, Antonio Machado, entre otros. He elegido a Azorín porque, normalmente, se le incluye entre las filas de una supuesta Generación del 98. Al estudiar su estilo también se despierta la pregunta de si se preocupa por el destino de España o si se preocupa de cuestiones sociopolíticas y por el porvenir de la nación. En lo que sigue expreso mi deuda al magistral estudio de La ruta de Ramsden (1966). El fragmento comprende los primeros párrafos del capítulo VII: Yo creo que le debo contar al lector, punto por punto, sin omisiones, sin efectos, sin lirismos, todo cuanto hago y veo. A las seis, esta mañana, allá en Argamasilla, ha llegado a la puerta de mi posada Miguel con su carrillo. Era ésta una hora en que la insigne ciudad manchega aún estaba medio dormida; pero yo amo esta hora, fuerte, clara, fresca, fecunda, en que el cielo está transparente, en que el aire es diáfano, en que parece que hay en la atmósfera una alegría, una voluptuosidad, una fortaleza que no existe en las restantes horas diurnas. - Miguel - le he dicho yo -, ¿vamos a marchar? - Vamos a marchar cuando usted quiera - me ha dicho Miguel. Y yo he subido en el diminuto y destartalado carro; la jaca - una jaquita microscópica ha comenzado a trotar vivaracha y nerviosa. Y, ya fuera del pueblo, la llanura ancha, la llanura inmensa, la llanura infinita, la llanura desesperante, se ha extendido ante nuestra vista. En el fondo, allá en la línea remota del horizonte, aparecía una pincelada larga, azul, de un azul claro, tenue, suave; acá y allá, refulgiendo al sol, destacaban las paredes blancas, nítidas, de las casas diseminadas en la campiña; el camino, estrecho, amarillento, se perdía ante nosotros, y de una banda a otra, a derecha e izquierda, partían centenares de surcos, rectos, interminables, simétricos.

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[...] La jaca corre desesperada, impetuosa; las anchurosas piezas se suceden iguales, monótonas; todo el campo es un llano uniforme, gris, sin un altozano, sin la más suave ondulación. Ya han quedado atrás, durante un momento, las hazas sembradas, en que el trigo temprano o el alcalcel comienzan a verdear sobre los surcos; ahora todo el campo que abarca nuestra vista es una extensión gris, negruzca, desolada. [...] Yo extiendo la vista por esta llanura monótona; no hay ni un árbol en toda ella; no hay en toda ella ni una sombra; a trechos, cercanos unas veces, distantes otras, aparecen en medio de los anchurosos bancales sembradizos diminutos pináculos de piedra; son los majanos; de lejos, cuando la vista los columbra allá en la línea remota del horizonte, el ánimo desesperanzado, hastiado, exasperado, cree divisar un pueblo. Mas el tiempo va pasando; unos bancales se suceden a otros; y lo que juzgábamos poblado se va cambiando, cambiando en estos pináculos de cantos grises, desde los cuales, inmóvil, misterioso, irónico, tal vez un cuclillo - uno de esos innumerables cuclillos de la Mancha - nos mira con sus anchos y gualdos ojos... Ya llevamos caminando cuatro horas; son las once; hemos salido a las siete de la mañana. Atrás, casi invisible, ha quedado el pueblo de Argamasilla; sólo nuestros ojos, al ras de la llanura, columbran el ramaje negro, fino, sutil, aéreo, de la arboleda que exorna el río; delante destaca siempre, inevitable, en lo hondo, el azul, ya más intenso, ya más sombrío, de la cordillera lejana. Por este camino, a través de estos llanos, a estas horas precisamente, caminaba, caminaba una mañana ardorosa de julio el gran Caballero de la Triste Figura; sólo recorriendo estas llanuras, empapándose de este silencio, gozando de la austeridad de este paisaje, es como se acaba de amar del todo íntimamente, profundamente, esta figura dolorosa. ¿En qué pensaba don Alonso Quijano el Bueno cuando iba por estos campos a horcajadas en Rocinante, dejadas las riendas de la mano, caída la noble, la pensativa, la ensoñadora cabeza sobre el pecho? ¿Qué inmortales y generosas empresas iba fraguando? Mas ya, mientras nuestra fantasía - como la del hidalgo manchego - ha ido corriendo, el paisaje ha sufrido una mutación considerable. No os esperancéis; no hagáis que vuestro ánimo se regocije; la llanura es la misma; el horizonte es idéntico; el cielo es el propio cielo radiante; el horizonte es el horizonte de siempre, con su montaña zarca; pero en el llano han aparecido una carrascas bajas, achaparadas, negruzcas, que ponen intensas manchas rotundas sobre las tierras hoscas. Son las doce de la mañana; [...]

a. Realismo: Declara su intención de recordar en detalle (la hora, el sitio, el panorama manchego) un momento preciso de una mañana específica de su viaje a través de la Mancha siguiendo las huellas de Alonso Quijano en el contexto del tercer centenario (pasado y presente unidos) de la aparición de la Primera Parte de Don Quijote. Nos ofrece la persona de Miguel, el carro, la jaca, el campo, detalles agrícolas, fauna y flora, etc... Por eso su afirmación inicial: «Yo creo que le debo contar al lector, punto por punto, sin omisiones, sin efectos, sin lirismos, todo cuanto hago y veo». Pero, pregunto, ¿se expresan estos párrafos en un estilo realista? ¿De veras descarta Azorín «omisiones, efectos, lirismos»? b. Verbos y tiempos: Emplea el verbo en tiempo perfecto –«ha llegado», «ha comenzado»–. El tiempo narrativo es normalmente el pretérito y, por este cambio, Azorín ofrece un efecto nuevo. El perfecto significa algo pasado y perfecto que guarda relación con el presente, expresa una insatisfacción con el

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presente a la vez que ofrece una mezcla de felicidad y de melancolía. Crea un presente casi inmediato y, simultáneamente, nostálgico. Crea un sentido más emotivo, más subjetivo. Por eso, pronto vuelve al momento vivido al cambiar el perfecto en presente: «me contesta Miguel». Acoge al lector para que comparta su inmediata experiencia. Sustantivos: Repite sustantivos para producir efectos específicos, mayoritariamente psicológicos y, así, subjetivos –«la llanura inmensa, la llanura infinita, la llanura desesperante»–. El impacto de la repetición tiene el efecto de enfatizar no sólo la inmensidad de las tierras manchegas, sino también su propia y creciente sensación de hastío. Es un humor antes que una realidad lo que evoca. Adjetivos demostrativos: Encontramos repetidas veces el uso de «esta» y la casi ausencia de «ese» o «aquel». Es un recurso que también enfatiza el presente del momento que se evoca con más énfasis que el sustantivo que denomina. Es subjetivo antes que documental. Subraya lo inmediato de la experiencia. La generación finisecular fue, en efecto, un grupo de excursionistas dando testimonio de sus experiencias en un tipo de novela de viajes, tan popular en el momento finisecular. El adjetivo: Notamos el múltiple uso del adjetivo, recurso que también intensifica antes que describe –«fuerte, clara, fresca, fecunda», «gris, negruzca, desolada»–. También es un recurso que crea una sensación de ansiosa expectación, de deseo postergado (los significantes en cadena tratan de expresar el significado deseado). Los montes distantes en lo azul (epíteto destacado en el léxico simbolista) simbolizan el fin ensoñado y deseado. Evocan un impresionista cuadro pictórico. También crea un sentido de sensación o estado psicológico antes que descriptivo y, así, subjetivo. Nótese, por ejemplo, el contraste de la hora «fuerte, clara, fresca, fecunda» con que empieza su evocación con el siguiente efecto de desilusión y desesperación producido por la infinita llanura que le sobrecoge. El adverbio: El adverbio, normalmente, modifica la acción del verbo. Aquí se transforma en efecto subjetivo al convertirse en aparente adjetivo – «la jaca .. ha comenzado a trotar vivaracha y nerviosa»– para crear un efecto lírico. Es el autor quien se siente «nervioso» por su inminente viaje de autodescubrimiento. Estructuras de frases y cláusulas: Para crear un efecto estilístico, incluso lírico y poético, repite formas gramaticales –«en que ... en que ... en que»; «no hay ... no hay...»; «ya más ... ya más...»–. Niega su plan narrativo de eliminar «efectos» y «lirismos». Efectos pintorescos: Con las referencias a «pinceladas largas, azul», «el ramaje negro, fino, sutil, aéreo de la arboleda», «en lo hondo, el azul, ya más intenso, ya más sombrío», crea un efecto de luz difusa, pintoresco, casi impresionista. Domina lo subjetivo sobre lo descriptivo. Retención del sustantivo u otros modos: De vez en cuando retiene una palabra clave –verbo, sustantivo, adverbio, etc.– para crear un efecto de deseo, de ansiosa expectación o de nostalgia –«a trechos, cercanos unas veces, distantes

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otras, aparecen en medio de los anchurosos bancales sembradizos, diminutos pináculos de piedra»–. Esta construcción también actúa como una cadena de significantes, es decir, como un paradigma gramatical para el deseo. j. El paisaje del alma: Proyecta su humor sobre el paisaje y el día, los dos formando una pantalla para sus obsesiones y preocupaciones. Empieza con «esta hora, fuerte, clara, fresca, fecunda». Pero dentro de muy poco tiempo, después de haber pasado los «centenares y centenares de surcos, rectos, interminables, simétricos», y de haber visto «una extensión gris, negruzca, desolada», vemos que el humor ha cambiado. Ahora la llanura es «monótona», la extensión es «desolada». Es decir, proyecta humores y sentimientos humanos sobre la naturaleza insensible. Y nos explica lo que hace: «el paisaje ha sufrido una mutación considerable. No os esperancéis; no hagáis que vuestro ánimo se regocije; la llanura es la misma; el horizonte es idéntico». No es el paisaje lo que ha cambiado, es el humor del propio autor. k. Personajes: Finalmente proyecta su humor, sus ilusiones y preocupaciones sobre la figura literaria de Don Quijote: «Mas ya, mientras nuestra fantasía – como la del hidalgo manchego– ha ido corriendo...». Y notamos su lapsus calami, «nuestra fantasía». Lo que escribe no es un documental fotográfico realista, es impresionista, con «efectos», con «lirismos». Aquí tenemos a un autor supuestamente noventayochista, preocupado por el destino nacional, en busca de «verdades». Pero los recursos que emplea nos recuerdan el estilo de Juan Ramón o Antonio Machado en sus poesías de la misma época, 1905. Es decir, escribe en una lengua simbolista (Cardwell 1981a, 1984, 1988a, 1989a, 1989b, 1990). Y eso, sostengo, es lo que une y define a la generación finisecular entre 1885 y 1910. En Ganivet, en el Unamuno que describe sus viajes e impresiones (1988b), en Jiménez y Machado, Pérez de Ayala y Baroja (1981a, 1984, 1997a), Llanas Aguilaniedo, Valle-Inclán, Carrere, Eusebio Blasco, Isaac Muñoz y un largo etcétera, encontramos las mismas obsesiones, preocupaciones, ilusiones. Y las expresan, con diferencias naturales que reflejan los distintos énfasis de cada uno, en una lengua muy similar. Por eso, también emplean los mismos recursos, estrategias, mitos, confían en su talento de artistas o intelectuales, en el poder del arte para cambiar a sus prójimos y efectuar una regeneración nacional. Radical en su estética, por ser la lengua de la modernidad, por ser europea en un momento de chauvinismo antifrancés; pero poco radical en el sentido que se emplea en los discursos de la política progresista. Por eso, también, es necesario olvidar las etiquetas que buscan un enfrentamiento, y hablar del simbolismo. El estilo que acabamos de analizar es un estilo simbolista, estilo compartido por casi toda la generación con sus respectivos énfasis, todos distintos pero, a la vez, similares en su cosmovisión. 6. Entre este complejo proceso de asimilación de ideas europeas y de desarrollo indígena cultural y espiritual, hay otro discurso que tuvo un hondo impacto tanto sobre la manera en que el artista finisecular percibió y representó el mundo en su

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derredor como sobre los discursos críticos que describieron esta experiencia: la medicina. En tan temprana fecha como el agosto de 1892, el crítico «Zeda», José Fernández Villegas, al comentar la novela naturalista, escribió lo siguiente: «la sociedad que este arte ... nos presenta, seméjase a un hospital enorme, a un manicomio colosal o a un presidio suelto». No es sorprendente que hubiera de notarse la impronta de las ciencias médicas sobre la literatura naturalista dada la prescripción de Zola de que la novela debía ser un experimento científico. Pero «Zeda» llamó la atención sobre la manera en que la medicina (el hospital) comprendía otras preocupaciones: el asilo (manicomio) y la cárcel (presidio). En efecto, la lengua y las ideas respecto a la naturaleza y las características físicas del tipo criminal, el anarquista, el genio y la cuestión concomitante de la moral y la responsabilidad legal en tipos anormales o degenerados, proclamada por Cesare Lombroso, su discípulo Max Nordau, Kraft-Ebing, Ferri y Salillas entre otros, cuestión bien conocida y discutida en España a través de traducciones, comentarios y reseñas, pronto entró en los discursos literarios. Otros escritores críticos, como Enrique Gómez Carrillo, pronto notaron la impronta de las ciencias vivas, de la psicopatología y de la psicología sobre las artes. En «Notas sobre las enfermedades de la sensación desde el punto de vista de la literatura», ensayo publicado en la temprana fecha de 1894, Gómez Carrillo sostuvo que no hay más que leer en los libros de Max Nordau y de Ebing los catálogos de novelas en las cuales hay un fondo de sadismo, de masoquismo o de fetichismo, para comprender que el estudio de esos relatos secos y técnicos son de una utilidad casi indispensable a los que desean darse cuenta del desequilibrio erótico y sensitivo de la literatura actual (O.C., 84).

Los estudios de Maristany, Davis, Jurkevich y varios estudios míos (Cardwell 1995, 1997b, 1997d, 1999, 2003) demuestran cómo las ciencias vivas condicionaron las respuestas literarias de una manera muy poderosa. El estudio de la degeneración y la nueva ciencia de la psicología fomentaron la condena, marginalización y, de vez en cuando, la criminalización del artista-genio y, lejos de impedir el experimento artístico, en realidad ofrecieron una rica fuente para su explotación y su continuación. El positivismo y el idealismo no ocupaban regiones discretas ni separadas; antes bien sus discursos se interpenetraban, se mezclaban y abrían fisuras para su mutua subversión. Sin embargo, son muy pocos los críticos que han estudiado este fenómeno. Los discursos desplazados de la religión, del ocultismo y de la teosofía, y el renovado interés finisecular en el misticismo, todos ellos desempeñaron su papel en los cambios enormes de la lírica entre 1890 y 1905, especialmente en el marcado interés por el mundo espiritual interior que destaca en la lírica simbolista. La continuada crisis metafísica heredada del romanticismo, también enfatizó el ser consciente interior, la mente contempladora y asesora, y sus efectos sobre el comportamiento personal. No obstante, existe un testimonio prima facie de que los discursos científicos también desempeñaron un papel importante.

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En 1974 H. Ramsden (40) llamó la atención sobre el hecho de que «muy poca atención crítica se ha enfocado sobre el acercamiento determinista y psicológico de la Generación [de 1898] hacia España». Paulatinamente, vamos apreciando el impacto de los grandes debates médicos del momento sobre las preocupaciones, temas y discursos literarios: sobre el determinismo y el libre albedrío en la psicología, sobre la naturaleza de la mente, sobre la naturaleza de la percepción, sobre los efectos de la degeneración y la criminalidad, sobre los efectos de la privación social, sobre la naturaleza de la locura, y sobre la identidad y la persona del genio. Fue en estas esferas y áreas de estudio que el status quo controlador y hegemónico emprendió, por medio de los discursos médicos, el proceso de marginalización y control de las voces nuevas de la literatura y del arte. Y, en una reacción contraria, los nuevos escritores también intentaron abrir fisuras e inversiones en las estructuras binarias (religiosas, legales, científicas y, especialmente, médicas) establecidas por el consenso de la Restauración burguesa. Y lo efectuaron por medio de la presentación del artista-genio como redentor y profeta, siguiendo el mensaje vitalista y voluntarista de Nietzsche y los discursos desplazados de la medicina y la teología, de los raros de Darío (en parte un loco, en parte un Cristo redentor, antes que la figura degenerada e inmoral que de él han pintado Lombroso, Nordau y Pompeyo Gener). Los círculos culturales y las tertulias que frecuentaban los jóvenes progresistas incluyeron a Salillas, Simarro, Ramón y Cajal, Gener y Bernardo de Quirós (Broto Salanova 1997), entre otros. Las revistas y los periódicos citaron frecuentemente sus nombres entre comentarios sobre los últimos avances médicos a la vez que los comentaron en el contexto de la producción literaria y el advenimiento de nuevos grupos artísticos. Los artículos de la Pardo Bazán, con el título de «La nueva cuestión palpitante», sobre el experimento naturalista, donde menciona los nombres de Lombroso y Nordau, se publicaron en Los Lunes de El Imparcial entre el 14 de mayo y el 10 de diciembre de 1894 y representan un ejemplo que viene al caso. Es en este contexto donde los intereses temáticos de los grandes movimientos del fin de siglo –Realismo, Naturalismo, Simbolismo, Decadencia– coincidieron culturalmente, todos relacionados. Todos recibieron el impacto del positivismo, de la medicina, todos seleccionaron lo que cupiera dentro de sus revisiones del discurso hegemónico: determinismo, teorías de la degeneración, la investigación psicopatológica de la mente, etc. Los libros de Gómez Carrillo Sensaciones de arte (1891), Esquisses (siluetas de escritores y artistas) (1892) y Almas y cerebros (1895), los artículos críticos de Clarín, de la Pardo Bazán, «Zeda» y «Andrenio» hicieron su efecto para animar la exploración de las obsesiones y las preocupaciones patológicas y etiológicas de los protagonistas de las novelas de Baroja, Azorín, Trigo, Llanas Aguilaniedo (Cardwell 2000d), Muñoz Llorente (2000e), Valle-Inclán, Zamacois, entre otros. También la impronta de los mismos discursos se manifiesta en la poesía simbolista decadente del joven Juan Ramón Jiménez, en Villaespesa y, especialmente, en Eugenio Carrere.

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Sería incorrecto aceptar la idea de que los escritores finiseculares se manifestaron ajenos a la sociedad burguesa de su tiempo o que fueron artistas torremarfileños. Aunque todos expresaron el típico sesgo metafísico finisecular, heredado del romanticismo, a la vez todos se preocuparon por el mal nacional y por la crisis política y social que precedió, acentuándose después, a los acontecimientos de 1898. Pero, en vez de enfocar el problema desde una base racional, práctica y profesional, todos se acercaron al problema desde el punto de vista de la biología y la medicina y, como hemos visto, desde el mesianismo estético y la psicología. Ya que España estaba «enferma», estudiaron la psicología (Ramsden), la patología y la etiología de la nación a la vez que analizaron, por medio de sus protagonistas o del yo poético, la vida interior del individuo en un momento de crisis social, político y personal. En el supuesto modernismo, tanto como entre los escritores noventayochistas, se nota el insistente proceso de la exploración de la mente consciente y de la vida interior, la investigación de sentimientos y sensaciones, y el medio por el cual se expresan a través de la literatura. Cuando Antonio Machado escribió en Soledades, galerías y otros poemas estos versos –«Y podrás conocerte, recordando / del pasado soñar los turbios lienzos, / en este triste día en que caminas / con los ojos abiertos. / De toda la memoria, sólo vale / el don preclaro de evocar los sueños» (LXXXIX)– sus contemporáneos le comprendieron. Después de Los raros (1896) de Darío, donde ofreció una respuesta rotunda a las teorías de Max Nordau sobre el genio (Cardwell 1997b), las preocupaciones sencillamente estéticas heredadas del romanticismo, de Hugo, Verlaine y Baudelaire, se vieron matizadas por la presión de otros discursos, notablemente los de la psicopatología médica que rápidamente estaba suplantando el poder de la religión. Respecto al simbolismo decadente, encontramos un creciente énfasis sobre lo espiritual y el inconsciente antes que sobre lo físico y lo degenerado que dominaron el naturalismo. El poeta simbolista decadente emprendió el camino hacia los estados mentales refinados, la locura, el mundo del ocultismo (Cardwell 2006). El erotismo se convierte en un placer cerebral antes que físico, el protagonista saborea voluntariamente actos antinaturales o perversos como medio para explorar estados aun más refinados. «El poeta aristocrático que se refugia en el sentimentalismo por odio a la existencia vulgar de nuestro siglo», escribió Gómez Carrillo en Almas y cerebros (10) «prepara minuciosa y matemáticamente la realización de sus deseos singulares». «Los escritores perlinos son más intelectuales que sensitivos», comentó Salvador Rueda en 1899; «suelen ser hombres-cerebros, es decir, hombres que a falta de intuición, reflexionan la pasión, y bien analizada, la desarrollan en la obra de arte». Los protagonistas de los cuentos y las Sonatas de Valle-Inclán, los poemas y prosas de Carrere, y las novelas y cuentos de Hoyos y Vinent manifiestan esta trayectoria autorreflexiva tanto como lo manifiestan las tempranas novelas de Azorín, Baroja, Trigo, Muñoz, Llanas Aguilaniedo y Zamacois, entre otros. Cuando nos preguntamos si es conveniente hablar de una Generación de 1898 me parece que necesariamente entendemos la historia literaria española de Salinas,

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Valbuena, Laín Entralgo, Granjel, Díaz-Plaja y un largo etcétera, en el contexto de los discursos del poder que representan sus trabajos. Si, al contrario, estudiamos estos discursos y la manera en que se interpenetran, se contraponen, se diseminan me parece que nos acercaremos más al espíritu del grupo finisecular: todos modernistas, todos noventayochistas.

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III. La reinterpretación de la tradición: los mitos

Michaela Peters Los símbolos colectivos en el 98 1. Entre europeización e hispanocentrismo Como ya se ha señalado con frecuencia, la Generación del 98 oscila entre dos posturas contrarias: por un lado, la apertura del país hacia Europa, que inevitablemente ponía en tela de juicio la identidad nacional, por otro lado, la vuelta hacia los valores de una España eterna que tenía el objetivo de restablecer la conciencia nacional (Gumbrecht 1990: I, 809). Estas dos posiciones ya se encuentran entre los precursores del 98: Joaquín Costa, p. ej., propuso como solución a la crisis de España profundizar la educación y abrir el país hacia una europeización (Franzbach 1988: 62). Aquí ya se nota la estrecha relación entre el concepto de europeización y el de educación proveniente del ideario de la Ilustración que heredaron los noventayochistas de los krausistas. El polo opuesto a esta posición lo formuló Ángel Ganivet con su lema Noli foras ire; in interiore Hispaniae habitat veritas, es decir, que las respuestas y las soluciones no deberían buscarse en el extranjero, sino en la misma España. De modo que fue él quien inició una afirmación positiva de la identidad de España basándose en los valores éticos y morales tradicionales que, comparados con los del resto de Europa, parecían más nobles. En esta indecisión entre la reclamación de una europeización de España que heredaron de los krausistas, y el ensimismamiento nacional propuesto por Ganivet, se manifiesta una de las paradojas centrales del ideario noventayochista. Lo que complica todavía más esta paradoja, es que la autodefinición de los noventayochistas oscila también entre el concepto del intelectual con compromiso político en el sentido de la Ilustración y el concepto del artista de fin de siglo. Es decir, por un lado, vieron su tarea en la educación de la sociedad, de modo que no querían renunciar al intento de contribuir a la formación de una opinión pública, por otro lado, palpitaba en ellos el corazón anarquista del escritor de fin de siglo, quien se definía como individuo elitista malentendido por la sociedad.1

2. El sistema discursivo del 98 2.1 El símbolo colectivo de la enfermedad Para aclarar la manera en que se manifestaba la tensión entre europeización e hispanocentrismo voy a recurrir al concepto de símbolo colectivo, un término introducido por Jürgen Link (1985; 1983: 50ss.). Un símbolo colectivo es un 1

Sobre la concepción del artista en el contexto de fin de siglo, v. Fischer (1978).

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símbolo que surge de un contexto cultural que los contemporáneos perciben como ruptura radical de la vida cotidiana de la nación. Para explicar los problemas político-sociales en un nivel abstracto, el símbolo colectivo es apto para captar la realidad cambiante de la sociedad y para proponer soluciones en la lucha intelectual por el porvenir de la nación. Los distintos discursos sociales necesitan estos símbolos colectivos para enfocar las preocupaciones comunes dominantes en el epistema. De este modo los símbolos colectivos se pueden considerar como puntos de intersección entre los distintos discursos. La intersección de los diferentes discursos requiere un proceso metafórico, ya que se transfiere un concepto de cierto contexto de relevancia común a distintos ámbitos discursivos, conservando, sin embargo, una imagen única. Una vez que el marco del símbolo colectivo está delimitado se puede seguir componiendo en torno a este símbolo, añadiendo otros elementos significativos incluso contrarios sin que se pierda la estructura constitutiva del símbolo. El aspecto distintivo entre las nociones de mito y símbolo colectivo se basa en el hecho de que el símbolo colectivo puede proveerse de valoraciones contrarias. Así, tanto defensores como adversarios pueden tomar este símbolo para subrayar sus posiciones respectivas.2 A mi entender, la noción de símbolo colectivo es más apta que la del mito para el análisis de los discursos centrales del 98, puesto que el mito tiene un mensaje fijo y un objetivo unificador.3 Sí que se puede desmitificar un mito, pero dentro de un contexto cultural determinado no se pueden hallar dos enunciados distintos del mismo mito. El mito es apto para la explicación del universo, de los fenómenos sobrenaturales o de las cosas fuera del entendimiento del hombre, sin embargo, no puede referirse a la vez a valoraciones distintas. Creo que, en este contexto, tenemos que distinguir las variaciones literarias de Don Juan por Molière, Mozart, Zorrilla y hasta por Valle-Inclán de la funcionalización ideológica por parte de la Generación del 98. Dirijamos ahora la mirada hacia el sistema discursivo noventayochista. En el proceso de la invención de una España liberal, que Inman Fox acaba de aclarar recientemente (Fox 1997: 14), se nota que el marco discursivo del 98 se constituye a través de ciertos tópicos y símbolos colectivos. Tanto la ciudad de Granada como el paisaje de Castilla están funcionalizados en este discurso, de modo que se alude a Castilla en la definición de la esencia de España. Como señala J. L. Abellán (1998: 39), Castilla llega a ser «la creadora de la personalidad hispánica». Esto lo explica Fox (1997: 202) al incidir en el papel unificador que desempeñó Castilla en el proceso histórico de la Reconquista. Sin embargo, junto a esta interpretación, se establecía la lección pesimista de ciertos noventayochistas que vieron el carácter nacional determinado por el medio físico, lo que, consecuentemente, excluía cualquier modificación (Laitenberger 1987: 80).

2

A modo de ejemplo, nos referimos a la funcionalización del ferrocarril como símbolo colectivo entre los adherentes del progreso de la humanidad y los tradicionalistas. 3 En cuanto a la definición del mito, remitimos al esbozo investigativo de Rössner (1988: 20-33).

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Sin embargo, lo que marca sin igual la autoconcepción de esta época es el progreso en las ciencias médicas. La fascinación por la medicina en el contexto del positivismo y del naturalismo adquiere una valoración negativa en el contexto de fin de siglo, desembocando, mediante un proceso de inversión, en una fascinación por lo enfermo y lo degradado. Su culminación como concepto central del esteticismo de fin de siglo cobra forma en la neurosis como estado de ánimo, que llega a ser la conditio sine qua non de la producción artística de aquella época. Tenemos que darnos cuenta de que a finales del siglo XIX todavía no hay una distinción clara entre el ámbito fisiológico y psicológico, de modo que los fenómenos psíquicos se explican mediante causas estrictamente fisiológicas. Por esto no sorprende que los escritores noventayochistas en su análisis de la situación histórica y social del país empleen la metáfora de la nación enferma para referirse a la crisis nacional del 98. Ya Ganivet había señalado que su país padecía de una abulia que casi formaba parte del carácter nacional, y hasta Ortega y Gasset iba a proponer que se curara la enfermedad de la nación con los medios de la medicina. También Azorín emplea esta noción cuando en La ruta de Don Quijote habla de la exaltación española incapaz de un esfuerzo duradero y que sólo pasajeramente rompe con su abulia secular.4 Entonces, la metáfora de la enfermedad llega a ser un símbolo colectivo, que evoca un campo de imágenes en torno a la abulia nacional y al marasmo de los adversarios políticos, y que a la vez utilizan tanto conservadores como liberales. Como indica Jover Zamora (1997: 36 y 40), la compasión ante la enfermedad y la muerte alcanza hasta una sensibilidad religiosa. En este ámbito semántico, la nación española está representada como una madre extenuada, no hay que ir lejos para darse cuenta del contexto mítico-religioso de la madre tierra (Abellán 1998: 38). De hecho, se esperaba la regeneración de la patria a través del esfuerzo de sus hijos, es decir, de los intelectuales. La causa de la enfermedad la encontraban en el paisaje, en la infinita llanura, que parecía producir el carácter nacional y los comportamientos típicos, lo que prueba, p. ej., una cita de La ruta de Don Quijote de Azorín: [...] sólo recorriendo estas llanuras, empapándose de este silencio, gozando de la austeridad de este paisaje, es como se acaba de amar del todo íntimamente, profundamente, esta figura dolorosa. ¿En qué pensaba don Alonso Quijano, el Bueno, cuando iba por estos campos a horcajadas en Rocinante, dejadas las riendas de la mano, caída la noble, la pensativa, la ensoñadora cabeza sobre el pecho? ¿Qué planes, qué ideas imaginaba? ¿Qué inmortales y generosas empresas iba fraguando? (113).

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«El pueblo duerme en repaso denso, nadie hace nada; las tierras son apenas rasgadas por el arado celta; ... El tiempo transcurre lento en este marasmo; las inteligencias dormitan» (Azorín: La ruta de Don Quijote, 157).

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2.2 Don Quijote y Don Juan como símbolos colectivos del 98 Relacionadas con el símbolo colectivo de la enfermedad están también las figuras de Don Juan y Don Quijote que, a su vez, asumen la función de símbolos colectivos para el 98. Tanto la locura de Don Quijote como el afán egoísta de Don Juan tienen características patológicas, que unos interpretan como enfermedad, mientras que otros descubren en ellos símbolos del idealismo humano.5 A continuación veremos cómo especialmente estas figuras literarias se convirtieron en símbolos colectivos del 98 y de qué manera fueron funcionalizados con objetivos distintos. Puesto que en 1905 se celebró el tercer centenario de la publicación del Quijote, no sorprende que hubiera una revaluación de esta figura literaria inspiradora de la creación de los autores del 98. Tanto Don Quijote como Don Juan ya figuraban desde hacía siglos en el canon de la cultura nacional, representando, por un lado, características del carácter nacional y, por otro, la conditio humana en general. En este contexto discursivo entre símbolo colectivo y símbolo universal transcurren también los discursos del 98 referidos al nivel nacional y, a la vez, al problema metafísico de la existencia humana y de la existencia propia del escritor. Junto al hecho del centenario como factor promovedor, las figuras del Quijote y de Don Juan son apropiadas para una funcionalización ideológica a causa del significado de las obras originales respectivas y su interpretación a lo largo de los siglos.6 La vuelta hacia las fuentes originales puede aclarar, pues, hasta los problemas modernos. Recordando la materia de la comedia El burlador de Sevilla, nos damos cuenta de que se basa en dos motivos centrales: por un lado, el burlador que seduciendo a las mujeres se opone a los valores ético-morales de su sociedad (sobre todo al concepto del honor) y, por otro lado, la invitación a la cena de la estatua de piedra, que representa el juicio de Dios, castigando al pecador que se había rebelado contra la ley divina. Citamos la definición propia del burlador de Sevilla, que dice: «Sevilla a voces me llama/ el Burlador, y el mayor/ gusto que en mí puede haber/ es burlar una mujer/ y dejarla sin honor.» (Tirso de Molina: El burlador de Sevilla, 202). A lo largo de los siglos hubo modificaciones diversas de esta figura del Don Juan que muere porque desafía su destino: En el caso de Molière, y aunque todavía él elabora los dos motivos, su Don Juan, resulta ser más intelectual, reflejando abiertamente aspectos centrales de la fe cristiana. A continuación, el Don Giovanni de Mozart / da Ponte se convierte en un librepensador. Y, por fin, el Don Juan Tenorio de Zorrilla se caracteriza por alcanzar la salvación gracias a la mediación femenina, es decir, la otorgada por Doña Inés: «Fantasmas, desvaneceos; [...], volveos/ a vuestros sepulcros, pues./ La voluntad de Dios es; de mi alma con la amargura/ purifiqué su alma impura y Dios concedió a mi afán/ la salvación de Don Juan/ al pie de la sepultura» (Don Juan Tenorio, 225). 5

Un estudio acerca de la recepción de los mitos por la Generación del 98 aporta Strosetzki (1997: 4158). Doll (1990) analiza las variaciones de Don Juan en Machado, Valle-Inclán y Unamuno. 6 En lo que se refiere a las variaciones literarias de la figura del Don Juan a lo largo de los siglos, v. los estudios de Gnüg (1993) y Rauhut (1990) y la antología de Wittmann (1976).

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Así, los significados centrales de las obras que tratan el tema de Don Juan al cabo de los siglos giran en torno a la rebelión contra los valores éticos de la sociedad y contra la ley divina, pero llevan consigo a veces consecuencias distintas. Por consiguiente, la Generación del 98 pudo referirse a esta figura como símbolo de la rebelión del individuo contra la sociedad y del ser humano contra el sino divino y la conditio humana –como ya lo hemos señalado, ambos aspectos son centrales en el sistema discursivo del 98–. Con la figura del Quijote sucede algo muy parecido, pues ya la obra cervantina ofrece una pluralidad de horizontes significativos. El Quijote y Sancho Panza simbolizan las dos caras de la existencia humana, la parte idealista y la realista del pensamiento humano (Wolfzettel 1996: 223ss.). A lo largo de los siglos hubo muchísimas interpretaciones del Quijote que vacilaron entre la admiración por el amor al ideal y el rechazo a la locura que impidió que Don Quijote viera las cosas como realmente eran. Después de una breve etapa de admiración por Alonso Quijano, Don Quijote llegó a ser en el entorno del 98 el símbolo colectivo del prototipo español luchando por sus propios ideales o la encarnación de la lucha por ideales equivocados. A la vez podemos constatar que algunos escritores se reconocieron en la figura del Quijote durante su lucha por una España auténtica y moderna.7 A continuación, veremos cuáles de las implicaciones mencionadas se encuentran en las obras escogidas de Azorín y Ramiro de Maeztu, y como funcionalizan a estas figuras emblemáticas dentro de los discursos acerca de la nación enferma y su esperada regeneración, sin olvidar los aspectos individuales o personales en la funcionalización de estos símbolos colectivos presentados por cada escritor. La elección de estos autores para nuestro propósito no es casual, sino que obedece a una doble motivación: en primer lugar, junto con Baroja ambos autores formaban parte del grupo de «Los Tres», es decir, del núcleo inicial de los noventayochistas, en segundo lugar, ambos recorrieron una evolución aparentemente similar en cuanto a la evolución de su pensamiento políticoideológico. 2.3 Los símbolos colectivos en Azorín y Ramiro de Maeztu La evolución del pensamiento ideológico de Azorín va desde el anarquismo y de la protesta de su primera fase hasta un conservadurismo aparente. Sin embargo, como pone de relieve Castillo-Puche (1998: 37), no nos enfrentamos con un superficial cambio de ideas, sino que se trata de «una evasión desde la realidad hacia la lectura, hacia el comentario fuera del tiempo y casi del espacio». En lo que sigue esbozaremos brevemente cómo este proceso personal del escritor influye en su obra literaria y, especialmente, en su concepción del Quijote y de Don Juan. En La ruta de Don Quijote, publicada en el año del tercer centenario de la publicación de la obra cervantina (1905), se percibe una visión ambivalente de la

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Me refiero al debate entre cervantismo y quijotismo. V. el estudio de Descouzis (1970).

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figura del Quijote que, por un lado, simboliza al pueblo español y, por otro, es símbolo de reflexión sobre la propia existencia del escritor: Tal vez si, nuestro vivir, como el de don Alonso Quijano, el Bueno, es un combate inacabable, sin premio, por ideales que no veremos realizados... Yo amo esa gran figura dolorosa que es nuestro ídolo y nuestro espejo. Yo voy –con mi maleta de cartón y mi capa– a recorrer brevemente los lugares que él recorriera (La ruta, 80).

A lo largo de La ruta de Don Quijote Azorín parece simpatizar con Alonso Quijano, el Bueno, quien simboliza los valores eternos de España: «Y ahora es cuando comprendemos cómo Alonso Quijano había de nacer en estas tierras, y cómo su espíritu, sin trabas, libre, había de volar frenético por las regiones del ensueño y de la quimera» (114). Sin embargo, la visión de esta figura resulta ser muy ambivalente, puesto que encontramos no pocas citas que dan prueba de una visión crítica, hasta irónica, mezclándose en el homenaje a Alonso Quijano, el Bueno: Decidme, no es éste el medio en que florecen las voluntades solitarias, libres, llenas de ideal –como la de Alonso Quijano, el Bueno–; pero ensimismadas, soñadoras, incapaces, en definitiva, de concentrarse en los prosaicos, vulgares, pacientes pactos que la marcha de los pueblos exige? (96).

De este modo el carácter estoico se define finalmente por la resignación y la inacción. Al final de la obra el homenaje de Alonso Quijano, obviamente, se convierte en una crítica radical: Y ésta es –y con esto termino– la exaltación loca y baldía que Cervantes condenó en el Quijote; no aquel amor al ideal, no aquella ilusión, no aquella confianza en nosotros mismos, no aquella vena ensoñadora, que tanto admira el pueblo inglés en nuestro hidalgo, que tan indispensablemente son para la realización de todas las grandes y generosas empresas humanas, y sin las cuales los pueblos y los individuos fatalmente van a la decadencia (158).

Entonces, La ruta de Don Quijote resulta ser un homenaje ambivalente e irónico al pueblo español. Azorín desenmascara el amor por el ideal como fantasía vana, incapaz de cambiar los hechos reales. Así, la descripción del medio físico donde nació el héroe español no propone ninguna visión optimista, puesto que el carácter estoico de Alonso Quijano el Bueno sigue estando más presente que el esfuerzo por el ideal de Don Quijote. Esta concepción pesimista, sin embargo, todavía deja paso a la esperanza. En cambio, en el Don Juan de Azorín, publicado 20 años más tarde, la visión ambivalente de La ruta de Don Quijote, culmina finalmente en cierta resignación aparentemente armonizante, basándose en valores tradicionales como la contemplación y la piedad. Mientras que en La ruta de Don Quijote todavía hablaba del marasmo, en Don Juan queda muy claro que Azorín utiliza el símbolo colectivo de la enfermedad para presentar al público un Don Juan purificado de su afán por los placeres sensuales. Don Juan resulta ser un hombre como todos los hombres, cuyos valores cambiaron radicalmente.

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En el plano del texto hallamos un aspecto intertextual divertido: en el capítulo XIII se describe a Don Juan acompañando al doctor Quijano en sus visitas por los barrios populares. Azorín juega, pues, con el símbolo colectivo de la enfermedad, transformando la figura de Alonso Quijano el Bueno en un personaje, que igual que Don Juan no solamente ha sido curado de su enfermedad, sino que incluso se convierte en un doctor curando a sus compatriotas. Otra anécdota al margen consiste en el hecho de que el doctor está tan preocupado por el alma de su pueblo que toma sus precauciones especiales, pues: «a nadie le deja leer los libros de su armario» (Don Juan, 234). El concepto original de Don Juan se halla completamente deconstruido en el Don Juan de Azorín, puesto que no aspira a conquistar a ninguna mujer, sino al contrario es a él a quien intentan seducir cuatro mujeres (Ángela, Virginia, Sor Natividad y Jeannette). La transformación operada por la enfermedad ha afectado hasta la esencia misma de Don Juan, convirtiéndole verdaderamente en un AntiDon Juan (Martín 1996b: 197), de modo que –para la sorpresa del lector– elogia la fe en la monotonía y lo cotidiano. Consciente de su fugacidad y evanescencia, Don Juan sueña con la permanencia y la eternidad. El núcleo simbólico de Don Juan –el hombre que se rebela contra su destino– se halla transformado en el Hermano Don Juan que vive en unidad armónica con la creación, pero retirado tras los muros de un convento. A mi entender, Azorín no recurre a las obras literarias originales de Don Quijote o Don Juan, sino que utiliza estas figuras como símbolos colectivos, aptas para representar diferentes posturas ideológicas. Mientras que en La ruta Don Quijote es funcionalizado para simbolizar la postura en favor del hispanocentrismo, el Don Juan representa una ruptura con los valores pasados que culmina en la idealización de la modestia a la par con los valores universales de la humanidad. Creo que este cambio indica tanto un proceso interior de Azorín como, a nivel nacional, una nueva postura ideológica acerca del porvenir político de España: la resignación absoluta que se manifiesta en el hecho de que Azorín se retirase de la sociedad. Resulta muy convincente la aportación de Martín acerca de la transformación del autor de un anarquismo a un conservadurismo humanista: Lo correlaciona con la influencia schopenhaueriana en el autor (Martín 1996a), interpretando la piedad del Hermano Don Juan como un abrazo definitivo del dolor del mundo. Ahora bien, la renuncia a la voluntad, la favorización de la contemplación por parte de Don Juan llega a una liberación del dolor a través del arte, lo que significa que en el ámbito del arte se espera una purificación de la voluntad de vivir. Según Martín (1996b: 194), «la voluptuosidad azoriniana no es otra cosa que esa especial sensibilidad capaz de convertir la vida en arte, capaz de elevar la vida a la categoría del arte».8 Dándose cuenta de que se acercaba el año del tercer centenario de la publicación del Quijote y temiendo una idealización superficial de Don Quijote, Ramiro de 8

En cuanto a la figura de Don Juan en el contexto de las concepciones poetológicas del 98, v. también Yáñez (1997: 127-151).

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Maetzu –en un artículo publicado en Alma Española (año 13, 6, 13 de diciembre de 1903: 3)– previene a sus compatriotas con las siguientes palabras: «Guardemos el Quijote para nuestras fiestas íntimas; pero seamos altruistas ya que nuestra decadencia nos permite serlo, y no pretendamos convertir en libro vital de España ese libro de abatimiento y de amargura». Ya es sabido que esto no fue la última palabra de Maeztu acerca de Don Quijote. En su evolución ideológica Maeztu se acerca en cierto sentido a Azorín: en la fase anarquista de su juventud Maeztu actuó como lector para los trabajadores en la hacienda de su padre cubano. Junto a Azorín y Baroja constituyó el núcleo de la Generación del 98. Más tarde se orientaría hacia la derecha hasta convertirse en tradicionalista; luchó contra la Segunda República que le parecía completamente antiespañola y fundó, siguiendo el modelo francés la revista Acción española. Evidentemente, esta evolución intelectual se refleja a lo largo de su obra literaria, sólo hay que comparar Hacia otra España, de 1899, con la Defensa de la hispanidad, de 1934 (Neuschäfer 1991: 312). En Don Quijote, Don Juan y la Celestina (1925) transforma literariamente sus ideas acerca de los valores de amor, poder y saber. Ya en la segunda fase de su evolución intelectual (1905-1919 en Londres) se había dado cuenta de la necesidad de proveer a los nombrados valores de cualidades objetivas y trascendentes. En los años veinte entra en una fase en la que se aleja cada vez más de sus posturas anteriores. Si hasta aquí había considerado a Europa como solución al problema de España, ahora empieza a llegar a la convicción de que sólo España ha realizado los valores verdaderamente humanos. En esta época de conversión a la catolicidad se inicia también su inclinación hacia el concepto de la hispanidad (Velázquez Cueto 1980: 64). Por lo visto, Maeztu estudia las tres grandes figuras de la cultura española más desde un punto de vista histórico que literario. En este conjunto de ensayos Maeztu define el Quijote como símbolo del amor, mientras que Don Juan representa el símbolo del poder y la Celestina el del saber. Todavía en esta obra Maeztu identifica el Quijote como «libro ejemplar de nuestra decadencia» (Don Quijote, 20), y como «libro del desencanto español» (56). No obstante, admite ahora que hubiera sido un error no volver al Quijote (49) en el 98, puesto que Don Quijote es «el símbolo de la fe» (27) y el prototipo del amor cósmico. Sin embargo, no escatima en su crítica, diciendo: «El amor sin la fuerza no puede mover nada... Tomar los molinos por gigantes no es meramente una alucinación, sino un pecado» (69). Frente a Don Quijote que posee el ideal, pero no la fuerza para llevarlo a cabo, esboza Maeztu un Don Juan como símbolo de la «energía inagotable» (90) que representa la virtud del valor (77) y significa, a la vez, el poder absoluto y la libertad absoluta. Aunque Don Juan está dotado con los valores mencionados (91), la crítica de Maeztu se dirige sobre todo al lema del burlador: «Yo soy yo y mis sentidos» (92). Por el hecho de que Don Juan gasta toda la energía, toda la fuerza y todo el poder en el placer sensual, no puede encarnar el ideal absoluto, según dice Maeztu. Sin embargo, como las épocas de crisis de ideales son también crisis de poder, a Don Juan le toca ocupar un papel importante en las ideas que Maeztu

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plantea acerca del porvenir de España, pues: «Como no sabemos, en horas de crisis de ideales, emplear mejor la vida [Don Juan] es nuestra tentación» (103). En torno a la Celestina, Maeztu igualmente empieza destacando su concepción ambivalente: Según Menéndez y Pelayo la Celestina es «el genio del mal, el sublime de la voluntad y hasta capaz de dar lecciones al diablo mismo» (127). No obstante, tiene un lado positivo que consiste en el aspecto del saber, pero que evidentemente resulta corrompido por la aspiración materialista hacia el dinero. Por consiguiente, la tarea de la religión, de la política y de las instituciones consiste en dedicarse a mediar entre el egoísmo individual y el interés social. Finalmente, Maeztu provoca al lector con el siguiente comentario herético: Si las palabras malo y bueno carecen de realidad objetiva, [...], si las estimaciones nuestras no tienen más valor universal, [...], si no hay Dios en los cielos [...], si no hay una Armonía de poder, saber y amor, tenemos que admitir que Don Juan tiene razón (104-106).

Con estas palabras Maeztu pone de relieve el núcleo de su crítica acerca de la situación de España, reclamando que a los españoles les falta un ideal colectivo, puesto que la separación de los valores nacionales tuvo consecuencias fatales (Fox 1997: 185). No hay duda de que sólo la síntesis de los valores trinitarios bajo el techo de la Hispanidad es capaz de abrir una visión hacia el porvenir de España.

3. Conclusión Como acabamos de esbozar en nuestro análisis, el sistema discursivo del 98 está marcado por un campo de imágenes que gira en torno al símbolo colectivo de la enfermedad (hemos señalado en este contexto los conceptos del marasmo y de la abulia). Este símbolo colectivo, que estaba muy presente entre el discurso médico de fin de siglo en toda Europa, incluye en España hasta las figuras literarias del Quijote, de Don Juan y de la Celestina. Mientras que en Europa el símbolo colectivo de la enfermedad llevó inevitablemente a la destrucción de mitos, en España, significativamente, se utilizó como concepto promovedor en la construcción (o invención) de una España liberal. Finalmente, el análisis de las interpretaciones personalizantes de Don Quijote y Don Juan nos ha revelado cierta diferencia entre la evolución aparentemente análoga de dos escritores noventayochistas: mientras que la evolución de Azorín lleva del anarquismo de su juventud a un conservadurismo humanista que debe entenderse meramente en el plano estético, la tendencia conservadora y reaccionaria de Maeztu culmina en un compromiso ético-político que aspira a una regeneración de España mediante un sistema trinitario que reúne los valores universales del amor, poder y saber.

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José Rafael Hernández Arias El «Quijote» como mito político y símbolo de identidad en la Generación del 98 So steht dieser erste große Roman der Weltliteratur am Anfang der Zeit, wo der Gott des Christentums die Welt zu verlassen beginnt; wo der Mensch einsam wird und nur in seiner nirgends beheimateten Seele den Sinn und den Substanz zu finden vermag. (Lukács 1920: 101)

Europa ha creado tres figuras literarias, Hamlet, Don Quijote y Fausto, que, gracias a la fascinación que han ejercido y a su fuerza simbólica, han sobrevivido a los embates del tiempo, han sufrido con éxito los asaltos del Logos, y mantienen un poder expresivo que las ha elevado a mitos, en el sentido de que constituyen un complejo referencial del que se nutre el pensamiento analógico para crear identidades, pues la verdad de un mito reside en la identidad que éste funda. Al hablar de un mito político, nos referimos, pues, al «Quijote» como expendedor de legitimidad, como centro del que emana energía política –constructiva o destructiva–, en definitiva como núcleo irracional que simplifica la toma de decisiones y legitima la acción en el ámbito de lo político. El vigor del «Quijote» ha logrado doblegar los impulsos desmitificadores de los últimos siglos. Ello se ha debido, sin duda, a su invariable adaptación a la realidad, a su vigencia como instrumento de autoconocimiento y aprehensión de nuestro entorno. Podemos afirmar que Europa no ha podido renunciar en su historia reciente a ninguna de las tres figuras literarias aludidas para interpretar al individuo, a la sociedad y al poder; eso demuestra que la desmitificación trae consigo la mitificación de espacios originariamente desmitificados, como la secularización, la sacralización de espacios originariamente seculares. Pero si Don Quijote, Fausto o Hamlet nos pueden ayudar a reconocer una situación o a instaurarnos en una nueva realidad, no es menos cierto que su esencia queda envuelta en la penumbra, es decir son origen de certeza y de incertidumbre. Aquí diremos que son personajes con una trascendencia polémica y, alcanzada determinada intensidad, incluso política. Para Antonio Machado, el «Quijote» constituía un «misterio» (P.C., 1565).Y, en efecto, su ser primigenio permanece siempre oculto, sólo adquiere sentido a través de sus contactos con las vicisitudes humanas, otorgando, como la metáfora, un conocimiento indefinible y transitorio, aunque necesario. El «Quijote», desde esta perspectiva, constituye un «discurso» basado en un arcano: es la historia de sus transmutaciones y metamorfosis exegéticas. Se puede hablar de una irrupción de la Historia en la obra literaria, y, asimismo, de la irrupción de la obra literaria en la Historia. Y este es precisamente el tema que aquí nos ocupa: la irrupción del «Quijote» en la crisis finisecular española, su irrupción en la vida intelectual de los hombres que formaron la denominada

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Generación del 98. Y este fenómeno, al tener lugar en un periodo marcado por un sentimiento de crisis, fue intenso, apasionado y controvertido. El denominado «Desastre» del 98 sirvió para que varias corrientes de pensamiento confluyeran en una generación de escritores que las sintetizó, actualizó y, por tanto, vivificó. Pues antes de que los autores del 98 dirigieran su atención al libro cervantino, ya se habían formulado las ideas principales que presidirían el debate en torno al «Quijote». Sólo faltaba su concreción, su fecundación por el momento histórico y el intelecto de personas con un determinado cúmulo de experiencias individuales y colectivas afines. Pero la pregunta que nos planteamos es por qué determinados escritores toman al «Quijote» como referencia decisiva en un periodo concreto. Y la respuesta principal, que engloba a las demás, es que sirvió de vehículo de identificación. Sirvió, en un sentido positivo o negativo, para superar una «crisis nacional». Y el término «nacional», insubstituible, como se desprende de la obra de Joaquín Costa (Política quirúrgica, 66), no ha sido escogido casualmente, pues la realidad de aquella época era «inter-nacional», es decir, las naciones constituían las entidades colectivas fundamentales de carácter político, que, además, coexistían en ardua competencia por extender su influencia. En este contexto, para determinados intelectuales, la pérdida de las colonias no sólo supuso una derrota militar, sino, en el ámbito del concepto cultural de nación predominante, también espiritual. En la constelación de la Filosofía de la Historia hegeliana, dominada por la idea de un tribunal universal, esa derrota aportaba un dato más que confirmaba nuestra definitiva salida de la Historia, después de un largo proceso de decadencia. No se puede olvidar, como ha destacado Benedict Anderson (1983: 13), que el «Ser-Nación» ha constituido, hasta nuestros días, el valor de legitimación más universal en la vida política. No obstante, faltaría establecer el vínculo que hizo del «Quijote» un punto de referencia para la nación. La novela, como género literario, constituye, junto con el periódico, un medio fundamental para representar la conciencia de la nación.1 Hugo von Hofmannsthal sintetizó las consecuencias de esta conexión entre literatura y nación en su célebre discurso Das Schriftum als geistiger Raum der Nation (1927): «Nada adquiere realidad en la vida política de una nación, que no estuviera disponible en su literatura como espíritu, no hay nada que contenga esta literatura llena de vida y de veracidad que no se haga realidad en la vida de la nación» (Gesammelte Werke, Prosa IV, 395). Pero, al mismo tiempo, como certeramente destacó Georg Lukács (1920: 107-108), la novela es el género de la interioridad, del propio valor: su contenido es la historia del alma individual. Como consecuencia de lo expuesto, una figura literaria como Don Quijote no sólo puede servir como símbolo de la psicología del individuo, sino que las mismas naciones pueden aparecer, se pueden comportar como un Quijote, un Hamlet o un Fausto. La causa, por tanto, del acercamiento al «Quijote» no fue ni una crisis social, ni económica, sino eminentemente política, mejor, metapolítica, para no confundirnos con el 1

V. Lämmert (1975). No deja de ser significativo que la Generación del 98 adoptase una novela como símbolo de identidad y utilizara preponderantemente la prensa como medio difusor de la polémica en torno al «Quijote».

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significado restringido de actividad referente al gobierno del Estado, pues España, durante aquel periodo, dispuso de una Constitución, la de 1876, que tuvo la más prolongada vigencia en la historia del constitucionalismo español. Este factor habla en favor de una estabilidad política interna relativa, que no experimentó ninguna quiebra a causa de la pérdida colonial (Jover Zamora 1983: 386-387). Eso no quiere decir, sin embargo, que el sentimiento de «crisis» no tuviera causas reales. Las había y muchas, entre otras la injusticia social, la pésima política colonial, el retraso educacional e industrial, pero todas se amalgamaron con la perspectiva histórico-nacional para constituir el «gran desastre», la «catástrofe» que ponía en peligro o en duda la existencia misma de España como nación. Todo ello incidió para que varios intelectuales críticos con la restauración, que combatieron el eclecticismo constitucional como signo de caducidad, sintieran una pérdida de identidad individual y colectiva que les impulsó a emprender una búsqueda desesperada del «alma» de la nación española, de su esencia cultural, para, de este modo, en palabras de Joaquín Costa, «recobrar la personalidad en la Historia» (Crisis, 173). Sin embargo, su nula identificación con lo que denominaban la España «oficial», su «dogmatofobia», como la calificó Pío Baroja, su falta de afinidad con las instituciones centrales, en las que se fundamentaba con fragilidad la conciencia nacional, fomentó al mismo tiempo la búsqueda de un «yo» autosuficiente, con el fin de mantener la propia identidad frente al poder establecido. La «crisis nacional» es, por consiguiente, el motivo fundamental que impulsa a los escritores del 98 a acercarse al «Quijote» y a Cervantes. Constituye la causa de que el «Quijote» penetre en el espacio que denominamos «lo político», espacio que abarca sin distinción a intérpretes esotéricos y realistas. El tercer centenario del «Quijote», celebrado en 1905, obró al respecto más como un estímulo y como una toma de conciencia que como la chispa generadora del fenómeno. Años antes, los autores españoles ya habían comenzado a asimilar toda la vasta literatura extranjera acerca del «Quijote».2 Se dieron cuenta, no sin un sentimiento de humillación, de que la obra cervantina había gozado de una incomparable labor analítica fuera de España. Por ejemplo, Azorín estimaba que el romanticismo alemán había sido el descubridor de la «verdadera trascendencia de la obra», Ortega y Gasset destacaba la superficialidad de las interpretaciones españolas, y Unamuno afirmaba que Inglaterra y Rusia habían comprendido a Cervantes mejor que España. Pero el interés por la novela de Cervantes, en un momento en que se buscaba una identidad, una continuidad, en suma, una base homogénea, va a desembocar en una lucha enconada por el sentido último del «Quijote», que, dada la hipersensibilidad ante la opinión extranjera, síntoma de cierto complejo de inferioridad frente a Europa, deriva en un afán introspectivo y, simultáneamente, en un estudio con escasos precedentes de la literatura y filosofía europeas, por más que algunos escritores se negaran a reconocerlo.3 Esta dependencia de teorías 2 3

Para una bibliografía sobre el «Quijote»: Drake (1980). V. también, Grismer (1970). «Descartemos, ante todo, el factor de la curiosidad mental por el extranjero», Maeztu (1913).

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procedentes de más allá de nuestras fronteras se manifiesta en algunos casos, paradójicamente, como un rescate de la obra de Cervantes, como «renacionalización», o apropiación de lo que es nuestro. No olvidemos que hubo escritores, como Heine, que no dudaron en afirmar que sólo un alemán podía comprender del todo al «Quijote» (Heine 1908: 180).4 Algunos autores del 98, como Unamuno, intentarán camuflar, sin embargo, en aras de una actitud «españolista», su elaboración y dependencia de elementos extranjeros con cierto tono de desdén por esos «papanatas» que están bajo la fascinación de los europeos, refiriéndose a Ortega y Gasset,5 reconociendo, no obstante, en su epistolario con Ganivet, que se orientaba constantemente al extranjero y que de sus obras nutría su espíritu (Unamuno: O.C., III, 659). El «Quijote» se convierte así en objeto de debate y en discurso, en símbolo de identidad y en foco de disensión. Como no sólo se busca una identidad colectiva, sino también individual, los escritores del 98 mantendrán, es cierto, fuertes lazos entre sí y se influirán mutuamente, pero sólo para volver a disentir, para marcar nuevas diferencias, para «individualizarse», lo que implicó una radicalización y dispersión inusitada del discurso. Era la egolatría de los del 98, como lo expresó Unamuno.6 Entre la búsqueda de la nación, que requería la formulación de principios homogéneos, y la búsqueda del propio «yo», que se fundamentaba en una visión perspectivista y subjetiva, se creaba un campo tensional que anulaba las fuerzas y producía no pocas veces una argumentación estéril. Pero antes de abordar las distintas posiciones de los escritores más significativos del 98 tendríamos que fijar los elementos que éstos heredan, el bagaje intelectual referido al «Quijote». De todos es conocida la relativa falta de interés teórico en España durante la primera mitad del siglo XVII por el «Quijote». Hubo figuras literarias de prestigio como Gracián y Lope de Vega que mostraron cierto desdén por la obra, y en vano buscaremos comentarios o análisis del libro cervantino (Laitenberger 1987a: 27-48). La misma indiferencia dominó los treinta primeros años del siglo XVIII. Sin embargo, en Inglaterra, en el siglo XVII, ya encontramos un juicio de enorme interés para el discurso de la Generación del 98. William Tempel, en su obra Of Ancient and Modern Learning emite el siguiente dictamen: «La historia de Don Quijote ha arruinado a la monarquía española» (apud Meier 1940: 229). Esta idea sobrevivirá varios siglos antes de ser recibida por determinados autores del 98. Entre otros defensores de esta tesis se encontró, por ejemplo, Lord Byron. En el Canto XIII de su Don Juan se puede leer que la obra de Cervantes como creación literaria se pagó con la ruina de su patria. Este motivo se mezcló con otros ideológicamente emparentados. Ya Gregorio Mayáns, en la primera biografía de Cervantes, que sirvió de prólogo a la primera edición monumental del «Quijote», editada en Inglaterra en 1736, interpretaba el libro cervantino como una advertencia sobre las funestas consecuencias morales que tendría para la república la lectura de libros perniciosos, ya que éstos contribuían a 4

Vorrede von 1837: «Nur ein Deutscher kann den ‹Don Quichotte› ganz verstehen». V. sobre esta polémica: Ortega y Gasset: Ensayos sobre la generación del 98, 25ss. 6 Unamuno: Nuestra egolatría de los del 98, en: O.C., III. 5

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deshacer la autoridad. Aquí topamos con el discurso moral y político, que alcanzará un interesante acmé en una polémica que se produjo en el siglo XVIII, y cuyo foco estuvo en las críticas formuladas por Duperron (1738) respecto a algunas tendencias del teatro español. Sus críticas fueron recibidas en España como una manifestación del desprecio francés, pero, en un determinado sector, el de los denominados «tradicionalistas», desembocó en una crítica del libro de Cervantes, ya que éste, según ellos, exportaba una imagen desfavorable, no sólo de la literatura española, al criticar la comedia de Lope, sino también de la sociedad y del carácter nacionales. En un escrito anónimo de la época se decía que la obra cervantina era más borrón que lustre para la nación española, que extendía los prejuicios de que España era objeto y que había destruido el espíritu caballeresco, basado en el honor: «Retrata el Quijote la Nación, no como ella es, sino como la motejan y definen los que la emulan» (Erauso y Zabaleta 1750). Este juicio circularía, invertido, en la literatura francesa. En la Bibliothèque Universelle de 1688 se menciona al «Quijote» como parodia de San Ignacio de Loyola. Montesquieu hablará del «Quijote» como una burla de la propia nación. Voltaire, D’Alambert y Diderot repiten la misma interpretación. En España, Cadalso se adhiere al juicio de los «tradicionalistas» en su Defensa de la nación española. Otra de las corrientes exegéticas que confluirá en la Generación del 98 es la del «Quijote» como novela ilustrada, cuyo objetivo principal sería denostar la superstición y el fanatismo. Este juicio pedagógico y reformista ya se formuló en el siglo XVII, y tiene su origen en el supuesto carácter satírico de la obra. Con posterioridad, se añadirá a esta corriente el hipotético erasmismo de Cervantes, analizado por Américo Castro y Marcel Bataillon (1937), y, más recientemente, la interpretación socio-política de José Antonio Maravall, en su obra Utopía y contrautopía en el Quijote (1976), que todavía ejerce una gran influencia, por ejemplo en González Seara (1995: 359), que considera la obra de Cervantes «una colosal utopía reformadora». Pero, sin duda, la influencia más acusada será la del romanticismo alemán.7 En esta corriente de pensamiento el «Quijote» aparece como novela nacional por antonomasia. Asistimos, además, a la fundamentación de la tesis caracterológica, pero en un sentido positivo. Wieland fue un precursor de esta corriente al acentuar la integridad moral de Don Quijote. También se intenta profundizar en el esquema dualístico idealismo-realismo de la novela de Cervantes, por ejemplo Schiller. Y Schelling plantea una teoría del mito referida al «Quijote». Tal vez el que mejor represente el dilema que heredará la Generación del 98, la duda de situar al «Quijote» en el mundo de la Reforma o de la Contrarreforma, de la Edad Media o del Renacimiento, del Barroco o del Clasicismo, sea Friedrich Schlegel (1975: 335). Su acercamiento al «Quijote», a través del análisis del problema de los géneros literarios, concluirá en la caracterización del libro cervantino como obra plenamente romántica. Según Friedrich Schlegel, 7

Sobre la recepción del «Quijote» en Alemania, además de los textos citados de Harri Meier y Anthony Close: Hoffmeister (1976); Jacobs (1992); Schwering (1928); Brüggemann (1958); Bertrand (1914). Sobre el concepto «romanticismo»: Schulz (1986).

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los españoles pueden estar orgullosos y con razón de una novela que es una obra nacional en toda su plenitud, y que se puede considerar la imagen más rica de la vida, de las costumbres y del espíritu de la nación, casi comparable a un poema épico (Elfte Vorlesung, 273).

Pero en Friedrich Schlegel resulta de interés un cambio interpretativo, que no deja de tener un paralelismo con el camino del pensar de Unamuno. La conversión del escritor alemán al catolicismo, que con anterioridad había defendido una posición ilustrada y progresista, deriva en una actitud combativa que considera la literatura como un ámbito inserto en la vida, que debe servir a las necesidades nacionales y a las decisiones confesionales. Su conversión propició la superación de la visión del «Quijote» como obra satírica, y su nueva concepción como «oeuvre de combat». En suma, la literatura tenía el deber de ser nacional. Aunque la bibliografía europea fue esencial en la interpretación del «Quijote» por la Generación del 98, sería injusto ignorar a los exegetas españoles que la precedieron. Entre otros autores, realistas, panegiristas o esotéricos,8 que se afanaron por buscar un sentido al «Quijote» podemos mencionar a Nicolás Díaz de Benjumea, que en su libro La verdad sobre el Quijote (1878) realizaba una interpretación política de la obra de Cervantes, quien habría querido proyectar en la novela su repulsa por las instituciones políticas represivas, así como su ideología de libre pensador y republicano demócrata. En esta línea de interpretaciones políticas podríamos destacar también la obra de A. Saldías, Cervantes y el Quijote (1893), en la que el Hidalgo simboliza la aristocracia conservadora y Sancho la democracia pura. Otra obra que merece citarse es Cervantes y la filosofía española (1870), de Federico de Castro, en la que Don Quijote simboliza una actitud mística. Hasta aquí hemos dado un breve repaso al bagaje referido concretamente al Quijote; no obstante, la Generación del 98 recibió una serie de influencias que, aunque algunas de ellas no estuvieran directamente vinculadas a la obra de Cervantes, sirvieron para su exégesis y para la expresión de las ideas. La acusada influencia extranjera queda representada por Schopenhauer, Nietzsche (v. Sobejano 1980: 36-41), Taine,9 Stirner,10 y Spengler en una fase más avanzada, así como los rusos Turgueniev y Dostoyevski. En lo que concierne a España no podemos dejar de mencionar al krausismo. Pero la principal corriente de pensamiento que va a influir en los escritores «noventayochistas», va a ser el «Regeneracionismo», encarnado en Joaquín Costa. En lo que se refiere a su influencia en el modo de acercamiento al «Quijote», bastaría mencionar el subtítulo de una de sus obras más importantes: Introducción a un tratado de política sacado textualmente de los refraneros, romanceros y gestas de la península: Poesía popular española y mitología y 8

Sobre la trascendencia de la distinción: Castro (1972), Close (1978). Hippolyte Taine fue, sin duda, una de las claves de la Generación del 98. Su conocida fórmula, «el ambiente, la raza y el momento», sirvió como método de aproximación a las contingencias históricas que habían provocado el «Desastre». 10 La influencia de Max Stirner en determinados autores de la Generación del 98 ha sido subestimada. Ramiro de Maeztu lo menciona expresamente como una de sus fuentes de inspiración, y la influencia que ejerció en Unamuno parece incuestionable. 9

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literatura celto-hispanas. Pero será, sin duda, su interpretación política del Cid, ese «relato idealizado de la vida real de un pueblo» (Crisis política, 154), el que por paralelismo desencadenará el debate en torno al «Quijote». En su análisis del héroe español, Costa destacará su tolerancia religiosa, su respeto absoluto por la ley, y concluirá afirmando que el Cid simboliza la unidad orgánica de la nación, su expresión sintética. Eso le llevará a propugnar su salida del sepulcro para que decida el pleito entre la nación y sus gobernantes: la resurrección del Cid «de toga» y de Santa Gadea. No obstante, exclamará «doble llave al sepulcro del Cid» como lema de «salvación nacional», para que el Cid «de yelmo y tizona» no vuelva a cabalgar, es decir para substituir un «Estado guerrero» por un Estado cultural y de bienestar. El mismo esquema empleará Unamuno para interpretar la novela de Cervantes, distinguiendo al principio entre Alonso Quijano el Bueno, dotado de atributos positivos, y Don Quijote, símbolo de lo que debe morir. En 1883, en uno de sus discursos,11 Costa enfrentará al Sancho británico con el Quijote español, anticipo también de la comparación que emprenderán Ganivet y Unamuno entre Robinson Crusoe, el Ulises anglosajón, símbolo del espíritu práctico que vence con su inteligencia a la naturaleza, y Don Quijote, que fracasa por querer luchar con su brazo contra los males de la sociedad.12 Ángel Ganivet, con la fuerte influencia de su Idearium español (1897), es precisamente el último eslabón de la cadena que lleva a la Generación del 98 a conectar el «Quijote» con el problema de España: «En todas las literaturas –escribía Ganivet– encontraremos una obra maestra, en la que ese hombre típico figura entrar en acción, ponerse en contacto con la sociedad de su tiempo y atravesar una larga serie de pruebas donde se aquilata el temple de su espíritu, que es el espíritu propio de su raza» (Ganivet, en: Abellán 1968: 444). Así pues, a través de Ganivet se plantea el problema nacional en toda su trascendencia. «España es una nación absurda y metafísicamente imposible», escribía Ganivet a Unamuno, pero añadía, en clara alusión a Don Quijote, que su cordura sería la señal de su acabamiento (Unamuno: O.C., III, 656). Más tarde escribiría Ortega y Gasset en El Imparcial (1911) que España no existía como nación, y que el pueblo español era el más anormal de Europa (Ensayos, 19). Los autores de la Generación del 98 coincidieron en que algo había ocurrido en los tres últimos siglos que había impedido que España evolucionara hasta formar una nación moderna, es decir que su mera existencia era el producto de un cúmulo de errores.13 Unamuno tomará el «Quijote»14 como medio para expresar este 11

Discurso de 4. XI. 1883, en: Costa: Estudios jurídicos y políticos, 286-287. «Quiso Don Quijote luchar con su brazo contra los males de la sociedad y fracasó. Robinson luchó con su inteligencia para someter la naturaleza y lo consiguió» (Unamuno: O.C., III, 1201). 13 La literatura «decadentista» española comenzó ya en el siglo XVII, como ha destacado Castro (1954), pero tampoco se puede ignorar que esta literatura fue acompañada por la misma tendencia en Europa. Una y otra vez encontramos, a partir del siglo XVII, menciones de España como «nación decadente» en textos literarios, científicos y políticos europeos, constituyendo un verdadero tópico. Por citar varios ejemplos, en el Testamento político (1752) de Federico el Grande se menciona a España como una potencia cuyos días mejores ya habían pasado a la historia, Galton y Darwin explicaban con criterios genéticos la decadencia hispana y Lord Salisbury, alrededor de 1900, califica a España como «nación moribunda». Esta visión 12

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malparto, identificando la figura literaria en su obra En torno al casticismo con la nación malograda que para curar, deberá morir, como ocurrió con el Hidalgo. Unamuno critica el concepto «nación» como producto del pensamiento burgués, y se lanza a la defensa de un universalismo idealista, que implica el rechazo de la historia de España, es decir de su continuidad en el tiempo como nación. Don Quijote ya aparece en esta obra temprana como símbolo del destino de España, aunque de un modo negativo, enfrentado a Alonso Quijano el Bueno, quintaesencia de la verdadera España («quijanismo»); después de la conversión de Unamuno, y con toda la radicalidad de que es capaz el converso, lo seguirá siendo, pero en una constelación en que se invierten los valores. Unamuno se decidió desde un principio por extender radicalmente el alma de Don Quijote, por asimilarla a la nación, y de ahí surgió un dilema: o matar a Don Quijote, y con él a la nación, o elevarlo a santo, sacralizando así a la nación. Su espíritu le dictó la última opción, es decir optó por substituir el «sensus literalis» y el «sensus historicus» por el «sensus misticus». En La vida de don Quijote y Sancho, y en toda la labor panegirista del «Quijote» que seguirá a esta «obra amorosa y agresiva», como la denominó Antonio Machado, se llevará a cabo, a pesar de la ambigüedad y múltiples contradicciones de una argumentación acausal, todo un programa, fundamentado en la lectura de Nietzsche, Stirner, Kierkegaard y de los románticos alemanes, sobre todo de Herder y de Schelling, para elevar la literatura nacional, encarnada en el «Quijote», a mitología, y ésta, a su vez, a religión, pues la crisis española, y en esto coincidían Unamuno y Ortega y Gasset (Ensayos, 144), se debía a una quiebra de la mitología nacional. Para conseguir su propósito, Unamuno intentará desvincular al «Quijote» de la realidad histórica, es decir del autor Cervantes –aplicando la estrategia del «ingenio lego»–, y de la labor de los eruditos, como factores distorsionadores del mito, y elevará la novela a «Evangelio nacional de España» (Unamuno: O.C., 1240), vademécum de la filosofía y de la metafísica peninsulares, núcleo de identificación del pueblo, del Estado y de la nación, fundamento supremo del orden político. Don Quijote recibe atributos del superhombre «nietzscheano», del único de Stirner, del individuo solo ante Dios de Kirkegaard, forma un compuesto de Jesús, San Ignacio de Loyola y Bolívar, y se convierte en objeto de una visión político mística, en redentor de una nueva religión nacional, del mismo modo en que Dostoyevski clamaba por un dios ruso, es decir por un nacionalismo místico, para que su pueblo no se convirtiera en mero material etnográfico. El «quijotismo» de Unamuno se inspira, como complejo ideológico, en el proceso que generó la mitología fáustica, pero surge en controversia dialéctica y como respuesta cristiana a la mística fáustica del

supuso, sin duda, un revulsivo para el regeneracionismo y la Generación del 98, y determinó, en cierto sentido, su relación ambivalente con Europa. Sobre el decadentismo: Sainz Rodríguez (1962), Ladero Quesada (1996). Sobre la Generación del 98 y Europa: Franzbach (1988). 14 Sobre la interpretación del Quijote por Unamuno: González Vicen (1945), Díaz (1968), Curtius (1954: 204-224).

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destino.15 Con su proyecto místico político, Unamuno, «excitator Hispaniae», pretendía despertar a la nación de su letargo y fundamentar un imperialismo espiritual: la españolización de Europa. Las primeras críticas a la obra panegirista unamuniana hacían referencia a su dependencia de Nietzsche. Thomas Mann, después de leer el «Quijote», soñaría que éste se presentaba ante él, y no lo hacía como el caballero de los leones, sino como Zaratustra.16 Pero la influencia del filósofo alemán en Unamuno fue superficial, sobre todo estética y metodológica, como muy bien observó Jiménez Ilundain, que escribía a Unamuno en 1905: «Su nuevo libro [...] toda una filosofía místico humanista [...]. Es una manera, a lo Nietzsche, de presentar ideas en perfecto orden desordenado y de sentar principios con meras afirmaciones» (en: Unamuno: O.C., 12). La argumentación de Unamuno se mezclaba además con una fuerte tendencia subjetivista, pues al encontrar en el «Quijote» el alma de España también encontró su «yo», ansioso de inmortalidad. La mitología quijotesca de Unamuno deriva, así, en una mitología privada, pues, según el escritor vasco, la obra de Cervantes siempre ha sido mal entendida y peor sentida; sólo él, Unamuno, oficia de sumo sacerdote y único intérprete de la «Biblia nacional» y del héroe, fiel reflejo de su alma atormentada. La mentalidad de Unamuno es romántica por antonomasia, aunque en el sentido que le otorgó Carl Schmitt en su libro Politische Romantik.17 Su argumentación, contradictoria e idéntica a un mismo tiempo, se pierde en un esteticismo radical, ajeno, por esencia, a las decisiones religiosas, morales o políticas, así como a la conceptualización científica. Este ocasionalismo subjetivo se refleja en la crítica de Ortega y Gasset (Ensayos, 25): «el espíritu de Unamuno vagabundea por los sistemas filosóficos y por los géneros literarios, sin hallar en ninguno madurez». El «Quijote» de Unamuno, más romántico político que político romántico, constituye el paradigma del decisionista. Su visión místicopolítica, radicalizada por la polémica, termina ahogándose en un subjetivismo radical. El polo opuesto del «Quijote» de Unamuno lo constituye la interpretación de Ramiro de Maeztu (Hacia otra España), influido, según sus propias palabras, por Max Stirner, Schopenhauer, Etiévant, Malthus y sobre todo por Federico Nietzsche. El lema bajo el que se interpreta el «Quijote», lema que aparece también en Unamuno y Azorín, procede de Nietzsche, y es que España había querido demasiado, había aspirado a demasiado. Maeztu toma estas palabras en un sentido negativo y, en vez de intentar instaurar un nuevo Quijote, como Unamuno, decide partir de la opinión consagrada por el pueblo, y aplicar una perspectiva histórica. Su interpretación del «Quijote» no es, pues, según las apariencias, 15

Sobre la historia de «lo fáustico»: Schwerte (1962). Unamuno también continúa una estrategia ya empleada en España. Por ejemplo, la defensa que Quevedo hizo de Santiago como patrón de las Españas, o los intentos de Felipe II para que se canonizara a «El Cid». 16 Meerfahrt mit «Don Quijote», en: Mann: Gesammelte Werke, IX, 477. 17 «Romantik ist subjektivierter Occasionalismus, d.h. im Romantischen behandelt das romantische Subjekt die Welt als Anlaß und Gelegenheit seiner romantischen Produktivität», Schmitt (1925: 23). Sobre Don Quijote, v. p. 207.

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simbólica o esotérica, sino que se limita a constatar las razones que dio Cervantes para escribir la novela: una parodia del espíritu caballeresco y aventurero. No obstante, su decisión de «no leer entre líneas» se toma en el campo de lo político, y no en el del análisis literario o filológico. Para la sabiduría popular, según Maeztu, Don Quijote representaría una figura negativa, una advertencia para no emprender aventuras descabelladas, una invitación a la meditación. Esa sería la enseñanza esencial que saca el pueblo del «libro nacional». Por añadidura, Cervantes fue un hombre desengañado y amargado, y creó el «Quijote» para consolarse de tales desengaños y amarguras. En suma, la novela de Cervantes fue una obra decadente, una despedida definitiva del ideal caballeresco, el libro del desencanto español, que invitaba al reposo y a la pasividad. Esta interpretación, que entra de lleno en el juego simbólico, se fundamenta, aunque con algunos matices diferenciadores, en la herencia anteriormente mencionada de los «tradicionalistas» y otros autores que consideraban al «Quijote» como un canto de cisne del apogeo imperial español. Con posterioridad, también encontrará eco en algunos autores nacionalistas como Giménez Caballero, que conectarán el ánimo decadentista del 98 con la novela de Cervantes: «El Quijote –escribía Giménez Caballero (Genio)– es la correlación espiritual al desastre que se fraguaría en Münster». El Quijote es el primer «estado de ánimo de puro 98». Alarma e ironía. «Primera despedida de toda grandeza y aventura española». Si para Maeztu, Don Quijote representa una figura sin «voluntad de poder», inhábil para fundamentar un nuevo ideal y regenerar a España, hay otros dos mitos que contienen elementos de esa «voluntad de poder», tan necesaria en la vida de los pueblos: Hamlet y Don Juan, según Maeztu, el genio de Shakespeare, a través de la figura dubitativa de Hamlet, logró invocar la decisión mientras que Don Quijote, con su constante actividad, promueve el descanso y la inacción. Por ello, concluye Maeztu, «Inglaterra ha conquistado un imperio; España ha perdido el suyo» (Don Quijote, 32). Para caracterizar a Don Quijote, Maeztu recurre al juicio de Ángel Ganivet, expresado en su Idearium español, de que el problema de España, es decir, su postración y abulia, había sido causado por un exceso de acción, y transfiere al «Quijote» el sentimiento de agotamiento existencial provocado por un exceso de «querer». Don Juan, sin embargo, es la energía bruta, infinita, inagotable; Don Juan es, para Maeztu, el poder, y si las palabras malo y bueno carecen de realidad objetiva, si su significación depende exclusivamente de las clases sociales que ocupan el Poder, si la totalidad del universo es indiferente al bien y al mal, si no hay un dios en los cielos y Don Juan nos gusta, Don Juan tiene razón (Don Quijote, 103-104),

es decir, Nietzsche es el que tiene razón, al que llama «el Redentor». El Don Juan de Maeztu, en áspera concurrencia con el Don Quijote unamuniano, adopta claros rasgos fáusticos, un fenómeno que podía fundamentarse en Spengler (1921: 18), quien había considerado a Don Juan y a Don Quijote como emanaciones temporales de un espíritu fáustico atemporal. No obstante, después de su conversión, Maeztu, si bien no cambió su valoración del «Quijote», abolió

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indirectamente la exaltación positiva de la energía desbordante del burlador. Salido de la «zona tórrida» de Nietzsche, ese «genial dicharachero», como lo llamaba Ortega y Gasset, el resultado no podía ser otro. En el estadio final de su vida, Maeztu incorporó una ideología tradicionalista y monárquica, antidecisionista, como lo demuestra su ataque a las teorías de Carl Schmitt.18 Por su parte, Unamuno intentó contrarrestar la para él peligrosa revalorización de Don Juan, es decir la alabanza del poder por el poder, la omnipotencia, atribuyendo a Don Quijote dos cualidades fundamentales que lo distinguirían de su antítesis: su capacidad de autoreflexión y su antidogmatismo, precisamente dos elementos que funcionan como frenos del poder. En Unamuno, el «donquijotismo» evoluciona y se radicaliza como antídoto contra la naturaleza, la cultura y la religión fáusticas: el «titanismo nihilista». Mientras Unamuno propugnaba una revolución espiritual, Maeztu luchaba por la revolución material. En el análisis de la obra de Maeztu referida al «Quijote» hemos hecho especial hincapié en los pasajes más radicales, en los más polémicos, para resaltar así la confrontación con Unamuno. Ciertamente, la figura de Don Juan encuentra también aspectos negativos en Maeztu, no obstante siempre queda una visión positiva del poder en abstracto que falta en otros autores de la Generación del 98, o que aparece mucho más debilitada. Desde el siglo XVIII se instaura en Europa una clara tendencia contra el poder, fruto de la lucha ilustrada contra la monarquía absoluta. Kant habló de la fuerza corruptora del poder, y esta corriente de pensamiento culminó en la célebre frase de Schlosser, popularizada por Burckhardt: «el poder es malo en sí mismo».19 Este pensamiento representaba una cesura con la doctrina tradicional de la Iglesia católica, establecida por Gregorio VII, y que acentuaba la bondad intrínseca del poder, aun en el caso de que el demonio lo ejerciera en algún momento, pues todo poder procede de Dios. En la interpretación de Maeztu, la descalificación de Don Quijote como mito político supone una revalorización del poder, con la ayuda de la figura de Don Juan. Para Unamuno, sin embargo, el ensalzamiento de Don Quijote permanece en el marco de una defensa del individuo frente al poder. No en vano, el episodio favorito del escritor vasco en la obra cervantina era el de los galeotes. Aunque nos hemos centrado en la controversia sostenida entre Unamuno y Maeztu, es necesario al menos mencionar en este mismo contexto a Ortega y Gasset, no obstante su distinta adscripción «generacional», pues su interpretación del «Quijote» o, mejor, su actitud «cervantista», constituye uno de los vértices del triángulo que dominó la polémica en torno al «Quijote» como mito político y símbolo de identidad. Sin poder profundizar en su teoría por problemas de espacio, diremos que Ortega y Gasset, impactado por la subjetividad y apasionamiento cegador de los intérpretes españoles del «Quijote», decidió desplazar el centro neurálgico hacia la figura de Cervantes, el «semidiós alcabalero», el símbolo del 18 Maeztu: «El espíritu y la ‹decisión›». Ver también su obra En vísperas de la tragedia. Sobre la polémica con Carl Schmitt y el decisionismo, que tenía por objeto refutar la tesis del jurista alemán sobre Donoso Cortés: Hernández Arias (1998: 145). 19 «...daß die Macht an sich böse ist», Burckhardt: Weltgeschichtliche Betrachtungen, 61.

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buen sentido, la «plenitud española». Una interpretación aislada de Don Quijote llevaba, según Ortega y Gasset, a resultados grotescos. En Cervantes, y no en Don Quijote, era donde quedaba encerrado el enigma de España: Si supiéramos con evidencia en qué consiste el estilo de Cervantes, la manera cervantina de acercarse a las cosas, lo tendríamos todo logrado. Porque en estas cimas espirituales reina inquebrantable solidaridad y un estilo poético lleva consigo una filosofía y una moral, una ciencia y una política (Ortega: Meditaciones, 75).

Es indudable que para otros autores de la Generación del 98, como Antonio Machado, que veía en el «Quijote» la «enciclopedia del sentido común español» (Machado: P.C., 1566), o Azorín, que consideraba a Don Quijote «nuestro símbolo y nuestro espejo» (Azorín: O.S., 349), la novela de Cervantes constituyó una fuente de inspiración y un símbolo de identificación. No obstante, faltaría precisar hasta qué punto los autores del 98 proyectaron sus ideas políticas en su visión de Don Quijote. Mucho se ha hablado en torno al carácter apolítico de la Generación del 98, de su recelo frente a las ideologías. Y es cierto que aunque los autores coincidieron durante un largo tiempo en el republicanismo o, mejor, en el «antimonarquismo», como forma política, la idea de lo que tenía que ser la nueva España fue vaga y confusa. Sin embargo, sobre todo en dos escritores, Azorín y Pío Baroja, encontramos un peculiar trasvase de su confesión política o apolítica, según se mire, a la figura de Don Quijote. Azorín20 atravesó varias fases en su consideración del personaje de Cervantes. En su primera fase, influida por el romanticismo alemán y por Nietzsche, Azorín asume una actitud anarcoaristocrática y se decanta por romper la vieja tabla de valores morales, «esa austeridad castellana y católica que agobia a esta pobre raza paralítica». Sin embargo, con posterioridad, Don Quijote servirá para realizar una glorificación del «genio castellano» y, como representante del idealismo caballeresco, es decir del honor, se convertirá en defensor de la tolerancia y del sacrificio por la patria. El código caballeresco que emana del «Quijote» recibirá un nombre, «liberalismo», que se refiere más a una actitud personal que a una posición política. En el Secreto de Cervantes confesaba: «Don Baldomero Villegas, empeñado en ver en el Quijote el código fundamental del liberalismo humano, y tal vez en ello no andaba descaminado» (Azorín: O.C., 931). El «Quijote» se convierte así en fiel reflejo del autor, Cervantes, quien, al haber soportado un destino de marginación y a causa de su vida de pequeño burgués, adopta una visión liberal de la vida. Pero la experiencia traumática de la Guerra Civil y de la II Guerra Mundial va a impulsar a Azorín a profundizar en esta exégesis del «Quijote», y en la figura literaria descubre a un defensor del Derecho Natural frente al Derecho Positivo (O.C., IX, 194), precisamente en el momento en que se produce un resurgimiento del Derecho Natural en la Europa de posguerra, sobre todo en Alemania, como reacción frente a la soberanía del positivismo jurídico, considerada culpable de haber allanado el camino al Nacionalsocialismo. Don Quijote se muestra también un defensor de los derechos inalienables de la persona humana (215), es decir del 20

V. Pérez López (1974), Laitenberger (1987b: 75-86).

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individuo frente al Estado, y, como mediador entre la aristocracia y el pueblo, se torna en un símbolo de reconciliación nacional, aunque siempre dentro de la ideología oficial: «Es ahora gracias a Cervantes –escribe Azorín– cuando el pensamiento de los reyes católicos, pensamiento de unidad [...], de trabazón íntima entre todos los componentes de España, encuentra, en lo espiritual, su plena realización» (194). Por último, tanto Cervantes como el «Quijote» servirán para apuntalar el régimen de Franco y su política con Hispanoamérica. Así, Franco habría luchado por el mismo ideal que el Hidalgo, y su nombre, por su anhelo de propagar el espíritu español en América, quedaría unido indisolublemente al de Cervantes, autoridad suprema en el idioma (Azorín: «Franco»). El caso de Pío Baroja es también significativo. Como los demás escritores del 98 asume que la literatura española es fiel reflejo de la cultura y de la ideología españolas, como ocurre en el resto de las naciones. No obstante, la cultura española es periférica; Don Quijote, como tipo literario, pertenece a los arrabales de Europa, lo que ocurre también con Hamlet y Raskolnikov, de ahí su intensidad, pero también su absolutismo. En la conocida confesión política de Baroja: Yo he sido siempre un liberal radical, individualista y anarquista. Primero, enemigo de la Iglesia; después, del Estado; mientras estos dos grandes poderes estén en lucha, partidario del Estado contra la Iglesia; el día que el Estado prepondere, enemigo del Estado (Juventud),

se refleja claramente su valoración de Cervantes y del «Quijote». Si el autor le resulta poco simpático, como Goethe por razones similares, es porque Baroja lo considera un hombre que ha pactado con el enemigo, es decir con la aristocracia, la Iglesia y el poder. Baroja no puede dejar de considerar a Cervantes con la mirada de su época, y transfiere sus prejuicios y antipatías al pasado, y para él, en la España de Cervantes germina la semilla de San Ignacio de Loyola. No obstante, salva a Don Quijote insuflándole sus propias convicciones, invirtiendo el deseo de Cervantes de otorgarle una convicción negativa. Una vez más con la ayuda de Nietzsche, Don Quijote se torna en un «hombre de acción», en un símbolo de la afirmación de la vida, pues el instinto vital necesita de la ficción para afirmarse. Los individuos sanos y fuertes no ven las cosas como son, porque no les conviene, escribe Baroja en El árbol de la ciencia (176). Esta opinión, expresada por varios personajes de sus novelas, conduce a menudo al anhelo de un hombre fuerte, de una suerte de «dictador», con el carisma para imponer sus decisiones a las masas. En su visión del «Quijote» y de Cervantes vierte, pues, Baroja su contradictoria y confusa posición política, mezcla de oportunismo y distanciamiento, de crítica institucional y de actitud burguesa. No deja de ser peligroso aventurarse en particularidades acerca de la imagen dominante de Don Quijote en el pueblo, ya que todos aquellos que están en situación de entender la novela, componen e interpretan la figura de Don Quijote de acuerdo con sus principios personales, de modo que cada cual diferencia su Don Quijote del usual. Algo similar ocurrió en la Generación del 98, que desencadenó una batalla por el sentido del «Quijote», sin percibir la distancia que iba separando

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su interpretación, que quería ser polémica, de la supuesta imagen del «Quijote» fijada en el pueblo. Sin embargo, habría que preguntarse qué actualidad puede tener hoy una lectura «mitológica» o simbólica del «Quijote». Como a principios de siglo, en estos últimos años se ha planteado de nuevo la relación de España con Europa. Y en la idea de Europa se ha reflejado el carisma de sus hijos: Don Quijote, Fausto y Hamlet. Si Don Quijote fue fruto católico, Fausto lo fue protestante, y Hamlet simbolizó el destino de Europa. A finales del siglo XIX y principios del XX, Don Quijote, de un modo positivo o negativo, fue empleado para superar una crisis nacional, en parte reflejo de la pérdida de la hegemonía europea en el mundo. Ahora hemos penetrado en una nueva dimensión de lo político. En el futuro se comprobará si el proceso de la unidad europea representa una empresa quijotesca o fáustica, o si se deja llevar por una política hamletiana. Los esfuerzos hermenéuticos de los escritores de Generación del 98 por desentrañar el misterio del «Quijote» fueron dignos de la grandeza de Cervantes, pues, como se ha dicho con referencia a Shakespeare, permítaseme que substituya aquí su nombre por el del escritor español, Cervantes fue tan grande que probablemente jamás podamos hacerle justicia. Pero, si no podemos hacerle justicia, deberíamos cambiar, al menos, de vez en cuando, los métodos con que le hacemos injusticia.

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Martin Franzbach Mitos de la Generación del 98: Don Juan No sorprende que la Generación del 98, tan entusiasta del mito, reivindicara la figura del Don Juan. Cuando Ernst Bloch incluyó al Don Juan, en su obra escrita en el exilio El Principio Esperanza, entre los «ideales del instante realizado», lo que pretendía era poner de relieve el carácter utópico del mito del Don Juan y la potencia transformadora de la sociedad que alienta en la utopía. El interés del tema del Don Juan reside en la casuística del honor. La acción está delimitada entre los dos polos del honor perdido y recuperado. ¿Qué era entonces lo más inmediato para los representantes de la Generación del 98 sino vincular este personaje con el honor nacional perdido y las tentativas o sueños para recuperarlo? Pero esta predilección de la Generación del 98 por la figura del Don Juan tiene, además, otra explicación que, junto a la formación estereotípica de mitos característica de todo fin de siècle, incluía también otros personajes literarios como Don Quijote, la Celestina y Segismundo. En conexión con la búsqueda de una nueva identidad individual y nacional, la burguesía insegura se aferraba a una serie de valores, aparentemente eternos, y trataba de interpretarlos como ideales para el futuro. El objetivo de este estudio será examinar si todos los mitos son creaciones carentes de significado político –como sostiene Roland Barthes– o, por el contrario, son portadores de una dinámica explosiva que echa por tierra la validez de toda afirmación sobre la impotencia de esta «generación de la derrota» (Werner Krauss). Empecemos con la exploración del paciente. Las versiones del Don Juan, en el marco de la Generación del 98, abarcan todos los géneros: novela, teatro, ensayo y poesía. Su epicentro cronológico se sitúa en los años 20, durante la dictadura militar de Miguel Primo de Rivera (1923-1930), lo que podría inducir a interpretar el mito como función evasiva. En primer término aparece la visión del Don Juan en Unamuno, en contraste con la figura de Don Quijote. Ya en uno de sus primeros ensayos, Sobre Don Juan Tenorio (1908), el pensador vasco-salmantino destaca, como elemento dominante, el arrepentimiento de Don Juan en el seno de la iglesia católica. Sin embargo, según Unamuno, Don Juan es sólo un cristiano bautizado que no vive ni ha hecho suya su fe. Mientras Don Quijote ama platónicamente a su Dulcinea, Don Juan Tenorio se lanza a sus conquistas terrenales por aburrimiento. Por ello, ambas figuras son irreconciliables. Don Juan vive y se agita, mientras Don Quijote duerme y sueña, y de aquí muchas de nuestras desgracias (Abellán 1968: 436). Cuando Unamuno valora al Don Juan como pernicioso para la evolución de España, se reflejan ahí sin duda sus diversas conversiones, porque a Unamuno, ateo y anarquista, Don Juan le

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resultaba sospechoso. Ya en la Vida de Don Quijote y Sancho (1905) Unamuno renunció a la idea de la europeización de España y se orientó hacia la formación de mitos con mayor intensidad. El hecho de que el Don Juan Tenorio (1844), de José Zorrilla y Moral, fuera el punto de partida para las reflexiones de Unamuno no es una casualidad porque, en el apogeo de la romantización del tema, Don Juan se salva en la escena final gracias al amor de una mujer. La puesta en escena de la obra todos los años, el 2 de noviembre, día de Todos los Santos, es un indicio claro de su dimensión cristiana: la intercesión por las almas condenadas al Purgatorio. En uno de sus últimos dramas, El hermano Juan o el mundo es teatro (1929), Unamuno da vida a un Don Juan narcisista que «por un instinto de redención» es fraternalmente amado por las mujeres. La visión barroca del Theatrum Mundi representaba el marco de la creación. El público aplaude la representación del personaje pero, a la vez, reconoce en Dios la instancia moral para un comportamiento ético falso. De esta forma, el hermano Juan se salva al final de la obra en su hábito de monje a la puerta del convento, poniendo así término a su personaje para prepararse para el más allá. El Don Juan de Unamuno es esencialmente problemático. Al contrario que sus antecesores más célebres, reflexiona, medita, se interroga por su destino y su razón de ser. El hermano Juan vive en el temblor de un inminente castigo divino. Es víctima del asedio de la mujer y no al revés, como ocurría en todos sus antecesores. Don Juan provoca la conmiseración de la mujer. Parece que Unamuno se orientó para su obra en el hermano Juan de Azorín, quien al final de la novela Don Juan (1922) deja que su protagonista viva retirado en un monasterio. La cristianización de la figura del Don Juan se explica en Azorín, no como en Unamuno por la expiación de sus pecados, sino por el cambio de vida que se vio obligado a hacer a consecuencia de una grave enfermedad. De forma distinta a Unamuno, Azorín vincula el destino del Don Juan que envejece con el destino de la pérdida de España como potencia mundial. En una ilustrativa parábola en forma de diálogo, el hermano Juan entona el canto de los valores morales, que son más importantes que todas las riquezas terrenales. Esta argumentación muy generalizada pertenecía, desde inmediatamente después de la guerra perdida del 98, al arsenal de ideas de los círculos nacionales conservadores de derechas. Se trata de una transposición de la ideología cristiana a la esfera política. El diálogo del hermano Juan gira en torno a los conceptos de pobreza, riqueza y honor: – Hermano Juan: ¿por qué es usted tan pobrecito? ¿Es verdad que ha sido usted muy rico? – Todos hemos sido ricos en el mundo; todos lo somos. Las riquezas las llevamos en el corazón [...]. – Hermano Juan: si ha sido usted rico, ¿cómo se puede acostumbrar a vivir tan pobre? – Yo no soy pobre, hija mía. Es pobre el que lo necesita todo, y no tiene nada. Yo no necesito nada de los bienes del mundo.

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– Pero sus riquezas, hermano Juan, ¿las perdió usted por azares de la fortuna, o las abandonó usted de grado? – Mi pensamiento está en lo futuro, y no en el pasado; mi pensamiento está en la bondad de los hombres, y no en sus maldades (Abellán 1968: 422).

La instrumentalización del mito aparece más concretamente en el trío de figuras literarias de Ramiro de Maeztu: Don Quijote, Don Juan y la Celestina (1926). Maeztu parte de la filosofía popular de Don Quijote y sus enseñanzas diarias a través de los siglos. El libro ha cumplido siempre una triple función: 1. Reconforta y desembaraza la cabeza de ilusiones y patrañas. 2. Nos inclina a sonreírnos y liberarnos de las propias desgracias. 3. Señala el camino hacia la paz espiritual, también para el cuerpo y el alma atormentados del pueblo. Esta terapia oscila específicamente entre el diagnóstico de Nietzsche, que había dicho «España es un pueblo que ansiaba demasiado», y el análisis de Ganivet: «La carencia de un ideal condujo a la abulia». Don Quijote, Don Juan y la Celestina reflejaban con la máxima claridad el carácter vegetativo, inconsciente, no sujeto a la voluntad, de la vida española. El espíritu de España, según Maeztu, había encontrado su concordancia en aquel entonces en los hidalgos y las órdenes religiosas. El resto del país se consumía sin vida, afirmaba Maeztu. Don Quijote y Don Juan habían sobrevalorado su energía, simbolizando por eso la decadencia de España. Al atribuir Ramiro de Maeztu una cualidad sustancial a cada una de las tres figuras literarias –Don Quijote, el amor; Don Juan, el poder; la Celestina, la sabiduría– confrontó las tres características fundamentales del catálogo de virtudes burguesas con las contradicciones de los tres personajes. Para Maeztu, Don Juan tenía un exceso de energía que le condujo finalmente a su ocaso, porque se había topado, no como Don Quijote con los límites de lo terrenal, sino con las fronteras de lo divino. Frente a los mitificadores del Don Juan aparecen los desmitificadores. Antonio Machado acaba de modo radical sus Apuntes sobre Don Juan (octubre 1922) con el mito del Don Juan erótico, atractivo y triunfal. Don Juan está fuera del ámbito del Viejo y el Nuevo Testamento: «Don Juan es al amor lo que el español es a la cultura, a saber: un bárbaro, una X preñada de misterioso porvenir» (Abellán 1968: 426). De forma iconoclasta y parecida trata Valle-Inclán las diferentes interpretaciones del Don Juan en su obra. Al Marqués de Bradomín, un aristócrata decadente, lo considera un Don Juan actualizado por su sentido de lo estético, al que apostrofa además de «feo, católico y sentimental». En una parodia del Don Juan Tenorio, de Zorrilla, el propio Valle-Inclán llegó a interpretar, a pesar de su barba, el papel de Doña Brígida. El punto culminante de las variaciones del Don Juan lo representa el Esperpento de las Galas del Difunto (escrito hacia 1925), perteneciente a la trilogía de Martes de Carnaval (1930). En él, Valle-Inclán compara el militarismo colonial anacrónico del dictador Primo de Rivera con las guerras coloniales absurdas del siglo XIX en Cuba, desde 1868 a 1898.

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Por medio del personaje Juanito Ventolera, un soldado andrajoso que se presenta al público como «repatriado de Cubita libre», Valle-Inclán confronta la pérdida de los ideales patrióticos con la «Weltanschauung» frívola del Don Juan. Pues «ventolera» significa «golpe o racha de viento fuerte pero poco duradero» y «dar a alguien la ventolera de algo» quiere decir en lenguaje familiar «metérsele en la cabeza una idea repentina que no tiene explicación lógica» (Pequeño Larousse Ilustrado, 1996). Las interpretaciones de la figura del Don Juan, en relación con la búsqueda de la identidad española, tienen su expresión más original en la Introducción a Don Juan, artículos publicados por José Ortega y Gasset en El Sol en junio de 1921. Ortega y Gasset señala el origen histórico común de las leyendas de Don Juan y del Doctor Fausto en las que los dos personajes persiguen lo inalcanzable. El carácter piadoso original, con valor ejemplar, de la saga del Don Juan evolucionó, sin embargo, pronto: Pero entonces Don Juan no es un botarate, sino terrible símbolo de una simiente trágica que, más o menos incubada, llevamos dentro todos los hombres: la sospecha de que nuestros ideales son mancos e incompletos, frenesí de una hora embriagada que culmina en desesperación, embarque jovial que una vez y otra hacemos en naves empavesadas, las cuales siempre al cabo periclitan (O.C., VI, 124).

Don Juan encarna la condición extremista par excellence del español: Por eso en esta leyenda hay escenas de mediodía y de medianoche, virginidad y pecado, carne moza y masa cadáver, orgía y cementerio, beso y puñal. Al drama humano asisten cielo, infierno y purgatorio, que, como espectadores de una corrida de toros, no logran contenerse y acaban por tomar parte en la función (126).

Ocuparse de la figura y las hazañas del Don Juan obliga a tomar partido. En ello residía para Ortega y Gasset su valor intemporal. El péndulo oscila, según él, entre una visión apologética y otra moralizante. Ambas direcciones –la de los partidarios y la de los detractores del Don Juan– la redujo Ortega al antagonismo entre élite y masa. El hombre-masa ha odiado siempre todo lo que no se acopla a sus normas. De esta forma, Don Juan se ha convertido en una especie de pararrayos para los malogrados. Estas reflexiones de Ortega y Gasset enlazan, sin duda, con la imagen de Nietzsche del «sobrehombre» (Sobejano 1995: 336) y así encontramos en este ensayo sobre Don Juan al filósofo alemán como testigo principal: Nietzsche descubrió genialmente el mecanismo del alma rencorosa, lo que él llamó resentimiento. El hombre inepto, torpe, vitalmente fracasado, va por el mundo con su corazón rezumando desestima de sí mismo. Como no logra acallar este menosprecio de sí, que sopla en bocanadas de su propio interior y no le deja vivir, se produce en él una reacción salvadora, que consiste en cegarse para todo lo valioso que hay en torno. Ya que no puede estimarse a sí mismo, tenderá a buscar razones para desprestigiar toda excelencia; no verá sino los defectos, los errores, las insuficiencias de los hombres mejores, cuya presencia equivale para él a una constante humillación. De este modo obtendrá una apariencia de equilibrio entre los demás y él. Emboscado en su resenti-

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miento, espiará a todo héroe con fiero ojo de cazador furtivo, complaciéndose en subrayar sus abandonos y sus descuidos (O.C., VI, 135).

A la oposición entre el genio titánico y la masa maliciosa pertenece también la actitud de Don Juan de estar dispuesto en todo momento a sacrificar su vida por sus ideales. Para Ortega y Gasset, Don Juan es lo contrario de un egoísta sensual. Estar dispuesto a morir y la alegría vital están estrechamente unidos en el carácter del Don Juan. Apenas hay un autor importante de la Generación del 98 –aquí habría que mencionar a Baroja y Manuel Machado– que no haya reflexionado sobre la figura del Don Juan en el contexto de la crisis nacional de España. Si volvemos a nuestro punto de partida y nos interrogamos sobre la creación y destrucción de mitos, se puede responder con mayor evidencia, y de acuerdo con esta exploración literaria, que: 1.

La figura del Don Juan aparece, casi siempre junto a la de don Quijote, como portadora de valores nacionales que pueden interpretarse positiva o negativamente.

2.

Algunos de estos valores –como la desmesura y la insaciabilidad de Don Juan– son considerados como los motivos que condujeron a la decadencia de España. El paralelismo entre el descenso a los infiernos de Don Juan y la pérdida de las últimas colonias de ultramar en 1898 desemboca en el mito de los valores morales del hermano Juan.

3.

Los escritores liberales del 98, destructores de mitos, abrieron una perspectiva, en el sentido de los regeneracionistas, sobre el futuro de la nación y clausuraron –modificando una frase de Joaquín Costa– con siete llaves el descenso a los infiernos de Don Juan.

4.

Es el balance de Ortega y Gasset el que vuelve a realzar la figura del Don Juan. Sus reflexiones coinciden con la aparición de dos obras suyas importantes, España invertebrada (1920) y El tema de nuestro tiempo (1923), y representan el final de la creación de mitos de la Generación del 98.

5.

Pero con ello se hicieron patentes las implicaciones políticas de la interpretación de mitos. Pues la decisión de hispanizar Europa estaba unida a la conservación de los valores tradicionales españoles, a los que pertenecía también el sistema de la monarquía, mientras que la europeización de España implicaba aceptar la introducción de las ideas democráticas de la Ilustración (Strosetzki 1997: 51). (Trad.: Juan Segura).

Bibliografía Abellán, José Luis (ed.) (1968): Visión de España en la generación del 98. Antología de textos. Madrid: Editorial Magisterio Español.

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Martin Franzbach

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Gudrun Wogatzke La vida es sueño: del discurso ortodoxo calderoniano al discurso existencialista unamuniano Die gesamte Thematik der regeneración im Modernismo wie bei den Achtundneunzigern ist ohne tiefes Betroffensein der damaligen Intellektuellen undenkbar. Gleichzeitig ist auch die sozusagen übernationale Teilnahme dieser Autoren an der gesamteuropäischen Modernität zu bedenken. (Schrader 1980: 93)

La posición de la mayoría de los autores de la Generación del 98 es ambigua en cuanto a la tradición literaria de España. Miguel de Unamuno,1 una de sus figuras más eminentes y más contradictorias, no representa ninguna excepción a esta regla. Critica, con su conocida mordacidad, la literatura barroca por su estrechez ideológica, prefiere la generosidad de Lope al dogmatismo de Calderón,2 se pronuncia contra el neoclasicismo y el romanticismo como movimientos ajenos al espíritu español y tampoco quedan exentos de su severo juicio las autoridades literarias contemporáneas. La opinión de Unamuno puede variar considerablemente según la situación histórica y su contexto biográfico. Procede selectivamente eligiendo personajes determinados de la obra completa de un clásico, los que luego le sirven como punto de partida, como estimulante para la concepción de ideas originales. Deconstruye los modelos para servirse de ellos como base de sus propias teorías y después los construye como vehículo de sus conceptos, como lo efectuó con la figura del Quijote y de Segismundo.3 Trabaja metódicamente con una dialéctica o polémica contradictoria,4 que hace aparecer su obra entera como una entidad construida en oposiciones: tiempo / eternidad, lo finito / lo infinito, muerte / inmortalidad, realidad / ficción, potencia / impotencia. Estas oposiciones no pueden ni deben neutralizarse, ya que sirven como móvil indispensable del struggle for life, como articulación de la productividad primitiva del cosmos al nivel de la existencia humana. 1 Para una rápida información sobre la vida y la obra de Unamuno, v. e.o. Egido (1991); más detalladamente informan los «clásicos»: Schürr (1962), Marías (1976). 2 «[...] Lope, el gran Lope, poeta, sin duda, más grande y más completo que Calderón.» (La vida es sueño, 998). 3 «[...] este gran Unamuno arbitrario molió a los clásicos en su personal molino afectivo, [...], hasta lograr harina aplicable a un paladar que no era el común», Serrano Poncela (1961: 505); v. también: Baskedis (1967: 26-55). 4 García Mateo (1978: 58). El mismo Unamuno articuló su íntimo y permanente desconcierto moral en varios lugares. V., p. ej.: «[...] la vida es tragedia, y la tragedia es perpetua lucha sin victoria ni esperanza de ella; es contradicción» (Del sentimiento, 19); «[...] es el conflicto mismo, es la misma apasionada incertidumbre lo que unifica mi acción y me hace vivir y obrar» (259).

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Unamuno, lleno de contradicciones irreconciliables y, dependiendo de su intención y del momento, es contradictorio también en su apreciación de la obra de Calderón, que le irritó y fascinó al mismo tiempo. Sin duda, La vida es sueño, que él mismo llamó «un portentoso drama» (Sueño y acción, 957), «un drama inmortal» (La torre, 467), es una de las comedias del Siglo de Oro que más y más duraderamente le impresionó por su afinidad con sus propios pensamientos. Con frecuencia cita los versos claves del drama –aunque no siempre al pie de la letra– en los que, después de haber fallado en la prueba a la que le había sometido Basilio, Segismundo está resumiendo las ideas principales de la obra. Una vez desengañado, el protagonista se da cuenta de que la vida es sueño y cosa efímera y como consecuencia acepta la necesidad de obrar bien con una conciencia moral para poder ganarse «la fama vividora» (Calderón 1980: 177). El idealismo que se manifiesta en La vida es sueño es, para Unamuno, muestra de una tradición idealista genuinamente española por transmitir una ética práctica en la que se articula una conciencia de misión: «[...] el idealismo calderoniano no es un idealismo filosófico o metafísico, sino ético y práctico; Segismundo no es ningún berckeleyano [...]» (Ganivet, filósofo, 1091). En las ideas claves de La vida es sueño Unamuno aprecia una perfecta harmonía entre el espiritualismo y el pragmatismo5 que él consideraba remedio importante contra la diagnosticada abulia y el marasmo de su tiempo, aunque dudaba de que Calderón, e incluso Cervantes, fuesen conscientes de la transcendencia de sus ideas. En el título del drama, según él, y siguiendo a Farinelli (1916), está condensada substancialmente toda la filosofía del mundo (La torre, 467). Está convencido de que la concepción de la vida como sueño «nace de la preocupación del más allá de la muerte» (La vida es sueño, 996). El drama de Calderón nació cuando el sueño de la hegemonía española empezaba a deshacerse. Con una alusión directa e insistiendo en la delicada situación política de la España y de la Europa contemporáneas,6 que entonces sufrían las consecuencias de la Primera Guerra Mundial, Unamuno pone de relieve la importancia y la utilidad del drama calderoniano: «[...] Calderón, condensando en un título la sustancia de filosofías mundiales, declaró que debíamos acudir a lo Eterno, / que es la fama vividora / donde ni duermen las dichas / ni las grandezas reposan» (996). Al lado de este Calderón, que Unamuno prefiere porque no sólo enseña el carácter onírico de la vida, sino también anima el deseo de eternizarse, hay otro «Calderón, el dogmático, el ortodoxo, el que no dudaba, apenas soñó» (Calderón, 1464), el que no tiene la benevolencia de Unamuno por su «concepción estática, quieta, cerrada, dogmática de la vida» (1469). Como Machado, se sirve del tertium comparationis de la petrificación cuando compara la obra de Calderón con catedrales que son monumentales, pero que no tienen vida. La fe de Calderón, el 5

«[...] tomemos el lema calderoniano en su La vida es sueño» (Del sentimiento, 266). «Y Segismundo, el soñador de Calderón, nos puede enseñar mucho; nos puede enseñar cuán deleznables y perecederos son los sueños de hegemonía» (La vida es sueño, 999).

6

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«estricto y rígido católico apostólico romano a la antigua española» (La vida es sueño, 997), es inconmensurable con el querer-creer de un Unamuno disociado, descentrado ontológicamente, que siempre dudaba, y que le negaba al catolicismo practicado en España una relación íntima con Dios, por haberse convertido en un mero código de conducta. Inexorablemente, se pide y se observa el cumplimiento de las leyes del código, que como fe petrificada ya no saben despertar las tan importantes fuerzas creadoras.7 Este código tal vez pueda servir de base para una ética general, pero es inepto para llevar al hombre a su destino intrínseco, o sea, a la anhelada salvación eterna (Del sentimiento, 264). Unamuno contrasta la creencia de Calderón con su concepción de la fe cristiana, lo que inevitablemente debe llevar al descrédito de la religiosidad calderoniana,8 porque la fe de Unamuno sólo nace en la lucha, en la duda, que es, como la duda agustina o cartesiana, garantía de la existencia. Sin embargo, no es duda metódica, sino duda de índole existencial.9 Como Unamuno le niega a Calderón la capacidad de dudar, también pone en cuestión la sinceridad y la profundidad de su fe. Por lo tanto se pregunta si «¿[e]ra verdadera fe, fe viva, fe que sabe dudar, y porque duda vive, la fe de Calderón, la fe del pueblo de Calderón?» (Calderón, 1468).10 La constancia, la firmeza inquebrantable que, por un lado, Unamuno admira en Calderón, porque es la fuente de innumerables comedias suyas, por otro lado le irrita, por ser él mismo incapaz de entregarse con razón y corazón a una fe incondicional.11 Prefiere dudar de la autenticidad de la religiosidad calderoniana que de su axioma de la duda productiva, porque su fe puede surgir sólo en este mismo conflicto eterno entre la razón, que le prohíbe creer12 y el corazón, que anhela creer, para darle un sentido a la vida. La agresividad latente que se esconde detrás de los ataques contra Calderón y contra la razón,13 procede de su experiencia de la 7

«La creencia aquí es una rutina inconsciente, es una costumbre pública, es un ritual» (Calderón, 1467). La creencia de Calderón le parece ser «una manera de quitarse de en medio ciertas preocupaciones que le traían de fuera» (Calderón, 1468). 9 Esta duda es una característica común del discurso de todos los autores de una filosofía existencial. En la duda, en el miedo (que se parece a la experiencia de la congoja unamuniana) perciben el ser como el estar expuesto a la Nada. Como la congoja, tampoco el miedo es un mal, porque da la posibilidad del ser verdadero, que Kierkegaard define como el salto en la fe –que Unamuno no consigue–, Heidegger como Entschlossenheit y Sartre como engagement. El individuo que no se atreve al ser verdadero, se refugia en el Man, en la Seinsart der Alltäglichkeit (Heidegger), una evasión, que mucho tiene en común con el reproche de Unamuno, de que los españoles se refugiaran en la ritualización de la fe o en el sueño del dormir. Una aproximación al existencialismo unamuniano ofrecen entre otros: Marías (1976: 190-249); Cruz Hernández (1952: 41-53) y (1963: 5-11); Paucker (1966/1967: 75-91); Chaves (1972: 61-81); Delgado González (1990: 34-66). 10 En otra parte habla de la «robusta fe católica» de Calderón (Del sentimiento, 266). A los que no saben creer de la misma manera que Calderón, Unamuno les recomienda combatir la Nada como el Obermann de Sénancour, porque es una injusticia metafísica indignante. 11 Unamuno se caracteriza a sí mismo como «hombre de contradicción y de pelea [...] uno que dice una cosa con el corazón y la contraria con la cabeza» (Del sentimiento, 258). 12 «Es mi razón que se burla de mi fe y la desprecia» (Del sentimiento, 298). 13 V., p. ej.: En torno al casticismo, cap. III; El espíritu castellano, 67-98. En este ensayo Unamuno se identifica –como antes lo había hecho Valera– con los juicios de Menéndez Pelayo, que cita muy a menudo. Sobre la razón dice en otro lugar: «Acaso la razón enseña ciertas virtudes burguesas, pero no 8

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ausencia de Dios, una sensación de carencia que, según Unamuno, nunca había sentido Calderón, así como de su hambre de Dios, que la razón con su duda permanente alimentaba14 desde que había perdido la fe en el Dios de su niñez, y, sobre todo, después de la crisis de 1897.15 El teatro de Calderón como espejo de conceptos religiosos le parece un teatro muerto, en el que los personajes sólo están representando (Calderón, 1469), en el que se mueven ideas personificadas, esqueletos que –cubiertos sólo de una diáfana capa humana– más bien figuran de momia que de hombres.16 De ahí su juicio terminante sobre la facultad creadora de Calderón: «[...] no sabe crear caracteres» (En torno, 68). En sus comedias Unamuno echa de menos la dinámica propia de una idea, porque el autor barroco no toma del «fondo del mar lleno de vida» (68) para dar vida a sus personajes ya que se orienta en un «cielo frío y pétreo» (68). La viveza, el alma del pueblo y su intrahistoria (51) «lo ahoga en lo castizo nacional», como advierte Serrano Poncela (1961: 517). Por otro lado Unamuno apreció la obra de Calderón y la elogió como «cifra y compendio de los caracteres diferenciales y exclusivos del casticismo castellano» (En torno, 64). Las citas de las comedias prueban su familiaridad con los personajes de Calderón. Aplaude con vehemencia a algunos de ellos, sobre todo a Segismundo, aunque las figuras de Shakespeare siempre le parecieron más universales y transcendentales.17 En el segundo subcapítulo de El espíritu castellano, Unamuno subraya el ideal sublime de los caracteres calderonianos, un ideal que les otorga seriedad y dignidad: «Es grande Segismundo, precursor del Quijote, y hay eterna grandeza en Pedro Crespo y aun en don Lope de Almeida» (74). Su grandeza resulta del afán de querer ser la expresión adecuada de la voluntad humana. Unamuno confirma la genialidad de Calderón siempre que logra rescatar lo transcendente de los conceptos calderonianos: Examina su utilidad, y se aprovecha de los que le parecen todavía válidos para el sujeto moderno. Así se explica que algunas de las ideas principales del autor barroco, que escribió bajo la influencia de Séneca y del molinismo jesuita, se encuentren todavía, aunque de signo contrario, en la obra del poeta-filósofo de la modernidad, el cual también recibió una educación jesuita18 que influyó considerablemente en su «sistema individual» (según Améry 1979: 94). hace héroes ni santos» (Del sentimiento, 289). La fe de Unamuno en la razón humana es relativa. De ninguna manera puede reducirse el hombre a la razón. V., p. ej.: Cacho Viu (1997: 58). 14 «Y hay que creer acaso en esa otra vida para merecerla, para conseguirla, o tal vez ni la merece ni la consigue el que no anhela sobre la razón y, si fuera menester, hasta contra ella» (Del sentimiento, 257). 15 V. Sánchez Barbudo (1950: 218-243); Zubizarreta (1958: 7-35). 16 «Calderón se esforzaba por revestir huesos de carne y sacaba momias, [...] huesos, que admiran los osteólogos y paleontólogos en los dramas sarmentosos de Calderón» (En torno, 71). 17 «Penetra Shakespeare en la intrahistoria romana, y en la del alma con Hamlet, encarnación de humanidad tan profunda como el alegórico Segismundo, más viva» (En torno, 72). 18 De ningún modo queremos reducir a Unamuno a ser sólo el exegeta de Calderón, por lo tanto ponemos decididamente de relieve su modernidad y su filosofía existencial. Como rasgo característico de la modernidad aceptamos con Karl Hölz (1979: 91s.): 1) una conciencia de procedencia colectiva, 2) la renuncia a un conocimiento en el sentido de una doctrina de la verdad transmitida de modo abstracto, 3)

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Los conceptos de ambos poetas, cargados de los elementos específicos de su época, proceden de la oposición entre realidad y ficción. Lo efímero de las cosas del mundo, el vanitas mundi, se simboliza en la metáfora de la vida como sueño, como theatrum mundi o como novela. Como complemento a esta oposición se añade la de la mortalidad y el afán de eternizarse, que se manifiesta en la convicción de poder eternizarse a través de obras buenas y duraderas. En lo sucesivo se comparará la elaboración de este motivo antiguo por parte de Calderón y de Unamuno,19 para mostrar la posición paradójica y, por lo tanto, moderna del último, así como las implicaciones tanto para la vida social como para la vida del individuo. Vanitas mundi, el carácter transitorio de la vida, la vida como sueño, el desengaño, y, por fin, la renuncia al fatalismo son unas de las características del pensar y sentir barrocos. La duda en la realidad no es –como es sabido– de procedencia cristiana, sino oriental, pero, después de ochocientos años de coexistencia cultural está completamente integrada en la vida espiritual española del siglo XVII (Gerstinger 1967: 67). El mérito de Calderón no consiste entonces en la concepción original de la vida como sueño, una idea que antes y después de él se ha reanudado en numerosas variantes, sino en la magnífica adaptación teatral de este concepto desde una perspectiva rigurosamente cristiana.20 Para Segismundo vida y sueño se funden en uno. El príncipe polaco acepta que lo más importante no consiste en diferenciar estos dos principios, sino que tiene más importancia su voluntad de lo bueno, la que le concede la posibilidad de alcanzar la eternidad. Se atribuye una importancia suprema a la existencia de la muerte, ya que sólo a través de ella el hombre se da cuenta de lo finito de su vida. Si no existiese la muerte, la definición de la vida como sueño no tendría vigencia.21 El desengaño permite una vida con la conciencia de la muerte que no significa la nada, sino la eternidad. Segismundo se prepara para la eternidad y sabe que en el otro mundo le juzgarán por su vida onírica en éste. Por eso el sueño para él no es la ruptura con un saber absoluto de un pensamiento transcendente, y 4) la sensación de disonancia que procede del saber de una idea que existe, pero que no es disponible. 19 Los estudios de Bergamín (1946), de Gómez de la Serna (1953) y de van der Grijp (1963) sobre la relación entre Calderón y Unamuno, y el motivo del sueño tienen preocupaciones muy diferentes. Mientras que Bergamín intenta más bien rehabilitar a Calderón, criticando a su vez a los críticos de Calderón –sobre todo a Menéndez Pelayo–, Gómez de la Serna pone de relieve el carácter barroco y agónico de Unamuno, y van der Grijp analiza la obra unamuniana dentro de la tradición española del motivo del sueño. Zavala (1991) hace un análisis del discurso del sueño unamuniano en Niebla sin referencias a Calderón. 20 V. Farinelli (1916: t. I y II); v. también que Unamuno se refiere a Farinelli: «La vida es sueño debió de nacer con el nacer mismo de la conciencia refleja, y la historia no hace sino corroborarla y alimentarla, con una u otra variante» (La vida es sueño, 994). 21 «La culpa de que la vida parezca sueño la tiene la muerte. Si no existiese la muerte, la vida no parecía sino vida, vida despierta e incesante sin duda de sueño» Gómez de la Serna (1953: 13). En Calderón la muerte es el complemento necesario de la vida eterna, mientras que Gómez de la Serna la interpreta de modo parecido a los filósofos existenciales como una forma específica de la vida (p. ej. la enfermedad de Kierkegaard o el Sein zum Tode de Heidegger). Para Unamuno la muerte implica la culpabilidad del hombre por el Cainismo, así como la absolución del pecado original en la «neutralización» de la muerte por la ofrecida vida eterna. V., p. ej., Unamuno: El otro, 48s.

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ni huida de la monotonía cotidiana, negación o evasión de este mundo, como en el caso de algunos románticos (Gil 1988: 112), ni es símbolo de una vida inconsciente y tampoco se puede comparar con los ritos de incubación de la edad antigua. Segismundo es consciente de la insignificancia de la diferenciación entre vida y sueño, y su sabiduría le hace invulnerable contra el engaño de los valores seculares. Su saber de la existencia de la muerte como umbral a la vida eterna, le recuerda obrar con virtud. El sueño de Calderón no es sólo metáfora de lo efímero.22 El efecto didáctico que acarrea el sueño en Segismundo no consiste entonces solamente en haber reconocido la fugacidad de la vida, un tipo de filosofía casera, o «Schmalspurphilosophie» como se lo había reprochado Altschul a Calderón (1932: 472); consiste además en un imperativo moral y en la confrontación positiva con la muerte como pensamiento característico de un catolicismo pragmático que Calderón había conocido en el Colegio Imperial. Unamuno conserva la comparación entre vida y sueño, pero la modifica según las circunstancias.23 En el primer artículo, La vida es sueño, de noviembre de 1898, suplica irónicamente a los regeneracionistas en su cualidad de intelectuales, no despertar a las masas, a los idiotes de su sueño secular, «su sueño lento, oscuro, monótono [...] de su buena vida rutinaria» (La vida es sueño, 943). Aunque no lo parezca a primera vista, en este artículo, la crítica de Unamuno se dirige todavía más hacia los intelectuales que a un pueblo soñador, puesto que a cambio de la destrucción de su sueño, aquellos sólo saben ofrecer un progreso ambiguo que ya no es, como debería ser, medio para un fin, o sea, para hacer posible una vida más humana para todos. Para Unamuno y para los demás escépticos del progreso, éste, con una dinámica propia, se había deshecho de su finalidad para declarase finalidad en sí. No es ya contenido del discurso, sino el discurso mismo. La idolatría del progreso y una productividad sin fondo son modos absurdos de alienación, porque, según Unamuno, las malas cualidades del pueblo, como la pereza, la letargia y la soberbia, tampoco se curan con este nuevo Dios. El sueño aquí todavía es metáfora para el estado de una masa inconsciente, que sueña con los «ensueños consoladores» (943) de la Edad Media, en la que la razón todavía no se había levantado para atormentar al hombre, para burlarse de su fe con labios sangrientos. Cuatro años después –Unamuno había estudiado profundamente la obra de Carlyle y había traducido la History of the French Revolution (Clavería 1953: 958)–, el autor distingue entre el sueño, sleep, sommeil, en el que se duerme inactivamente y el ensueño, dream, rêve, en el que se sueña activamente. Y es a este último al que los españoles deberían acudir otra vez para poderse liberar de su actual letargia. Unamuno quiere animar a sus compatriotas a aventurarse a este

22 V. Heymann (1982: 84). En su artículo Heymann no sólo contrasta el interés sincero de Unamuno con la euforia calderoniana alrededor de los actos ceremoniales de 1881, sino analiza también las concepciones unamunianas del sueño como medio de regeneración. 23 Unamuno no es el único de los escritores del 98 que se forma su propio motivo onírico. V. también: Macrì (1988: 127ss.).

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sueño, que tanto se parece a la utopía.24 Intenta convencerlos de que el soñar la acción, parecido a la selffullfilling phrophecy, hace posible la acción misma, ya que entre sueño y acción hay interferencias obvias: «[...] la capacidad de soñar, [...] se nos fue con la capacidad de obrar y estoy seguro de que sólo volveremos a ser capaces de acción robusta y viva, [...] cuando lo seamos de soñar con ahínco» (Sueño y acción, 959).25 Así como existen para Unamuno dos tipos de sueño, distingue también entre dos tipos de descanso: «uno, pasajero, para volver a la pelea después de haber recobrado fuerzas, y este descanso es como el sueño, preparación para la vela; y otro definitivo y sin cesación, duradero, que es como la muerte [...]» (De la correspondencia, 270).26 Pero el sueño sublime, el sueño que engendra héroes en todos los contextos históricos y el que todo ser humano debería soñar individualmente, sigue siendo el sueño de la inmortalidad.27 Como Carlyle interpretó y desarrolló la idea del Próspero shakespeariano, «We are such stuff as dreams are made on»,28 Unamuno se esfuerza en darle a la concepción de la vida como sueño una dimensión más amplia que Calderón, suponiendo un Dios que dentro del hombre está soñando la vida, un Dios en cuyo seno el hombre despertará después de haber terminado el sueño de la vida, porque no es el hombre sueño, sino su vida terrestre.29 El hombre de Shakespeare, al contrario, cuando Dios se despierta, cae en la nada, porque él mismo es sueño.

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«Es lo que más falta nos hace, utopías y utopistas. Las utopías son la sal de la vida del espíritu [...]» (El porvenir, 647). Esta cita procede de la correspondencia con Ganivet. 25 V. también la opinión de Unamuno sobre la relación entre idea y hecho, que es idéntica con la de sueño y acto: «[...] una idea es tan real como un hecho» y «[...] que es real todo lo que causa un efecto» (Ganivet, filósofo, 1092). Incluso la ociosidad contemplativa de los que se retiraron de la sociedad, la considera una manera de acción, ya que las obras de los grandes «ermitaños» produjeron efectos en las almas de sus prójimos. Aquí otra vez el pensamiento de Unamuno se puede comparar con el acto y la rebeldía de los filósofos existenciales. Véase también al respecto Acción y ensueño, de 1921: «[...] la contemplación no es sino ensueño. [...] Con ensueños se teje la acción, aunque a su vez el ensueño esté tejido con acciones» (Acción y ensueño, 1060). «Hay dramas escénicos que han valido por batallas y ha habido batallas más escénicas, [...] que muchos dramas de teatro. [...] ¿Es que hay quien crea que Prometeo, Hamlet, Carlos Moor, Brand han sido menos activos y menos eficaces que Alejandro Magno, Julio César o Napoleón? [...] Porque el ensueño es la suprema acción y un hombre se hace activo de verdad cuando otro hombre le sueña y le vuelve a crear con la palabra. Homero hizo a Aquiles» (1062). 26 V. también el poema Duerme, alma mía, O.C., VI, 232s. 27 «La sed de inmortalidad es la fuente de las heroicas acciones» (Sueño y acción, 960). Más arriba dice: «Sólo obra con eficacia y empeño quien se alimenta de la eterna ilusión consoladora, que soñar la acción es lo mismo que actuar el ensueño» (959). 28 Shakespeare, The Tempest, IV, 1. 29 «Y ocurre pensar leyendo la sentencia calderoniana que es Dios mismo quien dentro de nosotros sueña la vida y que al despertar de esta habremos de encontrarnos en el insondable seno de la Divinidad, unos con él» (Sueño y acción, 958). Unamuno es consciente de las variadas concepciones occidentales del sueño. Hace constar, p. ej., que para Platón incluso la vida allende la muerte era sueño, mientras que la vida eterna para Calderón «es una realidad, una vela, algo más real y sólido que esto» (La vida es sueño, 997). V. también la significación contraria al uso cotidiano de «aquí» como un más allá eterno, lo que implica un «allí» que se refiere a este mundo efímero, en el poema Noche Serena de Fray Luis de León.

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La relación entre sueño, eternidad y acción está también vigente en La vida de don Quijote y Sancho. Calderón considera la vida sueño. Shakespeare considera al hombre sueño. La problemática existencial de Unamuno que procede de la reflexión de ambas posiciones es la pregunta por el autor del sueño. Si Dios sueña tanto al hombre como su historia (La torre, 467), o incluso se sueña a si mismo,30 entonces a Unamuno se le impone la incertidumbre atormentadora sobre lo que pasará cuando Dios despierte. El Unamuno que anhela poder creer contesta a esta pregunta terminantemente proclamando que el hombre se despierta para la eternidad. El Unamuno que duda, sin embargo, prefiere no seguir pensando en ello y acude al homo faber: «Mejor que indagar tu sueño y nuestro sueño, escudriñando el Universo de la vida, mejor mil veces obrar el bien. [...] De nuestros actos y no de nuestras contemplaciones sacaremos sabiduría» (Vida de Don Quijote, 523). Los modelos de acción, en cuanto al nivel literario, son tanto don Quijote como Segismundo.31 La diferencia entre dormir y soñar es otra vez tema del artículo Morirse de sueño (1915) que apareció con motivo de la Primera Guerra Mundial. Un Unamuno enojado duda sobre si sus compatriotas padecen la enfermedad del sueño, aunque en España no exista la mosca tse-tsé. Todavía en 1917 insiste en su opinión sobre el pueblo español que le parece «uno de los pueblos menos soñadores [...] Podrá ser uno de los pueblos más dormilones o sesteadores, pero soñador no» (Calderón, 1464). Despertar al pueblo de su modorra es entonces un acto de caridad. Por eso él se propuso la tarea poco agradable de hacer de profeta en su propio país, hasta que los españoles por fin despertaran de su sueño de Bella Durmiente, hasta que su inactividad se convirtiera otra vez en actividad. El durmiente permanente es un tipo de zombie, un muerto viviente, que ya no puede morirse: «[...] me permito creer que ni es siquiera muerte en muchos casos. Pues como el que parece que va a morir nunca hizo sino dormirse, su muerte no es sino la continuación, en cuanto al alma, de su estado habitual» (Morirse de sueño, 975). Mientras que Unamuno en este artículo halla su punto de partida en la actual situación política, en La torre de Monterrey se dedica más al aspecto filosófico del sueño y esta vez no opone soñar a dormir, sino que define el sueño como símbolo de lo eterno, de lo sustancial.32 Unamuno no se preocupa sólo por la transitoriedad de la vida secular. A él le interesa la confrontación con la muerte como un acontecimiento que nos pone en vela permanente. De nuevo la idea de la eternidad implica una actividad positiva del hombre,33 con la cual puede alcanzar la

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V., p. ej., el poema Porque hay sueños inmortales, O.C., VI, 1058. «No está mal que soñemos, pero acordándonos, como Segismundo, de que hemos de despertar de este gusto al mejor tiempo, atengámonos a obrar bien,/ «pues no se pierde / el hacer bien ni aun en sueños» (El porvenir, 642). 32 «¡La vida es sueño! afirmó el hombre español que creía en lo eterno y lo sustancial, y los que no creen en ello dicen en la necedad de su corazón diciendo: ¡La vida es un soplo!» (La torre, 469). 33 «[...] ese soberano sueño [de la inmortalidad] es el padre de las acciones duraderas y grandes» (Sueño y acción, 960). 31

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salvación eterna. La obra más noble, sin embargo, es la de creer en ella.34 La idea de que el hombre puede y debe ganarse la salvación de su alma y la de su prójimo es un Leitmotiv en la obra del autor. Con mayor énfasis expresa su «imperativo categórico» en Del Sentimiento trágico de la vida: «[...] obra de modo que merezcas a tu propio juicio y a juicio de los demás la eternidad, que te hagas insustituible, que no merezcas morir [...] obra como si hubieses de morirte mañana, pero para sobrevivir y eternizarte» (Del sentimiento, 261).35 Modus procedendi para el acto del hombre es la perfección de su creador, a la que debe aspirar, aunque esta perfección sea un fin asíntota. Dios dio a los hombres un modelo de orientación práctica en forma de su hijo, que como «modelo de acción» (279) ganó millones de cristianos a través de su entrega voluntaria al género humano. De la misma manera el hombre puede perpetuarse por un amor activo al prójimo, haciéndose útil según sus talentos, entregándose a él para dominarlo. Así todo hombre es al mismo tiempo dominador y dominado. Es ésta su teoría de la imposición mutua36 al nivel individual: «Para dominar al prójimo, hay que conocerlo y quererlo. Tratando de imponerle mis ideas, es como recibo las suyas. Amar al prójimo, es querer, que sea como yo, que sea otro yo, es decir, es querer ser yo él [...]» (276). Unamuno habla del Right man in the right place y hubiera podido citar igualmente 1 Pedro 4, 10: «Que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido». Raras veces dio instrucciones tan pragmáticas para el obrar bien como aquí. El ejemplo del zapatero explica la profanación de la vocación a la profesión: «[el zapatero] les hizo el calzado por amor a ellos [a sus parroquianos], por amor a ellos y por amor a Dios en ellos, se lo hizo por religiosidad» (271s.). En otro artículo titulado La vida es sueño, de enero de 1917, Unamuno resume y profundiza los aspectos que ya antes consideraba constitutivos para su definición del sueño. Destaca el aspecto trágico que supone la concepción del mundo como sueño de Dios, un sueño que se deshace cuando éste termine de soñar. Es un momento en que la duda es tan fuerte que, por mucho que lo quiera, ya no encuentra consuelo en la idea de que el hombre despierte en el seno divino. Pero orientándose de nuevo en la fe inquebrantable de Calderón,37 Unamuno llega con éste a la convicción momentánea de que la «sentencia de la vida es sueño lleva como correlativa esta otra: la muerte es vela» (La vida es sueño, 997). La concepción del libre albedrío de Ignacio de Loyola y de Luis de Molina no le convence completamente,38 pero prefiere estas concepciones a las del quietista 34

«[...] la vida no es soplo que se pasa y se pierde, sino sueño que queda y se gana» (La torre, 569). «Hay que creer en esa otra vida para poder vivir ésta y soportarla y darle sentido y finalidad» (Del sentimiento, 257). 35 V. también Del sentimiento, 257. 36 Para Unamuno significa la diversidad en la unidad que considera muy fructífera para todos: «La más fecunda moral es la moral de la imposición mutua» (Del sentimiento, 275). V. también: García Mateo (1978: 185ss.). 37 «Calderón, [...] creía que al morir despertamos del sueño de la vida» (La vida es sueño, 997). 38 No es nuestra intención pretender que Unamuno quería defender la doctrina del molinismo jesuita. Para él la diferencia entre opera moraliter bona o opera meritoria, entre la scientia media, la gracia suficiente

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Miguel de Molinos que para Unamuno es un representante por excelencia del durmiente sin sueño: «¡Para éste sí que era la vida sueño! Pero sueño de dormir, no sueño de soñar» (998). Despertar a este tipo de durmiente lo estima, con el Despertar a quien duerme de Lope, una «obra de misericordia» (998), «la decimoquinta obra de caridad» (Del sentimiento, 279). Ayuda a su prójimo, que, sin sueño, permanecía en un estado de modorra, a hacerse partícipe de la vida eterna. Con una alusión inequívoca a la Europa de la Primera Guerra Mundial fustiga la neutralidad, el egoísmo y el «nostrismo» de éstos, que con letárgica indiferencia observan los acontecimientos, y aplaude a aquellos que frente a la indiferencia toman una posición política y están dispuestos a morir por ella. La parte ficticia de la obra de Unamuno es, como la de todo literato misionero –piénsese, p. ej., en los dramas de Sartre y de Camus–, una condensación de su ideología elaborada literariamente. Augusto Pérez, el protagonista de su nívola experimental Niebla, hace un viaje a Salamanca para discutir con su creador la pregunta de si el que lo soñó, no se había soñado antes o, a su vez, había sido soñado por otro: «¿Qué es lo que más existe, él como conciencia que sueña, o su sueño?» (Niebla, 150). Sueño significa en este caso la capacidad de un sujeto transcendente de soñar a sus personajes y de dejarlos morir para soñarlos de nuevo. Con doble sentido Augusto, predestinado a morir antes de que se acabe la novela, propone la hipótesis de que él, como idea, con cada nuevo lector resucitará, mientras que su autor y todos sus lectores se morirán de una vez para siempre.39 Para provocar a su creador pretende no ser él la criatura, sino que sea el supuesto creador proyección suya.40 La criatura se salva a través de la idea, de la obra, de la palabra, y con ella se salvará también su creador. El escribir, entonces, puede ser su acto. En última consecuencia la criatura no se desespera porque la vida sea sueño en el sentido calderoniano. Mucho más insoportable le parece la idea de haber sido sólo el sueño de otro, de existir porque está concebido por otro. El horror a la nada, que espera a la criatura cuando el creador deje de soñarla, y contra la cual lucha como injusticia metafísica, le lleva a una profunda crisis de conciencia.41 Al final, Augusto, en un acto de autoafirmación,42 se muere de una o la gracia eficaz es completamente insignificante. Sin embargo, está de acuerdo con la posición agustina, modificada por parte de la Iglesia, que supone la predestinación a la salvación eterna, la que al principio no se refiere a la salvación eterna misma, sino sólo a los medios para alcanzarla. Unamuno se educó con los jesuitas y, aunque más tarde se distanciara de ellos –el hecho de que le calificaran de jesuita le parece casi una injuria (Del sentimiento, 316)–, es un hombre demasiado activo (el escribir fue son acte), para que no fuese fascinado por la idea básica del molinismo de poder ganarse la eternidad: « [...] con muy genial acierto hablan nuestros jesuitas del gran negocio de nuestra salvación» (313). 39 «Un ente de ficción es una idea, y una idea es siempre inmortal [...]» (Niebla, 156). 40 «No sea, mi querido don Miguel –añadió–, que sea usted y no yo el ente de ficción, el que no existe en realidad, ni vivo, ni muerto [...]» (Niebla, 149). «No sea que usted no pase de ser un pretexto para que mi historia llegue al mundo» (162). 41 «[...] le era más doloroso pensar que todo ello no hubiese sido sueño, y no sueño de él, sino sueño mío. La nada le parecía más pavorosa que el dolor. ¡soñar uno que vive..., pase; pero que lo sueñe otro!...» (Niebla, 154). 42 V. al respecto «la fenomenología del suicidio» de Jean Améry (1989). Hace constar que en todas las teorías suicidológicas hay un acuerdo sobre el hecho de que es preciso evitar que un suicida potencial se

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manera muy rara, que es tan paradójica como la del protagonista Jacinto de la novela Parábola de un náufrago de Miguel Delibes, que muere por la negación de su autoafirmación. Observando su metamorfosis de hombre en oveja, Jacinto la comenta de la forma siguiente: «Te han suicidado, Jacinto» (Delibes 1989: 222).43 Después de que el creador ha decidido la aniquilación de Augusto, éste sufre una depresión profunda. Mas cuando, en un momento de desesperada rebeldía, reconoce su inmortalidad qua idea, parece como si quisiera adelantarse a su autor suicidándose: Con plena conciencia, come tan desmesuradamente que al cabo de unos días se muere, para poder soñar por fin (Niebla, 156-159). En el último capítulo de la novela ¿se le impone como sueño a su autor, o le está evocando intencionalmente éste último? Tanto en el prólogo como en el último capítulo, Unamuno está jugando con la ambivalencia y el libre albedrío que en el teatro de Calderón proporcionan la dignidad al hombre. La duda de Unamuno sobre la capacidad del hombre para soñarse a sí mismo pone en cuestión este tipo de libre albedrío. La profunda desolación que está invadiendo tanto a Augusto como a su creador en vista de la trágica concepción que estima al ser humano una criatura de otro y no dueño de sí mismo, se alivia sólo por el misterio, es decir, la ignorancia del futuro, y por la rebeldía contra la condición humana. El remedio, que da un consuelo agridulce, es aquí, como también en El otro, la incertidumbre existencial, el polemos entre poder e impotencia en cuanto a la libre autodefinición moral.44 La sensación de la congoja lleva al hombre a una autoconciencia, es decir, genera, en la lucha y en el dolor, actividades creadoras. «La vida mata, pero da vida, da vida en la misma muerte» (El otro, 46) le explica Damiana a una Laura espantada, mientras que espera dar a luz al fruto de su vientre para que sueñe el sueño de su vida. El seno maternal que da vida se hace aquí símbolo de la muerte, y viceversa, la tumba se hace símbolo de la vida eterna, como lo pretendió ya Alejo Venegas en su Agonía del tránsito de la muerte. Confirma Damiana que «Dar vida es dar muerte [...] La tumba es cuna y la cuna, tumba» (44).45 Como los héroes de Calderón y de Unamuno proyectan la conciencia ideológica de sus creadores y, por lo tanto, son encarnaciones de ideas, van

constituyese en el mismo suicidio (Améry 1989: 103). Para él, sin embargo, la posibilidad del suicidio es un privilegio humano que significa tanto la máxima libertad como la máxima autenticidad. 43 El ama de El otro se da cuenta de la paradoja en que consiste en la condición humana: Es un ser que nace para morirse. Pero ella confirma que es la culpa del hombre mismo como heredero del pecado de Caín, mientras que Jacinto es la víctima, y, como simpatizante, también el culpable de un sistema dictatorial. 44 «El misterio es la fatalidad..., el destino... ¿Para qué aclararlo? ¿Es que si conociéramos nuestro destino, nuestro porvenir, el día seguro de nuestra muerte, podríamos vivir? [...] La incertidumbre de nuestra hora suprema nos deja vivir, el secreto de nuestro destino, de nuestra personalidad verdadera, nos deja soñar» (El otro, 49). 45 V. también el párrafo de Venegas al respecto (en la edición de la NBAE, t. XVI, 123) al que se refiere Unamuno en La vida es sueño (973). Venegas interpreta a su manera Qo VII, 1-2: «Que es mejor el día de la muerte que el día del nascimiento, porque el nascimiento es puerta de la muerte y la muerte es puerta de la vida que nunca se acaba».

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más allá del, con frecuencia citado, hombre de carne y hueso que está dirigido por una lógica trivial. Las metáforas de Unamuno son substancialmente polémicas, son rebelión y declaración de guerra contra una paz resignada e indiferente, contra la negación amenazadora de la muerte. La experiencia de la vida como trascendencia causa en Calderón y en Unamuno la dedicación a la vida eterna. Calderón soporta esta experiencia con la serenidad estoica del hombre barroco que, liberado de su engaño, puede concentrarse enteramente en el más allá desde donde define su hic et nunc. La reacción de Unamuno es la de un hombre moderno, un sujeto disociado, atormentado por una inquietud metafísica que se conceptualiza en la lucha contra lo absurdo de la muerte como negación de la existencia humana. Los héroes de Calderón están dudando y luchando, pero siempre resuelven sus problemas de acuerdo con el dogma católico: Castigan a los malos, recompensan a los buenos, y encuentran la paz de su alma. Los protagonistas de Unamuno son caracteres dialécticos que, como figuras modelo de reflexión, sólo pueden ofrecer con certeza que su saber es un saber relativo, un saber del «no-poder-y-deber-conocer» la finalidad humana, la última verdad; un saber del cual resulta la exhortación a presentarse a la lucha permanente entre dos polos opuestos que encuentran sus extremos en el saber de la existencia de la muerte y en la fe en la inmortalidad del hombre. La «filosofía del sueño» de Unamuno tuvo en Hispanoamérica un eco bastante temprano, ya que el eminente etnólogo cubano, Fernando Ortiz, que conocía la concepción unamuniana del sueño, curiosamente recomendó a los cubanos, recién liberados del poderío español y norteamericano y sumergidos en otro marasmo que el español, lo que éste había aconsejado a los españoles. Mientras que Unamuno le recomendó al español despertarse otra vez, Ortiz pidió al «soñoliento hijo de los trópicos» que se despertara de una vez: [...] padecemos la enfermedad del sueño, la del sueño más terrible, la del sueño de las almas. Dormimos profundamente en estos países intertropicales. A ti que duermes al borde del camino de la vida, mientras los fuertes van pasando en sus carros augustales de victoria; a ti que, dormido, sueñas y que soñando desprecias a los que trabajando vencen; a ti que sólo piensas en el modo de no pensar nunca y que sólo quieres no querer nada; a ti dedico esta colección de articulejos [...]. Laboremos, hijos de los trópicos, laboremos; que si en las jornadas de la Historia hemos de caer rendidos, no sea por el fárrago colonial que nos encorva, ni por el narcótico de la abulia que nos va matando; libres de uno y otro, sea nuestra caída la de los pueblos cansados de la labor, no la de los que, aletargados, han dejado cruzar por encima de ellos el carro de la civilización (Ortiz 1993: 1-3).46

46 Aunque en este artículo Ortiz no menciona a Unamuno, conoce muy bien su obra y éste la de aquel. En la colección Entre cubanos, que se publicó por primera vez en 1913, se encuentra también una carta abierta al entonces rector de la universidad de Salamanca que escribió después de haber leído «El Sepulcro de Don Quijote», y dice a propósito: «Nos hace falta, como a vosotros, resucitar a Don Quijote, a nuestro ideal, que anda a tajos y mandobles con la farándula. Porque si de miseria, de

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IV. La cuestión de la modernidad: simbolismo, modernismo, decandentismo

Jochen Mecke La estética del 98: albores españoles de una modernidad europea transversal 1. Amistades peligrosas: 1898, modernismo y modernidad 1.1 La modernidad del 98 Las críticas de las últimas décadas son casi unánimes: Con las novelas, obras de teatro y poemas innovadores del principio del siglo, la literatura española da un gran paso hacia su edad moderna.1 No obstante, el intento de concebir el grupo de escritores, en el que figuran autores como Miguel de Unamuno, José Martínez Ruiz, Pío Baroja, Antonio Machado o Ramón del Valle-Inclán, como movimiento estético y literario, se ve confrontado con varios problemas. Primero, muchos críticos rechazan la noción de Generación del 98, que había servido durante toda una época como rótulo para designar los rasgos que estos autores tenían en común. Según estos críticos, la noción de Generación del 98 oculta los rasgos que los autores y sus obras comparten con la modernidad global y la pertenencia de la literatura española a esta última, ya que insiste demasiado en una supuesta particularidad y diferencia específica que consistiría en el tema de un «problema de España», en la actitud del «amor amargo» al país y procede por su aislamiento artificial.2 Segundo, esta noción de Generación del 98 competía con la noción de 1 V., por ejemplo, el libro de José-Carlos Mainer La edad de plata (1987), cuyo título ya indica que esta época se considera como un nuevo florecer de la literatura española que se puede comparar con el Siglo de Oro. Se pueden aducir también otras obras como La pasión de desánimo de Jorge Urrutia que constata también una recuperación de la modernidad realizada en las novelas de 1902. En su libro Azorín y la ruptura con la novela tradicional, Antonio Risco (1980: 270) por su parte, hace hincapié en el hecho de que este autor del 98 anticipa muchas de las innovaciones que el «nouveau roman» francés realizaría medio siglo después. También es emblemática la opinión de Pere Gimferrer (1986: XIII) quien escribe en la introducción a una edición de Los Pueblos: Castilla de Azorín: «[…] nada de cuanto propone el nouveau roman habrá dejado de ser anticipado, en los sustancial, por Azorín, a quien sin embargo no hay razones de peso para pensar que hubiese leído ninguno de aquellos escritores franceses». No es sorprendente que esta nueva visión de la literatura del 98 ya haya alcanzado la enseñanza de la literatura y los libros didácticos. Así José Antonio Ponte Far (1992: 22) nota también que Azorín anticipa con su estilo objetivista y experimental unos procedimientos técnicos de la novela moderna. 2 Como es sabido, Guillermo Díaz-Plaja (1966) emprendió, en Modernismo frente a 98, un estudio dedicado a la distinción de las dos corrientes en cuestión. Según este modelo, la «generación del 98» constituyó una corriente específicamente española, mientras que el modernismo pareció más bien participar en los movimientos de la modernidad europea. Sin embargo, según esta concepción no sólo la noción de generación del 98, sino también la del modernismo contribuyó en cierto modo a un aislamiento de la literatura española de la modernidad, porque su nombre se presta a una confusión con la modernidad en general, por lo cual la separación entre modernismo y 98 conllevó la separación del 98 de la modernidad. De hecho, se puede afirmar que algunos problemas de la historiografía de la literatura

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modernismo y parecía introducir una diferencia injustificada en la literatura de principios de siglo XX. Así se propone abandonar completamente el término de Generación del 98 a provecho del de modernismo. Sin embargo, la problemática relación entre noventayocho y modernismo resulta en parte de una confusión entre modernismo y modernidad: si el noventayocho puede muy bien considerarse como diferente o incluso opuesto al modernismo, entendido aquí como movimiento literario e intelectual particular con rasgos determinados, no cabe duda de que esta oposición no vale de modo alguno para la relación entre noventayocho y modernidad, ya que tanto el noventayocho como el modernismo son dos movimientos particulares que forman parte de la modernidad literaria.3 Lo que cabría hacer por consiguiente, es cambiar de enfoque y analizar la literatura alrededor de 1900, en el marco de la modernidad a nivel europeo o global. Según el enfoque propuesto aquí, la Generación del 98 y el modernismo se consideran, por consiguiente, dos vertientes genuinas de la modernidad literaria, que pueden comprenderse solamente a partir de la problemática de la modernidad misma. Tanto si los autores en cuestión son reunidos bajo el rótulo del 98 o el del modernismo, en ambos casos consta que indican una problemática de la modernidad que es imprescindible para comprender las actitudes intelectuales y las obras estéticas del principio del siglo XX. Así, las dos nociones de Generación del 98 y modernismo ponen de relieve cada una dos aspectos diferentes de esta problemática: Si el concepto de «modernismo» insiste más bien en la necesidad experimentada como ineluctable y urgente de regenerar, renovar y modernizar la literatura española del momento, el del «noventayocho», en cambio, porfía en la crisis de identidad que está íntimamente relacionada con estos anhelos de modernidad. Y si el término de «modernismo» expresa muy bien la dimensión temporal de esta relación, puesto que –a diferencia de «modernidad» el sufijo «-ismo» denota que las estructuras modernas no se consideraban como una condición ineludible de la producción estética, sino como un objetivo que había que conseguir–, el de «noventayocho» sitúa los discursos literarios también en una dimensión espacial con la problemática de la relación entre España y el resto de Europa. Sin embargo, también la palabra de «modernismo» connota una particularidad de la literatura hispánica, ya que el término sugiere que, en el marco del discurso literario de principios del último siglo, la modernidad no es considerada como algo ya realizado o como mera condición de toda actividad literaria, sino como un objetivo que el movimiento del mismo nombre tiene que realizar, recuperando de esta manera un retraso supuesto o real. En cambio, la noción de Generación del 98 parece indicar más bien la española de principios del siglo XX resultan de esta confusión entre modernismo y modernidad. Para un estudio más detallado sobre la cuestión, v. el artículo de Dorde Cuvardic García (2009). 3 Esto vale también si consideramos, como lo hace por ejemplo Pedro Salinas (1970: 32), el modernismo como el lenguaje literario del 98. Si esto es justo en cuanto a los poemas y la microestructura de las novelas, no impide por lo tanto, que los discursos literarios del 98 se distingan de los del modernismo. Al consultar los trabajos consagrados a la distinción o la indistinción de los dos movimientos, uno no puede evitar pensar que muy a menudo se confunde modernidad y modernismo.

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problemática de identidad que conlleva este proceso de modernización. Dicho de otra manera: Si el concepto de «modernismo» denota en la dimensión temporal un supuesto retraso de la literatura española sentido así por los autores literarios, y que se debería recuperar por la modernización, la noción de Generación del 98, en cambio, realza en la dimensión espacial un aislamiento del resto de Europa que se trataría de superar por una europeización, la cual conlleva el peligro de una pérdida de identidad. Por eso, la noción del 98 se refiere más bien al discurso intelectual, mientras que el término de modernismo alude a la dimensión estética. Lo que se propone en las páginas que siguen es tomar en cuenta la contribución que hicieron los autores del 98 a la literatura moderna, insistiendo al mismo tiempo en una práctica estética que marca la especificidad de estos autores respecto a esta misma modernidad europea. 1.2 La modernidad: una noción problemática Sin embargo, si consideramos el 98 y el modernismo como dos vertientes diferentes de la modernidad, cabe constatar que la noción de modernidad también plantea un problema historiográfico, puesto que las manifestaciones literarias de la modernidad son tan variadas que parece casi imposible subordinarlas bajo el mismo rótulo. Si por consiguiente no queremos caer en la trampa de una sinécdoque metodológica que consistiría en definir la modernidad como una especie de quinta esencia del simbolismo, del parnasianismo francés y de las vanguardias del siglo XX, tenemos que reconocer ante todo la variedad de las tendencias contradictorias, a veces opuestas las unas a las otras. De hecho, hasta si hablamos solamente de las modernidades francesas, inglesas o alemanas, podemos preguntarnos ¿qué puede tener que ver la oscuridad de los poemas de un Rimbaud, un Mallarmé con la estética de las Flores del Mal de Baudelaire o con los poemas resultantes de la escritura automática de los surrealistas? ¿En qué pueden coincidir las novelas neorrealistas de un Thomas Mann con los experimentos de un James Joyce, de una Virginia Woolf o con las obras del nouveau roman? Este simple vistazo sobre la modernidad literaria es suficiente para concluir que no hay definición positiva y determinada del contenido de la modernidad. Si hay, por ende, rasgos especiales de la literatura española del comienzo de siglo, estas, las diferencias específicas, nunca pueden servir para descartar los albores de la modernidad ibérica de la del resto del mundo, ya que la diversidad cabe muy bien en un panorama de una modernidad que contiene muchas expresiones estéticas extremadamente variadas y a veces opuestas las unas a las otras. 1.3 Apuntes para una definición de la modernidad Pero si la modernidad no se enfoca como movimiento con rasgos concretos, ¿cómo se puede definir? Invocando una de esas paradojas tan caras a Miguel de Unamuno, podríamos decir que la definición de la modernidad es su indefinición y que su rasgo característico es el de no tener ninguno. No hay estética común del

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simbolismo, parnasianismo, creacionismo, dadaísmo, creacionismo o surrealismo para citar solamente algunos movimientos entre muchos más. La única cosa que los une es obviamente el rechazo de la tradición literaria y un anhelo insuperable de la auténtica expresión estética del momento (Habermas 1981: 444-446). Por esta aspiración de autenticidad y actualidad compartida por todos los movimientos modernos, el negativismo de la modernidad no se limita a la sola negación de la tradición, sino que se extiende hacia la modernidad misma. Cada movimiento literario de la modernidad rechaza al que le precede inmediatamente. Así el dadaísmo rehúsa al futurismo, el surrealismo se dirige contra el dadaísmo y el nouveau roman ataca al existencialismo. De esta manera la modernidad aplica de manera autorreflexiva un principio de negación que ya determinaba las relaciones entre las épocas de la historia literaria. Así el Renacimiento se opone a la Edad Media, el Romanticismo a la Ilustración, etc. La modernidad en un sentido más estrecho y específico aparece como una época de auto-negación o una época de épocas, en la que cada nuevo movimiento se distingue por la negación de lo que le precede inmediatamente en la historia literaria (Jauss 1970: 11-66). Debido a esta estructura, es obvio que la modernidad literaria no puede definirse por rasgos característicos o elementos supuestamente compartidos por todas las obras modernas. Lo único que vincula todas las corrientes modernas es la negación de la tradición y del movimiento precedente. La estética de la modernidad es una estética de la experimentación empujada por un ansia de autenticidad. Por consiguiente, lo que define a la modernidad no puede ser un patrón o modelo estético, sino un principio formal que podemos formular como el «imperativo categórico de la estética moderna». Como es sabido, en la Crítica de la razón práctica, el filósofo de Koenigsberg fue confrontado con el problema de encontrar una sola regla moral a pesar de la variedad de preceptos éticos y morales que incluso se contradicen. Kant convirtió el problema en su solución, conservando como regla solamente la mera forma de los preceptos éticos: «Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre, al mismo tiempo, como principio de una legislación universal».4 Si transponemos este principio al dominio de la literatura, obtendríamos algo como: «Escribe, compone y pinta de manera que la máxima de tu estética personal pueda servir como regla universal en un momento determinado». La famosa fórmula de Arthur Rimbaud (1981: 241) en la que exigía en uno de sus poemas de Une saison en enfer «Il faut étre absolument moderne» corresponde muy bien a este carácter absoluto del imperativo categórico de la estética moderna. Las tendencias que aparecen en las obras modernas pueden describirse entonces como aplicaciones de este imperativo. No obstante, este precepto tiene obviamente una premisa imprescindible para su realización, la que consiste en la obtención de cierta autonomía relativa para el campo literario. Sólo si la literatura no está sujeta en absoluto a los requerimientos 4

El texto original en alemán reza: «Handle nur nach derjenigen Maxime, durch die du zugleich wollen kannst, daß sie ein allgemeines Gesetz werde» (Kant 1911: 421).

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de la sociedad, puede pretender seguir sus propias leyes estéticas. De hecho esta autonomía relativa se consigue mediante un proceso histórico que empieza en la Ilustración y que culmina con la obtención de cierta independencia de las exigencias morales de la sociedad a mediados del siglo XIX.5 Mientras que antes la literatura se hacía eco de las ideas sociales de lo bueno, lo verdadero y de lo bello, desde este momento en adelante desarrollará su propia idea de lo bello, un ideal de belleza que podía ser muy diferente e incluso opuesto a lo que la sociedad entiende; como lo demuestra la estética de la fealdad de un Charles Baudelaire. La literatura alcanza su independencia para volverse –según la teoría de Pierre Bourdieu (1994: 75ss.)– un campo de producción artística relativamente independiente de la economía y de la sociedad entera y de sus normas éticas. No obstante, puesto que no existe un patrón concreto de la estética moderna, toda obra literaria que tiende a la autenticidad, actualidad y autonomía tiene que encontrar su propio modelo, en busca de su identidad inconfundible, purgándose de las huellas de la tradición por la vía de la experimentación. De esta actitud resultan algunas revoluciones del sistema literario que constituyen el marco de la práctica estética moderna. Las más visibles entre ellas son quizás las siguientes: En el proceso en el que el autor pierde la soberanía sobre su obra,6 la jerarquía entre forma y contenido, significante y significado se invierte – he aquí el famoso «linguistic turn», el rumbo lingüístico de la literatura. En vez de escoger el significante literario para dar forma a una idea o emoción, en breve un significado preexistente, la revolución moderna del lenguaje poético preconiza una literatura cuyos significados ya no brotan de las intenciones del autor, sino del significante literario mismo (Kristeva 1985: 174), que precede al significado como se puede ver claramente por ejemplo en la imagen poética o en la escritura automática de los surrealistas (Breton 1985: 49). Este es también el sentido de la muy a menudo discutida «autorreferencialidad» de la literatura moderna. Por cierto, este es un elemento de definición de toda función poética, independientemente de la época.7 De hecho, la modernidad comparte este elemento de la autorreferencialidad con la función poética de los textos literarios en general, pero en el contexto tradicional esta sirve sobre todo para decir algo conocido de una manera nueva y sorprendente, mientras que el discurso poetológico quiere decir algo nuevo y llega a lo desconocido, «[…] il arrive à l’inconnu» como lo exigía Arthur Rimbaud (1981: 348) en una de sus cartas llamadas de «vidente». Si la literatura moderna acentúa más la inversión revolucionaria entre significado y significante, esto no es para encerrarse en una especie de «arte por el arte» o una torre de marfil, sino para crear nuevas formas desconocidas o no existentes antes. 5 V. para este proceso de independencia y autonomía relativa los trabajos de Siegfried J. Schmidt (1989) y de Pierre Bourdieu (1994). 6 Esta tan frecuentemente citada muerte no es solamente asunto teórico, como lo ha emprendido Roland Barthes (1984: 63-70) en su famoso artículo sobre «La mort de l’auteur», sino también un objetivo de la práctica literaria muy concreta como se puede ver, por ejemplo, en la escritura automática o en los juegos surrealistas que destituyen el autor de su posición de sujeto literario (Sebbag 2004: 9, 60-64). 7 V. la definición de la función poética del texto literario como autorreferencia del mensaje a sí mismo (Jakobson 1988: 37).

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Si intentamos determinar la posición adoptada por la literatura española del 98, tenemos que situarla en el marco de las coordenadas fijadas por esta modernidad literaria y preguntar si realmente los autores del 98 ocupan una posición particular, si desarrollan una estética específica y si esta difiere del resto de los proyectos modernos. En lo que sigue se intentará analizar la situación especial del discurso del 98 mediante algunas obras ejemplares, entre las cuales algunas novelas de Unamuno destacan como sintomáticas, sobre todo Amor y pedagogía y Niebla. Después se ampliará la perspectiva, para incluir también otras posiciones literarias del 98, con Baroja, Azorín o Machado.

2. Amor y pedagogía entre tradición y modernidad 2.1 Técnicas convencionales Con respecto al panorama desarrollado muy esquemáticamente más arriba, cabe constatar que –por lo menos a primera vista– Amor y pedagogía comparte algunos elementos con la novela realista o naturalista convencional, dos corrientes por consiguiente, que constituían, alrededor de 1900, la tradición ya consagrada. Así, en el primer capítulo un discurso auctorial nos presenta a Don Avito Carrascal, al héroe de la novela, con elementos que podrían encontrarse también en Balzac: Vive [Don Avito Carrascal, J.M.] en una casa de huéspedes ayudando con sus sabias disertaciones de sobremesa, y aun de entre platos, la digestión de sus compañeros de alojamiento. Vive Carrascal de sus rentas y ha llevado a cima, a la chita callando, sin que nadie de ello se percate, un hercúleo trabajo, cual es enderezar con la reflexión todo instinto y hacer que sea en él todo científico. [...] (Unamuno: Amor, 313).

En el párrafo citado, el autor sienta las bases de su argumento según el modelo realista tradicional que sirve aquí como verdadero hipotexto en el sentido de Gérard Genette (1992: 16), ya que retrata al héroe y le sitúa en su ambiente normal según las reglas naturalistas. Sin embargo, mientras que Balzac compone un retrato completo de su personaje con descripciones detalladas de la fisonomía, del carácter, del alojamiento y de la posición social, Unamuno se contenta con unas pinceladas que no retratan al personaje efectivamente, sino que dibujan más bien su caricatura. Además de esta deformación, Unamuno rompe con el precepto más importante del realismo y del naturalismo, a saber, el origen y la herencia del personaje. Así la novela empieza con las siguientes líneas: Hipótesis más o menos plausibles, pero nada más que hipótesis al cabo, es todo lo que se nos ofrece respecto al cómo, cuándo, dónde, por qué y para qué ha nacido Avito Carrascal. Hombre del porvenir, jamás habla de su pasado, y pues él no lo hace de propia cuenta, respetaremos su secreto (Unamuno: Amor, 313).

¿Cómo no ver aquí una parodia explícita del modelo naturalista?, acentuado aún por la seudolegitimación del respeto por don Avito. Al mismo tiempo que parodia la estética realista, Unamuno reduce a su personaje a una caricatura de personaje

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novelesco, dibujando solamente unas parvas pinceladas. Nunca los personajes de Amor y pedagogía –tanto como los de otras novelas de Unamuno, como Niebla por ejemplo– alcanzan a ser personajes novelescos de bulto como los preconiza la novela clásica. Aparte de estas funciones, la exageración destaca el carácter literario y ficticio de los personajes, haciendo casi desaparecer el objeto de la descripción detrás de las líneas con las que los dibuja. Cuando el cientismo y el progresismo de Carrascal alcanzan un nivel que le hace olvidar el pasado (v. arriba) se ve muy claramente que no es solamente una caricatura del personaje, sino que Carrascal está designado como un hombre incompleto, amputado de una dimensión esencial, uno de estos seres de papel, cuya ontología será desarrollada por don Fulgencio Entreambosmares en sus «Apuntes para un tratado de cocotología» (Amor, 444-464). Don Avito obra y actúa únicamente según los principios de la ciencia y todo lo que hace es una consecuencia de estos principios. Así cuando Leoncia y Marina le hablan de la primavera, restringe la flora a la sazón a su mero aspecto botánico: –¡Hermoso día! – exclama Leoncia. –Es que estamos ya en primavera, Leoncia – dice Marina. –Exactísima observación! Ayer equinoccio... Sin embargo, lo savia de los vegetales... –[...] hace tiempo que ha dado botones de flores... –¿Le gustan a usted las flores? – le pregunta Leoncia. – ¿Cómo estudiar botánica sin ellas? (318).

De hecho, don Avito Carrascal no es solamente la caricatura de un personaje, es simplemente un protagonista amputado y confinado a una sola dimensión. He aquí lo que distingue la concepción del personaje en Amor y pedagogía de los personajes alegóricos que conocemos del teatro del Siglo de Oro, especialmente del auto sacramental, quienes –como por ejemplo el rico, el pobre o la hermosura del Gran teatro del mundo de Calderón,– son encarnaciones de cierta cualidad o alguna función social. Tanto en el marco del auto sacramental como en la novela filosófica francesa, los personajes que –como lo muestra por ejemplo el Candide de Voltaire– aparecen también como reducidos a una sola dimensión, actúan, sin embargo, como si fueran completos y enteros porque en el marco de estos géneros un solo rasgo representa un ser humano entero. En Amor y pedagogía, por el contrario, la misma reducción no representa a los personajes, sino que subraya la amputación sufrida por ellos. Así, se podría afirmar que los personajes de Unamuno son sinécdoques macroestructurales, es decir situados en el nivel del argumento. Así Marina, después de casarse con Don Avito, es bautizada «La Materia», mientras su marido es designado como «La Forma», una alusión evidente a la entelequia de la filosofía aristotélica tan cara a Don Avito. Gracias a su marco genérico diferente, la novela unamuniana presenta a sus héroes como seres unidimensionales, como sombras de linterna mágica que deben su ser efímero e irreal a la proyección sobre una pantalla. En el epílogo, el autor declara en tono medio-serio medio-irónico que construye sus personajes partiendo de un hueco, es decir, del alma y la dota después de un cuerpo:

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Tal es el procedimiento metafísico, que es como el lector habrá adivinado, el empleado por mí para construir los personajes de mi novela. He cogido sus huecos, los he recubierto de dichos y hechos [...] (429).

… lo que equivale a decir que los personajes no son más que encarnaciones de ideas. Cabe por ende preguntarse, ¿para qué sirve esta concepción metonímica del personaje reprochada tantas veces al autor salmantino?8 ¿Se trataría de una falta de capacidad narrativa para cumplir con los mínimos requisitos de naturalismo? En realidad, por su técnica narrativa, Unamuno hace hincapié en el estatuto narrativo de sus personajes como meros conceptos. En vez de crear personajes de bulto o de «carne y hueso» se nos muestran esqueletos cuya creación no está terminada. De esta manera, impide al lector entregarse al «efecto de lo real» descrito por Roland Barthes (1982). La reducción metonímica del personaje rompe con la ilusión de lo real (Riffaterre 1982: 91-118). Esta ruptura se transparenta también en la primera página del texto, cuando el narrador dice de Don Avito Carrascal: «Preséntasenos en el escenario de nuestra historia como joven entusiasta de todo progreso y enamorado de la sociología.» (Unamuno: Amor, 313). Desde las primeras líneas Unamuno pone de relieve que el personaje no existe por sí mismo, sino que es el resultado de la concepción narrativa del autor, la que determina también el argumento de la novela. Sin embargo, lo que distingue la estética de Amor y pedagogía también de sus antecesores en el Siglo de Oro y en la Ilustración francesa es el hecho de que los personajes son perfectamente conscientes de su estatuto ficticio: Yo, Fulgencio Entreambosmares, tengo conciencia del papel de filósofo que el autor me repartió, de filósofo extravagante a los ojos de los demás cómicos, y procuro desempeñarle bien (344).

Además, estos personajes unidimensionales, aún si son conscientes de su carácter ficticio, persiguen un solo objetivo. Así Don Avito consagra su vida entera a su obsesión de crear un genio según los métodos científicos de la pedagogía sociológica. Para realizar este objetivo quiere casarse «deductivamente», es decir como lo ha aprendido en la epistemología y la metodología científicas, según la cual la idea de la novia precede al matrimonio con una mujer concreta (316). Don Avito difiere en esto de sus compañeros ficticios de otras novelas, en que todas sus acciones están sometidas a este único motivo. Además de ser unidimensionales, los personajes de Unamuno no sufren ninguna evolución, ningún cambio en el tiempo: al final de la novela, después de la muerte de su hija y el suicidio de su hijo, del supuesto genio Apolodoro, nuestro héroe vuelve a practicar su pedagogía sociológica, como si no hubiera ocurrido nada, esta vez con un nuevo conejillo de Indias, su futuro nieto, fruto ilegítimo de una noche no de pedagogía sino de amor entre su hijo y su criada. Aparte de esta estructura circular, la novela entera está compuesta por repeticiones de varias secuencias: Así el papel de Sinforiano se limita a exclamarse «¡Qué teorías, don Avito!» (314) y esto tres veces durante el primer encuentro de 8 Así, Pedro Jiménez Ilundain reprocha al autor «escribir algebra en verso» y «echar a perder el álgebra y el verso al mismo tiempo» (v. Tarín 1966: 15).

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ambos personajes y además en casi todas las situaciones en las que se encuentra con su amigo admirado («¡Qué teorías!¡Oh, qué teorías!», 314s.). Este eterno retorno de lo mismo, que vale también para secuencias con otras figuras, ilustra bastante bien que Unamuno disuelve la sucesión orgánica de acontecimientos en una yuxtaposición mecánica y combinatoria de algunas escenas paradigmáticas que destruye las bases mismas de toda creencia en el progreso. Así la crítica del cientismo y de la fe ingenua en el progreso que constituye el mensaje principal de la obra se ha convertido en el principio estético mismo de su composición narrativa. Una técnica especial con la que Unamuno deshace también el argumento consiste en frecuentes elipsis narrativas con las que el autor suele pasar por alto acontecimientos que, en la novela tradicional, constituyen el nudo argumental. Por ejemplo, el lector descubre, inmediatamente después de haber asistido a la escena en la que Don Avito y Marina se encuentran por primera vez, por una sola frase, que van a casarse ambos: «Y he aquí como se unen la Materia y la Forma en indisoluble lazo» (324). En el segundo capítulo se señala a través de una pregunta que Leoncia hace a su amiga que ya está casada con Don Avito: «¿Y tu marido?» (325). Debido a este procedimiento, que invalida toda verosimilitud, el argumento procede por síncopes suprimiendo los hechos que constituyen, en la novela tradicional, la preocupación central de la narración. Esta estructura elíptica se acompaña del uso, hasta entonces poco habitual, del presente como tiempo principal de la narración: Dirígese Avito a casa de Leoncia a iniciar el advenimiento del genio (317). [...] Y se abre la única batalla que hasta hoy ha empeñado Avito en su conciencia (319). [...] Al saberlo Fructuoso se queda un rato mirando y su hermana sonríe y da unas vueltas por la estancia (324). [...] Marina se siente mal y Avito se alarma por ello (327).

Las citas muestran que el presente narrativo descompone la continuidad de la acción escoltada por el pretérito en una mera sucesión de escenas entre las que se abren huecos temporales. Unamuno transforma la película narrativa en una sucesión de fotografías, el filme de la acción se vuelve una «linterna mágica» cuyas secuencias no parecen estar unidas por una conexión lógica o cronológica. Esta práctica narrativa crea la impresión de que no hay una relación de necesidad entre las escenas, sino que su disposición es contingente.9 2.2 Modernidad de la novela unamuniana A esta estructura se añade el hecho de que la novela, en vez de contar lo que acontece, reduce la acción a escenas, y las escenas a algunos diálogos y monólogos de los personajes principales. De esta manera Unamuno confiere –a pesar de su carácter metonímico– una importancia narrativa más grande al personaje, es decir, a sus palabras, ya que la preponderancia del diálogo elimina la mediación entre los 9 Veremos más adelante que, de hecho, Unamuno crea solamente esta impresión de contingencia, pero que obedece en realidad a una lógica narrativa concreta.

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sistemas de comunicación exterior e interior que es característico de la novela (Pfister 1988: 20ss.). En el nivel exterior se comunican el autor y su lector, mientras en el nivel interior hablan los personajes. Como es sabido, la novela, a diferencia del drama, dispone de una estructura intermedia entre los dos sistemas. En la mayoría de los casos, es el narrador la instancia que desempeña este papel de mediador. Si la novela renuncia a este sistema –y Unamuno lo hace por lo menos en parte– el narrador se encuentra relegado al segundo rango y las voces de los personajes adquieren cierta autonomía. Así, el mundo ficticio se divide en diversas voces y perspectivas, entre las que –por lo menos teóricamente– no hay jerarquía. Si el teatro moderno, por ejemplo de Bertolt Brecht, procedería más tarde mediante una epización del drama, Unamuno, en cambio, emplea la técnica de una dramatización de la novela. Sin embargo, los objetivos que los dos literatos persiguen con estos métodos son parecidos, porque en ambos casos se trata de liberar al receptor y convertirle en un verdadero coautor. De esta manera Unamuno confronta directamente el cientismo empiricista de Don Avito con el idealismo racionalista de Don Fulgencio y este último con el sentido común de doña Edelmira, mientras que Don Avito se encuentra con la religiosidad de su mujer Marina. En la reducción del papel del narrador radica el dialogismo de Unamuno y también su perspectivismo que opone varias voces –en el sentido bajtiano– directamente las unas a las otras y disuelve el mundo único en una variedad de opiniones y visiones.10 Muy a menudo la voz del narrador retoma por su cuenta expresiones u opiniones de sus héroes. Así, el machismo marcado de Don Avito surge varias veces en el discurso del narrador. Como Don Avito se ve como Forma y a su mujer como simple Materia e incubadora del genio de su hijo, el narrador se sirve de las palabras de esta última para crear una distancia irónica con respecto a su héroe: «Vuelve a quedar encinta la Materia, con estupor de la Forma, que no contaba con semejante contratiempo» (Unamuno: Amor, 354). No se trata aquí de negar que la ironía autorial traduzca la superioridad del autor. De hecho, en Amor y pedagogía, los personajes todavía no han alcanzado la independencia de los de Niebla.11 Sin embargo, el dialogismo –según Iris Zavala un rasgo estético característico en Unamuno– otorga cierta autonomía a las voces y visiones personales que se distinguen de la voz dominante del autor para mezclarse de vez en cuando con la suya.12 Esta mezcla Unamuno la obtiene sobre todo gracias a otro logro de la modernidad literaria, a saber, a su acercamiento al discurso indirecto libre, lanzado poco antes por Emile Dujardin y difundido como divisa estilística dominante de la novela moderna por Proust, Joyce, Thomas Mann y Virginia Woolf. En el caso concreto de Amor y pedagogía esta técnica produce sobre todo efectos irónicos:

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Iris Zavala (1991: 17-48) considera este principio estético unamuniano a justo título como un elemento de su modernidad. V. para esta dimensión de la novelística unamuniana el estudio de Jochen Mecke (1997: 395-424). 12 Iris Zavala (1991: 31s.) considera esta crisis de la autoría y del texto monológico como uno de los rasgos esenciales de la modernidad. 11

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¡Has caído, Avito, has caído! – le dice su voz interior – ¡has caído!, has convertido a la ciencia en alcahueta ... ¡has caído! Y mientras echa de menos a su fiel Sinforiano no le sirve repetir: ¡cállate! ¡cállate! ¡cállate! Pasada la embriaguez de los primeros días, disipada la nube que de las aguas de la ciencia levantaron los fuegos del instinto, empieza a vislumbrar la verdad. Ha sido una caída, una tremenda caída a la inducción, mas es preciso aceptarla en beneficio del futuro genio. Ahora que posee a Marina se acuerda más de Leoncia, oliendo la cabellera de la braqui-morena sueña en la dólicorubia. ¡Si cupiera fundirlas en una! ¿Por qué el goce de lo poseído ha de encendernos el apetito de lo que no poseemos? (325; los subrayados son míos).

El uso que hace Unamuno del discurso indirecto libre alcanza un grado muy alto de complejidad, ya que el discurso cientista de la voz interior que pertenece a Don Avito, citado aquí en el modo del discurso indirecto, surge en el discurso del personaje que a su vez interviene en el discurso del narrador. Las palabras subrayadas corresponden claramente a la ideología de Don Avito que –a su modo de ver– ha caído cediendo a sus instintos y casándose con Marina y no como estaba previsto con Leoncia. El narrador retoma aquí a su cuenta los vocablos característicos de su personaje, creando un efecto de «hibridez» estilística (Bajtin) por la introducción de palabra ajena en su propio discurso. El resultado es una ironía cuya acerbidad se acentúa aún más si tenemos en cuenta que el sabio ateísta Don Avito expresa su desesperanza en términos bíblicos de la caída del paraíso por el pecado original. Las metáforas del párrafo citado tejen una red de referencias implícitas a través del texto, ya que el término real o la fuente de la metáfora utilizada por Don Avito, es decir «las aguas limpias» que –para él designan las bienhechoras cualidades de la ciencia– reaparece en el monólogo interior de Marina para designar «las aguas profundas del espíritu, amargas linfas, que le ahogan el corazón» (328). Como esta metáfora emerge solamente cuatro páginas después de la primera aparición citada, es muy probable que el lector la tenga todavía presente en su memoria. A este dialogismo se añade el reduccionismo estilístico del autor que salta a la vista en cualquier pasaje de la novela escogido al azar: Medita, en efecto, Carrascal buscar mujer a él y a su obra adecuada, con ella casarse para tener de ella un hijo en quien implantar su sistema de pedagogía sociológica y hacerle genio. Por amor a la pedagogía va a casarse deductivamente (316).

El párrafo destaca por su falta casi completa de tropos o figuras retóricas, como si el autor hubiera limpiado su lenguaje de todo ornato. Incluso no evita repeticiones cacofónicas. Aquí topamos con un procedimiento utilizado unas décadas después por el existencialismo francés. Dominio de la parataxis, alineamiento de frases cortas e incluso incompletas, carencia obvia de figuras retóricas y, sobre todo, narración en el presente, contribuyen a la máxima transparencia del lenguaje literario. De hecho, en el discurso existencialista, la transparencia de la forma literaria fue considerada como medio propicio para hacer transparentar la densidad de la existencia humana misma. Así, el reduccionismo estilístico sirve para permitir a la existencia humana expresarse directamente, sin pasar por un filtraje literario. Visto desde esta perspectiva, la transparencia del estilo en Unamuno

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serviría para subrayar la densidad de la existencia humana de sus personajes. Sin embargo, como acabamos de ver, los personajes de Amor y pedagogía carecen casi completamente de esta densidad existencial que ostentan, por ejemplo, los héroes de La Nausée o de L’étranger. En Unamuno, la reducción estilística no funciona tampoco como señal de la autenticidad de un texto que quiere limitarse a la reproducción exacta de la realidad, como fue el caso varias veces en la historia de la literatura. Más bien, en Unamuno, el grado cero de la escritura, «le degré zéro de l’écriture» como lo ha bautizado Roland Barthes (1972), tiene una función diferente. El anónimo autor ficticio del prólogo que censura los supuestos defectos de la obra insiste también en esta falta de cuidado en el estilo: Muy poco hemos de decir del estilo. No más sino que peca de seco y a las veces de descuidado, y que eso de escribir el relato en el presente siempre no pasa de ser un artificio que afortunadamente no tendrá éxito. [...] En el fondo hay que reconocer que no tiene el sentido de la lengua, efecto sin duda de lo escaso y turbio que es su sentido estético (Amor, 310).

La relativa pobreza del lenguaje novelesco, su desnudez, le confiere transparencia y hace también resaltar el andamiaje de la narración. Igual que los estilos depurados de un Pío Baroja o de un José Martínez Ruiz, en Unamuno este grado cero de la escritura se opone netamente a la retórica clásica española del siglo pasado con sus períodos sintácticos largos, sus énfasis y sus estructuras ornamentales. La limpieza del estilo noventayochista toma manifiestamente posición en contra de la escritura «artística» del siglo pasado. Esto también lo constata el prólogo vindicador: Otra manía tiene [el autor] que le daña también mucho, y es la manía contra la literatura española. [...] suele decir que es la literatura española el más claro espejo de la vulgaridad y la ramplonería [...]. Lo que sí hemos de hacer notar es que después de las prédicas del autor por esas revistas y periódicos en pro de la reforma o revolución de la lengua castellana, escribe ésta lo más llana y lisamente posible [...] (308, 310).

El prologuista sospecha que esta limpieza radica en una actitud utilitarista ante el lenguaje: «En el fondo hay que reconocer que no tiene el sentido de la lengua, efecto sin duda de lo escaso y turbio que es su sentido estético» (310). Detrás del juicio de valor negativo de esta crítica (auto-) irónica se perfila una descripción adecuada del anhelo de transparencia del lenguaje mencionado arriba. Esta búsqueda de transparencia se acompaña de cierta distancia. Por ejemplo, la perífrasis de «esto que se llama carta de declaración», en el párrafo citado antes, indica otra función del grado cero estilístico unamuniano: Revela la misma distancia, esta vez respecto al estilo, que ya hemos constatado para los personajes y el argumento narrativos. En resumen, podemos constatar que las técnicas literarias encontradas hasta el momento traducen una actitud distante del narrador ante su obra y provocan de esta manera también un distanciamiento del lector. Este efecto conlleva otro que es también autorreferencial. Detrás del velo de la ficción y del lenguaje literario, se trasluce el propio significante literario, el soporte material que transmite el significado del texto. En Unamuno, la literatura se

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refiere, ante todo, a sí misma. La porosidad de los personajes, del argumento y de su entorno espacio-temporal dejan entrever una realidad más densa, que es – en este caso – la realidad de la literatura misma. En Amor y pedagogía, personajes y argumento se transforman en pre-textos en ambos sentidos de la palabra, a saber que preceden el texto y que sirven como subterfugio para designar el proceso mismo de la creación literaria. El primer paso hacia este «linguistic turn» de la literatura consiste en la larga crítica conservadora y negativa que hace el prologuista anónimo de la obra. De hecho, el crítico describe bastante bien los rasgos esenciales de Amor y pedagogía, solamente, lo hace en una forma negativa: Después de haber calificado la obra de «lamentable, lamentabilísima equivocación», reprocha a Unamuno que «los caracteres están desdibujados, que son muñecos que el autor pasea por el escenario mientras él habla» (309), que el autor descuida –como ya hemos visto– el estilo y que los personajes son grotescos y absurdos (307). Además de estos defectos, la obra carece de concepción clara, «no se sabe a punto fijo qué es lo que en ella se propone su autor» (308). Si convertimos los juicios de valor negativos en una descripción neutra obtenemos los rasgos descritos antes, como por ejemplo la distanciación estética o el grado cero de la escritura. El prólogo constituye, por consiguiente, una primera reflexión sobre la obra en los umbrales de esta misma. Por lo demás, las técnicas narrativas estudiadas arriba tienen el efecto de volver la acción y los personajes casi transparentes y de conferirles la levedad de un velo que permite a la mirada atravesarlas para descubrir otra realidad que se esconde detrás. Y esta realidad es la realidad del texto narrativo mismo. Si el autor dice en el epílogo que sus personajes son encarnaciones de algunas ideas (v. arriba), cabe constatar que estas encarnaciones están casi desprovistas de densidad. Como ya hemos visto, los personajes encarnan las ideas indicadas en el título de la obra: Así don Avito es la encarnación de la ciencia, Marina la del amor, don Fulgencio representa el idealismo filosófico, don Epifanio la pintura, don Meneguti la poesía, etc. De esta álgebra de los personajes y del argumento se puede deducir un mensaje nietzscheano: La ciencia y la pedagogía son nefastas para la vida e impiden el mejoramiento de la condición humana que quieren obtener. En segundo lugar, la obviedad de la construcción alegórica destruye, como ya hemos visto, la ilusión realista. Pero además el alegorismo transparente de Unamuno tiene otra función, porque detrás de esta dimensión alegórica se muestra otra que se refiere a la obra misma. Para anticipar mi tesis: Amor y pedagogía contiene una puesta en abismo de la problemática de la modernidad literaria en la que radica la escritura unamuniana. Efectivamente, la dimensión autorreflexiva salta a la vista al tener en cuenta la constelación de los personajes: Don Avito Carrascal, designado en la novela misma como «la Forma», se dedica a crear un genio, sirviéndose a este propósito de Marina del Valle, titulada como «Materia». De la unión de la Materia con la Forma nace el futuro genio Apolod(e)oro . Sin embargo, Apolo no es solamente el Dios de la luz como lo sugiere la etimología propuesta por Don Fulgencio, sino, ante todo, el Dios de las artes. El fruto de la unión de la forma con la materia es,

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por consiguiente, el genio, que a su vez encarna la obra de arte: «El arte, la reflexión, la conciencia, la forma lo seré yo [Don Avito, J.M.), y ella, Marina, será la naturaleza, el instinto, la inconciencia, la materia» (320). Las otras ideas que los personajes principales encarnan se refieren más concretamente a la creación literaria moderna. Marina simboliza la naturaleza que el arte en la persona de Don Avito tiene que superar para realizar la obra genial. Más concretamente aún, la mujer representa la tradición mientras Avito personifica el progreso. «La mujer representa la Materia, la Naturaleza» (365), afirma don Avito y Don Fulgencio añade: «[...] la mujer es rémora de todo progreso.... –Es la inercia, la fuerza conservadora... –agrega don Avito.» (367s.). Además de contar la vida del infeliz Apolodoro y sus padres, la novela, luego, refiere– por medio de la puesta en abismo– la lucha entre tradición y modernidad que ha precedido a su génesis: «La pedagogía es la adaptación, el amor la herencia y siempre lucharán adaptación y herencia, progreso y tradición...» (355). De hecho, los papeles de los personajes son polivalentes, ya que Marina representa también la inconsciencia y la intuición que se opone a la conciencia y la razón, cuya personificación es también Don Avito. La descripción de las primeras acciones del futuro genio, Apolodoro, desarrolla otro aspecto de la estética moderna. Las primeras palabras del hijo son un verdadero misterio para el padre: [...] Apolodorín se rompe a hablar y el padre espía la primera palabra, su expresión natural, individuante. Y hete aquí que es ésta: ¡gogo! Gogo! ¡solemne misterio! ¡gogo! fórmula cabalística acaso de la personalidad del nuevo genio... (348).

Después de haberse lanzado a una interpretación casi estructuralista que recuerda un poco el análisis que hicieron Claude Lévi-Strauss y Roman Jakobson de un poema de Charles Baudelaire (Jakobson / Lévi-Strauss 1977), el padre –¿o sea el narrador y el autor?– describe la actividad del niño en términos que son perfectamente aplicables a la literatura moderna: En tanto el niño juega al creador, forjando de todas piezas palabras, creándolas, afirmando la originalidad originaria que para tener más tarde que entenderse con los demás habrá de sacrificar; ejerce la divina fuerza creadora de la niñez, juega egregio poeta, con el mundo, crea palabras sin sentido; puchulili, pachulila, titamani... ¿Sin sentido? ¿No empezó así el lenguaje? ¿No fue la palabra primero y su sentido después? (Amor, 349; los subrayados son míos).

Cupiera insistir aquí en la modernidad de esta concepción poética, que corresponde a una verdadera revolución del lenguaje literario, partiendo del significante material de la palabra para llegar después al sentido, un sentido quizá desconocido antes. Este «inconnu» o «desconocido», celebrado tanto por Arthur Rimbaud, esboza una poética autónoma del lenguaje respecto al sentido, autonomía también de la literatura que se emancipa completamente de su función social, al precio de ser incomprensible para la mayoría del público. El narrador deja muy claro que este nuevo arte de palabras se hace a costa de la lógica y de la razón: Apolodoro «ensarte [todo] de palabras sin sentido, goza con romper el nexo lógico de la asociación de ideas y el cincho de su enlace normal; espáciase por el campo de lo

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incongruente» (351). ¿Cómo no acordarse aquí de las prácticas estéticas de las vanguardias desde el futurismo, pasando por el dadaísmo, el creacionismo, hasta la escritura automática de los surrealistas, prácticas que coinciden a pesar de sus diferencias en el principio de la inversión de la jerarquía entre son y sentido, significante y significado? Este principio poético desempeña su dimensión revolucionaria si lo ponemos en el contexto de la ontología desarrollada por Don Fulgencio. A primera vista se trata de una simple actualización de la ontología barroca de la representación como la formuló Calderón en el Gran teatro del mundo: Según la teoría del filósofo Entreambosmares la existencia consiste en el papel que el Autor fijó para sus personajes (344). La única manera de conquistar un poco de libertad e individualidad se concibe en esta ontología como un momento en que la palabra del personaje salga del papel preconcebido por el Autor, y en que la lengua se desvíe de lo que le prescribe el papel: «–Pues morcilla se llama, amigo Carrascal, a lo que meten los actores por su cuenta en sus recitados, a lo que añaden a la obra del autor dramático [...]» (345). Este momento «metadramático» es el «solo momento de libertad, de verdadera libertad» (344). Y don Fulgencio insiste en que el «genio es el que corrige la plana al Supremo Autor» (345). Aquí ya no se trata del genio científico con el que sueña don Avito, sino de un literato moderno capaz de desviarse del lenguaje cotidiano para crear palabras sin sentido preconcebido. Apolodoro personifica, por ende, una escritura moderna que invierte las jerarquías tradicionales entre forma y sentido, autor y texto, significante y significado conllevando el riesgo de ser incomprensible y oscuro: «Tampoco las morcillas tienen sentido, porque no están en el papel» (353). En resumidas cuentas, se puede afirmar que las técnicas narrativas que acabamos de exponer sitúan Amor y pedagogía, con pleno derecho, en el panorama de la modernidad esbozado más arriba: La reducción caricaturesca de los personajes, la disolución del argumento, el perspectivismo y el dialogismo de Unamuno, la concepción generadora del lenguaje y las técnicas autorreferenciales, las rupturas con la ilusión realista, los efectos de distanciamiento, el juego entre ficción y realidad y la transparencia del andamiaje que sostiene la historia abren la literatura española para innovaciones modernas.13 Sin embargo, Amor y pedagogía es indudablemente también una novela que pone en escena su propio fracaso como obra moderna. Esto se expresa claramente en el nivel simbólico de la obra, ya que Apolodoro nunca alcanza el momento de su morcilla: Después de haber practicado la inversión moderna de la jerarquía entre vida y arte, y de haber utilizado su vida personal, en particular su relación amorosa con Clarita, como material estético de la experimentación literaria y haber provocado una escena que le hace falta para su novelita (397), su proyecto literario fracasa complemente. No logra parir su morcilla, a saber, crear un lenguaje nuevo, una forma individual en la literatura tradicional, sino que copia solamente el estilo 13

Así, Robert C. Spires (1988: 26) considera la narración transparente como uno de los logros modernos de los autores del 98.

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de su mentor poético Menaguti: «Allí [en tu novelita] aparece tu novia, hacia la mitad, pero es tu novia vista por los ojos de Menaguti. Ni aun a tu novia has sabido ver por ti mismo» (401). El reproche de la falta de autenticidad y originalidad hecho por don Fulgencio corresponde a la violación del imperativo categórico de la modernidad literaria. Y lo mismo vale para la propia novela de Unamuno, porque expone las técnicas modernas, pero nunca las realiza por su cuenta. De esta manera, Unamuno ocupa una posición ambigua en el marco de la modernidad: Representa las técnicas de la modernidad literaria sin, por lo tanto, volverse una presencia pura, con lo cual el efecto que produce su obra es el de un distanciamiento de la modernidad y de la tradición al mismo tiempo.

3. Para una poética del 98 3.1 Elementos de una estética moderna En Niebla (1914), su novela más conocida, Miguel de Unamuno da todavía un paso más adelante, ya que utiliza aquí incluso aún más técnicas modernas que en Amor y pedagogía. Además, desarrolla en la boca del personaje de Víctor Goti, amigo del héroe Augusto Pérez, una poética narrativa muy moderna, realizando de esta manera una puesta en abismo del propio texto. Así, Víctor afirma sobre la novela que está proyectando: «Mi novela no tiene argumento, o mejor dicho, será el que vaya saliendo. El argumento se hace solo» (Niebla, 199). Lo mismo vale para los personajes: «Mis personajes se irán haciendo según obren y hablen, sobre todo según hablen; su carácter se irá formando poco a poco. Y a veces su carácter será el de no tenerlo» (199). Si bien todo esto parece indicar que la novela adopta una estética de la contingencia muy cercana a la que el existencialismo francés iría a desarrollar más de veinte años después, hay que tener en cuenta, sin embargo, que el argumento no se reduce, en Niebla, a favor de una densidad del personaje como sucedería en las novelas de Sartre o Camus. Al contrario, sus personajes son unidimensionales, tal como lo expresa Eugenia cuando habla de su tío: «Mi tío es ..., vamos ..., mi tío. No me acostumbro del todo que sea algo así...., vamos..., de carne y hueso.... Vamos, así como si no existiese de verdad» (185). Y al igual que en Amor y pedagogía, la historia que cuenta el narrador de Niebla es nada más que un pre-texto que, en vez de representar las emociones y pensamientos del autor muy a menudo refleja las preocupaciones de su autor. Así, cuando Augusto Pérez sale de su casa, el narrador sorprende al lector con un flujo de ideas que no coincide exactamente con las preocupaciones del personaje: Y al recibir en el dorso de la mano el frescor del lento orvallo frunció el sobrecejo. Y no era tampoco porque le molestase la llovizna, sino el tener que abrir el paraguas. ¡Estaba tan elegante, tan esbelto, plegado y dentro de su funda! Un paraguas cerrado es tan elegante como es feo un paraguas abierto. «Es una desgracia esto de tener que servirse uno de las cosas» - pensó Augusto -: tener que usarlas. El uso estropea y hasta

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destruye toda belleza. La función más noble de los objetos es la de ser contemplados (109; los subrayados son míos).

Aquí se transparentan claramente las preocupaciones estéticas –por cierto irónicas– del autor más que los pensamientos del personaje. Así, el texto deja transparentar –detrás del argumento y la historia– las estructuras de su escritura. La obra se convierte en una puesta en abismo de su composición, o para decirlo de manera diferente, la historia de una aventura se convierte en la aventura de la escritura, convirtiendo el texto en el pretexto de su propia génesis. Esta posición estética ni tradicional ni moderna, o más bien quizás más allá de la tradicionalidad y la modernidad, que se manifiesta también por una distancia hacia ambas estéticas, es compartida por otras obras del 98. Esta tan notable destrucción del argumento o de la historia de la novela se encuentra también en las obras de José Martínez Ruiz, Azorín. Así Azorín comparte la crítica del argumento narrativo formulada por Unamuno: Y ante todo (en la novela; J.M.) no debe haber fábula...la vida no tiene fábula: es diversa, multiforme, ondulante, contradictoria...todo menos simétrica, geométrica, rígida, como aparece en las novelas...Y por eso los Goncourt, que son los que, a mi entender se han acercado más al desideratum, no dan una vida, sino fragmentos, sensaciones separadas (Voluntad, 133; los subrayados son míos).

Esta crítica del argumento está basada también en un rechazo de su estructura teleológica, como la formula Yuste, el maestro de Azorín: «... estos hombres que van automáticamente hacia el epílogo ... me figuro que son muñecos de madera» (134). En Pío Baroja este rechazo de la historia toma la forma de una crítica ideológica: La historia siempre es una fantasía sin base científica y cuando se pretende levantar un tinglado invulnerable y colocar sobre él una consecuencia, se corre el peligro de que un dato cambie y se venga abajo toda la armazón histórica (Baroja 1948: 13).14

La novela, en cambio, como «saco en que cabe todo» (139), si se modifica su estructura, puede reproducir la corriente verdadera del tiempo y de la vida: «La novela, en general, es como la corriente (real, J.M.) de la Historia: no tiene ni principio, ni fin; empieza y acaba donde se quiera» (Baroja 1987b: 93). Para Baroja también, esta capacidad de captar la vida y el tiempo real, presupone una renovación de la novela: En la novela apenas hay arte de construir. En la literatura todos los géneros tienen una arquitectura más definida que la novela; ... una novela es posible sin argumento, sin arquitectura sin composición (93).

Así Pío Baroja coincide con los otros autores de su generación en la crítica de la historia y del argumento novelesco y en la necesidad de concebir la novela de una manera diferente. Si su práctica novelesca consiste más bien en una proliferación 14 De hecho, estas palabras se deben a Pedro Laguías, el editor ficticio de La memorias de un hombre de acción.

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de la historia que en su destrucción, comparte, sin embargo, con sus compañeros el énfasis de la contingencia, la inclusión de acontecimientos reales y la pasión por los pequeños detalles aparentemente insignificantes de lo trivial, banal y cotidiano.15 Estas críticas llevan a una nueva concepción de la novela que ya no se basa más en una forma teleológica de la acción, sino en formas diferentes. Para evidenciar esta particularidad, tomemos cualquiera descripción de un personaje en El árbol de la ciencia: Al anochecer pasaban unas muchachas, que trabajaban en una fábrica, y saludaban a Andrés con un adiós un poco seco, sin mirarle a la cara. Entre estas chicas había una que llamaban la Claraviesa, muy guapa, muy perfilada, solía ir con un pañuelo de seda en la mano agitándolo en el aire, y vestía con colores un poco chillones, pero que hacían muy bien en aquel ambiente claro y luminoso (Árbol, 148).

La descripción de «La Claraviesa» no tiene nada de sorprendente en sí. Lo que difiere de la novela tradicional aparece solamente, cuando ampliamos nuestra perspectiva hacia la continuación de la novela. De hecho, en una novela tradicionalmente construida, la descripción detallada de un personaje crea la expectativa en el lector que este personaje desempeñe un papel más importante en el curso de la historia, ya que una descripción más larga es la manifestación de un valor más grande del personaje para la historia. Todo lo contrario es el caso en El árbol de la ciencia. Baroja no cumple del todo con la expectativa del lector provocada por esta descripción, después del párrafo citado, «La Claraviesa» desaparece de nuevo en el anonimato de la masa. Esta técnica narrativa barojiana provocó la crítica de Ortega y Gasset: Llueven torrencialmente sobre cada volumen las figuras sin que se nos dé tiempo a intimar con ellas. Ut quid perditio haec? ... En dos o tres páginas resume el autor su historia y juzga su personalidad. Hecho esto, los vuelve a la nada, y el libro más que novela, parece el pellejo de una novela. ¿No es absurdo proceder semejante? ... He aquí una de las maneras de este autor que a mí no me caben en la cabeza. Que invente un novelista figuras humanas y en lugar de mostrárnoslas ellas mismas, en sus actos externos y internos, las deje fuera del libro ... me parece una extravagancia indefendible (Ortega y Gasset 1988: 120).

Lo que parece en estas líneas como un procedimiento absurdo tiene en realidad por lo menos dos funciones muy precisas en la estética barojiana. Con esta técnica narrativa Baroja hace hincapié en la reproducción realista de la presentación de los personajes en la novela, ya que el lector encuentra los personajes de novela como los encontraría en la realidad, a saber de manera contingente sin garantía alguna que estos personajes desempeñen un papel importante para la continuación de su 15 Que esta crítica del argumento narrativo se encuentre también en la lírica del 98 no puede sorprender, ya que el género lírico puede, en principio, prescindir completamente de la narración. Sin embargo, en la literatura española decimonónica esta posibilidad fue apenas realizada. Así Antonio Machado puede pretender haber dado un nuevo rumbo a la poesía renunciando completamente a una forma narrativa: «En mi composición ‹Los cantos de los niños› se proclama el derecho de la lírica a contar la pura emoción, borrando la totalidad de la historia humana. El libro Soledades fue el primer libro español del cual estaba íntegramente proscrito todo lo anecdótico» (Machado: Los complementarios, 137).

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historia o para su vida. La gratuidad de la descripción de los personajes es por consiguiente una manifestación de este efecto de lo real tan caro a Roland Barthes o Michael Riffaterre. Mientras que, por ejemplo, en la novela de aventuras, el primer personaje que encuentra el héroe en la calle es siempre alguien que se revelará importante para su historia, en la novela realista de un Dostojevski, de un Tolstoi o un Gogol, el héroe encuentra siempre al principio a un personaje que no tendría importancia alguna para el argumento (Jakobson 1992: 137). Sin embargo, Pío Baroja lleva este principio al paroxismo, ya que en sus novelas hay una avalancha de personajes que cruzan el camino del héroe sin que ellos tengan ninguna importancia para la continuación de la historia. Este procedimiento sobrepasa el mero efecto de realidad para crear la sensación de una contingencia que subvierte los principios diegéticos de la propia novela. De esta manera, Baroja transpone también al discurso narrativo mismo y al nivel de la composición un elemento que constituye su tema principal: la desilusión del héroe se desdobla de esta manera de la desilusión de un lector cuyas esperanzas de sentido novelesco se ven frustradas por la carencia de importancia de los personajes descritos con más detalle y que destacan de la masa. En el tratamiento de los personajes por Baroja se advierte ya otro principio poetológico del 98. De hecho, esta manera de describir un personaje, de contar incluso su historia para hacerlo desaparecer en el anonimato de la masa forma parte de un vasto programa de la destrucción del personaje novelesco clásico que se encuentra en muchas novelas del 98. Así, Unamuno quita a sus personajes toda realidad existencial, como acabamos de ver en el análisis de Amor y pedagogía o Niebla para conferirles la levedad de meros entes de ficción. En La Voluntad, de José Martínez Ruiz, el personaje principal, Azorín, se desagrega y se descompone: Así soy sucesivamente, un hombre afable, un hombre huraño, un luchador enérgico, un desesperanzado, un creyente, un escéptico ... todo en cambios rápidos, en pocas horas, casi en el mismo día (Voluntad, 269).

La consecuencia de esta falta de continuidad es la «disgregación de la voluntad» y la «dispersión silenciosa, sigilosa, de mi personalidad» (229). En la última parte de la novela, Azorín se ha convertido en el mismo títere que caracteriza los personajes de Niebla, con la diferencia que Augusto Pérez, en cierta medida, es el títere de su autor, mientras que Azorín se ha transformado en un personaje sin ánimo, sin pasión, sin voluntad y dependiente completamente de su mujer: [...] yo casi soy un autómata, un muñeco sin iniciativas; el medio me aplasta, las circunstancias me dirigen al azar a un lado y a otro. ... y así veo que soy místico, anarquista, dogmático, admirador de Schopenhauer, partidario de Nietzsche. […] Iluminada se pone a mi lado y me hace arrodillar, levantarme, sentarme. Casi a la fuerza como si se tratara de un muñeco. En el fondo, yo siento cierta complacencia de este automatismo, y me dejo llevar y traer, a su antojo (267, 283).

La misma actitud hacia los personajes se encuentra en los esperpentos de ValleInclán, en los que los personajes del drama clásico se han convertido en títeres, visto desde el aire, como lo precisa Valle-Inclán en una entrevista concedida al periódico ABC:

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Hay tres modos de ver el mundo artística o estéticamente: de rodillas, en pie, o levantado en el aire. Cuando se mira de rodillas –y ésta es la posición más antigua en la literatura– se da a los personajes, a los héroes, una condición superior a la condición humana, cuando menos a la condición del narrador o del poeta. Así Homero atribuye a sus héroes condiciones que en modo alguno tienen los hombres. Se crean, por decirlo así, seres superiores a la naturaleza humana dioses, semidioses y héroes. Hay una segunda manera, que es mirar a los protagonistas novelescos como de nuestra propia naturaleza, como si fueran nuestros hermanos, como si fuesen ellos nosotros mismos, como si fuera el personaje un desdoblamiento de nuestro yo, con nuestras mismas virtudes y nuestros mismos defectos. Esta es, indudablemente, la manera que más prospera. Esto es Shakespeare, todo Shakespeare. Los celos de Otelo son los celos que podría haber sufrido el autor, y las dudas de Hamlet, las dudas que podría haber sufrido el autor. Y hay una tercer [sic] manera, que es mirar al mundo desde un plano superior, levantado uno en el aire, y considerar a los personajes de la trama como seres inferiores al autor, con un punto de ironía. Los dioses se convierten en personajes de sainete. Esta es una manera muy española, manera de demiurgo, que no se cree en modo alguno hecho del mismo barro de sus muñecos. Quevedo tiene esta manera. Cervantes, también. . . . Esta manera es ya definitiva en Goya. Y esta consideración es la que me llevó a dar un cambio en mi literatura y a escribir los esperpentos, el género literario que yo bautizo con el nombre de esperpentos (Fernández Almagro 1966: 191).

Así, en Luces de Bohemia Valle-Inclán sienta las bases de su nueva estética en el diálogo entre Don Latino de Hispalis y Max Estrella: Los héroes clásicos han ido a pasearse en el callejón del Gato. Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. […] Mi estética actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas (Luces, 169).

Este procedimiento forma también parte de la modernidad literaria, en particular con las técnicas teatrales modernas que deforman de una manera grotesca los personajes dramáticos, tal como podemos encontrarlos en las obras de Alfred Jarry (Ubu roi, 1896), Luigi Pirandello (Sei personaggi in cerca d’autore, 1925) o más tarde en el teatro del absurdo de un Eugène Ionesco (La cantatrice chauve, 1950) o de un Samuel Beckett (En attendant Godot, 1952). Aún de no ser exactamente un esperpento, Luces de Bohemia, contiene ya algunos elementos de esta esperpentización de los personajes, por ejemplo cuando las acotaciones describen al personaje de Zaratustra como «abichado y giboso, la cara de tocino rancio y la bufanda de verde serpiente», y que «promueve, con su caracterización de fantoche, una aguda y dolorosa disonancia muy emotiva y muy moderna» (Luces, 55). Estos experimentos se acompañan, en la novela, de técnicas narrativas muy innovadoras, como por ejemplo el cambio de la perspectiva narrativa en La Voluntad, obra en la que encontramos la focalización cero o auctorial al mismo tiempo que una focalización estrictamente externa que es sustituida más tarde por una focalización interna combinada con una técnica de stream of consciousness, o sea con una perspectiva personal.16 El pronombre personal con el que es designado 16 Estas técnicas se encuentran sobre todo en la segunda parte de la novela que cuenta la estancia de Azorín en Madrid (v. por ejemplo el segundo capítulo de la segunda parte, Voluntad, 197-200).

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el personaje principal, Azorín, cambia consecuentemente del tú al yo. Una de las técnicas más notables en las novelas del 98 es el uso del presente como tiempo de la narración. Esta técnica, que encontramos también en Amor y pedagogía y en Niebla, llega a su punto culminante en La Voluntad, ya que en el primer capítulo se combina con una perspectiva estrictamente neutra. Después del prólogo la novela misma empieza con una descripción maestra de Yecla, el lugar de la acción: A lo lejos, una campana toca lenta, pausada, melancólica. El cielo comienza a clarear indeciso. La niebla se extiende en larga pincelada blanca sobre el campo. Y en clamoroso concierto de voces agudas, graves, chirriantes, metálicas, confusas, imperceptibles, sonorosas, todos los gallos de la ciudad dormida cantan. En lo hondo el poblado se esfuma al pie del cerro en mancha incierta. Dos, cuatro, seis blancos vellones que brotan de la negrura, crecen, se ensanchan, se desparraman en cendales tenues. El carraspeo persistente de una tos rasga los aires; los golpes espaciados de una maza de esparto, resuenan lentos (Azorín: Voluntad, 61; los subrayados son míos).

En estas líneas el narrador clásico se ha convertido en el mero observador de una escena que está condenado a describir solamente. De esta perspectiva espacial y temporal limitada estrictamente a lo que pasa delante de sus ojos, resultan tanto la ausencia significativa de descripciones sintéticas destinadas a resumir varios acontecimientos en una sola narración, como la necesidad de modificaciones ulteriores (dos, cuatro, seis blancos vellones). Además, no encontramos en el primer párrafo ni narrador ni personaje que puedan servir como centro de la focalización. Martínez Ruiz se mantiene estrictamente en los límites de una narración y focalización impersonal. Así evita estrictamente la indicación de un narrador u observador humano, prefiriendo fórmulas reflexivas o pasivas: En vez de decir que el observador se aleja del campo opta por «El campo ... se aleja en amplia sabana verde ... » (62). Para no deber describir el paseo de un ser humano por la ciudad de Yecla, combina la perspectiva neutra con una técnica de montaje elíptica que constata simplemente que ya nos encontramos en la ciudad: «A la derecha de la Iglesia –ya en la ciudad– está la parte antigua del pueblo» (63). Las casas y los paisajes aparecen sin indicación alguna de un observador humano: «Radiante, limpio, preciso aparece el pueblo en la falda del monte» (62). Así el narrador clásico y el personaje-observador han sido sustituidos por el objetivo de una cámara que registra el paisaje y la ciudad sin juicios o emociones personales. El efecto generado por estas técnicas narrativas es el de un paisaje y de una ciudad que desfilan delante de nuestros ojos como en una pantalla. El sujeto de la narración y de la percepción ha sido reemplazado por el objetivo de una cámara. De esta manera el futuro Azorín realiza en La Voluntad estructuras modernas que José Ortega y Gasset analizaría más tarde como «deshumanización del arte». Aunque sea imposible un arte puro, no hay duda alguna de que cabe una tendencia a la purificación del arte. Esta tendencia llevará a una eliminación progresiva de los elementos humanos, demasiados humanos, que dominaban en la producción romántica y naturalista (Ortega y Gasset 1964: 23).

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De hecho, cabe constatar que la mayoría de las obras del 98 comparten con la literatura del resto de Europa técnicas y procedimientos que solemos considerar como los logros más destacados de la modernidad. A despecho de todas las particularidades que los distinguen entre ellos, la mayoría de los autores del 98 coinciden en la destrucción de la fábula, la reducción radical de los acontecimientos exteriores, la disolución del héroe y del sujeto, la abolición de la constelación tradicional de personajes y la destitución del autor como instancia todopoderosa que decide el destino de sus criaturas y comenta sus acciones. Y exactamente como en el resto de Europa, esta tendencia, juzgada muy a menudo como iconoclasta, se ve compensada por técnicas estéticas positivas que provienen del arsenal de la modernidad literaria como por ejemplo la mise en abyme en Niebla, el montaje elíptico de escenas, el cambio rápido de perspectivas en La Voluntad o el «grado cero de la escritura» experimentada por Pío Baroja en sus novelas-reportaje, la estetización en Sonata de otoño o la deformación grotesca de los personajes y de la acción en los esperpentos de Valle-Inclán. 3.2 Distanciamientos de la modernidad Sin embargo, al mismo tiempo que aplican principios y procedimientos típicos de la literatura moderna, dichas obras marcan su distancia y su diferencia respecto de la modernidad transpirenaica. Así, el mismo Antonio Machado que antes había insistido en la modernidad de sus poemas, que identifica sobre todo con la supresión de lo anecdótico, formula una crítica acerba de la poesía moderna en Los Complementarios: Sólo un fetichismo literario puede tomar como revelaciones de una nueva estética proclamas y manifiestos en que se pretende la total abolición de la tradición artística y la generación espontánea de un arte nuevo (Machado 1987: 112; los subrayados son míos).

Esta crítica de la modernidad radica en una desconfianza de la posibilidad de fundar una nueva poética en el significante literario: Sólo un espíritu trivial, una inteligencia limitada al radio de la sensación, puede recrearse enturbiando conceptos con metáforas, creando obscuridades por la supresión de los nexos lógicos, trasegando el pensamiento vulgar para cambiarle las oes sin mejorarle de contenido (83).

Tras este rechazo de metáforas opacas se esconde la sospecha de que la opacidad vanguardista no sea más que el reverso de una claridad casi tautológica. Transparentan estas líneas el miedo obsesivo de que todos los procedimientos modernos no sean otra cosa que una retórica un poco más sofisticada que la tradicional. Sin embargo, como Antonio Machado considera que un retorno a la tradición tampoco es viable, intenta encontrar soluciones poéticas que sitúan su propia práctica poética en una posición de distancia al mismo tiempo de la tradición y la modernidad. Así, coloca los poemas de sus poetas apócrifos voluntariamente en el siglo XIX. Sus poetas «Abel Martín y Juan de Mairena son dos

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poetas del siglo XIX que no existieron, pero que debieron existir y que hubieran existido si la lírica española hubiera vivido su tiempo» (1964: 833). Si, por un lado, los apócrifos Abel Martín y Juan de Mairena señalan deliberadamente un retraso, Machado inventa, por el otro, a un autor apócrifo que desarrolla técnicas modernas muy cercanas a las de la vanguardia como, por ejemplo, la escritura automática de los surrealistas franceses. Para superar el subjetivismo de la lírica convencional, Jorge de Meneses concibe una «máquina de trovar», eco de los cambios estéticos provocados por la técnica y los medios de comunicación en los que la vanguardia se ha inspirado. En particular, las técnicas de escritura automática y colectiva practicadas por los surrealistas procuran superar los límites del sentido simbólico. La literatura empieza a hacerse eco del «ruido» del subconsciente y de la materialidad del significante lingüístico. Y en efecto, el aparato concebido por Jorge de Meneses podría considerarse como combinación de los procedimientos de las escrituras automática y colectiva. Se trata de una experiencia de escritura colectiva en la que la máquina desempeña un papel central. Sin embargo, si medimos el resultado producido por la máquina de trovar de una manera conforme a la norma de la escritura automática, la distancia irónica de Machado aparece claramente. El poema es así: Dicen que el hombre no es hombre mientras que no oye su nombre de labios de una mujer puede ser (327).

Como se puede ver, la máquina de trovar no sobrepasa lo humano, ni es deshumanización de la literatura, ni alcanza lo otro del hombre o el contrasentido.17 El mismo distanciamiento respecto a la modernidad impregna también otras obras del 98. De esta manera, Pío Baroja nunca se deja llevar por ese ánimo de la revolución completa de la novela que caracteriza a autores como Marcel Proust, James Joyce, Robert Musil o Virginia Woolf. E incluso cabe preguntarse si las Sonatas de Valle-Inclán no serían más bien un pastiche o incluso una parodia de la novela decadente, cuyo modelo fue desarrollado por Joris-Karl Huysmans en A Rebours (1887). Porque en las Sonatas se encuentran tantos estereotipos de la novela decadente, como por ejemplo el antiguo amor ya muerto hace años, despertado otra vez por una carta que anuncia la muerte próxima de la amada; la representación de la amada como una aristócrata pálida, enferma y dedicada a la muerte y el aumento del deseo ante la idea de la inminencia de ésta; la conversión del dolor de Concha en exquisitas sensaciones para el Marqués de Bradomín; la memoria melancólica de los tiempos pasados; etc. (Valle-Inclán: Sonata de Otoño, 7s.), todo esto imita con tanta exactitud los modelos de la decadencia europea que, 17

Consecuentemente, Edward Baker (1986: 76 ss.) defiende la tesis de que la máquina de trovar es un medio que sirve en realidad para rehumanizar la poesía, devolviendo una voz a las masas esclavizadas por el trabajo mecánico. Al contrario, Francisco José Martínez (1994: 83) trata de analizar la máquina de trovar como máquina de inscripción, en la cual el sujeto aparece como producto residual, no como un centro originario. Francisco José Martínez trata de analizar la máquina de trovar como máquina de inscripción, en la cual el sujeto aparece como producto residual, no como un centro originario.

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al mismo tiempo que los copian, señalan que se trata de un pastiche con respecto al cual, la novela toma distancia. También Amor y pedagogía se descuelga y adopta un distanciamiento general tanto de las técnicas modernas como de la tradición novelesca, lo que equivale a decir que el texto toma distancia respecto a sí mismo. La expresión más visible de esta distancia es sin duda la ironía, a veces tachada de cinismo, con la que Unamuno trata a sus personajes, su historia y también sus técnicas literarias. Esta actitud llega a colmo en el epílogo, cuando el autor revela que el único motivo para extender la obra es simplemente la necesidad de obtener un cierto número de páginas, ya que el editor necesita 300 páginas mientras Amor y pedagogía contiene solamente 200. Por consiguiente, Unamuno decide escribir un epílogo bastante largo con el fin de cumplir con sus deberes de autor (422s.), lo que le incita a escribir algunos párrafos para demostrar la compatibilidad de arte y comercio. Esta actitud autoirónica justamente se la reprocha el autor anónimo del prólogo: Diríase que el autor, no atreviéndose a expresar por propia cuenta ciertos desatinos, adopta el cómodo artificio de ponerlos en boca de personajes grotescos y absurdos, soltando así en broma lo que acaso piensa en serio (307).

Con este principio, la novela pone entre comillas su propia modernidad, un procedimiento que –conjuntamente con sus típicas deconstrucciones o agonías– traduce la posición ambigua e indecisa de la modernidad a principios del siglo XX, caracterizada por una vacilación entre tradición y modernidad. En este sentido parece sintomático también la constatación final de Amor y pedagogía. En efecto, puede parecer muy pesimista, ya que la novela se termina con la muerte de Apolodoro, quien en el plano alegórico y metaficcional representa la obra misma. Sin embargo, la novela no se limita a poner en abismo la estética moderna, sino que pone en escena la lucha entre esta y la tradición. Al cabo, Unamuno desarrolla una estética agónica de la modernidad, ya que la morcilla, es decir, la libertad del personaje respecto a su autor, se consigue solamente por la lucha contra este último. Genio es, por consiguiente, solamente él que corrija el plan del Supremo Autor (345), es decir el que se aparta del sentido común (373) y de la tradición o de todo patrón retórico precedente. Apolodoro tiene que suicidarse efectivamente porque no ha logrado la destrucción y superación de su mentor, la liberación del modelo impuesto por él. La influencia predominante de las figuras del padre espiritual y de la tradición literaria crea una especie de superyó literario, llámese este Menaguti, Avito, Miguel de Unamuno o Autor, un súper-yo que amenaza con paralizar toda capacidad creadora del autor. Su práctica literaria debe, por consiguiente, aspirar a destruir este súper-yo idealizado y a crear un espacio poético en el que pueda desarrollar su propio estilo. Apolodoro tiene que liberarse de la dominancia de Menaguti o de su autor para crear su morcilla, así como Augusto Pérez, para volverse personaje de bulto, tiene que liberarse de la omnipotencia de Unamuno. Esta visión agónica de la creación literaria está muy cerca de la del crítico norteamericano Harold Bloom. Según este, el texto literario es un campo intertextual

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donde se mantiene una batalla entre los poetas, en particular entre, por un lado, los jóvenes que tienen que desarrollar su estilo individual y, por el otro, los autores reconocidos y la tradición (Bloom 1973). De esta manera, cada texto literario moderno aparece como la tentativa de deformar, destruir y reprimir los predecesores reconocidos. En efecto, Apolodoro muere por conformarse demasiado con el modelo estético de su mentor. Según Bloom, los textos literarios mismos son el resultado de esta «anxiety of influence», de este miedo a la influencia y constituyen el escenario de esta batalla por la inmortalidad, cuyas huellas se conservan. De hecho, podemos considerar este pavor a la influencia como la expresión psicológica del imperativo categórico de la estética moderna, ya que lo que se esconde detrás de él es la angustia de no ser auténtico y original. Sin embargo, lo que distingue Amor y pedagogía y Niebla de otros textos modernos es que explicitan y ponen abiertamente en escena la lucha que determina implícitamente la poética moderna y que tienen una conciencia aguda de que este combate no es un accesorio del proceso de creación, sino que es su condición imprescindible, una condición que impide al texto realizar la pureza auténtica a la que aspira. Así que «el genio [...] es tan hijo de la naturaleza como del arte, [...] es naturaleza hecha arte, lo que equivale a decir que es el arte hecho naturaleza» (321), toda obra de arte conserva siempre lo que trata de superar. Y esto es una puesta en abismo autorreferencial de la obra misma en la que aparece, puesto que Amor y pedagogía y Niebla nunca alcanzan la autonomía de las palabras o de la microestructura, como es el caso en las novelas de Virginia Woolf, James Joyce o Marcel Proust. Sin embargo, aquí no está el objetivo de la estética unamuniana, ya que no aspira simplemente a la modernidad, sino que pone en escena la relación compleja y la lucha entre las tendencias modernas y tradicionales. De esta manera, las obras de José Martínez Ruiz, Azorín, y de Pío Baroja, Valle-Inclán o Antonio Machado, no se sitúan ni en la tradición ni simplemente en la modernidad, sino que ocupan una posición particular que no se puede describir sencillamente con las categorías convencionales. Sin embargo, podemos recurrir a las obras literarias mismas, ya que estas constituyen una modelización estética que permite mediante una puesta en abismo, desarrollar un modelo teórico para analizar su situación y su posición equívoca e incluso contradictoria en la historia literaria.

4. Agonía de la modernidad En Niebla, la posición de la obra misma respecto a la estética moderna se desarrolla mediante una negociación del papel que tiene el autor con respecto a sus personajes y su obra. Si uno de los rasgos más importantes de la novela moderna consiste en la reducción del papel del autor a favor de la obra misma, de su escritura o del significante literario, el «autor» de Niebla, a pesar de las técnicas modernas de la novela ya mencionadas más arriba parece sacar del arsenal de la

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tradición literaria el espectro del autor todopoderoso en una intervención directa en la novela para insistir en la omnipotencia del autor tradicional: Mientras Augusto y Víctor sostenían esta conversación nivolesca, yo, el autor de esta nivola, que tienes, lector, en la mano, y estás leyendo, me sonreía enigmáticamente al ver que mis nivolescos personajes estaban abogando por mí y justificando mis procedimientos, y me decía a mí mismo: «¡Cuán lejos estarán estos infelices de pensar que no están haciendo otra cosa que justificar lo que yo estoy haciendo con ellos! Así, cuando uno busca razones para justificarse no hace en rigor otra cosa que justificar a Dios. Y yo soy el Dios de estos dos pobres diablos nivolescos» (252; los subrayados son míos).

No nos queda bastante tiempo y espacio aquí para analizar detalladamente las relaciones estrechas que Unamuno establece con la ontología de El gran teatro del mundo, colocando al autor en la misma posición que el autor en la obra de Calderón.18 Para nuestro propósito es suficiente señalar esta semejanza que clasificaría Niebla como novela tradicional, más bien que como obra moderna. Sin embargo, las pretensiones todopoderosas del autor Unamuno son rechazadas por el texto mismo. Ya el mero hecho de que el autor –en una metalepsis narrativa– baje al mundo ficticio de sus personajes le hace perder su pretendido estatuto de Dios de la novela y le transforma en un personaje más del mundo novelesco. Además, la fórmula «me sonreía enigmáticamente», que es posible solamente desde una perspectiva o focalización externa, sugiere que el autor es tratado de la misma manera que un simple personaje. Pero la inversión de las jerarquías entre autor y personaje llega a colmo en la escena más conocida de la novela, cuando el héroe, Augusto Pérez, visita a su autor para pedirle consejo sobre el suicidio y este le revela que es solamente un ente de ficción cuyo destino ya fue decidido por su autor, Miguel de Unamuno. La respuesta de Augusto Pérez corresponde a una revolución de la relación entre autor y personaje, creador y obra: ... No sea, mi querido don Miguel ... – que sea usted y no yo el ente de ficción, el que no existe en realidad, ni vivo ni muerto ... No sea que usted no pase de ser un pretexto para que mi historia llegue al mundo ... (279; los subrayados son míos).

Al contrario del hipotexto calderoniano, aquí la integración del autor en su obra no es una manifestación de su omnipotencia auctorial sobre la obra y sus personajes, sino la figura de una retirada. El autor baja al nivel de sus «marionetas», puesto que se siente propulsado por la necesidad de representarse también en su obra para asegurarse de su propia existencia. Así, Unamuno se ve obligado a contestar a su héroe rebelde cuando este le objeta que ya el hecho de discutir con su personaje prueba la existencia real de este último: ¡No, eso no! –le dije vivamente–. Yo necesito discutir, sin discusión no vivo y sin contradicción, y cuando no hay fuera de mí quien me discuta y contradiga, invento dentro de mí quien lo haga. Mis monólogos son diálogos (280; los subrayados son míos).

18

Para un análisis más amplio, v. Mecke (1997).

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En lugar de una refutación, la respuesta de Unamuno es más bien una confirmación de la tesis de su personaje. Para existir como autor, este necesita crear sus personajes, dialogar con ellos y, gracias a este proceso, se define por ellos, lo que tiene como consecuencia que ellos formen parte de su propia identidad. De esta manera, el autor ya no puede pretender ser el sujeto transcendente y transcendental de la creación literaria, sino que es también su resultado. La omnipotencia tradicional del autor clásico es sustituida por una relación agónica entre las pretensiones hegemónicas del autor, por un lado, y los anhelos de autonomía de los personajes y del texto y del significante literario, por el otro. Lo que es notable en Unamuno es que la obra se mantiene exactamente en esta situación agónica o indecisa que parece más bien a una deconstrucción que una revolución moderna de la tradición. Con sus técnicas narrativas, Unamuno desarrolla una estética que no lleva desde la destrucción de las categorías tradicionales como personaje, argumento, espacio y tiempo lineal de la novela hasta la pureza de una literatura autorreferencial moderna basada en un significante liberado, sino que parte de la tradición para deconstruirla y sacar de ella una modernidad particular. Si todas las instancias de la novela están íntimamente relacionadas de manera agónica o agonal con los demás, si la modernidad contiene la tradición y viceversa, no es posible concebir una obra literaria puramente moderna tal como la concibieron las vanguardias. De ahí que Unamuno no convierta una supuesta destrucción del modelo tradicional en la pureza del significante literario, sino que persevera en esta situación de indecisión entre tradición y modernidad. De esta actitud escéptica respecto a los anhelos de pureza característicos de la modernidad, resulta también la distancia que Amor y pedagogía manifiesta hacia esta misma, distancia que se traduce por un distanciamiento permanente del texto, distanciamiento del que la novela misma es objeto. Por esta razón Amor y pedagogía no llega a tomar en serio una modernidad concebida como pura e incluso no se puede tomar en serio a sí mismo. Con consecuencia perfecta, Unamuno desarrolla la teoría poética de su novela por la boca de un filósofo ridículo cuyo apellido, «Entreambasaguas», ya indica claramente su posición ambigua. En el capítulo IV don Fulgencio sienta las bases de su gran teoría, para la que escoge expresamente una designación que se debe a la filosofía de Leibniz: Su ars magna combinatoria es un aristón poético que permite crear nuevos términos por la yuxtaposición de algunas nociones básicas. El método coordinatorio es, sin duda, la fuente de toda filosofía, el modo de excitar el pensamiento. ¿Oyes decir que el amor es el hambre de la especie? Pues, inviértelo y di que el hambre es el amor del individuo (Amor, 341).

Según este modelo, todos los términos comparten con los demás alguna base común o están contenidos en ellos. Se puede, pues, también crear combinaciones de términos opuestos, como hemos podido constatar en el aforismo de don Avito sobre la naturaleza y el arte o en el otro de «la vida de la muerte» inventado por don Fulgencio (345). De la misma manera se puede resolver la oposición funda-

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mental entre modernidad y tradición: « [...] siempre lucharán [...] progreso y tradición, mas ¿no hay tradición de progreso y progreso de tradición, como dice don Fulgencio?» (355). Lo que parece ser un mero retruécano, un juego de palabras o pura retórica, es en realidad la descripción adecuada del principio estético aplicado por Unamuno mismo. Esto se ve ya en la forma más visible y más característica de la novela unamuniana, que utiliza –como hemos visto– los principios del teatro, la preponderancia del diálogo, la acción dialogada y la reducción del comentario del narrador, para crear una novela dramatizada o novela de teatro. De hecho, la relación compleja entre tradición y modernidad, como la enfoca Unamuno, implica el problema de la identidad. En La agonía del cristianismo Unamuno trata este problema, cuando analiza la contradicción entre fe y duda, paz y guerra, vida y muerte, no tanto demostrando, cuanto sugiriendo que el primer término carece de sentido sin el segundo y que sin el término opuesto el término de partida no tiene sentido alguno. Citando la célebre paradoja de Santa Teresa, «Muero porque no muero», Unamuno insiste en que, para vivir la vida como tal, la idea de la muerte es imprescindible, ya que la vida presupone su fin. Por eso, considera como legítimo hablar de «la vida de la muerte» y de la «muerte de la vida» (Agonía, 24), es decir, de la vida que contiene en sí misma su contrario y viceversa. Lo mismo vale para la relación entre fe y duda o el antagonismo entre dogma y herejía.19 En efecto, las reflexiones agónicas o «deconstrucciones» que Unamuno practica en sus ensayos son la metáfora lingüística de un principio vital que él bautiza –basándose en la etimología de la palabra– «agonía», es decir «lucha». La vida es «la lucha, la agonía contra la muerte y también contra la verdad, contra la verdad de la muerte» (19). El discurso ensayístico, por ende, mantiene en movimiento las nociones y las palabras al cambiarles siempre el sentido. Lo mismo vale para la relación entre tradición y modernidad que Unamuno pone en escena en Amor y pedagogía y Niebla. Según el modelo agónico propuesto por Unamuno, tradición y modernidad son dos términos –y al mismo tiempo dos prácticas estéticas– que se determinan mutuamente. De ahí que para él la modernidad contenga en sí misma la relación con la tradición, o mejor dicho la tradición forma parte entera de la modernidad y viceversa. A este respecto, Unamuno se acerca a la deconstrucción posestructuralista: Si la deconstrucción, en un primer paso, consiste en invertir la jerarquía de dos términos, paso imprescindible de toda revolución, el segundo paso demuestra sin embargo que uno de los términos se puede definir solamente gracias a su oposición al otro, por lo que este término forma parte de él (Derrida 1972: 9ss.). Si por consiguiente, la modernidad se opone a la tradición, invirtiendo la jerarquía entre lo viejo y lo nuevo, el término «tradición de progreso» sugiere que los dos 19

No obstante, y a diferencia de sus sucesores postestructuralistas, la deconstrucción practicada por Unamuno no tiene sus fundamentos en una crítica de la metafísica de la presencia o en la idea de la «estructuralidad» de la estructura (Derrida 1979: 409), él no se sitúa en el nivel de un concepto de la universalidad del texto, sino que pretende concebir y describir realidades. Lo que el autor salmantino intenta no es deconstruir jerarquías lingüísticas y semióticas, sino describir un fundamento real y casi metafísico del mundo. Su concepción es, por ende, profundamente ontológica.

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comparten algo que consiste, en el caso presente, en que, por su mera oposición a la tradición, la tradición está contenida en la modernidad como parte imprescindible. Este principio Unamuno lo aplica también a su novela. Quizás la particularidad de la modernidad española en torno a 1900 consista en esta conciencia aguda de la estrecha conexión entre modernidad y tradición. En este caso, la ausencia de una literatura pura no aparecería como un defecto, sino como un potencial estético.

5. La poética de una modernidad transversal Además, estos distanciamientos de la tradición y de la modernidad, al mismo tiempo, que encontramos en varios autores del 98 confieren unas características que las acercan a la posmodernidad. En efecto, si concebimos la posmodernidad como imitación y distanciamiento a la vez de la tradición y de la modernidad sin por lo tanto pretender superioridad alguna, si incluimos en este distanciamiento también una distancia que toman las obras con respecto a sí mismas, lo que les confiere una inautenticidad voluntaria y autoirónica, y si interpretamos el carácter lúdico de esta época como una manifestación de esta actitud distanciada, entonces aparecen las semejanzas entre la estética del 98, por un lado, y la postmodernidad por el otro. De hecho, la posición estética particular del 98, que puede concebirse como escena de una lucha entre los anhelos de autonomía de los personajes novelescos y del significante literario, por un lado, y de la autoridad auctorial del autor, por el otro, como un agon entre las representación de la realidad y la autorrefencialidad, entre la moderna destrucción de la representación y la representación de esta destrucción, entre tradición y modernidad, esta posición estética se puede enfocar desde esta perspectiva como una manifestación prematura de la posmodernidad. En este sentido, parece sintomático lo que dice Miguel de Unamuno sobre su actitud en general citado por el novelista Víctor Goti en el prólogo que escribe para la novela de Unamuno: «Dicen que lo helénico es distinguir, definir, separar; pues lo mío es indefinir, confundir» (Niebla, 101; los subrayados son míos). El resultado de esta actitud de indefinición es una distancia que le impide tomarse en serio a sí mismo: ... charlar, sutilizar, jugar con las palabras y los vocablos... ¡Pasar el rato! ... Distraerte. Y además ... el lector de la nivola llegue a dudar .... de su propia realidad de bulto y se crea a su vez no más que un personaje nivolesco ... (Niebla, 274s.)

Además de esta actitud, se anuncian también algunos fenómenos posmodernos concretos en las obras del 98, como por ejemplo, la estética del simulacro, tal como podemos encontrarla en los poeta-filósofos apócrifos de Antonio Machado, en el juego entre ficción y realidad en Niebla, en las autoficciones unamunianas, como por ejemplo en Cómo se hace una novela o en las docuficciones a la manera de La ruta del Quijote, de Azorín. Sin embargo, estas semejanzas con la posmodernidad son tan engañosas como lo son las relativas a la tradición y la

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modernidad, no solamente porque para Unamuno el juego o la actitud lúdica también son concebidos como agónicos, es decir como íntimamente relacionados con lo serio, lo auténtico y lo verdadero, sino también porque todas estas categorías historiográficas se pueden aplicar solamente con reservas metodológicas a la temprana modernidad en España. Encontramos otra expresión de esta inadecuación de las categorías usuales de la historia de la literatura en el conocido autorretrato que inaugura Soledades, galerías y otros poemas, de Antonio Machado: «Soy clásico, soy romántico, no sé» (Campos, 100). De hecho, esta indeterminación e indecisión de la posición que ocupan las obras y los autores del 98 en la historia de la literatura son debidas al hecho de que son transversales con respecto a la línea que lleva desde la tradición hasta la modernidad y la posmodernidad. Esta posición transversal crea la impresión de una cercanía con cada una de estas épocas mientras que, cuando lo examinamos desde más cerca, estas cercanías revelan ser lejanías, lo que pareció semejante se presenta como distinto, solamente porque la posición de la modernidad española de la primera década del siglo XX se encuentra en realidad en una dimensión diferente: Si la destrucción del argumento y la disolución del personaje, el cambio de las perspectivas narrativas, la reducción del papel del autor, etc. colocan la estética del 98 nítidamente al lado de la modernidad, la afirmación de la omnipotencia del autor, la falta de la autonomía de las palabras, es decir, del significante literario y algunas otras técnicas sitúan la obra claramente en el dominio de la tradición. De hecho, la estética del 98 es la de una modernidad que, por cierto, subvierte la dominancia de las estructuras tradicionales de la literatura, como por ejemplo el autor, el significado, el argumento o el personaje, sin embargo, practica esta subversión, sin por lo tanto llevar a cabo una revolución completa para colocar al lector, el significante o la microestructura en las posiciones dominantes. En vez de una revolución, los discursos literarios del 98 practican una deconstrucción de las jerarquías literarias y se mantienen en una posición ambigua que no corresponde completamente ni a la estética tradicional y tampoco cien por cien a la estética moderna. De ahí que se pueda afirmar que la modernidad española ocupa una posición transversal con respecto a la modernidad transpirenaica. Podríamos hablar, por consiguiente, de una modernidad transversal. Este término, «transversal», corresponde ante todo a una realidad de la percepción, a saber, que la modernidad temprana en España no se conforma con los principios de la modernidad misma, pero tampoco los viola, sino que es perpendicular o transversal con respecto a su coordenada de orientación. Esto explicaría las dificultades para situar las obras y a los autores en un sistema de coordenadas determinadas por la modernidad centroeuropea. Sin embargo, la noción de transversalidad es más rica, ya que comprende también otras dimensiones. Por ejemplo, permite enfocar la relación entre tradición y modernidad de una manera que corresponde mejor a la relación entre ambas épocas adoptada en España, donde toma una forma más compleja que la de una simple negación o destrucción de modelos precedentes. De hecho, el término «modernidad transversal» permite también enfocar esta manera particular de

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comprender la determinación mutua de los dos términos y su interdependencia efectiva o más bien agónica, para decirlo con las palabras de Miguel de Unamuno. En este sentido, una modernidad transversal sería una modernidad completamente consciente de su propia deuda con la tradición literaria y que no niega sus relaciones estrechas con ella. Lo mismo vale para la relación entre la modernidad y la posmodernidad. La noción posibilita también una forma de considerar como un conjunto lo que, en la modernidad misma, está bien separado. Así, la modernidad literaria o estética funciona según principios genuinamente suyos sin ser determinada por otros dominios de la sociedad. El dominio del arte y de la literatura funciona como un campo de producción artística relativamente independiente de los requisitos de la sociedad. De tal manera que el arte moderno desarrolla su propia noción de lo bello, de lo bueno y de lo verdadero sin dejarse influir por la concepción que de estas ideas tiene la sociedad. Lo que permite la noción de una modernidad transversal es describir una modernidad que no está completamente separada de otros campos sociales y enfocar el entrelazamiento estrecho que el campo literario mantiene con otros campos. De tal forma que, para los autores del 98, el campo político desempeña un papel importantísimo, aun si no toma la forma de un compromiso vanguardista. De esta manera, se permite comprender más bien las interdependencias entre varios discursos y enfocar el conjunto de las prácticas estéticas y no estéticas de los autores en cuestión. Esta forma de analizar la modernidad permitiría quizá también desarrollar una visión diferente de la modernidad europea en su conjunto. Así, lo que era considerado como una forma marginal y epigonal podría contribuir a una nueva visión de la modernidad literaria misma. Así, la estética de una modernidad transversal desarrollada por los autores del 98 contribuye también a solucionar el problema central del discurso intelectual de los mismos autores, a saber, cómo se puede concebir una modernización de España sin renunciar por lo tanto a la propia identidad cultural. De hecho, el denominador común entre autores tan diferentes como Azorín, Baroja, Unamuno, Machado o Valle-Inclán no reside en una posición intelectual común y tampoco en una estética compartida por todos, sino en una problemática a la que tanto los ensayos como las tomas de posición políticas y las obras estéticas intentan dar una respuesta. De esta manera, las descripciones del paisaje castellano, las interpretaciones de mitos españoles y de clásicos pueden concebirse como intentos de crear una identidad cultural que alcance su verdadera significación en el contexto de la europeización y modernización deseada, ya que se trata de la construcción de una identidad profunda –si se quiere «intrahistórica» –que pueda asumir y compensar los cambios radicales provocados por la modernización y la europeización del país. Además, la modernización anhelada tenía que tomar una forma paradójica en el marco del discurso noventayochista. Como este discurso atribuyó a España una cultura atrasada y marginal, los principios de modernidad, de autenticidad y actualidad debían tomar la forma de una contradicción, porque la adopción de

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principios modernos, como la actualidad, parecía contradecir el principio –moderno también– de la autenticidad, ya que las técnicas literarias muy avanzadas no les parecieron corresponder a la situación atrasada del país. La posición deliberadamente marginal y anacrónica del apócrifo Juan de Mairena, el principio agónico de los ensayos de Unamuno, la toma de distancia respecto de técnicas y procedimientos modernos que se encuentra en las novelas de Azorín, Valle-Inclán o Unamuno, todo ello expresa esta contradicción e intenta, al mismo tiempo, resolverla. Así los autores lograban apropiarse de las técnicas de la modernidad literaria para someterlas a una reescritura que les permitiera situarse dentro del conjunto de la literatura europea y moderna e «in-formar» al mismo tiempo su alteridad y diferencia. El resultado es una literatura que constituye una muy interesante modernidad transversal porque no funciona conforme con los moldes habituales de la literatura en el resto de Europa.

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Sabine Friedrich La ambivalencia de las formas de la percepción en la obra de Miguel de Unamuno El ver, la visión, está caracterizado, dentro de la tradición de la cultura occidental, por su ambivalente significado. En sentido estricto el ver, en tanto percepción visual, se refiere a la aprehensión sensorial de la realidad externa y empírica. Al mismo tiempo, el ver designa la contemplación visionaria y espiritual de una verdad divina, de un mundo de ideas trascendente, de un conocimiento, etc. La historia semántica de ‹ver› se desarrolla en la polaridad existente entre el sentido estricto y el sentido figurado de la palabra.1 Los conceptos de la percepción sensorial y los del campo semántico de la luz son usados metafóricamente en el campo del saber, piénsese por ejemplo en la luz del conocimiento o en el siglo de las luces o en el iluminismo. En muchas tradiciones se vincula estrechamente el ver y el conocer mediante el uso de metáforas. La metafórica de la luz, en particular, tiene casi siempre connotación metafísica.2 Acaso sea posible escribir toda la historia de la cultura occidental siguiendo el hilo conductor de la significación ambivalente de ‹ver›. La metáfora de la luz podría ser considerada, siguiendo a Hans Blumenberg, como una «metáfora absoluta» (Blumenberg 1998: 10), puesto que abarca contenidos semánticos que a menudo se refieren a la totalidad del universo. Existen complejas relaciones de interacción entre el orden discursivo de una sociedad y los modelos ofrecidos por la epistemología y por la teoría de la percepción correspondientes a determinadas épocas. Por un lado se puede establecer una teoría de la percepción aprovechando el fundamento de la estructura discursiva entonces vigente, por otro lado, como lo demuestra Blumenberg, el ver, en tanto metáfora absoluta, determina permanentemente la estructura del orden discursivo vigente, ofreciendo así el marco que posibilita el conocimiento (14-22). En las grandes tradiciones metafísicas que determinan nuestra cultura se hace patente una valorización jerárquica de ambas formas del ‹ver›. La percepción visual ha poseído desde siempre una posición privilegiada dentro de las distintas percepciones sensoriales, puesto que representa presencia, autenticidad e intensidad (Jay 1993: 21-82). Por otro lado, desde Platón se ha desarrollado una tendencia a desconfiar de la percepción visual, puesto que ésta sólo puede abarcar la realidad inmediata, pero no el mundo trascendente de las ideas. Conocer, según Platón, es una forma de descubrir en la cual lo esencial es concebido como algo oculto. El alma es capaz de percibir la máxima belleza sin recurrir a los sentidos. El verdadero conocer está siempre reservado a los ojos del espíritu. Se entiende 1 2

V. Jay (1993: 21-82); Chidester (1992); Crary (1990); Levin (1993). V. Mensching (1957); Chidester (1992).

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que tendencias contrarias a tal pensamiento hayan alzado su voz de protesta, pero la intensiva devaluación del ‹ver› sensorial ha tenido mayor influencia, no por último debido a la recepción del modelo platónico en la tradición cristiana. Como todas las religiones, el cristianismo exige una fe que pruebe su fuerza por el acto mismo de prescindir del testimonio de la visión.3 Tan sólo el ‹ver› espiritual indica el camino hacia la participación inmediata de lo divino, o lo inmediatamente visible señaliza una verdad oculta y trascendente. Análogamente a un modelo simple de representación lingüística, el signo visible apunta hacia el conocimiento invisible. Sin embargo, la percepción visual permanece siempre subordinada a la visión trascendente de las ideas. Por ello, desde un principio la historia del ver es, al mismo tiempo, la historia de una crítica del ver sensorial a favor de una sobrevaloración de la contemplación visionaria del conocimiento.4 El espacio sirve a menudo como metáfora para la visión metafísica del conocimiento (Lotman 1981: 311-347). El objeto de la contemplación metafísica, ya no en el marco de la concreta percepción de la superficie, es desplazado o hacia una altura inalcanzable (por ejemplo en el mito de la caverna), o hacia una profundidad opaca (por ejemplo en la introspección romántica). La conversión topográfica del modelo cultural determina no sólo la pintura y la escultura (especialmente en las representaciones del Juicio Final), sino también la literatura. Probablemente se trata de una constante antropológica el hecho de representar la concepción del orden universal vigente mediante un sistema de relaciones espaciales (Boehm 1969: 77-86). El platonismo y el cristianismo, tradiciones centrales para el pensamiento occidental, han desarrollado una metafórica espacial decididamente orientada verticalmente. Lo de abajo lleva consigo la connotación de perdición, ignorancia y pecaminosidad; lo de arriba, por el contrario, connota sabiduría, conocimiento y bondad. Salta a la vista que la metafórica espacial varía radicalmente en las épocas caracterizadas por su posición crítica ante la metafísica, por ejemplo en el Renacimiento, en la Ilustración y a fines del siglo XIX.5 La contemplación visionaria hacia las alturas o hacia lo profundo se torna cuestionable en la medida en que el hombre no se define en relación a una instancia trascendente. Ante tal situación se da lugar a la valorización y diferenciación de la visión horizontal, por lo que la mirada se orienta hacia la realidad empírica misma. Esto lo demuestran de manera impresionante incontables ejemplos de la literatura, teología, filosofía y artes plásticas; tan sólo como ejemplo, menciónese la introducción de la perspectiva en el Renacimiento, en oposición a la verticalidad de la cosmovisión medieval (Edgerton 1976). Acaso en ninguna otra época se oriente la mirada hacia lo horizontal de manera tan radical como a fines del siglo XIX. Existen todavía, claro está, disciplinas y

3

V. Jn 20,29: «bienaventurados los que creyeron sin haber visto». V. Jay (1993); Chidester (1992); Crary (1990); Levin (1993). 5 V. Edgerton (1976); Boehm (1969); Damisch (1987); Crary (1990); Wiesing (1997); Imdahl (1988); Levin (1993). 4

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corrientes que ubican el origen de lo existente en una profundidad que se niega a nuestro conocimiento total (por ejemplo en la historiografía o en el vitalismo); al mismo tiempo, empero, ocurre una valorización radical del mundo visible y empírico. La superficie misma se torna objeto de investigación. En la Europa de fines del siglo XIX se originan, en todos los campos de las ciencias y de las artes, movimientos renovadores, menos interesados en la exploración de nuevos campos objetivos que en el desarrollo de nuevos métodos cuyo origen, en el sentido más vasto, se encuentra en formas de percepción alteradas que echan nueva luz, desde una perspectiva inusual, sobre fenómenos ya conocidos.6 El comienzo del siglo XX está caracterizado por un vigoroso realce de la percepción visual, condicionado sobre todo por las innovaciones técnicas. Los nuevos medios, la fotografía y la cinematografía, son especialmente decisivos en este aspecto, no sólo porque representan al mundo mediante una imagen distinta, sino porque con ello producen nuevas formas de percepción.7 Con el nacimiento de la cinematografía los seres humanos empiezan a ver el movimiento de modo distinto. Los medios mencionados, aunados a los cambios sociales y tecnológicos a principios del siglo XX, traen consigo una permanente ola de estímulos. Los nuevos medios producen una secuencia de tomas momentáneas. El anonimato de la turba en la gran ciudad y los nuevos medios de transporte permiten experimentar la aceleración y, por otro lado, conducen a una potenciación de las impresiones sensoriales (Benjamin 1974 y 1998). La percepción del mundo moderno se caracteriza por la fragmentación, por el perspectivismo a ultranza y por la simultaneidad. Todos estos fenómenos son suficientemente conocidos, pero lo que me parece interesante son estas formas de percepción consideradas desde el punto de vista de la secuencia horizontal de las imágenes. Los seres humanos empiezan a ver imágenes «planas» que se caracterizan por su secuencia rápida y por no permitir una apertura hacia la profundidad o la altura. Este proceso también se refleja en la literatura. Sobre todo en la lírica se intenta representar la fugaz percepción con los nuevos métodos de la fragmentación y de la simultaneidad. El carácter de la realidad moderna es puesto de relieve en el movimiento inconcluso de la percepción estética que busca, destruye y nuevamente reconstruye. La mímesis radical del mundo moderno conduce a la destrucción de las usuales formas de ver la realidad. Una disolución semejante parte de la pintura, que, en oposición a la fotografía, ya no busca la pura representación de la realidad. Además existen en la teoría del arte, ya desde mediados del siglo XIX, intentos de desarrollar una teoría puramente formal, liberando así a la estética de los sistemas metafísicos (Wiesing 1997: 145-205). El ver es puesto frente a la tarea de liberarse de su rol pasivo dentro del conocimiento filosófico, para así convertirse en una actividad. El arte obtiene como tarea la construcción de nuevas formas de ver. El cuadro ya no es visto como el signo de una cosa, sino como un objeto sui generis, como un objeto caracterizado tan sólo 6 7

V. Levin (1993); Crary (1990). V. Utrera (1983); Kittler (1995); Levin (1993).

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por ser visible. El cuadro llegó a ser interpretado como pura visibilidad. Se originó la utopía de un arte abstracto, reacio a representar objeto alguno, y presente tan sólo en la materialidad del color. Pensamos hoy que es imposible una pintura preconceptual, ya que no parece posible una percepción sin teoría, pero se puede observar que la pintura, a principios del siglo XX, se interesó principalmente por la percepción inmediata de la materialidad de la superficie. Este desarrollo influyó también en la literatura contemporánea, sobre todo en la lírica. El estrecho contacto entre escritores y pintores de aquel tiempo condujo a una mutua influencia de las innovaciones estéticas respectivas. Así fue como el principio del cubismo fue trasladado al lenguaje. Sin embargo, las posibilidades de experimentar en el lenguaje con el medio mismo son significativamente más reducidas que en la pintura, puesto que el puro juego de los significantes más allá de experimentos puntuales se torna monótono. Al mismo tiempo, la autorreferencialidad se convierte en una de las características centrales de la literatura moderna. En el influyente trabajo de Hugo Friedrich, La estructura de la lírica moderna (1985), se describe en qué medida esta perspectiva fue determinante para el desarrollo de la literatura moderna. En contraposición a la lírica vivencial, sensitiva e inspirativa, típica del romanticismo, Hugo Friedrich entroniza al intelecto, a la despersonalización y a la autorreferencialidad del lenguaje como características centrales de la lírica moderna. Friedrich se sirve sobre todo de Mallarmé y de Valéry, representantes de la llamada poesía pura y paladines de una lírica abstracta e intelectualizada, como ejemplos para sustentar su tesis. Dentro de la modernidad española, Friedrich considera determinantes a Guillén y a Salinas. En los últimos años se ha señalado repetidas veces que la autorreferencialidad es, en efecto, un momento central de la lírica moderna, pero que es imposible reducir la literatura a un puro juego con un medio en el cual la realidad extralingüística y el sujeto queden excluidos; las construcciones estéticas siguen dependiendo de percepciones subjetivas que reflejan hacia afuera una perspectiva determinada. Una corrección parecida se exige también para el campo de la pintura de vanguardia. Ni la literatura ni las artes plásticas pueden ser reducidas a experimentos puramente formales; es más, ellas dan testimonio de una distinta percepción del mundo, determinada por la ya mencionada ola de imágenes «planas». Este es uno de los aspectos centrales del famoso ensayo «La deshumanización del arte», de Ortega y Gasset (1925). En su ensayo Ortega describe, en oposición a la estética del siglo XIX, las características centrales del arte moderno. El título da pie a sospechar que Ortega considera la deshumanización, es decir el destierro del sujeto y la confrontación con el lenguaje como medio, como característica esencial del arte moderno. Pero Ortega concibe «deshumanización» no tanto como la desaparición del sujeto, sino como una representación desfigurada del hombre, provocada por formas de percepción alienadas, por un «cambio de perspectiva» (Deshumanización, 77). Según Ortega el medio se convierte en un espejo cóncavo que destrona a las costumbres visuales tradicionales. Ortega vincula con aspectos fenomenológicos la confrontación moderna con el medio. Este acceso es más

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adecuado para abarcar la problemática del arte moderno. Este está determinado por nuevos modos de percepción que, ciertamente, focalizan al lenguaje como medio, pero que de ninguna manera conllevan una reducción absoluta del plano significativo. La percepción moderna produce imágenes «planas» en las cuales la formación de sentido funciona de modo distinto. Estas formas de percepción alterada –también de una alterada fundación de sentido– determinan toda la literatura europea al principio del siglo XX. También en España se pueden constatar fenómenos similares. No puede tratarse de subrayar y analizar una particularidad española, por ejemplo un retraso cultural, durante mucho tiempo determinante para el estudio del desarrollo de la literatura española. En España se discute intensamente, en el marco de la reorientación político-social posterior a 1898, si es tolerable una mayor apertura a los influjos del extranjero, y en qué medida. Esta discusión se lleva a cabo, sin lugar a duda, ante la conciencia del estancamiento nacional, pero si se observa la producción artística entre 1898 y 1936 no se puede hablar de ningún modo de un «retraso» frente a Francia, Inglaterra y Alemania. En estos años se lleva a cabo, sobre todo, un intenso intercambio entre España y Francia. Con ello no se quiere negar las particularidades nacionales, pues estas particularidades no se pueden reducir a categorías cognitivas que parten de procesos que ocurren linealmente. En los textos literarios producidos en España entre 1900 y 1936 saltan a la vista los nuevos modos de percepción. Estas formas perceptivas juegan un rol central en los textos que tematizan experiencias en la gran ciudad, puesto que la gran ciudad es el lugar por antonomasia en el cual ocurren las experiencias de fragmentación, aceleración y simultaneidad. En este aspecto son paradigmáticos la descripción de Madrid por Valle-Inclán y por Gómez de la Serna, y los poemas de Nueva York de Juan Ramón Jiménez y de García Lorca. Al mismo tiempo, estos textos elucidan que no se trata de una erradicación radical del plano significativo, sino de procesos cognitivos a describir de modo distinto. Aquí no se trata de un conocimiento previo a la percepción y demostrado solamente en su evidencia; el ‹ver› no es un ‹ver› anagnórico, enmarcado en un orden dado y conocido, sino el ver vidente que participa en la formación de nuevas formas de conocimiento (Waldenfels 1995: 234-237). Se trata de un dinámico proceso perceptivo, siempre partícipe en las condiciones fundamentales del conocimiento. Esto quiere decir que el cambio del modo de percepción va acompañado de un cambio de la sustancia de lo visto. La verdad no puede ser mostrada en su evidencia, es más, la verdad es producida en un proceso dinámico. En los textos de la época se hallan, junto a estos dinámicos modos de percepción arriba descritos, referencias pertenecientes a las formas tradicionales de percepción. Los textos se refieren, implícita o explícitamente, a conceptos provenientes de concepciones metafísicas tradicionales y, a la vez, a la aprehensión momentánea de una sustancia invariable, de un ser atemporal, de una verdad eterna, etc. A principios del siglo XX interfieren distintos modelos. Las formas de percepción tradicional, que buscan demostrar una evidencia, coexisten paralelamente a las formas de percepción más dinámicas. Es posible atribuir las distintas formas de

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percepción a sus fundadores, pero la mayoría de las veces se encuentran en los textos de cada autor interferencias de distintos sistemas que apuntan al radical estado de ebullición en que se encontraban los modos de percepción y de conocimiento. En lo que sigue, se han de analizar, apoyados en distintos poemas, las ambivalencias de distintos sistemas dentro de la obra de Miguel de Unamuno. Miguel de Unamuno no pertenece, ciertamente, a los representantes radicales de los experimentos de vanguardia. Si bien su praxis narrativa, especialmente en Niebla, es de carácter innovador, Unamuno toma explícitamente una marcada posición contra la estética de vanguardia. En numerosos artículos critica al modernismo, al que reprocha la insistencia en juegos lingüísticos puramente formales, la entrega exclusiva a disfrutes sensuales y estéticos, y el descuido del aspecto existencial de la literatura.8 Unamuno, por el contrario, pone de mayor relieve en su obra la tematización de la existencia humana, y, en última instancia, sus innovaciones estéticas en Niebla también se refieren al aspecto de la búsqueda del sentido de la existencia humana, tema central del autor (Mecke 1998b: 13). Su actitud de rechazo frente a la modernidad artística se manifiesta también frente a la modernidad de la estructura social. Unamuno rechazó todas las insignias del mundo moderno.9 Madrid, en tanto prototipo de la moderna gran ciudad, está asociada para Unamuno con las masas humanas anónimas, con la decadencia moral y con el caos. Sobre todo, destaca el rechazo de los logros del mundo moderno, caracterizados por la aceleración de la vida, tales como los modernos medios de transporte y los nuevos medios de comunicación (telegrafía, periódicos, películas). La inundación de estímulos arranca al hombre, según Unamuno, de su ritmo natural, excede la capacidad perceptiva del individuo y conduce, en general, a la superficialidad, dado que no queda espacio para la reflexión. La crítica que Unamuno dirige a la gran ciudad es propia de un pensamiento cultural de corte conservador, opuesto al cambio y al aceleramiento, y propagador de una reorientación hacia la tradición. En cierto sentido, también es posible aplicar los pares opuestos, típicos en Unamuno, a la oposición campo-ciudad. Mientras la ciudad está provista de todos los rasgos constitutivos del concepto de Historia (carácter efímero, transición, contingencia), el campo –castellano– representa la invariable y atemporal esencia de España, aproximándose de esta manera al concepto de la intrahistoria. Ciertamente, la posición conservadora de Unamuno, referida tanto a la modernidad social como cultural, determina su obra. Al mismo tiempo, es imposible reducir su obra al carácter conservador. También cohabitan con él aspectos modernos que anuncian las posiciones centrales del existencialismo. La ambiva8 V. los artículos siguientes de Unamuno: «Arte y cosmopolitismo» (O.C., IV, 911-919); «Aduaneros literarios» (O.C., V, 802-804); «El modernismo» (O.C., V, 866-868); «Una novela venezolana. Ídolos rotos de Manuel Díaz Rodríguez» (O.C., VIII, 104-116); «El esteticismo d’annunziano» (O.C., VIII, 657-661); «Modernismo y actualidad» (O.C., XI, 826-829); v. Imízcoz Beunza (1996). 9 V., por ejemplo, los artículos siguientes de Unamuno: «Ciudad y campo. De mis impresiones de Madrid» (O.C., III, 533-550); «Cosmopolitismo y universalidad» (O.C., VIII, 421-428); v. Imízcoz Beunza (1996: 170).

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lencia dentro de la obra de Unamuno se manifiesta sobre todo en los pares opuestos –característica central de su pensamiento–, mejor dicho, en la interacción ambivalente de los polos opuestos.10 Esta ambivalencia, presente ya en sus primeros ensayos, puede ser señalada siguiendo la definición de la relación existente entre la Historia y la Intrahistoria.11 En su obra En torno al casticismo abundan las frases que indican que la Historia representa lo específicamente individual y transitorio, mientras la Intrahistoria se refiere a la sustancia de lo español o, también, de lo genéricamente humano. La Intrahistoria, en tanto esencia invariable y supratemporal, siempre precede a la Historia, y la tarea del historiador consiste en desentrañar la Intrahistoria de debajo de la superficie de la Historia. La búsqueda del conocimiento está, por ello, orientada a descubrir una evidencia que precede a todo y que se oculta bajo la superficie de los sucesos contingentes. Al mismo tiempo figuran, en el ensayo mencionado, frases que aclaran que la Intrahistoria no debe ser concebida como germen de la Historia, sino, por el contrario, como resultado de la Historia al final de un largo proceso evolutivo (Wyers 1976: 3-18). La Intrahistoria se refiere a la aprehensión de lo individual, que nunca podrá ser alcanzada totalmente debido al carácter efímero y al dinamismo de la vida. Por ello, el núcleo de la Intrahistoria sólo puede ser alcanzado aproximadamente. Además, la Intrahistoria no debe ser concebida como una entidad atemporal y abstracta, puesto que Unamuno pretende abarcar la realidad histórica. Blanco Aguinaga (1975: 23-122), como es sabido, ha descrito esta ambivalencia en el pensamiento de Unamuno en términos referentes a la tensión entre el polo contemplativo y el polo agonal. La expresión de lo contemplativo ilustra de manera excepcional el aspecto descrito líneas arriba como la visión tradicional de la evidencia. En el análisis siguiente, centrado en el famoso poema metapoético, «Credo poético», tomado de la colección Poesías (O.C., XIII, 200-201), pretendo demostrar de qué manera mina el polo agonal las bases de la visión tradicional de la evidencia. Como el título «Credo poético» ya lo da a entender, se trata de un poema programático y metapoético. La dimensión poetológica no puede, empero, ser disociada del extenso cuestionamiento filosófico que caracteriza la obra de Unamuno.12 Inmediatamente, al principio subraya el hablante que el poema no se ha de elevar a las altas esferas del pensamiento, sino que, por el contrario, debe conservar la relación con el mundo sentimental. En las estrofas siguientes esta oposición sentir-pensar será completada por determinados pares opuestos, los cuales, según Unamuno, no sólo ilustran metafóricamente las oposiciones fundamentales de la existencia humana –tales como cielo / tierra, ala / peso–, sino también las mencionan: alma / carne, idea / forma. De capital importancia resulta la pregunta de cómo se manifiesta para el hablante la relación entre ambos polos. La respuesta está dificultada porque no se puede reconocer claramente, partiendo 10

V. Mecke (1998a: 417; 1998b: 12-14); Ribas (1987: 274); Marías (1980: 43-61). V. Laín-Entralgo (1997: 293-300); Ribas (1989: 120-124); Wyers (1976: 3-18). 12 V. Senabre (1989: 165); Imízcoz Beunza (1996: 142). 11

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de las expresiones del hablante, si estos pares opuestos se refieren al aspecto de la producción estética o al contenido del poema. Mientras el verso inicial «piensa el sentimiento, siente el pensamiento» (1) subraya la metódica estética, ciertas frases posteriores realzan el plano representativo, por ejemplo: «tras la forma encuentra idea» (20). Esta ambivalencia condiciona al poema entero. Desde la perspectiva de Unamuno, este problema no lo es tanto, puesto que, a su modo de ver, la lírica representa idealiter la problemática fundamental de la existencia humana, y por ello existe una afinidad estructural entre la búsqueda existencial del hombre y el acto de creación poética. La borrosa separación entre el aspecto productivo y el plano representativo toca la ambivalencia central entre el polo contemplativo, que muestra una idea procesual, y el polo agonal, que produce la idea recién en un proceso dinámico. Esto es lo que pretendo demostrar en lo siguiente. En la cuarta estrofa el hablante subraya sobre todo el aspecto productivo. En implícita alusión a los deshumanizados y puramente estéticos juegos con la forma, característicos del modernismo, el hablante descarta cualquier diseño lingüístico fastuoso.13 El poeta no debe elaborar su material con refinamiento estético, a modo de un sastre, porque la belleza verdadera se encuentra en la desnudez de la idea: «No te cuides en exceso del ropaje, de escultor y no de sastre es tu tarea, no te olvides de que nunca más hermosa que desnuda está la idea» (13-16). En un lenguaje simple debe expresarse la desnudez de las ideas puras, como lo subraya el autor líneas después (25). En la quinta estrofa se describe, por otra parte, el aspecto representativo; el hablante usa, sin embargo, el concepto central de la «idea». La tarea del poeta no consiste en concederle forma a una idea abstracta, sino en hacer visible a la idea detrás de la forma: «tras la forma encuentra idea» (20). Cabe preguntarse cómo se define textualmente esta idea. La idea se encuentra, evidentemente, bajo una superficie, tal como lo demuestra el verso previo, estructurado análogamente: «alma encuentra tras la carne» (19). En el verso 12 el hablante designa que lo que debe ser descubierto es una «viva y honda vena». Mientras «idea» representa algo espiritual, inmaterial, con «vena» se asocia un líquido que fluye y que a su vez consta de una sustancia material. Al hablante le interesa, evidentemente, la descripción de una fuerza que no sólo da vida, sino que también confiere sentido. Dicha fuerza es de naturaleza material y espiritual (v. Wyers 1976: 14-32). En última instancia, idea, vena, verdad y alma constituyen conceptos intercambiables. A diferencia de las manifestaciones pasajeras de la realidad, el hablante sitúa esta fuerza originaria en una profundidad; hacia el final del poema, verso 34, habla de las «entrañas de las formas pasajeras». La fuerza originaria precede evidentemente a la realidad material, puesto que el hablante menciona dos veces seguidas que el alma, respectivamente la idea, puede ser descubierta de repente bajo la superficie (19-20). El aspecto que compromete la demostración de una instancia procesual está subrayado por la estrofa siguiente, la sexta. En ella exige el hablante al poeta descubrir la verdad con las manos: «la [la verdad; S. F.] desnudas con tus manos, y tus ojos gozarán de su belleza» (23-24). 13

V. Imízcoz Beunza (1996: 166); Wyers (1976: 3-18).

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El descubrimiento de la verdad es descrito como un suceso visual. El distanciamiento de la forma externa desemboca en la contemplación de la belleza de las ideas. Mientras el hablante despreciaba hasta aquí cualquier estímulo sensorial –como hemos dicho, el poeta debe formular sus pensamientos en palabras parcas y sin adornos–, la visión de la verdad es descrita aquí como un fenómeno sensorial. En ello hay que considerar que la dimensión sensual está recargada fuertemente de una connotación erótica, patente en el uso del verbo ‹gozar›. La verdad que confiere sentido no es explicada detalladamente mediante la palabra, sino es vivida exclusivamente como suceso sensual. Todas las afirmaciones hasta aquí indican que el poeta intenta, partiendo de la realidad empírica, encontrar una verdad metafísica. Al mismo tiempo, en el poema hay pasajes que indican que la idea es el producto de un proceso dinámico. El uso frecuente de ‹esculpir› así lo indica. Primero, el poeta es comparado con un escultor (14), el poema con un canto esculpido (29), y la actividad poética es designada dos veces como esculpir. La actividad del escultor consiste ahora en formar una figura a partir de una masa informe. Dentro de la masa está dada, ciertamente, también la sustancia de la forma, pero el escultor no sólo corta una superficie para luego descubrir la figura, sino que también prescribe su forma. Esto quiere decir que el poeta, en tanto escultor, no descubre una verdad procesual y metafísica, sino que la idea es producida recién en el texto, a partir de las manifestaciones superficiales transitorias, de las formas pasajeras. Mientras la metáfora de la visión de las profundidades parte de un mundo de ideas procesual, la metáfora poetológica ‹esculpir› subraya el aspecto de un proceso dinámico. Mientras el conocimiento repentino de la verdad procesual es descrito mediante la metáfora tradicional que compromete una contemplación visionaria, el proceso dinámico de la producción de la idea es transcrita con la actividad de un escultor; empero, la verdad a buscar no es ilustrada mediante ninguna imagen. Se habla exclusivamente de la actividad del esculpir mismo. También llaman la atención las relaciones espaciales en el poema. El hablante siempre utiliza la metafórica tradicional alto-profundo, adentro-afuera, para esclarecer los distintos polos de sus contrarios mencionados. Ya al comienzo, se opone el «vuelo a los cielos» a los «nidos en la tierra» (2-3). Además, el hablante asocia las formas contingentes y, respectivamente, la belleza puramente material con lo exterior, con la superficie, mientras la idea buscada está vinculada con el interior y con lo profundo, compárese «honda vena» (12) y sobre todo las «entrañas de las formas pasajeras» (34). Con la metafórica espacial va acompañada una clara valorización: el boato exterior y formal de la superficie termina claramente devaluado a favor de lo interior, que contiene una forma especial de la belleza, una sensualidad unida a la verdad, que a su vez es ajena al mundo exterior. La «visión sensorial de las ideas» es desplazada hacia la profundidad, que se niega a la simple percepción exterior. En el análisis del poema «Cruzando un lugar» (O.C., XIII, 223-224) pretendo demostrar cómo se concretizan en la práctica estas exigencias poetológicas. En el poema «Cruzando un lugar», tomado del capítulo «Castilla» en el poemario Poesías, el yo-lírico describe el encuentro imprevisto con una muchacha.

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El yo-lírico cabalga bajo el calor del mediodía a través de un pueblo, cuando de pronto, al pasar, contempla los ojos de una muchacha. La mirada dirigida a sus ojos despierta las emociones del yo-lírico y es referida inmediatamente a una profundidad en la cual al yo-lírico se le manifiesta, en una contemplación visionaria, la verdad de su propia existencia. Con el motivo del furtivo contacto de las miradas, Unamuno retoma en este poema una respetable y añeja tradición lírica. Los llamados sonetos de saludo, famosos sobre todo gracias a Dante y a Petrarca, describen el encuentro repentino con una desconocida. Dicho encuentro deja en el yo-lírico una profunda impresión que lo llena de dicha. Baudelaire retoma este motivo, asimismo, en su famoso poema «A une passante». El poeta francés sitúa el encuentro, empero, en medio del anonimato de la gran ciudad. Debido a la turba humana y a la inundación de estímulos, típicos de la gran ciudad, la calidad del encuentro repentino varía considerablemente. El encuentro desencadena una experiencia de schock que traumatiza al yo-lírico. Resulta significativo que el encuentro en «Cruzando un lugar» no esté unido a la experiencia en la gran ciudad, sino que ocurra en una idílica situación campestre en Castilla. Un lugarejo, el polvo levantado en la llanada, la paz de la tarde y el jinete solitario, todas estas cosas son para Unamuno insignias de un intacto mundo campestre, que está más próximo a la esencia natural de la existencia humana, en oposición a la gran ciudad, anónima y caótica. Ya los primeros versos, donde se describe el lugar de la acción, esclarecen en qué medida el ritmo de vida de la gente del campo aún se encuentra en armonía natural con la naturaleza. El calor del mediodía detiene todas las actividades externas en el pueblo: «la congestión vital hunde y aplana» (4). A través de la paz natural de la siesta se produce la impresión de silencio y vacío. La percepción externa se reduce a lo mínimo. El polvo, la amplia llanura y el calor del sol simbolizan la supresión de la percepción de todos los estímulos externos. Ni siquiera la acción del yo es expresada como proceso activo. El hecho de atravesar el pueblo a caballo está vinculado a un dato temporal y a un verbo situativo: «Fué al cruzar una tarde un lugarejo» (1). Da la impresión que la percepción externa acaba reducida, y esta impresión es acentuada por el hecho de que el hablante no describa el lugar de los hechos. Este se limita tan sólo a mencionar los elementos indispensables que condicionan el marco del encuentro posterior: «un lugarejo entre polvo tendido en la llanada» (1-2). Así como el ser humano se libera de todos los estímulos perceptivos antes de la experiencia mística, en el poema aparece la reducción del mundo exterior como una preparación indirecta a la experiencia por venir. Que la descripción del marco externo termine con la mención de los rayos solares calcinantes, los cuales logran penetrar en el interior –«infiltrando modorra en sus entrañas» (6)–, ya anuncia el consecutivo tránsito del mundo externo al mundo interno. Luego, el yo-lírico describe el encuentro. Una muchacha sentada al borde de la calle oye el ruido de las herraduras, alza la mirada y la dirige al jinete: «alzó la cara y dos ojos profundos me miraron» (8-9). El hablante no describe a la persona en lo mínimo. A estas alturas, el lector no sabe ni siquiera que se trata de una muchacha joven, cosa que será mencionada versos adelante. El hablante no da detalles sobre

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sus rasgos externos, tan sólo hace mención de sus ojos. Mientras Baudelaire en «A une passante» describe detalladamente la indumentaria, los gestos y la belleza de la desconocida, en el poema que estudiamos aquí el hablante reduce la persona a sus ojos. Pero ni con los ojos el hablante describe la belleza de la muchacha; es más, mediante la metáfora espacial «profundo», el hablante orienta la atención a una realidad en el más allá. La percepción visual externa –el hablante mira a los ojos de la muchacha– conduce al mismo tiempo a un distanciamiento de la realidad externa y a una aproximación a un espacio interior. Los ojos aparecen como umbral entre la realidad externa y el espacio interior de carácter visionario. Muy instructivo resulta la manera en que es descrito el contacto visual. El hablante no dice ni que ha mirado en los ojos de la muchacha, ni que se hayan visto mutuamente, sino que dos ojos lo miraron. La percepción del hablante no es descrita como percepción activa, sino que se trata de una mirada pasiva. De repente, el hablante se ve expuesto a la mirada de la muchacha. De acuerdo con ello, la mirada será designada, en los versos posteriores, como una repentina e inesperada revelación: «Fué un instante brevísimo, un relámpago» (27). El motivo del contacto visual es muy típico en la obra de Unamuno.14 En este contacto visual, empero, no se trata efectivamente de un contacto intersubjetivo, considerando que el contacto de las miradas estaría al principio de una relación amorosa. La mirada dirigida a los ojos del otro provoca, sobre todo, una reflexión de carácter narcisista. A diferencia de la superficie material e inerte del espejo, la mirada dirigida a los ojos vivos no copia la forma exterior del yo, sino que abre la mirada hacia su interior (v. Imízcoz Beunza 1996: 165). La mirada dirigida a lo profundo es posible porque el contacto visual –a diferencia del encuentro furtivo en la turba de la gran ciudad, descrito por Baudelaire– es descrito por el hablante como un suceso tranquilo: «Fué mirar de reposo» (11). Como hemos mencionado, el hablante recurre nuevamente a la metafórica de la profundidad para describir la contemplación de una realidad metafísica, referida tanto al mundo interior de su alma, como también a una profundidad temporal. En la mirada se revela un pasado entero: «todo un pasado en él se revelaba» (12). Lo que se le revela al hablante en esta contemplación visionaria no puede ser mencionado expresamente. Se menciona «misterios dolorosos» (22), y el hablante recurre inmediatamente a metáforas, con el objeto de parafrasear lo mirado mismo. Mientras hasta aquí la realidad externa es objeto de una descripción reduccionista, el hablante describe ahora el efecto de la mirada mediante adjetivos, comparaciones e imágenes. Los ojos son llamados «seno de una isla solitaria» (10), y con ello el hablante quiere indicar que los ojos están rodeados de mar. De esta manera, la región de la planicie está siendo comparada implícitamente con el mar. La metafórica del mar es retomada una vez más en los versos siguientes (v. Blanco Aguinaga 1975: 283-321). La mirada de la muchacha es comparada con un silencioso saludo de despedida, de un «islote» (13) que se dirige al viajero. Este atraviesa el mar con su fragata, para hundirse luego en la distancia del horizonte: 14

V. Blanco Aguinaga (1975: 152-157); Wyers (1976: 42).

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«para hundirse allá lejos, donde besan al cielo en el confín, remotas aguas» (1718). El jinete es comparado con un marinero que se hundirá en la distancia, «allá lejos». La imagen de la inmersión resulta, por un lado, tópica para la contemplación visionaria, por otro lado no se dice expresamente si el marinero se hundirá en las profundidades marinas. Más bien se alude al horizonte como meta que une cielo y tierra, expresando así la totalidad del mundo. Evidentemente, el viajero quiere hundirse en esta totalidad. Muy instructiva resulta la metáfora verbal «besar», que se refiere a la unión de cielo y agua. Como vimos líneas arriba en «Credo poético», la contemplación visionaria se simboliza mediante verbos llenos de connotaciones eróticas. La sensualidad, ausente en la realidad externa del poema, expresa en la contemplación visionaria de las profundidades la imagen de la totalidad. Cuando el viajero aspira a hundirse en el horizonte –en tanto metáfora para la totalidad del mundo–, se evidencia que se trata de un punto que nunca podrá ser alcanzado. Per definitionem, este punto se encuentra en una distancia inalcanzable. Después de comparar la mirada con la despedida a un marinero, la perspectiva cambia de tal modo que torna del plano metafórico al plano real. El hablante prosigue pensativo su camino y reflexiona sobre la mirada que acaba de acoger en su interior: «en mi pecho llevando su mirada» (20). Al mismo tiempo, se anuncia aquí un desplazamiento definitivo: de la percepción exterior al mundo interior de los pensamientos. En lo siguiente, no se dirá nada acerca de la realidad externa, sino que el hablante se referirá exclusivamente al efecto de la mirada en su interior. La percepción visual de la mirada ha tocado su mundo sentimental y le ha revelado una verdad que le estaba hasta entonces oculta: «fué un alzamiento del oscuro seno en que reposan las profundas aguas a que la luz no llega de la mente» (29-31). Esta verdad está situada en la profundidad del agua, a la que la luz del espíritu no tiene acceso (v. Jay 1993: 149-209). La luz de la razón no puede transmitir este conocimiento, sino tan sólo la intuición del alma. Cabe señalar que la contemplación visionaria está anclada, por un lado, en la tradición de la anamnesis platónica, según la cual la verdad olvidada reaparece, repentinamente, en su evidencia; por otro lado, en la tradición del romanticismo, en la cual la mirada hacia el interior del alma propia está simbolizada por la inmersión en la oscuridad del mar. En este sentido el yo-lírico describe su experiencia como la inmersión en las profundidades marinas: «al sentir en vivo de aquellos ojos la tenaz mirada, repentina inmersión en el océano sentí, en que se me anega la esperanza» (35-38). Lo que, en lo que sigue, ve concretamente el hablante, no es descrito ni expresa ni metafóricamente. Tan sólo es trazada una línea divisoria intermitente. Todos los elementos de la visión de profundidad tradicional, referidos al conocimiento del alma propia, se encuentran aquí representados ejemplarmente. Partiendo del carácter furtivo del contacto visual, se le revela al yo-lírico, repentinamente, la verdad de su existencia en un profunda contemplación visionaria. Finalmente, el hablante repite una vez más los versos iniciales, que describían su llegada al pueblo. La repetición del principio termina, sin embargo, antes del encuentro con la muchacha. Aquí se produce un evidente corte temporal en el

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decurso del poema. El hablante narraba, hasta aquí, el suceso haciendo una retrospectiva hacia el pasado, pero ahora habla de su estado actual, partiendo del presente narrativo: «Han corrido los días desde entonces y prendido en mi pecho su mirada y empieza a florecer y dar sus frutos» (45-47). La mirada, conservada por el hablante en su interior, empieza a florecer y a dar sus frutos. El hablante prosigue: «y a mi espíritu todo lo embalsama» (48). Esta imagen apunta a una problemática que determina toda la obra de Unamuno: el carácter pasajero de toda vida y el esfuerzo por superar esta transitoriedad. Mediante la imagen del espíritu embalsamado, el hablante intenta escapar del carácter pasajero de la existencia, en tanto que la secuencia de pasado, presente y futuro es suprimida en una simultaneidad supratemporal. La mirada de otrora, la mirada de la muchacha, ha sobrevivido en el presente del hablar y florece en el interior del hablante como una planta cuyos frutos deben proteger, mediante el embalsamamiento, al espíritu, de tal modo que éste no pueda ser presa del carácter pasajero que envuelve a lo existente. Dicho carácter, sin embargo, está implícitamente incluido en la metafórica vegetal; el florecer de la planta ya está aludiendo a su marchitamiento. Con ello, el esfuerzo por superar la decadencia que trae consigo la temporalidad está siendo orientado hacia la duración. En la imagen de la planta fructífera va incluida una dinámica temporal e inconclusa, necesariamente opuesta a la anhelada superación del tiempo. En el poema se intercalan dos campos metafóricos distintos, ambos provenientes de la naturaleza: la metafórica del mar y la metafórica vegetal (Laín-Entralgo 1997: 300). La metafórica del mar describe una introspección visionaria, en la cual aparece repentinamente una verdad generadora de sentido. La metafórica vegetal, por su parte, vincula la generación de sentido a un proceso temporal abierto. La dinámica inherente a la metafórica vegetal está superpuesta, jerárquicamente, a la contemplación visionaria de la evidencia, en tanto que la metafórica del mar se refiere exclusivamente al plano del encuentro con la muchacha, evento perteneciente al pasado; además, la metafórica vegetal se refiere al presente del hablante e influye en los métodos estéticos. En el momento del hablar, el hablante se encuentra en medio del proceso de generación y de corrupción a los que pretende superar. El proceso temporal se entrelaza en la estructura del texto al repetirse los versos iniciales después de la inmersión en las profundidades marinas, anunciando así una repetición cíclica e inacabable. Esto significa, por un lado, que la contemplación de la evidencia está dominada por un proceso repetitivo, dinámico y abierto que al mismo tiempo niega que, habiendo ocurrido una vez, la contemplación sea capaz de generar un sentido duradero. Por otro lado, la dinámica del proceso abierto se refiere a una metafórica espacial orientada verticalmente, puesto que las figuras e imágenes escogidas aluden a un evidente movimiento ascensional. La planta empieza a germinar en lo profundo e íntimo del yo, y el crecimiento implica un movimiento hacia arriba en dirección hacia el espíritu, cuyo embalsamamiento está siendo preparado. Con ello la abierta estructura repetitiva, enmarcada en un proceso temporal, se transforma en un movimiento

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ascensional de carácter vertical, movimiento que simboliza la revelación trascendente de lo divino, es decir, de certezas metafísicas. En relación con la metáfora de la luz, se hizo mención al principio de este ensayo del concepto de la «metáfora absoluta» acuñado por Blumenberg (1998). Como hemos dicho, la metáfora absoluta cumple la función, según Blumenberg, de representar la totalidad de la vida, de la historia o de la naturaleza. La importancia de la metáfora absoluta crece en la medida en que Blumenberg demuestra, a lo largo de su obra, el carácter insostenible de los sistemas metafísicos tradicionales. En sus publicaciones posteriores Blumenberg describe el amenazante y desequilibrado poder de una realidad absurda, insoportable para el ser humano. Al dotar a lo desconocido de nombres y al rodearlo de historias, los hombres no hacen otra cosa que intentar liberarse del «absolutismo de la realidad» (1996: 9-67). Los mitos cumplen la función de conjurar y controlar las fuerzas amenazadoras mediante historias, para convertir al mundo en un texto significativo y legible. Las metáforas absolutas funcionan como mitos, en tanto que prescriben un marco de orientación referido a la totalidad del orden universal. Para Blumenberg es de central importancia el que el marco de orientación contenido en la metáfora esté dado tan sólo como concepto retórico; esto implica que la metáfora absoluta primero tiene que producir el orden metafísico que luego dice representar (1981: 105-112). La metáfora absoluta salta a un vacío, se diseña a sí misma sobre la tabula rasa de lo que teóricamente es imposible de ser llenado; aquí es donde ha tomado el lugar de la voluntad absoluta e inerte. La metafísica nos viene pareciendo a menudo una metafórica tomada al pie de la letra; la desaparición de la metafísica reclama que la metafórica ocupe de nuevo su lugar (1998: 193). En este sentido, se podría designar, siguiendo a Blumenberg, como metáfora absoluta a la metafórica ascencional que encontramos hacia el final de «Cruzando un lugar». La amenaza de un movimiento retardante y potencialmente infinito termina siendo controlada por una metafórica tradicional que está orientada verticalmente y que promete una seguridad metafísica. En el poema «L’aplec de la protesta», incluido en el capítulo «Cataluña» del poemario Poesías (O.C., XIII, 248-249), se tematiza una experiencia perceptiva de calidad muy distinta. En este poema el yo-lírico describe una experiencia en la gran ciudad, en este caso en Barcelona. A diferencia de «Cruzando un lugar» el hablante se encuentra en un ambiente que lo inunda con estímulos perceptivos. El hablante observa una manifestación pública, ante la cual se ha aglomerado un gran gentío. Apenas han acabado los discursos, la masa empieza a aplaudir a rabiar. Luego un paño es agitado en el aire; numerosos paños le siguen inmediatamente: «se pobló la gradería de blancas flámulas» (5-6). El hablante compara la cantidad de paños blancos con una bandada de gaviotas que sobrevuelan, previas a elevarse, la superficie del agua. La turba está visiblemente conmovida por la escena. Los ojos de la gente están llenos de lágrimas. Agitan sus pañuelos y están tan fascinados por la belleza de la impresión visual, que exclaman: «¡Oh, que es hermoso!» (22). El hablante, por el contrario, critica tal entusiasmo como un espectáculo vacío, en el cual predomina la estética. La protesta política, motivo de la

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manifestación, es percibida como un espectáculo puramente estético: «Fué el triunfo de la estética, ¡el espectáculo!» (20-21). El hablante describe cómo los ojos de la gente están conmovidos por la mirada de «aquella nevada» (24), comparada con los pétalos de un lirio. Además, designa al espectáculo como un «solo momento de hermosura» (39), «todo un momento, una impresión de vida, de vida volandera» (3234), como regalo para los sentidos, «los sentidos gozaron un regalo» (35), y como «fiesta para los ojos» (36). Un placer visual, una fiesta sensual, vinculados a un momento pasajero, en el cual la gente se entrega a sus sentimientos. Las flores, empero, se marchitan pronto, y el breve momento de la belleza no da frutos, a diferencia de la mirada de la muchacha en «Cruzando un lugar». «Y allí acabó, sumida en el momento, allí se deshojó su flor brillante, la flor de la protesta; sus blancos pétalos se agitaron por cima del océano de las cabezas, del mar de corazones por encima, se ajaron luego...» (41-48). Al final, el hablante se pregunta: «¡momento de hermosura ... bien! ¿y el fruto?» (49). El hablante se aleja pensativo y siente nostalgia de su patria, que encierra una dimensión profunda, desconocida a los habitantes de Barcelona. Evidentemente, en este poema se expresa, anticipando la estética de la vanguardia, una pura percepción de la superficie. Que los paños agitados sean comparados con una bandada de gaviotas sobre la superficie del mar, ilustra paradigmáticamente la dimensión de profundidad, ausente en esta experiencia. El gentío disfruta de un momento pasajero de belleza que los afecta profundamente. Dicho momento, sin embargo, es rechazado por el hablante, que lo acusa de superficial y de puramente estético, puesto que justamente le falta la profundidad existencial. Parece interesante, comparando este poema con la poetología de «Credo poético», el que en el espectáculo se trate finalmente de aquellas «formas pasajeras», atadas a tiempo y a espacio, y cuya substancia («entrañas») quiso fijar Unamuno. Además, el hablante mismo subraya la fuerte emoción de los espectadores, conmovidos hasta las lágrimas. Es posible descubrir el significado de este suceso sólo a partir de la interacción entre la pasajera percepción visual y la reacción emotiva del gentío. En este suceso se puede entrever, en este sentido, no sólo una belleza superficial, de naturaleza exterior y visual, sino también un suceso repentino, unido, en su nacimiento y en su desaparición, al carácter efímero del tiempo. En el suceso ocupa un lugar central la unión del fenómeno puramente visual –la forma exterior– con un significado procedente de la contemplación emocional del espectador. Este significado no se refiere a una verdad procesual y de connotación metafísica, sino que se agota en el suceso pasajero y emocional. El significado se aclara tan sólo a partir de la situación momentánea. El carácter pasajero del espectáculo visual corresponde, en su movimiento intermitente, a la rápida secuencia de las películas. Semejante secuencia no brota del alma del yo –a diferencia de «Cruzando un lugar»–, y por ello no puede ser vinculada a la vida interior de un yo creador. Estas imágenes intermitentes y «planas» representan para Unamuno la esencia de una modernidad superficial (v. Utrera 1983). Si bien es cierto que ya en este poema la ola de imágenes «planas» es descrita como la forma de la percepción y de la experiencia en la modernidad,

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de la que Unamuno ya está contagiado, éste se resiste a dar el primer paso en aceptarla. Unamuno sigue anhelando un espacio profundo de carácter metafórico en el cual la ficción de una verdad se le aparezca visionariamente.

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Vittoria Borsò Temporalidad y alteridad: la arqueología de Castilla en la obra de Antonio Machado En las siguientes reflexiones me refiero a los discursos que explican la Generación del 98 dentro de una epistemología de la modernidad europea e internacional.1 En el caso de Antonio Machado, dicha epistemología puede ser considerada como el puente colgante entre dos fases de su obra: la llamada estética modernista de Soledades. Galerías. Otros Poemas, y la poesía historicista de Campos de Castilla, con la que Machado2 participa en las contribuciones del grupo que se pronunciaba en favor de la formación del mito nacional. Me propongo considerar la experiencia de la temporalidad como el ansia común en toda la obra, la filosofía apócrifa del autor incluida.3 Ahora bien, en Campos de Castilla, el sujeto ya no mira solamente 1 Ya Ricardo Gullón (1969: 9) rescató la llamada Generación del 98 de la «vocación provinciana», que el autor relaciona con el «sentimiento de inferioridad» de los españoles, según él, tan obsesivo hasta finales del siglo XIX (13). Me inclino por dicha posición, también postulada por Gumbrecht / Sánchez (1983) con respecto a la historia de la literatura española como compensación en el sentido freudiano. Gullón, considerando la tesis generacional como una «invención», niega la realidad del grupo y opta por un concepto de «espacio generacional» a nivel internacional. Además, rechaza el enfoque puramente temático, de arraigo casticista, inaugurado por Ortega y Gasset. Debemos, entre otros, a Carlos Moreno Hernández haber subrayado nuevos enfoques acerca de Antonio Machado, p. ej. la interpretación llevada a cabo por John Butt (1991) de «A orillas del Duero», el poema clave de la ambivalencia machadiana entre retórica marcial y poética descriptiva. Butt postula un vínculo estrecho entre la «ética de la estética» machadiana y el romanticismo de Wordsworth que aparece también en Bécquer, una línea de interpretación análoga a la de Ana Lucas y Gutiérrez Girardot quienes relacionan a Machado con el primer romanticismo alemán (Moreno Hernández 1998/1999: 7). Sin embargo, la lectura nacional de Antonio Machado fue ideológicamente comprometida. Con un paradigma de base marxista (Tuñón de Lara, Predmore, Beceiro), la crítica posfascista rescató el castellanismo tanto de Machado como de Ortega y Gasset de la apropiación que había sufrido por parte de intelectuales falangistas como Ridruejo. En lo años sesenta se busca el rescate de Antonio Machado también a un nivel poético (Sánchez Barbudo, Ribbans, Terry). Mientras que los discursos poéticos (con enfoques descriptivos e intimistas) así como de crítica social (con enfoque temático) fueron respectivamente excluyentes, me propongo considerar la contradicción entre el impulso crítico y la calidad poética de Campos de Castilla como una tensión productiva. 2 Recuerdo la génesis de la recepción noventayochista de Antonio Machado: Ortega y Gasset (1961 [1912]: 573) alabó la realidad del paisaje y de la historia de Castilla, Azorín (1935) vinculó el paisaje castellano con el concepto generacional que Pedro Salinas explicó «científicamente» basándose en la teoría alemana de Pinder y Petersen (Salinas 1935: 252). A Pedro Laín Entralgo (1945) le debemos la consagración de dicho discurso dentro de la historia de la literatura española. 3 V. la línea de interpretación de Claudio Guillén (1977) que relaciona la narración, descripción y meditación en Campos de Castilla con el recuerdo y asimismo con el diálogo y con una temporalidad múltiple. Machado subraya la importancia del tiempo con las palabras de Juan de Mairena: «Ya en otra ocasión definíamos la poesía como diálogo del hombre con el tiempo, y llamábamos ‹poeta puro› a quien lograba vaciar el suyo para entendérselas a solas con él, o casi a solas; algo así como quien conversa con el zumbar de sus propios oídos, que es la más elemental materialización sonora del fluir temporal. Decíamos, en suma, cuánto es la poesía palabra en el tiempo, y cómo el deber de un maestro de Poética consiste en enseñar a sus alumnos a reforzar la temporalidad de su verso» (Machado: Mairena, I, 111).

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a los paisajes interiores de Soledades, sino que se enfrenta también a un mundo exterior, temporal e histórico. Desde la modernidad, el paso del tiempo se graba en la percepción fenomenológica del mundo,4 de manera que Machado, al adscribirse al inventario castellanista, encuentra la historicidad de los mitos del 98.

1. Construcción del mito: el discurso de la diferencia histórica de España Campos de Castilla cabe, sin duda, en el paradigma discursivo que rescata la idea de que el 98 no es solamente una «invención» de Azorín, sino también la construcción de la geografía cultural de un grupo al frente del cual se pone Unamuno después de su conversión religiosa y cultural en 1897.5 Dicho discurso, que explica el 98 como el movimiento en busca de una conexión entre las raíces históricas de España y la modernización de Europa, se debe a Ortega y Gasset, quien transforma la geografía cultural del grupo en un vitalismo cultural y en una visión científica, moderna e integrada a Europa.6 Campos de Castilla fue Mairena insiste, además, en el vínculo intrínseco de la filosofía moderna, existencialista, con la temporalidad (263), especialmente con relación tanto a la «angustia» de Kierkegaard y de Unamuno (292) como a la «Sorge» (inquietud existencial) de Heidegger. Acerca de la temporalidad en la poesía cabe mencionar además a Predmore (1948), también a López Morillas (1961) y a Debicki (1977). 4 La temporalización del acto fenomenológico, con la que la fenomenología otorgó a la alteridad un papel fundador (Levinas 1979, Waldenfels 1997: 17; 1999: 30), es un momento clave de la modernidad a finales del siglo XIX. Me remito especialmente a los estudios de Charles Baudelaire y de la cultura de fin de siglo efectuados por Walter Benjamin en Passagenwerk (1983) para quien la temporalización implica una ruptura con el pasado y la escisión entre sujeto e historia. Emana una lectura alegórica del mundo y de los textos (Paul de Man) opuesta a la simbólica (Goethe), esta última dominante en la estética romántica prolongándose en el siglo XX. Sin embargo, los últimos estudios recuperaron la temporalización y la complejidad del acto fenomenológico también en la obra de Goethe en la que, por ende, se halla igualmente el conflicto entre síntesis y ruptura, o sea entre símbolo y alegoría (p. ej. Borsò 1999a). La obra de Antonio Machado, que por boca de Juan de Mairena se expresa de manera crítica sobre la base intuicionista (Bergson) de la fenomenología (Juan de Mairena acerca de Husserl y Heidegger, Machado 1986: II, 885), después del simbolismo de la primera fase modernista se adscribe a la complementariedad de poesía y filosofía, y por lo tanto, a una poesía de tipo alegórico. Sobre la alegoría (en el sentido de Paul de Man) con respecto a la obra de Machado y Cernuda, v. Silver (1989). 5 El fundamento científico de la geografía cultural se encuentra en la geografía histórica y determinista, implícita en la idea unamuniana de intrahistoria (Moreno Hernández 1998/1999: 4). Aunque la recuperación de un Machado «realista» fue favorecida por la creciente oposición al intelectualismo falangista (1), sin embargo, la realidad cultural de Castilla sigue siendo considerada un tema central de Campos de Castilla. Ribbans subraya el cambio de Machado hacia la «realidad» española o soriana, adscribiéndose a la tesis de Ramos Gascón (1998) acerca de la influencia de Ortega y Gasset. Ángel González, por su parte, problematiza la tesis de la influencia de Ortega y Gasset. En su «Discurso de ingreso a la Real Academia Española», González muestra que la progresiva insistencia de Machado sobre «la realidad», para él sinónimo de naturaleza y pueblo, se debe entender como oposición a la tesis de la «deshumanización del arte» de Ortega. Contra la concepción del arte moderno de Ortega, Machado opta por la «experiencia vital de cada hombre» (González 1997/1998: 13) en un sentido fenomenológico al que regresaremos más tarde. 6 En «La crítica como patriotismo» (Meditación preliminar) Ortega (1995: 172) rechaza un «patriotismo sin perspectiva» y propone considerar la tradición cultural en favor de una «España esencial», entendida

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considerado como la contribución poética de Antonio Machado a la formación del discurso histórico de la nación. Ortega y Gasset, al reseñar la primera edición de 1912, es decir, poco antes de sus artículos de 1913 sobre la Generación del 98, alaba el imaginario castellanista del segundo poema: la metáfora del camino, la configuración del tópico histórico de «nuestra tierra santa de la vieja Castilla» y su consagración por la alegoría del guerrero, el contraste entre el tiempo histórico de una Castilla dominadora, la Castilla de la Reconquista, representada por el Cid, su fortuna y su opulencia, y la Castilla miserable, es decir el «locus emerus» contemporáneo. Como es sabido, el tono elegíaco de las antiguas glorias nacionales destruidas por el paso del tiempo en contraste con el impacto crítico y pesimista que anima varios poemas, así como el lirismo del paisaje de Castilla dieron lugar al largo debate sobre la posición de Antonio Machado dentro de los discursos históricos de la Generación del 98. Al favorecer por un lado el lirismo, por el otro el supuesto casticismo, se pasó por alto la unidad de Campos de Castilla y de la obra apócrifa machadiana.7 La heterogeneidad de Campos de Castilla provocó en la recepción posterior un interminable debate sobre su unidad,8 y no faltan interpretaciones que niegan el castellanismo de Machado, viendo aún en los poemas dedicados a los lugares comunes del imaginario castellano textos de circunstancia y de homenaje a sus proclamados maestros Azorín y Ortega y Gasset.9 La calidad fronteriza entre romance y narración de los poemas del ciclo de Alvargonzález, un pastiche del imaginario castellano de los cantares de ciego basados en crímenes rurales, desató una larga discusión sobre su calidad estética y hasta el rechazo de poetas como Luis Cernuda.10 Considerar el paisaje castellanista no tanto según su correspondencia temática con el mito del 98, sino más bien según su propia coherencia textual, nos ayuda a resolver los problemas de la arquitectura del texto y de la pertenencia a la como historia probable, como «España que pudo ser» y, por ende, España futura. La consagración de la Generación del 98 como portadora de dicha misión, se observa en la filiación de Larra a Azorín, propuesta en la «Meditación primera» de Meditaciones del Quijote (1995 [1914]). Como es conocido, Azorín, sin embargo, desembocará en una actitud mitificadora con respecto a la «perduración del pasado» que Ortega había apreciado en su reseña a Castilla (v. «Meditaciones del Escorial. ‹Azorín›: Primores de lo vulgar» publicado en Los lunes de El Imparcial, en febrero de 1913; reproducido íntegramente en Fox (1995: 53-57, 56). 7 V., en particular, acerca del teatro, Romero Ferrer (1997). Coincido con Fernández Ferrer, quien en su edición de Juan de Mairena, apunta: «la superstición propia de todo mito literario ha creado la figura de un Antonio Machado poeta [...] intentando mostrarnos sus escritos apócrifos como mero complemento excéntrico de su producción en verso» (Machado: Mairena, I, 12). 8 La heterogeneidad procede, entre otras cosas, de las perspectivas alternantes de la voz narrativa respecto al espacio y al tiempo. Es conocida además la imprecisión causada por Machado respecto al orden de los poemas, (Ribbans 1995: 20; Moreno Hernández 1998/1999: 7). Una relación sintagmática indudablemente establecida por el autor en la edición de 1912 y, a mi modo de ver, importante, se encuentra entre el primer texto del libro de 1912 («Retrato») y el segundo («A orillas del Duero»), el primero representando el discurso poético-personal y el segundo el narrativo-historicista. 9 V. el artículo de Moreno Hernández (1998: 57) sobre «Castilla, invención y lugar común del 98». 10 Por el contrario, Carlos Beceiro demuestra que la transición de la herencia crítica del regeneracionismo al impacto afectivo y lírico permite integrar el romance en la tonalidad general del texto. V. el estudio de Beceiro (1994: 421) sobre las distintas versiones del texto «La tierra de Alvargonzález».

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Generación del 98 (p. ej. Ciplijauskaité 1966). Azorín cree, con cierta razón, encontrar correspondencias con la «historia crítica» de sus artículos periodísticos que culminan en Castilla, igualmente publicada en 1912. Con respecto al «Paisaje en la poesía», título de una reseña escrita por Azorín sobre Machado, éste destaca la función del paisaje en los «Campos de Soria» como «correlato objetivo» del yo,11 considerando la «objetivación del poeta» como «modalidad psicológica». En contra del idealismo romántico, que Azorín piensa superar adhiriéndose al pragmatismo de William James (Fox 1995: 50), los paisajes de Azorín, así como los de Machado, trastruecan la correspondencia armónica de los románticos por una paradoja entre la descripción impersonal de la naturaleza y el espíritu que palpita en ella.12 Sin embargo, al reconocer en la peculiaridad poética del paisaje castellano de Antonio Machado la nueva manera de expresar el ser de España, Azorín interpreta la «objetivación del poeta» según su propia «estética de lo pequeño», en la que el sujeto y el objeto se funden, la realidad se desrealiza (51). Ahora bien, la estética fronteriza de Antonio Machado no permite soluciones absolutas. Por un lado, como apuntan con razón varios críticos, entre otros Carlos Beceiro y Geoffrey Ribbans, la objetivación del paisaje de Machado se distingue fundamentalmente de la de Azorín. Por el otro, la discontinuidad entre poesía intimista y objetivismo, así como entre las invectivas y los matices afectivos acerca del paisaje, no autorizan la integración incondicionada a la ideología de la Generación del 98. Si bien, en el pensamiento de Antonio Machado, quien se abre más y más a los problemas políticos del país, se encuentran huellas de la intrahistoria unamuniana y del paisajismo detallista de Azorín, así como una distancia frente la evasión esteticista llevada a cabo por los epígonos del modernismo, sin embargo, el paisajismo interesa a Machado por mediatizar una entrada crítica en la Historia (Blanco Aguinaga 1970). El historicismo machadiano no cambia de una postura crítica inicial a otra de defensa apologética como tienden a hacer, en cierta medida, Unamuno y Azorín. La ruptura entre pasado y presente, ya un rasgo sobresaliente en Soledades, permanece el aspecto esencial y característico de Antonio Machado también en el momento en el que el poeta adopta la «objetivación» de la temporalidad en los paisajes de Castilla, avasallados por el tiempo, acercándose al problema del destino pasado, presente y futuro de 11

En su ensayo introductorio a la edición de Castilla, Inman Fox destaca una problemática epistemológicoestética presente en el anhelo de encontrar en lo físico de Castilla la esencia del espíritu castellano. En dicha epistemología se reconocen las confluencias epocales. La «objetivación del yo en las cosas», que Azorín observa también en Machado, parte de una forma de «empirismo radical» que Azorín pretendió adoptar de William James (Fox 1995: 50). Según Fox, la objetivación impulsa al poeta si no a la síntesis orteguiana entre conciencia y perspectiva, por lo menos a una observación como acto existencial (49). A pesar de una común problematización de las circunstancias existenciales y del perspectivismo que será la base de la filosofía de Ortega y Gasset (p. ej., History as a System, Oxford 1936, esp. Historia como sistema, Madrid 1941), las posiciones de Machado y Azorín son notablemente distintas entre ellas. 12 Azorín señala: «Al máximo grado de esa objetivación llega Antonio Machado en sus poemas. Nada de reflexiones o incisos e intromisiones personales hay en esos versos; el poeta describe minuciosa e impersonalmente la Naturaleza. Sus paisajes no son más que una colección de detalles. Y sin embargo, en esos versos sentimos palpitar, vibrar todo el espíritu del poeta». Azorín: «El paisaje en literatura», Clásicos y modernos, 1913 (en: Ribbans 1995: 36).

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España. Además, en el paisajismo de los poemas castellanos, se observa también la importancia de un ritmo poético personal que condiciona el desarrollo del argumento y constituye el discurso machadiano en la sintagmática de todo el texto. El lirismo de los poemas predomina, obviamente, junto a la primera persona en el marco de la memoria personal, lo que en los romances épicos como «A orillas del Duero», compone la perspectiva del viajero. Sería, por ende, fatal resolver la discontinuidad de la colección y separar las dos tendencias de Campos de Castilla, es decir, la preocupación histórica de los poemas castellanos y la subjetividad inherente al sentimiento del paisaje.13 La discontinuidad, o sea, la presencia de ambas vertientes, se hace, pues, parte integrante de todos los textos. Añadiría yo que la copresencia de lirismo y objetivismo es una de las formas en que se expresa la figura básica del pensamiento de Machado, es decir, la contradicción.14 En Campos de Castilla, una nueva preocupación por los objetos contradice el todavía existente interés por la subjetividad. La ruptura entre sujeto y objeto, momento esencial de los poemas, está entonces relacionada con la radical alteridad experimentada por Antonio Machado, cuyo impacto filosófico se encuentra más desarrollado en la filosofía apócrifa de «Juan de Mairena». Me inclino, por lo tanto, por las posiciones de la crítica que insisten en la dialéctica de las obras de Antonio Machado y de sus apócrifos como fundamento de la estética así como de la ética de la estética de Machado.

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Me refiero, no sólo a Gullón (1949) y a Ribbans (1973), sino también a los estudios de Ana Lucas (1989) y John Butt (1991), que en «A orillas del Duero» subrayan la transformación de lo constatativo inicial del poema en una meditación personal de un momento efímero (también Moreno Hernández 1998/1999: 8). 14 Una figuración de la contradicción es la dialéctica entre poesía y filosofía que, es cierto, revela una posición análoga a la de Ortega y Gasset. Sin embargo, para Machado, la contradicción es una figura del pensamiento más compleja que el perspectivismo desarrollado por Ortega y Gasset como versión moderna del historicismo. Como lo señala Gullón con respecto a los apócrifos, el «proceso» de escritura de Machado y su anhelo constante de corrección, surgen de un gesto meditativo, un anhelo en el que González (1997/1998: 5) reconoce, con las palabras de Juan de Mairena, «una posición escéptica frente al escepticismo». En Machado, la contradicción –una «manera de pensar‚ «a la contra» (4)– corresponde a la experiencia de la alteridad situada a un nivel epistemológico. Los diálogos apócrifos de Juan de Mairena muestran el pasaje de la «esencial heterogeneidad del ser» (Mairena, I, 296), es decir, de la ontología de lo heterogéneo o «metafísica dialéctica» (196 y 182) de su maestro Abel Martín, a la epistemología agónica de la contradicción que Mairena deduce de la «nostalgia de la esencia otra» (296).

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En Campos de Castilla, pues, la construcción de un imaginario individual no permite prescindir del mundo real15 frente al que se constituye la mirada del poeta, un mundo que varias veces se opone a la apropiación por el sujeto. La relación paradójica entre subjetividad y objetivismo paisajista es por lo tanto estrecha. El eje de unión es la temporalización de la historia de España, que parte de la experiencia de la discontinuidad temporal que ya se percibe en Soledades.16 La presencia del paisaje de Castilla es, entonces, una etapa en el proceso de experimentación de la temporalidad y de la alteridad, correspondiendo la «realidad» de Castilla a una de las objetivaciones de la alteridad del sujeto frente al mundo y a la historia. En el imaginario de Machado, el mundo de Castilla que resulta tanto de la observación del paisaje como de los símbolos colectivos del 98 y del pastiche de los géneros históricos, llega a ser la traducción de un trauma originario, un trauma que se refiere tanto a la biografía personal como a la historia de España y es, por ende, el trauma de la modernidad. La geografía cultural de Castilla corresponde a la arqueología, es decir, a las formas en las que se exprime la crisis genealógica de España en su entrada en la modernidad.17 Quisiera demostrar esta tesis por dos pautas: 1) por la observación de una coherencia discursiva de rasgo autobiográfico que acompaña la construcción del imaginario de Castilla y marca la alteridad temporal y la alteridad del mundo; 2) por la observación de una tensión entre la mirada subjetiva cruzada por los efectos de la temporalidad y el mundo de las cosas, una tensión que proporciona el evento de la visión. Dicha tensión, debida a la temporalización del acto fenomenológico, nunca llevará a Machado al fetichismo de las cosas que ejerce Juan Ramón Jiménez (González 1997/1998: 8) o a la estética de la deshumanización del arte de Ortega y Gasset (12). Más bien es la tensión espectacular vinculada al carácter

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No entiendo el concepto de «real» ni en el sentido de una geografía cultural de Castilla, ni en el sentido realista, es decir, como un sistema de signos correspondiente a un orden exterior de las cosas, sino más bien en el sentido fenomenológico de una alteridad radical del mundo frente al sujeto y al nivel simbólico del lenguaje. 16 P. ej., el análisis del papel especial del estribillo en «Un limonero lánguido», llevado a cabo por Carlos Beceiro (1964: 23-24). El estribillo está en función del plano del presente, del plano del pasado, y de la conjugación de pasado y presente, siendo la heterogeneidad de los tiempos atribuida al recuerdo y a la inmersión en el pasado. También Ángel González señala la estrecha relación entre temporalización de la percepción y la contradicción considerada más arriba. Con palabras de Abel Martín, se trata del «esquema externo de una lógica temporal», según el cual «A no es nunca A en dos momentos sucesivos» (en: González 1997/1998: 4). 17 Michel Foucault desarrolló el concepto de «arqueología» con el objetivo de reformar la metodología de la historia. Por medio de la arqueología intenta salir de la historia de las ideas, concebida como sistema coherente de discursos históricos basado sobre el «telos» de la emancipación progresiva del sujeto racional y social. El objetivo de la arqueología son las formas en las que se problematizan las crisis históricas y culturales, correspondiendo los procesos que constituyen dicha problematización a la «genealogía» (1984). Para el concepto de «problematización» v. también Foucault (1994: 598).

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«itinerante» de la perspectiva en Campos de Castilla (Fernández Ferrer 1982: 48)18 la que se establecerá como nueva dimensión temporal.19

2. Coherencia de Campos de Castilla: temporalidad y alteridad En «Retrato»,20 el primer poema de Campos de Castilla, Machado establece un marco autobiográfico y poetológico que mucho se ha estudiado y que nos interesa por la opción noventayochista del texto, así como por sus referencias a la memoria. Mientras que la opción por lo ético que define el 98 es indudable,21 lo es menos el papel que juega la referencia a Ronsard, el poeta de la Pléiade, en la tercera estrofa, así como la oposición entre «ecos» y «voces» en la cuarta estrofa:

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Adoro la hermosura, y en la moderna estética corté las viejas rosas del huerto de Ronsard; mas no amo los afeites de la actual cosmética, ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar. Desdeño las romanzas de los tenores huecos y el coro de los grillos que cantan a la luna. A distinguir me paro las voces de los ecos, y escucho solamente, entre las voces, una.

18 En «Reflexiones sobre la lírica», Machado marca su posición con respecto a la tensión entre las «cosas» y el sujeto que las mira: «Las cosas están allí donde las veo, los ojos allí donde ven. Lo absoluto está para mí tan inabarcable como ayer. Pero mi relación con lo real es real también. ¿No equivaldría esto a un despertar?... este hombre no puede ya definirse por el sueño, sino por el despertar» (en: Ribbans 1995: 280). Es conocido el hecho de que el problema del «mirar» forma parte de la epistemología al comienzo del siglo XX. El lugar de Machado en esta epistemología es complejo. Por un lado está lejos de encontrar la síntesis circunstancial entre mundo y sujeto propuesta por Ortega, por el otro rechaza también el descrédito del sentimiento en favor del «fetichismo de las cosas» de Juan Ramón Jiménez (González, 1997/1998: 8). Veremos, sin embargo, que los objetos tienen una cierta autonomía que, en algunos poemas, preanuncia el extrañamiento vanguardista, debido a la desautomatización del acto de mirar. Mario di Pinto (1992: 55) observa, p. ej. acerca de la transformación de la alegoría del caracol en García Lorca: «El breve poema [‹Caracola›] está ya dentro de la corriente de la poesía actual, que se ha estrenado justamente en la trayectoria en que coinciden los jóvenes del grupo después llamado del 27, elaborando la lección de Juan Ramón camino de la ‹poesía pura›. La realidad ahora ya no la crea el poeta, mas existe ‹objetivamente› y misteriosamente, en sí. Las cosas, como es frecuente en la temática lorquiana, nos están mirando y nosotros no podemos mirarlas» (subrayado mío). Nos acercamos al quiasmo entre el vidente y el objeto de la visión, como será desarrollado por la fenomenología a partir de Merleau-Ponty (1964). 19 La temporalidad aparece de manera virulenta en el contexto del cine, como lo recuerda Jorge Urrutia (1987: 18), refiriéndose al carácter cinematográfico del teatro de Valle-Inclán, haciendo referencia a Jean Epstein. Epstein apunta el hecho de que el cine, por la división y multiplicación de un ritmo antes considerado como indivisible y no operable, hace visible el tiempo. 20 Según Ribbans (1995: 26), este poema se publicó por primera vez en El Liberal (1.2.1908), en el contexto de la instalación de Machado en Soria donde el poeta empieza a ganarse la vida. En un detallado análisis, Jorge Urrutia (1976) opta por una fecha posterior que permite a Antonio contestar con este poema al retrato del hermano Manuel, titulado «Adelfos», que aparece fechado en 1908. 21 V. la sexta estrofa: «¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera / mi verso, como deja el capitán su espada: / famosa por la mano viril que la blandiera, / no por el docto oficio del forjador preciada».

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Machado se adhiere al intimismo de la tradición petrarquista, substituyendo las voces populares a las rosas. Cabe, de hecho, subrayar la substitución del verbo «coger» que, p. ej. en el famoso poema de Garcilaso de la Vega «En tanto que de rosa y azucena», traduce del latín «collige» de Ausonio («De rosis nascentibus») y del francés «cueillez» de Ronsard («Mignonne allons voir si la rose»), por el verbo «cortar». La referencia en los versos 13-14, «y en la moderna estética corté las viejas rosas del huerto de Ronsard», no concierne a la rosa clásica, símbolo de juventud,22 y por lo tanto al triunfo de la estética clásica sobre la caducidad del cuerpo, sino más bien a la del modernismo, más sensible a la temporalidad. De hecho, en el poema dedicado a Rubén Darío («Al maestro Rubén Darío»; nro. CXLVII, P.C., 261) es el poeta nicaragüense quien «ha cortado las rosas de Ronsard en los jardines de Francia» escuchando «los ecos de la tarde y los violines del otoño en Verlaine». Aun adscribiéndose al intimismo petrarquista que en la poesía moderna subraya la caducidad existencial, los símbolos petrarquistas y modernistas, ahora, manejados por los epígonos de Juan Ramón Jiménez, son «viejos», son vaciados de sentido, son mera retórica, como subrayan los versos 1516 de «Retrato»: «mas no amo los afeites de la actual cosmética...».23 La referencia a Ronsard le sirve a Machado para expresar su adhesión al intimismo substituyendo el imaginario petrarquista por la intención bélica y guerrera de los bolígrafos del 98, una ética en la que desemboca la estrofa nro. 6 (21-24): 22 24

¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera mi verso como deja el capitán su espada: famosa por la mano viril que la blandiera, no por el docto oficio del forjador preciada.

Ahora bien, al lado de esta toma de posición por el proyecto noventayochista, cabe subrayar el incipit autobiográfico del poema (y de Campos de Castilla) (1-4): 2 4

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, y un huerto claro donde madura el limonero; mi juventud, veinte años en tierra de Castilla; mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

Estos primeros cuatro versos de autobiografía sintética contienen lo fundamental «en el sentido de basamento sobre el que debe comprenderse la obra».24 Además 22 Urrutia (1976: 933) se equivoca al relacionar de manera directa el verso machadiano «corté las viejas rosas» con «collige, virgo, rosas» de Ausonio. 23 Urrutia (1976: 933-934), por el contrario, propone la interpretación de la oposición entre «ecos» (rimando con «huecos») y «voces» en el sentido de una crítica a la retórica en favor de la poética (poesía), realzando el contenido por encima de la expresión (también Ciplijauskaitè 1966). La autenticidad sería, según Urrutia, el sello de la (verdadera) poesía. Aunque considera la referencia a los epígonos del modernismo evidente, Urrutia entiende la crítica de Machado de manera más general, incluyendo a todos sus contemporáneos cuya novedad se caracteriza por vía de la acción del tiempo. 24 Convengo con esta tesis central de Urrutia (1976: 923), basada en el imaginario con el que Machado regularmente marca una situación existencial del origen («patio de Sevilla», «limonero») como lo demuestra también el mencionado análisis de Carlos Beceiro (1964). Sin embargo, disiento de Urrutia con respecto a algunos pasajes que hacen hincapié en un planteamiento esencialmente biográfico, des-

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de la autorreferencia a Soledades, marca el incipit del poema a la vez dos tipos de memoria: la personal que vuelve al pasado y la memoria histórica que a su vez implica la remoción. Este poema, que forma el paratexto de Campos de Castilla (en el sentido de Genette), es asimismo un cruce entre dos proyectos, el de la memoria personal y el proyecto de la regeneración del 98. Es este cruce el que otorga coherencia a la colección. La adhesión a los lugares comunes del castellanismo tiene, desde luego, doble función. El imaginario castellanista sirve tanto para la constitución de una nueva poética que implica una inquietud ética, como para la constitución de una memoria histórica cruzada por la alteridad de la memoria personal. Por medio del imaginario del 98, el poeta intenta modernizar el género intimista cuyas formas, ahora, son huecas. Al continuar la experiencia subjetiva que había empezado con Soledades, la búsqueda de la memoria personal, ahora no puede prescindir de la historia nacional. El inventario del castellanismo, estrechamente entrecruzado con el discurso autobiográfico, sirve de contrapunto a esta memoria personal.25 La voz que Machado subraya en el verso 20 («entre las voces, una») es además la voz de su propia alteridad («Converso con el hombre que siempre va conmigo», 25). Su alteridad, a la altura de la crisis del momento, pues, sólo se puede objetivar en la alteridad histórica de Castilla. La referencia a Ronsard y a la adaptación del proyecto poético tanto a la España contemporánea como a la experiencia de la modernidad, concierne a la preocupación del sujeto frente a la experiencia de la muerte y la inseguridad del poeta frente a la reordenación de la nación –Machado insiste también en su independencia respecto al poder y al público,26 un rasgo típico de los autorretratos de Ronsard frente a la preocupación por el renacimiento político de Francia–. La referencia a Ronsard y la conexión entre el imaginario intimista y el castellanista, así como el título «Retrato», sitúan el lugar de la memoria en la tensión entre cuidando el eje paradigmático del texto, problema del que, por ende, Urrutia mismo es consciente. El crítico relaciona, p. ej., la alusión al mito de Don Juan (segunda estrofa) y el olvido inherente a la memoria (primera estrofa) con el deseo de olvidar las experiencias amorosas de la juventud del poeta. Sin embargo, por el paralelismo (y la oposición) del incipit de dos versos, Machado subraya la diferencia entre «juventud» e «historia» (3 y 4). 25 La hibridación de los géneros, es decir, el individualismo poético y el mito popular, desemboca en una historia crítica, que acaba siendo fundamentalmente distinta a la de Azorín. En su discurso de ingreso a la Real Academia Española, González relaciona la opción ética de Machado en este poema (estrofa 3, v. 9-10: «Hay en mis venas gotas de sangre jacobina, / pero mi verso brota de manantial sereno;») con el principio de la contradicción y con la «creciente atención a lo otro y a los otros, a la realidad (término que Machado suele sustituir por la palabra ‹naturaleza›) y al prójimo, actitud que le lleva muy pronto a salir del ensimismamiento simbolista, y que acaba imprimiendo una especial tonalidad (social, política), a su discurso [...]. La serenidad está, en principio, reñida con el jacobinismo. Sin embargo, Machado aproxima tal distantes y contrapuestas nociones, y las hace compatibles en su persona y en la proyección de su persona: el verso» (González 1997/1998: 5). 26 Se trata de la séptima estrofa: «Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito. / A mi trabajo acudo, con mi dinero pago / el traje que me cubre y la mansión que habito, / el pan que me alimenta y el lecho en donde yago» (29-32). Urrutia (1976: 923) interpreta dicha declaración de la independencia del poeta como parte integrante del diálogo con el hermano Manuel, quien invoca el mismo tópico en su «Retrato»; Ribbans (1995: 26) ve en el pasaje la prueba de la tesis contraria, es decir, de que el poema fue escrito antes de 1907/1908.

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subjetividad y vivencia social.27 La historia del yo, sus recuerdos y sus olvidos, no son independientes de la sociedad. Al superar aquella interioridad romántica, que, en las huellas de Jean Jacques Rousseau (Rêveries), prescindía del mundo social, es decir, del polo externo de la alteridad del yo, Machado se inscribe en una modernidad en la que el sujeto está marcado por los signos de la alteridad del mundo social, de su fragmentación, su pérdida de unidad, sus rupturas.28 Ronsard es también el intertexto de «A un olmo seco» (P.C., CXV), un texto en el que la memoria del paisaje castellano se une al recuerdo más personal.29 Como el espino ronsardiano, el olmo es asaltado por ejércitos de hormigas, está habitado por ruiseñores, avasallado por el tiempo y la intemperie, «hendido por el rayo y en su mitad podrido» (1-2). Machado refuerza las huellas del tiempo, p. ej. con las imágenes «musgo amarillento» (6), «tronco carcomido y polvoriento» (8) «urden sus telas grises las arañas» (14). Al final, frente a la muerte, cuya alegoría es la desembocadura del río en la mar, el poeta invoca la esperanza: 25

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antes que el río hasta la mar te empuje por valles y barrancas, olmo, quiero anotar en mi cartera la gracia de tu rama verdecida. Mi corazón espera también, hacia la luz y hacia la vida otro milagro de la primavera.

La esperanza está estrechamente vinculada a la escritura («cartera» / «primavera»), es decir a la intuición poética, que ya Juan Ramón Jiménez había expresado por «la rama preparada»,30 la cual, también en este poema, enverdece por medio de la 27 Ronsard, cuyas reminiscencias son frecuentes en Antonio Machado, hace de la adaptación al francés de Petrarca (en «Amours») o de los clásicos Homero y Virgilio (en el fragmento de la epopeya «La Franciade») un instrumento explícito de la renovación de la cultura francesa que anhela afirmarse superando los modelos clásicos. El subjetivismo de Ronsard y los rasgos autobiográficos de sus sonetos son vistos al mismo tiempo como un hecho social. El análisis del yo se enfrenta, pues, al análisis del contexto nacional. 28 Aquí encontramos la confluencia con la experiencia de la modernidad. Como lo demuestra Walter Benjamin, la aceleración de los cambios técnicos, ideológicos y políticos, de los cuales la ciudad es una metonimia, llevan a la ruptura de los conceptos fuertes de identidad, nación e historia. La percepción de la modernidad incluye, según Benjamin, también a la tradición, sin embargo percibida en datos fragmentarios, incoherentes, que inscriben en la conciencia las huellas de la alteridad (al contacto con las nuevas técnicas, con el movimiento, la multiplicidad de los datos y, por lo tanto, la falta de orden espacio-temporal). La memoria «moderna» de Walter Benjamin se distingue fundamentalmente de la de Bergson. Mientras que el intuicionismo y la «durée» consiguen una síntesis entre memoria (espíritu) y percepción (materia), Benjamin subraya la diferencia entre «memoria voluntaria» y «memoria involuntaria», con la que Proust contradice a Bergson (Benjamin, 1990: 105). 29 El intertexto de «A un olmo seco» es «l’aubépin» de Ronsard. V. el análisis de Cortés Vázquez (1962: 59). 30 Así el incipit de «A mi alma»: «Siempre tienes la rama preparada / para la rosa justa; andas alerta / siempre, el oído cálido en la puerta / de tu cuerpo, a la flecha inesperada». La intuición poética que hace hincapié en el umbral entre cuerpo y alma, es decir, en los sentidos, pone «signo indeleble a las cosas» (9). «A mi alma» que expresa la poetología de la fase modernista de Jiménez, corresponde plenamente al intuicionismo bergsoniano.

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escritura. Sin embargo, la esperanza no prescinde de la conciencia de la muerte que, en el nivel sintagmático, y por lo tanto, en el discurso del poema, es el eje de la percepción.31 La esperanza es la tentativa de parar la fuga hacia la muerte, expresada por el adverbio temporal «antes que», cuatro veces repetido, en un ritmo creciente: «Antes que te derribe, olmo del Duero» (15), «antes que rojo en el hogar, mañana, / ardas de alguna mísera caseta» (19-20), «antes que te descuaje un torbellino» (22); «antes que el río hasta la mar te empuje» (24). El poeta, llegado al abismo de la muerte, se enfrenta a una esperanza humilde, leve. Como en «Retrato», se observa que ninguna forma de consagración poética puede «vestir la desnudez» de la muerte.32 Estas reflexiones nos permiten pasar a la concepción de la memoria. Los detalles «reales» del paisaje avasallado devuelven al poeta la imagen de un sujeto humilde, depotenciado frente a la alteridad de la muerte. Es por estas pautas que, p. ej., en «Reflexiones sobre la lírica» (1925), Machado desemboca en una crítica del narcisismo del modernismo y del intimismo. Contrariamente a dichas vertientes de la poesía contemporánea, pues, los objetos reales de Castilla se resisten a la derrealización ocurrida por la «metafísica» de un sujeto estético independiente. La función de los detalles «reales» de Castilla es marcar su diferencia, su alteridad con respecto a la mirada del sujeto.33 Ya los objetos no son el reflejo de la imagen del yo: El culto al yo, como única realidad creadora, en función de la cual se daría exclusivamente al arte, comienza a declinar. Se diría que Narciso ha perdido su espejo, con más exactitud que el espejo de Narciso ha perdido su azogue, quiero decir la fe en la impenetrable opacidad de lo otro, merced a la cual –y sólo por ella– sería el mundo un puro fenómeno de reflexión que nos rindiese nuestro propio sueño, en último término la imagen de nuestro soñador [...]; si el soñador despierta, no ya entre fantasmas, sino

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Estamos frente a la misma construcción del «vanitas vanitatum» del famoso soneto de Góngora «Mientras por competir con tu cabello», en el que la transposición del soneto renacentista de Garcilaso «En tanto que de rosa y azucena» cambia fundamentalmente la conjunción temporal y su función. También en Góngora «antes que» sirve de preanuncio de la muerte y es el punto de vista que consigue teñir todas las imágenes de la juventud. V. Di Pinto (1988 y 1990) y Borsò (1999b). 32 En el último verso de «Retrato», el poeta se imagina «casi desnudo, como los hijos de la mar». En «Les derniers vers» Ronsard subraya la desnudez de la muerte: «Je n’ai plus que les os, un squelette je semble / Décharné, dénervé, démusclé, dépulpé» (Ronsard 1969:, IX, 454). 33 Ribbans y otros interpretan los signos vitales de Castilla (p. ej., la hoja verde) en el sentido del vitalismo unamuniamo y de Ortega. Al contrario, si en Machado existe el deseo de una «estructura» vitalista (Ortega y Gasset), es para oponerse al tono elegíaco y a la melancolía en la que está embebida la mirada y la experiencia de la temporalidad. Al modificar la heterogeneidad ontológica de Abel Martín en heterogeneidad discursiva, Mairena habla de una «esencia hermes» que define: «es la alternante serie de dos esencias, en cada una de las cuales lo esencial es siempre la nostalgia de la otra» (Mairena, I, 296). Mairena deniega la existencia en sí del yo y otorga una autonomía al otro. «Y reparad ahora en que el ‹ama a tu prójimo como a ti mismo y aun más, si fuera preciso›, que tal es el verdadero precepto cristiano, lleva implícita una fe altruista, una creencia en la realidad absoluta, en la existencia en sí del otro yo» (287). Es en el sentido de la inquietud frente a un principio transcendente que sobrepasa los límites del yo que Machado se adscribe al pensamiento cristiano, aún criticando a la iglesia confesional, lo que Machado expresa, p. ej. en el proyecto de una autobiografía de 1913 para la antología de Azorín.

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firmemente anclado en un trozo de lo real, será el respeto cósmico [...] la fuente de una nueva y severa emoción (Campos, 282).34

Al hacer hincapié en el principio de contradicción que Mairena llama el «alma de nuestro siglo» (Mairena, I, 328), Machado desemboca en la crítica del solipsismo todavía existente en la poesía de los contemporáneos en la que Machado ve la continuación del siglo XIX.35 El propio Machado había mencionado en De un cancionero apócrifo (CLXVII) la contradicción como principio de la alteridad del yo: «la conciencia llega, por ansia de lo otro, al límite de su esfuerzo, a pensarse a sí misma como objeto total, a pensarse como no es, a desserse».36 Ahora bien, la desposesión del sujeto conlleva una crítica implícita del concepto de la memoria bergsoniana que Machado mismo expresa en «Reflexiones sobre la lírica»: La última filosofía que anda por el mundo se llama intuicionismo. Esto quiere decir que otra vez el pensamiento del hombre pretende intuir lo real, anclar en lo absoluto. Pero el intuicionismo moderno más que una filosofía inicial parece el término, una gran síntesis final del antiintelectualismo del pasado siglo. La inteligencia sólo puede pensar –según Bergson– la materia inerte, como si dijéramos las zurrapas del ser, y lo real, que es la vida (du vécu = de l’absolu), sólo alcanzarse con ojos que no son los de la inteligencia, sino los de una conciencia vital, que el filósofo pretende derivar del instinto. En el camino hacia abajo del intelectualismo está Bergson, acaso, en el límite (Campos, 279).

De hecho, tampoco en la poesía de Antonio Machado, el trabajo de la memoria como acto de conciencia, no lleva hacia un sujeto fuerte de la intuición creadora bergsoniana que pone al mundo el sello de su libertad.37 Más bien construyen los poemas una memoria traumatizada, es decir, una memoria que, frente a la temporalización, es consciente de la ausencia y de la pérdida del pasado.

3. De Soledades a Campos de Castilla: la memoria traumatizada Ya en Soledades, Machado había desembocado en el eje del discurso autobiográfico, es decir, en el recuerdo como conciencia de la pérdida y en la memoria como trabajo de traducción del trauma originario al que alude Walter Benjamin en su filosofía de la historia. En «El limonero lánguido» (P.C., VII), p. ej., cuyo escenario Machado evoca en «Retrato», la memoria proporciona la conciencia de 34

Bajo «lo otro» entiende Machado lo real en el sentido de la «experiencia vital de cada hombre», lo que es para él fuente de poesía y motivo de crítica y de rechazo del concepto orteguiano de «deshumanización del arte» (González 1997/1998: 13). 35 Propiamente el individualismo, que para Ortega y Gasset haría de Proust y Joyce poetas modernos par excellence, es para Machado un «punto final» y un «callejón sin salida del solipsismo lírico del mil ochocientos» (v. González 1997/1998: 13). 36 V. Fernández Ferrer (1986: 270, nota 9). 37 V. Materie und Gedächtnis, p. ej.: «Der Geist entnimmt der Materie die Wahrnehmungen, aus denen er seine Nahrung zieht, und gibt sie ihr als Bewegung zurück, der er den Stempel der Freiheit aufgedrückt hat» (Bergson 1991: 250). Reconocemos la posición del modernismo, en el que el poeta, como hemos visto en «A mi alma», pone el sello a las cosas.

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los espejismos padecidos por el sujeto (filosófica y epistemológicamente) inocente, representado por el niño, aquel sujeto narcisista que confunde el objeto con la imagen reflejada de su propia imaginación.38 Ya en este poema podemos observar una distancia del intuicionismo que será aún más explícita en Campos de Castilla, propiamente en el poema dedicado a Bergson.39 De hecho, en «Hay dos modos de conciencia» Machado contrasta una «conciencia de visionario», es decir, la conciencia contemplativa que abre a las imágenes vitales que, sin embargo, como en «El limonero lánguido» permanecen espejismos «en el hondo acuario», y aquella conciencia (activa) que se enfrenta a la muerte:

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Dime tú ¿Cuál es mejor? ¿Conciencia de visionario que mira en el hondo acuario peces vivos, fugitivos, que no se pueden pescar, o esa maldita faena de ir arrojando a la arena, muertos, los peces del mar?

Machado no encuentra la síntesis entre el intuicionismo vitalista y la materia mortal. Más bien hemos visto que tanto en las «Reflexiones sobre la lírica» como en varios pasajes de la filosofía apócrifa de Juan de Mairena, Antonio Machado desemboca en la crítica del sujeto de la intuición poética, concebido como categoría fuerte. También en «Meditaciones rurales (Poema de un día)» (P.C., CXXVIII) Machado menciona de manera burlesca el «sujeto libre» de Matière et mémoire40 y le opone un sujeto vinculado más estrechamente a la carne mortal, a la 38

«El limonero lánguido suspende / una pálida rama polvorienta, / sobre el encanto de la fuente limpia, / y allá en el fondo sueñan / los frutos de oro... / Es una tarde clara, / casi de primavera,» (v. 1-7); «Sí, te recuerdo, tarde alegre y clara, / casi de primavera, / tarde sin flores, cuando me traías / el buen perfume de la hierbabuena / y de la buena albahaca / que tenía mi madre en sus macetas. // Que tú me viste hundir mis manos puras / en el agua serena, / para alcanzar los frutos encantados / que hoy en el fondo de la fuente sueñan... / Sí, te conozco, tarde alegre y clara, / casi de primavera.» (23-34) (subrayado mío). He reproducido el comienzo y el final del poema. Al engaño que al comienzo, para el sujeto filosóficamente inocente representado por el niño, emana tan solo de los reflejos de las cosas, se opone el desengaño final, en el que el poeta, propiamente durante el recuerdo, llega al conocimiento del desajuste entre imaginación, recuerdo y realidad («casi de primavera»; quedando al final los frutos en el fondo). 39 Según Marichal, a partir del 1899, Machado está influido por Bergson (1995). No cabe duda de que la filosofía de Bergson fue importante para Machado como para toda la estética en el contexto de la modernidad. Sin embargo, resulta de nuestras reflexiones la necesidad de matizar la supuesta influencia de Bergson. 40 «Enrique Bergson: Los datos / inmediatos / de la conciencia. ¿Esto es / otro embeleco francés? / Este Bergson es un tuno; / ¿Verdad, maestro Unamuno? / Bergson no da como aquel / Immanuel / el volatín inmortal; / este endiablado judío / ha hallado el libre albedrío / dentro de su mechinal. / No está mal: / cada sabio, su problema, / y cada loco, su tema» (122-136). Machado contrasta en estos versos la libertad del individuo con el concepto de transcendencia de Kant, en el que también Juan de Mairena ve el momento esencial de la imaginación (Einbildungskraft). Mientras que, sin embargo, para Bergson, la intuición otorga la libertad absoluta del sujeto, Machado, al final del poema, opone al yo la contingencia y el límite de la situación existencial del cuerpo mortal. Así los últimos versos de «Meditaciones

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mortalidad y alteridad de su cuerpo.41 Visto desde el ángulo del cuerpo (mortal), el concepto del sujeto libre es una aporía. En este romance, el poeta choca contra los límites del huir del tiempo, metáfora de la mortalidad del cuerpo. Un retrato42 enmarca otra vez las reflexiones rurales. El poeta reflexiona sobre la inercia del ruralismo español y la receta del vitalismo unamuniano, citado por la metáfora del manantial (115-121) o del intuicionismo bergsoniano (125-133), sin que ninguna forma de tiempo interior pueda oponerse a la monotonía del ritmo del tiempo mecánico y del cambio natural de las estaciones. Más bien los procesos poéticos construyen indirectamente la idea clave del poema: la contradicción entre vida y muerte. Los versos 55 58

(tic-tic, tic-tic...) Era una día (tic-tic, tic-tic) que pasó, y lo que yo más quería la muerte se lo llevó

subrayan, p. ej. con las rimas, el conflicto entre el principio vital («día» / «quería») y la temporalidad insuperable («pasó», 56; «la muerte se lo llevó», 58; «también reló», 50); al tiempo mecánico no se opone un tiempo interior que pueda superar la muerte. Lo mismo ocurre en estos versos: 112 114

Agua del buen manantial, siempre viva, fugitiva;

En el eje temporal de la lectura, de la percepción del sujeto, el agua del «buen manantial», metáfora del vitalismo, se transforma en experiencia de la fugitividad.43 Es en los ojos del sujeto entregado a la temporalidad, al ritmo del tiempo, que se establece la diferencia entre sujeto y mundo. Encontramos, de hecho, un ejemplo de dicha fenomenología en el poema titulado «Fantasía iconográfica» (P.C., CVII). Es un ejemplo de lo que Machado mismo, en «Prólogo de Páginas escogidas» (1917) llama «historias animadas» que, «aún siendo suyas (del poeta), viviesen, no obstante, por sí mismas» (Campos, 274). Son imágenes que ganan entonces, frente a los ojos del poeta, su propia autonomía. En «Fantasía iconográfica», que se publicó la primera vez en 1908 bajo el título de «Retrato», el poeta es el espectador de un espejismo engendrado por la luz y por la percepción, móvil en el eje del tiempo: rurales»: «Sobre mi mesa Los datos / de la conciencia, inmediatos. / No está mal / este yo fundamental, / contingente y libre, a ratos, / creativo, original; / este yo que vive y siente / dentro la carne mortal / ¡ay! por saltar impaciente / las bardas de su corral» (194-203). 41 Con el concepto de Leib introduce Husserl la alteridad del cuerpo como parte integrante del sujeto (Quinta Meditación). Bernhard Waldenfels (1999) subraya que la alteridad del cuerpo es una idea clave a principios de siglo. 42 Así el comienzo del poema: «Heme aquí ya, profesor / de lenguas vivas (ayer / maestro de gay-saber, / aprendiz de ruiseñor) / en un pueblo húmedo y frío, / destartalado y sombrío, / entre andaluz y manchego» (1-7). 43 También en los versos «¡Oh agua buena, deja vida / en tu huida!» (70-71) responde «huida» a «vida»; es decir, lo fugitivo contradice a la vida simbolizada por el agua.

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(Fantasía iconográfica) La calva prematura brilla sobre la frente amplia y severa; bajo la piel de pálida tersura se trasluce la fina calavera. 5

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Mentón agudo y pómulo marcados por trazos de un punzón adamantino; y de insólita púrpura manchados los labios que soñara un florentino. Mientras la boca sonreír parece, los ojos perspicaces, que un ceño pensativo empequeñece, miran y ven, profundos y tenaces. Tiene sobre la mesa un libro viejo donde posa la mano distraída. Al fondo de la cuadra, en el espejo una tarde dorada está dormida. Montañas de violeta y grisientos breñales, la tierra que ama el santo y el poeta, los buitres y las águilas caudales. Del abierto balcón al blanco muro va una franja de sol anaranjada que inflama el aire, en el ambiente oscuro que envuelve la armadura arrinconada.

De la descripción de la cabeza calva en la que se halla la calavera (estrofa 1), surgen, a lo largo del poema, las siguientes imágenes: el retrato de un poeta (estrofa 2-4), luego el escenario de su imaginación lánguida (v. 15-16) así como de sus sueños castellanistas (v. 17-20). El poeta se transforma en el espectador de su propio imaginario para encontrarse, al fin despierto, frente al espejismo de la representación. En la última estrofa, pues, la luz del sol opone a la imaginación del poeta la prosaica realidad de una armadura arrinconada. La intuición y la memoria capaces de vivificar el mundo, no resisten la movilidad de la visión animada por el paso del tiempo y por el movimiento de la luz. Al poder de la intuición de un sujeto libre se opone la irritación de la percepción. El sujeto fuerte, capaz de poner al mundo el sello de su propia libertad, ya se debilita. En este poema, pues, el desengaño no se produce a un nivel ontológico, en el que el desfallecimiento de la percepción sensual abre la conciencia a una verdad superior. Más bien es la realidad prosaica de los objetos cargados de simbolismo histórico (armadura arrinconada) lo que, al final, deconstruye la representación, echando luz a un sujeto espectacular, entregado al evento de la mirada en el eje del tiempo. Lo interesante de este espejismo es que la apariencia y la realidad se alternan en el ritmo del fluir

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de las imágenes, en la contigüidad de momentos distintos, en los que la diferencia ya no está en la esencia de las cosas, sino más bien es un efecto de la perspectiva, en función del cambio de luz y del paso del tiempo. La conciencia del espejismo ocurre como resultado de un proceso fenomenológico. Es en el eje del tiempo, y por lo tanto, en su relación con lo otro, con el futuro (con la muerte) donde se desvela el engaño del presente. No se trata de imágenes contiguas según la ley del movimiento, sino más bien del tiempo, un principio en el que Gilles Deleuze (1985) descubrió la esencia del cine a-narrativo:44 el cine que se iba prefigurando en algunos momentos del neorrealismo italiano y que encontrará su madurez en la «nouvelle vague». Gilles Deleuze, al partir de la filosofía de Bergson, no fundó su propia teoría sobre la fuerza sintética del intuicionismo y del tiempo interior («durée»), sino más bien sobre el intervalo entre los distintos instantes que se juntan en la actividad de la memoria.45 El tema castellano es una de las formas en las que se expresa la alteridad, es decir, la experiencia de la diferencia de lo otro. La extrema alteridad del sujeto, debida a la temporalidad, además de ser representada por los numerosos heterónomos de Machado, es un momento clave de su filosofía apócrifa. Contra la poética tradicional, tanto clásica como romántica, que quiere transformar el tiempo en eternidad, proclama Machado por boca de Juan de Mairena una poesía que sea «palabra en el tiempo» y que refuerce la temporalidad del verso (Mairena, I, 111). A lo largo de los diálogos46 Machado, en las respuestas de Juan de Mairena al idealismo del ficticio maestro Abel Martín y a su metafísica de lo heterogéneo, desarrolla la idea de la alteridad como principio fundador del yo: El ateísmo es una posición esencialmente individualista: la del hombre que toma como tipo de evidencia el de su propio existir, con lo cual inaugura el reino de la nada, más allá de las fronteras de su yo [...] Tampoco este hombre cree en su prójimo, en la realidad absoluta de su vecino [...] Cuando le llegue, porque le llegará [...] el inevitable San Martín al solus ipse, porque el hombre crea en su prójimo, el yo en el tú, y el ojo que ve en el ojo que mira, puede haber comunión y aun comunismo. Y para entonces estará Dios en puerta [...] Desde este punto de vista, Dios puede ser la alteridad trascendente a que todos miramos (Mairena, I, 251-253).

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La postura de Machado con respecto al nuevo arte no es «anticinematográfica» tout-court. Mairena critica más bien la cinematografía «orientada hacia la novela, el cuento o el teatro» (Mairena, I, 305) optando por un cinematógrafo que tenga «tanto de arte bello como la escritura», sin ser «vehículo de cultura y de medio para su difusión». Un cine que sea arte, es un cine «fotogénico». Mairena: «El único modo de que no podamos imaginar lo imaginario es que nos lo den en fotografía, a la par de los objetos reales que percibimos» (305). Machado crítica el cine fantástico, la «ñoñez estética de un mundo esencialmente cinético» (304). 45 También en otros poemas, el movimiento parece ser metáfora del tiempo. Así p. ej. «En tren» (1909). Acerca del romance de Alvargonzález, se ha destacado varias veces el movimiento como medio de la temporalidad que, de hecho, está también marcada por el cambio de las estaciones. 46 Es sabido que el diálogo entre el discípulo Mairena y el maestro Abel Martín que lleva a cabo la filosofía apócrifa de Juan de Mairena corresponde al programa de la Academia de Libre Enseñanza. Situar su pensamiento exclusivamente al lado de Mairena sería equivocar a Machado. La contradicción entre ambas posiciones es el lugar del poeta.

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La contradicción entre el idealismo de Abel Martín y el dialogismo de Juan de Mairena permite concebir, vistos en su conjunto, la posición epistemológica de Antonio Machado.47 Ahora bien, la experiencia radical de la alteridad del mundo, el evento de la mirada y la fenomenología nómada del yo son efectos de la temporalidad. El sujeto, al enfrentarse al tiempo, experimenta la alteridad. El yo encuentra la transcendencia de otros momentos, de otros yo; los signos de su autenticidad se mezclan con otros signos, su voz es poblada de otras voces.48 Partiendo del rechazo de la cronología como tiempo mecánico (Bergson), la modernidad pues, pone en duda la evidencia del presente. Si, como en el caso de Machado, el acto mismo de la percepción se funda en la temporalidad, el presente lleva en sí el drama de toda la existencia, se vuelve fluido, no se define por la singularidad del momento, sino más bien por su repetición en la conciencia, por su «Nachträglichkeit». La reducción del presente a un evento fenomenológico encuentra su genealogía en la modernidad. Es una ruptura debida a la rapidez creciente de los cambios espacio-temporales que ocurren en la época del nacimiento de las nuevas fenomenologías proporcionadas por los medios visuales, la fotografía y el cine.

4. La arqueología de Campos de Castilla La fenomenología de la percepción nos permite ahora definir, para retornar al imaginario castellano, también la memoria histórica de Antonio Machado. La geografía cultural de Castilla corresponde a la arqueología, es decir, a las formas en las que se expresa de manera discontinua la crisis genealógica de la historia de España en su entrada a la modernidad. En Campos de Castilla, pues, la memoria no busca la recuperación de la historia heroica de España, sino más bien el enfrentamiento con la objetivación del trauma de la historia que se traduce en el paisaje violento de Castilla. La traducción del recuerdo, al llevar consigo la huella de una violencia originaria, anima las imágenes. Veamos, de hecho, el montaje de la arqueología de España en Campos de Castilla: A «Retrato» sigue «A orillas del Duero», es decir la mise en scène del imaginario castellanista.49 Las imágenes de «Castilla miserable, ayer dominadora, / envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora» (67-68) son mucho más expresivas en el tercer poema, «Por tierras de España» (P.C., XCIX) en el que culpa a los sorianos de autodestruir a sus habitantes. El numen de estos campos es sanguinario y fiero. El 47

V. también «El yo egolátrico del ayer aparece hoy más humilde ante las cosas». Proyecto de discurso de ingreso a la Real Academia Española. 48 Estamos en el umbral de la descentralización de los conceptos fuertes en la filosofía del siglo XX, implícita en la modernidad (v. entre otros Lyotard 1983, Welsch 1998, Vattimo 1997). Para la lectura de Machado en el marco de la llamada filosofía posmoderna, v. Moreno Hernández (1998/1999); acerca de las conexiones entre la filosofía de autores del 98, especialmente Unamuno, y la posmodernidad, v. Navajas (1988) y Waldenfels (1999). 49 El viajero se enfrenta a Castilla como metonimia de España, cuya historia heroica critica el presente por no ser consciente de las luchas y de los problemas existentes: La crítica se dirige tanto a la iglesia católica como a la política nacional durante la «guerra en África».

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espíritu guerrero del Cid que en «A orillas del Duero» hizo Castilla tan «generosa», se transforma ahora en la «sombra de Caín» que cruza errante «llanuras bélicas y páramos de asceta». Caín no es aquí el padre mítico del hombre moderno injustamente rechazado por Dios, más bien representa el trauma de la agresión y el crimen monstruoso del fratricidio, de la envidia entre hermanos. En los poemas que siguen prevalece el tema de la violencia como hecho fundador de la familia: En «Un criminal» (CVIII), p. ej., un seminarista mata a sus padres a hachazos para heredar de ellos. En el escenario de Castilla, la descripción de los objetos deja varias veces atónito al espectador (al lector). Los paisajes son traducciones de la visión de algo traumático, algo que está fuera de la representación, algo que ocurrió antes; son imágenes que recuerdan «Los desastres de la guerra» de Goya. Así ocurre, p. ej., en el poema en versos alejandrinos titulado «El hospicio» (C). A las ventanas del antiguo edificio, lóbrego y arruinado, fijamente observado por el espectador a lo largo de ocho versos en redondillas, en el «sol enfermo de un crepúsculo invernal» se asoman míseros rostros indescifrables. Frente a los ojos atónitos del espectador no queda claro si los tres adjetivos escogidos «pálidos, atónitos y enfermos» se refieren a niños, enfermos mentales o minusválidos; entretanto cae la nieve como sobre una fosa.50 En Campos de Castilla lo real castellano corresponde a la traducción del trauma de un origen violento. La idea de un numen sanguinario se repite en el quinto poema «El Dios íbero» (CI), publicado por primera vez en «El porvenir castellano» (1913). Se trata de una oración, acompañada por la letanía al Señor (Señor de la ruina, Señor del iris, etc.). Al descubrir la responsabilidad de los hombres frente al crimen pasado, el texto denuncia la Historia por haber insultado a Dios. En el poema, este crimen es, entre otros, la cristianización española: 40

Este que insulta a Dios en los altares, no más atento al ceño del destino, también soñó caminos en los mares y dijo: es Dios sobre la mar camino. ¿No es él quien pasó a Dios sobre la guerra [...]?

Al final, el poema desemboca en seis endecasílabos que definen claramente el modelo histórico de Antonio Machado: 60

¡Qué importa un día! Está el ayer alerto al mañana, mañana al infinito, hombres de España, ni el pasado ha muerto, ni está el mañana –ni el ayer– escrito. ¿Quien ha visto la faz al Dios hispano?

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La intensidad y lo indescifrable de las imágenes recuerdan «lo real» del llamado documentario «Las Hurdes» de Buñuel. La intensidad de lo real, más allá de la representación, es lo que, p ej. Roland Barthes, denominó «le grain de réel», o sea el punctum de la fotografía (Barthes 1980; Bonitzer 1985).

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La historia no está escrita ni el pasado ha muerto, así sugiere la idea de la temporalización de la historia desarrollada por Machado.51 Pues la historia es la relación discontinua de distintos momentos, cada uno de los cuales se define por su relación con los otros. Machado renuncia a la alianza entre memoria creadora y topografía esencialista. Al distanciarse del narcisismo cultural, para el que la esencia inmutable de España es la huella dejada por la compensación del trauma de la pérdida, Machado descubre en las imágenes históricas la traducción de una crisis original y violenta que se repite en el presente. Es en el rol atribuido a la tradición histórica de España donde se halla la diferencia entre Antonio Machado y el esencialismo cultural de Azorín o el perspectivismo histórico de Ortega y Gasset y su «España posible» . Contrariamente a la tradición, Mairena apunta: Ese culto a los muertos me repugna. El ayer hay que buscarlo en el hoy; aquellos polvos trajeron –o trujeron, si le agrada a usted más– estos lodos. Felipe II no ha muerto, amigo mío. ¡¡¡Felipe II soy yo!!! ¿No me había usted conocido? (I, 248).52

En Campos de Castilla, la conciencia de la ausencia del pasado, de la pérdida, se refiere a la imposibilidad de recuperar la historia heroica. El poeta se enfrenta, pues, a la objetivación del trauma en el paisaje erémico de Castilla. El trauma histórico, como la labor de la memoria personal, se traduce en imágenes del recuerdo, y la traducción, al llevar consigo la herida de una violencia originaria, anima las imágenes. Es ahí, en una toma de conciencia del trauma del pasado, en el despertar de los espejismos históricos, donde la esperanza humilde de Machado tiene su fundamento.53 Soledades había llevado al poeta al punto axial de la conciencia moderna, es decir, al recuerdo como conciencia de la pérdida y a una memoria que incluye también la traducción del trauma originario. Como vimos en «El limonero lánguido», el recuerdo desemboca en la conciencia de los espejismos, y es propiamente la crítica del narcisismo lo que lleva a Machado a la búsqueda de la alteridad histórica en el paisaje castellano. Mientras que en los mitos apologéticos del tardío 98 de Azorín la identidad de la geografía histórica de Castilla sirve de compensación (en sentido freudiano) al trauma histórico de España (y del sujeto moderno), Machado renuncia a la alianza entre subjetividad, es decir memoria, y topografía esencialista. Machado tiene una postura crítica con respecto a la sublimación del topos emérico, en el sentido de un signo de una alteridad esencial de España frente a las utopías occidentales del «locus 51

En «Del pasado efímero» (P.C., CXXXI), Machado presenta una idea equivalente de la historia: «Este hombre no es de ayer ni es de mañana, / sino de nunca; de la cepa hispana / no es el fruto maduro ni podrido, / es una fruta vana / de aquella España que pasó y no ha sido, / esa que hoy tiene la cabeza cana» (33-38). 52 También Ángel González (1997/1998: 17) recuerda el hecho de que, «la guerra española fue la piedra de toque definitiva que permite comprobar la divergencia de la trayectoria elegida por Antonio Machado respecto a la que siguió el resto de sus viejos amigos: Ortega y Gasset, Pérez de Ayala, Azorín, Baroja, su propio hermano Manuel... En la hora terrible de la verdad (y de muchas mentiras), y entre los supervivientes del período noventayochista, él fue uno de los muy pocos que defendieron hasta el final la causa republicana: la causa de su vida, que acabó siendo también la de su muerte». 53 Me refiero, entre otros, al poema dedicado «al libro Castilla del maestro‚ Azorín» («Desde mi rincón», CXLII). Machado invoca: «esta esperanza vana / de romper el encanto del espejo» (51-52).

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amoenus». La alteridad esencialista de Azorín conlleva, pues, la idea de una esencia inmutable de España. Machado, en contra, se inclina por una opción distinta, y no parece arriesgado pensar que las apologías del esencialismo noventayochista siguen siendo la traducción de una violenta crisis originaria que persiste e insiste en el presente en la medida en que la memoria histórica busca «fármacos» y absoluciones.

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Annette Paatz Discursos (con-)fluentes en dos novelas de Miguel de Unamuno La obra novelística de Miguel de Unamuno ha sido y sigue siendo objeto de extensas polémicas en lo que se refiere a su valoración. El filósofo Unamuno, este personaje tan controvertido, se encuentra por encima del quehacer novelístico, y las novelas siguen considerándose habitualmente, todavía hoy en día, como mero envase para los problemas existenciales que plantea la filosofía unamuniana y por lo tanto como subordinadas a estas preocupaciones, como «narraciones planteadas a partir de supuestos previos filosóficos» (Nora 1973: 22s.). Tales juicios no tienen en cuenta lo que ya Julián Marías comentó en su trabajo sobre Unamuno publicado en 1942, en el que se refiere al hecho de que justamente el género novelístico es el que mejor puede servir para exponer algunos puntos claves del pensamiento unamuniano, afirmación que vale no solamente en el nivel del contenido, sino también en lo que se refiere a las posibilidades estructurales del género narrativo. Marías llega a la conclusión de que precisamente la novela representa una manera extremadamente propicia para ejemplificar la particular búsqueda de perduración en Unamuno. El acercamiento entre filosofía y novelística se explica además por la coincidencia del tiempo de elaboración de Del sentimiento trágico de la vida, obra con la que Unamuno llega a su madurez filosófica, en 1913, con un período de marcada actividad narrativa. Precisamente las dos novelas que voy a considerar a lo largo de este trabajo, Niebla y Abel Sánchez, se publican en 1914 y 1917, respectivamente. Este estrecho entrelazamiento de las preocupaciones filosóficas del pensamiento unamuniano con su producción novelística explica la «idea altísima» («Novela», 850) que el salmantino afirma tener de la novela, a la vez que se queda todavía en un concepto muy subjetivista. Repetidamente, se ha hecho hincapié en el antirrealismo de las novelas unamunianas, el cual ha sido relacionado acertadamente con el desarrollo del género novelístico a principios de este siglo que marca un claro distanciamiento de los modelos realistas / naturalistas de la tradición decimonónica.1 Todo esto está fuera de duda y coincide además con los enunciados del mismo Unamuno acerca de la deliberada falta de acotaciones temporales y espaciales en su narrativa (Fernández 1991: 34 ss.). Lo que ya me parece más discutible es cierta tendencia a relacionar estas observaciones con un sucesivo ensimismamiento de Unamuno y la subsiguiente reducción de su pensamiento a problemas individuales, a cuestiones existenciales ahistóricas, exentas de relaciones con la concreta 1

V., p. ej., Olson (1984: 65) para Niebla, y Round (1974: 12) para Abel Sánchez.

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realidad político-social. En este sentido, Unamuno suele figurar además como el mayor exponente de uno de los reproches más llevados y traídos al grupo generacional del 98 en su totalidad.2 Se ha sostenido largamente la separación entre un Unamuno político de fuertes preocupaciones sociales y uno filosófico de tendencia individualista y aun egocéntrica, localizando al primero en el período temprano de su quehacer intelectual, mientras que el segundo solía situarse después de su crisis religiosa de 1897. El progresivo alejamiento de las preocupaciones sociales a favor de una perspectiva cada vez más individualista parecía reflejarse en unas novelas subjetivizadas de protagonistas recluidos en sus propios mundos más o menos cerrados. Esta afirmación no deja de parecer algo sorprendente visto que este punto culminante de la producción novelesca unamuniana coincide con una fase de fuertes confrontaciones políticas en España y de fuerte actividad pública de Unamuno. Unamuno, eso sí queda muy claro, parte del individuo. Pero este individuo se presenta como emanación de unas condiciones sociohistóricas bien determinadas. La predilección unamuniana por la novela resulta precisamente de su entendimiento de la misma como «género intrahistórico» por excelencia (Fernández 1991: 22ss.). Eso implica que aun cuando no abunden en datos acerca de la realidad contemporánea, los contenidos no se presentan en absoluto como «[p]rivados por su limitado ambiente localizador del valor testimonial sobre la realidad española de su tiempo» (Domingo 1974: 205), sino antes bien se sitúan en una España que se caracteriza por ciertas constelaciones socioculturales. Por lo tanto, los conflictos de los personajes novelescos se producen en relación con ellas. Cuando se indaga un poco en la multitud de paratextos literarios unamunianos, esta contextualización queda patente. Abundan las referencias a la realidad histórica española cuando habla Unamuno de su trabajo literario propiamente dicho. Su texto metaliterario más importante Cómo se hace una novela (1927), escrito en el exilio en Hendaya durante la dictadura de Primo de Rivera, demuestra unas implicaciones políticas de primer orden. Últimamente, investigadores como Inman Fox (1989) o Thomas R. Franz (1995) defienden la tesis de la constante preocupación político-social por parte de Unamuno, punto de vista que se obtiene en gran medida del estudio de los abundantes escritos periodísticos unamunianos y de su correspondencia. De este modo, la novelística unamuniana se presenta como un complejo conjunto de discursos (con-)fluentes, tanto de índole idiosincrásica (sobre todo en cuanto a los planteamientos filosóficos) como de un alcance más amplio que abarca tanto el discurso estético-literario como un discurso burgués-liberal establecido a lo largo de los estragos políticos de la Restauración, con la España problematizada por el 98 como punto culminante. Para ilustrar esta hipótesis, quiero proponer una relectura de Abel Sánchez y Niebla que tome en cuenta estos distintos discursos, demostrando los planos en los que la producción novelística 2 Para estas conclusiones en el margen de una valoración general del 98 remito a Shaw (1977: 105ss.) en lo que se refiere a Unamuno, y al mismo Shaw (260ss.) en lo que se refiere al grupo del 98.

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sirve para incluir unas posturas claramente arraigadas en la contemporaneidad. Ambas novelas van acompañadas de unos paratextos en los que ya se puede observar una marcada relación con el contexto histórico de su creación. En el Prólogo a la segunda edición de Abel Sánchez, escrito desde el destierro en Hendaya en 1926, Unamuno expone que sus ficciones son tomadas directamente «de la vida social que siento y sufro» y que al releer la novela, ha sentido «todo el horror de la calentura de la lepra nacional española» (Abel, 52 y 53). En el caso de Niebla tampoco falta una alusión a las circunstancias reales, como, p. ej., cuando Unamuno habla de «la niebla histórica de nuestra España».3 Tales comentarios paratextuales desde luego no pueden aportar de por sí la prueba de que la preocupación por España, el gran tema del 98, se trasluzca también en estas dos historias supuestamente individualistas; lo que sí pueden provocar es una mirada atenta hacia los condicionamientos sociales reflejados en las dos novelas, puesto que a partir de dichos comentarios se puede deducir un particular cuidado en cuanto a la carga significativa de los respectivos elementos narrativos en el momento de su creación. Las creaciones narrativas sirven para constituir un vínculo entre lo subjetivo y lo social, y es así como el mismo Unamuno destaca ya en 1903 la individualización del movimiento social en la novela, en lo cual precisamente ve su gran ventaja, porque en la novela «el movimiento social cobrará [...] carne palpitante y viva; pero es [...] cuando dicho movimiento se haya individualizado, cuando sea algo que pose en nuestra vida interior, en las entrañas de nuestro corazón» («Novela», 851). La siguiente lectura de Niebla y Abel Sánchez examinará las posibilidades de contextualización histórica deducidas de los respectivos mundos narrativos con el objetivo de ver en un primer paso cómo se trasluce este discurso burgués-liberal en las novelas. A continuación, se resumirán muy brevemente las confluencias con el discurso filosófico unamuniano para llegar después a abarcar el discurso estéticoliterario en el que los textos están situados. Finalmente, quiero presentar la novelística unamuniana como una compleja (con-)fluencia de discursos muy heterogéneos que se escapa a una valoración unidimensional. Con este objetivo, la contextualización socio-histórica de Niebla y Abel Sánchez, es preciso examinar cómo se incluyen en ciertos momentos de manera más o menos pormenorizada algunas posiciones acerca de las capas sociales de la sociedad española, del comportamiento político, de la situación científica en España y de la valoración de la religión. Las historias narradas se toman como ejemplos de la intrahistoria española en el sentido en que relacionan los problemas del país con las vivencias de cada uno de sus habitantes y de su clase social. Cabe destacar al respecto que el concepto de intrahistoria, de tanta vigencia para Unamuno y sobre todo para su obra novelística, tiene sus orígenes precisamente en su fase socialista, lo que nos conduce a suponer cierta sensibilidad respecto a la estructura social española (v. p. ej. Franzbach 1988: 96). Consecuentemente, los personajes de Niebla y Abel Sánchez son ejemplos del conjunto social vigente en 3

«Historia de Niebla», en: Unamuno (Niebla, 86-93, 86).

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España y adquieren de este modo un valor semántico particular. Aunque escasamente aludido en el plano narrativo, queda manifiesto el ambiente social en que se desarrollan los argumentos: se trata en los dos casos de una vida de provincias con protagonistas de procedencia burguesa en su mayoría. Una burguesía algo más acomodada en Niebla, siendo su protagonista, Augusto Pérez, el típico señorito ocioso que no necesita trabajar para vivir. El vacío que envuelve a Augusto se debe menos a la incapacidad narrativa de su creador que a la abulia como rasgo característico de las condiciones sociales españolas en el ambiente de estancamiento político que caracteriza la sociedad de la Restauración. La postura crítica frente a este vacío intelectual se hace evidente a través de la perspectivización narrativa de la novela, la cual aporta una continua ironización a los quehaceres de este (anti-)héroe novelesco. Joaquín Monegro, protagonista principal de Abel Sánchez, es más consciente de las realidades en las que se mueven los representantes de su estrato social y tiene, consecuentemente, una voz mucho más fiable. Haciéndole médico, Unamuno le adscribe al grupo burgués de las llamadas «profesiones liberales», con una conciencia bastante pronunciada de las condiciones sociales, precisamente por entrar en contacto con las distintas capas por medio del trabajo (Martínez Cuadrado 1991: 302). Esta adscripción del protagonista a un grupo de gente que en el plano extratextual destaca por su compromiso, nos dice mucho acerca de la relación del mundo novelesco con su contexto histórico, aun cuando las preocupaciones de Joaquín –una envidia patológica hacia Abel, amigo desde su niñez– parezcan a primera vista bastante subjetivas. Las inclusiones de aspectos del escalamiento social se amplían considerablemente con la integración en este cuadro de los demás personajes de ambas novelas. El contacto de los protagonistas con figuras provenientes de diversos estratos sociales adquiere en este sentido un significado muy peculiar, sea la incorporación de los códigos burgueses adjudicada a Helena o a algún paciente de Joaquín Monegro en Abel Sánchez, sea la pequeña burguesía representada por Eulalia en Niebla y sobre todo por su tía Ermelinda, convencida de las posibilidades de ascensión social que le ofrecería a su sobrina el matrimonio con su «candidato» Augusto (Niebla: 138, 184). Lo mismo cabe destacar para las clases desafortunadas de las que suele aprovecharse la burguesía, tal y como lo hace en Niebla Augusto con Rosario «la del planchado» (165).4 Precisamente la vivencia femenina y las restricciones que las mujeres sufren, encasilladas en unos códigos de comportamiento muy rígidos, representan un tema que Unamuno deja traslucir claramente en sus novelas, y tampoco falta la auto-represión efectuada por las mujeres mismas al aceptar estos códigos y petrificarlos al mismo tiempo que los sufren. La Helena de Abel Sánchez demuestra esto tanto en las ideas que tiene acerca del noviazgo (Abel, 71) como en las prescripciones que luego transmite a

4 Franz logra una detallada valoración de las clases sociales representadas en Niebla, novela que, como él también afirma, fue la que más a menudo se analizó «without reference to society» (Franz 1995: 522).

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Joaquina en cuanto a «las conveniencias sociales» (153).5 De este modo, ésta y otras novelas de Unamuno presentan una sensibilidad hacia la cuestión femenina sumamente pronunciada. La elaboración literaria de estas represiones femeninas en la vida de provincias española que presenta Carmen Martín Gaite en 1957 en su novela Entre visillos, encuentra aquí un digno antecedente.6 Este cuadro de las condiciones sociales aún se puede ampliar fácilmente, sobre todo cuando se consideran algunas de las anécdotas intercaladas en ambas novelas. La historia del pobre aragonés en Abel Sánchez (Cap. XXIII), p. ej., nos hace suponer que ha sido incluida, precisamente, para ampliar el radio del panorama social de la novela. Esta presencia de representantes de distintos estratos sociales perfectamente denominables, demuestra claramente el enraizamiento de la novelística unamuniana en su contexto social. En ambas novelas se revela patentemente el severo ambiente provincial sin que haga falta profundizar en descripciones pormenorizadas de los exteriores; son unos brochazos que, mediante pocas palabras, delimitan perfectamente el ambiente social en el que se mueven los personajes. Resulta muy significativo que en esta novelística tan pobre en indicaciones espaciales concretas, la vida social se concentre, tanto en Niebla como en Abel Sánchez, en el Casino. En lo que se refiere a la muchas veces destacada inactividad política del sector burgués durante el período de la Restauración, el Casino representa el lugar propicio para aludir a esta actitud de politiquear sin llegar a nada, para verter muchas palabras, muchas veces hipócritas y sin intención de un verdadero progreso social, lo que se corresponde con la paralización del proceso político durante la época del turno de los partidos dinásticos.7 Abel Sánchez cuenta además, en la entrevista de Joaquín con el diputado de provincias (120), con una caricatura destacada del hombre político sin convicciones ni objetivos en el que, ciertamente, se cristaliza el desencanto político del sector liberal. Lo que se dice en Niebla acerca del anarquismo resulta, por lo menos, desconcertante. Atribuyendo el concepto a un personaje completamente ridiculizado, el movimiento anarquista figura en el plano narrativo como objeto de una fuerte sátira. El «anarquista» don Fermín está vinculado a un ambiente burgués, y de este modo a la clase directamente opuesta al movimiento anarquista, aparte de que su idea de un «anarquismo místico» (Niebla, 139) y «puramente espiritual» (137) resulta ser una paradoja en sí. Es la entrada del otro extremo en el texto narrativo: después del estancamiento de todo quehacer político durante la Restauración, el rechazo total de toda organización en el plano político, aspecto que se ha destacado en cuanto a las orientaciones del movimiento anarquista español (Bernecker 1990: 197ss.). Habría que añadir que la ridiculización del 5

Remito en este contexto a «Una historia de amor» de 1911, un cuento que demuestra en Unamuno una clara conciencia acerca de las represiones psicosociales provocadas por el noviazgo. 6 Resulta muy interesante en este contexto el que Unamuno («Política«, 817) ya aluda en un momento dado al conflicto entre los géneros como uno de los problemas sociales predominantes en el futuro. 7 Jurkevich empieza su trabajo sobre la abulia del 98 precisamente con una cita de Antonio Machado que se refiere a una descripción del ambiente en el Casino (1992: 181).

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movimiento anarquista denota un fuerte sarcasmo, vista su peculiar importancia en la historia española, y puede atribuirse a la observada repugnancia de Unamuno frente a las articulaciones de masas (p. ej. Tuñón de Lara 1984: 112). En suma, el planteamiento de la cuestión política se caracteriza en ambas novelas por un fracaso completo de toda actividad razonada en este ámbito y se puede tomar como una valoración nefasta de las posibilidades de la actividad política en la sociedad española por parte de Unamuno. En lo que se refiere a la aportación de Niebla y Abel Sánchez a la discusión acerca de la situación de la ciencia en España, cabe mencionar primero la constatación de que en el momento histórico del 98, y sobre todo en Unamuno, se observa un escepticismo bastante pronunciado referente a la explicación racional del mundo. Las convicciones deterministas de un Taine o un Comte, que proceden de las ciencias exactas, o también el materialismo histórico de un Carlos Marx, predominantes en el discurso científico del XIX y que tienen sus repercusiones decisivas también en el pensamiento unamuniano, empiezan, sin embargo, a contrariarse por las exaltaciones del individuo y de la subjetividad, lo que supone indudablemente uno de los aspectos más modernos de su discurso. La segunda novela de Unamuno, Amor y Pedagogía, publicada en 1902, se lee ya como un cuestionamiento pronunciado de una visión del mundo demasiado positivista. La relación intertextual entre esta novela y Niebla, la cual se establece mediante un encuentro entre Augusto y Don Avito Carrascal, protagonista de dicha novela, y cuyo lugar es precisamente la Iglesia, retoma el desencanto acerca de las posibilidades de la ciencia (Niebla, 173ss.) e incorpora el tema nuevamente en este texto bastante posterior. En Niebla se ridiculizan a su vez los «experimentos científicos» de Augusto Pérez relacionados con sus experiencias amorosas. El discurso científico adquiere un valor predominante en Abel Sánchez, puesto que forma parte de las oposiciones fundamentales de la novela entre ciencia y arte, entre razón y fe. El pensamiento de Joaquín Monegro se torna continuamente sobre la dicotomía entre ciencia y arte, puesto que la manera de ser intuitiva y espontánea de su antípoda no deja de atormentarle. En el sistema semántico de la novela, esta dicotomía queda representada en las profesiones de los dos protagonistas: médico uno, pintor el otro. Al contrario que en Niebla, donde las preocupaciones existenciales de Augusto Pérez demuestran claramente lo aporético de sus ambiciones «científicas», en Abel Sánchez las posiciones no quedan tan claramente delimitadas. El método científico no llega a tener valor absoluto para Joaquín Monegro, y de esta manera se inserta en la postura crítica frente a un optimismo científico no problematizado. Sin embargo, le resulta un medio propicio –otro sería el arte– para obtener cierta reputación social. Pero esto queda según Joaquín Monegro fuera del ámbito de las posibilidades de la ciencia española. Lo deja bien claro en un pequeño comentario acerca del ambiente científico español: «¡Ponerme a escribir un libro... y en España... y sobre Medicina...! No vale la pena. Caería en el vacío...» (Abel, 128). Esta afirmación remite a las extensas polémicas que se desarrollaron bajo la Restauración acerca del retraso de la ciencia española y su estado lamentable, sobre todo en lo que se

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refiere a las represiones políticas que sufrieron buen número de investigadores liberales, o en cuanto tema predilecto de crítica por parte de las corrientes regeneracionistas (p. ej. Martínez Cuadrado 1991: 495ss.). Unamuno se aprovecha del argumento de su novela para mencionar de paso este problema todavía crucial en la España de su tiempo y logra de este modo una contextualización explícita del mundo narrativo. Esta contextualización incluye también la cuestión religiosa, que desde luego se encuentra en estrecha relación con los aspectos sociales, políticos y científicos hasta ahora examinados, puesto que toda manifestación relacionada con la fe supone una toma de postura que abarca todos los ámbitos de la sociedad española al encontrarse la Iglesia profundamente involucrada en el sistema político de la Restauración. De este modo, Abel Sánchez le reprocha, por ejemplo, a su amigo Joaquín haberse vuelto reaccionario en el momento en el que acude a la Iglesia: «¡...me han dicho que te has dado a la iglesia y que oyes misa diaria, y como nunca has creído ni en Dios ni en el Diablo, y no es cosa de convertirse así, sin más ni menos, pues que te has hecho reaccionario!» (Abel, 106). El hecho de que la actitud de Joaquín suponga para Abel un posicionamiento político más que religioso, se explica por un cierto distanciamiento de la Iglesia como acuerdo tácito en el ambiente liberal en el que se mueven tanto Abel como Joaquín. Abundan las posturas anticlericales en Abel Sánchez, por ejemplo en los ataques a la hipocresía de la fe cristiana (Cap. XVIII) o la decisión de Joaquín de encargarse él mismo de la enseñanza de su hija (114), decisión que puede corresponder al deseo de evitar una educación en la que influya demasiado la Iglesia. Sin embargo, el tratamiento del tema religioso destaca en esta novela por su extraordinaria complejidad. Como se ha visto, las convicciones anticlericales dominantes en su ámbito social no le impiden al torturado Joaquín Monegro acudir a la Iglesia para buscar consuelo en la fe. Su mujer, Antonia, adquiere su particular significado dentro de la novela por la entrega a una religiosidad fuera de toda duda, y el narrador la presenta de forma que despierta simpatías. Joaquín acude a la Iglesia solamente cuando ya no ve otra salida, por lo que el texto parte de un cuestionamiento de la fe institucionalizada, ya de por sí un fuerte desafío al conservadurismo tradicional. Esta postura crítica sigue contribuyendo al sistema semántico de la novela, aun cuando en el nivel personal la religión puede tener un cierto sentido consolador. Hay que tener en cuenta, además, las «confesiones», unos párrafos extensos de escritura autobiográfica y reflexión filosófica por parte de Joaquín Monegro, intercalados en el texto y que, por cierto, no van dirigidos a un cura o siquiera a Dios, sino a su hija, lo que les quita todo tipo de devoción cristiana. Los conflictos religiosos del protagonista ponen de manifiesto sus luchas interiores, que versan sobre la dicotomía de razón y fe, tema central de Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida, incluyendo de este modo una crisis en el plano individual, lo cual entrelaza el aspecto religioso con el científico antes mencionado. Para Niebla, hay que salir del nivel intradiegético de la novela y tener en cuenta lo atrevido que es llevar el concepto tradicional del autor omnisciente a una

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comparación de la instancia narrativa con Dios por su capacidad de decidir sobre vida y muerte. Unamuno se sirve de las posibilidades previstas por el género narrativo para versar sobre un aspecto central de su universo intelectual, desafiando claramente el discurso religioso de su tiempo, lo que ya quedó delineado anteriormente, por ejemplo, en el paralelismo establecido entre Don Quijote y Jesucristo en Vida de Don Quijote y Sancho (1905) y va a llegar a su punto culminante en su última novela San Manuel Bueno, mártir (1931). Tanto los rasgos discursivos referidos a la ciencia como, en aún mayor medida, los que se refieren a la religión, además de vincularse con el discurso burguésliberal comentado hasta aquí, jalonan todo el pensamiento filosófico unamuniano. Confluye este aspecto del anticlericalismo perteneciente al discurso liberal con el discurso filosófico, el cual se centra en Unamuno alrededor de la «única cuestión» de cómo perdurar ante la inevitabilidad de la muerte.8 Remito a la todavía válida exposición de Julián Marías sobre la interdependencia de la práctica novelística unamuniana con su pensamiento filosófico y me limito a enumerar algunos procedimientos traídos a colación por Unamuno, desde el ser amado por otro, la procedencia biológica y el afán de sobresalir frente a los demás –por ejemplo mediante la creación artística–, los cuales, desde luego, son plasmados de distintos modos tanto en Niebla como en Abel Sánchez. Otra confluencia sería la valoración de una religiosidad personal por parte de Unamuno, la cual surge a partir de la insuperable dicotomía entre razón y fe –título éste, Razón y fe, pensado en algún momento para Del sentimiento trágico de la vida– y que, desde luego, se aleja de la religión institucionalizada. En esta concepción de lucha, de agonía, de obligación de dar sentido a la vida, Unamuno retoma los giros subjetivistas de Bergson o Kierkegaard por ejemplo, y se manifiesta conocidamente como el precursor más importante de lo que va a ser el existencialismo francés.9 De la coexistencia fluyente y –en varios casos– la confluencia de los rasgos discursivos aludidos, se deduce una multiperspectiva textual sumamente compleja. Lo que parece evidente, sin embargo, y lo que considero importante sintetizar, es la confluencia de los distintos aspectos enumerados (social, político, científico, religioso) en el discurso liberal, lo que en cierta medida puede incluir hasta el individualismo unamuniano calificado muchas veces como excesivo. La posición intelectual unamuniana, como la de los demás miembros generacionales del 98, se basa en la tradición liberal burguesa en el sentido originario de la palabra, que desde luego se sitúa muy lejos de los estragos de los llamados partidos «liberales» durante el bipartidismo. Se trata de una libertad política y religiosa en clara oposición a los valores conservadores de la Restauración, con una confianza muy pronunciada en las capacidades individuales de los seres humanos y unas claras preocupaciones sociales. Como escribe Víctor Ouimette (1989: 69), el liberalismo unamuniano se aplica «a valores íntimos y sociales con los que él se identificaba 8

V. Marías (1942: Cap. II, «El tema de Unamuno», pp. 23-41). V., para la historia de la elaboración de Del sentimiento trágico, Fernández Turienzo (1989) y para un aporte a la compaginación de Abel Sánchez y dicho ensayo, la introducción de Longhurst en su edición de la novela (Abel, 1917b). 9

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plenamente». Sigue Ouimette: «No obstante la trágica ambigüedad que ya había adquirido el término, se nota en Unamuno un liberalismo fundamental, que no es una descripción política, y en el que descansa todo su pensamiento ético, religioso y social» (69).10 De todos modos, no se puede negar que los protagonistas de las novelas tratadas quedan bastante encerrados en sus mundos interiores; estas deficiencias en lo que se refiere a las relaciones sociales corresponden con el hecho de que Unamuno acuse, precisamente, una falta de sociabilidad en España, reputando al español como –y sigo citando el mencionado trabajo de Ouimette– «un pueblo con poca conciencia de sí, sin misión y sin libertad espiritual que le permitiera determinar su destino» (72). Esta caracterización se adecua perfectamente a los ambientes sociales de las dos novelas discutidas, para los Pérez y también para los Sánchez, prototipos de la burguesía española, en su mayoría socialmente anquilosados e improductivos. Cada labor novelística, sin embargo, no sólo establece relaciones pragmáticas con la realidad socio-histórica en la que está inserta, por un lado y con el contexto de la obra entera del autor considerado, por otro, lo que corresponde en el presente caso con los discurso burgués-liberal y filosófico respectivamente, sino que también se vincula con el contexto propiamente literario. Veamos ahora cómo Unamuno se posiciona en el discurso estético-literario de principios de siglo y cómo las tres contextualizaciones se compaginan. La supuesta «modernidad» de Unamuno no se refiere solamente a su función precursora de la filosofía existencialista europea, sino que incluye también una particular forma de novelar, de clara correspondencia con los ejemplos clásicos de novela moderna de un James Joyce, André Gide, Virginia Woolf, Robert Musil y otros. Un primer rasgo distintivo de la novelística moderna consiste en la progresiva interiorización del sujeto como consecuencia de una experiencia desilusionadora acerca de la posibilidad de situarse como individuo en un mundo caótico y fragmentado. Tanto Abel Sánchez como Niebla se caracterizan por su hacer hincapié en el mundo interior de los protagonistas, aunque todavía de forma bastante tradicional en cuanto a la representación literaria de esta tendencia. Se trata de unos sujetos sumamente desorientados, pero cuyo afán de relacionarse con el contorno social queda intacto. Por eso, me parece importante recalcar que no podemos hablar de una fragmentación de la identidad, sino más bien de una experiencia de crisis individual que todavía permite el afán de superación. Resulta evidente que el sujeto unamuniano sufre en su aislamiento, que siente un continuo deseo de relacionarse y de indagar el sentido de su existencia. Este sujeto está luchando, está experimentando un «sentimiento trágico» y, por lo tanto, está lejos de conformarse o incluso de gozar de esta falta de identidad estable, de modo que se identifica claramente con el concepto del sujeto en crisis de la modernidad y se 10

V. también Fox (1989: 37) para el liberalismo unamuniano que permanece constante durante su trayectoria intelectual: «... el liberalismo no es más que la traducción al orden político del principio protestante de libre examen, el sentimiento religioso fuera de los dogmas y las iglesias, y el fervor patriótico sin tener en cuenta los partidos ni los regímenes».

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aleja de la pluralidad subjetiva, deliberadamente aceptada y lúdica que caracteriza la concepción postmoderna del sujeto. La problematización del sujeto lleva como consecuencia unas dificultades sustanciales para representar una totalidad social, una visión del mundo completa. Esto implica ciertas modificaciones de los procedimientos narrativos tradicionales y, paralelamente a lo que ocurre con la crítica del modo científico de percibir el mundo, unas reacciones al realismo / naturalismo en el campo literario. La novela se convierte en el lugar mismo de reflexión acerca de las posibilidades e imposibilidades de la creación de un mundo novelesco, lo que conlleva una serie de procedimientos particulares.11 Uno sería, primero, el acercamiento de novelística y ensayística, lo que desde luego significa una pronunciada entrada de reflexiones filosóficas en el texto novelesco. Cabe destacar a este respecto no sólo los párrafos discursivos en Abel Sánchez, que se pueden relacionar perfectamente con lo expuesto en Del sentimiento trágico de la vida, sino también la concepción poetológica del mismo Unamuno (Fernández 1991: 23). El filósofo se sirve de la novela, los novelistas se hacen filósofos, la confluencia de los discursos queda perfectamente establecida. Los conceptos de metaliteratura e intertextualidad, de tanto éxito en tiempos postmodernos, pueden observarse además ya en la novela moderna y tienen una repercusión bastante pronunciada en las reflexiones de Víctor Goti y en las alusiones a novelas previas unamunianas en Niebla. De particular interés me parece la importancia que Goti le atribuye al diálogo en sus reflexiones acerca de la escritura novelística (Niebla, 199), además de que coincide con las preferencias del mismo Unamuno, quien introduce, p. ej. en Abel Sánchez, un gran porcentaje de habla directa en el texto. Más adelante retomaré este punto. Estos procedimientos metaliterarios se relacionan además con otro rasgo de modernización que consiste en una fuerte problematización del autor omnisciente seguro de sí y de los valores que quiere defender. Esta inseguridad trae muchas veces consigo cierta autonomía de los personajes ficticios. Aquí cabe mencionar, sobre todo, la intervención del narrador en el plano intradiegético en el famoso capítulo XXXI de Niebla, en donde en algún momento no queda claro, cual de los dos –el narrador llamado Unamuno o su personaje Augusto Pérez– «se sale con la suya». Pero lo que resulta aún mas llamativo es la correspondencia de este aspecto con la peculiar concepción de la realidad en Miguel de Unamuno, la cual incluye, de manera muy postmoderna, a los seres reales igual que a los inventados. Este procedimiento es el que ha llevado a las repetidas afirmaciones de antirrealismo unamuniano, además de la ausencia de alusiones a la realidad extraliteraria. Espero haber demostrado que la manera minimalista de la escritura unamuniana no descarta una contextualización del mundo novelesco, sino que queda bien establecido este arraigo histórico de los personajes al que la perspectiva subjetiva no tiene que contradecir de ninguna manera. Lo que sí puede observarse es una clara tendencia hacia la estetización de lo real. Pero aún aquí hablaría más bien de una peculiar 11

Acerca de los procedimientos narrativos de la novela moderna, v. Schramke (1974).

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noción de realidad que incluyera también su percepción imaginativa con la correspondiente eliminación de las fronteras entre lo real y lo ficticio. Gonzalo Navajas ha demostrado cómo el problema de la representación del mundo para Unamuno carece de vigencia. Destaca que los componentes del mundo «son tan sólo un material previo, un pre-texto sobre el que el observador escribe un texto más complejo y completo que da significado a estos componentes» (Navajas 1988: 16). Esto conlleva una tendencia hacia la textualización de la realidad, muy semejante al postulado postestructuralista que le da al texto una importancia primordial, pero con la puntualización decisiva de que «[a] pesar de su adhesión a la textualización, no se pierde por completo en Unamuno la consideración de la dualidad entre ficción y realidad» (56). La rehabilitación de don Quijote por Miguel de Unamuno, quien atribuye al personaje literario un mayor grado de realidad que a su creador, Cervantes, demuestra muy bien que la realidad incluye tanto lo material como lo inmaterial, formándose de esta combinación la conciencia cultural de un pueblo que parte desde el individuo y su realidad íntima. Veo aquí un rasgo destacadamente postmoderno en lo que se refiere a una estetización de la noción de realidad ante la convicción de que no es posible llegar a captarla en su totalidad. Miguel de Unamuno pudo llegar a principios de nuestro siglo a partir de sus reflexiones filosóficas, entonces bastante particulares, a esta rehabilitación de la percepción subjetiva de la realidad, anticipando lo que iba a ser la confluencia de los discursos filosófico y estético en tiempos postmodernos (Welsch / Pries 1991: 1-8). Pero aún esta estetización consta de unas implicaciones claramente sociales, puesto que las imaginaciones incluidas en lo que es esta conciencia social del pueblo español emanan de las circunstancias propias de su desarrollo histórico. Esta predilección por lo social, que incluso se trasluce en un particular concepto de la realidad, es lo que, a mi modo de ver, menos se compagina con el supuesto antirrealismo y egocentrismo de la novelística unamuniana. Cabe volver un momento al predominio del diálogo en sus novelas, lo que puede servir para puntualizar la perspectiva social de los textos y un concepto del sujeto moderno que, a pesar de sus tormentos interiores, no deja de buscar la vinculación con su entorno. El diálogo, aparte de ser uno de los recursos preferidos para lograr un efecto realista en la novela, representa, antes que nada, la comunicación como recurso básico para toda actividad social entre los seres humanos. El constante afán de relacionarse de los sujetos unamunianos encuentra su expresión, por tanto, en la abundancia de diálogos, o incluso de monólogos, puesto que estos –como la confesión de Joaquín Monegro– suelen tener un receptor bien determinado. Otra vez, se hace obvio que el individuo en su contexto social es de particular interés en la novelística unamuniana, y de este modo las novelas son lugares de encuentro de una multitud de voces que corresponden perfectamente a la noción bajtiniana de dialogía, como señala Iris Zavala cuando dice que [los] sujetos dialogizados [de Unamuno, A.P.] están en interacción con el mundo social, y dejan abierta la posibilidad de resistencia y lecturas que impliquen argumentos

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sobre nuevas relaciones de conocimiento que permitan nuevas representaciones del sujeto social sobre el poder y las ideologías (Zavala 1991: 141).12

Coincido con Zavala en la convicción de que el concepto de Bajtin se demuestra sumamente propicio para el análisis de los textos unamunianos, y esto tiene que ver precisamente con la contextualización histórica del enfoque bajtiniano. Opuestamente al concepto de intertextualidad deducido posteriormente de este enfoque por Julia Kristeva, la posición del crítico ruso se centra en la relación entre literatura y sociedad y no se restringe a un nivel meramente textual como va a ocurrir en el pensamiento postestructuralista (dialogicidad textual frente a dialogicidad sociocultural). Por lo tanto, el concepto bajtiniano mantiene en vigencia la constitución del sujeto incluyendo todos los problemas que esto lleva consigo.13 Así, Unamuno elabora una manera muy propia de narrar que en su inclinación hacia el diálogo logra vincular el quehacer literario con unas necesidades sociales perfectamente identificables. Como dice Zavala, «[e]ste sistema dialógico circular, de voces, de intercambio de sujetos, está estructurado sobre el lenguaje como fundamento de la sociabilidad; el pensamiento es social en un amplio horizonte de palabras ajenas y propias» (133). El diálogo sirve para «establecer el concepto del yo en la realidad» (133), lo que también relaciona Zavala con el contexto histórico de unos «imperativos de un sistema político-social que perturba la infraestructura comunicativa de la vida individual cotidiana» (150). De este modo, resulta patente que la noción unamuniana de un sujeto que trata de establecerse dialogando, se encuentra en correspondencia con la vinculación de su obra novelística a la situación socio-histórica que está viviendo y con el discurso liberal que esta vinculación deja entrever, sirviendo como punto de partida de su constante preocupación intelectual, incluida de manera decisiva en su labor novelística. Por lo demás, los procedimientos literarios empleados por Unamuno coinciden de manera sorprendente con los que posteriormente emplean los novelistas modernos europeos y norteamericanos como reacciones a una realidad histórica en general mucho más avanzada en cuanto a industrialización y urbanización, siendo estos los aspectos extraliterarios comúnmente vinculados con estas innovaciones estéticas. Una explicación de este desfase puede ser el que la experiencia bélica se anticipara, en el caso de España, con los sucesos de 1898. Se podría entender que en el caso español, la crisis se anuncia con antelación, aunque, desde luego, el estancamiento posterior provocado por el franquismo volverá a retardar bastante el desarrollo de la novela moderna, lo que puede explicar el lugar aislado de Unamuno en la historia de la novela española. De esta manera, la posición adelantada de Miguel de Unamuno se vincula directamente con las experiencias históricas españolas, en las que la crisis de 1898 supone, como es harto conocido, una especie de espoleta que deja salir a la luz el 12

V. Zavala (1991: 12ss.) respecto a las correspondencias entre Bajtin y Unamuno y la distancia de Unamuno de la noción postestructuralista del sujeto. 13 V., para el concepto bajtiniano originario y su elaboración por Kristeva, Pfister (1985).

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descontento y la desorientación de los individuos burgueses que no encuentran su sitio en el sistema existente. Aparte de esto, no hay que olvidar sin embargo, lo propicio que se demuestran los procedimientos literarios aludidos para el pensamiento filosófico unamuniano. Para los aspectos más destacados, como la búsqueda de orientación del sujeto moderno y la mezcla de los planos ficticio y real, se pueden establecer unos vínculos sumamente estrechos con su propia concepción del mundo. A manera de conclusión, cabe resaltar lo siguiente: A raíz de los discursos detectados en Niebla y Abel Sánchez, resulta obvio que el discurso estéticoliterario se sitúa en una plena vertiente de reacción a las tradiciones narrativas decimonónicas. Esto implica, por un lado, el rechazo de los recursos realistas y naturalistas en cuanto al desarrollo de la narrativa a principios de nuestro siglo y explica el tratamiento unamuniano del sujeto moderno problematizado. Por otro lado, este supuesto antirrealismo se tiene que vincular a la filosofía existencial elaborada por Unamuno sobre todo en Del sentimiento trágico de la vida e implica una visión más bien individualista. Tanto el discurso estético-literario como el discurso filosófico no pueden aislarse de un discurso liberal que hace posible una contextualización histórica muy determinada de los mundos novelescos representados en las dos novelas y que las sitúa en un tiempo y un espacio muy determinados, el de una España plenamente problematizada no sólo después de la experiencia traumática de 1898, sino como consecuencia de la frustración intelectual ante una larga temporada de estancamiento político-social. Al mismo tiempo que Unamuno se sitúa con Niebla y Abel Sánchez en los discursos existentes, logra también establecer un discurso propio que incluye tanto al sujeto dialogizado y su correspondencia con sus convicciones liberales como su particular noción de realidad y su correspondencia con los propios planteamientos filosóficos. Resulta evidente que esta (con-)fluencia de rasgos discursivos se traduce en una manera muy particular de «hacer una novela» en la que no se dejan separar nítidamente las preocupaciones literarias, filosóficas, políticas etc. En este sentido, Unamuno representa una de las características más descollantes del movimiento del 98 que al mismo tiempo que introduce la narrativa moderna en el discurso literario español, destaca por la fuerte interdependencia de discursos en un campo intelectual dominado por una muy heterogénea preocupación socio-política frente a la crisis española. Los hombres del 98 no son literatos, o filósofos, o políticos, o historiadores, sino que en la mayoría de los casos reúnen muchas cosas a la vez en una preocupación intelectual hasta entonces no existente en España. Precisamente el establecimiento de un campo intelectual –más que literario– constituye, sin duda, hoy en día el mérito más destacado del grupo generacional de 1898, a pesar de su fuerte tendencia hacia la individualización y ciertas restricciones burguesas (Tuñón de Lara 1984: 131). Miguel de Unamuno, aun cuando es el modelo por excelencia para este desencanto, no deja de mantener una constante preocupación social a lo largo de su trayectoria que trasluce netamente en los discursos (con)fluentes de los que se nutre su práctica narrativa.

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Germán Gullón La modernidad silenciada: la cultura española en torno a 1900 La manera en que se suele estudiar el fin de siglo español de 1900 calla o, quizás la palabra justa sea, orilla una serie de asuntos esenciales para entender el pasado inmediato. He escogido cuatro temas, los dos primeros tratan una vertiente de la cultura del XIX que quedó marginada, mientras los dos siguientes intentan enfocar temas que deben formar parte de cualquier debate sobre la modernidad española, que sin duda han sido silenciados por la crítica o son estudiados desde perspectivas poco iluminadoras.

1. El margen oscuro del fin de siglo: el decadentismo La historia de la cultura occidental moderna y posmoderna ha quedado firmemente influenciada por la radical novedad afectiva y cognoscitiva aportada por el romanticismo, en concreto por la paridad otorgada a lo percibido por los sentidos respecto a lo conceptual. La manera de pensar el mundo propiciada por la Ilustración, que se apoyaba en la causalidad y lo racional, comienza a convivir con una forma nueva, dependiente de la impresión, de las maneras de conocer / percibir basadas en la yuxtaposición, que vinieron a disolver la rigidez del racionalismo. En parte, el presente, debido, entre otros motivos, a la aceleración del progreso material y de la era del vapor decimonónicos, se instala en la conciencia colectiva con un vigor desconocido hasta entonces, y lo pasado, los tiempos del ayer, pierden su solemnidad y carácter canónico. Lo racional, lo razonado, compartirá ahora su posición de privilegio con las impresiones, con lo intuido en un momento determinado (Raymond 1983). La velocidad, la fotografía, la violenta contraposición entre las ciudades y el campo, el uso de drogas, dieron lugar a que la cultura se centrase en el sujeto, y a que la impresión y la percepción individual comenzasen a ser apreciadas como nunca antes, muy especialmente y temprano, en pintura. Hay una línea que va de Francisco de Goya a Manet y Monet que sin duda conecta a una serie de artistas, y habría que añadir músicos y escritores, y que potencia la novedad tanto del sentir y del pensar, como de sus representaciones artísticas. No asombrará, por lo tanto, que debido a ese anhelo de conocer por medio de impresiones, los límites de la experiencia se agranden, y que pronto, como digo, los artistas sean quienes abandonando formas aceptadas de creación se lancen a explorar galerías desconocidas del hombre y del mundo. Enseguida descubrirán, mirando hacia atrás a la época clásica, que los marginados, los raros, y la poetisa Safo podría ser simbólica a este respecto (Gómez Carrillo: El segundo libro), habían sido juzgados en la

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época por gentes que les reprochaban su diferencia. Serán estos escritores, como Thomas de Quincey o Charles Baudelaire, los que ampliarán el espectro perceptual de la literatura moderna, rebelándose contra los códigos sociales de sus épocas, aceptando como válido, como sujeto del arte, toda una serie de elementos que permitirán ensanchar los límites de lo humano allende lo racional. Ahí, en esas coordenadas, es de donde debemos partir ahora para entender el decadentismo, pues de otra manera se podría caer en la tentación de prejuzgar el tema, la exposición de las características del ismo modernista, ya que tendríamos que ponernos junto o contra los muchos que juzgan a sus practicantes, cumpliendo una labor que apenas compete al crítico o al estudioso de la literatura. Al hablar del decadentismo en referencia a las literaturas en lengua española estamos aludiendo a uno de los componentes del primer modernismo, del momento simbolista, colindante con diversos otros componentes, como el exotismo, el erotismo y la bohemia, y que se extiende desde aproximadamente 1885 a 1910. En cierta medida se relaciona, o cristaliza, con el paso que en las culturas del occidente europeo se da en el tránsito entre el naturalismo y el simbolismo, cuando los escritores comienzan a ahondar en la superficie de la realidad representada por los naturalistas, y se intenta que salgan a la superficie percepciones inéditas, los mundos internos, las avenidas de lo subconsciente, a las que habían accedido los naturalistas, en su intento por llegar un poco más allá que los realistas (Bigsby 1972: 9). Además, y hablando en términos generales, lo literario y lo políticosocial, al igual que el ismo hecho famoso por Emile Zola, aparecen bastante ligados en este período, y aunque las revistas y publicaciones periódicas suelen tener una u otra orientación (Molina 1990), el decadentismo suele aparecer en ambas, pues lo decadente conlleva un importante componente histórico-social. Existe toda una serie de manifestaciones sociales, como el uso de los estimulantes, de los productos psicoactivos, que vienen a subrayar este intento finisecular de profundizar en las percepciones. No olvidemos que la morfina (1806), la cocaína (1860), y la heroína (1883), entre otras drogas, fueron utilizadas por un crecido número de escritores; Sigmund Freud sería uno de los defensores y propagandistas mejor conocidos, pues además fue usuario de la cocaína, y como dice Antonio Escohotado (1994: 80): «El creador del psicoanálisis fue antes la autoridad mundial sobre esta droga». Un buen grupo de escritores y pintores, como Teophile Gautier, Charles Baudelaire, Paul Verlaine, y Delacroix, formarán el Club des Haschischiens, cuyas sesiones fueron relatadas por Baudelaire en su famoso libro Los paraísos artificiales. Conocida es también la afición de ciertos escritores, como Rubén Darío y de Paul Verlaine al ajenjo. Todo ello lleva a recordar los enfrentamientos jurídico-sociales habidos en la segunda mitad del XIX en Francia contra los denominados excesos de los que acabarían siendo denominados intelectuales, como el propio Baudelaire o Gustave Flaubert, que sufrieron a causa de la injerencia de la política en los asuntos sociales, y que culminaría en el famoso affaire Dreyfus (1898). A los políticos se les escapaban ciertas conductas de las normas y de las leyes establecidas y reaccionaron de una manera que hoy parece fuera de lugar, pues dejaban su puesto de

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gobernantes para seguir con el ya periclitado modelo de intervención en el desarrollo de la vida social. La propia palabra decadencia se aplicó en diversas ocasiones a lo largo de los tiempos a varios momentos y, muy en especial, a la última época de la literatura imperial romana, a su ocaso, y a la época finisecular que nos compete, lo que complica un poco su referencialidad. Sin embargo, su aplicación correcta debe referirse a una mezcla de ambos, pues afecta principalmente a una mentalidad en la que el desdén hacia la sociedad contemporánea, a la estrechez de miras burguesa, a lo convencional, a la exclusiva aplicación del progreso a lo científico, se considera como un mal que aqueja al hombre en el fin de siglo. Si nos atenemos a las publicaciones, el decadentismo simbolista hizo su aparición en las revistas parisinas, Paris-Moderne, Lutèce, Le chat noir, y otras. Se suele pensar la novela de Joris-Karl Huysman, A rebours (Al revés) (1885), como el mejor texto representante de ese movimiento, mientras que Verlaine, quien al publicar en Lutèce «Los poetas malditos» configura el modelo del decadentismo, y Oscar Wilde son considerados los escritores que mejor representan el ismo. Des Esseintes, el protagonista de la novela de Huysman encarna el prototipo del raro, del hombre extravagante, mientras que la obra Salomé, de Wilde, introduce el tipo de la mujer apasionada, la mujer fatal con deseos anormales. El decadentismo supone, por lo tanto, la exhibición pública del lado oscuro del ser humano, la inclusión en la literatura de lo que hasta entonces se consideraba marginal y prohibido. Aparece una tendencia al exhibicionismo, o mejor deberíamos decir, reaparece, pues ya los románticos la habían conocido. Lo diferente es que ahora se hace gala de una absoluta determinación de cruzar todos los bordes y fronteras; el cuerpo, tanto su autonomía como su espíritu, son explorados para encontrar placeres vedados, y el masoquismo no anda lejos, y sirve en numerosas ocasiones para duplicar el placer por medio del escándalo. Pocas veces la cultura humana ofreció una tan abierta representación de lo que no cabe en los límites de la propiedad social. Lo feo, lo inapropiado, se exhiben con absoluto impudor; no es que el decadentismo descubriera aberraciones humanas inéditas, no. Lo que sucede es que se atrevió a llevarlas a la vida, como los conocidos escándalos ofrecidos por Verlaine y Rimbaud, cuyas exhibiciones homosexuales ofendieron el buen gusto de la época y chocaron a sus contemporáneos. El decadentismo sigue siendo, aún hoy en día, un marbete donde se guarda cuanto pudiera resultar chocante; decadentes han sido denominadas, por ejemplo, las estrellas de cine y de las artes populares que consumían droga y exhibían costumbres sexuales poco frecuentes. Los nazis ya utilizaron la denominación de decadentista para purgar las colecciones pictóricas de su país. A continuación ofrecemos una enumeración de sus múltiples manifestaciones para dar una idea de lo imposible de acorralar sus manifestaciones en compartimentos fijos: la exhibición de la homosexualidad, el lesbianismo, el erotismo perverso, lo enfermo, lo feo, las aberraciones de todo tipo, el dandismo, el malestar de fin siglo, lo demoníaco, el animalismo, el mundo del cabaret, el alcoholismo, y los comportamientos excéntricos. Todos estos componentes de la palabra, del

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modo de comportamiento decadentista, que hasta ese momento habían permanecido en los márgenes, son llevados al centro de la obra literaria, de la consideración social. El aspecto de lo humano que presentan entraña una enorme ampliación de la conciencia humana, de la tolerancia, de la capacidad de sentir en una diversidad de maneras, cuyas manifestaciones públicas habían sido reprimidas por siglos. Por ello, no es de extrañar que los nombres de Sigmund Freud, el verdadero creador de la anatomía sicológica del hombre moderno, o de Friedrich W. Nietzsche, y su idea del amoralismo que se debe permitir a las elites, aparezcan también en el fondo de esta nueva conformación de la psique humana. Para examinar las contribuciones al decadentismo de los autores españoles se puede hacer varios recorridos, uno que se fije en los dos grandes escritores del decadentismo hispánico (Rubén Darío y Ramón María del Valle-Inclán), y otro que siga a los escritores bohemios que extendieron sus intereses allende la bohemia romántica, los que Rafael Cansinos-Assens denomina «los luchadores», en su libro Los temas literarios y su interpretación. Comienza por indicar que el principal seguidor de Muger, el autor de las Escenas de la vida bohemia, tuvo una enorme influencia en Enrique Pérez Escrich, el prolífico autor de folletines, concretamente en su novela El frac azul (1864). Lo sitúa como precursor de Emilio Carrere y de E. Ramírez Ángel. Y cito a Cansinos: Cuanto hemos visto en las posteriores primaveras bohemias, allí lo encontramos con la novedad de las primicias y la alegría de los descubrimientos; las bulliciosas tertulias de café con sus pintorescos lances de cada día, con sus jocoserias iniciaciones de neófitos; las comidas en sórdidos figones, en cuyos anchos bancos se sientan los hampones (98).

Resulta curioso que Cansinos establezca una semejanza entre la literatura picaresca y la bohemia, lo cual refuerza esa trabazón que existe entre la bohemia y el decadentismo en cuanto tiene aquella de delictiva, de transgresora de reglas. De Pérez Escrich pasa Cansinos a tratar dos célebres casos de bohemios, Vidal y Planas y Pedro Luis Gálvez. Creo que Pedro J. de la Peña resume con acierto lo que este tipo de bohemia tiene de afín con el decadentismo en las siguientes palabras: Algunos personajes modernistas, como Tomás Morales, Pedro Luis de Gálvez o Armando Buscarini, fueron expresión de esa nocturnidad acre del Madrid de 1900. Pero sería injusto pensar que su bohemia fuese un aditivo estrictamente literario. En más de una biografía hábilmente escamoteada, la miseria y la mugre fueron moneda común. O mejor dicho, ausencia común de moneda. Miseria llana y simple. Y aun la bohemia declamatoria de otros personajes, como Emilio Carrere o Francisco Villaespesa, tienen un soporte vivo, también superador del puro juego literario, que les permitió escribir monografías líricas sobre asuntos sórdidos, como es el caso de la Ruta emocional de Madrid (ed. L.S.A.) que hace Carrere por toda la periferia de la golfería capitalina y suburbial, o de El libro del mal amor (Casa Editorial Maucci), que excuso decir que mal amor trata (de la Peña 1989: 15).

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Todas las costumbres, la miseria, la mugre, todo ello forma parte de la decadencia, de la pérdida de las costumbres, con lo que los valores burgueses pierden vigencia, y el hombre enseña su decadencia porque es incapaz de seguir las normas civilizadas. El otro decadentismo, el mejor conocido y más auténtico, une el gusto hacia lo raro, las emociones decadentistas, con una alta conciencia estética, que pretende no tanto chocar como expresar su diferencia, reivindicar su derecho y modo de ser distinto. Aquí no se trata tanto de considerar la literatura como una manifestación de la progresiva decadencia de la cultura occidental, de sus valores éticos y sociales, sino como una parte de la estética modernista que vino a renovar formas y maneras de entender una vida y un arte que al ir abriéndose al individuo, a las formas de vida amplias, se percibirá como algo en decadencia, por la falta de homogeneidad de sus representantes. Rubén Darío es con sus obras Los raros y Prosas profanas, libros de 1896, el iniciador del modernismo. Ambas publicaciones tuvieron una enorme repercusión, la primera porque dedicaba semblanzas de escritores que se distinguían por su rareza, desde Leoconte de Lisle, Verlaine, a Edgar Allan Poe, Jean Moréas, Max Nordau, hasta el portugués Eugenio de Castro, entre otros. Este libro efectúa una especie de corte de la cultura en el que se seleccionan los escritores que de verdad forman parte del núcleo duro del modernismo, es decir, los provenientes del simbolismo, del parnasianismo y del prerrafaelismo. Prosas profanas apenas necesita presentación, porque es el libro en el que se celebra el modernismo como en ninguno otro. En lo que respecta al decadentismo, los rasgos que allí detectamos son los propios del asunto amoroso, el tema principal de toda su poesía (Páginas, 19). Es más, el erotismo hace presencia en muchos de sus versos, muy particularmente en poemas como «Ite, missa est» o «La negra Dominga», allí la pasión amorosa, el placer que proviene del contacto amoroso suele conducir a una pérdida de conciencia que lleva a un buceo por zonas oscuras del ser en que se siente una sensualidad de acusados tintes perversos. De hecho, se percibe una lucha entre la bestia y el ángel, lo que viene a preludiar uno de los temas en que se manifestará con mayor claridad el decadentismo en las letras en lengua española. Lo importante es destacar que este componente erótico del modernismo no fue una simple adscripción a una moda, ni a un tipo de literatura, sino que sirvió, como será el caso de Valle-Inclán, para elevar la poesía a niveles metafísicos, en los que el hombre trata de entender (de entenderse) los movimientos de la conciencia en una interioridad de gran profundidad. Por supuesto que Rubén Darío es el abanderado del decadentismo, aunque prácticamente el más importante en España es Ramón María del Valle-Inclán. Aduciré un ejemplo, el mejor conocido de Sonata de otoño (1902), para revisar los aspectos percibidos como negativos, así como los positivos, del decadentismo valleinclaniano. Hay una escena, la del momento en que el primo abandona la habitación de la prima, que acaba de morir en sus brazos suspirando de amor y de placer sexual, y se encamina al dormitorio de la prima Isabel a participar tan triste nueva. La prima se revuelve sensual en la cama, y le recibe con una invitación a compartir el lecho.

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El Marqués de Bradomín, hombre siempre galante, se siente obligado a acceder a los deseos de la prima, que enseguida comparte. Tamaña frivolidad rompía con todas las normas éticas imaginables. No sólo el marqués era ya de entrada un adúltero con la prima, sino que cae de nuevo en la misma falta. Pero el adulterio es casi lo de menos, el que haga el amor a una prima mientras la otra se enfría en el lecho que él acaba de abandonar supone una violación de las normas de fidelidad, de decencia, de normalidad. El marqués tiene un hueso sin hueso: es capaz de hacer cosas que se escapan a lo aceptable. El único nombre que merecen tales cosas es el de degeneraciones. Cuando uno comete adulterio, y se acostumbra a vivir en ese estado, lo fácil es que resbale sin querer hacia otras indecencias. Otra prueba evidente de la degeneración proviene de la lengua empleada, considerada como extravagante y rebuscada; por supuesto, las nuevas formas poéticas y, en concreto, uno de los modos retóricos más queridos por los modernistas, la sinestesia, fueron demonizados desde muy pronto. La mezcla de sensaciones, de colores, de sonidos..., todo ello evidencia, en la opinión de muchos, trastornos de tipo mental, en esto la pintura abstracta completaba el panorama de degeneración y decadentismo. Parece como si el mundo se hubiera vuelto loco, y que los artistas, como los niños, hubieran perdido el norte. Ese norte era naturalmente el logocentrismo, que se tambaleaba irremediablemente. Y volviendo a Valle, su lengua parecía padecer, como dije, un trastorno, el de intentar comprender, representar, el mundo inventado por medio de metáforas. Era un modo de protesta, de salirse del molde, de la rutina de la cultura positivista, del aburrimiento institucional. Los intelectuales en el poder lo calificaban como decadentismo, lo que podemos traducir como inmovilismo. Valle, pues, escribe con un intento de conocer los recovecos del sentir, donde anida lo que no se había percibido antes. No olvidemos lo dicho antes, el mundo de lo visual estaba comenzando a desvelar galerías inéditas. La sexualidad podía ser excitada por medio de fotografías, y éstas a su vez fomentaban la fantasía masculina y femenina, y sugerían poses, maneras, y comportamientos impensados. Para las mentes bien pensantes todo eso suponía decadencia, pero visto con distinta perspectiva se podría calificar de avanzadilla de la curiosidad. El modernismo a la altura del decadentismo certifica el derrumbe de las formas tradicionales de pensar que, inspiradas en los sistemas de valores decimonónicos, racionalistas, conciben al hombre desde la distancia del pensamiento racionalista, de los sistemas de valores asépticos, mientras que el modernismo introduce una vitalidad que proviene de su íntima subjetividad. Los que asemejaron esta novedad vital con el animalismo, como Max Nordau en Degeneración, quien entendía que una de las diferencias entre el hombre y los animales era su capacidad para diferenciar las sensaciones y que, por lo tanto, los decadentistas daban un paso hacia atrás en el progreso humano, se negaban a aceptar la naciente realidad, las posibilidades que abrían al hombre las nuevas formas de pensar. Éticamente, cuando el marqués se pierde en los brazos de su prima Isabel comete un acto reprensible, aunque sin duda las barreras de la conciencia humana dejan caer una de sus empalizadas, pues el hombre se manifiesta capaz de gozar y de

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suprimir el dolor, el producido por la amante muerta, al mismo tiempo. Esa doble sintonía, nos guste o no nos guste, está ahí certificada como posible por la imaginación del escritor. En última instancia, el decadentismo fue una importante contribución al intento de las artes de independizarse. No sólo querían abandonarse a la percepción, eso supone caracterizar este componente del modernismo de una manera negativa. Lo que deseaban, con sus percepciones, con su innovadora forma y lenguaje literarios, era alcanzar una libertad que acaso sólo le era dable a la música, a la que también intentaron seducir en sus páginas, y hacerla su aliada. Era emanciparse de las tiranías, de las prescripciones. El decadentismo fue ese componente del modernismo que, visto desde una perspectiva negativa, se une al degeneracionismo. Por otro lado, desde una perspectiva más positiva, supuso una manera de romper con las amarras que unían al hombre a una cultura que no sabía dar el paso de lo mental a lo perceptual, a lo corporal. El modernismo vistió a sus mujeres con velos, por estética, pero no olvidemos que oculta lo más sensual y sexual de los desnudos. Podremos negar la belleza estética de la túnica, aunque difícilmente podemos obviar la realidad de un desnudo.

2. Las percepciones modernas Hace unos años estudié en un libro la cuestión de la interiorización en la literatura modernista (Gullón 1992), el texto ha sido citado con frecuencia e incluso antologizado (Mainer 1994), sin embargo poco se ha avanzado en el estudio de este carácter del ismo que, en mi opinión, podría explicar bastante sobre las discordantes maneras existentes de entender el fin de siglo hispánico. Mencioné en el susodicho estudio el famoso ensayo «¡Adentro!» (1900), de Miguel de Unamuno. Las exclamaciones que flanquean la palabra indican su carácter exclamativo, que no se trata simplemente de la palabra indicativa de interior, sino que viene dicha, según subrayan los signos de exclamación. O mejor expresado, es un adentro dicho por una voz. Su sentido, y permítaseme una tercera paradoja, no es sólo el semántico, el de interior, implica también al de la vista: estamos leyendo la palabra y escuchándola. Así lo indican los signos de exclamación. Es decir, que el sentido semántico de ese adentro viene enmarcado por el de los sentidos corporales de la vista y del oído, que realzan la subjetividad de la exclamación unamuniana, abren el sentido referencial de la palabra a otros significados distintos. El que la frase sea gritada por un individuo, y venga sensorialmente enmarcada, marca a este discurso; la llamada a los sentidos corporales indica que el significado del mismo proviene de su mismo interior, no del exterior. Por otro lado, debemos considerar que las tecnologías modernas, desde las visuales, de la fotografía al cine, los nuevos modos pictóricos y escultóricos, los cambios en la música, el transporte, el tren, el automóvil, el autogiro, en fin, todo lo que proviene de los desarrollos tecnológicos, modificaron el modo de sentir, los

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sentidos. Basta recordar que un viaje en tren en el que las distancias se acortan puede producir vértigo, que la velocidad trasforma el sentido del espacio y del tiempo. Una fotografía acerca lo que de otro modo sería invisible para nosotros, porque nunca podríamos llegar a lugares tan lejanos como los retratados, o tan íntimos. Hay una nueva kinoestética, que desde luego se acentuaría durante la vanguardia, el segundo momento del modernismo. Terminaré comentando unos ejemplos que confirman el carácter sensual de la prosa modernista, orillado por la fijación de los críticos en aceptarla o denostarla por sus joyas estilísticas. Un texto ambiguo de un escritor que gustaba de trasmitir lo vaporoso, lo literario, con unas ideas extremadas sobre el valor de lo literario en la vida social, el más desarraigado de la realidad de su época, tradicionalista en la línea de Marcelino Menéndez Pelayo, que fue un auténtico original: Ángel Ganivet. Cito de Los trabajos del infatigable Pío Cid: Rosa tenía algo de bello, de belleza admirable, por donde pudo muy bien Pío Cid amarla; no con amor nacido de la estimación moral, sino con amor corpóreo, enamorándose como un mozalbete en sus primeros revuelos, si se ha de creer al amigo Vargas, y este algo eran las manos finas, blancas, espiritualizadas por el ejercicio de la caridad, las que para Pío Cid revelaban plásticamente, ellas solas, toda la belleza de alma que detrás de aquel rostro miserable y de aquella insignificante figura se escondían (84).

El ejemplo revela al menos dos perspectivas, la del narrador y la de un tal Vargas. El narrador habla equívocamente de una belleza admirable, corporal, que enseguida sabemos que proviene del espíritu encarnado y no de la carne. Esa es la opinión de un tal Vargas que dice que Pío se enamora de Rosa, de sus manos blancas, finas, esculpidas en el ejercicio de la caridad. Notamos la diferencia entre el amor corpóreo y el amor espiritual, aunque el narrador hace una finta verbal, y cuando creemos que Pío se enamora del cuerpo resulta que sí, pero por lo que una mano blanca tiene de espiritual y no de objeto sexual. Y este amor nacido al mirar unas manos espiritualizadas gracias a los actos de caridad que realiza resulta difícil de verbalizar, de racionalizar. Lo entendemos, desde luego, y nuestra incredulidad en que tal cosa pueda ocurrir en la vida real desaparece (o debiera desaparecer) al leerla. La literatura, la modernidad, se encuentra en esta tesitura ante el abismo; a quién creer. Por un lado el amor corporal, tan propiciado por el naturalismo, tan dependiente de la fisiología, que reemplazó a lo fisionómico en el diecinueve, puede explicar bastantes de los procesos que llevan a ese enamoramiento, a la reacción físico-química, hormonal diríamos hoy, que se produce cuando dos seres se encuentran atraídos el uno por el otro. A su vez, la filosofía idealista adelantaría argumentos para justificar el amor espiritual. Tenemos, pues, un sentir de los sentidos y un sentir sentimental. Parece como que el romanticismo se quiere rendir, el sentimiento/la sentimentalidad ceder ante el sentir de los sentidos; incluso, el sentir romántico resulta un tanto anacrónico. Notamos, en fin, que los sentidos intentan asomarse al texto, y que la corporalidad cobra un papel que las interpretaciones del modernismo como el reino de los cisnes y del vocabulario culto le roban.

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Evito la cuestión del esoterismo, del ocultismo, de la teosofía, porque el asunto está estudiado y varios trabajos importantes están desarrollándose en el presente. Como dije al principio, lo que me interesa es el marco conceptual, el advertir acerca de esta importante encrucijada finisecular, donde a las percepciones naturalistas y a las tradicionalmente literarias se van a unir las tecnológicas, para que podamos entender ese sentir finisecular. Otro ejemplo, donde no se dice lo que sucede, sino que se pone en práctica, lo encontramos en el Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez: Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro. Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo dulcemente: «¿Platero?», y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal... Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas, mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar, los higos morados, con su cristalina gotita de miel... (10).

El pasaje juanramoniano exige la colaboración de los sentidos. No hallamos en el texto un burrito cualquiera: es el percibido, experimentado, por los sentidos del narrador, que se vale de un lenguaje expresivo para transmitirnos su visión. Utiliza los sentidos, desde el tacto, ‹tan blando›, ‹duros›, al oído, exigido para oír ese ‹cascabeleo ideal›, y al gusto, a Platero le satisfacen las naranjas. En la página siguiente sabremos de la ‹fragancia de la yerba›, el gusto, y el narrador invita al vigilante del fielato a que controle el contrabando que llevan el burrillo y él en las alforjas: «–Vea usted... Mariposas blancas». Y por supuesto, el del fielato no ve nada. De nuevo tenemos aquí el juego de mirar y no ver. ¿Cómo se va a ver unas figuras ideales, las mariposas blancas? Sólo las puede ver el narrador y quienes lean el relato y crean en la posibilidad de que existan las mariposas blancas. Los encargados de aduanas y fielatos resultan incapaces de reconocer el contrabando. Así, la literatura, el ideal, entra en este mundo moderno de los impuestos y los controles fiscales sin que nada se transparente. El libro y el burrito suponen un extraordinario despliegue sensible. El narrador nunca ceja de apelar a los sentidos. A veces incluso hasta se vale de la grafía. «¿Ba argo?», pregunta el del fielato con una brutalidad que subraya el tridente que tiene en la mano dispuesto a atravesar la alforja en busca de contrabando. Las percepciones sensoriales se hacen hechos, que sin sumarse a un discurso pragmático no dejan de impactar al lector. Lo importante no era presentar a Platero como era, sino como fue sentido por el autor. Y aquí empatamos con el asunto de la interioridad, pero ahora nos damos cuenta de la importancia que cobran los sentidos en esta interioridad. Aquí nos encontramos con una percepción reforzada. Los literatos lo que hicieron fue precisamente eso, reforzar las percepciones sensoriales, se trata en buena medida de una reacción de los modernistas ante un

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mundo al que cada vez se le acercaban más con la medida, y aquí se distiende, se hace indireccional. Las ideas expuestas pudieran sugerir que la literatura modernista, al desviarse del camino de la argumentación racional (Lo Cascio 1998), al perder el carácter de texto que apela a valores mentales compartidos, se ha banalizado. Por ello conviene insistir en que el estilo modernista, cercano sin duda al propio de las creaciones del arte por el arte, no posee el carácter de un objeto de adorno, de una bella urna textual; al contrario, las representaciones de los sentidos modernistas resultan útiles y permiten una verdadera transmisión intersubjetiva, tan válida, si bien en otro orden, como la presente cuando intercambiamos información intelectual de carácter más factual. Lo expresado, lo dicho, queda explayado. Pero lo poético, la riqueza del texto con múltiples interpretaciones, de sentidos indirectos, asistido por la sentimentalidad cambiante, guarda para el lector la posibilidad de la intención, de cuanto quiso decirse antes de que la expresión lo borrara de la realidad. El texto juanramoniano nunca se agota en su primera expresión; si lo vuelvo a leer, capto, de seguro, sentidos impensados en la lectura inicial. El texto pragmático, en cambio, se acaba una vez comprendido. Ahí quizás la explicación de por qué las traducciones se vuelvan obsoletas mientras los textos literarios perduran sin marchitarse, porque la explanación total exige atender a lo racional y no a lo que pudiera ser tan frágil como la expresión de los sentimientos. El texto citado de Juan Ramón termina cuando unos del pueblo piropean a Platero: «–Tien’ asero». Y el narrador cierra el texto diciendo: «Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo» (65). En primer lugar, el burrillo es de palabras, no tiene ningún acero fuera del que imaginemos los lectores; o sea, que asentimos a las palabras del poeta o, por el contrario, el texto se deshace en la incongruencia. En segundo lugar, reconocemos que esa expresión trasmite una verdad lírica, literaria, que la sensibilidad del poeta percibió un aspecto del sentir expresable mediante la bella frase transcrita. Estas verdades, como digo, pertenecen al mismo orden que, por ejemplo, la creencia en la inmortalidad de Manuel Bueno, de Unamuno. Si no lo creemos con la narradora, la obra desaparece, su posible trascendencia se evapora. El valor, la trascendencia de la literatura modernista, no proviene de una supuesta fuerza ideológica presente en los escritores denominados noventayochistas, ni de su debilidad en el gusto por las gasas, el color suave de los modernistas. Proviene de la afirmación de la posibilidad de un significado literario de la obra, uno que el texto finisecular busca en la representación de una reconfiguración del mapa sensorial humano. Busca la sintonía emocional con el lector más que la racional. Por eso decía al comienzo que hace falta diseñar un marco de entendimiento conceptual asimétrico; la obra modernista no se lee por el argumento, ni por la buena factura causal del texto. Tampoco los principios o los finales de las obras resultan importantes. Lo que le concede autenticidad es que en sus textos late una sensibilidad que busca a un lector que con ella se identifique. No que piense lo mismo, que adopte semejantes sistemas de valores ante la sociedad, sino que la

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persona sienta, o aprenda a sentir, de manera parecida. Por eso, la literatura modernista carece de urgencia lectorial, se puede dejar a mitad un texto y sentir plenitud de sentido, mientras que en una obra realista sucede lo contrario. Y nos queda por explorar un vasto tema apuntado ya por Rubén Darío: aquello de que el progreso científico alimenta también la imaginación creadora, como sucede en la obra de Verne o de Wells...

3. El ismo literario como forma de control ¿Y qué decir del modernismo en España, que fue alcanzado por infinidad de críticas, y no sólo por parte de los esperados, como José María de Pereda, sino por Leopoldo Alas y tantos otros? Este tema está bien estudiado, y me ahorro volver a repasarlo (Litvak 1975). Por ende, las razones por las que la crítica, los historiadores de la literatura y de la cultura, insisten en separar al modernismo del noventayocho deben buscarse en otros sitios, por ejemplo, en los avatares del proceso de socialización de toda obra literaria o fenómeno cultural. Para ello, me centraré en revisar cómo un ismo que se basaba en lo subjetivo, que estaba visto como una serie de excesos, fue controlado y utilizado para desfigurar su alcance y posponer la llegada de la modernidad, es decir, de una forma cultural que además de lo racional acepta otros componentes del ser humano como la medida de las cosas. Creo que una de las explicaciones más aceptables de la diferencia entre 98 y modernismo se deduce de las siguientes palabras de Hans Hinterhäuser: Suele definirse esta época [el fin de siglo] como la coexistencia y oposición de «modernismo» y «generación del 98»; es decir, por una parte un esteticismo simbolista con rasgos europeos, y por otra, un movimiento de renovación que parte de la joven generación de filósofos, sociólogos y escritores surgida a raíz de la catástrofe de 1898 y portadora de un inconfundible sello español (1980: 53).

Esto de «europeo» y del «sello español», resumido por una persona a todas luces neutral en la polémica entre 98 y modernismo, condensa e indica que el dualismo retoma la antigua dicotomía que viene dividiendo la cultura española desde hace tiempo, al menos desde la época de la Ilustración, cuando los que pretendían airear España con lo venido del continente se enfrentaron con los que preferían lo castizo. Y no es que yo afirme que, por ejemplo, Miguel de Unamuno fuera un casticista, aunque así lo percibiría, entre otros, Ortega, sino que su afiliación histórico-literaria le incluye entre los que se preocupaban por lo español a diferencia de los modernistas, diletantes de lo extranjero. Cuando se menciona el modernismo sale enseguida lo subjetivo, el azul, las princesas, o, dicho en otras palabras, algo que en aquella época, y en la presente, se solía identificar con lo femenino y que en realidad era lo europeo. Por el contrario, cuando se menciona el noventayocho casi podemos mascar el humo del tabacazo, los ceños fruncidos de los sabios preocupados por temas sustanciales, como la esencia de Castilla o los barcos de guerra, o el repatriamiento de tropas. El olor a

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pólvora no puede pensarse más que masculino. Qué diferencia ir por el mundo bosquejando paisajes en azul o preocuparse por lo importante. La supermusculación intelectual concedida a los códigos del noventayochismo banaliza cuanto suene a cantinela modernista, porque son más propios de «machotes». La famosa dicotomía modernismo-noventayochismo tiene mucho que ver con esa división genérica entre lo masculino y lo femenino. Este último género ha sido siempre vinculado a la mujer, siempre tan impredecible, según la viene considerando el pensamiento occidental, y que se preocupa de lo inconsecuente. Incluso el color azul ha sido vinculado con lo virginal, con el cielo, con lo que está allende el alcance humano, lo inexplicable. Así pues, el modernismo, que en su mismo centro lleva incrustado lo impredecible del modernismo (en actitudes y conductas), tiene simbólicamente asignadas las características de lo indeterminado, de lo femenino. En cambio, el noventayochismo gira en torno a lo serio, a lo pensado, al repensar el ser de España. Se refiere a la esperanza de la regeneración, buscando y buscando se llegará a encontrar una explicación de por qué los españoles hemos caído tan bajo. Así este mea culpa que es el noventayochismo se convierte en una sublimación de la derrota, pues lo verdaderamente peligroso acabará siendo lo otro, el modernismo, que con sus femeninas provocaciones nos distrajo de la verdadera tarea nacional, cuidar que nadie nos arrebatara las riquezas ultramarinas. Quienes optan por el noventayochismo lo hacen por huir de eso que no se puede cuantificar. La derrota de España se puede contar con pelos y señales, mientras que la repercusión de las novedades modernistas difícilmente cabe dentro de los cuadros de conocimiento tradicionales. Pero si se contrapone el noventayocho al modernismo, sin duda el primero sale ganando, por esa solidez que le concede su falta de matización, su entereza genérica. El 98, que hasta se puede resumir a una cifra, se resume pronto, fecha de la pérdida de las colonias, y el que sabe decir así las cosas, con claridad, es que tiene la mente clara. Advertir que el 98 forma parte del modernismo, supone adoptar una visión amplia, que incluye a la literatura toda, pero eso equivale a no saber decir nada en plata. Por supuesto que esta contraposición de dos ismos fue inventada en el siglo XIX, tras el nacimiento de la historia literaria. El romanticismo se ‹opuso› al realismo, y éste al modernismo, y éste, a su vez, al novecentismo, y éste al vanguardismo, y así sigue girando la noria. Este modo de pensar encierra un absurdo, porque las cosas no se ofrecen en contraposición, sino que el universo mundo se va manifestando en la conciencia humana en diferentes estadios y momentos. Hace años que los críticos llevan debatiendo sobre cuándo aparece la primera manifestación del romanticismo o del realismo, para envolverse en tan frágil bandera, pues quizás, el que un escritor sea un adelantado dice poco con respecto a otro que se entera mucho después. O sea que entre el modernismo y manifestaciones anteriores no hay una separación estricta, ni tampoco el noventayocho, en su más tópica definición, se antepone al modernismo. Ese binarismo no sólo es corto de vista, es que la conciencia humana, el pensamiento, la evolución de la cultura, desmiente esa manera de ordenar el material cultural.

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Pienso además que quienes se valen de la dicotomía modernismo noventayocho lo hacen para encubrir los problemas, porque lo reducen. Mejor dicho, al enfrentar el noventayocho al modernismo, lo que consiguen es hacerlos diferentes, es decir, establecer una jerarquía entre ellos, en la que el lugar privilegiado le corresponde al dominante, al que se puede entender, es decir, al racional, al noventayocho. Es esencial que la cultura española moderna comience a dejar esa muleta del noventayocho a la hora de enfrentarse a su destino cultural, y que acepte a los inferiores, a los modernismos, a esos imprevistos hombres que andaban con flores en el ojal, que vestían trajes de colores inusitados, y que se comportaban de modos sorpresivos, y que escribieron como Ramón María del Valle-Inclán en las Sonatas. O que decir de Juan Ramón Jiménez, tantas veces tachado de loco. Esas son cosas demasiado diferentes a la conducta ‹normal›. O quizás no. Porque la verdadera falsedad del noventayocho se manifiesta en que esa seriedad, esa profundidad que se le achaca, quizás tenga su poquito de cartón piedra que no se quiere reconocer. La vuelta a España, al pueblo, a las raíces, que se supone ocurre en los novetayochistas, tampoco debe considerase tan profunda y tan esencial como para que sirva para diferenciarlos tan decididamente. Y voy a citar un texto del dialectólogo, crítico, y narrador, Alonso Zamora Vicente, al propósito: Pretendían [los noventayochistas] buscar en el pueblo, en la gente que lucha y trabaja de sol a sol, generalmente el hombre del campo, el que sufre, se resigna a sus hábitos y paga contribución y va haciendo su camino al andar, la realidad histórica que soñaban, mutilada y maltrecha por el hundimiento de la historia tradicional, imperial y brillante. Lo que Unamuno llamó el enorme «naufragio en mar profundo». De esta búsqueda del pueblo nos han dejado los noventayochistas páginas de estremecida hermosura, plenas de belleza elevada, entristecida, mantenida en planos de exquisitez literaria, sin pareja alguna (1997: 17).

Sin embargo, Los grandes del 98, a fuerza de ir y venir al pueblo y de hablar de él en todos los tonos, no le encontraron. El pueblo de esa literatura no tiene corporeidad. Se nos escapa de las manos, se nos desliza entre los dedos cuando creemos tenerle ya sujeto y nos engaña con el espejismo de un gran pasado, al que, en realidad, le condenamos: eso es lo que hace Azorín en la famosa excursión a Toledo, relatada en La voluntad (también Baroja anda por ahí). Azorín encuentra a un labriego de Sonseca. Ya el mesón no es un mesón, sino el viejo parador cervantino de La ilustre fregona, la vieja y auténtica Posada de la Sangre, a la que aún en mis tiempos de estudiante hemos ido a comer, en la gran mesa comunal, tantas veces. Y labriego es para Azorín «un viejo místico castellano». Y todo porque le oye decir cuatro frases sobre la levedad de la vida, sobre lo inútil de estas cosas tras las que andamos y corremos... Se ve que Azorín no había oído nunca hablar a un labriego castellano, que siempre, entre suspiros y resignada actitud, viste –o disfraza– su insignificancia con frases de este tipo. No, no se encuentra al pueblo. Lo que Azorín quería era un rústico del siglo XVI, no un campesino de 1902 (18-19).

El resultado de este debate entre el noventayochismo y el modernismo ha terminado por silenciar la realidad del modernismo, de lo diferente, de lo distinto. Si

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aceptamos la premisa general expuesta al comienzo de este trabajo, que el modernismo propicia lo perceptual, lo subjetivo, lo que procede por caminos paralelos a los marcados por la razón, nos damos cuenta de que la cultura lo trata como lo diferente, es decir, lo que tiene que ser controlado. Otro aspecto paradójico del que parece tenerse menos conciencia de lo debido, y que sigue resultando interesante, y que confirma las apreciaciones de Zamora Vicente, es que la sociedad española vivió los famosos eventos del 98, de la derrota, con una frivolidad digna de nota. Tenemos muchos testimonios, uno de excepcional valor es el de Rubén Darío, quien en una crónica escrita en Madrid (4-1-1899), escribió lo siguiente: Acaba de suceder el más espantoso de los desastres; pocos días han pasado desde que en París se firmó el tratado humillante en que la mandíbula del yanqui quedó por el momento satisfecha después del bocado estupendo: pues aquí podría decirse que la caída no tuviera resonancia (Modernismo, 664).

Y prosigue contando algunos hechos y anécdotas espeluznantes referentes a los soldados repatriados de Cuba y Filipinas, la desatención con que fueron recibidos por propios y ajenos. Lo cual nos hace pensar que la encumbramiento de los noventayochistas tenía un no sé qué de hueco, pues la realidad social parece que estaba enfocada en la temporada de zarzuela o en los toros más que en lo que acababa de suceder y que, por lo tanto, el noventayochismo poco efecto tenía sobre tan importante hecho histórico. Las historias literarias, que son las que abusan de los ismos, suelen encarcelar en compartimentos estancos las manifestaciones que caen dentro de un ismo. Lo cual obliga a establecer bordes, por medio de definiciones, que en la práctica son cruzados arbitrariamente, y opuestos, que no lo son en realidad, sino quizás una nueva variedad. Todo ello remite al hecho de que las historias literarias forman parte de la institución literaria que sirve para valorar sus propios productos. Las historias literarias, como las Academias o las cátedras universitarias, sirven para clasificar, para valorar los libros, siguiendo, claro, los valores que los mismos historiadores han establecido, por eso lo nuevo suele caber mal. Hoy en día, por ejemplo, todas las manifestaciones que se salen del canon del esteticismo resultan menospreciadas, cuando en realidad aportan tanto o más a la vida cultural de un país que los productos ensalzados por su artificiosidad. Queda claro que los ismos acaban por ser un instrumento de control social, de algo que se aparta, de lo distinto, de lo diferente. El noventayocho, al enfrentarse al modernismo, lo que hace es controlar lo que se escapa, lo que no se puede decir. Piensen, pongamos por caso, en esa maravillosa escena en que el Marqués de Bradomín, en Sonata de otoño, sale del cuarto de la amada que acaba de morir en sus brazos cuando le hacía el amor, y que al entrar a avisar a la prima que duerme en una habitación cercana, ésta le invita a compartir su lecho, y él, sorprendido pero halagado, acepta la oferta. Qué extraordinaria confusión para las mentes bienpensantes, menudo escándalo. Esas cosas sólo se le podían ocurrir a don Ramón, que se paseaba por la calle de Alcalá vestido de mascarón, no a nuestro Miguel de

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Unamuno, que gastaba hábito de predicador episcopaliano, y que era monógamo de toda la vida. Valle, Darío, Sawa, y tantos otros, encarnan la diferencia, peor en un ejercicio de rápida ejecución, se les coloca como modernistas, y se les enfrenta a los sesudos, éstos quedan un poco fuera de juego, pero controlados, son menos que..., les falta un poco de... O sea, se les acepta, pero vigilados. Lo grave para la cultura española es que estos compartimentos literarios retrasan el efecto que una literatura como la nuestra puede tener en la evolución del reconocimiento de una sociedad, frenan la creación de identidades personales más complejas, pues allanan aquello que no es. Que la institución literaria (Academias, Universidades. Bibliotecas) es archiconservadora, sea en Francia o en España, no hace falta decirlo, lo que debe preocupar es si frena ese avance que supone la modernidad. Muchas veces tengo la impresión, cuando escucho a algunos amigos, tanto profesionales de la enseñanza o de la crítica, como abogados o médicos, de que estamos terminando el siglo XIX. La reverencia hacia la historia raya en lo obsceno; muchos todavía no se han dado cuenta de que la historia, (la Historia, escriben ellos) es una novela más, una en que la imaginación tiene menos participación que en las así llamadas. Apenas se dan cuenta de que los sucesos humanos son irrecusables por ningún discurso, que lo que ocurre es que hemos desarrollado una enorme capacidad para convertirlos en hechos, es decir en sucesos contados, que no son lo mismo, pero que parecen serlo. Y lo mismo ocurre con la historia literaria.

4. Ampliando la connotación del marbete Generación del 98 La mayoría de las historias de la literatura española pecan, pues, de banales al tratar la Generación del 98, porque suelen poner el acento interpretativo en la palabra generación, el sustantivo, que acompaña a una cifra que hace de adjetivo, noventayocho. Parecen volverse hacia sí mismas, y extenderse en el efecto que produce el 98 en unos cuantos autores, cuando en realidad lo terrible era algo que ocurría lejos, donde España luchaba contra toda razón y derecho por retrasar el nacimiento de una nación: Cuba. A su lado, un vecino codicioso de la presa ajena, los Estados Unidos, se lanzó a politizar las relaciones con España y, costara lo que costara, a robarle el botín por la fuerza. Demasiadas personas han estudiado una historia literaria en que la voz, el sentimiento de un escritor que sufría por ver caer los muros de su patria, era de mayor importancia y valor que la sistemática destrucción de Cuba llevada a cabo por los poderes imperiales (Santí 1996; Naranjo 1996). A su vez, generaciones de americanos han sido educados en la falsa creencia de que Norteamérica intentó salvar a la isla antillana de la tiranía española –la base de Guantánamo sigue siendo uno de los iconos de la ignominia universal–. Los que sustituyen el 98 por el modernismo y viceversa, es decir los que dicen que la catástrofe fue un mero hecho histórico y que la literatura es cosa aparte, se confunden igual que los historiadores que rehúsan entender el valor del estudio

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literario para iluminar los rincones donde anida el espíritu de una época, de una fecha. Lo que sí puede decirse, en mi opinión, es que hay un signo externo de la época, el carácter noventayochista, al que pienso muy negativo a diferencia de la mayoría de los críticos, pues entiendo que los escritores se dieron muchos golpes de pecho y poco más. Y que existe otro carácter interno, el modernismo, al que contrariamente a la opinión general, que lo considera marginal y esteticista, yo lo pienso de manera positiva, porque quienes lo exhiben muestran que supieron ampliar el campo perceptual español. Esa me parece la riqueza de la literatura finisecular, lo que tiene de simbolista, que supieron iluminar los textos, permitir que la sensualidad, el color, los sonidos, pudieran ser representados. Además, del hombre pasional romántico y racional y con sentido común del realismo, supieron hacer un hombre sensible, una persona. La literatura, sin duda, se literaturizó. Decir que esta huida hacia lo estético de los escritores era una manera de protestar contra los males del día es una memez, lo mismo que decir que el rasgo noventayochista de literatos como Ángel Ganivet o Miguel de Unamuno son quejas profundas que tocan fondo en la esencia de lo español. Apenas son, en ocasiones, artículos de periódico reunidos en un volumen. Eso es subirse a un monorraíl mental: España perdió Cuba, Filipinas y Puerto Rico por una absoluta incompetencia política, y entonces vinieron unos señores muy serios, dos vascos, entre otros, uno con pinta de pastor protestante, el catedrático de griego de la Universidad de Salamanca, don Miguel de Unamuno, y el señor Pío Baroja, el prolífico novelista, que, con una suficiente seriedad y tocándose el lugar donde crece la perilla, se pusieron a hablar de regeneración, de lo mal que iba España, y nos leyeron la lección que decía poco más o menos así: hay que reencontrar las raíces del glorioso pasado patrio. Y así nace la mal denominada Generación del 98, que a modo de un gran tapiz intelectual se utiliza para cerrar el paso a toda indagación seria sobre qué pasó en nuestras colonias. Es como si estos señores hubieran pensado por el resto de la ciudadanía del país y con eso las gentes hispanas quedáramos exentas de mayores preocupaciones. Los apologistas del pasado imperial español, como por ejemplo Pedro Laín Entralgo en la etapa franquista, gustaron de visitar a los noventayochistas, a quienes consideraron agonistas del imperio, los que verdaderamente sufrieron y nos dieron la receta para recobrar la salud (Laín 1948). Sólo se puede decir que Laín y los falangistas se confundieron gravemente, y quizás son ellos los que marcaron el rumbo de una escritura de nuestra cultura que debemos rectificar, los que interpretaron el 98 de una manera demasiado estrecha, nacionalista, sin atender a los rasgos universales que pudieran habernos puesto en comunicación con el resto de nuestros interlocutores. La sangre de las batallas nacionales siempre distorsiona la mirada. La bagatela de la debacle colonial del 98 fue que perdimos la Perla de las Antillas, el archipiélago filipino y la querida Puerto Rico. Y el honor patrio quedó, sin duda, maltrecho, pues fue precisamente ese país inferior del norte de América, una nación de matarifes de cerdos, según se la caricaturizaba en aquella época, la que derrotó al indomable león español (Barrón 1997). La resignación, qué remedio, llegará emanada de una purga muy fuerte administrada por los americanos mediante el

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Tratado de París, con el que se cerró la malhadada guerra. Los americanos forzaron a los españoles a renunciar a la soberanía de Cuba y a cambio de 20 millones de dólares les cedimos también las Filipinas, Guam y Puerto Rico. Por eso, cuando se habla de fin de siglo, de 1898, hay que cortar un patrón de entendimiento cultural amplio; pensar que el 98 fue una derrota y una doctrina regeneracionista enunciada por unos cuantos escritores, que, por cierto, tenían escasa influencia fuera de los círculos intelectuales, resulta absurdo y obvia el entendimiento del panorama finisecular español. Hay que pensar en términos amplios, no sólo en la falta de representación de los de las clases sociales desfavorecidas, sino también en que la ideología burguesa predominante, de la que Antonio Cánovas del Castillo fue su mayor defensor, impidió la entrada de España en la modernidad al paso europeo (González del Valle 1997). Las sociedades humanas, igual que el hombre mismo, se desarrollan en los diversos ámbitos de la actividad humana a un ritmo distinto. Los hombres podemos crecer emocionalmente mucho y poco intelectualmente o al revés, o quizás nuestro forte sea la relación social. Pues lo mismo sucede con las sociedades, hay algunas en las que el desarrollo tecnológico es superior al social, caso de la antigua URSS, donde había una capacidad tecnológica impresionante, capaz de subir al hombre a la luna, mientras el desarrollo social era casi infantil, la Rusia comunista fue incapaz de conceder a los ciudadanos la mayoría de edad democrática. España, allá por los años noventa de la pasada centuria, vivía una enorme inmadurez política y, por otro lado, su capacidad de identificarse con los desarrollos sociales del momento era también muy limitada. Las explicaciones al uso sobre el año 1898 y lo que implicó cuanto entonces sucedió no se pueden reducir, insisto, a una idea, a una frase, a un hecho. La vida, la sociedad, la historia, resulta mucho más compleja. Tendemos a explicar las cosas con pocas palabras y menos ideas, porque se suele pensar, cuando encontramos una autoridad que lo explica bien, si su frase está bien dicha, si los hechos cuadran, que hemos encontrado la Verdad. Esto funciona cuando se vive en una sociedad homogénea, monocultural, en la que todos los valores emanan de un mismo centro. Sin embargo, la verdad en el mundo moderno, e incluyo tanto a 1898 como a 1998 dentro de esa denominación de mundo moderno, ofrece perfiles muy distintos dependiendo desde dónde se mire. Hay que entender la diversidad de perspectivas, de ángulos, y entenderlos, y véase que no digo respetarlos, pero sí entenderlos.

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Serge Salaün El cuerpo tiene la palabra: influencias simbolistas en el teatro español hacia 1900 Le symbole, ce n’est pas l’image, c’est la pluralité même des sens Roland Barthes Le rythme est le mouvement même de la pensée Emile Verhaeren

Pese al dogmático Salinas (1935 y 1938) y a los epígonos cripto-falangistas de Ortega,1 separar Modernismo y Simbolismo es una falacia; el Modernismo es la variante hispánica del Simbolismo europeo, con su especificidad peninsular (su patrimonio cultural y, sobre todo, su lengua) y su asimilación compleja de las influencias europeas. Los modernistas, como todos los simbolistas, se rebelan contra una sociedad, una cultura y una estética que concentran, en su opinión, todas las taras de un mundo arcaico, «ramplón» (el insulto infamante). Pretenden liquidar, en la bisagra de los dos siglos, el «antiguo régimen» burgués, fosilizado en un idealismo racionalista y positivista. No sólo liquidan todas las manifestaciones marcadas con el sello, también infamante, del casticismo o del costumbrismo nacional (género chico, zarzuela, folklorismos de toda laya, academicismos literarios, gráficos o musicales), sino que ven en estéticas supuestamente nuevas como el arte realista, el teatro «de ideas» o de «tesis» y el Impresionismo, unos avatares del viejo pensamiento decimonónico, tanto más insidiosos que se adornan con las plumas de la actualidad o de la buena conciencia social. La reacción anti-naturalista, sin concesión alguna, quizás sea el cimiento de todos los Simbolismos europeos. También se oponen a todo sicologismo o sentimentalismo, a la dimensión mimética y fotográfica del arte, a toda perspectiva moral, pedagógica, didáctica. Con esta base doctrinal común, el Simbolismo es una nebulosa compleja pero coherente; no es una escuela ni un dogma, no tiene doctrina acotada, no es un grupo o una generación; el manifiesto de Jean Moréas, en Le Figaro del 18 de septiembre de 1886, que sería su acta de nacimiento, no es más que un episodio de un movimiento amplio que afecta a todo el mundo occidental. El fin de siglo, en Europa, es sinónimo de crisis (política, social, económica, estética y moral) que el Simbolismo asume destruyendo primero, y luego elaborando un orden nuevo más o menos homogéneo. Ibsen y Strindberg (padre del Expresionismo teatral) se habían rebelado contra el oscurantismo y el purita1

Díaz Plaja, Laín Entralgo, Julián Marías, Dámaso Alonso incluso, los que han canonizado el «método (sic) de las generaciones» y la dicotomía 98 / Modernismo. Cf. Serrano (1992) y Salaün (1997).

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nismo escandinavos, Wedekind utilizaba el sexo y la violencia para derrumbar la respetabilidad germánica.2 No son Simbolistas stricto sensu, pero los anuncian, salvo en España, donde se les sigue representando de una manera tozudamente realista, mientras se escenifican en Europa con montajes simbolistas (Lugné-Poe) o expresionistas, y no sólo realistas (Antoine). En Francia, la obsesión de la «Revancha» y el «affaire Dreyffus» –unos traumatismos nacionales nada inferiores al supuesto «desastre» del 98– provocan tanto un naturalismo a la Zola como el rechazo virulento de un realismo impotente: Huysmans ilustra esta ruptura radical, pasando de epígono de Zola a heraldo del Simbolismo. La época suscita dos necesidades: una moral, didáctica, pedagógica, ideológica, que confía en el poder de la Razón, del análisis o de la utopía social y que busca lógicamente su expresión en el ensayo, la filosofía, la literatura; por otra parte, la desilusión invita a distanciarse de la realidad, mediante todo tipo de violencias o de (en)sueños. Maeterlinck, Darío, Juan Ramón, Valle-Inclán, d’Annunzio, Yeats, al forjar un universo drásticamente divorciado de todo anclaje humano o social, representan la vía de la ruptura. En el fondo, la búsqueda es paralela. Por un lado, los que dan la prioridad a un Arte útil, «la Trinidad del Bien, la Verdad y la Belleza», como perora Unamuno;3 por otro lado, minoritarios pero exaltados, los que excluyen toda proyección instrumental del Arte y militan por la Belleza, en la línea de Keats («Beauty is Truth»), del Parnaso, de Mallarmé y de todo el Simbolismo que no rinde culto más que a la diosa «Belleza», a la «Santa Lluita» (Rusiñol: O.C., 735)4, como Rusiñol, Martínez Sierra, Juan Ramón Jiménez y José Martínez Ruiz, que no es todavía Azorín: «¿Quién ha sido tan feroz que ha identificado bárbaramente la Verdad y el Bien? ¿Por qué todo lo bueno ha de ser verdadero, y todo lo verdadero ha de ser bueno? No, no...».5 La síntesis entre la prioridad extra-literaria (la misión educadora del arte), y la metapoética (el signo y la forma como sujetos), imposible por ahora, quizá la vislumbre Darío: «Yo no soy un poeta para muchedumbres. Pero sé que indefectiblemente tengo que ir a ellas» (prefacio a Cantos de vida y esperanza). Insistamos en la porosidad absoluta de las fronteras entre tantos «ismos» que se suelen etiquetar como ínsulas estancas. El Simbolismo absorbe al Parnaso y a todas las escuelas pictóricas que liquidan el Impresionismo: los «Prerrafaelitas», los «Nabis», los «Fauves», el Expresionismo que prolonga el Simbolismo por la vía estridente y agresiva, hasta el Surrealismo que recupera estas herencias. Modernismo y «98» son rigurosamente complementarios, como lo son las necesidades ideológicas y estéticas. En el Simbolismo caben igualmente los decadentes neurasténicos, amantes del suicidio, de la muerte, de la magia negra y del Satanismo (todos los comportamientos de la «diferencia», de la disidencia y de la 2 Y también Hauptmann y Sudermann, a su manera, aunque su tendencia moralizante y didáctica los inscribe en la literatura «de tesis» y, por consiguiente, de cuño realista. 3 Palabras (casi finales) del docto y pesado ejercicio profesoral de Miguel de Unamuno en «La regeneración del teatro español» (1896), en: Teatro completo, 162. 4 Rusiñol, en el discurso leído en la tercera fiesta modernista de Sitges. 5 Martínez Ruiz, en Alma española 1 (8 de noviembre de 1903). Subraya el autor.

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destrucción del orden establecido),6 los rabiosos adversarios de la ciencia (Claudel o Gide), como el misticismo –sagrado o profano–, la metafísica o el vitalismo dionisíaco,7 tanto el vigor destructivo como la utopía constructiva. En España, las cosas no se dan con tales excesos porque la prensa y la crítica, bien pensante en su aplastante mayoría, no permiten estos desmanes;8 el peso moral y social de la Iglesia quizás explique, en parte, que el Modernismo español no haya escogido la vía iconoclasta, inclinándose más hacia Maeterlinck y hacia la metafísica («las altas regiones de las actividades intelectuales»),9 que hacia los hispanoamericanos, demasiado «poseurs».10 Además, en España la historia muestra que no es fácil abandonar una perspectiva instrumental del arte; el Arte por el Arte es una batalla sospechosa y elitista y Martínez Sierra es de los pocos sacerdotes de una «poesía pura» precisamente con Juan Ramón.

1. Poesía y pintura: los ejes del Simbolismo teatral En España como en el resto de Europa todo circula, directa o indirectamente: libros, críticas, reseñas, reproducciones de pinturas, exposiciones. Todos han leído los mismos libros extranjeros, acarreados por el gusto universal que renuevan los poetas simbolistas y los novelistas del naturalismo francés –con el belga anexionado Mauricio Maeterlinck–, los novelistas rusos recién descubiertos, algún inglés como Wilde, un alemán de tan formidable empuje como Nietzsche, un italiano tan sugestivo como d’Annunzio (Fernández Almagro 1953: 56).11

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Para el ámbito hispánico, v. el libro de Gullón (1990). También, Litvak (1979). Figuras «decadentes» abundan en la bisagra de los dos siglos: Huysmans (A rebours) es uno de los «apóstoles», con Villiers de l’Isle-Adam (Contes cruels), Jean Lorrain, Rachilde. En pintura, a partir de Gustave Moreau, Arnold Boecklin y Odilon Redon, están Beardsley, Klimt, Ensor, Munch, y otros que cultivan lo mórbido, las carnes venenosas, la angustia neurótica, opuestos a la palidez clorótica e inerte de un Puvis de Chavannes o al misticismo de un Maurice Denis. 7 A partir de 1896, se observa cierto retorno a un concepto más saludable, al «naturismo», al placer; las Nourritures terrestres de Gide, en 1897, lo atestiguan, como la segunda parte de la obra de Maeterlinck. Valle-Inclán sería el más alto exponente de la literatura simbolista, anti-realista, violenta, orgiástica y dionisíaca (versión nietzscheana), metafísica y gesticulante. 8 Gente vieja lanza un concurso en 1902 sobre: «¿Qué es el modernismo y qué significa como escuela dentro del arte en general y de la literatura en particular?». Las 26 respuestas publicadas ofrecen un buen muestrario de la recepción del Modernismo. Las desfavorables (quizás influidas por Max Nordau y su libro Degeneración, violentamente antisimbolista) insisten en lo extravagante, lo enfermizo, patológico e inmoral, y las favorables en la renovación estética, el cosmopolitismo y el «progreso» que aporta. 9 Picón, en Alma española 17 (6 de marzo de 1904). Azorín escribe: «la generación actual que empieza a vivir literariamente [tiene] una gran aspiración hacia el infinito, un ansia indeterminada a la idealidad» (O.C., 737). 10 Precisamente la acusación de Martínez Sierra contra Darío, a partir de 1907. 11 La cita ilustra la confusión de conceptos, muy propia de la época, al meter a Maeterlinck en la categoría de los «novelistas del naturalismo».

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La batalla simbolista española se centra prioritariamente en la poesía, glosando la herencia mallarmeana y maeterlinckiana con el máximo fervor, a falta de rigor doctrinal que no abunda por la península. El Modernismo no se limita al virtuosismo formal, al culto a la musicalidad y a vocablos estrafalarios. Tampoco se reduce a una cuestión de temas. Los temas predilectos de los simbolistas: los jardines, las cortes versallescas o dieciochescas, las reminiscencias mitológicas y, más aún, una Edad Media irreal, sólo son pretextos o instrumentos destinados a evacuar toda tentación referencial, todo realismo. La ruptura simbolista no reside en las intrigas, las anécdotas, los soportes narrativos; el acceso a la «Verdad» no pasa por lo real, sino por el sueño o por el «ensueño», palabras claves de los modernistas que han entendido la lección de Mallarmé sobre «rêve», «rêverie», y sobre todo «suggestion» o «sensation», las piedras angulares de su Poética. El aporte «doctrinal» de los modernistas (si por doctrina se aceptan sus frenéticos alegatos por una poesía «joven» y «sincera») se inscribe precisamente en la línea mallarmeana, contra toda «escuela de costumbre»,12 contra una poesía sólo hecha para ser captada «de oído», a favor de una poesía de «visiones», porque los poetas «son siempre grandes sugeridores».13 La poesía es el instrumento decisivo de la ruptura porque no sólo prescinde de toda verosimilitud y se independiza del modelo real, sino que rompe definitivamente con una definición mimética del arte. La representación del objeto, cualquiera que sea (naturaleza, intimidades emocionales, estados psíquicos del inconsciente) excluye toda idea de reflejo o de espejo y, al contrario, privilegia formas nuevas de acceso a una verdad invisible y profunda. El Simbolismo afirma la totalidad del lenguaje para decir lo nunca dicho, lo inefable, lo que hasta la fecha se mantuvo fuera del alcance de una palabra sólo regida por la razón y el intelecto. El Signo ha dejado de ser un comodín confortable entre el lenguaje y el mundo, el puente transparente y directo hacia una idea o un afecto. El término mismo de «símbolo» lo ilustra; volviendo a su origen, el símbolo es un «objeto» (material) que remite, de manera arbitraria e inmotivada, a una esencia, una abstracción, un concepto, reúne indisociablemente lo físico y lo meta-físico. La afición de los simbolistas a las sensaciones y vivencias más inefables («las galerías oscuras del alma», según Machado) o hacia las cumbres metafísicas de la Vida, el Amor, la Muerte y de la Creación se enraíza en este Signo que existe primero como materialidad armoniosa, garantía de eficacia semántica: toda asunción religiosa14 hacia esferas inexploradas ha de enraizarse primero en la realidad sensual, carnal, de la palabra y de las formas (ritmo, rimas, sonidos, etc.). A la idea por y con el cuerpo sería la ley simbolista, y cuanto mayor la aspiración metafísica, mayor ha de ser la presencia de lo sensible. Ésta es la auténtica revolu-

12 Martínez Sierra, en Vida Nueva, el 19 de noviembre de 1899, donde ya defiende con vigor la Belleza y el Arte por el Arte. 13 Martínez Sierra, en Helios, en un artículo sobre Núñez de Arce, VIII, 1903, 31. 14 Palabra sinónima de trascendencia. Marquina, en un artículo sobre Ibsen que tacha de simbolista (otra prueba de lo aleatorio de las etiquetas), en Pèl i ploma 62 (15 de octubre de 1900), da la definición siguiente del símbolo: «l’encarnació d’idees absolutes en imatges sensibles».

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ción simbolista. El Signo es una constelación de operaciones sensuales y mentales y no una mera adecuación deductiva. Se objetará que la poesía siempre obró así, dando a los significantes –ritmo, oído, gimnasia bucal, respiratoria y muscular–, un papel determinante en la significación. Pero la novedad del Simbolismo es que lo teoriza, edicta la ley moderna de los mecanismos de representación (verbal, gráfica y musical), y lo practica sistemáticamente, en todas las artes. Y la inmensa novedad que radicalizan los simbolistas es que su sistema no afecta sólo la poesía, la creación literaria en general, sino que abarca el sistema verbal entero, toda la comunicación humana, siendo la poesía un espacio privilegiado, un código específico dentro del funcionamiento general de la lengua, con mayor eficacia y rentabilidad semánticas. El Simbolismo va aún más lejos. Entre la intención y la obra, entre la cosa y la palabra, hay un abismo infranqueable: la adecuación al modelo no pasa por la transcripción, la descripción o la glosa. La verdad es asequible sólo mediante una conjunción de fuerzas y de operaciones donde la conciencia y el intelecto ya no son los únicos instrumentos. El Simbolismo abre una brecha en el monolito positivista y pragmático que caracteriza el siglo XIX, en la cual se precipitarán los «ismos» futuros, todas las vanguardias estéticas, el Surrealismo, Artaud, etc. La razón y la lógica son impotentes, en el arte y en todo discurso, para representar el mundo: el poema moderno (en verso o en prosa) debe afrontar el inconsciente, las zonas inefables del deseo, del mito, de la metafísica o de la mística. De ahí su apología de las correspondencias baudelairianas y de la analogía mallarmeana. Es poeta el que, como dice Valle-Inclán ya en 1903, reúne dos palabras por primera vez, provocando así un encuentro, un chispazo semántico que ilumina la percepción. La analogía es a la vez un método de escritura, una teoría lingüística y una visión del mundo.15 Reuniendo dos palabras, por la mera contigüidad, es como se perciben cosas dispares y como se restaura la unidad del mundo. Así se explica la afición a los procedimientos básicos de la analogía que son la sinestesia (que conjuga sensaciones),16 el oxímoron (que concilia los contrarios) y la metáfora (que hermana registros antagónicos). Pasar del XIX al XX es saltar del mundo de la metonimia (el otro es el mismo, la unidad es lógica y deductiva) al mundo misterioso de la metáfora (el mismo es otro y la unidad es poética). Como dice Maeterlinck, la poesía debe armonizar lo visible y lo invisible, lo temporal y la eternidad, el deseo (el cuerpo) y el alma. La coherencia es total entre el símbolo y 15

Los simbolistas europeos darán respuestas abigarradas a esta búsqueda de la unidad como instancia superior a lo visible. De ahí la tentación de muchos de ellos de buscar en la teosofía, las ciencias ocultas, la nigromancia, el espiritismo, la cábala, etc., unas salidas a su irracionalismo (o a su antirrealismo rabioso). En España cundió algo el fenómeno, pero menos aparatosamente (cf. ValleInclán). 16 Baudelaire, Gautier, Rimbaud, d’Annunzio, ya han explorado el procedimiento que cobra alrededor de 1900 una amplitud nueva. La relación entre sonidos y colores, en particular, interesa a poetas y científicos. Se habla de «ideas-colores». Vicente Vera publica en La ilustración española y americana XXI (8 de junio de 1906), un artículo sobre «Música de olores» donde funda científicamente las «armonías para el olfato» y la correspondencia entre cada nota y un color y un olor (el Do es azul; el Re, violeta; el Fa, anaranjado, etc.; a los «semitonos» corresponden igualmente «semiolores»).

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los diferentes mecanismos analógicos, extensibles a la rima, a la paronomasia, al ritmo mismo, a la percepción visual del espacio poético.17 De momento, en la literatura simbolista europea, la metáfora es discreta,18 pero la mecánica del símbolo y de la analogía, con la emergencia del deseo, de lo inconsciente o del sicoanálisis, la sustitución de una visión apolínea por una visión dionisíaca del arte, abren horizontes fecundos para todas las vanguardias venideras. Poesía, hacia 1900, abarca la «función poética» de Jakobson y designa en realidad una Poética que se ejerce indiscriminadamente en cualquier género: verso tradicional, teatro o prosa, con tal de que la escritura obedezca a esta ley del Signo simbolista, siempre sometido a una tensión (el vocablo está ya en Keats) o a una energía (aplicada al lenguaje, la palabra aparece a principios de siglo) dinámica. La fascinación que pueden ejercer Maeterlinck o Rodenbach viene de que consiguen una atmósfera de máxima angustia, hasta el vértigo de los mundos infinitos, con palabras humildes, sobrias, lo opuesto del estridente Modernismo americano: tanto Serres chaudes, como La intrusa o Le trésor des humbles, atestiguan la posibilidad y la necesidad de respetar los fueros de esta Poética. Teatro «poético», para los simbolistas, no significa teatro en verso, sino teatro que se haya dotado de una poética global que sintetice el género, el lenguaje y el mundo. Valle-Inclán, Martínez Sierra, Juan Ramón, Rusiñol, y todos los jóvenes rebeldes, se sitúan en esta línea. Han leído a Baudelaire, Mallarmé, Lafforgue, Rimbaud, Maeterlinck y muchos más y cada uno les saca el jugo que quiere. Su formulación, más exaltada que dogmática, puede dejar alguna duda sobre su comprensión exacta de lo que pasa, pero han asimilado la lección. Su obsesión de sinceridad, su análisis de la «melancolía» o de la «tristeza» –Juan Ramón, por ejemplo–, entre goce íntimo y desequilibrio,19 escriptural antes de todo, su propensión explícita a privilegiar una dimensión meta-poética (inherente a todo el Simbolismo europeo y que es, con el peso creciente de la intertextualidad, la señal dominante de la modernidad), son glosas personales de lo que han captado. La Poética está concebida como método y finalidad, independientemente del género: tan poéticos serán los versos, como las prosas o el teatro y, en el teatro, los diálogos como las acotaciones. En Valle-Inclán, la exuberancia de las didascalias es otro instrumento de su Poética general, complementario del diálogo, desde el interior de la lengua y de las formas, para «sugerir» y crear. El «ensueño» se ha vuelto una plaga nacional en la bisagra de los dos siglos y no hay autor que no

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Un coup de dés jamais n’abolira le hasard, de Mallarmé (1897), es la experiencia poética más revolucionaria de este fin de siglo, ya que es la primera empresa de espacialización del verso. En adelante, toda poesía está escrita por y para un ojo-oído. 18 En mi opinión, el único que explora la metáfora moderna es Maeterlinck, en Serres chaudes (1889): versos como «La lune est verte de serpents» o «Sur l’herbe mauve des absences» son de una modernidad asombrosa y se comprende que hayan fascinado a los Surrealistas. 19 «El desequilibrio, no la normalidad, es lo que hace bella la vida; el desequilibrio, no la normalidad», Martínez Ruiz, «La Farándula», en Alma española 7 (20 de diciembre de 1903).

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rinda pleitesía al ensueño, hasta Ganivet y Unamuno,20 lo que no deja de ser un testimonio de vasallaje consciente o inconsciente a lo que está «en el aire». Al papel de la poesía cabe añadir el de la pintura y de las artes plásticas. El Simbolismo no se comprende sin el extraordinario impulso de los pintores, y muchos creadores serán a la vez pintores y poetas, literatos, escenógrafos o pintores, etc. La pintura ofrece el arsenal doctrinal más elaborado durante estas épocas de mutaciones estéticas, combinando formulación teórica y práctica inmediata. La producción doctrinal de los pintores europeos entre mediados del siglo XIX y las vanguardias modernas servirá de soporte y de incentivo para los literatos, los que usan el lenguaje como materia prima, una materia, por definición, menos flexible ya que la necesidad de la comunicación verbal y de la comprensión choca con límites o extremos que los «ismos» sucesivos intentarán –difícilmente– repeler: la pintura, mejor que las artes del lenguaje, puede transgredir, subvertir y hasta destruir las leyes de la sintaxis, del léxico y de la retórica. Baudelaire y su teoría de las correspondencias, como Rossetti21 y los prerrafaelitas, marcan un rumbo que condicionará toda la creación simbolista y de todo el siglo XX. Entre el Simbolismo finisecular y Les demoiselles d’Avignon (1907) de Picasso o el Cubismo, el lapso es corto y la filiación es evidente. Es la representación la que está en juego, y la liquidación de la mimesis en el arte. En pintura, como en poesía, se trata de provocar «sugestiones», «sensaciones», suscitar tensiones y choques representando la realidad bajo sus aspectos más insospechados, a la vez sensuales y metafísicos. En pintura, mejor que en el lenguaje, la conjugación de líneas, masas, colores y construcciones arquitectónicas es susceptible de favorecer impactos visuales y sensuales que rompan con la rutina o la pereza del universo realista y permitan acceder a estratos desconocidos de la sensación o de la idea. Los pintores son los que mejor aplican la teoría de la analogía, al combinar colores y perspectivas a su antojo. Rossetti, Burne-Jones y demás prerrafaelitas, con sus universos medievales o renacentistas etéreos, sus carnaciones femeninas a la vez sensualísimas y venenosas y su selva tupida de objetos simbólicos que rodean figuras hieráticas (flores, árboles y plantas, sobre todo, que obedecen a un código simbólico riguroso), prefiguran las opciones simbolistas: irracionalismo, antirrealismo, ensueño, ambientes emponzoñados y letales, mujeres míticas como abismos de carne y misterio (Salomé, la Esfinge, Pandora, Isolda, Beatriz), sensualidad intensa que conduce a una no menos intensa tensión metafísica del amor, de la muerte y de la creación. Los simbolistas del Norte –como se dice en España–, Maeterlinck el primero, divulgan la pintura prerrafaelita que también cunde por 20

En El escultor de su alma, de Ganivet, lo que no basta para hacer de esta verborrea plúmbea una muestra del arte simbolista, que Ganivet detestaba. En La Esfinge (1899), de Unamuno, con un título que recuerda un cuadro de Gustave Moreau, pero con un texto que no se distancia nunca del peor teatro «de tesis», verbosamente filosófico, asoman de vez en cuanto los sueños y ensueños : «me trajo a tu hogar un ensueño» (Teatro completo, 242). 21 Los cuadros de Rossetti van acompañados de un poema o de una prosa de cuño «simbolista». Rossetti habla incluso del «implícito atajo de una expresión simbolista».

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España, gracias a la excepcional revista Pèl i ploma, que sirve de enlace entre París y España y difunde a Burne-Jones o Puvis de Chavannes, y gracias a los pintores simbolistas españoles como Rusiñol y Gual,22 o Sorolla, Romero de Torres y hasta Zuloaga, muy de moda en París entonces, que se aprovechan de la onda. El Simbolismo pictórico, como el literario, no es escuela ni dogma, no es homogéneo, pero favorece la eclosión de talentos y grupos que se arriman a la estética antirrealista y antiimpresionista. Huysmans, en A rebours, pone a Gustave Moreau y a Odilon Redon de moda. Luego vendrán los simbolistas propiamente dichos (Puvis de Chavannes), Ensor, los Nabis, los Fauves, el «Art Nouveau», los cartelistas como Mucha, Bearsley o Steilen, el Picasso de la época rosa o azul. También se puede incluir a Edvard Munch que, con El grito (1893), se suele considerar como el padre del Expresionismo pictórico que impulsa el Simbolismo hacia la violencia y la rebeldía; El grito ha impresionado duraderamente con esta silueta humana borrosa que no oye, ni ve, ni tiene realmente cuerpo y se reduce casi a una boca que emite gritos capaces de perturbar el universo circundante de repente agitado por ondas y vibraciones que emanan de la violencia del grito. El interés de los simbolistas por la pintura les lleva a exhumar o redescubrir todos los pintores del pasado que entronquen con su orientación expresionista, metafísica y antirrealista. Huymans dedica unas páginas extraordinarias a Grünewald, en Làbas, que debe de haber influenciado poderosamente ciertas escenas de Águila de blasón o de Romance de lobos, de Valle-Inclán. Coincidiendo con la afición simbolista por el Medioevo, se ponen de moda los pintores flamencos o alemanes medievales: Van der Goes, Cranach, El Bosco, los Brueghel, Durero sobre todo, que también asoma en muchas escenas de las Comedias bárbaras, Maeterlinck utiliza Memling para perfilar los retratos de Pelléas et Mélisande, en 1893. Viendo o leyendo algunas escenas de Maeterlinck o de Valle, con rostros y carnes sólo iluminadas por abajo o al sesgo por velas de aceite, es difícil no pensar en la pintura de los Le Nain o, más aún, de Georges de la Tour, el pintor a la vez más sensual y más metafísico de principios del XVII. En este panorama no podían faltar el Greco y sobre todo Goya, con sus grabados más expresionistas y con sus Pinturas negras que acababan de ser redescubiertas y expuestas en 1904. La lista es larga: la intertextualidad pictórica invade la escena europea. Este Simbolismo pictórico acompaña la renovación del teatro europeo. Los Nabis (Denis –el más místico–, Vuillard, Bonnard, Sérusier, Roussel) colaboran activamente con Lugné-Poe, el modelo de los directores de teatro simbolista; Munch trabajará con Reinhardt. Son ellos los que permiten romper decisivamente con los decorados, los telones y las escenografías veristas. Todo el gran teatro de vanguardia europeo, con Craig, Appia, Meyerhold, etc., se sitúa en la línea simbolista-expresionista, hasta hoy. En España, donde la reforma teatral es más problemática, la pintura moderna es el motor de la renovación escénica. Los dramaturgos más innovadores entre 1893 y 1920 son pintores o literatos dotados de una vasta cultura gráfica, como Gual, 22

V. el catálogo sobre Pintura simbolista en España (1890-1930).

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Rusiñol, Valle-Inclán y Martínez Sierra. Adrià Gual, grafista de profesión, es uno de los pioneros del Simbolismo pictórico en España, mediante las exposiciones, los libros y los carteles de teatro. Sus dos escritos teóricos sobre teatro –Blanch y negre en 1894 y Nocturn, Andant, Morat en 1895–, de estricta obediencia wagneriana y maeterlinckiana, instauran una doctrina basada en un cromatismo simbólico (blanco, negro, la gama de los grises y el morado, el color fetiche del Simbolismo) donde los colores ya no designan la realidad del objeto, dejan de poseer una dimensión referencial o decorativa, sino que estructuran las líneas arquitectónicas del escenario y deben provocar impactos sensoriales o pulsiones. Sus dramas, como el excelente Silenci (1898) y las realizaciones de su «Teatre Íntim» a partir de 1898, constituyen la única empresa teatral moderna en España en la época, la que sirve de referencia. Valle-Inclán no es pintor, pero su cultura plástica es inmensa: es crítico de arte, admirador de Rusiñol (hasta que, en 1912, lo rechace) y es la figura tutelar de la Tertulia del Café de Levante, entre 1903 y 1916, a la que acude la flor y nata de la pintura española y europea. «Todo el teatro es creación plástica»23 podría ser su dogma, y todo su teatro, desde Cenizas hasta el final de su vida, da la prioridad a la plástica y a la visualidad, con una intertextualidad pictórica de una riqueza que no se ha abarcado todavía. Todas sus escenas están concebidas como cuadros (arquitectónica, líneas, masas, ritmos y vibraciones de los colores y, evidentemente, con la carga simbólica máxima de cada color);24 incluso es la plasticidad la que se encarga, a veces, combinando impactos o referencias plásticas y cromáticas, de subrayar los desfases, la imbricación del pathos y de lo grotesco, participando así directamente (no sólo verbal, sino sensiblemente) en el proceso analógico que instaura lo grotesco o lo esperpéntico. Valle-Inclán es el más alto exponente del teatro simbolista, en su vertiente expresionista muchas veces. Martínez Sierra comulga plenamente con las preocupaciones gráficas de su época: «Un intelectual complicado de un visual» (González Blanco 1906 ó 1907: 47). Es amigo íntimo de Rusiñol; escribe sobre Sorolla, Emilio Sala y sobre escultura. Su pasión por la luz, la vibración del aire y el sol definen el universo cromático del Teatro de ensueño (1905). La influencia de la pintura en el teatro de Martínez Sierra será aún más patente en su «Teatro de arte», entre 1916 y 1926; en esta empresa que se considera como su mayor aportación, la novedad no vendrá de los autores representados ni del repertorio, sino de la escenografía, del trabajo escénico, con la colaboración de vanguardistas como Barradas, Fontanals y Burmann. 23

En El Imparcial del 8 de diciembre de 1929. A partir de una oposición negro / blanco (las tinieblas, la noche / la luna, la lividez de las caras) u oscuro / amarillo (las velas, las llamas) que condiciona la percepción, surgen impactos coloreados de alto valor simbólico: lo fúnebre, mortífero del verde (como en Maeterlinck y como en Lorca), la pureza mítica de una mano blanca, la anticipación mórbida de la muerte en lo violeta o morado. El sistema cromático de Valle nace del contraste, de la violencia de las relaciones entre los colores y del complejo sistema simbólico que acompaña indefectiblemente cada color. Una didascalia como: «Hipnotiza el clavo amarillo de una luz de aceite», en una escena donde reina la oscuridad más absoluta, ilustra bien el sistema de Valle, su herencia simbólica y la extraordinaria confluencia con Artaud. 24

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Teatro y Pintura, formas de arte mucho más hermanas de lo que parece; artes las dos de representación, de visión; triunfo ambas del intrincado y sutil artificio que hace de la inmovilidad, movimiento; de la línea, palabra; del gesto, elocuencia; de la proporción, emoción.25

2. La renovación del teatro hacia 1900 En el fin de siglo español, donde interfieren problemas sociales, históricos, políticos, culturales y estéticos, el debate sobre el teatro obsesiona a la mayoría de intelectuales y escritores; en función de lo que unos y otros invierten o privilegian en el teatro, todos meten baza en la disputa, entiendan o no de teatro. El debate gira alrededor de tres ejes. El primero es el monopolio de los géneros chicos que proliferan hacia 1900, incluyendo el «género ínfimo» y las Variedades.26 La minoría modernista denuncia su aspecto «costumbrista», «castizo», y por consiguiente realista; el caso de un Valle-Inclán, aficionado a los sainetes de Arniches, capaz de reutilizar rasgos eficaces del «género chico», como la gracia verbal y lo burlesco, es un fenómeno aislado. En segundo lugar, la quiebra del teatro burgués, el de Echegaray por ejemplo, pese a su Premio Nobel recibido como un insulto entre los modernos porque sanciona, en este incipiente siglo XX, un teatro definitivamente anticuado que debe «retirarse de la escena»;27 Martínez Ruiz se ensaña contra «lo brillante, lo hueco, lo enfático, lo palabrero, lo oratorio» y sus personajes que «accionan como epilépticos».28 En tercer lugar, los que obran por un teatro útil, portador de lecciones y valores de todo tipo: son los más numerosos, entre los mayores de edad (Yxart, Martínez Espada) y entre los jóvenes (Iglesias, socialistas y anarquistas). La tentación de la «Idea» es tan poderosa en España que incluso modernistas sucumben al contagio; la mayoría del teatro de Rusiñol, este heraldo de la Santa Belleza, no evita la perorata moralizante o el sermón santurrón y hasta Valle-Inclán, en Cenizas (1899) o en El yermo de las almas (1908) no está libre de pecado. Es la época del teatro «de tesis» o «de ideas», vinculado con la literatura realista, un teatro que lo subordina todo a la «Verdad» y al «Bien», a la sicología y a la necesidad de evocar las preocupaciones actuales, un teatro que cree en la posibilidad de expresar verbalmente esta Verdad, con un lenguaje racional y razonador; en resumen, un teatro cuya principal herramienta nunca es la escena sino una palabra decimonónica que cree en la transparencia del signo. Electra, La de San Quintín, La loca de la casa o Mariucha, de Galdós son los rescoldos patéticos de un teatro que cree todavía en el lenguaje de la Razón, de la deducción analítica y, por eso, necesita réplicas argumentativas plúmbeas, un teatro basado en la declamación artificiosa, la 25

Citado en Checa Puerta (1992: 124). La mayúscula de «Pintura» es de Martínez Sierra. Sobre todos estos temas, v. Salaün (1990) y (1996). 27 Fórmula de Fray Candil repetida en distintos artículos en Alma española y en Los Cómicos. 28 Alma española 6 (13 de diciembre de 1903), en la sección titulada «La Farándula», donde ejerce de crítico de teatro. 26

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convención (decorado, ritmo, movimientos) y una simpleza escénica asombrosa.29 Dicenta, con Juan José (1896), suscita esperanzas, pero confunde teatro realista con reactualización del dramón de honor y de la comedia sicológica convencional: que un obrero sea el protagonista principal no cambia nada a la raíz tradicional de este teatro, y las obras posteriores confirman este anclaje burgués. Galdós, Unamuno y Ganivet, ilustran la búsqueda de un teatro «de ideas» y su fracaso rotundo como teatro auténtico. Los dramaturgos del norte que penetran en España a finales del siglo XIX entroncan con esa prioridad del mensaje: Sudermann, Hauptmann, Ibsen, Björnson y hasta Strindberg están totalmente recuperados por la facción realista e inspiran a no pocos dramaturgos españoles.30 Pero este teatro no suscita en el público un entusiasmo excesivo y la lectura realista merma su aportación: seducen en España a los que no son capaces de ir más allá de una renovación superficialmente temática, llevada por una lengua arcaica, aunque se disfrace de atavíos elegantes, conceptistas y actuales, Benavente en primer lugar. La aportación verbal y escénica de un Strindberg, por ejemplo, pasa desapercibida. Los modernistas son, otra vez, los que ofrecen perspectivas radicalmente renovadoras, porque rompen estrepitosamente con todo. La expresión iconoclasta tiene valor de liquidación y de emancipación; el futuro Azorín, en la revista modernista Alma española, no teme la provocación: «Podemos asegurar que ninguno de los jóvenes del día ha leído a Calderón a Lope y a Moreto (o al menos si los han leído no los volverán a leer; lo juramos); y que no son pocos los que sienten un íntimo desvío hacia Cervantes».31 La ruptura con el teatro realista empieza por el abandono de toda contextualización reconocible y verista y, sobre todo, por la adhesión a la doctrina poética y plástica que rige el Simbolismo europeo. A esto se añade un hecho fundamental; la renovación del teatro, en toda Europa, pasa esencialmente por la escena, por la representación, es decir, por una inversión de las prioridades entre texto y escena. Las aportaciones sucesivas de Antoine, Lugné-Poe, Appia, Craig, Stanislavski, Meyerhold, Piscator, Artaud, hasta nuestros contemporáneos Kantor, Grotowski, Strehler, etc., lo ilustra plenamente. España, en 1900, no tiene aún directores de escena ni perspectivas teóricas claras al respecto. La penetración de las modernas teorías escénicas es lenta y la escena tradicional, a la italiana, con telones pintados y los cachivaches de la tradición verista-objetista, opone una resistencia que se les antoja a la mayoría infranqueable: «La cultura artística del público [...] constituye hoy por hoy una dificultad insuperable para la producción

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Un solo ejemplo, en Doña Perfecta, Acto II, escena 16: «Pepe: Aquí estoy (Echándose mano al cráneo) luchando con mi mente». El gesto sugerido en la didascalia, no pasa de la glosa o paráfrasis ingenua del intercambio verbal. 30 La crítica encuentra acentos ibsenianos por todas partes, en Benavente, en Linares Rivas, ¡hasta en El loco Dios de Echegaray, en 1900! 31 N.o 10 (10 de enero de 1904), en un artículo titulado : «Somos iconoclastas». Gracián –dice– hizo lo mismo en su tiempo, tratando el Quijote de «necedad».

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dramática [...] Todo autor que innova ha de sufrir el desvío del público [...] Habría que volver un poco a la antigua barbarie».32 Sin embargo, gracias a la poesía y a la dimensión plástica y arquitectónica, los españoles superan el vacío de la teorización escénica y entroncan con la modernidad europea. Si los poetas modernistas como los Machado o Juan Ramón han conseguido una legítima aureola, los dramaturgos son mucho menos conocidos. Sin embargo, existe una literatura dramática simbolista en España, directamente inspirada en Maeterlinck; el inventario de autores y obras –y no es una menuda paradoja– es probablemente muy superior, por lo menos en cantidad, al repertorio simbolista en lengua francesa. Benavente, uno de los españoles mejor informados sobre literatura europea moderna, pudo ejercer un papel de mentor o de modelo pedagógico. Sus ínfulas modernas se alimentan de todo lo que procede de Europa: Ibsen, los montajes de Antoine en París, los poetas franceses, la Commedia dell’arte, Gual y su Teatre Íntim. Su flirteo (efímero y soft) con ácratas y rebeldes le otorga una posición faro en la batalla de la renovación del teatro nacional, por lo menos en teoría –en su producción periodística–, ya que su primer estreno, El nido ajeno (1894), revela sin ambigüedad su apuesta por el teatro comercial y burgués, aunque fuera, como él pretende, porque el grosero público español no tiene cura. Pero su Teatro fantástico, que no se preocupó siquiera de llevar a la escena, representa indiscutiblemente la más temprana y explícita tentativa de teatro simbolista o, por lo menos, no realista en España. El carácter de manifiesto de la obra reside en el clima de «ensueño», «sueño» y «encanto» que baña la obra y el prólogo de Cuento de primavera, la cuarta pieza, teoriza este «ensueño juvenil» como categoría superior del Arte: La fórmula suprema del Arte no será reducida a mostrar entre nubes, difusas imágenes al sonido de una música, sin ritmo ni melodía y el espectador, con tan sencillo aparato escénico y sólo por virtud de su inteligente espiritualidad, hallará en ello inefable goce artístico (Benavente: Teatro fantástico, 109).

Lo que equivale a un alegato, muy en la línea del teatro moderno (con la enorme influencia de Shakespeare), a favor de la ilusión escénica y de la convención teatral, confirmado por el «Epílogo» declamado por Arlequín. Este Teatro fantástico no carece de exquisiteces y ringorrangos conceptistas del futuro Benavente, pero no deja de ser un ensayo teórico-práctico de teatro radicalmente diferente. Al lado del papel de Wagner y Shakespeare en la renovación escénica, Maeterlinck es la referencia imprescindible de la modernidad teatral33 y representa la aportación teatral, teórica (Le trésor des humbles y La puissance des ténèbres) y

32 Martínez Sierra, en Alma española 15 (14 de enero de 1904), «Los teatros. Algunas consideraciones sobre el teatro moderno». 33 Shakespeare y Maeterlinck, son «los grandes buceadores de lo desconocido» según Azorín, en Alma española 7 (20 de diciembre de 1903), en la sección «La Farándula».

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práctica que, con Baudelaire («el padre de la poesía decadente moderna»),34 el Parnaso y el Simbolismo, fusionan en España para fomentar la modernidad y el Modernismo. Verlaine, Rimbaud, Samain,35 Laforgue, Barbey d’Aurevilly, Mallarmé, los otros belgas Verhaeren y Rodenbach, destilados en las revistas modernistas, difunden la nueva Poética de la nebulosa simbolista. La fascinación por el teatro de Maeterlinck es inmensa, desde que Rusiñol lo introdujo en España, en 1893. Menudean las ambientaciones medievales con castillos, pasillos angostos, selvas misteriosas, príncipes y princesas de cuentos, como lo tipifican Pelléas et Mélisande, Aglavaine et Sélysette, La Princesse Maleine, La mort de Tintagiles, etc. Los decorados de L’Intruse o Intérieur, bañados en una intemporalidad absoluta, son las obras de mayor impacto en España. Una vez más, la temática es lo de menos, con tal de excluir todo efecto de reconocimiento, todo realismo, todo contexto histórico, todo espacio o tiempo que pudieran evocar lo real, y con tal de evacuar toda sicología. Lo que fascina son las fuerzas oscuras, las «potencias superiores» que estructuran el universo, la muerte principalmente, el amor, la vida, el destino que lo rige ciegamente todo. El mismo Maeterlinck definió su universo en el prólogo de los tres tomos de su Théâtre publicados en 1901-1902, unas formulaciones que se reprodujeron infinitamente y se volvieron el dogma de la doctrina teatral simbolista: ...potencias enormes, invisibles y fatales, cuyas intenciones nadie sabe, pero que el espíritu del drama supone malévolas, atentas a todas nuestras acciones, hostiles a la sonrisa, a la vida, a la paz, a la dicha [...] Y el amor y la muerte y las otras potencias ejercen una especie de injusticia socarrona, cuyos castigos [...] no son acaso sino caprichos del destino. En el fondo se encuentra la idea del Dios cristiano, mezclado a la de la fatalidad antigua, arrinconada en la noche impenetrable de la naturaleza (Maeterlinck: La puissance des ténèbres).36

Esta dimensión metafísica de Maeterlinck, nacida de lo cotidiano casi trivial, como en L’Intruse o Intérieur, tuvo una resonancia extraordinaria, en los pocos espectadores que lo llegaron a ver y sobre todo en los numerosos lectores, en francés, español o catalán. Maeterlinck parte de una concepción «religiosa» del teatro, como dice Paul Fort, por ser el teatro una realidad superior a la «vida real». El misterio y la sugestión, el sueño, el éxtasis son los instrumentos para acceder a las fuerzas ocultas y es lo que citan, a veces con las mismísimas palabras, los españoles que han encontrado en él a su gran sacerdote. Este soporte temático que pretende la máxima elevación espiritual se enraíza en la definición de la poesía –de la Poética– del Simbolismo. En Maeterlinck, el amor más sublime es deseo, cuerpo ávido (en sus obras, los personajes no paran de besarse, de abrazarse, de tocarse, como si lo sensible o sensual fuera la única vía hacia el Absoluto) y hasta la muerte tiene su peso de carne y de vida, su grito 34 Dixit Martínez Ruiz, en Alma española 13 (31 de enero de 1904). En el n.o 17 reincide, con el seudónimo de Clavigero: «el papá de los decadentes», siendo «decadente», aquí, un adjetivo halagador. 35 González Blanco recupera como «obra simbolista» los «Jardins de l’Infante» de Samain (Helios, II, 66), lo que muestra, una vez más, la porosidad de las etiquetas en España. 36 La traducción es de Martínez Sierra, en Obras de Maurice Maeterlinck.

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como en el final de L’Intruse. Ortega y Gasset es de los que mejor lo entendieron, cuando habla «de esas fuerzas primarias, latentes en la materia», «esas cosas que están más allá de la palabra» y pasan por «las entrañas, los músculos y sobre todo los nervios» (O.C., 30-31).37 Esta poética se materializa en tempo y ritmo, en una prosa que ensarta linealmente secuencias versales que ritman la respiración y la dicción. El teatro de Maeterlinck combina el hexasílabo fundador del alejandrino francés y el octosílabo (provocando un efecto de letanía, como de hipnosis) con otras secuencias que marcan una ruptura en la voz, lo que hace que el ritmo participe así directamente en la dramatización. El Teatro de ensueño de Martínez Sierra (1905) o las Comedias bárbaras de Valle-Inclán han retenido la lección: los heptasílabos y endecasílabos estructuran tanto los diálogos como las didascalias. En Maeterlinck, la tensión fisiológica de la oración implica una lentitud y una solemnidad que prohíben parlamentos demasiado largos. Sus diálogos suelen limitarse a réplicas cortas: una frase, una palabra a veces, una exhalación (diría Lorca) o un suspiro al borde del silencio, ecos del alma que las bocas proyectan como una caricia. Esta sobriedad dramática, tan opuesta a los parlamentos interminables de Galdós o de Benavente (a veces más de una página), impresionó visiblemente a los aprendices de dramaturgos españoles que lo imitaron. Otro ingrediente de la Poética maeterlinckiana que fascinó a los españoles, es su tratamiento del silencio (léase «El silencio», en Le trésor des humbles) y su litúrgica puntuación de pausas, silencios y puntos suspensivos que favorecen el clima de angustia o de misterio. El silencio no es el vacío o la ausencia de diálogo, es la culminación del intercambio entre dos seres, cuando el lenguaje se ha vuelto impotente, con una densidad tal que equivale a asomarse al infinito. Silenci, de Gual, es un homenaje evidente a Maeterlinck, como La Reina Silencio de Goy de Silva. Anotaciones de «Pausa» y «Silencio» se multiplican en las piezas de Martínez Sierra, de Pérez de Ayala (La dama negra, de rigurosa obediencia maeterlinckiana), de Valle-Inclán,38 etc. La prodigiosa didascalia de Romance de lobos (Acto I, escena 2): «De pronto pasa una ráfaga de silencio» es un luminoso escorzo de la doctrina simbolista, por ser, a la vez un oxímoron, una materialización física del silencio y una sugestión plástica de la vibración del aire y del alma angustiada. Maeterlinck también posee una gran cultura plástica y estructura sus obras en términos arquitecturales y pictóricos de un rigor sobrio pero implacable y construye sus escenas como cuadros. L’Intruse evoca un retablo, un tríptico, donde las luces (el quinqué de la mesa, las vidrieras que filtran una luz verde oblicua que cae desde lo alto) colaboran a la construcción del espacio; en otras obras, la escena girará alrededor de la oposición entre las tinieblas y unas manchas de color emblemáticas que focalizan la percepción: la mata de asfódelos (Les aveugles), una falda blanca 37

«El poeta del misterio» (artículo de 1904). Subrayo yo (S. S.). La traducción de Intérieur (sin firma) que se le atribuye, en Electra 3 (30 de marzo de 1901), revela que su relación al texto de Maeterlinck no es de fidelidad literal sino de impregnación de la mecánica dramatúrgica, en particular del sistema de respiración y de pausas. 38

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(Intérieur), el «chorrear de largos bucles de oro» (La mort de Tintagiles). Gual, Martínez Sierra y Valle-Inclán explotarán este filón a ultranza.39 Maeterlinck ofrece una gama instrumental y doctrinal mucho más amplia de lo que se piensa; aporta una poética, una plástica e incluso una nueva orientación en el trabajo de los actores; su «teatro de marionetas» que –según él– designa ciertas piezas cortas no remite a figuritas de madera o de trapo, sino a un nuevo tipo de actuación escénica, una nueva gestualidad que también rompe con la tradición naturalista del actor decimonónico, coincidiendo en eso con la emergencia del mimo, de la pantomima, de la nueva corporeidad del actor que caracteriza la teatralidad del siglo XX. Meyerhold, Artaud y los surrealistas reclaman abiertamente este legado escénico. La cuestión de la representabilidad del teatro simbólico es un buen ejemplo de la (mala) interpretación que la crítica más rancia hizo de este teatro. Por un lado la concepción simbolista del signo y de la poesía hace del lenguaje el espacio ideal de toda hermenéutica, lo que puede oponerse a la escena. Frente a un texto pleno, la escena impone opciones y restricciones; representa una amputación frente a la totalidad inherente de la cosa escrita. Mallarmé irá más lejos, hablando del «actor indeseable», este «intruso que rompe el encanto». Toda la teoría simbolista del «teatro para leer» está aquí y la crítica española, de cualquier horizonte estético o ideológico, aprovechará el argumento declarando irrepresentable este «teatro ideal» (Mallarmé) «de ensueño», o «estático» o «mental» (Maeterlinck). Como, por otra parte, la novela vivía su propia crisis del naturalismo y de la representación, dando una prioridad cada vez mayor al diálogo (Galdós, Baroja), la crítica tiende a confundir los géneros40 y a limitar la producción dramática moderna sólo a sus aspectos literarios. Martínez Espada dictamina que las obras simbolistas no nacieron «viables» y que es «peligroso llevarlas a escena» (Martínez Espada 1900: 94 y 89), reproduciendo (sin decirlo) los términos de Maeterlinck, pero sin compartir en absoluto su teoría de la poesía y del teatro. Cundió el argumento en España, incluso entre modernistas, que limitaron su producción a las páginas de revistas elitistas o a ediciones de lujo, o que la concibieron como mero ejercicio literario de iniciación simbolista: José Francés subtitula su Guiñol (muy simbolista) «Teatro para leer». Valle-Inclán incluye Comedia de ensueño y Tragedia de ensueño, de hechura simbolista canónica, en las prosas de Jardín umbrío, prueba de que, en la época, las fronteras entre géneros, doctrinas y prácticas escripturales son de una total flexibilidad. Y el sambenito sigue colgando de todo el repertorio, incluso de las obras de Valle que sí estaban escritas para la escena. Las obras simbolistas, como las demás, exigen su escena. Y los mismos simbolistas fueron, lógicamente, los primeros en sucumbir a la tentación de llevar sus obras a las tablas, por ser la escena el lugar donde se corporeiza y se espacializa el lenguaje, donde se materializa toda poética, con la asociación de la 39

Un solo (pero fabuloso) ejemplo, sacado de Cara de plata (III, 1): «Hipnotiza el clavo amarillo de una luz de aceite». En 1922/1923, la lección del Simbolismo es aún vivaz. 40 En 1905, Unamuno escribe: «Casemos, pues, a los hermanos Teatro con Novela».

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pintura, de la música, de la danza, etc. Paul Fort, Maeterlinck mismo, Lugné-Poe y toda la herencia simbolista europea han probado la teatralidad de estas obras, cosa que en España no se llegó a experimentar. España tenía poetas, dramaturgos, pintores, pero, salvo Gual, no tenía los directores que requería la novedad. De ahí la funesta manía de reducir el teatro a su estricta dimensión literaria, por parte de los críticos y de los estudiosos, universitarios incluidos. Shakespeare, la Commedia dell’Arte, el teatro de sombras, la pantomima, la música o la danza ofrecían modelos antiguos y modernos que podían perfectamente integrarse a la escena, cosa que entendieron inmediatamente, a su manera, los empresarios de music-hall o de cabarets, pero que tardaron en captar los supuestos entendidos del teatro «noble». Los «Ballets rusos», luego los «Ballets suecos», lo hicieron todo más evidente y Martínez Sierra será el realizador de una de las experiencias teatrales más modernas en España con El amor brujo, inconcebible sin la experiencia simbolista. El teatro simbolista español no se representó, o muy poco, en su momento, pero la herencia simbolista fue fecundísima, tanto en la letra (la Poética), como en la plasticidad y la supremacía de lo escénico de nuestro siglo. La rehabilitación del significante, de la materia y del cuerpo, propia de todos los Simbolismos, entronca además con otras búsquedas y experiencias que, desde el final del siglo XIX, preparan la modernidad. El Simbolismo entronca con el Existencialismo (que pone el ser vivo en el corazón del mundo), con la filosofía de Nietzsche, tan leído entonces,41 con Freud, Jung y todos los exploradores de los sueños y del inconsciente, con la lingüística moderna, la de Saussure.42 La emancipación del cuerpo quizá sea la gran aventura moderna, en el plano social (la sexualidad individual se convierte en el gran debate de principios del XX), comercial (la explotación del cuerpo-objeto femenino en las tablas) y estético: el cuerpo es lo que va a reteatralizar verdaderamente la escena, en la danza (Loïe Fuller, Isadora Duncan), en la pantomima y en el trabajo del actor moderno. De Maeterlinck (y Valle-Inclán) a Artaud y al teatro de vanguardia actual, el cuerpo es la mediación necesaria para todo tipo de mensaje, y desde Maeterlinck se sabe que no hay metafísica sin lo sensible.

Bibliografía Azorín (1947): Obras completas. Madrid: Aguilar. Benavente, Jacinto (1892): Teatro fantástico. Madrid: Tip. Franco-Española.

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«Dionisos es un filósofo», escribe en Más allá del Bien y del Mal. Dionisos prefigura la legitimidad del placer sin la menor coartada moral. 42 En un primer momento, Saussure dio la prioridad al significante en el acto de significación, pero este «materialismo» del lenguaje asustó a la familia (de opiniones bastante conservadoras) que preparó la edición de su obra. Otra prueba de que la cuestión aparente más formal o «lingüística» nunca es neutral y siempre está ideologizada.

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Robert C. Spires Santa / Satanás: discurso deífico / diabólico en Sonata de primavera Desde tiempo atrás se ha hablado de dos Españas para comunicar las polaridades políticas, étnicas, económicas y sobre todo genéticas que para algunos forman la esencia del país. Mas con la llegada de la modernidad –finales del siglo XIX y principio del XX– surgió una desconfianza en los sistemas polarizados como medio para explicar la existencia humana. De resultas se creó dentro de España un conflicto entre prácticas convencionales por un lado y sensibilidades modernistas por otro. Sonata de primavera (1904) de Ramón del Valle-Inclán es registro de este choque entre sistemas, uno nacional y otro continental.1 No es muy arriesgado proponer que la base del susodicho choque es el discurso, siendo éste un fenómeno tan multidimensional. Pero definir el discurso específico es más difícil y a la vez peligroso. La solución, a mi modo de ver, no es intentar una definición abarcadora y unívoca, sino establecer los parámetros para una explicación demarcada y polisémica. O sea, propongo analizar unos discursos determinados (proselitistas, imperialistas, ocultistas y sexistas) de Sonata de primavera, sin indicar en absoluto que son los únicos. No son sino índices que ayudan a ubicar esta novela española dentro de la transformación europea conocida bajo la etiqueta de modernidad.2 El conflicto de esta novela de Valle-Inclán está hincado en las distinciones aparentes entre hombres y mujeres. Por ejemplo, en Sonata de otoño, escrita antes que Sonata de primavera, el protagonista, al hablar de la familia de su amada Concha explica: «¡Era tradicional que en el linaje de Brandeso los hombres fuesen crueles y las mujeres piadosas!» (Sonatas, 119). Pese a indicar papeles dicótomos, queda claro aquí que la conducta de los hombres y las mujeres no se debe a 1

No hace falta repetir aquí los datos bibliográficos de estudios sobre las Sonatas tan famosos como los de Alberich, Alonso, Anderson Imbert, Barja, Güntert, Ortega y Gasset, Phillips, Sender, Speratti-Piñero y Zamora Vicente. Me limito a citar algunos análisis de las dos últimas décadas, no tan conocidos todavía como los anteriores pero que han sido muy útiles para mis investigaciones: Barbeito (1985), Bermejo Marcos (1987: 193-217), Bly, (1989: 261-269), Gambini (1992: 599-609), Gulstad (1988), Lavaud-Fage (1992: 581-597), López (1986), Predmore (1987: 63-83), y Vilanova (1981: 353-394). 2 Sigo, en sus rasgos generales, el concepto de modernidad propuesto por Gianni Vattimo (1988). Para Vattimo, la modernidad se caracteriza por su desconfianza en valores absolutos. Cuando Vattimo habla del fin de la historia, quiere decir historia en su sentido teleológico. Ya ni siquiera se cree en las polaridades sujeto / objeto, bueno / malo, verdad / mentira, etc. El Ser y la Verdad no son objetos, sino acontecimientos cuya interpretación cambia continuamente. Todo es proceso. Y la experiencia estética aún más que la filosofía le acerca a uno, hasta lo posible, al Ser o a la Verdad. De acuerdo con estas ideas de Vattimo, espero mostrar que Sonata de primavera puede considerarse registro eficaz del epistema llamado modernidad.

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esencias sexuales, sino a construcciones sociales.3 Pero contrariamente a la sugerencia de que lo construido sirve para separar definitivamente los papeles sexuales, en efecto tiende a fundirlos. Por ejemplo, de su propia madre dice el hablante de Sonata de otoño que de no servir de mayorazga, «hubiera entrado en un convento, y hubiera sido santa a la española, abadesa y visionaria, guerrera y fanática» (115). Al definir la santa española como «guerrera y fanática» socava una de las construcciones sociales; la piedad y bondad típicamente asociadas con mujeres religiosas se convierten en brutalidad y crueldad, cualidades asociadas con hombres belicosos. Así es que desafía la práctica discursiva que ubica en posiciones polares los hombres y las mujeres, el satanismo y la santidad. De hecho, a pesar de las referencias, en las Sonatas, a las mujeres como santas y al Marqués como Satanás, las estrategias textuales sirven para subrayar no las diferencias fisiológicas, sino justamente las semejanzas psicológicas entre los sexos. En Sonata de primavera el fondo anecdótico del juego entre semejanzas y diferencias sexuales se construye sobre un intento de seducción.4 El Marqués de Bradomín es guardia noble de su Santidad y lleva un capelo cardenalicio a una ciudad italiana para dárselo a Monseñor Gaetani, quien resulta estar agonizando. Han llevado al religioso al Palacio donde vive su cuñada, la Princesa, con sus cinco hijas. La mayor de éstas, María del Rosario, tiene veinte años y está a punto de ingresar en un convento. Para el Marqués, el poder de seducción de ella radica en su devoción. Muy pronto la madre y los suyos se dan cuenta de las intenciones infernales de este emisario papal y ponen en marcha unas maquinaciones violentas e incluso ocultistas para espantar y frustrar al seductor. A raíz de la muerte accidental de la hija menor, el Marqués se marcha, sin haber realizado su donjuanesca conquista.5 En un principio la historia sirve para recrear un discurso que pone de relieve las diferencias entre seductores y seducidas, entre conquistadores y conquistadas. Por ejemplo, camino de Ligura, el Marqués, un don Juan «feo, católico y sentimental» (2), narra que las colinas «tienen la graciosa ondulación de los senos femeninos» (5). Este pasaje se hace eco de un discurso imperialista, o postcolonial. Por lo visto el Marqués, auténtico hijo de conquistadores, como sus antepasados no sabe distinguir entre tierras fértiles y mujeres núbiles. Tan sólo importa la conquista y no viene a caso la materia de la que está hecho el objeto conquistado. Tal como sus precursores, su misión oficial puede ser piadosa pero su conducta personal es determinada por una fuerza libidinosa. Es decir, el discurso recreado aquí descubre un enlace entre actitudes sexuales, clericales e imperiales. Así, en efecto, se va 3 Para mucho más sobre el concepto de construcciones sociales v. Butler (1993). Según Butler, el sexo humano mismo no se define según características fisiológicas, sino según construcciones sociales. Por ejemplo, los homosexuales son idénticos fisiológicamente a los heterosexuales, pero se ha creado otra categoría para ellos. No son hombres ni mujeres, sino precisamente homosexuales o lesbianas. 4 Sobre todo en las dos últimas décadas no se ha estudiado mucho Sonata de primavera (ni Sonata de invierno). Por otra parte se han hecho varios estudios excelentes sobre Sonata de otoño y Sonata de estío. Con este análisis espero llenar un poco la laguna que, indebidamente, se ha creado alrededor de esta obra primaveral de Valle-Inclán. 5 Para más información sobre el tema donjuanesco en las Sonatas, v. los estudios de López (1986), Gulstad (1988: 301-310), Lavaud-Fage (1992: 581-597) y Spires (1998: 479-494).

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recreando un discurso que sugiere que un fin declarado santo queda traicionado por los instintos satánicos de los embajadores –trátese de un conquistador real de los siglos XV y XVI o de este emisario papal del siglo XIX–. A pesar de su título pontifical la gente ve al Marqués como representante de Satanás y no de su Santidad. Verbigracia, cuando la Princesa dice que sus hijas son buenas y eso vale más que ser bellas, Bradomín narra que guardó silencio «porque siempre he creído que la bondad de las mujeres es todavía más efímera que su hermosura» (7). Si en este ejemplo el Marqués niega el discurso cristiano de la madre con sus palabras sacrílegas, muy pronto expresa también un desdén hacia tanto tratos sociales como sagrados. Expresa su desdén hacia la sociedad en que vive cuando viene un criado para decir que el moribundo monseñor quiere confesarse al emisario a fin de que éste le lleve su declaración al Papa. Narra que al despedirse de la Princesa ella le alargó su mano que «supe besar con más galantería que respeto» (8). A continuación narra Bradomín que mientras estaba escuchando la confesión del religioso «[y]o, pecador de mí, empezaba a dormirme» (9). Tras una fachada de caballero y religioso se ve a un hombre arisco y sacrílego. La Princesa no tarda mucho en darse cuenta de que este embajador supuestamente santo lleva, según el texto, «nimbo satánico» (27). Si bien es cierto que la Princesa puede vislumbrar un interior demoníaco tras un exterior devoto será porque ella encarna la misma dualidad. Al describirla, Bradomín narra que «sus ojos me miraron con amable indiferencia y su rostro cobró una expresión calma, serena, tersa, como esas santas de aldea que parecen mirar benévolamente a los fieles» (27). A juicio del Marqués la benevolencia de estas santas, igual que la serenidad de la Princesa y la sinceridad de él, es falsa. Santas y Satanás. En vez de polaridades forman concordia, seres humanos, masculinos y femeninos, cuyo denominador común son apariencias falsas, palabras falaces y vidas fantasmales. La misma santidad, tan asociada a los personajes femeninos, da lugar a un existir fantástico. Cuando, por ejemplo, las hijas se despiden tras ser presentadas por primera vez al Marqués, éste nota que caminan «lentamente por los senderos del laberinto, como princesas encantadas que acarician un mismo ensueño» (12). Toda su existencia sensual parece ser una fantasía comunal creada para guiarlas por el mundo. Pero este mismo discurso fantástico tiene un efecto afrodisíaco para Bradomín. Al mirarlas en el palacio narra: «¡Rizos rubios, dorados, luminosos, cabezas adorables, cuántas veces os he visto en mis sueños pecadores más bellos que esas aladas cabezas angélicas que solían ver en sus sueños celestiales los santos ermitaños!» (20). Si los santos ermitaños tan sólo ven imágenes oníricas, intangibles y edificantes, el Marqués vislumbra tras ellas seres tangibles y excitantes. María Rosario, obviamente, es víctima del discurso de la intangibilidad y ejemplaridad femeninas que la sociedad ha creado para la mujer. Por eso Bradomín dice que ella es como una «Madona» de «una hermosa leyenda» y vive en el Palacio «como en un convento» (18). De hecho todo su vivir es irreal, y pasa el tiempo bordando «lentamente, como si soñase» (12), según el narrador. Y la

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describe atravesando el salón «como una sombra silenciosa y pálida» (13), y luego dice que es «pálida, pálida como la muerte» (21). Es un ser tan fantasmal que crea un efecto soporífico y fantasmagórico en el observador: «Parecía sumida en un sueño. Su boca, pálida de ideales nostalgias, permanecía anhelante, como si hablase con las almas invisibles, y sus ojos, inmóviles, abiertos sobre el infinito, miraban sin ver» (15). Parece habitar ella una zona de ultratumba mucho más allá de la de los seres humanos. Debido a discursos espirituales María Rosario ya no es, o mejor ya no se siente, de carne y hueso. De hecho, cuando ensaya el blanco hábito de monja y sus hermanas se agrupan en torno, dice Bradomín, «como si fuese una Santa» (22). Ser santa es su gran anhelo, y el hablante explica que «su mente soñaba sueños de santidad. Eran sueños albos como las parábolas de Jesús, y el pensamiento acariciaba los sueños» (18). El placer sensual de ella, y de sus hermanas, se limita a rozar el ideal de reverencia. Pero si María Rosario niega sus instintos carnales mediante anhelos de santidad, esta misma negación afirma la atracción sexual que comunica al Marqués. Bradomín intenta explicar el encanto de María Rosario cuando, a raíz de la muerte del monseñor, la observa rezando y dice que «yo sentía que en el fondo de mi alma aquel rostro pálido temblaba, con el encanto misterioso y poético con que tiembla en el fondo de un lago, el rostro de la luna» (13). Surgen aquí códigos del modernismo hispanoamericano al representar el rostro de la luna temblando en el fondo de un lago una imagen que es tan inquietante como sensual: la luna puede connotar muerte y esterilidad, y a la vez, amor y pasión, y un lago puede distorsionar y purificar conforme embellece y fecunda. O sea, son imágenes que combinan contradicciones y esta combinación parece explicar en parte la esencia de María Rosario. Para ella devoción y pasión son inseparables; el discurso religioso tiene efecto afrodisíaco.6 Por eso, aparentemente, el Marqués se dedica a que todos le rindan a él homenaje o lo traten, según sus propias palabras, «como si fuese yo el Santo» (17). O sea, su meta es hacerse a sí mismo objeto de la pasión de ella, y de ahí que la misma unción de María Rosario, su pasión por la santidad, tenga connotaciones lúbricas para el protagonista. El juego santa / Satanás llega a ser aún más irónico cuando la Princesa se entera de los propósitos de Bradomín y se las ingenia para alejarlo del palacio. Primero, una noche, el mayordomo le asesta una puñalada en el hombro. No se sabe si la intención fue matarlo o sólo herirlo, pero a todas luces fue por orden de esta madre llamada repetidamente santa. Cuando el Marqués demuestra a las claras que tal 6 Gambini (1992) dice que las mujeres de las Sonatas representan ideales femeninos finiseculares, y las divide en dos grupos: la mujer fatal y la mujer frágil. Según Gambini, además de ser frágil, María Rosario es una figura prerrafaelista: cándida y humilde. Por su parte, Lavaud-Fage (1992) sostiene que María Rosario ocupa un sitio privilegiado entre los personajes femeninos porque encarna el amor imposible. Tales lecturas de la joven concuerdan con la tradición de subrayar la índole idealista, escapista y estética de las Sonatas. Algunos críticos (Predmore 1987; Bermejo Marcos 1987) han insistido en que su contenido ideológico-satírico niega, en gran parte, el supuesto esteticismo y escapismo. Mi propia lectura está más de acuerdo con las de Predmore y Bermejo Marcos.

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violencia no basta para asustarlo y que seguirá en el palacio, la Princesa parece violar todavía más sus propias creencias religiosas al acudir al ocultismo. Es decir, es otra santa que sabe funcionar satánicamente. Al día siguiente un padre capuchino, tal vez sirviendo de emisario de María Rosario, pide audiencia a Bradomín. El religioso le advierte al protagonista que le robaron un anillo y que una bruja lo tiene en su poder. Piensa ella, según el religioso, emplearlo para obrar contra el Marqués. Luego, valiéndose de un discurso más trampista que ocultista, el capuchino le aconseja al protagonista que vaya a casa de la bruja y, para recobrar la alhaja, le pague el doble de lo que le hubiera ofrecido la persona enemiga. Después de estos discursos bolsistas sobre como ganar a la hechicera, el capuchino le bendice y se marcha, «con la sonrisa grave y humilde de los Santos» (28). De acuerdo con el consejo del capuchino, Bradomín le da a la bruja el doble de lo pagado. Por la misma cantidad la mujer ofrece hacer delirar a la Señora Princesa por los amores entre el Marqués y María Rosario. Sin dudar de los poderes sobrenaturales de ella, el orgullo donjuanesco de Bradomín no le permite aceptar el apoyo hechiceresco de la vieja. Acto seguido, el Marqués desafía al mayordomo mostrándole, como recordatorio de su afrenta, el mismo anillo robado. Al verlo, el pobre hombre se asusta y grita irónicamente: «con ese anillo queréis embrujarme. ¡Yo haré que os delaten al Santo Oficio!», con lo cual huyó, según el hablante, «como si huyese del Diablo» (35). Por amoral que sea Bradomín no es más diabólico que la Princesa y el mayordomo, quienes han intentado matarlo, robarle y embrujarlo. No obstante, ahora el mayordomo le acusa a él de ser Satanás y por eso propone denunciarle al «Santo» Oficio. Debido a este juego hipócrita, las palabras «santo» «Satanás» ya no significan polaridades morales; son signos de poder empleados contra el prójimo con intención de desflorar, misionar, o avasallar según el deseo fisiológico, el afán teológico o el interés ideológico del que los emplea. La confusión entre los dos conceptos llega a su culminación al encontrarse Bradomín con María Rosario y su hermanita menor en un salón del palacio. Cuando Bradomín coquetea con la joven e incluso le declara su amor, ella le llama «el Demonio» (35-36) y luego «brujo» (37). Por su parte, el Marqués reitera varias veces que ella es «una santa» (35-37). Turbada, María Rosario llama a su hermanita y la sienta sobre el alféizar de la ventana. Sigue el protagonista declarando su amor y la joven, aún más desconcertada y queriendo valerse de la niña como escudo para protegerse del ataque amoroso, tiende sus manos hacia su hermanita. De repente, se abre la ventana y la pobre niña cae en los brazos de la muerte. María Rosario se pone histérica y, repitiendo casi las mismas palabras de Concha en Sonata de otoño, grita diez veces: «¡Fue Satanás!» (38-39). Bradomín cierra su narración diciendo que le cuentan que ahora María Rosario, «al cabo de tantos años, ya repite sin pasión, sin duelo, con la monotonía de una vieja que reza: ¡Fue Satanás!» (39). El intento de esta mujer de emplear un discurso bíblico para explicar lo inexplicable es bien triste, casi patético. La muerte de la niña es debida a una combina-

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ción de lo fortuito, lo egocéntrico y lo lascivo. Al intentar explicarla con la palabra Satanás, María Rosario espera reducir a un significado unívoco las contradicciones, las irracionalidades, en fin: los misterios polisémicos de la vida humana. Pero aun en la Biblia las palabras Satanás y santa son signos para aquellos aspectos humanos que no tienen un significado fijo. Además, en este texto sus acepciones se funden para borrar totalmente las distinciones entre uno y otro signo. O sea, María Rosario es burlada no por un nuevo don Juan, sino por un nuevo discurso. Al repetir ella «¡Fue Satanás! ... con la monotonía de una vieja que reza» (57), ella misma borra (sin darse cuenta de ello) la distinción entre lo satánico y lo sagrado, entre Diablo y Dios. En fin, para ella la historia, en su sentido teleológico, ha terminado. Por eso se caracteriza como víctima del cambio epistémico llamado modernidad. No es capaz de reconocer el engaño de la polaridad anterior ni la realidad de la unión actual; así se explica por qué se ve condenada a repetir mecánicamente la palabra Satanás. María Rosario bien puede representar a la mujer víctima de su época. Para justificar un sistema social que privilegia al hombre sobre la mujer, se creó un discurso polarizado. Cuando la modernidad rechaza tal discurso, de repente la desigualdad e injusticia salen a flote. Pero si la sociedad no quiere o no puede corregir las discrepancias entre los sexos, el nuevo discurso tan sólo las subraya. Por ello, la mujer finisecular o del principio del siglo XX, o sea la mujer moderna, es más trágica que sus precursoras. El discurso ha cambiado, pero no así el sistema social. Empleamos la palabra modernidad para significar un cambio del epistema y tal vez el cambio más significativo del siglo XX se refiere al papel de y la actitud hacia la mujer. Mientras se siga considerándola parte de una polaridad, la obligada piedad femenina contra la igualmente obligada crueldad masculina, ambos, los hombres y las mujeres, han de tener una existencia fantasmal. En este sentido, es difícil distinguir entre España y Europa, entre la modernidad y la postmodernidad, entre el principio y el fin de este siglo XX. El discurso modernista que he intentado analizar en Sonata de primavera es de veras una mezcla de discursos premodernistas o lo que Bakhtin llama heteroglosia (1981). De tal mezcla de lo viejo surge lo nuevo, que no es nuevo de veras. Pero sí es un nuevo modo de ver lo real, de interpretarlo. Así quisiera proponer como conclusión que lo que llamamos modernidad es un nuevo modo de ver, una nueva actitud hacia la realidad. Estos modos de ver transcienden fronteras nacionales y por eso ni siquiera son continentales, sino más bien occidentales. Pero para realizar las nuevas visiones globales, Valle-Inclán ha tenido, a la fuerza, que aprovecharse de prácticas meridionales. De ahí la contradicción referente a la llamada Generación del 98 española y la modernidad europea. En resumidas cuentas, Sonata de primavera, tal como las otras obras noventayochistas, está fundada en códigos sociales, literarios e históricos españoles. Es decir, Valle-Inclán, como la gran mayoría de los grandes novelistas, se ha aprovechado de lo que conoce mejor –temas nacionales–. Pero se vale de estos códigos para comunicar una nueva actitud o lo que hoy en día llamamos un discurso modernista. Así se puede explicar la combinación de lo nacional y lo occidental en

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sus obras. En fin, es la fusión de un polo europeo con otro ibero para crear una experiencia a la vez familiar y única, en fin, contradictoria. He aquí, tal vez, la esencia misma de lo que se llama modernidad.

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Jorge Urrutia La conformación del simbolismo español El miércoles 21 de enero de 1953, Juan Ramón Jiménez iniciaba su primer curso sobre el Modernismo en el Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico. En los apuntes que su mujer Zenobia Camprubí y su alumna Gloria Arjona de Muñoz Lee tomaron en la clase de aquel día (editados por Ricardo Gullón y Eugenio Fernández Méndez) leemos: «El movimiento modernista no [es una] escuela; bajo él caben todas las ideologías y sensibilidades». A continuación pone el poeta dos ejemplos que debemos entender como extremos de las posibilidades que el Modernismo ofrecería: en él caben tanto «Unamuno, [filósofo] idealista», como «Rubén Darío, gran poeta formal estético» (Jiménez: El Modernismo, 61).1 Planteado así, no resulta posible oponer el Modernismo a la llamada Generación del noventayocho, que Juan Ramón considera un mito, por lo que debió negar los argumentos de Gabriel Maura, Azorín, Laín Entralgo o, sobre todo, Guillermo Díaz-Plaja. Resulta conocido cómo, en diversas ocasiones, Juan Ramón Jiménez insistió en su idea de que el Modernismo es un amplio movimiento de conciencia que inicia y marca el siglo XX y se manifiesta a través de prácticas estéticas distintas. Desde el punto de vista poético, en la literatura hispánica y según ya explicó Jiménez en aquella su primera lección, el origen del Modernismo se fundamentaría en la obra de Gustavo Adolfo Bécquer, «unión [de] Alemania y España, [ya que ofrece] la copla andaluza mezclada con la balada alemana», y da pie a dos corrientes diferenciadas, la de los «Parnasianos [en] Hispanoamérica» y la del «Simbolismo en España». Los «Parnasianos [son] cronológicamente paralelos [a los] precursores: Rosalía de Castro, Curros [Enríquez], Mosén Cinto [Verdaguer], Vicente Medina». Apunta también que José María Heredia pudo influir en el parnasianismo hispánico (62). Juan Ramón Jiménez le había enviado una nota de presentación al Decano de Humanidades de la Universidad, titulada «El Modernismo, segundo Renacimiento», en la que explicaba brevemente cuáles eran sus pretensiones. Advertía, en lo que sin duda era una suerte de syllabus para el anuncio del curso dentro de los programas universitarios, que el seminario «tendrá un prólogo jeneral sobre el sentido del nombre modernismo». Luego «se determinará que el llamado modernismo en España y Americohispania fue una réplica del parnasianismo. El simbolismo viene después». Y, por último, «se distinguirá el modernismo ideolójico del modernismo estético y se colocará en su lugar y su tiempo la arbitrariamente

1 Amplío los añadidos que los editores introducen entre corchetes con objeto de aclarar mejor la significación de las frases.

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llamada jeneración del 98, que hoy es un hecho histórico puesto que no fue más que una hijuela del modernismo jeneral» (50-51). El poeta episódicamente convertido en profesor era consciente de la novedad de su planteamiento en la crítica literaria de la época. Así lo advertía en unos párrafos anteriores. El seminario consistirá, dice, en la «exposición de un nuevo punto de vista sobre el modernismo poético español y americohispano, de un partícipe y testigo de ese movimiento desde sus comienzos hasta el día». Por ello, «contradice las críticas jenerales que han sustentado el error de considerar el modernismo como una cuestión poética y no como lo que fue y sigue siendo: un movimiento jeneral teolójico, científico y literario» (49-50). En aquella primera clase, por lo tanto, Juan Ramón Jiménez anunciaba a sus alumnos cuatro temas fundamentales de su personal entendimiento histórico-crítico del modernismo: El modernismo es un movimiento general teológico, científico y literario, no una escuela, y en él caben todas las ideologías y sensibilidades, desde Unamuno a Rubén Darío. El Modernismo no puede oponerse a la llamada Generación del noventayocho, que no fue más que una hijuela suya. El origen estaría en Gustavo Adolfo Bécquer que mezcla, por ejemplo, la copla andaluza con la balada alemana. Pueden distinguirse, en Hispanoamérica, el Parnasianismo (que suele denominarse modernismo y en el que pudo influir José María Heredia) y, en España, el Simbolismo, que vino después. Quisiera, en estas páginas revisar rápidamente algunas de esas cuatro propuestas que Juan Ramón Jiménez hiciera el 21 de enero de 1953.

1. El Modernismo no puede oponerse a la llamada Generación del noventayocho, que no fue más que una hijuela suya La Generación del noventayocho ha sido descrita, con mayor o menor detalle, con mayor o menor proyección literaria, por Gabriel Maura, José Ortega y Gasset, Azorín y otros. No creo que deba ahora entrar a discutir lo mil veces discutido. Si consideramos que modernismo denomina lo que en otra culturas se llama simbolismo, entendido éste como simbolismo histórico, que se desarrolla en un período de la historia de las artes que va, más o menos y según los países, de 1880 a las fechas de la Primera Guerra Mundial y al advenimiento de las vanguardias, en él caben tendencias muy variadas, según vimos. La Generación del noventayocho no sería, pues, desde el punto de vista literario, sino un grupo de escritores que, en unos medios de difusión determinados, fundamentalmente el periódico de edición diaria, escriben en una prosa heredera del naturalismo aunque mezclando ya procedimientos de narración y descripción impresionistas. A la generación pertenecerían, no solamente José Martínez Ruiz, Baroja y Maeztu –el grupo de los tres– sino el Manuel Machado de Día por día en

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mi calendario, y otros escritores en diversas circunstancias de su peripecia pública. Sólo resulta, pues, posible oponer el modernismo esteticista o canónico (en poesía, generalmente, parnasianismo) y el modernismo naturalista o noventayochista en el interior de un movimiento más amplio de conciencia y sentido ético de la estética que los aglutina. Si resulta habitual citar modelos extranjeros para los escritos modernistas, más raro es hacerlo para los autores encuadrados en la nómina noventayochista. Y sin embargo también para ellos podríamos encontrar en la literatura europea de finales del siglo XIX obras que los influyeron, con lo que se demuestra que ellos también se integran en un vasto proceder y evolucionar de la conciencia europea. Por no traer a colación más que un caso, piénsese en cuánto la imagen de Toledo que Martínez Ruiz construye en Diario de un enfermo y en La voluntad, o Pío Baroja en Camino de Perfección, depende de Brujas, la muerta, de Georges Rodenbach. O, incluso, en cómo la descripción de una ciudad dominada por los toques de campanas, capaz de agostar el espíritu creador de un joven intelectual, como la que el mismo Rodenbach dibuja en su relato En destierro, entre otros, pesa sobre la visión y el sentir que los dos novelistas españoles ofrecen de Yecla. Fue realmente José María Salaverría –y no olvidemos que Salaverría fue uno de los primeros fascistas de España–, en Nuevos retratos, libro de 1930, el que ofreció una primera descripción política de la Generación del noventayocho. Para Salaverría, «los hombres del noventayocho, aunque en forma arbitraria y con riesgo siempre de caer en la negación o el desengaño patético, sentían el patriotismo trascendente». Los enfrentaba por eso a los intelectuales liberales que se manifes taron en torno al año 1914: Los que llegaron a continuación consideráronse exentos de toda obligación nacionalista. [...] Ellos importaron [...] los nuevos hábitos de trabajo, el rigor y la disciplina, el culto a la erudición. [...] En cambio, hicieron malograr todo lo que de impulso romántico y de energía desbordada había en el movimiento del 98 (Salaverría: Nuevos retratos, 88-89).

Salaverría dará pie a los famosos textos de los años cuarenta y, en especial, al conocido libro de Pedro Laín Entralgo, que se inicia con una «Epístola a Dionisio Ridruejo», claramente política y combatiente hasta el punto de hablar de «tú y yo», por un lado (Ridruejo y Laín, jóvenes falangistas entonces) y «nuestros enemigos» que ya podemos suponer a quiénes se refería. Toma Laín partido, siguiendo la oposición marcada por Salaverría en 1930, por los hombres del noventayocho, de los que los falangistas se consideraban nietos leales, frente a los intelectuales del novecentismo y del veintisiete, la también llamada generación de la República. Guillermo Díaz-Plaja continúa cavando la fosa, aunque tal vez sin ser demasiado consciente, del pantano político en el que penetraba. Juan Ramón Jiménez abominaba del libro de Díaz-Plaja y en una carta que le escribiera el 27 de marzo de 1953, nunca publicada, cuando éste preparaba su libro sobre el poema en prosa en España, le dice en las primeras líneas:

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Querido amigo: me llegó su carta del día 21, en días de trabajo apremiante en esta Universidad en la que, aparte de mis seminarios sobre «El siglo modernista» (que me hubiese gustado mucho que usted hubiera podido seguir) me vengo ocupando de...

2. El origen estaría en Gustavo Adolfo Bécquer que, por ejemplo, mezcla la copla andaluza con la balada alemana Juan Ramón Jiménez se vuelve hacia la obra de Gustavo Adolfo Bécquer de modo distinto a cómo se había hecho hasta entonces. Lo sitúa como puente entre los poetas místicos, especialmente Juan de la Cruz –poeta que estima esencial para la poesía europea contemporánea–, y él mismo. No es casualidad que un poeta como Francis Jammes, cuya relación estética con Juan Ramón es conocida pero que yo llevo más lejos de lo habitual, puesto que en su poesía encuentro muchos de los motivos de Platero y yo, llegara a escribir un librito sobre la mística religiosa y la mística poética en el que relaciona la estética postbaudelairiana con la poesía de San Juan: Le poète est celui qui observe, à travers la haute grille du parc [...]. Il n’est pas convié à la fête; mais [...], tandis que les rumeurs amoureuses des belles couvrent le chant du rossignol, ce chant n’est perceptible qu’au poète dont le coeur s’emplit de la divine harmonie comme une source d’eau pure [...]. Et j’entends Saint Jean de la Croix... (Jammes: Le poète et l’inspiration, 9-10).

Ese poeta no invitado a la fiesta ya no es el de Baudelaire; recordemos que éste escribía en «Bénédiction», poema inicial de «Spleen et ideal» en Les fleurs du mal: Je sais que vous gardez une place au Poète Dans les rangs bienheureux des saintes Légions, Et que vous l’invitez à l’éternelle fête Des Trônes, des Vertus, des Dominations.

Y no puede ser el poeta baudelairiano porque se ha roto ya el sistema literario vigente durante el período realista. No pasa a nadie desapercibida la importancia de la primera rima del libro becqueriano, publicada en 1871 pero escrita, lo más tarde, en 1869. Sin duda encontramos en ella una preocupación que el poeta ha expuesto ya indirectamente, en una narración, El Miserere, de 1862: la insuficiencia del poema para expresar la poesía, de la partitura para transcribir la música misteriosa que se siente en el corazón y se oye confusamente en la cabeza. Yo sé un himno gigante y extraño [...............................................] Yo quisiera escribirle, del hombre domando el rebelde, mezquino idioma, [................................................] Pero en vano es luchar, que no hay cifra capaz de encerrarle...

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Pretender, no ya una transcripción aproximada, sino la absoluta exactitud sólo conduce a la locura y a la muerte: Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores: todo inútil. Su música no se parecía a aquella música ya anotada, y el sueño huyó de sus párpados y perdió el apetito y la fiebre se apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se murió en fin, sin poder terminar el Miserere, que, como una cosa extraña, guardaron los frailes a su muerte y aún se conserva hoy en el archivo de la abadía (Bécquer: Leyendas, 273).

A ello se había referido en 1829 el que puede considerarse como el primer simbolista francés, al menos por su teoría: Sainte-Beuve, a través del heterónimo Joseph Delorme: La vérité, en toutes choses, à la prendre dans son sens le plus pur et le plus absolu, est ineffable et insaisissable; en d’autres termes, une vérité est toujours moins vraie, exprimée que conçue. [...] C’est souvent un peu la faute de l’ouvrier, c’est toujours et surtout la faute de la matière (Sainte-Beuve: Vie, poésies, 195-196).

En 1898, Gregorio Martínez Sierra, uno de los principales modernistas españoles, aunque parezca permanecer siempre en la sombra, vuelve al tema para concluir su libro El poema del trabajo diciéndole a la musa que ha conseguido capturar la idea, aunque de modo insuficiente: ¡La he alcanzado al fin!... y aquí la tienes; pero no hermosa y radiante como la concibió mi mente loca, sino informe y descolorida, cual medusa arrancada del seno de las olas. ¡Acógela en tus brazos, sin embargo; derrama sobre ella la caricia inefable de tu sonrisa! No vale nada; mas representa el esfuerzo que realicé para agradarte, la labor con tanto amor emprendida, con tanto entusiasmo continuada por mi espíritu, siempre arrastrado por la atracción irresistible y misteriosa de tu mirar profundo!... (Martínez Sierra: El poema del trabajo, 122).

Ese esfuerzo es el del obrero poeta, el que da título al libro, que nada tiene que ver –como algún crítico ha afirmado, necesariamente sin haber leído el libro– con el proletariado. En el verso primero de la rima inicial de Bécquer citada antes aparece el tema de la sinfonía de las esferas que preocupaba a los románticos alemanes. Es una idea de la que se ocupara ya Schiller y a la que se refiere Novalis. Enrique de Ofterdingen aprende cómo los astros se agrupaban en rondas melodiosas. Ahora bien, el poeta es el que aún es capaz de percibir ese himno porque, como comenta Marcel Brion en su obra La Alemania romántica, en la feliz época de los orígenes del universo, cuando todo era armonía y concordia, ese lenguaje único era comprendido por todos; pero la caída y el fin de la edad de oro trajeron consigo la disociación lingüística; a partir de entonces el lenguaje de la naturaleza se hizo incomprensible para quienes no hayan conocido la cifra por iluminación o revelación divina (Brion 1971: II, 63-64).

El mito de Babel adquiere así mayor complejidad y mayor sentido mítico que en su elemental tratamiento bíblico. El poeta tiene ante sí el reto de hacer entendible la sinfonía universal, el himno gigante –comprendido gracias a una cualidad sólo

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explicable por su origen divino, como dice el propio Bécquer en la rima VIII– gracias a que haya dado con la cifra. Si Novalis entregará a la poesía posterior la imagen del poeta como minero que excava en la oscuridad para llegar al oro luminoso de la poesía –lo que explica el concepto de trabajo de Martínez Sierra– el paso adelante que da Bécquer es comprender que la poesía exige materializarse, como el oro se convierte en joya, y la cifra buscada, la fórmula del alquimista, debe permitir la traducción al lenguaje cotidiano, siendo éste el terreno de su esfuerzo. Por ello, la primera rima del libro becqueriano permite comprender la XXI, si se la interpreta en virtud de la primera de las Cartas literarias a una mujer, de 1860, cuando dice que la mujer «es, en una palabra, el verbo poético hecho carne». –¿Qué es poesía?, dices, mientras clavas en mi pupila tu pupila azul. ¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas? Poesía... eres tú.

Ese tú no es exactamente el ser amado, sino la mujer como materia, como conformación significante el himno gigante y extraño. Nada tiene, en el fondo de particular, puesto que la relación de la mujer con la poesía viene del romanticismo alemán. Witkop (1932: 66), en su biografía de Goethe observa: «Era especialmente prodigioso: parecía que ella no fuera más que una con el ideal de Herder: la poesía popular, la canción alemana habían hecho carne en Frederike. Su dulzura, su fervor íntimo, su secreta tristeza la nimbaban». Según Udo Rukser, en su libro Goethe en el mundo hispánico, Bécquer conoció los lieder de Heine y Goethe a través de E[ulogio] F[lorentino] Sanz y Augusto Ferrán, y les confirió antes que nadie la forma que había de resultar definitiva para el mundo hispánico. [...] Reconoció que con el lied, tal como quedaba plasmado por Goethe y sus sucesores, había empezado una nueva época lírica. Al lograr dar forma a esta intuición, se convirtió en la figura central de la moderna lírica española incipiente, y por esto Juan Ramón Jiménez, el patriarca de la poesía española, le pone a la cabeza de la época moderna (Rukser 1977: 208).

En otro lugar he explicado que, a mi entender, la poesía romántica alemana entra en España no como poemas sino como letra para cantar, gracias a las partituras musicales cuyo comercio internacional estaba muy desarrollado (Urrutia 1995). Ello permite comprender con mayor facilidad el porqué del uso de las formas de la canción popular española, o inspiradas en ella, para adaptarlos e imitarlos. Pero lo importante de la poesía de Bécquer no fue tanto conseguir resolver el problema de la elección poemática, que centra la investigación poética española durante la segunda mitad del siglo XIX, como conseguir un nuevo lenguaje. Hasta el punto, por ejemplo, de que la rima XVII de Bécquer, Hoy la tierra y los cielos me sonríen, hoy llega al fondo de mi alma el sol, hoy la he visto... La he visto y me ha mirado... ¡Hoy creo en Dios!

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explique ya poemas últimos de Juan Ramón Jiménez como «La trasparencia, Dios, la trasparencia». La obra de Bécquer parte de la creencia de que la poesía es, en sí, revelación de un mundo inexistente antes, o sólo intuido, y que, con toda probabilidad, ella misma crea. Y esto es anterior en veinte años al modernismo. Así, en la rima XV, «tú» se define a lo largo de la primera estrofa con la expresión de vaguedades, de elementos inasibles, inaprehensibles y, por ello, prácticamente inefables: leve bruma, blanca espuma, rumor, beso del aura, onda de luz: Cendal flotante de leve bruma, rizada cinta de blanca espuma, rumor sonoro de arpa de oro, beso del aura, onda de luz: eso eres tú.

La segunda estrofa amplía la caracterización a base de comparaciones, de equivalencias semejantes a las baudelairianas, ya que es imposible describir sombras que huyen desvaneciéndose: Tú, sombra aérea, que cuantas veces voy a tocarte, te desvaneces ¡como la llama, como el sonido, como niebla, como el gemido del lago azul!

Frente a ese «tú» inasible, el «yo» es una voz, un quejido y, sobre todo, una búsqueda y un deseo: En mar sin playas onda sonante, en el vacío cometa errante, largo lamento del ronco viento, ansia perpetua de algo mejor: eso soy yo.

Un «yo» que persigue a todas horas, desesperado, algo que sabe inalcanzable y que, en el mejor de los casos, no se fija en el poema más que como sombra de lo entrevisto: Yo, que a tus ojos, en mi agonía, los ojos vuelvo de noche y día; yo, que incansable corro, y demente, ¡tras una sombra, tras la hija ardiente de una visión!

Esta rima XV ha sido muy analizada y los antecedentes que con toda minuciosidad describe Robert Pageard en su edición crítica de las Rimas (1972), no hacen sino poner al descubierto la grandeza de Bécquer y la mala comprensión que se ha hecho de su obra.

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Creo que su significado como exposición de la lucha, del trabajo, hubiera dicho Martínez Sierra, del poeta –el «yo»– por conseguir aprehender la poesía –el «tú»–, muy lejos de cualquier preocupación amorosa, que parece obsesionar a los estudiosos becquerianos, queda claro si relacionamos esta rima con el siguiente poema de Juan Ramón Jiménez, que figura en el libro Piedra y cielo: Mariposa de luz, la belleza se va cuando yo llego a su rosa. Corro, ciego, tras ella... La medio cojo aquí y allá... ¡Sólo queda en mi mano la forma de su huida!

Aquí, la poesía no es un cendal flotante o una sombra aérea, es una mariposa –en simbolización muy utilizada, al menos, desde Gautier– también incansablemente perseguida por el poeta. Al final de la carrera sólo queda el poema, siempre insuficiente, que si para Bécquer tan sólo era la sombra de la visión, para Juan Ramón Jiménez es el polvillo de las alas que dejaran su forma en la palma de la mano. Como podemos apreciar, tanto Bécquer como Juan Ramón recurren para la elaboración de su poesía simbolista a un léxico que corresponde a la semántica del mundo natural. Los elementos de la naturaleza son fundamentales como eje de relación en el simbolismo, ya desde el concepto de correspondencia de Baudelaire. Recibirán los elementos naturales un definitivo empuje en la poesía europea, en torno a 1897. Durante el último decenio del siglo se manifestará un interés por la naturaleza del que será testimonio evidente Les nourritures terrestres, de André Gide. Dije que el sistema literario vigente durante el realismo decimonónico se rompió. Y con mayor violencia en la poesía española que en la francesa, porque carecimos de un poeta como Victor Hugo que supiera ir asumiendo y propiciando las novedades y porque el clasicismo del decenio 1840/1850 se manifestaba como vuelta atrás que borrase las tímidas apariciones de un romanticismo casi inexistente. La obra de Zorrilla, pese a su valor parnasiano que facilitó la labor de Núñez de Arce en la imitación a distancia de Alfred Tennyson, sirvió para deshacer la renovación ideológica de Larra y la revolución del léxico y del concepto poético que apuntara en Espronceda. Gustavo Adolfo Bécquer comprende hacia dónde debe marchar la nueva poesía, pero lo hace tímidamente, con contradicciones teóricas y sin ser comprendido. Su obra debería haber significado en la poesía hispánica lo mismo que la de Charles Baudelaire en la francesa, pero permaneció oculta en una mala lectura de la que sólo la extrae la comprensión de Juan Ramón Jiménez. La verdadera ruptura que significa el Simbolismo histórico o Modernismo tal vez no se produce realmente en España por influencia de Rubén Darío, admirado por todos los poetas españoles pero, sobre todo, fascinados por su moral estética. Tampoco por la lectura de los poetas del parnasianismo francés, de ningún parnasianismo.

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La renovación métrica, e incluso léxica, que el parnasianismo pudiera representar, se había hecho, más modestamente pero también de modo más continuado que en Hispanoamérica, en España durante los treinta últimos años del siglo XIX. Son los viajes a Francia y las lecturas de los poetas franceses del último decenio del siglo XIX los que permiten retomar la senda becqueriana. Si la obra de Francis Jammes, a partir del famosísimo De l’angélus de l’aube à l’angélus du soir (1897), permite componer, no sólo la figura de Platero, sino el tono, el concepto del paisaje y la función de la naturaleza de Platero y yo,2 Las hojas verdes y Baladas de primavera, es porque la poesía naturista francesa había tocado a los poetas españoles. Los tres autores que se estiman de mayor influencia sobre los naturistas son Walt Whitman, Nietzsche y el filósofo Henri Bergson. Del simbolismo naturista y del propio uso becqueriano, debe, por lo tanto, provenir la importancia de la naturaleza y de los términos correspondientes al mundo natural en la poesía simbolista española, como los poemas de Juan Ramón Jiménez o de Antonio Machado demuestran. De hecho, la conformación del símbolo en el simbolismo español puede explicarse si atendemos a un párrafo de la «Introducción sinfónica» de las Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer (v. Urrutia 1998). El poeta les dice a las ideas que bullen en su cerebro: Si morir es dormir, quiero dormir en paz en la noche de la muerte sin que vengáis a ser mi pesadilla, maldiciéndome por haberos condenado a la nada antes de haber nacido. Id, pues, al mundo a cuyo contacto fuisteis engendrados, y quedad en él como el eco que encontraron en un alma que pasó por la tierra, sus alegrías y sus dolores, sus esperanzas y sus luchas.

El poeta sabe que sólo existe como tal si escribe el poema. No quiere que sus ideas le maldigan por no hacerlas escritura y se decide a hacerlo. Los poemas serán el eco de su interioridad, de su alma, y responderán a la verdad de su sentimiento. Obtenemos así la primera palabra del léxico simbólico: «eco», con el significado de autenticidad. Siguiendo el procedimiento normal de las oposiciones, frente a ella debemos situar el término que signifique lo contrario. En el léxico cotidiano, frente al término «eco» encontramos el término «voz». El eco es repetición de una voz, pero nosotros deberemos utilizar «voz» con la significación de no eco que, ahora, no puede ser otra cosa que inautenticidad, es decir: poema que no responde a la interioridad del poeta. Ahora podemos comprender mejor aquellos dos versos del poema «Retrato», de Antonio Machado: A distinguir me paro las voces de los ecos, y escucho solamente, entre las voces, una.

El poeta prefiere los ecos, los poemas auténticos que corresponden a la interioridad de un poeta, a las voces, los poemas inauténticos que no corresponden, por lo

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V. el estudio previo a mi edición de este libro.

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tanto, a esa interioridad. Ahora bien, entre las voces, entre los poetas de la exterioridad, retiene uno cuyo nombre no nos revela. La última estrofa del poema «Retrato» queda, a la luz de esta reflexión, iluminada de forma distinta a la comprensión habitual. Y cuando llegue el día del último viaje, y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, me encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar.

Opino que la «Introducción sinfónica», en su último párrafo, da pie a la última estrofa del poema machadiano: Tal vez muy pronto tendré que hacer la maleta para el gran viaje; de una hora a otra puede desligarse el espíritu de la materia para remontarse a regiones más puras. No quiero, cuando esto suceda, llevar conmigo, como el abigarrado equipaje de un saltimbanqui, el tesoro de oropeles y guiñapos que ha ido acumulando la fantasía en los desvanes del cerebro.

La precedencia de Bécquer es indudable. Lo importante no fue que mezclara la lírica alemana con la española, sino su descubrimiento del nuevo simbolismo poético que lo hace evidente fundador de la moderna poesía española, como bien supo intuir Juan Ramón Jiménez.

3. Pueden distinguirse, en Hispanoamérica, el Parnasianismo (que suele denominarse modernismo y en el que pudo influir José María Heredia) y, en España, el Simbolismo, que vino después El Modernismo hispanoamericano, de raíz parnasiana, resulta movimiento fundacional de una literatura y, por ello, el arte por el arte se revela muy pronto insatisfactorio. No hay sólo que hacer belleza. Tampoco es suficiente con negar una retórica. No basta con atacar una mentalidad. De ahí las preocupaciones políticas que en seguida afloran y que le aportan al movimiento sus primeras contradicciones ideológicas tan enriquecedoras, sin embargo, estéticamente. La tradición cultural no puede crearse de la nada y la relación estrecha con la cultura española permanece en la literatura hispanoamericana, como es natural y aunque sólo fuera por el uso de una lengua común, por encima de la búsqueda de modelos diferentes (v. Zavala 1968). Como, además, España no significaba amenaza alguna para los nuevos países americanos (salvo para la Cuba anterior a 1898), el españolismo puede expresarse como manifestación nacionalista frente a los Estados Unidos de Norteamérica, de lo que son ejemplos evidentes poemas de Cantos de vida y esperanza, como «Salutación del optimista», «Al Rey Óscar» o «A Roosevelt». Por otra parte, los mismos modelos parnasianos franceses, con su obsesión historicista, conducen temáticamente hacia la experiencia compartida y, de ahí, la importancia de la poesía de José María de Heredia y de sus sonetos sobre los

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conquistadores. «Les conquérants», por ejemplo, fue imitado en numerosas ocasiones y dejó huella indudable en la obra de José Santos Chocano, hasta el punto de que no es exagerado decir que constituye la verdadera línea de salida del Modernismo hispanoamericano, aunque sea un poema escrito en francés. Comme un vol de gerfauts hors du charnier natal, Fatigués de porter leurs misères hautaines, De Palos de Moguer, routiers et capitaines Partaient, ivres d’un rêve héroïque et brutal.

Cabría, pues, discutir si en el Modernismo hispanoamericano lo fundacional debe considerarse o no por delante del espíritu antiburgués. En esa actividad fundacional no están, por otra parte, solos los hispanoamericanos; pudiéramos encontrar parecidas preocupaciones entre los escritores belgas y, sobre todo, entre los miembros del movimiento de la Joven Polonia. La función fundacional es, además, propia del mitificador, del artista, del poeta. También en España, como en Francia, el simbolismo se manifiesta posteriormente al parnasianismo, aunque muy poco después y casi simultáneamente. Soledades, de Antonio Machado, es ya un libro simbolista en 1903, cuando El jardín de las quimeras, de Francisco Villaespesa, uno de los más importantes libros del parnasianismo español, es de 1909. La obra poética de Antonio Machado ha sufrido también una mala lectura, pese a los esfuerzos de algunos críticos, que ha ocasionado interpretaciones erróneas y en la que lo biográfico ha querido ser el único agente hermenéutico. No quiero decir que la nueva lectura de un Machado heredado como poeta realista no existiera hasta ahora, porque están ahí los libros de Segundo Serrano Poncela, de Carlos Bousoño o de Aguirre que me contradirían, sino que la crítica estuvo preocupada, sobre todo, por aspectos filosóficos, ideológicos, sentimentales o de recepción de los textos, más que por el funcionamiento poético del poema en sí. Pero ni siquiera todos los poemas de Soledades. Galerías. Otros poemas se han visto liberados de la interpretación biografista. Pensemos en el que abre el libro «(El viajero)». El propio poeta escribe en Los complementarios que lo anecdótico, lo documental humano, no es poético por sí mismo. Tal era exactamente mi parecer hace veinte años. En mi composición «Los cantos de los niños», escrita el año 98 [...] se proclama el derecho de la lírica a contar la pura emoción, borrando la totalidad de la historia humana. El libro Soledades fue el primer libro español del cual estaba íntegramente proscrito lo anecdótico (Machado: P.C., 1207).

El primer poema del libro se refiere, indudablemente al paso del tiempo y a la cons tancia, desde el presente, de que existió un pasado. En el presente cotidiano («La sala familiar»), está el viajero, que es el mismo poeta en su personalidad creadora, interior («el querido hermano»; en otro poema «el hombre que siempre va conmigo»). La sala está sombría porque así se difuminan los perfiles dejando en una imagen distanciadora el sueño y la memoria. El tiempo ha pasado inútilmente, aunque el alma aún siga viajando (estrofa segunda) y la naturaleza expresa el paso del tiempo (estrofa tercera). El pasado da pie a las dos estrofas siguientes. Un

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pasado no siempre fácil (la juventud se interpuso como una loba). Hubo una posibilidad de poesía exterior –de voz diríamos recordando lo dicho antes– donde nave y sol hacen pensar en otro poema, posterior, de Campos de Castilla, el titulado «Una España joven». Para terminar en la conciencia del tiempo que se impone a cualquier voluntad del viajero. Los críticos han buscado quién pudiera ser el viajero, si el tío, el hermano, el padre del autor. Pero el viajero es el símbolo del poeta y su origen está, sin duda, en la Divina Comedia de Dante. El poeta en la Commedia, inicia su discurso advirtiendo que A mitad del andar de nuestra vida extraviado me vi por selva oscura, que la vía directa era perdida.

El viajero se ve atacado por tres animales feroces, uno de ellos una loba, y es salvado por el portador del verbo poético, Virgilio que le advierte: «Otro viaje distinto te conviene». Por eso cada poema de Soledades es, a mi entender, un fragmento de la vida de un viajero, y la naturaleza es el libro de símbolos por el que él transcurre. Claro que Antonio Machado, aunque conociera bien la obra de Dante, tenía un poeta en el que recoger la imagen del viajero. Un poeta, además, que fue muy importante para los simbolistas, especialmente después de que Maeterlinck tradujera sus Fragmentos. Me estoy refiriendo al romántico alemán Novalis. Novalis sabe que es necesario emprender un viaje filosófico y místico alrededor del mundo, hacer un recorrido circular en busca del conocimiento. Enrique de Ofterdingen, de Novalis, es precisamente la novela del viaje iniciático del poeta. El hombre que busca es un viajero que tiene que partir, dejar los lugares habituales de rutina, la ciudad natal, la familia, el taller paterno. Es preciso abandonar al hombre antiguo en la tumba del pasado, y echar a andar, peregrinar hacia el baptisterio del futuro, donde se dará origen al hombre nuevo. En ese viaje geográfico se dan también otros viajes en espíritu: son los sueños, que se ramifican sobre las aventuras vividas en el tiempo y en el espacio y que, para los poetas simbolistas, permitirán la escritura del poema. Como se dice en Los discípulos en Sais, de Novalis: «El Maestro quiere que cada uno de nosotros siga su propia ruta, ya que al seguirla atravesaremos nuevos países, y finalmente nos conducirá a las moradas santas, a la santa patria». A lo que responde el discípulo: «lo importante es que cada uno describa su propia curva». El poema de Machado trata del tiempo, sí, pero del tiempo por el que se extiende la experiencia poética y permite viajar al viajero, al poeta. Es el tiempo del extrañamiento poético, el que «extranjeriza» al poeta. Creo que no hay que insistir mucho para entender el significado de «(El viajero)» y comprender también que se trata de un poema prólogo y, a la vez epílogo, que encierra en sí toda la escritura del libro. Tampoco puedo insistir aquí sobre la influencia de Novalis, presente también, por ejemplo, en el poema prólogo de Campos de Castilla, cuando el poeta asegura

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Hay en mis venas gotas de sangre jacobina, pero mi verso brota de manantial sereno

no está sino sintetizando el mensaje de Klingsohr en el capítulo séptimo de Enrique de Ofterdingen: De ahí que el calor fresco y vivificante de un espíritu poético sea exactamente lo contrario de aquel ardor incontenible de un corazón enfermizo. [...] El poeta, cuando es joven, no es nunca suficientemente frío y reflexivo. Para llegar a poseer un lenguaje verdadero y melódico hace falta tener un espíritu amplio, atento y tranquilo. Cuando en el corazón del hombre ruge la tormenta que arrambla con todo y disuelve la atención en un caos de ideas, entonces no es posible el verdadero lenguaje; lo único que de ello puede resultar es una palabrería confusa y enmarañada (Novalis: Enrique de Ofterdingen, 197).

La precedencia de Antonio Machado en este modo de escritura poética no le hacía demasiado feliz a Juan Ramón Jiménez, más tardío en su llegada al simbolismo. Por eso tuvo especial empeño en relegar al sevillano hacia una época anterior. En los textos de Alerta afirma: «Antonio Machado al lado mío, aunque ocho años mayor, es un poeta muy español, muy nacional, pero gusta situarse en lo arcaico, en lo provinciano y no espresa la España de su propia época» (Jiménez: Alerta, 70). Aparte de que se pueda o no estar de acuerdo con el poeta de Moguer cuando relega la estética machadiana a lo provinciano, Machado sólo era seis años mayor que Jiménez. Y en un texto inédito llega incluso a decir: «Antonio Machado es un gran poeta del siglo XIX».

4. Final En un libro de 1981, Juan Ramón Jiménez y Sevilla creo haber mostrado cómo el poeta falsea su biografía para parecer unido desde muy temprano a los intelectuales krausistas sevillanos. Aunque él descubriera tarde la importancia del krausismo, de ningún modo estaba dispuesto a aparecer separado del que era el movimiento intelectual más importante de la España moderna. Así también, varios documentos, bastantes de ellos inéditos, muestran a un Juan Ramón Jiménez delineando una segunda generación modernista a la que él pertenecería. Naturalmente, esa generación no podría confundirse nunca con los hombres del noventayocho, a los que considera traidores. En carta a Gregorio Marañón el 27 de diciembre de 1952, todavía inédita, escribe: Yo he conocido bien a los del 98, he oído los discursos de Unamuno en la Zarzuela y en el Ateneo cuando quería a todo trance su rectorado, lo he visto esperar dos meses en Madrid a que lo recibiera el rey Alfonso XIII que no lo recibió entonces; yo he leído los artículos de «Azorín» en LUZ exaltando al Pirata del Mediterráneo y le he escrito retirándole mi amistad, lo que dio orijen a catorce o quince artículos embozados contra mí; leí las declaraciones de Baroja durante la guerra en España abogando por una

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dictadura militar. Y también el soneto a Lister de Antonio Machado y no dirá usted que soy parcial, a Maeztu no vale la pena hablar de ello.

Además, su generación ya no arrastraría los lastres parnasianos, aunque aprovechase con generosidad los experimentos inmediatamente anteriores. En un texto de Alerta, refiriéndose a su viaje y estancia en Francia a principios de siglo, dice: «Viaje y Francia me hicieron reaccionar contra el modernismo, digo, contra mi modernismo, porque yo estaba comprendiendo ya que aquel no era entonces mi camino» (Alerta, 79). Incluso, en algún momento, llega a afirmar que Antonio Machado era de la generación anterior, de ahí su deseo por incrementar la diferencia de edad. Esa inteligente estrategia intelectual no pretendía otra cosa que situarse en paralelo con la propia evolución de la literatura francesa. Tras los grandes maestros del simbolismo. Después de Baudelaire, de Mallarmé o de Verlaine, se ve desarrollarse una serie de inquietudes poéticas abiertas a las matizaciones regionales, buscadoras de los elementos naturales que los paisajes próximos ofrecen como paraíso reencontrado y que, tras la teoría de Robert de Sousa, une su estética a los ritmos y temas de la poesía popular. Los nuevos nombres importantes de la poesía francesa son, ni más ni menos, que André Gide, Paul Fort y Francis Jammes. Con los tres tiene muchos puntos de contacto la obra de Juan Ramón Jiménez. Como ellos, considera que sus amigos y maestros son los modernistas, pero se siente ya partícipe de la nueva mirada que puede dirigirse sobre la vida literaria desde mediados del la última década del siglo XIX. Y Juan Ramón Jiménez quiere ser la primera figura de esa nueva poesía. Ahora sabemos ya que se trataba del simbolismo pleno, un modo de escritura que surge en la modernidad española de la mano de Bécquer y que, aunque Juan Ramón busque más de una vez silenciarlo, no puede prescindir de la obra de Antonio Machado (v. Urrutia 2004).

Bibliografía Bécquer, Gustavo Adolfo (1972): Rimas. Edición de Robert Pageard. Madrid: CSIC. Bécquer, Gustavo Adolfo (1989): Leyendas. Edición de Pascual Izquierdo. Madrid: Cátedra. Brion, Marcel (1971): La Alemania Romántica. Heinrich von Kleist Ludwig Tieck. Barcelona: Barral. Jammes, Francis (1922): Le poète et l’inspiration. Nîmes: Gomès éditeur. Jiménez, Juan Ramón (1962): El Modernismo. Notas de un curso (1953). Edición de Ricardo Gullón y Eugenio Fernández Méndez. México: Aguilar. Jiménez, Juan Ramón (1983): Alerta. Edición de Francisco Javier Blasco Pascual. Salamanca: Universidad de Salamanca. Jiménez, Juan Ramón (1997): Platero y yo. Edición de Jorge Urrutia. Madrid: Biblioteca Nueva.

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Machado, Antonio (1988): Prosas completas. Edición de Oreste Macrì con la colaboración de Gaetano Chiappini. Madrid: Espasa-Calpe. Martínez Sierra, Gregorio (1898): El poema del trabajo. Madrid: Imprenta de Bernardo Rodríguez. Novalis (1992): Himnos a la noche. Enrique de Ofterdingen. Edición de Eustaquio Barjau. Madrid: Cátedra. Rukser, Udo (1977): Goethe en el mundo hispánico. México: Fondo de Cultura Económica. Sainte-Beuve, Charles-Agustin (1925): Vie, poésies et pensés de Joseph Delorme. París: René Kieffer. Salaverría, José María (1930): Nuevos retratos. Madrid: Renacimiento. Urrutia, Jorge (1981): Juan Ramón Jiménez y Sevilla. Sevilla: Ayuntamiento de Sevilla. Urrutia, Jorge (1995): Poesía española del siglo XIX (Antología). Madrid: Cátedra. Urrutia, Jorge (1998): «El simbolismo español, resolución del modernismo», en: Ibero Americana 22, 71-72, pp. 159-170. Urrutia, Jorge (2004): Las luces del crepúsculo. El origen simbolista de la poesía española moderna. Madrid. Biblioteca Nueva. Witkop, Philipp (1932): Goethe, sa vie, son oeuvre. Paris: Stok. Zavala, Jesús (1968): «Rubén Darío y la literatura española», en: Mejía Sánchez, Ernesto (ed.): Estudios sobre Rubén Darío. México: Fondo de Cultura Económica.

V. Arte y medios de comunicación

José Luis Bernal Muñoz Entre la tradición y las vanguardias: la estética del 98 A pesar de la abrumadora bibliografía existente sobre la generación española de 1898, los tratados respecto a sus ideas sobre las artes figurativas, la plástica, la estética no literaria, brillan por su ausencia, si bien la celebración del Centenario de la misma ha venido a paliar en parte dicho vacío. El caso es que esta generación ha caído en el tópico de ser considerada exclusivamente ética, literaria, filosófica, trascendente, pesimista, oscura y absolutamente ajena a los goces de la forma y el color, a las delicias que pueda disfrutar un sensitivo. Y no es así por dos razones. La primera porque aquellos escritores, en la búsqueda de la esencia de España, la encontraron en muchas ocasiones en el arte de los grandes maestros españoles del pasado, expresando su dolorido sentir en formas tomadas a la estética, a la pintura y a las bellezas de la plástica. La segunda, porque no fueron solamente escritores quienes sintieron la necesidad de salir a la busca de la verdad de España, de encontrar su grandeza y de amarla, sino que fueron también muchos los artistas que tomaron el comprometido camino de la renovación estética, tratando de alcanzar con sus medios y su arte los mismos fines, haciendo de aquella misión el objetivo de sus vidas. Y los escritores del 98 lo sabían. De cuantos autores se han ocupado del pensamiento de esta generación, nadie ha expuesto con tanta claridad la validez de cuanto aquí se dice como Enrique Lafuente Ferrari, cuyas palabras invitaban a avanzar por este camino. Afirmo, en primer término, la licitud de la cuestión. El 98 en las artes es algo que tiene entidad real, efectiva; quiero decir, que aquellas preocupaciones que agitaron a unos cuantos españoles de positiva influencia sobre las generaciones posteriores se reflejan también en las artes plásticas (Lafuente Ferrari 1948: 449-458).

A su vez, el académico apoya la legitimidad de considerar un 98 pictórico en las enconadas discusiones, ya conocidas, que constituyeron la «cuestión Zuloaga» y que aún en 1926 daban ocasión a Francisco Alcántara a escribir su artículo «Los cuadros de Ignacio Zuloaga», publicado en El Sol, en el que se refería al trascendentalismo como actitud asumida por los hombres de esta generación frente a la amargura de ser español, sentimiento que les llevaba a rechazar la retórica grandilocuente y la mentira implícita en la visión de un pasado glorioso totalmente opuesto a las tristes realidades de un presente oscuro e incierto. En definitiva, lo que se trata aquí de demostrar es que el trascendentalismo que aportó la Generación del 98 a la vida española, el proceso de reflexión que aquel grupo de escritores inició, incluso antes de la fecha clave que da su nombre a la generación, con el propósito de convertirse en conciencia de la nación, no sólo no fue ajeno a las artes plásticas, como se ha mantenido de forma habitual, sino que

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muy al contrario, fue precisamente en la plástica, en las artes figurativas, y especialmente en la pintura, donde encontró muchos de sus argumentos capitales y la plasmación de su ideología. Y que además, no fue sólo un movimiento literario, sino que, bien influidos por los escritores del 98, bien imbuidos del discurso dominante de la época, fueron muchos los artistas que expresaron en sus obras las mismas emociones e iguales preocupaciones que las que Baroja, Unamuno, Azorín o Maeztu, dejaron escritas en sus libros y artículos periodísticos. Así pues, abandonando lo que Lafuente Ferrari llamaba «erudición supersticiosa», aceptemos la realidad de las cosas y asumamos la existencia de una fuerte, poderosa y múltiple corriente estética en la literatura de esta generación. Es indudable la importancia que tuvieron algunos destacados miembros de la Institución Libre de Enseñanza, como Giner y Cossío, en la preocupación de los escritores por las cuestiones artísticas, y aunque todos los noventayochistas reconocían esta circunstancia, la valoración que hacían de ella no era la misma, siendo los dos casos más extremos Azorín y Baroja. Mientras el levantino consideraba que sólo gracias a la Institución había surgido aquel grupo de artistas y literatos que aprendieron a amar el Guadarrama que Velázquez y Goya habían puesto en los fondos de sus cuadros, el vasco achacaba a los institucionistas el que se diese a la pintura una importancia en su opinión injustificada, y que se la considerase algo socialmente trascendente, lo cual le producía un gran enfado. No obstante, aún aceptando esta incontestable influencia, no cabe duda que hay en todos ellos, por unas u otras razones, una indudable implicación con la plástica desde ya muy temprana edad. Así, en el caso de Baroja y Maeztu, esta implicación tiene un cariz familiar, siendo grandes pintores sus hermanos, respectivamente Ricardo y Gustavo; Unamuno se sintió atraído por el dibujo desde sus tiempos infantiles, y estudió en el estudio de Lecuona, como muchos de los grandes pintores vascos de la época, realizando algunos óleos y un buen número de dibujos; Azorín, por último, tuvo desde siempre vocación de pintor, circunstancia que emerge de forma constante en su literatura, y que confirmó explícitamente en su Memorias inmemoriales.

1. Clásicos A la búsqueda de un mito nacional, los escritores del 98 indagaron en la historia, en el paisaje, y en el arte de su país, buscando las razones del carácter español y de la decadencia de la raza. Apoyándose en conceptos como el casticismo o la intrahistoria, esta búsqueda les condujo a encontrar en Castilla el alma de España, en Don Quijote el símbolo de la regeneración, a través de su muerte para renacer como Quijano el Bueno, y en El Greco el espíritu de la mística castellana. Para Unamuno, son los pintores del Barroco, Velázquez, Zurbarán o Murillo los que mejor expresan el casticismo español, pero también los artistas de su patria vasca, que son los verdaderos restauradores de la vieja pintura castellana en lo que esta tenía de más austero y místico. Por otro lado, cree que hay un arte eterno,

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nacido de la tradición, que sobrevivirá a las modas y al tiempo, y que es el núcleo de la intrahistoria. Zuloaga es, según Unamuno, el pintor cuyos lienzos le han hecho profundizar en la austera y fundamental gravedad del pueblo español, en el pozo intrahistórico de su alma. No hay ninguna duda de que fue el Greco el pintor, entre los antiguos, que gozó no sólo de la preferencia, sino del fervor de estos escritores que, sin excepción, se ocuparon de su obra aproximadamente desde 1900, si bien los adelantados en sentir ese fervor fueron Baroja y Azorín. Hay que señalar, no obstante, que esta valoración del cretense se produce en el seno de una corriente de exaltación que viene desde los viajeros franceses que recorrieron España en el siglo XIX, entre ellos T. Gautier, y que alcanza al 98 al igual que a otros muchos personajes de la época como Cossío, Zuloaga, Galdós, Pardo Bazán, Rusiñol y los modernistas. Baroja, que fue el primero en ocuparse de su pintura entre los noventayochistas, veía en los retratos del Greco el sueño de una nación que se sentía capaz de conquistar el mundo con la cruz y la espada, y entusiasmado por la visión de aquellos seres austeros, pura espiritualidad en los rostros, creerá encontrar en la austeridad de Toledo, de Castilla, el espíritu del hombre que los pintó y junto a él el alma eterna de España. Por su parte, Azorín no sólo ve en el Greco una nueva forma de sentir el color y un antecedente del gran Velázquez, sino que busca más allá de la evidencia ese ideal misterioso e impenetrable que se esconde tras sus cuadros, y que en la obra que Azorín dedicó a Dominico Theotocopuli, Diario de un enfermo, queda desgarradoramente plasmado al referirse a esos personajes alargados, retorcidos y violentos, de tintes negruzcos y palideces cárdenas que dan la sensación de una existencia tumultuosa y trágica. Para él, el Greco era el pintor que se identifica con el alma española en lo que esta tiene de mística y de tristeza. La atención que Maeztu y Unamuno dedican a este pintor es posterior. Maeztu no lo hace hasta el final del tercer período, considerado entre 1909 y 1913, mientras que Unamuno es aún más tardío, y sólo la conmemoración del centenario, en 1913, sacará al profesor de griego de su silencio sobre el pintor de Creta. Maeztu es ajeno a toda exaltación y a todo apasionamiento, y a pesar de ello, su artículo es de interés excepcional, hasta el punto de convertirse en una nueva y desconocida vía noventayochista para la apropiación del Greco para esta generación. Maeztu introduce una visión completamente distinta, distante de la emoción identificadora de su obra con el alma castellana, al considerar que en la obra El entierro del conde de Orgaz el elemento católico griego es mucho más poderoso que el elemento católico romano, destacando en consecuencia el bizantinismo de la composición y aportando algunas curiosas ideas sobre el color como conjunción de un infinito número de líneas de fuerza. En cuanto a Unamuno, más en la línea de Azorín y Baroja, su visión de 1914 aporta además la influencia de la obra de Bartolomé Cossío en el sentido de que el Greco, al llegar a Castilla, sustituyó rápidamente el humanismo italiano por otro humanismo, más español, impregnado de misticismo, hasta el punto de afirmar «que llegó a darnos mejor que ningún otro la expresión pictórica y gráfica del alma castellana y fue el revelador,

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con sus pinceles, de nuestro naturalismo espiritualista».1 El filósofo español distingue entre el idealismo italiano, pagano, platónico y renacentista, y nuestro espiritualismo castellano, místico, de otro mundo y medieval. De todo ello extraerá que el Greco es, como Calderón, Edad Media en medio del Renacimiento, lo que hará que muchos hablen de su bizantinismo, que para Unamuno, no es sino castellanismo puro. ¿Qué cuadros del pintor cretense representan con más exactitud sus ideales? No hay duda de que el primero sería El entierro del Conde de Orgaz, la obra que dio lugar a tantos comentarios de estos escritores y que inspiró a Unamuno estos hermosos párrafos: Esos hombres viven abstraídos, reconcentrados. Los caballeros que presencian el enterramiento del Conde de Orgaz, y cuyas cabezas se nos ofrecen en rosario, destacándose de las negruras de sus vestidos y del fondo, están juntos, contiguos, pero no se comunican entre sí, no forman sociedad. No se juntan unos con otros, sino que los junta Dios. Aparecen unidos porque dependen todos de la misma muerte –cuya expresión es el Conde– y del mismo cielo que se les abre encima. Y este mismo cielo es un cielo iluminado por luz de tormenta, por luz de relámpago. Si el relámpago durase algo nos daría una visión luminosa, como las de los cuadros del Greco. Y aquel cielo tiene por nubes hondos barrancos (Unamuno 1976: 77-86).

El otro sería El caballero de la mano en el pecho, aquel cuadro en el que destaca una mano delicada y espiritual, que nos recuerda aquellas que Unamuno llamaba «aladas» y que «tanto o más que la lengua, han hecho al hombre». Pero quizá sean sus ojos los que, en palabras de Baroja, más nos transmitan el misterio del alma castellana: Los ojos del caballero son grandes, tristes, llenos de resignación; miran de frente a un punto del vacío; son ojos de alucinado o sonámbulo, que miran y no ven, absortos en la contemplación del mundo interior. Sus pupilas, parecen buscar con un anhelo doloroso algo que calme la angustia de su espíritu, y deletrean en las sombras los grandes y extraños misterios que nadie ha descifrado, que nadie, descifrará, en los dominios del Espacio y del Tiempo.2

La otra gran figura pictórica de la generación es Velázquez. Y si el Greco representaba para ellos el misticismo del alma castellana, el artista sevillano condensará en su obra el casticismo y la esencia del carácter nacional. Unamuno ve en él el correlato pictórico de Cervantes, el racionalismo anunciador de los nuevos tiempos, encontrando en sus serenas y nobles figuras la imagen de un pueblo señor que, venido a menos, se siente esclavo por dentro. También para Azorín era Velázquez el pintor de la raza, el máximo exponente de una forma de ser castizamente 1 Sobre este concepto unamuniano de «nuestro naturalismo espiritualista», desarrolla un original estudio Yasunari Kitaura (1979) en el que compara la entidad espiritual de la filosofía japonesa «Kokoro», con la espiritualidad que Unamuno vio en el Greco, afirmando que «el Kokoro de Toledo poseyó al Greco hasta tal punto, [...] que ya no podemos ni siquiera imaginarla sin su presencia» circunstancia que según Kitaura comprendieron inmediatamente Barrès o Rilke. 2 Baroja: «Cuadros del Greco I. Los retratos del Museo del Prado», El Globo, Madrid, 26 junio 1900. Recogido en Álvarez Lopera (1987: 455). También es interesante el artículo de Leopoldo de Luis (1986).

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española, y el más típico representante de nuestro realismo barroco del siglo XVII. En cuanto a su técnica, señaló, ya en 1902, su impresionismo al que llamó manera abreviada; sin embargo, tal vez sea en los fondos de los cuadros pintados por el sevillano, en esos delicados paisajes del Guadarrama, donde Azorín encuentre el motivo más apropiado para expresar su sentido lírico de la naturaleza, viendo en ese emotivo Guadarrama anímico, como los institucionistas, el alma de España.3 Por su parte Baroja, al igual que Azorín, veía en Velázquez el desarrollo al máximo de algunas de las facetas pictóricas del Greco, y refiriéndose a su perfección decía que «en arte, es una circunferencia». La opinión de Maeztu, menos emotiva, es sin embargo la más técnica, la de un crítico de arte, como no podía ser menos. Además de insistir en el impresionismo velazqueño, como ya hiciera Azorín, resaltaba el hecho de que llegaba a él a través de un realismo llevado a sus últimas consecuencias, caracterizándolo como un impresionismo «de impresión permanente». Al igual que Unamuno, convenía en trazar el paralelismo con Cervantes, y resaltaba de sus retratos el que emanaba de ellos una vida que era «tal como la vida es en España, tal como fue en España: sobria, sencilla, austera y elegante». Existe un cuadro que, además de ser el favorito de Azorín y de Baroja, nos va a permitir una reveladora aproximación al procedimiento pictórico-literario de Azorín, y a su estética emanada de su concepción del tiempo. Este cuadro no es otro que Las Meninas. Si tomamos una obra literaria, un relato, y sintetizamos su contenido en una sola imagen simbólica que exprese su esencia, podremos pintar un cuadro que nos transmita el mensaje de la obra. Este procedimiento fue ampliamente utilizado a lo largo del siglo XIX, siendo una de las causas de la reacción naturalista, así como de la aparición de las vanguardias. Pero si por el contrario efectuamos el procedimiento opuesto, es decir tomamos un cuadro y le añadimos su pretérito y su futuro, crearemos una diacronía y entonces podremos reconstruir un relato, una obra literaria. Pues bien, esta forma de escribir fue muy utilizada por Azorín, que también lo hizo con Las Meninas, cuadro en el que, por cierto, Velázquez introdujo toda una teoría del tiempo pictórico con las distintas actitudes de los personajes que, en el lienzo, reaccionan ante algún suceso ocurrido en el momento de pintarse este, en el espacio ocupado hoy por el espectador. En su artículo «Don José Nieto», publicado en Blanco y Negro el 11 de febrero de 1905, Azorín narra los preparativos de Don Diego para pintar su cuadro de Las Meninas: El pintor D. Diego ha colocado las figuras y ha comenzado a pintar el cuadro: delante, enfrente de él, en un testero del salón, están nuestro amado monarca D. Felipe y nuestra reina doña Mariana. Después, al lado del pintor, una niña con la cara sonrosada y el pelo de oro se arrodilla ante la linda infantita.... (Azorín 1905).

Así, cuidadosa, delicadamente, como si del propio Velázquez se tratara, Azorín va situando a todos los personajes, Margarita Mariana, la enana Mari-Bárbola, el 3

Azorín se ocupó de Velázquez en varios artículos, entre ellos «Velázquez y su tercer centenario», La Ilustración Española y Americana, Madrid, 6 junio 1899; «El museo y Velázquez», La Vanguardia, Barcelona, 27 julio 1913 y «Cuestiones de actualidad: Velázquez», ABC, Madrid, 7 noviembre 1913.

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vivaracho Nicolás Pertusato... hasta llegar a D. José Nieto que «con su chapeo forrado de joyante seda en una mano, con su capita veraniega de tafetán, con su cráneo fino y medio acalvado, con sus ojos sutiles» va a ser colocado al fondo, en el corredor, subiendo unos breves escalones. En cuanto al resto de los pintores del Barroco español, Unamuno, que cita a Ribera, Zurbarán o Carreño, los considera en la línea de la vieja y castiza escuela castellana, pintura realista, pobre en matices, de seca rigidez, vigorosa y ruda. Y al igual que Unamuno, Azorín ve en Zurbarán, pintor de las rosas de nuestros jardines, en Ribera, en Cano, en Pedro de Mena, el genio de la raza, hipertrofiado por la decadencia. Pero es sobre todo por Ribera, pintor de la luz y las sombras, por quien sienten estos dos escritores, después del Greco y Velázquez, la máxima admiración. Y dentro de su producción es en El sueño de Jacob, donde Unamuno ve el sueño de un místico, el sueño ascético de una nación: Detrás de los párpados cerrados de aquel varón fuerte, que había de luchar toda una noche, hasta rayar del alba, con Dios y ser por eso llamado Israel, se adivina, se ve más bien, todo su sueño [...] Allí en aquel cuadro portentoso, abrázanse el cielo y la tierra y son una misma cosa. No es cielo sobre la tierra alejado de ella, sino el cielo ceñido a la tierra, abarcándola y sustentándola. Se ve que la tierra es poso del cielo, Y es lo que se dice de nuestro misticismo castellano, tan poco místico en el sentido especulativo y estricto [...]. Porque los lienzos del Españoleto son dramas ascéticos (Unamuno 1976: 101-102).

2. Paisaje Pero donde los hombres del 98 vieron verdaderamente el alma de España a través de Castilla, fue en su paisaje, en ese duro y calcinado paisaje de páramos infinitos que constituye la meseta castellana. Las teorías de H. Taine de la influencia del medio físico sobre las producciones artísticas de los hombres encontraron amplio eco en los escritores de la generación, exceptuando a Maeztu, y a partir de ellas, elaboraron el mito del paisaje de Castilla. El Unamuno poeta contemplativo, del que habla Blanco Aguinaga, recrea una visión espiritualista de la doctrina determinista de Taine, que le induce a encontrar en los campos y los accidentes geográficos la razón del comportamiento de sus habitantes, de sus sueños y de sus anhelos. Aunque en los tiempos de Paz en la guerra (1897) ensalzaba el verde y húmedo paisaje de su país, muy pronto se sentiría inseparablemente unido al paisaje solemne, inmoble, árido y grave de Castilla. También sobre Azorín ejercieron una notable influencia las teorías de Taine, y así, al hablar del espíritu de Don Quijote o de Santa Teresa, paradigmas del alma de Castilla, decía que había que verlo como una extensión del paisaje castellano y de la raza de guerreros, aventureros y conquistadores que lo habitaban, de donde surgirá el concepto de Castilla como sublimador de la raza hispana. Distingue este escritor entre dos Españas, símbolos respectivamente de la meseta y

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de la costa: una es la España de los grises, la del paisaje trascendente y psicológico, la otra la España coloreada, la del paisaje inmanente y descriptivo. Entre los pintores que podríamos considerar más próximos al 98 figuran una serie de artistas que aunque nacidos con anterioridad, constituyeron una referencia esencial y marcaron un camino, especialmente en el paisaje, que ejercería una notable influencia en su obra y que servirían de lazo de unión con los institucionistas. El nuevo sentido del paisaje aportado por Carlos de Haes (1826-1898), a quien se considera tradicionalmente el introductor en nuestro país del paisaje como disciplina autónoma, fue captado por los hombres del 98, especialmente por Azorín, quien en su obra Madrid se reconocía como asiduo visitante de la sala de Haes en el Museo Moderno; consideraba además que su pintura se correspondía con los paisajes literarios descritos por Enrique Gil en El señor de Bembibre, autor al que señalaba como introductor del paisaje en la literatura española. Finalmente digamos que el levantino, tras reconocer el superficial conocimiento que su grupo tenía del pintor, afirmará: «Haes tenía la perseverancia y el ahínco que teníamos nosotros; era nuestro hermano, sin que lo quisiéramos». Otro pintor que podría ser considerado con todos los honores antecedente inmediato de la generación fue Martín Rico (1833-1908), artista madrileño, que fue el primero en desarrollar pictóricamente la nueva visión del Guadarrama que pronto exaltaría la Institución Libre de Enseñanza y a través de ella los hombres del 98 que la considerarían como la espina dorsal del espíritu nacional. Pero de todos los paisajistas que se sintieron atraídos por la sierra madrileña, sin olvidar al espléndido Jaime Morera, no cabe duda que fue Aureliano de Beruete (1845-1912), el pintor más querido por los escritores de la generación. En la línea de los profesores de la Institución Libre de Enseñanza, con la que colaboró activamente, participaba de la idea de una regeneración nacional a través de la educación y de la formación de las futuras clases dirigentes; al mismo tiempo hizo suya la admiración de los institucionistas por el Greco y sobre todo por Velázquez, de quien escribió, en 1898, una biografía, buscando en su pintura las señas de identidad de lo español, circunstancia en la que coincidiría con las opiniones y el sentimiento de los noventayochistas. En esta exaltación del pintor sevillano, pero sobre todo en la plasmación de las vistas del Guadarrama como un paisaje del alma, Beruete se adelanta a lo que muy poco después escribirán los hombres de la generación. Baste para ello recordar que su obra El Guadarrama desde la Moncloa está pintada hacia 1892. Azorín le consideraba pintor de Castilla, la mejor alabanza que le podía dedicar, destacando el amor hacia la tierra castellana que reflejaban sus cuadros de las tierras de Toledo, de Segovia y de Cuenca. Buena prueba de esta veneración que sentía por el pintor son los orgullosos párrafos que dedicaba a describir el cuadro que poseía de este pintor y que aún hoy puede verse en su Casa-Museo de Monóvar. En Ignacio Zuloaga (1870-1945) el paisaje de Castilla, más intuido que visto en sus cuadros, resulta sin embargo omnipresente. En aquellos grandes lienzos, habitados por personajes monumentales, se cumple lo que decía Unamuno del

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paisaje castellano, que en lugar de hacer a los hombres eran estos los que parecían modelar el paisaje por emanación de su carácter. Así, en los cuadros del vasco, surge una naturaleza austera, recia, poderosa, telúrica, que parece una prolongación del alma de aquellos personajes. Se trata de un paisaje simbólico, como si fuera el sueño materializado de aquellos seres que parecen vivir fuera del tiempo, ajenos a la historia, sólidamente instalados en la intrahistoria eterna. Ese paisaje donde el cielo azul de Castilla nunca es azul, donde el agua es un lujo, donde moran el botero de Sepúlveda o las brujas de San Millán, es el que Lafuente Ferrari llamó paisaje heroico, y es el que, como igualmente señalaba el profesor, marca la diferencia entre Beruete y Zuloaga, una diferencia que él llamaba generacional. Por eso decimos que Beruete es un antecedente. En esto, Zuloaga está más cerca de Unamuno, más expresionista, que de la forma de ver el paisaje por parte de Azorín o Baroja, más impresionista, más próxima a Darío de Regoyos. Por su parte, Azorín hablaba de la España coloreada y la España de los grises, refiriéndose al luminoso Mediterráneo en contraposición a la austera y calcinada Castilla. Esa España coloreada encontraba su mejor expresión en la región valenciana, y si en su madurez las experiencias adquiridas le habían llevado a descubrir el secreto de los amplios horizontes castellanos, la herencia de la cadena de los antepasados –como él mismo diría–, los recuerdos de la infancia le acercarían inevitablemente a aquella luz, a aquella sensualidad clásica, levantina, que el escritor veía encarnada en la pintura de Joaquín Sorolla (1863-1923). El Mediterráneo... El Mediterráneo –querido Sorolla– que no pasará nunca. El Mediterráneo, que será, en el Arte y en las Letras, eterno. El Mediterráneo, que son esas mujeres gráciles y blancas de vuestros lienzos; esas mujeres con venas azules en la tez transparente y con un supremo encanto de espiritualidad y de sensualidad a la par (Azorín 1917: 145).

Distinguía Lafuente Ferrari entre el paisaje heroico, que es el paisaje de Zuloaga, el paisaje emocional de Castilla, y el paisaje impresionista, que es el paisaje descriptivo, el paisaje colorista de Azorín y de Baroja. En Azorín, el paisaje heroico de L. Ferrari es el paisaje psicológico, el de la España de los grises, mientras que el paisaje impresionista es el de la España coloreada. El mundo del escritor de Monóvar, aunque no siempre, es un mundo de colores, siendo en general Azorín muy proclive a las composiciones gramaticales que implican color. En cuanto a la luz, compartía las teorías de Regoyos de las dificultades de la luz cenital que anulaba los matices, mientras prefería las horas del día próximas al atardecer y la madrugada, cuando aparecen las suaves entonaciones violetas, los fulgores áureos, los melancólicos rosas, los nacarados brillantes y los púrpuras llameantes. También Baroja participa de esta calidad de escritor proclive al impresionismo, como él mismo confirmó en más de una ocasión, y es en su emblemática obra Camino de perfección donde se encuentra la descripción de la paleta plein air del autor, así como los cambios del paisaje con el transcurrir del día, motivo tan querido por los impresionistas franceses. Darío de Regoyos (1857-1913) es quizás, junto a Zuloaga, el pintor más estudiado, querido y conocido por los escritores del 98. Todos, sin excepción, le

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brindaron su amistad y su admiración, y si tenemos en cuenta que su fecha de nacimiento, 1857, es sólo siete años anterior a la de Unamuno, el mayor de los escritores considerados, podremos convenir en que se trata de un antecedente inmediato, que prácticamente puede considerarse como formando parte del grupo generacional. Regoyos, establecido de forma definitiva en España en 1895 al abandonar la Bélgica de sus aventuras juveniles y de su desarrollo como pintor, va a cambiar no sólo su paleta, sino sus objetivos que se harán más pictóricos y menos literarios. Un poco antes, hacia 1892, ha empezado a ensayar cuadros puntillistas, de los que son buena muestra Barcas varadas (1892), Retrato de Dolores Otaño (1892) y Las redes (1893), y de esta técnica puntillista que ya nunca abandonará completamente, nacerá –en un proceso inverso– el particular impresionismo de Regoyos. En esta evolución debió influir poderosamente el viaje que, por esas fechas, realizó Regoyos a París en compañía de Rodrigo Soriano, viaje en el que pudieron conocer a las principales figuras del Impresionismo, entre ellos a Claude Monet, al que Soriano llama «el excelso luminista», a Edgar Degas, a Camile Pissarro y a Paul Signac. Este último fue un descubrimiento para Regoyos; de la visita que le hicieron en su casa de Hègèssine Moreau, en Clichy, Soriano recuerda las revelaciones que recibieron de este profeta del neoimpresionismo, sucesor de Seurat, que propugnaba la pureza de los colores proscribiendo las mezclas para hacerlos más puros. Y así, a la vista de los brillantes paisajes de la Provenza colgados de la pared, irá surgiendo para Regoyos la revelación, la nueva palabra: Su técnica toda se refunde en aquel alarde de complementarios que ostenta la Puesta de sol en el Mediterráneo, el cabrilleo de alta mar, los esplendores rojizos del sol que incendia el agua en llamaradas, el temblor de la luz, que cae, copioso, como diluvio de oro... Las novedades de Signac prestan, con efecto, al paisaje, sorprendentes efectos luministas (Soriano 1935: 189ss.).

Este descubrimiento nuevo del paisaje, del alma de las cosas, que llevaría a sus críticos a definirle como pintor franciscano, relacionado con su viaje a París y una nueva visión del impresionismo como técnica, presenta muchos puntos de contacto con el viaje de Azorín y Baroja a Toledo y el consiguiente descubrimiento de Castilla y la pintura del Greco. El lugar de encuentro serían esas descripciones impresionistas del paisaje que tanto Azorín como Baroja prodigaron en sus obras, La voluntad y Camino de perfección entre otras, así como ese estudio puramente impresionista de los cambios que la luz introducía en el paisaje con las distintas horas del día y que llevaban a Azorín a levantarse mucho antes del alba para, provisto de una lamparita y un cuaderno de notas, subir a las alturas de un cerro y describir los cambios del paisaje desde el alba hasta bien entrada la mañana, dando como resultado una verdadera sinfonía de sensaciones, de sonidos y colores. Por su parte, Baroja, que se consideraba a sí mismo un impresionista, se sentía totalmente identificado con Regoyos considerándole como el más importante paisajista español de su tiempo y afirmando que en Regoyos se veía la espiritualidad por encima de la técnica, como se veía en los pintores impresionistas buenos.

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En cuanto a Joaquín Mir (1873-1940), las más interesantes e inesperadas relaciones con el 98 son los párrafos que dedicó el sobrio Unamuno a la obra que el artista realizó en Mallorca, donde convivió con Rusiñol, obra influenciada por la que en la isla ejecutó el simbolista Degouve de Nuncques. El escritor bilbaíno, apasionado por la maravilla luminosa de aquellos parajes que parecen bañados por un mar como sangre de piedras preciosas, dirá respecto a la pintura de Mir: Y toda esta costa es una maravilla luminosa. Diríase una isla de piedras preciosas, de esmeraldas, de topacios, de rubíes, de amatistas, bañándose al sol en su propia sangre. Pues es el mar como sangre de piedras preciosas [...] No, no son fantásticos delirios aquellos que pintó el gran poeta de la luz de Mallorca, el pintor Mir, que embriagado del sol, como suelen estarlo las chicharras, pintó como estas cantan en los pinos, brezando la modorrienta siesta del mar, con un estremecimiento de las entrañas (Unamuno 1975: 231).

3. Carácter nacional. Intrahistoria Al calor de dos de las corrientes más poderosas del pensamiento del siglo, el idealismo alemán y el positivismo francés, surgiría una corriente de nacionalismos democratizadores que no van a fijarse ya en las grandes gestas del pasado histórico, sino, como también quería Joaquín Costa, en las tradiciones, en el colectivismo agrario, en el derecho consuetudinario, en el espíritu del pueblo. Para Unamuno, y es ésta, repetimos, una influencia más de Costa en el escritor vasco, no se podía pensar en un Código Civil que no tuviera en cuenta, y de forma prioritaria, las costumbres jurídicas de las distintas regiones de España. No veía sin embargo Unamuno la defensa del regionalismo como una desmembración de la patria, sino que muy al contrario propugnaba el amor a la tierra propia como un camino que, por medio de la mutua comprensión, condujera a la patria universal. En su ensayo «La crisis del patriotismo» expone apasionadamente sus ideas que parecen aproximarse a las establecidas por Kant en su Filosofía de la Historia. Según él, por lo que respecta a la patria se está produciendo un fenómeno de polarización por el cual, paralelamente al sentimiento cosmopolita de humanidad – que hoy llamaríamos globalización– va creciendo el apego al terruño, al territorio nativo. El regionalismo se va incrementando a expensas del sentimiento patriótico nacional, y a medida que se amplia la gran patria humana, se hace más intenso el sentimiento de la patria chica, a la que llama patria de campanario. A esta idea se superpondrá su concepto de la «intrahistoria» según el cual todo cuanto constituye el presente histórico, los acontecimientos, lo publicado en los periódicos, las grandes fechas, no es sino la superficie de un profundo océano en el que viven una vida silenciosa millones de hombres que arrastran su existir cotidiano, hecho de trabajo callado, abnegado y tal vez sin esperanza. Y a esta vida silenciosa y oculta es a la que llama vida intrahistórica; en ella vive la tradición eterna, en la que hay que buscar la vitalidad de los pueblos, el verdadero genio de la raza.

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Es en un sentido amplio esa «patria de campanario» la que ahora se va a convertir de forma más o menos consciente en el referente espiritual de los artistas que, como los escritores, encuentran además en las teorías de Hippolyte Taine de la influencia del medio en que habita el hombre el discurso para explicar las diferencias nacionales de los distintos pueblos de Europa. Surge así el mito hispánico, el mito del carácter español, que para Unamuno y Azorín es consecuencia del medio, y para Baroja es, sobre todo, consecuencia de la raza. Pero no sólo fueron ellos quienes se ocuparon del reflejo del carácter español en el arte. En su artículo «La España vieja», de 1907, Ángel Guerra aporta un documento de primer orden como síntesis de las opiniones de los noventayochistas sobre esta cuestión, al expresarse en estos términos: El aspecto austero, silencioso y grave, que se advierte sondeando bien el espíritu de nuestro pueblo, está en los rostros avellanados y en el mirar intenso de los hidalgos del Greco; esa tendencia del alma nacional, por exacerbación del sentimiento religioso, a lo místico y a lo ascético, la reflejan admirablemente los santos de Ribera; ese alarde de la socarronería maliciosa, burlesca y picardeada, que nos es también característica, se advierte al primer golpe de vista en la traza fanfarrona y en el espíritu amargamente risueño de los bufones que pintara Velázquez (Guerra 1907: 69).

Para Unamuno, la raza española, sometida a un sol de justicia y a los rigurosos fríos del invierno, sin suaves tibiezas, ha desarrollado un carácter extremoso y sin matices, furiosamente individualista, lo que le empuja al anarquismo, que es un ideal cristiano. Y este ideal cristiano, enraizado en el irracionalismo español, hará de Castilla, y por extensión de España toda, la patria de Cristo. Unamuno ve en la obra de Elías Salaverría (1883-1952) la esencia del espíritu castellano en lo que este tiene de religioso y conquistador, es decir la ortodoxia del noventayochismo esencial. En el cuadro del pintor guipuzcoano Procesión del Corpus en Lezo presentado y premiado en la Exposición Nacional de 1912, encuentra Unamuno la revelación del alma de su pueblo vasco, «alcaloide del castellano» como diría Jaume Brossa. Todos estos hombres y mujeres, rigurosamente vestidos de negro, con cirios en la mano, transidos de fe y de amor divino, acompañando a dos sacerdotes con sus casullas que, en éxtasis místico, portan bajo palio el símbolo más sagrado de su religión, el cuerpo de Cristo, y que tienen por fondo un cielo rojizo, en el que parece producirse una apertura de gloria, como anuncio de una epifanía, parecen la encarnación exacta de ese país que «con su mística llegó a lo profundo de la religión, al reino que no es de este mundo, al manantial vivo de que brotaba la ley social y a la roca viva de su conciencia».4 Juan de Echevarría, al que se ha incluido con frecuencia entre los «fauves», es algo más que un vanguardista afrancesado, y así lo ve también Juan de la Encina, que en un artículo analiza la personalidad artística del pintor y escribe:

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Este cuadro, que se encuentra hoy en el Museo de Bellas Arte de Vitoria, consiguió una medalla de primera clase en la Exposición de Bellas Artes de 1912. A él se refiere en más de una ocasión Unamuno, por ejemplo en su artículo «De Arte Pictórica», La Nación, Buenos Aires, 21 de agosto de 1912.

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un estudio más detenido nos haría ver su clara estirpe española a través de su parisienismo [...] Veríamos, por ejemplo, la dureza angulosa de su dibujo que de alguna manera podría traernos el recuerdo de Zurbarán, su preocupación por la expresión de la vida interior de los espíritus conturbados y tristes, recuérdese al Greco [...] Estas son condiciones de nuestra pintura clásica [...]. Echevarría, que al comienzo del análisis nos pareció un afrancesado completo, continúa las actitudes espirituales de nuestros viejos maestros, pero con formas y espíritu modernos (Encina 1980: 74).

Y es que, efectivamente, hay un fondo en Echevarría que, con gran frecuencia, le hace olvidar las preocupaciones técnicas surgiendo, intensa, la emoción estética que le acerca al paisaje de Castilla y a la casta ibérica; entonces su espíritu artístico se españoliza y da como resultado sus cuadros íntimos, como los que retratan las tierras de Pampliega, su visión de las murallas de Ávila de los Caballeros, o esas imágenes de gitanos en las que Camón Aznar ve «una de las contribuciones a la estética del 98 en su busca de espectáculos primigenios y de tipos esenciales, fraguados con la arcilla eterna de las razas». Una forma de expresión de lo que podríamos llamar manierismo del 98, sería la representada por los hermanos Valentín de Zubiaurre (1879-1963) y Ramón de Zubiaurre (1882-1969), aunque en este caso las relaciones con la generación resultan menos evidentes. A pesar de la afirmación de Francisco Alcántara según la cual: «Cuando la ‹generación del 98› se lanza apasionadamente a entrañarse de España, nuestro artista Ramón Zubiaurre forma en las ilustradas filas y cumple entre los mejores la tarea de crear una épica plástica, idealizadora de los seres y paisajes», da la impresión de que los dos hermanos se dejaron llevar por el éxito de un género artístico, la pintura etnográfica, cuyo profeta era Zuloaga. No significa esto, en absoluto, que el arte de estos dos pintores sea la copia sin alma de formas ya inventadas, con el objetivo único de halagar el gusto extranjero, lo que Juan de la Encina y Gregorio Balparda debatieron como «exotismo artístico». Muy al contrario, la pintura de los Zubiaurre es de una enorme personalidad y expresa un sentimiento de poesía íntima como tal vez sólo la inmensa sensibilidad introspectiva de un sordomudo puede alcanzar. En Ramón y Valentín –cuya pintura, con ser muy próxima, es también muy diferente– encontramos, por el tema, tres núcleos argumentales diferentes: la pintura vasca, la pintura castellana, y la pintura modernista. Va a ser en los cuadros mesetarios (Utrillo 1912) donde vamos a poder discernir la personalidad, bien diferente, de Valentín y Ramón de Zubiaurre. Decía Juan de la Encina, buen conocedor de sus cuñados, que en lo espiritual, Valentín deja la impresión de un alma dolorida y grave, mientras que en Ramón hierve la sangre del buen vasco sensual, a quien no es fácil ponerle triste, siendo por tanto su pintura alegre y humorística. Pues bien, mientras el mayor de los Zubiaurre escoge para sus pinturas castellanas la austera Segovia, con esos personajes secos, cadavéricos, embutidos en sus capas pardas, que nos remiten a «Las brujas de San Millán», como ese tremendo «Hombres de Castilla», en el que los siniestros personajes se destacan en un paisaje cobrizo, con la línea del horizonte muy elevada como en Zuloaga, y que parece una emanación de sus habitantes, eligiendo las zonas oscuras de la España negra del eibarrés, su hermano

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Ramón elegirá los vivos colores de las «charras» de Candelario, y en sus cuadros, en lugar de las pardas tristezas de los aldeanos segovianos, brillarán los fulgores de las mantillas de Zuloaga, es decir, la parte de la España negra que a veces se torna en España blanca. Hay pues, en la pintura de los hermanos Zubiaurre, un desdoblamiento de la personalidad artística de Zuloaga, siempre y cuando hablemos de la pintura castellano-leonesa. En cambio, al referirnos a la pintura de ambiente vasco, habremos de referirnos al género del costumbrismo regionalista, y la calificación de noventayochistas exigirá mucha más prudencia, adquiriendo matices de gran sutilidad. Juan de la Encina encuentra en los dos hermanos un acento espiritual (Encina 1917) que equivale a aquella «honrada poesía vasca» de la que hablaba Menéndez y Pelayo que al igual que en Ramón y Valentín Zubiaurre se encuentra en los Idilios vascos de Pío Baroja, así como en la «patria de campanario» de Unamuno, que Juan de la Encina convirtió en la «emoción de campanario». Son aquellas imágenes y sensaciones que, tomadas del propio terruño, quedaron grabadas en nuestra mente de niños o muchachos, como en el Pachico unamuniano, y que en momentos de mágica lucidez esponjan en melancólica dulzura nuestra alma de adultos, remitiéndonos a Azorín y recordándonos que toda poesía y todo arte hallan su raíz más profunda en el recuerdo. Este sentimiento, que es de Azorín, que es de Baroja, que es de Unamuno, es el que pintaron los Zubiaurre en sus escenas de la vida vasca (v. Utrillo 1912, Flores Kaperotxipi 1954, Encina 1917). Eduardo Chicharro (1873-1949), tras su matrimonio con María Briones en 1904, residirá en Ávila durante algunas temporadas, y aquella ciudad de santos y caballeros, llena de castellana espiritualidad, le introducirá en la corriente literaria que en aquellos momentos surgía poderosa de la pluma de buena parte de nuestros intelectuales, en especial de los escritores del 98. Pero es en los castellanos, rugosos y secos y en las garridas serranas, claras y alegres, donde con más fuerza conecta Chicharro con el espíritu de la generación; los pintorescos tipos de la raza, la nobleza altanera de los enjutos hombres mesetarios, la gracia y la unción de las jóvenes castellanas, nos miran desde los lienzos del artista como si se tratase de personajes escapados de Por tierras de Portugal y España, de Unamuno o de La ruta de don Quijote, de Azorín. Uno de los lienzos más representativos de esta serie se llama precisamente Castilla, y marca con precisión el noventayochismo de Chicharro, un estilo pictórico literario, realista, de figuras grandes, ocupando la mayor parte del cuadro, en la línea de Zuloaga, pero más luminoso, más sorollesco, donde el tema de la fe religiosa está tratado con sencillez y humildad, lejos de las truculencias de la España negra, representado por una guapa campesina con un cirio en la mano, delante de un Nazareno orante, y al fondo el paisaje de Castilla, ilimitado, austero, eterno. El mismo fervor, el mismo sentido religioso de los habitantes de los pueblos castellanos aparece en otro cuadro, «El cofrade» en el que un castellano viejo aparece rodeado de Cristos y Dolorosas. Este castellano viejo es el mismo que aparece en La comida, cuadro de ambiente campesino, y no es otro que El tío Carromato (1911), que fue alcalde de Gemuño y que no sólo sirvió de modelo al madrileño, sino también a Zuloaga, Sorolla, López Mezquita y

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al mejicano Diego Ribera. Aparece Carromato orgulloso, altivo, contrastando su oscura capa sobre un muro encalado, y a su lado la poderosa reja de un arado, reliquia viva de los tiempos. El tío Carromato es un héroe de la «intrahistoria», al que Unamuno parece haber dedicado estos párrafos sobre los hombres de Castilla: Allí dentro vive una casta de complexión seca, dura y sarmentosa, tostada, por el sol y curtida por el frío, una casta de hombres sobrios, producto de una larga selección por las heladas de crudísimos inviernos y una serie de penurias periódicas; hechos a la inclemencia del cielo y a la pobreza de la vida [...] Es calmoso en sus movimientos, en su conversación pausado y grave y con una flema que le hace parecer a un rey destronado (Unamuno 1983: 56).

Chicharro está en estos cuadros en la más pura tradición pictórica de los pintores clásicos castellanos, los Velázquez, Pereda, Carreño; de los enanos de Velázquez desciende por vía directa El jorobado de Burgohondo, pintado en 1908. Se trata de un hombrecillo contrahecho, que nos remite a los gibosos de Losada y al botero de Zuloaga, rodeado por un hombre y dos mujeres que escuchan con atención la música que sale del rabel que sujeta en sus manos. Un caso similar al de Chicharro, es el de otro pintor castellano, el burgalés Marceliano Santa María (1866-1952), de quien sólo se ocupa Azorín, y en época tan avanzado como 1943, a pesar de lo cual produjo algunas de las obras más cargadas de intención noventayochista de la pintura española. Sin embargo, no es Azorín el personaje de la generación que puede adivinarse en la pintura de Marceliano; cuando en 1943 el escritor de Monóvar le dedica el capítulo V de su obra La cabeza de Castilla, ni el escritor ni el pintor son los que fueron en los primeros años del siglo, cuando de verdad se podía hablar de Generación del 98, con un ideal, con una filosofía de la vida, con un sentido de lo español. Azorín trataba entonces de encontrar un difícil equilibrio entre su independencia intelectual y el compromiso político, mientras Santa María consumía su indudable potencial pictórico en la monótona repetitividad de unas fórmulas impresionistas que un día fueron vanguardia, pero que sesenta años después no eran sino el lánguido fantasma de un sueño glorioso; el encuentro de aquellos personajes en el final del trayecto no podía producir otras sensaciones que las del aroma del néctar en el vaso vacío, y así a Azorín, la visión de un paisaje de Marceliano le inspirará «la síntesis de toda España, varia en sus elementos, paisajes clásicos y paisajes románticos, y una en su espíritu». No fue Azorín el escritor de la generación que inspiró el noventayochismo de Marceliano Santa María. Aunque en ningún momento he visto el nombre de Unamuno vinculado a este pintor, sus cuadros y sus escritos inclinan a pensar que fue el profesor de griego la fuente de la que el artista extrajo sus estímulos. Dos ciudades castellanas, Burgos y Salamanca; dos rostros sobrios, concentrados, parecidos; Santa María debió ver en Unamuno, al menos entre 1898 y 1914, una figura básica del pensamiento español, hasta el punto de que las ideas del vasco marcaron y condicionaron de forma radical las suyas. Antes incluso de las fechas citadas, cuando aún no contaba más de veinte años, el pintor realizó su obra Santísimo Cristo de Burgos (1886), uno de esos Cristos que, como el de Santa Clara de

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Palencia, inspiraron al escritor algunos de sus más emotivos y desgarrados pensamientos sobre la fe y la razón. En 1897, pinta un cuadro El esquileo, en el que no sólo hay costumbrismo y regionalismo, sino que hay castellanidad, hay amor por la España eterna, hay intrahistoria. En 1906, el pintor se hará aún más explícito, y presentará en la Exposición Nacional sus cuadros Ancha es Castilla y Se va ensanchando Castilla, clara referencia a aquellos párrafos de Unamuno en En torno al casticismo (1895) donde habla del sentimiento que le produce el paisaje castellano: «¡Ancha es Castilla! Y ¡qué hermosa la tristeza reposada de ese mar petrificado y lleno de cielo! Es un paisaje uniforme y monótono en sus contrastes de luz y sombra, en sus tintes disociados y pobres en matices» (Unamuno 1983: 26). Este paisaje petrificado, uniforme y monótono, pobre en matices, es el que Santa María ha puesto, inmenso, infinito, ante los ojos del guerrero burgalés, el heroico Rodrigo Díaz de Vivar de los antiguos romances tan queridos por el 98, en Se va ensanchando Castilla, y en ese otro cuadro, Ancha es Castilla, en el que parece perderse, humilde, abrumado tal vez por un Dios excesivamente justiciero, entre contrastes de luz y sombra, un pastor vestido con su inevitable y pobre capa parda, entre sus ovejas bajo un cielo cubierto de nubes amenazadoras. Además Marceliano Santa María expresó su amor por Castilla en su discurso de ingreso en la Real Academia de San Fernando en 1913, donde se puede comprobar una vez más la influencia de Unamuno: Soy devoto de esas lejanías de color rosa que se perciben en Castilla, donde todo es llano, tanto el carácter como el paisaje; donde todo es claro, lo mismo el idioma que el ambiente. En esos planos sedientos de trigales, heces (sic.) de oro; en esas llanuras silenciosas, sin ecos que amedrenten ni resonancias quiméricas, desaparece la gravedumbre para el cuerpo. En Castilla se anda seguro, sin temor a emboscadas; los hombres caminan sosegadamente, silenciosamente, lo mismo que los ríos grandes, que, sin estentóreas risas de cascada, llevan más caudal cuanto más hondas y mansas van sus aguas; y la superficie de estos ríos es el espejo donde se refleja siempre un cielo limpio, sin brumas ni nieblas; así también la transparencia del alma castellana. Cediendo al poder del Arte, justo es dejarse llevar del cariño a la tierra; así, yo amo a Castilla, mi patria, adoro su fisonomía severa, sin arrugas ni gestos, lisa y llana, descubierta y sin asperezas que tuerzan los caminos, siempre seguidos y derechos (Santa María 1913: 17, 21s.).5

Manuel Benedito (1875-1963) va a sentir la llamada de Castilla, del nacionalismo folklórico, produciendo entre 1906 y 1907 algunas obras que tienen la austeridad y la fuerza de los clásicos españoles, destacando entre ellas las realizadas en Candelario y en Salvatierra de Tormes, en especial El organista de Salvatierra y El sermón, obra que parece ilustrar aquellos párrafos de Azorín en La voluntad: Azorín siente algo como una intensa voluptuosidad estética ante el espectáculo de un catolicismo trágico, practicado por una multitud austera, en un pueblo tétrico [...] ha 5

En su comentario sobre Castilla Santa María introduce una comparación que podría relacionarse con el concepto de intrahistoria en Unamuno cuando usa la metáfora del silencioso fondo del mar «donde vive la verdadera tradición», frente a los que en la superficie «meten bulla en la historia».

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sentido un momento, emocionado, silencioso, toda la tremenda belleza de esta religión de hombres sencillos y duros (Azorín: La Voluntad, 85).

Es sin duda Lafuente Ferrari quien mejor ha sabido ver la relación entre la literatura del 98 y esta pintura de escenas, tipos y paisajes de la tierra de Castilla: Benedito no ha sido nunca un artista que se dejase llevar de los vapores literarios, que tan frecuentemente extraviaban a los pintores de su época [...] Pero no dejó en cambio de sentir a su modo el aguijón de interesarse por esa intrahistoria española a la que Unamuno se refería constantemente y que llevó, en un movimiento generacional a escritores y a artistas nuestros a interesarse por captar la entraña al pueblo español, la rica imagen de la vida regional y muy singularmente el interés por la meseta central, identificada con aquella Castilla que Unamuno, Azorín y Zuloaga cantaban a su modo en libros, cuadros o en versos. Benedito era enteramente coetáneo de los hombres del 98 y es bien explicable que se sintiera afectado por este impulso generacional, acaso de modo inconsciente (Lafuente Ferrari 1976: 23s.; 50).6

El catedrático de Bellas Artes se refiere a los pintores que siguieron lo que él llamaba «la inspiración nacionalista del 98», a aquellos que pertenecieron a una generación que buscaba la esencia de lo nacional en el arcaísmo de los tipos y las costumbres, cuya obra está impregnada de casticismo popularista, entre los que figura por una parte de su obra Benedito, que aprendió a temperar las brillanteces levantinas con los pardos y los grises de la meseta, la España del color y la España de los grises de Azorín. Este nacionalismo folklórico, este nacimiento artístico, fue un movimiento estético que fructificó al filo del siglo XX, no sólo en España sino también a lo largo y ancho de toda Europa, cuyo trasfondo era la afirmación de la propia identidad basada en el carácter de una tierra y de sus gentes –país, paisaje, paisanaje– en el cual estaría también involucrado Fernando Álvarez de Sotomayor (18751960), y que en todo caso, no es sino esa indagación en el carácter popular que es la manera con que los artistas, menos intelectuales que los escritores, reciben esa apelación a lo que Unamuno llamó intrahistoria, apelación que subyace en el movimiento que representa la Generación del 98. En el pintor ferrolano, este nacionalismo artístico se concentra en los tipos de su tierra gallega, pero no con una intención puramente anecdótica, sino con el objetivo claramente definido de expresar en sus lienzos el carácter de una raza, como lo demuestran los títulos de algunos de sus cuadros como As fiandeiras o Tipos celtas, que junto a obras como El interior de la casa de Mende o Comida de boda en Bergantiños, con aquellas mujeres de ojos azules, piel sonrosada y rojos pañuelos a la cabeza, constituyen un auténtico canto a las gentes de la tierra que le vio nacer. No obstante, no fue Sotomayor ajeno al sentido de lo castellano, y en su cuadro Los abuelos nos proporciona uno de los más sobrios y austeros documentos pictóricos del noventayochismo, lleno de un realismo vigoroso que nos remite a nuestros clásicos del siglo XVII como Ribera o Velázquez y que al mismo tiempo, con el viejo 6

Sobre este pintor son también muy interesantes las siguientes obras: Beruete y Moret (1912); Manaut Viglietti (1958); Maeztu (1904).

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envuelto en su parda capa que dirige su cansada mirada hacia el espectador mientras abre la puerta de una habitación negra como la muerte, la anciana mujer que ejecuta –como Penélope– una interminable labor de punto, y el crucifijo colgado en la pared, crea un inquietante e indefinible mundo simbólico.

4. España negra Hay un concepto que tuvo amplia difusión por toda Europa, como expresión de algunas de las peculiaridades más destacadas de la idiosincrasia española, en su vertiente más oscura y trágica, aunque en ocasiones presente también facetas lúdicas o tragicómicas. Se trata, en efecto, de la España negra, que constituye una de las modalidades estéticas más ricas, más personales y más vinculadas a la tradición, del acervo artístico español, siendo determinante en el éxito de esta modalidad estética la influencia de Darío de Regoyos y Emile Verhaeren, que en 1899 publicaban su libro La España negra, en la línea de algunas de las preocupaciones de los escritores del 98, pero también del interés por lo exótico, por lo mórbido y lo misterioso, de simbolistas y modernistas. Son varios los aspectos que puede presentar este lado oscuro de la estética nacional. Por un lado estarían los vinculados a cierta forma de ver la religión, cuya representación se formula básicamente en las procesiones, en los cementerios, y en una tipología de Cristos y Vírgenes que aparece en La España negra de Regoyos y Verhaeren, pero también en Unamuno, que consideraba esta España religiosa y trágica, tan española, y aún más que cualquier otra. Respecto a las procesiones, consideraba la más representativa la plasmada por Zuloaga en su cuadro «Los flagelantes» que le recordaba «esas sanguinosas procesiones de Semana Santa que se celebran aún en tierras de la Rioja», y en cuanto a los Cristos, presenta a su vez dos visiones estéticas, de las cuales, la más próxima a la España negra, es aquella del Cristo yacente de Santa Clara, visión trágica y escatológica ligada a su angustia existencial y a ese gusto por los Cristos lívidos, escuálidos y acardenalados, del que hizo gala en más de una ocasión. También los cementerios forman parte de su estética de lo tétrico, definiéndolos como corral de muertos y dedicando no pocas páginas a las cunas abandonadas, los cementerios medievales y las trágicas tumbas vacías. En cambio, por lo que respecta a esa otra faceta más lúdica de la España negra, cual es la de las corridas de toros y el flamenquismo, su estética no es tan bárbara ni tan crítica como la de Solana, o el propio Regoyos en España negra, sino que se aproxima más a una concepción que sería el resultado de la incultura del pueblo español y tendría más bien su reflejo en algunos cuadros de Zuloaga como por ejemplo Toros en Turégano o Torerillos de pueblo. Ese sentido de la muerte que acabamos de ver en el Unamuno de los Cristos muertos y de los cementerios, y que hizo decir a Verhaeren: «la muerte es en España punto de mira del camino del pensamiento», aparece también en Azorín, quien en La voluntad afirma: «La muerte parece que es la única preocupación en estos pueblos, en especial en estos manchegos, tan austeros» (Azorín: La Voluntad, 45), y aparece

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igualmente, en especial en la época de su crisis de 1901, la preocupación por los cementerios, que se encuentra en Diario de un enfermo y La voluntad. También en el dominio de Momo, dios del carnaval, se encuentran elementos de esa España de la vena oscura y subterránea, de ese mundo dionisíaco, trágico y grotesco, con el que Baroja vincula a Goya, cuyo relevo cogería más tarde otro de los pintores que más hondo han calado en esta forma de ver lo español, José Gutiérrez Solana. Por último, el escritor vasco, en su trilogía de La lucha por la vida, y muy especialmente en La busca, desarrolla una nueva faceta de la España lóbrega, que es la del flamenquismo, los miserables y los mendigos, creando un «conciliábulo de Corte de los Milagros» digno de ser retratado por Ricardo Baroja, Solana o Isidro Nonell; he aquí una vívida descripción de este mundo en la obra citada: No se veían más que caras hinchadas, de estúpida apariencia; narices inflamadas y bocas torcidas; viejas gordas y pesadas como ballenas, melancólicas; viejezuelas esqueléticas, de boca hundida y nariz de ave rapaz; mendigas vergonzantes con la barba verrugosa, llena de pelos [...]; y todas, viejas y jóvenes, envueltas en trajes raídos, remendados, zurcidos, vueltos a remendar hasta no dejar una pulgada sin su remiendo [...]; y todo aquel montón de mendigos, revuelto, agitado, palpitante, bullía como una gusanera (Baroja: La busca, 291).

Desde el punto de vista que anuncia una estética, que marca un camino, es sin duda la visión de la España negra, la que hace de Regoyos un precursor de una de las formas de ver la plástica de los hombres del 98. No sólo se trata de la obra de éste mismo nombre realizada por Darío en colaboración con Verhaeren, sino de sus cuadros anteriores, los de su período belga, que él mismo llamaba su época de «neurasténico», en la que se dedicó a realizar cuadros oscuros, tétricos y llenos de tristeza, contaminado por aquel mal del siglo que Max Nordau analizó en Degeneración y que dio lugar a la obra de Llanas Aguilaniedo sobre el «emotivismo». Quien mejor retrata este sentido de lo truculento de Regoyos en los últimos años de siglo es su amigo Rodrigo Soriano, quien relata la impresión que le causó su obra el primer día que visitó su estudio: La pintura lúgubre, la España negra, la del Greco y Goya, tenía su embajador en El Día de Difuntos. Era como una pesadilla de Edgardo Poe. Negruzcos cipreses se recortaban cual fantasmas en las mudas tapias cerradas y carcelarias... Tapadas mujeres negras, de cadavérico perfil, vagaban entre las sepulturas, engendros de quimera calenturienta, de siniestros sueños. Verdosas sombras, tintas funerarias, envuelven árboles, ramajes, y sepulcrales coronas. Sobre el horrendo negror chisporrotean las doradas luces de unos cirios, llamaradas de auto de fe que gotean lágrimas de fuego... El brutal contraste entre un fondo de tinieblas y los infernales resplandores de la hoguera, de pura casta goyesca, emoción de Rembrandt, me ofrecían el alma del pintor atormentada por inquietudes... (Soriano 1935: 59) 7

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El cuadro al que se hace referencia es La noche de difuntos (1866), cuadro actualmente fraccionado en tres lienzos pertenecientes a colección privada. Se reproduce en el Catálogo de la Exposición Darío de Regoyos de la Caja de Pensiones, Madrid, 1986-1987.

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También la España negra fue un importante motivo en la obra del pintor Ignacio Zuloaga circunstancia que dio lugar a algunos de los más furibundos ataques que se lanzaron contra él. Obras como La víctima de la fiesta, levantaron verdaderas oleadas de escándalo, porque se veía en ella no una crítica contra la crueldad de la fiesta de los toros, sino un símbolo de la decadencia nacional, máxime si se tiene en cuenta que se trataba de un cuadro que habría de ser exhibido en los salones internacionales. Si bien es cierto que en la obra citada, así como en otros cuadros entre ellos «Los flagelantes», Las brujas de San Millán, los dos de Gregorio el botero o La enana doña Mercedes, Zuloaga se acerca a la temática de lo que se dio en llamar la España negra, en realidad falta la truculencia, la barbarie que reflejan algunos cuadros de esta índole de Regoyos y Solana. En realidad, más que de la España negra, en el caso de Zuloaga habría que hablar de la España pintoresca, la España de la couleur locale, que a su vez dio lugar a otro de los ataques más frecuentes que se lanzaron contra el pintor. Ya no se trataba de acusar a Zuloaga de antipatriota, sino de falsario, de representar una España que no existía, una España para consumo de europeos deseosos de pintoresquismo y de emociones fuertes, poniendo en tela de juicio su sinceridad y la honradez de sus intenciones al representar aquella imagen de su patria, que estaría más dirigida hacia aspectos comerciales y de triunfo personal, que a mostrar el alma verdadera de su patria, a tratar satíricamente los males de España con intención regeneradora. En cualquier caso, la defensa que hicieron de él los hombres de la generación fue apasionada en el caso de Unamuno y especialmente de Maeztu, tibia al principio y después igualmente incondicional en el caso de Azorín, y tan sólo en Baroja hay que anotar un poco más de indiferencia. Isidro Nonell (1873-1911) es un pintor indisolublemente unido al mundo de Els Quatre Gats pero cuya trayectoria artística resulta bastante más compleja que la mera adscripción al modernismo catalán. A los dieciséis años estudiará pintura con Luis Graner, un pintor efectista especializado en tipos populares, borrachos, pordioseros y activistas de los círculos socialistas y anarquistas, representados en atmósferas sórdidas o tenebrosas, que probablemente influyeron en la futura trayectoria de Nonell. De lo que no hay duda es de que, ya desde 1894, este pintor, aunque realiza luminosos paisajes no ajenos a la técnica impresionista como Atardecer (1894), Sol de mañana (1896) o Montjuic de día (1895), prestará atención prioritaria a los aspectos de la Barcelona más humilde, pilluelos, pobres mujeres abatidas y obreros explotados, lo cual demuestra un espíritu de una sensibilidad muy diferente a la de sus compañeros de «La Colla del Azafrán» y de la tertulia de Els Quatre Gats, y más próxima a la del pintor-escritor Vallmitjana que abandonaría al grupo del Azafrán, para dedicarse al teatro y la literatura costumbrista donde reflejó la vida de los gitanos barceloneses. Fue precisamente este personaje quien invitó a Canals y a Nonell a pasar una temporada en el balneario que su familia poseía en Caldas de Bohí, estancia que resultaría decisiva en su obra posterior. Su producción más importante de esta época, 1896, consistirá en una serie de dibujos muy esquemáticos, casi caricaturescos, representando la tristeza y la miseria de seres deformados, enfermos por trastornos glandulares, que sería más

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tarde conocida como Los cretinos de Bohí. Este artista que desde 1891 hasta 1898 y desde 1902 hasta su muerte en 1911 no dejó de exponer ni un solo año, pasará desde el año del desastre hasta 1902 con una sola exposición, la de las Galeries Vollard, en la que presentó precisamente el resultado de la crisis de conciencia que le debieron producir los tristes y abatidos soldados, supervivientes de la tragedia. Cuando vuelva a las exposiciones, sus cuadros serán todos iguales, porque no está pintando la crónica de la España negra, sino que está haciendo probablemente el retrato de la España negra. En cada gitana de Nonell, están todos sus repatriados, todos sus Cretinos de Bohí, todas las corridas de toros, los flagelantes, los carnavales de Solana, los enanos de Zuloaga, el Cristo de Santa Clara... En aquellas gitanas, las más humildes de una nación vencida y derrotada, todas tan iguales, tan monumentales, oscuras, humilladas, todas con la cabeza baja, abatidas, hundidas en la sombra, tal vez vio Nonell el símbolo de la amargura y la decadencia de España. Esto explicaría varias cosas. Por ejemplo, su aproximación a Madrid, colaborando en 1901 con Picasso y los Baroja entre otros, en Arte Joven, así como la influencia que pudo ejercer sobre la etapa azul de Picasso, la época más triste del pintor. Por otro lado, cuando Nonell vuelve a exponer en Barcelona al cabo de más de cuatro años, en 1903, la crítica será feroz con él; el público en estas exposiciones lo constituye la burguesía catalana que, ni por nacionalista, ni por burguesa, puede comprender lo que está viendo, y no le perdonará lo que considera un ataque al buen gusto y al decoro. Dolorido y amargado, el pintor decidirá ampliar su colaboración con Madrid, presentándose a la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1904, a pesar de que, explícitamente, las figuras más destacadas del catalanismo artístico recomendaban a sus artistas que no se presentaran a los concursos oficiales de la capital del Estado. Seguramente Nonell esperaría ser más comprendido en aquel centro intelectual donde publicaban sus escritos personajes tan implicados en el regeneracionismo como Maeztu o Unamuno; sin embargo, tampoco las cosas le fueron excesivamente favorables ya que, como cuenta Maeztu, fue relegado a la «sala del crimen» a pesar de lo cual se le concedió una Mención Honorífica. A partir de 1906, progresivamente, sus humilladas mujeres van elevando la cabeza, los colores van siendo más claros y las tinieblas se van disipando. Hace casi dos años Picasso ha marchado a Montmartre y ha pasado del azul al rosa. Las mujeres de Nonell van dejando de ser gitanas, y a partir de 1908 prácticamente acaban por desaparecer. Las figuras, más claras, más luminosas, empiezan a aparecer como vistas a través de un cristal esmerilado. El éxito empieza a sonreírle. Para los asiduos a las exposiciones, la pesadilla del Nonell torturado había terminado, y sus obras se empiezan a vender. La exposición de 1910 en la «Faianç Català» será un acontecimiento, y las mujeres que pintará ahora serán todas de tez limpia y clara raza. Desgraciadamente, para él y para la pintura, cuando sus mujeres han levantado la cabeza, el artista la inclinará. Muere Nonell el 21 de febrero de 1911, de una fiebre tifoidea.

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Con José Gutiérrez Solana (1886-1945) nos encontramos con un pintor a caballo entre las vanguardias y las más crudas imágenes de la estética de la España negra del 98. Tal vez no fueron ajenos al noventayochismo tenebrista de Solana algunos acontecimientos de su vida infantil, como la muerte, el día de Navidad, de su hermanita María de las Glorias, cuando él sólo contaba cinco años, o la muerte de su padre, precisamente el año del desastre, 1898, sin olvidar los trastornos mentales de su madre y su hermano Luis. Todo ello, unido a la fecha de su nacimiento el 28 de febrero de 1886, domingo de Carnaval, influiría en la formación de una personalidad extremosa sobre la que actuaría más tarde su intensa relación con los hombres del 98 en la tertulia del Café de Levante primero, y en la del Café Pombo de la calle Carretas dirigida por Ramón Gómez de la Serna, después. Surgirá de aquí una pintura tremenda, de inspiración popular, en la que los temas de la España negra, los toros, el flamenquismo, la tétrica religión, las procesiones, la miseria proletaria, la prostitución, la pobreza de los pueblos castellanos, presentan su cara más tenebrosa y oscura. Y por si fuera poco, Solana redundará sus tremendas escenas con no menos crudas descripciones literarias en sus libros, Madrid. Escenas y costumbres (dos series, 1913 y 1918), La España negra (1920), Madrid callejero (1923), Dos pueblos de Castilla (1924), y Florencio Cornejo (1926). Es inútil tratar de explicar donde reside lo más noventayochista de la pintura de Gutiérrez Solana, porque aparece por todas partes. Así, en las oscuras procesiones, como aquella Procesión de Semana Santa (1904-1909), tenebrosa, en la que una Virgen Dolorosa aparece atravesada por una espada, mientras un crucificado enorme, se alza proyectando una siniestra sombra contra los muros miserables de caserones sórdidos, y los fieles, sombras informes en la noche, se alinean portando patéticamente sus cirios bajo un negro cielo sin esperanza. En las imágenes del flamenquismo, como aquel llamado Los chulos (1906), cuadro en el que aparecen cuatro personajes patibularios, crónica del hampa de Madrid, de ojos extraviados, miradas torvas, caras famélicas, recortados sobre un fondo negro como su destino. O en las escenas de toros, por ejemplo La corrida de toros (1923) o El desolladero (1924), imágenes de la llamada «fiesta nacional» que nos remiten a los relatos y los grabados de Regoyos en su España negra, y que encuentran la más viva descripción en La corrida de toros en Santoña incluido en el capítulo Santoña en el libro de Solana La España negra, donde reproduce con truculento realismo el triste destino de los animales que han participado en la corrida: Como esta Plaza de Toros no tiene desolladero, sacan los cadáveres de los caballos a la calle, a muchos todavía vivos y cubiertos de sangre, dándoles allí la puntilla, frente al mar [...] Mientras tanto, a la caída de la tarde, frente a la Plaza, abren a los toros de canal con un cuchillo, para sacarles la sangre, y a hachazos, dos hombres fieros como dos leñadores, les cortan los cuernos. Los niños de Santoña ven este espectáculo, que tanto instiga los instintos criminales, con los ojos muy abiertos; miran al carro lleno de caballos muertos, con las patas tronchadas y las lenguas colgando, llenas de tierra, lo mismo que sus ojos cristalinos, muy abiertos (Gutiérrez Solana 1920: 76).

Pero es en el tratamiento de los temas –circunstancia en la que Solana es más un medievalista que un vanguardista– donde se evidencia sobre todo el particularismo

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del pintor-escritor, tanto en sus cuadros como en sus libros, que a menudo son como la figura y su imagen en el espejo. Así, si comparamos sus cuadros y sus capítulos de ambiente madrileño como «La cola de la sopa» o «Las chozas de la Alhóndiga» –incluidos en Madrid. Escenas y costumbres. 1ª Serie– cuyo correlato con los lienzos titulados Esperando la sopa (1910-1912) y Chozas de la Alhóndiga, con algunos de los párrafos de La busca de Pío Baroja donde se retrata la misma realidad, como los capítulos Corte de los milagros o El señor custodio y su hacienda, veremos que mientras en el escritor vasco aún es posible la esperanza a través de la solidaridad, o incluso por el trabajo y el amor que siente por la hija de un trapero, cuya fuerza vital es capaz de dar calor de hogar a una miserable chabola, en Solana, que disecciona la realidad con la frialdad ausente de un forense, donde hay miseria y tristeza no puede haber más que tristeza y miseria: Las puertas de las chozas de la Alhóndiga son tan bajas que los vecinos tienen que agacharse para entrar en ellas; y algunas veces, a gatas, en el suelo, encima de un jergón, una mujer acaba de dar a luz, cosa que no choca entre estas gentes, pues casi todas las mujeres tienen tripa y están embarazadas; entre los calderos y hornillos se revuelcan en el suelo sus hijos desnudos, con la cara llena de costras, de basura, de no lavarse; a algunos les han puesto las faldas de sus hermanas para tapar sus vergüenzas. Los vecinos que viven en estas chozas no se protegen los unos a los otros, y por eso no es extraño ver los postergados, los más pordioseros que han ido a parar allí, que no pidan conmiseración ni lástima (Gutiérrez Solana 1998: 231).

No obstante, es especialmente al enfrentarse con la muerte cuando este pintor rompe con todos los esquemas noventayochistas, extremando su extremosidad de forma patética, lúgubre o rocambolesca. Ya se vio como Azorín, Regoyos, Unamuno, Beruete y tantos otros se sentían atraídos por los cementerios, atracción que tenía no poco de romanticismo, pero que en cualquier caso se relacionaba con sus especulaciones sobre la duración de la vida, el pasado, la eternidad o el fluir del tiempo. Por el contrario Solana, a quien de las «naturalezas muertas» le atrae más la muerte que la naturaleza, focaliza siempre a la dama de la noche en la cripta, las momias, los esqueletos, nido de gusanos, lo más demostrativo de la corrupción y de la inutilidad de cualquier esfuerzo humano por escapar al inevitable destino. De este sentimiento son incontestable muestra cuadros como «La guerra», «La procesión de la muerte» (1930), «El fin del mundo» (1932), «El espejo de la muerte» (1929), «El osario» (1931), o «El entierro de la sardina», pero también algunos de sus escritos como «El Día de Difuntos», en Madrid. Escenas y costumbres. 1ª Serie, donde refiriéndose al cementerio de San Nicolás, aquel donde Azorín y sus compañeros acudieron con ramos de violetas a testimoniar su homenaje a Larra, referirá el levantamiento de las sepulturas de una serie de personajes que tal vez en otro tiempo fueron distinguidos. Eran unas momias de señores ilustres, con la nariz y las orejas comidas [...]. El que se conservaba muy bien era el de un ministro. Tenía la cabeza calva y negra, y las venas, al momificarse, se habían quedado como tiras, haciendo bulto en aquella cabeza redonda, que parecía de cartón [...]. Todas estas momias de académicos y personajes estaban en las actitudes más retorcidas: la cara con una mueca, ya de risa o de rabia, y

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la espalda en arco, como un ovillo; los brazos y las piernas, torcidos. En las cuencas de la calavera, como cuévanos, se enroscaban gusanos y lombrices, y los ataúdes estaban llenos de terrones de tierra que habían entrado por las tablas podridas (Gutiérrez Solana 1998b: 122).

5. España blanca y modernismo Joaquín Sorolla (1863-1923) fue, desde el punto de vista del éxito internacional, el único rival posible para Ignacio Zuloaga; sin embargo, incluso los críticos europeos como Camille Mauclair o Charles Morice, sabían que se trataba de otra pintura, de otra sensibilidad, de mundos diferentes. Y por supuesto lo sabían los hombres del 98, que a pesar de ocuparse todos ellos de su pintura lo hicieron siempre con ciertas reservas, excepto en el caso de Azorín, el único levantino del grupo, que vio en su arte las alegrías de la luz de su tierra alicantina y en el que volcó buena parte de ese sentimiento lírico que en ocasiones le acerca al modernismo, y en el de Maeztu, que desde su atalaya londinense, pudo ver el fenómeno Sorolla desde la perspectiva europea, con la distancia que le otorgaban la lejanía y su calidad de crítico de arte, de la que no gozaban el resto de sus compañeros. Unamuno, de quien Sorolla pintó un espléndido retrato hoy en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, consideraba la pintura del valenciano como el polo opuesto de la de Zuloaga, no tanto por razones de calidad artística como por interpretar una diferente visión de España y del mundo, ya que, según él, representaba la España pagana, la España en cierto sentido progresista, y conociendo sus ideas del progreso esta alusión no podía por menos que ser peyorativa, indicando una falta de espiritualidad. A pesar de ello, sus relaciones fueron siempre cordiales. Por el contrario, para Azorín, más sensible a las sutilidades de la luz y del color, se trata de un gran pintor enamorado, como él, de las bellas impresiones vaporosas y pasajeras. Para él, a quien también retrató Sorolla, no es el color sino el aire lo que ha pintado el valenciano. «El mar, las velas blancas, los árboles, la nueva alba en la floresta, la barca humilde: todo, en fin, lo tocado por el pincel de Sorolla cobra inefable carácter etéreo». Sorolla es, en definitiva, el pintor del Mediterráneo eterno, el pintor de los naranjales, como un oleaje aterciopelado, del mar azul con reflejos de plata, de las telas vaporosas, de la luz filtrándose entre las cañas, de «mujeres con venas azules en la tez transparente». Nada lo demuestra mejor que sus cuadros. En cuanto a su característica de pintor impresionista, aunque en algún momento parece Azorín distinguir entre el impresionismo y el luminismo valenciano, cuando se ocupe del manifiesto de los impresionistas en la revista Juventud contestando a los ataques de Benlliure echará de menos la firma de Sorolla que, como impresionista, era de los más obligados a contestar. Una de las más efectivas experiencias comunes entre el noventayochismo y el modernismo se dio en 1901 con la publicación de Arte Joven, en cuyo número preliminar, además de un poco frecuente grabado de Picasso de tristeza y miseria en un pueblo castellano, se incluía un artículo de Santiago Rusiñol (1861-1930),

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traducido del catalán expresamente para la revista, titulado «Patio azul». Dicho artículo remitía a aquel cuadro del catalán que en 1892 se consideró revolucionario, y que contaba una triste historia de enfermedad y muerte en aquel patio azul, donde se combinaban armónicamente el pesimismo noventayochista y la melancolía modernista. A pesar de viajar juntos y mantener comunicación epistolar, a pesar de ser por sus posturas éticas el catalán más próximo al 98, junto a Joan Maragall, a Unamuno no acabó de agradarle la obra de Rusiñol a quien implicaba en lo que él llamaba la falta de sinceridad estética de la pintura catalana que consideraba en exceso literaria. No hay duda de que Unamuno encontraba una falta de trascendentalidad en aquellos jardines de ensueño que él consideraba exangües y artificiosos, con lo cual no hacía sino personalizar en Rusiñol su condena al modernismo, y por ello le definía como uno «de los pintores crepusculares, enamorados de las medias tintas, de los tonos fundidos, de las languideces y desmayos». En cuanto a Maeztu, al igual que al resto de los componentes del grupo le produce sensaciones de manantiales, de crepúsculos, y le hace pensar en Chopin y en Verlaine, en definitiva, le relaciona, una vez más con la estética modernista. En realidad, esto no es mucho para avalar la opinión de Josep Pla, para quien Rusiñol «queda insertado en el fondo mismo del espíritu de la Generación del 98», a pesar de que el análisis que hace Pla sobre los métodos y objetivos de la generación es absolutamente correcto. Sin embargo, los argumentos que aduce para defender la comunidad de sentimientos del pintor con los miembros del grupo me parecen un tanto forzados. Aceptemos pues que, sin participar plenamente de la sensibilidad y la estética noventayochistas, Rusiñol fue un personaje que por su amplia personalidad, su inquietud intelectual, y su categoría humana, pudo estar próximo a los hombres de la generación, al menos en algunos aspectos no esenciales. De Anselmo Miguel Nieto (1881-1964) Valle-Inclán, en una conferencia en el Teatro Nacional de Buenos Aires, decía: El modernista es el que busca dar a su arte la emoción interior y el gesto misterioso que hacen todas las cosas al que sabe mirar y comprender [...] El modernismo en la pintura española nace en Sorolla, Rusiñol, Casas, Mir, Miguel Nieto y Romero de Torres [...]. Anselmo Miguel Nieto es siempre un casi desconocido por su despreocupación, pero su colorido, su línea, su expresión y su efecto de luz son maravillosos (cit. Brasas Egidio 1980: 98).

Pero en realidad, donde reside el interés de Anselmo Miguel Nieto para la Generación del 98, es en su calidad de contertulio del Nuevo Café de Levante, del que este pintor debió de ser uno de los más asiduos asistentes. Ricardo Baroja, en su obra Gente de la generación del 98, además de citarle junto a Romero de Torres y Ruiz Picasso en los primeros lugares de su larga nómina de pintores que frecuentaban aquel café, le dedicará el capítulo «Un benévolo mozo de cuerda y varias desdichas» en el que es, junto a su amigo el también pintor Aurelio Arteta, el intérprete principal, aunque por discreción no citará sus nombres, y donde refleja con realismo los duros comienzos de la bohemia. Miguel Nieto pintó a algunos de los inefables personajes de aquel mundo pintoresco, como Valle-Inclán

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al que retrató en numerosas ocasiones, la espléndida Tórtola de Valencia, famosa bailarina de la Belle Époque, que fue musa de aquella generación e incluso llegó a organizar una exposición de sus pinturas, la Chelito, la Argentina, y sobre todo, la encantadora Anita Delgado que con su hermana Victoria actuaba en el frontón Central Kursaal de Madrid, presentándose como Las hermanas Camelias. Este último personaje vivió un auténtico y encantador cuento de hadas pues acabó casándose con el Maharajá de Kapurtala, en una mágica aventura en la que estuvieron involucrados, entre otros Valle-Inclán, Ricardo Baroja y el pintor Leandro Oroz, y que Baroja recogió en el capítulo XIII de su citada obra. El pintor retrató a aquella heroína de opereta en un sugestivo escorzo, bailando entre flores, con un sombrero cordobés, vigilada por el busto de un fauno, y componiendo una luminosa danza de rojos y dorados. He aquí una nueva y poco ortodoxa forma de arte noventayochista. También José María Rodríguez Acosta (1878-1941), granadino y amigo de infancia de J. Mª. López Mezquita participa en algún momento de la estética noventayochista si bien resulta verdaderamente difícil encontrar puntos de encuentro o referencias que le pongan en relación con los escritores de esta generación. Se trata en realidad de un excelente pintor, un verdadero humanista, que no tuvo sin embargo la suerte que merecía en las Exposiciones Nacionales a pesar de la primera medalla conseguida en la de 1908 por su obra «Gitanos del Sacromonte». Artista proteico, sus cuadros presentan una fluctuante línea estética que va desde el costumbrismo andaluz, colorista y elegante, hasta las obras modernistas, de profunda influencia prerrafaelista, como el inmenso lienzo de 1910 «La tentación de la montaña», pasando por los hermosos jardines granadinos en la línea de los realizados por Rusiñol, todos ellos de una calidad extraordinaria.

6. Vanguardias Francisco Iturrino (1864-1924) fue un europeísta convencido que, si bien nacido en Santander, a los catorce años se trasladará con su familia a Bilbao, y que a los diecinueve ya estará en Bélgica para estudiar ingeniería, estudios que posteriormente abandonará para dedicarse a la pintura, yendo a vivir a París en 1895 y alternando desde entonces su residencia en París con largas estancias en España. Pero en esos años, Iturrino ha aprendido a usar el color y las formas siguiendo los postulados de París, la nueva Meca del arte. No le interesan al cántabro los problemas de la couleur locale, ni de la España negra, ni la pérdida de las colonias; su mundo es un mundo de colores, de luces, con los cuales hay que construir volúmenes. Por eso, cuando venga a España de nuevo en 1898, no se establecerá en aquel Bilbao que seguramente le parecería provinciano, sino que buscará nuevas impresiones lumínicas y formales primero en Ledesma, en tierras salmantinas, y más tarde en Sevilla, en Córdoba y en Extremadura. Y en lugar de encontrar tipismo, pardos velazqueños y procesiones de Semana Santa, encontrará monumentalidad, desnudos, formas ampulosas y masas de color. A Iturrino no le preocupa el tipo y

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el carácter, sino la composición y la técnica pictórica; huye del literatismo y en lugar de buscar al personaje para descubrir su personalidad, compondrá en grandes masas, acumulando personajes, casi siempre femeninos, muy similares cuando no idénticos, y buscando al representarlos el equilibrio de las masas, la armonía del color y la densidad de las formas esculpidas por la luz. Este tipo de pintura, que tenía en cuenta los caminos abiertos por Gauguin y Cézanne, que seguía y avanzaba las especulaciones de los pintores que más tarde serían llamados fauves con Matisse a la cabeza, esta pintura repito, no podía ser comprendida por los hombres del 98 cuyas preocupaciones eran de muy otra índole. De esta perplejidad en que la obra de este pintor debió sumir a sus amigos españoles son un buen ejemplo los comentarios de Ramiro de Maeztu sobre los cuadros que presentó en la Tercera Exposición de Arte Moderno de Bilbao. A Unamuno, que tuvo severas palabras para el cubismo de Picasso, aquella forma de pintar le parecía las gracias de un niño sin malicia y así lo expresaba, refiriéndose a él como: […] mi excelente amigo Iturrino, alma de niño pintor fantástico, colorista desenfrenado, que se va a Andalucía a pintar agitanadas mozas, desvestidas más bien que desnudas, y luego se mete de rondón en cualquier salón secesionista de París a meter ruido con sus colores que chillan y danzan y hacen danzar.8

No. Evidentemente, no fue Iturrino por su temática un pintor del 98, sino más bien un vanguardista. Y sin embargo, todos hablaron de él, incluido Baroja. Todos le quisieron, porque veían en él una especie de Zalacaín de la pintura. También artista de formación europea fue el ya citado Juan de Echevarría, pintor que a los doce años cursaba en Angoulême el bachillerato francés, a los 17 años estudiaba en Eton, y en 1897 se graduaba como Ingeniero Industrial en Alemania en la Escuela de Mittwalda. Como en el caso de Unamuno y de Maeztu, una crisis religiosa, en 1902, cambió su vida, abandonando los negocios siderúrgicos para pasarse a la pintura, realizando su aprendizaje bajo la dirección de Manuel Losada. Esta circunstancia no es nada extraña, ya que su sensibilidad para la música, heredada de su madre, y sus lecturas de los autores alemanes, Kant, Schopenhauer, Nietzsche, Goethe, y de Spinoza, paralelas a las de Unamuno, le dieron una sólida formación humanística, que explotaría ante la crisis producida por la muerte de su madre. Estas circunstancias, junto a su cualidad de viajero que le pondrá muy pronto en contacto, en París, con artistas que de alguna forma aparecerán vinculados a las vanguardias como Durrio, Manolo, Iturrino o Picasso entre los españoles y Henri Rousseau o Vuillard entre los franceses, dieron lugar a que el pintor se viera vinculado a las nuevas modas y a las nuevas inquietudes que en aquel momento bullían en la capital artística de Europa, exponiendo en el Salón de Otoño, junto a pintores como Matisse, Marquet, Metzinger, Gleizes, Léger, Vlaminck e Iturrino y mereciendo el aplauso de Gillaume Apollinaire, el defensor de los cubistas. Todo ello

8 Unamuno: «De Arte Pictórica I», La Nación, Buenos Aires, 21 de agosto de 1912 (Unamuno 1976: 49).

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llevaría a Juan de la Encina a expresarse así respecto al pintor en La trama del arte vasco: La primera impresión que nos deja su obra es que el artista es un perfecto afrancesado. Su refinado sentido del color, su manera de hacer, su complejidad espiritual decadente, al modo como definiría su decadencia Baudelaire, son condiciones que le sitúan inequívocamente en el marco de la moderna pintura francesa (Encina 1980: 74).

En cuanto a Solana, pertrechado con la ideología noventayochista en estado puro, reaccionará frente a la complacencia de la época, contra aquellos escritores y aquellos pintores que habían convertido el arte regeneracionista, en una mascarada, en una «españolada» folklórica para consumo de visitantes del otro lado de los Pirineos. Esta es la novedad de Solana, que usa con frecuencia la palabra farsante. Todo es una farsa, en el fondo nadie quiere mejorar, nadie quiere cambiar, y la renovación y la regeneración de España no son sino el sueño de la razón, y el sueño de la razón produce monstruos, los monstruos de Goya y los monstruos de Solana. Convencido de la imposibilidad de crear un mundo nuevo, ante las amargas verdades de la vida, dará un paso adelante, expresando como Munch en El grito, la angustiosa y cruda realidad de la vida. Y ese paso adelante, que rompe no sólo con el impresionismo y con el realismo, sino con las últimas fronteras del naturalismo, es el que le introduce en las vanguardias, de forma excepcional e individualista en España, pero muy relacionado en su estética con la obra de importantes pintores de las vanguardias europeas como Georges Rouault, James Ensor, o Emil Nolde. Incluso el surrealismo, que en los primeros años veinte – cuando el pintor madrileño realiza algunas de sus mejores obras– emerge en Europa con enorme fuerza, podría encontrar en determinados cuadros de Solana algunos de sus modelos más conseguidos, y a ese respecto obras tan inquietantes como El espejo de la muerte (1929), o La baraja de la muerte (1927) constituyen excelentes ejemplos. Con Daniel Vázquez Díaz (1882-1969) la Generación del 98 va siendo ya sólo un rumor lejano, el aroma en el vaso como diría Azorín. En la pintura de Vázquez Díaz se encuentran más bien la música y el espacio, el color y el volumen. Su arte es una sinfonía de color, esos colores que, como dice Azorín, le circuyen y le asedian y entre los que destaca el gris que simboliza para el pintor, como para el poeta, el supremo color. Pero además de esta musicalidad cubista del pintor, que se relaciona con las reflexiones sobre la música y el espacio de Maeztu, prevalece en Vázquez Díaz el género del retrato, sus volúmenes con parecido, que fue para el escritor alavés el género por excelencia. Calvo Serraller señala con acierto como el retrato es un tema capital en la producción de este pintor, y recuerda aquella anécdota en la cual el artista discrepa de Ortega y Gasset, pues según Vázquez Díaz para poder considerar bueno un retrato es forzoso el parecido con el personaje retratado, manteniendo siempre el límite infranqueable de negarse a aceptar lo que él mismo llamaba la «desfiguración». Esa «desfiguración», que se confunde con la deshumanización del arte de la que hablaba Ortega, no pudo ser asumida ni por Vázquez Díaz ni por Maeztu, herederos del realismo tradicional español, pero al

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mismo tiempo constituye ese límite borroso entre las últimas manifestaciones de la Generación del 98 y la aparición de las nuevas generaciones, de aquellas cuyas fechas clave podrían ser 1914, 1925 o 1927, portadoras de nuevas soluciones para los nuevos y los viejos problemas. Respecto al cubismo y a una de sus máximas figuras, Picasso, todas las opiniones de Unamuno giran en torno a dos personajes, Darío de Regoyos y el crítico José Junoy. De Regoyos cita una carta en la que el asturiano afirma encontrarlo tan odioso, a pesar de su interés por toda renovación del arte, que prefiere volverse a la época de los románticos. Para Regoyos, lo único que interesaba a Picasso era que se hablase de él, la fama. A esta carta contestaría indirectamente el vasco en el omnipresente artículo «De Arte Pictórica», donde empezaría a hablar de las vanguardias refiriéndose precisamente a la falta de sinceridad, dando la razón a Regoyos en el sentido que se hace la nueva pintura al objeto de épater le bourgeois como es el caso de «esta última aberración del llamado cubismo, que es el juguete de moda entre los «snobs blasés» (Unamuno 1951: 567). Es aquí donde aparecen José Junoy y su libro Arte y artistas, y estos son los comentarios de Unamuno, síntesis de su visión de los nuevos movimientos artísticos que en esos años aparecían en una Europa al borde de una dramática crisis. Retengamos de estas frases de José Junoy, el crítico catalán, aquello de que Picasso abraza nuevas ideas; ideas ¿eh?, ideas y no formas concretas, no visiones. Su pintura es algebraica, cerebral, es decir, no pictórica. Y como álgebra, álgebra mala. «Un arte de concepto, una abstracción del espíritu», le llamó Junoy, y con eso está condenado. Eso ni es pintura ni es nada artístico [...] En el libro ése hay dos reproducciones de dos obras cubísticas de Picasso, la «Tête de femme» (lámina XVI) y «La femme à la bandoline» (lámina XVII), que son cosas o para echarse a reír o para indignarse. Y lo mismo que inventó, a falta de otra cosa más cínicamente extravagante, eso del cubismo, pudo haber inventado el esferismo, el cilindrismo o el conismo.9

Según Baroja, lo que llama artes puras esto es la escultura, la música y la pintura, han cerrado o están a punto de cerrar su ciclo vital. Por el contrario la literatura, a la que no considera un arte puro, no ha cerrado aún su curva porque sobre ella pueden influir continua y constantemente, la historia, la filosofía, la psicología, la sociología o las ciencias naturales que aportando nuevos datos pueden cambiar la mentalidad del escritor. Estos nuevos datos, nos dice, son imposibles para el músico, el pintor o el escultor que se encuentran ante la vida con idénticos asuntos y elementos de expresión que los artistas del pasado y en consecuencia consideraban una extravagancia y una mistificación el intento de dotar a la renovación de las formas estéticas de un contenido revolucionario y social. Según cuenta el propio escritor, conoció a Picasso en 1901. De él pinta un cuadro contradictorio, un tanto extravagante, pero siempre marcado por la inteligencia. Le consideraba un joven simpático, un poco turbulento, de mirada aguda, con una sonrisa irónica y burlona y un aire atrevido y genial. En cuanto a su disposición para el arte, le veía como un 9

Miguel de Unamuno: «Darío de Regoyos» y «De Arte Pictórica» (Unamuno 1976: 59s.; 69).

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hombre muy bien dotado, capaz de hacer cosas extraordinarias, con opiniones artísticas extremas y amigo de mistificaciones y exageraciones. Un pintor puede tener una evolución en su arte. El caso más señalado me parece el del Greco. El Greco empieza su labor con un aire italianista, luego se separa de esta tendencia y crea obra suya inconfundible. Experimenta una evolución lógica y vital; pero un pintor que tiene siete u ocho maneras ¿qué demonio es?, impresionista, cubista, productor de arte negro, dibujante minucioso y académico..., y todo ello al mismo tiempo. Esto está cerca de ser un ciempiés (Baroja 1947: 249).

Si ante las audacias vanguardistas Baroja se rebela, Azorín se inhibe. En realidad se tiene la sensación de que, ante las nuevas estéticas, el «pequeño filósofo» se siente desconcertado, pierde su centro, y la perplejidad le impide reaccionar, siendo incapaz de ni siquiera escribir el nombre de los nuevos reyes de la pintura y sus movimientos artísticos. Ello es debido a que todo su mundo lírico hecho de ternura, de pequeñas cosas, de nubes que pasan, y de paisajes castellanos era el menos preparado para aceptar las nuevas concepciones espaciales; por eso prefirió encerrarse en su mundo e ignorar la existencia de aquel otro que haría saltar en pedazos el universo figurativo. La situación cambia drásticamente con Ramiro de Maeztu, que ya en 1910 percibía los primeros indicios de la gran revolución estética que se estaba gestando. Maeztu, que había dedicado ese año especial interés a la cuestión Zuloaga y a la pintura japonesa, pasó la mayor parte del siguiente en Alemania donde visitó la Secesión berlinesa, cada vez más interesado por los fenómenos artísticos y buscando con avidez los signos de identidad de la nueva pintura que se anunciaba, aprovechando su estancia en Berlín para conocer a pintores como Lovis Corinth, Max Liebermann, Max Slevogt o T. von Brockusen (Maeztu 1910). Y fue a la vuelta de este viaje, cuando en Londres encontró, en el índice de artículos de la revista The New Age, el siguiente título: «La idea de Platón-Picasso». Recuerda entonces a Picasso como un pintor malagueño, residente en París, que había pasado por Madrid 11 años antes, dándole entonces la impresión de un joven pálido, encorvado y silencioso. Maeztu, que no había visto por entonces más que dos lienzos del pintor en la exposición berlinesa, y que por lo que nos dice no debían ser cubistas, quedó perplejo al ver las reproducciones que algunos periódicos acompañaban y decía que no los comprendía, en especial los paisajes cubistas. En particular ante una ilustración de un número de The New Age se pasó veinte minutos observando y luego llamó a dos amigos para que lo vieran con él; lo pusieron en todas direcciones, lo vieron al trasluz, y este fue el resultado: Al principio no sabíamos ninguno lo que representaba. Luego le hemos hallado explicación. Representa lo que quedará de Londres a la media hora de un terremoto que derribe por la noche todas sus edificaciones. Paredes desplomadas, automóviles despanzurrados, una bicicleta que corre en un tejado, los agujeros innumerables de los ferrocarriles subterráneos, grandes ruedas de máquinas y, bajo la desolación amontonada, cuatro focos eléctricos que despiden todavía sus rayos por entre las negruras de un agujero que fue ferrocarril. Desgraciadamente no es esa la interpretación que nos da

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el Sr. Carter. Nos dice que representa un vaso de vino, una mandolina y una mesa (Maeztu 1911).

Confuso, destapa la caja de los truenos contra los marchantes, y confiesa que de todas las Exposiciones de los Independientes en París, que visita cada dos o tres años, sale sin haber comprendido nada, e imagina que como él sale todo el mundo, porque las reputaciones artísticas están forjadas por marchantes judíos que piensan que el mundo está formado por ciegos y snobs y su negocio consiste en la vanidad de los hombres que no confesamos nuestra incomprensión. Pero Maeztu quiere dar ejemplo. «Es la hora propicia para los especuladores y los charlatanes... Y sin embargo, no está mal que nos preguntemos a fin de cuentas: ‹Pero, señor, ¿será que yo no entiendo?›» (Maeztu 1911). Y es que Maeztu no podía soportar la deshumanización del Arte. He aquí la clave de su sentimiento ante las vanguardias artísticas, sentimiento que desarrollaría en tres artículos, indispensables para conocer el proceso por el que se introdujo al conocimiento de las nuevas concepciones estéticas en nuestro país. Dichos artículos, publicados en Nuevo Mundo, entre noviembre de 1913 y enero de 1914, son la antesala –bien que con una largo pasillo– de La deshumanización del Arte de Ortega y Gasset, publicada parcialmente en artículos en El Sol los días 1, 6 y 23 de enero y 1 de febrero de 1924, y como libro en 1925 (Maeztu 1913a; 1913b; 1914). En el primero de estos artículos, «Patas de cangrejo» (1913a), Maeztu contaba sus impresiones ante un enorme cuadro de Wyndham Lewis, presentado como jefe de los futuristas o cubistas ingleses, expuesto en la Galería Doré. En el cuadro, titulado Kermesse, no pudo ver, «más que unas cuantas patas de cangrejos cocidos de dos metros de largo cada una». Y eso que por entonces afirmaba haber leído más de un centenar de artículos sobre el cubismo y haber visitado cinco o seis exposiciones sobre el movimiento. La cosa era gravísima. Llega un momento a todos los hombres en que el espíritu se niega a la asimilación de ideas nuevas [...] Esa hora llega silenciosa e inadvertidamente. Por eso, se puede soportar. El mundo se echa a rodar sobre nuestras cabezas, sin que nos demos cuenta de ello. Pero verlo rodar, percibir las burbujas de las ideas nuevas, sorprender la ebullición de los espíritus noveles y quedarse de la parte de fuera con los ojos abiertos, estúpidos e incomprensivos, ¡Dios me perdone!, ¿no vale más morirse? (Maeztu 1913a).

Pero es sin duda su ensayo «El arte y el hombre», publicado el 8 de enero de 1914, la más lúcida de las reflexiones del escritor sobre el nuevo arte, aquella en la que alcanza fronteras vedadas para la mayoría, pero que no podía transgredir a riesgo de convertir su obra en un recuerdo del futuro. He aquí, reproducido en lo esencial, el interesantísimo artículo de Ramiro de Maeztu: Con el cubismo ha surgido un tipo de pintura en muchos de cuyos lienzos nos es difícil o imposible reconocer las cosas que ha querido expresar el artista. Ello nos parece mal, muy mal. Pero no acertamos a dar con razón alguna que justifique nuestra condenación. Es posible que no haga falta ninguna clase de razones, porque el cubismo puede no ser sino una tentativa de buscar los elementos lineales, arquitectónicos, constructivos, de

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que se servían los griegos para sus esculturas inmortales. Estamos convencidos de que los griegos no partían de la realidad al lanzarse a ejecutar una escultura, sino de principios o elementos rítmicos, puramente mentales, que luego elaboraban hasta el punto de dar a sus obras la ilusión de vida [...]. Así es posible que los cubistas anden ahora buscando los elementos rítmicos de un arte futuro que también nos de la ilusión de la vida y que su actual apartamiento de las formas de la realidad cotidiana no sea más que un rodeo provisional y metódico para adueñarse luego de las realidades con una energía, simplicidad y grandeza que no puede alcanzar el pobre realismo ingenuo, perdido como está entre los mil y mil detalles insignificantes de las cosas. La palabra «cubismo», con su referencia a la tercera dimensión, parece indicar que los cubistas persiguen la que podría llamarse arquitectónica del color y de las cosas. Pero me parece poder afirmar con seguridad que el mundo verdaderamente culto, no llegará a reconocer la legitimidad de las novísimas tendencias del arte, hasta tanto que se expresen en formas que podamos reconocer en la vida ordinaria. Ello, en primer término, porque mientras no se nos pinte o esculpa formas conocidas, el público no puede tener garantías de que la pintura o la escultura es buena o mala. Pero, sobre todo, porque el arte que nos gusta a los hombres tiene que ser antropocéntrico [...], tiene que girar en contorno al hombre concreto y actual, y en torno a las formas que el hombre reconoce (Maeztu 1914).

Como el título de otro de sus artículos, Maeztu se quedó «en los umbrales», y no supo ver que la puerta estaba ya abierta. Ortega, que se encontró aquella puerta abierta y abandonada, sí traspasó el umbral, y al arte antropocéntrico de Maeztu opuso el arte deshumanizado.

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Rainer Kleinertz La música española en el entorno del 98: tradición y modernidad En la música, los años alrededor del 1900 fueron años de crisis, una crisis, sin embargo, que no afectó sólo a España, sino a toda Europa. En su famoso libro de 1920, Romantische Harmonik und ihre Krise in Wagners Tristan (Armonía romántica y su crisis en el Tristan de Wagner), el musicólogo Ernst Kurth intentó explicar la creciente complicación de la armonía como consecuencia de una disposición de ánimo arraigada en el romanticismo.1 Independientemente de la veracidad de esta tesis, podemos observar desde el segundo tercio del siglo XIX un creciente interés en la música ‹popular›, es decir un folclorismo o nacionalismo musical que puede ser interpretado como huida del romanticismo. Nietzsche –también, pero no sólo, por motivos personales– denunció en los años 80 la música de Richard Wagner como neurótica y decadente, contraponiéndola a la ópera Carmen de George Bizet, cuya música –según Nietzsche– ‹no transpiraba›. Su entusiasmo por la música y el sujeto de esta ópera le llevó a la fórmula: «Il faut méditerraniser la musique».2 En la música instrumental podemos observar ya anteriormente esta ‹mediterraneización›. Fue sobre todo Franz Liszt quien, con su interés en el presunto folclore de su patria,3 pero también con las piezas sobre temas españoles4 y con sus Années de pèlerinage, propició un interés enfático en la música popular y la comprensión de la vida y el arte mediterráneos. A esta tradición se une la famosa rapsodia para orquesta España de Emmanuel Chabrier, compuesta después de un viaje a España y estrenada en París, en 1883. Fueron sobre todo las ciudades andaluzas las que habían impresionado al funcio1

«Aber die Gärungen romantischen Kunstempfindens durchsetzten auch die Harmonik selbst und unmittelbar; es ging durch die Musik von ihren Innentiefen her ein Beben. Und dies sind Vorgänge, die jenen von außenher in die Musik eindringenden Beeinflussungen ergänzend gegenüberzustellen sind», Kurth (1923: 30). 2 «Diese Musik [Carmen de Bizet] scheint mir vollkommen. Sie kommt leicht, biegsam, mit Höflichkeit daher. Sie ist liebenswürdig, sie schwitzt nicht. [...] Auch dies Werk erlöst; nicht Wagner allein ist ein ‹Erlöser›. Mit ihm nimmt man Abschied vom feuchten Norden, von allem Wasserdampf des Wagnerschen Ideals. Schon die Handlung erlöst davon. Sie hat von Mérimée noch die Logik in der Passion, die kürzeste Linie, die harte Notwendigkeit; sie hat vor allem, was zur heißen Zone gehört, die Trockenheit der Luft, die limpidezza in der Luft. Hier ist in jedem Betracht das Klima verändert. Hier redet eine andere Sinnlichkeit, eine andere Sensibilität, eine andre Heiterkeit. [...] Sie sehen bereits, wie sehr mich diese Musik verbessert? –Il faut méditerraniser la musique: ich habe Gründe zu dieser Formel» (Der Fall Wagner, en: Werke II, 907; v. también Jenseits von Gut und Böse, en: Werke II, 723). 3 Sobre todo en sus Rapsodias húngaras; v. Berlinghoff (1996). 4 En primer lugar la Große Konzertfantasie über spanische Weisen y la Rhapsodie espagnole (Folies d’Espagne et Jota aragonesa); v. el catálogo de obras para piano sobre temas nacionales de Humphrey Searle (1980: vol. 11, artículo «Liszt», 62ss.).

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nario y compositor francés, y el extrovertido gozo de vida que se refleja en esta brillante pieza debía convertirse en algo tópico de la música que trata con España. Incluso Claude Debussy –quien con claro gesto anti-germánico firmó «compositeur français» y quien fue conocido más por la delicadeza de sus colores orquestales que por los grandes gestos– empieza la segunda serie de sus Images, titulada Iberia y escrita entre 1905 y 1908, con una pieza de exuberante alegría y claras alusiones a la música popular andaluza. Si mencionamos todavía a Maurice Ravel con su Rhapsodie espagnole, compuesta en 1907 y 1908,5 queda manifiesto que el interés en España, como sujeto e idioma musical, no era de ninguna manera un asunto exclusivamente español, un ‹risorgimento› nacional, sino algo que tiene que ver con el desarrollo general de la música europea. Así no sorprende que los cuatro compositores españoles más destacados de los comienzos de este siglo y relacionados a veces con la Generación del 98 –Isaac Albéniz (1860-1909), Enrique Granados (1867-1916), Manuel de Falla (18761946) y Joaquín Turina (1882-1949)– hayan pasado una fase decisiva de su vida en París. La influencia de esta ciudad, de su Schola Cantorum6 e indirectamente de la música alemana, es evidente todavía en una obra a primera vista tan típicamente española como la Sinfonía sevillana de Joaquín Turina. El compositor sevillano dio a los tres movimientos de esta sinfonía, estrenada en 1920, los títulos: Panorama, Por el río Guadalquivir y Fiesta de San Juan de Aznalfarache. Estos tres cuadros musicales (que pueden ser considerados como tres poemas sinfónicos) están unidos entre sí por reminiscencias temáticas y culminan en una apoteosis final, en la cual Turina combina los temas principales de los tres movimientos, idea formal que se debe –a pesar de las diferencias fundamentales del estilo– a obras como la sinfonía en re menor de César Franck (estrenada en 1889), la octava sinfonía de Bruckner (estrenada en 1892) y la tradición parisina de la Schola Cantorum. Este esfuerzo formal y contrapuntístico debía garantizar el rango sinfónico de la obra por encima del carácter local, pintoresco, de la música. También el compositor español más destacado de la época alrededor de 1900, Isaac Albéniz, tuvo sus raíces en la tradición musical de Alemania y de Francia. Gran admirador de Liszt y de Wagner, vivió varios años en Londres y París, donde fue amigo de Ernest Chausson y de Gabriel Fauré. Conociendo personalmente a Claude Debussy asistió a los estrenos del Prélude à l’après-midi d’un faune, en 1894, y de la ópera Pelléas et Mélisande, en 1902. Mientras que en su primera ópera, que compuso sobre un libreto de su mecenas inglés Francis Burdett MoneyCoutts, Henry Clifford,7 se sirvió todavía de un sujeto inglés del siglo XV, para su próxima cooperación, Albéniz convenció a Money-Coutts de adaptar la novela Pepita Jiménez de Juan Valera. Uno de los admiradores más entusiasmados fue el compositor Amadeo Vives, quien en su reseña en La vanguardia del 6 de enero de 5

Los movimientos son: Prélude à la nuit, Malagueña, Habanera y Feria. Fundada en 1894 por Vincent d’Indy. Los cursos de la Schola Cantorum se basaron en la doctrina de César Franck. 7 Estrenada en 1895 en el Gran Teatro del Liceo en Barcelona. 6

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1896 festejó la obra como un paso importante en el camino hacia una ópera nacional, subrayando al mismo tiempo la influencia wagneriana en la partitura, por ejemplo, en el uso magistral del leitmotiv (Clark 1993: 3258, y 1999: 160). Ya en el año siguiente, la obra fue estrenada en Praga en una traducción alemana de Oskar Berggruen, otras representaciones en Bruselas (1905) y París (1923) siguieron. Sin duda, Pepita Jiménez es una obra clave en el tránsito de una música con elementos folclóricos españoles a una música enfáticamente española. Si de la música de Pepita Jiménez se puede constatar lo mismo que Azorín criticó en la novela de Valera: presentar una Andalucía idealizada (lo que se refleja en la música por el ritmo característico de la malagueña), la suite Iberia para piano –la obra maestra de Albéniz compuesta después de la ‹debacle› de 1898 y publicada en cuatro cuadernos entre 1905 y 1908– pasa los límites del folclorismo. Aquí, el gesto extrovertido, típicamente «español», cede a una nueva seriedad, una búsqueda de un carácter nacional detrás de la fachada chillona. Ya la primera pieza, con el título programático de Evocación, es una pieza melancólica que parece ser una búsqueda sentimental de una patria musical detrás de los colores chillones y del ruido de las castañuelas (ejemplo 1). •

Ejemplo 1: Isaac Albéniz: Iberia, Evocación, comienzo

La melodía se presenta en una tonalidad menor y los rasgos velados que se pueden concebir como españoles se limitan a alusiones al ritmo de zarabanda y a unos ornamentos melódicos. Aparentemente, Albéniz quería evitar todo folclorismo directo y nos presenta sus cuadros musicales como algo detrás del telón, una Iberia ideal. Con las Goyescas de Enrique Granados, entramos en otro discurso musical sobre el tema de España. Las seis piezas para piano, publicadas en 1911, llevan los títulos: Los requiebros, Coloquio en la reja, El fandango de candil, Quejas ó la maja y el ruiseñor, El amor y la muerte: Balada, y Epílogo: Serenata del espectro. Sólo

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uno de ellos, El amor y la muerte, cita una obra concreta de Goya –el número 10 de los Caprichos– mientras que el Coloquio en la reja alude a un elemento característico de varios cuadros del pintor. El título de la tercera pieza, El fandango de candil, sin embargo, no es de Goya, sino de un sainete de Ramón de la Cruz, estrenado en 1768, junto con la zarzuela La Briseida. Granados completa el ambiente dieciochesco con una cita musical de la famosa canción de La tirana de Trípili de Blas de Laserna, una pieza que se cantó en varias tonadillas (ejemplos 2 y 3) (v. Subirá 1928-1930: III, 317). •

Ejemplo 2: Blas de Laserna: La tirana de Trípili

Con estas citas y alusiones a la pintura, literatura y música de la época de Carlos III, Granados toma parte en un discurso que surgió en el siglo XVIII y que fue radicalizado por Marcelino Menéndez y Pelayo (Kleinertz 2003: Introducción). Ya en el poema didáctico La Música (1779) de Tomás de Iriarte y en las obras de Antonio de Eximeno podemos percibir una cierta insistencia en la autonomía cultural de España. La calificación, sin embargo, de ambos autores como antiitalianos, anti-franceses y consecuentemente anti-ilustrados fue obra de Menéndez y Pelayo (1890-1903: III). Así por ejemplo, la famosa frase de Antonio de Eximeno: «Cada pueblo debe basar su música en su música popular», difundida por Felipe Pedrell, el así llamado ‹resucitador› de la música española, aparentemente no se encuentra en las obras del jesuita dieciochesco, sino es una interpretación de ‹Don Marcelino›. La difusión de tales ideas y su aplicación a la literatura y la música del siglo XVIII fue en buena parte la obra de Emilio Cotarelo y Mori, quien con sus libros sobre Iriarte y su época, de 1897, Don Ramón de la Cruz y sus obras, de 1899, y Orígenes y establecimiento de la ópera en España hasta 1800, de 1917, preformó en buena parte la historiografía del teatro y de la música del siglo XVIII. Granados –como probablemente todos sus contemporáneos– estaba convencido de que con la llegada de los primeros Borbones hubo una invasión perniciosa de la música italiana y que solamente bajo Carlos III surgió la conciencia de una cultura propia española, personificada en personas como Goya, Ramón de la Cruz o el músico Blas de Laserna.

La música española en el entorno del 98: tradición y modernidad •

Ejemplo 3a: Enrique Granados: Goyescas, Los requiebros, comienzo



Ejemplo 3b: Enrique Granados: Goyescas, Los requiebros, «Tonadilla»

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Efectivamente, la evocación del majismo madrileño en las Goyescas de Granados en el fondo no es otra cosa que la mistificación de una cultura burguesa alemana en los Maestros cantores de Nuremberg de Richard Wagner. Si para Wagner el poetamúsico Hans Sachs y el ambiente medieval de Nuremberg sirvieron de base para su ideología de una cultura autónoma alemana –hasta el fatal «Habt acht!» («¡Cuidado!») del discurso final de Sachs–, para Granados la vida madrileña con sus majos y majas constituye el contraste de la influencia extranjera. Continuando el pensamiento de Menéndez y Pelayo y de Cotarelo, Granados se sirve de Goya, Cruz y Laserna como anti-heterodoxos en lucha contra la pérdida de la ‹Hispa-

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nidad›. Sin querer disminuir el valor artístico de estas piezas podemos constatar que las Goyescas de Granados muestran el peligro de reacción y de nacionalismo que amenaza a cualquier intento de crear un idioma musical nacional. La ‹mediterraneización› de la música, que Nietzsche veía como liberación, no pudo salvarse de la dialéctica entre carácter nacional y nacionalismo. •

Ejemplo 4: Melodía valenciana (según Riva 1982: 19)



Ejemplo 5: Enrique Granados: Goyescas, Quejas ó La maja y el ruiseñor

Desde el punto de vista musical –y en el contexto de los discursos del 98– queda por subrayar que Granados utiliza en una de sus piezas, Quejas ó La maja y el ruiseñor, una melodía popular de origen valenciano que no coincide con la imagen habitual de música española (Samulski-Parekh 1980: 62s.). La melodía es austera e irregular (ejemplo 4). La composición de Granados, sin embargo, esconde el carácter original de la melodía, transformándola en una pieza romántica (ejemplo 5). La idea básica de la obra, el evocar un pasado idealizado, no tiene correspondencia en el plan técnico de la composición, en la que se pierde el carácter popular de la melodía.

La música española en el entorno del 98: tradición y modernidad •

Ejemplo 6: Isaac Albéniz: Iberia, El Albaicín, comienzo



Ejemplo 7: Isaac Albéniz: El Albaicín, melodía

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Volviendo a la suite Iberia de Albéniz podemos observar un procedimiento fundamentalmente distinto. Así, por ejemplo, en la pieza con el título de El Albaicín (el antiguo barrio gitano de Granada), Albéniz basa la composición entera en dos elementos ‹primitivos›: una figura rítmica (A) que parece ser una improvisación de guitarra (ejemplo 6) y una melodía de cuatro tonos (B: fa-sol-lab-sib; ejemplo 7)8 con el carácter de un instrumento de viento popular como la chirimía (Albéniz indica: «bien uniforme de sonorité, en cherchant celle des instruments à anche»). Durante más de la mitad de la pieza estos dos elementos aparecen yuxtapuestos, contrastándose, variándose por sí mismos y al mismo tiempo intensificándose. Sólo en el compás 165 los dos elementos se unen y la melodía B, con acompañamiento armónico, da paso a una larga erupción apasionada, indicada por Albéniz con «fortissimo» y «Con anima» (ejemplo 8):

8

El do y el mib son mero adorno y no esenciales al motivo básico.

370 •

Rainer Kleinertz Ejemplo 8: Isaac Albéniz: El Albaicín «Con anima», compás 165 y ss.

En este momento ocurre algo así como un cambio radical de perspectiva: Si hasta entonces el juego alternado de los dos elementos había sido algo ‹objetivo›, fuera del oyente, aquí el gesto melódico y armónico lo arrastra y la música parece como ‹subjetivada›. Esta ‹subjetivación›, sin embargo, no es el resultado de un proceso, de una ‹lógica› musical, sino que surge sin indicación previa dentro de un contexto que por su carácter rítmico, melódico y armónico es ajeno al romanticismo musical. La idea formal de la pieza no es otra cosa que el cambio repentino de un mero juego de figuras instrumentales siempre más intenso a la expresión musical. Este evento, que difícilmente puede repetirse, poco a poco expira y vuelve a la figuración anterior. Sólo en el epílogo (compás 253 y ss.) se refleja suavemente («p[iano] et très doux»). La pieza se distingue fundamentalmente de los conceptos folclóricos no solamente por la austeridad de su ‹material›, sino también por su desarrollo casi improvisador, como lo demuestra el siguiente esquema: compás 1-32 33-68 69-94 95-130 131-148 149-164 165-204

Carácter ‹guitarra› (preludio) ‹guitarra› ‹chirimía› ‹guitarra› ‹chirimía› ‹guitarra› «Con anima»

material a a + nuevos elementos b a b a B

tonalidad sib menor sib menor sib→ re mayor sib mayor lab mayor

La música española en el entorno del 98: tradición y modernidad 205-228 229-244 245-252 253-296 297-313

«animato» ‹guitarra› ‹chirimía› epílogo «p et très doux» ‹guitarra› (postludio)

B a b B a

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fa mayor fa mayor fa menor→mayor sib mayor sib mayor

Concluyendo, podemos observar que no solamente el romanticismo disfrazado de las obras anteriores es comparable con tendencias de la música europea, sino también su superación en obras como El Albaicín de Albéniz. En este contexto basta mencionar nombres como Debussy, Ravel y Stravinsky. Aparentemente, más que a la tradición propiamente española, el progreso musical en España se debió a una apertura hacia las principales corrientes de Europa.

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Dagmar Schmelzer Azorín como precursor de la escritura fílmica de la vanguardia: un estudio del discurso intermedial de los años 20 1. Introducción 1.1 La Generación del 98 y los años 20 Azorín, uno de los autores que más representativamente ha desarrollado los principios del arte nuevo de los años 20 (Spires 1988: 75), se inscribe con su novela Doña Inés (1925) en el discurso metaliterario y metamedial de la vanguardia novelística del tercer decenio del siglo, integrada por autores como Benjamín Jarnés, Antonio Espina y Rosa Chacel. Eso no contradice la usual adscripción de este autor en la Generación del 98. El discurso del 98 parece preestructurar el de los años 20 en cuanto a su afán de innovación estética y de experimentalismo formal. Los intentos de terminar con la fábula, con el concepto tradicional de personaje en cuanto agente y ente de cualidades definidas, con la distinción fácil y jerárquica entre narrador y entes literarios, entre «realidad extraliteraria» y «realidad ficcional», son rasgos típicos tanto de las novelas de Unamuno como de las de Jarnés. La novela experimenta con el subjetivismo, con el perspectivismo y el dialoguismo en el sentido de Bajtín (1990). Al mismo tiempo, se convierte en un medio de autorreflexión, de reflexión sobre las condiciones de la percepción sensual e intelectual del ser humano y sobre las condiciones de la expresión estética. El énfasis en esta cara «moderna» de la Generación del 98 situaría este estudio en la rama «europeizante» de la tradición crítica predominante desde los años sesenta, la cual busca sobrepasar el aislamiento conceptual de la literatura española con el reanudamiento de los lazos entre la modernidad europea y la búsqueda estética hispana (Mecke 1998a: 113-116). La literatura finisecular española gana así incluso rasgos de precursora, como lo pretenden para Azorín los conocidos estudios que comparan los procedimientos estéticos de este autor con los del nouveau roman de Robbe-Grillet (Risco 1980). En los años noventa, sin embargo, frente a una España decididamente integrada en Europa y en un ambiente posmoderno que deconstruye las nociones de «progreso» y «retraso» estéticos, un intento similar carece de sentido (Mecke 1998b). Un estudio que sólo considera la dimensión innovadora de la prosa azoriniana peca de unilateral y se olvida del profundo arraigamiento de la Generación del 98 en la tradición y de la fundamental ambigüedad de su actitud frente a la «modernidad». Teniendo en cuenta que la innovación estética azoriniana se inspira siempre en temas y formas tradicionales, incluso archimanidos, como son la novela rosa, el

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tema donjuanesco, el realismo decimonónico, parodiando y ridiculizándolos, el experimentalismo literario queda estrechamente vinculado a la discusión de las normas vigentes (Spires 1988). La ironía como punto de partida parece un medio paradigmático de la Generación del 98, caracterizada por la carencia de una posición propia, por su constante distanciamiento humorístico tanto de la tradición «castiza» como de una modernidad literaria extranjera y, por lo tanto, inauténtica en cuanto importada.1 Esta postura paradójica, en la que el proyecto antipasadista iconoclasta va siempre acompañado de la más ardua y rigurosa autocrítica y autoironización, conlleva una muy acusada autorreflexividad del texto literario que tematiza su propio funcionamiento. La dimensión metaliteraria de los textos novelescos es común a la Generación del 98 y a los autores reunidos bajo el rótulo de «deshumanización» orteguiana. También la obligación dialéctica para con la tradición es un rasgo típico de la vanguardia de los años 20 (Pérez Firmat 1982: 30s.; 54).2 1.2 La intermedialidad como recurso de la autorreflexividad del texto Ya en los primeros años del siglo XX Azorín experimenta con la visualidad y con la perspectiva subjetiva definida como visión. En los años 20 sus esfuerzos coinciden con la primera discusión relevante acerca del papel de la cinematografía en la sociedad y en el mundo artístico,3 una discusión que se entreteje con las ideas sobre la renovación de la narrativa en los ámbitos vanguardistas. 1

Para el concepto de la ironía como hablar indirecto que afirma la propia identidad desde una posición negativa y vacía, destruyendo la actitud «enemiga», imitándola y ridiculizándola, v. Stempel (1976). Para el tema del hablar indirecto como método sistemático de mantener la ambivalencia esencial en Unamuno y en los escritos apócrifos de Antonio Machado, v. los artículos citados de Mecke (1998a y 1998b). 2 Como la oposición entre las generaciones literarias nunca fue tan absoluta y programática como lo dictaba la «tradición de ruptura» (Paz 1993) es lícito suponer una cierta continuidad estética entre los «ismos» vanguardistas europeos. La ausencia de ismos bien definidos y el eclecticismo de la vanguardia española (Brihuega 1982: 77s.) permitieron tanto el libro de Guillermo de Torre, que en una fecha tan temprana como el 1925 ofreció un panorama de síntesis de los movimientos europeos de vanguardia desde una posición integrista (de Torre 1965), como el libro de Gómez de la Serna (1931) que reúne bajo el título Ismos tanto los bien distinguidos grupos vanguardistas como rasgos específicamente modernos pero comunes a varios movimientos y estilos puramente personales. La confusión y convergencia de los programas vanguardistas transpirenaicos en el suelo español mitigaron el espíritu negativo de la modernidad (Friedrich 1992) y permitieron incluso una cierta continuidad entre los proyectos estéticos de las «generaciones» (cuando no necesariamente entre sus posturas ideológicas y políticas). Esta continuidad se documenta también en los juicios de los «nuevos» sobre sus predecesores: Azorín, celebrado por Gómez de la Serna como innovador de la prosa y novela españolas, se salvó en parte del dictamen negativo sobre la Generación del 98. En 1915 Gómez de la Serna cambió su opinión sobre las cualidades de la prosa azoriniana y abandonó su rechazo juvenil (v. Barrere 1985). Acerca de la opinión de los miembros de la Generación del 14 sobre Azorín, v. también Fernández Cifuentes (1982: 26-31). Para un panorama de las nociones de «generación» sobre todo de Ortega y Julián Marías y de su evolución histórica desde «el invento del 98» junto con una crítica rigurosa del dicho concepto, v. Mateo Gambarte (1996). 3 Morris (1980) presenta un vasto panorama de los vínculos biográficos que unieron a los autores de los años 20 con el medio cinematográfico, opiniones sobre el séptimo arte y literatura con temática

Azorín como precursor de la escritura fílmica de la vanguardia

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El caudal de registros tradicionales citados no se nutre sólo de patrones literarios, sino que incluye los medios vecinos de la pintura, la fotografía y el cine para integrar la cultura visual en la discusión sobre la construcción de realidades, sobre los límites de la literatura y sobre las posibilidades de la narración. Azorín, tanto como los vanguardistas, no sólo intenta distanciarse del mimetismo realista o naturalista, el compromiso social e histórico incluido, sino que pierde la confianza en la palabra como tal, como vehículo de expresión privilegiado de la cultura occidental. La novela busca nuevos horizontes para la literatura acercándose a –y rivalizando con– los demás códigos artísticos, sobre todo los visuales, empezando por la pintura (sobre todo impresionista) y llegando a la fotografía y el cine. Se mantendrá la tesis de que todas las relaciones intermediales funcionan según los moldes del proyecto antipasadista, autocrítico e innovador tan caro a la Generación del 98 como a la nueva novela. La intermedialidad es un factor desatendido por la crítica que sirve a los mismos intereses que la disolución de la trama, de la textura psicológica de los personajes y de la coherencia espaciotemporal de la narración: pone en cuestión los modelos narrativos y de construcción de realidades tradicionales. Además, el diálogo intermedial se integra perfectamente en un discurso estético en que la ironía, el hablar indirecto y el juego ambiguo entre literalidad erudita e intransigente y seriedad existencial son centrales.

2. Planteamiento teórico: intermedialidad marcada 2.1 El concepto de «medio» En los años 60 sociología y ciencia de la publicación definían el medio como dispositivo, sobre todo técnico, determinado por su función primordial de distribución de informaciones.4 Sólo en los años 70 el concepto de «medio» se amplía hasta incluir las implicaciones sociales de la comunicación de masas. Los intentos de investigación sistemática llegaron a establecer un «sistema medial» en el que los distintos medios –diferenciados sobre todo según la materialidad del portador de informaciones: disco, libro, película, revista, etc.– podían ser registrados como subsistemas. En la ciencia de los medios, sin embargo, los componentes técnicos y sociológicos sólo interesan si tienen consecuencias estéticas.5

cinematográfica. Considera también posibles influencias del medio fílmico en la literatura. La mencionada discusión acerca de la cinematografía se encuentra sobre todo en las publicaciones periódicas Revista de Occidente y Gaceta Literaria (v. la lista de los artículos con tema cinematográfico de 1924 a 1931 en Urrutia 1976: 116s.). Como ejemplos se citan: Vela (1925), Ayala (1929). También es interesante la recepción española de Epstein (1921). Para una amplia bibliografía y un análisis del discurso de los referidos textos, v. mi tesis sobre el discurso fílmico en la novela vanguardista española de los 20 (Schmelzer 2007: 105-163). 4 Una versión ampliada de este desarrollo teórico se encuentra en Schmelzer (2007). 5 Para una visión general de los distintos conceptos de «medio», v. Hickethier (1988: 52-55).

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Actualmente se discute una definición más amplia para impedir que ciertos aspectos de la medialidad queden excluidos de antemano. Así Bohn / Müller / Rupprecht (1988: 10) proponen la siguiente definición del concepto: Un medio es «was für und zwischen Menschen ein (bedeutungsvolles) Zeichen (oder einen Zeichenkomplex) mit Hilfe geeigneter Transmitter ver-mittelt, und zwar über zeitliche und / oder räumliche Distanzen hinweg».6 Lo específico del medio según esta aceptación es que tiene, por así decirlo, vida propia. Los medios no son transmisores neutrales y fieles de su carga, sino que influyen en ella y la cambian según los parámetros de relevancia social, norma cultural, regulación jurídica y política etc. El medio marca el «comunicado», tanto que el «contenido» del mensaje ya no puede ser averiguado sin tener en cuenta su forma medial. En el curso de la codificación y decodificación del mensaje se considera su medialidad y esta última influye, por consiguiente, en los actos de construcción de la realidad, tanto en los del productor como en los del receptor (Bohn / Müller / Ruppert 1988: 11-13).7 Los estudios individuales pueden subrayar un aspecto (o varios) de este espectro medial para declararlos de su especial interés. Así, se impide que un concepto de medio demasiado amplio resulte inoperante. Pese a todo, es útil recordar que la transferencia de mensajes mediales en un contexto medial distinto puede actualizar siempre el ambiente medial completo del texto de origen en el texto presente, que entra así en diálogo con las capas textuales anteriores. Los partícipes en el intercambio intermedial –literatura, pintura, fotografía, cine– serán tratados aquí como textualidades. Las condiciones económicas, sociales, semióticas, genéricas, históricas, etc., de los medios influyentes sólo se consideran en cuanto a su poder de forjar estructuras textuales. El producto del proceso medial que es el texto, será estudiado en fondo y forma, es decir, en cuanto a la dimensión temática tanto como en su aspecto formal. Esta limitación a los textos permite inscribir el presente estudio en la tradición de la investigación de la intertextualidad, como a continuación se explicará. 8

6 «lo que transmite un signo o un conjunto de signos (significativos) para las personas y entre ellas mediante transmisores apropiados, y eso salvando distancias temporales y/o espaciales» (traducción mía). 7 Según Ernest W. B. Hess-Lüttich (1990: 12) el uso de un determinado medio condiciona el mensaje respecto a los siguientes puntos que influyen en el proceso semiótico: la institucionalidad de los medios en un sentido pragmático y sociológico de comunicación, el carácter físico y tecnológico de las vías de transmisión envueltas, las características fisiológicas y cognitivas de los sentidos destinatarios, las determinadas estructuras de los modos semióticos en cuestión, el aspecto sistémico y textual de la organización de los signos en código, el cambio histórico y genético de los medios, del uso de los medios y de la cultura medial. 8 El concepto de «intermedialidad» varía mucho según los autores. Vista la falta de acuerdo en las publicaciones al caso, la presente definición no puede ser más que arbitraria, pero frente a un panorama de aceptaciones tan vasto es indispensable concretar cuál es la noción aquí propuesta. Otras acepciones: cambio de sistema, o «traducción» en el sentido de transformación de un mensaje, de un sistema medial en otro. Espacio medial «in between» o entre dos sistemas, p. ej. la cine-novela, una forma mixta como germen de un nuevo medio en camino de institución. Estado de un artista que practica en sistemas mediales diferentes, y del conjunto de sus obras, p. ej. Buñuel. Signo complejo que se forma por inter-

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2.2 Intertextualidad e intermedialidad 2.2.1 Intertextualidad –sentido estricto y sentido amplio– El integrar las relaciones intermediales en el contexto de la intertextualidad redescubriendo el originalmente muy amplio concepto de texto, que con el tiempo y por razones de pragmática científica quedó restringido a los textos literarios (Müller 1996: 93-103),9 tiene la ventaja de que se pueden fertilizar conceptos ya existentes en este campo de investigación para los fines del análisis intermedial adaptándolos al nuevo objeto de estudio. Eso es particularmente interesante por la difícil cuestión de la marcación de relaciones entre textos. Cuando la intertextualidad en el ámbito de la literatura se considera como un «Störfaktor [...], der die Isotopie eines Textes durchbricht»,10 esa ruptura o fricción textual se puede interpretar como una marca que señala la existencia de relaciones intertextuales y que posibilita la localización de préstamos, alusiones e imitaciones intertextuales a partir de estructuras textuales independientes de la «interpretación subjetiva». En este contexto parece significativo que Jürgen E. Müller (1996: 83) se guíe por conceptos intertextuales cuando define la intermedialidad de la manera siguiente: Ein mediales Produkt wird dann inter-medial, wenn es das multi-mediale Nebeneinander medialer Zitate und Elemente in ein konzeptuelles Miteinander überführt, dessen (ästhetische) Brechungen und Verwerfungen neue Dimensionen des Erlebens und Erfahrens eröffnen.11

Así, a partir de un concepto de ruptura textual, el concierto y diálogo de elementos mediales distintos puede ser punto de partida para la innovación de los códigos mediales y las convenciones textuales y discursivas de cada uno de los sistemas participantes. Para definir adecuadamente el concepto de «intermedialidad», sin embargo, la subordinación a la intertextualidad no es suficiente. Cierto que los lazos que unen a los dos textos no son muy distintos de los que atan dos novelas con una relación comparable cuando se refiere, por ejemplo, a un texto fílmico individual por citaciones del diálogo, por la evocación de un título o de los nombres de ciertos vención de varios medios, p. ej. una «estrella de cine» como producto de sus papeles en películas, de entrevistas en la prensa y la televisión, de su modo de vestir, etc. Espacio mental en el que se forma el sentido precisamente en el hueco entre dos representaciones mediales y materiales. 9 Charles Grivel, por ejemplo, mantiene la idea de un «universo de textos» en el que los textos no literarios juegan un papel considerable (1978, v. Pfister 1991: 214). También Roland Barthes sustenta que el intertexto «ne comprend pas seulement des textes délicatement choisis, secrètement aimés, libres, discrets, généreux, mais aussi des textes communs, triomphants» (1975: 51, v. Pfister 1991: 213) «Proust ou le journal quotidien, ou l’écran télévisuel» (Barthes 1973: 59, v. Pfister 1991: 213) contribuyen igualmente al intercambio intertextual. 10 «un factor perturbador que rompe la isotopía de un texto» (Helbig 1996: 14, traducción mía). 11 «Un producto medial se hace inter-medial cuando transforma la yuxtaposición multi-medial de citaciones y elementos mediales en un conjunto conceptual cuyas rupturas y dislocaciones estéticas abren nuevas dimensiones de experiencias y conocimientos» (traducción mía).

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personajes y/o actores o por la adaptación de elementos argumentales en un texto narrativo. Pero siempre que el intercambio se centra en la transposición de rasgos estrechamente unidos al carácter medial del texto de origen, en su determinada forma de representación, en su estructura discursiva, la relación intermedial gana una dimensión no incluida en la simple relación literatura-literatura. Parece útil, por consiguiente, distinguir distintos grados de intermedialidad. 2.2.2 Intermedialidad –sentido amplio y sentido estricto– Cada caso de referencia intermedial en un texto literario se puede describir con ayuda de las siguientes variables: grado de generalidad, profundidad estructural estética, alcance. grado de generalidad

imitación estructural

medio grupo de textos

tematización

profundidad estructural estética

mención

texto individual

alcance macroestructura

estructura discursiva

microestructura

Los casos más alejados del punto cero del sistema de coordenadas son los que conllevan las mayores consecuencias estéticas, aunque sean los de menor explicidad, o sea, marcación. Cada mención de una película, de un actor, de una visita al cine en una novela es –en un sentido amplio– una referencia intermedial. Incluso cuando son más interesantes las referencias que se hacen temáticas, que desencadenan una discusión metamedial, que cambian el código de representación novelesca, las menciones sencillas, sea el uso metafórico de términos pictóricos o cinematográficos, sea la integración de escenarios o personajes artísticos en la trama, pueden jugar un papel de marca intermedial y así abrir un campo para la reflexión metaliteraria y metamedial. 2.3 La intermedialidad marcada Como en el caso de la intertextualidad, es difícil excluir asociaciones subjetivas cuando se buscan relaciones con pre-textos. Para admitir un intercambio de ideas y formas es imprescindible tener en cuenta las marcas textuales que pueden señalar y justificar la asociación intertextual o intermedial. Jörg Helbig (1996) cataloga los

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tipos de marcación textual en cuanto a su explicidad: desde el énfasis por frecuencia y/o posición, desde los nombres, los cambios del código lingüístico o grafémico hasta la identificación explícita del pre-texto. Este modelo puede ser de valor para la intermedialidad. Los fenómenos intermediales que se encuentran cerca del punto cero del referido sistema de coordenadas, sobre todo en lo referente al eje mención-imitación, son marcados explícitamente: se menciona el título del film aludido, los personajes llevan nombre o apellido de un conocido actor o protagonista fílmico, se repite un trozo de un diálogo de película, la acción se sitúa en unos estudios cinematográficos. Una perspectiva narrativa se caracteriza explícitamente mediante términos técnicos de la cinematografía, por ejemplo zoom, travelling, etc. Se inserta una discusión acerca de los valores del cine. Jörg Helbig cuenta la frecuencia y la posición de la referencia intertextual entre los modos implícitos de marcación. En cuanto a la marcación implícita de fenómenos intermediales hay, sin embargo, dos problemas esenciales: Primero, los rasgos definitorios del medio no son admitidos con unanimidad. Eso es sobre todo verdad en el caso del cine. Junto con una definición técnica a posteriori, desde el punto de vista de la investigación actual, se puede y debe siempre proponer una definición contemporánea que obedezca a las normas estéticas y al estándar técnico del momento en cuestión (en este caso los años 20). La mejor manera de obtener tal definición es un análisis del discurso teórico y crítico sobre la cinematografía (y su relación con la literatura). Segundo, al integrarse en un contexto literario y, por ende, lingüístico, el texto visual será transformado esencialmente. Esa transformación no será siempre la misma. También el modo de tratar los préstamos mediales se rige según códigos y se guía por discursos dominantes que cambian con el tiempo y con el programa estético general. Es de suponer que un tratamiento del cine que no se inscriba en el discurso general literario y cinematográfico del momento cuidará más de una marcación directa para orientar al lector. Estos problemas dificultan la fácil identificación de los rasgos estructurales que pueden marcar el intercambio intermedial con seguridad, cuando no se tiene en cuenta el discurso contemporáneo en su conjunto. Es imprescindible investigar este discurso a partir de discusiones teóricas y críticas explícitas o de casos de intermedialidad claramente marcados directa o indirectamente para suponer relaciones intermediales marcadas sólo por el énfasis en ciertos procedimientos textuales. Según Jörg Helbig la existencia de algunos ejemplos de marcación intertextual en un determinado texto literario crea un ambiente de intertextualidad latente para el texto íntegro, puesto que la expectación del lector, guiada por los indicios de intertextualidad ya decodificados, permanece así atenta a fenómenos parecidos que podrían pasar inadvertidos sin la sensibilización anterior. Esta idea es de utilidad para la búsqueda de relaciones intermediales. En un texto en que aparecen referencias intermediales explícitas las posibles relaciones implícitas, del tipo «imitación», especialmente interesantes para los fines del análisis de texto, quedan marcadas indirectamente.

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3. Azorín, Doña Inés Doña Inés (1925), de José Martínez Ruiz, es una novela que medita en alto grado sobre las condiciones, implicaciones y consecuencias de la perspectiva físicosensual. Su percepción no se entiende como fenomenológica, incluso cuando se esfuerza en capturar los matices mínimos de la realidad material observada, sino que es sumamente consciente de que se inscribe en ciertas tradiciones discursivas, de que la perspectiva incluye siempre la intermisión de unos agentes mediales que pre-estructuran la construcción de la realidad. El despliegue de tradiciones discursivas y modelos estéticos privilegia las artes (aunque no rehúsa el ejemplo del periodismo, por ejemplo) y entre ellas –junto a la literatura– la pintura y la fotografía como medios visuales. 3.1 La visualidad marcada Azorín alude constantemente a la visión, la vista, la mirada. El punto desde el que se mira es muchas veces definido espacialmente. Como agente espectador puede servir un personaje, el narrador, que en la forma «nosotros» incluye muchas veces al lector en su campo visual, o un imaginario «cualquiera». La ciudad de Segovia, por ejemplo, se describe cinco veces, siempre cambiando la perspectiva. El primer panorama sirve como introducción al nuevo escenario y se ofrece desde una perspectiva global, no individualizada (Doña Inés, 90). La segunda visión es la de Doña Inés (137) que se contrapone a la de don Diego en el capítulo siguiente (139). De esta última descripción el texto pasa a la de un imaginario «viajero» (139) y termina con el complemento que «el contemplador» añade del recuerdo (139). La multiplicación de perspectivas sensibiliza al lector en cuanto a las implicaciones físicas, psicológicas, éticas y estéticas del punto de vista e inicia un juego de miradas (muchas veces irónico) que se une al juego de las distintas posibilidades expresivas de medios, tradiciones narrativas y discursivas, como se verá a lo largo del estudio. El grado en que la novela insiste en lo visual no es necesario en un medio verbal que tiene muchas posibilidades de expresión menos basadas en la precisión y concreción sensual, óptica. Pero deducir de este hecho una relación de préstamo con medios más afines al uso exclusivo de la vista es algo peligroso mientras no se encuentren indicios suplementarios de un tal intercambio. 3.2 Intermedialidad marcada I: la pintura La pintura como decoración gratuita. En Doña Inés se mencionan dos cuadros decorativos. Azorín utiliza así un recurso tradicional de la novela decimonónica, pero cambiando o parodiando su uso convencional. En la descripción realista del mobiliario de salas de estar, de bibliotecas particulares o de despachos de la burguesía, no se puede eludir la mención de las obras pictóricas que sirven como decoración representativa y como signo externo de la posición social de sus

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dueños. La pintura forma parte de la realidad burguesa extraliteraria y debe así ser objeto de un arte que se autodefine como mímesis. Al mismo tiempo, es convencional caracterizar a los personajes que habitan las localidades así decoradas mediante el tipo de cuadro que eligieron para sus paredes. Estilo, autor, título u objeto representado pueden facilitar informaciones interesantes no sólo acerca de la posición social del personaje. Pueden indicar sus opiniones políticas, su credo ético, moral y religioso, los rasgos principales de su carácter tanto como sus predilecciones estéticas. La écfrasis suele ser un método de comentario global, más o menos explícito, del narrador que puede caracterizar a un personaje pero que puede referirse también al relato en forma de una mise-en-abyme o como prolepsis. En el primer ejemplo azoriniano se trata de una litografía de Buenos Aires que la mirada de la protagonista roza una y otra vez cuando está esperando a Don Juan (75s.). Como Buenos Aires será el destino de Doña Inés cuando se decida a emigrar después del «escándalo» de Segovia, la mención del cuadro puede entenderse como una prolepsis. Pero el lector no puede identificar la litografía como un tal recurso narrativo más que retrospectivamente, llegado al final de la novela. El capítulo III está totalmente desprovisto de otra tensión narrativa o visión del futuro que no sea la espera de un encuentro amoroso (que no se producirá). Además, el exilio voluntario de Doña Inés resulta más bien de los acontecimientos en Segovia que del episodio madrileño del que forma parte Don Juan. La posición de la litografía dentro del marco organizado del relato parece así poco funcionalizada. Buenos Aires tampoco funciona como el símbolo de deseos inadmitidos. La mirada de Doña Inés parece más preñada del leve tedio de una espera frustrada que de una expectación melancólica e idealizada. Para concluir: la litografía en su disfuncionalidad, más que una invención del narrador con fines narrativos, parece un adorno accidental. Azorín parodia el narrar «realista» del siglo XIX y a la vez insinúa un realismo distinto en el que lo fortuito, lo no-organizado por el relato, adquiere vida propia. Quizá la litografía sea incluso una mise-en-abyme12 en este sentido: la novela es una obra de arte –hecho en el que termina su significado y alcance–. En el segundo caso se alude a una pintura de la que sólo se distingue el marco de oro; la representación en sí permanece invisible. Los fines paródicos de este procedimiento son claros: también aquí el «realismo» convencional se revela como construcción narrativa en la que no cabe la posibilidad de que la perspectiva del espectador impida la distinción de ciertos elementos del objeto contemplado que pudieran resultar significantes. La caricatura como metáfora del acto literario. «Que me presten su pincel mágico –si lo tienen a bien– los cronistas de sociedad» (101) pide el narrador ante el espectáculo de los saragüetes de tía Pompilia. Es un recurso convencional comparar al autor de obras literarias con un pintor – sobre todo cuando un texto literario intenta suscitar una viva imagen visual de lo descrito en la mente del 12

Para un estudio excelente de la mise-en-abyme en la literatura española, v. Winter (1996).

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lector–. Pero la descripción de la fiesta en casa de tía Pompilia no obedece a las expectaciones de plasticidad evocadas por el vocablo «pintar» en literatura. Más que un cuadro detallado parece un bosquejo de trazos rápidos, aunque muy vivos, y de una precisión sorprendente. La comparación a principios del capítulo es indirecta: el narrador quiere prestarse el pincel mágico no directamente de un pintor, sino de los cronistas de sociedad –de los periodistas especializados en retratar la alta sociedad, en relatar los sucesos de la vida pública de personajes importantes de la aristocracia, la economía y la política–. Se refiere así a la prensa en la que ilustraciones y artículos se complementan en su afán de «pintar» una imagen más bien superflua pero imaginativa de la vida de los ricos. Sólo que en el caso presente no se trata de un personal verdaderamente importante: la tarde de juegos de prendas es una saragüeta, denominada con el diminutivo despectivo del sarao. Los concursantes son jóvenes de provincia y la maestra es una anciana levemente cómica con su «antiquísima bostonesa» (103) y sus permanentes toques de bastón. Para ridiculizar la pretensión de la «sociedad de provincias» el narrador cita además de manera pseudo-científica los manuales de juegos que constituyen los libros de cabecera de tía Pompilia. Claro que el original es de proveniencia extranjera: una importación de Francia (101s.). La escena de la fiesta, por consiguiente, remite a un modelo periodístico: a la caricatura. Es una caricatura en tres niveles: de la sociedad de provincias, de las crónicas de sociedad (¡v. el falso patetismo de la comparación!) y del patrón de detallismo novelesco de escuela realista que abusa de fiestas, u ocasiones parecidas, para desplegar las dotes descriptivas del autor. Como las cornucopias empañadas que no consiguen reflejar «las caras lindas de las bellas segovianas» (101), la pintura como modelo de la literatura según la entendían los autores realistas queda imposibilitada. Pintar con palabras: écfrasis. El capítulo «El oro y el tiempo» (85s.) sigue las pautas de la écfrasis literaria. El ojo imaginario del narrador recorre los detalles de la representación con un virar lento y pausado. El movimiento de la mirada subraya lo estático del modelo. Los gestos de la mujer retratada son mínimos y subordinados al lento fluir de la descripción y de la observación del narrador. El narrador domina el cuadro y crea las proporciones. Desdibuja la figura femenina en líneas y colores, aumentando miembros aislados de su cuerpo y detalles aislados del ambiente. La descripción gana así independencia de la acción novelesca como un retrato estático, disfuncionalizado, con valor en sí. La primacía de la representación sobre la acción lleva la atención del lector a la materialidad del narrar, sobre todo porque se copia un medio no-verbal: el cuadro tiene presencia visual y el pasaje queda marcado como imitación de un medio visual estático-geométrico. La citación del canon pictórico señala que se trata de un modelo de pintura: rojo escarlata, damasco y seda subrayan la sensualidad de una mujer semidesnuda en una habitación poco, pero dramáticamente iluminada. La combinación de la belleza femenina con el oro acentúa las insinuaciones de tentación y pecado. Es un

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motivo tradicional de las artes plásticas. No falta tampoco el espejo obligatorio para duplicar la representación y reforzar la presencia visual del objeto. La adición de pormenores no-visuales al retrato intensifica la impresión de sensualidad: los perfumes agradan al olfato y el silencio densifica la atmósfera cargada. El fin artístico del pasaje, sin embargo, (descontando el gusto por la descripción plástica) es irónico: la tentación personificada es en este caso una mujer desdeñada que recorre su cara con el dedo buscando las señales de la vejez. Luz y sombra: discurso pictórico. Menos obvios son los rasgos comunes a la dicción azoriniana y al discurso impresionista. Ambos hacen hincapié en la luz y los colores, en la tonalidad del instante. «Las cosas no son a todas horas las mismas. La luz las hace cambiar a cada momento. [...] Don Pablo ve advirtiendo los cambios en la luz, en el color y en las formas» (113). Aunque Don Pablo sea un enunciador poco fiable, puesto que es víctima de la ironía del narrador, su reflexión repite –en forma simplificada– una idea central para la novela azoriniana. Azorín tomó prestado de los impresionistas el interés por la tonalidad del instante, la visualización del tiempo, la instantaneidad de la descripción minuciosa y matizada del concierto de luz y colores. 13 Muchas veces, las novelas azorinianas reproducen, más o menos explícitamente, el discurso impresionista. La luz puede incluso hacerse principio rector de toda la acción: En la ciudad todo se desenvuelve automáticamente; todo obedece a la luminosidad de la hora y de la estación. El sol con su luz viva suscita el bullicio y el estruendo de los moradores. Va declinando la viva luz solar: el estrépito y el tráfico se van amortiguando (147).

Otras veces, el curso del tiempo se sensualiza mediante cambios paulatinos de luz: «Los momentos van deslizándose y las sombras de los troncos se van alargando» (136). El ejemplo más claro es el amanecer en el patio de Don Juan: Desde un piso elevado, puesta la faz en el cristal, contemplamos allá abajo, en lo hondo del patio, un resplandor en otra ventana. [...] Una débil claridad se ha ido extendiendo en el cuadro negro del patio. Lentamente lo claro se va avivando. Abajo luce todavía el mechero de gas. La claridad del cielo se ha convertido en un resplandor difuso y lactescente. Y desde los tejados, en el angosto ámbito del patio, va bajando ese resplandor con suavidad por los muros de la casa. Ya roza la imposta de la ventana. Las estrellas han desaparecido hace rato. La claridad diurna, viva allá arriba, es todavía borrosa en lo hondo de los cuatro elevados muros. Ha traspasado ya el dintel de la ventana y llega hasta el pasillo en que luce el mechero de gas. El contacto entre las dos luces se ha establecido. La luz del gas se rinde y desfallece; dura un instante no más este desfallecimiento de la luz del mechero –tras la labor fatigosa de la madrugada–; es hora ya de que se recoja la llamita hasta la noche 13

V., por ejemplo, la definición que da Ramón Gómez de la Serna (1929: 92) de la escuela impresionista en pintura: «Los impresionistas encontraron los colores momentáneos de estos aspectos. Fueron los pintores de la instantaneidad».

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próxima. En el alero de los tejados el resplandor del día es vivo y rojo. De pronto, el fulgor de la llama de gas desaparece. La noche del día en que recibiera la carta Doña Inés, la ventana del patio –en la casa de Don Juan– no estaba iluminada (83s.).

El lugar desde el que se observa el lento amanecer es definido espacialmente: una ventana de un piso que da al patio de la casa de Don Juan. La perspectiva visual es así marcada explícitamente y no varía en todo el pasaje. Lo que cambia es el ángulo de la luz solar y la línea que separa la claridad del día de la zona de sombra y que avanza según sale el sol. La geometría estricta de la organización espacial es regida por la oposición de espacios de luz y de sombra. El desarrollo es continuo: «se va avivando», «va bajando». Pero la atención del espectador es discontinua y descubre el cambio sólo en el mismo instante en que se ha consumido: «se ha ido extendiendo», «ya roza la imposta de la ventana», «ha traspasado ya el dintel», «El contacto entre las dos luces se ha establecido». La duración queda así desintegrada en instantáneas de observación que desembocan en una descripción final en presente: «En el alero de los tejados el resplandor del día es vivo y rojo». A la vez que describe un amanecer, la escena imita el estado de conciencia de una persona en espera y semiatenta (¿Es Doña Inés?) que mide el tiempo contemplando los cambios de luz y fijándose en un punto alumbrado que señala la presencia del ser amado: el mechero de Don Juan. Pero la descripción se introduce con independencia de la trama como un ejercicio literario gratuito (v. el título del capítulo: «El mechero de gas») y sólo al final enlaza con la acción novelesca identificando a los personajes: «La noche del día en que recibiera la carta Doña Inés, la ventana del patio –en la casa de Don Juan– no estaba iluminada».14 El experimentalismo descriptivo rompe con los moldes narrativos del siglo XIX relegando a protagonistas y acción al segundo plano. Al contrario que en los pasajes intermediales anteriores, no obstante, el uso de los procedimientos impresionistas no persigue claramente la parodia, sino que descubre el delectar experimental e innovador de técnicas narrativas. 3.3 Intermedialidad marcada II: el daguerrotipo Ya en el título del capítulo se cita un medio: el daguerrotipo, que es fotografía y no lo es. Es la única forma de fotografía a la que Walter Benjamin (1963: 71) concede un aura, un valor mágico de aquí y ahora. Azorín usa exactamente ese aspecto aurático para demostrar que la imagen es imagen, no realidad, que es estructurada por la visión y por una voluntad artística, que está vinculada medial e históricamente. El daguerrotipo se hizo en una sesión muy parecida, aunque más corta, a la de un modelo ante el pintor. Se menciona incluso el nombre del «artista» que retrató a Doña Inés de Silva en el año 1840 tras haber traído un daguerrotipo de París. Así 14 Nótese que también el cambio del tiempo verbal señala el cerrar del paréntesis y la reanudación de la acción narrativa.

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la imagen está lejos del anonimato característico de la fotografía, al contrario, es el producto de un acto mágico que recuerda los inicios históricos del arte como acto religioso (al ser este carácter solemne algo exagerado, la cosa aparece, dicho sea de paso, bajo un matiz irónico). Además, se subraya la materialidad del medio, «una laminita de plata» (Doña Inés, 74). El espectador tiene que evitar los reflejos de luz en la superficie brillante de la fotografía para bien distinguir la figura femenina retratada. «El tiempo y el sol han borrado casi la imagen» (74). Como materialidad, el retrato perduró en el tiempo y llegó a las manos del narrador: segunda visión estructuradora. El narrador engloba al lector en su fórmula de «nosotros» al presentar la fotografía que «acabamos de describir» (74), eso quiere decir, de interpretar. Y de hecho su descripción es interpretativa: medita, de un modo más bien tradicional (comparable a las descripciones de personajes en la novela realista), acerca de las implicaciones sociales del modo de vestir de la retratada y llega a una valoración moral. Para resumir: se hace hincapié en la medialidad de la imagen tanto como de su descripción para tener presente que la visión incluye una interpretación perspectivada y subjetiva de la «realidad». La reflexión del carácter medial de los mensajes es un tipo de autorreflexividad de la perspectiva. Pero el caso no es tan fácil. Aunque se anticipa en el título, la fotografía sólo es presentada como fuente de la imagen al final del capítulo. Primero la descripción parece ser de una «realidad» (probablemente imaginada) y no se revela una écfrasis (posiblemente también imaginada) más que posteriormente: la señora que se presentó al lector ascendiendo una cuesta en el capítulo anterior reaparece ahora detrás de las cortinas en un piso de la tercera planta. Además, la imagen contiene elementos que son más evocativos que descriptivos: unas imágenes interiores (¿quizá del recuerdo?) se mezclan con la materialidad de la foto. El vestido de la señora es colorido, inusual aunque posible en un daguerrotipo, de tonalidades apagadas, semejantes al pardo pálido de las viejas fotografías: «malva» y «rosa». Los labios rojos del personaje establecen un vivo contraste con el chiaroscuro del retrato: cara morena, dientes relucientes, ojos negros con brillo claro. Por fin, después de una descripción estática del físico y la consiguiente interpretación caracterológica y social, la fotografía se aviva –también imposible en una foto–, primero los ojos, luego el andar y las manos.15 Así el texto sobrepone los rastros de la écfrasis y la evocación. La descripción parte de la observación concreta del aún no denominado objeto, como es típico tanto en los medios pictóricos como en la percepción empírica: «Va trajeada la desconocida...» (72). El nombre, como fijación abstracta de la imaginación, sólo se menciona al final del pasaje: «Doña Inés de Silva» (74). Una imagen puramente mental o nacida de la contemplación de una fotografía –Doña Inés de Silva es, ante todo, una impresión visual, una imagen que se antepone a la 15

Antonio Monegal (1998: 47ss.) describe como la écfrasis literaria, que disuelve lo estático de la pintura en movimiento, se refiere precisamente a la imagen pictórica en su condición de acción congelada, de «momento preñado», cuyo estatismo lleva los índices del movimiento eminente. La doble mediación de la imagen eterniza lo perecedero del movimiento y le otorga una carga simbólica.

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interpretación de su carácter y estado social tanto como a su definición en el acto de nombrar–. Así, Azorín se inscribe en una tradición española que no distingue entre el mundo y la representación del mundo (como lo hace Descartes). El mundo es una imagen subjetiva porque es imposible observarlo desde fuera –el espectador siempre es localizado dentro de la realidad observada y escoge activa y selectivamente los elementos que forman parte de su construcción de la realidad–. Los textos de Azorín resultan de la crisis del positivismo.16 La realidad como producto mental no se limita a la percepción directa y empírica: muchas veces Azorín toma prestados los motivos de sus relatos y novelas de otros textos literarios, de artículos de prensa etc. Es la literatura lo que le proporciona gran parte de su imagen de la realidad: cada realidad es determinada medialmente y cada literatura, como reelaboración de imágenes, es por sí misma metaliteraria y meta-medial (Lozano Marco 1987). Aquí se sirve de un daguerrotipo (quizá inventado) para empezar una reflexión metaliteraria, meta-medial y epistemológica –y a la vez crítica con el «realismo» positivista del siglo XIX–. La dama se introduce cuando está en movimiento (ascendiendo la cuesta) pero en seguida se petrifica en un gesto de cuadro costumbrista tras un salto temporal al futuro: su mano alza la cortina de una ventana. Este gesto no es una acción que forme parte integral de la trama o un movimiento dentro de un marco temporal. Es el centro de un espacio pictórico que atrae la atención del espectador precisamente por su carácter de movimiento congelado, de acción postergada mientras el discurrir de la descripción literaria anula el tiempo narrado. El salto al futuro rompe la continuidad temporal y aísla la imagen de la señora tras la ventana como lo haría una instantánea –pero como una instantánea imaginaria puesto que el futuro no puede ser objeto de una fotografía material y sensual–. El hiato temporal marca la imagen como una visión interior estática que sólo paulatinamente re-empieza a moverse delante de los ojos mentales del narrador. También en cuanto a la sintaxis y a la perspectiva, la descripción del personaje comienza con una ruptura: la inversión de la frase subraya su aislamiento y el inicio de algo nuevo. El detallismo de la descripción no se podría alcanzar desde un puesto de observación en la calle –ha empezado ya la écfrasis–. Como en el recuerdo, el tiempo queda aniquilado, como en la instantánea que conserva un momento pasado aislado de su contorno temporal. Como en el caso de la pintura, Azorín trasciende la crítica de lo viejo para experimentar con lo nuevo: con la superposición de realidades exteriores e interiores,17 con la irrealidad del tiempo subjetivo.

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V. Fox (1985: 354): «Hemos repasado rápidamente cómo Azorín abre brecha en el racionalismo y el idealismo filosófico, aceptando la realidad sólo en términos de su representación fenomenológica, tal como la percibimos, en que el mundo externo se identifica con la perspectiva». 17 En su tratado L’Imaginaire, Sartre (1967: 18s.) distingue entre la percepción y la imaginación, que son los modos de conciencia esencialmente diferentes. Mientras la imagen mental es el vehículo de la imaginación, la imagen física tiene dos caras: puede ser percibida en su materialidad y realizada en su

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3.4 Intermedialidad marcada III: el cine Es un tópico relacionar la prosa azoriniana con el cine, y no sólo porque el escritor descubrió una tardía pasión por esta diversión popular. Su manera perspectivada y matizada de descripción evocó metáforas fílmicas y llevó a re-escrituras como «guión» o película parafraseada incluyendo indicaciones de perspectivas de cámara.18 Una relación intermedial con el medio fílmico, sin embargo, no está marcada de manera tan obvia como lo son las dos anteriores, la pintura y la fotografía. En el capítulo V, «La carta», sin embargo, el narrador se dirige directamente al lector invitándole a observar la presentación escénica de Doña Inés: «Considerad cómo la señora [...]» (Doña Inés, 79), «¿Habéis visto [...]?» (81). A la protagonista se la compara en esta ocasión con una actriz; «Una actriz no lo haría mejor» (79), «como lo haría una consumada actriz» (81). No se aclara explícitamente, se insinúa una escena teatral o cinematográfica, pero el régimen de perspectivas permite admitir la segunda suposición (como se verá más adelante). El modo de representar por mise-en-scène el estado mental de la protagonista no distingue entre rasgos teatrales y cinematográficos. La distancia media de observación mantenida aquí es posible tanto en una película como en el teatro. La explicitud abstracta de los substantivos «cansancio» (79), «inquietud» (80), «dolor» (80), «pavor» (81) en su pesada y pedante redundancia resulta pálida frente a la visualización sugerente de los mencionados estados de conciencia: la señora trae la carta en un brazo «que cae lacio a lo largo del cuerpo; la mano tiene cogida la carta por un ángulo» (79). Avanza lentamente, suspira, no se anima a abrir la carta y la deja a alguna distancia en el velador, enviándole de vez en cuando miradas desde el canapé. Sus gestos gratuitos revelan su nerviosidad. El montaje de imágenes, sin embargo, es de carácter cinematográfico, puesto que la perspectiva del observador y el campo visual cambian, lo que no es posible en el teatro (por lo menos en el teatro tradicional). La carta –aunque un objeto sin vida– se convierte en símbolo y casi adquiere personalidad propia al integrarse en la esencia de imagen (72s.). En el segundo caso su esencia de imagen comparte con la imagen mental la condición de irrealidad y de casi-observación (como observación de la que no se aprende nada o que es simultánea al saber, 21). 18 Para ilustrar el procedimiento de esta rama de la crítica, puede servir la siguiente cita: «Ejemplo en Azorín de ‹travelling› hacia adelante, combinado con una amplia panorámica: ‹En el primer balcón de la izquierda, allá en la casa de piedra que está en la plaza, hay un hombre sentado. Parece abstraído en una profunda meditación. Tiene un fino bigote de puntas levantadas. Está el caballero, sentado, con el codo puesto en uno de los brazos del sillón y la cara apoyada en la mano...›. (La cámara ha ido avanzando, con lentitud, hasta conseguir un primer plano del rostro del hombre). ‹¡Eternidad, insondable eternidad del dolor! Progresará maravillosamente la especie humana; se realizarán las más fecundas transformaciones...› (Ahora la cámara, que ha realizado un ‹travelling› hacia atrás para describir simultáneamente un panorama épico, el poderoso latido de las fuerzas civilizadoras, avanza de nuevo hacia el rostro del hombre). ‹Junto a un balcón, en una ciudad, en una casa... (los planos van ordenados, numerados) siempre habrá un hombre con la cabeza, meditadora y triste, reclinada en la mano. No le podrá quitar el dolorido sentir.› Y ahí queda la fotografía fija, como para expresar que el hombre está ineluctablemente sumido en su propia esencia» (Álvarez 1973: 31). La interpretación se refiere al final del cuento «Una ciudad y un balcón», en Castilla. El narrador observa el panorama a través de un catalejo.

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coreografía de movimientos y miradas como «oponente» con derechos propios: mientras que la primera «escena» muestra a la señora con la carta en la mano, la segunda se concentra en la protagonista de frente, sentada en el canapé, echando vistazos nerviosos en dirección a la carta (que queda fuera del campo visual). La tercera escena está dedicada por entero a la carta, reluciendo a la luz del anochecer. Sólo la cuarta escena reúne a las «antagonistas» en un campo visual: se ha decidido Doña Inés a abrir la carta. También el final de capítulo es un montaje de dos impresiones visuales bien distinguidas en cuanto a la perspectiva: la primera presenta a Doña Inés en plena figura, en la ventana abierta del balcón (v. el verbo en perfecto: «ha cogido la carta, la ha rasgado [...] y ha abierto el balcón», 81), la segunda muestra su mano en detalle y el torbellino de los papelitos revoloteando en el aire (81). La presentación visual de Doña Inés es sólo un ingrediente del capítulo. Se interponen fragmentos textuales de tres tipos distintos, mezclándose en el «montaje» del conjunto: •

• •

El «una carta no es nada y lo es todo» (79), levemente alterado y variado, que es a la vez comentario auctorial (v. su posición en la cabeza de capítulo) y esperanza aplacante desde la perspectiva de Doña Inés en su variación de «No dirá nada la carta», y que deja vislumbrar el valor del capítulo para la acción: final del episodio de Don Juan. Discurso primero impersonal, después en segunda persona plural, de procedencia claramente auctorial y retórico en exceso, sobre penumbra y fatalidad. «Diálogo» del narrador con el lector acerca de la calidad de la escena.

Vistos estos tres elementos, auctoriales en grado ascendente, no se puede suponer que la técnica de presentación visual quiera conseguir simplemente un efecto de mayor cercanía sentimental o de plausibilidad mimética. Se trata más bien de un juego entre varios niveles de presentación, parecido al que se da en los casos de intermedialidad antes referidos. La descripción casi fenomenológica de los síntomas de sentimientos y las divagaciones pseudo-filosóficas y patéticas del narrador tanto como los metacomentarios en el nivel de la narración quedan en los dos polos opuestos en cuanto a la presencia del narrador en el relato. Este contraste ironiza tanto los procedimientos tradicionales de narración como la pseudo-objetividad de la escena cinematográfica que se revela así como una mise-en-scène por el dedo índice del narrador en su función de constructor de la acción. La cumbre de la ironía: la acción, la trama como garante de la coherencia en la novela tradicional, queda minimalizada y como velada por todos los modos de narración –tanto el comentario como la presentación–. También el cine se entreteje así con los demás dispositivos mediales para experimentar con las posibilidades expresivas en un denso comentario meta-literario y meta-medial.

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En años posteriores, el viejo Azorín descubre su pasión por el cine, la cual dejará huella en un sinfín de artículos periodísticos de tema cinéfilo.19 Se puede también probar una cierta preocupación azoriniana por cuestiones mediales en cuanto al cine durante su fase de experimentación teatral a principios de los años 20.20 La meditación vitalicia del escritor alicantino acerca de las condiciones de la visión humana y su rendimiento y tratamiento estético, sin embargo, no resulta de un saber profundo sobre el medio fílmico. Aunque integre técnicas fílmicas en el colage de imágenes y construcciones de la realidad, se inspiró tanto, si no más, en la pintura (impresionista) y la fotografía, medios que cita mucho y más explícitamente que la cinematografía. Sus experimentos de visión, no obstante, se movieron en líneas parecidas al desarrollo del medio «cine» y los resultados de su preocupación indican ya los muy parecidos experimentos de la vanguardia novelística que se dedicará más resueltamente a la «escritura fílmica».

4. Conclusión Cuando se considera la posición de bisagra que tiene la Generación del 98 entre los siglos XIX y XX, su ruptura con los usados modelos realistas acompañada por dudas frente a soluciones modernas inauténticas, su genial postura de ambigüedad frente a su falta de perspectivas convincentes, el potencial estético de la referencia intertextual e intermedial, parece un procedimiento idóneo de distanciamiento metódico porque es un modo de decir indirecto e impropio: Permite el desenmascaramiento de convenciones discursivas ajenas mediante su puesta en «segundo grado».21 Permite una postura irónica o de parodia que imposibilita los modelos ajenos sin obligar forzosamente a la declaración de una determinada actitud propia (y positiva) y deja abierta la salida a la ambigüedad. Permite la experimentación estética siempre manteniendo el modo de juego. Permite la posición «entre comillas» de todo lo dicho y, por eso, la sensibilización sobre la esencial medialidad de toda declaración verbal como estética, su carácter mediado, la materialidad del decir, su calidad discursiva. Permite que la realidad sea desvelada como construcción mental, como colage de experiencias subjetivas y de información mediada, determinada por un discurso preexistente sin que esta revelación adquiera la fatalidad de un juicio filosófico. Permite, por fin, crítica y experimentalismo sin limitar el texto a una única, seria e indiscutible aceptación, cumpliendo siempre con su tarea educativa: despertar un 19

Utrera (1981: 178-257) recoge muchas aclaraciones de Azorín sobre temas de cine. V. además las colecciones de artículos El cine y el momento (Martínez Ruiz 1953) y El efímero cine (Martínez Ruiz 1955). Para una bibliografía pormenorizada de los artículos periodísticos de Azorín, v. Fox (1992). Romá (1977) intenta una valoración de las contribuciones cinéfilas de Azorín y relata reacciones históricas de cineastas a sus artículos. 20 V. Glaze (1985) y el artículo de Azorín publicado en ABC bajo el título «El cine y el teatro». 21 V. la «littérature au second degré» de Genette (1982).

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juicio crítico y provocar la toma de conciencia frente a la esencial ideología de toda visión del mundo y de toda estética. Fue seguramente por estas razones que Azorín y su contribución al discurso del 98 se sintieron atraídos por las posibilidades de la intermedialidad. Aunque bajo implicaciones ideológicas, éticas e históricas muy distintas, los vanguardistas del los años 20 heredaron la preocupación por lo visual tanto como el modo de espejismo intermedial, usándolo para el mismo triple fin: primero, potenciaron perspectivas y mediatizaciones desenmascarando la fácil y falsa evidencia epistemológica: se toma una distancia irónica y crítica frente a la representación (objetiva) relegándola al segundo plano por intermisión de agentes mediales y se problematiza así la percepción humana. Segundo, iniciaron una discusión meta-estética, una reflexión metaliteraria sobre la materialidad y medialidad del narrar y sobre las tradiciones decimonónicas del género novelesco. Tercero, sirvieron a un proyecto estético: la ampliación de las posibilidades expresivas de la literatura mediante experimentos de perspectiva.

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Rafael Utrera Los discursos cinematográficos del 98: del europeísmo a la españolidad Sin entrar en discusión sobre la fecha exacta en la que tiene lugar la presentación del cinematógrafo en España, convengamos que el 15 de mayo de 1896 se lleva a cabo la primera proyección pública en Madrid del Cinematógrafo Lumière. A partir de este momento, el resto del país conocerá progresivamente un nuevo espectáculo cuya condición de inicial divertimento popular no le impedirá establecer relaciones con las artes tradicionales; la Literatura, tan de noble tradición como socialmente reconocida, será una de ellas. El conjunto de escritores que inician su actividad literaria en los años inmediatos al acontecimiento cinematográfico mencionado y a su expansión como entretenimiento social y vehículo de expresión artística, puede agruparse de este modo si atendemos a la cronología de su nacimiento y al principal género cultivado donde expresan sus opiniones sobre el cinema: Ensayistas y Periodistas: Miguel de Unamuno (1864), Manuel Bueno (1873), Ramiro de Maeztu (1874), Manuel Machado (1874), Antonio Machado (1875), Federico de Onís (1886), Martín Luis Guzmán (1887), Alfonso Reyes (1889). Dramaturgos: Jacinto Benavente (1866), Carlos Arniches (1866), Ramón Mª del Valle-Inclán (1866), Serafín Álvarez Quintero (187l), Joaquín Álvarez Quintero (1873), Eduardo Marquina (1879), Gregorio Martínez Sierra (1881), Pedro Muñoz Seca (1881). Novelistas: Vicente Blasco lbáñez (1867), Alejandro Pérez Lugín (1870), Pío Baroja (1872), Eduardo Zamacois (1873), Azorín (1873), Wenceslao Fernández Flórez (1885). Más allá de su posterior adscripción a grupos literarios o generaciones, modernistas, noventayochistas, no noventayochistas, coetáneos del 98, etc., para nuestro objetivo, coinciden todos en reaccionar, positiva o negativamente, ante el nuevo culto; en unos casos, mostrando opiniones, generalmente desde perspectivas literarias, sobre la condición artística, cultural y social del mismo; en otros, ofreciendo un novedoso intervencionismo en la industria bajo modalidades diversas, desde la producción a la dirección, desde la interpretación al asesoramiento. No somos pioneros en este empeño; efectivamente, Azorín en su artículo «El séptimo arte» (La Prensa, Buenos Aires, 15 abril 1928) ya describió las actitudes de rechazo o aceptación mostradas por los intelectuales para con el cinematógrafo. Para él, unos reniegan de un espectáculo que se detiene en la ficción chocarrera y halaga el gusto ínfimo de la muchedumbre mientras que otros se muestran más «discretos, sensatos». Aún más, Pío Baroja, en su intervención en el Cine-club de La Gaceta Literaria, con ocasión de la presentación de la película Zalacaín el aventurero, de Francisco Camacho, se catalogaría a sí mismo «un poco murcié-

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lago, a veces pájaro, a veces ratón», frente a sus compañeros, que son amigos del cine o «cinematófilos» o enemigos del mismo o «cinematófobos»; los primeros «esperan del cine algo como el Santo Advenimiento»; los segundos, «auguran que, a fuerza de películas, iremos al caos, al abismo, a la obscuridad de la noche cineriana».1 Un sintético recorrido por el universo de tales autores nos permitirá comprobar, en paralelo con las alternativas azorinianas y barojianas, las conexiones existentes entre la personal cosmovisión de los escritores y su actitud para con el arte recién nacido. Los juicios y actitudes pro o anticinematográficos del grupo seleccionado son relativamente acordes con las manifestaciones y actividades de los intelectuales europeos coetáneos, si bien es observable la tendencia española a manifestarse como «fruto tardío» de tal manera que el Film d’Art francés precede a tareas españolas semejantes o D’Annunzio se anticipa en la tarea cinematográfica a Blasco lbáñez, Zamacois, Benavente; opiniones manifestadas por los escritores europeos se encuentran posteriormente utilizadas en los artículos de los nuestros, convertidas ya, incluso, en tópico de la literatura cinematográfica, sean las concomitancias del cine con el teatro o la estética de la imagen cinematográfica cuando la cinta se proyecta al revés. Como aspectos paralelos, son hechos notables en el panorama cultural la progresiva influencia de las vanguardias europeas en el horizonte artístico de los comienzos del nuevo siglo y la incidencia de éstas en el devenir expresivo del cinematógrafo; ello hace que pueda hablarse de «expresionismo» alemán, con sus variantes y antítesis, y de «impresionismo» francés, con el acercamiento de los intelectuales y artistas a las formas expresivas del filme.2 A su vez, el empuje efectuado por productoras de prestigio reclama un puesto de honor para el cine de los países nórdicos cuyo carácter simbolista sorprende por su tono espiritualista y austero estilo. Mientras, el cine norteamericano ha impulsado su carácter de poderosa industria lo que se evidencia en el nacimiento de las grandes productoras, el espectacular desarrollo de los géneros y el acierto comercial del star-system como pilares fundamentales de una cinematografía que tiene, económicamente hablando, vocación universal. Por su parte, el cine español, con una industria irrelevante y un pionerismo de supervivencia, ofrece a Europa talentos como el de Segundo de Chomón, primero, y Buñuel, después; Benito Perojo aportará cierto tono cosmopolita y europeísta a nuestra producción mientras Florián Rey perpetuará, con tan buen oficio como conservador planteamiento, el camino de la «españolada» en sus variantes regionales (Gubern 1994 y 1997). El repaso a las actitudes y compromisos de los escritores arriba mencionados lo efectuaremos dividiendo nuestro trabajo en dos apartados que, operativamente, denominaremos «el discurso teórico» y «el discurso pragmático».

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La Gaceta Literaria 53. Recogido en Pérez Merinero (1974: 135). V. Historia general del cine, vols. IV y V; y Sánchez Vidal (1997).

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1. El discurso teórico La penetración del cinema en la vida cultural se hace por medio de la prensa; la sección especializada y el periodista cualificado fomentaron el interés por sus avatares, suscitaron polémicas en torno a su condición, evidenciaron los paralelismos con otras artes y publicaron juicios sobre los filmes estrenados. La vía periodística para la expresión de sus posicionamientos cinematográficos fue utilizada habitualmente por Miguel de Unamuno en cientos de artículos de numerosas publicaciones; son específicos «Teatro y cine» (1921) y «La literatura y el cine» (1923); el ensayista analiza los efectos socialmente negativos que este espectáculo puede aportar a la colectividad; sin embargo, tal rechazo no sorprende ya que es coherente dentro de las opiniones que mantiene sobre la vida, anteponiendo la naturaleza al arte, la intimidad frente a la espectacularidad, la «inversión» frente a la «di-versión». Por el contrario, Antonio Machado enjuició el cine por medio de su apócrifo Juan de Mairena, quien lo alaba por su carácter pedagógico y lo desvirtúa en sus valores estéticos. Los aparentes ataques contra el cinema no son peores que los lanzados contra el reloj o las corridas de toros: el humor escéptico e irónico le permite hacer burla desenfadada contra lo que denomina «invento mecánico de Satanás». Tomadas al pie de la letra, estas actitudes se alinearían en los postulados cinematofóbicos antes mencionados. Sin embargo, no debe perderse de vista que nuestro país parece ser adelantado en la valoración intelectual del cine desde las perspectivas de la apreciación cinematográfica. En efecto, la revista España, dirigida por Ortega y Gasset, inaugura en 1915 la crítica comprometida procedente de plumas eminentemente literarias, más allá de la gacetilla publicitaria; se convierte tal sección en la primera barricada intelectual que defiende al cine como vehículo de expresión y al espectador en sus legítimos derechos. Los pseudónimos de «El Espectador» y «Fósforo», encubrieron los nombres de Federico de Onís, Martín Luis Guzmán y Alfonso Reyes, quienes eligieron el cinematógrafo como tema de sus colaboraciones periodísticas. Se trata de una crítica revestida de juicios literarios y comparaciones artísticas que toma como base la actualidad y se erige en defensora de un asunto entendido como digno de las musas.3 Del mismo modo, sobre las específicas relaciones entre literatura y cine, teatro y cinematografía, se ocuparon tanto Manuel Machado, en sus artículos «La cuestión del cinematógrafo» (1916) y «El secreto del cine» (1917), publicados en El Liberal, como Ramiro de Maeztu con «El problema del cine» (1913), que vio la luz en Nuevo Mundo, y Manuel Bueno en artículos como «El cinematógrafo y el teatro. La importancia del arte mudo» (1928), «Teatro y cine. Los actores que hablan y los actores mudos» (1928), donde resaltaba del «séptimo arte» las ventajas descriptivas y la capacidad de fomentar la fantasía en el espectador. Enjuiciaron el cinema desde perspectivas periodísticas para analizar las vinculaciones entre un arte y otro o para valorar al nuevo en su capacidad de mostrar lo 3

Reyes, Guzmán, Onís: Frente a la pantalla. Comentario en Utrera (1985).

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insólito, de sintetizar los fenómenos de la naturaleza y de considerar su utilidad y capacidad pedagógica (Utrera 1981). En el caso de novelistas y dramaturgos, la presencia del cinema en los referentes de su obra o en los procedimientos de su estructura son más que evidentes. Pío Baroja, más allá de las abundantes referencias al cinema en su novelística donde suele enjuiciarlo en relación a factores sociales, fue actor ocasional en la adaptación de su Zalacaín el aventurero, que presentó, como ya hemos dicho, en una sesión del Cine-club Español, invitado por Ernesto Giménez Caballero; además, es autor de El poeta y la princesa o El cabaret de la cotorra verde (1929), subtitulado «novela film», donde los recursos cinematográficos procedentes de los géneros populares y del específico lenguaje fílmico caracterizan una peculiarísima obra literaria que tiene mucho de «guión» y que puede emparentarse con títulos de semejantes características firmados por miembros de generaciones posteriores (Dalí, Lorca, Porlán). El lamento barojiano, «Yo creo que hubiera podido escribir para el cine [...]. Nadie me ha pedido que escribiera nada de eso», es una evidencia sólo imputable a los cineastas. Por otra parte, la crítica estudiosa de la literatura valleinclanesca y azoriniana ha señalado desde fechas tempranas cómo el discurso narrativo de estos escritores está preñado de modos expresivos cinematográficos: es evidente que tales procedimientos no suponen ningún aprendizaje realizado desde la sala oscura, ni siquiera un proceso racional aplicado concienzudamente al dictum de su obra. Esta literatura, nacida desde un estadio «precinematográfico», viene a ser un resultado verbal que, en su modus, se emparenta con la expresión peculiar de lo fílmico y, a veces, ni siquiera la necesita. Ramón Ma del Valle-Inclán, teorizante del cinema en la revista El bufón (1924) y actor en La malcasada (1926), de Francisco Gómez Hidalgo, declaraba a la revista Luz en noviembre de 1933: «habrá que hacer un teatro sin relatos; ni únicos decorados; que siga el ejemplo del cine actual, que, sin palabras y sin tono, únicamente valiéndose del dinamismo y la variedad de imágenes, de escenarios, ha sabido triunfar en todo el mundo», lo que es más que síntesis de cuanto venía aplicando a su obra narrativa y dramática. El escritor publicó y representó Cenizas en 1899, refundiéndola en 1908 con el título de El yermo de las almas; Sumner M. Greenfield (1972) observa que ya en el prólogo de estas obras se dan resoluciones de acciones teatrales con técnica cinematográfica; tanto los movimientos como la ambientación que se proponen a través de las acotaciones nos aproximan a los métodos usados por el nuevo espectáculo, lo que situaría a Valle como un adelantado de estos recursos; el investigador recurre con mucha frecuencia en cada uno de los textos dramáticos estudiados a establecer relaciones entre la obra de Valle y los recursos cinematográficos, relatando las complejidades técnicas a las que recurre el autor que sugieren no sólo una temprana cinematografía sino otra más avanzada y propia de mediados de siglo. Del mismo modo, la visión cinematográfica de Sonatas y Luces de Bohemia ha sido analizada por Zamora Vicente (1969) para quien son precisamente las artes plásticas el medio utilizado capaz de mostrar nuevas actitudes en las características

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del mundo del siglo XX, y entre ellas «es el cine el gran introductor en la conciencia actual de este sentido de la discontinuidad, del azar, de lo fragmentario». Toda la gesticulación y aspavientos que se dan en este esperpento remiten inmediatamente al cine primerizo; «las películas rancias ... logran tangible corporeidad en las páginas del esperpento». Zamora ratifica una y otra vez que Luces de Bohemia «está traspasada de cine». Emma Speratti (1957) ha señalado que es el propio Valle quien nos ha indicado en una acotación escénica de dónde tomó la gesticulación de los esperpentos: «El revólver romántico que de soltero llevaba Julepe... Ahora lo empuña con gozo y rabia de peliculero melodramático», dice en La rosa de papel, y Antonio Risco (1966) opina que producen en «el lector una impresión más bien cinematográfica [...] y sugiere más la proyección de una película que una representación teatral». Entre otros autores José F. Montesinos (1966) señaló también estos valores cinematográficos en Tirano Banderas: «Como buen romántico, Valle no creyó nunca en la fijeza de los géneros literarios, y la estructura de la novela es más bien dramática, o digamos, cinemática». De modo semejante se pronunció Jorge Urrutia (1972) al estudiar las relaciones entre obras literarias y construcciones cinematográficas especialmente en Las Comedias Bárbaras. Por su parte, los artículos de Azorín publicados en 1927 y 1928 y el nuevo rumbo de su novelística representado en Superrealismo, permiten comprobar que concibe al cine mudo como un arte autónomo que debe independizarse de sus precedentes, especialmente de la literatura, y establece una apuesta por el pleno desarrollo de su esencialidad. La habitual vinculación del escritor con la cultura francesa parece indicar que su punto de mira se orienta hacia los posicionamientos vanguardistas, es decir hacia un cine «no narrativo» que se libere de su habitual capacidad de reproducción técnica con una «fábula de novela o comedia» y se capacite para la reproducción artística, haciendo «vivir las cosas», dando «todo su relieve a la luz, a las sombras, a las líneas» y manifestándose los hombres «en sus relaciones con el arcano subconsciente». Azorín se alinea pues en los terrenos de la denominada «primera vanguardia» francesa donde, esquematizando las intenciones, señalaremos que se busca la pureza de la imagen en detrimento de anécdota y argumento a fin de lograr un «arte independiente»; como dice el historiador Leprohom,4 «la preocupación mayor de los nuevos equipos será la lucha contra las adaptaciones literarias o teatrales, sustituyéndolas por guiones originales, concebidos directamente en función del cine»; y es que, según señala Costa (1988: 83), el cine «se convierte en un punto de referencia o un campo de experimentación para la elaboración de una nueva estética y para la atribución de nuevas funciones del lenguaje artístico». Pero las tesis defendidas por el escritor no se paran aquí; porque la llamada al «arcano subconsciente» efectuada por el autor de Félix Vargas, relaciona su ilusión del devenir cinematográfico con el surrealismo y permite emparentarlo, al menos en intenciones, con ese cine «visionario» intuido por Artaud y que tendría su plasmación 4

La cita por Caparrós (1990: 68).

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cinematográfica en textos como L’étoile de mer (1928) de Man Ray. Por su parte, el futurismo ya había dejado ver que sus experiencias teatrales estaban influidas por el cine; sus propuestas apuntan a una interrelación de las distintas artes y a una ilimitada libertad respecto a la transgresión de los códigos establecidos. Unos y otros aspectos no eran muy distintos de las propuestas que Azorín propugnaba para su obra y desde su obra en beneficio de una nueva concepción dramática y narrativa donde el cine era acicate y estímulo para las artes precedentes. La crítica señaló inmediatamente que su novelística, especialmente Félix Vargas y Superrealismo (subtituladas por el autor «Etopeya» y «Prenovela») rezumaban modos expresivos relacionados con las técnicas cinematográficas. Estudiado este asunto por múltiples investigadores, nos interesa recalar ahora en la dramaturgia azoriniana y establecer algunas pertinentes relaciones con lo fílmico. La producción dramática del escritor se encuadra en lo que podemos considerar, tal como ha hecho la crítica, tercer periodo y se desarrolla cronológicamente próxima a la propia de la denominada Generación del 27. Sus modelos se encuentran en autores como Maeterlinck y Pirandello, Cocteau y Meyerhold, Pitoeff y Baty, Lenormand y Giraudoux, Evreinoff y Pellerin, etc. Según señala Inman Fox, los adelantos en los estudios psicoanalíticos [...] y los horrores de las guerras y las revoluciones, hicieron al artista buscar otra realidad, la realidad interior, que muchas veces llevaba a una supervaloración de la ilusión o del sueño. El teatro volvía a ser teatro, fantasía e invención... (Fox 1968: 375-389).

Tanto Meherhold como Baty se sirvieron de decoraciones intrincadas e irreales, con escenarios giratorios, con juegos de luz nunca vistos, con la proyección de películas contra el fondo del escenario y con cuadros cortos yuxtapuestos de diálogo rápido, lírico, de gritos y gestos, en que los actores se movían espontánea e irregularmente (377).

Azorín, como aquéllos, y, en ocasiones, como su imitador, transgredió los valores usuales otorgados al diálogo por la dramaturgia tradicional y propugnó una compatibilidad sin límites de éste con el resto de los integrantes escénicos, de manera que decoración y recitado, luminotecnia e intérpretes, junto a otros factores, funcionaran estructuralmente en beneficio de la máxima expresividad. El dramaturgo propugnó una renovación escénica desarrollada paralelamente al movimiento surrealista y al auge del cinema mudo; uno y otro debieran tenerse presentes, según estima el propio autor, a fin de impulsar una eficaz renovación dramática. Con tono de discurso y evidente contundencia verbal, recrimina, en 1927, a actores y empresarios («ustedes verán lo que hacen») poniéndoles ante un conflictivo dilema: «O el teatro español se renueva –dando en él entrada al mundo de lo subconsciente, como en el cinematógrafo– o perece».5

5

Leandro Navarro. «Una visita a Azorín», en Argos 7, julio de 1927, p. 22. Cito por Mariano de Paco (1997: 185ss.).

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El epílogo de La guerrilla (1936),6 en claro contraste estilístico con los demás actos, se plantea como la acción, lugar y situación donde se cumple la imposible felicidad de Etienne y Pepa María porque la guerra ha separado y roto lo que el amor estaba dispuesto a unir. El ambiente de irrealidad y de suave contraste con el odio, el rencor y la muerte de los actos precedentes no pudo mostrarse al espectador. En el estreno mencionado, resultó aconsejable, a pesar de estar pintada la decoración y efectuada la puesta en escena, no escenificar el epílogo. En efecto, la desnudez y blancura ambiental, el contraste de la «tenue luz rojiza», la simplicidad de líneas de las figuras masculina y femenina, el lejano sonido de la sirena de un barco, parecían elementos adecuados para presentar un final contrastado a los desarrollados en anteriores actos. Sin embargo, los deseos del autor no pudieron cumplirse al no poder ofrecerse el espíritu de irrealidad y abstracción. Y es que la pretendida llamada del subconsciente en el espectador no parecía conseguirse con los habituales procedimientos dramáticos. ¿Por qué Azorín no aconsejaría una proyección cinematográfica, complementaria a la representación, donde su epílogo se mostrara filmado? La experiencia, llevada a cabo muchos años antes por Pedro Muñoz Seca y Gregorio Martínez Sierra, como ahora se dirá, no hubiera supuesto ninguna novedad pero, sin duda, habría dejado satisfecho al autor en su continua solicitud de un teatro fecundado por el cine. A pesar de ser una generación, en palabras de Julián Marías, que no dispuso de un sistema perceptivo procinematográfico, el nuevo arte fecundó como referente su literatura, incorporó a ciertas obras las técnicas narrativas y expresivas y, tardíamente, aportó un sugerente ensayo literario de temática cinematográfica tal como lo demuestran los títulos de Azorín El cine y el momento (1953) y El efímero cine (1955). Las propuestas valleinclanescas y azorinianas, en los años veinte, se inscriben en la línea de un discurso europeísta que, sin embargo, tienen escasa repercusión en el pragmatismo de la cinematografía española, más atenta a las modalidades de un cine popular que a experimentos tan vanguardistas como minoritarios.

2. El discurso pragmático Los escritores coetáneos a los ya mencionados se caracterizaron, además de opinar sobre la esencia y características del cinema, por un vehemente intervencionismo en los aspectos pragmáticos de la cinematografía nacional. Ya en un texto de 1907, Los búhos, Jacinto Benavente7 hacía opinar a sus personajes sobre el cinematógrafo; posteriormente actuaría como realizador, guionista y productor. En 1914 Ricardo de Baños llevó a la pantalla La malquerida y cuatro años más tarde, los hermanos Herrera Oria, fundadores de Cantabria Cines, proponen al dramaturgo la dirección cinematográfica de su Los intereses creados (1918), con el asesoramiento técnico de Fernando Delgado; los resultados 6 7

Para artículos de Azorín, v. El Cinematógrafo, y Azorín: La guerrilla. Para este autor y otros posteriores puede consultarse Utrera (1985).

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parece que fueron catastróficos tanto en el orden artístico como en el económico. Sin embargo, a pesar de los descalabros, el escritor decide intervenir plenamente en la actividad cinematográfica por lo que funda la productora Madrid-Cines y lleva a la pantalla, con figuras principales del teatro, una comedia dramática al estilo de los filmes europeos del momento: La madona de las rosas (1919). Más adelante, satisfecho acaso con los resultados, no duda en registrar bajo el nombre de Films Benavente (1924) una «editora» que deberá filmar sus obras, dirigidas por profesionales; tal sucedió con Para toda la vida y Más allá de la muerte realizadas por Benito Perojo en estudios franceses y españoles. En muy poco tiempo, tras la llegada del sonoro, se va a producir la segunda invasión de los hombres de teatro en los dominios del cinema. La nueva aventura de Benavente tiene lugar en abril de 1932: constituye C.E.A. (Cinematografía Española Americana) compuesta por novelistas y dramaturgos que nombran a Don Jacinto presidente de honor; los objetivos de la entidad se fijan en la producción y explotación de películas españolas, sonoras y mudas, pedagógicas, incluidos los noticiarios. Los presidentes de las Cámaras de Comercio e Industria, así como los consejeros del Banco Mercantil prestaron apoyo financiero al proyecto, mientras el grupo de escritores firmantes de las actas de constitución, los Quintero, Linares Rivas, Arniches, Muñoz Seca, Marquina, etc., cedían la exclusiva de sus inéditos en favor de la sociedad. El agua en el suelo (1934), argumento original de los Álvarez Quintero, facilitó el despegue de la productora. Entusiastas versificadores de motivos cinematográficos demostraron ser Eduardo Marquina y los hermanos Álvarez Quintero, quienes, en 1935, publicaron un cuento titulado «Una película del Quijote» escrito en su más desenfadado lenguaje; fueron agradecidos con el cine, dados los éxitos que desde La dicha ajena (1918) pasando por la producción C.E.A., El agua en el suelo, hasta las varias versiones de El genio alegre, el nuevo medio artístico les deparaba. Tal vez uno de los primeros dramaturgos que incorporaron proyecciones cinematográficas a las representaciones teatrales fue Pedro Muñoz Seca. En efecto, ya en 1913 la compañía de Simó Raso estrenó las obras Trampa y cartón y El modelo de Virtudes donde se proyectaron las correspondientes escenas cinematográficas que fueron realizadas por Enrique Blanco; esta misma técnica se siguió con otros títulos como Los marinos de papel y Presentencompanigraff; esta última, como indica su título, al hacer la presentación de la compañía en el Infanta Isabel. Se trata de un hecho curioso, que parece indicar la crisis en la que se iba a sumir el teatro en la década inmediata, y, a su vez, las conexiones que se establecerán entre él y el cinema, a las que aludirán los escritores de fin de siglo en sus escritos sobre uno y otro medio. Además, es un signo evidente y real de cómo el cine empieza a influir en las técnicas de composición dramáticas, tal como ocurre con Arniches y Valle-Inclán. El pionero Segundo de Chomón ya filmó en 1911 y 1912 las obras El puñado de rosas y El pobre Valbuena de Carlos Arniches. Las acotaciones escénicas que, antes de 1915, incorpora a sus creaciones tienen rasgos de guión cinematográfico; son el anuncio del esperpento valleinclanesco y hacen de nuestro dramaturgo un

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anticipador de la influencia del cine en el teatro. En todo momento fue un decidido partidario de fomentar la cinematografía nacional; entendió que el progreso del cine fomentaba el progreso del teatro y puso como ejemplo el modo de solucionar las situaciones cómicas. Una curiosa experiencia consistente en conjugar un espectáculo cinematográfico, la proyección de la película Christus, con uno teatral, basado en ilustraciones literarias, canciones y un auto religioso titulado Lucero de la Salvación fue llevada a cabo por Gregorio Martínez Sierra en 1917. El experimento, representado en el Teatro Eslava, es revelador de varios hechos: el interés de los promotores cinematográficos por conseguir un cine hablado e, igualmente, el de los dramaturgos por complementar teatro y cine en una misma sesión, tal como años antes había experimentado Muñoz Seca. A la llegada del sonoro, Sierra abandona la producción teatral para dedicarse plenamente a la cinematográfica. Contratado por la casa americana Fox, marcha a Hollywood para desempeñar la supervisión del material hablado en castellano; los beneficios sobre sus obras teatrales fueron inmediatos pues el mismo año de 1931 Perojo adapta su obra teatral Mamá, interpretada por Catalina Bárcena, compañera sentimental del dramaturgo y promocionada por él en el cine foráneo; varias producciones con la etiqueta mencionada, codirigidas por Sierra, llevaban al frente del reparto a la actriz; valgan como ejemplos Primavera en otoño, Una viuda romántica, Mujer, Señora casada necesita marido. Todavía conocería el dramaturgo una nueva adaptación, ahora Paramount, basada en su popular novela Canción de cuna. Eduardo Zamacois adaptó para el cine su novela El otro (1919) e intervino en ella como actor; al margen de su novedad como aventura cinematográfica, parece ser que el novelista utilizó su película, junto a otros documentales, como ilustración de una serie de conferencias que pronunció en Sudamérica, entre ellas una sobre el filme Don Quijote, de Pabst; en los citados testimonios hizo intervenir a numerosos escritores e intelectuales. Uno de los primeros novelistas españoles que escribe un argumento original para ser filmado por el cine español tal vez sea Wenceslao Fernández Flórez y, sin duda, el académico que, en su época, mayores vinculaciones tuvo con el mundo cinematográfico. Flórez, además de intervenir en los documentales rodados por Zamacois (a los que anteriormente hemos aludido), participó en la película ya citada La malcasada (1926) donde aparecía jugando a las cartas con Gregorio Corrochano, Marcelino Domingo y Valencia II; el letrero colocado tras la imagen molestó al novelista, herido en su honor, según contó en un artículo de Abc. Se encargó de la puesta a punto de los diálogos, tanto de películas nacionales como extranjeras, para un mejor doblaje al castellano: El libro de la selva, El ladrón de Bagdad y El capitán Veneno. El humor ácido y corrosivo del novelista fue mediatizado ocasionalmente por las adaptaciones cinematográficas; los cambios de escenarios o los finales conformistas son exigencias de la pantalla a las que voluntariamente se doblegó el escritor. El más activo de los novelistas convertido en realizador cinematográfico fue Alejandro Pérez Lugín, inquieto escritor que, atraído por el mundillo del «séptimo

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arte», desarrolló en él plurales facetas. La adaptación cinematográfica de La casa de la Troya era un viejo proyecto que tardó varios años en llevarse a cabo por dificultades económicas. En 1922 marchó a África donde realizó documentales de la campaña con motivos como el desastre de Annual, la conquista de Xauen, etc., serie titulada España en el Rif. Posteriormente, encontró el novelista un financiero con quien fundó Troya Films y así pudo filmar su popular novela. Con el éxito obtenido se animó a la realización de Currito de la Cruz, convertida en superproducción cuyo rodaje se efectuó mayoritariamente en Sevilla,8 y como un anticipo del sonoro, Lugín tuvo la idea de llevar al cine una banda de música que interpretaba las marchas propias del folklore andaluz durante la proyección. Supo extender la popularidad de sus trabajos por medio del cine y llevarlos hasta donde no podía llegar la novela. Sus dos películas se catalogarían como modalidades de la «españolada» donde Galicia y Andalucía se erigían en paisaje singular para inscribir en él los prototípicos personajes de tales obras. Desde múltiples aspectos se aproximó Vicente Blasco Ibáñez al medio cinematográfico. En 1916 emprendió el autor la aventura de la realización: en Barcelona dirigió la versión fílmica de Sangre y arena, producida por la marca Barcinógrafo, acaso con las sugerencias profesionales del cineasta Ricardo de Baños. La novelística de Blasco, por lo que tiene de folklore en unos casos y por su internacionalismo argumental en otros, ha conocido múltiples adaptaciones cinematográficas tanto por la producción nativa como por la foránea; los intereses americanos para con la novelística del valenciano parecen proceder más de la categoría literaria que del españolismo de los temas, aunque estos se dieran por añadidura en algunas obras; la posibilidad de internacionalizar el producto privaba sobre otro tipo de alicientes. Desde 1920 la producción de Hollywood se interesa por sus libros para llevarlos a la pantalla. Por entonces, la productora Metro está realizando la adaptación de Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1921) filmada por Rex Ingram e interpretada por Rodolfo Valentino, joven emigrante italiano que impondría su nombre en el mundo con este filme. El éxito económico estuvo asegurado, al igual que ocurrió con Sangre y arena (1922) en la que Valentino llega a su apogeo como «amante universal» respondiendo a las solicitudes del gran público en las escenas amorosas compartidas con Nita Naldi y bajo la dirección de Fred Niblo. En su residencia de Menton, junto a los Alpes Marítimos, tuvo la oportunidad de presenciar el rodaje de su novela Los enemigos de la mujer; la experiencia vivida le permite escribir el artículo Cómo los americanos cinematografían una novela (Blasco Ibáñez: O.C., III), donde registra la admiración que siente por la actividad y vitalidad de los cineastas yanquis. 1926 supone el año de máximo apogeo de la novelística del valenciano en el cine americano; tres filmes se realizan apoyándose en otras tantas de sus obras: Mare Nostrum, Entre naranjos y La tierra de todos. Estos dos últimos sirven de plataforma al star-system para lanzar al mundo del espectáculo a una actriz sueca que ha elegido apellido español: Greta Garbo. 8

Sobre las características de este filme y su rodaje puede verse Perales (1997).

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Al margen de ser Blasco un autor mimado por los cineastas, en cuanto a adaptaciones se refiere, no podemos olvidarnos de los encargos recibidos para que escribiera guiones cinematográficos y argumentos de películas; tal es el caso en la producción norteamericana Argentine Love (1924), de Allan Dwan e interpretada por Gloria Swanson, y La encantadora Circe (1925), de Robert Z. Leonard, con Mae Murray. Tanto en El paraíso de las mujeres como en La reina Calafia hace un encendido elogio de Hollywood, doble testimonio que demuestra la fascinación producida por el ambiente y la admiración por los sistemas industriales utilizados en aquella cinematografía. La llamada de este escritor a la cuna del cine industrial y el intervencionismo de sus compañeros en la industria nacional primero y en la norteamericana de Estados Unidos (Hollywood) o la instalada en Francia (Joinville), supuso la puesta a disposición de los productores nativos y foráneos de una literatura de marcados contenidos patrios, en unos casos recurriendo a lo más tópico de nuestro folklore y en otros transformándolo en sucedáneo de marcado cosmopolitismo. La creación de un género propio en el que las variantes de lo autóctono se conviertan en materia básica de una variopinta y heterogénea filmografía (andaluzadas, baturradas, catalanadas, madrileñadas, etc.) conforman las bases de unas peculiares señas de identidad que hacen de nuestra cinematografía un segmento atípico en el conjunto de las industrias europeas y sugieren a las «editoras» extranjeras la emulación de un género que tendrá multiplicidad de variantes allende nuestras fronteras. Un repaso a dicho concepto y a su filmografía ilustrará sobre su desarrollo en las primeras etapas del Cine Español y mientras se produce lo más granado de la obra escrita por modernistas y grupos coetáneos. En efecto, el nacimiento de la españolada en nuestro cinema debe coincidir con los orígenes de éste. Los mismos filmes de los Lumière rodados en la Sevilla de 1896 constituyen el mejor boceto francés para un futuro típico género español. Y, de inmediato, títulos como Soleares (1898) o La malagueña y el torero (1903) inician tempranamente una modalidad que devengará películas de este corte en las décadas siguientes: Los siete niños de Écija (1911-1912), Sangre y arena (1916), Los arlequines de seda y oro (1919), La verbena de la Paloma (1921), Rosario la cortijera (1923), Diego Corrientes (1924), Currito de la Cruz (1925), Una extraña aventura de Luis Candelas (1926), El dos de mayo (1927), Agustina de Aragón (1928), etc. Entre las diversas alternativas a las que se vio abocada nuestra industria, por mor de múltiples avatares, figura la dependencia del folklore autóctono, convertido en habitual elemento temático no sólo por comodidad sino por necesidad (Pérez Perucha 1997). Lo que se ha denominado La tentación española,9 sinónimo de recurrencia a lo más popular de nuestro costumbrismo patrio, quedaba como género bien orientado tomando como base vidas y hechos de toreros y bandidos, de gitanas y cantaores, entre otros ciudadanos cuya adscripción empezaba en el lumpen y acababa en la pequeña burguesía, sacados tanto de la 9

«La Tentación Española», capítulo de la serie Imágenes pérdidas. Dirección: Vicente Romero. Producción: Televisión Española, 1993.

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tradición oral, de la literatura popular, de las adaptaciones literario/musicales, y resueltos habitualmente bajo los parámetros del melodrama y subgéneros afines. La especificidad del género no querrá decir que las cinematografías extranjeras, europeas y americanas, no intenten la españolada a su modo; directores como L’Herbier, Feyder, Dulac, Vorins, Doria, Turchi, Niblo, son autores de títulos cuyo perfil temático y artístico encaja en la denominación mencionada. Un vistazo a la filmografía y bibliografía del periodo republicano hace evidente que es entonces cuando el término adquiere su máxima utilización en el argot profesional y en cierta literatura periodística como consecuencia de una producción donde predomina esta modalidad; la llegada del sonoro, su definitiva implantación industrial, comportará una nueva valoración de nuestro star-system, desde ahora visible y audible a un tiempo, con tan previsibles como insuperados éxitos de taquilla y, en algunos casos, de crítica. Un periodo de tal efervescencia política y social dudó mucho en construir una producción acorde con tales tendencias y «en lugar de impedir el adiós a la España eterna, lo provocó» (Neuschäfer 1994: 12). Salvando las pocas excepciones existentes en lo que pudiera llamarse un cine comprometido, la orientación general tendía al cine de entretenimiento y evasión que era lo solicitado generalmente por un espectador analfabeto o inculto. El director de Nuestro Cinema, Juan Piqueras, ha inventariado algunos casos de españolada y ha descrito las circunstancias de su filmación y estreno. Considera que una filmografía de auténtica españolada sería un modelo legítimo que marcaría la atipicidad de un género tan nuestro como exclusivo. Y frente a ello, una aseveración que sorprende por la obra y los autores: «Con otro ambiente pudo ser El (sic) perro andaluz, de Buñuel y Dalí, la primera gran españolada auténtica» (Llopis 1998). El panorama de títulos, cuya procedencia corresponde tanto a guión original como a pieza literaria o musical, suele presentar argumentos lindantes con lo folletinesco y lo melodramático; sin embargo, más allá de sus diferencias, coinciden en sustentar una ideología cuyos rasgos más significativos suelen ser: la presencia de unas estructuras sociales, tanto urbanas como rurales, cuya transgresión suele romperse con el amor; el radicalismo en la defensa de lo regional y nacionalista; la estructura patriarcal de la familia en la que el machismo condiciona la actividad de ésta y, consiguientemente, aquél actúa fuera de ese núcleo con marcado carácter misógino; una ideología católica de tintes conservadores y reaccionarios cuyo representante, el sacerdote, suele convertirse en el deus ex machina para solucionar y resolver, dentro de la moral más ortodoxa, los conflictos de cualquier índole. Sorprende que un medio de masas convertido ya en audiovisual al servicio de una sociedad en cambio, mantuviera un discurso tan apegado al tradicionalismo más conservador y en poco se desviara de una línea expresiva populista; una literatura de ideología derechista seguía ofreciéndose como norte para una cinematografía que comenzaba a ser industrialmente significativa. Porque «la españolada en nuestro cine no era sino un reflejo de aquello que se cocía en el teatro» (Rotellar

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1997: 76-79).10 Benavente y Pemán, Arniches y los Quintero, Palacio Valdés y Concha Espina, Pérez Lugín y López Núñez, junto a libretistas de zarzuela, eran autores de preferente utilización para su adaptación a la pantalla sobre otros que ofertaban significativas novedades en su original literatura, desde la rupturista dramaturgia azorianiana a la esperpentización valleinclanesca. Por conocerse la ideología conservadora de Cifesa y los iniciales y recortados planteamientos industriales de Filmófono, se comprenden mejor las razones por las que García Lorca nunca llegó a tener, en la época republicana, versiones de sus obras en las pantallas. Su cuestionamiento de la España eterna y el enfrentamiento de ésta con nuevas ansias de libertad, construía un paradigma de extraordinaria actualidad en la vida civil. Pero sustituir este discurso u otro similar por el existente y bien acomodado en la cinematografía española sería ofrecer una alternativa novedosa y liberal a unos planteamientos habitual y tradicionalmente oxidados por el conservadurismo.

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Para un mayor detalle de los aspectos azorinianos puede verse Utrera (1998).

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VI. Dos fines de siglo

Gonzalo Navajas El 98 y el proyecto moderno: dos momentos finiseculares El rasgo más comprensivo del fin de siglo pasado que contrasta con el actual es la existencia de una dimensión ética objetiva y diferenciada en torno a unos temas igualmente concretos y distintivos: decadencia, disgregación, regeneración. La palabra literaria se dirige a un conjunto identificable y acotable de problemas y es capaz de proponer respuestas y aproximaciones –ya que no soluciones– a ellos. Azorín, en su conocido artículo en torno al 98, alude al «vasto y acre espíritu de crítica social» (Clásicos y modernos, 185) frente a la corrupción de la vida pública. Señala el predominio general del caciquismo y la injusticia de manera que «son inútiles entre nosotros las denuncias y las protestas en favor de la moralidad, del derecho, de la justicia» (184). Esta visión la extiende Azorín no sólo a sí mismo, sino a todo el discurso cultural nacional predominante y en especial a los de su grupo intelectual. La disidencia y la protesta frente a una situación específica dan cohesión al momento y a aquellos que se enfrentan a él. Los puntos de referencia y la actitud de oposición a ellos son uniformes en el período. Las formas específicas de esa actitud varían, pero no se cuestiona nunca la pertenencia del país al paradigma de la cultura general en el que, de manera más o menos central, queda integrado. El paradigma epistémico de la modernidad está asegurado. Lo que urge hacer es modificar la naturaleza de las relaciones del país con relación a él: desde la integración en el caso de Baroja y Machado a la reconfiguración de esas relaciones a partir de la relectura del proyecto moderno que caracteriza la empresa quijotizante de Unamuno. En todos los casos, sin embargo, no se cuestiona nunca la centralidad del modelo europeo que continúa su hegemonía durante las dos primeras décadas del nuevo siglo. Seguridad, centralidad, permanencia epistémica y ética dentro del conflicto de aproximaciones a una variedad de puntos en litigio cultural. Los hechos históricos –desde la emblemática parálisis mental de Nietzsche a la ceguera militarista y nacionalista de Bismarck y la Tercera República francesa y el colapso final de la estructura imperial española– contrastan con la persistencia de un encuadre cognitivo común que engloba las diferencias específicas. Ese es el marco cultural de hace un siglo. La situación actual es diferente pero no carente de puntos de contacto. Las diferencias en la praxis histórica son fundamentales hasta hacer ambos momentos inconmensurables. La Europa armamentista y proteccionista de finales del XIX y la España canovista de la Restauración son muy distintas de la Europa multinacional y la España plural de las autonomías y la plena inmersión internacional de la actualidad. No obstante, en la dimensión cultural, el análisis de las conexiones y las divergencias pone de relieve una mayor comple-

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jidad relacional. Consideremos ambos, diferencias y puntos de confluencia, para trazar un marco de interrelaciones entre dos momentos paralelos. Gracias al pensamiento posestructuralista, desde Paul de Man a Lyotard y Fernando Savater (vinculado de manera explícita o subconsciente y mediada a Nietzsche y Unamuno) sabemos ya con claridad que en la transición del siglo XX al XXI hemos perdido la certeza referencial y la seguridad representacional propias de hace cien años. El paradigma ha entrado en crisis y, desde alguna perspectiva, podría afirmarse que se ha desintegrado de manera acaso definitiva. La certeza epistémica se ha resquebrajado. El movimiento cultural de hace un siglo era comparable a un mosaico compuesto de partes distintas e incluso incompatibles entre sí que, no obstante, llegaban a formar un todo complejo pero orgánico. El art nouveau –con su adopción de materiales y formas dispares y contradictorias que acaban por reunificarse en una unidad estética superior– es una materialización de esta orientación reunificadora: René Lalique y Antonio Gaudí son ejemplos en las artes ornamentales y la arquitectura. Por su parte, por encima y más allá de la persecución de la antinomia, Unamuno afirma una visión unitaria que se realiza en figuras metafóricas, como el Cristo sangrante y un Quijote transtemporal. La estética actual incorpora también elementos dispares, pero con mucha mayor amplitud que la estética de hace un siglo: desde los materiales de derribo (la literatura subpopular, el culebrón, las parlas subdialectales, los grafiti) a la cultura audiovisual, pero sin llegar nunca a ambicionar un esfuerzo integrador o unitario. El mundo cognitivo y estético del momento en torno al 98 mantiene una aspiración universalizante y jerárquica en la que el texto literario se concibe a sí mismo como el vehículo privilegiado de un mensaje que debe crear un lenguaje y unas formas unificantes en las que toda una comunidad cultural pueda reconocerse. Esa singular y en parte atrayente situación es irreproducible en una actualidad en la que la disgregación y la ruptura son los principios últimos sin que se conciba una Aufhebung o recuperación posterior, reunificante. El marco epistémico del 98 se nutre todavía de una confianza subyacente en la capacidad representacional del signo verbal y la viabilidad de una comunicación a partir de unos principios y lenguaje unívocos. Esa comunidad puede realizarse de varios modos: desde la confidencia sutil y sugerente de Azorín y Machado a la proclamación sorprendente de Unamuno y la dureza sarcástica de Valle. En todos los casos, no se duda de que un mismo sedimento fundacional (a partir de la nación, la tradición, etc.) unifique la divergencia. No existe esa coherencia significativa hoy. Por ello, la recurrente formulación de la nostalgia característica de los análisis del momento finisecular actual. La ética objetiva y representacional de hace un siglo se contrapone con la ética de la reconstrucción a través de la reminiscencia de un pasado que no puede retornar pero que puede ser readaptado a través de la idealización exaltada del recuerdo. Los exabruptos de Nietzsche en Der Antichrist o de Baroja en Juventud, egolatría o Aurora roja todavía están motivados por la conciencia de que la palabra escrita tiene efectos y contribuye a modificar un entorno. Esa conciencia es impensable hoy. Por ello, la opción de la regresión recuperativa. Esa reconfiguración nostálgica tiene dos vertientes: una efímera y provisional que produce la cita de lo kitsch (la publicidad en Ana María Rossetti, el cine de Hollywood en Almodóvar) y otra más

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rigurosa y fundamental en la que a lo reconstruido se le otorgan cualidades emblemáticas que sirven de parangón en el presente. Hay dos figuras que realizan esta versión más sólida de la recuperación nostálgica: Carlos Saura y Manuel Vázquez Montalbán, que reconstruyen un pasado heroico (¡Ay Carmela!, El pianista) al que se conceden atributos excepcionales que se ensalzan precisamente porque son irrepetibles. De manera más reciente y contemporánea con la transición finisecular, Antonio Muñoz Molina ejemplifica la recreación de un segmento del pasado no tanto con un propósito documental e histórico sino en cuanto que permite la realización mediada de aspiraciones incumplidas en el presente. Por esa razón, lecturas literales de Beltenebros y El jinete polaco no pueden penetrar la naturaleza más constitutiva del texto: la reconstitución subjetiva y antihistórica de la Guerra Civil y la posguerra, que interesan más que como un evento dramático como la contraposición de un presente sin aura (según la terminología de Benjamin) con un otro temporal que revela los atributos de los que la actualidad carece. Otra exaltación del pasado –no histórico, sino moral– ocurre en Plenilunio en la figura del inspector. Este personaje reproduce la honestidad y austeridad moral preconizadas por la Institución Libre de Enseñanza y que adoptan varias figuras del 98 (Machado en particular), cualidades que lo conducen a enfrentarse contra una fuerza irracional y poderosa hasta arriesgar su propia vida. Lipovetski ha propuesto el minimalismo o insignificancia moral como un rasgo definitorio del momento actual provocado por el temor a hacer afirmaciones axiológicas porque provocan suspicacias y pueden considerarse como un fraude, una máscara con que encubrir motivaciones ideológicas inconfesables. No sería apropiado contraponer a esa reducción minimizante de la ética la visión hipotética del maximalismo moral de hace un siglo. El 98 tiene en parte una actitud desenmascaradora de sistemas y estructuras generales, desde la falsa apariencia cívica a las propuestas absolutas que se derivan del catecismo positivista y las utopías bakunianas. No obstante, ese momento segrega –sin hacer propuestas programáticas– una confianza en la posibilidad del cambio práctico que lo convierte en paradigmático. Unos ejemplos: Tras la decepción –objetiva y real– de Machado frente a la mediocridad histórica general del país (reflejada en «El mañana efímero» o «Una España joven», por ejemplo), se abre en él la opción paralela de un país renovado en el futuro: «Tú, juventud más joven, si de más alta cumbre/ la voluntad te llega, irás a tu aventura/ despierta y transparente a la divina lumbre,/ como el diamante clara, como el diamante pura» (Poesías, 173). «Juventud», «cumbre», «aventura», «divina lumbre», «diamante» son términos que, en su sobredeterminación semántica, ponen de relieve, sin ambigüedad, la naturaleza asertiva de estos versos escritos en 1914. La potenciación de la aserción por encima de la negación crítica es progresiva en Machado, como muestran algunos de los breves ensayos de Juan de Mairena y sus palabras y actos durante la Guerra Civil. En Azorín y Unamuno, la melancolía o el predominio de la antinomia son provisionales, la ruptura crítica puede ser insertada en ellos en forma de configuración sintética. El impasse finisecular del último fin de siglo puede abrirse a modos de aserción ética que, sin mimetizarla, se hagan eco de esta apertura de las figuras del 98. Sin abandonar la fluidez paradigmática y estética, que se perfila como una de las adquisiciones más

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definitivas y productivas de nuestro momento, pueden delimitarse formas integrativas. La aproximación a la temporalidad es otro de los temas comunes de ambos momentos finiseculares. Los dos comparten una preferencia por el tiempo individual y anónimo (conceptualmente jalonado desde Bergson a Lyotard) sobre el impersonal y supraindividual-histórico. Además, ambos muestran desconfianza frente al dato positivo, neutro y supuestamente objetivo, que en apariencia constituye la historia. Esta suspicacia frente a una definición definitiva y estérilmente académica de la temporalidad produce ideas, como la de intrahistoria en Unamuno, y lleva a la búsqueda de una temporalidad recurrente en Azorín y cósmica en Machado en las que se revela una primacía de un tiempo espiritual y abstracto, por encima de las efemérides más notables de la historia. En la actualidad, la desconfianza hacia de la Gran Historia, la historia factual, se revela, desde Foucault –vía Bajtín–, en la potenciación de la marginación como centralmente constitutiva de la temporalidad social colectiva: en el perseguido, el aislado se intersectan las otras corrientes históricas, las que revelan una cara no favorable de la evolución humana, en la que la diferencia se enfrenta con las diversas manifestaciones del poder y revela las motivaciones reales de la conducta colectiva. El lastre de una historia oficial limitadora –y en el caso español, además, falsificadora a causa de las severas limitaciones impuestas por el franquismo– se compensa con la exploración de la subjetividad personal que intenta configurarse a sí misma por encima de cualquier orden simbólico, cualquier codificación que no sea la propia individual. La ausencia de vestigios factuales, de marcas históricas propias de la novela joven española (la llamada Generación X) es un ejemplo. El concepto de la temporalidad en el 98 es en parte reactivo en contra de la certeza positivista de la observación de los datos aparentes sin intentar nunca penetrar en su naturaleza constitutiva, que considera con menosprecio por juzgarla vinculada con nociones teológicas o metafísicas. En sus obras de divulgación del credo positivista, Comte es taxativo al respecto. Según él, la revolución positivista consiste en «substituer partout à l’inaccessible détermination des causes proprement dites, la simple recherche des lois, c’est-à-dire des relations constantes qui existent entre les phénomènes observés ... sans jamais pénétrer le mystère de leur production» (Comte 1974: 20, cursiva mía). Siguiendo el concepto de Harold Bloom y Stanley Fish en torno al Angst de la imitación que lleva a un grupo estético a oponerse a la figura paternal de su predecesor, el 98 se rebela en contra de lo incontrovertible del realismo que se materializa en los escritores «paternales» del momento, desde Galdós a Pardo Bazán y Valera. La observación realista, la búsqueda de las relaciones empíricas entre los «phénomènes observés» son una falsificación restrictiva. Con el 98 se produce una mutación paradigmática por la que lo que interesa es precisamente el «misterio», el concepto tabú que la ideología de la estética materialista / realista no puede aceptar porque le niega a la obra la credibilidad y el rigor en los que el novelista asienta su autoridad. A través de esa mutación, lo aparencial es fantasmagórico y la observación visual, empírica, es en realidad ciega frente a los aspectos más fundamentales del mundo.

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La reversión de prioridades es considerable. Se pasa de los acontecimientos, lugares y enfrentamientos magnos, como se presentan en Los episodios nacionales, Doña Perfecta, o Peñas arriba, a lo trivial y diminuto que alcanza un nivel protagonístico. Contemporáneo de Freud y las técnicas impresionistas, el discurso del 98 descubre la clave de la temporalidad precisamente en aquello que no es patente, en ir más allá de esa apariencia para penetrar las manifestaciones del inconsciente de la historia. Como en los cuadros en serie temporal de Claude Monet en torno a la catedral de Rouen expuestos en 1895, lo interesante no es el edificio de la catedral, visualmente concreto y aparentemente igual para todos, sino la transformación que de esa realidad material y en bruto hace mi conciencia a través de mi reconstrucción fantástica (Clay 1973: 136). Según estas ideas, el pensamiento positivista carece por completo de capacidad para aprehender la temporalidad. Son Unamuno y Nietzsche dos voces que del modo más rotundo y expresivo atacan la ceguera experimental científica. La defensa de la fe del carbonero en Unamuno frente al escepticismo racionalista en religión es paralela a la afirmación del impulso vital frente a los argumentos de lo que Nietzsche define en Der Antichrist como la teología académica. En ambos casos, el misterio, las fuerzas no definibles e inaprehensibles de la historia prevalecen. Se abandona la orientación hacia la creación de todos temporales coherentes y completos al modo de los conjuntos novelísticos en serie, como la Comédie humaine o la colección de los Rougon-Macquart, para presentar segmentos temporales no coordinados, rotos, tranches de vie, como un cuadro de Solana. En Azorín, esos segmentos de tiempo no son herméticos sino que quedan encadenados con otros segmentos previos, formando una cadena en la que el texto literario discierne diferencias sutiles que, no obstante, no llegan a superar nunca la uniformidad subyacente que los unifica. Sus viajeros repiten viajes previos de otros viajeros inmemoriales. Además, acaban regresando al lugar de origen en una trayectoria circular y repetitiva que, como una estructura absolutamente comprensiva, abarca todos los actos y hechos humanos. En Castilla, por ejemplo, el viajero arquetípico de Azorín «cuando ha parado el coche en la plaza, frente al hotel, ha visto que esta casa es la misma en la que vivió hace muchos, muchos años, siendo muchacho» (La ruta, 271), una casa en la que se repiten con la misma monotonía los gestos de otros viajeros anteriores. El texto tiene como propósito descubrir los puntos de contacto de la historia de los seres sin nombre y sin relieve ya que esas conexiones les dan una identidad y un valor de los que carecerían considerados sólo individualmente. La repetitividad de los hechos humanos se extiende también a los objetos que reocurren de una misma manera sin que les afecten las modificaciones que el tiempo conlleva. Nos hallamos en un territorio esencializado en el que las apariencias son ilusorias y los cambios son impresiones efímeras de los sentidos: «la lucecita roja [del tren] aparece, y luego, al igual que todas las noches, y todos los meses, todos los años, brilla un momento y luego se oculta» (279, cursiva mía). El transcurso temporal queda absorbido en un magma general que lo incluye y le confiere estabilidad y equilibrio. Por esa razón, para un lector actual, que parte de un concepto más movedizo y zigzagueante del tiempo, las lecturas del 98 –con la excepción ocasional de Baroja–

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se sitúan en la inmovilidad y el estatismo, son equiparables a la observación de un cuadro que cuelga de la pared de un museo, inmutable e igual. El movimiento, el futuro no existen. El presente puede ser analizado de manera crítica, pero acaba convirtiéndose en una configuración ficcional, sin materialidad real. Las novelas de Unamuno son una ilustración de esta sublimación de la temporalidad en entidades ontológicas de las que se han elidido los componentes concretos, productores de materialidad. Por una parte, esas novelas pretenden estar vitalizadas por un dinamismo conceptual que convierte a sus figuras en realizaciones de conflictos existenciales. Por ello, la tía Tula, más que ser una víctima individual de la represión provinciana, es una ilustración de la reversión de formas consuetudinarias de poder. Pero, al mismo tiempo, el ser ella el vehículo de un concepto la desvitaliza e impide que hagamos de ella una lectura literal, representacional, como una mujer sin horizontes en el territorio del varón. En Machado, una temporalidad cósmica, afín al misticismo oriental, reincide de nuevo en la inmovilidad. Machado, como Azorín y Unamuno, rehúye lo urbano – que se inserta de pleno en la historia– para establecerse en lo pequeño, la ciudad de provincias, el pueblo perdido en la llanura o la montaña. El futuro es indecidible, el presente está reconfigurado ficcionalmente. El pasado prevalece, pero no un pasado histórico y representacional –eso lo convertiría en un apéndice de la arqueología– sino un pasado reconfigurado a partir de la subjetividad. Se hace claro que la temporalidad del último fin de siglo contrasta con la descrita para el 98. De manera similar a como considera los principios morales, la historia se percibe hoy con sospecha por dos motivos: impone una visión universal engañosa y coarta la subjetividad al hacerme, como ha mostrado la crítica postestructuralista, una prolongación derivada de un sistema al que el sujeto está subordinado. En la primera característica, hay puntos de contacto con el rechazo de la historia pública que hallamos en Valle-Inclán, Unamuno y Azorín. La segunda es claramente diferencial. El 98 no sólo aprecia el archivo cultural –la tradición– sino que lo venera y convierte en guía para la actualidad. Las lecturas de Azorín en torno a Berceo, Fray Luis, Feijoo y Moratín revelan una conexión emotiva con esos hitos canónicos a los que el lector se aproxima con el respeto de un objeto sagrado. Las lecturas de Unamuno del Quijote, Santa Teresa o San Ignacio son igualmente admirativas hasta el ensalzamiento más incondicional. Entre el pasado convencional y el lector presente hay una continuidad ininterrumpida e inviolable. El 98 aporta una visión personal, renovadora –y ésa es su diferencialidad cultural– pero no cuestiona nunca la legitimidad de ese pasado. Para la estética actual ese pasado cultural colectivo es mucho más cuestionable, de llegar a existir en absoluto. El cine es ilustrativo al respecto. Desde Colomo, Medem, Alex de la Iglesia y Amenábar, y desde El efecto mariposa a Tesis, el pasado heroico –el imperio americano, las guerras carlistas, la Guerra Civil– no sólo no existe, sino que se elude como un obstáculo para la creatividad personal actual. Ese cine está hecho en un hic et nunc absoluto, rotas todas las conexiones circunstanciales, como si el presente emergiera ab nihilo o conectara directamente y sin mediaciones con la cultura internacional, desde la publicidad y la subcultura

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juvenil al mundo de Hollywood, sin referencias nacionales exclusivizantes. Esa puede ser una de las razones de su éxito y su influencia internacionales. En la novela existe también esta ruptura de continuidad con el pasado. Por otra parte, y de acuerdo con la trivialización cultural del presente, señalada por Jameson, Norris y Vattimo, hay, además, una retrospección hacia un pasado legendario y hecho exótico en el que son posibles conductas singulares y ejemplares. Pérez Reverte es un ejemplo. En El capitán Alatriste, por ejemplo, se reactualiza el concepto del honor, desprestigiado por la crítica del 98 por razones genuinas, pero que ahora puede ser redefinido por una nueva mirada retrospectiva y recobradora que lo potencia de nuevo frente a la mediocridad actual predominante. Un rasgo constante del fin de siglo de 1900 hasta llegar al estereotipo es la reflexión y consideración de la nación. Este hecho no es sorprendente ya que el momento político europeo, después del fracaso de las esperanzas internacionalistas de 1848 y tras el acceso a la nacionalidad unitaria de Alemana e Italia en 1871, está progresivamente dominado por un proceso de grandes enfrentamientos nacionales y por diversas iniciativas (sobre todo de Francia, Alemania y diversas potencias de Austro-Hungría) motivadas por principios de reivindicación histórica y militar. La militarización de la sociedad, que tan buenos resultados estratégicos tiene para Bismarck, provoca ineludiblemente movimientos similares en otras partes de Europa. Hacer nación se percibe en las últimas décadas del siglo XIX como una expansión de las fronteras nacionales y una reconstitución del Weltraum que la nación ocupa en ese momento. En los dos casos paradigmáticos, Alemania tiende a la expansión en Europa y África, y Francia persigue la reivindicación con la recuperación de los territorios perdidos en Alsacia y Lorena. España, como ha sido propio de la historia moderna, sigue la orientación general pero de manera idiosincrásica y en tono menor. O’Donnell emprende una reservada reactivación de la política exterior en los años sesenta con una considerable intervención en África que concluirá en el futuro con los desastres en el norte de África y el acelerado medro profesional del joven militar Francisco Franco. No hay duda de que la identidad individual de ese momento se define no ya tanto a partir del status social, la religión o el poder económico, como de la nación a la que se pertenece. Desde este punto de vista, se entiende que los integrantes del grupo del 98 conviertan el tema de España en obsesivamente fundamental y, en algunos casos, como Unamuno, Azorín y Machado, determinante y, a veces, exclusivo. Es éste un grupo nacionalista, pero su nacionalismo no es tradicional, previsible y patriotero, sino revitalizado porque es capaz de renovar los parámetros de la discusión en torno al tema. En contraste con el nacionalismo exaltado y retórico de Menéndez Pelayo, el 98 ofrece una reflexión más reservada y sutil aunque no menos intensa. Ese nacionalismo es, además, castellano sobre todo ya que sitúa a Castilla como la clave de la conciencia nacional española. La sublimación del concepto de Castilla como núcleo semántico y explicativo del país lleva a figuras como Laín Entralgo a hacer lecturas de la Castilla del 98 que, contempladas desde la perspectiva actual, son altamente sorprendentes:

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¿La tierra [de Castilla]? En el primer momento de mi contemplación queda la tierra oscurecida, postergada por el cielo. En este paisaje castellano que ahora veo –la misma Castilla que contemplaron, sintieron y describieron los literatos del 98– prevalece la gloria luminosa del cielo. Ahora es el cielo el protagonista del paisaje, y la tierra –unos recuestos terreros, pinos dispersos– se limita a la servidumbre de darle silueta y marco (Laín Entralgo 1947: 257).

Es aparente que el discurso de Laín Entralgo se halla contaminado por el entorno al que se refiere. Estamos en ambos casos ante un concepto contemplativo del medio en el que los elementos inmateriales, como «la gloria luminosa del cielo», predominan sobre las asperezas de los datos concretos. Desde otra perspectiva de la nación, Joan Maragall presenta una visión muy distinta de esa espiritualidad estilizada y casi mística, revelando los hechos concretos sobre los que se asienta la sublimación castellana. Según él, la España central y castellana debe escuchar y atender a los que no participan de la, para él, falsa exaltación de una grandeza fenecida ni pueden identificarse con ella por parecerles ajena. Por su parte, el discurso urbano y rural de Valle y Baroja presenta un contraste con la vertiente espiritual al incurrir en el exceso por el extremo contrario, la crítica despiadada de aquello que da una identidad que se considera con menosprecio como ofensiva y deformante. En su concepto de nación, el 98 alterna entre los dos componentes en esta polaridad, pero siempre es incapaz de superar la fijación nacional que, desde otros discursos, el político (socialismo) o científico por lo menos se intenta. De ese modo, en el 98 se opera una paradoja: el movimiento de expansión centrífuga internacional que lo inspira acaba muriendo en una implosión nacional hacia sí mismo. El estado epistémico actual es muy diferente. Por esa razón, el 98 puede parecer para un observador actual como estrecho y provinciano en su orientación. El cosmopolitismo y la intercomunicación ilimitadas –para todos, no para una minoría exclusiva como pudo ocurrir en el pasado– están reemplazando la centralidad que ha tenido la nación en la historia moderna y, de manera particularmente destacada, en el período del 98. El discurso del 98 se autopercibe como internacional y europeo. Está de acuerdo así con la prolongada trayectoria liberal que, desde la revolución materializada en las Cortes de Cádiz, quiere abandonar para siempre la peculiaridad idiosincrásica nacional. En la praxis textual, no obstante, acaba por hacerse nacional y españolizante. De modo diferente, el discurso cultural actual no requiere aspirar a internacionalizarse porque es internacional de manera connatural; por encima de los rasgos particulares de cada país, existe una expectativa común que los incluye a todos. Esa expectativa contiene unos códigos, lenguaje, gestos y prácticas cotidianas que superan los límites nacionales. Podría argüirse con Fredric Jameson y Baudrillard que esa expectativa es una ramificación del imperialismo cultural norteamericano, pero ésa sería una interpretación simplificadora y rutinaria. Juzgo que es más apropiado atribuirla a dos agentes diferenciales: la irrupción de los signos visuales y auditivos como medio sustitutivo de la palabra escrita, y la ruptura jerárquica de la cultura canónica asociada con la palabra literaria. Son numerosos los textos de la novela actual que pueden ilustrar la internacionalización vinculada con la ruptura visual y antiliteraria. Las obras de José

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Ángel Mañas, Ray Loriga y Pedro Maestre son ejemplos. Quisiera, no obstante, referirme a Corazón tan blanco, de Javier Marías como un caso ilustrativo de esa expansión del lenguaje ficcional. Esa novela ocurre en un medio multinacional, que incluye La Habana y Manhattan, pero en ella el vídeo, el cine y los procedimientos de la cultura popular contribuyen a crear una textualidad múltiple y contradictoria cuya referencialidad se ha alejado absolutamente del concepto de nación y de la tradición cultural española que predomina en el 98. No es, en modo alguno, que esa nación y tradición cultural se ignoren o hayan dejado de existir. Ocurre más bien que su ubicación prioritaria se ha desplazado y se ha reorganizado bajo la presión de nuevas opciones culturales. Para el lenguaje y el discurso joven en particular, la compunción y la amargura patrióticas del 98 son ajenas y distantes. Se comprendían mejor en las dos primeras décadas de la dictadura de Franco en las que el desgarro nacional era todavía patente. Hay todavía notables puntos de contacto entre el discurso de Antonio Ferres, López Pacheco y Juan Goytisolo de los años cincuenta y sesenta (La resaca, La mina) y Baroja, por ejemplo: el duro análisis social y la sobria instrumentalidad del lenguaje narrativo son algunos ejemplos. El discurso actual conecta con el 98 sólo de modo arqueológico y altamente mediado. Una de las funciones de la crítica es volver a conferir vitalidad intelectual –ya que tal vez no emotiva– a ese discurso mostrando su naturaleza y motivación todavía temporal e históricamente relevante. La transición del siglo XIX al XX significa el ocaso de las grandes opciones de la tradición clásica. La enfermedad del hombre europeo que diagnostica Nietzsche termina en la autodestrucción. Es erróneo referirse a la excepcionalidad española en la que los escritores del 98 insisten con fijación compulsiva. La grandeza de Unamuno consiste en determinar que la enfermedad cultural de su época va más allá de las deficiencias administrativas y económicas de una sociedad. Consiste en la incapacidad de la creencia en un proyecto compartido. Unamuno propone un proyecto alternativo que se estructura en torno a la quijotización del mundo. Obviamente ese proyecto parece hoy extraño e inviable. La grandeza se ha hecho banal, sin aureola, exenta de intensidad dramática. Tal vez la transición hacia un nuevo siglo del XX al XXI conlleve la confluencia de la irrupción renovada del grito dramático y ético en el espacio de signos intercambiables y ambiguos que caracteriza la condición cultural de nuestro momento.

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Ulrich Winter Escenas de traducción simultánea: la identidad cultural y el sujeto (pos)moderno en dos fines de siglo (Miguel de Unamuno, Antonio Muñoz Molina, Javier Marías) 1. Punto de partida A principios de los años noventa aparecieron dos novelas que tienen, por diferentes que sean, algunos rasgos sorprendentes en común: en El jinete polaco de Antonio Muñoz Molina (1991) como en Corazón tan blanco (1992) de Javier Marías los protagonistas van en busca de su identidad frente a un pasado abrumante que les persigue y los enajena de sí mismos. Ambas novelas abarcan un largo siglo, desembocando en los años noventa del siglo XX. La biografía de ambos protagonistas se inscribe en el horizonte de la historia de la España del siglo pasado de tal manera que la búsqueda de la identidad personal se enlaza a lo largo de las novelas, indirectamente, con el problema de la identidad cultural española. Más curioso todavía, la reflexión sobre la identidad se concreta en ambas novelas en una misma imagen: los protagonistas trabajan de intérpretes de español en foros internacionales, pasando mucho tiempo en cabinas de traducción, convirtiendo, más o menos inconscientemente, a causa de la rapidez necesaria, lenguas ajenas en su propia lengua. En la imagen de la cabina de traducción simultánea se condensa metafóricamente y trasladada a los años noventa, una temática cara a la Generación del 98: la identidad de España frente a Europa y al mundo. Como se verá más abajo, la imagen de la traducción simultánea es a la vez una reflexión sobre el sujeto posmoderno. Así, puede decirse que resurge en las dos novelas además una peculiaridad del discurso de algunos representantes de la Generación del 98: el enlace estrecho de la reflexión sobre la modernización de España y la «modernización del yo» (Dirscherl 1989). La vuelta en la época posfranquista del problema de la identidad española dentro del mundo occidental no sorprende. En algunos aspectos, la situación inmediatamente posterior a lo que se suele llamar el ‹desastre de Cuba› se parece a la de después de la muerte de Franco. Igual que en 1898, el país tuvo que reconocer un ‹retraso› y un aislamiento del desarrollo europeo. Una vez pasados los decenios franquistas, la rápida asimilación cultural y la integración política con respecto al mundo occidental que tuvo lugar después de 1975 obligaron –igual que en el 1898– a redefinir la identidad cultural de España en el marco europeo y mundial (Cebrián 1997). Eso explica, en parte, la abundancia de novelas de metaficción historiográfica a partir de los años 80. Mientras que el punto de referencia más importante era en primer lugar la historia inmediata, el franquismo y la Guerra Civil, en los años 90, al parecer, se hizo posible llegar a una reflexión histórica

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más general que abarca también el 1898. Uno de los mejores ejemplos de esta reflexión más amplia es sin duda la Autobiografía del general Franco de Manuel Vázquez Montalbán. En esta visión tan irónica de la historia española del siglo XX «el desastre de Cuba» se convierte en uno de los principales acicates para Franco, en aquel entonces niño de seis años, para compensar la «momentánea pérdida del destino imperial de España» (Autobiografía, 59-64 y 97-98). Sería, pues, interesante comparar los discursos de identidad de las dos épocas. Desgraciadamente, esto no podremos emprenderlo aquí. Un tal trabajo, sin embargo, no debería limitarse a un estudio comparativo de algunos tópicos aislados o a problemas de influencia directa entre autores. Juzgamos igualmente (si no más) interesante comparar los modelos de reflexión que subyacen a los discursos de la identidad y que determinan sus cambios y constantes. Para esbozar algunas sugerencias en ese sentido hemos elegido como representante de la Generación del 98 a Miguel de Unamuno por tres razones. Primero, porque es uno de los autores del fin de siglo español que ofrece más relaciones con la postmodernidad.1 Segundo, Unamuno relacionaba con frecuencia las temáticas que trató en sus escritos ensayísticos y literarios con el problema del sujeto y del yo (p. ej., Niebla, ¿Cómo se hace una novela? y muchos otros). Tercero, Unamuno, en su ensayo «Ciudad y campo» (1902), utiliza también la imagen de la traducción (entre otras muy parecidas) dentro de una reflexión sobre la identidad personal y cultural. Esa coincidencia de tres escenas muy parecidas en textos, no obstante, representativos cada uno de ellos de los respectivos autores o corrientes, nos proporciona un excelente punto de referencia para una comparación. Podremos así valernos de la diferencia temporal de casi cien años para hacer resaltar ciertos rasgos del discurso del 98 desde las posiciones de la narrativa posfranquista –y viceversa–.

2. Miguel de Unamuno: «Ciudad y campo» En el ensayo «Ciudad y campo (De mis impresiones de Madrid)», aparecido en julio de 1902 en la revista madrileña Nuestro Tiempo, Unamuno presenta la ciudad moderna como el lugar en el que se produce una doble pérdida de identidad: la identidad de la ciudad, en cuanto ciudad española, y la identidad del yo, en cuanto individuo o sujeto, respectivamente. Unamuno vincula así –a través de un deslizamiento metonímico entre varios conceptos– planteamientos del regeneracionismo con una reflexión, diríase psicohigiénica, del yo que permite leerse también, lo veremos posteriormente, como una rudimentaria teoría semiótica y filosófica del sujeto. Los dos conceptos, subjetividad e hispanidad, se basan en el mismo principio, en cierto sentido sustancialista o esencialista, de identidad (personal y cultural).

1

V. Zavala (1988), Wyers (1990), Navajas (1992), Mecke (1997).

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«Las grandes ciudades» producen en quienes las habitan lo que Unamuno («Ciudad y campo», 1033) llama «cerebralismo»: una «incesante serie de excitaciones sensoriales e intelectuales que exigen [al espíritu] una serie de pequeñas adaptaciones» lo que lleva a «una excesiva especialización de funciones del cerebro» (1038). Unamuno compara esta afección del espíritu con el estado mental de un periodista que está «obligado a componer su artículo diario» y por consiguiente «no tiene tiempo de digerir los informes mismos que proporciona» (1033). Lo mismo pasa con «un reporter»: para quien, «oír una noticia es darla; no reflexiona en ella». O con un «taquígrafo que al levantar la sesión de que tomó nota no sabe lo que en ella se trató». Finalmente, Unamuno añade su propia experiencia de «[traductor] a tanto el pliego»: «Si he querido enterarme de los más de los libros que he traducido, he tenido que leerlos después» (1033s.). El caso normal –o sea, sano– sería un ritmo lento de alternancia de dos estados mentales frente al mundo circundante. El primero es pasivo, receptivo, reproductivo: es el período «de asimilación, en que leo, estudio, reflexiono y veo surgir en mi mente nuevos núcleos de ideas o empezar a reducirse a sistemas de ellas verdaderas nebulosas ideales». Unamuno llama a ese estado «anabolismo espiritual». En períodos de catabolismo espiritual [...] me doy a escribir, a las veces desordenadamente, para expulsar ideas. [...] [La] periodicidad cuando se cumpla en condiciones de normal tranquilidad [...] puede representarse con esta curva:

Si los períodos mentales, el de asimilación y el de producción, se suceden con mayor rapidez, tenemos otra curva

cuyo desarrollo es igual al de la otra; es decir, que si tiramos de los dos extremos de ambas, las líneas resultarán iguales. Y si continuamos suponiendo que las oscilaciones sean cada vez más en número – dentro de un mismo espacio de tiempo – y más pequeñas, por tanto, tenderá la línea a la recta; es decir, a que el anabolismo y el catabolismo mental coincidan, destruyéndose así [...] Tal sería el estado en que se asimilara y se produjera a la vez, en que el recibir y el dar un conocimiento fuera una misma cosa. A tal estado se acercan los desgraciados periodistas [de los cuales hablé antes [y] [e]ste triste estado en que el ritmo mental tiende a la recta, es decir, de hecho a la monotonía, es un estado, a mi parecer, predominantemente ciudadano (1034).

El «cerebralismo» conlleva implicaciones psicosomáticas y filosóficas. Para Unamuno, la ciudad es el lugar y el emblema de una superabundancia de estructuras del

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mundo moderno que, a la larga, sobrepasan las facultades aperceptivas del sujeto reflexivo: Lo que se «destruy[e]» si la línea tiende a la recta es también el sujeto transcendental, que ya no es capaz de concebir el mundo y a sí mismo por medio de la reflexión y del intercambio de producción mental y recepción. Al parecer, se reduce a un mero punto de intersección o interface, para utilizar una metáfora informática. Ahora bien, del mismo modo que se aniquila la identidad del yo y se destruye el sujeto reflexivo en la «incesante serie de asimilaciones mentales» entre sujeto y mundo, la asimilación mutua de las metrópolis lleva a la pérdida de su respectiva identidad nacional: «Los habitantes de Madrid y Barcelona asimílanse entre sí dentro del tipo común del homo urbanus». Sólo la región y la ciudad de campo conservan su identidad, y –según explica Unamuno más abajo– sólo allí el sujeto encuentra las condiciones para disponer de todas sus facultades cognitivas.2 En el proceso de asimilación e intercambio la identidad se pierde en la diferencia, el sujeto se destruye y se vuelve punto de intersección, y las ciudades se vuelven copias o citas sin que haya un original –lo que equivale a decir que las ciudades se transforman, en el sentido de Gilles Deleuze, en simulacra (Deleuze 1968: 18-20 y passim)–. Por posmodernas o posmodernistas que parezcan esas reflexiones, Unamuno trata de defender o conservar una identidad sustancialista, concebida y descrita a menudo en metáforas materiales, una identidad quizás perdida pero susceptible de revitalización.3 La tarea de recuperación de la identidad es, en buena medida, excavación ‹arqueológica› (en la intrahistoria, en el pueblo y los paisajes). Lo mismo vale para la identidad de España y la del yo, aunque, claro está, la urbe sólo pierde su carácter nacional sin dejar de seguir siendo urbe, mientras que el yo en cuanto sujeto reflexivo se arriesga a ser destruido del todo. Consideremos ahora las dos novelas contemporáneas.

3. Javier Marías: Corazón tan blanco (1992) y Antonio Muñoz Molina: El jinete polaco (1991) Durante su luna de miel en La Habana, un presentimiento de desastre causa un malestar en Juan, traductor e intérprete de profesión, con respecto a su futura vida matrimonial: la segunda mujer de su padre se había suicidado precisamente después de regresar de su viaje de novios. Juan prefiere ignorar la causa del suicidio porque teme que el cobrar conocimiento de la historia pudiera influir en su conducta y tener efectos sobre su matrimonio. La prueba más neta de aquel mecanismo de instigación, voluntaria o involuntaria, a actos por el mero hablar de 2 «Lo mejor para el desarrollo de una individualidad y de la cultura de un pueblo son las pequeñas ciudades [...] como las de las Universidades alemanas y tanto mejor cuanto de más profunda naturaleza están rodeadas. [...] El ideal sería que el espíritu de la ciudad y el campo se compenetraran, que aprendiéramos a ver en la sociedad naturaleza y en la naturaleza sociedad» («Ciudad y campo», 1034). 3 Sobre el concepto sustancialista del yo en otros escritos de Unamuno, v. Wyers (1990: 338).

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unos y escuchar de otros, es precisamente el porqué del suicidio de la mujer que hubiera sido la madre de Juan de no haberse matado: se quitó la vida después de que el padre de Juan le hubiera contado que mató a su primera mujer para poder vivir con ella. En Corazón tan blanco, Marías pone en tela de juicio en varios sentidos o niveles los proyectos de la modernidad basados en el principio de la identidad, estrechamente enlazados: la biografía única; la identidad personal y el sujeto reflexivo; y en cuanto a España, de modo camuflado, la identidad cultural en la época de la globalización. Partamos, pues, de la escena de la traducción: [...] en el mismo momento de traducir [...] no me enteraba de lo que el orador estaba diciendo ni de lo que yo decía a continuación o, como se supone que ocurre, simultáneamente. Él o ella lo decía y yo lo decía o lo repetía, pero de un modo mecánico que no tiene nada que ver con la intelección, o es más, está reñido con ella: sólo si uno no comprende ni asimila en absoluto lo que está oyendo puede volver a decirlo con más o menos exactitud (sobre todo si se recibe y suelta sin pausa) (63).

Teniendo en cuenta la totalidad de la novela, no parece exagerado ver la escena de la traducción simultánea como metáfora del sujeto en el mundo posmoderno en general. La situación del traductor es, a primera vista, muy similar a la del traductor en Unamuno, metáfora, a su vez, del yo en el mundo moderno a principios del siglo XX. Para Marías, sin embargo, el intérprete es ya de antemano un mero interface entre varios discursos. El presunto sujeto reflexivo no puede, al mismo tiempo, percibir y reflejar. Se quiebra la continuidad de la conciencia, constitutiva del sujeto transcendental kantiano. Una vez refractada esa continuidad en el tiempo y el espacio, fracasa cualquier intento de concebir una identidad espaciotemporal o simbólica, fundadora del yo. En el caso de Juan, el intérprete, la línea sinuosa de Unamuno se convertiría en una simple línea recta, casi matemática: se transforma en una infinita sucesión de puntos discretos, entre los cuales no hay vínculos preestablecidos. El cambio «anabolismo mental» / «catabolismo mental», del que habla Unamuno, se llevaría hasta la indiferencia total, diríase hasta una parálisis, un infarto de la conciencia. La escena de la traducción simultánea se vuelve metáfora de la deconstrucción del sujeto transcendental. El mundo se ha convertido en un universo simbólico de discursos (metafóricamente: los discursos que Juan tiene que traducir) y el sujeto, desprovisto de sus facultades aperceptivas para imponerse a ese mundo, está condenado a ser sólo un punto de intersección sin conciencia (metafóricamente: el intérprete traduciendo sin consciencia todo lo que escucha). Esa negativa del sujeto moderno transcendental lleva consigo, o hasta implica, el fracaso de toda una serie de otros proyectos modernos, basados en la misma idea de reflexión e identidad: estos son, para el protagonista, sobre todo la autodeterminación del yo y esa especie de individualismo que consiste en convertir la propia vida en una historia única. Para Juan, la biografía no puede ser más que un producto del azar: [L]o que descartamos o dejamos pasar [es] idéntico a lo que tomamos y asimos, lo que experimentamos idéntico a lo que no probamos, y sin embargo nos va la vida en escoger y

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rechazar y seleccionar, en trazar una línea que separe esas cosas que son idénticas y haga de nuestra historia una historia única que recordemos y pueda contarse, [...] y así ser borrada o difuminada, la anulación de lo que vamos siendo y vamos haciendo (294).

A la hora de dar rumbo a la propia vida, el sujeto se experimenta rodeado e impregnado por los discursos de los otros. Siempre «está a nuestra espalda quien nos instiga» (79). «Una instigación no es nada más que palabras, traducibles palabras sin dueño que se repiten de voz en voz y de lengua en lengua y de siglo en siglo, las mismas siempre, instigando a los mismos actos» (81). En el nivel de la intriga, la voz instigadora para Juan es su padre cuando le dice el día de su boda: «Bueno, ya te has casado. ¿Y ahora qué?» (90). Sabiendo que el padre es responsable de la muerte de sus esposas, eso es una amenaza, casi una maldición. Por otra parte, con la historia del padre entra en juego también la Historia de España del siglo XX. Así, en Corazón tan blanco, la reflexión del problema de cómo arreglárselas con el pasado trasciende el marco personal o subjetivista y está incrustada, de manera camuflada, por cierto, en una reflexión sobre España. ¿Cuál es, pues, la presencia de España en esta novela? Para empezar, los hilos de la historia conducen todos, de un modo u otro, a Cuba. Juan procede en una cuarta parte de La Habana, pues allí nació y de allí vino a Madrid su abuela materna, precisamente en el 1898. Allí su padre conoció a sus futuras mujeres, asesinó a una cubana, e hizo su fortuna basada, en parte, en la explotación (21; 41; 44s.; 250ss.). En La Habana, durante el viaje de bodas, Juan empieza a presentir un desastre personal y matrimonial. En Cuba, pues, coinciden la historia actual, la biografía, la prehistoria, y arraiga el problema de la identidad. En la novela de Marías son dos las Españas o las presencias de España, como también hay dos biografías, la de Juan y la de su padre, enlazadas por la amenaza de la repetición. Primero, la España del presente. He aquí otra faceta de la metáfora de la traducción. Los discursos que el narrador tiene que traducir al español en los foros internacionales tratan sin orden de todos los aspectos de la vida (58). En las cabinas de traducción se convierte el español en lenguas extranjeras y viceversa, todas las lenguas confluyen. España se presenta en la novela menos como un territorio, un espacio en el tiempo, sino más bien como un mundo simbólico, su realidad y presencia es sobre todo lingüística, discursiva. No es por casualidad que, al mismo tiempo, casi todos los personajes contemporáneos en la novela sean españoles, más o menos desterrados, dispersos por el mundo –sobre todo en Estados Unidos y en Cuba– o, como Juan, todo el año de viaje en misión de traductor e intérprete. España es dispersa, desterritorializada, un entrecruce de discursos, un interface de culturas. Respecto a España, igual que respecto a la biografía de Juan, no es posible una determinación esencialista de la identidad. La España histórica, en cambio, pertenece al mundo del padre y los antepasados de la familia. Es una España por un lado más real que la contemporánea: hay crímenes y peripecias como el uxoricidio por parte del padre, y hay una intensidad emocional de la vida, que se manifiesta en las aventuras amorosas del padre. Por otro lado, la España histórica existe para Juan (y, por supuesto, para su mujer Luisa) sólo en cuanto relatos, o sea, otra vez en cuanto ‹universo de discursos›,

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aunque, como acabamos de ver, son precisamente esos discursos los que determinan el presente y la vida del propio Juan. A lo largo de la novela, Juan se da cuenta de que ningún relato sobre el pasado puede ser verídico o completo. Para los contemporáneos, la realidad histórica depende de cómo es narrada por los que la han vivido, su única realidad es discursiva. Para tener un ‹corazón blanco›, para la inocencia histórica o biográfica «siempre es demasiado tarde» (80). Esa es la parte ‹posmoderna› en Marías. Pero la novela todavía no termina aquí. Al contrario que en Unamuno, en Marías la reducción del sujeto a un punto de intersección entre discursos no significa que el sujeto sea disgregado, sino que es el punto de partida para la construcción del yo. Por supuesto: «[J]amás hay conjunto, o acaso es que nunca hubo nada». «Sólo que también es verdad» prosigue Marías, «que a nada se le pasa el tiempo y todo está ahí, esperando a que se lo haga volver» (294). O sea, vivir en un mundo que es esencialmente un universo de discursos no exenta al individuo de asumir la responsabilidad –en el caso de Juan, la responsabilidad de su propia vida, su pareja, producto, en principio, del azar (porque pudo ser otro): hay que reinventarse una vida frente a la amenaza que el pasado, la vida de su padre, supone y crear contextos nuevos para así crearse una propia identidad. Aquí entra en juego, pues, un argumento ético que parece resistir al discurso deconstructivista que predomina en la novela y que está presente en Unamuno sólo en cuanto ‹regreso a la naturaleza›, o sea, al ‹campo›. Este aspecto ético está relacionado con el nuevo concepto de identidad y del yo en las novelas contemporáneas estudiadas. Al contrario que en Unamuno, el concepto del yo no está basado en el principio moderno de la identidad como congruencia del yo consigo mismo en todas sus relaciones consigo mismo (sea cual fuera lo idéntico prestablecido), sino en el principio de la coherencia, que es, en el sentido del filósofo contemporáneo alemán Wilhelm Schmid, un principio también ético que exige del yo, para ser él mismo, «dar forma» a la existencia (Schmid 1999: 250-258). Según Schmid, la coherencia como principio del yo difiere tanto del concepto moderno de la identidad como del concepto ‹postmoderno› de la «multiplicidad». Un yo coherente integra lo fragmentario y lo contradictorio en un perpetuo proceso de formación de sí mismo (Selbstgestaltung), sin renunciar por eso a experimentarse a sí mismo como idéntico. El yo coherente está por componer, no por descubrir o mantener como en Unamuno. La ética, poética y estética de la existencia consisten en construir relaciones entre diversos elementos que determinen la relación del yo consigo mismo y con los otros. Es una coherencia necesariamente fragmentaria, como el sujeto mismo, y en el fondo narrativa, porque se está construyendo en el acto de contarse a sí mismo y a los otros, cada vez de nuevo, su propia historia.4 En el nivel metapoético o epistemológico, la identidad se concibe como un proceso

4 Las conceptualizaciones de Schmid tienen varios puntos en común con la episteme «neomoderna» tal como la describe Navajas (1996: 18 y passim). Según Navajas, esa nueva configuración epistémica se caracteriza en general, entre otras cosas, por su «asertividad» frente a la negatividad de las posiciones posmodernas que sobrepasa sin retornar a paradigmas premodernos o modernos (182-184).

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narrativo y moral,5 la identidad cultural española igual que la personal. Juan empieza a dar forma a su propia biografía en el momento en que es capaz de componer a base de elementos ajenos –sobre todo la biografía de su padre, de la cual Juan se entera a lo largo de la novela por varias fuentes– una determinación propia. Consideremos ahora este proceso de construcción de la identidad en la novela de Muñoz Molina, limitándonos a algunas observaciones para generalizar lo dicho. Partimos otra vez de una escena de traducción simultánea, muy parecida a la de Marías. Dice Manuel, en parte narrador y uno de los dos protagonistas en la novela, acerca de su trabajo de intérprete: [me invaden las palabras de los otros] que escucho en otro idioma por los auriculares de una cabina de traducción simultánea y repito tan velozmente en el mío que un instante después no me acuerdo de haberlas pronunciado (El jinete polaco, 30; v. también 138). [Habito] en idiomas extraños y me escond[o] en ellos como en una falsa identidad (87).

«Habitar en idiomas extraños» no es una experiencia nueva para Manuel. Ya pasó su mocedad, situada en la posguerra española, en un «reino de las voces», compuesto por las pequeñas historias de los habitantes de Mágina –pueblo imaginario del mundo novelesco de Muñoz Molina– héroes y anti-héroes de la vida cotidiana antes, durante y después de la Guerra Civil, hasta comprender, al final de la novela, que todas esas historias no eran más que versiones del mundo, en parte verídicas, en parte inventadas, ‹narraciones›, a fin de cuentas, que ni recuperan toda la verdad ni tienen que ver con su propia vida y menos aún le proporcionan a Manuel puntos de referencia para encontrar su identidad. El presente es como una prolongación de esa situación, marcada por la ausencia y la imposibilidad de cualquier identidad esencialista: dos personajes, Manuel y Nadia, desarraigados de su país y sin vínculo con su propio pasado, encerrados voluntariamente en un apartamento alquilado fuera de España, en Nueva York, una ciudad en cierto sentido sin historia, durante un conflicto bélico cosmopolítico (la guerra del Golfo), a su lado fotografías amontonadas en un baúl que han heredado de un retratista de su pueblo y que reflejan la ‹intrahistoria› de Mágina, en la cual se refracta la historia nacional. Al contarse el uno al otro sus vidas a partir de esas fotografías, Manuel y Nadia se dan cuenta que habían crecido en el mismo pueblo, Mágina, siendo las biografías de ambos un permanente desencuentro hasta enamorarse los dos protagonistas pocos meses atrás. Los personajes parten de un yo sin identidad, condensado metafóricamente en la escena de la traducción simultánea y en el apartamento neoyorquino. El dar forma a la biografía, la creación, a posteriori, de una identidad coherente por la creación de puntos de referencia individuales, es un proyecto en el fondo dialógico –debe coincidir la memoria de dos individuos, Manuel y Nadia– o sea, un proceso de integración mutua de lo ajeno en lo propio. Finalmente, es Nadia la que se convierte en «patria» de Manuel, y por consiguiente, para él la historia se reduce a los últimos 5

Lo mismo destaca, desde otro punto de vista, Christie (1995: 149-150).

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meses con ella (572). Sólo después de formarse los dos una historia propia, en cierta medida reinventada, pero al mismo tiempo coherente –la biografía de ambos antes no era coherente, no tenía ‹sentido›, igual que, para ellos, la Historia en que estaba inscrita su biografía– sólo a partir de la historia íntima reconocen su pueblo natal, Mágina, como patria suya que es una patria reinventada. En el mundo novelesco, Mágina es a la vez el microcosmos de la España del siglo XX. Igual que en Marías, la reflexión sobre la identidad española y sobre la identidad personal están relacionadas estrechamente. A partir de la experiencia del amor, lo vivido se convierte en una biografía coherente, pero que no coincide con una identidad prestablecida y, en el fondo, previsible. De la misma manera, los protagonistas se están construyendo una nueva Mágina. En ambas novelas, la identidad se construye a partir de simulacros de imágenes, narraciones, y en cierta medida, en el azar.

4. Conclusiones En las novelas de Marías y Muñoz Molina ya no se trata de conservar, defender o redescubrir una identidad cultural o personal, en principio estable, aunque sepultada o todavía no articulada, como en Unamuno. Mientras que Unamuno recomienda recuperar lo olvidado (la intrahistoria) y defender la identidad personal, en las novelas posmodernas, el dar forma a la propia existencia supone primero borrar las huellas de los significantes culturales encadenadas globalmente que impregnan al sujeto, para poder construir –en plena consciencia del carácter constructivo– no identidades sustancialistas y, en el fondo, vacías, sino identidades contextualistas, basadas en el principio de la coherencia. Un tal discurso de identidad sólo puede realizarse en la generación de autores a la cual pertenecen Marías y Muñoz Molina, una generación, que experimenta a la vez la pérdida de identidades esencialistas en el proceso de la globalización, la necesidad de construir nuevas identidades –y al mismo tiempo, la textualidad de la Historia, sobre todo con respecto a una época como el fin de siglo pasado–. De hecho, los cien años que separan los dos fines de siglo son una distancia que trasciende de antemano todo marco biográfico. Para los autores más reflexivos de la metaficción historiográfica (y la era post-heroica), la textualidad de la Historia se convierte en un hecho real en la medida en que desaparecen los escritores testigos del pasado. Así, la experiencia real de la textualidad de la Historia confiere una de las experiencias estéticas más importantes de nuestro fin de siglo. Esa experiencia no sólo consiste en reconocer los testimonios del pasado como meros textos que nunca pueden reflejar una verdad única. Desaparece además, en última instancia, el vínculo entre los hechos o los actos del pasado y el discurso sobre ellos: [...] tantas voces, a lo largo de tantos años, y casi ninguna dijo la verdad, pero tal vez en eso se parecen a las nuestras e importa más lo que callaron, no los deseos ni los sueños,

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sino el puro azar de los actos olvidados o secretos que perduran en las ramificaciones de sus consecuencias (El jinete polaco, 573-574).

Si la cabina de traducción simultánea se convierte en una alegoría posmoderna de la identidad discursiva, contextual e intercultural de España y del sujeto en la época contemporánea, la construcción de identidades coherentes exige, para quedarnos en la metáfora, ‹traductores responsables›. Por eso, por más difícil que sea el acceso a aquella época, el 98 sigue siendo un punto importante para la redefinición de lo que pueden ser España y el sujeto posmoderno. Lo muestran novelas, además de las analizadas, tan diferentes como la ya mencionada La autobiografía del general Franco de Vázquez Montalbán y La piel del tambor (1995) de Arturo Pérez-Reverte. Las novelas aquí estudiadas testimonian que el fin de siglo es una época demasiado lejana como para apropiársela sin recurrir a narraciones y construcciones. Por otra parte, las novelas de Marías y Muñoz Molina reanudan un específico discurso de identidad marcado por el enlace de planteamientos psicobiográficos, epistemológicos, filosóficos, relacionados con la reflexión sobre la identidad de España. Esto muestra la presencia del pensamiento del 98, sobre todo de Unamuno, en autores de hoy más allá de una influencia directa entre autores de los dos fines de siglo. El mismo enlace entre tres problemáticas en el fondo separadas, a saber: la identidad personal, la subjetividad y la identidad cultural, parece ser una seña de identidad del discurso intelectual en la España del siglo XX.

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Navajas, Gonzalo (1996): Más allá de la posmodernidad. Estética de la nueva novela y cine españoles. Barcelona: EUB. Pérez-Reverte, Arturo (1995): La piel del tambor. Madrid: Alfaguara. Schmid, Wilhelm (1999): Philosophie der Lebenskunst. Eine Grundlegung. Frankfurt/M.: Suhrkamp. Unamuno, Miguel de (1902): «Ciudad y campo (De mis impresiones de Madrid)», en: Obras Completas. Madrid: Escelicer 1966, tomo I, pp. 1031-1042. Vázquez Montalbán, Manuel (1992): Autobiografía del general Franco. Madrid: Planeta. Wyers, Frances (1990): «Unamuno and ‹The Death of the Author›», en: Hispanic Review 58, pp. 325-246. Zavala, Iris M. (1988): «Unamuno: Niebla, el sueño y la crisis del sujeto», en: Loureiro, Ángel G. (coord.): Estelas, laberintos, nuevas sendas. Unamuno, Valle-Inclán, García Lorca, la Guerra Civil. Barcelona: Anthropos, pp. 35-50.

VII. Datos bio-bibliográficos

Datos bio-bibliográficos José Luis Abellán cursó estudios de Filosofía y Ciencias Sociales, doctorándose en la Universidad Complutense de Madrid. Fue profesor de Filosofía en la Universidad de Puerto Rico y en la Queen’s University de Belfast. Posteriormente regresó a España donde ocupó, hasta su jubilación en 2003, la cátedra de Historia de la Filosofía Española en la Universidad Complutense. En los años 80 fue representante de España en el Comité Ejecutivo de la UNESCO, y hasta 2009 presidente del Ateneo de Madrid. Obtuvo, entre muchos otros, el Premio Nacional de Ensayo (1981) para los primeros tomos de su obra más extensa, Historia crítica del pensamiento español (1979-1991). Entre sus numerosos libros figuran, además, La cultura en España (1971); El erasmismo español (1976); El exilio español de 1939 (1976-1978); Ideas para el Siglo XXI (1994); El 98: cien años después (2000); y estudios sobre Unamuno, Ortega y Gasset, Antonio Machado, José Gaos o María Zambrano, para no nombrar sino a algunos. Su hasta el momento último libro es el Ensayo sobre las dos Españas de 2011. Walter Bruno Berg cursó Romanística y Filosofía en las universidades de Colonia y Clermont-Ferrand; catedrático emérito de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Friburgo (Alemania); campos de trabajo: literatura hispanoamericana, brasileña, española, francesa; especialización: literatura argentina, mexicana y peruana; oralidad literaria; géneros literarios en Latinoamérica; problemas de identidad y alteridad. Principales publicaciones (libros): GrenzZeichen Cortázar. Leben und Werk eines argentinischen Schriftstellers der Gegenwart (1991); Lateinamerika. Literatur, Geschichte, Kultur. Eine Einführung (1995); Discursos de oralidad en la literatura rioplatense del siglo XIX al XX (1999); Imágenes en vuelo, textos en fuga. Identidad y alteridad en el contexto de los géneros y los medios de comunicación (2004); France – Amérique latine: Croisements de lettres et de voies (2007). Es coeditor de la colección «MEDIAmericana» de la editorial Iberoamericana/Vervuert. José Luis Bernal Muñoz. Licenciado en Ciencias Químicas (1971) y doctor en Historia del Arte (1994), ambos por la Universidad Complutense de Madrid, ha simultaneado en los últimos 10 años su trabajo en compañías multinacionales francesas del sector químico con la investigación en la Historia del Arte. Su atención se centra básicamente en las relaciones entre arte y literatura en torno a 1900, habiendo realizado su tesis doctoral sobre el tema «Estética y artes figurativas en la literatura de la Generación del 98», la cual se convirtió en 1998 en la exposición «La mirada del 98», organizada en colaboración con el Ministerio de Cultura. Ha publicado los libros Hacia una visión de la estética del 98 (incluido en el catálogo de la citada exposición); ¿Invento o realidad? La generación española de 1898 (1998); Tiempo, forma y color: el arte en la literatura de Azorín (2001),

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Datos bio-bibliográficos

preparando actualmente una edición crítica de Ramiro de Maeztu que publica la Universidad de Torino. Ha publicado numerosos artículos en las revistas Cuadernos Hispanoamericanos, Goya, Conocer el Arte, Cuadernos de Arte e Iconografía, Álbum. Letras, Artes, Anales Azorinianos, etc. Walther L. Bernecker es catedrático de Historia Moderna y Contemporánea en la Universidad de Erlangen-Nürnberg. Sus intereses se centran en estudios sobre la historia contemporánea de España, Portugal y América Latina, especialmente en la Guerra Civil Española, el Franquismo y la Transición a la democracia en España; en las relaciones económicas entre Europa y América Latina; en cuestiones de desarrollo y subdesarrollo; y en la problemática de la memoria histórica. Publicaciones recientes: junto con Horst Pietschmann, Geschichte Spaniens seit dem Mittelalter (4a edición 2005); junto con Sören Brinkmann, Kampf der Erinnerungen (4a edición 2008); Spanien-Handbuch. Geschichte und Gegenwart (2006); ed. junto con Günther Maihold, España: del consenso a la polarización. Cambios en la democracia española (2007); junto con Torsten Eßer y Peter A. Kraus, Eine kleine Geschichte Kataloniens (2007); junto con Horst Pietschmann y Hans Werner Tobler, Eine kleine Geschichte Mexikos (2007); Spanien heute (5a edición 2008); junto con Sören Brinkmann, Memorias divididas. Guerra Civil y Franquismo en la sociedad y la política españolas (2009); Geschichte Spaniens im 20. Jahrhundert (2010); ed. junto con Hans Werner Tobler, Die Welt im 20. Jahrhundert bis 1945 (2010). Vittoria Borsò. Catedrática de la Universidad Heinrich Heine de Düsseldorf (Cátedra de Literaturas Románicas y Estudios Culturales en Lenguas Española, Francesa e Italiana). Empezó su carrera académica en la Universidad de Mannheim, donde se doctoró en Filología Románica, en la especialidad de Literatura, con un estudio sobre las metáforas en las novelas de Honoré de Balzac y Émile Zola (Metapher: Erfahrungs- und Erkenntnismittel. Die metaphorische Wirklichkeitskonstitution im französischen Roman des XIX. Jahrhunderts, 1985). Habilitación en 1991 con un estudio crítico sobre los discursos del realismo mágico en Hispanoamérica en el contexto de la cultura y literatura mexicanas (Mexiko jenseits der Einsamkeit. Versuch einer interkulturellen Analyse. Kritischer Rückblick auf die Diskurse des Magischen Realismus, 1994). Miembro del consejo directivo del grupo de investigación «UC Intercampus Research Group on Cultural and Mexican Studies» y del Institut für Kulturwissenschaften und Theatergeschichte der österreichischen Akademie der Wissenschaften. Es codirectora de la colección «MediAmericana» de la editorial Vervuert y miembro del consejo de redacción de la revista Humboldt del Instituto Goethe. Coeditora de monografías sobre las siguientes cuestiones: modernidades de entre los siglos (XVIII-XX), transculturación, unidad y pluralidad en la cultura latinoamericana, topografía de lo extraño, topografías culturales, traducción como paradigma de las humanidades y las ciencias sociales, representaciones históricas y los medios, memoria y medios, memoria y escritura, pensamiento mesiánico en Europa, transfiguraciones

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del poder. El volumen titulado das andere denken, schreiben, sehen. schriften zur romanistischen kulturwissenschaft (2008, introducción de Bernhard Waldenfels) agrupa una amplia selección de sus trabajos. Ha publicado numerosos artículos sobre teorías culturales y mediáticas, literaturas y culturas hispanoamericanas (barroco, neobarroco, siglo XX), española, francesa e italiana. Richard Andrew Cardwell, profesor emérito, empezó su carrera académica en la Universidad de Southampton, donde se licenció en Literatura Inglesa y Filología y Literatura Españolas (summa cum laude) en 1960, seguido, en 1961, por un diploma en Educación / Enseñanza (Primera Clase). Entre 1961 y 1964 empezó un curso de doctorado sobre Juan Ramón Jiménez que terminó en 1967, estudio que salió como libro en 1977 en Berlin. En 1967 pasó a la Universidad de Gales (Aberystwyth) donde fundó el primer departamento de Español en el Colegio. Desde 1967 estableció su carrera en la Universidad de Nottingham y ganó su cátedra en 1983. Fue jefe de departamento entre 1983 y 1996 y jefe de la Escuela de Lenguas Modernas entre 1990-1993 y 1995-1998. Desde 2003 imparta dos cursos de historia y literatura y es supervisor en los cursos de doctorado como catedrático emérito de Literaturas Modernas Hispánicas. Profesor visitante en las universidades de Johns Hopkins y Boulder en 1993 y 1998. Recibió el Premio Cañada Blanch por sus estudios de literatura catalana (1981) y el Premio Emma Dangerfield por su estudio de la recepción de Lord Byron en Europa (2005 en dos tomos). Ha publicado 22 ediciones y libros, más de 120 artículos y un gran número de reseñas en las revistas más importantes en los campos de filología española (desde 1800 hasta 1945), literatura comparada (Musset, Coppée, Baudelaire, Verlaine, Régnier, Mallarmé) y literatura inglesa (Byron, Keats, Oscar Wilde). Es Miembro correspondiente de la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla. Al momento prepara dos ediciones de la poesía de Manuel Machado (Biblioteca Nueva, Madrid) y de Antonio Machado (Manchester University Press) y está escribiendo una historia del simbolismo decadente en España (1880-1910). Organizó también el Congreso de la International Byron Society (2011) en Valladolid. Edward Inman Fox (†). Después de sus estudios de Filología y Literaturas Románicas en la Vanderbilt University, Inman Fox se doctoró en 1961 en la Universidad de Princeton. Su carrera docente lo llevó a varias universidades, siendo también presidente del Knox College de Galesburg entre 1974 y 1982. En 1998 se jubiló como jefe del departamento de Estudios Hispánicos de Northwestern University. Como uno de los grandes especialistas en la obra de Azorín y autor de estudios sobre Baroja, Maeztu, Ortega y Gasset y Unamuno le fue otorgado en 1993 la Medalla de Oro al Mértito en la Bellas Artes por el Gobierno de España. Entre sus numerosas publicaciones cuentan Azorín (1992), así como ediciones de obras de otros intelectuales del 98, La crisis intelectual del 1898 (1976), Ideología y política en las letras de fin de siglo, 1898 (1988) o La invención de España: nacionalismo liberal e identidad nacional (1997).

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Martin Franzbach es profesor emérito de Historia Literaria y Social de España y América Latina de la Universidad de Bremen. Después de su doctorado en Hamburgo (1963) enseñó literaturas hispánicas en la Universidad de Bonn, antes de obtener su cátedra en Bremen. En el área de los estudios de América Latina cuenta entre los expertos alemanes más destacados de la literatura y cultura cubana. En cuanto a la Península Ibérica, publicó, entre muchos otros libros, para un público amplio dos visiones de conjunto de la literatura española, además de varios estudios y ediciones de texto del teatro del Siglo de Oro y, en 1988, un resumen de la investigación sobre la Generación del 98 con el título Die Hinwendung Spaniens zu Europa. Sabine Friedrich es catedrática de Letras Románicas en la Universidad de Erlangen. Sus intereses se centran en estudios sobre la literatura española y francesa en el siglo XVII y desde el siglo XIX, relaciones intermediales, la teatralidad desde una perspectiva histórica de los medios, teorías y prácticas de la percepción. Algunas publicaciones: Die Imagination des Bösen. Zur narrativen Modellierung der Transgression bei Laclos, Sade und Flaubert (1998); Transformationen der Sinne. Formen dynamischer Wahrnehmung in der modernen spanischen Großstadtlyrik (2007); Theatralität & Räumlichkeit (2009); La teatralidad desde una perspectiva histórica de los medios (2010). Germán Gullón es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Amsterdam e investigador en el Amsterdam School for Cultural Analysis. Ha sido presidente de la Asociación Internacional de Galdosistas. Ejerce además como crítico literario en El cultural del diario El Mundo, y como miembro y secretario del jurado del Premio Nadal (2000-2010). Sus tres últimos libros de ensayo son Los mercaderes en templo de la literatura (2004), La modernidad silenciada. La cultura española en torno a 1900 (2006), y Una venus mutilada. La crítica literaria en la España actual (2008). Ha publicado también numerosas ediciones de Galdós, entre otras, Miau, Tristana, Doña Perfecta, La desheredada, y Cuentos de Galdós. Las dos últimas ediciones han sido El 19 de marzo y el 2 de mayo (2008) y Fortunata y Jacinta (2008). Ha prologado asimismo textos galdosianos como La Fontana de Oro y Torquemada en la hoguera. Completa su perfil crítico y académico su faceta como creador, pues es autor de una novela Querida hija (2000) y dos libros de cuentos Adiós, Helena de Troya (1997) y Azulete (2000). José Rafael Hernández Arias, licenciado en Derecho por la Universidad de Sevilla, amplió estudios –becado por la Fundación Hanns-Seidel– de Filosofía, Derecho y Ciencias Políticas en las universidades de Múnich, Friburgo y Heidelberg. Doctor en Derecho por la Universidad de Friburgo (Alemania), participó en varios proyectos de investigación en el área de Filosofía del Derecho. Filósofo, ensayista y traductor, ha publicado numerosos artículos en la prensa sobre temas culturales. Entre sus libros destacan Donoso Cortés und Carl Schmitt (1998), Nietzsche y las nuevas utopías (2002) y Sobre la identidad europea. Los

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mitos literarios de Don Quijote, Fausto, Don Juan y Zaratustra (2008). Como traductor, ha vertido al castellano, entre otros, a Nietzsche, Schopenhauer, Stirner, Lichtenberg, Kafka, Kleist, De Quincey, Dickens, Melville y Chesterton. Rainer Kleinertz es catedrático de Musicología en la Universidad de la Sarre en Sarrebruck. Después de haber estudiado viola en el Conservatorio Nacional de Detmold y musicología, literatura alemana y románica en la Universidad de Paderborn fue profesor visitante en la Universidad de Salamanca (1992-1994), profesor en la Universidad de Ratisbona (1994-2006) y profesor visitante en la Universidad de Oxford (2000-2001). Su investigación está centrada en las obras de Franz Liszt y Richard Wagner, y el teatro músico del siglo XVIII. Rainer Kleinertz es co-editor de la edición crítica de las obras literarias de Franz Liszt (Sämtliche Schriften), y autor de dos volúmenes sobre el teatro músico español del siglo XVIII, Grundzüge des spanischen Musiktheaters im 18. Jahrhundert. Ópera, Comedia, Zarzuela (2003). Francisco José Martín es doctor en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Filología por la Universidad de Pisa. Ha enseñado en las Universidades de Münster y Siena, y actualmente es profesor de Literatura Española en la Universidad de Turín. Es director de la colección «Piccola Biblioteca Ispanica» de la editorial Le Lettere de Florencia, y codirector de la «Biblioteca del 14» y de «Pensar en Español» de la editorial Biblioteca Nueva de Madrid. Es miembro del comité científico de Rivista di Studi Italiani, Res Publica. Revista de Filosofía Política, Pensares y Quehaceres. Revista de Políticas de la Filosofía, Revista de Hispanismo Filosófico, Revista de Estudios Orteguianos, Anales de Literatura Española y La Torre del Virrey. Revista de Estudios Culturales. El ámbito de sus investigaciones se centra principalmente en el hispanismo filosófico, en las relaciones entre filosofía y literatura, en la historia de las ideas y en la hermenéutica de la cultura hispánica, en contexto europeo y desde perspectivas filológicas y filosóficas. Es autor de El sueño roto de la vida. Ensayo sobre la poesía de Francisco Brines (1997) y de La tradición velada. Ortega y el pensamiento humanista (1999), y editor de Estudios sobre «El político» de Azorín (2002), Las novelas de 1902 (2003), La filosofía del límite. Debate con Eugenio Trías (2005) y El animal humano. Debate con Jorge Santayana (2008). Ha cuidado también las ediciones críticas de Diario de un enfermo (2000) de José Martínez Ruiz, España invertebrada (2002) de Ortega y Gasset, Fiesta de Aranjuez (2005), El Político (2007) de Azorín y España. Pensamiento poesía y una ciudad (2008) de María Zambrano. Ha traducido al italiano El artista y la ciudad de Eugenio Trías (2005) y ha llevado a cabo la recopilación de los escritos italianos de María Zambrano, Per abitare l’esilio (2006). Colabora habitualmente en revistas como Archipiélago, Revista de Occidente y El Noticiero de las Ideas, y en suplementos culturales como Blanco y Negro Cultural y ABCD Las Artes y las Letras. Ha impartido seminarios y conferencias en numerosas universidades e institutos de cultura, tanto nacionales como extranjeros.

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Jochen Mecke ha impartido clases de Literatura Francesa y Española en las universidades de Mannheim, Heidelberg, Greifswald y Passau. Desde 1996 es catedrático de Letras Románicas en la Universidad de Ratisbona. Entre 2007 y 2011 fue presidente de la Asociación Alemana de Hispanistas. Sus intereses se centran en estudios sobre el Siglo de Oro y la modernidad y la posmodernidad en España y Francia, la relación entre literatura y los medios de comunicación, teoría e historia del cine francés y español, la hiperficción, la cultura de la mentira, el tiempo en la novela y la cultura. Algunas publicaciones: Roman-Zeit: Zeitformung und Dekonstruktion des französischen Romans der Gegenwart [El tiempo y la novela: construcción y deconstrucción del tiempo en la novela francesa contemporánea] (1990); Cultures of Lying: Theory and Practice of Lying in Society, Media and Culture (2007); Französische Literaturwissenschaft. Eine multimediale Einführung [Introducción multimedial al análisis de textos literarios] (2009); Medien der Literatur [Los medios de la literatura] (2010); Deutsche und Spanier [Alemanes y Españoles] (2011). Gonzalo Navajas es catedrático de Literatura Moderna y Cine en la Universidad de California, Irvine. Es autor de numerosos libros sobre literatura moderna, teoría literaria, cine, arquitectura y cultura popular. Entre sus títulos más recientes destacan: La utopía en las narrativas contemporáneas (Novela, cine, arquitectura) (2008); La modernidad como crisis. Los clásicos modernos ante el siglo XXI (2004); La narrativa española en la era global. Imagen, Comunicación, Ficción (2002); y Más allá de la posmodernidad. Estética de la nueva novela y cine españoles (1996). Es autor también de varias novelas, entre las que destacan: En blanco y negro (2007) y La última estación (2001), ambas publicadas en la Editorial Verbum (Madrid). Gonzalo Navajas es miembro del consejo editorial de muchas revistas y ha sido profesor visitante y conferenciante en numerosas universidades e instituciones culturales de Europa y América. Es miembro de la Academia Norteamericana de la Lengua Española y miembro correspondiente de la Academia Española de la Lengua. Annette Paatz enseña Literatura Española e Hispanoamericana en la Universidad Georg August de Gotinga. Sus campos de investigación son la narrativa española e hispanoamericana de los siglos XIX y XX, las relaciones culturales entre Latinoamérica y Europa en el siglo XIX y los estudios de género. Entre sus publicaciones cabe mencionar la tesis de doctorado Vom Fenster aus gesehen? Perspektiven weiblicher Differenz im Erzählwerk von Carmen Martín Gaite [Desde la ventana? Perspectivas de diferencia femenina en la narrativa de Carmen Martín Gaite] (1994); ed. con Barbara Buchenau, Do the Americas Have a Common Literary History? (2002); ed. con Burkhard Pohl, Texto social. Estudios pragmáticos sobre literatura y cine (2003); Liberalismus und Lebensart. Romane in Chile und Argentinien (1847-1866) [Liberalismo y estilo de vida. Novelas en Chile y Argentina (1847-1866)] (2011).

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Michaela Peters actualmente da clase de Literatura Hispánica y Latinoamericana en la Universidad de Münster. Estudios de Letras Románicas e Historia en la Universidad de Düsseldorf, doctorado en Filología Románica en Münster en 1996 sobre conceptos de lo femenino en la literatura mexicana contemporánea (Weibsbilder. Weiblichkeitskonzepte in der mexikanischen Literatur von Rulfo bis Boullosa, 1998). En el año 2005 obtuvo la venia legendi en literaturas románicas con una monografía sobre la modernidad del drama romántico español (Das romantische Drama in Spanien: Aufbruch in die Moderne?). Sus áreas de interés académico son identidad y memoria en las literaturas mexicana y cubana del siglo XX, la intermedialidad de la literatura y la pintura del Siglo de Oro, el romanticismo español y la Generación del 98. Norbert Rehrmann (†). Después de sus estudios de Filología y Literaturas Hispánicas así como de Ciencias Políticas en las Universidades de Gotinga y Salamanca, Norbert Rehrmann comenzó su carrera docente en las universidades de Kassel y Bremen. A partir de 2001 hasta su prematura muerte en mayo de 2010 se desempeñó como profesor de Culturas Hispánicas de la Universidad de Dresde. Sus intereses en la investigación abarcaron la literatura, la historia, la sociología y la política, tanto en América Latina como en España. Esa perspectiva interdisciplinaria e intercultural se percibe claramente en sus publicaciones sobre la relación entre España y América Latina, por ejemplo en Lateinamerika aus spanischer Sicht. Exilliteratur und Panhispanismus zwischen Realität und Fiktion (19361975), de 1996, o en la edición de la obra colectiva Dos culturas en diálogo. Historia cultural de la naturaleza, la técnica y las ciencias naturales en España y América Latina, de 2007. Igual importancia adquirió entre sus numerosas publicaciones el tema del legado de los sefardíes en la historia de España, con tres libros, entre los cuales se destaca el monumental trabajo Das schwierige Erbe von Sefarad. Juden und Mauren in der spanischen Literatur. Von der Romantik bis zur Mitte des 20. Jahrhunderts (2002). Serge Salaün es catedrático emérito de Literatura Española Contemporánea en la Universidad de la Sorbonne Nouvelle (Paris III). Después de trabajar sobre el romancero y los poetas de la guerra de España (Poesía de la guerra de España, 1985), ha publicado numerosos artículos y libros sobre la poesía de principios del siglo XX (Miguel Hernández, Alberti, Machado, Pedro Garfias, Cernuda, etc.) y sobre el teatro español, tanto en su faceta comercial (zarzuela, sainete, género chico, género ínfimo, erotismo escénico) como en su faceta vanguardista (ValleInclán, Lorca…). En 1999 publicó Teatro de ensueño, de Gregorio Martínez Sierra. Su interés por la canción española se materializó con el libro El Cuplé (1900-1936), de 1990. Fue durante años el co/director del Centre de Recherche sur l’Espagne Contemporaine (CREC) en el que editó numerosos libros colectivos (http:crec.univ-paris3.fr).

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Dagmar Schmelzer, estudios de Diplomkulturwirt (Lenguas, Economía y Estudios de Cultura Hispana) en Passau y Salamanca. Se doctoró en Filología Románica por la Universidad de Ratisbona con un tema sobre la novela de vanguardia española de los años 1920 (Intermediales Schreiben im spanischen Avantgarderoman der 20er Jahre, 2007). Enseña Literatura y Cultura Españolas y Francesas en la Universidad de Ratisbona. Campos de interés: literatura, cine y cultura españoles contemporáneos, intermedialidad, historiografía y literatura, formas docuficcionales, el espacio en la literatura, la autobiografía actual. Publicaciones recientes: ed. con Christian von Tschilschke, Docuficción. Entre ficción y no-ficción en la cultura española actual (2010); ed. con Magdalena Silvia Mancas, Der espace autobiographique und die Verhandlung kultureller Identität. Ein pragmatischer Ort der Autobiographie in den Literaturen der Romania (2011). Robert S. Spires es catedrático emérito del departamento de Español y Portugués de la Universidad de Kansas, Lawrence. Sus intereses profesionales se estriban principalmente en la novela española de posguerra, ficción española del principio del siglo XX, y teoría de la literatura. Algunas publicaciones: La novela española de posguerra (1978); Beyond the Metafictional Mode (1984); Transparent Simulacra (1988); Post-Totalitarian Spanish Fiction (1996), además de numerosos artículos en revistas profesionales norteamericanas y españolas. Jorge Urrutia, doctor por la Universidad Complutense de Madrid con premio extraordinario, es catedrático de Literatura de la Universidad Carlos III de Madrid desde 1993, tras haberlo sido de la Universidad de Extremadura, entre 1975 y 1979, y de la Universidad de Sevilla, entre 1979 y 1993. Fue lecteur d’Espagnol en la Université de Strasbourg y profesor invitado en las universidades de ParisSorbonne, Buenos Aires, Asunción, Costa Rica, Rabat, Bourgogne y Palermo. Director de Instituto Universitario de Investigación en Madrid y secretario general de Universidad en Extremadura. Actualmente dirige el Máster en Herencia Cultural, en la Universidad Carlos III de Madrid. Director académico del Instituto Cervantes entre 2004 y 2009. Director del Instituto Cervantes en Lisboa de 2000 y 2002. Fue becario de la Fundación Juan March, becario de investigación del Ministerio de Educación y Ciencia de España, becario para investigaciones sobre Canadá por el gobierno de ese país, director de programas estatales de investigación en España e Italia. Premio Nacional de Traducciones. Medalla de la Cultura Puertorriqueña. Miembro correspondiente de la Academia Dominicana de la Lengua Española. Autor de ediciones de Juan Ramón Jiménez, Ramón del ValleInclán, Azorín, Mauricio Bacarisse, Miguel Hernández, Leopoldo de Luis, José Hierro, Camilo José Cela, etc. Suyas son una conocida antología de poesía española del siglo XIX y de otra sobre la poesía de la Guerra Civil española. Entre sus libros destacan Contribuciones al análisis semiológico del film (1976), Cela: «La familia de Pascual Duarte». Los contextos el texto (1982), Reflexión de la literatura (1983), Imago litterae. Cine. Literatura (1984), Semió(p)tica. Sobre el

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sentido de lo visible (1985), El tejido cervantino (1992), Literatura y comunicación (1992 y 1997), Lectura de lo oscuro (2000; traducción portuguesa en 2001), La pasión del desánimo. La renovación narrativa de 1902 (2002), Las luces del crepúsculo. El origen simbolista de la poesía moderna (2004), El teatro como sistema (2007). Es articulista en prensa y cuenta con una obra poética traducida al francés, inglés, portugués, árabe, serbio y coreano. Rafael Utrera Macías, catedrático de universidad con docencia en la Facultad de Comunicación (Sevilla). Ha publicado, entre otros libros, Modernismo y 98 frente a Cinematógrafo; Escritores y Cinema en España: un acercamiento histórico; Federico García Lorca, Cine; Literatura Cinematográfica – Cinematografía literaria; Homenaje literario a Charlot; Azorín: periodismo cinematográfico; Cuatro pasos por la historia y la estética del cine español (edición españoljaponés); Luis Cernuda: recuerdo cinematográfico y Poética cinematográfica de Rafael Alberti. Ha editado Memoria cinematográfica de Rafael Porlán y 8 calas cinematográficas en la literatura de la Generación del 98. Ulrich Winter es catedrático de Literaturas y Culturas Románicas en la PhilippsUniversität Marburgo. Campos de investigación: cultura española del siglo XX, antropología literaria de los siglos XVI y XVII en Francia y España. Es también autor de varios libros y artículos entre los que destacan: Der Roman im Zeichen seiner selbst. Typologie, Analyse und historische Studien zum Diskurs literarischer Selbstrepräsentation im spanischen Roman des 15. bis 20. Jahrhunderts (1998); ed. con Joan R. Resina, Casa encantada: Lugares de Memoria en la España constitucional (1978-2004) (2005); Lugares de Memoria de la guerra civil y el franquismo. Representaciones literarias y visuales (2006). Gudrun Wogatzke. Entre 1976 y 1984 realizó estudios de francés y español en las universidades de Düsseldorf, Heidelberg, París y Madrid. Su tesina versó sobre valores morales y estéticos en la obra dramática de Pedro Calderón de la Barca. De 1985 a 1991 trabajó como colaboradora científica en el departamento de Filología Románica de la Universidad de Colonia y escribió su tesis doctoral sobre las constelaciones en el repertorio de los personajes novelísticos de Miguel Delibes. De 1992 a 1998 desempeño el puesto de asistente científica también en la Universidad de Colonia, y en 2003 obtuvo la capacitación de cátedra (Habilitation) con una obra sobre los esbozos de la identidad en auto- y heteroestereotipos en la literatura del Caribe francés y español en el siglo XIX. Tiene una abundante lista de publicaciones sobre la literatura española, latinoamericana y francesa de diversas épocas.