De la salvación a un proyecto de sentido [1ª ed.] 9788433026156

La salvación no está referida simplemente al más allá, sino que se traduce en el más acá de la historia. Genera un proye

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De la salvación a un proyecto de sentido [1ª ed.]
 9788433026156

Table of contents :
De la salvación
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
La estructuración y contenido del libro
3. El código familiar de identidad
1. Jesús como discípulo de Juan el Bautista
1. El señorío de Dios en la sociedad
1. La “última cena” como prólogo a la pasión
2. El miedo y la oración del huerto
3. La traición de los discípulos
5. La identidad del resucitado en Lucas
2. La cristología de Pablo
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Juan Antonio Estrada

De la salvación a un proyecto de sentido Por una cristo/ogía actual Desclée De Brouwer

DE LA SALVACIÓN A UN PROYECTO DE SENTIDO Por una cristología actual

JUAN ANTONIO ESTRADA

DE LA SALVACIÓN A UN PROYECTO DE SENTIDO Por una cristología actual

DESCLÉE DE BROUWER BILBAO

© Juan Antonio Estrada, 2013

© EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 2013 Henao, 6 - 48009 Bilbao www.edesclee.com [email protected] Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos -www.cedro.org-), si necesita fotocopiar o escanear algún fragmen­ to de esta obra.

Printed in Spain ISBN: 978-84-330-2615-6 Depósito Legal: BI-2126-2012 Impresión: RGM, S.A. - Bilbao

A Miguel desde un proyecto de vida compartido y una amistad que ya ha cumplido cincuenta años

“Aparece a veces sobre la tierra una especie de continuación del amor, en que aquel ávido deseo que experimentan dos personas, una hacia otra, deja lugar a un nuevo deseo, a una ansia nueva, a una sed común, superior, de un ideal colocado por encima de ellos. Más ¿quién conoce ese amor? ¿quién le ha sentido? Su verdadero nombre es amistad". (F. Nietzsche, La gaya ciencia). “Nuestra fe en otros delata lo que nosotros quisiéramos creer gus­ tosos de nosotros mismos. Nuestro anhelo de un amigo es nuestro delator (...) Si se quiere tener un amigo hay que querer también hacer la guerra por él: y para hacer la guerra se debe poder ser ene­ migo (...) Un adivinar sea tu compasión: que tú primeramente sepas, si tu amigo quiere compasión. Tal vez, él ame en ti los ojos firmes y la mirada de la eternidad” (F. Nietzsche, Así hablaba Zaratustra).

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN..........................................................................

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1. LOS ORÍGENES E IDENTIDAD DE JESÚS.................... 1. Jesús y las cristologías .............................................. 2. Los orígenes de Jesús....................................................... 3. El código familiar de identidad.....................................

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2. VOCACIÓN Y EVOLUCIÓN DE JESÚS............................ 1. Jesús como discípulo de Juan el B autista.................... 2. El bautismo como vocación de Jesús............................ 3. Jesús, el hombre del E sp íritu ......................................... 4. Las tentaciones de Jesú s.................................................. 5. Cómo fue cambiando Jesús..............................................

69 69 77 82 93 109

3. EL PROYECTO DE SENTIDO DE JESÚS...........................119 1. El señorío de Dios en la sociedad................................... 119 2. Un proyecto iniciado e incompleto .................................132 3. El código de felicidad de Jesú s..........................................139 4. Replantear la religión .........................................................152 4. LA FE DE JESÚS PUESTA A PRUEBA............................ 167 1. La última cena como prólogo a la p a sió n ...................... 170 2. El miedo y la oración del huerto ................................... 186 3. La traición de los discípulos........................................... 198

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5. ¿UNA MUERTE SIN SENTIDO? ......................................... 205 1. El juicio religioso de Je s ú s................................................206 2. El proceso político .............................................................218 3. El sin sentido de la crucifixión en M arcos......................231 4. La culpa colectiva en M ateo............................................. 241 5. El perdón de Dios y el de los hom bres............................ 245 6. La realeza del crucificado..................................................254 6. DEL FRACASO A LA ESPERANZA.....................................259 1. El significado de la resurrección .....................................259 2. La resurrección en los evangelios ...................................268 3. La narración de Marcos como referencia......................276 4. La apologética del evangelio de Mateo ..........................285 5. La identidad del resucitado en Lucas ............................ 293 6. El Cristo exaltado del evangelio de J u a n ........................304 7. LAS DIFERENTES CRISTOLOGÍAS...................................315 1. La resurrección desde la perspectiva a c tu a l..................315 2. La cristología de P ab lo ...................................................... 331 3. La resurrección en clave eclesiológica............................ 345 4. Las nuevas consecuencias teológicas.............................. 350 8. LA OFERTA DE SENTIDO DEL CRISTIANISMO 365 1. La necesidad de modelos y la promesa de plenitud . . 368 2. La imitación y seguimiento de Cristo ............................ 382 3. La crisis actual de la Ig lesia..............................................390 4. El cristianismo como oferta de sentido..........................401

INTRODUCCIÓN

Cómo encontrar sentido a la vida, cuáles son los criterios para discernir el bien y el mal en la propia experiencia, cómo vivir una vida lograda, que merezca la pena y responda a las carencias y necesidades humanas. Estas son algunas de las preguntas funda­ mentales del ser humano y todas ellas se resumen en la de qué es ser persona. La racionalidad v la libertad han servido para res­ ponder a la pregunta por la esencia humana y para establecer las diferencias entre el animal humano y el resto de los seres vivientes. A diferencia de los animales, que rigen su conducta siguiendo sus instintos naturales, el hombre tiene que plantearse cuál es el cami­ no experiencial que va a recorrer, ya que los instintos son insufi­ cientes para guiarle. Hay que hacerse un plan de vida que genere sentido, plenitud y felicidad1. La personalidad humana está marcada por el contexto cultural, por la familia, la educación, la religión y el código sociocultural en el que vivimos. Aprendemos a ser personas, como también un len­ guaje y una forma de comportamos. Es decir, adquirimos una per­ sonalidad, una identidad que depende de la sociedad y el entorno cultural en el que vivimos. Por otra parte, la identidad personal es 1. Juan A. ESTRADA, El sentido y el sinsentido de la vida. Preguntas a la filosofía y a la religión, M adrid, 2010. El presente libro se ofrece como un com plem ento y aplicación de este texto, que es el punto de partida. El proyecto de vida de Jesús es el que sirve de inspiración.

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el resultado de las propias opciones, de los compromisos que asu­ mimos, de cómo reaccionamos ante las situaciones y las actitudes que tomamos. El hombre es un producto social, en cuanto que la sociedad y sus estructuras moldean la identidad. Pero también, el ser humano se produce a sí mismo, se crea una personalidad a lo largo de su historia. Vivimos siempre la tensión entre la sociedad, familia, educación y religión a la que pertenecemos, y en la que nos socializamos, y el riesgo de un proyecto personal que hay que rea­ lizar y asumir. La tensión entre nuestra condición social y nuestra individualidad singular es constitutiva de la personalidad. Desde distintas perspectivas se ha analizado la condición huma­ na, subrayando la tensión entre la pertenencia y el proyecto; entre el nosotros, el colectivo del que provenimos, y el yo personal que se constituye; entre la búsqueda de seguridad, que nos lleva a seguir el comportamiento de la mayoría, y la libertad, que pone en primer plano la autonomía del yo, la creatividad propia y la autenticidad. Cronológica y evolutivamente, lo primero es la dependencia, el cre­ cer y ser desde la relación con los otros, la necesidad de sentir­ se acompañado, protegido y tutelado en una progresiva apertura al mundo y a las relaciones personales. La cultura y la educación son los cauces para humanizar al animal, según Adorno, los deter­ minantes de la especificidad humana. Por eso, la pertenencia es esencial. Lo segundo, pero no menos necesario que lo primero, es la maduración personal, la vocación de la libertad que lleva a bus­ car nuevas relaciones y a entrar en contacto con otras realidades, saliendo del ámbito familiar y seleccionando la herencia cultural, educativa, ideológica y religiosa recibida. La relación con los otros es determinante en la constitución de la identidad personal, pero ésta no se reduce a esa vinculación, sino que se plasma en un pro­ yecto personal, guiado por la razón y por la libertad, que va confi­ gurando el proceso de la vida de cada persona. Este proceso es universal, pertenece a la constitución humana y es válido para todos, pero también es personal, en cuanto se desa­ rrolla desde una personalidad propia y en un contexto social e his­ tórico dado. Pertenecemos a la sociedad pero no podemos aban­

INTRODUCCIÓN

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donamos a los dictados de esta, a las costumbres, tradiciones e ideologías, y formas de actuar de los otros. La identidad humana tiene que realizarse en un proyecto personal, huyendo de las pato­ logías y desviaciones que la amenazan. Por un lado, tiene que supe­ rar la tentación del “destino". La vida es un destino, en cuanto se nos imponen unas circunstancias y formas de ser que no hemos elegido, que forman parte de nuestra identidad natural, biológi­ ca y sociocultural, comenzando por la familia. Las circunstancias influyen en la identidad personal, incluso antes de haber nacido y de tomar decisiones propias: Como feto humano vivimos en el vientre materno y comenzamos a recibir el influjo de la sociedad, mediante la madre que actúa como puente. El carácter trágico del hombre es que antes de nacer, ya comienza a estar condicionado, y que la infancia es determinante del proyecto que se despliega en la adultez. Cuando menos personalidad y capacidad de libertad tene­ mos, ya estamos influidos y pre condicionados. La libertad de que gozamos es limitada y marcada por las circunstancias, que forman parte de nuestro yo, como recordaba Ortega y Gasset. Pero el des­ tino que se nos impone y no hemos elegido, deja paso a la vocación personal y a las capacidades que posibilita la libertad. El destino del hombre no está escrito por la “moira”, el fato o el destino cós­ mico de planetas y signos del zodiaco. Cada persona tiene que recorrer su propio camino. Según cómo afronte las situaciones y circunstancias de su entorno, así también desarrolla su proyecto de vida. Y como es insuficiente el proyecto global y social, el que ofrece el código cultural, hay una indeter­ minación y variedad de posibilidades que hacen imprevisibles las formas de realizar la vida. Ahí surge el problema del sentido y las preguntas que la acompañan. Cada persona se plantea, de mane­ ra reflexiva y temática cómo vivir y qué proyectos le permitirían realizarse. Si hay una naturaleza humana que trasciende la mera animalidad, es inevitable que surja la pregunta por el sentido, por la dirección que va a dar a su vida y las necesidades materiales y cul­ turales, naturales y espirituales, que hay que satisfacer. El animal no se pregunta por el sentido de la vida, porque ya lo tiene resuelto,

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y cuando el hombre lo plantea de forma expresa y reflexionada, es porque se ha vuelto problemático. La diversidad abre espacio a la riqueza humana v a la multiplicidad de formas de realizarse, pero es también causa de inseguridad, porque hay que elegir entre varias conductas y códigos socioculturales. Cuando se dan momentos his­ tóricos de cambios rápidos y profundos, como está ocurriendo aho­ ra, aumentan las posibilidades de creatividad y de libertad, y tam­ bién sus riesgos, a causa de escoger una forma de vida equivocada. Este es el marco en el que vivimos. El de una sociedad en tran­ sición en una época de evolución universal, que se agudiza en la sociedad española, que se ha mutado completamente en el espacio de cincuenta años. El mundo está cambiando y resulta cada vez más difícil pronosticar, a corto y medio plazo, qué es lo que hay que hacer, cuáles son los objetivos preferentes que hay que aten­ der y cómo satisfacer las necesidades humanas. Por eso se multi­ plican las crisis, comenzando por la de la familia, la escuela y la educación, marcada por la especialización y la subordinación de las humanidades a las ciencias. Hay un cambio global de la socie­ dad, marcada por la movilidad y la irrupción de nuevos grupos culturales. Las estructuras económicas, políticas y sociales están desbordadas por los cambios y no son capaces de ofrecer cauces para asimilarlo. Estamos cerrando una era, como ocurrió en 1492 o en 1789, y comenzando otra, en la que nos han cambiado las pre­ guntas y problemas, al mismo tiempo que resultan insuficientes las viejas respuestas y soluciones. En este contexto hay que abordar también la crisis actual de la religión, concretamente la del cristianismo en sus diversas confe­ siones. En los inicios del cambio económico y sociocultural, en la década de los sesenta, el Concilio Vaticano II intentó adelantarse a la crisis que se avecinaba y ofrecer nuevos caminos a los cristia­ nos. Una intuición certera de Juan XX11I era que había que actua­ lizar la Iglesia (“aggiomamento”) y revisar su herencia histórica y cultural. La estructura y organización eclesial se había quedado desfasada y era inadecuada para responder a los nuevos retos de la sociedad democrática y secularizada. La crisis actual está condi­

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cionada por las limitaciones del Vaticano II, que tuvo que asumir compromisos por la polarización interna entre renovadores y tradicionalistas. Además hubo cambios y rectificaciones en el post­ concilio, regidos por una élite episcopal conservadora, a diferen­ cia de la que fue mayoría conciliar en los sesenta. El resultado es la crisis actual, escenificada en el jubileo del segundo milenio. La Iglesia tiene que evangelizar una sociedad secularizada, laica y, en buena parte, post religiosa, desde unas estructuras e instituciones que, básicamente, son las mismas que en Trento y en el Vaticano I. Ha cambiado algo, para que nada cambie de fondo. Las institucio­ nes eclesiásticas están desbordadas y no son capaces de responder a necesidades diferentes de aquellas para la que fueron creadas. Hay que ofrecer alternativas a una sociedad que surgió en el siglo XIX con la oposición mayoritaria de la iglesia católica. En este marco entra en crisis la oferta de sentido de la Iglesia, que pierde irradiación e influencia. Para renovarla hay que volver a inspirarse en los orígenes del cristianismo. El proyecto de Jesús2 es la fuente de inspiración de los cristianos, pero se comprende hoy de forma diferente a partir de los cambios en la exégesis y en la teología. Tradicionalmente, la imitación y el seguimiento de Cristo constituyen el eje estructural de la experiencia cristiana. Pero ambas formas hay que actualizar­ las para el nuevo modelo de sociedad. La actual época histórica entiende de forma distinta a las anteriores la identidad humana y en qué consiste el proyecto de sentido de cada persona. Las pregun­ tas de sentido son universales y valen también para el mismo Jesús. Por eso, analizar su vida y las distintas interpretaciones que surgie­ ron después de su muerte, puede servir de orientación v de referen­ cia para los que buscan hoy un proyecto de sentido para su vida. La pregunta de sentido responde a la oferta de salvación de las religiones. Estas quieren mostrar cómo vivir a partir de sus fun­ dadores. Desde la perspectiva cristiana, Jesús es el nuevo hombre, que viene a mostrar cómo realizar el plan de Dios sobre la humani­ 2. José M. C astillo y Juan A. E strada, El proyecto de Jesús, Salam anca, '2004.

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dad y el camino de la salvación. Esta no se refiere sólo al más allá de la muerte, sino que se actualiza en una vida con sentido, en una forma de existencia que vale la pena. La cristología es el referente para la antropología, ya que Jesús muestra cómo y en qué consis­ te la humanización del hombre. Y lo novedoso es que realizar la propia humanidad es la mejor forma de acercarse a Dios, de divi­ nizarse. Jesús muestra cómo ser persona en función de unos valo­ res, los de reino de Dios, que son también divinos, porque actua­ lizan lo que Dios quiere. Lo radical del proyecto de Jesús está en su humanidad como la forma histórica de la filiación divina. Su comprensión de Dios trastorna las concepciones religiosas acerca de lo divino y lo humano. Los preceptos religiosos se subordinan a valores humanos que defender, que son también los de Dios. La humanización de Jesús es su crecimiento divino, porque ambos convergen. Seguir este proyecto y reflexionar sobre su actualidad es el propósito de este libro, que responde a la demanda actual del cristianismo como un proyecto de vida. La estructuración y contenido del libro El punto de partida es la vida misma de Jesús, que es la refe­ rencia desde la que se construyeron las cristologías, es decir, las interpretaciones globales que ofrecieron los cristianos sobre el sig­ nificado de Jesús. El cristianismo responde al sentido de la vida con una forma concreta de existencia, la de Jesús de Nazaret, vista desde la perspectiva de su muerte y resurrección. Esta triple pers­ pectiva, la de una forma de vida concreta y la del significado de su muerte y resurrección, constituye el núcleo de la oferta cristiana, actualizada a lo largo de la historia. La forma de vida cristiana se replantea hoy: ¿Qué puede aportar una vida de hace dos mil años a la problemática actual? ¿Es posible inspirarse en las narraciones bíblicas? ¿Se puede encontrar en ellas un sentido vital que interese incluso a los que no se consideran cristianos? ¿Dados los condicio­ namientos sociales y culturales de la vida de Jesús, podemos ins­ piramos en su proyecto de vida para aplicarlo a nuestra sociedad?

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Para responder a estas preguntas hay que establecer el significa­ do del Jesús histórico y su relación con los evangelios, que refleja la fe de la Iglesia. Tendremos en cuenta los problemas del método his­ tórico crítico y las cuestiones planteadas por las distintas oleadas y búsquedas acerca de Jesús, aunque no haremos referencias explí­ citas a las discusiones más especializadas al respecto, excepto en algunas indicaciones puntuales en notas a pie de página. Partimos de los consensos establecidos por el método histórico crítico sobre autores, fuentes de cada evangelio, influencias y trabajo redaccional de cada obra, utilizando la bibliografía indicada para cada temática, que reflejamos en las notas. Se analizan los conflictos y convergencias resultantes de los cuatro evangelios, que son biogra­ fías teológicas, más interesadas en contamos el significado de Jesús que en contar hechos históricos. Desde ahí hay que comprender las cristologías ascendentes y descendentes, es decir, las dos tipologías tradicionales para inteipretar a Jesús; la relación entre las Escritu­ ras del Nuevo Testamento y las tradiciones eclesiales posteriores; y la continuidad y discontinuidad entre la forma actual de compren­ der a Jesús y la visión que tenían las iglesias primitivas. Todo esto se clarifica desde los orígenes de Jesús, es decir, des­ de los evangelios de la infancia de Lucas y Mateo, y el prólogo del evangelio de San Juan, que presentan la identidad divina de Jesús como el punto de partida para su vida pública. Ya antes de comenzar a hablar de Jesús, se afirma que es el hijo de Dios, sien­ do esa filiación el núcleo fundamental de los relatos sobre su con­ cepción y nacimiento, y sobre la encamación de la palabra divina en el Jesús terreno. El problema, sin embargo, no está sólo en si se puede llamar o no a Jesús hijo de Dios, sino en qué entende­ mos por filiación y cómo concebimos quién y cómo es Dios. Y esto es lo que intentan responder las distintas cristologías del Nuevo Testamento. Los orígenes de Jesús ofrecen las claves teológicas de cada evangelio para comprender el sentido de la vida de Jesús, además de presentamos su conflicto familiar y las tensiones entre sus familiares y vecinos, y los discípulos, que jugaron un papel en la narración de cada evangelio. El entorno familiar es clave para la

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identidad de cada persona y su proyecto de vida, siendo también determinante para comprender la vocación de Jesús y su forma de entender la vida pública. Esta vocación, que presupone cambios, se analiza en el capítulo segundo, referido a la evolución y crecimiento de Jesús, que apren­ de cómo ser Hijo de Dios desde su progresiva toma de conciencia como hijo del hombre. El bautismo es la clave para comprender su transformación, cómo sale del anonimato y se convierte en el misionero del reinado de Dios. Se perfila así su proyecto de vida, el sentido que ofrece a la sociedad y a la religión, y la progresiva identidad que va adquiriendo en un crecimiento humano marcado por la gracia y la unción del Espíritu. La vocación de Jesús se cla­ rifica a la luz de las tentaciones, que explicitan sus tensiones inter­ nas e iluminan las dudas y conflictos de sus discípulos, y luego de la iglesia cristiana. Se evalúa la progresiva clarificación de Jesús sobre su vocación y su misión. Se abre a la voluntad de Dios, con el que se relaciona desde una paternidad maternal y espiritual. Jesús está ungido por el Espíritu, el cual le guía, inspira y motiva en un proceso que le lleva a tomar distancia de Israel, como pueblo de la alianza, en favor de una apertura a los paganos, que se consuma en la resurrección. Jesús aprende del libro de la vida, y comienza a re-interpretar las viejas escrituras y a reformular las demandas de la religión. Va surgiendo un proyecto de sentido en el que hay cre­ cimiento cognitivo v santificación, que genera la semejanza a Dios propuesta por la tradición hebrea como meta del ser humano. De esta conciencia identitaria surge la misión, centrada en la instauración del reinado de Dios en la sociedad judía y la consi­ guiente transformación de la religión hebrea. Es lo que se analiza en el capítulo tercero, que muestra qué es lo que Jesús entiende por reinado de Dios, cuáles son los valores que lo determinan, y qué consecuencias tiene para las relaciones de los discípulos entre sí, con Jesús y con Dios. La dinámica del reino de Dios, que cobra otro significado tras su muerte y resurrección, obliga a replantear la religión judía. La inversión de la concepción tradicional de sal­ vación está en que se pasa de ir al cielo, entendido como el más

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allá después de la muerte, a proclamar que el reino de los cielos se hace presente en la historia. La encamación de Dios pasa por la irrupción histórica de la salvación, que se ofrece como un proyecto de vida y una oferta de sentido para todo el que se abre al mensaje de Jesús. En este marco, la misión de Jesús desborda el ámbito de la reli­ gión judía, a la que transforma, y se abre a todos, más allá de las fronteras de Israel. Por otra parte, se da un desplazamiento en el centro tradicional de interés de la religión, más preocupada por el honor de Dios y el pecado como atentado a la majestad divina, que por el sufrimiento humano y su necesidad de sentido. Lo que interesa a Jesús es la situación de los hombres y la salvación no se circunscribe a la esfera de lo sagrado o al ámbito de lo religioso, sino que se realiza en la vida cotidiana y en medio de las circuns­ tancias en que vive la gente. De ahí, la fascinación que despierta su mensaje y los miedos que produce en las autoridades religiosas y en las políticas. Otra sociedad y religión son posibles, desde la perspectiva del reinado de Dios. Y este proyecto de Jesús evolu­ ciona, necesita ser actualizado y aplicado en las situaciones cam­ biantes de la historia. Para esto Dios convoca al hombre, llamado a ser co-creador y agente del cambio religioso y social. Así se ase­ meja a Dios por mediación de Jesús, que llama a su seguimiento e imitación, así como a dejarse inspirar por la acción del Espíritu. El mensaje del reino de Dios pone el acento en la vida, más que en la religión. La cual se evalúa desde su potencialidad para ofrecer sentido y plenitud, que es la premisa desde la que se puede hablar de una esperanza de salvación más allá de la muerte. Una vez analizado el proyecto de vida del reinado de Dios hay que analizar los obstáculos para su realización y las causas que llevaron al ajusticiamiento de Jesús. El capítulo cuarto se centra en el significado de la última cena, que es simultáneamente la con­ clusión de su vida pública y el comienzo de la pasión. Este relato se contiene en los evangelios de forma distinta, se explica desde tradiciones autónomas y ha sido siempre central en la vida cristia­ na. Se escenifica la oblación última de Jesús que culmina su pro­

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existencia, su vida entregada a los demás, ahora simbolizada por el cordero pascual, su cuerpo roto y su sangre derramada. Jesús se ofrece a Dios por su pueblo y por muchos. Se identifica con una comida que responde a las necesidades más hondas del hombre, a su ansia de salvación y de sentido. La actitud de Jesús en la cena anuncia los rasgos específicos de la pasión en cada evangelista. En ella se explica la forma de su inserción en la alianza de Israel y Dios. También la comunión de vida, simbolizada en la comida compartida, que transforma a los discípulos y los cambia, como ocurre con el pan y el vino. El relato de la última cena pone en marcha el proceso de la pasión y de la subsiguiente entrega del Hijo del hombre por sus discípulos. Que una comida compartida se convierta en un acto simbólico central para el cristianismo, un sacramento mayor, se debe a una forma de entender lo que es el ser humano y del servicio que tiene que prestar la religión. Esta perspectiva se completa con otra escena cargada de sim­ bolismo y de densidad teológica, la oración en el huerto. Marca el momento clave para Jesús, que siente el miedo al sufrimiento y a la muerte, recurre a la oración y busca la compañía de sus discí­ pulos. Estas tres dimensiones están marcadas por la prueba, por la deserción de los cercanos, que duele más que la persecución de los enemigos, y la soledad radical y última del hombre frente a un destino histórico que se le impone. Es la consecuencia de la acti­ vidad que ha desarrollado y de las metas que ha perseguido, no de un plan divino que lo predestina. Para Jesús es un momento de hondura, sólo ante Dios y ante los demás. Se siente cuestionado en su fidelidad y tentado de buscar una acción milagrosa que le libre del sufrimiento y de la muerte. No hay impasibilidad y dominio de sí en Jesús, en la línea de Sócrates o Buda, sino aceptación y petición a Dios desde la fidelidad a aquello por lo que ha luchado y vivido. Ha llegado el momento de la verdad para Jesús, que cada evangelista cuenta a su modo, desde la crudeza de Marcos que no alude a consuelo divino alguno, hasta el señorío y aceptación plena del evangelio de Juan, que elimina los elementos de prueba que se dan en la pasión.

INTRODUCCIÓN

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Estas dos escenas son claves hermenéuticas para comprender los posteriores relatos de la pasión. Se completan con el prendi­ miento y el abandono de sus discípulos. No lo han comprendido durante su vida pública y lo abandonan cuando llega la hora clave. En este marco hay que comprender la traición de Pedro, represen­ tante de todo el grupo, desde una fidelidad mal entendida a Jesús. Es también el prototipo de los ministros y autoridades cristianas, que viven de la herencia petrina y son avisados de las posibilida­ des de traicionarle. Los que han seguido a Jesús toman distancia del maestro, hasta la huida final, simbolizada en el prendimiento. El miedo se impone a la fe, y se simboliza en la triple negación de Pedro, que muestra la distancia de su pasado de seguimiento. El cristianismo está marcado por la ambigüedad de los discípulos y la deserción de sus autoridades, tanto más vulnerables a la tentación cuanto más autosuficientes se proclaman, como Pedro en la última cena. De ahí, la importancia del lavado de los pies a los discípulos y la imitación de Jesús al humanizarse desde el abajamiento. Todo esto hay que verlo desde la vida pública, que sigue siendo el refe­ rente de sentido para comprender los acontecimientos de la última cena, Getsemaní y la fuga de los discípulos. La clave de la pasión no está en ella misma, sino en lo que la antecede, en las luchas de Jesús para instaurar el reino de Dios y cambiar la religión y la sociedad judía. El doble proceso religioso y político que llevó a la condena de Jesús es el objeto del capítulo quinto. Se trata de una historia mil veces repetida en el “matadero de la historia” (Hegel). La victoria de los victimarios sobre las víctimas; el asesinato de aquellos que quieren cambiar la sociedad y la religión; la del mal y la injusti­ cia que triunfa sobre el bien. El triunfo del mal es la gran prueba de sentido para el cristianismo y para todos los hombres. El gran peligro de la pasión es que las cristologías posteriores, sobre todo de Pablo y de Hebreos, desplacen el significado de los evangelios que cuentan por qué, cómo y cuándo fue ajusticiado Jesús. Por eso hay que analizarlas dimensiones del proceso: primero su vertiente religiosa, que clarifica la patología de las religiones y los peligros

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de la autoridad religiosa cuando quiere defender a Dios. Luego hay que estudiar el proceso político; la alianza entre el poder secular y las autoridades religiosas; la crítica de los evangelios a la razón de Estado y cómo el pueblo se deja arrastrar por las autoridades y comete un asesinato colectivo. A la luz de la pasión, se cuestiona la vida misma de Jesús. ¿Vale la pena una libertad que lleva a un final tan trágico? ¿Se puede hablar de un paralelismo entre lo que signi­ fica la cruz para el cristianismo y lo que supuso el holocausto en el siglo XX para los judíos? ¿Se puede creer en Dios y en su alianza, a la luz del silencio y no operatividad de Dios en la historia? Una vez analizado el complejo proceso teológico que lleva a la condena a muerte de Jesús, hay que estudiar el significado de la crucifixión, que plantea de nuevo el problema del mal en la his­ toria y la no intervención divina. La cruz fue un shock para la comunidad de discípulos, porque implica el fracaso del proyecto de Jesús. Es el “sinsentido” último de su vida y de su obra, que lo pone a prueba. Tiene que abordarlo desde la soledad radical, de su familia, discípulos y del mismo Dios. Jesús muere derrotado y con el interrogante de si no era un blasfemo, abandonado por Dios en el momento último. Esta presentación es más radical en el evan­ gelio de Marcos que en los otros, y hay que analizar cómo intenta explicar cada evangelista su muerte. Se plantea también el proble­ ma de la culpa y del perdón, ya que sólo las víctimas pueden per­ donar a los culpables y nadie puede sustituirlas. Un caso a estudiar aparte es el del evangelista Juan, que subraya la realeza v señorío de Jesús en el momento de su mayor fracaso. La identidad filial de Jesús irradia, dando pie a cristologías populares posteriores como las de Jesús Nuestro Padre, el Gran poder y Cristo Rey, paradóji­ camente crucificado. De estos relatos surge un nuevo significado para la muerte y una oferta de sentido para la vida. La salvación se hace presente en lo que, desde la racionalidad histórica, es su mayor contra signo. El capítulo sexto se centra en los relatos evangélicos de la resu­ rrección. Primeramente, hay que encuadrar la resurrección en el contexto de la fe del pueblo judío. También, hay que analizarla

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como respuesta a la muerte, a la que interpretan todas las religio­ nes, cada una de ellas con su propio imaginario o escenificación. Hay un rechazo común a la muerte como lo último y definitivo, desde él se explica buena parte de la fascinación que ejercen las religiones. La salvación que busca toda persona rebasa la frontera que establece la muerte. La pregunta es si esta dinámica responde a una intuición humana, a la inspiración de Dios, o es sólo una creación ficticia e ilusoria. Por otro lado, la resurrección corre el peligro de convertirse aislada en el centro del mensaje cristiano, a costa de la vida de Jesús. Plantea también un problema nuevo: el proyecto de sentido de Jesús tiene valor porque hay resurrección, con lo que ésta sería una recompensa por cómo se ha vivido, o por el contrario, la vida de Jesús tiene valor en sí misma, haya o no resurrección. En este marco se encuadra el anuncio cristiano que corresponde a una visión unitaria y no dualista del hombre. En un segundo momento se analizan los aspectos comunes de las cuatro relatos evangélicos, cómo siguen un esquema que trata la resu­ rrección, la exaltación o glorificación de Cristo, simbolizada por la ascensión, y la donación del Espíritu. Todas son dimensiones de un proceso único, que cada evangelista narra de forma diferente. Que se haya impuesto el planteamiento lucano no significa que no haya que tener en cuenta las otras versiones de los evangelios. A partir de ahí, se estudia cada relato de la resurrección de for­ ma diferenciada. Una vez más, el relato de Marcos es el más duro y exigente, el que más problemas plantea a los cristianos. En buena parte, los evangelios posteriores intentan retocarlo, completarlo y dulcificarlo, dado que dejan en muy mal lugar a los discípulos, y en parte a las mujeres que fueron los primeros testigos de la resu­ rrección. Se subraya el trasfondo cósmico del evangelista Mateo, en correspondencia estricta con la descripción de su muerte, así como su clara apologética respecto de los judíos. También, su insistencia en que Cristo resucitado permanece en la comunidad de discípulos, sin alusión a una ascensión. Lucas, por el contrario, diferencia entre resurrección, ascensión y pentecostés, marcando el tiempo de Jesús y el de la Iglesia. Todo lo supedita a la misión

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de la Iglesia, que ya está en pleno desarrollo. Juan, el último evan­ gelista, es el que mejor recoge la identidad divina filial de Jesús, el que más resalta la donación del Espíritu, y el que ofrece un plan de vida, obra de Cristo y del Espíritu. Finalmente, el capítulo séptimo se centra en las distintas inter­ pretaciones que se han hecho sobre Jesús, su vida, muerte y resu­ rrección, por autores que no fueron testigos de su vida. Pertenecen a una nueva generación, que recibe una tradición de los testigos oculares y que recrea el significado de su vida y muerte. El hecho de que no sean los primeros discípulos los que indiquen el sentido y significado de su muerte y resurrección, subraya la contingencia de Jesús en cuanto ser humano y su dependencia de sus seguido­ res, que se constituyeron como iglesia primitiva. Dios no desplaza al hombre para salvarlo, sino que, por el contrario, lo inspira y motiva para que contribuya a la salvación de todos. Es una nueva versión de la alianza entre Dios e Israel, que ahora es la de Dios con toda la humanidad. También se analiza la resurrección desde la experiencia actual, contrastando las preocupaciones que tuvie­ ron los redactores de los evangelios con las preguntas que hace­ mos sobre la resurrección en el contexto de la modernidad. En este marco hay que plantear cuál es el significado último de la resurrec­ ción para el hombre de hoy, que tiene preocupaciones distintas de las que había en el siglo I. Desde ahí se puede desarrollar la concepción paulina de la resu­ rrección y el significado que le da a su cristología, así como la que ofrecen otros textos del Nuevo Testamento, como la carta a los Hebreos. Hay que analizar el influjo de la personalidad de Pablo en su interpretación de la muerte de Jesús, los condicionamientos de su teología y las consecuencias que saca sobre su propio apostola­ do y su lugar en la iglesia naciente. Las consecuencias de la resu­ rrección son diferentes para los diversos escritos, aunque haya un núcleo común en todas las teologías, y deja abierto el campo para la creatividad posterior. De la misma forma que hay un cambio en lo referente a la concepción del reino de Dios, también lo hay respecto del mismo Jesús, cuya identidad plena se revela ahora.

INTRODUCCIÓN

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Pero hay un peligro latente en las cristologías de los que no han conocido a Jesús, como Pablo o el autor de la carta a los Hebreos, y es que la nueva especulación teológica que ofrecen, desde unas coordenadas distintas de los evangelios, desplace el centro de gra­ vedad del cristianismo e incluso deforme la síntesis de cada uno de los evangelistas. Si el nuevo eje del cristianismo es el binomio de muerte y resurrección, puede bloquearse el proyecto de construir el reino de Dios en Israel y en la humanidad. También puede darse una marginación del Jesús terreno en favor de la cristología del Cristo resucitado. El Nuevo Testamento no se circunscribe al mensaje y a la vida de Jesús, recogiendo las nuevas aportaciones de sus seguidores, incluidos aquellos que no lo conocieron personalmente. El men­ saje cristiano tiene que seguir siendo creativo y generar nuevas formas de aplicación y ofertas de sentido para los cristianos en los siglos posteriores. La imitación y seguimiento de Cristo marcan una dinámica evolutiva, que tiene un referente fundamental en el Nuevo Testamento, pero que no se cierra a él. Se abre a nuevas aportaciones y concreciones, como cuando el cristianismo se desa­ rrolló en la sociedad romana y se inculturó en la cultura helenista. El proceso continúa abierto y constituye el reto fundamental para hoy. Por eso, no hay una cristología que las englobe a todas, ni siquiera la que posteriormente deriva del desarrollo de los dogmas cristológicos. Hay distintas dimensiones en la vida, muerte v resu­ rrección de Cristo que llevan, ya en el Nuevo Testamento, a una pluralidad de explicaciones sobre quién es Jesús, cual es su rela­ ción con Dios y qué significado tiene para los hombres. Desde esta perspectiva hay que analizar “La oferta de sentido del cristianismo”, que es el capítulo final. Se centra en un análisis de la sociedad contemporánea y parte de la necesidad de mode­ los que sirvan de referencia y de imitación. Sobre esta necesidad mimética se constituye buena parte del código cultural actual. La sociedad utiliza a personajes famosos, incitando a copiarlos com­ prando los objetos que éstos patrocinan. De esta foima, ofrece una oferta de sentido, basada en la adquisición de bienes de consumo.

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El hombre del tener se impone al del ser y los deseos se canalizan hacia lo material, dejando en segundo plano las necesidades espi­ rituales. De ahí la banalidad y superficialidad del modelo de vida de nuestras sociedades post modernas v la vaciedad de sentido que genera el código cultural que se nos impone. El cristianismo no puede integrarse en este modelo social y tie­ ne que ofrecer una alternativa de sentido. Se estructura en tomo a la imitación y seguimiento de Cristo, que hay que analizar desde la perspectiva de su vida v muerte. Hay que estudiar ambas diná­ micas, señalar su potencial para actualizar el mensaje cristiano y advertir sobre sus peligros y patologías. En este contexto se anali­ za la crisis actual de la Iglesia, los retos y posibilidades que tiene que afrontar en el tercer milenio y la oferta alternativa que puede hacer a los ciudadanos. Cristo es el modelo para los cristianos, también en lo referente a cómo relacionarse con la Iglesia y con la religión. Jesús vivió, luchó y murió por unos valores humanos, los que encierra sintéticamente el sermón del monte y las bienaventu­ ranzas. En función de ellos hay que evaluar a las Iglesias, y no al revés. Hay que aprender a comportarse, siguiendo el ejemplo de cómo se relacionó Jesús con su religión y su sociedad. Se promue­ ven unos valores humanos acordes con la historia de Jesús, que necesitan ser renovados y aplicados a un contexto social diferente del que el tuvo. Ahí está la tarea fundamental de las iglesias en el tercer milenio, tanto a nivel estructural e institucional, como en lo que concierne a su código de vida como oferta de sentido. El cristianismo ha pasado de una oferta de salvación de ultratumba a ser un proyecto de sentido en esta vida, abierto a la acción final de Dios tras la muerte. Pero se defiende un modelo de vida que vale en sí mismo, aunque no hubiera resurrección alguna, y que puede ser comprendido por todos. Jesús ha tenido una vida con sentido, desde la que nos ofrece su oferta de salvación. La resurrección es el anuncio de la victoria final sobre la muerte, que alcanza al mismo Jesús. Responde así a las necesidades existenciales humanas y se presenta como una promesa de sentido en base a un plan de vida.

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La pregunta por el sentido de la vida, por lo que hace que la exis­ tencia merezca la pena, es una cuestión universal, por el contrario las respuestas dependen de la cultura, la sociedad y el momen­ to histórico. Son soluciones penúltimas para últimas preguntas. Las cuestiones se formulan de forma distinta según el contexto, apuntando a la felicidad, plenitud y realización personal y colecti­ va. Los interrogantes de sentido forman parte del código cultural, en el que se integran las religiones, que ofrecen criterios, normas, mandamientos y comportamientos, para dar un sentido a la vida, incluyendo la muerte. Responden a necesidades fundamentales del ser humano, materiales y espirituales, racionales y afectivas, ofreciendo orientación para una vida lograda. El cristianismo res­ ponde al sentido de la vida con una forma concreta de existencia, la de Jesús de Nazaret, vista desde la perspectiva de su resurrec­ ción. Este enfoque, una forma de vida concreta y el significado de su muerte y resurrección, constituye el núcleo de la oferta de salvación, actualizada a lo largo de la historia. La forma de vida cristiana se replantea hoy: ¿Qué puede aportar una vida de hace dos mil años a la problemática actual? ¿Es posible inspirarse en las narraciones bíblicas? ¿Se puede encontrar en ellas un sentido vital que interese incluso a los que no se consideran cristianos? ¿Dados los condicionamientos sociales y culturales, hay un proyecto que pueda tener relevancia para otras sociedades y épocas?

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Abordaremos el proyecto de Jesús a partir de los textos del Nuevo Testamento, especialmente de los evangelios. En ellos, encontramos no sólo la fe de la comunidad en Cristo, ya que los escritos tienen siempre un trasfondo de cristología, sino también el testimonio de una vida que busca realizarse, vinculando a Dios y el sentido último del hombre. Esa forma de vida es determinante para revelar quién y cómo es Dios y cuál es el camino de realización humana. El cristia­ nismo parte de una interpretación de la vida y la ofrece como mode­ lo, personificada en el judío Jesús de Nazaret. Jesús muestra cómo ser persona, cumpliendo el plan de Dios, desde un proyecto histó­ rico que conjuga la libertad y la inspiración divina. Su humanidad es la clave para acceder a su identidad y a su evolución, que sirve de referencia para sus seguidores. Y desde ella hay que captar también quién y cómo es Dios, así como su concepción de los seres humanos. La salvación se actualiza como sentido de la vida y las cristologías tienen que sintetizarlas. El proyecto de sentido de Jesús es la refe­ rencia para el de la Iglesia, el cual no es una mera continuidad del primero. Hay que atender a la evolución de Jesús y a la posterior transformación de la comunidad de discípulos en la iglesia cristia­ na. Su vida es el fundamento y el punto de partida, las cristologías la interpretan a la luz de la resurrección y de las posteriores síntesis que hicieron los autores de los escritos del Nuevo Testamento. Cada una de las narraciones organiza la vida de Jesús con crite­ rios teológicos e intereses biográficos diferentes, relacionados con la situación de las comunidades a las que pertenecían los autores. No hay una sinopsis que pueda armonizar los distintos evangelios, aunque tendemos inconscientemente a hacerlo y a completar cada uno con los otros. Tampoco hay equivalencia entre lo que Jesús vivió y lo que se cuenta en las narraciones, ya que el Jesús real es mucho mayor que lo que se dice en los relatos. Lucas afirma que quiere componer un relato basado en testimonios oculares y ora­ les, después de informarse adecuadamente (Le 1,1-4), mientras que Juan añade que Jesús hizo muchas cosas que, si se escribiesen, no cabrían en todos los libros (Jn 21,25). Hay una gran diversidad de tradiciones sobre un personaje que se hizo famoso, muchos de

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ellas contenidas en los escritos del Nuevo Testamento, aunque hay también escritos posteriores, sobre todo de los siglos II v 111, en los que destacan los evangelios apócrifos. En el Nuevo Testamento se contienen las tradiciones más fiables y más cercanas a los acon­ tecimientos para entrar en contacto con lo que dio sentido a la vida de Jesús. El hecho de que cada evangelio sea una “biografía teológica”1 implica que hay que releerlos creativamente y aplicar a cada situación histórica lo que Jesús dijo e hizo. Esta dinámi­ ca constituye la tradición y explica la constante reinterpretación y actualización de los evangelios. 1. Jesús y las cristologías Desde las confesiones de fe sobre la muerte y resurrección (Rm 1,3-4; 1 Co 15,3-4; Flp 2,8-9; Hch 2,22-36; 3,14-15; 4,10; 5,31; 10,39-40; 13,32-33) hasta los relatos de su infancia, pasando por las narraciones sobre su vida pública (Hch 10,37-41), hay un largo proceso. Es posible que los evangelios se escribieran retrospecti­ vamente, comenzando por un relato que ofrecía una síntesis de su muerte y resurrección, que luego se alargó para explicar cómo y porqué se llegó al final. Es decir, en lugar de comenzar narrando los orígenes, para luego mostrar su evolución personal hasta su muerte, se comenzó por el final, para luego buscar los primeros acontecimientos. Si lo primero fue anunciar su muerte y resurrec­ ción, lo siguiente fue especificar los hechos más significativos de su vida pública, que explicaban por qué acabó crucificado, para, final­ mente, escenificar su infancia, ofreciendo las claves existenciales y religiosas para comprender su vida y muerte. El último evangelio, el más tardío, teológica y cronológicamente, hizo preceder su vida pública con un himno sobre el Verbo de Dios, encamado y presente en Jesús. La nueva perspectiva, que abrió la resurrección, encontró así una explicación última, en la que culminaron los intentos de los 1. J.N. A letti, “Quelles biographies de Jésus pour aujourd'hui? Dificultés et propositions": RSR 97 (2009), 410-412; A. del Agua P érez , "El Jesús histórico y el Cristo de la fe: ¿Ante el final de una abstracción metodológica?; Estudios Eclesiásticos 86 (2011), 449-480.

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otros evangelios por explicar el significado último de Jesús. Desde el primer momento, se subrayó su condición filial y la diferencia ontológica que le hacía diferente de los demás, aunque todas las personas estén llamadas a ser hijos de Dios (Jn 1,12). El centro de los evangelios es la vida pública, lo que le hizo famoso, de la que conservamos muchos datos, siempre vistos des­ de la perspectiva de la fe comunitaria en el resucitado. La fe en Jesús como el mesías, el Cristo y el Hijo de Dios, está vinculada a la resurrección, que fue una teofanía, una revelación divina para los discípulos, que les obligó a replantearse la identidad y el signi­ ficado de Jesús. Una nueva conciencia de su identidad se proyectó sobre el personaje histórico e impregnó la forma de presentarlo y de entender sus acciones y palabras. Los evangelios hablan de Jesús, pero en la narración éste se ha transfigurado y su identidad oculta, el “secreto mesiánico”, se revela de forma indirecta en los acontecimientos de su vida. El lector de los evangelios conoce des­ de el primer momento (Me 1,1) su “verdadera” personalidad, antes de contar sus hechos. Esa identidad oculta impregna los relatos de su vida. Según Marcos, la revelación de Jesús como Hijo de Dios sólo se da en la cruz (Me 15,39), pero comienza su evangelio dejan­ do claro que trata de “Jesucristo, hijo de Dios” (Me 1,1), para que los lectores sepan desde el inicio quién es la persona de la que va a hablar. Mateo, por el contrario, alude a su filiación divina durante su vida, corrigiendo pasajes de Marcos (Mt 14,33 a Me 6,51-52; Mt 16,6 a Me 8,29), pero se manifiesta plenamente en la hora de su muerte (Mt 27,54). Por su parte, Lucas, sólo revela su personali­ dad plena con la resurrección (Le 24,5-6.25.37), aunque ya ofreció las claves en su evangelio de la infancia. Mientras que Juan salta puntualmente de la vida pública a su preexistencia divina (Jn 8,58; 10,30; 14,9; 17,5). A las narraciones evangélicas no les interesa tan­ to la biografía de Jesús, cuanto mostrar su identidad mesiánica y filiación divina, y explicitar el significado de su misión. Los autores de los evangelios son narradores posteriores, no tes­ tigos directos de su vida. Sus relatos expresan la fe de sus comu­ nidades. Todos los escritos del Nuevo Testamento se escribieron

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desde la fe y no hay ningún relato sobre los hechos del personaje, independiente de esas composiciones. Sólo tenemos acceso a datos históricos fragmentarios, que están integrados en relatos teológicos sobre cómo entienden su vida sus seguidores. Es decir, los textos forman parte de una tradición que va creciendo progresivamente y, con ella, también va cambiando el significado de Jesús. No hay una separación estricta entre lo que dijo e hizo Jesús, y lo que luego interpretaron y dedujeron las comunidades de los evangelistas, sino que ambos se mezclan en los escritos. Estos testimonian al Jesús de la historia desde la perspectiva del Cristo de la fe y no hay acceso al Jesús real sino se asume la mediación de estos escritos. El intento actual de reconstruir un Jesús verdadero’, que sirva de alternativa científica al Jesús de los evangelios, lleva a una reconstrucción tan subjetiva o más que la que se critica en los evangelios. La lectura escéptica de los textos, buscando evidencias empíricas, conduce al callejón sin salida de una subjetividad plural y provectiva, que quie­ re pasar de ellos sin que pueda ofrecer otras fuentes de conocimien­ to. Las narraciones son relatos testimoniales, en los que se mezcla la fidelidad a una tradición recibida y la creatividad de las comuni­ dades que completan, aplican y se inspiran en esas tradiciones, para transformarlas. Los hechos interpretados se plasman en los relatos, cercanos a la historia testimonial de la época clásica2. No hay una "sola escritura” y una "tradición” posterior e inde­ pendiente, sino que la primera se escribe desde la segunda, con inte­ racción de ambas, que se condicionan mutuamente. El predominio de las Escrituras condiciona las tradiciones, pero estas, a su vez, inciden en ellas e intervienen al seleccionar e interpretar aconteci­ mientos de la vida. Lo que históricamente conocieron al final (la filiación divina) se proyectó teológicamente en los inicios (desde el nacimiento), como clave de interpretación de la totalidad de su vida. Es decir, se presentó al judío Jesús desde el trasfondo del Jesucris­ to cristiano. Los problemas de los evangelistas y de sus comunida­ des fueron determinantes a la hora de seleccionar e interpretar los dichos sobre él. Su historia, tal y como fue contada por sus seguido­ 2. R. Bauckham, Jesús and the Eyeswitnesses, G ran Rapids, 2006, 1-11; 473-490.

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res, estuvo, inevitablemente, mediatizada por ellos y apenas tenemos datos independientes que puedan esclarecer sus hechos y dichos. No hay más remedio que encontrar a Jesús desde la fe de la Iglesia en Jesucristo. Todos los evangelios parten de una teología de filiación y mesianidad, aunque cada uno la interprete de forma distinta. Dos explicaciones cristológicas Hay una larga discusión en la teología sobre si desarrollar una cristología ascendente o una descendente3. La cristología ascen­ dente parte de la vida de Jesús para mostrar cómo se llegó a verlo como Cristo e Hijo de Dios, siendo su muerte y resurrección el eje fundamental para dar este paso. La otra, por el contrario, prefiere partir de las especulaciones teológicas sobre el Verbo de Dios, el Cristo preexistente, el Hijo de Dios, que se encama en el hombre Jesús y se comunica a todos. En la cristología ascendente es central el binomio muerte y resurrección, vinculados ambos a la vida de Jesús. Por el contrario, en la cristología descendente el acento se pone en el binomio encamación y preexistencia divina, basado en una reflexión teológica sobre el significado de ser Hijo de Dios. Es evidente que los evangelios sinópticos mezclaron ambas teologías, aunque tuvo primacía la primera. Lo que se conoció posteriormen­ te, la filiación divina, se presentó como el punto de partida en los evangelios de la infancia. Si se parte de la humanidad de Jesús, presentándolo como modelo, hay que buscar cómo vincularla a su divinidad durante la vida pública, para que no aparezca su filiación como un añadido final a su condición humana. Por eso, Mateo y Lucas pusieron la divinidad en su nacimiento, mientras que en la vida pública hay escenas puntuales en las que trasluce e irradia su condición divina. La vida pública de Jesús ofrecería razones y motivaciones para confesarlo como el Cristo y el Hijo, con lo que la resurrección sería sólo la confirmación y desvelación última de lo que inicialmente se percibió. Habría así una evolución y un pro­ greso histórico, culminado en la revelación final. Pero esa identi­ 3. Colin E. G untox , Yesterday and Today. A Study o f continuity in Christology, Londres, 1983.

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dad será embrionaria y confusa, estaría marcada por las dudas y las preguntas de los discípulos acerca de quién es realmente Jesús. Sólo con la muerte y resurrección había ya comprensión y clarifica­ ción de lo que germinalmente comenzó a darse en la vida terrena. La línea alternativa es la cristología descendente. Pero si se parte ya de una identidad plena y consolidada, la del hijo de Dios encar­ nado, no habría progreso en la toma de conciencia de identidad, ni en Jesús ni en sus discípulos. Podríamos hablar de los evangelios como relatos que parten ya de la filiación divina y que nos cuentan tal y cómo se fue mostrando. El punto de partida no sería la bio­ grafía de Jesús, sino la confesión de fe acerca de su vinculación a Dios, al servicio de la cual se puso el relato sobre su vida. La cris­ tología juanea fue la más explícita en este modelo de una divinidad latente, y muchas veces patente, pero la irradiación de lo divino en lo humano está presente en los sinópticos. Si presuponemos la divinidad y la proyectamos en su vida desde el comienzo y como eje continuado de su biografía, tenemos el peligro de dejar en segun­ do plano su condición humana: la dinámica que fue orientando su evolución personal; las opciones, dudas e inseguridades que tuvo que afrontar; la evolución que tuvo en su conciencia e identidad, y cómo fue desarrollando y cambiando el significado de su misión, a partir de su vinculación a Dios y de su relación con los hombres. En nombre de lo divino, incluso se ha cuestionado si Jesús tenía “alma”, porque la especulación teológica no sabe cómo conjugar el logos divino y la plena naturaleza humana, sin menoscabo de algu­ na de ellas. Se ha presentado su corporeidad como una máscara de su divinidad, abriendo espacio a especulaciones sobre lo divino que anulaban lo humano4. La tradición católica ha tendido al monofisismo, es decir, a un Cristo tan divino que se vaciaba de contenido su condición humana. Si de algo no hay duda es de la plena huma­ nidad de Jesús, mientras que su filiación divina es una afirmación de fe, que no puede entrar en contradicción con su ser humano. 4. Siguen siendo actuales las reflexiones de H. K üN G , La encamación de Dios, Barcelona, 1974, 667-732. Las tensiones generadas por la fórm ula de Calce­ donia han favorecido el monofisismo. Se agudizan hoy en el contexto de una antropología y una exégesis renovadas.

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De otra forma, pasaría a segundo plano la evolución y el cre­ cimiento de Jesús, reducido a un mínimo como hombre, ya que gozaría de la plenitud del conocimiento propio de la divinidad. Este modelo, paradójicamente, alejaría a Jesús del resto de los mortales e invalidaría, en buena parte, su testimonio de Dios y su ejemplaridad, de la que se sigue la imitación y el seguimiento. Si la divini­ dad de Jesús altera radicalmente su humanidad, entonces pierde mucho en valor y en significado para los simples mortales, ya que su diferencia lo haría inimitable e inconmensurable para nosotros. Muchos evangelios apócrifos cayeron en esta tentación y presen­ taron a un personaje tan maravilloso, que difícilmente podíamos verlo como uno “de los nuestros”. El superhombre Jesús vaciaría de contenido al Jesús humano, que enseña con su vida como ser persona y relacionarse con Dios y los otros. En el curso personal de la vida descubrimos su sentido último, que clarificamos con los años. Conocer a alguien es captar su his­ toria, con los cambios y transformaciones que ha experimentado. Hay que aprender a ser persona y la forma de entender a Dios y al hombre va cambiando con el tiempo. La condición humana es evo­ lutiva y progresiva, dinámica e incompleta, marcada por las caren­ cias y en búsqueda de la propia identidad, vinculada al proyecto de vida que se despliega y al sentido que se va dando a la existencia5. No partimos de una naturaleza ya dada, consolidada e inamovible, sino que nos integramos en un proyecto de vida en el que aprende­ mos a ser personas. A diferencia del animal, no seguimos sin más la dinámica de los instintos, sino que somos seres libres y tenemos que aprender a vivir. La cultura no es nuestra segunda naturaleza, sino que tenemos una naturaleza “culturalizada” y un código cul­ tural que tiene bases naturales. Y esto se aplica también a Jesús. Su humanidad está constituida por esta dinámica evolutiva de apren­ dizaje, consustancial a cada persona. Si la eliminamos, dejaríamos de hablar de encamación y de presencia de Dios en el hombre. Cuanto más superior fuera Jesús del resto de los hombres, menos serviría como ejemplo, camino y orientación. Sólo un Jesús plena­ 5. Juan A. E strada , El sentido y el sinsentido de la vida, M adrid, 2010, 25-38.

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mente humano puede ser un testimonio que atraiga universalmen­ te. Si la divinidad le sirve para excluir todo lo que hay en la vida de inseguridad, dudas, opciones y preguntas sin respuestas, entonces, Jesús dejaría de ser un referente válido, a la hora de preguntamos por el sentido de la vida. Entender la divinidad de Jesús al margen de su humanidad, implicaría abstraería de la historia, cuando precisamente ésta nos revela qué y cómo es Dios. Una divinidad concebida al margen de su vida, anularía su significado. Llevaría a partir de una concepción determinada de Dios, la que ofrecía la filosofía griega o la religión judía, para ajustar la vida de Jesús a lo que encaja con ambas. Si para hacer lugar a lo divino, tenemos que prescindir de lo humano, nos quedamos sin la revelación de un Dios encamado. También, dejaría de haber interacción entre la vida de Jesús y la tradición eclesial, ya que la segunda, que partiría de una concepción de lo divino, mutilaría la primera, neutralizando la revelación de lo que es divino, que sólo conocemos desde la vida de Jesús. Un elemento intrínseco de los evangelios es corregir la imagen de quién y cómo es Dios, a partir de la vida de Jesús. Las creencias teológicas y las doctrinas cristianas inciden en nuestra lectura y comprensión de los evangelios, pero tienen que dejarse impugnar por ellos cuando buscan actualizar el mensaje cristiano. Por eso, la última palabra no son los dogmas cristológicos del siglo IV, sino las Escrituras, en cuanto palabra de Dios a la que hay que someter las confesiones de fe de las iglesias. Dar priorídad a las Escrituras sobre la tradición Las formulaciones dogmáticas responden a los problemas de una época histórica y pretenden responder a ellos interpretando las Escrituras. Por eso son formulaciones históricas, condicio­ nadas y dependientes de la teología y sensibilidad de la época en que se compusieron. Si cambian las circunstancias y la sensibili­ dad del tiempo, y se da otra forma de interpretar las Escrituras, hay que transformar también las formulaciones, cuya literalidad es frecuentemente equívoca. Hay afirmaciones del pasado que han

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dejado de tener significado para nosotros, no porque sean erróneas sino porque corresponden a problemas y planteamientos que ya no tenemos. Una nueva hermenéutica de los evangelios, como la que ofrece el método histórico crítico moderno, tiene necesariamen­ te que incidir en la comprensión dogmática y hacerla evolucionar. Pero, no hay “sola escriptura”, ni esta es comprensible al margen de la tradición teológica y dogmática, que tiene raíces en las nanaciones evangélicas. Al interpretar hoy los evangelios tenemos que tener en cuenta las lecturas que se han hecho anteriormente, aun­ que sin dejamos encerrar por ellas. Tampoco hay una dogmática aislada, abstracta e inmutable. Si comprendemos hoy la Escritura de forma distinta a la del siglo IV, también hay que reinterpretar los dogmas cristológicos para que correspondan a la lectura distinta que hacemos. La filosofía actual ha discutido mucho el problema de la inter­ pretación de los textos y la hermenéutica fenomenológica se ha convertido en una de las corrientes fundamentales del pensamien­ to occidental6. No hay hechos y luego interpretaciones, sino que ambas están fusionadas. Los textos se leen desde las tradiciones que se han ido creando en tomo a ellos, en contra de la “sola escri­ tura” de la primera tradición protestante. No hay hechos brutos, ya que la misma selección de hechos para escribir sobre un aconteci­ miento implica unos presupuestos interpretativos. Cada evangelis­ ta narra de forma diferente la vida de Jesús. La selección que hace de los hechos, así como la interpretación que les da y el acento que pone en algunos de sus aspectos, determinan cuál es su teología. Al mismo tiempo, se interpreta el pasado desde el presente y vice­ versa, en un círculo hermenéutico insuperable7. Las Escrituras sir­ vieron de trasfondo para interpretar los hechos de la vida de Jesús y viceversa, fueron estos últimos los que iluminaron el significado 6. G adam er está cercano a una herm enéutica “católica” por el énfasis que pone en la prioridad de los textos y la tradición que producen. H aberm as enfatiza la crítica de la tradición, que lleva a com prender el texto m ejor que el m ism o autor. Una buena síntesis de am bos ofrece J. A. Aguirre , Raíson critique on raison hennenéutique?, París-Vitoria, 1998 7. P. R icoeur , Memoire, l'histoire, l’o ubli, París, 2000, 209-224; 436-448; Historia y verdad, M adrid, 1990, 23-40.

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del Antiguo Testamento. Los evangelistas compusieron las narra­ ciones teniendo en cuenta los escritos bíblicos y, a su vez, los leye­ ron asumiendo la vida de Jesús como clave interpretativa. Desde la reflexión crítica sobre la Escritura se comprende mejor a ésta, que revela muchos sentidos ocultos o latentes que sólo se perciben posteriormente. En realidad, una vez fijada por escrito una tradición, ésta se escapa al control de su autor y a la intencio­ nalidad desde la que escribió. Cada uno dice más de lo que pretende y no hay ningún autor que pueda ser consciente de los significados e interpretaciones que sugiere su propio texto. Hay una autonomía de la obra respecto del autor. Su intencionalidad no agota la creati­ vidad del texto, que revela nuevos sentidos en contextos diferentes. Por un lado hay que mantener la primacía del texto respecto de la tradición que produce, es decir de los escritos del Nuevo Testamen­ to respecto de las exégesis e interpretaciones eclesiales posteriores. Por eso, el dogma y la enseñanza eclesiástica tienen que subordi­ narse a la Escritura, y no a la inversa. Pero, por otro lado, hay que recrear constantemente los textos y leerlos en los diversos contex­ tos históricos, para actualizarlos y que surjan nuevos significados. El resultado es el progreso teológico, los cambios de comprensión y las formulaciones nuevas, mientras que otras pierden valor y sig­ nificado con el paso del tiempo. No podemos pretender que nuestra comprensión actual de Jesús sea la misma que la del siglo primero y que podamos captar la intencionalidad de cada evangelista al margen de nuestras inter­ pretaciones, ya que hay fusión de ambas perspectivas. Cuando un texto de la Escritura se pone en relación con un contexto histórico nuevo, surge una comprensión distinta de las anteriores. El Jesús del cristianismo es siempre el mismo y diferente, ya que en cada época histórica se actualiza su significado y el sentido de su vida de modo distinto. En el Nuevo Testamento hay pluralidad de cris­ tologías, es decir, distintas lecturas acerca de quién fue Jesús, y esa diversidad se acrecienta con el paso de la historia y las distintas formulaciones de cada época. El esfuerzo del magisterio jerárquico católico ha consistido en controlar la interpretación y las tradicio­

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nes que surgen acerca de Jesús. Se ha privilegiado la unidad sobre el pluralismo v se ha tendido a la uniformidad, más que a compagi­ nar tradiciones heterogéneas sobre una misma persona y un signi­ ficado de su vida compartido por todas. El esfuerzo de unidad, sin embargo, puede anular el valor de la pluralidad de perspectivas. En la iglesia antigua se planteó el componer una vida de Jesús única, que sirviera de alternativa a las distintas versiones de los evange­ lios. Esto se rechazó porque sería un quinto evangelio, junto a los otros cuatro. No es necesaria una uniformidad en la interpretación de la vida de Jesús, porque ninguna perspectiva abarca todo su valor y significado. La unidad se consigue desde la comunión entre plurales visiones, como ocurre con los evangelios. La ruptura eclesial producida por la Reforma y la Contrarre­ forma del siglo XVI, llevó a maximalizar el control de la autori­ dad jerárquica sobre la creatividad de los teólogos. Este proceder ayudó, históricamente, a superar el caos que generaba el conflicto de interpretaciones, aunque el costo fue una división de la Iglesia que dura hasta hoy. Los mayores problemas comenzaron a dar­ se cuando la sociedad fue pasando del régimen de cristiandad al de sociedad secularizada, plural y crítica. La unidad uniforme se fue haciendo cada vez más difícil y la necesidad de buscar nue­ vos caminos y abrirse a otras interpretaciones, para así correspon­ der al nuevo modelo emergente de sociedad, fue bloqueada por las instancias teológicas y eclesiales que temían un nuevo conflicto de interpretaciones. Inicialmente, el método histórico crítico, que ofrece una nueva lectura de la Biblia, fue obra principal de los pro­ testantes, que no tenían que luchar contra una jerarquía centraliza­ da que controlaba la interpretación de la Biblia. Posteriormente, se ha convertido también en una metodología propia de los católicos, aunque sigue habiendo un abismo entre la comprensión predomi­ nante en los teólogos y la lectura que hace la mayoría del pueblo cristiano e, incluso, una parte de la jerarquía católica. El retraso del catolicismo en el abordaje de la Biblia y en la toma de conciencia de la diversidad de teologías e interpretaciones del Nuevo Testamento, se deja sentir en los problemas claves de las

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cristologías y de las eclesiologías. También en muchos cristianos que tienen una idea preconcebida acerca de lo divino, la de su códi­ go cultural y personal, y que se sienten cuestionados al relacionarla con la que nos ofrece la vida de Jesús. Se escandalizan con presen­ taciones de la vida de Jesús que, aunque reflejen aspectos esencia­ les de los evangelios, no encajan con sus ideas sobre qué es Dios. Los evangelios provocan y obligan a revisar las ideas que tenemos sobre lo divino y lo humano. Cuando nos cerramos a esas interpe­ laciones, dejamos de leer los evangelios como una revelación divi­ na, que descubre al Dios encamado. Las mismas tradiciones eclesiales pueden desplazar la revelación plural inicial y, en lugar de dejarse interpelar por ella, cambiarla, para que se ajusten a lo que las doctrinas eclesiales defienden. El catolicismo ha combinado la fidelidad creativa con el tradicionalismo, que traiciona a los mis­ mos evangelios. Entonces, ya no hay prioridad de la Escritura, sino de la tradición, y ésta deja de ser fidelidad creativa a los evangelios para convertirse en ideología eclesiástica, que los sustituye o los neutraliza8. La patología protestante es contraria al tradicionalis­ mo católico y consiste en el fundamentalismo bíblico, que rechaza las tradiciones. Por su parte, la perversión católica es el integrismo, que impone una tradición sin historia, esencialista y entendida lite­ ralmente sobre la misma Escritura. En lugar de tradiciones crea­ tivas y evolutivas se dogmatiza, no la Escritura, como hacen los protestantes, sino una interpretación de ellas, como la tridentina. El protestantismo tiende en su versión patológica a absolutizar la palabra de Dios, comprendiéndola de forma literal y ahistórica, el catolicismo a subordinarla a la palabra eclesiástica, entendida de la misma forma esencialista. Los evangelios no parten de una esencia divina presupuesta, sino que muestran quién y cómo es Dios con la forma de vivir de Jesús y de relacionarse con él. No hay una teología al margen de la narración evangélica, sino que sólo podemos captarla desde ésta. El sentido de la vida de Jesús se encuentra en su proyecto históri­ 8. José M. C astillo , La humanización de Dios, M adrid, 2009. Subraya el no sa­ ber sobre Dios. Los evangelios revelan quién y cóm o es Dios, desde Jesús.

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co y el significado que dio a la relación con Dios y con el hombre. No hay contraposición entre Dios y el hombre, sino revelación del primero en el segundo, porque Dios no es externo a la humani­ dad sino que se revela en y desde ella. El devenir de Jesús reve­ la a Dios en la historia, desde acontecimientos humanos que son comunicaciones divinas. El cristianismo encuentra el sentido de la historia en la vida y muerte de Jesús, en el que se expresa lo abso­ luto divino, sin quitar lo contingente de la existencia humana. El mundo de relaciones, vivencias, acciones y enseñanzas de Jesús revela lo divino en lo temporal histórico. No se basa en un más allá contrapuesto al más acá, sino que se capta lo divino en y al modo humano. Una historia concreta revela a Dios, no unos predicados absolutos de una presunta esencia divina, como la que pretende la filosofía griega. En lugar de partir de una definición de quién y cómo es Dios, como es usual en muchos manuales teológicos, se remite a una forma de vida, a acontecimientos, palabras y hechos, que remiten a una concepción de Dios que se va clarificando a lo largo de la historia analizada. Al hablar de Jesús como palabra de Dios, se pasa a contar su historia, para que ella revele quién es Dios y qué es lo divino. Nietzsche luchaba contra la concepción cristiana del hombre y buscaba el sentido de la vida en instantes de plenitud, de eternidad, que le permitían afirmar la vida y el curso de la historia. Es uno de los grandes referentes de la época actual, porque afirmaba que la vida no tiene sentido y que todos los valores y criterios con que juz­ gamos son subjetivos y sin fundamento. Pero era consciente de que no podemos vivir sin valores y no podemos soportar una vida sin sentido, por lo que no queda otro remedio que producirlo nosotros mismos. Había en él una mezcla de fascinación y rechazo respecto de Jesús de Nazaret, porque era el que mejor ofrecía una vida con sentido. De la misma forma que los cristianos veían en él lo divino, así también Nietzsche creó sus propios valores y proyecto, ofre­ ciéndolos como alternativa a la propuesta de Jesús. Desde su crea­ tividad personal, más cercana a la estética que a la ética, y desde la aceptación de que la vida no tiene sentido y que hay que asumirla

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como es, ofrecía su interpretación del hombre y del mundo9. La muerte de Dios judeo cristiano dejaba sin un referente que sirviera de orientación. De ahí su “Zaratustra”, en el que personifica otro mensajero, un proyecto de vida v unos valores, contrapuestos a los perdidos con la muerte de Dios. Nietzsche captó bien la crisis que se avecinaba en Occidente, a la que calificó de “muerte de Dios”, y la necesidad de un proyecto de sentido que supliera al cristiano. Los cristianos se inspiran en la vida de Jesús, desde la que pro­ ponen una hermenéutica de la existencia humana, afirmando el significado divino de su persona, que cada evangelista presenta con trazos específicos propios. Nietzsche ofreció un sentido de la vida en clara contraposición al que encontraba en el cristianismo, el de un Dios moral v del más allá, que achacaba, equivocadamente, al mismo Jesús. Pero éste no ofreció un mensaje centrado en el más allá, porque quiso que Dios se hiciera presente en la sociedad judía de su tiempo. Tampoco se centró en la moral y en el pecado, como planteaba Nietzsche, sino en el sufrimiento y en las necesidades humanas. Los cristianos tienen que ofrecer un proyecto de sentido en cada época histórica, que se inspire en el de Jesús v que, al mis­ mo tiempo, sea una creación personal, individual y colectiva, que responda a las preguntas, búsquedas y luchas del momento histó­ rico. La historia de Jesús sirve como fuente de inspiración y como testimonio para una “fidelidad creativa”, en la que cada generación deje sus propias huellas y refleje su propia sensibilidad. 2. Los orígenes de Jesús Los evangelios sinópticos coinciden en poner el comienzo de la vida activa de Jesús en su bautismo. Conocemos muy poco, casi nada, sobre los años anteriores al bautismo. Los dos relatos que tenemos sobre la infancia tienen incoherencias claras entre sí, ade­ más que de que hay que interpretarlos como cristologías construi­ 9. Juan A. E strada, El sentido y el sin sentido de la \nda, M adrid, 2010, 163-188;“La religión en una época nihilista. El caso Nietzsche”, en R. Avila y E. Ruiz (Eds.), Itinerarios del nihilismo. La nada como horizonte, Madrid, 2009, 417-438.

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das desde el resucitado. Son relatos con una clara intencionalidad teológica: mostrar a Dios en la persona de Jesús desde el inicio de su vida. No sabemos, a ciencia cierta, la fecha y el lugar del naci­ miento y de la muerte de Jesús. Podríamos hablar de los evange­ listas como de directores de cine que tienen que hacer una pelí­ cula sobre un personaje famoso, cuya infancia es casi totalmente desconocida, pero de la que tienen que hablar para identificar al protagonista, cuya identidad plena han conocido tras su muerte. Por otra parte, circulaban relatos fragmentarios sobre él, que mez­ claban algunos elementos históricos con leyendas, mitos, rumores y comentarios, que surgieron cuando se hizo famoso. Los posterio­ res evangelios apócrifos fueron más receptivos de elementos legen­ darios y ampliaron los relatos sobre los poderes de Jesús, ya desde su niñez. Casi todos los evangelios apócrifos escenificaron la divini­ dad de Cristo con relatos de portentos y maravillas en su infancia, tanto más extensos cuanto más distantes estaban los relatos de los orígenes históricos. En cambio, en la vida pública de los sinópticos no se alude a ningún nacimiento extraordinario ni hay alusiones a los acontecimientos que se narran en las infancias. Es inevitable que presentaran la infancia de Jesús a la luz de la resurrección, que reveló la identidad nueva y escondida del perso­ naje, y que ofrecieran, ya en la infancia, algunas claves fundamen­ tales acerca de lo que iban a explicar luego, al relatar la vida públi­ ca10. Es decir, según la teología de cada evangelista, que se plasma en su forma de contar la historia, así también la infancia que pre­ sentan. En el nacimiento de Jesús se dan claves de interpretación que corresponden a lo que luego se va a relatar. Son composiciones teológicas, más que narraciones históricas, que clarifican el signifi­ cado del personaje. Esto no se aplica al evangelio más antiguo, por­ que Marcos habla de “Jesucristo, hijo de Dios” (Me 1,1), sin con­ tar detalles de su infancia, aunque se inspira en textos de Isaías y Malaquías para escenificar su actividad misional (Is 40,9; 52,7; Mal 3,1). La carencia de noticias sobre Jesús se suple con referencias 10. Cfr. R. Brown, El nacimiento del mesías, M adrid, 1982. En los evangelios de la infancia sigo, en sus grandes rasgos, la interpretación que ofrece.

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al Antiguo Testamento, que sirven de trasfondo al relato de su vida pública. Ante la falta de datos históricos, los evangelistas tienden a inspirarse en escenas y personajes del Antiguo Testamento para presentar acontecimientos de Jesús en paralelo a estos grandes personajes. La idea de que Jesús llevó a su plenitud las expectati­ vas y promesas del Antiguo Testamento, facilitó que los evangelios se apropiaran de muchos pasajes bíblicos para contar sus hechos y dichos. En el evangelio de Marcos no hay referencia ninguna a Belén, sino que se parte de Nazaret y de su filiación davídica (Me 10,47-48). A Jesús no se le puede comprender fuera de la tradición hebrea y su misión hay que enmarcarla en lo que se ha dado antes que él. Desde el primer momento, se acentúa su dependencia de un código cultural y religioso, el de su sociedad y religión, al mismo tiempo que se apunta a orígenes vinculados a una filiación judía. La clave davídica en el evangelio de Mateo El evangelio de Mateo, al narrar su infancia, quería resaltar que la hostilidad de las autoridades políticas y religiosas judías contra Jesús, constante durante toda la vida pública hasta la pasión (Mt 27,41-44), había comenzado ya con su nacimiento (Mt 2,16-18.2022). Pero no podemos precisar qué hay de histórico en los rela­ tos sobre los adversarios de Jesús. La hostilidad de algunos grupos judíos contra los cristianos, después de su muerte, influyó en la presentación de la vida de Jesús. El relato de Mateo tenía que servir de orientación a las comunidades y esto hizo que los conflictos eclesiales se mezclaran con los de Jesús e influyeran en la descripción de las narraciones. En la época cristiana, los fariseos fueron los que ejercieron el liderazgo contra los cristianos. No se puede decir lo mismo de la época de Jesús, aunque el evangelista Mateo, el más preocupado por la doctrina, los presenta como los adversarios por antonomasia (Mt 21,1-36; 22,15.34.41; 23,2.13.15.23.27.29). También son el grupo dominante en el evangelio de Juan, mien­ tras que no tienen ese papel en Marcos y sólo en menor medida en Lucas. De hecho, no son un grupo relevante en la pasión y algu­

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nos están cercanos al mismo Jesús (Le 7,37; Jn 3,l-2)n . No hay que olvidar que los actuales evangelios se compusieron cuando ya había comenzado la ruptura entre el judaismo y el cristianismo. La hostilidad de las autoridades contra los judeo cristianos conversos, cobró un nuevo significado al resaltar que ya se dio contra Jesús. Su lucha por cambiar el código de su religión cobró un nuevo sig­ nificado al mencionar la hostilidad de las autoridades religiosas y políticas contra el mesías esperado, como en la infancia de Mateo. El evangelista Mateo compuso una historia, con elementos de la tradición judía, proyectando sobre los orígenes los conflictos de su vida pública. El simbolismo de un nacimiento marcado por la marginación, la pobreza y la persecución, expresa la idea que tenía el autor sobre Dios y su forma de hacerse presente en el mundo. En todo su evangelio, especialmente en los capítulos sobre la infan­ cia, hay una proliferación de citas del Antiguo Testamento que le sirven para presentar a Jesús como el mesías anunciado, como el culmen de la historia judía (Mt 1,1-17). La genealogía davídica y abrahámica de “Jesu-cristo” (Mt 1,1.18) apunta ya al título cristológico, que resalta su significado y sustituye el nombre del perso­ naje, Jesús. Las genealogías sirven como señal de identidad y perte­ nencia. También como legitimación, porque enclavan a la persona en un contexto familiar que forma parte de su personalidad y lo identifica. Mateo la hace preceder a su historia, como ocurre en el Génesis con Abrahán (Gn 11,10-26), que le sirvió de referente, mientras que Lucas opta por poner la genealogía consecutiva (Le 3,23-38), después de contar su infancia, como ocurre con Moisés (Ex 6,14-27), que es el otro gran modelo del judaismo. Se cuenta la historia de Jesús desde estos personajes, como modelos y prototi­ pos, superados por Jesús (Jn 8,5-11.53-58; 9,28-33). En las figuras que sirven de referencia identitaria se personifica el contraste entre el judaismo y el cristianismo. Jesús es judío, hijo de David, descen­ diente de Abrahán y nuevo Moisés, que, como él, libera al pueblo y le ofrece una nueva identidad. Pablo, a su vez, presentó a Jesús como nuevo Adán (Rm 5,12-21; 1 Co 15,21-22), como superior a 11. J. P. M eier , Un judío marginal. III, Estella, 2003, 346-357.

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Abrahán y Moisés (Ga 3,16-25.29; 2 Cor 3,12-16), y como salvador de toda la humanidad como Lucas (Le 2,11). Los diversos autores del Nuevo Testamento ven en él al enviado definitivo de Dios, pero cada uno lo cuenta de forma diferente. Era inevitable que, al contar sus orígenes, se recurriera a influen­ cias y paralelismos de grandes personajes judíos, que sirvieron de inspiración a los evangelistas. Se ha resaltado el paralelismo en el evangelio de Mateo entre Jesús y Moisés, al que quiso matar el faraón (Ex 1,15.18.22), como Herodes a Jesús (Mt 2,8.13.16). La figura de José, del que tenemos todavía menos noticias que sobre María, se presenta en paralelismo con el otro José del Antiguo Testamento, que tuvo a Jacob como padre (Gn 35,24), e interpretó sueños inspirados por Dios (Gn 37,5.9.19; 40,8-20; 41,25-36), ade­ más de ser el salvador de su pueblo (Gn 45,4-13; 46,2-5). Mateo tiene especial interés en José para reforzar el origen mesiánico davídico de Jesús, por eso modifica a Marcos para subrayar que es el hijo de José, al que Marcos nunca menciona, y no sólo de María (Mt 13,55 sobre Me 6,3). Por el contrario, el evangelio lucano se centra en María, que es el personaje central de su infancia, aun­ que luego no juega ningún papel en la vida pública, ni tampoco la menciona en la pasión, a diferencia del evangelio de Juan (Jn 2,1-11; 19,25-27). Mateo presenta el nacimiento de Jesús, desde el trasfondo de la vida de Moisés, como el nuevo fundador y liberador de Israel, ya desde su infancia. Sus orígenes se construyeron retrospectiva­ mente, mezclando tradiciones orales y escritas, reílexiones sobre la Escritura ("para que se cumpliera lo escrito por los profetas”: Mt 1,22-23; 2,5-6.15.17-18.23) y elementos legendarios populares, entre los que podían estar los relatos sobre los magos y sobre la matanza de los inocentes, de los que no tenemos ninguna otra refe­ rencia en el Nuevo Testamento, ni en las crónicas históricas sobre los judíos. Mateo construye su propia infancia, anteponiéndola a la vida del personaje, indicando ya su identidad, “Emmanuel, Dios con nosotros” (Mt 1,23). Lo que se manifestó en la vida pública, lo antepone aquí, como carta de identidad de sus orígenes. Por otra

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parte, siempre realza, que es descendiente de David, para que se cumplieran en él las promesas del Antiguo Testamento referentes a un mesías real davídico (Mt 2,2.8). Presenta a Belén como su lugar de nacimiento, recogiendo una profecía sobre el mesías (Mi 5,2; Mt 2,5-6), aunque en los evangelios siempre se habla de Jesús el Naza­ reno (Me 1,24; 6,1-6; 16,6; Mt 21,11; 26,71; Le 4,16; 18,37; 24,19; Jn 1,45-46; 18,5) y no hay la menor alusión histórica al censo con el que Lucas (Le 2,1-5) explica por qué nació en Belén. Ambos evangelistas coinciden en el lugar de nacimiento, pero surge el interrogante acerca de si se basan en datos, desconoci­ dos por los historiadores, o sólo obedecen a motivos teológicos. La historia de los magos (Mt 2,1-12), que Mateo utiliza para mostrar la realeza de Jesús y la universalidad de su salvación, puede inspi­ rarse en relatos del Antiguo Testamento (Nm 22-24; Is 60,3-6; IRe 10,2.10.14; Jr 31,15), mientras que la matanza de los inocentes (Mt 2,16-18) rememora la del Faraón contra Moisés (Ex 1,15-22). El relato de Mateo es una escenificación teológica, que sirve de cla­ ve hermenéutica para la lectura posterior del evangelio, con datos sobre la vida de Jesús que el mismo Lucas desconoce, ya que en su evangelio (Le 2,21-52) no hay huida a Egipto hasta la muerte de Herodes, sino que el niño es circuncidado y presentado en el tem­ plo de Jerusalén, en el que discute con doctores de la ley, y crece y se desarrolla en Israel. La oposición de Herodes, y la complicidad de los escribas y sacerdotes, prenuncia en el evangelio de Mateo la hostilidad de las autoridades contra Jesús en su vida pública y en su muerte, mientras que Lucas sólo acentúa la superioridad de su saber sobre ambos12. Las claves de la cristología lucana El relato lucano es también una escenificación teológica que resalta a María como el prototipo de la sierva del señor. De la mis­ ma forma que Juan el Bautista es el último de los profetas del Anti­ guo Testamento (Le 16,16), al que sucede Jesús que inaugura una 12. R. B row n, El nacimiento del mesías, M adrid, 1982, 177-230.

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nueva época (Le 4,16; Hch 10,38)13, así también lo subordina, jun­ to a su madre Isabel, a María y Jesús, a los que presenta como sus parientes (Le 1,36-39), algo también desconocido para el resto del Nuevo Testamento. Cada evangelista escenifica su nacimiento e infancia de acuerdo con sus intenciones teológicas. Lucas puso el acento en el “Hijo del Altísimo”, que reina sobre el trono de David y de Jacob (Le 1,31-33), y en que "el hijo engendrado, será san­ to y será llamado Hijo de Dios” (Le 1,35). El salmo 2,7 sirvió de trasfondo para la génesis de Jesús, el bautismo y la resurrección (Hch 13,33; Rm 1,1-3). La concentración de títulos presupone la reflexión de después de la resurrección y refleja la significación universal de Jesús, cuya genealogía remonta a Adán, hijo de Dios (Le 3,38) que trae la salvación a todos los hombres (Le 2,11.14). El relato de la anunciación a María (Le 1,26-38), paralelo al de Zacarías (Le 1,5-23), sigue el modelo de otros nacimientos, con algunos rasgos característicos, como la aparición de Dios median­ te un ángel, que genera desconcierto y miedo; el anuncio del per­ sonaje y del nombre que va a recibir, así como la profecía sobre su futuro papel; las objeciones del destinatario que recibe la visión y la indicación de un signo profético sobre la presencia del Señor (Gn 17,1-3.15-19; Jue 13,3-5.20-22). Se cuentan en paralelólas dos historias de concepción, la del Bautista v Jesús, pero se subraya ya la superioridad del segundo sobre el primero, porque a María se le dan explicaciones a su pregunta, mientras que se riñe y castiga a Zacarías. De la misma forma, Lucas establece un esquema único para el nacimiento del Bautista (Le 1,57-80) y el de Jesús (Le 2,140), tras haber dejado claro la supremacía del segundo con la visi­ ta de Isabel a María. Los trazos comunes a los nacimientos son la alegría común y los cantos de Zacarías y de Simeón, a los que se añade el "Magnificat" de María. En ambos casos, se concluye la his­ toria de ambos nacimientos diciendo que crecían y se fortalecían en espíritu y gracia (Le 1,80; 2,52). Tanto en este caso, como en el de Mateo, se trata de una construcción teológica no de un relato histórico, que contradeciría al del otro evangelista. 13. Rem ito al texto clásico de H. C o n z e l m a n n , El centro del tiempo, M adrid, 1974.

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Lucas es el más historiador de los evangelistas y tiene un mayor sentido biográfico que Mateo, mucho más preocupado por esceni­ ficar los orígenes de Jesús según el esquema de profecías y cumpli­ miento. El estilo de Lucas, que busca sistematizar y poner en para­ lelo a los dos personajes, muestra que se trata de una construcción personal y no de una mera narración biográfica. Son relatos que reflejan la teología lucana, centrada en Nazaret y Jerusalén, no en Belén y Galilea como Mateo. Su nacimiento es una buena noticia universal, que se anuncia de forma preferente a los pastores. Esta manera de presentarlo concuerda con el énfasis social de su evan­ gelio, que concreta siempre la buena noticia a los pobres como un elemento nuclear de su vida. Los hechos aludidos presuntamente históricos, un censo de Cirino, gobernador de Siria, para justificar el largo peregrinaje a Belén, tampoco están atestiguados en otras fuentes. Su genealogía de Jesús (Le 3,23-38), que es incompatible con la de Mateo (Mt 1,1-17), tampoco es verosímil. En los dos evangelistas de la infancia hay un consenso sobre el significado de un hombre que desde el comienzo tiene filiación divina, aunque difieren en la forma y el contexto a la hora de expli­ carlo. Son dos narraciones con una intencionalidad teológica clara, sin que podamos saber de dónde vienen, cuando y cómo se com­ pusieron, y qué elementos históricos hay en ellas, a pesar de su carácter legendario y teológico. Hay que leerlas en clave simbólica y teológica, como la creación del hombre en la Biblia. Se podría pensar que, puestos a escenificar el nacimiento del mesías, escoge­ rían símbolos y referencias de realeza y majestad, las propias del Dios altísimo. Sin embargo, al optar por un nacimiento en condi­ ciones infrahumanas y por un anuncio a la gente pobre y sencilla, representada por los pastores (Le 2,8-9.20), ofrecen ya las claves de identidad que luego van a marcar su vida pública. Del mismo modo, el simbolismo de los magos apunta ya a la epifanía, a la revelación del salvador a todos los pueblos, que es también uno de los elementos claves del mensaje de la resurrección (Mt 28,19-20). Cuentan historias sobre el origen de Jesús que corresponden más a elementos teológicos sobre su vida pública, que a ofrecer informa­ ción sobre las condiciones históricas de su nacimiento e infancia.

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No sabemos cuáles fueron las circunstancias reales del naci­ miento de Jesús, ni tampoco la fecha y el lugar en que nació, aun­ que la tesis más probable sea la de Nazaret. La elección del 24 de Diciembre como el día de su nacimiento, según el calendado occi­ dental de la iglesia católica y de la iglesia latina en la Antigüedad, conmemora el solsticio de invierno, el día más corto del año, en el que los ciudadanos romanos celebraban la fiesta del sol que triun­ faba sobre las tinieblas cuando éstas parecían alcanzar su apo­ geo. Los cristianos identificaron la celebración sobre el triunfo del sol, símbolo de la divinidad en la Antigüedad, con el de Jesucris­ to, como la luz que viene al mundo (Jn 1,9). La enculturación del mensaje cristiano en el imperio romano y en la cultura helenista de la época comienza a darse ya en los mismos escritos evangélicos. La concepción y la filiación divina de Jesús El relato sobre la concepción de Jesús se inspira en un texto de Isaías (Mt 1,22-23 cfr. Is 7,14) sobre una doncella, la cual, desde el siglo III, se interpretó como una virgen, que concibe por inter­ vención divina (está encinta de "espíritu santo”, sin el artículo per­ sonal). Mateo conoce bien el Antiguo Testamento y busca pasajes que pueda aplicarse a Jesús, en este caso a la desconocida infancia del mesías enviado por Dios. Lo que le interesa no es cómo nació físicamente Jesús, sino que viene de Dios, por intervención divina, siendo la concepción y nacimiento virginal el signo de la actuación divina. La tradición posterior leyó estos relatos poniendo el acento literalmente en la virginidad de María, aunque esto no se resaltó hasta finales del siglo II. Lo básico está en su nacimiento por el Espíritu, que pasó a formar parte de la fe cristiana. No cabe duda de que el núcleo del relato es mostrar su filiación divina, simboliza­ da como nacimiento virginal. Del mismo modo, Lucas presentó el anuncio del ángel a María (Le 1,26-38). El problema surge cuando se utiliza la historia del nacimiento virginal como la prueba histó­ rica que revela la filiación divina de Jesús, desplazando a la resu­ rrección, en lugar de verse como una derivación de ella. Al poner el acento en la naturaleza e identidad de Jesús, en el contexto de

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las discusiones cristológicas, se desplazó el significado y la función del relato del nacimiento virginal14. Lo que preocupó a las cristo­ logías posteriores era cómo hacer compatible su humanidad y su filiación divina, mientras que los relatos evangélicos no se intere­ san por esta problemática, sino que sólo muestran que es el Hijo de Dios desde los inicios de su vida. El tema de la virginidad de María y su concepción virginal está bien asentado en la tradición cristiana, pero ha surgido una proble­ mática nueva con el método histórico crítico que rechaza la inter­ pretación literal de los evangelios y diferencia el contenido teológico de las narraciones y la forma simbólica de contarlas15. Del mismo modo que los relatos de los orígenes del hombre no se pueden inter­ pretar como hechos históricos, sino que son dos narraciones míticas que pertenecen al código cultural de la época, en los que se expresa el origen último divino del hombre (Gn 1,26-30; 2,7-25) y del mun­ do (Gn 1,1-3; 2,4-25), así también se puede plantear si los dos relatos de los orígenes de Jesús expresan sólo una verdad de fe, la filiación divina de Jesús desde sus orígenes humanos, mediante un relato con rasgos míticos que pertenece al código religioso de la época. Esce­ nificar sobrenaturalmente el nacimiento de personajes famosos era usual en la época en que se escribieron los evangelios. Hablar de la concepción de “Jesu-Cristo”, una denominación de la resurrección, lo refiere a Dios, mientras que su filiación mesiánica, especialmente importante para Mateo, se basa en el reconocimiento legitimador de José (Mt 1,19.24), que salva el honor de una mujer que podía ser repudiada. En la vida pública, Jesús aparece como el salvador de los repudiados y excluidos, en nombre de Dios. Hay elementos que permiten captar las sospechas y el recelo de sus adversarios respecto del nacimiento de Jesús (Jn 8,41). Se afirma que Dios estuvo pre­ 14. J. M oingt , El hombre que venía de Dios I, Desclée De Brouwer, Bilbao, 1995, 62-72; II, 264-269. 15. R. Brown, The virginal conception and bodily resurrection of Jesús, Londres, 1973, 21-68; El nacimiento del mesías, 121-164; O. D. Crisp, “On the ‘fittingness’ of the Virgin B irth”: The Heythrop Journal 49 (2008), 197-221. Un viejo texto de Alonso clarifica pedagógicam ente la discusión teológica. Cfr., J. M. Alonso, "¿La concepción virginal de Jesús, historia o leyenda?’’: Ephemerides Mariologicae 21 (1971), 161-216; 257-302.

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sente en su nacimiento y que, desde sus orígenes, su existencia estu­ vo referida a Dios. Este pronunciamiento degeneró en sospechas de ilegitimidad para sus adversarios. El nacimiento sobrenatural de Jesús, pudo ser también la causa de los rumores y suspicacias de sus enemigos sobre sus orígenes, que buscaban desacreditarlo (Jn 8,41). Pero también se podría explicar esto como una respuesta judía a las pretensiones cristianas acerca de su filiación divina. La doctrina oficial católica afirma la filiación divina y la concep­ ción virginal de María, entendidas literalmente según la tradición. Esta afirmación se inscribe en el marco de la mujer como protago­ nista en el pecado y en la salvación. María juega un papel esencial y la concepción de Jesús expresa su filiación última en su nacimiento humano, que se impuso literalmente en la tradición posterior. En la actualidad abundan hermenéuticas, sobre todo en las iglesias protestantes y evangélicas16, que subrayan el simbolismo del len­ guaje, aunque no se niegue la verdad última que proclaman, que el Espíritu de Dios se hizo presente en la concepción y nacimiento de Jesús. Como en los relatos de la resurrección, la divergencia no está en afirmar la autoría divina, sino en cómo se produjo. Se expresó con la afirmación de que "había concebido del Espíritu Santo” (Mt 1,18) y que José "no la conoció, hasta que le dio a luz un hijo” (Mt 1,25). El simbolismo de una virgen, abierta a la intervención del Dios-Espíritu, se expresa en un nacimiento sobrenatural, que los católicos interpretan según la tradición posterior de virginidad real y no sólo simbólica de Is 7,14. No hay que olvidar, sin embargo, que estamos en cristología post pascual: la resurrección ilumina la vida de Jesús y lleva a la afirmación de la encamación, que diferencia a Jesús de todos los profetas y enviados anteriores. El núcleo de Mateo no está en lo biológico, ya que, por una par­ te, afirma la presencia de Dios-Espíritu en el origen de Jesús. Por otra, subraya que es José el que lo legitima en cuanto descendiente mesiánico de David (Mt 1,20.24), aunque luego desplaza las rela­ ciones familiares en favor de las que crea la relación con Dios (Mt 12,47-50). La insistencia de Mateo y Lucas en insertar a Jesús en 16. J. Shelby Spong, Jesús for the Non-Religious, Nueva York, 2005-36.

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genealogías que remiten a la ascendencia judía (Mt 1,1-17: culmina en José, el esposo de María) y a su origen terreno (Le 3,23-38: hijo de José), no sólo responde a los gnósticos y herejes que cuestionan su corporeidad y humanidad, sino que lo diferencian de las divini­ zaciones de los grandes personajes de la Antigüedad que se presen­ taban como Hijos de los dioses. Jesús ha "nacido de mujer y bajo la ley”, recuerda Pablo (Gal 4,4) a pesar de su concentración en el Cristo resucitado. La filiación divina no se establece desde el recha­ zo de su filiación humana, Hijo del hombre, y el nacimiento virgi­ nal pone el acento en la manifestación de Dios en un ser humano. Está en función de la cristología, más que de la mariología. El acento en lo biológico se impuso en la tradición teológica en el contexto de la denigración de la sexualidad como algo impu­ ro y como respuesta a los gnósticos y maniqueos que negaban la encarnación. Esto ha influido en la tradición posterior y se ha real­ zado que Dios evitó la sexualidad para el nacimiento de su hijo. Pero esta interpretación olvida que la sexualidad no tiene nada de pecaminoso, sino que forma parte del plan del Dios creador para el ser humano. Si Jesús es plenamente uno de nosotros, no ten­ dría por qué menoscabarle el haber nacido como todos los seres humanos. Que la tradición católica asuma su nacimiento virginal y la intervención de Dios no autoriza para mantener una visión negativa de la sexualidad humana. A su vez, la convergencia entre la maternidad y la virginidad en el concilio de Efeso (en el 431) intenta subrayar que Jesús fue engendrado como hombre, aunque era Hijo de Dios. Se trata de una afirmación teológica, como la de la asunción de la Virgen, sin que haya que interpretarla nece­ sariamente desde una perspectiva biológicista, como la que se ha impuesto en la tradición17. El ser hijo de Dios no depende de lo biológico ni de la forma de ser concebido y nacer. Es una afirmación de identidad (ontológica) 17. Éste es el planteam iento de J. M oingt , Dios que viene al hombre 11/2, Salam an­ ca, 2011, 60-63. Jesús está sometido a las leyes de la naturaleza hum ana y exi­ mirlo de ellas sería un obstáculo para su verdadera hum anidad. Distingue entre lo em pírico e históricam ente verificable y lo teológico sim bólico, que expresa u n a verdad de fe (M aría, m adre del Hijo de Dios).

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que se revela en la resurrección y se proyecta retrospectivamente en sus orígenes. Los relatos de la infancia son teológicos, más que históricos, y se crean para escenificar la identidad divina de Jesús, antes de comenzar a hablar sobre su vida. Los textos se prestan a lecturas diferentes y generan un conflicto de interpretaciones que no se pueden resolver basándose en ellos mismos. Hay que atender a las tradiciones e interpretaciones teológicas que han generado. En el catolicismo, así como en la Iglesia oriental, siempre ha pre­ valecido una concepción literal, que subraya el origen divino de Jesús, que es el núcleo de los relatos, y también la forma de contar­ lo, lo excepcional y sobrenatural de su nacimiento. Otras iglesias cristianas y algunas corrientes teológicas asumen el núcleo, aun­ que rechazan la literalidad de un nacimiento virginal, prefiriendo asumir que la encamación de Dios asume en todo la naturaleza y condición humana. En cualquier caso, sería un error poner el acen­ to en la forma en que nació Jesús, como ocurrió posteriormente, y no en que su nacimiento es resultado de una presencia divina en su personalidad humana. Las divergencias actuales entre los cris­ tianos no dependen tanto de afirmar su filiación divina, como de la forma en que se expresa. La tendencia al Jesús superhombre, propia de los evangelios apócrifos, ha dejado huellas en las teologías posteriores. Pero cuan­ do lo sobrenatural se opone a lo natural, en lugar de hacerse presen­ te en lo humano, no sólo pierde credibilidad sino que se pervierte la misma concepción de Dios y de su actuación en lo humano. La here­ jía escondida del catolicismo ha sido siempre la de minusvalorar o neutralizar la humanidad de Jesús, con la idea errónea de que así se aseguraba lo sobrenatural. Esa contraposición es más propia de la filosofía griega que de la concepción judía y la del Nuevo Testa­ mento. Lo divino de Jesús se muestra en una forma de ser persona en la que al humanizarse se hace más semejante a Dios. La conver­ gencia de humanización y divinización lleva a la autonomía del ser humano, sin menoscabo de la inspiración del Espíritu divino. Por otro lado, hace de la mediación humana, de la relación interper­ sonal, la clave para la vinculación a Dios, en lugar de postular una

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apertura vertical a lo divino que no tuviera en cuenta la horizonta­ lidad de los encuentros personales. La filiación divina de todos los seres humanos tiene en Jesús su culmen, siendo la cristología la plataforma para la antropología. Lo que en Jesús es una realidad plena, que le diferencia de los otros, se convierte en una promesa ya realizada para todas las personas. La cristología de la palabra encamada En paralelo a los evangelios de la infancia se puede poner el prólogo de San Juan, cuyo origen y naturaleza no conocemos, ya que siempre se ha discutido sobre los posibles influjos de la filoso­ fía griega y de las tradiciones gnósticas en su composición, aun­ que probablemente está más emparentado con las especulaciones judías sobre la preexistencia de la sabiduría y el logos divino. Los predicados de la divinidad se sustanciaron y presentaron como entidades subsistentes y anteriores a la creación del mundo y del hombre, ya que pertenecían a la eternidad divina18. La sabiduría y el logos divino, anterior a la creación v al hombre, cobraron un carácter personal y se aplicaron a Jesús a partir de su resurrec­ ción y exaltación a la vida divina, constituyendo la base del desa­ rrollo posterior acerca de la encarnación y de Jesús como palabra de Dios, como hijo de Dios e hijo del hombre. La resurrección no sólo generó una reflexión sobre Jesús y su identidad oculta, sino también sobre quién y cómo es Dios, a la luz de su actuación en y por medio de Jesucristo. Ambas, reflexión sobre Dios y sobre Jesús, revelación de un Dios trino y de un Jesús-Cristo e Hijo están correlacionadas e Ínter accionadas, forman parte de un proceso de reflexión conjunto y progresivo, que se inició en el cristianismo 18. J. H aberm ann, Praexistenzaussagen im Neuen Testament, Francfort, 1990, 317-414; G. SCHIMANOWSI, “Die frühjüdischen Voraussetzungen der urchristlichen Práexistenz eschatologie", en R. L aufen (Ed.), Gottes ewigerSohn, Paderbom , 1997, 31-56; L arra W. H u rtad o, Señor Jesucristo, Salam anca, 2008, 47-104; “Jesusverehrung und die From m igkeit des Judentum s zur Zeit des zweiten Tempels”: Evangelische Ttieologie 68 (2008), 266-285; C. D eane-D rudmond, “Shadow Sophia in christological perspective”: Theological Science 6 (2008), 13-32

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desde los comienzos y que duró varios siglos19. La palabra es crea­ dora de contenidos cognitivos y representaciones que no existen sin ella. Ahí se apoya la escenificación de la creación como orde­ nación que produce sentido en un mundo caótico que no lo tiene (Gn 1,3-31), aludiendo además a que el Espíritu se cernía sobre la superficie de las aguas (Gn 1,1-2). El evangelista se centra en el Verbo de Dios, que se comunica a los profetas y orienta a Israel en su historia. Esta culmina en la palabra divina que se humaniza y se presenta en Jesús (Gn 1,14), vinculando palabra y Espíritu (Jn 1,33; 3,34; 14,16-17.26; 15,26; 16,7.13-15) al contar la vida de la palabra encamada. Por eso el evangelio de Juan está todo él orientado a la donación del Espíritu, el paráclito que completa lo que ha iniciado Jesús. La cristología del Verbo es también la del Espíritu. La mejor forma de mostrar la presencia divina en Jesús es una cristología del Espíritu, que remite a la unción de Jesús por él desde el comienzo de su actividad pública. Los dos relatos de la infancia, desconocidos para Marcos y Juan, son tan teológicos como el prólogo del evangelio de Juan, que es una lectura creativa del libro del Génesis sobre la palabra creadora de Dios, que viene al mundo encamada en un hombre, que ense­ ñó a ser “hijo de Dios” (Jn 1,1-16)20. La palabra, más que la visión, es característica de la revelación divina en los profetas y el medio simbólico para crear y generar vida. Se podría entender el prólogo como una recreación del inicio del Génesis, en el que la palabra creadora cobra una nueva significación porque surge desde dentro de la historia humana. También aquí se dan las claves de la identi­ dad de Jesús y se resume la historia que se va a contar: vino a los suyos pero no lo recibieron (Jn 1,11), porque es palabra divina y sujeto humano. La palabra de Dios dejó de ser preferentemente la Escritura y la lev judía, en favor de una historia personal. Ya no se 19. Kuschel pretende que hay una reflexión interna cristiana sobre la divinidad independientem ente de la de Jesús y la cristología. Pero no ofrece datos que avalen la separación que pretende. H ay distintos acentos dentro de una evo­ lución m arcada por la pregunta ¿Quién y qué es Jesús? Cfr., K. J. K uschel , Geboren vor aller Zeit?, M unich, 1990. 20. J.D.G. D unn , The Evidence for Jesús, Louisville, 1985, 30-52

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trata de especular sobre Dios, que se escapa a nuestras ideas, sis­ temas y doctrinas, sino de vivir de acuerdo con unos valores y una forma de vida, que para los cristianos es la del Dios humanizado. Antes de hablar de su vida conocida, la vida pública, el evangelista Juan proclama su misión: engendrar hijos de Dios. El universo es una explosión de vida en el planeta tierra, a pesar de que rige la ley entrópica de la muerte y el aumento del caos. La palabra creadora se humaniza y surge desde uno de los nuestros, que nos enseña a afrontar la vida con confianza y esperanza, testimoniando con su forma de vivir aquello que es importante y los valores con los que hay que comprometerse. Si la palabra creadora genera orden en el caos, la encamación de esa palabra crea filiación divina desde un proceso de humanización. El significado de la misión de Jesús sime de eje conductor para su vida. Hay que distinguir entre hechos y valores, entre lo que se cuenta sobre él (lo que dijo y lo que hizo) y el significado de sus acciones y predicaciones. Jesús en el último evangelio es ya el Cristo y el Verbo encamado, cuya identidad no se revela con predicados teológicos v atributos filosóficos, sino por su forma de vivir y actuar. Los títulos cristológicos al comienzo de los evange­ lios muestran una "cristología dada”, que impregna al personaje. Pero son conclusiones a las que llegaron tras su muerte de Jesús y no pueden sustituir la investigación sobre cómo vivió su vida y qué sentido le fue dando. Juan es el evangelista que más peso dio a su divinidad como clave para su vida terrena. Proclama su identidad, al inicio de la narración, y la desvela al contar su vida. Por eso hay que atender a la historia de Jesús, más que a especulaciones abs­ tractas sobre su divinidad. No se trata sólo de afirmar la filiación divina, sino de mostrar qué es y cómo es ser hijo de Dios. Hay que creer en Dios, pero, para ello, hay que concretar qué es ser Dios, cuya esencia se muestra en una forma humana de existencia. El contenido cristológico de la resurrección impregnó la vida de Jesús en los evangelios. Todos los relatos del origen pertenecen a la cristología post pascual, que intenta clarificar el significado e identidad de Jesús, a la luz de su muerte y resurrección. Los datos

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históricos a los que aluden son poco fiables, más bien son escenifi­ caciones inspiradas en las tradiciones del Antiguo Testamento, con Jesús como el culmen de la tradición. Sobre la vida anónima del judío Jesús apenas si tenemos algún dato concreto, sin que poda­ mos distinguir con claridad lo que es mera construcción teológica, leyenda popular o alusión a eventos reales de su vida. El carácter limitado de estas tradiciones obliga a tomar conciencia de que los escritos del Nuevo Testamento, y en concreto los evangelios, no se pueden interpretar de forma literal y que el carácter inspirado de la Biblia, en cuanto palabra de Dios, no implica eliminar las limi­ taciones de las tradiciones que recogieron. Dios se revela desde lo humano, concretamente desde la vida de Jesús, mediante relatos plurales y limitados, no siempre concordes entre sí. Más que cen­ trarse en la verdad literal de relatos cuyo origen último se nos esca­ pa, hay que atender al significado v al mensaje que nos transmiten, que pretende ser fiel al contenido de la predicación, hechos y vida de Jesús. 3. El código familiar de identidad La familia es una de las claves de la identidad humana, el lugar en el que aprendemos a dar un sentido a la vida. Inicialmente depen­ demos del entorno familiar para comprender el mundo v alcanzar una identidad personal. Aprendemos a ser personas mediante las relaciones personales que nos troquelan afectiva y cognitivamente, siendo la imitación un mecanismo fundamental en el proceso de aprendizaje. Nos identificamos con un estilo de vida que resulta atractivo, encarnado en una persona que da testimonio de vida. Por eso, el influjo de los padres es determinante para la evolución del niño y, en buena parte, del adulto posterior. La autonomía del adulto surge desde la heteronomía del niño que aprende a ser per­ sona y a comportarse como tal en el seno de la familia y en la infan­ cia. A partir de la mayoría de edad se hace posible una selección de la herencia educativa que hemos recibido y la toma de iniciativas que posibilita distanciarse de la familia y asumir un proyecto de

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vida personal. Pero la experiencia primera es determinante y en buena parte imborrable. Mucho más en el contexto de una socie­ dad patriarcal y tradicional, en la que había poca indiv idualidad y autonomía. Por eso, el conocimiento de la familia de Jesús, de sus padres, hermanos y parientes nos daría luz para conocer el marco en que se crió y en el que se construyó su personalidad. En el caso de Jesús apenas tenemos datos. Ha habido un gran esfuerzo por clarificar el contexto judío de Jesús, su sociedad y su entorno, pero carecemos de información sobre su familia. Los evangelios de la infancia ofrecen datos muy fragmentarios, incon­ ciliables en algunos aspectos, y sin paralelismos en el resto de los escritos del Nuevo Testamento. Por eso tienen una escasa fiabili­ dad histórica. La identidad primera de Jesús, anterior a su vida pública, es desconocida, y apenas tenemos noticias sobre su padre y su madre, que son las personalidades determinantes del ámbito familiar. Hay un contraste entre la valoración de María en la tra­ dición y su escaso papel en los relatos de su vida pública y en la misma iglesia primitiva (Hch 1,14)21. Es posible que hubiera ten­ siones con los parientes de Jesús, contrapuestos a la autoridad de los apóstoles, y que esto fuera un motivo para silenciar la familia o reducir las noticias sobre ella. En la vida pública hubo un claro distanciamiento de Jesús respecto de su familia (Me 3,21.31-35, cfr, Mt 12,46-50; Le 8,19-21; Me 6,1-6 par). El sentido que dio a su proyecto de vida chocó con su familiares, hermanos y vecinos (Me 6,2-3; Le 4,28-30; Jn 7,5), que no se explicaban su comportamien­ to. El contraste entre su pertenencia familiar y vecinal, y el recha­ zo posterior de su predicación, hay que ponerlo en la evolución personal del mismo Jesús, al sentirse llamado por Dios, siendo el bautismo el momento clave. En realidad, del Jesús anterior a su vida pública no conocemos nada. No hay ningún relato ni acontecimiento importante que se haya transmitido a la posteridad, probablemente porque no hubo nada que llamara la atención a sus coetáneos. Fue un hombre nor­ 21. R. Brow n (Ed.), María en el Nuevo Testamento: una evaluación conjunta de es­ tudiosos católicos y protestantes, Salam anca, 41982.

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mal que sorprendió luego a sus parientes, vecinos y conocidos por una forma de vivir y de comportarse que no estaba de acuerdo con la imagen previa que tenían de él. En este sentido fue un judío corriente, integrado en la tradición y vida del pueblo hebreo y sin especiales connotaciones. El silencio sobre sus primeros treinta años forma parte de la “revelación” que los cristianos posteriores encontraron en su vida. Fue un judío más, un “hijo del hombre” (Ez 2,1) sin especiales poderes ni sabiduría, que hubieran quedado en la memoria de sus contemporáneos. Su procedencia de Nazaret (Me 1,9. 24; 6,1-6; 16,6; Mt 2,23; 21,11; 26,71; Le 1,26; 2,4.39.51; 4,16; 18,37; 24,19; Jn 1,45; 18,5), sus orígenes sociales modestos (hijo de un carpintero artesano) y geográficos (Galilea), le genera­ ron el menosprecio de sus coetáneos (Jn 1,45-46), añadidas a las sospechas sobre la legitimidad de su nacimiento (Jn 8,19.41)22. El anonimato e insignificancia de su vida anterior contrasta con los relatos de los evangelios apócrifos de los siglos posteriores, que presentaron a un Jesús “superhombre” idealizado va desde niño. La tendencia popular cristiana fue la de idealizar al personaje, que el imaginario cristológico mesiánico desplazara al judío real. En los evangelios, cuando hay alusiones a su entorno familiar y veci­ nal, no se dice nada sobre los hechos extraordinarios que los apó­ crifos narran sobre su infancia. Nadie puede prescindir de su herencia familiar, que marca de por vida, pero el sentido de la existencia es el resultado de las opciones autónomas del hombre. Jesús se muestra como un ser libre, también respecto de sus familiares (Jn 6,42). No se nos cuen­ ta ninguna escena concreta de ruptura que explicara la distancia respecto de su familia. Probablemente fue el resultado de un estilo de vida itinerante, en el que defendía afirmaciones sobre Dios, la 22. Los judíos nunca criticaron la pretensión de que Jesús descendía de David. En cam bio, siem pre negaron su filiación divina y atacaron a los cristianos afir­ m ando la ilegitim idad de su nacim iento. Orígenes, (Contra Celso, I, 28; 32,69), afirm a que, según Celso, Jesús nació del adulterio de M aría con un soldado y que Jesús se hizo un m ago en Egipto. Ambas acusaciones tuvieron eco en los escritos judíos contra los cristianos de los siglos II y III, com o tam bién recuer­ da Tertuliano (De spectaculis 30,3). La pretensión cristiana de una interven­ ción divina se interpretó com o un intento de encubrir un presunto adulterio.

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religión y su propia identidad que causaban embarazo y miedo en sus parientes. El trasfondo del honor familiar, determinante para las culturas mediterráneas de la época23, hacía que cualquier pro­ nunciamiento de Jesús implicara a su familia. Por eso se esfor­ zaban por detenerle, arguyendo que estaba fuera de sí, que había perdido la cabeza (Me 3,20-21), mientras que sus adversarios le acusaban de estar endemoniado (Me 3,23). Rompió el marco fami­ liar, que le constituía, porque tuvo una experiencia de Dios que le llevó a una nueva actividad con un mensaje revolucionario sobre la sociedad, la religión y la misma familia, que chocaba con el conser­ vadurismo tradicional de sus parientes. En última instancia, Jesús dio la preferencia a los que acogieron su mensaje, anteponiendo la comunidad de discípulos a los vínculos familiares. No escogemos la familia en la que nacemos pero sí a aquellos con los que compartir un proyecto de vida. La identidad está mar­ cada por la tensión entre la heteronomía, porque dependemos de una familia, educación y valores recibidos, y la autonomía, meta a alcanzar en función de la experiencia personal. A su vez, la autenti­ cidad de la vida pasa por un derecho a la diferencia y a la alteridad que implica rupturas con las formas de ver la vida de los más allega­ dos24. Pero no hay que olvidar que los evangelios también acentúan, en diversas ocasiones, la falta de fe de sus discípulos y su incom­ prensión respecto de su misión e identidad mesiánica (Me 8,32-33), del mismo modo que sus parientes. La desconfianza y el rechazo de Jesús se dio tanto entre sus parientes y vecinos como en sus poste­ riores discípulos, que acabaron abandonándolo después de que uno lo traicionara. Las pretensiones de Jesús fueron demasiado revolu­ cionarias para todos los suyos, familia y discípulos incluidos. No es que los evangelios pretendan denigrarlos, sino que ponen el acento en la identificación con su persona y su misión, independientemen­ 23. B. MALINA, El mundo social de Jesús y los evangelios, Santander, 2002; El m un­ do del Nuevo Testamento, Estella, 1995; J.J. AyAn Calvo (Ed.), Filiación: cultu­ ra pagana, religión de Israel y orígenes del cristianismo, M adrid, 2005. 24. M eier acentúa la m arginalidad de Jesús, que abandonó su entorno y asum ió un m inisterio profético, a costa de granjearse el rechazo de su entorno fam i­ liar y de sus conciudadanos. Cfr., J.P. M eier, Un judío marginal. I, Estella, 1998, 36.

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te de los lazos de amistad, familia o pertenencia al judaismo25. La relación con Dios estructura sus deseos y opciones, siendo también la fuente de rupturas familiares y conflictos sociales. Jesús tuvo que afrontar la incomprensión y el rechazo de los que le rodeaban, que le fallaron hasta el final de su vida. La familia da sentido de pertenencia y seguridad emocional y afectiva, mientras que la libertad personal está en tensión con ella, aunque no impug­ nó las raíces identitarias familiares ni fue un personaje aislado, un filósofo cínico26. Por otra parte, el silencio biográfico entre la narra­ ción de su nacimiento y su primera infancia, y la posterior irrup­ ción del bautismo y la vida pública, ya en su edad adulta, impiden contextualizar y analizar las tensiones de los parientes y vecinos respecto de Jesús. El Jesús de los evangelios radicalizó esta tensión y antepuso la apertura al reinado de Dios a cualquier compromiso familiar (Me 10,28-30 par) aunque no conocemos los condiciona­ mientos históricos y el contexto desde el que los evangelistas com­ pusieron los relatos. Es probable que en la época en que se escriben los evangelios hubiera problemas familiares para los judíos cristia­ nos, respecto a los que permanecían fieles a la sinagoga y sus auto­ ridades (Mt 10,17: “os azotarán en sus sinagogas”). En las llamadas al seguimiento hay exigencias que desbordan el carácter radicalmente humano de Jesús, que él antepone a cual­ quier deber religioso. Enterrar al padre o despedirse de la familia, se presentan literalmente como obstáculos para seguir a Jesús (Le 9,59-62), aunque forman parte de las exigencias humanas y religio­ sas más perentorias, ya que los padres son nuestros prójimos más cercanos y el código religioso judía exigía honrar a padre y madre (Ex 21,15; Dt 5,16; 21,18-19; 27,16; Lev 19,3; 20,9). Hay que inter­ pretar esos pasajes como una muestra de la apertura radical que 25. H. M o x n e s (Ed.), Ponera Jesús en su lugar, Estella, 2005; S. G u ija r r o , "La fa­ m ilia en el m ovim iento de Jesús”: Estudios bíblicos 61 (2003), 65-83. 26. En contra de la presentación de J.D. C rossan , El Jesús de la historia: vida de un campesino judío, Barcelona, 2007; B. L. M ack., A Mvth oflnnocence: Mark and Christian Origins, M inneapolis, 1988, 68-73. Un buen análisis crítico, que rechaza que hiera un filósofo cínico, es el de Cr. A. E vans, "The M isplaced Jesús; Interpreting Jesús in a Judaic Context”, en The Missing Jesús, Boston, 2002, 11-40; B. C hilton , “M apping a Place for Jesús”, ibíd., 41-44.

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exigen los evangelios al seguimiento de Jesús, que lleva a descen­ trarse y dejar a la propia familia (Me 10,29-32; Mt 10,34-36), quizás como un reflejo de sus tensiones familiares. La filiación divina se antepone a la familia de sangre (Le 2,48-50), siendo la voluntad de Dios el criterio último para ser familia de Jesús (Me 3,35). Los “dos orígenes de Jesús”, el humano y el divino, apuntan a un conflicto del adulto, el de fidelidad a su código familiar, sociocultural y reli­ gioso, y el de apertura y seguimiento al Dios que se le comunica y le envía. Su propia experiencia personal de Dios, que se escenificó subrayando que tenía el Espíritu divino y que éste le guiaba en su vida pública, le llevó a cuestionar su identidad familiar y religiosa. De ahí, que se le opusieran sus parientes y vecinos (Se enteraron sus parientes y fueron a hacerse cargo de él, porque decían “Está fuera de sí”: Me 3,21; 6,4-6; Jn 7,5: “Es que ni siquiera sus herma­ nos creían en él”). La tensión entre pertenencia y vocación; entre heteronomía y autonomía; entre la seguridad que da el asumir el código familiar y social, y la búsqueda de autenticidad y libertad, es característica de todo ser humano. Hay que encontrar el propio equilibrio entre la colectividad a la que se pertenece y la singulari­ dad de la propia vocación, historia y personalidad. Sólo tras su muerte hubo una reconciliación de su familia con su mensaje, integrándose algunos en la comunidad cristiana, como Santiago (1 Co 15,7; Ga 1,19). Marcos, Mateos y Lucas narraron la vida y muerte de Jesús sin mencionar a sus parientes, aunque Lucas cuenta a María y sus hermanos entre los que esperaban la llegada del Espíritu (Hch 1,14; ICor 9,5), siendo la comunidad la verdade­ ra fraternidad de Jesús. Por su parte Juan, que escribió el último de los evangelios y podía tener una mayor perspectiva histórica, mitigó el rechazo de la familia de Jesús durante su vida pública (Jn 2,1.12; 7,3-10) y reconcilió a ambos en la cruz, confiando su madre a su discípulo más simbólico (Jn 19,25-27). La revalorización de María como madre de Jesús comenzó ya en la comunidad primi­ tiva y su maternidad reflejaba la del mismo Dios, en un contexto cultural marcado por el patriarcalismo y por la minusvaloración de la mujer. El evangelista Lucas prefiere la denominación “hijo de

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María” a la de “Hijo de José" de Mateo y la presenta en la infancia como prototipo simbólico del Israel fiel, que proclama la grandeza divina, porque humilla a los poderosos y exalta a los humildes (Le 1,46-55). No sabemos si su familia provenía, en sentido amplio, de la descendencia de David (Me 12,35-37; Jn 7,42), aunque es proba­ ble, si se atiende al proceso contra los parientes de Jesús por orden del César Domiciano27. La importancia de María en los evangelios de la infancia y en la posterior tradición cristiana y las escasas alu­ siones que contienen los relatos de la vida pública, pueden también encuadrarse en los conflictos internos de la iglesia cristiana, des­ pués de la muerte de Jesús. En la tradición judía, como en otros pueblos semitas y los árabes, son los parientes del líder religioso los que le suceden a la muerte de éste. Algo de esto podría haberse dado en los orígenes del cristianismo. Los discípulos tendrían que luchar contra los que intentaban una suerte de “califato” cristiano, protagonizado por hermanos que sucedían al Señor28. Cuando luego se declara a María “madre de Dios” en Éfeso (431), lo que se defiende es que Jesús fue engendrado como hom­ bre, contra los que lo negaban a causa de su filiación divina. La virginidad perpetua de María está asentada en la tradición (virgen antes del parto, en el parto y después del parto), pero no en la mis­ ma Escritura (Mt 1,19; 12,47). La tradición ha enaltecido la figura de María, en contra del realismo crítico de los mismos relatos (Mt 12,47-48; Le 1,18-20.29.34; 2,35.48.50-51; Jn 2,4-5.11). La desme­ sura popular y teológica sobre María en la tradición posterior ha estado condicionada por la pérdida de la referencia a la presencia del Espíritu como el que completa la obra de Jesús. También, como 27. G. T heissen y A. M erz , El Jesús histórico, Salam anca, 1989, 224-227 28. Jochum , Uwe, Der Urkonflikt des Christentum, Regensburgo, 2011, 110-112. Tras Santiago, herm ano del Señor, le sucede al frente de la iglesia de Jerusa­ lén Sim eón, un pariente de am bos (Eusebio, Historia de la Iglesia, 111,11). En la época del César Dom iciano (81-96) se persigue a parientes del Señor, como descendientes de David, los cuales dirigen las iglesias com o m ártires y p a­ rientes del Señor (Eusebio, Historia de la Iglesia, III, 20; III, 32,6; IV, 22,4). Es posible que hubiera un intento fallido de disputar la autoridad eclesial a los apóstoles y sus sucesores, que reforzó la presentación negativa de su familia durante la vida pública.

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contrapeso a una pastoral del terror que ha ennegrecido la imagen divina y hacía necesario un contrapeso de cercana misericordia, simbolizado por María. Pero no hay que olvidar que tanto la virgi­ nidad, como la inmaculada concepción y la asunción son afirma­ ciones teológicas y no hechos históricos comprobables29. Hay una conclusión al final del evangelio de la infancia lucano que resalta la innegable condición humana de Jesús: crecía en 'sabiduría, edad y gracia’ ante Dios y ante los hombres (Le 2,52). No es un versículo conclusivo dicho al azar, va que el evangelista alude a ese crecimiento en otras ocasiones (Le 1,80; 2,40). Jesús fue un hombre como los demás, aprendiendo y creciendo, porque no lo sabía todo. Los evangelios muestran cómo aprendió del libro de la vida y cómo fueron cambiando algunas de sus percepciones, sorprendido por la fe de paganos y pecadores. Por otra parte, el crecimiento es cognitivo y espiritual. Jesús aparece, especialmen­ te en Lucas y Juan, como el hombre del espíritu, en el que está el Espíritu de Dios. Crecer en santidad implica mayor conocimiento y cercanía a Dios, en contra de un Superman que ya lo sabe todo y no cambia. La idea de un Dios impasible, unida a conceptos teológi­ cos posteriores como la “unión hipostática” y la “visión beatífica”, que se aplicaron a Jesús va en su vida terrena, bloquearon la idea de que Jesús tenía que crecer y aprender, a pesar de las referencias explícitas de los evangelistas. Y es que si Jesús es Hijo de Dios tam­ bién evoluciona en lo que concierne a su conciencia de filiación y a su propia identidad. No se conoce del mismo modo la paternidad divina a lo largo de la vida, sino que hay que atender a la experiencia de la vida adulta. Si no hay crecimiento humano, se puede hablar de una regresión por estancamiento: la persona es siempre la misma pero es dinámi­ ca y la personalidad evoluciona. Para responder al sentido de la vida hay que atender a la evolución de Jesús, como la de toda persona, que le lleva a revisar sus conocimientos y experiencias. No sólo hay una toma de conciencia de la propia identidad desde una relación con Dios que va creciendo y ahondándose, sino que la identidad se 29. J. M oingt , Dios que viene al hombre II/2, Salam anca, 2011, 45-63.

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hace desde las relaciones y experiencias con las que aprende. Se inserta en una cultura y la desborda con una libertad que culmina en la cruz. Tiene que profundizar en lo que es ser hijo de Dios en el contexto de una sociedad que acaba rechazándolo. Aprendió a conocer a Dios cada vez mejor y más hondamente, hasta que recibió la enseñanza final con su falta de intervención en la cruz. Lucas afir­ ma que no sólo creció en sus capacidades cognitivas sino también en santidad. Sus acciones y decisiones le hicieron ahondar en su filiación, marcando así un camino de humanización como divini­ zación, válido para todos los hombres. El Jesús del final de su vida se había enriquecido con la progresiva comunicación divina, desde la que profundizó en su saber filial acerca de Dios, con momentos culmen como los del monte de los olivos y el Gólgota. Hay que ver el proceso de crecimiento de Jesús, el de su huma­ nización, desde la doble dimensión cognitiva y religiosa a la que apunta ya el evangelio de la infancia de Lucas. El cambio y la trans­ formación son inherentes a la condición humana. Si faltaran en Jesús, no podríamos hablar de un ser de nuestra raza, marcada por el aprendizaje y la educación. No es un ser estático el que define la identidad personal, sino el devenir y la evolución, siendo la cultura nuestra segunda naturaleza constitutiva. Si asumimos la condición plenamente humana de Jesús, que no es un superhombre que supe­ ra los límites de la historia y de la naturaleza, no queda más reme­ dio que asumir la evolución y la toma de conciencia como inheren­ tes a su propia identidad. El eslogan de “conócete a ti mismo” es uno de los principios antropológicos desde los inicios de la filosofía griega. Y Jesús tuvo que aprender a conocerse a sí mismo a partir de sus reacciones y de las experiencias de la vida, y a encontrar en ellas a Dios, inspirado por su Espíritu.

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El desconocimiento de los primeros treinta años de la vida de Jesús, así como de su entorno familiar y local, obliga a concentrarse en la vida pública, para captar su identidad personal y el proyecto que dio sentido a su vida. Hay que analizar cómo surgió su misión, cómo afectó a su identidad y cómo fue profundizando en su relación con Dios. Su conciencia de filiación progresó v se clarificó en tomo a su misión. De esta forma cambió su comprensión de la alianza entre Dios e Israel, se abrió al reinado de Dios y lo fue realizando en la sociedad judía. Su proyecto de salvación se tradujo en una pro­ puesta para una vida plena de sentido, en la que convergía el plan de Dios y la realización humana. La dinámica del don de Dios, como punto de partida, se hizo convergente con el protagonismo del ser humano que da un sentido a su propia vida. La toma de conciencia de su filiación y de su misión llevó aparejada una transformación del concepto de Dios que había heredado de la religión judía. 1. Jesús como discípulo de Juan el Bautista "Cuéntame tu historia y te diré quién eres”, dice el refranero español. La identidad de una persona se capta al narrar su vida. Y este es el sentido de los relatos evangélicos, que muestran la evolu­ ción de Jesús desde el comienzo de su vida pública hasta su muer­ te. En ellos podemos captar los acontecimientos que le marcaron,

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sus respuestas a los distintos problemas y el sentido que fue dando a su existencia. El punto de partida está en el bautismo. Pero éste remite a un hecho anterior a Jesús, a una iniciativa divina sobre Juan el Bautista, al que los evangelios presentan como enviado de Dios (Me 1,2; Mt 3,3; Le 3,2), caracterizándolo con rasgos simila­ res a los profetas Isaías (Is 40,3-4), Elias (2 Re 1,8) y Malaquías (Mal 3,1-5). Las narraciones describen a los personajes evangélicos desde el trasfondo de las figuras bíblicas (Me 1,6; Mt 3,4), que sir­ vieron de referencia para escenificar la vida de Jesús. La distancia temporal y socio cultural de los autores de los evangelios respecto de los hechos que narran, se suple con una invención creativa que utiliza a personajes y relatos del Antiguo Testamento para esce­ nificar los acontecimientos que quieren narrar. Se apropian de la herencia religiosa judía para presentar a Jesús como el mesías, el maestro y el profeta último esperado. El punto de partida de los evangelios no es Jesús, sino Juan el Bautista. De él partió (Mt 3,2: arrepentios, porque el reino de Dios está cerca) el movimiento de conversión de Israel y el anuncio del tiempo mesiánico (Le 3,15), el de la intervención divina en Israel. Los evangelios relatan el bautismo desde la perspectiva de Jesús y sus discípulos, no desde la de los seguidores del Bautista, que ven a Jesús como un discípulo del primero. Jesús surge en ese círculo de seguidores y simpatizantes, respondiendo a la llamada a la peniten­ cia y a la conversión (Me 3,4), en la línea de los anteriores profetas. La primera imagen de Jesús en la vida pública es la dependencia y la subordinación a otra figura, que sirve para mediar entre él y la comunicación divina. El Bautista suscita el movimiento mesiánico de conversión y Jesús es atraído por ese mensaje y aparece entre la multitud, de la que emerge cambiado. La predicación atrae al pue­ blo y, entre ellos, al mismo Jesús, sin que se aluda a alguna diferen­ cia entre ambos en cuanto a las respuestas que dan al llamamiento del Bautista. Siempre está la mediación del otro, en este caso de Juan el Bautista, ya que Dios no interviene en la historia despla­ zando a la persona, sino que ésta es la protagonista. Dios actúa a través de sus testigos, a los que inspira y motiva, desde un proceso

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interior vivencial, emocional y cognitivo. Jesús no se escapa de esta ley humana y de la forma de actuar de Dios, respetuosa del prota­ gonismo humano. Luego Jesús va a necesitar una comunidad de discípulos para implantar el reino de Dios, aquí parte de una rela­ ción con otro, que sirve de puente para el encuentro con Dios. Esta dinámica horizontal de relación interpersonal es la que marca la concepción cristiana acerca de como comunicarse con Dios. La cercanía de la época mesiánica se caracteriza por la llamada a la conversión del pueblo y el ofrecimiento del perdón de los peca­ dos (Me 1,4-5). Juan Bautista relativiza las pertenencias y el estatu­ to social y religioso de los que acuden, porque el juicio de Dios res­ ponde al comportamiento diferenciado de cada persona (Mt 3,7-10; Le 3,7-9). El anuncio de un tiempo último, el de Dios y su llamada a la penitencia, la completa con la alusión a alguien mayor que él, que sería una figura mesiánica, aunque no sabemos si esta afirmación es del mismo Bautista (Mt 11,3; Le 7,20) o la pusieron en él los cris­ tianos, para subrayar su dependencia salvadora, que no cronológi­ ca, respecto de Jesús. Lucas distingue el tiempo de Israel, que llega hasta Juan el Bautista (Le 16,16), del de Jesús, que comienza con el bautismo (Hch 1,22; 10,37-38; 11,16) y antes de hablar de la acti­ vidad de Jesús, cuenta la prisión del Bautista (Le 3,18-20; 4,14-16; 9,9). Lucas presenta una historia de salvación con claras etapas, la preparatoria veterotestamentaria, que culmina en el Bautista, y la de plenitud con Jesús, por eso, su actividad comienza cuando el pri­ mero está en la cárcel (Le 7,18-19.33-34). Marcos también comien­ za la misión de Jesús tras la prisión del Bautista (Me 1,14-15) y omite la simultaneidad de ambas actividades que resaltan Mateo (Mt 11,1-14) y Juan (Jn 4,1-3). Cada evangelista describe la relación entre Juan y Jesús de acuerdo con su propia teología sobre la histo­ ria de salvación y sobre el significado de Israel para los cristianos. Todos resaltan la dignidad del Bautista, reconocida por el mismo Jesús (Me 9,9-13; Mt 21,32; Le 7,24-35), aunque Juan apostilla que Jesús no necesita reconocimiento humano alguno (Jn 5,33-34.36). Buscan combinar la autoridad del Bautista, que inició el movimien­ to en el que se integró Jesús, y la independencia de este.

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Todos los evangelistas están preocupados por dejar clara la superioridad de Jesús, aunque fuera bautizado por el Bautista, como subraya el cuarto evangelio (Jn 1,27.30-34; 3,22-31). Hacer del Bautista un testigo indirecto de Jesús, que el evangelista trans­ forma en testificante directo (Jn 1,26.32.35-36), encaja en el con­ texto de las disputas entre cristianos y judíos. Hay una discusión milenaria acerca del grado de cercanía, dependencia o afiliación de Jesús respecto del Bautista (Hch 19,3-7) y existían grupos que, hasta comienzos del siglo III, mantuvieron la tesis de que era un discípulo de Juan, por tanto subordinado a él1. También subsiste la tradición de que algunos de sus propios discípulos pertenecían al círculo del Bautista (Jn 1,35.37.40-41; 3,26), con lo que aumen­ taría más su dependencia respecto de este. Desde el principio, los evangelios hacen del Bautista el primer legitimador de Jesús, pero luego indican que no tiene claro quién es Jesús y se interroga sobre él (Mt 11,1-6; Le 7,18-23). Cuando Juan afirma que Jesús bautizaba con sus discípulos (Jn 3,22-25), al mismo tiempo que el Bautista (Jn 3,23), apunta a la rivalidad y a la discusión sobre las compe­ tencias de ambos. Un bautismo de penitencia para la remisión de los pecados (Me 1,4) era lo propio del Bautista, antes presentar a Jesús como quien quita los pecados (Jn 1,29; Me 2,5). En ambos casos hay un desafío indirecto a la religión judía, ya que el perdón de los pecados estaba asociado al sacerdocio, el templo y los sacri­ ficios. Lucas todavía acentuó más este contraste, ya que presentó al Bautista como hijo de un sacerdote (Le 1,5), con lo cual resaltaba la superioridad de Jesús sobre la dimensión cultual y sacerdotal judía. El cuarto evangelio hace que el Bautista proclame desde el pri­ mer momento la superioridad de Jesús (Jn 1,29-34) y se refiera a él desde una cristología descendente (Jn 1,33-34; 3,26-4,1-3), que es específica de su evangelio. La idea del descenso de Dios, vinculada al Cristo glorioso resucitado, se pone ya al inicio del evangelio y hace, paradójicamente, de Juan el Bautista un anunciador del Hijo de Dios al comienzo de la vida pública. Omite contar cómo Jesús es bautizado por Juan (Jn 1,29-34), porque transforma el relato 1. Pseudo Clemente, Recognitiommi I, 54.60.

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en una exaltación cristológica, aludiendo a que el Espíritu santo, que es el don de la resurrección, desciende sobre él. Además, pre­ cisa que no era Jesús mismo el que bautizaba, sino sus discípu­ los (Jn 4,2), después de decir que Jesús bautizaba más que Juan y hacía más discípulos que él. La polémica tardía entre judíos y cristianos se proyecta en los evangelios (Me 1,7-8; Mt 3,13-15; Jn 1,19-28; 10,40-42) que quieren dirimirlo, cada uno a su manera. El hecho histórico es indudable, Jesús fue bautizado por Juan y aparece respondiendo a su llamada. Los discípulos del Bautista se mantuvieron mucho tiempo junto a los cristianos (Hch 19,1-5) con los que rivalizaron hasta el siglo 11. La valoración teológica insis­ te en su superioridad y en elementos diferenciales de su llamada, como el bautismo del espíritu. La idea de un Jesús discípulo y no sólo maestro resultaba embarazosa para muchos cristianos y daba pie a los ataques judíos. Sin embargo, el hecho de que el movi­ miento de Jesús derive del de Juan el Bautista es congruente con la afirmación posterior que presenta a la iglesia primitiva como una secta judía (Hch 24,5.14; 26,5; 28,22). Que el cristianismo no sea un movimiento autárquico e independiente, sino que dependa de tradiciones anteriores, incluyendo al mismo Jesús, muestra que una revelación divina no es incompatible con herencias y condi­ cionamientos culturales y religiosos. La contingencia de todo ser humano incluye a Jesús, que rompe con su familia y su predecesor religioso, después de haber dependido de ellos. Jesús no parte de cero en la historia, sino que se integra en una tradición que le antecede, de la que inicialmente forma parte, y a la que reforma. En cuanto judío se integra en la concepción religiosa y en la historia hebrea, de la que el Bautista es la última expresión. Los evangelios buscan reafirmar su independencia y superioridad, contra los que resaltan su identidad subordinada. Pero el dato de partida es el de todo hombre. No partimos de cero, sino que el pun­ to de partida es la dependencia de los otros, la recepción y asimila­ ción de un código cultural, familiar y religioso, que forma parte de nuestra identidad. Jesús se inscribe en un movimiento, la corriente penitencial del Bautista, que le afecta y le condiciona. Está entre

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la multitud que acude a oírlo, convencida de que es un testigo de Dios. La experiencia del bautismo le cambia, haciéndole pasar de receptor de la palabra del Bautista a anunciante del reino. No enca­ ja en el planteamiento de su precursor y despliega uno alternativo con otras claves sobre Dios y el hombre. Lo mismo que virio un distanciamiento con su familia y vecinos, así también con el círculo en tomo al Bautista, del que provenía (Mt 11,6: ¡dichoso el que no se escandalice de mí!). Nunca sabremos en qué consistió la relación personal de Jesús con el Bautista, el cual también probablemente estaba perplejo sobre una actuación de Jesús que no encajaba con su enseñanza y expectativas (Mt 11,2-3). No hay duda de la pronta independencia del primero respecto del segundo y de que tenían diferencias en su concepción de Dios y en su forma de vida (Mt 11,18-19; Le 7,33-34), repercutiendo ambas en la forma de entender su misión. La procla­ mación del “bautismo de penitencia para el perdón de los pecados” (Me 1,4 par) está vinculada a las imágenes del dios justiciero v cas­ tigador del Antiguo Testamento en Mateo y Lucas (Mt 3,7-12; Le 3,7-15), aunque hay otras formas de entender a Dios en el judaismo. Este imaginario, condicionado por la confrontación posterior con los judíos, se diferencia, en parte, del de Jesús ("arrepentios y creed en el evangelio”: Me 1,14), al que se asigna un bautismo diferente, el del Espíritu Santo (Me 1,8), que es el de los cristianos posterio­ res. Juan y Jesús llaman a la conversión y están convencidos de la intervención divina en Israel. Pero Jesús resalta el “año de gracia del Señor” (Le 4,16-21) en contraste con el Bautista. El cual se mueve en el esquema del pecado (Me 1,5; Mt 3,7-10; Le, 3,7-9), que en Jesús depende del juicio último de Dios (Me 13,19-27par, Mt 25,31-46). El miedo a Dios paraliza al hombre y le hace servil, por eso la pastoral del miedo es incompatible con la imagen de Dios que Jesús anuncia. Pero también persisten en su mensaje advertencias sobre los riesgos de la libertad, que se decide en relación con los otros. Hay continuidad entre el Bautista y Jesús, que anuncian una intervención próxima y definitiva de Dios, aunque cada uno da un contenido propio a la tradición del Antiguo Testamento sobre el

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castigo por los pecados. Lo propio de Jesús es acentuar el carácter filial en la relación con Dios, en lugar de centrarse en la culpa v el pecado. Pero Jesús alaba el ansia de justicia en las bienaventuran­ zas de Mateo y no omite la responsabilidad pecadora del hombre insolidario (Le 10,30-37; 16,19-31). Tiene una orientación diferen­ te de la del Bautista, no porque rechace el anuncio de este sobre el castigo de los pecados, sino porque quiere ofrecer de Dios una imagen cercana y misericordiosa, en contraste con el rigorismo de Juan y de buena parte de la tradición profética. De hecho en el cris­ tianismo ha prevalecido muchas veces la predicación de Juan el Bautista sobre la de Jesús. La idea de culpa y castigo forma parte de las tradiciones religio­ sas, pero frecuentemente detrás de ellas está el ansia de venganza. Se usa a Dios como castigador de los que se comportan de manera diferente a nuestros deseos e ideas. La indignación por el pecado se orienta al rechazo del pecador, el cual se identifica, a veces, con el que procede de forma diferente. Y entonces se recurre a Dios, apropiándose de él, para recriminar a los otros. El odio al pecado se desplaza al pecador y éste queda caracterizado así en cuanto difiere de nuestra forma de entender la religión y de considerar lo que es pecado. De hecho, Jesús fue caracterizado como pecador por las personas religiosas porque actuaba de forma diferente a lo que ellos pensaban (Jn 9,16.24). Y entonces, surgió el deseo de acabar con él. El odio al otro, al que actúa de forma negativa y diferente a la propia, se disimula como ansia de justicia. A su vez, la defensa del castigo divino esconde una utilización narcisista de la divinidad, que abre espacio al dominio sobre las conciencias. El miedo al castigo divino ha sido una forma histórica universal para dominar las conciencias de los fieles por las personalidades religio­ sas. La referencia del Bautista a la raza de víboras, a la ira a punto de llegar y al hacha para cortar el árbol que no da frutos (Mt 2,7-12) es ambigua, tanto en sus motivaciones como en sus consecuencias. Representa una forma universal de abordar las relaciones entre Dios y el hombre, desde la polarización entre castigo y culpa, que identifica negativamente a ambos.

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La religión como amenaza, en contraste con la de la oferta gra­ tuita de salvación de Dios, pone el acento en el miedo a Dios y no en la confianza en él. Lo propio de Jesús es centrarse en lo positivo de Dios, en una relación filial que supera la dinámica natural que produce en el hombre un Dios fascinante y tremendo. Jesús viene para que los que le reciben puedan llamar a Dios Padre (Jn 1,12), venciendo sus temores y remordimientos. Las diferencias entre ambos bautismos de penitencia fueron reforzadas por las comuni­ dades para afianzar la superioridad de Jesús, mientras que los pun­ tos en común tuvieron menos relevancia, porque parecían menos­ cabar la originalidad de Jesús2. La experiencia de Dios en el bau­ tismo se expresó como una donación del Espíritu, que sirvió para definir el posterior bautismo de la iglesia. Al escenificar el hecho, se tuvo en cuanta la praxis bautismal de las comunidades cristianas ya existentes. Las tradiciones posteriores no dudaron en presentar el bautismo cristiano como perdonador de los pecados (Hch 2,38; 1 Co 6,11; Rm 3,25) en continuidad con el del Bautista (Me 1,4-5), aunque con el don del Espíritu, una consecuencia de la resurrec­ ción y una señal de la superioridad del cristianismo. Cuando cuestionan su autoridad, y con ella su propio bautismo, pregunta a sus interlocutores si el bautismo de Juan era o no del cielo, vinculando su legitimidad a la del Bautista (Me 11,27-33). De ahí la extrañeza de los cristianos por el parentesco que establece con el Bautista y la legitimidad que recibe de él. Esto escandalizaba porque parecía poco acorde con su carácter divino, que los evange­ listas proyectaron ya en su vida pública3. Por eso, Mateo justifica el bautismo de Jesús como cumplimiento de la justicia (Mt 3,14-15), con una presunta protesta del Bautista, que reconocería la supe­ rioridad de Jesús. San Juan introduce otro pasaje, en el que le pre­ senta como el cordero de Dios que carga con el pecado del mundo (Jn 1,29), resaltando su bautismo como sustituto del culto judío. La idea de un Jesús subordinado y dependiente sigue suscitando 2. F. B erm ejo Rubio, "Juan el B autista y Jesús de N azaret en el ju d aism o del se­ gundo tem plo: paralelism os fenom enológicos y diferencias im plausibles”: Ilu, Revista de Ciencia de las religiones 15 (2010), 27-56. 3. G. T h e is s e n y A. M erz, El Jesiís histórico, S alam anca, 1989, 226-242.

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rechazo en muchos cristianos. En buena parte es más emocional que teológica, como cuando se acentúa su humanidad. La creativi­ dad de una persona, la de Jesús respecto a su predecesor, no está en la ausencia de inílujos, sino en su capacidad para elaborar nuevas síntesis creativas y alternativas a aquellas. Y esto tuvo que ver con las comunicaciones divinas que experimentó, que le inspiraron y motivaron. El miedo a resaltar las dependencias de Jesús, respecto de su familia, del Bautista o de las tradiciones judías y las Escri­ turas, está en línea con la tendencia de los evangelios apócrifos a presentarlo como un superhombre y a maximalizar lo sobrenatural y divino de su personalidad, a costa de su condición humana plena. 2. El bautismo como vocación de Jesús El momento crucial de la vida de Jesús, el que cambió su for­ ma de existencia y le llevó a convertirse en el iniciador del reino de Dios en Israel, fue su bautismo. Fue para él una revelación divina, una teofanía personal, que inicialmente sólo él captó (Me 1,10). En los otros evangelios, se desarrolló como un anuncio público que lo proclamaba ante todos (Mt 3,16-17), en respuesta a su propia ora­ ción (Le 3,4). Lo que Marcos presenta como una vivencia personal de Jesús, sólo por él experimentada y concientizada, se convierte en los otros sinópticos en una proclamación pública de su filiación divina. Marcos muestra cómo irrumpe Dios en la vida de Jesús y lo cambia, como luego hace Lucas con María en la anunciación. Los otros dos sinópticos dejan esto en segundo plano, porque escriben desde la óptica de la resurrección y quieren sólo presentarlo al pue­ blo judío como el mesías esperado. Lo que inicialmente, fue una vivencia personal, una irrupción que catalogaríamos como mística, se convierte en Mateo y Lucas en una declaración pública por Dios acerca de Jesús, en una "teofanía” o revelación para el pueblo. Es una economía del don, ya que en el bautismo hay una irrupción de la gracia divina. Se trata de una comunicación que cambia su vida, sacándole del anonimato e impulsándolo a predicar la llegada del reino. Cuando Dios entra en la vida de una persona la complica y le

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abre horizontes nuevos. El Dios cristiano rompe con las segurida­ des del que tiene una vivencia de Dios. Porque todo don es para la misión, para el servicio a los demás. Y el bautismo es una llamada que despierta en Jesús una vocación y genera en él un dinamismo, haciendo de su vida una entrega a su pueblo. Por eso, en la vida de Jesús, el bautismo marca el final de la época del anonimato, en la que ha vivido como un judío más, sin nada que le hiciera notar. El Hijo amado, en quien el Padre se complace (Mt 3,17) se reve­ la como tal en el momento en que asciende de las aguas y descien­ de sobre él el Espíritu de Dios (Mt 3,16). La sorpresa que Jesús pro­ dujo en sus vecinos y familia (Me 3,21; 6,1-6; Mt 6,1-6; 13,54-58; Le 4,22.36), está vinculada al bautismo, que le cambió la vida. No sólo le sorprendió a él sino también a su familia y entorno. El bautismo de Jesús y el posterior cristiano está vinculado al reconocimien­ to de la identidad escondida de Jesús y jugó un papel crucial en las distintas tradiciones judeocristianas que buscaban encajar su filiación con el monoteísmo divino4. Jesús se abre a la revelación, escenificada según las teofanías del Antiguo Testamento, como el cielo que se abre, la voz divina, el descenso del Espíritu, etc. No es posible delimitar lo que pertenece a la experiencia propia de Jesús y lo que se debe a la redacción del evangelista, al contar esa comu­ nicación divina. No tenemos acceso al proceso interior que se des­ pierta en Jesús y a su vivencia de ser enviado por Dios. Se trata de la experiencia inicial que tiene que ser completada y procesada con las ulteriores, que le irán aclarando en qué consiste su vocación y cómo tiene que realizarla. Se inicia así un proceso de maduración y asimilación personal de Jesús, que transformó su identidad y potenció su misión. La iluminación personal de Jesús (Me 1,9-11), cambió su vida de ano­ nimato y puso en marcha un proceso, el anuncio del reino, en el que profundizó en su propia identidad, vinculada a su misión. Fue una llamada, una vocación divina y tuvo que aprender de la expe­ 4. D. Vigne, Christ au Jourdain, París, 1992, 107-132; "La filiation divine de Jésus dans le judeo-ehristianism e”; Bulletin de litterature ecclesiastique 109 (2008), 339-366.

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riencia lo que Dios quería, iluminado por el Espíritu. No tenemos noticia sobre su práctica religiosa anterior y no podemos saber si su vivencia del Espíritu divino tuvo antecedentes anteriores (apar­ te de lo que se cuenta en los evangelios de la infancia). La pre­ sentación acentúa lo repentino e inesperado de esta visión (“en el instante en que salía del agua, vio los cielos abiertos, el espí­ ritu que descendía sobre él, y oyó una voz”: Me 1,9-10). La idea del cielo abierto expresa la comunicación nueva que se establece entre la divinidad y la humanidad, la abolición del dualismo de la Antigüedad entre el Dios trascendente, que está en el cielo, y el hombre que vive en la tierra. El evangelio de Marcos, que sirvió de referencia a los otros, subraya su iluminación y vivencia personal a partir del bautismo. El evangelista Juan, que no cuenta el bautismo de Jesús, se refie­ re al Espíritu que desciende del cielo sobre él (Jn 1,32-33) y a que veremos abrirse el cielo y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre (Jn 1,51). El nuevo lugar de la presencia de Dios en la humanidad es el Jesús bautizado y para saber lo que Dios quiere de la humanidad hay que mirar lo que él hace y dice. En la tradición judía se afirmó la trascendencia de Dios y se puso en marcha un proceso de desacralización del cosmos, en favor de los grandes personajes del judaismo. La epifanía de Dios ya no se da en lugares santos, sino en personas, los patriarcas y profetas. Del cosmocentrismo de la Antigüedad se pasó al antropocentrismo, ya que el hombre es imagen y semejanza de Dios (Gn 1,27). Ahora el proceso de desacralización, lo que podemos llamar tam­ bién el desencantamiento del mundo3, inicia una nueva etapa. Des­ de el bautismo, Jesús es el ungido por el Espíritu en el que Dios se hace presente, a costa de una desacralización de la misma religión judía, que va a perder su valor salvífico y sus referentes sagrados. Comienza la pérdida de significación de las grandes instituciones judías, que ceden paso a la alternativa que va a promover el movi­ miento de Jesús. Ya no van a ser los rituales, los tiempos y los luga­ 5. M. G au ch et, El desencantamiento del m undo, M adrid, 2006

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res santos los que determinen la presencia divina en el mundo, sino una forma de proceder y vivir que se pone en marcha con el bautis­ mo. Las relaciones cotidianas personales van a cobrar una nueva densidad religiosa, así como la ética, a costa de la primacía del cul­ to, del templo y del sacerdocio. Comienza lo que luego se llamará sacerdocio existencial de Jesús que está vinculado a la misión que recibe y su proyecto de reino de Dios. El bautismo marcó un antes y un después, fue un acontecimien­ to comparable al de la caída del caballo de Pablo de Tarso y a los procesos de conversión e iluminación que narra la literatura cris­ tiana sobre personas que tuvieron una experiencia de Dios que les cambió la vida. Su vivencia personal de Dios, que preludia la comu­ nicación plena (Jn 1,51), transformó su propia identidad v señaló el comienzo de su vocación como instaurador del reinado de Dios. La clave con la que concluyó Lucas su relato sobre la infancia, que cre­ cía en sabiduría y gracia a los ojos de Dios y de los hombres, cris­ taliza aquí en un acontecimiento singular, que le transformó y dio un nuevo sentido a su vida: instaurar el reinado de Dios en medio de la sociedad judía. La apertura constitutiva del hombre a Dios cobra un nuevo significado a partir de la irrupción del bautismo. La idea del Dios-hombre tiene como reverso la del hombre-Dios y, como afirmó Ireneo de Lyon, la gloria del hombre consiste en tener experiencias de Dios. La trascendencia divina, a la que apunta todo el Antiguo Testamento, deja paso a la inmanencia divina, expresa­ da en la irrupción de Dios en el bautismo. Por eso los cristianos vieron en Jesús la plenitud de la relación entre Dios y el hombre, la cima de la humanidad y el puente hacia la divinidad, la mediación por excelencia para encontrarse con Dios. El Dios trascendente se hace inmanente y, paradójicamente, la iniciativa divina no quita protagonismo al ser humano, sino que hace de él más que nunca el agente de la historia. Dios quiere establecer su señorío en la socie­ dad, pero para realizarlo necesita el protagonismo de la persona. Y de ahí surge un Jesús cambiado y renovado, el judío anónimo del pasado deja paso al protagonista de la vida pública que toma la ini­ ciativa y se deja llevar por Dios.

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Podemos asociar la idea de bautismo y renacer, desde el simbo­ lismo de inmersión y ascenso, que simbolizan el final de un modo de existencia y el surgimiento de otra. Su respuesta a la llamada del Bautista, un bautismo de penitencia para perdonar pecados (Me 1,4; Le 3,3) implica que participa de la condición humana, que nadie puede justificarse ante Dios y que él forma parte integral de la humanidad pecadora, con la que es solidario. Nunca se indica que haya en Jesús una actitud diferente de los otros que siguen al Bautista. La llamada a la conversión responde a la condición pecadora de toda persona y Jesús, que fue en todo fiel a Dios, es un hombre que reconoce su indigencia existencial al responder al llamado del Bautista. La inmersión en el agua implica el morir a una forma de vida y resurgir a otra (Rm 6,3-7; 11,36; 13,12-14). Y esto marca al mismo Jesús. Todo queda referido a Dios, saltando la polarización entre lo sagrado y lo profano. Lo que para las perso­ nas religiosas se vio como una profanación de la religión fue para Jesús la consecuencia de su envío. En el bautismo, la experiencia religiosa surge de la vida y se saca del templo, pero sigue sien­ do necesaria la relación con Dios, tiempos, espacios y experien­ cias fuertes que mantengan esa vinculación divina en medio de los acontecimientos. La inmediatez divina se vincula a un proyecto de sentido, porque la salvación se hace presente dentro de la historia. El bautismo de Jesús se constituyó en la base del sacramento cris­ tiano que expresaba la identificación con él. Proclama la identidad de Jesús (Me 1,11 cfr. Is 42,1) y la vincula a la pasión (Me 10,38; Le 12,50). Es el sacramento clave de la Iglesia, junto a la eucaristía, e iba precedido de una larga preparación no sólo doctrinal sino tam­ bién existencial. De ahí el carácter testimonial y liberador que vieron los cristia­ nos en su bautismo. Al comprenderlo como una identificación con el crucificado, se interpretaba como la clave martirial de la vida de todo cristiano, que se expresaba también como un renacer (Jn 3,5-7; 19,34-35). Este carácter de compromiso vinculante se fue perdiendo cuando se generalizó el bautismo de los niños y se puso el acento en la purificación del pecado original, que se interpretó

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como una mancha que había que borrar. Se dio un sentido moral a lo que inicialmente fue un símbolo existencial que expresaba la consagración a Dios, siguiendo las huellas de Jesús. El simbolis­ mo del bautismo está vinculado al mandato final de bautizar en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu (Mt 28,19), que es una cristología tardía, post pascual. Bautizarse lleva a comprometerse y el bautismo genera testigos y seguidores de Jesús. La idea poste­ rior de la vida religiosa como una consagración, e incluso como un segundo bautismo, erosionó todavía más el significado del bautis­ mo de Jesús para la vida cristiana. El nuevo contexto de privatización e individualización le quitó la dimensión social que tenía, tanto en el Bautista como en Jesús. También fue un signo de pertenencia que sustituía la circuncisión y anunciaba lo nuclear del cristianismo, una existencia sacerdotal, que imitaba la de Jesús, contrapuesta al sacerdocio y al culto judío para el perdón de los pecados. En la actualidad, el sacramento de la confirmación intenta recuperar las dimensiones olvidadas del bau­ tismo, luchando contra la concepción mágica que todavía existe. En cuanto compromiso libremente aceptado, el bautismo es don e imperativo, compromete a un plan de vida en seguimiento de Jesús. La importancia que ha cobrado en la religión cristiana, se debe a la interpretación global que se hizo de este acontecimiento como clave para Jesús y para los cristianos, siguiendo las líneas marcadas por San Pablo (Rm 6,3-4). La diferenciación entre un bautismo que confiere el espíritu y el penitencial del Bautista, con­ tribuyó también a resaltar su importancia. 3. Jesús, el hombre del Espíritu Los evangelios vinculan su filiación y la recepción del Espíritu, antes de contar su vida (Me 1,1 cfr.. Me 9,7). La resurrección dejó paso a la donación del Espíritu (Jn 7,39), que tuvo el protagonis­ mo en la Iglesia primitiva, como Jesús la tuvo en la comunidad de discípulos. El credo de la Iglesia católica afirma “que [el Espíritu] ‘procede del Padre y del Hijo”, mientras que la Iglesia ortodoxa

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mantiene que Dios envía al Hijo y el Espíritu, y sólo Dios padre es el principio y origen de ambos. También en la tradición católica se habla del Hijo y del Espíritu como ‘las dos manos del Padre’ (S. Ireneo de Lyon), resaltando que Dios entra en la historia humana mediante Jesucristo y el Espíritu. El ser humano no conoce a Dios y todas las imágenes, conceptos y representaciones que tenemos de él son inadecuadas. Dios no es “personal” como los hombres, aun­ que la forma humana más adecuada de hablar con Dios sea perso­ nal. Jesús muestra cómo hablar con Dios y entender su actuación. Llama Padre a Dios, por ejemplo en el padrenuestro, y se dirige a él personalmente. Pero cuando se habla de la presencia de Dios en el ser humano, los cristianos se refieren a él como Espíritu, con metá­ foras como el viento, la fuerza, la energía, etc. Dios motiva, inspira, clarifica y potencia al ser humano. El Espíritu santo, (la ‘ruah’ hebrea, el 'pneuma' griego o el ‘spiritus' latino) es la fuerza divina, el viento que actúa en la crea­ ción (Gn 1,2) y en la historia, inspirando a profetas y testigos de Dios, que actúan y hablan en función de su experiencia6. Median­ te el espíritu se puede hablar de la maternidad de Dios. Tanto en hebreo como en arameo se expresa con una forma femenina, de tal modo que la revelación del bautismo y el simbolismo de la paloma que desciende sobre Jesús quieren expresar que Dios es un padre maternal, como acontece también en el nacimiento de Jesús. La imagen de paternidad que experimentamos condiciona la que tene­ mos de Dios. Jesús tenía que romper con la estructura patriarcal y masculina de la sociedad judía, y cambiar la imagen paterna. Para ello recurre también al Espíritu y su fecundidad maternal en el ser humano. Y esa actividad, cuya esencia es el amor, que es la fuerza que mueve al mundo, genera un renacer de Jesús y su respuesta a la acción de Dios. La 'santa energía’ divina, en un universo en el que todo es energía, es la que crea y genera orden y sentido en el cosmos y en la historia humana. En el Génesis, Dios crea mediante el espíritu y su palabra; en los evangelios ambos están presentes en Jesús de Nazaret. 6. G. Kjttel , “P n eu m a”: ThW NT V, 357-373; 394-449.

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Al vincular Dios al Espíritu, hablamos de una unción de Jesús y eliminamos la tendencia a que la filiación divina desplace el ser humano de Jesús y que una “esencia” abstracta de lo divino anule lo humano. Lucas es el evangelista que más resalta la importancia de la acción del Espíritu para el mismo Jesús y comienza su evan­ gelio aludiendo a que el Bautista y Jesús tienen la plenitud del Espíritu Santo desde el seno de sus madres (Le 1,15.35) y que cam inarán movidos por el Espíritu (Le 1,17; 2,40-41; 4,1.18). El protagonismo absoluto del Espíritu viene tras la resurrec­ ción. En los Hechos se menciona 70 veces al Espíritu, 37 veces en los dos primeros capítulos, que es la mayor concentración del Nuevo Testamento. Al morir, Cristo entrega el espíritu a Dios, luego vuelve a él en la resurrección y se da a los discí­ pulos, siendo la guía y protagonista de la evolución de la Igle­ sia7. Jesús necesita del Espíritu para relacionarse con Dios y su humanidad transfigurada e impregnada por el Espíritu es la que salva. La actividad creadora y vivificante de Dios fecunda al mismo Jesús, lo potencia, lo capacita para responder a su vocación bautismal. La toma de conciencia filial está vinculada a esa manifestación interior, presente en él desde el inicio de su vida, como afirman Lucas y Mateo, y desde el comienzo de su actividad (Marcos). La vinculación entre Dios y Jesús está mediada por el Espíritu y la filiación divina de Jesús necesita el complemento de la acción del Espíritu para revelar a Dios a los hombres. La filiación crece espiritualmente y se actualiza la presencia divina en lo humano. Hay dos corrientes teológicas, la primera acentúa la presencia del Espíritu en Jesús, de tal modo que es anterior a éste, mientras que la segunda lo presenta como una consecuencia de la resurrec­ ción y exaltación de Cristo, que deja el protagonismo al Espíritu. La primera acentúa la presencia divina en la humanidad de Jesús y la segunda la divinidad de Cristo, atestiguada por el Espíritu, y ambas convergen (2 Co 3,17; Rm 8,9; Ga 4,6). Estas teologías 7. R. B rown , “Diverse Vievvs of the Spirit in the New Testament": Worship 57 (1983), 225-236.

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se complementan y si se prescinde de una de ellas se cae en una pérdida de relevancia de la acción de Jesús, supeditada de forma absoluta al Espíritu, o en un monismo cristológico que desvirtúa el significado del Espíritu como el que inspira al hombre8. Sin la referencia al Espíritu, no se comprende bien quién es Jesús y su evolución personal. El Espíritu juega un papel fundamental en Jesús, ya desde su concepción (Mt 1,18; Le 1,35), y es el referente clave para compren­ der momentos fundamentales de su vida (Me 3,29; 12,36; 13,11), el bautismo (Me 1,8-11 par; Jn 1,32-34)), las tentaciones (Me 1,12) y el inicio de su actividad en Nazaret (Le 4,18-21). Jesús es el ungido por el Espíritu (Hch 4,26-27; 10,37-38), según lo predicho en las Escrituras, que influyó en la lectura e interpretación de los evan­ gelistas sobre su misión (Is 11,2-5; 42,1-4; 61,1-2 cfr, Le 4,17-21). Tiene conciencia de estar inspirado por el Espíritu (Mt 12,28; Le 11,20), actúa con su fuerza (Le 11,19-20) y rechaza a los que blas­ feman contra él (Mt 12,31-32), aconsejando a los discípulos que pidan el Espíritu (Le 11,13; 24,49). Si Jesús es un maestro carismático, con poder de expulsar espíritus, curar enfermos y perdonar pecados, es porque en él reside el Espíritu divino. La revelación de Dios la encontramos en la vida de Jesús, pero la clave de identidad de éste y la comunicación de Dios dependen del Espíritu y la oración es la mediación para actualizarlo. El dis­ cernimiento es parte integrante de su actuación y es fundamental la inspiración del Espíritu. En los evangelios, Jesús tiene el espíritu de Dios para luchar contra el mal (Le 3,21-22; 4,18; 10,21; 11,20), vinculando la llegada del reino y la expulsión de los malos espíritus (Mt 12,28; Le 10,17-18). Lucas resalta la importancia de la oración para las acciones de Jesús (Le 3,21; 5,16; 6,12; 9,16.18.28-29; 10,21; 11,1; 22,17.19.32.41.44; 23,34.46). Es un elemento constante en la 8. W. K asper , “Espíritu, Cristo, Iglesia": Concilium 11 (1974), 30-47; R. H aight , “Defensa de la cristología del E spíritu”: Selecciones Je teología 135 (1975), 175-192; The future of Christology, Londres, 2005, 165-179; Jesús, símbolo de Dios, M adrid, 2007, 469-490 P. S choonenberg , Der Geist, das Wort und der Sohn, Regensburgo, 1992, 49-94.

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vida cotidiana de Jesús, que enseña a sus discípulos a orar a Dios padre (Mt 6,9; Le 11,2; 22,40). La tensión que le genera su propio proyecto necesita ser alimentada en el contacto con Dios. Es una oración que surge de la vida, de la experiencia que se presenta ante Dios y que lleva a lo cotidiano para poner en práctica lo que se ha experimentado y concretado en la relación con El (Jn 17). Lo que realiza el Espíritu en Jesús y luego en sus discípulos constituye la revelación. No hay que teorizar sobre un Dios externo al hombre, que sería inaccesible e irrepresentable por trascendente, ni separar la humanidad de Jesús de la persona del Hijo de Dios, porque esto implicaría desplazar al Espíritu a la vida interna de Dios, en lugar de verlo desde su actualización el Jesús humano9. La referencia al Espíritu es la clave para vincular la cristología ascendente, cómo Cristo va asumiendo la filiación divina, y la descendente, cómo Dios se encarna en la carne humana y habita en ella, guiándola. Y esto, que es válido para todo hombre, tiene su expresión máxima en la vida de Jesús de Nazaret. El cristianismo se basa en un Dios único y personal que se reve­ la mediante Cristo y el Espíritu, pero la cristología, es decir la afir­ mación de la filiación divina de Jesús, no se puede entender sin la pneumatología, la teología del Espíritu. El ansia de Dios y la filia­ ción canalizan la vida de Jesús y le permite no caer en las tentacio­ nes Un Jesús sin Espíritu no puede ser referente para el cristiano, porque se castra la cristología y la imposibilita para ser el modelo de la antropología. La diferencia cualitativa entre lo humano y lo divino se media con la presencia del Dios Espíritu, vinculado a la filiación divina de Jesús. El centro del Nuevo Testamento es Dios, desde el que se comprende y al que se orienta la teología de Cristo y del Espíritu10. En la historia de Jesús encuentra el cristiano el modelo a seguir, que le sirve de referencia para su vida, pero para captar la esencia del dinamismo de Jesús y de su identidad hace falta la experiencia del Espíritu. 9. S. P ikaza, Espíritu de Dios y hondura humana, M adrid, 1999,5-11. 10. K. R ahner , "Theos en el Nuevo Testam ento”: Escritos de teología I, M adrid, 52000, 89-156.

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El don del Espíritu al hombre y a la Iglesia Esto hay que aplicarlo a todo hombre, a pesar de las diferencias en la filiación divina. Jesús es el modelo por antonomasia, siendo la cristología el culmen de la antropología, la meta a la que tiende toda persona. No tenemos más remedio que hablar humanamente de Dios, al que nos referimos en cuanto creador y señor de la his­ toria, y como Espíritu, que desde la interioridad alienta e inspira a la vida humana. Estas dos formas de hablar derivan del misterio y trascendencia divinos, porque Dios no es conceptualizable ni inte­ grable en un sistema de pensamiento. Toda teología es insuficiente e inadecuada para hablar de Dios. Desde la perspectiva cristiana, el Espíritu de Dios habita en los hombres y les enseña la filiación (Rm 8,9-17; Ga 4,6-7), lo mismo que Jesús (Jn 1,12-13.14,23.26; 15,16; 16,25; 17,3.6.21.26). Dios se revela al hombre por medio del Hijo y del Espíritu, y ambos le enseñan a relacionarse con Dios y a conocerlo. El temor de Dios es normal, dada la diferencia cualita­ tiva infinita entre el Absoluto y el hombre finito. La revelación de Jesús estriba en perder miedo a Dios y recibir el espíritu de filia­ ción. Pero esto no se puede alcanzar con una doctrina que habla de la bondad divina. Hay que sensibilizarse a ello, tener vivencias que lo confirmen y que sirvan de alternativas a las dinámicas naturales del hombre que tiene miedo de la divinidad. Una doctrina no puede motivar ni inspirar, hace falta una empatia experiencial, una inhabitación de Dios que transforme la interioridad del ser humano. Hay que aprender a gustar la experiencia divina. En el ser humano hay una búsqueda, muchas veces no reflexio­ nada ni sistematizada, del absoluto, de lo trascendente, de la divini­ dad en sentido amplio. Esta orientación humana, que contrasta con su contingencia y limitación, origina las religiones y las espirituali­ dades. Pero esa búsqueda de Dios desborda a cualquier religión y no se canaliza necesariamente a través de lo religioso. La apertura a la trascendencia divina caracteriza a todo hombre y es la clave que explica el origen de las religiones, pero se puede vivir esa experiencia aunque no se pertenezca a ninguna religión. El cristianismo vincula esa dinámica al Espíritu Santo y a la figura de Jesús, que es el media­

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dor para canalizar el ansia de Dios y el revelador de su paternidad maternal. Nos dirigimos a Dios por Cristo desde la experiencia del Espíritu, que desborda a la misma iglesia y a la religión cristiana. La doble referencia a Cristo y el Espíritu caracteriza al cristianismo como una religión diferenciada de otras y la constituye como una oferta de sentido y salvación. En lugar de afirmar sólo el señorío de Dios, creador y señor de la historia, al que se dirigen las religio­ nes con distintos nombres y representaciones, se subraya la impor­ tancia absoluta de Jesús como mediador histórico para acercarse a Dios y la necesidad de una experiencia divina, la del Espíritu, para interpretar correctamente la vida y obra de Jesús y conocer a Dios. No se trata de un Dios externo que dicte al hombre, que sería mero receptor, sino de un Espíritu que motiva e inspira. El hom­ bre siempre es el agente de la historia, sin ser desplazado por la acción divina. Se puede hablar de un Dios interno, en la línea de San Agustín, que busca a Dios en las raíces de la identidad perso­ nal. La “inhabitación” de Dios en lo humano tiene como preceden­ te a Jesús ungido por el Espíritu. Karl Rahner afirma que toda per­ sona es capaz de tener una experiencia de Dios y que la mística no es el privilegio de unos superdotados11. Incluso se permite hablar de una encamación de Dios en el hombre, en analogía a Jesús. Y desde ahí se puede asumir el humanismo ilustrado, que resalta la fidelidad del hombre a su propia conciencia, en lugar de depender de una norma externa. El discernimiento personal no sólo es la consecuencia de una mayoría de edad del hombre, sino el impe­ rativo que se sigue de la experiencia del Espíritu. La autoridad de la fe sustituye a la fe en las autoridades, porque es una convicción personal, la de Jesús como Hijo revelador de Dios, que se impone y relativiza las autoridades y normas extemas. l l . K . R ahner , "Espiritualidad antigua y actual”: Escritos de teología VI, M adrid 1967, 25. (“La m istagogía es la que habrá de proporcionar la verdadera ‘idea de Dios’ partiendo de la experiencia aceptada de la referencia esencial del hom bre a Dios, la experiencia de que la base del hom bre es el abism o, de que Dios es esencialm ente el Incom prensible, de que su incom prensibilidad, en lugar de dism inuir, aum enta en m edida que se le va conociendo m ejor”); D. C offey , "The Incarnation of the Holy Spirit in C hrist”: Theological Studies 45 (1984), 466-480.

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La vieja doctrina teológica de la “comunicación de idiomas", es decir, que la filiación divina de Jesús inspira e ilumina su huma­ nidad, cambia con la mediación del Espíritu. Él actúa desde la humanidad, avivando el ansia de absoluto y trascendencia que hay en la persona. Dios se comunica desde la interioridad, aunque la plenitud divina no puede ser asumida por ella, por eso se puede hablar de una “cristificación” creciente como clave del progresivo crecimiento cristiano. No todo lo humano es válido, porque hay caminos equivocados para buscar un sentido en la vida, pero Lodo lo cristiano es humano, porque se basa en la experiencia de Jesús y en su forma de vivir. Desde la antropología se ilumina la vida de Jesús, pero su vivencia de Dios es la clave para comprender la acción humana. El Espíritu media entre Dios y el hombre, diviniza al segundo mientras que humaniza el primero. Al crecer en huma­ nidad Jesús (Le 2,52), se capacita para su filiación divina, que le impregna y le orienta cada vez más a Dios y a los otros. Mediante la cristología del Espíritu se puede presentar una filia­ ción divina que no dañe a la plenitud de su condición humana. Por­ que está ungido por el Espíritu, se va abriendo a su filiación divina, que impregna su condición humana. El hombre tiene que seguir los dictados de su conciencia y evaluar hacia dónde le orientan sus deseos, asumiendo el protagonismo en su vida. Su ser en el mundo le obliga también a tener en cuenta su contexto sociocultural, que mediatiza sus conocimientos y deseos. La revelación divina no es externa y ajena a esta experiencia personal v comunitaria, sino que el Espíritu inspira, motiva, clarifica y fortalece para canalizar ade­ cuadamente los deseos e integrar las búsquedas en un proyecto de sentido que cumple el plan de Dios para el hombre. La espirituali­ dad trata de la inhabitación, de la energía espiritual que le orienta y le capacita. Su autonomía es también “teonomía”, Dios actúa en el hombre sin quitarle su protagonismo, porque la irrupción de la gracia no anula la libertad sino que la potencia y obliga al discerni­ miento, que es previo y necesario para la obediencia a Dios. Y esto se clarifica para el cristiano, viendo el papel del Espíritu y la unción de Jesús como el modelo para la antropología cristiana.

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También ocurre lo mismo con la Iglesia. El Espíritu Santo es el Dios protagonista tras la muerte y resurrección de Jesús. Hay que acudir al resucitado para recibir el don del Espíritu (Jn 1,12; 7,3739; 20,21-23) y se acentúa su papel después de la muerte de Jesús (Jn 7,39; 14,16-17; 15,26; 16,12-15; 19,30; 20,22). Pentecostés esce­ nifica el poder de Cristo resucitado y la nueva forma en que Dios se hace presente a los discípulos, una vez que Jesús ha sido resucitado y su humanidad integrada en la vida divina. A la misión del Hijo en el Espíritu (Me 1,10.12) corresponde la de la comunidad (Mt 28,19) y la posterior de la Iglesia, que toma iniciativas que sobrepasan a Jesús, inspirada por el Espíritu (Hch 2,4.18; 8,14-15.39; 10,44-48; 11,15-18; 15,8). Al escribir los evangelios, se parte de esa donación del Espíritu y se retrotrae a la vida de Jesús. El Espíritu santo ya estaba actuando antes de la resurrección, porque estuvo presen­ te en la existencia de Jesús desde el inicio12. La universalidad de Jesús, que desborda el marco judío, está vinculada a la acción de su Espíritu, que dona a la comunidad de discípulos. Hay una unión interior que luego lleva a afirmar la identidad de la acción de Cristo y el Espíritu (2 Co 3,17). Hay una paradoja en la teología católica respecto del Espíritu, el Dios olvidado. Por un lado, la teología ha insistido en la muerte y resurrección de Cristo, como núcleo del cristianismo, con el peli­ gro de dejar en segundo plano la vida de Jesús. Es decir, se deriva la Iglesia de la resurrección e incluso se ha hablado de ella como una prolongación de la encamación del Verbo. Se tiende a realzar la divinidad de Cristo como lo que legitima a la Iglesia. Pero por otro, se ha resaltado la fundación de la Iglesia por Jesús y se ha querido derivar de su vida la estructura ministerial y sacramental de la Iglesia. Esta afirmación se hace a costa del Espíritu, que es el que transforma a la comunidad en iglesia y el que la abre a los paganos. En el primer caso se diluye la referencia a Jesús y su his­ toria, para centrarse en las reflexiones y especulaciones cristianas 12. J. D unn , Christology in the Making, Lonches, 1980, 136-149; Jesús and the Spirit, Filadelfia, 1975; J. V ives , "Jesús el Cristo; ungido con el Espíritu": Iglesia Viva 130-131 (1987), 357-372; A. M ilano , "La pneum atologia del Nuovo Testa­ m ento”: Augustinianum 20 (1980), 429-469.

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sobre la resurrección, en el segundo se margina la acción del Resu­ citado, mediante el Espíritu, para ponerlo todo en un Jesús origen de la Iglesia y de todas sus estructuras y dimensiones. Por un lado, se reconoce que la Iglesia surge de un proceso trinitario, guiado por el Espíritu. Por otro, hay miedo a la creatividad carismática y ministerial de la comunidad y se busca afianzar sus estructuras mediante los apóstoles y éstos se refieren a lo que dijo e hizo Jesús. Hay miedo a afirmar que todas las estructuras eclesiales, los minis­ terios y los sacramentos, son una creación histórica de la Iglesia, inspirada por el Espíritu13. Este doble proceder está al servicio de una mala eclesiología, porque se ha caído en una “jesulogía" que va más allá de su muer­ te y en una cristología sin espíritu. Ha llevado a una concepción de la Iglesia en la que el Espíritu Santo juega un papel marginal o se encauza dentro de las estructuras cristológicas. Se recela de la creatividad carismática y de asumir el protagonismo del Espí­ ritu. Por eso, se limita el papel creativo de éste, que es central en el libro de los Hechos, y se busca subordinarlo a unas estructuras sacramentales y ministeriales que derivarían de Jesús, mediante los apóstoles14. La afirmación del cuarto evangelio sobre que los discípulos harán cosas mayores que Jesús cuando reciban el Espí­ ritu (Jn 14,12-18), queda bloqueada por el miedo a la inspiración libre de este. Tradicionalmente, el catolicismo ha tendido a minusvalorar a Jesús para poner el peso en el Cristo resucitado. En cam­ bio, en lo que concierne a las estructuras eclesiales se desconfía del Cristo glorificado, que da el Espíritu a la Iglesia y se busca fundar la Iglesia y sus estructuras en Jesús. Y esto a pesar de que en los evangelios es Jesús sólo quien tiene el Espíritu y remite a la resu­ rrección para que lo reciban los discípulos. El escaso peso de la espiritualidad, de la dinámica carismática y del profetismo en la iglesia católica, sobre todo en el segundo mile­ nio, se debe a una deficiente cristología y a que el Espíritu Santo se 13. Ju an A. E strada, La iglesia: ¿institución o carisnta?, Salam anca, 1984, 215-236; Del misterio de la iglesia al pueblo de Dios, Salam anca, 1988, 78-84; 120-136. 14. G. H aya, Impulsados por el espíritu, S alam anca, 2011.

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ha convertido en el marginado del catolicismo. Estas carencias han redundado en un empobrecimiento de la representación de Dios, más cercana al monoteísmo judío que a la renovación trinitaria, y han dañado la imagen de Jesús, de Cristo, de la Iglesia y del hom­ bre15. Las escrituras del Nuevo Testamento son palabra de Dios, en cuanto revelan la identidad filial de Jesús, pero son también la obra del Espíritu, que inspira los diversos escritos, que son obra humana. El motiva y capacita a la Iglesia para crear un canon de las escritu­ ras y para constituirse desde ellas. Sin Espíritu no es posible afirmar la filiación divina de Jesús (1 Jn 2,20-23; 4,2-3) ni explicar el paso de la comunidad de discípulos a la Iglesia16. El canon del Nuevo Testa­ mento, los siete sacramentos y la triada ministerial son creaciones eclesiales bajo la inspiración del Espíritu. Esto se ha marginado en la teología del segundo milenio, que incluso cuando hablaba de la gracia la refería a la cristología (“De gratia Christi"; "De gratia Capitis"), omitiendo al Espíritu Santo. Se ha caído en una Cristología objetivada y desvinculada de los hechos de Jesús y en una devalua­ ción del Espíritu, reducido a mera gracia que Cristo transmite. De la misma forma que un Jesús sin Espíritu tiende a ser absor­ bido por una Cristología sin raíces en el Jesús histórico, así tam­ bién la humanidad de la Iglesia tiende a marginarse y fácilmente se cae en una divinización de sus estructuras y representantes cuan­ do se olvida que la Iglesia es una creación del Espíritu y tiene que vivir pendiente de él. No hay que poner al Espíritu al servicio de la Iglesia, sino a la inversa, sin que los testigos (inspirados) ni la comunidad sean desplazados por los ministros y los representantes institucionales. En lugar de hablar de un ministerio instituido por Jesús, sin que se pueda precisar cuándo ocurre eso en los evange­ lios, y anterior a la Iglesia, que sólo existe desde la resurrección, hay que partir de la acción del Espíritu en la comunidad para deri­ 15. Y. CONGAR, “Pneumatologie ou ‘Christom onism e’ dans la tradition latine?", en Ecclesia a Spiritu Sancto edocta (Mélanges G. Philips), Gembloux, 1970, 41-63; J. M. R. T illard, "L'Esprit Saint dans la reflexión theologique contem poraine”, en Credo in Spiritum Sanctum II, Ciudad del Vaticano, 1983, 905-920; G. C olom bo , "Cristomonismo e pneumatologia o Cristocentrism o e Trinitá?”: Theologia 9 (1984), 189-220; Ph. Sherrard, The Greek East and the Latin West, Londres, 1959. 16. Ju an A. E strada , Para comprender cómo surgió la Iglesia, Estella, 1999,63-71.

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var de ahí su estructura sacramental, ministerial y carismática. Lo carismático no se opone a lo institucional, pero el Espíritu está presente en la comunidad y no sólo en las estructuras ministeria­ les, que derivan de la primera. No hay que quedarse en el Espíritu como el garante de la autoridad magisterial, cultual y pastoral de la jerarquía, sino verlo como el alma de la Iglesia que inspira a toda la comunidad e interpela a los mismos ministros. El Espíritu actualiza y recrea la comunidad discipular, instituida por Jesús, y genera una evolución de los discípulos hacia la Iglesia. En lugar de hablar de una fundación de la Iglesia por Jesús hay que referirla a un proceso trinitario. 4. Las tentaciones de Jesús Jesús recibe el Espíritu y su experiencia religiosa es la clave de su dinamismo y de la nueva vida que inicia. Con él comienza su misión y su vocación. Tras contar el bautismo, los evangelistas alu­ den a una estancia en el desierto, con asistencia de los ángeles (Me 1,12-13), en la que fue tentado por el espíritu del mal. La experien­ cia bautismal fue acompañada de un proceso de interiorización, reflexión y maduración, como Pablo de Tarso (Ga 1,15-2,2). Ambos son diferentes, ya que Jesús no pasó de perseguidor a defensor de una nueva causa, ni hay en su bautismo referencias a una conver­ sión moral, aunque respondiera a la llamada penitencial del Bau­ tista. Pero sí se puede hablar de una crisis personal, una reestruc­ turación de su identidad, que dio lugar a una nueva etapa en su devenir. Una experiencia intensa de Dios, como la de Jesús en el Bautismo, en la que se le revela su identidad y su relación con Dios, que necesita ser asimilada, concientizada y profundizada. La contingencia humana y las tentaciones Aludir a las tentaciones implica que tras la experiencia puntual hay un proceso de maduración, de asimilación y de reestructura­ ción personal, por el carácter dinámico de la experiencia. Hablar de una conversión, de un cambio de vida después de una viven­

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cia concreta de Dios, no excluye que la inspiración necesite un proceso de elaboración personal, como le ocurrió a Pablo (Hch 9,8.19.22.26-30). Probablemente, antes de la transformación de la persona hay un proceso interior preparatorio, consciente o no, que luego cristaliza y culmina en lo que llamamos conversión, a la cual sigue otra etapa de asimilación e integración. Cambió la vida de Jesús y el judío anónimo comenzó su vida pública. El bautismo fue el eje vertebral de la nueva dinámica, precedida por su experien­ cia anterior y la del movimiento penitencial del Bautista. La etapa “penitencial” de Jesús con el Bautista es el único dato que ofrecen los evangelistas. Esto lo encontramos en todas las experiencias de cambio y en las vivencias místicas, en las que hay una iluminación o clarificación personal. Le sigue el proceso de asimilación y de maduración de lo experimentado. Hay una inmediatez de Dios, que subyace a “los cielos abier­ tos”, el “descenso” del Espíritu con la voz divina (Me 1,10-11) y los ángeles que le servían (Me 1,13). Las visiones, emociones y el nuevo conocimiento de Dios necesitan asumirse personalmente. Emerge una nueva sensibilidad, que se estructura en la experien­ cia del desierto. Es necesaria una unificación de la personalidad y un nuevo equilibrio para superar las tensiones que genera en el psiquismo humano la vivencia de Dios, tanto en las representacio­ nes conscientes como en las fuerzas inconscientes. Desde la expe­ riencia sobrenatural se reestructura la identidad personal, pero el proceso es muy complejo y hay que atender a las consecuencias que derivan de la experiencia y la interpretación que se hace de ella. Una cosa es la vivencia que se tiene de Dios y otra los efectos que luego se producen, mediatizados por la personalidad que los recibe y el código cultural en el que se integran. El engaño de una vivencia religiosa estriba, entre otras, en la dificultad de distin­ guir la inspiración divina y las proyecciones de la propia subjeti­ vidad. La presencia divina es el núcleo de la mística, mientras que las derivaciones y aplicaciones que se deducen de ella están más abiertas al engaño y dependen más de la personalidad que lo expe­ rimenta y de su contexto cultural. Todos los grandes autores de la

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mística han procurado establecer una demarcación entre lo que se experimenta y las conclusiones que se saca de ella 17. En las narraciones se alude a una experiencia bautismal, a la que sigue un tiempo de prueba, en el que hay que combatir tenta­ ciones que amenazan con pervertir la experiencia vivida. Los evan­ gelios muestran cómo Jesús vive un proceso en el que se articu­ lan tentaciones, que amenazan su experiencia divina, y sus propias reflexiones, fruto del discernimiento personal y de la tradición del Antiguo Testamento. El trasfondo de las tentaciones es la vulnera­ bilidad humana, siendo el pecado el resultado de una opción que aleja de Dios y conduce por un camino destructivo. La tentación está vinculada a los deseos y carencias humanas; a la doble nece­ sidad de seguridad y de libertad; a la tendencia a dejarse arrastrar por la sociedad y el código cultural, a costa de la autenticidad y la autonomía; al anhelo de algo que atrae y que, al mismo tiempo, entra en contradicción con lo que se percibe como bueno o santo. Los evangelios, escritos por seguidores suyos, subrayan, desde el comienzo, que Jesús no pecó y no se desvió de Dios. En cuanto somos hijos de una sociedad en la que hay estructuras de pecado y pecados colectivos, no podemos afirmar la impecabilidad personal sin tener en cuenta a la sociedad. La idea de una independencia individual, que eximiría de la presión interna de la sociedad, es antropológica y sociológicamente inviable. Estamos configurados por la sociedad, troquelados íntimamente por ella, y la dinámica de participación v de imitación, inherente a cualquier ser huma­ no, impide que podamos liberamos de la presión social. En una sociedad en pecado, nadie puede arrogarse estar exento de él, por eso nadie puede plantarse ante Dios. Por eso Jesús alaba al publicano que se relaciona con Dios desde la aceptación de su condición pecadora, en contraste con el que se siente superior a los pecado­ 17. Ignacio de L oyola, Ejercicios Espirituales, Reglas de discreción de espíritus, 4-8 (EE 332-336): discernir el tiem po propio de la consolación del siguiente, en que se discurre con conceptos, juicios y propósitos que ya no son dados por Dios. Tam bién, Cari A lbrecht , Das mystische Erkettiten, M ainz, 1982, 269325; Psychologie des mystischen Bewusstseins, Brem en, 1951; W. J ames , Las variedades de la experiencia religiosa, Barcelona, 1986.

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res (Le 18,14). El miembro de una sociedad pecadora nunca puede presumir de impecabilidad. Jesús inserto en la multitud, que escu­ cha la llamada a la conversión, experimenta la pertenencia a una sociedad de pecadores. Las tentaciones muestran la vulnerabilidad humana, enfrenta­ da a fuerzas contradictorias, que revelan dinámicas y necesidades de su propia personalidad. Somos dependientes de los otros desde el nacimiento y tenemos necesidad de nos protejan, acompañen y quieran. Desde ahí hay que evolucionar hasta la maduración per­ sonal. Jesús transforma los deseos y necesidades humanas, cana­ lizándolos hacia un proyecto de sentido, relacionado con la for­ ma de vincularse con Dios. Para eso hay que dejar que surjan las indigencias y búsquedas, personales y colectivas, que necesitan ser encauzadas. De ahí, la fragilidad y carácter evolutivo de la iden­ tidad, siempre amenazada por opciones y compromisos equivo­ cados. Jesús “fue tentado en todo a semejanza nuestra, fuera del pecado” (Hb 4,15; 2,18) y "está aquejado de flaqueza” y de tribula­ ciones (Hb 5,3; 2,10). Esta debilidad es constitutiva de la persona­ lidad y necesita de experiencias en las que sustentarse, en el marco de su proyecto sobre el reino de Dios. La carta de Santiago recuer­ da que Dios no tienta a nadie, sino que “cada uno es tentado por sus propias concupiscencias, que le atraen y seducen" (St 1,13-14). La tentación forma parte de la estructura humana (St 1,2.12) y es bienaventurado el que la supera. Está vinculada a la inseguridad personal, necesitada de apoyaturas y seguridades, que contrarres­ ten la angustia existencial, generada por la precariedad existencial. Para comprender el significado de las tentaciones tenemos que atender a las complejas contradicciones de la naturaleza humana, tanto desde la perspectiva del código sociocultural al que pertene­ cemos, como desde la forma singular en la que todo hombre busca canalizar sus deseos, alcanzarla autonomía y hacer opciones. Toda vivencia divina se hace en un marco cultural dado y las posibles interpretaciones que se ofrezcan dependen de factores ajenos a la experiencia misma. Las estructuras sociales y el imaginario cul­

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tural mediatizan la interpretación de la vivencia y exigen un dis­ cernimiento personal. Ser tentado y resistir a la tentación es parte de la identidad humana, como posible perversión de la voluntad libre. Jesús es tentado porque sufre los influjos de la sociedad y se somete a ellos. Desde ese estar situado tiene que dar una respuesta a las solicitaciones que son las tentaciones. La cultura impone un "deber ser” que no puede anular la necesidad personal de discernir, evaluar y decidir. Pero el hombre tiene miedo a su libertad y a las exigencias de la autenticidad, y prefiere con frecuencia someterse al código establecido, cultural v religioso. Opta así por la seguridad de la sociedad y se deja llevar por las canalizaciones sociales, a costa de los valores y convicciones que personalizan. La debilidad de la naturaleza humana fue también una prueba para Pablo, que tuvo que asumir su conflictividad apoyándose en una gracia divina con la que tenía que colaborar (2 Co 12,7-10; Ga 4,13). Lo que escandaliza en Jesús es su libertad y autonomía respecto del código religioso y social, de las leyes y de las escrituras sagra­ das, de las autoridades y de las tradiciones. El discernimiento y la reflexión personal testimonian su libertad interior. Propugna un nuevo orden del espíritu y resiste la tentación de encerrarse en los deseos del yo, de refugiarse en las prácticas sociales o en la segu­ ridad del código religioso. Por eso, escandaliza, porque es fiel a sí mismo y a la misión para la que se sabe enviado. En las tenta­ ciones, Jesús percibe el desajuste entre lo que es el hombre y lo que está llamados a ser, entre la falibilidad humana y el ansia de absoluto, entre la llamada interna de Dios y la indeterminación ambigua de los deseos, que lleva a la inadecuación entre lo que queremos y hacemos (Rm 7,15-20), entre el ser y el desear. Nos descubrimos falibles y limitados, pero condenados a la libertad, que va mucho más allá de nuestras necesidades naturales. Tene­ mos que elegir desde la dependencia de los demás y tomar distan­ cia de las exigencias narcisistas de nuestro yo, que son la otra cara de la búsqueda de relaciones. Pecar no es la mera transgresión de una norma, sino la ruptura del yo contra sí mismo, la opción que deshumaniza, porque impide crecer. Hay mal en el acto creador del

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hombre falible que se decide18. El yo apegado a sí mismo, se inca­ pacita para abrirse a los otros, para la reciprocidad, y se cierra a vivir la relación con Dios desde la gratuidad y la generosidad. Esta clausura del yo subyace al pecado en la tradición bíblica, que busca iluminar el porqué de éste y el significado de la tenta­ ción. El relato mítico del paraíso (Gn 3) remite a la angustia existencial del hombre v al deseo de auto-afirmación con el que responde a su precariedad19. La pérdida de la relación con Dios es la otra cara del deseo de auto-divinización. La toma de conciencia de la con­ tingencia genera angustia e inseguridad, agudizadas por la falta de reconocimiento del otro, por el aislamiento y la soledad desde el distanciamiento. El relato bíblico se basa en la confianza en Dios, que al romperse, genera la sensación de un Dios externo y rival, al que apela la serpiente, símbolo del mal. Al alienarse el hombre, Dios deviene amenazante (Gn 3,5), en contrapartida a la afirmación humana, dueña del conocimiento del bien y del mal. Se rompe la relación con Dios y también con el otro (Adán que acusa a Eva) y se radicaliza el desarraigo, porque se ha perdido la confianza en Dios (Gn 3,8-10) y en el otro, al que se culpa. La angustia existencial se basa en la indigencia de ser, en la conciencia de fragilidad y falibi­ lidad, agudizada cuando los otros son rivales. Entonces la libertad se convierte en un peso pesado, la autenticidad en una fuente de conflictos y el discernimiento en una trampa. Porque presupone conocer el bien y el mal, sin confundirlo con lo bueno y malo para mí. Y entonces se cae en la trampa del narcisismo, de la proyección subjetiva de los propios valores. La fe de Jesús le lleva a superar las tentaciones y a proclamar a un Dios de vida que canaliza los deseos del hombre. Para ello tiene que superar las falsas interpretaciones de su vivencia de filiación, desde el saber de su código religioso. Una misma experiencia des­ emboca en un conflicto de teologías, la de Jesús y la del espíritu del mal, al que subyacen dos formas de entender a Dios y a la religión. 18. J. N abert , Ensayo sobre el mal, M adrid, 1997, E. F romm , El miedo a la libertad, Buenos Aires, 2005. 19. E. D rewermann . Heilende Religión. Überwindung der Angst, Friburgo, 2006.

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Lo que se ha experimentado tiene que ser interpretado, ya que la iluminación divina no elimina la tarea humana. Y según como se comprenda esa revelación, así resulta la antropología y la manera de vivir que se propone. La oferta de un Dios amoroso que cuida del hombre y le anima a la acción, depende de la clave de interpretación que se asuma. Hay que 'purificar' la experiencia y darle una orien­ tación, establecer una relación entre el sujeto y la divinidad que le inspira. Esta clave remite a la moción e inspiración en el hombre, a la unción del Espíritu, y a la reflexión crítica, racional y afectiva. La conjunción de ambas lleva a situarse en el mundo, en la sociedad y en la religión, sobre la base de la interpretación asumida20. Jesús tentado por los suyos Jesús experimenta a Dios y recibe el Espíritu desde su fe y cultu­ ra judías. Una clarificación divina, le lleva a transformar la religión y a modificar el código cultural al que pertenece. El evangelista Marcos creó una escena inicial, ser llevado al desierto y ser tentado por el diablo, en paralelo a las tentaciones del desierto de Israel. No explica el contenido de las tentaciones (Me 1,12-13), a diferencia de Mateo y Lucas, porque las describe en la vida pública. En Marcos, las tentaciones se concretan en interpretaciones que le ofrecen sus propios discípulos, en demandas las de las autoridades religiosas y en la solicitud popular, que cambiarían el significado de su mesianismo y su plan de vida. La experiencia del desierto, conducido por el Espíritu, muestra cómo se prolonga el bautismo (Me 1,12: los ángeles le servían), mientras que las tentaciones se prolongan y concretan en su vida pública. Su plan de vida es entregarse a los 20. Desde la perspectiva de Heidegger habría que apuntar a la doble estructura del cuidado y del am or com o determ inantes de la relación del hom bre con los otros y consigo mism o. La m ística apunta a una tercera, orientada hacia la re­ lación con el ser, que se experim enta como una realidad envolvente e im preg­ nante del sujeto. Es una realidad últim a que tiene que ser discernida, evalua­ da reflexivamente. Heidegger opta por un ser apersonal y una herm enéutica cósm ica, aunque, paradójicam ente, lo interpreta con categorías personales tom adas de la m ística cristiana. Cfr., Juan A. E strada, "Crítica a la ontoteologia y criptoteología de Heidegger", en P. P eñalver y J.L. V illacañAS, Razón de Occidente, M adrid, 2010, 137-166.

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otros, lo cual culmina en la cruz, mientras que los discípulos le amonestan para que tome distancia de su mesianismo de servicio. De ahí, la sistematización que ofrece Marcos entre el triple anun­ cio de su pasión y las peleas de sus discípulos que rivalizan por el poder (Me 8,31-33; 9,31-35; 10,32-45). Los discípulos, bajo el lideraz­ go de Pedro, tientan a Jesús, tienen que tomar postura ante su iden­ tidad (Me 8,32.38) y son rechazados como instrumentos de Satanás (Me 8,33). Conocen la personalidad oculta de Jesús en su transfigu­ ración (Me 9,2-13), ante la que reaccionan desde una perspectiva triunfal, la de permanecer con el Jesús glorificado (Me 9,5). Hay un contraste con Jesús, el cual reitera su futura persecución (Me 9,9.1213) y constata la poca fe de los discípulos (Me 9,19). Esta misma escena se repite cuando Jesús predice de nuevo su pasión y muerte (Me 10,32-34) y ellos responden peleándose por ocupar un puesto en su gloria (Me 10,37). El claro contraste entre Jesús que va a la cruz y unos discípulos que no le entienden, y cuando le compren­ den lo rechazan, se debe a que se han dejado seducir por el mal y se han convertido en tentadores. Es la paradoja de un discipulado que tienta a Jesús, como la Iglesia cuando busca el poder, el prestigio y el dinero, traicionando a Jesús21. Lo religioso no sólo es una media­ ción para encontrarse con Dios, sino también un lugar de tentación. Marcos contrapone el mesianismo del servicio, que culmina en la cruz, y las apetencias del prestigio. Jesús se aferra a la palabra de Dios para resistir a la tentación, protagonizada por las autoridades que “le tientan” (Me 10,12; 12,13-15; 14,38) y que “para ponerlo a prueba le pidieron una señal que viniera del cielo” (Me 8,11-12). Está en lucha constante con el espíritu del mal (Me 3,23-30) y con los demonios que revelan su identidad oculta (Me 1,23-28; 5,6-8; 9,17-29), para desviarle de su servicio. Siempre se silencia el tes­ timonio de filiación divina de los demonios (Me 3,11) porque son “epifanías demoníacas”. Buscan desviar a Jesús a un mesianismo de poder y prodigios, que haría de él un superhombre, en lugar de asumir su plena condición humana, con todas las limitaciones 21. H. U. von B altasar, “Casta Meretriz”: Ensayos teológicos II, Madrid, 1964, 239354.

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que conlleva. El "secreto mesiánico de Marcos” busca preservar su misión de las intromisiones de las autoridades y de las apetencias religiosas del pueblo (Me 11,8-10; Jn 6,26). Los “demonios” utilizan la búsqueda de Dios para pervertir su proyecto. Dios es objeto del deseo y Jesús canaliza esa ansia hacia el compromiso con los más pobres y marginados. La divinidad que proclaman los malos espíri­ tus es idolátrica, porque cerraría a Jesús en sí mismo, en un mesianismo narcisista. Dios se escapa de proyecciones egocéntricas que quieren utilizar a Dios en lugar de servirlo en los demás. La insistencia evangélica en el título de “Hijo del hombre”, que casi es una exclusiva de los evangelios (66 citas), tiene un trasfon­ do mesiánico y escatológico (Dan 7,2-14), pero puede interpretar­ se también como una reafirmación de su condición humana, en contra de los que recurren a su filiación divina para que evada las pruebas y dificultades inherentes a cualquier persona. La expecta­ tiva de un profeta escatológico, como Elias en la tradición judía, estaba bien asentada en su época, y pudo fusionarse con los textos sobre el futuro Hijo del hombre del tiempo final. Jesús se opone al endiosamiento, a la auto-justificación de sí mismo, que llevaría a una economía de intercambio con Dios, en lugar de la del don. De hecho, Jesús contrapuso el título de Hijo del hombre a la afirma­ ción triunfalista mesiánica (Me 8,29-33; 14,61-62), redimensionando así, sin negarla, la expectativa sobre la llegada final del reino de Dios, ya presente germinalmente22. Las Escrituras del Nuevo Testamento resaltan su fidelidad, viviendo los mismos procesos que los demás. La condición huma­ na es universal y Jesús fue en todo igual, sintió la tentación y la ambigüedad de la vida, teniendo que discernir v optar. Esa conflictividad es constitutiva del hombre y explica por qué la llamada a la conversión es la otra cara de la fragilidad, porque nunca estamos ciertos de hasta dónde hemos cedido a la tentación. Jesús no se excluye de esto, al participar con los demás de la complejidad de lo humano y responder al llamamiento del bautismo. Si no experi­ 22. G. T heissen y A. M erz , El Jesús histórico, Salam anca, 1989, 592-604; G. Ver­ mes, Jesús el judío, Barcelona, 1977.

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mentara los mismos problemas que el resto de las personas, dejaría de ser un modelo válido para los demás. Una filiación divina que hiciera de él un ser sin tentaciones imposibilitaría la afirmación de que fue un hombre verdadero. Por eso, Jesús nunca proclama su santidad y cuando la afirman los demonios, los manda callar (Me l,24-25)23. Marcos está lejos de la idealización posterior y de la apologética que la motiva, bus­ cando armonizar su humanidad con su filiación divina. Cuando se le llama “maestro bueno” rechaza esa calificación, recalcando que sólo compete a Dios (Me 10,18), como también sólo él puede deci­ dir el puesto de cada uno en su reino (Me 10,40). Por eso prohíbe a sus discípulos llamar a nadie padre o maestro (Mt 23,8-10). Cuan­ do es tentado tiene que probar su fe y su fidelidad a Dios, en la que se cumple la afirmación lucana sobre su crecimiento en gracia. Lo mismo ocurre cuando se le piden prodigios y milagros, que mues­ tren su poder, que son otra forma de tentación (Me 8,11). Jesús proclama la soberanía de Dios (Me 12,28-29), para, a continuación, preguntar por el significado del Salmo 110, en el que Dios escoge al mesías y lo pone a su derecha (Me 12,36), combinando el señorío divino y el servicio del mesías. Una forma solapada de las tentaciones es la búsqueda de la evangelización desde el poder. Es lo que subyace a la tentación de los discípulos y lo que se repite abundantemente en la Iglesia. Se crean instituciones fuertes que exigen muchos medios para desde la excelencia evangelizar. Es lo que subyace a tantas instituciones de elite de religiosos, que buscan educar a la minoría dirigente para así evangelizar a la sociedad. Esta dinámica tenía cierta lógica en la época del siglo XVI, en la que eran los príncipes los que deter­ minaban la religión de los súbditos (“Cuius regio, eius religio”). Hoy la situación es distinta pero también subsiste la necesidad de usar medios costosos con vistas a una buena formación, para des­ de ahí evangelizar. El problema se plantea desde la perspectiva de las tentaciones. El uso del dinero, del prestigio y del poder aca­ 23. G. T heissen , "Le Jésus historique et le kérvgm e”, en De Jésus á Jésus-Christ, París, 2010,217-224.

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ba volviéndose contra los que lo utilizan, que frecuentemente son presa de ellos. No somos indiferentes a las cosas y la relación con ellas influye en el hombre. El problema no está en las cosas sino en su uso, pero hay una dinámica diabólica por la que el poder acaba apedreándose de los que lo tienen y los corrompe. Entonces, se da la tentación en la que cayeron los discípulos, que buscaban evangelizar desde el triunfo. Por eso, la tentación del poder es más peligrosa para la Iglesia que las persecuciones. Y esto no es sólo un problema institucional y colectivo, sino personal e individual24. El contenido de las tres tentaciones Si la comunicación del bautismo le abrió un nuevo horizonte misional, las tentaciones le revelaron la indigencia radical del hom­ bre y la necesidad de la gracia, de la que no se excluye su huma­ nidad tentada. Mateo y Lucas dieron contenido objetivo a las ten­ taciones del desierto, y establecieron las claves interpretativas que desplegaron durante su vida pública. A diferencia de Marcos no explican sus tentaciones desde su vida pública, sino que las ponen al comienzo, como claves de lo que luego cuentan. Actúan como los directores cine que antes de contar la película ponen las esce­ nas que sirven para entender lo que luego se cuenta. Si captamos el núcleo de las tentaciones en la versión de Mateo y Lucas, tenemos un hilo conductor del desarrollo de su vida pública. El desierto es un escenario simbólico y el trasfondo que utilizan es bíblico, los cuarenta días en que Moisés trató con Dios (Ex 24,18; 34,28; Dt 9,918). También se basan en el relato de los cuarenta años de Israel en el desierto (Dt 8,2) y en la figura de Elias, fortalecido por el pan de los ángeles (1 Re 19,8), que es un personaje bíblico que sirvió a los cristianos para hablar de acontecimientos de Jesús. Las tentaciones del desierto responden a necesidades honda­ mente experimentadas por toda persona: el hambre, que simboliza la condición oral, las necesidades materiales, que generan violen­ cia (Mt 4,4; Le 4,3-4). Hay en el ser humano indigencia, desde las 24. Juan A. E strad a, Religiosos en lina sociedad secularizada , M adrid, 2008,242-250.

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carencias físicas a las espirituales, que aprovecha el espíritu del mal para proponerle milagros y prodigios. Se busca a un Dios mila­ groso, que supere la miseria humana. La concupiscencia del tener genera orgullo y desvía de Dios (1 Jn 2,16). Cada ser humano está marcado por la experiencia del mal, que se traduce en necesida­ des irresueltas, en la lucha por la supervivencia desde la búsqueda de alimentos. De ahí, el simbolismo de la comida (Jn 6,27.33.36) y de la sed (Jn 7,37), que Jesús utiliza para expresar el ansia de Dios (Jn 4,34), inherente a la persona. Todo hombre tiene hambre y sed, necesidades materiales, que son primeras y fundamentales, pero también otras, enraizadas en la búsqueda de sentido, hambre y sed de justicia (Mt 5,6). Una absolutización de los bienes materia­ les, más allá de las necesidades básicas, hace que se conviertan en una causa de alienación humana, en lugar de generar plenitud. La opción de Jesús por los pobres es clara en los evangelios, también su denuncia el afán de acumulación y el lujo material, que con­ trasta con la indigencia de los otros. El hambre puede canalizarse de formas diversas, responde a una necesidad y puede ser trampa para comportamientos alienantes. Cuanto más inseguridad perso­ nal tenemos más necesidad tenemos de poseer cosas y más miedo a reconocer nuestra vulnerabilidad y necesidad. Dejarse llevar por esto lleva a una cultura del tener y a una confianza ficticia contra la que lucha el mismo Jesús (Mt 6,19-21; Le 12,15-20). Por eso resiste a la tentación poniendo su confianza en Dios (Mt 4,4; Le 4,4). A esto se añade, la segunda tentación, el anhelo de prestigio, con­ trapartida a las carencias que sentimos de valoración por parte de los otros (Mt, 4-5-7; Le 4,9-12). El reconocimiento del otro, saberse valorado y estimado por los demás es determinante para la vida. Dependemos de los otros y en la medida en que nos sentimos apre­ ciados podemos sentir auto-estima y proclamar nuestra dignidad. El problema está en absolutizar esa necesidad interpersonal, que lleva a la búsqueda incesante de prestigios y de honores, a ser tentado por una entrada triunfal en la plaza del templo. Cuanto menos seguri­ dad hay en uno mismo, mayor es la necesidad de honores y más se depende de la alabanza ajena. La personalidad propia se constituye

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desde la relación personal con los otros, para que haya un yo hacen falta los “túes”, y nadie puede aislarse de la opinión de los demás, que forman parte de la que tenemos de nosotros mismos. Pero esta dinámica es también una trampa, que lleva a la inautenticidad v a la hipocresía, al aparentar más que al ser, a representar papeles socia­ les y asumir formas de conducta que generan aplauso social a costa de las propias convicciones. Cuando el espíritu del mal tienta a Jesús con un descenso triunfal, está apuntando a un trazo fundamental del comportamiento humano. Y esta aparición espectacular le ale­ jaría de la horizontalidad con los otros, llevaría consigo la asimetría de sentirse superior, admirado y respetado, a costa de la igualdad y fraternidad que buscaba para su comunidad de discípulos. El pres­ tigio desviaría su mesianismo v lo llevaría a una forma de compor­ tamiento acorde con las proyecciones narcisistas del hombre, que quiere ser más que los demás, que se le envidie. La Iglesia y sus representantes han caído frecuentemente en esa tentación, simbolizada por la triple tiara imperial con la que los papas imitaron al César de Roma, en nombre de una presunta donación de Constantino. Gregorio XVI (1831-1846) ennobleció al clero y dispensó una gran cantidad de títulos nobiliarios, pensando que el prestigio aumentaba la irradiación de la Iglesia. Muchos de los títulos y honores eclesiásticos que hoy proliferan en la iglesia católica provienen de ese planteamiento decimonónico, que actua­ lizó muchas conductas anteriores25. Pero ese prestigio que atrae a 25. Gregorio XVI, "para im pulsar a todos en la practica de la virtud y en el deseo de la religión, gustosam ente solemos conceder títulos de nobleza" (AG I, 133). De ahí la proliferación de vestim entas lujosas e insignias a los clérigos, para que "el honor y la pom pa ante los hom bres lleven a la práctica de la virtud”. Cfr., J.M. C astillo, “Gregorio XVI y la nobleza", en Miscelánea Augusto Segovia, G rana­ da, 1986, 285-302. Pió XI quería darle a los obispos el mism o honor que Mussolini a sus prefectos con el título de "excelencia” en 1931. Cfr., Y. C ongar, Pour une église servante et pauvre, París, 1963, 119; 127. En una línea opuesta está el papa Pablo VI (Alocución del 6-12-1965): "¿Quién no ve que (...) las insignias del obispo eran de superioridad, de exterioridad, de honor y a veces de privile­ gio, arbitrio y suntuosidad? Entonces tales insignias no provocaban escándalo; m ás aún, al pueblo le gustaba m irar a su obispo adornado de grandeza, poder, fastuosidad y m ajestad. Pero hoy no es así y no debe ser así. El pueblo, lejos de adm irarse, se maravilla y escandaliza si el obispo aparece revestido con sober­ bios distintivos anacrónicos de su dignidad” (Ecclesia 1277 (1966), 13).

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los hombres aleja de Dios (Hch 14,14-18). Jesús no sólo rechaza esa tentación, sino que llama a abajarse y ponerse al servicio de los demás, como corresponde al plan divino. Los honores debilitan, en lugar de fortalecer. Las adulaciones y halagos llevan al endiosa­ miento por falsa conciencia y lejanía de la realidad. Ambas tenta­ ciones, el afán de riquezas y de honores, gradualmente, llevan a la tercera tentación, la del poder. El ansia de poder, el ser más que los demás, es una de las formas que asume el endiosamiento (Mt 4,8-9; Le 4,5-8). Jesús no usa la dimensión religiosa para ponerse por encima de los otros, porque no busca la asimetría del poder, sino el servicio a la fraternidad v la conciencia de igualdad. La fascinación por el poder es especialmen­ te peligrosa en las personalidades religiosas, porque mandan en las conciencias en nombre de Dios. En lugar de buscar la voluntad divi­ na, pidiéndola en la oración y escuchando a los otros, se identifica a Dios con la voluntad propia, con lo que se concluye en la idolatría del yo. Se confunde a Dios con la representación que la persona se hace de él y se le subordina a los propios deseos e intereses. Una forma solapada de esta tentación es la proclamación del servicio, al mismo tiempo que se ejerce el dominio sobre los demás. Es típica de las autoridades seculares y de las religiosas, que se presentan como senadores de las comunidades (como ministros) pero adop­ tan actitudes y prácticas de dominio, que Jesús rechaza taxativa­ mente (Mt 20,25-26). El afán de sobresalir y la vanagloria esconde muchas veces una conciencia de inferioridad que se compensa con lo contrarío. Por eso, el poder necesita ser adulado y constantemen­ te reconocido, además de exigir una atención permanente para que no surjan rivales que lo pretendan. El que se siente inferior busca hacerse valer v llamar la atención, identicándose con los que tienen poder. Es una dinámica típica del “carrierismo” eclesiástico, políti­ co y profesional. Jesús se distancia de esta dinámica y busca que los discípulos le imiten en su actitud de servicio a los demás. Sólo la renuncia al poder puede hacer posible la fraternidad. Nietzsche hizo de la voluntad de poder el eje de su concepción antropológica, en clara contraposición al mandamiento del amor

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de Jesús. Según Adler esa voluntad de poder esconde un comple­ jo de inferioridad y es una neurosis que tiene raíces infantiles26. Nietzsche no escondió nunca su afán de ser Dios27, su necesidad de sentirse superior y su menosprecio de los débiles. La tentación de ser como Dios está conectada al poder y la imagen más popu­ lar de la divinidad es la omnipotencia. La pugna por ser más que los demás lleva a una polarización extrema entre el superior y el inferior, el fuerte y el débil, lo masculino y lo femenino, que aca­ ba alejando de la realidad. Nietzsche la aplicaba también al sacer­ dote como “padre de Occidente", ya que era el dominador de las conciencias, aunque él mismo se sometía al dominio divino, visto como la imposición de un Dios omnipotente. El poder es la tenta­ ción que culmina las anteriores28, aunque la erótica del poder, del prestigio y del dinero están vinculadas. Es la tentación con la que tiene que enfrentarse Jesús en la cruz, cuando las autoridades y los soldados se mofan del rey de los judíos y le reclaman que triunfal­ mente descienda de la cruz, para confirmar su mesianismo (Me 15,29-32; Mt 27,39-44; Le 23,35-38). Jesús replica a la tentación proclamando que sólo hay que adorar a Dios. Dostoievski captó bien las tentaciones en el relato del Gran Inqui­ sidor, al que muestra como el representante de una Jerarquía que se diviniza y ofrece seguridad a los fieles, a cambio de la obediencia y el sometimiento. La libertad es una carga pesada, que el hombre no quiere, por eso hay que corregir la plana a Jesús y sacrificarla para alcanzar la seguridad religiosa. Cuando la relación de fe, gratuita y amorosa, se suple por una de temor, surge la obediencia idolátrica a la autoridad, religiosa o secular, v con ella la pastoral del terror que alimenta los sentimientos de culpabilidad. Entonces, la imagen de Dios se opone al crecimiento humano, porque exige una obediencia que despersonaliza, aumenta el aislamiento del individuo y renuncia 26. A. Adler, Psicología del indidivuo, Buenos Aires, 21961, 28-38; 59-75 27. "M ejor ningún Dios, m ejor construirse cada uno su destino a su m anera, m e­ jo r ser un necio, m ejor ser Dios m ism o” (F. Nietzsche, Así habló Zaratustra, M adrid, 1972, 351; 394. 28. San Ignacio com enta las tentaciones desde una graduación. Lo prim ero es la codicia de riquezas, lo segundo la búsqueda del honor, lo tercero la soberbia. Y desde ahí vienen todos los dem ás pecados (EE 142).

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al propio juicio para alienarse en el colectivo. El miedo y no el amor da sentido a la existencia y la religión “canibaliza”, exigiendo el sacri­ ficio propio y de los otros. Es lo contrario al significado de la vida de Jesús, volcada para que todos vivan, crezcan y recuperen la confian­ za en el Dios que salva. La base común de las tentaciones es instrumentalizar a Dios, usarlo en lugar de servirlo y alabarlo. La religión está cercana a la magia cuando busca a Dios para que satisfaga las necesidades humanas. No se busca la mayor gloria de Dios, sino que éste se ponga al servicio de los deseos del orante. Y ésta es la tentación diabólica, apelar a las necesidades de Jesús para que ponga a Dios a su servicio. Entonces, se produce la graduación progresiva de la tentación, del tener al valer, y de ambos al ser más que los demás. Es lo que subvace también a la crítica paulina de la ley, que ve en su cumplimiento un intento chantajista de exigir a Dios. Las tres tentaciones llevan a una forma de vida hipócrita, de pura aparien­ cia y lejanía de la realidad (Mt 4,1-11; Le 4,1-13). La vida pública de Jesús atestigua esas tentaciones. No utiliza su "influencia con Dios” para conseguir beneficios personales, ni reclama interven­ ciones extraordinarias para su misión, como le ocurrió a Israel en el desierto (Ex 16,1-14). Jesús no está exento del conflicto personal. La diferencia está en que se vincula a Dios y encuentra ahí el senti­ do que orienta su elección, resistiendo al mal. Jesús amonesta a que no se nos ponga en tentación (Mt 6,13; Le 11,4) y Mateo le añade el "líbranos del mal”. Hay que buscar el mal en la propia interioridad, en lugar de proyectarlo en los otros. Pero el sentido de la vida no se alcanza por mera introspección, sino que pasa por la relación con los otros. Al aceptar que los nece­ sitamos para vivir con sentido, abrimos espacio al deseentramiento del yo, para recuperarlo enriquecido, al compartir lo que somos y tenemos. La mediación del otro es el camino más corto para llegar a Dios. De ahí, el simbolismo de morir a sí mismo (Mt 16,24; Jn 12,24-25), para reencontrarse en plenitud. Al darse a los otros, el yo no se empobrece, sino que crece en plenitud. La generosidad es un signo de la persona que ha aprendido a darse, en contra de las ten­

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taciones que repliegan sobre sí mismo (Mt 5,38-42). La vida públi­ ca de Jesús muestra el camino de realización personal como una pro-existencia, una forma de vida volcada en los otros, que conver­ gen con la entrega a Dios. Es la dinámica opuesta a las tentaciones. 5. Cómo fue cambiando Jesús No tenemos acceso a la conciencia de Jesús, no hay afirmacio­ nes sobre su identidad en los sinópticos, ni sabemos en qué cam­ bió y qué es lo que siempre mantuvo. Sólo indirectamente, a partir de sus hechos y palabras (Mt 11,27; Jn 5,17; 11,41-42), podemos conocer algo sobre lo que pensaba de sí mismo, aunque no es posi­ ble separar su conciencia de sí y la que tenían de él los evangelis­ tas. Sus referencias personales se centran en el reino de Dios más que en sí mismo (Me 3,27; Le 11,19-20). Hay un contraste entre las explícitas confesiones de fe de las narraciones evangélicas y la reserva de Jesús sobre sí mismo. En parte se debe a que el proble­ ma central no era clarificar su identidad, sino invitar al proyecto de construir el reino de Dios en la sociedad. La referencia a la paternidad divina (Me 13,32; 14,36; Mt 11,27; 26,39.42), expresa una relación especial con él, así como la distin­ ción juanea entre su padre y el de sus discípulos (Jn 20,17). En los evangelios, le llama “Padre” 170 veces, en contraste con la rareza del término en el judaismo de su época. El uso de ese apelativo en la oración parece ser propio de Jesús, pero es más discutida su traducción como “papá, papaíto”29. El judaismo es muy reservado al hablar de la paternidad divina, velando siempre por su trascen­ dencia, que impedía incluso nombrar a Dios. Es hijo de Dios de forma plena y diferente de sus discípulos, a los cuales descubre que también ellos son hijos de Dios y pueden llamarle padre (Jn 1,12; 29. Cfr., H. M erklein , Jesu Botschaft von der Gottesherrschaft, Stuttgart, 1983, 84; J. J eremías , Abba y el mensaje central del Nuevo Testamento, Salam anca, 1981,70; J. B arr , "Abba isn’t Daddv”: Journal o f theological Studies 39 (1988) 28-^47. También, E. S chillebeeckx , Jesús, M adrid, 1981, 232-246; J.I. G onzá ­ lez F aus , Jja humanidad nueva I, M adrid, 1974, 114-123; Acceso a Jesús, Sala­ m anca, 1979, 44-58; W. K asper , Jesús, el Cristo, Salam anca, 1976, 122-138.

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Rm 8,15; Ga 4,6). El significado concreto de ser hijo, culmina con la experiencia de la resurrección (Rm 1,4), y evoluciona durante su vida terrena. La resurrección tuvo consecuencias para el mismo Jesús, no sólo para los discípulos que reflexionaron sobre su iden­ tidad a partir de ella. Se sabe hijo, pero está sometido a un proceso de aprendizaje personal, ya que la paternidad y la filiación se viven de forma diferente en las distintas etapas de la vida humana. Hay una toma de conciencia progresiva de su identidad humana y de su filiación divina, que no excluye nuevas formas de compren­ der la presencia de Dios en su vida. No esconde su ignorancia sobre la intervención última y definitiva de Dios (Me 13,32), pero confía en Él cuando se sabe abocado a la pasión. La creencia en la inter­ vención última de Dios se mantuvo hasta su muerte (Me 1,15; 9,1; 13,28-30; Mt 10,23). El saber filial no quita ponerse en las manos de Dios y estar abierto a las lecciones de la vida para cumplir su misión. Conjuga la conciencia de su pertenencia judía, de su envío (mesiánico) y de su radical filiación. La teología se ha interesado por la comprensión que tiene de sí mismo y por cómo compaginó su filiación divina v su condición humana, sin que podamos tener datos fiables acerca de sus interrogantes y convicciones30. La auto­ ridad con la que interpreta la Escritura v a los grandes personajes bíblicos, se basa en esta conciencia de sí. Pero su relación con Dios está abierta al progreso, a etapas de conciencia, y está condicio­ nada por su contexto. Lo que los demás afirman acerca de él, así como sus reacciones, foiman parte de su conciencia personal (Me 8,27; 6,67), ya que nadie puede aislarse de la opinión de los otros. Dependemos en buena parte de los demás. Por eso, Jesús evolu­ ciona influido por el comportamiento de sus discípulos y tiene que luchar contra la incomprensión que tienen de su misión y la ambi­ güedad con la que lo ven como maestro. 30. K. R ahner y W. T hüssing , Cristología, M adrid, 1975, 31-39; R.E. B rown , / bsms God and Man, Milwaukee, 1967, 38-68; "Did Jesús know he was God?”: Biblical Theology Bulletin 15 (1985), 74-79; R. K ereszty , "Psychological Subject and Consciousness in Christ”: Communio 11 (1984), 258-277; J. G uillet , Jé­ sus devant sa vie et sa morte, París, 1971 \ Jésus Christ dans nótre monde, París, 1974, 29-38

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La inmediatez con Dios, revelada en la experiencia mística, es conciencia de intimidad y de vinculación, tiende a la fusión y a la unidad, sin que haya una conciencia objetiva y mucho menos plena. El misterio divino se escapa a cualquier representación o intuición humana, por eso el Maestro Eckhart le pide a Dios que le libere de Dios, es decir, de nuestras concepciones y representa­ ciones. Es lo que también subyace al simbolismo de la desnudez, del despojo y a la doctrina mística de las nadas en San Juan de la Cruz. Hay que abrirse a una alteridad absoluta, la divina, que relativiza, cuando no niega, todas las concepciones sobre Dios. Por eso Jesús lee creativamente las mismas Escrituras hebreas y en ellas adquiere conciencia de su propia identidad relacional. Es un cono­ cimiento no reflexivo ni temático, ya que Dios no puede ser objeto de la conciencia. Hay crecimiento si la persona se abre a la presen­ cia divina, que es inmediata y le trasciende, y le lleva a superar sus percepciones de la divinidad. Si lo aplicamos a la experiencia de Jesús podemos afirmar su crecimiento en conocimiento y gracia, su creciente intimidad y profundidad al sentirse hijo. Como afirma K. Rahner31, la humani­ dad de Jesús se abre a un proceso de divinización, en la que avan­ za hacia su plenitud, inacabada hasta la muerte. Su alteridad y su unidad con Dios crecen en proporción directa. Paradójicamente, la mayor dependencia de Dios es la que implica su creciente autono­ mía, desde la que su vida es palabra de Dios. La fidelidad de Dios al hombre es permanente y alcanza su plenitud en la conciencia subjetiva de Jesús. La relación entre lo divino y lo humano es tam­ bién cambiante, porque respeta las leyes de la evolución de la per­ sonalidad y de la historia. Y Jesús se realiza cuando se entrega cada vez más a Dios y a los demás, hasta integrarse plena y totalmente en El. Los discípulos van captando el progresivo dinamismo de la impregnación divina de su humanidad, con episodios como el de la 31. K. R ahner , "Jesús Christus", en LThK, Friburgo, 1960, 953-961; "Problem as actuales de Cristología”: Escritos de teología I, M adrid, “2000, 157-206; "Para la teología de la encam ación”: Escritos de teología IV, M adrid, 42002, 131-148; “Ponderaciones dogm áticas sobre el saber de Cristo y su conciencia de sí m is­ m o”: Escritos teológicos V, M adrid, 1964, 221-243.

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transfiguración, que apuntan a la irradiación de Dios (Me 9,7.13). En la profundidad de lo humano aparece lo divino y la libertad de Jesús manifiesta a Dios. Por eso, su vida es fundamental para las afirmaciones cristológicas posteriores, que no pueden centrar­ se en el binomio de muerte y resurrección, a costa de lo anterior. La tradición cristiana vio ahí el modelo de la unión con Dios. Lo que Jesús vivió de forma singular es el don que ofrece a todos (Jn 17,11.17.22.26). No es posible conocer la dinámica íntima de Jesús. Pero su aper­ tura a Dios tuvo que sufrir el test de las pruebas a las que se vio sometido (Me 10,38-39; 14,36-38; Jn 15,31). El trato con la gente le cambió y le obligó a revisar sus planteamientos y a corregir las Escrituras (Mt 5,21-22.27-28.31-32.33-34.38-39.43-44). Jesús tuvo que aprender del libro de la vida, buscando en ella la voluntad divi­ na. Esta percepción subyace a los signos de los tiempos v a buscar en ellos a Dios (Me 8,11-12; Mt 11,5-6; 16,3-4), como ha propuesto el Concilio Vaticano II (GS 4). O encontramos a Dios en los acon­ tecimientos de la vida o se nos escapa, y Jesús vincula a Dios a la vida cotidiana. Por eso puede ser un motivo de inspiración para hoy en la búsqueda de respuestas para la nueva situación cultural. El no saber de Jesús, su capacidad de evolución sirven de inspi­ ración para una época de incertidumbre, de pérdida de identidad y de crisis de sentido. De la misma forma que Jesús, también el cristiano de hoy tiene que abrirse a un cambio de sus imágenes y conceptos de Dios. Una nueva hermenéutica puede derivar de una re-lectura actualizada de su forma de proceder, que sugiere nuevas perspectivas y aplicaciones diferentes para responder a los retos del tercer milenio. La tradición también evoluciona con la historia y hay que combatir el integrismo religioso y el fundamentalismo bíblico, siguiendo el ejemplo de Jesús respecto de los rabinos y autoridades religiosas. El crecimiento humano es un proceso basado en la experiencia. Jesús encontró su propio camino tomando distancia del código cultural judío y de su imaginario religioso. Ni podía prescindir de su identidad judía, de la continuidad con su historia y tradicio­

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nes, ni escondió su ruptura con tradiciones arraigadas32. Tuvo las expectativas normales de un judío, pero las revisó ante el compor­ tamiento de su pueblo y autoridades. Como instaurador del Rei­ nado de Dios, buscó la restauración mesiánica de Israel, no rom­ per con ella. No quiso fundar una iglesia aparte del judaismo, sino cambiarlo. La Iglesia surgió del Israel que se abrió a su mensaje, porque la mayoría del pueblo siguió a sus dirigentes en el rechazo de Jesús. En tomo a él se formó una comunidad de discípulos y de ahí surgió la Iglesia, pero su intención primera estuvo marcada por el mensaje a Israel y limitó su misión a los judíos (Me 7,24-29; 12,6; Mt 10,5-6; 15,24; Le 4,18; Rm 15,8). Él mismo se identificó des­ de la continuidad con los profetas (Me 6,4; 8,28 par; Mt 23,34; Le 4,24-27; Hch 3,22-23; 7,37) y mantuvo la diferencia entre su pueblo («laós») y los otros pueblos («ethné»). Siguió la tradición del pue­ blo elegido, sin romper con ella, aunque la reformó. Los pasajes que subrayan el carácter judío de su misión tienen base histórica y van en dirección contraria a la posterior misión a los paganos. Reflejan el punto de partida de Jesús, hijo de un pueblo, una reli­ gión y una familia que le ubicaba en una tradición de sentido. Su particularismo judío inicial, se equilibraba con el intento de abrir a Israel a un Dios universal, en la línea de la tradición profética. Luego Pablo repetirá el mismo proceso y como Jesús relativizará la pertenencia al judaismo para abrirse a las expectativas de los otros pueblos. Esta dinámica universalista supuso cuestionar el absolutismo religioso judío y sus pretensiones33. Siendo profun­ damente judío, la vida y mensaje de Jesús cobraron un perfil cada vez más universal. El Jesús de los evangelios también incluyó a los otros pueblos en el banquete del Reino (Me 13,10; Mt 8,11-12; Le 11,30-32; 13,28-29; 14,23), aunque esta inclusión ya formaba parte de la expectativa judía tras el exilio de Babilonia. En Mateo incluso se anuncia que el reino de Dios pasa de Israel a otros pue­ blos (Mt 23,42-44), aunque es posible que sea una conclusión del 32. La evolución de Jesús y sus distintos proyectos, es u n eje vertebral de S. V idal, Los tres proyectos de Jesús y el cristianismo naciente, Salam anca, 2003; Jesús el Galileo, S antander, 2006. 33. Ju an A. E strada, Para comprender cómo surgió la Iglesia, Estella, 1999, 69-72.

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evangelista cuando escribe tras la ruptura con Israel. También hay en los evangelios alusiones claramente universales (Mt 21,41-43; 24,14; 28,19; Me 11,17; 12,9-11; 13,10; Le 2,32; 21,24; 24,47), sin duda influidas por la situación de las comunidades cristianas pos­ teriores. Lo novedoso en Jesús sería la gradual apertura a los gen­ tiles, superando los límites que establecía la religión, influido por la acogida de ellos (Mt 21,31-32). Si en el evangelio de Juan, María adelanta "su hora” en las bodas de Caná, en Marcos es la fe de los paganos la que le arranca milagros y le obliga a cambiar de postu­ ra (Me 7,24.29). También el pasaje de la Samaritana muestra cómo Jesús se involucra progresivamente en lo que acabó siendo una misión a los samaritanos (Jn 4,10.26.30.39-42), aunque inicial­ mente era un pasar de largo (Jn 4,4). Lo que ocurre, le hace pen­ sar y cambia sus planes. No hay que escandalizarse de que Jesús aprenda de la experiencia y se adapte a las nuevas circunstancias, ya que este aprendizaje es consustancial a la identidad de todo ser humano. Jesús muestra una personalidad abierta, que se relaciona con los otros y se deja llevar por el Espíritu para discernir y evaluar los acontecimientos. El universalismo no implica cuestionar las raíces comunitarias de cada persona, porque no hay oposición entre ambos, sino que la propia identidad cultural se abre en contacto con los otros. La apertura a lo universal confirma el perfil propio de cada cultura, sin negarla. Hay que apoyarse en las propias raíces culturales, que dan identidad, y hay que distanciarse de ellas para que no apri­ sionen y se cierren en sí mismas. Individualmente, lo primero es la pertenencia a una comunidad, en la que socializamos nuestra identidad, y lo segundo emerger de ella para abrirse a nuevos influ­ jos. Esta dinámica marcó la evolución de Jesús e hizo obsoleta la limitación inicial al pueblo de Israel. Llama la atención la dureza inicial de Jesús ante las peticiones de no judíos (Mt 15,24-26: "no hay que tomar el pan de los hijos y arrojarlo a los perros”), a las que subyace la tradición nacionalista hebrea y su menosprecio de los otros pueblos. También, prohíbe a los doce misionar a samaritanos y paganos (Mt 10,5-7). Alude a la predicación en Israel, hasta que

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venga el Hijo del hombre (Mt 10,23), y al juicio de los doce sobre las tribus (Mt 19,28; Le 22,18-30). Son textos poco acordes con la misión postpascual de la comunidad cristiana, que reafirmarían las reservas de los judeocristianos, respecto de los no hebreos. Nadie parte de cero y la evolución es el resultado de un aprendizaje, que cambia a la persona. La causa de su cambio hay que verla en su sorpresa ante la fe y receptividad de los paganos (Me 7,24-30 par; Mt 8,5-12 par; Le 7,1-10; 10,30-37; 17,15-19). En lugar de cenarse ante lo que no encajaba en el esquema religioso, se deja sorprender e interpelar por la fe de los otros. No hay que olvidar que Palestina era un territorio en el que coexistían poblaciones mezcladas, especialmente en «la Galilea de los gentiles» (Mt 4,15; Me 1,14.28.39; 3,7; 6,21; 9,30; 15,41) y en "Samaría" (Le 9,52; 10,33; 17,11.16; Jn 4,4-5.7.9.39; 8,48). Son regiones y personas con las que Jesús tuvo contacto (Mt 6,32; 10,18; 12,18.21; 20,19.25; 24,9; 25,32), que le llevaron a una pro­ gresiva apertura a los paganos. Jesús se sorprendió por la recepti­ vidad de personas marginadas por la religión y la sociedad, y tam­ bién, por la dureza de los representantes de la religión y muchos judíos fervorosos, como los fariseos. La fe de la gente cambió su proyecto misional y le obligó a distanciarse de la misión exclusiva a Israel. También Pedro tuvo que cambiar su posterior proyecto misional ante una inspiración del Espíritu (Hch 10,14-15.28.3435.44-48). En cierto modo, la evolución de Jesús corresponde a la de Israel en el Antiguo Testamento, que pasó de un Dios naciona­ lista particular, a verlo como único y de todas las naciones, tras el exilio de Babilonia. El fracaso se convirtió en la ocasión de una revelación divina, como le ocurrió a Jesús al constatar el rechazo de su pueblo. La idea de una persona que se sorprende y cambia de actitud está vinculada a la cristología del ungido de Dios, sien­ do el Espíritu el que lo transforma interiormente. Esto contradice a la idea de muchos cristianos de un superhombre que lo sabe todo, sin nada que aprender ni cambiar. De darse, se rompería el principio cristiano de la plena condición humana de Jesús y de un vaciamiento de Dios.

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Los textos confirman que en Jesús hubo una evolución, que Lucas atribuía a crecer en sabiduría y gracia (Le 2,40.52). Es un Jesús que aprende de la vida, reacciona ante las actitudes de los otros (Me 3,5; 6,6; 9,19; 10,14) y acude a Dios, que se revela a los pequeños (Le 10,21-22; Mt 11,25 cfr. 1 Cor 1,18-25). Es muy pro­ bable que captara también la dinámica destructiva del naciona­ lismo judío, predijera su ruina (Me 13,l-37par) y previniera sobre la violencia que iba a desatarse (Me 13,7-8 par), aunque el texto completo y la redacción de los sinópticos se deban a los evangelis­ tas. La idea de alianza fue la base del nacionalismo religioso, que despreciaba a los pueblos “impuros”. Su ambigüedad, que persiste hasta hoy, está en el complejo de superioridad que promueve y en la apropiación que hace de Dios, que conlleva la legitimación reli­ giosa de la guerra santa. Este nacionalismo hace que Dios sea "de los nuestros”, a costa de los otros, que tienen que sufrir las con­ secuencias de la agresión y el menosprecio por parte del pueblo elegido. Todos los pueblos que se han sentido elegidos por Dios, siguiendo las huellas de Israel, han acabado usando a Dios para agredir a otras naciones y justificar sus conquistas y guerras. Desde la identificación con su pueblo, Jesús se entristeció por su fracaso y las consecuencias nefastas de la cerrazón religiosa (Mt, 23,37-39; Le 13,31-35). El clima nacionalista que llevó a la guerra era claro en la época de Jesús. Tras entrar en Jerusalén, lloró al contemplar­ la, porque había desconocido el envío de Dios (Le 19,41-44). Hay anuncios de futuro que reflejan la conciencia comunitaria del fra­ caso final del nacionalismo judío. Acontecimientos posteriores a Jesús, como la guerra y el fraca­ so del alzamiento anti romano, se vincularon a sus dichos sobre el final de los tiempos. La derrota judía y la destrucción de Jerusalén avivaron en sus discípulos la convicción de que el final de los tiem­ pos estaba cercano. El evangelio de Mateo resalta el contraste entre la misión exclusiva a Israel (Mt 15,24) y su rechazo (Mt 8,11-12; 27,25), que culminó en el enrió universal del resucitado (Mt 28,1820) y en el fracaso final de Israel (Mt 27,25.51-53). Otros textos universalistas hacen alusión a acontecimientos tras su muerte (Me

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16,15-16; Mt 8,11-12; 28,19-20; Le 13,29-30; 24,47). Probablemente son citas creadas por la comunidad tras la resurrección (Me 10,45; 13,10; 14,22-24; Jn 3,16). El fracaso de Israel les hizo superar su particularismo religioso y lo conectaron con la apertura de Jesús a los no judíos (Jn 4,42; 10,16; 12,20-23). Cuando se escribió el evan­ gelio ya se había producido la ruptura con los cristianos y había una persecución por parte de las autoridades.

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Su vocación bautismal, las tentaciones, la separación de Juan el Bautista y el proceso de interiorización de su experiencia son los distintos momentos de la evolución de Jesús, con una progre­ siva conciencia de filiación, enriquecida por la vivencia del Espí­ ritu. Vive del proyecto del reino de Dios y su plan de vida fue determinante para la posteridad. Su proyecto de sentido se con­ virtió en la concreción del plan de salvación para Israel. Jesús se inserta dentro de la tradición profética, a la que rebasa, enseñan­ do a Israel el plan divino para la creación. La suya es una vida con sentido en la que se hizo presente la salvación. Por eso hay que analizar el proyecto de sentido de Jesús, inspirarse en él y actua­ lizarlo, adaptándolo al nuevo contexto sociocultural y religioso en el que vivimos. 1. El señorío de Dios en la sociedad La actividad de Jesús, su predicación y hechos se centra en la llegada del reinado de Dios (Me 1,14-15; 3,24; 4,11; Mt 4,17.23; Le 4,43; 6,20; 8,1), con 162 citas en el Nuevo Testamento (129 en los sinópticos y Hechos). “Reino de los cielos" es la formulación del evangelio de Mateo (32 veces), que evita nombrar directamente

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a Dios1. Es un concepto que también se da en el Antiguo Testamen­ to (1 Co 28,5; 2 Co 13,8), que alude a Yahvé como rey (Sal 22,28; 47; 93; 96; 99; 103,19; 145,1.11-13). Juan el Bautista anunciaba la cercanía del reino de los cielos (Mt 3,2), como Jesús (Mt 4,17; 10,7; 11,11-14), mientras que los otros sinópticos vinculan el anuncio del reino a Jesús. La cercanía del día de Yahvé contextualiza el mensaje del Bautista, ya que la tradición del Antiguo Testamento combina ambas expectativas, la de la soberanía divina sobre Israel y la del tiempo final de su intervención, y ambas forman parte de su misión (Mt 11,11-12; Le 16,16). La experiencia de liberación de Egipto fue la determinante y desde ella se pasó a hablar del Dios creador y de su providencia la historia. Todo lo que ocurría, tanto a Israel como a los otros pueblos, se veía como el cumplimiento de los designios divinos. Esta lectura teológica de la historia, reforzada por la expe­ riencia concreta de un pueblo pobre y sometido, llevó a una síntesis, a la esperanza de una intervención última divina en la que se pon­ dría fin al sufrimiento de Israel y se consumaría la soberanía divina sobre todas las naciones. Israel ha vivido de esta promesa hasta la dura prueba del holocausto en el siglo XX v en ella se enmarca el anuncio por Jesús de la llegada del reino de Dios. Por dura que sea la realidad, el ser humano no renuncia a la esperanza y mantiene su fe en un Dios que satisfaga el déficit de sentido que hay en la historia. Por eso, la llegada del reino es también la del juicio final y defini­ tivo de Dios sobre el pueblo judío y sobre cada persona. El hambre de justicia, que contrasta con las situaciones históricas de opre­ sión, especialmente fuertes en el siglo primero de nuestra era, contextualizan el anuncio del Bautista y luego el de Jesús. El concepto de juicio no falta en sus parábolas, pero, a diferencia del Bautista, resalta siempre el perdón y el don de Dios, que supera a cualquier cálculo basado en el rendimiento (Mt 20,1-16). Esta universalidad 1. T. SCHMIDT, Das Ende derZeit, Bodenheim , 1996, 183; H. MERKLEIN.7e.SH Botschaft von der Gottesherrschaft, Stuttgart, 1983, 17-18; A. Lindemanx , "Herrschaft Gottes/Reich Gottes IV”: TRE 15 (1986), 196-218; R. S chxackexburg , “Basileia”: LThK 2 (1958), 25-31; H. C onzelmann , “Reich Gottes in Judentum und Nenes Testam ent”: RGG 5 (1961), 912-918; M. K n .app, Gottesherrschaft ais Zukunft der Welt, W ürzburg, 1993; J. J. T amayo, Para comprender la escatología cristiana, Estella, 1993,111-160.

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incondicional de la salvación desconcierta al pueblo judío y a sus mismos discípulos, que difícilmente podían sustraerse al resen­ timiento que generan las situaciones de opresión. Sus discípulos estaban convencidos de que había comenzado la ansiada interven­ ción divina, para imponer su señorío en Israel (Le 19,11; Hch 1,6). El señorío de Dios se presentaba como una realidad dinámica, pre­ sente y creciente (Le 17,20-21), vinculada a la irrupción histórica de Jesús, como muestran las parábolas del grano de mostaza, de la levadura, de la semilla en tierra, de la red de peces, del tesoro escondido y de la perla preciosa, etc. Son narraciones sobre el Dios que viene y se manifiesta como y donde no se le espera. El anuncio de salvación no guarda proporción con nuestro sentido de la justi­ cia, del deber y del pecado, como muestran las parábolas del hijo pródigo o la oveja perdida. Jesús respondía al ansia de Dios de su pueblo, pero también lo cuestionaba porque su anuncio rompía con expectativas de venganza y odio contra los opresores, tanto los internos como los odiados romanos. Que Dios reine en Israel era la meta última de la actividad v de la predicación de Jesús, pero ofrecía elementos nuevos y sorpresivos que chocaban con la concepción tradicional de la religión judía. El reino no es una realidad de ultratumba, la salvación en el más allá, después de la muerte, sino irrupción en el más acá, ante la que hay que tomar partido y actuar. No se trata de prepararse para "ir al cielo”, sino que el reino de los cielos se hace presente en la socie­ dad judía (Mt 13,38.41; 22,2.12-14; 25,34.41; Le 10,11-12). La espe­ ranza en una salvación de ultratumba es engañosa, si es que no hay constancia de que ese Dios puede salvar ya en el presente histórico. Ésta es una de las cuestiones fundamentales que plantea la existen­ cia del mal en la historia. ¿Cómo confiar en una salvación futura, si no hay ninguna presente? El problema sigue siendo actual, dos mil años después de Jesús, lo cual revela que su venida no dejó aclara­ das todas las preguntas sobre la existencia del mal. Su respuesta es que Dios reina mediante relaciones, actitudes y valores humanos, a los que se subordinan todos los valores religiosos, y no al revés. Jesús no viene para plantear nuevos mandamientos religiosos que

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sustituyan a los ya existentes, sino para implantar valores huma­ nos básicos que responden al plan de salvación divino. Por eso, el peso se pone en los comportamientos sociales y en las relaciones interpersonales, y se escenifica con escenas de la vida cotidiana. La dimensión secular de su mensaje estriba en que no sólo aborda problemas internos de su religión, sino que atiende a las formas de conducta de sus conciudadanos, judíos y paganos, religiosos o no. Su mensaje desborda lo religioso, aunque la religión no era un ámbito separado de la vida judía, como ocurre actualmente en las sociedades modernas. Hay maneras de vivir y actuar que posibili­ tan que se realice el reinado de Dios en la sociedad. Y esto vale tan­ to para las personas religiosas como para las que no lo son. Con Jesús comienza un proceso de desacralización, es decir de relativización, de las tradiciones religiosas. La creatividad se hace siempre desde un código cultural y religioso dado, y las limitaciones de las tradiciones de sentido no invalidan su necesidad. Nunca se parte de cero y hay que entender a Jesús desde el contexto del judais­ mo. La espiritualidad es una forma de vivir la cultura y Jesús propo­ ne un camino de realización personal y colectivo, que realiza el plan de Dios. Contemplando las palabras y los hechos de Jesús, comen­ zamos a comprender qué es la divinidad, porque muestran qué es Dios para el hombre. Dios se revela al hombre y Jesús comunica a Dios. En lugar de partir de Dios, presuponiendo que ya lo conoce­ mos, para integrar en esa concepción de la divinidad la conducta de Jesús, asistimos a una forma de conducta, la de Jesús, que revela quién y cómo es Dios, y su forma de hacerse presente en la vida. Y esa comunicación es creciente y progresiva para el mismo Jesús, le lleva a cambiar y a enfrentarse con el código religioso y social de su época. En realidad, Jesús comunica que Dios no es religioso sino humano, y que no le interesa tanto la religión cuanto lo que ocurre en la vida. Y Jesús va descubriendo una forma de trascendencia que lo cambia, rompiendo con los hábitos de conducta de los treinta años vividos. Dios se le comunica desde su relación con los discípu­ los y con el pueblo, e irradia esa divinidad como en un espejo. Todos nosotros, como en un espejo, reflejamos la gloria del Señor afirma

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San Pablo (2 Co 3,18). Él contrapone la misión de Moisés, en cuyo rostro resplandece la gloria de Dios, a la de Cristo y su Espíritu, que transforma a los cristianos en imagen que irradia a Dios (2Co 3.1218). En Jesús ya resplandece la gloria divina, que luego se comunica en plenitud con la resurrección. Pero la inmediatez de la experiencia divina no exime de las mediaciones sociales e interpersonales, sino que las ilumina. Hay un camino de Jesús que no sólo es ejemplar para los que le siguen, sino revelador para él mismo. Nuestra sociedad actual es muy diferente de la judía, pero tiene en común con ella que combina la creencia religiosa, para Israel la conciencia de ser el pueblo elegido, con unas estructuras socioculturales y económicas muy distintas del credo religioso que procla­ ma. A pesar de la religiosidad de la sociedad, sus formas de vida estaban muy lejanas de lo que prescribía el código religioso, como afirmaba toda la tradición profética. La praxis de Jesús, mas que un planteamiento teológico o un sistema de creencias, posibilitaba una revelación de sentido y una oferta de salvación. Y su mensaje no dejó indiferente a nadie, ni a las autoridades religiosas y políti­ cas, ni a los judíos religiosos ni al conjunto de la población. Al final todos estarán contra Jesús por motivos diferentes pero convergen­ tes, ya que su forma de entender a Dios y a la religión chocaba con lo ya establecido. La llegada del reino obligaba a discernir y optar, por eso era como un juicio, que interpelaba y comprometía a todos. Ignorarlo, era ya una forma de reaccionar ante él. El rechazo de la oferta de salvación Un elemento novedoso es que la religión judía vincula el perdón al arrepentimiento, que le precede, mientras que Jesús provoca al culpable e invierte el proceso. Lo primero es el perdón de Dios que se ofrece a todos (Mt 22,1-14: todos pueden participar en el ban­ quete del reino), lo segundo la resolución de cada uno, que lleva al arrepentimiento o a persistir en el pecado. Una libre opción, ante una oferta de gracia universal, decide sobre Jesús y Dios (Me 12,112; Mt 23,37-39; Le 10,13-15; 11,29-32). El perdón incondicional y previo, incluso al arrepentimiento, y que se radicaliza en la cruz,

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es provocador y molesto para muchas personas religiosas. La gene­ rosidad divina aparece como una injusticia, cuando todo se mira desde la perspectiva del mérito propio (Mt 20,1-16). El reinado de Dios crea una situación nueva ante la que tiene que decidirse el hombre, con consecuencias trágicas para la generación de Jesús (Mt 12,39-45). Cuando cuestionan su oferta, Jesús les recuerda el anuncio del Bautista, que habían rechazado. No escucharon ni al predicador penitente, que exigía arrepentimiento y reparación pre­ via, ni a él, que ofrecía la gracia desde un comportamiento gene­ roso con los pecadores (Mt 11,16-19). La religión tiende siempre a subrayar lo ascético, el sacrificio y la moral, y a separar lo sagrado de lo profano. Por el contrario, tiene dificultad para la fiesta y la celebración en lo cotidiano, y mucho más si se vive desde la aper­ tura a todos, religiosos o no. Jesús es un provocador porque hace el bien a todos, no sólo a las personas religiosas (Mt 11,2-6), y se comporta “como un comilón y un borracho, amigo de publícanos y pecadores” (Mt 11,19). Son expresiones en las que el evangelis­ ta recoge algunas acusaciones contra Jesús. La reacción de Jesús es que alaba al Padre que se da a conocer a la gente sencilla y se esconde a los sabios y entendidos de la religión (Mt 11,25-27). La persona religiosa tiende a confinarse en un ámbito de rigidez moral y de distanciamiento respecto de los que no proceden como ellos. Esto es lo que plantea Jesús y les escandaliza, como a muchos rigoristas actuales. No cabe duda de que su proceder rompía con muchos esquemas religiosos, aunque no podemos precisar lo que realmente procede del Jesús histórico y lo que añadieron los evan­ gelistas, que escribían tras la ruptura entre el judaismo y el cristia­ nismo. Esta delimitación es especialmente complicada en lo que concierne a las consecuencias de que Israel rechazara la oferta de salvación que pregonaba Jesús2. La guerra de los judíos contra los romanos en el setenta fue vista por las comunidades como una con­ firmación del negativo juicio divino sobre el Israel porque habían rechazado la oferta de salvación de Jesús. Se apoyaron en la tradi­ ción profética anterior que, según ellos, legitimaba a Jesús, para 2. R. S chwager , Jesus im Heilsdmma, Innsbruck, 1990, 76-83; 87-94

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explicar la deserción de la mayoría. Jesús les exhortó a que supie­ ran mirar y escuchar, y no sólo ver y oír (Mt 13,16-17), a que cap­ taran el mensaje de las parábolas, para que no desperdiciaran la oferta de salvación que se les ofrecía. No eran capaces de captar el significado de sus enseñanzas sobre el reino, como había predicho el profeta Isaías (Is 6,8-13. Cfr., Me 4,10-12; Mt 13,10-16), que alu­ de al endurecimiento y la cerrazón como un castigo divino (“para no entender en su corazón y convertirse, que yo los curaría”: Mt 13,15). Es una cita ambigua del evangelista Mateo, que presupone que el comportamiento humano está vinculado a una acción nega­ tiva de Dios respecto de los pecadores. Para ellos, todos los com­ portamientos humanos eran el resultado de designios divinos, en la línea de la predestinación y el destino que imponían los dioses. Esto encaja más con el Bautista que con el mensaje de Jesús, que capta la dificultad de sus planteamientos para sus mismos discípu­ los (Me 4,13-20). Una bondad divina previa a la respuesta humana, al arrepentimiento, no encajaba en los parámetros religiosos de su época, como tampoco en los de ahora para muchas mentalidades judaizantes. Pero Dios no castiga al hombre endureciéndolo, porque esto va en contra de su oferta de salvación, sino que el ser humano se cie­ rra a la oferta divina y al hacerlo la interpreta mal. Es lo que les ocurrió al acusar a Jesús de endemoniado, aunque hiciera señales de salvación (Mt 9,34; 12,24.31-32; Le 11,15). No hay peor sordo que el que no quiere oír (Me 4,23), recuerda el refranero español. El fanatismo religioso lleva consigo el endurecimiento y rechazar a todo el que no asume las propias posturas. Como Jesús contrade­ cía principios y normas establecidas, se le rechazaba y se incapa­ citaban para aceptar la salvación y el bien que traía. No se dejaban cuestionar por el disidente que hacía obras divinas y no asumieron el principio de que hay que evaluar por los frutos que se dan y no sólo por las doctrinas que se defienden (Mt 7,16). El fanático de la doctrina se incapacita para captar la verdad del que piensa y actúa de forma diferente. Cada religión está llena de esta forma maniquea de proceder, que incapacita para el examen y la autocrítica,

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para la apertura ante el que piensa de forma distinta. La presión de las ideologías incapacita a la persona para abrirse a los que no son “los nuestros". Sólo es posible captar la dinámica de Jesús cuando se atiende a sus resultados de salvación, aunque se piense que su doctrina es heterodoxa. Muchas veces no se puede cambiar de ideas por fal­ ta de sensibilidad para captar las personas y las situaciones. Las creencias se imponen a la valoración de las conductas y la falta de sensibilidad incapacita para captar el bien. Identificarse con los que sufren, determina la doctrina de Jesús y el que se cierra a la experiencia no puede asumirle. El cristianismo ha vivido un pro­ ceso de indoctrinación (Hegel) y de moralización (Kant), que le ha hecho difícil presentarse como una oferta de salvación, tanto más universal cuanto más abierta está a los más pecadores y lejanos de la religión. Fe, creencia y religión son sinónimas en Occidente, a causa de la intelectualización que ha desplazado a la experiencia religiosa. Pero detrás de la persona que se aferra a unas creencias y a unas pautas morales, desde las que descalifica a los otros, hay muchos elementos de inseguridad, complejos de inferioridad v des­ confianza de Dios. Hay mucha gente que no se fia de Dios y que sólo tiene confianza en su presunto cumplimiento religioso. Este es el contexto para comprender las advertencias sobre el juicio y el infierno, como amenazas para el que no responde al don de Dios y el que no perdona, siendo también él deudor (Mt 18,3435; 25,28-30). Recogen la idea tradicional de que si no se procede por amor, que se haga por temor, como motivación religiosa. Es un planteamiento peligroso porque históricamente ha favorecido la imagen del Dios vigilante que escruta la vida y anota los pecados del hombre, generando así un sentimiento de miedo y de culpa. El mensaje de Jesús nunca pone ahí el acento, sino en ver el pecado desde la perspectiva de Dios, que es la del bien del prójimo, para captarlo de forma diferente. Lo decisivo es el comportamiento, no la teoría, y lo que se hace con los hombres determina la relación con Dios (Mt 25,41-46). Ni siquiera es importante hacer las cosas por Dios o acordarse de él al hacerlo (Mt 25,38.44), sino ser vul­

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nerable ante las necesidades humanas. Si hubiera que elegir entre olvidarse de Dios o del hombre, habría que optar por el segundo, en contra de la persona religiosa. Evidentemente, no hay que olvi­ darse de ninguno, y la lejanía del Dios de Jesús perjudica el acerca­ miento al otro. Pero, desde la perspectiva de Jesús, Dios perdona al que se olvida de él, si es que se acuerda de su hermano y se compro­ mete con sus sufrimientos. Mientras que acordarse de Dios desde la indiferencia respecto del otro, lleva a alejarse de él y también de Dios (Le 16,19-31). Detrás de la idea del juicio final hay una expectativa humana universal, a la que responden todas las religiones: la exigencia de sentido. La carencia de significado de la vida está marcada por el triunfo del mal. Muchas veces, el malvado triunfa, las personas buenas fracasan y el pecado resulta rentable. Por eso, hay en la persona hambre y sed de justicia (Mt 5,6), siempre insatisfecha. De ahí, el ansia de Dios; el deseo de que el verdugo no triunfe sobre la víctima (Horkheimer); la necesidad de que Dios actúe contra el mal y los opresores. El problema de la teodicea no es sólo como justificar la existencia del mal y hacerla compatible con un Dios bueno, sino responder al hambre insatisfecha de justicia que hay en el ser humano. Hay una demanda de sentido, un grito que llega al cielo en el “matadero” de la historia (Hegel), del que, en mayor o menor medida, se hacen eco todas las religiones. En esta línea se podrían comprender las referencias a la posibilidad del castigo para el hombre, que formaba parte del código religioso judío y que se mantiene en el evangelio. Aunque nunca se afirma de nadie que haya sido condenado por Dios y se avisa a los moralistas y reli­ giosos de que no enjuicien a los otros (Le 6,37; Rm 2,1-3). Pero el castigo del pecado es implícito a la destructividad inmanente que conlleva, ya en esta vida. El cielo y el infierno no son lugares de ultratumba, sino formas de vida (con Dios o contra él), que se viven ya en la historia. Lo terrible del pecado es que destruye, al que lo comete y a los otros. Por eso hay personas que hacen de su vida y de la de los demás que les rodean un “cielo” y un “infierno”. Des­ de esa consecuencia inmanente a la acción buena o mala hay que

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comprender el lenguaje de las recompensas y de los castigos, en el más acá y en el más allá. Si Dios abandonara al pecador a los resul­ tados de su propia elección, ese sería su castigo (Rm 1,18.24-25). El anuncio del reino recoge la idea judeo cristiana de un jui­ cio final, así como el imaginario escatológico del infierno (Mt 5,22; 8,12; 13,41-43.50; 18,8-9; 22,13; 24,51; 25,30.41), con los que se expresa, simbólicamente, la esperanza en la justicia que no encon­ tramos en la vida. Hay que insistir que son afirmaciones teológicas que responden a nuestra demanda de sentido v no descripciones de supuestas penas y castigos, como las que refleja Dante en “La divina comedia”. Jesús participa de su código religioso y el evangelista Mateo es el que más recoge esta tradición, aunque ponga los acentos de forma distinta y resalte la vinculación del juicio con el compor­ tamiento que se tiene hacia los otros. El carácter simbólico y las representaciones míticas con las que se expresa esta necesidad, no le quitan fuerza expresiva y admonitoria, ya que responde a la pre­ gunta humana por el sentido. La representación del castigo de Dios en el Antiguo Testamento y en Juan el Bautista busca que no se minimice el pecado y que no quede sin respuesta la exigencia de justicia que tiene el hombre. Dios no es indiferente al pecado, pero no busca la perdición sino la salvación (2 Pe 3,9). Otra cosa son las imágenes terroríficas de Dios que se han dado en las religiones, a partir de esta concepción de la divinidad. Por otra parte, también aquí sería posible ver una evolución en el Nuevo Testamento, que afectaría a la predicación del mismo Jesús. Si el imaginario escatológico de juicio e infierno busca resal­ tar la seriedad del pecado y de las opciones libres del hombre, su objetivo no es explicar lo que será la situación del ultratumba de los pecadores. Una cosa es la posibilidad del infierno, en cuanto amenaza que puede frenar la destructividad humana, v otra la con­ denación real y definitiva de éstos, sobre lo que no hay datos en la predicación de Jesús. Y se podía añadir, con Von Balthasar, que los textos amenazantes son más abundantes en vida de Jesús, mientras que tras la resurrección se resalta la universalidad de la salvación

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y la esperanza en el triunfo final de Cristo que arrastrará al mismo Israel3. La posibilidad del mal y de la condenación subsiste como advertencia y exigencia de justicia (2 Tes 1,6-9), así como la varie­ dad de posturas de los cristianos ante las consecuencias del pecado (Jn 3,35-36; Hch 5,3-5; 7,51-53). Pero la resurrección es un men­ saje de esperanza, no de condenación (1 Tm 2,4-6), y desde ella se puede hablar de una evolución del mensaje cristiano (Rm 5,12-21; 11,26.32; 2 Co 5,20-21; Ef 1,10.22-23; Col 1,20)4. En la misma ilustración filosófica europea hay constancia de un déficit de sentido que choca con la moral y que lleva a Kant a postu­ lar una fe racional en Dios, en cuanto es la garantía del triunfo final del sentido y de la justicia, en contra de nuestras experiencias vitales. Esta exigencia de sentido ante la experiencia de la injusticia explica las referencias al juicio y castigo divinos, que forman parte de la cul­ tura religiosa a la que Jesús pertenece. Hoy el imaginario cristiano del más allá vive una profunda crisis y necesita una actualización y replanteamiento, para que corresponda a la nueva sensibilidad ante la exigencia de justicia y perdón, que es parte de la enseñanza de Jesús. Tradicionalmente, se ha utilizado en el marco de una pastoral del miedo, en lugar de verlo desde la perspectiva de una promesa que responde al ansia de justicia insatisfecha del ser humano. La forma no religiosa de entender la presencia de Dios descon­ certó a la sociedad. Jesús elude la tentación de proyectar la culpa­ bilidad en los otros, achacándoles la culpa de lo que sucede en el mundo. Por el contrario, remite a la interioridad propia y al perdón de los otros (Mt 7,1-5). La autenticidad de vida y la sinceridad con uno mismo, es la que capacita para captar la propia vulnerabilidad. Según Kant, hay que bajar al infierno del propio auto conocimien­ to, para escapar a la trampa de la auto divinización, de sentirse superiores a los demás y de la presunción moral5. 3. H. U. V on B althasar, Tratado sobre el infierno. Compendio, Valencia, 1999; “La Iglesia y el infierno": Communio 13 (1991), 122-127. 4. K. R a h n e r , “Principios teológicos de los enunciados escatológicos”: Escritos de Teología TV, M adrid, 2002, 373-400; Curso fundamental sobre la fe, Barcelo­ na, 1979,495-513. 5. E. K ant, Kantswerke VI, 441,14 (M etafísica de las costum bres).

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La tendencia proyectiva humana lleva a buscar chivos expiato­ rios sobre los que descargar la culpa, mientras que Jesús apela a la autocrítica y a la generosidad respecto de los otros. Más que repri­ mir el pecado, incita a una forma nueva de comportamiento, que abre un nuevo horizonte de sentido. Para esto comunica una expe­ riencia, la suya, en lugar de ofrecer un código doctrinal. Por eso, su oferta religiosa es creativa, no meramente reactiva a la que ofrecen las autoridades. Y esa invitación es válida en sí misma, haya o no un más allá, porque es la que permite crecer y vivir al hombre. Por eso irradia y fascina, incluso a sus adversarios. Cuando la religión no es una parte de la cultura, que meramente describe nuestras obligaciones respecto de Dios, sino una forma de entender la vida que rechaza contraponer Dios al hombre y crítica de todas las insti­ tuciones sociales y religiosas, se convierte en una bendición y no en una carga. Sólo entonces, en una fuente de inspiración y de creati­ vidad que despierta el interés de todos y no sólo de sus seguidores. Esta dinámica implica una nueva definición de la santidad y trascendencia divinas. De la mediación sacerdotal y cultual entre lo sagrado y lo profano, pasó Jesús a localizar a Dios en el hom­ bre y en la vida diaria. Buscar a Dios en lo cotidiano de la vida, sin poner el acento en la dimensión religiosa y cultual, implicaba una revolución religiosa, que afectaba a Israel y a las religiones del imperio romano. No es de extrañar que este nuevo mensaje provocara hostilidad reactiva, primero de las autoridades religio­ sas, y luego de las políticas, que posteriormente acusaron a los cristianos de ateos y de menospreciar las tradiciones religiosas6. Para los que querían definir la religión como una esfera propia, sagrada y separada de lo cotidiano, como ocurría con las religio­ nes mistéricas del imperio romano, el cristianismo era una forma de ateísmo. Era un mensaje nuevo, que sigue siendo revoluciona­ rio para cualquier religión, la cristiana incluida, y que perdió gran parte de su fuerza cuando el cristianismo triunfó y se constituyó 6. “De ahí que se nos dé tam bién el nom bre de ateos; y si de esos supuestos dio­ ses se trata, confesam os ser ateos” (Justino, Apología 1,6; 13). Rem ito al estu­ dio clásico de A. von H arn ack , Der Vorwurf des Atheismus in den drei ersten Jahrhunderten, Leipzig, 1905; W. N e s t l e , "Atheismus”: RAC 1 (1941), 866-870.

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en la religión oficial del imperio romano. Incluso, inicialmente, el cristianismo se presentó en el imperio como la verdadera filosofía (Justino), como el saber que mejor correspondía a las necesidades humanas, y no como un saber religioso homologable a los otros. Había sintonía entre la oferta cristiana de sentido y las búsquedas de los ciudadanos romanos. El proyecto del reino canalizaba las necesidades humanas y se presentaba como oferta de sentido universal, desde la que había que evaluar todos los códigos sociales y religiosos. Cuando irrum­ pe la trascendencia divina, se desplaza la atención hacia las nece­ sidades del hombre, resaltando la invitación al banquete del reino, la generosidad de la oferta divina. Hay una transfiguración de los valores, como pretendía Nietzsche, pero en sentido opuesto a él, en la que se resalta la gratuidad de Dios. El contrapunto del Reino es la exclusión del otro por motivos sociales o religiosos, o ignorarlo, como en la parábola del samaritano (Le 10,25-37). En la comuni­ dad del reino no hay exclusión y el infierno no son los otros (Sartre), sino que se constituyen en los referentes desde los que otro mundo y religión son posibles. De ahí el simbolismo del ciego, que reconoce a Jesús (Jn 9,16.24-25.30-41; Me 10,47-52) porque hace señales que dan vida y la ceguera de los dirigentes, que ignoran los signos de salvación. Aceptar a Jesús como enviado de Dios, permi­ te descubrir lo plenamente humano, y al comportarse así con los demás, se da la semejanza con Dios. Esto ha dejado huellas en la tradición occidental, que ha asimilado muchos valores cristianos y los ha aplicado de forma secularizada v, a veces, anti religiosa. Los derechos humanos constituyen hoy el código sagrado del Occiden­ te secularizado y derivan de la premisa fundamental de la dignidad humana. Jesús fue el gran defensor de la dignidad humana frente a las prescripciones y autoridades religiosas. Evaluó a los religiosos en función de su apuesta por el hombre y su salvación (Me 3,1-6), no por sus doctrinas. Por eso, el criterio evaluador de todas las reli­ giones no es la doctrina, sino la conducta que prescriben. En Occi­ dente, la carta de los derechos humanos es un referente absoluto para evaluar a las mismas religiones.

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2. Un proyecto iniciado e incompleto Jesús es hijo de Dios, porque Dios está en él. Lo que es divino y humano se revela en Jesús. En este sentido habría que re-interpretar las formulaciones dogmáticas posteriores, en las que la teo­ logía filosófica explica con categorías ontológicas lo que antes era histórico y relacional, viendo sus raíces en la historia de Jesús7. No sólo hay que comprender la filiación divina desde la divinidad, sino que Jesús revela lo que es ser creador y salvador. Había una clara conciencia de que el señorío final divino se realizaría en el futuro, aunque se esperaba en un tiempo cercano (Me 1,15; 9,1; Le 21,31-33: para esta generación). Jesús pide que venga el reino (Mt 6,10; Le 11,2), pero confiesa su ignorancia sobre el cómo y el cuándo de la venida final de Dios (Me 13,32 par). Esta convicción proviene de Jesús, dado que no iban a atribuirle expectativas que no se cumplieron, como esperaba la generación coetánea de Jesús. Su experiencia del Espíritu y su relación de inmediatez con Dios, le llevaron a ver cercana la consumación del reino. Las comuni­ dades cristianas, incluido el mismo Pablo, vivieron de esta misma expectativa y tuvieron que afrontar, como los primeros discípulos, su aplazamiento indefinido (2 Pe 3,8-9). Jesús fue visto por sus contemporáneos como el profeta del final de los tiempos, en el que se cumplían las promesas del Antiguo Tes­ tamento. Probablemente, el mismo Jesús participaba de esta visión, en la que jugaban un papel las referencias a Elias, esperado para el final de los tiempos y vinculado a Juan el Bautista y el mismo Jesús (Me 6,15; 8,28; 9,4-5.11-13; 15,35-36, y paralelos; Jn 1,21.25; Rm 11,2). En el evangelio de Juan, por el contrario, se resalta a Cristo rey (Jn 18,36) y sólo se alude al reinado de Dios para vincularlo al bautismo y al espíritu (Jn 3,3-5). El cuarto evangelio, el último en redactarse, ve el reino de Dios vinculado a la encamación y a la resurrección, como una realidad plena que se hace presente en la historia, incluida la misma crucifixión. El anuncio del Cristo exal­ tado desplazó tardíamente al reino de Dios y la parusía sustituyó 7. J. O. H enriksen , Desire, Gift and Recognition, Grand Rapid (M ichigan), 2009, 218-220; 155-202.

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a la expectativa mesiánica inicial. Se puso en marcha un proceso de interiorización del reino de Dios como una realidad espiritual y personal, realizada ya con la resurrección. Lo que era un proyecto de sentido que conllevaba un cambio de sociedad, la judía, pasó a ser pronto un proyecto de vida individual, moral y espiritual, den­ tro de las coordenadas de la sociedad imperial romana, a la que se adaptó el mensaje de salvación de Jesús. La inculturación en el imperio romano no sólo posibilitó distanciar el cristianismo de sus raíces judías, sino que impregnó y cambió algunos contenidos y significados del mensaje inicial cristiano. Y esto ya es perceptible en los primeros escritos del Nuevo Testamento, los paulinos. Jesús y el reino de Dios están íntimamente conectados, pero hay diversas interpretaciones sobre la llegada del señorío de Dios8. Algunos teólogos pusieron el acento en el compromiso de Jesús con el reino y en su intento de forzar su cumplimiento con la ida a Jerusalén, que daría paso a la intervención definitiva de Dios. Otros subrayan que fue una realidad ya presente en la vida pública de Jesús, aunque la comunidad posterior a la resurrección acen­ tuó su dimensión futura. Mayor consenso ha tenido la postura que media entre ambos extremos, la del reino de Dios como una realidad germinal vinculada a la actividad de Jesús, y la de una expectativa de futuro, porque el tiempo mesiánico se había inicia­ do pero no su cumplimiento final. Parece claro que Jesús (Me 9,1; 13,28-31; 14,25; Mt 10,23; 16,28; Le 22,16) y luego la comunidad de discípulos, incluyendo a Pablo y otros autores (1 Te 4,15.17; Rm 13,11; 1 Co 7,29-31; 15,51-52; Flp 4,5; 1 Pe 4,7; 1 Jn 2,18; St 5,8; Hb 10,25.37; Ap 22,20), esperaban la consumación próxima del tiem­ po mesiánico. Esta expectativa abría las tareas del presente, a la luz de la llegada del reino, que está "dentro (entre) de vosotros” (Le 17,20-23), aunque todavía no se ha consumado. El anuncio del reino desencadenó una gran expectativa y despertó una gran espe­ ranza, afianzada y transformada con el anuncio de la resurrección. Podemos comprender la expectativa que desencadenó el mensa­ je de Jesús en un pueblo que vivía bajo la opresión social v política. 8. J. M. C a stillo , El reino de Dios, Desclée De Brouwer, Bilbao, 1999.

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El horizonte mesiánico abría a Israel al futuro y era generador de sentido, proporcionalmente a la experiencia de mal que arrastraba y a su impotencia para cambiar la realidad opresora. Aferrarse a la religión es a veces el último refugio de los oprimidos, que se sienten impotentes para cambiar la situación. Y puede jugar un papel posi­ tivo, alentando la esperanza, el inconformismo y la capacidad de lucha, y también uno negativo en la línea acusatoria de Marx a la religión, como opio para el pueblo. Los milenarismos y las corrien­ tes radicales escatológicas han sido una constante en la historia del cristianismo, inspirándose en algunos aspectos de la iglesia primi­ tiva9. Tienen diversa significación, porque han favorecido tanto la “fuga mundi”, para concentrarse en la preparación para el próximo día final, como una dinámica revolucionaria y radical, que lleva a conquistar el mundo e imponer el reino de Dios, para acelerar la ansiada llegada. En los dos casos hay un proyecto de sentido para la vida del hombre, aunque las consecuencias son opuestas. Fre­ cuentemente, ha sido la primera la que se ha impuesto con un espl­ ritualismo minus valorador de las tareas por cambiar la sociedad y la religión. La dinámica de una liberación ya presente e iniciada, y de una tarea por realizar e inconclusa, no sólo ha marcado las teo­ logías cristianas, sino que ha servido de fuente de inspiración para muchas corrientes filosóficas, proyectos políticos y propuestas de reforma social. Jesús subraya que ni él mismo conoce el día y la hora del cum­ plimiento final (Me 13,30-32; Mt 24,32-36; Le 21,31-32). Había que estar atentos para cuando llegara de forma sorpresiva (Mt 13,37; 24,27; Le 21,34-36). El trasfondo es siempre la economía del don, ya que el reino es una donación divina, con la que tiene que colabo­ rar el hombre y predisponerse para recibirla. Probablemente, estas admoniciones tienen pleno significado en el contexto de la guerra judía contra los romanos, muy cercana a la composición de los evangelios sinópticos, y en el de las corrientes mesiánicas que proliferaron en esa época. Había que mantener la expectativa de Jesús 9. Juan José T amayo, Para comprenderla escatología cristiana, Estella, 1993, 161186.

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por fidelidad a él y no caer en la trampa de los falsos mesías y de los que veían la guerra como una señal de que había comenzado el tiempo final. Esta incertidumbre se mantuvo en la primera genera­ ción de discípulos (Le 22,16-18), con insistentes apelaciones a man­ tener esa esperanza a pesar de su dilación (Hb 3,6.14; 10,23.36; 1 Jn 2,28, St 5,7; 2; 2 Pe 2,4). Gradualmente, se fue imponiendo la idea de que el cumplimiento final de las expectativas mesiánicas se dife­ ría en el tiempo (2 Pe 2,8-10), lo cual favoreció la situación actual en la que casi nadie espera ya la llegada de un reino de Dios y se aleja el horizonte de su irrupción histórica. El cristianismo mantie­ ne la esperanza en la salvación, que sólo puede venir de Dios y tras­ ciende las fronteras de la muerte, pero vive ya del sentido que le ha dado la vida de Jesús. Desaparecen muchas imágenes míticas, que formaban parte del código cultural y religioso judío, y se mantiene la esperanza que surgió del anuncio y la praxis de Jesús. La derivación de la expectativa sobre el Reino de Dios hacia la segunda venida de Cristo, se debe a la resurrección, y es una crea­ ción de la Iglesia primitiva. En ella hay una clara esperanza de sentido y un proyecto de vida. Se pasó a ver a Jesús como el reino mismo, desplazando el Cristo rey a la expectativa mesiánica del mismo Jesús. Esta problemática se ha perdido, porque no hay hoy una conciencia comunitaria de espera de la llegada del Señor. En su mayoría, los cristianos actuales se han instalado en sus socieda­ des, como las iglesias a las que pertenecen, y no viven esa ubicación como provisional y conflictiva, en cuanto que está en tensión con el reinado de Dios que quiso Jesús. La escatología se ha reducido, fre­ cuentemente, a un saber sobre “las últimas cosas” del “más allá”, a costa de perder el dinamismo y la radicalidad del mensaje de Jesús. Detrás del milenarismo y del profetismo mesiánico está la concien­ cia de que Jesús vino para cambiar el mundo, su sociedad judía, y de que la postura cristiana más consecuente es la de vivir crítica­ mente en la sociedad, sin dejarse moldear por ella. La transforma­ ción de la sociedad, y con ella de la cultura y de la religión, es un imperativo del mensaje de Jesús. Permanece su testimonio acerca de cómo hay que vivir la vida y la esperanza de un encuentro últi­

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mo con Dios que responda a las demandas irresueltas de sentido. El retraso de la llegada del reino favoreció la crisis cristiana y las carencias de la teodicea, en paralelo a la dinámica de incardinarse en la sociedad y hacerse semejantes a los otros. De esta forma, se amortigua radicalmente el mensaje de Jesús, que se transforma en una ideología moral e individualista. Pero la huella de esta diná­ mica permanece en la historia del cristianismo y constantemente suscita comentes que la recuerdan y actualizan, como ha hecho la teología de la liberación. La distancia entre las expectativas y la realidad histórica, se pudo superar por el anuncio de la resurrección de Cristo, que permitía confiar en la acción de Dios y legitimaba su praxis del reino. También se justificó con la nueva misión universal que se abría a la iglesia naciente (Me 13,10; 24,14). Se pasó del ¡Maranatha! (1 Co 16,22: ¡Ven Señor Jesús!, ¡El Señor viene!) a rezar para que Dios dejara tiempo a la misión y posibilitara la conversión de todos. Algunas corrientes minoritarias acentuaron el contraste entre los cristianos y el mundo, subrayando que había que vivir como extranjeros y mantener la tensión escatológica hasta la llega­ da de Cristo (1 Pe 1,1.13-16; 2,11-12; 4,7-10; St 1,21; 2,13; 5,7-12; 1 Jn 2,15-17.28-29; 4,17). Pero el acento no se puso ya en el cambio social ni religioso, sino en un estilo de vida moral y de virtudes, que permitían vivir piadosa y sobriamente en el mundo (1 Tm 3,16; 5,23; 6,8; Tt 1,1; 2,12-13) para que no hubiera un castigo de Dios (1 Te 4,1-7). La conflictividad que generó el mensaje y la praxis de Jesús (Le 9,23-26; 12,49-53; 14,25-27; Mt 10,33-39; Me 8,34-38) se perdió, al tiempo que se imponía la idea de que el reinado de Dios se retrasaba. Se exhortó a que se hicieran peticiones por todos los hombres, por los reyes y por todos los que tienen autoridad "a fin de que gocemos de vida tranquila y quieta con toda piedad y dig­ nidad” (1 Tm 2,1-2). Centrarse en la persona individual, marcó el proyecto del reino. La religión como fuente de virtudes morales es más fácil de integrar en el statu quo de las sociedades que el proyecto de Jesús. Este cuestiona no sólo la praxis individual, sino también las estructuras dominantes en la sociedad.

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La espiritualización e idealización de la expectativa sobre el rei­ nado de Dios erosionó la dimensión reformadora de la sociedad y la potencialidad del cristianismo. La pérdida progresiva de la escatología, de la expectativa del reino y luego de la venida triunfal de Cristo, facilitó la transformación del reino de Dios en una instancia moral y espiritual, vinculada al esfuerzo humano virtuoso, en el marco de la inculturación en la sociedad romana10. Este cambio refleja otra forma de entender el mensaje de Jesús tras la muerte de la primera generación de cristianos, así como el cambio operado en la cristologia, en la manera de entender a Jesús y su filiación. Si el reinado de Dios es el marco para Jesús, la esperanza de la venida del Cristo triunfante marcó a la primera generación de la Iglesia primitiva, para dejar luego paso a una conciencia de misión sin escatología. En cuanto se vio consumada la cristianización del imperio romano, el cristianismo perdió parte de su ímpetu misional y de su expecta­ tiva sobre el final. Las predicciones sobre la cercanía del reinado de Dios pasaron de la gran Iglesia a los grupos radicales, rechazados como sectarios. Una Iglesia bien acomodada en la sociedad no tie­ ne espacio para una corriente que relativiza el presente y se abre al futuro. El reino de Dios pasó a depender más del esfuerzo moral humano que de la creencia en una intervención próxima de Dios11. Seguimos esperando una venida triunfal de Cristo que siempre se retarda, del mismo modo que muchos judíos siguen aguardando la llegada del Mesías prometido. Algunos acusan a los cristianos de milenaristas defraudados, que compensaron la muerte de su mesías con una renovada expectativa escatológica, tras anunciar que había resucitado12. Hay un núcleo de verdad en esa afirmación, por el peso que adquirió el anuncio de la resurrección como legitimación del mensaje de Jesús. Sin embargo, no es necesario interpretar ese cambio, del anuncio del reino a la proclamación de la resurrección, como una compensación psicológica y alucinada de personas que, 10. Juan A. E strada, Para comprender cómo surgió la Iglesia, Estella, 1999,255-264. 11. A. S chw eizer , The Kingdom of God and Primitive Christianity, Nueva York, 1968, 88-99. 12. L. F estinger , H. R iecken y S. S chachter (Eds.), When Prophecy fails, Minneapolis, 1956; G. Puente Ojea, Elogio del ateísmo, M adrid, 1995, 188-216.

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reactivamente, se aferraron a una fe imposible. Se sintieron identi­ ficados con la persona y su mensaje y creyeron en su resurrección, por eso mantuvieron su fe y su compromiso en unas circunstancias históricas cambiantes. En la época reciente, también Israel ha vivi­ do la tragedia de la “Shoah”, el holocausto, que ha puesto a prueba su fe en Dios, en la alianza y en la esperanza del mesías13. Y, sin embargo, muchos judíos mantienen esa fe religiosa, en tomo a la que han constituido su identidad colectiva y su sentido de pertenen­ cia, al margen de la constitución del Estado de Israel. Su tradición religiosa forma parte de su proyecto de vida y no han renunciado a él, a pesar de las trágicas pruebas a las que se han visto sometidos. Algo parecido puede decirse de los cristianos, que mantuvieron la confianza en Dios, a pesar de la cruz, y que vieron en la doctrina y en la praxis de Jesús las claves de cómo tenían que vivir. El incumplimiento de las esperanzas sobre un final cercano de la historia, en la que se consumaría la alianza de Dios con Israel, forma parte hoy de la conciencia cristiana. Hay que resaltar la dimensión contingente de Jesús y los suyos. Un proyecto de sen­ tido no está exento de errores y falsas apreciaciones respecto del curso histórico, y una inspiración divina no excluye los desaciertos de sus protagonistas, que la reciben e interpretan condicionados por su contexto social y religioso. El cristianismo vive de esperanza y de memoria histórica. Se recuerda lo que Jesús hizo, cómo vivió, los valores por los que luchó y el proyecto de sentido con el que se sintió comprometido. Esto es lo decisivo, más allá de las perspecti­ vas sobre el triunfo cercano de ese proyecto. Se trata de construir una sociedad en la que sea posible el Señorío de Dios, vinculado a la suerte de los más pobres y necesitados, corporal y espiritualmen­ te. Desde ahí surgió una dinámica crítica de la sociedad y la reli­ gión. Los problemas se plantearon después de su muerte, cuando su comunidad vivió un proceso de transformación, hasta convertir­ se en iglesia contrapuesta a la sinagoga, v tuvo que inculturarse en otro marco histórico y social, el de la sociedad greco-romana. Ahí 13. E. F ackenheim , Reparar el mundo, Salam anca, 2008; God's presence in History, Nueva York, 1970; R. R ubenstein , After Auschwitz, Baltim ore, 1999.

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surgió un nuevo proyecto de vida, pasando a segundo plano algu­ nos elementos del reino de Dios. Quedaba, sin embargo, la memo­ ria histórica sobre Jesús, que sería siempre un elemento crítico para la iglesia posterior. 3. EL código de felicidad de Jesús Jesús “les enseñaba muchas cosas en parábolas” (Me 4,2). "Y con muchas parábolas (...), les proponía la palabra, según podían entender. Y no les hablaba sin parábolas, pero a sus discípulos se las explicaba todas aparte” (Me 4,33-34; 12,1.12). Son relatos toma­ dos de la vida cotidiana, para comparar el reino de Dios con rea­ lidades ya presentes (Me 4,10), como imágenes en palabras, que escenifican su significado (Me, 4; Mt 13; Le 15-16)14. Estas narra­ ciones inciden en la vida porque tienen una referencia crítica que se comunica a los que las escuchan15. La doctrina se enseña en parábolas, pero hay otros discursos de Jesús en los que explica su manera de entenderlo. Entre todos ellos destaca el conjunto del sermón del monte (Mt 5-7), que no deja indiferente a nadie. Sobre todo las bienaventuranzas, que no son ideales objetivos e intem­ porales, ni imperativos morales, sino que proponen un estilo de vida, una oferta de sentido para la existencia. Parten de la dicha, ¡bienaventurados!, que corresponde a la “buena noticia”. El punto de partida es lo positivo del evangelio y sólo desde ahí se puede pasar a ver lo negativo, las carencias y las limitaciones. Por el con­ trario, si partimos desde la negatividad de la vida fácilmente surge la depresión y el lamento, como ocurre a los "profetas de calami­ dades", que denunció Juan XXIII en el Concilio Vaticano 11. A ellos 14. Una síntesis clara y pedagógica de su significado teológico es la que ofrece, C.H. Dodd, Las parábolas del reino, M adrid, 1974. También, J. D. C rossan , “Parable”: The Anchor Bible Dictionary 5, Londres, 1992, 146-151. 15. Anens interpreta las parábolas como acciones lingüísticas innovadoras y críticas de Jesús en un contexto comunicativo y argumentativo, que analiza filosófica­ m ente Cfr., E. Arens , Kommunikative Handlungen. Die paradigmatische BedeuIting der Gleichnisse Jesu ftir eine Handlttngstheorie, Düsseldorf, 1982, 109-170; Christopraxis. Gnmdzüge theologischerHandlungstheorie, Friburgo 1992; Gottesverstandigung. Eine kommunikative Religionstheologie, Friburgo, 2007.

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se debe la moralización del cristianismo y que en el discurso ecle­ siástico abunden más las quejas por los pecados que presentar el cristianismo como una oferta de esperanza y de dicha. Tanto en Mateo como en Lucas se acentúan las actitudes vita­ les, aunque también se describen situaciones objetivas que merecen elogio o rechazo. Se trata del programa del reino de Dios, que indica cómo y dónde se le encuentra. Proponen un estilo de vida contracultural e inconformista (Mt 7,13-14). Un cristianismo instalado en la sociedad es lo contrario al dinamismo del sermón del monte. En nombre de la prudencia y el realismo se descalifica la expectativa del Reino, en la que otro mundo es posible. El sermón del mon­ te es la utopía cristiana por antonomasia, que sirve de referente y regulativo inspirador de cómo hay que comportarse en el presente y por qué hay que apostar en el futuro. Su anuncio respondía a las esperanzas de salvación de los más débiles, por eso en las bienaven­ turanzas se alaba a Dios porque está de parte de los pobres (vuestro es el reino de Dios: Mt 5,3). Los pobres son los que tienen a Dios por rey (Le 6,20-23). La importancia y el peso de la pobreza le lleva a alabar a los que tienen hambre de justicia y padecen por ella (Mt 5,6), porque son los que han canalizado sus deseos y aspiraciones al reino de Dios, en lugar de orientarse hacia el dinero. Mateo subraya la actitud, tener espíritu de pobre, porque hay pobres con mentali­ dad de ricos. El convencimiento de que Jesús está con los deshere­ dados de este mundo, con los empobrecidos de las sociedades, exige una práctica y un comportamiento. Pero la mera pobreza material no genera esta actitud, como en la parábola del servidor ingrato (Mt 18,23-35). Mateo insiste en una actitud, lo cual no quita que entien­ da los pobres materialmente. Por su parte, Lucas radicaliza la bien­ aventuranza respecto de los ricos, por el contraste del mensaje que alegra a los pobres y preocupa a los ricos (Le 6,24-25). Se puede afirmar que toda la historia del cristianismo está mar­ cada por la actitud defensiva de los cristianos para defenderse de esta provocativa bienaventuranza, que trastoca los planteamien­ tos de la sociedad y de la misma Iglesia, como mostró la historia de Francisco de Asís. Se trata de la bienaventuranza más exigente

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para nuestros países prósperos, ya que la mayoría de los ciudada­ nos ricos del mundo se declaran cristianos y han canalizado sus deseos y necesidades en función de la acumulación de bienes de consumo. Toda la exégesis sobre los textos de Mateo está marcada por una interpretación de “los pobres de espíritu” que haga posible su compatibilidad con la riqueza real, a pesar de que esto contradi­ ce a otros textos de Mateo que clarifican lo que entiende por el tér­ mino (Mt 6,24.34: no podéis servir a Dios y a las riquezas; 19,23-24; 25,31-46: lo que se haga con los pobres determina el juicio divino). Los cristianismos históricos siempre han estado a la defensiva y han procurado mitigar la bienaventuranza, e incluso darle un sen­ tido contrario al de los evangelios. En última instancia, el dinero se convierte en una oferta global de sentido. El que lo tiene puede, supuestamente, ser feliz y alcanzarlo todo, lo cual retrae a la perso­ na en sí misma y mediatiza a los otros. La paradoja es que cuanto más se tiene más se codicia; que la posesión del dinero no lo hace menos necesario, sino que, por el contrario, coloca a la persona a la defensiva de los otros, porque no se quiere compartir, sino acumu­ lar más, para sentirse más seguro. Es lo que escenificamos con la figura de la avaricia y la codicia, en la que el hombre está sometido por un impulso que lo domina. La oposición entre Dios y el dinero se corresponde a la contraposición entre dos absolutos que impreg­ nan la vida humana. Además, Jesús alaba a los misericordiosos y pacíficos (Mt 5,7-8), porque renuncian a la violencia y saben asumir su vulnerabilidad. Tienen el corazón limpio, por eso pueden ver a Dios y reconocerlo en los demás. La bienaventuranza a los perseguidos por seguirle (Mt 5,11-12; Le 6,21-22) tenía una clara resonancia para la iglesia primitiva en la época en la que se escribieron los evangelios. Tiene también una significación atemporal, ya que sus seguidores siem­ pre están en conflicto con un mundo que rechaza su mensaje (Jn 16,2-4.8-11.20.33; 17,14-16). La irrupción de Jesús en Israel no sólo representaba un reto nuevo para la religión, sino que implicaba una transformación del código cultural. De ahí, la potencial reac­ ción violenta en su contra, causa determinante de su crucifixión.

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Jesús luchó contra la violencia religiosa (Mt 5,3-12.21-26.38-48) apelando a que Dios hace llover sobre buenos y malos, y a que sus discípulos deben proceder de forma parecida (Mt 5,44-48). Esta dinámica de violencia religiosa se da también en el pasaje de la mujer adultera (Jn 8,3-11), a la que había que lapidar según la ley de Moisés (Lv 20,10; Dt 22,22-24 fr. Jn 8,5). Se imponía el código religioso, que apelaba a que todos la lapidaran, reafirmando así el valor de las normas. Jesús exige que tire la primera piedra el que se sepa sin pecado, consciente de la importancia del que toma la iniciativa y arrastra a los demás. Apela a la conciencia de culpa, para salvar a la mujer, cuestionando también la superioridad moral que pretenden contra ella. Así, rompe la dinámica de los que imi­ tan al jefe o modelo (Girard), sabedor de que si uno de los líderes asume la responsabilidad de la violencia, legitimada por la religión, otros le seguirán. Y comienzan a retirarse los más ancianos, a los que siguen los otros, porque la multitud no tiene iniciativa propia. Los líderes religiosos tienen la mayor responsabilidad moral en la violencia religiosa, como ocurre en la pasión. Jesús rompe una nor­ ma religiosa que sacraliza la lapidación, asumiendo el riesgo de que la violencia de las autoridades se vuelva contra el transgresor que los desafía. Para romper las patologías religiosas y políticas hace falta libertad de conciencia y superar el miedo a desobedecer, anteponiendo la propia libertad de conciencia. Por eso, las auto­ ridades tienen miedo a los que no se integran en la dinámica de seguimiento de la masa. Jesús proclama con los hechos que Dios no quiere la muerte del pecador y rechaza la violencia. Pero, desde el trasfondo de la muerte, resurge la idea de la ame­ naza del castigo para Israel (Mt 21,41-46; 22,1-14; 26,52), que, a su vez provoca más violencia (Mt 23,29-32.34-36). Mateo se apoya en la tradición del Deuteronomio y presenta la destrucción de Jeru­ salén, ya realizada cuando escribe su evangelio, como un juicio y un castigo divino (Mt 22,7; 27,25). El círculo de violencia está ya presente en la irrupción del reinado de Dios y la violencia (Dt 7,1-4; 20,10.16-18; 25.17-19) no se suprime del todo en la interpretación que ofrece Mateo. Los textos del Nuevo Testamento escenifican un

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nuevo código en las relaciones humanas v una nueva concepción de Dios, pero quedan elementos residuales de los antiguos, que cobraron más fuerza en el cristianismo histórico cuando este se inspiró en el Antiguo Testamento para oponerse a las religiones paganas del imperio romano. Los mismos escritos del Nuevo Tes­ tamento se debaten entre la exposición de los planteamientos de Jesús y evaluaciones sobre su muerte influidas por la antigua con­ cepción de Dios. La dificultad que tienen los discípulos para asi­ milar su planteamiento, que finalmente les llevó a la deserción, la tienen también los que lo interpretan y aplican a acontecimientos posteriores a la vida de Jesús. El sermón del monte y las bienaventuranzas condensan lo nuclear del mensaje del reino, que muestra a un Dios parcial, que toma partido por los que sufren y a un Jesús que, en el evangelio lucano, maldice a los que causan sufrimiento o pasan de largo ante él (Le 6,24-26; Me 10,25-27; Mt 25,31-46). Se parte de la realidad de la gente que sufre y de un mundo marcado por el pecado, y se anuncia la llegada de Dios como una buena noticia. Hay una inver­ sión de los valores y una descentralización del yo, simbolizada por la exhortación a dar al otro más de lo que pide y de poner la otra mejilla (Mt 5,39-42). El egocentrismo deshumaniza al hombre y es un obstáculo para una plenitud basada en las relaciones interper­ sonales. Son éstas las que marcan el sentido de la vida, no instantes aislados vividos desde un yo absolutizado e indiferente a los otros. El mensaje de Jesús es el de la generosidad con los otros (Mt 6,2223), en el compartir y darse, para encontrar luego la sorpresa de que esa actitud no redunda en peijuicio del que la hace sino que lo enriquece. Darse a los demás, hacer algo por los otros, es lo que genera creatividad y plenitud. El carácter relacional del ser huma­ no exige la relación con los otros. En ella puede experimentarse que la generosidad y el compartir, no sólo material sino también espiritual, enriquece al que lo vive, de la misma forma que el ego­ centrismo aísla y empobrece. La dicha y una vida de sentido no evita tener dificultades y pro­ blemas (Mt 5,12; 10,22), sino que permite saber vivir con ellas des­

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de un proceso de apertura. Lucas subraya el compromiso fáctico, las realidades que Jesús bendice o maldice, determinantes para las convicciones e ideas de cada persona. Kierkegaard, antes de Marx, afirmaba que el evangelio no se lee de la misma forma desde un palacio que desde una choza. El que no vive según sus convicciones las adecúa a la realidad y el lugar en que vivimos nos sensibiliza y motiva, porque la realidad no es neutral. Es una de las trampas en que se cae cuando se quiere vivir personalmente como “pobre de espíritu” en un entorno acomodado, que acaba imponiéndose e inspirando a los que habitan en él. Jesús vive su vida pública en contacto con los pobres y desde ahí evalúa y juzga a la sociedad. El cambio no viene por una ideología a la que nos adherimos, sino por una sensibilización desde una experiencia compartida. Por eso hay gente que se resiste al cambio. Aunque les ofrezcan argumentos conclusivos, los rechazan porque no han tenido las experiencias que hacen posible ponerse en la piel del otro y tener empatia. Jesús no oculta la conflictividad de la vida y rechaza el conformismo, dejarse llevar por la mayoría social, o convertir su mensaje en un conjunto de preceptos religiosos, al margen de cómo se vive la vida. Los valores cristianos son los humanos que expresan el sermón del monte, y a ellos se subordinan los valo­ res religiosos, y no al revés. Jesús habla desde la hondura, desde lo humano vulnerable, y alude a experiencias que no son religio­ sas sino humanas. Busca contagiar un modo de vida que produce gozo, sin caer en el moralismo que, a veces, impregna el lenguaje eclesiástico. No se trata de consolar con una recompensa en el más allá, sino de promover crecimiento y vida personal a partir de unos comportamientos concretos. Por otro lado, al subrayar la dicha se toma distancia de la ambi­ güedad que suscita la relación con Dios, fascinante y tremendo, atrayente y amenazante al mismo tiempo. Jesús busca que se crea en su mensaje, porque genera crecimiento personal y alegría vital, porque fecunda y sitúa el plan de vida (Mt 7,24-27; 19,29-30). No hay que sacrificar el hombre a una voluntad divina ajena a él, sacri­ ficándolo, sino que Dios ofrece un camino para vivir con plenitud

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(Mt 6,24.33; 7,13-14). Sacrificarse por los demás es nuclear en su mensaje: el que vive abierto a los otros, vive para Dios. El don de Dios inspira y motiva a la persona, para que se asemeje a él y aprenda a darse a los demás. Jesús vive un “teocentrismo" humanizador, que llama a darse para encontrarse; a la generosidad con los otros que enriquece, en lugar de empobrecer; al descentramiento que libera y moviliza. La dinámica egocéntrica lleva a acumular y poseer, para así contrarrestar la inseguridad de la vida, en el con­ texto de la competitividad social y de la necesidad de defenderse de los requerimientos de los otros. A esto contrapone Jesús la gene­ rosidad del compartir, en la que hay un enriquecimiento personal en lugar del temido empobrecimiento. Y desde ahí, sin negar las necesidades materiales, enseña a confiar en la Providencia y a vivir el presente, como actitud contraria a aferrarse a unas precarias seguridades (Mt 6,19-20.25-34). Pero no se trata de ver en la refe­ rencia a la Providencia una llamada al conformismo social o a la resignación, ya que esto sería una universalización descontextualizada del planteamiento de Jesús. La referencia a la providencia es el contrapunto para el que está pendiente de las riquezas v busca la seguridad en la acumulación, pero no es un programa sobre cómo organizar la sociedad y comportarse en ella. Atender a las necesidades humanas Las comidas de Jesús con los pecadores, la multiplicación de los panes y las parábolas del banquete (Mt 22,1-10; Le 14,15-24) escenifican la realidad presente del reinado de Dios. Las referen­ cias a las comidas son centrales en los evangelios (137 veces), en cuanto simbolizan la participación universal de todos en la mesa del reino (Mt 8,11; Le 6,20; 14,23; Me 14,25), sin excluirá paganos ni a pecadores (Me 2,15-17). Esto fue objeto de escándalo en Israel y, posteriormente, para la teología que defendió una concepción estrecha del “fuera de la Iglesia no hay salvación”. En las comidas se concreta la idea de la comunidad como una familia, que luego sim ó de referencia para la Iglesia y la eucaristía. Los relatos de la multiplicación de los panes muestran la preocupación de Jesús por

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las necesidades materiales básicas, así como su exhortación a invi­ tar a los que nada tienen, en lugar de a los ricos o los parientes (Le 14,12-13). El simbolismo de la comida también sirvió para mostrar la comunión del resucitado con sus discípulos (Le 24,30-31.41-42; Jn 21,8-14; Hch 1,4; 10,41). Una experiencia cotidiana, el alimen­ to, cobró un significado salvador a la luz del señorío de Dios en los hombres. El seguimiento de Jesús pasa por la preocupación por las necesidades de los demás, sobre todo las primarias que conciernen a la supervivencia16. La antropología judía no asumía la división entre cuerpo v alma, dando la prioridad a las necesidades espiri­ tuales a costa de las materiales. En una sociedad pobre, en la que la lucha por la supervivencia es radical, las necesidades básicas corporales son las primeras espirituales. Sin pan no puede vivir el hombre, aunque haya otras necesidades fundamentales. Jesús conocía bien las necesidades materiales de la mayoría del pueblo y su buena noticia estaba vinculada al compromiso con ellos. Jesús rechazó también la vinculación entre pecado y sufrimien­ to, como si Dios castigara los pecados con los males (Jn 9,2-3; Le 13,1-6). En la época de Jesús, como en el Antiguo Testamento (Ex 20,5) y en la actualidad, había una teología moralista de la historia, que veía los acontecimientos como castigos divinos por los pecados de los hombres. El dualismo de pecado y castigo servía para justifi­ car el mal padecido, culpabilizando al hombre para exonerar al dios castigador. Las iglesias cristianas se han preocupado más de defen­ der el presunto honor y el proceder divino, contra cualquier queja humana, que del sufrimiento humano17. Este fue el proceder de los amigos de Job, que le acusaban de haber cometido un pecado, aun­ que no tuviera conciencia de él, ya que sufría el castigo divino (Job 4,7-9; 8,11-13.20; 20,4). Se partía de presupuestos que siguen siendo rigentes. Por un lado, que Dios castiga a los malos, y también a veces a los buenos, como muestran las pastorales del terror. Se ensañan con la debilidad humana, porque el hombre puede cometer un peca­ 16. Rem ito al estudio de J. M. C astillo , La humanización de Dios, M adrid, 2009, 219-236. 17. José M. C astillo , Víctimas del pecado, M adrid, 2004,11-18.

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do mortal en el último instante, dando así oportunidad al castigo divino, independientemente de la fidelidad tenida a lo largo de la vida. A esta teoría de la retribución, se añadía la idea de que todo lo que acontece tiene una causa y que Dios está detrás de todo el mal que hay en la vida. Tanto los amigos de Job como él mismo busca­ ban un culpable, el mismo Dios, porque no asumían que hay cosas que suceden en la vida sin culpa de nadie v que Dios no está detrás de todo lo que acontece, ni por acción ni por permisión. La visión moralista del mundo siempre busca culpables e ignora la interpela­ ción del hombre inocente (Job 9,21; 13,18.23; 23,10; 27,5-6). La idea subyacente es que en la vida todo tiene una causa o fun­ damento, el divino, y que es voluntad divina lo que ocurre a cada persona. Spinoza refutó con agudeza este planteamiento, indicando que recurrimos a la voluntad divina para explicar lo inesperado e incomprensible, cuando esa supuesta voluntad de Dios sería toda­ vía más enigmática e inexplicable que lo que queremos solucionar, aludiéndola. Y es que la persona religiosa utiliza constantemente el nombre de Dios en vano, confundiendo sus razonamientos e inten­ ciones con la presunta responsabilidad divina. En la Biblia, Dios jus­ tifica el proceder de Job, el cual rechaza su culpabilidad, porque no tiene conciencia de haber cometido pecado alguno (Job 42,7-9). No sólo toma distancia de un paradigma religioso basado en la sumi­ sión ante la imposición divina, sino que se rechaza la teología que silencia la protesta por el sufrimiento. Dios nunca acusa a Job por haberse quejado, ni por rechazar un pecado que no conoce. Hay que desechar que las desgracias y males que acaecen sean consecuencia de los pecados, y el mismo Jesús rechaza esta concepción (Jn 9,2-3; Le 13,1-3). Todos buscan un chivo expiatorio sobre el que descargar la culpa de la propia desgracia, el pecado de uno mismo, el de los otros, o el castigo divino. Dios enfrenta a Job con la obra de la crea­ ción y arguye que está luchando contra el mal que hay en ella. La apologética divina estriba en el creador que se impone al caos con un orden bueno (Gen 1-2; Job 38,4-39,30). El mal pertene­ ce a la creación y Dios lo combate, sin que se esclarezca su origen, su sentido, ni por qué la creación es como es. El conocimiento del

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bien y del mal (Gn 2,16-17) sigue escapándose al ser humano en lo que concierne a su origen y finalidad última. El problema del mal plantea muchos problemas a la fe en Dios, pero no se resuelve con la teoría de la retribución. Los sufrimientos no son castigos divinos por el pecado. Tanto la naturaleza como la historia son autóno­ mas y tienen al hombre como sujeto agente. Dios no es la causa de todos los acontecimientos. Muchos eventos ocurren sin que Dios los quiera ni los permita, sino porque son el resultado de las leyes de la naturaleza y de la libertad humana. La idea de una interven­ ción constante de la divinidad en su creación, rectificándola, y de una libertad divina que coarta la humana, obedece a una concep­ ción infantil y narcisista de la omnipotencia18. El programa del señorío divino da cumplimiento al anhelo de un mundo diferente. Dios no es neutral y toma partido por los débiles y las víctimas de la historia. Se puede hablar de su reino como una intervención que corrige lo imperfecto de la creación, luchando contra el mal. Yahvé se limita v deja protagonismo al hombre, con el que hace una alianza, llamándolo a combatir el mal, en especial el que causa el agente humano. Respeta las leyes del mundo creado y la autonomía de la persona en la historia. Se hace presente en Jesús, enviado para sanar y salvar (Le 4,18-19; Me 2,10; Hch 2,22). De ahí, el significado de sus curaciones, que se vincula a la predicación del “evangelio del reino” (Mt 4,23-25; 9,35) y que atestiguan su llegada (Me 1,32-34; 3,22-30 par; Mt 12,26-28; Le 8,1-3; 10,9.17-18.23-24; 11,19-20). En la tradición del Antiguo Testamento (Lv 26,16-17; Nm 12,10-12; Dt 28,20-22) y en la del Nuevo Testamento (Jn 5,14; 9,2; 1 Co 11,29-30; St 5,15), había una conexión entre enfermedades y pecados (Jn 5,14) Muchas curaciones se veían como una "purifica­ ción” (Me 1,40-44; Le 17,14), desde el trasfondo del Antiguo Tes­ tamento (Lv 13; 2 Re 5,10-15). El contacto con Jesús era el medio para alcanzar la curación (Me 1,31.41; 5,27; 7,33; 8,22) y la expul­ sión de demonios la prueba de la llegada del reino (Le 10,19-20; 11,14-20 cfr., Jn 12,31). De ahí, el inevitable carácter milagroso de 18. Juan A. E strada, El sentido y el sinsentido de la vida, M adrid, 2010, 189-238; “El mal y la creencia en Dios", en Misterio del mal y fe cristiana, Valencia, 2012.

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sus curaciones para la sociedad de su tiempo. Jesús fue un curan­ dero milagroso, ya que los judíos nunca discutieron sus curacio­ nes, aunque sí que fueran obra de Dios, como sus exorcismos (Mt 12,24). Pero no hay que ver los milagros como una ruptura con las leyes de la naturaleza, descubiertas por la ciencia. Esta sería la óptica científica, ajena a los planteamientos de Jesús. Son even­ tos que afianzan la fe y confianza en Dios. Lo importante no es el medio, natural o extraordinario, desde el que se produce el mila­ gro, sino que hay acontecimientos, como signos de la presencia de Dios en la vida, que responden a las necesidades y súplicas19. En su época eran manifestaciones y señales de la presencia de Dios en el mundo. Los exorcismos (Mt 12,26-28; Le 10,18; 11,1920) mostraban cómo Jesús combatió el espíritu del mal, que se adueñaba de los hombres, creencia que era usual en la época. Las posesiones demoníacas eran frecuentes y Jesús participaba de la mentalidad que vinculaba determinadas enfermedades a demonios (Le 11,20; Mt 12,28; Me 3,27). Esto era frecuente en la Antigüedad, e incluso enfermedades mentales como la epilepsia se veían como sagradas. El sentido de su vida está en esa lucha (Me 1,24; 3,26; 5,7-10). No es posible establecer una demarcación clara entre las curaciones y expulsión de demonios por Jesús, y los añadidos e interpretaciones posteriores de las comunidades, pero es induda­ ble su amplia actividad taumatúrgica (Mt 11,5; Le 7,22; Me 3,9). Su popularidad se debía, en buena parte, a esa eficacia que le legitima­ ba como enviado de Dios (Le 10,17-18). Posteriormente, hubo una dramatización de la historia, que cul­ minó en el apocalipsis, marcado por el enfrentamiento entre Dios y Satanás (Apc 12,1-17). En los evangelios, Cristo es el enviado de Dios para luchar contra el mal, porque tiene el espíritu divino (Me 1,8.10.12; 2,8; 3,29-30), que le da poder sobre los espíritus impuros. E invita a identificarse con él (Me 8,38, Mt 6,33; 8,21-22; 19,12; Le 9,60-62), asumiendo que hay que seguirlo en esa lucha. No predica un mensaje de ultratumba, la salvación del alma, sino que viene a 19. Un resum en pedagógico puede encontrarse en S. B éjar. Dios en Jesús. Ensayo de cristología, M adrid, 2008, 87-103.

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salvar al hombre integral, aquejado por necesidades corporales y espirituales. La antropología hebrea era unitaria y psicosomática. Somos cuerpos espiritualizados y espíritus corporeizados, sin caer en el dualismo griego. Luchar contra el mal, afecta tanto al cuer­ po como al alma, porque el hombre tiene necesidades corporales y espirituales a las que responder conjuntamente. Esta actividad de Jesús, curar enfermedades y expulsar espíritus, indica que la religión juega un papel liberador en la vida del hombre o no puede presentarse como querida por Dios. La preocupación por la muerte y la salvación final es inherente a la condición humana y parte sustancial de todas las religiones, cada una de ellas con su correspondiente representación del más allá. Pero el cristianismo no es una religión ultra terrena, sino histórica y se legitima con hechos que liberan y salvan. Tradicionalmente, esto se ha entendido como "obras de misericordia”, en el marco de la imitación y seguimiento de Jesús. Hoy, por el contrario, somos más conscientes de la importancia de las estructuras de pecado, que hay que cambiar, y de la vinculación entre la liberación del hombre, la lucha contra las injusticias y la salvación evangélica. Hay que man­ tener la doble dinámica de una salvación del hombre, que va más allá de su promoción y liberación humanas, pero que no puede dar­ se al margen de ellas, sino que las incluye como condición necesa­ ria, aunque no suficiente (Pablo VI, "Evangelii Nuntiandi”, 30-35). No se trata de salvar almas, sino personas, atendiendo a las necesi­ dades humanas, corporales v espirituales. Si la religión no salva, en cuanto promueve sentido, en el aquí y ahora de la historia, ¿cómo podemos esperar que sirva para alcanzarlo en el más allá? Desde la perspectiva filosófica actual se recuerda que los avan­ ces en la liberación de la humanidad son siempre fragmentarios y parciales, y que la expectativa mesiánica recuerda siempre la carencia de una salvación total en la historia20. El sueño prometéico del paraíso como meta de la historia es incompatible con el cristianismo, como también lo es el esplritualismo, que pone el 20. W. Benjam ín, "Tesis de filosofía de la h isto ria”: Discursos ininterrumpidos I, M adrid, 1973, 177-191.

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acento en una salvación del alma, desligada del cuerpo y de los padecimientos históricos de la persona. Walter Benjamín recuerda que el progreso moral e histórico siempre está incompleto y ame­ nazado. Las conquistas actuales son el resultado de las luchas de las generaciones pasadas y la historia no se puede ver desde los vencedores, ignorando el sufrimiento de las víctimas. La destruc­ tividad está operante y el oprimido de ayer puede ser el opresor de hoy. Por eso avisa al sujeto que lucha por la emancipación, de que ésta sólo es plena con la llegada del mesías, que siempre se retarda en la historia. Desconfía de los triunfos sobre el mal v es consciente de su parcialidad, carácter fragmentario y reversibilidad. El sueño del paraíso, bajo la versión de la fraternidad, igualdad y justicia, es sólo un ideal motivador, nunca realizado, aunque puede haber aproximaciones históricas a ese ideal. El proyecto moderno de sociedad emancipada, versión seculari­ zada del programa del reino de Dios, está marcado por la lucha con­ tra el mal, que, a su vez, revierte en la transformación de las estruc­ turas sociales, en la configuración de un nuevo código cultural y en otra canalización de los deseos y necesidades humanas. En este marco del mal histórico y social, cobra todavía más fuerza la refe­ rencia Dios y su proyecto contra el mal. Hay que superar la imagen del dios intervencionista, ya que, paradójicamente, su actuación al margen del hombre, al que motiva e inspira, redunda en contra de la misma divinidad. Y es que si Dios anulara la libertad humana para evitar el mal, eliminaría el libre albedrío, que hace del hom­ bre su imagen y semejanza. Y si Dios interviniera puntualmente, siempre podríamos preguntar por qué no interviene con otras oca­ siones. Hay que revisar la perspectiva de un Dios intervencionista y milagrero, al que hay que ganarse con oraciones. Jesús rechazaba la búsqueda de prodigios, milagros y señales (Mt 16,1.4; Jn 4,48) que era también parte de las tentaciones del desierto. El dios salva­ dor no anula las leyes de la naturaleza ni la autonomía del hombre, que es el agente de la historia. La búsqueda de milagros responde a la necesidad humana, acuciada por el mal, pero también a una concepción mágica de la religión y a una perspectiva utilitarista y

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legalista en la relación con Dios. Por eso, Jesús rechaza las deman­ das de milagros de la multitud, mientras que los cristianos, y con ellos la Iglesia institucional, siguen haciendo de ellos la clave para atestiguar la santidad de una persona. 4. Replantear la religión Jesús apenas si habla directamente de Dios, a pesar de su rela­ ción personal. Se siente y se sabe inspirado por el Espíritu, y lo busca en la soledad y la oración (Me 1,35: por la mañana, antes del amanecer, salió para orar; Mt 14,23: llegada la noche estaba sólo orando). Asume las imágenes bíblicas de Dios, en concreto la idea de un creador y señor de la historia, pero mantiene la prohibición judía de hablar de él directamente o representarlo. Sus afirmaciones sobre cómo Dios actúa, con escenas de la vida cotidiana para expli­ carlo, mantienen la reserva sobre su esencia e identidad. Persiste el misterio sobre un Dios inalcanzable, el “Altísimo” (Le 1,32), pero no sobre su forma de entender la vida, su presencia en la historia y su rechazo del sufrimiento y la injusticia. El lenguaje sobre Dios es mayoritariamente indirecto y se refleja en el proceder de Jesús, del mismo modo que Moisés irradiaba la gloria divina tras el encuentro con Dios (Ex 34,29-35; 1 Co 13,12; 2 Co 3,7). No habla directamente de sus predicados y no enseña una doctrina sobre el qué y cómo de la divinidad. Su forma de comportarse manifiesta cómo es Dios. La trascendencia de Dios, que se hace presente en Jesús, está vinculada a su unción, pero nos enseña qué trascendencia debemos buscar y los medios para lograrla. No hay neutralidad divina, ni indiferen­ cia, ni impasibilidad y distanciamiento de los acontecimientos, sino una clara toma de postura personificada en Jesús. Más que creer en Dios hay fe en lo divino de una forma de proceder. Replantear las normas religiosas El sentido de su vida está en luchar contra las mil formas de mal que se presentan, sin relegar la salvación al futuro, ya que el proceso de liberación del hombre se inicia en el presente. Este es el marco

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para estudiar la relación de Jesús con su religión. Como buen judío participa de las tradiciones, creencias y prácticas religiosas de su pueblo y en ningún momento impugna los escritos e historia del Antiguo Testamento. Pero sí reivindica su autoridad para interpre­ tarlos, contra los escribas y fariseos, y darles una nueva orientación (Mt 7,28-29). Todo el evangelio de Mateo está marcado por la refe­ rencia al mismo Moisés y presenta a Jesús con una autoridad mayor (Mt 5,17.21-22.27-28.34.43; 19,7-9), como subrayan otros escritos del Nuevo Testamento (Jn 5,46; Hb 3,3-6). La renovación de Israel pasaba por la reforma y revitalización de la religión, dado el puesto central que tenía en la identidad personal y en el orden social. En el siglo I, la religión era un componente esencial y público, antropo­ lógica, social y culturalmente, sin que ni siquiera se soñara con una religión interior o privada. Por otra parte, la perspectiva religiosa hay que entenderla de forma histórica y contextualizada. Jesús asu­ mió una perspectiva al abordar la religión, la de los últimos de la sociedad, la de los marginados por la religión, la de los pecadores a los que traía la buena noticia de un Dios cercano y perdonador. Esta opción de Jesús, desde el reverso de la historia, condicionó su interpretación de la religión, incompatible con los que la veían desde el poder. La religión de los poderosos es irreconciliable con la de lo más pobres de la sociedad, y las iglesias tienen que optar dónde y cómo se ubican. El universalismo de Jesús estriba en sal­ var a los más débiles. Si éstos podían salvarse, recobrar su digni­ dad y abrirse a la esperanza de un Dios con ellos, entonces todo hombre podía salvarse. La universalidad de Dios se muestra cuali­ tativamente, en cuanto alcanza a los más alejados y a los que más sufren. Esta dinámica, generadora de sentido para las víctimas de la historia, se constituyó en el eje vertebral del planteamiento de Jesús. Contra el fatalismo predominante en el pueblo, oprimido por las autoridades romanas y judías, despertaba el sentido de la propia dignidad, les convertía en destinatarios del mensaje de Dios y potenciaba la esperanza. Esta es la perspectiva desde la que hay que comprender su inter­ pretación de la ley. La ley religiosa no es negada, pero sí sometida a

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una relativización y contextualización radical, desde las exigencias del reino (Mt 5,17-20. 43-48; 18,23-35; Me 12,28-34). Se basa en su experiencia de Dios, por encima de las interpretaciones oficiales, que ponían en primer plano las exigencias de la religión. Mientras que Jesús subordina los criterios religiosos a los valores humanos, explicitados en el sermón del monte, las autoridades actuaban al revés. Jesús aceptó la ley religiosa, pero entró en una discusión teo­ lógica, moral y práctica sobre su significado y aplicaciones. Por eso asume la Torá, que sirve de trasfondo para su predicación, como cuando alude al amor al prójimo como el mayor de los mandamien­ tos (Me 10,28-34 cfr., Lv 19,18) y a que está escrito en la ley (Le 10,25 cfr., Dt 6,4-5). Jesús no rechaza el código religioso al que pertene­ ce, pero sí la rigidez con que la interpretan las autoridades religio­ sas y el que antepongan preceptos religiosos a los valores humanos que conlleva la instauración del reinado de Dios en Israel. Esto es también lo que ocurre con la observancia del sábado (Me 2,27-28). A diferencia de los otros sinópticos, Marcos no argumenta contra los escribas en lo que concierne a la observ ancia del sábado. Pero da una respuesta global al rigorismo interpretativo de los fariseos y escribas (Me 7,1-23), a los que acusa de hipócritas, de obviar los preceptos divinos por la propia tradición religiosa, que, de hecho, cobra más importancia que la voluntad salvadora de Dios. En el evangelio de Marcos, como más radicalmente en el de Juan, se real­ za la confrontación entre Jesús y el código religioso judío. Apunta así a la patología de las religiones que amontonan preceptos y man­ damientos, creados por los hombres, y dejan en segundo plano el bien y la salvación de éstos, que es lo que Dios quiere. Mateo (Mt 12,11-12) y Lucas (Le 13,14-17; 14,3-5, cfr. Ex 31,15) sí defienden la postura de Jesús y la basan en argumentos com­ prensibles a los escribas, porque están ya en su propia tradición. Mateo reafirma el carácter judío de Jesús, que viene a cumplir con la ley (Mt 5,17-19) y reduce su crítica a casos puntuales en los que disiente de la postura de sus adversarios (Mt 15,1-20), porque la distingue de la Torá. Asume la afirmación de Marcos de que "el Hijo del hombre es el Señor del Sábado” (Me 2,28 cfr. Mt 12,8), pero la

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1111617)1613 desde la afirmación profética de que Dios prefiere mise­ ricordia a los sacrificios, de que David comió los panes del templo (Mt 12,3-7), y de que en Jesús hay algo mayor que el templo. Como Jesús es más que David, puede hacer lo mismo que él. Mateo es mucho más condescendiente con la ley que Marcos, como también respecto del judaismo. Las discusiones intra cristianas en las cartas paulinas y en los Hechos de los Apóstoles muestran los disensos y el pluralismo teológico de la iglesia primitiva, y tienen antecedentes en la diversidad de enfoques en los evangelios. No todos valoran del mismo modo la conducta de Jesús y los más aferrados a la tradición judía, como Mateo, buscan mitigar el contraste entre Jesús y las Escrituras y tradiciones hebreas. Siempre que es posible, se apoya en el trasfondo judío de Jesús, en la línea de una interpretación que lleva las Escrituras a su cumplimiento pleno, en contra de las defor­ mes hermenéuticas de sus adversarios. Intenta salvar el precepto bíblico, mostrando que la conducta de Jesús se basa en una excep­ ción de la norma que recoge el espíritu de ésta21. Hay que comprender a Jesús desde el código religioso al que per­ tenece y transforma, ya que el significado de las Escrituras sólo pue­ de ser captado desde Jesús, que les da otro sentido diferente al de las autoridades religiosas. De ahí las enseñanzas de Jesús a sus discípu­ los, que no comprenden lo que Jesús enseña (Me 4,10-13). Si emplea­ mos anacrónicamente el lenguaje tradicional eclesiástico de magis­ terio, Jesús desautoriza el oficial y ofrece uno alternativo. Pero no se le puede comprender al margen de la tradición y pertenencia judía de la que proviene. Sólo el cuarto evangelio rompe de forma clara con el judaismo y proyecta en la vida de Jesús la separación entre cristianismo y judaismo, consumada a finales del siglo primero. Se apartó del código establecido en algunas cuestiones, como el divorcio (Me 10,11; Mt 5,31-32; Le 16,18) v los juramentos (Mt 5,33-37), en los que tomó una postura radical. No hizo diferencias 21. El trasfondo judío del Jesús de M ateo y el problem a del sábado es analizado por H. B asser , “The Gospel and Rabbinic Halakah" y C. E vans, “Reconstructing the H alakah of Jesús", en The Missing Jesús, Boston, 2002, 77-100; 101106. B asser destaca la im portancia de la literatura rabínica para com prender m uchos dichos de Jesús.

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en el repudio entre el varón y la mujer, exigiendo a ambos la fide­ lidad a un proyecto de vida asumido y compartido (Mt 19,4-9). La Iglesia posterior asumió este principio, cuando todavía no existía el matrimonio eclesiástico (1 Co 7,10-16), pero intentó conciliario con el principio de misericordia y la subordinación de la ley al hombre (Mt 5,32: excepto en caso de fornicación; Mt 19,9), y no a la inver­ sa22. Siempre hay una tensión entre la proclamación de una norma universal, que marca un horizonte de sentido al que tender, y la casuística concreta de las situaciones personales, que, en la prácti­ ca, pueden chocar con la validez de la norma abstracta. La Iglesia antigua siguió el principio de que la ley está al servicio del hombre y no a la inversa. Interpretó las palabras de Jesús buscando conciliar el principio de misericordia, cuando un matrimonio se ha roto, y el ideal de la indisolubilidad al que apuntó Jesús. De ahí, la praxis, que la Iglesia ortodoxa mantiene hasta hoy, de admitir a la vida sacra­ mental a los cristianos divorciados que habían rehecho sus vidas en nuevos matrimonios, aunque rechazando otro eclesiástico (sacra­ mental), mientras vivieran los cónyuges del primero (Rm 7,2-3; 1 Co 7,39). El ideal de insolubilidad era compatible con la atención a los que habían fracasado en su proyecto matrimonial primero y busca­ ban apoyarse en la comunidad para rehacer su vida. La iglesia ortodoxa es más tolerante que la católica, al permitir un nuevo matrimonio por causa de adulterio y otros similares23. El catolicismo buscó conciliar la atención a las situaciones particu­ lares con la norma universal, ampliando los casos en que se podía declarar nulo el matrimonio por falta de madurez y capacidad de los contrayentes. A lo largo del segundo milenio también aumenta­ ron las causas por las que los papas podían anular matrimonios ya consumados. Lo novedoso del planteamiento de Jesús es lo absolu­ to del ideal, que le lleva a revocar normas religiosas, y la humani­ 22. A. V argas M achuca, "Casos de divorcio en San M ateo”: Estudios Eclesiásticos 50 (1975), 5-54, P. Franzen, "Divorcio en caso de adulterio en el concilio de Trento”: Concilium 55 (1970), 249-260. 23. M. S otomayor, “Tradición de la iglesia con respecto al divorcio”: Proyección 28 (1981), 49-57; N. van der W al, "Aspectos de la evolución histórica en el de­ recho y la doctrina”: Concilium 55 (1970), 236-242.

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dad con las que atiende a las personas que, por diversas causas, no son capaces de asumirlo. La fuerza de los principios, en concreto de las bienaventuranzas, es compatible con la subordinación de todas las leyes religiosas al hombre concreto y su posibilidad de salvación. Esta tensión se mantiene como problema a lo largo de la historia del cristianismo. Hoy, dada la mayor duración de la vida matrimonial, la autonomía de las personas, la emancipación de la mujer, la separación de sexualidad y procreación, la atención a los factores psicológicos y la general falta de preparación de muchas parejas para el matrimonio sacramental, aumentan los casos de cristianos divorciados y vueltos a casar, que no pueden integrarse en la vida sacramental. Es necesario encontrar un nuevo equilibrio entre el ideal cristiano, la subordinación de la ley a las necesidades humanas y la inspiración en la praxis y enseñanza de Jesús24. Sin embargo prevalece el miedo a romper con una larga tradición his­ tórica y teológica, sin atender a que ha cambiado la concepción de la persona, de la sexualidad y del matrimonio. Las discusiones entre judíos y cristianos sobre puntos controver­ tidos de la ley y las purificaciones rituales y alimenticias fueron fre­ cuentes en la iglesia primitiva y se inspiraron en Jesús (Me 1,44; Le 5,14; 11,41; Jn 3,25; 13,10-11). Pero las formulaciones posteriores de las comunidades cristianas (Hb 1,3; 9,22-23; 2 Pe 1,9) también influyeron en los evangelios. Jesús interpretó la ley y las Escritu­ ras con la intención de ofrecer su sentido original, corrompido lue­ go por la tradición posterior. No hay alusiones directas al reino de Dios en muchas de sus interpretaciones, pero no cabe duda de que reflejan su conciencia del tiempo final mesiánico y profético25. Jesús buscó ref ormar la religión y lo esencial está en su praxis concreta. 24. En otras épocas históricas, la Iglesia católica ha relativizado el ideal de indi­ solubilidad del m atrim onio en favor de las necesidades hum anas y eclesiales, com o en los privilegios petrinos y paulinos del papa. Cfr., P. HuiZING, “El de­ recho canónico y la disolución del m atrim onio”: Concilium 87 (1973), 9-18. La praxis ortodoxa, que el Concilio de Trento no quiso condenar, cobra hoy m ucha actualidad. Cfr., E. L ópez Azpitarte, Praxis cristiana 2, M adrid, 1981, 459-488; M. Legrain, Les divorcés remanes, París, 1987. 25. Rem ito al análisis de J. P. M e i e r , Un judío marginal. IV: ley y amor, Estella, 2010.

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El problema fundamental de las autoridades, en la teoría y praxis, es que establecían normas de conducta en las que la religión se ante­ ponía a las necesidades de la vida. Jesús radicalizó la confrontación con su religión, porque antepuso el sufrimiento y las necesidades humanas a los preceptos religiosos. De ahí, el principio de que no es el hombre para el sábado, sino al revés (Me 2,27-28). Aunque no ten­ gamos seguridad sobre la literalidad de esta formulación por Jesús, sin duda recoge su comprensión humanitaria de las leyes, como ocurría a otros rabinos moderados. Y esto es así porque Jesús no niega el código religioso, ni impugna globalmente la ley, como luego Pablo, sino que lo transformó y relativizó. Cuando la observancia de los preceptos religiosos establecidos se antepone al bien del hom­ bre, como el no curar en sábado (Me 3,1-6) o anteponer preceptos purificatorios y ascéticos a las necesidades cotidianas (Me 2,23-25), la religión deja de ser una instancia de salvación. La conflictividad con las autoridades Esta dinámica explica los conflictos concretos de Jesús con las autoridades religiosas26. Para Mateo, lo decisivo es su doctrina, que generó un enfrentamiento con su familia y vecinos (Mt 13,53-58), el pueblo y las autoridades. Su enseñanza está dirigida exclusiva­ mente a los judíos, con exclusión de samaritanos y paganos (Mt 10,5-7.22-23). Sólo tras su muerte, se abrió la perspectiva de evan­ gelizar el mundo (Mt 28,18-20). Por su parte, Lucas completa la misión (Le 9,1-6) con la de los setenta y dos discípulos (Le 10,1-20), subrayando los milagros y curaciones, y la lucha contra el espíritu del mal (Le 10,18). Cada evangelista interpreta la vida de Jesús con distintos acentos27. Leyes, purificaciones, rituales, observancias, tiempos y lugares sagrados son subordinados a las necesidades de la vida, marcada por el sufrimiento y por la omnipresencia del mal. Algunos conflictos tuvieron especial relevancia, como el del tem­ plo (Me 11,15-19; Mt 21,12-17; Le 19,45-48; Jn 2,13-22), denuncia­ 26. J. M. C astillo , Símbolos de libertad, Salam anca, 1981, 31-80; La humaniza­ ción de Dios, M adrid, 2009, 93-118 27. J.M. C hite, De Jesús al cristianismo, Estella, 2007, 139-144.

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do como una cueva de ladrones; o las polémicas sobre curaciones en sábado (Jn 5,1-9; 9,1-7), aunque están redactadas teniendo en cuenta los problemas de las comunidades de los evangelistas. Estas acciones convergen en una desacralización del culto y la ley; en una denuncia de la religión que busca controlar y someter a sus fieles; en una secularización del sentido. Si el centro de la vida no es el comportamiento religioso, tampoco pueden ser absolutas sus prescripciones. Lo importante no es la religión y sus prescripcio­ nes, sino los valores humanos que actualizan el señorío de Dios. La paradoja es que esa impugnación de creencias y prácticas religiosas, estuvo acompañada por una radicalización de exigen­ cias éticas concretas. El amor es la clave teológica con la que los evangelios justifican sus discrepancias (Mt 5,43-48; Le 10,25-37). El doble mandamiento (Me 12,28-34) y la prescripción de amar a los enemigos (Mt 5,44; Le 6,27) son los principios directivos de la aplicación de los evangelistas y de los otros escritos del Nuevo Testamento. Las afirmaciones posteriores sobre que Dios es amor y que el que ama ya conoce a Dios, y viceversa, confirman la pers­ pectiva de Jesús (1 Jn 4,7-13). El amor es la fuerza que mueve al mundo y al ser humano, no el dinero o el poder. Visto desde una perspectiva moderna, podríamos decir que Jesús fue un disiden­ te judío, más humanista y atento a la vida que cumplidor de los preceptos religiosos, a pesar de su respeto global a la religión y de que, según Mateo, vino a dar pleno cumplimiento a la ley religio­ sa (Mt 5,17-20). La religión puede potenciar lo mejor v lo peor de cada persona, en cuanto que la referencia a Dios transforma la vida humana, para bien o para mal. Jesús no insiste en lo que es o no, pecado, sino en la opción por el hombre, que le lleva a luchar con­ tra el mal integral. Evidentemente, el pecado y el mal están vincu­ lados, ya que los pecados son causa de sufrimiento y de destructivi­ dad. Hay que evaluar los impedimentos que son destructivos para la persona y para los demás. Por eso, cuando hay tensión o contradicción entre la obser­ vancia de la ley religiosa y la atención a las necesidades humanas, hay que relativizar lo primero para privilegiar lo segundo. Y esto

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lo presenta Jesús como una exigencia del mismo Dios, porque lo humanitario es también lo divino. No hay oposición entre Dios y el hombre, que llevaría a sacrificar el segundo al primero, sino, al contrario, Dios es el garante de la vida humana y en función de ésta hay que poner la religión. Esta dinámica se basa en la libertad y en la capacidad de discernimiento de Jesús y de sus seguidores, en la que la norma religiosa no tiene la última palabra, sino la atención al hombre. Si esto lo aplicáramos a las situaciones actuales, habría que revisar muchas normativas religiosas existentes. Podemos encuadrar a Jesús dentro de la tradición profética judía. Lo que llamamos la regla de oro, (“cuanto queráis que os hagan los hombres hacedlo también vosotros, ésta es la ley y los profetas”: Mt 7,12) se encuentra en la enseñanza rabínica v en la tradición judía, aunque la formulación es más negativa (no hacer el daño al otro que no queremos que nos hagan), como en la Didaché cristiana (Did 1,2) y en el Evangelio apócrifo de Tomás, (Evangelio de Tomás, 6). También es una formulación conocida en la literatu­ ra romana28. Jesús revela la patología del hombre religioso, jerarca o laico, que subordina el hombre a la religión, a costa de que ésta sea una carga que hay que asumir y no una fuerza salvadora. En lugar de utilizar la religión para someter al hombre, la relativiza, alentando la conciencia personal y el discernimiento, es decir la intencionalidad, respecto de las normas externas. El recurso a Dios puede legitimar lo más injusto e ignominioso, porque se supone que Dios lo demanda y que se exige del hombre obediencia absolu­ ta. Cuando ocurre, ya no se puede hablar de una revelación divina, por muy ortodoxa que pretenda ser, y la religión se convierte en una mediación opresora. Al abdicar de la propia conciencia, se asu­ me el código cultural y religioso establecido, a costa de la autenti­ cidad y autonomía. La denuncia del sistema religioso v el rechazo a una forma concreta de vivir la religión, forma parte de la lucha de Jesús por dar un sentido a la vida. Y fue también la causa última de su rechazo por parte del pueblo, arrastrado por sus autoridades. 28. S éneca , "Epístolas M orales" 103,3; Sexto Em pírico, "Sentencias”, 89. Un estu­ dio de los diversos textos en C. A. E vans, "The M isplaced Jesús", 27-30.

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El precio a pagar fue el enfrentamiento con las autoridades, la jerarquía religiosa, los rabinos y maestros de la ley, y los sacerdo­ tes. Jesús encontró un sentido para la vida de sus conciudadanos en la lucha contra las patologías de la religión. Esta, fácilmente, se convierte en un poder, que no sirve a Dios y al prójimo, sino que, por el contrario, se sirve de ambos en beneficio propio, en el de sus autoridades y jerarquías. Jesús criticó a las autoridades, que cargaban pesadamente las espaldas humanas y vivían buscando honores y dinero, a costa de los fieles (Mt 23,1-12). Esta perversión de la religión es constante en la historia, y el comportamiento de Jesús sirve de referente para evaluar el cristianismo29. Si Jesús es un modelo permanente, más allá de la coyuntura histórica en que le tocó vivir, su manera de entender la religión y los criterios que utiliza con las autoridades tendrían que ser los que inspiraran a los cristianos. A veces hay miedo a distanciarse o criticar doctrinas y comportamientos de la Iglesia en su conjunto o de sus autoridades, que no resultan convincentes ni evangélicos. Y sin embargo, Jesús enseñó a discernir v enfrentarse con la religión, y veía la suya como la verdadera, cuando contradecía los valores y formas de proceder del reinado de Dios. Las religiones tienen un papel esencial para inspirar proyectos de sentido de vida, pero son también grandes obstáculos para realizarlos cuando se convierten en un sistema de dominio sobre las conciencias y dificultan el crecimiento en liber­ tad, discernimiento y hondura humana de sus fieles. Una convergencia entre la voluntad de Dios y el bien del hombre impide el mero sometimiento a una ley externa. Nuestra preten­ sión contemporánea de autonomía respecto de normas y autorida­ des (Kant: Sapere aude!, ¡Atrévete a saber!), sólo es compatible con el cristianismo cuando anuncia la voluntad divina como el bien del hombre. El referente de la conciencia personal es la instancia últi­ ma de discernimiento y obediencia. Hay que relativizar la obliga­ toriedad moral religiosa ante la capacidad humana para pervertir los ideales más nobles. La patología religiosa hace que el ideal de servir a Dios se convierta en mortífero, fuente del nihilismo y cau­ 29. R em ito al estudio clásico de U rs von BALTHASAR, "Casta m eretrix ”: Ensayos teológicos II, M adrid, 1964, 239-354.

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sa de desmovilización moral. Cuando es un obstáculo para vivir, habría que librarse de la religión para afirmar la vida, como propo­ nía Nietzsche30. Jesús no propugna la mera obediencia a la ley, sino que la evalúa desde el principio del amor, la fuerza que rige su pro­ pio proyecto. La perspectiva del reino de Dios hace de la relación con los demás el criterio determinante de la vinculación con Dios. La paradoja del evangelio es siempre la misma, hay que morir a sí, para reencontrarse con uno mismo, porque el camino más corto para la felicidad es la entrega a los demás (Jn 12,24-25). Generar sentido en la vida de los otros, a imagen y semejanza de Dios, hace que la vida se viva con plenitud. Pero una vida lograda no equivale a ausencia de sufrimientos y de conflictos, integrantes de la condi­ ción humana. Jesús predice que su seguimiento añadirá un plus de persecuciones y de hostilidad a los suyos (Le 21,12-18; 22,35-38; Jn 15,20-21; 16,2-3; 17,14-21) y esto se realiza cuando se escribieron los evangelios. Vivir como Jesús implica asumir el rechazo de las mismas personas religiosas. Un proyecto históricamente fracasado Ante la contradicción existente entre el proyecto del reino y el de la sociedad es necesario abrirse a la existencia de Jesús en favor de sus conciudadanos, que determina su trágico final. La omnipoten­ cia divina deja paso al enviado de Dios inmerso en la lucha de inte­ reses humanos. Las parábolas muestran a un Dios antropomórfico, es decir, se le atribuyen unas formas de comportarse vinculadas a las de Jesús, que es el que lo revela. Hablamos analógicamente de Dios, en cuanto que es irrepresentable, pero la forma de hablar de Jesús lleva a corregir la forma judía de entender la relación entre Dios y la humanidad. La omnipotencia del que interviene direc­ tamente en la historia y hace de los grandes personajes un instru­ mento de su dominio, que es la forma judía de hablar de su provi­ 30. P. V aladier , Elogio de la conciencia, M adrid, 1994; “M orale p o u r le tem ps du nihilism o”, en A. G esché y P. S colas (Eds.), Et si Dieu n'existait pas, París, 2001, 95-109; P. R icoeur , "Théonomie et/ou autonom ie”: Archivio di filosofía 62 (1994), 19-36; P. K nauer, Handlungsnetze. Überder Grundprinzip der Ethik, Francfort, 2002, 141-168.

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dencia, deja paso a un Jesús débil confrontado a la sociedad. Tiene que luchar contra la presión de la sociedad y de la religión (Me 8,11; 11,28-33; 12,12-38; 14,1), de sus discípulos (Me 5,31; 6,52; 7,17; 8,17-21; 9,14.18.28) y del pueblo (Me 1,22.27; 2,10; 3,15; 4,2; 6,7; 11,18; 12,37-38), que está fascinado por su doctrina pero ávido de prodigios y señales. Jesús tuvo que vivir contra corriente, con una forma de vida alternativa y contracultural. Una vida auténtica aumenta cuando no hay soportes y ayudas sociales. Cuanto menos se puede apoyar en estructuras religiosas que le ayuden a vivir su plan de vida, más necesita la interiorización y profundización personal. De ahí, la importancia de su vivencia personal de Dios, que le capacita para asumir el proyecto del reino sin claudicar ni asumir los compromisos de un mesianismo triunfalista31. Pero el proyecto de Jesús depende también de la comunidad y los discípulos que él mismo ha constituido. El reino pasa por rela­ ciones interpersonales y la comunidad es la que tiene que reflejarlo. Por eso, Jesús se concentra progresivamente en sus seguidores, a medida que va comprendiendo su fracaso en convertir a la socie­ dad judía. En el evangelio de Marcos, las enseñanzas de Jesús al pueblo, sus milagros v curaciones se concentran en los primeros ocho capítulos del texto. De sus catorce milagros, doce están en éstos y los otros dos tienen un carácter simbólico, anunciando el fracaso de Israel por no reconocer al mesías (Me 10,46-52; 11,1214). La clave es el pasaje en que Jesús establece una confrontación entre lo que el pueblo piensa de él y lo que confiesan los discípulos (Me 8,27-30; Mt 16,13-20; Le 9,18-21). El título de “Jesús el Cristo”, que encabeza el evangelio de Marcos, sólo se menciona tras la con­ fesión de Pedro, como revelación de su evangelio (Me 9,41; 12,3537; 13,21; 14,61; 15,32). Este episodio, se ha llamado también “la crisis de Galilea” (Jn 6,60-71), que puede ser la versión juanea del episodio de los sinópticos, que pone a prueba a sus discípulos. Mar­ cos vincula el rechazo de Jesús en Nazaret (Me 6,1-6) con la misión de los discípulos a todo Israel (Me 6,7-13). Gradualmente, Jesús 3 1. Xavier Alegre , "M arcos o la corrección de una ideología triunfalista": Revista Latinoamericana de Teología 2 (1985), 229-263.

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toma conciencia del fracaso de su proyecto en la sociedad judía. De ahí su cambio de estrategia. Por una parte, cesa su actividad en Galilea para hacer un último intento en Jerusalén. Por otra, pasa de la evangelización directa del pueblo, (Me 1-8), a concentrarse en sus discípulos (Me 8-15), a pesar de que le tientan para desviar su misión (Me 8,11; 10,2; 12,15). La comunidad de discípulos, en con­ creto los doce, representa a todo Israel (Me 3,13-19; 4,10.34; 6,7; 9,35; 10,32; 11,11; 14,10.17.20.43; 16,14). Tienen que continuar su misión después de su muerte32. A partir de la confesión de Pedro, se suceden los anuncios pre­ monitorios de su muerte y se realza el contraste de Jesús y de los suyos, que siguen soñando con el mesianismo triunfante (Me 8,33; 9,34; 10,41-43). La incomprensión de los discípulos es peor que la del pueblo, porque a ellos se les ha dado conocer los misterios del reino (Me 4,10-13; 7,17-18; 9,10-11.28-29; 10,10) y el significado de su doctrina se clarifica al acercarse a su final (Me 12,12.34; 13,34.28-29). En última instancia, no han sabido resistir a la tentación de un mesianismo de triunfo (Me 14,38), por eso desertan. Lucas refuerza sus anhelos de triunfo, poniendo en la última cena una discusión sobre el poder (Le 22,24-30), que todavía subsiste tras la resurrección (Hch 1,6). Es decir, Jesús fracasa en las dos etapas de su misión, primero en su intento de cambiar al pueblo, luego en la conversión de sus discípulos. Ambos están apegados al código reli­ gioso y sus tradiciones, y se incapacitan para abrirse a un mensaje que les atrae. Por otro lado, el paso de Jesús de centrarse en el pue­ blo, a concentrarse en los discípulos que le siguen, que estructura el evangelio de Marcos, puede servir de inspiración para las iglesias cristianas en el contexto de la crisis actual. Asistimos a la pérdida de un catolicismo sociológico, de nacimiento y de masas, en favor de uno minoritario basado en la convicción y la opción personal. Hay que crear células del reino de Dios en la sociedad y esto exige una reconversión de la Iglesia hacia la creación de comunidades. Las estructuras de la época de cristiandad, todavía vigentes, cada vez son más inadecuadas para la situación de misión en que vivimos. 32. G. M inette de T illesse , Le secret messianique dans l'évangile de Marc, París, 1968.

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Cuanto más crece el contexto de violencia y la cercanía de la pasión, con múltiples anuncios por parte del evangelio, más se desvela “el secreto mesiánico” de Jesús y su filiación divina. Mar­ cos acentúa su identidad secreta, que se desvela, gradualmente, al acercarse a la pasión. Contrasta con el evangelista Juan, que pro­ clama su filiación divina v evita las limitaciones del Jesús humano durante la vida pública. La segunda parte de Marcos muestra que su actividad provoca la cruz y que ese final forma parte del plan de salvación, porque Jesús es el enviado por Dios (Me 9,12; 14,21.49), sin que éste lo exima de los costos de su fidelidad. Su fracaso con Israel pone a prueba su proyecto y cuestiona el sentido que ha dado a su vida. Cuanto hemos construido en la vida está abocado a pere­ cer, de tal manera que una o dos generaciones después de la nues­ tra, todo se desvanece, incluido el recuerdo de lo que hemos sido y hecho. Lo que puede quedar es la obra de las grandes persona­ lidades, que dejan un legado a la humanidad. En el caso de Jesús, su obra se identifica con su modo de vida y ambos históricamente fracasan, porque Israel en conjunto nunca se adhirió a su mensaje. De ahí, el riesgo que asumió Jesús, que pagó con su propia vida. No utiliza la religión para evadirse del sufrimiento, recurriendo a un Dios mágico que concede mercedes, sino que pide fuerzas para afrontar las consecuencias de su acción libre. Lo sobrenatural no actúa como escape, como “fuga mundi”, sino como instancia que capacita para afrontarla realidad, el más acá. Viene a enseñar a ser persona, según el plan de Dios, por eso la tradición posterior lo lla­ ma el nuevo Adán (Gn 5,1; Rm 5,14-15; 1 Co 15,22.45). Su proyecto de sentido genera unificación y clarificación personal, desde una relación armoniosa consigo mismo, con los demás y con Dios, que no esconde la finitud y contingencia propias. Cuando esto falta, se produce la patología de la religión. Mantiene el monoteísmo judío, agudizado por las exigencias éticas del reino, pero hace de Dios el garante de la felicidad y sentido del hombre, poniendo la religión al servicio de este proyecto. Jesús no logró restaurar Israel ni renovar la sociedad judía, actualizando en ella el reino de Dios. Históricamente, fracasó en

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Galilea y luego en Jerusalén, como le había pasado a Juan el Bau­ tista. La paradoja final, motivada por la resurrección, es que el Jesús históricamente fracasado se convirtió en el modelo de una nueva vida. La fe en un mesías crucificado es paradójica, ya que, por sí misma, impugna el orden social histórico establecido, que inevitablemente genera víctimas, sin seguridad alguna de triunfo. Remite a un futuro de sentido, que está en las manos de Dios, pero que depende de la acción humana, protagonizada por Jesús. El fra­ caso confronta al hombre con su propia indigencia, agudizando su angustia e inseguridad histórica ante un Dios silencioso. Se le pueden pedir fuerzas para afrontar los acontecimientos, pero no que exima de la condición humana y el sufrimiento que conlleva. Por eso, la vida de Jesús es la clave del cristianismo, que no puede acceder a Dios sin la mediación de Jesús. Cuando no se le da valor a esto, para concentrarse en el binomio de la muerte y la resurrec­ ción, se pierde la novedad cristiana y lo que lleva consigo respecto del hombre y de Dios.

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Las narraciones evangélicas muestran cómo Jesús se consagró a una misión que dio sentido a su vida. Los evangelios lo presentan como el proyecto de vida que le llevó a la cruz. No trataba cambiar las doctrinas de la religión judía, sino vivir un proyecto existencial con el que se sentía comprometido y que cambiaría a la religión. No hay duda de que en esta historia, narrada de forma diversa por cada evan­ gelio, hay un sentido y un compromiso, que dos mil años después sigue fascinando a muchas personas. En su historia hay un proyecto de sentido, cuyo núcleo es religioso, que paradójicamente lleva a una re-interpretación radical de la relación con Dios. Por eso, el centro del mensaje cristiano no puede ser simplemente su muerte v resurrec­ ción, como se ha presentado muchas veces, ya que ambas son incom­ prensibles sin el trasfondo de su vida. No es sólo que Dios legitime su forma de vida, sino que ésta posibilita creer en Dios. El sentido por el que vivió es decisivo, porque murió por él. Mostró cómo y por qué vivir, en el contexto de una sociedad tradicional de hace dos mil años. Según y cómo se entienda su vida, así también el significado de su muerte, y viceversa, ya que los relatos finales confirman las cla­ ves últimas por las que vivió. Los evangelios explican el porqué de la pasión, la cual es un eje estructural de las narraciones sobre su vida pública. No se puede comprender su final sin atender a lo que ocurrió anteriormente, que da las pistas esenciales sobre por qué acabó mal. Por otra parte, lo que aconteció en su pasión y muerte arroja, retrospectivamente, luz sobre lo que vivió anteriormente.

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Según y cómo se entienda la muerte, así se interpreta también la existencia, y a la inversa. La vida es también, un prepararse para morir, que cobra especial fuerza en el caso de Jesús. En los evan­ gelios, se suceden episodios en los que la violencia va creciendo en tomo suyo y la cruz, la forma de muerte más ignominiosa del imperio romano, se perfilaba, cada vez más, como su horizonte último. Se puede hablar de la “crónica de una muerte anunciada”, contada por cada evangelista desde una perspectiva diferente, en la que ofrecen sus claves de interpretación. No conocemos el proceso interno de Jesús e ignoramos cómo fue tomando conciencia de la cercanía de la muerte, pero hay motivos suficientes para afirmar que previo y profetizó su final (Me 8,31; 9,31; 10-33-34 par; Le 4,28-29), a la luz del asesinato anterior del Bautista (Me 6,14-16; Mt 14,1-12), teniendo como trasfondo, la persecución de los profetas en la historia judía. Hubo una toma progresiva de conciencia sobre la creciente hostilidad de las auto­ ridades religiosas y políticas. Naturalmente, las predicciones sobre su muerte están formuladas desde el conocimiento de lo que le pasó, los hechos influyeron en la redacción, pero no es convincente que Jesús ignorara su trágico final, a la luz de los enfrentamien­ tos que vivía. Por otra parte es indudable el núcleo histórico de su ajusticiamiento, que, desde el comienzo, suscitó el interés de sus discípulos. Hubo un gran interés por tener un relato lo más detalla­ do posible de sus últimas horas y por especificar las causas últimas que la causaron. Por eso hay una pluralidad de redacciones, cada una con su propia teología, en tomo a un hecho común, el ajusti­ ciamiento de Jesús por las autoridades políticas y religiosas. No se contó su final desde una perspectiva histórica y biográfica, sino que se relató desde las claves teológicas con las que se compuso cada evangelio1. Los relatos de la pasión comienzan con las narra­ 1. R. B rown , La muerte del mesias, I-II, Estella, 2005-2006. Entre la inm ensa bi­ bliografía exegética y teológica sobre su pasión y m uerte es, en conjunto, la más completa. En general, m e rem ito a su exégesis, aunque, lógicamente, las evalua­ ciones teológicas y com entarios que ofrezco no se le pueden atribuir a él. Tam­ bién, cfr. Juan A. E strada, "¿Por qué m ataron a Jesús? Historia y teología”, en J. M. Castillo y Juan A. E strada, El proyecto de Jesús, Salamanca, 72004, 61-81.

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ciones de la “última cena”, que son el puente entre el final de su vida pública y el comienzo de su pasión. Se escenificaron teniendo como referencia el proceso de su enjuiciamiento y crucifixión. Reflejan la teología de cada evangelista y sus acentos al narrar la vida pública de Jesús. Son relatos que no sólo difieren en detalles concretos, sino en la valoración global teológica que dan a su final. Asumimos como punto de partida la prioridad del evangelio de Marcos, que sirvió de referente a Mateo y a Lucas, que lo corrigieron, completaron y transformaron para subrayar, cada uno, aspectos y significados que les parecían importantes. El evangelio de Juan, el más tardío, tiene su propia autonomía en la cena y la pasión, como la tuvo al narrar la vida de Jesús. Este evangelio está muy marcado por una cristología triunfal, consecuencia de la resurrección, que le lleva a presentar una teología muy diferente de los sinópticos. Pero estos también difieren entre sí, cada uno cuenta lo que pasó de manera distinta. En la vida pública, sus milagros, exorcismos y curaciones esta­ ban avalados por Dios. En la pasión, su actividad dejó paso a su pasividad ante acontecimientos que se le imponían y que parecían contradecir sus pretensiones mesiánicas, proféticas y filiales. La pasión se le impone, aunque no por voluntad divina, ya que no es Dios el agente de su muerte, sino como consecuencia de su forma de vivir y actuar. Cada relato de la pasión tenía que responder a estos interrogantes y, al mismo tiempo, clarificar cómo los cristianos debían afrontar el mal, el sufrimiento y la muerte, inspirándose en Jesús. Y esto en un momento histórico complicado, marcado por las tensiones y la guerra de Israel con el Imperio romano, y por la hos­ tilidad creciente de los judíos contra los judeocristianos. En la esce­ nificación de su pasión y muerte, a pesar de que tengan tradiciones comunes, cada uno las narra teniendo en cuenta los problemas de sus comunidades cuando se redactaron los evangelios. La situación de los cristianos tras la guerra del setenta difería mucho de la comu­ nidad de discípulos de Jesús. Las autoridades y comunidades judías los denunciaban como herejes y como antipatriotas, en cuanto que, como grupo, no participaron en el alzamiento contra los romanos. Esta situación influyó en la presentación de la pasión.

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Los evangelistas no eran historiadores, sino que buscaban mani­ festar la vida v muerte de Jesús como un modelo que inspirara la conducta de sus discípulos, hostigados por los judíos. Jesús había sido presentado como un maestro de vida, ahora se le muestra como el modelo que afronta la persecución y la muerte. Las esce­ nas no sólo reflejan lo que pasó, sino su significado teológico para los judeo cristianos, cuando eran perseguidos y expulsados de las sinagogas. El contexto histórico de los evangelistas fue determi­ nante en la presentación teológica de la pasión y muerte de Jesús. Su oferta de sentido no sólo servía para la vida sino también para la muerte, convirtiéndose estos textos en las referencias fundamen­ tales del cristianismo a lo largo de la historia. Cada generación de cristianos busca ahí significado y sentido, enseñanzas sobre cómo afrontar el mal y el sufrimiento. 1. La “última cena” como prólogo a la pasión Los relatos sobre la cena muestran las actitudes, hechos y reac­ ciones de Jesús de forma coherente a cómo lo han presentado en su vida pública. También ponen nuevos acentos y dimensiones que arrojan luz sobre los acontecimientos anteriores. La forma de narrar la pasión permite captar aspectos importantes de la teología de cada evangelista. Cada uno tiene una concepción propia y dife­ renciada sobre Jesús como mesías, profeta, maestro, Hijo del hom­ bre e Hijo del Altísimo. En los relatos de la pasión se perfilan los significados de estos títulos, que cambian su significado, como ocu­ rre con el Hijo del hombre triunfal de Daniel (Dn 7,13-14), que aquí es el entregado en manos de los pecadores (Me 14,41; cfr., 10,45; 14,24). En cada narración hay una cristología (una concepción de Dios y de Jesús), que da sentido a lo mostrado en la vida pública. Jesús sigue siendo el modelo, el enviado de Dios, su representante por antonomasia. La paradoja está en mostrarle como tal, precisa­ mente cuando más se subraya la lejanía y ausencia de la divinidad. Esto sim ó a las autoridades para confirmar que Jesús fue un sacri­ lego y un impostor, justamente castigado y abandonado por Dios.

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Si Dios estaba con él, ¿por qué permitió la tortura y muerte a la que fue sometido? Ésta es la pregunta que todos hacían a los cristianos y de la que participaban ellos mismos. Tenían que mostrar el por­ qué y para qué de su muerte, y ofrecer un testimonio convincente de cómo afrontarla, siguiendo su ejemplo. Y esto comienza ya a exponerse en los relatos sobre su última cena. La última cena es el eslabón final de la vida pública de Jesús y sirve, además, de enganche entre lo que había vivido y y la pasión que acabó con él. Tiene razón Wright cuando establece una cone­ xión entre el anuncio del final del templo, centro de la vida de Israel, y la cena como escenificación del banquete pascual del reino de Dios, ya que ambos simbolizan el lugar sagrado por excelencia del judaismo de tiempos de Jesús y del cristianismo2. La cena de despedida de Jesús se convirtió en el centro de una nueva tradi­ ción judía, la judeo cristiana, poniendo fin al templo como lugar sagrado por antonomasia. De ahí surgió un nuevo culto (Jn 4,2024), una forma diferente de entender el sacerdocio, ya que Jesús no pertenecía a la clase sacerdotal ni a la tribu de Leva, y una con­ cepción distinta de la alianza entre Dios e Israel. La “última cena" fue narrada en los evangelios desde la perspectiva de su muerte y resurrección, dándole un significado que desbordaba el hecho de la reunión de Jesús con sus discípulos. En ella, hay una clara referen­ cia a la pasión, ya que los sinópticos y Pablo hablan de la alianza refrendada con su sangre, lo cual cobra significado en el contexto de la celebración judía de la pascua (Ex 24,8) y de la nueva alianza de Yahvé con su pueblo (Jr 31,31-33). La cena es el símbolo de una nueva etapa, desde la perspectiva cristiana, en la que ha cambia­ do la presencia de Dios en Israel, comprensión que aportó nuevos sentidos al relato del evento3. Se anuncia ya el nuevo Israel, fortale­ ciendo las esperanzas populares y dando pleno sentido a la historia de Jesús. La cena es una pista fundamental de su vida y ofrece cla­ ves importantes para los relatos de la pasión. 2. N .T . W r ig h t , El desafío de Jesús, Desclée De Brouvver, Bilbao, 2003, 109-119. 3. J. B e t z , "La eucaristía m isterio central”, en Mysterium Salutis IV/2, M adrid, 1975, 187-191.

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Hay cinco relatos diferentes sobre la cena y tres grandes tra­ diciones en el Nuevo Testamento. Por un lado, la de Marcos (Me 14,12-26) y Mateo (Mt 26,17-30); por otro, la de Lucas (Le 22,739) y Pablo (1 Co 11,17-34); finalmente, la independiente del cuar­ to evangelio (Jn 13,1-18,1). Cada episodio hay que enclavarlo en su contexto, que esclarece los distintos acentos e intereses de las narraciones, con algunos rasgos comunes a todos ellos, como el de preparar e incluso anticipar, sucesos de la pasión desde los avi­ sos pro fóticos de Jesús a sus discípulos, concretamente a Judas y a Pedro. Hay que resaltar tres dimensiones, primero la de una cena de despedida (Me 14,25; Mt 26,18.29; Le 22,15-16, Jn 13,1.33; 14,3.18). En segundo lugar, el anuncio de las inmediatas traiciones de Judas (Me 14,18.20; Mt 26,21.25; Le 22,21-22; Jn 13,18.21.27; 1 Co 11,23), de Pedro (Me 14,27-31; Mt 26,31-33; Le 22,31-34; Jn 13,36-38) y de los discípulos, que Marcos y Mateo desplazan al camino hacia el monte de los Olivos (Me 14,27; Mt 26,31). La ter­ cera temática es la de la celebración misma, que dio pie a la ins­ titución eclesial del sacramento de la eucaristía (Me 14,22-26; Mt 26,26,30; Le 22,14-22; 1 Cor 11.23-27)4. Todos hablan de un hecho histórico, pero lo cuentan de forma diversa. Ni siquiera conoce­ mos cuándo se celebró la cena, ya que no hay coincidencia entre los sinópticos, que la vinculan a la pascua (Me 14,12; Mt 26,17; Le 22,1.7.14), y Juan, que la antepone (Jn 13,1). Probablemente, Jesús celebró la cena de la víspera de la Pascua, fue arrestado esa misma noche, condenado v ejecutado. Juan la antepuso un día para hacer­ la coincidir con la matanza del cordero en el templo, resaltando así que Jesús es el verdadero cordero de Dios (Jn 1,29.36; 19,34). Indi­ rectamente, plantea así que ha comenzando una nueva etapa de liberación de Israel, con un nuevo salvador. Y que la cena sustituye al sacrificio por antonomasia de la tradición judía. El “haced esto en memoria mía" (Le 22,19; 1 Cor 11,2426) vin­ cula la posterior eucaristía, la comunión con el cuerpo del resucita­ do, a la entrega de Jesús, la de su propia vida. El entorno de la cele­ 4. H. S chürmann , Le récit de la demiére Cene. Une régle de célébration eucharistique, une régle communautaire, une régle de vie, París, 1966.

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bración no es un lugar cultual, sino una casa en la que se reúnen, en el contexto familiar judío que celebra una fiesta constitutiva de su identidad nacional. Comparten la comida, con platos en los que mojaban el pan (Jn 13,26), expresión de amistad y unión, que hay que leer en el contexto de los anuncios de Jesús sobre el banquete del reino y de sus comidas con el pueblo, incluyendo a pecadores (Me 2,15-17par; Le 5,27-32). Los relatos muestran el ritual judío, con la comunión del pan al comienzo y la del vino al final, que cobra nueva significación para los cristianos, aunque no podemos concretar qué es lo que viene de Jesús y lo que se debe a la celebra­ ción posterior de las comunidades5. En el relato de la cena subsiste el ritual judío transformado, en el que se da gracias al Dios de la vida, se ofrece el pan y el vino, y se bendice al Dios que da dones a los hombres. La alabanza, la memoria y la intercesión se unen en una ofrenda simbólica, en la que se mezcla la adoración y el sacri­ ficio, que exige que los dones sean consumidos. El trasfondo es el de Dios salvador y libertador, al que se consagra y ofrece el mismo Jesús, sellando una nueva alianza con su vida entregada. Cada autor incluye sus matices propios y específicos: Marcos y Mateo hablan de que “éste es mi cuerpo” (Me 14,22; Mt 26,26), al que añade Pablo “que se da por vosotros” (1 Cor 11,24), en paralelo al lucano “que será entregado por vosotros” (Le 22,19). En la copa, Marcos y Mateo afirman que “ésta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos” (Me 14,24) y Mateo añade “para remi­ sión de los pecados” (Mt 26,28), mientras que Pablo (1 Cor 11,25) y Lucas aluden a la nueva alianza en mi sangre, “derramada por vosotros” (Le 22,20). La ofrenda y bendición judías cobraron nue­ vo significado en la cena de despedida de Jesús, luego se añadieron nuevos elementos al considerarla a la luz de la pasión y de la resu­ rrección6. Jesús promete no beber más hasta que se instaure el rei­ no (Me 14,25), a lo que corresponde la afirmación paulina de que al beber la copa se proclama la muerte del Señor hasta que venga 5. A. V erheul , "L’Eucharistie, m ém oire, présence et sacrifice du Seigneur d’aprés les racines juives de l’e ucharistie”: Questions liturgiques 69 (1988), 125-154. 6. J. J eremías , Die Abendmahlsworte Jesu, G otinga, 1960.

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(1 Co 11,26). Se trataba de actualizar el simbolismo del cordero, señal de un dios liberador de la opresión de Egipto, y la alianza entre Dios e Israel, expresada por el pan y el vino, que, a su vez, remitían a la vida entregada de Jesús. La cena, vista retrospecti­ vamente desde la pasión, anticipa la sangre derramada por Jesús en la cruz, que desplaza a la sangre ritual de la alianza judía (Ex 24,8). Éste es también el punto de contacto con la interpretación sacrificial que ofrecen Pablo y la carta a los Hebreos, que influye­ ron en la teología de los evangelios. Lo sacrificial y expiatorio es determinante para marcar la continuidad y discontinuidad entre la fe judía y la cristiana, el problema es concretar qué se debe a Jesús y qué a las interpretaciones posteriores. Por otra parte, se confirma la vinculación de Jesús al reino de Dios entrante. Si en su vida pública vivía de una misión de sentido, ahora es su entrega la que consuma el reino y ofrece una salvación última. El significado de la pasión se anticipa en la eucaristía (“He desea­ do comer esta pascua con vosotros antes de padecer”: Le 22,15), con una perspectiva escatológica, orientada hacia el banquete del reino (“no beberé del fruto de la vid, hasta el día en que la beba en el rei­ no de Dios”: Me 14,25). Hay un antagonismo entre el protagonismo de la actividad de Jesús en la cena y su pasividad en la pasión, tras ser entregado y perder la libertad. En la liturgia cristiana posterior se estableció una conexión entre el acto libre del hombre y darse a los demás, entre el pan compartido, identificado con su cuerpo, y la ofrenda de sí mismo a Dios. El pan y el vino simbolizan una vida entregada a los otros, en la que se “universaliza” el judío Jesús, que adquirió un significado más allá del ámbito hebreo (“por voso­ tros”: Le 22,19-20; “por muchos”: Me 14,22; Mt 26,28). Hay aquí una dimensión sacrificial existencial e implícita, vinculada al corde­ ro pascual, que luego desarrolla la carta a los Hebreos ("No quieres víctimas ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo, aquí estoy para hacer tu voluntad”: Hb 10,5-10). La eucaristía cobra significa­ do desde su vida, desde el proyecto de sentido ya vivido. Por eso, celebramos el memorial de su vida, muerte y resurrección, no sólo del término final cruento, ya que toda su vida fue agradable a Dios,

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en el sentido de Pablo a los cristianos (Rm 12,1-2). No es sólo la muerte y resurrección de Cristo la que nos salva, como machaco­ namente repite la liturgia eucarística, sino también su vida, que fue un continuado sacrificarse por los demás. La pasión se vincula a la disposición total ante Dios. Si la vida de Jesús fue una oblación existencial, ahora se cristaliza en la cena. La tradición cristiana vinculó las ofrendas existenciales y los sacri­ ficios a la eucaristía y el bautismo (Jn 19,34; Rm 6,3-5; Col 2,12; 1 Jn 5,6-8) que son los sacramentos mayores. La costumbre de la vida religiosa de hacer los votos en el marco de una eucaris­ tía, recoge una de las dimensiones de la cena, que pertenece a la celebración de todos los cristianos. Hay ofrendas y oblaciones que Dios acepta, y que luego se traducen en experiencias de vida cruci­ ficantes, en las que hay que dar testimonio, siguiendo el ejemplo de Jesús. Cuando Jesús se ofrece a Dios, desde el trasfondo del corde­ ro pascual, símbolo judío de la liberación del pueblo, está hacien­ do una acción que tiene consecuencias trágicas. Se podría aplicar a Jesús el refrán castellano de que “el que siembra vientos, recoge tempestades”. Su manera de vivir fue una afrenta para la sociedad y la religión, y ambas fueron causa de su muerte. El pan repartido y el v'ino derramado simbolizan lo que había sido una vida provo­ cativa, en las que no vivió para sí, sino para Dios y los demás. Esa existencia culmina en el acto de la cena, en la que manifiesta su disposición a que su vida se rompa desde la fidelidad a su causa, el reino de Dios, y su misión, su envío por Él. Y eso culmina en la cruz y en su muerte, sin que Dios intervenga en un curso histórico que ha sido, simbólicamente, provocado por la misma acción de Jesús, por su disposición a vivir la condición humana hasta el últi­ mo extremo. El homicidio del justo y la ingratitud de aquellos a los que se buscaba liberar, forma parte de la condición humana. Dios culminó su donación a los hombres en Jesús y lo reveló plenamente en la resurrección. En la lectura cristiana posterior, la eucaristía remite a la oblación de la comunidad que ofrece el sacri­ ficio de la vida y muerte de Cristo, y se vincula a él. La libertad del hombre que se ofrece a Dios, es la otra cara de la transformación

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de la comunidad de discípulos en la incipiente iglesia primitiva, tras la resurrección. El sentido último de la eucaristía vincula la vida y la muerte en un acto último de libertad, que confirma una forma de existencia. Es un don y una bendición de Dios al hombre, y también de éste, como acción de gracias y ofrenda personal. La cena se convierte en el acto cristiano de consagración por antono­ masia, junto con el bautismo. Por eso la concepción de la Iglesia está marcada por su forma de comprender y realizar la eucaristía. El sentido que se da a la iglesia, se explicita en el simbolismo de la estructura eucarística. La salvación se traduce en un cambio de vida; su dimensión social en el compartir comunitario; su signifi­ cado eclesial en el pan y el vino; y su sentido existencial en la trans­ formación de los discípulos, que desbordan el marco del judaismo. Jesús y los discípulos salieron cambiados de la celebración y se puso en marcha un dinamismo que culminaría en la pasión. Se pasa de la dinámica egocéntrica, marcada por la necesidad humana de supervivencia, a la del desprendimiento por una cau­ sa noble, la de Dios y el hombre. De la pastoral del terror ante el Dios fascinante y temible, se pasa a la entrega confiada de la libertad, consciente de que permanecen las dinámicas humanas. Jesús busca transformarlas, al darse él mismo. Su ofrecimiento personal culmina su vida pública y abre espacio a los discípulos para que también ellos hagan su oblación, desde la identificación con el Jesús que se ofrece. El crecimiento de Jesús, anunciado por Lucas, continúa hasta la pasión, para la que quiere preparar tam­ bién a los suyos. La tradición juanea es especialmente importante, ya que omite la comida del pan y del vino, añadiendo el lavado de los pies de Jesús a los discípulos (Jn 13,1-17). De esta forma, Juan subraya sus preocupación por resaltar la actitud de servicio y de entrega a los demás que implica la eucaristía. Y entre el anuncio de la traición de Judas (Jn 13,18-32) y la negación de Pedro (Jn 13,36-38), les pone el mandamiento de amarse los unos a los otros (Jn 13,34-35). Esta sustitución cobra todavía más significación, si se lee en contraste con el relato lucano. Lucas escenifica que los discípulos se pelean entre ellos sobre quién va a ser el mayor (Le

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22,24-29). Responden así a la despedida, con la que Jesús anuncia que va a ser entregado. Es lo mismo que tras la resurrección (Hch 1,6): sueñan con un reinado triunfal, porque siguen pensando en la grandeza que les podía traer Jesús. Es posible que la exhortación al servicio haya también que leerla desde el contexto de comunida­ des en las que hay disensiones en la mesa común, como en Corinto (1 Co 11,17-34). La advertencia de Jesús constituía un aviso, tanto para los que presidían las celebraciones eucarísticas, como para los que participaban en ellas. Al margen de la comunidad y tomando distancia del compartir, se pierde la referencia para discernir, evaluar y asumir compromi­ sos. Judas escenifica al discípulo que se sustrae a la comunión y a la comida, ya que comió del plato de Jesús (Me 14,18-20), vaciando de contenido ese compartir. Marcos no nombró al traidor, a diferencia de Mateo y Lucas, con lo que el aviso sobre un discípulo que va a traicionarlo, llevaría a que cada uno se interrogase a sí mismo, sobre qué consecuencias sacar al hecho de ser comensal en la eucaristía. Lucas, además, habla de la traición de Judas, tras hacerlo participar en la bendición del pan y del cáliz, a diferencia de Mateo y Marcos (Le 22,20-21), con lo que radicaliza todavía más los avisos sobre una posible traición, al distanciarse de Jesús, de su vida y gestos de entrega. Las deserciones son posibles para todos, especialmente para los que tienen mayor autoridad. Por eso, se alude a las pruebas posteriores que van a padecer todos (Le 22,31-34), como también lo subraya Juan en sus discursos (Jn 15,18-16,4), para pedirles que mantengan su vinculación con Jesús y su plan de vida. Judas se excluyó de la comunidad y esta traición puede repetirse, como le ocurrió a Pedro, que se vanaglorió en la cena de su insoluble fideli­ dad al Señor. La autosuficiencia del que cree que no necesita a los otros e ignora su vulnerabilidad se vuelve contra el cristiano por libre, que no necesita ni comunidad ni eucaristía compartida. El silencio y la omisión de los comensales puede ser una forma de complicidad para procesos de pérdida de identidad cristiana, que anteceden a la traición y el abandono concreto. La traición final de Judas y Pedro, porque lo entregó y porque negó ser discí­

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pulo de Jesús, va precedida de un largo proceso de distanciamiento interior, porque ambos buscaban en Jesús algo muy diferente de lo que él vivía y exigía. No se deja de ser cristiano puntualmente, sino que esa deserción final suele ser el fruto de una larga experien­ cia, en la que la persona se ha aislado y ha dejado de participar, al menos interiormente, en la comunidad eclesial a la que pertenece. Desde el distanciamiento personal, se abre espacio a la sustitución de los valores cristianos iniciales por otros humanistas y sociales, para finalmente, perder también éstos, algunas veces, y acabar aco­ modándose a los valores de la sociedad. La historia del cristianis­ mo abunda en estas historias personales, que pasan de la deserción eclesial a la traición a los valores evangélicos iniciales. De la misma forma que la conversión exige un largo proceso de preparación y maduración, como le ocurrió al mismo Jesús y luego a Pablo de Tarso, así también la deserción no es algo puntual, sino que tiene antecedentes. Judas simboliza al traidor que acabó mal y siempre ha despertado interés por saber cuál fue el proceso interior, psico­ lógico y afectivo, que le llevó a desligarse del que fue su maestro. Hay una pretendida contraposición entre el mandato del ser­ vicio y la búsqueda del poder; entre la vinculación teológica de apostolado y diaconía práctica, y la praxis competitiva para ser el mayor. Pedro y Juan, los discípulos principales en la cena, son los que la preparan (Le 22,8), aunque la iniciativa última es de Jesús (Me 14,13-16; Le 22,7.11-12), que es el servidor por antonomasia. La forma de comportarse es determinante para la eucaristía, a lo que apunta también el lavado de los pies del evangelista Juan, su mandato del amor, y el aviso lucano de que “el mayor” es el que sirve (Le 22,27). La diferente dinámica de Jesús y sus discípulos explica la deserción de éstos en la pasión. También es una clave para comprender la ambigüedad del cristianismo histórico y de sus ministros, que han caído en la tentación del poder, que lleva al dominio sobre los otros. Hay que “transubstanciar” al hombre, transformar su significado e identidad, para pasar de las tentacio­ nes del poder a la identificación con Cristo en la cena. La posterior celebración eucarística apelará al Espíritu, para que él transforme

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a una comunidad pecadora, y a cada uno de sus miembros, en una discipular universal, marcada por el ser para los demás. Externa­ mente nada cambia en la cena ni en la eucaristía, pero desde la fe puede surgir una nueva hermenéutica de la existencia, teniendo como referencia la vida de Jesús, la cena y el proceso de la pasión. El relato paulino es diferente, pero también tiene puntos de con­ tacto con la tradición lucana, ya que la eucaristía se narra en el con­ texto de una comunidad dividida y enfrentada, en la que unos se daban una comilona mientras que los otros pasaban hambre (1 Co 11,18-22.34). Había que aprender a compartir la mesa y la vida, por­ que sólo la solidaridad puede responder a las carencias v déficit per­ sonal de cada uno. En cuanto que hay relación surge la comunidad y en ella se actualiza el mensaje del reino de Dios, ya que viven los valores pretendidos por Jesús. Del mismo modo que Jesús compar­ tió el alimento con los pecadores, así también ahora con el núcleo de sus discípulos, generando fraternidad y cohesión. De ahí, la impor­ tancia de vincular la eucaristía posterior con la trágica comida de despedida de Jesús, antes de morir. La iglesia posterior prohibía acceder a la eucaristía a personas que habían roto con la comu­ nidad. Del mismo modo Jesús prohibió acudir al altar y presentar sacrificios, antes de reconciliarse los unos con los otros (Mt 5,23-24). La verdad de la vida es la condición previa para la celebración. Lucas resalta que dar de comer a los pobres forma parte del men­ saje de Jesús (Le 14,12-14; 15,2) y de la práctica de la Iglesia (Hch 2,45; 6,2). La iglesia de los primeros siglos sacó consecuencias prác­ ticas a estos símbolos. Se desarrolló una larga doctrina que hacía incompatible la celebración de la eucaristía con la injusticia y los pecados sociales. Y se instauró la "caja de los pobres” en conexión con la conmemoración de la última cena7. El patrimonio eclesiásti­ co sólo puede justificarse desde las necesidades de los pobres y para atender a las comunidades y el culto eucarístico. Ambos están vin­ culados y no pueden disociarse. No es posible separar el sentido de la eucaristía de la praxis cotidiana, el culto de la vida, el discipulado 7. A A .W , Fe y justicia, Salam anca, 1981; E. D ussel , "El pan de la celebración, signo com unitario de justicia": Concilium 172 (1982), 236-249.

ISO

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de la superación de las diferencias socio económicas (Sant 2,1-9). Es un ideal irrealizable en una sociedad basada en la propiedad pri­ vada y la acumulación, pero tiene que ser la referencia contra-fáctica para la Iglesia y los cristianos. Que esto no ocurra, invalida, en buena parte, el significado testimonial del cristianismo. La celebra­ ción eclesial tiene incidencias en la vida profana o se vacía de conte­ nido, porque el sentido de la “nueva alianza” no se reduce al ámbito litúrgico, aunque tenga en él una fuente básica. Debe traducirse en una forma de vida congruente con la que tuvo Jesús. Por eso, Lucas defiende el ideal de una comunidad que lo tenía “todo en común” y "a cada uno se le repartía según su necesi­ dad” (Hch 4,32-35). La solidaridad cristiana representa un ideal de “comunismo” primitivo, que ha senado de inspiración a movi­ mientos cristianos, como la inicial fraternidad franciscana, y a muchos grupos sociales. Engañar a la comunidad porque no esta­ ban dispuestos a compartirlo todo era un grave pecado (Hch 5,1-4). Se ponía el acento no en que se quedaran con una parte, sino en la deshonestidad de decir algo y no hacerlo, buscando engañar a los otros cristianos. El simbolismo del compartir de la última cena dinamizó al cristianismo desde los inicios8. Apartarse de la comu­ nión eucarística y de la comunidad eclesial que la celebra, llevaría a perder la orientación y el Espíritu, y a un cristianismo individua­ lista y sin relaciones, contrario al reinado de Dios, expresado en la fraternidad eucarística. De la última cena a la celebración posterior La liturgia posterior cristiana es inevitable que impregnara el marco en el que se narraba la cena v los acentos de cada evange­ lista corresponden a sus comunidades de pertenencia9. El símbolo de la comunión fraterna se convirtió en el referente principal, tra­ 8. José M. C astillo , “Eucaristía", en Conceptos fundamentales del cristianismo, M adrid, 1993, 431-445; “E ucaristía”, en Nuevo Diccionario de teología, M a­ drid, 2005, 342-348. 9. Una síntesis de las diversas tradiciones ofrece G. D elling , “Abendm ahl II", en Theologische Realenzyklopedie I, Berlín, 1977,47-58.

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ducido como la “fracción del pan" (Hch 2,46), tanto para la Igle­ sia, como comunidad en comunión, como para la eucaristía, en cuanto culto cristiano. La eucaristía es un punto de partida para la fraternidad eclesial, desde el punto de vista cultual y eclesial. El reino de Dios genera comunión y participación, ambas marcan la concepción de Jesús sobre la comunidad de discípulos y su mane­ ra de entender la última cena. Este simbolismo está históricamen­ te amenazado por la institucionalización y ritualización posterior que oscureció dimensiones esenciales de la última cena, comen­ zando por la separación entre comida comunitaria y sacramento, el cual tendió a convertirse en una escenificación cultual y sagrada ante el pueblo, que asistía pasivamente a un acto protagonizado por el clero10. La clericalización de la iglesia se ha dado a dos nive­ les, el de la devaluación de la comunidad como iglesia, en favor de los eclesiásticos (la iglesia como jerarquía), y el de potenciar el protagonismo de estos, a costa del pueblo, en la celebración sacra­ mental11. El mismo hecho de poner en primer plano la celebración de la cena como fundación del sacerdocio ministerial, en lugar de dar el protagonismo a la comunidad de discípulos y al sacerdocio existencial de Jesús y de los suyos, muestra que la praxis posterior de la Iglesia ha mediatizado la lectura e interpretación de la última cena, mermando su simbolismo y significado inicial. Al haber un mandato de celebrar en memoria de Jesús, se dio una base sustancial a la estructura sacramental de la Iglesia y a la comu­ nidad como lugar de encuentro entre Dios y los hombres, actuali­ zado en la eucaristía. Para la iglesia primitiva y para la de la épo­ ca patrística, la eucaristía era el sacramento eclesial por excelencia, juntamente con el bautismo. La que mejor reflejaba que era la Iglesia como pueblo de Dios y cuerpo de Cristo. De ahí, la trágica paradoja 10. La m ejor síntesis sigue siendo la de J. J ungmann , El sacrificio de la misa, M a­ drid, 1953. Tam bién, J.M . CASTILLO, Símbolos de libertad, S alam anca, 1981. 11. Desde el Concilio Vaticano II se han m ultiplicado los estudios sobre el as­ pecto com unitario y de com unión de la Iglesia. Cfr., B. F orte , La Chiesa nell'eucaristia, Ñapóles, 1975; P. P lank, Die Eucharistieversammlwig ais Kirche, W ürzburg, 1980; E. K unz , “E ucharistie-U sprung von K om m union und Gemeinde"; Theologie und Philosophie 58 (1983), 321-345; J. Z izioulas , L'Étre ecclésial, Ginebra, 1983; Being as Communion, Nueva York, 1999.

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del altar vacío por la ausencia de ministros que presidan la eucaristía. A costa de dejar a las comunidades sin cumplir el mandato del Señor de celebrar en su memoria, ya que él no lo haría hasta que pudiera celebrarlo con ellos en el reino del Padre (Me 14,25; Mt 26,29). Hay que innovar creativamente para que las comunidades no carezcan de eucaristía. Las leyes eclesiásticas cambiantes hay que modificar­ las para que se adecúen a las exigencias en cada época histórica. Las prescripciones actuales sobre la necesidad de que presidan la euca­ ristía ministros célibes, hubiera imposibilitado la celebración de la última cena durante el primer milenio del cristianismo12. La sacralización cultual de la cena y su objetivación, ponien­ do el acento en la consagración como potestad sacerdotal, llevó a una preocupación, acrecentada en el medievo, por el cómo de la presencia real de Cristo en la eucaristía. Este interés apenas si se percibe en las narraciones evangélicas. Categorías teológicas como transubstanciación, trans-significación o trans-finalización apun­ tan a una idea que puede insinuarse en los relatos sólo desde la preocupación posterior por el cómo de la presencia. El significado simbólico del pan y del vino, y de la celebración judía, adquirió un nuevo significado al identificarlos Jesús con su cuerpo y san­ gre. Esto sólo se percibe desde la fe en un marco de celebración y recuerdo, sin que tenga que ver con la realidad física del vino y del pan. El sentido de la vida de Jesús se concretó en el simbolismo de una vida entregada, como el pan partido y el cáliz derramado, que expresan el sentido martirial de su vida, en una línea cercana a las profecías sobre el Siervo de Yahvé (Is 53). El sentido sacrificial hay que comprenderlo en el contexto de una vida entregada por los otros, que ya se realizó en su vida pública y que culminó en la cena y en la pasión. El significado salvador de Dios para el pueblo judío, remite a la liberación de Egipto, y cobró una nueva dimensión con la ofrenda de Jesús, pagó con su vida. Él trasformó la vieja relación entre Dios y el hombre, mediada por el culto sacrificial y la ley religiosa, para darle un significado nuevo, expresado en el manda­ 12. Rem ito a F. L obinger , El altar vacío, Barcelona, 2 0 1 1; Equipos de ministros or­ denados. Una solución para la eucaristía en las comunidades, Barcelona, 2 0 1 1.

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miento del amor, con el que Juan suplió el relato de la eucaristía. Lo litúrgico desborda su ámbito para convertirse en una fuente de lo que hay que realizar. Lo cultual simboliza una práctica de la vida, o deja de tener significación. La Iglesia o es comunidad o no es. Identificarla con el clero, a costa de la comunidad de los fieles, es una desviación del cristianis­ mo histórico. La vieja teología cristiana, concretamente ignaciana, de “sentir con y en la Iglesia” hay que entenderla desde el contexto comunitario y no sólo en función de lo jerárquico, que es lo que se impuso histórica y teológicamente. Del mismo modo que el clero se ha equiparado con la Iglesia, a costa de la comunidad, así tam­ bién la celebración eucarística se ha sacralizado e individualizado, apartándola de la vida cotidiana y comunitaria. En el siglo IV ya se había consumado la pérdida de las comidas eucarísticas en las casas, en favor de las eucaristías de los templos, que ya no forma­ ban parte de una comida comunitaria. Lo mismo ocurre con el carácter festivo, libre y espiritual de las celebraciones durante los primeros siglos, hasta que el emperador Constantino prescribió la misa dominical (el 321) y prohibió el trabajo ese día, mientras que, a su vez, los sínodos exigían a los fieles la asistencia a misa, cas­ tigando a los que faltaran tres domingos seguidos. Lo que inicial­ mente era una comida recordatoria y testimonial, se fue convirtiendo, progresivamente, en una celebración eclesiástica impuesta13. El que se hiciera obligatoria y se sancionara civilmente, se debía a que el cristianismo se había convertido en la religión del imperio romano, sustitutiva de las religiones paganas14. Esa juridización y politización mermaba su significado cristiano y su vinculación con 13. R. B árenz , Das Sonntagsgebot, M unich, 1982; “Z ur theologische Dimensión des Sonntagsgebot": Catholica 37 (1983), 73-93; W. B einert , “Der Sonntagsgottesdienst": Theologie und Glaube 68 (1978), 1-22; R. T aft , "La frecuencia de la eucaristía a través de la historia”: Concilium 172 (1982), 169-188; D. Callam , “The frequency of Mass in the Latin Church ca. 400"; Theological Studies 45 (1984), 613-650. 14. Karl Rahner, subraya que la obligación dom inical es un m andam iento eclesial que puede anularse, porque no pertenece a la esencia del sacram ento. Cfr., K. R a h n e r , “E ucharistiefeier der Kirche und Sonntagspflicht der C histen”, en Fragen der Kirche heute, W iirzburg, 1971, 35-49.

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la praxis y la pasión de Jesús. Al no haber una comunidad que com­ partía, se tuvo que suplir con un mandato político y religioso cuya influencia llega hasta hoy. La espontaneidad y libertad iniciales de la comunidad para par­ ticipar y expresar la fe, dejó paso a unas fórmulas canónicas estable­ cidas, que recitaba el clero15. La espontaneidad y la comunicación libre de la fe, que hacía de la eucaristía una confirmación y poten­ ciación de la vocación cristiana, quedó muy mermada. Se abrió así el camino a su progresiva ritualización y con ésta a una creciente objetivación formal. Aumentó además la incomprensión del pue­ blo, que asistía en silencio a un culto expresado en un lenguaje inin­ teligible, con unos ritos y símbolos cada vez más distantes de los de Jesús y de la comunidad que celebraba. La institucionalización fue necesaria para que perviviera la eucaristía y sirviera de referencia a todas las iglesias cristianas. Pero se convirtió en un corsé ritual sacralizado, que mermó el significado de la cena y el mandato de Jesús de que se acordaran de él y repitieran la comida en su nom­ bre. El ofrecimiento a Dios de una vida entregada a los demás tam­ bién retrocedió, al ponerse en primer plano el sacrificio centrado en la muerte. Las eucaristías cristianas se impregnaron de alusiones a un sacrificio salvador, dejando en un segundo plano el plan que marcó la vida de Jesús, recogido en las lecturas de cada celebra­ ción. Desde esta teología, si Dios se hubiera encamado para morir en la cruz y resucitar, habría bastado para la salvación del hombre. Quedaría en segundo plano la oferta de sentido de la vida de Jesús. La cruz salva en cuanto final de una vida salvadora, no aislándola de ella. Una vuelta integral a la última cena, revisando el desarrollo histórico, cambiaría la celebración eucarística y la estructura de la iglesia. Y ese replanteamiento favorecería la unidad de las iglesias cristianas, divididas también en lo que concierne a la eucaristía. La sacralización y objetivación de la eucaristía, cambió su signi­ ficado, favoreciendo su clericalización y la erosión de la dimensión comunitaria, que es esencial. La comida tiene por sí misma el sím­ bolo de la unión, la confianza y la espontaneidad. Mientras que el 15. A. B o u l e y , From Freedom to Formula. W ashington, D.C., 1981.

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rito sagrado, representado ante el pueblo, pierde ese carácter y con él poder expresar libremente la fe, para que sirva de confirmación y de pertenencia. Este distanciamiento aumenta cuando la eucaristía se ha utilizado para ornamentar grandes acontecimientos eclesiales, a los que asisten multitudinariamente cristianos y los que no lo son. En lugar de ser una celebración de la fe de los cristianos, se convierte con facilidad en un acto cívico, al que asisten todos, cris­ tianos o no. El testimonio martirial cede en función de los intereses políticos y sociales que representan los asistentes y el espectáculo de masas diluye el sentido de comunidad. Se convierte, fácilmente, en un espectáculo mediático, en el que se pierde la significación primigenia de la última cena. Deja de ser una celebración de y para los cristianos, y se convierte en un acto eclesial y social con signifi­ cado político y cultural. El carácter masivo de la celebración sirve para confirmar la per­ tenencia a una iglesia universal, pero erosiona su significado como memoria testimonial en la que todos comparten y expresan su fe, en el marco de una comunidad de vida. Inicialmente, toda la doc­ trina sobre la Iglesia se basaba en la eucaristía, era una eclesiología eucarística, de tal modo que la forma de celebrarla repercutía en la forma de entender a la Iglesia y viceversa. Había una analogía entre la comunión eclesial y la eucarística. La excomunión es un acto simbólico para apartar de la Iglesia a alguien que ha tenido una infracción grave, se le aparta de la celebración y de la comunidad. Y el lugar y momento de la reconciliación era también la eucaris­ tía. El acto de masas v la indiscriminación de los asistentes imposi­ bilita que se pueda proceder así. El cambio posterior en la forma de celebrar reflejó el transito de una iglesia comunidad a otra clerical; de una comida compartida a un culto ritual; de una celebración testimonial y martirial a otra entendida como sacrificio que recon­ cilia con Dios y perdona los pecados; de una memoria que recuerda un hecho histórico de una vida, a una ofrenda en torno a la sangre derramada que sirve de expiación. El paso de lo religioso, en el marco de una sociedad de cristiandad, a lo cívico-religioso en el contexto de una sociedad secularizada y post religiosa, aumenta la

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distancia con los orígenes. Integrar las distintas dimensiones des­ de la coherencia entre la vida pública, la cena y la pasión de Jesús sigue siendo una tarea para los cristianos y las iglesias de hoy. La tradicional consagración a Dios en la vida religiosa, simboli­ zada por los votos, deriva de la identificación con Jesús, que asume que su vida se rompa, literalmente, con tal de que se convierta en salvación para los demás. Pero no es una dimensión exclusiva de la vida religiosa, sino que forma parte de la condición del cristiano. El martirologio, la larga lista de mártires del siglo XX no se reduce a los clérigos y religiosos que testimoniaron su fe con la vida, sino a una larga lista de cristianos laicos que defendieron al hombre de la opresión y la injusticia, y que propugnaron una iglesia liberadora, siguiendo las huellas de Jesús. Que no fueran comprendidos por autoridades civiles y religiosas, o que los comprendieran y por eso lucharan contra ellos, forma parte también de la historia de Jesús. Por eso, la eucaristía es ofrenda que conmemora al hombre que se entregó a los demás y se puso en las manos de Dios. De ahí, el esla­ bón entre la vida y la pasión de Jesús. 2. El miedo y la oración del huerto El primer gran escenario de la pasión es el del monte de los Oli­ vos, con dos grandes apartados, el de la oración en el Huerto (Jn 18,1), aunque los sinópticos sólo hablan de Getsemaní, y el pren­ dimiento de Jesús y su abandono por los discípulos. A esta deser­ ción masiva le sigue el doble juicio ante las autoridades religiosas judías y la autoridad política romana, para concluir con el relato de la crucifixión. En cada uno de los tres bloques, se clarifica la teo­ logía de los evangelistas, cómo entienden el significado de Jesús y su relación con Dios. Los acontecimientos narrados están impreg­ nados de simbolismos teológicos, primando el significado que se quiere transmitir sobre la misma historia. El punto de partida es “la oración en el huerto” (Me 14,32-42; Mt 26,33-46; Le 22,40-46), que es ignorada por el cuarto evangelio (Jn 18,1-2) porque no cua­ dra con su cristología triunfal de la pasión, a pesar de que fue un

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relato cargado de significación para los cristianos, al cual se aludió fuera de los evangelios (Hb 5,7-10). La oración en el huerto es la que más nos aproxima a la interioridad de Jesús, a su forma de afrontar el sufrimiento y la violencia, a su manera de entender a Dios y de luchar contra la tentación. Y esto es lo que no encaja en el cuarto evangelio, que presenta, desde el primer momento, a un Jesús señor, que va a la muerte conscientemente, y que cumple con un plan de salvación que ya conoce, sin que haya dudas ni pregun­ tas. San Juan escenifica de forma clara cómo la pasión se lee desde la resurrección. Desde el final se cambian algunos significados de su vida y muerte, y se selecciona, en los hechos históricos, lo que mejor se adapta al mensaje que quiere transmitir. San Juan introduce una escena al final de la vida pública (Jn 12,27-29), en la que Jesús asume libremente la pasión antes de que ésta comience, sin pedir a Dios que le libre de ella (como los sinóp­ ticos). El evangelista subraya que Dios lo va a glorificar (Jn 12,30) y que esta prueba hay que enclavarla en el contexto del juicio divino sobre Israel y de la lucha contra el espíritu del mal, (Jn 12,31-32; 14,30). El evangelista Juan no quiere mostrar a un Jesús débil ante la pasión, por eso omite el relato de la pasión que ensombrece su seño­ río en los sufrimientos. El Cristo resucitado le lleva a "transfigurar” al crucificado, que es siempre el Cristo rey marcado por su filiación divina. Esta manera de proceder ha dejado huellas en la piedad cris­ tiana, que ha transformado a la “Dolorosa” en la pasión, al mismo tiempo que ha transfigurado al Jesús sufriente, en el "Gran poder”, “Nuestro padre Jesús Nazareno”, como frecuentemente llaman los andaluces a las imágenes de la pasión. La intuición de fondo es la de Juan, que el crucificado es el resucitado; que en medio del dolor irradia su glorificación; que la cruz, símbolo ignominioso, es el testi­ monio último de su triunfo. Los sinópticos siguen otra línea mucho más pegada al núcleo histórico de los acontecimientos. Cada relato tiene su propia especificidad y hay que atenderla. Frecuentemente, caemos en la trampa de armonizar los distintos relatos y completarlos los unos con los otros, sin caer en cuenta en las diferencias que existen entre ellos. Inconscientemente, hay un

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deseo de una vida completa de Jesús que supla los fragmentarios y teologizados relatos de los que disponemos. Hay que tener en cuenta, que cuando un evangelista cuenta la pasión no presupone que los cristianos van a completarla o corregirla con otro evange­ lio, escrito en otro momento histórico, por otro autor diferente y en un escenario geográfico, social y eclesial distinto. Cada relato es autónomo y autosuficiente, aunque Mateo y Lucas se apoyen en el evangelio de Marcos y en algunos testimonios comunes (lo que llamamos fuente Q). De nuevo podemos aludir a directores de cine que presentan una visión diferenciada de un hecho histórico, el de la pasión y muerte de Jesús de Nazaret. Y cada uno subraya lo que le parece más importante sin que haya un consenso al seleccionar. El radicalismo del evangelio de Marcos El relato de los sinópticos cuestiona a los que sostenían la mesianidad y filiación divina de Jesús. Presenta a un hombre angustiado, que busca a Dios y el apoyo de los suyos, v que, en ambos casos, tie­ ne que afrontar la soledad más radical, realzada por la ausencia de sus discípulos, que duermen16. Las diversas interpretaciones sobre el significado de la oración en el huerto suplen la ausencia de datos históricos en que basarse. Según los narradores no hay testigos directos de lo que experimentó Jesús, ni es posible un testimonio oral sobre la literalidad de lo que dijo y de lo que experimentó en su oración. Los distintos relatos son composiciones teológicas de los evangelistas, que sólo pueden apoyarse en indicios y observaciones indirectas de sus discípulos. Marcos subraya su temor y angustia, y la tristeza de su alma hasta la muerte (Me 14,33-34). Pide que se le libere de la muerte y su petición no fue atendida (Me 14,35-36.39). El contraste entre la debilidad de Jesús, la búsqueda de apoyo en la oración, su miedo al sufrimiento, y la no intervención de Dios, resultó escandaloso para los mismos cristianos. De nuevo tenían que cambiar su concepción divina y asumir que la vida de Jesús les obligaba a repensar la relación con Dios. El Jesús humano cues­ tiona las ideas utilitaristas sobre la divinidad, porque lo más duro 16. R. Brown, La muerte del mesías, I, Estella 2005, 201-302.

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del relato es que Dios guarda silencio y no hay ángel ni experien­ cia sobrenatural alguna. El radicalismo de Marcos se mantiene: un Jesús tembloroso acude a la oración para pedir que se le libre de la prueba y del mal, como en el padrenuestro, sin que experimen­ te consuelo alguno y sin respuesta de Dios. Jesús es solidario con la situación de orfandad de muchas personas, con su miedo y sus plegarias sin respuesta. La oración es necesaria para el hombre, porque actualiza la relación con Dios v esa experiencia da sentido a la vida del hom­ bre. Marcos se queda en la mera oración sin respuestas. Los otros sinópticos intentarán mitigar esta crudeza introduciendo elemen­ tos explícitos de consolación y fortaleza, que faltan en Marcos. Es quien mejor presenta la soledad última de la persona; la dureza de afrontar un fracaso personal, el de su misión, sin nada ni nadie en que apoyarse; la necesidad instintiva de que, al menos, otras per­ sonas, los discípulos se hagan presentes. El sufrimiento comparti­ do y comunicado consuela, ofrece la posibilidad de desahogarse y ayuda a vivir la soledad sin aislamiento. Todo esto falta en el relato de Marcos, que subraya el papel de Pedro dormido (Me 14,37), lo cual refuerza más el trasfondo simbólico de la oración como medio para resistir a la tentación, porque el espíritu está pronto pero la carne es flaca (Me 14,38). El sueño de los discípulos no sólo refleja la distancia física que tienen respecto de Jesús, sino la espiritual, que les impide estar preparados para el prendimiento. El contraste entre el Jesús orante y el Pedro durmiente, se refuerza al ver cómo reaccionan de forma diferente en el prendimiento. El sueño de los discípulos contrasta con la tensa vigilancia de Jesús y refleja dos dinámicas encontradas, dos formas de entender el sentido del rei­ no (Me 6,52; 8,17-18.21.31-33; 9.33-34; 10,32.38-41). La soledad es radical no sólo porque los otros duermen, sino porque tienen otras pretensiones acerca del mesianismo y lo que puede traerles Jesús. La sensación de abandono por Dios y los hombres se debe a que Jesús capta la lejanía de sus discípulos a la tragedia interior que está viviendo. Si durante la vida pública se ha sentido incomprendido por los suyos, ahora se siente abandonado.

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Por otro lado, Jesús oscila entre que "todo es posible para Dios”, por eso pide que se le aparte el cáliz y pase de él esa hora, y por otro lado, “oraba que si era posible” (Me 14,35-36). No hay segu­ ridad al respecto ni en el evangelio ni probablemente en Jesús. El deseo humano le lleva a pedir una salvación, fruto de su miedo e indigencia, que su razón podía indicarle que quizás no era posible. El Jesús que afrontó su misión sin esperar que Dios le librara de los peligros que acarreaba, probablemente presentía que tampoco iba a intervenir para parar la dinámica de violencia que había experi­ mentado en su vida. En la versión de Mateo se habla sólo de “si es posible”, si esto no puede pasar sin que lo beba, en condicional (Mt 26,39.42.44); mientras que en Lucas se dice, “si quieres” (Le 22,42). En Juan no hay alusión a la petición de Jesús, tiene conciencia de que debe beber el cáliz, sin resistencia alguna (Jn 18,11). Los dis­ tintos matices de una oración personal y presuntamente privada de Jesús, sin testigo alguno que la atestigüe, reflejan las distintas teo­ logías de los autores, que ellos proyectan en la oración de Jesús. El problema de fondo es ¿qué es posible para Dios? ¿Lo puede todo, en la línea tradicional y maximalista de la omnipotencia divina? ¿O hay limitaciones a la acción de Dios, partiendo de la autonomía y libertad del hombre? ¿Es el sufrimiento inevitable para el hom­ bre, tanto desde las perspectivas del universo fáctico en que vivi­ mos como desde las dinámicas de la historia, que tienen al hombre como agente? ¿Es el sufrimiento una parte que tenemos que pagar para crecer como personas? “Si es posible...”, los evangelistas no están seguros sobre lo que Dios puede y debe hacer. Y no lo está nadie, porque Dios se escapa a lo predecible. Surgen ahí las preguntas de la teodicea sobre el mal humano y el silencio de Dios. Y también la tentación de hacer a Dios el cul­ pable, como si fuera el causante de todo lo que ocurre. El precio sería un Dios agente de la historia, que interviene constantemen­ te en ella, y que no acepta la libertad humana, el dinamismo de la inmanencia y sus causas intra históricas. Del mismo modo que el creador respeta las leyes de la naturaleza creada, sin corregirla con repetidos milagros que vulnerarían su autonomía, así también ocurre con el curso histórico, cuyos protagonistas son los hombres

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y no Dios. Jesús respeta esa dinámica, al aceptar que se haga la voluntad divina y no la suya (Me 14,36), la del hombre sufriente, aterrado ante la muerte. Hay que pedir a Dios fuerzas para resistir en la tentación, como hace Jesús, pero asumir que no todo lo que ocurre es voluntad de Dios, sino que, a veces, la contradice. Remi­ tir a voluntad de Dios lo que acaece es querer explicar lo inexpli­ cable e incomprensible, con algo más oscuro todavía (¿De dónde sabemos que Dios quiere lo que causa sufrimiento?). El hombre es el ser en el mundo y en la historia, capaz de afrontar la realidad y transformarla si es posible. No tiene que asumirla como algo que se le impone por la divinidad, como ocurría en la tragedia griega o en las modernas teorías secularizas sobre el fato. No hay un desti­ no cósmico, ni signos y conjunciones de los astros, que determinen los acontecimientos, como afirman los autores de los horóscopos, adivinos y otros presuntos defensores del determinismo celestial. No es que Dios quiera la muerte de Jesús, ni la permita, sino que la consagración a Dios, que repite y culmina en la cena, le llevará a ser asesinado por los que no aceptan su testimonio. Su entrega a Dios y los hombres se confirma y culmina en la cena. Si Dios la acepta, tiene que vivir la autonomía humana y las consecuencias de su forma de proceder ante los que rechazan su proyecto de vida. Una sociedad lejana a los valores del evangelio no soporta la provo­ cación profética de los que la desafían con hechos y actitudes. Pero no es Dios quien mata a los profetas, sino los seres humanos, y una intervención divina para protegerlos y eximirlos de las reacciones que provocan, disminuiría radicalmente el valor testimonial de su forma de vivir. El mal en la historia es un escándalo y el silencio divino resulta incomprensible muchas veces. La inspiración divina no tiene por qué ir contra las leves naturales ni ser una alternativa a la libertad. Dios actúa desde la conciencia humana, inspirando y motivando. La fuerza de la gracia se ha visto tradicionalmente en la teología como el medio por el que Dios se hace presente. Pero es una gracia insuficiente sin la acción libre del hombre. Jesús tuvo que asumir el mal humano, sólo podía contar con la gracia divina que le fortalecía, y aceptar su fragilidad personal.

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Que Dios no impidiera su sufrimiento, se convirtió en una mues­ tra más de su condición humana, de su solidaridad con las víctimas que no pueden evitar el mal. Si Dios hubiera enviado legiones de ángeles para impedir el prendimiento, Jesús habría perdido rele­ vancia y validez para todos los hombres, ya que afrontaría la vida con la ventaja de contar con un Dios milagrero. Pero el no interven­ cionismo divino, que no obstaculiza las acciones libres, no legitima achacarle lo que ocurre en la historia. La libertad y la autenticidad son dos valores claves para la tradición occidental y constituyen exi­ gencias irrenunciables en la sociedad moderna. Si Dios actuara a costa de eliminarlas, dejaríamos de ser personas y seríamos mario­ netas suyas. Jesús tiene que asumir un precio demasiado caro por la libertad y siempre surge la pregunta del porqué de tanto dolor y del costo a pagar por la autonomía del agente histórico. El dina­ mismo de su libertad, confirmado en la última cena, tuvo un precio trágico, que lleva a preguntarse si merece la pena una libertad que tiene que pagar tan alto precio. Su apertura y aceptación total es la clave para comprender los acontecimientos concretos que le acae­ cieron. La disponibilidad ante Dios y los demás es trágica en una pasión en la que se sintió abandonado, por Él y los otros. Pero supo mantener su entrega, sin abjurar de cómo y por qué había vivido. La identificación con Cristo pasa por una oblación, a la que se unen todos los cristianos, ofreciéndose ellos mismos a Dios. También hay en el relato un nuevo avance en la comprensión filial de Jesús. Siendo el hijo va creciendo en la comprensión de Dios, como subraya Lucas en la infancia, en el momento clave de su existencia. En la biblia judía se muestra como el exilio de Babilo­ nia, que fue la peor experiencia de Israel como pueblo y nación, fue el momento en que se profundizó en la concepción de Dios. Israel evolucionó del politeísmo inicial a la monolatría (a la adoración de su Dios y a la afirmación de su superioridad sobre los otros). Tras el exilio pasó a afirmar que Yahvé es el Dios de todos, no sólo el nacional judío, y que sólo había un Dios único que regía la his­ toria humana, incluida Babilonia y el imperio persa. La impoten­ cia política, militar y social se compensa, paradójicamente, con un

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reforzamiento de su creencia en Dios, en lugar de pasarse al bando de los vencedores y creer en sus dioses. Por el contrario, se procla­ ma la universalidad de un Dios, que les había sacado de la esclavi­ tud de Egipto, por medio de Moisés, pero que no había evitado la cautividad de Babilonia. El monoteísmo universalista se afirma en el momento de mayor postración hebrea. También Jesús mantie­ ne su filiación y llama Padre a Dios (Me 14,36), cuando comienza su experiencia de mayor abandono. Marcos subraya su indigencia, “temor y angustia” (Me 14,33-34) y en su evangelio no hay ángel consolador, ni alusión ninguna a una respuesta divina. Pero Jesús se mantiene, asume lo inevitable y anuncia a sus durmientes discí­ pulos que se acerca la hora en que va a ser entregado (Me 14,41-42). La escena en Getsemaní está cargada de simbolismos y de inte­ rrogantes. Contrasta la predicción de la cena sobre la entrega del hombre y la sangre derramada (Me 14,21-23) y la petición de que se aleje el cáliz (Me 14,36). Refleja un proceso personal, la resisten­ cia del instinto de supervivencia, su angustia hasta la muerte (Me 14,33), que contrasta con las escasas informaciones de los evange­ lios sobre la conciencia subjetiva de Jesús y lo que experimenta a lo largo de su vida. No hay en él impasibilidad ni dominio ante la muerte, como por ejemplo en Sócrates, lo cual llevó a los adversa­ rios del cristianismo, como Celso, a burlarse de él, porque aparecía muy distante de la fortaleza que exigían los griegos. La valentía del ser humano, por el contrario, no consiste en afrontar inmune el sufrimiento y la muerte, sin sentir miedo, sino en asumir los costos de la coherencia con su forma de vida, aunque sienta la repugnan­ cia instintiv a ante el dolor y el miedo a la tortura y la muerte. Con­ cienciar el miedo no es una cobardía, sino un signo de inteligencia y de realismo ante una realidad que la provoca. Jesús no es un necrófilo que busca la muerte, pero no retrocede ante ella. Algunas lecturas posteriores han caído en una irracional revalorización de la cruz, como si ésta fuera lo que Jesús buscó y pretendió. Se olvida que la cruz está marcada por el signo de la impotencia, de lo que acaece de forma sorpresiva e imprevista, de lo que no se planifica, sino que acontece, frecuentemente por parte de

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las personas que menos se piensa. No hay búsqueda de la muerte, sino amor a la vida y vulnerabilidad y miedo ante el sufrimiento. El desfallecimiento de Jesús ante algo que le horroriza llevó a que se cuestionara su vinculación a Dios, que Lucas, Mateo y Juan resal­ taron por medios diversos. Marcos es radical, desde su tesis de que hay que velar y orar para no caer en la tentación (Me 14,38) y ser librados de la prueba, que es la petición del padrenuestro de Mateo y Lucas (Mt 6,9-13; Le 11,1-4). Parte de esa prueba es el aislamiento emocional de Jesús, que se siente sólo en un momento crucial y no puede apoyarse en las personas cercanas. El silencio de los próxi­ mos en momentos de dificultad es mucho más duro que las burlas y la satisfacción de los enemigos. Jesús es el prototipo del hombre, sólo ante Dios y los demás, que busca apoyo en la oración, porque ya no puede contar con nadie. Los amigos del triunfo son los ausen­ tes en la experiencia del fracaso, como constató Jesús en su pasión. Las otras narraciones Tener experiencias de Dios en los momentos de mayor hundi­ miento personal resulta paradójico, mucho más dada la tendencia humana a utilizar a la divinidad y ponerla al servicio de los propios intereses. Jesús sale reforzado de la oración en los otros sinópticos, porque ha experimentado la presencia divina y la consolación que simboliza el ángel. Por un lado, la oración de petición, que presen­ ta ante Dios su propia debilidad y miedo al sufrimiento, encuen­ tra una respuesta si sale de ella confortado y con capacidad para afrontar la realidad (Le 22,43.46). No es atendida una petición que busca la intervención de Dios para corregir la libertad humana, pero sí es acogido su ruego, porque sale confortado y con capaci­ dad para asumir la realidad. Si no es posible cambiarla, al menos que haya fortaleza para asumirla. Pero también es más consciente de la soledad humana y de la necesidad de afrontar personalmente un momento trágico de su vida. El mismo hecho de la oración le conforta, porque se afianza la relación con Dios en lugar de cor­ tar con él. Al final de ella, como Job asume su sufrimiento de otra forma, tras haber tenido una experiencia de Dios (Jb 42,5: “sólo te

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conocía de oídas, pero ahora te han visto mis ojos"). Job cuestiona a Dios desde el sufrimiento, pero la experiencia de Dios le capacita para mantener su fe en él (Jb 39,33-35; 42,5-6), a pesar de la caren­ cia de respuestas sobre el porqué de una creación cuyas estructu­ ras y leyes posibilitan el mal (Jb 38,1-4; 40,1-4). La radicalidad de Marcos, en lugar de la versión más consoladora de los otros evan­ gelistas, vuelve a repetirse en la cruz con un Dios que no responde al grito desgarrado del abandono. Mateo, que es fiel a Marcos al presentar la escena, introduce un versículo en el que aparece Jesús como dominador de la situación, aludiendo a que Dios atendería su petición de enviarle legiones de ángeles, si lo pidiera (Mt 26,53). Concluye que esto sucedió para que se cumpliesen las escrituras (Mt 26,56). De esta forma, mitiga la radicalidad del abandono de Jesús y presenta la pasión como algo anunciado y predicho por los profetas. Jesús forma parte del plan de Dios y conocía el precio que tenía que pagar por su fideli­ dad. En contra de la intención de Mateo, este argumento se utili­ zará luego para culpar a Dios de la ejecución de Jesús y denunciar su crueldad, como si él lo hubiera predestinado a la cruz, en lugar de morir por la libre acción humana. Por su parte, Lucas dulcifica el relato con una respuesta divina, ya que Dios le envía un ángel que le conforta (Le 22,43-44). Este relato tiene el trasfondo de las alusiones al cáliz que había de beber (Me 14,36; Jn 18,11) y puede también leerse desde las tentaciones del desierto, como la solicitud para que Dios envíe ángeles que le protejan (Le 4,10-11). Lucas concluyó el relato de las tentaciones, indicando que "acabada toda tentación, el diablo se alejó de él hasta un tiempo oportuno” (Le 4,13). Y ese momento es el de la pasión, pero ahora sí hay ángeles que le apoyen, a diferencia de lo que dicen Marcos y Mateo. La tra­ dición cristiana posterior consen o la memoria de que fue tentado, como los demás hombres (Hb 4,15). Marcos narra también tres demandas de apoyo de Jesús a sus discípulos dormidos, que Lucas dulcifica y convierte en sólo una (Le 22,45). Siempre busca dejar en buen lugar a los discípulos y mitigar la radicalidad de la sensación de abandono de Jesús.

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Las distintas versiones del texto muestran la extrañeza común de Mateo y Lucas ante el no saber y la angustia e indefensión de Jesús, además de la inexplicable pasividad divina, realzada por Mar­ cos. Lucas dulcifica también la escena y cambia al Jesús postrado de Marcos por uno arrodillado, que ora sólo una vez (Le 22,39-42.4546). Su temor está en oposición a la tesis que han mantenido algunos teólogos sobre una consolación permanente de Jesús y una seguri­ dad inconmovible, debida a su filiación divina. Si fuera así, Jesús se alejaría de la inseguridad, de la angustia y del conflicto, generadas por el silencio de Dios en momentos clave de la vida. La soledad última del hombre estriba en que no pueda vivenciar la presencia de Dios en el momento de la tentación, la cual no pone sólo a prueba la fe en la bondad divina, sino en la misma existencia de Dios. Por eso, la oración de Getsemaní es una verificación de fe para Jesús, como lo es también la cruz, en la que se pone en cuestión su fidelidad y convicción filial. Estos elementos forman parte de la condición humana y si no los experimentara no podríamos hablar de un Jesús humano, sino de un superhombre. La carta a los Hebreos siempre refuerza la semejanza de Jesús a los hombres y que esa experiencia no se opone a su filiación divina (“en cuanto el mismo padeció sien­ do tentado, es capaz de ayudar a los tentados”: Hb 2,18; 4,15). Hay que sobrevivir a las situaciones de dureza, inherentes a la condición humana, desde una soledad radical, en la que la persona tiene que asumir su mayoría de edad, la necesidad de afrontar las circunstancias y de luchar contra el mal. Jesús experimenta que la fe en Dios, la confianza ante la providencia, no sirve para escapar del dolor. Tiene que asumir el fracaso de sus proyectos sobre Israel, que le cuesta la vida. Se puede hablar de una transformación de Jesús, como ocurrió en el bautismo, en que tiene que aprender a relacionarse con un Dios no interventor, en un contexto de aban­ dono al mal y el pecado en el mundo. Jesús consuma la oblación del proyecto del reinado de Dios, no desde un sufrimiento masoquista buscado, sino desde un seguimiento profético que le acerca a la figura judía del Siervo de Yahvé (Is 52,13-53,11), sin que Dios sea agente de su sufrimiento, que fue causado por el hombre. No

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sabemos con certeza cuáles eran las expectativas últimas de Jesús sobre su final y sobre el papel de Dios, pero en la oración aprende a relativizar su propio proyecto y ponerse en las manos divinas. La fe de Jesús precede a la de los discípulos. Hay que asumir un mesianismo de servicio, contra la ideología mesiánica de los dis­ cípulos que duermen, adorando a Dios en verdad, sin escapismos. Por eso, la oración en el huerto es un anticipo de lo que se narra en la pasión posterior. Por otra parte, muestra la validez de la oración, que fue una cons­ tante en su vida pública, y la de la plegaria de petición, en la que insistía (Me 11,24; Mt 7,7-8; 18,19-20; 21,22; Le 11,9; Jn 14,13-14; 15,7.16; 16,24)17. Al mostrar su vulnerabilidad ante Dios legitima y limita, al mismo tiempo, el valor de la oración de petición. No se trata de obtener algo de Dios, sino de mostrarse ante él y expresar lo que se experimenta. La comunicación del hombre con Dios fortale­ ce y capacita para afrontar las dificultades y responde a la realidad psicosomática del hombre18. La plegaria capacita para afrontar la vida y dar un sentido a las situaciones en que domina el mal. Por eso la oración de petición es necesaria, aunque no haya intervención divina que cambie los acontecimientos. Asumir que hay peticiones que son fruto del narcisismo humano y a las que Dios no debe res­ ponder, no quita que en la oración Dios busque inspirar y transfor­ mar al orante. No es Dios el que necesita la oración, ni la de petición ni la de acción de gracias, visto desde la perspectiva humana, pero sí debe hacerla el que quiere vivir la vida en la presencia divina y relacionándose con él. Por eso, se acude a Dios con lo bueno y malo de la vida, con la petición y el agradecimiento, con la postración de las propias penas y la acción de gracias. Es el ser humano el que se transforma y el que crece en la petición, que puede capacitarlo para afrontar lo que resulta inevitable. El silencio divino es la otra cara del protagonismo humano, remite a una fe que no busca merce­ des ni a un Dios utilitario, y capacita para transformar el deseo del orante y resaltar la alteridad y el misterio de Dios. 17. J. C aba, La oración de petición, Roma, 1974. 18. Juan A. E strada, El sentido y el sinsentido de la vida, M adrid, 2010, 136-140.

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Vista así, la oración de petición es lo contrario que el “opio para el pueblo” y refuerza la perspectiva relacional del hombre, en la que el tú al que se dirige le capacita para asumir su propia identidad. Se interpela al trascendente desde una experiencia viva, sin que la oración se convierta en un intento mágico de dominio, para obte­ ner algo. El silencio divino es también una enseñanza sobre lo que podemos esperar o no de la oración y de la relación con Dios. “Es verdad que no sabemos pedir lo que nos conviene, más el mismo Espíritu aboga por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8,26). El ser humano tiende a oraciones egocéntricas, frecuentemente mani­ puladoras de Dios, pero el hecho de que haya peticiones infantiles e interesadas, criticadas por el mismo Jesús (Mt 6,7-15; Le 11,1-13; 18,11-14), no quita el valor de una demanda como la de Jesús en el huerto. Dios no necesita la oración de petición ni las otras, pero sí el hombre Jesús en el huerto. Dios también la quiere, en cuan­ to confirma su vinculación filial, mantiene su disponibilidad y la confianza que conlleva. Más allá de lo concreto que se pide, fruto de nuestra vulnerabilidad personal, está la seguridad del creyente de que puede contar con Dios en la vida y de que la relación con él puede mejorar desde la indigencia y los deseos manifestados. Jesús se expuso ante Dios y salió de la oración capacitado para la pasión que le esperaba. 3. La traición de los discípulos El escenario inicial de la pasión se completa con su prendimien­ to y el papel de sus discípulos (Me 14,43-52; Mt 26,47-56; Le 22,4753; Jn 18,2-12)19, doblemente representados por Judas y Pedro. Después de mostrar el contraste entre Jesús, que se prepara para afr ontar la violencia, y los discípulos, que duermen ajenos a lo que les espera, aparece un grupo armado enviados por los escribas y ancianos (Me 14,43), a los que Mateo y Lucas añaden los príncipes de los sacerdotes (Mt 26,47; Le 22,4.50.52). Son, por tanto, las auto­ ridades religiosas y no las políticas, las que le prenden y el motivo 19. R. Brown, La muerte del mest'as, I, Estella, 2005, 303-390.

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del prendimiento aparece asociado a la enseñanza de Jesús en el templo (Me 14,49; Mt 26,55; Le 22,53). Por su parte, Juan silencia esta mención y refiere el prendimiento al cáliz que ha de beber (Jn 18,11). El evangelio de Juan enfatiza siempre el señorío de Jesús contra su indefensión, que es lo que acentúan los sinópticos. El protagonismo de las autoridades judías en la captura y pasión de Jesús se subraya en el evangelio de Marcos (Me 14,1.2.10-11.65-66; 15,1.10-14) y aumenta en el evangelio de Mateo y en el de Juan, mientras que Lucas traslada muchas de esas acusaciones a los judíos al libro de los Hechos (Hch 2,23.36-37.40; 3,13-15.17; 4,1011). La redacción del evangelio de Mateo responde a una época en la que el evangelista considera que la misión de Jesús y de sus discípulos en Israel ha fracasado histórica y teológicamente20. El papel judío en la pasión y muerte de Jesús legitimó el anti judais­ mo posterior cristiano a lo largo de la historia, olvidando que Jesús y sus discípulos eran también judíos, que los romanos jugaron un papel fundamental y que las generaciones posteriores no podían ser culpabilizadas por lo que hizo la de Jesús. La creciente inseguridad de Jesús, aumentó con su prendimien­ to y la inmediata deserción de los discípulos. El miedo de Jesús en el huerto está presente ya en su vida pública, en la que siente angustia hasta que se consume su bautismo (Le 12,50) y San Juan subraya su turbación ante la prueba (Jn 12,27; 13,21). La carta a los Hebreos lo fundamenta porque aceptando la muerte, "libró de estar sometidos a los que tenían miedo a la muerte” (Hb 2,15). La progresiva toma de conciencia le abocó a una creciente indefen­ sión, en la que tenía que vencer el ansia de seguridad y la tentación de la violencia reactiva (Me 14,47), inherentes a la condición huma­ na. Dios no es un asegurador y Jesús tuvo que asumirlo desde la fe. No está protegido de sus adversarios, sino indefenso ante ellos. Lo contrario les ocurre a sus discípulos, que buscaban convencerle de que Dios y ellos les protegerían (Me 8,32; 14,29.31), para luego huir 20. El estudio m ás com pleto sobre el antijudaísm o que im pregna el evangelio de M ateo es el de U. Luz, Das Evangelium des Matthaus I-IV, N eukirchen, 19852002; “Der antijudaism us im M átthausevangelium ais historisches und theologisches Problem a”: Evangelische Theologie 53 (1993), 310-327.

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en el momento del conflicto (Me 14,50: “abandonándole, huyeron todos”). El miedo bloquea y paraliza a los discípulos, y en concreto a Pedro, que en la vida pública responde al llamado de Jesús, pero comienza a hundirse al sentir el miedo (Mt 14,27-31), como luego en Getsemaní y en casa del pontífice (Me 14,66-72). Son escenas simbólicas, aparte de su núcleo histórico, en los que Marcos les presenta como hombres sin fe (Me 4,37-41), mientras que Mateo lo dulcifica y convierte en poca fe (Mt 8,25-26). El distanciamiento de Jesús cuando anuncia sus sufrimientos en la vida pública, prepara el abandono final. En la huida, se habla de resistencia violenta por parte de uno de los presentes, que cortó la oreja a uno del grupo (Me 14,47), y de un joven que le seguía, envuelto en una sábana, y que huyó desnudo cuando intentaron prenderlo (Me 14,51-52), sin que se clarifique la identidad y el significado de ambos personajes. Quizás simboliza al discípulo que no supo seguir a Jesús (Me 10,51), en su desnudez (abandono) y en el uso de la violencia21. Se resalta la huida del gru­ po y el simbolismo de la resistencia inicial del discípulo, que acaba dejando la ropa en la huida. Mateo, a su vez, encuadra el prendi­ miento en el cumplimiento genérico de profecías de las escritu­ ras (Mt 26,56), aunque no dice cuáles. Lucas subraya que Jesús se opuso a la resistencia violenta de sus discípulos y que curó la oreja del agredido (Le 22,51), añadiendo que era la hora y el poder de las tinieblas (Le 22,53). Juan resalta de nuevo el contraste entre la realeza y el dominio de Jesús, que se les manifiesta ("Yo soy”: Jn 18,5.8) y el espanto de los agresores que retroceden ante su confe­ sión (Jn 18,6). A Jesús nadie le quita la vida, sino que él la da, como corresponde a su filiación divina en el evangelio juaneo. Además, este evangelio amortigua la deserción de Pedro, haciéndole cortar la oreja al agresor (Jn 18,10) y no menciona la huida por parte de los discípulos, sustituyéndola por una petición de Jesús para que los dejen marchar (Jn 18,8-9). Los significados más importantes tienen que ver con la huida de todos los discípulos, predicha tras la cena (Me 14,27), la traición 21. J. Marcus, El evangelio según Marcos, Salamanca, 2011, 1151-1152.

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de Judas y la actitud de Pedro, que se completa con la escena de las negaciones. El protagonista principal es Judas, cuya traición se escenifica con un beso (Me 14,43-45 cfr., Prov 27,6), señal de intimi­ dad, como en la cena, cuando mojaba de su plato (Me 14,20). Con­ trasta con la escenificación del seguimiento (Pedro recuerda que ellos le siguieron, dejándolo todo: Me 10,28), mientras que al final todos huyen y dejan la ropa, excepto Pedro, que le sigue de lejos (Me 14,54; Mt 26,58; Le 22,54). El miedo es la clave fundamental de la huida, siendo la traición de Pedro la que más impresionó a los cristianos22. Por eso la cuentan todos los evangelios. Marcos mues­ tra cómo se radicalizan sus negaciones (Me 14,66-72), pasando de una evasiva ante la mujer que le acusa (“no entiendo lo que dices”: Me 14,70), a reiterar su rechazo, para acabar maldiciendo y juran­ do que no conoce al hombre del que le hablan (Me 14,71). Marcos utiliza el distanciamiento físico como símbolo de alejamiento espi­ ritual (Me 14,54; 15,40), así como el contraste entre “estar con él" (Me 3,14-15) y la acusación de la criada (Me 14,67), que le lleva a negarlo. Lucas personalizó la traición desde una perspectiva relacional: vuelto el Señor miró a Pedro (Le 22,61), que se acordó de la pala­ bra del Señor y salió fuera, llorando amargamente (Le 22,62). En Marcos y Mateo hay una sincronía entre Jesús, que confiesa en el Sanedrín que es el mesías, el hijo del hombre escatológico y el hijo de Dios, y la no confesión de Pedro que desconoce al que confe­ só como mesías e hijo de Dios (Mt 16,16). Pedro rivaliza con sus compañeros y protesta que no va a abandonar a su maestro Jesús (Mt 26,33.35), mientras que ahora, al negar que lo conoce, jurán­ dolo (Mt 26,70.72.74), se suma al grupo de los judíos que le acusan de ser uno de ellos. Se integra en la fila de los acusadores, como antes en la de los discípulos, mostrando así la inconsistencia de su seguimiento y la dinámica de rivalidad e imitación que le llevaron a protestar de su fidelidad. Jesús conoce y profetiza su debilidad e inconsistencia personal, que refleja la de todos los discípulos (Mt 26,34). En todos estos pasajes hay un contraste entre la cobardía 22. R. E. Brown, La muerte del mesías, I, Estella, 2005, 703-748.

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y presunción anterior de los discípulos, y la conciencia que tiene Jesús de ambas, que no obstan para que los perdone y los acepte. Por su parte, Juan Ínter acciona las confesiones de Jesús con las negaciones de Pedro (Jn 18,15-18.25-27), de tal manera que ambas se relacionan entre sí. Además, subraya que junto a Pedro estaba “otro discípulo”, quien lo introdujo en casa del Pontífice (Jn 18,16). El “discípulo amado", nunca mencionado como tal en los sinóp­ ticos, es el que contrasta con Pedro en el evangelio de Juan: es el que tiene el protagonismo en la cena, el que nunca niega a Jesús (a diferencia de Pedro), el único presente en la cruz, el que llega pri­ mero a su tumba, y el que vio y creyó (Jn 20,8). Si Pedro simboliza el liderazgo y el cargo, marcados por su traición, el otro discípulo significa el seguimiento y la identificación por amor. Es un perso­ naje simbólico y con significación teológica, que representa al dis­ cípulo fiel y siempre cercano a Jesús, a diferencia de los sinópticos que resaltan la traición de todos, sin excepción. El simbolismo del evangelio de San Juan no se dirige contra Pedro, negando su lide­ razgo, el cual atestiguan todos los evangelios (Me 1,16; 16,7: es el primer y último discípulo que se nombra). Pero sí es un aviso a los dirigentes sobre las posibles traiciones en el seguimiento. El con­ traste entre el cargo y el carisma, simbolizado por el otro discípulo juaneo, también resalta las tensiones posteriores entre el minis­ terio jerárquico y el seguimiento carismático, en las que se juega buena parte del dinamismo cristiano. Pedro representa al cristiano vergonzante, que disimula su identidad o busca limitarla al ámbito de la vida privada. También ejemplariza los peligros del cargo, el afán por la carrera y ser más que los otros, y la autosuficiencia (una forma de endiosamiento) que le aleja de la realidad (la vulnerabi­ lidad humana), y le crea un complejo de superioridad (aunque los otros fallen yo no: Me 14,29; Mt 26,33; Le 22,33). El relato del prendimiento tiene el trasfondo de la situación his­ tórica de los evangelistas, que conocen la situación de los cristianos expulsados de las sinagogas judías (Jn 9,22; 12,42; 16,7) y perse­ guidos por las autoridades romanas, al menos desde la época de Nerón. A comienzos del siglo 11, se amonesta a los cristianos a que

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renieguen de Jesús para salvarse, como indica Plinio el joven en su carta a Trajano. Pedro y los discípulos representan a los que tienen miedo y están tentados de negara Cristo (1 Tm 6,12-14; 2 Tm 2,1213). El problema de la apostasía preocupó a los cristianos desde el comienzo, ya que eran una corriente perseguida por judíos y roma­ nos. El papel de los primeros discípulos y su deserción les sirv ió de aviso y de consolación. Si ellos habían fallado a Jesús, ¡cómo no les ocurriría los mismo a los cristianos posteriores! Cuando se ven las traiciones de Pedro y de los otros desde la perspectiva de la historia, cobra mayor significado la crítica al culto a la personalidad y la des­ mesura que ha cobrado la teología petrina en el segundo milenio. Se ha dejado en segundo plano la figura del discípulo amado, que representa al discípulo fiel sin poder alguno, en favor del engrande­ cimiento del papado en el segundo milenio. Toda la teología cató­ lica se ha centrado en la herencia petrina, subrayando los poderes de Pedro, a costa de un liderazgo de unidad y de servicio universal, al que obedece la herencia petrina originaria. Un Pedro débil es el que mejor escenifica las aporías de un ministerio de servicio y los peligros del poder, que corrompe tanto más cuanto mayor es. Los textos fundacionales del cristianismo avisan sobre las difi­ cultades de los que viven del proyecto de Jesús con responsabilida­ des eclesiales. Hay un simbolismo pretendido, en el que la teología impregna los relatos, que se convirtieron en referencias permanen­ tes para los cristianos. En la teología posterior a Jesús, aunque cro­ nológicamente anterior a los evangelios, el apóstol Pablo recuer­ da que hay que tener los mismos sentimientos que Cristo, quien tomando forma de siervo se asemejó a los hombres y en la condi­ ción de hombre se humilló (Flp 2,5-8). Pablo juega con la contrapo­ sición entre Dios que lo exaltó y Jesús que se abajó. Y esto mismo es lo que recuerda el pasaje del lavado de los pies, con el que Juan sustituye el relato de la última cena (Jn 13,1-11), contrastando la actitud de Jesús y el rechazo de Pedro (Jn 13,13-17). Son dos for­ mas diferentes pero convergentes para subrayar que los máximos ministerios son un servicio, en una línea coherente con la idea de Jesús de que Dios se comunica a los pobres y sencillos, y que asu­

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mir su carga su yugo es algo ligero (Mt 11,25-29). La transforma­ ción de la religión pasa por transformar el papel de los que man­ dan, para que se conviertan en senadores de todos, y especialmente de los más vulnerables. Esto es lo que intentó Jesús comunicar a sus discípulos, fracasando con ellos como luego ha seguido fallan­ do en el cristianismo histórico. No hay que olvidar, sin embargo, la irradiación permanente que ha tenido este mensaje en las distintas épocas de la iglesia. La traición de Pedro se ha visto como un aviso permanente a todas las autoridades cristianas. Es lo que captó San Gregorio Magno, cuando rehusaba títulos honoríficos para el papa­ do, optando por el más evangélico y cercano a la herencia petrina, de “Siervo de los sierv os de Dios”.

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El núcleo histórico y teológico de la pasión es el enjuiciamien­ to de Jesús: el doble papel convergente de las autoridades roma­ nas y judías; el asentimiento final de la multitud, arrastrada por sus dirigentes; y el final de Jesús en la cruz. Este núcleo está car­ gado de impregnaciones teológicas, jurídicas y políticas. No se cuenta el hecho desnudo de su pasión y crucifixión, sino que se ofrecen relatos que cuentan una historia interpretada, según los esquemas de los evangelistas. La interpretación no puede desvin­ cularse del hecho mismo, como ocurre también al contar la vida de Jesús desde perspectivas cristológicas diferentes. Está marca­ da en cada relato por la comprensión que tenían, varias décadas después, de su muerte, vista desde la perspectiva de la resurrec­ ción. De nuevo encontramos la fe de la Iglesia como mediación desde la que podemos conocer los hechos finales de la vida de Jesús, sin que sea posible desvincularlos. La interpretación de los textos tiene que atender a la intencionalidad de cada evange­ lista y al significado de cada relato, respetando su pluralidad. Se trata de la crónica de una “muerte anunciada", comprendida de forma teológica por las diversas narraciones.

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1. El juicio religioso de Jesús El enjuiciamiento de Jesús por las autoridades religiosas judías (Me 14,53-65; Mt 26,57-68; Le 22,54-65; Jn 18,12-14.19-24)' arroja luz sobre los motivos de su crucifixión. Es un juicio sobre su vida, en el que se articulan las causas inmanentes y las interpretaciones teológicas de su muerte. Cada evangelio desarrolla su propia teolo­ gía global del proceso, sin que se puedan fusionar en un único rela­ to. Desde el principio, los cristianos se negaron a sustituir las narra­ ciones por una vida común de Jesús, que englobara a todos. Todos hablan del proceso religioso pero difieren en los detalles. El proceso religioso tuvo lugar en el sanedrín, la asamblea judía en la que esta­ ban presentes las autoridades, los príncipes de los sacerdotes, los ancianos y los escribas. Marcos y Mateo hablan de un único pro­ ceso, que culminó al amanecer, en el que se mezcló lo político y lo religioso. Lucas habla de un proceso de día, aunque fue aprisionado por la noche (Le 22,54.63-66). A diferencia de los otros sinópticos, Lucas no hace un paralelismo entre las negaciones de Pedro y el interrogatorio de Jesús. Todos buscaban un testimonio para matar­ lo, un hecho importante y que fuese incontrovertido, sin hallarlo (Me 14,55-56). Por su parte, Juan pone la resolución de matarlo en su vida pública, ya que la gente se iba detrás de él (Jn 11,47-53), para dar luego protagonismo al consejo del sanedrín (Jn 18,19-23), añadiendo que fue conducido a casa de Anás (Jn 18,12.24). La intención homicida de sus jueces es clara desde el primer momento. En Marcos jugó un papel esencial la predicción sobre la destrucción del templo (Me 14,58), que Mateo radicaliza (“Este ha dicho: yo puedo destruir el templo de Dios y en tres días reedificar­ lo”, Mt 26,61). Esta profecía de Jesús, así como su anterior irrup­ ción violenta en el templo, calificado de cueva de ladrones, jugó un papel determinante en la animadversión judía, ya que el culto del templo era el centro de la religión hasta su destrucción posterior por los romanos. Además era una importante fuente de ingresos, tanto para los líderes religiosos como para la ciudad de Jerusalén. 1. R. E. Brown, La muerte del mesías, I, Estella, 2005, 391-674.

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Se puede calificar como causa histórica principal de su muerte, pero no tenemos seguridad sobre si formó parte específica del inte­ rrogatorio jurídico y político, ya que Lucas y Juan lo omiten. El simbolismo del templo está conectado al debate sobre la realeza de Jesús, su mesianismo y su divinidad, que plantea el problema de dónde está Dios, cuál es el lugar de su presencia en el mundo y en qué consiste la separación entre lo sagrado y lo profano. El templo era el centro de la vida de Jerusalén en una época en la que la reli­ gión impregnaba todas las esferas de la vida. En todas las religio­ nes hay una separación y predominio entre lo sagrado ("fanum”) y lo pro-fano (delante del “fanum”), estableciendo así espacios y tiempos para la divinidad y otros diferentes para el hombre. La diferenciación presupone separación y contraposición, ya que lo sagrado es lo santo, porque es el ámbito de la divinidad, mientras que lo profano está marcado de connotaciones negativas, como el no saber, lo que mancha, lo no consagrado. Lo revolucionario de Jesús es que desplaza lo sagrado del templo a la vida cotidiana. Hace a Dios presente en lo profano y sacraliza la relación con los hombres, de las que hace depender la conformidad con Dios. A cambio, lo cultual, lo sacerdotal y lo sacrificial, propios del templo, pierden valor e importancia, y se subordinan a la praxis cotidiana. Esta forma de proceder no sólo atenta contra la estructura religio­ sa judía, siguiendo la tradición de los profetas, sino que cuestiona el énfasis de las religiones en separar lo sagrado y lo secular. En todas las religiones hay un proceso de evolución, en el caso judío el proceso es claro: resaltar la trascendencia divina, para que no se la manipule, y reforzar lo ético. Jesús culminó ambas dinámicas. El proceso de Jesús muestra a una divinidad silenciosa y vul­ nerable, que no defiende a su enviado, y sin poder mundano para imponerse. Pero no está ausente, porque se enjuicia al “Hijo de Dios” (Me 14,61-62; Mt 26,63-64; Le 22,70-71), aunque esa filiación no tuviera todavía el significado dogmático posterior. No se pue­ de comprender al Trascendente sin el mundo, que es su creación, pero tampoco éste sin referirlo a él. Hay una total dependencia del mundo, de la naturaleza y de la historia, respecto del creador pro­

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vidente, y una diferencia absoluta entre Dios y el ser humano. Por eso Dios no es un agente más de la historia, aunque fuera el mayor, ni es una causa más que interfiera con otras. De ahí el proceso ini­ cuo y la no- intervención divina, que muestra cómo el señorío de Dios, ya comenzado, todavía no se ha realizado en Israel. El poder mundano religioso se impone, facilitando la afirmación atea de que no hay Dios. La divinidad se esconde y ya no reside en el templo, porque se ha hecho presente en la persona y vida de Jesús. Pero ver a Dios en el encausado exige una fe comprometida y una toma de distancia respecto del concepto usual de omnipotencia. Jesús es enjuiciado por los representantes de la religión, que mantienen la vieja separación entre lo sagrado y lo profano, y rechazan al que la cuestiona. El que atenta contra la religión, núcleo del código cul­ tural de la época, provoca a la violencia religiosa y tiene que morir. En todas las religiones hay este potencial y los críticos del templo y del culto, como los profetas de Israel, se juegan la vida al desafiar al poder religioso. En la pasión hay un rechazo de la religión utilitarista y una valo­ ración del templo como un mercado de lo espiritual. Mucho más, si se atiende a las estructuras de pecado, que pervierten lo religioso al mundanizarlo. La protesta de Jesús contra una religión mercantilizada, que ha creado una cueva de bandidos (Me 11,17) cobra un nuevo significado en el proceso religioso. El ser humano tiene ansia de Dios y las religiones sirven de mediación entre Dios y el hombre, de ahí su fuerza y su irradiación. Pero pueden instrumentalizarse y usarse por sus representantes para obtener dinero y pri­ vilegios. Y esto es lo que percibía Jesús en el templo, que se había convertido en un centro económico capital para el Israel del siglo I. Del templo dependía la economía de Jerusalén y atentar contra él suponía impugnar el statu quo de la sociedad judía. Jesús no sólo denunciaba la mercantilización de la religión, al servicio de los negocios, sino la perversión que suponía reconciliar a Dios con las riquezas, en contra de la oposición que planteó Jesús (Mt 6,24). La dinámica absolutista de Dios, que lo pide todo, y del dinero, que impregna todas las dimensiones de la vida, son irreconciliables.

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La riqueza es uno de los factores decisivos para la patología de las religiones. Y los representantes de la religión se defienden y buscan matarlo. En la pasión de Jesús está presente el Dios marginado por las mediaciones religiosas. La religión, que siempre es una construcción humana, puede convertirse en idólatra cuando se hace un fin en sí, desplazando la subordinación a Dios. Cualquier sistema religioso es potencial­ mente peligroso y está abierto a las patologías. Nada inmanente puede sacralizarse, ni siquiera el santuario, porque Dios se revela en las personas, sacralizándolas al convertirlas en las mediaciones para relacionarse con lo divino. La pasión revela el peso abruma­ dor del mal en la religión y agudiza la pregunta por dónde está Dios y cómo se hace presente cuando no interviene para salvar las víc­ timas de las religiones. Se cuestiona el valor absoluto de cualquier proyecto histórico de sentido y se pone en cuestión a la misma religión ''verdadera", a la que pertenecía el judío Jesús. Las estruc­ turas de pecado son omnipresentes y las religiones no se escapan de ellas, comenzando por sus líderes y representantes. La pasión escenifica la lucha entre Jesús y la religión, que continúa luego en los cristianismos históricos. Al mismo tiempo, la inocencia y verdad de la víctima, que des­ autoriza a los victimarios, agudiza el hambre y sed de justicia de las bienaventuranzas. La pasión puede canalizarse hacia la deses­ peración, hacia el rechazo de Dios y la desconfianza en su provi­ dencia, ante el fracaso de las mediaciones que tenían que prevenir el mal, en lugar de causarlo. De hecho, mucha gente deja de creer en Dios porque les escandaliza la religión que lo predica. La reli­ gión se puede convertir en el gran obstáculo para creer en Dios. Quizás en esta línea habría que interpretar la famosa afirmación de E. Bloch2, de que "Sólo un buen ateo puede ser un buen cristiano”, es decir, alguien capacitado para enfrentarse a la religión. A lo que añade, "pero ciertamente también, sólo un buen cristiano puede ser un buen ateo”, es decir, un impugnador y relativizador de todos los absolutos que crea el hombre, incluida la religión. Bloch captó 2. E. B loch , El ateísmo en el'cristianismo, M adrid, 1983, 16.

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bien elementos del profetismo de Jesús respecto de su religión. Su afirmación de que "lo mejor de la religión es que produce herejes”, se confirma en el caso del hereje Jesús que muere por criticar la suya. A veces los que no pertenecen a una religión captan mejor algunas de sus dimensiones que los creyentes. "Donde hay esperan­ za, hay también religión”, afirma, pero no siempre hay esperanza en la religión. Porque esta puede ser represiva y desmotivadora. En lugar de religar a Dios y relativizarse a sí misma, puede desesperar y erosionar la fe en Dios. Y entonces religa a sí misma, se impone y se interpone en el camino hacia el trascendente. Esto subyace a la crítica de la religión por Jesús. El ateísmo está vinculado al rechazo de la religión, de sus representantes y de sus formas de actuar. La repulsa de los sacerdotes y de las personas religiosas, como eran los fariseos, fácilmente se desplaza al recha­ zo de Dios y de su mensaje. Jesús captó esta dinámica y advirtió a sus discípulos que hicieran lo que les decían las autoridades reli­ giosas, pero que no se comportaran como ellas. Porque desdecían con los hechos lo que proclamaban con las palabras (Mt 23,1-7: dicen y no hacen, imponen cargas pesadas y se eximen de asumir­ las). Este comportamiento religioso pervertido sigue siendo actual. Y exige que los cristianos estén abiertos a evaluar su religión y cri­ ticarla con los argumentos que usó Jesús. Hace falta mucha fe en Dios, y en el caso cristiano comprometerse con la vida de Jesús, para enfrentarse a las instituciones esenciales de la religión a la que se pertenece. Y mucho más para asumir la inseguridad de la perte­ nencia y la dureza del enfrentamiento, sin abdicar de relativizarla y subordinarla a los valores del reino de Dios. Y esto es lo que está presente en el escenario de la pasión. El Jesús manso y pacífico sólo dejó de serlo ante la corrupción del templo (Jn 2,13-29), que simbolizaba a toda la religión. Habría que preguntarse por la religión como fuente de negocios, por las complicidades personales y colectivas como formas de religión denunciadas por Jesús. Los cristianos tenemos miedo de actualizar la pasión y sus consecuencias. Buena parte del malestar de muchas personas contra el cristianismo se debe a que ven en las iglesias

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de hoy comportamientos, actitudes y formas de abordar los pro­ blemas criticadas por Jesús. El rechazo del templo debería llevar a evaluar los santuarios cristianos y la concepción de religión que representan. La misma idea de que la Iglesia es pecadora, además de santa, es rechazada por muchos, como ocurrió en el concilio Vaticano II3. De ahí, el rechazo de las críticas, aunque tengan una parte de verdad. Se tiende a ver a los críticos como traidores a la Iglesia, olvidando que Jesús no se calló ante las dinámicas pato­ lógicas de las instituciones religiosas de su tiempo. Hoy tenemos más conciencia del pecado colectivo y de las estructuras de pecado, que influyen en las religiones. Pero hay mucho miedo a evaluar las iglesias con los criterios que utilizó Jesús. Se mutila así la idea de imitación y seguimiento de Cristo, que habría que asumir también en lo que concierne a la relación con las instituciones religiosas. Las dimensiones del proceso en cada evangelio Los tres sinópticos resaltaron las cuestiones concernientes a su identidad personal. De ahí, la pregunta del pontífice sobre si era el mesías y el “Hijo del Bendito" (Me 14,61) o el “Hijo de Dios” (Mt 26,63; Le 22,70), a las que Jesús contestó afirmativamente, anun­ ciando su venida futura en poder (Me 14,64). La acusación era ambigua, ya que había una gran heterogeneidad de expectativas judías sobre el mesías, y sus mismos discípulos tenían una concep­ ción diferente de la suya (Me 8,31-32). Lo mismo ocurre en lo que concierne al título de hijo de Dios, que se impuso tras la resurrec­ ción, y con el que los malos espíritus le tentaban (Mt 4,5; Le 4,3; Me 1,25). El título más difundido es el de Hijo del hombre, mencio­ nado ochenta veces en los evangelios, que remite a la expectativa última judía (Dn 7,13-14). Esa tradición pudo inspirar la confe­ 3. Pablo VI cam bió el texto sobre la Iglesia pecadora en favor del “pecado de sus m iem bros” (UR 3). En contra hubo teólogos, com o Karl Rahner, padres conci­ liares y grupos episcopales, com o el alem án. Sólo se m antuvo, restrictivam en­ te, que la Iglesia necesita purificación (LG 8). E n el post concilio ha ido ga­ nando peso la idea de una iglesia globalm ente pecadora, a la luz de la teología sobre el pecado colectivo y las estructuras de pecado. Cfr., Juan A. E strada , El cristianismo en una sociedad laica, Desclée De Brouwer, Bilbao, ‘2006, 38-40.

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sión de Jesús sobre su venida con el poder de Dios (Me 14,62; Mt 26,64). Pero no sabemos si esa alusión proviene de Jesús mismo o es una interpretación teológica de la comunidad, que se añadió a las acusaciones sobre sus pretensiones mesiánicas. Siempre tene­ mos inseguridad acerca de los títulos de Jesús en los evangelios, en cuanto que no sabemos si realmente los usó él mismo o si son los que le dieron retrospectivamente sus discípulos, iluminados por la experiencia de la resurrección. El significado de esta titulación de filiación, achacable también al mesías y al mismo pueblo de Israel, fue uno de los problemas irre­ sueltos del cristianismo inicial, que tardó varios siglos en darle un contenido preciso, en clave más helenista que hebrea. Ambos títu­ los, mesías e Hijo, jugaron un papel en su vida, en el juicio y en su muerte, pero eran ambiguos y podían ser tentaciones que le aparta­ ran de su misión. El judaismo nunca pasó del mesías al sentido lite­ ral de Hijo de Dios, porque contradecía su monoteísmo estricto y su teología de la trascendencia. Los cristianos hicieron de él un título clave, desde la resurrección, que Mateo proyectó en su vida pública (Mt 14,33; 16,16). El hombre Jesús fue siempre hijo de Dios y su Espíritu estuvo presente en él desde su concepción. En él se encar­ nó la palabra divina, que anteriormente se dirigió a los profetas y grandes personalidades judías. Y esa filiación no obstaculizaba a su condición de Hijo del hombre y a su pertenencia a una familia. Lo novedoso estribaba en que al realizarse como ser humano, profun­ dizando en su condición moral, se hacía más imagen divina encar­ nada. La conciliación entre su ser hijo del hombre y hacerse hijo de Dios fue la que las autoridades encontraron blasfema. La experiencia en la resurrección marcó retrospectivamente todas las narraciones sobre la pasión, lo mismo que ocurrió con los evangelios de la infancia. Juan, centró el debate en el proce­ so, político y religioso, sobre la realeza de Jesús, su significado y el del reino de Dios anunciado y ya, paradójicamente, realizado (Jn 18,33.36-37; 19,12.14-15). Lo específicamente religioso tiene menos peso en su evangelio y el pontífice sólo pregunta por su doc­ trina y por sus discípulos (Jn 18,19). Pero desde el primer momen­

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to, se subraya su intencionalidad homicida (Jn 18,14.31), que los sinópticos también destacan (Me 14,1-2; Mt 26,4-5; Le 22,2). Ya antes del juicio había una determinación a condenarle. Las auto­ ridades estaban prejudiciadas contra él, al margen de lo que dijera y pensara, y le acusan de blasfemo y reo de muerte (Me 14,64). El trasfondo de esas acusaciones es su vida pública, en la que Jesús hablaba y actuaba con una autoridad que le venía de Dios. Perdo­ naba los pecados, sin someterse a las leyes religiosas; interpretaba libremente la Escritura, contraponiendo su autoridad a las perso­ nalidades de la Biblia; hablaba con autoridad, a pesar de ser un laico y no tener estudios rabínicos; y proclamaba la llegada del rei­ no de Dios, atestiguado por curaciones, milagros y exorcismos, en contra de las acusaciones demoníacas de las autoridades. Desde una perspectiva sociológica, Jesús fue el prototipo del disi­ dente que cuestiona la autoridad institucional de su religión, propo­ niendo una visión alternativa de sus enseñanzas y de la praxis reli­ giosa. El hecho de ser un laico y de no haber estudiado las escrituras y leyes, como los rabinos, hacía más provocativa sus pretensiones. En otras épocas históricas volvió a repetirse el mismo dinamismo de desconfianza. Cuando Ignacio de Loyola comenzó a predicar los ejercicios espirituales, en los que condensaba su propia experiencia de Dios, las autoridades jerárquicas recelaban de él porque habla­ ba de Dios y de la religión sin haber tenido estudios de teología. El saber erudito y técnico de los especialistas llevaba a despreciar una teología basada en la experiencia, cuyo sujeto último son per­ sonas sin bagaje académico. Las autoridades siempre desconfían de las iniciativas que parten del pueblo y rechazan cualquier “teología popular”, porque se escapa al control jerárquico y académico. Y esto también jugó un papel en el enjuiciamiento de Jesús. Además, se agravaba por el éxito que tenía con el pueblo, lo cual lo convertía en peligroso. Los guardianes de la ortodoxia se pre­ ocupan cuando opiniones contrarias a las suyas tienen recepción entre los fieles. Y Jesús no fue una excepción a esta norma univer­ sal de todas las religiones. Los evangelios subrayan el peligro que representaba Jesús para el statu quo religioso y político, que exigió

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su ejecución. Era odiado sin razón (Jn 15,25) y se rechazaba que la palabra de Dios estuviese en él (Jn 1,10-11). En el Génesis se cuen­ ta la expulsión del hombre del paraíso (Gn 3,24), ahora se comba­ te al enviado de Dios, que viene a reconciliar a la humanidad. Se asesina al enviado de Dios, que es la piedra rechazada (Le 20,17) sobre la que Dios construye una humanidad nueva. Por eso, el prólogo de San Juan tiene paralelismos con el Génesis, en cuanto muestra la creatividad de la palabra divina que ilumina las som­ bras y cuenta cómo fue repudiada. El trasfondo de la lucha entre el espíritu del mal, Satanás, y el ungido por el Espíritu de Dios marca toda la vida pública y resurge en el trasfondo de la pasión. Jesús les recuerda que estuvo todos los días con ellos en el templo, sin que lo detuvieran. “Pero esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas” (Le 22,53). El planteamiento de Caifás, de que era necesario un hombre que muriera por el pueblo (Jn 11,50; 18,14), tenía una clara con­ creción política, ya que en esa época era perceptible el descontento que llevó a la guerra varias décadas después, además de su implica­ ción religiosa. El éxito de Jesús acarrearía la ruina de las autorida­ des sacerdotales, de los rabinos y, en menor medida, de los fariseos, todos ellos desprestigiados por su doctrina y praxis. La historia del cristianismo hubiera sido diíerente, si se hubiera mantenido como una secta herética (Hch 24,5.14; 28,22) y un camino disidente intra judío (Hch 9,2; 16,17; 18,25-26; 19,9.23; 22,4; 24,14.22), siguiendo la linea de Jesús en la vida pública. Fue la resurrección la que abrió un nuevo horizonte y dio relevancia universal al comportamien­ to de Jesús. La posterior violencia física y moral de los cristianos contra los judíos no sólo respondió a la inicial hostilidad hebrea contra los judeo cristianos, sino que también repitió elementos de la pasión. Se olvidó que Jesús fue asesinado por una acusación religiosa v política, y que los evangelios desautorizan la violencia, especialmente la religiosa. El anti cristianismo inicial de los judíos y el antisemitismo posterior de los cristianos expresa la tragedia de dos pueblos y religiones, vinculadas por el judío Jesús, que no sólo tomaron caminos divergentes sino opuestos.

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Indirectamente, Jesús se había presentado con una identidad mesiánica, profética y filial, que ponía en cuestión toda la tradición. La acusación contra él, la volvió Jesús contra los representantes de la religión, que divinizaban sus normas y prescripciones a costa de la misericordia y el amor al prójimo (Mt 9,13). La filiación divina no es algo que conquista el hombre, sino un don divino en el que convergen humanización y divinización. No están separadas (como lo sagrado y lo profano), sino íntimamente unidas en la persona de Jesús. Se inscribe en una dinámica del don y en una economía de la gracia, que lleva a darse a los otros, como hizo Jesús en su vida. El Jesús procesado y condenado revierte la asimetría del que se divini­ za mediante el poder. Se muestra como Hijo del Dios bendito (Me 14,62-63) desde la humillación del proceso, cuando ya no hay tenta­ ciones de poder como pretendían los demonios. Se hace igual a Dios y utiliza su nombre y su poder, afirman sus acusadores (Me 14,64), pero no defiende sus propios intereses. Simboliza a la persona aplas­ tada por el poder de la religión y Dios está con él, como con todas las víctimas de la violencia religiosa. Y con esto cambia la forma de entender la religión y el sentido que damos a una vida realizada. Se vengaron ajusticiándolo por blasfemo, ya que hablaba en nombre del mismo Dios. No toleraban sus palabras y entraron en la dinámica de difamación y calumnia, con la que las institucio­ nes y personas religiosas, frecuentemente, aniquilan moralmente a sus adversarios. El fin justifica los medios y había que desacre­ ditar al enjuiciado, aunque lo que se dijera no era verdad. Cuanto mayor es el ideal y más religioso el fin que se pretende, en este caso defender la ortodoxia, más fácil es admitir toda clase de medios, que, a su vez, desmienten la verdad de la finalidad pretendida. Lo importante no era lo que realmente había dicho y predicado, sino lo que era y pretendía ser. La muerte cruenta de Jesús va precedida del intento de destruirlo moral y religiosamente. Por eso no duda­ ban en inventar falsas acusaciones, en descontextualizar lo que había dicho y hecho. Comprendían la religión de forma diferente y buscaban preservar las tradiciones e instituciones religiosas que Jesús cuestionaba. Como no sabían como argumentar y responder a Jesús, querían acabar con él. La carencia de argumentos se suplió

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con el argumento de autoridad, que exigía la muerte del disiden­ te. Todas las religiones tienden a absolutizar a sus jerarquías, al margen de la verdad de lo que se discute. El odio se enmascara frecuentemente como defensa de la religión y celo por Dios. Por eso Jesús avisó de quien odia a su hermano es un homicida en potencia (Mt 5,21-22.44.47; 1 Jn 2,11; 3,15). El comportamiento de la persona religiosa que para defender su comprensión de Dios uti­ liza todos los medios, incluido el aniquilamiento moral del otro, es trágico. Pretenden defender a Dios, volviéndose contra él, al impo­ nerse al otro y destruirlo. Esto le ocurrió a Jesús y en el evangelio de Juan anuncia que también le pasará a los suyos (Jn 15,18-16,4). La patología de la violencia es la otra cara de la divinización de la religión. Cuando se absolutiza se convierte en una carga pesada para sus miembros y en una amenaza mortal para los que disien­ ten de ella. La dinámica asesina de la persona religiosa es mucho más cruel con el disidente, como Jesús, que con el ateo, que no per­ tenece a la religión. San Juan contrapuso la verdad de Jesús, que se había manifestado públicamente, a las ofensas sin motivo de sus adversarios (Jn 18,19-23). Por su parte, Marcos y Mateos subraya­ ron el papel de los falsos testimonios y testigos de las autoridades religiosas (Me 14,56; Mt 26,59-60). Habían hecho de las Escrituras un instrumento al servicio de sus intereses ideológicos y políticos. La religión había dejado de ser una mediación de salvación, trans­ formándose en un lastre, que impedía hacer el bien y salvar la vida como ocurría con las curaciones (Me 3.3). La institucionalización de la experiencia religiosa es necesaria para transmitirla a la pos­ teridad, pero es también una amenaza potencial, que puede acabar con la vivencia inicial. De ahí, el contraste entre la no-violencia de Jesús y la que acabó con él. El juicio de la religión (judía) contra Jesús constituye un aviso para el cristianismo. Los criterios con los que Jesús se enfrentó al poder religioso cobraron un significado permanente, más allá de su referencia concreta al judaismo. La patología religiosa lleva a defen­ der el sistema religioso, en su conjunto, contra todas las críticas, inde­ pendientemente de que estén justificadas. Se cae en la perversión de

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los ideales nobles, tanto más peligrosos cuando más santos. La diná­ mica del fin (el celo por Dios y por la religión), justifica la validez de procedimientos jurídicos inmorales e ilegales (Me 14,1), con tal de acabar con los disidentes religiosos (Jn 15,19-20; 16,2). Siempre resurgen los medios tradicionales: acabar con los críticos, física o moralmente, mediante la mentira, la difamación y la calumnia. Las personas religiosas son proclives a este dinamismo. Se podría escribir la historia del cristianismo desde la perspectiva de los injustamente denunciados y suprimidos por el poder religioso, a pesar de la vali­ dez evangélica de sus pronunciamientos. Jesús desobedeció al siste­ ma religioso, precisamente porque obedecía a Dios, al Espíritu que le ungió y le inspiraba y motivaba. Tradicionalmente, la espiritualidad ha atendido poco a esta dimensión conflictiva. Se realza la importan­ cia de la obediencia religiosa, aludiendo al ejemplo de Jesús, pero se silencia que se estructura en tomo a la libertad. Jesús desobedeció a las autoridades porque veía que contradecían a lo que Dios quería4. Históricamente, las religiones tienen pretensiones de salvación, pero pueden convertirse en causas de sin sentido en la vida, blo­ queando el acceso a Dios en lugar de posibilitarlo. Entonces, la mediación para alcanzar a Dios, acaba desplazándolo; una ins­ tancia de vida se convierte en causa de muerte; una entidad con potencial para generar lo mejor del ser humano, produce lo peor en él. Es la ambigüedad de toda religión, reflejada en el proceso de Jesús. El cristianismo ha tenido muchos problemas para asumir el sentido teológico del enfrentamiento de Jesús con la religión. Por eso, apenas se habla de la "desobediencia” de Jesús a su religión y a sus representantes, y se evitan paralelos entre lo que Jesús hizo y lo que habría que hacer ahora. Se subraya que Jesús denunció a una religión concreta, pero no que esa patología es extensible a todas las religiones porque tiene un valor permanente. Histórica y teológicamente se ha preferido anatematizar al judaismo, por­ que su religión asesinó a Jesús, en lugar de revisar críticamente el potencial asesino subyacente a la propia religión. 4. Juan A. E strada, Religiosos en una sociedad secularizada, M adrid, 2008, 251256.

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2. El proceso político El proceso se completó por el poder político romano (Me 15,115; Mt 27,1-26; Le 22,66-23,25; Jn 18,28-40)5, también escenificado de forma diferente en cada evangelio. Había una fuerte vinculación entre el Estado y el poder religioso, como era general en la época. La religión se había convertido en un poder mundano y tenían que entenderse. “Todo el sanedrín lo lleva y entrega a Pilatos (Me 15,1; “todos”: Mt 27,1 y Le 23,1; Jn, 18,28: “ellos"). Los relatos acentúan el aspecto corporativo de la entrega, que se anunciaba y a en la vida pública (Me 10,33; 14,64; 15.1.15). Se resalta así la culpa colectiva judía en el proceso político, subrayada también por San Juan (Jn 18,22.24; 19,6). La diferencia de los evangelistas está en la valoración del papel de Pilatos y Herodes, que representan el poder imperial. En Marcos (Me 15,1-15), Pilatos le pregunta si es el rey de los judíos (Me 15,2.13), con el trasfondo de la entrada de Jesús en Jeru­ salén (Me 11,9), y la respuesta de Jesús ("tú lo has dicho”: Me 15,2) y su silencio posterior le asombra. Los sacerdotes le acusan insistente­ mente, pero Pilatos sabe que lo han entregado por envidia (Me 15,10) y busca salvarlo, usando su poder de amnistía, propio de los gober­ nadores (Me 15,9.12.14: "¿Qué mal ha hecho?”). Acaba entregándolo para crucificarlo (Me 15,15: “para dar satisfacción a la plebe”). Se impone la razón de Estado, la necesidad de contentar al pueblo y el miedo a asumir medidas impopulares, aunque fueran injustas sus demandas. En Marcos, los instigadores son las autoridades judías y el pueblo, con los que Pilatos condesciende. Hay un paralelismo entre la postura de Herodes que se resiste a acceder a la petición de entregar la cabeza del Bautista y la de Pilatos (Me 6,20.26), que se resiste inicialmente a las peticiones de sacerdotes y pueblo. Ambos ceden por miedo al desprestigio y el rechazo de la multitud. El significado teológico de Barrabás (“el hijo del padre”), al que eligen para ser liberado, aumenta si su nombre es Jesús-Barrabas, como se menciona en algunos códices6. Implicaría dos "Jesús", el 5. R. E. B rown , La muerte del mesías, I, Estella, 2005, 787-1030. 6. J. M arcus, El evangelio según Marcos (Me 8,22-16,8), Salam anca, 2011, 11851186; 1194-1195.

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justo y el criminal, del que se haría cómplice la religión, en su afán de acabar con el otro Jesús. No conocemos el núcleo histórico de esta tradición, ya que no hay datos sobre esa costumbre de las autoridades romanas. Pero el contraste entre un preso amnistia­ do, que era un criminal (Me 15,7), y un Jesús ajusticiado, a pesar de ser inocente, es verosímil. Pero, sobre todo, tenía una clara car­ ga simbólica y teológica para los cristianos. La absolutización de la razón de estado, es una forma de divinizarlo. Se prefiere a un criminal confeso, antes que a un inocente peligroso para el poder político y religioso. La colaboración de la religión con el Estado, una necesidad permanente del poder religioso, se puede convertir en una gran tentación, cuando lleva a la injusticia y el abuso de autoridad. El planteamiento de Mateo Mateo, que dobla en extensión el relato de Marcos (Mt 27,12.11-26), une a la acusación de realeza la de ser el mesías (Mt 27,11.17.22). Además, introduce a la mujer de Pilatos, la cual le avisa que es un hombre justo (Mt 27,19), y simboliza la complici­ dad de Pilatos con su lavado de las manos, al mismo tiempo que se proclama inocente de su sangre (Mt 27,24). Ante la pasión, no hay posibilidad de permanecer neutral, la omisión es una forma de complicidad, y dejarse arrastrar por la mayoría es una abdicación moral. Ante la injusticia, hay que romper, con la identidad grupal, el sentido de pertenencia y la identificación política y religiosa para no abandonar moralmente a la víctima, para no lavarse las manos y dejad hacer, dejar pasar. Hay miedo a las mayorías, a la opinión pública, a actuar de forma diferente. Se peca por omisión y se legi­ timan los mayores crímenes. Hacer autocrítica de las propias posi­ ciones ideológicas, políticas y religiosas, resulta muy difícil, por­ que tendemos a ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio (Mt 7,3-5). Entonces se busca una forma de legitimación en lo que hacen los demás, aunque haya conciencia de la propia injusticia. Buena parte de éxito de la teología de la liberación ha estado en revitalizar esta dinámica que jugó un papel en la pasión. Buscaban

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denunciar la complicidad de los eclesiásticos en los abusos de dere­ chos humanos por parte del Estado. Muchos de los problemas que tuvieron, se debieron al doble frente del poder político y religio­ so, que se unió para acabar contra los que protestaban contra los abusos estatales. En América Latina hay una gran lista de cristia­ nos (laicos, religiosos, sacerdotes y también obispos) que se sintie­ ron cuestionados por su fe y afrontaron la persecución, siguiendo el ejemplo de Jesús. Desde la doctrina contra el tiranicidio, hasta las llamadas a la desobediencia del Estado cuando oprime al pue­ blo, como hizo Oscar Romero7, hay una teología que mantiene la memoria peligrosa del proceso político de Jesús. Algo de esto se dio en Europa durante la época de las dictaduras y de los fascismos, pero fueron más excepción que algo general, porque las Iglesias estaban instaladas en la sociedad y no querían enfrentarse con el Estado. Los que rechazan que las iglesias se metan en "política”, aunque haya opresión y conculcación de derechos elementales, tie­ nen que marginar el proceso político de Jesús y silenciar la larga tradición cristiana que ha continuado. Jesús mantuvo siempre su autonomía respecto de las institu­ ciones y los poderes, algo que ellos tampoco podían soportar. El dinamismo de la presión política y religiosa puede desembocar en una forma de anemia moral, en una "prudencia” exculpatoria que sólo admite adhesiones privadas con el perseguido, combinadas con el deseo de no comprometerse en público. Surge así la despro­ porción entre el convencionalismo social y religioso, y la denuncia de las patologías y de los hechos atentatorios contra el ser huma­ no. La dejación del bien, la omisión del espectador, se convierte en la otra cara del dejar hacer el mal. Muchos ejemplos del peca­ do están relacionados con la omisión (Mt 25,26-28.44-45; Le 7,4446; 10,25-37) con el no actuar y dejar hacer. Distintas formas de 7. El dom ingo 23 de M arzo de 1980, en la catedral de San Salvador, Óscar Rom e­ ro se dirigió al ejercito y al gobierno con las siguientes palabras: "En nom bre de Dios, pues, y de este sufrido pueblo, cuyos lam entos suben hasta el cielo cada día m ás tum ultuosos, les suplico, les m ego, les ordeno en nom bre de Dios: ¡cese la represión!”. El lunes siguiente 24 de M aizo fue asesinado, cele­ brando la eucaristía.

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cobardía personal y colectiva llevan a la complicidad de los “bue­ nos" con los malvados8. Por eso, la revelación del Gólgota afecta a todos, víctimas y victimarios, y también a los observadores pre­ suntamente neutrales. Ya no es posible afirmar a Dios, al margen de las víctimas, de las que todos somos responsables, aunque no todos en el mismo grado. Es el final de la inocencia culpable, que revela las patologías de los sistemas de valores, religiosos o no, Y también, la responsabilidad de todos, tanto mayor cuanto más poder social se tiene y más capacidad de actuar. El dinamismo de la santidad pasa por la solidaridad con los desprotegidos, y la cruz de Jesús es una llamada moral, mucho más allá de lo legal. Mateo concluye la escena radicalizando la culpa judía, que por dos veces se resiste al intento de Pilatos de liberar a Jesús (Mt 27,17.20-21). Concluye con la expresión de que "Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos” (Mt 27,25). La culpa colec­ tiva cobra un significado permanente, se convierte en una mal­ dición trágica del pueblo contra sí mismo. Si es una profecía, se ha cumplido abundantemente en la historia. Llevó a interpretar la destrucción del templo y de Jerusalén como consecuencia de la sangre inocente derramada. El relato de la pasión en Mateo tiene un carácter premonitorio. En su evangelio no hay una clara dife­ renciación entre la culpa propia de los protagonistas y la respon­ sabilidad moral de todo el pueblo. El peligro estaba en acentuar la culpa del pueblo, es decir, la clave del pecado, sin poner el acento en la pasión liberadora de Jesús, cuyo sufrimiento se opone a cual­ quier dinámica revanchista o de venganza. La exhortación es trá­ gica porque dio legitimidad a la persecución del “pueblo deicida” por los cristianos, también favorecida por la teología juanea, mar­ ginando, en cambio, el papel jugado por la autoridad romana. En cambio, la postura de Pablo fue más matizada, porque mantuvo la fidelidad de Dios a Israel y la expectativa de una futura apertura del judaismo a Cristo (Rm 9,1-5; 11,1-5.11-12.23-26.29-32), la cual ya no tenían los evangelistas décadas más tarde. 8. Rem ito al excelente ensayo de A. Arteta, El mal consentido. La complicidad del espectador indiferente, M adrid, 2010.

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Hay en ambos poderes políticos y religiosos un paralelismo y una sincronía buscada, que muestra en los personajes el paralelis­ mo de la razón de Estado y las conveniencias del sistema religioso. La conservación de ambos está por encima de la inocencia de la víctima. Se alian porque son poderes de este mundo, para defender sus propios intereses. En los dos hay una política sin moral (que muera para que ellos subsistan), que hace inviable una ética de intenciones v de responsabilidades. Se abdica de la verdad y de la justicia en función de los propios intereses. Se justifica lo injustifi­ cable, el aniquilamiento físico, moral y emocional del encausado, en nombre de la razón religiosa y de la política. Cuando el interés del Estado se impone a la dignidad de las personas, se abre la puer­ ta al terror. La pasión es una escenificación del poder último del Estado sobre la vida y la muerte. La gestión última de la vida desde el poder, caracteriza a la soberanía estatal, que tiene el monopo­ lio legal de la violencia. Expresa también la indefensión de la reli­ gión ante el poder, ya que recurrir a valores eternos o a la dignidad humana ante poderes totalitarios, es inútil. La condena de Jesús revela el carácter atroz de los mecanismos del poder. La debilidad e indefensión de la víctima favorece la crueldad de la represión, escenificada en la crucifixión tras la tortura. La conciencia moral cede ante las exigencias del poder y el mismo Pilatos tiene que asumir una obediencia debida a la razón de Estado, a costa de su destrucción moral. Hay miedo incluso a desvelar los mecanismos operantes por parte del poder estatal y religioso, y los evangelistas intentan mostrarlo. Por eso, los relatos evangélicos son subversi­ vos, porque desnudan el poder y lo muestran. El paralelismo de Judas y Pilatos Mateo refuerza la complementariedad y el paralelismo entre la culpa religiosa y la política9. Indica que Jesús es conducido a Pilatos (Mt 27,1-2) e interrumpe el proceso para contar el arrepenti­ miento y suicidio de Judas (Mt 27,3-10), para luego narrar el resto 9. G. T heissen y A. M erz , El Jesús histórico, Salam anca, 1989, 496-516; J. M oltmann , El Dios crucificado, Salam anca, 1975, 157-220.

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de la actuación de Pilatos. Brown10 muestra los paralelismos de los relatos de culpa desde el trasfondo de la figura de Judas. Ambos, Judas y Pilatos afirman la inocencia de Jesús (Mt 27,3-4.18-19) y buscan distanciarse de las autoridades judías. Pilatos culpa al pueblo, (“vosotros veréis”: Mt 27,24) y los sacerdotes a Judas (“¿A nosotros qué? Tú verás”: Mt 27,4). Judas arroja las monedas y Pilatos se lava las manos. En ambos casos se refieren a su sangre (Mt 27,6.8.24.25). Proceden criminalmente, sienten su culpa y buscan descargarla sobre los otros. El evangelista presenta a dos persona­ jes simbólicos, presos ambos de una dinámica que les lleva a entre­ gar a un inocente a la muerte. A Judas se le presenta como avaricio­ so (Mt 26,15), pero no es la codicia lo único, ya que deja el dinero, e incluso reconoce que ha pecado al entregar a Jesús (Mt 27,4). Lo que le mueve a traicionarlo, no es esto, aunque aparezca como la causa inmediata y precedente, sino la historia total de su identifi­ cación y rechazo de Jesús. Marcos resalta que tanto los adversarios de Jesús (Me 14,1) como Judas (Me 14,11) esperaban el momento de prenderlo y de entregarlo. Hay una génesis de la traición, que está preparada por los desencantos y frustraciones vividas en rela­ ción con Jesús, su proyecto y el grupo de los discípulos. Los deseos irreales, que no abren posibilidades de vida, se vuelven contra el hombre reactivamente y lo destruyen. Mateo afirma que le hubiera sido mejor no haber nacido (Mt 26,24). De ahí, la importan­ cia de canalizar los deseos y evaluar a dónde se dirigen, qué meta les ofrecemos. Es probable que Judas captara que el proyecto de Jesús estaba abocado al fracaso, ya que podía percibir que el círculo de violencia en tomo a él aumentaba. Esto podría haberle abierto un nuevo horizonte, rechazando el desprendimiento de Jesús, que no buscaba su triunfo personal sino abrir la sociedad a la acción de Dios, como los profetas anteriores. Pero esto iba en contra de sus intereses y expectativas, las que había alimentado en compañía del presunto mesías. Le faltaba descentramiento y la apertura a los otros que exigía Jesús para el señorío divino. Cuando luego se arre10. R. E. B row n, La muerte del mesías, I, Estella, 2005, 759-788; II, Estella, 2006, 1633-1660.

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píente de haberlo entregado, no es capaz de asimilarlo y de renovar su confianza en el maestro. En lugar de asumir su pecado y confiar en la oferta de perdón que ofrecía Jesús a los pecadores, se desespe­ ra. Por segunda vez, reniega de su maestro, se distancia de él. Con Judas fracasa Jesús por segunda vez, no ha logrado una relación que supere la misma traición. Su individualidad propia podría haberle ayudado a distanciarse de su hecho, como le ocurrió a Pedro, pero carecía de autonomía personal. Revelaba su incapacidad para una relación personalizada con Jesús, después de su desencanto ideo­ lógico. La identificación con un proyecto, político y religioso, es lo propio de las personas ideologizadas y acaba destrozándolas, como a Judas. Se mató a sí mismo al entregar para la muerte a Jesús. Jesús fracasa con Judas, el cual no le permite hacerse presente en la soledad de la traición. No puede asumir que su vinculación con Jesús era más fuerte que su mismo pecado. Pudo ser un segun­ do Pedro y encamar en su historia el amor incondicional de Dios mediante Jesús. Su fracaso le hubiera posibilitado crecer y asumir su propia limitación desde la fe que le faltó. Su final trágico es también una lección para todos los traidores y cobardes, y todos lo somos alguna vez en la vida, abocados a la desesperación y a la humillación, que lastra el narcisismo de cada persona. Pedir per­ dón V reconocer el mal causado, abre a un renacimiento de la per­ sona. Y esto le faltó a Judas, que falló más a Jesús al no ser capaz de aceptar su amor y su perdón, que por el hecho mismo de haberlo entregado. Ya no podía confiar en sí mismo, tampoco en Jesús y en el Dios que él proclamaba. Quizás hubo un bloqueo emocional, influido por viejas imágenes de un Dios justo y castigador, como ofrecían tantas páginas del Antiguo Testamento. Si se impuso el terror ante la divinidad, era lógica la desesperación, porque se veía como el que entregó a su enviado. Se sintió abandonado y cayó en la tentación. Por eso se suicidó. Su desesperanza hizo inviable la oferta del posible perdón haciendo fracasar al mismo Jesús. No conocemos el proceso interior que le llevó a desilusionarse con Jesús, al que llama “maestro" en la cena y en el prendimiento (Mt 26,25.49), a pesar de que Jesús lo había prohibido (Mt 23,8).

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Probablemente, influyó que el mesianismo de Jesús no era el triun­ fal que esperaba, como le ocurrió a los otros discípulos. El desen­ canto ante el ideal frustrado es el reverso del proceso de idealiza­ ción desmedida, que genera reactividad, al ser desmentido por la realidad. Del instinto de supervivencia se pasa a la exigencia de reconocimiento, y cuando esto no ocurre se suscita la envidia. No sabemos cómo vivió su proceso de desencantamiento y cómo creció su agresividad contra Jesús y los suyos. Se puede hablar de una des­ proporción entre los motivos que pudiera tener y las consecuencias que se derivaron de ellos; entre su sentimiento de agravio y la entre­ ga de Jesús. En cuanto se sintió desplazado, se hizo mortífero, por­ que la necesidad de reconocimiento es esencial para la persona. Fue una traición que debió afectar profundamente a Jesús, ya que era uno de sus elegidos, de los doce y de los más allegados (Me 14,20; Mt 26,23.25; Le 22,21; Jn 13,21.27). No sabemos si tenía también expectativas nacionalistas y anti romanas. La identificación con una ideología colectiva, en este caso patriótica y religiosa, erosiona la autonomía personal. Incluso la identificación con el grupo puede facilitar la carencia de sentimientos de culpa y de resentimiento. Si los tuvo fue porque, a pesar de todo, no era indiferente al maes­ tro traicionado. No estaba del todo ciego respecto de lo que había llegado a ser y a hacer, como ocurre frecuentemente con los que se identifican con una ideología religiosa o política. Era todavía capaz de amar, a pesar de su ideologización, pero se sintió aislado, sin reconocimiento posible por parte del Jesús traicionado. El cuarto evangelio se interesa especialmente por la índole satánica del personaje. Retrocede su individualidad y se le descri­ be más bien como agente de Satanás, ya en la vida pública (Jn 6,70-71; 13,2.27. También Jn 8,44-45.48-52). Jesús intentó romper las dinámicas que “despersonalizan’’ al ser humano, creando una comunidad diferente en la que era posible sentirse amado y que­ rer a los otros. Pero fracasó con Judas, que optó por identificar­ se con las estructuras sociales y religiosas, convirtiéndose en un agente del mal que existía en ellas. La inmediatez de la relación personal con Jesús, simbolizada por comer de su mismo plato (Mt 26,23), fracasa y entonces Satanás se apodera de él (Jn 13,26-27).

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El suicidio de Judas no es resultado del castigo divino, al que no se alude nunca, sino el resultado de la propia dinámica auto destruc­ tiva, que se mueve contra el iniciador después de haber generado muerte para los otros. También podría haber aquí un mensaje del evangelio a los cristianos del último cuarto del siglo primero, que habían desertado ante las persecuciones judías y romanas de la época. Hubo una confrontación teológica acerca de qué hacer con los apóstatas, que habían abjurado de su fe para escapar al tormen­ to y la persecución. Esta problemática se dio ya en el siglo primero, debido a la hostilidad de judíos y romanos, aunque no podemos saber el influjo que tuvo en los redactores de los evangelios. La llamada al arrepentimiento de los apóstatas estaba vinculada a la petición de perdón. La apologética lucana y de Juan El enfoque de Lucas es diferente y está condicionado por su deseo de presentar una imagen positiva de la autoridad romana, en una época en que ya estaba en marcha la misión en el imperio. Su interés, también presente en el libro de los Hechos, es legitimar al cristianismo ante el imperio romano, mostrando que no es peli­ groso políticamente. Esto se traduce en su esfuerzo por exculpar a los romanos en el proceso, poniendo el énfasis en el papel de los judíos. Pilatos afirma tres veces que es inocente (Le 23,4.14.20.22) y le envía a Herodes (Le 23,6-12). Este, a su vez, lo devuelve a Pilatos, sin mencionar que tenga culpa alguna (Le 23,15). Lo entrega a la cruz, tras reiterar su inocencia (Le 23,4.14-16) e intentar aplacarlos con la flagelación (Le 23,16: "le corregiré y soltaré”). Así descarga de culpa a la autoridad romana, que le entrega por la presión judía. Del mismo modo presentó luego el proceso contra Pablo. El pre­ fecto romano no accede a entregarlo, a diferencia de Pilatos (Hch 25,25; 26,31-32). Lucas siempre realza favorablemente a las autori­ dades y su comportamiento respecto de los cristianos (Hch 19,3541; 23,26-30; 28,31). Es uno de los propulsores de la tendencia his­ tórica a acentuar la culpa judía en el ajusticiamiento de Jesús y a dejar en segundo plano el papel de los romanos.

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Otros intereses teológicos condicionan al cuarto evangelio. El relato (Jn 18,28-19,16) se centra en torno a la realeza (Jn 18,33.3637; 19,3.5) y la verdad (Jn 18,37-38) de Jesús, a la que Pilatos menosprecia y cuestiona". Jesús afirma que su reino no es de este mundo y da testimonio de la verdad, la cual choca con el escepti­ cismo del político. Pilatos teme por su carrera política (Jn 19,12), a pesar de que sabe que es inocente (Jn 18,38; 19,4.6) y buscaba librarle (Jn 19,12). Además, tiene miedo al saber que le acusan de haberse hecho hijo de Dios (Jn 19,7-8). Acaba indagando sobre la identidad y procedencia de Jesús (Jn 19,8) y se asusta más cuan­ do Jesús cuestiona su poder, del que se jacta (Jn 19,10-11). Acaba entregándolo y se venga de los judíos haciendo que proclamen al César como su único rey (Jn 19,15-15). De esta forma simboliza el paso de “pueblo de Dios" a mera etnia judía, sometida a Roma. En el evangelio juaneo se ha consumado la ruptura con Israel. Siem­ pre se habla de los “judíos”, como los enemigos de Jesús y del cris­ tianismo, influido por la situación que vive a finales del siglo pri­ mero. Desde la perspectiva del evangelista, Israel ha perdido ya su significación y papel salvador, que ha pasado a la comunidad de Jesús. Por eso, cuando habla de ellos utiliza un apelativo étnico y profano, "los judíos”, sin relevancia ya para los cristianos. Cada evangelista revela sus claves teológicas y sus intereses propios, que tienen en cuenta la situación de sus comunidades. Pilatos se des­ concierta ante la soberanía de Jesús, al que nadie quita la vida sino que él la da para que se cumpla la escritura (Jn 10,17-18; 15,25; 18,32). El testimonio de Jesús es un referente para los cristianos perseguidos en la época del evangelista (Jn 15,18-20; 16,2.20.33. Cfr., Jn 18,31; 19,7). Pilatos es muy sensible a las acusaciones de realeza y sus posi­ bles derivaciones anti romanas, a pesar del Jesús impotente que se le presenta y que su mesianismo no tiene pretensiones políticas. La tipología del hombre de Estado, atento a su carrera, miedoso de 11. R. E. B rown , The Gospel according to John, N ueva York, 1970,843-896; H. S chlier , "Jesús et Pílate d ’aprés Tévangile de Saint Jean”, en Le temps de l’Église, París, 1961, 68-84.

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sus superiores (el César) y muy sensible a las denuncias, se com­ pleta con el deseo de Pilatos de eximirse de culpa, a pesar de que lo entrega a sus asesinos. A Pilatos le pudo el miedo a la multitud y a sus superiores políticos, aunque él no tenía nada en contra del indefenso Jesús. Su miedo se unió al de las autoridades religio­ sas, preocupadas por preservar el difícil equilibrio político. El mal radical del que cumple órdenes superiores ha cobrado una trágica actualidad en el siglo XX, a partir de genocidios como el holocaus­ to judío, las purgas estalinistas o conflictos como el de Kosovo. Se une a esto abdicar de su propia responsabilidad, “lavarse las manos” y excusarse en la petición de la multitud. Su insensibilidad moral, en la que no hay compasión ni indignación ante los que quieren asesinar a un inocente, forma parte del síndrome de “la personalidad autoritaria”. Esta es débil con los fuertes y fuerte con los débiles, y supedita su propia conciencia a las exigencias de la institución a la que representa. El poder y la responsabilidad son proporcionales, pero él cumple con lo que espera el poder político, del que forma parte. Se refugia en las exigencias de la mayoría, y se deja arrastrar por ella, obviando sus responsabilidades persona­ les. El refugiarse en el grupo es una de las formas que tenemos de diluir las exigencias de la propia conciencia y la falta de valor para enfrentarse a la mayoría popular. No tiene sentimiento de culpa, pero sí miedo ante una perso­ nalidad enigmática que alude a Dios y al poder que viene de lo alto. No quiere protagonismo en el crimen, aunque no puede evi­ tar ser culpable, a pesar de su intento de evadirse. Esta patología del poder secular se une a la posterior pretensión religiosa de un poder terreno en nombre de la realeza de Cristo, que ha origina­ do distintas teocracias en el cristianismo histórico. El Cristo pantocrátor y la soberanía de Dios han desplazado en el imaginario religioso al crucificado y al Dios impotente ante la libertad huma­ na, generando un ateísmo de protesta y agudizando los problemas de la teodicea. Más que cuestionar a Dios ante el sufrimiento de su enviado, que es lo que plantea la teodicea, hay que plantear­ se cómo hablar de Dios desde el sufrimiento. El cual impugna

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todas las proyecciones de nuestra subjetividad acerca de lo que es la omnipotencia divina. Había que replantear las promesas del mesías y de la alianza judía, ya que Dios no se adapta a nues­ tras expectativas, sino que las cambia. Ya no es posible hablar abstractamente sobre la divinidad, sino que el discurso teológico tiene que pasar por la prueba de la pasión. Desde la "memoria passionis” hay tensión entre la negatividad de la historia y la tras­ cendencia divina, presente en el sufrimiento. Hay que asumir ese dinamismo interno para que no lleve a la resignación y al derrotis­ mo12. Entonces, se daría el triunfo del César sobre el crucificado, del poder sobre el amor, como esencia de lo divino. En nombre de Cristo rey, la jerarquía eclesiástica ha combatido al poder secular, asemejándose a él. Por eso, el juicio de Pilatos contra Jesús ha sido paralelo al del poder eclesiástico contra los que impugnaban el poder mundano de la Iglesia. Esta tentación de los discípulos, ávidos de poder y riquezas (Me 9,33; 10,37), ha persistido más allá de Jesús, a pesar de su pasión. Los cristianos han pretendido evangelizar desde el poder, a dife­ rencia de Jesús, que es la víctima de la injusticia que juzga y reina, porque Dios no es neutral. La seducción del poder, aunque sea para evangelizar, es más peligrosa para el cristianismo que la persecución. El Dios indigen­ te necesita la colaboración de la libertad humana para reinar en el mundo y el crucificado asume el martirio porque entra en con­ frontación con los poderes del mundo. Por eso, en la pasión, Jesús no responde al poder que le pregunta de dónde es (Jn 19,9). Este proceder de Jesús cuestiona a todos sus seguidores, que tienen que optar y decidirse. Cuando se silencia o se margina su distanciamiento del poder, la Iglesia se prostituye, como repetidamente afir­ maron los Padres de la Iglesia. Entonces, abandona a su Señor en la pasión, porque se ha convertido en un poder secular. El relato de la pasión es una clave para atender al sufrimiento acumulado en la 12. Este esquem a es estructural en J.B. M etz, Memoria passionis, Santander, 2007,

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historia y a sus raíces sociales y religiosas. La memoria cristiana es peligrosa, ya que pone en cuestión a la misma Iglesia y las ofertas de sentido que no parten de la pasión. El simbolismo de ambos juicios, el religioso y el civil, cobra nuevo significado a la luz de los cristianismos históricos, en los que el poder secular ha buscado dominar a la Iglesia y vicever­ sa. Las teologías tras la resurrección ofrecieron nuevas aporta­ ciones para esta confusión de ámbitos, a costa de neutralizar el dinamismo derivado de que Jesús fue asesinado en nombre de los intereses de la religión y del Estado. La privatización de la religión, que algunos pretenden en nombre de la modernidad y de la Ilustración, también choca con un hombre que vivió de acuerdo con sus convicciones y su conciencia religiosa, rehusan­ do limitarse al culto y la moral individual. La libertad de con­ ciencia, el derecho de vivir en sociedad de acuerdo con las pro­ pias convicciones y la libertad de luchar para que imperen en ella valores acordes a la dignidad humana, son lo propio de la conciencia religiosa. Cuando se quiere meter al cristianismo en lo meramente pri­ vado, se cae en la misma dinámica de los adversarios políticos de Jesús. Si Jesús se hubiera limitado a reformar la religión, sin nin­ guna incidencia social, Pilatos no lo habría sentenciado. Pero Jesús no sólo vino a cambiar la religión, sino también la sociedad judía, porque buscaba implantar el reinado de Dios. Su mensaje era reli­ gioso, pero tenía consecuencias sociales, económicas y políticas. En nombre de la secularización, del Estado laico y la Ilustración, se ha pretendido limitar el derecho de las personas religiosas a manifestarse y actuar en el foro público. Se ha confundido a la institución eclesiástica con los ciudadanos religiosos, que tienen los mismos derechos que los demás. Vivir de acuerdo con las pro­ pias convicciones es un derecho global, no privado. El Estado no puede imponer una ideología, la de los que detentan el poder, sobre el conjunto de los ciudadanos y la sociedad civil. Es inútil pedir a los cristianos que no saquen consecuencias sociales a su forma de entender la vida.

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3. El sin sentido de la crucifixión en Marcos Los diversos significados de la pasión de Jesús, narrada por cada evangelio desde claves diferentes, intentan dar respuestas a las pre­ guntas que surgieron en las comunidades cristianas, acerca del fra­ caso de Jesús. Interesaba la historia del final, que está en estrecha relación con la pasión de cada una de las narraciones. Tenemos diversos relatos a los que subyace una cristología implícita, que en algunos pasajes deviene explícita. Desde la conciencia del Cristo resucitado reflexionan sobre su muerte, buscando sus causas his­ tóricas y su significado teológico. El punto de partida, como en la pasión, es el evangelio de Marcos (Me 15,20-47) para luego analizar las aportaciones, correcciones y nuevos acentos que ofrece cada evangelista, que escriben después y en referencia a Marcos. Los otros dos sinópticos se apoyaron en su evangelio, a diferencia del evangelio de Juan, que tiene tradiciones independientes y una cris­ tología diferente13. La tendencia general a completar un evangelio con los datos de los otros, propia de un lector que conoce todos los relatos, puede distorsionar y ocultar la teología propia de cada uno. Hay que leer cada relato de la pasión de forma diferente, como lo que su autor querría que conociesen sus lectores, si tuvieran sólo esa narración como fuente de conocimiento. El evangelio de Marcos es el más crudo al presentar la pasión, posiblemente apoyándose en un relato anterior. La radicalidad de su muerte corresponde a lo contado anteriormente sobre su miedo, su abandono, su silencio y su entrega al pueblo. En Marcos, la mul­ titud pide que lo crucifiquen (Me 15,13-14), aunque no puede res­ ponder a la pregunta de Pilatos (“¿Qué mal ha hecho?” (Me 15,14). A partir de ahí, el Jesús silencioso y pasivo, en contraste con su pro­ tagonismo en la vida pública, es llevado a la cruz, ayudado por un transeúnte, al que obligan los romanos (Me 15,21). Rehúsa tomar vino con mirra, un calmante que aliviaría sus sufrimientos. Fue crucificado a la hora tercia (Me 15,25: hacia las nueve de la maña­ na). Muere en medio de las burlas de los asistentes (Me 15,29); de 13. R. Brown, La muerte del mest'as II, Estella, 2006, 1057-1546.

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los sacerdotes y escribas (Me 15,31); y de los que estaban crucifica­ dos con él (Me 15,32). Los adversarios de su vida pública (Me 3,6; 11,27; 12,12-13) son los que triunfan. Paradójicamente reconocen que Jesús ha salvado a otros (Me 15,31), mofándose de que no pue­ de salvarse a sí mismo. No hay mención alguna de los discípulos, que han huido (cfr., Sal 38,11), y muere a la hora nona (tres de la tarde), con un grito que pregunta a Dios por qué lo ha abandona­ do (Me 15,34.37). Marcos añade que, tras rasgarse el velo del tem­ plo (Me 15,38), un centurión romano, viéndolo morir, lo confiesa como hijo de Dios (Me 15,40). Además, le miraban de lejos algunas mujeres que le habían asistido en su vida pública (Me 15,40-41), sin mencionar entre ellas a su madre. Finalmente, un judío del sane­ drín pidió su cuerpo y lo enterró, siendo observado por dos de las mujeres presentes (Me 15,42-47). El relato de Marcos es el más sobrio y también el más dramá­ tico, además de ser el más antiguo (Me 15,20-47). Esta narración choca con la sensibilidad cristiana y favorecía las críticas v burlas de sus adversarios. Había muerto solo, abandonado por Dios y por los hombres, en medio de las chanzas de la multitud y de sus ene­ migos. Datos Lodos inconciliables con la idea de un mesías enviado de Dios, que se suponía que le protegería. Lo que más impresionó a sus discípulos fue su grito final, en el que expresaba su sentimiento de abandono, antes de morir, probablemente por deshidratación ante la pérdida continua de sangre. El clamor último, en arameo, de un moribundo dio lugar a diferentes interpretaciones teológi­ cas. El quejido corresponde al salmo del justo abandonado (Sal 22,2), que contrasta con la cercanía del “padre” con el que Jesús se dirigía a Dios. Posiblemente, el grito de Jesús en la cruz fue un gemido desgarrador (Hb 5,7), propio de uno que muere torturado. La variedad de interpretaciones de los evangelistas se debe a sus respectivas teologías. Lo que genera más interrogantes es la sensa­ ción final de abandono que siente Jesús, en tensión con su concien­ cia de filiación. No es plausible que se lo inventaran las tradiciones de Marcos y Mateo, ya que va en contra de la tendencia idealizante y de identificación de Dios con Jesús, que se impuso tras el anuncio

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de la resurrección. Aunque fuera un grito inarticulado, cuya signi­ ficación exacta no conocemos, Mateo y Marcos subrayan, simbóli­ camente, la sensación de abandono de Dios. Quizás el desgarro de la agonía llevó a confundir la interpelación de Jesús a Dios (en arameo) con una llamada a Elias (Me 15,35-36; Mt 27,47.49), del que se esperaba que volviera al final de los tiem­ pos (Mal 3,23)14. Dos interpretaciones exegéticas ofrecen un sig­ nificado diferente del grito último. Por un lado, los que achacan a Jesús un desfallecimiento final, la conciencia de sentirse abandona­ do por Dios y la desesperación que le causaba. Esta hermenéutica, sin embargo, contradice los otros datos que ofrecen todos los evan­ gelios. Por otro, los que ponen el énfasis en la parte final del salmo, en la que el salmista alaba a Dios (Sal 22,23), queriendo presentar a un moribundo que vive una situación de tortura como el inicia­ dor de una larga oración, que comienza con sentirse abandonado, para luego entregarse en manos de la divinidad. Algunos ponen el énfasis en el final para mitigar la radicalidad del comienzo, el aban­ dono, en contra de lo que enfatizan Marcos y Mateo. Posiblemente jugó un papel el salmo 22 sobre el justo sufriente, que fue una de las fuentes de inspiración para escenificar la pasión (Me 15,20-34.38-39). Quizás esta confianza última del salmo fue la que llevó a Lucas a mencionar explícitamente su fe en Dios (Le 23,43.46), corrigiendo a Marcos. La carencia de datos históricos fiables, se suple con referencias a las Escrituras, que, supuestamen­ te, legitimarían a Jesús15. Ninguna exégesis es suficiente. No sabe­ mos lo que experimentó Jesús en el último momento, al fallecer, ni conocemos el significado de sus palabras. La terrible agonía de un hombre torturado se expresa en un gemido inarticulado, abierto a diversas interpretaciones y comentarios de los asistentes. Por eso 14. Las diversas exégesis son analizadas por R. B rown , La muerte del mesías, II, 1223-1296. La tendencia es m itigar su m uerte, racionalizarla, inspirándose en la cristología del Siervo de Yahvé. Cfr., J. S obrino , Cristología desde América Latina, México, 1976, 137-185. 15. Se ha planteado si el relato, m ás que m em oria histórica, es profecía historificada. En realidad son las dos cosas. Cfr., J.D. C rossan , M ío killed Jesús?, San Francisco, 1991, 4-13.

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Marcos da su propia versión ("que quiere decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado”: Me 15,34). No le cabe duda sobre un Jesús abandonado y solitario, que no siente la presencia de Dios en su hora final y que rompe la concepción religiosa tra­ dicional. Resulta poco creíble que un moribundo que muere entre atroces dolores y apenas puede hablar, se exprese con un largo sal­ mo cuyo sentido último estaría al final no dicho y que contradiría lo que literalmente ha dicho. Es muy posible que los evangelistas no supieran cómo interpretar sus palabras. A diferencia del libro de Job, que vivió la experiencia de un dolor injusto en el que inter­ vino el mismo Dios, Jesús no rompió la relación con Él ni le acu­ só16. La pregunta expresa desamparo, pero no se rompe la relación que mantiene, al dirigirse a Dios. Las plegarias anteriores de Jesús, su miedo ante la muerte y el grito final a un Dios mudo en la cruz explicitan su planteamiento. En la agonía surge el grito de la criatura oprimida, que busca a una divinidad que no responde. Precisamente, en este abandono de Dios (Me 14,35-36) proclama el evangelista, por boca del centu­ rión, que “este hombre era hijo de Dios” (Me 15,39). Aturde la cru­ deza de Marcos, que Lucas y Juan amortiguan. Muere abandonado y rompe todo los esquemas judíos y religiosos. Hay una epifanía de Dios en la cruz accesible a un pagano y que ha permanecido oculta durante la vida pública en su evangelio. ¿Es posible afirmar a Dios en la soledad, el abandono y la injusticia, causada por la fidelidad al mismo Dios? Es una propuesta contraria a una religión utilita­ rista, que se vincula a Dios para obtener beneficios y protección. Algunos preguntan también, ¿no hay fanatismo religioso? La cruz representó para el cristianismo un problema inexplicable, como luego ocurrió a los judíos con el holocausto. ¿Se podía confiar en el Dios de la alianza, cuando la fidelidad y perseverancia llevaron a la muerte del enviado de Dios, en el caso de los cristianos, y del entero "pueblo de Dios” en el de los judíos? ¿Cómo interpretar la muerte de Jesús y hacerla coincidente con la afirmación de que Dios bendice a los buenos y los protege? La tradición judía se ha 16. J. C. S agne , "El clam or de Jesús en la cruz”: Concilium 189 (1983), 403-415.

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planteado que el holocausto les exigía renovar radicalmente el con­ cepto de alianza y de providencia divina17. También los cristianos se interrogan sobre la acción de Dios en la historia y la forma de entender su presencia. ¿Es posible afirmar a Dios desde el no saber? El problema no es sólo la fe en Dios, sino cómo testimoniar que no estuvo ausen­ te en el sufrimiento. El evangelio de Marcos plantea el problema clave de la teodicea: el porqué de tanto mal humano y el silencio de Dios. Como Jesús, antes y después de él, han muerto muchos hombres justos, que esperaban en Dios y vivieron la prueba del fra­ caso, sin que Dios interviniera. Racionalmente, la cruz es un signo de impotencia, que genera desconfianza. Si Dios no salva ahora, ¿cómo esperar la salvación futura? La paradoja es que el cristianis­ mo hace de la cruz el lugar de la revelación divina (¡escándalo reli­ gioso y locura para la razón!), que genera identificación con el cru­ cificado, al contrario que los homicidas, que se revelan como deicidas. Cada vez que un hombre es asesinado para, supuestamente, defender a Dios, se repite el proceso del homicida que atenta en el hombre contra Dios mismo. Es la paradoja de las víctimas de la Inquisición, más cercanas del crucificado, que los inquisidores. No hay en Marcos alusión en la cruz a la resurrección, a dife­ rencia de Lucas, sino que se subraya su debilidad. En la misma línea habla también la carta a los Hebreos, que resalta los sufri­ mientos de Jesús, sus padecimientos y súplicas (Hb 5,7-9). Jesús participa en todo de la condición humana, que incluye la libertad y sus consecuencias, que Dios no anula con sus intervenciones. A la luz de la tragedia cristiana, mucho más desde el holocausto judío, es comprensible la pregunta de si vale la pena una libertad abso­ luta, que conlleva un costo humano tan trágico. Pero recurrir a la voluntad de Dios para explicar la muerte de Jesús, sería identificar la visión de Dios con nuestra perspectiva. Los relatos históricos 17. Se exige sobrevivir a la tragedia del holocausto, para que no triunfe postum a­ m ente Hitler, al perecer el judaism o, porque desespera de Dios. El problem a es conciliar la fidelidad a Dios y a las víctimas, no olvidar el sufrim iento pasa­ do sin renunciar a un Dios vivo y presente en el holocausto. Cfr., E. F ackenhe im , Penser aprés Auschwitz, París, 1986.

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clarifican quiénes fueron los protagonistas, sin que permitan acha­ car a Dios lo que claramente es el resultado de la acción humana. La cuestión no es por qué lo permite Dios, mucho más si se es ateo, sino por qué lo mataron los hombres y cuáles fueron las causas de la complicidad y omisión de los buenos. La demanda del pueblo y sus autoridades es que descienda de la cruz y muestre que Dios está con él (Me 15,29-32). Su trasfondo es la tentación mesiánica, protagonizada en la vida pública por los demonios. Los cuales revelaban su filiación divina y alentaban las expectativas mesiánicas triunfantes (Sal 110; Dan 7,13-18), que contrastan con su impotencia final. El problema se complicaría con el Dios milagrero e intervencionista, frecuentemente buscado: ¿Si salva a Jesús de la muerte, por qué no más veces y a otras personas? Un Dios milagrero e intervencionista plantearía graves problemas por su inactividad en el resto de los casos. El cristianismo parte de un judío históricamente fracasado, que amonesta a seguirle. De ahí la ambigüedad del seguimiento de un crucificado, que puede ser signo de fidelidad a su testimonio de vida y de muerte, pero tam­ bién de un fanatismo religioso inmune a cualquier impugnación. ¿Qué sería lo que llevaría a negar a Dios? ¿Hay algo que pudiera obligar a no creer? Probablemente, un Jesús vengativo y amargado, ante su final injusto, hubiera sido lo que más cuestionaría su men­ saje. Y si Dios apareciera, respaldando al agresor, como pretendían los sacerdotes que contemplaban su muerte, tendríamos que cues­ tionar la vida de Jesús como contraria a él. La narración de Marcos ha sido, a lo largo de la historia, una fuente incesante de cuestiones e interrogantes. ¿No es una esperan­ za trágica, la cristiana? ¿Merece la pena vivir como Jesús, aún si no hubiera la resurrección posterior? ¿Tiene valor en sí misma la vida y muerte de Jesús? ¿Vale la pena una vida que acaba en la cruz? Si la muerte de Dios y del hombre convergen en un mismo hecho his­ tórico, ¿se puede seguir apelando a una historia con sentido y creer en una salvación cuya plenitud siempre se aplaza en el horizonte? ¿No le salió mal a Dios la aventura de su enviado, aunque nunca se repita la imagen antropomorfista de un Dios que se arrepiente de la

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creación y del pacto con el hombre? (Gn 6,6-7; 9,11.15). El fin trá­ gico de Jesús ¿puede anular el sentido de su vida? O, por el contra­ rio, aunque los discípulos no hubieran tenido esa experiencia, ¿se podría aceptar que la forma de vivir de Jesús y su lucha refleja qué es el hombre, los valores que dan sentido a la vida y el proyecto que merece la pena?, ¿aunque los que vivan como él tengan que experi­ mentar el fracaso personal? Jesús legitimó a Dios (murió por serle fiel), quedaba pendiente la legitimación divina. La fuerza del amor sostuvo a Jesús y su glorificación fue la respuesta de Dios a la tra­ gedia de la cruz. La historia de Jesús sirvió de referencia y modelo a otros cristianos que vivieron su proyecto, asumiendo que nadie iba a evitarles la muerte (Martín Lutero King, Oscar Romero, Igna­ cio Ellacuría, etc.). Vivieron en función del proyecto del reinado de Dios y no renegaron de él, aunque les costara la vida. La fe de estos testigos es la respuesta libre ante el misterio de Dios, incomprensi­ ble y muchas veces escondido. Confesar el no saber ante una situación de opresión es coheren­ te y, a veces, necesario. Dios no controla la historia todavía, a pesar de la promesa final de redención, aunque no haya sometido aún los poderes del mundo (1 Co 15,24-28; Hb 2,8-9). Hay cosas que pasan sin que Dios las quiera, como el asesinato del inocente, por­ que no se impone su voluntad al margen del hombre. Por otro lado, la muerte de Jesús marca el final de la teología de la retribución, según la cual Dios premia a los buenos y castiga a los malos. Fre­ cuentemente, ocurre lo contrario, que ganan los más desalmados y son aplastados los más justos. La cruz enseña a vivir “etsi Deus non da re tur”, como si Dios no existiera, ya que el protagonismo huma­ no es determinante. En la cruz no muere Dios, sino un hombre al que se identifica como Hijo de Dios. Lo descubre el centurión, que capta lo que se escapa a las personas religiosas presentes. Si Dios estaba con él, no se puede aludir a una divinidad que no interviene en la historia, como en el planteamiento de Epicuro o en el deís­ mo de la Ilustración. La encarnación y la resurrección no son las únicas revelaciones de Dios, sino también la presencia de Dios en su fracaso. Lo que más parece contradecir a la trascendencia del

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Dios grande, se convierte en la forma singular de revelación de un Dios que se vacía a si mismo en la historia (Flp 2,6-10). Y Si Dios es más misterioso e incomprensible que nunca en la cruz, también hay que admirarse del hombre que sigue afirmándolo y creyendo en él en el momento de mayor orfandad. El grito de Jesús en la cruz no sólo expresa la soledad radical del hombre, sino también su autonomía y consistencia última. Explícita la disociación entre su humanidad y su filiación divina, la hondura de un ansia de Dios que, en último término, queda insatisfecha. Jesús es profundamen­ te humano en su carencia y sufrimiento, el de la humanidad en su conjunto, deseando a Dios en el momento último de su existencia. Y se enfrenta al misterio de Dios, a una Trascendencia incompren­ sible que no actúa como desea y espera el ser humano. Vive la ten­ sión entre un Dios cuya energía última es el amor v una vivencia de abandono y soledad, en la que no se trasparenta su presencia. En este sentido, Marcos refuerza el contraste entre la identidad oculta de Jesús durante la vida pública, que captan los demonios y sólo parcialmente sus discípulos, y la situación en la pasión, en la que los discípulos le abandonan y un militar romano lo confie­ sa. La incomprensión de los discípulos refleja también el fracaso de Jesús en su intento de ofrecerles otra interpretación de la vida, otro horizonte desde el que ver a Dios en la historia. En la cruz, se expresa la carencia radical de sentido del hombre, cuyo ser está marcado por la nada, por la contingencia radical (Heidegger). La cual, paradójicamente, le posibilita abrirse al Dios que viene y al sentido que se le ofrece. Desde la cruz ya no hay salida para los delirios narcisistas del ser humano, que tiene que asumir su nada biológica e histórica, personal y biográfica. La fe y la razón se inte­ gran en la aceptación de fe de una opción radical de sentido: que Dios siempre estuvo con Jesús y su lucha, y que sigue estándolo en el momento de su postración. También implica la prueba última para Jesús, confrontado al interrogante radical de la existencia humana, que no es tanto la existencia de Dios cuanto asumirlo como un salvador que ama a los hombres. Fue también la prueba de Job, la pregunta sobre si

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era posible seguir confiando en Dios a pesar de los acontecimien­ tos. El misterio de Dios rompe con las categorías de la racionalidad histórica (Is 45,15: ciertamente, el Dios de Israel es un salvador oculto). La identificación con el crucificado es la mediación básica para abrirse a su misterio. Esta empatia escandaliza a la razón, según Pablo, y sólo puede asumirse desde el contexto de aquello por lo que vivió y murió Jesús. Su vida explica el sentido de su muerte, que Dios confirma y clarifica desde la resurrección. Si vale la pena o no morir como Jesús, depende de la validez del sentido que marcó su existencia, de los contenidos que él dio a un reinado de Dios en la sociedad humana. La confesión espontánea del militar pagano agrava los interro­ gantes sobre cómo prepararse y disponerse para una apertura de fe a la revelación de Dios. También se podría interpretar la confe­ sión como otra ironía de los soldados, que se burlaron de la rea­ leza de Jesús presentándole como rey (Me 15,2.16-20.26-32) y que ahora lo repiten, presentándolo como hijo de Dios cuando fallece, en el momento de mayor contraste con la omnipotencia divina18. La paradoja, entonces, sería que el pagano dice más de lo que sabe, para el lector del evangelio. Se convierte en un instrumento de la revelación divina, como Caifás en el cuarto evangelio (Jn 11,4952), cuando profetizaba la necesidad de que muriera por el pue­ blo. También se da en el mismo Pilatos cuando, irónicamente, lo proclama como rey de los judíos (Me 15,2.9-14.18.26). Igualmente, el Sumo Sacerdote provoca la confesión de filiación de Jesús (Me 14,61-62). En cualquier caso, sería la pasión la que revela, aunque no lo capten, la filiación de Jesús, desde el trasfondo del salmo 110 sobre el triunfo del mesías. El contexto de esta revelación es antitético de lo sagrado y el evangelista puso las bases de la superación de la tradición judía. No es el templo, sino las experiencias fundamentales de la vida, el lugar idóneo para la revelación divina. Hay una universalidad de la cruz y de la salvación más allá del pueblo judío. Una tradición 18. J. M arcus, El evangelio según Marcos (Me 8,22-16,8), Salam anca, 2011, 12201222.

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posterior ha dado contenido a esa percepción, ya que transformó la cruz, el símbolo maldito por antonomasia (Dt 21,23; Gal 3,13), en un signo de salvación. Del sin sentido de la cruz surgió el senti­ do de una vida entregada a Dios y a los demás. El horizonte de la salvación se había hecho realidad con las acciones de Jesús y ahora se actualizaba desde el acto criminal del hombre. El símbolo de la cruz es equívoco: posibilita la humanización del hombre, con­ movido ante la muerte injusta, y también la deshumanización de los espectadores que se mofan del condenado. La transfiguración del signo está también marcada por la ambigüedad, ya que puede llevar a asumir la dureza de la vida, desde la solidaridad con los crucificados, o convertir la cruz en un signo de poder y autoridad de los poderes de este mundo. Toda la historia del cristianismo está marcada por ambas versiones contradictorias. Todo hombre tiene miedo a la muerte, porque pone fin al pro­ yecto vital y abre espacio a la nada. No se trata sólo de algo termi­ nal, sino de un proceso continuo, marcado por las carencias que dejan en los vivientes las personas queridas muertas. Es lo que vivió Jesús respecto de Juan el Bautista, cuya muerte se actualizaba en cada acontecimiento en el que captaba la violencia que despertaba su vivir y actuar. La muerte no le cogió de improviso, aunque nadie puede estar plenamente preparado para afrontar un final como el suyo. Por eso era muy difícil, para él y los suyos, dar un sentido a su muerte y asumir la posibilidad de un fracaso que deshiciera todo lo que había construido en su vida. La amenaza del sin senti­ do último se agudizó por su soledad personal. Hay que afrontar la muerte con realismo, como la pregunta radical última, que clari­ fica la contingencia y finitud de toda existencia, y que cuestiona el valor de aquello por lo que vivimos y luchamos. Este discurso para­ dójico lo ofrecen los evangelios como instancia de sentido, combi­ nando el deseo insatisfecho de Jesús que, en última instancia, es el instinto de supervivencia con el ansia de Dios. El deseo de Dios desde la carencia, da un nuevo sentido a las promesas mesiánicas del Antiguo Testamento. No hay retribución ninguna y se rechaza cualquier recompensa por los méritos contraídos.

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Se mantiene, con realismo, la omnipresencia del mal en la vida, dejándola inconclusa, puesta en las manos de Dios. La omnipoten­ cia divina estaría en su capacidad para sacar bien del mal; en el sen­ tido que genera la forma en que Jesús afrontó la muerte, sin abdi­ car de su pasado; en la autonomía de la acción humana, que pone límites al Dios creador, dependiente del hombre como agente de la historia. El silencio de Dios obliga a buscar la verdad de la vida des­ de el protagonismo personal, siendo Jesús el testigo que interpela. Cuando Camus habla del cristianismo como una esperanza trágica, apunta a una experiencia personal, la de sentirse acompañado e ins­ pirado por Dios en la entrega a la muerte. No hay apoyos externos últimos y se consuma la soledad de la persona, protagonista de su historia. La ausencia y el silencio divino confirman el protagonismo del hombre y la exigencia de dar un sentido personal a la muerte. 4. La culpa colectiva en Mateo La narración de Mateo mantiene la crudeza del relato de Mar­ cos, aunque con elementos específicos de su propia teología (Mt 27,31-66). Lo más significativo es el mayor realce que da el evan­ gelista a las señales cósmicas que suceden a la muerte de Jesús (Mt 27,45.51-54), que no mencionan ni Lucas ni Juan. Estos signos hacen que la filiación divina de Jesús sea proclamada no sólo por el centurión, sino por los que estaban con él (Mt 27,54), aunque también había sido reconocida antes por sus discípulos (Mt 14,33; 16,16). Como en el bautismo, Mateo corrige a Marcos para dar un mayor perfil público a lo que acontece. Hay un contraste entre el cielo abierto de la proclamación en el bautismo (Mt 3,16-17) y el cielo que se cierra (Mt 27,45), la tierra que tiembla y los muertos que resucitan en la muerte (Mt 27,52-53). El salmo 22 es una refe­ rencia básica en su escenificación del abandono de Jesús por Dios (Sal 22,2/Mt 27,46; Sal 22,8/Mt 27,39; Sal 22,9/Mt 27,43; Sal 22,19/ Mt 27,35)19, al que siguen las manifestaciones escatológicas. Son 19. A. W énin, "Le Psaum e 22 et le récit m atthéen de la raort et de la résurrection de Jésus”, en De Jésus á Jésus-Christ, París, 2010, 59-78.

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señales simbólicas, que corresponden a la escenografía antigua para magnificar grandes acontecimientos. Las teofanías del Anti­ guo Testamento revelan la grandeza del omnipotente con grandes signos y cambios en el cielo. Ahora son de un Dios que asiste a la muerte de su enviado y se manifiesta apocalíticamente. Su ocultar­ se y el grito de Jesús, forma parte del abajamiento ("kenosis”) de Dios, que toma distancia del Hijo, entregado al curso de la historia. La oscuridad de Jesús es lo contrario a la contemplación de Dios, a la visión beatifica plena. El crucificado impugna la concepción tradicional de Dios (judía y griega), basada en el triunfo de Dios, que fascina y aterra. La afirmación de que Jesús descendió "a los infiernos” para sal­ var a los justos fallecidos (Ef 4,8-10; 1 Pe 3,18-19; 4,6) también forma parte de esta escenografía. Su muerte tiene consecuencias supra temporales, e incide en los “justos” ya muertos. El dinamis­ mo de la esperanza ante la muerte pasa por Jesús. Añade que fue sepultado en un sepulcro nuevo y que se puso una guardia de vigi­ lancia para que no se robara su cuerpo (Mt 27,60.65.66). Es su forma de responder a la acusación judía de que sus discípulos se habían llevado el cadáver para anunciar la resurrección. Como en su infancia, hay una colaboración del poder político y el religio­ so para asesinar al mesías, recién nacido y al final de su vida. En Belén y en la cruz se toma distancia del Dios que inspira distancia y temor, en favor del que se revela en la debilidad de un niño y de un moribundo. No se accede a Dios desde las proyecciones grandiosas de la subjetividad humana, en la línea de Feuerbach, sino desde lo más sorpresivo y desemejante para la razón, el Dios menor, que se pone en manos del hombre. La vulnerabilidad divina se manifies­ ta como la otra cara del amor, ya que comunica que necesita del hombre para implantar su reino, en contra de la suficiencia del omnipotente. Dado el carácter judío del evangelista, cuya comunidad tenía muchos judeo cristianos, Mateo da especial importancia al simbo­ lismo del velo rasgado del templo (Mt 27,51), que separa lo santo de lo profano. Por una parte, implica una desacralización de la reli­

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gión, simbolizada por el templo, núcleo de su religiosidad sacrifi­ cial. Todo homicidio, y más el religioso, es un deicidio. El Dios vio­ lento de muchas páginas de la Biblia, refleja la vinculación entre la divinidad y la violencia. Y hay una sacralización por parte del hom­ bre, que reclama la violenta actuación divina. Pero no hay legiones de ángeles que cambien el rumbo de la historia (Mt 26,53-54). Se presenta a un Jesús, rey de los judíos, al que se recrimina que qui­ so acabar con el templo. Se le demanda que se presente como Hijo de Dios, bajando de la cruz (Mt 27.40-44). El pueblo, escenificado por los asistentes, los príncipes de los sacerdotes, los escribas y los ancianos, y los mismos bandidos crucificados se mofan porque Dios no interviene. La tentación del desierto (Mt 4,5-6) reaparece en la pasión y se consuma. Y cuando Jesús muere, se escenifica el final de la religión veterotestamentaria, el comienzo de la salva­ ción y la confesión de Jesús como Hijo de Dios, por uno que no era judío. Se plantea así que Israel ha perdido su categoría de "pueblo de Dios” y una nueva revelación cambia la concepción divina. Dios es vulnerable ante la libertad, pero no es neutral, porque está con los crucificados. El lugar de encuentro entre Dios y el hom­ bre no es el santuario, sino el sufrimiento solidario, que religa a Dios y al hombre, no la violencia legitimada religiosamente. La empatia y el dolor compartido es lo que sensibiliza al ser humano y lo motiva para un comportamiento solidario. La sintonía doctrinal no motiva, sino que puede endurecer ante el dolor de las victimas. La religión endurecida se ciega a los signos de los tiempos y a los enviados de Dios. Mateo vincula la pasión a la tradición profética, que pone en primer plano la misericordia v no los sacrificios (Mt 5,23-24; 9,13 cfr. Is 1,11-16; Jr 6,20; 7,21-23; Os 6,6; Am 5,21-22.25; Mi 6,6-8). La pasión de Mateo no es la de un sacrificio cruento, con el que se aplaca la ira divina por los pecados, sino una historia de persecución del profeta de Dios, que mantiene la exigencia de amar a los enemigos y rogar por el perseguidor (Mt 5,43-45). No hay con­ tradicción entre las exigencias del reino y el relato de la pasión. El reinado de Dios incluye la renuncia a la venganza con el que hace el mal (Mt 5,38-42). Por eso, la pasión no puede interpretarse desde

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la clave del castigo divino, sino desde la inmanencia de la destruc­ tividad que genera la violencia, a la que no ha renunciado el pueblo judío20. Al no reconocer que han asesinado a los profetas, a los que erigen monumentos después de muertos (Mt 23,34-36), los escribas y fariseos mantienen la dinámica homicida que acabó destruyen­ do a Israel. Jesús descubre ese mecanismo inherente a la religión judía21. La dinámica proyectiva humana lleva a culpabilizar a los otros, mientras que el evangelio muestra la interioridad del odio. La cruz es una oferta de perdón v un aviso al pueblo judío de las consecuencias de la violencia religiosa, que se vuelve contra los asesinos. Jesús no muere a manos de Dios, sino de los hombres. Las señales cosmológicas anuncian ya la tragedia del pueblo que mata a los enviados divinos. Por eso, Mateo escenifica la venida de Cristo resucitado en el marco de la persecución contra los segui­ dores de Jesús (Mt 24,9-14), que ya experimentaba la comunidad de Mateo. Se profetiza que habrá una violencia general, con falsos mesías y profetas que inducirán al error (Mt 24,21-26). El trasfondo histórico de la guerra judía contra los romanos fue para los cris­ tianos una confirmación, que les llevó a creer en la cercanía de la venida última de Cristo. El milenarismo y la expectativa del final de la historia es una constante en la historia de las religiones y de los grupos cristianos. Las guerras y catástrofes agudizan más esa creencia. Los cristianos la vivieron de forma intensa porque vincu­ laban estrechamente la muerte de Jesús, el anuncio de la resurrec­ ción y la experiencia de la guerra judía contra los romanos, que acabó con el centro cultual de la religión judía. Las señales cósmicas apuntan a Dios. No encajan con el teísmo del Dios impasible e inmune a la acción humana22. Tampoco, con la idea judía del Dios omnipotente y violento. Los líderes religio­ 20. Moisés baja del Sinaí con las tablas de la ley y al ver la idolatría del pueblo m anda que m aten al herm ano, al am igo y al pariente. Los hijos de Leví cum ­ plieron sus órdenes, y M oisés les anunció que por ese hecho habían recibido la investidura sacerdotal, a costa de los sacrificados (Ex 32,27-29). 21. É sta es u na clave del sistem a sacrificial y de la violencia religiosa en R. Glr a r d , El misterio de nuestro mundo, Salam anca, 1982,188-210. 22. J. M o l t m a n n , "El dios crucificado": Concüium 76 (1972), 335-347.

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sos vivían la ideología del "Dios con nosotros", que respaldaba las agresiones contra disidentes, ateos y otros enemigos de Dios, iden­ tificados con sus adversarios. Era una imagen idolátrica de Dios (Ex 20,4; Lev 26,1; Dt 4,16; Sal 14,15), porque lo ponía al servi­ cio del hombre religioso. Dios se manifiesta cósmicamente pero no interviene para cambiar el curso histórico en la muerte de Jesús. Se seculariza lo sagrado judío y pagano. No hay ningún destino impuesto por la divinidad, ni señales cósmicas o celestes que elimi­ nen la libertad humana, sino causas inmanentes que determinan los acontecimientos históricos. Hoy, la pérdida de lo sagrado no es sólo la de referencias cultuales, de lugares y tiempos, sino la que lleva a no reconocer la dignidad humana, a desacralizar las vícti­ mas. La ausencia de los valores del reino, por los que vivió y luchó Jesús, facilita la violencia y la venganza, a costa del mensaje de Jesús. Las guerras de religión son un desatino y un atentado con­ tra el Dios de todos los hombres. El antisemitismo posterior de los cristianos contra los judíos forma parte integral del olvido del men­ saje de Jesús por el cristianismo histórico. De esta forma se integró la violencia y la venganza divina en un presunto plan de salvación. La cruz en Mateo desautoriza esta teología que todavía subsiste en fundamentalismos de diverso signo y en utilizaciones patrióticas de Dios, que está con nosotros contra los enemigos. 5. El perdón de Dios y el de los hombres En el evangelio de Lucas (Le 23,26-56) también hay rasgos pro­ pios que resaltan su propia interpretación teológica. Buena parte de la teología cristiana posterior se desconcertó ante el silencio de Dios y pretendió justificarlo con diversas propuestas. Lucas tam­ bién sintió ese malestar e intenta favorecer a los discípulos y miti­ gar la sensación de abandono que resaltan Marcos y Mateo en la crucifixión. El “grito” de la cruz, se cambia en “dando una gran voz, dijo: Padre, en tus manos entrego mi espíritu” (Le 23,46), después de haber afirmado al buen ladrón que hoy mismo estaría con él en el paraíso (Le 23,43), algo desconocido para Marcos. De esta forma

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cambia el planteamiento de Marcos, que pone de relieve la soledad y angustia de Jesús, y lo transforma en el acto de confianza último. Suprime un elemento clave de la crucifixión, cambiando el salmo 22,2, el abandono del justo, por otro en que se comienza procla­ mando la confianza en Dios (Sal 31,6: “En tus manos encomiendo mi espíritu. Tú me has rescatado, Yahvé, Dios fiel"). Lucas refleja bien la tendencia cristiana posterior por encajar la cruz con un plan de Dios, que derivó luego en las teologías de la satisfacción, y busca versículos bíblicos que poner en boca de Jesús. Elimina también las alusiones al vinagre y a Elias, y alarga las tinieblas de la hora sexta (doce de la mañana) a la nona (las tres de la tarde), en que fallece (Le 23,44-45). No hay que buscar ahí eclipses en la hora central del día, como proponen algunos, ya que son contrastes simbólicos en los que Lucas juega con Jesús como Luz para las naciones (Le 2,32) y las tinieblas en la cruz, que expresan el rechazo divino. Las divergencias están en la valoración que los evangelistas hacen del silencio e inactividad divinas y de su conciencia de aban­ dono, que sirvió de base para las reflexiones posteriores de la carta a los Hebreos sobre la condición humana, asumida por Jesús hasta el extremo, así como las ambiguas formulaciones paulinas sobre su obediencia hasta la muerte. La tendencia idealista, propia de las redacciones post pascuales, aconseja tomar en serio el plan­ teamiento de Marcos y de Mateo, que son los que más resaltan su indefensión y su llamada a Dios, en lugar de dar prioridad a las tradiciones divergentes, mucho más armónicas, de Lucas y Juan. En el evangelio lucano también se mitiga el rechazo de la multi­ tud ante el crucificado (“se conmovieron”: Le 23,27) y afirma que todos se golpeaban el pecho tras su muerte (Le 23,48). También diferencia entre el buen y el mal ladrón (Le 23,41-42) y afirma que los conocidos de Jesús y las mujeres que le habían seguido desde Galilea “estaban a distancia y contemplaban todo eso” (Le 23,49), siguiendo a Marcos (Me 15,40: “de lejos”), al contrario que Juan (Jn 19,25-26: “estaban junto a la cruz de Jesús”). Marcos v Mateo desconocen algunas afirmaciones lucanas, como la amonestación de Jesús a la muchedumbre y a las mujeres, que “se dolían y lamen­

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taban por él” (Le 23,27), para que lloren por ellas y por sus hijos (Le 23,28-30). Lucas lo presenta como una advertencia profética, con el trasfondo de la guerra del 70 y la destrucción de Jerusalén, que ya había sucedido cuando escribió su evangelio. Resalta la idea del perdón, simbolizada en el “buen ladrón” y en su aviso a la multitud sobre las consecuencias trágicas que les esperan, sin hostilidad. Jesús lo proclama expresamente: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Le 23,34), aunque hay códices que omiten esas palabras. La temática del perdón ante la cruz, plantea un problema importante. Jesús participa de la con­ dición de las víctimas, masacradas en el matadero de la historia (Hegel). De ahí también el significado de su petición de perdón para sus asesinos (Le 23,34). La renuncia a la venganza es parte de su ponerse en las manos de Dios, en coherencia con la oferta de perdón del reino. Nadie puede perdonar por otro, sino las víc­ timas. Cuando perdonan abren espacio a la humanización de los agresores, que pueden reconocer su culpa sin que ésta les devore. La tragedia de Jesús es que perdona a los que le rechazan y ellos, al despreciar su oferta, se alejan de Dios, contra el deseo de Jesús de que se acerquen a él. Dios ofrece su perdón a todos y cuando la víctima, en este caso Jesús, también perdona incondicionalmente, sin esperar al arrepentimiento, interpela al culpable. Desde la perspectiva humana es algo casi imposible. Se pue­ de comprender que se perdone al arrepentido, simbolizado por el buen ladrón, ¿pero es posible hacerlo con el que no se convierte y persiste en su pecado? ¿Qué ocurre con el mal ladrón? Si el pecado es el resultado de la destructividad humana, que se vuelve contra el infractor y contra los demás, ¿se puede perdonar sin que cambie esa destructividad? La generosidad de Dios, que se abre a todos, plantea interrogantes cuando el victimario persiste en su dinámica asesina. Un perdón indiscriminado y sin arrepentimiento podría atentar contra el ansia de justicia y de sentido, que no se debe iden­ tificar con la revancha y la venganza. También hay que distinguir entre lo legal y lo moral. Una generalización indiscriminada del perdón podría alentar a cometer delitos, a conciencia de que serían

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amnistiados o minusvalorados. Pero una cosa es la relación entre los hombres y otra la que se tiene con Dios, que plantea su disponi­ bilidad para salvar a todos, a los criminales incluidos. Sólo para Dios es posible el perdón universal sin caer en las trampas que acechan a quien perdona, como la de afirmar su supe­ rioridad sobre el ofensor. También se puede perdonar por debilidad, por una piedad cobarde que no exige justicia. Otra forma rechaza­ ble es ignorarlas emociones que genera la ofensa y los resentimien­ tos negados y subyacentes al perdón concedido. La persona que reconoce su culpa, ante el perdón ofrecido sin exigencia alguna de justicia y de reconocimiento, puede sentir agresividad contra el que perdona. Vería en el perdón una forma de afirmar la superioridad del otro sobre él. Y es que hay formas de perdonar que se pueden vivenciar como una afrenta. El perdón, para que sea real, tiene que tomar conciencia de la tensión afectiva que genera y del esponta­ neo sentimiento de rechazo del ofensor. La indignación y la colera del ofendido tienen que ser reconocidas y no negadas. El perdón es un acto de libertad que se impone a los sentimientos, buscando controlarlos en lugar de dejarse llevar por ellos, como ocurre con la ley del talión. El resentimiento ante la herida recibida es connatu­ ral y la tendencia a culpabilizar al otro es inherente al ser humano. Hay que estar alerta sobre la dificultad de perdonar y sobre la agre­ sividad inconsciente que pervive tras percibir el mal sufrido, que atenta contra la propia estima y dignidad personal Por eso es necesario un proceso interior de maduración ante el daño recibido. Incluso, a veces, un procedimiento externo para perdonar, que puede frustrarse cuando el otro se cieña (Mt 18,1518). El planteamiento que exige disposición para perdonar al otro y así prepararse para el perdón divino (Le 11,4), no elimina el papel del hombre, al que Dios no salva sin su colaboración (Le 16,19-31). Esperar la resurrección tiene que ver con el ansia de que el verdu­ go no triunfe sobre la víctima (M. Horkheimer), simbolizada por el crucificado. Por eso, el ideal del perdón es inealizable para el hombre, sobre todo a corto plazo porque hay que vencer la dinámi­ ca del rencor. Y siempre hay que dejar espacio a lo imperdonable,

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para Jesús la ofensa contra el Espíritu Santo, es decir, achacar el bien al mal y negarse a reconocer el bien recibido (Mt 12,31-32; Le 11,18-20). Y también, es un ideal que se opone a la culpabilización incesante, que lleva a Judas a la desesperación y al “mal ladrón” a exacerbar el dolor de la victima. En la pasión se escenifica la uni­ versidad del mal, que puede apoderarse tanto del ofensor como del ofendido. Entonces, se da la auto denigración y la proyección cons­ tante de culpabilidad en los otros, como ocurre con las víctimas que chantajean. Hacerse la víctima es una forma de agresión, no un reconocimiento de la propia culpa. Jesús no exalta el sufrimien­ to ni busca la compasión de los espectadores, no utiliza su pasión para chantajear emocionalmente a los que le contemplan. Ni ha buscado la muerte ni se centra en ella. El perdón cuesta y al perdonar al otro se le transfigura, se reco­ noce en él la ambigua condición humana. El exceso de culpa lleva al sin sentido, por el contrario saber perdonarse y acoger el perdón de los otros dignifica a la persona. Y no hay ningún castigo que pueda curar el mal recibido u ocasionado. Lo extraordinario de la pasión es que el crucificado ni culpabiliza a sus asesinos ni al Dios que no interviene. Lo que más impacta es cómo un hombre, atrozmente torturado, puede morir sin afán de venganza ni revan­ cha sobre sus opresores (Le 23,34). La clave está de nuevo en su honda vinculación con Dios, en la convergencia de su perspectiva y la divina. Jesús que ha vivido la experiencia del Dios perdonador, la actualiza con su petición de que se les perdone, porque no saben lo que hacen. Actualiza así la figura del Siervo de Yahvé, que carga con la iniquidad humana sin afán de venganza (Is 53). No sabemos si este texto influyó en la representación de la pasión por Lucas, ya que no se alude a él, o si sólo se utilizó posteriormente para confirmar que Jesús cumplió las expectativas de la fe judía23. En Jesús, no hay venganza, incluso amortigua la culpa, achacán­ dola a ignorancia. El perdón es una de las manifestaciones de la profunda humanización del hijo de Dios, que no quiso serlo sin 23. L. B asset, Le pardon originel, G inebra, 1994, 273-372.

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ser plenamente hijo del hombre, en todo igual a los otros. El arre­ pentimiento del otro, simbolizado en el buen ladrón, es el último triunfo y acto salvador de Jesús en la cruz. La misericordia divina se expresa como la donación de perdón acontecida. El mal triunfa sobre la persona condenada injustamente cuando se apodera de ella y el espíritu de venganza tiende a ser desproporcionado, impul­ sado por la cólera, que intenta limitar la ley del talión. ¿Es posible perdonar? Sólo pueden perdonar plenamente las víctimas, contra los enjuiciamientos neutrales. Pero perdonar no es olvidar, de ahí la importancia de la “memoria Jesu Christi”, en función de la cual se escriben los evangelios. Es un perdón con una gran carga emo­ cional, no algo abstracto, genérico y neutral. La llamada al arrepentimiento produce rechazo hoy en pro de una moral sin culpa. Se rechaza el concepto de culpabilidad por su carga emocional, como una voluntad de expiación interioriza­ da y como una autolesión patológica, que llevaría a hurgar volup­ tuosamente en los propios pecados y a reprimirse. Sería por tanto un lastre anímico engañoso, que podría esconder una voluntad de venganza contra sí mismo. Esto es lo que ocurre con los ideales superiores radicales, imposibles de cumplir, que se convierten en causa de depresión y de minus valoración personal. Nada de esto aparece cuando hay verdadero arrepentimiento. La toma de con­ ciencia moral está marcada por la esperanza. Y el arrepentimiento libera de la historia vivida. El pasado, en cuanto hecho, ya no se puede cambiar, pero sí su significado y sentido último. La historia de la persona continúa y no está cerrada. Por eso es posible supe­ rar la dinámica destructora del pasado, que sigue interfiriendo en el presente, y abrir el horizonte experiencial, en contraste con la desesperación de Judas. El arrepentimiento se puede calificar como un renacer24, que permite obrar de otra forma, y que regene­ ra al que lo vive. Y esto en sentido personal individual y colectivo, en cuanto hay una culpa moral compartida. El arrepentimiento puede llevar a un estadio de la conciencia superior al de antes de la acción mala. Por eso la tradición cristiana habla de una “felix 24. M. S c h e le r, Arrepentimiento y nuevo nacimiento, M adrid, 2007, 9-16; 41-48

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culpa", en ella se descubre la hondura del compromiso de Jesús y se manifiesta a un Dios amor, que puede perdonar a los asesinos. El perdón incondicional de Jesús en la pasión, sin exigencias previas, impide utilizar la cruz como referente para agredir a los otros (judíos, pecadores, Israel en su conjunto). No tiene que ver con hechos históricos, la innegable autoría de los dirigentes hebreos y romanos. Se trata de la responsabilidad moral colectiva del pueblo, que se dejó arrastrar por las autoridades para pedir la crucifixión. Es un pronunciamiento moral y teológico sobre la conducta de los protagonistas. La memoria es selectiva y fragmentaria al escoger lo que debe permanecer. Tiene que servir para liberar y no para some­ ter, superando el chantajismo afectivo, derivado del resentimiento alimentado de las víctimas. No se trata de un perdón que eterniza en los otros la conciencia de culpa, obligándolos a una autoacusa­ ción permanente. Hay un contraste entre la memoria de la pasión, en la que es fundamental la ausencia de venganza y el perdón incon­ dicional, y el posterior antisemitismo cristiano, que seleccionaba de esa memoria lo que podía denigrar al judío. Por eso, no puede haber una conmemoración obsesiva del pasado, al que se eterniza­ ría y sacralizaría. Hay que preguntarse por el uso que se hace de la memoria recuperada. Recordar compulsivamente puede servir de excusa para olvidar el presente, porque la victima de ayer puede ser el agresor de hoy. Buena parte del antisemitismo está prisionero de esta dinámica. Nadie quiere ser una víctima presente, pero muchos están dispuestos a asumir el papel de victima del pasado, para legi­ timarse y justificar un comportamiento agresivo en el presente. Se puede utilizar a las víctimas para encubrir la agresividad actual, el carácter victimario del que se apoya en ellas. Jesús llama a la solidaridad con las victimas actuales y a perdonar a los victi­ marios de ayer25. Nietzsche ha mostrado la dinámica psicológica de las personas resentidas que transmutan su sed de venganza en 25. En u n contexto diferente, cfr., T. Todorov, L o s abusos de la memoria, Barcelo­ na, 2000, 54-55. El papel de los judíos, las autoridades y el pueblo, en la m uer­ te de Jesús se constata en todos los evangelios, aunque lo acentúen algunos com o Juan. Se confirm a tam bién en el siglo II por Justino, Diálogo con Trifón, 108 ("Nosotros, decíais, le crucificamos")

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exigencia de justicia y que disimulan su impotencia como perdón, detrás del cual se esconde el resentimiento del débil26. La expe­ riencia del sufrimiento llevaría a chantajear a los agresores, siem­ pre endeudados con los agredidos. También se apela a Dios como instancia vengadora, que sirve para el resentimiento de las vícti­ mas, para pedir el castigo de los ofensores. Entonces, se encubre la incapacidad para superar el odio reactivo. Muchas veces, detrás de la pena de muerte para los criminales, se esconde esta dinámica hostil, que jugó un papel en los que demandaban que se crucificara a Jesús en lugar de a Barrabás. Aparte de que la pena de muerte encubre ansias de venganza y negación de que el otro pueda haber cambiado y ser moralmente rehabilitado. El que sufre, busca cul­ pables, incluido él mismo, y se castiga a sí mismo y a los otros. En el relato lucano, no hay reactividad vengativa, ni sentirse víctima, ni absolutización de la culpa, sino perdón y confianza en Dios, que puede asumir el pecado humano sin rechazar la libertad. De ahí la nueva revelación de la cruz. Si Dios está en Jesús, pue­ den cobrar esperanza todas las víctimas de este mundo, incluidos los mismos criminales que se abran al don del perdón. El cristianis­ mo se basa en un Dios vulnerable ante las víctimas y los culpables. Es un dios que necesita del hombre, para poner fin a la violencia, y omnipotente, porque puede sacar bien del mal, transformando la cruz en un símbolo de amor y de perdón. En el Antiguo Testamen­ to Dios quiere misericordia y no sacrificios (Os 6,6; Mt 9,13; 12,7), ahora surge el sacrificio de un hombre, fiel a Dios, que se entrega a los demás. No puede haber duda de con quién está Dios, que no es indiferente y se solidariza con él. Es la humanización de Dios, que asume las consecuencias de la libertad pero permanece Dios en su entrega, respetando siempre la libertad última del agresor. El crucificado muestra a dónde puede llegar el odio que pretende defender a Dios, generador de la muerte del justo inocente y del mismo hijo de Dios. 26. F. N ietzsche , La genealogía de la moral, I, §14, M adrid. 1996. Cfr., J.D. Causse, “La religión de l’am our: une résolution de la violence divine?”, en Divine violence, París, 2011, 175-207

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Lucas desarrolla también aquí el tema del seguimiento de Jesús. El Cirineo no fue un voluntario, que se compadeciera de Jesús, sino que fue obligado por los romanos (Le 23,26). Es el que lleva la cruz según los sinópticos (“detrás de Jesús": Le 23,26) a diferencia del evangelio de Juan. Luego se le integró en el cristianismo, ya que Marcos lo presenta como el padre de dos personas conocidas (Me 15.21). Juan silencia su figura porque obstaculiza a su cristología del señorío del crucificado, mientras que los cristianos posteriores vieron en él el simbolismo del discípulo que sigue al Señor (Me 8,34; 10,52). Simón el Cirineo simboliza el seguimiento no bus­ cado, sino forzado por las circunstancias, ya que la vida plantea exigencias inesperadas y nadie está preparado para cargar con la cruz, especialmente si se presenta de forma sorpresiva e imperati­ va. Incluso la ayuda por motivos humanistas, por mera solidaridad con el que lo pasa mal, tiene un valor evangélico, (como subraya Mt 25,37-40.44-45), porque el acento no se pone en la motivación divina, hacerlo por Jesús o por Dios, sino en el gesto de solidaridad humana. En la pasión hay una “teología de la cruz” contrapuesta a la “teología de la gloria”, basada en el triunfo (Lutero). Esto no lo capta la multitud, aferrada a un mesianismo triunfal. Lucas asume esta perspectiva al exigir a los discípulos que carguen con la cruz y confiesen a Jesús (Le 9,23-24; 12,8-12; Hch 14.22). Presenta a Jesús como el modelo a imitar y busca asociarlos a la pasión. En los evangelios no hay privatización ni espiritualiza­ ción de la cruz, que no invita a la ascética ni a una espiritualidad individualista, sino al seguimiento comprometido. No se trata de disciplinarse ni de atormentarse, como a veces se ha propuesto en la espiritualidad, sino de asumir las consecuencias de la fidelidad a Dios y a las propias convicciones. La cruz es consecuencia de las bienaventuranzas, en las que Lucas acentuó las imprecaciones contra los poderosos (Le 6,22-26). La piedad cristiana posterior tendió a resaltar las heridas y el sufrimiento que suscita compasión ("Las llagas del corazón de Cristo”), en lugar de dar prioridad a su forma de vida, que acarrea persecuciones y rechazos. Si la cruz fue resultado de unas dinámicas de poder, arraigadas en la religión, en

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la política y en la sociedad, no basta con una respuesta privada y personal. Sino que es necesario un compromiso social para cam­ biar las estructuras y el ejercicio del poder. Por eso no se puede moralizar ni individualizar la cruz, ya que, si se eliminan sus cau­ sas y consecuencias sociales, se mutila el significado de la pasión. Hay que redimir a las víctimas de la sociedad a pesar de la muerte de Jesús, y no sólo a causa de ella, captando la dinámica exigente subyacente a ella. La fe cristiana ayuda a llevar la propia cruz y exhorta a luchar contra los que las imponen. El mal y el bien for­ man parte de la vida y sólo pueden contrarrestarse desde la ayuda mutua y la solidaridad con los crucificados. Sobrino concretó esta línea al hablar de los pueblos crucificados, a los que hay que ayudar para que bajen de la cruz27. Es un planteamiento del seguimiento contrario a las privatizaciones individualistas que han abundando en la espiritualidad. 6. La realeza del crucificado Finalmente, el evangelio de Juan (Jn 19,16-42) resalta otras dimensiones28. Es el más tardío y desarrolla una cristología que da más realce a la interpretación teológica que a la narración de los hechos, aunque conserve un núcleo histórico. Resalta el mesianismo real de Jesús, porque Pilatos manda que pongan el título en la cruz en tres lenguas (Jn 19,20) y resiste a las peticiones de que se cambie. Esta titulación tiene un significado universal, con el trasfondo de una entronización real de Jesús en su "hora", en que comienza a atraer a todos hacia sí. No hay burlas religiosas y todo se centra en su realeza y en el trasfondo del cordero pascual, vincu­ lado al hisopo de su sangre que salva (Jn 19,14.29-30; Ex 12,22; Hb 9,18-20) y a su carácter indiviso (Ex 12,46; Sal 34,21; Zac 12,10). El cuarto evangelio cuenta cómo los soldados se reparten sus vestidu­ ras, quizás con una alusión cultual a la túnica sin costura del sumo 27. J. S obrino , El principio - misericordia. Bajar de la cruz a los pueblos crucifica­ dos, Santander, 1992. 28. R. B rown , The Gospel according to John, N ueva York, 1970, 918-931.

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sacerdote (Jn 19,23)29. El evangelista crea una escena, desconocida para los sinópticos: una fusión entre su familia, representada por su madre, y los discípulos, representados por el “discípulo a quien amaba" (Jn 19,25-27). Los evangelistas acentuaron el contras­ te entre ambos grupos a lo largo de la vida pública (Jn 7,3-6). La familia natural formó parte posterior de la Iglesia (Hch 1,14). Juan presenta la cruz como lo que les llevó a reconciliarse en torno a él. Probablemente, le crucificaron hacia la hora sexta (Jn 19,14), las doce del mediodía, y no a la hora tercia, las nueve de la maña­ na, como propone Marcos (Me 15,25). Además subraya antes de morir que todo está consumado y que hay que cumplir con la escri­ tura (Jn 19,28). Cristo muere entregando el espíritu (jn 19,30), tras haber anunciado en la última cena que lo iba a donar a sus discípu­ los. No hay ningún acontecimiento cósmico que resalte lo ocurri­ do. Sólo un breve relato que muestra que no le rompen las piernas y que de su costado traspasado sale sangre y agua (Jn 19,31-37), con alusiones al cumplimiento de la escritura. No hay, por tanto, silencio y abandono de Dios, sino presencia divina en el crucificado (Jn 16,32). La sensación de abandono divino (Sal 22,2) se cambia por el ansia de Dios (Sal 69,22; 22,16), que se expresa en «tengo sed», que no es sólo necesidad física sino hambre de Dios y ansia de cumplir con lo predicho, porque es su hora (Jn 12,27-28.31-33; 18,11; 19,28). Juan mantiene una cristología triunfal de Cristo como señor y rey (Jn 18,33-37; 19,2-3.7.11.14-15.19), omitiendo la petición del huerto de que pase el cáliz (Me 14,35), que cambia por la glorifica­ ción del Padre (Jn 12,27-28). No hay la menor referencia a un Jesús desamparado por Dios, ya que insiste en su presencia constante en el crucificado (Jn 16,32), Es Jesús quien ofrece su vida (Jn 10,1718; 18,11; 19,28) para que se cumpla la escritura (Jn 19,23-24). Los evangelistas, cuanto más distantes del acontecimiento, más interés tienen en amortiguar la crudeza del fracaso de Jesús y en subrayar su fidelidad final en su muerte (Le 23,46 cfr. Sal 31,6; Jn 19,30). 29. F. M ussner , “K ultische Aspekte im johanneischen Christusbild": Liturgisches Jahrbuch 14(1964), 197-198.

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También a ellos les cuesta aceptar la dureza del final del mesías y asumir la hondura de su orfandad ante Dios y los hombres. Las cristologías después de la resurrección acentúan sus poderes y su triunfo sobre la muerte, que se proyectan retrospectivamente en las narraciones de la pasión y les llevan a amortiguarla. Juan omite el papel del cirineo pero introduce el de Nicodemo, el discípulo miedoso (Jn 19,38) preocupado por dar sepultura a Jesús. Es un personaje que puede simbolizar al buen judío, que acabó convirtiéndose en cristiano. Siempre se analiza la cristología de la pasión desde la perspectiva de la resurrección, que permite al evangelista interpretar simbólicamente los hechos, a costa de una cronología histórica detallada. Su evangelio expresa la fe comuni­ taria en el crucificado-resucitado50. En la pasión se mezcla la cristo­ logía descendente y la ascendente, la que parte de la reflexión sobre Dios y la que acentúa al hombre entregado a Dios. La creencia en su señorío sobre la historia exigía compaginar el plan de Dios, al que no se le escapa nada, con la libre acción del hombre. Juan cul­ mina esta síntesis con Cristo rey, en contraste con los sinópticos. Estos prefieren la teología del Siervo de Yahvé (Is 50,6: Me 14,65; 15,19) como la clave para explicar su muerte (Is 53,4-7: Me 14,60; Is 53,9-12: Me 15,27.43; Mt 27,44.57; Is 53,12: Le 29,34.39-43). Las perspectivas de ambas cristologías son diferentes. Es verosímil que los autores de los evangelios combinaran lo que sabían sobre los hechos de la pasión con versículos de las Escrituras que la iluminaban y la hacían comprensible, una vez superado el shock de la crucifixión. Juan sigue su camino y ve la pasión como el camino del retomo al padre Dios. Los sinópticos realzan a un Jesús humano, que tiene que luchar contra la tenta­ ción final de sentirse abandonado. Juan impregna las escenas con la filiación divina del que se sabe enviado. Por eso, nunca duda ni lucha internamente, ya que sabe que está haciendo lo que Dios espera. No hay rechazo alguno a la cruz, sino entrega amorosa a 30. J. O riol TuñÍ, "La vida de Jesús en el evangelio de Juan”: Revista Latinoameri­ cana de Teología 3 (1986), 3-44; J.L. M artin , History and Tlieology in the fourth Gospel, Nueva York, 1968.

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Dios. Los sinópticos están más cerca de la verdad histórica, mien­ tras que Juan presenta el esquema del crucificado-resucitado que se impuso en la tradición cristiana. El plan salvador de Dios se presenta como un misterio que sólo conoce Jesús. Se escenifica un elemento de la teología negativa: que Dios es impredecible, incomprensible e inconceptualizable. Todo lo que digamos sobre Dios, en analogía con el hombre, hay que relativizarlo. Dios está por encima de toda representación o proyección, es el Diferente por antonomasia y se comporta de for­ ma sorpresiva. Esta dinámica, presente desigualmente en todos los evangelios, se acentúa cuando el lugar de revelación divina es un crucificado. La solidaridad de Dios con los que viven en la periferia de la sociedad y de la religión, se agudiza al mostrarse como un Dios que no responde a las expectativas humanas. La cruz de Jesús no sólo ha sido objeto de interpretaciones diversas en el cristianis­ mo primitivo, sino que sigue siéndolo en la realidad. Algunos ven la crudeza del relato como la historia de un Jesús que perdió la fe final y se hundió. Otros ponen el acento en la cólera del dios de la ley que se cebó en Jesús31. El evangelio de Juan está marcado por la filiación divina de Jesús. En su vida pública resplandece el sello de la divinidad, en cuyo nombre actúa. Igual ocurre en la pasión, ya que su forma de comportarse es la de Dios en la historia. Por eso, Juan acentúa que la divinidad irradia en la pasión, sin tener que esperar a la resurrección32. El crucificado es un signo viviente de la presencia de Dios en la humanidad por su forma de asumir la cruz. Para Juan, sólo hay que saber captarlo, verlo, porque los judíos estaban ciegos y no saben leer su testimonio. La identificación de Dios y el crucificado implica una revolución en las concepciones veterotestamentarias de Dios, que hablan de un creador omnipotente y providencialista, señor del cosmos y de la historia. La cruz no es sólo para San Juan el testimonio de la incondicional donación de Dios al hombre, sino la constatación del protagonismo histórico del ser humano, que 3 1. Cfr., B. FRANCtNE, Le cri de déréliction de Jésus en croix, París, 2004. 32. Rem ito a H. V e r w e y e n , Botschaft eirns Toten?, Regensburgo, 1997, 64-82.

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puede oponerse a la revelación. No han sabido ver el señorío divi­ no en la vida y muerte de Jesús (Jn 3,14; 8,28; 12,32-34). Ya que no supieron captar la humanidad de Dios, se bloquean para captar la divinidad en la crucifixión. Según Juan, no es Jesús quién ha fraca­ sado en la cruz, sino los discípulos que no supieron ver.

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Tras analizar la vida y muerte de Jesús, pasamos ahora a otro marco diferente, el de sus discípulos, que anunciaron su resurrec­ ción tras su muerte y ofrecieron diversas interpretaciones de ella. La búsqueda de sentido en la vida incluye la exigencia de dársela a la muerte, mucho más en el caso de una persona inocente y ajus­ ticiada, que había puesto su confianza en Dios. Vamos a analizar las distintas versiones de la resurrección en el Nuevo Testamen­ to, cada una con su correspondiente teología, así como las corres­ pondientes cristologías. Es decir, las distintas propuestas sobre la identidad y el significado de Jesús, a la luz de su resurrección. 1. El significado de la resurrección La pasión y la cruz son la expresión de la vida malograda de Jesús. Hay que comprenderlas desde el proyecto del reinado de Dios en Israel, que surge de su experiencia de Dios. Se sabe enviado y pone su vida al servicio de esa misión. Por eso, su fracaso último, ya que no logra la conversión de Israel, pone en cuestión la veracidad de su envío y la legitimidad de su autoridad, porque habla en nom­ bre de Dios. La cruz es el fracaso de su proyecto. Al cuestionarse, se plantea la validez de su concepción de Dios, de su interpretación de las Escrituras y de su propuesta sobre los valores, actitudes y conducta que dan sentido a la vida. A esto se añade la sensación de

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triunfo de sus adversarios, sobre todo de los líderes religiosos, que le cuestionaban en la cruz porque Dios no acudía a salvarlo. Marcos y Mateo, a diferencia de Lucas y Juan, resaltaron los interrogantes al presentar a un Jesús angustiado, ya desde el huerto de los olivos, que muere con un grito de abandono ante un Dios silencioso. La soledad última de Jesús, abandonado por sus discípulos, increpado por la multitud, atormentado por los soldados y recri­ minado por su ambigua pretensión mesiánica, encuentra su punto culminante en la queja última. Su fracaso histórico incidía en sus discípulos. Es muy probable que se iniciara un proceso de disper­ sión, ante la ausencia del maestro. La comunidad, que estaba en un estado de shock, comenzó a ver el período de Jesús como una etapa provisional, que había producido un corte en sus vidas, y que aho­ ra se cerraba. El pasaje de los discípulos de Emaús, más simbólico que histórico, revela la situación psicológica y emocional de sus discípulos tras la cruz: fue un profeta poderoso en obras y palabras, del que esperaban que rescataría a Israel (Le 24,19-24), pero la cruz puso punto y final a sus aspiraciones. Estaba amenazada la obra de Jesús, cuestionada su identidad mesiánica y abocado al desastre su proyecto del reino. En última instancia, los acontecimientos daban la razón a las autoridades religiosas y políticas, aunque fuera injus­ to el procedimiento que le mató. Su muerte implicaba el final de un proyecto personal, religioso y social. El miedo a los judíos y a los romanos, la sensación colectiva y personal de abandono, y la conciencia de final de ciclo en sus vidas, son rasgos característicos de la comunidad de discípulos, tras el asesinato de su maestro. El peculiar movimiento profético y mesiánico que había surgido en Galilea parecía abocado al final. Este final de Jesús agudiza las preguntas universales acerca de la muerte. Por un lado, la conciencia de finitud y de contingencia lleva al ser humano a relativizar la vida y sus logros. El instinto de supervivencia y el ansia de perdurabilidad chocan contra el desti­ no común de la muerte, del que tomamos conciencia en vida. La paradoja de pensar la muerte en vida y de definimos como el "ser para la muerte" (Heidegger) está vinculada a la certeza de que todos

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los proyectos son perecederos. En última instancia está la nada, la evidencia de que un par de generaciones después nadie recordará a sus antecesores, habrán desaparecido de la conciencia colectiva, aunque tuvieran la suerte de que alguna aportación propia perdu­ rara históricamente. Unamuno se rebelaba contra la muerte de su yo individual, a diferencia del budismo que elimina el problema, al aceptar la muerte como la verdad última, que hace del yo una ilu­ sión. Unamuno asumía lo inevitable de la muerte para la especie humana y la resistencia personal a morir de cada individuo, la per­ sistencia en defender la supervivencia del yo. De ahí, el sentimiento trágico de la vida, marcado por un ansia de pervivencia irrealizable1. La contingencia y finitud personal se subordinan al ciclo de la vida. Y el retomo a la naturaleza de la que provenimos, cuestiona radicalmente las expectativas, deseos y proyectos del yo. En Occi­ dente, y no sólo a causa del cristianismo, hay una absolutización del individuo y un rechazo de que la forma de vida humana, la mayor que conocemos, tenga un final igual al de la vida animal y de los otros seres vivientes. La certeza de que formamos parte del ciclo de la vida y de que regresaremos a la energía material de la que provenimos, está acompañada por la preocupación de que la fecundidad espiritual y la creatividad desplegada a lo largo de la vida tenga alguna forma de subsistencia. El hombre es un ser mortal que busca su inmortalidad, personal y de sus propios logros y realizaciones. Las tradiciones occidentales parten siempre de la resistencia del yo personal a ser absorbido por la naturaleza o por la colectividad, contra la línea clásica de Marx de que la muerte es el triunfo de la especie sobre el individuo. Hay una resistencia contra la muerte y diversas hermenéuticas para relativizarla, a lo que se añade la expectativa de un más allá de la muerte que alientan las religiones, cada una de forma diferente. 1. M. de U namuno , Obras completas X, M adrid, 2009, 328: "Lo específico religio­ so católico es la inm ortalización y no la justificación, al m odo protestante”. Y añade, "La solución católica de nuestro problem a, de nuestro único problem a vital, del problem a de la inm ortalidad y salvación eterna del alm a individual, satisface a la voluntad y, por lo tanto, a la vida, pero al querer racionalizarla con la teología dogm ática, no satisface a la razón" (pg. 337).

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Necesitamos dar sentido a la vida y que perdure más allá de la nada absoluta, lo que más tememos. Ya desde la era clásica se realzó la vinculación de las religiones con el final último. Según Lucrecio, el miedo a la muerte es la base fundamental de las religiones. Cada religión habla de otra dimensión y forma de vida según su propio código cultural. Estos son imaginarios creados por el hombre des­ de la vida, para hablar de aquello que la trasciende. Las representa­ ciones son expresiones del ansia de inmortalidad humana, formas de protesta ante la certeza del final, no sabemos si meras ilusiones generadas por el deseo. Hablar del más allá desde el más acá es inevitable, pero también un contrasentido. Todas las especulacio­ nes, reflexiones y representaciones las hacen los vivos y se refieren a lo que le sucede a los muertos. Naturalmente las religiones abordan el tema desde su experien­ cia de la divinidad y de sus presuntas revelaciones. Pero su ima­ ginario está siempre condicionado por el código cultural del que se parte, que es el contexto en el que se comprende la presunta revelación divina. La persona que se siente inspirada y motivada por Dios habla desde su identidad cultural y desde su momento histórico. Por eso no hay revelación pura, nada puede escaparse al contexto histórico social, ni siquiera los escritos bíblicos. Las religiones apuntan a un más allá, que vinculan a la divinidad per­ sonal en las tradiciones bíblicas. En el budismo y otras religiones afines, se busca un absoluto último e impersonal, en el que se funde el sujeto. Sobre todo, cuando se supera el ciclo de las reencarna­ ciones, causado por una forma de vida deficiente. La pecaminosidad llevaría, de mantenerse, a una degradación progresiva. Pero en todas las religiones hay una búsqueda de sentido último, más allá de la muerte. Más allá de su base tradicional y formulación cultural, que varía en la historia, todas apuntan a un ansia de justicia, de bien y de sentido, que también se da en la tradición hebrea y griega. El cris­ tianismo asume ambos códigos culturales y los transforma2. Por 2. A. Díez Macho, La resurrección de Jesucristo y la del hombre en la Biblia, Madrid, 1977, 27-92.

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eso, la comprensión sobre el más allá y el significado del imagina­ rio cultural y religioso “post mortem” cambia, aunque se manten­ gan los términos y las imágenes, vinculadas al Antiguo Testamento. Cambia la significación de los conceptos pero estos se siguen man­ teniendo, aunque haya cambiado su contenido. El imaginario cul­ tural de resurrección, juicio, paraíso e infierno, purgatorio y limbo, así como otras imágenes parecidas varían también, en función de la antropología v de las expectativas culturales. Mantenemos estos términos, aunque les damos un sentido diferente al tradicional. Además de la pluralidad de hermenéuticas en cada época, hay que atender a la discontinuidad entre los momentos históricos y tener en cuenta el contexto social y cultural para precisar qué se signi­ fica con esas imágenes. Hoy la representación simbólica cristiana de ultratumba ha perdido significación y credibilidad, obligando a buscar nuevas reinterpretaciones y significados más acordes con la sensibilidad actual. Persiste, sin embargo, la exigencia de sentido más allá de la muerte. La idea judeo cristiana de que la existen­ cia es un tránsito, algo corto v limitado respecto de las ansias de inmortalidad, va unida a la idea generalizada de que en el encuen­ tro final con Dios se refleja la globalidad de la vida, con sus logros y fracasos. El significado moral de estas expectativas está vinculado a la exigencia de sentido. A su vez, la proliferación del mal lleva a la representación de la vida como una prueba de la que hay que dar cuenta ante Dios y ante uno mismo. La concepción hebrea de muerte y resurrección En la tradición judía, la muerte se asumía con realismo, como el límite natural de la vida y se subrayaba la contingencia y finitud humanas (Sal 39,5-7; 90,4-6; 103,14-16; Jb 14,1; Is 40,6; Qo 3,18). Lo que se veía como desgracia era una muerte temprana, sien­ do la esperanza media de vida los treinta y tantos años. Morir no tenía un carácter privado, sino que era un acontecimiento público, como el duelo, acompañado de ritos que escenificaban la pérdi­ da, y la tumba, que había que cuidar y a la que se visitaba, sobre todo los tres primeros días tras el fallecimiento. Omitir el duelo

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y la sepultura suponía una grave afrenta, familiar y personal (Jr 22,10.18), así como prescindir de los cuidados últimos del cadáver, que era lavado, ungido y amortajado para ser enterrado (Me 16,1; Le 7,12; Mt 23,29; Jn 11,44; 19,39-41). Morir era, poruña parte, un mal religioso, el resultado del pecado, por otra, un hecho natural. Nunca basta lo biológico; lo religioso lo impregnaba todo porque era el código cultural dominante. Se constataba con naturalidad la finitud y limitación de la existencia (Nm 16,29; Qo 3,1-8; Sal 39,5; 103,15-16; Jb 14,1-14) y se veía la vida larga como una bendi­ ción (Gn 25,8; Sal 90,16; Jb 42,17). Las enfermedades y desgracias demuestran la indigencia humana y se asume su autoría divina, ya que Dios es autor de la vida y la muerte (Dt 32,39; Sal 6,6-8; 31,11; 38; 90,3-7; 104). Esta referencia divina lleva también al problema de la teodicea, el sufrimiento inmerecido del justo y la vida exitosa de los malvados, núcleo del libro de Job y preocupación clara en los Macabeos. En lo que concierne al más allá de ultratumba, Israel participa de las cosmovisiones de su entorno, que también influyeron en la concepción arcaica griega3. Hay un submundo de los muertos, el “Hades” o el “Scheol” en las profundidades de la tierra, al que ini­ cialmente no llega ni Dios (Sal 6,5-6; Is 26,14; 38,17-19). Ni el “cie­ lo” ni el "Hades” de los fallecidos son lugares físicos concretos, sino entidades cosmológicas religiosas, símbolos de la vida después de la muerte, metáforas e imágenes referenciales para hablar del más allá. El reino de los muertos y de los vivos se separan estrictamen­ te y se expresan espacialmente, bajo el predominio del imaginario babilónico y egipcio en todo el Oriente próximo. Progresivamente aumenta la creencia en el poder divino en el reino de los difuntos (Pr 15,11; Sal 139,7-8; Am 9,2; Jon 2,2.7), hasta que en el judais­ mo pre cristiano comienza a plantearse la idea de resurrección (Ez 37,1-14; Jb 19,25-26; Is 26,19; Dn 12,1-4; Os 6,2; 2 Ma 7,9.11.14; 12,43-46). Esta doctrina, discutida en el judaismo de la época de 3. W. D ietrich y S. V ollender , “Tod II”: Theologische Realenzyklopadie 33, Berlín 2002, 582-600; G. S temberger y R H offmann , “Auferstehung 1/2-3”: Theologis­ che Realenzyklopadie, 4, Berlín, 1979, 443-467.

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Jesús, completó la tradición sobre la muerte. La confianza en la vida tras el fallecimiento fue la respuesta última al ansia de inmor­ talidad de las tradiciones hebreas. La resurrección remite a las demandas de sentido tras una vida corta e, inevitablemente, frus­ trada, desde una antropología integral v no dualista. Pervivía una concepción unitaria del hombre, propia de la tra­ dición semita, que hacía inviable el dualismo griego y la idea de una inmortalidad del alma, sin el cuerpo. Este representa a todo el hombre, que es cuerpo espiritualizado y espíritu corporeizado. Pero el dualismo de un cuerpo mortal y de un alma inmortal se dejó sentir cada vez, más por influjo helenista, como vida eterna (Sb 3,1.4.13; 15,3; Mt 10,28; Jn 5,24-29; 6,68). En la iglesia de los primeros siglos hubo una fusión entre la tradición semita y la hele­ nista, en tomo del alma4. Esta unidad psicosomática personal, que revive o despierta con la resurrección, se entiende relacionalmente, ya que el devenir histórico está marcado por las relaciones inter­ personales, con Dios y con las demás personas. No hay un yo aisla­ do, como el de la modernidad, sino una vida basada en relaciones interpersonales, en las que se constituye la identidad. El proceso de la vida es contingente, depende las personas y las circunstancias. La resurrección apunta a la totalidad de la vida humana, no a la resurrección del cuerpo físico. Lo que hemos creado a lo largo de la vida nos identifica y la energía espiritual que hemos generado, en interacción con otros, forma parte de nuestra identidad5. El dina­ mismo de la creatividad, que depende de las relaciones interperso­ nales, es lo juzgado por Dios. De tal modo, que se puede hablar de una personalidad espiritual, que tiene su base en la corporeidad y en la biología, y que es el fruto del mismo hombre, que se realiza en el proceso histórico. 4. El rab in ism o p o sterio r asu m ió sin problem as el dualism o cuerpo y alm a, a p esar de la tradición u n ita ria anterior. Cfr., A. D íez M acho , La resurrección de Jesucristo y la del hombre en la Biblia, M adrid, 1977,107; 102-122; F. B ovon , “R etour de lam e: in m ortalité et resu rrectio n d ans le christianism e p rim itif’: Éttides Théologiques et Religieuses 86 (2011), 433-454. 5. Ju an A. E strada , El sentido y el sinsentido de la vida, M adrid, 2010, 105-109; 124-127.

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Desde el siglo 111 a.C., se propagaron distintas corrientes que reforzaron las expectativas sobre el más allá de la muerte6, aun­ que ya antes había esperanzas escatológicas de salvación (Is 25,68). Sobre todo, los justos y los mártires esperaban el juicio y la recompensa divina (Sb 3,1-9; 4,14-5,16; Jb 19,25-27). La pregunta de cómo conciliar el mal y Dios, es un problema fundamental e irresuelto, y la resurrección el intento de darle una respuesta. En este contexto surgieron las primeras afirmaciones personales indi­ viduales (2 Ma 7,9.11.14.23.29.36; 4 Ma 7,19; 16,25; Dn 12,1-4) y colectivas (Ez 37,7-14; Is 26,19) sobre la resurrección. Jesús tomó una postura clara en favor de la resurrección en el debate de fari­ seos y sedúceos (Me 12,18-27 par). Su mensaje forma parte de las expectativas judías sobre cómo alcanzar la vida eterna o entrar en el reino de los cielos (Me 10,15-25par; Mt 6,19-20; 7,21; 11,22-24; 25,31-46; Le 10,14; 11,31-32; 12,33; 13,28-29.33). La idea de un jui­ cio de Dios y una recompensa se dio por supuesta en los evangelios, porque formaba parte del código religioso de la época. En ella se inscribe la proclamación del reino de Dios por Jesús, que tiene una dimensión de futuro y de final de los tiempos. Cuanto más dura era la situación histórica de Israel, coloniza­ do y sometido por las grandes potencias, mayor era la tendencia a buscar en Dios una salvación que diera respuesta al problema de la injusticia y de la muerte. El judaismo de la época anterior a la cristiana fue reforzando, cada vez más, la preocupación por la muerte y el problema del mal, tomando distancia de la teología de la retribución que afirma que Dios bendice a los buenos y castiga a los malos. La experiencia mostraba otra cosa y planteaba inte­ rrogantes. Pero aferrarse a la esperanza y mantener la promesa de una intervención última y definitiva de Dios es una postura ambi­ gua. Podría implicar el irracionalismo del que no puede aceptar la facticidad de la muerte y del nihilismo último que conlleva, y man­ tiene una desesperada fe en Dios. Y también podría ser la expre­ sión del que persiste en la utopía y el sentido último de la existen­ cia, a pesar de las experiencias que la contradicen y la verdad del 6. N.T. B right , La resurrección del Hijo de Dios, Estella, 2003, 127-176.

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sin sentido. La fe en la resurrección de la tradición judía, y luego de la cristiana, permite ambas versiones interpretativas. Jesús participó en la creencia de los fariseos y de buena parte del pueblo acerca de la resurrección, contra la opinión de los saduceos (Le 20,27; Hch 4,2; 23,6-8) v de los griegos (Hch 17,18.32). Esa idea inspiraba también a la tradición que se interrogaba sobre la muerte de los profetas y de los justos. Luego se concretó en los anuncios sobre su muerte y resurrección (Me 8,31; 9,31; 10,3334par) y sobre Cristo, como primogénito en la resurrección de los muertos (Hch 3,15; 26,23), desde el trasfondo de la cristología del Hijo del hombre. Podrían ser "vaticinium ex eventu", es decir, tras la resurrección, los evangelistas modificaron los anuncios sobre la pasión (Me 10,33-34) e incluyeron en ellos el anuncio de la resu­ rrección, aunque originalmente Jesús no hablara de ello. Esta teo­ ría estaría cercana a la que defendieron los judíos para responder al anuncio cristiano, al que acusaban de querer engañar a la gen­ te (Mt 28,11-15). El desconcierto de la comunidad tras su muer­ te dificulta esta interpretación, ya que el texto refleja las escasas expectativas que tenían sus discípulos sobre un final diferente. Si era una creación comunitaria, no encaja que dijeran, al mismo tiempo, que había dudas y rechazos al respecto. Los diversos testi­ monios acerca de Jesús expresan la creencia propia acerca de una intervención divina tras su muerte, en el marco de la fe común judía en la resurrección. En cualquier caso, la idea de un resur­ gimiento final era bien conocida en la época de Jesús, formaba parte del código religioso establecido y facilitó la aceptación por parte de la comunidad de discípulos de los anuncios sobre lo que le había ocurrido. Los relatos en los evangelios son muy posteriores a las afirma­ ciones de las cartas paulinas, pero están influidos por ellas. Históri­ camente, tendríamos que empezar con las referencias a la resurrec­ ción en los escritos paulinos, para luego hablar de los evangelios que escenificaron las afirmaciones anteriores, que les sirvieron de base, para sus relatos acerca de Jesús. Pero los evangelios apun­ tan a hechos históricos, la sepultura y los anuncios de resurrec­

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ción, que luego fueron interpretados teológicamente por Pablo y los otros autores del Nuevo Testamento. Por eso comenzamos con la narración de los hechos, aunque sea tardía, para luego analizar las distintas interpretaciones, que en los evangelios se mezclan con el relato de los acontecimientos. Vamos a centramos en estas histo­ rias y a clarificar el parentesco de esas teologías con las de la pasión y la vida pública en los distintos evangelios, para ver la continui­ dad global de los escritos. Hay continuidad entre la interpretación que se ofrece de la vida y proyecto de Jesús, el relato teológico de su muerte y el significado que cada evangelista da a la resurrec­ ción. Y hay que diferenciar la hermenéutica de cada uno de ellos, escapando de la trampa de integrarlos todos en un relato unitario, obviando sus diferencias. Luego estudiaremos los otros escritos del Nuevo Testamento y su significado cristológico, expresado con for­ mulaciones teológicas que sirvieron de inspiración para las compo­ siciones de los evangelistas. 2. La resurrección en los evangelios La salvación que trajo Jesús se tradujo en una vida con sentido, en la que la acción de Dios se hizo presente en la lucha contra el sufrimiento, el perdón de los pecados y la curación de los enfermos. La salvación en la historia es una respuesta a las necesidades espi­ rituales y materiales del ser humano, abriendo espacio a una vida esperanzada y con sentido. Y es también una confirmación de la contingencia y finitud, en contra de la exaltación abstracta del hom­ bre y de una concepción religiosa al servicio del narcisismo. Jesús trajo salvación y sentido desde la apertura a los otros, en contra del egocentrismo insolidario. Por eso su persona fascinaba y atraía, y era peligroso para la sociedad y la religión constituida. Pero todo esto fue puesto en cuestión por su muerte, que le deslegitimaba a los ojos de sus contemporáneos y de sus mismos discípulos. El interrogante planteado era el sentido de su vida. La resurrec­ ción responde a ella no desde una salvación extrínseca a su modo de vida, ni tampoco desde una retribución posterior, que compen-

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sana el sin sentido anterior. Hay que verla en el contexto de la crea­ ción imperfecta e irredenta que experimentamos y como confirma­ ción de la dinámica de Jesús que vivió en función del reino de Dios. Desde el sentido ya experimentado v abierto por Jesús, la resurrec­ ción culmina la salvación que había comenzado. Del mismo modo que la fe judía vincula al Dios creador y salvador al de la liberación de Egipto, así también la fe cristiana ve en la resurrección la ple­ nitud de la liberación que trajo Jesús. Y de la misma forma que la personalidad de Jesús hay que entenderla desde la relación con su familia, su pueblo y sus discípulos, así también la resurrección de Jesús apunta a la esperanza judía de resurrección de los muertos, la de todos los hombres. Se apoya en la necesidad de una respuesta de sentido y de justicia, que sólo Dios puede dar. Salvación y sen­ tido de la vida son inseparables, remiten a Jesús y su compromiso con Dios y los hombres7. Desde la resurrección es posible llamar a Jesús, “Emmanuel”, Dios con nosotros. Los evangelios nunca la escenifican, sino que cuentan las expe­ riencias que tuvieron sus discípulos. No hay referencias a una esce­ na que rompe los moldes de comprensión humana, el resurgir a una nueva forma de existencia por la acción vivificadora de Dios8. La presentan como una revelación, una teofanía, no un hecho empírico comprobable, ya que ni siquiera sus discípulos reconocen inicial­ mente a Jesús. No hubo testigo alguno que pudiera hablar de lo que había visto y observado, ni se responde al cómo de la resu­ rrección, que es lo que preocupa a la mentalidad moderna. En los relatos evangélicos hay una evolución progresiva desde Marcos hasta Juan, como ocurre con el relato unitario de la pasión. Cuan­ to más modernos son los textos, más cercanos al final del siglo I, mayores detalles, claves teológicas, influjo de las Escrituras y ele­ mentos míticos se integran en ellos. Las primeras confesiones de fe 7. J. Moingt, Dios que viene al hombre ¡1/2, Salam anca, 2011, 509-521. 8. La gran excepción es el evangelio de Pedro (EvPe 9,34-10,42), texto descubier­ to en el siglo XIX y posterior a los evangelios canónicos. Posiblem ente es de m ediados del siglo II, aunque no hay consenso sobre su datación exacta. Cfr., P. H offmann , “Auferstehung II/1”, en, Theologische Realenzyklopcidie 4, Berlín, 1979, 497-513.

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se dieron en el marco de las catequesis y celebraciones cultuales. Forman parte de una tradición oral, anterior a la escrita, la cual se diversificó en distintos relatos que incorporaron elementos de interés para sus comunidades. La diversidad de textos, en lugar de ir contra su veracidad, la confirma, ya que todos hablan de los mismos hechos, pero cada uno los cuenta desde su memoria his­ tórica y su teología. En caso de fraude intencionado, se hubiera recurrido a un único relato, no a varios con acentos diferentes, que todos transmitirían sin variaciones. Cada relato tiene pretensiones de totalidad, sin esperar ser completado por los otros. Hay dos tipos de estructuras en las narraciones, las que acen­ túan una aparición de Jesús, al que no reconocen los discípulos hasta que se manifiesta y desaparece (Le 24,13-31; Jn 20,14-18; 21,1-14); y las que ponen el acento en la misión y mandato que les da el resucitado (Mt 28,16-20; Le 24,36-49; Jn 20,19-23)9. Los evan­ gelios combinan ambas tradiciones y se puede constatar el aumen­ to progresivo de las escenificaciones de la resurrección, para así responder a situaciones y expectativas de las comunidades de los evangelistas. Si la resurrección tenía un significado y ofrecía un sentido a los cristianos posteriores, es lógico que se buscara actua­ lizarla con detalles y simbolismos que tuvieran que ver con proble­ mas de sus iglesias. Los evangelistas actúan con libertad al esce­ nificar lo no escenificable, la resurrección de un muerto que se comunica a los suyos. En lo que concierne a las narraciones hay que centrarse, como en la vida pública de Jesús y en su pasión, en los evangelios canónicos, que tienen más importancia histórica y teológica que los relatos apócrifos, en su inmensa mayoría de los siglos II y III. Las diferencias narrativas de los evangelios y las heterogéneas interpretaciones teológicas no quitan una tradición básica, sobre la 9. La tipología de las apariciones que ofrece Dufour, con una tradición centrada en Jerusalén (Lucas y Juan) y otra en Galilea (M ateo) refleja bien las distintas teologías que usaron los evangelios. Sigue siendo una obra clásica, a pesar del tiem po transcurrido. Cfr., X. LÉ on D ufour , Resurrección de Jesús y misterio pascual, Salam anca, 1973, 135-162.

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que se crearon las narraciones10. Se parte del abatimiento de los dis­ cípulos, sin una expectativa favorable a la resurrección, ni tampoco una reactividad anti judía. Están apesadumbrados y desconcerta­ dos, ya que un mesías muerto y resucitado no entraba en sus esque­ mas, por eso le abandonaron en la pasión y comenzaron a dispersar­ se tras su muerte. Los doce, en cuanto grupo simbólico, no aparecen ni en la pasión ni en el entierro de Jesús y reaparecen con las apari­ ciones en Galilea (Me 16,7; Mt 28,16-20), que Lucas v Juan ponen en Jerusalén (excepto Jn 21). Cambian y se convierten en protagonistas a partir de una nueva iniciativa, que ellos proclaman como que Dios le ha resucitado, afirmación básica que todos comparten. Es una nueva experiencia, escenificada como una visión sobrenatural, aun­ que no excluya la toma de conciencia interna, que se escenifica por medio de señales escatológicas del final de los tiempos (Mt 27,51-53 cfr. Ez 37,12-14). Una experiencia personal, repetida y que muchos compartieron puso en marcha una nueva dinámica que transformó a la comunidad de discípulos en iglesia cristiana primitiva. En contra de lo que se podía esperar el anuncio de la resurrec­ ción viene primeramente de las mujeres, que son el grupo menos válido para suscitar credibilidad y reforzar su apologética. La con­ vergencia de tradiciones apunta a un núcleo histórico, como cuan­ do se habla de ellas en la pasión, va que tenían más posibilidades que los varones de estar cercanas al crucificado. Puestos a inventar, 10. Entre la inm ensa bibliografía cito algunas obras im portantes. Cfr., X. L éon Dufour , Resurrección de Jesús y misterio pascual, Salam anca, 1973; W. P annen berg , Fundamentos de cristología, Salam anca, 1974, 67-142; H . K úng , Ser cris­ tiano, M adrid, 1977, 434-482; J.I. G onzález F aus, Acceso a Jesús, Salamanca, 1979, 111 -141; E. S chillebeeck , Jesús historia de un viviente, M adrid, 198 1,293351; F. S chüssler F iorenza , Foundational Theology, Nueva York, 1984, 1-56; H. K essler , La resurrección de Jesús en el aspecto bíblico, teológico y pastoral, Sa­ lam anca, 1985; W. K asper , Jesús el Cristo, Salam anca, 1985; G. O’C ollins , Je­ sús resucitado, Barcelona, 1988; H.J. V erweyen , Gottes letztes Wort, Diisseldorf, 21991,441-480; J. MOINGT, El hombre que venía de Dios II, Desclée De Brouwer, Bilbao, 1995, 49-88; J. S obrino , La fe en Jesucristo, M adrid, 1999, 25-168; G. T heissen y A. M erz , El Jesús histórico, Salam anca, 22000, 523-560; A. T orres Q ueiruga , Repensar la resurrección, M adrid, 2003; N.T. B right , La resurrección del Hijo de Dios, Estella, 2003; H. K essler , Der verborgenen Gott suelten, Paderborn, 2006, 213-236; R. H aight , Jesús, símbolo de Dios, Madrid, 2007, 135-168; N.T. W right , La resurrección del Hijo de Dios, Estella, 2008.

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los cristianos no comenzarían a difundir que Dios había resucitado a Jesús sobre un testimonio femenino, que los desacreditaba ante la opinión pública judía y romana, como muestran las burlas de Cel­ so al respecto, dos siglos después. El escepticismo inicial con que se recogió su testimonio, es también coherente con el desencanto y la dispersión que había comenzado a darse en la comunidad de discípulos. No sabemos con seguridad qué es lo que Jesús les dijo, al anunciarles la pasión, y las referencias a su resurrección podían entenderse fácilmente como la creencia compartida de una resu­ rrección general de los muertos por Dios, como ocurre en el relato de Lázaro (Jn 11,24-27). Que ésta se anticipara en Jesús, mucho más después de su desconcertante muerte y de la sensación de abandono divino que percibieron en él, es lo inesperado y lo nuevo. Lo central de las apariciones está en que Jesús vive y que está con Dios, sin detalles ni testigos sobre cómo y cuándo resucita. Las implicaciones de esta afirmación, que hay una vida tras la muerte y que Jesús está con Dios, se subordinan a la resurrección como confirmación y legitimación de la vida y proyecto de Jesús. Mues­ tran también que hay que releer su pasión con otra clave distinta a la del fracaso de un impostor. Se comunica la otra dimensión de la cruz, en la que Dios no estaba ausente ni le era indiferente, que es lo que intentaban expresar de diversas formas los evangelistas con alusiones y signos (Me 15,39; Mt 27,51-52; Le 23,43; Jn 19,3435), que ahora cobran otro significado. Entienden la resurrección desde el trasfondo de las Escrituras y de su propia antropología psicosomática, unitaria, sin el dualismo de cuerpo v espíritu de la tradición griega. Por eso anuncian que es el Jesús mismo que han conocido el que ha resucitado, aunque afirman que se comporta de una forma diferente a la terrena. Por ello insisten en que no es un fantasma ni un mero espíritu, con referencias a su cuerpo en Lucas y Juan, e incluso con alusiones a que Dios no ha permitido que la muerte dominara sobre él y que viviera la corrupción final (Hch 2,24.27.32; 10,34-37). Esta afirmación responde al anuncio de Dios, por medio de sus ángeles, y a la tumba abierta y sin cadáver que se menciona en las narraciones.

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No es, sin embargo, un hecho histórico, ya que éste se refiere a lo que ocurre a las personas hasta que mueren11. Lo histórico es que los discípulos afirmaron, tras titubear y rechazarlo, que habían tenido experiencias de que Cristo vivía, bien mediante un ángel (interme­ diarios y símbolos de la tradición judía para hablar de Dios, mante­ niendo su misterio y trascendencia) o por experiencias directas de encuentro con el resucitado. Es un acontecimiento que se les impo­ ne, sea cual sea su causa. No es un mero milagro, porque no hay curación ni reanimación de un cadáver. Es algo que les desconcierta, no un acontecimiento esperado, y para lo que no estaban predis­ puestos, como les ocurrió con la pasión, a pesar de la larga prepa­ ración que presentan los evangelios. En el caso de la pasión hay un relato unitario básico, que se refiere a hechos históricos compro­ bables. No ocurre lo mismo en la resurrección, ya que se habla de una experiencia vinculada a la experiencia de que un muerto vive y se les comunica. La creencia sobre encuentros con los difuntos no remite tanto a los sujetos que se manifiestan, cuanto a la experiencia subjetiva, psicológica y emocional de las personas que lo creen. La pregunta no es si los difuntos se manifiestan a los vivos, sino qué es lo que experimentan estos y les lleva a creer en esa comunicación. Aunque haya un núcleo básico subyacente a esas vivencias, todas ellas tienen elementos en los que no es fácil deslindar la leyenda, el mito, las convenciones culturales y las motivaciones religiosas, que les llevaron al convencimiento de que Dios había resucitado a Jesús. Del mismo modo que sólo podemos hablar de Dios humanamente, porque no tenemos otro lenguaje, así también, se expresa, inadecuadamente, una revelación inefable, que se refie­ re a una dimensión trascendente, con un código cultural heredado que es insuficiente. La nueva experiencia, sin parangón anterior, se expresa recurriendo a categorías del Antiguo Testamento y del código cultural semita y griego. Los evangelistas tienen que repre­ sentar lo irrepresentable, la irrupción del Dios trascendente en la inmanencia de la historia, la de un muerto que se comunica a los 11. Pannenberg defiende la historicidad de la resurrección. Cfr.,W. P annenberg , Fundamentos de cristologta, Salam anca, 1974, 122-123.

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vivos. Se apoyan en símbolos, tradiciones y elementos míticos y legendarios propios de la Antigüedad, siendo las Escrituras judías su fuente mayor de inspiración. Por eso, las apariciones de la resu­ rrección no se pueden interpretar como hechos históricos que se deberían comprender literalmente, sino como el esfuerzo de cada autor por hablar de algo que se escapa a las categorías humanas. Con la resurrección ocurre lo mismo que con las representaciones de Dios, que utilizan un lenguaje finito y terreno para expresar algo que les trasciende y que no puede ser conceptualizado. Se habla de una "ser humano transformado”, que se comunica con los discí­ pulos. Esa visión exige una actualización constante a lo largo de la historia, al cambiar la comprensión de la muerte y las expectativas sobre Dios. El escepticismo moderno ante la fe en la resurrección no sólo tiene que ver con el hecho mismo, la pretensión de que no todo acaba con la muerte, sino con la extrañeza cultural que nos produce el código religioso en que se expresan, los conceptos y sím­ bolos que utilizan. La gran discusión está en cuáles fueron las causas o motivos que les llevaron a ese convencimiento personal y colectivo. La fe tradicional, expresada en los párrafos antecedentes, está relativizada por el escepticismo de la modernidad, los programas de desmitificación de la fe y la pérdida de una lectura literal e ingenua de la Biblia. Presentaremos primero cada una de las narraciones evan­ gélicas, intentando resaltar algunos de sus elementos teológicos específicos, así como las propuestas de sentido que expresa cada relato, para luego ofrecer algunas perspectivas de la crítica moder­ na, tal y como se ha formulado en los últimos años. Hay que resal­ tar el significado de ese testimonio convergente, del que surgió una nueva agrupación hebrea, que progresivamente se transformó en iglesia cristiana. Parten de una experiencia, subjetiva y personal, no de un hecho objetivo para todos, desde el que hacen una lectura de la pasión de Jesús y de su vida. Los evangelios no cuentan sin más lo que pasó en la historia de Jesús, sino cómo la comprendie­ ron a la luz de la resurrección. La idea de una identidad oculta, que en Marcos se concreta en el “secreto mesiánico” (Me 3,11-12), se

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manifiesta ahora y les obliga a redactar los hechos de su vida desde su filiación divina, que se les comunica en la resurrección. La pre­ gunta sobre Jesús, ¿Quién decís vosotros que soy yo? (Me 8,29 par), cobra un nuevo significado, una vez que se consuma el proceso de toma de conciencia sobre su identidad. Marcos subrayó que no comprendieron quién era en su vida pública, el único que lo cap­ tó fue el centurión en la cruz, con lo que radicaliza el desconoci­ miento de los discípulos de la identidad de Jesús. Es una revelación divina, escatológica (de final de los tiempos), que pone las bases de una nueva comprensión del mismo Dios y que culmina en las confesiones trinitarias posteriores, que Mateo prepara y anticipa, y que Juan, indirectamente, enmarca en la vida pública de Jesús. Es una revelación nueva que, retrospectivamente, modifica los relatos sobre la vida de Jesús y el contenido del reinado de Dios que Jesús quería construir. De la expectativa del reinado de Dios, núcleo central del mensaje de Jesús, se pasa ahora a la de la segun­ da venida triunfal de Cristo resucitado, que es parte del anuncio de la posterior iglesia. La era final mesiánica anunciada cobra un nuevo significado, desde el cual se elabora toda la tradición judía y se interpretan las Escrituras. El sentido de la vida se clarifica en su muerte, a partir de un acontecimiento que las engloba. El movi­ miento cristiano surge con una dinámica salvadora, liberadora y redentora, que cambia el significado de la pasión y ofrece nuevos contenidos al proyecto de Jesús. No sólo depende de lo que se cuen­ ta sobre la vida de Jesús, que, a su vez, está impregnada por la fe y la teología de los redactores. Hay que remitirse a los testimonios de sus discípulos, que transmiten su convicción de que Dios les ha revelado el destino último v la identidad del crucificado. No es simplemente que su mensaje continúa, con nuevas adiciones y sig­ nificados, sino que se habla de algo que concierne a la persona de Jesús misma. Por eso, la fe en el resucitado se da en el marco de la fe de la Iglesia, de la que dependen los relatos. Es ella, la comu­ nidad, la que crea, en sentido amplio y global, la nueva Escritura, que se convirtió en el fundamento último sobre el que se asienta el desarrollo global del cristianismo.

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3. La narración de Marcos como referencia El punto de partida de Marcos es el enterramiento de Jesús y que un consejero del Sanedrín, José de Arimatea, pide a Pilatos el cuerpo de Jesús, lo recibe, lo envuelve en una sábana y lo entierra (Me 15,42-47). Se habla de una tumba concreta; de un incipiente cuidado del cadáver, siguiendo las exigencias judías; y de que éste no quedara abandonado a la intemperie en las afueras de Jerusa­ lén, en contra de las normas de purificación judías (Dt 21,22-23). Como ocurrió con el Cirineo, hay una progresiva idealización del personaje. Marcos afirma que esperaba el reino de Dios (Me 15,43), a pesar de formar parte del Sanedrín; Mateo que era un discípulo de Jesús, que lo envolvió en una sábana limpia y lo enterró en su propio sepulcro, que estaba nuevo (Mt 27,57-60); Lucas que era un hombre bueno y justo, que no había asentido a la condena de Jesús y que esperaba el reinado de Dios, y que lo enterró en una sepul­ tura en la que nadie había sido enterrado (Le 23,50-53); Juan tam­ bién lo presenta como un secreto discípulo de Jesús. Cuenta que se hizo acompañar por Nicodemo con ungüentos y aromas para embalsamarlo, según la costumbre, en una tumba nueva y no usa­ da (Jn 19,38-42). No hay ninguna tumba común, ni un abandono del cadáver, ni un desconocimiento del sitio donde le han puesto. En Marcos, el relato original de la resurrección (Me 16,1-8) se centra en las mujeres y en su intención de ungir el cadáver, com­ pletando así lo hecho con su sepultura (Me 15,46), teniendo como trasfondo la unción de Jesús en Betania (Me 14,8). La escena cen­ tral es la del ángel (Me 16,5), con la tumba abierta, y su revelación sobre el Nazareno (Me 16,6: “ha sido resucitado (levantado, des­ pertado), no está aquí”). Se subraya que es una acción de Dios, que le ha resucitado y que es el sujeto protagonista, a diferencia de las confesiones posteriores que ponen el acento en el mismo Jesús (“Cristo ha resucitado”). Marcos acaba su evangelio con la indica­ ción de que los discípulos, especialmente Pedro, vayan a Galilea y precedan a las mujeres (Me 16,7), donde podrán verlo. Ellas huye­ ron, porque tenían miedo y no dijeron nada a nadie (Me 16,8). Aquí acaba el relato inicial. Marcos las nombra explícitamente, como a

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Alejandro y Rufo (Me 15,21) al hablar de Simón de Cirene. Se refie­ re a ellas con nombres reales, conocidos para la comunidad, que han sido testigos de su muerte (Me 15,40) y que han estado con él en Galilea, sirviéndole (Me 15,41). Son las que miraban cómo le ponían en la sepultura (Me 15,47), las que compraron aromas para ungir su cadáver (Me 16,1), las que vieron el sepulcro vacío y las que tuvieron el encuentro con el ángel (Me 16,1-8). Hay testigos de todo lo que ha ocurrido, no los discípulos varones sino las mujeres, que anuncian su resurrección a los apóstoles después de haber sido testigos de su muerte. El evangelista subraya la ambigüedad de los discípulos, e indirec­ tamente de las mujeres, que miraban a distancia en la pasión (Me 15,40), huyeron de la tumba sin poder superar el miedo y, en con­ traposición al mandato del ángel (Me 16,7), no dijeron nada a nadie (Me 16,8). Pero por otra parte, Marcos presenta a Jesús en la cena anunciando que los precederá en Galilea (Me 14,28). Así corrige el silencio de las mujeres, fruto del pavor que les produjo una experien­ cia divina en la que se les hablaba de la vida después de la muerte. El encuentro con Dios produce miedo, porque es una experiencia fas­ cinante y tremenda (Ex 20,18-20; Le 1,12-13.29). Es una manera de presentar la resurrección poco apologética, ya que se trata de muje­ res asustadas, acobardadas y, en última instancia, desobedientes. No es extraño que otros testimonios del Nuevo Testamento que hablan del resucitado y sus apariciones omitan a las mujeres, que no enca­ jan en el código sociocultural sobre posibles testigos de un hecho importante. Por eso el relato es verosímil, ya que es plausible que las mujeres asistieran, aunque fuera de lejos, a la crucifixión, que se sintieran movidas a visitar la tumba tras su muerte, y que las autori­ dades romanas y judías fueran más condescendientes con ellas que con los discípulos varones. Aparte de que el hecho aconteciera, la referencia a las mujeres puede leerse también como una narración simbólica con valor teológico. Las mujeres eran no-ciudadanos, per­ sonas de segunda categoría no aptas para desempeñar un papel en el ámbito público. De ahí, la escasa valoración de su testimonio para los discípulos y todavía más para los que no lo eran.

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Dios se manifestó en la vida de Jesús como protector de los pobres, los débiles y los marginados, y ahora, la primera revelación sobre la resurrección se reserva para las mujeres. Hay coherencia en la predilección por las mujeres a la luz de lo que se cuenta en la vida pública. Los últimos serán los primeros y Dios escoge al grupo menos valorado por la sociedad y la comunidad de discípulos para comunicarse. Esta elección es también acorde con el trato de Jesús con las mujeres, ya que formaban parte de sus seguidores. Jesús se relacionaba y hablaba con ellas con libertad y espontaneidad, rompiendo códigos culturales de su época. Además, en su predica­ ción siempre subrayó la igualdad de la mujer v del varón ante Dios y ante las exigencias religiosas. El que esta opción por las mujeres fuera luego silenciada o minusvalorada, como ocurre con Pablo y su lista de apariciones (ICor 15,3-9), fue un anticipo de las dificul­ tades que se dieron en la iglesia primitiva para potenciar el papel de las mujeres en la comunidad. Se tropezaba con el patriarcalismo y el machismo cultural y religioso de la época, que desaconse­ jaba reconocer un valor igual a la mujer12. Marcos es el evangelista que mejor representa la resurrección como una comunicación que apela a la fe de los discípulos. Es una iniciativa divina que exige una respuesta, no un hecho objetivo, verificable. No es tampoco un milagro apologético, sino que es objeto de fe, sin apariciones algunas en su evangelio. Por otra par­ te, la indicación de que lo comuniquen a los discípulos y a Pedro (Me 16,7) supone una legitimación divina de ambos, en contraste con la crudeza del evangelista al relatar su traición. Hay un interés eclesiológico por rehabilitarles, especialmente a Pedro, como luego en el evangelio de Juan. El temor que suscita la revelación divina es también un elemento característico del Antiguo Testamento. La comunicación con Dios da miedo, en la línea del misterio fascinan­ te y tremendo del que habla la fenomenología de la religión, al des­ cribir los encuentros entre la divinidad y el hombre13. Las distintas 12. E. S chüler F iorenza , En memoria de ella, Desclée De B rouw er, Bilbao, 1989; Ju an A. E strada, Para comprender cómo surgió la Iglesia, Estella, 1999,272-279. 13. R. O tto , Lo santo, M adrid, 1980, 53-91; J. G ómez C affarena, El enigma y el misterio, M adrid, 2007, 36-49.

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tradiciones religiosas subrayan las emociones contradictorias que surgen ante experiencias marcadas por el dualismo entre lo divino y lo humano, lo sagrado y lo profano, la conciencia de pecado y la irrupción de la santidad plena. Marcos recoge estos elementos como un rasgo típico de las mujeres, ya que ven a un joven con vestidura blanca, al que no se le llama ángel, que las sobrecoge, las espanta y las hace huir. Tener miedo es inherente al encuentro con el Trascendente. Se prefiere muchas veces a un Dios lejano más que a uno cercano, ya que cuando lo divino entra en la vida de una persona es fácil que la complique. Es posible tener conciencia de una experiencia religiosa, en la que se intuye, piensa o vivencia una inspiración y motivación divina, pero nunca se puede predecir lo que va a ocurrir tras ella. El deseo de Dios es parejo al miedo que suscita el encuentro con él. Sobre todo, con un Dios que contradice las expectativas huma­ nas y complica la vida de los suyos, como le ocurrió a Jesús, que acabó en la cruz y a figuras relevantes judías, como el profeta Jere­ mías (Jr 18,10-11; 20,14-18). La aprehensión instintiva ante Dios, se acrecienta cuando transforma al ser humano y le hace testigo suyo. Dios es peligroso e imprevisible, atrae y también genera deseo de distancia, e incluso de rechazo. En contra de Feuerbach, que piensa que Dios es una creación subjetiva fruto de la orfandad humana, en los relatos cristianos no se pone al servicio de las necesidades narcisistas de cada persona. Por el contrario, las cambia y promue­ ve en ellas la libertad e iniciativas propias, para que se enfrenten a la dureza de la vida. No es tanto un Dios al senicio de los deseos humanos, cuanto una instancia que complica la vida a los que se revela y les envía para vivir un conflictivo proyecto de sentido. En el caso de las mujeres prevaleció el miedo, el temor y el estu­ por. Salieron huyendo sin decir nada a nadie (Me 16,8), aunque la revelación tenía que ser completada por un Jesús que les prece­ día a Galilea, donde le verían, como se les había dicho (Me 16,7). Marcos, que siempre subraya la negatividad e incomprensión de los discípulos ante el mensaje de Jesús, culmina así su evangelio. En el original del evangelio de Marcos no hay más que esto, y los

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versículos de apariciones, con el final de ascensión y exaltación a la derecha de Dios (Me 16,19) son un añadido posterior de algunos códices y falta en otros manuscritos. Una vez que se compusie­ ron los evangelios de Mateo y Lucas, hubo un intento de “comple­ tar” a Marcos, con una somera indicación de apariciones, en línea con los otros evangelios (Me 16,9-20). El esquema de lo añadido es muy somero y claramente marcado por los otros evangelios, ya que cuenta la primera aparición a la Magdalena (Me 16,9-11), alude al relato de los discípulos de Emaús de Lucas (Me 16,12-13), cuenta la aparición y misión universal a los once (Me 16,14-17.20), y con­ cluye que fue levantado a los cielos y sentado a la derecha del Padre (Me 16,19), combinando así ascensión y exaltación. No sabemos con certeza si la actual versión del evangelio se compuso así, sin apariciones ningunas, como asumen la mayoría de los especialis­ tas, o si había otro final original que se perdió, lo cual ofreció la ocasión para que copistas posteriores añadieran la versión de Me 16,9-20, que todos aceptan como no suya14. Del mismo modo que la sobria narración de la pasión generó resistencias, porque subrayaba el abandono divino de Jesús y su conmoción por la no-intervención divina, así también el relato de la resurrección dejó perplejo a las comunidades. No cuenta ninguna aparición del resucitado, hace de las mujeres las únicas protagonis­ tas de la resurrección y las deja en mal lugar, subrayando el con­ traste entre el mandato del ángel y su proceder. La sobriedad y el espíritu crítico de la narración de Marcos, tal y como está, sin espe­ cular sobre posibles finales perdidos que no conocemos, no cuenta ninguna aparición y deja abierta la pregunta sobre la tumba abierta y la revelación divina de que el crucificado no está allí. Su evangelio comienza y concluye con una teofanía, la del bautismo y la tumba, 14. Los códices Sinaítico y Vaticano, del siglo II, acaban en Me 16,8, m ientras que los del siglo V, encabezados por el Alejandrino, y la m ayoría de los posterio­ res ya tienen el final alargado de Me 16,9-20, aunque algunos m anuscritos lo presentan con señales e interrogantes, como pasaje dudoso. El final añadido, que tiene paralelism os y alusiones a cosas que se dicen en los otros evangelios, pudo ser un relato independiente que se añadió no sabem os cuando ni por quién. Cfr., N. T. B rig ht, La resurrección del Hijo de Dios, Estella, 2008, 753756.

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que deja en segundo plano a unos discípulos incrédulos y timo­ ratos, representados por unas mujeres, que tienen que comunicar a los otros que Jesús ha sido resucitado, añadiendo que no han cumplido esa misión. No hay ninguna prueba de la resurrección, ni siquiera una aparición explícita del resucitado. La muerte sigue siendo una pregunta y un misterio irresolvible para el hombre, y la afirmación de que no acaba todo con ella se basa en una experien­ cia de fe. Esta incertidumbre explica la necesidad que sintieron los lectores del evangelio de completarla con nuevos datos (Me 16,919), corrigiendo la dureza de Marcos para con los seguidores de Jesús, que tendrían que esperarle en Galilea (Me 16,7-8). La sen­ sación de un evangelio inacabado, que además dejaba mal a los discípulos, como en el relato de la pasión, hizo que se añadiera un epílogo que resolviera esa incomodidad. Sus carencias, vistas desde la perspectiva de los otros evangelios posteriores, son un signo de fidelidad a la tradición. Por otro lado, la necesidad de apariciones, confirmatorias de la comunicación divina, responde a la exigencia humana de seguridades. No les basta el signo de la tumba abierta y el mensaje angélico. Necesitan explicaciones complementarias que den más argumentos para creer en las apariciones. La crudeza de Marcos estriba en concluir su relato sin estos añadidos. Este relato, tal y como está, plantea cuestiones teológicas incó­ modas. Marcos acaba la pasión con el grito de Jesús que siente que Dios lo ha abandonado y la deserción masiva de los discípulos. Ahora hay una teofanía, mediante el joven vestido con una túnica blanca, a la que responden las mujeres, sin que se mencione que los discípulos fueran luego a Galilea para encontrarse con Jesús. Marcos presenta un discipulado incoherente, falto de fe y lleno de miedo, en línea con lo que ha desarrollado en la vida pública. La comunidad de discípulos simboliza a la futura Iglesia, porque apa­ rece bajo el signo de su lejanía a Jesús y falla en el momento de la resurrección. La historia del cristianismo histórico es también la de las constantes traiciones de los discípulos de Jesús, fallando en momentos claves, aunque sigan siendo sus seguidores. El ideal de una iglesia santa, porque en ella está el Espíritu de Dios, hay

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que completarla con la comunidad pecadora, que no responde, o lo hace inadecuadamente, al mismo anuncio de la resurrección. Aceptar una comunidad discipular inconsecuente y, muchas veces, lejana al testimonio de Jesús forma parte de una fe cristiana madu­ ra y adulta. El amor a la Iglesia no pasa por silenciar sus fallos y anti testimonio, cosa que nunca hace Marcos con su visión realista de los discípulos. Marcos refuerza lo inesperado e insólito del anuncio de la resu­ rrección, como antes la traición de los discípulos, a pesar de que esos rasgos van en contra de la tendencia idealizadora, que cobra fuerza tras la resurrección. La fe en la resurrección surgió a pesar de la cruz, no como algo anterior a ella, a pesar de los intentos de con­ vencerlos al respecto. Y esto sólo, si las predicciones de la pasión, que incluyen la resurrección, remiten en su totalidad a Jesús, sin añadiduras posteriores (Me 8,31; 9,31; 10.34). Una cosa es afirmar que Dios resucita a los muertos, como defendía una parte conside­ rable de la tradición judía. Otra que esa resurrección ya se había dado, concretamente, en una persona, en un intervalo muy peque­ ño tras su muerte y después de haber sido condenado por blasfe­ mo. Jesús no fue, simplemente, un mártir que murió por su fideli­ dad a Dios, como Juan el Bautista, sino que anticipa la expectativa hebrea de una resurrección general de los muertos. Los textos del Nuevo Testamento interpretan el acontecimiento con categorías de novedad última, de realidad que avisa del final de los tiempos, de nueva creación, etc. Por eso, la creencia vetero testamentaria cam­ bia de significado. No es sólo que en Jesús se concrete una expecta­ tiva anterior, que ahora se cumple, sino que hay un acontecimiento nuevo, que desborda la esperanza del Antiguo Testamento, cambia la imagen de Dios y ofrece una nueva clave hermenéutica para asu­ mir la esperanza judía. La paradoja está en que el anuncio de la resurrección se hace desde la culminación del fracaso que implica la cruz. El Dios que resucita es el que no intervino en los acontecimientos históricos, con lo que el mal en el mundo sigue subsistiendo. Otros evange­ listas hablan también de las huellas de la cruz en el resucitado,

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mostrando que los efectos del pasado no han desaparecido. Ya hay esperanza, en cuanto que la muerte no es lo último. Pero también, desesperanza para los que creen que interviene en la historia, pro­ tege a los suyos y retribuye en ella, según la conducta de cada uno. El utilitarismo del que busca favores divinos, a cambio de sacrifi­ cios, promesas y devociones, tiene que sentirse defraudado. Dios está con el que muere luchando por la justicia y los más débiles, pero la historia sigue siendo obra del agente humano, sin que Dios intervenga. Es una buena y una mala noticia, según las expectati­ vas, y lleva a preguntarse si merece la pena creer en un Dios que no salva de la muerte a los suyos, aunque se afirme que está con ellos. La imagen de los discípulos, llenos de miedo y desconcertados ante la revelación divina, es más creíble que la que ofrecen otros rela­ tos evangélicos. La pregunta sobre el sentido último, a la luz de la injusticia y del triunfo del mal sobre el bien, forma parte de la condición humana. El ansia de Dios enraíza en esta lucha última por un sentido, siempre cuestionado por el mal, al cual responde ahora el anuncio de que ha resucitado. Esta es la forma cristiana de afirmar a Dios en la muerte como en la vida, que cristaliza en un postulado concreto, desde el que se arroja luz sobre lo acontecido en su historia. Pero el fundamento de la fe es también objeto de fe, representado por el ángel y el simbolismo de que va no está en la tumba. Marcos se centra en el contraste entre tumba vacía y revela­ ción de Dios a las mujeres, que pone en segundo plano a los discí­ pulos. La noticia de que Jesús ha resucitado, sin más apariciones explicativas y confirmatorias, deja al descubierto el doble núcleo de la comunicación divina. Por un lado, es una respuesta al grito de abandono de Jesús y al silencio en la cruz. Indica que Dios no permaneció neutral e indiferente y legitima al crucificado, respal­ dado ahora por la intervención del Altísimo. Afirmar a un Dios que está con los que luchan por la justicia y contra el mal, sin luchar contra la libertad humana es parte de la provocación del cristianis­ mo. Ocurren muchas cosas, como la crucifixión, que Dios no las quiere, ya que su plan respeta la libertad, incluso cuando se utiliza

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en contra de sus enviados. El ser humano es la criatura que puede decirle a Dios y al otro que no, como en el Génesis. Pero no todo lo que ocurre es voluntad de Dios y muchos sucesos no los quiere. El respeto a la libertad v autonomía de la persona forma parte del plan de la creación y también de la salvación. Hay que asumir, por tanto, la soledad del ser humano en la historia, la dinámica cainita de que el hombre es, a veces, el lobo del hombre y que la religión no puede proteger de la mano homicida y, a veces, incluso la motiva. Por eso, la resurrección es una buena noticia, pero deja al descu­ bierto las huellas del crucificado en el resucitado, como se muestra en Lucas (Le 24,40) y Juan (Jn 20,27). Lo negativo de la experiencia vivida no se niega ni se suprime. La condición del hombre sólo pue­ de abrirse a la experiencia trágica, que, según Camus, caracteriza al cristianismo. Hay que insistir en que la cruz fue un mal, que no era algo que Dios deseara, sino que fue consecuencia histórica de la libertad de sus enemigos. La resurrección no revaloriza el sufri­ miento como si fuera un bien querido o exigido por Dios. Dios le salva a pesar de y desde la cruz, pero no a causa de ella, como si su voluntad salvadora estuviera subordinada a que Jesús sufriera15. El énfasis está en clarificar el papel de Dios, la suerte de Cris­ to y el significado de su vida y muerte. Surge también, aunque en segundo plano, la pregunta por la otra vida. Se desabsolutiza la muerte, que ya no es lo último, y adquiere caracteres de tránsito. La angustia del hombre ante la nada última de todo proyecto, abo­ cado al olvido al desaparecer la persona, encuentran una respues­ ta. Jesús está con Dios, que lo asume e integra. Lo humano forma parte de lo divino y la vuelta a la naturaleza, de la que provenimos, se completa con el retomo a Dios, origen último de todo lo que existe desde la perspectiva de la creación. Sería la culminación de la filiación del Hijo del hombre, que ahora pasa a ser plenamente Hijo de Dios. Provenimos, en última instancia, de la acción creado­ ra de Dios y a él retornamos con la muerte. Es posible la esperanza y la fe está en confiar en el Dios que reveló Jesús, desde la adhesión 15. Juan A. E strada, "La resurrección: la vida de Jesús sigue adelante”, en El pro­ yecto de Jesús, Salam anca, '2004, 81-98.

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a su proyecto de vida. Pero se trata de una experiencia de Dios, que se comunica sin que podamos tener certezas empíricas. No hay pruebas en lo que concierne a la trascendencia de Dios, aunque el deseo de un más allá trascendente acompañe al ser humano. El deseo de eternidad es inherente a la condición humana y uno de los elementos sobre los que se basa la fe religiosa. La crítica moder­ na atea al cristianismo subraya la complementariedad y plenitud que supondría la existencia de Dios porque corresponde a nece­ sidades y ansias humanas muy profundas. Por eso, sospechan de esa fe en Dios y la ven como una mera ilusión, como un placebo de sentido16. Pero si la resurrección es real, entonces es que la vida y la muerte tienen un sentido último, al que apuntan las dinámicas más profundas del hombre. Y permanece la pregunta sobre si se tiene razón, al sospechar de esa fe y cuestionar la validez del ansia humana, que sería la causa de inventar a Dios, o si más bien, acier­ tan los que se dejan fascinar por la vida, muerte y resurrección de Jesús, como la clave que da sentido a la vida y a la muerte. 4. La apologética del evangelio de Mateo Mateo y Lucas se inspiran en el evangelio de Marcos y lo reto­ can para quitarle elementos de ambigüedad, como hicieron con la pasión. Por un lado, con apariciones del resucitado, que interpretan de forma realista. Por otro, con un claro sentido apologético para responder a las críticas de los judíos y a preguntas de los mismos cristianos. Los exegetas discuten las fuentes en que se inspiraron para los relatos de apariciones, que no existían en el primer evan­ gelio, así como los elementos propios de cada uno, que especifican sus intereses teológicos. Las apariciones clarifican la tumba vacía y sirven de plataforma para la misión que Jesús da a sus discípulos, marcada por la comprensión de la Iglesia que tienen los redactores. 16. L a fe salva, luego m ien te. D ios es d e m a sia d o d eseab le p a ra s e r v e rd a d y la

relig ió n d e m a sia d o re c o n fo rta b le p a ra s e r creíb le. L as ex p erien cias lím ites a p u n ta n al m iste rio d e la v id a h u m a n a , p ero m ás q ue a D ios, m u e stra n la sed c o n stitu tiv a del h o m b re. Cfr., A. C o m te-S p o n v ille, El alma del ateísmo, B arce­ lo n a, 2006, 135-138; 169-173;

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En el relato de Mateo, de la misma forma que en la pasión, hay señales cósmicas, que expresan el significado de su muerte. En su relato (Mt 28,1-20) hay un gran terremoto (Mt 28,2), un ángel que desciende del cielo y remueve la piedra del sepulcro, y elementos que realzan su majestad, como la vestidura blanca y su aspecto de relámpago (Mt 28,2-3). Repite Mateo la alusión a la pasión, en la que un temblor de tierra y señales celestiales anuncian la muerte de Jesús, al que sigue el anuncio de que muchos santos resucita­ ron de los sepulcros después de su resurrección (Mt 27,52-53). Los terremotos son señales en la pasión y en la resurrección, esta vez con un ángel resplandeciente que acentúa el sentido apocalíptico final de la escena. Es posible que estas alusiones recojan alusio­ nes de las Escrituras (Ez 37,12-13; Is 26,19; Dn 12,2), con las que Mateo expresa que ha comenzado la época anunciada y esperada por el pueblo judío. Si en Marcos se dice que las mujeres tuvieron miedo, ahora son los guardias, que en su evangelio guardan la tumba, los que tiem­ blan y se quedan como muertos (Mt 28,4). A esto añade unos ver­ sículos que completan su apología contra los judíos: comunicaron a los sacerdotes lo ocurrido, se dejaron comprar (como Judas) y esparcieron el rumor de que los discípulos habían robado el cadá­ ver. Y apostilla que esta noticia se divulgó entre los judíos hasta hoy (Mt 28,11-15), respondiendo así a una acusación vigente. Ya en la pasión indicó que se pusieron guardias en la tumba, porque los judíos decían que iba a resucitar al tercer día y que iban a robar su cadáver para difundir ese engaño (Mt 27,64,28,6), como se había predicho también en la vida pública (Mt 16,21 )17. Mateo siempre juega con el contraste entre las intrigas sacerdotales y la esponta­ neidad e ingenuidad de los personajes que revelan al mesías, tanto en el relato de la infancia como en el de la resurrección. La victoria divina se manifiesta en la resurrección, haciendo a los guardias tes­ tigos obligados de ella, pero sin que visualicen la resurrección mis­ 17. En el siglo II, Justino se refiere todavía a la acusación judía de que la resurrec­ ción era una im postura cristiana, porque habían robado el cadáver (Justino, Diálogo con Trifón, 108,2).

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ma, al contrario que en el evangelio apócrifo de Pedro. Este relato apologético, aunque sea creación del evangelista, muestra que el problema del cuerpo y la tumba jugó un papel en la polémica intra cristiana y con los judíos. Los adversarios que presenta son teológi­ cos, los representantes del Israel oficial, y no personajes concretos. Este acontecimiento se escenifica también con el relato final de la misión a los discípulos (Mt 28,16-20), desde el trasfondo del mesías (Sal 2; 72; 89) y del Hijo del hombre (Dn 7,14). El contraste entre el Israel oficial, que sigue conspirando contra el resucitado, y el discipulado, embrión de la naciente Iglesia, recuerda la reflexión de Pablo contra el engreimiento judío, por su historia de alianza. Dios que puede sacar hijos de Abrahán de las piedras (Rm 15,4-9) les llama a la misión universal (Mt 28,19) y hace del cristianismo una religión mundial contra el particularismo judío. Si antes se enfatizó el poder de atar y desatar (Mt 18,17-18), ahora se subra­ ya la misión, consecuencia de la presencia del resucitado. Por la misión, se deja de ser un grupo judío estricto (Mt 10,5-6; 18,17) y se cumple lo que se anunciaba con los magos en el relato del naci­ miento (Mt 2,11-23), lo que predijo el mismo Jesús (Mt 21,43) y lo que afirmó el soldado en la cruz (Mt 27,54). Hay contraste entre el Israel oficial, que sigue conspirando contra el resucitado, y el dis­ cipulado, embrión de la naciente Iglesia primitiva. La tendencia de todas las religiones es absolutizarse, estableciendo una asimetría de superioridad sobre las otras y reivindicando el monopolio de la salvación. Aquí se desautoriza a Israel y se recuerda que a Dios no lo posee nadie, tampoco el pueblo hebreo. La resurrección es también un aviso indirecto para la Iglesia judeo cristiana de Mateo. Lo novedoso es el envío a todas las gentes (Mt 28,19), en contra de la misión anterior, sólo para Israel (Mt 10,5-7; 15,24). Se les ha dado poder en el cielo y tierra (Mt 28,18) y “estará con ellos hasta el final de los tiempos” (Mt 28,20). Así amplían la fuerza que Jesús les dio al enriarlos a Israel (Mt 10,1). Esta misión universal señala la culminación del crecimiento de Jesús, desde afirmaciones restric­ tivas (Mt 15,27-28) a la progresiva apertura universal, que incluye a los paganos y la superación de toda connotación nacionalista, a las

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que ya apuntaba en su vida pública (Mt 8,11; 10,18). Jesús, que sal­ varía al pueblo de sus pecados (Mt 1,21), envía ahora como Cristo a todos los pueblos (Mt 28,19) y se establece una nueva alianza entre Dios y el ser humano, siendo el resucitado el mediador de Yahvé. El cambio de Israel a la Iglesia se escenifica en la resurrección, que culmina las intervenciones de Dios. Históricamente, el paso de los judíos a los paganos es el resultado de un largo y complicado proce­ so, como escenifica Lucas en los Hechos (Hch 10,44-48; 11,17-18.2122; 15,l-5)18 y resalta Pablo (Gal 1,6-9; 2,2). No se debe a que lo tuvieran claro los discípulos desde la resurrección. Mateo es tardío y refleja ya la ruptura entre la Sinagoga y la Iglesia. Se abre a todos el mensaje de Jesús, enfatizando que se hace presente en una relación interpersonal abierta a todos los hombres. La tradición posterior puso el énfasis en reivindicar la superioridad del cristianismo sobre las otras religiones, ya que fuera de la Iglesia no hay salvación. Pero es un anacronismo poner ahí el acento del evangelista, que se mueve sólo en el ámbito del imperio romano y quiere subrayar la validez de la misión a los no judíos. Jesús radicalizó y desautorizó la ley reli­ giosa, y hace ahora lo mismo con Israel como comunidad. Es la pre­ sencia de Cristo resucitado la que da valor a la Iglesia, que no pue­ de auto divinizarse por sí misma. La solidaridad con los pecadores cobra ahora una nueva dimensión, ya que Cristo pasa a los paganos, que eran vistos como personas de segunda categoría. Esta escenografía, sin paralelos en el Nuevo Testamento, se completa con el relato de la ida de las mujeres a la tumba, el ama­ necer del día primero, pasado el sábado (Mt 28,1). Remite a la afir­ mación de Jesús de que el único signo que se dará, es que el hijo del hombre estará en la tierra tres días y noches como Jonás (Mt 12,39-40). Escenas del Antiguo Testamento sirven de inspiración para contar la resurrección, dándoles otro significado. La caren­ cia de datos históricos suficientes sobre el cómo de la resurrec­ ción se suple con testimonios de las Escrituras. El ángel del Señor, así nombrado por Mateo (Mt 28,2) pero no por Marcos (Me 16,5), 18. R em ito al estudio de G. Haya P rats, Impulsados por el Espíritu, Salam anca, 2012

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tranquiliza a las mujeres tras el terremoto. Les cuenta que el cru­ cificado ha resucitado y les dice que vean el sitio donde fue puesto (Mt 28,5-7), resaltando la tumba vacía. Se repite el relato de Mar­ cos sobre ir a Galilea y anunciarlo a los otros discípulos (Mt 28,57), pero, como hizo en la pasión, también ahora mejora su respues­ ta, ya que las mujeres parten con temor, pero con gran gozo (Mt 28,8). Además, se postran ante Jesús que se les aparece y les repite que vayan a Galilea (Mt 28,9-10) y lo digan a "sus hermanos” (Mt 28,10; cfr., Mt 12,49-50). La idea de “postrarse” ante Jesús es carac­ terística de Mateo en pasajes en los que realza su poder mesiánico (Mt 2,2.8.11; 8,2; 9,18; 14,33; 15,25; 20,20; 28,17), pero apenas se encuentra en Marcos (Me 5,16; 15,19) o en Lucas (Le 24,52). Concluye el evangelio con un breve sumario, en el que los discí­ pulos van al monte que se les había indicado, aunque en su evan­ gelio nunca menciona esa indicación de lugar. Allí, los discípulos le ven y se postran, aunque algunos vacilaban (Mt 28,17-18), mostran­ do así que la aparición no es unívoca y que aquel al que reconocen es Jesús, pero diferente. La tensión entre reconocimiento y dudas también se da en el cuarto evangelio, subrayando indirectamente que afirmar la resurrección es una proposición de fe, no una mera constatación empírica. Y de nuevo esas dudas apuntan, verosímil­ mente, a un hecho histórico, ya que contradicen la apologética cris­ tiana. La tendencia idealista de Mateo respecto de los discípulos, que se da a lo largo de la vida pública y de la pasión, contrasta con estas vacilaciones, que sin duda tienen base histórica. Por eso las narra, a pesar de que van contra sus idealizaciones. No hay, ningu­ na alusión a la ascensión ni a Pentecostés, sólo a un Cristo resucita­ do y exaltado (Mt 28,17-18), siempre presente, el "Enmanuel”, Dios con nosotros (Mt 1,23). No hay despedida, ni ascenso al cielo. El resucitado es ya el Cristo triunfante. Mateo quiere subrayar la pre­ sencia permanente de Cristo resucitado en medio de la comunidad, en la que estará hasta el final de los tiempos. Por eso omite toda alusión a la ascensión o a Pentecostés, como alternativa a su ida. No se marcha, permanece y la glorificación o exaltación a la dere­ cha de Dios es lo que sustituye a la idea de la Ascensión. No hay

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ascensión, sino que se subraya la presencia de Cristo resucitado con los suyos y el mandato misional, en el que se incluye una nue­ va visión de Dios, a pesar de su respeto por la tradición. Mateo no conoce la tradición que presenta la resurrección como un ascenso, como ocurre en Lucas. Habla de un resucitado que ya está exaltado y puesto junto a Dios. Se comunica a los discípulos para que prosi­ gan el proyecto del reino que él inició, y que ahora cobra un nuevo significado desde el trasfondo de su glorificación. Lo específico del relato de Mateo está en el énfasis en la comu­ nidad como lugar de la presencia del resucitado, que sustituye a los “lugares" tradicionales de la tradición judía, ya que el templo ha perdido su valor salvador. Los templos son innecesarios (Jn 4,2126; Hch 7,48-49) porque Dios se hace presente en una comunidad (Mt 18,20; 28,20). Se sacraliza la relación discipular porque Cristo está con ellos hasta la consumación del mundo. Ya no hay un lugar sagrado, sino un espacio interpersonal en el que Dios se actualiza. La alusión trinitaria al Espíritu (Mt 28,19) es novedosa y correspon­ de al desarrollo teológico posterior a la resurrección. A partir de ella comienza el proceso de replanteamiento del monoteísmo judío que se busca integrar con la filiación divina de Jesús y la presencia per­ sonal de Dios en la iglesia y en las personas. Pablo también identifi­ ca al resucitado con el espíritu (2 Co 3,17) y hace de la comunidad el cuerpo de Cristo y el lugar del Espíritu (ICo 12,12-14), como Lucas (Hch 2,1-4). Son textos convergentes que llevan a una reestructura­ ción de la comunidad discipular, convertida en Iglesia. La comuni­ dad es una fraternidad de personas, que se distinguen por su forma de relacionarse y de comportarse socialmente. Por eso no necesitan un templo que les congregue ya que viven la fe en el ámbito cotidia­ no y Dios se hace presente en ellos por su forma de vida. Luego, cuando el cristianismo se convirtió en la religión oficial del imperio, se llamó iglesia a los edificios, mientras que el sentido comunitario se debilitó, para acabar identificando iglesia, templo y clero. Y con ello pasó a segundo plano la idea de la presencia del resucitado en una comunidad de personas y que el Espíritu es el que guía a la Iglesia. El Espíritu no se somete a la Iglesia, sino que

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la desborda (Hch 10,28-34.44-45), y no hay Iglesia sin la presencia del resucitado mediante el Espíritu. El Dios entregado en manos del hombre, ofrece una identidad nueva a una comunidad trans­ formada. Esta es la base del proceso que lleva del discipulado a la iglesia. La nueva iniciativa de Cristo los unifica y les manda testi­ moniar esa presencia divina. Luego, la teología medieval habla del cuerpo eucarístico de Cristo y su cuerpo místico, eclesial, para vin­ cular simbólicamente a los cristianos con el resucitado, presente en su iglesia. Mateo fusiona la cristología nueva con la incipiente eclesiología, la promesa de permanencia con el mandato de misión19, su último legado. Pero el universalismo final está ya prenunciado e ilumina, retrospectivamente, todo el evangelio. La comunidad del resucitado vive su identidad desde el impe­ rativo de la misión y la universalidad se concreta en la orden de bautizar en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu (Mt 28,19), incipiente fórmula trinitaria que presupone una cristología desa­ rrollada, aunque ya preparada en textos cristianos anteriores (2 Co 13,13; Ga 4,4-7). La exhortación de bautizar a todos y la refe­ rencia al Espíritu Santo (Mt 28,19) dan un nuevo sentido al bautis­ mo de Jesús, que ahora llega a su culmen. Mateo ha sido siempre el evangelista doctrinal, con grandes enseñanzas de Jesús. Siem­ pre subrayó su autoridad respecto de las grandes personalidades bíblicas, en contra de los escribas (Mt 5,20; 23,1-13). Su evangelio viene a consumar la ley y los profetas (Mt 5,17-19). El doble man­ damiento de bautizar y enseñar marca una correspondencia entre lo que Jesús hizo y la tarea de los discípulos, tras la resurrección. Y se habla del Cristo exaltado, triunfante, al que se la ha dado todo poder en el cielo y la tierra (Mt 28,18) y que estará siempre con ellos hasta la consumación del mundo (Mt 28,20). Cristo, en medio de ellos, confirma su presencia espiritual en la comunidad (Mt 18,18-20), cuando comienza la misión universal (Mt 28,19). Es una formulación que presupone el desarrollo teológico e histórico 19. Hay que leer este pasaje desde el trasfondo de la teología de la alianza. Cfr., H. F rankemólle , Jahwebund und Kirche Chrísti, Miinster, 1973, 40-84. También, W. T rilling , Das wahre Israel, Leipzig, 1962, 6-36.

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que ha llevado a la separación entre el cristianismo y la sinagoga judía. Mateo es el único evangelista que menciona el concepto de iglesia y el que la vincula a un mandato que facilita la teología tri­ nitaria. No es Jesús quien fundó la Iglesia, sino la comunidad de discípulos. La Iglesia es el resultado de un proceso trinitario, en el que convergen creación, salvación, filiación divina y don del Espí­ ritu. La comunidad de discípulos no tenía todavía la concepción de Dios propia de la resurrección. En este relato llama la atención el limitado peso de las Escritu­ ras, en contraste con el resto del evangelio. La resurrección de una persona concreta en un contexto en el que prosigue el curso de la historia, no encaja en la expectativa general de Israel para el final de los tiempos. Por eso no es posible la proliferación de citas a las que acostumbra Mateo. Por otra parte, la construcción de Mateo corresponde a la de su infancia, mostrando a Jesús como el mesías esperado, contra el que se alian el poder religioso y el político, tan­ to en la infancia, como en la cruz y en la resurrección. En la anti­ güedad, la religión no era nunca un asunto privado y el mensaje religioso tenía consecuencias sociales, económicas y políticas, en contra de los que quieren privatizarla. Mateo subraya la contrapo­ sición entre el evangelio y los poderes de este mundo, el político y el religioso. A pesar de la importancia que concede a la ley religiosa y sus tradiciones, no vacila en hacer de las relaciones interperso­ nales la clave para identificarse con Jesús y la que determina el juicio final (Mt 25,31-46). Presenta la resurrección, vinculándola a la expectativa del Cristo con poder, que está con los suyos hasta la consumación del mundo. El acento no está en el más allá, sino en el más acá, en una forma de vida coherente con la enseñanza de su evangelio. La resurrección no es un hecho empírico comprobable, porque alude a la dimensión después de la muerte y se escapa a la ciencia y a la razón, basadas en hechos históricos. Pero sí es evaluable el comportamiento de las personas que creen en el resucita­ do, porque se puede cuestionar la capacidad del cristianismo para generar hondura, libertad y creatividad, como también sus patolo­ gías a lo largo de la historia.

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La resurrección y exaltación de Cristo les permitió superar la crisis de la pasión y la posterior, cuando toman conciencia de que la esperada venida de Cristo triunfante se aplaza indefinidamente. El Cristo triunfante que les envía es el de una cristología evolucio­ nada, en la que no sólo está con Dios sino que forma parte de él. Las señales cósmicas muestran que ha comenzado una nueva eta­ pa para Israel y la humanidad, en la que la vida y muerte de Jesús es la nueva clave. Toda la perspectiva del Antiguo Testamento que­ da modificada por la nueva revelación que subyace a la cruz y a la resurrección. Por eso se postran ante él (Mt 28,9.17) y vacilan tam­ bién, porque le tributan un honor reservado a Dios en la tradición judía. El mensaje del evangelio es que para encontrar a Dios hay que pasar por la mediación del Hijo, que encarna la nueva alianza con Israel y la humanidad. A la imagen del Dios padre creador y del Señor de la historia, propia del judaismo, hay que añadir ahora la del Hijo exaltado y presente, vinculado al Espíritu. Ya no hay un acceso inmediato a Dios, sino que el Hijo es el mediador para refe­ rirse a él, como se escenifica en las oraciones litúrgicas. Al mismo tiempo, el Espíritu hace presente a Dios en la inmanencia. Desde la subjetividad interna del ser humano, motiva e inspira la libertad personal, agudizando el ansia de Dios propio de la persona. 5. La identidad del resucitado en Lucas Lucas tiene otros motivos e intereses teológicos que escenifica en su relato ampliado de la resurrección (Le 24.1-53)20. El centro de las apariciones no es Galilea, como en Marcos y Mateo, sino Jerusalén, en el que se reúnen para esperar los acontecimientos finales que señalarían la llegada plena del reinado de Dios (Le 24,47-49.52; Hch 1,4.6-7). Por eso buscan completar al grupo de los doce, que simboliza al nuevo Israel (Hch 1,25), para que se consume la expec­ tativa del reino (Hch 1,6). La conciencia de que con la resurrección ya ha comenzado el final de los tiempos está vinculada a la expe­ riencia compartida del Espíritu y al don de lenguas, profetizado en 20. H. C onzelm ann, El centro del tiempo, M adrid, 1974.

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las escrituras (J1 3,1-5; Ez 36,26-27; 39,29 cfr., Hch 2,4.11.17; 10,46; 19,6; 1 Cor 12,30; 14,23). Esta expectativa renovada fue decisiva para superar la crisis de la pasión y el punto de partida para el nue­ vo intento de convertir a Israel (Hch 2,36-40). Resurrección y dona­ ción del Espíritu están vinculadas, aunque el evangelista las separe cronológicamente, y expresan la conciencia que tienen del comien­ zo del final de los tiempos21. Lucas comienza y acaba la historia de Jesús con la referencia al Espíritu, y la unción del bautismo cobra ahora un significado nuevo. Además, distingue entre resurrección y ascensión, que sepa­ ra por un lapso de cuarenta días, inspirándose en los cuarenta años de Israel en el desierto y en los días en que Abrahán entró en contacto con Dios (Hch 1,3). El simbolismo de los cuarenta días (Hch 1,2-4), aunque en su evangelio todo sucede el mismo día (Le 24,1.9.13.33.36.50), le sirve para establecer una cronología de la salvación. Se inspira en el éxodo, en el Sinaí y en las tentacio­ nes del desierto (Le 4,2). No es un tiempo material, cronológico, sino simbólico y teológico (el del encuentro del hombre con Dios) que le sirve para establecer las etapas de la salvación (resurrec­ ción, ascensión, pentecostés), a diferencia de los otros evangelistas. Estos hablan sólo de resurrección (Marcos); de la glorificación de Jesús, sin ascensión (Mateo); y de resurrección, exaltación y dona­ ción del espíritu, en el evangelio de Juan. Presenta a varias mujeres, nombrando a tres de ellas, que están perplejas ante la tumba vacía. También habla de dos ángeles, con vestiduras deslumbrantes, que las aterrorizan (Le 24,4-5) y les anuncian la resurrección, después de reñirlas porque buscaban entre los muertos al viviente (Le 24,5). Los ángeles recuerdan los anuncios sobre el nacimiento de Jesús y ellas lo comunican al resto de los discípulos (Le 24,5-9). En la infancia de Lucas, también los ángeles anuncian el nacimiento del Bautista a Zacarías, que reac­ ciona con miedo y desconcierto (Le 1,11-12), como las mujeres en la resurrección (Le 24,5). El anuncio les parece un desatino a los 21. G. L ohfink , "Der Ablauf der Osterereignisse und die Anfange der Urgemeinde": Theologische Quartalschrift 160 (1980), 162-176.

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apóstoles (Le 24,11). Este contraste entre la manifestación divina, por medio del ángel, y la incrédula reacción humana forma parte de las teofanías o revelaciones divinas. Los discípulos no les creen, pero Pedro va al sepulcro y se maravilla al ver los lienzos (Le 24,1012). No hay ninguna aparición a las mujeres, como tampoco en el evangelio de Juan. A continuación introduce una historia propia y de gran con­ tenido simbólico, la de los discípulos de Emaús, a quienes se les aparece un Jesús que no reconocen (Le 24,16). Le cuentan su his­ toria sobre un profeta poderoso, del que esperaban la redención de Israel, que había sido crucificado hace tres días (Le 24,19-21). Le refieren también la visión de las mujeres, que les había deja­ do estupefactos, y que algunos fueron al sepulcro sin ver nada (Le 24,22-24). Jesús les replica que no han sabido creer lo que dijeron los profetas v les aclara que todo estaba predicho en las Escrituras (Le 24,25-27). La insistencia en que no han sabido comprender y que han olvidado las enseñanzas de Jesús es central en el evangelio lucano (Le 24,45-46), aunque encajaría mejoren el de Mateo, siem­ pre preocupado por los anuncios de las Escrituras. Finalmente, Jesús se queda con ellos y al partir el pan se les abrieron los ojos y lo reconocieron, mientras que desaparecía (Le 24,30-32). La expe­ riencia sensorial no les lleva a reconocerlo, sino una comunicación personal. Jesús se pone a caminar y les acompaña en un proceso, que culmina en una nueva comprensión del seguimiento del resu­ citado. Este no les desplaza ni los controla, sino que les potencia al abrirles nuevos horizontes. La ausencia del resucitado, a la que apunta la ascensión de Lucas, se suple con la mediación del Espíri­ tu, pero les cambian sus palabras v el contacto con él. Se pone el acento en la relación interpersonal, en una vivencia compartida de la que surge el nuevo sentido de lo sucedido. Nietzsche pone el acento en los "instantes” anticipados de eternidad, que dan sentido a la vida, como nueva forma de postular el "carpe diem”, el vivir el presente, el ahora. En los evangelios, el sentido surge de la relación interpersonal, que genera comunión y capacita para un proyecto. Hay experiencias que no se olvidan, que perduran en el

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tiempo, que han sido decisivas. El encuentro con Cristo es limitado, sin embargo, hay encuentros “eternos”, porque experimentan una plenitud que, aunque sea singular, remite a lo que ya han experi­ mentado y les abre al futuro. La eternidad en la historia es vivir con Dios, desde la mediación que ofrece la vida de Jesús. Esas viven­ cias transfiguran la propia biografía y posibilitan dar otro signifi­ cado a los acontecimientos. Son relaciones estables y permanentes, que los discípulos viven en la fragilidad y contingencia del presente. Por eso, el encuentro no es permanente y Cristo desaparece, tras haberlos confortado. Estas vivencias de plenitud, como la que expe­ rimentan en Emaús o las de las mujeres en los otros evangelios, son precursoras de las que recoge la mística cristiana. Revelaciones que clarifican y unifican a la persona que los ha experimentado. Dios capacita para vivir pero no resuelve los problemas, sino que fortalece para abordarlos. Es necesario que Cristo se vaya, que deje de ejercer el protagonismo sobre ellos, para que los discípulos crezcan en base a lo vivido. También, para que surja la nueva comu­ nidad discipular transformada. Una vez que han captado el don de Dios, la presencia del resucitado, pueden comunicarla a los otros. El proceso de maduración personal es el resultado de una clarifi­ cación progresiva. Cristo toma la iniciativa con preguntas abiertas que suscitan su creatividad interior. La comunión personal, desde la amistad y el amor, es la base para el crecimiento, sin posesividad ni control, respetando la alteridad. Pasan de estar cegados (Le 24,17) a sentir que les arde el corazón (Le 24,32), pasando de la desolación y la depresión a sentirse confortados. Renace en ellos la confianza y la capacidad para superar la negatividad que arrastran. Al vivenciar la presencia de Cristo hay una reestructuración de su dinámica afectiva y cognitiva, y dejan de deambular con la nos­ talgia del Jesús perdido. A estas experiencias podemos llamarlas conversiones de nacimiento, (renacimientos). La depresión inmo­ viliza y no es un signo de Dios, al contrario que la esperanza que capacita para asumir la realidad. La aparición de Cristo es un don, una gracia, les da una nueva conciencia y lo van a comunicar a los otros discípulos.

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Alcanzan la libertad interior, que les permite reconocerlo, a par­ tir del encuentro ("Quédate con nosotros”: Le 24,29), que es la base posterior del proceso. Pero les habla, de nuevo, de que tenía que padecer, porque el entusiasmo por el resucitado pasa por el segui­ miento del crucificado. Lucas insiste en que tienen que comprender las Escrituras de forma distinta, muestra la nueva lectura que hacen las comunidades cristianas de la Biblia. Es también reiterativo res­ pecto de las predicciones sobre su pasión (Le 9,22.44-45; 18,31-34) y que no entendían lo que les decía, porque que eran cosas ininte­ ligibles para ellos. La cruz no les ha hecho cambiar de opinión, a pesar de que confirmaba avisos previos de Jesús, y no estaban pre­ parados para el anuncio de que había resucitado. La idea de que Cristo resucitado les hace entender las Escrituras es una forma de disculparles por no haberle comprendido y haberle abandonado. Lucas, como Mateo, siempre favorece a los discípulos respecto de la narración de Marcos. Vuelven a Jerusalén a contarlo a los otros discípulos. Estos les dicen, que el Señor se había aparecido a Simón (Le 24,33-35), lo cual les cuestiona todavía más. Entonces, se manifiesta Jesús de nuevo, a los once y sus compañeros, inclui­ da la pareja de Emaús, con un saludo de paz que les deja aterrados (Le 24,36-37). Todavía no han captado que la presencia de Dios en medio de ellos, por medio de Cristo, no puede seguir anclada en la perspectiva del miedo y en la ambigüedad de una divinidad tre­ menda. El proyecto de Jesús fue pasar de una religión basada en el miedo a la del que se sabe amado por Dios v pierde temor a relacio­ narse con él. Necesitan todavía recibir el Espíritu para superar los esquemas del pasado, que todavía subsisten cuando Lucas cuenta la ascensión por segunda vez (Hch 1,6), antes del envío a la misión. Jesús les tranquiliza y les prueba que no es un espíritu, mostrán­ dole sus llagas y comiendo con ellos, para que superen su incredu­ lidad (Le 24,38-43). Hay un paralelismo con Emaús respecto de la comida como señal de identidad Le 24,30-32.35.41-43) y la poste­ rior clarificación sobre el significado de las Escrituras (Le 24,27.4446). En Lucas hay una tendencia anti doceta, contra los que acen­ túan a un Cristo espiritual y no corporal. El docetismo era una de

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las comentes más influyentes del último cuarto del siglo I. Lucas insiste en la identidad de Jesús contra la idea doceta de que era un espíritu o un fantasma. En contra de las tradiciones platónicas y gnósticas del mundo helénico, Lucas insiste en su corporeidad, señal de su identidad, como en el relato de la cena. La corporei­ dad de Jesús es una forma de revelar que es el mismo al que han conocido. Dios lo ha resucitado corporalmente, insiste Lucas (Le 24,39-43; Hch 2,24.27.31-33; 12,34-37). El énfasis en la corporei­ dad de Jesús se clarifica en el libro de los Hechos, resaltando que lo ha liberado de la corrupción de la muerte (Hch 2,24.27.32; 10,3437). Apunta a una continuidad de la identidad personal, aunque se manifiesta de forma diferente después de la muerte. El problema a debatir es la identidad del resucitado, que reve­ la su filiación divina. Los evangelios de Lucas y Juan subrayan la corporeidad de Cristo, en contra de las afirmaciones de que era un fantasma o un espíritu. No se trata de la revitalización del cadá­ ver, sino de su encuentro final con Dios, que lleva a Pablo a hablar de un cuerpo espiritual (1 Co 15,44). Desde la perspectiva griega, sería compatible hablar de la resurrección del alma inmortal v del cadáver sepultado, que se corrompe, a diferencia de los evangelios. Esperar una vida después de la muerte, lleva a especular sobre lo que pasará tras la resurrección de los muertos (Le 20,27-38). En las religiones hay un imaginario del más allá y preguntas sobre en qué consiste una vida tras la muerte. Esa representación forma parte del código religioso y cultural. Jesús y sus discípulos se mueven en el marco religioso judío con especulaciones sobre el más allá de la muerte. Hay que relativizar esas imágenes y las distintas represen­ taciones, ya que la “otra vida” o la “otra dimensión” pertenece al terreno de lo incognoscible, forma parte del misterio de Dios. La teología negativa recuerda que sabemos más lo que no es Dios, que lo que podemos afirmar sobre él. Representarla identidad del resu­ citado crea problemas a Lucas y a cualquiera que lo intente. La idea de un cuerpo que aparece y desaparece, que es reconoci­ do pero sobre el que hay dudas y vacilaciones, porque es el mismo y diferente, subyace a sus narraciones. Es su intento de mostrar un resucitado y un “cuerpo espiritual”, como lo define Pablo, con un

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lenguaje representativo que intenta comunicar una identidad, una “ipseidad" más que una mismidad. Es el mismo y al mismo tiem­ po es diferente. Es la forma lucana de hablar de la resurrección. Finalmente, les manda que prediquen, en su nombre, la peniten­ cia para remisión de los pecados a todas las naciones, comenzan­ do por Jerusalén. Deben esperar a ser fortalecidos de lo alto (Le 24,46-49). El tema del perdón de los pecados remite a la pasión (Le 23,34.43.48), tienen que testimoniarlo a todos (Le 24,48) y esperar a ser revestidos del poder divino. De Jesús a los discípulos Lucas presenta la ascensión como el final del evangelios y los discípulos se postran ante Él, que consuma su relación personal con ellos. Pero no acaba ahí su relato, ya que Lucas es el único que ha construido uno que lo complete (Le 1,1-4; Hch 1,1-3). El punto de partida repite la ascensión. De otra manera: Jesús fue arrebata­ do a lo alto, tras dar instrucciones a los apóstoles, movido por el Espíritu Santo (Hch 1,1-2). Añade que después de su pasión, se les apareció durante cuarenta días, con muchas pruebas de que esta­ ba vivo, hablándoles del reino de Dios (Hch 1,3). Comiendo con ellos, les mandó permanecer en Jerusalén, esperando la promesa del Padre y el bautizo en Espíritu Santo (Hch 1,4-5). Los discípu­ los le preguntaron si iba a restablecer el reino de Israel. El "Señor” les respondió que ellos no fijaban los tiempos, sino el Padre, y que recibirían el Espíritu para ser sus testigos hasta el confín de la tie­ rra (Hch 1,6-8). Tras esta breve síntesis, Lucas cuenta cómo fue arrebatado y desapareció, y cómo dos varones con hábitos blancos, como en la tumba, indicaron que volvería como se había ido (Hch 1,9-11). Los discípulos retornaron a Jerusalén, se reunieron con algunas mujeres, como la madre de Jesús, sus hermanos y otras mujeres. Y permanecieron unánimes en la oración (Hch 1,12-14). Lucas pone el acento en la unción del Espíritu, que guía a Jesús durante su vida, y le hace crecer en santidad y conocimiento. La ascensión culmina la evolución de Jesús y su conducción por el Espíritu. Muestra cómo se integra en la vida divina, por medio de

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la ascensión, en la que la humanidad de Jesús es elevada a Dios. Durante su vida, el Jesús humano colabora con la acción de Dios, tras su muerte todo es gracia, don divino. La divinización de la humanidad de Jesús y la humanización de Dios alcanza su pleni­ tud, de tal modo que se puede hablar de una fusión, una interpene­ tración22, expresada en la doble dinámica del hombre Dios y el Dios hombre. La concepción cristiana es que Dios es el origen y término último del hombre, como se expresa en el inicio y final de la vida de Jesús en Lucas. El resucitado representa una nueva concepción de Dios y del hombre, en la que no hay lugar para la impasibilidad griega, para el Dios que no necesita del hombre y pasa de él, porque el ideal es la autarquía del que no necesita amigos. Tanto en la ascensión del evangelio como en la del libro de los Hechos, se escenifica a Jesús como “Señor”, un nombre judío tradi­ cional para hablar de Dios, en el marco de un plan de salvación que se extiende desde Jerusalén hasta el final del mundo. Se ha cum­ plido la profecía de la infancia, referente al Mesías que tenía que padecer (Le 1,32; 2,11.26; 24,26.46), que estaba puesto para la caída y resurrección de muchos en Israel (Le 2,34). Se cierra así la síntesis teológica, preparatoria de Pentecostés, en la que la misión universal sustituye a la expectativa anterior de la llegada del reino. No hay ya alusiones a la cercanía del final, sino a la misión. El doble relato de la ascensión cierra el tiempo de Jesús (Le 24,49-53; Hch 1,1-3) y marca el inicio de la Iglesia (Hch 1,9-11). Lucas es el historiador por antonomasia y su concepción del tiempo se ha impuesto por enci­ ma de los otros evangelistas. Marca un tiempo salvífico de Israel, que tiene como límite a Juan Bautista (Le 16,16); otro de Jesús, que comenzó predicando en Galilea (Le 4,14; 23,5) y tiene como fron­ tera su ascensión (Hch 1,2); y el de la Iglesia, que comienza con la donación del Espíritu en Jerusalén (Le 24,47.49; Hch 1,4.8.12). 22. Éste es un térm ino clásico en la espiritualidad oriental. La divinización de la naturaleza hum ana en general com ienza con la de Jesús, que sobrepasa los lím ites naturales por la acción de Dios. Cfr., G regorio de N isa , Contra Eunomium V: PG 45, 693A; S. J uan D amasceno , De fide orthodoxa, 111,17: PG 94, 1067-1071. El significado divinizante y hum anizador de la unión con Dios es estudiado por D. S taniloae, Théologie ascetique et mystique de l'Eglise orthodoxe, París, 2011, 456-471.

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El proyecto del reino es inviable para un Jesús aislado, porque se basa en relaciones interpersonales fraternas y exige una comunidad que lo realice. El simbolismo de la fracción del pan culmina en la comunidad del resucitado. La relación discipular forma parte del proyecto del reino y se encamina a la fraternidad, aunque esperan la llegada del Espíritu. No es un proyecto de sentido individualista ni autárquico, se basa en la participación. El don de Dios se mani­ fiesta en comunicarse y sentirse amados, en la interacción dialogal, en la existencia entregada a los otros, que forma parte de la historia del crucificado. La comunidad, tras la ascensión, se menciona dos veces, para hablar del final de Jesús (evangelio) y del comienzo de la actividad de los discípulos. Se caracteriza por la donación del Espí­ ritu (Hch 2,1-12.17-21) y culmina con el paso de Jerusalén a Roma (Hch 1,8; 28,16.28-29), el centro del mundo gentil. Los discípulos cumplen el mandato de predicar el perdón en su nombre (Hch 1,8; 2,32-39; 5,30-32; 10,42-43) y de anunciar la resurrección como par­ te de la fe judía (Hch 4,2; 10,42; 17,18.31; 23,6; 24,15.21). El Cristo-Señor continúa su misión de juez de vivos y muertos (Hch 10,42; 17,31), mediante el Espíritu, que entregó al Padre en la pasión (Le 23,46), como luego Esteban, el primer mártir (Hch 7,59). El Espíritu guía a la comunidad, hasta la separación definitiva de Israel. Es la manera lucana de escenificar el paso del particula­ rismo judío al universalismo cristiano, de la sinagoga a la Iglesia. Esta construcción teológica se ha impuesto porque encaja bien con la secuencia temporal y lineal de la mentalidad grecorromana. El camino de Jesús culmina en Jerusalén (Le 9,51); el de la Iglesia es “el camino” del Señor (Hch 9,2; 19,9.23; 22,4; 24,22) y lleva a Roma (Hch 28,16.28). Son etapas de un plan salvador de promesas y cum­ plimiento, a cuyo servicio pone Lucas abundantes citas del Antiguo Testamento. Finalmente, se abre a la expectativa del final de los tiem­ pos, ya comenzado, y a la consumación del reino de Dios, ahora visto desde la perspectiva de la resurrección (Hch 28,31). Su larga escenificación concluye con el relato de la ascensión al cielo, mientras los bendecía, y la vuelta de los apóstoles a Jerusa­ lén, permaneciendo en el templo (Le 24,50-53), a pesar de que en

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la pasión indica que se había rasgado el velo (Le 23,45), signo de su pérdida de relevancia. Con Pentecostés comienza una ruptura pro­ gresiva y lenta respecto del templo, que culmina en la lapidación de Esteban (Hch 6,13-14; 7,48-49). La dualidad de lo sagrado y lo profano se expresa espacial v temporalmente en las religiones. La altura es el símbolo de la trascendencia, como también la bóveda celeste, y la ascensión se refiere al Dios Altísimo, el trascendente por antonomasia, que reina en el cielo23. No es historia ni descrip­ ción física de elevación, sino afirmación teológica. Jesús entra en la vida divina, se integra en Dios. No se trata de la mera ascensión de un cuerpo, sino de la exaltación o elevación de Cristo a Dios, desde el trasfondo de las cristologías. Las apariciones muestran que Cris­ to vive en Dios v la ascensión es otra forma de expresar la exalta­ ción y entronización del Resucitado, como la fórmula de que está a la derecha del Padre (Me 16,19). Ya en la Biblia, se habla de Elias, un personaje profético que fue arrebatado al cielo (2 Re 2,1-13), y que esperaban que volviera en el tiempo mesiánico (Le 9,30.33). Es posible que este relato inspirara a Lucas para escenificar la ascen­ sión. A la Resurrección suceden la ascensión y Pentecostés, aunque este esquema temporal no encaja con los otros evangelios. Tam­ poco, con la promesa al buen ladrón de que ese mismo día estaría con él en el paraíso (Le 23,43). La mayoría de los autores subrayan la unidad global de los tres acontecimientos, que son uno mismo, aunque se pueden historiar secuencialmente, no sin incoherencias entre los diversos relatos. Jesús cobra un nuevo significado, que desborda el marco hebreo y lo unlversaliza. Ya no es posible aferrarse a su presencia visible, sino vivir de su memoria y proyecto. Tienen que superar la época en que Jesús les protegía, para asumir el protagonismo propio desde la ausen­ cia física de Dios en un mundo marcado por el sufrimiento. En el contexto actual implica vivir en una sociedad marcada por la ausencia de Dios, “etsi Deus non daretur”, esperando el encuentro definitivo con Cristo. Lucas escribió su evangelio para que compro­ baran la solidez de las enseñanzas que habían recibido (Le 1,1-4) y 23. G. Lohfink, Die Himmetfahr Jesu. Erfindung oder Erfahnmg?, Suttgart, 1972.

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exhortar a su seguimiento. Al vivir la vida en presencia de Dios, se integra el propio proyecto existencial en la comunidad que sigue a Jesús. Desde ahí es posible dar razón de la esperanza, superando la tentación de acomodarse al presente y renunciar a cambiarlo. Esta expectativa no puede convertirse en un mero recuerdo teórico ni en una celebración cultual obsoleta, sin implicaciones para la existencia. Si la tradición no sirve para luchar y vivir, deja de ser memoria de Jesús. Se mutilaría el cristianismo, transformándose en una mera religión de creencias, rituales y prácticas. La ascen­ sión es una segunda oportunidad para los discípulos, después de haber fracasado, globalmente, en su seguimiento. Hay que relan­ zar el proyecto de reino desde el protagonismo de los discípulos, a los que se les ha dado la referencia que les motiva, inspira e inter­ pela. Tienen que vivir de forma diferente al pasado, renunciando a objetivar a Dios, abiertos a las actualizaciones y demandas del Espíritu. La ascensión privilegia la autenticidad sobre la seguridad; la libertad sobre el miedo; la búsqueda sobre la posesión y el dis­ cernimiento sobre la objetivación literal de su memoria. El significado de la ascensión estriba también, en resaltar la ausencia del maestro Jesús, en favor del protagonismo de los discí­ pulos. Son ellos ahora, desde su fe y su compromiso, los que tienen que continuar su proyecto de sentido. Sólo les queda la memoria del maestro y la fuerza de su espíritu. De alguna manera, la ascen­ sión subraya que Dios no es parte de nuestro mundo ni un sujeto de la historia, sino que la trasciende. Dios no es una causa más, entre las otras del mundo, y no se le puede encontrar en la experiencia empírica. La inmanencia divina en la historia pasa por la presencia de Cristo resucitado y el Espíritu, “las dos manos del Padre” para Ireneo de Lyon, que motivan e inspiran a los discípulos. El Espí­ ritu es el “dios en nosotros”, la energía que motiva desde dentro, que inspira al ser humano y lo dinamiza, teniendo como referente la historia de Jesús, modelo para el seguimiento y la imitación. El Espíritu divino permite colmar el abismo que separa lo humano y lo divino, humanizando a Dios y divinizando al hombre, según el camino trazado por Jesús.

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Desde la perspectiva actual de “muerte cultural de Dios” y de un cristianismo mayor de edad en una una sociedad seculariza­ da, podemos constatar la ausencia y el silencio de Dios, expulsa­ do como referente de las instituciones seculares y relegado a la experiencia individual y comunitaria. De ahí la soledad personal y colectiva del creyente, que persiste en preguntas y en una bús­ queda ajena al código cultural de nuestra época. La ausencia de Cristo posibilita la creatividad en la imitación y el seguimiento, el protagonismo de los discípulos y sus aportaciones en la dinámica de la salvación. Lucas consuma el paso de Cristo a sus seguidores, sus discípulos primeros, que formaron la iglesia primitiva y contri­ buyeron a que permaneciera la memoria de Jesús. Jesús no lo dejó todo atado y resuelto. La comunidad que le sigue asumió el deber de actualizar y aplicar lo que les había enseñado. Hay que ofrecer respuestas históricas a una vida irredenta por la violencia, la muer­ te y la injusticia. La ascensión marca la mayoría de edad del cris­ tiano, con un proyecto que prolonga el de Jesús. La carencia de sal­ vación de la historia se ha manifestado en la cruz y la resurrección muestra lo que se puede esperar de Dios. El Dios que se esconde en la cruz se manifiesta en la resurrección, pero permanece la realidad histórica de injusticia y la crucifixión. Desde la convergencia de resurrección, pasión y vida por el reino es posible generar sentido. 6. El Cristo exaltado del evangelio de Juan Juan tiene una tradición independiente (Jn 20,1-31), aunque es probable que conociera alguna versión anterior de los otros evan­ gelios, sobre todo del lucano, con el que tiene más afinidad. Al ser el más tardío tiene una mayor perspectiva de los problemas e interpre­ taciones con que tropieza el anuncio de la resurrección. Su relato sintetiza la historia de la Magdalena, la ida de Pedro y el otro discí­ pulo a la tumba, y la doble aparición a los discípulos. Yuxtapone las narraciones sobre la tumba y la revelación, con las de apariciones. Como los otros evangelios, parte de las mujeres que van a la tum­ ba. Pero ahora sólo está María Magdalena, que cuando ve la tumba con la piedra apartada, va a contarlo a Pedro y al discípulo amado

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(Jn 20,1-2). Ambos corrieron a verlo (Jn 20,3-10), pero el "discípu­ lo” llegó antes y vio el sudario aparte, aunque esperó a Pedro. Fue el que vio y creyó, en contraste con Pedro (Jn 20,4.8). Difiere, por tanto, de la visión más positiva de Pedro en Lucas (Le 24,12.24), para realzar el significado del otro discípulo. El relato resalta, insis­ tentemente, que ‘vieron’ (Jn 20,5.6.8.14.18.20.24.25.27.29). Porque ver tiene un significado simbólico y no físico, como el del ciego al que curó Jesús (Jn 9,1-41). Sin embargo, el evangelista añade que todavía no comprendían el anuncio de la Escritura (Jn 20,9). María Magdalena, la protagonista del relato, permanece lloran­ do en la tumba, se le aparecen dos ángeles en la cabecera y en los pies del lugar donde había estado el cuerpo de Jesús, y se encuen­ tra con él, al que no reconoce (Jn 20,11-13). Cree que se han lle­ vado el cadáver (Jn 20,15), como los judíos, que afirmaban que lo habían robado. Cuando Jesús habla, tras preguntarle por qué llora, ella quiere tocarlo. Jesús lo rechaza, añadiendo el evangelista, que todavía no ha subido al Padre Dios (Jn 20,15-17). Finalmente, la envía para que lo cuente a sus "hermanos” (Jn 20,17-18). Desde el trasfondo de la historia de Lázaro, María Magdalena llora (Jn 11,233; 20,15) porque no ha sabido captar que su muerte deja paso a la resurrección (Jn 15,40). Ella simboliza al discípulo que quiere volver al tipo de relación que tuvo con el Jesús terreno, mientras que la unión con el resucitado es de otra índole. Tiene que ir al Padre y donar el Espíritu (Jn 16,7.13-14), que les hará conocerlo plenamente. María Magdalena no puede permanecer junto a Jesús sino que tiene que ir a los discípulos y no encerrarse en la histo­ ria pasada (Jn 12,8; 20,17), como le ocurrió a Israel. Tampoco es posible el escapismo del que busca la consolación permanente, el contacto con el resucitado, como pretendían en la transfiguración (Le 9,29.32-33). El deseo de la Magdalena debe dejar paso al prin­ cipio de realidad. Jesús ha muerto y no había vuelta atrás. Sólo hay signos y experiencias que fortalecen y llaman al compromiso de fe. Hay que liberarse de vinculaciones que atan y encierran, impidien­ do abrirse al futuro. La historia del Jesús terreno va había acabado y comenzaba otra forma distinta de relacionarse con Dios.

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Por eso, el Maestro Eckhart pedía a Dios que lo liberara de Dios, para que las imágenes propias de la divinidad no sustituyeran a la búsqueda del Dios que está más allá de todas las representaciones. El Dios cristiano es siempre el del éxodo, desestabiliza y llama a la libertad desde la apertura al futuro. Dios se manifiesta y desapa­ rece en favor del protagonismo humano. Las vivencias del pasado capacitan para vivir el presente, liberan y no encierran, abren al Dios que llega, tras haber curado las heridas afectivas de la Magda­ lena. Es quien motiva para la misión, después de haber posibilitado creer. La misión desplaza el estar con Jesús, ya no puede tocarlo, sino asumir que la muerte ha marcado una frontera con la forma de vida anterior. El fallecimiento de un ser querido implica siem­ pre una ruptura y una pérdida personal, ya que no sólo ha acabado su vida terrena, sino que los vinculados a él sufren la ruptura y la carencia. Los que quedan ya no pueden vivir como antes, porque les falta el referente personal esencial. Hay un vacío y una ausencia irremediables, aunque queda el recuerdo y la gratitud por lo que se ha vivido y compartido con él. La muerte no es sólo destino y térmi­ no, la vivimos procesualmente, tomando conciencia de las personas a las que estamos ligados y se marchan. La muerte está presente en la vida. Vivir es sentir la mutilación de una experiencia vital trunca­ da, al faltar las personas que la realizaron. Por eso muere también una parte de la historia del viviente, al que sólo le queda la dinámi­ ca que haya generado el difunto. Esto tiene que aprenderlo María Magdalena, que ya había experimentado con Jesús la salvación. Hay que trascender la misma humanidad de Jesús para reconocer la presencia divina y eliminar los últimos rastros de representación sensible. Juan presentó a Jesús como puerta y camino para encon­ trarse con Dios (Jn 10,9; 14,6). Su humanidad irradiaba su filiación divina, pero ahora este proceso ha concluido, tras su muerte. De ahí el contraste entre la manifestación del resucitado y el no reconoci­ miento de su humanidad, ya cambiada, transfigurada. En este evangelio resurrección, glorificación de Cristo y Pente­ costés coinciden sin necesidad de esperar cuarenta días: ya en la primera aparición derrama sobre ellos el Espíritu (Jn 20,22-23). El

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evangelio pone todo el acento en la donación del Espíritu, que es esencial en su presentación de la vida de Jesús, especialmente de la última cena. En cambio, deja en segundo plano el aspecto de la misión en la narración de la resurrección (Jn 20,20-22), a diferen­ cia de Mateo y Lucas. Lo importante es recibir al Espíritu y se les exhorta a la fraternidad y el amor (Jn 15,3.17-19), aunque sin alu­ siones al amor a los enemigos (Mt 5,44; Rm 12,14). La insistencia de Juan es el amor a los hermanos (Jn 13,34-35; 1 Jn 2,9-11, la fra­ ternidad de los que están en comunión (Jn 17,22-23; 1 Jn 1,3.6-7). Posiblemente escribe desde el trasfondo de una comunidad acosa­ da, en la que intenta reforzar los lazos de coherencia y de unidad, a costa de una cierta cerrazón hacia los de fuera (1 Jn 2,18-19). No deja que lo toque la Magdalena, porque todavía no ha subido al Padre (Jn 20,17) y no les ha donado el Espíritu, pero sí invita a que lo palpe Tomás (Jn 20,27), porque ya se ha completado la mani­ festación del resucitado al haber donado el Espíritu (Jn 20,22). Que suba al Padre supone la donación del Paráclito, que continúa asis­ tiendo a los discípulos (Jn 14,16-18.26), como Jesús en su vida. Hay que abrirse a la mediación del Espíritu para encontrarse con el crucificado exaltado, que ya está definitivamente con Dios, tras su muerte. El evangelio de Juan es el del Espíritu por excelencia, que siempre es de Cristo exaltado. Resurrección, ascensión, exalta­ ción y pentecostés, son tres dimensiones de un proceso vivencial de salvación, que se puede expresar temporal y espacialmente, pero que supera las categorías históricas. Son distintas construcciones teológicas, en las que Juan difiere de Lucas, y ambos de los otros sinópticos, para expresar lo inefable e indescriptible: que un muer­ to ha sido resucitado por Dios, que se ha integrado en la vida divina y que la fuerza de Dios se derrama sobre la comunidad de discípu­ los. El carácter personal de Dios, al que los cristianos se dirigen como Padre, no obsta para resaltar que es la energía espiritual últi­ ma presente en el hombre y en el univ erso. Si todo es energía, Dios es la realidad última que da sentido al cosmos y el ser humano. A esta escena, cercana a los relatos anteriores, aunque modifi­ cada para realzar a la Magdalena y el discípulo amado, sigue otra,

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en la que el resucitado se aparece por primera vez a los discípulos, les desea la paz, los envía y les da el Espíritu (Jn 15,26; 16,7; 20,22) y les confiere poder para perdonar los pecados (Jn 20,19-23). En el evangelio, es el Padre el que envía el Espíritu (Jn 14,16.26), aho­ ra es el Resucitado, porque ya es también el Exaltado. El Cristo triunfante se les aparece, como en el evangelio de Mateo, y les da el Espíritu, como en Lucas. La idea de que nadie ha visto a Dios y que sólo el Hijo lo revela (Jn 1,18), se concreta ahora al manifestarse, ya que Dios, Cristo y el Espíritu son uno que se revela. Al creer en él, que viene de Dios, el Padre les ama (Jn 16,27). El planteamiento occidental de que hay que hablar de Dios personalmente, y no sólo como energía cósmica y anónima, como en las religiones asiáticas, tiene aquí una de sus fuentes. Al manifestarse el resucitado, es Dios quien se muestra, y en la medida en que Dios se humaniza, asume la carne humana, también el hombre se diviniza, es Hijo de Dios. La tradición mística asume esta dinámica, afirmando que todo hombre puede tener experiencias de Dios y unirse a él, haciendo de esa vivencia la clave de la antropología. No es sólo la antropo­ logía el secreto de la teología, sino que la cristología del resucitado es clave para comprender la esencia del hombre y el sentido que Dios ofrece. Cristo es el hombre pleno, para Pablo el nuevo Adán (Rm 5,15.21; 1 Co 15,21-22). Su vida es modélica para todo hom­ bre y la clave de la forma de comprender a Dios. El humanismo de Feuerbach podría ser integrado en la perspectiva cristiana si hubiera puesto la clave antropológica en Jesús de Nazaret y no en la abstracción de la humanidad. No hay ninguna escena de ascensión ni tampoco de Pentecostés, ni un periodo que separe los acontecimientos, como en Lucas. La idea de que retoma al Padre (Jn 13,1; 14,3-4.12.16.26) es la con­ trapartida a las alusiones de su venida en el evangelio (Jn 3,13; 6,33.38.41-42.62; 14,18). El Espíritu está en Jesús desde su bautis­ mo (Jn 1,32-34) hasta que lo entregó en la pasión (Jn 19,30). Ahora, que ya está con Dios, vuelve a darlo a sus discípulos y se cumple lo que había dicho en la cena de que era necesario que se fuera para que les donara el espíritu de verdad (Jn 16,7-13). Recurre a Tomás

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para escenificar al discípulo que no cree, hasta que le muestra sus llagas y le imita a tocarlo (Jn 20,24-25), realzando así su corporei­ dad. La incredulidad deja paso a la confesión más completa de un discípulo en los evangelios, al proclamarlo como "Señor y Dios”, doble fórmula con resonancias imperiales para los romanos y refe­ rida a Yahvé en la tradición judía. Tomás reconoce su filiación divi­ na, pasa más allá del mesías crucificado para penetrar en su identi­ dad, antes anunciada (Jn 1,49; 11,27). Ahora se revela plenamente, tras haber sido levantado en la cruz. Jesús le replica, alabando a los que creerán sin haber visto (Jn 20,26-29. Cfr. 1 Jn 1,3). Apunta a la fe como único camino para asumir la resurrección, que es lo que ocu­ rre a la segunda generación de cristianos. El amor, representado por el discípulo, es la clave desde la que se puede aceptar la identidad divina de Jesús. Las dudas y preguntas acerca de Dios son consus­ tanciales al ser humano, y hay que dejar paso al increvente en el cre­ yente, quizás más cercano del agnóstico y del ateo que se interesan por la religión, de lo que ambos creen. Por eso, se pide a Dios que ayude a la propia increencia que busca testimonios empíricos (Jn 20,25.27), mientras que el sentido de la vida no puede demostrarse. Sigue habiendo diferencias entre la fe de los discípulos, de Tomás y de los cristianos posteriores. Los primeros parten de la creencia hebrea en una resurrección, que ahora se anticipa y con­ creta en la de Jesús. Nuestra expectativa cultural se centra en la vida, dejando en segundo plano la muerte y lo que signifique la resurrección, que, para muchos, es un resto mítico de la religión. El código cultural está marcado por la increencia y el escepticis­ mo, a diferencia de los discípulos. Ellos viven del resucitado, que se les manifiesta, sea cual sea la base vivencial en que se expresa esta “aparición”. Nosotros carecemos de ella. Además, partimos de relatos no armonizables, con diferencias significativas entre ellos y con elementos simbólicos que no pueden tomarse al pie de la letra. La fe posterior no puede basarse sólo en la credibilidad de esos discípulos y relatos. Tiene su base en la identificación con el Jesús terreno, que se desvela en los evangelios, desde la cual surge la confianza en que Dios lo envió. La vida de Jesús hace más exigente

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la fe en la resurrección. Podríamos añadir, recogiendo afirmacio­ nes contemporáneas, que una vida como la de Jesús se merece que Dios lo resucite. Y si ha sucedido, todos podemos tener expectativas de salvación. Si estamos convencidos de que hay que vivir con los parámetros de Jesús, el anuncio de la resurrección es congruente, confirmatorio, clarificador del sentido último de la existencia. Pero sigue siendo una decisión de fe, apoyada por el testimonio de per­ sonas que encontraron ahí la clave última de su proyecto vital. No es un saber racional, sino una esperanza y una convicción, basada en una experiencia de gracia para los discípulos. También tiene que confirmarse como fecunda v potenciadora para los que les siguen. A la luz de la pasión, se planteaban quién y cómo era Dios, que permitía la crucifixión de su enviado. Ahora clarifican, qué signifi­ ca ser hijo de Dios y las respuestas al mal, la injusticia y la muerte. La filiación divina, ahora plenamente manifiesta, ofrece pautas de comportamiento a los “otros hijos de Dios”, a sus discípulos y “her­ manos”, a los que habla de su padre y de su Dios (Jn 1,12; 20,17)24. Si la cruz es la crisis de la fe religiosa, la resurrección abre espacio a otra forma de entender a Dios. Su evangelio transforma todas las escenas que describen los sinópticos en el itinerario hasta la cruz de la palabra hecha carne. Por eso, habla de Cristo como camino, verdad y vida, en su itinerario hacia el Padre (Jn 14,3-9). La nueva concepción trinitaria de Dios, a la que apuntan los otros evangelios, comienza a desarrollar una cristología de la encamación, que refleja un largo proceso teológico de reflexión. No hay que comprender su pasión desde la visión del Antiguo Testamento, ni desde la concep­ ción filosófica griega, aunque ambas se impusieron posteriormente. Por el contrario, en su vida y muerte hay que descubrir lo divino que irradia y que ahora se manifiesta totalmente. Para Juan, la resurrec­ ción es la explicitación última de lo que ha ido mostrando a lo largo de la vida pública, la clave que ilumina lo que había hecho. También se alude al nuevo lugar de la presencia de Dios en el mundo, que es el cuerpo del resucitado. Jesús aludió a su cuerpo levantado, cuando expulsó a los mercaderes del templo y “cuan­ 24. Rem ito a J. S obrino , Cristología desde América Latina, México, 1976, 209-220.

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do resucitó de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho esto" (Jn 2,22). Todos los evangelistas se preocu­ pan por resaltar que la presencia de Dios se da en y desde él. Los muchos signos en su vida dejan paso al definitivo y "estas cosas se escribieron para que crean en Jesús, mesías e hijo de Dios, y tengan vida en su nombre” (Jn 20,31). La revelación pascual pasa ahora a ser el centro de la fe cristiana y su vida se narra desde la clave de la divinidad que resplandece en su humanidad. Todo el evangelio des­ emboca en su muerte y resurrección, a la que se alude en pasajes anteriores: “llega la hora en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios y quienes la oigan vivirán (...), oirán su voz y saldrán afuera, quienes obraron bien a la resurrección, quienes mal para ser juz­ gados” (Jn 5,24-29). Si antes se esperaba la resurrección general de los muertos, ahora ésta se interpreta desde la de Jesús. Confirmar y perdonar los pecados El epílogo del evangelio (Jn 21,1-25) es un añadido, como el de Marcos. En él hay una pesca milagrosa (Le 5,1-11; Jn 21,114), que se convierte en una tercera aparición del resucitado (Jn 21,14). De nuevo es el discípulo amado el primero en reconocerlo (Jn 21,4.7.12). La alusión a la comida (Jn 21,9.12-13) tiene el doble simbolismo de asegurar la identidad corporal de Jesús y de remitir a la última cena (Jn 21,13), rasgos que también se dan en Lucas (Le 24,3.23.30.35.39.41-42). En los discípulos persiste la ambigüedad, ya que saben que es el Señor, y no simplemente Jesús, pero no se atreven a preguntarle (Jn 21,12), quizás porque captan que es el mismo y diferente, ya que han asistido a su muerte. Este relato posterior muestra las tres confesiones de Pedro, en contraste con sus negaciones. También, la triple confirmación del Señor de apa­ centar sus ovejas (Jn 21,15-17), así como anuncia su futura muerte (Jn 21,18-19). El doble simbolismo de Pedro y del discípulo amado, que marca su evangelio, concluye cuando Jesús confirma a Pedro y le da el cargo de apacentar a los suyos, una vez que ha proclamado por tres veces que lo ama. La experiencia del amor es lo que lleva al verdadero conocimiento de Jesús y el otro discípulo queda también

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reivindicado. Se subraya su significado permanente, esperando al Señor (Jn 21,22), e, indirectamente, se le presenta como el autor del cuarto evangelio (Jn 21,21-24). Quizás había en la iglesia de su tiempo una corriente que afirmaba que el discípulo preferido no moriría y permanecería esperando a Jesús (Jn 21,23). Del mismo modo que el añadido final al evangelio de Marcos (Me 16,9-20) intentaba clarificar el relato de la resurrección, aña­ diéndole apariciones, también el capítulo 21 del evangelio de Juan intenta responder a problemas de la Iglesia. Por un lado, reivindica a Pedro, confirmado por tres veces tras sus negaciones. Se le reco­ noce el papel de primacía entre los discípulos que le reconocía la Iglesia primitiva. No hay duda de la importancia y significado que le concede el evangelio de Juan (Jn 1,42; 6,68; 13,6-10; 18,10.15.25-27; 20,2-6; 21,2-3.7.11.15-17.19-21), pero no cabe duda de que la figura más atractiva es la del discípulo al que Jesús amaba (Jn 13,23). El epílogo del evangelio no sólo sirve para confirmar por tres veces a Pedro, que por fin ha renunciado a su autosuficiencia y a su rechazo de la cruz, sino también para clarificar el papel del otro discípulo, cuyo testimonio permanece: Lo cual cobra pleno sentido si se le reconoce como el origen último de la tradición e interpretación que ofrece el evangelio de Juan (Jn 19,35; 21,24)25. Las personas mue­ ren, su memoria permanece, la de Pedro y del discípulo. Muere la persona y permanece testimonio del discípulo amado (Jn 21,23), que ofrece otro significado sobre la vida de Jesús, de la que se ha sido el testigo privilegiado en el inicio (Jn 1,35.39). En la cruz fue el único discípulo (Jn 19,16-27) y en la tumba vacía el que creyó (Jn 20,3-10). Además, este evangelio insiste en la importan­ cia del Espíritu y en la relación interpersonal con Jesús, por enci­ ma del cargo (Jn 13,22-25; 19,26-27) simbolizada también por el discípulo amado, figura idealizada que aparece intermitentemente en el evangelio (Jn 1,35-40; 13.23-26; 18,15-16; 19,25-27; 20,2-10; 21,2.7.20-24). Es el testigo por antonomasia, que creyó sin haber vasto (Jn 20,8-9), y el que mejor percibió el significado de Jesús a lo largo de su vida. La eclesiología subyacente al evangelio de Juan y a 25. R. Bauckham, Jesús and the Eyewitness, G ran Rapids, 2006, 364-370; 393-402.

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las cartas26 acentúa siempre la experiencia del espíritu y se interesa menos por los cargos y funciones apostólicas, que no niega. A lo largo de la historia ha sido un evangelio muy utilizado por los que protestan contra un proceso de institucionalización que ha despla­ zado a la iglesia como fraternidad y experiencia espiritual. Al ser el evangelio más tardío, ya en el final del siglo, era también un aviso para la iglesia primitiva, en la que ya había comenzado el desplaza­ miento de la comunidad por el clero, del carisma por la institución y de la acción del Espíritu por una cristología sin él. Por la protes­ ta indirecta que expresaba, hubo resistencias a admitirlo como un evangelio más y fue muy atractivo para muchas corrientes radica­ les cristianas posteriores.

26. R. E. Brown, La comunidad del discípulo amado, Salam anca, 1983.

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Las narraciones de los evangelios revelan los intereses de las comunidades a las que pertenecían los evangelistas. El centro de ellas es la reivindicación de Jesús ante la comunidad judía, la reve­ lación plena de su identidad filial y la afirmación de que Dios no estaba ausente en su muerte y lo ha resucitado. Los discípulos tuvieron una experiencia que les transformó, pasando del miedo y el abatimiento, tras haber perdido a su maestro, al entusiasmo y la misión de Israel. El problema era el significado de la resurrección, a la luz de la muerte del mesías y de su proyecto del reinado de Dios. Resurge una nueva conciencia misional transformada, que les lleva a recrear el mensaje de Jesús desde la clave de su muerte y resurrección. Y desde ahí surgen las primeras cristologías, inter­ pretaciones globales sobre su identidad, origen y misión. 1. La resurrección desde la perspectiva actual Los intereses de la mayoría de los lectores actuales de los evan­ gelios son muy diferentes. Lógicamente está en primer plano el anuncio de una victoria sobre la muerte, que pierde su carácter de ultimidad, dejando paso a la esperanza en un Dios principio y término de la vida. Quizás es lo más central de la resurrección, porque responde a una pregunta permanente, la del significado de la muerte, desde la que valoramos la existencia. Además surgen

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las preguntas sobre el cómo y el cuándo de la resurrección; qué elementos son históricos y cuáles interpretaciones teológicas; qué hay de leyenda, de mito y de código cultural en las narraciones; qué elementos corresponden al relato mismo y cuáles se deben a la redacción del evangelista; qué intereses condicionaron las narra­ ciones, etc. Los evangelios no responden a estas cuestiones, porque no les interesan o sólo hablan de ellas en segundo plano. Pero ofre­ cen elementos que, indirectamente, pueden ofrecer información a las demandas actuales, aunque los datos están abiertos a distintas interpretaciones. Su carácter fragmentario e indirecto facilita la diversidad interpretativa de las hermenéuticas que ofrecen. La tumba vacía: ¿Prueba o señal? Por un lado, está la cuestión, siempre debatida, de qué ocurrió con el cuerpo de Jesús y dónde y cómo fue enterrado. La tumba vacía fue una señal de lo ocurrido, nunca un objeto central de atención en los relatos, ni tampoco una prueba de la resurrección. Ha sido muy dis­ cutido su valor histórico y en la exégesis actual hay interpretaciones muy diferentes, incluso opuestas. Algunos sostienen que Jesús proba­ blemente fue enterrado en una tumba común, con los otros malhe­ chores. Y que la idea de una sepultura propia es una invención pos­ terior de la comunidad, por lo que no se podría hablar de una vacía. En el cristianismo primitivo no hay datos sobre peregrinaciones o un culto a la tumba, como en la historia posterior. Pero en los evange­ lios se alude a la muerte del Bautista y a que sus discípulos tomaron el cadáver y lo depositaron en una tumba (Me 6,29). Es normal que quisiesen hacer lo mismo los de Jesús, ya que no resulta creíble que se despreocupasen de él, dada la importancia que tenía la sepultura y un enterramiento digno en la concepción judía. El hecho de que se propalasen historias sobre que el cadáver se había robado, sería una confirmación indirecta de que ya se conocía la tumba. Con esto no se decide el problema histórico de si la tumba esta­ ba vacía y cuál fue la causa. Pero se puede afirmar que si las auto­ ridades hubieran encontrado el cadáver, lo hubieran utilizado para contrarrestar la propaganda cristiana. Por eso corrió el rumor de

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que habían robado el cadáver, porque ya no estaba. Es creíble la alusión a la tumba vacía, aunque ésta no prueba nada, es un sig­ no para hablar de la resurrección. Es llamativa la connaturalidad y ausencia de polémica con la que todos los evangelios hablan de la tumba vacía, aunque sin verla nunca como prueba empírica de la resurrección. También es paradójico el rechazo que produce en muchos autores actuales, que afirman lo contrario, a veces con seguridad apodíctica, sin que nos digan nunca de dónde les viene esa certeza, que contradice los datos evangélicos. Una cosa es afir­ mar que la resurrección no es incompatible con un cadáver que se corrompe y vuelve a la tierra, como ocurre a todos los seres vivien­ tes. Otra muy distinta contradecir con seguridad a los evangelis­ tas, que, reiteradamente afirman que la tumba estaba vacía, sin que tengamos otras fuentes de conocimiento contrario. Si todos estuvieran equivocados, habrían montado las narraciones sobre un dato falso e innecesario. Podrían argumentar, más fácilmente, que fue enterrado en una sepultura (particular o común) que no se pudo visitar, porque no lo permitían las autoridades. Si no recu­ rrieron a este fácil argumento, es porque estaban convencidos de que no era ese el dato histórico. No tenemos noticias que avalen su información, pero tampoco otras que posibiliten contradecirla, y mucho menos con la certeza de algunos intérpretes actuales. No cabe duda de que el anuncio de la resurrección cambió la perspectiva de los discípulos sobre la cruz y afectó a su compren­ sión del sentido de la vida. La pregunta fundamental es si el pro­ yecto de sentido depende sólo de la resurrección o si la existencia de Jesús, haya o no un más allá de la muerte, tiene valor en sí mis­ ma. El gran reto de los evangelios es la propuesta de una humani­ dad vivida con hondura, desde la fidelidad a la dinámica liberadora de Jesús. Su fracaso histórico, luego parcialmente corregido por la naciente iglesia, es el resultado de un hombre libre, con criterios claros acerca de lo que es importante o no en la existencia, marcado por relaciones interpersonales, que hacían del amor el motor de su vida. Los evangelios constituyen un desafío para la persona que se pregunta por la salvación en el presente histórico. Jesús tenía razón en sus criterios y en su conducta, en los valores por los que vivió y

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murió, y en el proyecto histórico de sentido que desplegó en Israel, abierto a futuros discípulos no judíos. Merece la pena vivir como Jesús vivió, aunque no hubiera un más allá de la muerte. La diferente afirmación paulina (1 Co 15,14) hay que entenderla en el contexto de su apología, en el marco del debate judío sobre si hay o no resurrección de los muertos. Pablo no quiere negar la importancia de la vida de Jesús para sus seguidores, aunque no es el centro de su evangelio, porque él no fue testigo de Jesús. Lo que afirma es que creer en la resurrección de un crucificado, si no se hubiera dado, sería una locura insensata. Pero la vida del Jesús terreno tiene valor en sí y ha sido el referente de muchas formas his­ tóricas de imitación y seguimiento. La suya es una historia de salva­ ción, que fascina e interroga, incluso a los que no creen en ninguna forma de inmortalidad. El anuncio de la resurrección no basta ais­ ladamente, ya que no podríamos asumir como modelo a una perso­ na que hubiera vivido una vida indigna, aunque se multiplicaran los testimonios sobre su vida de ultratumba. Sólo una existencia que convence, puede asumirse como referencia. La resurrección sería su confirmación y abriría un horizonte de plenitud. Si la actividad de Jesús no puede entenderse al margen de la resurrección, tam­ poco esta vale por sí misma, sin vincularla a su historia personal. Desde ahí es un referente para la humanidad, desborda los ámbi­ tos del cristianismo y es fuente de inspiración para quienes buscan vivir una vida lograda. Las críticas ilustradas a la religión, en cuanto cómplice de la opresión social o instancia de un más allá, que llevaría a desatender el más acá, no cuadra con los evangelios, aunque se haya dado en el cristianismo histórico. Tampoco encajan las expectativas de la per­ sona que espera que las cosas le vayan bien, porque Dios lo protege y le evita el sufrimiento y la muerte. Jesús no gozó de un privilegio divino en su existencia mortal, sino que murió cruelmente. Afirmar que Dios lo resucitó implica cambiar la visión de Dios. La crítica a la religión siempre presenta a Dios como el de los poderosos, al con­ trario que los evangelios. Estos cuentan la historia de forma diver­ sa, desde la perspectiva del crucificado y no desde las autoridades. El Dios de Jesús no legitima a las autoridades sino a los pobres,

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marginados sociales y pecadores. En la medida en que la crítica atea sea pertinente para otras épocas del cristianismo, indicaría el divorcio que ha existido históricamente entre el proyecto de vida de Jesús y las formas concretas asumidas por las iglesias. La resurrección, sea cual sea la experiencia concreta que tuvie­ ron los discípulos, tenía dimensiones esenciales, que respondían a la situación en que se encontraban las comunidades de los evan­ gelios. Significaba la legitimación definitiva de Jesús, sancionada ahora por Dios. Los textos más antiguos hacen de Dios el sujeto activo de la resurrección y de Jesús el pasivo, aunque luego surge la fórmula de que Cristo ha resucitado. Esta aprobación divina impli­ ca también la revelación última de la identidad de Jesús, que apa­ rece como el Mesías, como el Cristo (el ungido por el Espíritu), el Hijo de Dios y el Verbo encarnado. Al revelarse su identidad escon­ dida, pasan a segundo plano las menciones proféticas y mesiánicas, en favor de su filiación divina, siempre comprendida desde el monoteísmo estricto de Israel. El Verbo de Dios que había guia­ do a los profetas, se hizo presente en Jesús. Las Escrituras judías fueron consultadas buscando antecedentes y predicciones sobre su pasión, que era el gran obstáculo, y sobre la resurrección. Se hizo una nueva interpretación del Antiguo Testamento, poniendo las bases de su apropiación por los cristianos, y también de la vida de Jesús vista desde la perspectiva del cumplimiento de las Escrituras. La promesa mesiánica cobró otro sentido en un nuevo horizonte de final de los tiempos, iniciado con la resurrección. Jesús maestro, profeta y mesías dejó paso a “Jesucristo nuestro Señor”, el Hijo de Dios por antonomasia. La filiación cobró otro significado a la luz de la resurrección. Se inició un proceso que, cuatro siglos después, llevaría a las formulaciones dogmáticas cristológicas, fruto de la fusión entre la teología bíblica y la filosofía griega. El dinamismo de resurrección, que había motivado a un sector del pueblo de Israel, sobre todo a los fariseos, tradicionalmente presentados como adversarios de Jesús en los evangelios, encontró aquí su realización final. De este modo, se daba un sentido último a la muerte, siempre vista como la concreción del sin sentido último de la vida. Ahora, se podía esperar a Dios en la muerte y más allá de

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ella, ya que el creador aparecía como señor de vivos y muertos. El ciclo vital de un universo creado implica siempre la desaparición, para que surjan nuevas formas de vida. Por eso, la resurrección aparece como una dimensión nueva del creador, como una nueva creación (Rm 8,19.22-23). Superar la ultimidad de la muerte no quita, sin embargo, peso a la experiencia vivida del mal en el mun­ do, tanto desde la perspectiva del sufrimiento generado por el hom­ bre, como en cuanto parte de la naturaleza. Pero se abren perspec­ tivas nuevas e instancias de sentido, aunque las llagas del crucifi­ cado atestiguan la verdad del mal en la vida de cada persona. Las esperanzas, deseos y carencias humanas cobraban un nuevo signi­ ficado con un anuncio que era para todos y no sólo para los judíos. Se ponía en marcha un nuevo proceso, el de la misión de la comu­ nidad de discípulos, que tenían ya un nuevo marco, desbordando el judío. Progresivamente, fue cambiando la imagen de Dios, a la luz de las enseñanzas de Jesús y de la vivencia del Cristo resucitado. Comienza el protagonismo del Espíritu Santo, que personifica la fuerza de Dios y su darse a los hombres (Rm 8,11). Se trata de un proceso global, marcado por una teofanía, una revelación divina, en la que se manifiesta a Cristo resucitado como “ascendido” a los cielos (lugar simbólico de la trascendencia divina), como exaltado “a la derecha del padre”, desde el trasfondo del juicio de Dios sobre las naciones y como Cristo triunfante de la muerte. Pentecostés, la ascensión y la resurrección son tres dimensio­ nes de una única experiencia global. Se expresan con representa­ ciones espacio-temporales, con el simbolismo de la altura, el des­ censo y el ascenso, y la secuencia de acontecimientos, que forman parte de un único acto divino. El imaginario simbólico utilizado es inadecuado para expresar un acontecimiento que está más allá de la vida terrena. Cualquier representación sería cuestionable, incluida la nuestra moderna que da la preferencia a experiencias interiores de inspiración y reflexión. Para nosotros puede ser una convicción, fruto de una vivencia personal, pero está causada por una realidad que se les impone y que les motiva. Esto lo expresan con categorías como las de visión, aparición, teofanía de ángeles y otros códigos culturales y religiosos de su tiempo. Rechazamos sus

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antropomorfismos y proyecciones, que no corresponden a nues­ tro código actual, pero son inevitables para hablar de un Dios que no es parte del mundo, ni se adecúa a nuestras imágenes y cuya esencia se nos escapa. Sólo él puede revelarse y el resucitado es su comunicación plena. Se anuncia un Dios diferente, que corrige en parte el imaginario representativo del Antiguo Testamento. Una nueva concepción de Dios comienza a desarrollarse, diferenciando a los cristianos del pueblo judío. La resurrección es la clave de la continuidad de la identidad de Jesús, que todas las apariciones realzan, y de la discontinuidad, ya que el exaltado está con Dios. Es el mismo, pero diferente, se man­ tiene la identidad personal pero transformada. La idea subyacente es que de la misma forma que se consuma el ciclo vital y retomamos a la naturaleza, de la que provenimos, así también Jesús está con Dios, se fusiona en la vida divina, retoma al Padre. Este aconteci­ miento se convierte en una promesa para todos, ya que toda persona está llamada al encuentro con la divinidad creadora, origen y térmi­ no último de la vida humana. Por eso se pasa de Jesús al Cristo, con los peligros que conlleva este nuevo significado central, que puede llevar a relegar su vida anterior. De hecho, en la tradición posterior, se acabó subrayando el núcleo de su pasión, muerte y resurrección, que ha impregnado la actual liturgia católica, dejando en segundo plano lo que le llevó a luchar y arriesgar su vida. El centralismo de lo que llamamos “misterio pascual” se debe a que la resurrección es una respuesta al shock de la pasión y de la crucifixión, y el núcleo de la nueva fe cristiana. El proyecto de Jesús sufrió un cambio, al ser asumido y transformado por la iglesia naciente, que puso el acento en el esquema de muerte y resurrección. Si la vida de Jesús es polémica, porque obliga a un replantea­ miento de lo que es ser persona religiosa y de las condiciones para el encuentro con Dios, no menos ocurre con la resurrección. Esta da respuesta a preguntas universales y funda una nueva interpre­ tación de la historia hebrea. La discusión cristiana con judíos y griegos, defendiendo la validez de la vida y muerte de Jesús, a la luz de la resurrección, se da hoy dentro del mismo cristianismo en el

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contexto de una sociedad pluralista, secularizada y, en parte, post cristiana. Un elemento central de la discusión es determinar por qué cambió la mentalidad colectiva de los discípulos, generándoles una nueva dinámica. El carácter simbólico, con trazos legendarios y elementos míticos, de las narraciones evangélicas está muy lejano a la mentalidad racionalista contemporánea. Por eso, hay variedad de interpretaciones1 y cada una de ellas muestra una perspectiva diferente de la experiencia. Algunas interpretaciones actuales Algunas reducen a un mínimo el contenido histórico del rela­ to, hasta negarles alguna base, poniendo el énfasis en los procesos subjetivos que generaron la fe en la resurrección. Una de las hipó­ tesis que se ofrecen hoy es la de alucinación contagiosa, fruto de la exaltación con que los discípulos se identificaron con el crucificado o también como consecuencia de su reactividad anti judía. Esta explicación choca con elementos de las narraciones que muestran el escepticismo, el temor y la incredulidad con la que los discípulos acogieron el anuncio. Tampoco cuadra con el protagonismo de las mujeres, porque en el contexto cultural antifeminista de la época implicaba un punto débil en su anuncio. Otros insisten en poner el acento en su mensaje y proyecto, en que sigue adelante "la causa de Jesús”2, a pesar de la crucifixión, a costa de marginar el signifi­ cado personal del acontecimiento, que afecta al mismo Jesús y no 1. El punto de partida lo m arca Bultm ann, que ve en la resurreción una reve­ lación escatológica. Sólo puede ser creída porque form a parte de la predica­ ción, no porque tenga un núcleo histórico. R. B ultmann , Creer y comprender I-II, M adrid 1975-1976; Teología del Nuevo Testamento, Salam anca 1981; Jesu­ cristo y mitología, Barcelona 1970. 2. Rem ito a la disputa que tuvieron Pesch y Kasper. Cfr., R. P esch , “Z ur Entstehung des Glaubens an die Auferstehung Jesu”: Theologische Quartalschrift 153 (1973), 201-228; W. K asper , "Der Glaube an die Auferstehung Jesu vor der Forum historischer Kritik”: Theologische Quartalschrift 153 (1973), 229-241. También, H. K üng , “Z ur E ntstehung der A uferstehungsglaubens”: Theologis­ che Quartalschrift 154 (1974), 103-117. Se ha replanteado con G. LüDEMANN, Die Auferstehung Jesu, Gotinga, 1994; Der Grofie Betrug, Lüneburg, 1998; La resurrección de Jesús, M adrid, 2001; H. V erweyen (Ed.), Osterglaube ohne Au­ ferstehung?, Friburgo, 1995; K.H. M enke , “Das svstem atisch-theologische Verstándnis der Auferstehung Jesu’’: Theologie und Glaube 85 (1995), 458-484.

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sólo a su proyecto. No se puede separar el plan salvador por el que luchó Jesús de su suerte personal, ya que ambos están ligados. El cristianismo no es un sistema de creencias y enseñanzas reveladas, sino la identificación con una persona y su modo de vida, de la que deriva todo lo demás. La superación de las leyes judías está ligada a ver en Jesús el testimonio de vida liberador de los mandamientos religiosos. Por eso, el cristianismo no es estrictamente una religión del libro, como el judaismo o el Islam. La perspectiva moderna está marcada por la sospecha y la desmitificación3. Se pone el acento en la subjetividad del aconteci­ miento, dada la dificultad de objetivarlo con categorías históricas. Se comprende en clave “de disonancia cognitiva’', según la cual, los discípulos persistieron en creer en Jesús y en esperar su venida triunfal, a pesar de su fracaso histórico4. Es decir, aunque su muer­ te supuso una impugnación radical de las expectativas alimenta­ das con el proyecto del reino de Dios, habrían persistido en ellas, transformándolas. Se habrían aferrado a que Dios lo habría glori­ ficado, sin que la presión de la realidad se impusiera al deseo y a la identificación emocional con él. Esta sería una línea de explicación válida para los que no creen en la resurrección. Lógicamente, no es así para los cristianos. La idea de un mesías muerto y resucitado no encajaba con sus expectativas. No es una fe que se alarga, sino un desconcierto y un rechazo instintivo, que se confronta a una ini­ ciativa sorprendente. No estaban preparados ni para su muerte ni para su resurrección. Si anunciaron la segunda es porque algo les ocurrió que les hizo cambiar. Se podría aludir también a la culpabilidad, a causa de haberlo abandonado, que les llevaría a identificarse con el crucificado y a anunciar su resurrección por Dios. Estarían más motivados por el deseo y la culpa, que por experiencias nuevas que les ofrecieran 3. B ultm ann excluye al mito, porque visibiliza a Dios y sus acciones e interven­ ciones. Defiende el carácter sim bólico y m etafórico del lenguaje. Paul Ricoeur le critica, en el prefacio a su libro, porque hay un núcleo no m itológico en los relatos bíblicos. Cfr., R. B ultmann , Jesucristo y la cosmología, Barcelona, 1970, 16-28; 85-113. 4. L. Festinger, La teoría de la disonancia cognitiva, M adrid, 1975.

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un significado nuevo5. Es decir, habría una evolución interior psi­ cológica que les llevó a creer en la resurrección, sin que hubiera motivación externa. Schillebeeckx pone el acento en un proceso de maduración interior, en el que Dios les ilumina. Se trataría del desvelamiento de una “realidad” experimentada y no de una simple convicción subjetiva6. Estos procesos psicológicos y emocionales son difíciles de explicar sin algún acontecimiento que los pusie­ ra en marcha. Explicar la resurrección en términos de mera auto sugestión colectiva, resulta difícil de admitir. Mucho más si había resistencia interna en asumir ese mensaje y si persiste la resisten­ cia ante los que se presentan como testigos del resucitado. En esta misma línea, se arguye que estaban predispuestos para la resurrec­ ción a causa de la enseñanza de Jesús, en contra de la versión de Marcos y Mateo, y de las indicaciones que se hacen en las apari­ ciones. Tras su muerte, contando con la expectativa judía sobre la resurrección, habrían tenido la vivencia de que Cristo sobrevivió y de que está con Dios. No se trataría de experiencias objetivas, ni de apariciones, sino de un convencimiento progresivo y subjetivo, en el que experimentaron la plenitud de Cristo resucitado tras muerte. Vivieron una vivencia nueva, su encuentro definitivo con Dios, que luego expresaron en los evangelios de forma narrativa, descriptiva y realista, la de su código cultural. Es decir, lo que fue una moción interior, lo transformaron en un relato realista, basado en una per­ cepción objetiva de que se les aparecía. Habría que distinguir, por tanto, entre la convicción subjetiva a la que habían llegado y el pre­ tendido carácter objetivo de las apariciones. Habría que separar el lenguaje cultural que utilizaban v la experiencia personal en la que basaban sus narraciones. Y sobre todo, ese convencimiento no 5. G. L üdemann , The resurrection o f Jesús, Londres, 1994, 173-184; “Zwischen K arfreitag und O stern”, en H. V erweyen (Ed.), Osterglaube ohne Auferstehung?, Friburgo, 21995, 13-46; G. L üdemann y A. Ó zen , La resurrección de Je­ sús, M adrid, 2001, 149-156. 6. E. S chillebeeckx , Jesús. La historia de un viviente, M adrid, 1981, 319; 351371. Desde la experiencia del perdón de los pecados, afirm arían, como térm i­ no del proceso de m aduración, la vida del resucitado. Las apariciones no se­ rían objeto de fe sino m odelo explicativo e interpretativo de una vivencia de fe com partida, en la que sienten la ilum inación divina. También, J.L. S egundo , Im historia perdida y recuperada de Jesús de Nazaret, Santander, 1991, 311-346.

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tendría por qué haber sido causado por ningún evento o experien­ cia nueva. Sería sólo una consecuencia de sus convicciones previa­ mente a cualquier experiencia de resurrección. El núcleo histórico, según esta teoría interiorista, no sería una tumba abierta ni vacía, ni un tiempo cronológico de apariciones, ni algo que concerniera a su cadáver, que experimentó la corrupción como todos los difuntos. La suerte del cuerpo físico sería indiferen­ te al anuncio de la resurrección, que no se podría interpretar como una transformación creadora en la su cuerpo jugase un papel. El carácter simbólico de la tumba y del cuerpo ausente tendría carácter de signo en los relatos, no de evidencia probatoria. Según esta inter­ pretación, todos los eventos serían acontecimientos psíquicos, emo­ cionales y vivencíales, desde las que captaron la novedad del Jesús resucitado, que ya estaba con Dios. En realidad, la primacía de Jesús sería cognitiva, más que ontológica, y lo que le ocurrió, le sucedería a todos los muertos, que resucitan en Dios tras la muerte. No se podría hablar, por tanto, de una nueva realidad del sujeto. La legítima reac­ ción contra el dios milagrero y contra la idea de que la resurrección es un milagro, llevaría a quitar objetividad al hecho, en favor de una toma de conciencia personal y vivencial, marcada por la inteligen­ cia emocional. Se trataría de una intensificación de la actualidad y de la presencia espiritual de Jesús, más que de un encuentro, que se expresaría imaginativamente en los relatos como visiones. Sin embargo, estas distintas hermenéuticas modernas pagan tam­ bién su precio. Ofrecen una inteipretación adaptada a la sensibilidad y mentalidad moderna, que encaja con los presupuestos de la ciencia y de la cultura actuales. Implican una continuación de la teología liberal, para que la resurrección encaje en las exigencias modernas sobre lo experimentable y cognoscible. El problema está en que se pierde el aspecto provocativo de la resurrección, en cuanto impug­ na los postulados de la modernidad, que todo lo real es racional y, de alguna forma, comprobable. Si la resurrección se refiere a algo trascendente y no empírico, es inútil intentar encajarlo en los con­ dicionamientos de los hechos históricos o de las experiencias empí­ ricas. Si hay resurrección, que un muerto tenga una forma de vida

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diferente a causa de la intervención divina, se relativiza la clausura cerrada que pretende la razón histórica y las pautas científicas. Se muestra una historia y un cosmos abierto a algo que se escapa a sus esquemas sobre lo posible, lo fáctico y lo cognoscible. Desde ahí, se puede explicar que mucha gente no acepte la resurrección, porque pone en cuestión el carácter absoluto de lo que no es facti­ ble y comprobable. Lógicamente, tampoco encajaría la resurrección en el esquema griego de un alma inmortal, a pesar de lo perecedero del cuerpo. Es curioso que estas teorías, que quieren subrayar el carácter subjetivo y emocional de la resurrección, como parte de la fe de los discípu­ los, hayan obviado la teoría más popular y con más facilidad de ser creída. La de que el cuerpo de Jesús se corrompió, pero que su alma inmortal ya está con Dios. Esto encajaría con las teorías que recha­ zan la tumba vacía y la resurrección corporal. Pero estos autores no la aceptan, a veces ni la mencionan, porque la propuesta se basa en una antropología dualista, de raíz griega, que tampoco acepta hoy el pensamiento moderno. El criterio de que la explicación sea inte­ grable en el consenso ilustrado de la modernidad, marcado por las ciencias naturales, es el que se prima, no el de la fidelidad a lo que dicen los textos. Pero hay que asumir el no saber sobre el cómo de la resurrección, que prohíbe especular sobre que es la vida eterna. No sabemos si existe otra vida y es normal que sintamos perpleji­ dad ante la afirmación de que cada individuo se encuentra con Dios tras la muerte, sin poder decir nada sobre ese encuentro. La afirma­ ción de que Cristo ha resucitado y vive resulta demasiado genérica y vaga para los deseos de concreción y las preguntas sobre la super­ vivencia. Lo que ocurre tras la muerte no es comprobable, dejando espacio a la opción personal de cada uno. El hombre se plantea la pregunta por Dios desde el origen y el final de la vida, pero las res­ puestas son diversas, sin que ninguna se imponga necesariamente. La razón sólo posibilita captar las leyes de la naturaleza y de la historia. Busca conocer el cómo de la realidad, pero el porqué y el para qué de esta se le escapa. Al racionalizar todo lo que existe y negar que algo se sustraiga al análisis racional, elimina lo que no

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encaja con los postulados racionales sustentados. Para la razón no habría misterios ni realidades que se sustraigan a su dominio, no hay lugar para “lo otro” que la razón. Como en el lecho de Pro­ custo, en lugar de indagar sus límites y rechazar la razón total, se selecciona de la realidad aquello que es admisible racionalmente. Y se declara que lo demás no existe, porque todo lo real es racional y viceversa. Se absolutiza a la razón y al sujeto cognoscente que objetiva la realidad, ignorando lo que se le escapa. Para no caer en el irracionalismo, se cae en el extremo pan-racionalista opuesto, sin ver que quedarse en lo positivo científico lleva al nihilismo éti­ co, valorativo y humanista7. Desde este enfoque se podría interpretar la afirmación pauli­ na de que Cristo crucificado es una locura para la razón griega (1 Co 1,23-25), y mucho más hablarles de un crucificado resuci­ tado. Cuando se quiere racionalizar, la resurrección se transfor­ ma en algo diferente de lo que pretendían los cristianos. Los crí­ ticos modernos sustituyen las afirmaciones de los relatos que les parecen menos creíbles para nuestros moldes de racionalidad, por otras hipótesis más adaptadas culturalmente. Y lo hacen sin que haya nuevas fuentes que aporten otros datos a los de las narracio­ nes. Se sustituye la interpretación de los evangelistas por la pro­ pia, tan subjetiva o más que la de ellos. Además, en estas teorías hay planteamientos que contradicen a los relatos. Las narraciones escenifican creativamente los acontecimientos y no deben interpre­ tarse literalmente, pero las hermenéuticas alternativas rechazan lo que afirman en función de presupuestos tan indemostrados como aquello que combaten8. Los evangelios hablan de una tumba abier­ 7. El pensam iento no puede capitular ante lo óntico, ante lo racionalm ente ex­ plicable. Cuando no se decapita, se abre a la trascendencia. Pero esta sólo puede expresarse com o ansia y alteridad, diferente, que se sustrae a la razón y su objetividad. Cfr., T.W. Adorno , Dialéctica negativa, M adrid, 1986, 397-405; Mínima Moralia, M adrid, 1987, § 153; 61; 81-83; 85. También, K.O. Apel , "El desafío de la crítica de la razón total y el program a de una teoría filosófica de los tipos de racionalidad”: Altales de la Cátedra Francisco Suarez 29 (1989) 6396. No podem os ir contra la razón pero sí asum ir que hay acontecim ientos que no se com prenden y captan desde la sola razón. 8. N.T. W right, La resurrección del Hijo de Dios, Estella, 2008, 46-50; 833-874. También, El desafío de Jesús, Desclée De Brouwer, Bilbao, 2003, 163-193.

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ta y vacía, mientras que algunos sostienen que no sabemos dónde ni cómo se enterró a Jesús. Tampoco si tuvo una sepultura propia y no la común, en la que se depositaba a los ajusticiados. La men­ ción de las mujeres que buscan darle una sepultura digna, con sus ungüentos y perfumes, es también cuestionada, así como la validez y realidad de la teofanía que se les comunica. Ellos hablan de apa­ riciones, que estos ilustrados niegan, y de una realidad corporal diferente, que también es rechazada, y de resistencias que, progre­ sivamente, son superadas. Todo lo demás quedaría relegado a un código cultural desde el que se crean esas escenas para explicar lo que rompe todos los esquemas culturales. Ya que, lógicamente, hablar del más allá de la muerte implica superar las fronteras del lenguaje y utilizarlo de forma inadecuada para hablar de lo que le trasciende. Las hipótesis alternativas que ofrecen para explicar estas construcciones imaginarias resultan menos creíbles que asu­ mir que los narradores mintieron o que dijeron la verdad, con sus categorías culturales y religiosas, sin más complicaciones. El presupuesto último, acorde con nuestra sensibilidad y pre­ sunción moderna de que los muertos no resucitan, se complemen­ taría también con la afirmación de que lo que le ocurrió a Jesús es lo mismo que sucede a todos los difuntos. Sin que haya novedad ontológica, en la que se anuncie algo que diferencie a Jesús de los demás. Entonces, se olvida que los discípulos no sólo anuncian a un Cristo resucitado, sino glorificado y exaltado, que sigue actuan­ do y dona el Espíritu de Dios. La heterogeneidad de Jesús resuci­ tado, respecto de cualquier difunto, es que sólo al primero se le da un protagonismo salvífico y una identidad fusionada con la de Dios. Por el contrario, al nivelar a Jesús con todos los muertos, la singularidad de Cristo queda limitada al nivel del conocimiento, no de la realidad ontológica. Sería el que mostraría lo que ya aconte­ ce a todos, a costa de lo excepcional de una resurrección singular. Y desde ahí resulta fácil el siguiente paso, que fue uno más entre los demás hombres, sin que hubiera singularidad ni especificidad alguna en su vida y en su persona. La suerte de Jesús se diferencia de la de los profetas asesinados del Antiguo Testamento en que, aunque estén con Dios, no tienen protagonismo ni misión.

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Las diversas teorías construyen hipótesis “ad hoc”, apropiadas a cada momento sobre cada uno de los elementos de las narracio­ nes, que permitan ir negándolos progresivamente. El problema es que las alternativas que ofrecen son, frecuentemente, tan cuestio­ nables como los relatos que rechazan. Las soluciones que sugieren tampoco son convincentes. Al afirmar que lo subjetivo e interior es lo único que hubo, no explican por qué ellos no hablaron sólo de fe personal, en lugar de insistir en algo extra subjetivo que les inteipeló. La afirmación de que los discípulos lo transformaron en narraciones reales, con o sin intención de fraude alguno, necesi­ ta explicar por qué hubo personas que experimentaron a Cristo resucitado con una separación de años y con una gran diversidad geográfica y de interpretaciones. Lo provocador de los relatos es que hubo una iniciativa divina, que cambió la suerte de Jesús y le dio un nuevo protagonismo más allá de la muerte. Y esto se puede creer o rechazar, pero no negar que es la pretensión de los evange­ lios y no las que se inventan en la actualidad. Por eso, el testimonio apostólico tiene importancia, porque habla de algo "sui generis”, irrepetible, diferente y excepcional, que revela un sentido último a toda la humanidad9. Naturalmente podemos ser escépticos y asu­ mir que eso es lo que ellos creyeron y que se basaron en alguna experiencia que se les impuso. Sin que eso haga de nosotros cre­ yentes, porque podemos desconfiar de su testimonio y argumentos, sin que esto nos lleve a decir que ellos inventaron lo que decían o que querían engañamos. Se trata de dos paradigmas y hermenéuticas, el tradicional y el moderno, o postmodemo. En ambas, se dicen cosas distintas y hay una lectura divergente de la resurrección. Evidentemente, los relatos tienen mucho de escenificación y de representación. Sólo podemos hablar humanamente del dios divino. Todo lenguaje que se refiera a él es inadecuado, como recuerda la teología negativa. El 9. R ahner , Curso fundamental de la fe, Barcelona, 1979, 322-327; K. R ahner y W. T hüsing , Cristología. Estudio teológico y exegético, M adrid, 1975, 42-50. Una buena síntesis del planteam iento de R ahner ofrece K. Kaluza, “Unbedingte Hoffnung in der E rfahrung der Geschichte": Zeitschrift der Katholische Theologie 129 (2007), 75-96.

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núcleo tradicional está en que ellos experimentaron que Dios había dado a Jesús una nueva forma de vida. Era él mismo pero diferente (“ipseidad” pero no mismidad). Si la identidad de la persona varía a lo largo de la historia, aun­ que se trate del mismo sujeto, podemos hablar de un Jesús diferen­ te que ya está con Dios y trasciende el marco de la historia. Por eso pasamos de hablar de Jesús a proclamar a Cristo resucitado, resal­ tando la discontinuidad en la continuidad. El cuerpo forma parte de su identidad histórica y no pueden referirse a él sin mencionar­ lo, resaltando la continuidad entre el crucificado y el resucitado. Al mismo tiempo constatan que se comporta de una manera distinta a la terrena, ya que la ha superado. No sería una mera percepción subjetiva, un “insight” interior, sino algo que se les impone y les obliga a replantearse sus ideas sobre la muerte. La resurrección apunta a un sentido último, más allá de la muerte, que se escapa al cierre de la inmanencia y revela su sentido. Los peligros de una mitificación del Cristo resucitado se evi­ tan manteniendo la vinculación con el crucificado, que remite a las causas de su pasión. Si su misión mesiánica sufrió la prueba de la cruz, el enrío que surge de la resurrección se hace depender de los discípulos, que tienen que transmitir la imagen de Dios vinculada al crucificado resucitado. Los problemas vienen cuando hay una cristología triunfal, sin la mediación concreta del crucificado, que llevarían a una iglesia del poder divino, más en consonancia con las imágenes periclitadas de la tradición judía. El triunfalismo reli­ gioso se alia con la idea del Dios poderoso y de un Cristo rey que lo transmite a la misma Iglesia, ella misma divinizada. Pero es incom­ patible con la religión que se funda en una víctima de la injusticia religiosa y política. La tendencia cristiana a centrarse en el Cristo divino, dejando en un segundo plano al Jesús que acabó crucifica­ do, favoreció el triunfalismo eclesiástico y la resistencia a asumir que la iglesia en su conjunto es pecadora, a pesar de que la inspire el Espíritu que guió a Jesús en su vida terrena. La Iglesia deri­ va de la comunidad de discípulos, aunque la desborda, y depende directamente del Espíritu santo, vinculado a su vez al Cristo resuci­

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tado10. Jesús testimoniado por los discípulos es el referente último de la comunidad, que se transforma en Iglesia tras la experiencia de la resurrección y la inspiración del Espíritu. De ahí surgen las hermenéuticas cristológicas que actualizan su significado salvador. 2. La cristología de Pablo Los evangelios pertenecen a la segunda generación de cristia­ nos, son escritores del último tercio del siglo I, que no han cono­ cido directamente a Jesús y que, sin embargo, hablan sobre sus orígenes y se centran en su vida. Por el contrario, otros escritos del Nuevo Testamento contienen relatos de personas contempo­ ráneas de Jesús. Aunque no lo conocieran a él personalmente, se relacionaron con testigos directos suyos. Sobre esa base reflexio­ naron sobre él, pero apenas se refirieron a sus hechos históricos o lo hicieron de forma indirecta y de pasada. Se centraron en el significado de su resurrección y en el sentido que tenía para ellos. En los evangelios, se cuentan acontecimientos de su vida, en los otros escritos la prioridad está en interpretar su muerte, poniendo el énfasis en su resurrección. Hay un desplazamiento del centro de gravedad, desde Jesús al Cristo. Ya no es la persona de Jesús el referente principal, sino el resucitado como el que revela a Dios. Es decir, los evangelios, cronológicamente tardíos, dan la prima­ cía a contar quién fue Jesús y cómo vivió, mientras que los otros escritos, aunque sean anteriores a los evangelios, muestran cómo comprendían el significado de Cristo. Lo lógico hubiera sido que los primeros escritos contaran la historia y los tardíos ofrecieran las distintas interpretaciones sobre él. Pero la realidad es que suce­ dió a la inversa, sobre todo en el caso de Pablo, que no conoció a Jesús. Alejarse de los hechos históricos, para especular sobre su significado, tiene el riesgo de establecer un dualismo entre historia y sentido, entre lo que ocurrió y la teología sobre él. 10. Ju an A. E strada , Para comprender cómo surgió la Iglesia, E stella, 22000; “Las p rim eras co m unidades cristian as”, en M. S otomayor y J.F. F ernández U biña (Eds.), Historia del cristianismo I. El mundo antiguo, M adrid, 4201 1, 123-188.

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La predicación de la comunidad se centró en el nuevo sentido de la historia. Lo que más interesó no fue contar la resurrección, sino su contenido revelado, su significado y sentido, que afecta tanto a Jesús y a la misión de la Iglesia. No sólo había que aclarar quién era Jesús, lo que pretendían las cristologías, sino precisar en qué consistía la salvación que Cristo había traído a todos los hom­ bres. Si la vida de Jesús tuvo sentido, ahora había que explicitar la salvación del Cristo resucitado. Hubo un cambio de protagonismo, ya que se pasó de Jesús al posterior Cristo resucitado, de cómo había que vivir el proyecto de Jesús a cómo asumir la salvación de la resurrección. La existencia de Jesús testimonia lo que Dios espe­ ra del hombre. La resurrección, legitimó a Jesús, impugnado en la cruz, y le añadió un nuevo significado. Este es el contenido de los escritos del Nuevo Testamento. En este nuevo contexto aparece Pablo de Tarso, el autor del que tenemos más escritos y que jugó un papel decisivo en la evolu­ ción de la iglesia primitiva. No conoció personalmente a Jesús y las noticias que tuvo de él le llevaron a perseguir a los judeo cris­ tianos. Sus primeros datos sobre Jesús fueron negativos, riendo en él un peligro para el judaismo, como las autoridades religiosas. Apenas sabemos algo de sus orígenes, como ocurrió también con Jesús. Sólo conocemos que era de una familia judía (Rm 11,1; 2 Co 11,22), que nació en Tarso (Hch 22,3), que era un centro de la cultura griega, y que poseía la ciudadanía romana (Hch 21,39). Además pertenecía a la corriente de los fariseos (F1 3,5) y era un celoso defensor de la ley judía (Ga 1,13-14; F1 3,6-7; Hch 22,3). Pablo representó al judaismo culto e integrado en el imperio roma­ no. Su conversión se debió a un encuentro con el resucitado (1 Cor 9,1; 15,1; 15,8; Gal 1,11-17). Vivió esa experiencia como una gracia y una elección divina, que cambió su vida (Gal 1,13-16). De ahí surgió el núcleo de su teología y las consecuencias que derivó de la resurrección". 11. N. T. W righ t, La resurrección del Hijo de Dios, Estella, 2008, 269-498. Es uno de los textos m ás com pletos sobre la interpretación paulina y lo he utilizado am pliam ente.

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A pesar de su desconocimiento personal de Jesús no hay duda de su vinculación a discípulos, como Pedro, al que visitó en Jerusalén y con el que conversó durante dos semanas (Ga 1,18). No conoce­ mos el contenido de su encuentro pero es lógico suponer que obtuvo información sobre él. Pablo alude explícitamente a una tradición que ha asumido sobre la cena (1 Co 11,23-25), que coincide con el relato de Lucas (Le 22,19-20). Es probable que ambas tengan el mis­ mo origen o estén vinculadas. También en otra ocasión habla de otra recibida del Señor (1 Co 7,10-11; 9,14), que distingue de su propia postura (1 Co 7,12-16), realzando su dependencia de las tradiciones y su libertad para acomodarla a las nuevas circunstancias. Hay una historia global que comienza con lo que dijo e hizo Jesús, que luego se incrementa con la de sus seguidores, dentro de la cual se alinea el mismo Pablo. La defensa de su apostolado y de su "evangelio” se basa en su propia revelación del resucitado, pero esto no implica que se desvinculara de los relatos existentes sobre Jesús, que había reci­ bido (1 Co 15,3)12. Hay otros tres textos (Hch 9,3-9; 22,6-11; 26,12-1) que ponen en primer plano su integración en el círculo de apóstoles, a los que antes perseguía, aunque difieren del relato paulino sobre su conversión. No hay duda sobre el creciente interés de los cristianos por las noticias sobre Jesús, que originaron también los dos relatos de la infancia, aunque esos datos fueron objeto de distintas inter­ pretaciones y adaptaciones, como hizo Pablo al distinguir entre el mandato del Señor y su propia aplicación (1 Co 11,10-16.23.33-34; 14,33-37). Pablo no podía aportar nada sobre Jesús, pero su insis­ tencia en el resucitado no implica que se desentendiera de su vida y de las causas que le llevaron a la muerte. Se apoya en una herencia histórica y teológica recibida, que él enriquece y aplica. El nuevo punto de partida fue la experiencia que Pablo tuvo del resucitado, no la resurrección misma. Lo que el bautismo fue para Jesús, en cuanto provocador de una crisis y cambio, lo fue para Pablo su vivencia del resucitado (Ga 1,15; 1 Co 9,1; 15,8; 2 Co 12,2; Hch 9,3-4). A partir de ahí encontró un nuevo sentido a su existencia, cambió su forma de vida y procedió a una recreación 12. R. Bauckham , Jesús and the Eyewitness, G ran Rapids, 2006, 264-269; J. D unn , The theology o f Paul the Apostle, G rand Rapids, 1998, 188-195.

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personal de la religión judía. Fue un converso radical porque pasó de perseguidor a defensor del cristianismo, ofreciendo una inter­ pretación propia tan extrema como su conversión. Como tantos conversos pasó de ser enemigo a defensor a ultranza del cristia­ nismo, sin miedo a enfrentarse con los judíos y con los mismos cristianos, persuadido de la verdad de su nueva visión de Cristo, a la que llama una vocación y no una conversión (Ga 1,15-16). Ya no se trataba sólo del sentido que Jesús dio a su vida, sino del que pos­ tulaba el mismo Pablo para sí y para los otros (Ga 1,1.11). Aportó elementos fundamentales al proyecto cristiano, condicionados por su propia personalidad y la teología que tenía del judaismo antes de su conversión. Los evangelios son muy escuetos al hablar de la resurrección, mientras que ésta es objeto de una larga reflexión de Pablo, que la interpreta desde su experiencia personal. En este contexto es crucial la vinculación que hace entre la resu­ rrección y la exaltación de Jesús como Hijo de Dios (Rm 1,4: “cons­ tituido Hijo de Dios, poderoso según el espíritu de santidad, a partir de la resurrección de los muertos, Jesucristo nuestro Señor”; 1 Te 1,10: "esperar del cielo a Jesús, su hijo, a quien resucitó de entre los muertos, quién nos libró de la ira venidera”). Que se afirme la filiación divina de Jesús como resultado de la resurrección, revela que la primera sólo fue conocida desde la segunda. Ambas se inter­ pretaron desde el estricto monoteísmo y una filiación unida a la tra­ dición mesiánica y real del judaismo. Los evangelistas la afirmaron al comienzo de sus evangelios, vinculándola a la concepción y naci­ miento de Jesús y a su bautismo, mientras que Pablo partió de la resurrección, como Juan del himno sobre la palabra preexistente en Dios. La significación del título de “Hijo de Dios” fue objeto de discusión entre los cristianos durante cuatro siglos, buscando siem­ pre conciliar el monoteísmo estricto judío con la condición filial de Jesús. Al glorificarlo como Cristo (Jesucristo), exaltado junto a Dios, se culminaba la revelación. También, se daba un nuevo sentido a la tradición sobre el mesías y el rey de Israel y se incidía en la sociedad romana y el culto imperial sobre el César como hijo de Dios13. 13. N.T. W right, La resurrección del Hijo de Dios, Estella, 2008, 875-898; B. van I ersel , "Hijo de Dios en el Nuevo Testam ento”: Concilium 173 (1982), 349-369.

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El problema central posterior de los cristianos fue conciliar el monoteísmo estricto judío con la filiación divina de Cristo. La titu­ lación de “Hijo de Dios” combina la tradición judía y el sentido anterior con el nuevo significado que adquirió a partir de la resu­ rrección, que obligaba a una nueva clave interpretativa. Constitui­ do Hijo de Dios a partir de la resurrección, apunta a algo nuevo para Jesús. Su humanidad pasaba a formar parte de Dios. El senti­ do que Jesús dio a su vida y muerte sólo podemos deducirlo, a par­ tir de los relatos evangélicos, pero ahora surgen nuevos contenidos que no derivan de la resurrección en sí sino de la interpretación que hace de ella Pablo. En esa hermenéutica jugó un papel fundamen­ tal su propia personalidad y biografía, así como el código religioso en que se había educado. Que Dios se comunique e inspire al ser humano no significa que se anule el sujeto que recibe la revelación. Hay que distinguir entre la experiencia misma de Dios y los pensa­ mientos, reflexiones y ponderaciones que el sujeto hace después de ella14. Pablo cuenta lo que ha experimentado y saca consecuencias según su propia reflexión. El eje central de la revelación, el “evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios” (Me 1,1), pasó a ser el de la muerte y resurrección de Cristo (1 Cor 15,1-11). Fue también el núcleo de la predicación de Pedro a los judíos, según la versión de Lucas (Hch 2,14.22-24.3236; 3,12-26; 4,8-12.33; 5,29-32). No es el hecho en sí de la resurrec­ ción lo que se resalta, sino su significado (mesías exaltado, cons­ tituido hijo de Dios). Pablo habla de la resurrección como de 'su evangelio’, unido al que ha recibido de la tradición (1 Co 15,1-3). Añade que “Cristo murió por nuestros pecados, según las Escri­ turas” (con lo que interpreta a ambas, la muerte y las Escrituras). 14. É sta es una clave fundam ental de Ignacio de Lovola: “la persona espiritual, a quien Dios da esa consolación, debe m irar con m ucha vigilancia y atención dicha consolación, y discernir el tiem po propio de la actual consolación, del tiem po siguiente en el que el alm a queda caliente con el fervor y favorecida con los efectos que deja la consolación pasada; porque m uchas veces, en este segundo tiem po por su propio discurrir, relacionando conceptos y deducien­ do consecuencias de sus juicios, o por el buen espíritu o por el malo, form a diversos propósitos y pareceres que no son dados inm ediatam ente por Dios nuestro Señor; y por tanto hay que exam inarlos m uy bien antes de darles en­ tero crédito o ponerlos por obra” (Reglas de discreción de espíritu de la segun­ da sem ana, regla 8: Ejercicios Espirituales, 336).

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Y continúa, que “fue sepultado, resucitó al tercer día, según las Escrituras” y se apareció a Cefas, a los doce, a más de quinientos hermanos, a Santiago, a todos los apóstoles, y finalmente a él (1 Co 15,3-8). Este texto sintetiza el núcleo de su experiencia, basada en apariciones a testigos, en una interpretación teológica (murió por nuestros pecados) y en la idea de que la Escritura, globalmente, anunciaba su muerte y resurrección. No cuenta un acontecimien­ to, sino que lo da interpretado desde la clave que le preocupa a Pablo, la redención de los pecados. Para Pablo, el problema central no es el sentido del reino de Dios, sino el significado de la muerte y resurrección de Cristo. La problemática personal de Pablo, lo que él sentía acerca de la ley religiosa, del pecado y de la salvación, con­ dicionan su propia inteipretación de Jesús. Este, a su vez, incide sobre él y transforma el sentido de su vida. Se cuentan unos hechos, apariciones y visiones (1 Co 9,1), que van más allá de lo que narran los evangelios. Estos nunca mencio­ nan a Santiago (1 Co 15,7) ni a una muchedumbre a la que se haya mostrado (1 Co 15,6). En cambio, Pablo omite, significativamente, nombrar a las mujeres, que para él no eran testigos válidos para proclamar la resurrección. Éstas no podían jugar un papel impor­ tante en el nuevo movimiento, porque lo impedía el código cultural, judío y griego, que las relegaba a un segundo plano. Comenzaba así la adaptación y traducción del mensaje de Jesús a un nuevo contex­ to, diferente del suyo inicial. La dinámica igualitaria de Jesús, que exigía lo mismo a las mujeres que a los hombres, y la posterior, que tenía en ellas las apariciones primeras de la resurrección, se vio fre­ nada por la concepción tradicional sobre la mujer en el judaismo y en la sociedad romana15. Se silenció el papel de las mujeres en la resurrección y, en cambio, se subrayó el testimonio de Pablo, que no había conocido a Jesús. El centro de gravedad del cristianismo ya se estaba desplazando de una forma de vida, la de Jesús, en la que se ofrecía un sentido a la existencia, al contenido salvífico que derivaba de su muerte y resurrección, según lo experimentado por Pablo. Las luchas de Jesús por el reinado de Dios no son el centro de su mensa­ je, sino su inteipretación teológica, centrada en la muerte de Jesús. 15. Ju an A. E stra d a, Para comprender cómo surgió la Iglesia, Estella, 1999, 266-278

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La nueva forma de entender la salvación El nexo entre resurrección y crucifixión recuerda el cambio de Israel en el exilio de Babilonia (siglo VI a.C.). Israel luchaba con­ tra los otros dioses y rechazaba que se les diera culto. Cuando fue incorporada al imperio persa, tras el exilio de Babilonia, vio en ese destierro la voluntad de Dios, al que proclamó como único y uni­ versal. La alianza entre Dios e Israel se extendió a toda la humani­ dad. Los cristianos también integraron la cruz en el plan divino. Se transfiguró en señal gloriosa de la filiación divina del resucitado. Se dio un nuevo sentido al Dios providente, que saca sentido de la muerte y de la injusticia. Había que aprender a ver las cosas de for­ ma distinta, afirmaba Pablo. La fe cristológica obligó a recrear su final, que dejó de ser la narración de una derrota16. Ahora se procla­ maba una lucha última (1 Co 15,26: "el último enemigo destruido será la muerte”). Como este anuncio responde a una de las pregun­ tas fundamentales del hombre, es comprensible que desplazara a la vida de Jesús, con el peligro de sustituir la salvación presente, en el aquí y ahora de la historia, por una de ultratumba, como en los cristianismos históricos. Comienza una etapa nueva, en la que ya no se pone el acento en la construcción del reinado de Dios, sino en el Cristo vencedor de la muerte ("¿Dónde está muerte tu victoria?”: 1 Co 15,55-57). No se cuestiona el proyecto de sentido de Jesús, pero se pone el acento en una salvación de la muerte. De ahí deduce Pablo la nece­ sidad de vivir de forma diferente, ya que la resurrección proyecta su significado sobre la vida de los discípulos. La novedad es la relativización de la muerte, que pierde su sig­ nificado último destructivo, el paso del ser a la nada, para cobrar una nueva dimensión, la de resucitar. Es decir, estar en y con Dios, sin decir nada sobre el cómo y el contenido material esa vida tras la muerte. Al cambiar el significado de la muerte, se abre espacio a la esperanza y se plantea la alteridad específica de la persona 16. G. Theissen, “Le Jesús historique et le kerygme", en DeJésus á Jésus-Christ. I. Le Jésns de l'Histoire, París, 2010, 226-234.

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resucitada. El ser humano vive una vida cualitativamente diferente del resto de los animales y aborda el fin con otras perspectivas. En cuanto Pablo experimenta a Cristo resucitado, cambia su forma de vivir. Ya no aborda el final desde la perspectiva de la destrucción total de su organismo, sino que se abre a la esperanza en un Dios de vivos y muertos. La muerte como hecho es la misma, pero tiene un sentido diferente. Esta nueva esperanza, trágica porque surge de la cruz, fascinó a muchos. Respondía a necesidades y deseos más allá del instinto animal de supervivencia. La resurrección res­ ponde al dinamismo esencial de la persona, hambrienta de inmor­ talidad, como realzaron Pascal, Kierkegaard y Unamuno, que no se refugian en la especie sin pervivencia del yo. El ateísmo humanis­ ta corrobora la correspondencia de la esperanza cristiana con los dinamismos profundos del hombre, pero desconfía de ella, porque conlleva una plenitud de sentido. Y esto lo resalta Pablo, que pro­ clama la resurrección de un crucificado, algo impensable en otras religiones. La vida de Jesús fue lo más contrario a la idea que tenía la religión de un mesías salvador, mientras que la resurrección manifiesta a Dios de forma impensable, en lo menos divino. Y continúa la reflexión: si no hay resurrección de los muertos, tampoco resucitó Cristo, y entonces estamos todavía bajo el peca­ do (1 Co 15,12-17). Se insiste en unir resurrección y perdón de los pecados, que antes se conectaba con el bautismo de Juan el Bau­ tista (Me 1,4; Mt 3,6) y con la actividad de Jesús (Me 2,5.8). Como Dios legitimó a Jesús, tras su muerte, también refrendó el perdón que ofreció en su vida. Pablo pone el acento en su muerte reden­ tora y menciona a Jesús con los títulos de su glorificación: Señor, Cristo, Jesucristo, Hijo de Dios, etc. Por un lado, afirma que esperar en Cristo, sólo mirando a esta vida, implicaría ser los más misera­ bles de los hombres (1 Co 15,19). Es decir, no es la vida de Jesús el núcleo de su fe, sino la resurrección, desplazando el centro de gravedad del evangelio. No abjura del sentido de su vida, pero es la resurrección la que tiene más fuerza. Y comienza a desarrollar su cristología: Cristo es la primicia de los muertos que resucitan y el Adán que nos vivifica (1 Co 15,20-23). Esto lo completa con las

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consecuencias de la resurrección: Cristo entregará el reino al Padre cuando haya destruido todo principado, poder y potestad, cuando haya vencido a todos sus enemigos (Sal 110,1 Cfr. 1 Co 15,25; F1 3,21; Col 1,16-20), siendo la muerte el último de ellos (1 Co 15,2427). Cuando todo le esté sometido, se sujetará él mismo al Padre, para que sea Dios en todas las cosas (1 Co 15,27-28; Hb 2,8-9). Estas afirmaciones son parte del código cultural v religioso judío y tam­ bién de la Antigüedad sobre poderes que dominan al ser humano. De la misma manera que los evangelios, Pablo alude a rasgos míticos y legendarios, que subrayan el poder del Jesús (Me 1,13.2427) y de los suyos (Le 10,18). Asume la mitología celestial de la época, que conoce desde su doble perspectiva de ciudadano roma­ no de religión judía. En este contexto, habla del nuevo significado de Cristo y exalta su poder celestial, cuestionando a los dioses y señores celestiales (2 Co, 8,5-6). El mensaje de Pablo es que Cristo resucitado ha inaugurado una nueva fase en la historia, emanci­ pando al hombre del poder celestial que lo esclavizaba17. Este men­ saje sigue siendo actual porque los seres humanos siguen buscando signos y fuerzas celestiales que determinan los acontecimientos. La era de los adivinos, escrutadores del cielo y consultores de los horóscopos no ha acabado. En la Antigüedad prevalecía el determinismo cósmico. El destino se imponía a la acción de los hombres, como mostraban las tragedias griegas. Pablo también participa de ese código y cree en potencias celes­ tiales que dominan a los seres humanos. Pero el triunfo cósmico del resucitado sobre las potencias que tenían subyugado al hom­ bre, le libera. Es obvio el contraste entre la impotencia de Jesús en la pasión y el poder del Cristo triunfante. Pablo veía la glorificación de Cristo como su entronización, que le confería un poder sobre los principios que oprimían a los hombres. Por eso predicaba que ya había comenzado la salvación final. La idea paulina de Cristo como nuevo Adán corresponde a la del primogénito resucitado de entre los muertos, al que siguen los demás (Col 1,18). Y ese poder 17. G. T heissen, “¿C óm o se produjo la divinización de Jesús?": La religión de los primeros cristianos, S alam anca, 2002, 61-84.

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de Cristo estaba vinculado a la fuerza del Espíritu de Dios (1 Te 1,5; 4,8; Rm 8,9; Ga 4,6; F1 1,19). Cristo glorificado está vinculado al Espíritu (Rm 8,9-11), de tal modo que la actividad de ambos es idéntica (“El Señor es Espíritu”: 2 Co 3,17). Si los discípulos de Jesús creían que había comenzado el tiempo mesiánico, Pablo anuncia el comienzo de una nueva era. La idea de una liberación de las potencias del mal es nuclear en el mensaje paulino. Hay una reafirmación de la promesa de salvación a Israel, pero ahora se ofrece a toda la humanidad como nueva alianza entre Dios y el hombre. El desconcierto de Job ante un Dios creador y en lucha contra el mal que, sin embargo, no evita el sufrimiento, cobra ahora una nueva luz en cuanto que la lucha continúa. Nada cambia, seguimos bajo el dominio del mal y de la muerte, pero es posible vivir con esperanza, ya que Cristo ha destruido la muerte y ha hecho irradiar vida en ella (1 Co 15,55; 2 Tm 1,10). Se vive de una esperanza y una promesa, sin poder clarificar el más allá de la muerte. Se mantiene una teología negativa (Apc 21,4), que subraya el misterio de Dios y la imposibilidad de conocer la trascendencia. Como no ha cambiado el curso de la historia, marcada por la injus­ ticia y el sufrimiento, es comprensible el escepticismo ante el men­ saje paulino. Hay motivos para desconfiar del sentido que ofrece. Aunque Pablo subraya que si Cristo no ha resucitado la fe es vana y que la esperanza en Cristo, sólo para esta vida, sería la de hombres miserables (1 Co 15,12-19), no es la mera resurrección la que da sentido a una vida que no la tiene. Vale la pena vivir la vida como Jesús, que ejemplifica el plan de Dios, a pesar de su muerte. Pablo argumenta contra los que niegan la resurrección, y con ella la de Cristo, haciendo inútil la fe en el resucitado y quedándose sólo con el fracaso de una vida que acabó en la cruz. Asumir el fracaso últi­ mo de la vida, sería también condenar al sin sentido a las víctimas, ya que el verdugo triunfaría sobre ellas18. La fe en Dios es también esperanza y demanda de justicia. 18. M. H orkheimer , Anhelo de justicia, M adrid, 2000, 169: “Teología es la espe­ ranza de que la injusticia que atraviesa este m undo no sea lo últim o, que no tenga la últim a palabra. (...) [es] el anhelo de que el verdugo no triunfe sobre la víctima".

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Pero una vida sin sentido no se transforma sólo apelando al más allá. Si Dios no puede salvar en el aquí y ahora del presente, ¿cómo se puede confiar en una salvación futura, “post mortem”? El plan­ teamiento cristiano es que el dolor y el sufrimiento forman parte del ciclo de la vida, y ni el mismo Jesús se escapó de él. Pero su vida humaniza, genera hondura y vivifica con un proyecto para combatir el mal. La promesa cristiana es de plenitud, abierta a la esperanza de un reino de Dios ya presente, que se consumirá en el futuro. Pero, el sentido de la vida ya se ha encontrado y actúa en el presente histó­ rico. Pablo añade que la resurrección radicaliza y prolonga la salva­ ción ya alcanzada y experimentada Y esa forma de existencia impli­ ca luchar contra los poderes que dominan al hombre, sean cuales sean, ideológicos, institucionales o personales. La clave mítica y cós­ mica de la época de Pablo deja paso hoy a la de las estructuras de pecado que dominan en la sociedad y en la religión, que aprisionan al hombre y lo esclavizan. La idea paulina sobre potencias que domi­ nan al hombre, forma parte del código cultural de su tiempo, como cuando habla del pecado de Adán (como si fuera una persona his­ tórica) para mencionar la salvación de Cristo (Rm 5,12-21). Se con­ traponen dos situaciones existenciales, la del ser humano sometido al pecado, que Pablo deduce del relato del Génesis, y la de después de la resurrección. Las circunstancias históricas permanecen pero hay una nueva dinámica. El hombre sigue hoy sometido a potencias que le dominan, aunque estas no pueden comprenderse como en la época de Pablo. Lo que oprime al ser humano son las estructuras de pecado de cada sociedad: la injusticia estructural; la desigualdad socioeconómica; el machismo patriarcal; el consumismo del mundo rico que acapara el 80% de los recursos; la corrupción de la sociedad y de sus dirigentes; las patologías de las religiones y de sus líderes, etc. La fuerza demoníaca de la sociedad, que la Antigüedad entendía causada por seres celestiales, está en las estructuras que destruyen al hombre, creadas por él. Pablo piensa que la lucha contra esas fuerzas dominantes se ha radicalizado desde la muerte de Cristo. Un hecho concreto e indi­ vidual tiene consecuencias universales. Surge así un nuevo orden,

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en el que se consuma el designio de Dios sobre un mundo someti­ do (Sal 8,8), incluida la muerte (1 Co 15,26). Y sin embargo, Pablo subraya que todavía vive en la lucha y amenazado (1 Co 15,29-34; 2 Co 4,7-18), ya que la intervención final de Dios todavía no se ha consumado, aunque Cristo la anticipe. Se partía de una expecta­ tiva final que llevaría a la restauración y triunfo de la alianza con Dios (Ez 37,1-14; Dn 12,1-4). Pablo es consciente de que no ha lle­ gado y subraya los padecimientos del presente, sin renunciar a la esperanza (2 Te 2,7-13; Ga 2,20). La tensión entre la experiencia de muerte y la expectativa de la resurrección es objeto de reflexión en otras cartas (2 Co 5,1-10). Alude al gemido del hombre al deshacer­ se su vida terrena (2 Co 5,1-4) y a la expectación de la creación, que espera, como con dolores de parto, la salvación final (Rm 8,19-23). La idea contemporánea del ser humano como "ser en el mundo”, en contra del solipsismo de un sujeto individual, se expresa vincu­ lando la suerte del mundo y del hombre. Le lleva a hablar de una “nueva creación” para expresar la esperanza de superación del mal. Desde el nexo entre muerte y resurrección, se transforma la pri­ mera. Hay que verlo desde el contexto de salvación experimentado por el pueblo judío, al que se le revela un Dios creador tras la libe­ ración de Egipto. La esperanza de salvación última proviene de que ya se ha vivido, porque ha sido posible dar un sentido a la vida. Por eso hay que vincular creación y resurrección, leyendo la primera desde la segunda, y haciendo de Cristo el culmen de la obra creado­ ra de Dios. Es lo que intentó la cristología cósmica de Teilhard de Chardin, basada en el cristocentrismo de la creación. Todo hay que verlo en función de Cristo resucitado, que vincula la creación y la expectativa final de superación del mal, simbolizada por la muerte. Esta dinámica explica el simbolismo del Nuevo Adán, que supera la muerte (Rm 5,12-19; 1 Cor 15,22.45-49). El cuerpo del resucita­ do libera “de este cuerpo de muerte” (Rm 7,24-25) y posibilita una esperanza nueva (Rm 8,19-21). Hay una reinterpretación cristológica de la historia de salvación judía y de su concepción sobre la creación. Es lo mismo que ocurre con el prólogo del evangelio de San Juan, desde el trasfondo de la palabra creadora del Génesis,

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que ahora se presenta como el Verbo divino que ilumina al hombre y le posibilita ser Hijo de Dios. Por eso, Pablo habla de la historia de Israel y de la humanidad desde la perspectiva de la revelación del resucitado: toda la creación espera la iluminación final que cul­ minó en la resurrección19. Finalmente, aborda el problema antropológico de la resurrec­ ción (1 Co 15,35-49): se muere y se corrompe el cuerpo físico, para resucitar a uno espiritual, a imagen del hombre celestial que es Cristo (F13,20-21). La referencia al cuerpo es la clave para expresar el paso de la muerte a la resurrección (Rm 8,11; Col 3,1-4), rele­ yendo el libro del Génesis (Gn 1-2). Toda la argumentación pau­ lina gira en tomo al binomio corruptibilidad e incorruptibilidad, cuerpo físico y espiritual, mortalidad e inmortalidad. No se trata del dualismo de partes diferenciadas del hombre, cuerpo y alma, sino de dos tipologías del ser humano, de dos formas de vida con­ trapuestas. El hombre de la carne y el del espíritu, el que vive como siervo y el que vive la filiación divina (Rm 8,8-17). Tras la resurrec­ ción, se impone la vida del espíritu, a su vez vinculada a Cristo resucitado (1 Co 15,45.58; Rm 8,11; Ga 6,7-9). Y de nuevo insiste en que todos serán transformados por Dios, cuando llegue el final (1 Co 15,50-54; 1 Te 4,14-17). Creación y salvación forman parte de un plan salvador, en el que revestir de inmortalidad al ser mortal (1 Co 15,54; F1 3,21). Se responde al ansia de subsistencia de los que esperaban la venida triunfal de Cristo (1 Te 4,13-18; 5,1-11), que creían muy cercana (1 Te 4,15.17). La depresión inherente a la muerte de un ser querido, deja paso a la esperanza, si es que existe el Dios que resucitó a Jesús. Y cuanto menos se sabe sobre el más allá de la muerte, tanto más necesario es vivir de acuerdo con el plan de vida del crucificado. Las religiones hablan del más allá de la muerte y de la salva­ ción última, a pesar de que la razón no puede especular sobre lo 19. E sta cristificación de la historia de salvación y de la creación es el eje conduc­ tor de la interpretación de Moingt, que habla de una pro-existencia del Verbo, de su presencia escondida en la historia, antes del nacim iento de Jesús, y que éste revela plenam ente. Cfr, J. M oingt, Dios que viene al hombre. IV 1: De la aparición al nacimiento de Dios, Salam anca, 2010.

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que supera el ámbito de la experiencia y de lo mundano (Kant). El hombre está hecho para lo finito, contingente y condiciona­ do, aunque atravesado por un ansia última de absoluto, infinitud e inmortalidad. A esto responden las religiones con un lenguaje simbólico, imaginativo, condicionado culturalmente. Toda la “teo­ logía del más allá” se basa en representaciones inadecuadas, que motivan y dan esperanza. Pero no eliminan el carácter proyectivo del lenguaje humano sobre la trascendencia. Pablo participa de la antropología unitaria hebrea, psicosomática, de interacción entre lo espiritual y corporal, diferente del dualismo griego sobre cuer­ po y alma, presente en las filosofías platónicas. Pero su lenguaje sigue siendo inadecuado, porque es simbólico y metafórico. Quiere transmitir que la muerte es el encuentro con Dios, Señor de vivos y muertos. Por eso habla de resurrección, más que de inmortalidad del alma, aunque esta también influye en la Biblia (Ecl 12,7; Sb 3,4; Mt 10,28) y ha pasado a formar parte de las representaciones cris­ tianas acerca de la muerte20. La fe en Jesús se basa en su historia pero va más allá de ella21. La entrega de Jesús en la cruz contrastaba con el silencio de Dios y era más fácil identificarse con él, que con el Dios callado. Ahora, se da el proceso contrario, ya que Dios actúa y confirma a Jesús, y surge una dinámica salvadora. El centro está en el Dios de Israel y en un sólo Señor Jesucristo, por quién son todas las cosas y nosotros por él (1 Co 8,1-6; F1 2,5-11; Ga 4,1-7; Col 1.1520). Cristo es el mediador, la nueva presencia de Dios en el mundo, desbancando a la Torá y el templo. El contexto de la nueva crea­ ción es el referente simbólico (Rm 8; 1 Co 15; Apc 21-22)22. Pero no hay alusiones a la situación real de los muertos, ni se dice nada sobre lo que ocurre tras la muerte. Lo que le preocupa es el com­ portamiento de los cristianos, que tienen que vivir de acuerdo con 20. R em ito al libro clásico de O. C ullmann , La inmortalidad del alma o la resurrec­ ción de los cuerpos, M adrid, 1970. 21. K.H. O hlig , “Thesen zum V erstandnis und zur theologischen Funktion der A uferstehungsbotschaft”, en en H. Verweyen (Ed.), Osterglaube olme Aufers­ tehung?, Friburgo, 21995, 80-86. 22. N.T. W right, El desafío de Jesús, Desclée De Brouwer, Bilbao, 2003, 148-53.

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su fe. Sólo afirma que participan en la resurrección de Cristo, sin indicaciones sobre el cómo. La creencia de que Dios tomará con­ sigo a los que ya “duermen" (1 Te 4,13-14), sirve de consuelo a los que han perdido a sus seres queridos. La persona misma, con su proyecto vital y sus experiencias, es transformada, siguiendo lo ya consumado con Jesús. La fuerza de las imágenes, mucho mayor en el contexto cultural de la época clásica, no puede ocultar el no saber que conllevan. Nadie puede hablar sobre la trascendencia y sobre lo que acontece con la muerte, porque no son experimenta­ les. Pablo, se conforma con realzar la acción divina. La resurrec­ ción corresponde a las preguntas de sentido sobre el significado de la muerte. 3. La resurrección en clave eclesiológica Junto a la resurrección, se resalta el protagonismo de Pablo que reivindica su puesto de apóstol de los paganos, junto a los que conocieron a Jesús23. Los nuevos problemas de la Iglesia, quiénes y cómo debían tener autoridad, pasaron a primer plano. Esto es así, porque el paso de la comunidad discipular a la iglesia no había sido concretado por Jesús. Inicialmente, el grupo de discípulos fue un grupo carismático, inspirado por el Espíritu, el auténtico guía de la evolución. Naturalmente, los discípulos de Jesús, y más con­ cretamente los doce, símbolo del nuevo Israel, tenían autoridad, en cuanto testigos de su vida y resurrección (1 Co 15,5-7; Ga 2,8; Hch 1,21-22), pero pronto aparecieron otras personalidades como San­ tiago, el hermano del Señor, y Pablo (1 Co 15,8), con tanta o más autoridad que los discípulos apóstoles. La idea de que Jesús lo dejó todo dispuesto para después de su muerte, no encaja con los datos del Nuevo Testamento y silencia los conflictos que existían entre los mismos apóstoles y de estos con las comunidades (Ga 1,11-20; 2,114; Hch 15,2). Por eso, la resurrección jugó un papel importante para determinar si Pablo pertenecía a los apóstoles, si podía reivin­ dicar autoridad y si su misión a los gentiles era legitima. 23. N.T. W right, La resurrección del Hijo de Dios, Estella, 2008, 467-498.

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La discusión acerca de su legitimidad apostólica no sólo tenía importancia para validar su misión entre los gentiles, sino que implicaba aceptar o no su teología sobre el crucificado resucitado y las consecuencias que sacaba para la religión judía. El paso del judaismo al cristianismo no se puede comprender sin las aporta­ ciones teológicas de Pablo. Por eso, se ha llegado a preguntar si el fundador del cristianismo no fue en realidad Pablo, en lugar del mismo Jesús24. No cabe duda de que la iglesia posterior a la resu­ rrección lleva la huella de la teología paulina, que ejerció un influ­ jo permanente en el cristianismo histórico mediante sus escritos, recopilados en el Nuevo Testamento. El problema está en que el mensaje paulino no puede sustituir o desplazar al de Jesús, pero ha sido clave para distanciarse del judaismo. De esto era consciente la iglesia primitiva, divida entre judeo cristianos y los que venían del paganismo, entre los tradicionalistas, que buscaban conservar muchos elementos del judaismo, y los que querían romper con él. Pablo apenas cuenta algo sobre la forma y el contenido concreto de su revelación (Ga 1,11-17; 1 Co 15,3-11), a diferencia de Lucas (Hch 9,3-9; 22,6-11; 26,12-19) que habla de una voz y una luz del cielo (Hch 9,3-4; 22,6.7.9.11; 26,13.14.19), en las que Pablo percibe al resu­ citado, con rasgos afines a los del Antiguo Testamento (Dn 10,1.6-9; Ex 3,2-4.6.16). Es la forma que tienen de hablar de una revelación divina, de una teofanía, en la que se les comunica alguien, que ya había muerto. Se ha especulado acerca de si el Pablo perseguidor de los cristianos no se sentía internamente atraído por él, sobre todo por la transformación que pretendía en Israel, superando el peso del legalismo religioso. Entonces, la doctrina de Jesús le libraría de sus senti­ mientos de culpa ante la ley, a la que seguiría una dinámica proyectiva que contagió a los demás, como antes le ocurrió a Pedro, también marcado por su culpabilidad tras haber negado a Jesús25. Aunque 24. D. W enham , Paul: Foüower of Jesús or Fotmder o f Christiamty?, G rand Rapids, 1995; C. S en ft, Jésus et Paul. Qui fut l’inventeur du christianisme? , Ginebra, 22002; E. J unot , Qui a fondé le christianisme?, París, 2010. 25. G. L üdemann , "Zwischen Karfreitag und O stem ’’, en H. V erw eyen (Ed.), Osterglaube ohne Auferstehung? , Friburgo, 21995, 13-46; The Resurrection of Jes­ ús, Londres, 1994, 173-179.

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fuera así, y no hay que minusvalorar los procesos internos anterio­ res a su nuevo estado de conciencia, hay que atender a su dinámica experiencial, fruto de su visión (1 Co 9,1) y de la revelación divina (Rm 1,3-4; 15,12). A esta teofanía le sigue un largo proceso de toma de concien­ cia, en el que acentúa su independencia de los otros apóstoles (Ga 1,16-19; 1 Co 15,8-10), apelando a que fue Dios quien le reveló su evangelio (Ga 1,11-12). Pero esta autonomía paulina, diferencian­ do su revelación de la de los otros apóstoles, no quita que durante el tiempo posterior a ella fuera conociendo lo que había dicho y hecho Jesús durante su vida. No es creíble que la conversión de Pablo no estuviera acompañada por un deseo de conocer más deta­ lladamente la vida de Jesús, apoyándose en los testigos a los que había perseguido. Para reivindicar su autoridad apostólica, que otros rechazaban, resaltó su revelación mediante el resucitado. Pero esto no implica que no se interesara por conocer a Jesús, para comprender el significado de su crucifixión. El cambio de acento está en pasar de los testigos de Jesús, que tenían que comunicarla a los otros, a los que han tenido una experiencia de resurrección, cuyo significado evalúan y transmiten a los cristianos. Lucas busca siempre integrar a Pablo en la Iglesia (Hch 9,1217; 22,12-16), incluso subordinándolo a los doce apóstoles (Hch 1,21-22; 11,25-26; 12,25; 13,1-3; 14,4.14; 15,22)26. Pero no hay que equiparar su narración con la del mismo Pablo, quien resalta siem­ pre su autoridad de “Apóstol de Jesucristo, por voluntad de Dios” (ICo, 1,1; 2 Co 1,1; Rm 1,1; Ga 1,1). Resulta congruente que Pablo se interesara sobre la vida del Cristo que le había transformado, aunque respecto de ella sólo pudiera ser un receptor y no un testigo directo. La resurrección era fundamental para comprender la pro­ gresiva separación de los judeo cristianos del resto de los judíos. A la luz de ella comienza el proceso que lleva a cambiar la concep­ ción de Dios, pasando del monoteísmo judío a una nueva reflexión sobre Jesús el Cristo y sobre la fuerza de Dios que les inspira. Al Espíritu Santo aluden los Hechos de los apóstoles, el mismo Pablo 26. Juan A. E s t r a d a , Para comprender cómo surgió la Iglesia, Estella, 2000,162-166.

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y la tradición juanea ,1a más tardía y la que más peso da al Espíritu. Y junto a esta nueva manera de comprender a Dios se pone en mar­ cha el proceso de reflexión sobre la ley religiosa, que es más radical en Pablo que en el mismo Jesús; sobre el significado del templo y del culto; sobre la misión a los paganos y sobre la emergencia de una incipiente iglesia primitiva que comienza a diferenciarse de los judíos, hasta acabar rompiendo con ellos. La novedad radical del crucificado le obliga a revisar sus plan­ teamientos religiosos, manteniendo, sin embargo, su filiación judía y la tradición monoteísta (Rm 4,2-20; Ga 3,16-21; Hch 24,14), en la que integra su propia revelación y su misión a los gentiles (el que me eligió, me reveló a su hijo, para anunciarlo a los gentiles: Ga 1,15-16). Del mismo modo que Jesús reunió a un grupo de discípu­ los para vivir los valores del reino, así también Pablo busca fundar comunidades que participen de la nueva forma de comprender a Dios y el hombre, y procura que se integren con las iglesias her­ manas, desde una eclesiología de comunión. Si el individuo busca aisladamente su propio bien, la comunidad y una experiencia de fraternidad reestructura sus deseos y los canaliza a la integración con los otros. Dios se hace presente en esas relaciones por medio del Espíritu, que les constituye como cuerpo de Cristo (1 Co 12,331). La mediación eclesial por excelencia para el resucitado es la experiencia del Espíritu, de la que surge la iglesia como su crea­ ción. La nueva clave de comprensión de la crucifixión, en cuanto expresión del fracaso histórico de Jesús con Israel, deja paso a otra dimensión de la limitación del Jesús histórico. Porque ahora sur­ gen otras aportaciones diferentes a la suya, aunque inspiradas y motivadas por el resucitado, que actualizan la necesidad que Jesús tenía de los discípulos, el carácter relacional de su persona y la importancia del Espíritu, que le ungió durante su vida y que inspi­ ra a sus seguidores, aún los que no lo conocían. La comunidad de discípulos deja paso a las iglesias primitivas, a su vez, contingentes y necesitadas de complementarse por las otras. El proceso de for­ mación de la Iglesia desborda al mismo Jesús y tiene al Espíritu como su protagonista.

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Pablo habla desde su propia experiencia, no en cuanto oyente de los relatos sobre la vida de Jesús. Esto explica dos afirmacio­ nes ambiguas, que si sólo creemos en Cristo mirando a esta vida, somos los más miserables de los hombres (1 Co 15,19), y que Pablo no conoce a nadie según la carne, ni al mismo Cristo. El que es de Cristo es nueva criatura y lo viejo ha pasado y se ha hecho nuevo (2 Co 5,16-17). Lo primero reafirma que no es la historia de Jesús la que llevó a creer en la resurrección, sino que a él le ocurrió a la inversa. El encuentro con Cristo resucitado cambió su com­ prensión de Dios (1 Co 1,25; 2 Co 4,4.6; F1 2,6-7) y de Jesús (1 Co I,23.25). Pero la fe no se basa sólo en visiones y apariciones, sino que está regulada por una vida que llevó a la cruz (F1 2,5-11). No se pueden separar ambas dinámicas. Si se comprende desde el resuci­ tado a Jesús, este, crucificado, sirve para captar su significado. Por eso, Pablo depende de una tradición que se le ha transmitido (1 Co II,23; 15,3-4), que le da a conocer a Jesús. Por otra parte, se centra en la experiencia de un evangelio que no ha recibido de los hom­ bres, sino del mismo Jesucristo (Ga 1,12). De ella deriva su propia comprensión del proyecto de Jesús, en función de la cual organiza sus comunidades, sin que privilegie los hechos de la vida de Jesús. Y ahí basa su autoridad apostólica, su relevancia ante los doce, y la importancia de su interpretación, de su evangelio. El núcleo de su predicación sobre Jesús es que fue crucificado (1 Co 1,23; 2,2), no otro evento de su vida. Este es el signo por antono­ masia al que se refiere Pablo, añadiendo que escandaliza a griegos y judíos (1 Co 1,22-23). Todo gira en tomo a las reflexiones teológi­ cas sobre la muerte y resurrección de Cristo, “constituido Hijo de Dios, mesías y Señor nuestro” (Rm 1,4; 3,25; 4,25; 6,3-4; 1 Co 5,7; 2 Co 5,21; 8,9; 13,4), aunque hay alusiones a su nacimiento (Rm 1,3; 8,3; 9,5; Ga 4,4) y distingue en sus decisiones entre lo que Jesús ha dicho y lo que él propone (1 Co 7,10.12.17.25; 9,14; 1 Te 4,15). Algu­ nas de sus afirmaciones y planteamientos tienen también el trasfondo indirecto de palabras de Jesús, que recogieron los evangelios27. Desde una nueva concepción de Dios, cuyo centro es el binomio 27. Ch. R evm er , "Questions et im plications du silence de Paul sur Jésus”: RSR 99 (2011), 61-78

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crucificado-resucitado, surge un nuevo sentido de la vida, que tiene como eje estructural el “vaciamiento de Dios”, al manifestarse en un crucificado, y la exaltación de éste (F1 2,9-11), la del que no vivió para sí sino para Dios y los otros. Esta nueva estructura teológica va a desplazar el binomio muerte y resurrección de los evangelios, al de encamación y preexistencia divina, propio de las cristologías posteriores. Es significativo que el núcleo del Nuevo Testamento se base en una interpretación de una persona que no conoció a Jesús. Su reflexión teológica sirvió de inspiración a los cristianos, incluidos a los evangelistas, aunque éstos tengan sus propias tradiciones y fuentes de información. Sin ellos apenas tendríamos información sobre Jesús, y sin Pablo tampoco sabríamos mucho sobre el sig­ nificado de la resurrección y su influjo en la concepción de Dios. El peso que tuvieron los acontecimientos después de la muerte de Jesús y lo que aportaron los que no le conocieron, muestra que el cristianismo es una realidad evolutiva, que incorpora a su acervo planteamientos posteriores. El dinamismo creativo de los escritos al hablar de Cristo resucitado y de sus consecuencias, se opone a la exégesis literal, que rechaza la necesidad de aplicar el mensaje cristiano en las etapas históricas y en los códigos culturales. La plu­ ralidad de escritos se opone al fundamentalismo bíblico y al integrismo religioso. Ambos defienden que sólo hay una interpretación válida, la que impone la letra del libro sagrado o la de la autoridad de tumo, ignorando la discontinuidad histórica y la diversidad de las cristologías del Nuevo Testamento. 4. Las nuevas consecuencias teológicas La experiencia cristológica de Pablo llevó consigo la creación de una nueva teología, alternativa a la judía. Desde su experiencia per­ sonal, reflexionó sobre la revelación del resucitado y esta le llevó a cambiar su manera de entender el judaismo. Hubo varios puntos centrales de su reflexión: la lev religiosa, el significado del culto y de los sacrificios, y el sentido redentor de la vida y muerte de Jesús.

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De la reforma de la ley a su superación La conversión de Pablo, la reestructuración de su personalidad y la nueva orientación de vida, le hizo replantearse la religiosidad judía centrada en el templo, el culto y los sacrificios, y la ley. Esta última fue denunciada por Pablo, radicalizando la crítica del mis­ mo Jesús, porque lleva a la meritocracia religiosa (Rm 3,10), a la justificación del "cumplidor” de las normas (Ga 4,21). Cuando la ley media entre Dios y el hombre, el deseo de Dios es desplazado por la observancia de la ley, la autosuficiencia y una salvación obtenida por propios méritos. Esto es lo que conduce a Pablo a denunciar la ley. Nadie puede presentarse sin pecado ante Dios (Rm 3,10-12.27-28; Ga 2,16; 3,11). Ni siquiera el mismo Pablo, que hace el mal que no quiere y no el bien que desea (Rm 7,19-20.23-24). Reafirma la uni­ versalidad de la ley y del pecado (Rm 5,13), ya que el ser humano es frágil y débil y no puede cumplir con ella (Rm 2,23). Entonces, se convierte en ocasión de pecado (Rm 7,7-12), en algo que esclaviza y somete (Ga 3,10-12), en un obstáculo para abrirse al don de Dios y a la justificación de Cristo (Ga 2,21). La clave está en marginar la economía del don, la salvación gratuita, por una relación utilitarista con Dios. Se ofrece algo, la observancia de los mandamientos, y se puede exigirla salvación. Ya no hay un descentramiento del hombre, que se abre a la alteridad divina. El ser humano se repliega sobre sí mismo, sobre su propio obrar y no corre el riesgo de confiar en Dios. Si Cristo es el mediador entre Dios y los hombres, ya no puede serlo la norma religiosa. La ley se ha convertido en una causas de la crucifixión de Jesús, por blasfemo y sacrilego. Hay que elegir entre la seguridad que da la ley y la inseguridad de seguir al crucificado. Pablo proclama que Cristo nos libró de la ley (Rm 8,12; Ga 3,13; 4,5) Vla sustituye por el discernimiento espiritual (Rm 14,1-13). Es lo propio de una mayoría de edad religiosa, en contra del infantilis­ mo del que se deja guiar por la norma (Rm 7,6; Ga 4,5.8-9; 5,1). La libertad de conciencia que proclama la Ilustración europea tiene en el discernimiento paulino de conciencia uno de sus antecedentes. Las críticas de Jesús a una ley religiosa que no salva, sino que es un peso insoportable para el hombre (Me 3,4-6) fueron radicalizadas

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por Pablo. Fue también un elemento clave para el rechazo de los cristianos por el judaismo, como antes le ocurrió a Jesús. El mismo Pablo es probable que se convirtiera de su judaismo helenizado al fundamentalismo de los fariseos, antes de pasar al cristianismo y a su relativización de la ley (Rm 7,9-11; 2 Co 3,4-8). El celo por el pro­ pio grupo (F1 3,2-8) fácilmente degenera en agresión contra los que desacatan sus observancias, como los judeo cristianos (Gal 1,13-14; Hch 26,10-11). Tras su conversión, esa misma violencia religiosa se volvió contra él (Rm 15,31; Hch 23,12-22). Pablo se convirtió, a su vez, en un anti fundamentalista contra los judaizantes (Ga 2,4-5) y contra los apóstoles que disentían de su radicalismo (Ga 2,11-14). Denuncia a los que anteponen la norma a la preocupación por los más débiles de la comunidad (Rm 14,1-3.13.21; 1 Co 8,9-13). En lo que respecta al judaismo pasa también de una inicial intransigencia (ITes 2,15- 6), propia del neo converso, a la esperanza de una con­ versión final (Rm 11,23-26)28. Pablo, como Jesús, tuvo también que evolucionar y crecer en conocimiento y santidad. La oposición entre Cristo y la ley no sólo es central para enjui­ ciar al judaismo, sino también al cristianismo, siempre tentado de judaizarse y de anteponer normas eclesiásticas al seguimiento per­ sonal de Cristo crucificado (Gal 5,1-4), que es mucho más exigente que cualquier mandato religioso. Dostoievski, en su famoso relato del Gran Inquisidor, acusa a la iglesia católica de haber preferido la subjeción de las normas a la libertad que trajo Cristo. Es una acusación implícita de auto-divinización eclesial, que decide sobre el bien y el mal, y que representa una de las patologías más difun­ didas de las religiones y los creyentes. Preferir la seguridad de la observancia de las normas, a la inseguridad del seguimiento perso­ nal, responde a la condición humana. El problema se complica con el cristianismo, porque su fundador fue un disidente de la religión, que relativizo la ley e impugnó muchas prescripciones. No es el hombre el que está al servicio de las normas, las religiosas inclui­ das, sino éstas al servicio de la persona. De ahí la necesidad del discernimiento personal y la importancia de la propia conciencia. 28. G. T h e is s s e n , "Die B ekehm ng des Paulus und seine Entwicklung vom Fundam entalisten zura Universalisten": Evangelische Tkeolosie 70 (2010), 10-24.

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La transformación de la religión sacrificial También el culto, centrado en los sacrificios y el templo, fue objeto de una revisión por parte de Pablo, condicionado por su propio código religioso y motivado por la nueva inspiración que le dinamizó. El punto de partida paulino es el de su religión y su época: la exigencia de sacrificios para aplacar la ira divina (Lev 23; Num 18) y evitar el castigo por los pecados (Salomón ofrece miles de sacrificios: 1 Re 3,4; 8,62-63). El culto sacrificial era el centro de la actividad sacerdotal29 y estaba vinculado a la conciencia de culpa, realzada por la tradición sacerdotal. Los sacrificios, exten­ didos en todas las religiones, incluían a los humanos, de los que, inicialmente, no estuvo exenta Israel, hasta que se proscribieron y sustituyeron por los de animales (Gn 4,15; 22,16-19; Lv 18,21; Jue 11,31-40; Jr 7,31; Mi 6,6-7). Es bien conocida la crítica profética a los sacrificios cultuales, anteponiéndoles la justicia y la misericor­ dia (Am 5,21-25; Os 6,6; 8,11-13; Mi 6,6-8; Is 1,10-17; Jr 7,21-28; Sal 40,7-9; 50,9-15.23; 69,31-34), que se inscribe en el proceso de poner el énfasis en la ética y en las relaciones interpersonales, en lugar de centrarlo todo en el culto. Israel tuvo una larga evolución, y su con­ cepción de Dios y del ser humano fue cambiando, aunque siempre permaneció el elemento sacrificial, con sus plurales dimensiones de expiación por los pecados, de ofrenda a Dios y de reconocimien­ to por los dones recibidos. Este es el contexto religioso del que parte Pablo, que hizo la transición de los sacrificios a la crucifixión, la cual exige dar un sentido nuevo a lo sacrificial, como hizo también con la ley30. Man­ tiene la óptica anterior, afirmando que el sacrificio de Cristo pone fin a todos los anteriores, porque es el que justifica definitivamente al hombre, en contra de la ley y de los sacrificios cultuales. De ahí afirmaciones como que, sin la ley, Cristo es puesto por Dios como “sacrificio de propiciación”, mediante la fe en su sangre (Rm 3,25. Cfr. 1 Jn 4,10). Jesús se hizo “maldición” (Ga 3,13) y Dios, “envian­ 29. R. de Vaux, Les sacrifices de l'Ancient Testament, París, 1964; Instituciones del Antiguo Testamento, Barcelona, 1964, 528-590. 30. H. M erk lein , Studien zu Jesús and Paulus, Tubinga, 1987, 15-38.

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do a su propio Hijo en carne semejante a la del pecado y, por el pecado, condenó al pecado en la carne por nosotros” (Rm 8,3). Pablo se mueve dentro del código religioso judío: “Dios, median­ te el Mesías, estaba reconciliando el mundo consigo, cancelando la deuda de los delitos humanos y poniendo en nuestras manos el mensaje de la reconciliación (...) A quien no conoció el peca­ do, le hizo pecado por nosotros" (2 Co 5,19-21). Son afirmaciones referidas al pecado y a la ley: “Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose por nosotros maldición, porque está escrito: maldito todo el que sea colgado del madero” (Ga 3,13). Acentuó también el sentido sustitutivo de la muerte de Jesús “entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación” (Rm 4,25). Y añade, “Cristo murió por nuestros pecados" (1 Co 15,3-5), entregado por (o en lugar de) nosotros (Rm 5,6-8; 8,32; 14,15; 1 Co 1,13; 8,11; 2 Co 5,14; Ga 1,4; 2,21; Ef 5,2). El énfasis no se pone en la resurrección, sino en su muerte como sacrificio, que aislada tiene el peligro de desvalorizar la vida y obra de Jesús. La muerte de cruz cobra un nuevo significado a la luz del culto sacrificial del que vivía Pablo. Esta teología puede comprenderse desde la estricta continui­ dad con el Antiguo Testamento. Lo que antes lograban los sacri­ ficios de animales, ahora está logrado por la muerte de Jesús. El es ahora el que perdona los pecados, sacrificándose a sí mismo y asumiendo el castigo que merecen. De esta forma reconcilia con Dios. Lo que cambiaría es que el sacrificio de Cristo desplaza a los otros sacrificios, pero se mantendría inalterada la necesidad de ofrecer sacrificios a Dios, para así conseguir aplacar su cóle­ ra31. La idea de un dios vengativo que castiga los pecados has­ ta la cuarta generación (Ex 20,5-6) permanecería inalterada, a costa de la concepción de Dios que presentó Jesús. En realidad, este planteamiento sería más duro que el del Antiguo Testamen­ to, ya que Dios rechazó el sacrificio de Isaac por Abrahán (Gen 31. M. J. B org y J. D. C rossan , El primer Pablo. La recuperación de un visionario radical, Estella, 2009, 131-164; J. M. C astillo , "San Pablo y los problem as de la cristología”: Iglesia Viva 241 (2010), 21-43.

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22,12-13)32, padre del pueblo judío, mientras que estaría detrás del de Jesús, designándolo como víctima. Hay además una con­ tradicción entre el rechazo de la ley, porque se cierra a la gratuidad de la salvación como don divino, y el mantenimiento de la economía del sacrificio, que mantiene el "do ut des”, dando algo a Dios para, a cambio, recibir algo. Hay un intercambio entre el hombre y Dios, en el que Dios mantiene la lógica de la retribu­ ción, aunque sea generoso al damos lo que le ofrecemos. Esto es lo que sugiere la idea del sacrificio y su recompensa, propia de la cultura hebrea y también de la grecorromana. El código cultural religioso canaliza la relación con Dios, pero también se convierte en la causa de la crucifixión de Jesús. Sería Dios el causante de su muerte, ya que exigiría su sacrificio. De esta forma se mantendría el peso de los sacrificios y sólo cambiaría la víctima sacrificial. Esta interpretación judeo cristiana se ha impuesto ampliamente en el cristianismo histórico. Y esta línea de interpretación se puede confirmar en la carta a los Hebreos, el escrito de mayor trasfondo judío del Nuevo Testamen­ to, que encontró muchas resistencias para ser admitido en el canon de las escrituras cristianas. El texto es una exhortación (Hb 13,22) a una comunidad de judeo cristianos que viven con la añoranza del culto y sacrificios judíos. El autor de la carta busca convencer­ les de que ambos pertenecen a una época ya superada. Y el punto de partida no es la muerte, sino la resurrección: Cristo constituido como sumo sacerdote (Hb 3,6; 5,5-6.10), cuando habiendo entrado en el cielo (Hb 4,14) y puesto a la derecha de Dios (Hb 8,1-2; 10,12), cumple su misión sacerdotal (Hb 7,27; 8,6; 9,11-12.25-28; 10,11-12). Este sacerdocio se describe con referencias a un sacerdocio existencial, según el orden de Melquisedec (Hb 5,5-6.9-10; 6,20), que es un 32. Hay am bivalencia en torno a la figura de Abrahán, que sim boliza el creyente por antonom asia, y la crítica profética, afirm ando que Dios no quiere sacri­ ficios hum anos (Jr 7,31; 19,4-5; 32,35). Pero tam bién se indica que Dios les dio preceptos que no eran buenos, sacrificar al prim ogénito, para infundirles h o n o r (Ez 20,25-26). Hay otros textos que justifican el sacrificio de un hijo a Yahvé (Ju 11,31-40). El trasfondo de sacrificios hum anos en el O riente próxi­ m o lo legitimaba. La tradición judía se mueve entre el rechazo a esta práctica y el intento de defender que la obediencia de fe es m ás im portante que el hijo.

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sacerdocio superior al cultual hebreo (Hb 7,11-19). Todo este len­ guaje cultual, sacrificial v centrado en el sacerdocio de Cristo resulta extraño para nuestra sensibilidad moderna. Hay que comprenderlo en el contexto del sacerdocio judío, que se anuncia como superado. Hay abundantes términos y afirmaciones del lenguaje sacrifi­ cial: Cristo es el Sumo sacerdote que “penetró en el santuario de una vez por todas, no con la sangre de machos cabríos ni de novi­ llos, sino con su propia sangre, adquiriéndonos una redención eter­ na” (Hb 9,11-12.14.24-26; Apc 1,5). Se citan textos del Antiguo Tes­ tamento aplicados a Cristo. “Por ser imposible que la sangre de toros y de machos cabríos borre los pecados. Por lo cual, entrando en este mundo, dice: No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo. Los holocaustos y sacrificios por el peca­ do no los recibisteis. Entonces yo dije: Heme aquí que vengo, para hacer, ¡Oh Dios! tu voluntad” (Hb 10,4-7). Se mantienen los sacrifi­ cios, sólo cambia la víctima. “Jesús, a fin de santificar con su propia sangre al pueblo, padeció fuera de la puerta (del santuario)” (Hb 13,12). Surge un nuevo sacerdocio, no concentrado en una (unción cultual, sino en una existencia sacerdotal, en la que se ofrece una foima de vida y no cosas. Es innegable el trasfondo sacrificial que se dio a la muerte de Cristo33. La ambigüedad de la interpretación sacrificial Pero la carta a los Hebreos ofreció una interpretación que es, paradójicamente, la más sacrificial de los escritos neotestamentarios y, la más crítica con los sacrificios judíos. Cristo es sacerdote y víctima al mismo tiempo (Hb 9,14; 10,3-10). El autor de la carta des­ cribe el sacerdocio cultual como de mediación, segregado del pue­ blo, con una dimensión sacrificial y expiatoria, en la que la sangre reconcilia y purifica ante Dios. Se trata de un culto ineficaz y repe­ titivo (Hb 10,1-3), repleto de ritos y sacrificios externos (Hb 9,8-10), ahora superada. Jesús no es un sacerdote cultual (Hb 5,4; 7,14.18); 33. A. Vanhoye, Sacerdotes antiguos, sacerdotes nuevos según el Nuevo Testamen­ to, Salam anca, 1984; Cristo es nuestro sacerdote, México, 1974; La structure littéraire de l'Epitre aux Hebreux, París, 1963.

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ni ofrece ofrendas v sacrificios por los hombres (Hb 5,1-4; 8,3-4); ni necesita cada día ofrecer víctimas por sus pecados y los del pueblo (Hb 7,27; 9,7-10; 10,11). Cristo ofreció en su vida mortal oraciones y súplicas, con clamores y lágrimas, al que podía salvarle de la muerte (Hb 5,7) y fue perfeccionado por las tribulaciones (Hb 2,10). Hubo de asemejarse en todo a sus hermanos, a fin de hacerse pontífice misericordioso y fiel para expiar los pecados del pueblo. “Porque en cuanto él mismo padeció, siendo tentado, es capaz de ayudar a los tentados” (Hb 2,17-18). Es decir, el sacerdocio de Cristo no es cul­ tual sino existencial. Se basa en su condición humana, compartida con todos, para así mostrar su solidaridad (Hb 2,9-18; 5,7-8; 7,1314; 11,26). Fue un hombre igual a todos, excepto en que, a pesar de ser tentado, se mantuvo fiel a Dios y a los demás (Hb 4,15). El impacto de la carta a los hebreos, centrada en el papel sacer­ dotal de Cristo y en el significado de una vida sacrificada a Dios, aumentó con el paso del tiempo, a pesar de las resistencias inicia­ les de la carta en algunos círculos cristianos. Centrarse en la muerte y resurrección, como hizo Pablo, originó una teología discordante con la dinámica de los evangelios, que no dan sentido sacrificial a su pasión. La excepción es Mt 26,28, que habla de una muerte salvado­ ra por muchos, pero no de un sacrificio para reparar las culpas v los pecados. Los textos paulinos y los de la carta a los Hebreos son ambi­ guos y ofrecen una teología equívoca. Por un lado reflejan la condi­ ción judía de sus autores, que afirman el final de la religión sacrifi­ cial hebrea, sustituida por Cristo, que muere y expía los pecados del pueblo. Es el final de una era pero, paradójicamente, la continúa y la radicaliza. En realidad, se radicaliza el sacrificio. Ya no se le ofre­ ce a Dios cosas, el orden del tener, sino la propia vida, el orden del ser. Dios quiere al hombre mismo y no lo que tiene. Pero del mismo modo que la invitación al reino de Dios es un don gratuito, así tam­ bién la resurrección y el perdón de los pecados. La cruz descubre las patologías de la religión deshumanizada y la resurrección, la inocen­ cia de Jesús y su filiación divina. Es el exceso de don que rompe con la relación sacrificial que defiende el código religioso establecido34. 34. J.O. H enriksen, Desire, Gift and Recognition. Christology and postmodem phitosophy, Cambridge, 2009, 269-294.

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Por eso, se puede interpretar a Pablo y a la carta a los Hebreos desde la perspectiva de la ruptura que producen con la tradición sacrificial y el nuevo sentido que dan al sacrificio. Si asumimos que Jesús murió ajusticiado y que fueron las autoridades, no Dios, los que lo mataron, su sacrificio existencial cobra un nuevo significa­ do y rompe la continuidad con el Antiguo Testamento. Hacer la voluntad de Dios, desplaza a los viejos sacrificios (Hb 10,9-10). No se trata de renunciar a cosas, sino de solidarizarse con los demás (Hb 2,17-19; 5,2). Esta visión se confirma al explicar a los cristianos los sacrificios que tienen que hacer: «Ofrezcamos continuamente a Dios sacrificios de alabanza (...) No os olvidéis de la solidaridad y de hacer el bien, porque estos son los sacrificios que agradan a Dios» (Hb 13,15-16; IPe 2,5). Lo que más confunde de estos textos es su simbolismo y terminología sacrificial, las constantes alusio­ nes a la pasión como un sacrificio. Persiste el imaginario religioso anterior, pero se busca darle un nuevo sentido. También Pablo saca la conclusión de que el culto racional, que agrada a Dios, es que “ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa y grata a Dios" (Rm 12,1). Y añade que “no os conforméis a este siglo, sino que os transforméis por la renovación de la mente para que sepáis discer­ nir cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta” (Rm 12,2). La hermenéutica sacrificial es la clásica del mundo judío y griego de la antigüedad, con términos, ideas e imágenes que formaban parte del código religioso de la época. Para interpretar las consecuencias de la muerte y resurrección, los cristianos utilizan y transforman, las representaciones usuales judías y del imperio romano. Incluso, se dice que su muerte les rescata del poder del diablo (Hb 2,14. Col 2,13-14. Cfr., Me 10,45; Mt 20,28), siguiendo la mitología de la épo­ ca, del hombre dominado por los poderes satánicos. Según las cate­ gorías del imaginario cultural, lo sagrado era ambiguo, fuente de lo diabólico y lo divino. Se buscó darle otro significado. Lo nuevo está en que Dios no quiere sacrificios como los ante­ riores, sino el de una vida solidaria como la de Jesús. No hay la menor alusión a una satisfacción sangrienta, al pago de una deu­ da o a que Dios quiera o desee la muerte de Jesús en sí misma. El sacrificio es la consecuencia de una vida fiel, que acepta pagar el

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precio de la persecución sin traicionar la misión recibida. Lo que Dios quiere es una vida entregada a los demás, como la de Jesús. Que se asuma ésta forma de vida genera persecución, odio y muer­ te a los que la acepten. Es decir, el sacrificio no estaría en que Dios exija la muerte de su Hijo, lo cual sería un retroceso respecto de las criticas de los profetas a los sacrificios humanos, algo indigno de Dios. El sacrificio de Jesús sería vivir para Dios y para los demás, aún a sabiendas de que eso le llevaba a la muerte. Se sacrifica por­ que vive para la misión que ha recibido, la de transformar a una religión que asesina a los profetas y a una sociedad en la que se impone el terror de la razón de Estado. Las viejas formulaciones cultuales siguen utilizándose, pero ahora el culto es una forma de vida. Lo sacrificial queda superado, porque el sacrificio de Jesús es entregarse a los otros. La cruz no es un castigo divino, sino la consecuencia de una vida que desafió a la sociedad y a la religión. Esta forma de vida es el plan de Dios, prenunciado desde anti­ guo (Me 9,12; 14,21.49; Le 14,49; 22,22.53; Hch 2,23; 3,18; 4,24-28; 13,29; 17,3; 1 Co 15,3; 1 Pe 1,20), que prevé la cruz como destino último de Jesús. Pero no porque sea Dios su agente, el que la quiere y decide, ya que la divinidad no impone su destino y la historia se hace desde las opciones libres de las personas. La cruz llega porque los agentes humanos, los protagonistas de la historia, matan a esos enviados de Dios. La palabra de Dios hay que encontrarla en la for­ ma de vida de Jesús, que desencadena la persecución y la muerte. El plan divino es la forma de vida de Jesús, la muerte de cruz la respuesta humana. Dios no la impide, no entra en la historia como una causa más, pero la transforma, a través de la resurrección. Y entonces, el sacrificio de Jesús no es el cultual, sino el de una vida martirial. Por eso, hay un cambio en el sacerdocio. Ya no se trata de un sacrificio y una función cultual, sino de una forma de exis­ tencia, que es mediadora entre Dios y los hombres, redentora de los pecados y sanadora de las dinámicas destructivas del ser humano. Por eso, la comunidad sustituye al templo como lugar en el que Dios se hace presente. También, todo cristiano es sacerdote por su forma de vida, por su seguimiento e imitación de Jesús.

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Es lo que expresan los sumarios del Libro de los Hechos, dirigi­ dos a los judíos: «conforme al plan previsto y sancionado por Dios, os lo entregaron, y vosotros, por manos de paganos lo matasteis en una cruz. Pero Dios lo resucitó, rompiendo las ataduras de la muerte» (Hch 2,23-24; 3,13-15.17; 4,10-11.27-28; 5,30-32; 7,52-53). El plan de Dios es entregar al Mesías a los hombres, pero son estos y no Dios, los que le asesinan. No hay que aplacar a Dios con un nue­ vo sacrificio humano, el de Cristo. Por el contrario, hay que renun­ ciar a matar, especialmente por motivos religiosos; reconocer la ino­ cencia del crucificado y abrirse al perdón que se ofrece a todos. El problema no está en la cruz, sino en la interpretación de que Jesús se sacrificó cruentamente, para aplacar la ira divina. Entonces, la pasión cobra un significado trágico y la imagen de Dios se ensom­ brece, ya que la cruz estaría decidida por Dios, predeterminada a costa de la libertad humana, como en las tragedias griegas. Esta idea ha marcado a la teología cristiana y ha sido la fuente de las teologías de la satisfacción, del predestinacionismo protestante y de buena parte del jansenismo moralista católico. La ambigüedad de la teología sacrificial de Pablo y de la carta a los Hebreos ha posibi­ litado que se impusiera su versión más continuista con el judaismo. Desde una teoría sacrificial tradicional, la del Antiguo Testa­ mento, son inevitables las víctimas, la violencia religiosa, y la subsi­ guiente teoría de la retribución. Según ella, las desgracias son obras de la divinidad que castiga al hombre. Y el resultado es la morali­ zación de la religión y de la sociedad, poner la culpa en el centro de la vida y desplazar a la persona como agente de la historia en beneficio de la autoría divina. Pero todo esto contradice el mensaje del reinado de Dios que proclamó Jesús, su manera de relacionar­ se con el Padre divino y su forma de abordar el pecado. No es la ofensa a Dios del pecador lo que centra el mensaje cristiano, sino la destructividad que genera el pecado contra los demás y el que peca. No es Dios quien castiga el pecado, sino que sus consecuencias se vuelven contra los mismos autores. La actuación de Dios no es la de acrecentar esa destructividad con la suya propia. Dios es siem­ pre salvador y la negatividad divina sólo podría consistir en dejar

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a los hombres que sigan su propio deseo cuando siguen sus ídolos y pasiones (Rm 2,21-32). El mensaje de Jesús no es ese, sino que Dios se desvive para avisar, motivar y guiar al pecador para que se arrepienta de su dinámica destructiva. Toda la tradición cristiana ha estado marcada por la compleji­ dad de esta teología, que quiere superar una época pero emplea la terminología religiosa y el vocabulario cultual para la nueva reli­ gión. La temática central no es la vida de Jesús, sino el significado de su muerte y sacrificio. Lo que no queda claro es el papel de Dios. Hay términos usuales oscuros como redención, perdón, expiación, etc., que son determinantes al transmitir e interpretar la última cena de Jesús35. En última instancia Dios sería el causante último de la violencia sagrada que exige sangre humana, no su denuncia­ dor, que se pone de parte de la victima. Por el contrario, si se asume que el único sacrificio que quiso Dios fue el de una vida entregada a los demás, siguiendo el ejemplo de Cristo, cambia el sentido del sacrificio, del culto y del sacerdocio36. Lo importante no es recon­ ciliarse con un Dios iracundo que castiga los pecados del pueblo, como afirmaron luego las concepciones medievales y las procesio­ nes penitenciales, sino identificarse con una vida entregada que culminó en la cruz. Hay que rechazar la violencia religiosa, la ven­ ganza (humana v divina), y las muertes a mayor gloria de Dios, que pasan a ser decidios por la identificación de Dios con las víctimas. 35. En los relatos abunda la term inología sacrificial y de entrega, que tiene como trasfondo el sufrim iento expiatorio del justo y el pasaje de Is 53: La noche en que fue entregado, la m ano del que me entrega, la sangre de la nueva alianza, derram ada po r m uchos, el cáliz con mi sangre, haced esto en m em oria mía, etc. Los relatos están vinculados a la pasión de Jesús y am bos a la interpreta­ ción que se hizo de su m uerte. Cfr., G. T heissen , La religión de los primeros cris­ tianos, Salam anca, 2002, 151-194;P. H ünermann , Jesús Christus. Gotteswort in derZeit, M ünster, 1994, 88-112; A. V erheul , “L’Eucharistie, m ém oire, présence et sacrifice du Seigneur d’aprés les racines juives de l’eucharistie”: Questions liturgiques 69 (1988), 125-154; J. J eremías , Die Abendsmahlworte Jesu, Gotinga, 1960, 83-100. 36. Este es el sentido últim o del planteam iento de Girard, que inicialm ente recha­ zó toda idea de sacrificio, porque atentaba contra las victim as y hacía de Dios un victim ario. Luego asum ió que sacrificarse por los dem ás, con una vida en­ tregada, corresponde a lo que Dios esperaba de Jesús y de sus seguidores. Cfr., R. G irard, El misterio de nuestro mundo, Salam anca, 1982, 257-298; El chivo expiatorio, Barcelona, 1986, 257-75.

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Lo novedoso del cristianismo es que se pone de parte de las víctimas y en contra de los victimarios religiosos, descalificando a cualquier religión violenta. El esquema previo de la religiosidad establecida eran los sacrificios a la divinidad. El cristianismo, en lugar de integrar en ellos la historia concreta de Jesús, los desauto­ rizó. No es el esquema cultual el que tiene que integrar la historia de Jesús, sino que su vida y muerte obliga a cuestionarlo. Que esto no fuera capaz de realizarlo el cristianismo en las distintas épocas de la historia, llevó a la legitimación religiosa de la violencia. Al desaparecer el templo de Jerusalén, tras la guerra contra los roma­ nos, se puso fin a los cultos sacrificiales, que ya habían descalifica­ do los cristianos con su teología. Las consecuencias eran claras: el cristianismo situó el centro del culto en la vida cotidiana (Rm 12,12); puso el acento en una forma de vida sacerdotal, más que en una función cultual; y sustituyó el templo, por la comunidad (Mt 18,18; 28,18), también llamada cuerpo de Cristo. Pero, en la medida en que el cristianismo se inculturó en la sociedad romana, triunfando sobre las religiones paganas e impo­ niéndose al judaismo, se dejó influir por ambas y asumió elemen­ tos sacrificiales e influencias culturales que chocaban con su nue­ va concepción de religión y sacrificio. Nuestro cristianismo actual mantiene la herencia judía tanto en lo que concierne al peso de las leyes y normas religiosas, como en lo referente al culto y al sacer­ docio. El cristianismo fue una religión sin templos, que celebraba el memorial de la cena en las casas, y sin sacrificios. Hasta el siglo 111 no se llama sacerdote a un ministro cristiano, desde un trasfon­ do basado en el Antiguo Testamento37. Al integrarse en la sociedad romana asumió elementos hebreos y de las religiones paganas, que ya estaban superados por el cristianismo. Los cristianos, acusados de ateos por los ciudadanos de Roma, acabaron creando un cul­ to y unas leyes religiosas parecidas a la de los sacerdotes y rabi­ nos judíos. Lo sacrificial tradicional facilitó la clericalización del 37. Hipólito, Tradición Apostólica (año 215), 2;3,8; 11. Cfr., J. M oingt, Dios que viene al hombre 11/2, Salam anca, 2011, 192-194; "La fin dn sacrifice”: Lumiére et Vte 217 (1994), 15-31; 20-22.

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cristianismo, la marginación de los laicos y la pérdida de sentido comunitario en los sacramentos. En buena parte, se pasó de la libertad de Jesús desde su relación filial con el Padre, a acentuar la obediencia de Cristo, que pasa­ ba por la cruz, como si fuera una exigencia paterna para redimir a los hombres. Del Jesús mártir, se pasó a la víctima sacrificada; del sacrificio existencial a la muerte expiatoria; de la lucha contra el sufrimiento humano a la exigencia divina de sangre; del segui­ miento de fe a la justificación de los pecados. Todos esos térmi­ nos son equívocos. La significación la da el contexto en el que se integran, según se atienda a los hechos de la vida de Jesús o a las especulaciones teológicas derivadas de la concepción judía. De ahí depende la forma de entender el sentido de la vida y el papel de la religión. Las dos tradiciones en conflicto han persistido a lo largo de los siglos y se mantienen en la actualidad. La carta a los Hebreos se leyó desde una perspectiva tradicional y, a su vez, influyó en la constitución de un cristianismo cultual y cercano a la dinámica del Antiguo Testamento. La variedad de cristologías del Nuevo Testa­ mento, sin que ninguna tenga el monopolio y la exclusividad, se deben a los distintos momentos históricos, las diversas condiciones de vida, las comunidades y las autorías personales de cada escrito. La vida de Jesús es una historia abierta, que sirve de referencia e inspiración para los cristianos posteriores. Son ellos los que tienen que elaborar respuestas de sentido para aplicarlas a las condicio­ nes cambiantes de la historia. Hay que inspirarse en las Escrituras, sin dejarse bloquear por ellas. Los cristianismos históricos mues­ tran las distintas versiones y realizaciones del seguimiento de Cris­ to a lo largo de los siglos. El problema pendiente es asumir esa oferta de sentido y salvación, para aplicarla ahora a la sociedad y al momento en que vivimos.

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Puede parecer, a primera vista, que la pregunta por "el senti­ do de la vida” sobra. Para algunos es una cuestión obsoleta, que corresponde a una época superada. También habría que clarificar qué entendemos por eso, ya que es una formulación tradicional bastante vaga. Si damos un giro práctico a la pregunta y la con­ cretamos, su significado se clarifica. Todos queremos ser felices y buscamos un proyecto personal con el que realizamos. Queremos que la vida merezca la pena. Preguntamos si lo que vivimos y hace­ mos corresponde a nuestros deseos y necesidades más profundas. Buscamos un proyecto de sentido con el que identificamos y tene­ mos necesidades espirituales a las que responder. El significado que damos a nuestro plan de vida, aquello a lo que damos impor­ tancia, son distintas formulaciones de lo que llamamos sentido. Esta cuestión ha sido planteada frecuentemente en la filosofía y en la religión1. Podemos recordar la demanda sobre si estaría­ mos dispuestos a repetir el curso de la vida, si se nos ofreciera la oportunidad (Kant). También, la afirmación de que el suicidio es la cuestión fundamental de la filosofía. Porque se evalúa la vida como carente de valor y sentido, y se decide acabar con ella (Camus). Las religiones han sido “laboratorios de sentido” en las socieda­ des, ofreciendo sentido para el presente y salvación para el futu1. Juan A. E strada, El sentido y el sin sentido de la vida. Preguntas a la filosofía y la religión, M adrid, 2010.

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ro. Muestran un proyecto de vida, aclarando qué es el bien y el mal. También prescriben comportamientos para vivir una vida que merezca la pena. Las religiones se abren a Dios, como término últi­ mo del sentido. El interrogante por el sentido de la vida se ha afianzado con el avance de las ciencias. Hemos pasado de la armonía con el uni­ verso, el hombre como meta última de la evolución del cosmos, a otro cosmos indiferente al ser humano, al que algunos degradan a mera aparición coyuntural. El judeo cristianismo ha marcado el humanismo de Occidente, mientras que la revolución cientí­ fico técnica ha agudizado la pregunta por el sentido, a la que no se puede responder con la ciencia. Esto ya fue intuido por Pascal cuando se preguntaba por el significado del hombre en un cosmos marcado por la casi infinitud, por la muerte y el caos. La indi­ ferencia del universo respecto del ser humano, propugnada por ideologías basadas en las ciencias de la naturaleza, tropieza con las religiones y cuestiona los proyectos de sentido de la filosofía. Lo insignificante de la persona en el universo, favorece las antro­ pologías objetivas, que prescinden de los proyectos subjetivos del hombre. La racionalidad científica irradia junto a los irracionalismos de filosofías vitalistas y existencialistas que, desde Nietzsche, anuncian el sin sentido, el absurdo y el nihilismo. Esto no sólo concierne a las religiones monoteístas, vinculadas a la Biblia. También en el budismo, que se debate entre la filosofía y la religión, hay una búsqueda de ultimidad y realidad última, aunque esta no sea personal sino cósmica. Las corrientes budistas cuestionan las ilusiones del yo personal, que le impiden realizarse. Buscan la fusión última con lo absoluto, la meta última a la que tender. También aquí hay un proyecto y un camino, un fin último y una evaluación de lo que es importante y secundario. Las religio­ nes orientales, el hinduismo y el budismo, atraen por mediar entre el cosmos y las personas que buscan dar significado a sus vidas. El que reconoce su contingencia radical, se fusiona con la realidad última. La nada última cuestiona las proyecciones subjetivas en favor de la fusión con el cosmos. Hay que sentirse parte de él para

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alcanzar la realidad absoluta. Hay una teología negativa respecto de lo absoluto, como meta última la que se tiende. Lo trascen­ dente no es conceptualizable, ni pensable. Así se logra el nirvana, el estado de liberación. Hay una trascendencia de la existencia humana, que capta su vaciedad radical, sin caer en la desespera­ ción existencialista, asumiendo el ser y la nada conjuntamente. De ahí, la mística radical del budismo, cercano en Occidente al Dios más allá del ser de Eckhardt, con aproximaciones parciales a Bruno, Spinoza, Heidegger o el mismo Einstein. De ahí surge una propuesta de vida, un ascetismo radical en el que convergen la filosofía y la religión. La irradiación del budismo se basa en su capacidad de incorporar datos científicos, saber filosófico y pro­ puestas religiosas, con las que responde a la pregunta del hombre sobre sí mismo2. Nunca permanecemos en la mera facticidad del universo, sino que tenemos necesidad de darle significado. La filosofía y la reli­ gión son creaciones humanas, saberes que, juntamente con el arte, buscan mostrar el significado del hombre y ofrecerle un proyecto de realización. Indagar el sentido de la vida se vincula a la pre­ gunta por Dios en la Filosofía (desde Nietzsche a Wittgenstein)3, y las religiones apelan a lo sagrado, a lo numinoso, a lo santo y a lo divino4. A partir de ahí, surge una articulación de sentido, un pro­ yecto de vida para todos. El animal tiene un esquema de conducta dado por la mecánica de los instintos, por estímulos y respuestas. Por eso, el animal es previsible y podemos domesticarlo. El ser humano es el único que se pregunta, más allá de la dinámica de los instintos. Tenemos que desarrollar un plan de vida en el que realizamos y asumir que éste va cambiando. La primera exigencia es aprender un estilo de vida, el de nuestros padres, educadores y 2. K. N ishitani, La religión y la nada, M adrid, 1999. La perspectiva occidental, centrada en el sujeto, enfoca la nada desde una perspectiva epistem ológica y axiológica personalista. Cfr., Pedro G ómez G arcIa (Ed.), Las ilusiones de la identidad, M adrid, 2000. 3. Juan A. E s t r a d a , La pregunta por Dios. Entre la metafísica, el nihilismo y la re­ ligión, Desclée De Brouwer, Bilbao, 2005 4. J. M artín V elasco , Introducción a la fenomenología de la religión, M adrid, 72006, 87-125.

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personas con las que convivimos. Del mismo modo que aprende­ mos un lenguaje, también a vivir. Se nos enseña una forma de vida y nos identificamos con ella, según las circunstancias familiares y socioculturales. Pero cada persona tiene que seleccionar de su código de cultural, sin dejarse llevar, buscando formas personales de realización. Las religiones apelan a ambas direcciones, ofrecen una tradición de sentido y alientan a una relación personal con la divinidad. En este marco se encuadra el cristianismo como proyecto de sentido. Parte de una historia personal que, a su vez, remite a un pueblo e historia colectivas. En lugar de anular los deseos y nece­ sidades humanas, en la línea del budismo, hace de ellas el punto de partida de su propuesta. El cristianismo propone un proyecto de sentido que haga crecer a la persona, en cuanto ser libre y autó­ nomo, y ofrece una salvación final, más allá de la muerte. Surge como una forma de vida que tiene en Jesús de Nazaret la referencia principal, presentándola como la que mejor realiza al ser humano. El problema permanente es actualizar su mensaje y su proyecto personal para adecuarlo a las distintas etapas históricas y culturas. La historia de Jesús y las referencias a él son el punto de partida en el que inspirarse. Jesús es el modelo por antonomasia, que el cristianismo ha abordado desde el doble esquema de la imitación y el seguimiento. 1. La necesidad de modelos y la promesa de plenitud En las ciencias humanas, se pone en primer plano al hombre como sujeto de deseos que tiene necesidad de imitar a los otros, para configurar su propia personalidad. Para que haya un yo hacen falta personas con las que relacionarse, que influyen en la identi­ dad propia. La personalidad se va construyendo biográficamente, a partir de relaciones interpersonales. Tendemos a imitar, necesi­ tamos modelos y nos identificamos con algunas personas referenciales. El yo se comprende desde el tú, queremos ser como el otro, asemejamos a su forma de vida. Suplimos la ausencia de metas

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prefijadas y ancladas en los instintos por una dinámica relacional en la que necesitamos padres, educadores, gurús, modelos y ejem­ plos con los que identificarnos. La identidad personal se construye relacionalmente, según la gente con la que se vincula cada persona y las que toma como modelos. Para que haya un "yo” hace falta un "tú”, la identidad se construye mediante interacciones. El yo aislado es una abstracción porque siempre partimos de un contex­ to, familiar, social, educativo etc. Además, la identidad personal es evolutiva y va cambiando con las nuevas relaciones. Por eso, el ser humano necesita referentes personales claros con los que iden­ tificarse afectiva, vivencial e intelectualmente, para evolucionar y elegir libremente5. Esta dinámica constituye el eje vertebral de la publicidad. Se presentan modelos famosos a los que imitar, y se venden los pro­ ductos que, supuestamente, ellos utilizan. No son las cosas en sí mismas las que atraen, sino que las queremos porque son objetos de las personas que admiramos, a las que quisiéramos asemejar­ nos. Además, no queremos ser menos que los demás, por eso nos sentimos infelices cuando no podemos poseer lo que ellos tienen, no queremos ser menos que los otros. Muchas veces, no es que el objeto sea valioso en sí mismo, sino que es algo que poseen los otros a los que quisiéramos parecemos6. Este mecanismo permite a la técnica publicitaria renovar constantemente los objetos de con­ sumo y perpetuar la dinámica de nuevas ofertas y modelos, para que sigamos comprando. Hemos llevado esto hasta el extremo. Ya no valen las cosas que son buenas, lo importante es la marca pres­ tigiosa que tienen y las personas que las representan, que les dan valor. No nos vestimos con una prenda buena, sino de “Armani, Boss, Lacoste o Burberry”. Lo que da valor a las cosas es una firma de prestigio, representada y escenificada por personajes exitosos. Tener esas cosas hace a mucha gente feliz, sobre todo, si no las tie­ nen aquellos con los que se convive. 5. E. F romm , El miedo a la libertad, Barcelona, 2009. 6. E sta es la clave del planteam iento de R. G irard , El misterio de nuestro mundo, Salam anca, 1982,321-363.

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Comprar cosas e imitar personas Detrás de este esquema juega siempre un papel "el reconoci­ miento del otro”, la necesidad de ser estimados y valorados por los otros. El esquema de imitación es crucial para el ser huma­ no y la sociedad del mercado se ha apoderado de él. Lo utiliza en función del consumo, marginando su orientación primaria y fundamental: promocionar a la persona y hacerla crecer median­ te socializaciones que generen hondura. El deseo de ser como el otro, la dinámica que lleva a imitarlo, se canaliza hacia lo que posee, en lugar de orientarla a adquirir sus virtudes y actitudes, desde una forma de vida semejante a la suyas. Hay una desviación de la imitación personal, en la que el otro sirve de referencia y de inspiración hacia las cosas que, supuestamente, tiene. La relación interpersonal, que es lo primero, pasa a segundo plano, despla­ zada por la adquisición de cosas, cuya posesión genera la ilusión de ser como el otro. De ahí surge un proyecto de vida basado en la acumulación de cosas apetecibles por los otros. Se relega a un segundo plano la comunicación interpersonal y el reconocimien­ to mutuo, que es lo que genera sentido y hace que la existencia se viva como valiosa. Por eso, el modelo actual de imitación es opuesto al que presenta el cristianismo, que pone en primer plano la relación personal y rechaza que ésta se mediatice con los obje­ tos y bienes de consumo. La imitación, cuando se canaliza a la posesión de lo que tiene el otro, fácilmente degenera en competitividad y violencia. Vivimos en un modelo social que valora a las personas por lo que tienen, no por lo que son, según la conocida diferencia entre ser y tener7. El mercado estructura nuestras sociedades y el hombre se convier­ te en consumidor de mercancías. Cuanto más tenemos, porque ascendemos en la escala social y participamos en la riqueza, tanto más necesitamos, para no ser menos que los otros de nuestra clase social. Nuestro grado de éxito en la vida viene dado por la capaci­ dad de consumo que tenemos. Y compramos muchos objetos, no 7. E. F romm , Del tener al ser: caminos y extravíos de la conciencia, Barcelona, 2007.

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porque los necesitemos, sino porque queremos asemejarnos a los triunfadores, los que pueden permitírselos. Un mayor nivel de vida y la publicidad se alian para ofrecemos una imagen social de la persona exitosa en base a su capacidad de tener y consumir. Com­ prendemos el sentido de la vida como tener muchas cosas, disfru­ tar y gozar de ellas. Se multiplica así la necesidad insaciable de tener. La oferta des­ mesurada, y siempre renovada, hace que las cosas se queden viejas en poco tiempo, aunque sean perfectamente utilizables. Hay que cambiarlas para estar “al día”, siguiendo los dictados de la moda, calculada para que sustituyamos bienes de consumo por otros más modernos, en cada vez menos tiempo. El consumismo es el secreto de una vida realizada mediante la adquisición de objetos. Una per­ sona supuestamente feliz tiene lo que desea. Hay una multiplica­ ción incesante de necesidades consumistas porque sube el nivel de vida y siempre hay gente que tiene más. De ahí, la importancia de la apariencia social; la seguridad y confianza que da el tener cosas; la vinculación entre auto-estima y respeto de sí con la posesión de bienes. Poseer, hace que los demás me acepten y, si es posible, me envidien. El hombre del tener basa su seguridad e identidad mate­ rialmente y busca ajustar su identidad a la imagen social que le dice cómo es una persona exitosa. Ser según el patrón social de la persona realizada, es lo que asegura el éxito. En nuestra sociedad, todo estriba en el mercado, la economía y el consumo, que son los que aseguran el triunfo social. Esta canalización del ansia de felici­ dad hacia los bienes de consumo degrada a la persona, que vale en cuanto tiene. Y la necesidad humana de ser reconocidos, valorados y estimados por los otros genera una enorme competitividad. Des­ vía el reconocimiento de las personas a las cosas y suscita violencia en la sociedad, por la frustración que despierta en los que no pue­ den conseguir lo que la publicidad promueve8. 8. Cfr., R. G ira rd , L os orígenes de la cultura, M adrid, 2006, 51-82; Una síntesis de su postura puede encontrarse en A. M o ren o F ern ánd ez, “Rene G irard y su critica de la etnología m ulticulturalista y relativista": Gazeta de Antropología 26 (2010), 26-28. “La am bigüedad de la m odernidad según R. Girard": Daitnon 54 (2011), 61-76.

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La sociedad contemporánea ha roto con la tradicional, seña­ lando acertadamente sus limitaciones. En las sociedades tradicio­ nales se fomentaba el ahorro, la sobriedad de vida, el trabajo y la aceptación de jerarquías sociales. Cada uno tenía que conformarse con satisfacer las necesidades básicas sin soñar con lo superlluo, que sólo estaba al alcance de las minorías ricas. Las diferencias de clase social, así como las exigencias que comporta, se veían como algo normal. Se asumían las diferencias económicas como natu­ rales, incluso, como queridas por Dios, según el nacimiento y la pertenencia social. Esta aceptación de las diferencias limitaba la envidia y la competitividad, ya que cada persona tendía a compa­ rarse con personas similares, pertenecientes a su clase social. Los de clase superior despertaban más admiración y respeto que envi­ dia y deseo de imitarles, ya que estaban por encima de las propias posibilidades. La cultura tradicional asignaba a cada persona un “lugar social” y jerarquizaba las diferencias sociales, con vistas a la identidad personal y la paz social. El orden social amortiguaba las diferencias, limitaba las envidias y ubicaba a cada uno. La pacifica­ ción de la sociedad se alcanzaba mediante la absolutización de un orden social, supuestamente natural y querido por Dios. El “Gran teatro del mundo” de Calderón de la Barca cristaliza, clásicamente, esta manera de entender la vida. Se restringían los deseos y se amo­ nestaba a la disciplina, la sobriedad, el ahorro y la previsión. Había una ascética mundana que correspondía a la escasez de medios materiales y la imposibilidad de satisfacer las necesidades de todos. De la solidaridad a la competitividad La revolución científico técnica ha cambiado este modelo con sociedades altamente productivas y con una gran cantidad de ofer­ tas, además de una llamada incesante a poseer y acumular9. No hay que anatematizar a la sociedad actual, sobre todo por sus logros de productividad y bienestar material. Vivimos en la tercera revo­ lución industrial, que genera prósperas condiciones de vida en los 9. J. A. M arina , Las arquitecturas del deseo, Barcelona, 2007.

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países ricos, y permite mejores formas de convivencia y de realiza­ ción social. No hay vuelta atrás y las sociedades tradicionales, pre modernas, pertenecen a un pasado que no puede volver como futu­ ro. De ahí la movilidad social, la inestabilidad de las clases sociales, la valoración del esfuerzo personal y el rechazo de jerarquías basa­ das en el nacimiento. Es una sociedad que promueve la libertad individual y el dinamismo de la competitividad. Estos son los aspec­ tos positivos de la nueva sociedad que ha emergido en la segunda mitad del siglo XX. Las sociedades modernas son igualitarias y se basan en la "meritocracia”, en el esfuerzo personal y en la capaci­ dad de darse un proyecto de vida. Hay progreso porque se seculari­ za el orden social, poniendo el énfasis en la libertad personal. El problema está en la canalización que se hace de esos princi­ pios y del sentido de la vida que se ofrece, al mediarlo todo por las mercancías y la rivalidad. Se acierta al superar el conservadurismo de la sociedad tradicional de clases sociales, pero el dinamismo social se pervierte cuando se canaliza al consumo. El aspecto posi­ tivo estriba en romper con las sociedades estáticas y con tenden­ cias al inmovilismo del pasado. Lo negativo es el stress permanen­ te, el deterioro de las relaciones interpersonales y la funcionalidad de nuestras sociedades darvinistas, en las que todos somos rivales. Ya no hay estabilidad social sino movilidad y crisis social perma­ nente, con un reajuste permanente de las relaciones personales y una jerarquía social inestable. Es el precio a pagar por el progreso. Se abre espacio a la individualización y a la diferenciación, a costa de una mayor inseguridad y una pérdida del sentido de pertenen­ cia. La mayor libertad individual para ser y vivir, la bloqueamos con la utopía de la plena satisfacción de necesidades artificiales, con la promoción del deseo consumista que genera expectativas irrealizables e inevitables frustraciones. Se multiplican los deseos, se promueven las ofertas y se refuerza el deseo de tener. El precio a pagar por este modelo, desarrollado en los últimos setenta años, es la concentración de riquezas y las injusticias que genera (el 20% de la humanidad acapara más del 80% de los recursos del planeta). También, los crecientes problemas ecológicos que suscita la cul­

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tura del despilfarro. Se tiran a la basura objetos valiosos, costosos y útiles, porque han pasado de moda y perdido valoración social. Ya no suscitan deseo alguno desde la imitación. Las sociedades prósperas, como la española, esconden siempre grandes bolsas de pobreza e injusticias estructurales, pero resultan fascinantes por la gran cantidad de bienes materiales que ofrecen. La violencia en la sociedad tiene que ver con esta dinámica. Hace que las relaciones personales altruistas y no utilitarias pasen a un segundo plano, y que se dé prioridad al afán de triunfar, pro­ fesional, social v familiarmente. Renunciar y conformarse con un estilo sobrio de vida material, no está bien visto en la sociedad. Hay que poseer muchas cosas para disfrutar, y no importa cómo se hayan conseguido. La meta justifica los medios y miramos con benignidad a los ricos que disfrutan de un alto nivel de vida, aun­ que sospechemos que no han sido personas honestas. Muchas veces los triunfadores se han enriquecido sin escrúpulos morales, religiosos o sociales. Por eso, la corrupción, frecuente en la clase política, empresarial y aristocrática refleja la permisividad de la sociedad con los que triunfan. El mensaje publicitario que se envía, que ya no necesita ser encubierto, es el de imitar a la “gente gua­ pa” (“beautiful people"), que viven en el lujo y poseen todo lo ape­ tecible. Este es el secreto de las revistas y emisiones del corazón, vinculado a la satisfacción vicaria, que deriva de identificarse con personalidades que reflejan el modo de vida que se desea para uno mismo. La identificación vicaria con los famosos compensa de la mediocridad y banalidad de la propia existencia, y alienta la lucha por poseer fragmentos de lo que ellos tienen10. Esto resulta especialmente atractivo para las personas de la baja clase media y las de las sociedades subdesarrolladas, que todavía viven bajo el imperativo de la insuficiente productividad para aten­ der las necesidades de todos. Los inmigrantes quedan impactados 10. P. B ruckner , La euforia perpetua. Sobre el deber de ser feliz, Barcelona, 32008; La tentación de la inocencia, Barcelona, 31999; Ch. L asch , La cultura del nar­ cisismo, Barcelona, 1999; G. L ipovetsky , Metamorfosis de la cultura liberal, Barcelona, 2003.

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por la gran cantidad de posibilidades que descubren en las socieda­ des ricas. Es lo que justifica a las sociedades actuales, incompara­ blemente más ricas que cualquier otra en la historia de la humani­ dad. Materialmente, nuestra sociedad es mejor que las anteriores y personas normales de clase media, e incluso baja, pueden hoy vivir mejor que otras ricas en sociedades tradicionales. Estas no tenían los medios y avances técnicos actuales. De estos logros materiales, que hacen inviable una vuelta romántica a tiempos anteriores, sur­ ge una legitimación social. La vieja fórmula de "pan y circo" corresponde a la fase tardía del imperio romano. Se basaba en su dominio mundial, y sigue siendo vigente hoy. “Vivir bien” significa permitirse muchas comodidades y lujos, y genera satisfacción si podemos alardear de nuestra supe­ rioridad. Hay sociedades y grupos humanos que ponen el acento en la diferencia. Les importa más distinguirse de los otros y tener lo que otros no tienen, que los bienes concretos en sí mismos. Las rivalidades nacionalistas y comunitarias no sólo se basan en tener cosas apetecibles, sino en que los otros no las tengan, para así dife­ renciarse y sentirse diferentes y superiores. El proyecto de vida que vale la pena es el de los triunfadores que disfrutan de esos recursos y este es el mensaje subliminal, encubierto, de series de televisión, películas, programas y "reality shows”. El que asume este proyecto y se identifica con él puede sentirse contento con su vida, suponien­ do siempre que goza de un mínimo de salud para disfrutarlo. El placer como felicidad En este sentido, la sociedad de consumo ofrece un sentido glo­ bal a la vida, basado en el disfrute, que frustra tanto al conseguirlo, como al luchar por él. No es la moral ni la religión la que ofrece una orientación, sino que se canaliza hacia lo que da prestigio social y seguridad. El dinamismo de la revolución científico técnica destro­ nó a la religión como clave del comportamiento social. Pero ahora domina la sociedad del mercado y la economía del consumo, que ha sido un fruto del progreso científico. En las últimas décadas, se ha sacralizado la sociedad de bienes, haciendo del dinero la clave

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de la vida. A su vez, el sistema de mercado es una ideología univer­ sal que actúa como pseudo religión secularizada. El consumismo lo impregna todo y es la base del imaginario social. Paradójicamen­ te triunfan los análisis marxistas sobre la alienación humana en las sociedades capitalistas, precisamente cuando la economía de mer­ cado ha triunfado sobre las socialistas. La felicidad que genera este estilo de vida es inevitablemente superficial y perecedera; depende de los vaivenes del mercado y de los avatares de la economía. La economía sirve de sistema referencial de orientación y cana­ lizado!' de las energías humanas, sustituyendo la salvación después de la muerte por la realización y seguridad en esta vida. El ansia de Dios, que las religiones presentan como eje constitutivo de la exis­ tencia, deja paso al significado salvador del dinero, del que se espera la realización plena. La antítesis evangélica entre Dios y las rique­ zas, que es nuclear en el proyecto de Jesús, cobra significado en una sociedad en la que el dinero se presenta como la mediación univer­ sal para alcanzar la felicidad. Así se legitima al sistema capitalista de mercado, que adquiere rasgos religiosos11. Esta orientación existencial constituye el trasfondo actual del ateísmo práctico y es una causa de la pérdida de relevancia de las religiones y de las iglesias. Lo religioso es desplazado por lo económico consumista, las iglesias por los centros comerciales, y las marcas de los productos son los nuevos iconos sagrados, cuya posesión promete felicidad y bienestar. El dinero es la meta por la que luchamos, sobre todo a la luz de la crisis financiera actual, que no está sirviendo para cuestionar el modelo de sociedad implementado en los últimos setenta años. La globalización no se realiza sobre unos valores morales universales, sino desde una integración y coordinación del capital financiero y bancario mundial, que decide sobre personas, clases sociales y pueblos. Es un modelo que se unlversaliza e impone, y que ha lle­ vado a afirmar que ya estamos en el final de la historia, como si ésta se construyera en tomo al paradigma actual occidental. La demo­ cracia y el mercado serían ya los núcleos de todas las sociedades. 11. J.M . M ard o n es, Capitalismo y religión, M adrid, 1991; Neoliberalismo y reli­ gión, E stella, 1998

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Los cambios serían secundarios porque respetarían la pervivencia de las sociedades de consumo12. Toda la cultura se monetariza: los medios de comunicación, el deporte, la ciencia, la medicina y la misma religión. La definición tradicional de Dios, como misterio fascinante y tremendo, se desplaza en favor del dinero, nuevo Dios en quien confiamos, dando un doble sentido al eslogan del billete de dolar13. El dinero mide el valor de las personas, es la reserva en función de la cual proyectamos el futuro, el medio internacional de intercambio y la clave de las alianzas y las guerras. Desde el dinero, se establecen las diferencias sociales y persona­ les, ya que la riqueza permite elegir y decidir. El interés económi­ co se impone sobre todos los criterios, incluidos los morales o los ecológicos. Su valor reside en su escasez, ya que si todo el mundo fuera rico y abundara el dinero perdería su valor y dejaría de ser la clave decisiva en la sociedad. Es omnipotente, omnipresente e invi­ sible, ya que incluso se ha desmaterializado, primero en favor del papel (en lugar del oro), luego en la forma de la carta de crédito y de las operaciones bancarias electrónicas. La clave anti humanista del dinero lleva a que el hombre lo asuma como criterio valorativo del poder, ya que el que tiene dinero “se lo puede permitir todo”. El tiempo es dinero y todo se compra y se vende, incluido el hombre mismo que “tiene que saber venderse” para tener éxito social. La alternativa de los insatisfechos La alternativa está en los que no se sienten satisfechos con la pro­ puesta consumista. Ya desde los años cincuenta, pensadores como J. Habermas14, avisaron que la transformación social no vendría, del proletariado ni de los países pobres, como reacción al capitalismo. 12. F. F ukuyama , El fin de la historia y el último hombre, Barcelona, 1992. 13. H.J. H ó HN, “M ythos K apital”: Jheologie und Glatibe 100 (2010), 31-43; Postsákular. Gesellschaft im Umbmch- Religión im Wandel, Paderborn, 2007, 91-109; Zerstreuungen. Religión zwischen Sinnsuche and Erlebnismarkt, Diisseldorf, 1998. 14. J. H abermas , Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, M adrid, 1999. Un enfoque m enos optim ista ofrece en, Teoría de la acción comunicativa II, M adrid, 1987, 542-572.

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El cambio vendría de países ricos, cuya productividad haría inne­ cesarios muchos sacrificios y restricciones de la sociedad tradicio­ nal y de ciudadanos que comenzarían a tener demandas de sentido que rebasan lo puramente material. Serían personas que viven en la sociedad del bienestar y que, en un momento dado, se sentirían saturados de consumo, hartos de la renovada oferta publicitaria y deseosos de otros bienes no materiales. La vida de consumo y la apetencia de muchos bienes materiales resulta muy atractiva para personas y sociedades que viven en la pobreza y tienen que luchar diariamente por la subsistencia. El rechazo podría venir de indi­ viduos que tuvieran lo que materialmente desearan y se sintieran insatisfechos. Pero Habermas fue muy optimista cuando pensaba en que este proceso se iba a dar con rapidez y que iba a afectar a mucha gente. No valoró suficientemente lo que el mismo llamó “colonización del mundo de la vida” por el mercado y por la buro­ cracia social, cultural y política. Lo económico estructural se impo­ ne e impregna a las personas. La capacidad inventiva de la publici­ dad se ha revelado más fuerte que la toma de conciencia colectiva sobre la falsedad del modelo de hombre y de sociedad que ofrece. Aunque haya minorías que se sienten insatisfechas con este modelo de vida, desde la revolución consumista, “made in USA”, de la déca­ da de los cuarenta, casi todos estamos impregnados del espíritu del consumo y de la equiparación entre felicidad v placer. Pero es verdad que cuando se tienen cubiertas las necesidades materiales primarias y secundarias, y muchas veces las terciarias, puede surgir el hartazgo con los objetos de consumo, que son más de lo mismo. Y es más difícil mantener la ilusión de que trabajar para conseguir esos bienes va a generar una satisfacción global, que haga la vida apetecible. Se experimenta que las demandas de felicidad, sentido y satisfacción en la vida van más allá de lo mate­ rial. Al conseguir los objetivos económicos pretendidos, fácilmente surge la desilusión, porque no responden a las apetencias y expec­ tativas que los alentaban. La dinámica es una ilusión, que sólo pue­ de mantenerse cuando no se realiza. Los bienes al tenerse cansan. Entonces es necesario buscar nuevas ofertas engañosas que gene­

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ren expectativas de realización, siempre desmentidas al realizar­ las. Al luchar por obtener satisfacciones materiales, se conserva la esperanza de que, cuando las logremos, seremos felices. Luego experimentamos la desilusión. Precisamente, al conseguirlas, por­ que no merecían la pena el esfuerzo hecho y la posesión no genera la felicidad que prometían. Por eso, la satisfacción de las necesidades materiales posibilita el surgir de otras espirituales, en las que se experimenta que “el hombre no sólo vive” de pan. Las cosas no pueden suplir la necesi­ dad "del otro”, la exigencia de relaciones interpersonales que den sentido a la vida, y la referencia a valores y bienes espirituales. De ahí, el desencanto actual en las sociedades ricas, y un males­ tar difuso, generalizado e inconcreto, porque no se debe a ningu­ na causa específica. Sobre todo en parte de las generaciones jóve­ nes, que no han conocido las privaciones del pasado. Son personas que disfrutan de muchas posibilidades materiales con las que sus padres ni pudieron soñar. Sin embargo, no se identifican global­ mente con la sociedad. No es posible ignorar el progreso, pero sí es necesario captar sus limitaciones y carencias. Hay un vacío de sentido que está vinculado a necesidades humanas espirituales no realizadas. Los inmigrantes son, muchas veces, los que más perci­ ben la importancia del bienestar material y las deficiencias en el ámbito de las relaciones personales, las vinculaciones familiares, y los valores morales y religiosos, en contraste con los de sus países de origen. Les fascina la prosperidad de los países desarrollados que les reciben, pero rechazan la penuria de sentido y de felicidad que perciben en el actual modelo de vida europeo. Esta desilusión es captada por algunas corrientes actuales, no sólo religiosas. Entre las diversas comentes de la filosofía hay que contar con los que reivindican una espiritualidad laica, humanista y post religiosa, apropiándose en parte de los valores y tradicio­ nes cristianas. Parten del carácter obsoleto de las religiones y de la validez de muchos de sus contenidos tradicionales, que pueden actualizarse y constituirse como parte de un humanismo secular. La racionalización social facilita una interpretación de lo religioso

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desde una trascendencia intra mundana e inmanente, que se cana­ liza en los valores morales, estéticos y humanistas. Sería una ver­ sión de la divinización de lo humano, como alternativa a la diná­ mica cristiana, que mantendría la preocupación por las cuestiones últimas: el sentido de la existencia; la sacralidad de valores últimos, por los que sacrificarse; el sustrato humanista que defienden las religiones; la alteridad trascendente de lo absoluto, sin referencias divinas algunas15. En lugar de la fe en Dios, se propone la fe en el hombre como alternativa, rechazando el materialismo radical. La trascendencia, en cuanto horizonte de sentido, abre espacio a las éticas y utopías históricas, que abren posibilidades de vida a los deseos y raciocinios. De esta forma se amplia el concepto de pro­ greso y se buscan valores por los que luchar y vivir, acentuando la autonomía creativa y el amor como la clave. Detrás de estas comentes espirituales hay la toma de concien­ cia de que el modelo actual de sociedad frustra aspiraciones pro­ fundas del ser humano. Hay que asumir la crítica implícita que muestran estas nuevas tradiciones, que pueden ayudar a que las iglesias se replanteen su forma de vivir y de estar insertas en las sociedades prósperas. La dinámica mercantil impregna el ámbito religioso y patologiza al cristianismo16. Se ha pasado de una teo­ logía de la defensa de los pobres, siguiendo el ejemplo de Jesús, a aceptar el darvinismo social, que les excluye. El vigente modelo de sociedad sacraliza la riqueza y el bienestar como un signo de la pre­ dilección de Dios, asumiendo textos aislados de la Biblia (Gn 24,35; Ecl 5,18), que no tienen en cuenta la toma de conciencia sobre el pecado estructural y colectivo. La teología protestante economizó la vida cristiana, haciendo de la riqueza y la prosperidad un signo 15. L. F e rry , Aprenderá vivir, M adrid, 2006; ¿Quées una vida realizada?, Barcelo­ na, 2003; El hombre Dios o el sentido de la vida, Barcelona, 1997; L. F e rry y M. GAUCHET, Lo religioso después de la religión, París, 2004; M. GáUCHET, La reli­ gión en la democracia, M adrid, 2003; El desencantamiento del mundo, Madrid, 2006; A. Comte Sponville, El alma del ateísmo. Introducción a una espirituali­ dad sin Dios, Barcelona, 2006; R. D ebray, Le fe ti sacre, París, 2003; Les communions humaines, París, 2005; J.D. C aputo y G. V attim o , After the Death of God, Nueva York, 2007; G. V attim o, Después de la cristiandad, Barcelona, 2003. 16. Jung M ao S ung , Deseo, mercado y religión, Santander, 1999.

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de la bendición divina. Se olvidó así la crítica del libro de Job a la teología de la retribución y a Jesús, que fustigó la búsqueda de riquezas y la acumulación. Esta dinámica fue uno de los elementos propulsores de la modernidad17, en la que acabó integrándose el catolicismo. Una nueva forma de acercarse a lo económico impreg­ nó la religión (“Dios se lo pague”) e incidió en una relación utilita­ rista con los demás. La servidumbre de las cosas se unió a una con­ cepción milagrera de Dios, al servicio de los deseos narcisistas, con lo que la religión asume las motivaciones y expectativas materiales, en lugar de transformarlas. Lo superfluo deviene imprescindible, a costa de la solidaridad y de la ascética de bienes, a la que exhorta la espiritualidad cristiana. Al hacer compatibles los bienes de consumo y Dios, se le media­ tiza y funcionaliza (orar es pedirle mercedes). También se despla­ za lo sagrado hacia los nuevos templos del consumo, los centros comerciales. Se busca “sentirse bien” y se consumen bienes de sal­ vación, como los materiales. Por eso, se puede afirmar que la reli­ gión desplaza a Dios. Ya no se espera la venida del mesías (¡Maranatha!) y entonces la asistencia a los rituales religiosos satisface y satura la conciencia religiosa. La religiosidad en cuanto fin en sí puede disminuir el ansia de Dios, el corazón inquieto del que habla­ ba San Agustín. Nietzsche denunció que los templos se habían con­ vertido en sepulcros de Dios. Y es que la religión puede pervertir la búsqueda divina y apropiarse de Dios, para ponerlo a su servicio. Una religión instalada en la sociedad consumista alienta a las vir­ tudes y la moralidad individualista. Se busca entonces tranquili­ zar y dar buena conciencia, en lugar de cuestionar el modelo de sociedad imperante y potenciar el discernimiento. La satisfacción de deseos, sociales y religiosos, se impone a las bienaventuranzas. También las necesidades humanas básicas, materiales y espiritua­ les, son desplazadas por preferencias consumistas. De ahí surge una iglesia cibernética, de masas y espectáculo, con símbolos reli­ giosos compatibles con el consumo, como ocurre en la Navidad. Se muestra a un Dios asegurador y no impugnador del código cul­ 17.

M. W e b e r , La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Barcelona,

1994.

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tural establecido. Y la religión se convierte en un negocio, apelan­ do a la generosidad de los fieles, que se canaliza por los clérigos oficiantes, para que, a su vez, Dios les recompense. Centrarse en el dinero, como fuente de bienestar, entra en contradicción con el primer mandamiento bíblico, Dios es el sentido absoluto. El con­ traste entre la lógica del dinero y el discurso cristiano rompe la disyuntiva de servir a Dios o a las riquezas, ya que ambos son irre­ conciliables (Le 16,13.19-31; 12,15-21; Mt 6,24; 13,22; 19,23-24). La inculturación en las sociedades prosperas genera una religión acomodaticia, que no interpela. 2. La imitación y seguimiento de Cristo Las religiones, y en concreto el cristianismo, han asumido la imitación de los otros como un eje vertebral de la personalidad. En todas las religiones hay un personaje que sirve de referencia ejem­ plar, al que hay que imitar, para realizarse. Las religiones bíbli­ cas acentúan este elemento modélico relacional, al mismo tiempo que insisten sobre sus desviaciones y patologías. La espiritualidad cristiana ha cristalizado en torno al doble esquema de imitación y seguimiento. Desde esta perspectiva se pueden analizar las dis­ cordancias y rechazos del modelo social imperante por parte del cristianismo. El dinamismo de la imitación de Cristo ha tenido una amplia tradición en la historia del cristianismo, a pesar de su limi­ tada base en los escritos del Nuevo Testamento. Ya hemos visto la importancia social de la imitación, la necesidad humana de mode­ los y cómo el desarrollo personal está afectado por procesos de socialización y aprendizaje en los que es fundamental. La imitación de los fundadores es constitutiva para las religio­ nes, que subrayan la importancia capital de la identificación con ellos. El modelo irradia, fascina a los imitadores, contagia sus valo­ res y posibilita una transformación moral. El peligro está en que el modelo anule la personalidad del imitador; que se abdique de un plan de vida propio en favor del que sirve de ejemplo; que se cai­ ga en la trampa de ser un duplicado del modelo. La antropología

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bíblica parte del hombre como imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26-27), lo cual afianza la tendencia de la religión a la imitación de los dioses. Pero la idea de un Dios trascendente, que se escapa a toda representación y concepto (Ex 3,14; 20,4), hizo que se des­ viara la idea de imitación a la de alianza entre Dios y el hombre, que deja más espacio a la dinámica del seguimiento. Más que la correspondencia entre Dios y la persona, se resalta su diferencia y discontinuidad, absolutizando la ley religiosa como mediación fundamental para relacionarse con Dios. El cristianismo desplaza la ley en favor de la persona e historia de Jesús. En Cristo irrumpe la palabra de Dios (Jn 1,1-18) y se le presenta como el “EnmanueP’, el Dios con nosotros (Mt 1,23). Así se crea una nueva posibilidad de relación entre Dios y el hombre. Toda la tradición ha puesto el acento en la identificación experiencial con Cristo, que es el núcleo de la imitación, tanto desde la pers­ pectiva ascética del ejemplo y las virtudes, como desde la dinámica testimonial. Responde a la necesidad constitutiva de emulación del hombre, que cobra otro sentido desde el crucificado y la forma de vida que le llevó a la cruz. No se adora sólo a un Dios trascendente y misterioso, ya que se absolutiza la vida de Jesús, fuente de inspi­ ración para encontrar a un Dios cercano e inmanente. Y desde esa referencia, se asume una vida comprometida que acaba en la cruz. Jesús lucha contra las dinámicas narcisistas y competitivas de sus discípulos, que hace de ellos rivales enfrentados. Los problemas de la imitación están en la doble dinámica de que el modelo y el que le copia pueden entrar en una relación de rivalidad y de que esta pue­ de desplazarse de lo interpersonal a las cosas. El modelo se siente halagado por la imitación del discípulo, pero tiene que defenderse de un posible competidor. Y a su vez, la referencia a una persona­ lidad ejemplar puede desencadenar la agresividad hacia ella y el intento de superarla y desplazarla. Por eso, en los evangelios no se habla de la imitación de Cristo, a pesar de ser la figura ejemplar para sus discípulos (Mt 11,29-30; Jn 13,15). Se asume su núcleo, pero se lucha contra las dinámicas de rivalidad y frustración que puede despertar. Jesús mismo afirma que sus discípulos harán

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cosas mayores que él (Jn 14,12), cerrándose a toda posibilidad de dominar sobre los suyos por su insistencia en el servicio. Tras la muerte de Jesús, surge la idea explícita de imitación de Cristo y de Pablo (1 Co 4,16; 11,1; 1 Tes 1,6-8; 2 Tes 3,7.9). Hay que configurarse según la imagen de Cristo (Rm 8,29) y proceder como él (Rm 15,7; 2 Co 8,9). El hecho de que la imitación esté ausente de los evangelios y no falte en los escritos paulinos, que se refieren al Cristo resucitado, está mediado por la muerte de cruz, que impide muchos de los peligros que tenía el deseo de copiarle en los discípulos. En cuanto que Jesús está ya inmerso en la plenitud de Dios como Cris­ to resucitado, se puede aplicar la idea de la imitación de los dioses al que es su representante humano. Ya es posible hablar de imitar a Dios como Cristo (Ef 5,1). Y también se copia a Pablo en cuanto imi­ tador de Cristo (Flp 3,13-14.17). La dinámica de la semejanza está vinculada a la paternidad y maternidad espiritual (1 Co 4,15-16; 2 Co 6,13; Ga 4,19). Por eso Pablo la utiliza en iglesias que ha misionado (Tesalónica, Corinto, Galacia, Filipo, etc.), buscando conducir a los fieles a Cristo y no a él mismo (2 Co 11,1-2). Intenta evitar los peli­ gros de acaparamiento y de apropiación de los imitadores por parte del modelo a imitar. Sin embargo, también la comunidad de Corinto se divide entre los de Pablo y los de otros competidores (1 Co 1,1112). La imitación siempre tiene el peligro de la rivalidad que desen­ cadena por eso sólo es plenamente aplicable a Cristo resucitado. La perspectiva paulina deriva de su cristología del Nuevo Adán y de la mística bautismal del renacer a una nueva vida, teniendo a Cristo como referente y predecesor18. Imitar a una persona implica inspirarse en ella, de modo que haya una convergencia entre los planes de vida de ambos. Esto no supone que la reproducción sea literal, ya que en este caso se anularía la propia creatividad. Jesús no tiene objetos que poseer y que ofrecer, que suscitarían la riva­ lidad y el ansia de posesión de los discípulos. Por el contrario, se 18. A. S olignac , “Im itation du C hrist” Dictionnaire de Spiritualité VII/2, París, 1971, 1536-1601; W. M ichaelis , “M iméomai-mimetés", en G. R u t e l , ThWNT, IV, 661-668; A. S chulz , Alachfolge und Nachahmen, M unich, 1962; Juan A. E s ­ trada , "Im itación de Jesucristo": Diccionario teológico de la vida consagrada, M adrid, 1989, 850-865;

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opone a las tendencias de éstos a ocupar puestos prominentes en función de su vinculación de Jesús y rechaza la rivalidad que susci­ ta entre los discípulos el deseo de engrandecimiento. Una relación que aprisione y no libere, se basa en la asimetría y superioridad del modelo, en contra de Jesús que se abaja y se pone a servir, para eliminar lo que transforma a los discípulos en rivales (Me 9,3335; 10,36-37.41-45; Jn 13,4-7.13-17). El ejemplo del servicio, como en el lavado de los pies de la cena, y su identificación con los más pobres (Mt 11,25-29) es una llamada a copiarles en su identifica­ ción con las víctimas de la sociedad, los más vulnerables. En este contexto, la imitación de Cristo tiene un sentido opuesto a la que propone la sociedad del consumo. Relativiza los bienes materiales, subraya la importancia de las relaciones personales. Y llama a una identificación afectiva y emocional que no cierra a la persona en sí misma, sino que la abre a los otros y a sus necesidades. La imi­ tación iría en la línea de la sensibilización y empatia con los más necesitados. Hay que tomar conciencia de que las ideas no hacen que una persona se comporte solidariamente, por sí solas, sino que es necesaria una motivación y sensibilización, para captar la reali­ dad de los que sufren e identificarse con ellos. En la tradición cristiana el modelo de imitación ha estado muy presente en la mística, en la que se busca la unión con Dios por medio de la experiencia del Espíritu. La creatividad que surge de la interioridad está mediada por la oración, desde la que se hace posible una relación de identificación afectiva en la que medie la semejanza. Buena parte de la oración cristiana se basa en la contemplación de los misterios de Cristo para asemejarse a él afectiva e intelectualmen­ te. Pero no hay que olvidar que se trata del Cristo resucitado, de la palabra encamada de Dios que exige la mediación e inspiración del Espíritu, por encima de cualquier practica ascética o moral. Y esto remite a la libertad y creatividad personal, a la imitación como voca­ ción, que llevaría a recrear el proyecto de vida de Jesús y a actualizar­ lo, inspirándose en él. San Ignacio de Loyola habla de “conocimiento interno” de Cristo para mejor seguirle y amarle (EE 104). El amor es siempre la energía espiritual divina por excelencia.

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De la imitación al seguimiento Lo cristiano no es sólo un camino de libertad de las alienaciones humanas, sino de liberación social y religiosa. Para esto hay que despojarse de los apegos personales, como recuerda San Juan de la Cruz con las nadas, y hacer “oblación de sí”, como propone Ignacio de Loyola. La pregunta ignaciana, ¿qué puedo hacer por Cristo?, remite a una mística del seguimiento operativa y transformado­ ra, que libera desde el servicio a los otros. Esta polarización por Cristo permite tomar distancia de los objetos que median entre el imitador y el modelo a imitar. Las cosas cobran un valor simbólico, más allá de su materialidad, y se pueden convertir en objeto común del deseo de ambos, que afirman su superioridad al poseerlas. Los mandamientos judíos, asumidos por el cristianismo, alertan sobre la codicia en sentido amplio. Esta no sólo lleva a competir con el otro, sino que canaliza los deseos hacia los objetos. “No codicia­ rás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo” (Ex 20,17; Dt 5,21). El deseo orienta la subjetividad, tanto o más que la racionalidad, buscando el reconocimiento y la aceptación, que son el cauce para la imitación y el seguimiento. El cristianismo contrapone la orientación mercantil hacia las cosas, mediada por el dinero, y la interpersonal, que se cristaliza en el seguimiento de Cristo. Por eso, la inculturación del cristianismo en una sociedad consumista va en contra del proyecto alternativo de Jesús y desvía del sentido de la vida que se refleja en los evangelios. Tradicionalmente, la forma de imitación cristiana por excelen­ cia ha sido el martirio, que es también la plenitud del modelo de seguimiento, y la forma más universal de ambas. Junto a ella ha jugado un papel importante la vida religiosa, centrada en la imita­ ción de Cristo, pero mediada por una ascética y espiritualidad que no siempre ha superado la exigencia de descentrar al sujeto y elimi­ nar los celos y la rivalidad inherentes. Quizás, Francisco de Asís es quién mejor ha ejemplarizado la convergencia entre la empatia que genera la imitación y el seguimiento del que ha recorrido el camino de Jesús, dando la preferencia al segundo respecto del primero. El

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gran reto para la espiritualidad, no sólo para la vida religiosa sino también laical, es evitar las patologías de la imitación. Que esta no degenere en mero sometimiento y obediencia al modelo; que no facilite el culto a la personalidad; que no lleve a un literalismo bíbli­ co descontextualizado, esencialista y ahistórico; y que deje espacio a la experiencia del Espíritu. Por eso, imitar y seguir a Cristo obliga a discernir y reflexionar sobre los ídolos sociales y eclesiales; las distintas formas de culto a la personalidad, en la sociedad e Igle­ sia; y lo problemático de relaciones posesivas que no dejan crecer y madurar. El ideal de imitación como amor narcisista a la propia imagen, que se centra en uno mismo, en lugar de abrirse a la alteridad de los otros. La imitación y los altos ideales de perfección necesitan el discernimiento para que no se conviertan en media­ ciones para los celos, la competitividad y la envidia. Las patologías abundan en la historia del cristianismo, bajo la forma de la carrera eclesiástica; del servilismo infantil y los endiosamientos que identi­ fican la voluntad de Dios con la propia, en lugar de buscarla desde la autocrítica y el servicio. Del mismo modo que hay modelos per­ versos en la sociedad, ávidos de competencias y honores, así tam­ bién en la iglesia comunitaria e institucional. En los evangelios, subsisten las resistencias a una corresponden­ cia entre Dios y los hombres, a pesar de las referencias a ser como Dios (Mt 5,48; Le 6,36). El seguimiento de Jesús es lo central de los evangelios (79 veces y 11 en el resto del NT)19. Lo propio del discipulado es seguirle. Se acentúa que Jesús precede en el camino a seguir ((Mt 19,1-2; 20,17-18; 21,1; 26,32; 28,7). Esta teología se escenifica espacialmente (Jesús se adelanta y le siguen: ir detrás, 35 veces); doctrinalmente (enseña y le siguen: 60 veces) y temporal­ mente. Al comienzo, le siguen al instante (Me 1,18), luego asusta­ dos (Me 10,32), finalmente huyeron (Me 14.50) o le siguen de lejos (Me 14,54). Todo el evangelio lucano está estructurado en tomo a la idea del camino físico a Jemsalén (Le 5,11.28; 7,9; 9,11.23.49.60; 19. G. K ittel , “ákolouzeo”: ThWNT I, 210-215; U. Luz, "Nachfolge Jesu. I": TRE 23, 678-686; J.M. C astillo , El seguimiento de Jesús, Salam anca, 2 1987; J. Ernst, Anfdnge der Christologie, Stuttgart, 1972, 125-145; M. H engel , Nachfol­ ge und Cansina, Berlín, 1968; C. C ouldt , Jésus et le discipte, París, 1987.

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18,22.28; 22,39), con un Jesús que mira hacia atrás a los discípulos que le acompañan. Por su parte Juan identifica seguir y creer (Jo 1,35-51). Hay una comunión de vida, de misión y de destino entre Jesús y los suyos. Se exige una decisión y un compromiso antepues­ to a los vínculos familiares (Mt 8,21-22; Le 9,61-62), a las riquezas (Mt 19,21; Le 18,22) y a la misma vida (Le 14,23-35; Mt 10,37-38). La radicalidad de Jesús se traduce en un proyecto de vida que llama a despojarse de todo lo que impida la libertad y el crecimiento. El cristianismo ha favorecido el seguimiento, resaltando la imposibilidad del hombre de superar por sí las dinámicas pato­ lógicas (Jn 3,7-8). Jesús muestra un camino a seguir y lo motiva (Jn 12,26). Los discípulos crecen progresivamente desde la rela­ ción con Jesús, hasta la crisis de la pasión, aprenden cómo vivir y en función de qué valores. La manifestación de Dios en la historia, la epifanía de Jesús, pasa por colaborar con él en la salvación del hombre. El seguimiento transfigura a los discípulos, los sacramentaliza al cambiar sus aspiraciones y motivaciones más profundas, y prepara el paso de comunidad discipular a iglesia cristiana. La relación les transforma porque Jesús pone en primer plano valores humanos radicales, mucho más importantes que las prescripciones religiosas, que tienen que subordinarse a los primeros. Les expone a las inclemencias de la vida, abandonando la seguridad social y religiosa, y les sensibiliza a la dureza de la vida de los más pobres. No se trata sólo de creer en lo que dice, sino de dejarse llevar con él y seguirle en una sociedad conflictiva, que quiere cambiar en favor de los más vulnerables. Dios asume la vida humana en Jesús, pero necesita la de sus discípulos para salvar a todos. Nunca es Dios más trascendente y universal que cuando asume el lugar de las víctimas de la sociedad y de la religión para situarse en la historia. Si Dios puede salvar a lo más deshumanizado y vulnerable, es que es uni­ versal. La universalidad no es sólo horizontal, de los judíos a los paganos, sino también vertical, desde lo más necesitado (el pobre y el pecador) a los otros. Por eso, el cristianismo es una historia inacabada, que remite a la vocación, inspiración y actualización en cada momento de la historia. Desde la empatia con las víctimas de la sociedad, los empobrecidos más que pobres, hay que abrirse a la

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plenitud de lo humano siguiendo las huellas de Jesús. Se trata de una vocación, de una llamada, que descentra y complica al que la recibe. Y le capacita para convertirse en agente transformador de una sociedad y religión pecadoras. Para ello es necesaria la relación personal (Jn 1,39), que lleva a la oración y a la pertenencia comunitaria. Hay que ser confirmado por la fe de los otros, al mismo tiempo que se testimonia la propia. Es necesaria una adhesión desde la convicción y la libertad, asumien­ do los costes del seguimiento, incluidos los que generan las pato­ logías de la misma Iglesia. Hay que optar por la fidelidad a Jesús, aunque genere tensiones sociales y eclesiales, antes que acomodar­ se a costa de menoscabar el seguimiento. El miedo sigue siendo el mayor causante de la infidelidad. Por eso Jesús exhorta a aborrecer la propia vida (Me 8,35; Le 14,26; Jn 12,24-25) por fidelidad a la lla­ mada del Reino. Lo han sabido testimoniar los discípulos de Jesús a lo largo de la historia, también en la actualidad (Oscar Romero, Ignacio Ellacuría y sus compañeros, Martín Lutero King, Teresa de Calculta, etc., una larga lista de laicos y sacerdotes). El seguimien­ to choca con el modelo de hombre que ofrece la sociedad. La cual masifica y despersonaliza, favorece el dejarse llevar por la mayoría y la excusa de hacer lo mismo que los otros. También en la iglesia hay tendencias a la despersonalización, especialmente peligrosas en los que tienen cargos de autoridad. En contra de la tendencia a perder la propia identidad en favor de las convenciones sociales y eclesiales, hay que personalizar a los cristianos y preservar creativa­ mente la propia identidad, en lugar de convertirse en hombre masa. Desde ahí es posible la paternidad y maternidad espiritual a la que amonesta Pablo (engendrar en Cristo: 1 Cor 4,15; Ga 4,19), porque Cristo vive en él (Ga 2,20). lina lectura creativa de los evangelios, desde una cristología espiritual, pneumática, puede suscitar per­ sonalidades que arrastren y contagien su experiencia. La crisis del cristianismo actual es la carencia de gurús, de personas que hablen desde una vivencia personal, que cuestione e inquiete. Faltan los otros "cristos”, los cristianos, que hagan posible vivir un proyecto de vida, que aúne la referencia a una forma realizada de vida, la de Jesús, y a una dinámica creativa de futuro.

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3. La crisis actual de la Iglesia Si el cristianismo quiere ofrecer una alternativa de sentido a la sociedad tiene que volver a sus orígenes primitivos, desde un replanteamiento actualizado de la imitación y seguimiento de Cris­ to. Esto exige no sólo un "aggiornamento” o puesta al día de las iglesias, sino una reforma de sus estructuras, instituciones y leyes, y una conversión de sus miembros, comenzando por los que tienen autoridad. Como en el siglo XVI, comienzo de la modernidad, hay hoy una necesidad de cambio radical, ya que han cambiado los problemas y los presupuestos de partida. Si no se da una reforma libre e interna de la iglesia católica, que tenga como referencia los evangelios y no cualquier concilio del milenio pasado, será impo­ sible superar la crisis de credibilidad del catolicismo. Las iglesias no pueden ser legitimadoras y sostenedoras del orden social rigen­ te, sin caer en contradicción con sus orígenes evangélicos. El pro­ blema estriba en que se encuentran bien instaladas en el primer mundo y participan del código cultural dominante. Lo cual, las incapacita para ofrecer una alternativa convincente. De hecho, el imaginario social de las iglesias ante muchos ciudadanos es el de instituciones ricas y poderosas, vinculadas a las clases dominan­ tes y defensoras del statu quo imperante. No se trata sólo de un problema de imagen desvirtuada, que se da, sino también de una mundanización eclesial, la cual ha sido una constante a lo largo de la historia del cristianismo. Hay que replantear la iglesia desde la comunidad, las relaciones interpersonales y los laicos, para que así puedan ofrecer respuestas a los problemas vigentes en la sociedad. Una recuperación crítica de la tradición Las relaciones interpersonales son nucleares para un proyecto de vida. En las sociedades tradicionales, se respetaba a los ancia­ nos porque tenían una larga experiencia. Además, servían de refe­ rencia y de ejemplo para los jóvenes. En el contexto europeo actual, de sociedades post modernas, se ha roto esta dinámica, porque son los mayores los que imitan a los jóvenes. Todos queremos vivir más

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tiempo, pero sin asumir la ancianidad. Consecuentemente, hay una devaluación de las tradiciones, del pasado y de las experien­ cias de los mayores, minusvaloradas en nombre del progreso, las innovaciones y las modas. La esperanza de vida ha aumentado, la jubilación temprana deja a muchas personas inactivas y el número de mayores aumenta. Y sin embargo, se minusvalora la edad y se exalta la juventud. Incluso se dice que no hay nada que aprender del pasado y que las generaciones anteriores son las que tienen que aprender de las presentes. La publicidad hace de la juventud el modelo de un estilo de vida para el que no están capacitados los mayores. Por eso hay miedo a la ancianidad, aunque se disfrute de salud y de necesidades materiales cubiertas. En cuanto se deja de trabajar y de ser productivo económicamente, hay miedo a perder influencia social y capacidad para incidir en la vida de los otros. La jubilación puede ser una mala noticia y desembocar en una situa­ ción vital en la que se constata, que las relaciones y personas que eran importantes antes, han perdido interés por el jubilado. En cuanto se ha perdido el cargo, el poder e influencias, deja de haber interés por la persona. Ya no se es útil. Entonces aparece la sombra de una vida desesperanzada, de una minus valoración propia, y la sorpresa de que había menos amigos de lo que se pensaba. Paradójicamente, la esperanza de vida alarga el estadio de jubi­ lación en plenas facultades. Cada vez hay más personas biológica y espiritualmente 'jóvenes”, que se pre-jubilan con un gran potencial y capacitación, sintiéndose minusvalorados por la sociedad. Esta sensación de quedar marginados y de no contar a la hora de tomar decisiones es causa de soledad y sufrimiento para las generacio­ nes mayores, y también una pérdida para la sociedad. Se prescinde de personas valiosas, que puede aportar conocimientos, capacida­ des y una rica experiencia, sin que la sociedad ofrezca cauces para hacer cosas y vivir experiencias que no han sido posibles antes. Como, por otra parte, se diluye el horizonte de la muerte en favor de un presente indefinido, permanente y prolongado, la ancianidad se ve como algo a evitar. Se busca vivir sin envejecer, vivir mucho sin ser ancianos, vinculando vejez y enfermedades, que simbolizan

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el fracaso último de la medicina y de nuestra ansia de inmortali­ dad. Hay un desapego respecto de lo antiguo en las viejas socieda­ des europeas, quizás contagiadas por el estilo de vida americano. El rechazo de los ancianos bloquea a estos y les incapacita para el diálogo con las generaciones más jóvenes, a costa de lo que ambos pueden aprender de los otros. De ahí el carácter adolescente de nuestro estilo de vida post moderno, que necesita modelos y referentes sin encontrarlos. El miedo a la muerte es consustancial al ser humano, pero cuando va acompañado por una forma y estilo de vida banal e insustancial se agudiza. De ahí el esfuerzo de la sociedad por marginar a la muerte, por disimularla estéticamente, por olvidarla y camuflarla detrás de estadísticas cuantitativas sobre las personas que fallecen. La muerte nos recuerda el "carpe diem”, la brevedad de la vida y la necesidad de aprovecharla. Y en la medida en que nuestro estilo de vida es banal y sin sentido, más huimos de que cada individuo se cuestione a sí mismo a la luz de su finitud y temporalidad, como en las sociedades tradicionales. El presente de nuestra sociedad margina las pregun­ tas a medio y largo plazo, tanto personalmente como socialmente, y se centra en lo efímero e inmediato, en lo cotidiano y urgente. Hemos pasado de la tradición nostálgica, que enaltece el pasa­ do y desconfía de los cambios, “el tiempo pasado fue mejor”, al extremo opuesto. En el, la memoria histórica queda bloqueada y la tradición se valora como obsoleta, superada y sin nada que aportar. Se impone una forma cultural adolescente, en la que no hay trans­ misión vertical de la identidad, sino carencia de padres, maestros y gurús, siendo el grupo, la pandilla y los “colegas” los que suplen esa ausencia de referentes. Estas carencias van acompañadas por una absolutización del presente, que se proyecta en el futuro, perdien­ do éste su diferenciación e indeterminación. Si el pasado es una mera génesis del presente, el futuro es su prolongación. Vivimos en una época presentista, que se olvida del pasado más reciente y que ve el futuro como mera continuidad con el hoy. Esta desmemoria y carencia de expectativas genera sin sentido e inseguridad, por­ que va en contra de la constitución del hombre. Las experiencias

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pasadas de sentido son las que iluminan e inspiran el presente. Las esperanzas son las que fortalecen la creatividad y potencian la libertad. El ¿qué puedo esperar? forma parte de la constitución humana, como recordó Kant. De esta forma aumenta la inseguridad de los ancianos y tam­ bién de las generaciones intermedias, que son las que gestionan la sociedad y las que tienen que educar a las más jóvenes. Si la con­ ducta recibida de los mayores ya no sirve para educar, porque ha cambiado la sociedad y se minusvaloran sus aportaciones, enton­ ces hay que tomar decisiones arriesgadas e inseguras en la familia, la educación y el trabajo, sin utilizar la experiencia adquirida. Esta “minus” valoración de las tradiciones, costumbres y aprendizajes radicaliza los cambios generacionales y facilita tomar decisiones equivocadas, ya que el que no aprende de la historia está condena­ do a repetirla. Probablemente la crisis del modelo familiar y edu­ cativo, que hoy se percibe en la sociedad, tiene también que ver con el papanatismo de lo nuevo. Se piensa que algo es bueno por ser una novedad. Y se rechazan las formas educativas anteriores, porque se identifica antigüedad con falta de validez. Las pautas de educación tradicionales, escolares y familiares, se rehúsan sin más, en bloque, sin discernimiento crítico. El resultado es una cri­ sis creciente de la educación familiar y escolar, alentada por un “progresismo superficial", basado más en el desprecio de lo que no se conoce, que de una selección reflexiva de lo que han aportado las generaciones anteriores. Buena parte del tradicionalismo eclesiás­ tico y del conservadurismo social y político está marcado por una reacción justificada contra esas carencias. Se reacciona contra un progresismo superficial, muy marcado por el desconocimiento de las tradiciones y por la carencia de sentido histórico. Se podría pensar que esta situación ofrece muchas posibilidades al cristianismo, depositario de una larga v rica tradición. También a las iglesias, gestionadas mayoritariamente por una "gerontocracia" que mantiene el aprecio por las experiencias del pasado, fundamen­ tales para abordar los desafíos del presente. El problema está en que estas tienden al fundamentalismo y al integrismo. Es decir, se

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aferran de tal modo a la tradición, que la sustancializan v la inmo­ vilizan, con lo que pierde plausibilidad y credibilidad20. En lugar de ver la memoria del pasado como la plataforma para avanzar y cam­ biar, ajustándose a las nuevas demandas del presente, se aferran a posiciones obsoletas, con las que se quiere responder a las nuevas sociedades emergentes del siglo XX. Se pierde así el dinamismo del cristianismo, que preservó la vida y tradiciones de Jesús, pero supo adaptarlas e incluso cambiarlas para el nuevo tiempo de la Iglesia y los sucesivos retos que planteó la misión en el imperio romano. La sociedad moderna margina el pasado y la tradición. En el catolicis­ mo se afirman ambos, pero a costa de las necesidades del presente y las perspectivas de futuro. Y es que en el tercer milenio nos han cambiado las preguntas y los problemas, y ya no sirven las viejas respuestas que se daban a problemáticas que han sido superadas o se han vuelto obsoletas por el curso de la historia. El dinamismo de fidelidad creativa, presupuesto en la imitación y seguimiento de Cristo, se echa de menos en la actualidad y ha sido una de las causas del retroceso involutivo que se ha dado en el post concilio. Jesús tuvo que enfrentarse a una religión judía anquilosa­ da y bloqueada por sacerdotes, rabinos y fariseos, y hoy hay peligro de que esta situación vuelva a repetirse. Dinámicas propias de los grupos adversarios de Jesús pueden percibirse en la Iglesia y en la sociedad. La inseguridad generada por los cambios llevó a la invo­ lución, a retroceder para recuperar la situación anterior al Vatica­ no II, marcada por la homogeneidad, el centralismo y el autorita­ rismo eclesial21. La iglesia volvió a sentirse llamada a la lucha anti modernista, ante una sociedad que se había generado contra ella en el siglo XIX y que vivía un fuerte proceso de secularización y 20. Al teólogo aferrado a las fórm ulas del pasado, “se le puede escuchar confiado, sin tem or al peligro de tener que preocuparse seriam ente por algo, (... por su) im posibilidad de rom per las form as fijas del pensam iento y del lenguaje". J. R atzinger , Introducción al cristianismo. Salam anca, 1969, 22. 21. M.D. C henu , "La fin de lere constantinienne": Un concite pour notre temps, París, 1961, 59-87. Según Ratzinger, los textos del Vaticano II fueron un “contra-Syllabus", que corrigió la actitud católica ante el liberalism o, las ciencias y la nueva concepción política. Cfr., J. R atzinger , "Der W eltdienst der Kirche": Communio 4 (1975), 442-43.

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laicización que involucraba. Desde entonces, la iglesia católica, al menos en Europa, vive a la defensiva y rechaza la reforma propul­ sada por el Vaticano II22. Se mueve entre la añoranza de un pasa­ do irremediablemente superado y el miedo a una marginalización social, fruto de la nueva sociedad secular, que algunos denominan ya post religiosa. Esta actitud impide la creatividad eclesial y se convierte en un obstáculo fundamental para la nueva evangelización de Europa, especialmente de las jóvenes generaciones23. La dinámica anti modernista que ha dominado la Iglesia durante siglo y medio parece retomar hoy. Se ve la sociedad como una amenaza, más que como una oportunidad. La situación, tras la primera déca­ da del siglo, dista mucho de suscitar confianza. Podemos hablar de una crisis global del catolicismo, que se encuentra en un momento histórico de desorientación, de pérdida de plausibilidad social y de merma de credibilidad interna. El Concilio Vaticano II intentó superar la crisis decimonónica, abriéndose al diálogo con el mundo; asumiendo la libertad religio­ sa y la separación de Iglesia y Estado; superando el espíritu de la Contrarreforma con un ecumenismo dialogante, y reformando sus estructuras ministeriales y sacramentales. El carácter restrictivo que ha tomado el postconcilio, sobre todo en las tres últimas déca­ das, respecto de las reformas conciliares, ha hecho que se paren 22. "La Iglesia, peregrina en este m undo, es llam ada por Cristo a esta reform a perm anente de la que ella, com o institución terrena y hum ana, necesita con­ tinuam ente” (UR 6). E sta perspectiva se contrapone a Gregorio XVI que de­ claró en la “M irari Vos” (15 de Agosto de 1832), que la iglesia no puede ser reform ada “com o si pudiera ni pensarse, siquiera, que la iglesia esté sujeta a defecto, a ignorancia o cualquier otras im perfecciones”. También, cfr., Y. H, Falsas y verdaderas reformas en la Iglesia, M adrid, 1953. 23. Diversas encuestas m uestran que m uchos jóvenes se desinteresan de la Igle­ sia. La religión es im portante para un 22 %, aunque se definen com o católicos el 53,5% y creen en Dios el 81%. Cfr., Fundación Santa M aría, Jóvenes españo­ les 2010, M adrid, 2010. M aite Valls, autora del inform e sobre "Las creencias religiosas de los jóvenes", afirm a que “Sorprende que entre los jóvenes las ins­ tituciones políticas, sindicatos y Fuerzas Ar m adas estén m ejor valoradas que la Iglesia". C oncentraciones m ultitudinarias com o las "Jom adas m undiales de la juventud" pueden ayudar a esconder la defección creciente de am plios sectores de la juventud, sobre la que se han pronunciado distintos organism os y personalidades (Cfr. El País, 28/11/2010).

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esas dinámicas. El catolicismo vive una crisis que recuerda la del siglo XVI. Hoy resurge de nuevo el giro anti modernista y la idea de la Iglesia fortaleza, que se defiende de la sociedad. Se tiende a crear una subcultura católica uniforme, en una sociedad plural, secu­ larizada y laica. Ya no se asume la apertura al mundo, el espíritu positivo con el que el Vaticano II encaró los problemas de la huma­ nidad. El Concilio buscó la reconciliación con la modernidad, la democracia, la laicidad del Estado y los derechos del hombre, entre ellos la libertad religiosa. En el siglo XIX, se había perdido la corre­ lación entre Iglesia y sociedad. Y con ella, una fe inculturada, ger­ men y fuente de inspiración para la cultura. De ahí, las esperanzas que suscitó el “aggiomamento”. Es decir, la reforma renovadora de la Iglesia y su nuevo talante misional, marcado por el diálogo con el mundo y la colaboración con otros cristianos e incluso no creyentes. El Concilio dio esperanzas a un tiempo de crisis y pare­ cía abrir una nueva etapa en la historia de la Iglesia. Se buscaban nuevos acentos respecto de la época tridentina y el Vaticano I, en correspondencia a una situación histórica nueva. Reformar la Iglesia para un proyecto de misión El dinamismo evangelizador se canalizó hacia una sociedad más justa V al desarrollo del evangelio social. También hacia una nueva forma de entender la relación entre fe, justicia y cultura, y a un replanteamiento del binomio de lo natural y lo sobrenatural. Las nuevas orientaciones respondían a la situación de la Iglesia en ese momento histórico, en el que cobró importancia la vinculación entre promoción humana y cristiana: “Entre evangelización y pro­ moción humana -desarrollo, liberación- existen efectivamente lazos muy fuertes. Vínculos de orden antropológico, lazos de orden teo­ lógico y vínculos de orden eminentemente evangélico como el de la caridad”24. No se trata de hacer aquí un balance de los logros y fallos del Vaticano II, sino de constatar que suscitó una gran esperanza, incluso en los no católicos. Además, dinamizó a la Iglesia, en el pri24. Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, n°.31.

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mer y en el tercer mundo, capacitándola para abordar los problemas de la década de los sesenta. Se puede hablar del Concilio como la primera experiencia globalizadora de la iglesia católica. Más de dos mil obispos, representantes de todas las iglesias, se encontraron y dialogaron entre sí, por primera vez en la historia, sin limitarse al diálogo de cada iglesia con el centro, con la curia romana. La imagen tradicionalista, patriarcal y masculina que ofrece la iglesia católica actual aleja a los sectores más dinámicos, abiertos y vanguardistas de la sociedad. Cuando se ponen en contacto con las instituciones y autoridades eclesiales, no sólo experimentan un choque cultural con otro modo de vida diferenciado, sino que cap­ tan el divorcio entre el proyecto al que aspiran y los cauces que se les ofrecen. Las expectativas espirituales renovadoras chocan con las estructuras tradicionales poco adaptadas. Les resulta más fácil entrar en “Organizaciones no gubernamentales” (ONGS) y aso­ ciaciones laicales, donde pueden realizar más su espiritualidad y sus proyectos de vida, sin las cortapisas que les impone el actual modelo de iglesia. Las carencias vocacionales a la vida religiosa y el sacerdocio tienen que ver con esto25. Por el contrario, son los sec­ tores más tradicionales de la sociedad los más afines a simpatizar con la Iglesia. El éxito vocacional de los nuevos movimientos con­ servadores estriba, entre otras cosas, en la seguridad y estabilidad que ofrecen. Sin embargo, es una cohesión interna que prepara poco para vivir las tensiones de la sociedad plural. Frecuentemen­ te, son un reducto anti modernista y su identidad grupal se paga con una uniformización de las mentalidades, una fuerte ideologización interna y el culto a la personalidad de sus dirigentes. Enton­ ces, viven una dinámica propicia al comportamiento de las sectas y de los grupos cerrados. En lugar de constituir a la Iglesia como una instancia contracultural, desde el seguimiento de Cristo, se con­ vierten en un reducto de tradicionalismo, superado por la historia y el dinamismo social. La Iglesia del siglo XXI necesita una refor­ ma tanto o más que la del siglo XVI, y si no surge una, promovida desde dentro, perderá relevancia social y credibilidad espiritual. 25. Juan A. E s t r a d a , Religiosos en una sociedad secularizada, Madrid, 2008, 146-157.

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En nuestras sociedades modernas se ha producido una poten­ ciación del estilo individual de vida y una modificación del código cultural compartido. El retroceso de la sociedad autoritaria abre posibilidades al individuo, en contra de la presión social anterior. En este contexto, la permisividad, la tolerancia, el "dejar hacer y dejar pasar”, se convierten en la práctica liberal hegemónica. Se potencia la iniciativa de la persona con espacios de libertad y ámbi­ tos públicos de opción personal. Se podría pensar que, al haber menos presión social, hay más posibilidades de que cada perso­ na se dé un sentido propio, el que le merezca la pena. Del mismo modo, la riqueza material abre posibilidades a nuevas necesidades espirituales, que enriquecerían al individuo y a la sociedad. Pero esta dinámica, favorecedora de relaciones personales ricas, está contrabalanceada por otra de signo inverso. Del modelo tradicio­ nal hemos pasado al de la sociedad permisiva, en la que teórica­ mente está prohibido prohibir, pero hay una fuerte presión social que estandariza a las personas. Vivimos una época de plenitud de derechos individuales, sin contrapartida de exigencias y respon­ sabilidades. También, sin un núcleo personal fuerte que potencie las elecciones libres. La superficialidad de las relaciones personales redunda en un individuo débil e inseguro, propenso a relegar en el Estado o el gobierno la toma de decisiones. En compensación se reclama una independencia individual sin límites, ya que faltan dimensiones solidarias y conciencia de pertenencia a un grupo. Las mayores libertades de los individuos en una sociedad toleran­ te y permisiva presuponen la autonomía y la creatividad personal. El pluralismo y la tolerancia social hacen inviable apoyarse en el consenso social, frecuentemente inexistente. La contrapartida es el discernimiento, que permita evaluar entre las distintas propuestas. Ya no existe el modelo social de referencia, en el que todo el mundo actúa del mismo modo. Hemos pasado del consenso social, en una sociedad e iglesias homogéneas, a la diversidad de opiniones, valores y conductas, sin que, en principio, se reprima ninguna, en nombre de la tolerancia. Hace falta que la persona actúe en función de sus evaluaciones y valores de forma autónoma y personal. La falta de orientación social, porque cada uno puede actuar según sus expec­

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tativas y convicciones, exige personalidades ricas, autónomas, con convicciones propias, que no se dejen arrastrar por la presión social. Esto es lo que resulta difícil en el modelo actual de sociedad en que vivimos, como consecuencia del fracaso del modelo familiar y edu­ cativo, que genera individuos débiles, inseguros y bastante aislados. La Iglesia también adolece de esta dificultad, ya que el peso de las estructuras, instituciones v autoridades limita mucho la posibilidad de evaluación y de opción de los creyentes. El peso institucional sofo­ ca el mundo de la vida en la sociedad (Habermas) y en las iglesias. La eclesiología de comunión del Vaticano II respondía a la pluralidad social y a la exigencia de un laicado con más protagonismo. Por eso, se acentuó el discernimiento, en contra del predominio anterior de la obediencia. Hoy volvemos a la situación anterior, desde la nostal­ gia de una iglesia uniforme, en la que todos piensan y actúan de la misma forma. Algo inviable en el actual modelo de sociedad. La clave estaría en superar la personalidad individualista en favor de una forma de vida basada en relaciones interpersonales ricas, estables y espontáneas, que es la alternativa a la “persona­ lidad autoritaria”. El amor implica la capacidad de compartir, de comunicarse y de vincularse, de forma libre y creativa. No se busca dominar al otro, poseerlo, que es lo propio de una concepción mer­ cantil de la vida, sino darse de forma gratuita y generosa, desde una experiencia de plenitud. El egocéntrico se defiende del otro, mien­ tras que el darse y participar en una comunicación enriquece al propio yo26. Por eso es más necesaria que nunca la iglesia comuni­ dad, que sustituya a la clerical e institucional. Ambas no se oponen, pero según el acento, se prima la dinámica del compartir vivencial o la del dejarse llevar jerárquico. La autonomía brota de la heteronomía adulta, que es conscien­ te de la necesidad de los otros y rechaza el aislamiento del yo. Son las experiencias y los encuentros, no las ideologías, los que unen a las personas. En ellas se descubre y confirma la propia identidad, 26. E. F romm , El arte de amar, B arcelona, 2011. Cfr., José A. P érez T apias, “La propuesta de Erich From m acerca de una ciencia del hom bre”: Gazeta de Aittropología 8 (1991), 43-50; J. G ómez C affarena , "Erich From m (1900-1980). El hum anism o m ilitante”: Razón y Fe 988 (1980), 479-489.

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al sentirse reconocido, aceptado y querido. De esta experiencia, saberse valioso y significativo para otras personas, surge la viven­ cia de que la vida tiene sentido. La solidaridad y la empatia están vinculadas a vivencias que motivan, de las que surgen las decisio­ nes morales que también tienen que pasar la criba de la reflexión y de la crítica. Pero esto implica interioridad y capacidad de discer­ nimiento, que sólo se logra en las experiencias interpersonales. No pueden sustituirse por reflexiones y especulaciones intelectuales, ni por la introspección de una personalidad aislada. En contra de la personalidad marcada por el tener, incapaz de arriesgarse, hay que renunciar a poseer al otro, respetando y alentando su autonomía y crecimiento. La libertad personal crece en contacto con seres libres, que refuerzan y motivan para ella. También cambia la forma de poseer y tener, ya que se goza compartiendo con los que se quiere, en lugar de defenderse de ellos. Es la experiencia de ser, que se basa en la autenticidad y en la creatividad mutua, y que genera alegría vital y capacidad de compartir y relacionarse con los otros. Y estas exigencias convergen con propuestas conciliares como las de revitalizar a la Iglesia como pueblo de Dios, desclericalizarla y potenciar a los laicos. Es necesario recuperar la teología de comu­ nión y el proyecto de Jesús de construir el reinado de Dios en la sociedad, subordinando la Iglesia a ese señorío de Dios y no a la inversa. Una Iglesia constituida como comunidad vivencial, plural y con capacidad de acogida es la que puede señar de apoyo al indi­ viduo, que se siente aislado en la sociedad y sin soportes en los que apoyarse para vivir su fe. Y esto pasa por una reestructuración, refor­ ma y actualización de la Iglesia, que sigue manteniendo el modelo decimonónico cincuenta años después del Concilio. La colegialidad y la sinodalidad de la iglesia, que encajarían bien en el marco de la globalización actual, también han quedado frenadas. A su vez, el universalismo de la comunión de Iglesias, que resuelve el problema de Iglesia particular y universal, sigue lastrado por la pervivencia de una concepción monárquica y centralista del papado, que es hoy el gran obstáculo para la unión de los cristianos. En definitiva, el Con­ cilio tenía razón al querer reformar la Iglesia y el post concilio ha sido, en buena parte, un fracaso de sus iniciativas fundamentales.

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4. El cristianismo como oferta de sentido A los problemas institucionales de la Iglesia, hay que añadir los del código cultural. En las sociedades tradicionales no era posible separar el humanismo cultural de la religión, mientras que, actual­ mente, se ha impuesto una "era secular” con un laicismo que inva­ lida las metas trascendentes y erosiona la fe religiosa27. Ya no hay correspondencia entre el estilo de vida y los valores religiosos. Ade­ más, las orientaciones culturales difieren de las de las iglesias. Se impone un naturalismo reduccionista, vivir según las leyes natu­ rales y la ciencia, que sirven de referencia para la “antropodicea”: generar un proyecto de sentido que sirv a para la salvación propia, una vez que se asume la "muerte cultural de Dios”. Ya no se espe­ ra un más allá en el que no se cree, sino que se realza el presente. Se valoran las religiones si son útiles y funcionales para vivir en el aquí y ahora. Ya no basta con la salvación después de la muerte, sino que se demanda una vida con sentido y se pregunta qué es lo que pueden aportar hoy las religiones para ello. Y esto exige un replanteamiento de las religiones y marcar otros acentos que en las sociedades tradicionales. Vivir de acuerdo con la naturaleza es una necesidad para la super­ vivencia del hombre, que forma parte de ella, pero hay necesidades universales y espirituales, que la trascienden. Como ser moral, el individuo tiene que darse normas de actuación, en parte asumidas de la cultura. En este marco, la religión juega un papel junto a la ética. La convergencia tradicional entre religión y moral ha deja­ do paso a un vacío moral y religioso. Hay un “desencantamiento” del mundo, que exige un proyecto personal sin apoyaturas en el consenso social o en una fe común compartida. La cultura secular se orienta hacia un humanismo sin Dios, realzando la libertad y autonomía, a lo que han contribuido algunas corrientes cristianas. La carencia actual está en no ofrecer criterios y valores universales que sirvan de guía en la búsqueda y realización de sentido. Hay un eclipse de Dios, un distanciamiento del misterio y una banalización 27. Ch. T aylor , Una edad secularizada, Barcelona, 2009.

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del concepto cristiano del amor, sin alternativas humanistas que ocupen el lugar que han dejado las religiones. Vivir como si Dios no existiera, exige sustituir la fe religiosa por la fe en el ser humano. Pero esa fe humanista es tan difícil de asumir como la fe en Dios. La razón es necesaria pero insuficiente para un comportamien­ to moral que lleve a sacrificar los propios intereses en favor de los otros. Esta dinámica afecta a todos los ciudadanos, que viven en una sociedad de no creyentes, que antes lo eran. El problema es cómo responder a esta dinámica. La vuelta atrás, negando el proceso de secularización ya dado, es inviable, porque el hombre de hoy tiene otra mentalidad que en la era religiosa. No basta con que se denun­ cien los males del consumismo, sino que hay que ofrecer orienta­ ciones para mejorar a la persona. Una religión moralista, basada en denunciar los males del mundo, se invalida para transformarlo. Cuando la relación con Dios se basa en una recompensa por cumplir con los deberes religiosos, se mantiene el dinamismo pragmático y economicista de la sociedad. De ahí la compatibilidad de un código religioso conservador, basado en el cumplimiento de las leyes ecle­ siásticas, y una actitud pragmática en lo socioeconómico, propia de un cristianismo aburguesado e instalado. El cristianismo tradicio­ nal ve el pecado como una deuda. La cual exige reparación y el cum­ plimiento de las leyes religiosas, para alcanzarla protección de Dios. Muchos cristianos se basan en este ascetismo religioso, que confun­ de la moral burguesa y liberal con los valores del reino de Dios, pro­ pugnando la convergencia del cristianismo y el capitalismo28. La alternativa es ofrecer opciones identitarias y pertenencias comunitarias, desde las que los cristianos puedan revitalizar su fe y contribuir a cambiar la sociedad. Cuando la religión incide en la cultura y en la sociedad, estas asumen como propios los valo­ res religiosos, que pierden su especificidad original, porque han sido aceptados por todos29. Hoy esto es difícil, porque el modelo de sociedad en que vivimos tiene un imaginario social incompati­ 28. M. N ovak, El espíritu del capitalismo democrático, Buenos Aires, 1984. Cfr., J. M. M ardones , Capitalismo y religión, Santander, 1991 29. O. Roy, La santa ignorancia, Barcelona, 2010.

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ble con una concepción cristiana de la vida. El problema es si las iglesias pueden contribuir a la construcción de una vida con senti­ do, ofreciendo alternativas. Hay que replantear la identidad cristia­ na en un mundo secularizado. La multi pertenencia sociocultural hace que en todo cristiano conviva la creencia y la no-creencia. Redefinir la identidad cristiana, en una era secular diferente a la de cristiandad, es el gran reto. Todas las religiones ofrecen un pro­ yecto de sentido vinculado a su concepción de la divinidad. No hay un sentido objetivo que se imponga y que pueda demostrarse, por­ que el significado de los acontecimientos depende de la interpre­ tación que ofrezcamos. No se puede fundamentar empíricamente el sentido de la vida. Hay una diferencia radical entre los valores y los hechos, entre lo fáctico y los deseos, entre el presente y los proyectos de futuro. La ciencia busca demostraciones y fundamen­ tos para validar las teorías. Pero esto no es posible para el sentido último de la vida. Desde los inicios de la filosofía, Sócrates, Platón y Aristóteles apuntaron al Bien como un ideal y un valor supremo, que puede ser reconocido, intuido y asumido por el hombre, pero que no puede derivarse de ningún hecho30. Los valores que dan sentido a la vida no derivan de nada empí­ rico, sino que son el presupuesto desde los que desplegamos los proyectos. Las religiones se orientan hacia un bien último y perso­ nal, que los monoteísmos llaman Dios. La pregunta por el sentido y por Dios convergen para los creyentes y para muchas personas que no pertenecen a una religión concreta31. Dios se identifica con el bien, tanto en la perspectiva platónica como en la judeo cristiana, e interpela a realizar un proyecto de vida que le corresponda. A esto añade el cristianismo una forma de vida, caracterizada como la encamación de Dios en la humanidad. Tener fe en un sentido últi­ mo, que abarca la vida v la muerte, se vincula a un Dios personal, 30. J. BORDIN, Del sentido de la vida. Un ensayo filosófico, Barcelona, 2005, 107-120. 31. Para W ittgenstein , Dios y el sentido de la vida son lo mismo: Tractatus Ló­ gico-filosófico, 6.44; 6.45; 6.522; Diario filosófico 1914-1916, Barcelona, 1979, 8.7.16; 11.6.1; 11.6.16. “Creer en un Dios quiere decir com prender la cuestión del sentido de la vida. Creer en un Dios quiere decir que con los hechos del m undo no todo está acabado. C reer en Dios significa que la vida tiene un sen­ tido (8.7.16)".

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mediado por Jesús. El hombre, como ser finito, sólo puede aspirar a un sentido histórico y parcial, el propio de la condición humana. Pero la revelación de Dios ilumina experiencias de sentido. Cuando los cristianos hablan de la fe como un don, quieren subrayar que el hombre no dispone de esas experiencias, pero puede prepararse para tenerlas. El dinamismo bíblico vincula a Dios con el destino último del hombre y asume la autonomía personal, que tiene que decidir hacia dónde y cómo se orienta. La libertad es un atributo divino y humano, fuente de la moral, de la política y de la religión. Si no hay un sentido dado y objetivo de la vida, en cuanto que no hay una referencia empírica en la que basarse, hay que buscarlo, en función de cómo se vive y qué se hace. Por otro lado, no todo sen­ tido es válido, porque hay necesidades constitutivas y la libertad se extravía cuando no responde a esas exigencias. No todo es válido ni está permitido. Una corriente del ateísmo humanista asume una versión secularizada de esta concepción, partiendo de la dignidad de la persona como base de los derechos humanos y sus exigencias. Se parte de una valoración y no de un mero hecho. San Agustín afirma que "estamos hechos para Dios y que sólo podemos descansar en él”32. Parte de una concepción relacional de la persona, contra el absolutismo del yo egocéntrico y aislado. Y busca a Dios en el interior del hombre, como la raíz última a la que éste llega cuando se busca a sí mismo. Conocerse a uno mis­ mo, se radicaliza, al buscar en su interioridad al mismo Dios. Hay una tendencia natural del hombre a Dios y la experiencia religiosa clarifica en esa búsqueda. San Agustín es consciente de la capaci­ dad de eiror del hombre (“si me equivoco, existo” afirma), y de su dinámica que busca a Dios y a sí mismo ("Deum et animam scire cupio”). El ansia de felicidad se canaliza hacia Dios como su meta, integrando el conocimiento y el deseo de Dios. Pero la identidad humana es conflictiva, siempre amenazada por proyectos de senti­ do malogrados. Dios es un referente último e inalcanzable para el hombre, siempre a la búsqueda de sí mismo. Nunca lo poseemos, estamos preguntando por él y buscándolo, como afirma la Biblia: 32. Juan A. E stoada, La pregunta por Dios, Desclée De Brouwer, Bilbao, 2006,115-125

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“como la cierva a las fuentes del agua” (Sal 41,4). Dios es siempre irrepresentable, inalcanzable e inaccesible en último término. Sur­ ge una búsqueda de sentido conflictiva, en la que el hombre es ten­ tado por su inseguridad y carencias, así como por la sociedad que socializa sus deseos. El cristianismo se encuentra ante un reto global. Tiene que mos­ trar cuál es su proyecto de sentido, en qué medida se vincula a la vida de Jesús y cómo puede servir de inspiración para transformar las sociedades modernas. Una vida lograda exige que la búsqueda de Dios no vaya en contra de las dinámicas humanas, sino que las potencie y encauce. La fe no puede oponerse a la naturaleza, aunque sí encauzarla. En cuanto que la Iglesia es parte de la socie­ dad, tiene que mostrar cómo entiende el sentido de la vida, en qué medida corresponde al proyecto de Jesús v cómo incide en el cam­ bio. Esto se logra con la experiencia de Dios, la mística del mundo, comprometida y posible para todos, como afirmó Karl Rahner33. La contemplación lleva a transformar el mundo. Cuanto más cer­ cano a Dios, más humano se toma el hombre, de tal modo que la santidad es otra forma de llamar al crecimiento personal. Crece­ mos como personas al modo cristiano. De tal modo, que la mayoría de edad, que conlleva autonomía, libertad y capacidad de evalua­ ción, se convierte en un requisito fundamental para el seguimiento cristiano. Una religión que no la facilite es rechazable en una socie­ dad marcada por la Ilustración, la modernidad y la democracia. Por eso, hay que preguntar si la Iglesia actual es el lugar adecuado para experimentar a Dios desde un proceso de crecimiento perso­ nal. Cuanto más cercanos a los hombres, más próximos estamos de Dios, a la inversa de lo que aconsejaba el Kempis34. La imitación y seguimiento de Cristo, implica una personalización que tome en cuenta el carácter singular de cada persona y la necesidad de 33. "El cristiano del futura o será un ‘m ístico’, es decir una persona que ha 'ex­ perim entado’ algo, o no será cristiano": K. R ahner, "Espiritualidad antigua y actual”, en Escritos de teología VI, M adrid 1967, p. 25. 34. "Dijo uno: C uantas veces estuve entre los hom bres volví m enos hom bre. (...). Por esto, al que quiere llegar a las cosas interiores y espirituales le conviene apartarse con Jesús de la gente”: Tomás de Kempis, Imitación de Cristo, libro prim ero, cap. XX.

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evolucionar en sintonía con los valores de Jesús. La santificación es humanización, ya que Jesús vino a enseñar cómo ser personas según el plan de Dios. Y a la inversa, el proceso de divinización des­ de el Dios encamado, lleva al compromiso con el mundo, que es un lugar de salvación y el espacio para ejercer la libertad. No se trata de una ascética interiorista, sino de una mística del compromiso, afín con el “contemplativo en la acción” y la espiritualidad en un mundo no religioso35. Esta espiritualidad obliga a una nueva reestructuración del esti­ lo de vida cristiano en una época post-religiosa. Corresponde a nue­ vas dinámicas sociales, ya que la identidad cristiana no es extraña a los códigos culturales. Al cambiar la concepción del hombre y estructurarse de forma distinta la cultura, no queda más remedio al cristianismo que cambiar él mismo. Tiene que crear una nue­ va antropología teológica, otra teología de Dios y otra forma eclesial de actuar. Hoy vivimos una crisis de espiritualidad porque las diversas teologías están pensadas para sociedades de cristiandad. Hay que aprender a buscar a Dios en medio de la vida, asumiendo que el mundo es un lugar en el que encontrarse con Dios. Hay que conjugar la pertenencia eclesial con el reconocimiento como sujeto adulto, para que la identidad cristiana no sea contraria a la mayoría de edad de una ciudadanía crítica. Otra Iglesia es posible y la crisis actual puede ser el detonante para una vuelta al evangelio y otra forma de reestructuración eclesial. La pérdida de poder, por el final de las sociedades de cristiandad, puede ser una vía para reencontrar a una iglesia evangélica, quizás más minoritaria y más comunitaria. No hay que olvidar que, a pesar del creciente indiferentismo religioso en algunos sectores de la sociedad, subsisten necesidades espirituales y de sentido. Mucha gente no rechaza la apertura a la búsqueda de Dios y es receptiva al sentido de la vida que ofre­ cen los evangelios. Pero no asumen la mediación eclesial y, mucho menos, que la Iglesia actual represente ese proyecto de sentido. Por eso es necesaria una renovación eclesial que la purifique de los 35. D. B onhoeffer , Resistencia y sumisión, Salam anca, 2001, 197: "Jesús nos lla­ mó, no a una nueva religión, sino a una nueva vida".

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elementos que ha acumulado en la historia contrarios al reino de Dios, que quiso instaurar Jesús. Sólo un cristianismo humanista, que no contrapone Dios al hombre sino los hace converger, puede ofrecer un proyecto de sentido válido para hoy. Y para esto, Jesús de Nazaret sigue siendo el referente, el que encama al “nuevo hombre”. La humanidad de Jesús se ha revelado como la encamación de la divinidad, como el culmen de la doble dinámica que se ha inspirado la creación y la implantación del rei­ no de Dios: divinizar al ser humano y mostrar la humanidad de Dios. La utopía cristiana acerca de la dignidad de la persona, ser imagen y semejanza de Dios, tiene en Jesús de Nazaret su cristali­ zación plena. En el Enmanuel, el Dios con nosotros, se cumple la aspiración humana de ser como Dios y el plan divino, revelarse al hombre y enseñarle como asemejarse a El. De ahí deriva el cris­ tianismo y la Iglesia actual. Ella no vale por sí misma, ni es la que atrae a los hombres a pesar de su patrimonio ético, cultural y artís­ tico. Lo que sigue haciendo del cristianismo una oferta de sentido fascinante es la vida, muerte y resurrección de Cristo. En él encon­ tramos muchos seres humanos una oferta de sentido que nos abre a la salvación de Dios y que nos permite vivir y luchar por una vida que merezca la pena. Y ese proyecto, que cada cristiano tiene que desarrollar personalmente, es el que tiene que actualizarse en el contexto de la sociedad e iglesia actual. "De la salvación a un pro­ yecto de sentido", al que modestamente quiere contribuir este libro por una cristología actual.

El cristian ism o en u n a sociedad la ica C u a re n ta años después del V a tica n o II Juan A n to n io Estrada

ISBN: 978-84-330-2048-2

Cuarenta

años d esp ués del V atican o

II, el cristianism o se encuentra

enfrentado a una profunda c ris is , sobre todo en los p aíse s del Prim er Mundo. ¿E n qué ha quedado el legado del Concilio y cu á le s son las c a u s a s co n c ilia re s de la c ris is posterior? ¿Q ué facto res han intervenido en la época p ostco n ciliar que han llevado a la situación a ctu a l? ¿ S e puede hablar del V atican o II como una oportunidad histórica fa llid a ? Éstas son algu n as de las preguntas a las que pretende responder este estudio. Pero no se trata sólo de c a u s a s internas del cato licism o , ya que hay nuevos facto res que han propiciado la pérdida de rele van cia del cristianism o en la s so c ie d a d e s d e sarro llad as. La se cu larizació n de la so cied ad y la laicid ad del Estado, juntam ente con la crisis de la m odernidad y la ap arición de una cultura postm oderna, a s í como la globalización y la te rce ra revolución industrial han cread o un nuevo contexto histórico. Las ig le sias tienen d ificu ltad es para u b icarse en la so cied ad ya que se ha roto la sintonía entre el modelo e c le s ia l y el so cio cu ltu ral. Hay un d esfase institucional, teológico y organizativo, para responder a las nuevas dem andas de las so cie d ad e s p o st-cristia n a s existentes en Europa. El autor analiza los problem as e intenta ofrecer alg u n as lín eas de actu ació n : El protagonismo so cio cu ltu ral de un laicad o m ayor de edad, lo cual exige la reforma interna y externa de la Ig lesia; el replanteam iento de la institución e c le siá stic a para ad e cu arla a las nuevas n e ce sid a d e s p astorales; la vuelta a una eclesio lo g ía de com unión en el contexto del diálogo intracatólico, ecu m én ico y con las grandes religiones m undiales; una nueva espiritualidad que posibilite la exp eriencia de Dios en una so cied ad se cu lar, etcétera.

HACIA I I I P U T I I l l BE ENKHDIAIIINTI

Pkilipge B icc C kristopk T keokall (E is.)

Una nueva o p o rtu n id a d p ara el Evangelio H acia u n a pastoral del e n g e n d ram ie n to P h ilip p e Bacq C hristo p h T h e o b ald (Eds.)

ISBN: 978-84-330-2480-0

Es posible hablar de las diferentes evoluciones culturales con­ temporáneas abandonando deliberadamente toda interpretación en términos de crisis, de pérdida de valores, de desaparición de la religión o de ocaso de la fe. Los autores de este libro están convencidos de que el Evangelio, tanto hoy como ayer, cuenta con todas sus posibilidades de ser escuchado y oído de nuevo, como una Buena Noticia que da la vida... La «pastoral de engendramiento» tiene su fuente de inspiración en esta convicción de fe. El reto al que deben enfrentarse nuestras sociedades y la Iglesia es dejarse «engendrar» a esta vida nueva, gracias a la Palabra de Dios que resuena en los relatos fundacionales y que va trabajando las conciencias. Desde esta perspectiva, al mismo tiempo que propone una lectura teológica y pastoral de las mutaciones de nuestra cultura, el libro Una nueva oportunidad para el Evangelio trata, sucesivamente, del

anuncio de la Palabra de Dios, de la práctica sacramental de la Iglesia y de la actividad pastoral propiamente dicha, y se detiene en algunas aplicaciones concretas. Este libro se abre al diálogo. Su deseo es suscitar un aumento de creatividad en las parroquias, en los movimientos y en los múltiples equipos pastorales.

ISBN: 978-84-330-2607-1

La lectura del presente texto hace descubrir con gozo la asombrosa actualidad de las cartas del Apocalipsis, después de habertranscurrido ya dos milenios. Las iglesias a las que se dirige Juan, de hecho, son un espejo cristialino de las diferentes modalidades de ser iglesia que existen hoy. Así, descubrimos una iglesia de la «ortodoxia» (Ap 2 , 1- 7 ), en la que todas las energías se emplean para defender la doctrina, aun a costa del amor; la iglesia de los «movimientos» (Ap 2 , 18 - 29 ), donde cada grupo pretende constituir la forma más verdadera de comunidad cristiana y se cree poseedor en exclusiva del mensaje puro de Jesús; la iglesia de los «réditos» (Ap 3 , 14 - 22 ), acomodada en su riqueza, tan complacida del propio poder como incapaz de anunciar el mensaje genuino de Jesús. ¿Será casualidad que la única de estas siete iglesias que ha sobrevivido a lo largo de los siglos, manteniéndose firme en medio de todas las vicisitudes de la historia sea la iglesia de Esmirna, aquella que acogió la bienaventuranza de la pobreza? (Ap 2 ,8 - 11 ).

Teología Popular La buena noticia de Jesús

José M aría C astillo http://goo.gl/lixN3

ISBN: 978-84-330-2606-4

Dicen los entendidos en las cosas de la religión que la teología es la ciencia que explica lo que es Dios, cómo es Dios, lo que le gusta y lo que le desagrada, lo que premia y lo que condena. Esto, más o menos, es lo que dicen los curas y parece que la cosa está clara. Pero el problema que se presenta es que a Dios nadie lo ha visto y nadie sabe cómo es exactamente ese Dios del que habla todo el mundo. Más aún, hay mucha gente que está convencida de que Dios no existe. Sencillamente. Y todo eso de la religión es un invento de los curas y de la gente beata que va a las iglesias. Pues bien, si esto es cierto ¿cómo podemos hablar de teología para explicar, con esa misma "teología", aquello que ignoramos? ¿No es todo eso un disparate y una pérdida de tiempo? La respuesta a estas preguntas se puede hacer de dos maneras. Una, echando mano de las doctrinas y teorías que inventaron los sabios de tiempos antiguos. Otra, recordando los relatos y enseñanzas que se encuentran en los evangelios. La teología de las doctrinas es la teología de los sabios. La teología de los relatos es la teología popular. Esta es la que enseñó Jesús con su ejemplo, sencillamente, con su forma de vivir y, sobre todo, con su relación con los hombres de la religión y con otra mucha gente a la que la religión (la de entonces y la de ahora) ignoraba, maltrataba y hasta condenaba. A sí nos explicó Jesús quién es Dios y cómo es Dios, esa teología popular que, en forma de relatos, se encuentra en los evangelios

B ib lio te c a M anual D e s c lé e

1. LA BIBLIA COMO PALABRA DE DIOS. Introducción general a la Sagrada Escritura, por Valerio Mannucci (6* ed.) 2. SENTIDO CRISTIANO DEL ANTIGUO TESTAMENTO, por Pierre Grelot (2* ed.) 3. BREVE DICCIONARIO DE HISTORIA DE LA IGLESIA, por Paul Christophe 4. EL HOMBRE QUE VENÍA DE DIOS. VOLUMEN I, por Joseph Moingt 5. EL HOMBRE QUE VENÍA DE DIOS. VOLUMEN II, por Joseph Moingt ó. EL DESEO Y LA TERNURA, por Erich Fuchs 7. EL PENTATEUCO. Estudio metodológico, por R. N. Whybray 8. EL PROCESO DE JESÚS. La Historia, por Simón Légasse 9. DIOS EN LA ESCRITURA, por Jacques Briend 10. EL PROCESO DE JESÚS (II). La Pasión en los Cuatro Evangelios, por Simón Légasse 11. ¿ES NECESARIO AÚN HABLAR DE «RESURRECCIÓN»? Los datos bíblicos, por Marie-Emile Boismard 12. TEOLOGÍA FEMINISTA, por Ann Loades (Ed.) 13. PSICOLOGÍA PASTORAL. Introducción a la praxis de la pastoral curativa, por Isidor Baumgartner 14. NUEVA HISTORIA DE ISRAEL, por J. Alberto Soggin (2aed.) 15. MANUAL DE HISTORIA DE LAS RELIGIONES, por Carlos Díaz (5a ed.) 16. VIDA AUTÉNTICA DE JESUCRISTO. VOLUMEN I, por René Laurentin 17. VIDA AUTÉNTICA DE JESUCRISTO. VOLUMEN II. por René Laurentin 18. EL DEMONIO ¿SÍMBOLO O REALIDAD?, por René Laurentin 19. ¿QUÉ ES TEOLOGÍA? Una aproximación a su identidad y a su método, por Raúl Berzosa (2* edición) 20. CONSIDERACIONES MONÁSTICAS SOBRE CRISTO EN LA EDAD MEDIA, por Jean Leclercq, o.s.b. 21. TEOLOGÍA DEL ANTIGUO TESTAMENTO. VOLUMEN I, por Horst Dietrich Preuss 22. TEOLOGÍA DEL ANTIGUO TESTAMENTO. VOLUMEN II, por Horst Dietrich Preuss 23. EL REINO DE DIOS. Por la vida y la dignidad de los seres humanos, por José María Castillo (5a ed.) 24. TEOLOGÍA FUNDAMENTAL. Temas y propuestas para el nuevo milenio, por César Izquierdo (Ed.) 25. SER LAICO EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO. Claves teológico-espirituales a la luz del Vaticano II y Christifideles Laici, por Raúl Berzosa 26. NUEVA MORAL FUNDAMENTAL. El hogar teológico de la Ética, por Marciano Vidal (2a ed.) 27. EL MODERNISMO. Los hechos, las ideas, los personajes, por Maurilio Guaseo 28. LA SAGRADA FAMILIA EN LA BIBLIA, por Nuria Calduch-Benages 29. DIOS Y NUESTRA FELICIDAD, por José Ma Castillo 30. A LA SOMBRA DE TUS ALAS. Nuevo comentario de grandes textos bíblicos, por Norbert Lohfink

31. DICCIONARIO DEL NUEVO TESTAMENTO, por Xavier Léon-Dufour 32. Y DESPUÉS DEL FIN, ¿QUÉ? Del fin del mundo, la consumación, la reencarnación y la resurrección, por Medard Kehl 33. EL MATRIMONIO. ENTRE EL IDEAL CRISTIANO Y LA FRAGILIDAD HUMANA. Teología, moral y pastoral, por Marciano Vidal 34. RELIGIONES PERSONALISTAS Y RELIGIONES TRANSPERSONALISTAS, por Carlos Díaz 35. LA HISTORIA DE ISRAEL, por John Bright 36. FRAGILIDAD EN ESPERANZA. Enfoques de antropología, por Juan Masiá Clavel. S.J. 37. ¿QUÉ ES LA BIBLIA?, por John Barton 38. AMOR DE HOMBRE, DIOS ENAMORADO, por Xabier Pikaza 39. LOS SACRAMENTOS. Señas de identidad de los Cristianos, por Luis Nos Muro 40. ENCICLOPEDIA DE LA EUCARISTÍA, por Maurice Brouard, s.s.s. (Dir.) 4L ADONDE NOS LLEVA NUESTRO ANHELO. La mística en el siglo XXI, por Willigis Jager 42. UNA LECTURA CREYENTE DE ATAPUERCA. La fe cristiana ante las teorías de la evolución, por Raúl Berzosa (2° edición) 43. LAS ELECCIONES PAPALES. Dos mil años de historia, por Ambrogio M. Piazzoni 44. LA PREGUNTA POR DIOS. Entre la metafísica, el nihilismo y la religión, por Juan A. Estrada 45. DECIR EL CREDO, por Carlos Díaz 46. LA SEXUALIDAD SEGÚN JUAN PABLO II, por Yves Semen 47. LA ÉTICA DE CRISTO, por José M. Castillo (5* edición) 48. PABLO APOSTOL. Ensayo de biografía crítica, por Simón Légasse 49. EL CRISTIANISMO EN UNA SOCIEDAD LAICA. Cuarenta años después del Vaticano II, por Juan Antonio Estrada (2a edición) 50. LITURGIA Y BELLEZA. Nobilis Pulchritudo. por Piero Marini 51. TRANSMITIR LA FE EN UN NUEVO SIGLO. Retos y propuestas, por Raúl Berzosa (2a ed.) 52. LOS ESCRITOS SAGRADOS EN LAS RELIGIONES DEL MUNDO, por Harold Coward (Ed.) 53. ORIENTACIONES ÉTICAS PARA TIEMPOS INCIERTOS. Entre la Escila del relativismo y la Caribdis del fundamentalismo, por Marciano Vidal 54. PALABRAS DE AMOR. Guía del amor humano y cristiano, por Xabier Pikaza 55. ¿QUÉ SENTIDO TIENE SER CRISTIANO? El atisbo de la plenitud en el devenir de la vida cotidiana, por Timothy Radcliffe (2a ed.) 56. EL DON DE LA VIDA, por José Vílchez 57. LA BIBLIA ANTES DE LA BIBLIA. La gran revelación de los manuscritos del mar Muerto, por André Paul 58. INTRODUCCIÓN AL NUEVO TESTAMENTO. Su historia, su escritura, su teología, por Daniel Marguerat (Ed.) 59. CELEBRAMOS LA VIDA. “Contemplando y predicando” 1206-2006, por Sor Lucía Caram

60. FUNDAMENTALISMO BÍBLICO, por Felipe Fernández Ramos 61. INTRODUCCIÓN AL ANTIGUO TESTAMENTO, por Thomas Rómer. Jean-Daniel Macchi y Chistophe Nihan (Eds.) 62. LA BIBLIA. Introducciones y meditaciones de Anselm Griin, por Anselm Grün 63. LOS DIEZ MANDAMIENTOS. Entre el precepto y la sabiduría. Conversaciones con Richard Schneider, por Eugen Drewermann 64. PARA LEER LOS PADRES DE LA IGLESIA. Nueva edición revisada y aumentada por Guillaume Bady, por Adalbert-G. Hamman 65. EL TALMUD Y LOS ORÍGENES JUDÍOS DEL CRISTIANISMO. Jesús, Pablo y los judeo-cristianos en la literatura talmúdica, por Dan Jaffé 66. EL EVANGELIO Y LAS CARTAS DE JUAN, por Raymond E. Brown 67. TOLERANCIA CERO. La cruzada de Benedicto XVI contra la pederastía en la Iglesia, por Juan Rubio Fernández 68. UNA NUEVA OPORTUNIDAD PARA EL EVANGELIO. Hacia una pastoral de engendramiento, por Philippe Bacq y Christoph Theobald 69. LA ESPIRITUALIDAD CONYUGAL SEGÚN JUAN PABLO II. por Yves Semen 70. EL APOCALIPSIS DE LA IGLESIA. Cartas a las comunidades, por Ricardo Pérez Márquez 71. DE LA SALVACIÓN A UN PROYECTO DE SENTIDO. Por una cristología actual, por Juan Antonio Estrada