Con cuerdas de ternura: para un encuentro con el Dios de Jesús de Nazaret [1ª edición] 8427713924

Cuando uno quiere vivir con honradez y sin trampas la propia fe, experimenta cada día la necesidad de un espacio diario

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Spanish; Castilian Pages 184 [91] Year 2002

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Con cuerdas de ternura: para un encuentro con el Dios de Jesús de Nazaret [1ª edición]
 8427713924

Table of contents :
Indice

Prólogo............................................................................. 9

Una actitud receptiva, para escuchar y dejarse captar por la Palabra......................................................... 19
«Prepárate... sube... espérame». «Hace tiempo que estoy lla­mando a tu puerta». «Como el grano que un hombre echa en la tierra».................................... 24
Apuntes sobre la oración cristiana. La oración del apóstol: «Puesta la ropa de trabajo y las lámparas encendidas». La novedad de la oración cristiana. Sugerencias para la oración personal.................................................................................... 30

El Señor nos sale al encuentro....................................... 45

El Señor sale constantemente a mi encuentro. Yo respondo desde mi fragilidad. Sugerencias para la oración personal...... 46
«Nadie puede poner otro cimiento distinto que Jesucristo»: «Comprendéis lo que acabo de hacer?». «No todo el que dice Señor, Señor». Sugerencias para la oración personal.............. 57

Conocer y seguir a Jesucristo......................................... 67
Pablo, paradigma de discípulo y apóstol. Cristo lo es todo para Pablo....................................................................................... 68
Jesús, un hombre que supo integrar animus y anima. El materno Espíritu en el comienzo de la vida pública de Jesús. Autoridad, energía y poder «masculinos». Sensibilidad «femenina». Los ritmos de período largo y la valoración de la corporalidad
Sugerencias para la oración personal.......................................... 75

Seguir a Jesús en el dinamismo de la encarnación por el camino de las bienaventuranzas………………….91
«La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros». En Nazaret Jesús existió, creció, escuchó y permaneció. Sugerencias para la oración personal…………………………93
Seguir a Jesús por el camino de las bienaventuranzas. Dichosos los que se van asemejando al Dios del amor y de la misericordia entrañable. Sugerencias para la oración personal……99
Seguir a Jesús pobre con los pobres. Jesús pobre. Sus encuentros con los pobres. Sugerencias para la oración personal…….112

Seguir a Jesús en la compasión y en el camino de la cruz.......................................................................... 121
«Sintió compasión». Dos parábolas emblemáticas marcadas por la compasión: El buen samaritano, El padre bueno y el hijo calavera. Sugerencias para la oración personal……………..123
Seguir a Jesús por el camino de la cruz. La cruz es mucho más que ascetismo. La cruz no es para entenderla, sino para vivirla. La cruz revela la libertad, la obediencia filial al Padre y el amor. «El que quiera venirse conmigo...». Sugerencias para la oración personal………………………………………………………………….134

Seguir a Jesucristo resucitado con la fuerza del Espíritu, en la Iglesia..........151
Seguir al Resucitado. Dejándonos conducir por la fuerza y el gozo del Espíritu. Sugerencias para la oración personal……….151
Seguir a Jesucristo con la Iglesia. La identidad de la Iglesia en la carta a los Efesios. La muerte de Cristo es el origen del nuevo pueblo de Dios. ¿Cómo vivir evangélicamente el misterio de la Iglesia? ¿Cómo estar en la Iglesia? Sugerencias para oración personal………………………………………………………….162

Balance final………………………………………………………175

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Victorino Pérez Prieto

Con cuerdas de ternura Para un encuentro con el Dios de Jesús de Nazaret

NARCEA, 8. A. DE EDICIONES

Este libro fue publicado, en una primera redacción, en gallego por la editorial SEPT con el título Con cordas de tenrura (2000)

A mi madre, que me enseñó la ternura y el amor de Dios padre-madre

Procura que la gracia y la ternura llenen de vino nuevo... tu ánfora de barro. Dios mide a su manera la eficacia. Ama a todos los hijos de los hombres. Di tus palabras como semillas que mueren pero brotan... Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las le­ yes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier me­ dio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamien­ to informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamos público.

© NARCEA, S. A. DE EDICIONES, 2002 Dr. Federico Rubio y Gal), 9. 28039 Madrid [email protected]

www.narceaediciones.es Cubierta: Francisco Ramos y Ménica Ramos ISBN: 84-277-1392-4 Depósito legal: M. 9.295-2002 Impreso en España. Printed in Spain Imprime Lavel, S. A., Pol. Ind. Los Llanos. 28970 Humanes (Madrid)

Pedro Casaldáliga

Indice

Prólogo.............................................................................

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Una actitud receptiva, para escuchar y dejarse captar por la Palabra......................................................... 19 «Prepárate... sube... espérame». «Hace tiempo que estoy lla­ mando a tu puerta». «Como el grano que un hombre echa en la tierra»......................................................................................... Apuntes sobre la oración cristiana. La oración del apóstol: «Puesta la ropa de trabajo y las lámparas encendidas». La no­ vedad de la oración cristiana. Sugerencias para la oración personal....... ...................................................................................

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El Señor nos sale al encuentro.......................................

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24

El Señor sale constantemente a mi encuentro. Yo respondo desde mi fragilidad. Sugerencias para la oración personal...... «Nadie puede poner otro cimiento distinto que Jesucristo»: «Comprendéis lo que acabo de hacer?». «No todo el que dice Señor, Señor». Sugerencias para la oración personal..............

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Conocer y seguir a Jesucristo.........................................

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Pablo, paradigma de discípulo y apóstol. Cristo lo es todo para Pablo....................................................................................... Jesús, un hombre que supo integrar animas y anima. El mater­ no Espíritu en el comienzo de la vida pública de Jesús. Autori­ dad, energía y poder «masculinos». Sensibilidad «femenina». Los ritmos de período largo y la valoración de la corporalidad Sugerencias para la oración personal..........................................

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Seguir a Jesús en el dinamismo de la encarnación por el camino de las bienaventuranzas...................... 91 «La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros». En Nazaret Jesús existió, creció, escuchó y permaneció. Sugerencias para la oración personal................................................................ Seguir a Jesús por el camino de las bienaventuranzas. Dicho­ sos los que se van asemejando al Dios del amor y de la mise­ ricordia entrañable. Sugerencias para la oración personal...... Seguir a Jesús pobre con los pobres. Jesús pobre. Sus encuen­ tros con los pobres. Sugerencias para la oración personal.......

Prólogo 93

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Seguir a Jesús en la compasión y en el camino de la cruz.......................................................................... 121 «Sintió compasión». Dos parábolas emblemáticas marcadas por la compasión: El buen samaritano, El padre bueno y el hijo calavera. Sugerencias para la oración personal................. Seguir a Jesús por el camino de la cruz. La cruz es mucho más que ascetismo. La cruz no es para entenderla, sino para vivir­ la. La cruz revela la libertad, la obediencia filial al Padre y el amor. «El que quiera venirse conmigo...». Sugerencias para la oración personal............................................................................

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Seguir a Jesucristo resucitado con la fuerza del Espí­ ritu, en la Iglesia.................................................... 151 Seguir al Resucitado. Dejándonos conducir por la fuerza y el gozo del Espíritu. Sugerencias para la oración personal.......... Seguir a Jesucristo con la Iglesia. La identidad de la Iglesia en la carta a los Efesios. La muerte de Cristo es el origen del nuevo pueblo de Dios. ¿Cómo vivir evangélicamente el mis­ terio de la Iglesia? ¿Cómo estar en la Iglesia? Sugerencias para oración personal...................................................................

Balance final...............................................................

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Yo hago versos y creo en Dios Mis versos andan llenos de Dios, como pulmones llenos del aire vivo Yo no sé si podría convivir con los [Pobres si no topara a Dios en sus harapos; si no estuviera Dios, como una brasa, quemando mi egoísmo lentamente. Muchos humanos izan sus banderas y cantan a la Vida, dejando a Dios de un lado. Yo sólo sé cantar dando Su Nombre.

Quizá yo no sería capaz de estos [caminos si no estuviera Dios, como una [aurora, rompiéndome la niebla y el cansancio.

...Belleza sin ocaso, Verdad sin argumentos, Justicia sin retornos, Amor inesperado, ¡Dios es Dios simplemente! Pedro Casaldáliga, Todavía estas palabras

El final del siglo xx nos dejó un mundo en el que casi todo acaba trivializándose y, al final, corrompiéndose. Esto acon­ tece con las cosas más banales y también las mayores y más honradas apuestas, con los mayores ideales y con los mayo­ res valores. Por eso, necesitamos revisar constantemente todo lo grande, honesto y bueno que aún nos queda, vol­ viendo a las raíces, para que el cáncer espiritual no lo co­ rroa. Particularmente, acontece esto con la fe religiosa, con sus amenazas internas; desde siempre le acecha el peligro de convertirse en mentira, alienación y aún justificación ideológica para la violencia y la explotación de los más fuertes sobre los más débiles. En consecuencia, los creyentes necesitamos constante­ mente espacios para, pacíficamente, reencontrarnos con nosotros mismos, volver a nuestros fundamentos... Jesús de 19azaret invitaba a los discípulos de vez en cuando a buscar espacios para descansar y orar: «Venid conmigo a un lugar apartado, y descansad un poco» (Me 6, 31). Cuando uno quiere vivir con honradez y sin trampas la propia fe, expe­ 9

rimenta cada día la necesidad de un espacio diario de oración, de escucha y diálogo con ese Misterio donde en­ cuentra el amor incondicional. Pero no es suficiente, necesi­ tamos también, de vez en cuando, tiempos más prolongados en los que rehacer la experiencia de fe, debilitada y herida en el diario acontecer. Espacios para ponernos confiada­ mente en las manos de Dios, «como el barro en las manos del alfarero», que dice Jeremías (Jr 18, 6), confiando en que el Señor quiere y puede hacer con nosotros algo nuevo; ha­ cer nacer la novedad en nosotros... a pesar de los años, los fracasos, las contradicciones y el cansancio de la vida... Como dice el profeta, Dios quiere romper el viejo recipien­ te, para formar en nosotros un cacharro nuevo (Jr 19). Estas páginas, a caballo entre la espiritualidad y la re­ flexión teológica, quieren ser como una humilde propues­ ta que ayude a un re-encuentro con Dios, con el Dios de Jesús. Bien sé que ¡hay ya tantas hechas! Por eso, da cierto pudor osar proponer una más. Esta propuesta tampoco tiene la pretensión de ser novedosa, pero sí nueva, fresca. Nueva porque busca plasmar la experiencia vivida perso­ nalmente y compartida con otros; y así puede aportar algo al lector creyente e incluso al no creyente: mi propia ex­ periencia de encuentro con Dios. Y la experiencia perso­ nal es siempre diferente. Soy muy consciente de que cada persona tiene que hacer su propio itinerario, o itinerarios, de reencuentro con Dios. Es la sabiduría de la vida que plasmó Antonio Machado en sus conocidos versos: «Ca­ minante, no hay caminos... se hace camino al andar». Pero la experiencia de otros siempre nos enriquece y nos puede ayudar en el camino de nuestras vidas, aunque cada uno necesita realizar un itinerario «personal e intransferible», como el propio DNI, o el propio ADN... Y yo, como can­ taba Pedro Casaldáliga, no sería capaz de andar estos ca­ minos «si no estuviera Dios, como una aurora, rompién­ dose la niebla y el cansancio», «si no estuviera Dios como una brasa, quemando mi egoísmo lentamente». 10

Estas páginas no nacieron de la pura teoría teológica o espiritual, ni siquiera sólo de la experiencia personal. Na­ cieron, en primer lugar, de la propia experiencia de fe, siempre contradictoria, buscando la luz cada día, pero asen­ tada en unos pocos principios que se fueron afirmando en el día a día: el convencimiento de que el amor del Padre sale cada día amorosa e incondicionalmente a mi encuen­ tro, la seducción por la persona y la palabra de Jesús de Nazaret, el Cristo de Dios, y la necesidad de verificar mi fe en el camino pobre con los pobres. Experimento cada día con agradecimiento lo que dice magníficamente ese maestro de espiritualidad que es el franciscano Eloi Leclerc: «Tu tam­ bién eres amado de Dios en el Señor Jesús... Evangelizar es ser testigos pacíficos del Todopoderoso»1. Simultáneamen­ te, siento que el Padre de amor quiere de mí que crezca cada día a su imagen; fundamentalmente, que sea, como dice Pablo, «más auténtico en el amor» (Ef 4, 15), para avanzar en la santidad y la justicia verdaderas. Pero el libro se fue haciendo, también, en el proceso de compartir esa experiencia personal con personas y grupos. Con las comunidades en las que fui ejerciendo mi ministe­ rio pastoral; pero también, y de una manera muy especial, con ocasión de Retiros y tandas de Ejercicios Espirituales que fui invitado a dar. Estos últimos no fueron conduci­ dos a la manera de la tradición ignaciana —aunque inten­ tando aprender de ella—, sino elaborados en base a Estu­ dios de Evangelio propios y comunitarios. Fueron hechos al estilo pradosiano (vid. páginas 12 y siguientes), no sólo por las abundantes citas bíblicas (en el texto siempre en letra cursiva), sino por la manera de articularse. Por ello, el lector o lectora puede agradecer en esta introducción unas palabras sobre el Estudio de Evangelio como forma de acercarse a éste (sus claves, una manera práctica de ha-1

1 Eloi Leclerc, Sabiduría de un pobre, Madrid 1992, p. 134.

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cerlo...) que le puedan servir para un mayor provecho del libro. Las sugerencias después de cada tema (en otro tipo de le­ tra, para distinguirlas del texto propiamente dicho) preten­ den ser también una sencilla ayuda para orar y meditar. Ojalá este libro le sirva al lector en su propio camino de encuentro o reencuentro con el Dios-liberador de Jesucristo, más allá de los fantasmas y el dios-ídolo que acostumbramos a crearnos.

------------------- Estudio de Evangelio (EdeEv)------------------Esta forma de acercarse al texto bíblico tiene un nombre que puede prestarse a confusión. La palabra estudio nos trae ecos más intelectuales que oracionales o vivenciales. Pero el vocablo latino studeo tiene, más bien, una connotación afectiva; expresa una pasión, una decisión, un compromiso asiduo, que compro­ mete la inteligencia y el corazón. El nombre de Estudio de Evan­ gelio se debe a Antoine Chevrier, cura francés del siglo xix (1826-1879) empeñado en la evangelizaron de los pobres, so­ bre todo a través de su trabajo con niños y jóvenes en su Es­ cuela de la Primera Comunión en un barrio de Lyon llamado La Guillotiére. En una época en la que la escucha y la familiaridad con la Biblia no era algo habitual en la Iglesia católica, ni siquie­ ra por parte de los clérigos, Chevrier escribía cosas como éstas: «Conocer a Jesucristo es todo... Ningún estudio, ninguna ciencia deben ser preferidas a ésta. Es la más necesaria, la más útil, la más importante... ¿Qué tenemos que hacer? Estudiar a Nuestro Señor Jesucristo, escuchar su palabra, examinar sus acciones, a fin de conformarnos con él y llenarnos del Espíritu Santo»2.

En el Evangelio, Antoine Chevrier no busca principalmente estudiar un texto, sino encontrarse con alguien (Jesucristo) 2 A. Chevrier, El verdadero discípulo de nuestro Señor Jesucristo, DDB, Bil­ bao, 1984, pp. 113, 225. La obra recoge la experiencia del cura fundador de la Asociación de Sacerdotes del Prado.

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para dejarse transformar por él y llegar a ser su discípulo. Por eso, Chevrier invita a «estudiar a Nuestro Señor Jesucristo», como un encuentro con el Viviente, que nos pueda convertir en verdaderos discípulos suyos, en camino hacia el Padre. Aquí está la diferencia entre el estudio exegético y el Estudio de Evangelio. El Estudio de Evangelio pretende acoger la Escritura como palabra de Dios para mi vida hoy. Esto no invalida el tra­ bajo exegético, pero es un acercamiento a la Palabra revelada hecho desde la vida, particularmente desde la perspectiva pas­ toral —que no es exclusiva de clérigos y monjas—. Al llevar a mi vida la Palabra, ésta se ve teñida con mi vida personal y co­ munitaria, con mi realidad más auténtica y más honda; de esta manera, la Palabra ya no queda reducida a una instancia ideo­ lógica, doctrinal o puramente intelectual, sino que se convierte para mí en algo vital. De vuelta, la Palabra ilumina la vida con toda su fuerza; ya no es algo del pasado, sino una interpelación muy actual. Se da, así, un constante viaje de ¡da y vuelta, entre la vida y la Palabra, y viceversa. Dirá el lector que esta manera de acercarse al Evangelio no es algo tan novedoso, y no le faltará razón. Es el mismo espíri­ tu de la Lectio divina monacal desde la Edad Media, y de la mo­ derna manera militante de acercarse a la Palabra de Dios; así, parece tener mucha relación con la Revisión de vida practicada en los movimientos de Acción Católica3. Con todo, el EdeEv tiene una especificidad, un método propio que se va a exponer, muy sencillamente, a continuación. Pero, sobre todo, los frutos del EdeEv se van viendo en la práctica concreta.

Sobre el Estudio de Evangelio y sobre el Cuaderno de vida se pueden en­ contrar numerosos artículos en la revista El Prado, sobre todo los números mo­ nográficos 160 y 161 (1999). También el volumen colectivo de El Prado de Cata­ lunya Evangeli i Vida, Publicaciones de 1’Abadía de Montserrat, Barcelona 1994. Hace años apareció un sencillo volumen que recoge diversas formas tradicionales y actuales de acercarse a la Biblia, nacidas en Europa, América, Africa o Asia: La Biblia en grupo. Doce itinerarios para una lectura creyente, La Casa de la BibliaVerbo Divino, Estella 1998. Incluye también un acercamiento al EdeEv en grupo, aunque manifiesta un cierto prejuicio sobre el presunto estilo «narrativo» del EdeEv, que dificultaría el acercamiento a textos bíblicos de otra índole.

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¿Cómo hacer un Estudio de Evangelio personal o comunitario?

No existe el método, sino los métodos para hacer el EdeEv, aunque todos siguen unas ciertas pautas generales. Lo impor­ tante es que el método funcione, y produzca frutos. Antes de iniciar el EdeEv, se escoge un texto corto —si el EdeEv es puntual o comunitario— o un tema que se vaya a es­ tudiar en uno o varios libros de la Biblia, cuando es personal y más extenso (a lo largo del libro aparecerán EdeEv como-. «El conocimiento de Jesús en las cartas de Pablo», «Los encuen­ tros de Jesús con los pobres en los Sinópticos», «El camino de Dios con su pueblo en el Deuteronomio», etc.). La elección del tema y la planificación de éste es un paso importante; no se debe hacer por motivos de curiosidad intelectual ni por razones de pura utilidad pastoral, sino teniendo en cuenta la conversión personal y pastoral. Luego siguen estos pasos: 1. Oración expresa o silenciosa para acoger al Espíritu (con el Ven! Creator, u otra oración semejante). Este momento inicial, que demasiadas veces acostumbra a olvidarse, es fundamental para que el acercamiento a la Palabra se haga en un clima de oración y no de puro trabajo intelectual.

2. Lectura pausada del texto. Si el EdeEv es realizado en grupo, es necesario hacer esta lectura teniendo en cuenta que se trata de la Palabra proclamada en la comunidad.

3. Mirar y escuchar a las personas de la escena —especialmente a Jesús, si son textos de los Evangelios— sus actitudes, gestos, acciones y palabras; o contemplar las reflexiones internas que hace el autor. Ir anotando en una columna las frases del texto que más me llaman la atención. Evocar también otros textos bíblicos relacionados. 4. ¿Qué aspecto del misterio o mensaje fundamental me trae? En otra columna paralela ir anotando la primera impresión o refle­ xión que me sugiere el texto, ese primer eco que el Espíritu hace resonar en mí en la escucha de la Palabra. 5. ¿Cómo ilumina nuestra vida, la mía personal, la de la Igle­ sia...? En una tercera columna anotar cómo lo vivo yo y cómo ilu­ mina realidades de mi vida personal y comunitaria, de la vida de la

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Iglesia y de la sociedad. Tener presentes hechos de la vida real. Ver qué sugerencias y llamadas me hace el texto, ya sean perso­ nales o bien de cara a una acción con los hermanos... Cuando se trata de un estudio personal prolongado, de más envergadura, puede ser útil en esta columna tomar nota de algún aspecto exegético o teológico destacadle, tomado de algún estudio bíblico espe­ cializado, con el fin de no caer en lecturas simplistas, demasiado ingenuas y deformadoras de lo que realmente dice el texto de la Palabra. 6. Acabar haciéndolo de nuevo oración, para que mis reflexiones personales no ahoguen la voz del Espíritu, que gusta siempre de resonar libremente. Este momento de oración es fundamental. Antoine Chevrier borró en una ocasión de EdeEv en uno de sus cua­ dernos, escribiendo al margen: «Rehacer, no oré suficiente».

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Síntesis y llamadas que me hace el texto estudiado.

Si el estudio es individual, habitualmente se escoge un aspecto de un libro completo de los Evangelios, las Cartas o cualquier otro del NT o del AT; también se podrá hacer en va­ rios libros de la Biblia. Ocupará, entonces, varias sesiones a lo largo de días, semanas o meses. Al final, después de los pun­ tos arriba indicados, es fundamental el esfuerzo de hacer una síntesis final, con los elementos fundamentales del misterio que se me revelaron en los textos, y cómo se actualiza hoy. Para hacer esta síntesis —habitualmente el trabajo más laborioso del EdeEv— es bueno: — Elaborar como un esqueleto con los elementos más importan­ tes. Acompañar cada uno de esos elementos con algunas citas, las que me resultaron más significativas. — Explicitar en cada uno de los elementos del esqueleto las partes que lo integran o los distintos aspectos que se pueden contemplar en él. Acompañar también esas partes menores con algunas citas. — Reflejar cómo se actualiza ese mensaje en mi vida, sobre todo en las personas que trato. Para esto es de suma ayuda el Cuader­ no de Vida (vid. la página siguiente), que se va haciendo eco del paso del Señor por mi vida y la de los hermanos. — Ver qué llamadas me hace de cara a un compromiso práctico o a un cambio de vida; en tal o cual aspecto, o más globalmente.

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Si el estudio es colectivo, en el seno de un grupo, será ha­ bitualmente con un texto corto (un capítulo o varios versículos). Después del trabajo personal realizado según los seis primeros puntos anteriores —aunque, necesariamente, de manera más sencilla, con un par de columnas tan solo— y una pequeña sín­ tesis, acompañada por las llamadas, viene el momento de com­ partir sencilla y personalmente, desde la cabeza, pero más des­ de el corazón, esos frutos descubiertos. Es fundamental tener en cuenta que este momento de compartir no es un espacio para discutir o debatir opiniones, sino sólo para acoger lo que fue viendo cada uno. Igual que la oración inicial y la primera lectura del texto se deben hacer comunitariamente, es necesa­ rio acabar también con una oración comunitaria de acción de gracias, con palabras, con gestos o en un humilde silencio.

— Que Dios se revela a través de los hechos y palabras de la his­ toria cotidiana, a través de lo que pasa. Hechos y palabras intrínse­ camente vinculadas. — Que Dios se nos revela privilegiadamente a través de la vida de los pobres.

— Que el «misterio de su voluntad» es Jesucristo (su vida, obra y palabra). Y que quien quiera conocer a Jesucristo debe estar atento a la vida.

El CdeVexpresa y alimenta la actitud de discípulo de Dios y de la gente, en las personas y los grupos en los que se mani­ fiesta. Por eso, quien hace el CdeV es muy consciente de que no lo sabe todo, sino que quiere aprender de todo y de todos. Para eso, el CdeVsupone unas actitudes necesarias: — Sencillez. Ver la vida como es, sin complicarla ni simplificarla.

--------------------- Cuaderno de Vida (CdeV)-------------------------

El Cuaderno de Vida —que la JOC llamó tradicionalmente Car­ net de Vida, galicismo debido a su origen francófono, pues su fundador fue el cura belga Joseph Cardijn— es un cuaderno en el que el militante cristiano (laico, religioso o cura) va anotando el paso de Dios por su vida, realizado en los encuentros con la gen­ te concreta de cada día, que descubre como presencia de Cristo Resucitado, en consonancia con las palabras de Jesús en Mt 25: «Lo que hicisteis con uno de estos... lo hicisteis conmigo». El CdeV es un instrumento del que se vale el discípulo de Jesucristo para ir anotando lo que ve y observa en la vida dia­ ria, y hacer una primera y sencilla reflexión sobre como está presente y actuando en ella el misterio de Dios. Las observa­ ciones que se anotan en el CdeV no son el resultado de una mirada moralista, sino teologal: no se trata de hacer un juicio sobre la bondad o malicia de un hecho, sino de percibir en él la presencia amorosa de Dios, que trabaja el corazón de cada hombre y cada mujer. No se trata de meter a Dios en la vida, sino descubrirlo presente y actuante en ésta. La práctica del CdeV supone unas convicciones teológi­ cas fundamentales: 16

— Gratuidad. Acoger la vida tal como se presenta, como un don de Dios. — Lucidez. Ser consciente de cómo son las personas, sus dificul­ tades... — Apertura. Salir de nosotros, no cerrarnos en nosotros mismos, ser críticos con nuestra mentalidad e historia personal, dejarnos relativizar a partir de lo que vemos en la gente.

— Contemplación. Acoger la vida cotidiana en un clima de oración y referencia a la Palabra de Dios, deseando colaborar sencillamen­ te con la acción de Dios.

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Una actitud receptiva, para escuchar y dejarse captar por la Palabra

Buscad al Señor mientras se deja encontrar, invocadlo mientras está cerca... Porque mis planes no son como vuestros planes, ni vuestros caminos como los míos, oráculo del Señor. Cuanto dista el cielo de la tierra, así mis caminos de los vuestros, mis planes de vuestros planes (Is 55, 6.8-9)'.

El anónimo y genial autor del Deuteroisaías invita en este conocido texto a abrirse a Dios en los momentos concretos en los que parece dejarse encontrar más fácilmente, en los que su presencia parece estar más cerca de nosotros. No es que Dios deje de estar cerca de nosotros en algún momen­ to, sino, más bien, que hay instantes en los que podemos sentir más cerca su presencia; momentos en los que parece ser más fácil encontrarlo. Son momentos privilegiados de nuestra existencia que debemos aprovechar. En realidad, no es algo que no ocurra en nuestras vidas a otros niveles distintos de la experiencia religiosa. En la vida diaria hay también momentos concretos en los que sentimos más cerca de nosotros el amor, la belleza, la sinfo­ nía del mundo... Nuestras vidas son una cadena de momen­ tos diferentes, una cadena de instantes de gracia —regalo gratuito—, todos diversos, que se pueden aprovechar o des­ aprovechar. Como cuando uno coge el tren a su hora en la estación... o lo pierde; después del momento propicio ya no vale llorar por haberlo perdido. «El que la ocasión pierde

1 Los textos bíblicos están tomados generalmente de la Biblia de La Casa de la Biblia, Madrid 1993; aunque en otras ocasiones se tomarán de la traducción de la Nueva Biblia Española.

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es como el que soltó el ave de la mano, que no la volverá a cobrar», dice San Juan de la Cruz2. Bien es cierto que, como me comentaba alguien en una ocasión, esta cadena es continua, y después de uno de esos instantes de plenitud, siempre puede venir otro; también como los trenes en la es­ tación... La vida está llena de instantes que vienen a ser muchas veces como una gota en el «valle de lágrimas», do­ lor y sufrimiento de la vida; como los círculos que una sola gota produce en un estanque o en una sencilla tina de agua. Esas gotas pueden llenar de luz nuestras vidas, a menudo grises y tristes. Dolores Aleixandre habla de las «alteracio­ nes que la Palabra produce en el centro del estanque que es el corazón como núcleo de la experiencia personal»3. Hace tiempo que tengo como un importante descubri­ miento de mi vida, que ésta, tan llena de penas y sinsabores, merece la pena vivirla particularmente por los instantes de luz y felicidad, además de por la presencia constante de Dios —en la alegría y en la tristeza, como decía Teresa de Jesús— y la esperanza de que va a acabar fundida en su amor eterno. Son instantes de plenitud que vienen a ser como estrellas fugaces en la noche. A menudo no vivimos la vida con intensidad porque no sabemos aprovechar esos presentes efímeros y eternos a un tiempo, que no son patri­ monio exclusivo de los místicos. La vida se nos pierde, como se ha filosofado, entre el pasado que ya fue y el futuro que aún no es; pero, sobre todo, porque no gozamos de los mo­ mentos de plenitud presente, preocupados inútilmente de agarrarlos y conservarlos para un futuro aún inexistente. Algunas nuevas tendencias psicológicas pueden ense­ ñarnos mucho sobre el darse cuenta4*del valor de cada ins­ 2 «Dichos de luz y amor», n.° 31. En Vida y obras de San Juan de la Cruz, BAC, Madrid 1973, p. 419. 3 Dolores Aleixandre, Círculos en el agua. La vida alterada por la Palabra, Sal Terrae, Santander 1993, p. 7. 4 Darse cuenta o tomar conciencia de un modo específico, es la traducción de la palabra inglesa awareness, un término empleado en determinadas técnicas tera-

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tante. Pero ya desde antiguo, el pensamiento oriental nos ilustra sobre la necesidad de valorar y vivir el instante. «No temáis nunca el instante, dice la voz de lo eterno», escribió en una de sus máximas el gran poeta y místico hindú Rabrindranath Tagore, en un tiempo trivializado por los pe­ dantes, y hoy posiblemente olvidado de más5. Este pensa­ miento de Tagore, compartido con amigos y amigas, tuvo un papel clave en mi descubrimiento del valor del instante. Pero reconozco que debo renovar y fortalecer cada día esa experiencia, porque el espíritu acaparador pugna en mí también por cortar y ahogar la libertad de esos instantes tan ricos, tan intensos, pero tan fugaces. Es una experiencia vivi­ da habitualmente con más intensidad por las mujeres que por los hombres; pero yo invito a que unas y otros la descu­ bran —si no lo han hecho ya— y la valoren con justicia. Es necesario precisar, con todo, que no se está aquí de­ fendiendo la visión postmoderna del instante, que ahoga todo pensamiento consistente desde su endeble y sutil «fi­ losofía de la mañana». Una visión que no cree en los planes de vida a largo plazo, desde la afirmación de que todos los proyectos a largo plazo son inútiles y frustrantes, cuando no represores de la vida contidiana. En cambio, yo me siento llamado a construir con otros un proyecto tan a largo plazo como es el Reino de Dios, un mundo de hermanos en armonía con toda la naturaleza. Además, en ese proyecto procuro ser consciente de lo que

péuticas, que tiene que ver con la percepción: «Con ese término se quiere desta­ car un modo particular de percibir, por medio del cual el sujeto centra toda su atención, toda su persona, incluyendo los cinco sentidos, en un determinado obje­ to, sentimiento, emoción o hecho cualquiera». Ricardo Sarria Salas, Comprender para amar, Mandala, Madrid 1998, p. 175. 5 Rabrindranath Tagore, Chitra. Pájaros perdidos, Losada, Buenos Aires 1975, n. 59. Pájaros perdidos es una obra que viene a ser —con las certeras pala­ bras de Juan Ramón Jiménez, el poeta que nos acercó a Tagore, gracias a su mu­ jer Zenobia Camprubí, profunda conocedora del poeta y místico hindú— «una fina red de los sentimientos del poeta... flores granas de su corazón».

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dice el Señor: «Mis planes no son como vuestros planes, ni vuestros caminos como los míos... Cuanto dista el cielo de la tierra, así mis caminos de los vuestros» (Is 55,8-9). Sin nece­ sidad de caer en un estéril providencialismo mágico, ¡qué reconfortantes resultan estas palabras! Afortunadamente, aunque respeta nuestros proyectos, Dios no piensa siempre como nosotros, y busca sorprendernos en el camino de nuestras vidas. Por eso, es necesario estar acechantes, aten­ tos, para escuchar su voz, para sentir su presencia, para de­ jarse conformar por él. Por ese motivo, será necesario comenzar un itinerario de reencuentro con Dios y con nosotros mismos —hecho des­ de la experiencia cristiana— disponiendo nuestro corazón para entrar en un diálogo con el Padre/Madre, y llegar a la obediencia de la fe; para que nuestros caminos vayan con­ vergiendo un poco más hacia los caminos del Señor. Es ne­ cesario el esfuerzo de intentar abrirnos sencilla y humilde­ mente, sin prejuicios ni ataduras, ai encuentro personal con el Señor y su Palabra. No es ciertamente cosa fácil. Siempre desconfiaré de quien pretenda ofrecer métodos demasiado precisos para tal encuentro. Sólo la apertura humilde y sencilla, afinar el oído para escuchar los murmullos del Espíritu —«la» ruah—, puede ofrecernos una cierta garantía de reencuen­ tro con Dios, que siempre se deja encontrar, aunque sea ne­ cesario sintonizar con su kairós, con su momento. En todo caso, será necesario salir de nosotros mismos, de la «mazmorra de mi nombre», como dice otro verso de Tagore, y abrirnos. Descentrarnos para recentrarnos en Cristo, Palabra eterna del Padre. No son juegos de palabras espiri­ tuales, sino que parten de la experiencia de que estamos a menudo tan centrados y seguros en nosotros mismos que difícilmente podemos escuchar a nadie... ¡Menos al Dios de Jesús, que gusta habitualmente de romper nuestros esque­ mas farisaicos autosuficientes! Así oraba el inolvidable Hélder Cámara (subrayado mío):

Arráncame, Señor, de los falsos centros. Líbrame, sobre todo, de instalarme en mí mismo, en mi propio centro. ¿Cómo no comprender de una vez por todas que, fuera de ti, todo y todos somos excéntricos?

En realidad, contrariamente a lo que pueda parecer a una mentalidad hipercrítica ante lo religioso, muy propia de cierta gente de hoy, no se trata de volver a antiguas con­ cepciones como las que denunciaba aquel maestro de la sospecha que fue L. Feuerbach (“Para enriquecer a Dios, debe empobrecerse el hombre; para que Dios sea todo, el hombre debe ser nada»6). Sino que, para el cristiano, el ver­ dadero centro a través del que puede alcanzar su desarrollo personal y su equilibrio —la auténtica unidad de vida siem­ pre perseguida por la persona en proceso de maduración— no está en la conquista de un presunto dominio total de sí mismo hasta llegar a una total ataraxia; ni siquiera en un proyecto de vida perfecto y completamente consecuente, a la manera del americano e iluso self made man (el «hombre que se hizo a sí mismo»); todo esto acostumbra a llevar a un prometeísmo estéril, o a un narcisismo paralizante e incluso culpabilizador. Esa unidad de vida está, contraria­ mente, en un descentramiento del yo narcisista para centrar­ se en el tú de Dios que nos sale al encuentro, ofreciéndonos nuestra verdadera identidad: la unidad de vida del discípu­ lo de Cristo está en el desplazamiento del yo al tú amoroso de Dios. Algo que tampoco se consigue con una conquista personal, fruto de un prolongado esfuerzo ascético, sino como un regalo de Dios, recibido con humildad y gratuidad. Es necesario cada día saberse hechura de Dios y dejar­ se conformar por su Espíritu, en un proceso de seguimiento de Jesucristo; no sólo el Maestro, sino el Verbo del Padre que nos interpela y nos invita a continuar su obra creadora,

L. Feuerbach, La esencia del cristianismo, Sígueme, Salamanca 1975, p. 73.

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siempre en constante evolución, y a colaborar en su acción liberadora, sobre todo entre los más pobres.

«Prepárate... sube... espérame» El Señor dijo a Moisés... Prepárate para mañana. Sube temprano al monte Sinaí y espérame allí, en la cumbre del monte (...). Moisés... se levantó muy temprano y subió al monte Sinaí, como le había mandado el Señor... El Señor descendió sobre una nube y se quedó allí junto a él y Moisés invocó el nombre del Señor (Ex 34, 1-5).

Este texto del Éxodo puede ser muy apropiado para co­ menzar un itinerario de meditación y oración. La cita del emblemático libro veterotestamentario está en el contexto de la renovación de la alianza entre Dios y su pueblo, rota por este último. Tras la infidelidad y el fracaso del primer intento, Moisés rompe —enfadado con su pueblo— las ta­ blas de la Ley, pero Dios lo invita a reempezar de nuevo, a renovar la alianza. También nosotros, cristianos, buscamos renovar nuestra alianza, el compromiso de fe de nuestro bautismo y el com­ promiso de nuestra particular vocación cristiana hecho, más conscientemente, años atrás. Un compromiso debilitado... necesitado de una renovación para que no se vaya apagan­ do moribundo. Una alianza que debe ser fortalecida, porque seguramente, en la propia medida, estará manchada, como la historia de gran parte de las alianzas bíblicas. El profeta Ezequiel lo cuenta hermosísimamente en el largo capítulo 16 de su libro, del que traemos aquí algunas frases: El día que naciste, no te ataron el cordón, no te lavaron con agua... Nadie se apiadó de ti, ni hizo por compasión nada de esto, sino que te arrojaron al campo como un ser despreciable... Yo pasé junto a ti, te vi revolviendo en tu sangre, y te dije: «Sigue viviendo y crece como la hierba de los campos».

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Y tú creciste, te hiciste mayor... Yo pasé junto a ti y te vi; estabas ya en la edad del amor; extendí mi manto sobre ti y cubrí tu desnudez; me uní a ti con juramento, hice alianza contigo y fuiste mía... Te adorné con joyas... Te hiciste cada vez más hermosa y llegaste a ser como una reina... Pero tú, confiada en tu belleza... te prostituiste... Menospreciaste el juramento y rompiste la alianza. Pero yo me acordaré de la alianza que hice contigo en los días de tu juventud, y estableceré contigo una alianza eterna (Ez 16,1-15.59-61).

¡Qué hermoso itinerario! Al final, «sólo permanece el amor», como dice Pablo en uno de los más hermosos him­ nos bíblicos (ICor 13,13). Pero sólo Dios es el siempre fiel en ese amor; a pesar de nuestras infidelidades cotidianas, porque busca constantemente nuestra vida. «Sigue viviendo y crece» es lo que quiere el Padre de cada uno de nosotros. Dejarnos empapar por el Espíritu que Dios vierte generosa­ mente en nosotros, como la lluvia empapa la humilde hierba del campo, y ésta crece y crece... sólo eso, dejarnos empapar de Dios; nada especial... pero ¡nada más, ni nada menos, que eso! Muchas veces es más difícil ser verdaderamente senci­ llo que ser complejo, complicado; andamos tocando tantas teclas... parecemos necesitar tanto para sentirnos queridos. Volviendo al texto del Éxodo, y fijándonos particular­ mente en los verbos, vemos que, los que se refieren al Se­ ñor, están en imperativo. Son tajantes, pero no impositivos, pues están en el contexto sugiriente de una cita de amigo: prepárate-sube-espérame. Prepárate, porque toda cita debe ser preparada, como saben muy bien el buen amante y la buena amante, el buen amigo y la buena amiga... aunque la lección esté mal aprendida y la olvidemos tantas veces. Así se lo recordaba el zorro al Principito: Hubiese sido mejor venir a la misma hora. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, comenzaré a ser feliz desde las tres. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro me

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sentiré agitado e inquieto, ¡descubriré el precio de la felicidad! Pero si vienes a cualquier hora, nunca sabré a qué hora preparar mi corazón... Los ritos son necesarios7.

Es la misma recomendación que da San Ignacio de Loyola para el comienzo del itinerario que propone en su em­ blemático libro Ejercicios Espirituales: «Preparar y dispo­ ner el ánima... para buscar y hallar la voluntad divina» (1, 3-4). Dios está en el trabajo y la vida cotidiana, incluso está dentro de nosotros. Pero, para el encuentro excepcional, pide un esfuerzo: sube y espérame en la cima del monte. Finalmente, Moisés y el Señor se encontraron. Dios bajó y se paró con Moisés. Éste supo responder obedientemen­ te: «Se levantó temprano y subió al monte Sinaí, conforme le había mandado el Señor». Y la historia tuvo un final feliz; Moisés invocó agradecido el nombre del Señor, como se pronuncia en el encuentro el nombre del amigo. «¡Rabbunü», dice María Magdalena, cuando reconoce a Jesús, su Señor (Jn 20,17).

«Hace tiempo que estoy llamando a tu puerta» Es el Señor quien sale siempre a nuestro encuentro y toma la iniciativa, como se verá en el capítulo siguiente. Es él quien ofrece gratuitamente la cita, y lo hace de manera in­ cesante. No se cansa de llamar, cada día, a nuestra puerta. Pero andamos tan atareados, que no tenemos ni tiempo de atenderle. A veces ni lo oímos, ocupados en las cosas civiles o pastorales, en el lugar de trabajo o en el ámbito domésti­ co, en la calle o en la casa... ¡Incluso con nuestros rezos! Es­ tamos tan ocupados de decirle cosas a Dios, que no tene-

1 Antoine de Saint-Exupéry. El Principito, Alianza Editorial, Madrid 1975, p. 84.

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mos tiempo de escucharle. Como me decía una amiga: «Dios aterriza, y nosotros no siempre». El libro del Apocalipsis nos lo dice con las conocidas y hermosas palabras de la carta a la iglesia de Laodicea: «Mira que estoy llamando a la puerta. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él con­ migo» (Ap 3, 20). Es un texto de hondas resonancias bíbli­ cas, que nos trae el eco del Cantar de los Cantares («La voz de mi amigo llama: Abreme, hermana mía, amada mía, palo­ ma mía» Cant 5,2) y de los banquetes mesiánicos recogidos en la tradición sinóptica (Le 12,36ss). La iglesia de Laodicea recibe en el Apocalipsis unas pa­ labras de las más duras de la Biblia, precisamente por no ser una iglesia dispuesta, por no mantener unas opciones claras y decididas («No eres ni frío ni caliente... Sólo eres ti­ bio... Por eso voy a vomitarte de mi boca». Ap 3, 15-16). Pero, además, esta iglesia recibe duras palabras por ser pre­ tenciosa y autosuficiente, autocomplaciente y cerrada en sí misma; cuando, en realidad, está desnuda, da pena, es «un pobre ciego y desnudo», pues está en plena decadencia8. La comunidad de Laodicea tiene «la vergüenza de su desnu­ dez» (3,18), símbolo del amor traicionado, de la infidelidad a la alianza que veíamos en Ezequiel. La cita es ofrecida y regalada por el amigo, pero si no se prepara pacientemente, puede frustrarse, aunque será nece­ sario contar también con las sorpresas... Pero siempre, de la misma manera que en el verdadero dinamismo de todo amor auténtico, ¡Dios no nos llevará contra nuestra volun­ tad! Necesitado de ayuda y agradecido por la cita, al cre­ yente sólo le queda esperar, bien dispuesto, por el Señor... y

8 Cf. entre los muchos trabajos sobre el Apocalipsis, el estudio cristológico de F. Contreras Molina, El Señor de la vida. Lectura cristológica del Apocalipsis, Sígueme. Salamanca, 1991. El autor tiene varios libros y numerosos trabajos so­ bre este tema, particularmente «Las cartas a las iglesias», Estudios bíblicos 46 (1988).

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responder. Responder, dejándose coger por su presencia y su palabra, alimentándose con ésta como el profeta en la visión vocacional de Ezequiel: «Hijo de hombre... come este libro... alimenta tu vientre y llena tus entrañas con este libro que te doy» (Ez 3,1-3).

«Como el grano que un hombre echa en la tierra» Dolores Aleixandre, una de las primeras mujeres a las que «dejaron» dirigir Ejercicios Espirituales, cosa que afortuna­ damente es ahora ya más común, apunta en un sencillo y rico trabajo, dos elementos fundamentales para aprovechar bien ese tiempo privilegiado de reflexión y oración. Tomar conciencia de que ese espacio es una «experiencia de perio­ do largo», sin prisas. «En el ámbito de la fe no sirve el cro­ nómetro y el kairómetro no existe: es una experiencia más semejante a florecer que a cualquier otro modo de creci­ miento» 9. Y, en segundo lugar, entrar en una actitud recep­ tiva, para acoger y recibir, para dejarse fecundar. Dos as­ pectos para los que, sin duda, las mujeres tienen una especial aptitud, pero que los varones también podemos y debemos aprender, más pacientemente... Es la experiencia espiritual de que la oración le atañe a Dios tanto como a nosotros; él es quien me sale al encuentro, el que pone la si­ miente en mí. Y aún más, la experiencia de sentir realmente vivo a Dios; saber que realmente está aquí, conmigo, con una presencia personal e individualizada para mí, aquí y ahora. Hay dos parábolas del Evangelio que nos acercan a es­ tas realidades con toda la sencillez y la genialidad de Jesús. 9 Dolores Aleixandre, «Prepárate para mañana. Una sabiduría de los dos pri­ meros días», en la magnífica obra conjunta de Carlos Alemany-J. Antonio García Monge (eds.) Psicología y Ejercicios ¡guacíanos, Sal Terrae, Santander 1990, vol. II, pp. 17-22.

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La parábola del sembrador y la parábola de la semilla, que podemos coger de Marcos, sin dejar de echarle una ojeada a los paralelos: Salió el sembrador a sembrar. Y sucedió que, al sembrar, parte de la semilla cayó al borde del camino. Vinieron las aves y se la co­ mieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra; brotó enseguida, porque la tierra era poco profunda; pero, en cuanto salió el sol, se agostó y se secó, porque no tenía raíz. Otra parte cayó entre cardos, pero los cardos crecieron, la ahogaron y no dio fruto. Otra parte cayó en tierra buena y creció, se desarrolló y dio fruto: el treinta, el sesenta y hasta el ciento por uno (Me 4, 3-8, con la explicación en 13-20).

Necesitamos escuchar y acoger la Palabra. Pero escu­ charla como Jesús en Nazaret: «Tres años de palabra, trein­ ta años de silencio», escribió Charles Péguy. Escuchar pa­ cientemente, con esfuerzo y constancia, respetando el ritmo de la Palabra en nosotros. Escuchar, en fin, superando los mil y un ruidos que nos impiden oírla, o la sofocan nada más llegar a nuestro corazón, impidiéndole crecer y flore­ cer. Con todo, escuchar con esperanza en su eficacia, pues la Palabra salida de la boca de Dios nunca vuelve a él de vacío, sino después de «empapar la tierra, fecundarla y ha­ cerla brotar» (Is 55,10). «La semilla crece donde hay espe­ ranza», comenta agudamente la Biblia Latinoamericana. Sucede con el reino de Dios lo que con el grano que un hombre echa en la tierra. Duerma o vele, de noche o de día, el grano ger­ mina y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da fruto por sí mis­ ma: primero hierba, luego espigas, después trigo abundante en la espiga (Me 4, 26-29).

El sembrador es quien echa el grano en la tierra, ¡la tie­ rra no se puede echar la semilla a sí misma! Es Dios quien echa el grano de la Palabra en nuestro corazón. Nosotros, como la tierra, sólo necesitamos abrirnos para acoger la se­ milla, eliminar los obstáculos para que pueda germinar y

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dar fruto. A su tiempo, con su ritmo. No por tirar de ella ha­ cia arriba va a brotar más rápido, o por regarla demasiado. En un caso y en otro lo único que se va a conseguir es aho­ garla. ¡Incluso puede quemarse si se abona demasiado! «Porque no el mucho saber harta y satisface el ánima, más el sentir y gustar las cosas internamente», dice San Ignacio en el libro de los Ejercicios Espirituales (2,4).

Apuntes sobre la oración cristiana «Cuando uno reza se hace nuevo cada mañana, y es como si recreara todo el mundo y todo el cristianismo», escribió Charles Péguy (subrayado mío) Para el encuentro con Dios, desde el más sencillo y ele­ mental hasta el más hondo y el más alto, el elemento fundamcntal —en el cristianismo y en cualquiera de las reli­ giones— es la oración. En ella vamos clarificando nuestros deseos y poniendo luz en la oscuridad de nuestro mundo interior, para «buscar —realmente, no como un espejismo o un autoengaño— ante todo el Reino de Dios y lo que es propio de él», como pedía Jesús (Mt 6, 33). En realidad, ser cristiano puede resumirse en algo tan sencillo como orar y hacer justicia ”, o viceversa, hacer justicia y orar. La oración es «la leña que alimenta nuestra caridad», escribió el cura lionés Antoine Chevrier; pero es nuestra caridad concreta la que debe verificar —hacer auténtica— nuestra oración. En fin, como dice el bello lema de la comunidad ecuménica de Taizé: «Lucha y contemplación», compromiso liberador 10 Tomado de su antología Palabras cristianas, Sígueme, Salamanca 19824, p. 99. " Cf. D. Bonhóeffer, Resistencia y sumisión, Ariel, Barcelona 1971: «Nuestra iglesia, que durante estos años sólo ha luchado por su propia subsistencia... es in­ capaz de erigirse ahora en portadora de la Palabra que ha de reconciliar y redimir a los hombres, y nuestra existencia de cristianos sólo tendrá, tzn la actualidad, dos aspectos: orar y hacer justicia entre los hombres», p. 210, «Reflexiones desde la cárcel para el día del bautizo de D. W. R».

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y verdadera piedad, oración y acción. Así lo escribe Frére Roger, el prior de Taizé, en un hermoso y sencillo libro: «Lucha y contemplación ¿no estaremos llamados a situar toda nuestra existencia entre esos dos polos?» I2. Se ha di­ cho con cierta justicia, pero también con mucha injusticia, que las personas piadosas de la Iglesia no acostumbran a ser liberadoras, y las personas liberadoras no son habitual­ mente piadosas. Pero frente a este tópico de que los muy «avanzados» o socialmente comprometidos no rezan, es ne­ cesario decir que la piedad-oración auténticamente evan­ gélica es siempre liberadora y lleva al compromiso con los más pobres. Por otra parte, en la medida en que crece au­ ténticamente el compromiso liberador cristiano, vamos lle­ gando a una mayor unión mística con Cristo, y nuestra ora­ ción nos va ayudando a verlo privilegiadamente en los más pobres (Mt 25,31-46)13. La oración, como se ha dicho de mil maneras, es la vida para el creyente, del mismo modo que el aire es la vida para nuestro cuerpo. Si la fe representa la voluntad de co­ municación con el Dios trascendente, aunque inmanente — que está siempre más allá y más acá de nosotros—, no pue­ de haber una vivencia verdadera de la fe sin oración. Como escribió acertadamente alguien: «Tener fe y no orar es una forma de no tener fe: la fe sin obras es una fe muerta, la fe sin oración también» 14. Recuerdo una frase contundente de un cartel que tuve muchos años en la pared de mi habita­

12 Roger Schutz, Lucha y contemplación, Herder, Barcelona 1976. 13 Cf. el libro repetidamente reeditado de J. M." Castillo. Oración y existencia cristiana, Sígueme, Salamanca 19794. También otro libro que tuvo un gran éxito en su tiempo, en el camino de una revalorización de la oración cristiana, en un tiempo en el que primaba el tópico de que lo único importante para el cristiano era hacer y la oración debía diluirse en la acción, Un riesgo llamado oración, W. AA. (Balducci, Garaudy. González Ruiz...), Sígueme, Salamanca 1974. 14 F. F. Ramos, «El anuncio del Evangelio. La evangelización nueva», artícu­ lo citado por Evaristo Martín Nieto en su libro El Padre nuestro. La oración de la utopía, San Pablo. Madrid 1995, p. 7.

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ción, y que hoy me parece de Perogrullo: «Un cristiano que no hace oración, no es cristiano». Oración personal y comunitaria (la liturgia, sobre todo la Misa, y otras plegarias colectivas), oración vocal o sin pa­ labras, oración con el gesto... hay mil formas válidas. Orar es, sencillamente, escuchar y hablar, un diálogo interperso­ nal con alguien, «con quien sabemos que nos ama», que de­ cía esa maestra de oración que fue Santa Teresa de Jesús (Libro de la vida 8,5). Incluso puede haber una oración sin palabras ni sentimiento de escucha, sólo de pura búsque­ da... Pero es necesario tener en cuenta que, como enseñan los buenos maestros de oración, igual que cualquier en­ cuentro interpersonal, la oración es sencilla y compleja a un tiempol5. Un proceso tan legítimamente variado y dife­ rente como la misma realidad humana, puesto que toca sus fibras más hondas e íntimas. Mil formas válidas, pero no to­ das iguales; pues en esto de la oración hay mucha mentira (encubierta hipócritamente, o de modo inconsciente) y mu­ cha alienación. Aquello del «opio del pueblo», que denun­ ció Carlos Marx, es más cierto en este campo de la religión que en ningún otro aspecto religioso. Se han escrito miles de libros l6, han corrido desde anti­ guo ríos de tinta sobre la oración; no voy yo ahora a pre­ tender resumir ni decir nada nuevo en el breve espacio de este apartado. Sólo voy a intentar hacer unos particulares y pequeños apuntes desde el evangelio, que puedan ayudar en este camino de la oración, en el que uno tiene cada día más conciencia de estar aún «en mantillas» y de ser un mal aprendiz. 15 Cf. el conocido experto en el tema de la oración Henri Caffarel, en el senci­ llo libro La oración interior y sus técnicas, Paulinas, Madrid 1990. 16 Sobre todo en los años 70, pero también recientemente. Uno de los últimos es un sencillo librito de los obispos vascos, que recomiendo por su concisión y acierto: La oración ciistiana hoy, Centre de Pastoral Litúrgica, Barcelona 1999. También es sumamente útil por su aspecto amplio y pedagógico, el de Xabier Pi­ lcara, Para vivir la oración cristiana, Verbo Divino, Estella 1990.

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La oración del apóstol: «Puesta la ropa de trabajo y las lámparas encendidas» Oración y vida tienen que estar siempre íntimamente vin­ culadas. Pero, de un modo especial, los que andamos meti­ dos diariamente en los afanes del mundo, no podemos orar desentendiéndonos de la vida cotidiana, sino que necesita­ mos traer pacíficamente esa vida a nuestro espacio de ora­ ción. Eso supone orar «con el delantal puesto», con la ropa de trabajo, como pedía Jesús: Tened ceñida la cintura y las lámparas encendidas. Sed como los criados que están esperando a que su amo vuelva de la boda, para abrirle en cuanto llegue y llame. Dichosos los criados a quienes el amo encuentre vigilantes cuando llegue. Os aseguro que se ceñirá, los hará sentarse a la mesa y se pondrá a servirlos... si los encuen­ tra así, dichosos ellos (Le 12, 35-38).

La oración «con la ropa de trabajo» o «con el delantal puesto» (traducción más expresiva que la de «ceñida la cin­ tura» ) es la oración del apóstol, siempre en activo. Me gusta especialmente la versión de algunas biblias: «tened puesto el delantal». A los que no tenemos quien nos haga las labo­ res de casa y estamos acostumbrados a ser «amas de casa», esto del delantal nos resulta muy expresivo. Me resulta magnífica la imagen de la mujer de aldea que no se quita el mandil en todo el día, desde que se levanta hasta que se acuesta. Y no lo lleva puesto por adorno —como en los tra­ jes regionales— ¡Es que le toca servir todo el día! Qué bien entendieron esto un grupo de mujeres a las que tuve oca­ sión de dar una tanda de Ejercicios en Ávila... Al final, el mandil fue el símbolo preferido de lo que vivieron aquellos días. El trabajo del buen servidor del Señor no acaba con el fin de unas tareas, pues es mucho más que un funcionario33

asalariado. Su tarea no acaba en todo el día; e incluso cuan­ do parece que ha terminado ¡aún le queda esperar a su Se­ ñor! Siempre como siervos en traje de faena, incluso en la oración. Por eso, el apóstol ora desde la vida, desde las si­ tuaciones concretas y las personas concretas con las que comparte el día a día, y van encontrando un espacio en su corazón. El Cuaderno de Vida, donde el apóstol va deján­ dose sorprender y enseñar por la vida diaria, es un instru­ mento privilegiado para esta oración desde la vida. Oramos para tener «la puerta siempre abierta y la luz siempre encendida», como decía una de las canciones más conocidas de «El diluvio que viene», un musical que tuvo mucho éxito por los años 70. No oramos para alejarnos de la vida, sino para introducirnos más intensamente en ella. Oramos para tener nuestra puerta abierta al Señor y a su más importante personificación: los pobres, en el cuerpo o en el espíritu. «Las lámparas encendidas», atentos a la pro­ visión de aceite, vigilantes para que no nos ocurra como a las vírgenes necias (Mt 25, 1-13). Provistos gota a gota del aceite de la escucha del Señor, del vecino, del compañero, del pobre que llama a la puerta. La oración del apóstol es una oración pobre y sencilla, con cansancio y esperanza a un tiempo. Esperamos al esposo/amigo, que viene de las bodas (la alianza) para introducirnos en su amor/ amistad. Por eso, cuando llegue «los hará sentarse a la mesa y se pondrá a servirlos». Ya no es el amo ni el señor, sino el ami­ go. Como hizo Jesús en la última cena (Jn 13, 1-15), es el Señor el que quiere ahora ponerse el mandil para servirles. Ya podemos sentirnos realmente «amigos de Dios». Cuan­ do se produce ese encuentro sin barreras, nos sorprende siempre; no es algo habitual, pero su fuerza irradia toda nuestra vida. Y entonces ya podemos, como Elias, «con la fuerza de aquel sustento, andar cuarenta días con sus no­ ches» (1 Re 19,8).

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La novedad de la oración cristiana «No trabajes tú para tenerme a Mí encerrada en ti, sino para encerrarte tú en Mí». Son palabras de una de las mayores maestras cristianas de oración, Santa Teresa de Jesús (Cuen­ tas de conciencia, 15). El esfuerzo de la oración cristiana no está centrado en intentar tomar a Dios, agarrar el poder de Dios, como ha sido tan habitual en el esfuerzo religioso, tal como muestra la Historia de las Religiones. La oración cris­ tiana es, más bien, abrirse a ese Dios, dejarse captar por Él. La contemplativa y apostólica santa andariega resume su sa­ ber sobre la oración en el magnífico texto «Vuestra soy, para Vos nací/ ¿qué mandáis hacer de mí?». Santa Teresa nos ma­ nifiesta que ora para ponerse en disposición ante el Señor que llega a nosotros cada día, y ante el que ponemos, tam­ bién cada día, nuestras resistencias. Dadme muerte, dadme vida dad salud o enfermedad, honra o deshonra me dad, dadme guerra tí paz crecida, Flaqueza o fuerza cumplida, que a todo digo que sí. ¿Qué mandáis hacer de mí?

Si quéreis, dadme oración, si no dadme sequedad, si abundancia o devoción, y si no esterilidad. Soberana Majestad, sólo hallo paz aquí. ¿Qué mandáis hacer de mí?

Dadme riqueza o pobreza, dad consuelo o desconsuelo dadme alegría o tristeza, dadme infierno o dadme cielo vida dulce, sol sin velo, pues del todo me rendí. ¿Qué mandáis hacer de mí?

Esté callando o hablando, haga fruto o no le haga, muéstreme la ley mi llaga, goce de Evangelio blando; esté penando o gozando, sólo vos en mí vivid. ¿Qué mandáis hacer de mí?

En esta disponibilidad total, más allá de cualquier tenta­ ción utilitarista que pueda esconder un deseo de utilización mágica de Dios, está, posiblemente, la novedad de la ora­ ción cristiana, tal como es concebida por el mismo Jesucris­ to, una verdadera persona orante. Pero es necesario tener 35

también presente que la otra novedad fundamental de la oración cristiana es, precisamente, estar centrada en el mis­ mo Cristo. «Los cristianos oramos siempre en el nombre de Jesús. No nos dirigimos hacia Dios a solas... nuestro camino pasa siempre por Jesús... Nuestra primera tarea es aprender a orar en el nombre de Jesús... La oración cristiana nace del seguimiento fiel a Jesús» 17. Del mismo modo, escribe Xabier Pikaza: «La oración cristiana es el ejercicio de amor que nos une profundamente a Cristo»l8. Jesús es el primero y más grande maestro de oración 19 para los cristianos. «Señor, enséñanos a orar», le dijeron un día a Jesús sus discípulos. Y el maestro les enseñó a orar con la más hermosa oración que salió de sus labios: «Cuan­ do oréis, decid: Padre, santificado sea tu nombre; venga tu reino...» (Le 11,1-13). La oración de Jesús es la oración propia del discípulo, la oración propia de la fraternidad de los discípulos... Pero yo no puedo res­ plandecer a la luz de su rostro, sino en la medida en que me meto en las entrañas de la familia de los hermanos que tras El camina. Por lo tanto, orar como seguidores y compañeros del unigénito, del Ungido, es orar en las entrañas del cuerpo del Ungido20.

Como reconoce Joachim Jeremías, no sabemos demasia­ do de la vida de oración de Jesús; «¡Cómo nos gustaría sa­ ber algo más!», escribe. Pero sabemos que Jesús pertenecía a una familia piadosa y se sentía heredero de la tradición li­ túrgica hebrea:

17 La oración cristiana hoy, op. cit., p. 17. IS Cf. Xabier Pikaza, Para vivir la oración cristiana, op. cit., p. 165. 19 Éste es precisamente el título de una obrita de Pedro Poveda. Jesús, Maes­ tro de oración, BAC, Madrid 1997; edición crítica con un amplio estudio prelimi­ nar. Una obra valiosa, pero, quizás, demasiado dependiente de una concepción de la oración excesivamente centrada en la petición. 20 Marcelino Legido, Aproximación a la oración de Jesús-, Sígueme, Sala­ manca.

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Conocemos las oraciones que el niño Jesús había aprendido en casa de sus padres de Nazaret y que le acompañaron a lo largo de toda su vida. En particular, las tres horas de la oración que esta­ ban en tiempos de Jesús tan profunda como comúnmente arrai­ gadas en las costumbres del pueblo judío, que tenemos pleno de­ recho a aplicarles también la frase que dice Le 4, 16, de la asistencia de Jesús a la liturgia sinagoga! el día del sábado «según su costumbre»... Podemos afirmar con la mayor certeza que Jesús no pasó nin­ gún día de su vida sin respetar estos tres tiempos de oración: la oración de la mañana al salir el sol, la oración de la tarde en el momento de la ofrenda del sacrificio en el templo y la oración de la noche antes de ir a dormir. Esto nos hace vislumbrar algo de la vida interior y secreta de Jesús, la fuente de donde sacaba su fuerza día tras día21.

Pero Jesús, respetuoso con esa tradición judía, también rompe costumbres, como reconoce igualmente el insigne biblista. En primer lugar, porque va más allá de esos tres tiem­ pos de la oración litúrgica, con largas horas de oración noc­ turna, en la soledad (Me 1,35; 6,46...). Pero también porque el Maestro introduce formas y contenidos nuevos en la ora­ ción, cargados especialmente de una familiaridad única con el Padre, como queda reflejado sobre todo en Le 11, el pa­ drenuestro: «El padrenuestro concentra en unas cuantas fra­ ses lo que constituye el núcleo de la predicación de Jesús».

21 Cf. el sencillo, pero valioso, trabajo de este magnífico biblista: «La oración diaria en la vida de Jesús y la iglesia primitiva»; estudio recogido en Abha. El mensaje central del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1989, pp. 75-89. El bi­ blista hace alusión a estos pasajes: la oración en Getsemaní, las oraciones mencio­ nadas en la cruz, el grito de júbilo de Mt 11, 25-26, la oración de la resurrección de Lázaro (Jn 11, 41-42) y en la explanada del templo (Jn 12, 27-28) o la larga oración sacerdotal, composición de Juan (Jn 17). Además de algunas indicaciones generales y sobre todo las instrucciones sobre la oración dadas a los discípulos, en las que ocupa el lugar destacado el padrenuestro. Otro estudio publicado en el mismo volumen, completa estas reflexiones, «El padrenuestro en la exégesis ac­ tual», pp. 215-235. Particularmente las pp. 225-227 sobre el sentido del Ahba de Jesús.

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Aparece una nueva forma de orar, Jesús habla con su Padre con la sencillez, el cariño y la seguridad del hijo hacia su padre. La característica de esta actitud es que se ve dominada por el senti­ miento de gratitud... Hay una razón profunda para esta prepon­ derancia de la acción de gracias... En ella se actualiza, ya ahora, la realeza de Dios.

lógica y espiritual carta a los Romanos: «Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues vosotros no habéis recibido un Espíritu que os haga escla­ vos... sino que habéis recibido un Espíritu que os hace hijos adoptivos y os permite clamar: Abbá, es decir, padre» (Rom 8,14-15). \

Un sencillo y rápido Estudio de Evangelio sobre Jesús y la oración en los sinópticos, nos ayudará a encontrar las no­ tas más características de su oración. La oración de Jesús es una oración:

— De disponibilidad-obediencia al Espíritu. El fue el que llevó a Jesús al desierto (Me 1,12). Esta disponibilidad obediente queda plasmada en la oración paradigmática de Jesús: «Hágase tu voluntad» (Mt 6,10). E incluso cuando la obediencia se hace especialmente difícil, de nuevo en el evangelio de Juan: «Si el grano de trigo cae en la tierra, pero no muere, quedará infecundo; pero si muere, dará fruto abundante» (Jn 12, 24-28). «Porque yo he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del Padre que me ha enviado» (Jn 6,38).

— Recibida de su pueblo. De un modo especial toda la experiencia orante recogida a lo largo de siglos en el mejor libro de oración, los Salmos, tal como reflejan los Evange­ lios (Me 14,26). Pero esta oración recibida es personalizada en el encuentro con el Padre, con el que las viejas expresio­ nes toman una fuerza nueva: «Dios mío, por qué me abandonastes» (Me 15,34). — Más aún, es una oración de escucha y acogida en la fe, tal como queda manifestado desde el comienzo de la vida pública: «En cuanto salió del agua, vio rasgarse los cielos y al Espíritu descender sobre él como una paloma. Se oyó en­ tonces una voz desde los cielos: Tú eres mi Elijo amado, en ti me complazco» (Me 1,10-11).

— Una oración de confianza total en el Dios Abbá, en permanente diálogo con el Padre (Me 14,36; Jn 17,23); por ello, Jesús comienza siempre sus oraciones con la palabra «Padre». Esto se manifiesta con una fuerza particular en el evangelio de Juan, especialmente en la hermosísima «ora­ ción sacerdotal»; «... todo lo que me diste, viene de ti» (Jn 17, 7). Especialmente cuando Jesús ora confiadamente por los suyos: «Yo te ruego por ellos... Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado... Yo en ellos y tú en mí, para que lleguen a la unión perfecta» (Jn 17, 9-10, 23). Pero también Pablo sabe expresarlo maravillosamente en su teo38

— En la oración, Jesús sabe expresar sus sentimientos. Como en el hermoso texto de Lucas: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y se las has dado a conocer a los sencillos...» (Le 10, 17-21). O en la escalofriante noche de Getsemaní: «Siento una tristeza mortal, quedaos aquí y ve­ lad conmigo» (Mt 26,37-39).

— Una oración de adoración, de acogida total de la vo­ luntad del Padre: «... que no se haga como yo quiero, sino como quieres tú» (Me 14, 36). El anónimo autor de la carta a los Hebreos, manifiesta con toda dureza la dificultad de este camino de obediencia (Heb 5,7-8). — La oración de Jesús es una oración constante, que aparece como una realidad cotidiana en su vida: Jesús ora­ ba por la noche (Le 6, 12), al amanecer (Me 1, 35), en las comidas (Mt 8, 6), en la sinagoga (Le 4, 16), en el monte (Le 6,12), en el desierto (Mt 4,1-10); los lugares solitarios tenían su preferencia (Le 5,16; Mt 12, 9; Me 3,1), pero so­

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bre todo gustaba de orar a solas, aunque también lo hacía con los amigos más íntimos (Le 9, 28). Oraba de rodillas (Le 22,41), tirado en el suelo (Mt 26,39), con los ojos hacia el cielo (Me 6,41)... Y, en fin, la oración de Jesús es una ora­ ción insistente: «Lleno de angustia, oraba con más obsesión aún...» (Le 22,44-46).

— Que oremos con buen espíritu y con perdón en el co­ razón (Mt 5,23-24).

Encontramos, también, en el Evangelio algunas ense­ ñanzas de Jesús sobre la oración:

— Ponernos en la presencia de Dios tal como es él (to­ talmente bueno) y, honradamente, tal como somos nosotros (a pesar de estar hechos a su imagen, somos limitados, egoístas, cobardes, contradictorios...).

— Que no se trata de hablar mucho, sino de escuchar mucho. No «fatigare déos», como dice el adagio latino refle­ jado en el Evangelio; no ser demasiado habladores como si tratásemos de convencer a Dios a base de insistencia: «... no os perdáis en palabras, como hacen los paganos, cre­ yendo que Dios los va a escuchar por hablar mucho... ya sabe vuestro Padre lo que necesitáis antes de qué vosotros se lo pidáis» (Mt 6,7-8). — Que hay que orar con confianza: «Padre, te doy gra­ cias porque me has escuchado. Yo sé muy bien que me escu­ chas siempre» (Jn 11,41).

— Que esa oración debe ser solidaria y fuente de recon­ ciliación, pues malamente puede ser amigo de Dios quien no es amigo de sus hermanos: «Cuando oréis, perdonad...» (Me 11,25). — Que, cuando es honesta y se hace en el espíritu de Je­ sús, la oración es siempre eficaz, aunque no comprendamos bien esa eficacia (Mt 7,7; Me 11,24; cf. Un 5,3-15).

— Que oremos con humildad, como el publicano (Le 18, 9-14). — Que oremos sin cesar, como la viuda (Le 18,1-8). 40

— Y que oremos en actitud activa, «con el delantal pues­ to» (Le 12,35-48).

En fin, la oración cristiana supone:

— Acoger esa oración, no como conquista de nuestro es­ fuerzo personal, sino como regalo gratuito de Dios. Porque, como dice El peregrino ruso, «la perfección de nuestra ora­ ción no está en nuestro poder». Por eso, no queremos con­ vencer a Dios, sino dejarnos convencer por él22.

— Unirdos al Espíritu, que ora con nosotros ante el Pa­ dre, repitiendo: «Padre bueno, que se haga tu voluntad».

— Llevar a nuestra vida la oración; hacerla «con el de­ lantal puesto». Llevar a la oración a nuestros hermanos y sus vidas; también nuestra propia vida, sabiendo expresar en ella nuestros sentimientos, pero hacerlo siempre con fe y confianza. — Orar con perseverancia, sin cansarse. — Y, finalmente, aprender a orar no sólo con la cabeza y con el corazón, sino también con todo nuestro cuerpo. Aun­ que puede ser una buena ayuda, no es imprescindible acu­ dir al yoga u otras tradiciones orientales. En los clásicos

22 Cf. Andrés Torres Queiruga, «A oración cristiá: de convencer a deixarse convencer», Encrucillada, 83 (1993), y otros artículos del autor sobre este tema. En castellano «Más allá de la oración de petición», Iglesia Viva 152 (1991). Estos trabajos están parcialmente recogidos en su libro Recuperar la creación. Por una religión humanizadora, Sal Terrae. Santander 1997.

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cristianos ya encontramos esta valoración de la importan­ cia que el cuerpo tiene en la oración, invitando a encontrar las posturas y maneras que mejor le convenga a cada uno para hacer oración. En el citado libro de H. Caffarel, y en muchos otros, pueden encontrarse abundantes sugeren­ cias 23. Así, escribe San Ignacio de Loyola: «Entrar en la contemplación, cuándo de rodillas, cuándo postrado en tie­ rra, cuándo supino rostro arriba, cuándo asentado, cuándo de pie; andando siempre a buscar lo que quiero» (Ejerci­ cios Espirituales 76,1-2).

«Andando siempre a buscar lo que quiero»; o mejor, buscando dar con lo que Dios quiere de mí, ese es el objeti­ vo de la oración cristiana. Y para eso conviene recordar que no existe un mismo camino válido para todos, como cantaba León Felipe en Versos y oraciones del caminante: Nadie fue ayer ni va hoy, ni irá mañana hacia Dios por este mismo camino que voy yo. Para cada hombre guarda un rayo nuevo de luz el sol. Y un camino virgen Dios.

23 Cf. particularmente el hermoso libro de Tony de Mello, docenas de veces reeditado, Sadhana, un camino de oración. Sal Terrae 1985; también el de Rafael Bohigues, Escuela de oración. Cincuenta formas sencillas de orar, PPC, Madrid 1979 y otro libro que es ya un magnífico clásico Jacques Loew, En la escuela de los grandes orantes, Narcea, Madrid 20002.

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Sugerencias para la oración personal • Un paseo tranquilo para irme poniendo en una actitud con­ templativa. No dejarse coger sólo por las ideas y los pensamien­ tos, por el intelecto, sino también por la vista, las sensaciones... • Ponerme en actitud receptiva con todo mi ser, con el cuer­ po y con el espíritu; no de manera volúntaosla, sino dejándome abrir como una flor. Puede ser muy útil un ejercicio de oración de estilo oriental, tomando conciencia de la respiración, repi­ tiendo «Ven! sánete Spiritus», o simplemente «Jesús» con el ritmo de la respiración. • Ten muy en cuenta tu cuerpo. Roger de Taizé nos dice: «Yo no sabría rezar sin mi cuerpo... En ciertas épocas soy muy consciente de que rezo más con el cuerpo que con la inteligen­ cia. Una plegaria a ras de suelo, de rodillas, postrado...». En cualquier posición corporal en la que te pongas, ten en cuenta la relajación muscular y nerviosa, la respiración y el silencio interior. • ¿Qué vida traigo a mi oración? ¿Tengo realmente abierta mi puerta a la vida de la gente? • Ten presente cada día en tu oración los cinco pasos tradi­ cionales de la espiritualidad cristiana: 1) Lectio. Lectura inteligente, comprensiva y cordial de la Palabra de Dios. 2) Meditatio. Reflexión sobre la Palabra, ahondando en su sentido y confrontándola con tu vida concreta, personal y comunitaria. 3) Oratio. Oración, es el momento del corazón más que de la cabeza. 4) Contemplado. Contemplación, pura escucha, dejando que la Palabra te vaya empapando; ya no se trata de discurrir con la cabeza, ni hablar con el corazón, sino dejarse coger por el Espíritu que habla en nosotros. 5) Actio. Acción, esta contemplación tiene que llevarte a una acción que exprese tu respuesta a la Palabra: una palabra que es para enseñar, corregir, comprometer en la justicia y en el amor... (Cf. Is 55, 11; 2 Tim 3, 16). 43

El Señor nos sale al encuentro

Por la gracia de Dios soy cristiano; por mis acciones un gran pe­ cador, y por mi oficio un humilde peregrino perpetuamente erran­ te. Mis bienes son una alforja sobre la espalda, con un poco de pan seco y una Biblia que llevo en sayal, junto al pecho. Eso es todo.

Con estas palabras comienza la conocida y ya clásica obra de la espiritualidad cristiana oriental Strannik. El peregrino ruso, de la que desconocemos su autor, aunque debió de ser probablemente un staretz, un monje ortodoxo ruso de me­ diados del siglo xix. El mensaje de fondo de toda la obra es la necesidad de la oración incesante. Para llegar a una ora­ ción verdaderamente interior, ininterrumpida y de sorpren­ dentes efectos, que llama el autor la «oración de Jesús» se apunta un método de aprendizaje, que a más de un occi­ dental le ha de parecer extraño y demasiado mecánico. Pero, a poco que se profundice en la obra, uno cae en la cuenta de que lo de menos es el método; un método inspi­ rado en la Filocalía (= «amor a lo hermoso»), síntesis de las enseñanzas de los Padres y escritores antiguos sobre la vida

1 La oración de Jesús es una oración continua, centrada en la recitación inin­ terrumpida —«con los labios, con el espíritu y con el corazón»— de la jaculatoria: «Jesús salvador, ten misericordia de mí, pecador». Hablar de la oración continua como método es hablar del hesicasmo, la tradición de oración más extendida en los monasterios ortodoxos y en el cristianismo oriental en general, que se remon­ ta hasta el siglo iv. El hesicasmo (= «quietud, tranquilidad») indica tanto un mé­ todo como una realidad, para llegar a una quietud, en la que el aspecto corporal es fundamental. Por eso, tiene una cierta semejanza con las técnicas del zen y del yoga. El hesicasta es llamado «la oración hecha hombre». Cf. la Introducción de Augusto Guerra para la edición de «Strannik». El peregrino ruso, Editorial de Es­ piritualidad, Madrid 1979.

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espiritual. Lo más importante es, en cambio, el itinerario y la experiencia de fe de este humilde peregrino, una expe­ riencia sencillísima y profunda a un tiempo. «Por la gracia de Dios soy cristiano». Estas palabras, con hondo eco paulino («¿Qué tienes que no hayas recibido?» ICor 4,7), resultan fundamentales para un itinerario de en­ cuentro con el Dios bíblico. Para Pablo, reconocerse como dado y recibido gratuitamente por Dios, lo lleva a ser, ante todo, agradecido. Si la sabiduría y la salvación vienen de Dios, no cabe en el cristianismo otra actitud honrada que la de agradecimiento por haber sido llamado a una amistad con él y a colaborar en su obra: «Ningún mortal puede pre­ sumir delante de Dios. Por él es por quien existís vosotros en Cristo Jesús» (ICor 1,29-30).

Xosé Antón Miguélez, en una hermosa Carta de Dios, utiliza con profusión estas imágenes de Dios como padre/madre, amigo/amante, que no duda en aplicar con pasión y proximidad, aunque alguno pueda pensar que lle­ ga a una excesiva «familiaridad» con Dios. La profusión, también, de citas bíblicas le da más objetividad cristiana a sus expresiones:

El Señor sale amorosa y constantemente a mi encuentro

El teólogo ortodoxo Paul Evdokimov describe la expe­ riencia de Dios que sale al encuentro del ser humano con estas hermosas palabras:

«La vida es el arte del encuentro, aunque haya en ella tan­ tos desencuentros», escribió sabiamente Antoine de SaintExupéry. De la misma manera, como ya se apuntaba más atrás, el principio y fundamento de la vida cristiana no es otro que la convicción profunda de que Dios nos sale amo­ rosamente al encuentro. Desde el comienzo de la humani­ dad, él tomó la iniciativa de salir al encuentro de hombres y mujeres, para caminar en amistad con ellas y ellos; como hijos, como amigos, e incluso como amantes («Que me bese con un beso de su boca», Ct 1,2)2. Un encuentro realizado definitivamente en Cristo Jesús.

2 San Bernardo de Claraval toma las palabras del Cantar de los Cantares, «Que me bese con un beso de suboca», como analogía de la Encarnación: «Que la boca que besa sea la Palabra que se hace carne. Que la carne [la naturaleza hu­ mana] asumida sea la boca que recibe el beso. ¡Feliz beso con el que Dios se une al hombre!». Cita tomada de Sallie McFague, Modelos de Dios, Sal Terrae, San-

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Tengo urgencia de amigos, hijos, amantes que confíen siempre en mi amor total y sin reservas por ellos y por todos... Necesito tu fe y tu confianza, amigo/a ¡Suspiro por ella! Necesito gente que tenga fe en la vida, en la gente, en sí misma... Los amores de la gente son la mejor escuela para saber de mi amor por ti y por to­ dos. Quien ama me conoce. Cuanto más ames, más me cono­ cerás 3.

Dios declara su amor al hombre, manikós eros, amor loco de Dios para el hombre y su incomprensible respeto a la libertad huma­ na... La fe es la respuesta a esta actitud kenótica de Dios. Por eso el hombre puede decir no y por eso, su sí adquiere resonancia y se sitúa en el mismo registro que el sí de Dios... La fe es la reciproci-

tander 1996, p. 212. nota. Y quien conoce los escritos de místicos como Santa Te­ resa de Jesús o San Juan de la Cruz, sabe de su carga erótica. Cf. también mi libro Do leu verdor cinguido. Ecoloxismo e cristianismo, A Coruña 1997; en castellano (reducido) Ecologismo y cristianismo, Sal Terrae, Santander, 1999: «Aparte de que guste o no, y de que se vea más rica o más pobre en contenido teológico, la imagen manifiesta con fuerza la pasión de Dios por su mundo y su extraordinaria intimidad. Además, esta imagen manifiesta también como ninguna otra la realidad del amor recíproco, de amar y ser amado, aunque esta realidad sea vivida muchas veces de modo neurótico en la Iglesia... La salva­ ción es la actividad amatoria de este Dios amante», pp. 188-189. 1 Xosé Antón Miguélez Díaz, Temos carta de Deus, Santiago 1994, pp. 22 y 36. Hay una edición ampliada en castellano Tenemos carta de Dios, Centre de Pastoral Litúrgica, Barcelona 1996.

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dad de dos síes, del amor descendiente de Dios y del amor ascen­ diente del hombre... Dios no da órdenes, lanza llamadas4.

Éste es también el convencimiento que vertebra toda la Biblia: Dios se pone en contacto con un pueblo, el pequeño pueblo de Israel, para salir al encuentro de toda la humani­ dad. Por eso, el comienzo de la reflexión bíblica no está en la creación, sino en la Alianza; ésta debe llevar a aquélla, con el lento descubrimiento de que el Dios de Israel es, también, el Dios de todos los hombres y mujeres, el Dios de toda la Creación. Desgraciadamente, Israel olvidó ensegui­ da el porqué y para qué de esta alianza, que ya había que­ dado clara en la historia del viejo patriarca Abraham. Abraham, el «aranieo errante» de la más antigua confesión de fe de Israel, fue elegido para que «los pueblos todos de la tierra» fueran «benditos en su nombre» (Gen 12, 3). El mismo Jacob llega a bendecir al poderoso faraón: el pobre bendice al rico (Gen 47,10). La Palabra de Dios le recuer­ da constantemente a Israel la gratuidad del encuentro de Dios con ese pueblo pobre y pequeño. Hay tres textos bíblicos particularmente significativos acerca de esta experiencia del encuentro amoroso de Dios con un pueblo. A ti te ha elegido el Señor tu Dios, para que seas el pueblo de su propiedad entre todos los pueblos que hay sobre la superficie de la tierra. El Señor se fijó en vosotros y os eligió, no porque fuerais más nu­ merosos que los demás pueblos, pues sois el más pequeño de to­ dos; sino por el amor que os tiene y para cumplir el juramento he­ cho a vuestros antepasados. Por eso os ha sacado de Egipto con mano fuerte y os ha librado de la esclavitud, del poder del faraón, rey de Egipto.

4 Paul Evdokimov, El amor loco de Dios, Narcea, Madrid 1999, pp. 28-29.

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Reconoce, pues, que el Señor tu Dios, es un Dios fiel, que cumple sus pactos y tiene misericordia por mil generaciones con los que le aman y cumplen sus mandamientos (Dt 7, 6-11).

Este texto pertenece al segundo discurso de Moisés en el Deuteronomio. En él, la idea dominante no es otra que el hecho de que Dios se ha fijado en un pueblo particular, no por ser mejor que otros, sino por pura gratuidad, porque quiso. Del mismo modo que se ha fijado en mí, y en ti... no por ser más buenos, o tener más méritos, sino por amor gra­ tuito; no para mi afirmación narcisista, sino para ayudarme en mi camino personal y para hacer conmigo una obra, una obra para mí y para los hermanos. En realidad, una lectura de este fijarse particularmente de Dios en clave exclusivista resultaría inaceptable 5. No es que Dios se fije «en éste sí y en el otro no», o le dé la fe caprichosamente «a éste sí y al otro no»; sino que se fija en todos y cada uno de sus hijos, esperando de cada uno una respuesta personal, una colabo­ ración particular para su proyecto salvador universal. Un proyecto cósmico, que supera no sólo el pequeño ámbito de un pueblo particular, sino incluso la dimensión humana, para llegar a una armonía de todo el universo. Mi padre era un arameo errante. Bajó a Egipto y se estableció allí como emigrante con un puñado de gente; allí se convirtió en una nación grande, fuerte y numerosa. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron una dura exclavitud. Entonces clamamos al Señor, Dios de nuestros antepasados, y el Señor escu­ chó nuestro clamor y vio nuestra miseria, nuestra angustia y nues­ tra opresión. El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte y bra­ zo poderoso en medio de un gran temor, señales y prodigios, nos

5 El teólogo Andrés Torres Queiruga, en su libro Del terror de Isaac al Abbá de Xesús, Sal Terrae, Santander 1999 (con copiosa referencia bibliográfica), refle­ xiona clarificadoramente sobre una adecuada lectura de la revelación de Dios a un pueblo concreto. Cf. cap. 1. Ya lo había hecho anteriormente en una amplia refle­ xión con su voluminoso trabajo La revelación de Dios en la realización del hombre, Cristiandad, Madrid 1987.

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condujo a este lugar y nos dio esta tierra, que mana leche y miel (Dt 26, 5-10).

Este hermoso texto, como es sabido, es la más antigua confesión de fe del pueblo de Israel. La Biblia comenzó en esta página. El núcleo de la fe de Israel, incluso sus funda­ mentos como pueblo singular, no es otro que la experiencia de su encuentro y su caminar con el Señor. La base de la fe de Israel y de su identidad nacional no está en unos princi­ pios filosóficos, ni en un requintado credo religioso forma­ do por unos dogmas abstractos, sino en el recuerdo de la iniciativa amorosa y gratuita que Dios tuvo con él y su en­ cuentro con el Dios amoroso y liberador. Del mismo modo, el fundamento de una fe cristiana viva y personal no podrá ser otro que el sentimiento hondo de saberse incondicionalmente querido por Dios. Saber que mi historia de fe arranca de su amor gratuito, y tiene como punto final la llegada definitiva a los brazos amorosos de Dios Padre/Madre. De lo contrario, será una fe estática, que no llevará más que a un voluntarismo prometeico esté­ ril y frustrante, pues nunca alcanza suficientemente su obje­ tivo. Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más los llamaba, más se apartaban de mí... Con todo, yo enseñé a andar a Efraím, y lo llevé en mis brazos. Pero no ha comprendido que era yo quien los cuidaba. Con cuerdas de ternura, con lazos de amor los atraía, fui para ellos como quien alza un niño hasta sus mejillas y se inclina hasta él... ¿Cómo te trataré, Efraím? ¿Acaso puedo abandonarte, Israel?... El corazón me da un vuelco, todas mis entrañas se estremecen (Os 11,1-4.7-9).

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¿Acaso no es uno de los textos más hermosos de toda la Biblia? Desde los ya lejanos tiempos en que lo descubrí, siempre lo tuve como uno de mis textos preferidos. Oseas, el profeta que sufrió con el amor traicionado de su querida mujer, no solo subraya, como los textos del Deuteronomio y tantos otros textos proféticos, que es Dios quien tiene la iniciativa de la Alianza y acompaña toda la historia huma­ na, sino que nos habla, como ningún otro, de un Dios que se acerca a su pueblo con ternura maternal. Oseas nos habla de un amor de Dios con sus hijos que sólo podemos com­ prender desde la experiencia del amor maternal. Quizás, del mismo modo que aprendimos con Jesús a llamarle a Dios Abbá («papaíto») podemos aprender a llamarle tam­ bién Immá («mamaíta»). Puede que sólo merezcan figurar a su lado otros dos o tres textos veterotestamentarios en clave semejante. En primer lugar, dos conocidos textos del Deuteroisaías: Sión decía: «Me ha abandonado Dios, el Señor me ha olvidado». ¿Acaso olvida una mujer a su hijo y no se apiada del fruto de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré (Is 49,14-15). Como un hijo al que su madre consuela, así os consolaré yo a vosotros, yen Jerusalén seréis consolados (Is 66,13).

También hay algún texto más; pero, a mi juicio, con me­ nos fuerza y plasticidad que los anteriores. Así, Dt 32, 18: «Despreciaste a la roca que te crió, y olvidaste al Dios que te dio a luz», texto que Frederic Raurell, conocido biblista ca­ talán, profesor del Bíblico de Roma, traduce: «Has abando­ nado la roca que te engendró, te has olvidado del Dios que por ti sufrió dolores de parto»6. Más hermosos son dos tex­ tos de Jeremías, especialmente el segundo: 6 Frederic Raurell, Mots sobre l’home, Abadía de Montserrat, Barcelona 1994; en el capítulo «Nombres y características femeninas del Dios bíblico».

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Después de arrancarlos, volveré a apiadarme de ellos y haré que cada uno vuelva a su heredad y a su país (Jr 12,15).

Un fragmento que, de manera más directa, traduce Raurell: «Luego de haberlos arrancado, volveré a amarlos con amor materno (rehem) y les devolveré a cada uno a su he­ rencia». Efraím es para mí un hijo querido, un niño predilecto, pues cada vez que lo amenazo vuelvo a pensar en él; mis entrañas se conmueven y me lleno de ternura hacia él (Jr 31,20).

Joachim Jeremías traduce la última frase «no puedo me­ nos que compadecerme de él». Y el citado biblista catalán traduce expresivamente: «¿Es quizá Efraím mi hijo preferi­ do, el niño de mis delicias, que después que he hablado contra él aún le recuerdo? Sí, por él se me conmueven mis entrañas, en verdad le tengo amor de madre, dice el Señor». En los pasajes aludidos, Dios se manifiesta más como madre que como padre. Tiene entrañas de misericordia. La palabra bíblica «entrañas» (rahamim) 7 es la misma que se usa para designar el seno/útero materno, pero también para compasión, para ternura y para misericordia8: «El corazón me da un vuelco, y todas mis entrañas se estremecen». 7 «Las entrañas (rahamim), plurar de intensidad de rehem, el seno materno, significan la ternura: de las mujeres con fruto de la carne (IRe 3, 26), de todos los hermanos a sus hijos o sus parientes (Je 43, 30), sobre todo la ternura de Dios in­ cluso con sus criaturas. Dios es, en efecto, padre (Sal 103, 13) y madre (fs 66, 13). Su ternura es creadora de hijos hechos a su imagen, es gratuita, siempre vigilante, inmensa, inagotable... Dios tierno y misericordioso es el primer título que reivin­ dica Yhavéh y que le reconocerán después el Éxodo, el Deuteronomio, los Sal­ mos. los profetas... Así pues, el fiel puede apoyarse en el Señor como un niño en su madre, y esta actitud filial será la de Jesús, en quien y por quien se revela ple­ namente la ternura de Dios... Jesús no sólo se beneficia de la ternura divina, sino que la hace suya y la vierte sobre nosotros». Cf. X. Léon-Dufour. Vocabulario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona 1973, voz Ternura. s Para misericordia se usa también la palabra hebrea hesed, que habla más de «fidelidad», y responde a un «deber interior». Cf. Ibidem, voz Misericordia.

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«Cuando Israel era niño, yo lo amé... Cuanto más los lla­ maba, más se apartaban de mí». La iniciativa amorosa arranca de Dios, que porfía en la relación de amor con sus hijos a pe­ sar de sus infidelidades; como una madre, en la que el amor condiciona el razonamiento más que unos principios abstrac­ tos, o una estrecha y legalista concepción de la justicia. El suyo es un amor incondicional que, aunque busca una corres­ pondencia necesaria para el dinamismo dialogante de toda relación, va más allá de ser o no correspondido. « Yo enseñé a andar a Efraím, y lo llevé en mis. brazos. Pero no ha compren­ dido que era yo quien les cuidaba». La madre lleva con amor a su hijo, aunque éste ni parece percibir su presencia. La fe auténtica es acoger la iniciativa amorosa de Dios, dejarse lle­ var por él. La mayor perversión de la religión es pretender poseer a Dios, manipularlo para poner su poder a mi servicio. Aún queda como verdadera joya de sensibilidad litera­ ria y espiritual el versículo 8: «Con cuerdas de ternura, con lazos de amor los atraía». No es fácil encontrar una expre­ sión más hermosa para hablar de la delicadeza femenina en la iniciativa de amor de un Dios siempre demasiado masculinizado (poder, justicia...). Rotundamente maternal es también la expresión de la segunda parte del versículo: «Fui para ellos como quien alza un niño hasta sus mejillas y se inclina hasta él». Alzar... inclinarse a la altura del peque­ ño. Para una madre, los hijos siempre son niños; como el Cristo yacente y pequeñito en el regazo de su madre, que representan los cruceros gallegos, tal como observó fina­ mente Castelao: «Para los artistas canteros, Jesucristo siem pre es un niño, porque es el Hijo, y los hijos siempre son pequeños en el regazo de sus madres»9. San Juan de la Cruz también habla en la Noche oscura de la dimensión maternal de Dios con estas hermosas pala­ bras (subrayado mío):

Castelao, Cousas, Galaxia, Vigo 1971, p. 15.

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Dios va criando [el alma] en el espíritu y regalando, al modo que la amorosa madre hace al niño tierno, al cual al calor de sus pe­ chos le calienta... y en sus brazos le trae y le regala... La amorosa madre de la gracia de Dios... reengendra el alma... a la que le da Dios sus pechos de amor

Para finalizar, unos versos de Tagore destacan la delica­ deza del amor maternal de Dios: Pronunciaré tu nombre sentado solitariamente en medio de mis silenciosos pensamientos. Lo pronunciaré sin razonamientos porque estoy ante ti como un niño que llama a su madre cien veces, feliz de poder llamarla madre.

Yo respondo desde mi fragilidad La respuesta a esta iniciativa de Dios deberá venir marcada por mi fragilidad y pequeñez. Así lo expresa una hermosa oración musulmana: «El hombre es pequeño ante Dios. Es pequeño cuando está de pie, pequeño cuando camina, pe­ queño cuando trabaja. Porque el hombre sólo es grande cuando se postra ante Dios; entonces su espíritu se levanta más allá de los mundos conocidos y se alza hacia el cielo». Ésta es la actitud de Pedro en el examen de amor que le hace Jesús tras su abominable traición, al negar al Maestro y amigo en aquella terrible noche, justo cuando más lo ne­ cesitaba. Cuando Jesús le sale, de nuevo, al encuentro, Pe­ dro no se defiende de su pecado, no busca justificarse, sino que lo reconoce; admite su contradicción, reconoce su error y su debilidad, se reconoce necesitado, admite su vulnerabi­ lidad. Como la experiencia nos enseña habitualmente, «el

10 «Noche oscura», Libro I, capítulo 1, n.° 2. En op. cit. p. 621.

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triunfo del hombre surge de las cenizas del error», como dice un poema de Pablo Neruda. La conciencia que tiene Pedro de sus límites lo capacita para acoger gratuitamente el amor de Jesús, como ya dijo éste de la pecadora en la casa de Simón el fariseo (Mt 7,36-50): ... Por tercera vez insistió Jesús [a Pedro]: Simón de Juan, ¿me amas? Pedro se entristeció, porque Jesús le había preguntado por tercera vez si lo amaba, y le respondió: Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo. Entonces Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas. Te aseguro que cuando eras más joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; mas cuando seas viejo, extenderás los brazos y será otro quien te ceñirá y te conducirá adonde no quieres (Jn 21, 15-23).

Seguramente Pedro podría afirmar, como Pablo: «Cuan­ do me siento débil, entonces es cuando soy fuerte... para que habite en mí la fuerza de Cristo» (2 Cor 12, 10.9). Desde su humildad, Pedro sólo puede decir entre lágrimas: «Tú sabes que te amo». La actitud opuesta fue la de Adán, que busca justificar ante Dios su conducta injustificable, en lugar de acogerse a su misericordia (Gen 3, 8-13); o, más grave aún, la actitud hipócritamente excusadora de Caín (Gen 4, 116). La fe cristiana significa creer que es Dios quien me jus­ tifica, no yo. Una actitud de humildad, que no es lo mismo que humi­ llación. Dios quiere amigos humildes, no esclavos humilla­ dos, servidores libres, no siervos angustiados por su situa­ ción. El hombre y la mujer creyentes se postran ante Dios, porque saben que Dios no disfruta aplastándolos, como cualquier tirano opresor, sino que los alza cariñosamente de su postración; «... pues soy Dios y no un hombre», repite Oseas (Os 11,9). Esta es la respuesta confiada del niño Samuel: «Habla Señor, que tu siervo escucha» (1 Sam 3, 10); o de la joven María del fiat (Le 1, 38), que, en su perplejidad dio el sí a Dios, se siente capaz de colaborar en su proyecto, sólo por­ 55

que cree firmemente que Dios la hizo capaz. Esta «esclava del Señor», del colectivo de los anawin, cuadra bien con la mujer libre y liberadora del revolucionario canto del Mag­ níficat. El Magníficat es el cántico más revolucionario de toda la Biblia, el canto gozoso y confiado de los anawin en la misericordia y la justicia de Dios, que derriba a los pode­ rosos y hace subir a los humildes. La llena de gracia es una creyente confiada en el Dios liberador, una mujer libre y profeta de la liberación; profundamente metida en la reali­ dad de su pueblo, en sus alegrías y en sus penas, y no la señorona de tantas imágenes. Como decía aquella canción que cantaba Carlos Mejía Codoy y los de Palacagüina: «Ella va a lavar muy humildemente / la ropa que goza la mujer hermosa del terrateniente». Pero, además, María es­ taba muy convencida de que la justicia dé Dios iba a poner a cada uno en su lugar y, desde luego, iba a darle la vuelta a la tortilla... María es la mujer creyente y confiada del fíat, pero tam­ bién la mujer turbada y perpleja, que no da el sí sin antes preguntarle al ángel. También María camina entre la oscu­ ridad y la claridad de la fe; pero ella es de Jesús porque per­ tenece al grupo de los que quieren creer, de los que cada día «escuchan la palabra de Dios y la guardan» (Le 11, 28). María es del grupo de los que intentan cada día hacer la voluntad de Dios (Me 3, 35); porque cree y confía en el Dios liberador, está segura de que su Señor no es un Dios que quiere siervas y siervos, sino amigas y amigos. «La me­ jor alabanza que le podemos aplicar a María es que fue la tierra buena que, en la parábola de Jesús, da el ciento por uno; o la semilla mínima que luego se convierte en el árbol frondoso»11.*

Dolores Aleixandre, Círculos en el agua, op. cit.

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Sugerencias para la oración personal • Con Os 11, 1-9, contempla la iniciativa amorosa de Dios contigo y tu respuesta hecha necesariamente desde la fragili­ dad, desde la contradicción y el pecado, como Pedro y tantos grandes hombres y mujeres bíblicas (Moisés, David, Miriam, Ester...). Haz el relato de tu historia de fe.

• Con Samuel y Pedro, ofrécete a Dios desde tu fragilidad, consciente de formar parte de un pueblo de pecadores, pero amado apasionadamente por Dios. La postura yoga de asana, con los brazos extendidos sobre los muslos y las manos abier­ tas, o bien de pie con los brazos cruzados en el pecho, puede favorecer esta oración. Al ritmo de tu respiración puedes repetir una frase sencilla: «Tú me amas, Padre bueno». «Señor, tú tie­ nes misericordia de mí». • Escoge aquellas ideas en las que te sentiste más refleja­ do. Escoge sólo un par de puntos.

«Nadie puede poner un cimiento distinto que Jesucristo» La afirmación paulina que da título a este apartado (ICor 3, 11) puede parecer demasiado rotunda y poco ecuménica... por eso, es necesario situarla como una afirmación específi­ camente cristiana: la persona, el mensaje y la actuación de Cristo es el fundamento de la fe de los cristianos. Cristo es el centro unificador de toda la vida cristiana; de la fe, la oración y la acción (cf. Le 10, 41-42). Aunque, más umver­ salmente, los cristianos osamos decir que, en Jesús de Nazaret, el Cristo, la manifestación de Dios alcanzó su más alto grado de densidad reveladora y de plenitud de presencia de toda la historia. Dios nos sale al encuentro de mil maneras, a través de las diversas culturas y religiones; pero la perso­

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na, el mensaje y la vida de Jesucristo son el lugar de en­ cuentro privilegiado que nos ayuda a escuchar e identificar el verdadero rostro de Dios. Si la afirmación de Pablo puede sonar muy rotunda, des­ pués de él otros muchos seguidores de Jesús intentaron vi­ vir radicalmente esta experiencia cristocéntrica, que hoy se nos hace cada vez más imperiosa en la experiencia cristia­ na. Desde Francisco de Asís y los grandes místicos Teresa de Jesús o Juan de la Cruz, Ignacio de Coyola o su compa­ ñero Francisco Javier, hasta tantos catequistas y militantes de base de nuestros días secularizados. Un sencillo cura francés de un humilde barrio obrero lionés en el siglo xix, Antoine Chevrier, convencido de que «conocer a Jesucristo lo es todo, seguir a Jesucristo lo es todo» —como repetía constantemente—, escribía en el libro que dejó como testa­ mento de su experiencia de discípulo y apóstol unas pala­ bras simples y sabias para cualquier cristiano; Es a Jesucristo al que hay que buscar, es con él con quien hay que construir... es a él a quien hay que poner como fundamento de todo... Sólo lo que está fundamentado en Jesucristo puede permanecer, lo que está fundamentado sobre otro fundamento no va a durar12.

Como en el caso de la oración, no voy a intentar resumir yo aquí un tratado de Cristología, ni siquiera hacer una sín­ tesis de la espiritualidad cristocéntrica. Tan sólo pretendo acercarme sencillamente, desde mi pobre experiencia de fe y desde un ángulo concreto —unos textos de los Evan­ gelios— a ese elemento fundamental de la espiritualidad cristiana: el hecho de estar centrada en la persona y la ex­ 12 Antoine Chevrier, El verdadero discípulo, p. 103, nota. El concepto clave de la experiencia mística de Antón Chevrier es el attachement á Christ, que más o menos se puede traducir como «adhesión a Jesucristo», con una gran carga de apego afectivo. Una adhesión que nace de una verdadera seducción por la perso­ na. el mensaje y la vida de Jesús de Nazaret, «el enviado del Padre».

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periencia ético-religiosa de Jesucristo. Como confesión per­ sonal, puedo decir que mi fe y mi vida de cristiano, como creyente y como cura, arranca precisamente de esta atrac­ ción por la persona de Jesucristo, más que de ninguna otra cosa; más aún que de su sublime moral de amor o su her­ moso proyecto del Reino, e incluso más que de su expe­ riencia de Dios como Padre de amor incondicional. Una atracción vivida cada día con mi carga de pecado, de mane­ ra inconsecuente, como un mal amigo y un pésimo discípu­ lo; pero como quien está hondamente convencido de que él es el Maestro y el amigo por excelencia. Como Pedro, uno no puede menos que confesar diariamente: «Señor, ¿a quién iremos? Tus palabras dan vida eterna» (Jn 6,68). En mis años de estudio en el Seminario me impactó muy vivamente un libro sencillo y profundo, cargado de una fe cristiana que manifestaba una gran seducción por Jesucristo; era una obra de Jacques Loew, maestro de espi­ ritualidad, antiguo cura obrero y dominico: «Los cristianos debemos ser los incondicionales de Jesucristo». «Para co­ nocer a Jesús es necesario encontrarse con El», dice. «La gracia de las gracias es encontrar al Señor Jesús como se encuentra a un amigo, un hombre, una mujer, alguien que ha cambiado nuestra existencia y nuestro camino» l3. Entre las muchas notas de vida que salpican sus páginas está una anécdota sobre un joven obrero francés que deseaba ser sa­ cerdote, pero las cosas no le iban bien el Seminario; había pensado en dejarlo, y ya tenía la maleta preparada: El combate fue largo. Al final tomó un trozo de tiza y escribió so­ bre la tapa de la maleta el mismo grito de Pedro: «Señor ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna». Y se quedó... Su en­ cuentro con Pedro le había llevado al Señor Jesús (Ibidem, pp. 22-23).

13 Jacques Loew, Ese Jesús al que se llama Cristo, Madrid 1971, p. 17.

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Me pareció patética otra anécdota que contaba escucha­ da de boca de un sacerdote brasileño: «Hoy me doy cuenta de que he elegido libremente el oficio de sacerdote. Pero me doy cuenta en este momento de que jamás he elegido seguir a Jesucristo» (p. 61). Yo no querría caer en ese error, aunque no fuera más santo ni más consecuente que aquel sacerdote. Estoy convencido de que la originalidad de la experien­ cia que el cristiano tiene de Dios, arranca necesariamente de lo que recibe de Jesucristo a través de los testimonios apostólicos, de los Evangelios y los demás escritos del Nue­ vo Testamento, recibidos en la Iglesia. Si de algo le estoy agradecido incondicionalmente a mi Iglesia, es de haberme entregado a Jesucristo; de haber guardado —con fidelida­ des e infidelidades...— sus Evangelios. Por eso, nuevamente me acercaré a la persona de Cristo desde un conocido texto evangélico, para destacar el necesario cristocentrismo del encuentro cristiano con Dios.

«¿Comprendéis lo que acabo de hacer?» La gran pregunta sobre Jesús se la hizo él mismo a sus dis­ cípulos una tarde camino de Cesárea: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?... Y vosotros ¿quién decís que soy yo?». Como a ellos, el Maestro nos hace constantemen­ te, cada día, a cada uno de sus presuntos seguidores esta misma pregunta. Pedro respondió rotundo e inspirado, con la fe de la primitiva comunidad: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 13-20). Pero aquellas palabras tan aparentemente claras, no lo debían estar mucho para él en aquel momento, a juzgar por los interrogantes y contradic­ ciones que aún permanecerían en su fe prepascual. Jesús lo sabía, sabía que el conocimiento que Pedro y los demás dis­ cípulos tenían de él aún era muy limitado, sólo el Espíritu los iría introduciendo en su profunda verdad.

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En el momento culminante de la vida del Nazareno, en la cena con sus apóstoles la víspera de su muerte, cuando el Maestro se despide de sus amigos y les deja su testamento —el resumen de las palabras y los símbolos de su persona y su mensaje—, el autor del cuarto evangelio no pone el rela­ to de la cena eucarística como hacen los sinópticos, sino el relato del lavatorio de los pies. Un relato aparentemente más anodino, pero que viene a ser un gesto simbólico de la máxima transcendencia sobre el proyecto amoroso de Dios, que Jesús había venido a comunicar y realizar (Jn 13, 1-15), junto con su protagonismo central en ese proyecto. Más aún, el lavatorio de los pies es un gesto simbólico que manifiesta la más íntima identidad personal de Jesús. Es un relato que, más allá de una simple lectura sobre la impor­ tancia ética del servicio, manifiesta magníficamente la reali­ dad de aquel Maestro desconocido y sorprendente. Los dis­ cípulos habían seguido fascinados al Nazareno, pero no acababan de entenderlo; era demasiado para ellos. Por eso, como en otras ocasiones, la pregunta clave que Jesús pro­ nuncia al final de su simbólico gesto es «¿Comprendéis?». Parece que Juan es consciente de que aquel gesto de Jesús lavándoles los pies a los discípulos manifiesta «lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo» del Verbo encarnado y del amor de Dios manifestado en Cristo, como dirá Pablo (Ef 3,18). Parándonos en algunas frases del pasaje, encontramos varias claves sumamente interesantes: Jesús sabía que le había llegado la hora de dejar este mundo para ir al Padre. Y él, que había amado a los suyos, que estaban en el mundo, llevó su amor hasta el fin. ... sabiendo que el Padre le había entregado todo, y de que de Dios había venido y a Dios volvía, se levantó de la mesa, se quitó el manto, tomó una toalla y se la ciñó... y comenzó a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla que llevaba a la cintura... Jesús contesto [a Pedro]: Lo que estoy haciendo, tú no lo puedes comprender ahora; lo entenderás después...

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Después de lavarles los pies, se puso de nuevo el manto, volvió a sentarse a la mesa y dijo a sus discípulos: ¿Comprendéis lo que acabo de hacer con vosotros?... (Jn 13,1-15).

El amor es el signo distintivo de Jesús y del Padre Dios. Comprender a Jesús —comprender a Dios— es amar y seguir a Jesús, entrar en la dinámica de su amor, el amor insondable del Padre. Jesucristo se quita el manto de rabbi y hace como el señor del administrador fiel (Le 12, 35-38). Pero Pedro y los apóstoles no lo entienden aún, necesitarán llegar a la ex­ periencia pascual, para poder comprenderlo. Desde ese mo­ mento podrán rezar con la comunidad himnos como aquel, magnífico, que Pablo insertó en su carta a los Filipenses: Cristo Jesús, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios. Al contrario, se despojó de su grandeza, tomó la condición de esclavo y se hizo semejante a los hombres. Y, en su condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte en la cruz. Por eso Dios lo exaltó y le dio el nombre que está por encima de todo nombre, para que ante el nombre de Jesús doble la rodilla todo lo que hay en los cielos, en la tierra y en los abismos; y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre (Flp 2, 5-12).

¿Comprendéis? Jesús quiere ir mucho más allá de la pura acción, más allá del ejemplar gesto de servicio. El Maestro quiere manifestarles a sus discípulos su entraña más profunda, su más honda e íntima realidad; una realidad que exige una comprensión creciente y progresiva. Por este motivo, Jesús es consciente de que no lo pueden entender ahora, de que sólo podrán comprenderlo después, con la ayuda del Espíritu. Lavatorio-servicio/eucaristía-entregapresencia/crzzz-muerte-resurrección, son facetas de la mis­ ma realidad poliédrica de Jesús. Servir es ir muriendo cada 62

día en la entrega a los hermanos, irse crucificando en una entrega tantas veces incomprendida... Tendría que deciros muchas más cosas, pero no podríais entender­ las ahora. Cuando venga el Espíritu de la verdad, os iluminará para que podáis entender la verdad completa. Él no hablará por su cuenta, sino dirá únicamente lo que ha oído, y os anunciará co­ sas venideras. Él me glorificará, porque todo lo que os dé a cono­ cer, lo recibirá de mí. Todo lo que tiene el Padre es mío también; por eso os he dicho que todo lo que el Espíritu os dé a conocer, lo recibirá de mí (Jn 16,12-15).

La realidad es que ni siquiera nosotros ahora, después de dos mil años de cristianismo, lo vamos a comprender de repente, ni conseguiremos nunca comprender más que una pequeña parte del misterio. Cristo nos invita a entrar más y más en una comprensión profunda de El, a entrar en su misterio, que no es otro que el de Dios, pues Jesús es la pa­ labra definitiva del Padre, que contiene sus riquezas inson­ dables («Todo lo que tiene el Padre es mío», «quien me ha visto a mí, ha visto al Padre»), El conocimiento de Jesús sólo puede ser como la dinámica del amor más genuino: «más que ayer, pero menos que mañana». Este conocimien­ to exige una dinámica de «fidelidad y actualización», como dice Javier Garrido 14; una dinámica enraizada en la expe­ riencia bíblica que hace una relectura permanente de la tradición a la luz de los acontecimientos. La Iglesia primiti­ va tenía una clara conciencia de esto, y una gran osadía para hacer esta relectura del Antiguo Testamento, e incluso de las mismas palabras y hechos de Jesús, con la luz del Es­ píritu. «Sólo así se entiende la apropiación que hizo de la ley y los profetas y el proceso de espiritualización y univer­ salización con el que interpretó el mesianismo de Jesús» 15. 14 Cf. el grueso volumen de Javier Garrido, Proceso humano y gracia de Dios. Apuntes de espiritualidad cristiana, Sal Terrae, Santander 1996, pp. 20-22. 15 Ibidem.

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Comprender a Jesús es ir entrando en su entraña de amor —gratuidad, locura desconcertante... pero también sabiduría y compromiso— e irlo poniendo como el genuino fundamento de mi vida.

«No todo el que dice Señor, Señor...» No todo el que me dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cie­ los, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cie­ los... Todo aquel que escucha mis palabras y las pone en práctica, es como el hombre sensato que edificó su casa sobre roca (Mt 7, 21-27).

Comprender a Jesús es asentar nuestra vida sobre ese fun­ damento, como quien asienta su casa en roca firme. Pero Cristo no es el fundamento de nuestra vida sólo porque nos­ otros lo digamos —¡lo sabemos tan bien!—; esto no puede ser un acto puramente voluntarista. Puede uno decir que está asentado sobre Cristo, y sus hechos manifestar todo lo contrario. Incluso pueden hacerse cosas muy loables, y no estar tampoco asentados sobre la roca que es Cristo. Pode­ mos padecer un espejismo: creyendo estar asentados sobre Jesús, estar realmente asentados sobre nuesto ego, o sobre nuestras ideas, o incluso sobre estructuras eclesiásticas o eclesiales... Estar asentado en Cristo es escucharlo cada día en actitud de obediencia al Padre. Escucharlo en sus media­ ciones: la palabra, la comunidad cristiana, la oración, las ac­ ciones de Cristo presentadas como camino de acción perso­ nal y comunitaria, los pobres... El fundamento es tomar la palabra en serio, recibirla honestamente como discípulo/a, con la Iglesia... Y no al revés: ya sé lo que tengo que hacer, voy a ir al Evangelio para que me lo confirme. «Gran cuidado hemos de tener para no sufrir engaños, porque pudiéramos juzgar que vivíamos para Cristo, cuan­ do vivíamos para nosotros», escribió un cura español por 64

los años treinta, Pedro Poveda. No es fácil, pero si lo vamos alcanzando poco a poco, iremos realmente asentando nues­ tra casa sobre roca, y no habrá huracán que pueda con ella. Entonces podremos comprender la frase de la carta a Ti­ moteo: «El sólido fundamento de Dios se mantiene firme marcado por este sello: el Señor conoce a los que son suyos» (2Tim 2, 19). Y podremos también reconocernos como las «piedras vivas» de las que habla la carta de Pedro: «Vos­ otros, como piedras vivas, vais construyendo un templo espi­ ritual... para ofrecer, por medio de Jesucristo, ofrendas espi­ rituales agradables a Dios» (IPe 2,4-6). Una mística oración de Antoine Chevrier puede poner el broche de oro a este capítulo sobre una obviedad que está demasiado olvidada, o se tiene demasiado poco pre­ sente en la vida cristiana: Jesucristo es el fundamento de la fe cristiana. ¡Oh Verbo! ¡Oh Cristo! ¡Qué hermoso y grande eres! ¿Quién acertará a conocerte? ¿Quién podrá comprenderte? Haz, oh Cristo, que yo te conozca y te ame. Ya que tú eres la luz, deja llegar un rayo de esta divina luz sobre mi pobre alma, para que yo pueda verte y comprenderte. Pon en mí una gran fe en ti, para que todas tus palabras sean para mí otras tantas luces que me iluminen y me hagan ir a ti y seguirte en todos los caminos de la justicia y de la verdad.

¡Oh Cristo! ¡Oh Verbo! Tú eres mi Señor y mi sólo y único Maestro. Habla, yo quiero escucharte y poner tu palabra en práctica. Quiero escuchar tu divina palabra porque sé que viene del cielo. Quiero escucharla, meditarla y ponerla en práctica, porque en tu palabra está la vida, la alegría, la paz y la felicidad. Habla, Señor, tú eres mi Señor y mi Maestro y no quiero escucharte sino a ti.

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Sugerencias para la oración personal

Conocer y seguir a Jesucristo

• Con Jn 13, 1 -15 o Mt 7, 21-27 intenta entrar, una vez más, en la comprensión de Cristo como el fundamento sólido de toda tu vida cristiana, realmente... Toma conciencia de que el cono­ cimiento de Cristo es un proceso nunca acabado, siempre in­ completo... y mira dónde te sitúas tú, en este instante, en ese camino. • Párate confiadamente en el texto de 2Tim 2, 19: «El sólido fundamento de Dios se mantiene fírme marcado por este sello: el Señor conoce a los que son suyos». Siéntete hijo/a muy amado/a del Padre y déjate coger por esta palabra reconfortan­ te y esperanzadora. • Intenta orar con todo tu cuerpo. «El propio cuerpo no pide otra cosa que orar, suspira por Dios», dice el P. Caffarel, con el salmo 84: «Todo mi ser se estremece de gozo anhelando al Dios vivo».

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Me he preguntado muchas veces en mi trabajo pastoral por qué gran parte de la gente de este país, teóricamente «cris­ tiana», no acostumbra a hablar de Jesucristo cuando se le pregunta por su fe. Puede ser debido a un descentramiento de la figura de Cristo, desde la fe en Cristo Jesús al cumpli­ miento moral de unas normas o a una etérea creencia en un «omnipotente» y distante Dios. Puede ser también por una difusa fe en el niño Jesús de la Navidad y el adulto cru­ cificado, que va pareja a una ignorancia de los Evangelios. En este caso resultaría rotundamente cierta la afirmación de San Jerónimo: «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cris­ to». Sin duda, también la formación, o deformación recibi­ da de sus pastores a lo largo de los siglos no tiene poco que ver en esto; amén de la «competencia» que a Jesucristo —el único mediador proclamado por la fe cristiana— le hace el culto a otros presuntos intermediarios como los santos y las diversas advocaciones marianas, quizás demasiado favore­ cido por parte del clero. Contrariamente a lo que acontecía con gran parte del clero contemporáneo, Antoine Chevrier lo tenía muy claro: «Conocer a Jesucristo es todo... seguir a Jesucristo es todo». Sus palabras van a servir de faro en este capítulo. Invito al lector a acercarse humildemente, de nuevo, al conocimien­ to sencillo de Cristo, en primer lugar de la mano de Pablo de Tarso, un discípulo que se nos manifiesta como verdade­ ro paradigma del discípulo y apóstol de Jesucristo, por

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quien sintió una seducción que condicionó toda su vida desde el momento de la conversión. Es este convencimien­ to la razón por la que le cura lionés concentró todo su estu­ dio en los Evangelios y en las cartas de San Pablo. Hay fundamentalmente dos formas de acercarse a Jesu­ cristo desde la Palabra de Dios, de manera igualmente fiel: una más histórica, a través de los relatos de los sinópticos. Y una más existencial, a través de los escritos joánicos y paulinos. Ciertamente, en un caso y en el otro será necesa­ rio tener en cuenta que ni los relatos sinópticos son tan «históricos» (a pesar de su aparente sencillez están elabo­ rados en base a un preconcebido esquema teológico), ni los escritos joánicos y paulinos son tan «ahistóricos», por tener un tono tan existencial-personal.

Pablo, paradigma de discípulo y apóstol: ¡Pobre de mí si no anuncio el Evangelio! En el libro de los Hechos, Pablo se manifiesta como para­ digma del discípulo y apóstol de Jesucristo. Un hombre que fue «conquistado por Cristo Jesús» (Flp 3,12), agarrado por aquel a quien había combatido inútilmente «dando coces contra el aguijón» (Hech 26,14b). De esta manera, un hom­ bre que se convirtió de perseguidor de cristianos en apóstol que dio testimonio incansable de su experiencia de salva­ ción en Cristo, de su camino personal de fe. Más de la mitad del libro de los Hechos está dedicado a Pablo, posiblemente por la circunstancia de que para su presunto autor, Lucas, era el apóstol cuyas andanzas le eran más conocidas. Nada menos que quince de los veintiocho capítulos del libro (caps. 13-28), en los que Lucas va rela­ tando detenidamente sus tres viajes apostólicos (Io: 13, 115, 36/ 2o: 15, 37-18, 22/ 3° 18, 23-21, 14) y la última, preso, camino de Roma (caps. 22-28). En particular, los últimos capítulos manifiestan de un modo especial el calvario que 68

Pablo pasó por el evangelio, con un evidente paralelismo en relación con el calvario de su Maestro y Señor Jesús. Con todo, conviene no olvidar que las cartas paulinas son más próximas a Pablo que el libro de los Hechos; no sólo en lo referente a la persona, sino en el tiempo, y por tanto son más fiables. En efecto, algunas cartas de Pablo son los primeros textos del Nuevo Testamento; los Hechos se escri­ bieron bastantes años después ’. Nos resultan especialmente significativos los tres relatos de la conversión: el más conocido es Hech 9, 3-18; pero también los relatos de Hech 22, 6-21 y Hech 26, 9-18. Con todo, hay otro texto que, además de ser históricamente más fiable, refleja mejor la experiencia existencial del encuentro de Pablo con Cristo en su proceso de conversión1 2; se trata del conocido relato que Pablo pone al comienzo de la carta a los Gálatas: Habéis oído, sin duda, hablar de mi antigua conducta en el judais­ mo; con qué furia perseguía yo a la Iglesia de Dios intentando des­ trozarla. Incluso aventajaba dentro del judaismo a muchos com­ patriotas de mi edad como fanático partidario de las tradiciones de mis antepasados. Pero cuando Dios, que me eligió desde el seno de mi madre y me llamó por pura benevolencia, tuvo a bien revelarme a su Hijo y 1 Cf. el clásico trabajo de Günter Bornkamm, Pablo de Tarso, Sígueme, Sala­ manca 1979. 2 Es necesario tener presente que la «caída del caballo» de Pablo, no fue tan literal, puntual y rotunda, sino que es sólo la expresión plástica de un proceso de conversión más o menos largo. Cf. G. Borkamm, op. cit. pp. 45-59. De hecho, la sobriedad de la confesión personal de su conversión que Pablo hace en Gálatas, contrasta con la descripción milagrera de trechos, y «nos pone en guardia ante una lectura demasiado literal —comenta recientemente otro biblista—... Cuando el autor de los Hechos nos cuenta el cambio religioso que sufrió la vida de Pablo, con toda probabilidad no pretendía hacer historia estrictamente tal. Quería sim­ plemente presentar un hecho importante, pero situado más allá de la historia, de la única manera posible, mediante un género literario peculiar, en el que la imagi­ nación y la creatividad del autor tratan de describir de modo plástico algo real­ mente indescriptible», Miguel Salvador, en el comentario a la carta a los Gálatas, en Comentario al Nuevo Testamento, La Casa de la Biblia. Madrid 1995, p. 509.

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hacerme su mensajero entre los paganos, inmediatamente, sin con­ sultar a hombre alguno y sin subir a Jerusalén para ver a quienes eran los apóstoles antes que yo, me dirigí a Arabia... Luego, al cabo de tres años, subí a Jerusalén para conocer a Pedro y permanecí junto a él quince días... Por entonces, las comunida­ des cristianas de Judea no me conocían aún personalmente; única­ mente oían decir que el perseguidor de otro tiempo anunciaba ahora la fe que antes combatía. Y daban gloria a Dios por mi cau­ sa (Gal 1,13-24).

El encuentro con Cristo reconcilia a Pablo consigo mis­ mo, con los hombres y con Dios. Eso le enseña a asumir lo bueno y lo malo de su vida. No le importa reconocer su de­ bilidad, sus contradicciones y su pecado. Lo importante para este apóstol misionero es que Dios se fijó gratuita y amorosamente en él: con el mismo mimo que lo hace con cada uno de nosotros: «Me eligió desde el seno de mi madre, v me llamó por pura benevolencia». El encuentro con Cristo es tan intenso, que Pablo toma su decisión «sin consultar a hombre alguno», o mejor «sin pedir consejo a la carne ni a la sangre», como leemos en otras traducciones; no sólo no consulta a nadie, sino que, además, prefiere no fiarse demasiado ni del razonamiento personal ni de la tradición recibida3; pues como dice unos versículos antes: «El evangelio anunciado por mí no es una invención de hombres, pues no lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno; Jesucristo es quien me lo reveló» (Gal 1,1112). Incluso «sin subir a Jerusalén». Pablo no es un fanático sectario, es un hombre con una honda, intensa y riquísima experiencia de Cristo, como luego le fue reconocido por la Iglesia, aunque no le faltaran enemigos.

3 «Utilizando la expresión “de carne y hueso”, Pablo subraya que frente a Dios no tiene ningún valor cualquier tipo de consideraciones o mérito humanos. Durante toda su vida, Pablo tendrá un sentido muy vivo de su responsabilidad ante Dios». E. Cothenet, La Carta a ios Gálatas, Cuadernos Bíblicos, Verbo Divi­ no, Estella 1981, p. 18.

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Desde el momento de su definitivo encuentro con Cris­ to en adelante, lo único importante para Pablo es ser testi­ go de Jesucristo: «Has de ser testigo suyo ante todos los hombres de lo que has visto y oído» (Hech 22, 15), le dice Ananías. Y Pablo lo cumple al pie de la letra, aun cuando lo tomen por loco, como aconteció en su comparecencia ante Agripa: «Festo interrumpió la defensa y dijo en voz alta: Es­ tás loco, Pablo; de tanto estudiar te has vuelto loco. Pablo respondió: No estoy loco... Mis palabras están llenas de ver­ dad y sensatez» (Hech 26,24-25). Así manifiesta Pablo ante Agripa su fidelidad al encargo de Ananías: Y yo no fui desobediente a la visión celestial. Por el contrario, fui predicando a los habitantes de Damasco, de Jerusalén, de todo el territorio de Judea y a los paganos, que se arrepintiesen, se convir­ tiesen a Dios e hicieran obras de verdadera penitencia. Por eso me arrestaron los judíos en el templo e intentaron matarme. Pero, gra­ cias al auxilio divino, sigo firme hasta hoy dando testimonio a pe­ queños y grandes, y sin decir nada fuera de lo que los profetas y Moisés anunciaron: que el Mesías tenía que padecer y que, siendo el primero en resucitar de entre los muertos, anunciaría la luz al pueblo judío y a los paganos (Hech 26,19-23).

«El lenguaje de la cruz es locura para los que se pierden, mas para nosotros... es poder de Dios» (ICor 1,18). Locos o sabios por el evangelio desde el conocimiento de Cristo, es la historia sempiterna de los mejores discípulos de Jesucris­ to, desde hace 2000 años hasta ahora. Compañeros curas como Xosé Antón Miguélez en el mundo rural; o Suso de Rao, que atiende con mimo la decadencia de los ancianos en sus extensas y despobladas parroquias de la montaña In­ censé; Oriol Xirinachs, que vive en Barcelona en un piso con enfermos de sida. O el grupo de monjas de la Compa­ ñía de María en el nevado Hospital do Cebreiro; o María Jesús con los gitanos del Pozo el Huevo, hasta que tiraron las casas de este barrio madrileño marginal. Y tantos y tan­ tos militantes laicos de base, de los movimientos (Movi­ miento Rural, HOAC, JOC, Júnior...) o de colectivos «sin

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nombre», en el trabajo humilde de parroquias, comunida­ des, etc. Ellas y ellos son la mejor riqueza de la Iglesia. To­ dos y todas, como Pablo, pagan gustosos el precio de cono­ cer y anunciar a Jesucristo.

Cristo lo es todo para Pablo Cristo es para Pablo lo único importante. Lo dice en la car­ ta a los Filipenses con una rotunda afirmación: «Para mí la vida es Cristo y morir significa una ganancia» (Flp 1, 21). No se olvide que ésta es llamada, con razón, la carta de la alegría. No son palabras de un loco, o de un hombre aburri­ do de la vida, sino palabras de un hombre feliz, apasionado por Jesucristo: la clave está precisamente en la alegría pro­ ducida por su encuentro en el Resucitado. El apóstol repite en varias ocasiones de qué manera Cristo es para él fuente de alegría constante, a pesar de las dificultades que le aca­ rrea su seguimiento y su anuncio. Por eso, invita a sus her­ manos en la fe a alegrarse con él: Aunque tuviera que ofrecerme en sacrificio al servicio de vuestra fe, me alegraría y contratularía con todos vosotros. Por lo mismo, alegraos también vosotros y regocijaos conmigo (Flp 2, 17-18).

Pablo está convencido de que padecer por Cristo es un privilegio, más que una carga insoportable (Flp 1, 29); e in­ cluso quiere «morir para estar con Cristo» (Flp 1, 23). Es la experiencia humana del amor o la amistad profunda, en la que el amante o el amigo quiere fusionarse con la persona amada; cualquier sacrificio le parece poco por la persona que quiere, y no encuentra nada más deseable que estar con la persona amada. Todo lo que entonces consideraba una ganancia, ahora lo consi­ dero pérdida por amor a Cristo. Es más aún, pienso incluso que nada vale la pena si se compara con el reconocimiento de Cristo

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Jesús, mi señor. Por él he sacrificado todas las cosas y todo lo ten­ go por estiércol con tal de ganar a Cristo y vivir junto a él con una salvación que no procede de la ley, sino de la fe en Cristo... No pretendo decir que haya alcanzado la meta o conseguido la perfec­ ción, pero me esfuerzo a ver si la conquisto, por cuanto yo mismo he sido conquistado por Cristo Jesús (Flp 3, 7-12).

Pablo experimentó haber sido alcanzado por Cristo, o seducido como escribe Jeremías (Jer 20, 7ss). Experimentó la fuerza de su amor y de su liberación. Por eso, Cristo no es para él la fría referencia dogmática e ideológica de un Credo, sino una realidad muy viva y muy fresca cada día. No es de extrañar, entonces, que todo le parezca una pérdi­ da a su lado. Y es que Cristo es para Pablo la «imagen del Dios invisi­ ble», en el que encontramos «la redención, el perdón de los pecados»; él es la personificación del plan divino de salva­ ción, la cabeza de toda la creación como rezan los hermosí­ simos himnos de Colosenses (Col 1,15-20) y Efesios (Ef 1, Z-14). En el primero no es difícil encontrar un paralelismo con el grandioso prólogo del evangelio de Juan. Cristo es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda criatura. En él fueron creadas todas las cosas, las del cielo y las de la tierra... Cristo existe antes que todas las cosas, y todas tienen en él su consistencia. Él es también la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia. Él es el principio de todo... Dios tuvo a bien hacer habitar en él la plenitud, y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, tanto las del cielo como las de la tierra, trayendo la paz por medio de su sangre derramada en la cruz.

Cristo es, en fin, para Pablo el Hijo de Dios (Rom 1 y Gal 1), el regalo del Padre (Gal 4, 4), «gracia hecha bondad para con nosotros», «nuestra paz» (Ef 2, 7.14.17). Cristo es el «acceso al Padre» (Ef 2,18) que nos llena «de la plenitud 73

misma Dios» (Ef 3,19). Pablo tiene una visión claramente trinitaria de Cristo, que manifiesta en estos textos aludidos, y más concretamente en otros como éste de 1 Corintios: Nadie puede decir «Jesús es el Señor», si no está movido por el Es­ píritu Santo. Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo. Hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. Hay diversidad de actividades, pero uno mismo es el Dios [Pa­ dre], que activa todas las cosas (1 Cor, 12, 3-6).

Pero Pablo es consciente de que toda riqueza de Jesu­ cristo, esta sabiduría de Dios manifestada en Cristo, es lo­ cura para el mundo, pues se manifiesta en la debilidad de la cruz; una sabiduría que se revela bajo apariencia de locura para ese mundo: El lenguaje de la cruz es locura para los que se pierden; mas para los que están en vías de salvación, para nosotros, es poder de Dios... ¿Es que hay alguien que sea sabio, erudito o entendido en las co­ sas de este mundo? ¿No ha convertido Dios en necedad la sabidu­ ría de este mundo? Sí, y puesto que la sabiduría de este mundo no ha sido capaz de reconocer a Dios a través de la sabiduría, Dios ha querido salvar a los creyentes por la locura del mensaje que predicamos. Porque mientras los judíos piden milagros y los grie­ gos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucifica­ do, que es escándalo para los judíos y locura para los paganos. Más... se trata de un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo que en Dios parece locura es más sabio que los hombres; y lo que en Dios parece debilidad es más fuerte que los hombres (1 Cor 1,18-25).

Frente a la lógica del poder humano, el poder de Dios se manifiesta en la kénosis, en el desposamiento, en el abaja­ miento, en la realidad del pobre y del humilde, en el que no puede... Es la sabiduría que expresa magníficamente el himno de la liturgia cristiana primitiva que Pablo inserta en la carta a los Filipenses (Flp 2, 6-11); aunque no deje de causarnos un sano estremecimiento, es un buen resumen de la manera de actuar de Dios y del ser de Jesucristo. Sólo

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entrando en la sabiduría de la cruz, pasando por la sabidu­ ría de la propia cruz para llegar a la de Cristo y la de todos los crucificados, se puede llegar al misterio hondo de Dios manifestado en Cristo. Así lo comprende Pablo: «Nunca en­ tre vosotros me he preciado de conocer otra cosa sino a Je­ sucristo, y a éste crucificado. Me presenté ante vosotros dé­ bil...» (ICor 2, 2-3). O como escribe San Juan de la Cruz: «¿Qué sabe el que no sufrió?». Aunque sin olvidar que la cruz es sólo un camino hacia la vida: Cristo es el crucificado y el resucitado (Gal 1, 1; 3, 11...) que manifiesta el amor eterno del Padre (Rom 3,24; 5,1; 8,39...). Pablo descubre que el vivir en Cristo es una gracia, no el resultado de un esfuerzo ascético. Pero supone un particu­ lar esfuerzo de descentramiento por nuestra parte, para centrarnos en Cristo. Si no intento justificarme a mí mismo, también yo experimentaré la resurrección de Cristo como regalo del Padre.

Jesús, un hombre que supo integrar armónicamente animus y anima Jesús integró en sí mismo tantas características del comporta­ miento al mismo tiempo masculino y femenino, que se puede considerar como la primera persona que alcanzó la completa ma­ durez4.

Estas palabras del teólogo Jürgen Moltmann resultan sabias y muy clarificadoras para conocer algo más la reali­ dad personal de Jesús de Nazaret; un ser humano evidente­ mente varón —no un andrógino— pero en quien hombres y mujeres pueden encontrar la referencia del proyecto hu­ mano de Dios. Para comprender mejor esta realidad del ser humano, tanto masculino como femenino, nos resultan 4 Jürgen Moltmann, Dieu, homme etfemme, Cerf, París 1984.

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también clarificadoras las palabras de una mujer psicoana­ lista, que acude a los arquetipos de Jung5. ¿Es lícito hacer un planteamiento en el que se identifique lo mas­ culino con el hombre y lo femenino con la mujer? Nuestra res­ puesta en este sentido es rotunda: No... C. G. Jung habló de ani­ ma como el elemento femenino inconsciente del hombre y de animus como el elemento masculino oculto en la mujer. La reali­ zación personal sería para él la capacidad del ser humano para llegar a hacer consciente su parte escondida y alcanzar que am­ bas caminen en armónica alianza. Si, por el contrario, sigue ope­ rando desde el inconsciente, nuestro estado psíquico es de ani­ mosidad. El diálogo con el anima permitiría al hombre reconocer y diferenciar su función de sentimiento, que despreció como algo propio de las mujeres y, de esta manera, reconquistar su capaci­ dad de amor y ternura, de cuidado de las cosas. Eso supone el en­ riquecimiento de su personalidad y, por otro, dejar de proyectar en la mujer esos aspectos suyos inconscientes que, por excesiva­ mente valorados o temidos, no podía reconocer como propios y le era más fácil localizarlos en la mujer. Por su parte, la mujer, en su integración del animus, buscar reconocer, diferenciar y recu­ perar en ella ese mundo de valores activos que proyectó en el hombre y que pretendió vivir a través de su unión con él, más que a partir de su propia realización6.

Las dos dimensiones aludidas 7 y la necesidad de inte­ grarlas armónicamente en todo ser humano, aparecen ya en 5 La base de la psicología de C. G. Jung está en los conceptos «inconsciente co­ lectivo» y «arquetipos». El inconsciente colectivo son las disposiciones innatas para reaccionar con el ambiente. Estas predisposiciones son los distintos arquetipos (la persona, el yo, el arquetipo de la madre, etc.). Dos de ellos, presentes en todo hom­ bre.y toda mujer, son las dimensiones animus (masculina) y anima (femenina). 6 Maite del Moral, «Lo femenino en la psicología y el mito», Sal Terrae, nov. 1988. Cf. el magnífico ensayo del médico y escritor Rof Carballo, Violencia y ter­ nura, Espasa Calpe, Madrid 1988. 7 Una parte de la última reflexión feminista piensa que no hay tal realidad feme­ nina y masculina, sino que los dos aspectos son dimensiones del cerebro humano, que está dividido en dos hemisferios; los hombres y las mujeres utilizaríamos ambos de distinta manera. El cerebro femenino estaría menos «lateralizado». lo que permi­ tiría a la mujer utilizar mejor ambos hemisferios. Cf. M. de Pracontal, «Oui, hommes et femmes pensent diferenment», Le Nouvel Observateur, marzo 1995.

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la milenaria cultura china en los elementos ying (femenino, oscuro...) y yang (masculino, luminoso...); la integración de estos componentes es en esta cultura algo fundamental, a nivel macrocósmico y microcósmico. Estas dimensiones también están presentes en la cultura occidental a través de la kábala judía (que habla de la realidad dual de Dios, integradora de lo masculino y lo femenino) y de la sabiduría al­ ternativa medieval de la alquimia (que utiliza profusamen­ te el símbolo de las «nupciae chimicae», de las que surgirá el «hijo de los filósofos», integrador de lo masculino y lo fe­ menino que hay en todos nosotros). En fin, está también el viejo mito del andrógino, presente en varias culturas. En cambio, en nuestro mundo occidental moderno, la realidad es que, por una parte, el anima, la dimensión «fe­ menina», fue tremendamente infravalorada y oprimida tan­ to en las mujeres (el «sexo débil») como en los hombres («¡un hombre tiene que ser siempre un hombre!»); esto dio lugar a una sociedad m achista y a unas Iglesias misóginas. Pero, además, «el animus también fue manipulado y des­ proporcionado en los varones, a la vez que oprimido y “su­ primido” en las mujeres»8. Este desajuste condujo a un em­ pobrecimiento de toda la realidad humana y de las identidades tanto de los hombres como de las mujeres. De esta manera, a nuestro mundo «le falta alma» (la sensibili­ dad, la ternura... del anima) y le sobran algunas formas de animus, que lo hacen más violento. Necesitamos re-animar la tierra, apostar por una humanidad nueva, con un creci­ miento espiritual que «cultive la interioridad y vigorice el amor, para que el mundo se plenifique» (M.a José Arana). Para volar por caminos de libertad y plenitud, la humani­ dad necesita las dos alas: la masculina y la femenina9*.

K M.a José Arana, Rescatar lo femenino para reanimar la tierra, CiJ, Barcelo­ na 1997, p. 3. 9 «Haber sufrido durante mucho tiempo las consecuencias de la exclusión de­ bería producir en nosotros... una firme voluntad inclusiva. Tratar al hombre como

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Afortunadamente, hubo alguien que supo integrar ar­ mónicamente las dos dimensiones aludidas, y que nos sirve de referencia para aprender a hacerlo también nosotros: Je­ sús de Nazaret. Dicho de otra manera, Jesús supo curar en sí mismo la herida del sentimiento y de la acción, y de esta manera pudo ayudar a curarla a otros hombres y mujeres10. El mismo Cari Jung ha manifestado repetidamente que el cristianismo es el mejor camino para curar la profunda he­ rida del alma occidental. Es posible que el Nazareno no fuera el único, pero es la referencia fundamental para los que nos confesamos cris­ tianos. Claro que, como reconoce una psicoterapeuta: «El mensaje de Cristo de que todos los seres humanos —hom­ bres, mujeres y niños— estaban hechos a imagen y seme­ janza de Dios era muy radical para la cultura en que vivía» n. «Ypor eso lo mataron», como dice la canción. Haciendo un EdeEv en Marcos encontramos pautas su­ ficientes para ver cómo Jesús supo integrar armónicamente esta doble realidad que ha investigado y reflexionado la psicología moderna, y que tanto nos cuesta integrar al co­ mún de las personas. No es difícil encontrar en Jesús los rasgos de animas, los valores activos masculinos de solidez, acción, capacidad analítica y claridad en el razonamiento, control, fuerza, poder, dominio... Pero también los valores femeninos de anima, buscando en Jesús rasgos de: sensibili­ dad, receptividad, disponibilidad, suavidad, vulnerabilidad,

amigo... desterrando el complejo de Judit, porque todos los hombres no son Holofernes». D. Aleixandre, Mujeres en la hora undécima, Santander 1991. Se ha estudiado el tema de la masculinidad y la feminidad heridas en base a dos mitos: «El rey pescador» representaría la masculinidad herida, y «La don­ cella sin manos» la feminidad herida. La herida del primero sería la del sentimien­ to, mientras que la herida de la segunda sería la del hacer. Ambos tienen que ver con los aspectos masculinos y femeninos de hombres y mujeres. Cf. Robert A. Johnson, El rey pescador y la doncella sin manos, Obelisco, Barcelona 1997. 11 Maureen Murdock, Ser mujer, un viaje heroico, Gaia, Madrid 1993, pp. 209 y 205-206.

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intuición, capacidad de expresar sentimientos y comunicar­ se sin ideas (acceso al lenguaje simbólico), capacidad de re­ lacionarse con lo concreto, ternura y compasión, gestos y expresiones maternales. Encontramos también en seguida en Jesús su empatia con las mujeres y su capacidad de com­ prensión del universo femenino. Por eso, en este varón tam­ bién podemos ver el rostro femenino de Dios, que ya sugi­ rieron Oseas e Isaías. El jesuíta Modesto Vázquez Gundín habla de esta sensi­ bilidad de Jesús en un sencillo artículo: «Jesús asumió en aquella sociedad el rol que era propio de la mujer... Hace lo que la esposa al esposo, lo que las hijas o los hijos al pa­ dre». De esta manera, en la última cena, Jesús se ciñe la toa­ lla y se pone a lavarles los pies a los discípulos. «Sale de su rol varonil y adopta el papel de la mujer... Después de eso, no deja la toalla, sino que se envuelve con el manto... La­ vándoles los pies, Jesús hace un disparate en cuanto varón; una nimiedad en cuanto mujer: un exceso y una rutina» 1213 . Místicos cistercienses medievales hablan de Jesús como madre. Pero seguramente nadie como Francisco de Asís supo vivir tan armónicamente unidos el vigor y la ternura, tal como los había vivido su Maestro y Señor. La vida del poverello es el triunfo de la compasión y la ternura, del eros (amor) y el pathos (sentimiento), frente a la hegemonía as­ fixiante del logos (razón) y el tecnos (técnica) ’3. Francisco de Asís es el triunfo de los valores del contacto directo, la intimidad, la afectividad transparente, la espontaneidad, la creatividad y la fantasía; frente a la violencia arribista de la eficacia, del sentido chatamente práctico y productivista.

12 Modesto Vázquez Gundín, «... Y Jesús se mujerizó», Sal Terrae, septiem­ bre 1994. 13 Cf. Leonardo Boff, San Francisco de Asís: ternura y vigor, Sal Terrae, San­ tander 1990.

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El «materno Espíritu» en el comienzo de la vida pública de Jesús Yendo al EdeEv en Marcos, nos encontramos con que lo fe­ menino ya aparece simbólicamente desde el comienzo de la vida pública de Jesús, en su bautismo en el Jordán (Me 1,911). Digo bien simbólicamente, pues hasta el lector menos avisado se da cuenta de que éste no es un relato para leer literalmente, sino que estamos ante una rica, compleja y muy elaborada construcción teológica. Será necesario tener siempre presente esta dimensión simbólica, para no desfi­ gurar otros relatos que iré citando. En este plástico cuadro, lo femenino está representado en el agua del río Jordán (es bien conocido el viejo simbolismo de la fecundidad de las aguas, la nostalgia del bienestar en el líquido amniótico de la vida uterina). Pero, sobre todo, está representado en la paloma, símbolo del «materno Espíritu» de Dios 14, la di­ mensión femenina del único Dios: «En cuanto salió del agua vio rasgarse los cielos y al Espíritu descender sobre él como una paloma» 15. El Mesías tendrá sobre sí el/«la» espí­ ritu de Dios (Is 61, 1-2; luego en Le 4,18-19). La simbólica paloma marca el comienzo de una nueva era, como había hecho la paloma que liberó Noé del arca para cerciorarse del recomienzo del mundo, tras el diluvio universal (Gen 8, 10). Ya en el inicio de la creación «el espíritu de Dios aletea­ ba sobre las aguas» (Gen 1,2). Pero, en el mismo bautismo aparece también la dimen­ sión de animus de Jesús, al manifestarse como un hombre 14 Expresión de X. Chao Regó en su libro Na fronteira do misterio, SEPT, Vigo 1995. is Ruah («Espíritu» en hebreo) es femenino, aunque se convirtiera luego en el Pneuma griego, de género neutro, y después en el Spiritus latino, masculino. No es sólo de ahora ver en el Espíritu Santo la dimensión femenina de Dios, ya al­ guno de los Santos Padres hablan del Espíritu como madre. Cf. 2.a Carta de Cle­ mente de Roma, escritos de Metodio de Filipos... y, sobre todo, los escritos gnós­ ticos y los evangelios apócrifos.

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fuerte, en las palabras del Bautista: «Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo. Yo no soy digno ni de postrarme ante él para desatar la correa de sus sandalias» (1,7).

Autoridad, energía y poder «masculinos» Sin salir del primer capítulo de Marcos, ya encontramos la dimensión de animus en Jesús, cuando el Maestro escoge a sus discípulos y les pide con autoridad que le sigan: «Ve­ nios detrás de mí» (1, 17-18). Igualmente, cuando en la pri­ mera curación, en la sinagoga (1,21-28) ordena al mal espí­ ritu que salga del endemoniado, y la gente reconoce que Jesús enseñaba «con autoridad». En el capítulo segundo, encontramos la curación del paralítico, en la que aparece la misma expresión: «Vais a ver que el Elijo del hombre tiene poder...» (2, 1-14). Algo más adelante, el evangelista rema­ cha esta autoridad, este señorío, diciendo: «El Hijo del hombre también es señor del sábado» (2,28). Esta misma dimensión vuelve a aparecer doblemente en el capítulo tercero. Primeramente en la mirada «con indig­ nación» (3, 5) que Jesús les dirige a las autoridades judías por el juicio que le habían hecho a causa de una curación en sábado. Y luego, con la designación de los doce apósto­ les que envía a predicar «con poder de echar demonios» (3, 15). Con esta misma autoridad calma la tormenta del lago: «Increpó al viento y dijo al lago: ¡Cállate! ¡Enmudece!» (4, 39); vuelve a increpar a un mal espíritu en la curación de un endemoniado: «Espíritu inmundo, sal de este hombre» (5,8).

Jesús manifiesta con fuerza su energía en los conflictos con los fariseos y letrados, en los que la denuncia resulta, a veces, implacable: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipó­ critas, según está escrito...» (7, 6; 12, 38-40). Pero también manifiesta esta voluntad enérgica en la tremenda reacción 81

contra su amigo Pedro, cuando ve que lo quiere apartar del camino elegido, tras haberlo alabado mesiánicamente en la confesión de Cesárea: «Jesús se volvió, y mirando a los dis­ cípulos, reprendió a Pedro diciéndole: ¡Ponte detrás de mí, Satanás!» (8, 33). A esta energía, incluso con visos de ani­ mosa ira, que manifiesta Jesús en sus denuncias, no escapa ni siquiera toda la generación con la que le tocó vivir: «¡Ge­ neración incrédula! ¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros?» (9,19). Con energía manifiesta también su poder afirmando su mesianismo cuando llega el momento, tomándole prestada una frase al profeta Daniel: «Entonces verán venir al Hijo del hombre entre nubes con gran poder y gloria» (13, 26; cf. Dan 7,13). Son, en fin, impresionantes sus palabras ante el Sumo Sacerdote: «Yo soy [el Mesías] y veréis al Hijo del Hombre, sentado a la diestra del Todopoderoso y que viene entre las nubes del cielo» (14,61-62).

Otra dimensión de lo masculino es el razonamiento abstracto, la claridad dialéctica. Ésta era una cosa de la que no gustaba mucho Jesús, siempre tan concreto y popu­ lar. Pero su finura dialéctica aparece en varias ocasiones. Es el caso de la polémica contra los fariseos, que decían que «tenía el demonio dentro», y la desconfianza de sus pa­ rientes, que pensaban que «estaba trastornado»; con asom­ brosos silogismos Jesús les desmonta en seguida las acusa­ ciones (3, 20-30). O la polémica por la contribución al César, debate en el que los contrincantes «quedaron pas­ mados», pues Jesús les cogió en seguida «la aguja de ma­ rear» (12,13-17). Sin duda, los dos ejemplos más significativos del Jesús animoso, e incluso airado, son la maldición de la higuera (11,12-14) y la expulsión de los mercaderes del templo (11, 15-19), dos relatos que no están casualmente unidos, como nada está dejado al azar en el evangelio de Marcos. A la hi­ guera a la que le pide Jesús repetidamente unos frutos que

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no da, le dice enérgicamente: «Que nunca jamás coma na­ die frutos de ti» (11,14), y la higuera se secó (11, 20. No se olvide la dimensión simbólica de estos relatos). Aunque sólo lo recoge Juan, osó atacar los cimientos de la base eco­ nómica del judaismo, como antes había hecho con la base ideológica (la Ley). Con hechos simbólicos como estos, Je­ sús manifiesta la energía inquebrantable de quien lucha contra el mal, sin claudicar jamás. Marcos no recoge el sermón de la montaña, como hacen los otros dos sinópticos. Pero no es difícil ver que si las bienaventuranzas de Mateo (Mt 4, 3-12) están cargadas de una compasión y dulzura más propias de la dimensión de anima, las maldiciones con las que concluyen las bienaven­ turanzas lucanas (Le 6, 24-26) reflejan más bien la energía del animas de Jesús.

Sensibilidad «femenina» La realidad de anima en Jesús la encontramos también des­ de el inicio del evangelio de Marcos en su segundo milagro, un «milagro doméstico», la curación de la suegra de Pedro (1, 29-31). Una acción realizada sobre una mujer que sólo estaba en cama con algo de fiebre. Pero Jesús: «Se acercó, la cogió de la mano y la levantó». Tres expresivas acciones que enmarcan un breve y significativo gesto, que no sólo mani­ fiesta la voluntad de Jesús de dignificar a la mujer («la le­ vantó»), sino también su sensibilidad por las realidades pequeñas y cotidianas: un pequeño milagro en el ámbito doméstico, espacio más femenino que masculino. Luego volveremos sobre un aspecto que aparece también aquí, el hecho de valorar la corporalidad («tocar»). La sensibilidad de Jesús por lo concreto, por esa reali­ dad femenina que se juega en lo cotidiano, aparece en otros detalles del evangelio de Marcos. En la discusión por el ayuno, Jesús piensa en la alegría de la novia el día de la 83

boda por la compañía del novio (2,18-20); y no quiere que se vaya a empañar por el precepto legal del ayuno: «¿Pue­ den acaso ayunar los invitados a la boda mientras el novio está con ellos?» (2,19). En los versículos siguientes, pone un ejemplo tan doméstico como el del remiendo que una mu­ jer le echa a una prenda gastada (2, 21-22). Esta capacidad de observar la vida cotidiana y valorar los pequeños deta­ lles de la aparentemente gris vida ordinaria, se manifiesta también en su modo de observar a los pájaros que anidan en las ramas del arbusto brotado del grano de mostaza (4, 30-32), o en la utilización de la imagen tan doméstica y co­ tidiana, concreta y sencilla, de la sal (9,50). La sensibilidad por el mundo concreto de lo femenino aparece también en el detalle de acordarse de las mujeres embarazadas cuando habla de la gran angustia escatológica de Jerusalén: «¡Ay de las que estén encinta o criando en aquellos días!» (13,17).

La compasión de Jesús se manifiesta igualmente desde el comienzo en otra de sus primeras curaciones, la del le­ proso que le salió al camino: «Jesús, compadecido, extendió la mano, lo tocó...» (1, 41); donde aparece también la di­ mensión de corporalidad («lo tocó»), trazo característico, aunque no exclusivo, de lo femenino. Como en otras oca­ siones, aquí queda claro cómo la compasión puede más en Jesús que la racionalidad; ésta le aconsejaría no acercarse a aquel hombre impuro, pues le perjudicaría en su trabajo público de rabí, pero Jesús recuerda una vez más aquello de «misericordia quiero, y no sacrificios» (Mt 9,12; Cf. Os 6, 6). La capacidad de compasión de Jesús nos manifiesta ma­ ravillosamente la «misericordia entrañable de nuestro Dios» (Le 1,78), que lejos de ser el «impasible» que mira las cosas desde lejos, es alguien a quien la opresión de los pobres le remueve las entrañas. Conviene recordar lo dicho más arri­ ba de que ternura y entrañas, se expresan en hebreo con la misma palabra que el vientre materno.

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Esta capacidad de compasión se manifiesta con una tre­ menda fuerza en los dos relatos de la multiplicación de los panes y los peces (6, 30-42 y 8, 1-10): «Me da lástima esta gente, porque llevan ya tres días conmigo y no tienen nada que comer» (8, 2). ¡Qué lejos del maestro imperturbable que sólo se preocupa de dar su lección y soltar el mitin! Los detalles se multiplican, el primer relato comienza pre­ cisamente manifestando su tierna sensibilidad por el can­ sancio de los apóstoles (6,31). Pero, además, Jesús es un hombre que no reprime sus sentimientos, no hace caso del machista dicho popular «los niños no lloran». Marcos, como los otros sinópticos, no re­ coge las lágrimas de Jesús ante la tumba de su amigo Láza­ ro, relato exclusivo de Juan (Jn 11, 35-36); tampoco recoge el impresionante llanto por Jerusalén (Mt 23, 37-39), ni su actitud ante la viuda de Naín (Le 7,11-17). Pero sí sabe re­ coger otros momentos en los que el Maestro no se recata en manifestar públicamente sus sentimientos. Así ocurre cuando expresa su tristeza por la dureza de corazón de los fariseos, ante las curaciones que hizo en sá­ bado: «Mirándoles con indignación y apenado por la dureza de su corazón...» (3, 5). Exterioriza también sus sentimien­ tos en la mirada de cariño y ternura que dirige al joven rico: «Jesús lo miró con cariño...» (10,17-22). Y, en fin, manifiesta su debilidad y fortaleza en la dura noche de Getsemaní, lle­ na de sangre, sudor y lágrimas (14, 32-42); una manera de afrontar la muerte bien diferente a la impasible de Sócrates. Jesús se manifiesta vulnerable y receptivo dejándose in­ cluso enseñar por una mujer sirofenicia pagana (7, 24-30); esta mujer le está ofreciendo a Jesús nada menos que un nuevo método teológico, «priorizando la realidad antes que los principios teóricos» 16, y Jesús se manifiesta receptivo, 1(1 Cf. Teodor Suau, Mujeres en el evangelio de Marcos, CPL. Barcelona 1996: «Se confrontan dos racionalidades: la de Jesús... que arranca del horizonte de la

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aceptando gustoso la enseñanza, aunque venga de una mu­ jer... ¡y pagana! En fin, Jesús resulta particularmente sensi­ ble a los niños (9, 33-37), hablando con ellos y acogiéndo­ los, cuando quiere enseñar algo tan importante como quién es el primero en el Reino.

Los ritmos de período largo y la valoración de la corporalidad La mujer vive el tiempo de manera diferente al hombre. Por una parte, el ritmo periódico marcado por el período menstrual, y por otra su familiaridad con un período largo debido a su experiencia de gestación y el lento crecimiento de los hijos, que acompaña mucho más que el hombre. Sabe que éste es siempre un crecimiento desde abajo, a un ritmo que debe respetar siempre. Santa María de la esperanza sabe «guardar las cosas en su corazón» (Le 2,50). Esta cali­ dad hace a las mujeres más capaces del aguante y la perma­ nencia. Sólo las mujeres permanecen hasta el fin con Jesús, al pie de la cruz (Me 15, 40-41, 47 * 17); María Magdalena, María la de Santiago y María Salomé saben pasar «del afecto a la fidelidad». De esta manera, son las mujeres las que marcan el estilo del verdadero discípulo. Posiblemente, fue esta fidelidad la fuente de su poder, que sería visto lue­ Promesa y de la Historia de la Salvación... la de la mujer que se refiere a otro ho­ rizonte: el de la realidad no ideologizada... Es la voz de la vida en su nivel más in­ mediato... Jesús lo entiende inmediatamente... Capta la verdad presente en las palabras de la mujer... Intuye que es el Dios-Amor el que le está hablando en la voz de aquella madre pagana», pp. 40-43. Cf. también Schüssler Fiorenza, Pero ella dijo, Trotta, Madrid 1996; destaca la importancia del episodio, que manifiesta la relevancia de esta mujer en el acceso a la comunidad cristiana de los paganos. 17 Aunque los sinópticos sólo sitúan al pie de la cruz a las mujeres, el evange­ lio de Juan, inevitablemente, sitúa también con ellas al «discípulo amado» (Jn 19, 25-27). Pero, incluso en este caso en el que aparece un hombre, el acompañante no es un fuerte varón maduro, sino un débil adolescente. ¿Será, tal vez, que el au­ tor del cuarto evangelio, más que un tal Juan es una tal Juana?

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go con recelo en la patriarcal comunidad cristiana, que pronto supo cómo marginar a las mujeres de los centros de decisión. ¡Cuánto tenemos que aprender los hombres de este aspecto femenino, en vez de verlas como rivales que nos pueden arrebatar privilegios! Jesús también sabe explicar el crecimiento del Reino con la parábola del grano que se echa en la tierra y va cre­ ciendo él solo, poco a poco, a su ritmo (4, 26-29), o el pe­ queño grano de mostaza que crece lentamente hasta con­ vertirse en un gran arbusto (4,30-34).

Ya apareció un poco más arriba la referencia a la parti­ cular manera como Jesús valora la corporalidad: tocando a la gente (particularmente a los enfermos) y dejándose tocar (la hemorroisa). Jesús sabe de esta necesidad que tenemos todos, como la madre sabe de la necesidad que tiene el hijito de ser tocado, mimado, sentir sus manos, sentir el calor de su cuerpo. Todos tenemos la necesidad de contacto cor­ poral, «contacto-cuerpo», como nos recuerdan los psicólo­ gos. Un beso, una caricia sincera y cariñosa vale más que mil palabras de amor. Por otra parte, Jesús sabe muy bien que el pecado no está en el «cuerpo de Satanás» que serían los encantos fe­ meninos, sino en la mente sucia y en el corazón ruin del hombre o la mujer: «Nada de lo que hay fuera del hombre puede mancharlo al entrar en él. Lo que sale de dentro es lo que contamina al hombre... Porque es de dentro, del corazón de los hombres, de donde salen los malos pensamientos...» (7,14-23). De modo destacado, la máxima expresión de su valoración positiva de la corporalidad, frente a la valora­ ción negativa de su tiempo, está en el episodio de la mujer que padecía hemorragias constantes (5, 25-34). Jesús se deja tocar, y le dice públicamente con toda ternura: «Hija, tufe te ha sanado, vete en paz». De la misma manera, Jesús valorará sobremanera el gesto de la unción que una mujer le hace en Betania, donde tam­ 87

poco por casualidad, estaba en la casa de alguien llamado «Simón el leproso» (14,3-9). La palabra hebrea Betania pare­ ce que puede admitir el significado de «casa del pobre». Y, como es sabido, los leprosos —los más radicalmente intoca­ bles— eran el colectivo más marginado de la sociedad judía. Jesús valora doblemente el gesto de la mujer: en su dimen­ sión profética como unción mesiánica, pero sobre todo como expresión de un amor valiente, grande y gratuito; excesivo como todo lo gratuito. Jesús «se deja querer». Nuevamente, el Maestro manifiesta la ternura y el amor de Dios, que está por encima de cualquier razonamiento, por muy concluyente que pueda parecer; y ciertamente las críticas al gesto derro­ chador de la mujer de Betania eran racionalmente bastante concluyentes. Pero Jesús manifiesta la locura amorosa de Dios, que supieron captar tan bien los místicosl8. Finalmente, el evangelista aprenderá bien la lección de Jesús en su valoración de la mujer, y verá que las mujeres que supieron ser fieles al Maestro hasta la cruz (15, 40-41), es lógico que sean las primeras en encontrarse con el Resu­ citado (16,1-18). De esta manera, las mujeres acaban convir­ tiéndose en el evangelio de Marcos en el modelo del discí­ pulo fiel, que sigue al Maestro hasta identificarse con él, que supera todos los límites que la vida y la muerte quieren po­ ner al amor entregado y gratuito, y que finalmente descu­ bren la fuerza de la vida, la fuerza del amor, más fuerte que la muerte. Descubren la realidad del Dios de la vida y del amor. Ellas comprendieron mejor que nadie cómo Jesús de Nazaret manifestó que el amor integral necesita armonizar animas y anima, vigor y ternura, fuerza y sensibilidad, agre­ sividad y vulnerabilidad para ser completamente humano19. 18 Además de los textos de nuestros místicos del Siglo de Oro, cf. también, el hermoso libro de Paul Evdokimov, El amor loco de Dios, op. cit. |l) El papel de las mujeres fue habitualmente silenciado en la teología y la predicación. France Quéré clasifica el testimonio de las mujeres del Evangelio en cuatro categorías: 1) Las mujeres que no ocupan más que un papel pasivo desti-

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Quizás estas reflexiones sobre el equilibrio alcanzado en Jesús entre el animas y el anima pueden ser un elemento más para conocer mejor y dejarse seducir más por su persona.

------------- Sugerencias para la oración personal--------------

• ¿Qué hago para crecer cada día en mi conocimiento de Jesucristo, su persona, su mensaje? ¿Me siento reflejado como discípulo en el ejemplo de Pablo, salvando las distancias? • ¿Cómo vivo el seguimiento de Jesucristo desde el senti­ miento de su amor incondicional por mí? Cristo me ama tal como soy y me mira siempre con amor. nado a ilustrar la misericordia divina, pero que aparece mezclado con una inten­ ción polémica (la mujer adúltera, la mujer tullida curada en sábado y la viuda de Naím). 2) Las mujeres que con su servicio manifiestan una fidelidad a la persona de Jesús (Marta y María, y las mujeres que acompañan a Jesús en la cruz y son las primeras en conocer su resurrección). 3) La fe personal (la hemorroísa, la cananea, la pecadora de Lucas y la madre de los hijos de Zebedeo). 4) Finalmente, la confe­ sión de fe, en la que desaparece ese carácter puramente personal y la fe se convier­ te en anuncio «con una gratuidad que lleva ya en ella la esperanza de todo un pue­ blo» (la unción de Betania, la resurrección de Lázaro y la Samaritana). Les femmes de l'Evangile, París, 1982, pp. 14-15. Traducción españolaen Mensajero, Bilbao. Pero, a pesar del silencio de los Evangelios, las mujeres son las únicas fieles hasta el fin. Esta fidelidad es tan importante para Marcos, que el evangelista ya no habla en plural de las «mujeres», sino que les da nombre a cada una: se había ganado a pulso el título de personas, más aún. de discípulas concretas de Jesús. «Porque la fidelidad es el más hermoso nombre del amor. Su concreción supre­ ma. Fidelidad significa acompañar a Jesús desde los comienzos y llegar a encon­ trar la forma de que su amor no fuera un sentimiento romántico, sino eficaz y útil para el Maestro» (Teodor Suau, op. cit.). Son estas mujeres las únicas que parecen rematar el proceso de discipulado iniciado por la suegra de Pedro, en el comienzo del evangelio de Marcos (Me 1, 29-31). Ésta había sido «cogida de la mano» y «levantada» por Jesús, pasando de la postración y la servidumbre al servicio, y había iniciado un proceso de segui­ miento. Estas mujeres supieron amar con fidelidad hasta el fin, para llegar a iden­ tificarse con Cristo, el maestro, el amado. Por eso, las tres son testigos de su for­ ma de morir, y más tarde también ellas serán los primeros testigos de su resurrección, del triunfo de la vida sobre la muerte (Me 16, 1-8). Ellas son la más genuina imagen del discípulo.

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• Contemplar las dimensiones de lo masculino y lo femeni­ en Jesús, pararse en algún aspecto que me llamara más la atención: algún aspecto con el que me siento más identificado y alguno con el que me siento más necesitado de reconciliarme con él. ¿Qué puedo hacer para curarme y enriquecerme en ese aspecto concreto?

no

Seguir a Jesús en el dinamismo de la encarnación por el camino de las bienaventuranzas

La encarnación (sumergirse en la realidad material, en la carne, en el mundo, en la materia...) está íntimamente in­ crustada en el dinamismo cristiano. La fe cristiana tiene su fundamento en un Dios que «se hace carne», que se mani­ fiesta progresivamente desde dentro del dinamismo de la materia, desde su creación —en el proceso ascendente de cristificación, que diría Teilhard de Chardin 1—, para que los hombres y mujeres sientan su cercanía, para que conoz­ can más de cerca su amor creador y salvador. La religión cristiana es, en realidad, muy materialista, por contraposi­ ción a una religión espiritualista. La fe cristiana está identi­ ficada con un camino de salvación en el mundo, entre la gente, preocupada sobre todo por la explotación de que

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' Cf. toda la obra de ese místico genial del siglo xx, tan injustamente tratado, aunque en el postconcilio se iniciara una cierta recuperación de su persona y sus trabajos, aún muy poco estudiados, fuera de las magníficas obras de C. Cuénot (Ciencia y fe en Teilhard de Chardin, Nuevo léxico de Teilhard de Chardin, etc.) y C. Tresmontant (Introducción al pensamiento de Teilhard de Chardin, etc.). Teil­ hard es un verdadero místico de la materia: «Quiero dejar que exhale aquí mi amor por la materia y por la vida, y armonizarlo, si fuera posible, con la adora­ ción única de la sola, absoluta y definitiva Divinidad... ¿Es que para ser cristiano hay que renunciar a ser humano en el sentido más amplio de la palabra, apasiona­ damente humano?», Escritos en tiempo de guerra, Tauros, Madrid 1966, p. 2, Cf. especialmente sus obras El medio divino, Himno del universo, Ciencia y Cristo...

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son objeto los más pobres. Contrariamente a lo que mani­ festó y vivió muchas veces una espiritualidad cristiana más neoplatónica que genuinamente bíblica, la religión de los seguidores de Jesucristo no busca evadirse de la realidad material y perderse en etéreas elevaciones espirituales, sino sumergirse, enlodarse en el barro humano. Si la oración y la adoración de Dios no llevan a un com­ promiso con la realidad concreta de los hermanos, sobre todo de los más oprimidos, esa oración y esos ritos son fal­ sos e inútiles ante Dios (Is 58, Am 5 y un largo etcétera de citas de los profetas)*12. Torres Queiruga manifestaba esta perversión de lo religioso en uno de sus últimos libros, bajo un epígrafe de expresivo título «Dios no es religioso». Es la reducción de la espiritualidad a un esplritualismo desencar­ nado y abstracto, lejos de la vida real... Como si la espiritualidad remitiese a ‘otra’ vida y no llamase, más bien, a vivir a fondo ‘esta’ vida, con la máxima calidad, en todas y cada una de las di­ mensiones: corporales y anímicas, individuales y comunitarias... Se trata de una reducción bastante natural y no mal intenciona­ da, pero objetivamente perversa, pues lleva al dualismo3.

El Dios proclamado por la fe cristiana es, consecuente­ mente, hondamente encarnacionista. Lejos de darle la espal­ da a lo humano y a lo material como algo corrompido y pro­

2 Para muestra, estos dos textos significativos: «Odio, desprecio vuestras fies­ tas, me disgustan vuestras solemnidades... haced que el derecho flujo como agua y la justicia como río inagotable» (Am 5, 21-24). «¿Para que ayunar si tú no te das cuenta?... En realidad utilizáis el día de ayuno para hacer lo que os viene en gana y explotar a vuestros obreros... El ayuno que yo quiero es éste: que abras las prisio­ nes injustas... que dejes libres a los oprimidos y que acabes con todas las tiranías, que compartas tu pan...» (Is 58,3-6). 1 Andrés Torres Queiruga, Recupera-la creación. Por unha relixión humanizadora, SEPT, Vigo 1996, p. 71, hay ed. castellana. Cf. también los libros de espi­ ritualidad de la Teología de la Liberación: Ion Sobrino, Liberación con espíritu. Sal Terrae, Santander 1985; P. Casaldáliga y J. M. Vigil, Espiritualidad de la libe­ ración, Santander 1992; L. Boff y Frei Betto, Mística y espiritualidad, Trotta, Ma­ drid 1996, etc.

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fano, está sumergido en la realidad de la materia, está en la carne, y se manifiesta en nuestra historia, limitada y contra­ dictoria, para abrir en ella caminos de liberación, ítem más, esta fe manifiesta una salvación que no es sólo para los seres humanos, sino también para toda la creación (Rom, 8, 2122). Por eso, Lucas comienza el libro de los Hechos de los Apóstoles con un claro mensaje: «Galileos ¿qué hacéis mi­ rando al cielo?»; mirad más bien a la tierra, donde tenéis que ir construyendo el Reino de Dios (Hech 1,11). «La gran ex­ presión de Dios es que se entierra y se encarna; y sólo así lo encontraremos hecho historia sufriente de la humanidad», dijo en una entrevista ese gran especialista en el acompaña­ miento espiritual que es el jesuíta Rafael Cabarrús4. La dinámica de la encarnación es la dinámica de toda la historia de la salvación, desde el Éxodo hasta la cruz. Por eso, sin duda alguna, «la encarnación es la norma segura para llegar a ser santo, con la santidad más verdadera», como escribió un cura santo (Pedro Poveda).

«La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros» Consecuentemente con lo que se apuntaba, encarnación significa proceso constante de acercamiento al otro. Jesu­ cristo es el «Verbo encarnado», la expresión más plena del acercamiento de Dios a la humanidad, en un proceso de manifestación emergente desde la realidad limitada y con­ tradictoria de la materia. Y la Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros; y hemos visto su gloria, la gloria propia del Hijo del Padre, lleno de gracia y de verdad (Jn 1,14).

Entrevista en Vida Nueva, 17 de febrero de 2001, p. 9.

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El prólogo de Juan manifiesta con toda grandeza el di­ namismo de la encarnación, que luego, sobre todo los si­ nópticos, van a ir manifestando de manera concreta. Ahora bien, la encarnación no es tanto un plan milimétricamente trazado y realizado, cuanto la realidad de un hombre que se entrega a sus hermanos hasta la muerte. El Verbo «se hizo carne», con nosotros, como nosotros; por lo tanto, en un di­ namismo constante, se fue haciendo en relación con nos­ otros, como todos nosotros. Porque encarnación es, sobre todo, un proceso de relación para irse haciendo cada día, apegado a la tierra, y, sobre todo a los otros, con los hom­ bres y mujeres con los que se va compartiendo la vida des­ de el nacimiento hasta la muerte. Jesús de Nazaret, para ir madurando como hombre, necesariamente tuvo que entrar en ese proceso de hacerse, sumándose a la larga caravana itinerante de la humanidad. Ser carne significa ser un ser de este mundo, de esta hora y de este tiempo; por tanto, necesariamente, un ser limitado. Jesús de Nazaret aparece en un lugar concreto, en un mo­ mento concreto de la historia, una historia comenzada an­ tes. No es universal, es tan sólo un palestino, un nazareno, «el hijo de José y de María». Es el misterio de Nazaret, la pequeña aldea de la pequeña región de Galilea, en la pe­ queña franja de Palestina. Con razón Pablo VI, que en la Evangelii nuntiandi expresó la evangelización como un di­ namismo de la encarnación, en su visita a Tierra Santa dijo en Nazaret: «Nazaret es la escuela donde uno comienza a entender a Jesús... Allí aprende uno a meditar y comienza a comprender lo que es la manifestación del Hijo de Dios». Nazaret es el misterio de lo grande hecho pequeño, de la sencillez. Despojamiento, abajamiento, pobreza, entrega hasta la muerte... ésta va a ser la dinámica encarnacionista constante del Dios manifestado en Jesucristo. Un Dios que desafía la sabiduría de los poderosos («¿De Nazaret puede salir algo bueno?» Jn 1, 46), porque quiere salvar a toda la humanidad desde la realidad más auténtica y universal de 94

los pobres. Por eso, Nazaret marca el estilo de la encarna­ ción.

En Nazaret Jesús existió, creció, escuchó y permaneció5 En Nazaret Jesús existió, llegó a ser, como un individuo más, normal y corriente de la larga cadena humana. En Na­ zaret Jesús entró en la historia humana empezada hacía muchos años. Allí se manifestó como una persona limitada, tuvo que asumir lo que realmente era: alguien limitado, en el cuerpo, en la inteligencia, en el saber, en el temperamen­ to y en el carácter... en la realidad social y cultural de un pueblo con su riqueza y su pobreza. Era sólo el Hijo de Ma­ ría y José (cf. Le 4, 22; Jn 6,42), el carpintero. Incluso pode­ mos decir que la pequeña aldea de Nazaret afirmó esos lí­ mites; en aquel pequeño espacio Jesús no podía ser «un hombre universal», «todo y para todos». Esos límites estu­ vieron siempre pegados a la realidad del Salvador, que será siempre «Jesús de Nazaret». Jesús no se dejó encerrar en sus límites, y fue más allá. Pero no lo hizo evadiéndose de su realidad, buscando otra identidad cultural más «prestigiosa», sino ahondando en la realidad de su pueblo, buscando más y más su identifica­ ción con él, con su idioma, cultura y valores. Cuanto más los asumía, más bajaba a lo profundo del ser humano, aprendiendo a verlo desnudo, por lo que es, y no por lo que tiene; como supo verlo en aquella mujer en la puerta del templo (Le 21, 1-4). Luego, desnudo en la cruz, pudo

5 Este apartado es deudor de una hermosa charla que nos dio a un grupo de curas un pradosiano francés, Louis Magnin (un viejo cura obrero de profunda es­ piritualidad) en Limonest. aldea cercana a Lyon, donde Antoine Chevrier, el cura que fundó El Prado, vivió algunos de los momentos más hermosos de su vida, tal como ha confesado.

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atraer a todos cara a sí (cf. Jn 12,32). Desde esa pequeña y particular realidad, Jesús de Nazaret pudo llegar a todos los hombres y mujeres «de toda raza, idioma, pueblo y na­ ción» (Ap 5, 9) para realizar su proyecto de salvación uni­ versal. «Todo lo que ahonda converge»6. Sólo se puede llegar a la verdadera universalidad ahondando en la propia reali­ dad concreta. Sólo se puede ser verdaderamente universal desde la propia singularidad maduramente asumida, pro­ fundizado en la pequeña realidad individual. Para ser genuinamente universal es necesario ser radicalmente concre­ to, profundamente sumergido en la realidad del pueblo al que uno pertenece. Cuanto más grande sea el compromiso particular con un pueblo y una tierra, más grande será el compromiso con los hermanos de cualquier otro pueblo o cultura. Mi particular experiencia de compromiso con el pueblo gallego no me hizo «provinciano», sino que me ca­ pacitó más para comprender y amar a todos los pueblos, idiomas y culturas de la tierra, especialmente los más pe­ queños; pero también me capacitó para estar en guardia y desconfiar de cualquier imperialismo que pretenda impo­ nerse como «el mejor» sobre los demás. En Nazaret Jesús creció y vivió. «Y Jesús iba creciendo en estatura, en sabiduría y en gracia...» (Le 2, 52). En aque­ lla pequeña aldea, Jesús fue creciendo física, cultural y espi­ ritualmente. No era perfecto, no nació hecho, necesitó des­ arrollarse, crecer y aprender; seguramente también a base de errores, como todos los humanos... El futuro Maestro Nazareno fue creciendo en el cuerpo y en el espíritu gra­ cias a las personas que le fueron acompañando desde su nacimiento. Jesús «asumió su inacabamiento» y fue crecien­ do poco a poco en el seno de su familia (María, José...), en

" Cita de Louis Magnin, presumiblemente tomada del Cardenal Decourtray, que fue muchos años arzobispos de Lyon.

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el seno de su sociedad (sus vecinos, la sociedad judía con sus estructuras...), un pueblo con una rica cultura (la cultu­ ra popular y la ancestral sabiduría bíblica, profundamente religiosa, que iría aprendiendo particularmente en la escue­ la del humilde rabino de Nazaret)... y fue aprendiendo a expresarse gracias a un idioma también recibido (el popu­ lar arameo). Allí fue acogiendo la gracia de Dios, progresi­ vamente. ¡Y allí fue haciéndose «hombre perfecto»! «El misterio del hombre no se ilumina sino en el Verbo encar­ nado», dice el Concilio Vaticano II (G. S. n.° 22). En Nazaret Jesús escuchó. «Tres años de palabra, treinta años de silencio», dijo Charles Péguy; aunque nos quedaran muchas palabras de esos tres años y muy pocas de los trein­ ta anteriores. En Nazaret Jesús estuvo en la escuela de Ma­ ría, de los vecinos, de sus maestros... escuchando y acogien­ do. Como su madre, guardando y conservando todo en su corazón. Escuchando mucho, Jesús aprendió a conocer a la gente y a ver lo que guarda en su interior (cf. Jn 2, 23-25). «Él, que era la Palabra, aprendió el lenguaje de los hom­ bres, para decir Dios en su palabra» (Louis Magnin). Necesitamos ser críticos, reconocer nuestra ignorancia sobre ese largo período de la vida de Jesús, y ser conscien­ tes de que a lo largo de esos treinta años, el futuro Maestro ya tenía lengua y seguramente la utilizó más de lo que nos cuenta el Evangelio. Pero es sumamente importante ver cómo en Nazaret, Jesús aprendió en el silencio y la contem­ plación. Aprendió a contemplar (mirar en profundidad) al hombre y a la mujer, a conocerlos y amarlos en su igualdad y en su diferencia; aprendió a conocerlos profundamente, no superficialmente; por el corazón, más que por los análi­ sis... porque no se puede entender al hermano sin contem­ plarlo y amarlo. En Nazaret, Jesús maduró sobre todo con el conocimien­ to y la sabiduría de los pobres, que no se funda en los libros. «Dios puso en ciertas almas más sentido espiritual y prácti­

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co que el que hay en las cabezas de los sabios»7. En Nazaret, Jesús aprendió que es en el silencio donde se prepara la abundancia del corazón, para no decir palabras y tópicos va­ cíos, sino la palabra verdadera. Pues «de la abundancia del corazón habla la boca» (Le 6, 45). Con razón decía sabia­ mente un cura pradosiano que trabajó muchos años en Ar­ gelia: «El misionero es un oído antes que una boca». Finalmente, en Nazaret, Jesús permaneció. Allí asimila pacientemente lo que dice la sabiduría bíblica: «Un día es para el Señor como mil años; y mil años como un día» (2 Pe 3, 8, citando el Salmo 90, 4). Por eso, es necesario «hacerlo todo como si durara siempre, y estar preparado para salir de un momento a otro» (Duchesne). En Nazaret descubrió Jesús la sabiduría del campesino y de la madre, para respe­ tar la lentitud de los procesos de cada persona (cf. Me 4, 38. 26-29). Allí aprendió la necesidad de permanecer, aun­ que no de cualquier manera, sino con una calidad de presencia, pues también se puede permanecer como una ru­ tina muerta. «La eternidad es sobre todo calidad de vida», le escuchamos en Limonest al sabio cura. Seguramente Louis estará de acuerdo con que esta expresión significa más que la actual utilización trivial que hace de ella la so­ ciedad del bienestar: «comer bien», «vivir bien» (dieta, ejer­ cicio, cuidar el cuerpo...). En Nazaret aprendió Jesús el valor de la siembra a su tiempo, la simiente que cae en tierra y muere para dar fru­ to, el cuidado y el trabajo... y luego esperar el tiempo de la cosecha. Allí aprendió Jesús que el tiempo no es para per­ derlo (¡qué terrorífica expresión es eso de «matar el tiem­ po»!), pero sí hay que regalarlo. Allí aprendió a renunciar a «mi hora», para esperar «la hora del Padre»8 sabiendo dis­

7 Antoine Chevrier, El verdadero discípulo, op. cit. p. 218. 8 Toda la riquísima teología de Juan sobre la hora. Cf. Jn 2, 4; 8, 20... «Ha lle­ gado la hora... pero ¿qué es lo que puedo decir? ¿Padre, sálvame de esta hora? De

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cernir con sabiduría los acontecimientos cotidianos y los pequeños o grandes acontecimientos extraordinarios.

------------- Sugerencias para la oración personal-------------La presencia de Jesús de Nazaret es una fuerte interpelación a la calidad de nuestra presencia en los pueblos y ambientes en los que estamos:

• ¿Cómo somos capaces de manifestar el amor de Dios a todos, asumiendo la particularidad, la singularidad, presunta­ mente más pobre, que una abstracta universalidad?

• ¿Cómo somos Iglesia, en concreto, donde estamos? • ¿Cómo somos fieles a nuestros límites, a la realidad pe­ queña de nuestros pueblos y barrios? ¿Cómo nos dejamos ha­ cer por la realidad?

• ¿Qué espacio le damos a la sabiduría popular y a la con­ templación de la vida en nuestros procesos de formación e inculturación?

Seguir a Jesús por el camino de las bienaventuranzas Si la encarnación está en la entraña de toda la dinámica existencial de Jesús, las bienaventuranzas son, sin duda, el mejor resumen de su proyecto, su buena nueva; son el anuncio programático del Reino de Dios que vino a procla­ mar. Pero más que un frío programa, son «el alma de la fe,

ningún modo; porque he venido precisamente para aceptar esta hora. Padre, glori­ fica tu nombre» (12, 23. 27).

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la esperanza y la caridad», como escribió Pedro Poveda (En provecho del alma). El sermón de las bienaventuranzas puede verse de va­ rias maneras, y así ocurrió en la historia de la pastoral y la espiritualidad. Puede verse como un conjunto de consejos evangélicos, consejos que no serían para todos los discípu­ los de Jesucristo, sino tan solo para unos pocos, para los que quieren ser «perfectos». Una manera reduccionista y aún adulteradora del mensaje cristiano; éste quedaría redu­ cido para los laicos («la clase de tropa») al cumplimiento de los viejos mandamientos, robándoles la originalidad evangélica. Otra interpretación más «moderna», nacida como reacción a la anterior, vería las bienaventuranzas como un nuevo código moral, más exigente que el decá­ logo 9. Enseguida, uno experimenta lo frustrante, por impo­ sible, que puede ser este programa de la utopía de Jesús, to­ mada como un nuevo conjunto de leyes que hay que cumplir. En cambio, hay una tercera manera de ver las bienaventuranzas, que es a la que me sumo: como el retrato del Dios pobre, compasivo... y una invitación a hacer un ca­ mino de discípulo con su hijo Jesucristo. Con razón escribe Etienne Charpentier en la introduc­ ción de la obra de J. Dupont: «Las bienaventuranzas de Je­ sús son ante todo teológicas; Jesús habla en ellas de Dios, del Dios de los pobres que viene a establecer su reino». Y Joachim Jeremías afirma, en mi opinión con mucho acierto, que el sermón de la montaña, además de ser una «cateque-

’ «Las leyes de su reino». Así aparece en el clásico libro de Georges Chevrot Las Bienaventuranzas. Rialp, Madrid 1956; bueno en algunos aspectos, e innova­ dor para su tiempo. Mucho mejor nos parece hoy la obrita de Juan Mateos El ser­ món del monte (1990), aunque también habla de las bienaventuranzas como «có­ digo del Reinado de Dios», o «código de la Nueva Alianza»; cf. su volumen El Evangelio de Mateo. Cf. también J. Dupont, El mensaje de las bienaventuranzas, Cuadernos Bíblicos, Verbo Divino. Estella 1988. que resume su magna obra en tres volúmenes Les beatitudes (1969-1973), y la lectura sugerente de J. L. Sicre en El Cuadrante, Verbo Divino, Estella 1997, parte I, pp. 118-128.

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sis para catecúmenos», es también un conjunto de «testi­ monios encubiertos de Jesús sobre sí mismo: salvador de los pobres, de los que sufren, etc.»; pero, sobre todo, el ser­ món de la montaña «no es ley, sino evangelio»: «La ley pone al hombre ante sus propias fuerzas y le pide que las use hasta el máximo; el evangelio sitúa al hombre ante el don de Dios y le pide que convierta de verdad ese don inefable en fundamento de su vida. Dos mundos» l0. Es conocido que tenemos en los evangelios dos versio­ nes de las bienaventuranzas: Mt 5,1-12 y Le 6,20-23. La di­ ferencia entre ambas está en algo más que la ubicación (en Mateo están en el «sermón de la montaña» y en Lucas se sitúan en el «discurso en la llanura»), la extensión (más cor­ tas en Lucas) o el complemento de las «malaventuranzas» que añade Lucas. Pero sería una mala lectura ver ambas versiones como contrapuestas, o la primera como «menos exigente» que la segunda, sobre todo en el conflictivo e in­ cómodo asunto de los pobres (que si pobres-pobres, o solo pobres de espíritu...) H. En realidad, como el resto de los 111 Joachim Jeremías, «El sermón de la montaña», en Abba. El mensaje cefitral del Nuevo Testamento, op. cit. p. 257. El biblista alemán apunta primeramen­ te tres interpretaciones sobre el sermón del monte, hechas a lo largo de la histo­ ria: Interpretación perfeccionista (una ética de obediencia judía tardía), teoría de la incumplimentalidad del precepto (según la ortodoxia luterana, es un craso error creer que el sermón es susceptible de cumplimiento: nadie puede practicar estas palabras, tiene sólo un fin pedagógico) y ética de ínterim (una ética escatológica para un período de transitoriedad). Pero señala acertadamente la insuficiencia de estas tres explicaciones, encerradas en un punto de vista equivocado: «considerar como una ley el sermón de la montaña» (p. 244); son interpretaciones legalistas. En cambio, para este biblista el sermón es una colección de sentencias de Jesús, que vienen a ser una «catcquesis (didajé) de la cristiandad primitiva», un «catecis­ mo para catecúmenos» (p. 251). Más aún, «las palabras de Jesús resumidas en el sermón de la montaña, no pretenden arrojar un yugo legalista sobre las espaldas de los discípulos... Estas palabras de Jesús describen lo que es la fe vivida. Y nos dicen: Estás perdonado. Eres hijo de Dios. Perteneces a su reino. El sol de la jus­ ticia ha salido también sobre tu vida» (p. 258). 11 Con todo, es buena cosa que cualquiera que pretenda avanzar en el segui­ miento de Jesucristo, tenga muy en cuenta algo que escribió Antoine Chevrier: «Nuestro Señor llevó exteriormente el signo de la pobreza y del sufrimiento. Los

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evangelios, se trata simplemente de que ambas fueron es­ critas en contextos distintos, con intencionalidades y desti­ natarios diferentes*l2; y eso es lo que las hace diferentes. Las de Lucas van dirigidas a una comunidad de cristianos con­ cretos, que son pobres, desvalidos, perseguidos... Vamos a seguir la versión tradicional y más completa de Mateo, pero teniendo en cuenta las distintas lecturas, mar­ cadas ya por las mismas traducciones. Luego nos fijaremos en algunos aspectos particulares, como la mansedumbre y la compasión de Jesús, así como el papel de los pobres en su proyecto, y su relación con ellos.

Dichosos los que se van asemejando al Dios del amor y la misericordia entrañable Jesús «subió al monte», como Moisés (Ex 19). La montaña es siempre un lugar simbólico de la presencia de Dios, y, consecuentemente, un lugar privilegiado para el encuentro con él. Esto no acontece sólo en la cultura bíblica (el Moira de Abraham, el Sinaí de Moisés, el Horeb de Elias, el mon­ te Sión...), sino también en la cultura universal (el Olimpo griego, o las montañas sagradas de los pueblos americanos, las culturas africanas, asiáticas, etc.). En el encuentro con Dios la persona se va a encontrar, simultáneamente, consi­ go mismo. En el monte, Jesús «se sentó»; es la actitud natu­ ral del maestro que va a enseñar; Jesús recibió todo el espí­ ritu de Dios, y con la fuerza del Padre va a manifestar su proyecto a la gente.

que sólo lo llevan interiormente, corren el riesgo de no llevarlo ni por dentro ni por fuera». El verdadero discípulo, op. cit. p. 278. 12 Para una visión de las bienaventuranzas en Mateo y Lucas, y una aproxi­ mación a éstas en el discurso de Jesús antes de los Evangelios cf. la op. cit. de J. Dupont. Como bien apunta este biblista, las «malaventuranzas» de Lucas, más que maldiciones son lamentaciones por una visión ciega de la realidad.

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Pero ahora no va a ser como en el Sinaí. Ya no estamos en un mundo de miedo, fuego y rayos (Ex 19,12-21). La pa­ labra de Dios ya no será ahora una colección de mandatos para otros, una imposición («haz esto»), ya no llegará vincu­ lada a una amenaza de castigo, sino una invitación a hacer un camino con un Dios que es pobre con espíritu, humilde, con hambre y sed de justicia, compasivo y misericordioso, de corazón limpio... Los que hagan con él ese camino, experi­ mentarán el Reino, «porque de ellos es el Reino de los cie­ los», o «el Reino/Reinado de Dios», o «tendrán a Dios por rey», o «sobre de ellos ejercerá Dios su reinado» l3. Pero nunca «ganarán a pulso un puesto en los cielos». Más bien, dichosos los que se van asemejando al Dios del amor, de la bondad, de la misericordia y de la pasión de justicia para los oprimidos... Algo imposible de conseguir a base de es­ fuerzo personal, de musculatura moral; sólo se puede alcan­ zar acogiendo humildemente la gracia de Dios, que —ésa sí— lucha por actuar en nosotros. En una charla sobre las bienaventuranzas que di a un grupo de jóvenes de un barrio madrileño, su problema más grande era que no creían que fueran posibles, pues ellos no las veían ni reales ni siquiera factibles. Yo les dije: «¿De ver­ dad que no? Abrid los ojos y mirad atentamente a vuestro alrededor». El único que las entendió inmediatamente fue Manuel, un joven angoleño, que había tenido una durísima trayectoria personal, desde que le mataron a su familia allá en su tierra; había tenido que huir, había entrado en la pe­ nínsula por Lisboa y había venido a parar a Madrid. El, un verdadero pobre-pobre, sí que había palpado las bienaven­ turanzas como un regalo de Dios manifestado en mucha gente que lo había acogido; para él no eran teoría pasada. Nos entendimos enseguida y nos hicimos buenos amigos. 13 La basileia: la «realeza», y el mismo «reino», pero sobre todo «el reinado» (la actividad de gobierno que Dios ejerce, según la palabra aramea original malcote), como explica Mateos, op. cit.

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Dichosos los pobres en el espíritu, porque suyo es el reino de los cielos. Dichosos los que están tristes, porque Dios los consolará. Dichosos los humildes, porque heredarán la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de hacer la voluntad de Dios, porque Dios los saciará. Dichosos los misericordiosos, porque Dios tendrá misericordia de ellos. Dichosos los que tienen un corazón limpio, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que construyen la paz porque serán llamados hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por hacer la voluntad de Dios, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos seréis cuando os injurien y os persigan, y digan contra vosotros toda clase de calumnias por causa mía. Alegraos y rego­ cijaos, porque será grande vuestra recompensa en los cielosl4.

«Dichosos los pobres en el espíritu» o «los pobres con espíritu», o «los que tienen espíritu de pobres»; o con la su­ pérente traducción de Schóekel-Mateos «los que eligen ser pobres». Aunque pueda sonar a juego de palabras, pobres con espíritu no es lo mismo que los pobres de espíritu, los que tienen un espíritu raquítico, egoísta... y son incapaces de compartir y comprometerse 15. Los pobres con espíritu, 14 Una advertencia importante a la hora de acercarse a las bienaventuranzas, es tener en cuenta que Jesús habló en arameo, pero el Evangelio se escribió en griego; esto hace que a veces no sepamos con exactitud el sentido de las palabras, y esto da pie a las diversas traducciones. Por eso, indico varias de ellas, las que me parecen mejores. 15 Mateos destaca esta diferencia acudiendo al mismo texto. En el texto grie­ go viene con artículo: «Aquí está el espíritu con artículo. Por tanto, no es de espí­ ritu. Sería del espíritu... un dativo que se puede interpretar de dos maneras: un da­ tivo de aspecto —pobres en el espíritu—, o un dativo de causa —pobres por el espíritu—». Este eminente biblista se decide por la segunda manera, en base al significado semítico de espíritu («interioridad dinámica»). Es una pobreza «que nace de la interioridad del hombre que puede crear un estado de pobreza, como acto de su voluntad». Por eso él traduce: «Dichosos los que eligen ser pobres». Y añade con justicia: «El dios falso que se opone al verdadero Dios es el dinero. Es

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en primer lugar, tendrán que ser necesariamente personas desprendidas de la riqueza material, muy conscientes de aquello que dijo Jesús: «No acumuléis tesoros en esta tierra, donde la polilla y la carcoma echan a perder las cosas, y donde los ladrones socavan y roban... Porque donde está tu tesoro, allí está también tu corazón» (Mt 6, 19-21). Tendrán que ser personas libres, para las que el dinero no es lo más importante; por eso, aman a los pobres y están activamente contra la pobreza que oprime a los más débiles, robándoles sus derechos y su misma dignidad; por eso, dirán con el li­ bro de Isaías: «El Señor... me ha enviado para dar la buena nueva a los pobres, para curar los corazones desgarrados, y anunciar la liberación a los cautivos... para anunciar el año de gracia del Señor» (Is 61,1-2). Los pobres con espíritu se­ rán personas que están contra la injusticia de este mundo que genera la miseria y la dependencia esclavista de los desposeídos. Dios está con los que apuestan por los pobres, porque el Padre está también contra la injusticia del mun­ do, que se opone a su proyecto de amor. En fin, en una lectura más amplia, los pobres con espíri­ tu son también aquellos que no se sienten poseedores de sus capacidades, y no las tienen para su provecho exclusivo, para su crecimiento personal, sino que las ponen al servicio de sus hermanos. Más aún, ellos mismos se sienten pobres, necesitados, y por eso saben recibir. Porque están dispues­ tos a recibir, Dios los llenará. Muy especialmente, y sobre todo en el contexto históri­ co en que fueron proclamadas las bienaventuranzas, los po­ bres con espíritu son los anawim. Este colectivo era una minoría humilde del pueblo de Israel, pobres económica y socialmente, que no podían contar más que con la salvación preciso optar contra el dios falso, por el Dios verdadero. Renunciar a la idolatría y manifestar la fidelidad al verdadero Dios, porque el verdadero Dios es el Padre, que quiere ser Padre de todos los hombres y quiere comunicar a todos vida y feli­ cidad, que quiere suprimir toda injusticia».

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de Dios y, por eso, esperaban expectantes la llegada del Reino. Los anawim son los que escuchan y confían radical­ mente en el amor misericordioso de Dios; los que «esperan contra toda esperanza». Son los «humildes de la tierra» de Isaías (cf. Is 11,4), y los piadosos del Salmo 86. Pero, es necesario no olvidar que esta bienaventuranza les corresponde, más que a nadie, a los pobres-pobres, a los que carecen de los bienes materiales o sociales. A los que no se tiene en consideración; los que son siempre verdade­ ramente «los últimos de la fila». Ellos siempre tendrán ventaja en el Reino sobre los que no somos tan pobres, o materialmente, o simplemente porque tenemos otra consi­ deración social, por nuestros estudios, capacidad de des­ arrollo, papel social, etc. A esos, el Dios de los pobres —del que habla el libro de Isaías con pasión— podrá decirles: «Dichosos vosotros, los pobres, porque yo estoy cansado de veros sufrir por causa de los ricos, y decidí demostraros los mucho que os quiero». «Dichosos los que están tristes» o «los que lloran» o «los que sufren»... porque experimentarán el consuelo y la ternura de Dios, y su luto se convertirá en gozo (cf. Is 66, 10; Sal 125). Igualmente, serán dichosos los que están tristes con los que están tristes, los que acompañan y saben hacer suyo el dolor y el sufrimiento de sus hermanos; experimen­ tarán con ellos la ternura de Dios. Son las lágrimas de quien no puede permanecer indiferente ante tanta injusti­ cia y sufrimiento, y su coraje se convierte en una lucha acti­ va al lado de los que más padecen el pecado de este mun­ do: «Llorar hace gente a la gente, y la devuelve a su condición primera de eterna luchadora y suplicante»l6. «El Espíritu del Señor... me ha enviado... para curar los corazones desgarrados... para consolar a todos los afligi­ 16 Manolo Regal, «¡Felices os que choran!», en Un caxato para o camino, Za­ mora, 1988.

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dos», dice el conocido texto de Isaías (Is 61,1-2) asumido por Jesús al comienzo de su misión (Le 4, 18-20). «Conso­ lad a mi pueblo», dice otra de las más hermosas expresio­ nes del libro de Isaías (Is 40,1). Un texto que Xosé Antón Miguélez, cura y poeta, tradujo para hoy en estos hermosos versos gallegos: Consolade o metí pobo, dadle agarimo, non lie dá ben o loito, dádelle mimo; non lie dá ben o pranto, dádelle riso, o gran día que agarda, vén de camino.

El Dios liberador viene a consolar a su pueblo, de un dolor tan intenso como el duelo, el luto por la muerte de un ser muy querido 17. En la comunidad que suscita Jesús se puede crear un espacio donde ese dolor pueda encontrar verdadero consuelo, donde no reine la opresión que lo pro­ duce, donde reine, por el contrario, la solidaridad en el amor. «Según el pensamiento de Jesús, es la existencia de la comunidad cristiana la que da origen al proceso de libera­ ción —escribe Mateo— porque crea un espacio, un modelo de sociedad, donde la gente pueda integrarse y salir así del modelo injusto». «Dichosos los humildes» o «los no violentos» o «los mansos» de la versión tradicional (aunque hoy nos parezca una palabra un poco demodé, y en el mundo de la tauroma­ quia tenga que ver con un tipo de toros). Son los que irra­ dian paz con su presencia. Es la misma palabra que utiliza el salmo 37, 10 (anaw) para hablar de los «pobres que po­ seerán la tierra». Dichosos los no prepotentes, los contra­ rios a un mundo que se caracteriza precisamente por su es­ 17 «El verbo que utiliza aquí Mateo es el que se usa para el luto por la muerte de un pariente. Un verbo griego que significa un dolor interno tan grande, que debe manifestarse al exterior. Por eso, se usa también cuando se trata de un due­ lo». Cf. Mateos, op. cit.

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píritu violento y depredador («ejecutivo agresivo»), y que invita a subir por encima de los «despreciables» débiles e inútiles que no dan para más («los pobres y mezquinos que no han sabido descollar», que cantaba Paco Ibáñez). Ellos heredarán la tierra, porque la tierra sólo tiene futuro en la paz. Acudiendo al texto del salmo 37, Juan Mateos aún tra­ duce esta bienaventuranza con una expresión más osada: «Dichosos los sometidos». Son los que «carecen de inde­ pendencia y libertad», y en el año sabático podrán conse­ guir una tierra con la que ganarse el pan dignamente. De nuevo, el artículo convierte la tierra en un símbolo de la tierra prometida: «Poseer la tierra en común es símbolo de la libertad, la autonomía y la independencia de todos los hombres». Los musulmanes se definen precisamente por la actitud de «sumisión a Dios», que ésa es la traducción de la palabra árabe islam18. Por otra parte, «Moisés era el hombre más hu­ milde y sufrido del mundo» (Num 12,3); sufrido traduce aquí la palabra hebrea anaw. Aunque algunos relatos bíblicos de Moisés no hablan precisamente de que fuera un hombre muy manso, la realidad es que sí era un hombre muy pacien­ te. En el colmo de la osadía, el autor bíblico señala que ¡llega a pedirle a Dios que «tenga paciencia» con las intrigas de su hermana Miriam (a quien Dios «castiga» con la lepra y por la que intercede su hermano... más bueno que Dios) y de su hermano Aarón!; y, así mismo, con su pueblo infiel. Es Dios —demasiado identificado con las limitaciones pecaminosas de los humanos— el que «desata su cólera» 19. Jesús se refiere a sí mismo como manso (praús) y humil­ de («manseliño e humildoso» en una hermosa traducción

lf! «Cuando Dios le dijo a Abrahán: Sométete, él respondió: Me someto al Señor del universo. Esta sumisión (islam) fue el testamento de Abrahán a sus hi­ jos». Corán II, pp.125-126. Cf. J. Dupont, op. cit. p. 43.

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gallega), que ofrece un yugo llevadero y una carga ligera (Mt 11,28-30) y entra en Jerusalén montado en un humilde burro (Mt 21,5). «Dichosos los que tienen hambre y sed de hacer la vo­ luntad de Dios», los «hambrientos y sedientos de justicia»;

los que tienen hambre de acoger la justicia de Dios, oculta por la injusticia («... de los hombres, que secuestran la ver­ dad con su injusticia» Rom 1,18)20. Sin justicia no se puede vivir. Justicia supone igualdad, libertad, derecho a decidir por uno mismo, dignidad, ser tratado como persona... y Dios no quiere pusilánimes, sino luchadores activos de su causa, la causa de la justicia para los oprimidos. Pero, hay algo que se olvida muchas veces al hablar de esta bienaventuranza; no se trata sólo de la justicia social, sino también de la justicia de Dios, de los derechos de Dios manifestados en la Alianza; así lo expresó Jesús en más ocasiones, y especialmente en el largo sermón de la monta­ ña, en el capítulo siguiente al de las bienaventuranzas: «Buscad ante todo el reino de Dios y su justicia, y Dios os dará lo demás» (Mt 6,33). Esta justicia es también la justifi­ cación de Dios, de la que habla más ampliamente Pablo en la carta a los Romanos, y que se puede resumir así: Sólo Dios justifica, a nosotros sólo nos queda acoger humilde­ mente, en la fe, esa justicia. Él nos llenará. «Dichosos los misericordiosos» o los que «tienen entra­

ñas de misericordia» (Le 1,78) y la traducen en hechos con­ cretos. Dichosos «los que prestan ayuda», los que se impli­ can solidariamente en favor de los que menos pueden. Ser misericordioso es mostrar misericordia ayudando al que su­ fre, como indica la conclusión de la parábola del buen samaritano (Le 10, 37), uno de los mejores lugares paralelos

2" Cf. X. Alegre, J. I. González Faus, F. Manresa. R. de Sivatte, J. O. Toñi, J. Vives, El secuestro de la verdad, Sal Terrae, Santander 1986.

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de esta bienaventuranza en el Nuevo Testamento. Pero mi­ sericordia está también vinculada a perdón, que encuentra su mejor expresión en la parábola del siervo despiadado (Mt 18, 23-35), una parábola sobre la necesidad de perdo­ nar de corazón, como Dios perdona. Los misericordiosos experimentarán la ayuda de Dios y conocerán el rostro misericordioso de Dios cara a cara. «Dichosos los que tienen un corazón limpio», los que saben mirar limpiamente a sus hermanos, los que no abri­ gan malas intenciones contra nadie, desconfianzas, miradas tortuosas. Son los que miran con bondad, porque saben, como Jesús, que la suciedad no está en el cuerpo, sino en el corazón: «Porque del corazón vienen los malos pensamien­ tos, los homicidios... Eso es lo que mancha al hombre» (Mt 15,19-20). Son los sinceros y transparentes, los que quieren cada día ser auténticos, sin doblez... Justamente al contra­ rio que los «fariseos ciegos» que denuncia Jesús (Mt 23, 26) y tanto fariseo de hoy, dentro y fuera de la Iglesia. Los hombres y mujeres de corazón limpio aparecen re­ petidamente en los salmos: «¿Quién podrá subir al monte del Señor?... el que tiene las manos limpias y puro el cora­ zón» (Sal 24, 3-6), «¿Quién, Señor, se hospedará en tu tien­ da?... aquel... que tiene sinceridad en el corazón y no ca­ lumnia con su lengua; el que no le hace mal al vecino y no difama a su prójimo» (Sal 15,1-3), etc. Los que tienen un corazón limpio podrán ver con los ojos limpios de Dios, verán el amor «cara a cara» no «en un espejo, oscuramente» (cf ICor 13,12). «Dichosos los que construyen la paz» o «los que trabajan por la paz», los pacificadores. Pero estos no son los pacíficos condescendientes a los que todo les da igual, ni los «pacifica­ dores» emperadores del imperio romano, que imponían mili­ tarmente la paz, sino los que practican la no violencia activa, a veces a costa de la propia vida, como Cristo en la cruz o como Mahatma Gandhi. Son los que trabajan activamente

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para construir un mundo en paz, sin la violencia que supone siempre la injusticia sobre los oprimidos, pues la paz es mu­ cho más que la no ausencia de guerra o de conflictos. Los que trabajan por la paz son los que buscan realmen­ te, activamente, la felicidad de sus hermanos. Por eso, ellos serán llamados, con más justicia que nadie, hijos de Dios, que trabaja cada día para construir la paz en un mundo que «padece violencia». «Dichosos los perseguidos por hacer la voluntad de Dios» o los «perseguidos por su fidelidad», a Jesucristo y a

la causa del Reino. Fidelidad a Dios que se traduce en la fi­ delidad a los hermanos. Suyo es el Reino, tendrán verdade­ ramente a Dios por Rey. Una bienaventuranza que, junto con la primera, represen­ ta la mayor paradoja. Pero en ellas se juega la elección radi­ cal: optar entre el ídolo del dinero, el poder y el prestigio, y el Dios del amor y de la justicia... Es la fidelidad en medio de las dificultades e incluso de la persecución, «porque del mis­ mo modo persiguieron a los profetas anteriores a vosotros».

------------- Sugerencias para la oración personal--------------

• Toma el texto de las bienaventuranzas ¿Cómo te sitúas ante ellas, como un «código», o como el «retrato de Dios» po­ bre que quiere hacer un camino contigo? • Intenta concretar cada una de ellas en personas con las que te hayas encontrado y que van componiendo, como un puzle, ese rostro de Dios. • Párate en alguna en la que tú crees que tienes más cami­ no por recorrer y sitúate despojado, desnudo ante Dios, sin in­ tentar justificarte, para que su gracia supla tu incapacidad, tu contradicción y tu pecado.

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Seguir a Jesús pobre, con los pobres Un hermoso canon de la comunidad ecuménica de Taizé canta: «Oh pobreza, fuente de riqueza, Jesús daños un cora­ zón pobre». Un absurdo para la sociedad; la de siempre (como escribieron Quevedo y el Arcipreste de Hita 21), pero especialmente la de hoy, ávida de tener y poseer, como único y genuino camino de felicidad. En cambio, ya hemos ido viendo algo de lo que los pobres representan en el proyecto de Jesús: «Dichosos los pobres» o «los que eli­ gen ser pobres». Los Santos Padres, los primeros teólogos de la Iglesia, entendieron enseguida este papel capital de los pobres en el proyecto de Jesús, y, por eso, no dudaron en llamarlos «vicarios de Cristo», («representaciones perso­ nales» del Señor Jesús), antes de que este título les fuera robado por los papas22. Sin duda, eran gente libre que leía libre y honradamente el Evangelio. En la Iglesia de los primeros siglos, se asumía claramen­ te que, si el centro de la fe cristiana es la encarnación del Hijo de Dios, esa encarnación implica, desde el primer mo­ mento, una opción por los pobres. Pablo lo dice claramen­ te: «Tan sólo nos pidieron que nos acordásemos de los po­ bres, cosa que yo he procurado cumplir con gran solicitud» (Gal 2, 10). Y la carta de Ignacio de Antioquía proclama rotundamente: «Todas las heterodoxias relativas a la veni­ da de la gracia de Jesucristo son contrarias al sentir del mismo Dios: no se preocupan de la caridad, ni de la viuda, 21 Quevedo escribió los conocidos versos «Poderoso caballero es don Dine­ ro», y antes el Arcipreste de Hita «Mucho faz el dinero, e mucho es de amar», añadiendo sabiamente: «Yo vi a muchos monges en sus predicaciones/ denostar el dinero e a sus tentaciones/ en cabo, por dinero otorgan los perdones/ absuelven el ayuno e fazen oraciones» (Libro del Buen Amor). 22 Cf. el libro de J. I. González batís, Vicarios de Cristo. Los pobres en la teo­ logía y la espiritualidad cristianas, Trotta, Madrid 1991. Un excelente complemen­ to es el libro de Paul Christophe, Para leer la historia de la pobreza, Verbo Divi­ no, Estella 1989.

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ni del huérfano, ni de si uno está encadenado o libre, ham­ briento o sediento». Es conocida la denuncia que los San­ tos Padres hacen de la injusticia de las riquezas como cau­ sa de una situación de los pobres que Dios no quiere; particularmente, son durísimas las diatribas de San Basilio, San Gregorio, San Juan Crisóstomo, San Jerónimo, San Ambrosio, etc. contra los ricos, por la opresión que ejercen sobre los pobres, simplemente por el hecho de ser ricos («El principio y raíz de las riquezas siempre es forzosa­ mente la injusticia», grita el Crisóstomo). Amor a la rique­ za y amor al próximo son incompatibles; el primero siem­ pre deshumaniza, mientras que el segundo nos humaniza: «Un rico es un ladrón o hijo de ladrones», «El rico será un hombre si ama al pobre» (Juan Crisóstomo, Homilía sobre Lázaro) 23. Eso mismo decía años antes la Carta a Diogneto (s. II): «No está la felicidad en dominar, ni estar por en­ cima de los débiles, ni en enriquecerse». Haremos bien en no utilizar sólo estas frases como arma arrojadiza contra los grandes de este mundo —aunque no estaría de más hacerlo en muchos casos...—, sino, además, ir descubriendo dónde está la riqueza opresora que ocultamos cada uno de nosotros. Por otra parte, los Padres reconocen constantemente que el pobre representa a Cristo, es el «amigo de Cristo», y de él recibe su dignidad, manifestando privilegiadamente la entrega de Cristo. Por eso, el Crisóstomo les llama «nues­ tros señores», como luego harán San Juan de Dios y San Vicente de Paúl. «Dichoso el que entiende en el necesitado y el pobre», glosa genialmente San Pedro Crisólogo el salmo 40. Aunque resulte evidente la realidad de los po­ bres, siempre ante nuestros ojos, nos hace falta «que Dios nos conceda comprender esto» para descubrir su riqueza, dice este Santo Padre menos conocido, pues en ellos tene­

23 Citas tomadas de González Faus, op. cit. ésta y la anterior en pp. 28-33.

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mos acceso al abajamiento de Dios en Jesús, que proclama Flp 2. El biblista Rafael Aguirre, llega a escribir: En la vida de las grandes personalidades religiosas se acostumbra a hablar de una «iluminación» que reciben en un momento dado y que se convierte en la clave de toda su existencia. Creo que puede decirse que Jesús tuvo su iluminación en el contacto con los pobres de su pueblo24.

El cartujo Guido de Chartreuse, junto con San Bernar­ do y otros monjes, recogen en la Edad Media estos plantea­ mientos de los Santos Padres. En una memorable y valiente carta a un cardenal de la Iglesia, reprende duramente a la sede apostólica, lamentándose por aquellos «tiempos de los apóstoles en los que no se abría el camino al reino de Dios más que por el hambre y la sed, el frío y la desnudez» (Faus, p. 99). San Antonio de Padua, el franciscano al que San Francisco llamaba «mi teólogo» y uno de los santos más populares del cristianismo, escribió cosas tan duras como que «el avaro lo único bueno que puede hacer es mo­ rirse», «los ricos de este mundo, que sacan sus riquezas de la injusticia... no tienen en realidad otros amigos más que las manos de los pobres» (ibid., p. 125). En fin, San Vicente de Paúl —santo a quien el mismísi­ mo Voltaire llamaba «mi santo» por su apuesta radical por los pobres—, tomándose muy en serio Mt 25, hizo que su vida estuviera marcada por la presencia cristológica de Dios en los pobres, «nuestros señores y maestros», a quie­ nes Dios ama y que manifiestan privilegiadamente «el abis­ mo de la ternura» de Dios:

24 Rafael Aguirre, Jesús de Nazaret: El amor que lleva a la justicia. Santa Ma­ ría, Madrid 1988, p. 28. En el mismo «Curso Fe y Justicia», las obras de Torres Queiruga, Opción por los pobres: La justicia del Dios cristiano; Diez Alegría, Res­ puesta de las primeras generaciones cristianas a la exigencia evangélica de la justi­ cia, y otros.

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Para Dios es un honor que entremos en sus sentimientos más ín­ timos... Pues bien, sus sentimientos mas íntimos fueron preocu­ parse de los pobres para amarlos, consolarlos, socorrerlos y reco­ mendarlos... Y ¿qué amor podemos nosotros tenerle a él, si no amamos lo que él ama? No hay ninguna diferencia entre amarlo a él y amar a los pobres de ese modo (ibid., p. 243).

Sólo desde la realidad de los pobres comenzamos a en­ tender realmente el dinamismo de la encarnación, y aún de toda la historia de la salvación, que arranca de un Dios que escuchó los gemidos de su pueblo oprimido, pobre, en Egipto (cf. Ex 3,7). Pero aún hay más, es en el amor de Cristo a los pobres y pecadores, como nos vamos sintiendo acogidos y queridos incondicionalmente por el Padre, con todas nuestras miserias y contradicciones.

Jesús pobre. Sus encuentros con los pobres Un sencillo EdeEv en Lucas y Marcos, nos revela varios as­ pectos sobre la pobreza de Jesús y su relación con los po­ bres; pobres materiales, marginados por diversas causas, pe­ cadores. La vida de Jesús de Nazaret, el Cristo, fue siempre consecuente con la kénosis («abajamiento» o despojamien­ to) de la que habla el himno de Filipenses (Flp 2,5-11). Los mejores seguidores de Jesús como Francisco de Asís, Vicen­ te de Paúl o Antonio Chevrier, comprendieron esto de ma­ nera decisiva en sus vidas. Para ellos, la opción por una vida de pobreza nace no de un esfuerzo ascético por sí mismo, sino de la adhesión a la persona de Jesucristo y el deseo de seguirlo de un manera verdaderamente fiel, hasta en su misma pobreza material, según es mostrada en el Evan­ gelio 25. 25 En la vida de Antonio Chevrier fue decisiva la gracia de Navidad de 1856. Ésta fue una iluminación interior que tuvo esa Nochebuena; contemplando el misterio de Cristo pobre en el pesebre, se dejó convertir por lo que representó para él el misterio del Verbo encarnado, y esto transformó toda su vida. «Medi-

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Desde el comienzo, la vida de Jesús está marcada por el signo de la pobreza, y se desenvuelve entre los pobres de su tiempo. El mismo precursor de Jesús es un hombre pobre; Juan Bautista es hijo de una mujer estéril (Le 1,7) y vive de manera extremadamente austera (Le 1, 15). Por su parte, Jesús nace en una familia pobre: una familia de la humildí­ sima aldea de Nazaret, una madre humilde y sencilla y un padre obrero (Le 1,26-27). Su madre tiene particularmente la disposición de los pobres (Le 1,38-39) y está comprome­ tida en su proceso de liberación, como canta en el Magnífi­ cat (Le 1,46-55). Aunque sea necesario aplicarle una buena exégesis a los Evangelios de la infancia, pues son más teología que histo­ ria, hay una idea que se manifiesta en ellos con total e in­ cuestionable claridad: Jesús nace y vive pobremente; no en miseria, pero sí en pobreza. No podemos menos que dedu­ cir esto de la lectura que nos hace Lucas de su vida en el ci­ tado evangelio de la infancia: nace marginado (Le 2, 4-7), los pobres son los primeros en conocer la noticia y en ir a visitarlo, su señal distintiva es la pobreza (Le 2, 8-12). Es

tando sobre la pobreza de Nuestro Señor y su abajamiento —dice— me decidí a de­ jarlo todo y a vivir lo más pobremente posible». A través de la pobreza del niño del pesebre se le manifestó la gracia de Dios en Jesucristo. «El nacimiento de este niño en la simplicidad y la desnudez, lejos de ocultar la grandeza de Dios, revela para Chevrier, por el contrario, la bondad del Padre en su atención a la salvación de la gente. El niño no es sólo el ejemplo de la desnudez evangélica, refleja la po­ breza de Dios y la grandeza del don que hace a los pobres», escribe un cura pradosiano francés. Robert Daviaud, «El P. Chevrier, seducido por Cristo pobre, eli­ ge el camino de la pobreza material»; n.° especial de la revista El Prado, 158-49, 1999, pp. 32-33. El número cuenta también con el testimonio de otros curas que vivieron pobremente, como el conocido obispo obrero Alfred Ancel y otros. En consonancia con este espíritu evangélico descubierto en la vida y las palabras de Jesús, Antonio Chevrier recomendaba a los seminaristas algo claramente encon­ trado con el espíritu de la «carrera eclesiástica» y que nos resulta a todos poco fácil de cumplir cada día: «No trabajéis por crecer y ascender, trabajad por haceros pe­ queños y disminuir, de tal manera que os coloquéis a la altura de los pobres, para es­ tar con ellos, vivir con ellos y morir con ellos», Cartas del P. Chevrier, Madrid 1996, carta 114.

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matriculado como un pobre, con el agravante de acontecer en una sociedad en la que ser pobre manifiesta el rechazo de Dios (Le 2,22-24). Y va creciendo humildemente sumiso a sus padres, aceptando sus limitaciones, a pesar de los ex­ cesos que cuentan algunos apócrifos, que acaban haciendo de él un niño repelente, sabiondo, prepotente y vengativo. Jesús es enviado a los pobres para llevarles la liberación (Le 4,18-21) y asume en su vida el papel de profeta y Sier­ vo, tal como habría leído en el libro de Isaías (Is 61, 1-2). Toda su vida será acercarse más y más a los pobres. Escoge para su trabajo compañeros pobres, entre la gente humilde (Pedro, Le 5, 1-11; Santiago y Juan, Le 5,10) y marginada (Mateo, Le 5, 27-31), tres humildes pescadores y un margi­ nado pecador. Jesús les pide que anuncien la Buena Noticia como pobres («No llevéis nada para el camino» Le 9, 3). El Maestro vive pobremente con sus discípulos («Las zorras tienen madrigueras y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza», Le 9,58) y se da totalmente a los pobres hasta el fin, muriendo como un pobre en la cruz —el suplicio de los excluidos— desnudo y marginado por su sociedad (Le 23,34.44-49).

Jesús busca siempre acercarse a los más pobres, con ver­ daderas «entrañas de misericordia». La compasión es el punto de partida de todo acercamiento de Jesús a los po­ bres, y lo lleva a pararse cariñosamente a su lado, particu­ larmente atento a su realidad. Un texto paradigmático es el del óbolo de la viuda. Jesús mira a aquella humilde mujer con el corazón, no con la inteligencia calculadora: Jesús veía cómo los ricos iban echando dinero en el cofre de las ofrendas. Vio también a una viuda pobre, que echaba dos mone­ das de poco valor. Y dijo: Os aseguro que esa pobre viuda ha echado más que todos los demás; porque ésos han echado de lo que les sobra, mientras que ésta ha echado de lo que necesitaba, todo lo que tenía para vivir (Le 21,1-4).

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Marcos nos manifiesta también cómo Jesús vive atento a las necesidades de los pobres. En la compasión por los débi­ les: los enfermos (1, 40-45; 2, 1-12...), los niños (9, 14.27; 9, 36-37 y 10,14), las mujeres (5,25; 7,24-30...), la gente senci­ lla que lo sigue (6,30-42). Los pobres lo buscan, pues saben de su incondicional acogida (1, 32 y 37...). Jesús hace de toda su vida un constante conflicto por la causa de los po­ bres 2ft, y no tiene miedo de que lo condenen por transgre­ dir la ley del sábado (ya desde su primera actuación públi­ ca en 1,30) o por contaminarse por atender a los impuros (los leprosos, los muertos...). ¿Quiénes son los pobres que atiende Jesús? En el evan­ gelio de Marcos nos aparecen varios tipos de pobres: Po­ breza física (enfermos, en los caps. 1-2 y poseídos, en los caps. 1-5); pobreza material (pobres socioeconómicos, gente sin medios, indigentes... en los caps. 6-7) y pecadores con medios económicos y marginados que no cumplen la ley (pobreza moral: el tullido al que Jesús perdona los pecados, en el cap. 2, lss, etc. ). Jesús reacciona contra un sistema construido injusta y blasfemamente —un sistema que opri­ me a los débiles y aún apela a Dios para justificar esa opre­ sión— y subvierte esa lógica social desde los valores del Reino. Por eso, las mujeres, que no cuentan en la sociedad judía, son las primeras que se encuentran con el resucitado (16,1-7 y 9-11).

El encuentro de Jesús con los pobres y pecadores es siempre curador, llevando la salvación hasta lo más hondo de su miseria y sus problemas (Le 7,21-22; Me 2,1-12). Pero esta curación no es paternalista, soluciona los problemas de los pobres desde los pobres y con medios pobres (Me cap. 6

26 Cf. Carlos Bravo Gallardo, Jesús, un hombre en conflicto. El relato de Mar­ cos en América Latina, Sal Terrae, Santander 1986. El magnífico libro de este je­ suíta hace un recorrido erudito y existencia! sobre el más antiguo de los Evange­ lios y su tiempo.

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y 8). La suya es siempre una curación liberadora, no mági­ ca, por eso transgrede el orden injusto (Me 3).

Finalmente, Jesús proclama claramente dichosos a los pobres: Dichosos los pobres porque vuestro es el Reino de Dios. Dichosos los que ahora pasáis hambre, porque Dios os saciará. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis (Le 6, 20-23).

Alfred Ancel, que fue muchos años responsable general de la Asociación del Prado y vivió varios años como un obrero con los obreros, incluso siendo ya obispo, escribió: «Es necesario abrazarse a estas rudas paredes, uno acaba pensando como las paredes en las que vive»26 27. A este respecto, hay también un texto muy significativo de Emmanuel Mounier, el filósofo de la «revolución perso­ nalista», hondamente cristiano y denunciador del «desor­ den establecido»: Montreuil no es infalible; pero Montreuil está en el corazón del problema. Y nosotros rechazamos la abstracción que omite el punto de vista de Montreuil, la textura de los reprobos. A mu­ chos que disertan sobre el comunismo, les falta ir a mezclarse con las casas y con los hombres de esa barriada que se llama roja, y que de cerca no es más que gris... Esa comarca que se piensa que está asediando a París, y que es suficiente con recorrerla para caer en la cuenta que es París el que la asedia a ella... Si se llega a comulgar con ella, aunque sólo sea por unas horas, las palabras justas te entran enseguida por la piel28.

Mounier no temió «mezclarse con los réprobos», con los pobres y marginados; y por eso acudió a mirar la realidad 27 Alfred Ancel, Cinq ans avec les ouvriers, París 1963 (Edición casi. Mis cin­ co años de obispo obrero). Cinco años vividos con una comunidad de curas y lai­ cos obreros en el barrio lionés de Gerland. 28 E. Mounier, «Fidelidad», en Las certidumbres difíciles, citado por Gonzá­ lez Faus, ibidem, pp. 318-319.

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desde «el punto de vista de Montreuil», en su tiempo una de las barriadas obreras mas conflictivas del cinturón que rodeaba París, bastión de socialistas y sindicalistas mal vis­ tos por la gente cristiana «de Iglesia». Mounier, que no era marxista, como es bien sabido, decía que aunque el punto de vista de Montreuil no es infalible, sólo desde allí se po­ día comprender con justicia la realidad del proletariado y el movimiento obrero, porque ese barrio obrero estaba en el corazón del problema: sólo se puede hablar de la pobre­ za partiendo de los pobres. Tampoco el punto de vista de los barrios marginados y parroquias pobres donde he tra­ bajado es infalible. Pero allí me encontré con los pobres, con el pueblo real, no el ideológico; fueron ellos los que rompieron la falsa claridad de mis esquemas conceptuales de «estrategia pastoral». Allí experimenté cómo ellos me hicieron creíble e ilusionante el Evangelio como buena no­ ticia real, tanto en los éxitos como en los fracasos, en las alegrías y en las penas... Por ello, será necesario cada día irnos a nuestro particu­ lar punto de vista de Montreuil, para compartir la realidad de los pobres, como camino indispensable para descubrir la riqueza de Dios, que «siendo rico se hizo pobre por nos­ otros» (2 Cor 8, 9); y allí luchar con ellos por su dignidad y su justicia, la dignidad y la justicia que Dios quiere para to­ dos sus hijos; pues seguir a Jesús con los pobres es el com­ promiso con los pobres contra la pobreza.

------------- Sugerencias para la oración personal--------------

• Contempla a Cristo pobre, que «siendo rico se hizo pobre por nosotros» (2 Cor 8, 9).

• Sitúate ante pobres concretos, tráelos a tu oración. • Sitúate también ante tu propia pobreza/riqueza.

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Seguir a Jesús en la compasión y en el camino de la cruz

«La compasión constituye una forma radical de crítica, por­ que anuncia que el dolor debe ser tomado en serio y no puede ser aceptado como normal y natural, sino que es una situación anormal e inaceptable para la humanidad. Tanto en la época de Jesús como en el antiguo imperio del faraón, la compasión era la única clase de relación no permitida a la hora de es­ tructurar la legalidad. Los imperios nunca se construyen ni se sustentan sobre la base de la compasión. Las normas legales (control social) jamás son adaptadas a las personas, sino que son las personas las que se adaptan a las normas... Por eso, la compasión de Jesús no debe ser entendida como una simple reacción personal de carácter emocional, sino como una crítica pública que osa ejercer contra la gene­ ral insensibilidad del contexto social en que se mueve. Los imperios viven de la insensibilidad. Con su militarismo con­ fían en la ceguera de esa misma gente respecto de los cos­ tes sociales en términos de pobreza y explotación... Jesús consigue hacer mella en la insensibilidad mediante la com­ pasión... Así pues, la compasión, que podría verse como pura generosidad o simple buena voluntad, constituye, en realidad, una crítica del sistema, de las fuerzas y las ideolo­ gías que ocasionan el dolor» 1.

1 Peter Brueggemann, La imaginación profética, Sal Terrae. Santander 1986, pp. 102-103.

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Esta larga cita de un insigne biblista norteamericano (subrayado mío), nos sitúa ante la importancia de la com­ pasión como elemento transcendental del Dios bíblico y del proyecto de Jesús. La misericordia o compasión es un concepto que está en el meollo del sermón de la montaña. Una deformación de su riquísimo significado, como aconte­ ció con la palabra caridad, llevaron a minusvalorar y aún a despreciar estas palabras, viendo ambas como caricatura del amor verdadero. En cambio, la verdadera compasión, como expresión radical del amor, es profundamente sub­ versiva y transformadora, del mismo modo que la caridad es la dimensión más profunda del amor, la entrega más gra­ tuita. Por eso, la compasión está en el núcleo de la espiri­ tualidad cristiana, toca el verdadero fondo de Dios, compa­ sivo y misericordioso. Como se ha apuntado ya en la nota 7 de la página 52, la compasión es la cara de un Dios que tiene entrañas de mi­ sericordia, el Dios de la «misericordia entrañable» (Le 2, 78). El Dios «rico en misericordia» (Ef 2, 4) es el Dios que ve la aflicción de su pueblo, oye su clamor y no puede que­ dar impasible, se compadece de su dolor y actúa para hacer con él un camino de liberación (Ex 3, 7-10). Ese Dios del Éxodo no es el duro e implacable Dios del AT, que rechazó Marción como alguien opuesto al Dios de Jesús (una de las primeras herejías de la historia de la Iglesia), sino el Dios «clemente y compasivo, paciente, lleno de amor y fiel; que mantiene su amor eternamente» (Ex 34, 6-7). Un Dios que en el NT ya se manifiesta más claramente como «Padre mi­ sericordioso y Dios de todo consuelo» (2 Cor 1,3). Un Dios «rico en misericordia, que Jesucristo nos ha revelado como Padre» 2. Por esta razón, Jesús pide a sus discípulos: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo» hasta el ex­ tremo de «amar a los enemigos» (Le 6,36). 2 Juan Pablo II, Dives in misericordia. 1. Toda la encíclica es un análisis de la misericordia divina, manifestada en Cristo. Cf. el estudio bíblico de la nota 52.

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La persona, las palabras y las obras de Jesús de Nazaret chocan frontalmente con la insensibilidad social de ayer, de hoy y de siempre. Especialmente hoy, frente a un pri­ mer mundo consumista y derrochador, que carece de en­ trañas de misericordia, regido por el más fiero darwinismo social, que excluye a la mayor parte de la humanidad. Frente a los privilegiados del «barrio residencial» de la Tierra, Jesús sigue haciendo hoy una clara apuesta por los más débiles.

«Sintió compasión» La palabra griega empleada normalmente en la Biblia para expresar la idea de la compasión es splanjnidsomai, que vienen a significar: «abrazar visceralmente, con las propias entrañas, los sentimientos o la situación del otro» 3. Jesús hace suyo el dolor de los marginados, introduciéndose en su realidad, en su historia, para llegar a convertirse él mis­ mo en un marginado. Jesús entra en su «anormalidad», se convierte, como ellos, en un réprobo de la sociedad. ¡Con qué fuerza aparece esta compasión de Jesús en los textos evangélicos! Es el caso de las palabras con las que Marcos introduce los dos relatos de la multiplicación de los panes y los peces: «Sintió compasión» (splanjnidsomai). Las traducciones bíblicas de los textos evangélicos no siempre respetan la riqueza de la palabra griega, y prefieren traducir compasión por otras palabras semejantes, que considero empobrecen su contenido más amplio. Veamos los dos tex­ tos aludidos, tal como los traduce la versión de La Casa de la Biblia, que venimos utilizando aquí habitualmente. Juz­ guemos el contraste entre el primero y el segundo: ’ Cf. Brueggemann, ibidem. También Porfirio Miranda, El ser y el Mesías, Sí­ gueme, Salamanca 1973, aunque éste haga referencia a un vocablo griego diferen­ te.

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Al desembarcar, vio Jesús un gran gentío, sintió compasión de ellos, pues eran como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles (Me 6, 34). Me da lástima esta gente (esplanjnidse), porque llevan ya tres días conmigo y no tienen nada que comer. Si los envío a sus casas en ayunas, desfallecerán por el camino, pues algunos han venido des­ de muy lejos (Me 8, 2).

Volvemos a encontrar la palabra compasión en la tra­ ducción que se hace de otro texto semejante de Mateo, en el que este evangelista coge el logion que emplea Marcos en el contexto de la multiplicación de los panes y los peces y lo generaliza, situándolo en una perícopa de transición, y añadiéndole las expresivas palabras «cansados y abatidos»:

nos radical e incondicionalmente queridos y no ser juzga­ dos por nuestros errores, fallos y miserias. Queridos incon­ dicionalmente, como Dios nos quiere. La mirada de Jesús es la mirada amorosa del Padre bueno que aparece en va­ rios textos más de los Evangelios5, pero especialmente en su parábola más emblemática, la del «Padre bueno y el hijo calavera», mal llamada habitualmente «Parábola del hijo pródigo» —como se indicará luego— y que es necesario que cambiemos ya el título para siempre. Esta mirada compasiva de Jesús fue magníficamente destacada por el novelista japonés Shusaku Endo —tam­ bién seducido por su mirada— en su magnífico Jesús:

Jesús recorría todos los pueblos y aldeas, enseñando en sus sina­ gogas, anunciando la buena noticia del reino y curando todas las enfermedades y dolencias. Al ver a la gente sintió compasión de ellos, porque estaban cansados y abatidos como ovejas sin pastor (Mt 9, 35-36)4.

Jesús no era más que un joven carpintero que no desempeñaba ningún papel especial en la ciudad de Nazaret... Lo único que lo distinguía era su rostro... y su mirada, en la que a veces se revela­ ba la sombra de un intenso dolor, aunque de un modo tan singu­ lar que nadie intuía lo que tan profundamente escondía en su co­ razón6.

La gente seguía a Jesús porque, en contraste con la acti­ tud dura de los otros líderes, se sentía incondicionalmente acogida por él. Quedaban seducidos por su mirada profun­ da, amorosa y compasiva, pero también por su lenguaje sencillo, comprensible, no como el de los letrados; un len­ guaje que les llegaba a lo más hondo del corazón. La de Je­ sús era una mirada curadora; curadora sobre todo de la más grande dolencia que padecemos todos los seres huma­ nos de ayer y hoy: la falta de amor, la necesidad de sentir­

Esta idea de la «sombra de dolor» o «sombra de tristeza» que estaba constantemente en la mirada de Jesús («mirada dolorida», la llama en otra ocasión) aparece repetidas veces en el libro del gran novelista japonés, hasta el punto de ser para él uno de los elementos más significativos de Jesús. La mirada de Jesús es la expresión del dolor compasivo de quien hace intensamente suyos los dolores de sus hermanos, no la mirada melancólica y llorona de una persona triste. Por eso, aunque Jesús es muy consciente de que la vida de la

4 Como reconoce Brueggemann. estas palabras polémicas ya están manifes­ tando una crítica del sistema porque ese abatimiento no lo había buscado la gen­ te, sino que le había venido ocasionado por el sistema social injusto. Por eso, po­ demos decir que en esta versión de Mateo la imagen de la mies y los jornaleros es Una «apelación a la tradición profética radical. La interiorización del dolor de los marginados está clarísimamente en línea con la tradición de la aflicción en Oseas y Jeremías», op. cit., p. 104. Cf. Os 11, 8-9: «El corazón me da un vuelco, todas mis entrañas se estremecen».

5 Cf. Le 7, 13 (la viudad de Naín); Le 7. 48 (la mujer pecadora de la casa de Simón); Le 19, 41 (el llanto por Jerusalén); Le 23. 34 (en la cruz, mirando compa­ sivamente al buen ladrón); Mt 19, 16-22 (el joven rico); Me 1, 41 (la curación de un leproso), etc. Un texto significativo es también el de las lágrimas de Jesús ante la tumba de su amigo Lázaro (Jn 11, 33). ‘ Shusaku Endo. Jesús, Sal Terrae. Santander 1973, p. 15. Cf. pp. 19, 27, 31... Y en las pp. 60-61 la mirada particularmente compasiva de Jesús a la mujer con flujos de sangre.

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gente no es precisamente «la vie en rose», su mirada no deja de ser también alegre y sonriente, porque es esperanzadora, es una mirada en la que brilla la esperanza7. El cura Antoine Chevrier escribe con gran acierto: Lo que es necesario admirar en Jesucristo es este sentimiento de compasión, de ternura, que se apodera de él cuando ve nuestros males. Ese estremecimiento que siente en sí mismo; ese llanto que vierte sobre nosotros y ese deseo de aliviarlo. Es el fundamento de la caridad, es el sentimiento que brota en nuestra alma. Los que permanecen fríos e insensibles al ver los males no pueden te­ ner caridad8* .

Recuerdo como una de las experiencias pastorales más inolvidables de mi vida la unción de enfermos que le puse a una viejecita de una parroquia rural gallega, san Isidoro do Monte, en la Marina lucense, donde estuve siete años de párroco. El médico le había dicho a la familia que la muer­ te era cosa de pocas horas, o, como mucho, de pocos días, pues la viejecita estaba ya en las últimas. El hijo, sabedor del gusto de su madre, muy religiosa, vino a buscarme a la casa rectoral para que «le pusiera los sacramentos». Subi­ mos raudos, y yo me encontré a la anciana inmóvil, vuelta de cara a la pared. Pensando que no me oía ya, con toda ternura y esperando que pudiera comprender algo aún, le invité a reconocerse pecadora y acoger el perdón regalado del Padre Dios. Le di la absolución y le puse, como pude, la unción de enfermos. Al acabar el rito, la viejecita pareció despertar, y, pidiéndome que me acercara, me dijo al oído: 7 Es lo que llama el autor japonés con expresión francesa la «joie de vivre» (alegría de vivir); contraponiendo su rostro y el de sus discípulos al de Juan y los suyos: «Podríamos decir que el rostro de los discípulos de Juan Bautista personifi­ ca la sobriedad misma, mientras que los discípulos de Jesús daban la impresión de ser invitados a un banquete de bodas». Ibidem, p. 41. Cf. mi trabajo «Shusaku Endo. Un novelista Cristian no Xapón», Grial 136 (1997), pp. 647-665. * El verdadero discípulo, op. cit., p. 419, nota, citando un manuscrito comple­ mentario del texto, pues el libro está hecho con escritos dispersos del cura lionés.

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«... e podría darle un chucho (un beso)?». Yo le dije: «Pode, muller, pode». La mujer despertó de tal manera en aquel instante, que ni la enterramos al día siguiente, ni en los me­ ses sucesivos; ni siquiera llegué a enterrarla yo, aunque es­ tuve varios años más atendiendo esa parroquia ¿Quién dice que el amor, en una mirada, en una caricia, en el hu­ milde sacramento de la unción de los enfermos —que la mayoría piden sólo «por si acaso», o porque «mal no le hace»— no son curadores?

Dos parábolas emblemáticas marcadas por la compasión Las dos parábolas de Jesús en las que mejor se manifiesta la compasión, como dimensión fundamental del amor de Dios y de los seres humanos, sus hijos, son la Parábola del buen samaritano y la Parábola del padre bueno y el hijo ca­ lavera. Ambas son no sólo las más conocidas, sino, con se­ guridad, las más geniales y provocativas salidas de sus la­ bios. Charles Péguy dijo de la segunda, que destaca sobre todas de un modo especial: Desde hace mil años viene haciendo llorar a innumerables hombres... Y ha tocado en el corazón del hombre un punto único, secreto, misterioso, inaccesible para los demás... Ésta es la palabra de Dios que ha llegado más lejos, la que ha tenido más éxito temporal y eterno... Y quizás es ella sola la que permanece clavada en el corazón del impío como un clavo de ternura... Y el que la oye por centésima vez es como si la oyera por vez primera... Es la única palabra de Dios que el pecador no ha ahogado en su corazón... Porque ella enseña que no todo está perdido y que no entra en la voluntad de Dios que se pierda uno solo de estos pequeños...

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Esta palabra es como una hermanita de los pobres que no tiene prevención en manejar a un enfermo o a un pobre9.

Unas palabras de Peter Brueggemann (subrayado mío), nos sirven de magnífica introducción a estos dos geniales minirrelatos con moraleja y hondura teológica: Tanto el samaritano como el padre constituyen sendas alegacio­ nes contra la cultura dominante; por eso representan una amena­ za radical. Mediante su acción, el samaritano juzga duramente la sistemática desatención de los marginados. Los que pasan de lar­ go, y que representan a la tradición dominante, son insensibles e indiferentes, se desentienden de todo. El samaritano es la expre­ sión del nuevo estilo que cuestiona radicalmente y hace obsoleto el viejo orden... El hecho de reemplazar la insensibilidad por la compasión... constituye una señal inequívoca de una auténtica re­ volución... Del mismo modo, el padre, al apresurarse para abrazar al hijo ‘inaceptable’, está condenando la ‘justicia de la ley’ por la que acostumbra a regirse la sociedad, en virtud de la cual aquellos a los que la sociedad rechaza son rechazados para siempre... Por eso, ambas parábolas asocian indisolublemente la interiorización del dolor y la transformación de la realidad l0.

La sencilla Parábola del buen samaritano viene exclusi­ vamente en el evangelio de Lucas, llamado con razón «evangelio de los marginados» y también «evangelio de la misericordia». ¿Tendrá esto algo que ver con la actitud compasiva del médico que había en este evangelista (Col 4, 14), acostumbrado a compartir cada día los dolores ajenos? Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos salteadores que... lo dejaron medio muerto. Un sacerdote bajaba casualmente por aquel camino y, al verlo, se desvió y pasó de lar­ go. Igualmente un levita que iba por aquel lugar, al verlo, se des­ vió y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje, al llegar

’ Charles Péguy, op. cit., pp. 77-78. 1,1 P. Brueggemann. op. cit.pp. 105-106.

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junto a él y verlo, sintió lástima (esplanjnidse). Se acercó y le ven­ dó las heridas, después de habérselas curado con aceite y vino; luego lo montó en su cabalgadura, lo llevó al mesón y cuidó de él (Le 10, 30-35).

De nuevo, la traducción castellana elude la palabra cla­ ve del relato, traduciendo la compasión del texto griego por «sintió lástima». Mucho mejor nos parece la traducción de la Biblia de Jerusalén: «tuvo compasión». El hereje samari­ tano, se dejó conmover hasta lo más hondo de su corazón por el hermano herido, y actuó en consecuencia; cosa que no hicieron el ortodoxo («recto saber») cura ni el ortodoxo levita, con toda su ciencia y su religión. La parábola del buen Samaritano es una parábola sobre el amor como el valor más grande del ser humano, incluso por encima de su fe o su credo religioso. En los versículos anteriores (10, 25-28) habla el Maestro del gran manda­ miento del amor, que resume toda la ley: amar a Dios y amar al prójimo. Amor al prójimo-próximo-concreto, más allá de cualquier configuración cultural, social o religiosa. En ese amor está el secreto de la vida eterna (10, 28), la vida en el seno del Dios de amor y misericordia, más que en conocimientos o prácticas religiosas, de las que segura­ mente anduvieran sobrados el sacerdote y el levita que no supieron ser próximos del herido. Si esta religiosidad no lleva al amor compasivo por el más débil y necesitado, es pura falsedad, gorgoritos celestiales y rúbricas inútiles. Es lo que manifiesta con rotundidad Mt 25, 31-46: «Por­ que tuve hambre, y me disteis...». «A la tarde te examinarán en el amor», dice San Juan de la Cruz11 y canta una hermo­ sa y conocida canción: «Al atardecer de la vida, me exami­ narán del amor». «Del amor», más que de mis prácticas re­ ligiosas o de mi cumplimiento de la Ley. Y menos mal que

11 «Dichos de luz y amor», n.° 59. En Vida y obras de San Juan de la Cruz, op. cit., p. 421.

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en esa ocasión «la misericordia [de Dios] saldrá victoriosa en el juicio» (Sant 2,13)* l2; de lo contrario, la balanza que­ lo daría demasiado desequilibrada para la mayoría. Sin duda, la compasión misericordiosa —dos palabras casi sinónimas— es una de las características fundamenta­ les del Dios de Jesús y de Jesús mismo, que tienen profun­ das «entrañas de misericordia». La Parábola del padre bueno y el hijo calavera, tam­ bién exclusiva de Lucas, es llamada tradicionalmente «Pa­ rábola del hijo pródigo». Pero este nombre no es el más adecuado para esta hermosa, revolucionaria y paradigmáti­ ca parábola de Jesús de Nazaret, porque desplaza el prota­ gonismo del padre —el verdadero elemento central de la parábola— hacia el hijo; cuando este último es tan solo un elemento de la historia, junto al hijo mayor; ambos están al servicio de un relato que pretende destacar, sobre todo, el amor gratuito y el perdón incondicional del padre, como imagen del Abbá de Jesús. Con todo, también los persona­ jes secundarios tienen en esta historia una riqueza no des­ preciable. Impresiona la dureza de corazón del hijo mayor, que no es capaz ni de reconocer como hermano al hijo me­ nor («ese hijo tuyo»), se, siente justificado delante del padre. Paradójicamente, al final es el hijo calavera el que descubre la grandeza del amor del padre, tras su duro reco­ rrido; el hijo mayor se queda sin descubrir ese amor. Ya indicó esta centralidad de la figura del padre Joachim Jeremías por los años 40 en su famoso libro sobre las parábolas: «El padre, y no el hijo arrepentido, ocupa el puesto central en la parábola». La parábola está en función de manifestar sencillamente —confiesa el biblista— un mensaje claro: «Así es Dios, tan bueno, indulgente, lleno de misericordia, tan rebosante de amor»; mensaje que contras­ ta violentamente con la visión justiciera que tenían los re12 «La misericordia se ríe del juicio», traduce la Nueva Biblia Española.

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presentantes de la ley de ayer y de hoy. Por eso, considera el biblista alemán que esta parábola debería llamarse con más propiedad «Parábola del amor del padre»13. A pesar de todo, permanece el antiguo nombre, y se le sigue llamando a la parábola con el apelativo que le dio la Vulgata (De filio prodigo), como se puede apreciar en las traducciones y co­ mentarios recientesl4. Un hombre tenía dos hijos. El menor dijo a su padre: «Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde» Y el Padre les repartió el patrimonio. A los pocos días, el hijo menor recogió sus cosas, se marchó a un país lejano y allí despilfarró toda su fortuna viviendo como un libertino... Recapacitando, se dijo «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me pondré en camino, volveré a casa de mi padre...». Se puso en camino y se fue a casa de su padre. Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio, y, profundamente conmovido (esplanjnidse), salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de be­ sos... El padre dijo a sus criados: «Traed en seguida, el mejor ves­ tido y ponédselo; ponedle también un anillo en la mano y sandalias en los pies. Tomad el ternero cebado, matadlo y celebre­ mos un banquete de fiesta...» (Le 15,11-24).

De nuevo, la traducción de esplanjnidse por «conmovi­ do» (que hacen igualmente la Biblia de La Casa de la Biblia y la de Jerusalén) nos resulta más pobre que «compadeci­ do»; o la traducción de Fitzmayer, que también tiene mu­ cha fuerza: «se le partió el corazón». L1 Joachim Jeremías, Las parábolas de Jesús, Verbo Divino, Estella 1974. p. 158. Cf. en Las pp. 158-163, un magnífico comentario técnico a esta parábola que el autor considera una «historia sacada de la vida», más que una alegoría. Así lo reconoce también Joseph A. Fitzmayer en su clásica y voluminosa obra El Evangelio según Lucas, Cristiandad, Madrid 1986, vol. III, pp. 668-690. En la obra puede verse también un repaso de la repercusión de esta «obra maestra de todas las parábolas de Jesús», no sólo en los estudiosos de toda época, sino también en los artistas literarios y plásticos. 14 Cf. Comentario al Nuevo Testamento de La Casa de la Biblia, op. cit., pp. 234-235.

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Ésta es una parábola central del mensaje cristiano, una parábola revolucionaria, profundamente transformadora de la concepción tradicional religiosa sobre un presunto «Dios justo», que debe hacer justicia en el sentido de: «el que la hace, la paga». Los judíos legalistas no podrían per­ donar nunca a Jesús, aunque sólo fuera por estas palabras. En la parábola, lo único realmente importante es la capaci­ dad de amor compasivo del padre; ya no cuenta en absoluto la maldad cometida por el hijo, ni siquiera la actitud raquí­ tica del hijo mayor. El padre del hijo pródigo es fiel a su paternidad, fiel al amor que desde siempre sentía por su hijo. Tal fidelidad se expresa no sólo con la inmediata prontitud en acogerlo cuando vuelve a casa... se expresa aún más plenamente con aquella alegría, con aquella ce­ lebración tan generosa... la fidelidad a sí mismo por parte del pa­ dre (hesed) es expresada al mismo tiempo de manera singular­ mente impregnada de amorl516 .

Frente a la actitud legalista y fría del hijo mayor, el pa­ dre, «la única autoridad que reclama para sí es la compa­ sión», escribe magníficamente H. Nouwen en su conocidísi­ mo libro El regreso del hijo pródigo, reeditado docenas de veces: Como padre, la única autoridad que reclama para sí es la compa­ sión. Esa autoridad le viene de permitir que los pecados de sus hijos penetren en su corazón... El dolor es tan hondo porque el corazón es muy puro. Desde ese profundo lugar donde el amor abraza todo el dolor humano, el padre llega a sus hijos lfl.

El amor del padre es incondicional y eterno, aunque una mala espiritualidad lo manifestara condicionado por nues­ tra actuación moral o religiosa: «Dios siempre está ahí, siempre dispuesto a dar y perdonar, independientemente

de que nosotros respondamos. El amor de Dios no depende de nuestro arrepentimiento o de nuestros cambios» 17. Creo que éste es también el genuino contexto cristiano del sacramento del perdón, mal llamado «sacramento de la penitencia», o, aún peor, la «confesión» (como si el pecador fuera allí un delincuente en el interrogatorio policial, don­ de lo fundamental es «arrancarle una confesión» del cri­ men); y muchísimo peor aún el nefasto nombre de «tribu­ nal de la penitencia», en el que el confesor se arroga un papel de fiscal y juez, para dar un veredicto condenatorio o exculpatorio. ¿Dónde se manifiesta en estos nombres el amor compasivo e incondicional de Dios? Este sacramen­ to de liberación no puede ser otra cosa que la fiesta de la acogida del amor incondicional de Dios, padre y madre ca­ riñosa. De ahí que la celebración comunitaria del perdón pueda manifestar mejor que ninguna otra forma su dimen­ sión gozosa y festiva. En un magnifico trabajo, Xosé Antón Miguélez invita a llamarlo «sacramento de la curación espi­ ritual».

Sugerencias para la oración personal

• Busca alguna experiencia personal de compasión, o que hayas visto en alguien, que resultara transformadora para ti. • Medita los textos sobre la compasión de Jesús, luego es­ coge dos o tres de los textos sugeridos y párate más largamen­ te en ellos, para entrar en los sentimientos de Cristo. • Dale gracias a Dios, con palabras o sin ellas. Un buen ejercicio puede ser éste: de pie, ir levantando lentamente las manos hasta formar una copa por encima de la cabeza, o abrir­ las como la flor de loto.

15 Juan Pablo II, Dives in misericordia, n. 6. 16 Henri J. M. Nouwen, El regreso del hijo pródigo, PPC, Madrid 1995, p. 104. 17 Ibidem, p. 85.

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Seguir a Jesús por el camino de la cruz Durante uno de sus retiros de oración y reflexión, Antoine Chevrier escribió en las paredes de una casita en SaintFons, cerca de Lyon, unas palabras increíbles y racionalmen­ te de apariencia bastante absurda: «Cuanto más se muere, más vida se tiene, más vida se da» * l8. Aparentemente absur­ das, sobre todo para la mentalidad hedonista del siglo xxi, son, sin embargo, palabras que cuadran bastante con aque­ llo que San Pablo había dicho sobre el escándalo y la impor­ tancia de la cruz en el proyecto de Jesús y de sus seguidores. Hace unos años, Pedro Casaldáliga, obispo-profeta-poe­ ta de nuestro tiempo, hablando de las «tentaciones de hoy» escribía: Me temo que hoy día la gran tentación triple (como las tres ten­ taciones de Jesús) pueda ser renunciar a la memoria, renunciar a la cruz, renunciar a la utopía. Teologalmente hablando, renun­ ciar a la memoria sería renunciar a la fe. Renunciar a la cruz sería renunciar al amor. Y renunciar a la utopía sería renunciar a la es­ peranza ”.

Concretamente, respecto a la cruz, escribía Casaldáliga en el mismo lugar (subrayado mío): La postmodernidad proclama el bienestar, la sociedad del bienes­ tar como ideal de la sociedad humana. Un bienestar que, en ins­ tancia concreta y radicalmente egoísta, se reduce a vivir según el instante y el instinto. En el mundo entero todos queremos legíti­ mamente un mismo bienestar. El bienestar máximo es lo que quiere Dios para todos y todas en el tiempo y en el más allá... Últimamente, también entre nosotros —en ciertas teologías y propuestas espirituales— se viene insistiendo mucho en la gratui-

18 Las palabras forman parte de lo que es conocido en la espiritualidad pradosiana como «Tablean de Saint-Fons», estructurado según tres imágenes de Cristo: el pesebre, el calvario y la eucaristía. 18 «Tentaciones de hoy» en Agenda Latinoamericana 1996, p. 190.

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dad, el sereno equilibrio del alma y el cuerpo...Esas propuestas, bien condimentadas con la sal del evangelio, serían más que aceptables. Es posible que en las últimas décadas de persistente militancia y a lo largo de siglos de una espiritualidad rígida olvi­ dáramos la gratuidad y la alegría de vivir. Pero me temo que mu­ chos están llegando a canonizar una especie de hedonismo evan­ gélico, y ahí San Pablo ya condenaría la negación de la cruz.

La cruz es mucho más que ascetismo La cruz es, sin duda, el símbolo por excelencia del cristia­ nismo, como culminación de la dinámica de encarnación, del compromiso de amor liberador de Dios con la humani­ dad y con toda la creación, manifestado en Jesucristo. Por eso, la señal de la cruz inicia y concluye siempre nuestras plegarias, y acompaña nuestras celebraciones. Pero la cruz es un símbolo escandaloso. Ese escándalo de la cruz está en el meollo del cristianismo desde sus co­ mienzos, tal como manifiesta Pablo en sus cartas, particu­ larmente en la primera a los Corintios: «Nunca entre vos­ otros me he preciado de conocer otra cosa sino a Jesucristo; y a éste crucificado» (1 Cor 2,2). O aún con mayor contun­ dencia: «Nosotros predicamos a un Cristo crucificado, que es escándalo para los judíos y locura para los paganos. Mas para los que han sido llamados... se trata de Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor 1, 23-24). Sin duda, estas palabras no resuenan de igual modo pintadas en la pared que hacía de retablo en la parroquia de San Timoteo de Vallecas, que en una elegante parroquia del centro de Madrid. El estilo del mundo, para el que siempre resulta escan­ dalosa la cruz de Cristo, ya lo había manifestado claramen­ te el Maestro a sus discípulos en la última cena: «Los reyes de las naciones ejercen su dominio sobre ellas, y los que tie­ nen poder reciben el nombre de bienhechores». E inmedia­ tamente les dice cuál debía ser su actitud, claramente con­ trapuesta a ésta:

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Pero vosotros no debéis proceder de esta manera. Entre vosotros, el más importante ha de ser como el menor, y el que manda, como el que sirve. ¿Quién es más importante, el que se sienta a la mesa o el que sirve? ¿No es el que se sienta a la mesa? Pues bien, yo estoy entre vosotros como el que sirve (Le 22, 25-27).

Por eso, Pablo pide contundentemente a los cristianos de Roma: «No os acomodéis a los criterios de este mundo; al contrario transformaos, renovad vuestro interior, para que podáis descubrir cuál es la voluntad de Dios, qué es bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12,2). El mismo Cristo ya había hablado en más de una oca­ sión de esta dificultad del que quiere ser fiel y de la inevita­ ble presencia de la cruz. El evangelio de Juan lo manifiesta con toda claridad en uno de sus discursos, que la Biblia Ga­ llega titula con mucho acierto «La muerte, camino de vida»: Si el grano de trigo cae en la tierra y no muere, queda infecundo; en cambio, si muere, da fruto abundante. Quien tiene apego a la propia existencia, la pierde; quien desprecia la propia existencia en el mundo éste, la conserva para una vida sin término. (Jn 12, 2425. Versión de la Nueva Biblia Española, que nos parece aquí más adecuada que la de La Casa de la Biblia, y que traduce mejor el sentido de esta conocida frase).

La cruz sale siempre al encuentro de cada uno de las más diversas maneras, particularmente del que quiere se­ guir a Jesucristo en el compromiso controvertido por el Reino de Dios, más allá de encerrarse egoístamente en sí mismo, aunque sea en la «búsqueda de su propia identi­ dad», como reprochaba agudamente González Faus a Eli­ gen Drewermann, recordándole que el esquema cristiano de redención es intrínsecamente de cruz-resurrección. Una cosa es que las exigencias sacrificiales del Maestro no sean previas y otra que no acaben siendo reales, como acabaron com­ prendiendo los evangelistas. Y no sólo Jesús; tampoco Oscar Ro­ mero, ni Ellacuría, ni Bonhoeffer o Simonc Weil murieron para

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aplacar a Dios. Pero su muerte es de tal valor ante Dios, que qui­ zá pueda redimir a sus mismos verdugos2".

Por esta razón le recuerda unas páginas antes que, aun­ que nos salvamos por la pura gracia de Dios —él es el úni­ co que justifica gratuitamente— «una justificación por la fe sin teología de la cruz se expone a ser un blanco privilegia­ do para las flechas de Feuerbach o de lo que Bonhoeffer llamaba gracia barata... La justificación por la fe ha de pa­ sar primero por Auschwitz»*21. Pero, la importancia de la cruz para el cristiano, que ló­ gicamente supone esfuerzo, no tiene que ver fundamental­ mente con el ascetismo y la renuncia. En el evangelio ve­ mos que para Jesús el camino de la cruz significa mucho más que eso; aunque sea consciente de que su proyecto su­ pone necesariamente esfuerzo, sacrificio, renuncia... como todo proyecto humano de envergadura; y más si se trata del camino de un maestro, de un sanador, de un liberador22. Para Jesús, el camino de la cruz nace de la necesidad de asumir el camino del Siervo de Dios, como manifestación de su compromiso de amor abajado, que refleja la palabra griega kénosis —ya tradicional en el vocabulario de la teo­ logía cristiana—. Es el «abajamiento» magníficamente ex­ 2" J. I. González Faus, «Carta abierta a Eugen Drewermann». en W. A A.. «Clérigos» en debate, PPC. Madrid 1996. 21 Ibidem, pp. 37 y 39. Frente al reproche de Feuerbach que ve el cristianismo como una alienación, pues lleva a evadirse de la realidad cotidiana, el compromi­ so militante de Bonhoeffer, que lo llevó al campo de exterminio nazi y a otros cristianos a torturas y asesinatos en la Sudamérica de las dictaduras. 22 «¿Qué sabe el que no ha sufrido?», escribió San Juan de la Cruz. Pero no quiero acudir a la bibliografía tradicional de la espiritualidad cristiana, tan carga­ da de un exceso de valoración del ascetismo y el sacrificio. Cito, en cambio, un li­ bro muy reciente al margen de esta tradición espiritual: «Mediante el sufrimiento se forma el futuro sanador. Todo lo que no se haya experimentado durante y en la preparación mediante el sufrimiento, falla también después cuando se obtiene el poder. Al elegir un sanador, es importante saber lo que ha experimentado», R. A. Johnson, El rey pescador... op. cit., p. 35. Vid. nota 10 de la página 78. Hay una magnífica película de Terry Gilliams con este mismo título.

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presado en el himno de Flp 2,5-11: un amor hecho pobreza en el despojamiento progresivo. Sin duda, no se puede olvi­ dar tampoco que una traducción de esta kénosis es el con­ flicto que debe asumir Jesús por su compromiso histórico, nacido de su experiencia de un «Dios inverso», que está no en la cúpula del poder sino en lo más bajo23. El camino de la cruz no se fundamenta, entonces, ni en un presunto amor al sufrimiento, ni en una afirmación mo­ ral o ascética, para convertir la vida de los cristianos en un continuo valle de lágrimas, en el que se rechaza sistemática­ mente todo lo hermoso de este mundo, que entra necesa­ riamente por los sentidos. Esto mataría la alegría de vivir, intrínseca al mensaje cristiano, y ahogaría la originalidad de la cruz de Cristo, profundamente liberadora para la huma­ nidad y para el mundo. No es éste el espacio para desarrollar el tema, pero pue­ de que sea necesario recordar que cuando se hacen afirma­ ciones sobre el carácter de la cruz como «camino de vida», hay que estar muy en guardia frente a una nefasta visión de la cruz y de la redención que ha manifestado demasiadas veces la teología, la espiritualidad y la pastoral cristiana (católica y protestante) a lo largo de los siglos, hasta unos niveles de deformación del mensaje cristiano verdadera­ mente monstruosos. Una teología y una espiritualidad que vendrían a ser la expresión de un «Dios sediento de san­ gre», y herido en no sé qué honor que sólo se podría satis­ facer a costa de la muerte de su Hijo, único capaz de pagar el necesario rescate. Son mitologías que hoy nos parecen ya totalmente inaceptables y que tienen poco que ver con la dinámica de un Dios que es puro Amor. Así lo reconoce Bernard Sesboüé, un jesuíta experto historiador del dogma: 23 Cf. Carlos Bravo Gallardo, Jesús, hombre en conflicto. El relato de Marcos en América Latina, Sal Terrae, Santander 1986. Un magnífico estudio del evange­ lio de Marcos, desde el conflicto de Jesús como clave hermenéutica de compren­ sión que «explica la cruz e implica al discípulo» p. 271.

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El escándalo de la cruz dio lugar en el curso de los años a ciertas interpretaciones que falsearon su sentido y que hoy nos parecen inadmisibles. El verdadero escándalo quedó como ocultado por los falsos escándalos abusivamente añadidos por los hombres... La cruz nos invita a convertir nuestra idea de Dios. Pero la idea obsesiva de un Dios vengador pervirtió a veces el misterio de la cruz24.

Cuando hablemos de la obediencia de Jesús, el Cristo, al Padre, deberemos, pues, desterrar totalmente una idea monstruosa: la presunta necesidad que Dios tiene de su sa­ crificio para expiar unos pecados y reparar una ofensa. Por el contrario, hemos de afirmar rotundamente que Dios no quiere ni necesita el sufrimiento ni la muerte de Jesucristo, como tampoco quiere ni necesita el sufrimiento o la muerte de ningún otro de sus hijos. Otra cosa será cómo encuadrar esa via crucis en el proceso de encarnación consecuente y el compromiso amoroso de Dios con una humanidad su­ friente, que, a su pesar, padece opresión y violencia.

La cruz no es para entenderla sino para vivirla ¿Dónde está, entonces, el sentido cristiano de la cruz? La primera afirmación que es necesario hacer sobre la cruz de Cristo es que la cruz no es «razonable», siempre será una locura. No se trata de que Jesús de Nazaret fuera un hom­ bre irracional, o que los cristianos tengan que vivir irracio­ nalmente. Pero será preciso reconocer que la cruz de Cristo siempre será una locura, difícilmente encajable en los estre­ chos marcos de nuestra racionalidad, aunque le encontré-

24 Bernard Sesboüé, Jesucristo, el único mediador. Ensayo sobre la redención y la salvación, Secretariado Trinitario, Salamanca 1990. Cf. toda la buena exposi­ ción histórica en el vol. I y lo que llama «malestar contemporáneo», manifestado en las reflexiones de conocidos pensadores como el teólogo H. Küng, el moralista J. Pohier, y pensadores como Georges Morel, René Girard, etc.

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mos una explicación histórica: Jesús murió como murió, ajusticiado por el poder, porque vivió como vivió, en con­ flicto con los poderosos. Con razón dice J. Moltmann —con todo lo discutible que puedan ser algunas afirmaciones su­ yas respecto de la cruz— que la cruz resiste todas las inter­ pretaciones 25. Necesitaremos acercarnos humildemente a la lógica divina, siempre con la luz de que para el cristiano la cruz y la resurrección son realidades inseparables, para no caer de nuevo en errores pasados. Fue un error atribuir toda la virtud de nuestra salvación a la cruz solamente, olvidando el alcance salvador de la resurrección. Esta dicotomía desastrosa no podía menos que desfigurar la cruz26.

Como expresión del escándalo y necedad de la cruz, po­ demos apuntar sencillamente la reacción que tuvieron ante la cruz los contemporáneos de Jesús: Pablo expone el es­ cándalo y la locura para judíos y griegos, en un conocido texto: «Nosotros predicamos a un Cristo crucificado, que es escándalo para los judíos y locura para los paganos» (1 Co 1,23). Más o menos como ellos, es el escándalo de los hom­ bres y mujeres de toda la historia hasta hoy, simbolizados en cuatro colectivos: los religiosos judíos, los sabios griegos, los poderosos romanos y el pueblo pobre. Para los religiosos judíos, la cruz aparece como un es­ cándalo insalvable. Era la confirmación de su decisión: a

pesar de su pretensión de ser el Mesías, Jesús es un blasfe­ mo, y muere como un maldito27; por eso, Dios lo dejó morir como tal. Los judíos no podían aceptar el escándalo de la 25 Cf. Jürgen Moltmann, El Dios crucificado, Sígueme, Salamanca 1975, cap. II: «Las resistencias de la cruz contra sus interpretaciones», pp. 50-115. 26 B. Sesboüé, op. cit., vol I, p. 38. 27 El mismo Pablo recuerda esta maldición bíblica: «Cristo nos ha liberado de la maldición de la ley haciéndose por nosotros maldición. Pues dice la Escritura: ¡Maldito todo el que cuelga de un madero» (Gal 3, 13). La vieja maldición bíblica aparece en las leyes del Deuteronomio (Dt 21, 23).

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cruz: la muerte del justo; peor aún, la aparente debilidad de Dios, manifestada en su enviado. Esto era insoportable para su idea de la justicia y el poder de Dios.

Por otra parte, para los sabios griegos la cruz es necedad, locura. No pueden admitir que la cruz pueda ser sabiduría. Jesús ni sabe afrontar la muerte con la serenidad de Sócra­ tes, uno de sus filósofos más emblemáticos, ni muere dejan­ do tras de sí una escuela de sabios. Para ellos no tiene senti­ do alguno afirmar una pretendida sabiduría de la cruz. En tercer lugar, para los poderosos romanos —«el roma­ no imperialista, panetero y desalmado», que dice la canción latinoamericana— la cruz es una amenaza; y, como ellos, todos los imperialismos de la historia, incluso los que se disfrazan de cristianos. El esclavo Jesús (no se olvide que murió supliciado como un esclavo) se presentaba como fuente de libertad. Más aún, Jesucristo se presentaba con la pretensión de ser el único Salvador, el Señor exclusivo que no aceptaba su panteón de dioses, ni se sometía a las leyes del Imperio, sobre todo la afirmación de que el César es Dios. Y murió bajo el poder romano, como todos los que osaban rebelarse contra él (v.g. líderes tan conocidos como el esclavo gladiador Espartaco). Por eso, los romanos des­ preciaban el cristianismo como «religión de esclavos»; no merecía ni siquiera ser tomada en cuenta. Para los moder­ nos imperialismos —sobre todo para el más fuerte: el dios mercado-consumo— la cruz es tan sólo un adorno o, todo lo más, algo privado y esotérico; una religión para el consu­ mo privado, o para meterse en el interior de las iglesias, con sus ritos inútiles, pero no una verdad que pueda marcar una concepción global de la sociedad.

Pero, incluso en la periferia, para los pobres, la cruz tam­ poco es comprendida, sino mas bien rechazada como algo inútil. Para ellos tan solo vale para poder aguantar las si­ tuaciones insoportables en las que se ven metidos cada día. 141

También ellos prefieren un dios poderoso, que les dé de co­ mer y solucione sus problemas. Como el viejo pueblo judío, prefieren los fértiles y relucientes baales, aí Dios pobre; prefieren las cebollas y los ajos de Egipto a la liberación. Como mucho, se admira la cruz de Cristo como el gesto he­ roico de un líder; pero otra cosa es admitirla como palabra de vida y de esperanza, como compromiso en el amor con la humanidad sufriente. La cruz es siempre cuestionadora para todos. Aunque no resulte razonable, el escándalo de la cruz no puede ser eli­ minado para los cristianos. No son suficientes para expli­ carla las razones sociopolíticas y religiosas históricas, aun­ que éstas nos ayuden a encajarla en un contexto histórico real. Más aún, la cruz cuestiona toda reducción razonable a categorías religiosas y teológicas como el «rescate» o la «ex­ piación». Solo la fe amorosa puede afirmar el sentido de la cruz más allá de la lógica. Jesús les explica el sentido de la cruz a los desconcertados y desencantados discípulos de Emaús, instruyéndoles con el mensaje de que no fue un puro accidente, sino que era algo necesario, que no podía ser de otra manera: la cruz es comprensible «según las Es­ crituras» (Le 24,25-27)28. Pero sólo Jesús tiene la llave para la comprensión de es­ tas Escrituras, pues como bien dice San Ireneo, no son las Escrituras las que interpretan a Jesús, sino Jesús el que in­ terpreta las Escrituras. La cultura judía dominante inter­ pretará las Escrituras afirmando que la salvación para el pueblo iba a llegar por medio de un Mesías poderoso y ra­ zonable. «Nosotros conocemos por la ley que el Mesías per­ manece para siempre» (Jn 12,34), le responden los jefes a Jesús, precisamente cuando él venía de hablarles de su muerte con la imagen del grano de trigo que cae en la tie­ rra.

Pero la fe cristiana afirma que el Salvador llegó en la con­ dición de un siervo pobre, doliente e impotente; cosa que ni los jefes ni el pueblo estaban dispuestos a aceptar. Una inter­ pretación ¡que también estaba en las Escrituras!, reflejada magníficamente en los Cantos del Siervo de Yhavéh del libro de Isaías (l.° 42,1-7; 2.° 49,1-7; 3.° 50,4-9;4.° 52,13-53). Estos Cantos fueron uno de los alimentos de la Palabra que más utilizaron los primeros cristianos en los duros años de perse­ cución, para poder comprender el escándalo de la muerte de Jesús y el martirio de que eran objeto cada día. Así lo recuer­ da el teólogo belga Joseph Comblin en su conocido trabajo sobre Cristo en el Apocalipsis, en el que destaca la figura de Cordero como imagen del Siervo de Dios del Deuteroisaías: «Isaías 53 es un texto destinado a iluminar a los cristianos cada vez que el escándalo de una muerte los deja desconcer­ tados y perplejos». Jesús, que conocía bien la imagen del Siervo sufriente de Is 53 («como cordero llevado al matade­ ro, como oveja ante el trasquilador...»), parece que pudo in­ terpretar este texto como expresión iluminadora del bino­ mio de su muerte-resurrección29. Estos Cantos del libro de Isaías también pueden darnos hoy una clave muy actual para encajar la dureza de la vida, sobre todo para los más pobres, y la dureza del camino evangelizador en este mundo occidental en el que se recha­ za el mensaje cristiano, incluso entre esos mismos pobres, sus destinatarios privilegiados.

La cruz revela la libertad, la obediencia filial al Padre y el amor Tampoco a Jesús de Nazaret la cruz le parece razonable, y en Getsemaní le pregunta al Padre por qué la tiene que pa-

2S Cf. Pierre-Marie Beaude, «Según las Escrituras», Cuadernos bíblicos, Ver­ bo Divino 1988. Joseph Comblin, Cristo en el Apocalipsis, Herder, Barcelona 1968, p. 41 y 4b.

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decer. En su rechazo de la cruz, escribe el evangelio que «preso de angustia., le entró un sudor que chorreaba hasta el suelo, como si fueran gotas de sangre» (Le 22,44). Pero, par­ ticularmente en sus últimos años, Jesús fue asumiendo su cruz con libertad y amor, como manifiesta en aquel mismo instante de angustia: «que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Le 22, 42). Frente al viejo Adán, rebelde a Dios, Je­ sús es el nuevo Adán que afirma su libertad personal en la obediencia al Padre, como manifiesta el evangelio de Juan: Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas... conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí... y doy la vida por las ovejas... El Padre me ama, porque yo doy mi vida para tomar­ la de nuevo. Nadie tiene poder para quitármela; soy yo quien la doy por mi propia voluntad. Yo tengo poder para darla y para re­ cuperarla de nuevo (Jn 10,11-18).

Jesús asume libremente la cruz en el compromiso radi­ cal de liberación, amorosamente acogido. «Yo doy mi vida... nadie tiene poder para quitármela...», ni los hombres, ni su Padre, ni el mismísimo demonio, expresión del mal que oprime a la humanidad (así lo manifiesta más adelante: «Se acerca el príncipe de este mundo; y aunque no tiene nin­ gún poder sobre mí...» Jn 14, 30). Resultan realmente im­ presionantes estas palabras, y manifiestan toda la calidad de la persona, la apuesta amorosa y la entrega radical de Jesús de Nazaret. ¡Su pasión! No es la resignación, ni una estrecha visión del ascetismo lo que conduce esta apuesta de Jesús ¡sino el amor!; pues, como él mismo reconoció: «Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus ami­ gos». Quizás por eso llegó a decir Latero (que tenía, por otra parte, una visión muy discutible del rescate y de la cruz): «La cruz lo prueba todo». Y con su habitual contun­ dencia Pascal: «Sólo creo las historias cuyos testigos se de­ jan matar». La cruz de Cristo representa el compromiso con la humanidad pecadora llevado hasta el límite de la en­ trega amorosa, rubricado con su sangre generosamente de­ 144

rramada. Precisamente por eso, en la cruz muere el poder del pecado (¡y su dinámica de venganza!), vencido por el poder del amor. El pecado pierde allí la fuerza definitiva de su poder (cf. Rom 8,3). Por eso, quien medita en la cruz y entra en su dinamis­ mo, entra en la dinámica del amor y la misericordia; entra en la dimensión más honda de la compasión: aprende a amar. En la cruz muere el hombre viejo y nace la persona nueva, que tendrá en adelante como máxima ley, la ley del amor. El pecado es precisamente anteponer egoístamente mi yo déspota a los hermanos y a Dios mismo; por eso, el amor se prueba en la entrega humilde, como muestran los grandes santos una y otra vez. Seguramente, si no tuviéra­ mos la cruz como elemento decorativo o ideológico ¡qué diferentes serían las relaciones en nuestras comunidades! La cruz es la lógica de Dios que salva «desde abajo», des­ de el amor que se pone siempre al lado de los más peque­ ños, haciéndose carne de opresión con los sufrientes y los oprimidos, con todos los crucificados de la historia. Torres Queiruga llamó hace unos años al Cristo que muere en la cruz como un criminal, el «proletario absoluto», que se hace verdaderamente universal por el camino del sufrimiento: El siervo, desposeído de todo, incluso de la figura humana, se constituye por lo mismo en representante y salvador universal... Jesús «se vació» totalmente de sí mismo... y «tomó forma de sier­ vo», que, situándose en el último tramo de la escala humana, le permitió ser «uno de tantos», hombre abierto a toda universali­ dad, y por eso salvó a todos... La teología actual, al nombrar a Je­ sús «el hombre para los demás», viene recoger la misma intui­ ción: el que se vacía totalmente de sí mismo y se unlversaliza al darse todo a todos3'1.*

™ A. Torres Queiruga, «Cristo, “proletario absoluto”: la universalidad por el sufrimiento», en VV. A A., Jesucristo en la historia yen la fe (1974), que apareció recientemente en un nuevo libro del autor Repensar la Cristología. Sondeos hacia un nuevo paradigma, Verbo Divino, Estella 1996, p. .10.

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«Sólo el Dios sufriente puede ayudarnos», escribió D. Bonhóffer desde la prisión. Y luego J. Moltmann, aún con más dureza: «Los sufrimientos se superan con sufrimientos y las heridas se curan con heridas» 31. Es la «mística de la cruz»: Jesús debió asumir expresamente la negatividad del dolor y la pobreza humana, pues sólo se puede llegar real­ mente a los que sufren —la inmensa mayoría de la humani­ dad— metiéndose en su sufrimiento y en su marginación. Y así se hizo realmente universal: «Jesús vivió la única univer­ salidad posible dentro de la historia; soportando, hasta la cruz, toda la negatividad de la existencia, se constituyó de verdad en ‘proletario absoluto’, cabeza de la única verdade­ ra internacional: la de los humillados y ofendidos»32. El gran poeta León Felipe, que traduce la imagen del Siervo de Dios por la del «payaso de las bofetadas», expre­ sa esto diciendo que si el Salvador es el cordero injusta­ mente maltratado es porque realmente «Cristo es el hom­ bre». Cristo es el hombre que asume el dolor de los hombre y mujeres, sobre todo la injusticia que padecen los oprimidos: «El hombre es hijo de sus lágrimas... Todo se paga con sangre y con sudor de sangre». De él son estos im­ presionantes versos (subrayado mío): Cristo es la vida y la vida, la cruz. El sudario de un Dios fue el pañal de los hombres. Me envolvisteis en llanto cuando vine, he seguido vistiéndome con llanto y el llanto es ahora mi uniforme... Mi uniforme y el tuyo y el de todos los hombres de la tribu. Por estas viejas aguas 31 D. Bonhóffer, las cartas y reflexiones hechas desde el campo nazi donde este egregio y heroico teólogo protestante estuvo preso hasta su muerte, Resisten­ cia y sumisión, op. cit., p. 210. J. Moltmann, El Dios crucificado, op. cit., p. 71. 32 Torres Queiruga, op. cit., p. 33.

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navegaré en mi barca hasta llegar a Dios. ¡Terrible y negro es el camino!33

La cruz de Cristo es para nosotros la más alta manifesta­ ción de la libertad del amor hecho entrega incondicional, una pasión amorosa que siempre se encuentra en el camino de liberación con la dureza de las luchas, los rechazos, los fracasos... Si uno no es tan simple como para ver la vida de color de rosa ¿puede haber amor como entrega sin cruz? Y, al final, sólo el amor aprovecha, como repite de mil mane­ ras Pablo en la primera carta a los Corintios.

«El que quiera venirse conmigo...» Sólo desde esta perspectiva apuntada en el párrafo anterior se puede entender auténticamente la renuncia que pide Je­ sús a sus discípulos: Jesús reunió a la gente y a sus discípulos y les dijo: Si alguno quie­ re venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz, y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perde­ rá; pero el que pierda su vida por mí y por la buena noticia, la sal­ vará (Me 8,34-35).

En aquel madero clavado en el Gólgota brotó una per­ sona nueva, pero no de forma automática, sino como una realidad que reclama nuestra respuesta obediente: amar la cruz como la amó Jesús. Los mismos discípulos, a pesar de estar tan cerca de Jesús, no lo entienden; pero llegan hasta el fin con él porque permanecen, no por voluntarismo ascé­ tico, sino porque aman al Maestro y se fían de él. La cruz manifiesta que Jesús se fió totalmente del Pa­ dre, y esto le supuso «vivir a la intemperie», renunciando 33 León Felipe, «Regad la sombra»; como los demás textos en Antología rota, Losada, Buenos Aires 1974.

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a tantas seguridades humanas legítimas, las alianzas y componendas con el mundo, con su propio ego... con su apuesta radical de entrega amorosa, Jesús llegó a esa dis­ ponibilidad total para lo que Dios quiere, que Ignacio de Loyola expresó como el máximo grado de humildad: «En tus manos pongo mi espíritu». El cáliz es siempre amargo, la cruz nunca es agradable, pero es que la verdadera alegría no se contrapone siempre al sufrimiento, sino a la tristeza. Ciertamente, no se puede entrar en la inteligencia de la cruz si no es por medio de la oración, que abre la inteli­ gencia de la fe. Ni siquiera es suficiente con la generosidad hecha servicio, pues puede caer fácilmente en un volunta­ rismo frustrante. ¡Tanta gente se ha quemado en su entre­ ga, por no ir ésta suficientemente engrasada en la oración! Sin esa inteligencia que nace de la apertura humilde al Es­ píritu, nos echaremos todos atrás en la cruz. Por este moti­ vo, paradójicamente, el camino de la debilidad —ante Dios— es el camino de la mayor fecundidad. Así lo mani­ fiesta Pablo: «Me complazco en soportar por Cristo flaque­ zas, oprobios, necesidades, persecuciones y angustias, por­ que cuando me siento débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12,10).

• Pararse en alguno de los textos apuntados, en aquellos que hayan tocado más mi corazón. • ¿Cuál es mi cruz particular? ¿Cómo la llevo? ¿Cómo la transformo en gracia?

Sugerencias para la oración personal

Esta oración es bueno hacerla ante una cruz, con imagen de Cristo o tan solo una sencilla cruz de madera. Incluso, hacer un tiempo de oración postrado o de rodillas. La posición de rodillas en la oración, bastante despreciada hoy quizás por los excesos del pasado, expresa humildad, dependencia, sumisión, reve­ rencia y arrepentimiento. Una persona libre no acostumbra arrodillarse ante nadie, salvo ante Dios, el que no oprime, sino que libera. El poeta Charles Péguy exaltaba esta postura como «la hermosa postración de un hombre libre».

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Seguir a Jesucristo resucitado con la fuerza del Espíritu, en la Iglesia

Seguir al Resucitado... Y dijo el Señor: vuelva la vida, y que amor redima la condena, la gracia está en el fondo de la pena y la salud naciendo de la herida

(Himno de la Liturgia de las Horas).

«¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?», pro­ clama el ángel en la mañana de Pascua. Se había abierto una puerta a la esperanza más allá de la muerte, cuando unas mujeres, que iban a llevar perfumes para el Maestro amado, descubren que su cuerpo ya no está prisionero del sepulcro, ha vencido a la muerte y resucitado para siempre (Le 24,1-12; Me 16,1-8; Mt 28,1-10; Jn 20,1-9.10-18). Era el primer domingo (Dies Domini, «Día del Señor» Jesús) de la historia. Aquella mañana de ángeles y mujeres es el ex­ presivo símbolo del triunfo de la vida sobre la muerte. Más allá de las legítimas interpretaciones que hace la crítica exegética y la teología de estos textos sobre la resurrec­ ción 1, que recogen en relatos —a veces contradictorios— la

1 Lo más destacadle es precisamente la relativización de la afirmación del se­ pulcro vacío como presunta prueba de esta resurrección, para destacar el valor del encuentro con el Resucitado como experiencia de fe. «La base del testimonio de los discípulos no es el acontecimiento de la Resurrección... sino los encuentros con el Resucitado»(Voz «Resurrección» en Diccionario Teológico del Nuevo Tes­ tamento, Sígueme, Salamanca 1987, vol. IV, p. 90). Pablo, que no conoció a Jesús en la carne, afirma haberse encontrado con Cristo Resucitado, como los demás Apóstoles (1 Cor 15, 8). En cambio, los recalcitrantes judíos de Jerusalén, con-

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experiencia pascual de las primeras comunidades, lo más importante es precisamente esa experiencia de la vida que vence a la muerte: ¡La muerte ya no tendrá más la última palabra! La experiencia de la nueva pascua, el «paso» de la muerte a la vida del Maestro, nacía del encuentro de los discípulos con el Resucitado. Una experiencia bien real, aunque escapara al control histórico empírico, pues el co­ nocimiento de la resurrección de Jesús es gracia, algo aco­ gido en la fe. Pero esa resurrección de Cristo representaba el cumplimiento de las promesas amorosas de Dios con su Siervo sufriente: Nosotros os anunciamos la buena noticia: que la promesa hecha a nuestros antepasados, Dios nos la ha cumplido a nosotros, sus des­ cendientes, resucitando a Jesús, como está escrito en el salmo se­ gundo: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy (Hech 13, 32-33).

Todo cambiaba si aquel justo ajusticiado, aquel pobre crucificado, aquel líder fracasado, había resucitado, había temporáneos de Jesús, no aceptaron la resurrección porque no tuvieron ese en­ cuentro en la fe. Entre la numerosa bibliografía sobre el tema, siguen destacando los trabajos de W. Marxsen, La resurrección de Jesús de Nazaret, Barcelona 1974, y de X. Léon-Dufour. varias veces reeditado, Resurrección de Jesús y mensaje pascual, Sí­ gueme, Salamanca 19854 (1.a ed. 1973). En el Prólogo de este último libro, el in­ signe biblista reconoce cómo también él ha confundido «durante mucho tiempo unas representaciones legendarias con los relatos evangélicos de las apariciones del Resucitado». Por ello, subraya en el libro que resulta fundamental resolver problemas de lenguaje para acercarse al núcleo de la fe cristiana en la Resurrec­ ción: «No se trata de preguntarse ¿ha resucitado Cristo?, sino ¿qué significa el término resucitado?» (p. 27). Más recientes son los estudios de H. Kessler, La re­ surrección de Jesús en el aspecto bíblico, teológico y pastoral. Salamanca 1989; Th. Lorenzen, Resurrección y discipulado. Modelos interpretativos, reflexiones bíbli­ cas y consecuencias teológicas, Santander 1999. Y por estos pagos los trabajos de P. Caba. Resucitó Cristo, mi esperanza. Estudio exegético, Madrid 1986, y Santos Sabugal. Anástasis. Resucitó y resucitaremos, Madrid 1993. Más brevemente A. Torres Queiruga, «Recuperar hoy la experiencia de la resurrección» en Repensar la Cristología. Sondeos hacia un nuevo paradigma, op. cit. y M. Fraijó-X. Alegre-A. Tornos, La fe cristiana en la resurrección, Cuadernos FeySec, Santan­ der 1998.

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triunfado realmente sobre la muerte. Se abría definitiva­ mente un camino de vida en la historia: «Si morimos con él viviremos con él...» (Rom 6; Col 3...). Definitivamente, el amor resultaba más fuerte que la muerte (cf. Cant 8), «volvía la vida» y la salud-salvación estaba «naciendo de la herida» como canta el himno citado más arriba. Es el mensaje que transmite María Magdalena y que re­ coge otro hermoso himno litúrgico pascual: «Resucitó de veras mi amor y mi esperanza». Cristo era el «amor y la es­ peranza» para María de Magdala y tantas otras mujeres que lo habían seguido por los caminos polvorientos de Palesti­ na. Ellas habían sido las únicas personas que lo habían acompañado hasta el fracaso de la cruz, un final que parecía darle definitivamente la razón a los que veían a Jesús como un bluf, una realidad falsa, una salvación engañosa e incluso blasfema contra la santidad de Dios. Pero el amor había triunfado al fin, ¡definitivamente era más fuerte que la mis­ ma muerte! El «último enemigo», que diría San Pablo, había sido vencido. Ya la teología se encarga de explicar uno de los conceptos bíblico-dogmáticos mas complejos, el de la re­ surrección de Cristo y su repercusión para nosotros. Lo más importante para aquellas mujeres, como luego para los demás discípulos y después para tantos otros cris­ tianos de la historia, es que la experiencia de la resurrec­ ción de Cristo ilumina definitivamente el misterio del do­ lor, esclarece el aparentemente absurdo camino del Siervo del Segundo Isaías. Ahora sí se podían entender aquellas enigmáticas palabras, se podía ya comprender que su sufri­ miento no había sido en vano: Aunque yo pensaba que me había cansado en vano y había gasta­ do mis fuerzas para nada; sin embargo, el Señor defendía mi cau­ sa; Dios guardaba mi recompensa.. Yo soy valioso para el Señor y en Dios se haya mi fuerza (Is 49, 4-5). Por haberse entregado en lugar de los pecadores, tendrá descen­ dencia, prolongará sus días, y por medio de él, tendrán éxito los planes del Señor (Is 53,10).

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El Crucificado es ahora, y para siempre, el Resucitado. Por eso, el Resucitado se da a conocer con las llagas del Cru­ cificado, el signo de su realidad histórica. Consecuentemente, todos los crucificados de la historia, los más pobres y explo­ tados, serán para siempre el más auténtico rostro de Cristo. Los apóstoles pasaron del miedo a la alegría, cuando ex­ perimentaron de nuevo la presencia de Cristo vivo entre ellos; Pedro se lanza al agua y con los demás celebra esa presencia (Jn 21,1-14). Los otrora apocados discípulos, en­ señan y hacen con valentía, en comunión con Cristo resuci­ tado (Hech 4, 1-14). Pablo se siente cogido totalmente por la presencia del Crucificado-Resucitado, que le invita a ha­ blar y transmitir su vida a los hermanos: Lo que entonces consideraba una ganancia, ahora lo considero pérdida por amor a Cristo... De esta manera conoceré a Cristo y experimentaré el poder de su resurrección y compartiré sus pade­ cimientos y moriré su muerte, a ver si alcanzo así la resurrección de entre los muertos. No pretendo decir que ya haya alcanzado la meta o conseguido la perfección, pero me esfuerzo a ver si la con­ quisto, por cuanto yo mismo he sido conquistado por Cristo Jesús (Flp 3,7.10-12).

Para Pablo, la alegría de la fe encuentra su manantial en la experiencia pascual. El apóstol está totalmente convenci­ do de que quien salva es Cristo muerto-sepultado y resuci­ tado, ése es el meollo de la fe cristiana (1 Cor 15,1-19). El texto incluye la más antigua confesión cristiana de la resu­ rrección: «Yo os transmití lo que a mi vez recibí: que Cristo murió... que fue sepultado y resucitó al tercer día... que se apareció a Pedro y luego a los doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos... Y después de todos se me apareció a mí...» (15,3-8). Con todo, más allá de las afirmaciones de la fe bíblica, de la teología y del dogma, la gran cuestión para el creyen­ te que quiere hacer realmente un camino con Cristo y con la comunidad nacida de la Pascua es: ¿Cuál es la realidad 154

concreta de todo esto hoy, aquí y ahora, cuando el mal pa­ rece seguir siendo el señor de este mundo? Uno mira cada día la realidad de muerte y opresión que nos rodea, que pa­ dece sobre todo una gran parte de la humanidad, la que su­ fre en su carne las garras mas feroces del pecado... Pero, también, sólo con abrir un poco más los ojos, descubre que ¡hay tantos signos de vida que manifiestan la presencia de Cristo resucitado entre nosotros! La fuerza de la vida ma­ nifestada en tanta generosidad regalada en el mundo del voluntariado, en el trabajo de tantas laicas y laicos, religio­ sas, religiosos y curas... En medios pobres y marginados del Tercero y Cuarto Mundo, pero también en nuestras parro­ quias y en los diversos grupos que hacen crecer la vida en personas concretas, que alientan su fe, su esperanza y su ca­ ridad. «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?», sigue dictándonos el mensajero de Dios. Necesitamos cada uno hacernos otra pregunta muy per­ sonal en nuestra oración ¿Cuáles son mis convicciones rea­ les sobre la resurrección? ¿Qué representa realmente para mí la fe en Cristo resucitado? ¿Cuál es mi experiencia de la Pascua? ¿Cómo afecta realmente a mi vida? ¿Siento real­ mente que el amor y la vida son más fuertes que el egoísmo y la violencia, que el pecado y la muerte? ¿Me siento pro­ gresivamente cogido por el proyecto esperanzador de Jesús, aunque siga sonando a locura y su realización chirríe en mi vida diaria, con sus contradicciones? El Espíritu anima nuestra fe en la presencia de Cristo resucitado a través del testimonio apostólico, en la predica­ ción, la vida y los sacramentos de la Iglesia (sobre todo el bautismo y la eucaristía). Porque si proclamas con tu boca que Jesús es Señor y crees con tu corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, te salvarás (Rom 10, y). Por el bautismo hemos sido sepultados con Cristo quedando vin­ culados a su muerte, para que, así como Cristo ha resucitado de entre los muertos por el poder del Padre, así también nosotros lle­

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vemos una vida nueva. Porque hemos sido injertados en Cristo a través de una muerte semejante a la suya, también compartiremos su resurrección (Rom 6, 4-5).

La Iglesia está destinada a ser presencia y profecía del Resucitado en medio de los pueblos a lo largo de la histo­ ria. Pero necesita ser consciente de que «llevamos este teso­ ro en vasos de barro» (2 Cor 4,7). Necesitamos también to­ mar cada día conciencia de que «Dios, que ha dicho: Brille la luz de entre las tinieblas, es el que ha encendido esa luz en nuestros corazones, para hacer brillar el conocimiento de la gloria de Dios, que está reflejada en el rostro de Cristo» (2 Cor 4, 6). La gloria de Dios en el rostro de Cristo resucita­ do, pero la gloria de Dios no es otra que el hecho de «que el ser humano tenga vida», como dice la conocida sentencia de San Ireneo («Gloria Dei vivens homo»). El poder de la resurrección va engendrando una humanidad nueva, intro­ duciéndola en el misterio de comunión del amor del Padre, donde tiene su origen. Por eso, la experiencia del Resucita­ do debe ir creando en el creyente una nueva manera de ser y de estar en el mundo, caminando según el Espíritu.

...Dejándonos conducir por la fuerza y el gozo del Espíritu Si Cristo está en vosotros, aunque el cuerpo esté muerto por causa del pecado, el espíritu vive por la fuerza salvadora de Dios. Y si el Espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el mismo que resucitó a Jesús... hará revivir vuestros cuerpos mortales por medio de ese Espíritu que habita en vos­ otros. .. Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues vosotros no habéis recibido un Espíritu que os haga es­ clavos, de nuevo bajo el temor, sino que habéis recibido un Espíri­ tu que os hace hijos adoptivos y os permite clamar: «Abba», es de­ cir, «Padre» (Rom 8,10-11.14-15).

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Estas palabras de Pablo pertenecen al capítulo más den­ so de su carta a los Romanos, y posiblemente el más teoló­ gico de todos los escritos paulinos, el siempre riquísimo ca­ pítulo 8. Todo el capítulo está en relación con la vida en el Espíritu, y concluye con el hermoso «himno al amor de Dios» («Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nos­ otros?» 8, 31-38). Es el Espíritu el único que puede hacer prender en nosotros la fuerza de la vida de aquella mañana de pascua, del mismo modo que es el único que puede ha­ cer que nos sintamos realmente hijos e hijas queridos del Padre. Por eso, dejarse «guiar por el Espíritu» es la tarea de toda la vida cristiana, aunque no sea una cosa fácil. Cuando el gran profeta Elias se despide de Elíseo, su discípulo y sucesor (cf. 2 Re 2,1-15), le dice: «Pídeme lo que quieras antes de que sea arrebatado de tu presencia. Elíseo le dijo: Dame como herencia dos tercios de tu espíritu. Elias contestó: ¡Mucho pides!» (2,9). Elíseo, que sería también un gran profeta de Israel, es muy consciente de que no puede llevar adelante su labor sin la fuerza del Espíritu, presente en su maestro Elias. Por eso, ese espíritu es la única peti­ ción que le hace al maestro antes de la despedida; y Elias le responde que no le podía pedir algo más grande y. por lo mismo, dificultoso. Del mismo modo, Jesucristo resucitado les dice a sus dis­ cípulos en uno de sus encuentros antes de despedirse defi­ nitivamente: «La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros. Sopló sobre ellos, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 21-22). Cuando el Maestro les encomienda la misión, este encargo va acompañado de la entrega de su espíritu, condición sine qua non para poder realizarla. Con la fuerza del Espíritu, los apóstoles son transformados, como va a contar luego el libro de los Hechos, pasando de ser gente temerosa y ame­ drentada, hasta llegar a proclamar su fe con valentía, «sa­ lieron de la presencia del Sanedrín gozosos de haber mere­ cido tal ultraje por causa de aquel nombre» (Hech 5, 41). 157

Para los cristianos, Jesús es el dador del Espíritu, que habi­ ta en nosotros como fuente y fuerza de nuestra fe y nues­ tra acción. Pero no es fácil dejarse conducir por el Espíritu. Es ne­ cesario pasar de la pura autonomía ética a la dependencia en libertad del camino en el Espíritu. Es el Espíritu el que le da la seguridad a Pablo en su predicación y en su vida diaria, pues fue él quien hizo nacer en su interior la seduc­ ción por Jesucristo. Pablo es consciente de que no anuncia algo suyo, sino que predica lo que recibió de Cristo por el Espíritu. Es el Espíritu el que le da la seguridad en su ac­ tuar y evangelizar. Es ese Espíritu el que hace de él un hombre verdaderamente libre, como manifiesta en su carta a los Calatas, acertadamente llamada «carta de la libertad»: Para que seamos libres, nos ha liberado Cristo. Permaneced, pues, firmes y no os dejéis someter de nuevo al yugo de la esclavitud... Es cierto hermanos, que habéis sido llamados a la libertad. Pero no toméis la libertad como pretexto para vuestros apetitos desor­ denados; haceos esclavos los unos de los otros por el amor... Por tanto os digo: Caminad según el Espíritu y no os dejéis arrastrar... Si os dejáis guiar por el Espíritu, no estáis bajo el dominio de la ley (Gal 5,1.13.16.18).

Pablo se deja coger por el Espíritu que salva, se deja lle­ var por él, y ahí aprende la obediencia de la fe (Gal 3, 4): para que el amor de Dios actúe en nosotros es necesario tan sólo ir derribando las barreras que impiden su influjo. Creer en Dios es más «dejarse querer» por él, que un es­ fuerzo titánico por alcanzarlo, un voluntarismo cumplidor de la ley, que siempre es frustrante y acaba en la soberbia de sentirse autojustificado. A este tenor, encontramos tres tipos de personas en el Evangelio: los «malos», los «buenos» y los «perfectos». Los malos viven de espaldas a Dios, a su ley y también a su vo­ luntad. Los buenos son los que quieren cumplir la ley y se sienten orgullosos de hacerlo; son los de la «autonomía éti­ 158

ca» (los fariseos del Evangelio, después los pneumáticos gnósticos, y luego los legalistas de todos los tiempos; hoy, también, cierto humanismo satisfecho). Pero ocurre que Je­ sús hace repetidamente la afirmación polémica de que en el Reino de Dios los malos acaban por aventajar a los bue­ nos, pues son capaces de acoger la gracia de Dios, mientras los buenos se sienten ya justificados, porque cumplen la ley (cf. Le 19, Iss). Por eso, los fariseos dijeron no a Jesús, mien­ tras las prostitutas y otros pecadores públicos le dijeron sí. Jesús llama a sus discípulos a ser perfectos, cosa que no tie­ ne que ver con una praxis moral impecable, sino con la acti­ tud de docilidad al Espíritu, a pesar de tener que cargar con el propio pecado de cada día. ¿Qué supone esto? En primer lugar, renunciar a antepo­ ner la Ley al Espíritu. Es el dilema de Pedro en casa del centurión Cornelio (Hech 10, 1-11.18). A pesar de la reno­ vación de Pentecostés, Pedro sigue sujeto a la ley, aún no se había encontrado con la teología de Pablo («la letra mata, el espíritu vivifica»). Con todo, como hombre con concien­ cia de su pecado y de sus límites, Pedro sabe escuchar la voz del Espíritu, y se deja llevar por él; aunque, de manera sorprendente e incluso escandalosa, el Espíritu le hable por medio de un pagano (¡y, para colmo, centurión de un ejérci­ to opresor de su pueblo!). Pero también, en segundo lugar, renunciar a la propia «razón». De nuevo, no se trata de ser irracionales, sino de no poner argumentos y defensas al so­ plo libre del Espíritu. Nuestras particulares razones o argu­ mentos nos llevan a menudo a decidir lo que está bien o mal según el propio capricho, antojo o conveniencia, o se­ gún los criterios egoístas del mundo, que tenemos profun­ damente introyectados en nosotros. Finalmente, un momento positivo: dejarse conducir por el Espíritu. Esta docilidad al Espíritu no es cosa de tempe­ ramento (cada uno tenemos el nuestro) o una particular «psicología obediente», sino de la actitud del creyente que no se apoya en sí mismo, sino en Dios, y vive en una perpe­

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tua actitud de aprendizaje, como perenne discípulo del maestro Jesús. A Pedro, le cuesta ¡y mucho!, era un «echa­ do para adelante», un poco fanfarrón, y necesitó ser traba­ jado por Jesús. Pedro le había dicho la noche de la despe­ dida: «Contigo hasta la muerte», pero Jesús le había contestado: «Hoy me negarás tres veces». La lección no fue suficiente (cf. Hech 10). Es esta humildad más allá del pro­ pio temperamento —más osado o más calmoso2*— la que nos capacita para la obediencia de la fe, y nos enseña a de­ cir de verdad: «Tu voluntad, Señor, no la mía». Por eso, la persona que va alcanzando esta docilidad al Espíritu no se siente como un campeón ejemplar, que consiguió la victo­ ria como fruto de su voluntarioso ascetismo, sino como un humilde testigo de la misericordia y de la gracia de Dios: «Por la gracia de Dios soy lo que soy», repite Pablo en su primera carta a los Corintios. Progresivamente, el verdade­ ro creyente se siente conducido por el Espíritu y salvado por pura gracia de Dios, no por sus méritos personales. La persona conducida por el Espíritu tiene varias carac­ terísticas significativas:

Es una persona apasionada por la verdad, y no la deja ahogar ni siquiera por la diplomacia típica de los eclesiásti­ cos. «La humildad es caminar en la verdad», dice Santa Te­ resa. Pero, al mismo tiempo, no impone esta verdad a los demás, sino que está abierto a recibirla, venga de donde venga, y luego la ofrece sencillamente. Con todo, el cristia­ no, abierto a la verdad de Dios presente en todas las cultu­ ras y religiones, siente profundamente que la primera fuen­ te de la verdad es Jesucristo, «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14), que nos llega más por los pobres que por los sa­ bios de este mundo.

2 X. A. Miguélez llama a Pedro «Capitán Trueno», en su magnífico poemario Profecía dun Capitán Trono, SEPT, Vigo 2000.

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La persona apasionada por la verdad no se antepone a ésta, sino que está permanentemente en la escucha y la con­ templación de la verdad. Por eso, permanece en una actitud pobre, consciente de que sólo Dios posee la verdad total. Como aquel bendito strannik de El peregrino ruso, al que se ha aludido antes. Sin embargo, uno siente verdadero «temor y temblor» al decir esto, y siente una verdadera vergüenza, pues es aquí donde más palpa el peso del pecado. Vergüen­ za personal, pero también vergüenza por la propia Iglesia, prepotente y creída de ser poseedora de la verdad total, a duras penas capaz de reconocer su mentira y su pecado. La persona conducida por el Espíritu descubre humilde­ mente que a la verdad no se llega de una vez para siempre, sino de forma progresiva. Es consciente de que es el Espíri­ tu de la verdad quien nos va conduciendo —¡si nos deja­ mos!— hacia la «verdad plena» (Jn 16,12-14). «No quieras agotar hoy la fuente, porque entonces no volverás a beber mañana. En cambio, alégrate de que siga manando siem­ pre», dice San Efrén.

En fin, esta verdad es necesario realizarla en la justicia y en el amor; no es para mirarla, sino para intentar vivirla experiencialmente, para convertirla en una praxis de vida y transmitirla a los otros. El que se deja conducir por el Espíritu va creciendo en la confianza filial (de ella nacen la alegría, la paz... de la que habla Gal 5,22-23) y va entendiendo con la mente y el corazón aquello de la carta a los Romanos: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?... ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la an­ gustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espa­ da?... Dios que nos ama, hará que salgamos victoriosos de todas estas pruebas. Y estoy seguro de que ni muerte ni vida ni ángeles ni otras fuerzas sobrenaturales ni lo presente, ni lo futuro... ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios mani­ festado en Cristo Jesús, Señor nuestro (Rom 8, 31-39).

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La conciencia filial se expresa particularmente en que va desapareciendo progresivamente el miedo y va apare­ ciendo el amor confiado; porque como escribió Juan: «en el amor no hay lugar para el temor» (1 Jn 4,18). Y el creyente va sintiendo, como Pablo, «todo será para mi bien» (Flp 1, 19)3, pues Dios nos ama apasionada e incondicionalmente. Nuestras obras buenas irán apareciendo como manifesta­ ción del amor de Dios en nosotros, y podremos decir con Pablo «sé de quién me he fiado» (2 Tim 1,12). Me he fiado de Dios, que me quiere con mis cualidades y mis defectos, aunque quiere que vaya creciendo como un buen hijo suyo, para reproducir mejor su imagen en mí. Caminar en el Es­ píritu es, fundamentalmente, caminar en esta esperanza y en esta confianza que unifica toda mi vida.

------------- Sugerencias para la oración personal--------------

• Orar con los textos de la resurrección, reparando en cuá­ les son mis convicciones reales en la fe en Cristo resucitado. • ¿Cómo estoy en relación con la Ley y con la libertad del Espíritu? ¿Me siento aún en el temor, o ya experimento el amor de Dios en mí? Pero realmente, no sólo «saberme la lección».

Seguir a Jesucristo con la Iglesia No podemos estar unidos a Cristo sin estar unidos a su Iglesia, repite Pablo en sus cartas, particularmente en la carta a los Efesios (ya sea un escrito personal suyo o la ’ Traducción de la Nueva Biblia Española que, en este caso, considero más adecuada que la de La Casa de la Biblia que venimos utilizando aquí habitual­ mente, y que se ajusta más al texto griego.

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obra de su comunidad, fiel a la predicación y al espíritu del apóstol)4. Para Pablo, la adhesión personal a Cristo no pue­ de menos que ir vinculada a la solidaridad con todo el pue­ blo de Dios, a la unión con la comunidad cristiana, pues en ella está el tesoro de la salvación. El tema de la Iglesia re­ sulta siempre complicado. Puede caerse, por una parte, en un simplismo deformante de la realidad; una ingenuidad culpable o una defensa apologética de la Iglesia incapaz de ver sus defectos u obsesionada por ocultarlos. Pero, por otra parte, puede caerse en una crítica implacable que des­ califique de tal manera el escándalo de la Iglesia real (into­ lerancia, autoritarismo y marginación hacia dentro; poder económico y social, prepotencia, mentira, hipocresía hacia fuera) que le impida ver la necesidad del pueblo de Dios (la ekklesia kiriou o «asamblea del pueblo de Dios») en el proyecto de Jesús. Pienso que será necesario siempre tener presente la feliz frase de que la Iglesia es una «casta meretrix», una doncella o una madre, pero también una prostitu­ 4 Como es sabido, esta carta pertenece a la parte del Corpus paulino que se viene llamando Cartas de la cautividad (Ef, Flp, Col y Flm). En opinión del co­ mún de los biblistas, Filipenses y Filemón son con toda seguridad de Pablo, aun­ que la primera es el resultado de rehacer varias cartas del apóstol a la comunidad de Filipos. Desde comienzos del siglo xix se ha discutido mucho la cuestión del autor de las cartas a los Colosenses y a los Efesios, que, seguramente, no salieron de la mano de Pablo. La carta a los Efesios depende de la de Colosenses, aunque es menos precisa en lo referente a los errores doctrinales que amenazan a la co­ munidad, lo que manifiesta una distancia entre ellas, en las ideas y seguramente en los tiempos. Esto lleva a «mantener la atribución de la carta a los Colosenses a Pablo, mientras que en el caso de la carta a los Efesios resulta mucho más proba­ ble la composición por obra de un discípulo (la pseudoepigrafía)», afirma el biblista francés Edouard Cothelet, junto con gran parte de la crítica actual, que la considera escrita años después de la muerte del apóstol, pero en el interior del círculo paulino, reflejando fielmente su doctrina. Por eso, este biblista añade sa­ biamente algo a lo que me sumo: «En el plano dogmático [en que lo afecta a nuestra fe] la cuestión es secundaria: lo esencial es la pertenencia de las dos cartas al canon de las Escrituras»; lo más importante para nosotros es que este escrito es tan Palabra de Dios como las cartas de las que tenemos más seguridad que salie­ ron del puño y letra de Pablo. Las cartas a los Colosenses y a les Efesios, Cuader­ nos Bíblicos, Verbo Divino, Estella 1994, pp. 8-9 .

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ta, santa y pecadora y ser capaz de amarla, agradecidos porque en ella recibimos el don de la fe. Pero sin olvidar que la Iglesia debe ser perpetuamente una «ecclesia sempre reformando», en proceso constante de conversión, pues es consciente de su pecado diario. Vamos a ver cómo se refleja la realidad de la Iglesia en la carta a los Efesios; una carta centrada fundamentalmen­ te en dos temas: el cristológico y el eclesiológico. Un senci­ llo EdeEv en esta carta puede ayudarnos a redescubrir con frescura la necesidad de la Iglesia y de nuestro vínculo con ella, más que otras sesudas o subjetivas reflexiones teológi­ cas.

La identidad de la Iglesia en la carta a los Efesios Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda un espíritu de sabiduría y una revelación que os permita conocerlo plenamente. Que ilumine los ojos de vuestro corazón, para que conozcáis... cuál es la inmensa gloria otorgada en heren­ cia a su pueblo, y cuál la excelsa grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, manifestada a través de su fuerza podero­ sa. Es la fuerza que Dios desplegó en Cristo... Todo lo ha puesto Dios bajo los pies de Cristo, constituyéndolo como cabeza supre­ ma de la Iglesia, que es su cuerpo, y, por lo mismo, plenitud del que llena totalmente el universo (Ef 1,17-23).

Su pueblo y la Iglesia, es la misma cosa; esa realidad san­ ta y pecadora del pueblo de Dios que, con sus contradiccio­ nes y pecados está llena de Cristo. El tesoro de la salvación de Dios regalada en Cristo está en la Iglesia, su pueblo, más aún, su cuerpo, su pleroma («la plenitud»). Es bien difícil encontrar a Jesucristo al margen de la Iglesia, aunque siem­ pre nos puede sorprender por caminos insospechados. Un rápido y sencillo repaso de la carta a los Efesios, nos da unas cuantas notas que definen la identidad y la reali­ dad de la Iglesia: 164

La Iglesia es instrumento de la salvación de Dios, es el rico tesoro regalado a los creyentes (1,18). No es el Reino de Dios, como llegó a presumir durante siglos, pero es un instrumento privilegiado y necesario para la construcción de éste. A pesar de sus contradicciones y su pecado, a pesar de los traspiés y los pasos atrás que acompañan sus pasos adelante, la Iglesia va realizando en la historia el proyecto del Reino (3, 9). Pero la Iglesia sólo será un instrumento eficaz del Reino siguiendo el programa de su Maestro (cf. Mt 5,1-11), en fidelidad a los pobres, en el compromiso de liberación, en la gratuidad. Jesús es especialmente duro con los que utilizan la Iglesia para sus intereses bastardos, per­ sonales o de grupo (cf. Mt 21,12-13).¡Cuánto trabajo cuesta a veces vivir el misterio de salvación en esta Iglesia, conver­ tida a menudo en cueva de ladrones, movida por turbios in­ tereses económicos o de poder! «A veces, da la impresión de que el esfuerzo eclesial se apaga en el poder de la macro-institución —escribía Bruno Fuentes, compañero cura y reputado director de Ejerci­ cios— los planes de pastoral, la organización intra eclesial, una Iglesia clerical en la que los laicos, y sobre todo los más pobres siguen siendo marginados, en la que el culto no lle­ va a la misión y los curas dan la impresión de ser funciona­ rios gastados».

La Iglesia es la depositaría del misterio dinámico de Cristo, el plan salvador de Dios, desconocido, aunque pre­ sentido por los profetas del AT: «El misterio de Cristo, que fue dado a los hombres de otras generaciones y que ahora ha sido revelado por medio del Espíritu a sus santos apósto­ les y profetas» (3, 4-5). Este plan de Dios manifestado en Cristo es «lo que había decidido realizar en Cristo llevando Id historia a su plenitud, al constituir a Cristo en cabeza de to­ das las cosas, las del cielo y de la tierra» (1, 9-10). Más aún, Pablo habla de la misma Iglesia como misterio asociado si misterio de Cristo (5, 32). Aunque esta visión de la Iglesia

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como misterio es necesario ponerla al lado de la Iglesia como pueblo, sin una cierta perspectiva de la Iglesia como misterio valioso, es difícil entender realmente a la Iglesia como algo más que una realidad sociológica, que también lo es. Con todo, con el Evangelio en la mano, solo podemos vivir auténticamente el misterio de la Iglesia desde los ni­ ños, desde los pobres, desde lo pequeño.

[como un edificio] viviendo en fidelidad al Señor y se exten­ día impulsada por el Espíritu Santo». El Espíritu, omnipre­ sente en el libro de los Hechos, es siempre el protagonista de las decisiones y las acciones de la Iglesia; ésta es cons­ ciente de que es la fuerza del Espíritu la que alienta su fe, su esperanza y su caridad, es el Espíritu quien rompe barre­ ras y autentifica su fidelidad a Jesucristo.

La Iglesia es el nuevo pueblo de Dios, la humanidad nueva edificada por Cristo, que abolió la vieja y opresora

Yendo más lejos aún, la carta a los Efesios llega a llamar a la Iglesia nada menos que el cuerpo de Cristo, que posee toda su plenitud (pleroma) y está llena de él5 (1, 22-23). Una afirmación osada y discutida, pero que le añade una mayor importancia al papel de la Iglesia en el proyecto salvífico y debe vincularnos más fuertemente a ella: en esta Iglesia pecadora podemos beber en la fuente de Cristo, res­ pirar su vida, aunque ésta nos llegue, a veces, algo intoxica­ da. Por eso, pienso que es necesario ir mas allá de las refe­ rencias demasiado fáciles a críticos como Loisy y su famosa frase: «Cristo anunció el Reino y le salió la Iglesia». En la carta a los Colosenses queda más reflejada aún la idea de la Iglesia como cuerpo de Cristo, del que éste es su cabeza (Col 1, 18; 2, 17). También aparece la Iglesia como cuerpo de Cristo en 1 Cor 12,12-27 y en Rom 12,4-5.

Ley, para reconciliar al pueblo judío con toda la humanidad (2, 15-16). Lucas nos habla de este nuevo pueblo de Dios en el libro de los Hechos de los Apóstoles; aunque dibuja una Iglesia más soñada que real, resulta una constante refe­ rencia para la Iglesia de todos los tiempos (Hech 2, 42-47; 4, 32-36). Ya desde el primer capítulo, la Iglesia que se ma­ nifiesta en el libro de los Hechos es una comunidad con una fuerte experiencia de Jesucristo como alguien vivo y presente en ella (Hech 1,3), una comunidad fortalecida por el Espíritu (1, 3), llamada a la construcción del Reino (1, 3.8), en oración constante como fuerza secreta de su acción (1, 14). El capítulo 2 nos trae la mayor síntesis que Lucas hace del proyecto de Iglesia en aquella primera comuni­ dad: fiel a la tradición apostólica, en comunión de vida y de oración, asiduas en la celebración de la eucaristía (2142)... «El cuadro es tan idílico que revela su carácter de sueño dorado —comentaba un compañero— pero ahí estaba como aspiración de la primera comunidad».

La Iglesia es la familia de Dios, la casa de Dios (2, 19-22), en la que los creyentes somos las piedras vivas para esa construcción: «Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y de los profetas, y el mismo Cristo es la piedra an­ gular». La idea de la Iglesia como un edificio del que los creyentes somos sus piedras, aparece también en el conoci­ do texto de 1 Pe 2, 5 y en Hech 9,31: «La Iglesia gozaba de paz en toda la Judea, Galilea y Samaría; se iba construyendo 166

5 «El término griego pleroma, significa normalmente lo que está lleno, la ple­ nitud, y se opone a lo que está vacío (kenoma)... Tiene el carácter dinámico de un flujo y reflujo, la capacidad de designar al mismo tiempo lo que llena y lo que está lleno». Edouard Cothenet, op. cit. p. 20, con un sintético repaso a la presencia de este concepto en la Biblia y en el gnosticismo, con la crítica de san Ireneo; tam­ bién la manera como lo utiliza el jesuíta fierre Teilhard de Chardin, que en El medio divino habla del cuerpo místico de Cristo. En el Corpus paulino (Colosen­ ses y Efesios), el pleroma es referido a la plenitud de los tiempos (Ef 1, 10), a la plenitud de Cristo (Col 1, 19; 2,9; Ef 4, 13) y a la plenitud recibida por la Iglesia (Ef 1,23 aunque este sentido sea discutido), a la plenitud del cristiano fiel (Ef 3, 19).«¿Se designa a la Iglesia misma como pleroma?... No puede decirse que la Iglesia aporte un complemento a Cristo, puesto que las mismas cartas insisten mucho en la primacía de Cristo tanto en orden a la creación como a la salvación. Pero sigue siendo verdad que, en cuanto Cuerpo de Cristo, la Iglesia está llamada a alcanzar la talla de Cristo en su plenitud», p. 21.

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La muerte de Cristo es el origen del nuevo pueblo de Dios: su Señor es el Crucificado6 La Iglesia es el desarrollo de aquel grano de trigo que cae en la tierra y muere produciendo mil frutos (Jn 12, 32). Nosotros somos parte de ese fruto, injertados en la cruz de Cristo por el bautismo, para formar parte del cuerpo del Resucitado. Es la fecundidad de una cruz y una muerte ge­ neradoras de vida, que supera la tristeza y el escándalo de la cruz; por eso, Juan ve que Cristo es glorificado en la cruz. Por su parte, Pablo repite que el comienzo y fundamento de la comunidad eclesial no es otro que el poder de Dios manifestado en Jesucristo crucificado (todo el cap. 1 de 1 Corintios, especialmente 1,18). Nuestra fundamentación en la cruz de Cristo nos lleva a ser conscientes de la relatividad de cada uno de nosotros, pues sólo Cristo es el fundamento absoluto, a quien somos remitidos todos, a quien debemos reenviar siempre a los hermanos, para no convertir la fe eclesial en una realidad ideológica, que siempre será factor de división. ¡Cuánto ol­ vida esto mi Iglesia! y seguramente yo con ella. Sólo Cristo salva y convoca, solo él puede ser la referencia de la unidad dentro del pluralismo para todos los cristianos. Pero es el Espíritu el que nos vincula y estructura alrededor de la cruz de Cristo, él no niega nuestras diferencias, pero es ca­ paz de articularlas orgánicamente. La unidad de esta Igle­ sia tiene que fundamentarse en los últimos; en ella son los más pobres los que nos ayudarán a situar su verdad, pues Dios fundamentó la salvación en la debilidad del cordero sacrificado. La unidad no puede ser un refugio burgués, una convivencia fácil y que viene a ser falsa, artificiosa o irreal, sino una realidad exigente que nace del compromiso en la 6 Esta reflexión, y alguna más de este libro, es deudora de unos Ejercicios Espirituales de Antonio Bravo, que fue responsable internacional de la Asocia­ ción de Curas del Prado.

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liberación de Cristo, un compromiso de amor activo. «So­ mos fruto del derroche del amor de Dios en la cruz», dice Antonio Bravo. ¿Como puede la cruz —«escándalo y necedad»— pro­ porcionar una identidad positiva a la Iglesia? Entre las ca­ racterísticas de esta identidad eclesial, el cristiano no puede olvidar varias cosas:

Si hacemos caso de 1 Cor 1, la Iglesia debe enorgullecer­ se no de su poder o de su ciencia, sino de su debilidad ¡Su Señor es el Crucificado! Los cristianos estamos orgullosos no de nuestra magnífica e indestructible estructura, sino de Alguien, de Jesucristo muerto y resucitado; eso es lo que tenemos que contagiar a los demás.

Capacidad de vivir descentrados de nosotros mismos, con clara conciencia de sabernos constantemente centrados y recibidos de Cristo. Esto es lo que puede dar fuerza a nuestro testimonio: somos testigos de Cristo en el mundo. Por eso, paradójicamente, nuestra propia debilidad (per­ sonal y colectiva) nos capacita para acoger y manifestar el misterio central de la existencia cristiana: Cristo muerto y resucitado. Necesitamos ser conscientes de que es ahí donde surge nuestra fecundidad, que no se mide con categorías huma­ nas, sino con la paradoja de la cruz, que supera el presente para llegar hasta el pasado y saltar hasta el futuro. Por eso, el mismo «invierno eclesial» en el que estamos (Karl Rahner dixit) puede ser fecundo, pues Dios está fecundando durante ese invierno el grano caído en tierra. Cuando escri­ bo esto siento profundamente hasta qué punto debo hacer­ lo oración cada día, para que sea realidad en mí, en mi vida, en mi comunidad, para no dejarme llevar de los criterios de este mundo, de los que está tan contaminada mi fe y la de mi Iglesia.

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Finalmente, la Iglesia necesita ser consciente de que sólo puede realizar el proyecto de Cristo como una comunidad de hombres y mujeres libres, libres tanto de la ley como del pecado personal y colectivo, para ser esclavos sólo de Cris­ to y su causa, la causa del Reino. Si alguno de vosotros piensa que es sabio según el mundo, hágase necio para llegar a sabio [de verdad]. Porque la sabiduría del mundo es necedad a los ojos de Dios... Por tanto, que nadie presu­ ma de quienes no pasan de ser hombres. Porque todo es vuestro... el mundo, la vida, la muerte, lo presente y lo futuro; todo es vues­ tro. Pero vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios. (1 Cor 3, 18-23).

¿Cómo vivir evangélicamente el misterio de la Iglesia? ¿Cómo estar en la Iglesia? Volviendo a la carta a los Efesios y recapitulando, encon­ tramos que si queremos vivir en perspectiva verdadera­ mente evangélica el misterio de la Iglesia, hemos de hacer­ lo teniendo en cuenta varias cosas: Vivir la realidad de la Iglesia como misterio que guarda ios tesoros de la salvación (1,18; 3,4), aunque sea habitual­ mente un arca tan ruin.

Gratuitamente, como un regalo de Dios (2,4-10). «¡Que nadie se gloríe!» y se sienta superior por algo que no es obra de sus propios méritos. Por lo mismo, humilde y agra­ decidamente. Pero no con el estilo de la falsa modestia tan típica de los eclesiásticos (prelados, curas, frailes y monjas), una táctica que oculta envidias y deseos de subir en la esca­ la eclesiástica. En solidaridad con la comunidad, con todo el pueblo de Dios (1,15).

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Vivir la pertenencia a la Iglesia con responsabilidad, «como corresponde a la vocación con que habéis sido lla­ mados»(4, 1). Como buenos administradores, sirviendo cada uno en la medida de nuestros carismas o dones, capa­ cidades y ministerios: «Él constituyó a unos apóstoles, a otros profetas, a otros evangelistas, y a otros pastores y doc­ tores. Capacita a los creyentes para la tarea del ministerio y para construir el cuerpo de Cristo» (4, 11-12) ¡Cuánto he­ mos rebajado y desvirtuado el tesoro del Evangelio!, verda­ deramente hasta mínimos caricaturescos deplorables; man­ tener el sistema, «ir tragando» e «ir tirando». ¡Muchas cuentas tendrá que pedirnos el Señor!

Esforzándonos en mantener la unidad y la paz, con hu­ mildad y paciencia (4,3), con comunión y esperanza. Una unidad que no significa precisamente uniformidad asfixian­ te, todos marcando el mismo paso como en el cuartel, una uniformidad opresora y marginadora de lo diferente, que ahoga toda creatividad. Sino, más bien, una armonía di­ námica, que respete la diferencia, fuente de riqueza para todos. Con amor. Dicho con las más hermosas y sabias pala­ bras salidas de la pluma de Pablo o de las comunidades paulinas: «Siendo auténticos en el amor, crezcamos en todo» (4,15. Erad. NBE). Sólo se puede mantener la unidad y la cohesión por medio del amor sincero, la caridad, la com­ prensión y la acogida del otro. Porque, como dice un sabio cuento popular: «El poder oprime, la sabiduría desprecia, la riqueza roba. Sólo el pobre amor —sin poder, sin ciencia, sin sabiduría— puede cambiar a los hombres y mujeres y hacerlos hermanos y justos».

El verdadero amor requiere una exigencia, o mejor una autoexigencia, pues Cristo quiere a su Iglesia «esplendoro­ sa, sin mancha ni arruga, ni cosa parecida; una Iglesia santa

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e inmaculada» (5, 27), una Iglesia purificada de todo aque­ llo que la esclerotiza para ser presencia activa de la libera­ ción de Cristo en el mundo. Y, en fin, vivir la realidad de la Iglesia con espíritu de lucha pacífica (6,12-17) contra todo lo que se opone al pro­ yecto de Cristo. Una oposición que no viene, principalmen­ te, del «ateísmo y la revuelta social», sino de las presunta­ mente cristianas estructuras de injusticia y mentira. Las armas del militante cristiano son enumeradas por el após­ tol hacia el final de la carta: Nuestra lucha no es contra adversarios de carne y hueso sino... contra los que dominan este mundo de tinieblas... Por eso, debéis empuñar las armas que Dios os ofrece, para que podáis resistir... Estad, pues, en pie, ceñida vuestra cintura con la verdad, protegi­ dos con la coraza de la justicia, bien calzados vuestros pies para anunciar el evangelio de la paz. Tened siempre en el brazo el escu­ do de la fe con el que podáis apagar las flechas incendiarias del maligno; usad el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios. Vivid en constante oración guiados por el Espíritu (Ef 6,12-18).

En breve recetario tomado de Efesios (Ef 4, 23-32. 5, 6-21), ¿cómo debemos estar en la Iglesia?: — Sobre todo siendo auténticos en el amor. — Siempre con la verdad por delante. — Como personas acostumbradas a la luz., que no tie­ nen nada que ocultar. — Con buen humor, sin acidez, con buenas y animosas palabras. — Ganando el pan honradamente. — Aprovechando bien el tiempo día a día, hora a hora, minuto a minuto. — Con corazón bondadoso y dispuesto para el perdón. — Sin demagogia.

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— Con sensatez, reflexión, sobriedad y generosidad, pues el mayor idólatra es el avaro — Dóciles y comprensivos con todos.

Quiero acabar este capítulo de la Iglesia y estas pági­ nas a caballo entre la teología y la espiritualidad, entre la reflexión y la confesión personal, con unos conocidos ver­ sos de Pedro Casaldáliga, que hago profundamente míos. Hace años recibí una carta de este obispo-profeta-poeta que me llenó de sano orgullo: «Amigo Victorino, herma­ no, compañero de esperanza. Unidos en la común causa del Reino, sobre todo entre los pobres». Pedro Casaldáli­ ga es profeta y poeta como Jesús, el Cristo, su maestro y mi maestro. Yo, pecador y obispo, me confieso de soñar con la Iglesia vestida solamente de Evangelio y sandalias, de creer en la Iglesia, a pesar de la Iglesia, algunas veces; de creer en el Reino, en todo caso —caminando en Iglesia— Yo, pecador y obispo, me confieso de haber visto a Jesús de Nazaret anunciando también la Buena Nueva a los pobres de América Latina; de decirle a María: «¡Comadre nuestra, salve!»; de celebrar la sangre de los que han sido fieles... Yo, pecador y obispo, me confieso de abrir cada mañana la ventana del tiempo; de hablar como un hermano a otro hermano; de no perder el sueño, ni el canto, ni la risa; de cultivar la flor de la Esperanza entre las llagas del Resucitado.

(De Todavía estas palabras)

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Sugerencias para la oración personal

Balance final

Una sola sugerencia, pero que es suficiente para un largo e in­ tenso espacio de oración que me lleve a pacificarme en mi rela­ ción con la Iglesia, fuente de muchas alegrías, pero también de tantas tristezas y amarguras: ¿Cómo vivo mi pertenencia a la Iglesia? ¿La vivo en agradecimiento, libertad y paz, o con amargura y resentimiento?

Al final de todo este camino, es bueno hacer un balance y un esfuerzo de concreción, para llevar a la práctica de ma­ nera realista las luces recibidas, en actitud de discípulo y «oyente de la Palabra», como diría Karl Rahner.

No se trata de buscar unas recetas de buena conducta, ni de garantizar un futuro perfectamente controlado. ¡Sabe­ mos que tendremos aún que convertimos tantas veces de nuevo! Pero sí podemos intentar crear actitudes renovado­ ras de la propia vida, con autenticidad, en un espíritu de verdad y libertad interior, para descubrir las propias menti­ ras y encararse con ellas. Buscar una reconciliación con la propia historia, viendo con realismo y sin ambigüedad la realidad personal y comunitaria, con confianza en Dios, para no necesitar justificarse.

Para una verdadera puesta en práctica, es necesario co­ menzar por el interior, para descubrir: luces recibidas, con­ vicciones reforzadas, llamadas a la conversión... Y luego, traducirlas al exterior. Decisiones sobre problemas no re­ sueltos o que abren nuevos caminos, pequeños signos para acoger tal o cual don de Dios, respuestas amorosas a tal o cual situación, medios de apoyo para poder seguir fieles en las convicciones. Es necesario poner una especial atención en la expe­ riencia alrededor de la que se está desenvolviendo tu 174

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vida aquí y ahora. Establecer prioridades, opciones que exigen las mejores energías, medios prácticos para reali­ zarlas. Pero siempre sin olvidar que no tienes todas las llaves de tu futuro, que Dios también tiene algo de su parte.

Sugerencias bibliográficas

Acabar reconociendo, alabando y dando gracias a Dios, invitados a la alegría de la esperanza, como María en el Magníficat.

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