Como Hacer Funcionar Nuestra Democracia

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Stephen Breyer Cómo hacer funcionar nuestra democracia El punto de vista de un juez

S ecció n d e O br a s d e P olítica y D er ec h o

CÓMO HACER FUNCIONAR NUESTRA DEMOCRACIA

STEPHEN BREYER

Cómo hacer funcionar nuestra democracia EL PUNTO DE VISTA DE UN JUEZ Traducción

A l f r e d o G u t ié r r e z O r t iz M

ena

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición en inglés, 2010 Primera edición en español, 2017 Breyer, Stephen Cómo hacer funcionar nuestra democracia. El punto de vista de un juez / Stephen Breyer ; pról. y trad. de Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena. — México : FCE, 2017 339 p. ; 21 x 14 cm — (Colee. Política y Derecho) Título original: Making our Democracy Work: A Judge's View ISBN 978-607-16-5388-8 1. Suprema Corte — Estados Unidos de Norteamérica — Historia 2. Suprema Corte — Estados Unidos de Norteamérica — Legitimidad democrática 3. Sepa­ ración de poderes — Estados Unidos de Norteamérica 4. Libertades individuales — Estados Unidos de Norteamérica 5. Seguridad nacional — Estados Unidos de Norteamérica 6. Estados Unidos de Norteamérica — Política y gobierno — Siglo XXII. Gutiérrez Ortiz Mena, Alfredo, pról. II. Ser. III. t. LC KF4575

Distribución mundial Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero Imagen de portada: iSotck/tridland Título original: Making our Democracy Work: A Judge's View, de Stephen Breyer D. R. © 2010, Stephen Breyer Esta traducción se publica por acuerdo con Alfred A. Knopf, un sello de The Knopf Doubleday Group, una división de Random House, LLC. D. R. © 2017, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México www.fondodeculturaeconomica.com Comentarios: [email protected] Tel. (55) 5227-4672

ISBN978-607-16-5388-8 Impreso en México • Printed in México

Dewey 347.731 B258c

SUMARIO Prólogo........................................................................................ 11 Nota del a u to r.......................................................................... 29 In tro d u cció n .......................................................................... 31 P rim e ra p a rte

La confianza de la gente I. Control constitucional: la anomalía democrática . 39 II. Instaurar el control constitucional: Marbury v. M a d iso n ..................................................... 51 III. Los c h e ro k e e s ............................................................ 64 IV. Dred S c o tt..................................................................... 77 V. Little R ock..................................................................... 99 VI. Un ejemplo actu al........................................................125 S e g u n d a p a rte

Decisiones que funcionan VII. El enfoque b á sic o ........................................................135 VIII. El Congreso, las leyes y su p ro p ó sito .....................151 IX. Poder Ejecutivo, actos administrativos y experiencia c o m p a ra tiv a ....................................... 173 X. Los estados y el federalismo: descentralización y su b sid ia rie d a d .........................................................191 XI. Otros tribunales federales: la especialización . . . 212 XII. Decisiones judiciales del pasado: la estabilidad . . 227 T e r c e r a p a rte

La protección de los individuos XIII. Libertad individual: principios constitucionales permanentes y proporcionalidad...............................239 7

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SUMARIO

XIV. El presidente, la seguridad nacional y la rendición de cuentas: el caso K orem atsu...................................255 XV. Las facultades presidenciales: Guantánamo y la rendición de c u e n ta s............................................283 C onclusión...............................................................................309 Apéndice A. Im ágenes............................................................. 317 Apéndice B. Antecedente: la C o r te ........................................327 Agradecimientos......................................................................335 In d ic e ........................................................................................337

Para mis nietos: Clara, Ansel, Eli, Sam uel y Angela

PRÓLOGO ¿Qué tendría que decirle un ministro de la Suprema Corte de Estados Unidos a la comunidad jurídica o al público no espe­ cializado mexicano? Creo que esa interrogante —además de responderse en un diálogo entre el autor y el lector en el que se van reconociendo las coincidencias y pertinencias de los análisis propuestos en el ámbito del interés y la pasión indivi­ duales— se resuelve a partir de una consideración fundamen­ tal: los diseños institucionales de los regímenes constituciona­ les de derecho no difieren sustantivamente los unos de los otros. Esencialmente, la democracia constitucional descansa en tres pilares fundamentales. En primer lugar, una división operativa y funcional de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, cuya relación se establece en un complejo entramado de atribuciones específicas; deferencias a los mandatos y exper­ ticia distintivas, y una concepción independiente que permite que unos actúen como contrapesos de los otros. En segundo lugar, en el respeto, la protección y la garantía de los derechos humanos de las personas sujetas a la jurisdicción de determi­ nado Estado. En tercer lugar, en una Constitución que distri­ buye esas competencias y que enumera esos derechos, y cuya vigencia es defendida a capa y espada por un tribunal consti­ tucional que la concibe como una norma jurídica y no como un pacto político. Además, los dilemas democráticos y protectores de dere­ chos humanos que cualquier tribunal constitucional del mundo enfrenta son indiscutiblemente parecidos y presentan —aun­ que acotados por especificidades históricas y culturales— es­ cenarios fácticos similares y marcos de resolución construidos a partir de un pensamiento jurídico cada vez más compartido y en constante evolución. Por ejemplo, los temas relacionados con la protección de los derechos sociales y la globalización, o la justicia de género y las resistencias culturales y religiosas. Luego, nuestra práctica de control constitucional puede indudablemente nutrirse de la experiencia acumulada por un 11

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país con un diseño institucional similar. En efecto, México cuen­ ta con un sistema jurídico que lo inserta en la familia de los Estados constitucionales democráticos. En principio, el mode­ lo mexicano presenta los elementos básicos de una democracia liberal como la estadunidense —un listado de derechos funda­ mentales, el principio de división de poderes y una forma de gobierno republicana con la separación entre la Iglesia y el Estado—, aunque también recoge los elementos más destaca­ dos de las democracias sociales, lo que la aleja del sistema esta­ dunidense. De hecho, la Constitución mexicana fue la primera en el mundo en reconocer un listado de derechos sociales.1 La Constitución mexicana tiene más de 100 años de vigen­ cia. Fue aprobada en 1917, después de un movimiento revolu­ cionario con un fuerte sentido social. Ese sentimiento de rei­ vindicación social se trasladó a este acuerdo fundacional de la nación mexicana y supuso la incorporación de una serie de preocupaciones sociales a su conjunto de valores éticos míni­ mos. En contraste con el constitucionalismo estadunidense, en los inicios de nuestro constitucionalismo revolucionario, los constituyentes originarios llegaron al consenso de que uno de los principales propósitos del texto constitucional sería pre­ sentar un listado de derechos sociales, reclamables al Estado, en materia laboral, agraria y educativa. Estos derechos adqui­ rieron la forma de prestaciones con cargo al erario y su inten­ ción última era nivelar las condiciones de los grupos más des­ favorecidos por la industrialización del país. Por ello, y de manera consecuente, se determinó consagrar en la Constitu­ ción facultades de rectoría económica del Estado, llamadas a propiciar condiciones de desarrollo nacional equitativas. La Constitución estadunidense, por su parte, no prevé derechos sociales ni tampoco contempla un papel de rectoría económi­ ca para el Estado. Es así mucho más cercana a nuestra gran Constitución liberal: la de 1857. 1 La innovación de los derechos sociales en la Constitución de 1917 llevó a la Suprema Corte de Justicia de la Nación a em itir en los prim eros años de su vigencia (en la identificada Quinta Epoca) una im portante doctrina jurispru­ dencial que dotó de contenido jurídico a esos derechos; cabe mencionar crite­ rios en m ateria de derecho de huelga, derecho al trabajo, salario mínimo, de­ rechos laborales, derechos ejidales y agrarios, derecho a la educación, entre otros.

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No obstante, la Constitución de 1917 reiteró en su núcleo las propiedades de la Constitución de 1857, diseñada y apro­ bada por la generación política más liberal e ilustrada de la historia de México. Esa generación tomó como modelo de ins­ piración la Constitución estadunidense, aprobada en 1787 en Filadelfia. La actual Constitución mexicana conserva un listado de derechos civiles, muy similares a los consagrados en las pri­ meras 10 enmiendas de la Constitución estadunidense; además prevé una clara separación entre la Iglesia y el Estado, un mo­ delo de división de poderes, un sistema presidencialista, un sis­ tema federal, con un gobierno federal de poderes limitados, un poder legislativo bicameral y estados con poderes residuales, respecto de los de la federación, unidos en un pacto federal. Aunque estos rasgos otorgan similitud a los dos modelos de México y Estados Unidos de Norteamérica, no es ahí donde radica la similar posición de sus cortes supremas, sino, más bien, en la consolidación de una práctica institucional especí­ fica: el control constitucional de las leyes y actos de los otros poderes públicos. Facultad que —como el ministro Breyer tra­ ta de argumentar en este libro— es crucial (tanto en el sentido de fundamental como de instrumental) para la vigencia y pre­ servación de la democracia como un régimen de división de poderes, sujeto a la voluntad popular y garante de los derechos de las personas. Ciertamente, no puede concluirse que el proceso de con­ solidación de esa práctica institucional se desenvuelve en mo­ mentos y con estrategias idénticas en ambos países. Estados Unidos tiene un modelo constitucional con más de 200 años de operación, en el cual las facultades y atribuciones de los jueces para controlar la constitucionalidad de las leyes se han aceptado desde la resolución de la sentencia de la Suprema Corte en el caso Marbury v. Madison en 1803, presentado y dis­ cutido en este libro. En ese caso seminal, la Suprema Corte de los Estados Unidos resolvió que una ley que le otorgaba com­ petencias mayores a las que le reservaba explícitamente la Constitución era inconstitucional y no debía aplicarse. Dado que las facultades de control constitucional de la Suprema Corte de los Estados Unidos fueron afirmadas pretorianamente, los ministros de ese país tuvieron que justificar sus poderes de intervención en la política a la luz del modelo democrático.

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Una intervención que ahora se entiende sin duda como legíti­ m a —tal como nos narra el ministro Breyer en la primera par­ te de su libro— pero que atravesó distintas crisis con motivo de la emisión de sentencias que fueron rechazadas por una parte importante de la población, por las opiniones documen­ tadas de la época, y por las críticas más actuales (por ejemplo, Dred Scott v. Sandford de 1857, una sentencia que la crítica posterior ha caracterizado no sólo como una de las peores de la historia judicial norteamericana sino, incluso, como una contribución al estallido de la Guerra Civil, y en la cual la Cor­ te concluyó que los esclavos no podrían ser titulares de los derechos y prerrogativas de los ciudadanos estadunidenses, a pesar de que un estado los considerase libres). Breyer, a partir de una revisión histórica —por cuanto mira a las sentencias como ocurridas en un tiempo y espacio precisos, es decir, como hechos históricos— y jurídica —por cuanto identifica los dilemas jurídicos y plantea las preguntas constitucionales que fueron materia de las decisiones y las que debieron haberlo sido— de precedentes seminales de la Corte estadunidense demuestra empíricamente dos cuestiones fun­ damentales para debatir si la existencia de la facultad de con­ trol constitucional contribuye a la democracia. La primera es que un tribunal constitucional puede construir su legitimi­ dad y convencer a la gente de la validez de sus decisiones; la segunda es que para lograrlo el tribunal constitucional debe reconocer y defender sus atribuciones al tiempo que recono­ ce la particular experiencia y los mandatos constitucionales de otros poderes. El juez concluye que, en la actualidad, el pueblo estadu­ nidense acepta y acata las decisiones de su Corte Suprema, y la comunidad jurídica admite sus interpretaciones constitu­ cionales, no sólo en casos fáciles y de amplio consenso, sino, incluso, en aquellos que versan sobre normas imprecisas e in­ determinadas respecto de las cuales personas razonables pue­ den tener desacuerdos legítimos. Sin embargo, Breyer insiste, esta confianza no debe darse por sentada y resuelta de una vez por todas. Por el contrario, constituye un trabajo continuo de los jueces. Un trabajo que debe descansar, por cierto, en su entendimiento jurídico y en una preocupación legítima por los derechos y las deferencias democráticas, que no en cálcu­

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los políticos. Los jueces, asegura, son muy malos meteorólogos políticos. Es esta confianza la que soporta la legitimidad de los jue­ ces como últimos intérpretes de la Constitución, en particular en la resolución de temas que dividen fuertemente a la socie­ dad y donde el desacuerdo es democráticamente factible, esperable y razonable. Por ejemplo, el célebre caso Roe v. Wade (1973), donde la Corte reconoció que el derecho a la privaci­ dad —protegido por la Decimocuarta Enm ienda— abarcaba la decisión de interrum pir un embarazo hasta antes del tercer trimestre, o la resolución del caso Bush v. Gore (2000), en el cual la Corte decidió negar el recuento de votos de la elección presidencial de 2000 en el estado de Florida. La trascendencia de este fallo, tal como nos lo explica el ministro Breyer, es que prácticamente decidió una elección presidencial muy contro­ vertida a favor de George Bush. Ambos casos fueron resueltos —como puede suponerse— en un contexto de división razo­ nable sobre el significado y alcance de normas constitucionales hasta cierto punto ambiguas. La premisa fundamental de Bre­ yer es que la Corte estadunidense ha logrado —y tiene que se­ guir logrando— que la gente y el resto de las instituciones crean en ella a partir del papel que ha desempeñado como guardián de los derechos de las personas. Incluso cuando la sociedad se opone a sus conclusiones, esta oposición se plan­ tea en términos jurídicos, y se entiende que la Corte —aunque con una perspectiva que puede no ser compartida— ha resuel­ to también en esos términos y optado siempre por proteger los derechos de alguien. En México, esta “confianza del pueblo” en la Suprema Corte ha recorrido un camino distinto. La consolidación de nuestro tribunal constitucional, encargado de proteger los derechos de las personas y velar por el modelo democrático, supuso un desenvolvimiento propio. Para empezar, nuestra Constitución vigente apenas cumple su primer siglo. Aunque nuestro texto es pionero en Latinoamérica en regular un medio de control constitucional, como es el juicio de amparo, lo cier­ to es que la consolidación de la justicia constitucional —para la resolución de cualquier problema constitucional y no sólo los relacionados con la defensa de las personas frente a los ac­ tos de autoridad con consecuencias precisas y acotadas al

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conflicto concreto— se ha logrado de manera incremental a lo largo de la historia. Uno de los puntos culminantes de esta historia es, sin duda, la reforma de 1994. En ella se asignaron a la Suprema Corte de Justicia las competencias necesarias para convertir­ la en un tribunal constitucional. En otras palabras, durante gran parte de este primer siglo, la Constitución era concebida como un pacto político o como un conjunto de decisiones po­ líticas ajenas a la lógica judicial. Además, la vida política prácticamente no se judicializó como en Estados Unidos. Así, en ausencia de cimientos institucionales para el ejercicio de ciertas facultades de supervisión constitucional, resultaría in­ correcto —desde mi punto de vista— asignar a la Suprema Corte un papel de guardián de los derechos de minorías o grupos en condiciones de desventaja histórica frente a los ex­ cesos del poder político en los momentos más importantes del prim er siglo de la Constitución. Por tanto, la relación de la Suprema Corte con la consolidación del modelo demo­ crático en México es todavía una obra en construcción y no, como en Estados Unidos, un hecho —hasta cierto punto— consumado. A pesar de las diferencias notables surgen innegables pa­ ralelismos que pueden, justamente, ser identificados porque aunque la historia no ocurra al mismo tiempo, ni los impulsos sean los mismos, los relatos se cruzan, y me parece que las lecciones del trayecto estadunidense —tal como lo demuestra la lectura de este libro— en la construcción de la legitimidad democrática de su Suprema Corte son del todo pertinentes para nuestro particular momento. Esto es, se pueden com­ parar los roles institucionales de ambos tribunales constitu­ cionales. Si el ministro Breyer defiende la postura de que el éxito de la implementación de la democracia constitucional depende de que las decisiones de la Suprema Corte se preocu­ pen por hacer funcionar el sistema estadunidense de gobierno establecido por su Constitución y de que estas decisiones se relacionen con los principios de su Constitución de manera contextual y presente, en México nuestro máximo tribunal ha emprendido tareas semejantes, una vez implementada la prác­ tica del control constitucional: la protección de los derechos de personas o grupos históricamente desaventajados y la ga­

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rantía de que el ejercicio del poder público se sujete en todo momento a las formas democráticas. Breyer afirma a lo largo de su libro que la Constitución contiene principios que han sido vistos por la Corte estaduni­ dense como herramientas prácticas de gobierno. Por ello, al utilizarlos como parámetro de validez, ese tribunal ha busca­ do darles funcionalidad en la realidad cotidiana. En esto radi­ ca la responsabilidad de un tribunal constitucional: garanti­ zar la factibilidad y operatividad —la funcionalidad— de la democracia. En mi opinión, recientemente la Corte mexicana ha asumido una responsabilidad similar. Esto es, limitar y redirigir —cuando ha sido necesario— el poder público para que logre su potencial creativo conforme al ideal democráti­ co. Éste ha sido el papel asumido desde 1994, cuando se otor­ gó a la Corte la facultad exclusiva de conocer las controversias constitucionales y las acciones de inconstitucionalidad. Me parece que hoy día es claro que cuando se ocupa de estos asuntos, la Corte no sólo resuelve diferendos políticos, sino que permite la operación práctica y la articulación funcional de los principios de división de poderes y federalismo en esos conflictos. Adicionalmente, desde 1996, con la reforma al ar­ tículo 105 constitucional, la Corte tiene competencia exclusiva para resolver, mediante las acciones de inconstitucionalidad, la validez de las leyes en materia electoral. Ha recibido, enton­ ces, el encargo directo de velar y hacer funcionar el modelo democrático en el país, introduciendo en la conversación lí­ mites constitucionales a las facultades de los poderes que se expresan en la adopción de las reglas del juego para la confor­ mación de la representación política. En mi opinión, el papel de la Suprema Corte, como guar­ dián del modelo democrático, se ancla en tres factores que es necesario considerar cuando se recorran las páginas de este libro. Esta orientación conceptual de la lectura nos permitirá identificar las herramientas interpretativas que son suscepti­ bles de ser trasladadas a las discusiones de la jurisdicción constitucional mexicana. En primer término, la decisión que tomamos como país de regimos por una Constitución escrita, la que hemos enten­ dido de una manera progresiva como norma jurídica y no sólo como texto político, que nos entrega un conjunto justiciable

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de derechos subjetivos que, en sede constitucional, se definen no sólo como el conjunto de atribuciones y reclamos que pue­ den deducirse de cierto derecho, sino en el contenido de las obligaciones que corresponden al Estado y sus autoridades para su realización y vigencia efectiva. En segundo lugar, la decisión del Constituyente Permanente de enmendar el texto constitucional en ocasiones recientes (1994 y 2011) para posicionar progresivamente a la Suprema Corte como un genuino tribunal constitucional. Por último, la determinación de la Corte de asumir activamente su papel de guardián de los dere­ chos de personas o grupos históricamente desaventajados y una forma de autogobierno democrático con el reconocimien­ to expansivo del ámbito de lo justiciable —de un limitado ám­ bito de las garantías individuales a uno más amplio que inclu­ ye, ahora, los derechos humanos, la democracia, el federalismo y la división de poderes—. Innegablemente, los tres factores están relacionados entre sí. El hecho de que la Constitución se conciba progresivamen­ te como norma jurídica ha sido posible por la ampliación de las facultades de control constitucional de la Corte mexicana. Esta concepción surge como resultado, a su vez, de un proce­ so impulsado por las reformas constitucionales mencionadas. Más concretamente, en 1994 se otorgan a la Suprema Corte las facultades de resolver, por un lado, controversias consti­ tucionales, que permiten participar en el debate democrático —enmarcado en sus competencias y atribuciones constitucio­ nales— a los distintos niveles de gobierno y órganos origina­ rios de la Constitución, y por otro, acciones de inconstitucionalidad que conducen a un debate democrático —arbitrado por la Suprema Corte— a las minorías legislativas, el procura­ dor general de la República, los partidos políticos y las comi­ siones de derechos humanos para solicitar el análisis, en abs­ tracto, de cualquier norma general a la luz de cualquier parte de la Constitución. Por otro lado, en 2011 no sólo se amplió el catálogo de derechos constitucionales justiciables con la inclu­ sión de las normas internacionales de protección de derechos humanos, sino que se renovó el juicio de amparo para conver­ tirlo en un genuino juicio de control constitucional y de pro­ tección de derechos humanos. En resumen, la Suprema Corte mexicana se desempeña

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como un tribunal constitucional y de sus criterios ha dependi­ do que los derechos humanos sean efectivamente oponibles a las autoridades públicas. Estos criterios configuran jurispru­ dencia vinculante para todos los jueces del país y afectan, fi­ nalmente, la vigencia de los derechos en la vida cotidiana de personas concretas. También marcan las áreas de actuación de cada autoridad dentro de las cuales puedan ejercer creati­ vamente sus responsabilidades públicas, en especial aquellos históricamente más precarios institucionalmente como son los municipios y los estados. Por su parte, el modelo estadunidense de control constitu­ cional no requirió de reformas estructurales similares a las nuestras. Allá la concepción de la Constitución como norma jurídica fue anterior y sirvió de premisa para fundamentar el control constitucional de las leyes. No hay nada en el texto constitucional de Filadelfia de 1787 que hable de las faculta­ des de la Suprema Corte para pasar revista a las leyes. Esta facultad fue derivada casi naturalmente de la facultad entrega­ da a los jueces de decir el derecho. Determinar el derecho apli­ cable requirió, entonces, buscarlo, incluso, en la Constitución, de donde se extrajeron las normas jurídicas necesarias para resolver casos concretos. La operación parecía sencilla. Si de acuerdo con la cláusula de supremacía constitucional prevista en su artículo 6o —equivalente al artículo 133 de la Constitu­ ción mexicana—, la Constitución es superior a las leyes, la fa­ cultad de controlar la validez de éstas resulta inherente a to­ dos los jueces del país, siempre que sea necesario para resolver un caso o controversia. Éstas son las consideraciones medula­ res de la sentencia Marbury v. Madison. Aunque Marbury v. Madison de 1803 fue la sentencia que fundamentó el control constitucional de las leyes, la Suprema Corte de Estados Unidos acudió a dos doctrinas adicionales para poner dicho control al servicio de los derechos de las per­ sonas. En Estados Unidos, el catálogo de derechos estableci­ dos en la Constitución original (el Bill of Rights) fue conside­ rado sólo oponible ante la federación. Se pensó que los estados no requerían un límite similar, ya que los derechos se garanti­ zaban con sus procesos políticos internos. Después de la Gue­ rra Civil, la Constitución estadunidense se reformó para incluir los derechos mínimos de los nuevos ciudadanos liberados de

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la esclavitud frente a los estados. Sin embargo, el listado no era similar al aplicable a la federación, y la historia demostró que no se podía confiar en los procesos políticos locales para proteger los derechos de las minorías. Era claramente necesa­ ria una protección constitucional. Como respuesta, la Corte estadunidense construyó la doctrina de "la incorporación", se­ gún la cual, mediante la cláusula del debido proceso, oponible a los estados mediante la Decimocuarta Enmienda, se suman la mayoría de los derechos del Bill o f Rights a favor de los ciu­ dadanos contra los estados. Con esta doctrina, la Corte esta­ dunidense resolvió Gitlow v. New York en 1920. De acuerdo con ella, 10 enmiendas de la Constitución, salvo contadas ex­ cepciones, aplican a los estados. Así, sus actos se sujetarán al parámetro de control constitucional reconfigurado con los de­ rechos antes aplicables sólo a la federación. Una segunda doctrina importante fue aquella en que la Corte estadunidense trajo al presente el catálogo de derechos del Bill of Rights (de 1789), y dedujo de él derechos “no enu­ merados”: derecho al aborto, a la libertad sexual, a formar una familia, a criar a los hijos, etcétera. No me refiero a la cons­ truida en Lochner v. New York, cuando los ministros de la Cor­ te estadunidense pretendieron sustituir la filosofía económica de los legisladores por la de ellos al considerar que el debido proceso protege también libertades económicas ligadas a un pensamiento libertario. Me refiero, más bien, a la doctrina del debido proceso sustantivo consolidada por la Corte Warren,2 doctrina que ha permitido la protección de los derechos de personas o grupos en desventaja histórica y que arrancó con la sentencia en el caso Griswold v. Connecticut. En México, por el contrario, el poder de los jueces de con­ trolar la validez de las leyes ha tenido una regulación detalla­ da que indica las condiciones de esta práctica. En otras pala­ bras, es una institución reglada y no extraída implícitamente del texto constitucional. La Constitución de 1917 recogió, en 2 Con este nom bre se suele referir al periodo de la Suprema Corte que co­ rrió de 1953 a 1969, durante el cual Earl W arren se desempeñó como "Chief Justice" de la Corte; conocido por la emisión de criterios liberales que am plia­ ron los derechos civiles, modificó el entendim iento de las facultades de con­ trol constitucional, para ponerlas al servicio de las minorías, y la extensión del poder del gobierno federal.

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sus artículos 103 y 107, la regulación del juicio de amparo in­ troducido en constituciones previas.3 Mediante este juicio, la Constitución otorgó a los jueces federales la facultad de cono­ cer de aquellos juicios interpuestos por las personas por viola­ ción de sus “garantías individuales”. Sin embargo, al dejar fuera a la materia electoral y no regular un juicio de control constitucional que estuviera a disposición de los distintos po­ deres y niveles de gobierno o de las minorías legislativas, la parte “orgánica” de la Constitución tuvo más bien un entendi­ miento político, más que jurídico, lo que provocó que los pro­ blemas políticos —y con ello las discusiones constitucionales sobre democracia y división de poderes— no encontraran una instancia de resolución judicial ni tuvieran que debatirse en términos normativos. Con base en este modelo, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ejerció un control constitucional limitado, que le permitió consolidar el valor normativo de la Constitución has­ ta un cierto grado, dado el criterio sostenido de que sólo las garantías individuales,4 y no otro tipo de contenidos constitu­ cionales, integraban el parámetro de control constitucional. Aunque desde 1917, en el artículo 105 constitucional, se pre­ vén las controversias constitucionales, su uso fue muy escaso —tal vez por su falta de reglamentación—. De hecho, no fue sino con la reforma constitucional de 1994 que dicho juicio se reglamentó para abrir sus supuestos de procedencia y es, en­ tonces, junto con la creación de las acciones de inconstitucionalidad, cuando la Corte se convierte en un verdadero tribu­ nal constitucional, con una arquitectura semejante a la de los tribunales europeos de la posguerra. Así es como el resto 3 Este juicio fue regulado en la Constitución de 1857, no obstante haberse ideado originalmente en 1841. 4 Quinta Epoca, Prim era Sala, Semanario Judicial de la Federación, tomo cvi, p. 1355, g a r a n t ía s in d iv id u a l e s , v io l a c ió n a l a s . Se dice que un acto de auto­ ridad viola las garantías individuales cuando infringe, en perjuicio de una persona ñsica o moral, alguno de los derechos establecidos en los artículos 2o a 28 de la Constitución federal, ya que el artículo Io contiene una declaración general y el artículo 29 establece el procedimiento para suspender las garan­ tías individuales. Amparo penal. Revisión del auto que desechó la demanda 3393/50. Rojas Guadalupe. 13 de noviembre de 1950. Mayoría de tres votos. Disidentes: Fem ando de la Fuente y Teófilo Olea y Leyva. Relator: Luis G. Co­ rona Redondo.

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de la Constitución —división de poderes, federalismo y demo­ cracia— se tom a justiciable. En cuanto a la segunda de las reformas constitucionales, la de 2011, conviene recordar que no sólo renovó el juicio de amparo, sino que transformó —o debería hacerlo— nuestro entendimiento sobre los derechos de las personas sujetas a la jurisdicción del Estado y sobre la Constitución como su fuen­ te inmediata. El artículo Io estableció el derecho de todas las personas a gozar de los derechos plasmados en ella y en los tratados internacionales de derechos humanos de los que Mé­ xico sea parte, así como la obligación de toda autoridad —en el ámbito de su competencia— de respetar, proteger, garanti­ zar y promover esos derechos. Con esto se produjo una recon­ figuración del parámetro de control constitucional. Si la reforma constitucional de 1994 inauguró a la Corte como guardián del modelo democrático, del federalismo y del principio de división de poderes, con la reforma de 2011 se le otorgaron dos mandatos explícitos: proteger la vigencia de los derechos humanos, en particular de aquellas personas o gru­ pos que han padecido una discriminación histórica y siste­ mática, y cerciorarse de que el resto de los poderes públicos pongan en el centro de sus responsabilidades y ejercicios de gobierno a las personas y sus derechos. Por otro lado, la justiciabilidad de los derechos se basa en dos doctrinas recientes de la Corte mexicana, que pueden ser comparadas con las doc­ trinas antes mencionadas, pues con ellas se expandió y reconfiguró el parámetro de control constitucional. En la primera, contenida en el asunto varios 912/2011, nuestra Corte descentralizó el control constitucional de las le­ yes en todos los jueces del país y no sólo en los federales, adoptando la teoría detrás de Marbury v. Madison, esto es, esta­ bleció el control difuso de constitucionalidad. Mediante la se­ gunda doctrina, adoptada a partir de la contradicción de tesis 293/2011, la Corte amplió el parámetro de control y dio lugar a una concepción sustantiva de los derechos humanos, a car­ go de los jueces, con efectos similares a los logrados con las doctrinas de la incoloración y del debido proceso sustantivo, pues determinó que debe incorporarse al derecho internacio­ nal de los derechos humanos como parámetro de validez. La primera doctrina se construyó en la sentencia emitida

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por la Suprema Corte mexicana con motivo del expediente abierto para consultar la forma de cumplir la sentencia de condena al Estado mexicano, emitida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el caso Rosendo Radilla Pa­ checo contra México.5 El 14 de julio de 2011 la Suprema Corte de Justicia de la Nación resolvió el expediente. La principal decisión fue modificar la interpretación del sistema de justicia constitucional para sostener que el control de validez de las leyes no era facultad exclusiva de los jueces federales en los procesos expresamente previstos en la Constitución para ello. Esta interpretación fue similar a la adoptada por la Corte es­ tadunidense en el caso Marbury v. Madison, según la cual un debido entendimiento de la cláusula de supremacía consti­ tucional conduce a la conclusión de que todos los jueces, no importa su fuero o especialidad, deben preferir la Constitu­ ción por encima de cualquier norma o ley para decidir los ca­ sos o controversias de su conocimiento. Aunque no la comparto, no puedo, en honradez intelec­ tual, afirmar que la interpretación histórica de la Corte mexi­ cana, previa al caso Radilla, era arbitraria. En mi opinión, más bien, se fundaba en un sistema de justicia constitucional 5 El señor Rosendo Radilla Pacheco fue presidente municipal en el estado de Guerrero, en México, en la década de los setenta, al cual se ligó un lideraz­ go social en su comunidad. Fue detenido ilegalmente en un retén m ilitar el 25 de agosto de 1974 y fue visto por últim a vez en un cuartel m ilitar en ese mis­ mo estado. En esa época se registraron diversas detenciones ilegales y desa­ pariciones de personas que eran identificadas como opositoras al régimen. Los historiadores registran la década de los setenta como aquella de la "gue­ rra sucia”. Desde su detención, los familiares del señor Radilla denunciaron esta si­ tuación ante las autoridades de procuración de justicia. En 2005 la Fiscalía Especial de Delitos Federales de la Procuraduría General de la República ( p g r ) consignó el caso ante un juez penal, por el delito de privación de la liber­ tad. Sin embargo, el proceso fue llevado ante la justicia militar, por resolu­ ción de la autoridad civil. En el fuero m ilitar el juicio se sobreseyó por el falle­ cimiento del procesado. Ante esta situación, se inició una denuncia ante el sistema interamericano, que finalizó con una sentencia de la Corte Interam ericana de Derechos H u­ manos, em itida el 23 de noviembre de 2009, por la cual se condenó al Estado mexicano por violación de derechos hum anos. Como parte de dicha condena, la sentencia ordenó una serie de medidas de reparación que llevó a las autori­ dades mexicanas a realizar cambios estructurales en su sistema de adm inis­ tración de justicia.

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expresamente regulado en la Constitución, mediante un juicio recogido desde la Constitución de 1B57, y dos juicios disponi­ bles para los poderes públicos y niveles de gobierno. Este arreglo normativo rígido y estricto —por llamarlo de algún modo— permitía la conclusión a la que arribaron anteriores integraciones de la Suprema Corte respecto a que correspon­ día sólo a los jueces federales controlar la validez de las leyes.6 Al resolver sobre el cumplimiento de la sentencia en el caso Radilla, la Suprema Corte mexicana observó que la ar­ quitectura constitucional había cambiado. En junio de 2011 el Constituyente reformó sustantivamente el artículo Io cons­ titucional para incorporar el corpus iuris de los derechos hu­ manos a la Constitución. Además, estableció la obligación de todas las autoridades de garantizar el cumplimiento de tales derechos, disposición constituyente que fue interpretada como una superación irrefutable del criterio previo de la Corte. Algo así como si todas las autoridades —en el ámbito de sus res­ pectivas competencias— deben velar por los derechos hum a­ nos que tienen como fuente la Constitución, los jueces —en el ámbito de su competencia jurisdiccional— tienen idéntico de­ ber: es justo su capacidad de decir el derecho lo que los obliga a preferir el alcance protector de la Constitución por encima de las disposiciones secundarias, ya sea descartándolas o ajus­ tándolas interpretativamente para que cumplan con las finali­ dades protectoras de la Constitución. Un par de años después de Radilla, en septiembre de 2013, la Suprema Corte resolvió dos casos, en los cuales debía diri­ mir una contradicción de criterios de los tribunales colegia­ dos de circuito, surgidos de la discusión sobre qué tipo de normas debía utilizarse como parámetro de control.7 La Corte emitió dos criterios importantes. En el primero dijo que el pa­ rámetro de control constitucional se conforma por igual con las normas previstas en el texto constitucional, así como por 6 Véase la tesis de jurisprudencia 74/99 del Tribunal Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, visible en la p. 5 del tomo X (agosto de 1999) del Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, de rubro: " c o n t r o l d if u s o DE LA CONSTITUCIONALIDAD DE NORMAS GENERALES. NO LO AUTORIZA EL ARTÍCULO 33 DE LA CONSTITUCIÓN” .

7 Se trata de las contradicciones de tesis 293/2011 y 21/2011, resueltas por el Tribunal Pleno en las sesiones del 3 y 9 de septiembre de 2013.

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todos los derechos humanos reconocidos en los tratados in­ ternacionales de los que México sea parte, siendo vinculantes las interpretaciones de la Corte Interamericana a propósito de éstos, salvo que la Constitución contenga una restricción ex­ presa. En el segundo caso, la Corte determinó que el principio de supremacía constitucional imponía a la Suprema Corte el de­ ber de cumplir un doble papel. Por una parte, ser el guardián de un sistema de fuentes jurídicas positivadas en la Consti­ tución; por otra, ser el guardián de los principios básicos del sistema. Es decir, entendió que el principio de supremacía cons­ titucional era doble y no sólo involucraba la supremacía de una jerarquía normativa de reglas, sino también la jerarquía axiológica de ciertos postulados, como el reconocimiento de los derechos humanos y la dignidad humana. Con esta segunda doctrina de la Corte mexicana se instaura un parámetro de control equivalente al establecido con la doc­ trina estadunidense del debido proceso sustantivo de la Corte estadunidense. Como la Corte mexicana en el corpus iuris de los derechos humanos, la Corte estadunidense ha encontrado en la Decimocuarta Enmienda una protección a libertades fundamentales, que se extiende a ciertas decisiones persona­ les centrales para la dignidad individual y la autonomía, in­ cluyendo decisiones íntimas que definen la identidad personal y las convicciones propias. Éstos son algunos de los cobijos institucionales que posicionan a nuestra Corte como garante del funcionamiento de nuestra democracia. Esto es particularmente cierto si enten­ demos la democracia como un régimen de acción-contención de los poderes públicos, donde la gente participa no sólo en la elección de quienes los gobiernan o representan, sino en la me­ dida en que sus necesidades básicas y derechos fundamenta­ les son satisfechas y garantizados, respectivamente. Así, aun­ que después de haber recorrido caminos históricos distintos, las supremas cortes de ambos países están llamadas a desem­ peñar la responsabilidad similar de participar en el diálogo democrático y de vigilar el cumplimiento de los principios rectores de ese régimen tal como fue pretendido por sus res­ pectivos constituyentes. Con esta traducción del libro original del ministro Breyer

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Cómo hacer funcionar nuestra democracia he querido poner a consideración de los lectores —público especializado o no— un instrumento didáctico para la discusión sobre temas cen­ trales para la justicia constitucional mexicana. En particular, el dilema que motiva al ministro Breyer, como él mismo nos dice, a escribirlo: qué papel reserva el diseño democrático a la vigilancia que se emprende desde la justicia constitucional, y cómo deben aproximarse los jueces al reclamo por una mayor justiciabilidad de la actuación de las ramas políticas de go­ bierno de m anera que el sistema democrático de toma de deci­ siones se preserve. En la medida en que se dan nuevas formas de interven­ ción de las autoridades en la vida pública desconocidas para los autores de la Constitución mexicana, ¿los jueces deben aceptar la reducción de los espacios todavía reservados a la discreción política de los poderes políticos? De ser así, y si los jueces no deben sustituir a los representantes populares en la toma de decisiones, ¿cómo controlar la validez material de las políticas públicas? ¿Cómo puede la Corte mexicana conseguir la confianza de la sociedad como último intérprete constitu­ cional en problemas que la dividen profundamente ? Las cortes constitucionales —la nuestra incluida— actúan en medio de circunstancias que representan retos enormes al modelo constitucional democrático de derecho como las ame­ nazas a la seguridad humana por el terrorismo o la delincuen­ cia organizada; el incremento de la intervención regulatoria del Estado en sectores y mercados mediante funcionarios téc­ nicos no elegidos democráticamente, y el creciente reclamo de reconocimiento de las diferencias en una sociedad multi­ cultural; todas estas nuevas circunstancias que exigen la adap­ tación de principios constitucionales formulados originalmen­ te muchos años atrás. Finalmente, que los derechos fundamentales en ambos países sean una realidad para las personas depende de la vita­ lidad de su justicia constitucional. Es vital, entonces, que la Corte mexicana consolide su compromiso institucional enta­ blando un diálogo con tribunales de otros países. En realidad, los Estados constitucionales de derecho no sólo enfrentan problemas y amenazas comunes, sobre todo comparten aspi­ raciones democráticas.

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Por último, me gustaría agradecer muy especialmente a Adriana Ortega Ortiz y a Karla Quintana Osuna, así como a Ga­ briela Cortés, Patricia del Arenal, David García Sarubi, Zamir Fajardo y Roberto López Vides, por sus aportaciones, sugeren­ cias y comentarios sobre versiones preliminares de esta tra­ ducción. Sin todos ellos, este trabajo no hubiera sido posible. A lfred o G u tiér r ez O rtiz M ena

NOTA DEL AUTOR Mi objetivo al escribir este libro es lograr que el común de la gente comprenda las tareas que lleva a cabo la Suprema Corte de los Estados Unidos. Los Constituyentes o Padres Fundado­ res —como suelen llamarse— y la historia han hecho de la Corte la intérprete definitiva del significado de la Constitución y la encargada de responder una serie de preguntas sobre cómo debe gobernarse ese complejo y enorme país. Por tanto, es muy importante que la gente conozca la manera en que la Corte cumple con estas dos tareas. He querido facilitar esa comprensión explicando, en principio, cómo es que la Corte reconoció que tenía la competencia para declarar la inconstitucionalidad de las leyes federales, mostrando cómo y por qué llegó a ser dudoso si acaso la gente implementaría esas deci­ siones y, finalmente, explicando por qué —desde mi punto de vista— la Corte puede y debe ayudar a que la Constitución y la propia ley funcionen adecuadamente para los estadunidenses de este tiempo. Este libro es obra de un juez, de un miembro de la Corte, y contiene fundamentalmente mis propias reflexiones sobre la Corte y el derecho. Cuando reviso un caso, incluyendo aqué­ llos resueltos tiempo atrás, puedo intentar imaginar cómo se sintió o en qué y cómo pensaba quien lo resolvió, pero no pue­ do abordar el tema como un historiador, un politólogo o un sociólogo. Por ello, cuando hago descripciones históricas, és­ tas descansan esencialmente en fuentes autorizadas. Es imprescindible para mí que las personas que no son abogadas entiendan el trabajo de la Corte. Así que me he pro­ puesto que este libro resulte accesible para el público en gene­ ral. Pocos capítulos abordan cuestiones complicadas y técni­ cas. Cuando esto ocurre, también presento la discusión de manera accesible para que cualquiera pueda captar el plan­ teamiento general, aunque no distinga todos los detalles. Lo mismo hago con la línea argumentativa de algunos casos, en la que sólo conservo los elementos cruciales de la decisión y 29

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NOTA DEL AUTOR

prescindo de otros que, aunque componen la decisión y fue­ ron tomados en cuenta para adoptarla, no considero funda­ mentales. Espero que algunos lectores profundicen en los ca­ sos mediante su lectura directa. Los casos aquí presentados están disponibles y pueden obtenerse fácilmente en la página web de la Suprema Corte de los Estados Unidos: www.supremecourt.gov (conviene aclarar que, al exponer y discutir lo di­ cho en esas decisiones, me baso exclusivamente en los regis­ tros existentes). Para los curiosos sobre el proceso y forma en que se tomaron esas decisiones, he incluido en el Apéndice B una breve descripción del trabajo de la Corte, así como algu­ nos puntos esenciales sobre la Constitución de los Estados Unidos. Sugiero que todos, salvo los lectores expertos, se acer­ quen a ese apéndice antes de leer la segunda y tercera partes. Finalmente, espero que este libro resulte ilustrativo e intere­ sante para el público en general, especializado o no.

INTRODUCCIÓN Día tras día veo estadunidenses de todas las razas, religiones, procedencias y puntos de vista intentando resolver sus dife­ rencias en los tribunales. No siempre ha sido así. En otra épo­ ca, tanto en los Estados Unidos como en el resto del mundo los individuos y las comunidades enfrentaban estas diferen­ cias en las calles y con violencia, y no en un tribunal ni al am­ paro de la ley. Como estadunidenses, agradecemos la tradición y las instituciones que nos han permitido encontrar mejores opciones. Y no sólo esperamos, sino también creemos, que en el futuro continuaremos resolviendo estas disputas en el mar­ co de la ley, de la misma forma en que estamos seguros de que continuaremos celebrando elecciones para presidente o para el Congreso. Estas convicciones y certezas demuestran la for­ taleza de nuestra Constitución* y de las instituciones que ésta ha creado. La forma y el lenguaje de la Constitución han propiciado su vigencia. El documento es corto —siete artículos y 27 en­ miendas— y se enfoca, principalmente, en estructurar nuestro gobierno. Sus preceptos constituyen un conjunto simple y co­ herente que permite a cualquiera, aun sin conocimiento técni­ co, comprender el documento y el gobierno que éste establece. Por otro lado, el documento enlaza, clara y directamente, la autoridad gubernamental con la única fuente de legitimidad del poder: "Nosotros el pueblo”. Las palabras en papel, sin importar qué tan sabias sean, no bastan para preservar una nación. Así lo sostuvo Benjamín Franklin cuando, en 1787, dijo a una mujer de Filadelfia que lo cuestionó: la Convención Constitucional creó "una repúbli­ ca, señora, si usted puede mantenerla”. La separación de po­ deres que propone la Constitución —el Congreso, el Ejecutivo * En lo sucesivo se acogerá el lenguaje del ministro Breyer, entendiendo que cuando se usa el posesivo para designar un país, leyes, instituciones, cor­ tes, etc., se refiere a los Estados Unidos de América. Cuando sea diferente, esta traducción lo aclarará. [T.] 31

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y la Judicatura— tiene la intención de crear una forma de go­ bierno que garantice que la democracia y la libertad no sean promesas vacías. Pero ¿qué permitiría a la Constitución fun­ cionar no sólo teóricamente, sino también en la práctica? ¿Cómo podría la nación asegurarse de que los límites de la Constitución sean respetados, que nuestros ciudadanos dis­ fruten de las importantes protecciones que incorpora, que nuestro sistema legal resuelva las disputas de forma justa e imparcial, y que nuestros tribunales impartan justicia? Alexander Hamilton, junto con muchos otros constituyen­ tes, pensó que una Suprema Corte sería parte de la respuesta. La Corte interpretaría la ley y, en consecuencia, reforzaría los límites de la Constitución. Una Corte de esa naturaleza ayu­ daría a asegurar un sistema político democrático y a salva­ guardar los derechos y las libertades individuales. De hecho —como lo señaló el historiador Gordon Wood—, “a través de la protección de los derechos de las minorías de todo tipo en contra de las mayorías populares”, la Corte "se convertirá en el principal instrumento de contrapeso y conservación de la de­ mocracia [estadunidense]”.1 A los ojos del constituyente, la Corte ayudaría a mantener la democracia factible y operativa que la Constitución quiso crear. Ya he escrito anteriormente sobre la relación entre la Corte y la democracia, y he explicado cómo el concepto cons­ titucional de democracia afecta definitivamente la interpreta­ ción del texto constitucional por parte de la Judicatura, y cómo el objetivo democrático de la Constitución supone un público que participa activamente en la vida política de la na­ ción. El presente libro se enfoca, entonces, en las formas en que la Suprema Corte puede preservar un sistema constitucio­ nal de gobierno que resulte viable; discute sobre cómo la gente y la Corte pueden hacer que la Constitución realmente funcio­ ne, y muestra por qué la Constitución exige, necesariamente, que cualquier ciudadano conozca algo sobre la historia de nuestra nación y entienda las características y atribuciones de nuestro gobierno.2 De manera específica, este libro examina dos clases de pre­ 1 Gordon S. Wood, Empire o f Liberty, Oxford University Press, 2009, p. 468. 2 Stephen Breyer, Active Liberty, Vintage, 2006.

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guntas. Las primeras se relacionan con la voluntad de la gente para aceptar las decisiones de la Corte como legítimas: cuan­ do la Corte interpreta la ley, ¿seguirán esas interpretaciones los otros poderes del gobierno? ¿Lo hará el común de las per­ sonas? ¿Cumplirán, incluso, aquellas decisiones de la Corte que estimen incorrectas y que resulten impopulares? Muchos de nosotros suponemos que la respuesta a estas preguntas es sí, pero esto no siempre ha sido el caso. Así, la primera parte de este libro recurre a ejemplos históricos para demostrar cómo, después de un periodo inicial algo complicado, la legi­ timidad de la Corte ha ido creciendo. Describe, también, la manera en que se otorgó a la Corte la facultad para interpre­ tar la Constitución de manera vinculante y para derogar las leyes del Congreso que entren en conflicto con ella. Luego des­ cribe una serie de ejemplos que documentan momentos en que las resoluciones de la Suprema Corte fueron ignoradas o desobedecidas; momentos en que las resoluciones de la Corte fueron puestas seriamente en duda por el presidente o por las personas. Estos ejemplos sobre la debilidad de la Corte quizá sorprendan, pero demuestran que la aceptación popular no es automática ni puede darse por sentada. La Corte, por tanto, está obligada a propiciar la confianza de las personas en ella, la confianza en la Constitución y el compromiso de las perso­ nas con la ley. La segunda parte señala la m anera en que la Corte cumple su responsabilidad constitucional. La clave consiste en la ha­ bilidad de la Corte para aplicar los principios permanentes de la Constitución a circunstancias cambiantes. Al realizar esta tarea interpretativa básica, la Corte debe recurrir a las herra­ mientas jurídicas existentes y utilizarlas para interpretar la ley de manera práctica; debe comprender que sus acciones tienen consecuencias en el mundo real, así como reconocer y respetar las atribuciones de otras instituciones gubernamen­ tales. A partir de su propia experiencia y pericia, así como las de las otras instituciones, la Corte puede colaborar a que la ley funcione de manera más efectiva y a que se alcance el ob­ jetivo básico de la Constitución: la consolidación de un go­ bierno democrático factible y funcional. En la segunda parte me concentro en ejemplos surgidos tanto de la historia remota como de la reciente, que ilustran

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cómo han funcionado las relaciones de la Corte con el Con­ greso, el Poder Ejecutivo, los estados de la federación, las cor­ tes de otras jurisdicciones y las cortes históricas. Parte de mi intención es demostrar que la Corte puede construir relacio­ nes viables, necesarias y fructíferas con otras instituciones, sin que esto signifique renunciar a su función como guardián de la Constitución. Cuando se trata de relaciones con otras instituciones, la tarea de la Corte en materia de protección de libertades indi­ viduales presenta desafíos específicos, algunos de los cuales abordo en la tercera parte. En ese apartado, describo la forma en que esta protección a menudo exige el hallazgo de los prin­ cipios perennes que subyacen a enunciados constitucionales concretos. Describo un método (la proporcionalidad) que considero útil para la aplicación de esos principios a circuns­ tancias contemporáneas complejas. También abordo la re­ clusión japonesa durante la segunda Guerra Mundial, así como los casos recientes de Guantánamo, para ilustrar las dificultades para encontrar el balance adecuado entre la li­ bertad y la seguridad, en particular cuando un presidente ac­ túa en tiempos de guerra o enfrenta problemas de seguridad nacional. Mi posición al respecto es que la Corte debe interpretar las palabras, ya sea de la Constitución o de las leyes, recu­ rriendo a herramientas jurídicas usuales como la interpreta­ ción textual, histórica, sistémica (con base en precedentes o en la tradición) y, particularmente, a una revisión del objeto y los probables resultados de cierta norma o ley para hacer que el derecho sea efectivo. De esta manera, la Corte ayuda a man­ tener la confianza de la gente en la legitimidad de su quehacer interpretativo. Los diversos enfoques que describo en la segunda y terce­ ra partes son complementarios. Integran un solo conjunto de propuestas pragmáticas para la interpretación de la ley y pro­ porcionan una aproximación general sobre cómo un juez, guiándose por esta perspectiva pragmática, puede proponer soluciones factibles a los casos que resuelve la Corte Supre­ ma. Esto no significa que yo sostenga que los jueces deban decidir todos los casos de forma meramente práctica, sino que sugiero, más bien, que, desde una comprensión acerca de

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las consecuencias de sus acciones en el mundo real, la Corte puede lograr que el derecho funcione con mayor eficacia, y por tanto contribuir a hacer realidad el objetivo primario de la Constitución: la consolidación de un gobierno democrático factible y operativo. Así, la Corte mantendrá la confianza de la gente en que su tarea interpretativa es legítima. Este último punto, el cual regresa circularmente a la primera parte, es crucial. Finalmente, es la confianza de la gente lo que permite a la Corte asegurar que la Constitución no sea sólo palabras sobre papel; es esta confianza la que permite que la Corte garantice que la Constitución trabaje democráticamente, proteja la li­ bertad y funcione para el beneficio real de todos los ciudada­ nos. Este libro explora, entonces, las formas en que la Corte —en mi opinión— puede mantener esa confianza, ejercer su responsabilidad y asegurar la vigencia de la Constitución.

P r im e r a P a r te

LA CONFIANZA DE LA GENTE

La primera parte aborda el problema de la legitimidad demo­ crática; esto es, cómo se ha ganado la Suprema Corte la con­ fianza de la población, incluso cuando sus resoluciones son notoriamente impopulares. Los esfuerzos de la Constitución para garantizar una democracia constitucional factible care­ cerían de significado si las personas ignorasen tajantemente aquellas interpretaciones de la Constitución que no compar­ ten. Ahora suponemos, sin más, que cuando la Corte se pro­ nuncia sus resoluciones serán acatadas. Sin embargo, hubo momentos en nuestra historia en que las decisiones de la Su­ prema Corte frieron cuestionadas, desobedecidas o ignoradas, incluso por el presidente o el Congreso. Esta parte del libro describe la importante facultad de control constitucional: cómo es que la Suprema Corte asumió primeramente las atribuciones que ahora tiene para interpre­ tar la Constitución de manera vinculante y para declarar in­ constitucionales leyes expedidas por el Congreso. En los capí­ tulos siguientes se exponen algunos episodios históricos que ilustran cómo, con algunos altibajos, la Suprema Corte ha lle­ gado a ser reconocida como guardián confiable de la Consti­ tución. Los casos expuestos incluyen uno en el cual el presi­ dente y el estado de Georgia se negaron a cumplir una decisión de la Corte destinada a proteger a los indios cherokees; inclu­ yen también el caso Dred Scott, donde la propia Corte, maliiiterpretando la ley, sus propias facultades y la probable reac­ ción de la gente, negó la justicia a una persona debido a su raza; y, finalmente, un ejemplo en el cual el presidente tuvo que enviar tropas a Little Rock, Arlcansas, porque un número importante de lugareños, incluido el gobernador, se rehusaba a cumplir la sentencia de la Corte en el caso Brown v. Board of Education, la cual declaraba inconstitucionales las escuelas segregacionistas. Estos ejemplos nos ayudarán a comprender la importancia y el valor, la incertidumbre y los inconvenien­ tes, que precedieron a la actual aceptación de las decisiones de la Corte como legítimas entre el común de las personas. Ayudan también a demostrar que la aceptación popular no es automática, y que la Corte y las personas deben trabajar de manera conjunta en una especie de sociedad de respeto y entendimiento mutuo. 38

I. CONTROL CONSTITUCIONAL: LA ANOMALÍA DEMOCRÁTICA puede declarar inconstitucionales las leyes que, de acuerdo con su interpretación, contradigan los princi­ pios de la Constitución. ¿De dónde proviene esta facultad? La Constitución no la contiene explícitamente. De hecho, es fácil imaginar una Corte que carezca de atribuciones para "patru­ llar” las fronteras constitucionales. Por ejemplo, aunque la Suprema Corte canadiense cuen­ ta con las atribuciones necesarias para calificar una ley como contraria a su Constitución, no tiene forzosamente la última palabra al respecto. El Poder Legislativo canadiense puede, en algunos casos, revertir la decisión de la Corte y preservar la vigencia de la ley tildada como inconstitucional, sin modi­ ficar para ello la Constitución. De manera similar, las cortes en Gran Bretaña y en Nueva Zelanda cuentan con facultades para interpretar leyes que provienen del Parlamento y asegu­ rar su compatibilidad con su tradición constitucional y —más recientemente— con sus cartas de derechos fundamentales (para el caso de Gran Bretaña, la Convención Europea sobre Derechos Humanos). Si una corte de cualquiera de los dos países no puede encontrar una interpretación que haga com­ patible la ley en cuestión con los derechos fundamentales protegidos por la normativa constitucional, hará una “decla­ ratoria de incompatibilidad”. Esta declaratoria, sin embargo, no invalida automáticamente la ley en cuestión. Más bien, una vez que alguna de estas cortes emite una declaratoria de esta naturaleza, corresponde al Parlamento decidir si enmien­ da o deroga la ley caracterizada como violatoria de los dere­ chos de la ciudadanía. En todo caso, el Parlamento puede op­ tar por preservar la vigencia de la ley, a pesar de lo decidido por la Corte.1 L a S u p rem a C o r te

1 Para una descripción del modelo de “Common wealth” del control judi­ cial de la Constitución y de su operación en Canadá, Reino Unido, Nueva 39

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Muchos analistas, personas expertas, académicas y ciuda­ danía en general califican la facultad de control constitucio­ nal de la Suprema Corte de los Estados Unidos como algo fue­ ra de lugar en una democracia. ¿Por qué debería un régimen democrático, fundamentado en la representación y la rendi­ ción de cuentas, ceder la última —o casi última— palabra en decisiones tan significativas para un país a una Judicatura que no ha sido votada y que parecería ajena o refractaria al impacto directo de la opinión pública? Existen varias respuestas parciales a estas interrogantes. En primer lugar, algunas decisiones deben tomarse de manera poco democrática; por ejemplo, las que involucran el juicio que se sigue a un acusado impopular. Los derechos del acusa­ do son derechos de los que éste debe gozar aun contra la vo­ luntad de la mayoría; otros derechos constitucionales compar­ ten esta característica. Además, nuestro sistema democrático de gobierno no se basa exclusivamente en la voluntad de las mayorías; es, más bien, una democracia de mayorías con lími­ tes impuestos por el propio diseño constitucional y por los de­ rechos que la misma Constitución asegura a los individuos y las minorías contra los deseos de la mayoría. Igualmente, casi todos reconocemos que un gobierno democrático —de hecho, cualquier gobierno— requiere estabilidad, la cual no se con­ seguirá con un sistema jurídico que se modifica cotidiana­ mente de acuerdo con los vaivenes de la opinión pública. En tercer lugar, un gobierno moderno descansa en la posibilidad de delegar la toma de decisiones. Esto significa, en consecuen­ cia, que el contenido de los tratados internacionales, de las decisiones administrativas e incluso de las propias leyes pue­ de no reflejar exhaustiva o particularmente el sentir de todo el electorado o, incluso, de buena parte de éste. Estas decisiones terminan por reflejar, más bien, el conocimiento bien funda­ mentado que se produce como resultado de esa delegación de poder. En conclusión, la mayoría de nosotros sabemos que toda democracia real contempla una serie de instituciones y procesos que no son puramente democráticos. Zelanda y cualquier otro, véase lanet I. Hiebert, "Parliamentary bilis of rights: An alternative model?", Modern Law Review 69:16 (9 de enero de 2006), pp. 7-11; Stephen Gardbaum , “The new common wealth model of Constitutionalism " American Journal o f Comparative Law, 49:707 (2001).

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Por último, la gente entiende que a veces la facultad para interpretar la Constitución no difiere en mucho de la facultad para interpretar una ley. Además, el rezago, la brevedad de los periodos legislativos, el desinterés de las personas, así como la reticencia del público a la idea de revertir o modificar una sentencia judicial causan que el Poder Legislativo no siempre sea capaz de invalidar una decisión judicial, aunque cuente con las facultades para hacerlo. Esta reticencia legislativa, unida a lo impopular que resultaría invalidar una decisión que se propone la protección de derechos humanos, ha provo­ cado, por ejemplo, que el Parlamento canadiense haya invali­ dado muy pocas veces —si no es que ninguna— las decisiones constitucionales de su Corte, pese a tener la facultad legal.2 Estas breves respuestas no satisfacen la interrogante prin­ cipal que nos hemos planteado. El problema primordial sigue siendo la facultad casi absoluta de la Corte para interpretar la Constitución de forma vinculante. Esta facultad a menudo concierne a asuntos de gran importancia para la nación, por­ que puede enfrentar seriamente a la Corte con otras institu­ ciones de gobierno. Consideremos, por ejemplo, las decisiones de la Corte en materia de redistritación electoral, las cuales modificaron radicalmente los métodos para trazar límites en­ tre distritos electorales y, con ello, los resultados de las elec­ ciones en muchos estados de la federación, o bien, sobre las “acciones afirmativas”, las cuales restringieron el uso de la raza como criterio para, por ejemplo, asignar estudiantes a una es­ cuela secundaria con el fin de incrementar la diversidad en su composición racial; y qué decir de sus decisiones en materia de aborto, que invalidaron leyes que impedían a las mujeres interrumpir voluntariamente un embarazo. Pensemos también en las decisiones de la Corte que resolvieron que rezar en las escuelas públicas era inconstitucional; estas decisiones, sin duda, perfilaron el debate público sobre la relación entre el 2 Véase, por ejemplo, David Johansen y Philip Rosen, “Parliamentary information a n d r e s e a r c h S e r v ic e b a c k g r o u n d ” paper bp-194 e, The notwitkstanding clause o f the charter (Canadian Electronic Library, 2008), pp. 10-13. Consulta­ do en www.parl.gc.ca/information/Iibrary/PRBpubs/bp 194/e.pdf el 6 de sep­ tiem bre de 2017 (que describe el uso limitado, aparte de Quebec, de la cláusu­ la derogatoria [Nowithstanding Clause] de la Carta Canadiense de Derechos y Libertades).

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gobierno y la religión. Pensemos también en cómo las deci­ siones de la Corte en materia de pesquisas y cáteos cambia­ ron la forma en que operan muchos departamentos de poli­ cía. Pensemos, por último, en las decisiones de la Corte contra la segregación racial y cómo modificaron lo que podría en­ tenderse como un sistema de castas en el sur de los Estados Unidos. En resumen, a través del control constitucional, la Corte ha propiciado cambios trascendentales y permanentes. El control constitucional ejercido por la Corte ha puesto límites importantes a las acciones de otros poderes del Estado, deli­ neado el debate público y definido la vida cotidiana de la ciuda­ danía estadunidense. Por eso, sigue siendo necesario pre­ guntarse por qué el Poder Judicial tiene o debería tener esta facultad, que llega a ser más poderosa que la facultad de inter­ pretar la ley. Hay quienes responden esta pregunta argumentando la necesidad de garantizar la viabilidad del sistema democrá­ tico. Por ejemplo, gracias a la libertad de expresión el elec­ torado puede decidir por quién votar de m anera informada, pues ésta facilita que se tenga acceso a distintos puntos de vista, incluidos aquellos que resultan extremos o poco con­ vencionales. La igualdad ante la ley garantiza que el gobier­ no no preste mayor atención a la voz de un ciudadano por encima de las de otros. Así, ejercer facultades que buscan aseg­ urar la viabilidad democrática no resulta, en sí, antidem o­ crático. Otros argumentan que es una cuestión relacionada con la distribución de competencias entre tantos cuerpos guberna­ mentales distintos. En su opinión, esta distribución exige un árbitro. Otros más justifican la existencia de la Corte en la ne­ cesidad de protección de los derechos de las minorías. La de­ mocracia, insisten, es un sistema que descansa en la voluntad de las mayorías, la cual puede resultar contraria al respeto igualitario de los derechos de las minorías. Cuando se mira la historia del siglo xx, durante el cual gobiernos democrática­ mente electos trataron mal a las minorías e incluso abandona­ ron por completo el modelo democrático, es fácil entender el control judicial, en Estados Unidos y en otros países, como un contrapeso que contribuye a estabilizar el tipo de democracia

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que respeta los derechos de las minorías y evita que el “pueblo ebrio” socave la voluntad del “pueblo sobrio”.3 Estas respuestas ayudan a explicar la anomalía, pero no bastan para aclarar por qué la Corte tiene, por ejemplo, la fa­ cultad para deducir de la palabra “libertad", contenida en la Constitución, ciertos derechos que no están estrictamente re­ lacionados con el funcionamiento democrático ni con la pro­ tección de los derechos de las minorías. Además, todavía po­ demos insistir en preguntamos por qué los constituyentes otorgaron a la Corte la última palabra respecto a la inconstitucionalidad de leyes emanadas del Congreso. ¿Por qué ese documento otorga a la Suprema Corte la facultad de invalidar una ley por ser contraria a la Constitución? L a respuesta

de los constituyentes

Muchos constituyentes —federalistas e, incluso, algunos repu­ blicanos—* esperaban que, al menos de vez en cuando, una Corte no emanada del escrutinio democrático dejara sin efecto leyes que, en opinión de ese tribunal, resultaran contrarias a la Constitución. James Madison, por ejemplo, señaló que la Car­ ta de Derechos Individuales protegería a las personas de los abusos de las mayorías. De inmediato añadió: "Tribunales de justicia independientes se considerarán los guardianes de esos derechos; constituirán un dique infranqueable frente a cualquier exceso de poder del Legislativo o del Ejecutivo; estarán obliga­ dos a resistir cualquier abuso sobre los derechos explícitamente consagrados en la Constitución por la declaración de derechos”.4 3 La referencia al "pueblo ebrio” y al "pueblo sobrio”, común entre académi­ cos del derecho constitucional, puede reconocer su origen en una antigua discu­ sión sobre cierta apelación a Filipo II de Macedonia ebrio y sobrio. Véase Valerio Máximo, Facía et dicta memorabilia, t. VI, libro VI, cap. 2 (32 d.C). * Los republicanos y los federalistas representaban posturas políticas an­ tagónicas al surgimiento de Estados Unidos como país independiente. Los republicanos, encabezados por Thomas Jefferson, representaban esencial­ m ente al Sur; los federalistas, encabezados por Alexander Hamilton, repre­ sentaban al Norte. Se entiende, entonces, que el m inistro Breyer quiere carac­ terizar la facultad de control constitucional como una cuestión de consenso, como efectivamente lo expresa más adelante. [T.] 4 James Madison, “Spéech in Congress Proposing Constitutional Amend-

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En sus documentos de The Federalist, Alexander Hamilton coincide con esta afirmación. En esta serie de artículos perio­ dísticos en los cuales él, James Madison y John Jay defendían la adopción de una constitución, Hamilton expresó que los límites de la Constitución: “sólo podrán mantenerse, en la práctica, mediante la actuación de tribunales, cuyo deber sea invalidar cualquier acto contrario al tenor manifiesto de la Constitución [De lo contrario], todas las reservaciones de derechos o prerrogativas particulares de las personas perde­ rán relevancia”.5 El Congreso Constituyente y el proceso de ratificación de la Constitución adoptaron este mismo lenguaje. Entre los que apoyaron la facultad del control judicial estuvieron Elbridge Gerry de Massachusetts: "[El Poder Judicial posee] facultades para decidir sobre el apego a la Constitución [de una ley]”; Rufus King, otro delegado de Massachusetts: “[El poder judi­ cial no requiere poder de veto, ya que] sin duda alguna, deten­ drán la aplicación de cualquier ley que parezca ‘repugnante’ a la Constitución”; y James Wilson, en uso de la palabra en la Convención de Ratificación (de la Constitución) en Pensilvania, menciona que “[cuando la Judicatura] considere los prin­ cipios [de una ley] contrarios a la jerarquía suprema de la Constitución, será su deber decretar su nulidad”. Un experto de la actualidad asegura que “al parecer ningún delegado” al Congreso Constituyente "cuestionó las repetidas referencias a las facultades de la Judicatura para ignorar leyes inconstitu­ cionales”. De igual forma, nadie "se sorprendió por las cons­ tantes referencias a las facultades de control constitucional del Poder Judicial: precisamente lo opuesto a la reacción que sería de esperarse si esa facultad no contara con la aceptación general de los constituyentes”.6 ments (June 8, 1789)”, en Jack N. Rakove (ed.), James Madison, Writings: 1772-1836, Library of America, 1999. 3 Alexander Hamilton, “Federalist 78", Independent Journal, 1788. 6 Max Farrand (ed.), The Records o f Federal Convention o f 1787, Yale University Press, New Haven, 1966 (notas de Madison, junio de 1787); ibidem, p. 109 (notas de Pierce, 4 de junio de 1787); discurso de James Wilson en Pensilvania, "La Convención de Ratificación de Pensilvania”, en Meril Jensen et al. (eds.), Documentaiy History o f the Ratification o f the Constitution, Wisconsin Historical Society Press, 1976, p. 451; Saikrishna B. Prakash y John C. Yoo, "The Origins of Judicial Review", The University o f Chicago Ldw Review,

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Ahora bien, ¿de qué forma explicaron los constituyentes estadunidenses su postura frente al control constitucional? Hamilton, en los números 78 y 81 de The Federalist, sostuvo que la Constitución prevalece sobre cualquier ley ordinaria. En su opinión, la Constitución es el documento fundamental de la nación, representa la voluntad popular y es la fuente de las facultades del órgano del cual emanarán las leyes. Por su parte, una ley ordinaria surge del ejercicio de las facultades delegadas por la Constitución y refleja la voluntad popular sólo de manera indirecta, pues la ley es emitida, en realidad, por sus representantes. Por tanto, concluye Hamilton, "donde la voluntad del legislador, expresada en leyes ordinarias, se oponga a la voluntad del pueblo, consagrada en la Constitu­ ción, la Judicatura [...] deberá adoptar sus decisiones con base en la ley fundamental, y no en las que carecen de esa característica”.7 Hamilton, entonces, dedujo que los conflictos entre las le­ yes y la Constitución no podrían resolverse simplemente de­ jando la decisión a la voluntad popular. En efecto, si bien par­ te de la ciudadanía podría reconocer que una ley que violara la Constitución debería invalidarse —después de todo, aque­ llos beneficiados hoy por una ley inconstitucional podrían re­ sultar perjudicados mañana—, lo cierto es que otra parte bien podría colocar sus intereses personales inmediatos por enci­ ma de los principios de la Constitución. La inestabilidad so­ cial de la década de 1780 —en especial la Rebelión de Shay— es un claro ejemplo de este riesgo. Hamilton se opuso a que las facultades de último intér­ prete de la Constitución fueran concedidas al Ejecutivo. En su opinión, esto le conferiría demasiado poder. Después de todo, “el Ejecutivo no sólo dispensa los honores, sino que sostiene la espada de la comunidad”. También se opuso a que la autori­ dad final para interpretar la Constitución recayera en el Poder Legislativo, pues sería extraño que ese poder decidiera a favor de los principios constitucionales si éstos contradecían leyes que hubiese aprobado recientemente. ¿Cómo, se preguntaba, 887:952 (2003), p. 70. Para un libro con una excelente historia sobre control judicial en la fundación y los principios de la república, véase Larry D. Cramer, The People Themselves, Oxford University Press, 2004, 376 pp. 7 Alexander Hamilton, "Federalist 78", Independent Journal, 1788.

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“podemos esperar que las personas que han incumplido la Constitución en su carácter de legisladores estén dispuestas a corregir su error al fungir como jueces?”8 Sólo quedaba el Poder Judicial. La “interpretación de las leyes”, señaló Hamilton, “es el ámbito propio y natural de los tribunales”. La Judicatura posee un mayor dominio en esa materia: frecuentemente reconcilian leyes en apariencia con­ tradictorias, estudian los precedentes y “tienen pericia en las leyes”. Los legisladores, por el contrario, “rara vez [...] resul­ tan electos en razón de las cualificaciones que facultan a los hombres para la posición de jueces”. Efectivamente, "no ha­ brá libertad” a menos que la "facultad para juzgar” sea “sepa­ rada de las facultades ejecutivas y legislativas”.9 Además, conceder al Poder Judicial la facultad para resol­ ver los conflictos entre las leyes y la Constitución no constitui­ ría una amenaza para las personas, pues en tanto el Poder Ju­ dicial carece de los poderes de recaudación y administración de los recursos (“la bolsa”) y el poder coactivo ("la espada”), termina siendo el más débil de los poderes del Estado. Hamil­ ton menciona que la “naturaleza” del Poder Judicial, la mane­ ra en que se ejerce, la debilidad comparativa de los jueces y la incapacidad de éstos para “apoyar” cualquier “usurpación [...] violenta” reducen a un mero “espejismo” “el supuesto riesgo de que la Judicatura invada las competencias del Poder Legis­ lativo”.10 Hamilton vio en la tendencia opuesta un mayor riesgo: que los jueces comprometieran su deber de custodiar fielmen­ te la Constitución cuando "la intromisión legislativa fuera ins­ tigada por una voz dominante en la comunidad”. Enfrentarse a la opinión pública requeriría de una “fortaleza hiera de lo común”; requeriría que los jueces permanecieran en el puesto por periodos largos y recibieran una compensación garantiza­ da constitucionalmente. Por todas estas razones, la Judicatu­ ra era el albergue seguro y obvio para la facultad de control constitucional. 11 Otro miembro de la generación fundadora, el ministro de 8Idem. 9 Idem] Hamilton, "Federalist 81", Independent Journal, 1788. 10 Hamilton, “Federalist 78", op. cit.; Hamilton, “Federalist 81”, op. cit. 11 Hamilton, “Federalist 78", op. cit., 1788.

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la Suprema Corte James Iredell, profundiza los argumentos de Hamilton al incluirlos en un voto concurrente emitido en el caso Calder v. Bull en 1798. En ese voto, Iredell argumenta la necesidad de una institución con competencia para invalidar las leyes inconstitucionales; de lo contrario, la legislatura po­ dría simplemente ignorar la Constitución.12 Iredell seguramente evaluó la posibilidad de la ciudadanía para que por sí misma optara por mantener al legislador den­ tro de las fronteras constitucionales: podría, por ejemplo, ele­ gir miembros distintos al Congreso; exigir que una ley incons­ titucional fuera abrogada, o rehusarse a cumplirla. Aun sin considerar la inestabilidad inherente a un sistema de tal natu­ raleza, esta forma de operar, en el mejor de los casos, “garanti­ zaría la prevalencia del punto de vista de las mayorías". ¿Qué tal si la legislatura promulga una ley inconstitucional pero am­ pliamente aceptada? En esos casos —Iredell mismo lo explica en una carta que escribiera en la década de 1780— será nece­ sario que cada ciudadano: “cuente con una mayor garantía para sus derechos constitucionales que la sola sabiduría o po­ sible actuación de una mayoría de sus conciudadanos, quie­ nes, siempre que sus propios derechos estén a salvo, poco se preocuparán por los derechos de los otros”.13 Parece, entonces, que entre la Corte y la legislatura debe optarse por la primera para confiarle la última palabra. Dado que la libertad individual es “un asunto de la mayor impor­ tancia”, si no hay “control sobre las pasiones de las mayo­ rías, [la libertad individual] está en grave riesgo. Teniendo en sus manos el poder, las mayorías se ocuparían de sí mismas; pero ¿qué ocurriría con las minorías, si el poder del otro es ilimitado?”14 Iredell concluye que corresponde a los tribunales la facul­ tad de control constitucional. Podrán abusar de dicho poder, pero la transparencia de los procedimientos judiciales —la cual permite al público en general evaluar los méritos de una 12 Calder v. Bull, 3 U.S. (3 Dalí) 386, 398, 399 (1798) (J. Iredell, voto concu­ rrente). 13 De James Iredell a Richard Spaight (26 de agosto de 1787), en James Iredell, The Papers o f James Iredell, Griffith J. McRee, 1858, pp. 172 y 175. 14 James Iredell, To the Public, 1786, reimpreso en McRee, pp. 145 y 146; Iredell, op. cit,, p. 173.

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decisión judicial— y el deseo de los jueces de mantener su re­ putación pueden actuar como garantías para mantenerlo a raya.15 Ahora bien, ¿qué pasa si la Corte abusa, en efecto, de su poder?, o ¿qué pasa si la Corte simplemente se equivoca? Por ejemplo, en el caso Dred Scott (véase el capítulo iv), la Corte sin duda se equivocó. En otro caso, Franklin Roosevelt creyó que la Corte se extralimitó en sus facultades cuando invalidó varias de las leyes del “Nuevo Pacto” (“New Deal”) que él con­ sideraba fundamentales para la recuperación del país después de la Gran Depresión. En general, muchas personas creen, simplemente, que algunas de las decisiones de la Corte son desacertadas. Cuando la Corte camina por un rumbo equivocado por un periodo prolongado, como ocurrió con la Corte que precedió a la adopción del “Nuevo Pacto”, durante los primeros años del siglo xx, el pueblo puede percatarse y reaccionar. Esta re­ acción puede expresarse con la promulgación de leyes que contradigan sus decisiones, cuando la Corte haya interpreta­ do incorrectamente la ley vigente. O bien, los electores podrán elegir a un presidente y a senadores que nombrarán y confir­ marán jueces con entendimientos medularmente distintos de aquellos con los que no están de acuerdo. Por ejemplo, el pre­ sidente Roosevelt presentó diversas iniciativas ante el Congre­ so, tendientes a obviar la decisión de la Corte; una batalla que perdió. Sin embargo, terminó ganando, pues permaneció en la presidencia el tiempo suficiente para designar a ocho de los nueve ministros de la Corte. Si bien los jueces tienen cargos vitalicios con el propósito de resistir los embates de la opinión pública, es claro que no son ajenos a la forma en que son percibidos por la sociedad. La crítica a los jueces y a sus decisiones se remonta a nuestro origen como nación, y es algo sano en una democracia. Los jueces leen los periódicos, leen las críticas especializadas de sus decisiones y leen los alegatos de quienes quieren conven­ cerlos de decidir en un sentido o en otro. Sí, los jueces se dan cuenta de que pueden equivocarse; por eso a veces reconside­ 15 Ibidem, p. 175.

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ran sus decisiones anteriores e incluso, aunque muy rara vez, las invalidan. A pesar de esto, a lo largo de los últimos 200 años los esta­ dunidenses hemos aprehendido la idea de que si queremos que las leyes nos protejan debemos obedecerlas, aunque no estemos de acuerdo con ellas. Y hoy muchos, si no la mayoría, coincidimos con Hamilton cuando afirma que es mejor que la facultad del control judicial corresponda a un Poder Judicial independiente, y no al Poder Legislativo ni al Ejecutivo. El argumento a favor del control constitucional a cargo de la Judicatura, tal como fue expuesto por Hamilton e Iredell, se reduce a la necesidad de que exista una facultad de control sobre las leyes, sobre todo para proteger a las minorías que no cuentan con representación política suficiente. En tanto este control constituye una labor jurídica, los jueces están aceptable­ mente calificados para asumirla, y el ejercicio de este control resulta más seguro y más efectivo si queda a cargo del Poder Judicial. Esta perspectiva fue ampliamente compartida por los constituyentes; sin embargo, aún quedan preguntas por res­ ponder. Para empezar, ¿qué significa exactamente el control cons­ titucional? El término se refiere generalmente a las facultades que tiene la Suprema Corte, en un caso particular, para dejar sin efecto cualquier ley por considerarla inconstitucional. Pero ¿esto significa que el Congreso y el Ejecutivo deben estar de acuerdo con la Corte en asuntos posteriores con características similares? ¿Tienen otras instituciones de gobierno una obliga­ ción propia para determinar si una ley vigente es consistente con la Constitución? ¿Pueden estas instituciones ignorar una decisión de la Suprema Corte que diga lo contrario? Estas preguntas permanecieron sin respuesta hasta mediados del siglo xx. De manera particularmente importante, los argumentos a favor del control constitucional de las leyes no responden la pregunta medular de por qué las personas deberían aceptar y acatar como legítimas las decisiones del organismo inofen­ sivo, técnico y comparativamente impotente descrito por Ire­ dell y Hamilton. De hecho, cuando las pasiones políticas se intensifican, muy pocas personas aceptan las decisiones de un árbitro meramente técnico como válidas, y cuando los ánimos

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suben de tono, es difícil calmarlos para un técnico carente de poder pecuniario o de ejecución. ¿Por qué, entonces, las perso­ nas no ignoran simplemente una decisión constitucional que la mayoría considera no sólo trascendente sino errada? Y si en efecto la ignorasen, ¿no significaría esto que el objetivo del argumento de Hamilton ha sido rechazado? Ninguno de los constituyentes responde esta interrogante. Sin embargo, es una pregunta que a lo largo de la historia de nuestro país ha exigi­ do una respuesta. En la obra Enrique IV de Shakespeare, Hotspur escucha a Owen Glendower presumir: "Puedo invocar a los espíritus del fondo del abismo”. Hotspur le responde: "Bueno, también pue­ do yo o cualquier otro hombre, pero ¿vendrán cuando los in­ voques?" Esta pregunta subyace al análisis de este libro y constitu­ ye, además, su hilo conductor.

II. INSTAURAR EL CONTROL CONSTITUCIONAL: MARBURY V. MADISON E n 1803, en el caso Marbury v. Madison, el presidente de la Cor­ te, John Marshall, instauró la competencia de la Corte para dejar sin efectos aquellas leyes que entrasen en conflicto con la Constitución, en una verdadera proeza judicial. Marshall reprodujo la teoría de Hamilton en un fallo judicial, convir­ tiéndola, así, en ley* de observancia general. Al lograrlo, superó enormes obstáculos tanto institucionales como políticos.1 El Poder Judicial federal era aún una institución débil, compuesta por un número muy pequeño de jueces. Los tribu­ nales estatales aplicaban las leyes federales; sin embargo, no existía certeza de que se sujetarían a las interpretaciones rea­ lizadas por los tribunales federales, ni de que los funciona­ rios estatales ejecutarían los mandatos de estos tribunales. Por su parte, la Suprema Corte de Justicia trabajaba poco. El número de asuntos de que se ocupaba era insignificante, sus jueces estaban mal pagados y, además, empleaban mucho tiem­ po viajando, como corte itinerante, por caminos en mal esta­ do para resolver casos a lo largo y ancho de este nuevo país. El primer presidente de la Suprema Corte, John Jay, renunció a su cargo en' 1795 para convertirse en gobernador de Nueva York. Transcurrido su periodo como gobernador, optó por no regresar a su puesto en la Corte, aduciendo que esa posición carecía de “fuerza, peso y dignidad”. Un periódico local carac­ terizó el cargo como una especie de “canonjía". Incluso, dado * En este punto es im portante recordar que, de acuerdo con los sistemas de derecho consuetudinario —el régimen estadunidense es uno de ellos^-, las decisiones judiciales llegan a constituir normas de observancia general, suje­ tas a distintas reglas sobre el manejo y la relevancia de las precedentes. Por eso, esta traducción acude al término ley (utilizado, además, por el autor) para referirse a esta particularidad de la decisión de la Corte Suprema. Es decir, a partir del caso M arshall la facultad de la Suprema Corte de los Estados Uni­ dos para controlar constitucionalmente la legislación secundaria queda ins­ taurada en el sistema jurídico. [T.] 1Marbury v. Madison 5 U.S. (lCranch) 137 (1803). 51

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que la Corte carecía de sede, sesionaba en una de las oficinas de los secretarios del Senado,2 Además, el lugar que ocuparía la Corte en el esquema ins­ titucional se volvió objeto de intensa controversia entre los partidos políticos contrincantes. Los republicanos, encabeza­ dos por Thomas Jefferson, habían derrotado a los federalistas en las elecciones de 1801, donde obtuvieron la presidencia y la mayoría en el Congreso. La rivalidad entre los partidos era intensa. Los federalistas temían que Jefferson, a su parecer un peligroso “visionario” radical, destruyera sus intentos de cons­ tituir un gobierno federal fuerte. Los republicanos, por su par­ te, creían que los federalistas deseaban un gobierno central poderoso en detrimento de las libertades individuales de la ciudadanía. Por último, los republicanos veían con recelo par­ ticular a un poder judicial integrado por jueces designados por presidentes pertenecientes al partido opositor, los cuales habían confirmado la vigencia de impopulares leyes que prohi­ bían la propaganda sediciosa; habían encontrado la manera de perseguir penalmente a líderes de revueltas populares, como la Rebelión del Whiskey en Pensilvania, y habían tomado par­ tido abiertamente por los federalistas en contra de los republi­ canos. En lo que a Jefferson concernía, entre más débil fuese el Poder Judicial, mejor estaría la nación.3 Más aún, Jefferson estaba menos dispuesto que Hamilton a dar a los jueces la facultad para resolver, de manera definiti­ va y última, los conflictos entre las leyes y la Constitución. Así, escribió: “cada uno de los tres Poderes de la Unión tiene por igual el derecho de decidir por sí mismo cuáles son sus obliga­ ciones en conformidad con la Constitución, sin tomar en cuen­ ta lo que los otros [poderes] hayan decidido por su parte en una cuestión similar”. 2 Véase Louise Weinberg, "Our Marbury", Virginia Law Review, núm. 89 (2003), pp. 1235, 1255-1257 (describe como limitadas las competencias de la Corte en tiempos de M arbury y destaca la carga que representaba para los ministros decidir las cuestiones distritales); Charles Warren, The Supreme Court in United States History, vol. I, Boston, Little, Brown and Company, 1922, pp. 171-174; John A. Garraty, "Marbury v. Madison: The Case of the 'Missing' Commissions", American Heritage, 6:84 (junio de 1973). 3 Garraty, op. cit., p. 7; Warren, op. cit., pp. 185-215; Gordon S. Wood, The Empire o f History. A History o f the Early Republic, 1789-1815, Oxford University Press, 2009, pp. 415-420; véase generalmente ibidem, pp. 400-468.

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Otros republicanos fueron más lejos y negaron que la Corte tuviera siquiera la potestad de derogar una ley emanada del Congreso por considerarla contraria a la Constitución.4 Los republicanos leyeron correctamente el contexto que siguió a su victoria electoral en 1801: el Poder Judicial sería el único de los tres poderes que permanecería en manos de los federalistas. Temían, entonces, que los federalistas aprovecha­ ran el periodo que mediaba entre las elecciones y la toma de posesión de marzo, cuando aún controlaban la presidencia y el Congreso, para afianzar su poder en la Judicatura. Dichas preocupaciones resultaron fundadas cuando el Congreso fe­ deralista aprobó la nueva Ley de la Judicatura, la cual redujo de seis a cinco el número de ministros de la Suprema Corte a partir de la siguiente renuncia de uno de los integrantes de la Corte misma (aplazando así el aciago día en que Jefferson po­ dría designar a un ministro de la Corte). La Ley de la Judica­ tura amplió la jurisdicción de los tribunales federales, aumen­ tando, en consecuencia, la facilidad de litigar casos ante los tribunales federales en vez de los locales; eliminó la jurisdicción itinerante de la Corte y creó nuevos juzgados, incluyendo 16 de primera instancia, lo que permitió al presidente saliente, John Adams, nombrar a los nuevos jueces.5 Una vez en el poder, los republicanos contraatacaron por la vía legislativa. Abrogaron la Ley de la Judicatura de 1801; en consecuencia, revocaron las facultades concedidas a los tribunales federales para despachar más asuntos y eliminaron los tribunales de circuito en materia de apelación. Los minis­ tros de la Corte debían viajar otra vez para poder atender al­ gunos casos. Finalmente, los republicanos trataron de utilizar la facultad general que la Constitución otorgaba al Congreso para someter a juicio a los funcionarios públicos federales, con el fin de deshacerse de los jueces designados previamente 4 "Thomas Jefferson to Spencer Roane (sept. 6, 1819)", en Jean M. Yarbrough (ed.), The Essential Jefferson, Hackett Publishing Company, 2006, pp. 250 y 252 (las cursivas son mías); Larry D. Kramer, ''M arbury at 200: A Bicentennial Celebration of Marbury v. Madison: Marbury as History”, en Constitution Comment, vol. 20, University of Minnesota Law School, 2003, pp. 205 y 224. 5 Maeva Marcus y James R. Perry (eds.), The Documentary Histoiy o f the Supreme Court o f the United States. 1789-1800, Columbia University Press, 1992, pp. 292-294.

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por los federalistas. Entre éstos se encontraban John Pickering, un juez federal de New Hampshire (con un problema de alcoholismo y que fue separado de su cargo por esa razón), y Samuel Chase, ministro de la Suprema Corte (a quien los re­ publicanos se oponían básicamente por razones ideológicas y que conservó su cargo por una diferencia mínima de votos). De igual forma, el Congreso pospuso el periodo de sesiones de la Corte hasta 1803, lo que retrasó las deliberaciones sobre la constitucionalidad de los actos legislativos.6 Ahora bien, ¿llegaba el contraataque demasiado tarde? ¿En qué medida la Constitución protegía las decisiones pre­ vias de un Congreso con mayoría federalista de un cambio posterior en su conformación? El presidente John Adams, un federalista, posibilitó la resolución de esta cuestión antes de concluir su mandato. Tan pronto el Congreso, aún en manos de los federalistas (a mediados de febrero de 1801), aprobó la nueva Ley de la Judicatura, Adams comenzó a cubrir las nuevas vacantes en la Judicatura, designando a los llamados “jueces de medianoche”. En la mayoría de los casos, Adams consolidó los nombra­ mientos y obtuvo la ratificación del Senado de sus candidatos antes de marzo, mes en que su periodo presidencial conclui­ ría. Sin embargo, en el caso de William Marbury, candidato a juez de paz en el Distrito de Columbia, no actuó con la celeri­ dad necesaria. La tarde del 3 de marzo de 1801, víspera de la toma de posesión de Jefferson, Adams firmó el nombramiento de Marbury y entregó dicho nombramiento a John Marshall, recientemente designado presidente de la Suprema Corte de Justicia, pero que continuó en el cargo de secretario de Esta­ do por unos cuantos días más. Marshall colocó el sello oficial al documento, pero, en la confusión de los últimos días de go­ bierno, no lo entregó a Marbury. Cuando Jefferson asumió el poder, se encontró con el nombramiento de Marbury pero se negó a entregarlo.7 6 Mark Tushnet (ed.), Arguing Marbury v. Madison, Stanford Law & Politics, 2005, pp. 3-4; Weinberg, "Our Marbury”, art. cit., pp. 1264-1265; ibidem, pp. 12871293; sobre la revocación del ministro Chase, véase William H. Rehnquist, Grand Inquests: The Historie Impeachments o f Justice Samuel Chase and President Andrew Johnson, William Morrow & Company, Nueva York, 1992, pp. 15-113. 7 Warren, op. cit., pp. 200-201.

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Así comenzó el paradigmático caso Marbury v. Madison. Marbury le escribió al nuevo secretario de Estado, James Ma­ dison, preguntando por su nombramiento; Madison lo ignoró. Entonces, Marbury pensó en demandarlo judicialmente para obligarlo a entregárselo. Ahora bien, ¿ante qué instancia debía demandar? Seguramente, un juzgado estatal rehuiría involu­ crarse en una controversia sobre un nombramiento federal. Además, los republicanos ya estaban “purgando” a los jueces estatales que simpatizaban con los federalistas. Si Marbury demandaba en un tribunal federal del Distrito de Columbia se enfrentaría a un juez republicano. Por si fuera poco, el Congre­ so había limitado las materias que podían conocer los juzga­ dos federales de primera instancia, entre las cuales era posible que no se encontrara la materia objeto de la demanda de Mar­ bury. Finalmente, el Congreso podría disolver el juzgado ante el cual Marbury presentara su demanda. Marbury, entonces, encontró una disposición federal que aparentemente resolvía su problema. Dicha disposición esta­ blecía que la Suprema Corte podía “emitir [...] órdenes de cumplimiento, en casos justificados por los principios y usos del derecho, dirigidas a cualquier corte designada, o funciona­ rio que desempeñe un cargo público, bajo la autoridad de los Estados Unidos de América”. ¿Perfecto?, quizá. Una orden de cumplimiento era un mandato judicial dirigido a un funciona­ rio público, que lo obligaba a cumplir una tarea rutinaria. James Madison era ciertamente un funcionario que desempeñaba un cargo público, sujeto a la autoridad de los Estados Unidos de América. La entrega de un documento, en este caso el nombra­ miento del juez, era rutinaria para su cargo. Por tanto, Mar­ bury presentó su demanda ante la Suprema Corte de Justicia, pidiéndole que emitiese una orden de cumplimiento para que el secretario de Estado le entregase su nombramiento.8 Este asunto evidenció todas las controversias políticas, ju­ rídicas y constitucionales de la época. Jefferson temía que sus acérrimos enemigos políticos, entre quienes figuraba John Marshall, lo obligaran a aceptar un juez designado por los federa8 Veáse Susan Low Bloch "The M arbury Mystery: Why Did William Mar­ bury Sue in the Supreme Court?”, en Constitution Comment, vol. 18, 2001, p. 607; Weinberg, "Our Marbury", art. cit., pp. 1303-1310; Judiciary Act of 1789, ch. 20, § 13, 1 Stat. 73 (las cursivas son mías).

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listas. Dudaba que la Corte pudiera revisar la constitucionalidad de las leyes vigentes, y esperaba que también careciera de las facultades para revisar la validez de una decisión presiden­ cial. Por tanto, ordenó a James Madison ignorar el proceso en la Corte y abstenerse, incluso, de responder la demanda.9 El resultado fue que Jefferson condujo a John Marshall y a la Corte a un dilema crítico. Por un lado, si la Corte sostuvie­ ra que Marbury no tenía derecho a su nombramiento de con­ formidad con la ley, evidenciaría la debilidad de las institucio­ nes. Es decir, si la Corte no podía obligar a un alto funcionario del Poder Ejecutivo a realizar un acto habitual dentro de su cargo, pondría de manifiesto la incapacidad de los tribunales, incluso de la ley, para interponerse en el camino de un presi­ dente decidido a salirse con la suya. Por otro lado, si la Corte decidía que Marbury sí tenía derecho a ocupar el puesto y que este derecho provenía de la ley, Jefferson, quien creía tener una conducta ejemplar y para quien los jueces eran más bien sus enemigos, seguiría ignorando a la Corte. Al ignorar la de­ cisión de la Corte, Jefferson respondería a la pregunta plan­ teada por Hotspur en la obra Enrique IV de la peor manera posible: cuando la Corte lo invocara, el presidente no acudiría. Cualquier decisión que la Corte adoptara implicaría una ac­ tuación inefectiva. Finalmente resultó que Marshall, como ponente de una decisión que recibió votación unánime, evadió el dilema de manera brillante. La Corte resolvió que Marbury tenía dere­ cho, conforme a la ley, a su nombramiento y a ocupar su car­ go. Además, el fallo adoptó la doctrina de Hamilton sobre el control constitucional. Sin embargo, resolvió también que Jefferson había ganado el caso en el aspecto meramente cons­ titucional de la controversia. Jefferson acató el fallo sin pro­ blemas, sólo retuvo el nombramiento de Marbury indefinida­ mente, y la Corte evadió el problema práctico de la ejecución. ¿Cómo logró la Corte esta hazaña legal digna del Gran Houdini? En principio, planteó la pregunta de la siguiente manera: ¿debe la Suprema Corte emitir una orden de cumplimiento instruyendo al secretario de Estado a entregar su nombra9 Garraty, “Marbury v. Madison: The Case of the Missing Commisions", p. 86.

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miento a Marbury? Entonces, la Corte señaló que, en efecto, Marbury tenía derecho a recibir una copia de su nombra­ miento. La normativa pertinente establecía claramente que, una vez designado como juez de paz, Marbury tenía derecho a permanecer en el cargo por un periodo de cinco años, y que tan pronto el presidente lo firmara, el nombramiento surtía todos sus efectos legales; sellarlo oficialmente y registrarlo constituía una tarea rutinaria, es decir, un "acto administrati­ vo”, que otra disposición jurídica asignaba específicamente al secretario de Estado. Y, una vez que Marbury demostró que había cumplido con dichas obligaciones legales, el secretario de Estado no pudo rehusarse a entregarle una copia de su nombramiento, de la misma forma que un servidor público en la actualidad no podría negarse a entregar una copia de un documento oficial a quien así lo solicitara y pagara la cuota. Ahora bien, el hecho de que Marbury tuviera derecho a su encargo no bastaba. ¿Le daba la ley el poder de ejercer ese de­ recho, es decir, tenía Marbuiy un recurso jurídico? La Corte respondió afirmativamente, aunque no por razones estricta­ mente técnicas. Los Estados Unidos —se dijo— representan un "régimen de leyes, no de hombres"; en un régimen de leyes, “donde hay un derecho legal, hay también un recurso legal”. En efecto, “el fundamento de las libertades civiles consiste en el derecho de toda persona a invocar la protección de la ley cuando sus derechos son vulnerados”.10 Después, la Corte identificó excepciones importantes a esa regla. Un “acto político” del presidente (o de alguno de sus "agentes” que desempeñase funciones "políticas o confiden­ ciales”) no podía ser sometido a escrutinio judicial. Sin em­ bargo, que un determinado acto estuviera exento de supervi­ sión judicial “siempre dependería de la naturaleza del acto”. Los actos políticos que una corte no podía examinar eran, al menos, actos en los que “el Ejecutivo posee discreción legal o constitucional”. En el caso que nos ocupa, ni el presidente ni el secretario gozaban de un margen de discrecionalidad. Efec­ tivamente, “la ley obliga en términos claros a realizar un acto en el cual una persona tenga interés”. En la medida en que los derechos de una persona dependieran de la ejecución de un 10 Marbury 5 U.S. 163.

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deber jurídico específico, la persona afectada por el incumpli­ miento debería poder "recurrir a las leyes de su país en busca de una solución”.11 Sin embargo, no bastaba que Marbury tuviera un derecho y un recurso jurídico; restaba determinar si la Corte tenía la facultad de otorgar a Marbury dicho recurso. Esto es, ¿podía la Corte, con apego a la ley, emitir una orden de cumplimiento que obligase a un funcionario público, en este caso Madison, a entregar su nombramiento a Marbury? El ministro presi­ dente Marshall respondió que la disposición en la que se basa­ ba Marbury —una normativa que señalaba la clase de casos que eran competencia de la Corte, y que parecía ofrecer la so­ lución jurídica "perfecta”— respondía esta pregunta con un "sí”. En efecto, la disposición señalaba que la Corte podía "emi­ tir [...] órdenes de cumplimiento, en casos justificados por los principios generales del derecho y la costumbre jurídica, diri­ gidas a personas que desempeñaban cargos públicos bajo la autoridad de los Estados Unidos”. En consecuencia, Marshall concluyó que la norma en cuestión otorgaba a la Corte com­ petencia para emitir la orden que Marbury solicitaba y dirigir­ la al funcionario responsable de entregar el nombramiento (Madison), siempre y cuando la emisión estuviera “justificada por los principios generales del derecho y la costumbre jurí­ dica”. Esta emisión estaba presumiblemente autorizada: los tribunales tradicionalmente habían despachado órdenes de cumplimiento para conminar a funcionarios públicos a reali­ zar deberes administrativos, tales como entregar distintos do­ cumentos similares al nombramiento en cuestión.12 Lo cierto, sin embargo, es que la Corte aún no terminaba de resolver el asunto. La siguiente interrogante que se planteó fue si la Constitución autorizaba al Congreso la promulgación de semejante ley. La respuesta de la Corte a dicha pregunta dio fama a este caso. Recordemos que Marbury no presentó su caso ante una corte de primera instancia y luego a la Suprema Corte como 11 Ibidem, 164-166 (las cursivas son mías). 12 Ibidem, 173. Pero véase William W. Van Alstyne, “A Critical Guide to M arbury v. Madison", Duke Law Journal, núm. 18 (1969), pp. 14-16 (que su­ giere que M arshall pudo haberse equivocado al interpretar que la Ley de la Judicatura pretendía garantizar a la Suprema Corte competencia originaria).

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instancia de apelación; más bien, acudió directamente ante la Suprema Corte en competencia originaria. Aquí empieza la proeza jurídica de Marshall: no importaba lo que la ley “per­ fecta” aplicable al caso pudiera decir, pues la Constitución se­ ñalaba expresamente que: “En todos los casos relativos a los embajadores, diplomáticos y cónsules, así como aquellos en que un estado sea parte, la Suprema Corte tendrá jurisdicción en única instancia. En todos los demás casos mencionados pre­ viamente, la Suprema Corte tendrá jurisdicción de apelación”. Este caso evidentemente no involucraba embajadores, di­ plomáticos (es decir, representantes de gobiernos extranjeros) o cónsules; tampoco era un caso en el que un estado de la Unión fuera parte, ni llegó a la corte por apelación. Por tanto, si la ley secundaria otorgaba a la Suprema Corte competencia originaria para conocer el recurso interpuesto por Marbury, entraba en conflicto con la Constitución. Así pues, la Corte tendría que decidir “si una disposición contraria a la Constitu­ ción puede permanecer como derecho vigente”,n El ministró presidente Marshall reconoció que esta cues­ tión "entrañaba un enorme interés para los Estados Unidos, pero, afortunadamente, no resultaba complicada en la misma proporción que su importancia”. Para empezar, la Constitución estadunidense, a diferencia de la inglesa, era escrita, y un "acto legislativo contrario” a esa Constitución escrita debía ser “nulo”. De no ser así, las disposiciones constitucionales no serían "fun­ damentales”, ni "supremas”, ni “permanentes”, y la Constitución habría creado un gobierno federal con poder ilimitado, en vez de imponerle restricciones. Si la Corte hiciera cumplir una ley “completamente nula”, estaría otorgando a la legislatura, de hecho y de derecho, la “omnipotencia”.14 A continuación, la sentencia señalaba que “la esencia mis­ ma del deber jurisdiccional” era decidir, en un determinado conflicto de leyes, cuál prevalecería. Aquí se concentra el pun­ to central del asunto: una ley inválida no podía obligar a los tribunales porque “es competencia y deber del Poder Judicial determinar qué es ley”.15 En tanto la Constitución es la ley su­ 13 U.S. Const. art. 3, 2 (las cursivas son mías); Marbury, 5 U.S. 176. 14 7bidem, 176-178. 15Ibidem, 177-178.

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prema del país, la Corte debe ceñirse a ella y descartar la legis­ lación secundaria que la contraríe. Finalmente, varias disposiciones constitucionales pare­ cían prever que correspondería a los tribunales la potestad de interpretar y hacer cumplir la Constitución en última instan­ cia y de manera vinculante. Por ejemplo, el artículo 3o esta­ blece que la impartición de justicia en los Estados Unidos in­ cluye la facultad de resolver casos constitucionales. También señala que nadie puede ser condenado por traición con base en un testimonio singular. Por su parte, el artículo Io establece que los estados carecen de facultades para gravar la exporta­ ción, y el artículo 6° reconoce que la Constitución “será la ley suprema de la nación" y prevé que "todos [...] los funcionarios judiciales [...] están obligados bajo juramento [...] a hacer cumplir la Constitución”. (El Congreso incluso había añadido que los jueces debían comprometerse a "desempeñar” todas sus funciones "con apego a la Constitución".) Esto debía sig­ nificar, entonces, que si un estado (contradiciendo lo dicho por la Constitución) intentaba perseguir penalmente a alguien que había omitido pagar un impuesto de exportación, un tri­ bunal no debía "cerrar los ojos a la Constitución y ver sólo” el impuesto. Tampoco resultaría correcto que un tribunal permi­ tiese que "el principio constitucional se doblegara frente al acto legislativo” en caso de que la legislatura "declarara a un solo testigo [...] suficiente para condenar” por traición a una persona. No, "eso resulta demasiado extravagante para soste­ nerse". En esta instancia o cualquier otra, “las palabras con­ tenidas en la Constitución se dirigen particularm ente a los tribunales”. Así, “es evidente que los constituyentes contem­ plaron a la Constitución como el marco legal para el funcio­ namiento tanto de los tribunales como de la legislatura”. En consecuencia, argumenta Marshal, cuando la legislación se­ cundaria entra en conflicto con el texto constitucional, la Cor­ te queda obligada a aplicar la Constitución por encima de dicha ley.16 16 Constitución de los Estados Unidos de América, art. 3, 2; ibidem, art. 3; ibidem, art. 1; ibidem, art. 6; 1 stat. 76, 8; Marbury, 5 U.S. 179-180. En el juram ento de cargo público, véase "Text of the Oaths of Office for Supreme Court Justices”, Supreme Court of the United States Office of the Curator, Inform ation Sheet (10 de agosto de 2009). Consultado en wwwi.su.-

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La conclusión de la Corte: las disposiciones jurídicas ordi­ narias que otorgaban competencia originaria a la Corte para conocer el caso planteado por Marbury como tribunal de pri­ mera instancia eran inconstitucionales. Luego, la Corte no po­ día concederles efecto alguno y, en consecuencia, no podía resolver el asunto (por cierto, nunca lo hizo); ni podía emitir la orden de cumplimiento solicitada. Marbury perdió su caso y Madison, representando de hecho a Jefferson, ganó. Aunque la argumentación jurídica de Marshall fue convincen­ te, no estuvo exenta de críticas, como todas las decisiones y actuaciones judiciales. Una decisión judicial no puede probar que es correcta con base en una lógica matemática. Sólo pue­ de explicar las razones que tuvo el juez para resolver de la for­ ma en que lo hizo, a menudo en casos en los que hay mucho que decir en un sentido u otro. En el caso que nos ocupa, un señalamiento resulta particularmente destacable. Un número importante de críticos, entre los que se cuenta el propio Tilo­ mas Jefferson,. han señalado que un tribunal que carece de la competencia (es decir, jurisdicción) necesaria para tram itar un caso no debe pronunciarse sobre el fondo del asunto. ¿Cómo pudo Marshall, tras hallar que la Corte no tenía jurisdicción para resolver el caso de Marbury, decidir por otro sobre el fon­ do del caso (es decir, que Marbury sí tenía derecho a que la orden de cumplimiento fuera emitida, aunque la Corte no tu­ viera la autoridad para librarla)?17 Una posible respuesta más actual a esas críticas podría ser: si Marshall hubiera simplemente acatado la regla de com­ petencia y se hubiese dirigido a resolver directa y exclusiva­ mente la temática constitucional, los críticos de la época se habrían preguntado hasta qué punto debía haberse ocupado del tema del control judicial de la Constitución. Podrían legítiprem ecourtus.gov/about/textoftheoathofo fhce2009.pdf el 7 de septiem bre de 20 i 7. 17 Véase, por ejemplo, Warren, op. cit., pp. 249-252 (que cita periódicos con­ temporáneos que critican la sentencia de Marbury y su fundamentación). Esta crítica de la decisión de Marshall (Jefferson decía que debía descartarse por­ que era más bien una decisión no judicial) sigue siendo bastante común, véase "Letter From Thornas Jefferson to George Hay, June 20, 1807”, en The Works of Thomas Jefferson, Paul L. Ford (ed.), vol. 10, Putnam, Nueva York, 1905.

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mámente señalar que Marshall había abordado el tema de manera innecesaria, es decir, con intenciones políticas, con el propósito de otorgar esa facultad a la Corte. Para demostrar que la Corte no había actuado por interés político, sino por necesidad jurídica, Marshall debía dejar cla­ ro que la pretensión de Marbury cumplía todos y cada uno de los requisitos establecidos en la ley secundaria. Sólo entonces sería necesario pasar a la cuestión del control constitucional, a fin de evitar la adopción de una decisión jurídicamente inco­ rrecta: esto es, una decisión a favor de Marbury. Marshall no podía hacer las dos cosas: demostrar, por un lado, que tenía que llegar a las cuestiones constitucionales y, por el otro, resol­ ver exclusivamente la pregunta constitucional. Es decir, no po­ día acatar lo que se ha convertido en un canon del control ju­ dicial de la Constitución: “ocúpate primero de las cuestiones sin mérito constitucional, para no tener que tom ar decisiones constitucionales”, sin ignorar otro: “en ausencia de jurisdicción, el tribunal no estudia el fondo del asunto". En un mundo político, donde las facultades de control constitucional de la Corte no estaban claras y donde sus es­ fuerzos para expandirlas podrían despertar suspicacia, la de­ cisión de Marshall es perfectamente comprensible. Al explicar por qué su decisión no podía basarse en argumentos o instru­ mentos ajenos a la Constitución, disminuiría la preocupación general respecto a que los tribunales, armados con la facultad de decidir cuestiones constitucionales, las traerían a colación y resolverían de manera innecesaria, limitando injustificada­ mente el poder de la legislatura. Marshall dejó claro que los tribunales resolverían cuestiones constitucionales sólo cuan­ do tuvieran que hacerlo. De cierto modo, tanto las críticas como la hipotética respues­ ta no vienen al caso; consideremos lo que Marshall sí hizo: dejó claro que los tribunales, como parte de sus atribuciones ordinarias, protegerían los derechos legales de las personas; revisarían la legitimidad de los actos del Poder Ejecutivo, y que correspondería a estos tribunales decidir cuándo la natu­ raleza política de estos actos impediría su revisión; pero, so­ bre todo, dejó claro que la legislación federal que fuera in­ compatible con la Constitución no vincularía a los tribunales.

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Sustentó sus conclusiones en una robusta argumentación ju­ rídica, en la que figuraron las ideas de Hamilton e Iredell; es decir, i) el carácter fundamental y supremo de la Constitución; ii) las particularidades de la experticia judicial, y iii) que la le­ gislatura no debe ser todopoderosa. Además, como Jefferson ganó el caso, Marshall no tendría que preocuparse por la ejecu­ ción del fallo por parte del gobierno.18 Para los propósitos de este libro, el hecho señalado en cur­ sivas es particularmente relevante. En medio de una coyuntu­ ra que amenazaba con demostrar, y por tanto con reafirmar la debilidad institucional de la Corte, Marshall evitó el asunto del cumplimiento o la ejecución de la sentencia y se concentró en argumentar la potestad de la Corte para declarar inconsti­ tucional un acto emanado del Congreso y para rehusarse a aplicarlo. Revisemos ahora lo que Marshall no hizo. No dijo que la Corte detentaba la potestad exclusiva para interpretar la Cons­ titución, o una facultad superior al resto de las instancias de gobierno. De hecho, afirmó que "tanto los tribunales como el resto de las instancias están sujetos a” la Constitución. El caso de Marbury v. Madison tampoco respondió la pregunta de Hotspur: ¿la gente acataría un fallo de la Corte contrario a la visión mayoritaria y con el que discrepara fuertemente? Mar­ shall temía que la respuesta fuese negativa; el siguiente caso demuestra que tenía razones para temer.19

18 Si un lector presente criticara a Marshall por no seguir estrictam ente las reglas jurisdiccionales, entonces ¿por qué no defenderlo como lo hago yo? Para detalles históricos, véase Bruce Ackermann, The Failure o f the Founding Fathers: Jefferson, Marshall, and the Rise o f Presidential Democracy, Belknap Press of Harvard University Press, 2005, 400 pp. 19 Marbury, 5 U.S. 180 (las cursivas son mías); véase Larry D. Kramer, The People Themselves: Popular Constitutionalism and Judicial Review, Oxford University Press, 2004, pp. 125-126 (que arguye que aunque M arshall “fue audaz al encontrar la m anera de introducir el control judicial de la Consti­ tución [en el caso Marbury, no fue] igualmente audaz e imaginativo para des­ arrollar la doctrina").

III. LOS CHEROKEES Si bien el caso Marbury otorgó a la Corte la facultad de negarse a aplicar actos legislativos que fueran contrarios a la Constitu­ ción, lo cierto es que la Corte no utilizó esa atribución sino has­ ta más de 50 años después, al resolver el caso Dred Scott. Esta renuencia de la Corte a declarar la inconstitucionalidad de las leyes federales muestra —tal como la aproximación estratégica de Marshall en Marbury— una Corte profundamente temerosa acerca de si el presidente, el Congreso o la ciudadanía en gene­ ral aceptarían sus interpretaciones sobre la Constitución, al me­ nos cuando estuvieran en profundo desacuerdo con ellas. Y sin ninguna garantía de que los funcionarios públicos y las perso­ nas comunes acatarían esas decisiones como ley, ¿cómo po­ dría la Corte ejercer realmente su facultad revisora?, ¿cómo protegería a las minorías sin representación política suficien­ te?, ¿cómo haría que la Constitución no fuera letra muerta? Hoy día los jueces de todo el mundo se hacen estas mis­ mas preguntas. Una ministra presidenta de una nación africa­ na que lucha por mantener la independencia judicial en su país me preguntó recientemente: “¿Por qué los estaduniden­ ses hacen lo que los tribunales dictan?" ¿Qué parte de la Cons­ titución posibilita que esto ocurra? ¿Cuál es el instrumento institucional que hace efectivas las decisiones de los tribuna­ les? ¿Cuál —se preguntaba— es el secreto? Yo le contesté que no había secreto alguno; no hay palabras mágicas escritas en ningún documento. Acatar la ley es una cuestión de hábito, es el producto de un entendimiento ampliamente compartido acerca de la manera en que quienes son parte del gobierno o de la ciudadanía común deben actuar, y de hecho actuarán, cuando enfrenten una resolución judicial que les disguste pro­ fundamente. Mi corta respuesta a la pregunta planteada por la ministra presidenta fue que es más bien la historia, y no la doctrina ju­ rídica, la que muestra cómo los estadunidenses llegaron al punto de acatar las decisiones de la Suprema Corte. Una res­ 64

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puesta más larga incluye una serie de ejemplos que ilustran los distintos desafíos que la Corte y la nación enfrentaron mientras los estadunidenses, gradualmente, desarrollaban ese hábito. Los casos de los cherokees resueltos en la década de 1830 son un claro ejemplo de cómo la ejecución de las sentencias fue puesta a prueba. El pueblo cherokee demandó la protec­ ción jurídica de su tierra ancestral ubicada al norte de Geor­ gia. La Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos falló en su favor. Lo que sucedió después es historia triste.1 En la primera parte del siglo xix ocurrió una disputa entre los indios cherokees y sus vecinos, los colonos en el estado de Georgia. La disputa era muy simple. Los indios poseían cier­ tas tierras, rocas y minerales que los colonos blancos de Geor­ gia ambicionaban y que los indios se rehusaban a entregar. Los colonos de Georgia habían tratado inútilmente, a lo largo de dos décadas, de convencer a tres distintos presidentes (James Monroe, John Quincy Adams y Andrew Jackson) de expulsar a los pueblos indios de su territorio y enviarlos al Oeste. Fraca­ saron. Monroe, por ejemplo, les dijo a los habitantes de Geor­ gia que él sólo recurriría a medios pacíficos y razonables para convencer al pueblo cherokee de abandonar sus tierras.2 Los cherokees, que habían vivido en el norte de Georgia por mucho más tiempo que los colonos, habían transitado de, 1Para información más profunda sobre el caso de los indios cherokees, se sugiere: Jill Norgren, The Cherokee Cases: Two Landmark Federal Decisions in the Fight for Sovereignty, University of Oklahoma Press, 2004, pp. 11-86; Grace Steele Woodward, The Cherokees, University of Oklahoma Press, 1963; Annie Heloise Abel, The Histoiy ofEvents Resulting in Iridian Consolidation West o f the Mississippi, en Annual Report of the American Historical Association for 1906, American Historical Association, 1908, pp. 233-450; Wilson Lumpkin, The Removal o f the Cherokee Indians from Georgia, 1907; Ulrich Bonnell Phillips, Geor­ gia and State Rights, en Annual Report of the American Historical Association for the Year 1901, vol. 1, Government Printing Office, Washington, D. C., 1902, pp. 66-86; John P. Kennedy, Memoirs ofthe Life ofWilliam Win, Forgotten Books 1850, pp. 240-264 y 290-297. Las fuentes secundarias más tempranas, incluso aquellas que simpatizan con la causa cherokee, presentan una visión benigna de los acontecimientos; a pesar de esto, resultan fuentes históricas valiosas. 2 Phillips, "Georgia and State Rights", art. cit., p. 70; véase generalmente ibidem, pp. 69-86 (que describe la resistencia de los presidentes a las dem an­ das de Georgia).

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una forma de vida basada en la caza y la pesca a un régimen de granjeros y pequeños propietarios. Habían desarrollado un alfabeto, establecido una imprenta y construido una capital llamada New Echota. Liderados por el gran jefe John Ross, también adoptaron una constitución; no tenían motivo algu­ no para abandonar su propia tierra. Así se lo comunicaron al presidente Monroe: "es la determinación absoluta e irreducti­ ble de esta nación no ceder jamás ni un solo pie de nuestra tierra”. Agregaron que no eran extranjeros, sino los primeros pobladores de las Américas; estaban “asentados en su propio suelo” y no “reconocerían la soberanía de ningún Estado den­ tro de los límites de su territorio”. Tiempo después le dirían al presidente Andrew Jackson que cuando se mudaran no lo ha­ rían para dirigirse al Oeste, sino para seguir el “curso de la naturaleza y dormir bajo esta tierra que el Gran Espíritu diera a sus ancestros”.3 En 1829 se encontró oro en el territorio cherokee, y los georgianos decidieron quebrantar esa especie de tregua para adentrarse en el territorio cherokee y extraer el oro de las mi­ nas. Aprobaron leyes que derogaban la legislación india; pro­ hibieron a la asamblea legislativa cherokee sesionar, y ordena­ ron el arresto de cualquier cherokee que se opusiera al traslado hacia el Oeste. Todavía se puso peor. Los habitantes de Georgia encontraron un aliado en el nuevo presidente, Andrew Jack­ son, quien anunció públicamente su apoyo a los colonos, se negó a mantener tropas federales que resguardaran los dere­ chos indios en la zona minera y exigió a los indios que partie­ ran hacia el Oeste.4 Algunas voces en el Congreso federal se opusieron a que los indios fueran expulsados de sus casas, iglesias y escuelas, para ser enviados a “tierras inhóspitas”. Esa minoría señaló: "la maldad [de la medida] es enorme; la violencia era extrema; 3 Phillips, op. cit., pp. 68-71; Woodward, op. cit., pp. 139-146 (que descri­ be cómo se form aron en la nación cherokee un periódico, una escuela y un sistema judicial); ibidem, pp. 157-191 (que describe el liderazgo del capitán John Ross); Kennedy, op. cit., pp. 245-246 (que cita una carta de 1825 de un cherokee que describe la organización cherokee incluyendo sus caminos, ciudades, industria, agricultura, religión, escuelas, y los planos de una bi­ blioteca y un museo); Samuel Cárter III, Cherokee Sunset, Doubleday, 1976, p. 103. 4 Phillips, op. cit., pp. 72-73, 84; Woodward, op. cit., pp. 158-160.

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el quebranto de la fe de las personas, deplorable, el inevitable sufrimiento, incalculable". Sin embargo, la mayoría pensó di­ ferente, y el Congreso promulgó una ley de expulsión que te­ nía como propósito hacer legalmente efectiva la postura del presidente.5 Sin el apoyo necesario en las instancias de gobierno de­ mocráticamente electas, ¿a dónde podrían acudir los cherokees en busca de ayuda? ¿Podrían recurrir a la ley? Lo cier­ to es que después de apoyar a los británicos durante la Guerra de Independencia, el pueblo cherokee había celebrado trata­ dos con el nuevo país. En esos tratados, los Estados Unidos se comprometieron a proteger el territorio cherokee y a garanti­ zar la preservación de sus límites. La Constitución establece expresamente que no sólo la propia Constitución y todas las leyes expedidas con arreglo a ésta, sino también “todos los tra­ tados celebrados [...] bajo la autoridad de los Estados Unidos, serán la ley suprema de la Unión, y los jueces de todos los es­ tados estarán obligados a observarla, a pesar de cualquier dis­ posición en contrario [...] en las leyes de cualquier estado".6 Aunque el caso de los cherokees parecería muy bien an­ clado, lo cierto es que las circunstancias políticas que los lle­ varon a confiar en la ley eran las mismas que complicaban su cumplimiento efectivo. Los georgianos no los protegerían; a la mayoría del Congreso evidentemente no le importaba, y el presidente Jackson se había rehusado a hacer cumplir el tra­ tado que beneficiaba a los cherokees, a pesar de que éstos se lo solicitaron. Así, a los cherokees les quedaba sólo la Corte para obtener la debida protección jurídica. Pero la impopularidad del pueblo cherokee y su debilidad política hacían que presentar una demanda fuera más difícil de lo que uno pudiera imaginar. En principio, el pueblo en­ contró un abogado, William Wirt, ex procurador general de los Estados Unidos y uno de los mejores abogados de su tiem­ po. Wirt estaba convencido de que “la Suprema Corte protege­ ría” a la tribu cherokee, pero dudaba acerca de que Georgia acatara la decisión, aunque proviniera de la Suprema Corte. Después de todo, algunos años antes, cuando John Quincy 5 Abel, op. cit., pp. 275-81, 379; Woodward, op. cit., p. 160. 6 Phillips, op. cit., pp. 66-67; Norgren, op. cit., p. 26; Constitución de los Estados Unidos de América, artículo VI, CL2 (las cursivas son mías).

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Adams era presidente, los habitantes de Georgia tomaron por la fuerza territorio perteneciente a la tribu creek; se lo adjudi­ caron mediante decretos, mandaron topógrafos a trazar los límites del territorio indígena y afirmaron que “resistirían hasta el último” cualquier intento del gobierno federal, inclui­ da la Suprema Corte, para detenerlos. Después de todo esto, los creeks simplemente desistieron.7 Además, ¿cómo lograría Wirt que su caso llegase a la Su­ prema Corte? Tenía serias dudas respecto a llevar el caso ante los tribunales locales de Georgia demandando por allanamien­ to, por ejemplo. Su temor era que los jueces del estado retra­ saran indefinidamente la resolución del asunto basándose en la ley de propiedad estatal. Por un tiempo pensó en llevar a la Corte el caso de un indio cherokee, Corn Tassel, a quien los colonos habían arrestado por cometer un delito grave en terri­ torio cherokee. Wirt apelaría la sentencia argumentando que el estado de Georgia no tenía jurisdicción en territorio che­ rokee. Sin embargo, el gobernador y la legislatura de ese esta­ do anunciaron públicamente que ignorarían la decisión de la Corte y repelerían con la fuerza cualquier intento de obligarlos a acatarla. De hecho, para asegurarse de que una sentencia de la Corte no tuviera efecto, el estado de Georgia ejecutó a Corn Tassel antes de que aquélla pudiese siquiera admitir su caso.8 A continuación Wirt demandó al estado de Georgia ante la Suprema Corte de manera directa, en el caso registrado como Cherokee Nation v. Georgia. Estaba convencido de que la Corte admitiría y resolvería el asunto. Después de todo, la Constitu­ ción preveía que la Corte tenía "competencia originaria” en casos "donde un estado de la federación fuera parte”. En lo referente a la ejecución de la sentencia, Wirt argumentó ante 7 Kennedy, op. cit., pp. 253-259 (que cita cartas de Wirt que describen el caso cherokee y sus temores de que Georgia no acatara la decisión de la Cor­ te); Phillips, op. cit., p. 63 (que cita al gobernador de Georgia, George Troup); véase generalmente ibidem, pp. 39-65 (que describe la adquisición de la tierra creek); véase tam bién Lumpkin, op. cit., pp. 42-43 (recuento de Lumpkin de 1831-1835 que describe el "problema” que representaban los cherokees para Georgia); Joseph C. Burke, "The Cherokee Cases: A Study in Law, Politics and Moralitiy”, Standford Law Review, núm. 21 (1969), pp. 500, 508 (que describe a Wirt como un abogado). 8 Kennedy, op. cit., p. 256 (que cita una carta de Wirt); Norgren, op. cit., pp. 61-62, 97-98; Phillips, op. cit., pp. 75-77.

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la Corte que ésta no podía simplemente suponer que el presi­ dente o un estado se negarían a cumplir su "deber". Desde su punto de vista, existía una "fuerza moral en la opinión públi­ ca” que los “constreñiría a obedecer”.9 Sin embargo, al parecer la Corte decidió no poner su fe en la "opinión pública”. En una resolución redactada por el ministro presidente Marshall y adoptada por cuatro votos a favor y dos en contra, la Corte desarrolló una dudosa interpre­ tación de la Constitución, según la cual la competencia origi­ naria sólo se permitía a la Corte en casos en los que un estado fuera parte, y además estuviera involucrado otro estado de la Unión, un ciudadano de otro estado o un estado extranjero. Dado que la tribu cherokee no estaba en ninguno de esos su­ puestos, sino que era más bien una "nación dependiente den­ tro de la nación”, la Corte desechó el caso por razones forma­ les y de jurisdicción. Los georgianos estaban felices. En su alegato escrito, el gobernador afirmó que el estado debía "ter­ minar con la ilusión” de que los indios constituían “una socie­ dad política diferenciada”.10 Después de este revés, Wirt encontró al fin el caso que ha­ bía estado buscando. La legislación local de Georgia obligaba "a todas la personas blancas residentes dentro de los límites del territorio de la nación cherokee” a declarar, bajo juram en­ to, que se sujetarían a las leyes estatales. Un misionero de Nue­ va Inglaterra, Samuel A. Worcester, se negó: en lugar de su juramento, envió al gobernador un himnario religioso. El go­ bernador ordenó su arresto; un tribunal local lo condenó por violar la ley y le impuso cuatro años de trabajos forzados. Era claro que Georgia no liberaría a Worcester, pero era muy poco probable que lo ejecutara. Además, la Ley de la Judicatura de 1789 otorgaba competencia a la Suprema Corte para conocer aquellos casos en los que un tribunal local hubiera desaten­ dido el alegato de que una norma penal estatal contradecía la ley federal, la cual era considerada como ley suprema por la propia Constitución. Así las cosas, resultaba jurídicamente 9 Cherokee Nation v. Georgia, 30 U.S. (5 Pet) 1 (1831); Constitución de los Estados Unidos de América, art. III; Kennedy, op. cit., p. 293. 10 Cherokee Nation, 30 U.S. 15-20; George Guilmer para S. S. Hamilton (20 de junio de 1831), en dos registros del desalojo de indios, s. doc. núm . 23512, pp. 22 y 25.

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plausible que Wirt interpusiera apelación en el caso de Worcester con el argumento de que la aplicación en territorio che­ rokee de la legislación penal de Georgia contradecía tratados firmados por los Estados Unidos, los cuales era considerados como ley suprema por la Constitución.11 La Corte admitió el caso como Worcester v. Georgia y, en una votación de cinco a uno, falló a favor de Worcester. Nue­ vamente el ministro presidente Marshall fue el ponente de la resolución. Señaló que una ley federal faculta a la Corte para revisar la sentencia definitiva de un tribunal estatal que con­ firma la vigencia de una ley estatal y desatiende el alegato de que ésta es incompatible con la Constitución, los tratados o las leyes de la Unión. Incluso, existía una normativa federal que exigía a la Corte admitir la apelación. En palabras de Marshall, la Corte tenía “el deber [...] por más desagradable que éste fuera”, de conocer el caso.12 Es más, la Corte sostuvo que Worcester también tenía ra­ zón en el fondo. En efecto, ni Inglaterra, ni las colonias, ni los Estados Unidos abolieron jamás la independencia de los che­ rokees. Más bien, todos habían tratado a los pueblos indios como “naciones capaces de mantener relaciones de guerra y paz". Los Estados Unidos se comprometieron expresamente a garantizar a los indios cherokees los territorios que no hu­ bieran cedido y a regular el comercio en su “beneficio y con­ veniencia”. El Congreso también había reconocido que los pueblos indios eran “comunidades políticas diferenciadas” con pleno derecho a las tierras ubicadas dentro de sus con­ fines. Así que los georgianos no podían acceder a territorio cherokee sin el consentimiento de sus pobladores, ni el estado de Georgia podía aplicar su ley ahí.13 Dado que la disposición estatal en la que se basó la perse­ cución penal de Worcester fue declarada nula, Georgia tenía 11 Worcester v. Georgia, 31 U.S. (6 Pet) 515, 537, 542 (1832); Phillips, op. cit., pp. 78-81 (que describe el arresto y juicio de Worcester); Abel, op. cit., pp. 396-403 (igual); Samuel A. Worcester, para George R. Gilmer (10 de junio de 1831), en 27 Missionary Herald, pp. 250, 251 (1831) ("tengo el placer de m an­ darle a su excelencia el salmo de Mateo, un libro de cantos religioso, un pe­ queño extracto [...] de las escrituras" todo traducido al cherokee). 12 Worcester, 31 U.S. 541. 13 Ibidem, 548-554, 557 y 575.

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que liberarlo. Después de todo, si Georgia hubiera incautado bienes o propiedades con fundamento en una ley inválida, tendría que devolverlos a su legítimo dueño. Ese mismo prin­ cipio básico era aplicable en el caso en el cual el estado había privado ilegítimamente a Worcester de su "libertad personal”.14 Estratégicamente y en una especie de nota marginal, la Corte se refirió al problema del cumplimiento y ejecución de la sentencia. Adujo que Georgia había "capturado" a Worces­ ter, y "se lo había llevado" mientras era "resguardado por los tratados” celebrados por los Estados Unidos. De hecho, la captura y retención habían ocurrido mientras “realizaba, bajo la supervisión del máximo mandatario de la Unión, los deberes que la política humanitaria adoptada por el propio Congreso había recomendado”. Tal vez el presidente Jackson entendería la insinuación; tal vez entendería que su propia autoridad y la de todo el gobierno federal estaban en juego.15 El ministro Joseph Story, colega de Marshall, se sintió ali­ viado con la resolución. En una carta dirigida a su esposa dijo: “Gracias a Dios, la Corte puede lavarse las manos de la iniquidad de oprimir a los indios y de ignorar sus derechos”. Días después, escribió a otro destinatario: “La Corte ha hecho su parte. Ojalá la nación haga la suya”. Sin embargo, agregó: "Georgia está llena de ira y violencia [...]. Probablemente re­ sistirá [...], y si eso ocurre, no creo que el presidente inter­ venga”.16 El ministro Story tuvo razón. El 5 de marzo de 1832 la Corte emitió una orden que exigía a Georgia la liberación de Worcester. Poco después, los abogados de Worcester solici­ taron al juez local que lo liberara, pero éste se negó. Enton­ ces, el gobernador del estado aseguró ante la legislatura local que él enfrentaría la "usurpación de la autoridad federal” de parte de la Suprema Corte “con la más pronta y determinada resistencia”.17 El presidente también se negó a colaborar con la ejecu­ ción de la sentencia dictada por la Corte. Por el contrario, el 14 Ibidem, 561-562. 15Ibidem, 562 (las cursivas son mías). 16 Charles W arren, The Supreme Court in United States History, vol. 2, Bos­ ton, Little, Brown, and Company, 1922, pp. 216-217. 17 Ibidem, pp. 215-216 y 228; Lumpkin, op. cit., p. 104.

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secretario de Guerra de Jackson declaró que el presidente, “en una decisión meditada”, había concluido que la legislatura es­ tatal tenía la facultad de "expandir la jurisdicción de sus leyes a todas las personas [es decir, incluidas las poblaciones in­ dias] que vivieran dentro de las fronteras estatales”. En conse­ cuencia, según él, el presidente carecía de "autoridad para in­ tervenir” en el asunto de Samuel Worcester y la forma en que Georgia lo manejaba. Desde el punto de vista de Jackson, el presidente y el Congreso tenían tanta autoridad para "decidir sobre la constitucionalidad" de las leyes como “los ministros de la Suprema Corte”, a quienes, por cierto, "no debe permi­ tírseles que controlen al Congreso, o al Ejecutivo, cuando és­ tos ejerzan sus facultades legislativas”. El New York Daily Advertiser contó a sus lectores que el presidente “había dicho [...] que él tenía tanto derecho a dar órdenes a la Suprema Corte como ésta a requerirle a él que ejecutara sus decisio­ nes”. Incluso, la voz popular atribuyó a Jackson la famosa fra­ se: “Bueno, John Marshall tomó su decisión, dejemos que él la ejecute”. Mientras Worcester se pudría en la cárcel, John Mar­ shall escribió a Joseph Story: "Lentamente y con reticencia, me rindo a la convicción de que nuestra Constitución no per­ durará”.18 Marshall temía, obviamente, el poder que reside en el ejemplo. Si los estados podían ignorar las decisiones de la Corte que favorecían a los indios, ¿por qué no ignorarían otras que tampoco les gustaran? ¿Por qué los estados y su ciudada­ nía deberían acatar la ley federal? ¿Por qué accederían a pa­ gar impuestos federales? ¿Por qué harían cumplir las leyes fe­ derales en materia de aduanas? Y el ejemplo cundió. Sólo unos cuantos meses después de la decisión en el caso Worces­ ter, Carolina del Sur publicó un “decreto de nulidad”, en el que estableció que era ilícito pagar, dentro de ese estado, cual­ quier obligación impuesta por cierta normativa federal. El de­ 18 "Lewis Cass to William Reed (Nov. 14, 1831)”, en Robert Sparks Walker, Torchlights to the Cherokees, Macmillan, Nueva York, 1931, pp. 285-286; Andrew Jackson, “Veto M essage-Bank of the United States (July 10, 1832)", re­ impreso en Francis Newton Thorpe (ed.), The Statesmanship o f Andrew Jack­ son, Tandy-Thomas Company, 1909, pp. 154, 163-164; Warren, op. cit., p. 217; cf. ibidem, p. 219 (que califica como un asunto aún dudoso si Jackson emitió su frase célebre); ibidem, p. 229.

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creto exigía a todos los tribunales locales ceñirse a la legisla­ ción estatal, y no a la federal, en esta clase de asuntos. Además, impuso la prohibición de presentar apelaciones ante la Supre­ ma Corte so pena de desacato.19 De repente, el presidente Jackson entendió el riesgo políti­ co implicado en el caso de Georgia. Muchos en el Sur pensa­ ban desde hacía tiempo que los estados no teñían por qué so­ meterse a leyes federales con las que discrepaban. Como presidente, Jackson pudo ver, ahora sí, la amenaza que tal concepción entrañaba para la vigencia de la Constitución. Si los estados podían nulificar leyes federales a capricho, la Unión se convertiría no en la federación que la Constitución preveía, sino en una asociación voluntaria, y tal vez temporal, de estados independientes. En vista de la insensatez de su posición previa, Jackson reviró. El 10 de diciembre de 1832 declaró: “Estimo [...] que el hecho de que un estado se atribuya competencia para inva­ lidar una ley de los Estados Unidos es incompatible con la preservación de la Unión”. Entonces puso manos a la obra. Aliándose con Daniel Webster, un fuerte opositor al principio de nulidad, aseguró la aprobación y promulgación de la Ini­ ciativa del Uso de la Fuerza. Esta nueva ley federal otorgaba explícitamente al presidente la facultad de recurrir a las tro­ pas federales para hacer cumplir las leyes federales. Sus pro­ motores tenían en mente a Carolina del Sur; por su parte, Ca­ rolina del Sur entendió bien la amenaza y derogó su Decreto de Nulidad.20 De la misma forma en que el ejemplo de Georgia afectó a Carolina del Sur, el ejemplo posterior de Carolina del Sur afectó a Worcester. El público en general entendió que la exi­ gencia de un trato similar a situaciones similares constituía un principio fundamental en un Estado de Derecho. Los pe­ riódicos escribieron que “nadie, salvo Jackson o Van Burén, 19 Decreto para anular ciertas leyes del Congreso de los Estados Unidos, que se convertirían en norm as sobre impuestos para la importación de bienes extranjeros de lujo, en Carolina del Sur (24 de noviembre de 1832); Warren, op. cit., p. 234. 20 Andrew Jackson, "Anti-nullification Proclamation (Dec. 10, 1832)", en The Statesmanship o f Andrew Jackson, op. cit., pp. 232, 238; W arren, op. cit., pp. 234-238.

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puede ver diferencias sustanciales entre los casos de Georgia y Carolina del Sur”. Wirt presentó nuevamente el caso de Wor­ cester ante la Suprema Corte para que ésta emitiera una nue­ va orden, y Jackson, insinuando el uso del ejército, afirmó que haría cumplir ese mandato. En vista de lo acontecido en Caro­ lina del Sur, Georgia trató de llegar a un arreglo y el goberna­ dor ofreció el indulto. La Junta de Coordinación de Misiones en el Extranjero, patrones de Worcester, insistió en que éste aceptase el indulto y retirara la moción pendiente de resolver­ se por la Corte. Worcester aceptó y fue liberado en enero de 1833. Entonces, el mandato de la Corte fue finalmente aca­ tado, ¿o no?21 ¿No era la intención original del planteamiento jurídico de Wirt asegurar la protección del pueblo cherokee? ¿No de­ cía la sentencia expresamente que el estado de Georgia no po­ día usurpar las tierras cherokee, que ese territorio pertenecía a la nación cherokee y no a Georgia? ¿Qué fue de la intención de los cherokees de preservar su territorio? Ese propósito fracasó. El presidente Jackson envió tropas federales a Georgia, pero no para ejecutar la decisión de la Cor­ te, sino para desalojar a los indios. A inicios de 1835, sin la autorización del jefe Ross y el gobierno cherokee, representan­ tes federales hicieron los arreglos necesarios para encontrarse con un puñado de miembros de la tribu en Washington, con el fin de negociar un nuevo tratado. En ese tratado pactaron el traslado del pueblo al Oeste. Jackson cantó victoria.22 Horrorizados, los 17 000 miembros restantes de la tribu —incluidos el jefe Ross y el gobierno cherokee— protestaron inmediatamente. Ya era muy tarde; Jackson presentó “el trata­ do” al senado para su ratificación, la cual se logró con un voto de diferencia. El secretario de Guerra notificó al jefe Ross que "el presidente ya no reconocía" su gobierno, y el ejército fede­ ral, al mando de Jackson, garantizó que los cherokees fueran desalojados. El general John Ellis Wool, a cargo del operativo militar, reportó a sus superiores en Washington la oposición “casi de la totalidad de los cherokees al tratado"; dijo que la mayoría del pueblo indio estaba “tan resuelta [...] a resistir” 21 Ibidem, pp. 235-237; Norgren, op. cit., pp. 127-128. 22 Ibidem, pp. 136-137.

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que se había negado a “recibir comida o vestimenta de la Unión por miedo a comprometer su voluntad a propósito del tratado”; “preferían vivir de las raíces y la savia de los árboles que recibir provisiones” del gobierno federal; “miles [...] no comieron otro alimento por semanas” y muchos “aseguraban que morirían antes de abandonar su país”.23 A pesar de esto, Jackson ordenó a Wool que los obligara a acatar el tratado; prohibió a los cherokees que se reunieran para discutir sobre el tema; instruyó a Wool para que le mos­ trase su carta al jefe Ross, tras lo cual no habría más comuni­ cación oral o escrita con Ross sobre el asunto.24 Wool obedeció. Describió la escena que siguió como “des­ garradora”, y añadió que si dependiera de él, “mañana mismo pondría a todos los indios lejos del alcance de los hombres blancos que, como buitres, están al acecho, prestos a lanzarse sobre su presa y arrebatarle todo cuanto tiene”. “Sí, señor", dijo posteriormente, "99 de cada 100” cherokees "irá sin un centavo al Oeste”. Y así fue. Su trayecto, conocido como "el Sendero de las Lágrimas”, pues muchos de ellos murieron, los llevó hasta Oklahoma, donde los descendientes de los sobrevi­ vientes viven hasta la fecha.25 Esta triste historia tiene un par de aspectos positivos. A pesar de su trágico final, sirvió para establecer un principio: casos similares deben ser tratados de forma similar. La inequidad percibida en el tratamiento diferenciado de casos iguales condujo a la prensa a exigir la libertad de Worcester. El caso también reafirmó la importancia de la competencia dé la Su­ prema Corte para invalidar leyes estatales que fueran incon­ sistentes con la Constitución, los tratados o las leyes federales. El decreto de Carolina del Sur puso de manifiesto, aun para el presidente Jackson, que la “anulación” de leyes federales en el ámbito estatal amenazaba la unidad nacional. Aun así, la lección más evidente que deja esta secuencia de eventos no es feliz. Un presidente recurrió a su poder para minar la decisión de la Corte y para expulsar a los cherokees 23 Woodward, op. cit., pp. 193-194; Norgren, op. cit., pp. 134-136 y 144; Charles C. Royce, The Cherokee Nation, Aldine Publishing Company, 1975, p. 164. 24 Royce, op. cit., p. 162. 25 Woodward, op. cit., pp. 193-194.

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de su territorio originario. Además, las preocupaciones de Story y Marshall sobre el daño que podría infligirse a la Corte resultaron fundadas. En lo que concernía a la Corte, la per­ cepción popular de la actitud de Jackson revelaba la debilidad de la Corte: el ministro presidente “tomó su decisión, dejemos que él la ejecute". Georgia estaba preparado para ahorcar a cualquiera que se introdujera al estado con el objetivo de ha­ cer cumplir la decisión de la Suprema Corte. El presidente de los Estados Unidos no encontró problema alguno en esa acti­ tud —al menos no en un principio— y terminó subvirtiendo el criterio medular de la Corte en el caso de Worcester. ¿El presi­ dente, el Congreso, los estados y la ciudadanía en general aca­ tarían, apoyarían o harían cumplir una decisión de la Corte que fuera verdaderamente impopular? El caso reseñado su­ giere una respuesta negativa. En ningún caso, en el siguiente medio siglo, la Corte, quizá consciente de sus limitaciones, puso significativamente a prue­ ba su facultad de control constitucional. La siguiente gran confrontación constitucional, después de Marbury, ocurrió en 1857, cuando la Corte resolvió el infame caso Dred Scott, al cual nos referiremos ahora.

IV. DRED SCOTT En l a sentencia dictada en el caso Dred Scott, la Corte resolvió que una persona que había sido esclava no era un ciudadano con derecho a ser escuchado en un tribunal federal. En opi­ nión de la Corte, un esclavo no adquiría su libertad por el sim­ ple hecho de haber ingresado con su propietario en un estado o territorio donde la esclavitud no estuviera vigente. Durante la tramitación de este caso, la Corte afirmó, por primera vez desde Marbury, que una ley federal (en este caso el Acuerdo de Missouri) era inconstitucional. En 1857, año en que se resol­ vió este asunto, los Estados Unidos estaban profundamente divididos y al borde de una guerra civil en tom o al tema de la esclavitud. Dado el momento y contexto políticos, uno legíti­ mamente se pregunta si el país habría aplicado la sentencia de Dred Scott en caso de no haber estallado la guerra.1 Debemos recordar que la decisión en el caso Dred Scott ha sido largamente considerada como una de las peores deci­ siones adoptadas por la Corte. De hecho, bien puede haber ayudado a detonar la guerra; paradójicamente, aquello que supuestamente trató de evitar. Como ejemplo de control cons­ titucional, la sentencia representa todo lo contrario al tipo de control protector de la Constitución que Hamilton esperaba que la Corte ejercería. ¿Qué salió mal? La decisión no era fac­ tible ni podía ejecutarse, puesto que la Corte, al emitirla, incu­ rrió en errores jurídicos y prácticos. En otras palabras, en este caso fue la Corte, no el presidente o el Congreso o el común de la gente, quien impidió que los estadunidenses siguieran la ley. Antecedentes

Dred Scott nació esclavo en una plantación en Virginia alrede­ dor de 1800. Su primer dueño, Peter Blow, lo llevó a San Luis, 1Scott v. Sandford, 60 U.S. (19 How) 393 (1857).

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Missouri, donde lo vendió a un médico del ejército, John Emer­ son. Emerson llevó a Scott consigo de base militar en base militar, incluyendo el Fuerte Armstrong, en el estado libre* de Illinois, y el Fuerte Snelling, en el territorio libre de Wisconsin (ahora en el estado de Minnesota). Durante su estadía de dos años en el Fuerte Snelling, Scott se casó con Harriet, una es­ clava habitante del mismo lugar. Emerson regresó a San Luis con Scott, Harriet y Eliza, la hija recién nacida de ambos. Después de la muerte de Emerson, Scott y su familia se volvie­ ron propiedad de la viuda de Emerson y, finalmente, del her­ mano de ésta, John Sanford. A Scott —o quizá a Harriet— le disgustó este último arreglo; entonces, la pareja interpuso una demanda, primero ante un tribunal estatal y luego ante un tri­ bunal federal. Su argumento central era que el tiempo en que, residió en territorio libre había hecho de Scott un hombre ju­ rídicamente libre.2 Roger Taney, presidente de la Suprema Corte de Estados Unidos, fue ponente de la decisión del caso, la cual fue apro­ bada por mayoría. Taney nació en Maryland en 1777 en el seno de una familia tabacalera. Luego de participar en la cam­ paña de Andrew Jackson fue nombrado procurador general durante su administración y, en 1836, ministro presidente de la Suprema Corte. Era un excelente abogado, poseedor de lo que William Wirt (quien había representado legalmente a los cherokees) llamaba una “mente de luz de luna”: una mente que daba “toda la luz del día sin encandilar”. Taney pensaba que el esclavismo era una institución "perversa” y una “mancha en nuestro carácter nacional”, y era partidario de su eliminación * Se adopta el térm ino "estado [territorio] libre” para referirse a la idea de que en esos estados y territorios no se autorizaba la práctica de la esclavitud, y no —como podría pensarse en español— para referirse a estados política­ m ente independientes por distintas razones. Dado que introducir en una fra­ se cuya pretensión es ser breve y concisa —como lo es la frase utilizada por el m inistro Breyer— la alocución “estado [territorio] donde no se autoriza la práctica de la esclavitud” sería contrario a la intención del autor, se tradujo "free” por libre, palabra que aparece en el texto original y que, indudablem en­ te, refiere a la ilegalidad de la esclavitud en los estados o territorios mencio­ nados. [T.] 2 Ibidem, pp. 397 y 398. Para un mejor entendim iento de los hechos de Dred Scott, véase Don E. Fehrenbacher, The Dred Scott Case, Oxford University Press, 1978, especialmente las pp. 240-249.

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gradual. De hecho, había representado a varios abolicionistas y liberado a la mayoría de sus propios esclavos. Contradicto­ riamente, en su carácter de procurador general, había aconse­ jado al secretario de Estado que "la raza africana [...] aun cuando fuera libre [...] disfrutara de aquellos derechos que les frieran concedidos” sólo en la medida en que la “piedad” de la “población blanca”3 lo permitiera. Benjamín Curtis, otro ministro de la Corte, fue el autor del voto de minoría en el caso Dred Scott. Curtis era oriundo de Massachusetts y fue nombrado ministro de la Suprema Corte en 1851 por el presidente Millard Fillmore. Su designa­ ción se debió, en parte, a su posición "moderada” en el tema de la esclavitud. Permaneció en el cargo seis años, pues renun­ ció después de la resolución del caso Dred Scott, arguyendo que no estaba seguro de serle útil a la Corte “en su actual con­ dición” (y tal vez debido, también, a dificultades económicas).4 En el caso Scott, la Corte enfrentó un asunto que los cons­ tituyentes habían postergado y que estaba llegando a su límite definitorio. En su momento, los constituyentes sabían que el Sur no se anexaría a la Unión si ésta prohibía la esclavitud, y difirieron el debate sobre la continuidad de la esclavitud, in­ cluyendo en la Constitución una serie de soluciones interme­ dias o acuerdos. Por ejemplo, establecieron que antes de 1808 el Congreso no podía prohibir la “migración o importación” de esclavos hacia los Estados Unidos. También prohibieron cualquier enmienda que modificara ese límite; repartieron a los legisladores (en la Cámara baja del Congreso) entre los es­ tados, de conformidad con su población, la que calcularon añadiendo “al número total de personas libres [...] tres quin­ tas partes por todas las otras personas”, es decir, los esclavos. Ese conteo (que dio mayor representación al Sur basada en sus pobladores esclavos, a sabiendas de que sus dueños les, 3 James F. Simón, Lincoln and Chief Justice Taney, Simón & Schuster, 2007, p. 13 (que cita a Wirt); ibidem, p. 9; ibidem, p. 11 (que cita la oposición de Taney a la esclavitud, como la expresó en alegato oral en el juicio de un abolicionista); ibidem, pp. 16 y 17 (que cita el punto de vista de Taney sobre los derechos de los ciudadanos de "raza africana” como lo expresó en su opi­ nión jurídica el secretario de Estado Edward Livingston). 4 Benjamín R. Curtis (ed.), A Memoir o f Benjamín R. Cutis, LL.D., Little Brown, Boston, 1879, pp. 249-251,

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prohibirían votar) provocó, obviamente, que el Sur estuviese sobrerrepresentado en la Cámara baja del Congreso y en la votación para elegir presidente. En un principio, esa represen­ tación excesiva garantizó al Sur el poder político necesario para bloquear cualquier intento abolicionista.5 Sin embargo, durante la primera mitad del siglo xix, con­ trario a lo esperado por el Sur, la población creció más rápi­ damente en los nuevos territorios del noroeste que en el su­ roeste. Este hecho le costó al Sur la ventaja política en que confiaba para detener la adopción de leyes abolicionistas. Sin embargo, el Norte temía que el Sur utilizara cualquier instru­ mento jurídico o político a su alcance para extender la prácti­ ca de la esclavitud hacia los nuevos territorios, lo que ayuda­ ría al Sur a mantener su control político una vez que esos territorios se convirtieran legalmente en estados.6 En medio de este contexto, el Congreso tuvo que decidir el tratamiento jurídico de los nuevos territorios. En 1820 el Congreso promulgó el Acuerdo de Missouri, que prohibía la esclavitud en los territorios ubicados al norte y al oeste de Missouri. Con base en ese Acuerdo, en 1845 admitió a Texas en su carácter de estado esclavista, y en 1850 a California, como estado libre. Sin embargo, en 1854 el Congreso se apar­ tó del espíritu del Acuerdo de Missouri, al permitir que dos territorios del norte y oeste de Missouri —Kansas y Nebraska— escogieran si querían ser estados esclavistas o libres. En 1854, el año en que la apelación de Dred Scott llegó a la Suprema Corte, el estatus jurídico de los esclavos dentro de los territorios que aún no eran estados tenía una enorme tras­ cendencia política. El Sur temía que los nuevos estados, si de­ cidían ser estados libres, conformaran un Congreso que abo­ liera la esclavitud. Querían que la Suprema Corte sostuviera que los individuos tenían un derecho constitucional a poseer esclavos, incluso en los territorios. El Norte, por supuesto, 5 Constitución de los Estados Unidos de América, art. I, § 9, el. 1; ibidem, art. V; ibidem, art. I, § 2, el. 3, modificado por la enm ienda constitucional XIV, § 2. 6 Véase Marlc A. Graber, Dred Scott and the Problem o f Constitucional Evil, Cambridge University Press, 2006, pp. 124-127 (que describe cómo a pesar de los pronósticos, el crecimiento de población en el noroeste superó al del sur­ oeste).

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quería que la Suprema Corte sostuviera que el Congreso podía evitar la propagación de esta institución perversa, proveniente del Sur, a lo largo y ancho de la Nación. En el caso Dred Scott la Corte tendría la oportunidad de decidir cuál era el estatus jurídico de los esclavos que llegaban a territorio libre y, con ello, cuál de las dos regiones cumpliría sus expectativas. L as

c u e s t i o n e s j u r íd ic a s

De regreso en San Luis, Dred Scott demandó a su propietaria, la señora Emerson, originalmente ante un tribunal estatal de Missouri; invocó en su demanda precedentes de tribunales de ese estado que decían que un esclavo llegaba a ser un hom­ bre libre al haber residido en un territorio libre por cierto tiempo. No obstante, la Suprema Corte de Missouri rechazó la petición, señalando que "los tiempos eran diferentes respec­ to de aquellos en que fueron adoptados esos precedentes”. Antes de que la decisión de la Suprema Corte de Missouri fue­ ra definitiva, Scott presentó la misma demanda (pero ahora contra Sanford, su nuevo propietario y hermano de la señora Emerson) en un juzgado federal de primera instancia. El juz­ gado resolvió que Scott debía aceptar el fallo de la Corte de Missouri y desestimó su queja. Scott apeló, entonces, ante la Suprema Corte de Estados Unidos.7 El caso acaparó considerable atención. Scott fue repre­ sentado por el hermano de Benjamín Curtís y por un promi­ nente abogado, que sería después parte del gabinete del presi­ dente Lincoln. Sanford, por su parte, fue representado por dos abogados que eran, además, senadores de los Estados Unidos. El caso ponía frente a la Corte dos cuestiones. La pri­ mera, un tema de jurisdicción, relacionado con la competen­ cia de la Corte para conocer el caso: una demanda era propia­ mente federal sólo si un "ciudadano” de un estado demandaba a un “ciudadano” de otro estado. Sanford era un ciudadano de Nueva York. ¿Era Scott un ciudadano de otro estado, es decir, de Missouri? La segunda: si Scott fuera “ciudadano” y, en con7 Véase, en general, Fehrenbacher, op. cit., pp. 250-283 (que describe el liti­ gio de Dred Scott en los juzgados y tribunales de Missouri y en el tribunal fe­ deral de circuito); ibidem, p. 264 (que cita la opinión de la corte de Missouri).

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secuencia, la Corte fuera competente, ¿la ley lo convertía en hombre libre?8 En febrero de 1856 los abogados debatieron el caso por cuatro días, y el 12 de mayo la Corte solicitó un alegato adi­ cional en la cuestión competencial. Las minutas de la Corte muestran que la mayoría había llegado a un acuerdo: el minis­ tro Samuel Nelson redactaría una breve decisión en la que ne­ garía la pretensión de Scott para ser considerado un hombre libre, fundándose en el exiguo razonamiento de que la Corte, por deferencia, se vincularía a lo dicho por los tribunales loca­ les. Sin embargo, cuando dos ministros anunciaron votos disi­ dentes, el acuerdo se deshizo. El entonces presidente de la Su­ prema Corte, el ministro Taney, se reasignó la redacción de la decisión mayoritaria. El 6 de marzo de 1857 Taney leyó la de­ cisión desde el estrado. Al día siguiente, Curtis leyó y publicó su voto de disensión. Entonces, en una actitud sin preceden­ tes, Taney optó por reescribir la decisión mayoritaria y publi­ car su versión final en mayo.9 L a d ecisió n

La Corte empezó su análisis con la siguiente pregunta: ¿la Corte tenía competencia para decidir casos de esta naturale­ za? Si la repuesta fuera no y se concluyera que la Corte care­ cía de esa jurisdicción, Dred Scott debía, en esencia, perder aunque tuviera razón, puesto que la Corte carecía de faculta­ des para protegerlo. El presidente de la Suprema Corte, al es­ cribir el fallo adoptado por la mayoría, colocó la pregunta so­ bre su competencia en los siguientes términos: si "un negro, cuyos ancestros fueron importados a este país y vendidos como esclavos”, tenía “derecho a demandar, como ciudadano, ante un tribunal de los Estados Unidos”. El ministro presiden­ te y la mayoría respondieron que no; aun si Dred Scott fuera un hombre libre, no sería un “ciudadano”.10 8 Ibidem, pp. 281, 282 y 293; Austin Tillen, Origins o f the Dred Scott Case, University of Georgia Press, Georgia, 2006, pp. 148-149. 5 Fehrenbacher, op. cit., pp. 288-290; Simón, op. cit., pp. 117-119; Fehrenbacher, op. cit., pp. 314-321. 10 Scott v. Sandford, 60 U.S. 403; ibidem, 427.

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Los argumentos que sustentaron el fallo de la Corte fue­ ron absolutamente formalistas. En primer lugar, se dijo, la Constitución permitía la presentación de la demanda ante los tribunales federales sólo si la controversia se suscitaba entre "dos ciudadanos de distintos estados". En segundo lugar, se interpretó que la palabra “ciudadanos” se refería sólo a quie­ nes ya eran “ciudadanos de los distintos estados en el momen­ to en que fue aprobada la Constitución”. En opinión de Taney, ese grupo no podía, en modo alguno, incluir a los esclavos li­ berados, pues esto habría contrariado a la opinión pública. En términos que se han vuelto tristemente célebres, Taney ex­ plicó que el común de la gente de ese entonces consideraba a los africanos “tan inferiores” a la "raza blanca” que no les con­ cedía “derecho alguno que el hombre blanco tuviera obliga­ ción de respetar”. Taney señaló que aun en los estados del Norte donde el sentimiento abolicionista era muy fuerte y la esclavitud había sido proscrita, se prohibía a los esclavos en­ listarse en la guardia estatal, se les excluía de oportunidades educativas y se prohibían los matrimonios interraciales. Ade­ más, muchos de los Padres Fundadores poseían esclavos, por lo que no era posible que tuvieran la intención de extender la "equidad” que predicaban a los esclavos o a quienes lo hubie­ ran sido. Agregó que algunas leyes federales contemporáneas continuaban distinguiendo entre “ciudadanos” y “personas de color”, lo que demostraba que estos últimos no se encontra­ ban incluidos entre los primeros. Un entendimiento que, de hecho, compartían varios procuradores generales de los Esta­ dos Unidos.11 Finalmente, Taney escribió que la Constitución garantiza a “los ciudadanos de cualquier estado [...] todos los privile­ gios e inmunidades de los ciudadanos en otro estado”. En 1789, nadie habría pensado que el Sur hubiera extendido esos privilegios e inmunidades a los antiguos esclavos que el Nor­ te consideraba libres. La Corte, concluyó Taney, no debe “dar a las palabras de la Constitución una interpretación más li­ beral y favorable de la que se pretendía que tuvieran en el momento en que el instrumento fue discutido y aprobado. 11 Constitución de los Estados Unidos de América, art. III, § 2; Scott v. Sandford, 60 U.S. 407; ibidem, 413-417; ibidem, 419-421.

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Debe interpretar la Constitución tal como se entendía” en ese momento.12 Curtis, por su parte, publicó un contundente voto particu­ lar: "Cualquier individuo libre nacido en el suelo de un estado, que es ciudadano de ese estado por mandato de su Constitu­ ción o sus leyes, es también ciudadano de los Estados Uni­ dos”, y puede demandar a un ciudadano de otro estado ante un tribunal federal. Curtis llegó a esa conclusión a partir del hecho de que cinco estados —New Hampshire, Massachusetts, Nueva York, Nueva Jersey y Carolina del Norte— inclu­ yeron a los esclavos liberados entre sus ciudadanos al mo­ mento de ratificar la Constitución. Cierto, estos estados imponían limitaciones al ejercicio de los derechos de dichos esclavos liberados, pero sus leyes les permitían votar. De he­ cho, la Suprema Corte de Carolina del Norte resolvió expresa­ mente que los esclavos liberados nacidos en Carolina del Nor­ te serían sus ciudadanos. ¿Cómo pudo interpretarse que la Constitución —que no definía expresamente la palabra “ciu­ dadano”— excluía implícitamente de ese concepto a personas que, consideradas ciudadanas, votaron su ratificación en esos estados? Además, destacó, el propósito de permitir a los tribu­ nales federales conocer casos con "diversidad de ciudadanía estatal” era extender la jurisdicción federal a aquellos casos en que los intereses o sentimientos regionalistas pudieran en­ turbiar los asuntos y "perturbar el debido curso de la justicia”. Este principio operaba sin importar la “ascendencia blanca” o “africana” de las partes en juicio.13 Anunciando que se abstendría de “analizar las opiniones que se tuvieran respecto a la raza africana en ese periodo”, Curtis escribió que una “comparación serena” entre la enun­ ciación de la Declaración de Independencia de que “todos los hombres fueron creados iguales” y las “opiniones y actos per­ sonales” de sus autores "no permitiría que se les reprochara inconsistencia”. Esa comparación demostraría que la preten­ sión de sus autores era garantizar que los “grandes derechos 12 Constitución de los Estados Unidos de América, art. IV, § 2, el. 1; Scott v. Sandford, 60 U.S. 423-426. 13 Scott v. Sandford, 60 U.S. 572-576 (J. Curtis difirió); ibidem, 582; ibidem, 580.

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naturales”, reconocidos en la Declaración de Independencia, fueran efectivos en cualquier lugar.14 Curtis también destrozó sin piedad el resto de los argu­ mentos mayoritarios. Dijo que la línea argumentativa basada en la legislación secundaria no probaba nada: si existían dis­ posiciones de alguna vieja norma federal que sugerían que los esclavos liberados no eran "ciudadanos”, otras normas federa­ les sugerían lo contrario. Tampoco convencía el alegato mayoritario sobre "privilegios e inmunidades”, tan pronto se com­ prendía que la disposición constitucional simplemente emulaba en sus términos una antigua garantía contenida en los Artícu­ los de la Confederación: * “todo habitante libre de cada uno de estos estados [gozará] de los mismos privilegios e inmunida­ des de los ciudadanos libres en el resto de los estados”. Este texto no indicaba que los esclavos liberados no fueran ciu­ dadanos. De hecho, los diputados del Congreso Continental, redactores de los artículos, rechazaron explícitamente y por una votación de ocho estados a dos (con un estado dividi­ do) una enmienda de Carolina del Sur que habría insertado la palabra “blanco” entre las palabras “habitante” y “libre”. Esto indica, indudablemente, que la cláusula relativa a los privile­ gios e inmunidades protegía a todos los ciudadanos libres y no sólo a los blancos.15 La Corte, sin embargo, descartó el entendimiento de Cur­ tis y reiteró que carecía de competencia para admitir el caso o pronunciarse sobre el fondo de la pretensión de Scott en lo sustantivo porque él no era un ciudadano. Sin embargo, pro­ cedió a hacer justamente eso: pronunciarse sobre el fondo del caso. La mayoría de la Corte sostuvo que una residencia de tres años en un estado libre como Illinois o un territorio libre 14Ibidem, 574-575. * Los Artículos de la Confederación y la Unión Perpetua, conocidos como los Artículos de la Confederación, constituyeron el prim er documento de go­ bierno de los Estados Unidos de América y son considerados uno de los cua­ tro documentos fundacionales de la nación estadunidense. Los Artículos unían a las Trece Colonias británicas estadunidenses en una confederación con la capacidad de gobernarse casi solamente en tiempos de guerra y emer­ gencias. Tras el fin de la Guerra de Independencia, sus limitaciones se hicie­ ron evidentes. Este documento fue remplazado por la Constitución de los Es­ tados Unidos, una vez ratificada, el 21 de junio de 1788. [T.] 15 Ibidem, 580.

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como Wisconsin no emancipaba a Dred Scott. La mayoría bien pudo llegar a esta misma conclusión basándose simple­ mente en el fallo de la corte de Missouri y en que en materia de legislación local, los tribunales federales debían ceñirse a las interpretaciones de los tribunales estatales. Sin embargo, en la década de 1850, la regla no siempre se acataba: los tribu­ nales federales solían desconfiar de los fallos de los tribunales estatales en cuestiones ajenas a la legislación local, en particu­ lar cuando se trataba de normas consuetudinarias surgidas de los precedentes, y no de legislación escrita.16 En cuanto a la esclavitud, la ley surgida de los precedentes y el derecho extranjero eran coincidentes y claros. Tal como Curtis expresara en su voto particular, cuando un esclavo lle­ gaba con su amo a territorio libre, vivía ahí indefinidamente y participaba en los “asuntos civiles o militares” del territorio, se volvía libre. Éste era, ciertamente, el caso cuando el escla­ vo se casaba y tenía hijos en territorio libre. De hecho, la legis­ lación federal importante, como el Acuerdo de Missouri, no dejaba lugar a dudas cuando insistía en que la legislación apli­ cable en el territorio de Wisconsin, en cuya jurisdicción se en­ contraba el Fuerte Snelling, no permitía la esclavitud. Por tan­ to, esa ley y esa estancia concedían a Dred Scott la libertad.17 La mayoría de la Corte respondió que las leyes emanadas del Congreso, como el Acuerdo de Missouri, no eran aplica­ bles porque, en criterio de la Corte, el Congreso carecía de competencia para emitir ese tipo de leyes. La Corte aceptaba que la cláusula de la Constitución sobre los territorios decla­ raba que el Congreso "tendrá la facultad de emitir y adoptar todas las normas y regulaciones necesarias respecto de los territorios y otras propiedades pertenecientes a los Estados Unidos”. Sin embargo, la mayoría adujo que las palabras, la historia y la estructura de la Constitución revelaban que di­ cha cláusula solamente se aplicaba a aquellos territorios que ya lo eran en 1789, a saber, ciertos terrenos pertenecientes en ese entonces a Virginia, Carolina del Norte y algunos otros estados, que pensaban ceder dicha tierra al gobierno federal. 16 Para una descripción de la compleja interacción entre las leyes estatales y federales en el caso Dred Scott, véase Alien, op. cit., especialmente pp. 5267 y 139-159. 17 Scott v. Sandford, 60 U.S. 598-600 (J. Curtis difirió).

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La mayoría aceptó que el Congreso tenía la facultad implícita para mantener un territorio bajo su jurisdicción para el único fin de convertirlo en un nuevo estado, pero no podía interferir con los derechos de los ciudadanos en tránsito o con residen­ cia en dicho territorio, como no lo haría con ciudadanos de cualquier estado. Entonces, si los ciudadanos de los territo­ rios merecían el mismo tratamiento que los ciudadanos de los estados, la Constitución prohibiría al gobierno federal entro­ meterse con su derecho a poseer esclavos. En efecto, la Cons­ titución (he aquí el argumento central de la decisión proescla­ vista adoptada por la mayoría) prohíbe al Congreso privar a una persona de su propiedad sin el debido proceso legal. La Constitución, escribió la mayoría, reconoce "el derecho de propiedad del amo sobre su esclavo”, y no hay instrumento alguno que otorgue al Congreso “un poder de decisión mayor en lo concerniente a la propiedad sobre esclavos [...] que res­ pecto a cualquier otro tipo de propiedad”. De hecho, la cláu­ sula del esclavo fugitivo exige que los esclavos que escapan a otro estado sean devueltos a sus propietarios. La mayoría ar­ gumentó que esta cláusula, leída sistémicamente con la cláu­ sula que prohíbe que las personas sean privadas de su propie­ dad sin el debido proceso, significaba que la Constitución instaba al gobierno federal a “resguardar” y “proteger” los de­ rechos del propietario [de un esclavo]”.18 Así, la conclusión de la Corte: "La ley del Congreso que prohibía a un ciudadano acceder y conservar este tipo de pro­ piedad [...] carece de sustento constitucional y, por tanto, es nula, así que [...] ni Dred Scott, ni nadie de su familia, adqui­ rieron su libertad por el mero hecho de ser llevados a territo­ rio libre; incluso si fueron llevados ahí por un dueño que tenía intención de residir en ese lugar permanentemente”.19 Curtis combatió el argumento de la mayoría de la siguien­ te forma: primero, la cláusula del territorio otorgaba indubi­ tablemente al Congreso la potestad para ejercer jurisdicción sobre un territorio recientemente adquirido de una nación ex­ 18 Ibidem, 432 (opinión de mayoría); Constitución de los Estados Unidos de América, art. IV, § 3, el. 2; Scott v. Sandford, 60 U.S. 451-452; Constitución de los Estados Unidos de América, art. IV, § 2, el. 3, modificado por la en­ m ienda constitucional XIII. J9 Scott v. Sandford, 60 U.S. 452.

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tranjera, para emitir las reglas necesarias para su gobierno y para incluir entre esas normas la prohibición de la esclavitud. De hecho, el Congreso había actuado de conformidad con este entendimiento desde la fundación del país, promulgando le­ yes y decretos que descartaban la práctica de la esclavitud en diversos territorios (por ejemplo, el Acuerdo de Missouri). Curtis contó al menos ocho ocasiones, “comenzando desde el primer Congreso hasta 1848”, en las que el Congreso había eliminado explícitamente la esclavitud en territorios de los Estados Unidos. Las diversas leyes del Congreso que regula­ ban la esclavitud en sus territorios "fueron sucesivamente promulgadas por siete presidentes de los Estados Unidos, des­ de el general Washington hasta el señor John Quincy Adams, lo que incluía a todos aquellos que ya estaban en la vida políti­ ca cuando la Constitución fue adoptada”. Así, cuando se inter­ preta el texto constitucional —escribió Curtis—, "una inter­ pretación práctica, casi contemporánea a la adopción de la Constitución, y continuada al repetirse en varias ocasiones a lo largo de muchos años, siempre puede influir, y en casos du­ dosos, incluso determinar, la decisión judicial”.20 Curtis respondió al argumento relativo a la Quinta En­ mienda y el debido proceso, aduciendo que un esclavo no es “propiedad” ordinaria. Más bien, la esclavitud es un “régimen surgido a partir de ley positiva [por ejemplo, las leyes escri­ tas]. No es una institución fundamentada en el derecho natu­ ral ni en el derecho consuetudinario”. Tampoco era sostenible que en virtud del debido proceso legal, un esclavo debiera per­ manecer esclavo si su propietario se m udara permanentemen­ te de un estado A, donde se permitía la esclavitud, a un estado B, donde estaba proscrita. Dado que el estado B carecería de leyes para regular el régimen de la esclavitud, ¿qué ley se apli­ caría al esclavo, su esposa, su casa, sus hijos, sus nietos? Las autoridades judiciales del estado B no podrían manejar un sistema jurídico donde cada esclavo que llegara a ese estado trajera consigo la ley del estado esclavista del que proviniera, fuera el estado A, el C o cualquier otro.21 Más importante, según Curtis, es el hecho de que la frase 20 Ibidem, 611-619 (J. Curtis difirió); ibidem, 616. 21 Ibidem, 624-626.

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“debido proceso legal” proviene de la Carta Magna. Cuando el Congreso aprobó las Ordenanzas del Noroeste,* en 1787, no pensó que éstas violasen la Carta Magna. Además, numerosos estados, incluyendo Virginia, habían aprobado la legislación que prohibía la importación de nuevos esclavos. De acuerdo con esas leyes, cualquier esclavo importado ilegalmente se volvía líbre. Al respecto, Curtis sostuvo: “No tengo noticia de que ese tipo de legislación, adoptada en varios estados, fuera considerada, en algún momento, en conflicto con el principio de la Carta Magna, contenido, además, en las constituciones locales”. Si esas leyes no violaron la Carta Magna, que el Con­ greso prohibiese la esclavitud en los territorios tampoco viola­ ba la cláusula de debido proceso de la Constitución federal.22 A pesar de estos contundentes argumentos, la mayoría si­ guió sosteniendo que: 1) Scott no podía ser escuchado por un tribunal federal porque los esclavos liberados no eran ciuda­ danos de los Estados Unidos; 2) gran parte de la normativa abolicionista —los Acuerdos de Missouri incluidos— resulta­ ba inconstitucional; 3) los derechos de propiedad de los escla­ vistas, aun en el caso de que éstos condujeran a sus esclavos a estados o territorios libres para residir ahí de manera perma­ nente, estaban protegidos por la cláusula del debido proceso legal, contenida en la Quinta Enmienda. L as

secuelas

La Corte adoptó su decisión a inicios de marzo de 1857; el presidente de la Suprema Corte publicó su versión escrita al­ gunas semanas más tarde. El Sur y sus simpatizantes reaccio­ naron favorablemente. El presidente Buchanan (tal vez con conocimiento previo) halagó la decisión tanto en su discurso de toma de posesión en marzo, como en su discurso ante el * Los territorios adquiridos en 1783 frieron objeto de polémica. La solu­ ción a este problem a fue la adopción de las Ordenanzas del Noroeste (1787), las cuales crearon un sistema de territorios en tránsito de convertirse en esta­ dos, los cuales ingresarían a la Unión en igualdad de derechos y condiciones respecto de los 13 originales. Las Ordenanzas reconocen al Territorio del No­ roeste, donde —además— prohíben la práctica de la esclavitud. [T.] 22 Ibidem, 626-627.

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Congreso con motivo de su informe en diciembre (State of the Union address). Por el contrario, la reacción del Norte fue ve­ hementemente adversa. Horace Greeley, escritor del New York Tríbune, describió la sentencia como “malévola” y “atroz”. “Si las denostaciones y las denuncias pudieran hundir un órgano jurisdiccional”, escribió otro editorialista, "nunca se volvería a saber nada de la Suprema Corte”.23 Un comité conjunto del Congreso de Nueva York denun­ ció que la decisión había "destruido la confianza de la gente en la Corte", auguró su revocación, y caracterizó las afirma­ ciones de Taney respecto a que los descendientes de africanos no tenían derechos, como “inhumanas, anticristianas, atro­ ces; vergonzosas tanto para el juez que las expresó como para el tribunal que las avaló”. El comité dijo que el fallo preparó el camino para que la esclavitud se extendiera hacia los estados libres: si “un propietario puede llevar a sus esclavos dentro de un territorio libre de esclavitud sin disolver el vínculo de amo y esclavo”, sin duda “futuras sentencias dictadas por la mayo­ ría proesclavista de la Suprema Corte permitirán a un trafi­ cante de esclavos [...] tomar lista a un conjunto de personas esposadas, al pie del monumento de Bunker Hill, construido y consagrado a la libertad”.24 La resonancia del caso fue in crescendo. El abolicionista Frederick Douglass propuso un análisis un tanto diferente. En una conferencia en Nueva York, destacó que a pesar de esta “decisión diabólica”, producto del “ala esclavista de la Supre­ ma Corte”, la Corte no podía transformar “lo malo en bueno” ni lo “bueno en malo". La decisión, concluyó, "servirá para mantener a la nación alerta en lo tocante a este problema [...]. Mis esperanzas no pueden ser mayores”.25 23 Fehrenbacher, op. cit., pp. 312-313; ibidem, p. 417 (que cita el New York Tribune); Charles W arren, The Supreme Court in United States History, vol. 3, Boston and Company, 1922, p. 27. 24 "Report of the Joint Committee on Dred Scott (Apr. 9, 1857)”, reimpreso en Paul Finkelman, Southern Slaves in Free State Courts, vol. 3, The Lawbook Exchange, 2007, pp. 279 y 280-281. 25 Frederick Douglass, "The Dred Scott Decisión: Speech Delivered Before the American Anti-slavery Society (May 11, 1857)”, en Philip S. Foner, The Life and Writings o f Frederick Douglass, vol. 2, International Publishers, 1950, pp. 407 y 411-412.

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En efecto, la decisión mantuvo a la nación atenta y en mo­ vimiento. Quienes apoyaban las ideas del Norte circularon panfletos con el voto particular de Curtis. Abraham Lincoln, en ese momento candidato republicano al Senado, habló a menudo sobre la decisión, a la que caracterizó como "asom­ brosa en la historia jurídica”, y afirmó que los argumentos de Taney, expresados desde una perspectiva "meramente blanca”, habían reducido “la otrora gloriosa Declaración” de Indepen­ dencia a "escombros” y "ruinas”. En febrero de 1860, Lincoln basó su discurso de Cooper Union —el discurso que lo colocó en el panorama político nacional— en el disenso de Curtis. En ese discurso, Lincoln apeló al temor del Norte respecto a que la esclavitud se propagase, preguntando: “¿Qué se necesita para que la esclavitud se nacionalice? Simplemente, una nue­ va decisión como la del caso Dred Scott. Sólo se necesita que la Suprema Corte decida que, de acuerdo con la Constitución, ningún estado puede prohibirla, tal como ya dijo que ni el Con­ greso ni las leyes que rigen los territorios pueden hacerlo”.26 Aun cuando algunos historiadores siguen discutiendo el papel concreto del caso Dred Scott en el estallido de la Guerra Civil, la decisión al menos vigorizó al Norte antiesclavista; se volvió el estandarte de campaña del Partido Republicano y contribuyó a la nominación de Lincoln y a su posterior elec­ ción como presidente. Estas circunstancias, junto con otros factores, contribuyeron a provocar la guerra más cruenta en­ tre estados. Después de la guerra, la nación agregó la Decimo­ tercera, Decimocuarta y Decimoquinta Enmiendas a la Cons­ titución, las cuales terminaron con la esclavitud y garantizaron trato igual, derecho a votar y derechos civiles básicos a los es­ clavos recién liberados. En cuanto a las historias personales, Benjamín Curtis re­ nunció a la Corte inmediatamente después de la decisión; el ministro presidente, Taney, permaneció en el cargo hasta su muerte. Dred Scott y su familia fueron adquiridos por el hijo 26 Abraham Lincoln, "Speech in Reply to Douglass, Chicago, 111. (July 17, 1858)", en Roy P. Baster, Abraham Lincoln: His Speeches and Writings, Da Capo Press, 2001, pp. 385 y 397; Abraham Lincoln, The Dred Scott Decisión, "Speech at Springfield”, III (26 de junio de 1857); ibidem, pp. 352 y 362; Abra­ ham Lincoln, “First Debate with Stephen Douglas", Ottawa, III (21 de agosto de 1858); ibidem, pp. 428 y 458.

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de su primer dueño, Peter Blow, quien los liberó; sin embargo, un poco más de un año después, Scott murió de tuberculosis.27 L e c c io n e s

Los críticos modernos acuden a palabras y frases como "infa­ me”, “vergonzoso”, “abominable”, "odioso”, un "terrible error”, y "la peor muestra del control constitucional a cargo de la ju­ dicatura” para referirse a la sentencia del caso Dred Scott. El ministro presidente de la Suprema Corte, Charles Evans Hug­ hes, mencionó que la decisión fue "una herida autoinfligida” que casi acaba con la Suprema Corte. The Oxford Companion to the Supreme Court of the United States afirma que “los juris­ tas y constitucionalistas estadunidenses caracterizan la sen­ tencia del caso Dred Scott como la peor en la historia de la Suprema Corte”. Estas críticas demuestran la inmoralidad de esa decisión. ¿Qué podemos aprender de ella hoy día? Cuando la leemos detenidamente, es posible identificar lecciones acer­ ca del funcionamiento de los tribunales que aún son relevan­ tes. A continuación, expongo cinco.28 La primera lección se refiere a la retórica judicial. Hoy, como en 1857, el lenguaje al que recurren los jueces para de­ sarrollar sus argumentos son importantes. Las afirmaciones de Taney sobre que los afrodescendientes estadunidenses ca­ recían de “derecho alguno que las personas blancas tuvieran obligación de respetar" son espeluznantes y ofensivas, más que las que aparecen en otros fallos de la Suprema Corte, in­ cluyendo otras decisiones de las que Taney fue ponente. Un ministro presidente de la Suprema Corte con alguna experien­ cia no habría escrito semejantes palabras sin calcular que se­ rían repetidas por otras personas, quienes invocarían su pro­ cedencia jurisdiccional para dar legitimidad a sus propias opiniones. El esfuerzo de Taney por atribuir sus palabras a otros, como funcionarios o ciudadanos involucrados en políti­ ca, no sirvió. La gente simplemente ignoró sus pretensiones de distanciarse moralmente de esas posturas. Es inverosímil 27 Fehrenbacher, op. cit., pp. 574-575; ibidem, p. 568. 28 Graber, op. cit., pp. 15-16 (que cita fuentes).

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que Taney no hubiera imaginado que esto ocurriría, dado que, aun en ese entonces, el lenguaje que utilizó era moralmente inadmisible, como Curtis parece haber reconocido cuando ex­ plícitamente se negó a "analizar las opiniones que se tuvieran respecto a la raza africana en ese periodo”, llamando en su lugar a una "comparación serena”.29 La segunda lección refuerza una concepción optimista so­ bre el quehacer jurisdiccional. Es decir, aquella que enfatiza que cuando un juez emite una decisión, aun en un caso alta­ mente visible, políticamente controversial o que despierta mucho interés, no sólo su conclusión, sino toda su línea argu­ mentativa puede m arcar la diferencia. Una decisión será sig­ nificativa si está bien fundamentada, razonada, es clara e ilus­ trativa. Una decisión trascendente debe convencer, generar una impresión perdurable en quienes la leen, y si se trata de un disenso, sentar las bases para lograr que las leyes se dirijan tarde o temprano en la dirección propuesta. La opinión de Curtis fue uno de dos votos particulares, o de disenso. Su lenguaje no fue el más colorido, pero su línea argumentativa fue por mucho la más contundente. De hecho, termina por empujar contra las cuerdas al fallo mayoritarío de Taney. Por ejemplo, ¿cómo se contradice la afirmación de Curtis de que cinco estados habían tratado a los esclavos co­ mo ciudadanos (en consecuencia, eran ciudadanos estaduni­ denses) al momento de la adopción de la Constitución? Curtis fundamentó su afirmación en una sentencia de la suprema corte de un estado a ese respecto, y en el hecho de que cinco estados les permitían votar a los esclavos liberados. Taney, como respuesta, sólo aludió a la discriminación racial en las leyes sobre matrimonio y sobre servicio militar. Sin embargo, las limitaciones contenidas en esas leyes no se contraponían a la ciudadanía y, por tanto, la respuesta no basta para minar el argumento de Curtis. ¿Cuál es la respuesta al argumento de Curtis sobre la ju­ risdicción? Esto es, si Dred Scott no era un “ciudadano”, en­ tonces la Corte no tenía jurisdicción para admitir y conocer el caso. Sin competencia, la Corte no tenía por qué haber decidi­ do el fondo del asunto, declarado la inconstitucionalidad del 29 Scott v. Sandford, 60 U.S. 407; ibidem, 574 (J. Curtis difirió).

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Acuerdo de Missouri, ni privado al Congreso de su facultad para mantener jurisdicción sobre los territorios libres de es­ clavitud en el proceso. En el caso Marbury, se puede encontrar un principio jurídico que contrarresta esto: la necesidad de explicar por qué sería contrario a derecho que la Corte evadie­ ra la cuestión constitucional, y este principio ayuda a enten­ der —si bien no justificar— la decisión de Marshall de revisar el fondo. En el caso Scott, no hay excusa semejante: la Corte simplemente se lanzó a resolver la cuestión constitucional sin fundamento jurídico. ¿Y qué respuesta sensata podría dar la mayoría al argu­ mento de Curtis sobre el alcance de las cláusulas territoriales y de debido proceso, contenidas en la Constitución, cuando esta explicación fue la única que a la postre resultó factible en una nación cambiante? ¿Cómo podrían los jueces de cierto es­ tado o territorio libre, como Wisconsin, impartir justicia en un sistema en el cual, en lo sucesivo, las leyes de los diversos estados esclavistas (por ejemplo, la ley de Alabama, la ley de Georgia o la ley de Virginia) tendrían que regular las relacio­ nes familiares de los esclavos que, una vez conducidos a ese estado o territorio, vivieran permanentemente en él? Dada la solidez de la argumentación de Curtis, no sor­ prende que quienes se oponían a la esclavitud circularan pan­ fletos con su disenso a lo largo y ancho del país, ni que los discursos de Lincoln, las conferencias abolicionistas y la reac­ ción de la opinión pública informada del Norte retomaran su análisis. La tercera lección se refiere a la relación entre las decisio­ nes de la Corte y la política. La perspectiva de análisis más generosa de la sentencia mayoritaria es que obedecía a un ob­ jetivo político. Muchos en el Congreso habían pedido a la Cor­ te que fungiera como “árbitro” en este enorme dilema político que dividía a la nación. Taney y la mayoría debieron haber supuesto que al ocuparse de resolver una cuestión legal tan sensible políticamente —es decir, establecer el estatus consti­ tucional de la esclavitud en los territorios—, la Corte propicia­ ría una resolución pacífica del dilema de la esclavitud (tal vez incluso mediante su abolición, tarde o temprano). Si esto era lo que Taney tenía en mente, se equivocó. La decisión de la Corte no tranquilizó a la Nación; más bien re­

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forzó el temor del Norte sobre el dominio del Sur, fortaleció los argumentos proabolicionistas y mejoró la posición política del antiesclavista Partido Republicano. La Corte, entonces, terminó por instigar la Guerra Civil (o al menos fue uno de los factores que contribuyó), en vez de mediar en el conflicto. Ya en el terreno meramente jurídico, las enmiendas constitucio­ nales abolicionistas, adoptadas tras la Guerra Civil, efectiva­ mente revirtieron la resolución del caso Dred Scott. Existen, por supuesto, contundentes razones instituciona­ les, jurídicas y éticas para oponerse a los jueces constitucio­ nales que toman sus decisiones dependiendo de hacia dónde soplan los vientos políticos. Una corte que actúa “políticamente” juega con fuego. Como mínimo, socava la confianza de la gen­ te que no comparte la visión política que motivó la decisión del juez; además, de acuerdo con las tesis de Hamilton, la justifica­ ción principal para otorgar a un tribunal la facultad de control constitucional era justamente garantizar la vigencia de la Cons­ titución, cuando protegerla resultara contrario a la opinión política mayoritaria. El caso Dred Scott agrega a estas razones una consideración meramente práctica: los jueces no son nece­ sariamente buenos políticos; sus puntos de vista acerca de lo que es políticamente conveniente bien podrían resultar errados. Ése fue, como la historia nos muestra, el caso en Dred Scott. La cuarta lección nos habla de la relación entre la Corte y la Constitución. La decisión del caso Dred Scott sólo puede encontrar justificación jurídica si se mira la Constitución de una cierta y particular manera, es decir, como un instrum en­ to que exigía un consenso entre los estados esclavistas antes de que el país pudiese embarcarse en el camino de la aboli­ ción. En este sentido, la decisión escrita por Taney trata a la Constitución como un mero pacto político entre estados inde­ pendientes, cuyo objetivo central es llegar a un acuerdo sobre el tema de la esclavitud en particular. Sin embargo, el texto constitucional no justifica esa inter­ pretación. La protección que otorgaba al comercio de escla­ vos expiró en 1808. Por otro lado, la garantía constitucional de representación igualitaria de los estados en el Senado y la representación excesiva —surgida de la forma en que se censó su población— de los estados esclavistas en la Cámara de Re­ presentantes estaban redactadas en términos que permitían la

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eliminación política de la protección que daban al Sur. El preámbulo de la Constitución dice: "Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos [...], estatuimos y sancionamos esta Constitu­ ción”. Estas palabras son lo suficientemente amplias para abarcar a Dred Scott. Uno difícilmente podría conciliar la visión de Taney con las esperanzas abolicionistas expresadas por Benjamín Franklin y varios constituyentes más. En realidad, nadie puede con­ ciliar esta visión con el objetivo primordial de la Constitución: la consolidación de una sola nación. Para llevar a cabo este propósito, la Constitución crea instituciones políticas lo su­ ficientemente fuertes para permitir que el "pueblo” se autogobierne; determina políticas públicas y soluciona un amplio rango de problemas que van desde la defensa a la expansión territorial, pasando por el comercio; todo esto, mientras pro­ tege las libertades individuales básicas a través de los siglos, o eso esperaban los constituyentes. La concepción de que la Constitución es más que todo un tratado político entre esta­ dos soberanos e independientes, enfocado primordialmente en el tema de la esclavitud, es incompatible con el objetivo constitucional más elemental. (Por supuesto, si los ministros que integraron la mayoría en el caso Dred Scott tuvieron du­ das sobre ese hecho en 1857, las enmiendas constitucionales posteriores a la Guerra Civil, que abolieron la esclavitud, ga­ rantizaron el derecho al voto, definieron la ciudadanía, asegu­ raron a los individuos la igual protección ante la ley y prote­ gieron la libertad individual de la interferencia del Estado, derogaron el precedente creado por esos ministros.) Taney concebía a la Constitución como un tratado que vinculaba es­ tados soberanos, y no como un instrumento jurídico que ins­ tauraba un gobierno central. La quinta lección se refiere a la forma en que la Corte per­ judicó la causa de Hamilton. La Corte puso a quienes estaban convencidos de que la ley debe acatarse en un dilema bien ex­ presado por Lincoln en su primer discurso de toma de posesión: No ignoro la postura de [...] que los dilemas constitucionales de­ ben ser resueltos por la Corte Suprema; ni niego que esas decisio­ nes son siempre obligatorias para quienes son parte en el juicio y respecto del objeto de juicio; ni que estas decisiones merecen

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también el más alto respeto y consideración en todos los casos semejantes, por todas las instancias de gobierno. Y aunque es obviamente posible que alguna de esas decisiones resulte errada, el efecto nocivo de acatarla —limitado al caso concreto, con la posibilidad de que la decisión sea anulada y nunca se convierta en precedente para otros casos— será siempre más tolerable que el efecto nocivo de una práctica contraria. Al mismo tiempo, el ciudadano honesto debe reconocer que si la política guberna­ mental respecto a temas vitales que afectan a toda la gente fuera determinada irrevocablemente por las decisiones de la Corte, desde el preciso momento en que estas decisiones son pronun­ ciadas, ya sea en litigios ordinarios ínter partes o en acciones in­ dividuales, el pueblo no sería ya su propio soberano, pues habría dejado su gobierno en las manos de ese eminente tribunal .30

En otras palabras, otras instancias de gobierno, aunque obligadas a cumplir las decisiones de la Corte en un caso con­ creto, sólo deben a ésta “respeto y consideración” en sus inter­ pretaciones de la Constitución. Además, a veces “el pueblo” tiene derecho a tomar decisiones en cuestiones interpretativas "vitales” sin tomar en cuenta las opiniones de la Corte. Si Abraham Lincoln empezaba a sonar como Andrew Jackson, ¿no era precisamente culpa de la Corte que resolvió Dred Scott? Finalmente, Dred Scott nos dice algo sobre la relación de la moral y la ley. Cuando presenté el caso de Dred Scott en una conferencia en una Facultad de Derecho, lancé al público una pregunta hipotética: supongamos que ustedes son Ben­ jamín Curtis. Imaginen que el ministro presidente Taney va a su oficina y les propone llegar a un pequeño arreglo para deci­ dir conjuntamente el caso. Les pregunta si estarían de acuer­ do en una decisión per curiam —sin ponente y unánime— de un solo párrafo, en la cual la Corte confirmara el fallo del tri­ bunal estatal aduciendo que, en la medida en que el asunto involucraba una ley estatal, la Suprema Corte de Missouri te­ nía la última palabra. Él, por su parte, aceptaría esta solución en la medida en que no hubiera disenso.31 30 Abraham Lincoln, "First Inaugural Adress (Mar. 4, 1861)”, en Roy P. Basler, op. cit., pp. 579 y 585-586. 31 Véase H arriet Beecher Stowe, Unele Tom's Cabin, John P. Jewett & Company, Boston, 1852.

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¿Aceptarían? De hacerlo, la mayoría ya no se pronuncia­ ría sobre ciudadanía, ni sobre el Acuerdo de Missouri, ni sobre la esclavitud en los territorios y la cláusula de debido proceso. Por tanto, la Corte no perdería el respeto del país; no emitiría un precedente significativo o un fallo que aumentara las posi­ bilidades de una guerra civil, y en tanto nadie sabe quién ga­ naría dicha guerra (después de todo, el Norte casi perdió), las expectativas para una definitiva abolición de la esclavitud per­ manecerían iguales o, posiblemente, aumentarían. No es un mal trato, pero el público dudó. De repente, des­ de la parte de atrás de la sala de conferencia se escuchó una voz débil que decía: "digan que no”. El público rompió en aplausos. Los aplausos pusieron en claro el carácter ético y moral de la obligación legal del juez en el caso. Un análisis cercano de la decisión en Dred Scott, el “peor caso” de la Corte, nos muestra, aunque con un ejemplo negati­ vo, la importante relación entre la forma en que la Corte cum­ ple con sus obligaciones de preservar la factibilidad de la Constitución y la manera en que el común de la gente hace lo propio. También nos ayuda a entender la importancia de una fundamentación y motivación sólidas, los riesgos de apoyarse. en la retórica, así como la necesidad de una interpretación constitucional práctica y congruente con los valores que han forjado nuestra nación; y, por último, nos revela el papel tras­ cendental que la ética y los principios desempeñan —o debe­ rían desempeñar— cuando el derecho y la política se entre­ cruzan.

V. LITTLE ROCK E n 1957 el presidente Dwight Eisenhower tuvo que lidiar con dilemas difíciles e históricamente trascendentes a propósito de la implementación de la sentencia de la Suprema Corte dictada en el caso Brown v. Board o f Education, la cual exigía la integración racial en las escuelas públicas. Ante una fuerte oposición de la gente, debía decidir si (y cómo) enviaría tro­ pas a Little Rock, Arkansas, para forzarla a acatar las órdenes de distintos tribunales de primera instancia, que extendían a las minorías raciales la protección surgida de la cláusula de igualdad de la Decimocuarta Enmienda. Los casos de Little Rock trajeron a colación la pregunta sobre el debido cumpli­ miento y ejecución de las sentencias —es decir, el dilema de Hotspur— que Hamilton no había resuelto. Finalmente, la Corte logró que sus decisiones fuesen acatadas, lo que ocu­ rrió también con las órdenes de los tribunales de primera ins­ tancia; al respecto, el apoyo del presidente fue crucial. Esto muestra el vínculo, a menudo necesario, entre el cumplimien­ to y ejecución efectivos de una sentencia y la colaboración del Poder Ejecutivo. Los casos de Little Rock fueron funda­ mentales para la causa de la integración racial y su victoria definitiva. A su vez, esta victoria fue decisiva para asegurar el imperio de la ley en los Estados Unidos. A ntecedentes

Antes de 1954 el Sur aplicaba una serie de normas que impo­ nía la segregación racial en toda la sociedad sureña. Esta nor­ mativa provocó que los afroamericanos padecieran una esco­ laridad menor y de inferior calidad; instalaciones públicas insuficientes e inadecuadas, y daños e indignidades inconta­ bles. En el caso de Brown v. Board of Education o f Topeka, Kansas (y otras cuatro ciudades) se pidió a la Suprema Corte que decidiera si la “segregación de niños en escuelas públicas,

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solamente con base en la raza” —incluso en caso de que "las instalaciones físicas y otras condiciones tangibles” fueran “iguales”—, “privaba a niños del grupo minoritario de iguales oportunidades educacionales”. El 17 de mayo de 1954 el caso Brown respondió la pregunta planteada con las palabras “no­ sotros creemos que sí". En una de sus sentencias más famo­ sas, la Corte sostuvo, de manera unánime: “Se concluye que la doctrina de 'separados pero iguales’ no tiene cabida en el cam­ po de la educación pública; las instalaciones educativas sepa­ radas son inherentemente inequitativas”. Así, la Corte resolvió que la normativa de segregación sureña violaba la garantía constitucional relativa a que “ningún estado podrá [...] privar a persona alguna de la [...] igualdad de protección ante la ley”.1 La respuesta jurídica a la cuestión planteada no era difí­ cil. La Corte confirmó que las palabras de la Constitución sig­ nificaban exactamente lo que decían. La segregación racial impuesta por un estado era expresamente contraria al propó­ sito y a las exigencias de la Decimocuarta Enmienda. La segre­ gación racial reflejaba la intención de aislar a los afroamerica­ nos como una raza inferior y, con ello, instaurar una sociedad segregada, que era, por tanto, desigual. Al decidir Brown, la Suprema Corte cumplió el papel cru­ cial que nuestra democracia le asigna: ser guardián de la Constitución. La sentencia del caso Brown fue trascendental. Estados Unidos intentaría, por fin, convertirse en la nación unificada forjada por la Constitución. Brown condujo a un nú­ mero significativo de casos y resoluciones subsecuentes que pretendían la implementación del principio constitucional que Brown reafirmó. Desde el momento mismo en que fue resuelto, el caso Brown fue algo más que una mera decisión jurídica. La deci­ sión del caso validó el principio ético de la igualdad racial que demandaba reconocimiento en distintos ámbitos de la vida estadunidense; legitimó jurídicamente los esfuerzos políticos del movimiento de los derechos civiles y, de esta forma, le in­ 1 Véase, por ejemplo, Michael J. Klarman, Brown v. Board o f Education and the Civil Rights Movement, Oxford University Press, 2007, pp. 3-53 (que explica la segregación racial jurídicamente vigente en el sur hasta antes de 1954); Brown v. Board o f Education, 347 U.S. 483, 493, 495 (1954) (Brown I)\ enmienda constitucional XIV, § 1.

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yectó energía renovada. Brown hizo posible que el doctor Martin Luther King Jr. pronunciara una de sus frases más me­ morables como líder de derechos civiles: “si nosotros estamos equivocados, la Constitución de los Estados Unidos también lo está". Brown se convirtió en el símbolo de la llegada de una nueva era en las relaciones entre razas en los Estados Unidos; de la forma en que la Suprema Corte podía contribuir a la vida estadunidense, y de cómo la justicia podía conquistarse recurriendo a la ley. Hoy, mucho después de su resolución, Brown sigue siendo una de las decisiones de la Suprema Corte más importantes en la historia de nuestro país, y una demos­ tración de cómo, en momentos cruciales, la Suprema Corte puede convocar al país a adherirse a sus principios funda­ mentales.2 El caso Brown no surgió espontáneamente. Su trabajo de preparación no sólo incluye el sufrimiento soportado por la población negra a lo largo de generaciones sometidas a escla­ vitud, inequidad y subordinación, sino también el empeño, a lo largo de los años, de los abogados de derechos civiles para persuadir a la Suprema Corte de que su resolución en Plessy v. Ferguson (dictada en 1896 y que permitía las instalaciones “separadas pero iguales”) era equivocada. Estos abogados di­ señaron y ejecutaron, paso a paso, una estrategia de litigio con el propósito de acelerar la evolución del derecho constitu­ cional. Los avances graduales de la Suprema Corte, a los que se añadieron las medidas de desegregación de las fuerzas ar­ madas adoptadas en 1948 por el presidente Truman, prepara­ ron al país para la sentencia dictada en Brown. Aun así, cuan­ do finalmente se dictó, la Suprema Corte supo que estaba decidiendo algo profundamente significativo y que a pesar de la aceptación de la mayoría, enfrentaría fuerte oposición en muchos lugares.3 2 M artin Luther King, Jr., "MIA Mass Meeting at Holt Street Baptist Church (Dec. 5, 1955)”, en Clayborne Carson et al. (eds.), The Papers o f Martin Luther King, Jr., vol. 3, University of California Press, Berkeley, 1997, pp. 71 y 73. 3 Para casos decididos durante el litigio paso a paso de la n a a c p , véase, por ejemplo, Missouri ex reí. Gaines v. Cañada, 305 U.S. 337 (1938); Sipuel v. Board o f Regents o f University o f Oklahoma, 332 U.S. 631 (1948) (per curiam); Sweatt v. Painter, 339 U.S. 629 (1950); y McLaurin v. Oklahoma State Regents, 339 U.S. 637 (1950). Véase, en general, Richard Kluger, Simple Justice: The Histoiy

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La Corte —que comprendía perfectamente las dificultades de la ejecución de la sentencia— anunció que se ocuparía de las "reparaciones adecuadas” en una decisión posterior. Así, un año después, el 31 de mayo de 1955,4 emitió una segunda resolución, Brown II. La Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color (n a a c p , por sus siglas en inglés), cu­ yos abogados (incluyendo a Thurgood Marshall) representa­ ron a los peticionarios en Brown, había solicitado a la Corte que especificara que los tribunales inferiores de toda la región del Sur debían declarar inmediatamente la inconstitucionalidad de la segregación; que les requiriera la emisión periódica de informes donde se documentara el avance de la integra­ ción, y que insistiera en que la integración debía completarse a más tardar en septiembre de 1956. El fiscal general, Herbert Brownell, Jr., uno de los funcionarios más cercanos al presi­ dente Eisenhower, fue el vocero del punto de vista del Poder Ejecutivo y adujo que la integración en las escuelas era "un derecho humano fundamental, sustentado en consideraciones de carácter legal y ético”. Brownell, entonces, solicitó a la Cor­ te que ordenara que los distritos escolares presentaran ante los juzgados de distrito un plan de desegregación; que señala­ ra que esos tribunales supervisarían, de forma cercana, la implementación de dichos planes; que dispusiera, a su vez, que esos tribunales enviaran informes periódicos a la Suprema Corte misma y, finalmente, que determinara que la integra­ ción debía completarse después de un periodo de transición de un año, como máximo (quizá con alguna ampliación razo­ nable). El documento presentado por Brownell concluía que "no existe justificación alguna para no iniciar de inmediato y sustancialmente la desegregación, como parte de un esfuerzo de buena fe para term inar con la segregación tan rápido como sea factible”.5 o f Brown v. Board o f Education and Black America’s Struggle for Equality, Vintage Books, [1975] 2004 (que rastrea la historia de las demandas de desegre­ gación posteriores a Brown). Para la desegregación de las fuerzas armadas, véase EO 9981, 13 Fed. Reg. 4313 (26 julio de 1948). 4Brown I, 347 U.S. 495-496 (que posterga la discusión sobre los temas de reparación); Brown v. Board o f Education, 349 U.S. 294 (1955) (Brown II). 5 Escrito de apelación en núms. 1, 2, y 3 y para las contrapartes en núm. 5 en réplica posterior, pp. 28-30, Brown II, 349 U.S. 294; Escrito del Estado (en este caso, Estados Unidos) en m ateria de cuestiones precautorias en 6, 22-29,

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La Corte aceptó estas recomendaciones, pero sólo en par­ te. Delegó las facultades de ejecución básicas a los juzgados federales de distrito; señaló que las autoridades escolares es­ tatales debían "encaminarse pronta y razonablemente hacia el cabal cumplimiento de la sentencia”, aunque agregó que “los tribunales bien podrían decidir que se necesitaba tiempo adi­ cional”, por cuestiones de “administración” relacionadas con “la condiciones físicas de los planteles escolares, el sistema de transporte, el personal, las revisiones del distrito escolar y de las áreas de asistencia”, y la “revisión de leyes y regula­ ciones locales”. Resolvió que correspondería a los tribunales federales inferiores evaluar "si las acciones de las autoridades escolares constituyen implementación de buena fe de los prin­ cipios constitucionales imperantes, dada su cercanía con el entorno local y la posible necesidad de nuevas audiencias”. La Corte resumió su plan de desegregación a los tribunales infe­ riores con las siguientes palabras: "con toda celeridad”.6 Esta manera de resolver el asunto no impidió que la Corte enfrentara fuerte resistencia para acatar sus lincamientos. Se­ gún estimaciones de la n a a c p , ninguna escuela pública en los ocho estados sureños estaba en verdad desegregada en 1955. Al mismo tiempo, la gran mayoría de los representantes sure­ ños ante el Congreso firmó el Manifiesto Sureño, que afirmaba su creencia de que la decisión de Brown era incorrecta; que incurría en un "abuso de la autoridad judicial” y que ejem­ plificaba "la intención de legislar del Poder Judicial Federal”. El manifiesto convocó a una resistencia “absolutamente legíti­ ma” contra Brown y la Suprema Corte.7 Más ominosamente, el Consejo de Ciudadanos Blancos Brown II, 349 U.S. 294; ibidem, 25. Para un trato más detallado de la partici­ pación de la ram a Ejecutiva como amicus curiae en Brown II, véase David A. Nichols, A Matter o f Justice: Eisenhower and the Beginning o f Civil Rights Revolution, Simón & Schuster, 2007, pp. 66-74. 6 Brown II, 349 U.S. 299-301. Véase, en general, Paul Gewirtz, “Remedies and Resistance", Yale Law Journal, 92:585 (1983), pp. 609-628 (que discute "con toda celeridad” y los esfuerzos de la Corte para contrarrestar la resis­ tencia de la población blanca en su acercamiento a Brown II y casos subse­ cuentes). 7 Nichols, op. cit., p. 118; Manifestó Sureño, 102 Cong. Rec. 4515-4516 (1965); Tony A. Freyer, Little Rock on Triol: Cooper v. Aaron and School Desegregation, University Press of Kansas, Lawrence, 2007, pp. 38-39.

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comenzó a organizar células por todo el Sur. Aseguraron que la decisión de Brown era inconstitucional en sí misma. Adop­ taron una variante del argumento de “nulidad”, un argumento ya utilizado por los sureños antes de la Guerra Civil: el estado podría legalmente ignorar la decisión de Brown interponiendo sus propias atribuciones legales para evitar la integración. En cualquier caso, los consejos locales "nunca” permitirían la inte­ gración. Exhortaban a la resistencia popular, adelantando que “no habría suficientes cárceles para todos los que resistieran”.8 Por todo el Sur, quienes se oponían a la integración tom a­ ron acciones punitivas contra aquellos que la promovían; por ejemplo, los amenazaron con quitarles el empleo o el crédito; los empadronadores sureños aumentaron sus esfuerzos para mantener a los ciudadanos negros lejos de las elecciones. Las peores formas de violencia racial se incrementaron. A inicios de 1955, en Mississippi, después de varios años de relativa paz racial, se ejecutaron tres linchamientos. Entre éstos estuvo el linchamiento de Emmett Till, un niño afroamericano de 14 años de edad, oriundo de Chicago, a quien se acusaba de ha­ berse dirigido a una mujer blanca de manera demasiado infor­ mal. Un jurado integrado sólo por hombres blancos absolvió a los acusados de su asesinato, tal como otros jurados integra­ dos de manera similar habían absuelto recientemente a 13 de los 14 acusados de violaciones graves a derechos civiles.9 La actitud del Congreso no ayudó. El Senado se negó a aprobar disposiciones cruciales de la Iniciativa sobre Dere­ chos Civiles presentada por el presidente Eisenhower. Estas disposiciones incluían la autorización para que el procurador general acudiera a un tribunal para evitar injerencias en los derechos constitucionales de cualquier ciudadano. El Senado, por su parte, insistió en los juicios con jurado, lo que propi­ ciaba absoluciones a modo, debido a los prejuicios y a la ex­ clusión de ciudadanos negros de los jurados. Además, el Con­ greso votó en contra de la legislación que tenía el propósito de otorgar ayuda financiera federal a las escuelas locales; el Con­ greso temía que ésta fuera utilizada por los tribunales para acelerar la integración, por ejemplo, prohibiendo a los distri­ 8 Klarman, op. cit., p. 154; Freyer, op. cit., pp. 36-39 y 68-73. 9 Nichols, op. cit., pp. 116-118; Freyer, op. cit., 7, pp. 29-30.

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tos escolares que recibían fondos federales conservar escuelas segregadas. Al mismo tiempo, la Cámara de Representantes aprobó un proyecto de ley que suprimía la competencia de los tribunales federales en materia de derechos civiles. Esta ini­ ciativa no logró la mayoría en el Senado, por un solo voto.10 Sin embargo, existían señales favorables. El Distrito de Columbia, uno de los demandados en Brown, comenzó la in­ tegración de sus escuelas; las otras cuatro ciudades también demandadas se preparaban para cumplir. Además, los funcio­ narios escolares de otras ciudades del país —Houston, Texas; Nashville, Tennessee; Greensboro, Carolina del Norte; Char­ lotte, Carolina del Norte, y Arlington, Virginia— declararon que cumplirían la sentencia, sin importar qué opinaran sobre lo decidido en el fondo. En Alabama, en ese mismo año, 1955, Rosa Parks se rehusó a sentarse en la parte posterior de un autobús de transporte público, y el boicot de autobuses de Montgomery comenzó. En Little Rock, la junta escolar, que juró cumplir la ley, diseñó un plan para comenzar la integra­ ción en las escuelas públicas.11 El p a p e l d e l

p r e s id e n te

Los hechos suscitados en Little Rock en 1957 y 1958 resalta­ ron la diferencia entre el papel del presidente y el que corres­ ponde a la Corte. En 1954, Little Rock era una ciudad segrega­ 10 Aunque el acta de Derechos Civiles de 1957 fue la prim era legislación de derechos civiles que el Congreso aprobó desde 1875 (véase Klarman, op. cit., p. 128), la propuesta que fue aprobada por el Senado fue significativamente más débil que la propuesta que realizó el presidente Eisenhower. Véase Nichols, op. cit., pp. 143-168; ibidem, pp. 112-115; Freyer, op. cit., p. 152. 11 Nichols, op. cit., pp. 66-69 (que discute sobre la integración de las es­ cuelas en el Distrito de Columbia); ibidem, p. 118; Paul E. Wilson, A Time to Lose: Representing Kansas in Brown v. Board o f Education, University Press of Kansas, Lawrence, 1995, pp. 198-202; Daniel A. Farber, "The Supreme Court and the Rule of Law: Cooper v. Aaron Revisited", University o f Illinois Review, núm. 2 (1982), pp. 387 y 392 (listando ciudades que dieron declaraciones de intento de cumplir con la sentencia de Brown); Virgil T. Blossom, It Has Happened Here, Harper, 1959, pp. 9-24 (que ofrece un testimonio de prim era mano a la form a en que Little Rock se preparaba para cumplir con la senten­ cia de Brown).

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da con un sistema escolar segregado. Sin embargo, la ciudad tenía fama de moderada en temas raciales. En 1952 la junta escolar había considerado la posibilidad de la integración ra­ cial. A finales de mayo de 1954, justo después de Brown, la junta sesionó, declaró que discrepaba de la resolución y se rehusó a una integración inmediata. Sin embargo, también re­ conoció su responsabilidad de someterse “a los Requerimien­ tos de la Constitución federal” y prometió que cumpliría la sentencia, una vez que la Corte precisara el método para ello. Arkansas presentó un escrito en Brown II para hacer del cono­ cimiento de la Corte que su propia política de educación remedial reconocía la decisión y que la implementarían apro­ piadamente.12 En mayo de 1955, justo antes de que la Suprema Corte emitiera Brown II, la junta escolar de Little Rock anunció un plan de integración escolar. Su “programa de fases” empeza­ ría dos años después, en septiembre de 1957. En este progra­ ma admitiría a un número reducido de estudiantes negros previamente seleccionados en la escuela Central High, en una fase que abarcaría la escuela secundaria e iniciaría en 1960, y otra que abarcaría la escuela primaria y comenzaría en 1963. El plan incluía una opción de trasferencia que aseguraba a todos los estudiantes blancos que no serían obligados a asistir a escuelas preparatorias con estudiantado predominantemen­ te negro.13 La n a a c p pensó que el programa de fases de Little Rock era inadecuado y presentó una queja, pero el juzgado de distrito confirmó el plan. En abril de 1957 el Octavo Circuito rechazó la apelación de la n a a c p ; sin embargo, la demanda de la n a a c p no fue totalmente en vano. Aunque el juzgado de distrito no ordenó una integración más rápida en las escuelas de Little 12 Farber, op. cit., pp. 392-393 (que declara que los funcionarios electos de Little Rock eran “en su mayoría moderados", que la “ciudad casi no tenía his­ toria de violencia racial”, y que el transporte público ya estaba desegregado cuando ocurrieron los eventos de Cooper v. Aaron)', Freyer, op. cit., pp. 17-22 (que discute la reacción de Little Rock a un estudio de 1952, el cual denuncia las condiciones de las escuelas de estudiantes negros y describe después la reacción a la decisión de Brown); Blossom, op. cit., pp. 11-12 (que da la decla­ ración del Consejo de Little Rock de mayo de 1954, en lo referente a Brown). 13 Freyer, op. cit., pp. 27-28; véase tam bién Cooper v. Aaron, 358 U.S. 1, 8 (1958); Blossom, op. cit., pp. 21-24.

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Rock, sí mantuvo jurisdicción sobre el caso para asegurarse de que la junta escolar acatara el plan de integración que ella misma había propuesto. En consecuencia, en el verano de 1957, la junta escolar seleccionó a nueve estudiantes negros para transferirlos a Central High el septiembre siguiente. Es­ tos estudiantes recibieron el mote de “los nueve de Little Rock”; todos tenían excelentes antecedentes académicos, eran intelectualmente ambiciosos y vivían cerca de Central High.14 Sin embargo, justo ese mismo verano, las fuerzas políticas que se oponían a la medida empezaron a congregarse. Los vo­ tantes de Arkansas habían aprobado una enmienda a la cons­ titución local que exigía al estado oponerse "de toda forma constitucional a la decisión inconstitucional de la Suprema Corte de los Estados Unidos”. La legislatura promulgó una ley que decía que ningún niño estaba obligado a asistir a una es­ cuela racialmente mixta (implícitamente amenazando con ce­ rrar las escuelas públicas). Miembros de las células del Conse­ jo de Ciudadanos Blancos acudían a las sesiones de la junta escolar e insistían en su reclamo de que la ley no exigía inte­ gración, que el gobernador podía "oponer” la soberanía del es­ tado a la Corte y a los lincamientos adoptados en el caso Brown, y que detendrían la integración aunque, para lograrlo, "fuera necesario derramar sangre”. Además, sumaron apoyo adu­ ciendo que sólo Central High terminaría integrada y no Hall High, una escuela ubicada en un vecindario de clase alta.15 El Consejo de Ciudadanos Blancos también se dirigió al gobernador de Arkansas, Orval Faubus, un hombre liberal desde el punto de vista económico, moderado en cuestiones raciales y quien ganara la elección a Jim Johnson, candidato a favor de la segregación. A pesar de sus antecedentes, el Conse­ jo intentó convencerlo de resistirse a la integración. Sus argu­ mentos fueron que la segregación contaba con el respaldo po­ pular; que él, como gobernador, no estaba obligado a acatar 14Aaron v. Cooper, 143 F. Supp. 855 (E.D. Ark. 1956); Aaron v. Cooper, 243 F.2d 361 (8lh Cir. 1957); Freyer, op. cit., pp. 78-79 (que discute sobre la selec­ ción de los nueve de Little Rock). 15 Cooper, 358 U.S. 8-9 (que discute las enmiendas constitucionales estata­ les y la legislación aprobada por Arkansas en respuesta al caso Brown); Fre­ yer, op. cit., pp. 80-81 (que detalla las protestas del Consejo de Ciudadanos contra los planes de desegregación de Little Rock).

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las órdenes de los tribunales federales; que la alternativa plan­ teada por la junta escolar acarrearía violencia en Little Rock, y que su obligación era "preservar la tranquilidad” frenando la integración. Sometido a esta presión, Faubus comenzó a cam­ biar de opinión.16 Central High debía abrir sus puertas el martes 3 de sep­ tiembre de 1957, con la asistencia de los nueve estudiantes de raza negra. Conforme el día se acercaba, la presión política para mantener la segregación en la escuela aumentaba. Para mediados de agosto, el gobernador de Georgia habló en Arkansas y puso leña en el fuego cuando enfatizó que las escue­ las de Georgia no habían sido aún obligadas a integrarse. ¿Por qué —preguntó retóricamente— las familias de Arkansas te­ nían que aceptar la integración mientras las familias de Geor­ gia no? Esa misma noche alguien lanzó una piedra a la venta­ na de la presidenta local de la n a a c p , Daisy Bates. La piedra llevaba una nota que decía "esta vez son piedras; la próxima será dinamita”.17 El gobernador Faubus solicitó una orden ante un tribunal local para detener la integración en Central High. El 29 de agosto el tribunal aceptó la solicitud del gobernador y emitió la orden. La junta escolar solicitó inmediatamente al tribunal federal que dejara sin efectos la orden del tribunal estatal; el tribunal federal así lo hizo al día siguiente, argumentando que la decisión del tribunal estatal “paralizaría el cumplimiento de las disposiciones emitidas por el tribunal federal, de con­ formidad con leyes federales, consideradas supremas por el artículo 6 de la Constitución de los Estados Unidos”.18 La mañana del lunes 2 de septiembre, el día anterior al inicio del ciclo escolar, el gobernador Faubus anunció por te­ levisión a la población local que estaba enterado de que con­ 16 Ibidem, p. 81; ibidem, pp. 63-66 (que discute las políticas económica­ mente liberales de Faubus y su victoria prim aria contra su oponente segregacionista); ibidem, pp. 81-88 y 98-99 (que describe la presión puesta en Fau­ bus); ibidem, pp. 99-112 (que discute las razones de Faubus que finalmente lo condujeron a desafiar a la autoridad federal). 17 Nichols, op. cit., p. 170; Freyer, op. cit., pp. 90-112 (que discute el surgi­ miento de la presión política en Little Rock después de los proyectos de inte­ gración); ibidem, p. 105 (que describe los comentarios públicos de Faubus); ibidem, p. 90 (que cita am enazas dirigidas a Bates). 18 Freyer, op. cit., pp. 104-106 y 108.

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tingentes armados se aproximaban a Little Rock, y que a él, como a muchas otras personas, le parecía legalmente cuestio­ nable “imponer la integración” a "las personas” aun contra su voluntad. Por estas razones, “al menos en el presente”, las es­ cuelas "deben continuar operando sobre las bases anteriores”. Finalmente dijo que había enviado unidades de la Guardia Na­ cional a Central High. El público entendió que la guardia pre­ vendría la integración.19 Esa misma noche, la junta escolar convocó a una sesión de emergencia. La junta acordó pedir a los estudiantes de raza negra que no se presentaran a Central High hasta que el pro­ blema legal se resolviera. El martes 3 de septiembre, los nueve estudiantes permanecieron en sus casas y Central High regre­ só a clases con un estudiantado totalmente blanco. Ese mis­ mo día, la junta escolar acudió al tribunal federal para que tomara providencias. El juez, al no encontrar evidencia de po­ sibles disturbios, dijo que la integración debía proceder "inmediatamente”,20 La junta escolar aconsejó nuevamente a los estudiantes que no se presentaran a clases. El miércoles por la mañana, varios de los estudiantes intentaron en una acción concertada ingresar a Central High, pero fueron repelidos por la Guardia Nacional. Sin embargo, nadie había podido ponerse de acuer­ do previamente con Elizabeth Eckford, quien no tenía teléfo­ no, así que llegó sola a Central High.21 Una multitud hostil se había apostado fuera de la escuela. Al parecer, unas personas de entre la turba confundieron a un fotógrafo negro con un estudiante y lo golpearon seriamente. Cuando Elizabeth Eckford llegó, la Guardia Nacional le impi­ dió el ingreso. Mientras se alejaba, un periodista le tomó una fotografía en la que también aparece una mujer blanca con el rostro distorsionado por la rabia. Esta imagen daría rápida­ mente la vuelta al mundo y se haría famosa.22 19Ibidem, pp. 112-113. 20 Ibidem, p. 114. 21 Ibidem, p. 115. 22 Idem, Will Counts, en ese momento un fotógrafo de 26 años del Arkansas Democrat, tomó la famosa fotografía de Eckford. Véase “Will Counts, 70; Noted for Little Rock Photo”, New York Times, 10 de octubre de 2001, en D8. Esa y otras tantas fotografías que cuentan los acontecimientos que rodearon

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El jueves, el tribunal federal solicitó al Buró Federal de In­ vestigaciones ( e b i) y al Departamento de Justicia que investi­ garan si el gobernador había ordenado a la Guardia Nacional que evitara el cumplimiento de la orden de integración emiti­ da por el tribunal y programó una audiencia para el 20 de sep­ tiembre. El gobernador aceptó ir. A la vista de todos, la inte­ gración en Central High quedaba en pausa.23 Entonces, a petición de Brooks Hays, un respetado miem­ bro del Congreso, oriundo de Little Rock, el presidente Eisenhower y el gobernador Faubus acordaron un encuentro. La ma­ ñana del sábado 14 de septiembre, Faubus acudió a la “Casa Blanca de verano” de Eisenhower en Newport, Rhode Island, donde primero se llevó a cabo un encuentro privado. Eisen­ hower, relató Faubus, lo reprendió diciéndole, “como un gene­ ral dice a su teniente”, que nadie se beneficiaría de “una prue­ ba de fuerza entre el presidente y un gobernador”; luego, lo instruyó para que se cerciorara de que la Guardia Nacional protegiera a los estudiantes negros, en vez de obstaculizar su entrada a la escuela.24 Aunque el gobernador Faubus pareció dispuesto, a los ojos del presidente, a permitir la integración, ante los medios de comunicación adoptó una posición diferente y, más bien, se mostró evasivo. Faubus esperó hasta el viernes y se presen­ tó a la audiencia citada en el tribunal federal. En ella informó al juez que su actuación sólo pretendía evitar la violencia. Pero cuando los jueces le ordenaron que desistiera de impedir el ingreso de los estudiantes a la escuela, el gobernador aban­ donó la sala de sesiones, en compañía de sus abogados. Más tarde ese día anunció que ordenaría a la Guardia Nacional re­ tirarse de la escuela.25 La mañana del lunes 23 de septiembre, los nueve de Little Rock llegaron a Central High. Sin embargo, la hostilidad del gobernador y la publicidad asociada a estos acontecimientos habían logrado su objetivo: una turba de 1 500 personas espe­ la integración de las escuelas de Little Rock pueden ser encontradas en su li­ bro A Life is More Than a Moment: The Desegregation o f Little Rock’s Central High, Indiana University Press, 2007. 23 Freyer, op. cit., pp. 115-116 y 119-120. 24 Nichols, op. cit., pp. 176-183. 25 Ibidem, pp. 182-183 y 186-187.

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raba afuera. Algunos lograron atravesar las barricadas de la policía; ocho de los nueve estudiantes negros consiguieron co­ larse entre la multitud e ingresar a la escuela por una puerta lateral. A mediodía, sin embargo, el caos era tal que la policía y los funcionarios de la escuela acordaron que los estudiantes debían ir a casa. El alcalde de Little Rock culpó al gobernador, porque sospechaba que sus colaboradores y sus amigos ha­ bían incitado a la multitud. El alcalde envió, entonces, un te­ legrama al presidente Eisenhower pidiéndole ayuda.26 E n v ia r

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En este punto, Eisenhower, como Andrew Jackson en el tiem­ po de los cherokees, tenía que ponderar si enviaría tropas fe­ derales a un estado para obligarlo a cumplir la orden de un tribunal federal. Eisenhower debatía los pros y contras de esa decisión. ¿Qué pasaría con los planes de integración si las tro­ pas encontraban resistencia física y terminaban matando, por ejemplo, a una mujer que estaba a favor de la segregación? ¿Qué tal si otras ciudades sureñas emulaban a Little Rock? ¿Enviar tropas exigiría cierto tipo de ocupación militar como en los tiempos de la Reconstrucción? ¿Qué pasaría con las escuelas públicas? Jimmy Byrnes, el antiguo gobernador de Carolina del Sur, gran amigo de los presidentes Roosevelt y Truman y antiguo presidente de la Su­ prema Corte, había advertido a Eisenhower que el caso Brown terminaría llevando a los sureños a abolir esas escuelas. ¿Ter­ minaría una acción irreflexiva de la federación por privar a ne­ gros y blancos pobres de cualquier tipo de educación pública?27 Eisenhower pensaba que la educación pública era un asunto local y, al respecto, los estados debían ser los responsa­ bles primarios. Por tanto, debía evaluar qué tanto la presencia de tropas federales terminaría jugando a favor de los segregacionistas, quienes se agrupaban bajo las banderas de “sobera­ nía estatal” y “no a la interferencia federal”. Un colaborador escribió en privado que el presidente “está reacio a recurrir a 26 Ibidem, pp. 189-191. 27 Ibidem, p. 67.

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las tropas; piensa que el movimiento podría extenderse y se­ guiría la violencia”.28 Aun así, Eisenhower encontró los pros más convincentes. En primer lugar, la orden del tribunal federal que prohibía al estado interferir con el plan de integración de la junta escolar local dejó muy claro que la clave del asunto consistía en deter­ minar cuál de las leyes (federal o estatal) era suprema. Esa pregunta ya le había costado a la nación una guerra civil. En la década de 1950 la importancia de preservar la supremacía federal era bien aceptada tanto en el Norte como en el Sur, incluso entre aquellos que dudaban de la pertinencia de la in­ tegración racial.29 En segundo lugar, la historia reciente mostraba que sin cumplimiento y ejecución debidas las resoluciones de los tri­ bunales serían letra muerta. Por ejemplo, el gobernador de Texas, Alian Shivers, al enfrentar una orden federal similar, se rehusó a colaborar con su ejecución, y esa negativa resultó en que no se llevara a cabo la integración.30 Finalmente, aunque existe suficiente evidencia para soste­ ner que Eisenhower era un convencido de la integración ra­ cial, algunos historiadores siguen discutiendo la firmeza de su convicción. Eisenhower creció en una sociedad segregada, pero también fue testigo del valor de los batallones negros de la segunda Guerra Mundial durante la batalla de las Ardenas (incluso hubo quienes afirmaron, quizá exagerando sólo un poco, que el Grupo de Combate 332 jamás había perdido un bombardero). Eisenhower había comenzado a comprender la injusticia de la segregación y la necesidad de terminarla rápidamente. Además, le gustaba poner el ejemplo: ya había desegregado las bases militares por todo el Sur, las políticas 28 Ibidem, p. 186. Para una discusión sobre las reservas de Eisenhower acerca de expandir las competencias federales por encima de las estatales, véase ibidem, pp. 141, 153-155 y 176; y Freyer, op. cit., pp. 41-46. 29 Nichols, op. cit., p. 198 (que cuenta las ideas de Eisenhower, descritas con detalle en un informe presidencial, sobre que “la gran mayoría de las per­ sonas del Sur —incluyendo Arkansas y Little Rock— es de buena fe, unida en sus esfuerzos de preservar y respetar la ley incluso cuando no está de acuerdo con ella"). 30 Ibidem, p. 136; Freyer, op. cit., p. 42.

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de contratación federal y las escuelas y la vivienda pública en el Distrito de Columbia.31 Herbert Brownell, amigo, aliado, consejero y procurador general de Eisenhower, insistió en que el presidente tomara acciones. Para el lunes 23 de septiembre, Eisenhower había tomado su decisión. A diferencia del presidente Jackson 120 años atrás, él recurriría a las tropas federales para sostener la ley federal.32 En una declaración pública emitida por la tarde, Eisen­ hower afirmó: "La ley federal y las órdenes del juzgado de dis­ trito de los Estados Unidos que la implementan no pueden ser burladas impunemente, sea por una persona, sea por una tur­ ba de extremistas”; prometió que usaría “cualquier fuerza que resultara necesaria para impedir la obstrucción de la ley y para ejecutar las órdenes de los tribunales federales”. Enton­ ces emitió un decreto: como “Presidente de los Estados Uni­ dos, de conformidad con las atribuciones y las facultades que la Constitución me confiere [...] ordeno a toda persona invo­ lucrada en actos de obstrucción de la justicia que desista de su empeño y se disperse inmediatamente”.33 En 1957 los estadunidenses recordaban a la División de Asalto Aéreo 101 por su heroísmo durante la segunda Guerra Mundial. Estos soldados habían peleado en la batalla de las Ardenas y habían llegado en paracaídas a Normandía, donde 31 Nichols, op. cit., p. 6 (que describe la juventud de Eisenhower en Abilene, Kansas); ibidem, pp. 8-13 (que expone la experiencia de Eisenhower con soldados negros en la segunda Guerra Mundial); ibidem, pp. 42-43 (que des­ cribe el proceso de desegregación de las fuerzas arm adas de Eisenhower); ibidem, pp. 34-40 (que presenta la desegregación de Eisenhower en las políti­ cas de contratación a nivel federal); ibidem, pp. 26-29, 33-34, 40-41 y 66-69 (que explica la desegregación del Distrito de Columbia). Véase tam bién Alan L. Gropman, Títe Air Forcé Integrates, 1945-1964, CreateSpace Independent Publishing Platform, 1985, pp. 149-153 (que caracteriza como tibio el acerca­ miento de Eisenhower a los derechos civiles); Everett Frederic Morrow, Black Man in the White House: A Diary o f the Eisenhower Years by the Administrative Offcer for Special Projects, the White House, 1955-1961, Coward-McCann, 1963, pp. 298-300 (que caracteriza la postura de Eisenhower sobre los dere­ chos civiles como tibia). Véase tam bién "Report: Tuslcegee Airmen Lost 25 Bombers”, USA Today (1° de abril de 2007). 32 Nichols, op. cit., pp. 191-196 (que detalla la decisión de Eisenhower res­ pecto a enviar tropas federales a Little Rock). 33 Ibidem, p. 192.

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muchos murieron cuando el viento los dejó colgando de los campanarios. Eisenhower le dijo a su comandante en jefe, el general Maxwell Taylor, que enviara a esta famosa división a Little Rock.34 El martes 24 de septiembre por la tarde, 52 aeronaves que cargaban alrededor de 1 000 efectivos salieron del fuerte Cam­ pbell, Kentucky. Esa tarde Eisenhower habló a la nación so­ bre la importancia de que la orden del tribunal federal respec­ to de Little Rock fuera “ejecutada sin ninguna interferencia ilegal”. Para entonces, los soldados ya estaban desplegados alrededor de la escuela Central High. Esa tarde Melba Patti11o, una de los nueve de Little Rock, escribió en su diario: "yo no sé cómo ir a la escuela con soldados [...] por favor enséña­ me. PS. Por favor ayuda a los soldados a mantener a la multi­ tud alejada de mí”.35 La mañana siguiente una multitud se congregó nuevamen­ te a las afueras de la escuela; algunos retaban a los soldados. Aunque los soldados bajaron sus bayonetas, lesionaron a un par de personas: un hombre fue pinchado por una bayoneta, otro fue golpeado con la culata de un rifle. Vehículos del ejér­ cito recogieron a los nueve estudiantes negros para llevarlos a la escuela. Minnijean Brown, una de ellos, dijo: “por primera vez en mi vida me siento como ciudadana estadunidense”. A las 9:25 a.m. los jeeps dejaron a los estudiantes en Central High. Los reporteros y equipos de televisión enviaban imágenes a todo el mundo mientras los soldados escoltaban a los estu­ diantes al subir por la escalinata e ingresar a la escuela. A pe­ sar de una falsa alarma de bomba —ocurrida en la tarde— los estudiantes completaron satisfactoriamente su jom ada.36 A la mañana siguiente, la multitud ya no estaba. Los estu­ diantes continuaron asistiendo a Central High sin ningún in­ cidente serio. Una encuesta demostró que 68.4% de los esta­ dunidenses aprobaba la decisión del presidente de enviar tropas (esta proporción correspondía a un 77.5% de acepta­ ción en el Norte y 62.6% de oposición en el Sur).37 Aun así, la batalla estaba lejos de concluir; el gobernador 34 Ibidem, p. 195. 35 Ibidem, pp. 197 y 199. 36 Freyer, op. cit., p. 133; Blossom op. cit., pp. 120-124. 37 Nichols, op. cit., p. 200.

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Faubus anunció: "somos, ahora, un territorio ocupado”. El se­ nador por Mississippi, James Eastland, dijo ante el Consejo de Ciudadanos Blancos que Eisenhower había "echado leña al fuego del odio entre razas”. "Recurrir al ejército no le bastará para vencer”, añadió, "porque los soldados no se pueden que­ dar en Little Rock para siempre”, ni el presidente puede ocu­ par cada una de las escuelas del Sur. Casi dos meses después, las tropas se retiraron, y los nueve estudiantes negros perm a­ necieron en Central High, aunque encontraron un ambiente difícil (muchos de sus compañeros blancos fueron silenciosa­ mente hostiles); algunos estudiantes blancos y muchos maes­ tros les brindaron apoyo y consuelo.38 L a S uprem a C orte

El litigio volvió a ser el centro de atención. El gobernador Faubus y sus aliados presionaron a la junta escolar para que detuviera sus intenciones de integración. En febrero de 1958 la junta escolar regresó al juzgado federal.39 La junta dijo al tribunal que era difícil operar un sistema educativo con la hostilidad del gobernador, los legisladores estatales y de la comunidad. Llamaron la atención del tribu­ nal sobre incidentes de intimidación por parte de quienes apoyaban la segregación. Además, recientemente, la legislatu­ ra estatal había promulgado leyes que sustituían las escuelas públicas integradas por academias privadas sólo para blancos (subvencionadas por el estado). La junta solicitó al tribunal suspender la integración por 30 meses; después de ese tiempo se esperaba que los tribunales ya se hubiesen pronunciado sobre si el esquema de academias privadas era legalmente aceptable.40 El 21 de junio de 1958 el juzgado de distrito otorgó a la junta escolar la prórroga solicitada, pero el 18 de agosto el Octavo Circuito revocó la decisión del juzgado de distrito. A continuación suspendió el procedimiento por 30 días, lo que 38 Ibidem, pp. 202 y 212-213; Freyer, op. cit., pp. 138-140. 39 Nichols, op. cit., p. 222. 40 Freyer, op. cit., pp. 142-144; Aaron v. Cooper, 163 F. Supp 13, pp. 17-21 y 28 (E.D. Ark. 1958).

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dejó temporalmente vigente la orden del juzgado de distrito que retrasaba la integración. Para evitar que las escuelas de Little Rock desistieran de la integración y el ciclo escolar reiniciara en segregación, la Suprema Corte admitió el caso in­ mediatamente.41 La Corte celebró dos sesiones extraordinarias de alegatos orales —una el 28 de agosto y otra el 11 de septiembre— en el caso Cooper v. Aaron (William Cooper era un miembro del consejo escolar y John Aaron era el padre de uno de los estu­ diantes negros). La n a a c p solicitó a la Corte que diera efecto inmediato a la orden del Octavo Circuito; es decir, que instru­ yera a los tribunales inferiores proceder con la integración in­ mediatamente. La junta escolar se opuso fuertemente dada la interferencia del gobierno local, la “caótica” condición educa­ tiva en Central High, la amenaza del nuevo sistema de acade­ mia privada y la necesidad de un retraso de 30 meses. El Poder Ejecutivo federal apoyaba a la n a a c p . Pensando, obviamente, recurrir al ejército, el abogado general dijo a la Corte que en el momento en que “alguien se inclina por la fuerza y la violen­ cia [...] abandona las reglas de la convivencia pacífica y el or­ den público”. El "país no puede existir sin el reconocimiento de que la Suprema Corte de los Estados Unidos, cuando resuelve un asunto jurídicamente, está dictando la ley”. Además, la ciu­ dadanía tenía derecho a un pronunciamiento definitivo de la Corte respecto a si la oposición violenta al cumplimiento de sus decisiones era una razón legítima para retrasar la integración.42 Dos semanas más tarde, la Corte emitió un breve pronun­ ciamiento que negaba a la junta escolar su solicitud de 30 me­ ses de prórroga y requería la continuación de la integración tal como estaba planeada. El 29 de septiembre, la sentencia definitiva de la Corte —adoptada por unanimidad— confirmó lo anterior.43 En la sentencia, la Corte resolvió y puntualizó cuatro im­ portantes cuestiones. La primera concerniente al deber cons­ titucional de obediencia a las decisiones de la Corte. Al res­ pecto, la Corte respondió el alegato del gobernador Faubus de 41 Cooper, 163 F. Supp, p. 32; Aaron v. Cooper, 257 F.2d 33 (8th Cir. 1958), cert. granted, 358 U.S. 1 (1958); Freyer, op. cit., p. 151. 42 Ibidem, pp. 152-157. 43 Ibidem, pp. 169-170 y 175; Cooper v. Aaron 358 U.S. 1 (1958).

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que "los funcionarios públicos estatales no tienen el deber de acatar las órdenes de un tribunal federal, basadas en lo soste­ nido por esta Corte a propósito de la interpretación de la Constitución de los Estados Unidos”. La Corte contestó con cinco enunciados: Primer enunciado: “El artículo VI de la Constitución hace a la Constitución la ley suprema de la Unión”. Segundo enunciado: "En 1803, el ministro Marshall, presi­ dente de esta Suprema Corte, como ponente de una deci­ sión unánime, se refirió a la Constitución como 'ley supre­ ma y fundamental de la nación’ y estableció, en el notable caso Marbury v. Madison [...] que: 'es, enfáticamente, competencia y deber del aparato de justicia determinar lo que es derecho vigente’”. Tercer enunciado: "Esta decisión declaró el principio bási­ co de que el Poder Judicial federal es la autoridad supre­ ma para la exposición de la ley de la Constitución. Este principio ha sido respetado, desde entonces, por esta Cor­ te y por nuestro país, como una característica perenne y fundamental de nuestro sistema constitucional". Cuarto enunciado: “De esto se sigue que la interpretación de la Decimocuarta Enmienda adoptada por esta Corte en el caso Brown constituye ley suprema de la Unión, a la que el artículo VI de la Constitución asigna efecto vincu­ lante en los estados con la fórmula ‘a pesar de la disposi­ ciones en contrario que se encuentren en la Constitución o las leyes de los estados’”. Quinto enunciado: "Cualquier funcionario de los poderes Legislativo, Ejecutivo o Judicial local está solemnemente comprometido, bajo juramento y de conformidad con el ar­ tículo VI, 3, a 'cumplir y hacer cumplir la Constitución’”,44 El primer y segundo enunciados son impecables. El terce­ ro, una vez visto de cerca, es particularmente interesante; el cuarto y quinto surgen directamente del tercero. En realidad, el enunciado tercero no reproduce el exacto lenguaje de Mar­ bury; más bien, resume la decisión. En Marbury no se dijo ex­ 44 Cooper, 358 U.S. 4 y 18.

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plícitamente que (en palabras del tercer enunciado) "el Poder Judicial federal [comparado con otras ramas del gobierno] tiene preeminencia para determinar, de acuerdo con la Cons­ titución, lo que es derecho vigente”. Más bien Marbury, de for­ ma más ambigua, adujo que "los tribunales, tal como otras instancias de gobierno, están sujetos a” la Constitución. Tam­ poco, como hemos visto, se puede tener por demostrado que a partir de Marbury, la Corte o el país consideraran la preemi­ nencia judicial como “una característica perenne y fundamen­ tal de nuestro sistema constitucional”. En consecuencia, fue en Cooper donde la Corte verdaderamente decidió que la Cons­ titución obligaba a otras instituciones de gobierno a acatar las interpretaciones de la Corte, no sólo en el caso particular en que ocurran dichas interpretaciones, sino también en casos semejantes: un asunto que tanto Hamilton como Marshall ha­ bían dejado abierto.45 El enunciado tercero mostró que la Corte había llegado a una encrucijada. Utilizar un lenguaje más ambiguo habría supuesto titubeo o evasión, lo que daría una poderosa arma jurídica y de cabildeo a quienes, como el gobernador Faubus, estaban tratando de convencer a los sureños de que el prece­ dente del caso Brown no los obligaba. Si la Corte quería dejar clara su competencia para emitir decisiones sobre asuntos constitucionales que no contaran con respaldo de las mayo­ rías, necesitaba partir de la base de que otros funcionarios y el público en general acatarían sus interpretaciones funda­ mentales no sólo en el caso en que eran emitidas, sino tam ­ bién en otros casos similares. El control judicial de la Consti­ tución, tal como fuera concebido por Hamilton, exigía el tercer enunciado. La segunda cuestión tenía que ver con el alegato de los sureños respecto a que la decisión del caso Brown era jurídi­ camente incorrecta. En respuesta, la Corte destacó el carácter unánime de la decisión del caso, y de su posterior reafirma­ ción. Esto probaba que los tres nuevos ministros que se ha­ bían unido a la Suprema Corte posteriormente a la decisión de Brown coincidían con los autores originales. Más aún, en un 45 Marbury v. Madison, 5 U.S. (1 Cranch) 137 (1803) (las cursivas son mías); Cooper, 358 U.S. 18.

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acto muy inusual, los nueve ministros de la Suprema Corte fir­ maron la sentencia de puño y letra (en lugar de unirse a la sen­ tencia propuesta, engrosada y firmada por uno de ellos). Esta actitud sugiere que los nueve estaban totalmente de acuerdo y que lo decidían, sin lugar a dudas, de manera conjunta.46 La tercera cuestión tenía que ver con las razones de la jun­ ta escolar para solicitar la posposición, que eran los obstácu­ los prácticos que ésta enfrentaba: las formas en que "el go­ bierno estatal se opuso a la desegregación de las escuelas de Little Rock, promulgando leyes, convocando tropas, emitien­ do declaraciones que caracterizaban la ley y los tribunales fe­ derales como perversos, y rehusándose a utilizar las instan­ cias estatales de procuración de justicia y los procesos judicia­ les ordinarios para mantener la paz pública”. Por tanto, como los hallazgos del juzgado de distrito lo probaban, Arkansas se había causado los problemas a sí misma. Luego, la Corte se negó a aceptar estas circunstancias como base razonable para desacatar la orden de desegregación. Tal como la Corte lo sos­ tuviera en el caso de Brown II, las exigencias de la Decimo­ cuarta Enmienda en cuanto a la "igual protección” "no pue­ den ignorarse porque alguien no concuerde con ellas”.47 La cuarta cuestión se relacionaba con las reparaciones. En este tema, la Corte estaba dividida acerca de cuál sería el acercamiento correcto. Algunos, como el ministro Hugo Black, creían que el Sur retrasaría la desegregación hasta que la Cor­ te impusiera un calendario preciso, definitivo y rápido de cum­ plimiento. Otros, como el ministro Félix Frankfurter, pensa­ ban que la Corte debía continuar con el acercamiento de "con toda celeridad" empleado en Brown II, dejando el asunto de las reparaciones específicas a los juzgados de distrito, quienes podrían emitir órdenes y lincamientos tomando en considera­ ción las condiciones locales.48 La Corte llegó a una solución intermedia. Por un lado, ins­ truyó a las juntas escolares a "encaminarse pronta y razona­ 46 Cooper, 358 U.S. 19. Para una discusión extensa sobre la redacción de la opinión del proceso de Cooper v. Aaron, véase Freyer, op. cit., pp. 169-201; y Tony A. Freyer, Cooper v. Aaron (1958): A Hidclen Story o f Unanimity and Divi­ sión, 33 J. Sup. Ct. Hist. 89 (2008). 47 Cooper, 358 U.S. 15; ibidem, 6. 48 Freyer, op. cit., pp. 174-175.

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blemente hacia el cabal cumplimiento de la sentencia”. Luego especificó que “sólo un arranque expedito, diligente y seria­ mente encaminado a eliminar la segregación racial de las es­ cuelas públicas constituiría buena fe en el cumplimiento”. También se refirió a legalidad de las escuelas privadas y segregacionistas subvencionadas por el estado. Aquí comentó y rei­ teró que “la Decimocuarta Enmienda prohíbe que los estados usen sus atribuciones gubernamentales para impedir, con base en la raza, que los niños asistan a escuelas donde, me­ diante cualquier acuerdo, manejo, fondos o bienes, exista par­ ticipación estatal”. Por otro lado, la Corte repitió la frase clave del caso Brown II: “con toda celeridad”, y agregó que los tri­ bunales debían evaluar las condiciones locales, el estado de los planteles, el transporte y otras variantes tal como Brown II lo había permitido y requerido. El ministro Frankfurter emi­ tió más tarde un voto concurrente en el que enfatizó la necesi­ dad jurídica de apegarse al caso Brown y la necesidad práctica de tom ar en cuenta los problemas y las dificultades locales.49 En su párrafo final, la resolución unánime invocó las cua­ tro palabras talladas en la parte superior del pórtico de la Su­ prema Corte: "Justicia e igualdad ante la ley”. Esas palabras, afirmó la resolución, expresan un "ideal”, "representado” en la Decimocuarta Enmienda y al cual la Constitución se “consa­ gra”. Dicha enmienda, como el caso Brown lo demostró, pro­ tege a los estudiantes y su “derecho fundamental y expansivo” a no ser segregados por raza. Los principios básicos de Brown “y la obediencia que los estados les deben [...] son indispensa­ bles para la protección de las libertades” que la Constitución garantiza. Así, los principios de Brown, si son obedecidos, ha­ rán de la justicia igualitaria al amparo de la ley “una definitiva realidad”.50 La última frase elocuentemente reconoce el mayor desafío de la Suprema Corte en la vida ciudadana. La Corte aspira —o debería aspirar— no sólo a pronunciar la “verdad” acerca del significado de la Constitución, sino a hacer que la ley sea una “realidad definitiva”, acatada en su país, y que dé contenido a 49 Cooper, 358 U.S. 6 (que cita, Brown II, 349 U.S. 300-301); ibidem, 4-7; ibidem, 25-26 (J. Frankfurt concurrió). 50 Ibidem, 19-20 (las cursivas son mías); Gewirtz, op. cit., pp. 627-628, 676677 y 681.

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las prácticas sociales. Lo cierto es, sin embargo, que su apti­ tud para lograrlo no está garantizada. A pesar de la decisión de la Corte, parecía que el estado de Arkansas y la junta escolar de Little Rock continuaban bus­ cando estrategias para oponerse a la insistencia de la Corte de que las escuelas se integraran. El 27 de septiembre de 1958, dos días antes de que la Corte publicara la sentencia comple­ ta, aunque casi dos semanas después de que anunciara su de­ cisión, los ciudadanos de Little Rock votaron, por un margen de 19470 contra 7561, a favor de cerrar las preparatorias pú­ blicas de Little Rock. El 29 de septiembre, el mismo día que la Suprema Corte publicó su sentencia, el gobernador Faubus cerró las escuelas, y durante los siguientes nueve meses los estudiantes de Little Rock no tuvieron educación pública.51 Sin embargo, la sentencia de la Corte, unida con la deter­ minación demostrada por el Ejecutivo federal al enviar miem­ bros del ejército, tuvo efecto gradualmente. La cuestión mejoró poco a poco. Los tribunales federales comenzaron a conside­ rar ilícitos los sistemas educativos alternativos de muchos es­ tados, incluyendo la renta de escuelas públicas a academias privadas subvencionadas por el estado. Con el apoyo de los empresarios, se eligieron tres miembros moderados de la jun­ ta escolar de Little Rock, logrando así la igualdad numérica con los miembros segregacionistas. Una encuesta local de la Cámara de Comercio demostró que las personas estaban a fa­ vor de la apertura de las escuelas. La junta de directores de la Cámara emitió una declaración que afirmaba que la "decisión de la Suprema Corte de los Estados Unidos, por mucho que nos desagrade, es derecho vigente y nos vincula [...]. Dado que la Suprema Corte es la última instancia judicial en este país, lo que ésta dijo prevalece hasta que exista una enmienda constitucional que lo corrija o hasta que la Corte corrija su propio error”. La opinión pública empezaba a cambiar.52 Aunque los segregacionistas de la junta escolar continua­ ron promoviendo su causa, tuvieron poco éxito. Cuando in­ tentaron no renovar los contratos de 40 maestros que habían ayudado a los estudiantes negros, los miembros moderados 51 Freyer, op. cit., p. 203. 52 Ibidem, pp. 205-207.

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abandonaron la sesión. En la revocación, los moderados obtu­ vieron una cerrada pero clara victoria. La junta escolar reno­ vada votó para reabrir las escuelas. En 1959, un año después de que la Corte decidiera Cooper v. Aaron, las escuelas integra­ das regresaron a Little Rock.53 Los disturbios y el cierre de las escuelas impusieron un alto costo personal a muchos alumnos. Estudiantes de ambas razas sufrieron; algunos, incluso, resintieron daños perm a­ nentes. Los nueve de Little Rock mostraron mucho valor y dignidad al resistir el odio a su alrededor. Algunos estudiantes (incluyendo miembros de los nueve de Little Rock) asistieron a escuelas en otros distritos o fuera del estado. Otros tomaron cursos por correspondencia ofrecidos por la Universidad de Arkansas. Algunos siguieron las exposiciones y disertaciones de sus maestros en estaciones de televisión local. Pero, para muchos, estas alternativas no funcionaban. El equipo de fút­ bol americano de Central High se desmoronó; muchos de sus jugadores nunca recibieron sus certificados de preparatoria. Lo mismo ocurrió con el resto de la generación: muchos de los estudiantes de la “generación perdida del 59” no pudieron entrar a la universidad. La vida de varios cambió permanente­ mente y para mal.54 Además de perder su educación, su vida preparatoriana y tal vez sus oportunidades de asistir a una universidad, m u­ chos, con el tiempo, se arrepintieron de su comportamiento en ese momento; les costaba trabajo explicar por qué se ha­ bían rehusado a colaborar con sus compañeros negros. Algu­ nos, incluso, dedicaron su vida posterior a mejorar la relación entre las razas. Y en 1999, más de 40 años después de que las tropas fueran a Central High, Hazel Bryan, la mujer fotogra­ fiada con el rostro distorsionado por la ira, apareció en públi­ co con una de los nueve de Little Rock, Elizabeth Eckford, para relatar su reconciliación.55 Otros enfrentaron reveses. Brooks Hays, el congresista que concertó la cita entre el gobernador Faubus y el presiden­ te Eisenhower, adquirió fama de moderado y perdió la si53 Ibidem, pp. 208-209. 54 Ibidem, pp. 203-204; Gary Smith, Blindsided by History, Sports Illustrated, 2007. 55 freyer, op. cit., p. 232; véase tam bién Smith, op. cit., 54.

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guíente elección, mientras que el gobernador Faubus perm a­ neció en el cargo hasta 1967.56 Lo sucedido en Little Rock no produjo una rápida integra­ ción en el Sur. El movimiento de derechos civiles apenas co­ menzaba. Los jueces aún no habían propuesto la diversifica­ ción del transporte escolar como reparación por la segregación previa. No obstante, el caso Little Rock sí evitó cualquier otro enfrentamiento violento con la comunidad; inició un proceso de integración que, en los hechos, aún no termina. Sin embar­ go, hoy la preparatoria Central High está integrada. De sus 2500 estudiantes, 52% es negro y 42% blanco; es una de las mejores preparatorias públicas de los Estados Unidos, con 867 de sus estudiantes tomando al menos un curso en el Progra­ ma de Colocación* Avanzada.57 Para los propósitos presentes, la historia de Little Rock representa una victoria muy merecida para el imperio de la ley. La determinación de la Corte por hacer cumplir la sentencia de Brown no fue la única responsable. La llegada del Escua­ drón 101 de paracaidistas marcó una diferencia crucial, así como las dos imágenes fotográficas yuxtapuestas: la primera que mostraba la furia en el rostro de una mujer blanca; la segun­ da que retrataba a las tropas federales rodeando y protegiendo a los niños negros. Lo mismo puede decirse de la decisión del juez de distrito que ordenó al gobernador que cesara de inter­ venir; decisión cuyo incumplimiento motivó el envío de las tropas. Pero la afirmación de la preeminencia judicial por parte de la Corte —similar a la expresada previamente por el presi­ dente, repetida por la Cámara de Comercio de Little Rock y 56 Freyer, op. cit., p. 205; Jack Bass y W alter De Vries, The Transfonnation o f Southern Politics: Social Change and Political Consequence Since 1945, Uni­ versity of Georgia Press, 1995, pp. 89-90. * Los program as de Colocación Avanzada (Advanced Placement) operan en los Estados Unidos y Canadá, creados por las juntas universitarias, y ofre­ cen cursos y exámenes de nivel universitario a los estudiantes de preparato­ ria. Algunas universidades estadunidenses otorgan lugares y becas a los alum ­ nos que obtienen calificaciones altas en estos cursos. [T.] 57 Felicia R. Lee, “R etum to a Showdown at Little Rock”, New York Times (25 de septiembre de 2007); American Youth Policy Forum, "Expanding Ad­ vanced Placement Participation and Building Public Will in Little Rock, AR" (7 a 9 de noviembre de 2007). Consultado en www.aypf.org/tripreports/2007/ TR110707.htm el 28 de enero de 2010.

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utilizada por quienes estaban a favor de la integración (y de un final a la violencia racial en el sur)— fue un ingrediente fundamental. Hoy a sólo una milla de distancia de Central High se en­ cuentra la tumba de la esposa del jefe cherokee, Ross. Esa tum ­ ba marca el lugar en que la mujer murió mientras recorría el Sendero de Lágrimas rumbo a Oklahoma, después de que el gobernador los desalojara a ella y a sus compañeros cherokees de sus tierras en Georgia. Juntas, la tumba y la escuela relatan una historia sobre la consolidación del imperio de la ley en este país. Aunque la distancia entre la tumba y la escuela es corta, nuestra nación recorrió un largo trecho en el tiempo que separa las dos decisiones que esos lugares simbolizan, y lo hizo en la dirección correcta.

VI. UN EJEMPLO ACTUAL d é c a d a s recientes, muchas de las decisiones de la Corte no sólo han dividido a sus ministros, sino que han merecido des­ aprobación de un gran número de estadunidenses. Pensemos, por ejemplo, en las sentencias que protegieron el derecho de las mujeres al aborto durante los primeros meses del embara­ zo, o en aquellas que prohibieron rezar en las escuelas públicas. Los planteamientos constitucionales en esos casos son com­ plejos y, por tanto, no debe sorprendemos que los jueces, como vigías de los límites de la Constitución, llegaran a conclusio­ nes diversas. De hecho, ese tipo de temas no sólo divide a los jueces sino a las comunidades. Tanto las personas que están a favor como aquellas que discrepan proponen argumentos só­ lidos y las razones por las cuales están convencidas de que el adversario está equivocado. Hay quienes sostienen contunden­ temente que la vida de un embrión debe ser protegida, o que los estudiantes de una escuela pública deben estar expuestos a la religión; otros afirman lo contrario. No obstante, a pesar del desacuerdo y las protestas, los estadunidenses han terminado por acatar y respetar las decisiones de la Corte en términos generales, y la mayoría de quienes se oponen —incluso, por ejemplo, quienes se oponen al aborto— optan por métodos le­ gales para cambiar las decisiones que consideran inaceptables. Estas estrategias incluyen, por ejemplo, pugnar por reformas constitucionales o influir en la designación presidencial de los ministros de la Corte para lograr que se diluyan o modifiquen los precedentes de la propia Corte.1 Enfoquémonos ahora en el caso Bush v. Gore. La elección presidencial de 2000 fue muy cerrada. El candidato del Parti­ do Demócrata, Albert Gore, fue el ganador del voto popular; pero el candidato del Partido Republicano, George Bush, des­ pués de un litigio que llegó a la Suprema Corte, aseguró los

En

1 Roe v. Wade, 410 U.S. 113 (1973); Planned Parenthood v. Casey, 505 U.S 833 (1992); Wallace v. Jaffree, 472 U.S. 38 (1985). 125

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votos electorales de Florida, que estaban en disputa, ganó la mayoría de los votos del Colegio Electoral y se convirtió en presidente de los Estados Unidos de América.2 Este asunto y su resolución pusieron de manifiesto cues­ tiones técnicas y constitucionales de enorme importancia. En principio, la Constitución establece que "la persona que ob­ tenga el mayor número” de votos electorales para la Presiden­ cia (en la actualidad 538) “deberá ser presidente, si dicho nú­ mero constituye la mayoría de [...] los electores inscritos”. La Constitución señala que cada estado podrá tener un número de electores idéntico al "número de senadores y diputados” de dicho estado. Además, es indispensable que cada estado elija a sus electores “de la manera señalada en cada una de las legis­ laciones estatales". La legislación en Florida, tal como ocurre con la mayoría de los estados, dispone que el candidato presi­ dencial que obtenga el mayor voto popular reciba todos los votos electorales del estado.3 Inicialmente, Bush aventajó a Gore en Florida por me­ nos de 2000 votos de los seis millones que fueron emitidos. Después de un conteo automático, el margen que le daba la victoria a Bush se redujo, pero aún conservó la ventaja; Gore cuestionó el resultado y solicitó el recuento en cuatro distritos electorales en los que, tradicionalmente, la votación había favorecido a los demócratas. El 8 de diciembre, después de una serie de decisiones de tribunales inferiores, la Suprema Corte de Florida ordenó el recuento de los votos del estado. Inmediatamente, Bush alegó que la resolución de la corte de Florida que ordenaba el recuento de votos era contraria a lo dispuesto por la Constitución federal. Finalmente, el 9 de di­ ciembre, la Suprema Corte admitió el caso y, tres días des­ pués, falló a favor de Bush por una mayoría de cinco votos contra cuatro.4 Tres miembros de la mayoría sostuvieron que la decisión emitida por la corte de Florida se apartaba a tal grado de lo establecido en la legislación estatal, que vulneraba los precep­ tos de la Constitución federal que facultan a las legislaturas 2 Bush v. Gore, 531 U.S. 98 (2000). 3 U.S. Const. amend. XII; U.S. Const. art. II, § 1; Fia. Stat. § 103.011 (2000). 4 Bush, 531 U.S., 100-101.

UN EJEMPLO ACTUAL

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estatales (y no a sus tribunales) para decidir la manera en que eligen a sus electores. Otros miembros de la Corte advirtieron una inequidad fundamental en el hecho de que la corte de Florida hubiera permitido que el recuento estatal se desarro­ llase cuando los distintos condados determinaban la validez de las boletas acudiendo a parámetros diferentes, entre ellos algunos que podrían favorecer al candidato de un partido en detrimento del otro. Por las razones apuntadas (unidas al he­ cho de que el Colegio Electoral debía sesionar en fecha próxi­ ma), la mayoría de la Corte ordenó al estado de Florida dete­ ner el recuento en un punto en el que Bush aún conservaba la mayoría del voto popular por un pequeño margen.5 Cuatro miembros de la Corte (incluyéndome) disintieron y se inclinaron por la continuación del recuento de los votos. Con fundamento en legislación que permitía al Congreso re­ solver definitivamente conflictos electorales de esa naturaleza, adujeron que eran las instituciones políticas y las tribunales estatales, no la Suprema Corte de los Estados Unidos, quienes debían decidir estas cuestiones. La minoría concluyó que de­ bía permitirse a Florida continuar el recuento de los votos si así lo deseaba. Yo me sumé a esta conclusión. Mi opinión es que la Corte ni siquiera debió admitir el caso, porque estoy convencido de que tanto el Congreso como otras instituciones políticas son completamente capaces de resolver un conflicto de carácter indiscutiblemente político como éste. Ahora bien, si finalmente la Corte decidió conocer el caso, debió resolverlo de otro modo. Yo no encontré ninguna buena razón para or­ denar a la Suprema Corte de Florida que detuviera el recuen­ to; de hecho, yo habría permitido que continuara. Desde mi punto de vista, existía el riesgo de que la opinión pública cata­ logara la decisión de la Corte como una decisión basada en preferencias políticas y no en la ley. Por ello, escribí que la decisión había sido una “herida autoinfligida”. En efecto, al 5 Ibidem, 112-122 (J. Scalia concurrió) (que expresa la preocupación de que la corte de Florida estableciera un sistema de selección de electores con­ trario al artículo II § l ’s de la Constitución federal que requiere que la legisla­ tura local lo haga); ibidem, 110 ("es obvio que el recuento no puede ser con­ ducido de conformidad con los requisitos de igual protección y debido proceso sin un esfuerzo más sustantivo”).

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detener el recuento —y quizá decidir la elección— la Corte se había lastimado a sí misma.6 Lo cierto es que para el propósito de este libro poco im­ porta si la resolución fue equivocada o no. De hecho, si otros tres miembros de la Corte y yo consideramos que la decisión fue desacertada, así lo pensaron también millones de estadu­ nidenses. Lo que importa, en realidad, es lo que vino después. Gore, el candidato perdedor, pidió a sus simpatizantes que no cuestionaran la legitimidad de la decisión de la Corte. Así, a pesar de su enorme importancia, el significativo desacuerdo en su contenido y las opiniones encontradas sobre la interven­ ción de la Corte, la personas en general —fueran demócratas o republicanos— acataron la resolución y lo hicieron pacífica­ mente, sin necesidad de tropas, como en Little Rock, sin lan­ zar piedras en la calle y sin una protesta masiva violenta. El líder del Senado, el demócrata Harry Reid, dijo posteriormen­ te que la convicción mostrada por la gente de ceñirse a la ley en los términos expresados por la Corte, aunque fue la conse­ cuencia de la que menos se habló, es, sin duda, la más tras­ cendental del caso. Coincido.7 El caso de los cherokees, Dred Scott, Little Rock y Bush v. Gore son casos totalmente diferentes. En el caso de los cherokees, el presidente envió tropas, no para ejecutar la decisión de la Corte sino, por el contrario, para desalojar a los cherokees y enviarlos a Oklahoma. En el caso Dred Scott, la desafortunada decisión de la Corte propició el inicio de la guerra que buscaba evitar. En Little Rock, un presidente y la Corte hicieron cum­ plir conjuntamente una decisión que carecía de respaldo po­ pular en el Sur, y juntos consiguieron, finalmente, que la pro­ tección constitucional de las minorías raciales fuera efectiva. En Bush v. Gore, las personas simplemente aceptaron —como siguen haciéndolo— una resolución controversial e importante de manera pacífica. Estos casos demuestran que la oposición de la gente a las resoluciones de la Corte puede adquirir diversas formas. Un fun­ 6Ibidem, 158 (J. Breyer difirió). Sin embargo, estuve de acuerdo con la ma­ yoría en que debería haber un estándar uniforme para todos los condados. 7 El autor estuvo presente y escuchó los comentarios del senador Reid.

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cionario público, o las personas en general, podría llanamente desobedecer una decisión de la Corte, tal como lo hicieron el gobernador de Georgia y sus conciudadanos georgianos en el caso de los cherokees. Los opositores podrían encontrar la forma de no violar la orden en un caso particular, pero negar­ se a aplicar el precedente de la Corte en ocasiones subsecuentes, tal como Andrew Jackson. Los opositores podrían cuestionar el derecho preeminente de la Corte para interpretar la Consti­ tución por encima del de los estados o del resto de la gente, tal como Abraham Lincoln después de Dred Scott. O podrían sim­ plemente retrasar, en un intento por tomar la delantera, los intentos de ejecución, tal como la mayoría de los sureños des­ pués de Brown. Sin embargo, los ejemplos en su conjunto llegan a un pun­ to: finalmente, los funcionarios y el pueblo estadunidense han terminado por considerar como legítimas, no sólo las decisio­ nes de la Corte, sino sus interpretaciones de la Constitución. Es decir, el pueblo estadunidense ha adquirido la costumbre de acatar las interpretaciones constitucionales de la Corte, inclu­ so aquellas con las que disiente. Hoy día esa actitud de reve­ rencia hacia las resoluciones de la Corte es tan normal como respirar. Esta costumbre tiene obvias ventajas. Una judicatura efec­ tiva, capaz de hacer cumplir los contratos de forma honesta y sin corrupción, colabora, tanto como cualquier otra institución, a fomentar la inversión económica y, por ende, el desarrollo y la prosperidad. Una población estadunidense cada vez más di­ versa ha tomado conciencia de la importancia de acudir a la ley para resolver las diferencias más graves, y, en consecuencia, acata las determinaciones de la Corte, aun cuando no concuerde con ellas. Además, la experiencia en otras latitudes —diga­ mos, Europa antes de la segunda Guerra Mundial— demues­ tra que las mayorías pueden convertirse en tiranas, lo que, sin duda, destaca la importancia de cumplir y hacer cumplir la protección de las minorías y de la libertad individual propues­ ta por la Constitución, aun cuando no se cuente con respaldo popular. Sin embargo, el asunto no termina aquí. Los ejemplos también demuestran que la confianza de la gente no está ga­ rantizada. La confianza de la gente no se origina, automática­

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mente, en la mera existencia de una constitución escrita. Debe ganarse a pulso y, una vez conseguida, debe mantenerse. Para mantener la imprescindible confianza de la gente en las deci­ siones de la Corte, cada nueva generación tiene determinadas obligaciones. Debe aprender la manera en que funciona nues­ tro régimen constitucional, conocer su historia, sentirse moti­ vada a participar en el proceso democrático y observar a la generación precedente al tiempo que perfecciona esta cos­ tumbre. Este cometido debe cumplirse, principalmente, con educa­ ción cívica. Sin embargo, la Corte también tiene responsabili­ dad. Después de leer la resolución del caso Dred Scott, Abraham Lincoln dijo que dudaba que las personas estuvieran siempre obligadas a acatar “la última palabra” de la Corte. Para pre­ servar la confianza popular, la Corte debe ejercer su facultad de control constitucional aprendiendo del pasado. En la segunda parte de este libro expongo algunas de las maneras que pue­ den servir a la Corte para cumplir con esta difícil pero indis­ pensable tarea.

S e g u n d a P a r te

DECISIONES QUE FUNCIONAN

La Corte tiene la responsabilidad específica de asegurar que la Constitución sea efectiva en la realidad. Mientras que la edu­ cación, incluyendo la transmisión de nuestros valores cívicos de una generación a la siguiente, debe desempeñar un papel principal en la preservación de la confianza popular en las de­ cisiones de la Corte, esta última también debe preservar la aprobación general de su legitimidad, y lo hará mejor si se asegura de que la Constitución sea factible en el más amplio sentido del término. En particular, la Corte puede y debe in­ terpretar la Constitución de manera que funcione para el pue­ blo estadunidense de hoy día. Aquí explico por qué y cómo puede lograrlo. En esta parte presento lo que la Corte debe hacer para me­ recer y mantener la confianza ya ganada. Argumento que la Corte cumplirá mejor esa obligación con sentencias e inter­ pretaciones que ayuden a que la Constitución funcione en la práctica, labor que exige aplicar principios inmutables a cir­ cunstancias cambiantes. Expongo las razones por las que creo que cuando la Corte toma decisiones difíciles, debe reconocer y respetar las competencias de las demás instancias de gobier­ no —el Congreso, el presidente, la administración pública, los estados, otras cortes— y tomar en cuenta la experiencia y pe­ ricia de cada uno de ellos. Por último, describo distintos enfo­ ques que, de acuerdo con las especificidades de cada institu­ ción, considero útiles para que la Corte construya relaciones gubernamentales fructíferas, sin que sea necesario abdicar de su papel de garante de la Constitución. Adicionalmente, argumento que la Corte debe interpretar la palabra escrita, ya sea en la Constitución o de las leyes, uti­ lizando herramientas que propicien su efectividad en la prác­ tica. Los jueces deben recurrir a herramientas jurídicas usuales como la interpretación textual, histórica, sistémica (con base en precedentes o en la tradición) y, particularmente, a una re­ visión del objeto y resultado de cierta ley para encontrar las respuestas normativas apropiadas. Pero los tribunales deben enfatizar algunas de estas herramientas, particularmente la revisión del objeto y los resultados. Con lo anterior, la Corte 132

logrará que la ley funcione mejor para aquellos a quienes afecta. En conjunto, los capítulos siguientes describen una serie de enfoques pragmáticos para interpretar la ley. Aun cuando no considero que los jueces deban decidir todos los casos de forma pragmática, sí sugiero que comprendan que sus accio­ nes tienen consecuencias en el mundo real, y que cuando se les tiene en cuenta, la Corte fomenta que la ley funcione de manera más efectiva y que se alcance, por tanto, el objetivo primario de la Constitución: la creación de un gobierno demo­ crático factible y operativo. Al mismo tiempo, la Corte puede ayudar a mantener la confianza popular en la legitimidad de su rol como intérprete. Este punto, el cual regresa a la primera parte, es crucial.

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VII. EL ENFOQUE BÁSICO E n l a actualidad, para mantener la aceptación popular, se re­ quiere de una Constitución que funcione adecuadamente para la gente. La Corte puede ayudar a alcanzar este objetivo de dos maneras. Primero, debe descartar los enfoques para interpre­ tar la Constitución que consideran que los alcances y la aplica­ ción del documento quedaron establecidos desde el momento de su elaboración y discusión. Más bien, la Corte deberá con­ siderar que la Constitución contiene valores inmutables que deben aplicarse con flexibilidad a circunstancias cambiantes. La Corte debe tener en cuenta no sólo cómo los estadunidenses del siglo xviii entendían cierta disposición constitucional, sino también cómo los principios que sustenta esa disposición son aplicables hoy día a circunstancias que tal vez eran inconcebi­ bles en aquel entonces. Segundo, cuando la Corte interpreta la Constitución debe considerar los roles de otras instituciones gubernamentales y las relaciones entre ellas. La Constitución debe cumplir los dos propósitos. Esto es, la Corte debe interpretarla de manera que funcione adecuada­ mente para los estadunidenses del presente, y, además, la gen­ te debe aceptar que esas decisiones son legítimas. Pero este li­ bro trata, en esencia, de la Corte; por tanto, en este apartado me enfocaré en la manera en que la Corte debe posicionarse frente a los métodos de interpretación jurídica. (Antes de con­ tinuar con la lectura de este apartado, el lector deberá ver el Apéndice B y revisar el funcionamiento actual de la Corte.) E nfoques

a l t e r n a t iv o s : o r ig in a l is m o , p o l ít ic a , p r e f e r e n c ia s u b j e t iv a

Algunos jueces creen que la mejor manera de interpretar la Constitución y al mismo tiempo forjar la confianza popular en la objetividad de las decisiones de la Corte se encuentra en un enfoque conocido como originalismo. Los jueces que siguen 135

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esta corriente recurren a la historia para descubrir lo que pro­ bablemente pensaban quienes redactaron la Constitución sobre el contenido y alcance de una determinada disposición constitucional, y la interpretan en la actualidad conforme a esos hallazgos. Por ejemplo, la Sexta Enmienda señala que en “un proceso penal, el acusado tendrá el derecho [...] a ser con­ frontado con los testigos que deponen en su contra". ¿Esta disposición significa que un niño, víctima de abuso, que testi­ fica contra el posible perpetrador de ese abuso, debe enfrentar­ lo directamente en la audiencia sin importar el traum a que esto le provocaría o la posibilidad de que se sienta intimidado por el presunto agresor? ¿Significa esto que el fiscal a cargo del caso no puede introducir como evidencia el testimonio in arti­ culo mortis (obviamente realizado fuera de audiencia) de una víctima que identificó a la persona acusada de su homicidio?1 Un juez “originalista” indagaría en la historia con la inten­ ción de encontrar no sólo los principios fundamentales que sustentan la Sexta Enmienda, sino también las prácticas judi­ ciales en boga en el siglo xvm, para decidir las cuestiones que se le plantearan hoy día a propósito de la exigencia constitu­ cional de confrontación. Los originalistas esperan que los jueces encuentren res­ puestas a preguntas constitucionales complicadas con proce­ dimientos objetivos, casi mecánicos, para examinar un hecho histórico del pasado. Desde su perspectiva, un enfoque objeti­ vo garantiza que la interpretación de la Corte refleje la inten­ ción de los constituyentes, en los términos en que la historia la documenta, y no propiamente la del juez en tumo. De esta manera, la Corte construirá y mantendrá la confianza de la gente en sus decisiones. Este enfoque histórico presenta serias dificultades. Para empezar, es menos “objetivo” de lo que se pudiera pensar. Cuando los tribunales revisan cuestiones constitucionales di­ fíciles, rara vez la historia proporciona directrices objetivas y específicas. La cuestión jurídica por resolver puede ser inaudi­ 1 Cf. Maryland v. Craig, 497 U.S. 836 (1990) (que sostiene que un testigo menor de edad puede rendir su testimonio a través de circuitos cerrados de televisión); Crawford v. Washington, 541 U.S. 36, 56 N.6 (2004) (que se pro­ nuncia sobre si el uso de una declaración in articulo mortis en un proceso criminal viola la Sexta Enmienda).

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ta o peculiar y el material histórico relevante, difícil de encon­ trar. Como el ministro Robert H. Jackson señaló alguna vez: "Aquello que nuestros ancestros concibieron, o habrían con­ cebido de haber adivinado circunstancias actuales, sólo po­ dría descifrarse con materias primas casi tan enigmáticas como los sueños del Faraón que José tuvo que interpretar".2 Si no existe material histórico que se ocupe del tema por resolver, ¿qué debe hacer la Corte? ¿Crear "suposiciones” his­ tóricas diseñadas para sacar respuestas del vacío? ¿O negarse a responder una pregunta importante (por ejemplo, aquella que concierne a las garantías de juicio justo para la persona acusada de homicidio) basándose en que no existe un registro confiable o suficiente de la práctica seguida en el siglo x v i i i ? Si la Corte opta por decidir preguntas constitucionales de gran relevancia con base en la historia, entonces ¿por qué no mejor plantear esas cuestiones ante nueve historiadores y no ante nueve jueces? Por si esto fuera poco, lo cierto es que frente a preguntas históricas importantes, los historiadores pueden estar en des­ acuerdo. Por ejemplo, la Segunda Enmienda señala que “sien­ do necesaria una milicia bien regulada para la seguridad de un Estado libre, no se violará el derecho del pueblo a poseer y portar armas". Con esto, ¿una ley local que prohíba la posesión de armas cortas viola esta enmienda? Por años, los historiado­ res han presentado ante la Corte informes que siguen el rastro histórico de la Enmienda, pero a menudo discrepan en el sig­ nificado que otorgan a las evidencias históricas. ¿Cómo debe la Corte tratar este tipo de discrepancias? En 2001 los histo­ riadores reconocieron con el codiciado Premio Bancroft a un profesor cuyo libro parecía probar que pocos estadunidenses en el siglo x v iii poseían armas de fuego. Esta afirmación hizo improbable que la Segunda Enmienda hubiera sido escrita con la finalidad de proteger a los propietarios de armas cortas. Sin embargo, después de que algunas investigaciones arrojaron dudas sobre la veracidad de los datos asentados por el gana­ dor del premio, los historiadores se lo retiraron en 2002.3 2 Youngstown Sheet & Tube Co. v. Sawyer, 343 U.S. 579, 634 (1952) (J. Jack­ son concurrió). 3 U.S. Const. amend. II (las cursivas son mías). Véase James Lindgren, “Fall írom Grace: Arming America and the Bellesiles Scandal”, Yole Law Jour-

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Aunque tuviésemos certeza histórica de la forma en que los constituyentes querían que la Enmienda se aplicara en el siglo x v iii , sería difícil deducir si pensaron que esa norma se proyectaría hacia el futuro y cómo debía hacerlo. Podemos es­ tar seguros de que los constituyentes pretendían que la pala­ bra "dos” en el enunciado "dos senadores de cada estado” tu­ viera una referencia sencilla y perdurable; pero no podemos asegurar el alcance que desearían que tuviera la palabra co­ mercio utilizada para describir las facultades que la Consti­ tución otorga al Congreso para "regular el comercio [...] en­ tre los diferentes estados”. De hecho, es altamente probable que los constituyentes pretendieran que el alcance de dicha palabra se expandiera y abarcara más y más objetos, pues el comercio se extiende, la tecnología avanza y el incremento de las actividades comerciales de un estado afecta a otro.4 Consideremos también la cláusula de igualdad prevista en la Decimocuarta Enmienda, que prohíbe a los estados negar a cualquier persona "la igualdad ante la ley”. Quienes redacta­ ron dicha cláusula en los años sesenta del siglo xix sabían que había escuelas segregacionistas en ese entonces, incluso en el Distrito de Columbia. Supongamos que creían que la existen­ cia de la cláusula no exigía la integración de las escuelas. En­ tonces, ¿debimos honrar esas creencias en 1954, cuando la Corte decidió que esa cláusula sí prohíbe la segregación en las escuelas, al resolver el caso Brown ? En 1954 la Corte no reparó en lo que pensaban los redac­ tores de la cláusula en ese aspecto concreto en la década de los sesenta del siglo xix. Para 1954, era evidente que la segrega­ ción racial, incluyendo la segregación escolar, negaba a los grupos minoritarios el derecho de igualdad que la cláusula se proponía garantizarles. En este aspecto, la Corte concluyó que los autores de la cláusula habrían preferido una interpretación que privilegiara su objetivo fundacional: asegurar la igualdad, por encima de una interpretación basada en la creencia parti­ cular de que, para ellos, la segregación escolar era consistente con el derecho a la igualdad. Adoptar esa interpretación hanal, vol. 111, núm . 8, 2195 (junio de 2002) (que describe la controversia en torno al libro de Michael Bellesiles, Arming America). 4 U.S. Const. art. I, § 3, el. 1, reformado por la enmienda XVII de la Consti­ tución federal, § 1; U.S. Const. art. I, § 8, el. 3.

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bría trastocado sus propósitos igualitarios más fundamenta­ les. Así, la respuesta a los dilemas jurídicos del caso Brown se encuentra no a partir de criterios históricos, sino recurriendo a los principios subyacentes a la incorporación constitucional del derecho de igualdad. Cuando esos principios son aplicados a las situaciones de segregación que existían en 1954, tenemos base razonable para suponer que los autores de la cláusula habrían aprobado nuestro proceder. Incluso si las respuestas originalistas fueran fáciles de des­ cubrir y carecieran de ambigüedad histórica, dudo que seguir el enfoque de los originalistas serviría para preservar la confian­ za de la gente en la Corte como institución. Después de todo, los constituyentes no se imaginaban la existencia del automó­ vil, la televisión, la computadora o internet, pero, tal como la mayoría de los originalistas aceptarían, la cláusula relativa al comercio se aplica, sin duda, a las transacciones comerciales en esos rubros. Por otro lado, aun cuando encontráramos una explicación histórica específica del pensamiento de los auto­ res de la cláusula de igualdad sobre la segregación escolar, la pregunta que sigue sería por qué, dados los propósitos y prin­ cipios fundamentales que subyacen a dicha cláusula, conce­ deríamos mayor peso a esa respuesta histórica. ¿Qué pensaría la gente de hoy acerca de una Constitución que negó, con base en la raza, el derecho a asistir a una escuela integrada? En efecto, ¿qué pensaría la gente sobre una Constitución que, basada en una interpretación del siglo x v i ii de la cláusula de confrontación, evitara que un fiscal introdujera como evi­ dencia el relato de una esposa asesinada, emitido en vida, so­ bre los tratos violentos padecidos a manos de su esposo, en el juicio en el que él es acusado de asesinarla? ¿Qué pensaría la gente de una Octava Enmienda (que prohíbe "penas crueles e inusitadas”) que permitiera los azotes en la marina actual, so­ bre la base de que los azotes eran una práctica común en las embarcaciones del siglo x v i i i ? 5 ¿Podrá el originalismo ganarse el respeto de la gente? ¿Po­ drá ayudar a garantizar una respuesta positiva a consideracio­ 5 Véase, por ejemplo, Giles v. California, No. 07-6053, slip. op (U.S. 25 de junio de 2008) (que admite como parte del m aterial probatorio el testimonio sin confrontación de la víctima de homicidio bajo la doctrina de que la pérdi­ da fue producida por el actuar delictivo).

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nes prácticas relativas a la aceptación pública y la implementación de los fallos judiciales? ¿O podría, más bien, generar incertidumbre en la gente, dado que quienes interpretan la Cons­ titución lo hacen de manera totalmente ajena a sus vidas coti­ dianas y producen respuestas que sólo muestran la irrelevancia cada vez mayor de la protección de la Constitución? En una pregunta, ¿por qué la gente querría vivir bajo “el manto mortí­ fero” de una Constitución del siglo x v iii que instauró, más que principios inmutables, las creencias específicas del siglo x v iii sobre el modo en que esos principios debían aplicarse? Ahora bien, si el originalismo no sirve para salvaguardar a la Judicatura de las acusaciones de subjetividad, ¿cómo deci­ dirán los tribunales cuestiones polémicas conservando el res­ peto de la gente? ¿Deberán, simplemente, seguir sus propios cálculos políticos sobre lo que la ciudadanía aceptará, y mol­ dear la ley conforme a ello? La respuesta a esta pregunta debe ser negativa. El caso Dred Scott demuestra las consecuencias debilitadoras de una respuesta distinta. Las decisiones tomadas a la medida de los vientos políticos dominantes debilitarían —cuando no destrui­ rían— las garantías de la Constitución, particularmente cuando se tratase de individuos o grupos minoritarios. Además, la ver­ dadera razón para dotar a los tribunales con las facultades de control constitucional es asegurar que la Constitución se cum­ pla aun en contra de la opinión mayoritaria. Si las decisiones de la Corte se emiten en concordancia con las opiniones po­ pulares en el momento, entonces ¿para qué es necesario que la Corte tenga la facultad de control constitucional? ¿Por qué no otorgar esa facultad a un órgano conformado de acuerdo con esas preferencias, por ejemplo el Congreso, en especial cuando, como lo demuestra el caso Dred Scott, los jueces son malos meteorólogos políticos? En todo caso, ¿cómo puede man­ tenerse estable a través del tiempo una norma basada en la opi­ nión popular, la cual se modifica fácil y rápidamente? La mejor razón para que la gente apoye, dentro de un mo­ delo democrático, a una Judicatura independiente con facul­ tades de control constitucional sigue siendo la expresada por Alexander Hamilton: con el tiempo, la gente comprenderá la necesidad de tolerar de vez en vez las decisiones contramayoritarias de la Corte, para garantizar que el gobierno permanez­

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ca dentro de los límites fijados por la Constitución. Los “vaive­ nes políticos" no deben sustentar, ni siquiera pragmáticamente, las decisiones constitucionales de la Corte. Pero entonces, ¿qué? Si los jueces no siguen una teoría determinista como el originalismo ni actúan políticamente en casos difíciles con importantes consecuencias sociales, ¿sim­ plemente sustituirán la ley por sus preferencias personales? ¿Nos queda enfrentar un proceso de toma de decisiones m era­ mente subjetivo? Pensar así conduce, sin duda, a la desesperanza. ¿Cómo podría funcionar el sistema jurídico si cada juez decidiera si­ quiera ciertos casos importantes sobre la base de sus propias percepciones de lo “bueno” o lo "malo”? Dado que los diversos casos surgidos en distintas épocas entrañan diferentes cir­ cunstancias con distintos atributos deseables (e indeseables), sería difícil para un juez, ya no digamos para nueve, seguir siendo consistente. ¿Por qué deberían las personas preocupa­ das por estas decisiones aceptar como legítimas las posturas personales de jueces que no fueron elegidos democráticamen­ te? Y con distintos presidentes nombrando distintos jueces, ¿cómo podría mantenerse estable un sistema basado en la subjetividad? U n a C o n s t it u c ió n q u e p e r d u r a . Un e n f o q u e p r a g m á t ic o

El "originalismo”, la “política” y la “subjetividad” no sólo pa­ recen ofrecer respuestas inaceptables: tampoco bastan para describir exhaustivamente la manera en la que los jueces to­ man sus decisiones. Mi libro Active Liberty da cuenta de una tradición judicial que se resiste a depender de una sola teoría o gran visión sobre la Constitución, la interpretación y el dere­ cho. Dicha tradición encuentra sus antecedentes en la Judica­ tura estadunidense del siglo xvm, cuando, como lo señala un destacado erudito, "las referencias judiciales a la razón y a la naturaleza de las cosas eran muy comunes”. En aquel enton­ ces, la Judicatura tomó una “actitud inusualmente instrumen­ tal hacia la ley”, proponiendo "normas prudentes y pragmáti­ cas” y justificándolas en lo que el jurista de Connecticut Jesse

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Root llamó, en 1798, “la racionalidad y beneficio de su puesta en práctica”.6 Los jueces estadunidenses modernos que trabajan con esta tradición, como la mayoría de los jueces, recurren a interpre­ taciones gramaticales; indagaciones históricas; evaluaciones de contexto; identificación de costumbres, tradiciones y pre­ cedentes relevantes, así como a su objeto y resultado, para in­ terpretar apropiadamente un texto legal ambiguo. Pero cuando enfrentan un lenguaje no concluyente o cuestiones interpreta­ tivamente complicadas, se basan principalmente en el objeto de la norma y en las consecuencias que se relacionan con ese objeto. Al hacer esto, los jueces deben evitar interpretaciones demasiado rígidas o demasiado flexibles. Deben mantenerse fieles al texto y "reconstruir” las soluciones del pasado “imagina­ tivamente” para aplicarlas a las circunstancias del presente, al tiempo que proyectan los propósitos (o valores) que inspiraron esas soluciones, para ayudar a resolver el problema actual. En conclusión, los jueces deben encontrar una interpretación que sirva para que las palabras de la norma adquieran vigencia en el presente y para que ésta cumpla sus fines constitucionales y normativos elementales.7 La Constitución establece instituciones políticas diseña­ das para asegurar la factibilidad de un gobierno democrático que proteja las libertades individuales fundamentales; divide el poder (en gobiernos estatales y federal, en tres poderes fe­ derales) para que ningún funcionario termine teniendo dema­ siadas facultades; garantiza un cierto grado de igualdad y el imperio de la ley. Estos propósitos pueden guiar los esfuerzos del juez cuando interpreta las palabras contenidas en el texto constitucional. Cuando considera el papel de otras instancias e instituciones gubernamentales y su relación con ellas, la Corte colabora en la preservación y factibilidad democrática de esos objetivos constitucionales. La Constitución, al crear las diversas instituciones guber­ namentales y dividir el poder entre ellas, enfatiza la importan­ cia de considerar esas instituciones como parte de un gobier­ no que trabaja en conjunto. A esto debe añadirse el hecho de 6 Gordon S. Wood, Empire o f Liberty, Oxford University Press, 2009, p. 457. 7 Leam ed Hand, The Spirit o f Liberty: Papers and Addresses o f Leamed Hand, Vintage Books, Nueva York, 1959, p. 120.

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que la Corte encontrará más fácil interpretar la ley cuando tiene en cuenta las diferentes competencias, atribuciones y responsabilidades constitucionales del resto de los poderes. Así, la Corte emitirá fallos que aprovechen las competencias y experiencia específicas de cada instancia, incluidas las pro­ pias. Esas decisiones podrán conseguir el apoyo político de otros poderes, de manera similar al de una persona que entien­ de que sus intereses fueron tomados en consideración aun cuando no hayan determinado el contenido de la decisión que finalmente se adoptó. Todo esto es para bien; es simplemente una razón que incrementa la posibilidad de que estas decisio­ nes resulten efectivas en la práctica. No sostengo que la Corte sea sólo deferente hacia otras instituciones. Aunque la Constitución asigna papeles distintos a las diversas instituciones, también las somete a importantes restricciones. En efecto, la sola construcción simultánea de dichas instancias gubernamentales evidencia que las restric­ ciones se entendían como necesarias. Como Madison escribió en el número 51 de The Federalist: Si los ángeles gobernaran a los hombres, ni los controles exter­ nos ni internos sobre el gobierno serían necesarios. En la crea­ ción de un gobierno que será administrado por hombres sobre hombres, la gran dificultad yace en esto: primero debes habilitar al gobierno para que controle a los gobernados; y enseguida obli­

garlo a controlarse a sí mismo.

Como hemos visto, la Corte tiene el deber de asegurar que las instituciones gubernamentales acaten las restricciones que la Constitución impone al ejercicio de sus facultades. Y así deberá continuar.8 Por ende, la Corte puede y debe tener en cuenta el objeto y las consecuencias de una norma, las competencias y relacio­ nes institucionales, los principios que subyacen a la colabora­ ción institucional y la necesidad de reafirmar los límites cons­ titucionales. En los capítulos siguientes desarrollo ejemplos de mi argumento en el sentido de que al tom ar adecuadamen8 James Madison, "The structure of government m ust furnish the proper checks and balances between the different departm ents”, The Federalist, núm. 51 (6 de febrero de 1788) (las cursivas son mías).

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te en consideración estos temas, la Corte preserva la factibili­ dad de nuestra democracia constitucional. El enfoque que tengo en mente puede describirse como pragmático, ya que el término se utiliza generalmente para agrupar los métodos que evalúan las consecuencias. El prag­ matismo requiere, en este contexto, que la Corte considere no sólo las consecuencias inmediatas de una determinada deci­ sión judicial, sino también las resoluciones judiciales que in­ tegran el derecho aplicable; es decir, ese sistema complejo de reglas, principios, cánones, prácticas institucionales e inter­ pretaciones. A pesar de que la ley está compuesta por algunas reglas sumamente específicas, como aquellas relativas a la deduc­ ción de donativos en el cálculo del impuesto sobre la renta, también incluye entendimientos más amplios, como las reglas metodológicas sobre la manera en la que un juez deberá apli­ car una decisión anterior en una situación posterior; o sobre cómo un abogado deberá determinar el modo en que una decisión afecta a otra, o el momento en que una corte podrá cambiar un precedente porque piensa que es incorrecto. El pragmatismo aplicado al derecho reconoce que las decisiones individuales no sólo establecen reglas jurídicas específicas que afectan a las partes en un juicio, sino que también interactúan con otras porciones del tejido de la ley. El tejido resul­ tante puede tener un enorme impacto, como en el caso Brown v. Board of Education, o un impacto más limitado, como ocu­ rre con la interpretación de una norma técnica prevista en un código fiscal. Así, un enfoque pragmático no exige que un tribunal inva­ lide de manera automática una decisión simplemente porque sus consecuencias son perjudiciales. Incluso frente al consenso de que una determinada regla procesal de una ley antimonopólica, adoptada por la Suprema Corte hace 100 años, genera consecuencias antimonopólicas adversas, un tribunal podría preservarla, dado que su invalidez afectaría la vigencia de otras. Además, la invalidez de viejos precedentes afecta la estabilidad del sistema jurídico. Los enfoques pragmáticos del derecho no son ingenuos. Más bien, toman en cuenta las interacciones de determinada decisión con, por ejemplo, otros fallos, reglas, principios, mé­

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todos, cánones, prácticas y los consecuentes efectos generales de modificar la estructura jurídica. En el caso Brown v. Board of Education, por ejemplo, la Corte entendió íntegramente las contradicciones lógicas, jurídicas y prácticas entre su prece­ dente Plessy v. Ferguson —el precedente del siglo x l x que auto­ rizó instalaciones “separadas pero iguales”— y los mandatos de la cláusula de igualdad prevista en la Constitución. Sin to­ m ar en cuenta la importancia de seguir el precedente, la Corte abandonó Plessy.9 Alguien podría pensar que los criterios pragmáticos, como la factibilidad y operatividad, sólo invitan al juez a decidir ca­ sos utilizando criterios políticos o subjetivos. Sostengo que esto no es así. El mero hecho de que un juez recurra a cierto enfo­ que y evite una determinada teoría propiamente estructurada no implica que, automáticamente, quede a expensas de su sub­ jetividad y de las influencias políticas. Aun sin teoría previamen­ te establecida, muchos otros aspectos del oficio y ejercicio ju­ dicial constriñen la toma de decisiones de la Judicatura. Los jueces no pronuncian simplemente su conclusión en un caso legal. Razonan y argumentan la manera en que llegaron a esa conclusión en una sentencia accesible a todas las personas. La obligación de proporcionar argumentos jurídicamente defen­ dibles en un formato accesible al público impide que un juez eluda la rendición de cuentas. De hecho, una buena sentencia judicial es transparente e informativa. Demuestra que la deci­ sión está fundada en principios y razones. La fortaleza de ese razonamiento es importante. Más aún, los jueces de un tribunal constitucional, como el resto, están limitados por los preceptos jurídicos del sistema que ha guiado, a través del tiempo, a los jueces hacia las me­ jores conclusiones, incluso cuando la pregunta es difícil y el lenguaje ambiguo. Un respetado juez, Leamed Hand, quien integrara la Corte Federal de Apelaciones para el Segundo Circuito, alguna vez cuestionado sobre la subjetividad judi­ cial, apuntó hacia sus libros; es decir, hacia aquellas compila­ ciones de jurisprudencia del derecho consuetudinario, y en cuanto al derecho escrito, libros que estudiaban interpreta­ 9 Plessy v. Ferguson, 163 U.S. 537 (1896).

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ción literal, estructura, historia, precedentes, objeto y resul­ tados.10 También en materia constitucional, las palabras, el len­ guaje, la historia, el objeto y los efectos de una norma obligan al juez a discernir entre la mejor o peor respuesta, incluso para las preguntas más abiertas. Los principios o fines consti­ tucionales fundacionales —democracia en la toma de decisio­ nes, protección de los derechos fundamentales— constriñen al juez, pues sustentan cada caso y establecen los límites infran­ queables. Los valores o principios esenciales que subyacen a una determinada disposición constitucional establecen lími­ tes, por ejemplo: “El Comercio [...] entre los diversos Estados” o “el debido proceso legal”; también los establecen las decisio­ nes previas de la Corte y la necesidad de estabilidad del siste­ ma jurídico; por último, también los establecen las autocontenciones de los jueces en aras de ser consistentes. La ministra Sandra Day O’Connor ha caracterizado las primeras decisio­ nes adoptadas por un juez como las huellas que seguirán sus decisiones futuras.11 Además, insistir en la idea de que los jueces se adhieran en todos sus términos a una determinada teoría interpretativa para resolver sus casos significa malinterpretar la naturaleza de la tarea judicial. Los jueces deben trabajar rápidamente, deci­ diendo casos difíciles en semanas o, como máximo, en algu­ nos meses; inevitablemente valoran la sustancia del caso con base en principios generales, los hechos disponibles y en supo­ siciones generales acerca de lo que los hechos muestran. Conforme la discusión del caso avanza, el juez puede modificar su punto de vista sobre los hechos o sobre las supo­ siciones a partir de éstos. Él o ella podrán pensar que otros principios fundamentales se aplican más directamente a los hechos disponibles. Aquellos que participan en la discusión del caso hablarán en distintos momentos y con diversos nive­ les de generalidad; algunas veces se referirán a hechos especí­ ficos, otras a hechos intermedios (más generales), a veces a principios generales y algunas otras a los efectos (algunas ve­ 10 Ken Gormley, Archibald Cox: Conscience o f a Nation, De Capo Press, M assachusetts, 1999, p. 46. 11 Justice Ruth Bader Ginsburg, "A Tribute to Sandra Day O'Connor", Har­ vard Law Review, vol. 119, núm. 5 (marzo de 2006), pp. 1239-1244.

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ces específicos y, otras, más generales) evaluados, a su vez, por principios de naturaleza más o menos específica. Mientras el proceso de alegatos continúe, cualquiera de las partes puede persuadir al juez sobre la pertinencia de las cuestiones que argumenta. Esto podría sonar complicado, pero consideremos la m a­ nera en que la mayoría de las discusiones cotidianas ocurren: ¿invitaremos a tu primo a la boda? ¿Debemos reubicar la plan­ ta, cuándo y a dónde? Tal como ocurre en cualquier discusión de la vida diaria, incluyendo las discusiones éticas, rara vez una sola teoría proporciona la respuesta determinante. Corres­ ponde, en todo caso, a los académicos del derecho o a los filó­ sofos evaluar las decisiones judiciales conforme a determina­ das teorías interpretativas. El juez rara vez tendrá tiempo para un análisis de ese tipo. Examinemos la manera en que un juez resuelve objetiva­ mente una cuestión jurídica abierta y difícil, aun cuando él o ella no puedan descubrir una teoría jurídica que le dé una res­ puesta definitiva. Un caso particular me permitirá mostrar cómo la decisión judicial descansa en la evaluación de los fines que subyacen al texto de la norma, junto con un entendimiento pragmático de cómo el texto ayuda a que la institución funcio­ ne. Al mismo tiempo, se muestra cómo distintos jueces pueden llegar a conclusiones diferentes sin que la mejor explicación para esas discrepancias sean justamente las “preferencias per­ sonales” o "políticas". El caso involucra al artículo I, sección 2, cláusula 2, de la Constitución, que señala: “Ninguna persona podrá ser diputa­ do sin haber cumplido la edad de veinticinco años y haber sido ciudadano de los Estados Unidos por siete años, y sin que sea, al momento de su elección, habitante del estado en el que será elegido”. El estado de Arkansas añadió otro requisito: los aspiran­ tes a candidatos al Congreso en Arkansas no podrían colocar sus nombres en las boletas electorales si ya habían ejercido tres periodos legislativos. Decidir si esta disposición transgre­ día la Constitución involucró la pregunta de si el artículo Io prevé tres requisitos limitativos (25 años de edad, siete años como ciudadano, habitante del estado) o si estos requisitos son un mínimo que deja a los estados la libertad de incorporar

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más. El tema es difícil. ¿Un estado no debería ser libre de excluir, digamos, a aquellos que padecen una enfermedad mental? Pero si el estado pudiera hacerlo, ¿no quedaría también en li­ bertad de añadir requisitos como demostrar que se cuenta con propiedades?12 En U.S. Term Limits v. Thomton, la mayoría de las consi­ deraciones que podrían haber ayudado a un juez a encontrar una respuesta estaban casi perfectamente empatadas. El texto de la ley sugiere, aunque ligeramente, que los requisitos cons­ tituyen un “mínimo”. El precedente de la Suprema Corte se decantó por la opción de que los requisitos eran, más bien, "li­ mitativos”, pero esa decisión no era definitiva. En su momen­ to, Hamilton y Madison argüyeron que los requisitos eran li­ mitativos; Jefferson y Joseph Stoiy alegaron que eran "mínimos”. En 1789 muchos estados mantuvieron requisitos de propiedad para detentar un cargo público. Pero sólo un estado, Virginia, aplicó esos requisitos para candidatos a cargos federales. La Décima Enmienda, que reserva a los estados (o al pueblo) to­ das aquellas facultades no conferidas al gobierno federal, pa­ rece indicar una lectura en el sentido de que la disposición establece “mínimos”; pero la naturaleza federal del cuerpo le­ gislativo en cuestión —es decir, el Congreso de la Unión— pa­ rece inclinarse por una lectura limitativa de los requisitos. Con esos y similares argumentos en contradicción, las siguientes consideraciones se vuelven críticas. Fallar contra Arkansas haría virtualmente imposible que cualquier estado restringiera la duración del cargo de sus representantes ante el Congreso federal; por otro lado, darle la razón a Arkansas cambiaría significativamente la manera en que funciona el Congreso, ya sea en un sentido democrático (garantizando que los miembros estuvieran en contacto más cercano con el esta­ do) o no democrático (otorgando a los miembros experimen­ tados del Congreso mayor poder). Un juez que entiende la división de poderes adoptada por la Constitución como una es­ trategia para mantener la influencia, facultades y atribuciones propias de los estados, probablemente colocaría un peso mayor en la primera consideración; esto es, en la necesidad de que la 12 Artículo Io de la Constitución federal, § 2, el. 2; U.S. Term Limits, Inc. v. Thomton, 514 U.S. 779 (1995).

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facultad del estado sea irrestricta. Un juez que piensa que la Constitución propone un método incorruptible para configu­ rar una legislatura federal democráticamente electa probable­ mente colocaría un peso mayor en la segunda consideración; es decir, la necesidad de evitar que un solo estado cambie la manera en que el Congreso funciona. Finalmente, la Corte declaró inconstitucional el requisito incorporado por Arkansas en una votación de cinco a cuatro. Independientemente de lo que se piense respecto de las virtudes de esa decisión, lo cierto es que es difícil caracterizarla como “política”, "ideológica” o, incluso, “subjetiva”. La división entre los jueces puede reflejar la diversidad de puntos de vista, sur­ gidos de las diferencias entre los antecedentes y experiencias de los jueces, o puede involucrar valoraciones distintas sobre la pertinencia de cierta interpretación para que la norma cons­ titucional efectivamente funcione. Sin embargo, dichas dife­ rencias son inevitables en un órgano judicial compuesto por distintos miembros, seleccionados por diversos presidentes en épocas diferentes; y, dada la diversidad existente en una nación de 300 millones de individuos, este tipo de diferencias entre nueve ministros de la Suprema Corte son sanas y deseables. Otros ejemplos ilustrarán mejor el enfoque pragmático general que tengo en mente. Provienen de diferentes áreas del derecho, incluyendo la interpretación normativa, las revisio­ nes administrativas, el federalismo y los derechos individua­ les. Esta diversidad es importante. A pesar de que un enfoque pragmático busca una Constitución funcional y operativa, no todas las aplicaciones de ese enfoque involucran una interpre­ tación de la Constitución misma. De hecho, gran parte del tra­ bajo de la Corte se ubica dentro de la interpretación de leyes federales, relaciones federación/estado y control constitucio­ nal de actos, regulaciones o normas administrativas (véase el Apéndice B). Esto es así porque las normas y regulaciones fun­ damentan la mayoría de los actos de gobierno. Una Constitución funcional y operativa necesita jueces conscientes de las fun­ ciones, roles, tareas y relaciones institucionales conducentes en todas estas áreas. Ninguno de los ejemplos que propongo en el resto de este apartado sugiere una teoría que abarque completamente la forma en que debe decidirse cada caso en cada área. Más

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bien, los ejemplos identifican una serie de herramientas jurí­ dicas útiles para que las decisiones adoptadas tengan sentido práctico, aprovechen las facultades y competencias que co­ rresponden a las distintas instituciones gubernamentales y respeten las relaciones entre ellas. El resultado es una Consti­ tución factible y una confianza permanente en las resolucio­ nes de la Corte.

VIII. EL CONGRESO, LAS LEYES Y SU PROPÓSITO D e a c u e r d o con la Constitución, corresponden al Congreso las

facultades legislativas. El trabajo fundamental del Congreso es ejercer dicha facultad con la promulgación de leyes (regu­ larmente con anuencia del presidente). La función más ele­ mental de la Corte es interpretar esas leyes, no en abstracto, sino definiendo la manera en que se aplicarán a casos concre­ tos. Algunas veces, la Corte deberá también decidir si la ley promulgada por el Congreso es constitucional o no. Estas ta­ reas son el principal y más importante trabajo de la Corte; en consecuencia, la manera en que las lleve a cabo definirá, por un lado, si sus interpretaciones permitirán que la norma cum­ pla sus finalidades, y, por el otro, si su relación con el Congre­ so será de colaboración o confrontación. Regularmente, los casos llegan a la Suprema Corte porque el texto de la norma es ambiguo. Para descifrar el sentido de ese texto, los jueces acuden a las palabras contenidas en la norma, al texto circundante o periférico, a la historia de la ley, a la tradición jurídica, a los precedentes, al objeto de la ley y a sus eventuales resultados o consecuencias a partir de dicho obje­ to. De estas estrategias interpretativas, me parece que las dos últimas —objeto y eventuales resultados— son más útiles en la mayoría de los casos. Estoy convencido de que mantener una relación factible y operativa con el Congreso exige que la Cor­ te se valga de esas herramientas para desentrañar el significa­ do de los enunciados normativos. Finalmente, una relación sólida entre ambos órganos garantiza que las instituciones na­ cionales y las leyes funcionen de manera adecuada. Un ejemplo nos ayudará a entender mejor la tarea judicial a la que nos referimos. En 2008, en Francia, cierto cobrador de tren encontró que uno de los pasajeros llevaba consigo una canasta que contenía dos docenas de caracoles vivos. El pasa­ jero era maestro de jardín de niños y llevaba los caracoles des­ de su hogar en Normandía hacia París, donde pretendía utili­ 151

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zarlos en clase. El manual tarifario del tren preveía que todos los animales debían pagar boleto. Según el manual, la tarifa por animal equivalía a la mitad del precio de un boleto ordi­ nario, y, además, “si el animal pesaba menos de seis kilogra­ mos y era transportado en una canasta, la tarifa por el animal no podía ser mayor a 5.10 euros". Entonces, el cobrador soli­ citó al maestro que pagara 5.10 euros por los caracoles. El maestro alegó que la regla tarifaria prevista en el manual, se­ guramente, no se refería a caracoles. No obstante, pagó. La prensa escribió sobre el incidente y, finalmente, la compañía de trenes reembolsó el pago al maestro. Pero ¿quién tenía la razón? Y ¿por qué? Para el caso, ¿debió el cobrador haber so­ licitado al maestro que comprara dos docenas de boletos de tren, uno por cada caracol? Aquí, si lo reducimos a su esencia, tenemos un problema muy similar a los que surgen al inter­ pretar normas ambiguas.1 I n t e r p r e t a c ió n

l it e r a l

Algunos jueces, abogados y maestros en derecho creen que los jueces, cuando responden a este tipo de preguntas, deben pre­ ferir las cuatro primeras herramientas que mencioné: el texto, la historia, la tradición y los precedentes. A partir del uso de estas cuatro herramientas evitan considerar el objeto o el re­ sultado de cierta legislación, o los debates que conforman la historia de su aprobación en el Congreso. Desde mi punto de vista, sin embargo, un sistema interpretativo basado primor­ dialmente en el texto de la ley no es lo suficientemente bueno. Me explico con un ejemplo extraído de la vida real. Una ley federal permite a los ciudadanos demandar al go­ bierno y reclamar daños por lesiones graves causadas arbitra­ riamente por funcionarios federales, lo que incluye daños en su propiedad. Sin embargo, la ley contempla varias excepcio­ nes, incluyendo una que refiere al hecho de que el daño en la propiedad sea causado por "algún funcionario aduanal o por 1 Ségoléne de Larquier, “La s n c f en fait baver aux escargots”, Le Point (6 de abril de 2008); "Escargots sans billet: La s n c f va rem bourser le propriétaire verbalisé”, La Dépéche (4 de junio de 2008).

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cualquier otro agente del orden". ¿A quiénes abarca, exacta­ mente, la frase “cualquier otro agente del orden"? ¿Compren­ de solamente a aquellos agentes del orden que desempeñan tareas relacionadas con el servicio de aduanas, o también abarca (y exime de responsabilidad) a otros agentes del orden, como los custodios de prisiones federales?2 Los jueces que se orientan por el texto de la ley examina­ rán cuidadosamente las palabras de la norma. Podrán, inclu­ so, revisar el diccionario y recurrir al lenguaje circundante o periférico de la norma. Determinarán si el enunciado tiene al­ gún referente tradicional o histórico específico. Buscarán el precedente y cuando no encuentren razones suficientes para asignar un sentido especializado a la norma, irán tras el signi­ ficado coloquial y no jurídico de las palabras. En este caso, las palabras clave "cualquier otro” no son precisamente términos técnicos, y los diccionarios, la historia (distinta de las minutas o informes del proceso legislativo), la tradición y los prece­ dentes no sugieren ningún significado especializado. Por tan­ to, la autoridad judicial puede válidamente concluir que las palabras “cualquier otro” significan lo que textualmente dicen: que “la demanda resulta improcedente contra cualquier otro agente del orden”, lo que incluiría a los custodios de las pri­ siones. ¿Qué tiene de malo esa conclusión? Dividamos la pregun­ ta en dos partes: primero, ¿por qué está mal suponer que el lenguaje de las palabras de una norma significa lo que signi­ fica en la vida cotidiana, ajena al contexto de la propia ley? En principio y desafortunadamente, esas suposiciones rara vez son útiles; tal como dicen quienes estudian la lengua, las per­ sonas utilizamos las palabras engarzadas en enunciados, emi­ tidas en forma oral o escrita, en ocasiones particulares, para cumplir distintas funciones. Por ejemplo, con ellas formula­ mos preguntas, hacemos declaraciones, manifestamos acuer­ dos, redactamos contratos, celebramos matrimonios, rezamos, hacemos juramentos, informamos, hacemos estimaciones y recomendamos. También las utilizamos para redactar leyes, una actividad altamente especializada. La suposición plantea 2 Cf. Ali v. Federal Bureau o f Prisons, 552 U.S. 214 (2008) (las cursivas son mías).

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la siguiente pregunta: ¿a qué parte de la “vida cotidiana” nos referimos?3 El texto de la ley puede ser ambiguo y su alcance incierto. Ahora bien, para determinar el sentido de una frase vaga con­ tenida en la ley, poco serviría pretender que esa frase fue dicha por alguien en el contexto de la “vida cotidiana". ¿Qué tanto nos serviría para entender, por ejemplo, un tema complicado abordado en una conferencia universitaria imaginar que el conferencista no es un experto, sino un periodista? De igual m a­ nera, ¿qué tanto nos ayudará para comprender un texto norma­ tivo ambiguo pretender que sus autores realizaban una actividad distinta de aquella que realmente ejecutaban, es decir, redac­ tar una ley? Tampoco suele ser útil recurrir a diccionarios, aunque nada tiene de malo consultar un diccionario cuando un tribunal debe interpretar un término técnico, por ejemplo la palabra “percentil”, utilizada en un sentido técnico específico en el mar­ co de una ley que considera conocimientos estadísticos espe­ cializados. En ese caso, el Congreso bien podría tener la inten­ ción de que quienes no son profesionales de la estadística acudieran al diccionario para descubrir el significado de esa palabra en la jerga especializada.4 Con mayor frecuencia, la inseguridad jurídica no surge sólo porque las palabras contenidas en la ley tengan un signi­ ficado técnico confuso o porque los lectores comunes tengan dificultades para entender los tipos generales de situaciones a que se refieren dichas palabras. Todos conocemos el significa­ do de las palabras "cualquier otro agente del orden”. No re­ querimos un diccionario. Más bien, aquí la ley es ambigua e incierta en relación con su alcance. Su formulación tan gene­ ral no nos dice exactamente qué situaciones caen fuera de la intención normativa del Congreso. Supongamos que una ley utiliza la expresión “cualquier tribunal”. No tenemos problema en comprender las palabras, pero probablemente lo tengamos para entender si la ley inclu­ ye tribunales extranjeros o limita su alcance a tribunales esta­ 3 Einer R. Elhauge, Interpreting Statutes: Ordinary English, Canons, and Conventions (29 de febrero de 2008) (manuscrito no publicado). 4 Cf. Zuni Public School District No. 89 v. Department o f Education, 550 U.S. 81, 93-95 (2007).

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dunidenses. ¿Un naturalista que nos dice que “todos los casto­ res nadan” quiere incluir en ese enunciado a los que acaban de nacer? ¿Un amigo que nos dice que "todas las tiendas de bicicletas tienen botellas para agua” se refiere también a las tiendas de bicicletas de segunda mano? Es el contexto que re­ vela el objetivo del hablante, y no un diccionario que explique el significado de las palabras, lo que nos resulta útil en estos casos. Por ejemplo, la madre de Sam le dice: “Ve a la tienda y compra un poco de helado, harina, fruta y cualquier otra cosa que quieras”. Aquí será el contexto, y no un diccionario, lo que nos servirá para identificar si la madre de Sam le ha dado per­ miso para que compre 15 historietas.5 Ahora, reconsideremos el enunciado en nuestro ejemplo, “cualquier funcionario del servicio de aduanas o cualquier otro agente del orden”. Podemos estar seguros de que la palabra “cualquier” aquí no se refiere a cualquier otro agente del orden en el universo. No se refiere, digamos, a un agente del orden ale­ mán. Contemplar las palabras o consultar un diccionario no nos ayudará a descubrir a cuáles agentes del orden quería abar­ car el enunciado normativo adoptado por el Congreso. Debe­ mos ir más lejos. ¿Quién escribió las palabras? Y debemos in­ dagar el objeto: ¿por qué lo hizo? En este caso, resulta que quienes concibieron la ley adopta­ ron una excepción similar a una contenida en la ley inglesa. La legislación inglesa limitó la excepción a ciertos agentes del or­ den. Además, parece difícil justificar el porqué, dentro del mar­ co de una ley que ampliaba el derecho a la reparación de la ciudadanía, el Congreso hubiera querido limitar tan severamen­ te el derecho de una persona a ser resarcida después de sufrir un daño. Por estas y otras razones relacionadas con los propó­ sitos del Congreso, yo habría interpretado la cláusula de exclu­ sión como referida únicamente a aquellos agentes del orden que desempeñan funciones relacionadas con el servicio de aduanas.6 5 Cf. Small v. United States, 544 U.S. 385 (2005) (que sostiene que cualquier ley que prohíba que un ciudadano "sentenciado en cualquier corte" por cier­ tos crímenes sea propietario de una pistola, no le aplica a una persona sen­ tenciada por una corte japonesa); Nixon v. Missouri Municipal League, 541 U.S. 125, 132 (2004) ("cualquier” significa “cosas diferentes dependiendo del contexto"). 6Ali, 552 U.S. (J. Breyer difirió).

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DECISIONES QUE FUNCIONAN I n t e r p r e t a c ió n b a s a d a e n e l Y LOS RESULTADOS

o b j e t iv o

Consideremos ahora un enfoque que depende en mayor medi­ da del objeto y resultados de cierta ley. Para establecer el pro­ pósito (objeto) de una norma, el juez identificará el problema que el Congreso pretendió resolver mediante esa norma, y se preguntará cómo pensaba el Congreso que el lenguaje utiliza­ do en la norma serviría para abordarlo. El juez también exa­ minará las probables consecuencias de la interpretación pro­ puesta y si es más probable que estas posibles consecuencias fomenten o dificulten que la norma cumpla su cometido. Al decidir esto, el juez podrá valerse de ciertos documentos legis­ lativos pertinentes y relevantes. Ahora bien, el juez podría op­ tar por definir el objeto específico de la norma, aun cuando nadie en el Congreso haya dicho nada o reflexionado siquiera sobre el asunto. En ese caso, el juez (algunas veces describien­ do lo que hace como una determinación basada en lo que pre­ tendería un hipotético "legislador razonable") establecerá ese objeto probable con el fin de que la ley emitida por el Congreso cumpla, mediante la interpretación de la Corte, de mejor ma­ nera sus propósitos más generales. Un ejemplo surgido de un caso real mostrará cómo es que los tribunales pueden adoptar la metodología de objeto y re­ sultados en la práctica. Una ley federal otorgaba a niños con discapacidad el derecho a “la educación pública, gratuita y apropiada". Pearl y Theodore Murphy tienen un hijo: Joseph, quien padece severas dificultades de aprendizaje. En septiem­ bre de 1997 los Murphy reciben un dictamen médico que evi­ dencia que Joseph tenía “una incapacidad casi total para pro­ cesar el lenguaje”; entonces decidieron que el distrito escolar había incumplido con la obligación legal de proporcionarle la “educación adecuada”. En opinión de los Murphy, el distrito escolar no debió haber incluido a Joseph en clases con estu­ diantes sin discapacidad.7 1 Arlington Central School District Board o f Education v. Murphy, 548 U.S. 291, 303 (2006); Brief of Respondents, Arlington Central School District Board o f Education v. Murphy, p. 8 (U.S. 28 de marzo de 2006) (núm. 05-18).

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La ley establece que los padres que discrepen del plan de estudios distrital para la educación de sus hijos con discapaci­ dad pueden impugnarlo ante las autoridades administrativas correspondientes; así lo hicieron los Murphy. Al final, tanto el árbitro competente como el encargado de la apelación coinci­ dieron en que los Murphy tenían razón y que el distrito esco­ lar debía pagarles el costo de matricular a Joseph en una es­ cuela privada especializada; por su parte, el distrito escolar no se decidía a cumplir.8 La ley también prevé que padres en la situación de los Murphy pueden demandar al distrito escolar ante un tribunal federal. Entonces, los Murphy interpusieron la demanda y ga­ naron. La Corte condenó al distrito a pagar la educación de Joseph en una escuela privada.9 Todos estos procedimientos eran costosos. Los Murphy ha­ bían contratado a una perito experta en educación, quien les cobró 29000 dólares por sus servicios. Posteriormente, los tri­ bunales resolvieron que estos honorarios eran justos para los servicios que había prestado; sin embargo, los Murphy, quienes eran gente modesta, solicitaron que el distrito les reembolsara no sólo el costo de los abogados, sino también los devengados por la experta. Cuando el distrito se rehusó a hacerlo, solicita­ ron al tribunal que obligara al distrito escolar a pagarles.10 En este punto, el tribunal tendría que decidir si tenía facul­ tades para ordenar al distrito escolar que reembolsara a los Murphy. La ley federal establece que la Corte debe “decretar a favor” de la parte que ha vencido en el juicio —en este caso, los Murphy— "el pago de los honorarios razonables de los aboga­ dos como parte de [sus] costas”. Los Murphy alegaron ante el tribunal que la palabra “costas” incluía los honorarios de las per­ sonas expertas a quienes tuvieron que contratar para sustentar su petición. Por su parte, el distrito escolar sostuvo que el texto de la norma no se refería a los honorarios de tales expertos. Ése fue el dilema interpretativo que llegó a la Corte Suprema.11 ¿La palabra “costas" incluye los honorarios de peritos? Desde cierto ángulo, uno podría interpretar restrictivamente 8 Brief of Respondents, op. cit., pp. 9 y 10. 9 Ibidem, pp. 10 y 11. 10 Murphy, 548 U.S.294. 11 Ibidem, 297.

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el texto de la ley para entender que el término “costas” alude solamente a “honorarios de los abogados”, sumado a algunos gastos extraordinarios como, por ejemplo, los gastos adminis­ trativos de la Corte, sin incluir los honorarios de personas ex­ pertas. De hecho, no pocas veces los tribunales lo han enten­ dido así cuando han interpretado ciertas leyes y regulaciones. Desde otra perspectiva, uno podría entender que la palabra "costas” sí incluye “honorarios” de los peritos. Esos honora­ rios no difieren esencialmente de los honorarios de los aboga­ dos. En la práctica, incluso, cuando los abogados mismos contratan peritos incluyen el monto de esos honorarios den­ tro del importe que cobran a sus clientes. Además, el pago de un perito es un gasto para el cliente motivado por su juicio —una costa—, aun entendiendo “gasto” en el sentido coloquial del término. Para solucionar este dilema, sirve acercamos al propósito de la ley. Por encima de cualquier cosa, es claro que la ley pre­ tende hacer accesible a los niños con discapacidad la clase de educación que sólo algunos padres pueden solventar. De m a­ nera más concreta, la ley se propone crear una serie de pro­ cedimientos (incluidos recursos judiciales) que permita a los padres oponerse a las decisiones del distrito escolar a este res­ pecto. Para garantizar las mínimas posibilidades de éxito, los padres deben acudir frecuentemente a personas expertas, que cuestan mucho. Entonces, cuando se lee la palabra “costas” en el sentido de que no abarca los honorarios de peritos y se exi­ ge que la familia que ha ganado la demanda pague esos hono­ rarios por su cuenta, se aleja esa educación del alcance de una familia común, aun en el caso de que dicha familia demuestre que tiene derecho a recibir esa educación. Evaluemos esa con­ secuencia a la luz del propósito sustancial de la ley: ¿esta in­ terpretación no limita, evita o contradice ese propósito fun­ damental, esto es, garantizar una educación apropiada para cada niño con discapacidad?12 Aún debemos ir más lejos en nuestro análisis. Después de todo, el Congreso podría haber tenido una intención indirecta de que el Estado se ahorrase dinero en costas legales. Ésta es la razón por la cual es importante analizar los documentos le­ 12 Ibidem, 313-316 (J. Breyer difirió).

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gislativos pertinentes, como las minutas de los debates del Congreso que condujeron a la promulgación de una ley. En este caso, esos documentos sustentaban firmemente la con­ clusión de que el Congreso pretendió que el distrito pagara los honorarios de los peritos. El informe de las Comisiones Unidas del Congreso (el co­ mité conjunto para empatar las versiones de la Cámara de Re­ presentantes y el Senado sobre un proyecto de ley y elaborar la versión final) dijo que el lenguaje jurídico de la norma abarca “los gastos y honorarios de testigos expertos", siempre y cuan­ do sean razonables. Ambas cámaras del Congreso adoptaron de forma unánime este informe. La conclusión es que el análi­ sis de objeto y resultados conduciría a la Corte a interpretar la ley en el sentido que ambas cámaras del Congreso quisieron darle. Esto generaría una interpretación que promovería el cumplimiento de los fines fundamentales de la ley.13 ¿P or

q u é e n f a t iz a r u n a n á l is is d e o b j e t o y r e s u l t a d o c o m o t é c n ic a in t e r p r e t a t iv a ?

Como mi ejemplo sugiere, creo que un enfoque orientado por el objeto de la norma es mejor que un enfoque literal. Tres ar­ gumentos explican, en conjunto, por qué creo que la Corte tiene la obligación de seguir un enfoque orientado por los propósitos —objeto— de la norma.14 Primero, una reflexión judicial sobre el objeto de la ley o la voluntad del legislador es congruente con las finalidades de­ mocráticas de la Constitución. En una democracia represen­ tativa, los legisladores deben, en última instancia, actuar con­ forme a la voluntad del electorado. Sin embargo, los electores no están forzosamente familiarizados con el lenguaje utiliza­ do por el legislador. En muchos casos, ellos sólo evaluarán si la postura del legislador coincide con la suya, la cual se expre­ 13 Ibidem, 308-313 (las cursivas son mías). 14Véase de m anera general I. Gordon Christy, Federal Statutory Intei~pretation: The Gordian Knot Untied (12 de marzo de 2009) (manuscrito no publica­ do) (que defiende que recurrir al objeto de una ley es el único método correc­ to de interpretación jurídica de las leyes).

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sa mayormente en términos de objetivos generales y abstrac­ tos como paz, prosperidad, ambiente sano y ahorro. Un legislador cuya ley impulsa el cumplimiento de un ob­ jetivo mayoritariamente aceptado buscará que se le reconozca en tiempo de elecciones, al menos si esa ley funciona media­ namente bien. Ahora, supóngase que la ley no funciona correc­ tamente. Entonces, ¿a quién deberán culpar los electores? Si los tribunales han interpretado la ley de acuerdo con la volun­ tad del legislador, no habrá duda de que el legislador es el principal responsable. Si, por el contrario, los tribunales han desatendido estos fines, se vuelve complicado para el electora­ do saber a quién culpar por el resultado adverso de alguna ley. Pensemos ahora en la ley de educación para niños con dis­ capacidad. Los electores pueden identificar fácilmente lo que el Congreso pretendía: ayudar a los niños con discapacidad proporcionándoles educación gratuita adecuada y creando pro­ cedimientos que permitieran a los padres inconformes com­ batir el plan de estudios individualizado de una junta escolar, todo lo cual se financia con el dinero de los distritos escolares locales. Una vez identificados, resultará fácil para los electores decidir si comparten esos propósitos y evaluar al legislador de conformidad con ello. Pero ¿qué harán los electores cuando descubran que la mayoría de los padres, al no poder recuperar los honorarios de los peritos, encontraron que los procedimien­ tos de impugnación previstos en la ley eran inútiles? En principio, los electores pueden no saber a quién culpar; no leerán el texto de la ley ni entenderán la lógica detrás de un análisis literal. Los legisladores, por su parte, pueden insistir en que creían (a partir de lo dicho unánimemente por sus co­ legas) aprobar una ley que permitía el reembolso de esos hono­ rarios. Ahora bien, los electores sí que saben sobre objetivos y propósitos, y ahí donde se garantice que la ley sirve a la voluntad del legislador, los electores sabrán a quién llamar a cuentas. Ninguna sentencia judicial singular marcará la diferencia. Sin embargo, con el tiempo, cuando un vasto número de nor­ mas jurídicas ha estado en cuestión, las siguientes generalida­ des parecen prudentes. Entre más acuda la Corte al método literal de interpretación, más fácil será para los legisladores librarse de la responsabilidad por leyes malogradas: sólo ten­ drían que argumentar que la Corte llegó a conclusiones que

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ellos no aprobaban. Entre más se acerque la Corte al objeto de una ley e interprete sus disposiciones de forma que ese objeto se cumpla, más difícil será para el legislador evadir la respon­ sabilidad por la incorrección de los objetivos perseguidos, y más fácil será para los electores asignar esa responsabilidad a los legisladores que tomaron esas decisiones, incluyendo los resultados de las leyes que aprobaron. En segundo lugar, un enfoque orientado por el objeto ayu­ da a que las leyes específicas funcionen a favor de aquellos a quienes el Congreso pretendía beneficiar. La ley para la educa­ ción de niños con discapacidad garantiza a los padres inconformes la posibilidad de combatir la decisión de la junta esco­ lar. Una interpretación que impide a los padres recuperar los honorarios de los peritos aunque logren revertir la decisión de la junta dificulta, e incluso imposibilita, el acceso de los pa­ dres a los medios de impugnación. Esto significa que sus hijos no disfrutarán la educación que la ley les prometió. Por supues­ to, negar a los padres la recuperación de los honorarios de los peritos implica un ahorro monetario para el distrito escolar. Sin embargo, el Congreso no parece haberse propuesto ese re­ sultado. Más bien, las minutas del Congreso y los votos legisla­ tivos subsiguientes indican que el Congreso quería lo contra­ rio. Una interpretación literal de la ley evita que ésta sea útil para los padres de familia. Un tercer argumento es el más importante. Si se destaca el fin de la ley, la Corte ayudará a que el Congreso cumpla me­ jor con su trabajo legislativo. El Congreso no redacta, ni puede o necesita redactar, leyes que expliquen y delimiten exhausti­ vamente dónde y cómo se aplicará cada una de las disposicio­ nes legales. En primer lugar, hacerlo requeriría demasiadas palabras. ¿Quién quiere enciclopedias legales que expliciten detalladamente todas las posibles aplicaciones en todas las pro­ bables circunstancias? ¿Quién podría leerlas? Por otro lado, cierto grado de imprecisión, vaguedad y am­ bigüedad lingüística es útil, e incluso necesario, en los instru­ mentos jurídicos. En efecto, el Congreso puede no saber cómo alguna ley se aplicará en futuras circunstancias; de hecho, sólo puede ver ese futuro de forma vaga, y siempre emergerán nue­ vas situaciones. El Congreso puede incluso optar por abarcar un solo aspecto de un tema complejo y detallado; un aspecto

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que garantice que unas cuantas palabras guiarán al tribunal en la dirección correcta. El Congreso tal vez preferirá recurrir a estándares generales, por ejemplo "limitación del comercio”, con la intención de que los tribunales desarrollen un conteni­ do más específico para cada caso individual, con base en los preceptos del derecho consuetudinario. O también puede ocu­ rrir que en la lengua inglesa no exista un referente único, pre­ ciso y exacto, por ejemplo, para la cuantificación necesaria cuando el Congreso indica que serán castigados más severa­ mente los crímenes "graves" o “violentos".15 En estas circunstancias, los equipos de trabajo que colabo­ ran en la redacción de los proyectos de ley tal vez emplearán palabras genéricas o imprecisas, mientras confían en que los informes de las comisiones, las declaraciones de los miembros del Congreso en las discusiones legislativas, los resultados de esas deliberaciones y otros documentos similares comuniquen los objetivos y propósitos que se buscaron y, por ende, el signi­ ficado, el alcance y la referencia. El Congreso puede utilizar ese sistema de redacción legislativa sólo si cuenta con que los tribunales consideren la intención legislativa cuando interpre­ tan esas normas y que, en todo caso, recurran a la documen­ tación relevante para identificar esa voluntad. Cuando los tri­ bunales así lo hacen, redactores, legisladores y jueces pueden trabajar conjuntamente; actúan en equipo con el Congreso, llevando a cabo los objetivos del legislador, incluso en las le­ yes más complejas, como aquellas relativas a quiebras, incor­ poración de sistemas de tránsito o pensiones. Sin ese trabajo en equipo, los legisladores y su personal enfrentarían una tarea de redacción legislativa abrumadora y hasta impráctica. Quienes redactan la ley tendrán que antici­ par cualquier probable combinación de circunstancias, quizá incorporando en la legislación un listado interminable de esas posibles circunstancias; además, tendrían que conocer cómo 15 Véase por ejemplo la Ley Sherm an Anti Trust, artículo 15 de la Consti­ tución federal, § 1 (2006) ("Todos los contratos o fideicomisos celebrados con el propósito de lim itar el intercam bio com ercial entre varios estados, o entre las distintas naciones, serán considerados ilegales”); Armed Career Criminal Act, 18 U.S.C., § 924 (e) (2006) (que establece penas m ínim as apli­ cables para una gran variedad de delitos violentos o aquellos relacionados con drogas).

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los tribunales interpretarán cada palabra contenida en esa ley interminable, investigando todos los casos anteriores don­ de los tribunales hayan interpretado palabras similares en con­ textos también similares. Si hubiera un solo equipo redactor para todas las leyes, si hubiera jueces disponibles para entre­ nar a todos los redactores, si desarrolláramos un código lingüís­ tico que los legisladores y los jueces aplicaran uniformemente, quizá podríamos alcanzar un tipo de consenso interpretativo que pudiera funcionar. Pero en ausencia de esa utopía lingüís­ tica, una interpretación literal de un texto jurídico ambiguo que elude, intencionalmente, una pesquisa por el objeto de la ley será una interpretación que, desde la perspectiva del legis­ lador democrático, no funcionará adecuadamente. Al decir esto, reconozco que la composición política del Congreso puede cambiar. Al buscar la intención de aquellos que en cierto momento promulgaron una ley como yo lo haría, la Corte podría generar una interpretación que un Congreso más reciente desaprobaría; pero al hacerlo, la Corte evidencia la necesidad de una nueva ley que supere a la anterior, al tiempo que asegura al actual Congreso que sus intenciones serán hon­ radas posteriormente cuando la Corte estudie y determine el significado de las leyes que ha aprobado. Mi punto, por supuesto, es que la mejor y más simple mane­ ra en que los tribunales pueden ayudar al Congreso es identifi­ cando el propósito de la ley. De esta forma, los equipos redac­ tores pueden indicar de manera más fácil y clara (aunque no sea directamente en el texto de la norma misma) sus fines y objetivos más relevantes. Ellos y el Congreso pueden legítima­ mente suponer que los tribunales, como colaboradores en una misma empresa, interpretarán adecuadamente el lenguaje ambiguo de la ley. U na

salv edad

Sólo para precisar, la dicotomía que he trazado entre los enfo­ ques basados en la literalidad del texto de la ley y las aproxi­ maciones que se concentran en descifrar la voluntad del legis­ lador se encuentra muy simplificada en este texto. Muchos buenos jueces podrían considerarse a sí mismos partidarios de las interpretaciones literales, aunque a veces toman en

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cuenta el objeto y eventual resultado de una ley para interpre­ tarla. También puede suceder que un análisis del objeto y las eventuales consecuencias no baste para desentrañar el signifi­ cado de los enunciados legales ambiguos, o que los propósitos sean difíciles de identificar. Y en cualquier caso, indagar sobre la intención tampoco puede generar una interpretación que exceda abiertamente los límites fijados por su texto. Por ejem­ plo, una ley que prohíbe la importación de "rocas” no prohíbe la importación de árboles, por más que prohibir esta última impulse las finalidades de la ley. Con todo, la dicotomía per­ siste. Los jueces que se decantan por las interpretaciones lite­ rales prefieren el uso del lenguaje, la historia, la tradición y los precedentes, mientras desestiman un análisis del objeto y del eventual resultado como herramientas jurídicas. En contrapo­ sición, los jueces cuya interpretación descansa en el propósito consideran el estudio del objeto y el resultado como una he­ rramienta particularmente útil. O b j e c io n e s

a l e n f o q u e o r ie n t a d o a l o b je t o

¿Qué puede argumentarse contra el enfoque orientado por la intención del legislador? Algunos dicen que es lingüísticamen­ te incorrecto atribuir una intención a una institución como el Congreso, y no a las personas que la integran. En cualquier caso, los legisladores pueden tener intenciones que difieran ampliamente de aquella que la autoridad judicial atribuiría a una ley. Supóngase que la intención de un legislador al votar a favor de una iniciativa era ayudar al líder de un partido; o que ese legislador propone una enmienda en una iniciativa que actúe como “píldora envenenada” y la destruya. Supóngase que ese legislador no leyó la iniciativa. Supóngase que ningún miembro del Congreso leyó la iniciativa, o que ni siquiera pensó en el asunto específico que se discute ante la Corte.16 16 Para conocer una afirmación clásica de la crítica de que el Congreso, como una institución conform ada por múltiples individuos, no puede tener una única voluntad, véase Max Radin, "Statutory interpretation", Harvard Law Review, vol. 43, núm. 6 (abril de 1930), pp. 863-885. Para una igualmente clásica respuesta, véase James M. Landis, "A note on the statutory interpreta­ tion" Harvard Law Review, vol. 43, núm. 6 (abril de 1930), pp. 886-893.

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De cualquier manera, no es conceptualmente difícil atri­ buir intenciones a una persona jurídica como el Congreso. Las corporaciones, compañías, sociedades, municipios, esta­ dos, naciones, ejércitos, barras de abogados y legislaturas se involucran en actividades tales como comprar, vender, prome­ ter, respaldar, cuestionar, emprender, repudiar y legislar; todas actividades que requieren de intención. Estas personas jurídi­ cas pueden proponerse fines independientes y distintos de los que persiguen los individuos que los conforman. Los movi­ mientos de un equipo de basquetbol revelan la intención de­ fensiva del equipo, incluso si los pensamientos de cada uno de los jugadores en lo individual son diametralmente opuestos. Un municipio podrá prometer la construcción de un nuevo estadio de béisbol con el fin de atraer a un equipo de las gran­ des ligas, incluso si ningún funcionario electo quiere realmen­ te al equipo, sino que, más bien, desea que el estadio nunca se construya y, en lo privado, jamás proporcionaría los recursos necesarios para ello. Las convenciones lingüísticas y sociales (complicadas pero bien entendidas) nos dirán cuándo y cómo atribuir finalidades a estas personas jurídicas. De hecho, los abogados aprenden cómo atribuir propósitos e intenciones al Congreso. No existe una regla lingüística que lo prohíba. Incluso cuando el Congreso no considera para nada cierta cuestión, los jueces podrían establecer un propósito. En este caso, los jueces pueden utilizar una construcción artificial que ignore el silencio del Congreso para producir una interpreta­ ción que sirva para garantizar el adecuado funcionamiento de la ley a partir de finalidades más generales. En efecto, los jue­ ces pueden plantearse cuál sería la intención de un legislador razonable. Esta pregunta hipotética serviría para que los jue­ ces observen a la ley como un todo coherente y eviten inter­ pretaciones que resulten inconsistentes con esta visión más amplia y general. Por ejemplo, en el caso previo, si el informe de las comisiones del Congreso no hubiese confirmado que la expresión “costas” pretendía incluir los honorarios de los peri­ tos, la Corte habría tenido que acudir, de todos modos, al fin predominante de la ley: otorgar educación gratuita apropiada a niños con discapacidad, y a la ausencia de cualquier otra intención explícita de ahorro monetario, para contestar la cuestión que se le planteaba.

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¿Qué tal si el Congreso deliberadamente elige una palabra vaga o ambigua para evitar decidir una situación? Puede pa­ sar que los congresistas disientan sobre la terminología, inclu­ so si están de acuerdo sobre la necesidad general de emitir una ley. Si el desacuerdo es significativo, optarán por un len­ guaje vago o ambiguo para conseguir los votos necesarios para aprobar la legislación. Cuando un tribunal interprete el texto, podrá examinar, entonces, esa necesidad general y el propósito de la ley. Bajo estas circunstancias, ¿no está expues­ to un tribunal a la crítica de que está "tomando partido” en un tema abierto o aún en disputa? La respuesta es no. El tribunal ha hecho su mayor esfuerzo para que la ley funcione de la me­ jor manera posible, y ha interpretado la disposición a la luz de las finalidades que persigue el cuerpo legal en que está con­ tenida. Otra crítica es que el objeto o propósito de una ley son elusivos y pueden describirse en diferentes niveles de genera­ lidad. ¿Cómo debería describir un juez el propósito de la nor­ ma que prevé el reembolso de las costas dentro de la Ley de Educación? ¿Será ayudar a niños con discapacidad a cualquier costo? ¿Será ayudar a los niños siempre y cuando los gastos se mantengan dentro de ciertos límites? ¿Será sólo hacer co­ sas buenas por los niños en términos generales? Ahora bien, ¿por qué sería particularmente problemático encontrar el nivel “correcto" de generalidad? Por lo regular, vemos el contexto para decidir los propósitos que el hablante tiene en mente y cuál de éstos resulta relevante. Con las leyes se hace lo mismo. Tres hombres que navegan en un globo sobre un campo de papas de Maine están perdidos. Uno de ellos grita a un granjero que está en tierra: “¿Dónde estamos?” El granjero contesta: "En un globo”. El chiste surge del error del granjero al no entender el contexto desde cual el aeronau­ ta lanza la pregunta. Cuando mi esposa dice "no hay mante­ quilla", yo no tengo problema en entender que ella alude al refrigerador, no a la tienda de la esquina. ¿Por qué sería especialmente difícil determinar el objeto de una ley? Cada vez que escuchamos a otros hablar, cada vez que leemos un libro, podemos buscar y, frecuentemente, bus­ camos la intención de quien habla o escribe. Así, de manera normal y automática deducimos ese propósito desde el con­

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texto en el que aparece el enunciado relevante. Por lo regular, es fácil encontrar el propósito; otras veces no lo es. ¿Cómo di­ fiere una ley, en este aspecto, de cualquier otro escrito? El he­ cho de que algunas veces sea difícil determinar un propósito importante no debe implicar que los tribunales abandonen definitivamente ese objetivo. Como la apuesta de Pascal, el éxi­ to, sin duda, servirá al juez; si se fracasa, la pérdida será siem­ pre menor. Además, podemos recurrir a los informes del Congreso, las participaciones en los debates y los documentos legisla­ tivos relacionados; todo esto integra el contexto pertinente para determinar cuál es la finalidad relevante. El informe de las Comisiones Unidas sobre la iniciativa de la ley de educa­ ción para los niños con discapacidad y los votos que recibió sirven para clarificar que la norma sobre la recuperación de las costas no se proponía un ahorro monetario. La revisión de las minutas legislativas también es objeto de críticas. Si los tribunales examinan documentos del Con­ greso, informes, aportaciones en los debates y cosas por el es­ tilo en un esfuerzo para determinar la finalidad de una nor­ ma, ¿estarán dando demasiado poder, no a los legisladores que fueron electos, sino al personal conformado por quienes no fueron elegidos y que son autores de esos documentos? ¿Colocará ese personal su propio punto de vista en la ley? Si la organización laboral del Congreso funciona adecua­ damente, este material no remplazará las visiones de quienes fueron elegidos con las de quienes no lo fueron. Para empezar, un grupo de la comisión legislativa circula los proyectos de los informes a todos los miembros de la comisión. Los senadores y diputados que fueron electos (directamente o por medio de su personal) pueden y deben objetar a enunciados particula­ res contenidos en los informes. Si un miembro de la comisión discrepa totalmente, puede redactar una propuesta distinta. Como los jefes de grandes corporaciones, sindicatos y el presi­ dente de los Estados Unidos, los miembros del Congreso de­ ben confiar en su personal y asumir la responsabilidad por el trabajo que éste realiza. En pocas palabras, cuando la organi­ zación laboral trabaja apropiadamente, los tribunales no de­ ben temer atender el trabajo del personal o el del cuerpo de asesores. Cuando esa organización no trabaja adecuadamen­

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te, corresponde al Congreso remediar la situación, y no a los tribunales. Finalmente, la crítica más dura contra la interpretación orientada por la finalidad u objeto de la ley es que se trata de un método que permite a los jueces interpretar las leyes subje­ tivamente. ¿Podrá el o la juez que se orienta por el propósito resolver la falta de certeza lingüística remplazando la volun­ tad del legislador por sus propias visiones sobre los asuntos públicos, es decir, sus objetivos personales? En lo que vale, esa crítica es aplicable al mal uso del método, pero no corres­ ponde a su uso apropiado. Todos los métodos de interpretación jurídica son susceptibles de ser utilizados incorrectamente. Un juez que se base exclusivamente en el texto puede interpre­ tar mal una ambigüedad para colocar su visión individual de los asuntos públicos por encima de la del Congreso. Un juez, cuando estudia un precedente, puede leerlo incorrectamente, con el mismo fin. La exigencia de que el juez escriba una sen­ tencia que explique las razones de su conclusión sirve para conjurar malas interpretaciones; esa garantía funciona par­ ticularmente cuando el juez utiliza un método orientado por la voluntad del legislador. En este caso, el juez no puede sim­ plemente asentar cómo interpreta una ambigüedad, sino que debe explicar en detalle cómo dedujo las finalidades relevan­ tes; cuáles son, y cómo y por qué concluye que arrojan luz so­ bre lo que significa el texto normativo. ¿Por qué, entonces, los jueces deben atender al objeto y resultado cuando interpretan leyes? Porque así garantizan que la democracia sirva como mecanismo de rendición de cuentas; vinculan más sólidamente a las leyes con las necesi­ dades humanas que constituyen su razón de ser, y colaboran con el Congreso en el cumplimiento de sus responsabilidades constitucionales. Un tribunal que se basa en las finalidades de una ley es un tribunal que trabaja de la mano con el Con­ greso; es un tribunal que asegura la factibilidad de la Consti­ tución, y es un tribunal que obtiene resultados que las mayo­ rías aceptarán más fácilmente, incluso si las conclusiones del tribunal son, como es inevitable, incorrectas en algunas oca­ siones.

EL CONGRESO, LAS LEYES Y SU PROPÓSITO E vadir las c u estio n es

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constitucionales

Algunas veces, el enfoque basado en el objeto debe ceder ante otro principio: la necesidad de interpretar las leyes de manera que se preserven dentro del ordenamiento constitucional y no sean invalidadas. Este principio interpretativo constituye una práctica bien establecida en la Corte. El caso Zadvydas v. Davis, de 2001, ilustra la manera en que este principio opera.17 El caso trata de dos extranjeros. El primero, Kestutis Zad­ vydas, nació de padres lituanos en 1948, vivió en un centro de evacuados en Alemania, llegó a los Estados Unidos de Améri­ ca a los ocho años de edad y, desafortunadamente, emprendió una larga carrera criminal. Después de haber cumplido sus sentencias en prisión, el gobierno pretendió deportarlo. Sin embargo, ningún país quería aceptarlo: ni Alemania, que m a­ nifestó que no era ciudadano; ni Lituania, que le negó la ciu­ dadanía; ni la República Dominicana, país de su esposa, el cual negó que tuvieran nexo alguno. Así que el gobierno sim­ plemente se quedó con Zadvydas en custodia, de acuerdo con una ley que permite mantener extranjeros deportados en cus­ todia por 90 días más un periodo adicional que no está espe­ cificado.’8 El caso también involucró a Kim Ho Ma, nativo de Camboya, quien llegó a los Estados Unidos de América a princi­ pios de la década de 1980, cuando tenía siete años. También fue condenado por la comisión de un delito grave, consistente en la participación en un tiroteo entre miembros de pandillas. Cumplió su sentencia, después de la cual el gobierno trató de deportarlo también; en este caso, sin embargo, Estados Uni­ dos no tiene tratado de repatriación con Camboya, así que pa­ recía poco probable que Camboya quisiera aceptarlo. Mien­ tras se buscaba un país que quisiera aceptar a Kim Ho Ma, el gobierno lo mantuvo en custodia, más allá de los 90 días seña­ lados.19 Ambos, Zadvydas y Kim Ho Ma, alegaron ante un tribunal federal la inconstitucionalidad de la ley que, según el gobier17 Zadvydas v. Davis, 533 U.S. 678 (2001). 18 Ibidem, 684. 19 Ibidem, 685 y 686.

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no, autorizaba a mantenerlos en custodia. Esa ley señala cla­ ramente que el gobierno puede mantener en custodia a un “extranjero a quien se ordenó deportar” por determinadas ra­ zones (por ejemplo, violación a las condiciones de ingreso al país, la comisión de delitos, y cuestiones relativas a política exterior y seguridad), por al menos 90 días, mientras se en­ cuentra un país que lo acepte. La ley añade que el extranjero “podrá ser detenido por un tiempo mayor al periodo de la orden de partida [90 días]” si el fiscal general determina que el ex­ tranjero constituye un “riesgo para la comunidad o que sea poco probable que cumpla con la orden de partida”. Ambos deteni­ dos alegaron que si la ley se entendía literalmente, permitiría al fiscal general mantenerlos en custodia para siempre. El go­ bierno no negó que la ley pudiera leerse de ese modo, aunque destacó que el Congreso pretendía otorgar al gobierno la fa­ cultad de mantener extranjeros en custodia por el tiempo que el fiscal general estimara necesario.20 Tal como la interpretó el gobierno, la ley genera una pre­ gunta constitucional muy seria. La Constitución prohíbe al gobierno “privar” a cualquier "persona [...] de [...] la libertad [...] sin un debido proceso legal”. El derecho a no ser puesto en prisión forma parte del núcleo esencial del derecho a la “li­ bertad” protegido por la Constitución. Aquí, la prisión no está motivada por un delito (los extranjeros habían cumplido sus condenas), sino por otras razones; concretamente, evitar el riesgo de que el extranjero huyera o cometiera más delitos en el futuro. A veces, este tipo de razones puede justificar la pri­ sión; por ejemplo, la prisión provisional durante un juicio pe­ nal, o por un tiempo más prolongado, si la persona detenida tiene una enfermedad mental y constituye un peligro para los otros. Pero en este caso, la prisión no fue necesariamente tem­ poral. Además, derivó de procedimientos administrativos ca­ rentes de las garantías judiciales que acompañan a los juicios penales, y los individuos no eran excepcionalmente peligrosos ni enfermos mentales. La Corte se dividió cinco a cuatro. La mayoría suscribió (en una decisión de la que fui ponente) que, evidentemente, “resulta obvio el grave problema constitucio­ 20 8 U.S.C. § 1231 (a) (6) (1994) (las cursivas son mías); ZacLvydas, 533 U.S. 689.

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nal que surge de una ley que, en estas circunstancias, permite una privación indefinida de la libertad sin ninguna protección [judicial ordinaria]”.21 En vez de exponer la ley siquiera al riesgo de invalidación, la Corte interpretó que ésta permitía detenciones sólo por “el periodo razonablemente necesario para asegurar la extradición del extranjero”. Señaló que la ley (que no decía nada sobre el tema) no autorizaba la detención permanente. La Corte aña­ dió que un tribunal federal, al revisar la decisión administrati­ va de detener a un extranjero por más de noventa días, debía observar con cautela un periodo de detención mayor de seis meses. Si no existe una probabilidad significativa de que un país tome al extranjero en un futuro previsiblemente razona­ ble, el juez deberá ordenar la liberación del extranjero deteni­ do, aunque podrá imponerle otras condiciones para facilitar al gobierno su localización; por ejemplo, requerir que el extran­ jero se reporte regularmente con los oficiales de migración.22 Esta interpretación de la ley puede no ser fiel a la voluntad del legislador. Después de todo, el propósito fundamental de la ley es garantizar el confinamiento en tanto el gobierno en­ cuentra un país que acepte al extranjero. Ni la ley en su con­ junto ni la historia nos dicen qué debería pasar si no se en­ cuentra un país que acepte al extranjero; en ese caso, tal vez el Congreso habría querido mantener al extranjero confinado. Sin embargo, como señaló la Corte, cuando existen "serias dudas” sobre la “constitucionalidad” de una ley, la Corte “pri­ mero revisará si es posible encontrar una interpretación que evite el problema”. Eso hizo la Corte en este caso: señaló que la finalidad específica de la ley no era "clara”. Acto seguido, pro­ puso una interpretación que bien pudo no corresponder con la intención primigenia del Congreso.23 La Corte tomó el riesgo de ignorar el propósito del Con­ greso antes que correr el riesgo de invalidar la ley. Esto es, eligió interpretar la ley de manera en que fuera consistente con la Constitución. Con esto detuvo el peligro de inconstitu­ cionalidad. En este sentido, parece razonable suponer que el 21 Quinta Enm ienda de la Constitución federal; Zadvydas, 533 U.S. 690692. 12 Zadvydas, 533 U.S. 701. 23 Ibidem, 689 (que cita a Crowell v. Benson, 285 U.S. 22, 62 [1932]).

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Congreso habría aceptado este intercambio dado el escenario: es decir, es creíble que el Congreso hubiese preferido una in­ terpretación de la ley que asegurara su validez, frente a otra que hubiera conducido a su invalidez. Aunque este principio interpretativo parece apartarse de un enfoque ordinario orientado por el propósito u objeto, co­ rresponde a la misma función práctica; de la misma manera que el enfoque basado en las finalidades, intenta reducir las fricciones entre la Corte y el Congreso. Este principio inter­ pretativo reconoce que la Corte puede y, en la medida de lo posible, debe evitar esa fricción descartando la interpretación de la ley que conduzca a su invalidez (o amenace seriamente con hacerlo). Si la Corte encuentra que una ley es inconstitu­ cional no puede evitar dicha fricción y debe anular la ley. En­ tonces, este principio interpretativo sirve para que ambas ins­ tituciones gubernamentales, el Congreso y la Corte, trabajen conjuntamente en el cumplimiento práctico de los objetivos de la Constitución; preserva el sistema constitucional de go­ bierno, y forma parte de un enfoque integral que promete una Constitución factible y garantiza la continua aceptación po­ pular de las decisiones de la Corte.

IX. PODER EJECUTIVO, ACTOS ADMINISTRATIVOS Y EXPERIENCIA COMPARATIVA deferencia debe conceder la Corte a las políticas for­ muladas por una agencia del Poder Ejecutivo, o a su determi­ nación sobre el significado de una ley? ¿Qué tan dispuesta debe estar a anular o confirmar la decisión de una agencia administrativa sobre tales aspectos? Las respuestas a estas preguntas de carácter técnico son más importantes de lo que se podría pensar. La toma de decisiones en el ámbito adminis­ trativo constituye gran parte de la labor del Poder Ejecutivo, y el grueso de estas decisiones administrativas está sujeto a control judicial. Por tanto, las respuestas a dichos cuestionamientos definen gran parte de la relación entre el Ejecutivo y la Corte. Dado que las instancias gubernamentales actúan dentro de las fronteras marcadas por la ley, la Corte debe te­ ner siempre presente al Congreso cuando responde estas pre­ guntas. Lo más importante es que las respuestas a dichas interro­ gantes afectan la vida de ciudadanos ordinarios. Si bien es fá­ cil apreciar el efecto de las decisiones del Ejecutivo cuando se involucran los derechos más fundamentales, como en el caso de la orden presidencial de enviar tropas a Little Rock para ejecutar la sentencia del caso Brown, es más complicado apre­ ciar cómo las decisiones rutinarias de las agencias guberna­ mentales también tienen efectos —a menudo profundos— en nuestras experiencias cotidianas. Las respuestas importan, pues afectan tanto la forma en que se desempeña el gobierno como la habilidad de un gobier­ no para resolver los problemas de los ciudadanos ordinarios, y consecuentemente inciden en la materia general que pre­ tende abordar la presente obra: cómo puede la Corte ganarse la confianza popular desarrollando relaciones fructíferas con otras instituciones que sirvan, a su vez, para que el gobierno funcione mejor. ¿C uánta

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L a a d m i n is t r a c ió n

d e l P o d e r E je c u tiv o

Nos guste o no, la administración gubernamental está en to­ das partes. La Constitución le confiere al presidente el "Poder Ejecutivo” de los Estados Unidos. La rama ejecutiva de go­ bierno ejerce su poder mediante la administración de las leyes promulgadas por el Congreso, que son numerosas. Los admi­ nistradores gubernamentales se encargan de implementar las leyes que regulan la conducción de las empresas privadas o de los individuos, que permiten obtener dinero de los ciudada­ nos y las empresas, que distribuyen fondos y que proveen directamente algunos bienes o servicios. Las leyes federales, por ejemplo, requieren o permiten a los funcionarios guberna­ mentales obtener, proveer o regular impuestos, asistencia so­ cial, seguridad social, medicamentos, drogas farmacéuticas, educación, carreteras, ferrocarriles, electricidad, gas, acciones y bonos, servicios bancarios, atención médica, salud pública, seguridad, el ambiente, prácticas justas de empleo, protección al consumidor y muchas otras cuestiones (incluyendo lo rela­ tivo a las fuerzas armadas, lo cual dejo a un lado dado el ob­ jetivo del presente capítulo).1 A veces las leyes delegan la autoridad para administrar es­ tos programas al presidente, pero lo más frecuente es que se asigne esta facultad a los titulares de los departamentos u ofi­ cinas gubernamentales (regularmente designados por el presi­ dente) o a una agencia administrativa independiente, como la Junta de la Reserva Federal, la Comisión Federal de Comuni­ caciones o la Comisión Nacional del Mercado de Valores. Las "agencias independientes” son llamadas así debido a que, a diferencia de las instancias pertenecientes al Poder Ejecutivo, sus miembros son nombrados por cierto periodo y sólo pue­ den ser removidos por el presidente ante determinadas cau­ sas, y no por desacuerdos políticos. Por este grado de autono­ mía respecto del presidente, se ha dicho que estas agencias independientes son "un cuarto poder acéfalo” del gobierno, pero creo que bien pueden ser consideradas parte integrante 1 U.S. Const. art. II, sección I, párrafo 1.

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del Poder Ejecutivo.2 Las agencias (y aquí incluyo a práctica­ mente todas las agencias, oficinas o departamentos del Ejecu­ tivo) usualmente tienen gran poder: emiten regulaciones que, al igual que la normatividad emitida por el Congreso, tienen fuerza de ley; resuelven disputas, muchas veces de la misma manera en que los tribunales deciden controversias. También investigan comportamientos privados; imponen sanciones ta­ les como multas considerables a quienes violan sus reglas; otorgan licencias a empresas o particulares para llevar a cabo servicios; regularmente, consideran y conceden peticiones de los ciudadanos sobre bienes o servicios, que van desde propor­ cionar los discursos del presidente hasta informar sobre las previsiones meteorológicas locales. En suma, son muchos los programas federales de gobierno que se presentan en diferentes formas y tamaños, y emplean a millones de funcionarios gubernamentales y empleados ordi­ narios (dos millones de empleados civiles en 2009). Aun cuando se utilice el término "agencia” para referimos genéricamente a las unidades que administran la mayoría de los programas gubernamentales, es de suma importancia tener en mente su tamaño, complejidad y diversidad. Tampoco debemos pasar por alto el hecho de que algunas agencias gozan de una indepen­ dencia especial del control presidencial.3 D erecho

a d m in is t r a t iv o y c o n t r o l j u d ic ia l

A pesar del tamaño y la complejidad de la administración pública, cuando la Corte revisa la legalidad de las acciones de sus agencias aplica a menudo principios de una ram a del de­ recho: el derecho administrativo. Nuestro sistema jurídico permite que los tribunales revisen el trabajo de las agencias porque la naturaleza técnica de la sociedad moderna, junto con el deseo de la población de obtener seguridad social, aten­ 2 Véase President's Committee on Administrative Management, Report with Special Studies (1937) (que caracteriza a las agencias administrativas como una “cuarta ram a acéfala" del gobierno). 3 Oficina de Estadísticas Laborales, Departamento de Trabajo de los E sta­ dos Unidos, Career Guide to Industries, 2010-11 Edition, 2009. Consultado en www.bls.gov/oco/cg/home.htm el 6 de septiembre de 2017.

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DECISIONES QUE FUNCIONAN

ción médica y cuestiones similares, ha provocado la creación de leyes que delegan una enorme capacidad de decisión y res­ ponsabilidad a los administradores que no son electos demo­ cráticamente. El gobierno federal ha regulado el transporte fe­ rroviario desde 1880 (a través de la Comisión Interestatal de Comercio), las drogas farmacéuticas desde inicios del siglo xx (a través del Departamento de Administración de Alimentos y Medicamentos) y las prácticas comerciales desleales y enga­ ñosas desde inicios de la primera Guerra Mundial (a través de la Comisión Federal de Comercio). El cambio tecnológico y de posiciones políticas durante los años treinta dio lugar al New Deal del presidente Roosevelt, que expandió significativamente el ámbito de la regulación fe­ deral. El New Deal creó y aumentó el poder de varias comisiones regulatorias independientes, como la Comisión Nacional del Mercado de Valores, la Comisión Federal de Energía, la Junta Nacional de Relaciones de Trabajo, la Junta Aeronáutica Civil y la Comisión Federal de Telecomunicaciones. Una vez más, el gobierno amplió significativamente su ámbito regulatorio en la década de los setenta con la creación de poderosas, pero no necesariamente “independientes”, auto­ ridades regulatorias, como la Agencia de Protección Ambien­ tal, la Administración de Seguridad y Salud Ocupacional y la Administración Nacional de la Seguridad del Tráfico en las Carreteras. El movimiento desregulatorio de finales del si­ glo xx y principios del xxi cambió, de alguna manera, el modo y alcance en que el gobierno ejercía la regulación. Ciertos pro­ gramas y órganos regulatorios fueron abolidos (como la Junta Aeronáutica Civil y la Comisión Interestatal de Comercio). Era común que el Congreso cambiara el nombre y la ubica­ ción en el gobierno de una agencia; por ejemplo, modificó la denominación de la Comisión Federal de Energía a Comisión Federal Reguladora de Energía y la asignó al Departamento de Energía, sin cambios importantes en sus funciones y des­ empeño. La administración del presidente Roosevelt y las poste­ riores vieron esta expansión de la autoridad gubernamental como una exigencia práctica. Justo después del New Deal, James Landis, firme defensor de un gobierno activista, escri­ bió que "el proceso administrativo es, en esencia, la respuesta

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de nuestra generación a la insuficiencia de los procesos judi­ ciales y legislativos”. Sin embargo, el crecimiento resultante y la concentración de poder también llevaron a la gente de re­ greso a la observación primaria de Madison: “si los ángeles gobernaran” no habría necesidad de “controles”, pero en un mundo donde el gobierno es “administrado por hombres”, ¿cómo hacemos que el gobierno se “controle a sí mismo”? ¿Cómo podemos estar seguros de que las decisiones adminis­ trativas son justas y razonables? O como lo señalaban los ro­ manos: quis custodiet ipsos custodes? “¿Quién regula a los reguladores?”4 En los primeros momentos del New Deal, algunos pensa­ ron que la propia "ciencia” de la administración serviría como contrapeso a los actos administrativos en la forma en que la ciencia médica y los cánones éticos modulan la conducta de los médicos. Sin embargo, hoy día pocos creen en una “cien­ cia” de la regulación o en “cánones” de la administración que, si se acatan, generarán decisiones justas y razonables. Más bien hemos confiado en el Congreso, en el presidente y en los tribunales para supervisar la toma de decisiones en la admi­ nistración.5 El Congreso supervisa la toma de decisiones de las agen­ cias por medio de audiencias, decisiones relacionadas con el presupuesto y, por último, a través de legislación. No obstan­ te, la supervisión del Congreso está limitada por la misma fal­ ta de tiempo, conocimiento y experiencia que lo llevó a dele­ gar esa facultad a las agencias administrativas en un primer momento. El Poder Ejecutivo cuenta con una serie de recursos para controlar los actos de las agencias. Por ejemplo, se vale de ombudsmen y de inspectores generales para detectar conductas inapropiadas. Quizá lo más significativo es que vigila las deci­ siones de política pública a través de la Oficina de Gerencia y 4 lam es M. Landis, The Administrative Process, Yale University Press, New Haven, 1938, p. 46; James Madison, “The structure of the government m ust furnish the proper checks and balances between the different departments", The Federalist, núm. 51 (6 de febrero de 1788). 5Véase M. J. C. Vile, Constitutionalism and the Separation ofPowers, Liber­ ty Fund, Indianápolis [1967], 1998, pp. 277-280 (que rastrea la historia de la idea de la adm inistración pública como una ciencia apolítica).

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DECISIONES QUE FUNCIONAN

Presupuesto ( o m b , por sus siglas en inglés). Un pequeño de­ partamento de la o m b , ahora llamado Departamento del Con­ sumidor y Asuntos Regulatorios ( o ir á , por sus siglas en inglés), busca coordinar el trabajo regulatorio del creciente sector eje­ cutivo y mejorar su eficiencia. Sin embargo, sólo puede revi­ sar pocas decisiones de política pública tomadas cada año por las agencias. Además, puede intentar influir en la decisión de la política, pero carece de atribuciones jurídicas para cambiar esa decisión. Más allá del o ir á , el presidente puede no tener el tiempo o la voluntad de revisar este tipo de decisiones, incluso las de funcionarios designados por él. Por ende, los tribunales tienen también un papel en la revisión de las decisiones de las agencias del sector ejecutivo. Lo más común será que la revisión judicial sea solicitada por alguna persona que, al parecer, sufra un daño concreto como resultado de un acto de alguna agencia. Aplicando los principios básicos del derecho administrativo, un tribunal puede evaluar si la agencia administrativa fijó de manera adecuada los he­ chos, siguió los procedimientos pertinentes y acató sus propias normas y regulaciones. Un tribunal puede también valorar si las determinaciones de la agencia, incluyendo las relativas a la política pública, son razonables, no "arbitrarias, caprichosas, [o si] constituyen abuso de poder”, si se ajustan a ciertos prin­ cipios básicos de justicia, y si son consistentes con los requisitos jurídicos aplicables y con la Constitución.6 E x p e r ie n c ia

c o m p a r a t iv a y d e f e r e n c ia j u d ic ia l

Los tribunales consideran que la noción de "experiencia com­ parativa” (distintiva y específica) es útil, incluso necesaria, cuando revisan determinaciones administrativas. Al respecto se preguntan cuál institución, tribunal o agencia administrati­ va tiene la mayor ventaja comparativa para entender las cues­ tiones fundamentales que subyacen a cierto planteamiento jurídico, expresado en términos generales. Por su parte, los tribunales seguramente tendrán mayor experiencia respecto 6 Véase 5 U.S.C. sección 706; véase, por ejemplo, Service v. Dulles, 354 U.S. 363, 388 (1957).

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de los procedimientos jurídicos, las nociones básicas de justi­ cia y para interpretar la Constitución. Por ello, cuando están en juego planteamientos de este tipo, tienden a ser menos de­ ferentes con las agencias gubernamentales. Ahora bien, las agencias cuentan con mayor experiencia con hechos y cuestio­ nes de política pública relacionadas con su misión adminis­ trativa. Por tanto, es probable que los tribunales les otorguen considerablemente más deferencia cuando las determinaciones tengan que ver con estos aspectos. Esta noción ayuda a los tribunales a responder una pregun­ ta clave del derecho administrativo: ¿Qué postura debe tener un tribunal cuando analiza una determinación de una agencia administrativa? ¿A qué me refiero con postura? Dicha palabra alude a los estándares que usan los jueces cuando analizan la legalidad de una decisión tomada por otros jueces, jurados o administradores. Por ejemplo, un tribunal de apelación invali­ dará el análisis de los hechos realizado por un tribunal inferior si es claramente erróneo; al revisar la determinación de un jurado sobre la culpabilidad de un imputado, el juez sólo revocará el veredicto si ninguna persona razonable podría haber llegado a esa decisión, y cuando revise el examen de hechos efectuado por una agencia administrativa, el juez sólo lo ignorará si no está respaldado por evidencia sustancial. Cada estándar da un poco más de margen que el anterior a quien investiga los hechos.7 Algunos argumentan que es imposible aplicar estos dife­ rentes estándares, psicológicamente hablando. Por ejemplo, Harold Leventhal, un destacado juez de circuito, escribió en bro­ ma que creía haber encontrado el caso “soñado por los profe­ sores de derecho”; un caso en el que podría "meticulosamen­ te” distinguir entre los estándares, validando la determinación de los hechos realizada por una agencia, porque ésta estaba respaldada por “evidencia sustancial”, aunque si esa determina­ ción hubiera sido tomada por un juez de distrito, la habría in­ validado por “claramente errónea”. Sin embargo, tras una se­ gunda reflexión, decidió que la determinación tampoco estaba respaldada por "evidencia sustancial”.8 La reacción del juez Leventhal es una exageración. Los jue7Véase Fed. R. Civ., p. 52(a)(6); véase Jackson v. Virginia, 443 U.S. 307, 318-319 (1979); véase 5 U.S.C. sección 706. 8 International Brotherhood o f Electrical Workers, Local Union No. 68 v. Na­

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ces son capaces de aplicar diferentes estándares, por lo menos hasta cierto punto. Cuando revisan la decisión de un juez infe­ rior sobre el significado de una ley, pueden preguntarse: “¿Está en lo correcto?" Cuando revisan la decisión de un jura­ do, pueden preguntarse: “¿Estoy completamente convencido de que el jurado está equivocado, hasta el punto de que nadie sensatamente podría llegar a esa conclusión?” El juez revisor puede, a su vez, pensar: "Yo no habría llegado a esa conclusión, pero puedo entender cómo alguien más pudo hacerlo”. Lo importante para comprender los diferentes estánda­ res de revisión es que éstos se expresan en términos de gra­ do, no de tipo. ¿En qué medida un juez revisor le da a otro sujeto que toma una decisión libertad de acción para llegar a una conclusión que el juez, por su cuenta, probablemente ha­ bría considerado equivocada? El juez que concede esa liber­ tad o margen de acción a otro sujeto respecto de esa decisión ha adoptado una postura deferente. Muchas cuestiones de derecho administrativo —particu­ larmente las que definen las relaciones entre jueces y adminis­ tradores— pueden plantearse en términos de deferencia: ¿Cuánta deferencia debe otorgar un tribunal revisor? Por ejemplo, ¿debería darle a la agencia administrativa el benefi­ cio de la duda, y de ese modo acercarse a presumir que es co­ rrecta la decisión tomada por aquélla? ¿Debería más bien re­ visar la decisión de la agencia administrativa desde cero, dándole poco o ningún beneficio de la duda? Los abogados administrativistas describirían la primera posición como de gran deferencia, y la segunda, como de ninguna. ¿Debe enton­ ces un tribunal concederle deferencia a una agencia? ¿Cuándo debería hacerlo? ¿Cuánta deferencia debe darle?9 Éstos son tional Labor Relations Board, 448 F.2d 1127, 1142 (D.C. Cir. 1971) (J. Leventhal difirió). 9 Véase Stephen Breyer, "Judicial Review of Questions of Law and Policy”, Administrative Law Review, vol. 38, núm. 4 (otoño de 1986), pp. 365-367 (des­ cribiendo dos visiones opuestas sobre las decisiones de las agencias respecto a la ley, una "deferente" y otra “independiente"); ibidem, pp. 371 y 372 (“[L]a m anera delegacional de ver la deferencia [...] sugiere que la intención del Congreso consistente en hacer obligatorias las decisiones sobre derecho de las agencias es realm ente una cuestión sobre cuánta deferencia el Congreso pretendió que los tribunales tuvieran con las decisiones de las agencias admi­ nistrativas, a m anera de grado, no de tipo”).

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los principales cuestionamientos que definen la relación en­ tre los tribunales y el Poder Ejecutivo. Muchos expertos en derecho administrativo durante el New Deal respaldaron la postura de mayor deferencia, pues consi­ deraban que los administradores de las agencias usaban su experiencia “científica” al resolver asuntos como el nivel ade­ cuado de las tarifas ferroviarias o cuando una agencia adm i­ nistrativa debía suprimir la competencia considerada “des­ tructiva". Al mismo tiempo, creían que los tribunales, usual­ mente opuestos a la regulación, estarían demasiado dispuestos a imponer sus propios puntos de vista por encima de los de los administradores. Hoy, sin embargo, la gente tiene menos confianza en la experiencia de las agencias. Las personas que reciben nombramientos de carácter político y no con base en su conocimiento de la materia son quienes manejan las agencias y determinan políticas públicas, las cuales, con frecuencia, re­ flejan sus posiciones políticas y no simplemente consideracio­ nes “científicas”. Las decisiones de las agencias reflejan, a su vez, la “visión del túnel”: el convencimiento absoluto de la agen­ cia administrativa sobre la importancia de su propia misión hasta el punto de abandonar el sentido común. Al mismo tiem­ po, los tribunales ya no parecen particularmente opuestos a la regulación como una cuestión de principio. Por consiguiente, la gente recurre más a los tribunales para asegurar la equidad y racionalidad de las decisiones de la agencia. Sin embargo, la experiencia sigue siendo relevante para el cuestionamiento sobre cuánta deferencia debe otorgarse —a pesar de que es un mejor término el de "experiencia compara­ tiva” (distintiva o específica)—. Los tribunales ejercerán rela­ tivamente más control sobre los asuntos de su experiencia, mientras que permitirán relativamente mayor margen de ma­ niobra (pero no deferencia incondicional) a las agencias en los temas de su experiencia. La pregunta que se abordará ensegui­ da es cómo la Corte ha aplicado estos principios a dos tipos de decisiones de las agencias: las relacionadas con la política pú­ blica y con la interpretación de las leyes.

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DECISIONES QUE FUNCIONAN R e v is ió n

d e l a s d e c is io n e s s o b r e p o l ít ic a p ú b l ic a

DE LAS AGENCIAS ADMINISTRATIVAS

Consideraremos ahora más específicamente cómo la expe­ riencia comparativa ayuda a determ inar la deferencia res­ pecto de las decisiones que las agencias toman en materia de política pública. En la revisión de estas decisiones —por ejem­ plo, sobre qué estándar imponer a los fabricantes para garanti­ zar la seguridad de las llantas de los automóviles— un tribunal usualmente debe responder la siguiente pregunta jurídica: ¿la decisión de la agencia sobre la seguridad de las llantas es “ar­ bitraria, caprichosa o constituye abuso de poder”? Una evalua­ ción realista de la experiencia comparativa comenzaría con una comprensión de la clase de problemas que enfrentan las agencias y cómo los solucionan típicamente.10 El personal de la agencia administrativa que hace las re­ glas para la seguridad de las llantas usualmente comienza con poco conocimiento experto, pero puede aprender y probable­ mente investigar el tema por meses o quizá por un tiempo ma­ yor. El personal puede consultar con expertos externos, apren­ der de ellos a pesar de que tengan conflicto de intereses; puede preguntar al público en general sobre los primeros ensayos y revisarlos en atención a su resultado, y puede buscar informa­ ción y opiniones de colegas y de otros organismos. En síntesis, las agencias pueden desarrollar experiencia en el tema. Al mismo tiempo, el personal de la agencia administrativa debe tomar decisiones técnicas y elaborar criterios técnicos ba­ sados en lo aprendido. Para ello, debe decidir cuestiones téc­ nicas como la posibilidad de emplear el análisis de costobeneficio o si se deben utilizar esos criterios en el diseño del producto o en su rendimiento. Además, para ser eficaces, deben, a su vez, tener en cuenta los puntos de vista de aquellos a fa­ vor o en contra de su trabajo, y tal vez emitir los criterios que reflejen un acuerdo político. A manera de contraste, consideremos la experiencia del juez en esta materia. Los jueces gozan de poco tiempo en cada uno de los casos, por ejemplo un caso en que una de las partes 10 5 U.S.C. sección 706(2)(a).

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pone en duda que la regulación de la agencia sobre la seguri­ dad de las llantas sea razonable. Además, lidian con un expe­ diente que rara vez refleja todo lo que la agencia administrati­ va o su personal sopesaron. Los jueces no pueden buscar información más allá del expediente, deben responder a los argumentos de los abogados y no necesariamente tienen m u­ cha experiencia política. No es sorprendente, entonces, que los tribunales, recono­ ciendo las diferencias entre las instituciones, consideren en muy pocas ocasiones y en casos claros que las decisiones de política pública de las agencias sean “arbitrarias, caprichosas o constituyan un abuso de poder”. Por ejemplo, algunos tribu­ nales han invalidado la norma de la Junta Nacional de las Re­ laciones de Trabajo que permitía a los funcionarios comprar bebidas a los votantes el día de la elección, una medida que refleja consideraciones que van más allá del área de experien­ cia de la junta laboral. Sin embargo, ordinariamente, mientras se sigan los procedimientos adecuados, los tribunales permiten a las agencias una amplia libertad de acción; en general, los tribunales ceden muchísimo ante las agencias cuando revisan las determinaciones sobre política pública que éstas emiten.11 R e v is ió n

d e l a in t e r p r e t a c ió n d e l a s l e y e s p o r p a r t e d e l a s a g e n c ia s a d m in is t r a t iv a s

Cuando un tribunal revisa la interpretación de una ley por parte de una agencia surge un problema importante y difícil. ¿Debe una corte ser deferente a la decisión de una agencia administrativa sobre el sentido y alcance de una ley? ¿O más bien es el tribunal quien debe decidir el significado de la ley sin dejarse influir por la interpretación realizada por la agen­ 11 National Labor Relations Board v. Labor Services, 721 F.2d 13, 14-15 (lst Cir. 1983); cf. Breyer, “Judicial Review of Questions of Law and Policy”, art. cit., p. 383. ("al escribir un libro de derecho administrativo a finales de los 70, los autores sólo pudieron encontrar unos cuantos casos que abordaran direc­ tam ente una a g e n c y p o l ic y d e c is ió n y que concluyeran su ‘arbitrariedad’; para el mom ento en que la segunda edición fue publicada en 1985, encontraron muchos más casos").

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cia? Parece sorprendente que, en algunas ocasiones, los tribu­ nales escojan la primera opción. ¿Por qué los tribunales deberían ser deferentes con la in­ terpretación de las agencias? La interpretación jurídica es una labor elemental que los tribunales realizan cotidianamente usando un conjunto bien desarrollado de herramientas. Si en algún aspecto puede decirse que los tribunales tienen mayor experiencia, ¿no sería justamente en este ámbito? Imaginemos que el Congreso emite una ley que específicamente le confiere a una agencia administrativa la libertad para llenar un “espa­ cio en blanco”. Supongamos, por ejemplo, que el Congreso aprueba una ley laboral que usa el término "empleado” y añade que “la junta de trabajo tendrá la facultad de determinar, de acuerdo con los objetivos de esta ley, qué tipo de empleados se encuentran dentro de tal concepto”. En ese caso, el Congre­ so ha otorgado a la agencia administrativa la facultad para emi­ tir una regulación con efectos de ley. Si un tribunal debe man­ tener una adecuada relación con el Congreso, debe respetar tal decisión. Supongamos ahora que el Congreso hace lo mismo de manera implícita; es decir, concede a la agencia administra­ tiva el poder de definir el término "empleado”, pero sin delegar esa facultad explícitamente en la ley. Un tribunal debe, a su vez, respetar la decisión implícita del Congreso.12 Consideremos el vasto número de disposiciones legales que emite el Congreso para manejar los asuntos del gobierno, m u­ chas de las cuales se refieren a cuestiones detalladas, algunas bastantes técnicas, que son importantes para el funcionamien­ to gubernamental. Es probable que los funcionarios de las agencias entiendan estos detalles, mientras que los tribunales no. De hecho, el Congreso pudo haber delegado esa facultad a la agencia administrativa precisamente porque también care­ ce de esa experiencia. De ser el caso, los tribunales probable­ mente deberán ser deferentes con una interpretación razona­ ble de las disposiciones de la ley efectuadas por la agencia.13 12 Cf. National Labor Relations Board v. Hearst Publications, 322 U.S. 111 (1944); véase Chevron, USA v. Natural Resources Defense Council, 467 U.S. 837, 844 (1984) (señalando que la delegación legislativa a una agencia puede ser implícita, en cuyo caso una corte debe ser deferente ante una interpreta­ ción razonable efectuada por la agencia). 13 Véase Breyer, “Judicial Review of Questions of Law and Policy”, art. cit.,

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Sin embargo, ¿cómo puede un tribunal saber si el Congre­ so pretendió que cediera frente a la interpretación razonable de una agencia? El Congreso normalmente guarda silencio al respecto, delegando, a lo mucho, la facultad a la agencia ad­ ministrativa de manera implícita. Además, el Congreso no po­ dría haber quitado por completo a los tribunales su facultad ordinaria de interpretación de las leyes, ni es probable que tu­ viera la intención de dar a las agencias rienda suelta para inter­ pretar las leyes de manera que, por ejemplo, borraran los límites de sus facultades. De ahí la pregunta: ¿cuándo los tribunales deben, reconociendo la experiencia distintiva de las agencias, ser o no deferentes con su interpretación? El cuestionamiento es de gran relevancia, ya que entraña un dilema democrático moderno. Nadie duda que las condi­ ciones de vida actuales requieren que el Congreso conceda a los funcionarios de las agencias competencia para decidir m u­ chos de los problemas que afectan nuestra vida diaria; por ejem­ plo, si la gasolina puede contener plomo, si las plantas de ener­ gía deben eliminar el dióxido de azufre, si la basura debe ser reciclada, si los vendedores por teléfono pueden interrum pir a las familias durante la cena, si los transportistas deben pagar mayores cuotas en los ferrocarriles, o si el costo de la tasa de interés debe ser plenamente revelado. Pero ¿cuánto más poder debe delegar la legislatura? Para determinar qué tantas facultades y en qué medida fueron delegadas por el Congreso en una ley, un tribunal debe equilibrar dos intereses contrapuestos. Por un lado, el tribunal no debe reconocer a la agencia administrativa más facultades que las conferidas por el Congreso porque, de hacerlo, limita­ ría innecesariamente la posibilidad de que los ciudadanos controlen las acciones gubernamentales que afectan sus vidas mediante la emisión de su voto. Por otro lado, no debe recono­ cerle menos facultades que las cedidas por el Congreso, pues, de hacerlo, evitaría que los ciudadanos consiguieran los obje­ tivos básicos por los que votaron: digamos, tener un ambiente más limpio y mayor protección a los consumidores. La gente no puede alcanzar sus objetivos militares si se requiere al p. 370 (señalando que las cortes han inferido la intención legislativa y obser­ vado si una agencia tiene una especial pericia para decidir si debe ser deferen­ te ante la interpretación de una disposición legal efectuada por una agencia).

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Congreso que apruebe una ley que diga al ejército, en detalle, cómo debe tom ar una colina, ni es probable que el Congreso emita una ley de ese tipo. Una legislación que señale a los ad­ ministradores precisamente qué contaminantes debe regular, y dónde y cómo regularlos, puede resultar contraproducente. El legislador que pretenda convertirse en un detallado y gran regulador de la contaminación del aire seguramente termina­ rá por producir aire más sucio. La Corte analizó un cuestionamiento sobre deferencia en el conocido caso Chevron v. Naturae Resources Defence Council, que involucraba una legislación ambiental que establecía que la Agencia de Protección Ambiental ( e p a , por sus siglas en inglés) debía regular las "fuentes estacionarias nuevas o modi­ ficadas” de contaminación en las regiones del país que aún no habían cumplido con los objetivos de aire limpio impuestos por la ley. La e p a había desarrollado un sistema de regulación que, en efecto, trataba a cada máquina que emitía contaminantes como una "fuente” autónoma que debía cumplir con un nivel en específico. Posteriormente, la e p a modificó ese sistema para no tratar cada máquina como una fuente autónoma. En cam­ bio, con la esperanza de lograr una mayor eficiencia, ideó una “burbuja” imaginaria sobre una fábrica y trató todas las emi­ siones dentro de la burbuja como si procedieran de una sola fuente. Esto significaba que una empresa podía mantener algu­ nas máquinas sucias en funcionamiento siempre que compen­ sara las emisiones resultantes mediante el uso de máquinas más limpias en otro lugar. El cuestionamiento radicó en si la e p a podía considerar que en el término "fuente" establecido en la legislación podían incluirse todas las máquinas dentro de la burbuja en su conjunto. La Corte sostuvo que sí.14 En este caso, la Corte sentó una regla general que define cuándo los tribunales serán deferentes con la interpretación de la ley realizada por una agencia. Se dijo que si la respuesta a la cuestión surge "claramente” de la ley, la Corte no debe ser deferente con la interpretación de la agencia, sino que debe res­ ponder de manera independiente a lo que ésta diga. Sin em­ bargo, si la respuesta al cuestionamiento no es clara —cuando, por ejemplo, la ley es “omisa o ambigua”—, los tribunales de­ 14 Chevron, 467 U.S. 840-842, 856-858 y 866.

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ben asumir que el Congreso pretendió delegar a la agencia administrativa la facultad para interpretar la ley, y deben ser deferentes con una "interpretación razonable hecha por el ad­ ministrador de la agencia administrativa y convalidarla”.15 Sin embargo, la regla de deferencia no ha resuelto comple­ tamente el problema. Aplicada literalmente, daría a las agencias la facultad para resolver prácticamente todas las ambigüeda­ des de una ley. La Corte no ha adoptado dicha posición, pues el cuestionamiento sobre la deferencia surge respecto de m u­ chos diferentes programas que implican una gran variedad de disposiciones jurídicas, potencialmente aplicables a diversas circunstancias, que conllevan muchos diferentes problemas administrativos; una sola fórmula de deferencia no puede fun­ cionar para todos los casos en los que una ley sea ambigua. Por tanto, la Corte ha tratado la regla derivada del caso Chevron no como una fórmula de carácter universal, sino como una regla general. Así, la Corte no ha sido deferente a la interpreta­ ción de las agencias cuando existen buenas razones para pensar que el Congreso no ha querido que lo sea. En 2007, por ejemplo, la Corte examinó un cuestiona­ miento en materia ambiental de gran importancia. ¿La Ley de Aire Limpio otorga a la e p a el poder para regular gases de efec­ to invernadero como el dióxido de carbono? La ley preveía que la e p a debía regular “cualquier contaminante del aire" que “pusiera en peligro la salud pública o la asistencia social”. La ley define “contaminantes del aire” como “cualquier agente contaminante del aire [...] incluyendo cualquier sustancia [...] física, química [...] arrojada en [...] el aire ambiente”. Al interpretar el término "contaminantes del aire”, la e p a excluyó los gases de efecto invernadero, pero la Corte, por una estre­ cha mayoría, invalidó dicha determinación. Al considerar que la legislación sí abarcaba los gases de efecto invernadero, la Corte no fue deferente con la interpretación de la agencia. A pesar de que la palabra “cualquier” (prevista en la frase "cual­ quier agente contaminante del aire”) creaba una ambigüedad potencial, la Corte consideró que el Congreso no habría pre­ tendido excluir de la regulación gases que son los principales contribuyentes al calentamiento global. Esa decisión es, ade­ 15 Ibidem, 842-844.

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más, consistente con la visión de que el Congreso no habría querido permitir que la agencia administrativa decidiera tal exclusión —dada su importancia en materia de política públi­ ca— totalmente por su cuenta.16 En otro caso menos trascendente, la Corte fue clara en se­ ñalar que el criterio de Chevron no sentó una regla de deferen­ cia absoluta. Se trataba de una ley que autorizaba al Servicio de Aduanas de los Estados Unidos “fijar”, de acuerdo con las regulaciones del Departamento del Tesoro, las “clasificaciones finales y el tipo de derecho aplicable" para importar mercan­ cías. Un oficial de aduanas, aplicando la regulación del Depar­ tamento del Tesoro, clasificó carpetas de espiral de tres anillos como “agendas”, colocándolas en una categoría alta de derechos, en vez de clasificarlas como "otros” artículos de una categoría baja de derechos. Al decidir el caso, el tribunal sostuvo que la Corte de Comercio Internacional de los Estados Unidos, como corte revisora, no debió haber sido deferente con la interpre­ tación del oficial sobre aspectos relevantes de la regulación. La Corte se convenció de que el Congreso no habría pretendi­ do tal deferencia, por el gran número de oficiales de aduanas, la gran cantidad de determinaciones que tienen que tomar al respecto, la velocidad e informalidad con que lo hacen y la existencia de una corte revisora especializada.17 ¿Qué explica esta decisión? ¿Por qué en algunas ocasiones la Corte es deferente con la interpretación de una agencia ad­ ministrativa y en otras no? ¿Por qué el caso Chevron no es siempre la respuesta? La respuesta a estas preguntas parte del dilema democrático mencionado. Ser deferente con la postu­ ra de una agencia administrativa involucra otorgarle poder para determinar el sentido de una ley. En principio, el Congre­ so, elegido por el pueblo, es el que debe decidir cuánto poder otorgar a las agencias. Sin embargo, ¿cómo deben actuar los tribunales cuando no lo señala? Como en todos los planteamien­ tos jurídicos sobre interpretación, la respuesta depende de los objetivos y del contexto de la ley, particularmente en cuestio­ nes de experiencia comparativa. 16 Massachusetts v. Environmental Protection Agency, 549 U.S. 497, 505, 506, 528-530; 42 U.S.C. sección 7521(a)(l); 42 U.S.C. sección 7602(g). 17 19 U.S.C. 1500 (b); United States v. Mead Corp., 533 U.S. 218, 225-227, 229-234 (2001).

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Es más razonable pensar que el Congreso (de haber consi­ derado tal cuestión) habría pretendido que la corte revisora fuera deferente con la posición de la agencia administrativa si ésta tuviera una pericia especializada al respecto, si el cuestio­ namiento concierne a aspectos detallados del programa de la agencia o de su organización interna, o si tiene poca relevancia en general, si la agencia administrativa ha abordado la cuestión con especial cuidado, y si el lenguaje de la ley es ambiguo. Es más probable que el Congreso, de haber considerado tal cuestión, hubiera estimado que la corte revisora tenía el conocimiento necesario (al menos comparativamente hablan­ do) y no pretendía otorgar deferencia a la posición de la agen­ cia, si la misma no tiene en cuenta plenamente la cuestión, si la pregunta conlleva importantes cuestiones generales de polí­ tica pública o si la respuesta es útil para esclarecer, iluminar o resolver una amplia área del derecho. En ambas circunstan­ cias, tomando en cuenta los objetivos y el contexto de la ley, así como la experiencia comparativa de la agencia, con su de­ cisión, la Corte, más que impedirlo, facilita el funcionamiento de la ley en el mundo real. En el caso de la epa, la cuestión jurídica controvertida pa­ recía más significativa frente a la mayor experiencia técnica de la institución respecto del dióxido de carbono. La Corte po­ día pensar razonablemente que la pericia necesaria para res­ ponder dicho cuestionamiento era sobre todo jurídica, no ad­ ministrativa, y que la resolución de la agencia administrativa malinterpretó la intención del Congreso. La Corte estaba (re­ lativamente) mejor posicionada para considerar los objetivos de la ley y las consecuencias relacionadas con incluir o no los gases de efecto invernadero. En el caso del Servicio de Aduanas de los Estados Unidos, la Corte señaló que la experiencia de tal institución favorecía un criterio de deferencia. No obstante, las resoluciones infor­ males de los oficiales de aduanas se “producen en serie a una velocidad de 10000 al año en 46 oficinas dispersas de la agen­ cia”, lo que sugiere que dichas resoluciones se efectuaron rá­ pidamente y sin demasiada preocupación por su consistencia con las leyes, reglamentos o entre sí. Además, se consideró que el tribunal revisor, la Corte de Comercio Internacional de los Estados Unidos, y no sólo los oficiales de aduanas, tenían ex­

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DECISIONES QUE FUNCIONAN

periencia en estos asuntos. Por tanto, la Corte concluyó que el Congreso no podría haber pretendido dicha deferencia.18 La Corte, interpretando el silencio del Congreso, ha ideado un sistema práctico de deferencia. Utilizando la experiencia com­ parativa como piedra angular, los tribunales, por lo general, son deferentes, comparativamente hablando, cuando las agencias son potencialmente más capaces de resolver el problema. Los tribunales no serán deferentes cuando se encuentren en una mejor posición de resolver la cuestión, comparativamente ha­ blando. Este enfoque es consistente con los objetivos democrá­ ticos de la Constitución, pues reconoce que las decisiones acer­ ca de cuánto poder se le puede delegar a una agencia, como cualquier otra cuestión legal, descansan en el Congreso, que responde a los votantes. Sin embargo, es importante recalcar que aquéllos pueden no ser conscientes de los detalles y sólo pueden valorar si las leyes del Congreso están "funcionando bien”. Este complejo enfoque implica una relación entre los tri­ bunales y el Congreso, y además permite respetar el papel de las agencias administrativas en la ejecución de las funciones del gobierno. Así, teniendo en cuenta la experiencia compara­ tiva, la Corte permite que las agencias se encarguen de asun­ tos de su competencia, mientras se someten a límites apropia­ dos. Probablemente el Congreso tiene esta intención, por la sencilla razón de que puede permitir que sus leyes se ejecuten de mejor manera, ayuda a que el sistema tripartito funcione bien en la práctica y mantiene la aceptación popular de las decisiones de la Corte.

18 Mead, 533 U.S. 233.

X. LOS ESTADOS Y EL FEDERALISMO: DESCENTRALIZACIÓN Y SUBSIDIARIEDAD p r e s e n t e capítulo trata acerca de las formas en las que la relación entre la Corte y los estados se mantiene fuerte y funcional. Esta relación encarna la idea constitucional de fe­ deralismo, una idea relativa al nivel de gobierno en el que los estadunidenses deberían intentar resolver los problemas co­ munes. La cuestión del “nivel apropiado” a menudo se refiere a situaciones empíricas. El ministro de la Suprema Corte, Brandéis, al disentir en el caso New State Ice Co. v. Liehmann, invocó cuatro famosas propuestas sobre las relaciones de la Corte y las legislaturas respecto de situaciones empíricas. Pri­ mero, las situaciones empíricas son, a menudo, muy relevan­ tes cuando el gobierno busca una solución a un problema eco­ nómico o social. Segundo, de forma comparativa, los jueces no están bien preparados para encontrar la solución a los pro­ blemas económicos o sociales. Tercero, las legislaturas, de for­ ma comparativa, tienen mucho mejores elementos para inves­ tigar, descubrir hechos, entender su relevancia y encontrar soluciones a los problemas económicos y sociales correspon­ dientes. Cuarto, la Constitución encarna una preferencia de­ mocrática de solución legislativa por parte de quienes fueron electos. Estas propuestas son normalmente relevantes cuando el federalismo es el tema a debatir.1 Con estas “verdades” en mente, la Corte ha tratado de apli­ car principios de federalismo, a la vez que confía en quienes tienen más conocimiento o experiencia fáctica para ayudarla a determinar dónde la ley asigna responsabilidad a un problema en particular.

El

' New State Ice Co. v. Liebmann, 285 U.S. 262, 280-311 (1932) (J. Brandéis difirió). 191

192

DECISIONES QUE FUNCIONAN Ideas

subyacentes

El federalismo constitucional representa la idea histórica de la legitimidad del poder gubernamental federal. Madison ex­ presó esta idea cuando describió a la Constitución como un “acta constitutiva [...] de poder [...] otorgada por la libertad”, no como un “acta constitutiva de libertad [...] otorgada por el poder”. Su punto es que, en los Estados Unidos de América, "Nosotros el pueblo somos la fuente del ejercicio legítimo del poder federal y delegamos el poder al gobierno central”. Esto significa que cualquier poder que la Constitución no delega debe reservarse a un pueblo libre. Madison pensó que el pue­ blo no delegaría a un gobierno central el poder de privarlo de la libertad.2 En contraste, Madison sugiere que los europeos normalmente encuentran la fuente del poder legítimo en un rey. En dicho sistema, el poder fluye desde el centro, y el poder no delegado en cualquier otra parte, digamos al pueblo, perma­ nece en el centro. Por tanto, incluso si un rey liberal otorgara libertades al pueblo, esas libertades constituirían una conce­ sión de libertad por parte de alguien con poder, a saber el rey, a aquellos que, inversamente, no lo tienen.3 La diferencia entre estos dos enfoques es muy marcada. En el primer caso, el poder legítimo del gobierno se origina en la periferia y, en el otro caso, en el centro. Como lo reconocieron los constituyentes, el antiguo enfoque "local” tiene muchas ven­ tajas. Primero, el federalismo constitucional ayuda a que la democracia funcione mejor en sí misma. Si se asegura que los funcionarios federales y locales tendrán un poder más amplio en la toma de decisiones, simultáneamente se coloca un poder más grande en manos de quienes eligen a esos funcionarios. Ese pequeño número de personas puede entender mejor la naturaleza de los problemas locales; puede comunicarse más fácilmente con quienes se encuentran en la oficina de gobier­ no y evaluar con exactitud el trabajo de los funcionarios que eligió. Además, colocar el poder en las comunidades locales 2 Bem ard Bailyn, The Ideological Origins o f the American Revolution, Har­ vard University Press, 1967, p. 55 (que cita a James Madison); véase Preám­ bulo de la Constitución federal; enmienda núm ero 10. 3 Véase James Madison, The Federalist, núm. 45, 1778.

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refleja el ideal democrático del federalismo y alienta a los ciu­ dadanos a participar en el gobierno, particularmente en el go­ bierno local, donde pueden marcar una diferencia más fácil­ mente. Además, el federalismo constitucional es práctico. Quie­ nes son afectados más directamente por el problema a menu­ do están más dispuestos a entenderlo y a encontrar la manera de resolverlo. Los bomberos locales, los departamentos de poli­ cía, las autoridades sanitarias y a quienes sirven suelen enten­ der mejor las condiciones locales, incluidas las necesidades y los recursos de la comunidad. En esencia, poseen experiencia comparativa. Al mismo tiempo, se requiere una burocracia na­ cional, sujeta al control de funcionarios nacionales y a un elec­ torado nacional, para ocuparse de situaciones que se encuentran dentro del ámbito nacional, como las relativas a las relaciones internacionales, la guerra, el comercio interestatal y muchos de los temas ambientales. Idealmente, el federalismo constitu­ cional dirige los problemas a las agencias gubernamentales que mejor los manejan. El federalismo constitucional refleja una idea práctica más amplia: los beneficios de la experimentación. En la época de la Gran Depresión, a mediados de los años treinta, el minis­ tro Brandéis, al disentir de lo resuelto en el caso New State Ice, expresó de forma sucinta: “Uno de los felices incidentes del sistema federal es que, si así lo elige su ciudadanía, un solo es­ tado valiente sirve como laboratorio para tratar de innovar experimentos sociales y económicos sin arriesgar al resto del país”. Implica el valor de no adoptar una solución demasiado rápido, incluso en un problema nacional, de intentar enfoques diferentes, así como de tener distintas ideas antes de compro­ meter a la nación en una estrategia. Todas estas ideas requieren asegurar que los estados cuenten con libertad constitucional para experimentar.4 SUBSIDIARIEDAD

Estas diferentes ideas subyacen a un concepto que los tribu­ nales europeos modernos han considerado útil en un contexto 4 New State Ice Co., 285 U.S. 311 (J. Brandéis difirió).

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DECISIONES QUE FUNCIONAN

más o menos comparable: el concepto de subsidiariedad. Este concepto, originado en el pensamiento religioso de la época tardía medieval, proporciona un método general para aplicar el federalismo en esta época más democrática. La subsidiarie­ dad insiste en que el poder gubernamental, que debe encar­ garse de determinado tipo de problemas, debe descansar en manos de la unidad más pequeña del gobierno, capaz de aten­ der exitosamente ese tipo de problemas. Uno comienza por suponer que la competencia para solucionar un problema debe permanecer en el nivel local. Luego, uno debe preguntar­ se sobre la necesidad de abandonar esta suposición con la fi­ nalidad de resolver el problema. Uno puede continuar hacién­ dose esta pregunta, nivel por nivel, y podría responderla sin involucrar a más autoridades gubernamentales de mayor je­ rarquía más allá de lo necesario, con el fin de resolver el pro­ blema efectivamente.5 La Unión Europea ( u e ) prevé este principio en sus trata­ dos, facultando a los Estados miembros para encargarse del manejo de ciertos temas de la mejor manera posible a un nivel más descentralizado. Dentro de estos temas se encuentra la protección al consumidor, la educación, las relaciones labora­ les, la tributación y la salud pública, así como numerosos asun­ tos de gobierno local. Al mismo tiempo, los tratados crean re­ glas vinculantes a nivel central de la u e para la administración de asuntos multinacionales, particularmente los que afectan el comercio entre los Estados miembros. Los tratados tam ­ bién permiten que la u e suscriba leyes relacionadas, por ejem­ plo, con una moneda común, finanzas, migración de trabaja­ dores, medio ambiente y otros asuntos que pueden arreglarse a nivel internacional.6 El Tribunal de Justicia de la Unión Europea resuelve a ve­ ces cuestiones sobre el significado de los tratados europeos y, al hacerlo, puede aplicar el concepto de subsidiariedad. Por ejemplo, se sometió a su consideración si Italia, como Estado 5 Véase Chantal Millon-Delsol, L’é tat subsidiaire, p u f , París, 1992, p. 13. 6 Véase, por ejemplo art. 5, Versión consolidada del Tratado de la Unión Europea, O.J.C 115/13 (2008), p. 18. Para una reciente y general discusión so­ bre la subsidiariedad en el derecho de la u e , revísese Theodore Konstadinides, División ofPowers in European Union Law, The Hague, Kluwer Law Interna­ tional, European M onographs Series, 2009.

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miembro, podía prohibir la venta de pasta seca no elaborada con grano duro, un tipo de trigo que crece en el sur de ese país. El tribunal sostuvo que los tratados prohibían las restric­ ciones italianas sobre los tipos de pasta que podían venderse, pues inhibieron irracionalmente la venta de pasta importada a Italia. No obstante, el tribunal permitió a Italia proteger a sus propios consumidores, insistiendo en que el empaque de todas las pastas indicara si el producto estaba hecho con grano duro o no.7 Tal como se emplea hoy día y en términos generales, el prin­ cipio de subsidiariedad incorpora un enfoque que puede ayu­ dar a los legisladores tanto estadunidenses como europeos. Dicho enfoque ve al poder como si fluyera desde “abajo”, bus­ ca ventajas democráticas en el localismo y ve el valor práctico en el control y la experimentación locales. Visto de ese modo, el concepto incorpora ideas históricas, democráticas y prácti­ cas que subyacen al federalismo constitucional estadunidense. El pensamiento subyacente, como el de la Constitución mis­ ma, es que el gobierno nacional debería resolver los proble­ mas nacionales, mientras que los gobiernos estatales y locales deben retener el poder para solucionar otros problemas loca­ les, con los cuales pueden tratar de manera más efectiva. Reconocer la importancia de estas ideas, que conforman el federalismo, y la naturaleza empírica de las determinacio­ nes que ha sido necesario aplicar, ayuda a que el tribunal mantenga una relación funcional efectiva con los estados, así como con el gobierno federal. La discusión entre diversas áreas del derecho relacionadas entre sí ilustrará la interacción entre los principios básicos del federalismo y los juicios empí­ ricos. L im it a c ió n

a l a a u t o r id a d l e g is l a t iv a f e d e r a l

El primer tema sobre federalismo que trataré corresponde a la competencia del Congreso para legislar. La Constitución es­ tablece un listado preciso de facultades legislativas que reserva al Congreso. Utiliza un lenguaje amplio para describir los tó­ picos de esa lista, por ejemplo, otorgando al Congreso la com­ 7 Caso 90/86, Procedimientos Criminales contra Zoni, 1988 E.C.R. 4285.

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petencia para “regular el comercio internacional y entre los di­ versos estados”. Además, añade que podrá “hacer todas las leyes necesarias y adecuadas para ejecutar” tales atribuciones. Algu­ nas veces, la Corte debe intentar interpretar estas disposicio­ nes para determinar sus límites y alcance, y al hacerlo debe aplicar los principios del federalismo. Sin embargo, tal como lo advirtió el ministro Brandéis, la Corte no puede hacer o eva­ luar tan fácilmente los hechos relevantes. El resultado es que en esos casos los principios prácticos del federalismo sugieren que la Corte delegue al Congreso la mayor parte de la respon­ sabilidad interpretativa.8 Por ejemplo, un caso de 1995 requirió que la Corte deci­ diera si la Constitución otorgaba al Congreso la facultad para emitir una ley que prohibía la posesión de armas cerca de las escuelas locales. La Corte sostuvo que la ley no se encuadraba dentro de las facultades legislativas que la cláusula de comer­ cio otorgaba al Congreso, sino que representaba un intento de usurpar las facultades legislativas que la Constitución reserva­ ba a los estados. El caso fue difícil de decidir debido a las in­ terconexiones fácticas que subyacían en la sentencia, como sucede usualmente cuando están en juego cuestiones jurídicas que involucran al federalismo.9 En primer lugar, el mundo actual requiere que los gobiernos emitan leyes relativas a temas que normalmente tienen fuertes conexiones locales, así como potenciales conexiones multiestatales. Las sustancias químicas dispersas en el aire de una ciu­ dad pueden, a través del viento y la lluvia, afectar el aire y el agua en ciudades que se encuentran a kilómetros de distancia. Los esfuerzos de un estado para controlar los gases del escape de un auto, a través de la modificación tecnológica de los au­ tomóviles, pueden afectar el precio, la calidad, la producción y, en última instancia, el uso de automóviles a lo largo de la nación. El cultivo en el hogar de trigo o de marihuana para uso personal puede afectar el precio y el consumo del producto en otros estados si se generaliza en la práctica.10 En otro orden de ideas, es difícil responder a la pregunta 8Artículo Io de la Constitución federal, sección 8. 9 United States v. López, 514 U.S. 549, 551 (1995). 10 Para casos que tratan dichos temas, véase, por ejemplo, Wickard v. Filhum, 317 U.S. 111 (1942) y Gonzales v. Raich, 545 U.S. (2005).

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sobre qué nivel de gobierno debería ser el primer responsable de resolver los problemas que requieren legislación. ¿Qué en­ tidad del gobierno será la responsable de proporcionar la edu­ cación que capacite a los futuros trabajadores estadunidenses con movilidad, que vivirán en varios estados durante su vida, para competir efectivamente en un mundo donde el comercio es internacional? ¿Dónde deberá recaer la responsabilidad de la salud del trabajador? ¿Cuándo se debe separar un aspecto de solución local como, por ejemplo, los robos, de un proble­ ma más amplio como, en este caso, el crimen en general? Estas preguntas demuestran que a menudo resulta razo­ nable subdividir los problemas, tratando algunos aspectos de un problema como locales y otros como nacionales. Pero cuán­ do y cómo los gobiernos deben hacerlo depende de la visión de quienes crean las políticas públicas sobre la naturaleza de un problema en particular. Ésta es una cuestión general que favorece la toma de decisiones a nivel local. Pero hay otra cues­ tión para estimar la efectividad comparativa del nivel local frente a la autoridad nacional en un mundo fácticamente interconectado. Los hechos determinan las respuestas. Los legis­ ladores tienen más capacidad que la Corte para reunir infor­ mación empírica, para hacer predicciones basadas en hechos y para ejercer un juicio informado sobre políticas públicas. Por tanto, a menudo, la Corte vacilará antes de sustituir la decisión del Congreso por una suya. Al mismo tiempo, aun cuando la Corte dude, los estados no quedan desprotegidos. Los miembros del Congreso, aunque son servidores públicos federales, son también funcionarios estatales, electos por votantes estatales y locales. Por tanto, los miembros del Congreso deben tratar de extender los inte­ reses de esos electores estatales y locales, y en efecto lo hacen; deben mantenerse atentos a los temas estatales y locales, y lo hacen; deben consultar con frecuencia a los gobernadores, le­ gisladores locales, alcaldes, miembros del consejo ciudadano, funcionarios de los comités escolares, cámaras de comercio, sindicatos locales y, por supuesto, los propios votantes, y lo hacen. El hecho de que los legisladores federales deban m an­ tener fuertes lazos locales significa que, en la medida en que el público favorece el control local, y en tanto que es sospechoso que la autoridad sea ejercida desde una ciudad lejana (ya sea

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la capital de los Estados Unidos, Washington, o Bruselas como capital de la ue), los legisladores elegidos localmente deben tener en cuenta los puntos de vista locales. Además, la mayoría de las leyes estadunidenses —inclu­ yendo el derecho familiar, la mayoría del derecho penal, casi todo el derecho de daños y perjuicios, casi todo el derecho so­ bre propiedad, la mayor parte del derecho corporativo, la ma­ yor parte del derecho de educación, la mayor parte del dere­ cho de salud, la mayor parte del derecho social, e incluso gran parte del derecho ambiental— son leyes estatales y no fede­ rales. Cuando el Congreso legisla a nivel nacional imponiendo cargas u obligaciones a los estados, normalmente lo hace otorgando recursos federales a los estados o a las localidades, quizá a la vez que les impone estándares federales. El Con­ greso también ha creado sistemas regulatorios de concurren­ cia estatal-federal, como la Clean Water Act (Ley de Agua Lim­ pia). Así, los miembros electos del Congreso, al considerar dónde se resuelven de mejor manera los problemas, han dejado gran cantidad de leyes a los estados, para que éstos las creen, apliquen y desarrollen. Los estados han creado regímenes legales federales que prevén la concurrencia estado-federación y, en ese sentido, han ayudado a proteger a los estados de los esfuerzos federales para acum ular el poder a expensas de aquéllos. Ahora, regresemos a nuestro caso de 1995 relativo a armas de fuego en las escuelas. La cuestión consistía en si la cláusula constitucional de comercio otorga al Congreso la autoridad para emitir leyes que prohíban la posesión de armas cerca de una escuela local. Al decidir sobre el caso, la Corte dio por hechos ciertos principios legales subyacentes. La cláusula de comercio, por ejemplo, otorga al Congreso el poder para regu­ lar temas sobre la movilidad en el comercio interestatal y las actividades que lo afectan. Asimismo, cuando la Corte deter­ mina que una actividad, como el cultivo de trigo para consu­ mo del hogar, tiene el efecto interestatal requerido, debe asu­ mir que el Congreso tiene el poder de actuar a la luz del efecto total, agregando instancias con actividades similares. Si bien el suministro de trigo para el autoconsumo de un granjero no afecta el precio interestatal, el agregado de "todo” el trigo cul­

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tivado en el hogar de “todos” los granjeros sí podría hacerlo. Entre 1938 y 1990 la Corte, en aplicación de estos principios legales y otros similares, ratificó consistentemente leyes fede­ rales con el argumento de que las actividades implícitas afec­ taban significativamente el comercio interestatal.11 No obstante, la Corte invalidó la ley federal que criminali­ zaba la posesión de armas cerca de una escuela; señaló que la educación y el crimen eran cuestiones locales primigenias, que la violencia relacionada con las armas afectaría, primera­ mente, a las comunidades locales, y que las leyes penales de los estados podían manejar de forma adecuada los problemas relativos a la posesión de armas de fuego.12 A pesar de que existe cierta lógica en esa posición, no es difícil encontrar los posibles efectos interestatales que podrían justificar que la posesión de armas cerca de una escuela se ti­ pificara como un delito federal. La posesión de armas en es­ cuelas significa violencia, y violencia significa pobreza educa­ tiva. La pobreza educativa implica una fuerza de trabajo poco productiva y competitiva. Y esa fuerza de trabajo afecta nega­ tivamente no sólo a un estado, sino a todos los otros. Puede decirse que la violencia escolar, de la que forman parte las ar­ mas, representa un problema nacional que justifica una solu­ ción nacional.13 Así, tenemos dos grupos de vínculos lógicos que apuntan en direcciones jurídicas opuestas. ¿Cuál deberá controlar el resultado de la decisión de la Corte? La respuesta requiere que el juez tome una decisión sobre la importancia de cada una de las conexiones subyacentes. La sentencia deberá estar basada en los hechos, y los legisladores probablemente tende­ rán a buscar esos hechos y tendrán mayor capacidad para determinar su relevancia política. Por ello, los tribunales, al tanto de las cuatro “verdades” de Brandéis, tendrán deferen­ cia al juicio del Congreso sobre tales temas. Ésa es la razón por la que una relación funcional entre los gobiernos estatal y 11 López, 514 U.S. 551; art. Io de la Constitución federal, sección 8, el. 3; véase López, 514 U.S. 558-559; véase ibidem, 560-561 (que cita a Wickard, 317 U.S. 128); véase ibidem, 606-607 (J. Souter difirió). 12 López, 514 U.S. 551 (opinión de la mayoría); ibidem, 564-565. 13 Ésa es la posición que adopté en m i voto disidente, ibidem, 619-622 (J. Breyer difirió).

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federal depende, en gran medida, de tribunales que doten al Congreso de esa deferencia. En suma, la aplicación del principio de subsidiariedad a la interpretación de las facultades constitucionales del Poder Legislativo federal requiere que la Corte considere temas que son originariamente empíricos y, a menudo, cuestiones de gra­ do. La Corte no fue diseñada institucionalmente para tomar esa clase de decisiones. En consecuencia, y predeciblemente, la decisión de la Corte en el caso de las armas de fuego no impidió que el Congreso expidiera nuevamente una ley virtualmente idéntica en la que se restringieron las armas que habían entra­ do, y no sólo las que afectaban el comercio interestatal. Virtual­ mente toda arma cumple esa condición.14 En síntesis, ha sido difícil para la Corte trazar un camino de normas para interpretar la lista de facultades legislativas en la Constitución, incluyendo la cláusula de comercio, a fin de poder utilizar los principios del federalismo o subsidiarie­ dad para limitar dichas facultades. Esto no implica un fracaso de los principios ni de la Corte, sino más bien, dadas las cir­ cunstancias del problema, refleja la realidad del mundo ac­ tual. P r o t e c c ió n

d e l m e r c a d o n a c io n a l

El segundo tema sobre el federalismo que trataré se relaciona con la acción legislativa que amenaza con violar sus princi­ pios. Aquí la Corte puede y debe asumir un papel más activo. Este conflicto surge de las siguientes circunstancias: la Constitución busca garantizar al gobierno federal la autori­ dad para manejar los problemas nacionales. El mantenimien­ to del mercado nacional encabeza la lista de estos conflictos. La cláusula de comercio otorga específicamente al Congreso la competencia para regular los mercados interestatales e in­ ternacionales.15 Además, la Corte ha interpretado ampliamente la cláusula de comercio como una extensión del principio básico que pro­ híbe a los estados interferir en el mantenimiento de un merca­ 14 18 U.S.C., sección 922 (q) (2) (A). 15 Artículo I o de la Constitución federal, sección 8, el. 3.

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do nacional, incluso ante la ausencia de una ley específica del Congreso. Al aplicar la llamada “cláusula de comercio inacti­ va", la Corte declara inconstitucional cualquier ley estatal que interfiera de forma significativa con la operación de los mer­ cados nacionales e internacionales.16 Este principio es claro. Sin embargo, otra vez, la necesi­ dad de un juicio basado en información fáctica y técnica hace difícil para los tribunales la implementación del principio en la práctica. Los ejemplos ilustran esta dificultad. Supongamos que un estado expide una ley que prohíbe introducir duraznos cultivados con el uso de ciertos pesticidas, o una ley estatal que insiste en el uso de cables para elevador hechos con cierto tipo de acero, o una ley estatal que impide que los vehículos interestatales de carga transporten dinamita durante el día. ¿Todas esas leyes locales han sido diseñadas para proteger a los productores locales de la competencia fuera del estado? De ser así, han violado la cláusula comercial; han interferido en el mercado nacional con la finalidad de proteger el merca­ do local, que es el mal que la cláusula busca prohibir. Pero supongamos que dichas leyes estatales han sido diseñadas para proteger, en primer lugar, a los ciudadanos de pesticidas peligrosos, de elevadores defectuosos o del riesgo de una ex­ plosión. Si es así, sus objetivos podrían justificar el impacto negativo en el comercio interestatal.17 ¿Cómo podrán los tribunales determinar si estas leyes protegen a los consumidores de un daño serio o tienen un propósito más siniestro? Como dichas cuestiones atañen al hecho de si una ley excede las facultades que la Constitución delega al Congreso, es necesario investigar las circunstancias 16 Véase C&A Carbone, Inc. v. Clarkstown 511 U.S. 383, 401-402 (1994) (J. O’Connor concurrió); véase, por ejemplo, Camps Newfound/Owatonna, Inc. v. Town o f Harrison, 520 U.S. 564, 595 (1997) (que invalida un estatuto de Maine que excluía de la exención al impuesto de propiedad a las organizacio­ nes de beneficencia, las cuales operaban principalmente para el beneficio de no residentes); véase tam bién Wyoming v. Oklahoma, 502 U.S. 437, 461 (1992) (que invalida una ley de Oklahoma que discriminaba a productores de carbón no residentes). 17 Véase, por ejemplo, Wyoming, 502 U.S. 454-455 (“Cuando el estatuto del estado apunta a mero proteccionismo económico, una regla de invalidación virtual per se debe aplicarse [que cita Philadelphia v. New Jersey, 437 U.S. 617, 624(1978)]).

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fácticas. Probablemente, la respuesta se basará en hechos ge­ nerales y en la comprensión de los mercados relevantes, y pro­ bablemente se hará a la luz del conocimiento técnico. A diferencia del primer tema de federalismo (la competen­ cia del Congreso para legislar), la respuesta a la pregunta de la cláusula de comercio no permite a los tribunales aceptar cual­ quier solución razonable que adopte una legislatura estatal, pues es más probable que ésta se encuentre influida justo por los intereses que la cláusula de comercio nacional busca limi­ tar, a saber, los intereses locales que amenazan el mercado na­ cional. Cuando discutimos el primer tema, vimos cómo el he­ cho de que los votantes de un estado elijan a los senadores nacionales significa que sus senadores electos pondrán aten­ ción en los intereses del estado cuando voten por la legislación federal. Lo contrario sucede con los gobernadores. Por ejem­ plo, el hecho de que el gobernador de California no sea elegi­ do por los votantes de otros estados (digamos de Florida) sig­ nifica que dicho gobernador tiene pocas razones para atender los intereses de Florida cuando decide si suscribe una ley que prohíbe efectivamente la venta de aguacates de este estado en California. Así pues, cuando la Corte ha enfrentado un problema de una ley estatal que amenaza al mercado nacional, no se ha li­ mitado a ser deferente con las legislaturas estatales, sino que ha tomado decisiones judiciales desinteresadas, tratando de superar su mayor desventaja institucional, que es la de encon­ trar los hechos legislativos generales. La Corte ha logrado lo anterior sin tener deferencia al juicio de la legislatura y dejan­ do claro que cualquiera que sea la decisión judicial, el Congre­ so mantiene la libertad de revocar esa determinación como cuerpo legislativo federal. Por ejemplo, si la Corte considera que una ley estatal que prohíbe el transporte diurno de dina­ mita viola la cláusula de comercio inactiva, al interferir en el comercio interestatal, puede autorizar al estado a expedir nuevamente la misma ley. Asimismo, el Congreso puede delegar sus atribuciones a un órgano administrativo, el cual tendrá la última palabra. Así, por ejemplo, puede otorgar al Departamento de Transpor­ te Federal la facultad para decidir si la prohibición estatal del transporte diurno de dinamita interfiere significativamente en

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el mercado nacional. El Departamento de Transporte puede autorizar al estado mantener su ley. Si un tribunal revisara la decisión del Departamento de Transporte, sólo podría hacerlo como si revisara cualquier otra decisión del organismo, sien­ do deferente a aquél e invalidando la determinación del órga­ no administrativo sólo si ésta fuere irracional. El resultado es un acuerdo institucional tripartito: Corte, Congreso y organismos que trabajan conjuntamente en un área empírica del derecho para determinar cómo y cuándo un estado ha violado un principio constitucional básico. El acuerdo permite a la Corte trabajar de forma cooperativa con los poderes Legislativo y Ejecutivo, aprovechando su expe­ riencia para dar un significado concreto a los principios de subsidiariedad del federalismo. P r o t e c c ió n

a l a a u t o r id a d e st a t a l y l o c a l

El tercer punto del federalismo nos regresa al problema de la legislatura nacional, el Congreso, que busca invadir el ámbito estatal de competencia. Ahora nos concentraremos en las facul­ tades básicas no limitativas que la Décima Enmienda “reserva a los Estados, o al pueblo, respectivamente”, y en facultades legislativas explícitas que la Constitución concede al Congreso. Aquí la Corte protege frecuentemente los principios del fede­ ralismo mucho mejor, sin considerar inconstitucionales las le­ yes federales contrarias a la Décima Enmienda, y sin tratar de definir la naturaleza específica de los poderes reservados a los que se refiere, sino teniendo en mente los principios básicos (o subsidiarios) del federalismo para utilizarlos como factores que guíen a la Corte a un mejor resultado en casos específi­ cos que involucren legislación y otras partes de la Constitución. Consideremos un problema jurídico generalizado como el tema de preemption. * Cuando el Congreso expide una ley fe­ * Preemption es, en realidad, un térm ino del arte que no puede traducirse exactamente y, en todos los casos, como preeminencia a riesgo de perder de vista las decisiones jurídicas complejas a las que alude. Más en la idea de un acto de suplantación, preemption es la doctrina jurídica que estipula que la ley federal remplaza o sustituye (preempt) en su aplicabilidad a una ley estatal que entra en conflicto con ella, y es una consecuencia del artículo VI de la Constitu-

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deral que, por ejemplo, regula equipo de transporte interesta­ tal, tiene el poder para invalidar las leyes estatales relaciona­ das. Así, podría invalidar las leyes estatales que cubran la misma materia general y que entren en conflicto directo con ella, como por ejemplo las que establezcan una regla opuesta sobre faros para camiones interestatales; podría invalidar tam ­ bién leyes estatales que constituyan un obstáculo importante ción de los Estados Unidos que establece la supremacía constitucional y de las leyes de la Unión por sobre las disposiciones contrarias halladas en la legisla­ ción estatal. Así, ante un conflicto entre la ley federal y una ley estatal, la ley federal prevalece —suplanta— una ley estatal válida. Decidir si la promulgación de una ley federal sustituye la ley estatal es un problema que se resuelve acu­ diendo a la intención del Congreso —es decir, si éste implícita o explícitamente se proponía remplazar la ley estatal—. Ahora bien, si esta suplantación incluye áreas tradicional e históricamente ocupadas por los estados y donde se consi­ dera que la ley federal no prevalece, la intención del Congreso de suplantar la legislación estatal debe ser clara y manifiesta. Suplantación (preemption) explí­ cita: el Congreso suplantará la ley estatal cuando el lenguaje legislativo refiere ese propósito expresamente. Así, los tribunales cuando decidan cuestiones de aplicabilidad legal en preemption deben revisar el lenguaje del ordenamiento jurídico en cuestión. Cualquier indicación explícita al respecto de la sustitu­ ción (preemption) determina el alcance de la misma. Sustitución (preemption) implícita: aunque en ausencia de manifestación expresa, la intención del Con­ greso de suplantar la ley estatal puede entenderse como implícita en dos cir­ cunstancias: primera, bajo el escenario de field preemption, la suplantación (preemption) es implícita cuando la ley promulgada por el Congreso abarca ex­ tensam ente un determinado campo legal, o regula una materia donde el inte­ rés federal es tan predominante, que, en efecto, el Congreso no deja espacio al­ guno para que los estados regulen conductas en ese campo. Para determinar si el Congreso ha suplantado la legislación estatal en un determinado terreno le­ gal o regulatorio, debe revisarse enteramente el esquema regulatorio respectivo y decidir si con base en su extensión o en la naturaleza del campo regulado el Congreso tenía la intención de excluir a los estados de imponer requisitos en ese terreno. Si de ese examen puede inferirse que el Congreso pretendía ocu­ par ese campo legal o regulatorio, los requisitos estatales son suplantados sin im portar cuál sea el conflicto de leyes que se presente. Segundo, aun cuando las leyes promulgadas por el Congreso no abarquen en su totalidad cierto cam­ po legal o regulen una m ateria de interés federal predominante, la intención del Congreso de suplantar la ley estatal será implícita en la medida en que la ley federal entre efectivamente en conflicto con cualquier ley estatal. Las determi­ naciones en suplantación por colisión (conflict preemption) deben considerar la legislación federal como un todo y decidir si los requisitos impuestos por las leyes federales y estatales pueden cumplirse simultáneamente, o si, a la luz del propósito de la ley federal o de sus pretendidos efectos, la ley estatal representa un obstáculo para el efectivo cumplimiento de los objetivos del Congreso. [T.]

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para el cumplimiento de los objetivos fundamentales de la ley federal; por ejemplo, las leyes estatales que exijan a los camioneros colocar varios tipos de pantallas opacas para lluvia en­ cima de los faros. Sin embargo, si el Congreso no establece claramente en una ley federal lo que ha previsto para ésta, los tribunales deberán decidir si aquélla tiene implícitamente preemption, con lo que se invalidará la ley estatal particular. Por ejemplo, el Congreso expide una ley en la que delega a una agencia administrativa federal, como la Administración de Alimentos y Medicamentos ( f d a , por sus siglas en inglés), la autoridad para solicitar formas específicas de etiquetado para garantizar la seguridad de los medicamentos. La f d a determina entonces que los productores del medicamento deben señalar cinco distintos riesgos en la etiqueta. ¿Podría un estado solici­ tar añadir un sexto riesgo? ¿Podría el estado permitir que un jurado hallara jurídicamente responsable al productor que omitió advertir sobre el sexto riesgo en una demanda de da­ ños y perjuicios promovida en una corte estatal?18 La ley federal no establece si ello significa que los requisi­ tos de la agencia administrativa sólo sirven de parámetro mí­ nimo y, por tanto, si el estado puede añadir más requisitos, o si constituye un tope respecto del que no se podrán agregar más. El objeto de la ley —incremento en la seguridad— tampo­ co le dice mucho a un tribunal. Agregar palabras en una etique­ ta para evitar responsabilidad por daños muchas veces implica tener un producto más seguro (cuando las palabras identifican adecuadamente un riesgo mayor) y, a veces, un producto más riesgoso (cuando el requisito conduce a los farmacéuticos a modificar o, de otro modo, adecuar la etiqueta del medicamen­ to, confundiendo a los consumidores y, consecuentemente, haciendo que todas las etiquetas sean menos efectivas). ¿Serán útiles los principios básicos del federalismo o de la subsidiariedad, que nos indican que debemos dejar los pro­ blemas a nivel local, salvo que sea necesaria una regulación federal? Pero, otra vez, necesitamos conocimientos fácticos y técnicos considerables sobre cómo funciona la normatividad de los medicamentos para poder saber si, en balance, las de­ 18 Cf. Wyeth v. Levine, 129 S. Ct. 1187, 1191 (2009); cf. tam bién Altria Group, Inc. v. Good, 129 S. Ct. 538, 541 (2008).

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mandas estatales por daños beneficiarían o perjudicarían los esfuerzos de la ley federal para colocar los medicamentos en manos de quienes los necesitan sin un riesgo excesivo. En este punto podríamos remitimos nuevamente a la dis­ cusión sobre la cláusula latente de comercio, para considerar el esfuerzo institucional cooperativo que funciona adecuada­ mente en ese contexto. Pero ¿funcionará bien en éste? La le­ gislación es omisa respecto de la preemption cuando el Con­ greso delega autoridad a una agencia administrativa federal. Hay fuertes argumentos a favor y en contra de permitir que la toma de decisiones local (las demandas estatales por daño) complemente la toma de decisiones federal (los requisitos de etiquetado de la f d a ). La aplicación del principio de federalis­ mo (como el de subsidiariedad) es útil sólo en la medida en que podamos obtener suficiente información y experiencia fácticas sobre cómo funcionan en la práctica la regulación de medicamentos y otras leyes federales. ¿Quién tiene esa información y experiencia fácticas? Una entidad administrativa, no un tribunal. Así, como en el área de la cláusula de comercio inactiva, la Corte debe recurrir a la en­ tidad administrativa que tiene o puede obtener y evaluar la información, que entiende el esquema jurídico y que puede solicitar y considerar la visión de todas las partes interesadas, incluyendo a los estados, cuando decide temas relativos a las políticas públicas. ¿Por qué no, entonces, dejar que la agencia o entidad administrativa tome las decisiones importantes so­ bre preemption} Si la entidad decide que sus reglas favorecen demandas de daños en el ámbito local, entonces la Corte ten­ drá deferencia hacia su decisión. Si la entidad no señala nada, la Corte podrá suponer que las reglas de la f d a no tienen la intención de otorgar preferencia a la ley estatal. Este ejemplo muestra cómo debe la Corte interpretar las leyes ordinarias a la luz de los principios fundamentales del federalismo, confirmando el objetivo legislativo básico del Con­ greso. Al hacerlo, probablemente le sea difícil encontrar for­ mas que sean acordes con ese objetivo básico para que los es­ tados desempeñen un papel particularmente en áreas en las que éstos tienen experiencia especial. La Corte también podrá recurrir y depender de una agencia administrativa especiali­ zada para obtener y evaluar información empírica relevante,

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mientras da deferencia a las decisiones de la entidad que des­ cansan en su experiencia. En una palabra, la Corte puede bus­ car alianzas entre las instituciones de gobierno, incluyendo al Congreso, las agencias y la propia Corte, en un esfuerzo para emitir decisiones más informadas y efectivas, en las que cada uno puede hacer uso de las competencias de otros. Asimismo, la Corte puede ayudar a proteger a los estados de diversas maneras cuando interpreta preceptos constituciona­ les sin relación aparente. El caso New State Ice es un buen ejemplo. En 1925 Oklahoma emitió una ley que regulaba la venta de hielo para enfriar refrigeradores. En ese entonces el precedente de la Suprema Corte sostenía que la prohibición constitucional de tom ar la “propiedad” de las personas sin "el debido proceso” sólo permitía este tipo de normas si el nego­ cio era “especial” de alguna manera, particularmente si estaba “afectado por el interés público”. Los Liebmann, quienes que­ rían entrar al negocio de hielo, argumentaron que el negocio no era especial y que el hielo era como la carne, las papas u otros productos, sólo que más frío. Probablemente tenían ra­ zón sobre la relación entre el hielo y otros productos; sin em­ bargo, el ministro Brandéis (con un solo disidente) decidió aplicar la ley, pues interpretó y aplicó un precepto constitucio­ nal, la cláusula del debido proceso, que aparentemente no se­ ñala nada sobre federalismo, a la luz de uno de los objetivos fundamentales de aquél: permitir que los estados actúen como laboratorios comprometidos en un experimento económico.19 Un ejemplo más reciente demuestra cómo la Corte puede implementar el federalismo manteniendo ese objetivo en men­ te cuando considera otros preceptos constitucionales. En 2007, enfrentó la pregunta sobre si la cláusula constitucional de igualdad ante la ley prohibía a dos ciudades, Seattle y Louisville, considerar la herencia racial de sus estudiantes para el desarrollo de planes que promovieran la diversidad racial en las escuelas primarias y secundarias públicas.20 19 New State Ice Co., 285 U.S. 271; ibidem, 273-277: Brief of the Appelle, en 17, New State Ice Co., 285 U.S. 262 (núm. 463); New State Ice Co., 285 U.S. 281 (J. Brandéis difirió); ibidem, 310-311. 20 Parents Involved in Community Schools v. Seattle School District núm. 1, 551 U.S., 701, 709-711 (2007).

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Hasta la decisión en el caso Brown, Louisville había teni­ do un sistema escolar completamente segregacionista, des­ pués del cual abolió la segregación bajo la vigilancia de una corte federal. Cuando la corte federal finalmente concluyó la supervisión directa en las escuelas de Louisville (muchos años después), la población escolar total era, aproximadamente, 30% negra y 70% blanca. El distrito escolar delineó límites, transfirió estudiantes y administró otras áreas de un complejo plan diseñado para asegurar que cada escuela tuviera un cuer­ po estudiantil con diversidad racial. Ninguna escuela debía tener menos de 15 o más de 50% de estudiantes afrodescendientes.21 En Seattle, el consejo escolar había intentado integrar de forma voluntaria su sistema escolar dividido racialmente. Sin embargo, al percatarse de que muchas familias blancas se es­ taban mudando hacia los suburbios, dejando muchas escue­ las de la ciudad sin población racialmente diversa, Seattle des­ arrolló un complejo plan diseñado para atraer a estudiantes blancos de los suburbios de vuelta a las escuelas de la ciudad. El plan aseguró que cada estudiante tendría la libertad de ele­ gir una preparatoria. No obstante, cuando esa libertad impli­ có que una escuela en particular tuviera sobrecupo, se previo una regla de desempate basada en la raza. Si la minoría o m a­ yoría de la matriculación escolar por raza salía del rango de 30% de la proporción total de la población minoritaria/mayoritaria dentro del distrito, entonces algún estudiante tendría que retrasar su entrada un año. Lo mismo sucedía si la entra­ da inmediata de un estudiante volvía a la escuela menos diver­ sa que el promedio permitido.22 Cuatro miembros de la Corte determinaron que los planes tanto de Seattle como de Louisville eran inconstitucionales, al estimar que el uso de virtualmente cualquier criterio basado en la raza violaba el principio de igualdad. Un quinto miem­ bro compartió el criterio, pero en términos menos restrictivos. Los otros cuatro miembros de la Corte (yo entre ellos) tuvimos fuertes discrepancias, pues consideramos que la Decimocuar­ ta Enmienda debe ser aplicada de forma más estricta cuando 21 Ibidem, 715 y 716. 22 Ibidem, 711 y 712; ibidem, 812 y 813 (J. Breyer difirió).

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una distinción basada en la raza frustra su principal objetivo —cuando coloca a las minorías raciales en una posición de desventaja—, que cuando busca extender su finalidad más im­ portante, por ejemplo, el incremento en la diversidad racial. Aludimos a un precedente que, creíamos, apoyaba el uso mí­ nimo del criterio racial donde era necesaria la integración. Agregamos que la historia de la segregación, seguida por los esfuerzos para alcanzar la integración en ambas ciudades, apoyaba el uso de criterios basados en la raza ante la Corte, y dijimos que el uso de esos criterios extendía los objetivos antisegregacionistas alcanzados en el caso Brown.23 La discusión sobre los resultados fue acalorada, pues cada uno de los extremos sentía que el otro había malinterpretado o inaplicado el precedente o el objetivo esencial de la Consti­ tución, o había juzgado incorrectamente los probables efectos de sus posiciones sobre la capacidad de la nación para acabar con la discriminación racial. No repetiré los argumentos prin­ cipales, ya que sólo uno de ellos es directamente relevante para la materia de estudio que aquí se analiza, a saber, el fe­ deralismo. Este argumento se basaba, en parte, en principios del fe­ deralismo que, según los disidentes, apoyaban sus puntos de vista. Señalaron que, desde hacía mucho tiempo, la Corte ha­ bía basado sus “decisiones sobre las escuelas públicas” en la perspectiva de que “la Constitución garantiza a los distritos escolares locales un significativo margen de maniobra cuando se trata del uso inclusivo de criterios de conciencia racial”, es decir, tiene en cuenta la importancia de las comunidades loca­ les, entendiendo sus propias necesidades, recursos, antece­ dentes y condiciones, para encontrar sus propias soluciones a la falta de diversidad desde una orientación local. De hecho, Brown II había estimado que los jueces deben tom ar en cuen­ ta esos factores, ya que al no hacerlo podrían entorpecer in­ cluso la integración. Para los disidentes estaba claro que la Corte debía dirigirse a estos elementos —que reflejan los prin­ 23 Ibidem, 709-711 (opinión de la mayoría); ibidem, 782 (J. Kennedy con­ currió en parte y concurrió en el judgment)] ibidem, 832-835 (J. Breyer difi­ rió); ibidem, 823-829, 855-858; ibidem, 836; ibidem, 803.

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cipios del federalismo— cuando las comunidades locales bus­ caran alcanzar las metas básicas del caso Brown.24 El punto de vista de los disidentes sobre el federalismo fue el siguiente: nadie puede tener certeza sobre cómo alcanzar de mejor manera el objetivo constitucional: “cuál es la mejor manera de detener la discriminación; cuál es la mejor manera de crear una sociedad que incluya a todos los estadunidenses; cuál es la mejor manera de abatir nuestros serios problemas sobre el incremento de la segregación de facto; la problemáti­ ca interna de la escolaridad citadina y la pobreza relacionada con la raza”. “La Constitución crea un sistema político demo­ crático mediante el cual la gente, la propia gente, debe encon­ trar respuestas conjuntamente.” Y el respeto a las institucio­ nes locales es una parte importante de ese sistema. La Corte debe estar consciente de ese hecho (como lo estuvo en el caso Brown), incluso cuando interpreta una parte de la Constitu­ ción que no se refiere explícitamente al federalismo, como la cláusula de igualdad ante la ley. De esta manera, los principios del federalismo, al conformar una interpretación de muchas disposiciones constitucionales separadas, añadieron peso a la interpretación de los disidentes sobre la cláusula de igualdad ante la ley.25 Este capítulo ilustra cómo la Corte (consciente de las cuatro “verdades” de Brandéis) ha aplicado los principios del federa­ lismo o subsidiariedad de diferentes maneras, en distintas cir­ cunstancias. Cuando la Corte busca determinar si el Congreso ha rebasado los poderes que tiene delegados, estos principios bien pudieran guiarla a tener una deferencia voluntaria hacia el Congreso. Cuando lo que busca proteger es el mercado na­ cional, los principios podrían guiarla a contar con el Congreso o con una agencia o entidad administrativa para un diálogo continuo. Cuando la Corte busca proteger la autoridad esta­ tal, las normas deben conducirla a interpretar la ley y los pre­ ceptos constitucionales sin relación aparente, de manera que reflejen los principios del federalismo. Con este tipo de prác­ ticas matizadas de subsidiariedad, las decisiones de la Corte 24 Ibidem, 866; ibidem, 849 (que cita a Brown v. Board o f Education [Brown II], 349 U.S. 294, 299 [1955]). 25 Ibidem, 862.

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pueden promover relaciones factibles y operativas con los funcionarios de los gobiernos federal y estatal, mientras deli­ nean simultáneamente soluciones más cercanas para la gente. Así, las decisiones de la Corte pueden tener un valor tanto pragmático como democrático, lo cual es una poderosa com­ binación para asegurar la continua aceptación pública.

XI. OTROS TRIBUNALES FEDERALES: LA ESPECIALIZACIÓN H a s t a ahora he explorado cómo la Suprema Corte, al respetar los roles de otras instituciones gubernamentales y su relación con ellas, hace que sus decisiones resulten funcionales (y por tanto, aceptables). Ahora, ¿puede alcanzar lo mismo en su re­ lación con otros tribunales federales? Obviamente, dentro del sistema judicial, tribunales de distintos niveles llevan a cabo tareas distintas. Al poner este hecho en la balanza de la toma de decisiones y otorgarle un peso considerable, la Corte puede ayudar a mantener un sistema judicial que, considerado en su totalidad, funciona bien; un sistema judicial que, en general, resuelve disputas de manera equitativa y expedita. Para desa­ rrollar esta explicación proporcionaré ejemplos que ilustran cómo los miembros de la Corte han estado en desacuerdo res­ pecto de la importancia de la especialización, esto es, acerca del peso que debe darse a las ventajas comparativas de una corte inferior. E s p e c ia l iz a c ió n

Por “especialización” me refiero a la variedad de tareas judi­ ciales que los tribunales federales ordinarios desempeñan en distintos niveles del sistema judicial. De esos tribunales ordi­ narios, los juzgados de primera instancia están en el nivel más bajo, los tribunales de apelación están en medio y la Suprema Corte en la cúspide. Esta organización jerárquica refleja el he­ cho de que las “altas cortes” tienen la última palabra con res­ pecto al significado de un texto. Pero considerar solamente la jerarquía implicaría soslayar el papel especializado que desem­ peñan estos distintos tribunales. Algunos números pueden ayudar. A nivel nacional, los tri­ bunales federales de primera instancia están organizados en 94 distritos geográficos. El número anual de casos ingresados en todos ellos (sin incluir los tribunales en materia de quie­ 212

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bra) suma un total aproximado de 340 000 por año (menos 2% del número de casos ingresados en tribunales estatales) y constituye el vasto volumen de trabajo del sistema judicial fe­ deral. Los tribunales federales de apelación están distribuidos en 12 circuitos geográficos a lo largo del país, además de la Corte de Apelaciones del Circuito Federal. Los litigantes que pierden en primera instancia normalmente tienen el derecho de apelar y, cada año, tram itan alrededor de 60 000 apelacio­ nes, que los tribunales de apelación juzgan en el fondo. Cada año, la Suprema Corte recibe alrededor de 8000 solicitudes para un análisis de fondo. La Corte admite cerca de 1% de las solicitudes tramitadas y, de este modo, decide aproximada­ mente 80 casos al año.1 Los tribunales desempeñan funciones distintas en sus tres diferentes niveles. Los tribunales de primera instancia —la primera línea— realizan la mayor parte del trabajo judicial. Ellos responden a una necesidad presente en toda sociedad: encontrar un método para resolver disputas entre individuos. En consecuencia, al enfocarse en disputas individuales, los tribunales de primera instancia son especializados. Cuando las partes llevan una disputa ante un tribunal, el juez de pri­ mera instancia las anima para que lleguen a un acuerdo. Si el acuerdo falla, el juez se encarga del litigio resultante, lo cual incluye el manejo de los procedimientos sobre descubrimien­ to de evidencia, permitiendo así que las partes obtengan infor­ mación una de la otra. El juez supervisa la presentación de evidencia en el juicio e instruye al jurado acerca del derecho. El jurado (o si no hay jurado, el juez) determinará los hechos. Al hacerlo, el juez o el jurado quizá tendrá que realizar un jui­ cio de credibilidad, es decir, decidir a quién creer cuando los dichos de los testigos entran en conflicto. Finalmente, el juez determina si un veredicto a favor de una u otra parte es con­ sistente con el orden jurídico. Al llevar a cabo estas tareas, el juez bien puede presentarse cara a cara con las partes, y es 1 Véase Robert C. LaFountain et al. (cois.), Examining the Work o f State Courts, National Center for State Courts, 2007; y Statistics División, Administrative Office of the U.S Courts, 2008 Annual Report o f the Director: Judicial Business ofthe United State Courts, Government Printing Office, Washington, D. C„ 2009.

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probable que perciba cómo afectará el derecho a éstas y, qui­ zá, a otros individuos interesados. Como mínimo, el juez de primera instancia logra comprender las circunstancias que subyacen a una disputa en particular. Después viene la labor del juez de apelación. La parte que pierde ante el juez de primera instancia puede apelar, argu­ mentando que éste cometió un error jurídico, o bien que los hechos determinados son contrarios a la evidencia. Cuando analizan apelaciones, los jueces de apelación tienen dos roles distintos. Primero, se dedican a la “corrección de errores”. El apelante podría argumentar que el juez de primera instancia aplicó erróneamente el derecho establecido, por ejemplo, al admitir o negarse a admitir determinado testimonio, o cuan­ do permitió que el jurado llegara a una conclusión fáctica que, en opinión del apelante, no estaba apoyada por la eviden­ cia del caso. Para decidir si el apelante está en lo correcto, es posible que los jueces de apelación tengan que revisar el expe­ diente y examinar las circunstancias del juicio. Puede que los jueces de apelación deban revisar la evidencia presentada en el caso a fin de decidir si ésta justifica las instrucciones dadas por el juez de primera instancia o si da suficiente soporte a las conclusiones fácticas alcanzadas por el jurado. En segundo lugar, la tarea de los jueces de apelación im­ plica interpretar textos. Ellos examinan una frase empleada por la ley o por la Constitución para determinar qué significa o cómo se aplica. La parte que pierde en apelación puede pedir a la Suprema Corte que conduzca una revisión más a fondo. Como se explica en el Apéndice B, la Suprema Corte se dedica casi exclusiva­ mente a hacer interpretación de textos. La función de la Corte difiere del papel de los tribunales federales de apelación en que la interpretación constitucional constituye una porción considerablemente más grande de su labor interpretativa. Numerosas reglas jurídicas (frecuentemente provenientes de la práctica común y, ahora con mayor frecuencia, encam a­ das en reglas específicamente escritas o en jurisprudencia por precedente) ayudan a que el sistema judicial funcione más efectivamente, reconociendo la naturaleza especializada de las tareas a que se dedican las diferentes cortes. Las reglas que gobiernan la revisión en apelación, por ejemplo, reconocen el

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rol de determinación de hechos que desempeñan los tribuna­ les de primera instancia, al limitar severamente la posibilidad de que una corte de apelación considere aspectos fácticos. Es el jurado o, si no hay jurado, el juez, quien realiza la mayor parte de las determinaciones fácticas. Normalmente, una cor­ te de apelaciones podrá revocar la determinación de hechos que realiza un tribunal de primera instancia, sólo si la corte de apelación concluye que el jurado llegó a una determina­ ción a la que ninguna persona razonable hubiera llegado, o si el tribunal de primera instancia llegó a una determinación que no está simplemente equivocada, sino claramente equivo­ cada. Los tribunales de apelación también reconocen el papel especializado de los jueces de primera instancia cuando les otorgan amplio margen al revisar sus decisiones sobre un caso o sobre el manejo del juicio, como las que versan sobre el descubrimiento de la evidencia o con una decisión sobre los testigos que se pueden admitir o las preguntas que se les pue­ den formular.2 La Suprema Corte, trabajando a una distancia aún mayor respecto de la primera línea, también sigue reglas y prácticas que incrementan su efectividad al reconocer la especializa­ ción funcional. Esas reglas y prácticas suelen evitar que la Corte intervenga en el manejo de los casos o cuestione deci­ siones relacionadas con la primera instancia. También dejan a los tribunales de apelación el trabajo para el que están mejor capacitados. Por ejemplo, la Corte sigue una regla especial para cues­ tiones de hecho. Si dos tribunales inferiores —digamos, el juz­ gado de primera instancia y el tribunal de apelación que lo revisa— alcanzan la misma conclusión fáctica, la Suprema Corte tendrá ese hecho como establecido y se negará a exami­ nar el alcance con el que lo apoya la evidencia en el expedien­ te. Normalmente, la Corte tampoco revisará una decisión fác­ tica alcanzada por una agencia administrativa, pues reconoce que los tribunales de apelación (que revisan la mayoría de las decisiones emitidas por esas agencias) están mejor capacita­ dos para desempeñar esta tarea.3 2 Véase Fed. R. Civ. 52 (a)(6). 3 Véase, por ejemplo, Graver Tank & Manufacturing Co. v. Linde Air Pro­ ducts Co. 336 U.S. 271, 275 (1949) ("Una Corte de Derecho, tal como es ésta, y

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Estas reglas y prácticas reflejan una necesidad práctica. Los ministros de la Suprema Corte rara vez delegan trabajo entre ellos. Cada ministro escucha a los otros, pero también decide por sí mismo después de revisar la ley subyacente y los hechos relevantes. Con frecuencia, al incorporar diferentes puntos de vista respecto del mismo problema, esta práctica resulta en una mejor decisión. Sin embargo, en el contexto de la determinación de hechos, esta práctica resultaría contra­ producente. No es fácil que nueve miembros examinen expe­ dientes voluminosos para hacer determinaciones fácticas. Por ello, es mejor delegar en los tribunales inferiores el ejercicio de determinar hechos y de realizar la revisión de expedientes. La práctica de la Suprema Corte de tomar la mayor parte de los casos primordialmente para resolver conflictos entre los tribunales inferiores también sirve para fines prácticos re­ lacionados con la especialización. Los jueces de tribunales in­ feriores no son más proclives a cometer errores que los minis­ tros de la Suprema Corte. En cambio, como el ministro Robert H. Jackson afirmó años atrás, la Suprema Corte no es “final” por ser “infalible”; sino que es “infalible” sólo porque es "fi­ nal”, es decir, porque tiene la última palabra. Por definición, la Corte no yerra. Incluso aunque la Corte no dé una “mejor” decisión, una sola Suprema Corte provee una sola interpreta­ ción jurídica. Y la uniformidad a nivel nacional tiene ventajas obvias.4 Más aún, la revisión de la Corte trae a cuento las diferen­ tes perspectivas de los diferentes ministros, que probablemen­ te son de ayuda cuando la Corte decide un caso difícil donde los tribunales inferiores han llegado a conclusiones distintas, pero no siempre sirven cuando la Corte revisa una ley que ya está establecida uniformemente. Así, la Corte tiende a reser­ var su tiempo y esfuerzo para casos en los que la existencia de divisiones entre los tribunales inferiores hace necesaria una decisión final por parte de la Suprema Corte. no una corte para la corrección de errores en la determinación de hechos, no puede llevar a cabo una revisión de hechos sobre los que dos cortes inferiores concurren ante la ausencia de un error obvio y excepcional”). Véase también, Sup. Ct. R. 10; United States v. Reliable Transfer Co., Inc., 421 U.S. 397, 401, n. 2 (1975). 4 Brown v. Alien, 344 U.S. 443, 540 (1953) (J. Jackson concurrió).

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E jem pl o s

Los siguientes dos ejemplos ilustran la necesidad de que la Corte otorgue un peso considerable a la especialización cuan­ do revisa el proceso de decisión de los tribunales inferiores sobre determinación de hechos o sobre el manejo de casos. Home: ¿por qué tomar el caso? Home v. Flores es útil para ilustrar las dificultades que la Su­ prema Corte enfrenta cuando lleva a cabo una tarea que es más fácil realizar en una corte de apelaciones; a saber, revisar un voluminoso expediente sobre hechos específicos para deter­ minar si la corte inferior aplicó correctamente una serie de es­ tándares complicados. Home involucraba la aplicación de una ley federal que requería a los estados tomar "acciones apro­ piadas” para asegurarse de que su sistema escolar no resultara discriminatorio contra estudiantes no angloparlantes. Como fue interpretado, el estatuto requería que los estados tuvieran algún sistema para enseñar inglés a estudiantes no anglopar­ lantes, que tuvieran recursos razonablemente adecuados y que se aseguraran de que el programa y los recursos, juntos, produjeran resultados mínimamente suficientes. En pocas pa­ labras, el estatuto establece un piso mínimo respecto de la existencia y la efectividad de un programa estatal.5 En 1992 un grupo de padres cuyos hijos hablaban sola­ mente español demandaron al estado de Arizona en una corte federal, alegando que los programas para la enseñanza de in­ glés en dicho estado no eran “apropiados” porque se queda­ ban cortos respecto del piso requerido a nivel federal. Después de meses de procedimientos y un largo juicio, el juez de pri­ mera instancia determinó que los padres tenían razón. Si bien Arizona sí tenía un plan para programas destinados a ayudar a estudiantes no angloparlantes, el cual costaba aproximada­ mente 600 dólares por estudiante, el estado solamente aporta­ 5 Home v. Flores, 129 S. Ct. 2579, 2588 (2009); ibidem, 2610 (J. Breyer di­ firió).

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ba 150 dólares por estudiante en financiamiento. Consecuen­ temente, el tribunal ordenó a este estado que reconsiderara sus programas y que creara una forma de asignar financia­ miento que al menos tuviera una “relación razonable” con las necesidades de sus programas.6 Durante los siguientes años, Arizona tomó medidas para mejorar su sistema. La legislatura proporcionó financiamien­ to adicional y aprobó una nueva ley que, esperaba, podría sa­ tisfacer al tribunal. A la luz de estos esfuerzos, el estado solici­ tó al juez de distrito que cancelara su orden. Se llevaron a cabo nuevos procedimientos en el juzgado de distrito, después una apelación, una audiencia plena de desahogo de evidencia en el juzgado de distrito y otra apelación. Finalmente, el juz­ gado de distrito dictó una resolución donde asentó numerosas conclusiones fácticas y sostuvo que la nueva ley y los nuevos programas reflejaban progreso, pero seguían siendo inadecua­ dos. El juzgado concluyó que el estado aún no había cumpli­ do con la orden original y que el financiamiento aún estaba muy por debajo de lo que los mismos programas considera­ ban necesario. Los funcionarios estatales apelaron. El tribu­ nal de apelaciones revisó la evidencia del expediente, miles de páginas, y dictó una sentencia detallada, de casi 40 pági­ nas, confirmando la decisión del juez de distrito. Después, el estado tuvo éxito al solicitar a la Suprema Corte que admitiera el caso.7 Home v. Flores suscitó preguntas sobre cómo aplicar es­ tándares legales consensados a un gran número de determina­ ciones fácticas derivadas de circunstancias específicas. ¿Hasta qué punto podría la nueva política del estado sobre la ense­ ñanza del inglés, llamada “inmersión al inglés”, producir mejo­ res resultados a un costo más bajo? ¿Hasta qué punto podría el incremento de presupuesto estatal llegar a los estudiantes que necesitaban aprender inglés? ¿Hasta qué punto podía ha­ ber ayudado la reorganización del distrito escolar local? ¿Has­ ta qué punto podía marcar la diferencia una nueva ley federal, la Ley Ningún Niño Queda Atrás (No Child Left Behind Act), 6 Ibidem, 2610-2612. 1 Ibidem, 2590-2592 (opinión de mayoría); ibidem, 2612 (J. Breyer difirió) (se hizo notar que la audiencia de la corte de distrito produjo evidencia refle­ jada en un expediente de 1 684 páginas; ibidem, 2608.

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que requería a los estados establecer objetivos sobre la ense­ ñanza del inglés y reportar resultados? ¿Hasta qué punto de­ bía el juzgado de distrito permitir que los esfuerzos estatales se hicieran cargo de estas cuestiones? ¿Hasta qué punto la ne­ cesidad de un nuevo presupuesto —condicionada por una ac­ ción legislativa estatal— requería que el juez de distrito hicie­ ra su primera orden a un lado para evitar conflicto entre un tribunal federal y una legislatura estatal elegida por votación? La dificultad del caso para la Corte radicaba en el hecho de que nadie dudaba de la relevancia de estas preguntas. El caso no suscitaba una pregunta directa acerca de cómo inter­ pretar la ley, pero sí una pregunta de grado, que podía deter­ minarse mejor a la luz de hechos y circunstancias locales. La pregunta ante la Corte era si el juez de distrito había prestado suficiente grado de atención al estado y a la legislatura cuando consideró los hechos que acabo de describir. Para resolver es­ tas preguntas, la Corte tuvo que leer un largo expediente sobre hechos y después hacer juicios con base en él, tal como lo ha­ ría una corte de apelación. Finalmente, cinco miembros de la Corte concluyeron que el juez de distrito no había dado suficiente peso a la nueva ley federal Ningún Niño Queda Atrás (No Child Left Behind Act). Tampoco había sopesado suficientemente los efectos indesea­ bles —en el arreglo institucional— de que un tribunal requi­ riera a una legislatura estatal asignar nuevos fondos. La Corte regresó el caso al juzgado de distrito para que pudiera consi­ derar los hechos otra vez, a la luz de sus preocupaciones. Cua­ tro miembros de la Corte en disenso (yo fui uno de ellos) con­ cluimos que la corte de apelación estaba en lo correcto al determinar que el juzgado de distrito había tratado todos es­ tos temas apropiadamente.8 El caso requería a la Corte hacer lo que un tribunal de ape­ lación hace mejor: revisar un voluminoso expediente para de­ cidir si un juzgado de distrito había aplicado adecuadamente los estándares jurídicos relevantes. Y ¿qué logró la Suprema Corte al realizar esta revisión? La naturaleza de la decisión —específica y circunstancial— debilitó su poder para servir 8 Ibidem, 2594-2598 (opinión de mayoría); ibidem, 2607; ibidem, 2608 (J. Breyer difirió).

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como guía a otras cortes. La revisión de la Corte podría inclu­ so no haber cambiado el resultado en el caso, pues su decisión permitió que el juez de distrito, después de una revisión más a fondo, llegara a la misma conclusión. De cualquier modo, la misma corte de distrito había indicado que los nuevos progra­ mas locales eran útiles, y esperaba que el estado tomara más medidas que, de cualquier manera, le permitieran anular la orden de la Corte en un futuro cercano.9 ¿Cómo fue perjudicial la revisión de la Suprema Corte? Claramente, los procedimientos adicionales costaron mucho a las partes y consumieron tiempo de los funcionarios locales y estatales, lo cual generó un retraso adicional para lograr el objetivo de la ley, que era enseñar inglés a los niños hispano­ hablantes. La mayoría de la Corte creyó que la decisión con­ duciría a los tribunales a tener un mayor respeto sobre el m a­ nejo que cada estado hace de sus programas educativos. Sin embargo, las decisiones sobre circunstancias específicas, in­ cluyendo ésta, pueden no servir como guía para los tribuna­ les inferiores en este aspecto, especialmente cuando la Corte está dividida por un margen estrecho respecto a qué tanto el expediente apoya las determinaciones circunstanciales par­ ticulares. La división no es sorprendente. Nueve jueces que leen un expediente bien pueden llegar a conclusiones distintas sobre circunstancias relevantes cuando el expediente es poco claro, particularmente cuando algunos jueces tienden a entender que la ley enfatiza la autonomía estatal, mientras que otros consideran que enfatiza la importancia de un cierto objetivo educativo federal sobre aprendizaje del lenguaje. Más impor­ tante es que pocos miembros del público, si es que alguno, podrán saber quién está en lo correcto. Cada una de las opi­ niones encontradas de la Corte da una larga y detallada cuen­ ta del expediente. El lector puede escoger entre ellas con sólo leer el expediente; una hazaña heroica que poco iluminará so­ bre la ley. El resultado es que la Corte ocupó una cantidad considera­ ble de tiempo en decidir una pregunta jurídica compleja, que 9 Flores v. Arizona, 480 F. Supp. 2d 1157, 1160 (D. Ariz. 2007) ("No hay du­ da de que [al distrito escolar] le va sustancialmente mejor que en el 2000”), rev’d sub nom., Home v. Flores, 129 S. Ct. 2579 (2009).

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produjo resoluciones que el público no puede evaluar y que pueden tener poco efecto más allá del caso individual, y quizá ni siquiera en relación con éste. El principio de especializa­ ción sugiere a la Corte no asumir esta clase de tarea. Amchem: dejar al juez de distrito encargarse del caso El segundo ejemplo concierne a los esfuerzos de la Corte por revisar los procesos de los jueces de distrito relacionados con el manejo de casos. Esto también muestra por qué creo que la Corte debe dar mayor peso al sistema de especialización judicial. Contexto: circunstancias generales subyacentes. El ejemplo involucra casos en materia de asbestos. Algunos trabajadores y sus familiares demandaron a un empleador, alegando que su negligencia los había expuesto a asbesto, quizá desde muchos años antes. También alegaron que la exposición en el área de trabajo había provocado la enfermedad o muerte de varios tra­ bajadores. Dado que por varias décadas muchos trabajadores habían estado expuestos al asbesto, los casos en contra inclu­ so de un solo empleador a veces sumaban cientos de miles. Muchos empleadores y las compañías que los aseguraban es­ tuvieron dispuestos a llegar a un acuerdo sin ir a juicio. Por su parte, el empleador y su aseguradora integraban un importan­ te fondo especial. Un administrador manejaba el fondo y pa­ gaba una compensación a los trabajadores que habían estado expuestos y a sus familias, de acuerdo con una tabla que co­ rrelacionaba la cantidad de pago con el grado de daño; paga­ ban a los trabajadores que los habían demandado y a otros que podrían demandar en el futuro.10 De cualquier modo, una condición para que la compañía del demandado estuviera dispuesta a aceptar la negociación era que la Corte se asegurara de que la cantidad que ellos pon­ drían en un fondo fuera la máxima que tendrían que pagar. En otras palabras, los empleadores querían estar seguros de que, una vez que contribuyeran, por ejemplo, con mil millo10 Véase, en general, Stephen J. Carroll et al., Asbestos Litigation, RAND Cor­ poration, 2005, p. xxiv. Consultado en www.rand.org/pubs/monographs/2005/ RAND_MG162.pdf el 7 de agosto de 2017; ibidem, pp. 45-48.

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nes de dólares para el fondo, los trabajadores después ten­ drían que dirigir sus reclamos al administrador del fondo y no interponer demandas subsecuentes. Muchos de los trabajado­ res que ya habían demandado, así como los abogados especia­ lizados en litigio de asbesto, pensaron que esta condición era razonable. Querían que la Corte aceptara esta condición para que pudieran llegar a acuerdos sobre los casos y empezar a ocuparse de obtener la compensación del fondo.11 Acciones colectivas. Una técnica procesal —llamada accio­ nes colectivas— pareció proveer un método para lograr un acuerdo. En una acción colectiva, un pequeño grupo de abo­ gados que representa a unos cuantos demandantes típicos puede hablar por una clase entera de demandantes. Más aún, estos demandantes típicos tienen el poder para entrar en un acuerdo en representación de la clase entera, con lo que vin­ culan a todos los miembros de la clase, incluso a quienes no han tramitado un caso. De este modo, los abogados en repre­ sentación de una clase de esos trabajadores, empleados por la compañía A entre 1959 y 1960, podían lograr un acuerdo que vincularía a todos los miembros de esa clase a aceptar el fon­ do administrativo como compensación. Todos los miembros de la clase tendrían que dirigirse al fondo para obtener su compensación por cualquier daño causado con motivo de una enfermedad relacionada con el asbesto, con independencia de si el daño ya había aparecido o no. De cualquier forma, para proteger a todos los miémbros de la clase de un trato injusto, la ley requiere que el juez de instancia se asegure de que todos los trabajadores (incluyendo los que no estén presentes) se encuentren adecuadamente re­ presentados y que el acuerdo sea justo con respecto a todos ellos. Los jueces de primera instancia aplican un complejo conjunto de reglas jurídicas para determinar si una acción co­ lectiva cumple con el criterio. Para efectos de este libro, un juez de instancia puede solamente admitir una acción colecti­ va en ciertas situaciones específicas; por ejemplo, puede certi­ ficar a una clase cuando 1) cuestiones comunes sobre hecho y derecho predominan sobre cuestiones separadas, 2) el uso de una acción colectiva provee un método superior para resolver Idem.

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la disputa en comparación con otros métodos, 3) todos los miembros potenciales de la clase son notificados y tienen la posibilidad de optar por no ser parte de la clase y de perseguir por separado una acción legal si así lo desean. El objetivo principal de estas reglas legales es asegurar que los deman­ dantes identificados y sus abogados protejan, equitativa y ade­ cuadamente, los intereses de la clase entera.12 Estas reglas legales dejan mucho al juzgado de distrito. Usan palabras como “justo”, "adecuado”, "típico” y "predomi­ nante”, cuya aplicación depende de circunstancias fácticas es­ pecíficas de cada caso en lo individual. La aplicación de estas detalladas reglas con frecuencia es el punto central del mane­ jo que un juzgado de distrito hace sobre el caso. Los jueces de distrito, ya familiarizados con los casos ante ellos, están en una posición sustancialmente mejor que la de los jueces de apelación o los ministros de la Suprema Corte para interpre­ tar las reglas y aplicarlas a circunstancias en particular. El caso. En Amchem, el juez de primera instancia, aplican­ do las reglas de las acciones colectivas, certificó una clase com­ puesta por todos los trabajadores que habían trabajado, en determinados momentos, para ciertos empleadores. Con ello, incorporó en el caso a trabajadores que aún no habían tram i­ tado una demanda contra los demandados. El juez después aprobó un acuerdo que requería a los empleadores y sus ase­ guradoras pagar muchos millones de dólares a un fondo que permanecería en existencia por muchos años. El fondo esta­ bleció un criterio mínimo para la compensación. El acuerdo establecía que el administrador pagaría entre varios miles y varios cientos de miles de dólares a cada uno de los trabajado­ res lesionados, siempre que satisficieran el criterio y depen­ diendo de cuánto daño hubiesen sufrido.13 El juzgado de instancia determinó que una acción colecti­ va era apropiada porque cuestiones comunes de derecho o de hecho predominaban respecto de las cuestiones separadas. El juez decidió que el método de acciones colectivas era superior porque, de otra forma, muchos trabajadores tendrían que es­ perar demasiado tiempo para recibir una compensación muy 12 Véase, en general, Fed. R. Civ. 23; Fed. R. Civ. 23 (b) (3); Fed. R. Civ. 23 (c)(2)(b). 13Amchem Products, Inc. v. Windsor, 521 U.S. 591, 602-604 (1997).

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pequeña. Asimismo, concluyó que, dadas las alternativas, el acuerdo era bueno incluso para aquellos trabajadores expues­ tos a asbesto que aún no habían mostrado algún signo de en­ fermedad.14 Al final, la Suprema Corte admitió el caso y discrepó. La Corte aceptó que todo el conjunto de casos presentaba “cues­ tiones comunes de hecho y de derecho”. Cada caso involucra­ ba exposición al asbesto. Cada demandado se beneficiaría de un acuerdo más ágil, que involucraba menos costos de admi­ nistración. Pero los casos individuales también diferían en formas importantes; por ejemplo, en el tipo de exposición, el periodo de tiempo expuesto y el tipo de enfermedad que la exposición producía. La Suprema Corte pensó que el juzgado de distrito debía haber creado subclases de demandantes. Cada subclase representaría un subgrupo con miembros que tendrían más cosas en común. Diferentes abogados, represen­ tantes de distintas subclases de demandantes, serían de ayuda para que el juez pudiera asegurarse más adecuadamente de que los diferentes grupos gozaran de una justa representa­ ción, particularmente los grupos compuestos por individuos cuya enfermedad aún no aparecía. Dada la posibilidad de ha­ cer subclases, sostuvo la Corte, los intereses comunes entre demandantes en una sola gran clase no eran predominantes; y, entonces, la sola gran clase no “protegía equitativa y justa­ mente los intereses de la clase”.15 Todos los miembros de la Corte reconocían que el juzgado de distrito estaba más familiarizado con el caso que ellos, y es­ taban dispuestos a dar peso al análisis y las conclusiones de dicho juzgado. No obstante, la mayoría consideró que el juz­ gado de distrito había ido más allá de una aplicación justa de las reglas aplicables a las acciones colectivas, mientras que en mi opinión (disidente), el orden jurídico daba al juzgado de dis­ trito la autoridad adecuada para decidir el caso como lo había hecho. El juzgado de distrito había considerado el tema en ex­ 14 Georgine v. Amchem Products, Inc., 157 F.R.D. 246, 315-316 (E.D. Pa. 1994), vacated, 83 F. 3d 610 (3d Cir. 1996), aff'd sub nom., Amchem Products, Inc. v. Windsor, 521 U.S. 591 (1997); 157 F.R.D. 334-335. 15Amchem, 521 U.S., 597 (que determina que la certificación de la clase fallaba en satisfacer los requerimientos de las leyes federales); ibidem, 622627; ibidem, 625.

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tenso; había ponderado 1) el hecho común de la exposición a asbesto y el interés común de los demandantes en recibir com­ pensación pronta sin incurrir en el pago de honorarios cos­ tosos 2) contra las diferencias; y había hecho más de 300 de­ terminaciones fácticas que explicaban por qué las primeras predominaban. El juzgado de distrito había concluido que el acuerdo era justo para todos, en particular porque el fondo ha­ bría de contener suficiente dinero para pagar a quienes aún no estaban enfermos y a quienes aún no estaban representados.16 La diferencia entre la mayoría y el disenso es de grado, no de normas y principios jurídicos. Sin embargo, consideracio­ nes prácticas apoyaban que hubiera más, en vez de menos, de­ ferencia, y por tanto hacían hincapié en la importancia de to­ mar la especialización plenamente en cuenta. El juzgado de distrito determinó que si el acuerdo Amchem se hubiera he­ cho efectivo, habría resultado en un pago “estimado de 1 300 millones de dólares, y quizá hubiera compensado a 100000 miembros de la clase en los primeros diez años”. Las alterna­ tivas a los acuerdos incluían largas demoras, altos costos ad­ ministrativos, quiebras potenciales y un menor pago eventual a las víctimas, o quizá ningún pago. En efecto, estudios empí­ ricos muestran que la dificultad de manejar cientos de miles de casos de asbesto que llenan los expedientes judiciales signi­ fica que, sin acuerdo, los costos administrativos exceden las cantidades pagadas a las víctimas en una razón de casi dos a uno. Las demoras eran con frecuencia tan largas que en una acción colectiva de asbesto de 3 000 miembros, 448 murieron durante el curso del litigio.17 Además, una misión primordial del sistema judicial, como un todo, es lograr una justa y expedita resolución de disputas. Las circunstancias del litigio en materia de asbesto ofrecen una ilustración vivida sobre la necesidad de la Corte de otor­ 16 Georgine, 157 F.R.D. 11 Amchem, 521 U.S, 633 (J. Breyer concurre en parte y difiere en parte) (cita omitida); ibidem, p. 598 (opinión mayoritaria) (que cita Report of the Judicial Conference Ad Hoc Committee on Asbestos Litigation 2-3 [1991]); Aheam v. Fibreboard Corp., 162 F.R.D. 505, 509 (E.D. Tex. 1995) (que cita los estudios RAND); ibidem, 530; Ortiz v. Fibreboard Corp., 527 U.S. 815, 866 (1999) (J. Breyer difirió) (que cita Cimino v. Raymark Industries Inc., 751 F. Supp. 649, 651 [E.D. Tex. 1990]).

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gar a los tribunales de primera instancia un margen conside­ rable para lograr una resolución justa sobre las disputas sub­ yacentes. Ese margen encuentra su justificación en el principio de especialización. La adherencia a ese principio ayuda a los tribunales a trabajar más eficazmente, lo que a su vez ayuda a mantener la aceptación del público.

XII. DECISIONES JUDICIALES DEL PASADO: LA ESTABILIDAD la Corte considera cuestiones sobre las que ya ha deci­ dido previamente, ¿cuánto peso debe dar a los precedentes? ¿Cuándo debe abandonar ese precedente? La doctrina legal relevante, stare decisis, enfatiza la necesidad de “mantener lo que ya ha sido decidido”. No es difícil que los jueces sigan una doctrina cuando consideran que una decisión previa es correc­ ta. Pero supongamos que un juez cree que una decisión previa es incorrecta. Y supongamos que ese juez pertenece a una Su­ prema Corte con el poder para abandonar una decisión pre­ via. ¿Qué pasa entonces? Bajo esas circunstancias, el juez de­ be tomar una decisión pragmática, ponderando los daños y beneficios de la estabilidad contra el cambio. Más aún, el juez debe enfatizar la estabilidad. La estabilidad hace que el siste­ ma judicial y el derecho mismo sean funcionales. Sin estabili­ dad, las decisiones de la Corte parecen ad hoc e impredecibles, por completo ajenas a un sistema. Esto se opone a los objeti­ vos de la Constitución y tiende a socavar la posibilidad de que las decisiones de la Corte sean aceptadas por el público. C uando

B r o w n : cuando

l a e s t a b il id a d d e b e c e d e r

A veces, un tribunal debe abandonar una decisión previa. El paso del tiempo puede dejar claro que una regla adoptada en un caso estaba mal determinada desde un inicio. El tiempo también puede evidenciar que el caso previo es perjudicial o que resulta anacrónico en tanto que, a la luz de las circunstan­ cias cambiantes, el derecho aplicable a otras áreas relaciona­ das lo ha rebasado. Considérese Brown v. Board o f Education. Un caso anterior, Plessy v. Ferguson, resuelto 58 años antes, examinó si un estado podía requerir a los usuarios negros del ferrocarril que se sentaran en un carro separado, segregados de los usuarios blancos. La Corte contestó que sí y, al hacerlo, 227

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estableció la doctrina legal de "separados pero iguales". La re­ solución sostuvo que la cláusula de igualdad de la Decimo­ cuarta Enmienda permitía que un estado segregara a las razas por ley, siempre y cuando proveyera a los miembros de cada raza de los mismos servicios.1 En Brown, la Corte abandonó Plessy y sustituyó la doctri­ na de “separados pero iguales" por la doctrina según la cual las instalaciones segregadas son inherentemente desiguales. La Corte tuvo que ponderar los beneficios de la estabilidad contra los del cambio. Por un lado, el Sur ya había asumido como fiable la decisión en Plessy. En efecto, los estados sureños no sólo habían construido escuelas, sino toda una sociedad ba­ sada en la segregación racial. Sus ciudadanos ya habían hila­ do la segregación racial en el tejido de su vida cotidiana.2 Por otro lado, la Corte, la comunidad legal y buena parte de la sociedad estadunidense habían comenzado a ver la deci­ sión de Plessy como jurídicamente incorrecta y a la sociedad segregada que ayudó a construir, como moralmente incorrec­ ta. Es difícil, si no es que imposible, reconciliar la segregación racial con el lenguaje y el propósito de la Decimocuarta En­ mienda, que prohíbe a “cualquier estado” “privar a cualquier persona de [...] la igual protección de las leyes”. La regla en Plessy se desfasó de la jurisprudencia constitucional que había requerido al Sur integrar racialmente a sus escuelas de Dere­ cho y de Educación. Tal decisión tampoco estaba al paso con una sociedad que, en sus fuerzas armadas y en otras áreas, había empezado a acoger la integración.3 Más importante es que, para 1945, resultaba claro que la regla establecida en Plessy había generado un daño incalcula­ ble. Esa regla no podía lograr el objetivo que se había asigna­ 1Brown v. Board o f Education, 347 U.S. 483 (1954); Plessy v. Ferguson, 163 U.S. 537, 540 (1896); ibidem, 552. 2Brown, 347 U.S. 495. 3 U.S Const. enmienda. XIV, § 1; véase Sweatt v. Painter, 339 U.S. 629, 635636 (1950) (la Corte estableció que las norm as estatales que regulaban escue­ las de derecho segregadas eran violatorias del derecho a la igual protección de la ley); véase tam bién McLaurin v. Oklahoma State Regents, 339 U.S. 637 (1950) (la Corte estableció que el tratam iento segregado basado en la raza de un estudiante de doctorado en educación violaba el derecho a la igual protec­ ción de la ley); véase tam bién EO 9981, 13 Fe. Reg. 4313 (26 de julio de 1948) (la Corte ordenó igualdad en el trato y oportunidad en los servicios armados).

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do a sí misma. En lugar de ello, las escuelas, los parques, las áreas públicas (y privadas) estaban separadas pero eran irre­ mediablemente desiguales. Si Plessy esperaba que la doctrina de “separados pero iguales” creara una estación de paso en el camino hacia la igualdad, esa estación de paso se había con­ vertido en un destino final. Era imposible ver cómo una na­ ción racialmente segregada podía convertirse en una nación que respetara por igual a sus ciudadanos. Además, en Brown, una Corte unánime abandonó una de­ cisión previa que sus jueces consideraban legalmente inco­ rrecta, desfasada con la sociedad y con el derecho, así como inusualmente dañina. Subsecuentemente, la Corte modificó o abandonó el derecho establecido en una multitud de otros ca­ sos, destruyendo así las reglas que permitían la segregación racial y modificando el derecho en materia de reparaciones, para con ello hacer efectiva su decisión en Brown.4 Es excepcional que una corte abandone directamente una decisión previa, como hizo la Corte en Brown. Ordinariamen­ te, el stare decisis es la regla. Los tribunales de grado inferior, los abogados, los clientes y los ciudadanos ordinarios necesi­ tan que el derecho se mantenga estable para que los jueces puedan decidir sus casos, los abogados puedan asesorar a sus clientes, los clientes puedan tom ar decisiones y los ciudada­ nos ordinarios puedan comprar casas, realizar contratos y ha­ cer su vida cotidiana sin el temor de que los cambios en la ley volteen su vida de cabeza.5 Una decisión de la Suprema Corte, impresa y difundida, ayuda a que el juez, el abogado, el cliente y los ciudadanos ordi­ narios sepan cuál es la ley. Al abandonar un precedente, la Cor­ te puede crear incertidumbre y socavar la confianza que la Ju­ dicatura, la barra de abogados y el público tienen invertida en la decisión previa. Más aún, entre más decisiones abandone la 4 Brown, 347 U.S. 479-492; véase Brown v. Board o f Education (Brown II), 349 U.S. 294, 298 (1995) (“todas las norm as de derecho federal, estatal o local que requieran o perm itan discriminación [racial] [en educación pú­ blica] deben ceder ante este principio [que esta discrim inación es inconsti­ tucional]). 5 Véase en general Henry M. H art Jr. y Albert Sacks, The Legal Process, Wil­ liam N. Eskridge Jr. y Philip P. Frickey (eds.), Foundation Press, 1994, pp. 568-569.

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Corte, mayor será su reputación como un órgano dispuesto a ello. Y esa reputación, en sí misma, crea incertidumbre. ¿Es vinculante el material legal que se difunde? ¿Permanecerá así? ¿Los cambios legales socavarán negocios, familias o deci­ siones sociales? ¿Un nuevo caso que resuelve incertidumbre puede permanecer en el derecho por largo tiempo? ¿O será abandonado por una nueva corte, negando con ello la posibi­ lidad de que el público acceda a las ventajas de esa nueva y "mejor” segunda decisión que la Corte había esperado? Al mis­ mo tiempo, una Corte que abandona demasiadas decisiones previas alienta al público a creer que las personalidades o la política, y no el derecho, son las que determinan el resultado de los casos que resuelve. Además, esa creencia debilita la confianza del público en la Corte. P r in c ip i o s

generales

Si la Corte normalmente debe aplicar el principio de stare decisis pero a veces abandona un precedente previo, ¿cómo sabe cuándo hacer qué? La Corte se ha referido a algunos factores que ayudan a contestar esta pregunta. Primero, la Corte ha dicho que el principio de stare decisis aplica más rigurosa­ mente cuando la cuestión versa sobre una ley y no sobre una norma constitucional. Esto se debe a que el Congreso puede cambiar una decisión legislativa fácilmente, pero ni el Con­ greso ni nadie pueden enmendar la Constitución con facili­ dad. Normalmente, la única forma práctica de cambiar una decisión constitucional es cuando la Corte la reconsidera.6 En segundo lugar, la confianza del público en una decisión es un argumento fuerte (pero, como demuestra Brown, no de­ terminante) contra el abandono de un precedente. El público bien podría depender, por ejemplo, de una decisión que afecta el régimen de propiedad o de los contratos. Los individuos y los despachos podrían haber invertido tiempo, esfuerzo y di­ nero basándose en esa decisión. A medida que la Corte sosla­ ya este tipo de confianza, la inversión se vuelve más riesgosa. 6 Véase, por ejemplo, Leegin Creative Leather Products, Inc. v. PSKS, Inc., 551 U.S. 877, 923-926 (2007) (J. Breyer difirió).

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A medida que la Corte incurre más en una práctica que parece ignorar esa confianza, aumenta la probabilidad de que esa práctica amenace la prosperidad económica.7 En tercer lugar, entre más reciente sea la decisión en cues­ tión, menor debe ser la fuerza con la que debe aplicarse el principio antiabandono de stare decisis. Cuando ha transcurri­ do poco tiempo, podríamos no saber aún que una decisión tendrá efectos perjudiciales; también es improbable que la ba­ rra de abogados o el público ya estén dependiendo significati­ vamente de ese caso previo.8 En cuarto lugar, la Corte puede, y con frecuencia debería, abandonar una decisión previa que ha creado una serie de re­ glas legales disfuncionales. Tal decisión podría haber demos­ trado ser confusa, creado conflictos jurídicos o causado algún daño grave. La confusión quizá indica que nadie dependió ra­ zonablemente de ese caso. De cualquier modo, es más proba­ ble que resulte beneficioso abandonar tal precedente.9 En quinto lugar, si el caso B ha superado al caso A, es más razonable para la Corte abandonar B y con ello restaurar A. Esto se debe a que el caso B ya ha frustrado expectativas y una restauración podría, en balance, no causar mayor dificultad.10 Sexto, la Corte debe operar con particular cautela antes de abandonar un precedente que se encuentra bien cimenta­ do en la cultura nacional. En la década de los sesenta, por ejemplo, la Corte decidió el caso Miranda v. Atizona, en el cual sostuvo que la policía debía avisar al acusado de su derecho constitucional a permanecer en silencio y a contar con un abogado. A lo largo de las siguientes décadas, la mayoría de los estadunidenses, ya sea a través de la televisión o por algún otro medio, tomaron conciencia de esta regla legal básica: que la policía debía informar a los acusados sobre sus derechos antes de cuestionarlos. Después, en el año 2000, cuando la Corte consideró la posibilidad de abandonar Miranda, tomó en cuenta el hecho de que el público general entendía Miran­ da y tenía la expectativa de que la policía siguiera ese procedi­ miento. Por esa razón, incluso los miembros de la Corte que 7 Ibidem, 925. 8Ibidem, 924. 9 Idem. 10 Idem.

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consideraban Miranda como una decisión equivocada se ne­ garon a abandonarla.11 Por otro lado, el derecho ha regulado estrictamente y por largo tiempo (e incluso a veces ha prohi­ bido) la posibilidad de que corporaciones y sindicatos rea­ licen gastos para ayudar a elegir candidatos para cargos pú­ blicos. Aun así, en enero de 2010, la Corte sostuvo (por una votación de cinco contra cuatro) que una legislación de esta naturaleza violaba las garantías de libertad de expresión de la Primera Enmienda. Con esto, la Corte abandonó dos casos re­ cientes y, desde el punto de vista de los disidentes (entre los cuales estuve yo), la Corte soslayó una visión legal tradicional que se remontaba a 1907.12 R e s is t ir

l a t e n t a c ió n d e a b a n d o n a r u n p r e c e d e n t e

Los seis principios anteriores enfatizan aspectos como el daño, la confusión, el cambio y la falta de dependencia razonable como posibles justificaciones para abandonar un precedente. Sin embargo (como en los ejemplos recién explicados, sobre la información de los derechos del caso Miranda y los gastos de campaña), con frecuencia tales principios no dictan un re­ sultado particular, entran en conflicto, son altamente generales y su aplicación demanda el uso de un juicio pragmático. Esto es, tales principios no pueden sino guiar a los jueces, quienes bien podrían disentir respecto de cómo deben ser aplicados en un caso particular. No obstante, algunos rasgos particula­ res de la Suprema Corte ofrecen la tentación de abandonar casos previos. Para resistir esa tentación, cuando aplicamos nuestros principios, ordinariamente debemos poner un pul­ gar en la balanza, del lado de la estabilidad. Primero, no es probable que una decisión previa, ahora considerada equivocada por parte de los miembros de la Cor­ te, cambie sin su intervención. Este hecho es obvio cuando la decisión previa interpreta la Constitución, pues es difícil en­ 11 Ibidem, 926; Miranda v. Arizona, 384 U.S., 444 (1966); Dickerson v. United States, 530 U.S. 428, 443-444 (2000). 12 Véase Citizens United v. Federal Election Comission, núm. 08-208 (21 de enero de 2010), abandonando Austin v. Chamber o f Commerce, 494 U.S. 652 (1990) y McConnell v. Federal Election Commission, 540 U.S. 93, 205-209 (2003).

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mendar la Constitución. Hacerlo normalmente requiere un voto favorable de dos terceras partes de cada cámara del Con­ greso y la ratificación de tres cuartos de los estados. Se ha en­ mendado la Constitución sólo 27 veces. La dificultad de obte­ ner cambios es menos obvia cuando la Corte interpreta una legislación, pero de cualquier forma es verdadera. En teoría, el Congreso puede redactar una nueva legislación; en la prác­ tica, sólo lo hará si puede encontrar el tiempo legislativo y la voluntad política necesarios. Probablemente sólo encontrará esa voluntad cuando el cambio sea políticamente popular o cuando los grupos bien organizados hagan de ese cambio un gran tema. Por tanto, los jueces a veces estiman que ellos mis­ mos deben anular un caso que consideran equivocado o cuan­ do piensan que probablemente el cambio nunca se dará.13 En segundo lugar, la Corte ni siquiera tiene muchas opor­ tunidades para abandonar casos anteriores. La Corte sólo atiende a plenitud alrededor de 80 casos por año, muy pocos de los cuales requieren o permiten que reconsidere un caso previamente decidido que estima equivocado. Aquellos casos que sí caen en estos supuestos pueden no cumplir con otros criterios, por ejemplo con la división de opiniones entre los tribunales inferiores que determinan si la Corte debe atender un caso. Así, los ministros que tienen frente a sí un caso que ofrece la oportunidad de abandonar una decisión previa, y que algunos de ellos consideran equivocada, saben que esa oportunidad probablemente no volverá a darse. Es "ahora o nunca”. Tercero, como los ministros asumen el cargo de por vida, la integración de la Corte cambia sólo lentamente con el tiem­ po, lo cual también implica que los distintos miembros, desig­ nados después de largos intervalos por diferentes presidentes, bien pueden tener perspectivas filosóficas distintas. Un presi­ dente no puede controlar los votos de la Corte durante su li­ mitado tiempo en el cargo, ni siquiera los de los jueces que él ha designado. El presidente Theodore Roosevelt designó al gran juez Oliver Wendell Holmes, quien casi inmediatamente asumió una posición antimonopolios, totalmente contraria al punto de vista de Roosevelt sobre el tema. Sobre ello, supues­ 13 Véase U.S Const., art. V.

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tamente, Roosevelt sostuvo que "de un plátano podría escul­ pir a un juez con más agallas”.14 Sin embargo, es más probable que los presidentes y sus jueces designados compartan una aproximación filosófica ele­ mental respecto del país y del derecho, y sobre cómo éstos se relacionan entre sí. De este modo, sin que los miembros de la Corte comprometan su total independencia, diferentes jueces pueden tener distintas aproximaciones filosóficas acerca de cómo aplicar mejor términos constitucionales que son altamen­ te generales, como “libertad”, “igual protección” y “debido pro­ ceso legal”. Los jueces de una Corte pueden tener puntos de vista fundamentales sobre tales temas que difieran de los de sus predecesores. Consecuentemente, no es sorprendente que una Corte posterior, analizando un caso previo, considere que la decisión previa es absolutamente incorrecta. Algunos miembros de la Corte podrían pensar razonable­ mente: 1) "Ese caso previo está completamente equivocado, es incluso infiel a la Constitución”, 2) “si no lo cambiamos, nadie lo hará”, y 3) “es ahora o nunca”. Añadiría una conside­ ración adicional, a saber, que un caso no siempre apoya sin ambigüedades una proposición de derecho. Consideremos que una madre pide a su hijo no traer a colación ciertos temas médicos en presencia de su abuela porque ello hará que la abuela piense sobre su reciente enfermedad. La madre le ha enseñado al niño una regla de comportamiento, pero no pue­ de describir sus límites precisos. Considere un caso según el cual, cuando un policía arresta debidamente a un conductor, puede realizar búsquedas al interior del automóvil sin orden judicial. ¿Qué determina los límites? ¿La seguridad policiaca, la necesidad de una regla clara y simple, o ambos? ¿Cómo se aplica el precedente a un caso en el que se realiza una pesqui­ sa una vez que el conductor arrestado ha sido esposado y puesto en la parte trasera de una patrulla? Mi punto es que el stare decisis no es mecánico y que la fidelidad a una decisión previa de la Corte es, con frecuencia, una cuestión de grado o de interpretación.15 14 Véase Northern Securities Co. v. United States, 193 U.S 197, 400 (1904) (J. Holmes difirió); Jeffrey Rosen, The Supreme Court: The Personalities and Rivalries That Defmed America, St. M artin’s Griffin, 2006, p. 115. 15 New York v. Belton, 453 U.S. 454, 462-463 (1981); cf. Arizona v. Gant, 129

DECISIONES JUDICIALES DEL PASADO: LA ESTABILIDAD

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Como resultado, un juez encontrará que es psicológica­ mente complicado mantenerse fiel a una decisión con la cual disiente. El juez casi inevitablemente resistirá adherirse, por ejemplo, a una interpretación previa que da a la Constitución un significado que él está convencido de que ésta no tiene. Al mismo tiempo, abandonar un precedente inevitablemente re­ fleja un proceso decisorio pragmático, en el cual distintos jue­ ces darán distinto peso a los factores individuales que la Corte ha considerado relevantes. Así, en un periodo reciente, los miembros de la Corte debatieron (dividiéndose en cinco contra cuatro) si debían abandonar o separarse de decisiones previas en numerosas áreas del derecho, como aborto, financiamiento de campañas y antimonopolios. En todas estas decisiones yo estuve en la minoría, en parte porque pensaba que la Corte había abandonado decisiones previas y se había equivocado al hacerlo.16 La intensidad de las fuerzas que empujan al juez hacia el abandono de casos previos hace de particular importancia que un juez pragmático, antes de decidir si abandona un pre­ cedente, tome cuidadosamente en cuenta las consideraciones opuestas, aquellas que favorecen la estabilidad y el stare decisis. Tales consideraciones no siempre militan con convicción en contra de abandonar un caso. Por el contrario, la Corte sin duda estuvo en lo correcto al abandonar Plessy v. Ferguson; al hacerlo unánimemente ayudó a derrotar el alegato de los opo­ sitores de Brown en el sentido de que la decisión no era legal­ mente sólida. S. Ct. 1710, 1723-1724 (2009) (que resuelve que la aceptación en Belton de búsquedas en automóviles sin orden judicial se limita a los casos en los cuales el arrestado se encuentra en una distancia cercana a compartimento del pasa­ jero o cuando es razonable creer que el vehículo contiene evidencia relaciona­ da con la ofensa que motiva el arresto). 16 Del periodo de 2006-2007, considere los siguientes casos: Leegin, 551 U.S.; Parents Involved in Community Schools v. Seattle School District No. 1, 551 U.S. 701 (2007); Federal Election Commission v. Wisconsin Right to Life, Inc. 551 U.S. 449 (2007); National Association ofH om e Builders v. Defenders o f Wildlife, 551 U.S. 644 (2007); Hein v. Freedom from Religión Foundation, Inc., 551 U.S. 587 (2007); Bowles v. Russell, 551 U.S. 205 (2007); Uttect v. Brown, 551 U.S. 1 (2007); Ledbetter v. Goodyear Tire and Rubber Co., 550 U.S. 618 (2007), sustituido por legislación, Lilly Ledbetter Fair Pay Act de 2009, Pub. L. No. 111-112, 123 Stat. 5 (2009); y Gonzales v. Carhart, 550 U.S. 124 (2007).

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DECISIONES QUE FUNCIONAN

De cualquier forma, los factores psicológicos que he men­ cionado indican que la Corte debe controlar en cada oportuni­ dad cualquier impulso de abandonar precedentes. La Corte debe ser consciente de la naturaleza de sus propias tentacio­ nes a “enderezar” el derecho, así como de las ventajas prácti­ cas de la unanimidad y la uniformidad. Aunque estas conside­ raciones prácticas no dictan resultados, requieren que el juez piense mucho y largamente antes de fallar en contra de un precedente. Esto ayuda a mantener fortaleza institucional y un sistema de decisiones de la Corte que funciona bien en la práctica, al tiempo que mantiene la aceptación del público i'especto de esas decisiones.

T e r c e r a P a r te

LA PROTECCIÓN DE LOS INDIVIDUOS

La Constitución impone límites al gobierno en un esfuerzo por proteger los derechos y las libertades de los individuos. La tercera parte continúa con la discusión sobre los enfoques pragmáticos y a la vez considera ejemplos de cómo aplica la Corte los principios permanentes que subyacen a esa protec­ ción en circunstancias cambiantes. Se enfoca en la Segunda Enmienda, con su protección al derecho “a poseer y portar armas”, para ilustrar cómo la Corte ubica el valor permanente apropiado y cómo lo aplica ante intereses de crucial impor­ tancia que entran en conflicto. También describe el caso de la reclusión japonesa en campos de internamiento durante la se­ gunda Guerra Mundial, y el de la Bahía de Guantánamo, para ilustrar los problemas prácticos que surgen cuando la Corte busca proteger libertades individuales básicas en tiempo de guerra, o cuando las necesidades especiales sobre seguridad nacional incrementan la dificultad de que la Corte decida exi­ gir cuentas a un presidente.

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XIII. LIBERTAD INDIVIDUAL: PRINCIPIOS CONSTITUCIONALES PERMANENTES Y PROPORCIONALIDAD L a C o n s t i t u c i ó n protege expresamente la libertad de los indivi­

duos mediante la Carta de Derechos Individuales. La Primera Enmienda establece, por ejemplo, que “el Congreso no hará ley alguna por la que adopte una religión como oficial del Estado o se prohíba practicarla libremente”. El Congreso tampoco pue­ de emitir una ley que “coarte la libertad de palabra o de impren­ ta, o el derecho del pueblo para reunirse pacíficamente y para pedir al gobierno la reparación de agravios”. La Cuarta Enmien­ da protege a los individuos en contra de “pesquisas, confisca­ ciones y aprehensiones arbitrarias”. Las Quinta y Sexta en­ miendas garantizan ciertos derechos, incluyendo el derecho a un juicio justo, para aquellos a quienes se acusa de un crimen. La Decimocuarta Enmienda hace que éstas y otras proteccio­ nes constitucionales sean aplicables en áreas donde los gobier­ nos estatales, y no sólo el gobierno federal, están involucrados. Prácticamente cada caso que involucra la protección de una libertad individual también involucra la relación de la Corte con alguna institución gubernamental. Por esta razón, los casos de libertad individual pueden requerir la aplicación de los enfoques ya descritos. Cuando, por ejemplo, se objeta la validez constitucional en términos de libertad de expresión, de una legislación que regula el financiamiento en campañas, la Corte tendría que atender los enfoques de interpretación ju­ rídica discutidos antes, como la interpretación con base en el objeto o la técnica de interpretación conforme (constitutional avoidance),* antes de decidir sobre una cuestión de libertad de expresión. * Constitutional avoidance (que puede traducirse literalm ente como evadir la cuestión constitucional) es la doctrina interpretativa según la cual la Su­ prem a Corte debe abstenerse de decidir un caso por sus méritos constitucio­ nales cuando puede encontrar la respuesta acudiendo a la legislación ordina­ ria. En la práctica, esto implica m ás bien que si la Suprema Corte se enfrenta 239

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LA PROTECCIÓN DE LOS INDIVIDUOS

Cuando consideramos cómo hacer que la Constitución funcione en la práctica, los derechos individuales merecen es­ pecial atención, debido, en parte, a su importancia. La cues­ tión de si la Corte puede protegerlos adecuadamente pone a prueba la hipótesis de Hamilton respecto a si la Corte es la mejor depositaría de la facultad de interpretar la Constitución. Adicionalmente, debemos abordar los derechos individuales por separado, porque su ejecución exige herramientas inter­ pretativas especiales, entre las cuales está el uso de los prin­ cipios constitucionales y de la proporcionalidad para determi­ nar dónde y cómo es aplicable una disposición que resguarda derechos. Estas dos aproximaciones podrían no ser necesarias si las disposiciones constitucionales que establecen derechos indi­ viduales fueran absolutas. El ministro Black creía que la pro­ tección a la libertad de expresión de la Primera Enmienda era absoluta. Si se le preguntaba sobre aquélla, sacaba su Constitución de bolsillo, apuntaba a las palabras “ninguna ley” y decía que “ninguna ley" significaba ninguna ley. Pero incluso el ministro Black tenía dificultad para decidir cómo aplicaba la enmienda a actividades relacionadas con el dis­ curso, como las huelgas de sindicatos. Esto se debe a que las siguientes palabras de la Primera Enmienda, "que coarte la libertad de expresión”, son menos precisas. ¿Qué significa "li­ bertad de expresión” exactamente? Y ¿cómo puede una ley coartar esa libertad?1 Además, una aproximación rígida o absolutista desprote­ gería otros derechos igualmente importantes. Como apuntó el ministro Holmes hace mucho tiempo, la Corte no permitiría que un bromista exclamara "fuego" en un teatro lleno de gen­ te, arriesgando la vida de otros en el público. Los individuos tampoco pueden incitar disturbios cuando las consecuencias directas, conocidas y pretendidas incluyen la muerte de ino­ centes. Una aproximación totalmente rígida no siempre es con dos posibles interpretaciones de una norma, una de las cuales riñe con la Constitución, m ientras la otra es compatible, preservará la norm a —antes que invalidarla— con base en la interpretación que confirma su constitucionalidad. [T.] 1 Véase Hugo L. Black, “The Bill of Rights", New York University Law Re­ view, 35:865 (1960), p. 874.

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funcional, y en las muchas instancias en las cuales no lo es, la proporcionalidad sirve para reconciliar derechos e intereses en contienda de una manera práctica y operativa.2 En efecto, un estándar absoluto sólo ocasionalmente re­ suelve un caso ante la Corte. Como he dicho, el lenguaje de la Constitución —"libertad de expresión” en la Primera Enmien­ da, “pesquisas arbitrarias" en la Cuarta, "libertad” en la Deci­ mocuarta— no describe en sí mismo su alcance. Y la Corte con frecuencia ha tenido que sortear preguntas difíciles sobre la aplicación del lenguaje. ¿Cómo se aplica la Primera En­ mienda en relación con el internet? ¿Cómo se aplica la Cuarta Enmienda al uso que hacen los departamentos de policías de retenes dirigidos a detener a todos los automóviles y buscar drogas? ¿Cuáles son los límites de la protección que la palabra “libertad” en la Constitución da a aquellos que desean educar a sus hijos en casa? Además, importantes derechos e intereses pueden entrar en conflicto. ¿Cómo debemos reconciliar el interés de la pren­ sa por revelar las deliberaciones secretas de un jurado, con el interés del inculpado en un juicio justo? ¿Cómo debemos re­ conciliar la “libertad de expresión” con el interés por una "elección justa", impulsada por la imposición de límites a las cantidades con las que los individuos pueden contribuir a una campaña política? ¿Hasta qué punto puede el gobierno preve­ nir que un periódico publique una historia con el fin de prote­ ger la seguridad nacional, cuando a veces se trata de una cues­ tión de vida o muerte? Finalmente, puede surgir una multitud de problemas que obstaculizan la posibilidad de establecer una solución única y simple para un problema constitucional difícil. Consideremos el problema de la manipulación de las circunscripciones elec­ torales de un territorio. La Decimocuarta Enmienda garantiza que el voto de cada persona reciba un trato igual. Pero la m a­ nipulación de las circunscripciones a veces hace que sea fútil para algunos votantes ejercer sus derechos; por ejemplo, para ciertos republicanos en un estado donde los distritos fueran manipulados significativamente a favor de los demócratas, o viceversa. La Corte ha reconocido el problema, pero ha consi­ 2 Schenck v. United States, 249 U.S. 47, 52 (1919).

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derado tan difícil crear una solución que ha abandonado sus esfuerzos por colaborar. Por ejemplo, en un caso de 2004, Vieth v. Jubelirer,3 la Cor­ te (abandonando un caso previo)4 sostuvo, por una votación de cinco a cuatro, que los tribunales no debían atender alega­ tos sobre manipulación de circunscripciones electorales. El alegato acusaba a la legislatura de Pensilvania de crear nue­ vos congresos distritales con límites “vagos e irregulares”, ig­ norando “todos los criterios tradicionales de redistritación [...] solamente para garantizar ventajas partidistas”. En disen­ so, sostuve que a veces la manipulación de las circunscripcio­ nes electorales, sin lograr ningún objetivo democrático plau­ sible, puede amenazar con causar un daño democrático serio. A veces la manipulación impedirá que los votantes “echen a los pillos”. A veces atrincherará a un partido minoritario en el poder. También argumenté que los tribunales pueden, al me­ nos, identificar instancias extremas; y pueden crear solucio­ nes factibles en esas instancias. Los estados que deseen evitar el involucramiento de los tribunales podrían crear comisiones de justa redistritación, una solución procedimental suficiente para el problema. Si tuviera hoy tres deseos para convertir mis votos disiden­ tes en opiniones mayoritarias, colocaría este caso en la lista. La razón es que la práctica de la manipulación de circunscrip­ ciones electorales no ha disminuido; y esa manipulación, al aislar a los legisladores de una contienda electoral fidedigna, con frecuencia los ha persuadido de tomar posiciones más ex­ tremas, haciendo más difícil gobernar la nación como un todo. Para los propósitos que nos ocupan, el caso ilustra algunas de las complejidades y dificultades que impiden respuestas sim­ ples. También ayuda a mostrar por qué la simple referencia al lenguaje, a la historia, a la tradición, al precedente o a una es­ tándar simple y absoluta con frecuencia es insuficiente. Como resultado, una Constitución que protege derechos individuales en la práctica necesita herramientas que traduz­ can sus disposiciones escritas en una realidad. Esas herra­ mientas deben servir a la Corte para proporcionar una protec­ 3 541 U.S., 267, 272, 355 (2004). 4 Davis v. Bandemer, 478 U.S., 109 (1986).

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ción adecuada de los derechos individuales y también deben ayudar al público a aceptar como legítimas las decisiones de la Corte que no son populares. Dos herramientas básicas son los principios y la proporcionalidad. P r in c ip i o s

c o n s t it u c io n a l e s

Los principios son el análogo constitucional a los propósitos de la legislación. Cuando los jueces se enfrentan con una pre­ gunta constitucional difícil, inicialmente examinan la disposi­ ción constitucional tal como lo harían respecto de otros textos, usando las herramientas del lenguaje, la historia, la tradición, el precedente, el objeto y los eventuales resultados. Estas dos últimas herramientas, objeto y resultado, pueden ser particular­ mente importantes cuando se trata de la Constitución. Pero cuando nos referimos a la protección constitucional de los dere­ chos individuales, yo lo sustituiría por el término “valores”, pues describe mejor la profundidad, lo perdurable y la fuerte carga valorativa de las protecciones constitucionales. Los tribunales deben considerar cómo estos valores, que en sí mismos cam­ bian poco a lo largo del tiempo, aplican a circunstancias que hoy pueden diferir drásticamente de aquellas de 200 años atrás. Consideremos ejemplos de preguntas constitucionales que se suscitan hoy. ¿La Cuarta Enmienda protege al propietario de una casa contra el gobierno cuando éste usa, fuera de la casa, un dispositivo que registra emisiones invisibles de calor y que, de esa manera, logra detectar que al interior de la casa se cultiva mariguana? Sabemos que esa protección de privaci­ dad —particularmente la del propietario de la casa— es un valor esencial que subyace a la Cuarta Enmienda. En conse­ cuencia, tenemos confianza en que aquélla protegerá al pro­ pietario de la casa contra el uso de esta máquina en tanto ésta invada su privacidad. Esto es así aunque nadie en el siglo x v iii hubiese soñado con esta clase de invasión.5 De modo similar, los valores expresivos que subyacen a la protección del discurso en la Primera Enmienda nos dicen que ésta protege la expresión política por internet, mientras 5 Véase Kyllo v. United States, 533 U.S. 27 (2001).

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LA PROTECCIÓN DE LOS INDIVIDUOS

que ofrece poca o ninguna protección a los mecanismos de fraude que se realizan a través de ese medio. De modo similar, los principios que subyacen a la prohibición de “castigos crue­ les e inusuales” en la Octava Enmienda sugieren que hoy pro­ hibiría la flagelación, aunque muchos de los estadunidenses del sigo x v iii pensaran que la flagelación no era cruel o inusual. Los jueces, por supuesto, pueden disentir acerca de cuáles son los principios que subyacen a una disposición constitucio­ nal en particular, o cómo se aplican. La cláusula de igual protec­ ción de la Decimocuarta Enmienda prohíbe a cualquier estado “negar a cualquier persona [...] la igual protección de las leyes”. La mayoría de los jueces creen que esa cláusula insiste en que el gobierno trate a todas las personas con el mismo respeto. Pero otros creen que la cláusula de ese modo niega al gobierno el poder para tomar en cuenta la raza, incluso con el propósito de incrementar la diversidad racial, por ejemplo en el curso de una escuela de derecho. Otros niegan que la cláusula requiera que las admisiones sean ciegas frente a la raza. Más bien, la cláusula da cierto margen al gobierno cuando adopta políticas racialmente sensibles que buscan incluir a miembros de “gru­ pos a los que por largo tiempo se ha negado estatura ciudada­ na” dentro de la sociedad estadunidense más convencional.6 El desacuerdo no es fácil de resolver. La Corte tomó el úl­ timo punto de vista en un caso sobre la política de admisiones en una escuela de derecho, en el que sostuvo que a la luz del propósito de la cláusula, la Corte debía tratar de modo dife­ rente 1) a las reglas sensibles a la raza pero con propósito in­ cluyente respecto de 2) aquellas que son excluyentes. Pero el punto aquí es que el debate trataba sólo en parte sobre los principios que subyacen a la cláusula; también se trataba so­ bre cómo esos principios deben aplicar en nuestra sociedad actual. P r o p o r c io n a l id a d

La segunda herramienta o aproximación, la proporcionalidad, es útil cuando una legislación restringe un interés constitucio6 Grutterv. Bollinger, 539 U.S. 306, 353-354 (2003) (J. Thomas concurrió en parte y difirió en parte); Gratz v. Bollinger, 539 U.S. 244, 301 (2003) (J. Ginsburg difirió).

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nalmente protegido con el fin de impulsar algún otro interés comparablemente importante. Está especialmente diseñada para un contexto donde derechos e intereses constitucionales de importancia entran en conflicto. Supongamos, por ejem­ plo, que el estado prohíbe que se hagan campañas electorales a menos de 30 metros de una casilla durante el día de eleccio­ nes. La prohibición restringe la expresión, y también delimita un área donde las mecánicas de la elección y la votación mis­ ma pueden proceder con calma, sin campañas. Los jueces que usan el estándar de proporcionalidad se preguntan si la res­ tricción de la expresión es proporcional, o si balancea apro­ piadamente esa necesidad. Se plantean una pregunta similar cuando consideran si las leyes que regulan el financiamiento de las campañas violan la Primera Enmienda, si una restric­ ción a la expresión relacionada con el área de trabajo y que el mismo gobierno impone a sus empleados es constitucional y si la Constitución permite al gobierno, y cómo, regular cierto discurso comercial como la publicidad. La proporcionalidad involucra ponderar una actividad que la Corte intenta más bien reducir. Por ejemplo, ha dicho que tra­ tará de aplicar estándares altamente protectores del discurso político con la intención de evitar ponderaciones en esta área. Pero en otras áreas, la Corte pondera más directamente los daños, las justificaciones y las alternativas potencialmente me­ nos restrictivas. ¿Qué tan serio es el daño a la libre expresión que cierta legislación puede causar? ¿Qué tan importantes son los objetivos compensatorios de una legislación? ¿Hasta qué punto la legislación logrará esos objetivos? ¿Hay formas menos restrictivas para lograr lo mismo? La Corte a veces usa distintas palabras para describir lo que hace cuando formula estas o similares preguntas. Pero en última instancia, la Corte debe determinar si la legislación amenaza un interés constitu­ cionalmente protegido con un daño que, considerado a la luz de la justificación de la legislación, es desproporcionalmente severo.7 7 Véase en genera] Alee Stone Sweet y Jud Matthews, “Proportionality Balancing and Global Constitutionalism", Columbia Journal o f Transnational Law, vol. 47, núm. 72 (2008), pp. 97-159 (buscando la historia del análisis de proporcionalidad y su uso por las cortes en el mundo); cf. Ysursa v. Pocatello Education Association, 129, S. Ct. 1093, 1103-1104 (2009) (J. Breyer concu-

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Heller Una decisión reciente ilustra cómo las dos herramientas —los principios y la proporcionalidad— funcionan en la práctica. La Segunda Enmienda establece que "Siendo necesaria una milicia bien regulada para la seguridad de un Estado libre, no se violará el derecho del pueblo a poseer y portar armas”. Sin embargo, el Distrito de Columbia prohibía la posesión de ar­ mas cortas, rifles y escopetas cargadas dentro del Distrito. En 2008, la Corte tuvo que decidir si la ley local violaba la Segun­ da Enmienda y sostuvo, en una votación de cinco a cuatro, que sí. La mayoría de la Corte y el voto disidente discreparon sobre los principios que subyacen a la Segunda Enmienda y so­ bre cómo se aplican en el mundo actual.8 Los principios de la Segunda Enmienda ¿Qué principios subyacen a la Segunda Enmienda? ¿Cuál es su propósito fundamental ? La mayoría encontró esos princi­ pios y propósitos en las palabras “derecho [...] a poseer y por­ tar armas”. Para determinar lo que los Padres Fundadores del siglo xvm hubieran pensado acerca de la naturaleza de este derecho y de su contenido específico, la mayoría examinó las primeras fuentes legales, incluyendo escritos de William Blackstone, académico del siglo xvm, así como libros y panfletos que reflejaban miedo entre los protestantes ingleses del siglo xvii de que un rey católico inglés los desarmara. Este análisis histórico llevó a la mayoría a concluir que, en el siglo xvm, el derecho de un individuo a poseer armas era importante tanto para defenderse de forma individual como para la autodefen­ sa colectiva de la comunidad. Después, la Corte determinó que los constituyentes pretendían que la Segunda Enmienda pro­ tegiera el derecho de un individuo a poseer y portar armas no sólo para garantizar el derecho más general de mantener una "milicia bien regulada”, sino también, independientemente, rrió en parte y difirió en parte) (que argum enta por y aplica un análisis de proporcionalidad en el contexto de la Prim era Enmienda). 8District o f Columbia v. Heller, 128 S. Ct. 2783 (2008).

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como un fin. Para la mayoría, la historia, y no los propósitos relacionados con la milicia, definiría el alcance del derecho.9 Los disidentes (entre quienes estuve) se enfocaron en las palabras "siendo necesaria una milicia bien regulada, para la seguridad de un Estado libre”. Para la disidencia, este lengua­ je identifica el principal valor subyacente de la enmienda. Su propósito es asegurar el mantenimiento de la "milicia bien re­ gulada”. El análisis de los disidentes sobre la historia estadu­ nidense del siglo x v iii los convenció de que los constituyentes redactaron la enmienda porque el artículo I de la Constitu­ ción otorgaba al Congreso un poder extenso para regular las milicias estatales y para "emplear” a los miembros de la mili­ cia en el servicio federal. En aquel tiempo, algunas personas temían que el Congreso usara estos poderes regulatorios para debilitar o destruir a las milicias estatales. La Segunda En­ mienda buscó asegurar al público que el Congreso no tendría esa capacidad. Esto significa que el lenguaje de la enmienda que otorga un “derecho [...] a poseer y portar armas” buscaba simplemente asegurar a la gente que el Congreso no podría hacer uso de la facultad derivada del artículo I para deshacer­ se de entidades militares estatales “bien reguladas”.10 La mayoría y la opinión disidente discreparon no sólo acerca de los principios constitucionales relevantes, sino tam ­ bién sobre la forma en que los jueces deben aplicar esos prin­ cipios y propósitos al resolver preguntas constitucionales. La mayoría, por ejemplo, concedió que, al menos, una de las ra­ zones por las que los Fundadores o constituyentes incluyeron en la Constitución una enmienda que protege el "derecho [...] a poseer y portar armas” fue para ayudar a asegurar milicias estatales bien reguladas. Pero aun así, la mayoría primordial­ mente atendió a la historia, y no a ese propósito, para definir el alcance del derecho, esto es, para determinar hasta qué pun­ to, y exactamente cómo, se aplica ahora.11 Los disidentes, sin embargo, aunque hubieran creído que la enmienda buscaba en parte proteger un derecho individual de defensa propia, no habrían atendido solamente a la histo9Ibidem, 2797-2799. 10 Ibidem, 2826-2827, 2831-2836 (J. Stevens difirió); ibidem, p. 2847 (J. Breyer difirió); U.S. Const. art. 1, § 8. 11 Heller, 128 S„ Ct. 2801 y 2802.

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ría para determinar el alcance del derecho, sino que se ha­ brían preguntado: ¿cuáles son los principios básicos —rela­ cionados con la seguridad personal— que busca proteger la enmienda? ¿Cómo buscan las leyes de hoy promover o inter­ ferir con esos principios básicos? Así, los disidentes, después de identificar los principios relevantes, habrían pasado a con­ siderar las diferencias relevantes entre los Estados Unidos del siglo xvm, nación predominantemente rural, donde la vida fron­ teriza requería armas, y los Estados Unidos actuales, predomi­ nantemente urbanos, donde la posesión de un arma presenta mayor riesgo de quitar vidas inocentes. Los disidentes, al mis­ mo tiempo que habrían buscado mantener los principios bási­ cos subyacentes a una disposición constitucional, habrían puesto mayor peso del que puso la mayoría en las circunstan­ cias cambiantes.12 Proporcionalidad respecto de la Segunda Enmienda A pesar de sus diferencias, tanto la mayoría como los disiden­ tes acordaron que debían hacer una pregunta final: a la luz de los propósitos que subyacen a la enmienda, ¿era constitucio­ nal la prohibición de la posesión de armas cortas en el Distri­ to de Columbia? Para los disidentes, la pregunta no era difícil. El propósito fundamental de la enmienda era el mantenimien­ to de una milicia estatal bien regulada. La prohibición de po­ sesión de armas cortas para civiles en el Distrito no interfería significativamente con ese objetivo. Por ende, la prohibición era constitucional.13 La mayoría tampoco consideró que la pregunta fuera difí­ cil. Desde su punto de vista, el "valor” central de la enmienda tenía que ver con "el inherente derecho a la defensa propia”. La posesión de armas cortas es importante, quizá necesaria, para asegurar ese valor. Las armas cortas son fáciles de "guar­ dar en una ubicación inmediatamente accesible en una emer­ 12 Ibidem, 2870 (J. Breyer difirió). 13 Ibidem, p. 2846 (J. Stevens difirió) (“Hasta hoy, se ha entendido que las legislaturas pueden regular el uso y abuso por parte de civiles de armas de fuego siempre que no interfieran con la preservación de una milicia bien re­ gulada”).

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gencia”; son fáciles de “usar para quienes no poseen fuerza necesaria en la parte superior del cuerpo para levantar y apuntar un arma larga”. Las armas cortas pueden “apuntarse hacia un ladrón con una mano, mientras con la otra se llama por teléfono a la policía”; no son "fácilmente [...] redirigidas o sometidas por un atacante”; son "el arma de autodefensa por antonomasia”, particularmente en el hogar. Aun así, la ley del Distrito de Columbia prohíbe “enteramente ese tipo de 'ar­ m as'”. En la historia de los Estados Unidos, pocas leyes sobre posesión de armas han sido tan restrictivas. Por tanto, la ley “no satisface el estándar constitucional”.14 Aunque los resultados en este caso versaron principal­ mente sobre la identificación y aplicación de valores, el caso ilustra cómo puede la Corte utilizar un estándar de proporcio­ nalidad, herramienta que la mayoría no usó pero que fue con­ siderada por los disidentes. Puesto en términos de constitucionalidad, la pregunta so­ bre proporcionalidad es la siguiente: ¿la restricción de portar armas cortas interfiere desproporcionadamente con los prin­ cipios que subyacen a la Segunda Enmienda? Esta pregunta comprende varias preguntas subsidiarias: ¿hasta qué punto interfiere esta restricción con el interés protegido? ¿Hasta qué punto impulsa un interés imperioso? ¿Existen formas menos restrictivas o mejores para lograr el importante objetivo de la legislación? Las respuestas a las preguntas subsidiarias ayu­ dan a contestar la cuestión definitiva: ¿la legislación restringe desproporcionadamente el valor o el interés que protege la Constitución? Con frecuencia, la Corte ha formulado este tipo de preguntas sobre ponderación, a veces usando un lenguaje diferente, donde existen similares conflictos constitucionales; por ejemplo, tratándose de libertad de expresión y privacidad.15 La ley del Distrito de Columbia, al restringir la posesión de armas cortas, lo hace con el fin de impulsar un interés im­ perioso, a saber, un interés en la vida misma. La Corte ha sos­ 14 Ibidem, 2817-2818. 15 Cf. ibidem, 2865 (J. Breyer difirió). Compárese el enfoque de Eugene Volokh, “Implem enting the Right to Keep and Bear Arms for Self-Defense: An Analytical Framework and a Research Agenda”, UCLA Law Review, 56:1443 (2009), quien intenta traducir el derecho a poseer y portar armas en una "doc­ trina constitucional funcional”.

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tenido que este interés puede justificar la interferencia aun tratándose de intereses constitucionales rivales que son muy importantes. Consideremos, por ejemplo, las leyes que prohí­ ben la expresión, donde la expresión revelaría importantes se­ cretos militares. También consideremos leyes que prohibieran prácticas religiosas que amenazaran con causar un daño físi­ co a la gente.16 Es menos claro que la ley del Distrito de Columbia sobre el uso de armas cortas impulse significativamente el interés de salvar vidas. Por otro lado, en 1975, cuando el Distrito pro­ mulgó su prohibición, hubo aproximadamente 25000 muer­ tes en los Estados Unidos por el uso de armas cortas, y alrede­ dor de 200000 heridas. En el Distrito, 155 de 285 asesinatos, 60% de todos los robos y 36% de todos los asaltos involucra­ ban armas cortas. Pero 20 años después de que el Distrito pro­ mulgara su ley, la estadística nacional de muertes a causa de armas cortas incrementó a 36000. Más de 80% de todos los homicidios causados con armas de fuego fueron cometidos con armas cortas y el índice de crímenes violentos en el Distri­ to de Columbia ha aumentado, no disminuido. Además, algu­ nos sociólogos han descubierto que las leyes estrictas sobre el uso de armas generalmente están asociadas con más crímenes violentos, no con menos. Otros hallaron una relación positiva entre la posesión de armas y la legítima defensa. Igualmente, otros han concluido que existen tantas armas ilegales en los Estados Unidos que la ley de D. C. no habría podido tener un efecto significativamente positivo.17 Por otro lado, sin la prohibición sobre armas cortas, el índice de crímenes en D. C. y las muertes relacionadas con crímenes hubieran podido ser peores. Las leyes que regulan armas cortas no pueden prometer que desproveerán a los cri­ minales de armas, pero pueden ayudar. Y las leyes de D. C. pueden hacer que otras comunidades adopten restricciones de algún tipo sobre armas. No se puede saber con certeza si la ley de D. C. sobre armas funcionaba. Para contestar la pre­ gunta general —¿hasta qué punto dicha ley lograba su objeti­ vo?— se requieren hechos y juicios basados en hechos. Así, las 16 Heller, 128, S. Ct. 2865-2866 (J. Breyer difirió). 17 Ibidem, 2854-2859 (que discute los estudios empíricos proporcionados en amicus).

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legislaturas están mejor equipadas que los tribunales para ha­ llar la respuesta. Además, la Corte debe aceptar el juicio de la legislatura sobre la posesión de armas y el objetivo de salvar vidas, siempre que ese juicio sea razonable (a mí me pareció que lo era).18 ¿Qué pasa con la otra cara de la moneda? ¿Hasta qué pun­ to la prohibición sobre el uso de armas cortas genera una car­ ga en el interés que la enmienda busca proteger en relación con las armas? Para contestar esta pregunta, debemos regre­ sar a los principios que subyacen a la enmienda. Debido a que los ministros discrepan sobre el tema, podemos examinar los valores plausibles que están en consideración. Si el valor es preservar una “milicia bien regulada" o proteger a deportistas o cazadores, la prohibición sobre el uso de armas cortas im­ pone una carga leve o nula. Quienes buscan entrenar en el uso de armas, practicar tiro al blanco o cazar pueden unirse a al­ gunos clubes cerca de Virginia o de Maryland y, por el precio de un boleto de metro, unirse a otros compañeros para entre­ nar, por recreación y deporte. Pero si el valor es usar armas cortas para la defensa propia, debemos reconocer que la legis­ lación impone una carga. La prohibición interfiere significati­ vamente con la posesión del propietario de la casa y con el uso de un arma corta guardada en casa para defensa propia.19 La Corte debe, entonces, tratar de ponderar la eficacia de la legislación, en términos de seguridad comunitaria y el obs­ táculo que impone a la defensa personal. Podríamos intentar evitar la necesidad de llegar hasta la ponderación y encontrar, más bien, una forma menos restrictiva para alcanzar el objeti­ vo que pretendía el Distrito: salvar vidas. Pero probablemente no hay ninguna. Las características que precisamente hacen que un arma corta sea una opción particularmente buena para la autodefensa incluyen el hecho de que es pequeña, lige­ ra, fácil de tomar y controlar, y deja una mano libre para m a­ niobrar. Son precisamente estas características las que hacen que las armas cortas sean susceptibles de abuso, por parte de niños, por ejemplo, fáciles de robar y esconder, y son una bue!S Ibidem, 2859 ("la pregunta aquí es si [los argumentos empíricos] son lo suficientemente fuertes para destruir la confianza judicial en la razonabilidad de la legislatura que los rechaza”). 19 Ibidem, 2861-2864.

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na opción para proyectar la intención criminal de cometer, por ejemplo, un robo.20 Hasta ahora, el principio de proporcionalidad ha ayudado a delimitar la pregunta. La prohibición de armas cortas genera una carga sobre lo que la mayoría consideró un importante objetivo de la Segunda Enmienda; al tiempo que pretende im­ pulsar (y la legislatura podría razonablemente considerar que tiende a impulsar) un interés rival e imperioso: salvar vidas inocentes. No hay una manera obvia, menos gravosa y simi­ larmente efectiva para avanzar en ese objetivo. Por tanto, no podemos evitar decidir sobre la pregunta que atañe a la pon­ deración de si la ley del Distrito de Columbia sobre armas cor­ tas, en sus esfuerzos por salvar vidas inocentes (un interés im­ perioso), genera una carga desproporcionada en el interés que la enmienda busca proteger, que es "la autodefensa”.21 Desde mi punto de vista, la carga es proporcionada y la legislación es constitucional. La ley del Distrito se elaboró a la medida de las amenazas a la vida en el ámbito urbano, que buscaba atender; sólo involucraba una clase de armas, dejan­ do libres a los residentes para poseer escopetas y rifles, ade­ más de municiones guardadas por separado. La primera cláu­ sula de la Enmienda, la relacionada con la “milicia”, indica que, incluso si la autodefensa se considera un interés protegi­ do, no es el único ni el más importante que tuvieron en mente los constituyentes. Quizá son más importantes los cambios en la naturaleza de la sociedad, el desarrollo de la fuerza policia­ ca urbana, la naturaleza del crimen urbano moderno, el movi­ miento de la población lejos de la frontera y de los riesgos y peligros particulares de la vida fronteriza, todo lo cual ha he­ cho que la posesión de armas sea menos importante en térmi­ nos de los objetivos de la enmienda, incluso si esos objetivos incluyen el valor de la seguridad personal.22 Con independencia de si uno concuerda o no con el aná­ lisis de proporcionalidad que se acaba de presentar, la apro­ ximación subyacente enfoca la atención que la Corte pone en las consideraciones constitucionales prácticas subyacen­ tes, a saber, el daño (para intereses protegidos) frente a la nece20 Ibidem, 2864. 21 Ibidem, 2865. 22 Ibidem, 2865-2867.

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sidad. El ejemplo de la Segunda Enmienda demuestra que la proporcionalidad es compleja y difícil de aplicar en la prácti­ ca, pero ¿cuál es la alternativa? La Corte de hoy no debería basar su respuesta a la pregunta sobre un tema como el con­ trol de las armas en hechos y circunstancias de una sociedad del siglo x v i i i . Un juez tampoco debería basar su respuesta a esa pregunta en su ponderación intuitiva del daño versus la necesidad, sin decir cómo funciona esa ponderación. ¿Por qué la Corte debería simplemente anunciar que las armas cortas son importantes e insinuar que consecuentemente la respues­ ta es obvia? ¿Por qué el público habría de considerar acepta­ ble que la Corte se apoyara totalmente en una alternativa del siglo xv tii o en una intuición judicial no explicada? Quienes no favorecen el uso de una aproximación de pro­ porcionalidad o de aproximaciones similares las critican por “empoderar al juez”. Pero un juez que usa este tipo de aproxi­ mación debe examinar y explicar todos los factores que parti­ cipan en la decisión. La necesidad de ese examen y explica­ ción sirve como una contención y significa que la decisión debe ser transparente y estar sujeta a la crítica. Como la apro­ ximación que se ha ilustrado puede requerir que el juez acep­ te determinaciones legislativas razonables sobre temas empí­ ricos, en realidad se “empodera al legislador”, no al juez. En la sociedad democrática que crea la Constitución, empoderar al legislador es una virtud. En suma, el ejemplo de la Segunda Enmienda muestra cómo el uso de principios y del estándar de proporcionalidad puede ayudar a producir una forma de interpretación constitucional que permita a la Constitución adaptar sus principios perma­ nentes para ajustarse a las necesidades cambiantes de la so­ ciedad. El uso de los principios y de la proporcionalidad tiene sus propias complejidades, pero esas complejidades surgen con frecuencia del problema subyacente en sí: un problema que requiere que la Corte determine cuánta protección mere­ ce un derecho cuando entra en conflicto con otro derecho o con un interés de importancia crítica. Otras aproximaciones más simples traen costos como la dificultad de explicar al pú­ blico por qué debe aceptar una decisión con suposiciones fác­ ticas del siglo x v iii o la pura intuición judicial. Atender a los

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principios y al estándar de proporcionalidad es promover opi­ niones transparentes, es apoyarse fuertemente en la explica­ ción racional, y es proteger los derechos individuales que subyacen a las disposiciones constitucionales.

XIV. EL PRESIDENTE, LA SEGURIDAD NACIONAL Y LA RENDICIÓN DE CUENTAS: EL CASO KOREMATSU L a r e l a c i ó n entre el presidente y la Suprema Corte se compli­ ca particularmente en tiempos de guerra o emergencia nacio­ nal, momentos en los cuales la Constitución conserva su vi­ gencia. Los Estados Unidos de América abandonaron desde hace mucho tiempo la premisa de Cicerón, según la cual “en tiempos de guerra, la ley guarda silencio”. Al contrario, la Su­ prema Corte de los Estados Unidos retiene sus facultades de control constitucional sobre los actos de autoridad aun en esos momentos. En principio, esto significa que la Corte pue­ de invalidar las acciones del Ejecutivo que atentan contra la Constitución. En la práctica, sin embargo, ¿hasta qué punto puede —o debe— la Corte exigir al presidente sujetarse a la Constitución mientras éste enfrenta una guerra o una emer­ gencia nacional? ¿Cómo puede la Corte m antener una rela­ ción operativa y práctica con el presidente y favorecer, al mismo tiempo, que éste cumpla con sus deberes constitucio­ nales, sin que ésta renuncie a su responsabilidad de proteger las libertades y de hacer cumplir los límites impuestos cons­ titucionalmente? Como en otros contextos, la Corte debe en­ contrar la aproximación constitucional correcta; es decir, aquella que le asegure que las personas aceptan sus decisio­ nes, si bien no siempre como acertadas, sí siempre como le­ gítimas. La Constitución otorga al presidente estadunidense am ­ plias facultades para conducir la política exterior, declarar y dirigir la guerra y preservar la seguridad nacional. Algunas ve­ ces, sin embargo, el presidente puede ir demasiado lejos. Du­ rante la Guerra Civil estadunidense, por ejemplo, el presiden­ te Abraham Lincoln suspendió la vigencia del habeas corpus, dejando en libertad al ejército para arrestar y detener ciuda­ danos estadunidenses sin mandato o escrutinio judicial. Ante esto, el ministro Taney, entonces presidente de la Suprema 255

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Corte, otorgó un habeas corpus en el que ordenaba al ejército la liberación de un simpatizante de la Confederación, John Meiyman, ciudadano de Maryland, quien había sido arresta­ do por soldados de la Unión. Taney sostuvo que la suspensión del recurso de habeas corpus vulneraba la Constitución por­ que su artículo I otorgaba al Congreso, y no al presidente, la potestad de suspender la vigencia de tal recurso.1 El presidente Lincoln ordenó, entonces, a sus generales que ignoraran la resolución de la Corte. "¿Debemos perm i­ tir que todas las leyes sean desobedecidas, excepto una, y que el gobierno mismo se desmorone sólo para que no se viole esa única ley?", se preguntó Lincoln. Finalmente, el Congreso resolvió el dilema y suspendió la vigencia del re­ curso por la vía legislativa. Sin embargo, el hecho relevante sigue siendo que el presidente Lincoln desacató un mandato judicial que invalidaba una acción de guerra que él conside­ raba necesaria.2 En 1950 la Corte revisó otra acción presidencial tomada en tiempos de guerra. Durante el conflicto coreano, el presi­ dente Truman decomisó plantas acereras pertenecientes a em­ presas privadas, pues estimó que los decomisos evitarían una huelga que hubiera interferido seriamente con los propósitos de la guerra. La Corte sostuvo que, sin la autorización del Con­ greso, el presidente Truman carecía de la potestad legal para decomisar tales plantas y, en consecuencia, el decomiso era inconstitucional. En un voto concurrente, el ministro Jackson enfatizó el hecho de que el Congreso no había autorizado el decomiso. En su opinión, las acciones del presidente pueden clasificarse, en general, dentro de tres categorías: a) aquellas tomadas de acuerdo con la legislación emanada del Congreso; b) aquellas tomadas en ausencia de legislación emanada del Congreso, y c) aquellas tomadas en contravención de la legis­ lación emanada del Congreso. El ministro añadió que el mar­ gen de actuación del presidente, aun en tiempos de guerra, disminuye en tanto sus acciones avanzan del primer al tercer 1Ex parte Merryman, 17 E Cas. 144 (1861). 2 Abraham Lincoln, Mensaje al Congreso en Sesión Extraordinaria (4 de julio de 1861), en Don E. Fehrenbacher (ed.), Abraham Lincoln: Speeches and Writings 1859-1865, Library of America, p. 253.

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rubro. Traman acató la decisión de la Corte y regresó las plantas acereras a sus propietarios.3 En tiempos de guerra, cuando la Corte enfrenta a un pre­ sidente que ha restringido libertades civiles ordinarias y tiene que resolver un alegato de que el presidente se ha extralimita­ do, seguramente también enfrentará a un presidente cuyas fa­ cultades constitucionales se sitúan en su máximo nivel dentro del régimen jurídico. Es decir, ese presidente seguramente ha­ brá actuado de acuerdo con sus facultades constitucionales en materia de guerra, política exterior y seguridad nacional. Por su parte, el Congreso seguramente habrá aprobado un amplio número de disposiciones que autorizan al presidente para ac­ tuar de esa manera. Al mismo tiempo, el presidente habrá es­ timado que las condiciones fácticas justifican las limitaciones a las libertades individuales. Este último análisis resulta im ­ portante por dos razones: porque el presidente regularmente conoce más sobre asuntos de guerra que un tribunal, y porque la protección específica que la Constitución otorga a las perso­ nas varía muchas veces de acuerdo con las circunstancias. Por ejemplo, las garantías de la Cuarta Enmienda en materia de órdenes de cateo no son aplicables si la policía observa a un la­ drón introducirse en una casa o departamento con un rehén. Dada la importancia de las consideraciones que favorecen la deferencia hacia el presidente —basadas en su conocimien­ to y habilidades, en su investidura constitucional, en las facul­ tades delegadas que ha recibido del Congreso, así como en las circunstancias fácticas—, ¿puede la Corte decirle que no al presidente? Si la respuesta es no, ¿significa entonces que la relación entre la Corte y el presidente se vuelve, inevitable­ mente, una calle de un solo sentido? En términos lisos y lla­ nos, ¿cómo puede la Corte proteger las libertades civiles en tiempos de guerra? Respecto de esta última pregunta, un caso resuelto por la Suprema Corte de Estados Unidos justifica cierto pesimismo. Durante la segunda Guerra Mundial, la Corte confirmó la constitucionalidad de la decisión del presidente Franklin D. Roosevelt de expulsar a 70000 ciudadanos estadunidenses de 3 Youngstown Sheet & Tube Co. v. Sawyer, 343 U.S. 579 (1952); ibidem, 635640 (J. Jackson concurrió).

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ascendencia japonesa de sus hogares en la Costa Oeste y exi­ girles que vivieran en "campos de reubicación” situados en el oriente de California y en los estados de las Montañas Roca­ llosas. La academia ha tenido serias dificultades para coinci­ dir con lo resuelto por la Corte en el caso Korematsu v. United States y encontrar, por tanto, en la decisión del presidente al­ guna base razonable. La mayoría de los expertos caracteriza este fallo como equivocado, llegando al extremo de conside­ rarlo uno de los peores de la Corte estadunidense. Sin embar­ go, entre la mayoría que adoptó esa decisión se encontraban los ministros Hugo Black y William O. Douglas, quienes siem­ pre dedujeron de la Constitución una fuerte protección para las libertades individuales. Es importante, entonces, compren­ der por qué y cómo llegó la Corte a tales conclusiones. El caso ilustra las dificultades que enfrenta la Corte para mantener la protección constitucional de las libertades civiles cuando un presidente, con sus facultades y atribuciones elevadas al máxi­ mo nivel,* actúa en contrario. También demuestra la impor­ tancia de mantener el escrutinio constitucional sobre el presi­ dente aun en esas circunstancias.4 La

r e u b ic a c ió n

En febrero de 1942 el presidente Roosevelt firmó el decreto presidencial número 9066, el cual otorgaba a los comandan­ tes militares la facultad de reubicar a personas de ascenden­ cia japonesa que vivieran dentro del territorio de Estados Uni­ dos. ¿Por qué hizo esto?5 Apenas unas semanas antes Japón había bombardeado Pearl Harbor y se temía, tanto por civiles en la Costa Oeste como por personal del ejército, una invasión japonesa preci­ samente de la Costa Oeste. Inicialmente, la opinión pública de * Las facultades del presidente en todos los regímenes constitucionales se potencian en tiempos de guerra. [T.] 4 Korematsu v. United States, 323 U.S. 214 (1944); véase, por ejemplo, Mark Tushnet, "Defending Korematsu?: Reflections on Civil Liberties in Wartime", Wisconsin Law Review, 273:296 (2003) (“en la actualidad, existe casi unanim i­ dad respecto a que Korematsu es una mala decisión”). 5 EO 9066, 7 Fed. Reg. 1407 (19 de febrero de 1942).

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California había seguido el consejo de Los Angeles Times de no perder la calma. Sin embargo, la opinión pública terminó vol­ cada contra los residentes japoneses de California. Incluso, algunos califomianos se rehusaron a comprar vegetales de los horticultores japoneses o a contratar personal de servicio ja­ ponés por temor a resultar envenenados.6 Entonces, los comentaristas de radio, los editorialistas, las asociaciones de agricultores y las figuras políticas empezaron a exigir, tal como lo expresaría literalmente un congresista, que “todos los japoneses, ciudadanos o no, fueran ubicados tierra adentro en campos de concentración”. Hasta Los Ange­ les Times abandonó su posición inicial. El gobernador de Cali­ fornia solicitó el retiro de todos los japoneses del estado de California, y toda la delegación californiana ante el Congreso federal apoyó la remoción. Incluso Earl Warren, en aquel mo­ mento procurador general de California, apoyó la medida, aunque más tarde se disculparía. Tiempo después, como mi­ nistro presidente, Warren se pronunció decididamente a fa­ vor de las libertades civiles —fue el ministro ponente en el caso Brown v. Board o f Education—, pero a principios de 1942 dijo a un grupo de comisarios estatales que el hecho de que no se hubieran detectado actividades de quinta columna* o de sa­ 6 Peter Irons, Justice at War, Oxford University Press, Nueva York, 1983, pp. 6 y 7; Jacobus tenBroek, Edward N. Barnhart y Floyd W. Matson, Prejudice, War, and the Constitution, University of California Press, 1954, p. 70. * La expresión "Quinta columna” se atribuye al general Emilio Mola, al re­ ferirse en un program a radiofónico de 1936 al avance de las tropas sublevadas en la Guerra Civil española hacia Madrid. El general mencionó que, mientras bajo su mando cuatro columnas se dirigían hacia la capital (una que avanzaba desde Toledo, otra, por la carretera de Extremadura, otra por la Sierra, y la de Sigüenza), había una quinta formada por los simpatizantes del golpe de Esta­ do que, dentro de la capital, trabajaban clandestinamente en pro de la victoria del bando golpista. Según otros autores, como Mijail Koltsov, corresponsal del diario moscovita Pravda y enviado personal de Stalin a España, fue el general José Enrique Varela quien pronunció la frase. La expresión se usa desde entonces para designar, en una situación de confrontación bélica, a un sector de la población que mantiene ciertas lealta­ des (reales o percibidas) hacia el bando enemigo, debido a motivos religiosos, económicos, ideológicos y/o étnicos. Tal característica hace que se vea a la quinta colum na como un conjunto de personas potencialm ente desleales a la com unidad en la que viven y susceptibles de colaborar de distintas formas con el enemigo.

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botaje, sólo significaba que los japoneses residentes de Cali­ fornia estaban deliberadamente esperando la hora cero para emprenderlas. Dijo, en esencia, que precisamente la ausencia de acciones de sabotaje demostraba que muchos japoneses re­ sidentes en los Estados Unidos eran desleales.7 De manera relevante, John L. DeWitt, general del ejército a cargo del Sexto Distrito Militar, que abarcaba la Costa Oes­ te, apoyó fuertemente la remoción. Destacamentado en el Pre­ sidio de San Francisco, el general DeWitt comunicó al Depar­ tamento de Guerra que temía una invasión; que los japoneses habían enviado información sobre la ubicación de blancos aliados a los submarinos japoneses en alta mar, y que los japo­ neses residentes en Estados Unidos habían facilitado la comi­ sión de actos de sabotaje y espionaje. Dado que DeWitt estaba convencido de que muchos japoneses residentes en Estados Unidos eran desleales y de que sería imposible distinguir en­ tre los leales y los que no lo eran, concluyó que el escenario de mayor seguridad era confinarlos a todos. El informe de una comisión encabezada por el ministro de la Corte Suprema, Owen Roberts, la cual llevó a cabo una rápida investigación del ataque a Pearl Harbor, sirvió también de fundamento. La Comisión estableció que “algunas personas que no tenían una relación evidente con el servicio exterior japonés habían cola­ borado en una célula de espionaje japonés”. Para el público en general estas palabras significaban quinta columna o, en len­ guaje contemporáneo, células terroristas entre nosotros.8 La remoción tuvo sus detractores, entre quienes figuraron el f b i y su director, J. Edgar Hoover, quien aseguró que el f b i podía distinguir entre leales y desleales. El f b i había vigilado a Esa idea y expresión pasó seguidam ente a todas las guerras posteriores, como en la segunda Guerra Mundial, y se llamó así a los franceses que, re­ sidiendo dentro de Francia, esperaban en 1940 el triunfo de la Alemania nazi. Dicho térm ino se extendió en H olanda y Noruega para sus ciudada­ nos que m ostraban más sim patía y lealtad hacia el Tercer Reich que hacia sus dirigentes, apoyando la invasión de sus países de origen. Del mismo modo, sim patizantes del Eje consideraban a los partisanos que com batían clandestinam ente al fascismo en sus propios países como una quinta co­ lum na. [T.] 7Ibidem, pp. 7, 40, 43, 60, 83 y 84. 8Ibidem, pp. 27, 41, 42, 58 y 59; Edward Sanpei, “A viper is a viper whenever the egg is hatched", 1972, pp. 12 y 13 (manuscrito no publicado).

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cerca de 2000 extranjeros japoneses inmediatamente después del ataque a Pearl Harbor y, desde su punto de vista, no había necesidad de expulsar a todos los ciudadanos estadunidenses con ascendencia japonesa.9 Algunos generales del ejército, como Mark Clark, pen­ saron que los problemas logísticos asociados con reubicar y dotar de vivienda a 112 000 civiles japoneses serían enormes. Además, algunos funcionarios del Departamento de Justicia, dada su preocupación por las libertades individuales, carac­ terizaban el desalojo de 70000 ciudadanos estadunidenses como algo terrible. ¿Cómo —se preguntaban— podemos reu­ bicar a ciudadanos estadunidenses de origen japonés, pero no a aquellos de origen alemán o italiano? Todavía peor, si el go­ bierno permitía a los ciudadanos de origen japonés permane­ cer en sus casas en Hawái, ¿por qué expulsar a los ciudadanos de origen japonés de California?10 Al principio, el procurador general, Francis Biddle, y el se­ cretario de Guerra, Henry L. Stimson, se oponían a la expul­ sión. Sin embargo, el secretario asistente del Departamento de Guerra, John McCloy, la defendió denodadamente. Al final, los departamentos de Guerra y Justicia dieron su visto bueno a la recomendación de DeWitt para la expulsión, y la enviaron al presidente, quien la aprobó en definitiva.11 El decreto presidencial otorgaba a los jefes militares la facul­ tad de designar "áreas militares" e imponer restricciones a quienes se encontraban dentro de ellas. Después, el Congreso confirmó el decreto presidencial mediante una ley que impo­ nía sanciones criminales a quien, a sabiendas, "entrara, per­ maneciera, abandonara o cometiera cualquier acto en cual­ quier [...] zona militar contrario a” las restricciones vigentes. El 2 de marzo de 1942 el general DeWitt designó la parte oc­ cidental de California, Oregon y Washington como una área 9 Swaine Thomas, Dorothy y Richard S. Nishimoto, The Spoilage: Japanese-American Evacuation and Resettlement During World War II, University of California Press, 1969, p. 5. 10 Irons, op. cit., pp. 51-57 (que discute asuntos constitucionales entre fun­ cionarios del Departamento de Justicia); tam bién veáse tenBroek et al., op. cit., pp. 357-358. 11 Ibidem, pp. 111-112; Irons, op. cit., pp. 60-62.

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militar especial y, en el transcurso de las siguientes semanas, DeWitt emitió varios decretos que tenían como destinatarios específicos a todas las personas con ascendencia japonesa.12 El primero imponía el toque de queda. El segundo reque­ ría que todas las personas de ascendencia japonesa permane­ cieran dentro del área militar de la Costa Oeste, y el tercero les ordenaba permanecer en "centros de reunión” específicos dentro de dichas áreas, los cuales incluían las pistas de carre­ ra de Santa Anita y Tanforan cerca de San Francisco y Los Ángeles, respectivamente. En conclusión, los decretos exigían que todas las personas de ascendencia japonesa se congre­ garan en esas pistas y otras áreas designadas. El gobierno los transportó, entonces, a campos de concentración al oriente de California y de los estados situados entre las Montañas. A principios de junio de 1942, 100000 personas —en octubre llegaron a 112000—, entre ellas 70000 ciudadanos estaduni­ denses, vivían en esos campos detrás de cercas electrificadas y bajo vigilancia.13 Las instalaciones de los campos han sido descritas como “espartanas en extremo”. Los reclusos vivían en barracas he­ chas de papel de alquitrán y pino. Las paredes interiores esta­ ban construidas con triplay delgado. Dentro, las literas es­ taban divididas por sábanas y cobijas. Los reclusos utilizaban duchas y retretes comunes. En algunos campos, los vientos habituales arrojaban polvo y arena por todos lados. Los japo­ neses recluidos vivieron en esos campos de dos a tres años. Pocos meses después de su llegada, sin embargo, cualquier amenaza realista de una invasión sobre California había desa­ parecido. Las fuerzas armadas estadunidenses empezaron a conquistar victorias en Europa y el Pacífico. De hecho, miles de americano-japoneses se unieron al ejército de los Estados Unidos. El 442° Regimiento de Infantería resultó ser la unidad más condecorada en Europa, con 18000 condecoraciones re­ cibidas por su valor.14 La propia autoridad gubernamental que administraba los campos, la Autoridad de Reubicación de Guerra ( w r a , por sus 12 EO 9066; Ley del 21 de m arzo de 1942, 56 Stat. 173, 18 U.S.C. § 97a; Irons, op. cit., pp. 65-66. 13 Ibidem, pp. 70 y 73. 14 Ibidem, pp. 73-74 y 320.

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siglas en inglés), empezó a reconocer que carecía de justifica­ ción para seguir confinando a los residentes. En octubre de 1942 la w r a desarrolló un mecanismo de revisión para identi­ ficar a los internos cuya lealtad estuviese en duda, a quienes envió a un campo en Tule Lake, California. La w r a ofreció li­ berar al resto, siempre que accedieran a no regresar a Califor­ nia, donde existía un fuerte sentimiento antijaponés. Para 1943 la w r a dejó de exigir ese requisito, y a finales de 1944, el go­ bierno anunció que cerraría todos los campos al año siguiente y permitiría que los residentes regresaran a California.15 Antes de que esto ocurriera, algunos de los americanojaponeses afectados trataron de cuestionar la legalidad de las órdenes de reubicación. Finalmente, cuatro casos que trata­ ban el tema llegaron a la Corte Suprema. Dos de ellos, Gordon Hirabayashi y Fred Korematsu, fueron cruciales. La Corte falló en contra de las pretensiones tanto de Hirabayashi como de Korematsu. Cerca de 40 años después, en 1988, el Congreso emitió un decreto de disculpa, por lo que uno de los residen­ tes de los campos, Fred Korematsu, describió acertadamente como un “enorme error”. Pero ¿qué pasaba en 1944? ¿Por qué la Corte no llegó a la misma conclusión en ese entonces?16 Hirabayashi Gordon Hirabayashi era un ciudadano estadunidense nacido en Aurubum, Washington, de padres japoneses. Pacifista, vio­ ló deliberadamente el toque de queda y los decretos de segre­ gación en mayo de 1942. Inmediatamente después, se presentó ante el f b i , llevando un portafolio que contenía documenta­ ción que demostraba sus transgresiones y afirmó que quería poner a prueba la legalidad de tales decretos.17 El gobierno acusó a Hirabayashi de dos infracciones pe­ nales menores: la primera, por no congregarse en un centro de reunión; la segunda, por desobedecer el toque de queda. Fue encontrado culpable de ambas. El juez federal de conoci­ 15 Ibidem, pp. 268-277; tenBroek et al., op. cit., pp. 170-184. 16 Ley sobre las Libertades Civiles, 1988, 50 U.S.C. app. § 1989b (2006); Irons, op. cit., p. 367. 17 Ibidem, pp. 87-93.

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miento, después de confirmar la constitucionalidad de los de­ cretos, le impuso dos sentencias sucesivas de 30 días en una cárcel local; el inculpado pidió cumplir su condena en un campo de trabajo. El juez, adoptando una decisión que ten­ dría consecuencias sorpresivamente importantes después, ac­ cedió a su pretensión y modificó la sentencia a 90 días por cada infracción, penas que correrían simultáneamente, es de­ cir, fue condenado a 90 días en total.18 Hirabayashi apeló la decisión ante el Tribunal de Apela­ ción del Noveno Circuito. El tribunal guardó el asunto varios meses en su archivo sin decidirlo. El 19 de febrero de 1943 celebró la audiencia del caso. En ese momento y a solicitud del Departamento de Justicia, el tribunal pidió que el caso fuera turnado a la Suprema Corte para que ésta respondiera las cuestiones constitucionales. La Corte anunció que decidi­ ría el caso el 5 de abril.19 Las dos partes involucradas vieron este caso como una puesta a prueba de la autoridad interna del gobierno. Por un lado, la Unión Estadunidense por las Libertades Civiles ( a c l u , por sus siglas en inglés) presentó el caso de Hirabayashi, cuyo argumento principal era el problema de la detención, con es­ tas preguntas: ¿cómo podía la Constitución perm itir la de­ tención de ciudadanos estadunidenses sin ninguna garantía procesal? ¿Cómo podía permitir la detención de un grupo de personas cuyos miembros eran mayoritaria e indiscutiblemen­ te leales? ¿Cómo pudo seleccionarse ese grupo con base en la raza? ¿Por qué, cuando menos, el gobierno no inició un exa­ men de lealtad inmediatamente después de iniciado el internamiento?20 El gobierno no encontró respuestas sencillas para estas preguntas. ¿Cómo haría el Departamento de Guerra para opo­ ner argumentos contra el examen de lealtad? El mismo go­ bierno reconoció que muchos ciudadanos estadunidenses de ascendencia japonesa eran indudablemente leales. A princi­ pios de 1943 había creado la unidad de combate de Nisei, que recibió tantas condecoraciones: el 442° Regimiento de Infan­ tería. Además, la w r a había iniciado un programa de revisión 18 Ibidem, pp. 154-159 (descripción del proceso y condena de Hirabayashi). 19Ibidem, pp. 175, 182, 184 y 185. 20 Ibidem, pp. 186-192.

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que permitiría a los ciudadanos estadunidenses leales regre­ sar a la Costa Oeste. Esta revisión incluía, sin embargo, una pregunta capciosa. Una de las preguntas del examen de leal­ tad planteaba si la persona interna estaría dispuesta "a servir en las fuerzas armadas de los Estados Unidos en el campo de batalla". La wra consideraba una respuesta negativa como indicador de deslealtad, aun cuando fuera emitida por m u­ jeres o niños. Así, decidió que había demasiados indicios ne­ gativos para perm itir a cualquier recluso regresar a Cali­ fornia. Sin embargo, ¿por qué no examinarlos y permitirles regresar?21 El Departamento de Guerra empezó a perder confianza en el general DeWitt, quien escribió un largo informe en el que justificaba la reubicación original con base en necesidades militares (invasión, sabotaje, espionaje). En dicho informe, justificaba no haber realizado un examen de lealtad previo no con el argumento de que el tiempo apremiaba, sino con base en estereotipos raciales: "la realidad”, dijo, era que “una exac­ ta separación ‘entre cabras y ovejas’ resultaba inviable”. DeWitt también se opuso a la introducción de un nuevo programa de examen de lealtad porque hacerlo ahora provocaría que los jueces se preguntaran por qué no se había hecho antes. Des­ pués de leer el informe, John McCloy concluyó que sonaba racista y que perjudicaría la causa del gobierno y, al principio, se rehusó a hacerlo público.22 Al mismo tiempo, el Departamento de Justicia perdía con­ fianza en el Departamento de Guerra. Edward Ennis, un abo­ gado del Departamento de Justicia, leyó un artículo de la re­ vista Harper, aparecido en octubre de 1942, cuyo autor resultó ser un oficial de alto rango en la Inteligencia Naval. El autor revelaba que en las seis semanas siguientes al ataque de Pearl Harbor, la Oficina Naval de Inteligencia (encargada dentro de las fuerzas armadas de las labores de inteligencia relaciona­ das con Japón) había calculado en 3 500 el número de posi­ bles saboteadores o espías en territorio estadunidense. Él afir­ maba que “todo el 'problema japonés’ se había magnificado más allá de su verdadera proporción, debido, mayormente, a 21 Ibidem, pp. 198-202. 22 Ibidem, pp. 206-212.

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las características físicas de las personas”, y recomendaba que el problema “fuera manejado con base en los individuos, sin importar la ciudadanía, y no con fundamento en su raza”. Concluía que, como máximo, habría sido necesario evacuar a 10000 individuos, a quienes la Oficina Naval de Inteligencia podía identificar por nombre. Después de leer esto, Ennis m a­ nifestó al fiscal general sus dudas sobre cómo sostendría el Departamento de Justicia que un examen individual de leal­ tad antes de la reubicación hubiera resultado impráctico, cuando todo indicaba que a DeWitt se le había dicho lo con­ trario. Más aún, cuando en pocos meses los británicos habían escuchado en audiencias personales a más de 100000 “extran­ jeros enemigos”, alemanes e italianos.23 Sin embargo, cuando el gobierno estadunidense presentó su caso ante la Corte, siguió la línea argumentativa de DeWitt. El fiscal general dijo a la Corte que en enero de 1942 el ejérci­ to creyó que la invasión era posible. Los temores de que los ciudadanos estadunidenses de origen japonés emprendieran acciones de espionaje o sabotaje eran "verosímiles y no pro­ ducto de la imaginación”. Además, la “tarea de separar ade­ cuadamente a los potencialmente desleales de los leales”, aun­ que “aparentemente simple”, habría tomado muchos meses, quizá años, porque los estadunidenses de origen japonés “nunca se habían asimilado” y algunos "carecían, hasta cierto punto, de un sentimiento de lealtad hacia los Estados Unidos” como consecuencia de la discriminación. El fiscal general ha­ bló del miedo de que entre los estadunidenses de origen japo­ nés hubiera quienes estuvieran dispuestos a ayudar al enemi­ go. Dijo que ese miedo tenía “su origen en esos factores y no en la raza”; es decir, en la posibilidad de colaboración con el enemigo. Los abogados que representaron a los estados de California, Washington y Oregon obtuvieron copias del infor­ me de DeWitt y lo utilizaron para fundamentar argumentos también basados en la raza.24 El 21 de junio de 1943 la Corte emitió su fallo. No resol­ vió la cuestión más importante de entre las planteadas: la re­ lacionada con la reubicación. En vez de eso, estableció que 23 Ibidem, pp. 202-204 y 208. 24 Ibidem, pp. 197-198, 211-212 y 225-226.

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sólo era necesario responder la cuestión relativa al toque de queda. Si el decreto que ordenaba el toque de queda era váli­ do, la condena de 90 días dictada a Hirabayashi, como efecto de éste, sería también válida, y todas las demás cuestiones res­ pecto de la compurgación de Hirabayashi eran meramente hi­ potéticas. Desde el punto de vista de la Corte, el toque de que­ da fue legalmente válido.25 La Corte sostuvo que la legislación emanada del Congreso y el decreto presidencial otorgaban a los comandantes milita­ res las facultades para ordenar el toque de queda. La pregunta principal era si la Constitución permitía al jefe militar ordenar­ lo, dado que restringía la libertad de tránsito de los ciudada­ nos estadunidenses y estaba basado en la raza de las personas. La Corte respondió esta cuestión sosteniendo que el toque de queda era constitucional, pues se fundamentaba en una emer­ gencia en tiempos de guerra, en las facultades de guerra que la propia Constitución otorgaba al presidente y al Congreso y en la consecuente necesidad de que la autoridad judicial mos­ trara cierta deferencia hacia las decisiones militares.26 La Corte, se dijo, no puede simplemente “sentarse y anali­ zar la atinencia” de las acciones de la guerra tomadas por los poderes Ejecutivo y Legislativo, ni puede “sustituirles en sus valoraciones”. Más bien, un tribunal debería simplemente pre­ guntarse si “a la luz de las circunstancias relevantes”, tal como eran evidentes en ese momento, “existía base razonable para [...] imponer el toque de queda”. La Corte continuó y explicó por qué consideraba que sí existía base razonable en el caso.27 En cuanto a la necesidad en tiempos de guerra: las autori­ dades militares temían una invasión, argumentando que el riesgo de sabotaje y espionaje en un área geográfica específica parecía obvio. De cualquier modo, las autoridades militares encontraron “evidencia de peligro de espionaje y sabotaje, y se vieron en la necesidad de instaurar el toque de queda para evitarlo”.28 Respecto de la raza: “el peligro de sabotaje y espionaje en tiempos de guerra y de amenaza de invasión” constituye una 25 Hirabayashi v. United States, 320 U.S. 81 (1943). 26 Ibidem, 100-105. 21 Ibidem, 93, 101 y 102. 28 Ibidem, 96 y 103.

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excepción a la regla general de no "discriminación basada sólo en la raza” y autoriza una “negación de la igual protec­ ción de la ley". Conjuntamente consideradas, la "solidaridad” entre las personas de origen japonés, su singular falta de asi­ milación y su resentimiento, derivado de las restricciones pa­ decidas, podrían haber "motivado la permanencia de un lazo entre los miembros de este grupo y Japón”, o por lo menos así podían haberlo entendido las autoridades militares relevan­ tes. Y “nosotros no podemos rechazar por infundada la con­ vicción de las autoridades militares y del Congreso acerca de que existían personas desleales en ese grupo poblacional cuya cuantía y fuerza no podía determinarse de manera pronta y exacta”.29 La conclusión: dado que "las circunstancias en ese mo­ mento conocidas por quienes tenían la responsabilidad de mantener la defensa nacional aportaban base razonable para tal decisión”, el "decreto del toque de queda, por la manera y el momento en que fue aplicado, se ubica dentro de los límites de las atribuciones constitucionales de guerra”.30 Aunque la decisión de la Corte fue unánime, tres minis­ tros emitieron votos concurrentes. El ministro Douglas desta­ có el impedimento de la Corte para dudar del ejército. Dado que “las órdenes [...] guardaban relación con la protección contra el espionaje [...], nuestra tarea no tiene sentido” (aun­ que algún sistema de reclasificación pudiera resultar necesa­ rio finalmente). El ministro Frank Murphy lamentó las distin­ ciones raciales, pero sostuvo que eran necesarias en este caso debido a la “gran emergencia”, la “crítica situación militar” y la “apremiante necesidad de tom ar acción pronta y efectiva para proteger las instalaciones de defensa y las operaciones militares contra el riesgo de sabotaje y espionaje”. El ministro Wiley Blount Rutledge opinó que el general DeWitt contaba con “amplia discreción” para emprender las acciones necesa­ rias para “la seguridad de la región”; sin embargo, consideró que podrían subsistir ciertos límites sujetos a escrutinio judi­ cial “que no podrían sobrepasarse”.31 29 Ibidem, 96, 98, 99 y 100. 30 Ibidem, 102. 31 Ibidem, 106 (J. Douglas concurrió); ibidem, 110-112 (J. M urphy concur­ rió); ibidem, 114 (J. Rutledge concurrió).

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Así, el gobierno ganó el fácil caso del toque de queda. Pero ¿qué pasó con los casos que impugnaban precisamente el pro­ grama de reubicación y que resultaban, por ello, más difíci­ les? Fred Korematsu fue sentenciado porque se rehusó a con­ gregarse en Tanforan para ser reubicado. Su caso también llegó a la Corte. Aunque los tribunales inferiores creyeron que un problema procesal (relacionado con la sentencia impuesta) impediría que la Corte se pronunciara sobre el asunto, ésta decidió resolver el caso. Sin embargo, la Corte siguió sin re­ solver el tema de la reubicación y optó por devolver el caso Korematsu —junto con el caso Min Yasui, "también relacio­ nado” con el toque de queda— a tribunales inferiores para una nueva revisión. Korematsu Fred Korematsu, ciudadano estadunidense, nació en Oakland, California, hijo de padres japoneses. Estudió por un corto pe­ riodo en la Universidad de Los Ángeles y luego se convirtió en soldador. Trató de enlistarse en la Marina, pero fue rechazado por razones médicas.32 Korematsu se negó a presentarse para ser reubicado y, el 30 de mayo, la policía local lo arrestó. Aunque algunos inter­ nos que conocía le aconsejaron que no se opusiera a la reubi­ cación, decidió emprender una pelea legal. Al respecto, explicó: Los campos de reunión eran para peligrosos enemigos, sean ex­ tranjeros o ciudadanos estadunidenses. Estos campos eran defi­ nitivamente una prisión resguardada por personal armado con órdenes de tirar a matar. Para estar en ese lugar, las personas tendrían que haber enfrentado un juicio justo, de manera que hubieran podido demostrar su lealtad ante un tribunal como co­ rresponde en las democracias; ¡pero cayeron en prisión sin ha­ ber sido oídos y vencidos en juicio! Muchos alemanes e italianos desleales fueron aprehendidos, pero no estaban todos cercados por guardias armados, como los japoneses. ¿Es ésta una cues­ tión racial? Si no, ¡los ciudadanos estadunidenses leales quieren un juicio justo para probar su lealtad! ¡También hay muchos ex­ 32 Irons, op. cit., pp. 93 y 94.

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tranjeros leales que pueden probar su lealtad hacia Estados Uni­ dos, y ellos también merecen un juicio y trato justo! El caso de Fred Korematsu puede colaborar a ello .33

A mediados de 1942, Korematsu fue sentenciado por vio­ lar la ley que imponía la segregación (esto es, los decretos de "presentación para internamiento”). Como se dijo antes, la Corte no resolvió la cuestión de la reubicación la primera vez que sesionó este caso, sino que lo devolvió al tribunal de ape­ lación para un análisis más profundo. La Corte pudo haber sesionado el caso en la primavera de 1944, pero una demora posterior, atribuida en parte a desacuerdos entre los abo­ gados, ocasionó que el caso fuera sesionado hasta octubre de 1944.34 En el ínterin, la base fáctica en que descansaban los argu­ mentos del gobierno comenzó a desmoronarse. El general DeWitt había escrito un nuevo y más exhaustivo informe final en el que repetía sus acusaciones de espionaje, sabotaje y de doble lealtad. Aseguró, por ejemplo, que antes de la reubica­ ción había recibido “cientos de denuncias nocturnas sobre la presencia de luces de señalización visibles desde la costa, y de intercepciones de señales de radio no identificadas” enviadas desde tierra firme hacia submarinos en alta mar. El informe se hizo público. Los periódicos de todo el país escribieron so­ bre él. Un artículo dijo que en 1942 los "japoneses atacaron todos los barcos que abandonaban la costa” (Washington Post). Otros dijeron que esas “señales desde la playa ayudaron a los japoneses en el ataque a la Costa Oeste” (San Francisco Examiner) y que “había montones de razones para remover a los japoneses” (Los Angeles Times). La prensa criticaba “la re­ nuencia del Departamento de Justicia para aceptar y hacer cumplir todas las recomendaciones de DeWitt”.35 Pero DeWitt había llegado demasiado lejos. A partir de que el informe se hizo público, dos abogados del Departamen­ to de Justicia trabajaron en el caso Korematsu para solicitar a la Comisión Federal de Comunicaciones ( f c c , por sus siglas en inglés) y al f b i que verificaran las denuncias. La f c c respondió 33 Ibidem, pp. 98-99. 34 Ibidem, pp. 153, 227 y 268. 35 Ibidem, pp. 278-279.

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la solicitud con documentación que demostraba que, a peti­ ción de DeWitt y poco después de Pearl Harbor, la f c c había montado un sistema de detección de comunicaciones con bo­ tes patrulla que realizaban recorridos constantes, pero que no había identificado ninguna transmisión clandestina. Cual­ quier denuncia a propósito de esas transmisiones provenía de soldados carentes de entrenamiento, que no sabían cómo usar el equipo de detección electrónica. La f c c había informado esta situación a DeWitt en su momento. La fc c había inves­ tigado 760 denuncias sobre señales sospechosas en la prim e­ ra mitad de 1942 y ninguna provenía de fuentes americanojaponesas. De los 760 hallazgos, 641 ni siquiera involucraban la emisión de una señal; las 119 restantes emanaban de fuen­ tes ordinarias, incluidas, por ejemplo, transmisiones del ejér­ cito y la Marina, o de estaciones de transmisión comercial con licencia. El resultado final era —informó la f c c — que al mo­ mento de la reubicación, “no existía ninguna estación de transmisión ilícita, y DeWitt lo sabía”.36 El informe del f b i asentaba que éste carecía de informa­ ción que relacionara los ataques en los barcos, o en la costa, inmediatamente después de Pearl Harbor, con actividades de espionaje tierra adentro o con la señalización por medio de luces o a través de trasmisiones radiofónicas. El informe ras­ treó las acusaciones de sabotaje que hizo DeWitt en tres casos en los cuales navios japoneses en altamar habían atacado o bombardeado objetivos en la Costa Oeste, dos de los cuales ocurrieron después de la reubicación, el tercero (un ataque frus­ trado cerca de Santa Bárbara) se basó en información reco­ lectada mucho tiempo antes del ataque a Pearl Harbor. El f b i reiteró que Edgar J. Hoover se había opuesto a la reubicación; pues la consideraba innecesaria en ese momento.37 Frente a los informes de la f c c y del f b i , la recomendación de la Oficina Naval de Inteligencia contra la evacuación y la oposición inicial de Hoover, el Departamento de Justicia po­ dría difícilmente argumentar necesidad militar imperiosa para justificar la reubicación. Los dos abogados del Departamento de Justicia presentaron el borrador de un alegato haciendo re­ 36 Ibidem, pp. 280-284. 37 Ibidem, pp. 280-281.

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ferencia a la decisión en el caso Hirabayashi y su confirma­ ción de la legalidad del toque de queda. El alegato sostenía —con base en Hirabayashi— que en 1942 los oficiales del ejér­ cito tenían base suficiente para temer que los japoneses ataca­ rían la Costa Oeste. Los abogados agregaron una nota al pie en la que solicitaban a la Corte no tomar en consideración los hechos establecidos en el informe final de DeWitt. La nota al pie sostenía que el "recuento de las circunstancias que justifi­ caban la evacuación como un asunto de necesidad militar im­ periosa”, contenido en el informe, entraba, “en muchos aspec­ tos, particularmente en lo referente al uso de transmisores radiofónicos ilegales y el envío de señales por parte de perso­ nas de ascendencia japonesa desde la costa hacia los barcos, en contradicción con la información en manos del Departa­ mento de Justicia”.38 El Departamento de Guerra y algunas personas dentro del Departamento de Justicia se opusieron terminantemente a la inclusión de esa nota al pie. Finalmente, el subprocurador ge­ neral para la Guerra, Herbert Wechsler, propuso una redacción conciliatoria que trascendió al alegato final en los siguientes términos: “En este alegato hemos narrado específicamente los hechos relacionados con la justificación para la evacuación, los cuales pedimos a la Corte tomar en consideración. Respecto del informe final [el de DeWitt], sólo nos apoyamos en él en la medida en que se relaciona con esos eventos”. Los abogados aceptaron —aunque reticentemente— esta redacción y firma­ ron el escrito de alegatos.39 Mientras el Departamento de Justicia se preparaba para defender la reubicación ante la Corte Suprema, el intemamiento, como tal, terminaba. El Departamento de Guerra había identificado la hostilidad de DeWitt hacia los americano-japoneses (alguna vez había dicho a sus oficiales que no “existía tal cosa como un japonés leal”) y lo había remplazado con su­ cesores que pensaban que la reclusión en los campos debía terminar. La amenaza de una invasión había sido superada desde hacía tiempo. Cualquier examen de lealtad que hubiera podido efectuarse se había llevado a cabo. Desde el punto de 38 Ibidem, p. 286. 39 Ibidem, pp. 290-291.

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vista de la w ra , no había razón para prolongar el intemamiento; también el Departamento de Justicia quería terminarlo. Sin embargo, los políticos califomianos, conscientes de la impo­ pularidad de un eventual regreso de los americano-japoneses, creían que el intemamiento debía continuar. El presidente pa­ recía estar de acuerdo. Presumiblemente, afirmó, en mayo de 1944, que él creía que sería un error hacer cualquier cosa drás­ tica o repentina, al menos hasta después de la elección de 1944.40 A pesar de todo, la Corte había citado para audiencia al caso Korematsu. Junto con dicho caso, la Corte sesionaría el caso Mitsuye Endo. Endo, ciudadana estadunidense que trabajaba para el estado de California, fue retenida en custodia y enviada a un campo de reubicación. En julio de 1942 presentó un ba­ beas corpus en el juzgado federal de distrito en San Francisco, argumentando que su confinamiento continuado en el campo era inconstitucional y solicitó ser inmediatamente liberada. La w ra la consideraba leal y ofreció liberarla si prometía que no regresaría a California. Ella se negó a prometer nada y conti­ nuó con el trámite judicial de su solicitud, pero los tribunales inferiores se la negaron.41 ¿Qué podía argumentar el gobierno ante la Suprema Corte? Su alegato de que una necesidad imperiosa de carácter militar justificaba la reclusión original había sido debilitado, cuando no destruido. El confinamiento se tambaleaba, quizá incluso llegaba a su fin. Entonces, el escrito de alegatos del gobierno en el caso Korematsu se basó fundamentalmente en el hecho de que la condena contra él provenía no de su violación a la orden de confinamiento, sino a la orden de segregación y congrega­ ción previa al confinamiento. Esta orden le exigía permanecer en la Costa Oeste, aunque solamente en la pista de Tanforan, que constituía un centro de reunión o congregación previa. El gobierno agregó que Korematsu, al igual que Hirabayashi (quien violó el bando de toque de queda), había sido sentenciado sim­ plemente por estar en un lugar en el cual no tenía derecho a es­ tar en ese momento. El gobierno defendió también el programa de confinamiento, pero enfatizó lo que había sido previamente 40 Ibidem, pp. 268-273. 41 Ibidem, pp. 99-103.

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un punto soslayado, es decir, la legalidad del programa como una medida para "disminuir la tensión y prevenir incidentes de violencia entre los migrantes japoneses y otras personas”.42 En el caso Endo, el gobierno prácticamente aceptó que la w r a no podía detener ciudadanos estadunidenses de ascen­ dencia japonesa que fueran leales más allá del tiempo necesa­ rio para examinar su lealtad. Sin embargo, agregó que Endo tenía que acatar la política de la autoridad —es decir, prometer no regresar a California— antes de que pudiera ser liberada.43 En el caso Korematsu, la a c l u , representada por Charles Horsky, puntualizó la nota al pie que aparecía en el escrito de alegatos del gobierno, a la que él calificó como "extraordinaria". Horsky afirmó que la nota al pie desautorizaba los alegatos de DeWitt que, basados en la seguridad nacional, insistían en una necesidad imperiosa de carácter militar. La Liga de Ciudadanos Americano-Japoneses presentó un escrito de 200 páginas que aludía a los numerosos estudios académicos que contradecían las acusaciones de una tendencia a la deslealtad de los ame­ ricano-japoneses con fundamento en su raza o su cultura.44 L as

d e c is io n e s

El 18 de diciembre de 1944 la Corte emitió sus decisiones en los casos Endo y Korematsu. Por una votación de seis a favor y tres en contra, la Corte confirmó la legalidad de la condena de Korematsu. Al mismo tiempo y por unanimidad, ordenó la liberación de Endo. El ministro Black fue el encargado de es­ cribir la decisión mayoritaria en la que se aceptó el alegato del gobierno de que la Corte no debía examinar la legalidad de la detención de Korematsu en un campo de reubicación. La Corte, se dijo, tenía que decidir solamente si el gobierno podía ordenar la remoción de Korematsu de la Costa Oeste y, como consecuencia, obligarlo a presentarse en un centro de reunión o congregación. La Corte resolvió que, en efecto, el gobierno podía hacer eso. Se dijo que el decreto de segregación guardaba similitud suficiente con el decreto de toque de que42 Ibidem, pp. 298-299. 43 Ibidem, pp. 307-308. 44 Ibidem, pp. 305-306 y 315.

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da, cuya legalidad ya había sido confirmada por la Corte en el caso Hirabayashi.45 La Corte admitió que la “remoción del área en la que se encuentra el hogar es una privación mucho peor que la obli­ gación de permanecer en casa de las 8 p.m. a las 6 a.m.” Pero “la remoción de un área bajo amenaza, tanto como la imposi­ ción del toque de queda, guardan una relación cercana y defi­ nitiva con la prevención del sabotaje y del espionaje”. Además, en Hirabayashi la Corte aceptó el hallazgo militar de que era “imposible ejecutar una separación inmediata de los leales y los desleales”. El ejército justificaba, en este caso, el decreto de “segregación temporal” “en los mismos términos”. Finalmente, la Corte asentó que "autoridades militares debidamente cons­ tituidas” habían determinado que la “urgencia” de la situación "exigía que todos los ciudadanos de ascendencia japonesa fue­ ran temporalmente removidos de la Costa Oeste”. Y dado que el “Congreso, depositando su confianza en esos tiempos de guerra en nuestros mandos militares —tal como inevitable­ mente debía ser—, determinó que ellos debían tener la facul­ tad para hacer justamente esto [...] no podemos, valiéndonos de la serenidad que da la observación de los hechos en retros­ pectiva, decir ahora que en ese momento dichas acciones eran injustificadas”.46 El ministro Frankfurter emitió un voto concuixente repi­ tiendo lo que había dicho en Hirabayashi, es decir, que la Cor­ te debería determinar si es que los decretos eran "precaucio­ nes militares razonables y expeditas en tiempos de guerra”. Él concluía que sí.47 Tres ministros disintieron y emitieron votos particulares. El voto del ministro Roberts concluía que los decretos de se­ gregación eran inconstitucionales, lo que minaba el alegato inicial de la mayoría de que la legalidad del confinamiento de Korematsu no formaba parte de las cuestiones que estaba de­ cidiendo la Corte. El ministro Roberts subrayó que los dos decretos emitidos por DeWitt en marzo de 1942, tomados en conjunto, requerían tanto que Korematsu no abandonara la 45 Korematsu, 323 U.S.; Ex parte Endo, 323 U.S. 283 (1944); Korematsu, 323 U.S. 222. 46 Korematsu, 323 U.S.; ibidem, 218, 219 y 223-224. 47 Ibidem, 225 (J. Frankfurter concurrió).

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Costa Oeste como que permaneciera sólo en un centro de con­ gregación ubicado en las pistas de carrera de Tanforan. ¿Qué es eso —se preguntó Roberts— de un “confinamiento” en un centro de detención, sino un "eufemismo para una prisión” que nadie tenía “permiso de abandonar, salvo con una orden militar”? De todos modos, si Korematsu se hubiera presenta­ do, habría sido “conducido a un centro de reubicación”, lo cual, de acuerdo con el ministro Roberts, era "un eufemismo” para campos de concentración.48 El ministro Murphy examinó los decretos y encontró que no contaban con base fáctica adecuada. Primero, tal como ex­ plicó DeWitt en su informe final, estaban basados en un con­ junto de “fundamentos raciales y sociológicos cuestionables, que no forzosamente recaían en el campo de las decisiones militares expertas”. Murphy dijo que no existía evidencia de “actividades subversivas”, “adoctrinamientos” y cuestiones por el estilo. Agregó que “cada cargo relacionado con la raza, reli­ gión, cultura, ubicación geográfica, y estatus jurídico y económi­ co ha sido sustancialmente desacreditado por estudios inde­ pendientes provenientes de expertos en estos temas”. Él sustentó esta conclusión a partir de una serie de notas al pie que alu­ dían a estudios acerca de la asistencia a escuelas de enseñanza en japonés, ciudadanía doble, integración a la sociedad esta­ dunidense y prácticas religiosas. Dada la evidencia, el minis­ tro Murphy afirmó que una "decisión militar” distinta debió haberse basado en “informaciones incorrectas, verdades a me­ dias e insinuaciones raciales y sociológicas”, y no merecía “la deferencia que se otorga ordinariamente a las decisiones ba­ sadas en consideraciones estrictamente militares”.49 En segundo lugar, Murphy dijo que el informe no probaba claramente que las personas de ascendencia japonesa fueran responsables de “transmisiones radiales”, de "alertas noctur­ nas”, o de tres “bombardeos menores y aislados”. En tercer lugar, el informe tampoco describe o verifica ningún incidente de hostilidad hacia los americano-japoneses que justificase su reubicación por razones de su propia seguridad, y aunque así fuera, la "peligrosa doctrina de custodia protectora” no debía 48 Ibidem, 230 y 231 (J. Roberts, voto particular). 49 Ibidem, 236 y 237 (J. Murphy, voto particular); ibidem, 237 n. 7; ibidem, 240; ibidem, 237-239 nn. 4-12; ibidem, 239-240.

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aceptarse como una “excusa para la privación de los derechos de grupos minoritarios”. En cuarto lugar, el gobierno no ex­ plicó por qué no podía tratar a los americano-japoneses de acuerdo con los resultados de una prueba individual de leal­ tad, tal como lo hicieron los británicos.50 Finalmente, el ministro Murphy argumentó que no había razón para pensar que el f b i y los servicios de inteligencia “no tuvieran la situación de espionaje y sabotaje bien controlada”. Después de todo, “ninguna persona de ascendencia japonesa fue acusada o condenada por espionaje o sabotaje después de Pearl Harbor mientras aún estaban libres”.51 El ministro Jackson también emitió una opinión disidente y argumentó que la Corte no podía saber si la reubicación es­ taba justificada al principio de 1942. El caso, a su parecer, mostraba "las limitaciones que los tribunales enfrentan siem­ pre que examinan las órdenes militares bajo el estándar de necesidad”. ¿Cómo “sabe la Corte Suprema” —se preguntaba Murphy— "si esas órdenes se justifican razonablemente con criterios de necesidad? En la exacta naturaleza de las cosas, las decisiones militares no son susceptibles de una valoración judicial sensata”. La Corte no cuenta con evidencia real. "Nin­ guna evidencia, de ningún tipo”, tal como sería necesaria, “ha sido examinada por ésta o por ninguna otra corte”. Por tanto, la Corte no tendría “más opción que aceptar las declaraciones no juradas y autocomplacientes del general DeWitt [...] en cuanto a que lo que hizo fue razonable. Y así será siempre que los tribunales tengan que revisar la razonabilidad de una or­ den militar”. En consecuencia, la mayoría se equivoca cuando aplica un estándar que trata de dilucidar si es que las órdenes militares estaban fundadas en “motivos militares razona­ bles”. Un estándar de esa naturaleza carecería de sentido en la práctica.52 La solución del ministro Jackson es que los tribunales no deben tratar de evaluar la racionalidad de una orden militar. En vez de eso, deben rechazar llanamente "una orden que in­ fringe los límites constitucionales”. Este rechazo no lesionaría los propósitos militares, en la medida en que cualquier emer50 Ibidem, 238 y 239; ibidem, 238 n. 10; ibidem, 241 y 242 n. 16. 51 Ibidem, 241. 52 Ibidem, 244-246 (J. Jackson, voto particular) (las cursivas son mías).

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gencia que hubiera conducido a la orden militar ya habría ter­ minado antes de que la Corte se negara a concederle valor. Además, la alternativa de concederle valor judicial a la orden crearía un terrible precedente "que reposaría como un arma cargada lista para que cualquier autoridad que pueda alegar plausiblemente una necesidad urgente la utilice”.53 El ministro Jackson finalmente sugiere una aproximación que parece muy pragmática: reconociendo que los generales bien podrían actuar inconstitucionalmente cuando enfrentan una emergencia, los tribunales deben invalidar sus acciones por cuanto inconstitucionales, pero sólo después de que la emergencia ha sido superada. L eccio n es

Para su vergüenza, la Suprema Corte de los Estados Unidos confirmó los decretos de exclusión basados en estereotipos ra­ ciales y culturales que removieron a decenas de miles de ciu­ dadanos estadunidenses de sus hogares y los internaron en campos. Los decretos no estuvieron acompañados de ningún sistema de revisión individual de lealtad. Tampoco pudieron justificarse en términos de necesidad militar imperiosa. Aun así, la Corte sostuvo que esos decretos no privaban a estos ciu­ dadanos de su “libertad [...] sin debido proceso legal”. Y, tal como el ministro Jackson lo destaca, la decisión de la Corte se produjo en el momento en que cualquier justificación militar para el intemamiento se había desvanecido. Para entonces, el gobierno estadunidense ya estaba listo para liberar a los ame­ ricano-japoneses, sin importar lo que se decidiera.54 Por supuesto que la Corte ordenó la liberación de Endo. Sin embargo, los estudiantes de historia saben que Endo no compensa Korematsu. La Corte, al decidir el caso Endo, no se basó en la Constitución, sino en leyes secundarias y reglamen­ tos. La Corte afirmó que las normas y regulaciones que autori­ zaban los decretos que exigían que Korematsu se reportara a un centro de reubicación no abarcaban su posterior intema53 Ibidem, 246-248. 54 U.S. Const. amend. XIV.

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miento. Así, la Corte no discutió si la Constitución prohibía el intemamiento. Por tanto, tomadas ambas decisiones conjun­ tamente, la Corte resolvió que la Constitución autorizaba con­ finar a Korematsu y no respondió la cuestión acerca de la re­ lación de la Constitución con el posterior intemamiento.55 ¿Por qué la Suprema Corte decidió el caso Korematsu como lo hizo? No es que los ministros de la mayoría —muchos de quienes integraron la decisión unánime de la Corte en Brown v. Board o f Education— fueran afines a procesos de decisión basados en la raza; tampoco es que fueran opuestos a la pro­ tección de la libertad individual. El diálogo entre Frankfurter y Jackson sugiere una mejor respuesta: la Corte decidió así porque no pudo encontrar una forma de proteger las libertades individuales de la invasión presidencial sin, al mismo tiempo, arrebatar al presidente facultades discrecionales que pudieran resultar necesarias en tiempos de guerra. Aunque la tensión entre la Corte y el presidente es real, la solución del ministro Frankfurter no era viable. El ministro argumentó que si las acciones militares eran razonables, no violaban la Constitución. Desde ese punto de vista, la Cons­ titución concede al presidente amplias facultades para condu­ cir la guerra. Sin embargo, tal como observaron los ministros Jackson y Murphy, la Corte no puede determinar fácilmente lo que es razonable. Incluso, si el estándar de razonabilidad sirve para confirmar que la reubicación forzada de Korematsu es legal, entonces, ¿qué no lo es? ¿Qué limitaciones impone? Tal como fue aplicado en el caso Korematsu, el estándar de Frank­ furter se convierte en una licencia para que el presidente ac­ túe como considere pertinente. Aunque la mayoría sostuvo que “las restricciones legales que limitan los derechos civiles de un grupo racial particular [...] son sujetas [...] al más rígido escrutinio”, su fallo sugiere lo contrario.56 La perspectiva del ministro Jackson exhibe también limi­ taciones. Él argumentó que el ejército actuaría como creyera necesario y que la Corte podría invalidar a posteriori cuales­ quiera acciones que excedieran los límites constitucionales ordinarios. Esta aproximación al problema es muy amplia y 55 Ex parte Endo, 323 U.S. 297 ("No nos ocupamos de las cuestiones consti­ tucionales subyacentes que fueron alegadas"). 56 Korematsu, 323 U.S. 216.

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estrecha a la vez. Es muy amplia porque, en sustancia, sugiere que la nación tendrá que confiar en que sus autoridades mili­ tares tomen acciones inconstitucionales para salvarla de la in­ vasión o la destrucción. Esta aproximación entraña el peligro de que las autoridades militares y el presidente tomen la de­ claración de la Corte como una autorización para ejercer su discreción en tiempos de guerra como quieran y ampliamen­ te. Peor aún, la declaración de la Corte, al alentar al ejército o al presidente a no sujetarse a la Constitución (tal como la Corte la interpreta), menoscaba los mismísimos hábitos y costum­ bres que son necesarios para lograr que las promesas de la Constitución tengan efectos prácticos. La aproximación es tam ­ bién muy estrecha porque adoptar estándares constituciona­ les estrictos puede, algunas veces, inhibir al presidente o sus asesores de emprender acciones que, atinadamente, conside­ ren necesarias para salvar a la nación. Es decir, el presidente quedaría vinculado a las interpretaciones constitucionales de la Corte aun cuando esto implique un gran riesgo para la na­ ción, y la Constitución, tal como lo escribió Jackson después, no es un “pacto suicida”.57 El ministro Murphy, aunque acertado en el caso Koremat­ su propiamente dicho, no ofreció una solución viable y con alcances generales, en la medida en que no consideró direc­ tam ente el problema que preocupaba a Frankfurter y a la mayoría: ¿cómo puede decidir la Corte si las órdenes milita­ res son o no son razonables? La aproximación de Murphy de examinar los fundamentos fácticos de los decretos militares amenazaba con enredar a la Corte en una revisión casuística e individual de tales decretos, incluyendo los emitidos en cir­ cunstancias de emergencia. ¿Cómo decidiría la Corte casos futuros? ¿Los comandantes militares necesitarían asesoría ju­ rídica o tendrían que construir informes adecuados para su consideración en los tribunales antes de tom ar decisiones militares? Quizá por temor de estas consecuencias, el tribunal terminó eludiendo la responsabilidad y la defirió al presiden­ te. La Corte preguntó implícitamente quién tenía la habilidad y la responsabilidad constitucional de m anejar una guerra: ¿la Corte o el presidente? Ésta es justamente la cuestión planteada 57 Terminiello v. Chicago, 337 U.S. 1, 37 (1949) (J. Jackson, voto particular).

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por Frankfurter. Así propuesta la pregunta, la respuesta deber ser el presidente. Ahora bien, ¿podría la Corte haber encontrado una alter­ nativa factible para supervisar el cumplimiento de los deberes constitucionales del presidente? Quizá habría podido desarro­ llar un esquema de ponderación relacionado con la duración de la detención y la intensidad del examen que realizara res­ pecto de las circunstancias. Quizá habría podido insistir en que el gobierno aumentara sus esfuerzos de revisión de leal­ tad en la medida en que la detención de alguien se prolongara. Quizá debió exigir al gobierno que tuviera un plan para una futura revisión de lealtad desde el principio. Quizá pudo ha­ ber juzgado como problemático el hecho de que la reubica­ ción se impusiera dentro del territorio nacional en un periodo en que los tribunales civiles estaban completamente en opera­ ción y no se había decretado la ley marcial. Quizá, a partir de estas u otras posibilidades similares, la Corte habría podido emitir un fallo que estableciera las reglas para el control judi­ cial de las acciones militares: idealmente, una decisión que oscilara entre la gravosa revisión caso por caso y la ausencia total de supervisión jurisdiccional. Al final, la mayoría de la Corte entendió el peligro de una intervención judicial excesiva en asuntos militares, pero no abordó adecuadamente el problema de una participación ju­ dicial deficiente. De haberse enfocado en el último de los pro­ blemas: decirle al presidente, aun en tiempos de guerra, que el cielo no es el límite, la Corte podría haber encontrado la m a­ nera de mantener la supervisión constitucional del presidente sin menoscabar las amplias facultades discrecionales que le son necesarias en tiempos de guerra. La Suprema Corte de Estados Unidos se equivoca justamente porque se centra dema­ siado en el problema asociado con el peligro de la intervención judicial excesiva en asuntos militares. ¿Qué daño causó realmente la decisión en el caso Korematsu? Para empezar, la sentencia lesionó a los japoneses recluidos al validar su intemamiento. También confirmó la condena de Fred Korematsu. La w ra aminoró el daño hasta cierto punto cuando, un día antes de que la Corte publicara sus decisiones en los casos Korematsu y Endo, estableció, sin pretender ser

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irónica, que, desde el 2 de enero de 1945, a "todas las perso­ nas de ascendencia japonesa cuyos expedientes hubieran sa­ tisfecho el escrutinio del ejército”, les sería "permitida la mis­ ma libertad de tránsito que al resto de los ciudadanos leales y a los extranjeros con estancia legal en el país”.58 Fred Korematsu regresó a la región de la Bahía, donde se convirtió en un exitoso ingeniero y diseñador de paisajes. Fi­ nalmente, un juzgado federal de Distrito en San Francisco in­ validó su sentencia. En 1988 la nación pidió disculpas e indem­ nizó económicamente a quienes había recluido.59 La historia contradijo la predicción del ministro Jackson de que el fallo crearía un mal precedente que reposaría "como un arma cargada" para justificar actos abusivos en el futuro. Al contrario, la decisión ha merecido tal descrédito que pare­ ce inconcebible que una corte la cite favorablemente o se base en ella algún día. El impacto del caso Korematsu, como prece­ dente, consiste más bien en aquello que no hizo: dejar claro que existen, al menos, ciertas acciones constitucionalmente vedadas al presidente y a las autoridades militares aun en tiem­ pos de guerra.60 El caso Korematsu hirió a la Corte Suprema, pues sugirió que ésta era incapaz o no estaba dispuesta a tom ar una deci­ sión impopular que protegiera a una minoría impopular, lo cual significa no llevar a cabo aquello que Hamilton viera como la función primaria del control judicial. En general, la deci­ sión de la Corte en este caso terminó como un fracaso judicial. Korematsu demuestra la necesidad práctica de que la Corte asegure una rendición de cuentas basada en la Constitución, aun cuando se trate del presidente, y aun en tiempos de guerra o emergencia nacional.

58 Irons, op. cit., p. 345. 59 Korematsu v. United States, 584 F. Supp. 1406 (N.D. Cal. 1984); Ley so­ bre Libertades Civiles de 1988, 50 U.S.C. app. § 1989b (2006). 60 Korematsu, 323 U.S. 246 (J. Jackson, voto particular).

XV. LAS FACULTADES PRESIDENCIALES: GUANTÁNAMO Y LA RENDICIÓN DE CUENTAS Los a t a q u e s terroristas de septiembre de 2001 en territorio es­ tadunidense condujeron a la guerra contra Afganistán, acusado de acoger a los terroristas que los planearon. También condu­ jeron a la captura de presuntos terroristas y sus simpatizantes; al encarcelamiento de varios cientos de presuntos miembros y seguidores de los talibanes o de Al Qaeda en la Bahía de Guantánamo, Cuba, y a un creciente número de casos judiciales con motivo de esa reclusión. Entre 2003 y 2007 la Corte decidió cuatro de esos casos. Estos casos trataban sobre personas de­ tenidas que interponían recursos de habeas corpus para ase­ gurar su liberación. Estos recursos plantearon, entonces, pre­ guntas sobre la libertad de sospechosos de terrorismo y las exigencias de la seguridad nacional; implicaron que la Corte sopesara sus relaciones con el Congreso y con el presidente cuando la seguridad está en riesgo, y la enfrentaron a un reto similar al que supuso el caso Korematsu: ¿existía una aproxi­ mación jurídica factible que ayudara a la Corte a asegurar la fidelidad constitucional cuando la seguridad nacional estuvie­ ra amenazada? En mi opinión, en estos casos la Corte logró un acercamiento más factible que en Korematsu. Sin embar­ go, la historia tiene la última palabra en cuanto a si la Corte afrontó el reto apropiadamente. En esta oportunidad, me li­ mitaré a describir lo que la Corte hizo, aunque enfatizaré el papel de ésta en garantizar que la Constitución funcione. Los hechos principales son bien conocidos. El 11 de sep­ tiembre de 2001 terroristas de Al Qaeda secuestraron cuatro aeronaves comerciales y las usaron para destruir el World Trade Center y para demoler una porción del Pentágono. (Los pasajeros derribaron en Pensilvania un cuarto avión, el cual aparentemente se dirigía a la Colina del Capitolio.) Los ata­ ques terroristas mataron aproximadamente a 3 000 personas, hirieron a otros miles más y destruyeron miles de millones de dólares en propiedades. A petición del presidente Bush, el 283

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Congreso inmediatamente lo autorizó a usar "toda la fuerza necesaria y apropiada en contra de aquellas naciones, organi­ zaciones o personas que, a su juicio, planearon, autorizaron, cometieron o colaboraron en los ataques terroristas [...] o que acogieron a dichas organizaciones o personas”. El presidente envió, entonces, tropas estadunidenses a Afganistán para com­ batir al gobierno talibán y a las fuerzas de Al Qaeda que este país acogió.1 Durante los años siguientes, los estadunidenses y sus fuer­ zas aliadas capturaron y revisaron a más de 10000 presuntos talibanes o miembros de Al Qaeda, y enviaron a cerca de 750 individuos a la base militar estadunidense de la Bahía de Guantánamo en Cuba. La mayoría de los reclusos eran ciudadanos de Afganistán, Arabia Saudita o Yemen; el resto provenía de cerca de 30 diferentes países. En los primeros años, la mayo­ ría de los detenidos eran combatientes de otros países distin­ tos de Afganistán, y cerca de una tercera parte eran líderes u operativos de Al Qaeda. Muchas de las personas originalmen­ te retenidas fueron liberadas. En los últimos años la población en la Bahía estaba compuesta esencialmente por los líderes y operativos de Al Qaeda y del Talibán.2 Hacia finales de 2004 el gobierno había liberado o puesto a disposición de otros gobiernos aproximadamente a 200 per­ sonas. Cerca de 550 permanecieron en custodia. Hacia finales de 2008 el número de personas en custodia descendió hasta 260, incluidos 27 líderes de Al Qaeda, 99 miembros operativos de bajo rango en Al Qaeda, nueve líderes talibanes, 14 operati­ vos talibanes de bajo rango, 93 combatientes extranjeros y va­ rios más.3 Los informes del Departamento de Defensa establecen que los reclusos estaban ubicados inicialmente en el Campo X-Ray, 1Authorization for Use o f Military Forcé, § 2(a), 115 Stat. 224 (2001). 2 A.T. Church III (Vice Admiral, U.S. Navy) to the Secretary of Defense, memorándum, Re: Report on DoD Detention Operations and Detainee Interrogation Techniques, 7 de marzo de 2005, p. 100 (de aquí en adelante el Church Report); Laurel E. Fletcher et al., Guantánamo and Its Aftermath: U.S. detention and interrogation practices and their impact on former detainees, H u­ m an Rights Center, University of California, Berkeley, 2008; Benjamín Wittes et al., The Current Detainee Population o f Guantánamo: An Empirical Stucly, Govemance Studies, Brookings Institution, 2008. 3 Church Report, op. cit., p. 100; Wittes et al., op. cit., p. 2.

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una "instalación de carácter espartano” en cuartos de interro­ gatorio de simple triplay, construidos en los noventa para hos­ pedar a refugiados cubanos y haitianos. Dada la reducida ca­ pacidad del Campo X-Ray y sus condiciones primitivas, las autoridades militares pronto construyeron otra instalación, el Campo Delta, que albergó a cerca de 600 detenidos. Finalmen­ te, las autoridades construyeron un tercer campo de máxima seguridad, el Campo 5, con espacio para un ciento de los pri­ sioneros menos cooperativos. La mayoría de los detenidos per­ maneció en custodia de dos a cuatro años. Cerca del 10% es­ tuvo recluido más de cinco años.4 Un documento del Departamento de Defensa también ex­ plica por qué optó por Guantánamo como un lugar de interro­ gación y detención. Guantánamo estaba cerca de Estados Unidos y bajo su control. También era seguro y estaba lejos de los campos de batalla en Afganistán. Y lo más importante, era “considerado un lugar donde estos beneficios podían conse­ guirse sin que los detenidos tuvieran la oportunidad de opo­ nerse legalmente a sus detenciones en los tribunales estadu­ nidenses”.5 Los prisioneros de Guantánamo, asesorados por aboga­ dos pro bono, pronto contradirían esta última suposición. El Departamento de Defensa no permitía ningún contacto direc­ to con los internos, ni les proporcionaba asesoría legal, pero reveló sus identidades. Grupos de defensa de derechos civiles y otros aconsejaron a los amigos y familiares de los detenidos presentar demandas legales, de acuerdo con una ley que auto­ riza la presentación de una demanda en representación de un individuo en custodia del Estado cuando se tiene el carácter de “amigo cercano”. Con la representación legal cubierta por las organizaciones interesadas, se interpusieron recursos de habeos corpus ante los tribunales federales, asegurando que la Constitución y las leyes estadunidenses daban al prisionero el derecho a ser puesto en libertad. ¿Permite la ley que uno de esos prisioneros presente una petición de esa naturaleza? Si así es, ¿la ley le da derecho a ser liberado? Cuatro casos que presen­ taban las mismas preguntas lograron llegar hasta la Corte Su4 Church Report, op. cit., pp. 101-103; Fletcheref al., op. cit., pp. 29 y 31, fig. 2. 5Ibidem, p. 99; véase tam bién Jack Goldsmith, The Tenor Presidency, W. W. Norton, 2007, p. 108.

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prema. (Yo me uní a la mayoría o a la pluralidad en todos es­ tos casos.) C a s o R asu l

Shafiq Rasul, otros 11 kuwaitíes y dos australianos, todos de­ tenidos en Guantánamo, fueron los demandantes en el primer caso, Rasul v. Bush, decidido por la Corte en junio de 2004. Aun­ que el Departamento de Defensa dijo que eran combatientes enemigos capturados mientras peleaban en Afganistán, ellos argumentaron que trabajaban con la ayuda humanitaria y fueron hechos prisioneros por error. Solicitaron un habeas corpus al juzgado federal de distrito para requerir al Departa­ mento de Defensa que los liberara, o al menos, les diera una mejor oportunidad para demostrar que no eran combatientes. La pregunta que la Corte debía responder era si una corte civil podía siquiera considerar el alegato de un prisionero de Guan­ tánamo, relativo a que el gobierno lo estaba reteniendo ilegal­ mente.6 El recurso de habeas corpus proporciona una protección fundamental para la libertad individual. El recurso se originó en Inglaterra hace más de 400 años y permite que una corte revise un alegato individual de que el gobierno, en ese entonces el rey, recluyó a ese individuo sin la competencia legal para hacerlo. La Constitución subraya la importancia del recurso cuando establece que “No se suspenderá el recurso de habeas corpus, salvo cuando en casos de rebelión o invasión, la seguri­ dad pública así lo exija”. El primer Congreso reunido después de la adopción de la Constitución promulgó leyes que autoriza­ ban a los tribunales a emitir habeas corpus, y los códigos con­ tienen disposiciones de este tipo desde entonces.7 El caso Rasul planteaba, entonces, la pregunta sobre si los tribunales civiles tienen la facultad de emitir un habeas corpus en representación de un prisionero de Guantánamo. Si la res­ puesta fuera no, ni la Suprema Corte ni los tribunales civiles inferiores podrían siquiera revisar un alegato de un prisionero sobre la ilegalidad de su detención. La respuesta para esa pre­ 6Rasul v. Bush, 542 U.S. 466 (2004). 7 Ibidem, 473-474; U.S. Const. art. I, § 9, el. 2.

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gunta abrió lo que parecían temas muy técnicos. La ley del Congreso sobre el recurso de habeas corpus establecía que dicho recurso “podía ser otorgado” por los ministros de la Corte Su­ prema, por juzgados unitarios de distrito, y por jueces de cir­ cuito "dentro de sus respectivas jurisdicciones”.8 Estas últimas cuatro palabras dejaban en claro que deter­ minado juez sólo podía emitir un auto de habeas corpus den­ tro de un área geográfica específica. La palabra "jurisdicción” sugiere que el área en cuestión es aquella en que la corte del juez ejerce su potestad judicial con efectos vinculantes. Por ejem­ plo, Washington, D. C. en caso del juez federal de distrito en cuestión. ¿Cómo entender esas palabras cuando, tal como ocu­ rre en el caso Rasul, la persona está en prisión en Guantánamo, pero su carcelero, digamos, el gobierno, opera, y puede ser demandado, dentro de Washington, D. C.? ¿La legislación au­ toriza a un juez en Washington, D. C. a emitir un auto de habeas corpus en representación de esa persona: una persona deteni­ da por el ejército fuera de Estados Unidos? Dado que la redacción de la norma relativa al habeas corpus no responde esta pregunta, la Corte tuvo que buscar en otras fuentes y encontró jurisprudencia contradictoria. Por un lado, varios precedentes sugerían que el lugar que importaba era el lugar en que se encontraba detenida la persona, Guantánamo, en el caso, y no el lugar donde se encontraba el gobierno. Poco después de la segunda Guerra Mundial, la Corte sostuvo en Johnson v. Eisentrager que los tribunales federales no tenían jurisdicción para estudiar las peticiones de habeas corpus pre­ sentadas por varios ciudadanos alemanes capturados y dete­ nidos en el extranjero. Los alemanes fueron capturados por sol­ dados estadunidenses en China, condenados por crímenes de guerra por un tribunal militar en Nanking y encarcelados en Alemania en una prisión administrada por los Aliados, incluidos los estadunidenses. Cuando la Corte resolvió que una corte dentro de los Estados Unidos no podía estudiar sus peticiones de habeas corpus, mencionó todas estas circunstancias. Des­ tacó que el prisionero era un enemigo extranjero que nunca estuvo en los Estados Unidos, sino que fue capturado en el extranjero por fuerzas militares y condenado en el extranjero 8 28 U.S.C. §2241 (a).

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por crímenes cometidos fuera de los Estados Unidos. Además, estaba encarcelado fuera de dicho país. En Rasul, el gobierno basó sus alegatos en este precedente. Sin embargo, después de Eisentrager la Corte resolvió otro caso en que sostuvo que una corte federal en Kentucky podía estudiar una petición de ha­ beas corpus presentada por una persona encarcelada en una prisión en Alabama. Los peticionarios de Guantánamo se ba­ saron en este precedente y argumentaron, además, que en Ei­ sentrager la Corte había considerado, entre otros, dos factores que no estaban presentes en el asunto de Guantánamo. En primer lugar, los peticionarios no habían sido condenados por crímenes de guerra. En segundo lugar, no estaban detenidos “fuera de los Estados Unidos”. Guantánamo era, señalaron, parte de los Estados Unidos.9 La Suprema Corte coincidió con este último argumento y sostuvo que los prisioneros podían presentar habeas corpus por­ que para todo efecto práctico Guantánamo era parte de Esta­ dos Unidos. Estados Unidos había tomado Guantánamo en “arrendamiento” de Cuba en 1903. Pero, tal como lo hizo no­ tar en su voto concurrente el ministro Anthony Kennedy, "ese arrendamiento no es un arrendamiento ordinario”. Aunque el contrato dice que Cuba preserva “la soberanía esencial”, lo cier­ to es que la duración del arrendamiento es “indefinida” y éste no puede ser abrogado a menos que Estados Unidos consienta en ello o deje de usar Guantánamo como una base naval. Mientras Estados Unidos la ocupe, la base está total y exclusi­ vamente sujeta a las leyes estadunidenses.10 La Corte dejó claro que el precedente en Eisentrager no la obligaba a fallar a favor del gobierno. El precedente por sí solo era demasiado ambiguo para responder suficientemente la pregunta, y dado que la historia legislativa de la ley sobre habeas corpus ayudaba muy poco, la Corte trató de determi­ nar, hipotéticamente, qué tanto alcance hubiera querido el Congreso otorgarle a este recurso. Entonces, la pregunta de la Corte acerca de los propósitos de la legislación se volcó a cuestiones más prácticas.11 9 Johnson v. Eisentrager, 339 U.S. 763 (1950); Braden v. 30th Judicial Circuit Court o f Kentucky, 410 U.S. 484 (1973); véase Rasul, 542 U.S. 475-476. 10 Rasul, 542 U.S. 483; ibidem, 487 (J. Kennedy concurrió). " Ibidem, 480-481.

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Para la Corte, el papel esencial del recurso de habeas corpus en la defensa de las libertades justificaba firmemente una interpretación extensiva de la ley. La Corte citó textualmente al ministro Jackson: La prisión administrativa ha sido considerada opresiva y contra­ ria a Derecho desde que el Rey Juan, en Runnymede, juró que ningún hombre libre sería puesto en prisión, privado de sus po­ sesiones, proscrito o exiliado salvo por el veredicto de sus pares o con apego a la ley vigente. Los jueces de Inglaterra desarrolla­ ron ampliamente el recurso de habeas corpus para preservar esa esfera de inmunidad frente a las restricciones de carácter admi­ nistrativo.

En virtud de la importancia constitucional de proteger los derechos individuales, el papel histórico del recurso judicial de habeas corpus en el cumplimiento de esa finalidad y de la m en­ ción explícita en la Constitución de esa trascendencia, la Cor­ te interpretó que el Congreso muy probablemente habría fa­ vorecido una interpretación extensiva de la legislación sobre el habeas corpus siempre que las circunstancias fueran similares.12 Justo en este último punto se presentó el desacuerdo entre la mayoría de seis ministros (en la que participé) y la minoría conformada por tres ministros. La minoría pensó que nada en las circunstancias era similar. Temían que una interpretación de la legislación del habeas corpus que permitiera que el juz­ gado de distrito involucrado admitiera las peticiones presen­ tadas por los prisioneros en Guantánamo permitiría también que los tribunales admitieran peticiones de otros prisioneros, abarcando un número equivalente a los millones de comba­ tientes enemigos que los Aliados apresaron durante la segun­ da Guerra Mundial. Si eso ocurriera, ¿cómo podría el ejército conducir una guerra? Lo que preocupó a la minoría fue que la decisión de la Corte interpretara la legislación sobre el habeas corpus exten­ diéndola a "extranjeros recluidos más allá del territorio sobe­ rano de Estados Unidos y más allá de la jurisdicción territorial 12 Ibidem, 474 (que cita a Shaughnessy v. United States ex reí. Mezei, 345 U.S. 206, 218-219 [1953]; J. Jackson difirió).

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de sus cortes”. Esto supondría —creyeron— una expansión "impresionante” del ámbito de aplicación del recurso. Si to­ dos los prisioneros de guerra pudieran contratar un abogado y exigir judicialmente su liberación, ¿cómo organizarían una batalla los comandantes del ejército? ¿Cómo podrían los inex­ pertos tribunales federales supervisar un aspecto “tan signifi­ cativo de la conducción de una guerra contra un país extran­ jero por parte del Ejecutivo”?13 Aunque la mayoría de la Corte no restaba importancia a estas cuestiones prácticas, también creía que no necesitaban recurrir a la interpretación temida por la minoría. Permitir que los prisioneros de Guantánamo presentaran peticiones de habeas corpus no necesariamente interfería con las decisiones del presidente o del Ejército en tiempos de guerra o de otra emergencia nacional. Para empezar, como el voto concurrente del ministro Kennedy resaltaba, Guantánamo no era un cam­ po de batalla situado en el extranjero, sino que “está ubicado lejos de las hostilidades" y “en todo aspecto práctico es un te­ rritorio estadunidense”.14 Además, la decisión sólo resolvía la cuestión de si una cor­ te federal podía admitir una petición presentada por un pri­ sionero de Guantánamo, pero no indicaba a la corte federal cómo resolver la petición de fondo. La Corte quedaba en liber­ tad para considerar las necesidades militares, la experticia militar y muchos otros factores al decidir si las circunstan­ cias bastaban para otorgar el habeas corpus y ordenar la liber­ tad del prisionero. Estas cuestiones no estaban ante la Corte y la decisión no las abordaba en lo absoluto. Dentro de los límites de la cuestión efectivamente plantea­ da ante la Corte —el derecho de los prisioneros de presentar una petición de habeas corpus—, ésta privilegió la importancia de asegurar el acceso de los prisioneros a los tribunales frente a los riesgos de una interferencia injustificada con los intentos del presidente, autorizados por el Congreso, para resolver un serio problema de seguridad nacional. Entonces, decidió que los detenidos podían presentar sus peticiones. El resultado: la Corte trató de interpretar una ley silencio­ 13 Ibidem, 479-497 (J. Scalia, voto particular). 14 Ibidem, 487 (J. Kennedy concurrió).

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sa en forma concordante con una evaluación razonable de lo que el Congreso habría querido. La Corte limitó las facultades del presidente, en efecto, pero sólo hasta el punto de permitir a una persona detenida combatir su detención ante un tribu­ nal federal. Es decir, encontró una manera de limitar constitu­ cionalmente al presidente aunque fuera para este preciso al­ cance, dejando, quizá, demasiado que resolver al juzgado de distrito, en la medida en que los detenidos extranjeros tienen los mismos derechos que los ciudadanos estadunidenses. Ade­ más, en tanto la Corte sólo interpretó la legislación, el Congre­ so quedó en libertad de adoptar legislación que expresara una visión diferente sobre sus propósitos siempre que fuera con­ sistente con la Constitución. H amdi

El día en que la Corte resolvió Rasul se pronunció también en el caso Hamdi. Los hechos en Hamdi tenían sus particularida­ des. Yaser Esam Hamdi era un ciudadano estadunidense nacido en el estado de Luisiana. De niño, se había mudado con su fa­ milia a Arabia Saudita, y ya adulto viajó a Afganistán. Las fuer­ zas aliadas lo capturaron en combate y lo enviaron a Guantána­ mo. Sin embargo, en virtud de su ciudadanía, las autoridades de Defensa lo transfirieron a una prisión naval en el sur de California.15 Su padre presentó una solicitud de habeas corpus en su representación ante un juzgado federal de distrito en Virginia, alegando que su hijo era simplemente un socorrista en Afganis­ tán. El gobierno respondió con una declaración firmada por un oficial del ejército, quien afirmaba que Hamdi estaba "afi­ liado a una unidad militar talibana”, había “recibido entrena­ miento en el manejo de armas”, había “participado en batalla” y había “entregado su rifle de asalto Kalashnikov” a los efectivos aliados que lo capturaron.16 El juez de distrito observó que la evidencia del ejército se limitaba a un testimonio de oídas y sostuvo que era insuficien­ 15 Hamdi v. Rumsfeld, 542 U.S. 507, 510 (2004). 16 Ibidem, 511-513.

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te (de acuerdo con la ley, la evidencia de segunda mano es considerada menos confiable que la evidencia directa, y fre­ cuentemente se excluye su uso enjuicio). El tribunal de apela­ ción disintió y resolvió que la evidencia era suficiente para de­ tener a Hamdi. La Corte admitió el caso.17 En tanto Hamdi estaba recluido en el sur de California, su derecho a presentar una solicitud de habeas corpus ante una corte federal no estaba en duda. Tal como la ministra O’Connor adujo en su voto (al que me sumé): "Todos coincidimos en que, en tanto no sea suspendido, el recurso de habeas corpus está disponible para cualquier individuo detenido dentro de los Estados Unidos”. “Este recurso constituye una revisión esen­ cial del Ejecutivo que asegura que éste no detendrá personas sin apegarse a Derecho.” Así, al solicitar un habeas corpus, Hamdi “estaba justamente ante una corte federal oponiéndose a su detención”.18 Al mismo tiempo, el caso Hamdi planteaba interrogantes fundamentales sobre la manera en que las cortes deberían manejar estas solicitudes. La demanda de Hamdi argumenta­ ba que su detención violaba la Constitución. El gobierno res­ pondió que la Constitución permitía que se le caracterizara como un combatiente enemigo y que se le detuviera sin pre­ sentar cargos formalmente hasta en tanto se decidera si otros procedimientos eran necesarios. El caso fue planteado ante la Corte con dos preguntas básicas relacionadas entre sí. La pri­ mera: ¿la Constitución permite al gobierno considerar a un ciudadano estadunidense como un combatiente enemigo? La segunda: si así fuera, ¿qué procedimientos debe seguir, de acuerdo con la Constitución, el gobierno cuando la caracteri­ zación es impugnada? ¿Qué evidencia es necesaria para deter­ minar quién dice la verdad? En una votación 5-4, la Corte respondió la primera pre­ gunta afirmando que la Constitución sí permitía al gobierno retener a combatientes enemigos en tiempos de guerra y tam ­ bién caracterizar a un ciudadano estadunidense como un combatiente enemigo. La Corte se apoyó en un caso similar de la época de la segunda Guerra Mundial que involucraba 17 Ibidem, 513 y 514. 18 Ibidem, 525.

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marinos alemanes, alguno de los cuales habían nacido en Es­ tados Unidos. Cuatro de los cinco ministros de mayoría (yo incluido) agregaron que la detención no podía prolongarse más allá del tiempo que duraran activamente las hostilidades.19 Dos ministros de la minoría coincidieron con la mayoría en que el presidente puede detener ciudadanos estaduniden­ ses como combatientes enemigos, pero consideraron que sólo podía hacerlo si el Congreso promulgaba una ley delegándole dicha facultad, lo que, desde su perspectiva, no se había hecho. Otros dos ministros de la minoría opinaron que la Constitu­ ción impedía al presidente detener ciudadanos estaduniden­ ses a menos "que se cumplieran las formalidades procesales, o [...] el Congreso hubiera suspendido la vigencia del recurso de habeas corpus”.20 La segunda pregunta se relacionaba con la afirmación de Hamdi de que era socorrista y no un combatiente enemigo. ¿Qué procedimientos exige la Constitución que el gobierno lleve a cabo, qué evidencia debe presentar, para resolver este alegato? Para responder esta pregunta, la Corte trató de con­ ciliar su papel constitucional de guardián de las reglas del “juicio justo” con las facultades en materia de seguridad na­ cional asignadas por la Constitución al Congreso y al presi­ dente. Al hacerlo, la mayoría de la Corte rechazó el argumen­ to del gobierno de que había respetado el derecho de Hamdi a un juicio justo y proporcionado evidencia suficiente para acreditar que era un combatiente enemigo. El voto de la ministra O’Connor —que agrupó a cuatro de los cinco ministros de mayoría, yo incluido— tomó como punto de partida “la naturaleza esencial de los derechos de los ciudadanos a estar libres de reclusión involuntaria de parte de su propio gobierno sin que se respeten las reglas del debido proceso legal”. Luego agregó que "en nuestra sociedad, la li­ bertad es la regla y la detención sin juicio es una excepción cuidadosamente delimitada”. “Es durante nuestros momentos más inciertos y desafiantes que el compromiso de nuestra na­ ción con el debido proceso es puesto severamente a prueba, y 19 Ibidem, 516-521. 20 Ibidem, 545-552 (J. Souter, voto concurrente en parte y particular en otra); ibidem, 573 (J. Scalia, voto particular).

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en esos momentos debemos preservar en casa los compromi­ sos por los que luchamos en el extranjero.”21 Aunque la Constitución reconoce que decidir "los asuntos fundamentalmente estratégicos de la guerra corresponde a quienes están mejor posicionados y son políticamente respon­ sables en mayor medida por ello”, también reconoce el históri­ co mandato constitucional de los tribunales. A menos que una ley emanada del Congreso lo suspenda, el grandioso recurso de habeas corpus permite al Poder Judicial desempeñar un pa­ pel fundamental en mantener este delicado equilibrio de gobernanza, sirviendo como un contrapeso judicial a la discreción del Ejecutivo en materia de detenciones.22 La ministra O'Connor continúa: Aunque coincidimos en el respeto y consideración que merecen las determinaciones de las autoridades militares en materias re­ lacionadas con la guerra y reconocemos que es necesario que éstas cuenten con amplia discreción, el hecho de que los tribu­ nales ejerzan su histórico mandato constitucional de estudiar y resolver quejas como las que hoy se presentan no atenta contra el papel fundamental del ejército.23

Así, el asunto requería una “concienzuda ponderación” de intereses. Una aproximación que sirviera, incluso, para el “es­ cenario de un combatiente enemigo”, exigía que la Corte ga­ rantizara los “elementos torales” de la justicia procesal, al tiempo que permitía al Ejecutivo ajustarlos en el caso de combatien­ tes enemigos “para no terminar imponiéndole una carga ex­ traordinaria en el caso de un conflicto armado en curso”.24 Los elementos torales de la justicia procesal incluyen el derecho de un "ciudadano detenido" que se opone a su carac­ terización como combatiente enemigo a “tener conocimiento de los hechos que fundan esta caracterización y a tener la justa oportunidad de rebatir las aseveraciones del gobierno ante una 21 Ibidem, 531 (decisión de pluralidad); ibidem, 529 (citas omitidas); ibi­ dem, 532. 22 Ibidem, 531, 535 y 536. 23 Ibidem, 535. 24 Ibidem, 529 (que cita Mathews v. Eldridge, 424 U.S. 319 [1976]); ibidem, 535; ibidem, 533 (las cursivas son mías).

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autoridad, neutral”. Respecto de los otros elementos: las “nece­ sidades” militares exigen a veces “ajustar los procedimientos para satisfacer las necesidades de "un conflicto armado en curso", quizá hasta el punto de recurrir a los tribunales de jus­ ticia militar, flexibilizar las reglas sobre los testimonios de oí­ das o introducir presunciones progobiemo. Sin embargo, en opinión de la pluralidad, ninguna de estas cuestiones tendría que decidirse en el presente caso.25 En resumen, en Hamdi la Corte aseguró que, con aproba­ ción del Congreso, el presidente tiene las facultades necesa­ rias para detener y retener combatientes enemigos, incluidos ciudadanos estadunidenses que pelearan contra su país, mien­ tras duren las hostilidades. Al mismo tiempo, la Corte ejerció su papel de guardián de las reglas de debido proceso y juicio justo consagradas en la Constitución. Al respecto, insistió en la aplicación de elementos básicos de justicia procesal, mientras se cercioraba de que los procedimientos resultantes colabora­ ran a la factibilidad democrática. Para hacerlo, fue extrema­ damente práctica. Tuvo en cuenta la experiencia institucional comparada, incluyendo consideraciones prácticas sobre facti­ bilidad en las circunstancias militares específicas y pospuso una decisión acerca de un listado detallado de requerimientos procesales o sobre su posible flexibilización, dejando esa deci­ sión a los tribunales inferiores por el momento. H am d an

Después del fallo de la Corte en Hamdi y Rasul, el Departamen­ to de Defensa autorizó a los detenidos en Guantánamo con­ tratar abogados y presentar solicitudes de habeas corpus. Casi todos lo hicieron. En el ínterin, el Departamento creó Tribu­ nales de Revisión del Estatus de Combatiente, integrados por tres oficiales comisionados imparciales, y otorgó a cada dete­ nido la oportunidad de discutir ante el tribunal su carácter de combatiente enemigo. Si el detenido obtenía nueva informa­ ción, la podía presentar ante la Junta de Revisiones Admi­ nistrativas y explicar por qué ya no significaba una amenaza 25 Ibidem, 533 y 534 y n. 2 (las cursivas son mías).

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(o nunca lo había sido) y por qué debía ser liberado o trans­ ferido. 26 Al mismo tiempo, un decreto presidencial establecía que sería sometido a juicio ante “comisión militar” —un organis­ mo raramente utilizado en la historia del país— cualquier no ciudadano de quien se tuviera razón para creer que pertenecía a Al Qaeda o que se hubiera "involucrado o participado en actividades terroristas dirigidas a o dañinas para los Estados Unidos". Estas comisiones especiales, nombradas por el ejérci­ to, otorgaban a las personas sometidas a ellas menos garantías procesales de aquellas que las cortes marciales comunes o los tribunales civiles otorgaban a cualquier procesado. Por ejem­ plo, estas comisiones admitían testimonios de oídas, podían ne­ garle al detenido acceso a cierta evidencia y podían excluirlo del proceso cuando cierta evidencia era presentada.27 En junio de 2006, la Suprema Corte decidió el tercer caso relacionado con Guantánamo, el caso Hamdan, que debía ocu­ parse de la facultad del presidente para valerse de las comisio­ nes militares. El caso surgió cuando las autoridades militares presentaron cargos ante una de estas comisiones asegurando que Salim Ahmed Hamdan, chofer y guardaespaldas de Osama Bin Laden, participó en una conspiración para atacar civi­ les, involucrarse en actos terroristas y cometer asesinato. La acusación formal establecía que Hamdan había conducido a Bin Laden a campos de entrenamiento, conferencias de pren­ sa, discursos y eventos afines, había gestionado la transporta­ ción de armas y había recibido entrenamiento en el uso de armas.28 Hamdan solicitó un habeas corpus ante un juzgado federal de distrito. Argumentó que su retención era contraria a dere­ cho porque fue detenido en espera de ser juzgado por una de estas comisiones y que el presidente carecía de facultades 26 Detainee Treatment Act of 2005, 119 Stat. 2739; Paul Wolfowitz (subsecre­ tario de Defensa) al secretario de Marina, memorándum: orden que establece los Tribunales de Revisión del Estatus de Combatiente, 7 de julio de 2004. Consultado en www.defenselink.mil/news/Jul2004/d20040707review.pdf el 6 de septiembre de 2017. 27 Military Order of November 13, 2001: Detention, Treatment, and Trial of Certain Non-Citizens in the War Against Terrorism, 66 Fed. Reg. 57, 833; Hamdan v. Rumsfeld, 548 U.S. 557, 568 (2006). 28 Hamdan, 548 U.S. 569 y 570.

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para juzgarlo ante dicha comisión. El juzgado de distrito es­ tuvo de acuerdo con Hamdan, pero el tribunal de apelación discrepó. La Suprema Corte consintió, entonces, en decidir la cuestión y falló a favor de Hamdan, argumentando que la nor­ mativa relevante no autorizaba al ejército a valerse de estas comisiones especiales. El caso ante la Corte involucraba varias cuestiones de in­ terpretación normativa. Pero el último enunciado de la decisión de la Corte planteó un punto importante. Al "llevar a cabo el enjuiciamiento de Hamdan y someterlo a sanciones crimina­ les, el Ejecutivo debe acatar la ley que rige en su jurisdicción”. Y reafirmó que “el deber de los tribunales, sea en tiempos de guerra, sea en tiempos de paz, es preservar intactas las garan­ tías constitucionales de las libertades civiles”.29 Sin embargo, la principal cuestión en este caso era nor­ mativa, no constitucional, y la Corte interpretó, entonces, cui­ dadosamente la legislación aplicable. El código más relevante establecía que el Ejecutivo podía sólo valerse de las comisio­ nes militares “respecto de infractores e infracciones que por disposición expresa de la ley o por el derecho de guerra puedan ser juzgados por comisiones militares”. Dado que ninguna ley otorgaba competencia a las comisiones militares para cono­ cer el caso de Hamdan, la cuestión jurídica a dilucidar era si este asunto entraba dentro de la esfera de los casos que las comisiones militares podían decidir con base en el “derecho de guerra”.30 Reconociendo que el lenguaje de la legislación sugería una investigación histórica respecto de qué tipo de casos podían ser conocidos por las comisiones con apego al derecho de guerra, la Corte hizo justamente eso y concluyó que las fuerzas armadas habían recurrido a las comisiones militares sólo bajo la vigen­ cia de la ley marcial, cuando los tribunales civiles no funcionaban o cuando los enemigos combatientes en el campo de batalla habían violado el derecho de guerra, por ejemplo, cometiendo atrocidades. Ninguna de estas circunstancias estaba presente en el caso Hamdan. Por tanto, la legislación no concedía al presidente la facultad para juzgarlo en una comisión militar. 29 Ibidem, 588 y 635 (que cita a Ex parte Quirin, 317 U.S. 1, 19 [1942]). 30 Uniform Code of Military Justice ( u c m j ), art. 21, 10 U.S.C. § 821 (las cursivas son mías).

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Más aún, en la opinión de algunos de los ministros, el princi­ pal cargo del gobierno —que Hamdan había conspirado para ayudar a Bin Laden en la comisión de actos— no implicaba una transgresión del "derecho de guerra”.31 La Corte destacó otra ley que señalaba que el ejército de­ bía (en la medida de lo posible) crear procedimientos para las comisiones militares y las cortes marciales, homólogos a los de los tribunales del fuero común. ¿Dónde está la homogenei­ dad procesal que esta ley exige?, se preguntó la Corte. ¿Por qué las comisiones se permitían desahogar testimonios de oí­ das y excluir la actuación del acusado de ciertos procedimien­ tos en formas vedadas aun para las cortes marciales? ¿Por qué esta homogeneidad no es "posible”? La Corte no encontró res­ puestas satisfactorias para estas interrogantes y, en conse­ cuencia, decidió que los procedimientos de las comisiones violaban la exigencia de asimilación y homogeneidad de la ley. La Corte agregó que el recurso de las comisiones a reglas pro­ cesales no estandarizadas sería también contrario a un trata­ do internacional: el Cuarto Convenio de Ginebra, que obliga a los Estados a juzgar a los miembros de las fuerzas armadas enemigas en "tribunales legalmente constituidos” y de acuer­ do "con todas las garantías que son consideradas como indis­ pensables por los pueblos civilizados”.32 Tres miembros de la Corte disintieron e interpretaron la historia de otra manera. También argumentaron que el Con­ greso había autorizado la creación de comisiones en la ley del 11 de septiembre, la cual otorgaba competencia al presidente para repeler los ataques terroristas con las fuerzas armadas. Los ministros disidentes consideraron inaplicable el Convenio de Ginebra y señalaron que, en todo caso, la Corte no tendría que haber decidido el caso en ese momento, sino hasta que Hamdan fuera condenado por la comisión. El ministro restan­ te, el presidente, no participó en la decisión porque había in­ tegrado el tribunal de apelación antes de ser nombrado minis­ tro de la Suprema Corte. Para los propósitos de esta publicación, lo sobresaliente del fallo de la Corte es que se basó en la interpretación de le31 Hamdan, 548 U.S. 595-597 y 612. 32 UCMJ, art. 36, 10 U.S.C. § 836; Hamdan, 548 U.S. 623, 633-635, 639-641 (J. Breyer concurrió).

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yes emanadas del Congreso. La Corte sostuvo que aquél no había emitido un cheque en blanco al presidente en materia de procesos legales. En opinión de la Corte, la ley del Congre­ so que aludía expresamente a las comisiones permitía que el presidente las estableciera sólo en ciertas circunstancias que no estaban presentes en el caso de Hamdan. Además, el Con­ greso había previsto ciertas exigencias procesales, que no se cumplieron en el establecimiento de la comisión que juzgó a Hamdan, por más que la ley permitiera que las comisiones recurrieran a procedimientos especiales cuando no fuera fac­ tible adecuarse a los procedimientos ordinarios. Tal como ocurrió en el caso del decomiso de las plantas acereras que involucró al presidente Truman, la Corte insistió en que el Ejecutivo debía ceñirse a las exigencias provenientes de la ley. La Corte determinó, en el caso, que el Ejecutivo no lo había hecho así y, en consecuencia, sus acciones eran contrarias a derecho. Al examinar las exigencias de la legislación aplica­ ble para que las comisiones se ajustaran a los procedimientos habituales cuando esto fuera posible, la Corte reconoció la ne­ cesidad de una ley viable y tomó en consideración el papel que la Constitución asigna a otros poderes del Estado. La mayoría destacó que ninguna emergencia ni ningún otro obstáculo impedían que el presidente pidiera al Congreso que le otorgara las facultades que estimara necesarias. (Pero la Corte no adelantó qué tanto la Constitución podría limitar tal autorización posterior.) En cuanto al caso Hamdan, la Cor­ te simplemente limitó las facultades del presidente para ac­ tuar por su cuenta como lo hizo, sin haber recibido esas facul­ tades legislativamente. En la medida en que la Corte basó su fallo en las leyes aplicables, no intervino en la capacidad del presidente, o del ejército, para actuar en tiempos de hostilidad.33 B

o u m e d ie n e

En noviembre de 2006, cinco meses después de que la Corte decidiera el caso Hamdan, el presidente Bush envió al Congre­ so una iniciativa de ley que ratificaba sus amplias facultades 33 Hamdan, 548 U.S. 636.

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para ordenar una detención. El Congreso promulgó entonces una nueva ley (tal como lo permite y espera la Constitución, el Congreso lo hace cuando discrepa de la interpretación de la Corte). Esta ley autorizó al presidente a establecer las comi­ siones militares y amplió la definición de “combatiente militar ilegal”. Asimismo, prohibió a los tribunales determinar la le­ galidad de la detención con base en los Convenios de Ginebra y destacó, en relación con el habeas corpus, que “[n]inguna cor­ te, ministro o juez tendría jurisdicción para atender o conside­ rar una solicitud de habeas corpus promovida por o a nombre de un extranjero” detenido en Guantánamo.34 En consecuencia, la nueva ley volvió obsoleta la decisión de la Corte en el caso Rasul. Surgió entonces la pregunta cons­ titucional de si el Congreso, actuando conforme a la ley, podía privar a los prisioneros de Guantánamo del derecho a promo­ ver una petición de habeas corpus. La pregunta no era directa, porque el Congreso había proporcionado previamente al Tri­ bunal de Apelaciones del Circuito del Distrito de Columbia, la autoridad explícita para revisar las decisiones de los Tribuna­ les de Revisión del Estatus de Combatientes del Departamen­ to de Defensa, incluyendo aquellas que caracterizaban a un detenido como combatiente enemigo. El tribunal de apela­ ciones determinaría si la decisión del tribunal era "consisten­ te con los estándares y procedimientos [del Departamento de Defensa]”, y estaría en aptitud de resolver si la aplicación de esos procedimientos en el caso de un detenido "eran con­ sistentes con la Constitución y las leyes de los Estados Unidos de América”. ¿El Congreso, al otorgar esta complicada facul­ tad, devolvió con una mano el tipo de revisión de habeas corpus que acababa de retirar con la otra? De ser así, no privó entonces a los prisioneros de Guantánamo del derecho al ha­ beas corpus.35 En junio de 2008, en el caso Boumediene v. Bush, la Corte definió estas cuestiones. El caso se relacionó con un grupo de internos en Guantánamo hechos prisioneros en distintos paí­ ses, incluyendo Afganistán, Bosnia y Gambia. Todos los dete­ nidos negaron ser combatientes enemigos, pero en cada caso 34 Ley de las Comisiones Militares, 28 U.S.C. sección 2241(e) (Supp. 2007). 35 Ley de Trato a los Detenidos de 2005, sección 1005(e), 119 Stat. 2739.

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el tribunal de estatus sostuvo que lo eran. Los detenidos inter­ pusieron habeas corpus ante el juzgado de distrito del Distrito de Columbia. Después de que la Corte resolvió el caso Rasul en 2004, los tribunales inferiores comenzaron a procesar di­ chas solicitudes en bloque, pero discreparon de lo decidido en Rasul, así que los tribunales de apelación comenzaron a revi­ sar los desacuerdos. Sin embargo, a la entrada en vigor de la nueva ley de 2006, el tribunal de apelaciones interpretó que ésta anulaba cualquier consideración sobre las peticiones de los prisioneros. La Suprema Corte accedió a revisar la decisión de dicho tribunal.36 En el caso Hamdan la Corte había dejado claro que el Con­ greso podría aprobar una nueva ley en la que se autorizaran directamente las comisiones militares especiales, pero nada dijo sobre el habeas corpus. En particular, la Corte no prome­ tió ni debía prometer al Congreso que consideraría constitu­ cional cualquier cambio legislativo que realizara. El Congreso había hecho cambios a la ley y requería que la Corte enfrenta­ ra ahora una nueva cuestión, una cuestión constitucional: ¿los cambios legislativos del Congreso al habeas corpus exce­ dían los límites constitucionales? Dada la importancia ances­ tral de dicho recurso, era fundamental la pregunta de si la propia Constitución otorgaba el derecho a solicitar el habeas corpus a los prisioneros de Guantánamo. Como se señaló con anterioridad, la Constitución estable­ ce que el Congreso “no podrá [...] suspender [el] Recurso de Habeas Corpus [...] salvo en casos de rebelión o invasión en los que la seguridad pública lo requiera”. Nadie reclamó que el Congreso hubiera aplicado la excepción de “rebelión o inva­ sión" para suspender el derecho al recurso. Por el contrario, el gobierno alegó que el Congreso no había suspendido el dere­ cho a solicitar el habeas corpus, porque los prisioneros como los de Guantánamo, en primer lugar, jamás habían tenido el derecho fundamental y constitucionalmente protegido a soli­ citarlo. (Recordemos que en el caso Rasul el tema era si los detenidos tenían el derecho legal a promover habeas corpus.) El gobierno alegó que cuando los Padres Fundadores redacta­ ron la Constitución en 1789, ningún tribunal hubiera otorga­ 36 Boumediene v. Bush, 128 S. Ct. 2229 (2008).

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do el recurso a solicitud de una persona que no fuera ciudada­ na y que se encontrara fuera del país. En consecuencia, los prisioneros de Guantánamo no tenían el derecho constitucio­ nal a dicho medio de defensa. Así, el gobierno consideró que el Congreso no podía haber suspendido un derecho que nunca habían tenido.37 La Corte, en una votación de cinco a cuatro, rechazó el argumento del gobierno y sostuvo que el recurso de habeas corpus aplicaba a los prisioneros de Guantánamo y que el Con­ greso lo había suspendido inconstitucionalmente. Por tanto, el caso Boumediene no se puede caracterizar como uno en que la Suprema Corte se ajustara a las directrices del Congreso o implementara sus objetivos más amplios. Por el contrario, in­ vocó su máximo poder de control constitucional, sosteniendo que tanto el Congreso como el presidente habían traspasado los límites constitucionales. Sin embargo, al hacerlo, la Corte tomó en cuenta las inquietudes de los otros poderes, de modo que la Constitución se interpretara de forma en que reflejara el conocimiento de las realidades prácticas. De hecho, utilizó un estándar que tomó en consideración los “obstáculos prácti­ cos”, al determinar el alcance de la garantía constitucional de habeas corpus.38 Al concluir que el recurso de habeas corpus estaba a dis­ posición de los detenidos, el ministro Kennedy primero consi­ deró los principios esenciales que subyacen a las palabras de la Constitución. En 1215, el rey Juan firmó la Carta Magna, en la que prometía a los barones que “[njingún hombre libre podrá ser [...] hecho prisionero [...] excepto [...] por las leyes del territorio”. Por siglos, en Inglaterra el recurso de habeas corpus permitió que la promesa del rey Juan fuera una realidad. Por lo menos en el siglo xvii, el recurso permitía a los jueces asegurar que ni el rey ni otros funcionarios del gobierno pudie­ ran detener a alguien de forma ilegal. Debido a que con ello se previno el encarcelamiento arbitrario, Blackstone llamó al ha­ beas corpus "el baluarte de la Constitución Británica”. La Corte suscribió que el recurso “protege los derechos de los deteni­ dos, afirmando el deber y la autoridad de la Judicatura para 31 Artículo Io de la Constitución federal, sección 9, el. 2. 38 Boumediene, 128 S. Ct. 2259.

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juzgar al carcelero". Con este antecedente en mente, la Corte determinó que los Padres Fundadores "interpretaron que el derecho a permanecer libre de restricciones ilegítimas constituía un elemento esencial del derecho a la libertad; y, por tanto, concibieron al habeas corpus como un instrumento impres­ cindible para garantizarla”. En consecuencia, lo contemplaron textual y explícitamente en la Constitución para asegurar su vigencia y establecer su lugar en nuestro régimen jurídico".39 Segundo, la Corte recurrió a la práctica histórica. Los tri­ bunales ingleses admitieron pocas solicitudes promovidas por extranjeros, incluso las de enemigos extranjeros retenidos en Inglaterra, a saber, un esclavo africano y un grupo de marinos españoles. Los jueces ingleses habían dejado claro que el m an­ dato sólo cubría Irlanda, Canadá, India y las Islas del Canal, pero no Escocia o Hanover. Sin embargo, la Corte concluyó que la evidencia histórica era demasiado difusa, “demasiado pun­ tual, demasiado exigua”, para decidir si el alcance del mandato era tan limitado como señalaba el gobierno.40 Tercero, la Corte, considerando un “enfoque práctico", sostuvo que si “una disposición constitucional tenía efecto ex­ traterritorial, dependía de ‘las circunstancias particulares, las necesidades pragmáticas y las alternativas posibles”’, y agregó que "la ejecución judicial [...] podría ser ‘impráctica y anóma­ la' ". La Corte sostuvo que estas consideraciones sostenían la aplicación del habeas corpus en el caso. Guantánamo es parte de los Estados Unidos, “en sentido práctico”; las fuerzas arm a­ das en Guantánamo no enfrentaron amenaza alguna del ene­ migo y la aplicación del recurso no crearía fricción con un “gobierno anfitrión” (el del país donde está ubicada la base mi­ litar). En consecuencia, no había razón para creer que los tri­ bunales civiles y las fuerzas militares no pudieran trabajar conjuntamente. Además, el hecho de que Guantánamo no tu­ viera en operación un sistema de tribunales civiles significaba que la solicitud de habeas corpus ofrecía a los detenidos la me­ jor y única posibilidad de lograr que la Corte revisara su de­ tención. La Corte no desconoció las dificultades prácticas 39 Ibidem, 2244-2247; William Blackstone, Commentañes on the Laws o f England, Clarendon Press, Oxford, 1765, p. 438. 40 Boumediene, 128 S. Ct. 2251 (que cita a Reid v. Covert, 354 U.S. 1, 64 [1957] [J. Frankfurter concurrió con el sentido]).

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para salvaguardar la protección constitucional más básica de la libertad personal. De hecho, su opinión incluyó las palabras “práctica” o "impráctica” más de una docena de veces. Sostu­ vo que no era impráctico asegurar que los prisioneros de Guan­ tánamo accedieran al recurso de habeas corpus, y que la Cons­ titución así lo concibió.41 Asimismo, la Corte tuvo que considerar un segundo argu­ mento del gobierno, a saber, que el nuevo acto realmente no suspendía el recurso porque el Congreso había previsto un sus­ tituto adecuado para el habeas corpus, al disponer que la corte de apelaciones revisara las decisiones del tribunal. La Corte rechazó este alegato. La ley no otorgaba explícitamente a la corte de apelación la facultad de ordenar la liberación de los prisioneros. La revisión del tribunal de apelación no podría subsanar fácilmente los procedimientos especiales prodeten­ ción aplicados por el tribunal, por ejemplo, la falta de derecho del acusado para acudir a todos los procedimientos y tener ac­ ceso a la evidencia presentada en su contra. La ley no confirió a los tribunales de apelación la facultad para tomar en cuenta evidencia que surgiera después de que el tribunal tomara su decisión, ni podían atender el argumento de que el Departa­ mento de la Defensa debió haber aportado —no lo hizo— la evidencia obtenida recientemente por los prisioneros. De cual­ quier manera, habían pasado seis años sin que se revisaran los recursos, y el enfoque del tribunal de apelaciones implica­ ría un retraso aún mayor. El Congreso no deseaba tener un equivalente al habeas corpus; de hecho, deliberadamente pre­ tendía limitar dicho control constitucional.42 Los ministros disidentes concluyeron que la Corte no debía decidir estas cuestiones, sino hasta que el tribunal de apelacio­ nes decidiera el caso individual de cada detenido aplicando los estándares del nuevo ordenamiento. Como sea, la Corte debió haber dado oportunidad al tribunal de apelación para subsanar cualquier error procedimental de encontrarlos contrarios a la Constitución o a las leyes de los Estados Unidos, en la medida en que la ley reclamada le confería dicha competencia. Ade­ más, desde el punto de vista de los disidentes, la práctica histó41 Ibidem, 2255 (citando a Reid, 354 U.S. 74-75 [J. Harían concurrió con el sentido]); ibidem, 2261. 42 Ibidem, 2271-2274.

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rica apoyaba la postura del gobierno. Adicionalmente, la prue­ ba “operativa” de la Corte sobre el alcance del recurso resultaría demasiado difícil de administrar en la práctica, pues bien po­ dría dejar en la incertidumbre a los comandantes de campo del ejército sobre si los tribunales revisarían las decisiones que se toman en el campo de batalla. Estas posibles consecuencias de­ mostraron que la interpretación de la Corte se contradecía con la delegación de los poderes de guerra que la propia Consti­ tución otorga al presidente y al Congreso, y no a la Corte. Al examinar los casos de Guantánamo, no he descrito en extenso la ferocidad de las discusiones entre la mayoría y los disidentes. Tampoco he hablado de cómo el tiempo, las perso­ nalidades, la popularidad de la guerra en Irak, el índice de apro­ bación del presidente y los problemas psicológicos similares pudieron haber influido en la presentación de las partes ante la Corte o en sus decisiones. Por el contrario, me he concentra­ do en la forma en que la Corte intentó proteger los derechos individuales de personas sumamente impopulares en circuns­ tancias en las que las facultades constitucionales del presidente y del Congreso eran particularmente fuertes para asegurar a esas personas. También he enfatizado los esfuerzos de la Cor­ te para comprender y respetar la función de otras institucio­ nes de gobierno en tiempos de guerra o donde existe especial riesgo a la seguridad nacional. En estos cuatro casos, la Corte, consciente de la función que tiene en la protección de las garantías constitucionales de libertad, reconoció que la detención prolongada de un indivi­ duo por parte del gobierno presenta cuestiones constitucio­ nales muy serias Así, la Corte comenzó con la interpretación de las leyes a la luz de sus finalidades, asumiendo en todo mo­ mento que esos objetivos eran consistentes con nuestras tradi­ ciones constitucionales; decidió cuestiones constitucionales sólo donde fue necesario y siempre ciñéndose estrictamente a la pregunta. Procedió, lentamente, paso a paso, en el recono­ cimiento de la necesidad institucional de que el presidente, con apoyo del Congreso, administre guerras y amenazas simi­ lares a la seguridad nacional. También reconoció que dichas amenazas requerirían, en algunas ocasiones, procedimientos especiales que ofrecieran a los individuos menos protección de la que normalmente debiera otorgarse, pero no determinó,

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explícitamente, la naturaleza precisa de dichos procedimien­ tos o cuándo y dónde la Constitución permite su uso. Más bien, cuando fue posible, la Suprema Corte dejó la exploración de estas implicaciones a otras instituciones, incluyendo tribu­ nales de menor jerarquía. Así, las decisiones de la Corte sobre Guantánamo parecen decir: “Suficientes hasta el día que...” La crítica más fuerte a las sentencias, y la que enfatizaron los disidentes, fue que la Corte no estableció un criterio preci­ so que vinculara a tribunales de menor jerarquía, así como a futuras cortes, y que generó incertidumbre jurídica sobre dónde se traza la línea que los presidentes, actuando con apo­ yo del Congreso, no pueden cruzar. ¿Pero cuál era la alternati­ va? Las interpretaciones constitucionales que no restringieran al presidente hubieran generado mayor certidumbre, pero hu­ bieran tenido que pagar el precio de eliminar protecciones en las que la Constitución insiste. Al mismo tiempo, un conjunto de normas legales claras —una base sobre qué, cómo, cuándo, dónde y a quién protege la Constitución— corre el riesgo de hacer justo lo que los críticos buscaron evitar, que es interferir de forma significativa con los poderes del Congreso y del presi­ dente para proteger a los Estados Unidos. Cuando existe una seria amenaza a la seguridad, la necesi­ dad de que otros poderes ejerzan ampliamente su poder dis­ crecional es grande. Sin embargo, en los casos de Guantána­ mo, la Corte estiró la cuerda de la interpretación constitucional y fue clara en que el presidente puede ser sometido, constitu­ cionalmente, a la rendición de cuentas. ¿Cuál fue el valor práctico de las sentencias de la Corte en estos casos? Las decisiones no aseguraron la inmediata libera­ ción de los prisioneros en Guantánamo, y muchos de ellos pa­ saron muchos años detenidos, incluyendo a aproximadamen­ te 17 uighurs, respecto de quienes, posteriormente, el gobierno dijo que no implicaban una seria amenaza. Por un lado, este largo retraso es reflejo del método casuístico conforme al que trabajan los tribunales y, por otro, refleja el hecho de que des­ pués de las primeras decisiones de la Corte, el Congreso res­ pondió con leyes que apoyaban las acciones del presidente.43 43 Véase Adam Liptak, “Judge Orders 17 Detainees at Guantánamo Freed", New York Times (21 de octubre de 2009), p. A14.

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Aun así, lenta pero seguramente, los casos de la Corte ha­ rán que los jueces consideren constitucionalmente los casos de los prisioneros en Guantánamo, y las sentencias probable­ mente impactarán considerablemente como precedente y como símbolo. Más que dejar a futuras administraciones del Ejecu­ tivo la libertad para actuar conforme a sus deseos, como se hizo en el caso Korematsu, la Corte dejó cuatro casos para el estudio de futuros asesores del presidente, que aconsejan ac­ tuar con precaución y dejan en claro que un presidente debe tener siempre en cuenta la Constitución, interpretada inde­ pendientemente por la Corte. En ese sentido, la ley se “sostu­ vo” en los casos de Guantánamo. Consideremos, además, que aun con lo controvertidas que fueron las decisiones de la Corte en los casos de Guantánamo, el presidente y la población las aceptaron a pesar de todo. En el caso Hamdan, una persona sumamente impopular, como lo era el chofer de Bin Laden, ganó su caso y el presidente de los Estados Unidos perdió. En el caso Boumediene, aun cuando la Corte consideró inconstitucional una ley del Congreso, no hubo ningún movimiento público de importancia urgiendo a que el presidente Bush ignorara las decisiones de la Corte. El presidente Bush, a diferencia de Andrew Jackson, expresó su inconformidad con la decisión en el caso Boumediene, pero también dijo que la respetaría: “Acataremos la decisión de la Corte”, dijo, y añadió: "lo que no significa que estemos de acuerdo Con ella”.44 La aceptación pública generalizada de la decisión de la Corte en el caso de Guantánamo refleja, en parte, las circuns­ tancias políticas y de otro tipo sobre las que no tenía ningún control. Sin embargo, también sirvió la manera en que la Cor­ te decidió los casos, al tomar sus decisiones de forma inde­ pendiente, con el fin de salvaguardar la protección constitu­ cional de los derechos individuales, a la vez que interpretó la Constitución de forma viable. En dichas decisiones, la Corte buscó respetar las funciones de otros poderes de gobierno y reconocer las necesidades prácticas de seguridad que subya44 Linda Greenhouse, "Justices, 5-4, Back Detainee Appeals for Guantána­ mo", New York Times (13 de junio de 2008), p. Al.

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LA PROTECCIÓN DE LOS INDIVIDUOS

cen a la detención de combatientes enemigos. Procedió caute­ losamente, paso a paso. La última cuestión constitucional que se le presentó a la Corte en el caso Boumediene la decidió sólo después de un diálogo con otros poderes de gobierno mediante decisiones en casos concretos suscitados durante varios años. De cualquier manera, los otros poderes de gobierno consi­ deraron natural y apropiado acatar las decisiones de la Corte, lo cual refleja 200 años de historia estadunidense. Hoy en día, los estadunidenses aceptan la competencia de la Corte como guardiana de la ley y entienden el valor de respetar sus deci­ siones, incluyendo las que protegen a las minorías menos po­ pulares, aun cuando disientan con alguna decisión y cuando tengan razón sobre lo incorrecto de las mismas. La aceptación pública nunca es segura; nada puede darse por sentado. La aceptación de la Corte debe transmitirse a través de la costumbre y el entendimiento de una generación a otra. En el momento de análisis de los casos de Guantána­ mo, esa costumbre duramente ganada fue suficiente para que la Corte, en tiempos de crisis, ejerciera su distintivo poder de control constitucional, y pudiera así definir y reforzar los lí­ mites constitucionales de protección a la libertad. Y la ley se sostuvo.

CONCLUSIÓN Los creadores de la Constitución de los Estados Unidos qui­ sieron instaurar una democracia que protegiera la libertad, que funcionara en la práctica y que perdurara a través del tiempo. A su vez, identificaron la necesidad de una institución que vi­ gilara los límites legales creados por la Constitución. Alexander Hamilton consideró que los tribunales eran quienes mejor podían ejercer esa atribución, no porque los jueces necesaria­ mente tomaran las decisiones más sabias, sino porque era más peligroso alojar esa facultad en cualquier otra parte. Un presidente con responsabilidad única de decidir si sus propios actos acatan la Constitución podría volverse demasiado pode­ roso. Un Congreso con ese poder podría actuar demasiado po­ líticamente; rara vez anularía una ley que fuera popular. El Poder Judicial, sin embargo, carece tanto de “bolsa” como de "espada". Ha sido y es el poder más débil del gobierno, y se es­ pera que los jueces ignoren la presión política cuando deben decidir sobre un asunto.1 Pero ¿puede la Corte ejercer esta facultad efectivamente? Primero, cuando los tribunales protejan a gente impopular, ¿se acatarán sus decisiones? En palabras de Hotspur, "¿ven­ drá la gente cuando la llames?” La pregunta es fundamental. En mi libro previo, Active Liberty, señalé que los esfuerzos de la Constitución para asegurar una democracia constitucional factible y operativa significan poco si la gente ignora las inter­ pretaciones de la Constitución con las que no concuerda. En la primera parte de este libro describí una nación que gra­ dualmente ha aumentado su confianza en la Corte, aceptando las decisiones con las que no concuerda, y propuse ejemplos de algunos altibajos históricos que nos han conducido hasta esta aceptación generalizada. Segundo, ¿cómo puede la Corte emitir opiniones que ayu­ den a que el derecho, incluida la Constitución, funcione bien 1Alexander Hamilton, "Federalist 78”, Independent Journal, 1788. 309

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en la práctica? En la segunda parte describí enfoques que pue­ den ser útiles y propuse un enfoque práctico a la interpreta­ ción constitucional. ¿Qué significa para la Corte adoptar una actitud “prácti­ ca” ante la interpretación jurídica? Significa que mantendrá relaciones viables, operativas y firmes con otras instituciones gubernamentales, y que tomará en cuenta la función constitu­ cional de otras instituciones, incluyendo sus responsabilida­ des, sus desventajas y la forma en la que funcionan. El concepto de una Constitución factible no es abstracta, ni ad hoc. Hemos visto ejemplos de cómo esa idea general permite moldear enfoques más específicos sobre cuestiones jurídicas concretas. Dichos enfoques, a su vez, pueden ser úti­ les cuando la Corte enfrenta problemas complicados que pro­ vienen de distintas áreas del derecho. Dentro de esos enfoques interpretativos se ubican los que se basan en el objeto y resultado de cierta ley —que recurre, en algunos casos, al estándar del legislador razonable para identi­ ficar ese objeto—. También abordamos la técnica de la expe­ riencia comparativa como aquella que nos permite observar el propósito de una regulación en relación con la función admi­ nistrativa del Poder Ejecutivo. Los enfoques también conside­ ran la subsidiariedad como principio para interpretar leyes que se ocupan del federalismo, y la especialidad cuando se tra­ ta de tribunales inferiores. Los enfoques interpretativos tam ­ bién se sujetan a la estabilidad como principio jurídico cuando la Corte lidia con precedentes de anteriores integraciones de la misma Corte. Tal como se señala en la tercera parte, dichos enfoques incluyen también los principios subyacentes y la pro­ porcionalidad cuando se trata de la interpretación de dere­ chos fundamentales. Asimismo, el nivel de responsabilidad y rendición de cuentas que compete al presidente y al Congreso en tiempos de amenazas serias a la seguridad nacional, aun cuando las dificultades prácticas y conceptuales signifiquen que la Corte sólo estirará de la cuerda de las responsabilidades en algunas ocasiones. Estos enfoques no crean una teoría detallada de cómo se deciden los casos en general, no establecen criterios para la evaluación de todos los casos, ni serán eficaces en cada caso. Además, dejan de lado muchos factores que pudieran afectar

CONCLUSIÓN

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la forma en que la Corte decide los asuntos, como el contexto social y político; los puntos de vista filosóficos básicos de los jueces; las circunstancias fácticas contingentes sobre el país que parecían relevantes al momento de la decisión; el consen­ so entre magistratura, barra de abogados y academia en casos previos en los que la Corte fue “demasiado lejos” en una direc­ ción y que, en todo caso, debió “echar para atrás”; o el hecho de que los nuevos nombramientos de la Corte hayan sido he­ chos, tal vez, para cambiar esa dirección. Sin embargo, la sim­ plificación es necesaria para describir la lógica básica —el es­ queleto— de nuevos enfoques jurídicos que —creo— podrán, deberán y jugarán una función importante cuando la Corte toma decisiones. Estos enfoques son consistentes entre sí, for­ man un todo coherente y pueden ser sumamente útiles al re­ solver casos particularmente complicados, área por área. Estos enfoques complementan a otras herramientas jurí­ dicas tradicionales, como la interpretación textual, histórica, la basada en la tradición, en los precedentes, y en el objeto y los eventuales resultados. Asimismo, ayudan a implementar los ob­ jetivos primarios de la Constitución, —como el mantenimien­ to de las instituciones democráticas, la protección de los dere­ chos fundamentales de los individuos, el aseguramiento del grado de igualdad y la división o separación de los poderes gubernamentales, y a garantizar el Estado de Derecho. Estos enfoques ayudan a que la Corte aplique principios constitu­ cionales inmutables en un mundo de cambio constante. Como resultado, sirven para producir interpretaciones jurídicas que beneficiarán a los destinatarios de las leyes. El beneficio final es que la gente tiende a entender y aceptar que las decisiones de la Corte pertenecen legítimamente a nuestra sociedad de­ mocrática. En consecuencia, estos enfoques ayudan a contes­ tar afirmativamente a la pregunta de Hotspur. Cuando la Cor­ te llame, la gente vendrá. Las promesas de la Constitución se mantendrán en la realidad. Pero una pregunta más amplia permanece sin respuesta. Como dije al comienzo, cuando preguntaron a Benjamín Franklin qué tipo de gobierno había creado la Asamblea Cons­ tituyente, su famosa respuesta, “una república, señora, si usted puede mantenerla”, nos reta a mantener la factibilidad de la Constitución democrática que hemos heredado. En una de­

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mocracia, las instituciones que perduran dependen de que se mantenga el apoyo de los ciudadanos ordinarios. Y los ciuda­ danos tienden a apoyar las instituciones que comprenden. Tal como lo dijo Thomas Jefferson, incluso bajo las "mejores for­ mas” de gobierno, “en un tiempo, los encargados del poder lo han pervertido en tiranía”. Por ello, la forma más efectiva para prevenir esto consiste en “iluminar [...] las mentes de la gente en general”.2 Así que la pregunta más amplia es ¿cómo debemos “ilumi­ nar” esas mentes?, ¿cómo explicamos al estadunidense ordi­ nario por qué y cómo él o ella deberá tratar de entender una Judicatura fuerte? La necesidad es muy grande. Como hemos visto, la independencia judicial es una de las partes más im­ portantes de la institución judicial que puede hacer que las promesas de la Constitución sean efectivas. Como lo estableció el ministro David Souter: [Una] población que no tiene idea de que el poder Judicial tiene la misión de preservar los límites constitucionales en nuestro or­ denamiento democrático y que no comprende que los jueces tienen a su cargo la protección de las garantías constitucionales aun a favor de la gente menos popular en la sociedad, difícil­ mente encontrará sentido cuando alguien proclame la indepen­ dencia judicial y descarte los llamados para destituir a los jueces que se erigen como defensores de los derechos de los individuos contra la voluntad popular.3

La gente que no entiende la Judicatura, su función en la protección de la Constitución y la necesidad de independencia judicial, puede debilitarla a través de sus acciones. Por ejem­ plo, en lugares donde se llevan a cabo elecciones judiciales, el electorado puede votar en contra de candidatos que hubieran emitido decisiones poco populares; puede autorizar a los liti­ gantes a contribuir con millones de dólares a favor de candi­ 2 Thomas Jefferson, "A Bill for the More General Diffusion of Knowledge”, en Joyce Appleby y Terence Ball (eds.), Jefferson: Political Writings, Cambridge University Press, 1999, p. 235. 3 David Souter, “Remarles on Civic Education", ABA Asamblea Inaugural (Io de agosto de 2009), consultado en www.abanet.org/publiced/JusticeSouterChallengesABA.pdf el 6 de septiembre de 2017.

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datos judiciales; puede aumentar la relevancia electoral de ca­ sos individuales, limitando la extensión de los mandatos judiciales, y puede apoyar iniciativas populares como aquella de "cárcel para los jueces”, que decidieran casos de forma "in­ correcta”, propuesta en Dakota del Sur. Cuando los jueces no son electos, como sucede en el sistema federal, los votantes también pueden comunicarse con los legisladores, a quienes, cuando seleccionan jueces, les importa la política y no el dere­ cho.4 De hecho, como parte de un sondeo en 2000 en el que se preguntó si los jueces decidían sus casos sobre un terreno po­ lítico o jurídico, cerca de dos terceras partes de los encuestados respondieron que jurídico; cinco años más tarde este nú­ mero se redujo a la mitad.5 Explicar esto no es fácil. La gente está ocupada con su vida diaria y los conceptos y razones relevantes no son siempre fáciles de comprender. La independencia judicial es, esencial­ mente, un estado mental. Así, por ejemplo, ésta no estaría pre­ sente cuando el jefe del partido soviético llamara por teléfono a un juez para decirle cómo decidir un caso, con la pena so­ breentendida de que al juez se le privaría de un departamento decente o de una buena educación para sus hijos. ¿Cómo po­ demos explicar el aislamiento de un juez con la finalidad de decidir independientemente un caso excepcionalmente com­ plicado? ¿Podemos explicarlo así de rápido a nuestros compa­ ñeros ciudadanos, quienes viven vidas ocupadas y apresuradas? Toma tiempo y un esfuerzo permanente comunicar la na­ turaleza e importancia de nuestras instituciones gubernamen­ tales. El apoyo a la institución judicial descansa en que se en­ señe, de manera organizada, a generaciones de estudiantes sobre nuestra historia y nuestro gobierno. Crece a partir del conocimiento de nuestra Revolución, los documentos funda­ cionales, sobre la Guerra Civil y los 80 años de segregación 4 Véase Stephen Breyer, Serving America's Best Interests, Daedalus, 2008, p. 139; Sandra Day O’Connor, "The threat to Judicial Independencia”, Wall Street Journal (Io de octubre de 2006) (que discute la votación de la iniciativa “the j a i l 4 Judges”). 5 David Souter, "Striking the Balance: Fair and Independent Courts in a New Era”, observaciones en Luncheon (20 de mayo de 2009); Sandra Day O’Connor, "Education: A Big Idea in Today’s America” observaciones en la Seattle Public Library Town Hall (14 de septiembre de 2009); Breyer, op. cit., p. 139.

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jurídicamente aceptada. Se basa en el entendimiento de la Constitución, de cómo funciona el gobierno en la práctica y de la importancia de la participación eventual de los estudian­ tes para la efectividad continua de la Corte. Hay motivos para preocuparse sobre lo saludable de este tipo de educación. En comparación con una generación ante­ rior, parece que hay menos clases sobre civismo y gobierno, menos reuniones ciudadanas donde (en palabras del ministro Souter) “comienza a formarse (el) concepto fundamental de justicia”. Hoy día, sólo veintinueve estados enseñan civismo y gobierno como parte del currículum de las escuelas públicas. Esta inclinación puede ayudar a explicar las lúgubres estadís­ ticas: una gran mayoría de los alumnos de octavo grado no son competentes en educación cívica; sólo un tercio de los alum­ nos del mismo grado puede nombrar los tres poderes de go­ bierno (dos tercios pueden nombrar un juez del programa de televisión American Idol)\ sólo un tercio de los alumnos de ter­ cer grado puede describir el propósito histórico de la Declara­ ción de Independencia; y tres cuartos de nuestra población no entiende la diferencia entre un juez y un legislador. Aun así, no todo es pesimismo. Los ciudadanos, las funda­ ciones, los funcionarios de gobierno, los comités legislativos, los líderes de todo el espectro político y los ministros en retiro de la Suprema Corte han trabajado arduamente en el desarro­ llo de la enseñanza de estos materiales y alentado la enseñanza cívica. Nadie ha trabajado más duro que la ministra O’Connor para explicar a la gente la necesidad de la educación cívica, incluyendo la educación sobre cómo trabajan nuestras insti­ tuciones judiciales. Los abogados, las barras de abogados y los jueces pueden hacer lo mismo. Pueden hablar con los estudiantes sobre de­ recho; pueden concertar visitas de éstos a las cortes; pueden ayudar a que las escuelas desarrollen materiales educativos. Los abogados y los jueces pueden reunirse con grupos locales y explicar qué es el derecho, cómo es nuestro sistema legal, qué hacen los tribunales, cómo afectan el régimen jurídico y los tribunales la vida de los ciudadanos ordinarios. Esta pre­ sencia transmite un mensaje simple: trabajamos con el derecho y con la Constitución. Nuestra Constitución democrática supo­ ne una población que participa en el gobierno que ha creado y

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que entiende cómo funciona el gobierno. Sin este entendi­ miento público, la Judicatura no puede imponer los límites a la protección de la libertad de nuestra Constitución. Las historias en este libro han sido narradas desde el pun­ to de vista de un juez. He sacado mis propias lecciones a par­ tir de ellas. Espero que guíen a otros a estudiarlas y a reflexio­ nar sobre sus lecciones en nuestra historia constitucional. Entonces también estarán mejor capacitados para ayudar a que nuestra democracia funcione. Así lo espero. Por eso escribí este libro.

APÉNDICE A Im ágenes

Este libro trata extensamente sobre casos y principios jurídicos, pero es importante recordar que fueron seres humanos quie­ nes decidieron los casos y quienes padecieron un profundo efecto. Espero que las siguientes imágenes y fotografías ayu­ den al lector a hacer esta conexión, la de reconocer que de­ trás de cada caso famoso descrito hay cuestiones reales, en­ frentadas por gente real. Primero, he incluido un retrato del ministro presidente, John Marshall, quien hizo mucho para moldear nuestro en­ tendimiento sobre la Constitución, junto con una copia de la orden emitida por James Madison solicitándole una explica­ ción sobre por qué nunca entregó a William Marbury su cargo judicial. Por supuesto, la controversia sobre el cargo de Mar­ bury llevó directamente al ministro Marshall a decidir el caso Marbury v. Madison, que estableció la autoridad de la Corte para ejercer el control constitucional. El segundo es un retrato del jefe John Ross, líder cherokee que valientemente peleó por su tierra, junto con una pintura de la migración de su pueblo a lo largo del Sendero de Lágri­ mas, que la tribu atravesó hasta Oklahoma después de su ex­ pulsión de Georgia. El tercero, el muy conocido retrato de Dred Scott que to­ davía nos hace pensar sobre su fortaleza y humanidad al pre­ sentar un caso en el que se observan los vicios que permitie­ ron ayudaron a despertar a la nación sobre la necesidad de abolir la esclavitud. Y los retratos del ministro presidente Roger Taney y el ministro Benjamín Curtis que representan el lado opuesto de la profunda división que partiría, no sólo a la Corte en el caso Dred Scott v. Sandford, sino también a la na­ ción cuatro años después en la Guerra Civil. En el cuarto, dos fotografías de la integración de la escue­ la de Little Rock que nos dicen mucho sin palabras. La prime­ 317

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APÉNDICE A

ra demuestra los esfuerzos fallidos de una de los nueve estu­ diantes que integraron la escuela frente a una fuerte oposición de quienes se encontraban en la multitud. La segunda mues­ tra al mundo que, con ayuda de la 101a División Aérea, la ley prevaleció. Y una foto de la lápida de la esposa del jefe Ross, quien murió en el Sendero de Lágrimas y que nos recuer­ da que ella, símbolo de la negativa a acatar la ley por parte de un presidente, yace sólo a una milla de la preparatoria Little Rock, escena de uno de las más grandes triunfos jurídicos. En quinto lugar, incluí fotos de personas dirigidas a campos de intemamiento japoneses durante la segunda Guerra Mun­ dial, así como de un campo, dejando entrever las condiciones en las que vivían esos ciudadanos estadunidenses. La última es una fotografía de Thurgood Marshall y miem­ bros de los Nueve de Little Rock sentados en las escaleras principales de la Suprema Corte. Esta imagen sugiere el largo camino que ha tomado a los Estados Unidos el concretar la visión que tuvo el ministro presidente Marshall, como lo esta­ bleció en Marbury, como una realidad práctica.

Esta pintura, que se encuentra en la Suprema Corte de los Estados Unidos, representa a John Marshall, como el gran ministro presidente que escribió la sentencia de la corte en Marbury v.

Madison (Rembrandt Peale, Colección de la

Suprema Corte de los Estados Unidos).

APÉNDICE A

Antes de decidir Marbury v. Madison, la Corte emitió esta

orden, solicitando al secretario de Estado, James Madison, responder a la petición de Marbury. Madison no respondió (Archivos Nacionales).

Jl

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El jefe indígena John Ross guio a la nación cherokee. Se opuso severamente a los esfuerzos de Georgia para apoderarse del territorio cherokee y alentó el litigio sobre este tema ante la Suprema Corte (Biblioteca del Congreso).

Después del último esfuerzo fallido de la tribu cherokee para mantener su tierra, fueron forzados a migrar hacia el oeste. Esta pintura representa su viaje involuntario a lo largo del Sendero de Lágrimas (Colección Granger, Nueva York).

Dred Scott, quien invocó la ley para escapar de los lazos de la esclavitud, llevó su caso ante la Suprema Corte. La decisión es considerada actualmente una de las peores decisiones de la Corte (Archivo Hulton/ Getty Images).

Nativo de Maryland y alguna vez fiscal general de Andrew Jackson, Roger Taney emitió la sentencia en el caso Dred

Scott (George Peter Alexander Healy, Colección de la Supre­ ma Corte de los Estados Unidos).

Nativo de Massachusetts, el ministro Benjamín Curtis emitió el voto disidente más importante en el caso Dred

Scott (Gregory Stapko,

Colección de la Suprema Corte de los Estados Unidos).

Esta famosa fotografía demuestra el intento fallido para entrar en la escuela Central High de Little Rock (Colección Will Counts: Archivos de la Universidad de Indiana).

Arriba: Miembros de la 101a División Aérea escoltando a los Nueve de Little Rock dentro de Central High (Bettmann/Corbis).

Derecha: Quatie Ross, la esposa del jefe John Ross, yace enterrada donde falleció durante el Sendero de Lágrimas. El Sendero simboliza la defensa del derecho, y se encuentra a sólo una milla de la preparatoria Central High de Little Rock, donde, con ayuda de las tropas federales, la ley consiguió una gran victoria (Cindy Momchilov).

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Un anuncio ordenando a personas de ascendencia japonesa que debían reportarse para internarse durante la segunda Guerra Mundial (Dorothy Lange/Fotos de las revistas Time y Life/ Getty Images).

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APÉNDICE A

Éste es uno de los lugares donde tuvieron que reportarse quienes tenían ascendencia japonesa.

APÉNDICE A

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Antes de ser nombrado ministro de la Corte Suprema, Thurgood Marshall, quien litigó como abogado de los demandantes y ganó el caso Brown v. Board of Education. Como se observa, estaba sentado en las escaleras frontales de la Corte con miembros de los Nueve de Little Rock (Bettmann/Corbis).

APÉNDICE B A n te c e d e n t e : la C orte

Quienes no están familiarizados con la Corte podrían estar in­ teresados en ciertos antecedentes esenciales sobre cómo fun­ ciona y sobre la propia Constitución. Los miembros de la Corte cambian lentamente a lo largo del tiempo. Los nueve miem­ bros, cada uno nombrado por el presidente y ratificado por el Senado, ejerce “mientras demuestren buen comportamiento”, normalmente de por vida. El presidente Jefferson es recorda­ do por haber lamentado el hecho de que los jueces de la Su­ prema Corte nunca se retiraran y rara vez murieran. En el pasado reciente, los hombres y las mujeres que sirven como ministros han tendido a tener antecedentes profesionales ju­ diciales. En el pasado, senadores, miembros del gabinete e, in­ cluso, expresidentes se han desempeñado como ministros, pero más recientemente quienes han servido en la Corte han sido jueces en tribunales de menor jerarquía (normalmente tribunales de apelaciones federales) y, como muchos jueces fe­ derales, comenzaron sus carreras judiciales a mediana edad des­ pués de experiencia jurídica previa, como litigantes o como profesores de derecho.1 El papel de la Corte en la toma de decisiones es más limi­ tado de lo que pudiera imaginarse. Su trabajo se concentra solamente en la interpretación y aplicación de las leyes fede­ rales. Ese cuerpo jurídico —la Constitución federal, las leyes del Congreso, las acciones de las agencias federales— es limi­ 1 Véase Thomas Jefferson, “To the New Haven M erchants”, en Barbara B. Oberg et al. (eds.), The Papers o f Thomas Jefferson, Princeton University Press, 2007 [1801], pp. 554, 556 (“¿cómo deben ser obtenidas las vacantes? Por m uerte son pocas. Por renuncias ninguna"). Aunque en esta carta Jefferson hace referencia a los servidores públicos en general, sus dichos han sido re­ cordados sobre todo por referirse a los ministros de la Suprema Corte. Para conocer la biografía de los actuales miembros de la Corte, véase www.supremecourtus.gov/about/biographiescurrent.pdf. 327

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tado en sí mismo, porque los 50 estados (cada uno de los cua­ les tiene una legislatura, gobernador y sistema judicial pro­ pio), y no el gobierno federal, son responsables de muchas leyes, incluyendo el derecho familiar, la propiedad intelectual, la mayoría del derecho sobre daños, el derecho corporativo y el derecho penal. Tal vez 95% o más de todos los procedimien­ tos judiciales se llevan a cabo en tribunales estatales. Dentro del área del derecho federal, la Corte conoce sólo un puñado de casos, la mayoría de los cuales requiere que re­ suelva conflictos de interpretación entre los diversos tribuna­ les de menor jerarquía. Para poner la cantidad de casos en perspectiva, consideren que los litigantes ingresan cerca de 45 millones de asuntos en todos los tribunales estatales y federa­ les cada año. De éstos, imagino que entre 80 y 100000 podrían plantear una cuestión sobre leyes federales y alcanzar un pun­ to en el que un tribunal de apelaciones federal o un tribunal estatal de última instancia decida dicha cuestión. En cerca de 8 000 de estos casos, el litigante que perdió el caso solicitará a la Suprema Corte que admita el caso. En un año la Corte ad­ mitirá, sesionará y decidirá 80 de esos casos. En consecuen­ cia, los casos que resuelve ascienden a una punta virtualmente invisible de un iceberg gigante.2 Estos 80 casos, aunque pocos en número, son importantes en la especie, porque la Corte normalmente admite y sesiona casos en los que los diversos tribunales de inferior jerarquía han decidido el mismo tema jurídico de formas distintas; por tanto, la decisión que tome casi siempre tendrá un significado jurídico considerable. Como lo demuestra la historia de la Corte, las decisiones en algunos casos —por ejemplo, aquellos que involucraban segregación o redistribución electoral— han cambiado la vida de nuestra nación. En síntesis, la Corte com­ 2 28 U.S.C., sección 1257, faculta a la Suprema Corte para revisar las reso­ luciones de las cortes estatales que planteen una pregunta sobre una ley fede­ ral y que sean "entregadas por la corte más alta del estado en el que se haya tom ado la decisión”. Otras provisiones estatutarias perm iten la revisión de sentencias de cortes federales. Para estadísticas sobre la cantidad de casos de cortes federales y estatales, véase Robert C. LaFountain et al., Examining the Work o f State Courts, National Center for State Courts, 2007, y la División de Estadística, Oficina Administrativa de las Cortes de Estados Unidos, 2008 Annual Report o f the Director: Judicial Business o f the United States Courts, (2009).

APÉNDICE B

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prende un pequeño número de hombres y mujeres de diversos puntos de vista y antecedentes, nombrados de por vida, que deciden sobre un pequeño número de casos que involucran leyes federales. Las decisiones de la Corte son normalmente finales y, frecuentemente, tienen un impacto legal y práctico considerable. Al leer este libro, uno necesita entender algunas caracte­ rísticas básicas de la Constitución. (Exhorto a los lectores que no lo han hecho —y a aquellos que no lo han hecho reciente­ mente— a leer la Constitución; es un documento admirablemente conciso.) El documento, adoptado en 1789, casi inmediata­ mente reformado con la Carta de Derechos Individuales, y subsecuentemente enmendado 17 veces, establece un gobier­ no federal. El marco incluyó una delegación explícita de los poderes del nivel federal (reservando todos los otros a los esta­ dos), la residencia de los poderes gubernamentales (entre tres poderes, Legislativo, Ejecutivo y Judicial); las protecciones (particularmente la Carta de Derechos Individuales) de ciertas libertades individuales, incluyendo las de expresión, prensa, religión, libertad de cáteos y embargos ilegales, y el pago de una indemnización por expropiación a la propiedad privada, así como garantías de debido proceso para quienes son someti­ dos a un proceso penal. Después de la Guerra Civil, la nación adoptó las enmiendas Decimotercera, Decimocuarta y Decimoquinta, con las cuales se dio fin a la esclavitud, se garantizó la protección constitu­ cional de las libertades individuales frente a los estados y el trato justo e igual a todos los ciudadanos, y se buscó garanti­ zar el derecho al voto de las minorías raciales. Posteriores en­ miendas, entre otras cosas, garantizaron la elección popular de los senadores, hicieron extensivo el sufragio a las mujeres, prohibieron el impuesto al sufragio y redujeron la edad legal para votar a los 18 años. Además, el Congreso no puede dejar de lado la interpreta­ ción constitucional de la Corte con sólo aprobar una ley ordi­ naria. Por el contrario, salvo que la Corte modifique o derogue una decisión constitucional, esa decisión sólo puede cambiar­ se mediante una enmienda constitucional. Y la Constitución es difícil de reformar, pues requiere el voto a favor de dos ter­ ceras partes de cada partido del Congreso, más la aprobación

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APÉNDICE B

de tres cuartas partes de los estados o la convocatoria de un congreso nacional especial (lo que nunca ha ocurrido). Resu­ miendo: el marco de creación de la Constitución es breve, ge­ neral, práctico y permanente.3 El trabajo de la Corte tiene cuatro características genera­ les. Primero, criterios específicos y, a menudo, determinantes, que normalmente definen las decisiones sobre los casos que deberá conocer. Este criterio básico no descansa sobre los in­ tereses intrínsecos de las cuestiones jurídicas en el caso, ni asume que la Suprema Corte alcanzará una “mejor” decisión a la de tribunales inferiores. Como lo señaló el ministro Robert H. Jackson, no somos una instancia final porque somos infalibles; más bien, somos infalibles en la medida en que nuestra palabra es final.4 Los criterios tampoco requieren que la Corte examine to­ das las peticiones (solicitando a la Corte que escuche un caso) para decidir si los tribunales inferiores decidieron correcta­ mente. La justicia fundamental no requiere dicho examen. Cada litigante ha recibido, previamente, un juicio y promovido una apelación. En cualquier caso, una Suprema Corte de sólo nue­ ve ministros no puede considerar ni evaluar totalmente la solidez de las determinaciones de 8000 tribunales inferiores cada año. Como explicó el ministro presidente William Howard Taft, un expresidente de los Estados Unidos, el criterio básico para conocer un caso es la necesidad de uniformidad en la ley fe­ deral. Si todos los tribunales inferiores han alcanzado conclu­ siones similares sobre el significado de un texto legal o consti­ tucional, entonces la ley es uniforme, por lo que generalmente no hay necesidad de que la Corte conozca el caso. Pero si los tribunales inferiores disienten en la aplicación de la ley, enton­ ces es indispensable que la Corte estudie el caso, para alcanzar uniformidad nacional. Además, podemos acceder a una solici­ tud para escuchar un caso si existe necesidad particular de una sola y definitiva determinación por parte de un tribunal; por ejemplo, cuando un tribunal inferior ha determinado la 3 El artículo 5 de la Constitución establece los procedimientos a través de los cuales puede ser reformada. 4 Brown v. Alien, 344 U.S. 443, 540 (1953) (J. Jackson, concurrió en la de­ cisión).

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inconstitucionalidad de una ley federal. Al margen de lo ante­ rior, el desacuerdo entre los tribunales inferiores es el criterio más comúnmente utilizado.5 En segundo lugar, al cumplir con la responsabilidad de in­ terpretar leyes y a la Constitución, la Corte debe típicamente decidir cómo se aplica una palabra o frase de un documento a un conjunto particular de circunstancias. Para hacerlo, los mi­ nistros llevan a cabo esa interpretación, es decir, explican su significado. ¿La palabra “costas”, por ejemplo, en una ley que indemniza costas a un padre (quien ha demostrado de forma exitosa que el consejo escolar debe proveer una mejor educación a su hijo con discapacidad) incluye el gasto de contratar a un perito? ¿El lenguaje de la Cuarta Enmienda que prohíbe “pes­ quisas, confiscaciones y aprehensiones ilegítimas” exige que los policías obtengan una orden de cateo para un auto cuyo cho­ fer ha sido arrestado y detenido adecuadamente?6 Tercero, cuando se decide un caso típico, cada ministro leerá el mismo conjunto de 10 a 15 (o más) expedientes (docu­ mentos legales de entre 30 y 50 páginas; cada uno contiene alegatos) presentados por las partes y otras personas interesa­ das, que pueden incluir al gobierno federal, gobiernos estatales, agentes policiales, negocios, sindicatos, asociaciones ambien­ tales y asociaciones de interés público, entre otras. Después de leer el conjunto de expedientes, los ministros escucharán argu­ mentos orales por una hora, con oportunidad de interrogar a los abogados. Dentro de los días siguientes, discutirán el caso en privado y alcanzarán una determinación preliminar. El mi­ nistro presidente, si concuerda con la mayoría (o de no hacer­ lo, el ministro decano en la mayoría), asignará a un ministro la elaboración del borrador de sentencia (usualmente de entre 5 Véase por ejemplo, William Howard Taft, Three Needed Steps o f Progress, 8 A.B.A. J. 34, 35 (1922) (“La función de la Suprema Corte es únicamente m antener uniform idad en las decisiones de las diversas cortes de apelación”). La regla 10 de las Reglas de la Suprema Corte establece los elementos más im portantes que la Corte debe considerar cuando tiene que decidir si conocer o no de un caso. 6 Cf. Arlington Central School District Board o f Education v. Murphy, 548 U.S. 291 (2006) (que sostiene que la palabra "costas” en Individuáis with Disahilities Education Act no incluye los honorarios de los peritos); Arizona v. Gant, 129 S. Ct. 1710 (2009) (que establece la inconstitucionalidad de la bús­ queda policial de un vehículo posterior a la detención del conductor).

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15 a 30 páginas) explicando la conclusión jurídica de la Corte y sus razones. El borrador de sentencia es circulado por el au­ tor internamente y los otros ministros harán sugerencias. Even­ tualmente, cada uno compartirá el borrador o escribirá un voto concurrente (una opinión compartiendo el sentido de la propuesta, pero por razones distintas o adicionales) o un voto en contra o que acompaña al concurrente, o un voto en contra escrito por otro ministro. Cuando todos han escrito o compar­ tido sus posiciones, el trabajo está listo. La opinión mayoritaria sobre la cual, por lo menos, cinco miembros de la Corte han compartido el sentido es la decisión final. (Cuando un mi­ nistro es descalificado para escuchar el caso y la Corte se divide en cuatro contra cuatro, debe confirmarse inmediatamente la determinación del tribunal inferior.) Las sentencias son pues­ tas a disposición del público y con el tiempo se publican. Cer­ ca de 30% de las decisiones son unánimes, y aproximadamen­ te 25% se dividen estrechamente (5-4). De cualquier modo, los ministros mantienen buenas relaciones personales entre ellos aunque una decisión se divida estrechamente o sea muy controversial. Cuarto, al considerar la interpretación constitucional de la Corte, se debe tener en mente que la Constitución establece una organización de gobierno y los límites dentro de los que deben actuar otros organismos gubernamentales. Los límites no sólo dan estructura al gobierno, sino que imponen fronteras a sus facultades y atribuciones, definidas explícitamente y, por ende, protegen las libertades individuales que el gobierno no puede infringir. La Corte, en un sentido, vigila dichos límites, decidiendo cuándo el acto de un estado o del gobierno federal cae fuera de las fronteras y yace en un territorio prohibido. Las cuestiones jurídicas sobre dónde deben estar los límites puede ser difícil. Por ejemplo, ¿cuándo una ley afecta el derecho de expresión (digamos, restringiendo contribuciones a una cam­ paña política) y cae fuera del límite de la Primera Enmienda? ¿Cuándo una ley que prohíbe el aborto cae fuera de esos lími­ tes? Sin embargo, recordemos que las decisiones difíciles refe­ rentes a los límites constituyen sólo una pequeña parte del vasto número de decisiones gubernamentales (leyes, decretos, orde­ nanzas, reglas y regulaciones) que determinan los tipos de co­ munidades, ciudades, estados y naciones que los estadunidenses

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buscan mantener. La Constitución asume que los estaduniden­ ses tomarán estas decisiones, es decir, el gran paquete de deci­ siones gubernamentales, democráticamente a través de acciones directas e indirectas de los funcionarios elegidos. Los temas que se discuten en este libro surgen dentro de este marco básico de toma de decisiones. ¿Cómo ha llegado el público a aceptar como legítima la función de la Corte en la toma de decisiones, al punto en que normalmente la respetarán incluso cuando no comparten sus determinaciones? ¿Qué pue­ de hacer la Corte para merecer la confianza de la gente en la institución y para mantenerla?

AGRADECIMIENTOS Algunas partes de este libro han aparecido anteriormente como conferencias en la Universidad de Oklahoma (la Con­ ferencia Henry Family), el Centro Rehnquist en la Universi­ dad de Arizona, la Universidad de Yale, la Biblioteca Pública de Nueva York, la Academia Estadunidense de Berlín (la Conferencia Cutler), y la Sociedad Histórica de la Suprema Corte. Me gustaría agradecer a Charles Nesson, con quien traba­ jé en la década de 1970 en Harvard reuniendo materiales que se convirtieron en los capítulos sobre los indios cherokee y Korematsu. De igual manera, el material que reunió Charles Ogletree para un seminario sobre Dred Scott en Harvard en 2007 me ayudó a escribir el capítulo sobre ese caso. Tengo una gran deuda intelectual con mis maestros y colegas de la Escuela de Leyes de Harvard, quienes me ayudaron a aprender a pensar sobre el derecho, como Paul Freund, Al Sacks, Henry Hart, Ben Kaplan, Louis Jaffe, John Hart Ely, Richard Stewart y Charles Fried; con jueces y juristas como Arthur Goldberg, Ronald Dworkin, Michael Boudin y Richard Posner; y con mu­ chos otros también. Quisiera agradecer en especial a Michael Bosworth por su gran ayuda con este libro, por dedicar mucho tiempo y esfuer­ zo a leer manuscritos y a hacer comentarios constructivos. También agradezco a mis amigos, exletrados, y a otros que han tenido la paciencia de leer manuscritos en constante cam­ bio y la disposición de proporcionar críticas estructurales, nu­ merosos comentarios y sugerencias útiles. Entre ellos se en­ cuentran Georges de Ménil, Lois de Ménil, Strobe Talbott, Lisa Bressman, Sally Rider, Paul Gewirtz y Elizabeth Drew. Así como a los miembros de mi familia: Joanna, Chloe, Nell y Michael. Doy las gracias a mis asistentes de investigación en Yale 335

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AGRADECIMIENTOS

por su muy útil trabajo con las notas a pie de página: Hunter Smith, Elina Tetelbaum, Thomas Schmidt y Benjamin Ewing. Y por supuesto, muchas gracias a mi editora, Pat Hass, por su continuo aliento, su perseverancia y su excelente traba­ jo de edición.

ÍNDICE S u m a rio ...................................................................................... Prólogo ........................................................................................... Nota del a u to r ............................................................................. In tro d u cció n .............................................................................

I. II. III. IV.

V.

VI.

7 11 29 31

Primera parte La confianza de la gente Control constitucional: la anomalía democrática . 39 La respuesta de los co n stitu y en tes........................... 43 Instaurar el control constitucional: Marbury v. M a d iso n .................................... 51 Los c h e r o k e e s ................................................................ 64 Dred S c o tt ......................................................................... 77 A ntecedentes.................................................................... 77 Las cuestiones ju r íd ic a s .............................................. 81 La decisión......................................................................... 82 Las s e c u e la s .................................................................... 89 L e c c io n e s......................................................................... 92 Little R o ck ......................................................................... 99 A ntecedentes.................................................................... 99 El papel del p resid en te..................................................105 Enviar las t r o p a s ........................................................... 111 La Suprema C orte...........................................................115 Un ejemplo a c tu a l...........................................................125

Segunda parte Decisiones que funcionan VII. El enfoque b á s ic o .............................................................135 Enfoques alternativos: originalismo, política, preferencia subjetiva..................................................135 337

Una Constitución que perdura. Un enfoque pragmático..............................................................141 VIII. El Congreso, las leyes y su p ro p ó sito ...................151 Interpretación literal.................................................152 Interpretación basada en el objetivo y los resultados..................................................... 156 ¿Por qué enfatizar un análisis de objeto y resultado como técnica interpretativa?. . . . Una salvedad.............................................................. 163 Objeciones al enfoque orientado al objeto . . . . Evadir las cuestiones constitucionales.................. 169 IX. Poder Ejecutivo, actos administrativos y experiencia c o m p a ra tiv a ....................................173 La administración del Poder E je c u tiv o ..............174 Derecho administrativo y control judicial . . . . Experiencia comparativa y deferencia judicial . . Revisión de las decisiones sobre política pública de las agencias ad m in istrativ as.......................182 Revisión de la interpretación de las leyes por parte de las agencias adm inistrativas..............183 X. Los estados y el federalismo: descentralización y su b sid ia rie d a d ......................................................191 Ideas subyacentes..................................................... 192 S ubsidiariedad..........................................................193 Limitación a la autoridad legislativa federal . . . Protección del mercado nacional...........................200 Protección a la autoridad estatal y lo c a l..............203 XI. Otros tribunales federales: la especialización . . . Especialización..........................................................212 Ejemplos.......................................................................217 Home: ¿por qué tomar el caso?, 217; Amchem: dejar al juez de distrito encargarse del caso, 221 XII. Decisiones judiciales del pasado: la estabilidad . . Brown: cuando la estabilidad debe ceder . . . . Principio g e n e ra le s .................................................230 Resistir la tentación de abandonar un precedente .

159 164

175 178

195 212

227 227 232

ÍNDICE T ercera

339

parte

La protección de los individuos XIII. Libertad individual: principios constitucionales permanentes y proporcionalidad.............................. 239 Principios constitucionales....................................... 243 Proporcionalidad.........................................................244 Heller, 246; Los principios de la Segunda Enmienda, 246; Proporcionalidad respecto de la Segunda Enmien­ da, 248

XIV. El presidente, la seguridad nacional y la rendición de cuentas: el caso K orem atsu...................................255 La reu b icació n ............................................................. 258 Hirabayashi, 263; Korematsu, 269

Las d e c isio n e s.............................................................274 278 L eccio n es.................................................... XV. Las facultades presidenciales: Guantánamo y la rendición de c u e n ta s............................................283 Caso R a su l......................................................................286 H a m d i .......................................................................... 291 Hamdan ......................................................................295 B o u m ed ien e................................................................. 299 C onclusión...............................................................................309 Apéndice A. Im ágenes............................................................. 317 Apéndice B. Antecedente: la C o r te ....................................... 327 Agradecimientos......................................................................335

Cómo hacer funcionar nuestra democracia. El punto de vista de un juez, de Stephen Breyer, se term inó de im prim ir y encuadernar en noviembre de 2017 en Im presora y Encuadernadora Progreso, S. A. de C. V. (ie p s a ), Calz. San Lorenzo, 244; 09830 Ciudad de México. En su composición, elaborada en el Departamento de Integración Digital del f c e , se utilizaron tipos New Aster LT Std. La edición, al cuidado de Isaías Acuña, consta de 3000 ejemplares.